Se acostaría con ella… por venganza y por placer…
Elise Carlton ansiaba ser libre… del matrimonio y de los hombres controladores. Después de ser durante años una esposa sumisa, sentía un enorme recelo hacia los hombres… Pero parecía que había uno en particular que la hacía reaccionar de otro modo.
Vincente Farnese era rico e increíblemente guapo y Elise no tardó en sucumbir a sus dotes de seducción. Pero no se habían conocido por casualidad. ¿Qué haría Elise cuando descubriera que su amante sólo la deseaba para vengarse?
Lucy Gordon
Por venganza y placer
Por venganza y placer (2008)
Título Original: The Italian's passionate revenge (2008)
Serie Multiautor: 15º Ardiente venganza
Capítulo 1
– ¿Quién es? ¿Por qué ha venido este desconocido al funeral de mi marido y por qué me mira?
– Polvo al polvo, cenizas a las cenizas…
En un rincón del cementerio londinense, el predicador entonaba las palabras sobre la tumba, mientras los asistentes tiritaban bajo la fría llovizna de febrero y la viuda deseaba que todo acabara pronto.
Cenizas. Una descripción perfecta de su matrimonio.
Elise miró a su alrededor y vio rostros inexpresivos. Ben Carlton había tenido socios, pero no amigos. Su vida había sido un cúmulo de tratos sucios y malas relaciones. Incluida la de ellos. Un mal matrimonio, por malas razones, con un mal final.
Mucha gente le era desconocida. A algunos los había conocido en las lujosas cenas que a Ben tanto le habían gustado y recordaba vagamente sus rostros. Todos le parecían iguales excepto un hombre.
Estaba al otro lado de la tumba y sus ojos duros la observaban en un rostro inexpresivo. No miraba el féretro, sólo a ella, con fijeza, como si así pretendiera encontrar la respuesta a un interrogante.
Debía tener treinta y muchos años, era alto, moreno y con un aire autoritario que hacía que todos los demás pareciesen insignificantes. Le dijo algo a una señora y Elise captó su acento continental. Se preguntó si pertenecía a Farnese Internationale, la empresa italiana que había contratado recientemente a Ben.
Elise no sabía mucho de los negocios de su marido, pero sospechaba que todos le consideraban un inútil. Por eso la sorprendió que una multinacional lo contratara. Ben se lo había contado con orgullo, porque sabía la pobre opinión que tenía de él.
– Espera a que estemos viviendo en Roma a todo lujo -se había vanagloriado-. En un piso increíble.
Así descubrió que había comprado el piso, sin consultarla, y, peor aún, había vendido su casa de Londres.
– No quiero volver a Roma -había dicho airada-. Me asombra que tú sí. ¿Crees que he olvidado…?
– No digas tonterías. Eso fue hace mucho. Es un buen trabajo, con mucha vida social. Deberías alegrarte. Podrás practicar italiano. Hablabas muy bien.
– Como has dicho, eso fue hace mucho.
– Voy a necesitarte -había atajado él-. No sé hablar el maldito idioma, no me lo pongas difícil.
– Además, has sacado nuestro dinero del país sin consultarme.
– Por si pensabas en divorciarte -había replicado él-. Sé lo que se te pasa por la cabeza.
– Puede que decida vivir por mi cuenta.
Él se había echado a reír al oírlo.
– ¿Tú? ¿Después de tantos años de buena vida. ¡Jamás! Te has ablandado.
Elise, acostumbrada a su grosería, había ignorado el comentario, aunque tal vez él tuviera razón.
Se habían trasladado al Ritz hasta el día de la partida. Pero Ben había muerto de un infarto mientras disfrutaba, en otro hotel, con una mujer que llamó a una ambulancia y desapareció antes de que llegara.
Elise se estremeció. Había oscurecido, pero percibía que el extraño seguía mirándola. Finalmente, el funeral acabó y la gente empezó a moverse.
– Espero que asistan a la recepción -repitió una y otra vez-. A Ben le habría gustado mucho.
– Espero que su invitación me incluya -dijo el hombre-. No me conoce, pero me entusiasmaba la idea de que su marido se uniera a nuestra empresa. Me llamo Vincente Farnese.
Ella reconoció el nombre de inmediato. Según Ben, era uno de los hombres más poderosos de Italia, influyente, rico, metido en política… Además, le había ofrecido una fortuna para que trabajara para él.
Elise no comprendía que alguien pudiera querer contratarlo, y menos aún pagarle bien. Miró a Vincente Farnese, buscando alguna pista que resolviera el misterio. No la encontró. Era un hombre de aspecto sensato, en lo mejor de la vida. Inexplicable.
– Mi esposo me habló de usted -dijo-. Ha sido muy amable viniendo al funeral. Por supuesto que será bienvenido a la recepción.
– Es muy amable -replicó él.
Elise no entendía qué hacía allí. No tenía nada que ganar ya que Ben estaba muerto. Daba igual, sólo deseaba que todo acabara. Cerró los ojos y se tambaleó, pero una fuerte mano la estabilizó.
– Ya queda poco -dijo Vincente-. No se rinda ahora.
– No iba a… -abrió los ojos y lo encontró a su lado, sujetándola.
– Lo sé -dijo él. La guió hasta el coche y le abrió la puerta él mismo. Antes de subir, Elise vio a otra persona que le había llamado la atención junto a la tumba. Una mujer de treinta y algún años, atractiva, con ropa negra, cara y llamativa.
Elise pensó que esa desconocida también la había observado de forma extraña, casi beligerante.
– ¿Quién ese esa señora? -preguntó él, sentándose a su lado.
– No lo sé. Nunca la había visto antes.
– Parece conocerla, por cómo la mira.
El Ritz no estaba muy lejos, y en la grandiosa suite que Ben había insistido en ocupar, había preparado un lujoso bufé. Elise habría preferido algo discreto, pero cierto sentido de culpabilidad la había llevado a celebrar el funeral por todo lo alto. Aunque no lloraría su muerte, al menos le daría la despedida que él habría deseado, la de un hombre rico e importante, a pesar de que sólo lo era en sus fantasías.
Cuando entró en la habitación, el espejo le confirmó que estaba perfecta en su papel de viuda elegante, con su ajustado vestido y el sombrerito negro sobre el cabello rubio, peinado con severidad. Era una experta en el arte de las apariencias, porque una vez había soñado con ser diseñadora de ropa.
Elise sabía que era guapa. Durante los últimos ocho años su función había sido ser encantadora, elegante y sexy, porque era lo que Ben había querido. Era su propiedad y él esperaba la perfección. Su vida se había convertido en una rutina de gimnasios y salones de belleza.
La naturaleza había sido generosa: guapa, buen tipo sin tendencia a engordar, pelo rubio y enormes ojos de un azul profundo. Peluqueras y masajistas la habían convertido en una mujer objeto perfecta.
Era lo que el mundo esperaba: gentil, a la moda y siempre con la palabra perfecta en los labios. Sólo ella conocía su vacío interior. Pero le daba igual.
Hacía tiempo que había olvidado las emociones, el deseo y la pasión. Las había encerrado al casarse con Ben y había perdido la llave.
Elise comprobó que todo el mundo tenía suficiente comida, bebida y atención. Pronto sería libre.
El señor Farnese hablaba con los invitados, supuso que buscando nuevos negocios, como Ben. Pero Ben siempre buscaba impresionar. Vincente Farnese era lo contrario. Todos sabían quién era y buscaban su atención. Él la daba a su placer; si no le interesaban los despedía con un movimiento de la cabeza, cortés pero terminante.
Era cuanto Ben había deseado ser: un hombre guapo y saludable, con un rostro inteligente y de expresión peligrosa. Tenía los ojos negros, pero una luz emergía de sus profundidades. Parecía ser un dueño del mundo que pretendiera seguir siéndolo. Como el león dominante de la manada.
No bebía alcohol. Llevaba dos horas con la misma copa de vino en la mano, y tampoco había comido. En cambio, la mujer en quien se había fijado Elise, comía y bebía con gusto. Al igual que él, parecía estar esperando algo.
– Lo siento no nos han presentado. Ha sido muy amable al… -dijo Elise a la desconocida, cuando la gente empezó a despedirse.
– No pierda tiempo con cortesías -interrumpió la mujer con grosería-. ¿No sabe quién soy?
– Me temo que no. ¿Era amiga de mi esposo?
– ¿Amiga? ¡Ja! Podría decirse así.
– Entiendo.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Tal vez estaba con él cuando sufrió el infarto.
La mujer soltó una carcajada chillona.
– No, no era yo. Reconozco que esto se le da bien. Fría y sofisticada ante toda esta gente, aún sabiendo lo que todos pensaban.
– Lo importante es que ninguno sabía lo que pensaba yo -replicó Elise.
– ¡Bien por usted! Es dura como el diamante, ¿no?
– Cuando tengo que serlo. Debería tener cuidado -advirtió Elise. Los camareros empezaron a recoger-. ¿Quién es usted?
– Mary Connish-Fontain -contestó la mujer.
– ¿El nombre debería decirme algo?
– Lo hará, cuando acabe. He venido a pedir justicia para mi hijo. ¡El hijo de Ben!
Por el rabillo del ojo, Elise notó que Vincente Farnese se tensaba, aunque no se movió.
– ¿Tenía un hijo de mi esposo?
– Se llama Jerry. Tiene seis años.
Seis. Elise había sido esposa de Ben durante ocho. Pero no le sorprendía la noticia.
– ¿Está diciendo que Ben la mantenía? -preguntó Elise-. No lo creo. He revisado su contabilidad y no hay nada sobre una mujer y un niño.
– No podría haberlo. Rompimos antes de que naciera Jerry. Él… no quería hacerle daño.
Si Elise la había creído antes, dejó de hacerlo. A Ben le daba igual hacerle daño.
– Me casé con otro hombre -dijo Marie-. Pero ahora hemos roto.
– ¿Cómo se llama? -preguntó el señor Farnese, acercándose de repente.
– Alaric Connish-Fontain -contestó Marie-. ¿Por?
– Es un apellido poco habitual. Lo reconocí de inmediato. La bancarrota de su marido fue espectacular. No me extraña que ande buscando dinero.
– ¿Cómo se atreve?
– Disculpe. Su motivación está clara como el agua.
– ¿Qué opinaba Alaric del hijo de Ben? -preguntó Elise.
– Creía que era suyo -Mary se encogió de hombros.
– Pero cuando perdió su dinero, de repente Jerry se convirtió en hijo de Ben -dijo Elise con desdén-. No me tome por idiota.
– Diga lo que quiera -rezongó Mary-. Quiero lo justo para mi hijo. Debería ser heredero de Ben y me ocuparé de que lo sea. Tiene una casa lujosa, véndala y déme la mitad. ¿De qué se ríe? -gritó-.Venda la casa -repitió, furiosa.
– No hay casa. Por eso estoy viviendo en un hotel. Ben la vendió. Para obligarme a acompañarlo a Italia.
– Entonces tendrá el dinero. Conozco las leyes…
– Eso no me sorprende -murmuró el moreno italiano-. Una mujer como usted se habrá informado.
– Para defender mis intereses. Marido y esposa son copropietarios del hogar familiar…
– Cierto -corroboró Elise-. Por eso Ben hipotecó la casa al máximo, falsificando mi firma. Después compró una en Italia. Cuando me enteré era demasiado tarde. El dinero había salido del país.
– No me venga con ésas -escupió Mary-. Se casó con Ben por dinero y ha tenido ocho años para ir guardando parte para usted.
Elise estuvo a punto de decir la verdad: que el dinero de Ben le daba igual y que se había casado con él porque tenía pruebas que habrían llevado a su adorado padre a la cárcel. Pero se obligó a callar. Su horrible matrimonio le había enseñado autocontrol.
– No hay dinero. Lo crea o no.
– Hay bastante para vivir aquí -Mary miró el lujoso entorno que los rodeaba.
– No. Me trasladaré a un sitio más económico lo antes posible.
– Vaya donde vaya, le seguiré la pista.
El rostro de Vincente Farnese se transfiguró, parecía poseído por el diablo. Una sonrisa malvada curvó sus labios. Debía de ser un diablo con humor.
– Yo no lo haría si fuera usted -le advirtió a Mary-. Ella tiene corazón de piedra y cerebro de hielo. Le ganará la partida cada vez.
– Hace que suene como una zorra sin sentimientos -rió ella-. Debe conocerla muy bien.
– Tiene razón. Sé lo despiadada que puede ser.
Elise lo miró intrigada.
– ¿También lo tiene atrapado en sus garras? -preguntó Mary, malinterpretándolo, tal y como él había pretendido-. Ben me dijo que lo persiguió por su dinero y que le fue infiel.
– ¡Eso es mentira! -estalló Elise-. Nunca perseguí a Ben. Fue él quien me siguió, hasta Roma…
– Como usted pretendía. Lo engatusó -señaló con un dedo a Vincente-. Y usted… estoy segura de que su esposa no sabe que está aquí.
– No estoy casado -replicó él-. El matrimonio nunca me tentó, y me alegro.
– Ella se ha hartado de usted, ¿eh? -rió Mary-. Y ahora a ella no le importa herirle. Nunca le importó.
– Eso es verdad. No sabe hasta qué punto.
– ¿Y qué hace aquí? ¿Espera ganar algo? ¿No ha aprendido la lección?
Vincente se encogió de hombros y contestó con un suspiro que Elise supuso tan falso como su tono abatido. Sin duda era un gran actor.
– Algunas mujeres tienen ese poder. Hacen que los hombres olviden lo malo y mantengan la esperanza.
– Pero yo no soy un hombre. No me rendiré hasta obtener lo que merezco -dijo Mary.
– Así no lo conseguirá -dijo él-. Vuelva con una prueba de paternidad y la señora Carlton no podrá negarle la razón.
– Él está muerto. Es demasiado tarde.
– El hospital donde murió tendrá muestras de sangre -señaló Elise-. Pueden utilizarlas para la prueba.
Eso no pareció tranquilizar a Mary.
– No hace falta -dijo-. Jerry es hijo de Ben, no hay duda. Podemos arreglarlo entre nosotras…
– Váyase ahora, si sabe lo que le conviene -escupió Elise-. No nací ayer. Si no se va…
– ¿Me está amenazando?
– Exactamente -repuso Elise con furia.
– Tendrá noticias de mi abogado…
– ¡Salga de aquí!
Mary, posiblemente asustada, fue hacia la puerta.
– Volveré -amenazó-. No se librará así…
– No -le aseguró Vincente-. Al final la justicia siempre gana, aunque tarde en hacerlo -salió de la habitación con ella.
– ¿Está bien? -le preguntó al regresar, mirando sus mejillas encarnadas y el brillo de sus ojos.
– De maravilla -afirmó Elise-. Hacía años que no disfrutaba tanto. Ella creía que me rendiría sin más.
– Muy ingenuo por su parte -admitió él, divertido.
– Un minuto más y habría perdido el control y hecho algo que ambas habríamos lamentado después.
– Fue impresionante cómo mantuvo el control. Puro acero. Admirable.
– Gracias. Pero seguro que no se ha ido sin más.
– Le he dicho cómo ponerse en contacto conmigo. Y aconsejado qué hacer -dijo él-. Tardará en volver a molestar.
– Supongo que su hijo podría ser de Ben.
– No. El año pasado publicaron un artículo sobre su esposo: financiero, entregado padre de familia, etcétera. Había una foto de él con su hijo, se parecen mucho. Lo ha intentado porque necesita dinero; olvídela.
Elise empezó a reírse con suavidad y luego estalló, sin poder controlarse más. Tras la tensión y estrés del día, que todo hubiera acabado era un gran alivio.
– Signora? -dijo él con voz suave. La alzó cuando pareció no oírle-. Signora!
– Estoy bien, en serio -consiguió decir ella, aunque su cuerpo aún se estremecía, de risa o de nervios.
– No es cierto. Dista de estar bien. Venga aquí -ordenó él con brusquedad, abrazándola con firmeza de hierro, infundiéndole un mensaje de seguridad y obligándola a relajarse.
Elise pensó que era una locura. No lo conocía y, sin embargo, tenía el poder de calmarla. Debería apartarlo, no seguir en sus brazos. Pero tenía la extraña sensación de que allí estaba su único refugio, que todo iría bien mientras la abrazara.
– Estaré bien cuando me haya calmado -dijo con voz temblorosa-. Tal vez debería irse.
– No la dejaré en este estado. No debería estar sola. Siéntese -la guió hacia una silla, la dejó allí y regresó segundos después con una copa-. Beba esto.
– Es champán -ella dejó escapar otra carcajada.
– Es lo único que he encontrado. Parece que ya han recogido todo lo demás.
– No puedo beber champán en el funeral de mi marido.
– ¿Por qué no? Él no le importaba nada, ¿verdad?
– No -contestó ella al ver que la miraba con expresión inescrutable-. No me importaba.
Aceptó la copa, bebió y él la llenó de nuevo.
– Entonces, me preguntó por qué ha llorado tanto.
– ¿Qué quiere decir? Hoy no he derramado ni una sola lágrima.
– Hoy no. Pero sí cuando estaba sola.
Era verdad. En la oscuridad de la noche había llorado a mares, no por Ben, sino por su vida desolada, sus esperanzas frustradas y, sobre todo, por el risueño hombre joven que llegó y se fue tantos años antes. Ya sólo le quedaban de él recuerdos dolorosos.
Todo podría haber sido tan distinto. Si al menos… Pero, ¿cómo lo había sabido ese hombre?
– Se ve en su rostro -dijo él, contestando a la pregunta que no había llegado a formular-. El maquillaje ayuda, pero no hace milagros.
– Engañó a los demás.
– Pero no a mí -dijo él con suavidad.
En otro momento podría haberle sonado a advertencia, pero sólo sintió alivio por que la entendiera.
– Acábese la copa y la llevaré a cenar -dijo Vincente de repente. A ella la irritó que estuviera tan seguro de que seguiría sus órdenes.
– Gracias, pero prefiero quedarme aquí.
– No es cierto. No quiere quedarse sola en esta habitación vacía, demasiado grande para usted.
– Ben insistió en ocupar la suite más grande.
– Típico de él. Le gustaba impresionar, ¿no?
– Sí, pero no hablaré de él con usted. Ha muerto. Que ése sea el final.
– Pero la muerte nunca es el final -señaló él-. No para los que se quedan atrás. No se quede aquí. Venga conmigo y diga todo lo que no ha podido decirle a nadie. Se sentirá mejor después.
Ella sintió el anhelo de aceptar. Después de ese día no volvería a verlo, y eso le daba cierta libertad.
– De acuerdo. ¿Por qué no? Sí, le acompañaré.
– Será mejor que se quite ese vestido negro.
Elise había pensado hacerlo, pero que le diera órdenes de nuevo hizo que se rebelara.
– No me dé órdenes.
– No lo hago. Sólo sugiero lo que usted misma deseaba hacer -contestó él, con un aire tan razonable que resultó gracioso y molesto a un tiempo.
– ¿Ah, sí? ¿Y tiene alguna sugerencia sobre lo que debería ponerme?
– Algo descarado.
– No me va lo «descarado».
– Pues debería. Una mujer con su rostro y su cuerpo puede ser tan descarada como desee; su deber es exhibir sus gracias al mundo. Estoy seguro de que eso le habría gustado a Ben. Apostaría cualquier cosa a que en algún rincón de su armario hay un vestido provocativo que le gustaba que se pusiera para exhibirse con él -afirmó Vincente con confianza.
– Pero Ben no está. Y si salgo con usted la gente criticará que lleve algo así, después de su entierro.
– Deje que la tilden de escandalosa. ¿Le importa?
– Debería importarme -dijo ella, intentando ocultar lo tentadora que le parecía la idea.
– Pero no es así. Tal vez nunca le importó. No es momento para empezar a hacerlo ahora.
– Lo tiene todo pensado.
– Siempre planifico con antelación. Sirve para cubrir todos los ángulos.
– Tenga cuidado con eso de cubrir todos los ángulos. Suena sospechoso -dijo ella. La alegró ver que eso le causaba cierta incertidumbre.
– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó él.
– En otra época lo habrían acusado de brujo y quemado en la hoguera.
– En esta me llaman brujo y compran mis acciones. Basta de hablar. Dese prisa, no me haga esperar.
Elise fue al dormitorio, pensando que era raro que él hubiera adivinado que tenía un vestido provocativo. Colgaba al final del armario, un prenda de seda color miel, de gran escote, que brillaba con cada movimiento. Lo había elegido Ben.
– Puedes ponértelo para que me enorgullezca de ti -había declarado.
– Me lo pondría si quisiera que me tomaran por cierta clase de mujer -había protestado ella.
– ¡Bobadas! Si lo tienes, exhíbelo.
Ella se lo había puesto una vez. Era tan ajustado que era imposible llevar nada debajo y enfatizaba cada movimiento de sus caderas. El escote era tan profundo como permitía la decencia y la falda era más larga por detrás, creando una pequeña cola. Era imposible andar normalmente con un vestido así. Había que contonearse.
Elise se lo puso y observó sus provocativos movimientos en el espejo. La asombró disfrutar con ello. Pero esa noche era una persona diferente. Tomó aire, abrió la puerta y salió.
La habitación estaba vacía.
Capítulo 2
Indignada, Elise pensó que Vincente Farnese se había burlado de ella. Pero un segundo después llamaron a la puerta: era él.
– Subí a mi habitación para cambiarme -explicó.
– ¿Te alojas aquí? -lo tuteó instintivamente.
– Desde luego. No tengo casa en Londres y esto me pareció lo más apropiado. ¿Puedo decir que estás impresionante? Todos lo hombres me envidiarán.
– No hables así -dijo ella, cortante.
– ¿Por qué? ¿No es lo que quieren oír las mujeres?
– Yo no soy cualquier mujer. Soy yo. Ben solía decir esas cosas, como si sólo le importase la impresión que daría a la gente. Era horrible, y si eres igual, será mejor cancelar la cena…
– Disculpa -interrumpió él rápidamente-. Tienes razón, por supuesto. No volveré a mencionar tu belleza. Mi coche espera.
Vincente le quitó el chal de terciopelo que tenía en la mano y se lo puso sobre los hombros.
La limusina esperaba en la entrada principal. El chofer abrió la puerta trasera y subieron. Poco después llegaron a una calle de Mayfair, y llamaron a una discreta puerta. Una pequeña placa identificaba el lugar como Babylon.
Elise alzó una ceja. Era uno de los clubes más exclusivos de Londres. Sólo admitían a socios y era casi imposible conseguir el honor de ser miembro. Para furia de Ben, habían rechazado su solicitud.
Pero Vincente Farnese, a pesar de no vivir en Londres, fue recibido con todo respeto.
– Es algo temprano -dijo, mientras bajaban la larga escalera-, así podremos cenar y charlar en paz antes de que empiece la música.
Era buen anfitrión, experto en viandas y vinos exquisitos. Elise había creído que no tenía hambre, pero tras probar los pastelitos de cangrejo cambió de opinión.
Comieron en silencio durante unos minutos. Ella empezó a relajarse. Ya no le parecía tan raro estar allí: era robar unas horas a la realidad. Al día siguiente los problemas seguirían presentes, pero por esa noche podía flotar en el aire y liberarse de ellos.
– ¿Por qué le dijiste a esa mujer que tenía el corazón de piedra? -preguntó ella-. No sabes nada de mí.
– Había que convencerla de que eras peligrosa -hizo una pausa-. Y cualquier mujer puede convertir su corazón en piedra si lo necesita. Creo que tú lo has necesitado. ¿Te fue fiel tu marido alguna vez?
– Lo dudo. Debió de empezar a tener relaciones con esa mujer poco después de nuestra boda.
– ¿Eso te sorprende?
– Nada que descubro sobre Ben me sorprende ya -encogió los hombros-. Ni siquiera su forma de morir.
– He oído rumores a ese respecto.
– ¿Te refieres a la mujer que estaba con él en la cama cuando sufrió el infarto? Desapareció y nadie sabe quién era.
– Una aventura de una noche.
– Hubo un ejército de ellas -dijo ella.
– Debe de haber sido duro para ti.
– Más que nada lo siento por él, que lo dejaran solo allí. Puede que no haya sido una buena esposa, pero me habría quedado con él si estuviera enfermo.
– ¿No fuiste una buena esposa?
– No.
– Pero debes haberlo amado en algún momento.
– Nunca lo amé -se limito a decir ella, sin saber por qué le contaba tanto a un desconocido-. Supongo que eres otro de los que piensan que me casé con Ben por su supuesta fortuna. ¡Que Dios me dé paciencia! Pero puedes pensar lo que quieras. Me da igual.
– Disculpa si he dado esa impresión.
– No. Supongo que soy yo quien debería disculparse -dijo ella con ironía.
– No lo estropees. Me has impresionado, casi tanto como cuando te enfrentaste a Mary. Entonces ya tomé nota de que es mejor no contrariarte. ¿No ves cómo tiemblo?
– Oh, para ya -ella se rió, a su pesar.
– Es natural que estés nerviosa después de todo lo ocurrido.
– Y deja de ser tan comprensivo. No te cuadra.
– ¡Muy astuta por notar eso! -hizo una pausa-. Aquí llega el plato principal.
Era solomillo con salsa bearnesa acompañado con vino tinto, que él sirvió.
– Ben me dijo que le serías muy valiosa en Roma -dijo Vincente, hablando en italiano-. Dijo que habías estado allí y que hablas italiano perfectamente.
– Estudié moda en Roma, antes de casarme -contestó ella en la misma lengua-. Pero mi italiano no es tan bueno. Hace tiempo que no lo practico.
– No está nada mal -dijo él en inglés-. Pronto recuperarías la fluidez. ¿Cuánto tiempo pasaste allí?
– Tres meses.
– Debiste tener muchos admiradores -dijo él con tono travieso, ella se rió.
– Devaneos sin importancia. Ya sabes, los hombres italianos… -se encogió de hombros.
– Sé que ningún italiano auténtico sería capaz de mirarte y no desear ser tu amante.
– No se trataba sólo de lo que querían ellos. Mis deseos también cuentan -ironizó ella.
– ¿Estás diciéndome que ningún joven consiguió encandilarte? ¡Ay, ay, ay! Los hombres de mi tierra están perdiendo su encanto. ¿Ni uno solo?
– No recuerdo -replicó ella-. Eran tantos…
– Realmente eres una diosa de corazón frío -rió y alzó su copa en un brindis-. Tanto ardor juvenil a tus pies y, ¿no recuerdas a ningún joven concreto?
– A ninguno -mintió ella.
– ¿Cuánto tardaste en casarte con Ben, tras tu vuelta de Roma?
– Fue casi inmediato.
– Eso resuelve el misterio. Estabas enamorada de él y dejaste tu curso de moda para casarte con él.
– Ya te he dicho que no lo amaba.
– ¿Por qué te casaste con él? -exigió Vincente con brusquedad, sin rastro de humor en la voz.
– Por su dinero, claro -replicó Elise-. Pensé que eso ya había quedado claro antes.
– No me convence. Debió haber otra razón.
– Señor Farnese, deje de interrogarme -dijo Elise con frialdad-. Mi vida privada no es asunto tuyo.
– Perdona. Sólo era por darte conversación.
– ¿En serio? Parecía una entrevista de trabajo.
– Evalúo a muchas personas para trabajo y me temo que luego se refleja en mis modales. Discúlpame.
Lo dijo con tanto encanto que ella decidió dejarlo pasar. Percibía algo extraño, pero daba igual. Después de esa noche no volvería a verlo.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó.
– No estoy segura. La muerte de Ben fue súbita y he tenido tanto que hacer que aún no lo he pensado.
– Vuelve a Roma conmigo.
– ¿Para qué? Ben ya no trabajará para ti.
– Pero tienes un piso a allí.
– Una agencia puede venderlo por mí.
– ¿No podrías tomártelo como unas vacaciones? -al verla titubear, insistió-. ¿Cuándo estuviste allí, fuiste alguna vez a la Fontana de Trevi?
– Por supuesto -murmuró ella. Había estado allí con un joven alegre y risueño. Recordó la escena.
– Hay que tirar una moneda y pedir un deseo -había dicho el joven.
– ¿Qué debería desear? -había preguntado ella, sacando una moneda.
– Sólo hay uno: regresar a Roma.
– De acuerdo -había lanzado la moneda al agua y gritado al cielo-. ¡Que vuelva a venir!
– Volver para siempre -había urgido él.
– ¡Para siempre jamás! -había gritado ella.
– No me dejes nunca, carissima.
– Nunca en mi vida -había prometido ella.
– Ámame para siempre.
– Hasta el fin de mis días.
Un mes después, dejó Roma, y al joven, y no había regresado.
– Y lanzaste la moneda y deseaste volver a Roma ¿no? -dijo Vincente-. Pues es el momento de cumplir tu deseo. Ven conmigo a refrescar tus recuerdos.
– Las cosas cambian -negó con la cabeza-. No se puede volver al pasado.
– ¿Son recuerdos tan terribles que temes enfrentarte a ellos?
– Puede que lo sean.
– ¿Y si la verdad es mejor que tus miedos?
– Eso no ocurre nunca. ¡Nunca!
– Tal vez tengas razón -dijo él. Su voz sonó taciturna y ella alzó la cabeza y captó un destello en sus ojos. Era como si intentara ocultarle algo.
– ¿Por qué estás aquí? -preguntó, intrigada.
– He venido a un funeral.
– Pero, ¿por qué? Tienes un propósito.
– Presentar mis respetos.
– No te creo. No te va la dulzura. No estarías al frente de esa corporación si fuera así.
– Incluso en los negocios, algunos conseguimos actuar como seres civilizados -comentó Vincente.
– Pero, ¿por qué? -preguntó ella atónita-. No hay dinero en juego.
– Podría haberlo -dijo él, incauto.
– ¡Eso es una admisión! -exclamó ella, encantada.
– No lo es. Ya hemos acordado que no hago cosas por dulzura; a no ser que me convenga -añadió.
– Tú y todos los hombres. Hay una regla básica. Piensa lo peor; y nunca me equivoco.
– Podrías equivocarte con respecto a mí.
Elise se recostó en la silla y lo observó. Tenía aspecto de diablo guapo y tentador. Movió la cabeza.
– No me equivoco. ¿Qué te trajo aquí? ¿Venganza? -aventuró, sorprendiéndolo.
– ¿Qué has dicho?
– Venganza. ¿Te engañó Ben en algún trato?
– ¿Él? -Vincente soltó una carcajada-. No habría engañado a nadie. Era un idiota. ¿No lo sabías?
– Me sorprende que lo sepas tú, dado que lo contrataste. ¿Para qué te serviría un idiota? Es extraño.
– No -sonrió con sorna-. En vez de «idiota» di «burro». Siempre tengo trabajo para un burro.
– Debe haber burros en Roma. ¿Por qué Ben?
El sonido de la música le dio una excusa para no contestar. Una joven subió al escenario y empezó a cantar con voz suave. La pista se llenó de parejas.
– ¿No hemos hablado ya bastante? -preguntó él.
Elise asintió. Tomó su mano y permitió que la guiara a la pista de baile. Quería bailar con él para estar entre sus brazos. Era la verdad. Esa noche iba a divertirse por primera vez en muchos años.
Se preparó para sentir su mano en la parte baja de la espalda, pero aun así la impactó. Estaba tan cerca de él que sentía cada movimiento de sus piernas.
Tal vez había sido una locura aceptar. Hacía cuatro años había echado a Ben de su cama, e incluso antes su cuerpo había estado dormido. Ahora empezaba a despertarse y el placer era casi doloroso.
Notó que él tensaba el brazo, insistiendo para que alzara la cabeza. Lo hizo y encontró su boca tan peligrosamente cerca que notó su aliento. Estuvo a punto de besarlo. Pero fue él quien dio el primer paso. Sus labios la rozaron con tanta suavidad que no estaba segura de si era un sueño o algo real.
Era casi indecente desearlo todo con ese desconocido, pero le estaba ocurriendo. Su boca presionó sus labios con más fuerza. Cerró los ojos, rindiéndose a la sensación, dejando el mundo fuera.
Él desplazó la mano lentamente, hacia la piel desnuda de su espalda y luego hacia la curva de su cadera, para luego bajar hacia su trasero.
Llevaba demasiado tiempo viviendo como una monja, sin que el deseo tuviera sitio en su vida. Pero ahora había vuelto a la vida, con un desconocido. Se preguntó por qué él y por qué en ese momento.
Sus sentidos le contestaron que él estaba hecho para la seducción. Su cuerpo estaba diseñado para el sexo: largo, esbelto, duro, poderoso. Se fundía con el de ella y parecía que estuviera haciéndole el amor.
– ¿Qué estás haciendo? -le susurró.
– Supongo que quieres decir estamos haciendo -murmuró él en sus labios-. No es ningún misterio.
– Pero, no, deberíamos parar.
– ¿Estás segura de que es lo que quieres?
– Sí… sí, es lo que quiero -mentía y los dos lo sabían. Ella no quería parar. Lo deseaba.
A Elise ni siquiera le gustaba especialmente Vincente Farnese. Lo poco que sabía de él la estimulaba, pero había notado una actitud vigilante, un distanciamiento que impedía la calidez. No había ternura.
Aun así, o tal vez por eso, sentía un deseo libre de sentimientos, básico, sin complicaciones. Anhelaba estar en su cama. Desnudarse ante su mirada hambrienta, exhibiéndose. Pero también deseaba que él la desnudara muy lentamente, excitándola más y más.
Quería que sus cuerpos desnudos se unieran y sentir la exploración de sus dedos, hasta que la pasión lo llevara a perder el control y la hiciera suya.
Eso era lo que más deseaba: ver a ese hombre tan seguro de sí mismo, perder el control por ella. Sería lo más satisfactorio.
– ¿Por qué negarnos lo que ambos queremos? -preguntó él, adivinando de nuevo su pensamiento. Pensó que eso era lo que le hacía tan peligroso.
– No siempre tomo lo que deseo -dijo ella.
– Es un error. No has tenido suficiente placer y satisfacción en tu vida. Deberías aprovechar ahora que eres libre.
– Libre -repitió ella-. ¿Lo seré alguna vez?
– ¿Qué iba a impedírtelo?
– Tantas cosas… tantas…
Él la atrajo y posó los labios en su cuello.
– Toma lo que deseas -susurró-. Tómalo, paga el precio y no pierdas el tiempo arrepintiéndote.
– ¿Es así como vives tú?
– Siempre. Vámonos -dijo, guiándola fuera de la pista de baile.
No hablaron en el coche mientras volvían al hotel. Conscientes de que los observaban, cruzaron lentamente el vestíbulo y subieron a la suite de ella. Cuando la puerta se cerró a su espalda, él le quitó el chal, la rodeó con sus brazos y depositó una lluvia ele besos en sus hombros y cuello.
Elise echó la cabeza hacia atrás, rindiéndose a la dulce sensación. Cada roce de sus labios le provocaba temblores y cosquilleos que recorrían su piel, creando vida donde sólo había habido desolación.
Sin saber cómo, se encontró en el dormitorio, tumbada. Él se quitó la chaqueta y llevó las manos a su vestido para descubrir sus senos. Ella alzó los brazos, con la intención de atraer su rostro para besarlo, pero su mano actuó contra su voluntad. En vez de acercarlo, lo apartó.
– Espera -susurró. Él se quedó quieto, mirándola con perplejidad-. Espera -repitió ella-. ¿Qué me está ocurriendo?
Era el peor momento posible para tener un ataque de sentido común, pero la había asaltado de pronto.
– Yo no puedo contestar a eso -dijo Vincente-. Sólo tú sabes lo que quieres. Si has cambiado de opinión, basta con que me digas que me vaya.
– Ya no estoy segura. Por favor, suéltame.
Él la miró desconcertado un instante, después sus ojos destellaron con respeto.
– Muy inteligente, muy sutil.
– Te equivocas. No estoy jugando. Es sólo que… -se sentó y se apartó de él-. ¡Cielos! Hoy ha sido el funeral de mi marido.
– ¿Ahora de acuerdas de eso?
– Supongo que soy más convencional de lo que creía. Lo siento, no puedo hacer esto.
Él se levantó y recogió la chaqueta del suelo.
– Puede que tengas razón. Esto puede esperar hasta que volvamos a vernos.
– Dudo que eso vaya a ocurrir.
En la oscuridad, ella no veía bien su expresión, y no captó el asombro, admiración y odio que se sucedieron en sus ojos.
– Te equivocas -dijo-. Esto no acabará así. Un día recordarás lo que te he dicho: toma lo que desees. Y lo harás, porque en eso somos iguales.
– Olvidas algo -encontró fuerzas para retarlo con los ojos-. Lo tomaré cuando esté lista. No antes.
– Entonces, no tengo más que decir. Buenas noches -salió tranquilamente de la habitación sin mirar atrás.
Vincente estaba cerrando su maleta, la mañana siguiente, cuando sonó su teléfono móvil.
– Sí.
– Soy el chofer. Me dijo que le avisara si la veía. Acaba de subir a un taxi. Le oí decir al conductor que la llevara al cementerio.
– Bajaré ahora mismo. Arranca el motor.
Momentos después subía al coche.
– ¿Estás seguro de haber oído bien?
– Sin duda dijo cementerio de St Agnes, donde enterró a su marido ayer. Me parece bastante natural.
Vincente no contestó. Por suerte, vio a Elise en cuanto llegaron al cementerio. Había bajado del taxi y se alejaba a pie. Llevaba un ramo de rosas rojas.
A él le costaba creer que fuera a poner un símbolo de amor en la tumba de su marido.
La siguió, procurando ocultarse entre los árboles. La vio arrodillarse ante una tumba humilde, distinta a los lujosos mausoleos que la rodeaban. Vio que su rostro expresaba una tristeza infinita.
Había ido a Inglaterra a buscarla, odiándola y con el fin de hacerle pagar por un antiguo acto de crueldad. Su esposo había estado a punto de ponerla en sus manos, pero el estúpido había muerto y él había tenido que hacer otro plan.
Había estado muy seguro del tipo de mujer que encontraría, pero le había parecido distinta: más suave, vulnerable y honesta. Se recordó que debía ser una actuación. Había tenido muchos años de práctica.
Era más difícil explicar su pasión. Estaba acostumbrado a que las mujeres, buscando su fortuna, intentaran seducirlo. El pasado de Elise sugería que era de esa clase. Sin embargo, había sentido cómo se estremecía en sus brazos, y su instinto le decía que no era pasión simulada. Podría haberla hecho suya, pero entonces lo había rechazado sin concesiones, dejándolo atónito. Él estaba a punto de perder el control, pero se había obligado a calmarse y salir. Tenía que reconocer que había sentido cierto respeto.
Vincente siguió escondido hasta que ella desapareció de su vista. Fue hacia la tumba y se arrodilló para leer la inscripción.
– George Barnaby -leyó. Había muerto dos meses antes, en diciembre, a los sesenta y cuatro años.
Vincente sacó una libreta del bolsillo, pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba.
Un último dato. Su padre falleció antes de navidad. Ben Carlton siguió dando fiestas. Una invitada a una de ellas dice que ella cumplía su papel de anfitriona, pero tenía un aspecto terrible.
Vincente miró las rosas una vez más y se marchó.
Elise había dormido mal y se había despertado temprano. Se dio una ducha fría para despejarse. Después de desayunar, fue en taxi al cementerio, pero no a visitar la tumba de Ben. Él ya era parte del pasado. El hombre que había muerto dos meses antes seguía estando con ella.
– Papá -musitó, dejando las flores sobre la tumba-, ¿por qué tenías que morir ahora? Soporté a Ben ocho años para impedir que fueras a la cárcel. Dijiste que había sido un pequeño desliz, pero cuando Ben encontró la prueba, hizo que pareciera grande. Debería haberlo abandonado cuando moriste, pero estaba conmocionada. Necesitaba hacer planes. Y ahora él está muerto, yo soy libre y tú también lo serías. Pero es demasiado tarde. Ay, papá, te echo muchísimo de menos.
Regresó en taxi al hotel. Empezaba a formarse un plan en su mente. Primero dejaría la extravagante suite y se trasladaría a una habitación más pequeña y económica. Pondría en venta el piso de Roma y buscaría un lugar donde vivir.
Pero antes tenía que hablar con Vincente Farnese y dejarle claro que lo ocurrido la noche anterior había sido un error. Se negaría a volver a verlo. Rechazaría cualquier intento de persuasión.
Ya en su suite, iba a telefonearle cuando llamaron a la puerta. Un botones le dio un sobre.
– Han dejado esto para usted, señora Carlton.
Dentro había una nota escrita con firme caligrafía masculina.
Asuntos urgentes requieren que vuelva a Roma sin tiempo para despedirme. Disculpa la descortesía. Te deseo lo mejor para el futuro. Vincente Farnese.
El silencio lo rompió el sonido de una hoja siendo rasgada en pedazos.
Capítulo 3
Encontrar un hotel pequeño fue fácil. Elise no quería ver a la gente con la que se había relacionado durante su matrimonio. Eran conocidos, no amigos.
Encontró trabajo en una tienda. Durante el día vendía flores, por la noche paseaba sin preocuparse de dónde iba. Era maravilloso estar sola y en paz.
Pero también estaba paralizada, no podía tomar decisiones hasta que se vendiera el piso de Roma. Y eso ya debería haber ocurrido.
– La Via Vittorio Véneto está en la zona más lujosa de Roma -le había dicho el agente-. Todo se vende rápidamente allí.
Pero se había equivocado. Habían pasado tres meses y no había ofertas.
– Mucha gente lo ha visto -decía el agente-. Dicen que les gusta, pero luego dan marcha atrás. Un hombre estaba muy interesado. Telefoneé, pero no la localicé y, cuando lo hice, había retirado la oferta.
– No lo entiendo.
– Tal vez debería vivir aquí un tiempo. Si el piso está habitado, quizá a la gente le guste más.
– Lo pensaré -había dicho ella-. Pero confío en que se venda pronto.
No había sido así y se acercaba el día en que tendría que ir a Roma. Elise no quería volver a ver esa ciudad, donde el recuerdo de Angelo estaría en todas partes, torturándola con lo que podría haber sido.
Había ido allí a estudiar con el fin de huir del dominante Ben Carlton y había creído conseguirlo.
Angelo había sido tan apasionado y joven como ella. Habían sido como dos adolescentes disfrutando de su primer gran amor. Se ponían motes. Él la llamaba Peri y ella a él Derry. Él vivía en un piso de dos habitaciones en Trastevere, la zona más colorida y económica de la ciudad. Se fue a vivir con él.
Pero entonces Benjamín apareció con la prueba que podía enviar a su padre a la cárcel. Le telefoneó, desesperada, pero él admitió que era verdad. Al oírlo llorar, sus lágrimas se secaron. Ella sería la fuerte.
Le dijo a Angelo que todo había acabado y mantuvieron una violenta discusión. Él se marchó y no lo vio en dos días. Un día llamaron a la puerta: era Ben, que se había cansado de esperar e iba a reclamarla.
Ni siquiera entonces había adivinado él cuanto le desagradaba. Se había comportado como el héroe de una película de serie B, arrastrándola a la ventana y cubriéndola de besos, para que el mundo lo viera.
Quien lo vio fue Angelo, que volvía a suplicarle y alzó la vista a la ventana.
– Me ha elegido a mí. ¡Mira! -le gritó Ben, radiante de alegría.
Ella nunca había olvidado el grito de Angelo antes de desaparecer entre las sombras. No había vuelto a verlo. Ben la había llevado a Inglaterra esa misma noche.
Sabía que todo el mundo pensaría que abandonaba a un joven y encantador amante para disfrutar de una vida más lujosa con un hombre mayor. Le daba igual la gente, pero le rompía el corazón que Angelo la despreciara.
Se casaron poco después. En su horrible luna de miel había escrito una larga y apasionada carta a Angelo, diciéndole que siempre lo amaría y dándole el número de su móvil. Pero él no llamó.
Dos semanas después, Elise llamó a su móvil, pero no contestó él. «Angelo e morte… morte…» gimió una llorosa voz de mujer y luego colgó.
Angelo había muerto.
Elise, frenética, llamó de nuevo, pero el teléfono comunicaba, una y otra vez.
Con el celoso Ben pendiente de ella, no tuvo oportunidad de averiguar más. Angelo llevaba años muerto y ella seguía sin saber cómo había sucedido. Tras la muerte de Ben, al revisar sus pertenencias, la había horrorizado descubrir la carta que escribió tantos años antes. Él había conseguido robarla. Angelo había muerto sin leer su apasionado y contrito mensaje de amor eterno.
Eso le rompió el corazón otra vez. Lo había amado con todo su corazón. Él estaba muerto y ella tenía el corazón helado.
Lo sensato habría sido ir a Roma, pero se sentía incapaz de hacerlo. Con la venta del piso rompería su último vínculo con esa bella ciudad y Angelo Caroni y Vincente Farnese se borrarían de su vida.
Decidió buscar información sobre Vincente Farnese en Internet. Farnese Internationale era un consorcio de empresas, con sucursales en varios países, pero todas con sede en Viale Dei Panoli, Roma.
Al frente de todo estaba Vincente Farnese, el accionista mayoritario, casi con poder absoluto. Era nieto de un nombre que había empezado desde cero y creado un imperio financiero gracias a su genio.
Vio fotos del Palazzo Marini; ruinoso cuando él lo compró y espléndido después de que él gastara una fortuna en restaurarlo. Era impresionantemente bello.
Pero Vincente había pagado un precio al heredar el imperio con poco más de veinte años. Desde entonces había dedicado cada momento a preservarlo y ampliarlo, sin dedicar tiempo a buscar esposa, aunque había estado vinculado con muchas bellezas.
Un clic del ratón le mostró a una colección de mujeres glamurosas, a veces solas, a veces colgadas del brazo de él. Todas parecían más interesadas en él que él en ellas. Lo acariciaban con los ojos, admirándolo.
Exasperada consigo misma, salió de la página web. Se preguntó por qué se molestaba en rastrear su vida. Apagó el ordenador.
Su trabajo, que al principio había sido agradable, empezó a cansarla. Jane, la propietaria, se comprometió con Ivor, un vago que pretendía vivir de ella. Tras conocer a Elise, adquirió la costumbre de aparecer en la tienda cuando sabía que la encontraría sola. Pronto tuvo que empezar a apartar sus manos.
– No puedo evitarlo -se excusaba él-. Eres deslumbrante, ¿lo sabías?
– No estoy disponible.
– No me vengas con eso -sonrió con superioridad-. Algunas mujeres están disponibles incluso cuando no lo están, ya me entiendes.
Ella lo entendía bien. Ben había dicho lo mismo.
– Infernalmente sexy, pero una dama -dijo Ivor-. Eso vuelve locos a los hombres.
– ¡Fuera! -le gritó, harta de aguantarlo.
– No lo dices en serio.
– Desde luego que sí.
– Te brillan los ojos cuando te enfadas. Ven aquí. ¡Ay! -Ivor dio un salto hacia atrás, frotándose la mejilla en la que había recibido un bofetón. Ella agarró su oreja y tiró de él hasta sacarlo de la tienda.
– No vuelvas -le dijo.
– Oye, mira…
– Largo -ordenó Vincente Farnese.
Ivor lo miró y salió casi corriendo.
– Buenas tardes -la saludó Vincente.
La había pillado por sorpresa y no pudo evitar esbozar una sonrisa de placer, cosa que la irritó.
– Cada vez que te veo estás librándote de algún enemigo con una eficacia que me pone nervioso. ¿Quién era esta vez?
– El prometido de mi jefa.
– Son casi las seis -dijo él-. ¿Acabas pronto?
– Sí. Estoy cerrando la tienda.
– Entonces, vamos a tomar un café.
Ella recogió su abrigo, echó el cierre y lo condujo a una cafetería barata.
– Algo modesta para ti, me temo -le dijo-. ¿Esto es un encuentro fortuito?
– Nunca dejo nada al azar -dijo él-. Pedí tu dirección en el hotel, que la tenía para reenviarte el correo. Vengo de tu nueva dirección.
– ¡Vaya! -dijo ella, intentando imaginárselo en el modesto hotelucho-. ¿Qué te pareció?
– No me imagino qué estás haciendo ahí.
– Es cuanto puedo permitirme. No dejo de recibir facturas a nombre de Ben, y trabajo para pagarlas.
– Necesitas escapar.
– Lo haré cuando venda el piso.
– ¿Cómo va eso?
– Tú eres quien no deja nada al azar -lo miró con cinismo-. Te sería fácil descubrir que sigue en venta.
– Cierto. En realidad quería saber por qué sigue en venta.
– Dímelo tú -suspiró-. Todo el mundo dice que está bien ubicado, pero o la gente no puede pagarlo o al final retira la oferta.
– Mi consejo es que vayas a venderlo tú misma. Haz que parezca un hogar.
– Eso mismo dice mi agente.
– Es un buen profesional. Deberías hacerle caso.
– Tal vez lo haga -soltó una risita-. Es muy posible que me haya quedado sin trabajo.
– Bien. Nos iremos mañana.
– No tan rápido…
– ¿Qué te retiene aquí?
– Nada -admitió ella, la cruda realidad era que él tenía razón-. Iré contigo.
– Excelente. ¿Dónde cenamos?
– Yo no saldré. Tengo cabos sueltos que atar. Te estaré esperando mañana por la mañana.
– ¿De veras? -la miró con curiosidad-. ¿O habrás desaparecido como un fantasma cuando llegue?
Ella estuvo a punto de decirle que la última vez había sido él quien desapareció, pero su instinto la previno. Era un hombre guapo y peligroso; mejor no admitir que le había importado.
– Si digo que estaré allí, estaré -habló con tono frío y distante. Así se sentía más segura.
Él la acompañó al hotel, donde esperaba la jefa de Elise, furiosa.
– Ivor me ha dicho que has intentado seducirlo -le lanzó-. ¿Qué tienes que decir a eso?
– «Adiós» me parece la palabra adecuada. Sobre todo si se la dices a Ivor -repuso Elise-. Toma la llave de la tienda. Líbrate de él, Jane. Te mereces algo mejor. Cualquiera merece algo mejor que Ivor.
Jane se marchó con expresión de furia.
– ¡Espléndido! Fin de tu vieja vida -dijo Vincente.
– Hasta que regrese a iniciar otra -le recordó ella-. Buenas noches, te veré mañana. ¿Qué hay del vuelo?
– Yo me ocuparé de eso.
– ¿A qué hora saldremos?
– Tú estáte preparada.
Vincente regresó a las nueve de la mañana. En recepción, había un joven con pinta aburrida.
– Por favor, avise a la señora Carlton.
El joven alzó el teléfono y llamó a la habitación.
– Hola, Vi. ¿Está la señora Carlton? Es temprano para que se haya marchado, ¿no? Ah, pagó anoche.
– ¿Dónde está? -exigió Vincente.
– Se ha ido. Están limpiando su habitación.
– Pero, ¿dónde ha ido?
– No sé. Mi turno acaba de empezar.
Vincente comprendió que había ocurrido lo peor. Había confiado en ella y se había escapado. Se volvió hacia la puerta con expresión tormentosa.
– Ah, has llegado.
Perdido en sus pensamientos, casi no la oyó.
– ¿Dónde diablos estabas? -preguntó, agarrando su muñeca.
– ¿Disculpa?
Lo dijo tan airada que él la soltó.
– No vuelvas a hablarme así. No tengo por qué darte razones de mis actos.
– Me han dicho que pagaste anoche.
– Y así es. No quería perder tiempo esta mañana. Mi equipaje está en consigna. He salido a decirle adiós a una persona.
Él comprendió que se refería a su padre. Deseó preguntar por él, pero se controló. Podía esperar hasta que estuvieran en Italia y él pudiera hacer las cosas a su manera. Nada lo detendría. Había esperado demasiado tiempo.
– Creí que te habías ido.
– Dije que estaría aquí. ¿Por qué te comportas como si fuera el fin del mundo?
– Tengo un sentido muy estricto del tiempo -se disculpó él con una sonrisa.
– Pues no perdamos más. Vámonos.
El chófer de Vincente se ocupó de recoger el equipaje y meterlo en el coche.
– ¿Sólo dos maletas? -preguntó Vincente, de camino al aeropuerto-. Pensé que serían más.
– ¿Te refieres a mis armarios llenos de ropa elegante? Vendí casi toda.
– ¿Tan mal has estado de dinero?
– Sí, pero no fue la única razón. No quería recuerdos de mi matrimonio. Ahora es como si fuera otra persona.
– ¿Te gustaba vivir en ese hotelucho?
– Era tranquilo -dijo ella.
– ¿Pero no te resulta dura la pobreza?
– Tengo para pagar mi billete de avión -replicó ella a la defensiva.
– No hará falta. Iremos en mi avión privado.
En el aeropuerto les esperaba un jet con los motores en marcha. Por dentro parecía un hotel de lujo. Había cinturones de seguridad, pero los asientos eran cómodos sillones tapizados en terciopelo gris. Tras el despegue, una azafata apareció con copas de champán, y miró a Elise con curiosidad. Elise se preguntó cuántas mujeres habían sido invitadas al avión y cómo quedaba en comparación con ellas.
– Por tu nueva vida -brindó él-. Y tu libertad.
– Has dicho «libertad» de forma extraña, como si tuviera otro significado.
– Y lo tiene. La libertad es algo distinto para cada persona. Sólo tú sabes lo que significa para ti. Pero creo que Roma te ofrecerá cosas en las que nunca habías pensado -dijo él, con expresión inescrutable.
En el aeropuerto de Roma, esperaba una limusina para llevarles a la ciudad. Elise buscaba con la mirada sitios conocidos. Pasaron por Trastevere, donde Angelo y ella habían vivido tan felices. Allí él la vio en brazos de Ben, y había muerto.
– ¿Qué ocurre? -Vincente la miró preocupado.
– Nada -contestó ella.
– Has cerrado los ojos, como si sintieras dolor.
– Dolor de cabeza. Anoche no dormí -eso último era verdad.
– Pronto llegaremos al piso y podrás descansar.
Poco después, llegaron a la bonita Via Vittorio Véneto, una amplia avenida arbolada, donde los pisos de lujo costaban millones. Elise había tragado saliva al saber cuánto había pagado Ben, pero cuando vio el piso admitió que el precio era justo.
Las habitaciones eran grandes, de techos altos y enormes ventanales. Había tres dormitorios. El principal tenía una cama enorme y baño privado. Los suelos eran de mármol y los muebles antigüedades con incrustaciones de madera que formaban flores y animales. Las cortinas eran de terciopelo y satén.
Todo era lujoso y bello. Además, todo parecía recién limpiado. No había una mota de polvo.
– El agente ha hecho un buen mantenimiento.
– He de admitir que eso ha sido cosa mía -dijo Vincente-. Envié a un ejército de limpiadores.
– ¿Sería grosero preguntar cómo conseguiste las llaves de mi propiedad?
– Sí lo sería.
– Por supuesto, el agente obedeció tu voluntad -ella sonrió-. Conociéndote como te conozco, debería haberlo supuesto.
– ¿Tan bien me conoces?
– Bastó con ese breve encuentro hace unos meses. No niegues que tú también me analizaste. No sé por qué, a no ser que…
– A no ser que… -repitió él, tenso.
– Creo que analizas a todos. Una parte de ti siempre parece distante, calculadora.
– Es inevitable. Soy un hombre de negocios.
– Puede.
– Eso significa que sigues analizándome. ¿Cómo voy de momento? ¿Salgo bien parado?
– No del todo -contestó ella mirándolo a los ojos. Tuvo la sensación de haberlo pillado desprevenido y se alegró. No estaba acostumbrado a que lo juzgaran.
– ¿Te desagrado? -preguntó él con levedad.
– Hay mucho que me gusta, pero digamos que no estoy convencida del todo. Creo que tienes tus propios planes secretos.
– Siempre. Ya te he dicho que es parte de mi naturaleza -apuntó él.
– Pero, ¿por qué conmigo?
– Tal vez sólo desee conocerte mejor.
– ¿Nada más?
– No juguemos. Quiero conocerte mejor por muchas razones. Y algunas son obvias. No somos niños.
Sus ojos se encontraron y Elise vio en los de él un ataque directo que la sorprendió y excitó a la vez.
– No soy el monstruo calculador que crees -la tranquilizó él al ver que no hablaba-. Hice que limpiaran el piso para que te sintieras bienvenida.
– Gracias. No pretendía parecer desagradecida. No sé cuánto tiempo pasaré aquí, pero intentaré disfrutar.
– Bien, entonces debes permitir que te entretenga esta noche.
– ¿Otro club?
– No, cenaremos aquí.
– Pero aún no conozco la cocina -protestó ella.
– Déjalo todo en mis manos.
– ¿También cocinas?
– Espera y verás. Volveré esta tarde.
Cuando Vincente se marchó, ella recorrió el piso de nuevo, intentando convencerse de que era el que había comprado Ben. Incluso para él, era un piso demasiado grandioso y opulento.
Se sintió rara al sacar sus escasas pertenencias de las maletas. No encajaban en un sitio tan espléndido.
Vincente había hablado de nueva vida y libertad, pero ella no sentía que encajara allí. Bostezó y recordó que no había dormido la noche anterior. Había estado dando vueltas a su situación.
A primera hora de la mañana había ido al cementerio a visitar la tumba de su padre y a su regreso había encontrado a Vincente tenso y malhumorado. Habían empezado con mal pie, pero tal vez fuera mejor así.
Decidió darse una ducha. Una pared era de espejo y estudió su imagen críticamente. La chica que se había enamorado de un joven italiano y lo había abandonado quedaba muy lejos. Ella había sido regordeta, con un rostro bonito e inocente.
Ahora su rostro era más delgado y bello, sus ojos parecían más grandes. Tenía la cintura muy estrecha y el pecho generoso. Cualquier hombre diría que era una mujer hecha para el amor. Una ironía, considerando el poco que había habido en su vida.
Recordó las palabras de Vincente: «Quiero conocerte mejor por muchas razones. Y algunas son obvias. No somos niños».
Sí que eran obvias. Desde el principio había habido un misterioso vínculo entre ellos. Él la estaba obligando a enfrentarse a la atracción sexual que existía entre ellos. Advirtiéndole que su paciencia se estaba agotando. Eso, que debería haberla irritado, en cambio la excitaba.
Miró de nuevo su cuerpo, preguntándose si un hombre desearía esa piel suave y cremosa, esas largas piernas, trasero redondo y senos generosos. Supo por instinto que la respuesta era afirmativa.
Lo sería si ella decidía seducirlo. Se estremeció de anticipación; hacía tiempo que había decido hacerlo.
Se secó y se acostó en la grandiosa cama. Durmió varias horas. Cuando se despertó, Vincente estaba sentado en la cama, contemplándola.
Capítulo 4
En realidad no le extrañó demasiado verlo allí. Pero habría dado cualquier cosa por entender la expresión de sus ojos. Era una intrigante mezcla de inquietud, cálculo y deseo.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -preguntó.
– Sólo unos minutos. Llamé a la puerta y, como no abriste, utilicé la llave de nuevo. La dejaré aquí.
– ¿Qué hora es?
– Poco más de las siete.
– ¿Tanto he dormido? -se sorprendió ella.
– Debías necesitarlo. No quería despertarte.
Ella subió la sábana, consciente de que debajo estaba desnuda. Pensar que él sólo tendría que dar un tirón para verla le provocó un cosquilleo.
– No te escondas de mí -susurró él-. No puedes.
– ¿Eso no debería decidirlo yo? -se rebeló ella.
Él no intentó quitarle la sábana, pero pasó los dedos por encima de sus senos y luego los deslizó hacia su cintura. Ella comprendió que era astuto como el diablo. La sábana no la protegía en absoluto. Sintió los dedos en el estómago y esperó a que siguieran bajando, mientras se le desbocaba el corazón.
Se preguntó por qué no apartaba la sábana y supo que esperaba a que lo hiciera ella, a que fuera la más débil. Era una batalla de voluntades y no tenía intención de dejarle ganar, aunque le costaba resistirse.
Justo cuando su voluntad empezaba a debilitarse, el rescate llegó; llamaron a la puerta. Él apartó la mano y salió, mascullando algo incomprensible.
Elise se quedó inmóvil, temblando de pies a cabeza, atónita por lo que había estado a punto de hacer. Saltó de la cama y buscó algo que ponerse.
Optó por unos elegantes pantalones negros y una blusa blanca. Luego se cepilló el pelo con vigor y se lo dejó suelto. No iba a darle la satisfacción de arreglarse demasiado por él. Salió del dormitorio.
Se oían voces en la cocina. Allí encontró a Vincente y a un joven colocando envases de comida sobre la mesa. Cuando acabaron, Vincente firmó un papel y el joven se marchó.
– Veo que eres un gran cocinero -bromeó ella-. Todo comida preparada.
– No seas injusta. Sólo es el acompañamiento, yo cocinaré la carne.
Ella lo dudó, pero era verdad. Preparó Abacchio alla Romana; trozos de cordero lechal asados en una salsa de ajo, romero, vinagre y anchoas. Y no permitió que lo ayudara.
– Si quieres ser útil, pon la mesa -le dijo.
La vajilla era de porcelana pintada a mano, los cubiertos, de plata y las copas, de fino cristal.
– Te he traído un teléfono móvil. Te hará falta -dijo él, justo antes de empezar a comer.
– Ya tengo uno.
– Éste es italiano -dijo él, como si eso lo explicara todo. Era de última generación, con varios números ya grabados para ella-. Ésos son mis números de casa y de la oficina -indicó-. Éste es de un abogado a quien he solicitado que haga algunos trámites para ti. Espero que no te moleste, te será muy útil.
– Gracias. Prometo no molestarte en el trabajo.
– Espero que me llames si necesitas algo.
Elise aceptó porque habría sido grosero no hacerlo. Además, era un teléfono precioso y tenía debilidad por los juguetes de alta tecnología.
Él sirvió la cena y los vinos, uno distinto para cada plato, y perfectamente elegidos.
Durante la cena, él le habló de su empresa y de sus sucursales en países diversos. Cuando Elise le preguntó por el Palazzo Marini, hizo una mueca.
– Mi abuelo lo compró para demostrar lo lejos que había llegado partiendo de la nada. Mi padre se machacó intentando seguir su ritmo, por eso murió tan joven. Después me tocó a mí. Por suerte, me parezco más a mi abuelo que a él.
– ¿Lo admirabas?
– Era un gran hombre. Muy centrado en el trabajo, a costa de la gente, pero hizo mucho por Italia.
Vincente se levantó a por más vino y cuando regresó ella estaba junto a la ventana, contemplando Roma. Él le llevó una copa de vino.
– ¿Reconoces algún sitio? -preguntó.
– Muchos, pero parecen diferentes.
– Todo ha cambiado, incluso en estos últimos meses. Me he preguntado a menudo si has pensado en mí como yo he pensado en ti.
– ¿Esperas que conteste o ya sabes la respuesta?
– Estás preguntándome si soy lo bastante engreído para creer que lo sé. Y no, no estoy seguro. No sabré la respuesta hasta que te haga el amor.
– No estés tan seguro de que vas a hacérmelo.
– Lo haré. Necesito tenerte en mi cama, para ver si es igual que cuando ha ocurrido en mis sueños.
Elise no pudo contestar. Ella también había tenido sueños eróticos en los que su cuerpos se unían.
– Estuvimos muy cerca -murmuró él-. ¿Recuerdas la noche que estuvimos a punto de hacer el amor?
– No habría sido hacer el amor.
– Cierto, pero si hubiera dicho «practicar el sexo» no te habría gustado.
– «Sexo» se acerca más a la verdad.
– Sí. Seamos sinceros. Cuando te abracé, tuve que luchar contra la tentación de arrancarte la ropa y comprobar si tu cuerpo era tan bello como me decían mis sentidos. Era lo que pretendías. Por eso te pusiste ese vestido sin nada debajo.
– Era demasiado ajustado para llevar ropa interior, y tú dijiste que me lo pusiera.
– ¿Y siempre obedeces a los hombres? Lo dudo. Te lo pusiste sabiendo que me afectaría y así fue. Jugaste conmigo -dijo con una sonrisa.
– No del todo -Elise tomó un sorbo de vino y dejó la copa-. No te incité con el fin de rechazarte después, si es lo que insinúas… -hizo un gesto de impotencia-. De repente, me pareció algo terrible.
– ¿Terrible buscar tu satisfacción? ¿O no querías satisfacerme a mí?
– Tal vez me dio miedo. Hacía tanto tiempo…
– Eso es importante. Necesitas el hombre adecuado, uno que te dé placer con sutileza.
– ¿Sugieres que estoy haciendo una lista de candidatos? -ella soltó una risita.
– No haría falta. Ya hacen cola. Los vi en el funeral de Ben, observándote y preguntándose si tendrían opción. Dudo que Ivor fuera un caso aislado. Incluso el joven que trajo la comida me miró con envidia.
Vincente estaba diciéndole que había llegado el momento. La desconcertó descubrir que podía desear a un hombre sólo por el sexo, pero así era.
– No fue la única razón de mi rechazo -dijo ella-. Hablaste de libertad y que sólo yo sabía qué significaba para mí. Fui prisionera de Ben durante ocho años, controló mi vida con sus egoístas exigencias. Ahora estoy libre de él, pero hay otras prisiones…
– No quiero ser tu carcelero -dijo él-, sólo que encontremos una nueva libertad juntos. Confía en mí.
Le impidió contestar posando sus labios en los de ella. Tentadores, juguetones, sin exigencias. Ella habría podido resistirse a la arrogancia, pero su gentileza la rindió y respondió al beso.
Sintió que sus brazos la rodeaban, haciendo que apoyara la cabeza en su hombro. La respuesta natural fue llevar las manos a su cuello y acariciar su nuca. Cuando la lengua de él invadió su boca con destreza, tuvo la sensación de que lo sabía todo sobre ella.
Igual que en el club, le pareció un diablo. Si no, no habría sabido que la caricia de su lengua en ese punto exacto la estremecería de placer. Era su última oportunidad de escapar, una vez que la poseyera sería irrevocablemente suya. Todos sus instintos le advertían que huyera mientras aún estuviera a tiempo.
Pero era demasiado tarde ya. Él tomó su mano y la condujo al dormitorio. Sintió sus dedos desabrochando la sencilla blusa blanca. Poco después, su mano le acariciaba un pecho y sus labios le quemaban el cuello. Poco después, ambos estaban desnudos.
Verlo así le hizo comprender cuánto había pensado en él desde que lo conoció. No era como había esperado, sino más delgado y fibroso, pero aún con un aura de poder que nada tenía que ver con los músculos. Y su excitación era patente.
Vincente la atrajo hacia él con gentileza.
– Confía en mí -murmuró de nuevo, conduciéndola a la cama. Se tumbaron.
Elise buscó su miembro y lo sintió duro y ardiente en su mano. Pero él se tomó su tiempo, besando primero sus senos y después el resto de su cuerpo. Ella se entregó al fuego que la consumía.
Le había prometido placer sutil y cumplía su palabra. Sus labios y dedos eran gentiles, nada agresivos. Pero ella era una criatura contradictoria y, en vez de apreciar su control, se sentía como si estuviera torturándola. Deseaba mucho más que eso y él le hacía esperar. Intentó hacerle subir el ritmo, incitándolo con las manos.
Toda ella gritaba «Por favor», pero nada la llevaría a decirlo en voz alta. Enviaba el mensaje con cada caricia, con cada contacto.
Acariciando su espalda, bajó las manos hacia su trasero y lo atrajo hacia ella. Comprendiendo, él llevó la mano hacia sus muslos, pero ella se adelantó, abriéndose de piernas, dándole la bienvenida.
Notó como buscaba la entrada y la penetraba lenta y pausadamente, dándole tiempo. Poco a poco se convirtió en parte de ella, que estaba húmeda y lista para él. De repente se sintió volar.
Él estaba muy adentro y se retiraba un poco para volver a profundizar con más fuerza.
El momento final fue una revelación: su cuerpo estaba hecho para el de él. La violencia de su placer casi le dio miedo, y más aún su necesidad de rendirse a él. Años de control y cautela quedaron atrás, dejándola libre para ser la mujer que siempre había sido en lo más profundo de su corazón.
Elise lo aferró con fuerza, deseando sentirlo en lo más profundo, controlarlo hasta que se convirtiera en un instrumento de su placer. Cuando un hombre era tan fantástico, una mujer tenía derecho a utilizarlo. A exigir hasta quedar satisfecha. Y ella nunca lo estaría, sus movimientos sutiles le proporcionaban un placer inimaginable y necesidad de más.
Cuando alcanzó el clímax, su grito fue en parte de triunfo y en parte de desolación porque se acercaba el final. Se arqueó hacia él, con los brazos en su cuello y se embistieron mutuamente hasta que ambos llegaron a la cima del placer.
Él hizo que se tumbara de nuevo, contemplando su rostro. Jadeaba y en sus ojos había una expresión salvaje. Ella percibió que estaba asombrado. Fuera lo que fuera que había esperado encontrar en su cama, no había sido lo ocurrido.
Elise cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. De repente el mundo le parecía maravilloso. Cuando los abrió, él la contemplaba, apoyado sobre un codo.
– ¿Quién eres? -le preguntó él.
– No lo sé -se arqueó con deleite-. No lo sé y es maravilloso.
– Mientras sea maravilloso, esta bien.
– ¿Sabes tú quién soy?
– No. Ya no tengo ni idea.
– Ya no -repitió ella, riéndose-. Eso significa que creías tenerla pero te habías equivocado.
– Sí, me equivoqué -admitió él con voz queda.
Era de madrugada cuando Vincente bajó a la calle, subió a su coche y condujo hacía el río Tiber. Las luces del Vaticano parecían la promesa de una bendición en un mundo malvado.
Contemplando la bella escena, encontró una oscuridad interior de la que no podía librarse. Su carne parecía arder con la intensidad del deseo que habían compartido. Ella lo había satisfecho más que ninguna otra mujer, pero su mente era pura turbulencia.
– Buon giorno, signore.
Ensimismado, Vincente no había oído a nadie acercarse. Giró y vio a un hombre bajo, de aspecto malvado, con ojos duros y brillantes.
– ¿Lo conozco? -exigió.
– No creo -rió él-. Mucha gente que me contrata prefiere no conocerme después. Lo respeto, pero me gusta comprobar que mi trabajo ha sido satisfactorio.
– Ah, sí. Usted -dijo Vincente con desagrado-. Leo Razzini. Sí lo contraté, pero fue hace tiempo.
– Fue un trabajo largo y duro, pero lo hice bien, ¿no? Encontré a la dama y al idiota con quien estaba casada, y ayudé a atraerlo a Roma para que le ofreciera un trabajo. Una lástima que se muriera de repente. Aun así, veo que consiguió «convencerla» para que viniese aquí.
– Le aconsejo que calle y se vaya -dijo Vincente con voz dura.
– Ahora me desprecia, claro. Con el trabajo hecho y la dama en su poder, puede permitírselo. Pero al menos admita que mi trabajo fue satisfactorio.
– Si pretende chantajearme, no siga. Tengo suficientes amigos en la policía para conseguir que lo encierren durante años antes de que hable con ella.
– ¡Signore, por favor! -Razzini sonó dolido-. No practico el chantaje nunca. Muchos de mis clientes me han hecho amenazas mucho peores, y en serio.
– Entonces, ¿qué diablos quiere?
– Una palabra amable, quizá. Vivo gracias a las recomendaciones. No es un trabajo del que pueda hacer publicidad, ¿verdad? Si sabe de alguien que necesite mis servicios, mencióneme. Explique cuántos lo intentaron antes y que yo fui el único en conseguir resultados. Es lo único que pido.
– No tengo quejas de su trabajo.
– ¿Encontré a la dama correcta?
– Sí.
– Me alegro, porque no fue fácil. No me dio mucha información, pero hice cuanto pude. Como dice el refrán: «Bien está lo que bien acaba».
– ¡Cállese! -gritó Vincente-. Y si sabe lo que lo le conviene, desaparezca de mi vista para siempre.
Lo primero en lo que pensó al despertar fue en Vincente, como si siguiera con ella en la cama, poseyéndola. Abrió los ojos y descubrió que era de día y que estaba sola.
Recordaba vagamente que la había besado en la frente antes de irse, un gesto extrañamente formal tras lo que habían compartido.
Cuando Ben se la llevó de Roma, nunca habría imaginado cómo despertaría su primera mañana de vuelta allí, bostezando y estirándose con lujuria.
Llena de vigor, se levantó y fue a la ducha. Desayunó un café y se vistió. Volvía a pensar en Angelo y quería visitar los sitios en los que habían estado juntos, cuando aún creía en los finales felices.
Él tenía veinte años, era un joven guapo y «estudiante pobre», según él, aunque nunca parecía estudiar y siempre tenía dinero. Elise había sospechado que provenía de una buena familia que lo animaba a estudiar y le proporcionaba dinero.
Pero había estado demasiado enamorada para preocuparse por eso. Se amaban y el destartalado apartamento era un paraíso que no compartían con nadie.
Antes de salir de casa, apagó el móvil que le había dado Vincente. Aunque la había afectado, el día era de Angelo, y no quería que la molestaran.
Tenía una docena de sitios que visitar, pero sus pies se encaminaron solos hacia la gran Fontana de Trevi. Seguía siendo tan bella como entonces, un gran semicírculo dominado por la estatua de Neptuno. Allí, Angelo la había animado a lanzar una moneda y prometer que no lo abandonaría nunca. Y ella lo había prometido con todo su corazón.
Fue terrible enfrentarse al recuerdo de esa felicidad. El joven a quien había amado seguía allí, sentado junto al agua, riendo mientras ella lo dibujaba.
Le resultaba fácil captar un parecido y su dibujo había captado su esencia. No sólo su rostro sino su alegría despreocupada. Después transformó el boceto en una acuarela que a él le encantó.
– La enmarcaré y colgaré en un lugar de honor.
Después, la había llevado a la cama y se habían olvidado del mundo. Casi había sido la última vez que fueron felices. Una semana después, había llegado Ben. Elise se preguntó qué habría sido del retrato.
Cerca había una pareja lanzando monedas al agua, jurando volver a Roma y amarse eternamente.
– Para siempre -murmuró-. Si ellos supieran…
Cerró los ojos y le habló a Angelo mentalmente.
«Lo siento. Siento mucho lo que te hice. Nunca dejé de amarte».
De pronto, su mente se llenó de imágenes de la noche anterior, cuando sólo había existido Vincente, y sintió una oleada de calidez. Había amado a Angelo con pasión, pero había sido una joven ignorante, que desconocía el placer que podía llegar a proporcionarle un hombre. Comprendió que Angelo había sido un chico inexperto, pero ella no había buscado más. Pensó que era una traición hacia Angelo pensar en Vincente en ese momento.
«Te quiero. Pase lo que pase, siempre serás mi amor verdadero».
Dedicó las siguientes horas a pasear por los cafés donde habían estado juntos y la complació descubrir que muchos seguían funcionando. Finalmente, paró un taxi para ir a Trastevere.
Bajó a corta distancia del piso y recorrió las calles que le habían sido tan familiares. Estaban distintas. Algunas tiendas habían sido reformadas y no reconoció ningún rostro dentro.
La mayor sorpresa la esperaba cuando llegó a la calle donde había vivido. En lugar de los viejos edificios, había una gran obra, y muchos obreros trabajando.
– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó una mujer de mediana edad, con rostro risueño.
– Buscaba el edificio donde viví hace tiempo -dijo Elise-. Pero ya no está aquí.
– Sí. Ahora gastan dinero en el Trastevere, rehabilitan todo. No hay que ser sentimental respecto a los viejos tiempos.
– Supongo. ¿Y la gente que vivía en esta calle?
– Realojados. No volverán. Estos pisos serán muy caros cuando los acaben. Lo que había aquí ha desaparecido para siempre.
– Ya lo veo -musitó Elise. Se alejó de allí. No tenía sentido quedarse más.
Capítulo 5
Encontró un pequeño café, se sentó en la terraza y bebió una botella de agua mineral mientras consideraba la situación. Pero su cerebro parecía atascado. Había tenido la esperanza de encontrar a alguien que recordara a Angelo y pudiera decirle cómo y cuándo había muerto.
Sacó el móvil, preguntándose si Vincente habría llamado. Sólo tenía un mensaje de texto de un tal señor Baltoni, pidiéndole que lo llamara. Lo hizo y descubrió que era el abogado que había mencionado Vincente, y que quería verla lo antes posible. Concertaron una cita para esa tarde.
– Me he tomado la libertad de solicitar un pequeño préstamo bancario en su nombre -le dijo. Era un hombre mayor, con aspecto de abuelo sonriente-. No es mucho, pero servirá para mantenerla mientras decide qué quiere hacer.
La asombraron la cuantía y el bajo tipo de interés.
– ¿Cómo es posible que lo hayan concedido con unas condiciones tan favorables? -le preguntó.
– Los bancos tratan bien a los buenos clientes.
– Pero yo soy una desconocida para ellos.
– Sí… bueno… ejem.
– Alguien ha dado garantías por mí, ¿verdad? -lo miró con suspicacia-. ¿O no debería preguntar?
– No debería preguntar -afirmó él con alivio.
Podía enfrentarse con Vincente o quedarse callada y dejar que las cosas siguieran su curso. En realidad no tenía opción; debía decirle que no podía aceptar.
Le llegó la brisa de la ventana. Se levantó y fue a contemplar las vistas, estaban en el cuarto piso. En la distancia se veía el brillo del río y San Pedro.
– De acuerdo. No preguntaré.
Él sonrió y después todo fue como la seda. Cuando salió de allí, sabía que tenía medios suficientes para mantener un nivel de vida acorde con el barrio en el que vivía. Y también que había cruzado un límite invisible y accedido a quedarse en Roma, al menos por un tiempo.
Siguiendo la sugerencia del señor Baltoni, fue a la pequeña agencia de limpieza que había en el sótano de su edificio y les contrató a tiempo parcial para que se ocuparan del mantenimiento del enorme piso.
Ya en casa, se permitió pensar en ropa. Necesitaba más y podía permitírsela.
Vincente se pondría pronto en contacto y pasarían juntos la velada, y tal vez la noche. Sólo tenía un vestido adecuado, al día siguiente iría de compras. Lo sacó y comprobó que tendría que plancharlo.
Vincente llamó un segundo después.
– ¿Fue bien tu reunión con Baltoni?
– Muy bien, gracias.
– ¿Me darás problemas por haber interferido?
– Creo que no -rió ella.
– Bien. Quiero convencerte de que Roma es un lugar agradable. A mi regreso intentaré persuadirte.
– ¿Regreso?
– Sí, los negocios. Debo ir a Sicilia unos días. Pero antes dime, ¿va todo bien?
– Sí, todo va bien.
– Te llamaré cuando regrese, pero no antes. Sé que me consideras dominante así que te dejaré en paz hasta mi vuelta. Adiós.
– Adiós -Elise colgó lentamente.
Elise se negó a añorar a Vincente. Sería darle demasiada importancia. Tenía trabajo, registros públicos que consultar, en busca del certificado de defunción de Angelo.
Pero varios días de pesquisas no revelaron a ningún Caroni que hubiera muerto en esas fechas. Desesperada, se preguntó si lo habría soñado todo.
Decidió perfeccionar su italiano, observando la televisión durante horas y leyendo cuanto caía en sus manos. Compraba el periódico a diario y lo leía tomando café en un pequeño restaurante con jardín, cercano a su casa. Pronto estuvo en condiciones de leer publicaciones financieras sin problemas.
Tal y como le había dicho Vincente, la corporación Farnese era enorme. Fundada por su abuelo y mantenida en pie por su padre, el crecimiento real se había producido cuando Vincente tomó las riendas. Artículo tras artículo, Elise descubrió que Vincente era despiadado y un genio de los negocios.
Su casa, el Palazzo Marino, estaba en las afueras de Roma. Había pertenecido a unos aristócratas que ya no podían mantenerlo. Su abuelo lo compró, pero había sido Vincente quien lo restauró.
Vincente llevaba fuera una semana y había mantenido su promesa de no molestarla. Ella pensó que tal vez fuera su forma de mantenerse un paso por delante en el juego, de demostrarle que había olvidado su noche juntos. O su forma de simularlo.
Tal vez sabía que esa noche de sexo voraz no abandonaba su mente y que anhelaba su regreso. Pero ella no lo admitiría.
Elise se despertó una noche con el sonido del timbre, como si alguien estuviera apoyado en él. Se puso una bata y fue a abrir.
– Hola -dijo él.
Le hizo entrar, agarró su cabeza con ambas manos y capturó sus labios. Agresiva, introdujo la lengua en su boca y la asaltó deliciosamente. Llevaba días deseando eso y pensaba aprovecharlo al máximo.
Lo condujo al dormitorio sin soltarlo, por si pretendía escapar. Pero él la tumbó en la cama y le quitó bata y camisón mientras ella aún luchaba con sus botones. Por fin estuvieron desnudos y ella lo atrajo, abriendo las piernas para darle la bienvenida.
Gimió cuando la penetró. No hubo ternura, sino vigor y fuerza en sus embestidas. La reclamaba para sí una y otra vez. Eso era lo que ella deseaba. Gimió con cada movimiento, hasta que explotó con un sonoro grito. Pero no acabo ahí. Él se quedó sobre ella, en su interior, acariciando sus senos y sus pezones.
Era un hombre incansable que la llevaba al clímax una y otra vez, hasta que, finalmente, se tumbó de espaldas, jadeando.
Elise, con esfuerzo, se alzó para apoyar la cabeza en su pecho. No tuvo fuerzas para más. Un rato después, se taparon y se durmieron abrazados.
El sol ya había salido cuando ella se despertó. Se quedó inmóvil, rememorando la noche anterior. Cada nervio de su cuerpo estaba relajado y feliz. Miró su rostro y, sonriente de placer, pasó la mano por la sombra de barba que lo oscurecía.
Se libró de sus brazos, se puso la bata y fue a la cocina. Mientras hacía café encendió la radio, a tiempo para oír una noticia que la sorprendió. Regresó al dormitorio con una sonrisa en el rostro. Vincente estaba despierto, recostado en la almohada con las manos tras la cabeza.
– Acabo de escuchar una noticia fascinante -le dijo-. Por lo visto tus negociaciones en Sicilia sufrieron un bache. Te enfadaste tanto que saliste de la reunión y te encerraste en el hotel, donde estás incomunicado. No aceptas mensajes ni contestas al teléfono.
– Tonio lo está haciendo bien -sonrió él-. Es mi asistente y tiene órdenes de ocultar que no estoy allí.
– ¿Cómo conseguiste salir sin que te vieran? -le preguntó, consciente de que lo había hecho para estar con ella, y que él sabía que lo sabía.
– El hotel tiene un pasadizo subterráneo. El coche me llevó al aeropuerto donde esperaba mi avión. Esta noche volveré de la misma manera.
– Buen truco para el negocio. Muy inteligente.
– Sí que lo soy, ¿verdad? -dijo él con seriedad-. Con suerte, cuando regrese, la otra parte se habrá rendido, impresionada por mi negativa a negociar.
– Harías cualquier sacrificio por tu negocio, ¿eh?
– Ven aquí.
Elise llamó a la agencia de limpieza para que no fueran ese día y pasaron doce horas perfectas. No se había creído capaz de una pasión tan recurrente. Era como si un cuerpo nuevo hubiera reemplazado el vacío y desilusionado de antes. Por más veces que la buscara, siempre estaba lista para él. Vibrante.
Se preguntó qué había sido de las creencias que le habían inculcado: que el sexo era una bonita parte del amor y que había que conocerse para disfrutarlo.
Sentía algo muy intenso por Vincente, pero no era amor. El amor era el sentimiento dulce y tierno que había conocido años atrás y que no se repetiría. Se planteó iniciar una conversación para que sus mentes se encontraran, pero cada vez que la tocaba olvidaba todo menos el placer que sabía proporcionarle.
No era amor pero sí una nueva vida, de momento, con eso le bastaba.
Finalmente, llegó la hora de su partida. Ella se quedó escuchando la radio que informó del momento en que el «conocido empresario Vincente Farnese había accedido a reiniciar las negociaciones».
Tres días después, telefoneó para decirle que había regresado y preguntar si podía ir a visitarla.
Una vez más, la sorprendió apareciendo con el equipaje. Obviamente, llegaba directamente del aeropuerto.
Elise hizo que se sentara a la mesa, había preparado cena. Él comió despacio, haciendo comentarios sobre su estancia en Sicilia. Todo parecía ser largas reuniones, desayunos de trabajo, jornadas interminables y algunos minutos de sueño robados aquí y allá.
– Soy así -dijo, cuando ella lo mencionó-. Aguanto durmiendo poco y a ratos. Bueno para el negocio.
– Hum. Pues tienes un aspecto horrible -le dijo.
– Gracias.
– De nada.
– Pero sigo siendo capaz de hacer lo importante. Deja que te lo demuestre.
La tomó de la mano y la llevó al dormitorio. Se desnudaron sin preámbulos y se tumbaron. Elise no esperaba que fuera tan fantástico como otras veces, para eso tendría que ser un superhombre.
Pero se esperanzó al sentir sus caricias. Cuando él apoyó la cabeza en su pecho y sus manos dejaron de moverse, sintió una punzada de decepción.
– Vincente -dijo, moviéndolo un poco-. Vincente.
Consiguió ver su rostro y comprendió que sus temores se habían hecho realidad. Estaba dormido.
Al principio deseó gritar de frustración, pero al ver sus rasgos relajados, la invadió la ternura y lo abrazó. Una vocecita en su cabeza le advirtió que eso era peligroso. Podía con el sexo, pero la ternura se parecía demasiado a lo que había sentido con Angelo y se había prometido no volver a sentir nunca. Era una debilidad a la que no se rendiría.
Mientras ambos estuvieran de acuerdo en ese punto, todo iría bien.
Él durmió tres horas, mientras a ella se le derretía el corazón al contemplarlo. Elise se quedó adormilada y despertó cuando él retomó la situación en el punto exacto donde la había dejado. Se miraron y sonrieron, para luego rendirse a la pasión.
– Hora de volver al mundo real -suspiró Vincente, largo rato después.
– Y a esa reunión de accionistas que celebrarás pronto -comentó ella.
– ¿Cómo sabes eso?
– He estado leyendo los periódicos financieros, para mejorar mi italiano, ya sabes. Parece que te enfrentarás a una gran batalla.
– Sin duda. Pero he descubierto muchas cosas útiles en Sicilia. Cuando las procese, estaré listo. Hasta entonces casi viviré en la oficina.
– Entonces te veré de nuevo después de la reunión… si tengo tiempo disponible.
– Creo que lo encontrarás -dijo él, moviendo la mano entre sus piernas.
Ella no discutió. No merecía la pena. Sabía que la necesidad de estar juntos era mutua y que aguantar sin sexo hasta que concluyera su reunión sería un reto para su paciencia.
Por eso le provocó un placer especial que él se rindiera antes. La llamó por teléfono.
– ¿Sabes montar a caballo? -preguntó.
– Sí, me encanta, pero no tengo equipo.
– Hay una tienda en la Via dei Condotti -él le dio el nombre y añadió-: Allí tienen lo mejor. ¿Qué tal se te da?
– Prefiero un caballo tranquilo.
– Bien. Te recogeré mañana temprano -colgó.
Fue a la tienda y era cierto que era muy buena. Encontró todas las prendas que necesitaba.
– ¿No cree que el pantalón me queda algo ajustado? -preguntó al dependiente con cautela.
– Es ajustado, pero la signora puede permitirse lucir lo que otras no podrían -contestó él. Una forma cortés de decirle que le quedaba provocativo.
– Me lo llevo todo -dijo ella.
Vincente conducía él coche cuando fue a recogerla. La había avisado de que esperara abajo.
– Perfecto -dijo al verla-. Casi no he tenido que parar. El policía de tráfico se habría enfadado.
– ¿Contigo? ¡Tonterías! No se habría atrevido.
Él no contestó, pero ella vio que sonreía.
– Me extraña que hayas encontrado el tiempo -comentó mientras salían a la campiña-. ¿No se suponía que ibas a vivir en la oficina?
– Sería mala política. El enemigo pensaría que estoy preocupado.
– Ya -asintió ella-. Seguro que hay un fotógrafo esperando en los establos, para captar tu indiferencia.
– Eso no se me había ocurrido, vaya.
– Creía que te enorgullecías de pensar en todo.
– Ahí me has pillado -dijo él-. Espero que sepas que no te sometería a un fotógrafo sin avisarte antes. Aunque no lo creas, tengo ciertos modales.
– Tienes razón. No lo creo -bromeó ella.
– No soy tan malo -soltó una carcajada-. Cambiaras de opinión al ver la yegua que he elegido para ti.
Minutos después tomaron un camino que conducía a unos establos. Un mozo sacó a una elegante yegua moteada y la presentó como Dorabella.
– Pero la llamamos Dora -apuntó-. Lo prefiere. Es muy amigable. El señor Farnese dijo que sería perfecta para usted.
Y lo era. Vincente montaría un magnífico semental llamado Garibaldi, con ojos de fuego y paso impaciente. Salieron a la vez, pero Elise pronto notó que Vincente y su caballo deseaban galopar.
– ¿Por qué no lo cansas un poco? -sugirió-. Yo os seguiré más despacio.
Partieron rápidos como el viento, y ella condujo a Dora a un repecho para observarlo. Garibaldi saltaba y galopaba con vigor equiparable al de su jinete. Los perdió de vista, pero volvió a verlos diez minutos después, a lo lejos, galopando sin descanso.
– Me alegro de haber evitado eso -le dijo a Dora, acariciando su cuello-. ¿Por qué no…? ¡Oh, no!
Garibaldi había saltado un tronco de árbol, tropezado y lanzando a Vincente al suelo, antes de caer él. Por un momento creyó que el animal caería sobre Vincente, aplastándolo. Pero él consiguió apartarse de la trayectoria del animal.
Elise galopó hacia él. Estaba tumbado boca abajo, inmóvil. Saltó de la yegua y se arrodilló a su lado.
– ¡Vincente! -gritó con frenesí.
Él emitió un gemido pero después, para alivio de ella, empezó a maldecir e intentó levantarse. Pero tuvo que rendirse; se dejó caer de espaldas.
– Estás malherido -dijo ella, preocupada-. Llamaré a una ambulancia.
– Nada de ambulancia. No quiero que nadie me vea así. ¿Dónde están los caballos?
– Allí -señaló ella. Garibaldi no había sufrido daño alguno y mordisqueaba la hierba, junto a Dora.
– Llévalos de vuelta a los establos -jadeó Vincente-, y trae el coche aquí -apenas podía moverse pero alzó una mano y la agarró antes de que se levantara-. Nada de ambulancia -repitió-. Prométeme que no se lo dirás a nadie.
– Tengo que decirle que el caballo se ha caído. Podría necesitar tratamiento.
– Él, no yo. Promételo.
– Lo prometo… de momento.
Elise corrió hacia los caballos, montó a Dora y agarró las riendas de Garibaldi. En el establo, entregó los animales, dio una breve explicación y pocos minutos después conducía el coche de vuelta. Tenía miedo de que él hubiera perdido el conocimiento.
Lo encontró sentado en una roca, a la que debía haberse arrastrado con gran dolor. Se agarraba el costado y jadeaba, pero consiguió sonreír al verla.
– ¿Qué les has dicho? -preguntó.
– Eso da igual ahora. Agárrate a mi cuello y apóyate, sólo son un par de pasos -lo ayudó a llegar al coche y a tumbarse en el asiento trasero.
– ¿Qué les has dicho? -repitió él.
– Lo suficiente para que echaran un vistazo a Garibaldi. Dije que tú sólo tenías un par de cardenales.
– ¿Estás segura? -insistió él con suspicacia.
– Claro que estoy segura -gritó ella, airada-. Me preguntaron por qué no habías vuelto y les dije que eras un malhumorado antipático que no soportaba que nadie lo viera tras hacer el ridículo. Lo aceptaron sin dudarlo un segundo.
– Bien -gruñó él.
– Pronto estarás en casa.
– En la mía no. Vamos a la tuya. No quiero que me vea ningún conocido. Si esto se sabe, los chacales cerrarán filas para rodearme.
– De acuerdo.
Vincente no volvió a hablar hasta que llegaron a casa y se obligó a cojear hasta el ascensor, apoyándose sólo en la mano de ella. Temblaba y tenía la frente cubierta de sudor. Por suerte nadie los vio. Entraron al piso y él se dejó caer en el sofá.
– Necesitas un médico.
– Ya te he dicho que no.
– ¿A qué viene este ridículo secretismo?
– No es ridículo, sino esencial. La junta de accionistas es muy importante. Será una batalla que debo ganar. No puedo mostrar ninguna debilidad.
– ¡Eso es una estupidez! Escúchame, Vincente, no pienso discutir. Necesitas un médico y llamaré a uno o a una ambulancia. Tú eliges.
– Estás habiendo una montaña de un grano de arena.
– Lo creeré cuando me lo diga un médico. Dime el teléfono del tuyo.
– Elise…
– Eso o una ambulancia, tienes diez segundos: nueve, ocho…
– ¡De acuerdo! Llamaré yo mismo -gritó-, o harás que parezca que estoy moribundo.
– Diré lo que quiera cuando llegue.
– Cañe dei to morti! -rugió él.
– Lo que tú digas -dijo ella, reconociendo la maldición. Era una de las favoritas de Angelo, un comentario muy grosero sobre los antepasados y dónde debían estar enterrados-. Ahora llama.
Él obedeció con gesto colérico.
– Vendrá enseguida -gruñó tras colgar.
– Te ayudaré a desvestirte y acostarte.
– Gracias -dijo él con voz más tranquila.
– ¿Por qué has dejado de ladrarme?
– Porque no tenía ningún efecto -admitió él.
– Has hecho bien. Agárrate a mí, te ayudaré a levantarte.
Vincente dejó que lo llevara al dormitorio, le quitase todo menos los calzoncillos y lo acostara.
– Siento haberte gritado. A veces soy un poco…
– Ya lo sé. Más que un poco. Quédate quieto.
El médico llegó diez minutos después. Vincente y él eran viejos amigos. Lo reconoció y luego rezongó.
– Has tenido suerte -dijo-. Un tobillo torcido y un par de músculos dislocados en la espalda que dolerán mucho, pero no es grave. Un par de días en la cama ayudarán. Enviaré a una enfermera.
– No -refutó Vincente-. No quiero desconocidos.
– Yo me ocuparé -dijo Elise.
– Gracias -dijo el médico-. Básicamente tendrá que hacer de criada para todo -miró a Vincente con sorna-. Si es capaz de soportarlo, signora.
– Puede que sea él quien lo pase mal conmigo -contestó ella, irónica. Vincente la miró con admiración.
Capítulo 6
– Tenías razón -dijo Vincente cuando el médico se fue.
– Ha dicho que no es grave -le recordó Elise.
– Es peor de lo que quería admitir. Debería haberte escuchado -agarró su mano-. Gracias por cuidar de mí. Supongo que debería pedir disculpas por imponerte mi presencia; no se me ocurrió pedírtelo antes.
– ¿Por qué será que eso no me sorprende?
– ¿Estoy siendo un pesado insoportable?
– No más de lo habitual. Por suerte, tengo sentido del humor.
Él consiguió esbozar una sonrisa dolorida.
– Debo llamar a mi secretaria. Necesito que me traiga unos informes mañana a primera hora.
– ¿No pensarás trabajar?
– Un día libre es cuanto puedo permitirme.
– Pero estás enfermo.
– Oficialmente no.
– Al cuerno con lo oficial. No puedes moverte.
– El médico ha dejado analgésicos fuertes. He tomado dos y pronto harán efecto -insistió él.
– Si no controlara mi mal genio, necesitarías calmantes aún más fuertes.
– Eres una auténtica tirana -sonrió él.
– No lo dudes.
Vincente hizo la llamada y dio una serie de órdenes a su secretaria. Elise fue a hacerle una comida ligera y, cuando regresó, vio su expresión de dolor.
– ¿Te duele mucho?
– No. Lo peor es sentirme como un idiota.
– Bueno. Come un poco.
– Voy a necesitar ayuda para incorporarme.
Ella adivinó que lo irritaba pedir ayuda, pero cuando fue hacia la cama, él se agarró a su cuello y la utilizó para apoyarse.
– Gracias -farfulló.
– Eh, que no es el fin del mundo -se mofó ella-. He tenido que ayudarte, ¿y qué?
– Estás siendo muy razonable, lo sé -gruñó él.
– Es una pena que haya sido la espalda. No es algo peligroso, pero duele una barbaridad. ¿Te había ocurrido antes alguna vez?
– ¿Por qué lo preguntas?
– Mi padre sufría de la espalda. Pasaba unos meses bien y luego cualquier tontería reavivaba el dolor y era una auténtica agonía. Puede pasarle a cualquiera.
– Si te refieres a mí… ¡De eso nada!
– ¿Quieres decir que nunca ha ocurrido antes?
– Una o dos veces, sí, pero… -suspiró-. Supongo que soy igual que tu padre.
– En muchos sentidos -dijo ella, divertida-. Odiaba que alguien supiera la verdad. Le parecía señal de debilidad, lo que era una tontería por su parte.
– No es una tontería cuando uno está rodeado de tiburones -replicó él rápidamente.
– Me pregunto cuántos enemigos tienes.
– Suficientes como para no querer que sepan que sufro de la espalda. ¿Tenía muchos tu padre?
– No, no era un magnate. Era un hombre dulce, que me crió tras la muerte de mi madre. Fui una niña enfermiza y él tenía que tomarse días en el trabajo para cuidarme, así que perdió muchos empleos -una sonrisa iluminó su rostro-. Deseaba tanto…
Elise calló cuando sonó el móvil de Vincente. Él contestó y ella salió de la habitación.
Regresó un rato después a recoger la bandeja y lo encontró dormido.
A la hora de acostarse, buscó un camisón recatado. No lo encontró, así que tuvo que ponerse uno descocado. La cama era lo bastante grande para no rozarse con él y podría cuidarlo si necesitaba algo.
Él se despertó de madrugada y lo ayudó a ir al baño, rehizo la cama, lo ayudó a volver y le dio otro calmante.
– Gracias -gruñó él.
– No me lo agradeces -apuntó ella, risueña-. Me odias porque has tenido que apoyarte en mí. ¿Quieres que me vaya?
– Quédate -dijo él, agarrando su mano.
– Duérmete -contestó ella, tapándolo.
Por la mañana volvió a ayudarlo y le hizo el desayuno. Luego discutieron porque él se negó a tomar más calmantes.
– Me dan sueño -protestó-. Mi secretaria vendrá está mañana y necesito estar bien despierto.
La secretaria resultó ser una mujer corpulenta, que llegó cargada con archivos y un ordenador portátil. Trabajaron un par de horas y ella se marchó, cargada de instrucciones. Vincente trabajó en el portátil y al teléfono casi todo el día.
Pero por fin incluso él tuvo que admitir que necesitaba tomar un calmante, rezongando sobre algo que le quedaba por hacer.
– Olvídalo -ordenó ella-. Duérmete.
– ¿Te quedarás aquí?
– Intenta librarte de mí.
Él gruñó y ella se acostó, sonriente. Se despertó de madrugada, comprobó que seguía dormido y fue a sentarse junto a la ventana, a observar el amanecer.
– Buon giorno! -exclamó él, sonriéndole desde la cama. Ella fue a sentarse a su lado.
– ¿Necesitas algo? ¿Qué tal el dolor?
– Mejor, siempre que no me mueva. No necesito un calmante. Prefiero que hables conmigo.
– De acuerdo, hablemos de tu gran reunión y de cómo vas a vencerlos a todos.
– No, por una vez callaré y escucharé. Sigue hablándome de tu padre. Estabas diciendo que deseaba algo cuando sonó el teléfono. ¿Qué quería?
– Ah, sí, quería ganar mucho dinero y darme caprichos, pero nunca lo consiguió. Pero eso no me importaba, era un padre maravilloso.
– Háblame de él.
– Lo que más recuerdo es que siempre estaba a mi lado, dispuesto a jugar y a reírse de chistes tontos.
Él la observaba, fascinado por su sonrisa. Expresaba cariño e indulgencia y el recuerdo de una infancia feliz. Vincente pensó en su propia infancia y en el padre al que rara vez había visto.
Elise siguió hablando, contándole incidentes y aventuras. Se sentía completamente feliz.
– Lo querías mucho, ¿no? -preguntó Vincente, recordando su visita a la tumba el día que dejaron Londres.
– Sí. Ojalá estuviera aquí ahora, pero murió hace unos meses. Si al menos…
– Si tan sólo, ¿qué? -la animó él.
– Da igual.
– Dímelo -urgió él. Algo le decía que se trataba de algo importante, de una revelación.
– Vine a Roma a estudiar diseño de moda y, tonta de mí, no le pregunté a papá cómo había reunido el dinero para enviarme aquí. Me dijo que tenía una póliza de seguros destinada a mis estudios universitarios. Lo creí porque me convenía.
Movió la cabeza con tristeza y suspiró.
– Pero había pedido un préstamo a un interés muy alto, y no pudo pagar las cuotas. Entonces, trabajaba en el negocio de Ben y utilizó dinero de la empresa, creyendo que no lo descubrirían. Ben se enteró.
– ¿Y qué hizo Ben? -preguntó él con urgencia.
– Vino a Roma a decirme lo que había hecho mi padre y que iba a entregarlo a la policía. Tenía que impedirlo, y sólo había una manera.
– ¿Estás diciendo…?
– Ben me quería a mí. Yo era su precio. Sabía que yo… Que yo no lo amaba, pero eso le dio igual.
Elise había estado a punto de decir que amaba a Angelo, pero algo la detuvo. No podía hablarle de su joven amante a Vincente.
– ¿Te casaste con Ben para salvar a tu padre?
– Era la única solución. No podía permitir que lo enviara a la cárcel, se había metido en ese lío por mí.
– ¿Y por eso te casaste con ese hombre?
– Ninguna otra cosa me habría llevado a hacerlo. Todo el mundo creyó que era afortunada: una chica pobre que había atrapado a un rico. Pero lo hice por necesidad. Y lo realmente cruel fue que mi padre murió dos meses antes que Ben. Todo podría haber sido muy distinto. Si hubiera vivido algo más, ambos habríamos sido libres.
– Estás llorando -murmuró él.
– No, en realidad no.
– Sí que lo estás. Ven aquí.
Vincente la atrajo hacia él y ella descubrió que si lloraba: por sí misma, por su padre y sus sueños arruinados. La asombró que ocurriera en brazos de ese hombre tan duro. Intentó controlarse, para no concederle una victoria en su batalla, pero percibió una insólita ternura en él.
– Lo siento -dijo-. No suelo desmoronarme así.
– Tal vez deberías. Te ayudaría a largo plazo.
– Me las apaño muy bien. Nunca permití que Ben me viera llorar.
– No, él habría disfrutado demasiado -dijo Vincente con voz seca.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sabría cualquiera que lo hubiera conocido.
Ella soltó una risita.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– Nunca te habría imaginado como paño de lágrimas.
– Tengo muchos talentos ocultos.
– Apuesto a que ese lo mantienes bien escondido.
Él sonrió antes de reflexionar. Aparte de su madre, Elise era la única persona que había visto ese lado suyo. Se sentía como un león dispuesto a protegerla.
Le resultaba insoportable verla infeliz. Se había casado con Ben a la fuerza. No buscando dinero sin pensar en a quién haría daño. Lo había hecho por amor a su padre. Vincente se recostó, apretándola contra su pecho. Su corazón se había librado de un peso enorme y experimentaba un júbilo que no se atrevía a analizar. Era demasiado desconocido, demasiado complejo.
– Tuviste suerte de tener un padre como ése.
– ¿Qué me dices del tuyo?
– Era buen padre a su manera, pero centrado de lleno en el trabajo. Tenía que dominar y mandar y no se rindió hasta obtener el poder que deseaba.
– ¿Y por eso eres igual que él?
– Supongo -dijo él tras un breve silencio-. Era la forma de obtener su atención. Recuerdo que…
Le contó que había sido un niño ávido de halagos, con un padre impaciente con todo lo que interrumpiera su trabajo. Vincente había contraatacado centrándose en sus estudios. En el colegio, destacó en Matemáticas, Ciencias, Tecnología y todo lo que lo ayudara a convertirse en un hombre de negocios como su padre. Y funcionó. Entró en la empresa y demostró de inmediato que era digno hijo de él.
– ¿Eso hizo que tu padre se enorgulleciera?
– Oh, sí, le impresioné.
– ¿Y eso te hizo feliz?
– Era lo que quería conseguir -se evadió él.
Ella decidió no presionarlo.
Vincente había asumido cada vez más responsabilidad, sin dudarlo. Tenía poco más de veinte años cuando su padre sufrió un infarto fatal. Entonces, ya estaba listo, en lo bueno y en lo malo, para asumir el control.
Eso había ocurrido diez años antes, y desde entonces sus cualidades iniciales, coraje y empuje, desdén por la debilidad y disposición para luchar hasta la muerte, se habían agudizado y teñido de crueldad. Que estuviera allí con esa mujer lo demostraba, por razones que ella desconocía y que a él le provocaban inquietud en ese momento. Se incorporó de repente.
– ¿Ocurre algo? -preguntó ella.
– No -replicó él-. Puedo salir de la cama solo. Duerme un rato -necesitaba pensar. Se sentó en la ventana, intentando dilucidar qué le había ocurrido.
Siempre había sido sencillo para él, se fijaba una meta e iba a por ella, le gustara a la gente o no. Con respecto a las mujeres era justo y generoso y se mantenía a salvo eligiendo la clase de mujer que entendía el juego. Y nunca, nunca se había permitido mostrarse débil.
Hasta ese momento.
Había estado preparado para todo excepto para lo que le había ocurrido esa noche. O tal vez esa noche había culminado algo que llevaba tiempo acercándose en silencio y cuyo peligro no había visto.
Se culpó a sí mismo. Un buen empresario lo planificaba todo y siempre estaba listo para luchar. Ésas eran las reglas. Pero las reglas no decían qué hacer cuando se perdían las ganas de luchar y las sustituía el traicionero deseo de estar con una mujer que siempre había parecido peligrosa y que empezaba a serlo más que nunca. Si tuviera sentido común, la enviaría de vuelta a Inglaterra y no volvería a verla.
Vincente pasó largo rato sentado, observándola.
Establecieron una rutina. Ella lo ayudaba y daba de comer, le mantenía oculto a la vista de las limpiadoras, lo preparaba para las visitas de su secretaria y le masajeaba la espalda. Lo había hecho con su padre y sabía cómo aliviar el dolor temporalmente.
A veces hablaban sobre su infancia y otras cosas.
– Quiero que me hables sobre tus otras mujeres -dijo ella una noche-. Vamos, diviérteme.
Estaban bebiendo vino, recostados en la cama, y él le dirigió una mirada cómica y cínica.
– Si crees que voy a caer en ese trampa, tienes muy mala opinión de mí. Inténtalo de nuevo.
– ¡Vamos! ¿Qué me dices de ese pisito que tienes? Es el lugar perfecto para celebrar orgías.
– Lo elegí porque está cerca de la oficina y si tengo mucho trabajo no necesito ir hasta casa. Además, no es un hogar. Esto se parece mucho más a uno.
– ¿Conmigo atendiendo todos tus caprichos? ¿Ésa es tu idea del hogar?
– Claro -sonrió él-. ¿Qué otra podría ser? -reflexionó un instante-. ¿Cómo sabes lo del piso?
– Ya te he dicho que he estado leyendo sobre ti.
– ¿Dicen algo más de mí? -preguntó él con voz inexpresiva, sin mirarla.
– La misma historia siempre; que eres adicto al trabajo, etcétera. Como no concedes entrevistas, se repiten. Sólo leí que el piso te convenía por el trabajo y que es muy austero. Me inventé lo de las orgías.
– Eso es un alivio.
– Puedes relajarte -lo miró traviesa-. No han descubierto la historia verdadera.
– No conseguirás sacarme nada, te aviso.
Ambos rieron y cambiaron de tema. Pero Elise empezó a notar de que él le hablaba menos que antes. Se preguntó si su vida había sido infeliz o si temía revelarle algún secreto profesional por accidente.
Cada vez que creía entenderle un poco, él la sorprendía otra vez. El día antes de la junta de accionistas, le hizo un regalo que la dejó sin aire.
– ¿Acciones? -exclamó, atónita.
– Ahora eres accionista de la empresa, así que puedes asistir a la junta -explicó él-. Considéralo un pago por tus servicios de enfermera.
– Pero estas acciones valen una fortuna.
– Eres muy buena enfermera. Me has ayudado mucho -caminó por la habitación y le hizo una reverencia-. Has hecho un gran trabajo.
Ya andaba bien, pero si se quedaba parado un rato, el dolor volvía. Eso le preocupaba, porque sabía que pasaría mucho tiempo de pie durante la junta.
– Pasa tanto tiempo como puedas sentado -le recomendó.
– ¿Sentado? ¿Con mis enemigos de pie? No.
– Pues entonces toma un calmante antes.
– ¿Y arriesgarme a dormirme? ¡Ni en broma!
Fueron juntos en el coche y se separaron en la puerta. Elise fue conducida a un asiento en las primeras filas, obviamente por instrucciones de él. Estaba preparada para lo peor y la reunión fue tan tormentosa como esperaba. No entendía bien porque hablaban rápido y a gritos. Sólo sabía que atacaban a Vincente y que él devolvía el ataque con saña.
Captó cuando empezó a sentir dolor, pero no creyó que nadie más lo notase. El efecto fue que se volvió más agresivo, más dispuesto a aplastar a la oposición. Era claro que dominaba la reunión e iba convenciendo todos de su punto de vista, o al menos, no dejándoles otra opción que aceptarlo.
Cuando acabaron, esperó a que bajase de la plataforma. La gente lo rodeó, estrechando su mano, y aunque él no perdió la sonrisa, le pareció que cada apretón le causaba dolor. Por desgracia, alguien le dio una fuerte palmada en la espalda e insistió en que todos fueran a comer juntos para celebrarlo.
– No puede ser -Vincente mantuvo la sonrisa por pura voluntad-. Tras la junta hay aún más trabajo.
– Pero te has salido con la tuya.
– Por eso hay trabajo que hacer. Id a comer vosotros. Ah, aquí estás -simuló no haber visto a Elise hasta ese momento. Le puso un brazo en los hombros-. Vámonos.
Los demás pensaron que se iba con una bella mujer. Sólo Elise sabía que se estaba apoyando en ella.
El coche esperaba fuera. Él se sentó y cerró los ojos. Elise le dio unos calmantes y una botellita de agua. Él asintió y los tragó con agradecimiento. Fueron directos a casa de ella.
– Desvístete y ve a la cama, te daré un masaje -le ordenó Elise en cuanto cerró la puerta.
Poco después se reunió con él. Levantó la sabana, el estaba desnudo. Inició el masaje.
– Así que ganaste.
– Por supuesto.
– No hubo nada que se diera «por supuesto».
– Pero tú estabas allí para dar tu voto. Gracias. No podría haberlo hecho sin ti.
– No quería que mis acciones se devaluaran.
– Bien hecho. Haré de ti una mujer de negocios -hizo una mueca de dolor.
– Deja de hacerte el duro. A mí no necesitas impresionarme -le dijo ella.
– No funcionaría. Siempre ves cuando estoy débil.
– La debilidad no es importante -dijo ella.
– Yo creo que sí.
– Todos somos débiles a veces. Lo que importa es cómo nos comportamos cuando estamos bien y tenemos fuerzas para ser crueles. Así es como hay que juzgar a las personas.
– ¿Piensas en alguien en concreto?
– ¿Te refieres a Ben? Sí, claro. Pronto comprendí que toda la gente que me presentaba era igual. Tramposos y traidores. ¿Hay algún hombre del que sea posible fiarse?
– ¿Yo no soy de fiar? -preguntó él, curioso.
– No me gustaría hacer negocios contigo. No creo que tuvieras muchos escrúpulos si quisieras algo.
– ¿Pero confías en mí como hombre?
– No te conozco demasiado.
– Yo creía que nos conocíamos bien.
– Sólo en un sentido. Cuando nos abrazamos y hacemos el amor, entonces sí me parece conocerte.
– ¿Y no es ésa la mejor manera?
– No. Es una ilusión. En realidad no sé qué está pasando por tu cabeza.
– Si es por eso -reflexionó Vincente-, nadie sabe nada de los pensamientos de los demás. Hombres y mujeres guardamos secretos. Tú y yo… -titubeó un momento-, ambos sabemos cosas de nosotros mismos que el otro no podría entender, ni perdonar.
– ¿Perdonar? Curiosa elección de palabra.
– La vida sería imposible sin el perdón -dijo él, sombrío-. Y la persona a quien más cuesta perdonar es a uno mismo.
Elise iba a preguntarle qué quería decir con eso, pero cuando lo miró, había cerrado los ojos.
Por la noche se reunió con él en la cama. Dormía, medio destapado y desnudo. Deseó que se hubiera puesto algo. Dormir a su lado así le costaba un esfuerzo. Sólo había una pasado una semana, pero lo parecía una eternidad desde que no había podido abrazarlo sin preocuparse de hacerle daño.
Le molestaba que él no pareciera tener ningún problema para controlarse. Se dijo que tal vez se debiera a que se encontraba mal.
Se acostó y apagó la luz. Pero aun así podía ver su cuerpo. Se dijo que debía ser fuerte y no ceder a la tentación, pero de todas formas bajó la sábana un poco más para verlo… Y lo consiguió. Sin respirar apenas, estiró la mano para acariciarlo con la punta de los dedos y notó la reacción. Debía parar…
– No pares.
Ella gimió y vio que él sonreía.
– ¿Cuánto llevas despierto?
– No lo sé. Desperté de un sueño delicioso en el que hacías lo que llevo deseando durante días. No sé qué era sueño y qué realidad.
– Deja que te ayude -musitó ella.
Empezó a mover la mano, con más intensidad, y sintió cómo crecía y se endurecía. Pensó que en cualquier momento la tumbaría de espaldas, pero él siguió observándola con una sonrisa de satisfacción.
– Veo que me tocará hacer todo el trabajo -rió ella-. Te gustaría ser un magnate de Oriente Medio con un harén satisfaciendo tus necesidades, ¿eh?
– Olvidas que tengo la espalda mal. No debo hacer nada que pueda cansarme.
– ¡Ja!
– Pero admito que me atrae lo del harén -sonrió-. Así que haz tu trabajo y dame placer.
– Tus palabras son órdenes para mí, señor.
Se aplicó a su tarea y vio que él luchaba contra la tentación de tocarla. Iniciaron un juego de seducción y control, buscando ganar la batalla. Él se rindió en parte, estirando las manos hacia sus senos, pero ella se alejó de modo que no alcanzara.
– No es justo -jadeó él.
– De acuerdo, me gusta el juego limpio -dijo ella inclinándose lo bastante para que sus dedos le rozaran los pezones. Casi gritó de placer al sentir el contacto, pero mantuvo el control, a duras penas.
– Estás haciendo trampa -protestó él.
– ¿Por qué?
– Te aprovechas de un hombre herido. Podría hacerme daño si me muevo demasiado.
Ella, arrepentida de haberse dejado llevar, se tumbó a su lado y un momento después se encontró boca arriba y una rodilla abrió sus piernas. Después estuvo dentro de ella, provocándole un intenso placer.
– ¡Tramposo! ¡Embustero! -jadeó.
– Claro. Siempre gano, cueste lo que cueste, y ya deberías saberlo a estas alturas.
Ella gritó cuando volvió a penetrarla. Se aferró a su cuello, por si acaso pretendía escapar.
– ¿Me odias? -musitó él en su oído, risueño.
– Sí, sí… te odio… no pares.
Él incrementó el ritmo y tomó lo que buscaba sin gentileza, consideración o modales. Pero la transportó a un universo nuevo y maravilloso y ella le perdonó todo. Absolutamente todo.
– Tengo que decirte una cosa -murmuró él en su oído un buen rato después-. Si un magnate te tuviera en su harén, despediría a todas las demás.
– Eso esperaría yo -suspiró ella, satisfecha.
Capítulo 7
Cuando sonó el timbre la tarde siguiente, Elise abrió la puerta a la última persona que esperaba ver en el mundo: Mary Connish-Fontain. Desde el día del funeral de Ben, Elise no había vuelto a pensar en ella.
– ¿No vas a invitarme a entrar? -exigió Mary, mientras Elise la miraba, atónita. Le cedió el paso y Mary miró a su alrededor.
– Bonito. Muy bonito. Y dijiste que no tenías dinero. Ah, ¿tú también estás aquí? -dijo al ver a Vincente tumbado en el sofá.
– ¿Qué quieres?
– Ya lo sabes. La parte que me corresponde.
– ¿No ibas a hacer una prueba de paternidad? ¿Cuál es el resultado?
– Pruebas… ¿qué demuestran? -rió Mary.
– Todo, si son positivas -comentó Vincente-. La tuya no lo habría sido, por eso no lo hiciste.
– ¡Prueba! ¡Prueba! ¿A quién le importa eso? Ben siempre dijo que se ocuparía de mí. Sólo vengo a recibir justicia -su voz se volvió gazmoña-. Ambas hemos sufrido por culpa de Ben. Ambas somos mujeres, deberíamos encontrar la forma de ayudarnos.
A Elise empezaba a írsele la cabeza. La conversación estaba adquiriendo tonos surrealistas.
– ¿Ayudarnos? ¿Nos imaginas siendo amigas?
– No todas hemos tenido tu suerte -exclamó Mary-. Has seguido el dinero hasta el fin, y has acabado aquí. ¿Pero y yo? Ben prometió casarse conmigo.
– Eso habría sido difícil -observó Vincente.
– Es fácil ver de qué lado estás tú -le escupió Mary-. No le costó mucho atraparte, ¿verdad? Así es con los hombres.
– Desde luego, así fue conmigo -corroboró Vincente; hizo un guiño travieso a Elise y ella estuvo a punto de soltar una carcajada-. Creo que deberías irte -añadió-. Y no vuelvas a molestar a esta dama.
– Tengo mis derechos -gritó Mary-. Debería haberse divorciado de él.
– Lo habría hecho con placer si él lo hubiera permitido -le dijo Elise-. Ben te falló como a mucha otra gente. Nada de lo que digas puede afectarme.
– ¿Y si lo publicara una revista? Tengo ofertas…
– Pues acéptalas. Gana dinero y di lo que quieras. ¡A mí me da igual!
– Te importará cuando cuente lo que solía decir de ti: que eras una fría pécora y que harías daño a cualquiera para conseguir lo que querías.
– Tenía razón -afirmó Elise-. Soy una fría pécora, y por eso no me convencerás. Más vale que te vayas.
– Ben me contó más de lo que crees; todo lo del joven italiano al que supuestamente amabas y a quien abandonaste en cuanto oliste el dinero de Ben. Él te gritó que no lo traicionaras cuando estabas en la ventana y te reíste. Lo usaste para dar celos a Ben y no te importaba lo que le ocurriese… -calló al ver el destello de ira en los ojos de Elise.
– Sal de aquí -dijo ella-. Sal, ahora.
Mary salió corriendo. Elise se abrazó a sí misma. Vincente intentó tocarla y lo rechazó.
– Estás temblando -dijo él-. Háblame.
Ella negó con la cabeza. Quería hablarle de Angelo, pero no podía. Era un tema sagrado que no podía compartir con el hombre a quien había entregado el corazón que había sido de su amor de juventud.
– No es nada… nada.
– Tiene que ser grave para afectarte así. ¿Quién era ese joven que ha mencionado?
– No puedo…
– Ojalá confiaras en mí -musitó él, sombrío.
Ella anheló hacerlo. Él la besó con suavidad.
– ¿Es tan terrible para no poder hablar de ello?
– Nunca podré hablar de ello -afirmó ella.
– ¿Ni siquiera conmigo? ¿Es que entre nosotros no hay más que lo que hacemos en la cama?
– No me regañes. Hay cosas que no puedo contarle a nadie -al ver la tristeza de su mirada, le dolió el corazón-. Nunca he hablado de ellas -se justificó.
– ¿Lo amabas mucho? -insistió él-. ¿Debería estar celoso?
– Fue hace mucho tiempo. Yo era otra persona. A los dieciocho se quiere de otra manera, con todo el ser. Aún no se sabe de la cautela.
– Y nunca volverás a amar así. ¿Eso es lo que me estás diciendo?
– Supongo. Amaba a Angelo más que a mi vida, y él me amaba a mí. Queríamos estar juntos para siempre, pero tuve que abandonarlo por Ben. Sólo pasamos tres meses juntos. Desde entonces he oído su voz en mi cabeza, suplicándome que no lo dejara.
– ¿Qué le ocurrió?
– Murió. No sé cómo, pero cuando telefoneé una mujer contestó y gritó que había muerto. No pude averiguar más.
– ¿Por qué no querías volver a Roma entonces?
– No podía enfrentarme a él -contestó.
– ¿Enfrentarte? Pero está muerto.
– No para mí. A veces es como si no hubiera muerto y me estuviera esperando en algún sitio. Supongo que en parte se debe a que no conozco los detalles. Es como si su muerte no fuera real.
– ¿Intentabas mantenerlo vivo?
– Puede. Pero cuando fui a la casa donde había vivido con él en el Trastevere y vi que ya no existía, una mujer me dijo que ese pasado había desaparecido para siempre y supe que era verdad. Fui a comprobar los certificados de defunción de esa época, pero no había ninguno con el nombre de Angelo Caroni, y no lo entiendo. ¿Vincente?
A él le había ocurrido algo extraño. Seguía abrazándola pero parecía haberse convertido en piedra.
– Puede que no buscaras en el lugar correcto -dijo él, como si regresara de un sueño.
– Tal vez no existe el sitio correcto -sonrió débilmente-. Tal vez no exista un hombre como el Angelo que yo recuerdo.
– Entonces deberías dejarlo marchar.
– Lo intento, pero es como si estuviera esperando que sucediera algo. No se qué, pero lo sabré cuando ocurra -lo besó-. Gracias por escucharme. Debería habértelo contado antes.
– Es tarde. Deberíamos irnos a la cama.
Una vez allí, la abrazó y dio un beso suave, pero no intentó hacerle el amor. Elise se preguntó si la historia le habría puesto celoso.
Él se alegraba de que no pudiera ver su rostro en ese momento. Elise le había contado el secreto que la atormentaba, pero su propio secreto empezaba a ser demasiado penoso.
Al día siguiente Vincente regresó a su casa. Tras pasar media hora sintiéndose sola, Elise salió a la calle y volvió varias horas después con los brazos llenos de carpetas. Vincente había dejado el mensaje de que la recogería a las ocho, si no le parecía mal.
– Pensé que estarías vestida y lista para salir -dijo, sorprendido, cuando llegó al piso.
– Perdona. Empecé a leer y se me pasó el tiempo.
– Estarías leyendo algo fascinante.
– Sí. Mira -le enseñó las carpetas-. Son de donde estudiaba moda cuando estuve aquí. Voy a volver.
– ¿Quieres decir a estudiar?
– Sí. El trimestre acaba la semana que viene, pero me permitirán asistir a las clases para ver si encajo. Me matricularé oficialmente el próximo curso.
Vincente echó un vistazo a los papeles mientras ella se vestía. No comentó nada hasta que estuvieron en el restaurante, a una calle de allí.
– No necesitas estudiar ahora -dijo él.
– Quiero hacerlo. Necesito estar ocupada. Voy a ir a la agencia inmobiliaria e insistir en que se esfuercen en vender el piso para buscar algo más pequeño. Entonces tendré una vida propia.
– ¿Tendrás tiempo para mí? -preguntó, sarcástico.
– Haré tiempo -bromeó ella-. Si eres bueno.
– ¿Bueno? Anda, come y calla, malvada.
Regresaron paseando y él se detuvo en el portal.
– Supongo que ahora me toca ser bueno, darte un beso de despedida e irme a casa.
– Si haces eso, estás muerto.
Subieron juntos, riendo. Hicieron el amor pero ella tuvo la impresión de que él estaba inquieto.
– ¿Por qué me miras así? -preguntó.
– Me pregunto en qué piensas. Si en mí o en tu nueva carrera.
– Se diría que estás celoso.
– Digamos que soy posesivo. Te quiero para mí. No intentes alejarme de tu vida.
– ¿Crees que voy a hacerlo?
– Podrías hacer la tontería de intentarlo. Y yo no lo permitiría.
– Supongamos que quisiera dejarte. Sería mi decisión -aventuró ella.
– No, cara. Cuándo y dónde acabemos es algo que decidiré yo. No lo olvides nunca -aunque su voz sonó suave, tenía un tinte de amenaza.
– ¿Estás diciendo que me forzarías?
– Más bien que haría que cambiaras de opinión.
– Dios mío, estás demasiado seguro de ti mismo -soltó ella-. ¿Y si un día las cosas no van como tú quieres?
Vincente no contestó con palabras. Dio la vuelta a su mano y posó los labios en la palma. Ella intentó soltarse, pero no pudo. Su aliento era puro fuego. Aunque su cuerpo respondió, comprendió que la situación tenía algo de alarmante. No era amor, ni deseo, sino una demostración de poder. Quería que supiera que era su prisionera, que dominaba su voluntad porque hacía que su cuerpo no obedeciera a su mente. Si podía hacer eso, era su dueño.
Diciéndose que debía escapar. Bajó de la cama y estiró la mano hacia la bata. Pero él agarró su muñeca y tiró la bata a un rincón.
– Suéltame -ordenó ella.
– Quiero hablar -dijo él-. Hay cosas que tenemos que dejar claras entre nosotros.
– He dicho que me sueltes.
Él la ignoró y tiró de ella, acercándola. Luego rodeó su cintura con el otro brazo e hizo que se sentara.
– No luches contra mí, Elise -murmuró-. Nunca. No podrías ganar. No lo permitiría.
– Eso no está en tus manos -rechinó ella.
– No te engañes. Cuanto ocurre depende de mí.
– No eres mi dueño -escupió ella- No puedes controlarme. Suéltame ahora mismo.
La tumbó en la cama. Apenas presionó, pero ella no pudo liberarse. Era puro acero. Elise pensó que era así en todo, determinado y calculador, ya fuera absorbiendo una empresa, silenciando a un enemigo o subyugando a una mujer.
Él bajó la mano desde su hombro hacia sus senos, siempre listos para él. Aunque lo negara, ella anhelaba sus caricias. La enfureció estar desnuda y no poder ocultar que jadeaba con deseo renovado.
Hacía sólo unos minutos se había sentido saciada, pero con sólo una mirada y una caricia, volvía a desearlo, a tensarse de frustración y a anhelar sentirlo en su interior. Y el maldito lo sabía, y muy bien.
Él bajó la cabeza y acarició su piel con los labios. Cuando sintió la caricia de su lengua gimió, a su pesar, y se arqueó. Él le dio la vuelta y empezó a acariciar su espalda con manos y boca, provocando un excitante y maravilloso cosquilleo. Descubrió un punto en su nuca que le hizo estremecerse de placer. Un buen rato después, la puso boca arriba y la contempló. Elise pensó que le daba igual que venciera él. Si la reclamaba, se entregaría.
Deseó gritar «Ahora, ya». Consiguió contenerse, pero su voluntad ya había cedido. Lo quería sobre ella, en su interior, llevándola al paraíso.
Él también estaba excitado, veía su erección. La satisfizo saber que, igual que ella, él había llegado a un punto en el que ya no existía el control. Abrió las piernas, esperando el momento de la penetración que los convertiría en iguales.
Pero él inclinó la cabeza y le dio un beso suave en los labios. Casto, casi reverente.
– Buenas noches. Que duermas bien -bajó de la cama, agarró su ropa y salió de la habitación.
Ella se quedó paralizada. Después de excitarla al máximo, se marchaba sin mirar atrás, dejándola insatisfecha y desesperada para demostrar su poder sobre ella.
– No -jadeó-. ¡No! -saltó de la cama y corrió hacia la puerta, pero oyó como la puerta de entrada se cerraba y los pasos de él alejándose.
Estuvo a punto de correr tras él y hacerlo volver a la fuerza pero, por suerte, algo la detuvo. Eso sería entregarle la victoria final en bandeja.
Volvió al dormitorio. Su cuerpo seguía palpitando de pasión, pero su corazón estaba poseído por el odio. Hizo lo primero que le pensó: lanzó un jarrón contra la pared. Después fue al cuarto de baño y se dio una ducha fría, que calmó su cuerpo, no su ira.
Vincente no llamó al día siguiente y su ira creció. Un día después, llamaron a la puerta. Era un chico con un enorme ramo de rosas rojas.
– ¿Señora Carlton?
Ella firmó, cerró la puerta y buscó la nota.
Tengo que ir a visitar unas fábricas. Te llamaré cuando regrese. Vincente.
– Al diablo con él -masculló. Le enviaba dos mensajes, uno con las flores y otro en la árida nota. Sabía cuál era el verdadero. Tiró las flores a la basura.
Se alegró de haber vuelto a la escuela de moda. Eso ocupaba su mente; iba a menudo, se llevaba trabajo a casa y lo hacía por la noche.
– Será maravilloso tenerla aquí de nuevo -le dijo el director cuando se matriculó-. Espero que esta vez acabe la carrera.
– Nada me detendrá -«ni nadie», pensó.
Cada dos días recibía un ramo de rosas rojas, pero no hubo más notas.
– Sé lo que estás haciendo -dijo en voz alta-. Ésta es tu forma de mantenerme enganchada. Crees que estoy confusa y preocupada. Que te echo de menos y anhelo lanzarme a tus brazos. ¡Te equivocas!
Todos los días tiraba las rosas a la basura, pero según pasaron los días decidió quedarse con una.
Pasaba horas visitando las mejores boutiques de Roma. Antes había ido de compras, pero volvía como una estudiante, preparándose para el principio de curso.
Cuando no visitaba tiendas dibujaba ropa, retinando su técnica y probando ideas. Estaba absorta cuando una tarde sonó el teléfono. Supuso que sería Vincente, pero era un voz femenina y cortés.
– Soy la signora Farnese, madre de Vincente -dijo-. He oído hablar mucho de ti y estoy deseando conocerte. ¿Me concederías el placer de tu compañía para cenar? Vincente sigue de viaje, estaremos solas.
– Gracias, me agradaría.
– Mi coche te recogerá a las siete.
Elise se vistió cuidadosamente. Eligió un vestido de seda marfil bordada, con chaqueta a juego, y se hizo un peinado elegante y algo severo.
La limusina la llevó hacia la campiña que había al sur de la ciudad. Había caído el sol y las luces empezaban a encenderse. Cuando el Palazzo Marini apareció ante sus ojos, estaba iluminado y resultaba espectacular, mucho más que en las fotos de Internet.
La madre de Vincente era una mujer pequeña, de ojos brillantes, modales suaves y que se parecía mucho él. Se rió al ver la expresión de Elise.
– Sí, mi hijo se parece a mí, ¿verdad?
– Signora -dijo Elise-, ¿cómo ha sabido quién era y dónde encontrarme?
– Tengo amigos por toda Roma -sonrió la mujer-. Algunos asistieron a la junta de accionistas. Otros… -se encogió de hombros.
– Otros estaban en todas partes -acabó Elise.
– Y son muy cotillas. Nunca había visto a mi hijo tan… entregado. Por eso decidí que debía conocerte.
Enseñó el Palazzo a Elise rápidamente.
– Ahí está mi apartamento. Subamos y pongámonos cómodas -señaló una escalera de mármol.
Las habitaciones eran pequeñas e íntimas.
– Aquí estoy mejor -dijo la signora con una sonrisa-. Me pierdo en ese enorme edificio. No nací rodeada de grandeza y no me acostumbro a ella.
La mesa para cenar estaba puesta en un balcón con vistas a los jardines, y Roma en la distancia.
La anfitriona tenía unos setenta años y parecía frágil, pero era encantadora. Le ofreció una cena deliciosa. Pareció congeniar con Elise de inmediato.
– Pensé que nunca tendría un hijo -le confió-. Los dos primeros nacieron muertos y cuando Vincente nació fue una bendición.
– ¿No tuvo más después de él? -preguntó Elise.
– No, pero tenía un sobrino, el hijo de mi hermana, que vino a vivir conmigo cuando ella falleció. Era…
En ese momento llegó la sirvienta con el postre y la signora cambió de tema. Le preguntó a Elise por su vida y ella le dio una versión resumida, y una aún más resumida de cómo había conocido a Vincente.
– Supongo que resulto muy obvia -dijo la signora-, pero anhelo tener nietos y estoy envejeciendo.
– No creo que podamos hablar de nietos -se apresuró a decir Elise-. Vincente y yo sólo estamos…
– Claro, claro. No pretendía… hablemos de otra cosa -dijo ella. Elise aceptó, aliviada.
Aunque se decía que lo odiaba por cómo la había tratado, lo echaba mucho de menos y pasaba del odio a la tristeza. Sabía que si aparecía le perdonaría todo.
Su madre había planteado la posibilidad del matrimonio, e hijos. No podía negar que anhelaba eso. Pero debía ser su secreto. Ellos aún estaban batallando. Él tenía las riendas de momento, pero aún podía luchar con él. Seguramente sería así toda su vida.
Se preguntó si eso era amor. Era violento y peligroso, muy distinto de lo que había compartido con Angelo. Pero podría ser amor.
– Disculpe -dijo. Su anfitriona le había dicho algo y, ensimismada, no lo entendió-. ¿Qué ha dicho?
– Empieza a hacer fresco. Entremos.
Una vez dentro, fue a la cocina a pedir más café y Elise paseó por la habitación, mirando los libros y los bonitos muebles.
De repente vio algo que le paralizó el corazón. Se acercó a la pared, incapaz de creer lo que veían sus ojos.
Era una acuarela de la Fontana de Trevi, con un joven sentado al lado. Tenía la mano en el agua y sonreía. Era Angelo.
Capítulo 8
Era el cuadro que ella había pintado ocho años y muchas vidas antes. Se lo había regalado y se había preguntado qué habría sido de él. Ya lo sabía.
– Ése era mi sobrino -dijo la signora Farnese, a su espalda-. Él que mencioné antes.
– ¿Su… sobrino? -consiguió decir Elise. Un escalofrío se apoderó de ella, percibía que iba a enterarse de algo aterrador.
– Se llamaba Angelo -dijo la signora con tristeza-. Lo crié y amé como si fuera hijo mío.
Elise sintió que se convertía en hielo. Angelo, el joven al que había amado con desesperación y llorado durante años, había sido parte de esa casa y esa familia. Una vocecita en su cabeza le advirtió que no podía tratarse de una coincidencia.
– ¿Qué le ocurrió? -consiguió preguntar.
– Fue víctima de una mujer cruel -dijo la signora Farnese con amargura-. Ella lo mató -al oír el gemido de Elise, siguió hablando-. Fue como si lo matara. Se quitó la vida porque no pudo soportar lo que ella le había hecho.
– ¿Él… se suicidó? -susurró Elise. Había sabido que Angelo había muerto, pero no así-. ¿Qué le hizo esa mujer? -preguntó con un hilo de voz.
– Aceptó su amor y le hizo creer que lo amaba, pero después lo abandonó por otro hombre, un hombre con más dinero… o eso creyó ella.
– No… no entiendo.
– Angelo quería ser independiente, así que alquiló un pequeño piso en el Trastevere y vivía como un estudiante. Me pregunto si ella lo habría abandonado de saber que pertenecía a una familia adinerada.
– Quizás ella no lo hiciera por dinero -protestó Elise-. Tal vez hubo otra razón.
– Nunca vi al otro hombre, pero la gente decía que era un gordo y de mediana edad -rezongó la signora-. Elegir eso en vez de a Angelo sólo es comprensible por cuestión de dinero.
Elise tuvo la sensación de estar ahogándose.
– ¿Qué le contó de ella? -preguntó.
– Muy poco. Ni siquiera me dijo su nombre. La llamaba Peri, y pasaba todo el tiempo con ella. Venía a casa, hablaba de su adorada Peri y se iba. Vincente y yo nos reíamos de verlo tan enamorado.
– Vincente…
– Pensamos que lo haría feliz, pero lo destruyó. Un día vino destrozado. Ella le había dicho que todo había terminado, pero no podía creerlo. Esa noche volvió al piso que compartían, esperando que ella le dijera que había sido un error, que aún lo amaba. Pero el otro hombre estaba allí; lo vio en la ventana, abrazándola, y se burló de él… -calló.
Elise no podía hablar. Miraba a la mujer horrorizada, rememorando la escena que había sido parte de sus pesadillas durante años.
– Me enteré después, por los vecinos que lo vieron. Angelo estaba en el jardín, bajo su ventana. Lo oyeron suplicarle que no lo traicionara, y la vieron en brazos del otro hombre, dejando que la cubriera de besos. Angelo, cuando no pudo soportarlo más, se marchó en su coche. Nadie volvió a verlo vivo. Se estrelló. Según los vecinos ella se fue de Roma esa noche, sin esperar a saber nada de Angelo. Después de jurarle que lo amaba, se fue sin mirar atrás.
– ¿Ni siquiera una vez? ¿No le telefoneó…?
– Puede. Una mujer llamó al piso cuando yo lo estaba vaciando, una semana después. Le dije que había muerto, sin saber quién era. Espero que fuese ella. Espero que sepa lo que hizo y que eso la atormente y le rompa el corazón; pero sé que no tenía corazón.
Elise oyó un terrible clamor en sus oídos. Ese momento llevaba esperándola ocho años, pero no tenía defensas. No sabía cuánto tiempo llevaba allí parada, pero de pronto algo cambió.
Se dio la vuelta lentamente y vio a Vincente en el umbral, contemplándola con expresión pétrea. En ese momento lo comprendió todo.
– ¡Vincente, hijo mío! -exclamó su madre con deleite-. No me dijiste que volvías a casa.
– Fue una decisión de última hora, Mamma. Quería darte una sorpresa.
– Es una sorpresa muy agradable -le dio un abrazo-. Iré a pedir que te hagan la cena -salió, dejándolos a solas.
Elise caminó hacia él lentamente. Su expresión acabó con cualquier duda que aún pudiera tener.
– Lo sabías. Sabías quién era desde el principio.
Él asintió. Ella lo miró atónita. El sentimiento de sentirse traicionada era aterrador.
– Nunca lo imaginé -susurró-. Pero debí hacerlo, ¿no? Ahora resulta obvio.
– Elise…
– Angelo era tu primo.
– ¡Calla! -advirtió él-. No dejes que mi madre te oiga. No tiene ni idea de quién eres, y no debe saberlo. No pretendía que os conocierais así.
– No pretendías que nos conociéramos, para que yo no descubriera tu engaño. He sido como una marioneta para ti, ¿verdad?
– Eres mucho más que eso. Espera a que hablemos y no dejes que mi madre sospeche, por favor.
La signora regresó toda animosa y le dijo que su cena llegaría pronto.
– Sólo un tentempié, Mamma. No tengo apetito. Debería llevar a Elise a su casa.
– Tonterías, querido. Elise no está lista para irse.
No tuvieron más opción que obedecer aunque la tensión era palpable. Canturreando de alegría, la signora puso comida y café ante su hijo y lo contempló posesivamente mientras comía.
– ¿Ha ido bien tu viaje?
– Tanto que he podido regresar antes de tiempo.
Elise se preguntó cómo él podía sonreír y hablar con normalidad. Pero recordó que no tenía corazón ni sentimientos, y no le importaban los de otros. Si no fuera así, no podría haberla abrazado y decirle palabras de pasión mientras tramaba contra ella.
El dolor era casi insoportable, pero consiguió reunir el coraje suficiente para estar a su altura. Si él podía engañar, ella también. Protegería a esa dulce mujer que la había recibido con tanta calidez.
Así que charló e incluso sonrió, aunque se moría por dentro. Para empeorar las cosas, la signora les miraba radiante, como si esperase que pronto fueran una pareja feliz.
Finalmente, Vincente se puso en pie y dijo que la llevaría a casa.
– No hace falta. Puedo ir en taxi.
– Te llevaré -afirmó él.
– Claro -dijo su madre. Lo besó en la mejilla y le susurró al oído-. No tengas prisa en volver.
Condujeron en silencio hasta el piso.
– Entremos -sugirió él.
– Preferiría que te fueras.
– No me juzgues antes de escuchar lo que tengo que decir -dijo él con voz dura.
– Conocías mi vínculo con Angelo desde el principio -dijo ella, ya en el piso, como si intentara explicarse lo ocurrido-. Antes de ir a Inglaterra.
– Sí, lo sabía.
Ella percibió que no sonaba como un hombre victorioso por el éxito de sus planes. Sonaba como si estuviera tan mal como ella. Sin embargo, rechazó esa idea. No podía permitirse ninguna debilidad.
– ¿Cómo me encontraste?
– Contraté a un detective.
– ¡Dios mío!
– Apenas sabía nada de ti, ni tu nombre. Angelo sólo te llamaba Peri. La noche que Ben fue al Trastevere entró y salió sin presentarse a nadie. Examiné esas habitaciones con todo detalle, convencido de que encontraría algo para identificarte. Pero no había nada relacionado contigo.
– Eso fue cosa de Ben -dijo ella-. Recuerdo que insistió en recogerlo todo. Era un obseso. Yo era su propiedad y no quería dejar ningún rastro de que hubiera estado con otro hombre.
– Lo creo de Ben. No había nada. Tuve que apañarme con una foto que encontré en el bolsillo de Angelo tras su muerte.
– ¿Le diste mi fotografía a un detective?
– Era lo único que tenía y, antes de que me condenes, no viste a Angelo cuando lo sacaron de aquel coche, con el cuerpo y el rostro machacado…
– Calla -dijo ella, dándose la vuelta para que no viera las lágrimas que llenaban sus ojos.
– Me sentí justificado para hacer cualquier cosa. Contraté un detective, pero no encontró nada. Tuve que rendirme. Pero el año pasado me dieron el nombre de un tal Razzini, un genio en este tipo de trabajo. Te encontró en un mes.
– Y por eso le ofreciste trabajo a Ben, para que viniese aquí y me trajera -dijo Elise con amargura.
– No sólo para eso -dijo Vincente-. Lo odiaba por lo que le hizo a Angelo y quería que pagara.
– ¿Cómo? ¿Qué ibas a hacerle? ¿Arruinarlo? Acusarlo de algún delito para que fuera a la cárcel.
– Pensé en eso. Habría sido un placer.
– Pero decidiste otra cosa -dijo ella-. ¿Qué? No te hagas el tímido a estas alturas.
Elise sentía dolor, pero se abandonaría a él más tarde. En ese momento le sería más útil la furia.
– ¿Por qué no me haces un resumen de todo lo que has hecho desde que nos encontramos junto a la tumba de Ben? -lo retó, colérica-. Quiero saberlo todo: cada mentira, cada engaño. Háblame de las veces que has simulado hacerme el amor mientras por dentro te reías de mí.
El rostro de él se oscureció hasta un punto que habría dado miedo a otros. A Elise le daba igual.
– ¡Debes haber disfrutado mucho! ¿Qué pensabas? ¿Éste es por Angelo? ¿O la venganza de Angelo ha llegado esta noche, cuando viste que comprendía la horrible verdad? Pero tu venganza no acaba aquí. Seguirá conmigo siempre, envenenando no sólo mis recuerdos de ti, sino los de él. ¡Dios, estaba mejor con Ben! Cuéntame qué planes tenías.
– Calla y escucha -interrumpió Vincente-. No puedo contarte mi plan definitivo. Quería conocerte antes de decidirlo. Ben alardeaba de ti. Aunque te engañara con muchas mujeres, seguía estando orgulloso de que fueras suya, por tu belleza. Cuando oí eso en su voz, supe cómo podía hacerle daño.
– ¿A través de mí?
– Sí.
– ¿Cómo? ¿Haciendo que le traicionara contigo?
Vincente no contestó. Los ojos de ella destellaron y le dio una bofetada. Él no se apartó a tiempo. Le dejó una marca en la cara, pero él no se la tocó.
– Es eso, ¿no? Lo habrías humillado. ¿Y si yo no hubiera seguido tu juego? ¿Tan seguro estabas de que caería rendida a tus pies?
– No soy tan malvado -dijo él.
– Yo creo que sí. Estabas seguro de mí. Creías que no podías fracasar porque yo no era más que una buscona que seguiría a cualquier hombre por dinero. ¡Admítelo, maldito seas!
– No cómo tú lo planteas. Sí, pensé que tenía oportunidades, pero haces que suene peor de lo que fue.
– ¿Cuánto peor podría ser? No tienes ni idea de cómo le suena a una persona decente, aunque tú opines que yo no lo soy. Me consideras una cazafortunas y casi una asesina, ¿verdad?
– Ahora no… -dijo él.
– Pero entonces sí. ¿Eso pensabas de mí?
– Antes de conocerte. Sólo sabía que Angelo te amaba y que le rompiste el corazón.
– No tuve otra opción que abandonarlo.
– Eso lo sé ahora; entonces no lo sabía.
– Claro, es más conveniente no saber demasiado. La venganza es más fácil cuando es ciega. Sin saber lo que había ocurrido, me juzgaste y planeaste humillarme, y también a Ben.
Elise esperó a ver qué contestaba, pero él se limitó a mirarla con ojos vacíos.
– Y cuando estuviéramos manteniendo una aventura ante los ojos de toda la ciudad, ¿ibas a abandonarme públicamente o no habría bastado con eso? ¿También iba a acabar en la cárcel?
– Claro que no -refutó él, enfadado.
– No hay nada claro. Habrías hecho cualquier cosa, no lo niegues.
– Las cosas no salieron como pensaba. Tú eras distinta, pero Ben era como esperaba. Pensé que lo tenía… -Vincente cerró el puño, como si tuviera a Ben atrapado en él.
– Y murió y se te escapó -dijo ella, cínica-. Sólo te quedaba yo. ¡Debió ser una gran decepción! Así que apareciste en el funeral y me llevaste a cenar. Tenías que conseguir traerme aquí, ¿verdad?
– Sí.
– Por eso intentaste convencerme para que viniera contigo. ¿Qué habrías hecho si hubiera encontrado comprador para el piso? -al ver que no contestaba, la verdad la golpeó de nuevo-. Lo hiciste tú. Lo arreglaste para que no encontrara comprador. Un hombre hizo una oferta y la retiró. Eso fue cosa tuya.
– Claro que sí. Lo persuadí para que la retirase… No quería que vendieras el piso. Era la única forma de conseguir que vinieras a Roma.
– Reconozco que a manipulador no te ganaría nadie. Pero, claro, no tienes conciencia, eso ayuda.
– ¿Tú me hablas de conciencia?
– Siempre tuve a Angelo en mi conciencia. Lo traté mal, pero no pude evitarlo. Ben me tenía atrapada. Pero tú llevas tramando venganza ocho años.
– Vi su cuerpo destrozado -gritó él-. Vi el dolor de mi madre. ¿Esperas que olvide eso?
– Olvidar no, pero tampoco culpar sin saber. Me dijiste que no te juzgara, pero tú llevas juzgándome ocho años. Ni se te ocurrió que tuviera justificación.
– No. Y me he culpado por ello desde que me contaste cómo te forzó Ben.
– Pero era demasiado tarde. Ya estaba atrapada en tu red. ¡Debiste disfrutar viendo cómo se cerraba a mi alrededor! Cada palabra era una mentira. Incluso…
La atenazó una oleada de angustia y luchó contra ella con todo su ser.
– Incluso cuando parecías sincero, mentías. Te felicito. Fue una buena representación, pero se acabó. Me serviste para lo que quería.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Que no eres el único que ocultaba sus pensamientos. Hacía años que no me acostaba con un hombre. Me apetecía… una nueva experiencia. Sin ataduras. Sin condiciones. Encajabas perfectamente.
La alegró ver que eso había hecho mella. Él palideció y apretó los labios.
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó.
– Lo sabes perfectamente -Elise lo retó con la mirada-. Eres listo y calculador, pero también eres bueno en otro sentido, justo el que, yo necesitaba. ¿Quieres que te lo aclare más?
– No será necesario.
– No sabía que un hombre pudiera ser tan experto en la cama -siguió ella-. No lo olvidaré, porque será un rasero para medir a los otros.
– ¿Otros?
– En el futuro. Y habrá otros, no lo dudes. Hiciste un buen trabajo; ahora comprobaré hasta qué punto. ¿Todos los hombres conocen tus trucos? Si no es así, ¿aprenderán? Da igual, me divertiré descubriéndolo.
– No hables así -rugió él.
– Hablaré como quiera. Si no te gusta, peor para ti. Recuerda, en parte soy tu creación. Me has enseñado mucho, no sólo de sexo, sino de crueldad, dureza y engaño. Me alegro. Tus lecciones serán muy útiles.
– Bien hecho, Elise -torció la boca con cinismo-. Has dado la vuelta a cuanto pensaba de ti. Sabía que al final te mostrarías como eres en realidad.
– Sí, lo sabías, ¿no? Y ahora lo he hecho. Y tu también. Así que podemos seguir nuestro camino.
– Una gran idea -espetó él-. Me alegra que creas haber aprendido algo de mí.
– Crueldad, manipulación…
– Me consideran el maestro. Has aprendido del mejor.
– Cada palabra que me has dicho…
– Mentiras. Cada palabra, caricia y momento de pasión… todo tenía un propósito.
– ¿Todas las veces que hicimos el amor…?
– No pensaras que podría amarte, ¿verdad? -dijo fríamente-. Para mí eres poco mejor que una asesina. Sé que mi madre cree que Angelo se suicidó porque no soportó lo que habías hecho, y tal vez sea así…
– ¿Tal vez? ¿No estás seguro? ¿Qué dijeron los testigos?
– No hubo testigos. Nadie vio el golpe.
– Entonces pudo ser un accidente -dijo ella. Desesperada, se dio la vuelta y se tapó los oídos. Él la siguió y la agarró-. ¡Suéltame!
– No, vas a escucharme -soltó sus manos pero la aprisionó de nuevo rodeándola con los brazos y sujetándola contra su pecho-. Oirás la verdad y vivirás con ella, y espero que te destruya para siempre, como destrozó a otras personas.
Ella se estremeció.
– Angelo había recorrido esa carretera cientos de veces y nunca tuvo un accidente. ¿Por qué esa noche? Tal vez fue a propósito, o tal vez estaba tan destrozado que no prestaba atención. En cualquiera de los casos, la culpa fue tuya.
Calló y siguió sujetándola. Ella sentía su cálido aliento, igual que otras veces que se habían abrazado. Ya sólo había odio y deseo de herir. Apartó la cabeza tanto como pudo para que no él no viera sus lágrimas. Pero él alzó su barbilla para mirarla y se mojó.
La soltó como si hubiera recibido un golpe y ella se tambaleó, cegada por la tristeza.
– Pensaba decirte todo esto hace mucho tiempo. Debí hacerlo, pero fui débil, porque tienes tus atractivos. Pero nada ha cambiado en realidad. Siempre estuvimos abocados a este final.
– Mejor que todo haya quedado claro -dijo ella, obligándose a hablar con calma.
– Exacto.
– Quiero que te vayas, Vincente. ¡Ahora!
Él titubeó un segundo. Luego hizo un gesto de resignación y se marchó. Elise se quedó parada en el centro de la habitación, escuchando el silencio que parecía tronar en sus oídos. Después empezó a moverse sin propósito ni rumbo. Era como si su vida se hubiera estrellado contra un muro de piedra.
Por fin lo pies la llevaron al dormitorio, donde se desvistió automáticamente y se acostó. Le pareció que Angelo estaba allí, en la oscuridad, mirándola con amor y reproche. Él la había amado y ella había provocado su muerte.
– Lo siento -susurró-. Lo siento mucho.
Pero esa mirada de reproche la perseguiría el resto de su vida. La verdad la destruiría, tal y como Vincente esperaba. Y ni siquiera podía culparlo.
Pasaron las horas. Cuando llegó la mañana seguía despierta y en la misma posición. Quería llorar pero no podía. Su corazón estaba helado.
Se levantó, se lavó la cara y preparó té. Pero tras una taza volvió a la cama. No podía dejar de tiritar. Intentó dormir pero las imágenes se sucedían en su mente, incansables. Angelo se había ido, pero Vincente había ocupado su lugar, envenenando sus recuerdos, dejándola vacía.
Recordó con horror su primer encuentro y cómo había simulado defenderla de Mary: «Ella tiene corazón de piedra y cerebro de hielo». Después había dicho: «Al final la justicia siempre gana, aunque tarde en hacerlo». Comprendió que Vincente la había buscado, odiándola y buscando justicia y que sus palabras habían sido una amenaza y una advertencia.
Ya sólo sentía dolor en el lugar donde debería haber estado su corazón. Pero ya que conocía la verdad no había razón para llorar. Haría planes para marcharse de allí y no volver a verlo nunca. Pero el dolor creció y creció hasta que al final soltó un grito y no pudo controlarse más.
Lloró y lloró hasta quedarse dormida. Cuando abrió los ojos era de día y las lágrimas seguían deslizándose por sus mejillas.
– No lloraré más -masculló-. No volveré a llorar por él. Eso se acabó. Todo se acabó.
Pensó en levantarse y volver a la vida normal, pero no tenía fuerzas. Pasó otro día y otra noche en ese estado. Oía tráfico en la calle. El teléfono no sonó ninguna vez. Se sentía muerta en cuerpo y alma. Sólo su cerebro seguía vivo y lleno de desdén hacia sí misma y cómo se había dejado engañar.
Las pistas siempre habían estado ahí. La primera tarde, él se había sobresaltado cuando, en broma, le preguntó si buscaba venganza. Pero su atracción por él le había nublado el cerebro. ¡Idiota!
Afuera empezó a llover. El agua golpeaba los cristales con fuerza. Volvió a dormir, pero la tormenta parecía perseguirla. Cuando despertó no sabía si había dormido un día o dos. No sabía nada.
Por fin se levantó y fue a la cocina a beber agua, pero tuvo un ataque de náuseas y corrió al baño. No vomitó porque no tenía nada en el estómago. Preparó té y eso la tranquilizó un poco y le dio energía.
Decidió salir a dar un paseo. Era más tarde de lo que había creído, empezaba a oscurecer. Notó vagamente que la gente la miraba, pero le dio igual. Su único pensamiento era ira a la Fontana de Trevi. Angelo la esperaba allí y tenía algo que decirle. Había esperado demasiado para oírlo y si se retrasaba él tal vez nunca las escucharía.
Aceleró el paso y empezó a cruzar la carretera. Pero a mitad de camino se sintió confusa. Un camión iba hacia ella. Oyó gritos desde la acera y un momento después estaba en el suelo, inconsciente.
Capítulo 9
Vincente llegaba pronto al trabajo y se iba tarde, siempre con expresión tormentosa. Parecía impaciente y pendiente del teléfono. Llevaba así cuatro días.
Había dado órdenes a su secretaria para que filtrara ciertas llamadas y aceptara otras. Una de las que esperaba no llegaba. Vincente había decidido ser paciente, estaba seguro de que lo llamaría. Había demasiadas cosas sin resolver entre ellos.
Se aferraba a que había conseguido ocultar sus verdaderos sentimientos. Tras el impacto que supuso verla en casa de su madre, había mantenido sus defensas bien altas.
Su plan de buscarla y vengarse empezó a fallar el día que la conoció. No era la ramera barata que había esperado y que lo rechazara esa primera noche lo frustró, pero también le satisfizo.
Había impedido la venta de su piso para conseguir que fuera a Roma. Aunque se decía que era para vengarse, en realidad había encontrado a una mujer a quien no podía olvidar. Lo atraía física y mentalmente. Había habido demasiadas mujeres en su vida; lo perseguían por su dinero y su atractivo y le consentían todo. Pero Elise lo retaba, discutía y lo insultaba. Y él volvía en busca de más.
Desde que había llegado a Roma sólo pensaba en estar con ella. A veces casi había olvidado a Angelo. Importaba menos que el brillo de sus ojos, que el tacto de su cuerpo y sus gritos de placer.
Pero lo que más le había afectado no había sido el sexo sino el tiempo que habían pasado juntos sin poder tener relaciones sexuales. Cuando ella lo había cuidado y habían pasado largas horas charlando y empezando a entenderse.
Todo había cambiado cuando supo cómo la había chantajeado Ben. Eso implicaba que era inocente, y se había alegrado. Se encontró atrapado. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más ridículo le parecía su plan de venganza. Estaba seguro de que conseguiría deshacer el entuerto, decirle la verdad y aclarar las cosas sin llegar a contarle todas sus maquinaciones.
Pero ella lo había descubierto de la peor manera posible y él no había sabido cómo reaccionar. Después lo había atacado con saña, diciéndole que sólo había buscado sexo. Él le había devuelto crueldad por crueldad. Le remordía las entrañas haberla acusado de la muerte de Angelo, cuando lo cierto era que ambos habían sido víctimas de Ben.
Se preguntó por qué diablos no lo llamaba. Él no podía hacerlo, sería como dejarle ganar la partida.
Decidió llamarla por negocios; hacerle saber que no sabotearía la venta del piso para que pudiera marcharse si quería. Al menos así oiría su voz.
Llamó a su teléfono móvil, pero estaba apagado. Probó el de casa, pero no contestó nadie. Volvió a intentarlo media hora después, sin éxito. Y una hora más tarde. Pensó que tal vez se había ido del país.
– Cancela todas mis citas -le dijo a su secretaria-. Estaré fuera el resto del día.
– Pero tiene una reunión con el ministro de…
– Cancélala -ordenó el, saliendo.
Veinte minutos después llegó al piso y pulsó el timbre con impaciencia. No contestaron y clavó el dedo en el botón, temiendo lo peor.
– Está perdiendo el tiempo -le dijo una mujer que había en el pasillo-. No está.
– ¿Sabe dónde está?
– En el hospital desde ayer. Un camión la atropello.
El médico miró al hombre que corría por el pasillo como si se lo llevaran los demonios.
– Vengo a ver a la signora Carlton.
– ¿Es usted pariente suyo?
– No, ¿importa eso?
– ¿No es usted su esposo?
– Su esposo ha fallecido. Soy Vincente Farnese.
La mayoría de la gente reaccionaba al nombre, con admiración o miedo. Él médico ni se inmutó.
– Entiendo. Ella no ha dicho mucho. Se debate entre la consciencia y la inconsciencia.
– ¡Santo Dios! ¿Qué le hizo ese camión?
– Nada, signore. No llegó a golpearla. Ella tuvo un colapso en la carretera, por suerte el conductor frenó a tiempo y pudo evitarla.
– ¿Un colapso? ¿Qué quiere decir?
– Parece estar bajo el efecto de un gran trauma, además de no haber comido nada en varios días.
Vincente cerró los ojos pero los abrió como platos al oír las siguientes palabras del médico.
– Estamos haciendo lo posible para salvar al bebé, pero le advierto que tal vez no lo consigamos.
– ¿Al bebé? -musitó él.
– ¿No lo sabía, signore?
– No tenía ni idea.
– Bueno, es pronto. Ella tampoco lo sabía hasta que se lo dije. Pero temo que ya sea demasiado tarde.
– Quiero verla -exigió Vincente.
– No creo que eso sea posible.
– ¿Qué quiere decir? -protestó-. El bebé es mío…
– Pero no es su marido. Hay normas. No puedo dejarlo entrar sin el consentimiento de ella.
– Por favor, pídaselo -dijo, controlando sus nervios y su mal genio-. Suplíquele si hace falta.
El médico asintió comprensivo y se alejó. Vincente comprendió que, por primera vez, no tenía el control de la situación. Iba a ser padre y tenía que enfrentarse al hecho de que Elise podía negarse a verlo, que podía perder al bebé, que incluso podía negar su paternidad si lo odiaba lo suficiente.
Y tendría derecho. La había engañado y había sido deshonesto con ella. Eso justificaba el desdén que había visto en sus ojos la última vez. Y su odio sería mayor si su comportamiento le había hecho tanto daño como para que perdiera a su hijo. Se sentía impotente y deseaba aullar de frustración. Oyó pasos.
– ¿Ha aceptado verme? -le preguntó al médico.
– No se ha negado -replicó él con cautela-. No ha dicho nada -lo miró con piedad-. Creo que está justificado aceptar ese silencio como consentimiento.
Vincente lo siguió por el pasillo. Tenía miedo, no sabía cómo tratarla, qué decirle.
– Volvió a dormirse en cuanto se fue, doctor -dijo una enfermera cuando llegaron a la habitación.
– ¿Qué son todos esos tubos? -preguntó Vincente.
– Este es una transfusión de sangre, aquél es suero salino -explicó el doctor-. Le darán fuerzas.
– ¿Y el bebé?
– Las constantes vitales están bien -contestó el médico, mirando un monitor.
– Permita que me quede. Avisaré si ocurre algo.
– De acuerdo, pero déjela dormir.
Cuando médico y enfermera salieron, Vincente se sentó junto a la cama, contemplando a Elise. Ella le había dicho cosas que deberían haberle hecho odiarla, pero en realidad sabía que no era más que su forma de autodefensa. Elise lo veía como una amenaza y él tenía toda la culpa.
Ella se movió en la cama pero no abrió los ojos. Puso una mano sobre la suya, evitando los tubos.
– Elise -murmuró-, estoy aquí.
Ella se puso rígida, como si fuera lo peor que podría haber oído. No quería saber nada de él.
– ¿Puedes oírme?
– Sí -gimió ella con un hilo de voz.
– He venido en cuanto me enteré. Quería decirte que lo siento. Te dije cosas terribles que no creía. Elise, lo siento muchísimo, por favor, créeme.
Ella abrió los ojos, pero lo miró inexpresiva.
– Lo siento -repitió-. Yo dije que lo sentía… a Angelo… el día que llegué. Fui a la Fontana de Trevi… estuvimos allí juntos. Lancé una moneda y deseé volver a Roma… y volví, ¿verdad?
Él se sujetó la cabeza con las manos.
– Quería estar con él para siempre… pero murió. No sabía que murió así, fue culpa mía…
– No es verdad -refutó él.
– Sí. Le escribí una carta cuando llegué a Inglaterra, contándole lo ocurrido, diciéndole que lo amaba y siempre lo amaría. Nunca olvidé verlo bajo la ventana, gritando. Pensé que si sabía la verdad, que no lo había traicionado, lo soportaría mejor.
– No creo que la carta llegara -dijo Vincente.
– No. La encontré entre las cosas de Ben cuando murió. No sé cómo la robó, pero lo hizo. Si Angelo murió esa misma noche…
– No la habría recibido.
– No supo que lo sentía, que lo amaba de todo corazón. Ya nunca lo sabrá -Elise calló, como si hablar la hubiera agotado.
– El médico dice que vamos a tener un bebé.
– ¿Nosotros?
– Estás embarazada. Dijo que te había informado.
– Sí… pero creí que era un mal sueño.
Él movió la cabeza, incapaz de hablar. Deseó que ella comprendiera que eso lo cambiaba todo.
– Yo estoy contento si tú lo estás -dijo-. Creo que deberíamos casarnos lo antes posible.
Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.
– ¿Nosotros? ¿Casarnos? -rió débilmente-. ¡Cielos! Y yo pensaba que no tenías sentido del humor. ¡Casarnos!
– Por favor no hagas eso -pidió él-. Podríamos olvidar el pasado…
– Nunca se olvida el pasado. Ahora lo sé y tú deberías saberlo. Sólo tendremos paz si nos distanciamos. Quiero paz. Es lo más importante del mundo.
– ¿Más importante que el amor? -deseó no haber dicho eso al ver su mirada de amargura y desdén.
– No sabes nada del amor. Sólo sabes de adquirir cosas y hacer que la gente baile al son que tocas. Obtienes lo que quieres, incluso la venganza. Alguien debería haberse enfrentado a ti hace mucho tiempo.
– Tú lo hiciste -le recordó él-. Eres la única persona que no ha hecho lo que yo quería.
– Ni lo haré. Vete y un vuelvas más.
– No puedo dejarte a ti y a nuestro bebé.
– No quiero volver a verte. Que tenga un bebé o no es algo que no te incumbe.
– No hagas esto.
Ella iba a contestar, pero se le nubló la vista. Él la miró horrorizada y pidió ayuda, angustiado. Un momento después la habitación se llenó de enfermeros que la conectaban a nuevos aparatos y estudiaban los gráficos. Elise temió por el bebé, no quería perderlo.
Era el último vínculo que la unía a Vincente.
Cuando Elise abrió los ojos era de noche y Vincente estaba junto a la ventana, inmóvil.
– ¿He perdido al bebé? -preguntó ella, ronca.
Él se acercó y se sentó junto a la cama.
– No -contestó él rápidamente-. Te hicieron otra transfusión y tus constantes mejoraron. Nuestro bebe está vivo y seguirá así. A partir de ahora cuidaré de los dos. No discutas. Nos casaremos.
– De acuerdo -sonó casi como un suspiro.
– Nuestro hijo nacerá dentro del matrimonio.
– Sí… claro.
Él se preguntó si algún hombre había sido aceptado alguna vez con tan poco entusiasmo. Era como si cediera por resignación, sin esperanza alguna.
Lo que más le impactó fue que accediera sin más. Ella, que siempre se había enfrentado a él y hacía unas horas lo había enviado al infierno, cedía. Siempre había sido un hombre dominante, exigiendo obediencia por derecho. Pero no quería eso de ella.
Aun así, decidió aprovechar su estado de ánimo y hacer otra proposición.
– El médico dice que pronto te dará el alta, y quiero llevarte a casa conmigo.
– ¿A casa?
– Al Palazzo Marini. No debes vivir sola. Es demasiado peligroso para ti.
– ¿Pretendes que viva allí? -era donde ella había descubierto su engaño y su mundo se había derrumbado-. No. Quiero ir a mi casa y estar sola.
– No lo permitiré -dijo él. Rectificó de inmediato-. Es decir, sería mejor hacer lo que yo sugiero.
– Acertaste la primera vez -dijo ella con ironía-. Sigue dando órdenes. Es lo que mejor se te da y así todos sabemos cómo están las cosas.
– Elise… -susurró él, apabullado por su amargura.
– No puedo vivir con tu madre. Ella no soportaría ver a diario a la mujer que destruyó a Angelo.
– No sabe nada. No discutimos delante de ella y yo no se lo he dicho.
– Claro, ¡es más fácil engañarla! -rió ella-. ¿Cómo no se me había ocurrido?
– Ha sufrido demasiado. La muerte de Angelo la afectó mucho y no le digo nada que pueda herirla.
– ¿Vas a arriesgarte a dejarme a solas con ella? ¿Y si se lo digo?
– No lo harías. Sería cruel y malvado, y tú no eres así. Desde que me dijiste lo que hizo Ben…
– ¿Cómo sabes que te dije la verdad? -preguntó ella con sarcasmo-. Una traidora como yo…
– Te prohibo que hables así -dijo él.
– De acuerdo. Cree lo que te parezca.
– Olvidas que conocía a Ben. Es fácil creer que se comportara así.
– Sí, conocías a Ben. Antes pensaba que me conocías a mí… -giró la cabeza para no verlo.
Vincente se preguntó si siempre sería así entre ellos. Si ella le perdonaría por lo que había hecho.
En cuanto Elise estuvo mejor, Vincente llevó a su madre a visitarla. La signora Farnese casi lloraba de júbilo al hablar de la boda y de su primer nieto.
– Sabía que ocurriría esto -dijo-. Cuando os vi juntos por primera vez, lo supe. Hay algo especial entre vosotros, que sólo se ve en los enamorados.
Vincente y Elise no fueron capaces de mirarse.
Unos días después, Elise se instaló en el dormitorio destinado a la señora del Palazzo Marino. La enorme cama tenía dosel y cortinas de brocado. El dormitorio de Vincente era aún más grandioso y se unía al de ella a través de un estrecho pasillo, que también se comunicaba con el cuarto de baño.
– Es horrible -dijo la signora-. Siempre odié esta suite y Vincente siempre ha dormido en una habitación más pequeña, al otro extremo de la casa. Pero no ocuparla ofendería a los fantasmas de los Marini.
Adoraba a Elise, e insistió en que la llamara Mamma. Elise aceptó, agradeciendo su bondad.
Se sentía perdida en tierra de nadie. Había querido alejarse de Vincente, pero el miedo a perder el bebé había hecho que cambiara de opinión. Le daría a su hijo cuanto pudiera, incluido un padre. Por eso había aceptado casarse con él.
La boda iba a celebrarse en Santa Navona, la magnífica iglesia donde la familia celebraba bodas y enterraba a sus muertos.
– ¿Quieres decir que Angelo está allí? -le preguntó Elise a Vincente.
– Sí. ¿Quieres que te enseñe dónde?
– No. Sólo dime dónde está.
– Si no te importa, prefiero llevarte yo.
Era obvio que a ella le importaba. Quería estar a solas con Angelo, pero Vincente había insistido atenazado por los celos. Ella se encogió de hombros, como si nada importara ya. Eso le dolió más que nada.
– Antes de visitar la tumba, tengo que decirte algo. Cuando me hablaste de Angelo, dijiste que se apellidaba Caroni. No es verdad. Se apellidaba Valetti, Caroni era el apellido de su madre.
– Pero, ¿por qué…?
– Supongo que así afirmaba su independencia, la ilusión de ser un estudiante sin medios económicos.
La condujo hasta la tumba, que estaba bajo unos árboles. En una losa de mármol estaba grabado el nombre Angelo Valetti, y las fechas de nacimiento y muerte.
– Así que ni siquiera él me dijo la verdad -musitó ella-. ¿Se puede confiar en alguno de vosotros?
– No lo juzgues mal. Para él era un juego.
– Por eso no encontré su certificado de defunción. Quería saber cuándo y cómo murió. Pero no buscaba el nombre correcto. ¿Puedes dejarme, por favor? Quiero estar a solas con Angelo.
Él se alejó, a su pesar.
Elise miró largo rato la fecha de defunción de Angelo. El mismo día que la vio en brazos de Ben. Después contempló la fotografía encastrada en la lápida. Un joven sonriente y lleno de vida, resplandeciente de amor. Una vez había sido suyo. Se arrodilló y pasó los dedos por el rostro, como había hecho muchas veces antes.
– Ni siquiera tú eras quien decías ser -susurró-. Lo siento. Intenté decírtelo… te escribí una carta. Ojalá estuvieras aquí para hablar contigo. No quería casarme con Ben ni con Vincente, sino contigo. Pero ahora… -se puso la mano sobre el vientre.
Vincente la observaba desde lejos. Pensó que suplicaba perdón por estar embarazada de él, y que habría deseado que el hijo fuera de Angelo. Se dio la vuelta con un sabor amargo en la boca.
Condujeron de vuelta a casa en silencio.
Capítulo 10
La boda fue discreta, en una capilla lateral de la iglesia. No hubo lujoso vestido de novia ni damas de honor, ni montones de invitados, música de órgano o interés de la prensa.
Con los testigos esenciales, dos personas que en secreto tenían miedo una de otra y de sí mismas, se juraron amarse y honrarse el resto de su vida.
Para complacer a su madre, Vincente inició la noche de bodas en el dormitorio de Elise.
– Cuando ella se acueste, me iré y te dejaré en paz.
– Gracias.
– ¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.
– Estoy bien. El médico dice que he recuperado las fuerzas y podré traer al mundo a un Farnese.
– Me preocupo por ti, no sólo por ser la madre de mi hijo. Pero supongo que no me crees.
– Creeré cualquier cosa que me digas -contestó ella con calma. Él deseó gritarle que lo mirase, que discutiera, que despertara del horrible trance en el que se había sumergido. Estaba fuera de su alcance.
– Buenas noches a los dos -dijo su madre al otro lado de la puerta-. Tranquilos, no voy a entrar.
– Gracias, Mamma -dijo él-. Buenas noches.
El tacto de la anciana empeoró las cosas. Obviamente imaginaba a los novios desnudándose lentamente antes de hacer el amor apasionadamente.
Elise fue hacia el balcón.
– Están celebrándolo -murmuró. Los sirvientes habían improvisado una fiesta en el jardín.
– Claro. Una boda siempre es buena noticia…
Se oyó un grito de alegría. Algunos de los presentes miraron hacia la ventana y alzaron las copas.
– Nos han visto -dijo él, abriendo la puerta-. Quieren saludarte -tomó su mano y la hizo salir con él. Los recibieron risas, vítores y felicitaciones. Elise captó las palabras signora y bambino.
– Supongo que todo el mundo lo sabe -dijo.
– No, pero lo sospechan y tienen esperanzas.
Ella esbozó una sonrisa y saludó con la mano.
– Bambino? Si? -preguntó un hombre.
Elise se puso la mano sobre el vientre, sonrió y asintió. Eso provocó una explosión de vítores. Vincente le puso una mano sobre el hombro.
– Mírame -le dijo. Elise obedeció y la audiencia se exaltó aún más cuando la besó. Ella aceptó el beso como parte de la representación.
Pensó que estaba preparada para sentir sus labios, pero él puso la mano en su nuca, en ese punto tan sensible y que tanto la excitaba. Supuso que él lo hacía a propósito, para demostrar su poder.
– Creo que deberíamos entrar ya -susurró ella.
Él asintió, saludó con la mano y entraron.
– Te adoran -dijo Vincente-. Lo has hecho muy bien. Gracias.
– De nada. Tengo experiencia. Años con Ben me enseñaron a ocultar la hostilidad tras una sonrisa.
– ¿Hostilidad? ¿Hacia ellos?
– No hacia ellos.
– Elise…
– ¿Qué esperabas? ¿Has olvidado la última noche que nos vimos antes de que te marcharas? Te esforzaste en demostrar quién llevaba las riendas. Y lo hiciste. Felicidades. Ahora tienes a tu esposa y a tu hijo bajo tu techo. Pero escúchame, Vincente. No creas que voy a dejar que me pisotees. Si presionas demasiado descubrirás que tu poder tiene limites.
– Tal vez no sólo desee poder.
– Temo que es lo único que tienes. Pero no te preocupes. Sonreiré y seré agradable con la gente adecuada. Como he dicho, practiqué mucho con Ben.
– Yo no soy Ben -gritó él.
– Pensaba que no eras como él. Pero me temo que no soy tan buen juez del carácter como creía ser. Será mejor que te vayas ya.
Él la miró un momento. Luego se fue.
Elise adivinó que no era coincidencia que se fuera de viaje unos días. Agradeció su tacto. Le daba tiempo para pensar. Sola, en el silencio de la noche, admitió que se había enamorado de él. Había intentado negarlo, pero eso ya no servía de nada.
Había entregado su corazón a un hombre que la había odiado y despreciado desde el principio, que sólo pretendía destrozarla y humillarla. Él no tenía ni idea de hasta qué punto había tenido éxito. Nunca debía saber que había sido lo bastante tonta como para enamorarse de él, eso culminaría su venganza.
Se dijo que sería fácil matar ese amor. Sólo tenía que recordar lo que él había hecho. Tardaría un tiempo, por lo conseguiría. Y él ayudaría. No tenía esperanzas de que fuera a serle fiel; suponía que empezaría a pasar más noches en su piso de soltero.
Pero en eso se equivocó. Aunque a veces regresaba tarde, nunca pasaba la noche fuera a no ser que estuviera de viaje. La trataba con solicitud y cortesía, igual que su madre, cuya salud era frágil.
Elise pronto mejoró y recuperó las fuerzas. Empezó a sentirte con ánimo para todo, incluso la fiesta que estaban planificando para celebrar la boda.
– Toda Roma quiere verte -le dijo Mamma.
– Seguro que no -rió Elise.
– Puede que toda Roma sea una exageración -admitió Vincente-, pero has despertado mucho interés entre mis amigos y socios.
Dijo dos nombres. Uno, el del presidente del banco más importante de Italia. Elise reconoció el otro.
– ¿Attilo Vansini? -repitió, atónita-. Pero es…
Era una figura de inmenso poder político, siempre cercano al presidente del país, quienquiera que fuera. Elección tras elección Vansini mantenía su influencia gracias a una mezcla de riqueza, astucia y corrupción. El escándalo lo seguía como los perros a un rastro.
– Me dijo que no olvidara invitarlo a la fiesta -le dijo Vincente-. Yo aún no había pensado en celebrarla, ése fue su modo de decir que contaba con ella.
– Menotti diseñará tu vestido -dijo Mamma, nombrando al modisto más exclusivo de Roma.
Elise habría preferido diseñarlo ella misma, pero sabía que no tenía bastante experiencia, y permitió que la llevaran a la Via dei Condotti. Allí entraron en un establecimiento diminuto y discreto por fuera.
Pero dentro era muy distinto. Luisa Menotti era la mejor y todo su salón susurraba elegancia discreta. Atendió a Elise personalmente. Admiró su cuerpo aún delgado y el tono de su piel.
– Negro. No puede ser otro color.
El vestido elegido era de seda negra, escotado pero dentro de los límites de la modestia, se ajustaba a sus caderas y rozaba el suelo.
Elise había dado muchas fiestas lujosas para Ben, y estaba dispuesta a tomar parte en los preparativos de la del palazzo, pero pronto comprendió que haría mejor dejándolo todo en manos de otros.
Más de cien sirvientes se movilizaron para limpiar cada centímetro del edificio. Múltiples jardineros pusieron a punto los extensos jardines, porque los invitados también saldrían fuera. Colgaron lamparillas de los árboles, creando un misterioso sendero resplandeciente que se perdía en la distancia.
El palazzo contaba con tres cocinas, de las que sólo se utilizaba una. Pero durante los días anteriores a la fiesta todas estuvieron a pleno rendimiento.
Todos los invitados recibirían un regalo y Elise se asombró de su valor. Fue a ver a Vincente al despacho que utilizaba cuando trabajaba en casa.
– ¿Por qué no? -preguntó Vincente, cuando le mencionó si era prudente gastar tanto.
– Sé que es importante impresionar a la gente. Ben solía… -empezó ella.
– Olvida a Ben. Éste es un mundo muy distinto al suyo.
– Sólo en el sentido de que es más grande -replicó ella-. Cuando aparezcamos juntos, estarás exhibiendo tu trofeo, exactamente igual que hacía él. Y bajaré los escalones de mármol despacio para que todo el mundo admire tu última adquisición e intente calcular si has hecho o no un buen negocio.
– Que piensen lo que quieran. Yo sabré si ha sido un buen negocio, no necesito la opinión de nadie.
– ¿Y qué opinas de momento? -lo retó ella-. ¿He valido la pena?
– Aún no -dijo él, tras mirarla de arriba abajo, con ojos fríos-. Pero pretendo que llegues a hacerlo.
– De todas las…
– Tú empezaste la conversación. Si así es como quieres ver nuestro matrimonio, adelante, te seguiré el juego. De vez en cuando te diré si tu valor ha subido. Si ha bajado te diré por qué y esperaré que rectifiques sin demora. No toleraré parecer un tonto ante gente cuyo respeto necesito. ¿Ha quedado claro?
– Eres un bastardo -susurró ella.
– Tú has elegido el juego. Quiero lo mejor de ti, sobre todo cuando exhiba mi adquisición.
– Claro, sería una pena que pensaran que estás perdiendo carisma -dijo ella con sarcasmo.
– Exacto. Me alegra que lo entiendas. Mamma dice que el vestido es perfecto, sólo necesitas acompañarlo de las joyas adecuadas.
– Iré de compras mañana.
– No hará falta. Las tengo aquí -Vincente fue hacia la caja de seguridad, tecleó la combinación, sacó varias cajas y las puso sobre el escritorio.
Elise se quedó atónita ante los diamantes más magníficos que había visto en su vida. Había una tiara fabulosa, un collar, una pulsera y pendientes largos. Cada piedra era deslumbrante.
– Espero que te parezca un regalo de boda adecuado -dijo Vincente con voz suave-. Te las habría dado antes, pero han llegado hoy. Date la vuelta.
Elise obedeció y él le puso el collar alrededor del cuello. Ella se estremeció al sentir sus dedos en el punto exacto que le daba tanto placer. Vincente no pareció darse cuenta; eso la alivió e irritó a la vez.
– He elegido bien. Te queda perfecto.
– ¿Cuándo elegiste todo esto?
– La semana pasada. Expliqué lo que quería y los joyeros han hecho un buen trabajo.
– ¿Tú lo explicaste? ¿Y qué hay de mi opinión?
– ¿Estás diciendo que no te gustan?
– No, son bellísimas, pero me habría gustado opinar.
– Sé lo que encaja con tu estilo y lo que mi esposa debería lucir en una ocasión así. Estás magnífica -hizo una pausa-. Será mejor que las dejes aquí, en la caja fuerte. Después de la fiesta irán a la caja de seguridad del banco… todas menos ésta. Tu anillo de compromiso -tomó su mano izquierda y se lo puso-. No puedes aparecer en público sin él.
– No las quiero -dijo ella, de repente.
– ¿Qué has dicho?
– No quiero las joyas. Dicen que son un regalo de boda, pero sólo son una transacción de negocios.
– Un negocio no tiene nada de malo, si es honesto.
– ¿Somos honestos? -lo miró a los ojos-. ¿Lo fuimos alguna vez? -empezó a quitarse el collar.
– Ten cuidado -apartó sus manos y se hizo cargo él-. Es muy valioso. ¿Quieres romperlo?
– Será mejor que lo devuelvas todo. No voy a ponerme esos diamantes.
– Te los pondrás porque son lo adecuado para mi esposa. ¿Ha quedado claro?
– Muy claro -soltó una risa cruel-. Ni el mismo Ben lo habría dejado más claro.
Salió como una tromba y Vincente contuvo la tentación de dar un puñetazo a la pared. Había previsto una escena distinta: él le regalaría diamantes y ella se sentiría complacida. En cambio, había hecho que perdiera el genio y la había tratado con desprecio, justificando todo lo malo que ella pensaba de él.
Se preguntó si ella disfrutaba sacando lo peor de él. Tenía la horrible sensación de que así era.
Mientras se duchaba y vestía, Elise oyó a la orquesta empezar a tocar en el gran salón de baile donde se celebraría la fiesta. Lucía un sofisticado recogido y maquillaje discretamente provocativo.
Pensó que había cambiado. Ya no era la mujer que había llegado a Roma unos meses antes. El rostro que veía en el espejo había aprendido muchas lecciones: de éxtasis y amargura. Buenas o malas, seguirían con ella para siempre.
– Adelante -dijo al oír un golpe en la puerta.
Vincente entró, tan guapo y elegante que tuvo que cerrar los ojos para no desearlo.
– Te he traído los diamantes -dijo.
– Muy bien -le sonrió-. Pónmelos pero antes sube la cremallera del vestido, por favor -se dio la vuelta y lo miró por encima del hombro para captar su reacción. La cremallera era larga y acababa debajo de las caderas, dejando claro un detalle.
– No llevas nada bajo el vestido -dijo Vincente, con voz tensa.
– No puedo arriesgarme a que se vean marcas. ¿No querrías que pareciera poco sofisticada, ¿verdad?
– Querría que parecieras decente -escupió él.
– Cuando subas la cremallera, no se verá nada. Y el corpiño está reforzado, estaré muy decente. Date prisa, la gente empezará a llegar enseguida.
Como si la conversación la aburriera volvió la cabeza. Él, irritado, subió la cremallera. Tal y como ella había dicho, su desnudez no se detectaba.
Pero era imposible olvidarla. Ocupó su mente mientras le ponía tiara, pendientes, pulsera, collar y anillo. Cuando acabó, puso las manos en sus hombros y sus ojos se encontraron en el espejo.
Ella sonrió, haciéndole saber que era consciente de que estaba recordando la primera noche que salieron juntos. Entonces tampoco había llevado nada bajo el vestido y él la había acusado de incitarlo.
Estaba repitiendo la estrategia, pero para subrayar cuánto habían cambiado las cosas. No había promesa, excitación ni esperanza. Sólo cinismo para torturarlo.
– ¿Satisfecho? -le preguntó-. ¿Te sentirás orgulloso de mí? ¿Me mirará la gente y sabrá mi valía?
– Sabrán que tengo lo mejor.
– Lo mejor y más caro. No olvides lo importante.
– No hables así.
– ¿No podrías decirme cuánto ha subido mi valor esta noche? ¿O prefieres esperar a después, cuando sepas qué efecto he tenido?
– ¡Déjalo ya! -explotó él, apretando sus hombros.
– Cuidado, dejarás cardenales.
Él la soltó inmediatamente.
– Intentemos parecer amigables al menos esta noche -sugirió él, tenso.
– Por supuesto. Haré mi papel a la perfección.
Mientras iban hacia el salón, Elise captó su imagen en un espejo de cuerpo entero y pensó en la ironía de que hicieran una pareja tan espléndida. Ella estaba deslumbrante y dudaba que hubiera un solo hombre en el salón que fuera tan apuesto como él.
Bajaron un tramo de escalones para entrar al salón. Al verlos, la gente empezó a aplaudir.
Había casi setecientos invitados y Elise había leído sobre ellos para poder saludarlos. Supo desde el principio que estaba dando una buena impresión. Los hombres la miraban con admiración y las mujeres con envidia, aunque no sabía si por su belleza, por los diamantes, o por su marido. Supuso que una mezcla.
Había un número impresionante de ministros, así como de estrellas de cine. Una en concreto, una joven que acababa de obtener su primer gran éxito en Hollywood, sonrió a Vincente de una manera que hizo que Elise se preguntara si habían salido juntos. Pero se dijo que eso no le importaba.
Attilo Vansini cumplió sus expectativas. Tenía sesenta años, cabello pelirrojo y una actitud tan cordial que resultaba violenta. Besó su mano varias veces, le hizo una docena de cumplidos y exigió que bailara con él antes que con nadie.
– Antes lo hará conmigo -Vincente, posesivo, rodeó su cintura con un brazo-. Es mi esposa.
– Me rindo al amor -Vansini soltó una carcajada.
La orquesta empezó a tocar y la pareja nupcial inició el baile.
– Se rinde al amor. A sus ojos somos la perfecta pareja romántica -comentó Vincente.
– No me aprietes tanto.
– Quiero tenerte cerca. Quiero sentir el movimiento de tus piernas junto a las mías y soñar con tu aspecto debajo de ese vestido.
– Eso no te concierne.
– Tu desnudez concierne a todos los hombres presentes, mira sus expresiones. Todos te desean.
– Eso es lo que querías, que te envidiaran.
Él había creído que sí, pero en ese momento mataría a cualquiera que le pusiera las manos encima. Como una profecía maligna, recordó lo que había dicho ella… «Y habrá otros, no lo dudes… ¿Todos los hombres conocen tus trucos…? Da igual, me divertiré descubriéndolo».
– Ni en un millón de años -farfulló.
– ¿Qué has dicho?
– Nada. Recuerda que debes actuar con propiedad.
– Sí, haré lo posible para que seamos un matrimonio respetable -se rió en su cara, sabiendo que lo tenía en sus manos y que todos pensarían que los recién casados se adoraban.
Cuando acabó la pieza, Vansini los asaltó, agarró a Elise y se la llevó casi a la fuerza. La pista se llenó de parejas. Vansini le hizo cumplidos sin cesar al tiempo que se halagaba él mismo.
– Soy un amante magnífico -proclamó-. Ningún hombre es equiparable a mí, ni siquiera Vincente. Sólo tienes que decirlo y te lo demostraré.
– Claro. Cuando quieras que mi marido acabe con tu vida, házmelo saber -le replicó ella.
Él estalló en carcajadas y ella se le unió. Los que miraban murmuraron que Vincente era afortunado por tener una mujer que agradaba a un hombre tan útil. También adivinaron el tema de su conversación.
– ¡Mi hijo! -exclamó Vansini con orgullo al ver a un recién llegado-. Ven para que te lo presente.
La condujo hacia el joven más guapo que Elise había visto en su vida. Cario Vansini era alto y delgado, con un encanto que la cautivó. Bailó con él y, más tarde, charlaron junto al bufé.
Ella sabía que Vincente la observaba, pero le dio igual. Cario hablaba de algo que le interesaba mucho. Cuando se inclinó para decirle algo al oído, ella asintió como si le gustara la proposición.
– Debemos vernos de nuevo y hablarlo -dijo pensativamente.
– No puedo esperar -afirmó él con seriedad.
Ella rió, consciente de que Vincente la taladraba con la mirada y volvió con el resto de los invitados.
Capítulo 11
Elise sabía que había causado furor en el baile y cuando se retiró a su habitación sonreía con placer. Había ocurrido algo que la había complacido mucho. Las cosas empezaban a mejorar.
– ¿Vienes a por los diamantes? -preguntó al ver a Vincente llegar-. Es mejor guardarlos cuanto antes.
Se quitó las joyas mientras hablaba, pero él se las arrancó de las manos y las tiró sobre la cama. Tenía la expresión de un hombre que no aguantaba más. No la sorprendió que la tomara entre sus brazos.
– Cállate -ordenó.
Su beso fue cuanto ella deseaba: fiero, furioso y desesperado. Correspondió, pero sólo a medias.
– ¿Estás contento conmigo? -dijo cuando pudo hablar-. ¿Impresioné a tus invitados?
– Malditamente demasiado -masculló él. Ella se rió y él apartó los labios.
– Me he divertido. Tenemos montones de invitaciones a cenar. Todos quieren que me lleves de visita.
– Que sigan queriendo.
– ¡Tonterías! Piensa en cuántos negocios harás.
Era verdad y eso lo inflamó aún más.
– Bájame la cremallera -dijo ella, volviéndose.
Él la bajó del todo. El fantástico vestido negro se abrió, revelando su cuerpo. Ella pareció no notar su reacción mientras se deshacía del vestido.
– Estoy más que lista para irme a dormir -le dijo-. Buenas noches.
– ¿Buenas noches? -le dio la vuelta-. ¿Esperas que me vaya tras tu actuación de esta noche?
– No fue más que eso, una actuación. Para complacerte, he dejado que los hombres me piropearan, me estrecharan entre sus brazos y besaran mi mano, pero sólo sentí aburrimiento. Es increíble lo aburrido que puede ser un hombre.
– Pero no siempre actúas, ¿verdad? -la retó él.
Puso una mano sobre uno de sus senos, retándola a no sentir nada. Fue una caricia suave, casi tierna. Era peligroso. Hacía que fuera más como el hombre que amaba, y ella quería acabar con ese amor.
– ¿No podemos tener nada para nosotros? -susurró él contra su cuello.
– Tenemos algo -sonriente, jugó su as. Agarró su mano y la deslizó hasta ponerla en su vientre-. Tenemos esto, ¿lo has olvidado?
Era verdad que lo había olvidado. Deslumbrado por ella, tenso de deseo frustrado y enfurecido por su indiferencia, había dejado de verla como madre.
Comprenderlo hizo que se detuviera. Ella había agitado la varita mágica y había pasado de sirena a matrona que llevaba a su hijo dentro.
– Tienes toda la razón -dijo con voz entrecortada-. Te dejaré en paz -recogió los diamantes-. No te preocupes, no volveré a molestarte. Buenas noches.
Elise miró la puerta como si esperase que volviera abrirse, pero sabía que sería así. Lo había vencido.
Sin embargo, era una victoria vacía.
Al día siguiente, Vincente regresó temprano del trabajo; Elise no estaba y nadie sabía dónde encontrarla. Mario, el chofer, tenía poco que decir.
– Llevé a la signora a la ciudad, al Vaticano. Me dijo que me marchara y que llamaría cuando quisiera que fuese a recogerla. Eso fue hace unas horas.
– Seguirá en el Vaticano -intentó tranquilizarlo su madre-. Es un sitio enorme.
– Seguro que sí, Mamma -habló con serenidad, pero por dentro era un torbellino. No creía eso ni un segundo. Elise había esperado a que Mario se marchase para luego ir a su verdadero destino, dondequiera y con quienquiera que fuese.
La recordó bailando con Cario Vansini, y luego charlando sonrientes con las cabezas juntas.
Cuando volviera, si volvía, negaría haber estado con Cario. Y él la mataría.
– Perdona, Mamma, ¿qué has dicho?
– He dicho que acaba de llegar, en taxi.
Él salió a tiempo de ver cómo pagaba al taxista. Ella lo saludó con la mano, sonriente. Estaba bellísima y sospechosamente contenta.
– Mario dice que quedaste en llamarlo -dijo con voz fría.
– Cierto. Pero pasaba un taxi y decidí usarlo.
– ¿Has pasado buena tarde?
– Maravillosa, gracias -suspiró, feliz.
Él agarró su brazo y le hizo entrar a la casa.
– Quiero saber dónde has estado -masculló.
– Pareces del siglo XIX. Sí, señor. No, señor.
– He dicho que quiero saber dónde has estado y con quién.
– He pasado la tarde en mi piso -contestó ella, con una mirada que podría haber sido de lástima.
– ¿Sola?
– No, con Cario Vansini.
– ¿Te atreves a admitirlo con tanto descaro?
– ¿Qué tiene de descarado? -preguntó ella con aire inocente-. Vender una propiedad es una ocupación respetable.
– ¿Vender…?
– ¡Ojalá pudieras ver tu cara, Vincente! Le he vendido el piso a Cario. Era exactamente lo que buscaba. Anoche me dijo que quería independizarse. Vivir con su madre le agobia.
Vincente se había quedado sin habla.
– Le dije que vendía un piso -siguió ella-, y quedamos en vernos allí esta tarde. Le encantó.
– ¿Allí es donde has estado?
– Claro. ¿Qué pasa?
– ¿No se te ocurrió decírmelo antes?
– ¿Por qué iba a hacerlo? No necesito tu permiso.
No había sido por eso, y ambos lo sabían. Le había hecho pasar un infierno para divertirse.
– Además, no quería arriesgarme a que espantaras a otro comprador -añadió.
– ¿Por qué iba a hacerlo? Las cosas han cambiado.
– En realidad no. Sigues intentando controlarme. El dinero de la venta supone mi independencia y la tendré, no te equivoques. Cario y yo fuimos a la agencia y pedimos que realizaran la venta cuanto antes. Recibiré el dinero en una semana. Entonces pagaré mis deudas, incluso las que tengo contigo.
– No me debes nada.
– No es cierto. Después, fui al abogado y se le escapó que habías pagado facturas pendientes de Ben. Has sido muy generoso… -no sonó como si lo creyera de verdad- pero te devolveré cada penique con intereses. Me quedará bastante para montar un negocio cuando acabe el curso de diseño de moda.
– ¿Negocio? Yo puedo comprarte cuanto desees.
– Lo que más deseo es algo que tú no puedes comprarme, Vincente. ¿No lo sabes aún?
Eso lo silenció y ella se apartó.
– Quiero mi independencia, mi libertad. Seguiré aquí. Tendrás tu esposa y tu hijo, pero yo seré libre.
Él no contestó, parecía estar reflexionando.
– ¿Cómo pudiste pensar… lo que pensaste?
– Porque no te conozco. Ya no sé quién eres.
– Nunca lo supiste. Al menos ahora lo reconoces. Por cierto el agente inmobiliario me dio un mensaje para ti. Tiene un comprador para tu piso.
– Bien.
– Ahora estamos en paz. Tú tampoco me dijiste que ibas a venderlo.
– ¿Decírtelo? ¿Para que te rieras de mí? -dijo él con un destello de humor.
El alivio que sentía lo estaba volviendo loco.
– No haría eso. ¿Cuándo lo pusiste en venta?
– El día que accediste a casarte conmigo.
– No tenías por qué venderlo. Si es por la broma…
– ¿Sobre las orgías que podía organizar allí? No tengo ningún deseo de eso. Ahora soy un devoto hombre de familia -añadió con voz cargada de ironía.
– ¡Ah, sí! El empresario despiadado y hombre de mundo sienta la cabeza. Te felicito.
– No seas estúpida. Ahora lo único que quiero es a ti y a nuestro hijo.
– Y nos has adquirido a conciencia. Bien hecho.
Él pensó que era como discutir con un muro de acero. Pero sólo podía culparse a sí mismo.
Ambas ventas fueron rápidas y, tras insistir, Vincente aceptó el dinero que le debía. Quedó suficiente para que ella sintiera que podía tener su propia vida.
La vida en el palazzo era mejor de lo que había esperado, sobre todo porque su suegra la adoraba. Cuando sufrió un mareo, fue Elise quién la confortó hasta que llegó el médico. Y fue Elise quien prometió no molestar a Vincente y rompió la promesa, que en ningún momento pensó cumplir, telefoneándolo.
Por suerte, estaba en la oficina y regresó a casa de inmediato. Mamma regañó a Elise por desobedecer, pero sus ojos brillaban de afecto. Esa noche Vincente había llamado a su puerta.
– ¿Puedo entrar unos minutos? -preguntó.
Ella ya estaba lista para la cama, llevaba camisón y bata de seda, pero él no pareció fijarse en eso.
– Quería darte las gracias por cuidar a Mamma.
– No hace falta. Pensé que vivir aquí sería difícil, pero es muy fácil quererla.
– Sí, hace que otras cosas sean tolerables -apuntó él, sabiendo que lo entendería-. Elise, ¿has pensado en el futuro, en cómo será nuestro matrimonio?
– Serás un buen padre, estoy seguro. Lo harás todo con eficacia en el momento adecuado.
Él la miró cubierta con la suave seda, que más que ocultar sugería, y recordó las veces en que ella se había desnudado al verlo y le había abierto los brazos. Estaba ante la lámpara de noche y su perfecta figura se transparentaba. Estaba algo más voluptuosa, pero el embarazo aún no resultaba aparente.
Se dijo que debía marcharse mientras aún tuviera cierto control de sí mismo. Se acercó y tocó su mejilla. Era una caricia que a ella siempre le había gustado, igual que a él su reacción. Pero esa vez no hubo nada. Parecía hecha de piedra. Huyó de allí.
Uno días después, entregaron una caja grande en la casa. Por la noche, Elise le dijo a Vincente que le gustaría hablar con él antes de que se acostara.
Él fue a su dormitorio y Elise le dio un sobre.
– Cuando vine a Roma dejé cosas almacenadas en Londres. Hace poco pedí que me las enviaran y han llegado hoy. Ésta es la carta que le escribí a Angelo, la que robó Ben. Quiero que la leas.
– ¿Estás segura?
– Muy segura.
Él la aceptó y fue hacia la ventana. Quería leerla, pero sentía pánico. Era tan terrible como había temido. Por primera vez veía a Elise como había sido entonces, volcando su corazón con todo el fervor y pasión del amor joven y el dolor de la separación.
Intenta perdonarme, amor mío… Nunca pretendí que sucediera esto…
Contaba toda la historia de la llegada de Ben, igual que se la había contado a Vincente.
Te oí llamarme desde debajo de la ventana e intenté contestar, decirte que era a ti a quien amaba… pero él me agarraba con fuerza y no podía librarme… Te quiero. Siempre te querré… intenta perdonarme… perdona… perdona…
– Si me la has enseñado para demostrar que te juzgué mal, no hacía falta. Hace tiempo que lo sé. Desde que viniste a Roma, y estuvimos juntos, intenté no ver lo que me estaba ocurriendo, pero al final tuve que a aceptarlo. Quería que fueras inocente para poder amarte sin sentirme culpable.
– Ese es el problema -suspiró-. La culpa lo destruye todo. Yo vivo con la mía cada día y apenas me queda otra cosa. Ya no siento nada.
– No digas eso.
– Es verdad. Lo prefiero así. Es más seguro. Tal vez podríamos habernos querido en otras circunstancias…
– Nada de «tal vez» -interrumpió él-. Nacimos para querernos, pase lo que pase entre nosotros. Antes o después tendrás que aceptarlo.
– ¿Tendré que? -negó con firmeza-. No, no «tendré que». No intentes darme órdenes, Vincente. Eso es algo que no puedes controlar. No te querré. No puedo, y si pudiera, no lo haría.
– ¿Y si yo sí te quiero a ti? -soltó él, furioso.
En otro tiempo el rostro de ella se habría suavizado de alegría al oírlo hablar de amor. Pero se limitó a emitir un suspiro triste.
– Entonces lo siento por ti. ¿Qué derecho tengo a ser feliz contigo o con otro hombre mientras Angelo yace en su tumba por mi culpa?
– Pero tú eres inocente -afirmó él con pasión.
– ¿Cómo puedo serlo? Si no fuera por mí, estaría vivo. Ésa es la verdad, lo demás son palabras. Tenías razón al odiarme.
– Nunca te he odiado -dijo él con voz grave.
– Parece que lo olvidas. Me buscaste, odiándome. Me tendiste una trampa, odiándome. Me viste debatirme en ella, odiándome. Me llevaste a la cama, odiándome. Creí que me hacías el amor, pero me estudiabas, siempre controlando, esperando que llegara el momento para destruirme.
– ¡No! -gritó él-. Pretendía eso, pero no fue así. No eras como yo esperaba… Si no lo hubieras descubierto cuando lo hiciste, te lo habría contado todo.
– Eso dices. No habrías podido contármelo.
– Habría sido difícil. Pero habría encontrado la manera porque sabía que teníamos que estar juntos.
– Y estamos juntos -suspiró ella.
Él miró la carta.
– «Intenta perdonarme… perdona… perdona…» -leyó en voz alta. Se acercó a ella-. ¿No perdonarás nunca? Ambos dijimos cosas crueles, pero sabes que yo no las decía en serio, ¿verdad?
– Aun así eran ciertas.
– Angelo te quería. No desearía que sufrieras así por algo que no pudiste evitar.
– Calla -se tapó los ojos-. No me hables de él. No lo soporto. Creía que había aprendido a vivir con lo peor, pero no sabía qué era lo peor. Yo lo maté.
– No lo mataste -rugió Vincente.
– Causé su muerte -se dio un golpe en el pecho-. Aquí dentro sé que lo maté y nada cambiará eso.
Dejó escapar un sollozo y él se acercó. Habría hecho cualquier cosa para paliar su dolor, pero en cuanto la tocó, se secó las lágrimas.
– Sabes, aunque parezca que te odio, es sobre todo porque me odio a mí misma.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó él quedamente.
– No lo sé. No sé si se puede hacer algo.
Pasaron agosto y septiembre. Elise tenía buena salud y, a pesar de su embarazo, soportó bien el calor.
No todo era fácil. Una terrible velada, Mamma insistió en que celebraran el que habría sido el vigésimo noveno cumpleaños de Angelo. Sacó todas las fotos que tenía de él. Elise vio una y otra vez la sonriente cara de su amor de juventud.
Esa noche, Vincente fue a su habitación.
– Lo siento -dijo-. No sabía que iba a ocurrir eso.
– Supongo que quería «presentarme» a Angelo. No importa, ya pasó, y ella se sintió feliz.
– Eres maravillosa, ¿lo sabías? -dijo él de repente.
Ella se dio la vuelta para que no viera cómo la había afectado oír admiración en su voz.
– Me gustaría acostarme. Buenas noches.
– Buenas noches. Gracias por todo -besó su mejilla y se marchó.
Elise se acostó e intentó borrar las imágenes que había visto de Angelo. Pero se despertó gritando.
– Shh -susurró Vincente, rodeándola con sus brazos-. No pasa nada.
– ¿Qué ha ocurrido? -Elise descubrió que tenía el rostro húmedo y apenas podía hablar.
– Gritabas en sueños. Te oí y decidí venir. Podrías haber gritado su nombre. ¿Piensas mucho en él?
– Me siento culpable todo el tiempo.
Él no dijo nada. La respuesta no le decía lo que quería saber. Quería saber si soñaba con Angelo añorándolo, si seguía siendo su amor verdadero.
Esperó a que dijera algo más, pero ella dejó caer la cabeza en su hombro. Se había dormido. Besó su frente la tumbó y la tapó. Salió sin hacer ruido y ya en su habitación sacó su teléfono móvil.
– ¿Razzini? Sí, sé que es tarde. Despierte, hombre.
– ¿Signore Farnese? No esperaba volver a tener noticias suyas.
– Tengo un trabajo para usted. Y es urgente. Déjelo todo, pagaré bien. Trabajará en esto día y noche hasta que descubra lo que necesito saber.
– Parece importante.
– Lo es. Es cuestión de vida o muerte.
Paradójicamente, Elise se sentía más fuerte cuanto más aumentaba de peso. Cuando se acercaron las navidades y Vincente empezó a celebrar fiestas para sus socios, se entregó de lleno a los preparativos.
Tras una de esas fiestas, Vincente fue a su dormitorio a darle las buenas noches.
– Mis amigos te admiran mucho. Has estado fantástica. ¿Te encuentras bien?
– Cansada -se dio una palmadita en el vientre-. Me alegraré cuando acabe esto. Se mueve mucho.
– Tal vez debería quedarme por si ocurre algo.
– No ocurrirá nada hasta dentro de dos meses.
– Algunos bebés nacen antes de tiempo.
– ¡Si tus invitados te vieran ahora! Te tienen miedo. No les diré lo nervioso que estás. Estoy bien. Si ocurre algo, te despertaré -le sonrió con cariño.
Últimamente se sentía en paz y podía relajarse y alejarse de su tristeza. Sabía que él entraba en su habitación para abrazarla cuando tenía pesadillas, pero no se quedaba mucho y no hablaban del tema durante el día.
En febrero dio a luz. Vincente la llevó al hospital y se apartó mientras acomodaban a Elise.
– Las contracciones son muy seguidas -dijo alguien-. Esto será rápido.
Los dolores eran agudos y tenían el extraño efecto de agudizar su mente. Lo veía allí de pie, tras las brillantes luces, igual que cuando estuvo a punto de perder al bebé. Entonces, no le habría pedido que se acercara. Pero era un momento distinto. Extendió el brazo hacia él, suplicante. Él se acercó de inmediato.
– No me dejes -le suplicó.
– Nunca -susurró él.
Las contracciones se sucedían, intensas, y ella apretaba su mano con tanta fuerza que sabía que debía estar cortándole la circulación.
– ¿No puede acelerar esto? -le pidió Vincente al médico. No soportaba verla sufrir. Todos se rieron.
– Creo que deberías dejarme esto a mí -dijo Elise.
– No, estamos juntos en esto -dijo él.
– Pues prepárate -gritó ella. Un momento después, nació el bebé.
– Es una niña -dijo el médico. La niña berreó-. Está bien y sana -alzó la voz para que lo oyeran.
Cuando lavaron y envolvieron a la niña en una mantita, Vincente la llevó a la cama, a ponerla en brazos de su madre. Elise contempló en silencio lo que habían creado juntos, cuando iniciaban un amor que se había derrumbado hasta convertirse en nada.
Una enfermera llegó con una cuna y acostó a la niña. Vincente fue a contemplarla.
– ¿Habrías preferido un niño? -preguntó Elise.
– No, prefiero una niña -contestó él, sin dejar de mirarla-. Me ha sonreído.
– Es imposible; es muy pequeña. Tardan semanas en sonreír.
– Mi hija no es como los demás. Ella puede hacerlo todo -afirmó él.
Elise lo contempló con ternura. Veía que el nacimiento ayudaría a cerrar viejas heridas. Sabía que Vincente se alegraba de que fuera niña porque su madre quería que, si era niño, lo llamaran Angelo. El viejo fantasma seguiría siempre presente. Suspiró.
– Gracias -murmuró Vincente-. Gracias por todo, amor mío.
Capítulo 12
Elise, bajo la ducha, pensó en el futuro. En unos días su hija de tres meses sería bautizada en la iglesia en la que ella se había casado, pero sería una gran celebración, con la iglesia llena de gente.
Mamma había insistido en que la llamaran Olivia, que era el segundo nombre de Elise. La niña había satisfecho las expectativas de todos, dando nueva vida a Mamma y suavizando a Vincente. Adoraba a su hija y pasaba con ella tanto tiempo como podía.
Entre Elise y Vincente había un trato cordial, pero aún distante. Ambos esperaban que ocurriera algo. Ella había recuperado la figura y la fuerza, y cada vez era más consciente de cuánto tiempo había pasado desde que hicieron el amor por última vez.
A veces pillaba a Vincente observándola en silencio, como si se preguntara a dónde les llevaría el futuro. Estaba segura de que en cualquier momento le diría que quería volver a su cama. Pero no ocurría nada. Si sus ojos se encontraban, él desviaba la vista. No cerraba la puerta de su dormitorio, pero él no había vuelto a ir a verla. La estremecía pensar que quizá estaba contento así y ya no la deseaba.
Salió de la ducha y se miró en el espejo. Recordó que había hecho lo mismo cuando llegó a Roma, preguntándose qué veía Vincente al mirarla.
Entonces, su figura había sido elegante, casi infantil. El parto la había redondeado, dándole una voluptuosidad que sabía que a Vincente le gustaría.
Se pregunto si él le estaba siendo fiel. Intentó recordar alguna ausencia injustificada, pero no había ninguna. Siempre regresaba a casa temprano. Se dijo que eso no quería decir nada, podía hacer lo que quisiera durante el día y ella no se enteraría.
Pero lo dudaba. Tenía la impresión de que estaba esperando, igual que ella.
Iba a agarrar la toalla cuando la puerta se abrió a su espalda. Giró y lo vio allí admirando su desnudez. Se miraron un momento sin moverse.
– Perdona. No sabía que estabas aquí -Vincente salió rápidamente y cerró la puerta.
Sólo habían sido unos segundos pero devastadores. Había visto en su rostro cuanto quería ver: anhelo, soledad y, por encima de todo, un deseo tan intenso que parecía a punto de tomarla allí mismo.
Pero se había controlado, demostrándole que era más fuerte que la tentación. Aunque fuera la mujer más bella y sensual del mundo, él se resistiría porque había tomado esa decisión.
Elise no tenía más remedio que aceptarlo y contestarle de la misma manera. La batalla que libraban había pasado a otra fase, pero no había concluido.
Pero estaba resentida por cómo vibraba su cuerpo con los pensamientos y sensaciones que él había provocado y se negaba a satisfacer. Había vivido cuatro años en el celibato, sin que le importara, pero era una mujer nueva, la que Vincente había devuelto a la vida, y su cuerpo clamaba por sus caricias.
Se envolvió en la toalla y volvió a su habitación.
Vincente abrió la ventana de su dormitorio para dejar que la brisa lo acariciara. Era fresca, pero no lo bastante para apagar su ardor. Nada lo conseguiría.
La luz de la luna iluminaba levemente una parte de la habitación y el resto era oscuridad. Se quitó la ropa y se tumbó en la cama, mirando al techo.
El sonido de la puerta fue tan leve que no estuvo seguro de haberlo oído. Pero oyó cómo se cerraba y giró la cabeza en la almohada.
Había una mujer desnuda entre las sombras. Apenas distinguía su silueta, pero la habría reconocido en cualquier sitio. Transfigurado, vio cómo Elise se acercaba sin hacer ruido y lo miraba.
Se quedó parada y él se preguntó qué la detenía. No podía tener ninguna duda de que era bienvenida. Su erección era visible a la luz de la luna, pero ella parecía querer asegurarse, porque extendió la mano y acarició su miembro levemente.
– No empieces si no pretendes seguir -dijo él con la voz ronca de deseo.
Ella, en silencio, se dejó caer en la cama, a su lado, y su mano lo acarició aquí y allá. Él intentó acercarla más, pero ella movió la cabeza negativamente.
Sintió que ponía un dedo en sus labios y comprendió. Lo que ocurriera esa noche sería cosa de ella. Si la desobedecía podría desaparecer para siempre, dejando atrás sólo la respetable esposa y madre en que él la había convertido. Él quería más que eso, quería a la ninfa traviesa que ocultaba en su interior, y quería poseerla por completo, al menos hasta que desapareciera hasta la próxima vez.
Ese fue su último pensamiento coherente. Después, todo fue sensación. La mano continuó acariciándolo con aire ausente, como si ella pensara en otra cosa. Después se irguió. Él veía su cabello suelto, pero su rostro estaba sumido en las sombras.
– No me hagas esperar -suplicó.
Ella contesto colocando una pierna sobre él y montándolo. Él esperó a que se inclinara hacia él, pero siguió sentada, orgullosa, disfrutando de haberlo sometido. Vio su boca y la sonrisa traviesa que la curvaba. Una sonrisa que decía «Eres mío y voy a asegurarme de que lo sepas».
Sus caderas se alzaban y descendían con fuerza, sin piedad. Él emitió un largo gruñido. Arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás; entonces ella se echó sobre él, reclamando su boca, aún controlando pero ofreciéndole al fin el resto de su cuerpo para que lo abrazara, con la generosidad del vencedor.
Él aceptó dejarla ganar. Le daría cualquier cosa por que siguiera haciendo que su corazón y su cuerpo sintieran como con ninguna otra mujer.
Ella parecía tener una fuerza inagotable, y ambos subieron a la cima hasta tres veces. Cuando se tumbó a su lado, intentó abrazarla, pero ella se escapó. Sólo sintió un breve roce de sus labios y ella desapareció en la oscuridad.
Se quedó tumbado, jubiloso por lo ocurrido, intentando creerlo. Un nuevo camino se había abierto para ellos, uno que podría darles paz y felicidad.
Pero para que Elise fuera completamente feliz, tenía que curar el dolor que atenazaba su corazón. Deseó con toda su alma poder hacerle ese regalo a cambio de lo que ella le había dado, pero no sabía si podría, ni cuándo ocurriría.
Sonó el teléfono y contestó.
– Soy yo -dijo la voz de Razzini-. Tengo lo que quería.
Vincente y Elise desayunaron juntos, pero en presencia de Mamma, y ninguno hizo referencia a lo ocurrido la noche anterior.
Viendo la alarmante tranquilidad de Elise, Vincente se preguntó si habría tenido una alucinación, pero su cuerpo le dijo que no era así.
Se marchó enseguida. Ese día tener que hacer algo vital, que podría transformar sus vidas. No regresó por la tarde y seguía sin haber rastro de él cuando Elise se acostó. Lo oyó llegar de madrugada, aunque hizo el menor ruido posible.
Ella sintió un pinchazo de ira. Por lo visto quería jugar con ella. Se dio la vuelta y se durmió, furiosa.
– Quiero llevarte a un sitio -le dijo él a la mañana siguiente.
– ¿Adónde?
– Confía en mí -le pidió él.
– ¿No es este el camino que va a la iglesia? -preguntó ella, ya en el coche.
– Sí. Quiero que conozcas a alguien.
Cuando llegaron, la condujo hacia la tumba de Angelo. Para sorpresa de Elise, allí había dos hombres, uno enclenque de mediana edad y un joven desastrado que estaba sentado, con la cabeza apoyada en la lápida, sin afeitar y despeinado. Mientras se acercaban, dio una calada a algo que estaba fumando. Parecía ausente del mundo.
– ¿Qué hace aquí? -exigió Elise indignada-. ¿Quién es él y quién es ese horrible hombrecillo?
– El hombrecillo es Razzini, el mejor detective privado que existe.
– ¿Detective? ¿Es el que contrataste para que me buscara?
– Sí, ya te he dicho que es el mejor. ¡No! -agarró su brazo al ver que intentaba irse-. No te vayas.
– ¿A qué estás jugando? ¿Cómo te atreves a hacerme esto?
– Elise, por favor, no te vayas. Esto es importante. Más que ninguna otra cosa. Debes hablar con él.
– Dime por qué.
– No puedo. Tendrás que oírlo de ese joven. Elise, te suplico que confíes en mí.
Ella vio algo en sus ojos que le impidió negarse. Habían llegado a la encrucijada que esperaba, pero era él quien había elegido el camino a seguir.
– Te juro que moriría antes de volver a hacerte daño. ¡Confía en mí!
– De acuerdo -susurró ella-. Confiaré en ti.
Él la condujo por el camino, hablándole.
– Tenía la esperanza de que esto ocurriera antes, pero Razzini ha tardado meses en encontrar a ese joven.
– ¿Le pediste que lo buscara?
– Sí. Quería saber cómo murió Angelo. Sólo sabíamos que conducía su coche y lo encontraron muerto, todos hicimos suposiciones, pero no había testigos. Le pedí a Razzini que removiera cielo y tierra para encontrar a alguien que tuviera información. El joven es Franco Danzi, y lo sabe todo.
– Levántate -le dijo Vincente al joven cuando llegaron-. No hay por qué insultar a los muertos.
– Hago lo que puedo -contestó el joven-. Preferiría insultar a Angelo vivo. Arruinó mi vida y ni siquiera puedo darle su merecido -miró a Vincente con ojos nublados-. Nos conocemos, ¿verdad? Fuiste a verme a la prisión.
– Ayer. Tuvimos una larga charla.
– Ah, sí, lo recuerdo. Eres primo de Angelo y yo soy…
– Franco Danzi -apuntó Vincente con lástima.
– Sí. Pero da igual. ¿Por qué ibas a recordar tú mi nombre? En la cárcel lo saben. Esta mañana me soltaron y dijeron que no volviera. Pero volveré, no tengo otro sitio donde ir, por culpa suya -señaló la lápida-. Creí que éramos amigos, pero él me hizo adicto a esto -agitó lo mano en el aire. Por su olor, lo que fumaba no era un cigarrillo normal.
– Mentira -protestó Elise-. Angelo no se drogaba.
– Eso es verdad. Era peor que eso. Él se mantenía limpio, pero hacía que otros se engancharan para ganar dinero. Su familia era rica, pero decía que quería conseguirlo él mismo y ser independiente.
– Estás mintiendo -dijo Elise con amargura. Miró a Vincente indignada-. ¿No habrás creído eso?
– Al principio no. No cuadraba con mi imagen de Angelo. Pero lo he pensado y ahora sí lo creo. Explica algunas cosas que me extrañaban entonces. A veces tenía montones de dinero y decía que lo había ganado apostando. Pero ocurría demasiado a menudo. Trabajó en mi empresa, pero era vago e indulgente consigo mismo; se fue justo antes de que lo despidiera. Creo que eso le amargó.
– ¿Amargarlo? Lo enfureció -intervino Franco-. Empezó a traficar y dijo que era lo primero en lo que realmente tenía éxito. Enganchó a todos sus amigos. Pensó que sería fácil, pero a Gianni no le gustó.
– ¿Gianni? -repitió Elise.
– Era el mayor traficante de la zona. Advirtió a Angelo que no le pisara el terreno, pero Angelo no le hizo caso. Así que Gianni lo mató.
– Pero él… se suicidó -dijo Elise.
– No me digas que tú también creíste esa historia de que vio a su novia en brazos de otro hombre y, con el corazón roto, decidió acabar con todo. Sí que la vio, yo estaba con él. Y no digo que no le doliera, pero no era un suicida. Sólo quería emborracharse.
Franco soltó una carcajada burlona.
– Fue a su coche maldiciendo y tuve que correr para alcanzarlo. Subí cuando arrancaba y vi que otro coche empezaba a seguirnos. Incluso en la oscuridad supe que era Gianni, conducía un deportivo inconfundible. Angelo empezó a acelerar y acelerar, intentando librarse de él, sin éxito. Imaginé como iba a acabar aquello y salté del coche. Por suerte ya estábamos en el campo y caí en la hierba. Me di un golpe y tardé horas en despertar. Luego me enteré de que Angelo había muerto. Encontraron su coche destrozado. Pero fue Gianni quien lo sacó de la carretera para darle un escarmiento; no era la primera vez que hacía algo así. Todos lo sabíamos.
– ¿Y nunca lo contaste? -Elise había palidecido.
– ¿Para que Gianni fuera a por mí? ¿Estás loca? Estaba aterrorizado. Me escondí y durante semanas me metí todas las drogas que encontré. Me convertí en un adicto sin esperanza de limpiarme.
– ¿Gianni se libró sin pagar por su crimen?
– No por mucho tiempo. Tres años después, alguien le hizo lo mismo que él le había hecho a Angelo, sólo que mucho peor.
– Me alegro -musitó Elise.
Vincente la miró con admiración.
– Has hecho un buen trabajo -le entregó un grueso sobre a Razzini-. Toma esto y llámame si alguna vez necesitas algo. Te debo una y te ayudaré.
Razzini aceptó el sobre, miró el contenido y gruñó con satisfacción.
– ¿Y éste? -Razzini señaló a Franco.
– Déjamelo a mí.
– Llama a la policía. No me iría mal una celda cómoda -masculló Franco, que se había dejado caer.
– ¿Qué tal una cama cómoda en un centro de rehabilitación para drogadictos? -sugirió Vincente.
– ¡No me aceptarían!
– Yo creo que sí -Vincente vio que el párroco se acercaba hacia ellos-. Padre, si encuentra sitio para él en uno de los centros de la iglesia, pagaré todos sus gastos.
– Ya ha hecho donaciones generosas…
– Será una más. Creo que mi familia le debe algo. Por favor, llévelo a un sitio seguro.
Dos curas jóvenes se apresuraron a llevarse a Franco. Elise se había quedado paralizada tras lo que había oído. Todo iba a cambiar. Le habían quitado un enorme peso de encima y sabía que pronto sentiría un gran alivio.
No sólo alivio. Libertad. Había hecho daño a Angelo, pero no lo había matado. Vincente la había librado de una vida de sufrimiento.
– Elise -Vincente puso las manos en sus hombros. Ella abrió los ojos lentamente.
– Libre -susurró-. Es verdad, ¿no?
– Tiene que serlo. Como he dicho, explica cosas que no entendí entonces.
– Entonces no fue culpa mía -musitó ella.
– No. Nada fue culpa tuya. Vamos a casa.
En el coche, Elise comprendió que un futuro mejor se abría ante ellos. Sintió un intenso júbilo que creció en su interior hasta desbordarse.
Al llegar a casa y ver a la frágil Mamma, se miraron y acordaron tácitamente no decirle nada. La verdad que liberaba a Elise sólo incrementaría su dolor.
Cuando se retiraron a dormir, Elise se detuvo ante la puerta y le ofreció la mano a Vincente. Él la siguió dentro, pero no la abrazó de inmediato.
– ¿Ocurrió de verdad? -murmuró Elise.
– Sí. Y nos da la oportunidad de resurgir de las sombras y encontrarnos el uno al otro.
– Me aplastaba el peso de la culpabilidad. No creí que pudieras perdonarme nunca de verdad.
– Eres tú quien tiene que perdonar -Vincente movió la cabeza-. Cuando pienso en lo que hice, en cómo te engañé, me avergüenzo. Mi ira y amargura eran tales que me decía que todo era justificable, porque mi causa era justa. Estaba obsesionado con la venganza. Pero tú… tú lo cambiaste todo. Supe ya esa primera noche que no eras como había pensado, pero no me permití creerlo. Ni siquiera cuando me hechizaste y busqué la manera de traerte aquí, porque necesitaba que me salvaras.
– ¿Salvarte?
– Entonces estaba muerto, indiferente a los sentimientos. Pero tú me despertaste y me devolviste a la vida, me enseñaste a amar de nuevo. Intenté no enamorarme de ti con todas mis fuerzas, pero era un sentimiento demasiado fuerte y, cuando me rendí a él, me sentí libre y tranquilo. Sabía que tenía que contártelo todo, pero temía que me condenaras, y la idea de perderte para siempre me resultaba insoportable. Por eso lo retrasé, intentando que te enamoraras de mí como yo lo estaba de ti.
– ¿Amor? -susurró ella.
– ¿No sabes que hace tiempo que te amo? -sonrió con ternura y acarició su mejilla-. ¿No era obvio?
– En otros tiempos te esforzabas para ocultarlo.
– Claro. Pensaba que eso te daría ventaja sobre mí y no quería arriesgarme. Tenía mucho que aprender.
– A mí me pasaba igual. Quería tener el control, por si acaso.
– Pero cuando el amor es verdadero no hay que resistirse al compromiso; hay que asumir el riesgo para que el amor dure. Ahora lo sé, pero entonces no. Cuando volvía de un viaje era como una criatura buscando su hogar. Mi cuerpo te necesitaba, pero mi corazón te necesitaba mil veces más. Me horrorizaba perderte. No puedo perderte, amor mío, o podría volver a ser el hombre que era. Y no quiero serlo nunca más.
– ¿Y quién eres ahora? -preguntó ella, tierna.
– El hombre que quieras que sea. No estoy muy seguro, pero tú me enseñarás.
– Pones demasiado poder en mis manos. Asusta.
– Yo no tengo miedo, siempre que esté en tus manos y no en las de otra persona.
– Me pregunto qué habría ocurrido si no me hubiera enterado de la verdad como lo hice.
– No me recuerdes esa noche -pidió él-. No dije en serio todas esas cosas horribles. Reaccioné ante tu ira y quería herirte, pero me arrepentí amargamente.
– Creo que yo tampoco me callé.
– Parecías poseída por el diablo. Hablaste de los hombres que tendrías en el futuro y eso me volvió loco. Desde entonces he tenido unos celos infernales. Y disfrutaste atormentándome el día que vendiste el piso y me dejaste pensar que… -movió la cabeza.
– Claro que disfruté atormentándote -sonrió ella-. Y siempre lo haré. No te esperan años fáciles.
– Que sean como tú quieras. Pero dime que puedes amarme y perdonarme.
– Te perdoné hace tiempo -le aseguró ella-. Pero estábamos atrapados en un torbellino sin salida. Hasta que tú encontraste una. Si no hubieras buscado a Franco, esto habría dominado nuestra vida.
– Era el único modo de compensarte. No eras la única que se sentía culpable, pero en mi caso era merecido. Sabía que mientras sufrieras así, no podríamos ser felices. Y mi vida es tuya, Elise.
Ella lo abrazó y apoyó la cabeza en su hombro.
– ¿Sientes mucho lo de Angelo? -preguntó él.
– De no haber sido por Angelo, no nos habríamos conocido. Eso habría sido una tragedia, porque eres el único hombre al que quiero en mi corazón. Te amo, Vincente, y siempre te amaré.
– Siempre -repitió él-. Prométemelo.
– Siempre.
– Lucharé hasta el último aliento para que sigas siendo mía y mataré a quien quiera impedirlo.
– ¿Dónde está el nuevo hombre? Eso suena al Vincente de antes -rió ella.
– No he dicho que cambiaría para el resto del mundo, sólo para ti y para Olivia -sonrió jubiloso-. Aún no hemos ido a darle las buenas noches.
La habitación de la niña era la de al lado. Entraron y la niñera salió, dejándoles con su hija.
– Está dormida -murmuró Vincente, mirando a su hija con adoración. Se inclino y besó su frente.
– Buenas noches -musitó Elise.
Volvieron juntos al dormitorio de Elise.
– Envidio su paz de bebé. ¿Crees que tú y yo la encontraremos? ¿Podemos dejar el pasado atrás y olvidar lo ocurrido?
– No quiero olvidarlo todo -dijo ella-. Mucho fue bueno, y en los malos tiempos aprendimos a entendernos el uno al otro.
– Pero no tendremos que pelear, ¿verdad?
– Creo que tal vez sí. La batalla puede ser… interesante -dijo con voz seductora.
– Sí. He echado de menos esas batallas -dijo él, comprendiendo.
– Tampoco hace tanto -ella sonrió con malicia-. He oído decir que una desvergonzada pasó por aquí hace poco… pero tal vez no ocurrió.
– No estoy seguro de si ocurrió o no -musitó él-. No dejó su nombre.
– Entonces, ¿no la reconocerías?
– La reconocería en cualquier sitio. Es inolvidable.
– ¿Se parecía algo a mí?
– No -movió la cabeza-. No llevaba tanta ropa.
Ella ya estaba desabrochándose el vestido, un segundo después lo tiró a un lado.
– ¿Era más así?
– Eso está mejor -afirmó él. Le quitó el resto de la ropa él mismo. A ella se le desbocó el corazón al ver el brillo de sus ojos.
– Cuéntame qué ocurrió.
– Estaba tumbado en la cama…
– ¿Vestido?
– Yo… creo que no.
Ella empezó a desnudarlo y él la ayudó.
– Ya está -dijo él completamente desnudo.
– Estabas tumbado en la cama… ¿así?
– Sí. Ella entró y se tumbó a mi lado.
– ¡Desvergonzada!
– Sí, era una desvergonzada. Sabía todos los trucos para excitar a un hombre, y alguno que debió inventar ella, y los usó sin piedad.
– ¿Qué hizo exactamente?
– ¿Por qué no experimentas un poco y yo te diré cuándo aciertas? -Vincente rió suavemente.
Ella se unió a su risa y compartieron el júbilo que llenaba sus corazones hasta que ella lo silenció con un beso, enviándole un mensaje nuevo, de amor y felicidad, que duraría el resto de sus vidas.
Lucy Gordon