Stacey estaba bien sola. El problema era que sus dos hijas querían un padre y habían decidido que fuera Nash Gallagher.
Nash era estupendo con las niñas y, además, besaba maravillosamente. Pero hacía falta mucho más que unos labios sugerentes para que Stacey se casara de nuevo. En esa ocasión, quería un marido en quien pudiera confiar y Nash no era lo que parecía ser…
Liz Fielding
Un Marido de Ensueño
Un Marido de Ensueño
Título Original: Her ideal husband (2000)
Capítulo 1
Nash Gallagher sabía que estaba loco. Su intención no había sido quedarse. Solo había pasado por allí para ver por última vez el jardín, antes de que las máquinas lo destruyeran. Cumplía con la promesa hecha a un anciano.
Había sido un error.
Esperaba haber encontrado todo tal y como estaba en su memoria. Ordenado, perfecto, el único lugar en el que se había sentido seguro dentro de este confuso mundo.
Estúpido.
Los jardines no eran algo estático.
La cocina de piedra había sobrevivido a la ruina, pero no el jardín del que su abuelo había huido y que había estado cerrado durante dos años. El lugar se había vuelto salvaje…
Se pasó la mano por el rostro en un vano intento de borrar la imagen. Se había jurado a sí mismo que no se dejaría embaucar por el chantaje emocional de su abuelo, pero quizás el hombre lo conocía mejor de lo que se conocía a sí mismo.
Fue el melocotonero el que lo motivo todo.
Al recordar cómo, de niño, lo habían elevado en brazos hasta allí para que tomara la primera fruta madura. Recordaba su sabor y cómo el jugo le corría por la barbilla…
El recuerdo fue tan fuerte que Nash incluso se restregó la barbilla contra el hombro, como para limpiarse el zumo. Luego arrancó con rabia un manojo de mala hierba que estaba ahogando al árbol centenario.
Un acto estúpido pues, en pocas semanas, todo habría desaparecido.
Los viejos árboles estaban cargados de frutas jugosas gracias a la repentina ola de calor, negándose a darse por vencidos, a pesar de la falta de abono o de las malas hierbas que devoraban sus raíces. Igual que su abuelo se negaba a aceptar lo inevitable. No podía dejar aquellos frutos allí.
Quería que los hombres de las apisonadoras supieran que iban a destruir algo que a él le había importado mucho tiempo atrás. No tardaría tanto. Podía dedicarles un día o dos a aquellos melocotones.
Sin embargo, no se trataba solo de ellos. Estaban también los invernaderos con sus viejas estufas de carbón, lugares maravillosos para jugar cuando hacía frío fuera, sitios mágicos, cálidos, llenos de aromas a tierra.
Y, aún a pesar de los destrozos del abandono, seguían siéndolo. Una gata escuálida había dado a luz a un montón de gatitos detrás de la estufa. La gata llevaba cuidadosamente a una pequeña criatura en las fauces, mientras que los cachorros más audaces se aventuraban entre los trozos de cristal roto y basura que había en el suelo.
Quitó los trozos más grandes para que no se hicieran daño y agarró una vieja escoba. Barrió el resto de los fragmentos de cristal roto, mientras pensaba en lo rápida que era la naturaleza en reclamar lo suyo. De pronto, un balón que entró por el techo interrumpió sus pensamientos, mientras una infinidad de fragmentos de vidrio caían sobre él como una lluvia, obligando a los pequeños gatitos a volver a su guarida.
Durante unos segundos miró la pelota. Era grande, brillante, roja, una intrusa. Se enfureció. La gente era tan descuidada. ¿Es que nadie sabía cuánto tiempo llevaba todo aquello allí? ¿Es que a nadie le importaban las generaciones de hombres que habían pasado toda su vida trabajando allí, amando aquel lugar tanto como él lo amaba?
Se sacudió el cristal del pelo y se quitó cuidadosamente la camiseta antes de ir a por la pelota, con la intención de salir y decirle al idiota que había lanzado aquel objeto sin pensar en las consecuencias qué era, exactamente, lo que pensaba de él.
– ¡Mamá, Clover ha vuelto a lanzar la pelota por encima del muro!
Stacey no podía atender en aquel momento al reclamo de su hija. Se encontraba en mitad de una delicada operación, colocando el picaporte en una puerta recién pintada.
– Dile que tendrá que esperar -le respondió, mientras trataba de manejar el picaporte, el destornillador y un tornillo con vida propia. A veces tenía la sensación de que dos manos no eran suficientes. Claro que tampoco estaba ella muy acostumbrada a tener que hacer aquel tipo de cosas.
Si le daban algo grande y sólido como una pala o un azadón, se sentía perfectamente cómoda. Podía hacer un cuadro de hortalizas o hacer una montaña de estiércol sin sudar ni una gota. Pero con un destornillador se sentía una inútil.
Y no solo era el destornillador. Tampoco las brochas eran santo de su devoción. Había más pintura en su ropa y en su piel que en la puerta.
– ¡Mamá!
– ¿Qué? -el tornillo aprovechó la ocasión para escaparse de entre sus dedos. Golpeó el suelo de mármol, botó y desapareció detrás del aparador. Stacey tenía solo cuatro tornillos, lo que implicaba que tendría que mover el aparador repleto de porcelana para sacarlo. Estupendo. Se metió la mano en el bolsillo y buscó el segundo tornillo. Entonces recordó que su hija la quería para algo-. ¿Qué pasa, Rosie?
– Nada. Clover dice que no te preocupes, que ella puede escalar el muro para ir a por la pelota.
– Bien -farfulló ella, con el destornillador entre los dientes. Con que pudiera meter un tornillo, todo lo demás sería mucho más sencillo. Lo clavó con firmeza en el agujero para que permaneciera en su sitio mientras lo apretaba con el destornillador. Pero, de pronto, se dio cuenta de lo que su hija le había dicho-. ¡No!
Se dio la vuelta para ver a dónde había ido y el picaporte aprovechó para darse la vuelta a su vez y trazar una marca sobre la pintura fresca.
Demasiado perpleja como para soltar una de esas palabras que las madres no deben usar, miró el arañazo.
La verdad era que lo que sentía eran ganas de gritar, pero, ¿qué sentido tendría? Si sucumbía a la tentación y se dejaba llevar cada vez que algo iba mal, tendría que pasarse todo el tiempo gritando. Así que, en lugar de eso, dejó el destornillador en la caja de herramientas, respiró profundamente y, tratando de mantener la calma, salió al jardín.
No era el fin del mundo. Algún día lo conseguiría. Algún día terminaría la cocina. Algún día pondría los baldosines del baño, y arreglaría el comedor. Lo haría porque tenía que hacerlo. Aquella casa era imposible venderla en las condiciones que estaba. Ya lo había intentado.
La gente podía mirar mal un papel pintado de hacía veinte años, pero existía el reto de que la casa resultara atractiva tal y como era. Sin embargo, una casa a medio arreglar simplemente se encontraba con el rechazo frontal de la gente.
Si Mike hubiera sido capaz de haber terminado algo antes de empezar con lo siguiente… Pero él había sido así. Siempre había un mañana. Solo que se quedó sin «mañanas»…
– ¡Mamá! ¡Clover lo está consiguiendo!
Clover tenía nueve años y crecía a toda prisa, como una mala hierba. Se había subido al manzano y, desde allí, había saltado al muro del que estaba colgada cuando su madre llegó.
– ¡Clover O'Neill, baja ahora mismo de ahí!
Desde la altura miró a su hermana y le dijo algo desagradable, pero acabó por hacer lo que le decían y se dejó caer al suelo, aplastando un par de dedaleras en el proceso.
– Lo siento -dijo la niña, mientras trataba de reparar el daño enderezándolas.
Stacey suspiró, arrancó las flores aplastadas y apretó la tierra que rodeaba las plantas. La ventaja de plantar lo que para la mayoría de los vecinos no eran sino malas hierbas era que podían resistir los envites de dos niñas.
– ¿Cómo se te ha ocurrido subirte ahí arriba?
– Dijiste que no te molestáramos mientras arreglabas la puerta, así que iba a recoger la pelota yo misma -dijo Clover, como si fuera lo más razonable del mundo. Clover podría haber ganado una medalla olímpica solo aludiendo «razones» de por qué se la merecía.
– Eso es muy considerado por tu parte, cariño, pero me molestaría más una pierna rota -respondió ella, reprimiendo un escalofrío. Aquel muro tenía más de doscientos años, al menos algunas partes, y estaba sujeto por una musgosa uña de gato.
– No quiero que nunca, me oyes, nunca se te ocurra volver a subirte a ese muro. Es peligroso -le dijo con un gesto dramático-. Y lo digo en serio.
– Pero, ¿cómo vamos a recuperar la pelota? -preguntó Rosie.
Clover miró a su hermana.
– Si hubieras mantenido la boca cerrada, ya la tendríamos.
– ¡Ya está bien! A callar. Recuperaremos la pelota -la agarraría como siempre lo hacía. Ella misma escalaría el muro cuando ellas no estuvieran, para no ser un mal ejemplo-. Estoy segura de que alguien la verá y nos la lanzará de vuelta. Lo hicieron la última vez.
– Pero eso no sabemos cuándo ocurrirá -protestó Rosie-. Ya nadie entra en esa casa desde que está cerrada.
Era cierto que la zona de jardín que colindaba con el de ellas se había convertido en un lugar salvaje desde que, por causa de una enfermedad, Archie Baldwin, el anciano que llevaba aquel vivero, se había visto obligado a retirarse hacía ya dos años.
Tenía que sacar tiempo para ir a visitarlo pronto. Se sentía culpable de no haberlo hecho. Le había ensañado tantas cosas. Lo mínimo que podía hacer ella era ir a visitarlo y contarle los últimos cotilleos del pueblo. Quizás podría preguntarle sobre el deprimente rumor que había corrido de que le había vendido la parcela a una constructora.
A ella le resultaría más fácil vender la casa si las vistas desde allí pudieran ser descritas como «rurales».
Atractiva casa de estilo Victoriano, en mitad del campo, perfecta para ser renovada. Interesante jardín de flores silvestres.
Sonaba atractivo. Hasta que alguien la viera y entendiera realmente lo que significaba «perfecta para ser renovada», la cantidad de dinero que eso significaba. Y, como su hermana le había dicho en más de una ocasión, la gente solía querer erradicar las margaritas y los ranúnculos de sus jardines.
Pero el jardín no era el verdadero inconveniente. El problema era la casa. La inmobiliaria a la que le había pedido que la tasara había sido muy clara. Necesitaba arreglos importantes para poder venderla al precio que le correspondía, y tener un montón de casas o de naves industriales interrumpiendo la vista no iba a ayudar en absoluto. Quizás debería olvidarse de sus bonitas flores y empezar a plantar un seto de crecimiento rápido que bloqueara las vistas.
– ¡Mamá!
Se olvidó de sus preocupaciones de futuro y se centró en el presente.
– Lo siento, Clover, pero no deberías haber lanzado la pelota al otro lado, eso lo primero.
– No se puede jugar al fútbol sin darle patadas a la pelota -apuntó Clover, con amabilidad, como alguien que no esperaba ser comprendido-. Vamos, Rosie. Mamá nos la conseguirá. Siempre lo hace. Solo que no quiere que la veamos escalar ese muro tan grande y peligroso.
– Clover O'Neill, eso es…
– No es necesario que finjas, mami. Te vi la última vez.
Stacey no tenía reparos en falsear la verdad si era por una buena causa, pero no tenía sentido hacerlo sin sentido, así que no lo negó.
– Se suponía que debías haber estado en la cama -se limitó a decir.
– Te vi desde la ventana del baño -respondió Clover-. Vas a ir a por ella, ¿verdad?
Puesto que ya la habían pillado, no tenía mucho sentido esperar a que las niñas estuvieran en la cama.
– De acuerdo. Pero hablo en serio cuando te digo que no quiero que lo hagas tú. ¿Me lo prometes?
– Te lo prometo -dijo Clover poniéndose la mano sobre el corazón, tal y como solía hacer Mike cuando le prometía que arreglaría algo al día siguiente. Tal y como solía hacer cuando le aseguraba que tendría cuidado al montar en su moto.
Stacey tragó saliva.
– De acuerdo -soltó las flores y se aproximó al muro. Saltó y se agarró al borde, hasta alzarse sobre los ladrillos inestables y sentarse en la parte más alta.
El abandonado jardín central había sido, tiempo atrás, la cocina exterior de una gran casa que, desde hacía mucho tiempo se había convertido en el cuartel general de una multinacional.
Desde arriba se podían ver el muro sur y los árboles de melocotones. Había un par de invernaderos que habían perdido una gran parte de los cristales por causa del mal tiempo. Había ido muchas veces a por semillas, porque Archie le había dicho que podía tomar cuantas quisiera.
Pero el lugar tenía un aspecto triste, se había convertido en algo salvaje a toda velocidad y se había empezado a llenar de malas hierbas que crecían por todas partes.
Miró a las niñas.
– Quedaos ahí y no os mováis -les dijo, y saltó al otro lado, pisando un montón de margaritas y ranúnculos, y se puso a buscar la pelota.
Era grande y roja y sería fácil encontrarla. El problema era que se cualquier cosa la distraía. Primero fueron un montón de amapolas con pétalos de terciopelo escarlata. Fantástico. Volvería a por semillas a finales del verano. Si es que todavía estaba allí para entonces. Quizás ya habría vendido la casa para entonces, o quizá no.
Cualquiera de las dos cosas le resultaba igual de deprimente.
Se detuvo a mirar una enorme peonía. No es que le encantara esa flor, pero le dolía pensar que pudiera ser arrollada por una apisonadora. En cualquier caso, si la trasladaba tampoco sobreviviría. A las peonías no les gustaba que las cambiaran de sitio. Tampoco ella quería cambiarse de sitio. Estaba a gusto donde estaba, había echado raíces allí. Pero, como las peonías, no tenía más remedio.
Al menos en su caso el cambio no tendría consecuencias fatales. Solo sería doloroso. Y era el final de su sueño de poner una clínica para plantas.
Continuó por el camino bordeado por grandes plantas, buscando la pelota. Se estaba preguntando qué tan lejos se habría ido, cuando vio algo rojo entre unos arbustos enormes. Grande, rojo y apetitoso.
Nash salió del invernadero y miró de un lado a otro. Nada. No había nadie. En ese momento, al otro lado del jardín, vio a alguien mirando por encima del muro. Era una niña. Su rabia se esfumó con ella. No lo había hecho con mala intención. Había sido un accidente. El lugar estaba en estado de ruina y no podía hacerle mucho más daño. Comenzó a caminar hacia el muro, con intención de devolver la pelota.
Estaba a mitad de camino, cuando vio que otra chica, mucho mayor, aparecía. Llevaba unos pantalones cortos anchos, por lo que podía verle con cierto detalle las piernas. No era ninguna niña, pues rellenaba la camiseta con atributos nada infantiles. Él sonrió al ver que saltaba sobre las flores, mientras el sol le iluminaba el cabello castaño. Algunos mechones se habían escapado del prendedor con que se sujetaba el pelo.
Estaba demasiado ocupada buscando de un lado y otro como para notar que él estaba allí. Se detenía ocasionalmente a mirar alguna flor, pero no las cortaba, simplemente las observaba, tocaba los pétalos de las alegres margaritas, de las relucientes amapolas, como si les dijera hola.
Definitivamente, no era una gamberra.
De pronto, se detuvo junto a la peonía y el sol iluminó su rostro. Las comisuras de sus labios dibujaron una sonrisa complacida, que luego se transformó en un gesto de tristeza. No era una chica, sino una mujer.
Él dio un paso y abrió la boca para llamarla, pero ella se volvió de repente. Entonces supo que había visto las fresas.
«Sería un desperdicio dejarlas ahí para que se las comieran los bichos», pensó Stacey. Las desagradables criaturas ya campaban por sus respetos en el jardín a pesar de todos sus intentos, siempre muy ecológicos, por deshacerse de ellas.
«Es justicia que lo compartan», se dijo, mientras se arrodillaba y alcanzaba media docena de las fresas más grandes para Clover y Rosie.
Luego, eligió una para ella y se la comió, caliente como estaba por el sol, tal y como debían comerse las fresas siempre. El jugo se deslizó por su barbilla y se lo quitó con los dedos que luego se chupó. Era un sabor celestial. No entendía cómo los bichos y los pájaros no se las habían comido todas, pero se alegraba de que no lo hubieran hecho y tomó una más.
De hecho, si el jardín iba a ser destruido para construir en él, podía volver cuando Clover y Rosie estuvieran en el colegio y seleccionar algunos esquejes para poder tener sus propias fresas el próximo año. Pero, de pronto, se detuvo.
¿Qué sentido tenía? No estarían allí el próximo año.
De acuerdo, llevaba diciendo eso ya dos años, pero ya no podía esperar más. Si bien era cierto que no tenía la carga de una hipoteca, no había ninguna posibilidad de que vendiera suficientes plantas salvajes para sobrevivir con eso. Si se limitaba a criar petunias, podría, también, conseguir trabajo en una oficina. Con aquel triste pensamiento retrocedió alejándose de las fresas.
De pronto, notó que algo le obstruía el camino. Se detuvo y frunció el ceño. No había observado antes que hubiera nada en el camino. Confundida, se dio la vuelta.
La obstrucción llevaba un par de botas raídas y unos gruesos calcetines enrollados por encima.
Por encima de las botas aparecieron dos largas y musculosas piernas, con las rodillas llenas de cicatrices, unos muslos llenos de vello, continuando con unos pantalones cortos, desgastados, que se ajustaban al tipo de caderas que debían llevar un aviso diciendo «perjudiciales para la salud».
– ¿En qué puedo ayudarla? -la voz que acompañaba a las piernas sonó dulcemente grave.
Stacey se ruborizó. Que la pillaran entrando en una propiedad privada ya era bastante malo. Pero tener la mano llena de fresas, como una prueba clara de su falta, era realmente vergonzante. Estaba aún pensando en algo que decir, cuando Clover la rescató.
– ¡Mami! -su hija mayor, obedeciendo las órdenes de que no se subiera al muro, estaba en la rama de un árbol igualmente viejo.
Debería haberse enfadado, pero la aparición de su hija le devolvió la dignidad perdida. Era una mujer respetable, era madre. Una madre viuda, además. ¿Qué podía haber más respetable que eso?
Giró la cabeza, dispuesta a enfrentarse a su propia vergüenza y se encontró ante el tipo de hombre que debería llevar una advertencia de «perjudicial para la salud» no solo en la espalda, sino en el torso, en los brazos y en aquellos hombros anchos y fuertes.
Eso, sin decir nada de su rostro moreno, sus ojos azules y ese tipo de pelo lleno de mechas que siempre le había provocado un temblor en las rodillas. Por eso se había casado a los dieciocho y había sido madre a los diecinueve, y se había dedicado a hacer puré de verduras para Clover, en lugar de aprender a cultivarlas en la universidad local.
Era evidente que aquel delicioso hombre no tenía una advertencia de lo perjudicial que era para la salud ni en sus extremidades ni en ninguna otra parte de su cuerpo, pues, con la excepción de un impresionante bronceado, unos bermudas, unos calcetines y unas botas, no llevaba nada más puesto. Y no le cabía duda de que los pies y los tobillos debían hacer juego con el resto, y que pertenecían a la variedad de «irresistibles». Igual que su sonrisa.
– ¿Era esto lo que estaba buscando?
– ¿Buscando? Oh, buscando… -Stacey, con un gran esfuerzo, levantó la mirada de la cesta de fresas que llevaba en las manos y trató de controlar sus rodillas-. Esto… sí.
– Estaba en uno de los invernaderos y entró por el techo -levantó la pelota sobre un dedo, mientras la hacía girar y la volvió a sujetar con la palma de la mano-. Menuda patada -miró la distancia entre el muro y el tejado de cristal roto-. Muy fuerte para una niña -sonrió a Clover que estaba todavía en el árbol-. ¿Tú padre es un jugador profesional?
– No. Mi padre está en el cielo.
Aquel si era un modo de parar una conversación.
– Clover, si no te bajas ahora mismo de ahí, dejaré la pelota aquí -le advirtió Stacey, volviendo la cabeza para evitar la perturbadora visión de aquellos hombros musculosos. Mike también había tenido unos hombros así, todo músculo y nada de cerebro, eso era lo que le decía su hermana. Dee había sido siempre la inteligente.
Pero ella no aprendería jamás.
Clover desapareció.
– Algo me dice que esa chica es un demonio.
– No, para nada. Solo es una fanática del fútbol -otras mujeres tenían niñas delicadas que reclamaban zapatillas de puntas y un papel principal en el Royal Ballet. Stacey se debatía entre el orgullo y la mortificación de no poder darle a su primogénita, que era tremendamente habilidosa con el balón, y que avergonzaría a los chicos de primaria, unas botas de fútbol. Pero eso era algo que no podía permitirse una viuda-. Es la capitana del equipo del colegio. ¿Ha provocado muchos daños?
– ¿Daños? -preguntó él.
– En el invernadero.
– No creo que otro cristal roto sea un problema -él sonrió.
– No… supongo que no -respondió ella. Una sonrisa como aquella debería de haber estado prohibida. De pronto, algo nerviosa continuó-: ¡Espero que no…! Quiero decir… -no, claro que no estaba herido. Su piel dorada estaba intacta. Bueno, eso aparte de una pequeña cicatriz blanca en el cuello.
Entonces fue cuando vio el resplandor de un pequeño cristal sobre su pelo y, sin pensar, estiró la mano y se lo quitó.
Capítulo 2
Stacey miró el trozo de cristal brillante que tenía sujeto entre los dedos y sintió que se ruborizaba.
No podía creer que había hecho aquello. Y, ¿qué debía hacer a continuación?
A pesar del hecho de que era totalmente incapaz de mirarle a los ojos, él debió de darse cuenta de qué era lo que pensaba, pues la agarró de la muñeca con una mano firme y le quitó el cristal de entre los dedos. Después lo arrojó al suelo y lo hundió en la tierra con el tacón.
– Gracias -dijo ella, con la voz temblorosa.
– Creo que soy yo el que debo darle las gracias a usted -seguía agarrándole la muñeca, transmitiéndole un calor que le derretía los huesos. Durante un rato, la mantuvo prisionera hasta que, de pronto, la soltó, como si se hubiera quemado. Se pasó la mano por el pelo para mantenerla ocupada. Luego, se miró la mano.
– ¿Lo ve? Siempre hago esto. Podría haberme cortado.
Ella se encogió de hombros.
– Es por culpa de ser madre -comenzó a decir ella-. Una no puede evitarlo -tragó saliva y trató de ignorar el peligroso cosquilleo que sentía en aquel lugar en que sus dedos habían tocado su muñeca. No sentía nada precisamente maternal. No, claro que no-. Me he permitido recolectar algunas fresas -dijo ella, sacando el tema antes de que él lo hiciera-. Espero que no le importe.
– Me ha parecido muy precavida al no llenar la cesta. ¿Están ricas?
¿Había estado allí, observándola? Se ruborizó una vez más.
– ¡Mami! -otra desesperada súplica.
– Creo que la capitana del equipo quiere seguir adelante con el juego -le dijo él, ofreciéndole la pelota.
– ¿Cómo? ¡Ah, no! Esa es Rosie. Tiene solo siete años. Clover la pone en la portería, pero no es muy buena -alcanzó el balón y se lo puso bajo el brazo-. Trataré de mantenerlas bajo control, pero cuando han estado en el colegio todo el día…
– No se preocupe. Estaré por aquí un par de días. Si la pelota vuelve a caer, me dan un grito desde el jardín y yo se la lanzo.
– Puede que se arrepienta de haber propuesto eso -se obligó a distanciarse de él y se negó a ceder a la tentación de quedarse mirándolo. Pero él camino a su lado y ella se dirigió hacia el muro.
¿Iba a ofrecerle ayuda para saltar al otro lado? Trató de no pensar en lo que podría ser sentir sus manos alrededor de la cintura, su respiración en el cuello.
– ¿Qué le va a suceder a este lugar? -le preguntó rápidamente para distraerse-. ¿Lo sabe? -miró hacia atrás-. He oído que iba a ser vendido a uno de esos horribles constructores -él no respondió-. ¡Oh, Dios santo! ¿Es usted?
– ¿Sería eso un problema? -la comisura de su labio se alzó en una sonrisa y él la miró de reojo.
Ella deseó en aquel momento tener mejor aspecto, no haberse limitado a sujetarse el pelo con una de las gomas de las niñas. Se podría haber puesto un poco de máscara en las pestañas, haberse pintado los labios.
«¿Todo eso para pintar una puerta? Vamos. Stacey, sé realista. Este tipo es un tiarrón y tú no eres más que una madre viuda con dos niñas», se dijo ella.
– Nos va a quitar las vistas -dijo ella rápidamente. No es que aquello le fuera a importar a ella durante mucho tiempo. Un prado de flores silvestres en el colegio público no podía considerarse una carrera profesional. Tenía que dejar de engañarse con la idea de que algún día podría llegar a hacer de aquella pasión que sentía por las flores silvestres un negocio lucrativo, y de que llegaría a arreglar la casa para poder venderla. Miró al jardín que se elevaba por la colina-. Quizá no consigan los permisos para construir.
– Ya los tienen.
– Vaya -se lo esperaba pero, a pesar de todo, no dejó de sentirse descorazonada. ¿Casas? -preguntó esperanzada.
– Naves industriales.
– Vaya -repitió-. ¿Trabaja usted para la constructora?
El negó con la cabeza.
– Trabajo para mí mismo. Soy Nash Gallagher -dijo, presentándose y tendiéndole la mano para estrechársela. Pero, entre la pelota y las fresas, tenía ambas ocupadas. Probablemente, era lo mejor. Todavía no se había recuperado del tacto de sus dedos sobre la muñeca. Si encima se trataba de juntar palma contra palma, aquello iba a hacer que la cabeza empezara a darle vueltas, y le iba a resultar imposible escalar el muro.
Pero no podía negarse a decirle su nombre.
– Stacey O'Neill. Y, seguramente, ya habrá deducido que esas dos «molestias» son Clover y Rosie.
– Bien, me alegro de haberla conocido. Como ya he dicho, me quedaré aquí durante unos días. Lo digo por si, al ver luz, piensan que pasa algo y se les ocurre llamar a la policía.
– ¿Se va a quedar? ¿Va a acampar? ¿Aquí? -vio que en un rincón había una tienda de campaña de una sola plaza y se preguntó si tendría permiso. Luego decidió que eso no era asunto suyo.
– Esto resulta de lo más lujoso si lo comparo con algunos de los lugares en los que he estado -le aseguró él, mal interpretando, claramente, su preocupación-. Tiene agua corriente y esas cosas…
Ella se contuvo, y no preguntó a qué tipo de sitios se refería, y se preguntó si habría entrado en la oficina para utilizar el agua y los servicios. ¿Qué más daba?
– Pero va a dormir en la tienda. Supongo que se estará bien, siempre y cuando no llueva. Esta ha sido una primavera muy lluviosa.
– ¿Está sugiriendo que este repentino buen tiempo no va a durar? -le preguntó él, con un toque de ironía en la voz y levantando las cejas.
– Ya lleva así toda la semana, y en este verano, eso ha sido todo un récord -inmediatamente, dio marcha atrás-. Aunque según el hombre del tiempo, no tendrá que preocuparse en un par de días.
Alzó la vista y miró al cielo limpio de nubes.
– Esperemos que así sea.
– ¡Mami!
– Se están impacientando -lanzó la pelota por encima del muro-. Trataré de que no vuelva a caer aquí.
– No hay problema si ocurre, de verdad.
Quizá no, pero ella sí tenía uno. Mientras saltaba por encima del muro, tratando de mantener su dignidad intacta, él se quedó allí mirando sus piernas pálidas por la falta de sol del invierno, un blanco moteado por las salpicaduras azules de la pintura de la puerta, por la rozadura de un ladrillo polvoriento, y un toque verdoso de plantas aplastadas en las rodillas, de haber agarrado las fresas.
Miró las frutas que llevaba en las manos y se arrepintió de no habérselas dejado a los insectos. Por su causa, tendría que pasar por encima del muro con una mano o tirarlas.
– ¿Puedo ayudarla? -se ofreció él. Otra vez.
Se imaginó aquellas dos grandes manos levantándola, o dándole un empujón en el trasero.
– Pues… -aquello empezaba a resultar realmente ridículo. Estaba ya demasiado cerca de los treinta. Tenía dos niñas. Solo las adolescentes se ruborizaban… -. Tal vez podría sujetarme las fresas mientras escalo -le sugirió.
Él no hizo el más mínimo amago de recogerlas. En lugar de eso, unió las manos y se las colocó a la altura del pie para que las usara de escalón. Ella se sintió momentáneamente decepcionada, pero reaccionó de inmediato y puso la playera sobre sus manos. Se agarró al muro y logró llegar a la cumbre sin la raspadura de rodilla habitual.
– Gracias -dijo ella.
– De nada -respondió él, mientras ella pasaba las piernas al otro lado-. Pásese cuando quiera.
Ella fingió que no lo había oído, y descendió apresuradamente hasta su jardín, acabando de aplastar definitivamente la dedalera, y no sin mancillar la deliciosa apariencia de las fresas. A pesar de la ayuda, se las había arreglado para convertirlas en zumo.
Nash Gallagher observó cómo su adorable vecina pasaba las piernas por encima del muro hacia el otro lado, y desaparecía rápidamente. Era evidente que había estado pintando. Tenía restos de pintura azul en las piernas, en la ropa y en los dedos. Al fijarse en el protector modo con que sujetaba las fresas, había notado también el azul de sus cutículas. ¿Es que le divertiría hacer ese tipo de cosas?
Con un «papá» en el cielo, daba la impresión de que no le quedaba mucha elección.
Stacey estaba triturando las fresas para mezclarlas con helado y dárselas a Clover y a Rosie como postre, cuando el picaporte de la puerta, aún colgante y medio atornillado, decidió caerse al suelo con gran estruendo.
Clover, que acababa de tomarse la última cucharada de judías blancas, lo miró.
– Lo que esta casa necesita es un hombre habilidoso -dijo la niña. Stacey le retiró el plato y le puso el helado delante-. O un hombre con mucho dinero.
– ¡Clover!
– Es verdad -añadió Rosie-. Eso es lo que dice la tía Dee.
Dee tenía toda la razón, pero ella, personalmente, habría preferido que se reservara su opinión para sí misma. O, al menos, que no lo promulgara a voces delante de las niñas.
Pero su hermana estaba empeñada en buscarle un marido, alguien que encajara en la idea que ella tenía de lo que era adecuado para su hermana, y no confiaba en que ella misma tuviera la capacidad de elegir bien. Necesitaba alguien estable. Alguien que, bajo ninguna circunstancia se dedicara a montar en moto.
Un administrativo, por ejemplo. O, aún mejor, un actuario de seguros, como su marido. Un hombre genéticamente programado para no arriesgar su vida innecesariamente.
Por desgracia, aunque le caía muy bien su cuñado, no le atraía en absoluto la idea de casarse con su clon. Su pensamiento se dirigía más bien al campamento montado por aquel extraño en un rincón del jardín y se sorprendió a sí misma con una sonrisa en los labios. Había cosas que no podía sustituir el dinero.
Pero, mientras le daba Stacey el helado, se prometió a sí misma que, para cuando llegara a comer el sábado, ella ya tendría la puerta bien pintada y los muebles en su sitio.
La verdad era que su encuentro con Nash Gallagher le había dado una idea. Bueno, más de una, pero se refería a la única realista. Hacer el amor ente un montón de fresas estaba muy bien cuando se era joven y libre, pero no era adecuado para una madre responsable. Las madres necesitaban tener sentido común.
Se libró de la fantasía y se centro en lo que era razonable. Tal vez su casa no fuera, precisamente, la viva imagen de las que aparecen en las revistas de decoración, pero era habitable. Y tenía una habitación de sobra. Dos, si consideraba el ático. A Nash podía no importarle dormir en una tienda, pero la mayoría de la gente no le hacía ascos a un baño con agua caliente y a unas sábanas limpias. Quizá podría alquilarle las habitaciones a un par de estudiantes.
Al paso que iba, tardaría algún tiempo en conseguir que la casa tuviera un aspecto aceptable y dos estudiantes le ayudarían a pagar sus facturas. Y si fueran un par de muchachos o de chicas que supieran la diferencia entre el mango del destornillador y lo que destornilla, mejor que mejor. Estaría muy contenta de darles, a cambio, comida casera. Dos estudiantes podrían traerle los mismos beneficios que un hombre habilidoso, sin las desventajas del tipo de marido que una mujer de casi treinta años, con dos niñas, solía atraer.
Nash se encontró a sí mismo sonriendo, mientras limpiaba los restos de cristales rotos, al recordar el modo en que Stacey se había ruborizado cuando la había sorprendido con las fresas en la mano. Habría jurado que las mujeres modernas ya no se ruborizaban.
Debería haberse sentido culpable por haber avergonzado de aquel modo a una joven viuda con dos hijas.
Se sintió mal, pero aquel rubor había merecido la pena.
Luego, su sonrisa se esfumó, mientras lo miraba.
Naves industriales.
Iban a ser naves bajas. En papel no había sonado tan mal. No le había parecido tan duro lo de apartarse de sus raíces. No sentía un apego especial hacia el pasado. Su infancia no había sido de esas que uno echa de menos.
Pero estando ahí, rodeado de un montón de hermosos recuerdos, le resultaba mucho más complicado sentir despego por todo aquello.
– No es que vayas siendo cada vez más joven, precisamente, y los niños son un lujo caro.
– Graba un disco. Te evitará un daño en las cuerdas vocales -dijo Stacey sin rencor alguno. Sabía que su hermana lo decía con buena intención.
– Lo haría si supiera que lo ibas a escuchar. Necesitas un marido y las niñas necesitan un padre.
– Yo no necesito un marido. Solo necesito un manitas. Y las niñas tienen un padre. Nadie puede sustituir a Mike.
– No -Dee, que se disponía a hacer algún comentario al respecto, de pronto dudó-. Pero Mike ya no está, Stacey -dijo con un tacto del que solía carecer, lo que le hizo sospechar a Stacey que iba detrás de algo-. Tienes que encontrarles a alguien que represente la figura paterna -dijo ella rápidamente-. Alguien que les aporte ciertas cosas -Stacey empezó a limpiar la mesa, tratando de no oír lo que venía inmediatamente después-. Lawrence Fordham, por ejemplo.
Así que aquella era una de aquellas charlas en las que va implícito un «haz lo que debes hacer».
– ¿Lawrence? -repitió ella-. ¿Quieres que me case con tu jefe?
– ¿Por qué no? Es un hombre estupendo. Estable, de confianza, maduro -adjetivos que no habrían podido aplicarse a Mike. Pero a los dieciocho años aquello había sido algo que no importaba. Además, ella tampoco los tenía-. Es un poco tímido, eso es todo.
– Solo un poco -afirmó ella. La habían sentado recientemente al lado de él en una comida en casa de su hermana. Así que de aquello se trataba. Ella no estaba dispuesta a hacer ningún esfuerzo, de modo que su hermana lo iba a hacer por ella. Debería haberle resultado divertido. Pero una vez que a su hermana se le metía una idea en la cabeza, era muy difícil quitársela-. Hay que sacarle las palabras con cuenta gotas.
– No es justo que digas eso. Una vez que se le conoce…
– Es un hombre encantador -si a uno le divertía hablar de la producción de quesos y yogures-. Pero no era mi intención llegar a nada más íntimo.
– De acuerdo, no es precisamente excitante, pero seamos realistas, ¿cuántos hombres que se mueran por ti están haciendo cola a tu puerta, suspirando por una cita?
– ¿Está suspirando? -Preguntó Stacey con cierta maldad-. ¿Lawrence?
– ¡Claro que no! -Dijo Dee-. ¡Sabes a lo que me refiero!
Claro que lo sabía. Ella ya había tenido al hombre de sus sueños y solo tocaba uno así por vida, nada más. Seguramente, era justo. Sabía que tenía que empezar a ser razonable. Pero la perspectiva vital de salir con hombres como Lawrence el resto de su vida, o, aún peor, acabar compartiendo su vida con alguien así, le resultaba realmente deprimente.
– Es una persona sólida, Stacey. Jamás te dejaría en una mala situación.
Lo que significaba que si fuera lo suficientemente desconsiderado como para morirse, no la dejaría con una casa que se tragaba el dinero y dos niñas a las que criar ella sola, sin muchas posibilidades económicas.
– No podría decepcionarme, Dee, porque solo somos «conocidos», nada más -añadió ella, para dejar clara su postura.
– Pero eso está a punto de cambiar -dijo Dee, sin considerar cuál era la posición de su hermana en todo aquello-. Le he dicho que serías su pareja en la cena de empresa del próximo sábado.
– ¡Que has hecho qué! -Stacey no esperó a que su hermana repitiera lo que había dicho-. ¡Tienes que estar de broma!
– Por qué? Es muy presentable. Tiene todavía todo el pelo, tiene dientes y no tiene malos hábitos -Stacey se preguntó si su hermana estaría preparada para garantizarle eso por escrito, pero no quería prolongar la conversación-. Sería, exactamente, el marido que necesitas.
– ¿Marido? Pensé que estábamos hablando de una cita.
– De eso estamos hablando. Pero los dos sois personas maduras. Tú serías estupenda para Lawrence, lo sacarías de la rutina que tiene, y él sería bueno para ti. No le importaría que convirtieras su jardín en un collage -porque, probablemente, no se daría cuenta-. Tú sola lo estás haciendo lo mejor que puedes, pero no me niegues que no es una lucha continua que no te lleva a ninguna parte -Stacey estaba a punto de negarlo, pero no tenía sentido, porque Dee podía ver lo que pasaba con toda claridad-. Vendrás el sábado, ¿verdad?
– Pero Dee…
– Por favor – ¿por favor? ¿Estaba tan desesperada? -. Prometo no volver a hablar de ello en un mes si vienes -le prometió.
– Dios santo, es tentador. Pero no tengo nada que ponerme -dijo Stacey.
– Puedes ponerte mi vestido negro.
– ¿Tu vestido negro? -debía de haberse imaginado que su hermana iba a ofrecerle una solución a cuantas excusas pudiera imaginar. Se quedó boquiabierta-. ¿No te referirás a «tu vestido» negro?
– Por supuesto que me refiero a él -dijo Dee con calma, y Stacey soltó una carcajada.
– Ahora sí que estoy realmente preocupada. Dime, ¿es que te van a dar una enorme bonificación si le consigues una cita a Lawrence para esa cena?
Dee levantó las cejas.
– ¿Lo harías si así fuera?
– ¿Lo repartirías conmigo? -De inmediato rectificó-. No me respondas. No quiero que me tientes.
– Venga, Stacey, se trata solo de salir una noche. Un maravilloso restaurante, comida deliciosa, un acompañante rico. ¿Cuántas ofertas como esa recibes al día? -no muchas. Realmente, ninguna-. Es un hombre entrenado para estar en casa, te lo aseguro -pero ella no quería nada así. Lo que quería era alguien como Nash Gallagher. De acuerdo, no «alguien como él», sino que lo quería a él-. Estarás a salvo. Tim y yo estaremos allí.
La noche prometía. Una velada en compañía de don correcto, doña generala y don aburrido.
– Si tu vas a la cena, yo no tendré a nadie con quien dejar a las niñas -había muchas ocasiones en las que ella habría agradecido que sus padres no se hubieran retirado y se hubieran marchado a envejecer en España, pero aquella no era una de ellas. Y Vera, su vecina, que cuidaba de las niñas muy de vez en cuando, trabajaba los sábados por la tarde en la gasolinera.
– Clover y Rosie se pueden quedar en nuestra casa -respondió Dee, con toda la firmeza de una mujer de negocios que no estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta-. Ingrid está deseando tenerlas -dijo con la seguridad de una mujer de negocios que ha llegado a lo más alto y que tiene una aupair que es una joya-. Y también te voy a llevar a que te hagan una limpieza de cutis y una manicura.
– Eso es tentador -dijo Stacey. Se miró las manos, y se quitó una mancha de pintura azul que se había quedado impresa sobre la uña. Su hermana le había regalado, hacía tiempo, una carísima crema de manos para jardineros; tal vez ya era hora de que la usara. Y quizás Dee tenía razón. Después de tanto trabajar, se merecía que la trataran bien.
Una comida que no tendría que cocinar ella, una manicura y la posibilidad de ponerse un vestido de diseño eran reclamos tentadores.
– ¿De verdad que me prestarías tu vestido negro?
– Te lo traeré mañana.
– Pero Dee, la cena no es hasta el próximo sábado.
Dee sonrió.
– Lo sé. Tiempo suficiente como para que te inventes una docena de excusas. Pero una vez que tengas el vestido en el armario, ya no vas a ser capaz de resistirte a la tentación de ponértelo.
– Eso es cruel -pero quizás, podría ponérselo y hacer que Clover lanzara la pelota al otro lado del muro. La voz de Dee la sacó de su ensoñación.
– Haré lo que sea para sacarte de esta casa -sonrió-. Puedes regalarme alguna de esas fresas o las guardas para las niñas. Miró a donde estaban Clover y Rosie, en el césped, adornando a su primo pequeño, Harry, con margaritas.
– Tómatelas todas. Las niñas han comido ya un montón.
Dee se sirvió la fruta en un tazón.
– Son las mejores que he probado este año. ¿De dónde las has sacado?
– Pues… de un vecino -Stacey notó que se ruborizaba. No había visto a Nash desde la tarde que había escalado el muro y la había pillado con las manos llenas de fresas. Pero el resplandor de una hoguera que había visto por la noche, le decía que él estaba allí.
Antes de irse a la cama, Clover había lanzado una bola al otro lado del muro una vez más. Pero ella estaba orgullosa de su determinación de no pedirle a Nash que la buscara. Claro que, en aquel momento, no tenía la promesa de un vestido de Armani.
No. Estaba decidida. No estaba buscando a don perfecto, y ya había tenido la experiencia de vivir con don error y tenía consecuencias suficientes para lo que le quedaba de vida. Las niñas tendrían que esperar a que él se diera cuenta. Y, si tardaba, Clover aprendería a ser más cuidadosa.
Pero no tardó.
Clover, muy pronto, se encontró la bola en una bolsa, enganchada en la rama de un manzano, junto con un paquetito lleno de fresas.
Dee abrió los ojos sorprendida.
– ¿Un vecino? ¿Qué vecino? -la mirada inquisitorial de su hermana solo empeoró las cosas-. Pensé que eras tú eras la única que tenía este tipo de cosas por aquí. ¿Por qué te ruborizas?
Stacey se cubrió las mejillas con las manos.
– No seas tonta, es solo el calor -dijo rápidamente-. Y he estado pensando…
– ¿Pensando? -Dee alzó las cejas.
– He estado pensando -repitió Stacey, ignorando el tono sarcástico de su voz-. Podría alquilar una de mis habitaciones a un estudiante. ¿Qué te parece?
Stacey sabía exactamente lo que su hermana iba a pensar. Pero tenía que cambiar de tema rápidamente.
Creo que deberías vender la casa por lo que te dieran. Con un poco de suerte, los futuros compradores se quedarán tan sorprendidos con tu rosal, que no se fijarán en que la pintura se cae a trozos -hizo una pausa-. Si cortaras el césped, ayudaría.
– Si alquilo habitaciones a un par de estudiantes -continuó Stacey-, mi situación financiera cambiaría radicalmente. Sería capaz de arreglar la casa y, si decido venderla… bueno, cuando decida venderla -se corrigió a sí misma rápidamente-. Conseguiré un precio más alto.
– Llevas diciendo eso desde que Mike murió.
– Lo sé. Pero es que hay mucho que hacer.
– Eso no te lo discuto -se encogió de hombros- De acuerdo, ya he fastidiado bastante por hoy -se levantó-. Creo que estás loca, pero vamos a ver qué puedes ofrecer.
Su hermana estaba sacudiendo la cabeza ante un montón de baldosines caídos en el baño, cuando Stacey vio a Nash al otro lado del muro. Llevaba una carretilla llena de basura hacia un lugar del que salía una tímida columna de humo. El sol se reflejaba sobre su piel sudorosa y resaltaba la curva de sus bien esculpidos bíceps. Como si hubiera presentido su mirada, se volvió y sus ojos se encontraron.
– Sí, tienes razón -dijo, y sacó a su hermana del baño. Sabía, exactamente, qué opinión le merecería Nash Gallagher a su hermana. Era el tipo de tentación sobre dos piernas por la que ya había perdido la cabeza una vez-. Yo me cuido mucho de no salpicar, pero no puedo esperar que los demás lo hagan -miró por última vez a la ventana-. Ya veré lo que hago. ¿Podrías poner un cartel en la universidad cuando vayas hacia casa?
– Si insistes. Quizá también deberías poner uno en la tienda. O tal vez en el periódico… -Dee recordó, de pronto, que tenía otros planes para Stacey-. ¿O casarte con Lawrence y no volver a preocuparte por el dinero nunca más?
– ¿Por qué piensas que él querría casarse conmigo? No soy precisamente un «premio» para un hombre de su posición -la maligna sonrisa de su hermana le dijo que no era la única a la que estaban manipulando. Casi sentía tentaciones de sentir cierta empatía por él, pero ella tenía sus propias preocupaciones.
Por ejemplo, le preocupaba qué habría hecho Nash con el bizcocho que Clover le había dejado sobre el muro a modo de regalo de agradecimiento por haberle devuelto la pelota. En realidad el bizcocho lo había hecho para Archie.
Para cuando se dio cuenta de que el bollo había desaparecido y Clover admitió lo que había hecho, ya era demasiado tarde.
Capítulo 3
– ¿Te has enterado de lo que le va a pasar al antiguo vivero? -preguntó Dee, mientras caminaban hacia su carísimo coche italiano.
No quería admitir lo que sabía sobre las naves industriales, porque ya la había fastidiado bastante.
– Hay alguien trabajando allí -se limitó a decir.
– Entonces deben de haber conseguido todos los permisos -Dee suspiró y agitó la cabeza-. Ya te lo advertí. Esta casa no va a valer nada a menos que la vendas de prisa.
– Si hubiera podido venderla de prisa, lo habría hecho.
– No, querida, no lo habrías hecho. Has estado retrasando lo inevitable con la vana esperanza de que sucediera un milagro o algo así, para no tener que moverte de aquí.
– Eso no es verdad. No tengo suficiente para jugar a la lotería.
Dee la miró sorprendida.
– ¿Tan mal van las cosas? Oye, por favor…
– ¡No!
– De acuerdo, de acuerdo -dijo, dando marcha atrás en la oferta de dinero que estaba a punto de hacer-. Pero sabes lo que quiero decir. Tú no te quieres ir de esta casa. Todo eso de querer arreglar los destrozos que Mike le hizo a la casa no es más que una excusa. Tienes que dejar que el pasado se vaya…
Stacey tomó a su sobrino en brazos y lo metió en el coche, fingiendo no oír lo que su hermana le decía.
– ¿Estás bien, Harry? -Harry sonrió-. Eres una dulzura -retrocedió-. Me encantaría tener un pequeño como tú.
– ¿Sientes que vuelve a despertarse tu espíritu maternal? -Preguntó Dee-. Cásate con Lawrence y estoy segura de que él cumplirá.
– ¿De verdad? ¿Tiene que ser un pacto permanente? Porque yo me sentiría feliz solo con el bebé.
– Como si no tuvieras ya suficientes problemas -pero su hermana se llevaba impresa en la cara una sonrisa sospechosa. Estaba convencida de que las hormonas de Stacey se encargarían de hacer el trabajo sucio-. Te traeré el vestido.
– De acuerdo.
– No me dirás que no en el último momento, ¿verdad?
– No puedo prometer que vaya a ser «la noche de Lawrence», pero… -pensó una vez más en la sugerencia de su hermana de que las niñas se quedaran con Harry, bajo los cuidados de Ingrid, y se dio cuenta de que podía tener una nada inteligente interpretación. No era posible que hiciera algo así a cambio de nada. Tenía que buscarse su propia niñera-. Pero no te fallaré. No te olvides de poner un cartel en el tablón de anuncios de la universidad.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? Puede resultar un inquilino insoportable.
– Siempre y cuando pueda pagar la renta, me vale.
Stacey le dijo adiós a su hermana que se alejaba con el coche, en nada convencida de que fuera a poder fiarse de ella en cuanto a lo del cartel. Su hermana tenía unos planes completamente diferentes. Quería que se casara con alguien que le pagara a sus hijas un colegio privado y que les proporcionara una casa con todo tipo de lujos, una casa en la que los estantes los hubiera colocado un carpintero.
Sabía que sus intenciones eran buenas.
Stacey se volvió a mirar a su casa. La adoraba, pero tenía que admitir que era una ruina.
Sin duda, necesitaba un buen arreglo desde que Mike la había heredado de su tío. Por desgracia, él no había sido el hombre adecuado para semejante trabajo.
Mike solo había sido bueno en una cosa. Pero un padre y un marido necesitaba algo más que un diez en sexo.
– ¿Qué miras, mami?
Stacey volvió al presente y se puso de cuclillas junto a Rosie.
– Algún pájaro ha hecho su nido bajo las tejas. ¿Lo ves?
– ¡Guau!
– Si crían ahí, volverán cada año -no se trataba de un huésped de alquiler, pero era igualmente bienvenido-. Corre a buscar a Clover, que quiero ir al centro. Por si acaso Dee no quería arriesgarse a que algún inoportuno estudiante le estropeara sus planes, Stacey había decidido poner un anuncio en la tienda antes de perder los nervios.
Y, cuando regresara, cortaría el césped. Bueno, al menos cortaría las margaritas, que era todo lo que su cortadora podía hacer.
Los estudiantes universitarios seguramente no se darían ni cuenta, pero no podía arriesgarse a decepcionar a nadie.
Querido Nash:
Mamá dice que tengo que esperar hasta que encuentres mi pelota, pero eso puede tardar toda la vida si no sabes que la he perdido. Así que te pido que me la lances a través del muro otra vez. Lo siento.
Con cariño, Clover.
PD. Por favor, no le digas a mamá que he escrito esto. Se supone que debo ser paciente y esperar.
Nash vio la nota en una de las grietas del muro al salir de su tienda al amanecer. Tardó un poco en encontrar el balón, pero no le importó. Había estado esperando una oportunidad para poder conocer más a fondo a Stacey O’Neill. Esperaba que las fresas lo ayudaran.
No había respondido directamente, pero el bizcocho sugería que no le iba a importar que se asomara al otro lado del muro para decir hola. El sonido de una cortadora de césped decrépita era la excusa que necesitaba.
Stacey estaba llenado el depósito de gasolina de la insaciable cortadora, cuando algo le hizo levantar la cabeza. Nash Gallagher estaba sentado en la parte superior del muro, observándola. Sus increíbles piernas parecían esperar una invitación para saltar y sentirse en su jardín como en casa.
– ¿Necesita ayuda? -le preguntó.
– Lo que necesito es una nueva cortadora -dijo ella, con el rostro congestionado y el cuerpo inclinado sobre la máquina-. Solo espero tener suficiente gasolina para terminar de cortarlo todo.
Las seis pulgadas de altura que tenía la hierba no ayudaba mucho.
Él saltó al jardín sin esperar más invitación y se aproximó al artefacto. Lo empujó, como si probara algo.
– ¿Tiene una llave?
– Sí, claro que sí -dijo ella y él esperó a algo-. ¿Quiere que la traiga?
– Puede ser una buena idea. A menos que la tenga entrenada para que venga cuando le silba -su boca se torció lateralmente en algo que era mucho más que una sonrisa.
¡Cielo santo! Aquel hombre era su tipo. Se había casado con uno de ellos pero, al parecer, seis años de vida con un embelesador al que se le iban los ojos detrás de las mujeres no la habían inmunizado.
– No hace falta -dijo ella rápidamente-. De verdad, me las puedo arreglar.
– Hasta que se quede sin gasolina -alzó los ojos y se protegió del sol con la mano-. Si se siente en deuda por ello, siempre podrá hacerme otro bizcocho.
– Ya sabía que el bizcocho provocaría un mal entendido. Ese fue un regalo de Clover, en agradecimiento por haberle devuelto la pelota.
– ¿De verdad? -no parecía decepcionado. Se volvió hacia Clover-. Estaba muy rico, Clover. ¿También sabes hacer té?
Clover se rió.
– Mamá hizo el bizcocho. Yo solo lo puse en el muro para darle las gracias. Pero hacer té es muy fácil.
– Pues estoy seguro de que tu madre agradecería una taza. Y, puesto que vas a prepararlo, el mío me gusta con tres cucharadas de azúcar.
Clover se rió de nuevo. Stacey trató de no reírse con ella. Clover tenía una excusa: contaba con solo nueve años de vida. Pero a los veintiocho, a Stacey se le presuponía cierto juicio.
Agradeció la escapada al garaje para buscar la caja de herramientas, porque eso le dio la oportunidad de controlar sus gestos.
– He traído la caja -dijo, dejándola en el césped, junto a él. La habían heredado con la casa y no había nada que tuviera menos de cincuenta años-. Seguro que hay algo que sirve.
Él se inclinó, abrió la caja y rebuscó dentro, y probó un par de llaves.
– Bien, manos a la obra -dijo. Stacey lo observó, sin poder evitar morderse ansiosa el labio inferior, mientras veía cómo desmontaba la cortadora. Mike solía empezar así, con mucha confianza en sí mismo. Nash la miró y notó su expresión de preocupación-. No se preocupe. Luego volveré a poner las piezas en su sitio.
Stacey tragó saliva. Mike también solía decir eso.
– Bien, yo… seguiré cortando los bordes del césped.
Él se limitó a sonreír y continuó desmontando su preciada cortadora. No podía soportar la visión. Así que se puso a trabajar con unas tijeras podadoras que, demasiado tarde, descubrió que estaban sin afilar. La verdad era que no estaba muy centrada en la apariencia que deberían tener los bordes del césped.
Luchaba por disimular su inquietud ante lo que Nash estaba haciendo.
Había aprendido a morderse la lengua antes de hacer determinadas peticiones como, «realmente necesitaría un estante» o «¿has visto la grieta que hay en el baño?» o «vamos a decorar el comedor».
Mike se lanzaba ciegamente a todo, pero su entusiasmo y su capacidad no se correspondían. Cuando las cosas empezaban a fallar, su entusiasmo se desvanecía. Pero su marido había muerto hacía tres años, y había perdido la costumbre de enfrentarse a alguien así.
Miró por encima del hombro a Nash. Si le estropeaba la cortadora, iba a tener un terrible problema. No se trataba de mantener el jardín impecable, pero sí de tener un lugar en el que las niñas pudieran jugar. La hierba no dejaba de crecer porque la cortadora no funcionara.
Clover dejó una taza de té justo detrás de su madre y le llevó la otra a Nash. Se quedó a su lado viendo lo que hacía.
– ¡Clover, no molestes! -le dijo ella.
– No molesta en absoluto -Nash le hizo un gesto de que se sentara a su lado y comenzó a explicarle lo que era cada pieza y para qué servían. Rosie, que no quería quedarse fuera, se sentó también a su lado-. Esto es una arandela y esto es una tuerca -se las fue mostrando para que las miraran con detenimiento-. Este tornillo pasa por aquí, ¿lo veis? Después hay que poner la tuerca al final. ¿Quieres hacerlo tú, Rosie? -Rosie se rió-. Tú eres Rosie, ¿no?
– Su verdadero nombre es Primrose -dijo Clover-. Pero nadie la llama así.
– Me gusta Primrose -protestó Rosie.
– Seguro que tu cumpleaños es en marzo.
– Pues sí, lo es -dijo ella, sobrecogida por la atención que le prestaba.
– De acuerdo, Primrose -le pasó la arandela y ella la puso donde él le había indicado-. Ahora la tuerca va ahí. Clover, ¿puedes tú hacer eso por mí? -Clover enroscó la tuerca cuidadosamente en su sitio-. Haremos esto enseguida.
Stacey miraba a sus hijas sintiendo un cierto dolor. Así deberían de haber sido las cosas para ellas. Su padre no había tenido nunca tanta paciencia.
Nash alzó la vista y la vio observándolos. Levantó las cejas en un gesto interrogante de «¿lo que estoy haciendo está bien?». Stacey forzó una sonrisa y, luego, apartó el rostro y continuó cortando los bordes del césped.
– Mamá, el té se te está enfriando.
– Lo siento -se detuvo, alcanzó la taza y no pudo evitar volver a mirar-. ¿Tienes niños, Nash? -la pregunta la formularon sus labios antes de que ella pudiera pensar.
– No, no tengo niños, ni mujer -le pasó a Clover otra tuerca y alzó la vista-. Me paso la vida viajando. Nunca he parado en ningún sitio lo suficiente como para formar una familia.
Ella recordó que él había dicho que había estado en sitios peores que aquel vivero abandonado.
– ¿Dónde?
– En todas partes -debió de leer la siguiente pregunta en sus ojos, o quizá ya sabía lo que estaba a punto de llegar-. Empecé como voluntario en el sudeste de Asia.
– Sí, he oído hablar de ello -había pensado en haber hecho algo parecido después de la universidad. Pero conoció a Mike y nada le pareció tan importante como estar con él.
– Estuve un par de años con ellos antes de meterme en un proyecto con Oxfam. Luego me trasladé a Sudamérica. He vivido allí durante cinco años.
– Y ahora ha vuelto a casa.
Pensó en ello durante un momento.
– Sí, supongo que sí -parecía sorprendido, como si él mismo no se lo pudiera creer-. Bien, chicas, creo que esto ya está casi terminado. Vamos a probarlo.
Guardó las herramientas en la caja y puso la cortadora en marcha. De pronto funcionaba sin aquel espantoso ruido que tenía antes, que ella había asumido se debía a la vejez del aparato y que se trataba de algo con lo que, sencillamente, tenía que vivir.
– Suena diferente -le dijo Stacey-. ¿Qué le ha hecho?
– Nada excepcional. Había algo enganchado en las aspas. Lo he limpiado. Ya no tendrá más problemas -miró las tijeras de podar-. Si quiere se las puedo afilar. Tengo un buril -señaló hacia el muro y el pelo le cayó sobre la frente. Se lo apartó dejándose una marca de grasa sobre la frente. Ella tuvo que contener las ganas de estirar la mano y limpiársela.
– Bueno…
– Si usted quiere…
Tenía la incómoda sensación de que su boca estaba abierta.
– No quiero causar problemas.
– No es un problema -sonrió él-. Lo puedo hacer ahora, mientras termina de cortar el césped.
Ella temía que le pudiera ofrecer aquello. No porque ella tuviera ninguna aversión a que la ayudaran, sino porque, sencillamente, no estaba habituada a que nadie se ofreciera.
Sus padres habían preferido retirarse a un lugar alejado de sus nietos y, aunque su hermana le ofrecía dinero de vez en cuando, Dee estaba demasiado ocupada en su vida de ejecutiva como para ponerse un mono y aparecer por su casa con una brocha en la mano y dispuesta a ayudar.
Hacerlo todo una misma era realmente solitario. Quizá Dee tenía razón. Necesitaba a un hombre en la casa.
Nash tomó las tijeras podadoras.
– Solo tardaré un momento. Gracias por el té, Clover -puso las tijeras sobre el muro y, acto seguido, saltó él, con un movimiento fluido y pasó al otro lado.
De pronto, el jardín pareció realmente vacío sin él.
– ¿Se podría quedar a cenar Nash, mami? -le preguntó Rosie.
– Supongo que estará ocupado -respondió Stacey. Seguramente demasiado ocupado como para pasar la noche con una mujer que no se aplicaba crema de manos y que necesitaba kilos de crema hidratante para mantener la piel mínimamente fresca.
Con lo atractivo que era, seguro que tenía a todas las mujeres solteras del vecindario, agitando las pestañas a su paso. Seguramente, algunas no solteras, también.
– Pero se lo vas a pedir, ¿verdad? -le preguntó Clover.
Era una tentación. Después de todo, ella era humana. Pero había aprendido lo que era tener un poco de sentido común a lo largo de los años. Al menos, el suficiente para no caer por segunda vez en la trampa de unos pantalones bermuda. Debía ser razonable, aunque, tal vez, no le gustase, pero el no serlo ya le había causado ya demasiados problemas.
– Ya veremos -dijo ella y se puso a segar el césped zanjando así la conversación.
Acababa de terminar, cuando él reapareció en lo alto del muro.
– Nash, mamá dice que te puedes quedar a cenar si tú quieres -dijo Clover antes de que Stacey pudiera detenerla.
– Por favor, di que sí -le rogó Rosie.
Nash miró a Stacey y se dio cuenta de que Clover había puesto a su madre en un compromiso. Había pensado, sencillamente, devolver las tijeras y luego regresar a su lugar. No quería molestarla. Era una viuda con dos niñas y era normal que desconfiara de un extraño que había plantado su tienda en el jardín de al lado.
– ¿De verdad? -preguntó él, no dejándole otra opción que la de confirmar la invitación de su hija. No se sentía orgulloso de sí mismo, pero tenía que tomar lo que le dieran. No pensaba estar allí durante mucho tiempo.
– No he hecho nada excesivamente excitante -dijo ella rápidamente-. Son espaguetis a la boloñesa -luego, al darse cuenta de que no había sonado precisamente entusiasmada, rectificó-. Pero es el plato favorito de las niñas.
– El mío también. Pero no quiero ser una molestia. Solo había venido a dar las gracias por el bizcocho -eso sí que había sido un golpe bajo. Ella no tendría más remedio que repetir la invitación.
– Y me ha arreglado la cortadora. Funciona como si fuera nueva.
Él se encogió de hombros.
– No ha sido nada. Cuando estás siempre a dos días de la ciudad más próxima, aprendes a arreglar las cosas.
¿Así era como funcionaba?
– Bien, le estoy muy agradecida. De verdad, será bienvenido si quiere quedarse a cenar con nosotras.
Stacey pensó que realmente lo era, claro que solo porque estaba tratando de ser una buena vecina. Si él se hubiera trasladado a la casa de al lado no se lo habría pensado dos veces. Pero quizás era el momento de que empezara a pensarse las cosas antes de abrir la boca. Claro que su hermana estaría en desacuerdo con todo aquello… Aquel pensamiento fue más que suficiente para incitarla a sonreír.
– ¿Le gustaría quedarse?
– ¿La verdad? Me encantaría. No he tomado una comida casera desde hace meses. ¿A qué hora?
– Alas seis.
– No llegaré tarde -le dio las tijeras afiladas, relucientes y recién engrasadas. Su hermana, definitivamente, tenía razón. Tener un hombre habilidoso en la casa no sería tan mala idea, siempre y cuando fuera el hombre que ella eligiera.
Stacey se miró las manos, gruñó y agarró la lima, mientras se hacía la promesa de portarse bien y utilizar guantes en el jardín. También empezaría a aplicarse la crema que le había regalado su hermana. De verdad que estaba dispuesta a hacerlo, en cuanto pudiera encontrarla.
Se miró en el espejo y se quitó la goma que le retiraba el pelo de la cara. Gruñó otra vez. ¿Por qué no había utilizado una de las gomas de Rosie? ¿Aquella que tenía un puñado de margaritas? ¿O la de las mariposas? ¿En qué demonios estaba pensando cuando se había recogido el pelo con una figura de plástico de un pato con un traje de marinero?
Pues no había estado pensando en nada. La verdad era que no pensaba en sí misma como una mujer. No había pensado en ella como mujer desde hacía mucho tiempo. Era una madre. Y una mujer loca que plantaba malas hierbas en su jardín y las ponía en tiestos, esperando que la gente las comprara. Pero, eso sí, tenía un jardín muy especial…
Pero estaba totalmente desacostumbrada a pensar en sí misma como en una mujer.
Mientras se quitaba los restos de hierba de los dedos, se dijo que tenía que intentarlo. Olvidándose de Nash Gallagher, tenía que darse cuenta de que si Lawrence Fordham la veía así el sábado por la noche, saldría huyendo a toda prisa en dirección al bar, con vestido de diseño o no.
¡Estaba hecha un desastre! Se lavó las manos y se pasó los dedos húmedos por el pelo. Se lo había lavado aquella misma mañana, pero no se había preocupado por echarse un poco de acondicionador. Se acercó al espejo. Se notaba. Bueno, era muy tarde ya. Así que se lo recogió con una goma de terciopelo. No era exactamente sofisticada, pero cualquiera sería mejor que la del pato.
¿Y qué se iba a poner?
Se estiró y miró su propio reflejo en el espejo.
– ¿A quién crees que estás engañando, Stacey O'Neill? -se preguntó-. Da exactamente igual que no te hayas cuidado las uñas desde hace meses. Da igual que no te hayas puesto suavizante en el pelo. Nash Gallagher no lo va a notar.
Además, se moriría de vergüenza si él notaba que ella había hecho un esfuerzo especial. Lo último que quería era que pensara que se había fijado en él. Seguramente acabaría por avergonzarlo más de lo que ella estaba.
No era más que un hombre amable que le había reparado la cortadora de césped, en agradecimiento por un bizcocho. Clover y Rosie lo habían acorralado y obligado a quedarse a cenar. Al menos, podrían comer pronto, de modo que él podría escapar a tiempo de poder seguir con su vida.
Unos vaqueros. Eso era lo que debía ponerse. Se pondría sus vaqueros buenos. Lo de «buenos» no significaba «sexys y de diseño», sino los únicos que no estaban destrozados. Estaría bien, porque así podría ocultar sus rodillas de jardinera. Pero ese era un gesto vanidoso. No, no era vanidad, sino amabilidad. Sus rodillas podrían llegar a quitarle las ganas de comer espaguetis.
Se pondría los vaqueros con una camiseta ancha. Perfecto.
Pero tenía las piernas irritadas por el sol, y los vaqueros le picaban y se sentía incómoda.
Bien. No había problema. En algún lugar tendría una falda, una cosa un tanto vieja, de color crema, pero que estaba limpia. Sin embargo, quedaba muy mal con la camiseta.
Tenía un suéter rojo que Dee le había pasado. No estaba mal. Quizás un pequeño toque de máscara en las pestañas. No quería que pensara que no había hecho un esfuerzo, no sería educado por su parte. Pero, desde luego, nada de carmín. Nada. Se miró al espejo.
Bueno, un poquito de brillo.
Mientras se pintaba los labios, vio en sus mejillas un fugaz rubor.
Era representativo de la tensión que sentía en la boca del estómago, la urgente necesidad de tragar saliva.
– ¡Clover, Rosie! -las llamó, al llegar a la cocina. Aparecieron a una velocidad sospechosa, demasiado dispuestas a colaborar. Las dos sabían que tenía todo el derecho a estar enfadada con ellas, pero no lo estaba. Solo estaba enfadada consigo misma-. ¿Podéis poner la mesa, por favor?
– Ya la hemos puesto -Dios santo, la habían puesto. Y se habían molestado en sacar la mejor mantelería y la porcelana. Incluso habían colocado las servilletas de tela. Bueno, tal vez no importaba. Quizás él pensara que siempre comían así-. ¿Podemos cortar unas flores? -preguntó Rosie. ¿Flores? No tendría por qué pensar que ella estaba «barriendo hacia dentro» solo porque hubiera unas flores en la mesa-. Por favor -le rogó la niña.
Clover se unió a la súplica de su hermana.
– Podemos cortar unas rosas silvestres?
– «Rosa canina» -la corrigió su madre.
Definitivamente tenía que decir que no.
– Te vas a pinchar con las espinas, y se te caerán los pétalos antes de llegar aquí. Será mejor que pongas algo más colorido y alegre. Puedes usar el jarrón de cerámica.
Tenía un aspecto un tanto infantil que estuviera de acuerdo con la promotora de la idea.
Las niñas salieron a toda prisa, mientras Stacey se ponía el delantal, llenaba el cazo de agua y lo ponía al fuego para hacer los espaguetis. La salsa ya la tenía hecha en la nevera. Esperaba que cundiera lo suficiente. Sería mejor que prepara la tarta que tenía prevista para el día siguiente. Sacó un litro de leche de la nevera y empezó a hacer una crema pastelera.
El reloj del recibidor marcó la hora. ¡Maldición! Se le había hecho muy tarde con tanto vestirse y tanto maquillaje. Tendría que darle conversación mientras terminaba la comida. ¿De qué hablaban dos personas adultas?
Si al menos hubiera tenido alguna bebida que ofrecerle. Pero solo había una botella de licor de jengibre que le había tocado en una tómbola. La única alternativa era el mosto sin azúcar, que evitaba la caries. De pronto, presintió algo y levantó la vista.
Nash ya estaba en el jardín. Llevaba unos vaqueros y una camisa oscura. Se sentía como si tuviera diecisiete años otra vez, como cuando Mike la esperaba con la moto a la puerta y su padre lo miraba con un gesto tan agrio que podría haber cortado la leche.
– Cuidado -le dijo a Rosie, mientras llenaba de agua el jarrón en el fregadero. Pero continuó dándole vueltas a la crema, sin apartar los ojos de Nash que atravesaba el jardín. Se detuvo a mirar unas hierbas que ella tenía plantadas.
Luego, se volvió y la pilló con una estúpida sonrisa dibujada en el rostro. El sonrió también confirmando con su gesto que tenía unos dientes estupendos.
Detrás de ella, se oyó un grito y un quebrar de loza.
Capítulo 4
Nash se detuvo al entrar y vio el desastre: un jarrón roto, flores y agua por todas partes, y Rosie a punto de llorar.
– ¿He llegado demasiado pronto?
Stacey, en condiciones normales, habría previsto el posible desastre en el que desembocaría el que una niña de siete años pusiera flores en la mesa. Tendría que haberla estado observando de cerca. Claro que no podría haberse imaginado nunca que una araña se le posaría sobre la mano mientras atravesaba la cocina con el jarrón en la mano.
– Puedo darme una vuelta por el jardín y fingir que no he visto nada de esto, si lo prefiere.
Stacey, que estaba recogiendo meticulosamente los restos de cerámica rota, alzó la vista. No debería de haberse molestado en impresionarlo. Los niños tenían la facultad de bajarte a la tierra siempre.
– No, pase. Si puede encontrar algún lugar seguro en el que posar el pie.
– ¿Puedo ayudar en algo? -debió notar la sorpresa de ella-. Puedo manejar una fregona.
– ¿De verdad? -aquel hombre era como una fantasía femenina hecha realidad. ¿Encima podía usar una fregona? Stacey se sintió momentáneamente tentada a hacer la prueba, pero controló la inyección de hormonas que la revelación le había provocado-. No, gracias, no hace falta -se levantó y tiró los trozos de jarrón roto en la basura, mientras que ayudaba a Clover a recoger las flores-. Ya casi estamos. Me acabo de dar cuenta de que no tengo nada de beber, a menos que quiera mosto -dijo, preguntándose si se le notaba lo nerviosa que estaba-. Es una de esas bebidas estupendas, con vitamina C.
– Es una oferta tentadora -dijo él-. Pero he encontrado esto en mi bodega y me preguntaba si querría compartirlo conmigo antes de que caduque.
Señaló una botella de vino tinto que había dejado sobre la mesa.
Vino. Eso era tan… adulto. Había estado viviendo en un mundo infantil durante tanto tiempo, que se le había olvidado en qué consistía.
Vino. ¡Cielo santo! Trató de controlar el pánico. Tenía un sacacorchos en algún lugar. Pero no recordaba dónde lo había visto por última vez.
– ¿Tiene una bodega en la tienda? -preguntó, mientras ganaba tiempo para pensar.
– ¿No la tiene todo el mundo? -Nash sacó una navaja múltiple, la abrió y apareció un sacacorchos.
Era evidente que era un hombre preparado para enfrentarse a cualquier imprevisto. Las hormonas gritaban desesperadas contra los barrotes de la cárcel, ansiosas por ser liberadas.
– Nosotras también tenemos una bodega -dijo Rosie-. Pero está vacía. Solo hay arañas -la niña se estremeció.
– Ha sido una araña la causante de la catástrofe de las flores -le explicó Stacey-. A Rosie no le gustan.
– Pero las arañas no tienen nada malo, Primrose. Son muy beneficiosas -la niña no pareció muy convencida-. De entrada, se comen a los mosquitos. Cuando estaba en la selva… -sacó un par de latas de cola de su bolsillo y miró a Stacey-. ¿Pueden tomarla?
Propio de un hombre, preguntar cuando la cosa ya no tiene remedio. Era inútil que protestara, así que tuvo que decir que sí. Tenía que sentirse agradecida por cualquier signo de que no era perfecto. Aunque su cabeza le decía continuamente que la perfección no existía, no por ello su cuerpo parecía convencido del hecho.
– Solo por esta vez -le advirtió. No porque pensara que aquello volvería a ocurrir.
Antes de que pudiera decir «no bebáis de la lata», Clover ya le había dado un trago, se había limpiado la boca con la mano y miraba a Nash intrigada.
– ¿De verdad que estuviste en la selva, Nash?
– Sí, claro que sí. Y, cuando estaba allí, una araña me salvó la vida -continuó él.
– ¿Cómo? -preguntó Rosie en un susurro. Era como si le fueran a sacar un diente dolorido: horrible pero irresistible.
Nash sacó el corcho y dejó la botella sobre la mesa.
– ¿Estás segura de que puedes con esta historia? La araña era muy grande.
– ¿Cómo de grande? -preguntó Clover.
Nash dibujó un círculo en el aire.
– Tan grande como un plato -respondió. Al notar que Rosie se estremecía, rectificó sobre el tamaño-. Bueno, era como un plato de café y se llamaba Roger.
Maravilloso, domesticado, con visión de las cosas y capaz de pensar muy rápido… ¿Cómo podría nadie tener miedo de una araña llamada Roger?
– ¿Cómo sabes que se llamaba Roger? -Preguntó Stacey, animándolo a que siguiera por el mismo camino-. ¿Te lo dijo él?
– No, claro que no. Las arañas son unas criaturas muy reservadas y tienen su protocolo respecto a estas cosas. Un loro nos presentó -Clover se rió y Rosie también-. Le encantaban los sándwiches de queso.
– ¿A quién? ¿A Roger?
– No -la miró por un momento y fue como si estuvieran solos en el planeta. Conocía aquel sentimiento. Le había ocurrido antes. De haber estado solos, la comida se le habría quemado-. Al loro.
– Ya -dijo ella. Estaba confusa y tenía la garganta reseca. Había olvidado lo que se podía sentir…
– Me gustan los loros -dijo Rosie, apartándose de la puerta.
Stacey se dio la vuelta, metió las flores en un jarrón de porcelana y lo puso en mitad de la mesa. Luego sacó un par de vasos del armario. Tenía el pulso firme.
¿Cómo podía ser, cuando el resto de su cuerpo temblaba como un flan?
Nash sirvió el vino y le dio un vaso a ella.
Su pulso también era firme, como el de una roca. Pero, ¿qué le estaría pasando por dentro?
Tragó saliva. No tenía ni idea y, realmente, prefería no saberlo.
– ¿Podríamos tener un loro? -preguntó Clover.
– No. No podríamos -dijo Stacey, demasiado secamente. Luego, rectificó-. Quizás un periquito australiano o una cacatúa, cuando nos cambiemos de casa.
Si lo decía muchas veces en alto, tal vez acabaría acostumbrándose a la idea.
– ¿Se van a cambiar de casa? -preguntó Nash.
– ¡No! -Rosie la miró-. Claro que no. Vamos a quedarnos aquí para siempre.
Stacey tragó saliva. Ya había estado pensando sobre eso ella misma, y odiaba la idea de tener que trasladarse a un piso pequeño en la ciudad, abandonando el jardín y su pequeño invernadero, y a ese nuevo extraño que había aparecido en su vida… Ese era un problema que no había previsto. Ya tenía más de los que podía asumir.
Realmente, no necesitaba a Nash Gallagher haciendo estragos en sus hormonas.
– ¿Tienes alguna mascota, Primrose? -le preguntó Nash, tratando de apaciguar la tensión creciente.
Clover se rió y Rosie la miró.
– No. Papá quería un perro, pero les tenía alergia -dijo ella-. ¿Tú crees que tendrá un perro ahora que está en el cielo?
Nash sintió que Rosie era una niña que necesitaba que le dieran mucha seguridad. Perder a su padre debía de haber sido realmente doloroso.
Clover parecía mucho más dura.
– No sé por qué no -dijo con toda seguridad-. No creo que en cielo se sufran alergias.
Miró a Stacey, pero ella apartó la mirada rápidamente, antes de que él pudiera captar su expresión. ¿Todavía penaba por la muerte de su marido? Ella dejó el vaso sobre la mesa y se levantó a comprobar si los espaguetis ya estaban cocidos.
Nash se preguntó cuánto tiempo haría que él había fallecido.
– Enseguida está la comida -dijo Stacey-. Que se siente todo el mundo mientras tanto.
– ¿Hay algo que yo pueda hacer? -preguntó él.
– No, gracias -ella se volvió con una sonrisa-. No estoy acostumbrada a tratar con hombres «domesticados».
– En mi caso ha sido pura necesidad. ¿Quizá podría ayudar a fregar?
– Puede volver otra vez -dijo ella y, de inmediato, se ruborizó. No mucho, solo un ligero rubor en las mejillas y un inesperado acaloramiento.
Lo más razonable sería poner cierta distancia entre ellos, cuanto antes. Ella no dejaba de ser una joven viuda con dos niñas y demasiadas complicaciones para un hombre al que le gustaba viajar continuamente.
Pero había algo respecto a Stacey que le había llamado la atención desde el primer momento. Desde el instante mismo en que la había visto descender por el muro, no había podido quitársela de la cabeza.
Stacey no podía creer que le había dicho lo que le acababa de decir. ¡Pero si casi parecía que estaba flirteando! Definitivamente, había llegado el momento de cambiar de tema.
– Siento que tengamos que comer en la cocina -dijo ella-. Pero el comedor lo estamos redecorando.
Clover la miró sorprendida. Estaba a punto de decir que siempre comían en la cocina, cuando vio la mirada de advertencia de su madre y cambió de opinión.
– ¿Tienes perro, Nash?
– Nunca estoy en un mismo sitio el tiempo suficiente como para tener animales -dijo él-. Tuve uno cuando tenía tu edad.
– ¿Qué raza?
– Un chucho, pero con mucho de dálmata.
Rosie suspiró.
– Me encantan los dálmatas -dijo.
– En realidad, lo que le gusta es la película -rectificó Stacey.
– ¿Podemos verla después de cenar? ¿Te gustaría verla?
– Seguro que el señor Gallagher tiene cosas mejores que hacer, que ver una película contigo.
– Llámame Nash, ¿de acuerdo? -dijo él. Luego sonrió-. No hay nada que me impida estar un rato con ella. No me importa si tú quieres seguir decorando.
– ¿Decorando?
– El comedor.
No había duda, Nash Gallagher era un bromista. Bromeaba con las niñas y también con ella. Pero, ¿cuántos años pensaba él que tenía ella? Aquel tipo de cosas estaba bien cuando se era joven y simple y no había que preocuparse de dónde sacar el dinero para pagar el recibo de la luz.
Estaba bien si buscabas diversión sin ataduras. Ella tenía que ser razonable y pasar de largo delante de Nash.
Él estaba en su mejor momento mientras que ella… Bueno, las mujeres envejecen antes.
Por supuesto que era atractiva. De hecho, si se pasaban por alto sus manos de jardinero y el hecho de que sus senos ya no estuvieran tan turgentes como antes de tener bebés, todavía tenía muchos atractivos.
Era muy trabajadora, independiente y, gracias a Clover, le había demostrado que no cocinaba nada mal.
Quizá por eso estaba tan decidido a convencerla de que estaba domesticado. Quizás, veía las ventajas: una mesa bien puesta en el hogar de una alegre viuda era una buena perspectiva a disfrutar mientras estuviera allí.
¡Encima pensaría que le agradecía las atenciones!
Dee tenía razón. Debería estar buscando más en un hombre que un cuerpo de escultura griega y una sonrisa que derretía el hielo. Haría un esfuerzo por ser agradable con Lawrence el sábado, se lo prometía a sí misma.
– ¿Parmesano? -dijo ella, ofreciéndole el queso que Dee le había traído de sus vacaciones de primavera en Italia, junto con la cuchara para que se lo sirviera.
Nash se dio cuenta de que estaba abusando de su suerte. Durante unos momentos había conseguido que ella se divirtiera con el juego. Luego la había hecho sentir culpable. Una madre viuda no podía divertirse.
Supo que eso era lo que estaba pensando en el momento en que ella le pasó el queso.
– Esto está delicioso -le aseguró después de unos segundos de incómodo silencio. Incluso las niñas parecían haberse dado cuenta de que era mejor que se mantuvieran calladas y concentradas en la comida.
– Gracias. Clover, por favor, ¿quieres echarte el refresco en el vaso? -se volvió hacia él-. Y dime, Nash, ¿qué es lo que has estado haciendo en Sudamérica?
Su tono de voz cambió por completo. Su actitud corporal se hizo tensa, y la acompañó una repentina y brusca cortesía. Había dejado de ser dulce y amable, y se había empezado a comportar de repente como la anfitriona de una fiesta. La vulnerabilidad que había intuido, y a la que había respondido como las flores le responden al sol, había sido suprimida. Estaba siendo profesionalmente amable y educada.
¿Tan vulnerable era?
– Estaba buscando plantas.
– ¿Buscando plantas? -lo miró interesada. Bueno, estaba claro que era una entusiasta de la flora del lugar.
– Soy botánico. La selva tropical está llena de plantas que nadie ha clasificado jamás. Yo estaba recolectando ejemplares.
– ¿Durante cinco años?
– Es un lugar muy grande -él se dio cuenta de que ella trataba de unir la idea de él como botánico con la del hombre que, trabajaba en el terreno de al lado.
Alcanzó la botella y le llenó el vaso.
– La botánica no está bien pagada -dijo él.
Ella levantó una ceja en un gesto escéptico.
– Obviamente no lo debe estar, si tiene que trabajar en lo que trabaja.
Así es que no lo creía del todo. Bueno, eso no era un problema.
– Es peor que eso. Nadie te contrata hasta que no tienes experiencia y no puedes tener experiencia hasta que no te contratan. Por eso hice trabajo voluntario.
– A pesar de todo, seguro que podrías conseguir un trabajo mejor.
– Probablemente. Mi padre dice que debería dejar de andar de arriba abajo y conseguirme un empleo como es debido.
– ¿Y en qué tipo de trabajo piensa?
– Pues cosas serias y razonables -ella se rió. Estaba claro que ella entendía que eso era imposible. Él sabía que ella lo entendía-. Mi padre es una de esas personas siempre serias y razonables -de hecho, se había casado por dinero, no por amor. Eso era serio y razonable-. Piensa que debería prestarle más atención al futuro, hacerme un plan de pensiones.
– Yo tengo una hermana que es también así. Puede que tengan razón.
– Puede, pero a mí me gusta estar al aire libre.
– Pues eso es una ventaja, teniendo en cuenta que estás durmiendo en una tienda de campaña.
– Es que no hay ningún sitio en el que me pueda quedar por aquí. A menos que conozcas a alguien que pudiera compadecerse de un botánico sin casa.
– Me temo que no -dijo Stacey a toda prisa, antes de que Clover le ofreciera la habitación que tenían libre. A primera hora del lunes iría a la tienda y quitaría el anuncio que había puesto para que no lo viera. Podría arreglárselas con un estudiante, peor no con Nash paseándose en pantalón corto-. Si me entero de algo, se lo diré.
– Gracias -ella dio un sorbo de vino, revolvió los espaguetis con el tenedor y se ruborizó ligeramente.
«¿Acaso piensa que le estoy rogando por una cama?», se preguntó Nash. «¿O que me estoy ofreciendo a llenar la suya de matrimonio?».
Bueno, tal vez lo estuviera haciendo. La idea de meterse entre las sábanas de una blanda y dulce cama, provocaba en su cuerpo efectos nada adecuados para una cena familiar.
– ¿Y tú, Stacey? -le preguntó él en un esfuerzo por distraerse-. ¿Trabajas?
– Soy jardinera.
– Sí, ya veo que el tema te gusta. No sabía que eras una profesional.
– Bueno, no llego a tanto -se encogió de hombros-. Empecé a estudiar horticultura, pero la vida me impidió seguir.
Matrimonio y niños. O quizá fuera al revés.
– Deberías volver a la universidad y terminar lo que empezaste. Podrías conseguir una beca, ¿no?
– Quizás. Pero… No puedo volver. Y ya he podido aplicar todo lo que aprendí. Ya he empezado a vender algunas de mis plantas. Pero necesito una vía adecuada de comercializarlas. Las prímulas y las violetas se venden muy bien en la tienda del pueblo -pero con lo que sacaba no llegaba ni a cubrir los gastos del agua-. Pero es un mercado muy limitado.
Stacey se detuvo. Se iba a cambiar a una casa pequeña en la ciudad, conseguiría un trabajo en una oficina y renunciaría a sus estúpidos sueños.
– ¿Flores silvestres? -le preguntó Nash.
– Es mi sueño -un sueño estúpido. Sonrió-. Quizás tú encuentres alguna especie protegida de flor silvestre y no puedan construir allí.
Hubo un pequeño silencio.
– Mantendré los ojos bien abiertos.
Ella lo miró, interrogante ante su repentina gravedad. Él no estaba sonriendo. Al menos, no parecía estar sonriendo.
– ¿Cómo van las cosas? ¿Se sabe ya cuándo van a empezar a trabajar?
– No, todavía no.
Lo peor era que aquello era divertido. Clover y Rosie parecían subyugadas, Stacey avergonzada y Nash… bueno, Nash se arrepentía de no haber podido vencer el impulso de dejarles las fresas con el balón, y de haberle reparado la cortadora.
Stacey, por su parte, se maldecía en silencio. Lo único que había hecho Gallagher había sido ser amable, y ella no hacía sino sacar las peores conclusiones, darle a sus acciones los peores motivos. Vació el vaso y forzó una sonrisa.
– Come -le dijo animadamente-. Hay pastel de grosellas de postre.
Nash se levantó.
– Estaba todo riquísimo. Muchas gracias.
– De nada.
– Vamos, Clover, Primrose. Vamos a recoger la cocina y hacerle a vuestra madre una taza de café.
– No hace falta, de verdad.
– No estoy de acuerdo. De hecho, creo que deberías ir al salón y sentarte allí tranquilamente, mientras nosotros fregamos.
– Pero…
– Hazme caso, soy doctor.
– ¿Doctor?
– Sí, tengo un doctorado.
¿Y estaba trabajando en el terreno de al lado? Sí, claro. Que no le tomara el pelo. No estaba segura de si sentirse halagada porque trataba de impresionarla o de si enfadarse por la mentira.
– ¿Cuenta un doctorado en filosofía? -preguntó ella, sin molestarse en ocultar su incredulidad.
Él sonrió, sin sentirse, aparentemente, ofendido.
– Bueno, es más que suficiente para lavar los platos. Mientras nosotros fregamos, prepara el vídeo. Enseguida iremos para allá.
Protestar con más fuerza sería absurdo. Para cuando logró encontrar la película y ponerla en el vídeo, Nash ya estaba allí con una bandeja con sus mejores tazas y una cafetera llena de café recién hecho.
Se sentó en el sofá, esperando que las niñas se acercaran a ella y se acurrucaran a su lado, tal y como hacían siempre. Pero Nash se le adelantó. Puso la bandeja en la mesita pequeña y se sentó a su lado. Hacía mucho que no compartía un sofá con un hombre. Encima, aquel viejo diván tenía la desfachatez de empujarlos al uno contra el otro. Nash olía a aire limpio, como una colada de ropa limpia.
– ¿No preferirías sentarte en sillón, Nash?
Él miró hacia donde ella señalaba y luego la miró a ella de nuevo.
– Veo mejor desde aquí.
Rosie y Clover no la ayudaron, pues agarraron los cojines y se sentaron a sus pies.
Así debería de haber sido si Mike hubiera seguido vivo: los cuatro juntos. Quizás. Su mirada se apartó de la pantalla y se posó en el hombre que tenía al lado, ese hombre de pelo rubio con un cuerpo de ensueño. Él se inclinó y sirvió el café, rozándole el brazo.
– ¿Leche? -le preguntó-. ¿Azúcar?
Sin duda, su sonrisa podía derretir el hielo.
– Solo leche -respondió ella. Él le dio la taza-. Gracias.
– De nada -se sentó tranquilamente, sintiéndose totalmente como en casa, con el café en una mano, su otro brazo estirado sobre el respaldo del sofá, pero sin tocarle los hombros.
Ella trató de imaginarse a Lawrence Fordham sentado en aquel mismo lugar, viendo una película de Walt Disney con Rosie y con Clover, riéndose juntos, disfrutando de la malvada Cruella de Ville…
Su imaginación se negó a hacer el cambio.
Capítulo 5
– De acuerdo, niñas. Ya es hora de dormir -no faltaron las habituales súplicas y excusas de que era sábado y que no tendrían colegio al día siguiente. Pero Stacey se mantuvo firme-. Dadle las buenas noches a Nash. Tenéis cinco minutos para asearos y meteros en la cama.
– Buenas noches, Nash -Rosie se abrazó a él. Nash se levantó con ella en brazos y la llevó hacia las escaleras, la subió y la dejó en el escalón de arriba.
– Buenas noches, dulzura.
Clover, al ser mayor, parecía más reacia a mostrar sus sentimientos.
– ¿Vendrás otra vez mañana, Nash? Podríamos jugar al fútbol.
– ¡Clover! -la invitación de la niña estaba acompañada de una sonrisa brillante, pero detrás de aquel gesto había una patente necesidad-. Seguro que Nash tiene cosas más importantes que hacer que jugar al fútbol.
Pero Clover tenía el tipo de sonrisa que podía con todo, incluida su madre. La pequeña quería un padre… lo que no era lo mismo que querer un hombre.
– No hay nada que me gustaría más que jugar contigo al fútbol, pero mañana no puedo porque tengo que visitar a alguien.
Clover pareció decepcionada.
– ¿El lunes, entonces?
– Clover -dijo Stacey otra vez-. No seas pesada. Y no te olvides de cepillarte los dientes.
Las niñas se marcharon desganadas y dejaron a Stacey a solas con Nash.
– Lo siento, por favor no… -comenzó a decir ella.
– No te preocupes, no lo haré -dijo él, antes de que ella pudiera terminar. ¿Qué era lo que no iba a hacer? Su expresión le resultaba difícil de leer. ¿No iba a permitir que Clover lo manipulara? ¿O le estaba prometiendo que no se convertiría en una molestia? -. Me marcho, para que puedas meter a las niñas tranquilamente en la cama. Gracias, Stacey, ha sido una velada muy agradable.
Algo dentro le decía que no tenía por qué acabar. Quería que se quedara. Podría meter a las niñas en la cama, preparar un poco de café y, tal vez, podrían probar el licor de jengibre.
Pero su boca no dijo nada de eso.
– Eres fácil de complacer.
– ¿Eso crees?
Hubo una extraña pausa en la que cualquier cosa podría haber sucedido y Stacey se encontró a sí misma ansiando un beso de Nash, un deseo que se vio seguido del pánico de que pudiera cumplirse.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez. No habría sabido qué hacer, cómo reaccionar…
– ¡Mamá! ¡No hay pasta de dientes!
El momento se evaporó gracias a la mundana intervención, pero la profunda decepción que sintió fue lo suficientemente ácida como para que no le quedara duda de cuál de los dos sentimientos había sido más fuerte.
– Vete a ver, Stacey. Yo me iré solo.
No la había tocado y, sin embargo, sentía como si sus dedos le hubieran tocado la mejilla. No la había besado y, sin embargo, sentía su boca caliente y palpitante. Se le había olvidado lo que era el deseo, lo que hacía, y el modo en que te robaba la razón y te convertía en una necia.
Nash se tumbó, metido en su saco de dormir, mientras contemplaba las estrellas del cielo preguntándose qué demonios estaba haciendo. Siempre se había propuesto tener una vida sin complicaciones.
Después de una niñez vivida con unos padres que disfrutaban haciéndose infelices el uno al otro, tenía cierta aversión a las complicaciones, y había llegado hasta los treinta y tres sin encontrar motivo alguno para cambiar de opinión.
Estaba allí de paso, eso era todo. Iba a pasar un día o dos con su abuelo, haciendo las paces con él antes de que el hombre se marchara. Pero por lo que había visto, estaba claro que si aceptaba liderar el viaje a Sudamérica, no volverían a verse otra vez.
Sin embargo, su abuelo no estaba todavía tan mal como para morir de inmediato. Tal vez estaba frágil, pero no por eso dejaba de divertirle controlar las cosas, manipular a la gente. Y Nash había sido indulgente con él, le había permitido que creyera que tenía el control. Era lo mínimo que podía hacer por un anciano como él…
– Tienes que pasarte por el vivero, Nash. Alguien debe hacerlo. Solo para decir adiós. Me sacaron de allí en una camilla -el viejo sabía cómo mover los hilos del corazón-. Pensó Nash y sonrió para sí mismo. Luego su abuelo añadió- Yo iría si pudiera, pero no me dejan salir de aquí -Nash estuvo tentado de ofrecerse a sacarlo a hurtadillas, pero pensó que era mejor que el viejo no viera el modo en que el jardín se había deteriorado sin su constante amor y atención-. Vuelve el domingo y cuéntame cómo está. Entonces firmaré los papeles.
Nunca nada era tan simple. Desde luego no para su padre. Por supuesto, no lo había engañado. Podía leer el subtexto con toda facilidad: «Cuando vuelvas de haber visto el pasado, firmaré esos papeles de compromiso con una constructora. Pero no te voy a dejar escapar tan fácilmente. Quiero que, antes de tomar una decisión, te enfrentes con el pasado».
Sabía lo que le esperaba pero, a pesar de todo, le resultó realmente impactante enfrentarse a ello. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí, regodeándose en la nostalgia del pasado, si Stacey O'Neill no hubiera saltado el muro y se hubiera encontrado a sí mismo hundiéndose en ese par de ojos de color miel?
Los melocotones podrían haberle tocado alguna fibra sensible, un deseo de recobrar un tiempo pasado mucho más simple, en un lugar en el que había sido feliz. Pero los ojos de Stacey y su sonrisa, su rubor, lo habían tentado con la idea de que tal vez podría volver a ser feliz otra vez.
Sabía que era complicado. Realmente complicado. No era solo una muchacha a la que podría amar y luego abandonar si descubría que no era lo que esperaba. Era una mujer con dos hijas. Eran un paquete completo y, una cosa que sabía, por encima de todo, era que los niños no debían sufrir por causa de los adultos.
Lo más sencillo y lo más sensato era marcharse de allí. Alejarse del jardín, de Stacey, de Rosie y de Clover.
Entonces, ¿por qué seguir haciendo que las cosas fueran simples, había perdido, de pronto, su atractivo?
¿Por qué le costaba tanto no escalar el muro de la casa y complicarse realmente la vida?
Se iría al día siguiente. Haría las maletas y se iría al día siguiente. Llamaría a la residencia, tal y como había prometido, y continuaría con su vida sin complicaciones, tal y como había planeado.
El sol había hecho florecer la madreselva y olía maravillosamente bien.
Stacey se quedó en la puerta trasera, negándose a cerrarla e irse a la cama.
Ella agitó la cabeza. ¿Se estaba engañando a sí misma? Su inquietud no tenía nada que ver con la madreselva. Era el hombre que estaba al otro lado del muro el que la tenía allí, de pie, en la oscuridad del jardín como una niña tonta esperando a que el caballero de la armadura apareciera de un momento a otro, y le prometiera toda clase de emociones excitantes.
Ya le había ocurrido antes. Bueno, quizás no exactamente, pero la motocicleta de Mike era lo más próximo a eso. Lo suficientemente excitante como para que una romántica adolescente de diecisiete años se dejara embelesar.
Pero ya no tenía diecisiete años. Ya había llegado el momento de que se enfrentara a la realidad. Nash Gallagher se marcharía de allí en un par de semanas. El tipo de citas que tendría con Lawrence Fordham era lo más emocionante que iba a vivir.
Cerró la puerta y se metió en la cama, decidida a olvidarse de Nash, de su pelo rubio y de su sonrisa embriagadora.
Pero el olor a madreselva se coló por la ventana y la perturbó una vez más.
Para un hombre capaz de dormir en cualquier parte y en cualquier circunstancia, aquella estaba resultando una muy mala noche. Después de un rato, dejó de intentarlo, se puso las manos bajo la cabeza y se puso a pensar en el pasado y en su jardín. Los mejores recuerdos que tenía procedían de allí. Algunas cosas nunca cambiaban.
Stacey dio vueltas y vueltas hasta que tuvo el camisón tan retorcido que se vio obligada a salir de la cama para desenredarlo. La noche era tan corta que los árboles ya empezaban a distinguirse con toda claridad, dibujados contra el cielo. Tenía ganas de hacer algo energético y ruidoso para luchar con los sueños que la perturbaban.
Miró al reloj. Eran solo las cuatro de la mañana de un domingo. Demasiado temprano para hacer ruido.
Quizá si preparaba un poco de té y se daba una vuelta por el jardín para despejarse la cabeza, podría volver a dormir.
Abrió la ventana algo más para que entrara el aire de la mañana y se apoyó en el alféizar. Vio que había un ligero resplandor al otro lado del muro. Le hacía sentirse menos sola saber que no era la única alma despierta.
¿Qué estaría haciendo él? Tal vez estaría leyendo o escribiendo sus notas. Quizás estaba planificando su próximo viaje.
¿Un viaje de investigación? ¿Un botánico? Agitó la cabeza renegando de su credulidad. El hombre trabajaba allí limpiando la basura. ¿Es que nunca aprendería a no dejarse engañar?
Aparentemente, no. Se puso unos pantalones de chándal y una camiseta y bajo las escaleras, para poner la tetera. Cuando el agua hirvió, preparó té y lo llevó fuera.
– ¿Nash? -su susurro sonó como un trueno en mitad del silencio del amanecer. Un pájaro rechistó en un árbol. Su corazón latía aún más sonoramente que el susurro.
Nada. No hubo respuesta. Seguramente, se habría dormido con la linterna encendida. Considerando el modo en que le latía el corazón, aquello era, probablemente lo mejor. Aquello era lo más estúpido del mundo…
– ¿Nash?
– Stacey, ¿pasa algo?
¡Cielo santo! No lo había oído acercarse, pero su voz, grave, urgente, resonó al otro lado del muro. Aquello sí que le aceleraba el corazón.
– No. Vi tu luz encendida. He preparado un poco de té y he pensado que, tal vez, quieras un poco. Asoma la cabeza y te pasaré la taza.
Nash se quedó allí, de pie, en mitad de la oscuridad. ¿Realmente quería que el muro continuara entre ellos, o era una invitación?
Pensó que sabía la respuesta, pero no estaba seguro de que ella la supiera. Se alzó en el muro y vio su rostro: dulce, inocente, dudoso. Bueno, ya eran dos los que dudaban. Pero prefería dudar estando a su lado.
– Espera, voy a pasar a tu jardín. Será más fácil -ella no puso ninguna objeción, y él saltó al otro lado. Notó que hacía un gesto de dolor al ver que él pisaba una de sus plantas favoritas-. Tal vez, debería poner una puerta.
Hubo una breve pausa.
– Claro que, no tiene mucho sentido, teniendo en cuenta que te vas a marchar -era una tácita pregunta a la que no podía ofrecerle respuesta alguna, así es que continuó-. ¿No podías dormir?
– No -respondió ella, mientras observaba su pelo rubio, sus hombros plateados y su torso desnudo bajo la luz de la luna-. Es este repentino calor -dijo ella, sintiendo, de repente, mucho calor-. Pensé que estarías acostumbrado al calor.
Lo estaba. Hacía falta mucho más que eso para despertarlo, pero Stacey era ese «mucho más». El modo en que lo había mirado antes de que Clover reclamara su atención, no solo lo había mantenido despierto, sino que le estaba procurando todo tipo de pensamientos perturbadores.
Pero, ¿cómo se podía hacer el amor a una mujer con dos niñas?
La respuesta parecía ser: «cuando se acerca a ti antes del amanecer». Quizá, pero no si estás planeando tomar un avión en dirección a una lejana selva tropical en un futuro muy próximo.
– Hay cosas a las que uno nunca se acostumbra -dijo, y tomó la taza que le estaba ofreciendo-. ¿Nos sentamos en el banco que hay junto a la puerta trasera? Por si acaso se despiertan las niñas.
Acababa de invocar a sus dos carabinas durmientes, las que los obligaban a seguir el camino correcto. Él dio un sorbo a su té y lideró el camino hacia la casa, lejos de la tentadora llamada de la suave hierba bajo sus pies desnudos. Al oír la voz de Stacey, se había apresurado a su encuentro, sin detenerse ni tan siquiera a ponerse las botas.
– Tu jardín huele maravillosamente bien.
– Sí, es la madreselva.
– Cuéntame ese proyecto que tienes de vender plantas silvestres -dijo él.
Ella lo miró, como si le sorprendiera que él se acordara.
– No es un proyecto. Es solo un sueño.
– ¿Crees que tienes suficiente mercado?
– Probablemente no. Pero ayudaría que dejara de cultivar verduras que la gente del pueblo obtiene gratis y construyera unos cuantos viveros.
– Estoy seguro de que la tienda de víveres te lo agradecería.
– Sí -Stacey miró su taza.
Pero los viveros requerían dinero. Archie y ella habían hablado de ellos. Él iba a haberla aconsejado. Pero antes de poder hacer nada, se lo había encontrado, sobre el escritorio de su despacho, víctima de un ataque al corazón. Tenía que sacar tiempo para ir a visitarlo. La residencia estaba demasiado lejos para ir en bicicleta, pero quizá pudiera persuadir a Dee para que la llevara. O, incluso, puede que le dejara el coche durante unas horas. Después de todo, Dee le debía un favor.
– ¿Stacey?
Ella negó con la cabeza.
– Olvídalo, Nash. Yo ya lo he olvidado.
– ¿De verdad? -no lo estaba mirando, y él, sin embargo, quería desesperadamente encontrar sus ojos.
Stacey sentía su presencia con una fuerza que la impulsaba a hacer algo estúpido, a decir algo estúpido. Algo del tipo, «no quiero hablar de mis viejos sueños, quiero hacer realidad alguno nuevo».
Estaba controlando con tal vehemencia lo que sentía, que saltó en el momento en que la tocó.
– No te creo.
«Piensa… piensa… Di algo para detener esto».
Pero sus dedos le acariciaron la mejilla, abrasándole la piel. Y ella se volvió, sin poder evitarlo, a enfrentarse a sus ojos, oscuros e ilegibles bajo la tenue luz del amanecer.
– No te creo -repitió él.
– Quizá no -admitió ella y se dio la vuelta-. Pero no tiene sentido llorar por la luna.
– No tiene sentido llorar por ella. Tratar de alcanzarla es otra cosa. No renuncies a tus sueños Stacey.
– ¿Cuáles son los tuyos, Nash?
Él bajó la mano y ella se volvió entonces.
– No soy ningún soñador.
– ¿No? -Ella forzó una sonrisa-. Pero si eres botánico -permitió que la duda tiñera su voz-. Seguro que debes estar ansioso por descubrir alguna especie de planta nueva a la que pondrían tu nombre. Es un tipo de inmortalidad.
– Sí, quizás -sonrió educadamente y dejó la taza en la bandeja-. Será mejor que me vaya y siga adelante con mis planes. Gracias por el té.
– De nada -dijo ella, mientras veía cómo se alejaba en dirección al muro-. Vuelve cuando quieras.
– Mamá, ¿qué estás haciendo?
– Pensando.
– ¿Acerca de qué?
Sobre baldosines y esa misteriosa sustancia llamada cemento, y sobre el color que debía aplicar en las paredes del baño para darle luminosidad. Pero se preguntaba si con sus esfuerzos de pintora aficionada, lograría realmente que tuviera mejor aspecto. ¿O acabaría por empeorarlo?
– No mucho -dijo, y se volvió hacia Rosie que llevaba en la mano un gran ramo de flores-. ¿De dónde las has sacado? -preguntó. Como si no lo supiera.
– Estaba en los escalones de la puerta trasera -claro. No había abierto aquella puerta desde su aventura al amanecer. De hecho, había estado evitando salir al jardín, aunque no tenía muy claro el por qué. Pero no pudo resistir la tentación de tocar los sedosos pétalos de las flores y de sacar una de ellas del ramo. Leucantemum vulgare. Una margarita.
Adoraba las margaritas, especialmente aquellas tan altas, con un centro grande y amarillo-. Seguro que lo ha dejado Nash.
– Supongo.
– Le gusta tomar té con nosotras -dijo Rosie-. Ha dejado una nota.
– ¿Una nota? Su corazón no se había enterado aún de que había una cosa que se llamaba «ser razonable», y dio un inesperado vuelco-. ¿Qué nota?
– Solo decía: Gracias por lo de anoche -se encogió de hombros-. O algo parecido.
– Y, ¿dónde está la nota?
– En la cocina. Sobre el aparador.
Stacey contuvo las ganas de bajar corriendo a leerla. Se podía decir mucho sobre un hombre por su letra.
– ¿Por qué no pones las flores en agua?
– Vale.
– Y, Rosie… Trata de no romper el jarrón.
– Esta vez no. Nash decía en la nota que ya había comprobado que no había arañas entre las flores -Stacey no pensaba que su hija menor pudiera haber leído algo así. Rosie notó el gesto dudoso de su madre, porque dijo-. Ha sido Clover la que la ha leído.
– De acuerdo -Stacey tragó saliva. Habría querido salir al jardín, asomar la cabeza por el muro, darle las gracias e invitarlo a desayunar. Bueno, y un montón de cosas estúpidas más, en las que no se atrevía ni a pensar, y mucho menos, a decir en alto.
Se dirigió hacia el baño, retorciendo las flores entre los dedos. «Amarillo y blanco», pensó. «Como las margaritas». Eso le daría al baño un aspecto fresco y soleado. Alegre.
Iría en bicicleta a la residencia más tarde, mientras las niñas estaban en el entrenamiento de fútbol. Miró el reloj. Mucho más tarde, porque solo eran las ocho en punto.
Terminó de preparar unas plantas que ya estaban listas para ser vendidas, por si encontraba algún sitio donde venderlas. En la gasolinera que había a la salida del pueblo le habían dicho que le admitirían unas cuantas flores silvestres si podía suministrarles también, plantas más propias de jardines normales. No es que tuviera nada en contra de ese tipo de plantas, pero, para eso, prefería un trabajo en una oficina. Agarró unas cuantas plantas de prímulas y soñó un poco.
Finalmente, las niñas se marcharon a su entrenamiento, pero, en el momento en que Stacey se estaba montando en la bicicleta, apareció su hermana. Le llevaba el vestido de Armani, un traje de seda y un par de suéteres, muy delicados, con una falda que dejó sobre el sofá. Luego, volvió a su coche y sacó un par de zapatos que todavía estaban en su caja.
Su hermana no había elegido un buen momento, pues Stacey no estaba de humor para aguantar los «paternalistas» consejos de su hermana, ni aún cuando viniera con un montón de etiquetas de marca bajo el brazo.
La ropa de diseño no resultaba muy útil cuando una se ganaba la vida como jardinera. Lo que se necesita es un buen par de botas, unos pantalones de trabajo y jerséis de rebajas.
Miró la ropa con desconfianza.
– ¿Qué es lo que quieres?
– ¡Stacey! -Le dijo Dee herida-. Tenía que traerte el vestido y, mientras buscaba en el armario pensé que, tal vez, te podría servir todo esto -hizo que sonara como si su hermana le hiciera un favor quitándoselo de las manos-. Están un poco pasados de moda, ya sabes.
– ¿De verdad? -miró los zapatos. Eran una talla más grande que la que usaba su hermana-. ¿También te han encogido los pies?
Dee se ruborizó ligeramente.
– Los compré un día mientras esperaba a Harry -dijo rápidamente-. Me parecía un desperdicio verlos allí, en el escaparate.
– Sí, tienes razón -dijo Stacey y Dee se sintió aliviada-. Estoy segura de que, si los llevas a la tienda, te devolverán el dinero.
– Los compré hace mucho tiempo. Y no sé qué he hecho con los recibos.
¿Eso decía una mujer que archivaba los recibos del supermercado en orden?
– Quizá deberías mirar en el bolso -le sugirió Stacey secamente. Había visto aquellas elegantes sandalias en la zapatería favorita de Dee la última vez que había estado en la ciudad. Repitió la pregunta-. ¿Qué quieres?
– De acuerdo -dijo-. Lo admito. Necesito que me hagas un favor, un gran favor.
– Quieres que me acueste con Lawrence el sábado por la noche.
– ¿Lo harías? -preguntó Dee esperanzada.
– No, Dee, no lo haría.
– Quizá tengas razón. Deberías tratarle con calma.
– ¿Por qué? ¿Es que es virgen? -no esperó a que le respondiera. No quería saber nada sobre Lawrence Fordham-. Venga, vamos. ¿Me puedes llevar a la residencia de ancianos y te dejaré que elijas los baldosines de mi baño?
– ¿Del baño?
– Tú me dijiste que necesitaba baldosines nuevos.
– Pero no quería decir… -de pronto, encontró una nueva táctica-. Si me ayudas, pagaré a alguien para que lo haga.
– Entonces nunca aprenderé -respondió Stacey-. Además, las niñas me van a ayudar. Puede resultar divertido.
– ¿De verdad? De acuerdo. Vamos a comprar pintura.
Y así lo hicieron.
¡Dios santo! ¿Sonaba tan convencida o Dee solamente le estaba tomando el pelo?
Una vez que sugirió el modo más barato y limpio de usar baldosines blancos y amarillos para crear un bonito efecto, volvió al tema que le interesaba.
– Verás, hay una recepción en el Town Hall mañana por la noche.
– ¿Sí? Qué bien. ¿Cuántas cajas de baldosines voy a necesitar?
Dee sacó una calculadora del bolso.
– Tenía la esperanza de que acabaras diciendo eso -comenzó a marcar unas cuantas cifras-. Lawrence está en el comité de Twinning y le prometí que iría con él.
– ¿Y? ¿Se supone que debería estar celosa?
Dee ignoró la pregunta.
– El problema es que ha surgido un ataque de pánico en Europa por un nuevo yogur orgánico que va a salir al mercado y tengo que volar a París a primera hora de la mañana. Puede que tenga que estar allí un par de días.
– ¿Y te vas a perder la recepción? Eso debe ser realmente duro para ti -dijo Stacey.
– No para mí, pero sí para Lawrence. Le he pedido que se una al comité por las conexiones que tenemos con Europa, pero si yo no voy, estoy segura de que pondrá alguna excusa para no asistir.
¿Era capaz de hacer eso? A lo mejor no era un idiota total, después de todo.
– ¿Es que no puede hacer nada sin tenerte a ti a su lado?
– Sin tenerme a mí a su lado seguiría teniendo una pequeña tienda de productos lácteos en lugar de una macro-compañía. Sus productos son maravillosos, pero carece completamente de una visión de negocios. Por cierto, necesitarás seis cajas de baldosines amarillos y cinco de blancos. ¿Me vas a ayudar?
Stacey le enseñó a su hermana el muestrario de pinturas.
– Este amarillo se parece al de los baldosines. Y, si resultas tan imprescindible al lado de Lawrence, ¿por qué no me voy yo a París y te quedas tú aquí?
Dee miró el color con detenimiento y agitó la cabeza.
– No. Va a ser demasiado amarillo. Deberías poner una base blanca y un estarcido amarillo – ¿estarcido? Stacey ya tenía suficientes problemas con la pintura lisa como para complicarlo más-. Supongo que tú podrías ir a París -continuó Dée dudosa, mientras elegía unas cuantas plantillas y las ponía en el carro-. Pero, ¿cuánto sabes tú sobre el mercado de los yogures orgánicos? -le preguntó y esperó. Al no recibir respuesta, sonrió-. ¿Tanto? -agarró una lata de pintura blanca-. Asumo que puedo decirle a Lawrence que irás con él.
Stacey puso la pintura blanca de nuevo en el estante y agarró un bote de color amarillo.
– Lo haré -dijo, mientras volvía a poner las plantillas en su sitio original-. Pero necesito un favor también -su hermana la miró desconfiada-. Puesto que no vas a usar el coche este lunes, ¿podrías prestármelo?
Dee se puso pálida.
– No pensarás poner tus herramientas en el maletero, ¿verdad? ¿O mancharme las alfombras de barro.
– Bueno, lo quería usar para transportar un par de sacos de estiércol de caballo… ¡No, claro que no voy a llenarte de barro las alfombras! Solo quiero ir a ver a Archie Baldwin, el hombre que solía llevar el vivero de al lado. Está en una residencia de ancianos al otro lado de Maybridge, demasiado lejos para ir en bicicleta, y tardaría todo el día si me voy en transporte público.
– ¿Sabrá algo sobre lo que le va a ocurrir a su terreno?
– Solo voy a ir a visitarlo, Dee. Es un amigo.
Dee se encogió de hombros.
– De acuerdo. Lo necesitaré esta noche, pero lo dejaré aquí cuando vaya de camino al aeropuerto. Me marcho a una hora intempestiva, así que te dejaré las llaves en el buzón.
– Gracias.
– De nada. Así podrás ir a la peluquería -Stacey abrió la boca para protestar-. Tienes todos los gastos pagados. Esto son negocios. Ponte el traje de seda y los zapatos.
Protestar era realmente innecesario en aquel momento.
– Sí, mi señora. Lo que usted diga, mi señora.
– La respuesta perfecta, querida. Solo por eso te mereces la cortina.
– ¿Qué cortina?
– Esta cortina de baño que ayudará a matizar un poco todo ese amarillo.
Mientras Dee la metía en el carrito, Stacey tuvo que resistir la tentación de tirarse al suelo, y sufrir una pataleta.
Capítulo 6
– ¿Está realmente mal? -Nash miró a través de la ventana las explanadas meticulosamente cuidadas de la residencia.
– ¿Quieres que te lo diga con toda sinceridad, Archie? ¿De verdad? -Se volvió a mirar al frágil hombre que estaba sentado en una silla de ruedas-. Ya sabes lo que les pasa a los jardines cuando se descuidan.
– Ya lo sé. Pero no estaba seguro de que tú lo supieras. Y no solo les ocurre a los jardines. La gente también necesita cariño y cuidado. ¿Va a haber melocotones este año?
Su abuelo estaba tratando de despertar sus recuerdos. Él se negaba a ceder a la tentación.
– No si pasan las apisonadoras.
– Eso es verdad -el viejo se rió-. Pero, esa no es una decisión mía -la risa degeneró en un espasmo de tos-. Siempre insistías en probar el primero. ¿Te acuerdas?
– Sí, claro que me acuerdo -recordaba el modo en que lo levantaba, para que alcanzara la fruta aterciopelada con sus manos. Clover y Rosie disfrutarían mucho haciendo eso. Y Stacey. Se preguntó qué sentiría besándola, a qué sabría el dulce jugo de sus labios, como sentiría su piel, cálida por el sol, bajo sus manos. Y luego se preguntó si se estaba volviendo loco-. ¿Tienes que vender la tierra a unos constructores?
– ¿No quieres que lo haga? Puedes impedirlo cuando quieras.
Sí. Pero solo si estaba dispuesto a jugar a los juegos de su abuelo. A hacerlo todo a su modo. Su abuelo era tan manipulador como su padre, cuando le ofrecía un puesto en la junta directiva. No había dinero suficiente para eso.
Su abuelo sabía que había solo una cosa que lo podría hacer volver al hogar de su infancia: aquel jardín en el que tanto tiempo había pasado. Pero si se dejaba tentar, le ocurriría como a la mosca con el frasco de miel. Terminaría atrapado.
– Un montón de naves industriales arruinarán el paisaje del pueblo -dijo él.
– Quizá los residentes de la zona estén más preocupados por tener trabajo que por tener buenas vistas -dijo su abuelo, mientras se acercaba en la silla de ruedas-. ¿O es que estás pensando en alguien en particular? Dime, ¿es que esas niñas siguen lanzando su pelota por encima del muro? -Nash no respondió-. Su madre solía ayudarme cuando yo estaba muy ocupado.
– ¿Sí? -Nash se preguntó si también saltaría el muro cuando iba a trabajar.
– Tiene los dedos verdes. ¿Has visto su jardín?
– Cultivar malas hierbas no te pone los dedos así -dijo él.
– Una mala hierba no es más que una flor que crece en el lugar equivocado. Su jardín no está en el lugar equivocado. Si lo has visto, que sé que lo has hecho, te habrás dado cuenta de eso.
– Quiere comercializar plantas silvestres. ¿Tú crees que eso es una buena idea?
– Especializarse es el único modo en que puede sobrevivir el pequeño comerciante. Especializarse y vender por correo, estar en Internet -Nash sentía la mirada de su abuelo fija en él. Su cuerpo podría estar destruido, pero su mente estaba intacta.
– Eso suena demasiado grande para Stacey.
– Solo necesita a alguien que la anime. Alguien que le dé confianza en sí misma. Su marido se mató en un accidente de moto algún tiempo atrás. Quizá te lo ha contado -Nash ni lo confirmó ni lo negó-. Se quedó destrozada durante un tiempo. Seguramente, le vendría bien un trabajo tan cerca de casa…
– Habla de mudarse.
– Ya -aquella única palabra contenía más conocimiento sobre la naturaleza humana que un libro entero-. Las cosas le deben estar yendo muy mal, entonces. La casa está en ruinas, pero ella no dejaría su jardín a menos que no tuviera más remedio que hacerlo.
– No será fácil de vender si hay un polígono industrial justo al lado -en cualquier caso, no era fácil de vender. Su abuelo tenía razón. Aquella casa estaba en ruinas.
– Bueno, es tu decisión.
– O me convierto en el nieto pródigo o vendes aquel lugar. Menuda decisión. Soy botánico, no jardinero.
– Lo único que haces es huir, Nash. La selva no es un lugar para un hombre joven como tú.
– Menos aún para un nombre viejo -respondió él-. Hace falta algo más que un chantaje sentimental para hacer que me quede aquí. Si me voy, no regresaré. Así que, ¿porqué habría de preocuparme por lo que le ocurra a este lugar?
¿Si? Hasta hacía una semana era un hecho…
– Porque lo adoras, por eso.
– Lo adoraba, abuelo, lo adoraba -había sido su refugio, el único lugar en el que nunca nadie estaba enfadado-. Ya no soy un niño. Además, aunque quisiera, que no quiero, no podría llevar un vivero.
– Es una pena. La jardinería es una nueva forma de sexo, o al menos eso es lo que he leído en el periódico -Archie sufrió un nuevo ataque de tos-. Es una pena que esté tan enfermo y no pueda aprovecharme -dijo con una mueca-. Podrías contratar a alguien para que te ayudara.
– ¿Qué sentido tendría?
– Dímelo tú, que eres el que tiene esa cara tan rancia -miró los documentos que había sobre la mesa junto a é-. Dime qué es lo que quieres y lo haré. Te quedas o te vas. Es tu decisión.
Sí, era su decisión y debía haberla tomado el fin de semana pasado, negándose a dejarse afectar por emociones que venían del pasado. Entonces, ¿por qué no la había tomado?
– Debías de haberle dado la tierra a mi madre. Es tu pariente más próxima.
– Eso es lo que ella insiste en recordarme -él sonrió-. Una vez que te lo haya cedido a ti no habrá nada que te impida hacerlo tú. Te aseguro que ella no se va a poner sentimental por un trozo de tierra con árboles frutales. Tampoco le importa en exceso el paisaje.
– Yo no… No -su madre no sabía el significado de esa palabra-. Tú no quieres que haga eso, ¿verdad?
El viejo se encogió de hombros como si le diera igual, pero no logró engañar a Nash ni por un segundo.
– ¿Cuándo te marchas?
– No me voy hasta el jueves. Me han pedido que dé una charla en la universidad mientras esté aquí. De hecho, me han pedido que acepte la nueva cátedra de botánica.
– ¿De verdad? -si hubiera tenido alguna esperanza de impresionar al viejo, estaba claro que se habría sentido tremendamente decepcionado. Tomó los papeles y se los guardó en el bolsillo-. En tal caso, esto puede esperar. Vuelve cuando hayas tomado una decisión. Y tráete una botella de whisky.
– ¿Te permiten beber whisky?
– No, pero no te preocupes, hace falta mucho más que eso para matarme.
Se detuvo en la tienda del pueblo para comprar un poco de pan y leche. Estaba cerrada, pero el anuncio que vio en el escaparate le llamó la atención.
Habitación de alquiler. Adecuada para un estudiante. Contactar con Stacey O'Neill, en el Lodge, Prior's Lañe.
Solo podía haber dos razones por las que no se lo había dicho. No se fiaba de él, o no se fiaba de sí misma. Y él se había portado muy bien aún cuando los ojos de ella le habían rogado en silencio que se portara mal.
Quizá debería parar en su casa y preguntarle cuál de las dos razones era. Aceptar aquella invitación.
No, claro que no debía hacerlo. Sabía que no debía.
Si hubiera estado preparada para alquilarle una habitación se lo habría dicho cuando se lo había preguntado.
Pero no sería amable por su parte avergonzarla, no lo sería.
Pero, al diablo con ser amable, cuando se había pasado un montón de noches en el duro suelo, dando vueltas de un lado a otro, preocupado por las dificultades que ella tendría para vender la casa, si él le robaba las vistas.
Eso, además del desconcertante efecto de la idea de encontrarse a la señora O'Neill a primera hora de la mañana, con el pelo revuelto y los ojos vulnerables. Eso era suficiente para darle a cualquier hombre todo tipo de extrañas ideas.
Se montó en su Harley, y ya estaba a mitad de camino por Prior's Lañe, cuando recordó que se iba a marchar el jueves, justo después de la charla. Si le decía a Stacey que le dejara aquella habitación, sabía que no se marcharía a ningún sitio en mucho tiempo.
El suelo podía ser duro y su saco de dormir solitario, pero para un hombre dispuesto a evitarse complicaciones, era mucho más seguro.
Stacey estaba lijando la pintura de la ventana, cuando oyó una moto que se aproximaba. El corazón se le encogió y levantó la cabeza para escuchar ese sonido especial que hacía el motorista al cambiar de marcha.
Pero la moto redujo la velocidad antes de acercarse a la casa. Seguro que era alguien que se había equivocado.
Algún tiempo atrás solo el sonido de una Harley habría sido suficiente para que se pusiera a llorar. Sin embargo, en aquella ocasión se limitó a seguir lijando.
Había querido a Mike. Lo había querido mucho más de lo que él la había querido a ella. Había sido un inútil, un marido infiel, y un padre no demasiado bueno. Ella había madurado. Él no. Pero nunca había renunciado a seguir intentándolo y, durante un tiempo lo había echado de menos. Pero su hermana tenía razón. Había llegado el momento de dejar escapar el pasado.
Desde la ventana, pudo ver lo que ocurría al otro lado del muro. Nash acababa de entrar en jardín con una gran Harley. ¿Había sido aquella la moto que había oído?
Ella lo observó, sabiendo que él no era consciente de ello, mientras se desabrochaba la cazadora. Recordó el olor a cuero y a gasolina, a hombre dispuesto a amar. Nash era uno de esos hombres por los que una mujer podía perder la cabeza.
Pero ninguna mujer en su sano juicio volvería a cometer el mismo error.
Miró al jarrón lleno de margaritas que se había llevado hasta el baño para que la inspiraran. Lawrence Fordham no le regalaría margaritas. Seguro que era uno de esos individuos que regalaban las tradicionales rosas rojas, si es que regalaba flores. Y estaba segura de que no le iba a gustar que su acompañante tuviera las manos más rudas que las de él. Suspiró y se puso los guantes.
Nash se quitó la cazadora y sacó una cerveza de la nevera portátil, le quitó la arandela y se sentó dispuesto a enfrentarse a sus opciones. Pero el fresco aroma de un jardín frutal lo embriagó.
Después de haber limpiado la base de los árboles, no había podido evitar seguir adelante.
Le había dicho a su abuelo que no era un jardinero, pero seguro que habría aprendido algo de él durante todos aquellos años en los que lo había seguido a lo largo de su santuario, haciendo pequeños trabajos que él le encargaba.
La verdad era que había aprendido mucho. Su abuelo siempre le había respondido a cuantas preguntas le había hecho.
Si se quedaba, aquel jardín centenario sería suyo. No tenía otra atadura que la promesa de cuidar de aquel santuario.
Pero, ¿cómo podría hacer eso si estaba en el otro extremo del mundo?
En Centro América podría encontrar la inmortalidad. Le daría su nombre a alguna especie milagrosa de planta. Aparecería en los periódicos científicos, y en las listas de los grandes buscadores de plantas de todos los siglos. Una semana atrás estaba convencido de que aquello era lo que quería.
Pero es que una semana atrás aún no había conocido a Stacey.
Quizás debería sugerirle a Archie que le diera el jardín a ella. Seguro que lo apreciaría más que nadie. También se lo podía dar él una vez que estuviera en su poder. La idea le resultaba realmente atrayente. Podría hacer realidad su sueño…
Aunque se sentía muy atraído por la idea, tuvo que volver a la realidad. Ya tenía bastantes problemas. Restaurar un lugar así costaba mucho dinero. Por supuesto, no había ningún motivo que le impidiera hacer eso por ella. Tenía todo el verano para hacerlo. Podría arreglar la oficina, instalar un ordenador y contratar a alguien para que le diseñara una página Web. Podría poner una puerta en el muro.
Comenzó a darle vueltas a la idea. Se levantó y se dirigió hacia el invernadero
No estaban tan mal. Podrían estar restaurados en unas cuantas semanas. Le dio una patada a un baldosín suelto, que había sido levantado por la incontrolable fuerza de una planta, que había aprovechado una grieta para fijarse. Se arrodilló y la colocó en su lugar. No estaba tan mal. Se puso de cuclillas y pensó sobre ello. Poco a poco fue tomando conciencia del maullido de los gatitos.
Stacey se arrepintió de haber empezado. Prefería mil veces cavar en la tierra antes que lijar. Y estaba aún en la parte fácil.
Clover y Rosie ya la habían abandonado. Había empezado con mucho entusiasmo, pero se habían aburrido. En cuanto empezaron a hacer una cadena de margaritas para dársela a Nash, entendió que las había perdido y las mandó a recoger guisantes.
Se levantó el borde de la camiseta y se quitó el sudor de la cara. Cuando alzó la vista vio que Nash había dejado una caja de cartón encima del muro. El sol resplandecía como oro sobre sus hombros. ¿Es que aquel hombre nunca se ponía camiseta? ¿No sabía el efecto que provocaba sobre una mujer su torso desnudo?
Claro que lo sabía. Mike incluso paseaba con el torso desnudo cuando estaba todo nevado.
Daba muy mal ejemplo saltando de arriba abajo sin camiseta. Si pensaba visitarlas a menudo, tendría que ponerse camiseta y entrar por puerta principal, como todo el mundo. Se lo iba a decir.
Pero no en aquel preciso instante. Estaba demasiado ocupada. Tenía que seguir lijando la madera y obviarlo a él y a su caja con lo que contuviera. Seguro que lo que pretendía era que lo volvieran a invitar a tomar té. Pues no iba a conseguirlo.
– Stacey -Nash estaba de pie bajo la ventana, con la caja en la mano-. ¡Stacey! -la llamó de nuevo, negándose a ser ignorado.
– Estoy muy ocupada, Nash. Y si lo que tienes ahí son más flores, te diré que ya no tengo jarrones.
– No son flores. Mira, ¿puedes bajar? Tengo un problema – ¡vaya, tenía un problema! Tendría que probar a vivir un día de su vida. Se iba a enterar-. Necesito tu consejo.
¡Seguro! ¿Es que parecía tan tonta?
Ella lo ignoró, pero él no esperó una respuesta. Entró en la casa como si fuera suya.
¡Qué cara! Porque le hubiera arreglado la cortadora… porque lo hubiera invitado a té…
Se apartó de la ventana y se dirigió a la cocina. Para cuando llegó, Nash no solo estaba allí, sino que estaba sacando la leche del frigorífico.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó. Y entonces los vio. Eran tres… no, cuatro bolitas de pelo, arropadas en su camiseta que maullaban desesperadas.
– Lo siento, pero no tenía leche. ¿Crees que debería calentarla?
– ¿La leche? -Ella levantó la cabeza-. ¿Dónde está su madre?
– No lo sé. Pero no la he visto desde ayer. Iré a buscarla. Pero estas cositas están realmente hambrientas. ¿Tendría que calentar la leche? -repitió.
– Sí… no… -Se apartó unos mechones de pelo de la cara-. Solo templarla un poco. Sacó a uno de los gatitos de la caja. Era de color pardo y blanco, con un una marca negra en la nariz-. ¡Qué dulzura! Es precioso.
– Mami, ¿ha venido Nash? -Clover entró en la cocina con una cesta llena de guisantes, seguida de Rosie. Se detuvieron de golpe al ver a Nash. Rápidamente repararon en la caja llena de gatitos-. ¡Guau!
Stacey intercambió una mirada con Nash. «Esto va a ser una catástrofe», decían los ojos de ella. «Lo siento, no pensé qué…», decían los de él. Sabían exactamente lo que estaban pensando. Ese era un mal signo.
– Todavía son muy pequeños -dijo ella rápidamente-. ¿Tú crees que sabrán beber solos?
– No lo sé -su boca sonreía, pero sus ojos estaban haciendo otra cosa. Algo que le provocaba un vuelco en el estómago-. No se lo he preguntado.
¡Maldito! ¿Cómo se atrevía a hacerle aquello? No podía entrar en su casa con una caja llena de problemas. Si no podían beber solos y la madre estaba muerta en alguna carretera, los pequeños no sobrevivirían y a Rosie y a Clover se les partiría el corazón.
– Averigüémoslo -dijo ella, quitándole la leche y echándola en un cazo.
Les llevó un buen rato, un montón de intentos con los dedos impregnados de leche y mucho líquido esparcido hasta que el instinto y el hambre los llevó a beber del plato.
Finalmente, una vez satisfechos, limpios y exhaustos, fueron devueltos a su caja donde se durmieron.
Nash miró a Stacey.
– Van a sobrevivir, ¿verdad?
– Puede que sí. Lo que no sé es si yo voy a poder ocuparme de ellos. Tengo que salir mañana -tenía que ir a la peluquería por la mañana. Ir a ver a Archie y luego salir con Lawrence por la noche. Ni siquiera le había preguntado a Vera si podría quedarse con las niñas.
– Estarán dormidos la mayor parte del tiempo, y yo puedo vigilarlos si me dejas una llave – ¿una llave? Ese era un gran paso-. O quizá prefieras que me los lleve conmigo al invernadero.
– ¡No! -no le sorprendió que a Rosie y Clover no les gustara la idea.
– Supongo que estarán mejor aquí -dijo ella-. Si de verdad no te importa ocuparte tú de ellos.
– Puesto que te he molestado con todo esto, te daré algo a cambio -él sonrió-. Quizá pueda ofrecer fruta en pago por tu hospitalidad -Stacey se rió-. ¿Qué? Hay muchísima, y pensé que…
– Sé exactamente lo que pensaste. Pensaste que tal vez podría hacer un pastel e invitarte.
– Esa idea jamás se me pasó por la imaginación.
– ¿No?
Él la miró como si se sintiera ofendido, lo que no la engañó a ella ni por un momento.
– Pero si me invitaras, no te diría que no. Es imposible hacer pastelería en una hoguera.
– ¡Nash! Estoy pintando el baño. No tengo tiempo de ponerme a hacer repostería.
– ¿Estás pintando? Bueno pues, entonces, nada -se levantó a toda prisa y ella se encontró con sus maravillosas piernas, una visión que la privó momentáneamente de la capacidad de hablar, aunque su cerebro estaba gritando: «no seas idiota, dile que se quede».
Llegó hasta la puerta, pero, una vez allí, se dio la vuelta y se aproximó a ella.
– A menos… -dijo él, mirándola a los ojos. No era justo. Se estaba aprovechando de la situación-. A menos que tú hagas un pastel mientras yo pinto.
Podía decorar el baño entero, el recibidor, decorar lo que le viniera en gana, si seguía mirándola con aquellos ojos azules. Podía, incluso, pintarla a ella, toda entera, de arriba abajo, con una sedosa emulsión de azafrán amarillo… Frenó de golpe la imaginación.
– Pensé que tendrías algo importante que hacer hoy -dijo ella, tratando de sonar firme, pero no lo consiguió. Seguía en el país de los sueños, fantaseando sobre la pintura.
– Ya he terminado. Soy todo tuyo -ella no lo dudó ni por un momento. Estaba recibiendo el mensaje alto y claro. Sería todo suya hasta que la atracción que sentía por su pastelería se desvaneciera y fuera en busca de otra atracción mayor.
Podía leer su pensamiento como si se tratara de un libro abierto.
– ¿Estás seguro?
– Un par de horas pintando a cambio de un par de horas cocinando. A mí me suena a un buen trato.
– Es más de un par de horas. Todavía estoy lijando.
– Lijar es mi trabajo favorito -dijo él, con un gesto sereno.
«¡Dios santo!», pensó Stacey. ¿Qué tipo de trato estoy sellando? Y, lo que era peor, a qué estaba diciendo que sí.
Él estiró el brazo y la tomó de la mano. Ella sintió que estaba en el cielo.
– ¿Por qué no me enseñas lo que quieres que haga? -la ayudó a levantarse.
Sin poder decir nada, le permitió que continuara tomándola de la mano y, subieron las escaleras.
Stacey había empezado a lijar, pero quedaba mucho.
– ¿Qué vas a hacer con esto?
– Pintarlo… -dijo Stacey una vez que consiguió desenredar la lengua-. Va a ser todo amarillo y blanco, como las margaritas.
Las flores estaban atadas entre sí, formando una cadena. Aquella era la idea que tenían Clover y Rosie de lo que era ayudar. Las agarró, mientras Stacey le explicaba sus planes, le contó que había comprado baldosines y algo sobre una cortina.
Una de las cadenas de flores estaba atada formando un círculo, una especie de corona que él tomó en sus manos.
Ella miró a las flores nerviosamente.
– Como verás, aquí tienes mucho más trabajo del que tienes al lado. No tienes por qué hacer esto, de verdad…
– Sí, sí que tengo que hacerlo -levantó la corona de margaritas y se la puso sobre el pelo. Ella iba a quitársela, pero él le sujetó la muñeca-. Déjatela. Es perfecta. Tú eres perfecta.
La tomó de la cintura, acercó su cuerpo e hizo lo que había deseado hacer desde la primera vez que la había visto.
Dejó a un lado la «sensatez» y la «cordura», y todas esas palabras tras las que se había estado ocultando durante demasiado tiempo, y la besó, con suavidad y con pasión.
Capítulo 7
Stacey pensaba protestar. En el momento en que volviera a tener control sobre su boca iba a decirle a Nash Gallagher que era injusto lo que había hecho, reblandeciendo su corazón con un montón de gatitos indefensos, ofreciéndose a decorar el baño, y aprovechando que sus defensas estaban bajas para, entonces, besarla.
De verdad que iba a hacerlo. Solo que su boca estaba ocupada, y Nash había empezado a tomarse todo tipo de libertades con su lengua, deleitándose con su labio inferior, invitándola a una voluntaria participación en aquella dulce seducción.
Bien, no estaba dispuesta a colaborar. Aquello no era lo que ella quería. Bueno, lo era, pero se había hecho el propósito de ser razonable y de no dejarse llevar, no importaba cuan grande fuera la tentación.
Puso la mano sobre sus hombros para dejarle claro que quería que parara.
Pero, bajo su palma, sintió el calor sensual de su piel sedosa, y su mano se arqueó en el dibujo sinuoso de su cuello.
Él le soltó la muñeca y, por un momento, ella pensó que la iba a dejar ir, y entonces se dio cuenta de que tampoco quería que se alejara.
Stacey estaba confusa pero, por suerte, Nash parecía tener muy claro lo que estaba haciendo, porque la rodeó con el otro brazo, en un gesto que sugería que no iba a permitir que se marchara en mucho tiempo.
Stacey pensó, entonces, que ya se preocuparía de ser razonable más tarde.
Sus labios traidores actuaban por su cuenta, y se habían abierto bajo el suave empuje de su enemigo. El resto de su cuerpo estaba cediendo con idéntica prontitud.
Habían pasado años desde la última vez, pero su memoria no la había abandonado. Había estado trabajando desde el instante mismo en que se lo había encontrado con todas aquellas fresas en las manos, mostrándole pequeños fragmentos de lo que era el deseo cálido, urgente y dulce.
Pero los fragmentos se habían fundido en un momento de realidad y ella se iba acercando cada vez más deprisa a ese punto en el que derretirse de placer parecía inevitable.
De pronto, Nash dejó de besarla, se apartó ligeramente y ella gimió una pequeña protesta, hasta que se encontró con sus ojos azules y ardientes…
– ¿Alguna vez has…? -comenzó a decir. Luego se detuvo, como si necesitara respirar. Podía sentir su corazón latiendo a toda prisa, notaba el subir y bajar de su torso, mientras, como ella, trataba de recobrar el aliento. Habría querido poder apoyar su cabeza sobre su pecho, haber podido sentir el calor, pero algo le dijo que él trataba de decirle algo importante.
– ¿Qué? ¿Si alguna vez he…?
– Si alguna vez has probado el sabor de un melocotón recién caído del árbol.
Podría haber esperado cualquier cosa, excepto aquello. Confusa, se apartó de él y lo miró a la cara, tratando de descubrir el significado oculto que había tras sus palabras.
Detrás de ellos, estaba Clover, en la puerta, con uno de los pequeños gatitos entre las manos, y los ojos muy abiertos, en un gesto pensativo.
¡Maldición! ¿Qué habría visto? ¿Qué estaría pensando?
– Clover -empezó a decir, mientras su cabeza daba vueltas tratando de encontrar algo que decir-. ¿Qué estás haciendo con el gatito?
– Se ha despertado. Tiene hambre otra vez -de pronto cambió de tema-. ¿Es que Nash va a ser mi nuevo papá?
Hubo un largo y doloroso silencio antes de que Stacey lograra soltar una carcajada y apartar el brazo de Nash de su cintura. Él no trató de detenerla en ningún momento. Probablemente estaba tratando de decidir entre salir corriendo o tomar una ruta más directa y saltar por la ventana abierta.
– ¿Tu nuevo padre? -repitió Stacey, incapaz de mirar a Nash.
– Te estaba besando. Papá también te besaba así.
Pobre hombre. Un solo beso y su hija ya lo estaba apuntando con una pistola.
– Sí, bueno… es que me sentía un poco triste porque los gatitos han perdido a su madre -improvisó ella-. Nash solo trataba de consolarme.
Y desde luego que había logrado consolarla…
Clover no pareció muy convencida. Ya tenía diez años y era lo suficientemente mayor como para entender las diferencias entre consolar a alguien y un beso como aquel.
– Cuando a la madre de Sarah Graham empezaron a consolarla así, Sarah se encontró con un nuevo padre y una hermana bebé.
¡Estupendo! Finalmente, miró a Nash en espera de un poco de ayuda.
Él estiró la mano, y pasó un dedo por la pequeña cabeza del gatito.
– ¿Te gustaría tener una hermanita? -le preguntó a Clover.
¡Vaya forma de ayudar!
Al menos, Clover no la traicionó.
– ¡Para nada! -Dijo, sin dudarlo un momento-. Ya tengo una hermanita y es un rollo -Stacey respiró aliviada demasiado pronto, antes de lo que estaba por venir-. Pero no me importaría tener un hermanito como Harry, mi primo.
No, no sería moreno, como Harry, sino con la piel dorada como el brillo del sol y el pelo rubio.
– Clover, llévate ese gatito abajo y ponlo en la caja con los demás. Luego, lávate las manos con jabón y agua caliente.
– De acuerdo -Clover hizo un amago de moverse, pero no salió-. ¿Dónde está la mamá de los gatitos? -le preguntó a Nash. Stacey notó que él la estaba mirando y ella se negó a ver la expresión de sus ojos. Probablemente, sería de pánico absoluto. No obstante, estaba esperando a que ella lo guiara-. A lo mejor está herida -continuó Clover, antes de que Stacey pudiera pensar en algo que decir. No le resultaba fácil pensar claramente cuando su hija de nueve años acababa de pillarla comportándose como una adolescente atolondrada- Deberíais estar buscándola.
– Clover, cariño -comenzó a decir Stacey, mientras pensaba en todas las pequeñas víctimas que veía en la carretera cuando salía a pasear en su bicicleta.
– ¡A lo mejor no está muerta!
– Tienes razón, Clover -le dijo Nash rápidamente-. Iré a buscarla. De hecho, eso era lo que pensaba haber hecho en cuanto me asegurara de que los gatitos estaban bien.
Ya estaba. No necesitaba saltar por la ventana del baño. Su hija le había ofrecido una salida menos arriesgada.
– Sí, vete. Ya me las arreglaré yo con el baño.
– ¿Puedes? -sonrió ligeramente-. ¿Significa eso que me he quedado sin repostería?
– Ya sabes que los dulces son perjudiciales.
– ¿De verdad? -se encogió de hombros. Estaba claro que la acampada al aire libre y la repostería eran incompatibles-. Pero no dejes que la fruta se estropee.
No esperó a que ella le diera las gracias. Le revolvió los rizos a Clover y se dirigió hacia la escalera.
Stacey agarró la lija como si fuera un salvavidas y ya que sus piernas parecían dos esponjas que se negaban a sujetarla, se puso a trabajar en el rodapié.
Así no podría dejarse vencer por la tentación de mirar a Nash por la ventana, mientras buscaba a la gata por el jardín. Y no iba a recolectar fruta. No estaba dispuesta a volver a saltar por encima de ese muro otra vez.
– ¡Mami, mami! -Poco a poco fue tomando conciencia de la voz de Rosie- ¿Dónde se ha ido Nash?
Maldición, maldición, maldición. No había sido su intención, haber hecho lo que había hecho. No había tenido intención alguna de besarla. Había sido una locura. No quería complicarse la vida, verse sumido en un laberinto de compromisos emocionales.
Si estaba solo, nadie podría hacerle daño. Así era como había vivido desde que había tenido la madurez suficiente para entender los juegos en los que se metían los hombres y las mujeres, las estrategias que usaban para hacerse daño mutuamente. Le había servido. Al menos hasta entonces.
Se puso de cuclillas y apoyó la espalda sobre el muro cálido, sintiendo un miedo profundo dentro de él al reconocer cuánto se había alejado de la soledad en los últimos días.
Era fácil estar solo cuando no deseaba nada. Es fácil mantener los ojos fijos en el camino que tienes delante, cuando nadie te distrae, cuando nadie te hace sentir que deseas los caminos adyacentes.
Pero, ¿qué se podía hacer cuando el cuerpo ardía, cuando te pedía que dejaras de huir con la promesa de que no te arrepentirías? No había que creerlo, no si se seguía el sentido común.
Pero, ¿qué se hacía cuando el corazón te decía que querías perderte en los brazos de una mujer y darle, a cambio, a ella y a sus hijas todo lo que tenías, darle el hijo que tanto deseaba? ¿Qué se podía hacer cuando, de pronto, eso parecía lo más importante del mundo?
Sufrir, eso era lo que se podía hacer.
Se sentía furioso e inútil. Reconocía un vacío y una frustración inexistente hasta hacía tan solo unos días, en una vida que, hasta entonces había transcurrido sin problemas, como si se tratara de un tren expreso que se dirigiera hacia una gran ciudad.
De pronto, un día, una bola había llegado volando, y había originado un cambio de ruta. Un solo segundo más en brazos de Stacey y, quizás, ya no se habría dado cuenta de nada hasta que hubiera sido demasiado tarde. Y quizás, ya no le habría importado.
Nash se levantó y se apartó del muro.
Había llegado el momento de dejar de ser sentimental, y de empezar a sentir con la cabeza una vez más. Se iba a marchar el jueves. Estaría lejos al menos durante un año. No tenía tiempo para nada de aquello. Tenía que olvidarse de los melocotones dulces, de los labios cálidos y de esa clase de amor que él buscaba en sus sueños más profundos.
Stacey, decidida a no pensar más en Nash, comenzó a frotar la lija con fiereza. Más tarde fue a ver cómo estaban los gatitos, y se preparó una taza de té. Luego pensó en todas las frutas dulces y maduras que había al otro lado del muro. Sí, estaba muy bien que asegurara con toda determinación que no iba a pasar allí, pero sería criminal dejar que toda esa fruta se pudriera o fuera aplastada por una apisonadora.
Le había dicho que tomara cuanta quisiera, que no dejara que se estropeara en el árbol.
Le concedía mucha libertad sobre un lugar que solamente estaba limpiando.
A pesar de todo, tenía que reconocer que era un buen trato. Vera estaría muy contenta si se encontraba un par de pasteles en el frigorífico, a cambio de haber cuidado a las niñas el lunes por la noche. Y cuando él regresara, si es que Nash regresaba, tendría hambre.
Escaló el muro, recolectó fruta suficiente para hacer una docena de pasteles. Y, cuando ya no había más fruta, no pudo evitar pasear de un lado a otro como si esperara que él apareciera y la encontrara allí. Un beso, y todo su sentido común se había esfumado.
Se dio una vuelta por el jardín. Nash lo había limpiado, incluso había preparado el terreno para volverlo a sembrar. El lugar empezaba a recuperar el aspecto que tenía antaño, cuando Archie llevaba aquel lugar, y vendía siemprevivas a gente lo suficientemente lista como para ir hasta allí a comprarlas. Las verduras y frutas que cultivaba casi siempre las regalaba.
Ella le decía que ese no era modo de llevar un negocio, y él respondía que no necesitaba mucho.
¿Qué demonios estaba pasando allí?
Si el jardín iba a acabar aplastado por una apisonadora, ¿por qué Nash se estaba molestando en limpiarlo y en cuidarlo? Realmente, ¿para qué necesitaban un hombre que hiciera nada allí, cuando una máquina podría acabar con todo aquello en unas cuantas horas?
De pronto se encontró con muchas más preguntas que respuestas, pero Nash no regresaba y ella tenía un montón de fruta que limpiar.
Cuando terminó de hacerlo, tenía las manos tintadas de zumo rojo y las uñas negras. Con un poco de suerte, cuando Lawrence Fordham llegara al día siguiente, la miraría de arriba abajo y saldría corriendo. Después, le diría a su hermana Dee que prefería morir en celibato, antes de llevar a su hermana a la cena del sábado.
Nash seguía sin aparecer.
Llegó la hora en que les pidió a las niñas que dejaran a los gatos, que se dieran un baño y se metieran en la cama.
Ella se limpió las manos con agua caliente y se le pusieron rojas. Tal vez era de tanto restregarse. Le daba igual. Se metió en la cama y se durmió.
Nash tardó varias horas en encontrar a la gata. Caminó varias millas en dirección a la ciudad, buscando a ambos lados de la carretera. Después, con la linterna, buscó por los caminos de tierra. Podía estar muerta, pero no soportaba la idea de que estuviera malherida y agonizante.
Estaba a punto de darse por vencido, cuando un par de ojos reflejaron la luz de su linterna. La había encontrado. Se había enganchado en una alambrada, pero aún estaba viva.
Stacey se despertó al oír unas piedrecitas que golpeaban el cristal de su ventana. Al principio, no supo qué era.
Luego, una piedra golpeó de nuevo y ella se levantó a ver de quién se trataba.
– ¿Nash? -si pensaba que podía regresar en mitad de la noche, mientras las niñas estaban dormidas…
– Stacey, tengo a la gata.
– ¿Viva?
– Pues claro que está viva -protestó él. No iba a haber traído el cuerpo sin vida del animal-. Déjame entrar, por favor.
Ella bajó las escaleras y abrió la puerta con los dedos temblorosos.
– El veterinario le ha cosido las heridas y le ha dado antibióticos -la pobre criatura estaba envuelta en una manta. No entendía cómo no la habían dejado con el veterinario toda la noche-. Me dijeron que se recuperaría antes si sabía que sus gatitos estaban bien.
– ¡Oh, Nash! -nunca había sido una gata bonita, pero con la mitad del pelo afeitado, y todas aquellas hileras de puntos negros, parecía una versión felina de Frankenstein-. ¿Dónde la has encontrado?
– En el camino de la granja de Bennett. Estaba enganchada en una alambrada.
– ¡Pero eso está a kilómetros de aquí! -cuando entró en la cocina, notó que tenía los brazos heridos él también, no sabía si por las zarpas de la gata o por la alambrada-. ¿Y tú? ¿Te has puesto la antitetánica?
– No te preocupes, llevo la vacuna al día -puso a la gata en la caja, junto a sus gatitos, y ambos observaron cómo los lamía.
– Vamos -dijo Stacey-. Vamos a limpiar esas heridas.
Buscó un líquido antiséptico.
– Pero si ya me había lavado en la consulta. Además, la alambrada estaba limpia.
– ¿Y desinfectada?
Él sonrió.
– Lo dudo.
– Eso era lo que me imaginaba -le agarró la muñeca y comenzó a limpiarle las heridas-. Pero esto te tiene que haber dolido.
– Sobreviviré -al sentir sus dedos fríos sobre la muñeca, y su pelo revuelto de recién levantada de la cama, pensó que podría hacer mucho más que eso.
Por encima del intenso olor a antiséptico, había un aroma a sábanas limpias y a cepillo de dientes, mucho más atractivo que un exótico perfume.
Mientras ella se detenía para sujetarse de nuevo el pelo con la goma, justo antes de volver a su tarea, Nash decidió que las últimas horas habían valido la pena solo por aquello.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó ella. Sí, claro que tenía hambre. Pero no era comida lo que necesitaba, era a Stacey, allí mismo, en sus brazos-. ¿Has cenado?
Aquello era ridículo. No necesitaba a nadie, nunca había necesitado a nadie.
– No, pero tengo…
– ¿Huevos?
– Stacey…
– Están muy bien, los consigo a cambio de mis verduras. Son orgánicos, sin colesterol -le explicó.
– ¿Tus verduras?
– No, los huevos. ¿Los quieres revueltos?
Stacey se dio cuenta de que estaba hablando demasiado. Siempre lo hacía cuando estaba nerviosa. Y, desde luego, en aquel momento estaba nerviosa. Porque había decidido que Nash no se iba a ir, se iba a quedar con ella.
– Stacey, es muy tarde. Será mejor que me vaya, si tú te las puedes arreglar sola.
Comprobó que la gata estaba bien, y evitó la mirada de Stacey. Porque le provocaba algo dentro, le hacía sentir algo que no quería sentir. No quería ser tan vulnerable, odiaba esa necesidad que sentía de ella.
Ella se arrodilló a su lado. La gata estaba medio dormida y los gatitos se acurrucaban junto a su vientre.
– Stacey -se volvió y lo miró. Iba a decirle que se marchaba, que el jueves se habría ido, pero las palabras se murieron en su boca. Estiró la mano y la posó sobre su mejilla.
– ¡Stacey!
Ella se levantó de golpe y se dio la vuelta.
– ¡Dee!
– He traído el coche. Iba a meter la llave en el buzón pero, al ver luz, pensé que pasaba algo.
– No pasada nada, al menos, de momento -Stacey tragó saliva, sintiéndose como una adolescente a la que su madre había pillado in fraganti-. Tenemos una enferma. Es una gata.
– ¿Una gata? -Dee miró fijamente a Nash-. ¿Pero tú no tienes gato?
– No. Vive en el jardín de Archie, el viejo vivero. Tiene gatitos. ¿Quieres uno para Harry?
– No, claro que no. Y, ¿desde cuando unos gatos son una emergencia? -Dee no miraba para nada la caja, pues su atención estaba fija en el hombre que estaba junto a la caja.
Nash se estiró.
– Ha sido una alambrada la que ha provocado el problema.
– ¿Y usted quién es?
«¡Oh, no!», pensó Stacey.
– Soy Nash Gallagher -le tendió la mano, pero ella lo ignoró.
– Nash está trabajando en el terreno de al lado -dijo Stacey-. Está limpiando el jardín.
– ¿Limpiando el jardín? ¿Quieres decir que es un peón?
– ¡Dee!
Él la sujetó del brazo.
– Tranquila, Stacey. No es algo por lo que tenga que pedir disculpas -se volvió hacia Dee-, Sí, señora, estoy limpiando el jardín de Archie -luego sonrió-. Stacey lo único que ha hecho ha sido ofrecerme de vez en cuando una taza de té y ocuparse de unos gatitos sin madre.
– No lo dudo. Ella siempre ha tenido una especial debilidad por los seres indefensos… y los hombres musculosos.
Stacey protestó en silencio. Dee parecía su madre el día en que se encontró por primera vez con Mike.
– Nash -intervino Stacey-. Esta es mi hermana, Dee Harrington. Iba de camino al aeropuerto.
Esperaba que su hermana captara la indirecta y se marchara.
– Señora Harrington -dijo él, en un saludo cortés hacia la mujer que acababa de impedir que cometiera el peor error de su vida. Sabía que tenía que sentirse agradecido, pero no le ofreció su mano de nuevo. Ella asintió y esperó con toda frialdad a que él se marchara. Durante unos segundos tuvo la tentación de explicarle que no se dedicaba a limpiar jardines normalmente, tuvo tentaciones de decirle quién era. Pero el sentido común venció-. Os dejaré solas.
En cuanto se marchó, Dee la interrogó.
– ¿De dónde ha salido?
– Ya te lo he dicho. Está trabajando aquí al lado, en el vivero.
– Sabes que no es eso lo que te estoy preguntado.
Lo sabía.
– Está acampado en el terreno de al lado.
– ¿Y suele con frecuencia venir en mitad de la noche con algún animal herido?
– ¡No! -La única respuesta de Dee fue levantar las cejas-. Ha traído a los gatitos mientras se iba a buscar a la madre. Está mal, Dee, muy mal. Ha tardado horas en encontrarla y la traía del veterinario.
– ¿A las cuatro de la mañana?
Stacey se estaba cansando de aquel empeño de Dee por ejercer de hermana mayor.
– No creo que la gata sepa la hora.
– No has aprendido nada, ¿verdad?
– Por favor, Dee…
– No me lo puedo creer. Ese hombre es exactamente igual que Mike: mucho músculo, nada de cerebro y cero en ambición. Cuando eras una niña, se te podía excusar, pero ahora…
– No es como Mike. Es un… -estaba a punto de decir que era botánico, doctor en filosofía, pero algo le impidió hacerlo. Nash no se parecía en nada a Mike. Quizás físicamente, y podía entender que Dee dedujera el resto de ahí. Pero no se parecía en aquello que era importante-. No es como Mike, Dee.
– Claro que lo es. Me he dado cuenta de cómo lo mirabas. No lo hagas -le advirtió.
– ¡No he hecho nada! -no pudo evitar ruborizarse al recordar el modo en que había respondido a su beso.
– ¿No? No es más que un semental, Stacey. Solo quiere divertirse contigo, y estoy segura de que será divertido. Pero, ¿y después qué? Se marchará. Tú eres madre y tienes responsabilidades.
Aquel razonamiento estaba demasiado próximo al suyo, como para poder discutírselo.
– Estás sacando las cosas de quicio. De verdad que no ha pasado nada -solo había habido un beso. ¿Qué era un beso?
No había sido muy convincente. Dee le puso la mano en el hombro.
– Por favor, Stacey, escúchame. Noto la atracción que hay entre vosotros. Si se quedara, ¿qué tipo de futuro te esperaría? Tendrías que empezar otra vez, desde el mismo sitio en que te quedaste cuando estabas casada con Mike. Estarías con un hombre perdido en el camino hacia ninguna parte. Solo que esta vez, ya tienes treinta años.
– Veintiocho -Dijo ella, cansada con el maldito argumento de sus treinta años. Todavía le faltaban dos semanas para cumplir los veintinueve. No era vieja. Aún quedaba todo un año para los treinta-. Se va a marchar dentro de dos días, y yo mañana voy a salir con Lawrence, bueno, mañana no, esta noche.
– Por favor, haz un esfuerzo, Stacey -le dijo Dee, dejando las llaves del coche sobre la mesa-. Tim me está esperando fuera. Me tengo que ir. Te sugiero que te metas en la cama. Necesitas dormir para recuperar cuanto puedas de tu belleza.
Vaya, ese comentario no había sido muy alentador.
– Pásatelo bien en París.
– No voy a pasármelo bien, Stacey. Voy a trabajar. Algunos nos tomamos la vida en serio, ¿sabes? Quizás ha llegado el momento de que tú también lo hagas. Quizá no sea Lawrence, pero tienes que marcarte un objetivo en la vida. Antes de conocer a Mike, tenías cerebro. ¿Por qué no tratas de ponerlo en marcha otra vez?
Capítulo 8
“Bien”, pensó Stacey en mitad del silencio que siguió a la partida de su hermana. En las últimas horas había tenido todo tipo de consejos, la mayor parte de ellos contradictorios: no abandones tus sueños, tíralos a la basura, déjate llevar, toma control de la situación. Alcanza la luna.
Desde su habitación vio un resplandor lejano, más allá del muro del jardín y pensó en sus sueños. Pero Nash se iba a marchar en cuestión de dos días. Quizás había llegado el momento de que ella también lo hiciera.
Quizás debería escribir una lista. A Dee le encantaban las listas. Debería escribir lo que era realmente importante para ella. Las cosas pequeñas. Las cosas grandes. Lo absolutamente imposible. Lo totalmente estúpido.
De acuerdo, eran las cuatro de la mañana y tenía que dormir para estar hermosa al día siguiente, pero estaba amaneciendo y estaba completamente despierta. Podía tratar de poner su vida en orden.
Buscó un cuaderno que se había comprado para escribir todos esos pensamientos que a uno le asaltan en mitad de la noche.
Lo abrió por primera vez en meses, preguntándose qué ideas la habían asaltado en el pasado.
«Comer más arroz y pasta», vio escrito. ¿Acaso eso era tan importante como para escribirlo en mitad de la noche?
Después de leer unas cuantas cosas, llegó a la nota final: un recordatorio de que debía comprar leche. Arrancó las hojas y, sobre una nueva, escribió:
PLAN DE VIDA
1- Acostarme con Nash Gallagher antes de que se vaya.
Bien, aquello era absoluta y totalmente estúpido, pero era lo primero que tenía en mente, así que debía escribirlo.
– Quedarme con la casa.
– Terminar el baño para poder alquilar una habitación.
4 – Alquilar una habitación, para poder quedarme con mi casa.
5 – Casarme con Lawrence Fordham, solo si acepta vivir aquí para poder quedarme en mi casa.
6 – Comenzar mi negocio de plantas silvestres.
Se detuvo ahí, y miró la lista. Tenía que tachar dos de aquellas cosas: la que era completamente estúpida y la que era completamente imposible. Así que trazó una línea sobre la número uno y la número cinco.
Eso la dejaba con la clara determinación de que no iba dejar su casa, y el reconocimiento de que sus sueños no se iban a esfumar, no importaba cuánto insistiera su hermana mayor.
Por eso, decidió rescribir la opción número uno antes de ir a ver cómo estaban los gatos.
– ¿Puedo pasar sin peligro?
Stacey cerró rápidamente el cuaderno cuya lista había adoptado proporciones épicas en las últimas horas.
El sonido de su voz fue suficiente para causar todo tipo de estragos en su estómago, un sentimiento que le creaba graves conflictos con su firme propósito de mantener los pies sobre la tierra, mientras trataba de alcanzarla luna.
Hizo lo que pudo por ignorar aquellas sensaciones. Pero no debía de estar tan sujeta a la tierra como ella quería creer. Una simple sonrisa de Nash Gallagher era suficiente para que sintiera el calor del deseo recorriéndole todo el cuerpo.
– ¿Sin peligro? ¿Qué peligro? -preguntó, en un tono de voz que se presuponía debía de ser amigable y ligero. La cuestión era que, aunque había vacilado respecto a la primera opción, sus hormonas eran las que mandaban.
Nash se apartó un mechón de pelo de la frente y eso le obligó a utilizar toda su fuerza de voluntad.
– Tu hermana no parecía muy contenta con mi visita en mitad de la noche -dijo él, con una sonrisa en los ojos-. Pensé que tal vez habría traído un perro guardián para alejar cualquier tentación.
Así que pensaba que era irresistible. Bueno, tal vez tenía razón.
– Creo que a Dee no le gustarías a ninguna hora del día -y Stacey empezaba a pensar que su hermana tenía razón. Nash Gallagher no iba a ocasionarle más que problemas. A pesar de todo, no le resultaba fácil resistirse a sus encantos-. Pero no te preocupes. Se ha marchado a París. Iba camino al aeropuerto y ha parado aquí solo para dejarme el coche.
– ¿Va a estar mucho tiempo fuera? -le preguntó.
– Lo siento, pero mañana mismo estará de vuelta. Ha habido una crisis en su estrategia de ventas de yogur -él levantó las cejas-. Es la directora comercial de Fordham Foods.
– ¿Sí? Bueno, la verdad es que no me sorprende.
Stacey se encogió de hombros.
– Ella es el cerebro de la familia.
«Mientras que yo soy la que se deja embobar por unos músculos», pensó Stacey, mientras le daba una llave de la puerta trasera, con mucho cuidado de que sus dedos no se rozaran. Fue inevitable: se tocaron, y surgieron todo tipo de urgentes deseos en pugna con todo tipo de razones para no dejarse llevar. Se cuidó muy mucho de no mirarlo, para no acrecentar las sensaciones que le había provocado un simple roce.
– He llevado a la gata al sótano. Está bien alimentada y tiene todo lo que necesita -no sabía si él recordaba la promesa que le había hecho de cuidar de la gata-. Si puedes, ven a verla de vez en cuando. Yo volveré antes de que las niñas salgan del colegio.
– ¿Vas a estar fuera todo el día?
– No tengo el coche de mi hermana muy a menudo, así que tengo que aprovechar. ¿Querías algo?
Sus ojos le dijeron exactamente lo que quería.
– Iba a aceptar esos huevos revueltos que me habías prometido.
– Sin problemas. Hazte lo que quieras -dijo ella-. Están en la nevera.
Los dos sabían que no era a eso a lo que se refería. Pero ella tomó sus bolsas, las llaves y se dirigió hacia la puerta, antes de tener tentaciones de ofrecerle un desayuno en la cama.
– Hay té en la tetera.
– Stacey -ya casi estaba a salvo y en la puerta-. Si te tienes que ir ahora, quizá podríamos hacer algo esto noche.
¿Algo? ¿Qué clase de «algo»?
– ¿Qué te parece si compro algo de comida y vengo más tarde?
¿Más tarde? Es que le estaba pidiendo que saliera con él. O más bien le estaba pidiendo que se quedara en casa con él.
Él continuó.
– Pudo venir después de que hayas metido a Clover y a Rosie en la cama -añadió, para que Stacey no tuviera ninguna duda de qué era lo que él quería.
La vida no era justa. Aunque, quizás, la vida y su hermana trataban de decirle lo mismo.
– Los siento Nash, pero voy a salir esta noche.
– ¿Vas a salir? -dijo él claramente celoso, lo que hizo que sus hormonas femeninas se alteraran particularmente.
– No es nada excitante. Una recepción en Maybridge -le habría encantando poder decirle que, sin duda, prefería la opción que él le proponía, pero que no había ningún futuro en su propuesta-. Quizás en otro momento.
Los dos sabían que no habría otra oportunidad.
Y Stacey se sentía realmente frustrada. Llevaba tres años siendo viuda y ni en una sola ocasión en todo aquel tiempo se había sentido atraída por nadie.
Sin embargo, una sola mirada por parte de Nash era suficiente para desencajar toda la maquinaria. Le resultaba tan difícil marcharse. Pero tenía que seguir con su vida. Ya la había fastidiado una vez con un hombre que le provocaba aquel tipo de sensaciones. Repetir otra vez el mismo error era realmente estúpido.
– Hay un pastel en el frigorífico -le dijo ella-. Sírvete lo que quieras.
Él frunció el ceño.
– Stacey, ¿acaso hice algo malo ayer?
– Ayer fue… -ella contuvo la respiración-. Ayer fue ayer. Lo siento, pero me tengo que ir o voy a llegar tarde.
Cerró la puerta rápidamente.
Nash vio cómo se marchaba y pasaba por delante de la ventana. Se estaba alejando de él. Bien. Eso era lo que él quería, ¿no? No quería compromisos. Se sirvió una taza de té y se frió un par de huevos. Recogió y fue a comprobar que la gata estaba bien.
Estaba a punto de marcharse, cuando alguien llamó a la puerta. Era una chica de unos diecinueve o veinte años, con el pelo rubio y mirada inteligente.
– He oído que alquilan una habitación aquí. Espero no haber llegado demasiado tarde -todo en ella era una invitación y, en otro tiempo, nunca había evitado aquel tipo de fiestas. Pero no respondió a mirada interesada y a su sonrisa dispuesta. Solo quería a Stacey-. Estoy un poco desesperada.
– Pues, lo siento, no puedo ayudarte. Tendrás que volver cuando regrese la señora O'Neill. Estará aquí a eso de la cuatro.
– ¿Puedo dejar mi número de teléfono? Quizá pueda llamarme -algo le decía que la sugerencia no tenía nada que ver con la habitación.
Él se encogió de hombros y miró la nota.
– De acuerdo
Cerró la puerta y todo lo que pudo hacer fue preguntarse cómo iba a pasarse el resto del día sin Stacey.
A Stacey le hicieron una limpieza de cutis, la peinaron y le hicieron la manicura.
Una vez que estuvo lista, se pasó por el banco a ver qué opinarían de darle un crédito para empezar un negocio de flores silvestres.
Puede que fuera el pelo, o la manicura, pero algo la ayudó a que el director del banco al menos no se riera. Tampoco es que se mostrara entusiasmado, pero le dio un montón de papeles sobre cómo iniciar un negocio y le dijo que volviera cuando tuviera un plan de empresa. Un plan de vida no era suficiente.
Se comió un sandwich y luego se fue a visitar a Archie. Tenía un aspecto muy frágil, pero se alegró mucho de verla.
– ¿Has conseguido hacer algo de dinero, muchacha?
– No, por desgracia. ¿Por qué?
– Porque no has venido en tu bicicleta. No puede ser, si tienes ese aspecto.
– Es que mi hermana me ha prestado el coche.
– Maldición. Tenía la esperanza de que hubiera un nuevo hombre en tu vida.
– Pues siento decepcionarlo -dijo ella.
– Los hombres de hoy en día son tan lentos en darse cuenta de dónde hay algo bueno. Yo no habría dejado escapar a una viuda guapa y joven como tú -el anciano se rió y, una vez más, su carcajada se convirtió en una tos seca-. Bueno, bueno. ¿Y cómo está mi jardín?
– La verdad es que cada vez tiene mejor aspecto.
– ¡Vaya! -el hombre alzó la cabeza y Stacey pudo ver una chispa de interés en sus ojos.
– ¿Qué pasa, Archie? ¿Es verdad que van a construir naves industriales ahí, o es solo un rumor?
– ¿Un rumor?
– He preguntado en la oficina del ayuntamiento, y han aprobado un plan para la construcción de una serie de naves -su silencio parecía una aserción-. Entonces, ¿por qué hay alguien limpiando los caminos, abonando los frutales y volviendo a organizar todo aquello?
– ¿Es eso lo que está sucediendo? -su rostro arrugado se arrugó aún más con una sonrisa-. Bien, bien, bien.
– Tú sabes lo que pasa allí, ¿verdad?
– ¿Te preocupa que pongan naves industriales allí?
– No me entusiasma la idea. Pero es algo más que eso. Si el vivero va a ser abierto otra vez, me gustaría saberlo. Estoy buscando una salida comercial porque me he decidido entrar en el negocio de las plantas silvestres.
– Te gustaría alquilar el terreno, ¿es eso?
– Bueno, me parece una opción un poco ambiciosa. Pero tal vez podríamos llegar a algún tipo de acuerdo…
– No hay nada malo en ser ambiciosa. Si vas a meterte en un negocio serio, necesitarás espacio, probablemente más del que hay en los viveros. Pero lo siento Stacey, no es algo que esté en mis manos. Tendrás que preguntárselo a la persona que está trabajando allí. ¿Cómo se llama?
– Nash Gallagher -esperó alguna reacción que no obtuvo-. Ya le he preguntado y se limita a decirme que está limpiando el lugar -lo que era cierto-. ¿Puedo preguntarte a quién le has vendido el vivero? Así podré averiguar qué está pasando.
– No lo he vendido, Stacey.
– Pero…
Un cuidador apareció en aquel momento.
– Ya se ha terminado el tiempo de visitas, Archie. Es la hora del baño.
– Vete a ver al señor Gallagher otra vez. Pregúntale qué es, exactamente, lo que está haciendo allí. Después, vuelve y me cuentas lo que te ha respondido -dijo el anciano mientras se alejaba en su silla de ruedas.
No lo entendía. Si Archie no había vendido el jardín entonces, ¿qué?
El sudor le corría por la cara, pero ya casi había terminado. Nash abrió una botella de agua y dio un par de tragos. Luego se la echó por la cabeza. En ese momento, oyó las voces de Rosie y Clover que acababan de llegar del colegio.
– Mamá, ¿va a venir Nash a merendar esta tarde? -preguntó Rosie, mientras mecía a uno de los gatitos en sus brazos.
«Se están acostumbrando a él demasiado deprisa», pensó Stacey. Esperan que esté aquí. Hacía bien en no complicar más las cosas.
– Hoy no. Voy a salir, ¿recordáis? Ya os lo dije.
– ¿Tienes que irte?
– Os lo pasaréis bien. Vera va a venir a cuidaros. Dice que tiene una nueva película de Walt Disney que os va a encantar.
– Quizás Nash pueda venir a verla con nosotras.
«Vera seguro que estaría encantada», pensó Stacey y subió las escaleras a toda prisa, dispuesta a cambiarse de ropa.
Se quitó la falda y se desabrochó la camisa. Abrió la puerta del baño y se detuvo de golpe.
Estaba todo amarillo, el tipo de amarillo que hacía juego con las margaritas que Nash había cortado para ella. Y los muebles estaban todos blancos, bien pintados.
Nash se había dado la vuelta al sentir que la puerta se abría, y estaba esperando algún tipo de comentario. Difícil, cuando ella estaba sin habla…
– Nash, es maravilloso. No me lo esperaba. No tenías porqué…
– Lo sé -dijo él y tragó saliva-. Pero es que el pastel estaba muy bueno.
– ¿De verdad? -se rió ella-. No tendrías que haber estado trabajando.
– Eso es lo que he estado haciendo. Está casi terminado. Vendré mañana y te pondré los baldosines -agarró unas cuantas brochas y unos botes de pintura-. Ahora me marcho, para dejar que te prepares para tu fiesta -la miró de arriba abajo-. Aunque, personalmente, para mi gusto estás perfecta así.
Ella bajó la vista y gimió avergonzada. Rápidamente, se cubrió con la camisa que llevaba en la mano.
Él se rió.
– Trata de no salpicar
Nash se pasó las manos por la cara. Estaba cansado. Había estado despierto casi toda la noche, primero buscando a la gata, luego en el veterinario. Luego, se había pasado todo el día haciendo algo por Stacey, para que cada vez que entrara en el baño se acordara de él, se acordara del modo en que la había besado.
Estaba agotado, pero inquieto al mismo tiempo.
Sí, le había tomado el pelo por su inesperada desnudez pero, en realidad, no había sido algo gracioso, sino profundamente perturbador. Nunca había deseado a una mujer del modo en que la deseaba a ella.
Dio un sorbo de la botella de agua y se echó el resto sobre la cabeza, en un esfuerzo de aclarar su mente. No lo ayudó en exceso. No hizo sino certificarle que era algo más profundo que un deseo pasajero.
Si solo era sexo lo que quería, podría haber aceptado su tácita invitación.
De acuerdo que quería sexo, pero aquello era algo más, mucho más. Se preocupaba por Stacey, le importaba lo que le pudiera ocurrir. Quería verla. Se puso de pie y miró al muro. Apretó el puño dentro del bolsillo, en un gesto de frustración porque ella se iba.
¡La estudiante! Se le había olvidado decirle lo de la estudiante. Aunque fuera a salir, seguro que querría saber que alguien estaba interesado en alquilar la habitación.
Stacey no estaba segura de si ponerse o no el traje de seda. Tampoco estaba muy convencida de su pelo. Se parecía demasiado a su hermana así. No parecía ella misma.
Bueno, quizás eso fuera una buena cosa, después de todo.
Estaba segura de que a Lawrence no le gustaría que fuera descalza, con sus rizos alborotados malamente recogidos en una goma de niña.
El timbre sonó. Se miró por última vez al espejo y decidió que no había forma de que pudiera hacer bien el papel de «señora Stepford».
Lawrence estaba en la puerta, con un ramo de rosas rojas en la mano. Seguro que su hermana le había dicho que las comprara para causarle buena impresión. Puede que hasta hubiera interrumpido alguna reunión importante para hacer el pedido ella misma por él.
Stacey lo rescató, agarrándoselas.
– Gracias -dijo él agradecido, y claramente aliviado por no habérselas podido entregar sin más preámbulos, totalmente ajeno al hecho de que debería de haber sido ella la que diera las gracias, y no a la inversa.
– Has llegado un poco pronto, Lawrence. La niñera aún no está aquí.
– Lo siento -se disculpó-. No sabía exactamente dónde vivías y no quería llegar tarde -miró al reloj-. La recepción es a las siete.
– Tenemos mucho tiempo -le aseguró-. No conoces a mis hijas, ¿verdad? Son Clover y Rosie.
– Me llamo Primrose -la corrigió Rosie-. Mi madre nos puso nombre de flores silvestres. Mamá las cultiva, ¿lo sabía?
– ¿Sí? -Les habló en ese tono paternalista que usan los hombres que no están acostumbrados a los niños-. Si hubierais sido niños, ¿qué habríais hecho?
– Si hubiéramos sido niños nos habría llamado Lou sewort y Frogbit.
Stacey miró a las niñas en silencio, advirtiéndoles que se comportaran y luego sonrió a Lawrence.
– Vente a la cocina y cuéntame qué es exactamente lo que pasa esta noche -dijo ella, para salvarlo de sus hijas. Estaba claro que no le perdonaban que las hubiera privado de la compañía de Nash.
Llenó un jarrón con la intención de hacer que aquellas flores tan tiesas tuvieran un aspecto medianamente natural. Hizo lo que pudo y se volvió a él.
– Ha sido un detalle muy bonito, Lawrence…
Las palabras murieron en su boca al ver apostado en la puerta a Nash.
Tenía el pelo y la camisa mojados, los pantalones cortos sucios y las botas llenas de pintura amarilla. El contraste con la pulcra apariencia de Lawrence era innegable.
Lo único que ambos hombres tenían en común era su expresión de sorpresa, mezclada con la de desaprobación.
– Nash -dijo ella-. ¿Has venido a ver a la gata?
El apartó la vista de Lawrence y la miró a ella.
– Bonitas flores -afirmó, queriendo decir «caras, aburridas y predecibles». Exactamente lo mismo que ella pensaba-. Y te has arreglado el pelo. Antes no me di cuenta. Supongo que estaba distraído.
Se ruborizó por completo al recordar que era lo que lo había distraído.
– ¿Stacey? -Lawrence le tocó el codo como si tratara de darle seguridad, pero no ayudó en absoluto.
Ella no sabía qué hacer.
– ¿Qué quieres, Nash?
Le mostró un trozo de papel.
– Nada. Había venido a darte esto. Alguien vino esta mañana a ver la habitación -dijo él, con un la voz afilada como el filo de un cuchillo.
Ella no hizo ni el más mínimo amago de ir a por el papel, así que él se acercó y se lo puso en la mano.
Olía a tierra mojada y a césped y a pintura y ansió poder apretar su cuerpo contra el suyo y haber hecho que la besara y que el mundo desapareciera para siempre.
– Dejó su nombre y su número de teléfono.
– Nash -la cosa cada vez iba a peor-. Estaba buscando a alguien para mucho tiempo. Tú dijiste que estabas de paso.
– No necesito explicaciones, Stacey. Fue un error -miró a Lawrence-. Veo, exactamente, cómo son las cosas -se sacó las llaves del bolsillo-. Aquí están tus llaves.
– No.
– No voy a poder cuidar de la gata mañana.
Se dio la vuelta y salió.
– ¡Nash! -ella lo siguió, apartándose de Lawrence, sin importarle qué pensara.
Necesitaba explicarle a Nash lo de la habitación y lo de su cita.
– ¡Nash, maldito seas! -él no se volvió-. Yo soy la que tiene que cuidar de la gata, cuando procede de tu jardín.
Él se detuvo y se volvió, como si fuera a retroceder. Pero no lo hizo.
Miró por encima del hombro y vio a Vera aparecer por un lado de la casa con un vídeo y paquete de patatas.
– Si no te las arreglas bien, llévala al refugio de animales.
– ¡Jamás haría eso! -Stacey estaba furiosa.
Vera la miraba boquiabierta, mientras Lawrence miraba el reloj, claramente ansioso de haber podido estar en otro lugar en aquel momento.
Ella no tuvo más opción que dejarlo, al menos por el momento. Más tarde, iba a hacer que la escuchara.
– ¿Nos vamos? -le dijo a Lawrence.
El le abrió la puerta del coche, un Mercedes, por supuesto. Sabía que debía sentirse impresionada, pero no lo estaba. Le daba lo mismo.
Prefería caminar con Nash que disfrutar de todo el lujo del mundo con Lawrence, que no olía a otra cosa más que a colonia cara.
Quería aire fresco y ropa cómoda, y se sentía terriblemente mal porque Nash pensaba que iba a haber algo entre Lawrence y ella. Tal vez eso era lo que estaba en la agenda de su hermana, pero no en la suya.
Lawrence se aclaró la garganta.
– Todavía hace mucho calor, ¿verdad? No vendría mal un poco de lluvia para limpiar el aire.
¡Cielo santo! Estaba hablando del tiempo. El tema favorito de un convencional hombre inglés. Bueno, al menos no iba preguntarle quién era Nash. No. Era demasiado correcto.
– Supongo que no habrás oído el pronóstico del tiempo, ¿verdad?
– Pues no. Me lo he perdido – ¡maldición! Tenía que acordarse de oírlo para el sábado. Le daría un tema de conversación para la cena-. ¿Te importaría que abriera la ventana?
– No hace falta -le dio a un botón y la temperatura bajó a toda prisa-. Hay aire acondicionado-Stacey había sido capaz de darse cuenta de eso por sí misma. Cuando se disponía a explicarle que prefería abrir la ventana, él intervino una vez más-. Sé cuanto os molesta a las mujeres que se os revuelva el pelo.
No sabía nada.
Ella necesitaba que se le revolviera el pelo. Quería la cara libre de maquillaje, quería quitarse los zapatos y aquellas malditas medias, y tumbarse en el césped frío.
Pero no con Lawrence Fordham.
Capítulo 9
Nash llegó hasta el final del jardín de Stacey. Pero estaba temblando de tal manera, que no podía escalar el muro, así que se vio obligado a enfrentarse a sus sentimientos. No tenía ninguna duda de cuáles eran.
Estaba celoso. Y, de no haberse salido cuando lo hizo, habría acabado dándole un puñetazo al tipo de la camisa almidonada en el momento que le había tocado el codo.
Luego, le habría dicho que no necesitaba peluquerías, ni maquillajes ni trajes de seda para estar hermosa.
Estaba maravillosa con el pelo sujeto atrás en con una goma de Rosie, con una camiseta corta y unos pantalones anchos, y las uñas llenas de pintura azul.
Pero seguro que no quería saber nada de eso.
Teniendo en cuenta el claro esfuerzo que había hecho con su apariencia, estaba claro que estaba haciendo el gran número para el hombre de la camisa almidonada.
¿Y por qué no? Después de todo, estaba claro que tenía dinero.
El dinero era un fuerte incentivo. Su padre seguro que se había casado con su madre por dinero, pues había muy poco amor en su relación.
Pero él había pensado que Stacey quería algo más. Claro que el tipo de la camisa almidonada podría darle a Rosie y a Clover un montón de cosas caras, pero eso no podía sustituir al amor. Él era un experto en el tema.
Evidentemente, aquella recepción no era tan simple como ella le había dicho. Iba a haber muchos peces gordos.
Dio un puñetazo a la pared y ni siquiera notó el dolor, pues el de su corazón era el único con el que podía enfrentarse su cabeza.
Se había pasado toda la vida tratando de evitar aquello. Pero dicen que uno nunca oye la flecha cuando se va aproximando.
La verdad era que eso no era cierto. Había sabido que la herida era mortal desde el momento en que la había mirado por primera vez. Desde entonces, no había estado más que tratando de engañarse, diciéndose que podía manejar la situación.
Se tendría que ir al día siguiente. Alquilaría una habitación en la ciudad, daría su charla en la universidad y le diría adiós a Archie. Dejaría que construyeran las naves industriales o lo que quisieran. A Stacey le daría lo mismo, y a él también, ya que ella tenía otros planes.
Él se iba a marchar del país en cuanto tuviera la oportunidad.
Finalmente, Stacey tuvo que admitir que la noche no había resultado tan desastrosa como ella había esperado.
Lawrence encontró una versión femenina de sí mismo, que procedía de Bruselas, y que sentía el mismo entusiasmo que él por los productos lácteos, mientras que ella charlaba con el director de su banco.
En un terreno neutral, parecía mucho más proclive a darle esperanzas. Incluso le presentó al director de la revista Maybridge. Le dio su tarjeta y le dijo que, cuando iniciara el negocio, lo llamara, para que hicieran algo.
Quizás, después de todo, Dee tenía algo de razón, pues la noche había sido muy productiva. Para cuando Lawrence anunció que era ya hora de irse, se dio cuenta de que la noche había acabado mucho más deprisa de lo que se habría imaginado nunca.
Pero tenía ganas de volver a casa y dormir durante diez horas.
También necesitaba hacer las paces con Nash, pero, dormir era una prioridad. Iba a necesitar tener la cabeza bien clara para enfrentarse a él.
Nash estaba fuera de la tienda, tumbado en su saco de dormir.
Hacía demasiado calor dentro. Aún en el exterior la atmósfera era opresiva y no hacía falta oír al hombre del tiempo para saber que estaba a punto de cambiar. Definitivamente, había llegado el momento de cambiar.
Oyó el coche fuera de la casa de Stacey.
Momentos después el automóvil se alejó.
Había estado conteniendo la respiración, mientras se preguntaba si le ofrecería pasar a su casa para tomar un maravilloso trozo de su tarta, con el que probarle que sería una buena esposa.
Pero no había habido tiempo para nada.
Diez minutos después, la luz de la habitación de Stacey ya estaba encendida. Luego la del baño. Ella estaba en casa, a salvo y durmiendo sola. Cerró los ojos.
¿Y si ponía todas las cartas sobre la mesa, le explicaba la situación, le ofrecía el jardín… y le pedía que lo esperara?
Una ráfaga de viento lo despertó. La puerta de la tienda se había soltado y agitaba el aire bruscamente. Mientras se metía en el interior grandes gotas de lluvia comenzaron a caer.
Stacey se despertó sobresaltada, y se sentó en la cama antes de haberse podido despertar del todo.
Había visto una lívida ráfaga de luz…
El estallido de un trueno justo encima de la casa le reafirmó que no era más que una tormenta de verano.
Las cortinas se agitaban con fuerza y, al llegar a la ventana para cerrarla, descubrió que la moqueta estaba mojada.
La lluvia se deslizaba por los cristales y ella apoyó la cara en el cristal, mientras se preguntaba qué tipo de daños ocasionaría aquel diluvio en su pobre y vieja casa.
Hubo otro rayo, que iluminó su jardín y se reflejó sobre el césped húmedo.
Unos pocos segundos después hubo otro trueno y pensó en Nash. Se preguntó si estaría bien. Estúpida pregunta. Estaría empapado.
Era posible que todavía no quisiera hablar con ella, pero no estaba dispuesta a dejarlo allí fuera, mojándose.
Se puso los pantalones del chándal, comprobó que Rosie y Clover estaban bien. Rosie estaba profundamente dormida, pero Clover medio se despertó.
– ¿Qué ha sido ese ruido mamá?
– Hay una pequeña tormenta, cariño. Nada de lo que preocuparte. Está lloviendo con mucha fuerza, y voy a ver si Nash quiere venirse a dormir aquí. ¿Os quedáis un momento solas?
– Sin problema -a pesar de los truenos, Clover cerró los ojos y volvió a dormirse.
Stacey no se preocupó por ponerse un chubasquero, se limitó a buscar una linterna que había detrás de la puerta.
La lluvia caía con fuerza, pero no tenía tiempo de preocuparse por eso. Atravesó el jardín corriendo, calándose de agua hasta los huesos antes de llegar al muro. No se había imaginado nunca que fuera posible mojarse tanto fuera de la ducha.
– ¡Nash! -le gritó-. ¡Nash!
No hubo respuesta, pero no estaba segura de que pudiera oírla con el sonido de la lluvia.
Se enganchó la linterna en el brazo y saltó al otro lado del muro.
Sus dedos fríos y húmedos resbalaban sobre la piedra, pero al fin logró alzarse encima. Agarró la linterna, la encendió e iluminó en dirección al campamento. No veía la tienda.
– ¡Nash! -volvió a gritar. Seguro que la habría oído o la habría visto. No podía estar durmiendo con la que estaba cayendo.
Agitó la linterna enérgicamente, tratando de sujetarse al muro con fuerza. Durante un momento pensó que había visto algo moverse y miró para abajo. Nada. De pronto, al mismo tiempo que un rayo atravesaba el cielo, el muro comenzó a moverse y, antes de que se diera cuenta, se estaba desmoronando.
– Eres una irresponsable -Stacey estaba en una ambulancia que la llevaba al hospital local-. ¿Qué estabas haciendo?
Nash estaba lleno de barro. Tenía la cara manchada y las manos con sangre, pero le estaba acariciando la frente, y se sentía bien.
– Estaba lloviendo -dijo ella-. Pensé que te ibas a pillar una neumonía o algo así.
– ¿Te importa lo que me ocurra?
– Por supuesto que me importa -pero al sentir que sonada demasiado como una declaración añadió-. Me habías prometido terminarme el baño mañana. ¿O es ya hoy?
De pronto sintió pánico y trató de moverse, pero el enfermero la contuvo.
– Será mejor que no se mueva, señora O'Neill, hasta que no sepamos qué está roto.
¿Roto? La intervención del enfermero la había distraído momentáneamente de su preocupación.
– ¿Con quién están Clover y Rosie?
– Con Vera. Estaba mirando la tormenta desde la ventana y fue ella la que llamó a la ambulancia antes de venir a ayudar a sacarte de entre los escombros.
– ¿Sí? Me veo haciendo pasteles durante el resto de mis días.
– No vas a hacer absolutamente nada en un par de semanas. No hace falta una radiografía para saber que te has fracturado el tobillo.
Ella protestó.
– Dee no me lo va a perdonar. Tengo que ir a una cena con Lawrence el sábado. Me ha prestado su vestido de Armani…
– No te preocupes de eso ahora.
«¡Dios! Seguro que piensa que estoy delirando», pensó ella.
– Lo digo en serio.
Nash le apretó la mano y ella se dio cuenta de que llevaba un rato haciéndolo y de que le provocaba una cálida y reconfortante sensación.
– Estoy seguro de que lo comprenderá. ¿Quieres que lo llame?
– ¿A Lawrence? ¡No!
– ¿Y a tu hermana? ¿Estará ya en casa?
– No lo sé. Pero no tiene sentido que la llamemos en mitad de la noche. Lo único que hará será echarme la bronca por estropearle sus planes.
¿Sus planes?
– No lo hará. Si va a gritarle a alguien, será a mí.
– Entonces, definitivamente no vas a llamarla. No quiero que se divierta con todo esto -comenzó a reírse, pero la carcajada se convirtió en tos-. ¿Estás seguro de que no es más que mi tobillo?
– Te has librado de milagro, porque podía haber sido realmente grave.
Y Nash pensó que no podría haberse perdonado a sí mismo si así hubiera sido.
La ambulancia se detuvo a la puerta del hospital.
– ¿Me voy a tener que quedar aquí, Nash? -le preguntó-. Alguien tendrá que cuidar de Clover y de Rosie, y de la gata y los gatitos.
– Yo lo haré -dijo él y se lo repitió a sí mismo, mientras se la llevaban en una silla de ruedas.
Le pareció que habían pasado horas la siguiente vez que la vio.
– Solo tiene una fractura de tobillo y unas pocas contusiones -dijo la enfermera-. Pero va a estar dolorida durante unos cuantos días, señora O'Neill. Estamos tratando de conseguirle una cama, pero no hay ninguna libre. El problema es que el hospital está lleno.
– Yo no quiero una cama, quiero irme a mi casa.
– ¿Tiene alguien que la cuide allí?
– Me las arreglaré.
La enfermera no parecía muy convencida. Miró a Nash buscando algún tipo de confirmación.
Pero aquello no sería un problema. Después de todo, si no llega a ser por él, el accidente no habría sucedido.
– No se preocupe. Yo me quedaré con ella hasta que pueda andar.
– Pero…
Nash la cortó.
– Venías a ofrecerme una habitación cuando te sucedió esto. Bueno, eso espero, porque el viento se había llevado mi tienda.
– ¿Lo has perdido todo?
– No. Me llevé todo a la oficina antes de que empezara a soplar con demasiada fuerza.
– Así que ahora te sientes culpable y por eso insistes en cuidarme. Pues no tienes por qué hacerlo. Tú querías irte…
– Y tú querías alguien para mucho tiempo -dijo él-. Pero, si quieres, puedo compartir la habitación con la estudiante, y así tendrás a alguien permanente cuando me haya ido.
– ¡Pero si es una chica!
– No pensarías que iba a compartir una cama doble con un hombre -el auxiliar de clínica llegó para llevarla hasta la salida-. ¿Qué me dices?
– ¿Idiota? -respondió ella.
– Tomaré eso como un sí -miró a la enfermera-. Entonces, ¿la puedo llevar a su casa? ¿Dónde puedo organizar lo del transporte?
– Sígame y le muestro donde -salieron de la sala y la mujer lo miró con cierta distancia. Nash se encogió de hombros.
– Lo de la estudiante no era más que una broma, ¿de acuerdo?
La enfermera no se mostró en absoluto impresionada.
– ¿Quiere decir que no le bastaría con decirle a la señora O'Neill que está enamorado de ella?
– ¿Enamorado? ¿Como en «hasta que la muerte os separe»?
Nash tuvo, de repente, la misma sensación que debió de sentir en el preciso instante en que el muro se desplomaba: algo así como un «esto no puede estarme sucediendo a mí».
Pero sí, claro que le estaba sucediendo.
Aquello no le gustaba. No podía estar allí, en la cama, por la mañana, mientras todos los demás corrían de un lado a otro.
– Mamá, ¿dónde están mis pantalones cortos?
– En la cesta de la ropa para planchar.
– ¿Quieres decir que no están planchados? -Bajó las escaleras a toda prisa-. ¡Nash, hay que plancharlos! ¿Sabes planchar?
– ¡Rosie, te los puedes poner sin planchar! -gritó ella mientras su hija bajaba las escaleras-. ¡Nash, no hace falta que se los planches!
Pronto oyó que sacaba la tabla y gruñó.
Acto seguido, escuchó la voz de su hermana, y trató de esconderse debajo de las sábanas al oír que subía las escaleras.
No funcionó.
– ¿Qué demonios está pasando aquí? Ese hombre dice que te has roto un tobillo. ¿Sabes que está en la cocina planchándole los pantalones cortos a la niña?
– No tenía por qué hacerlo.
Dee se sentó al borde de la cama y la miró.
– ¿Qué ha pasado?
– Tuve una pequeña caída el lunes por la noche.
– ¿El lunes? ¿Todo esto pasó el lunes? Estoy fuera un par de días, y todo se derrumba.
– Todo no, solo el muro. Y no ha sido nada, de verdad.
– He visto el muro. No pareció que hubiera sido «nada». Además, tienes un ojo morado.
– Gracias, necesitaba saber eso -había estado durmiendo todo el martes y todavía no se había acercado a un espejo.
– ¿No deberías estar en el hospital?
– No tenían camas suficientes.
– ¡Pero eso es espantoso!
– No, de verdad, estoy bien. Tenía dos opciones, que me pusieran en una camilla en mitad de un pasillo o que Nash me trajera a casa.
– ¡Deberías haber llamado a Tim! Mira, te vamos a llevar a casa de inmediato. Ingrid se puede encargar de las niñas, mientras yo estoy trabajando…
– No, Dee.
– Sé razonable.
– No me voy a mover de aquí. Estoy bien. Nash lo está haciendo muy bien. Me va a llevar abajo cuando las niñas ya estén en el colegio, para que pueda desayunar en el jardín.
– ¿Y qué va hacer aquí ese hombre?
– Su nombre es Nash Gallagher, Dee. Me va a poner los baldosines del baño -se movió ligeramente. Sentía todo el cuerpo dolorido-. Las llaves de tu coche están en el cajón.
Dee se levantó.
– Vendré luego. Si es que estás segura de que te encuentras bien -no se marchó-. ¿Quieres que te traiga algo?
– Unas uvas -estaba ansiosa de que su hermana se marchara.
– ¿Nada más?
– Nada.
– Bueno, si estás segura -finalmente, preguntó lo que estaba ansiosa por preguntar-. ¿Conseguiste ir a la recepción?
– Sí, Dee. Lawrence me trajo unas rosas rojas, tal y como tú le indicaste, y lo pasamos bien.
– ¿Bien?
Sin duda se había excedido en su comentario.
– Dejémoslo en que fue una noche muy útil. Él se pasó toda la noche hablando con una mujer belga sobre lácteos, y yo me pasé la noche con el director del banco. Deberías estar orgullosa de ambos.
Dee la miró con desconfianza y se dirigió hacia la puerta.
– Te veré más tarde -abrió el bolso y volvió-. Toma, por si lo necesitas -era su móvil-. Por si acaso.
Estuvo tentada de preguntarle por si acaso qué, pero ya sabía la respuesta.
– No seas tonta, Dee. Si me quedo con tu móvil me voy a pasar toda la mañana contestando llamadas para ti.
– Puedo desviar las llamadas.
– ¿De verdad? Qué lista eres. Te lo agradezco, pero de verdad que no lo necesito. Nash ya me ha dejado el suyo -dijo ella, y se lo enseñó. Era pequeño y muy moderno.
– Vaya -dijo Dee.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– Quiero que me saques de esta cama. Necesito lavarme los dientes, entre otras cosas.
– De acuerdo. Pon el brazo alrededor de mi cuello -se inclino para que pudiera agarrarse y se sentó. Dijo unas cuantas palabras mientras se levantaba, motivadas por el dolor de los golpes que tenía en todo su cuerpo-. Eso ha sido muy instructivo.
– Cállate y ayúdame a levantarme.
El camisón se le subió por detrás.
– Tu trasero está tomando un color muy interesante.
– No quiero saberlo. Y no deberías estar mirando.
– Lo siento -dijo, mientras la llevaba en brazos hasta el baño. Cortó un trozo de papel y se lo puso en la mano. Ella estuvo a punto de decirle que se las podía arreglar, pero se dio cuenta de que eso, de entrada, era engañarse a sí misma.
– Grita cuando hayas terminado y vendré para ayudarte a lavarte.
– No hace falta.
– De acuerdo, como quieras. Vendré a recogerte del suelo cuando te hayas lavado. ¿O prefieres ir a casa de tu hermana?
– Está bien, te llamaré, te llamaré.
No tuvo otra elección. No podía levantarse.
Tal vez, debería de haber sido una situación embarazosa, pero no lo era. Se sentía muy cómoda, como si lo conociera de toda la vida. Mientras ella estaba sentada, él llenó el lavabo con agua. Le lavó la cara con una esponja, luego el cuello, la espalda, los brazos, mientras ella se tapaba los senos con una toalla.
– Es como ser una niña -dijo ella, mientras él le pasaba de nuevo la esponja enjabonada para que ella misma se ocupara de partes más íntimas. Luego la ayudó a ponerse un camisón limpio y a levantarse para poderse lavar los dientes.
Le hizo la cama y, a pesar de su insistencia en que quería bajar al jardín, ella se sintió muy cómoda en el momento en que se vio en la cama limpia y ordenada.
La peinó cuidadosamente.
– ¿Quieres que te recoja el pelo?
– Sí, por favor. Encontrarás una goma en la cómoda.
Entre un montón de cosas, encontró la foto de un hombre muy atractivo con una camiseta de rugby, que se reía de algo.
– ¿Era tu marido? -le mostró la foto para que la viera desde la cama.
– Sí, ese era Mike.
– Debes echarlo de menos -hubo un largo silencio-. Lo siento. Seguramente no quieres hablar de él.
– No hay problema. En realidad, para quien es más duro es para Clover y Rosie -dijo-. Les cuesta eso de no tener un padre. Sé que muchos niños están viviendo con uno de los dos padres. Pero las mías ni siquiera tienen el consuelo de ir a ver al otro a otra casa, alguien que les malcríe y compita por su amor.
– Créeme, es terrible.
– ¿Tus padres se separaron?
– ¡Oh, no! No eran gente tan civilizada. Se limitaron a vivir juntos y hacerse la vida imposible.
– Lo siento, Nash.
– No te preocupes. En el fondo tuve suerte. Tenía un abuelo al que recurrir cuando las cosas se ponían realmente mal -puso la foto de nuevo en su sitio-. Y ahora, dígame, señora mía. ¿Quiere el pato, las margaritas o las rosas?
– Las margaritas, por favor.
– ¿Y para desayunar?
– Ya no recuerdo la última vez que desayuné en la cama.
– Pues aprovecha. ¿Un huevo pasado por agua y tostadas?
Ella se rió, pero se contrajo ante el dolor de sus heridas.
– Estoy feliz -dijo con una mueca-. En serio.
Él le recogió el pelo cuidadosamente, pasándole la mano y levantándoselo de la nuca.
Estaba absolutamente feliz.
Capítulo 10
Stacey desayunó, tomó unos analgésicos, y se durmió de nuevo. Cuando se despertó, había una enorme cesta llena de flores junto a la cama. No necesitaba leer la tarjeta para saber quién se lo había mandado.
Con todo mi cariño. Espero que te recuperes pronto. Lawrence.
Seguro que lo que ponía en la tarjeta lo habría escrito su hermana. Debía de haber parado en la tienda de flores de camino a la oficina.
– ¡Nash! -lo llamó ella.
Él apareció tan rápidamente, que le dio la sensación de que hubiera estado esperando en la escalera a que lo llamara.
– Por favor, llévate estas flores. Me están poniendo dolor de cabeza.
– ¿Y no esperará verlas cuando venga a visitarte?
– Si viene, ya me las traerás -le dijo.
– ¿Dónde quieres que las ponga?
– En el comedor. Hace más frío y durarán más tiempo.
– De acuerdo -dijo él y se frotó la barbilla contra el hombro, dejándose una mancha de yeso sobre la camiseta. Ningún hombre tenía derecho a parecer tan sexy, tan deseable. No era justo que una mujer decidida a ser razonable, se encontrara con una situación tan difícil.
– ¿Qué? -preguntó él.
Ella lo miró y negó con la cabeza, decidida a no decir lo que estaba pensando. -Tienes yeso en el pelo.
– ¿De verdad? -Alzó la mano, pero la bajó antes de quitarse nada-. Luego me lo quitas tú.
Stacey se dio cuenta de que los dos estaban pensando en lo ocurrido en el jardín, cuando ella le quitó el trozo de cristal que le había caído sobre la cabeza y estuvieron a punto de lanzarse el uno en brazos del otro, dos minutos después de haberse conocido. Quizá debería recapacitar sobre lo de llamar a su hermana y decirle que se iba a su casa.
Tanto cuidado implicaba que tenían que tocarse. Aquello estaba poniendo a prueba su tan elaborado plan de futuro.
– ¿Quieres comer algo, o prefieres esperar a que traiga a las niñas del colegio? Me han pedido varitas de pescado para cenar. Pero quizá tú quieras comer algo de adultos.
El móvil sonó en ese momento. Stacey se lo pasó a Nash.
– Será para ti.
Nash lo alcanzó y respondió. Era una voz femenina.
– ¿Doctor Gallagher?
– ¿Sí?
– Soy Jenny Taylor, de Investigación Botánica Internacional. Hemos recibido su mensaje de que tiene que demorar su partida. El director quiere saber si estará disponible para viajar a finales de mes, para poder organizarlo todo.
El final del mes estaba a solo diez días vista. Miró a Stacey. Pensó sobre lo de pasar un año en Sudamérica. No respondió.
– Lo siento. Tengo otros compromisos. Si tienen mucha prisa, tendrán que buscar a otra persona.
Hubo un momento de silencio. Ni él mismo se creía que había dicho lo que acababa de decir.
– Ya lo llamaremos -dijo ella.
Colgó el teléfono y lo desconectó. Podría dejarle un mensaje.
Le devolvió él teléfono a Stacey que lo miraba con curiosidad.
Ella no se creía que él fuera botánico. No le había importado hasta entonces tratar de convencerla. Pero de pronto, sí importaba. Si quería estar con él. Si lo que buscaba era una buena cuenta bancaria, entonces Lawrence era el hombre que necesitaba.
– Era de Investigación Botánica Internacional -le dijo-. Quieren que guíe una expedición.
– ¿Investigación Botánica Internacional? -Stacey lo miró, tratando de leer su cara. Mike había sido una persona fácil de leer. Nash no lo era en absoluto. Era mucho más profundo y complicado-. ¿Y les has dicho que no?
– Tú me necesitas.
– ¡Sí, claro! -se lo estaba inventando. Lo habrían llamado para trabajar unos cuantos días en algún sitio. ¿Podría permitirse el rechazar trabajo? Quizás ella debería intentar esforzarse un poco más para arreglárselas sola-. ¿Me ayudas? Necesito ir al baño.
Él se inclinó para que ella enganchara el brazo alrededor de su cuello.
Stacey pensó que ya estaba mucho mejor, porque ya no le dolían tanto los músculos al moverse. Pero quizás era porque estaba demasiado ocupada tratando de superar las sensaciones que le provocaba el roce de su mejilla contra el pecho de él, como para sentir nada más.
El la miró.
– ¿Estás bien? -le preguntó.
No, claro que no estaba bien, pero lo miró a la cara y se esforzó por sonreír. Pero no lo consiguió. Él tampoco estaba sonriendo. Por un momento, pensó que la iba a besar. Lo hizo. Le rozó la frente suavemente con los labios.
– No trates de hacer más de lo que puedes.
– Puedo, de verdad.
Al final, él la tomó en brazos y la llevó hasta el baño.
En ese momento, ella descubrió que él no había estado sentado en la escalera esperando a que lo llamara. Por eso tenía escayola en la cabeza. Había estado arreglando el baño, los baldosines estaban en su sitio y quedaba muy bonito. Incluso había puesto la cortina y unas margaritas encima de una repisa. Stacey acarició los pétalos.
– Me encantan -dijo.
– Leucanthemum vulgare -dijo él. Luego, levantó la mirada-. Lo he mirado en un libro.
– Ya – ¿Por qué no lo creía? ¿Por qué el corazón le latía a toda prisa? Como si aquellas palabras hubieran sido mucho más importantes que un beso-. Puedes bajarme.
La dejó en el suelo, sin dejar de sujetarla para que no perdiera el equilibrio.
Desde la ventana, vio que había hombres recogiendo los escombros del muro.
– ¿De dónde han salido?
– ¿Quién? -Nash miró hacia el mismo lugar que ella-. ¿Esos trabajadores? Han llegado esta mañana. Supongo que habrá sido el constructor. Te van a dar una indemnización por el accidente. Bueno, eso me imagino.
– ¿Una indemnización?
– El muro estaba en un estado muy peligroso. Se podría haber caído en cualquier momento encima de Clover o Rosie.
– Pero eso no ocurrió. El accidente fue culpa mía. No debería haberme subido. Ya se lo había advertido a las niñas -suspiró-. Seguro que ahora pondrán una valla de alerce.
– No te quieres marchar de aquí, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
– ¿Harías cualquier cosa para quedarte?
– Es que me pienso quedar. Pensaba que no podría hacerlo, pero el lunes tomé una decisión.
– Ya.
– Claro que ahora no puedo hacer nada al respecto.
– Pero pronto podrás. ¿Te las puedes arreglar sola aquí? -De pronto estaba ansioso por poner cierta distancia entre ellos.
– Sí, gracias -ella se agarró al lavabo y miró el baño-. ¿Nash?
– ¿Qué? -su respuesta fue mucho más seca de lo que había esperado. De pronto, no le pareció buena idea pedirle que la ayudara a meterse en el baño. Un cuerpo lleno de arañazos no era algo divertido de ver para un hombre.
– No te olvides de bajar las flores al comedor.
Nash abrió la puerta del comedor y se quedó sorprendido. No había estado allí antes.
Alguien había empezado a arrancar el papel, pero al ver que el temple también se caía, lo había dejado tal cual. El resultado era una auténtica catástrofe decorativa.
Miró al carísimo centro de flores que tenía en la mano. ¿Seguro que ella quería que lo dejara allí? ¿No ofendería eso a Lawrence?
Realmente, aquella le pareció una muy buena razón para dejarlo allí.
Así lo hizo, cerró la puerta y se dirigió a la cocina a preparar té.
Dee Harrington estaba sentada en la cocina cuando él entró.
Él se detuvo en la puerta. -Hola. No la oí llegar. Stacey está en el baño.
– No he venido a ver a Stacey. He venido a hablar con usted. A mí no me impresiona en absoluto con toda esa demostración de que es un «hombre moderno».
El acercó una silla y se sentó a la mesa. – ¿Qué es lo que le preocupa?
– Usted, señor Gallagher. Me preocupa usted. A Stacey ya le rompieron el corazón una vez y no quiero que vuelva a pasar por eso.
– ¿Y qué le hace pensar que le voy a romper el corazón?
– Es inevitable. Usted es el clon de Mike, su marido: rubio, ojos azules y musculoso.
– No es algo que a mí, en particular, me preocupe demasiado. Es una simple combinación de características genéticas y trabajo duro.
– Mike también trabajaba duro y jugaba duro. Nunca dejó de jugar: al rugby, al baloncesto… Cuando debería haber estado en su casa, cuidando de su mujer y sus hijas. También le gustaban los juguetes de mayores. Las motos eran sus favoritos. En segundo término estaban las muñecas de carne y hueso. Stacey fue una buena esposa, leal a él. Lloró mucho cuando murió. Creo que se merece algo mejor esta vez.
– ¿Y su intención es de que lo consiga en esta ocasión?
– ¿No haría usted lo mismo, si fuera su hermana? -se inclinó hacia delante-. Lawrence Fordham es un buen hombre que puede proporcionarle una buena vida. Necesita ir hacia delante. Usted es un paso atrás en su vida.
– Creo que nos está infravalorando, a los dos, señora Harrington. Y ahora, si me perdona -se levantó-. Tengo que ayudar a Stacey antes de ir a por las niñas al colegio. ¿Le digo que ha venido a verla? ¿O prefiere que mantenga este pequeño encuentro en secreto?
Ella se levantó, con el rostro congestionado por la rabia.
– ¡Está tan seguro de sí mismo! Ha encontrado un lugar confortable, una viuda necesitada con una casa, y está dispuesto a hacerse indispensable. Se lo advierto, señor Gallagher, mi hermana puede que no tenga redaños, pero yo sí. Será mejor que se invente alguna excusa y se marche ahora, porque voy a averiguarlo todo sobre usted.
– Bien, pues quédese usted aquí y cuide de ella -era un reto-. ¿O quizá sea el señor Fordham el que venga a remangarse para quitar el polvo?
– Váyase, y me la llevaré a casa conmigo -le dijo-. Hay mucha gente que puede cuidar de ella.
– No lo creo. Como usted dice, aquí tengo todo lo que he querido siempre -agarró a un pequeño gatito que se estaba escapando y lo puso de nuevo junto a su madre.
– ¡Nash! -gritó Stacey desde arriba-. Ya puedo bajar.
– Pues será mejor que estés decente, porque tienes visita -sonrió a Dee-, Ya ve. Siempre hay algo que hacer.
– Lawrence… No hacía falta que te desviaras para venir aquí. Ya habías mandado las flores. Siéntate.
Stacey estaba tumbada en el sofá, como una heroína decimonónica.
Las niñas estaban con ellos, viendo los dibujos animados.
Estaba claro que a Lawrence lo ponían nervioso.
– ¿Dónde está Nash? -les preguntó, extrañada de que no estuviera a su vera.
– Está arreglando algo-dijo Clover-. Nos ha pedido que no saliéramos al jardín en media hora.
Bueno, seguramente, lo mejor era que Lawrence las viera en sus peores momentos.
Estaba sentado al borde del sillón, claramente incómodo.
– ¿Cómo estás, Stacey? Sabía que habías tenido un accidente, pero no sabía que hubiera sido tan grave.
¿Tenía un aspecto tan terrible?
– Parece peor de lo que es. Siento no poder ir contigo a la cena del sábado.
– No pasa nada. Cuando me dijo Dee que no vendrías, llamé a Cecile, que está encantada de venir en tu lugar.
Parecía realmente contento con el cambio de planes.
– ¿Cecile?
– La señora Latour. La conociste el lunes por la noche en la recepción.
– ¿Sí? – ¿Se refería a la dama con la que había estado hablando toda la noche? ¡Vaya! -. Sí, ahora recuerdo.
– Llegará el sábado por la mañana.
– ¿Viene desde Bruselas solo para una cena?
– Bueno, no para una cena. Para pasar todo el fin de semana -un ligero rubor tiñó sus mejillas.
– Me alegro mucho por ti, Lawrence, lo digo sinceramente. ¿Se lo has contado a Dee? -él la miró con pánico, pero Stacey le agarró la mano-. No temas, no puede matarte.
Sin duda, le reservaba ese destino a su hermana, que era demasiado lenta y no sabía aprovechar sus oportunidades.
Nash tenía dos opciones: sentarse y mirar con odio a Lawrence Fordham o hacer algo más por Stacey.
– ¿Vas a empezar un negocio?
– Fuiste tú el que me instaste a ello. Me dijiste que tratara de alcanzar la luna. Por desgracia, el director del banco insiste en que necesito un plan de empresa antes que nada. Y Archie asegura que necesito más tierra.
– ¿Archie?
– Archie Baldwin, el anciano que solía llevar el vivero. Fui a verlo. Pensé que, tal vez, el sabría qué iban a construir en el antiguo jardín -decidió ir un poco más allá-. Pensé que, tal vez, iba abrirlo de nuevo y que yo podría negociar algo.
– ¿Y qué te dijo Archie?
– Nada. Siempre había creído que él era el dueño de ese lugar, pero por lo que me dijo, me pareció que, en realidad, era alquilado. Me sugirió que te preguntara a ti.
– ¿Y por qué no lo has hecho?
¿Por qué no lo había hecho? No estaba segura, así que hizo una mueca.
– Bueno, el lunes estuve corriendo todo el día. Y, cuando viniste a darme el número de teléfono, estabas de muy mal humor -se encogió de hombros-. Desde entonces, he estado en la cama toda dolorida.
– Lo siento -se arrodilló junto a la cama y le tomó la mano. Estaba realmente serio, lo que a ella la perturbó.
– ¿Lo sientes?
– Debería habértelo dicho. No sé por qué no lo hice.
– ¿Decirme qué? Nash, por favor…
– Verás, yo no estoy limpiando ese lugar para nadie. Es que Archie es mi abuelo.
– ¿Archie? -se quedó atónita.
Pero aún le sorprendió más no haberse dado cuenta, pues había un gran parecido entre ellos.
– ¿Por qué no me lo dijo? -preguntó ella, profundamente herida. Pensaba que Archie era su amigo. También pensaba que Nash lo era-. ¿Y por qué no me lo has dicho tú?
Él le tomó la mano y se la puso sobre su propia frente, como sí, así, pudiera entender de algún modo lo que sentía.
– Solía pasar todo mi tiempo en el jardín cuando era niño. Era el único lugar en el que me sentía a salvo -se quedó en silencio un momento-. Pero hace unos veinte años, hubo una gran pelea en mi familia. Archie acusó a mi madre de haberme descuidado. Todo el mundo dijo demasiadas cosas que no quiero recordar aquí. Yo tenía trece años y era el único miembro de la familia al que todo el mundo hablaba. Entonces me negué a ser el mensajero de mi madre o de mi padre. Prefería no hablar con ninguno de ellos.
– ¡Oh, Nash! ¡Eso es espantoso!
– Cuando Archie se enfermó, hice las paces con él. Se lo llevaron de su oficina en una camilla.
– Lo sé. Yo fui la que lo encontré.
– Entonces fuiste tú la que le salvaste la vida -le besó los dedos y la miró-. Gracias. Nunca me habría perdonado…
– Está bien, no te preocupes -le susurró-. Está bien…
– Cuando vi cómo estaba el lugar… -se detuvo, como si le costara explicar tantas cosas-. Pensé que debía limpiar los árboles. Siempre me levantaba en brazos para que agarrara un melocotón.
– ¿Si? -le vino a la mente la dulce imagen de un niño mordiendo la fruta madura y recordó aquella pregunta que no había comprendido: «¿Has probado el sabor de un melocotón maduro recién caído del árbol?». Después, la había besado mientras pensaba en aquel recuerdo infantil.
Había algo tremendamente tierno en todo aquello.
– Y, de pronto, apareciste tú, saltaste por encima de aquel muro, y tuve la sensación de que ya no me podría apartar de ti -Nash sabía que eso había sido un golpe bajo. Injusto. Lawrence Fordham no tenía la oportunidad de compartir el silencio de la noche con ella. Pero en cuestiones de amor, todo era justo… Y Nash estaba, sin duda alguna, enamorado de aquella mujer. Lo que había dicho no había sido más que la verdad.
– Stacey…
– Shh… Ven aquí -se movió para dejarle sitio en la cama.
A él se le secó la boca. Deseaba aquello, lo deseaba demasiado como para cometer un error.
– ¿Estás segura?
– Solo quiero abrazarte, Nash.
Él se quitó los zapatos y la abrazó. Su contacto fue cálido y dulce y sintió ganas de hacerle el amor de ese modo tierno que los poetas describen en sus libros.
Pero ella solo quería que la abrazara. Con eso se conformaría.
– Perdona… -dijo ella. Él se sobresaltó. ¡Había cometido algún error! Había mal interpretado algo-. ¿Es que no te quitas los calcetines para meterte en la cama?
¿Meterse en la cama? ¿No se trataba de estar solo encima de la cama?
– Generalmente, me lo quito todo.
– Entonces, sugiero que lo hagas -sus ojos eran una dulce invitación-. Por favor, apaga la luz. Con el aspecto que tengo en este momento, preferiría que nos limitáramos al sentido del tacto.
Capítulo 11
– Mamá, es muy tarde.
– ¿Tarde? -Stacey abrió los ojos y parpadeó, al sentir la luz del sol. Clover la estaba mirando fijamente-. ¿Cómo de tarde? -Miró el reloj que estaba en la mesilla- ¿Dónde está el reloj?
– Está allí -dio la vuelta a la cama, hacia la otra mesilla-. Hola, Nash -agarró el reloj y se lo llevó a su madre-. Son las ocho y cuarto, mira.
Stacey miró. Clover tenía razón. Luego se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Se incorporó rápidamente, sin apenas notar el dolor que sentía. Él se giró y la estaba mirando.
¡Maldición! ¿Cómo le iba a explicar aquello a su hija de nueve años?
– Mami, si Nash va a dormir aquí contigo, ¿puedo quedarme yo en la habitación que sobra? Soy demasiado mayor para compartir mi dormitorio con Rosie.
¿Así de simple?
– Ya hablaremos de eso más tarde. Vete a lavar y asegúrate de que tu hermana está despierta… -Nash estaba sonriendo-. ¡No tiene gracia!
Le besó la pierna aún llena de moratones.
– No, claro que no. Estoy muy serio, ¿no me ves? Tú lo sabes.
Stacey no sabía nada, solo que era muy tarde y que, seguro, Clover anunciaría mañana mismo la inminente llegada de un hermanito.
– Ayúdame -le dijo-. Solo conseguiremos que las niñas lleguen al colegio a tiempo si nos ponemos en marcha los dos.
– Me las puedo arreglar solo -salió de la cama, se puso la ropa que había dejado en el suelo la noche anterior y se dirigió hacia la puerta-. Quédate aquí. No muevas un músculo. Enseguida vuelvo.
Así lo hizo. Volvió con una taza de té, una tostada y un beso, antes de llevar a Clover y a Rosie al colegio.
Stacey estaba segura de que solo eso habría causado todo tipo de cotilleos, antes de que hubiera motivo para ellos.
Se levantó de la cama y, con la ayuda de las muletas, se dirigió hacia el baño. No era tan divertido como que la llevara él, pero tenía que hacer el esfuerzo.
Ya se había aseado para cuando él volvió. Se quedó impresionado de sus avances, pero no deshizo sus planes de tener a alguien para que la ayudara.
– He visto a Vera cuando venía hacia aquí. Le he pedido que venga a ayudarte.
– No hace falta.
Miró las muletas.
– Te puedes caer. Y yo no sé cuánto tiempo voy a tardar.
– Pensé que solo ibas a estar fuera por la mañana.
– Más bien hasta después de comer -dijo, mientras se disponía a afeitarse-. Necesito ir a ver a Archie, también.
– Dale recuerdos de mi parte -dijo ella, mientras lo veía afeitarse.
Hacía mucho que no veía a un hombre afeitándose, y siempre había pensado que era una de las acciones más sensuales del mundo. Era como el amor: un pequeño error y…
– Nash -él se volvió-. Gracias por lo de anoche.
– Fue un placer -sonrió y le dio un beso en la frente, dejándole un poco de espuma. Se la quitó con el dedo-. Esta noche lo intentaremos otra vez.
– Pero, ¿y Clover y Rosie?
– No son ningún problema -estarían felices-. A quien sí vas a tener que pensarte cómo decirle que me quedo es a tu hermana.
– ¿Te quedas?
El hizo una pausa y la miró a través del espejo.
– ¿No quieres?
– Sí -dijo ella. Aquel no era momento para juegos y fingimientos-. Claro que quiero que te quedes. Pero pensé que tu vida consistía en ir de un lugar a otro.
– Pues he encontrado un lugar en el que quedarme -limpió la maquinilla de afeitar en el agua.
Ella trató de mantener el rostro sereno, pero no pudo evitar una sonrisa complacida.
– ¡Pobre Dee! -Se dio la vuelta con las muletas y se dirigió a la puerta-. Nash…
– ¿Sí?
– ¿Esta noche podrías ayudarme a darme un baño?
Dejó de afeitarse.
– Realmente, sabes cómo hacer que un hombre quiera volver a toda prisa a casa.
Stacey se preguntó si Nash habría reconsiderado la oferta de trabajo del día anterior. Asumiendo que no fuera eso de liderar una expedición en el Amazonas. Pero no podía ser, pues se iba vestido con unos vaqueros, una camiseta verde y su cazadora de cuero.
La besó y la abrazó, y ella no pudo evitar estremecerse.
– ¿Qué te pasa?
– Nada -dijo ella, pero él continuó mirándola-. Es que no me gustan las motos.
– ¿No? -Se puso el casco-. Quizás haya llegado la hora de pensar en algo más razonable, algo para cuatro.
– ¿Un Volvo? Dicen que son muy seguros -se rió ella-. Quizás uno amarillo. Dicen que la gente tiene menos accidentes.
– Eso suena interesante.
– Lo siento. Sé que sueno totalmente estúpida. No tienes que cambiar por mí, de verdad.
– Ya solo el haberte conocido me ha cambiado, Stacey. Amarte como te amo… no hay palabras para describir lo que me ha hecho.
«Amarte como te amo».
Era fácil de decir, difícil de vivir.
Stacey se entretuvo pensando en qué haría Nash, exactamente, cuando no estaba limpiando el jardín de Archie.
Luego, mientras cojeaba lentamente alrededor de la casa, vio todo lo que había hecho por ella. No había sido solo el baño, sino que había repintado la puerta de la cocina y le había puesto el picaporte.
Aquello era lo que Nash hacía. Había estado equivocada respecto a él. No era en absoluto como Mike. Quizá se pareciera físicamente, pero eso no significaba nada. Mike había sido un hombre guapo solo en la superficie.
Nash no era así. Era hermoso por fuera y por dentro. No esperaba a que se le pidieran las cosas. Cuando hacía falta algo, él lo hacía. Así le había arreglado el baño. Así le había hecho el amor, lentamente, dando, no quitando.
Quizá no tuviera dinero, como Lawrence Fordham, pero la amaba y podía confiar en él. La quería a ella y a sus niñas. Eso era todo lo que quería de un hombre.
– ¿Stacey? -Vera asomó la cabeza-, ¡Ya estás levantada y andando! Eso es estupendo.
De pronto, la miró dudosa.
– ¿Qué pasa?
Vera se rió.
– Estaba pensando que, si yo tuviera el enfermero que tú tienes, seguro que me aprovecharía un poco -Stacey se ruborizó y Vera soltó una carcajada-. De acuerdo, entendido. Es demasiado pronto para hablar de nada de esto. ¿Un café?
Ya estaban en la segunda taza cuando Dee llegó, con un ejemplar del diario Maybridge.
– ¿Por qué no me lo dijiste? -se debatía entre el enfado y la risa. Una muy mala combinación en el caso de su hermana.
Stacey suspiró y dejó la taza sobre la mesa.
– ¿Decirte qué?
– Lo de Nash Gallagher.
¡Cielo santo! No podía haber salido en el periódico de la mañana. Miró a Vera, que parecía tan perpleja como ella.
– Viene en la primera página.
Dejó el periódico sobre la mesa.
El heredero de Baldwin dará una conferencia en la universidad.
– Nash Gallagher es el nieto de Archer Baldwin. ¿Archer? ¿Se refería a Archie? Stacey siempre había asumido que era el diminutivo de Archibald. -Nash Gallagher es el nieto de Archer Baldwin -continuó su hermana-. Y me dejaste que le tratara como a un peón.
– ¿Qué? -la cabeza de Stacey trataba de entender lo que decía su hermana, de encontrarle sentido a la fotografía que aparecía en primera página. Parecía recién salido de algún pantano en el que hubiera encontrado algún espécimen raro de planta-. Fue Nash el que te permitió que lo llamaras peón. Yo traté de impedírtelo, no porque considerara un insulto el que fuera un peón, sino porque estabas siendo realmente maleducada. Pero todavía no entiendo nada. Archie no es rico.
– Estarás bromeando -Dee la miró como si acabara de llegar de otro planeta-. Este pueblo era parte de sus posesiones hace algún tiempo. Todo el mundo que vivía aquí, trabajaba para él. El tío de Mike, por ejemplo, consiguió su casa porque trabajaba para él-. Archie Baldwin les regaló a sus trabajadores las casas en las que vivían. Se las dio, Stacey, no se las vendió ni se las alquiló -Dee se sentó-. ¿Queda algo de café?
Vera le sirvió una taza.
– Dee tiene razón, Stacey. Mi madre también trabajaba limpiando. Así fue como conseguimos la casa.
– Tú eres muy joven para recordarlo, pero yo sí que me acuerdo -dijo Dee-. Apareció en los periódicos.
– ¿El qué?
– Que desheredó a su hija, acusándola de no ser una Baldwin porque había descuidado a su hijo. El hombre vendió sus posesiones y regaló millones. Luego se desvaneció, se convirtió en una especie de recluso.
– Dee, Archie llevaba el vivero que hay al otro lado del muro. Yo solía ayudarlo cuando estaba muy ocupado. Llamé a la ambulancia cuando le dio el ataque al corazón.
– ¿Archie? ¿Te refieres a que ese anciano era Archer Baldwin?
– Claro que es él -miró una pequeña fotografía en la que aparecía Archie mucho más joven-. Fui a verlo el lunes, cuando me dejaste el coche -se levantó lentamente. Siempre había pensado que era un jardinero, y que Nash era… -. ¿Una conferencia? ¿Qué conferencia?
Vera leyó en alto.
– «El doctor Gallagher, nieto de Archer Baldwin, ha venido a Maybridge para dar una conferencia a los estudiantes de biología de la facultad de ciencias. El doctor Gallagher ha pasado los cinco últimos años recolectando y catalogando nuevos especimenes de plantas…». Y escucha esto: «Al doctor Gallagher le han ofrecido la cátedra de botánica de la universidad». ¿Sabías algo de esto, Stacey?
– No -Stacey le quitó el periódico-. No sabía nada. Me ha estado mintiendo.
– ¡Vamos, Stacey! -dijo Dee.
– De acuerdo, lo diré de otro modo: no me ha dicho toda la verdad.
Incluso en su confesión de la noche anterior, no le había contado toda la verdad sobre su familia.
Ya no le extrañaba que su hermana no supiera si reír o llorar.
Ella quería, claramente, llorar, pero no antes de encontrarlo y decirle lo que pensaba de él.
– Me voy a vestir y voy a ir a la universidad.
– ¿Te parece prudente? -preguntó Dee.
– No lo sé. Lo voy a hacer, igualmente. ¿Me llevas o pido un taxi?
– Te llevo, a ver si así puedo impedir que cometas una estupidez. Estoy segura de que si no te ha dicho nada es porque tiene un buen motivo.
– ¿De verdad? ¿Cómo cuál?
Se volvió bruscamente ayudada por la muleta, con tan mala suerte que, en ese preciso instante, uno de los gatitos salió de la mesa. Era o el gato o ella, no había opción.
– Stacey, cariño… -ella abrió los ojos y vio a Nash inclinado sobre ella. Por un momento notó una cálida y reconfortante sensación-. ¿Qué ha pasado?
De pronto, el sentimiento de felicidad de evaporó.
– ¿No te lo ha dicho Dee?
– Se ha ido corriendo a por las niñas al colegio. Solo me dijo que te habías caído otra vez.
– Fue de nuevo lo mismo. Tenía tanta prisa por encontrarte, que no vi el peligro hasta que ya era demasiado tarde.
– ¿Encontrarme? Pero si sabías que iba a volver.
– Sí, pero lo que te tenía que decir no podía esperar. Tenía mucha prisa, porque quería asesinarte. Ha debido de ser tu día de suerte, porque se me cruzó uno de los gatitos y me caí, dándome un golpe en la cabeza. Esta vez, no me dejan irme a casa, así que estás a salvo. Por ahora.
– No te muevas -le dijo, mientras trataba de sentarse. Él la contuvo con una mano.
– Eres un canalla, Nash. Yo confié en ti y tú abusaste de esa confianza. ¿Por qué me mentiste? -él abrió la boca dispuesto a contestar, pero ella no lo dejó-. Te he visto en el periódico, así que no me mientas.
Nash podría haber dicho que no le había mentido, que, sencillamente, no lo había creído cuando le había dicho la verdad. Pero eso tampoco habría sido cierto. Le había ocultado muchas cosas y ambos lo sabían.
– Lo siento, de verdad. Al principio no me pareció importante. Luego… luego quise asegurarme de que me querías a mí, no los míticos millones de un Baldwin.
– Pero eso es despreciable.
– Sí, lo sé. Pero mi padre se casó con mi madre por dinero. Quería empezar un negocio, y así fue como lo hizo.
– ¿Y pensaste que yo iba a hacer lo mismo? -no podía creerse lo que estaba oyendo-. ¿Tiene que ver con los esfuerzos de Dee por juntarme con Fordham? Pensaste que me iba a casar con el hombre que me había traído aquellas espantosas rosas.
– Parecías bastante complacida con ellas -ella lo miró como pensando que estaba loco. Él se encogió de hombros-. Lo siento, Stacey, pero hasta que te he encontrado a ti, no ha habido un amor incondicional en mi vida.
– ¿Ni siquiera el de Archie?
– Cuando era pequeño, sí. Pero al final, me utilizó para herir a mi madre. Ha seguido manipulando las cosas, tratando de que me quedara aquí.
– ¿Y te vas a quedar?
– No hay dinero, Stacey. Archie lo regaló todo, excepto el jardín -hizo una mueca-. Bueno, debió de guardarse algo para poder crear una cátedra de botánica en la universidad. Sigue manejando los hilos. ¿Lo entiendes?
– Y, ¿vas a hacer lo que él quiere? ¿Te vas a quedar?
– Los profesores de universidad no ganan mucho dinero, Stacey. No podría darte…
– ¡Vete al infierno, Nash! -estaba demasiado cansada y dolorida-. Vuelve cuando hayas madurado.
Cuando volvió a abrir los ojos, él no estaba. No sabía si habría madurado o no, porque no regresó.
Estuvo en el hospital una semana, tras la cual Dee insistió en que pasara con ella una semana en una casa que había alquilado en Dorset. El aire puro la ayudó a terminar de recuperarse y a levantar el ánimo un poco.
– Mañana volvemos a casa. ¿Qué vas a hacer? -Dee se dejó caer en la silla que tenía al lado-. ¿Lo has pensado?
Stacey suspiró, tratando de no censurarse por haber sido tan dura con Nash.
Pero la vida continuaba, y ella tenía que seguir adelante con su plan. Y pensando en planes…
– La verdad es que necesito un plan de empresa. ¿Tienes alguna idea de lo que es eso?
– Bueno, lo primero que necesitas es dinero.
– Tengo la casa.
– Y puedes perderla si el negocio va mal.
– Lo sé. Pero si no trato de alcanzar la luna… no puedo conseguir las estrellas.
Dee frunció el ceño.
– No sé…
– ¿Puedo usar tu teléfono? -Dee le dio el móvil. Marcó el número de Nash. Estaba fuera de servicio, así que dejó un mensaje-. Nash, te llamo para decirte que en tres semanas ya has tenido tiempo más que suficiente para crecer. Estaré en casa mañana y, si no me estoy equivocando, te veré allí.
Cuando devolvió el teléfono a su hermana, estaba sonriendo.
– Esto es parte de otro plan -le dijo Stacey-. Ahora vamos a hablar de negocios.
Una cosa era llamarlo a distancia y dejar un mensaje, y otra estar a solo una milla de casa, con el corazón acelerado, impaciente por llegar y temerosa de que él no estuviera.
Entraron en la calle. La casa pareció sonreírles, pero no había señales de Nash ni de su moto.
– Está preciosa, ¿verdad?
– Pero… -dijo Stacey mientras Vera abría la puerta-. No lo entiendo. ¿Quién ha hecho todo esto?
– ¿Pasamos? -dijo Dee.
Clover corrió a ver a los gatitos.
– ¿Qué ha pasado aquí, Vera? -le preguntó-. ¿Quién ha hecho todo esto?
– ¿No se suponía que tenían que hacerlo? -Preguntó Vera con total inocencia-. Trajeron una carta. Algo sobre una indemnización por el accidente. También han arreglado el comedor y han puesto una ducha. Yo me he encargado de supervisarlos. Pensé que te parecería bien.
– Sí, me parece muy bien, pero le dije a Nash… -Archie era el propietario del muro. Cualquier compensación tenía que venir de él. El corazón se le encogió. Así que eso era todo el compromiso que Nash estaba dispuesto a asumir.
– ¿Por qué no te vas a tumbar? -Sugirió Dee-. Seguro que estás cansada. Me llevaré a las niñas conmigo, si quieres. Ingrid se ocupará de ellas y te las traeré de vuelta mañana.
Stacey no se había imaginado lo vacía que le iba a parecer la casa. Hasta aquel momento, había estado convencida de que él estaría allí, esperándola. Pero, seguramente, ya estaría de camino al Amazonas.
– Sí, gracias, Dee. Eso sería estupendo.
– Yo estaré al lado, para lo que necesites -le dijo Vera-. ¿Puedes subir sola a la habitación?
Ella asintió.
– Sin problema.
Pero Vera esperó hasta que hubo llegado arriba.
Dee se llevó a las niñas y se hizo un silencio total.
No pudo evitar estremecerse al abrir la puerta del dormitorio. La habitación estaba en penumbra, así que se acercó a la ventana para abrir las cortinas.
Alguien había empezado a cortar el césped, pero lo habían dejado a medias. Lo habían cortado aquí y allí, dejando un mensaje…
Stacey, te quiero. ¿Te quieres casar conmigo?
Se tapó la boca con la mano, los ojos se le llenaron de lágrimas y comenzó a reírse a carcajadas. Abrió la ventana y comenzó a gritar.
– ¡Sí, Nash! ¡Sí!
No hubo respuesta. Esperaba que él hubiera aparecido por el nuevo muro del jardín… pero se dio cuenta de que había una puerta.
– ¡Nash! ¿Dónde estás? ¡Te quiero conmigo, ahora!
– Aquí me tienes.
Stacey se dio la vuelta y él estaba allí, de pie, en el vano de la puerta.
– ¡Ven aquí! Te he echado de menos. ¿Por qué has estado tanto tiempo alejado de mí? Él obedeció sin pensárselo. Atravesó la habitación y la tomó de la mano.
– Me dijiste que no regresara hasta que no madurara. No he tardado tres semanas, pero sí pensé que quería arreglar la casa antes de hacerte la gran propuesta, por si me decías que no.
– Tonto -dijo ella, mientras él la abrazaba.
– Lo soy -respondió él-. Pero debo haber hecho algo bueno. Mira lo que tengo -la besó lentamente, como un hombre que tuviera todo el tiempo del mundo. Después, se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja. La abrió. Dentro había un anillo con un diamante increíble.
– Nash, tú no… no…
– Lo sé, cariño. Pero hay un momento para las margaritas y otro para los diamantes. ¿Te quieres casar conmigo, Stacey? Su respuesta no dejó género de duda.
Los melocotones estaban totalmente maduros y Nash levantó a Clover para que agarrara uno. Luego subió a Primrose. Finalmente, fue el turno del pequeño niño de piel tostada y el pelo rubio. Lo habían llamado Archer, como su padre, pero las niñas se empeñaban en llamarlo Froggy.
Violet estaba en la cuna. Era demasiado pequeña para comer melocotones.
Stacey le acarició la mejilla. Bebés y melocotones, todo era maravilloso.
Nash la miró, dichoso de verla feliz.
– ¿Vas a comerte un melocotón, Nash?
– No, cariño. Mamá y yo nos comeremos los nuestros más tarde.
Por encima de las cabezas de los niños, intercambiaron una mirada que llevaba escrita una promesa de amor que, año tras año, crecía como las margaritas, y que, como los diamantes, era para siempre.
Liz Fielding