Max Fleming necesitaba una nueva secretaria y la señorita Jilly Prescott parecía adecuada para el puesto porque, además de que tenía los conocimientos y experiencia necesarios, no era probable que se fijara en él, ya que seguía enamorada de Richie Blake. De hecho, Max incluso se ofreció a ayudarla a recuperarlo.

El plan parecía sencillo: un corte de pelo, un nuevo vestuario y el atractivo Max acompañándola a una fiesta sensacional. Con eso, estaban seguros de que Jilly atraería la atención de su antiguo amor. Pero, cuando Max la llevó a aquella fiesta, empezaron a ocurrírsele ideas extrañas respecto a Jilly, y ninguna de ellas tenía nada que ver con arrojarla a los brazos de otro hombre.

Liz Fielding

Corazón de Fiesta

Corazón de Fiesta (17.11.1999)

Título Original: Dating her Boss (1999)

Capítulo 1

MAXIM FLEMING estaba irritable. Realmente irritable. Y a su hermana, al otro lado de la línea telefónica, no le quedaba ninguna duda.

– Amanda, lo único que te estoy pidiendo es que me busques otra secretaria temporal. Y no soy exigente, lo único que quiero es alguien que sepa lo que se hace.

– Max…

– ¿Tan difícil es?

– Max, querido…

Él continuó ignorando el tono de ligera advertencia de su hermana.

– Alguien que sepa escribir a máquina y que sepa lo suficiente de taquigrafía para tomar unas notas…

– La idea que tú tienes de un poco de taquigrafía no coincide con la mía, ni con la de ninguna de las competentes secretarias que te he mandado ya -le interrumpió ella abruptamente. Después, lanzó un quedo suspiro-. Max, en la actualidad, no hay muchas chicas especializadas en taquigrafía.

Al menos, no la clase de chicas que le había enviado a su hermano. Cosa natural por otro lado, ya que ella y su hermano tenían diferentes objetivos y, desgraciadamente, sospechaba que su hermano lo había descubierto.

– ¿No te resultaría más fácil adaptarte a los tiempos y utilizar un dictáfono?

– ¿Acaso estás admitiendo que la famosa agencia de empleo Garland no es capaz de proporcionarme una secretaria competente?

– No es eso, Max. Pero tienes que darme tiempo. Eres muy exigente y…

– Tiempo es lo que no me sobra, y se supone que Garland Girls es la mejor agencia -le recordó él-. El dinero no es un obstáculo, estoy dispuesto a pagar lo que sea por una secretaria que sepa mecanografiar correctamente y hacer dictados a una velocidad un poco mayor a la que lo haría si escribiera normal. ¿Es pedir tanto a la mejor agencia de secretarias de Londres?

– Lo que sí te sobra es genio -añadió su hermana, ignorando la pregunta-. Has despachado a un montón de excelentes secretarias en cuestión de dos semanas.

– ¡Excelentes! ¡Eso sí que es un chiste!

– Jamás un cliente se ha quedado de mis secretarias -lo que era verdad, pero se debía al hecho de que nunca, hasta ese momento, había tratado de mezclar el trabajo con el papel de Celestina.

Max Fleming lanzó un gruñido.

– No voy a negarte que hasta el último ejecutivo de Londres que se precie tiene que tener al menos una «Garland Girl». Todas tienen un aspecto excelente, modales impecables y consiguen convencer a sus jefes de que es un honor tenerlas como empleadas. Bueno, pues te aseguro que no me impresiona. Lo que quiero es una profesional con personalidad y carácter.

¿Qué había hecho? Cierto que había elegido a las chicas que había enviado a su hermano por su aspecto físico y su encanto personal, pero no era posible que fuesen tan malas profesionales.

– Tonterías. Admítelo, Max, el problema eres tú. ¿Por qué van mis chicas a tener que aguantar tu mal genio y las excesivamente largas jornadas de trabajo que les exiges?

– ¿Por dinero, querida hermana? ¿O es que sólo te has limitado a la tarea de recomponer mi destrozado corazón?

– Tú no tienes cerrazón.

– Eso lo sabemos tú y yo, pero si logras conseguirme una chica que sepa taquigrafía razonablemente, puede que incluso esté dispuesto a sacrificarme. Al menos, hasta que la madre de Laura se haya recuperado lo suficiente como para volver al trabajo. No me importa el aspecto que tenga y, desde luego, no tampoco me importa a que escuela de secretariado haya ido…

– Max Fleming, eres el hombre más imposible…

– Lo sé. La lista de mis defectos es infinita. Si te prometo portarme bien, ¿me mandarás a una persona competente? Aunque sólo sea por unos días, hasta que acabe el informe que tengo que enviar al Banco Mundial.

– Debería dejar que lo mecanografiases tú con dos dedos, así no serías tan…

– ¿Vas a darte por vencida?

– Para darme por vencida, se necesita algo más que tú, querido hermano. Está bien, mañana por la mañana tendrás a alguien. Pero es la última oportunidad que te doy. Si ésta también se va, te quedas sin nadie -Amanda Garland frunció el ceño al colgar; luego, se volvió a su secretaria-. ¿Qué voy a hacer con él, Beth?

– ¿Dejar de hacer de Celestina y enviarle al pobre una secretaria, competente? -sugirió ella con una sonrisa-. Aunque, desde luego, no sé de dónde vas a sacar a alguien que pueda taquigrafiar a la velocidad de la luz, te va a resultar aún más difícil que conseguir llevarle al altar otra vez. Ahora mismo no tenemos a nadie.

– ¿No recibimos un currículum el otro día de una chica de Newcastle? Según recuerdo, taquigrafiaba a una velocidad increíble.

– Mmmm. Jilly Prescott. Amanda, te recuerdo que dijiste que no tenía la apariencia física para ser una Garland Girl -la secretaria miró la foto adjunta al currículum vitae.

– Mi hermano no quiere volver a ver a una típica Garland Girl, se ha hartado.

Beth no parecía convencida.

– Ésta es muy joven, no va a durarle ni al almuerzo.

– Es posible -respondió Amanda Garland pensativa-. Pero también podría ocurrir lo contrario. Cree que a nuestras chicas les preocupa más su apariencia física que…

– Eso es porque te has empeñado en mandarle a las guapas y…

– Bueno, pues si le enviamos a Jilly Prescott, no va a poder quedarse de eso -Amanda contempló la fotografía de una joven de aspecto sumamente normal con una mata de cabello oscuro que podía llenar un colchón-. Quiere alguien con personalidad, con carácter. Las mujeres del norte tienen fama de tener carácter, ¿no?

– Si crees que se va a dejar amedrentar por alguien, Amanda, es que no conoces a tu hermano tan bien como crees.

– Merece la pena intentarlo. Vamos, llama a los contactos que ha puesto en el currículum como referencia. Si todo está en orden, llámala y dile que esté aquí mañana por la mañana a primera hora.

Jilly Prescott marcó el número de teléfono de su prima. A la tercera llamada, el contestador automático se puso en marcha.

– Hola, soy Gemma. En estos momentos no puedo atenderte, pero si dejas tu nombre y tu número de teléfono, te llamaré lo antes posible.

– ¡Dios mío! -Jilly se apartó un mechón de pelo oscuro de la frente.

– ¿Problemas, cariño? -le preguntó su madre con mirada ansiosa desde la puerta.

– No, pero Gemma no está, es el contestador automático.

Jilly esperó a oír el familiar pitido.

– Gemma, soy Jilly. Si estás en casa, contesta, por favor -esperó unos momentos, pero nada. ¿Por qué había tenido Gemma que elegir aquella noche para salir?-. Te llamo para decirte que he conseguido un trabajo en Londres y que voy a tomar el tren de por la mañana que va a King's Cross. Te llamaré cuando haya llegado.

Jilly colgó el teléfono y se volvió hacia su madre.

– No te preocupes, Gemma me dijo que podía ir cuando quisiera.

Su madre pareció dubitativa.

– No sé, Jilly. ¿Y si está de vacaciones?

– Eso es imposible, estamos en enero. ¿Adónde iba a ir en enero? Habrá salido a algo, estoy segura que llamará luego. Y si no llama, tengo el teléfono de la oficina donde trabaja. Vamos, mamá, no te preocupes.

La agencia Garland era la mejor de Londres y había solicitado sus servicios. La querían allí al día siguiente. Jamás se le presentaría otra oportunidad así.

– Bueno, será mejor que haga la maleta.

– En ese caso, voy a plancharte la blusa buena -dijo la señora Prescott.

Jilly sabía que su madre no quería que se fuera, y mucho menos que se quedara en casa de Gemma; mantenerse ocupada era su forma de disimular, por eso Jilly no le dijo que ella también podía plancharse la blusa.

– Sólo Dios sabe qué aspecto tendrás cuando no tengas a nadie que te cuide.

– Me las arreglaré.

– ¿Tú crees?

– Mamá, me plancho la ropa yo sola desde que tenía diez años.

– No me refería a eso -su madre hizo una pausa-. Prométeme que, si algo no va bien, si Gemma no puede o no quiere tenerte en su casa, volverás a casa inmediatamente.

– Pero…

– Jilly, aquí también hay trabajo -declaró la señora Prescott, y esperó.

Una promesa a su madre no era algo que se hiciera a la ligera. Si le prometía volver, tendría que hacerlo. Pero, al fin y al cabo, ¿qué podía salir mal?

– Te lo prometo, mamá.

Se hizo un momentáneo silencio.

– ¿Vas a ponerte en contacto con Richie Blake?

– Supongo que sí -respondió Jilly, como si ninguna de las dos supiera que él era el motivo por el que quería ir a Londres.

– Puede que haya cambiado. Puede que no quiera que le recuerden su vida aquí, su pasado.

– Mamá, somos amigos. Buenos amigos.

Aún recordaba la primera vez que lo vio; un chico nuevo en la escuela con expresión de desolación, demasiado pequeño para su edad, con cabello rubio casi blanco y unas gafas sujetas a la nariz con papel celo. Un grupo de chicos más mayores habían tratado de intimidarlo, pero ella les había puesto en su sitio y había defendido al chico nuevo como una gallina a sus polluelos.

Desde entonces, él se le había pegado como una lapa. Quizá fuera por eso por lo que había visto en él lo que la mayoría de la gente no había conseguido ver. Algo especial.

Fue ella quien logró que lo contrataran como disk jokey para el baile de Navidad. Fue ella quien envió fotos de él a los periódicos locales con el fin de conseguirle publicidad gratis. Convenció a sus hermanos para que hicieran posters de él en sus ordenadores, le grabó los shows y bombardeó con las grabaciones a las emisoras locales hasta que, hartos, le admitieron en un programa juvenil de radio.

Y también le prestó el dinero para comprar el billete de tren a Londres, donde le habían ofrecido un trabajo en una emisora de comercial de la capital.

– Eres una chica estupenda, Jilly -le había dicho él en la estación-. Eres la única persona que ha creído en mí. Mi mejor amiga. Nunca te olvidaré, te lo prometo.

– Tienes mucha suerte de que se te haya presentado una oportunidad así, Jilly -le dijo Amanda Garland en tono de duda.

No era ella sola quien tenía dudas, pero las de Jilly no tenían nada que ver con su capacidad para realizar el trabajo. Eso no le preocupaba en absoluto. Pero aunque había llamado a su prima desde la estación al llegar a Londres, con lo único que había hablado era con el contestador automático.

Y ahora, como si no hubiera tenido bastante con eso, aquella mujer que la había hecho ir de Newcastle hasta allí, parecía dudar de ella. Evidentemente, su blusa planchada impecablemente no le había impresionado. Lo que no era de extrañar; en aquel mundo nuevo, todo lo que ella pudiera ponerse se vería pobretón.

Había hecho todo lo que estaba en sus manos por dar la imagen de una secretaria eficiente, inteligente y de buenos modales.

Y lo había conseguido en Newcastle; sin duda, había impresionado al abogado para el que había estado trabajando hasta la semana pasada, hasta su jubilación. Pero en el mundo de Knightsbridge, su aspecto mostraba lo que realmente era: una chica de tantas de una pequeña ciudad de la zona industrial del norte de Inglaterra. Necesitaría algo más que una blusa bien planchada para disimularlo.

En esos momentos, Amanda Garland, de la agencia Garland, la estaba mirando como si no pudiera creer haber sido capaz de ofrecer un trabajo a Jilly Prescott, por impresionante que fuera su currículum.

La verdad era que, allí sentada, en la elegante oficina lujosamente alfombrada, Jilly tampoco podía creerlo.

En los listados de la biblioteca local, había hecho una lista de las agencia de secretarias en Londres que ofrecían trabajo temporal con la esperanza de que su currículum impresionara lo suficientemente a alguien para darle una oportunidad. Al fin y al cabo, su currículum era realmente bueno.

Pero, ahora, una vez allí, tenía la desagradable sensación de estar fuera de lugar. Sólo su obstinado orgullo se negaba a admitir la posibilidad de que pudiera no ser la primera en algo, lo que le impedía levantarse del asiento y marcharse de allí a toda prisa. Eso… y Richie. Si él había logrado lo que se proponía, ¿por qué no ella también?

– Sí, tienes mucha suerte.

Amanda Garland estaba empezando a irritarla. La suerte no tenía nada que ver en eso, sino el trabajo.

Había realizado su secretariado en una escuela de renombre y se había graduado con sobresaliente. Podía escribir en taquigrafía, sin esfuerzo, ciento sesenta palabras por minuto y mecanografiarlas con la misma facilidad. Y eso era lo que la había hecho llegar tan lejos.

– Bueno, no voy a entretenerte más. Le he prometido a Max que empezarías por la mañana. ¿Tienes sitio donde alojarte, Jilly? -preguntó Amanda, mirando la maleta que Jilly tenía en el suelo a su lado.

– Voy a hospedarme en casa de una prima hasta que encuentre un piso. La verdad es que tengo que llamarla para decirle que acabo de llegar… -iba a preguntar si podía hablar por teléfono, pero Amanda ya la estaba empujando a la puerta.

Amanda Garland se detuvo delante de la entrada de la agencia.

– Jilly, será mejor que te advierta que Max es muy exigente y que no admite que se tontee con él. Necesita desesperadamente alguien competente, una verdadera profesional de la taquigrafía. De no ser así…

De nuevo, la duda.

– ¿De no ser así? -repitió Jilly.

Amanda arqueó las cejas, sorprendida por la franqueza de Jilly.

– De no ser así, debo reconocer que no te habría considerado una candidata para el puesto.

– Me gusta la franqueza -respondió Jilly, cansada de que la mirasen por encima del hombro.

Esa mujer podía guardarse el trabajo. Había cientos de agencias en Londres y, si la agencia Garland la había hecho ir desde Newcastle debido a su velocidad en la taquigrafía, lo más probable fuese que hubiera un buen mercado de trabajo allí.

– ¿Tan terrible es mi ropa? -preguntó Jilly con la sinceridad característica de la parte de Inglaterra de la que procedía-. ¿O acaso el problema es mi acento?

Los ojos de la señora Garland se agrandaron ligeramente y sus labios parecieron moverse.

– Eres muy directa, Jilly.

– En mi opinión, es una ayuda, si es que quieres saber lo que la gente piensa. ¿Qué piensa usted, señora Garland?

– Pienso que… que quizá seas apropiada para este trabajo, Jilly -por fin, los labios de Amanda esbozaron una sincera sonrisa-. Y no te preocupes por tu acento, a Max no le importa eso en lo más mínimo. Lo único que le importará es cómo haces tu trabajo. Me temo que mi hermano es un jefe insufrible y, si quieres que te sea franca, me habría gustado que fueras un poco mayor. La verdad es que me siento como si te estuviera arrojando a un mar de aguas turbulentas.

¿Su hermano? Las mejillas de Jilly se encendieron. ¿Amanda Garland confiaba en ella lo suficiente para enviarla a trabajar con su hermano?

– Oh. Yo creía que… -se interrumpió y esbozó una amplia sonrisa-. No se preocupe, señora Garland, sé nadar. Medalla de oro. En cuanto a mi edad, envejezco por minutos.

Amanda Garland se echó a reír.

– Bien, no pierdas el sentido del humor y no aguantes impertinencias de Max. Y si te grita… pues párale los pies.

– No sé preocupe, lo haré. Además, cuando los hombres se ponen difíciles, he comprobado que imaginarlos desnudos ayuda.

La risa de Amanda se transformó en un ataque de tos.

– ¿Cuánto tiempo va a necesitarme? -le preguntó Jilly a Amanda cuando ésta última se hubo recuperado.

– Su secretaria está atendiendo a su madre, que está enferma, y la verdad es que no tengo idea de cuánto tiempo va a estar fuera. Al menos, varias semanas. Pero no te preocupes, si puedes trabajar para Max, podrás encontrar trabajo con cualquiera. Y con tus calificaciones, no me costará nada encontrarte otro trabajo.

– Bien. Bueno, gracias.

– Aún no me las des. Y recuerda lo que te he dicho de pararle los pies cuando sea necesario. Y toma un taxi. No quiero que te pierdas de camino a Kensington.

– Tengo un plano de la ciudad y…

– He dicho que tomes un taxi, Jilly. Le he prometido a Max que estarías allí por la mañana, y el transporte público de Londres no es de fiar. Le llamaré para decirle que estás de camino.

– Sí, pero…

– ¡Vete ya! ¡Se trata de una urgencia! Pídele la factura al taxista, Max la pagará.

Jilly no puso más objeciones. Hasta ese momento, nadie la había necesitado tanto como para pagarle un taxi. Si así era el trabajo en Londres, no le extrañaba que Gemma estuviera tan contenta allí. Salió de la agencia con la tarjeta con la dirección de Max Fleming en la mano y, en la acera, paró uno de los famosos taxis negros de Londres.

El taxi se detuvo delante de una elegante casa rodeada por una valla alta de ladrillo en una discreta plaza ajardinada de Kensington.

– Ya hemos llegado, señorita -dijo el taxista abriéndole la puerta.

Ella le pagó lo que el conductor le pidió y hasta le dio propina. El taxista le sonrió.

– Gracias. ¿Quiere la factura? -preguntó el taxista.

– Oh, sí. Gracias por recordármelo, no estoy acostumbrada a estos lujos.

Jilly recogió el recibo que él le ofreció, se volvió de cara a la puerta de hierro forjado y llamó al timbre.

– ¿Sí? -preguntó una mujer por el intercomunicador.

– Soy Jilly Prescott -respondió ella con firmeza-. Me envía la agencia Garland.

– Gracias a Dios. Entre.

Las puertas se abrieron. Jilly no tuvo tiempo de examinar la elegante fachada de la casa de Max Fleming, ni de fijarse en el pavimentado jardín, ni en los lechos de flores, ni en la estatua de bronce de una ninfa protegida bajo el nicho al pie de un estanque semicircular.

La mujer de cabello cano que le había hablado por el intercomunicador estaba en la puerta de la casa instándola impaciente a que se apresurara.

– Vamos, entre, señorita Prescott. Max la está esperando.

La condujo a través de un espacioso vestíbulo, pasaron una curva escalinata hasta detenerse delante de una puerta de madera de paneles.

– Entre -dijo la mujer.

Jilly se encontró en la entrada de un pequeño despacho cerrado con paneles. Al fondo, había una puerta interior abierta y pudo oír la grave voz de un hombre que debía estar hablando por teléfono ya que no parecía haber nadie más.

Dejó la maleta al lado del escritorio, se quitó los guantes y la chaqueta, y miró a su alrededor. Había dos teléfonos en el escritorio, un intercomunicador, un cuaderno de taquigrafía a medio gastar y una jarra con lapiceros afilados. Detrás del escritorio había una mesa de trabajo con un ordenador y una impresora. Jilly se preguntó qué clase de software tendría instalado y, después de sacar las gafas del bolso, se las puso y se inclinó para encender el ordenador.

– ¡Harriet!

Al parecer, la voz había acabado su conversación telefónica y Jilly se apartó del ordenador, agarró el cuaderno que había en el escritorio, un manojo de lápices, se sujetó un mechón de cabello que se le había soltado de la trenza con que se lo había recogido, y se encaminó hacia la puerta interior. Max Fleming estaba delante de la ventana mirando al jardín, sin volverse.

– ¿Aún no ha llegado esa maldita chica? -preguntó él.

La primera impresión que Jilly tuvo de él fue que estaba demasiado delgado. Demasiado delgado para lo alto que era y para la anchura de sus hombros. Una impresión que se vio confirmada por la forma como le caía la chaqueta, parecía habérsele quedado grande. Sus cabellos eran tan oscuros como los de su hermana y, al igual que los de ella, eran maravillosamente espesos y cortados a la perfección; aunque los de él estaban adornados de plata en la sien.

Fue todo lo que Jilly pudo notar antes de que él diera un golpe en el suelo con el bastón en el que se apoyaba. Entonces, él se volvió y la vio. Durante un momento, no dijo nada, se limitó a mirarla como si no pudiera dar crédito a lo que veía.

– ¿Quién demonios es usted?

Demasiado fácil ser intimidada, pensó Jilly. La hermana de Max Fleming le había advertido que podía ser un monstruo; y al ver esos ojos que la miraban con expresión oscura, Jilly la creyó. Pero si mostraba nerviosismo, él se aprovecharía de su debilidad. ¿No le había dicho Amanda que le contestase si se mostraba duro con ella?

– Supongo que soy esa maldita chica -respondió ella sin parpadear, mirándolo directamente a los ojos.

Durante un momento, se hizo un tenso silencio. Entonces, Jilly, ahora que ya había demostrado que no se iba a dejar intimidar, se subió las gafas y ofreció una tregua.

– Siento haberle hecho esperar, pero el tráfico era terrible. Mi intención era venir en metro, pero la señora Garland me dijo que tomara un taxi.

Una ceja de Max se arqueó un milímetro.

– ¿Dijo algo más?

Sí, mucho más, pero ella no iba a repetirlo.

– ¿Que usted pagaría el taxi? -sugirió Jilly.

– ¡Vaya!

Jilly esperó una sonrisa al menos, pero no la obtuvo. Tampoco consiguió reírse de ese hombre imaginándolo desnudo. No, imaginar desnudo a Max Fleming sería un error, decidió Jilly con las mejillas enrojecidas.

– Bueno, alguien va a tener que pagarlo porque yo no me puedo permitir el lujo de viajar en taxi -dijo ella, obligándose a tomar una actitud de ataque. Y cruzó lo que le pareció un kilómetro de alfombra persa para dejar el recibo del taxi en el escritorio de Max Fleming-. El recibo. Si tiene algún problema, será mejor que lo resuelva con su hermana.

Lo primero que Max pensó fue que aquella chica no podía ser una de las famosas Garland Girls de Amanda, carecía del estilo y de los exquisitos modales y aspecto por las que se las conocía. Ni siquiera era guapa. Tenía los ojos ocultos tras las gafas, pero la nariz era demasiado grande, al igual que la boca. En cuanto al pelo… castaño claro, empezaba a salirse de las peinetas que lo sujetaban y la trenza se estaba deshaciendo. En cuanto a la ropa…

Llevaba una blusa blanca bien planchada y una falda lisa de color gris que le llegaba a la rodilla, parecía un uniforme. Pero no, no tenía aspecto de colegiala, sino de secretaria antigua, incluidas las gafas.

De repente, lo vio todo claro.

Su hermana había decidido gastarle una broma, era su pequeña venganza.

Evidentemente impaciente con el escrutinio al que estaba viéndose sometida, la chica dijo por fin:

– ¿Le parece que empecemos ya, señor Fleming? Su hermana me ha dicho que estaba desesperado…

Desesperado. Desolado. Vacío. Y más cosas.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Max.

– Jilly Prescott.

Jilly no era nombre de mujer adulta.

– Muy bien, Jilly -dijo él abruptamente. Cuanto antes desenmascarase el juego de Amanda, mejor-. Manos a la obra. No dispongo de todo el día.

– Estoy lista, señor Fleming. Así que, si usted también lo está…

Capítulo 2

JILLY sonrió y, durante un momento, Max se quedó hipnotizado con aquella sonrisa. ¿Acaso sería verdad que era secretaria?

Aún sin poderlo creer, todavía pensando que era una broma de su hermana, Max se acercó a la puerta del pasillo y asomó la cabeza. No había nadie.

– ¡Harriet!

– ¿Sí, Max? -el ama de llaves salió de la cocina al pasillo.

– ¿Jilly Prescott ha venido sola?

– Sí. ¿Esperabas a alguien más? No dijiste que…

– ¿Y no ha venido nadie más después? ¿Mi hermana, por ejemplo?

– ¿Amanda? -preguntó Harriet-. ¿Por qué? ¿Iba a venir? ¿Se va a quedar a almorzar?

– No, pero… -se dio cuenta de que su ama de llaves lo miraba con expresión de extrañeza y sacudió la cabeza-. No, no espero a nadie más. ¿Te importaría traernos café?

Luego, se adentró de nuevo en el despacho y miró a Jilly.

– Te apetece un café, ¿verdad?

– Sí, gracias.

Jilly sabía por experiencia que la posibilidad de beberlo aún caliente era muy remota, pero iba a ser un día muy lago e incluso agradecería un café frío. Miró el reloj que había encima del dintel de la chimenea. Pasaban unos minutos de las once.

Max volvió a su escritorio, dejó apoyado en él el bastón y se sentó en su sillón antes de tomar unas hojas de papel con anotaciones.

Al otro lado del escritorio, Jilly se dio cuenta de que Max era más joven de lo que al principio había creído. Las plateadas sienes y los huesudos rasgos le habían hecho calcularle unos cuarenta años, pero ahora veía que era más joven, aunque no sabía cuánto más joven. ¿Había estado enfermo? ¿O había sufrido un accidente y por eso se ayudaba de un bastón para caminar? No tuvo tiempo para meditar más sobre las diferentes posibilidades porque, en ese momento, él comenzó a dictar.

Max empezó a dictar despacio; pero después de unos minutos, se dio cuenta de que ella le seguía sin ninguna dificultad. Más aún, parecía estarle esperando.

– ¿Te importaría leerme lo que te he dictado, Jilly? -preguntó Max.

Aún no estaba convencido de la profesionalidad de esa chica, seguía inclinado a pensar que se trataba de una broma de su hermana, y prefería descubrirlo cuanto antes.

Jilly le leyó lo que él le había dictado sin vacilar.

– Puede ir más rápido si quiere. Soy capaz de taquigrafiar ciento sesenta palabras por minuto.

El se la quedó mirando.

– ¿En serio?

Jilly notó la incredulidad de su voz. ¿Acaso ese hombre no se fiaba de su propia hermana?

– En serio -respondió ella.

Y para enfatizar la contestación, se hizo una cruz en el pecho con una mano.

Max tragó saliva. En otra mujer, ese gesto habría sido abiertamente sexual. Pero se había equivocado tanto en sus presunciones respecto a esa chica que ya no sabía qué pensar.

– Increíble -murmuró Max, sin saber si el calificativo se debía a la velocidad en la taquigrafía o a la chica en sí. No obstante, podía haber otro problema-. ¿Sabes mecanografiar?

– No tendría sentido que no supiera -respondió ella sencillamente y con expresión solemne, mirándole a través del cristal de las gafas con esos ojos grandes y marrones-. ¿No le parece?

– No, supongo que no -respondió él, desconcertado al descubrir que quería pedirle disculpas por haber dudado de ella.

Pero Max rechazó la idea inmediatamente, esa chica aún tenía que demostrar que era capaz de realizar el trabajo con profesionalidad. Así que continuó dictando un complicado informe; al principio, no muy de prisa; después, cada vez con más rapidez. Al final, dictó a una velocidad que debería haber dejado a Jilly medio muerta. Y si era honesto consigo mismo, lo había hecho a propósito. Pero Jilly le siguió sin aparente esfuerzo, su pequeña mano volando sobre el cuaderno sin la menor vacilación, incluso cuando él le dictó cifras y nombres extranjeros. Y Max aumentó más aún la velocidad en un esfuerzo porque ella le pidiera que parase. Jilly no lo hizo.

– Eso es todo por el momento -declaró Max en tono irritado. Cosa completamente ridícula, ya que había pedido una secretaria eficiente y eso era exactamente lo que tenía-. ¿Cuánto tiempo te va a llevar mecanografiarlo?

– Depende del programa del ordenador -respondió ella.

Y cuando Max le dijo el programa que era. Jilly contestó:

– No hay problema, ya lo he usado -se miró el reloj-. Lo tendrá listo a las tres.

Eso era una ridiculez.

– Prefiero la exactitud a la rapidez -dijo él.

Jilly no se molestó en discutir.

– Está bien. En ese caso, a las tres y cinco.

Jilly se quitó las gafas y se puso en pie. Delante de la puerta, se detuvo y se volvió.

– Utilizaré los cinco minutos extras para preparar un té. El café se ha quedado frío.

Max se la quedó mirando. Las chicas de la agencia Garland no preparaban té. Pero Jilly Prescott no era una Garland Girl. No, en absoluto. ¿De dónde demonios la había sacado su hermana?

– Si quiere, le prepararé uno también a usted.

– No. No, gracias, no será necesario. Si quiere, Harriet, mi ama de llaves, podrá prepararle lo que usted quiera -en ese momento, el reloj del dintel de la chimenea dio las horas-. Es más, como parece que se aproxima la hora del almuerzo, pídale que le prepare un bocadillo o lo que le apetezca. Como ha empezado el trabajo tarde, no le importará no parar para almorzar, ¿verdad?

– No, en absoluto -respondió Jilly.

Y Max Fleming, desconcertado, no supo si la respuesta había sido educada o irónica.

– Me estaba preguntando qué iba a hacer respecto al almuerzo -añadió Jilly-. Tener que trabajar soluciona el problema.

Irónica. Definitivamente irónica.

Jilly salió de la oficina y él la siguió.

– ¿De dónde eres, Jilly? -preguntó Max, arrepintiéndose inmediatamente de su curiosidad.

No estaba interesado en saber de dónde era esa chica. Sólo era una secretaria temporal, nada más. Después de unas semanas, desaparecería y jamás volvería a saber de ella.

– De un sitio que nadie conoce, cerca de Newcastle. Y hablando de Newcastle… ¿sería posible que utilizara su teléfono para hacer una llamada? Se la pagaré.

¿Pagar? ¿Estaba ofreciendo pagar una llamada telefónica? Max empezaba a dudar de su oído. Durante las últimas dos semanas, las chicas que Amanda le había mandado, con sus ropas de diseño y su perfecta pronunciación, habían tratado su teléfono como si estuviera allí para ellas.

– Voy a hospedarme en casa de una prima mía, pero ella aún no sabe que he llegado -continuó Jilly-. Bueno, es posible que lo sepa, porque le he dejado varios recados en el contestador, pero…

Jilly se encogió de hombros.

– Pero le gustaría estar segura, ¿verdad?

– Bueno, la verdad es que he llamado desde la estación esta mañana y era muy temprano. Muy, muy temprano. Suponía que estaría en casa.

– Y no estaba.

– No.

– Quizá hubiera salido.

– ¿A esas horas de la mañana?

¿Era posible que fuese tan inocente? En cualquier caso, no era responsabilidad suya sugerirle lo que su prima podía haber estado haciendo a esas horas.

– ¿Haciendo ejercicio? -dijo él cínicamente.

– Es una posibilidad -contestó Jilly, pero sin convicción-. De todos modos, quiero llamarla al trabajo. La habría llamado al salir de la agencia de su hermana, pero la señora Garland me dijo que usted estaba…

– ¿Desesperado? -un delicado sonrojo adornó las mejillas de Jilly, el delicado color hizo que aquella joven tan directa se viera muy vulnerable-. Lo estaba. Y lo estoy.

Entonces, debido a que, como objetivo de esos ojos enormes y marrones, Max se sintió también bastante vulnerable, continuó en tono brusco:

– En fin, será mejor que llames a tu prima antes de volver a ponerte a trabajar. No quiero que estés distraída mientras me mecanografías el informe -Max se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo-. Y será mejor que también llames a tu familia, si es que tienes familia. Supongo que querrán saber que has llegado bien. Puede que estén preocupados.

¡Cielos santos, estaba empezando a comportarse como un padre!

– ¿Puede? -Jilly sonrió y, por fin, la sonrisa se tomó en una risa que marchó unos hoyuelos en sus mejillas-. Mi madre debe haber desgastado la alfombra de tantos paseos que debe haberse dado.

– Pues llámala cuanto antes… antes de que los daños a la alfombra sean irreparables.

– Bueno, verá, no puedo hacerlo porque…

– ¿Por qué no? -Max sabía que iba a arrepentirse de haber hecho la pregunta, pero la conversación estaba cobrando vida propia.

– No puedo llamar hasta no hablar con Gemma. Le he prometido a mi madre que si algo salía mal, si mi prima no podía tenerme en su casa, volvería directamente a casa -Jilly se encogió de hombros-. Es la primera vez que salgo y… mi madre está muy preocupada.

Sí, Max lo comprendía. Su madre también se preocupaba mucho por él. Pero ahora se cuidaba mucho de decirlo en voz alta.

– En ese caso, esperemos que puedas hablar con tu prima. Si estuviera fuera, va a ser un verdadero problema para ti.

– ¿Fuera? ¿En enero? -preguntó Jilly con incredulidad.

Max siguió la mirada de ella hasta la ventana, un cielo gris invernal cubría Londres.

– Por increíble que pueda parecer, hay lugares en el mundo en los que el sol está brillando ahora mismo.

– Lugares muy caros.

– No en estos tiempos -Max se dio cuenta de que Jilly consideraba que su idea de lo que era caro y la de él debían ser muy diferentes-. Además, también puede haber ido a esquiar…

La palabra salió de sus labios antes de darse cuenta. Max sabía que era una equivocación involucrarse en la vida de otra persona. Siempre lo era.

– Gemma no es muy dada al ejercicio.

– No todos van por el ejercicio -contestó él malhumorado. Entonces, con más suavidad porque, al fin y al cabo, no era culpa de la chica haberle recordado cosas que prefería olvidar -. A algunos les interesa más el ejercicio de después de esquiar.

De súbito, la mente de Jilly se llenó de imágenes sacadas de revistas de viajes mostrando despampanantes chicas junto a rubios y fuertes instructores de esquí sentados alrededor de una hoguera en un chalet de montaña. Sí, eso sí era el estilo de Gemma.

– Pero si está fuera, no tendré dónde hospedarme -dijo Jilly-. Tendré que volver a casa. Le prometí…

– Espero que no sea antes de que mecanografíes el informe.

Un comentario imperdonable, y Max se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas. Pero en vez de tirarle el cuaderno a la cabeza y decirle que lo mecanografiase él, que era lo que cualquier chica de la agencia Garland haría, Jilly Prescott se recogió un mechón de pelo que le caía por la cara.

– No, por supuesto que no. Ahora mismo me pongo con ello.

Max se la quedó mirando mientras Jilly se ponía en movimiento. ¿Estaba siendo sarcástica? No, claro que no. Aquélla no era una de las duras secretarias de la agencia de su hermana. Esta chica acababa de llegar a Londres, estaba sola y se sentía vulnerable. Y eso le irritaba a él mucho más. No quería verse en esa situación. ¿Cómo se atrevía Amanda a mandarle a una chica así?

No le importaban los problemas de Jilly. No quería saberlos. Sin embargo, algo le impulsaba a seguirla y a pedirle disculpas.

Pero Jilly ya se había sentado delante del ordenador y sus dedos se movían ágilmente por el teclado. No perdía el tiempo. Ni siquiera para hacer sus llamadas telefónicas. Max quería decirle que llamara primero, pero la vio muy rígida, muy orgullosa, imponiendo una enorme barrera a la comunicación.

– ¿Estás listo ya para almorzar, Max?

Él se volvió a Harriet, que estaba en el umbral de la puerta mirándolos a los dos.

– Estoy listo desde hace diez minutos -respondió él fríamente-. Será mejor que le prepares algo también a Jilly.

¡Jilly! ¿Cómo podía mantener una relación formal con alguien llamado Jilly? Debería haberla llamado señorita Prescott y haberla tratado de usted desde el principio. Eso habría sido lo mejor. Las cosas hubieran quedado claras desde el principio.

– Y enséñala dónde está todo para que lo sepa.

Jilly oyó la puerta del despacho de él cerrarse y relajó los hombros. Lo que le producía rigidez en los músculos era la tensión, no podía ser otra cosa. Sacó un pañuelo del bolso y se sonó la nariz. ¡Llorar! ¡Qué ridiculez! Ella no lloraba nunca.

El día anterior todo le había parecido tan sencillo… Demasiado sencillo. Si su madre no le hubiera obligado a hacer esa promesa… ¡Ojalá no hubiera sido tan estúpida de creer que nada podía salir mal!

Parpadeó, se enderezó, guardó el pañuelo y forzó una sonrisa cuando Harriet volvió a aparecer con una bandeja. Jilly se puso de pie al instante para abrirle la puerta.

– Gracias, señorita Prescott.

– Oh, por favor, llámeme Jilly y tutéeme -Harriet asintió; reapareció al momento-. Le enseñaré el baño, ¿de acuerdo? Supongo que querrá lavarse las manos antes de comer.

– Siento molestarle. Saldría a comer fuera, pero el señor Fleming tiene prisa y…

– Max siempre tiene prisa -dijo Harriet-. Algunos hombres no aprenden nunca. Además, no es ningún problema, te lo prometo. ¿Qué te apetece comer?

– Cualquier cosa. ¿Qué le ha preparado al señor Fleming? -preguntó Jilly intentando no ser una molestia, con la intención de dar el menor trabajo posible.

– Salmón ahumado. ¿Te apetece?

Jilly parpadeó. ¿Salmón ahumado? Lo había probado una vez, en la fiesta de jubilación del abogado para el que había trabajado, y aún no sabía si le gustaba o no. Casi no podía creer que se hicieran bocadillos de salmón ahumado.

– Un bocadillo de queso me servirá -dijo ella con firmeza.

Harriet esbozó una cálida sonrisa.

– Veré qué puedo hacer. Ven, voy a enseñarte el baño. Luego, cuando estés lista, ven a la cocina, allí comerás más tranquila.

Las paredes del baño eran de mármol, el suelo estaba alfombrado, había un enorme espejo encima del lavabo y toallas espesas. No tenía nada que ver con el baño de la oficina en la que había trabajado hasta ahora, la clase de oficina a la que volvería inmediatamente si Gemma no aparecía pronto.

Después, cuando se secó las manos con una de las suaves toallas, se rehízo la trenza, volvió a ponerse carmín de labios y fue a la cocina.

– Siéntate, ponte cómoda -dijo Harriet.

– Debería seguir trabajando en el informe…

– Que Max no se levante nunca de su escritorio no quiere decir que tengas que seguir su ejemplo. Además, no puedes comer y mecanografiar al mismo tiempo, ¿no te parece? -Harriet le indicó con un gesto que se sentara a la mesa.

Harriet era alta, elegante, y sus cabellos canos tenían un corte perfecto. No se parecía en nada a la idea que Jilly tenía de un ama de llaves. Aunque la verdad era que Jilly nunca antes había visto a un ama de llaves.

– No, supongo que no. Pero tengo que hacer un par de llamadas. El señor Fleming me ha dicho que puedo utilizar el teléfono.

– Si son llamadas personales, ¿por qué no utilizas mi teléfono? De ese modo, no podrá interrumpirte aunque quiera.

Una sonrisa irónica mientras la conducía a través de una puerta que había en un rincón de la cocina indicó a Jilly que Harriet sabía lo mucho que Max Fleming podía incomodar. La oficina del ama de llaves era diminuta, no mucho más grande que un armario, pero tenía escritorio, mesa de despacho y teléfono; lo demás estaba colocado en estanterías.

– Haz las llamadas que necesites.

– Gracias y perdone, señora…

– Jacobs. Pero, por favor, llámame Harriet y tutéame. Todo el mundo me llama de tú.

– Gracias, Harriet.

Cuando Jilly llamó a la oficina de su prima, le dijeron que Gemma estaba de vacaciones y que no volvería hasta finales de mes. Jilly colgó y se quedó mirando el teléfono un momento. Richie era la otra única persona que conocía en Londres. No había sido su intención llamarlo hasta no estar bien asentada y poder decirle con aire casual: «Hola. Estoy trabajando en Londres y se me ha ocurrido llamar para saludarte…». Pero aquello era una emergencia. Buscó su número de teléfono en la agenda y marcó.

– Producciones Rich.

– ¿Podría hablar con Richie Blake, por favor?

– ¿Con quién?

– Con Richie… -pero recordó que ahora se llamaba Rich, Rich Blake, la nueva estrella de la televisión-. Con Rich Blake. Soy Jilly Prescott, una amiga suya.

– El señor Blake está en una reunión -la respuesta de la mujer parecía dar la impresión de pensar que estaba hablando con una chica que lo había visto una vez y que intentaba hacer que pareciese conocerlo mejor.

– En ese caso, ¿podría darle un mensaje? -insistió Jilly-. ¿Podría decirle que Jilly Prescott ha llamado? Y dígale también que estoy en Londres y que necesito hablar con él urgentemente, ¿de acuerdo? Dígale que me llame a este teléfono.

Jilly dio el teléfono de Max Fleming, pero no obtuvo respuesta.

– ¿Lo ha anotado?

– Sí. Se lo diré.

Y Jilly vio mentalmente una chica arrugando una nota y tirándola a la basura. Richie se había hecho famoso y, probablemente, cientos de chicas lo llamaban a diario.

Su madre se mostró mucho más contenta de oírla.

– ¡Jilly! Gracias a Dios que has llamado. Acabo de enterarme de que Gemma está de vacaciones -su madre siempre se enteraba de todo-. Tu tía ha venido a casa con una postal que Gemma le ha mandado desde Florida. Se ha ido allí con un novio.

El tono de desaprobación era evidente.

– Sabía que era un error que te marcharas así -continuó su madre-. Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?

¿Le daba una alternativa? ¿No le estaba ordenando que volviera a casa inmediatamente como una chica buena? No, su madre era demasiado lista para hacer eso. Se basaba en la promesa de que volvería a casa si algo salía mal.

¡Por el amor de Dios, tenía veinte años, casi veintiuno! Ya no era una niña. Una mujer de veinte años con una responsabilidad. Su madre tenía que entenderlo, ¿no?

– Mamá, justo en estos momentos tengo que mecanografiar casi medio libro. Hasta no hacerlo, no puedo pensar en nada más -dijo Jilly.

Pero, por una vez, estaba pensando que le gustaría comportarse como su prima, olvidarse de las promesas hechas y hacer lo que le apeteciera.

Gemma era irresponsable, se teñía el pelo, vivía en Londres, y su madre siempre decía que acabaría mal. Quizá fuera así, pero en esos momentos estaba de vacaciones en Florida. Con un novio. Y ella, Jilly, ni siquiera tenía novio. No era que le hubieran faltado proposiciones, pero para ella sólo había habido un chico, Richie, y últimamente éste parecía haberse olvidado de su existencia.

– Debes haberte llevado una gran desilusión -le dijo su madre, ahora mostrándose segura de que Jilly estaría en casa en cuestión de horas-. ¿Qué tal es el trabajo?

Segura de la obediente respuesta de Jilly, se permitía el lujo de mostrar su curiosidad.

– ¿El trabajo? -pero Jilly no se sentía inclinada a ser obediente y amable con nadie en esos momentos-. El trabajo es maravilloso. El señor Fleming estaba tan ansioso de que empezara a trabajar que la señora Garland me ha mandado a su casa en taxi. El salario es cuatro veces lo que ganaba hasta ahora y el baño de la oficina es de mármol.

Un baño de mármol impresionaría a su madre.

– ¿En serio? Y… ¿cómo es el señor Fleming?

– ¿El señor Fleming?

¿Cómo era el señor Fleming? Ningún hombre la había mirado como él lo había hecho, como si se transparentase. Pero eso no iba a decírselo a su madre. De repente, tuvo un momento de inspiración y decidió provocar la compasión de su madre:

– Creo que el pobre ha estado enfermo. Anda con un bastón -eso le hacía parecer hacer visitar regulares al geriatra.

– Oh, pobre hombre… -dijo la señora Prescott con compasión.

Sí, había sido una buena idea lo del geriatra, pensó Jilly.

– Y no podía encontrar a nadie, aquí en Londres, que tomara notas en taquigrafía -eso para los prejuicios de su madre.

– Desde luego, de lo que no va a poder quejarse es de tu trabajo -declaró la señora Prescott con un orgullo que irritó a Jilly.

¿De qué servía ser la mejor en el trabajo si tenía que vivir en casa y trabajar en el despacho de cualquier abogaducho con un sueldo de pena? Quería un trabajo como el que tenía la secretaria de Amanda Garland. Quería llevar un traje que costase una fortuna, que le cortase el pelo alguien que supiera lo que estaba haciendo con las tijeras, y… ¿Qué estaba pensando? No, quería ser Amanda Garland, no su secretaria.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó su madre, sacándola de su ensoñación.

– Es economista y trabaja para el Banco Mundial, busca dinero para financiar la provisión de agua para esos pobres niños de África. Ya sabes, los que ves por televisión -Jilly apeló a la compasión de su madre con esas palabras y, para enfatizarlas, lanzó un dramático suspiro-. No sé cómo va a arreglárselas. En fin, mamá, tengo que dejarte. Aún me queda un montón de trabajo…

Pero su madre no había acabado.

– ¿Has hablado ya con Richie Blake? -mantuvo el tono neutral, pero no pudo disimular del todo su aprensión.

– No, todavía no.

Pero el día aún no había llegado a su fin.

– Bueno, Jilly, será mejor que colguemos para que puedas terminar tu trabajo. Llámame cuando sepas en qué tren vas a volver.

La absoluta certeza de su madre de que iba a dejar el mejor trabajo de su vida para volver a casa sin antes intentar buscar un lugar donde hospedarse hasta que Gemma volviera de vacaciones era una instigación a la rebelión.

A las tres en punto Jilly llamó a la puerta del despacho de Max Fleming, entró y dejó el informe completo encima del escritorio.

Max Fleming miró el informe y luego al reloj, que estaba dando la hora en ese momento. Después, se recostó en el respaldo del asiento y la miró con esos ojos penetrantes grises.

– Dime, Jilly, ¿has estado esperando a que el reloj diera las tres campanadas o ha sido pura coincidencia? Max sabía la respuesta tan bien como ella, pero

Jilly se negó a permitir que la intimidase.

– Pura coincidencia -respondió ella sin vacilar.

– Va, por las narices -respondió Max optando por ser prosaico.

Jilly parpadeó. El abogado para el que había trabajado jamás habría dicho una cosa así. Pero Max Fleming tenía razón, había acabado el informe con tiempo de sobra, un tiempo que había aprovechado para volver a llamar a Richie, pero sin resultados.

– Lo que usted diga, señor Fleming.

Él miró el informe, pero no antes de que Jilly le viera mover los labios en forma bastante prometedora.

– Max. Llámame Max y tutéame. Y siéntate mientras examino los errores y las faltas de ortografía.

– No encontrarás ninguna.

– En ese caso, no me llevará mucho tiempo.

Jilly no contestó. Al cabo de unos minutos en los que Max repasó cifras y nombres, éste levantó la cabeza con una sonrisa. No había duda, era una sonrisa.

– Tenía mis dudas, pero… En fin, ¿te importaría hacer unas copias del informe? Seis. Y llama a un mensajero, quiero enviarlo a AID tan pronto como las copias estén listas -a Max no le pasó desapercibida la expresión de incomprensión de Jilly-. La Agencia Internacional para el Desarrollo; aunque la verdad es que no va a servir para nada, cuando quieran hacer algo ya será demasiado tarde. En tu escritorio tienes una agenda con todas las direcciones.

Incapaz de pensar en una respuesta apropiada al comentario, Jilly recogió el informe y se puso en pie para volver a su oficina.

– Y luego, vuelve aquí con la agenda -añadió Max antes de que llegara a la puerta-. Quiero organizar el trabajo de mañana por la mañana para que sepas qué tienes que hacer, porque voy a salir y no volveré hasta el mediodía…

Jilly, deteniéndose, se volvió y lo miró con el corazón encogido. No tenía sentido retrasar el momento.

– Lo siento, pero dudo mucho que esté aquí mañana por la mañana, Max.

Max la miró con incredulidad.

– ¿Que dudas estar aquí mañana? Claro que vas a estar aquí. ¿Es que Amanda no te ha dicho que, por lo menos, voy a necesitarte un par de semanas? Y puede que más.

– Sí, me lo ha dicho. Pero tenías razón, mi prima está de vacaciones, en Florida, y no tengo sitio donde hospedarme.

– Ése no es motivo para que vuelvas a… -Max se interrumpió, -no recordaba exactamente de dónde había dicho Jilly que venía.

– El norte de Watford -le recordó ella.

– Sí, de un sitio del que nadie ha oído hablar -añadió él con ánimo de venganza-. En fin, no creo que tu prima vaya a pasarse el resto de la vida de vacaciones.

– Hasta fin de mes.

– Exactamente. Dos semanas más. Hasta entonces, podrás quedarte en un hotel.

¿Así, sin más?

– Estoy segura de que intenta ayudarme, señor Fleming, pero…

– Max y de tú -le recordó él.

– Max -respondió ella algo incómoda. Jamás había llamado a un jefe por el nombre de pila y de tú-. Llevo realizando trabajo temporal desde noviembre y, en caso de que no lo hayas notado, acaban de pasar las navidades. He tenido que pagar el tren y…

– En otras palabras, ¿que no sea tan imbécil?

– Yo no he dicho eso…

– Pero lo has pensado y tienes razón. De todos modos puedes estar segura de que no vas a ir a ninguna parte, Jilly. Durante las dos últimas semanas, eres la primera chica que ha pisado este despacho y que es casi tan profesional como Laura -Max notó que fruncía el ceño-. Mi secretaria. Está cuidando a su madre que está enferma.

– Sí, algo me ha dicho la señora Garland al respecto.

– ¿En serio no tienes ningún otro sitio donde hospedarte en Londres?

– Podría considerar algún banco en un parque. También está el puente de Waterloo…

– ¡Déjate de tonterías, estoy hablando en serio! -le interrumpió él irritado.

Tenía que haber una solución. Llamaría a Amanda; después de haberle encontrado la secretaria perfecta, no le quedaba duda de que su hermana haría cualquier cosa por ayudarle a conservarla.

– Siéntate.

– ¿Y el informe?

Max no contestó. Se limitó a clavarle los ojos y a esperar a que lo obedeciera. Jilly volvió a la silla delante del escritorio y se sentó sin añadir palabra.

Max descolgó el teléfono y marcó un número.

– ¿Amanda? Necesito otro favor.

– Por favor, no me digas que has conseguido espantar a la pobre chica. Te advertí que…

– La «pobre chica» no necesita tu compasión en absoluto. Lo que necesita es un techo para pasar las dos próximas semanas.

– ¿Y qué?

– ¿Es que no puedes buscarle un sitio?

– Tengo una agencia de empleo, querido, no una agencia de alquileres inmobiliarios -Max esperó-. No comprendo por qué recurres a mí para esto.

– ¿A quién si no?

– Querido, tú tienes la respuesta. Tienes espacio suficiente en esa casa para veinte secretarias si quieres. Ofrécele una de tus múltiples habitaciones de sobra. Además, así la tendrás a mano cuando se te ocurra alguna de tus brillantes ideas en mitad de la noche.

– No puedo…

– ¿Por qué no? En serio, Max, si lo que te preocupa es que piense que vas detrás de su joven y turgente cuerpo dile que eres gay.

– ¡Mandy!

– ¿No? ¿Tu machismo no te lo permite? Bueno, en ese caso, tendrás que convencerla de que Harriet es una perfecta carabina, -y, dicho eso, Mandy colgó.

Capítulo 3

MAX colgó el auricular y miró a la chica que estaba sentada frente a él. La solución que Amanda había dado al problema era tan evidente que debería habérsele ocurrido a él.

Jilly lo miraba con expresión expectante y Max tragó saliva.

– Mi hermana lo ve todo muy claro -dijo él-. La respuesta es evidente, te hospedarás aquí.

– ¡Aquí! -Jilly enrojeció en un segundo-. ¿En tu casa? Pero eso…

Al instante, Max se dio cuenta de que su proposición parecía confirmar las sospechas de la madre de Jilly sobre Londres en general y los hombres en particular, y rápidamente reconsideró su plan de instalarla en una de las habitaciones de invitados.

– Encima del garaje hay un apartamento -dijo Max rápidamente-. No es una maravilla, pero es mejor que el puente de Waterloo.

Jilly no podía creerlo. ¿Cómo se atrevía Amanda a llamar monstruo a su hermano? Max Fleming era un verdadero encanto, y le dieron ganas de ponerse de pie de un salto, sentarse encima de él y abrazarlo. No obstante, la expresión de Max y su rigidez sugerían que no sería buena idea.

– ¿Y bien? -le instó él al verla vacilar-. ¿A qué esperas? Quiero que ese informe esté en el Ministerio hoy mismo.

– Ahora mismo voy a pedir un mensajero -repuso ella.

Entonces, desde la puerta, Jilly volvió la cabeza.

– Gracias, Max.

Él hizo un gesto impaciente con la mano, bajando la cabeza inmediatamente para volver a sus números y sus notas.

El apartamento era pequeño, pero tenía de todo. Una escalera de piedra a un lado del garaje conducía a una puerta que, una vez abierta, daba a un pequeño recibidor y luego directamente al cuarto de estar.

– Está muy bien -dijo Jilly cuando, por fin, después del trabajo, Harriet la llevó allí. Max Fleming tenía razón, no era una maravilla, pero era cómodo y valía diez veces más que cualquier cosa que ella pudiera pagar-. ¿Por qué está vacío?

– Hace años era donde vivía el chofer, el padre de Max se negó a aprender a conducir. Amanda y Laura querían que Max contratara un chofer después del accidente, pero Max se negó rotundamente. Decía que, si quería salir, ya contrataría un chofer y un coche para la ocasión, o que tomaría un taxi. Aunque la verdad es que ya no sale casi nada.

A Jilly le hubiera gustado preguntar por qué, pero la otra mujer no le dio la oportunidad de hacerlo.

– Te he traído lo más indispensable; como pan, té, leche y esas cosas. Y el teléfono está conectado. Max ha dicho que llamar a tu casa, o a quien quieras, va con el trabajo.

– Es muy amable.

Harriet la miró de soslayo y dijo:

– No me cabe duda de que hará que te lo ganes a pulso. Max trabaja día y noche; y si le dejas, te obligará a hacer lo mismo -Harriet le dio a Jilly unas llaves-. Ésta es la de la puerta. Esta otra es la de la puerta de la verja. Haz lo que tengas que hacer y luego vuelve a la casa para cenar. La cena es a las ocho.

¿La cena? La oleada de pánico debió ser visible en su rostro, porque Harriet se apresuró a añadir sonriendo:

– No te preocupes, Max no espera que te vistas formalmente. Ponte cualquier cosa, menos vaqueros. Las sillas del comedor son muy antiguas y el tejido de los vaqueros es terrible para ellas.

– Yo… ¿Crees que a Max le molestaría que no fuera a cenar? Anoche no dormí mucho y estoy muerta de cansancio.

– Y, para colmo, te ha tenido trabajando hasta las siete -comentó Harriet, comprensiva-. Jilly, vas a tener que ser dura con él.

– Max me ha dicho que mañana puedo empezar un poco más tarde. Va a estar fuera hasta el mediodía.

– Pues hazlo, duerme hasta cuando quieras. Y no te preocupes por la cena, Max siempre trabaja hasta muy tarde y no creo que note tu ausencia. ¿Quieres que te traiga algo para comer aquí?

– No, no es necesario. Me prepararé una taza de té y una tostada y luego me acostaré. De todos modos, gracias, Harriet.

– Bien. Pero mañana por la mañana ven a la cocina y te prepararé un buen desayuno, estarás muerta de hambre.

Harriet no esperó a la respuesta. Le dio a Jilly las buenas noches y se marchó.

Jilly cerró la puerta y se apoyó en ella mirando a su alrededor, casi no podía creer la suerte que había tenido. Entonces, bostezó. Posiblemente ni siquiera tuviera ganas de prepararse una tostada. Pero sí se daría un baño y llamaría a su madre. Y… ¿qué iba a decirle a su madre?

¿Soy una secretaria tan buena que Max ha preferido ofrecerme el apartamento de encima de su garaje antes que perderme? Imaginaba perfectamente la reacción de su madre, que había criado a sus tres hijos sola y la opinión que tenía de los hombres no era muy favorable.

Por supuesto, pensar que un hombre como Max Fleming podía reparar en ella como mujer era ridículo. No obstante, quizá fuera mejor que, con su madre, se refiriera a él como señor Fleming, un hombre que iba al geriatra. La idea la hizo reír mientras llamaba a su madre.

– ¡Jilly! ¿Qué demonios pasa? Llevo aquí sentada toda la tarde esperando a que llames, preocupada…

Jilly contuvo la risa y dijo rápidamente:

– Todo está bien, mamá. El señor Fleming me ha ofrecido el apartamento del chofer hasta que Gemma vuelva de vacaciones. ¿Tienes un bolígrafo a mano para apuntar el número de teléfono?

– ¿Dónde está el chofer? -preguntó su madre suspicaz.

– El señor Fleming ya no tiene chofer, el apartamento está vacío. Vamos, apunta el teléfono.

– Está bien, está bien. Espera un momento, primero tengo que encontrar algo con que anotarlo.

Jilly notó la desilusión de su madre, y se dio cuenta de que debía haber pensado que era su día de suerte al enterarse de que Gemma estaba de vacaciones.

Por fin, Jilly le dio el número de teléfono. Luego, antes de que su madre pudiera hacerle más preguntas, se apresuró a decir:

– Oye, mamá, tengo que colgar ya. Es una conferencia. Te llamaré mañana por la tarde. Y no te preocupes, ¿vale? Adiós.

Jilly colgó el teléfono rápidamente. Había sido más fácil de lo que había creído.

El teléfono sonó casi inmediatamente, y Jilly, a su pesar, sonrió.

– ¿Diga?

– Sólo quería comprobar si había anotado bien el número de teléfono -le dijo su madre.

Sólo quería comprobar que no le había mentido.

– Buena idea, mamá.

– ¿Y cuál es la dirección?

Jilly se la dio, volvió a despedirse a toda prisa y colgó antes de que a su madre se le ocurrieran más preguntas.

Después, tuvo que hacer un gran esfuerzo para resistir la tentación de acostarse inmediatamente antes de darse un baño. El baño la revitalizó y volvió a pensar en una tostada. Puso un par de rebanadas de pan en el tostador, puso a hervir agua y se preguntó si debería volver a llamar a Richie.

El teléfono había empezado a sonar cuando oyó unos golpes en la puerta. Al parecer, Harriet había decidido llevarle algo de cena.

– Entra, Harriet -dijo Jilly alzando la voz, sin moverse del teléfono.

No era Harriet, sino Max Fleming.

Max abrió la puerta y entró en el pequeño cuarto de estar del apartamento justo cuando Jilly, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, se volvió de cara a él. Al momento, el rostro de la chica enrojeció. Estaba atractivamente desarreglada, con una bata encima de camiseta muy grande cubriéndole las curvas que sólo servía para atraer la atención hacia unas bien formadas piernas con la clase de muslos que…

– Oh, Max. Creía que… -Jilly se interrumpió y tragó saliva al darse cuenta de que, si se movía, se le abriría la bata, dejándola casi desnuda.

Con gran embarazo, colgó el teléfono, agarró el cinturón de la bata y se lo ató con un gesto decididamente dirigido a poner barreras más que a tentar. La reacción, de pura inocencia, resultó extrañamente tentadora. La mayoría de las mujeres que Max conocía, de ser sorprendidas en situación similar, habrían optado por el comportamiento contrario. Pero Max estaba empezando a reconocer que Jilly Prescott no se parecía a ninguna de las mujeres que había conocido.

– Jilly, deberías cerrar la puerta con llave. Podría entrar cualquiera.

– Ha entrado cualquiera -respondió ella, recuperando la compostura-. Creía que eras Harriet. ¿No he dicho… «entra, Harriet»?

– Harriet está ocupada. Y como, al parecer, estás demasiado cansada para venir a cenar, te he traído esto -Max le ofreció un papel, pero no hizo esfuerzo por cerrar la distancia que los separaba.

Jilly no se movió.

– ¿Qué es?

– Te han llamado por teléfono. Es un mensaje de alguien llamado Blake.

– ¡Richie! -a Jilly se le iluminó el semblante, y recorrió la mitad de la distancia que la separaba de Max hasta que, de repente, se dio cuenta de la informalidad de su indumentaria y se detuvo.

– ¿Es tu novio? -preguntó Max, sorprendido.

– ¿Sabes quién es?

– No, lo siento. ¿Debería conocerlo?

– Es Richie, Richie Blake. Sale en televisión. Fuimos al colegio juntos.

– ¿Sí? -entonces, tras pensar unos segundos-. ¡Oh, Dios mío! ¿No me digas que es ese idiota de disc jockey…?

– ¡No es ningún idiota! -Jilly saltó en su defensa como una leona.

Pero al momento, se dio cuenta de que su reacción había sido ridícula y que Richie ya no necesitaba que lo protegiera.

– Llevo todo el día intentando hablar con él -añadió Jilly-. Ahora iba a intentarlo por última vez antes de acostarme.

– En ese caso, te he ahorrado la molestia -Max puso el papel encima de la mesa de centro-. El señor Blake, por fin, debe hacer recibido tus mensajes… porque su secretaria me ha pedido que te diga que esta semana está muy ocupado, pero que te llamará tan pronto como pueda.

El rostro de Jilly empalideció y el brillo de sus ojos se apagó. Fue como si se le hubiera apagado una luz interior, pensó Max. Pero, al momento, Jilly recordó que no debía perder los modales.

– Gracias -dijo ella con voz queda-. Siento que hayas tenido que molestarte.

Max notó que el mensaje, a través de la secretaria, no era lo que Jilly había esperado. Quizá hubiera sido la novia de Richie Blake en su ciudad natal; pero si Jilly había ido a Londres con la esperanza de retomar la relación donde la habían dejado, esa noche iba a derramar algunas lágrimas. Rich Blake se había hecho famoso en la radio y ahora empezaba a serlo en televisión, ganaba más dinero del que podía gastar, y salía con mujeres dedicadas exclusivamente a su belleza.

Mujeres ambiciosas que querían aparecer en la pequeña pantalla; que se las viera con Richie Blake era una manera de conseguir un papel en una película, era un paso adelante en el camino a la fama. Max sospechaba que Jilly Prescott no tendría ninguna posibilidad.

¿Debía advertírselo? ¿Le creería si lo hacía? No querría que lo hiciera y, desde luego; no se lo agradecería.

– No ha sido ninguna molestia -dijo Max, y entonces miró a su alrededor tras decidir cambiar de tema-. ¿Tienes todo lo que necesitas?

– Sí, gracias. Harriet ha sido muy amable -Jilly se frotó los brazos como si tuviera frío-. Y tú también. Los dos habéis sido muy amables.

Max asintió, se acercó.al termostato del radiador y lo hizo girar un poco.

– Si necesitas algo, ven a la casa.

Después, se la quedó mirando. Tenía el cabello cayéndole por la cara y no había intentado retirárselo; al contrario, lo estaba utilizando como una cortina para ocultar sus sentimientos. Estaba sola en una ciudad desconocida y no tenía a nadie que le pudiera poner un brazo sobre los hombros ni que pudiera abrazarla y decirle que no se preocupara, que todo iría bien. Pero Max sabía que no saldría bien, y deseó apartarle el cabello de la cara, mirarla a los ojos y decirle que volviera a su casa antes de que la hicieran sufrir. Pero Max no se movió. Jilly no le creería y él perdería a la mejor secretaria temporal que había en Londres.

– Deja el termostato como está ahora, ha bajado mucho la temperatura esta noche. Está helando.

– Lo haré. Gracias.

Jilly tenía los ojos fijos en el mensaje. Max se dio cuenta de que debía estar deseando que se fuera para poder leer el mensaje, para engañarse a sí misma con la creencia de que había significados ocultos en esas palabras.

Le preocupaba dejarla ahí sola en ese apartamento mal decorado.

– Este piso necesita una mano de pintura. No me había dado cuenta de lo cochambroso que está -Max encogió los hombros-. Los más jóvenes de la familia se quedan aquí cuando vienen de visita a Londres.

– A mí me parece bien. Es la primera vez que tengo tanto espacio para mí sola.

Su falta de pretensiones era refrescante y, de repente, a Max se le ocurrió que, igual que a sus primos, probablemente ella se encontraría más a gusto allí. Las habitaciones de invitados eran lujosas y tenían todos los lujos que cualquier diseñador podría soñar, pero en una de ellas sería exactamente eso, una invitada. En el apartamento, podría hacer lo que quisiera, estaría a sus anchas.

– Bueno, si no necesitas nada, voy a dejarte para que puedas irte a la cama. Te veré mañana a eso del mediodía.

– Buenas noches, Max. Y gracias por traerme el mensaje.

Jilly esperó a oír sus pisadas en el patio; entonces, fue hasta la puerta y echó la llave.

Suspiró. Casi se había muerto de vergüenza cuando Max entró y la sorprendió casi desnuda. Y ella lo había empeorado todo al comportarse como una timorata temerosa de ser atacada.

Max Fleming era todo un caballero. Tras lanzar una breve mirada a sus piernas, había subido la vista, la había clavado en su rostro y no había vuelto a bajarla. ¿Acaso sus piernas no merecían una segunda mirada? Era difícil de saber, pero le temía tener los muslos demasiado gordos. Claro que sí, comía mucho chocolate. Volvió a suspirar. Siempre comía demasiado chocolate. Quizá debiera volver a hacer ejercicio, a correr por las mañanas. O a ir al gimnasio.

Jilly se echó el pelo hacia atrás, se miró en el espejo que había cerca de la puerta y se preguntó si le sentaría bien teñirse de rubia. Ridículo, tenía las cejas demasiado oscuras para eso.

Por fin, dejó de retrasar el momento de leer la nota que Max Fleming había puesto encima de la mesa y la agarró.

Tenía las gafas en el dormitorio y casi se pegó el papel a la nariz para poder leer lo que decía. Sin embargo, no le hicieron falta las gafas para ver que Richie no le había dejado ningún teléfono personal, sólo el de la oficina. O quizá la secretaria, que podía ser la misma persona con la que había hablado por teléfono, intencionadamente no lo había hecho. O quizá se estuviera engañando a sí misma. Y también podía ser que Richie no tuviera ninguna gana de verla.

Un bostezo acabó por convencerla de que era hora de acostarse.

Jilly tenía por costumbre acostarse pronto y levantarse temprano. Le despertó el ruido del tráfico y tardó un momento en recordar dónde estaba. Sí, estaba en Londres, tenía un trabajo nuevo y, optimista por naturaleza, sabía que pronto vería a Richie. ¡Un mensaje a través de una secretaria! ¿A quién quería impresionar?

Miró el despertador que había puesto para que le despertara a las siete. Eran las seis, pero ya había dormido suficiente.

Saltó de la cama y se puso el chándal. El día no había abierto aún cuando salió de la casa; pero cuando llegó al parque, notó que el cielo empezaba a adquirir un tono rosado y que la escarcha brillaba sobre la hierba. Hacía frío y le salía vaho de la boca, pero aquel lugar era precioso.

Max también se había levantado temprano y pasó media hora en el gimnasio que tenía en el sótano de la casa. Había descuidado el ejercicio, hecho que su pierna llevaba recordándole un tiempo. Vio a Jilly cuando salió de la casa y estaba en la cocina, esperándola, cuando volvió. Abrió la puerta trasera de la casa, la de la cocina, y la llamó.

– Jilly, he preparado té. Ven a tomar una taza.

Ella vaciló, respirando pesadamente. Cuando se volvió y empezó a caminar hacia él, a Max se le ocurrió que más que una invitación había parecido una orden.

– ¿Prefieres un zumo de naranja? -le preguntó Max después de que Jilly entrase y cerrase la puerta de la cocina-. Sírvete tú misma lo que quieras.

– Gracias.

Jilly se sirvió un vaso de zumo en un vaso que ya estaba encima de la mesa. Max Fleming tenía un aspecto muy diferente por la mañana, con esa vieja camiseta empañada en sudor, el pelo revuelto y el rostro enrojecido por el ejercicio. Se le veía más grande y mucho más vital que con el traje. Pero no se había equivocado respecto a esos hombros, eran enormes.

– ¿Por dónde has ido? -le preguntó él.

Ella lo miró por encima del borde del vaso.

– No lo sé. He estado en un parque que vi ayer. Había una casa enorme y un estanque…

– La casa es Kensington Palace -Max casi se echó a reír al verle la expresión.

– ¡Kensington Palace! -exclamó Jilly, horrorizada-. Oh, Dios mío, dime que no he cometido allanamiento de morada.

– No lo haré si no quieres que te lo diga -pero la vio aún asustada-. No, no lo has hecho, Jilly. El parque, Kensington Gardens, está abierto al público.

– Gracias a Dios -su alivio fue casi cómico-. El único problema ha sido que lo estaba pasando tan bien que he ido demasiado lejos.

– Sí, suele pasar. Yo también corría… en los tiempos en los que podía correr con cierto estilo.

Jilly bebió un sorbo del zumo que se había servido.

– Fue un accidente de esquí -añadió Max, respondiendo a la pregunta que ella le había hecho con la mirada.

– Lo siento.

– No es para sentirlo. Fui yo el que tuvo suerte; al menos, eso es lo que me dijeron. Me costó una rodilla… mi mujer y un viejo amigo mío murieron.

Los ojos de Jilly se humedecieron, y Max esbozó una sonrisa irónica antes de continuar.

– No es tan terrible, Jilly. En serio. Sólo me duele un poco cuando hace frío o cuando el ambiente está húmedo, por eso es por lo que me limito a hacer ejercicio en el gimnasio -Max se indicó la camiseta manchada de sudor. Luego, se maldijo a sí mismo por haberse puesto en situación de dar compasión-. El gimnasio está en el sótano. Puedes usarlo cuando quieras. Es mejor que salir a correr cuando hace este frío.

– Me gusta el frío -respondió ella, rechazando la invitación-. Pero si te duele la rodilla, quizá debieras ir a vivir a un lugar cálido y seco.

– Quizá. Y quizá será mejor que vayas a darte una ducha o empezarás a trabajar tarde.

¡Vaya un tirano! En fin, Harriet se lo había advertido.

– No te preocupes, no voy a cobrarte las horas en las que no trabaje -contestó Jilly al tiempo que se ponía en pie.

Sin perder un momento más, se marchó de allí. Max aún estaba mirando la puerta por la que Jilly había salido cuando Harriet entró en la cocina.

– ¿Hemos tenido compañía? -preguntó el ama de llaves.

– Sólo un poco de té y compasión, Harriet.

Harriet arqueó las cejas.

– Alguien ha tomado zumo de naranja.

– Y yo el té y la compasión -no podía seguir así, tenía que acabar con esa tontería-. Jilly ha preferido tomar zumo al volver de correr por el parque. ¿Qué opinas de ella?

– ¿De Jilly? Es una chica encantadora. No se da aires de nada…

– ¿Al contrario que las otras secretarias de Amanda?

– Sí, es completamente diferente, Max.

– ¿Qué opinarías si te dijera que ha venido a Londres para estar cerca de Rich Blake?

Harriet dejó de limpiar la mesa y centró toda su atención en él.

– ¿El de la televisión? -Max asintió y Harriet frunció el ceño-. Oh, Dios mío. ¿Qué clase de relación hay entre ellos?

– Al parecer, fueron al colegio juntos. No sé si es producto de mi imaginación, pero tengo la sensación de que está enamorada de él; o cree que lo está, que es lo mismo.

– En ese caso, será mejor que le compre varias cajas de pañuelos de papel, va a necesitarlos.

Max se encogió de hombros.

– Puede que estemos juzgando mal a ese tipo. Anoche hizo que su secretaria llamara a Jilly para decirle que se pondría en contacto con ella pronto.

– ¿Que fue la secretaria quien llamó por él? ¿Y cómo se lo ha tomado Jilly?

Max recordó la palidez del rostro de Jilly al enterarse de que Rich no se había molestado en llamarla personalmente.

– Tienes razón, Harriet, ten unas cajas de pañuelos de papel a mano.

– ¿No sería mejor mandarla a casa en el primer tren, Max? -sugirió Harriet examinando el contenido del frigorífico.

– Es posible, pero es la mejor taquimecanógrafa que he tenido en mi vida, incluida Laura. Me vería privado de sus habilidades profesionales…

– ¿Qué te propones, ganar el premio de cínico del año?

– No soy cínico, sino realista.

– La realidad duele.

– Cierto. Pero no hay forma de evitarla, y mandar a Jilly de vuelta a Newcastle sólo serviría para retrasar lo inevitable. Ahora que sabe lo mucho que vale profesionalmente, si la mandáramos a casa, volvería a Londres en cuanto su prima regresara de vacaciones y se buscaría otro trabajo.

Era viernes cuando Jilly tuvo noticias de Richie.

Max estaba mirando la correspondencia, dándole cartas con breves instrucciones, como «Dile que no me interesa… Arregla una cita con éste… Anota en el diario…», cuando sonó el teléfono. Max contestó.

– ¿Sí? -tras unos momentos, le dio el auricular a Jilly-. Es para ti.

– ¿Para mí?

Jilly fue a ponerse en pie, el rostro súbitamente animado.

– No te vayas -le dijo Max, odiándose a sí mismo por el placer que le dio aplastar las esperanzas de su secretaria-. Es una mujer, así que puedes hablar aquí.

Con desgana, Jilly volvió a acomodarse en su asiento.

– Hola, soy Jilly -después, escuchó brevemente-. Oh, sí, me encantaría. ¿Estará Richie…? Otra pausa.

– Muy bien, allí estaré. ¿Qué debo ponerme…? -pero la persona que había llamado acababa de colgar.

– Era Petra James, la ayudante de Richie. Richie quiere que participe en un nuevo programa de televisión que va a lanzar esta noche.

– ¿Esta noche? No te ha avisado con mucho tiempo, ¿no? ¿Se ha rajado alguien en el último momento?

Jilly enrojeció violentamente.

– Va a haber una fiesta después, y estoy invitada.

– Estoy seguro de que te encantará. Y ahora, ¿te importaría que continuáramos trabajando? -preguntó Max con voz de débil aburrimiento.

Durante un momento, vio un brillo profundo en esos ojos marrones y se preguntó si no la habría presionado demasiado. Entonces, Jilly dejó el lapicero que tenía en la mano, tomó otro con la punta más afilada y dijo:

– Por supuesto. Lamento que te hayan interrumpido.

Max estaba enfadado. Le enfadaba que ese tal Rich estuviera utilizando a Jilly, y también estaba enfadado consigo mismo porque eso le alegraba. Aunque no comprendía por qué le importaba.

Excepto que esa ilusión de ella le llegaba al alma, estrujándosela; recordándole que no le quedaba nadie en el mundo en quien él produjera esa sensación. No había nadie en el mundo que se iluminara al pensar en verlo.

– Olvídalo -asqueado consigo mismo por entregarse a la autocompasión, Max se puso en pie bruscamente-. Tómate el resto del día libre. Ve a la peluquería y cómprate un vestido nuevo. Si vas a gozar de quince minutos de fama, será mejor que te pongas guapa.

No era su intención hacer de hada madrina; pero sabía que si Cenicienta Prescott iba a esa fiesta, necesitaría toda la ayuda que se le pudiera prestar.

– Max, no es necesario…

– Sí lo es. Además, has trabajado de sobra esta semana. Lo único que te voy a pedir antes de que te vayas es que llames a mi hermana para decirle que la invito a almorzar -casi sonrió al ver la reacción de sorpresa de Jilly. Amanda también se sorprendería-. Y hablo en serio, Jilly, no quiero verte aquí cuando vuelva en diez minutos.

Y para demostrar que hablaba en serio, Max salió del despacho y la dejó con el lapicero en la mano y la boca abierta.

Capítulo 4

BUENO, Max, ¿qué es lo que quieres? -Amanda Garland, con un vaso de agua mineral en la mano y expresión pensativa, miró a su hermano con interés.

Max estaba demasiado delgado y demasiado pálido. Le preocupaba, le preocupaba mucho. Pero sabía que no debía notársele.

– ¿Que qué quiero? -la sonrisa de él no engañó-. Nada, no quiero nada. Sólo quería darle a mi hermana las gracias por encontrarme una secretaria con algo más que pelo en la cabeza.

– Es una pena, al pelo de Jilly Prescott no le vendrían mal unos toques, igual que a su ropa. Es más, si va a formar parte de mi equipo de secretarias, tendré que hacer algo al respecto.

– Está bien como es. Y su pelo me entretiene mucho; siempre parece que está a punto de derrumbarse, pero sigue en su sitio… más o menos.

Amanda no iba a discutir con él, aunque le pareció interesante la forma en que su hermano había salido en defensa de la chica. Y su fascinación por el pelo… prometedora.

– Bueno, en ese caso, bien. Pero, para darme las gracias, no necesitabas invitarme a comer, podrías habérmelas dado por teléfono.

– Podría, pero no habría tenido el placer de verte.

¿En serio pensaba Max que iba a creerle?

– Max, llevas ya mucho tiempo sin hacer vida social -Amanda bebió un sorbo de agua y miró la carta con el menú, aunque ya sabía lo que iba a pedir-. Me alegro de que estés contento con Jilly.

– Sirve -él también estaba mirando el menú, evitando los ojos de su hermana-. ¿Dónde la has encontrado?

Así que quería saber más cosas de Jilly Prescott…

– Ella me ha encontrado a mí. Quería venir a trabajar a Londres y me envió su currículum. Está muy cualificada.

– A pesar de que su pelo deja mucho que desear.

Amanda ignoró el sarcasmo y, en el momento en que iba a pedir mero al vapor con ensalada, cambió de idea.

– Tomaré faisán con lentejas -dijo Amanda-. Los dos tomaremos lo mismo.

Luego, miró con desagrado su vaso de agua y añadió:

– Y pídale al encargado de los vinos que nos traiga una botella de clarete del que bebe él -Max se rindió sin protestar al ver la mirada que su hermana le lanzó-. Hace frío y necesito algo que me caliente un poco.

– Sí, y la tierra es plana -dijo Max.

No le había engañado.

– Está bien, Max, necesitas algo que te espese la sangre. ¿No te da de comer Harriet?

– ¿Estás diciendo que no te envía un informe semanal de las calorías que tomo? ¿No te cuenta si me como el arroz con leche o se dejo un poco?

– Harriet Jacobs jamás te prepararía algo tan vulgar como arroz con leche.

– Harriet es un tesoro y hace todo lo que puede, Mandy. Lo que pasa es que últimamente no tengo mucho apetito.

– Bien, pues hoy vas a comerte todo lo que te pongan delante.

– ¡Menuda niñera estás hecha! -Max se rió-. Está bien, vamos a hacer un trato. Comeré exactamente lo mismo que tú, tenedor por tenedor. Vamos a ver hasta dónde estás dispuesta a llegar en tu campaña por cebarme con este guiso que has pedido también para ti misma.

– Eres un gusano -murmuró ella. Y Max lo admitió con un gesto-. ¿Tienes idea del esfuerzo que me cuesta mantener esta figura?

– Has sido tú quien ha elegido el faisán -observó Max-. Y el clarete. En cuanto a tu figura, a ti tampoco te vendría mal ganar unos kilos.

– Después de esta comida voy a parecer una vaca.

– Si te la comes, cosa que dudo. Más bien, te dedicarás a juguetear con el tenedor.

– Las curvas no están de moda, Max. Pero, de todos modos, te equivocas. Estoy decidida a comerme hasta la última lenteja del plato, así que será mejor que te prepares para cumplir con tu parte del trato -Max se burló de ella con una sonrisa-. Y también me beberé el vino que me corresponda.

– ¿Vaso por vaso?

Max parecía decidido a empujarla hasta el límite. Amanda lanzó un gruñido.

– Max, ten compasión de mí, es mediodía y tengo que trabajar esta tarde, aunque tú no tengas que hacerlo -entonces, riendo, se rindió-. ¡Qué demonios, es por una buena causa!

Verle sonreír así valía la pena el esfuerzo que tendría que hacer en el gimnasio.

Hacía mucho que no veía sonreír a Max, eso sin hablar de una auténtica risa. Si para eso tenía que sacrificarse, lo haría con sumo gusto. Aunque, por supuesto, la cosa no era tan simple. Su hermano era un hombre complejo, y nunca hacía nada sin un motivo. Incluso algo tan sencillo como invitar a su hermana a almorzar. ¿Qué tenía Jilly Prescott que le había hecho salir del mausoleo en el que se había convertido su casa?

– Me alegro de que Jilly te sea de ayuda -dijo Amanda.

– Tú lo has dicho.

– Me tenía preocupada que pudiera ser demasiado joven.

– ¿Demasiado joven para qué? -preguntó él-. Es una mujer adulta y, si me permites que lo diga, a la que no le dan miedo unas cuantas curvas.

¿Max se había fijado en ellas? Amanda se encogió de hombros, decidida a disimular que encontraba revelador el camino que los pensamientos de su hermano habían tomado.

– Demasiado joven para aguantar tu mal genio, cariño. Se lo advertí. Le dije que te contestara siempre que te pusieras impertinente y que no te dejara pasar ni una si no quería convertirse en otra víctima de tu carácter. Espero que me haya hecho caso.

– Te ha hecho caso, aunque eso no quiere decir que admito tener mal genio. Lo que ocurre es que no tolero las tonterías, y Jilly no es tonta; al menos, en lo que al trabajo se refiere.

– En fin, lo que haga fuera del trabajo no es asunto tuyo, Max.

– No…

– ¿Pero?

– Pero nada. Tienes razón, su vida privada es su vida privada.

Jilly no podía gastar dinero en una peluquería cara, y mucho menos en un vestido nuevo. Además, sabía qué tipo de programa televisivo sería el de Richie. El público del estudio llevaba vaqueros y camisetas en esos programas. Además, si hacía un esfuerzo por ponerse sexy, Richie lo consideraría raro, y lo último en el mundo que Jilly quería era que se riera de ella.

Pero aunque no tuviera dinero para comprarse nada, eso no significaba que no pudiera ir a ver escaparates.

Fue una equivocación, por supuesto. El suave jersey con el cuello desbocado resultó una tentación irresistible y le iría muy bien a su falda larga negra.

Y tras haber cedido a una tentación, todo fue seguir en la misma línea, pensó Jilly mientras se ponía el maquillaje, el carmín de labios y el esmalte de uñas que se había comprado haciendo juego con el jersey.

Pero no lo había hecho por impresionar a Richie, se explicó a sí misma, sino por sentirse mejor consigo misma.

Siguiendo un impulso, Max le pidió al taxista que se detuviera en la puerta de entrada de Kensington Gardens que estaba en la calle Bayswater para, desde allí, ir andando a su casa.

Necesitaba pasear después del inesperadamente pesado almuerzo. Además, esperaba que el aire fresco le despejara la cabeza, le ayudara a pensar. No sabía qué le pasaba con Jilly Prescott. Quizá, lo que le asustaba era su inocencia, que confiara tanto en lo que le decía la gente. Y una invitación a participar en un programa televisivo no le parecía el gesto de un amigo, de un verdadero amigo, que quisiera ponerse en contacto con ella. Sobre todo, si el programa era de Rich Blake.

¿Qué demonios había visto Jilly en ese hombre? Era maleducado, chulo y engreído, y nadie le consideraría guapo por mucha imaginación que tuviera. No obstante, había alcanzado la clase de fama que atraía a la gente como la miel a las moscas.

Probablemente no quisiera hacer daño a Jilly intencionadamente, estaba siendo simplemente lo que era, egoísta.

Jilly no era tonta, en absoluto; pero era vulnerable e inocente, mucho más que la mayoría de las mujeres de su edad. Y eso le tenía muy preocupado. Aunque era un misterio para él el motivo por el que le preocupaba tanto.

En cualquier caso, las penas de amor no eran fatales. Él mismo era prueba viva de ello. Max aceleró el paso, ya había desperdiciado demasiado tiempo preocupándose por Jilly Prescott.

Pero, cuando entró en la cocina aquella tarde en busca del periódico y la vio allí, se arrepintió de haberle sugerido que se comprara algo especial para salir aquella noche.

Había supuesto que se pondría algo sexy para salir delante de la cámara y para atraer la atención de Rich Blake. Sin embargo, Jilly había elegido un jersey de un delicado tono melocotón, un tono que se reflejaba en esos labios llenos por los que asomaba la punta de la lengua entre los dientes mientras cosía. Tenía aspecto suave y amoroso, como un osito de peluche. No obstante a pesar del repentino nudo que se le hizo en la garganta y la inesperada aceleración de su pulso, Max notó que aquella ropa sólo ensalzaba su falta de sofisticación.

– Pensaba que ya te habrías marchado -dijo Max.

Ella lo miró por encima del borde de las gafas antes de volver a clavar los ojos en la aguja.

– Debería haberlo hecho, pero se me ha caído un botón del abrigo. Harriet me ha prestado su caja de costura.

Tenía el rostro tan iluminado como uno de los carteles de neón en Piccadilly Circus, y el pelo recogido en una especie de moño en un intento de sofisticación. Quiso decirle que no fuera. Advertirle…

¿Qué? Jilly no podía ser tan inocente.

Pero Max se sacó la cartera, extrajo un billete de veinte libras y se las ofreció.

– Por si acaso.

Ella lo miró perpleja.

– ¿Por si acaso qué?

– Por si necesitas tomar un taxi para volver a casa.

– Pero…

¿No tenía intención de volver esa noche?

– Richie me traerá.

¿Acompañarla a casa como todo un caballero?

– No me cabe duda de que lo hará, pero no está de más tomar precauciones en caso de que surja algo inesperado. Las cosas no siempre salen como esperamos que salgan.

Harriet, que estaba detrás de él, le tocó un brazo y, asintiendo con la cabeza, aprobó el quijotesco gesto.

– Max, tienes el periódico en el estudio. La chimenea está encendida.

Diez minutos atrás, eso era lo único que quería Max; ahora, las palabras de su ama de llaves le hacían sentirse como un anciano de noventa.

Pero no era viejo ni tampoco un inválido y, como si con ello quisiera demostrarlo, subió las escaleras, a gran velocidad, ignorando el dolor de la rodilla.

¿Qué intentaba demostrar?

El hecho de que una joven bonita con las hormonas revueltas estuviera en su cocina…

En su dormitorio, se pasó una mano por el rostro. Nunca más. Se lo había prometido a sí mismo.

Se miró al espejo y lo que vio le dejó perplejo. ¿Qué había visto su hermana al mirarlo? Ahora ya no le extrañaba que estuviera preocupada por él, tenía treinta y cuatro años, pero parecía a punto de cumplir los cincuenta.

El conserje del estudio estaba esperando a Jilly. La tachó de la lista y la condujo al estudio. Ella había esperado que Richie saliera a su encuentro, pero no estaba allí; sólo había un grupo de personas que iban a participar en el programa y una chica con una tablilla de pinza que dijo llamarse Petra.

– Voy a llevaros al estudio y a mostraros vuestros asientos. Rich se acercará a vosotros durante el programa y os hará preguntas. Lo único que tenéis que hacer es contestar a lo que os pregunte y, cuando os invite a bajar a la plataforma, le seguís y yo me haré cargo del resto -sonrió brevemente-. Buena suerte. Y ahora seguidme.

La siguieron. Petra miró su lista y fue colocando a cada uno de los participantes en sus asientos.

– ¿Jilly Prescott? -miró a Jilly-. Eres amiga de Rich, ¿verdad?

– Sí.

– Espero que comprendas que no se van a hacer favoritismos.

– Lo comprendo y no esperaba lo contrario.

– Bien -Petra sonrió-. En ese caso, siéntate aquí. Si pasas la primera ronda, acabarás en el escenario tanto si ganas como si pierdes. Y no olvides sonreír pase lo que pase hasta que Rich acabe el programa. No te muevas hasta que no cerremos el programa. ¿Has comprendido?

¿Acaso esa chica creía que era idiota?

– No te preocupes, me las arreglaré -contestó Jilly.

Petra asintió y continuó con el siguiente participante; al parecer, sin notar que el velado sarcasmo de Jilly.

Poco después empezó el programa y el público estalló en aplausos. Jilly había llamado a su madre para decirle que iba a salir en televisión, así tendría algo que contarle a su hermana. Ninguna de las dos dejaba de presumir de sus respectivas hijas.

Richie ni siquiera se había fijado en ella, estaba concentrad; en las cámaras. Era genial. No había muchos animadores de espectáculos que supieran manejarse tan bien en directo, y Jilly se sintió orgullosa de él.

Orgullosa y también desconcertada. Ahora, sus rubios cabellos contrastaban con la muy bronceada piel, y las gafas habían sido sustituidas por lentes de contacto. Ese no era el chico que conocía, el chico al que había protegido siempre y al que había tenido que empujar para abrirse camino porque solo no sabía hacerlo.

Richie comenzó a interrogar al público, haciendo como si eligiera al azar a los participantes. Les hizo preguntas y reveló cosas embarazosas sobre sus personalidades, aunque debían saber lo que se les avecinaba. Entonces, justo cuando Jilly creyó que iba a pasarla de largo, Richie retrocedió y se le acercó.

– ¿Jilly? -preguntó como si no la reconociera-. ¿Jilly Prescott? ¿Eres tú de verdad, cielo, toda una mujer y preciosa?

Richie no esperó a que ella respondiera, lo que hizo fue volver la cabeza y mirar fijamente a la cámara.

– No vais a creerlo, pero esta preciosidad solía seguirme a todas partes en el colegio -dijo Richie-. Fue mi primera fan. ¿Qué haces ahora, cariño?

Jilly casi no sabía qué decir. Casi.

– Estoy aquí sentada charlando contigo, Richie -contestó ella.

Richie le sonrió traviesamente.

– Me alegro de verte, Jilly. Hablaremos luego, después del programa -durante un momento, Jilly le creyó. Richie estaba dándose la vuelta para marcharse cuando, de repente, se volvió hacia ella de nuevo-. No, tengo una idea mejor. Tú serás mi última participante.

– ¿No te parece que la gente va a creer que está amañado? -dijo ella, intentando ponerle en evidencia.

Una momentánea expresión de sorpresa fue reemplazada por una traviesa sonrisa en el semblante de Richie. Al momento, se volvió a su público.

– ¿Creéis que lo teníamos preparado? -gritó Richie.

La audiencia contestó negativamente a gritos. Pero cuando Jilly descendió las escaleras y llegó al escenario, la mirada que Petra le lanzó parecía decir que si duraba dos rondas sería un milagro.

Max estaba mirando a la pantalla del televisor cuando Harriet le llevó una bandeja con café.

– Nadie diría que Jilly sabía que acabaría en el escenario, ¿verdad? -comentó Harriet al tiempo que ponía la bandeja en la mesa de café-. ¿Crees que lo han ensayado?

– No. Creo que Jilly estaba comportándose como es ella.

– ¿Crees que ganará algo? ¿Unas vacaciones quizás?

– No, por Dios. No quiero que se vaya a ninguna parte hasta que Laura vuelva.

– ¿Tienes idea de cuánto tiempo va a estar Laura con su madre?

– No, no lo sé. Su madre se está recuperando bien, pero los pacientes de infarto tienen que mantener reposo durante bastante tiempo.

Harriet sirvió el café.

– Yo no me preocuparía… por Jilly -comentó Harriet-. Además, no creo que ese tal Rich la deje ganar nada, el público creería que estaba arreglado.

– No, supongo que no. Y también supongo que tiene otros planes respecto a Jilly -Max agarró el control remoto y apagó el televisor.

El concurso era tonto y se realizaba a una velocidad vertiginosa mientras el público reía histéricamente cuando los participantes caían en trampas que, al principio, eran inofensivos globos de agua. Pero éstos pronto dieron paso a tanques de espuma y luego a algo que parecía una especie de desagradable pantano en miniatura. A pesar de que a Jilly el pelo le caía por encima de los ojos desde que habían empezado el concurso y que se arrepentía enormemente de no haberle dicho a Petra que estaba ocupada aquella tarde, ella y tres participantes más sobrevivieron a las humillaciones a las que Richie les sometió.

Después de aquello, se pasó a una fase que consistía en una ronda de preguntas a las que había que contestar rápidamente.

Durante todo el tiempo, Jilly no dejó de oír una voz interior que le decía que Richie acabaría pagando por aquello, y también rezó porque Max no estuviera viendo el programa.

Max no lo pudo evitar, en el momento en que Harriet se marchó, volvió a encender el televisor. Como había temido, a Jilly se le había soltado el pelo de las peinetas en el momento en que empezó el concurso; tenía las mejillas enrojecidas y sonreía sin cesar. Pero Max sospechó que, por mucho que sonriera, no era así como había esperado pasar el viernes por la tarde. No obstante, había consentido en tomar parte en el programa y lo hizo con aparente entusiasmo hasta que sólo quedaron dos concursantes.

Max acabó sentado en el borde del sofá cuando Jilly y el otro finalista se rifaron dos asientos en el centro del escenario. Los dos asientos tenían toneladas de una sustancia pegajosa en ellos. Sólo uno de los dos concursantes podía ganar el premio.

Max se debatió entre la esperanza de que Jilly no ganara las vacaciones y el horror que le producía verla sometida a la humillación de que la cubriesen en público con aquella pasta pegajosa.

El público contó hasta diez en voz alta, Rich Blake tiró de una enorme palanca. Uno de los concursantes ganó el premio. No fue Jilly.

Jilly apretó los dientes y continuó sonriendo, se negaba a darle a Petra la satisfacción de que se le notara lo enfadada que estaba. Por lo tanto, continuó donde estaba, sonriendo como una tonta con aquella pasta verde en el rostro, en el jersey nuevo y en su falda preferida mientras Richie cerraba el programa.

Una vez que acabó todo, se prometió a sí misma asesinar a Richie.

Esperó en vano que Richie se le acercara para disculparse profusamente, pero Richie salió corriendo en busca de uno de los managers porque algo no había salido como él quería. Fue Petra quien se disculpó.

– Lo siento -dijo Petra en tono poco convincente.

– ¿Podría lavarme en alguna parte? -fue toda la contestación de Jilly.

– Naturalmente. Y mándame el recibo del tinte.

Petra le dio una tarjeta con el nombre y la dirección de la empresa. Producciones Rich. El pequeño Richie Black había aprendido mucho en la gran ciudad. Bien, ella también podía aprender.

Veinte minutos más tarde, con el pelo mojado de la ducha y su ropa en una bolsa, Jilly se encaminó hacia la salida enfundada en unos vaqueros que el estudio le había dado, al igual que la parte de arriba de un chándal con el nombre del programa.

Fue entonces cuando Richie apareció.

– Jilly, lo siento. Ha sido la suerte.

– ¿Sí? Bien, si no te molesta, me voy. Tu primera fan no se siente…

– ¿Y la fiesta? Tenemos una fiesta ahora y creía que ibas a venir.

– ¿Cómo? ¿Así?

– ¿No has traído otra ropa para cambiarte? Petra debería habértelo dicho.

El estudio empezaba a llenarse de mujeres vestidas para matar que se dirigieron al bar que tenían allí., Una de ellas era Petra.

– ¿No le advertiste a Jilly lo que podía pasarle? -dijo Richie a Petra.

– Naturalmente -mintió ella-. No me debe haber entendido.

Sí, claro que la había entendido, pensó Jilly.

– Además, en mi opinión, el resultado ha sido perfecto -continuó Petra-. El público se ha divertido de lo lindo.

– Bueno, si el público se ha divertido, no se hable más -concedió Jilly, apretando los dientes-. Es un programa muy interesante, Richie. Estoy segura de que será un gran éxito.

– ¡Te ha gustado! -pero ella no había dicho eso-. ¡Ésta es mi chica! Siempre tan animada.

Richie le puso a Jilly un brazo sobre el hombro y se volvió hacia los que empezaban a congregarse a su alrededor para felicitarle por el lanzamiento del nuevo programa

– Eh, escuchadme todos, ésta es Jilly Prescott. Sed amables con ella, fue la chica que me ayudó en mi carrera a la fama.

– ¿En serio? -dijo Petra, mientras el resto de los presentes miraban a Jilly como si procediera de otro planeta-. Debo haberte entendido mal, Rich, creí que dijiste que te había acompañado al tren que te trajo a Londres. Alguien debió hacerlo; de lo contrario, no estarías aquí.

De repente, todos se echaron a reír; sobre todo, las esqueléticas mujeres con escotes hasta el ombligo. Pero eso no le molestó a Jilly, lo que sí le molestó es que Richie se riera con los demás.

Jilly se zafó de su brazo.

– Richie, lo siento, pero tengo que marcharme ya.

– ¿Que te marchas? -Richie rió como si no la creyera-. No seas tonta. Petra, ofrécele a Jilly una copa.

– Rich, los coches están llegando, tenemos que irnos ya.

– ¿Sí? Oh, en ese caso… Jilly, vamos a ir a Spangles…

– Spangles es un club -explicó Petra, como si Jilly fuera una idiota que jamás hubiera oído hablar del establecimiento.

Y cierto, era una idiota que no había oído hablar de ese sitio, pero debía haber mucha gente más en el país que no supiera dónde iban a tomar copas los famosos.

– Es una pena que no hayas traído otra ropa para cambiarte -dijo Richie en tono ausente, empezando a moverse hacia la mujer que estaba a su lado, una rubia con un vestido que se transparentaba.

– La verdad es que tengo otros planes para esta noche -y no era mentira, tenía un plan… hacer una muñeca representando a Petra y cubrirla con alfileres.

Lo que tenía que hacer en ese momento era salir de allí con su orgullo intacto; por eso, le dio un abrazo a Richie, a pesar de que no tenía ninguna gana de abrazarlo, pero lo hizo para que nadie creyera que estaba a punto de estallar de ira.

– Te llamaré un día de estos, Jilly -dijo Richie.

– Bien -dijo ella ya en marcha hacia la salida y sin volver la cabeza.

El portero le sonrió cuando salió del edificio.

– Un programa estupendo. Siento que no ganara las vacaciones -le dijo el hombre.

– Me ha faltado poco -respondió Jilly con una cínica sonrisa.

– ¿Quiere que le busque un taxi, señorita?

Jilly recordó las veinte libras que tenía en el bolso. ¿Había sospechado Max lo que iba a pasar?

No, no podía ser.

El portero seguía esperando una respuesta.

– La verdad es que se lo agradecería -contestó ella.

Pero, antes de que el portero pudiera hacerlo, un largo coche negro apareció delante de la entrada y el conductor le abrió la puerta invitando a Jilly.

– Pasaba por aquí -dijo Max desde el asiento de atrás-. Voy a casa, ¿quieres que te lleve?

– Quieres ahorrarte las veinte libras del taxi, ¿verdad? -pero Jilly se subió al coche y se sentó a su lado.

Recordó el primer taxi que tomó en Londres hacía unos días; entonces, estaba llena de ilusión y entusiasmo. Ahora, en sólo unos días, había envejecido siglos.

– Supongo que has visto ese horrible programa, ¿verdad? -comentó ella recostando la espalda en el respaldo del asiento.

– La mayor parte.

– Y mi madre, y sus amigas…

– Lo más probable es que lo hayan encontrado divertido -dijo él rápidamente.

– El público sí que se ha divertido.

– Pero tú no, ¿verdad?

Jilly se estremeció.

– Tienes frío, ¿no? -al momento, Max pareció furioso-. ¿Cómo han podido dejarte salir de allí con el pelo mojado y con este frío?

– No ha sido culpa suya. Una chica quería prestarme un secador.

– ¿Y por qué no te has secado el pelo antes de salir?

– Dímelo tú, Max. Has sido tú quien tenía este coche esperándome a la puerta.

Capítulo 5

PUEDE que no haya sido la mejor forma de retomar una relación, teniendo en cuenta que no le habías visto desde hacía tiempo -dijo Max al cabo de unos momentos de consideración-. ¿Ha cambiado mucho?

– ¿Richie? -Jilly medió unos segundos.

Sí, había visto cambios en él. Llevaba ropa cara, aunque horrorosamente chillona, el bronceado disimulaba su palidez natural y ya no llevaba gafas, sino lentes de contacto; pero ésas eran cosas superficiales. Pensó en cómo Petra le había controlado, y él se había dejado.

– No tanto como él piensa que ha cambiado -declaró Jilly por fin-. Yo solía ir detrás de él para asegurarme de que hacía lo que tenía que hacer y estaba donde debía estar. La única diferencia que puedo ver es que yo lo hacía gratis y ahora paga a una ayudante para que lo haga.

Jilly consiguió sonreír y añadió:

– La verdad es que, si se lo pidiera, ella también lo haría gratis.

Así que Jilly era capaz de algo tan humano como los celos, ¿no?

– ¿Cómo es? Me refiero a la ayudante.

– Guapísima. Pelirroja, muy delgada y con unos ojos tan increíblemente aguamarina que sospecho que las lentes de contacto de color tienen algo que ver en el asunto.

– Así está mejor.

– ¿Qué?

Max sonrió maliciosamente.

– La crítica siempre es una buena señal. Y casi te has reído.

– Sólo de mí misma. He hecho el ridículo, ¿verdad?

– No, Jilly. Él ha progresado y te ha dejado atrás. Suele ocurrir.

– Pues no tenía derecho a dejarme atrás. Si no fuera por mí, seguiría eligiendo los discos del club de juventud local.

– Oh, vamos…

– ¡No te pongas paternalista conmigo! -Jilly estaba enfadada, realmente enfadada-. No soy una pueblerina imbécil enamorada del primero que me sonrió en el patio del colegio. Richie Blake no ha progresado, Max, yo le empujé. Él mismo lo ha admitido esta noche al pedirles a sus amigos que fueran amables conmigo, que fui yo quien le puso en el camino de la fama.

Pero también había permitido a Petra que hiciera una broma de eso. El rostro le enrojeció al recordarlo.

– En ese caso, no lo comprendo. ¿Por qué no estás ahí ahora? ¿No has dicho que Rich va a dar una fiesta para celebrar el lanzamiento del programa?

– Sí, pero pensaba que iba a ser en el estudio, que iba a ser una fiesta informal -Jilly se indicó la ropa.

– ¿Y no lo es?

– No. Y a Petra se le ha «olvidado» decirme que iba a ser en un club de moda. Petra…

– ¿La ayudante guapa?

– Petra debería haberme dicho que trajera ropa para cambiarme después del programa.

– Pero no lo hizo.

– Las mujeres que han llegado para ir a la fiesta estaban casi desnudas. Una de ellas llevaba un escote hasta aquí… -Jilly se señaló la cintura-. Y otra llevaba un vestido que se le transparentaba todo. Y otra…

– No sigas, me lo imagino -Max le agarró una muñeca mientras Jilly gesticulaba dramáticamente.

Jilly paró, lo miró y, de repente, le sobrevino un sollozo.

– ¡Oh, maldita sea! ¡Maldita sea! Me he prometido a mí misma no llorar…

Max no sabía cómo había llegado a abrazarla, pero se encontró con los brazos alrededor del cuerpo de Jilly mientras las lágrimas de ella le empapaban la camisa. Los sollozos sacudían el cuerpo de Jilly mientras él murmuraba palabras para tranquilizarla, aunque no sirvieron de nada.

– ¡Oh, Dios mío! -Jilly se apartó de él bruscamente, sorprendiéndolo-. ¡Cómo es posible que esté llorando!

Con enfado, Jilly se secó las lágrimas y continuó.

– La verdad es que no me importa…

– Eh, cálmate -dijo Max ofreciéndole un pañuelo, con el que Jilly se corrió el rímel por los ojos-. Lo que necesitas es…

– Si me dices que lo que necesito es una taza de té, Max, te prometo que te doy un puñetazo -le advirtió ella.

Lo que necesitaba era justo una taza de té, pero como Max no podía ofrecérsela, se inclinó hacia delante y abrió el pequeño mueble de las bebidas que tenía instalado en el coche.

– Coñac -dijo Max levantando una botella de muestra de coñac que sirvió en dos copas-. Toma, te calentará un poco. Nos vendrá bien a los dos.

Luego, se miró el reloj. Las diez y media. La noche apenas había empezado.

– ¿Sabes en qué club es la fiesta?

– Spangles -respondió Jilly antes de beber un sorbo de coñac.

Jilly tosió cuando el licor le pasó por la garganta.

– Claro -Max consideró las posibilidades-. No es muy tarde. Te da tiempo a que lleguemos a casa, cambiarte y reunirte con ellos en el club.

– ¿E ir a un club por la noche yo sola? -Jilly bebió otro sorbo de coñac-. No, ni hablar.

Jilly esperó. Se encogió de hombros y añadió:

– Además, he dicho que tenía planes para esta noche.

Y había salido de allí con la cabeza bien alta. Vio a Max llevarse la copa de coñac a los labios.

– ¿Y les has dicho cuáles eran esos planes?

– No.

– Hace mucho que no voy a Spangles. Me pregunto si habrá cambiado -Jilly no dijo nada; en realidad, no había esperado que dijese nada-. Esta misma tarde estaba pensando que hace mucho que no salgo, y debería hacerlo.

Max abrió otra botella de coñac y la repartió en las dos copas.

– Y bailar es un buen ejercicio para mí. El médico me lo ha dicho -tragó más coñac-. ¿Cuánto tardarías en cambiarte, Jilly?

– ¿En cambiarme?

– Sí, en ponerte algo más apropiado para ir a un club por la noche.

– Oh, no, Max. No puedo… -Max no respondió se limitó a observarla pensativamente, preguntándose cómo se vería con un escote hasta la cintura. Pronto descubrió que la imaginación la tenía intacta y que la libido empezaba a funcionarle de nuevo y a toda rapidez-. Además, no tengo un vestido que se aproxime en lo más mínimo a lo que esas mujeres llevaban esta noche, Max.

– Yo tengo una habitación llena de vestidos -al momento, Max se dio cuenta de lo que acababa de decir.

Nadie había tocado la ropa de Charlotte desde su fallecimiento. Pero Charlotte habría sido la primera en ofrecérselo a Jilly…

El coche se detuvo delante de la puerta de la verja.

– Espere aquí -le dijo Max al conductor-. Le necesitaré el resto de la noche. Vamos, Jilly, esta noche vas a poner a Petra en su sitio.

– No puedo. No puedes…

– Puedo y quiero. Y tú también.

Agarrándola de la muñeca, la condujo hasta la casa y la llevó al primer piso.

– ¡Max! -pero las protestas no le sirvieron de nada, Max no la soltó hasta entrar en una de las habitaciones.

No era la habitación de Max, como Jilly había temido, sino un enorme cuarto de vestir.

La cómoda estaba repleta de caros artículos de maquillaje, cepillos de plata y peines. Max cruzó la habitación, abrió una puerta y, durante un momento, contempló el cuarto de baño dorado.

Max volvió la cabeza y la sorprendió mirándolo todo con asombro.

– Todo está en orden, incluso hay toallas en el baño.

Sin perder tiempo, Max se acercó a los armarios empotrados y abrió varias puertas, revelando una maravillosa colección de preciosos vestidos, todos de diseño exclusivo de diferentes partes del mundo.

– Ésta era la habitación de mi esposa -dijo ella, no era una pregunta-. Éstas eran sus ropas.

– Sí. ¿Te hace sentirte incómoda?

– ¿Y a ti? -preguntó ella a modo de respuesta mientras examinaba las prendas que colgaban de las perchas.

– A mí lo que me parece es un desperdicio tener esto aquí sin que nadie lo use. Creo que Charlotte nunca salió una noche con el mismo vestido.

Eso explicaba por qué había tantos.

– Ésa no es la cuestión, Max. No puedes ponerme la ropa de tu mujer y pasearme como si…

Max encontró lo que estaba buscando. Un vestido de noche de exquisita sencillez, de satín, y del mismo color melocotón que el jersey que había llevado puesto Jilly. Max se lo puso por delante y la contempló.

– ¿Qué te parece? -le preguntó él.

Jilly tragó saliva.

– No puedo. No puedo.

– A Charlotte no le importaría, Jilly.

– ¿De verdad? -Jilly acarició la suavidad de la tela y se preguntó qué sentiría si le rozara la piel.

Como si le hubiera leído la expresión, Max levantó la falda del vestido y se lo puso en la cara. Fue algo sensual y tentador.

– Dime, Jilly, has llevado puesto alguna vez un vestido así -murmuró él con voz provocativa-. ¿Cómo crees que se sentiría esa tal Petra a tu lado con este vestido?

– Vulgar -respondió Jilly sin vacilación.

– ¿Y?

– ¿Celosa?

– Es posible -contestó Max mirándola a los ojos-. ¿Te gustaría averiguarlo?

Jilly era lo suficientemente humana para querer eso, pero era capaz de darse cuenta de un imposible. Iba a decirle eso, a darle las gracias y a decirle que lo mejor que podía hacer era las maletas y volver a su casa; pero fue entonces cuando, al devolverle la mirada, vio en la de Max que ya lo sabía, y también vio un dolor muy profundo debajo de esa corteza de cinismo y malhumor. Y en un momento, Jilly se dio cuenta de que Max necesitaba que aceptase el vestido y que aceptase su ayuda mucho más de lo que ella lo necesitaba.

Jilly intentó hablar, pero se le había secado la garganta de repente. Tragó saliva.

– Yo… puede que no sea de mi tamaño -dijo ella. A Max le costó sonreír, pero valió la pena esperar a ver esa sonrisa.

– ¿Te parece que lo averigüemos?

Mientras Jilly intentaba dilucidar lo que había querido decir, Max le puso las manos en la cintura y tiró de ella hacia sí. Durante unos momentos, la mantuvo muy cerca, tan cerca que Jilly pudo verle el pulso latiéndole en la garganta, pudo olerle la piel y el débil aroma a coñac de su boca. Luego, Max la miró con unos ojos del color de la pizarra mojada.

– Fíate de mí, el vestido es de tu tamaño.

El corazón de Jilly latía con fuerza por el inesperado contacto, por la forma como la mano de Max había tomado la suya, por el roce del otro brazo de Max en la cintura. ¡Y cómo la miraba!

– Oh. Bueno, bien -consiguió decir Jilly.

– ¿Cuánto te va a llevar arreglarte?

– ¿Media hora? -sugirió ella con voz ronca, mirándolo como a un amante, lo suficientemente cerca para besarle, con los labios a la altura de su garganta.

– Veinte minutos.

Recuperando el sentido, Jilly dio un paso atrás.

– Veinte minutos me lleva peinarme.

El pelo de Jilly, si se le dejaba a su aire, era una masa de pequeños rizos y, sin pensar, Max se lo soltó, acariciándolo con los dedos.

– Déjatelo suelto -dijo él-. Aquí encontrarás todo lo que necesites. Usa lo que quieras. Te estaré esperando en el estudio.

Entonces, Max se volvió bruscamente y salió de la habitación cerrando la puerta tras sí.

Jilly tragó saliva. Algo había ocurrido en el medio minuto que Max Fleming la había tenido medio abrazada. Y, de repente, Jilly se sentía más viva que nunca.

Alzó el brazo y se quedó mirando la mano que él había tenido en la suya, aún le quemaba. Se la frotó, pero la sensación no desapareció, parecía impresa en su piel.

Jilly sabía no se hacía ilusiones respecto a sí misma. Sabía que era una chica de tantas, nacida en un hogar de tantos de una pequeña ciudad al noroeste de Inglaterra. Pero, cuando veinte minutos después se miró al espejo, se dio cuenta de que con un vestido así y del brazo de Max Fleming sería muy fácil olvidarlo.

Mientras Max se ponía los gemelos de la camisa se llamó de todo. ¿Qué demonios estaba haciendo? Iba a echar a esa chica en los brazos de un hombre que no la valoraba y que lo único que le haría sería daño.

Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

Se enderezó la corbata, se puso la chaqueta del traje y se miró en el espejo por segunda vez aquella tarde. ¿Qué verían esos curiosos ojos tras su reaparición en la escena social después de tanto tiempo? Nada. Porque no había nada que ver. Estaba hueco por dentro. Vacío. Fue a tomar el bastón y, entonces, con un gesto colérico, lo tiró. El único apoyo que necesitaba en ese momento era una copa. Pero al ir a servírsela, pensó que eso tampoco le ayudaría. Lo mejor que podía hacer era llamar a Spangles para reservar una mesa.

Acababa de colgar el auricular cuando la puerta se abrió a sus espaldas.

Max se dio media vuelta. Había tenido razón respecto al vestido, le sentaba perfectamente y el color acentuaba la transparencia de su hermosa piel. ¿Y, al principio, le había parecido una chica corriente?

Se había equivocado, Jilly no era corriente. Esa noche muchas cabezas iban a volverse para mirarla. Se necesitaba ser un hombre sin sentimientos, sin imaginación y sin corazón para que no le afectase. Incluso un hombre sin corazón podía sentir un eco lejano, recordar un deseo…

– Ya te he dicho que el vestido te sentaría bien -dijo él bruscamente.

– Es una pena que no pensaras en los zapatos -respondió Jilly secamente.

Pero Max notó el tono de desilusión, Jilly había esperado un amable halago. Pero la amabilidad no era suficiente, y él no era capaz de llegar más lejos. Entonces, Jilly levantó la barbilla y una pequeña sonrisa tembló en sus labios. Max la esquivó clavándole los ojos en los pies.

– Tu mujer tenía los pies más pequeños que yo. He conseguido calzarme unas sandalias plateadas, pero… no me lleves a escalar esta noche.

– No lo haré. También necesitas un abrigo. Hay unas pieles que…

– No, gracias, no me pongo pieles -la boca ya no le tembló-. He encontrado un abrigo de terciopelo.

– Bien, lo que quieras. Y ahora, si ya estás lista, sugiero que nos marchemos.

– Escucha, Max, no tienes que…

– Intenta detenerme -dijo él desafiante.

Al momento, cruzó la estancia, abrió la puerta y la sujetó para dejar pasar a Jilly. Después de haberla visto así, imposible retroceder.

– El coche nos está esperando.

Al llegar a la puerta de la casa, Jilly se detuvo.

– ¿No necesitas el bastón?

Por fin, Max consiguió sonreír.

– No me parece buena idea ir al club con el bastón. El plan es avivar el interés del señor Blake, ¿no? Y no lo conseguiremos si parezco un viejo lisiado al que acompañas por compasión.

– ¡Tú no tienes aspecto de viejo lisiado! -declaró ella con arrebato.

– ¿No? Las apariencias engañan. Pero si la pierna me da problemas, te prometo que me apoyaré en ti. Eso también le dará qué pensar -Max abrió la puerta y la hizo salir-. La carroza espera, señora. Cenicienta va a ir al baile.

– Bien, ¿y tú quién eres? ¿El príncipe?

– ¿No es ése el papel de Rich Blake? -respondió Max ofreciéndole el brazo para conducirla hasta el coche.

Jilly hizo una mueca.

– ¿Richie? No sabría ser un príncipe. Pero si tú no lo eres, ¿qué papel te toca?

– ¿No me reconoces sin el bastón? ¿O debería decir barita mágica?

Jilly se echó a reír.

– ¿Mi hada madrina?

– ¡Padrino, por favor!

Jilly volvió a reír.

No obstante, con las sienes plateadas, el rostro saturnino y los ojos gris pizarra, Max Fleming parecía un hombre muy peligroso. Y a pesar de su fama como personaje de televisión, Richie Blake parecía un pueblerino a su lado.

Había un grupo de fotógrafos a la entrada del club, clara señal de los famosos que había dentro. Max salió del coche, le tomó la mano y se la estrechó al sospechar que estaba nerviosa.

– Sonríe, Jilly, no muerden.

– ¿No? ¿Qué van a hacer?

– Te van a sacar una foto y te van a hacer famosa -Max arqueó las cejas-. Apuesto a que a Petra le va a sentar como un tiro.

Tras la broma, Jilly se tranquilizó y la sonrisa fue natural.

– Sé va a poner enferma.

Apenas habían dado unos pasos cuando uno de los fotógrafos reconoció a Max.

– ¿Señor Fleming?

Jilly vaciló y miró a los fotógrafos, pero Max, poniéndole una mano en la espalda, la obligó a proseguir.

– ¿Max Fleming? -repitió el periodista en voz más alta, y cuando llegaron a la puerta del club los demás miembros de la prensa ya les rodeaban y empezaron a iluminarles con los flashes-. Hace mucho que no se le veía, señor Fleming.

– He estado muy ocupado. ¿Quién os ha hecho venir aquí esta noche? -preguntó Max como si no lo supiera.

– Nadie que usted conozca. ¿Quién es la señorita? ¿Es una actriz, señor Fleming? ¿O es una modelo? ¿Qué historia es?

– ¿Quién ha dicho que haya una historia? -entonces, Max sonrió maliciosamente para asegurarse de que supieran que estaba bromeando-. Somos dos buenos amigos que han salido a pasar una tranquila noche por ahí.

– ¿Y cuánto tiempo llevan siendo buenos amigos, señor Fleming?

Pero Max, con lo que había dicho, ya había despertado su interés; por lo tanto, en vez de contestar, entró con Jilly en el club. Hacía un par de años que no iba por allí, pero le saludaron como a un viejo amigo. Jilly, después de dejar el abrigo en el guardarropa, se reunió con él.

– ¿En serio mi foto va a salir en los periódicos? -susurró ella mientras les conducían a su mesa.

– Probablemente. A menos que ocurra algo realmente interesante esta noche.

– ¿Como qué?

Como alguien dándole un puñetazo a Rich Blake. Le había quitado una botella de champán a uno de los camareros y la estaba agitando con violencia entre gritos de sus compañeros. La botella se abrió con un torrente de burbujas, pero todos parecían muy contentos. El maître siguió la mirada de Max.

– El señor Blake está celebrando el lanzamiento de un nuevo programa de televisión.

– El señor Blake va a tener problemas si no se comporta como es debido -declaró Jilly.

Max la miró.

– Tranquila, cariño -a continuación se volvió a Marco-. Preferiría que no lo celebrase con nosotros. Por favor, Marco, tan lejos de ese grupo como pueda ponernos.

– Por supuesto, señor Fleming. Al momento de llamarnos, le reservé una mesa delante de la pista de baile.

Jilly detuvo sus pasos.

– Pero yo creía que…

– Un poco de paciencia, Jilly -dijo Max siguiendo al maître, a través de la multitud, hasta una pequeña mesa preparada para dos personas en el mejor sitio del establecimiento.

Pero la mirada de Jilly estaba fija en Rich Blake, y Max le tocó la mano para atraer su atención, al menos por el momento.

– Recuerda, tenías otros planes. Y no tenías ni idea de que te iba a traer aquí. Y no es necesario que te lo quedes mirando, Blake acabará viéndote.

Y entonces, ¿qué iba a hacer él? ¿Entregársela y marcharse? El sentido común le decía que eso era lo que debía hacer, pero aquella noche el sentido común parecía haberlo abandonado. Un hombre sabio y con sentido común no se habría metido en aquel lío, un hombre con sentido común habría sugerido a Jilly Prescott hacer las maletas, meterse en el primer tren y volver a su casa. Allí sólo le esperaba mal de amores.

Pero como no había hecho nada con sentido común, tenía la responsabilidad de hacer lo posible por que Jilly saliera de allí con lo que quería. ¿Pero se estaba comportando de un modo responsable? ¿Y si Rich Blake no mordía el anzuelo? En ese caso, ¿cómo se sentiría Jilly?

Mientras miraba, vio a Rich Blake seduciendo a una chica casi desnuda que acabó sentada encima de él. También vio a una bonita pelirroja mirarlo con expresión posesiva.

– ¿Le parece bien la mesa, señor Fleming?

– Perfecta, Marco. Por favor, haga que nos, traigan una botella de Bollinger -Max se volvió a Jilly-. ¿Tienes hambre?

Jilly negó con la cabeza.

– En ese caso, Marco, nada más.

Marco inclinó la cabeza ligeramente y se marchó.

Durante unos momentos, se sentaron y guardaron silencio. Jilly tenía los ojos fijos en la ruidosa escena que se desarrollaba al otro extremo de la estancia.

– Ojalá…

– ¿Qué?

Jilly miró a la mesa.

– Ojalá no hubiera venido. Esto no es para mí.

– Hay que tener cuidado con lo que se desea… por si acaso se hace realidad.

Jilly lo miró furiosa.

– Que yo recuerde, no he deseado venir aquí.

– No en voz alta, pero mentalmente…

– ¿Lees la mente? En ese caso, debes saber exactamente lo que estoy pensando ahora.

La irritación de Jilly era resultado de su desilusión, y Max lo comprendía. Pero ¿qué había esperado? ¿Que Rich Blake soltara el manojo de curvas que tenía en las manos, corriera hacia ella y la estrechara en sus brazos?

– ¿Y bien? -insistió ella.

– ¿Quieres ir allí y unirte a su fiesta? Como lo conoces y te ha invitado, estaría bien visto.

– ¿Crees que se daría cuenta?

– He de reconocer que está algo ocupado en estos momentos.

– Sí, lo está, ¿verdad?

– Vamos, Jilly, toma una copa de champán -dijo Max cuando llegó el camarero.

– ¿Por qué?

– Porque todo se ve mejor después de una copa de champán.

Max le puso una copa en la mano. Quizá el champán la hiciera relajarse un poco y olvidarse de Blake lo suficiente para empezar a divertirse. Y era fundamental que se olvidara de él y que disfrutase si quería hacerse notar.

– ¿Por qué demonios habré accedido a venir aquí?

– La fortuna favorece a los atrevidos, Jilly -dijo Max tocando la copa de ella con la suya-. Dime, ¿hasta dónde crees que llegaría tu atrevimiento esta noche?

Capítulo 6

JILLY vació su copa atrevidamente.

– Crees que estoy loca, ¿verdad?

Max volvió a llenarle la copa.

– Claro que estás loca. Créeme, el amor y la cordura no tiene nada que ver, lo sé por experiencia.

Jilly se lo quedó mirando. ¿Amor? ¿Quién había hablado de amor? Pero en ese momento se dio cuenta de que Max la estaba mirando fijamente… o al vestido que llevaba puesto.

– Debías querer mucho a tu mujer.

– ¿Eso crees? La verdad es que aún no he conseguido averiguar si la quería demasiado o no lo suficiente -Max vació su copa.

Sintió un punzante dolor en la rodilla, un recordatorio permanente de las consecuencias de ser demasiado egoísta en el amor.

– Vamos, Jilly, dejémonos de tonterías y vamos a bailar.

Max tenía gotas de sudor en la frente y una palidez en los labios repentina.

– ¿Estás seguro? No tienes que…

– No es mi intención dar una demostración de cómo bailar el tango. No hay suficiente espacio.

– Yo sólo quería decir que…

– Si te prometo no caerme, ¿te atreves a bailar conmigo? -insistió él impaciente-. Vamos, la mayoría de las veces me funcionan las dos piernas. Un poco de movimiento en la pista de baile es lo que me ha recomendado el médico.

Pero la valentonada de Max no la convenció del todo, y la pista de baile estaba a rebosar. No obstante, llevarle la contraria a Max Fleming no era fácil.

– Perdona, Max.

Y para demostrarle que lo decía en serio, sonrió.

Aquella sonrisa fue lo que deshizo a Max. Estaba claro que Jilly se arrepentía de haberle dejado convencerla de ir allí y que preferiría estar a salvo acostada en su cama. Y era natural, a nadie le gustaba que le hicieran sufrir.

– Jilly, yo no te he dicho que esto fuera a ser fácil; pero si se quiere algo de verdad, hay que luchar por ello. De esa forma, uno se siente en paz consigo mismo porque se sabe que se ha hecho lo que se ha podido.

¿Por qué le estaba diciendo aquello? ¿Acaso no había aprendido la lección?

Jilly se miró el vestido.

– Para ser alguien en busca de respeto a sí misma, me siento demasiado bien vestida.

– Estás encantadora. Preciosa. Soy la envidia de todos los hombres que están aquí.

Jilly levantó la mirada y, por un momento, creyó que Max había hablado en serio.

– Idiota -murmuró ella, pero a pesar de la música Max la oyó.

– En eso estamos totalmente de acuerdo -dijo Max, suponiendo que el insulto había sido dirigido a él.

Entonces la agarró del brazo, la obligó a ponerse en pie y la llevó a la pista de baile. Hacía calor y había mucha gente, a penas espacio para moverse, así que no tuvo más alternativa que estrecharla contra sí. Jilly no puso objeciones.

– Tenías razón, Max -dijo ella al empezar a bailar.

– ¿En qué?

– En lo de que no hay espacio para el tango.

– Gracias a Dios. Tendría un aspecto ridículo con una rosa en la boca.

Jilly se echó a reír por fin, y Max fue demasiado consciente de que lo único que se interponía entre ellos eran un poco de satén color melocotón. La idea se le subió a la cabeza y se sintió tan enfermo como si, de repente, le hubiera atacado un virus.

Max no parecía capaz de olvidarse de que la piel de Jilly debía ser como el satén: suave y cálida. Al bajarle la mano por la espalda, se le erizó la piel.

– Rodéame el cuello con los brazos -murmuró Max. Jilly se limitó a mirarle-. Creía que querías poner celoso a Blake.

¿A Richie? ¿Quién, en su sano juicio, podía pensar en Richie en un momento como aquel? Inmediatamente, Jilly recuperó la compostura.

– Richie no lo notará.

– Sí lo notará. Lo ha notado ya -Max, que le sacaba la cabeza a Jilly, le estaba viendo bailar con la mujer apenas vestida. Richie miraba en su dirección.

Jilly, en la intimidad de aquel abrazo con un hombre al que apenas conocía, su jefe, descubrió de repente la clase de hombre que llenaba los sueños de cualquier mujer. Richie, a pesar de su fama, era un chico normal que conocía de toda la vida. Max era diferente. Había una natural arrogancia en él nacida de siglos de saber que se era especial.

Todo en él era diferente. Rodearle el cuello con los brazos y apoyar la cabeza en su pecho no era un martirio, y sus labios esbozaron una sonrisa cuando Max le puso las manos en la cintura y cerró el abrazo. Dos horas antes, Richie Blake la había hecho pasar un infierno; ahora, de repente, se encontraba en el paraíso.

Max cambió de postura ligeramente, de tal manera que sus manos descansaron en las suaves caderas de Jilly. Era un paraíso y también era un infierno.

El aroma de Jilly le desbordaba…

De repente, se dio cuenta de que no quería que Rich Blake se acercara a Jilly aquella noche. Aún no. Primero tendría que aprender lo que era desear a una mujer, anhelarla, apreciarla, sentir celos, y amarla lo suficiente para estar dispuesto a perderlo todo por ella…

– Jilly…

Ella abrió los ojos, engomes, muy oscuros. Su boca era suave e incitante, los labios partidos. Se lo quedó mirando.

– Max… ¿te encuentras bien?

No, no se encontraba bien. Se encontraba de todo menos bien. Al agachar la cabeza, un dolor en lo más profundo de su vientre se intensificó al rozarle el oído.

– Vámonos de aquí, Jilly.

– ¿Qué nos vayamos?

Max clavó la mirada en los labios de Jilly. Suaves, sonrosados, labios de sol y risa. Su propia boca latía con un sobrecogedor deseo por besarla, por sucumbir a la tentación. Eso sí que daría a Rich Blake algo en que pensar. Quizá debiera hacerlo.

– ¿En serio quieres que nos vayamos?

– Sí, ahora mismo -dijo Max, antes de perder el control por completo-. Confía en mí, Jilly. Soy tu hado padrino, ¿o lo has olvidado?

Siempre y cuando él no lo olvidara estarían a salvo. Max le agarró la mano.

– Imagina que el reloj está dando las doce campanadas y que el coche se va a convertir en una calabaza.

– Pero Richie…

Dios, ¿acaso esa chica no podía olvidarse de Rich Blake ni un minuto?

– Que espere -le espetó él.

Jilly se detuvo bruscamente, obligándole a hacer lo mismo.

– El bolso. Lo he dejado en la mesa.

– Olvídalo.

– ¡No!

– No creo que tengas nada de mucho valor en él.

– El bolso es de mucho valor. Era de tu… -la mirada que él le lanzó la hizo callar-. Además, tengo en él las veinte libras que me diste.

Jilly le lanzó una mirada, indicándole que estaba decidida a recoger el bolso. Al momento, se desvió y Max se vio forzado a seguirla mientras ella recogía el bolso.

– Vamos, ve a por el abrigo, Jilly -dijo Max cuando llegaron a las escaleras colocándola delante, decidido a que no volviera a desviarse del camino.

Jilly corrió ligeramente al subir los escalones, Max hizo una pausa al pie de la escalinata, el dolor le había atacado de repente. Se mordió los labios y luego, despacio, la siguió. Pero a mitad de las escaleras, cargó el peso en la pierna mala, ésta cedió, Max se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla para no caer.

– ¡Maldita sea! ¡No, Jilly, no pares! Tú sigue, ahora mismo subo.

A pesar de los esfuerzos, la pierna se negó a cooperar y Max acabó sentado en un escalón.

– Me parece que alguien ha tomado una copa de más -dijo una chica que bajaba las escaleras.

Jilly lanzó una furiosa mirada a las espaldas del grupo y luego se reunió con Max. Se sentó a su lado, tomó una de sus manos en las suyas y notó la palidez de su rostro. Le dolía, pero no iba a admitirlo.

– Idiota -dijo ella apoyando la cabeza en el hombro de Max, como si estuvieran ahí sentados porque querían.

– Dilo otra vez y te despido.

– ¡Ya, que te crees tú eso!

– Está bien, soy un idiota. Pero como me digas eso de que «ya te lo advertí…», te juro que…

– Ya, ya. Vamos, apóyate en mí, Max.

Jilly no esperó. Le levantó el brazo y se colocó debajo. Luego, le sonrió mientras se acurrucaba contra él.

– La gente va a pensar que somos una pareja de enamorados.

– Ésa es la idea, ¿no? Además, es mejor eso a que crean que estamos borrachos.

– Cierto.

Max se volvió y se la quedó mirando un momento.

El rostro de Jilly estaba a escasos centímetros del suyo, sus ojos llenos de preocupación.

– ¿Qué…? ¿Qué estás pensando?

La boca de ella era una cálida invitación.

– Estoy pensando que podríamos mostrarnos mucho más convincentes -respondió Max. A Jilly se le secó la garganta.

– ¿Cómo?

– Así.

Y Max la besó. La besó como un adolescente loco de amor. No había imaginado la calidez, se le metió dentro como un bálsamo milagroso. Tampoco había imaginado su dulzura. Pero lo que casi le hizo estallar fue la inesperada forma como ella lo besó, como si hubiera estado toda la vida esperando aquel momento.

– ¿Jilly? -Rich Blake, decidió Max, era tan estúpido y tan torpe como había supuesto que era.

Pero al oír su voz, Jilly se puso rígida en los brazos de Max. El momento pasó y él la soltó. Max se volvió hacia Blake, que estaba mirando a Jilly unos escalones más abajo.

– Eras tú. Petra me ha dicho que no podía ser, pero yo estaba seguro… -Richie miró a Max, frunció el ceño, y se dirigió de nuevo a Jilly-. No me habías dicho que ibas a venir aquí.

– Jilly no lo sabía -intervino Max-. Era una sorpresa.

Rich Blake se echó a reír.

– Para mí sí que lo ha sido. No sabía que vinieras a estos sitios -y Richie miró a Jilly como si estuviera esperando que hiciera las presentaciones.

– Oh, perdona, Richie. Max, te presento a Rich Blake. Es posible que sepas quién es.

– Sí, puede ser -respondió Max.

A continuación, le ofreció la mano a Rich.

– Richie, éste es Max Fleming.

– Max -Richie le estrechó la mano y esperó más amplia explicación, pero no la obtuvo-. ¿Por qué no venís a tomar una copa con nosotros?

– Esta noche no, Richie -dijo Jilly antes de que Max pudiera intervenir-. Estamos cansados.

– Quizá en otro momento -añadió Max, y utilizando la pierna buena y apoyándose en la barandilla, se levantó con cierta dificultad.

Jilly se puso en pie con él, le rodeó la cintura con un brazo y le ofreció su apoyo discretamente.

– Creo que alguien te busca, Blake -dijo Max.

Rich se volvió.

– Oh, Petra, ya iba para allí -Richie se volvió a Jilly-. Nos quieren sacar unas fotos para una revista. Será mejor que nos las saquen antes de que nos emborrachemos del todo.

Jilly saludó a Petra y luego miró a Max con expresión interrogante. Él asintió.

– Adiós, Richie -dijo Jilly.

– Te llamaré mañana, Jilly.

Pero ella ya estaba subiendo las escaleras.

– Apóyate en mí, Max -murmuró Jilly.

– Siento mucho que…

– Me avisaste de que eras tonto. La próxima vez, no seas además presumido y tráete la barita mágica, podrías utilizarla como bastón.

La próxima vez. No habría una próxima vez. No, si le quedaba un mínimo de sentido común.

– Gracias -dijo Max cuando llegaron arriba-. Creo que ya puedo arreglármelas solo.

– ¿Estás seguro?

Ella aún le rodeaba la cintura y el brazo de Max seguía apoyándose en su hombro. Y, desde donde estaba, Max pudo ver a Rich Blake observándolos.

Max dedicó una sonrisa a Jilly.

– Bueno, supongo que no merece la pena arriesgarse -dijo él, dejando el brazo donde lo tenía. Pero le costó un verdadero esfuerzo no volver a besarla-. ¿Te ha gustado eso?

Jilly no dijo nada. No sabía exactamente a qué se refería, si al club, al baile o al beso. Nadie la había besado así, como si el placer fuera lo único que importara.

– No te preocupes, Jilly, no voy a contárselo a nadie.

Entonces, se dio cuenta de que Max no se refería a nada de lo que ella estaba pensando, sino a Petra.

– ¿Te has fijado en la cara que ha puesto? -Jilly se apartó de él y se puso los brazos sobre sí misma mientras se estremecía. Había visto a Petra insegura, perdida. Y se odió a sí misma por ser la causa-. Sé perfectamente cómo se ha sentido. Hace sólo unos horas yo me sentía así también. No, no es ningún placer hacer daño.

– ¿Ni siquiera cuando te untó de esa especie de pegamento?

– ¿Cómo sabes tú que fue intencionado?

Max no lo sabía.

– No podían permitir que ganases. Bueno, Jilly, tu príncipe sigue ahí, mirándonos. ¿Quieres dejarle un zapato?

– Sería desperdiciar un par de sandalias preciosas.

– Vas a hacer que se esfuerce, ¿verdad?

– No creo que Richie se esfuerce por nada, excepto por sí mismo. Si quiere ponerse en contacto conmigo, tiene mi número de teléfono.

– ¿Sabes una cosa, Jilly? Me parece que no te has metido de lleno en tu papel de Cenicienta.

Ella se lo quedó mirando un momento.

– Si quieres que te diga la verdad, Max, creo que he perdido el hilo de la historia. Creía que la idea, en principio, era aparecer por sorpresa en la fiesta de Richie, deslumbrarle con mi belleza y luego desaparecer.

– ¿Por sorpresa? Te habían invitado, Jilly.

– Sí, bueno… -Jilly se miró el vestido-. Me parece que me he tomado demasiadas molestias por una copa de champán y un par de bailes.

Y un beso, pensó Jilly. Y un beso. Sólo el beso se merecía todas esas molestias y mucho más.

– Ha valido la pena -le aseguró él, sus palabras haciéndose eco de los pensamientos de Jilly-. Ya te dije que se fijaría en ti.

Jilly consideró la posibilidad de sugerir que se dieran otro beso para reforzar su posición. Entonces, decidió que no debía ser tan avara.

– No tenía trazado un plan -le dijo Max mientras se subían al coche-, pero ahora sí lo tengo.

– ¿Qué plan?

– No te va a gustar.

– Deja que yo lo decida.

– Te lo contaré cuando lleguemos a casa.

Veinte minutos más tarde, Jilly estaba sentada al lado de la chimenea del estudio de Max con una copa de coñac en la mano.

– Bueno, háblame de tu plan -dijo Jilly, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón de cuero.

– Mi plan es mantenerte alejada de Rich Blake.

Jilly bebió un sorbo de coñac.

– En principio, me gusta la idea.

– ¿Te gusta? -la dulce Jilly quería hacer sufrir a Rich Blake un poco. Bien, él no tenía inconveniente alguno-. Estupendo, porque me temo que estoy siendo tremendamente egoísta.

Por experiencia, creía que la gente aceptaba con más facilidad un motivo egoísta que uno altruista.

– Verás, yo te necesito, y me temo que, una vez que Blake se dé cuenta de lo que se pierde, estará aquí a la velocidad del rayo y yo me quedaré sin nadie que me aguante ni el malhumor ni el volumen de trabajo.

– Eso es verdad -Jilly estuvo a punto de sonreír. Estaba dispuesta a aguantar lo que le echasen por un hombre que besaba así-. ¿Pero quién ha dicho nada de marcharse?

– En el momento en que Blake venga a por ti, te va a querer para él solo.

– Es posible, pero yo no me dejo mangonear, Max.

– Yo no he dicho eso. Pero he visto la forma como te ha mirado. Lo conoces desde hace mucho tiempo y has venido a Londres para estar cerca de él. Supongo que tus planes no eran vivir con tu prima mucho tiempo. Y no te has puesto a buscar un piso para ti sola, ¿verdad?

Jilly bebió más coñac.

– Tú mismo lo has dicho, Max. Con tanto trabajo, ¿cómo iba a tener tiempo?

– Si necesitabas tiempo libre no tenías más que habérmelo dicho.

– Sí, supongo que sí.

Max oyó una nota de duda en su voz. En ese caso, ¿qué era lo que tenía pensado? Frunció el ceño. De repente se dio cuenta de que Jilly no había hecho planes. Él había supuesto que Richie Blake había sido su primer amante y que por eso a Jilly le dolía tanto su desprecio. Pero ¿y si no era ése el caso?

Jilly era todo mujer, allí, acurrucada en el sillón. Sus labios sensuales y sus hinchados pechos bajo el satén, todo en ella proclamaba su feminidad. Era imposible que, en esa época, nunca hubiera…

– Háblame de él -dijo Max rápidamente, prefiriendo no pensar lo imposible-. Quiero saber más de Blake.

Jilly se quedó mirando el líquido ámbar de su copa y se preguntó qué demonios estaba haciendo ahí sentada a esas horas de la noche con sólo la luz de la hoguera iluminando la habitación, hablando de Richie con un hombre al que apenas conocía y que la había besado hasta hacerla temer estallar, haciéndola vislumbrar inimaginables placeres.

Lo miró en el otro sillón, frente al suyo. Tenía los ojos fijos en las llamas. Se había quitado la chaqueta, se había aflojado la corbata y tenía el primer botón de la camisa desabrochado. Un mechón de cabello le caía sobre la frente.

El fulgor del fuego dibujaba sombras en un rostro de rasgos marcados, de pómulos salientes, nariz aguileña y unos labios formando una dura línea como si tuviera la costumbre de reprimir sus sentimientos.

De repente, Jilly se dio cuenta de que Richie le interesaba tanto como el periódico del día anterior en comparación con Max. Richie era el recuerdo de una amistad de adolescencia sin un final.

Si Richie hubiera hecho lo que cualquier otro chico en su situación hubiera hecho, ella se habría olvidado de él mucho tiempo atrás. Pero mientras ella se sentaba en su casa a pensar cómo hacerle famoso, él había estado persiguiendo a otras chicas, incluida Gemma. La verdad era que nunca había habido química entre ellos y nunca la habría. No lo había comprendido hasta ahora, hasta enfrentarse cara a cara con lo verdadero.

¿Qué haría Max si se levantara del sillón, se sentara en sus piernas, le rodeara el cuello con los brazos y lo besara? El cuerpo le ardió sólo de pensarlo.

– ¿Por qué no me hablas de él? -insistió Max.

Jilly lo miró. Si hablar de Richie la mantenía allí, a solas con Max, estaba dispuesta a hablar de él toda la noche.

– Tenía unos ocho años cuando lo conocí -comenzó Jilly-. Él tenía un año más que yo, nueve, pero como iba un año atrasado y era tan bajito, no me di cuenta. Estaba en el patio del colegio, con las gafas pegadas a la nariz con papel celo, y los chicos del colegio no tardaron ni un minuto en acercársele y meterse con él.

– ¿Y tú acudiste en su ayuda?

– Alguien tenía que hacerlo. No podía ignorarlo.

– ¿No? -Max sacudió la cabeza.

– Desgraciadamente, después de aquello, se me pegó -dijo Jilly.

– Supo reconocer lo bueno.

Jilly se quedó mirando la copa de coñac. Richie le había dicho a su público que, de pequeños, ella le seguía a todas partes, pero había sido al contrario.

– Siempre iba detrás de mí, y te aseguro que tenía una habilidad especial para buscarse problemas. No eran sólo los chicos traviesos del colegio, no. También sacaba de quicio a los profesores, y ni siquiera se daba cuenta de que lo hacía. Richie vivía en su mundo.

– A los adultos les irrita mucho eso.

– Lo único que notaban en él era que se le olvidaba hacer los deberes o que perdía los libros. Y yo pasaba más tiempo diciéndole que hiciera los deberes que haciendo los míos.

– ¿No debería haberse encargado de eso su madre?

– Su madre se marchó de casa cuando él aún era un bebé, lo abandonó -Jilly tragó otro sorbo de coñac-. Y su padre no era exactamente un ejemplo de padre. Los dos hemos tenido eso en común.

El coñac la había hecho relajarse. Y la había puesto muy habladora.

– La única pasión de Richie era la música. El pop. En, el colegio pensaban que era un vago, pero no lo era. Hacía todo lo que podía por ganar dinero para gastarlo en equipo de música y se pasaba horas trabajando en ello. Y era un genio. Conocía todos los discos que se publicaban. Su pasión, su sueño era ser disc jockey; sin embargo, en el colegio nadie se dio cuenta de su habilidad para la música.

– Creo que he leído en alguna parte que a Mick Jagger los profesores le aconsejaron trabajar en una agencia inmobiliaria.

– Sí, no me extraña -Jilly suspiró y volvió a llevarse el coñac a los labios-. Les falta imaginación, eso es lo que les pasa.

– En fin, parece que ha conseguido lo que quería y que le van las cosas bien. ¿Cómo le ayudaste a empezar?

– Mi madre era miembro del comité que organizaba la fiesta de Navidad del colegio. Yo le pedí a mi hermano que diseñase con el ordenador unos panfletos anunciando a Richie como discjockey, pero con una ropa que no se le reconocía, y dejé uno de los panfletos donde mi madre pudiera verlo.

– Muy hábil.

Jilly se rió.

– La directora del colegio se quedó lívida cuando se dio cuenta de quién iba a ser el discjockey, y también mi madre. Pero cuando se enteraron, ya era demasiado tarde para buscar un sustituto. Fue todo un éxito y, con la fiesta, se ganó mucha publicidad.

– ¿Y cómo conseguiste eso?

– ¿Yo?

– No me digas que no le sacaste la publicidad tú, Jilly, me desilusionarías.

Jilly se encogió de hombros.

– No fue difícil. Llamé al periódico local, les conté su triste historia y… así empezó la cosa.

Jilly se había ganado la amistad de Richie, pensó Max. Se había ganado mucho más que ser untada con una sustancia pegajosa en un programa de televisión.

– ¿Y qué más hiciste? Porque estoy seguro de que no lo dejaste ahí.

– Le grabé los ensayos como discjockey y envié las grabaciones a la emisora de radio de allí.

– Bien hecho.

– Me costó que me hicieran caso. Al final, después de bombardearles y bombardearles con las grabaciones, le dejaron participar en un programa. Sólo quince minutos los sábados por la mañana, pero fue un comienzo.

– ¿Y después?

Jilly miró a Max a la boca. Aquella boca la había besado hacía unas horas.

– Después… -por un momento, se le olvidó de qué estaba hablando-. Ah, después también grabé los quince minutos del programa con Richie y mandé las grabaciones a diferentes emisoras de radio en Londres.

– ¿Has pensado en dedicarte a las relaciones públicas? -Max no esperó a obtener respuesta-. ¿Cuánto tiempo estuviste así?

– Un par de años.

– Y entonces vino a Londres y se olvidó de ti -dijo Max con unos celos que le hicieron sentirse cruel, que le hicieron recordar lo que había pasado aquella tarde.

Capítulo 7

Jilly se levantó del sillón como un cohete.

– ¡Eso no es justo!

Entonces, se dio cuenta de lo ridículo que era seguir defendiendo a Richie Blake, igual que antes, haciendo de madre igual que siempre.

– ¿No lo es? -Max se la quedó mirando-. Pues sigo diciendo que, después de todo lo que has hecho por él, mandarte mensaje por medio de su secretaria diciendo que está ocupado no es justo. Y también digo que lo que ha pasado esta tarde no es justo…

– Pero ha sido Petra…

– Te debe lo suficiente para asegurarse de que nadie te hiciera eso. Debería haber tenido cuidado… -Max se interrumpió, era algo que Jilly tenía que descubrir por sí misma.

No obstante, la ira que le producía saber cómo la habían tratado le sorprendió.

– Richie no me debe nada, Max -Jilly se encogió de hombros-. Excepto quizá esas cintas que grabé y los sellos. Ah, y el billete a Londres.

¿Y bromeaba con eso?

– Por supuesto. ¿Quieres que le mandemos el recibo o prefieres que le demos algo en qué pensar de verdad?

– Lo que hice lo hice porque creía en él y porque quería ayudarlo.

– ¿Porque estabas enamorada de él? -Jilly no contestó y Max fue a por la botella de coñac-. La vida es un asco, Jilly.

Max volvió a llenarse la copa y, tras un momento de vacilación, llenó también, la de ella. Jilly tenía razón, Blake no le debía nada. Lo que ella había hecho, por él lo había hecho porque quería, porque había visto algo especial en Blake. Y quizá tuviera razón, quizá fuera ésa la única recompensa que obtuviera porque la vida no era justa y el amor, desde luego, no lo era.

– La vida es un asco -repitió Max-. Y después, uno se muere. O quizá no, que es peor a veces. Yo sé mucho del amor y la justicia, Jilly. Sé lo que es quedarse en este mundo.

Max la miró antes de continuar.

– Amaba a Charlotte hasta la obsesión. ¿Has sentido eso alguna vez? ¿Necesitar poseer algo hasta el punto de pensar que, sin ello, la vida no merece la pena ser vivida?

A Jilly le habría gustado negar con la cabeza y decir que no, pero ya no estaba segura de que fuera verdad.

– No podía creer que no me quisiera, que no pudiera amarme -añadió Max.

– Pero se casó contigo…

– La perseguí obsesivamente, estaba convencido de que, si se casaba conmigo, lograría que se enamorara de mí. Al poco tiempo, su padre lo perdió todo en la bolsa, fue entonces cuando acudió a mí para decirme que estaba dispuesta a casarse conmigo si yo sacaba del desastre económico a su padre.

– ¿Tan rico eres?

– Sí, desgraciadamente -Max se encogió de hombros-. Pero lo único que hice fue comprarla. Y cuando conoció a un hombre del que realmente se enamoró, no podía soportar que yo la tocara.

– ¿Tuvo relaciones con ese hombre? -la voz de Jilly se hizo eco de su perplejidad.

Max no tenía idea de por qué le había contado eso. Quizá porque hacía mucho que no hablaba así con nadie. Quizá, en la oscuridad, se sentía más protegido. Pero no podía permitir que Jilly creyera que su esposa le había traicionado.

– No. Quizá eso hubiera ayudado, pero… de haber sido así, podría haberla culpado. Sin embargo, mi esposa y mi mejor amigo estaban por encima de eso. Me rompía el corazón verlos en la misma habitación juntos, sin mirarse, sin tocarse… sólo sufriendo.

– ¿Por qué no la dejaste marchar? -Jilly no pudo reprimir el tono acusatorio de su voz.

– ¿Crees que no lo hubiera hecho? Pero no era tan sencillo. Dominic era un católico convencido, Jilly. No podía casarse con una mujer divorciada, y la alternativa era impensable para él.

Jilly se arrodilló delante del fuego y levantó los ojos para mirar a Max.

– ¿Por eso fue por lo que murieron… juntos?

Jilly era rápida sacando conclusiones, pero se había equivocado.

– No, fue un accidente, Jilly. Yo era quien se suponía que debía morir, era lo único que podía hacer por ella -Max contempló su copa de coñac durante unos momentos-. A Charlotte le encantaba esquiar, y a mí se me ocurrió llevarla a las montañas para que se relajara un poco y se olvidara de sus problemas. La llevé a un pueblecito apartado de los Alpes. Alguien debió decírselo a Dominic, o quizá fuera ella, eso no lo sé, el caso es que Dominic fue la primera persona que vimos al entrar en el hotel del pueblo. Para mí fue como una revelación, en ese momento pensé que aquel era el lugar y el momento para abandonar este mundo…

– ¡Oh, Max!

– Hacía una mañana maravillosa, con un cielo azul totalmente despejado, aunque la noche anterior había nevado y la nieve se había helado. Sí, hacía un día hermoso para morir.

Jilly ahogó un quedo grito.

– Algo debió despertar a Charlotte, o puede que ni siquiera se hubiera dormido -continuó Max-. Debió darse cuenta de lo que yo estaba pensando porque despertó a Dominic y los dos salieron corriendo a buscarme. Les oí llamarme a gritos a mis espaldas. Yo estaba acercándome al borde de la montaña cuando me vieron. Dominic y Charlotte intentaron cruzarse por delante de mí para desviarme, y fue entonces cuando…

Max se interrumpió al recordar la escena que aún le atormentaba, que seguía atormentándole todos y cada uno de los días de su vida.

– Me caí y perdí el sentido… -Max se estremeció al recordar el frío, un frío que no le había abandonado desde entonces.

– Max… -Jilly puso la mano encima de la de él-. Creo que es lo más triste que he oído en mi vida. Qué pena, qué pérdida de dos vidas.

– Sí, la pérdida de dos personas extraordinarias.

Se quedaron en silencio durante unos momentos. Después, con cuidado, Jilly apartó la mano de la de Max y volvió el rostro para mirar a la hoguera.

– No debería haberte contado esto. No sé por qué lo he hecho.

– No querías que me compadeciese a mí misma.

– Y tampoco quiero que te compadezcas de mí. Fui un egoísta, sólo pensaba en mí mismo cuando me casé con ella. De haberla amado lo suficiente, habría salvado de la quiebra a su padre y la habría dejado en paz.

– Ella no tenía por qué haberse casado contigo, Max.

– Quería a su familia y lo hizo por ellos. Lo que yo hice, lo hice por mí mismo -Max levantó la botella de coñac-. Toma un poco más y te contaré cuál es mi plan.

Max volvió a llenar la vacía copa de Jilly.

¿Vacía? ¿Cuándo se había bebido todo aquello? Jilly se encogió de hombros.

– Está bien, te escucho -respondió ella.

– El plan es muy sencillo, y consiste en, para variar, hacer que el señor Blake te persiga a ti.

Jilly volvió la cabeza para mirarle.

– ¿Perseguirme? ¿Por qué iba a perseguirme a mí cuando tiene cientos de mujeres que le persiguen a él?

– ¿Tienes miedo a que no lo haga?

– Sé que no va a hacerlo.

Max arqueó las cejas.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -insistió ella.

– Quizá por curiosidad. Y quizá porque empiece a preocuparle la posibilidad de que se le esté escapando de las manos algo especial.

Jilly negó con la cabeza.

– ¿Qué te pasa, Jilly? ¿Te da miedo que no le intereses? ¿O te da miedo que sí esté interesado por ti?

– ¡No! Es sólo que…

– ¿Que qué?

Max se inclinó hacia delante, le tomó la barbilla y la obligó a mirarlo. Necesitaba verle los ojos.

– Sé que quieres animarme, Max, pero el coñac te está afectando. No puedo competir con la clase de mujeres que rodeaban a Richie esta noche.

La verdad era que Jilly no tenía deseos de competir; aquella noche, un velo se le había descorrido de los ojos. Richie utilizaba a la gente; tomaba, pero no daba. Y ella le había dado suficiente.

A la luz de la hoguera, los ojos de Jilly estaban muy oscuros, ilegibles. Ella valía diez veces más que cualquiera de las mujeres revoloteando alrededor de Rich Blake, y Max lo sabía. Jilly era refrescante, inocente, encantadora, buena y cariñosa. Pero en ese ambiente, no dejaba de ser una buena chica que se había vestido para salir una noche. Necesitaba pulirse para sobrevivir en la jungla en la que moraban los Rich Blakes del mundo. Bien, él podía hacer eso por ella, aunque no era suficiente recompensa por el beso que le había robado.

– Dame una semana y haré que se hable de ti en todo Londres.

– ¿Una semana entera? ¿Va a llevar tanto tiempo?

Como si le importara. Sólo había un hombre que quería que se fijara en ella, y ese hombre parecía decidido a pasársela a otro lo antes posible… siempre y cuando no interfiriese con el trabajo.

– Déjate de sarcasmos, Jilly. No es propio de una dama.

– Soy lo suficientemente dama para saber que dar que hablar no es de damas -respondió ella.

Max se encogió de hombros.

– Puede que no, aunque depende de lo que se diga de la dama en cuestión. Lo que sí es seguro es que va a hacer que Petra tire de los pelos.

– Eso es verdad y es una buena idea, Max, pero la verdad es que no creo que Richie me llame; y la verdad es que hacer que Petra se tire de los pelos no está en mi lista de prioridades.

– Sabes que Blake sentirá curiosidad por saber quién soy yo, Jilly. Y también querrá saber cómo nos hemos conocido. Y querrá saber qué has venido a hacer en Londres. Le has dado una sorpresa esta noche, así que no será capaz de dejar de pensar en ti. Además, mañana te verá en los periódicos… Sí, vas a despertar mucho interés. Así que dime, ¿adónde quieres que vayamos mañana?

– ¿Mañana? ¿Hablas en serio? ¿De verdad quieres que volvamos a salir mañana?

¿Podía ser verdad? Jilly se puso en pie con demasiada rapidez y la habitación empezó a darle vueltas. Al instante, Max estaba a su lado, sujetándola.

– Dios mío -dijo ella apoyándose en Max.

Después lanzó una queda carcajada.

Mientras la rodeaba con los brazos, Max llegó a la conclusión de que Rich Blake necesitaba que le examinaran el cerebro al igual que la vista.

– Creía que eras una luchadora, Jilly. ¿Vas a darte por vencida y a dejar que esas tontas medio desnudas te quiten al hombre al que ayudaste a triunfar?

– Que les aproveche.

– No lo dices en serio.

Sí, lo decía muy en serio. A pesar de todo el coñac que había bebido, eso lo sabía. Pero algo le impidió decírselo a Max, algo que tenía que ver con la forma como la estaba sujetando… el recuerdo de bailar en sus brazos. El beso. Si le seguía el juego, quizá volviera a besarla… Valdría la pena, incluso aunque para eso tuviera que hacer como si le importase poner celoso a Richie.

– No puedo competir con mujeres que van casi desnudas por ahí. Mi constitución física no me permite enseñar tanto.

Max podría haber objetado, pero no lo hizo.

– Lo que hace a una mujer deseable no es lo que enseña, Jilly. A los hombres de verdad les gusta desenvolver sus regalos.

Jilly se ruborizó. Su inocencia era auténtica. Quizá Harriet tuviera razón, quizá lo mejor fuese montarla en el primer tren que saliera para Newcastle. Pero el cerebro de Max se negaba a funcionar como era debido.

– Si realmente lo amas, tienes que luchar por él.

– ¿Como Custer? -Jilly rió.

– Exactamente, como Custer. O todo, o nada -Max se maldijo a sí mismo por idiota y le quitó a Jilly la copa de coñac de las manos para evitar que bebiera más.

En opinión de Max, la única forma que Jilly tenía de liberarse del fantasma de Riche Blake era darse cuenta por fin de que estaba persiguiendo alga que ya no existía.

Max le puso las manos en los hombros y la miró a los ojos.

– Jilly, te prometo que, pase lo que pase, no saldrás perdiendo.

– ¿Lo dices en serio?

– Totalmente en serio.

– ¿Y cómo vamos a hacer que me persiga?

– Muy fácil. Iremos a restaurantes de moda, bailaremos en los clubs también de moda, y tu foto saldrá en los periódicos. Se fijarán en ti.

– ¿Que se fijarán en mí? ¿Quiénes?

– Todo el mundo; pero, sobre todo, Rich Blake. Aunque creo que, a lo primero, deberías hacerte de rogar con él. Ya veremos si conseguimos convencerle de que te persiga -pero Max no tenía ninguna duda al respecto. Jilly estaba preciosa aquella noche y, después de pulirse un poco más, ¿qué hombre podría resistírsele?-. Será una nueva experiencia para él.

– Max, ¿por qué haces esto por mí? Y, por favor, no me digas que es porque no quieres perder a la mejor taquimecanógrafa de Londres porque no me lo voy a creer.

– Esta vez seré sincero contigo -ella esperó-. Amanda opina que debería salir más.

Jilly se quedó perpleja.

– ¿Tu hermana?

– No deja de decirme que trabajo demasiado, que no salgo lo suficiente y que tengo un aspecto… En fin, puedes hacerte una idea. Si me ven por ahí contigo, mi hermana dejará de preocuparse durante un tiempo -Max se encogió de hombros-. Además, bailar es más divertido que los ejercicios en el gimnasio.

– ¡Ya! ¿En serio piensas que me voy a tragar eso?

– Es la verdad, te lo prometo -contestó él con solemnidad.

– No me refiero a lo de bailar, sino a… En fin, ya sabes a lo que me refiero.

– ¿Qué importancia tiene eso, Jilly? Lo que importa es que tú consigas a Blake -mintió Max.

¿Por qué demonios había pensado que la boca de Jilly era demasiado grande? Era una boca generosa, cálida y atractiva. Su rostro no era convencionalmente bonito, pero los rasgos eran marcados y podía considerarse hermoso a la manera francesa, que no tenía nada que ver con el estilo de belleza inglesa consistente en una tez color crema. El rostro de Jilly era todo drama.

Le apartó un mechón de cabello del rostro para evitar bajar la cabeza y besarla hasta la saciedad.

– Lo primero que tenemos que hacer es cortarte el pelo -declaró Max con cierta dificultad para pronunciar.

– ¿Cortarme el pelo? ¿Te has vuelto loco? A mi madre le daría un infarto si me cortara…

– Jilly, ya eres una persona adulta, y esto… -Max le agarró un mechón de cabello, luego lo dejó caer de nuevo-. A esto le falta la sofisticación que necesitas. Mañana elegirás del armario de la ropa de Charlotte los vestidos que quieras. Después, te llevaré a cenar a uno de los restaurantes frecuentados por la gente famosa, y después iremos a un club para estar completamente seguros.

– ¿Seguros?

– De que se hable de ti y de que Rich Blake se entere.

Jilly arrugó el ceño.

– ¿Cómo va a saber que soy yo?

– ¿Cuántas Jilly Prescott hay en Londres?

Jilly tragó saliva. Quizá fuera el coñac o quizá se debiera al calor del fuego, pero se sintió flotar. Era como si no fuese ella misma, sino una mujer repentinamente hermosa. Y se debía a la forma como Max la miraba; como siempre la miraba, como si pudiera ver en ella algo que se les escapaba a los demás.

– No sé, Max, no estoy segura de…

– Haz la prueba mañana, Jilly. Si no disfrutas, nos olvidaremos del asunto y lo único que te pediré es que te quedes aquí hasta que Laura regrese, ¿de acuerdo?

– De acuerdo, Max.

– Creo que deberíamos sellar el trato con un brindis -Max le devolvió la copa-. Porque todo te salga bien.

Jilly se lo quedó mirando durante un momento; luego, levantó su copa y bebió el coñac que le quedaba.

– Gracias, Max.

– No tienes por qué dármelas. Pase lo que pase, sigo teniéndote como secretaria, así que quien gana soy yo.

– ¿Y yo?

A Max le resultó difícil sostenerle la mirada.

– Ya te lo he dicho, Jilly, tú no puedes perder.

El teléfono la despertó. Jilly lanzó un gruñido y se dio media vuelta, ignorándolo. Continuó sonando. Se tapó la cabeza con la almohada. Siguió sonando. Desesperada por poner fin a aquel ruido infernal, se levantó de la cama y con una mano en la frente, por si se le caía, llegó al horroroso aparato. Entonces, descolgó el auricular, lo dejó caer al suelo y volvió a la cama.

Tan pronto como cerró los ojos llamaron a la puerta. No podía creerlo. ¿Qué podía ser tan urgente? Pero consiguió arrastrar los pies hasta la puerta y abrirla.

Max no esperó a que le invitasen a entrar. Se dirigió directamente a la cocina y puso a hervir agua para el café. Después, llenó un vaso con agua y echó un par de pastillas contra la resaca.

– Toma, bébete esto.

Jilly dijo algo ininteligible a modo de respuesta, pero aceptó el vaso, tragó el líquido y se estremeció.

– ¿No estás acostumbrada al coñac? -preguntó Max, como si no lo supiera.

– También recuerdo haber bebido alguna que otra copa de champán -observó ella-. No estoy acostumbrada al alcohol, a ningún tipo de alcohol.

– Debería haberme dado cuenta, lo siento. No permitiré que vuelva a ocurrir.

– No vas a ser consultado, Max. Soy yo quien no va a permitirlo.

– Tienes razón. Bueno, vamos, ve a vestirte, Jilly. Tenemos un montón de cosas que hacer hoy por la mañana. Mientras tú te arreglas, yo voy a preparar café y unas tostadas.

– No quiero nada. Lo único que quiero es volverme a la cama y pasarme todo el fin de semana durmiendo. Márchate y cierra la puerta.

– ¿Dos copas de coñac y estás acabada?

– Para ser economista, Max, las cuentas se te dan muy mal -dijo Jilly, apretándose la frente con la mano-. Y si tú te encuentras bien, en mi opinión es porque tienes un problema.

– El único problema que tengo eres tú. He tenido que vender mi alma para conseguirte una cita con un peluquero al que hay que pedirle cita con tres meses de antelación.

– ¿Tu alma?

– Está bien, he exagerado un poco. Cuatro entradas para el estreno del musical de Lloyd Webber.

– ¿Cómo las has conseguido? -Jilly alzó la mano-. No, no me lo digas. Tu alma.

– En cualquier caso, haya vendido lo que haya vendido, volver a la cama es impensable.

Jilly lo miró enfadada tras una masa de pelo que parecía no haber pasado por la mano de ningún peluquero en tres años por lo menos.

– ¿Y si te digo que no quiero que me corten el pelo?

– Jilly, si no estás duchada y vestida dentro de diez minutos, te cortaré el pelo yo mismo -le advirtió Max-. Y con las tijeras de podar.

Ella se lo quedó mirando.

– ¡De qué humos te levantas!

– Tú, por supuesto, estás hecha un ángel, ¿no? Pues para que te enteres, llevo en pie desde las seis y media. Tú deberías haber hecho lo mismo y haberte ido a correr al parque, así no encontrarías tan mal.

– No me encontraría, punto. Estaría muerta.

– Ahora, la que exagera eres tú.

– Está bien, está bien -dijo Jilly, rindiéndose por fin-. Vamos, prepara un zumo de naranja y olvídate de las tostadas, estaré lista en un momento.

La ducha la ayudó. Se vistió rápidamente con unos vaqueros y una camisa. Después, se puso un chaleco y un fular alrededor del cuello.

– Toma -Max le ofreció un vaso de zumo de naranja recién hecho cuando Jilly entró en la cocina.

Jilly se alegró al notar que la mano no le temblaba al sostener el vaso.

– Creo que, en el futuro, sólo beberé esto -declaró ella.

– Toda una sentencia.

– Puede ser. Pero pase lo que pase, no vuelvas a ofrecerme coñac, Max. Nunca.

– ¿Ni siquiera si te desmayas?

– Tengo la costumbre de no desmayarme: No obstante, si se diera el caso, limítate a echarme una jarra de agua por encima. Es un remedio más rápido, más barato y menos doloroso.

– Lo tendré en cuenta -contestó Max, y sonrió traviesamente.

¿Sonrió traviesamente? Max Fleming nunca lo hacía. Valía la pena pasar una resaca por verle sonreír así.

– Bueno, ¿podemos irnos ya? -preguntó Max.

Jilly dejó el vaso en el mostrador de la cocina.

– ¿Estás seguro, Max? Sé que lo haces por ayudarme, pero…

– Agotas la paciencia de un santo, Jilly. Anoche examinamos todos los pros y los contras, ¿no?

– Pero…

– Vamos, Jilly, no tenemos tiempo para tonterías. Hay un hombre con unas tijeras en las manos que te está esperando.

– Bueno, no creo que un corte de pelo vaya a matarme.

Y en la peluquería tendría tiempo para pensar en alguna forma de argumentar en contra de ese estúpido plan, porque a la luz de la fría mañana de enero, era evidente que no podía seguirlo.

– ¿Qué demonios vamos a hacer con esto?

– Córteme sólo las puntas -dijo Jilly con firmeza.

Max la había acompañado a la peluquería en la limusina, conducida por un chofer. Allí, la había abandonado a merced de aquel hombre cuyas tijeras parecían la prolongación de sus manos.

El hombre de las tijeras ignoró el requerimiento de ella, se paseó a su alrededor y un par de veces elevó los ojos al techo mientras murmuraba palabras ininteligibles.

Su pelo fue atacado sin compasión.

Tras lo que pareció una eternidad, aquel diabólico peluquero dio por terminada su labor: se detuvo, giró sobre sus talones y se alejó de ella sin una palabra.

Jilly se quedó mirándose a sí misma delante del espejo. Era peor de lo que habría podido imaginar nunca. Su pelo, o la mayor parte de él, yacía amontonado en el suelo, a sus pies. Lo único que le quedaba eran unos cuantos mechones pegados al cuero cabelludo y a las mejillas.

Alguien la llevó a uno de los lavabos donde volvieron a lavarle el pelo. Después, se lo secaron con un secador manual. Para concluir, el loco de las tijeras se le acercó de nuevo, todo sonrisas, y empezó a cortar una vez más mientras Jilly mantenía los ojos fuertemente cerrados porque no quería ver lo que le estaban haciendo. Al cabo de un rato, una pausa. Un rumor.

La ayudante del peluquero le tocó el hombro.

– Ya puede mirar.

Jilly no quería mirar; pero como no le quedaba más remedio, acabó abriendo los ojos muy despacio. Parpadeó. Ésa no era ella. Esa chica con mechones dorados no podía ser ella. ¿O sí? Levantó una mano, se tocó el pelo y el espejo reflejó la acción.

Tragó saliva y miró al peluquero, que esperaba un comentario.

– Es… diferente -dijo Jilly por fin. El peluquero no contestó.

– Nunca he llevado el pelo corto. A mi madre va a… -a su madre le iba a dar un ataque-. Me ha cambiado un poco el color.

El hombre al que había que pedir cita con tres meses de antelación dijo:

– Sólo unos reflejos.

– Gracias -dijo Jilly con sinceridad.

El peluquero se dio por satisfecho y, al momento, se acercó a la mujer que estaba sentada en el sillón contiguo, y que le hizo esperar porque se inclinó hacia Jilly y le tocó una mano.

– La he visto al llegar y no puedo creer que sea la misma chica.

– La verdad es que yo tampoco.

La chica que le dio el abrigo le informó que el coche la estaba esperando, y Jilly salió de la peluquería ansiosa por ver la expresión de Max cuando apareciese con su nuevo corte de pelo.

Max la vio acercarse y tuvo unos segundos para acostumbrarse a la transformación. Le costaba creer que fuera la misma mujer, lo que veía era un rostro que haría volver todas las cabezas con las que se cruzara, cosa que ocurrió cuando cruzó la calle.

Max salió del coche, se la quedó mirando un momento y luego dijo:

– Quizá debiera habértelo cortado yo con las tijeras de podar.

Jilly le creyó… un momento, pero sólo un momento. Después, notó el brillo travieso de sus ojos y sintió cómo se le hinchaba el pecho.

– Las quejas dirígelas al demonio de las tijeras, Max. A mí no me han dejado tomar baza en el asunto -Jilly se metió en la limusina como si estuviera acostumbrada de toda la vida-. Bueno, ¿y ahora qué?

– Ahora vamos a comprarte zapatos.

– ¿Zapatos?

– Los de Charlotte te están pequeños y, si te duelen los pies, no podrás estar guapa.

– Lo único que necesito es un par -protestó ella después de que Max hubiera apartado media docena de pares de zapatos de noche-. Sólo puedo comprarme un par. Estos plateados están muy bien, son muy parecidos a los de Charlotte.

– Estoy de acuerdo.

Y mientras Jilly pagaba por los zapatos plateados, Max le dio su tarjeta de crédito al dependiente y pagó con ella los otros cinco pares.

– Jilly, vas a tener que disculparme, pero tengo que hacer unos recados. El chofer sabe dónde tiene que llevarte ahora.

– ¿Eh? ¿Y dónde es eso?

– El salón de belleza. Tratamiento facial, masaje y todo lo que se te antoje. Está todo arreglado.

Jilly miró el bastón de Max.

– Quédate tú con el coche, Max, yo puedo tomar un taxi.

Max notó que no había puesto objeciones al salón de belleza, sólo al coche. Bien, Jilly parecía empezar a disfrutar con aquello. Y él también.

Max levantó el bastón para parar un taxi.

– Le he dicho a Harriet que te ayude a seleccionar los vestidos. Elige los que quieras porque, lo que no quieras, lo vamos a llevar a una tienda de caridad el lunes.

– Oh, pero…

– Y estate lista para las ocho y media. Tengo reservada una mesa para cenar a las nueve -entonces, Max se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. ¿Te he dicho que estás absolutamente irresistible?

No esperó a que ella respondiera. Jilly aún estaba de pie en la acera, con la mano puesta en la mejilla, cuando el taxi de Max se puso en marcha.

Capítulo 8

A JILLY le dieron un baño de vapor, le hicieron la cera y le dieron un masaje en todo el cuerpo. Le hicieron la manicura y la pedicura y le pintaron las uñas de un color que eligió entre cientos, a tono con el carmín de labios que compró por mucho más de lo que cualquier carmín de labios tenía derecho a costar.

Escogió un sándwich en un menú tan grande como una casa antes de que le dieron una clase de maquillaje, la profesora era una mujer que fue capaz de transformar sus muy normales rasgos en algo digno de salir en la portada de la revista Vogue.

Jilly volvió flotando al coche y la cara del chofer lo dijo todo.

– ¡Vaya una transformación, señorita!

– De patito feo a cisne en un día.

– Yo no diría eso, señorita.

– ¿No?

El conductor sonrió.

– Para empezar, no era ningún patito feo.

El conductor era un bromista, evidentemente.

– Creo que será mejor que me lleve a casa, Bill. Si voy a pasarme la noche bailando, voy a necesitar antes un sueñecito.

Pero el teléfono estaba sonando cuando llegó a su apartamento, su madre quería hablar del programa de televisión, quejarse de que a su hija la hubieran cubierto de pegamento.

– ¿De qué sirve ser amiga del que lleva el programa si no hacen que ganes el premio? -dijo su madre.

– Eso no habría sido justo, mamá -respondió Jilly pacientemente.

Pero tampoco era que lo arreglasen para que no ganara. Y ya se estaba hartando de disculpar a Richie en todo momento.

Pero de haber ganado, Max no habría aparecido para llevarla a casa en la limusina con chofer. No la habría compadecido. No la habría besado. Se preguntó si le resultaría fácil convencerlo de que la besara otra vez con la excusa de que eso pondría realmente celoso a Richie.

Acababa de colgar cuando llamó Harriet.

– ¿Vas a venir a ver los vestidos, Jilly?

A Jilly le resultó algo embarazoso quedarse con ropa de Charlotte, pero Harriet, aleccionada por Max, le estaba apartando mucha más ropa de la que Jilly se habría atrevido a elegir.

– Estoy encantada con que Max haya decidido deshacerse de esto. No es bueno aferrarse al pasado de esa manera, ¿no te parece? ¡Ah, éste sí que te va a sentar bien, Jilly! -Harriet puso un vestido de tejido de lana entre el montón que iban a llevar al apartamento de Jilly.

– No sé si lo que estamos haciendo está bien, Harriet. Puede que a Max no le guste verme con la ropa de su mujer.

– Cielos santos, criatura, tú no te pareces en nada a Charlotte, y ella nunca se ponía el mismo vestido más de dos o tres veces -Harriet se encogió de hombros-. Las mujeres desgraciadas hacen esas cosas, pero las compras jamás pueden sustituir al amor.

¿Harriet sabía lo de Charlotte y Max?

– ¿Estás segura que no quieres estas pieles? -preguntó Harriet.

– Oh, no, no, estoy completamente segura.

Harriet suspiró.

– Es una pena porque, aunque cuestan un dineral, no creo que la tienda de caridad las quiera tampoco. Las llevaré a Salvation Army, quizá allí tengan uso para ellas.

– ¿Cómo era, Harriet? Me refiero a la señora Fleming.

– ¿Charlotte?

Jilly asintió.

– Una chica de oro. Lo tenía todo: belleza, dinero y alcurnia.

– Pero no era feliz.

Harriet se enderezó.

– Max me lo ha contado todo -añadió Jilly.

– ¿Sí? ¿Te ha dicho lo maravillosa que ella era y que fue culpa de él que Charlotte muriese? -Harriet sacudió la cabeza-. Charlotte no tenía por qué haberse casado con Max, Jilly. Lo que le pasó es que no pudo soportar perder los privilegios de los que había gozado siempre, por eso se casó con Max.

Harriet llenó los brazos de Jilly de vestidos.

– No podía soportar vivir sin este lujo -continuó Harriet.

– Esto debe costar una fortuna.

– Se casó por Max por dinero. Al final, lo único que hacía era gastar y gastar. Bueno, dime, ¿qué te vas a poner para salir esta noche?

Jilly miró al montón de vestidos que tenía.

– No lo sé, hay tantos.

– Pruébate el negro -dijo Harriet señalando a un vestido que Jilly había desechado.

– Nunca me visto de negro.

Como era morena, nunca se había visto bien vestida de negro.

– Vamos, pruébatelo. Ahora que te han puesto reflejos en el pelo, seguro que te está bien. Y hay un abrigo de terciopelo negro por alguna parte, uno parecido al gris que llevaste anoche.

Jilly agrandó los ojos.

– ¿Cómo sabes qué abrigo llevaba puesto anoche?

Harriet sonrió traviesamente.

– ¿No te has visto en el London News? El periódico está en la cocina.

Max Fleming y Jilly Prescott a su llegada a Spangles anoche. Amanda miró la fotografía y luego a su hermanó, el hombre que había evitado todo tipo de reunión social desde la muerte de su esposa. En la foto, Max aparecía del brazo de una chica que, al conocerla, a Amanda le había parecido demasiado joven, demasiado corriente y demasiado poca cosa para ser empleada de su agencia. Al parecer, se había equivocado y Jilly Prescott había conseguido atraer la atención de Max cuando no lo habían logrado algunas de las chicas más encantadoras de Londres.

Aquella chica, con la actitud directa y sencilla propia de la gente del norte de Inglaterra, había conseguido llegar al corazón de Max. Quizá se debiera a que le había necesitado.

Amanda dejó el periódico en la mesa de centro y, con voz neutral, dijo:

– Max, la verdad es que no sé qué decir.

– No tienes nada que decir, Mandy. Lo único que quería era contártelo yo mismo antes de que lo vieras en los periódicos y sacaras conclusiones equivocadas. Y como alguien va a acabar llamando a mamá para contárselo, y mamá te va a llamar a ti…

– Ya, no sigas.

Max se encogió de hombros.

– ¿Y en serio no hay nada de verdad en este aparente romance? -insistió Amanda-. ¿Estás seguro que es sólo para provocar los celos de Rich Blake?

– ¿No te pasas la vida diciendo que debería salir más?

– Sí, así es, pero tú nunca me haces caso.

– Pues ahora he decidido seguir tus consejos.

– Ya -Amanda se pasó una mano por la manga de la chaqueta del traje-. Bueno… tendrás cuidado, ¿verdad, cariño?

– ¿Cuidado? Amanda, querida, ¿qué estás insinuando?

Amanda decidió seguirle el juego a su hermano.

– Sólo que, si Rich Blake se pone realmente celoso, puede que se empeñe en ponerte un ojo morado.

– Si eso hace feliz a Jilly, valdrá la pena.

– ¿En serio? -¿se daba cuenta su hermano de lo que estaba diciendo?-. Ya sé que es una excelente taquimecanógrafa, Max, pero te aconsejo que no vayas tan lejos en tu papel de caballero andante. Una pelea en un club nocturno sería algo poco digno.

El vestido negro sólo había necesitado que la experta mano de Harriet le diera unas puntadas para sentarle perfectamente a Jilly.

Se puso unos pendientes de plata que describían delicadas espirales y una gargantilla que su madre le regaló al cumplir los dieciocho años. Después, se calzó los elegantes zapatos negros de tacón algo que Max le había comprado al darse ella la vuelta y que debían costar el sueldo de varias semanas de mucha gente.

Jilly se contempló en el espejo. Frunció el ceño. Quizá fuera el pelo, o el sofisticado maquillaje, pero parecía mayor. No, no era eso, lo que parecía era diferente. Madura. Muy madura. Siempre se había creído algo rellena, pero la línea de aquel vestido enfatizaba unas curvas que ya no parecían excesivas, sino sencillamente tentadoras.

Llamaron a la puerta.

– Entra -respondió Jilly, alzando la voz.

Entonces, agarró el abrigo de terciopelo negro y salió del dormitorio para entrar en el cuarto de estar. Había supuesto que era Harriet, que le había prometido ir para ver si necesitaba algo más.

Pero no era Harriet, sino Max. Alto y sumamente atractivo. En la puerta, Jilly se detuvo en seco.

– Yo… iba de camino para la casa.

Max sintió la garganta seca. No sabía… no había tenido tiempo para… prepararse. La transformación de Jilly le dejó asombrado.

– Un caballero siempre va a buscar a la dama, Jilly. Me parece que voy a tener que llamar a Amanda para que me tenga a otra secretaria para el lunes.

– Max, ya te lo he dicho, pase lo que pase con Richie, voy a quedarme aquí hasta que vuelva Laura.

Se lo había dicho, pero él no sería capaz de trabajar con ella sabiendo que cada noche acudiría a los brazos de otro hombre. Max le quitó el abrigo y lo sostuvo para que ella deslizara los brazos por las mangas. Y mientras Jilly le daba la espalda, Max dijo:

– ¿Riche Blake? No estaba pensando en él. En realidad, como tu señor Blake no se dé prisa, se le van a adelantar.

Jilly se dio media vuelta. ¿Qué había querido decir con eso? Pero Max tenía llevaba una sonrisa ilegible en los labios.

– ¡Dios mío! ¿Es eso a lo que tú llamas un halago?

– ¿Qué más quieres?

Todo. Jilly lo quería todo. Pero contestó.

– Algo más personal. ¿O tan falto de práctica estás?

Max tragó saliva. Él había empezado, pero no había anticipado que le fuera a resultar tan difícil parar. Se encogió de hombros y logró sonreír.

– ¿Eso crees? Bien, puede que sea así. Vamos a ver.

Max dio un paso atrás y, con la mano en la barbilla, le paseó la mirada por todo el cuerpo, de pies a cabeza.

Jilly deseó fervientemente no haber dicho nada. Esperó con el rubor subiéndole por las mejillas mientras él le clavaba los ojos en el escote. Jilly hizo ademán de abrocharse el abrigo; pero Max, sin decir nada, le amonestó moviendo un dedo. Entonces, cuando completó la inspección, cuando lo único que podía oírse era el tictac del reloj y los latidos del corazón de Jilly, Max le clavó los ojos en los suyos.

– ¿Qué más quieres que diga, Jilly?

– Nada -contestó ella rápidamente, haciendo un movimiento para recoger el bolso que tenía encima de la mesa.

Los ojos de Max habían dicho más que suficiente. Le habían dicho que era una chica estúpida que no sabía cómo mantener la boca cerrada.

– El pelo te ha quedado muy bonito -dijo Max estirando la mano para retirarle un mechón de pelo de la mejilla-. Ahora comprendo por qué hay que pedirle cita a ese peluquero con meses de antelación.

Jilly era perfectamente consciente de que tenía toda la culpa de encontrarse en semejante tesitura.

– Le escribiré una nota diciéndole que has dado tu aprobación. Estoy segura de que quedará encantado.

– Sé un poco más amable, Jilly, estoy haciendo todo lo que puedo. Como tú misma has señalado, estoy falto de práctica.

«¡Ya, falto de práctica!», pensó Jilly. Entonces, dejó de pensar y empezó a sentir. Sintió frío y luego calor, un calor que dio paso al sofoco.

– ¿No deberíamos marcharnos ya? -sugirió ella con voz ronca.

– También llevas un maquillaje distinto, ¿no?

Max le tocó la barbilla, la obligó a alzar el rostro, a mirarlo. Cerrar los ojos sería mostrar completamente sus sentimientos, pero a Jilly le resultaba muy difícil mirar a esos ojos grises y seguir fingiendo. Le habría gustado saber lo que Max estaba pensando, pero él seguía con esa expresión indescifrable. No, era una expresión burlona.

– Y los ojos se te ven el doble de grandes. Con las gafas y con tanto pelo no lo había notado, pero tienes un color de ojos precioso. Color caramelo. Color miel. Color miel oscura con el sol filtrándose a través.

Jilly quería pedirle que callara, pero no le salían las palabras.

– Puede que la diferencia radique en los reflejos que te han dado en el pelo.

– Puede -respondió Jilly tras un esfuerzo supremo-. ¿Te parece que…?

Pero Max no había terminado.

– El vestido también ha sido una elección muy acertada. Quítate el abrigo.

Jilly no sólo ignoró la sugerencia, sino que empezó a abrochárselo.

– Lo ha elegido Harriet -dijo Jilly, intentando distraerlo.

Pero Max no se dejó distraer.

– Harriet tiene razón: tienes la clase de curvas voluptuosas que se ven mejor cuando las enseñas que cuando las escondes debajo de la ropa…

– Max… -Max estaba bromeando y Jilly no quería que siguiera haciéndolo.

Pero él siguió sin hacerle caso.

– Y los zapatos te quedan muy bien también -Jilly empezó a relajarse, los zapatos no eran peligrosos-. Cuando empezaste a probarte zapatos, me di cuenta de lo bonitos que tienes los pies. Y también tienes unos tobillos muy bonitos.

Y entonces, sin advertirle, la miró a los ojos.

– Pero era de esperar, ya que tienes la clase de piernas que hacen que los hombres tengan sueños húmedos -a Jilly se le incendió el rostro-. Sobre todo, cuando abres la puerta con una camiseta que sólo te llega a…

– Muy gracioso, Max.

– ¿Gracioso?

– Bueno, ahora que te has reído lo suficiente, ¿podemos irnos?

– ¿Quién ha dicho que me estaba riendo?

Durante un momento, Max se quedó completamente inmóvil, mirándola de una forma que la hizo pensar que iba a besarla; a besarla y a deshacer el plan de salir aquella noche. Los labios parecieron hinchársele y quemarle sólo de pensarlo y, en ese momento, Jilly se dio cuenta de lo que le estaba pasando. No quería ir a ninguna parte, excepto a la cama con Max Fleming; sin embargo, a él lo único que parecía interesarle era entregársela a Richie como si fuera un regalo de Navidad.

Y como si quisiera demostrarle lo estúpida que era, Max se dio media vuelta, le agarró el bolso y se lo dio.

– Gracias -dijo ella, evitando que se le notara el temblor del cuerpo.

– ¿Nos vamos ya, Jilly?

Salieron del apartamento y se encaminaron hacia la puerta de la verja, sólo se oían sus pasos y el ruido del bastón en la piedra del sendero.

– Ya veo que no vas a correr ningún riesgo esta noche -dijo Jilly animadamente, en un intento por volver a la normalidad-. Llevas tu barita mágica.

Max abrió la puerta de la verja.

– Nunca se sabe cuándo se va a necesitar -con un poco de suerte, podría conseguir que Rich Blake desapareciera-. Después de usted, señorita Prescott.

El conductor les abrió la puerta.

– Esto es todo un lujo, no hay que preocuparse de aparcar ni de si se ha bebido en exceso… -comentó Jilly decidida a que la conversación fuera ligera.

– ¿Ni de si la pierna me va a fallar? -interrumpió Max sonriendo.

– Yo no me refería… ¿Es por eso por lo que no conduces? Oh, Max, lo siento, no debería…

– Es sólo una rodilla floja, Jilly. Puedo conducir y conduzco cuando estoy en el campo, pero no veo razón para tener un coche en Londres llevando la vida que llevo. Y no tienes por qué sentirte mal por mencionarlo.

– Mi madre diría que estoy metiéndome en asuntos demasiado personales.

– ¿Sí? -a Max le resultó difícil no sonreír-. Háblame de tu madre, dime cómo es.

Jilly se encogió de hombros.

– Mi madre es… mi madre. Una mujer de mediana edad, con exceso de peso…

– ¿Qué opinión tiene de Rich Blake?

– Y también me trata como si fuera una niña.

– Bueno, eso le pasa a todas las madres, a la mía incluida.

Jilly lo miró, no parecía segura de poder creerlo. Al verle la expresión, Max soltó una carcajada.

– Si quieres, mañana te llevaré a almorzar con ella para que la conozcas.

– ¡Ni se te ocurra! -exclamó Jilly, horrorizada-. ¿Qué pensaría tu madre?

– Que hace demasiado que no voy, y me lo dirá.

– Me refiero a mí. Y ahora que lo pienso, debe habernos visto en el periódico, ¿no?

– No lo creo probable, pero estoy seguro de que sus amigas han estado llamándola por teléfono todo el día para decírselo. Así que, en realidad, sería mejor para ella conocerte.

Jilly pareció pensativa y Max se apresuró a añadir:

– No te preocupes. Si no le gustas, no permitirá que se le note.

– En ese caso, ¿cómo lo sabré?

– Si le gustas, te dirá que ya me advirtió que no me casara con Charlotte -Max hizo una pausa-. Es curioso, pero las madres tienen razón con bastante frecuencia. El problema es: ¿quién les hace caso? Bueno, volviendo a lo que estábamos hablando, mañana almorzamos con mi madre. Después, si quieres, iremos a dar un paseo por el castillo de Windsor.

Jilly no parecía segura.

– Confía en mí, no pasa nada porque vayamos a comer con mi madre.

El conductor salió de la vía principal y Jilly miró por la ventanilla.

– ¿Adónde vamos?

– A un restaurante a la orilla del río cerca de Maidenhead. Tienen una comida exquisita. Te gustará.

– ¿Cómo sabes que Richie va a estar allí?

– ¿Richie? -Max empezaba a preguntarse si Jilly no pensaba en otra cosa-. No, no va a estar allí.

Al menos, eso esperaba Max. Entonces, al ver la confusión de Jilly, añadió:

– Tropezarse con él dos días seguidos le daría que pensar, ¿no te parece? Y no quieres que crea que le estás persiguiendo, ¿o sí?

– Claro que no. Perdona, lo siento… No lo sentía tanto como él.

– Por el amor de Dios, Jilly, deja de disculparte en todo momento. Debería haberte dicho adónde íbamos.

Max empezó a irritarse y los dos guardaron silencio.

Veinte minutos más tarde, el coche se detuvo en una antigua posada al lado del río. No había fotógrafos a la puerta, el restaurante era sumamente exclusivo y a Max le recibieron con deferencia. Pero Jilly notó el bajo rumor que despertó su presencia mientras pasaban al lado de un mostrador de roble construido siglos atrás camino a una mesa cerca de una hoguera de leños. Y algunas cabezas se volvieron. Pero, a pesar de lo que Max le había dicho, sabía que no era por ella.

¿Qué ponía en el periódico que Harriet le había enseñado?:

Max Fleming, que ha llevado una vida de ermitaño tras el fallecimiento de su esposa en un accidente de esquí, anoche fue visto en un famoso club de la ciudad acompañado de la señorita Jilly Prescott. Antiguo playboy, a Max se le ha echado de menos en la vida nocturna de la ciudad, y esperamos que la influencia de la encantadora Jilly haga que lo veamos con más frecuencia.

Él se había descrito a sí mismo como un hombre con más dinero que sentido común, y el periódico había confirmado su reputación de playboy. Pero ahora Max se pasaba la vida trabajando, y no por dinero, sino para ayudar a las agencias internacionales de asistencia al tercer mundo. Su vida anterior, hubiera sido la que hubiese sido, había cambiado radicalmente. En ese caso, ¿qué estaba haciendo allí con ella?

Jilly lo miró mientras Max le pedía al camarero un zumo de naranja para ella y un gin tonic para él.

Las bebidas llegaron al mismo tiempo que la carta con el menú. Jilly no tomó la suya.

– Será mejor que elijas la cena por mí ya que, esta noche, sólo estoy jugando a ser adulta sin serlo.

La irritabilidad de Jilly hizo sonreír a Max.

– Será un placer. Espero que te guste la cocina francesa.

– No tengo ni idea de cómo es, a excepción que la mayonesa es el equivalente a nuestra crema para ensaladas. Aunque, ahora que lo pienso… ¿te gustaría educarme, Max?

– ¿Educarte? -Max se dio cuenta que a Jilly le estaba molestando algo-. ¿En qué quieres que te eduque?

– Para empezar, en lo que a la comida francesa se refiere. Después, podrías enseñarme qué tenedor y qué cuchillo utilizar en cada momento.

– ¿Estás enfadada porque te he pedido un zumo de naranja sin consultarte primero? Te recuerdo que has sido tú quien me ha dicho que, desde ahora, sólo vas a beber zumo de naranja. Suponía que hablabas en serio. ¿Me he equivocado?

– Utilicé «zumo de naranja» como término genérico para describir toda clase de bebidas no alcohólicas -contestó ella-: agua tónica, limonada, agua con gas, etc. ¿Quieres que continúe?

– Preferiría que no lo hicieras. Y te pido disculpas por ser tan tonto. ¿Qué te apetece beber, Jilly?

Jilly levantó su copa de zumo de naranja y bebió. Recién exprimido. Delicioso.

– Esto está bien.

– Estupendo, porque prefiero que tengas la cabeza despejada esta noche -Jilly frunció el ceño-. No quiero ser responsable de lo que puedas llegar a lamentarte en el futuro.

– ¿Lamentarme?

– De lo que te pase después de que Richie te vea con ese vestido.

– Creía que estábamos evitando a Richie.

– Podemos intentarlo, pero no puedo garantizar nada. Londres es sorprendentemente pequeño.

– Ya veo.

La expresión de Jilly apenas cambió, pero, cuando ella se levantó, a Max no le quedó duda alguna de que estaba enfadada.

– Dime, Max, ¿estás sugiriendo que lo único que Richie tiene que hacer es mirarme para que me meta en la cama con él?

– ¿Y tú me estás diciendo que aún no lo has hecho?

Jilly enrojeció de la cabeza a los pies. Entonces, se inclinó hacia adelante y, durante un segundo, Max creyó que iba a tirarle el zumo de naranja a la cabeza. Pero Jilly dejó el vaso encima de la mesa y recogió su bolso.

– Hasta el lunes, Max. A las nueve. En tu despacho. Y no te retrases.

Jilly se dio media vuelta y, con la cabeza muy alta, salió del bar.

Estaba temblando cuando llegó al guardarropa de las señoras. Estaba a muchos kilómetros de Londres y no tenía idea de cuánto le costaría un taxi, aunque temía que las veinte libras de Max, que llevaba en el bolso «por si acaso», no serían bastante.

No sabía qué le había pasado, excepto que no quería que Max la considerase una chica fácil, barata y desesperada por meterse en la cama con Richie. Ahora, obligada a enfrentarse a ello, se daba cuenta de, que jamás había querido acostarse con él. No sabía qué había querido de Richie, pero no era eso. Quizá fuese un «gracias» y que la tratara como a una amiga de verdad.

Sólo había un hombre con el que quería compartir la cama y… Abrió el bolso, sacó un pañuelo y se secó una ridícula lágrima.

Decidió que ya había perdido demasiado tiempo en los lavabos, tenía que ir a por el abrigo. El abrigo de la esposa de Max.

Se miró el vestido y se juró llevarlo el lunes a la tienda de caridad con el resto de la ropa que había elegido. Y los zapatos.

Capítulo 9

JILLY se detuvo al ver a Max apoyado contra la pared hablando con la empleada que atendía el guardarropa.

– Ah, querida, ya estás aquí -dijo Max en tono suave, sonriendo-. Creía que te habías perdido. Nuestra mesa está lista y el chef nos puede matar si dejamos que se enfríe la comida.

Antes de que Jilly pudiera decirle lo que el chef podía hacer con la comida y con la mesa, Max la tomó del brazo y la empujó hacia el comedor.

Si no quería dar un escándalo, la única opción que le quedaba era ir con él. Y eso hizo.

Entraron en un comedor de techo bajo y les llevaron a una mesa con vistas al río. Una vela parpadeó, su luz hizo brillar la cubertería. Max permaneció de pie mientras el camarero ayudaba a Jilly a sentarse; entonces, una vez que la vio sentada, se permitió hacer lo mismo.

– Y ahora, querida -dijo Max en tono sumamente suave-, ¿te importaría decirme qué demonios te pasa?

¿Querida? ¿Y qué debía hacer ella? ¿Pedirle disculpas? ¿Darle explicaciones? ¿Cuál sería la reacción de Max si le dijera que no le importaba en lo más mínimo que Richie se fijara en ella, que lo único que le importaba era él, Max? No, no podía darle explicaciones.

– Dime, Max, con toda esa actitud tuya tan varonil… ¿impresionabas mucho a las mujeres en los días que eras un playboy?

Jilly vio una sombra de perplejidad asomar a los ojos de Max; después, él echó hacia atrás la cabeza y rió. Fue una risa inesperada, pero su sonido era cálido, especial, y Jilly se le unió.

– ¿Y bien? -insistió ella tras unos momentos.

– Jilly, compórtate.

– No quiero comportarme. Además, me pareces que piensas que soy incapaz de hacerlo -eso hizo que dejara de reír-. Según el periódico de hoy, eras un playboy. Y perdóname, pero me resulta difícil creerlo.

– Bueno, eso fue hace mucho tiempo. Excesos de juventud.

Así que era verdad. Y no, no era difícil imaginarlo, especialmente cuando Max sonreía, cuando sonreía de verdad como estaba haciendo en ese momento.

– Y la respuesta a tu pregunta es sí -continuó él-. Toda esa seguridad en uno mismo impresionaba mucho a las mujeres.

– Ah. ¿Y qué pasó?

– ¿Quieres que te describa en detalle mis indiscreciones de juventud?

– No. Quiero saber por qué dejaste de ser un playboy.

– Hice lo que casi todos los hombres acaban haciendo: dejé de perseguir a muchas mujeres y me concentré en una sola… -Max hizo un gesto al camarero que estaba cerca para cuando le necesitasen y éste se acercó a la mesa y sirvió vino en dos copas-. Espero que te guste el vino que he elegido, es uno de mis preferidos.

Jilly se lo quedó mirando, después miró el vaso que tenía a su derecha.

– ¿Por qué? No voy a beber alcohol, ¿no? -Jilly se sirvió agua de la jarra que había en la mesa.

– No me hagas caso, Jilly. Tienes derecho a estropear tu vida tanto como cualquiera. Así que… ¿te parece que empecemos a comer?

Max fue a agarrar un tenedor, pero Jilly, extendiendo la mano, la puso en la de él.

– Max…

Max contuvo la respiración, sin importarle lo que ella iba a decirle. Lo único que podía sentir eran los fríos dedos de Jilly en la mano, y un inmenso deseo de levantarse y estrecharla en sus brazos.

– Aún no te he dado las gracias.

Max no sabía qué había esperado que dijera, pero no era gracias.

– No me las des todavía, no te estoy haciendo ningún favor.

Entonces, Max le miró la mano y ella la retiró inmediatamente. Y Max tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para no agarrarle la mano y decirle que estaba cometiendo el mayor error de su vida.

Max se resistió. Se había casado con Charlotte a pesar de las advertencias de todos sus amigos y familia en contra de ello. Cuando no se pedía consejo, no se quería. Quizá Jilly tuviera razón en lo de que almorzar con su madre no fuera buena idea. Quizá referente a su plan fuera buena idea. Y quizá él debiera acabar con aquello lo antes posible.

– Perdóname un momento, Jilly.

Max se sacó un bolígrafo del bolsillo y un diminuto cuaderno de notas. Escribió algo en un papel, lo arrancó del cuaderno y lo dobló. A continuación, miró al camarero.

– ¿Podría darle esto a mi chofer, por favor?

El camarero se marchó con la nota y Max, por fin, levantó su tenedor, contento de ver que la mano no le temblaba. Era lo único en él que no temblaba.

– Y ahora, Jilly, deja que te explique lo que es esto. Es una mezcla de faisán, conejo y paté con…

Jilly, que había estado mirando al plato exquisitamente preparado para no mirar a Max, alzó por fin los ojos.

– La educación es algo maravilloso, ¿verdad, Max? -observó ella con cinismo-. De no explicármelo, habría pensado que es un foi grass elegante con una especie de champiñones de acompañamiento.

– Y habrías estado en lo cierto -su temblor interno se intensificó, pero alzó la copa-. ¿Pax?

– Francés, latín… desde luego, los playboys sabéis como entretener a las mujeres.

– Como te he dicho, estoy falto de práctica, Jilly, pero haré lo que pueda.

¡Ya, falto de práctica! El coqueteo era algo natural en él, tan natural como respirar.

– En ese caso, Pax.

– Jilly, háblame de tu hogar. De tu familia. Lo único que sé es que tu madre te trata como una niña.

– Mi madre trabaja en la biblioteca. Lleva una furgoneta llena de libros y va por las casas de los ancianos, repartiéndolos.

– ¿Tienes hermanos?

– Tengo dos hermanos. Michael tiene diecisiete años y está decidido a ser millonario a los veinte con los programas que está haciendo. A George lo que le gusta es jugar al fútbol.

– Y quiere jugar en el Newcastle, ¿verdad?

– ¿En cuál si no?

– ¿Y tu padre? Me dijiste que era como el padre de Blake, que no le gustaba ser padre.

– No. Mi madre lo abandonó cuando George aún no se andaba.

– ¿Otra mujer por medio?

Jilly negó con la cabeza. Después, se estremeció.

– La pegaba. La última vez que la pegó fue porque George estaba llorando y mi madre no conseguía hacerle callar. Yo agarré a mis dos hermanos y los escondí en un armario. Mi padre estaba demasiado borracho para encontrarlos allí -Jilly tragó saliva-. Y mi madre no quiso decirle dónde estaban.

Max la vio recordar, revivir… Extendió una mano y rodeó la muñeca de Jilly.

– No tienes que continuar si no quieres

Pero Jilly quería hacerlo.

– Al día siguiente, mi madre metió en unas maletas lo que pudo y nos llevó a un albergue. Al cabo de un tiempo, el juez dio orden de que mi padre desalojara la casa y pudimos volver. Mi padre lo había destrozado todo, hasta el último plato. También rompió los muebles con un hacha. Pero nunca volvió.

Jilly hizo una pausa antes de añadir:

– Nunca le he contado esto a nadie, ni siquiera a Richie.

Max estaba conmovido. Dispuesto a matar. Quería abrazarla y prometerle que nadie volvería a hacerle daño nunca.

– No es extraño que tu madre quiera protegerte. Tienes suerte de que sea tan fuerte.

– ¿Fuerte? -Jilly nunca había considerado fuerte a su madre.

Su madre había soportado paliza tras paliza resignadamente, lo que la hizo abandonar la casa fue el miedo a que su marido pudiera matar a George.

– Es difícil vivir sin dinero y sin un sitio adonde ir. Muchas mujeres lo encuentran imposible -dijo Max con ternura-. Muchas mujeres no consiguen salir nunca de esa situación.

– Cierto. Sí, supongo que tengo suerte.

Les llevaron más comida.

– Lubina asada -declaró Max-. Espero que te guste el pescado. Debería habértelo preguntado. Me parece que no es mi noche.

– Y a mí me parece que no te he dado la oportunidad de preguntármelo, Max. Lo siento. Sé que estás intentando protegerme, pero no es necesario. Conozco a Richie desde hace mucho tiempo, conozco sus defectos…

– No todos. De haber sido así, jamás le habrías permitido que te pringara con ese pegamento para divertir a su público.

Jilly no contestó.

– No esperarás que me crea que has venido desde Newcastle para contentarte con ofrecerle tu apoyo, ¿verdad, Jilly?

Jilly intentó mirarlo, pero bajó los ojos y los clavó en la lubina. Y sin decir palabra, levantó el tenedor.

Max la observó durante unos momentos. Su intención había sido llevarla por ahí durante una semana aproximadamente, pero Jilly estaba enamorada de Blake y él no tenía derecho a manipularla.

– ¿Te gusta? -preguntó Max.

– Es delicioso. Gracias.

Eran las diez y media cuando volvieron al coche.

– ¿Le has encontrado? -le preguntó Max al conductor mientras Jilly entraba en el coche.

– Hace unos cinco minutos ha llegado al club Rivi con unos amigos. He reservado una mesa.

– Bien, Jilly, esta noche vas a bailar de verdad.

– ¿Y tu rodilla?

– No te preocupes por mi rodilla. Y si me duele, tú tienes una cura instantánea: tus labios mágicos. Los besos funcionan.

Era la primera vez que Max mencionaba ese beso y, durante unos momentos, ninguno de los dos se movió. Entonces, Jilly tragó saliva y dijo:

– Cuando quieras. Lo único que tienes que hacer es decirlo.

El club Rivi estaba en pleno apogeo cuando Jilly y Max llegaron y se sentaron en la mesa que tenían reservada. A Jilly se le ocurrió que Max Fleming debía haber sido playboy muy famoso cuando lo único que había tenido que hacer era mandar a su chofer que llamara por teléfono para que le reservaran la mesa que quería un sábado por la noche.

Max, alto, moreno y guapo fue el primer en llamar la atención de los que estaban sentados en la mesa de al lado. Petra lo reconoció inmediatamente y avisó a Richie; después, los dos la miraron a ella. A continuación, Richie se levantó.

– ¿Jilly?

– Hola, Richie.

– ¿Qué te has hecho en el pelo? Casi no te reconozco -Richie no esperó a la respuesta-. Hola, Max. ¿Por qué no os sentáis con nosotros?

Jilly no quería hacer semejante cosa.

– ¿Por qué no? -contestó Max.

Entonces, Jilly se dio cuenta de por qué Max había consentido. Una chica, con un escote hasta el ombligo, lo miraba como si quisiera comérselo. Quizá fuera por eso por lo que Jilly accedió a bailar con Richie, y con un ánimo que contradecía lo que sentía. Max, con los ojos clavados en aquel escote, no pareció darse cuenta.

– Oye, Jilly, estás guapísima -dijo Richie.

Una semana atrás aquellas palabras habrían enviado a Jilly a la estratosfera. Jilly miró volvió la cabeza y vio que Petra los observaba con expresión de querer matarla; y Jilly, que sabía lo cómo debía encontrarse, sintió compasión por ella.

– Richie, tú y Petra…

– Sí. Llevamos seis meses viviendo juntos. Es una chica estupenda.

Jilly esperó a sentir celos. Nada.

– ¿Quieres decir que hace lo que yo hacía por ti y encima te proporciona sexo?

A Richie le sorprendió un poco que fuera tan directa.

– Bueno… a ti y a mí nunca nos pasó eso, ¿verdad? Somos amigos, eso es todo.

– Sí, Richie, somos amigos. Aunque, si vuelves a humillarme como lo hiciste el otro día, te juro que contaré en público lo de aquella vez que te encerraste en los lavabos y te echaste a llorar.

– ¡Jamás lo harías!

– No cuentes con ello.

Richie se la quedó mirando un momento, después estalló en carcajadas.

– Dios mío, Jilly, cuánto te he echado de menos -y la abrazó.

Max no les había quitado los ojos de encima y, cuando Rich Blake estrechó a Jilly en sus brazos, se dio cuenta de que no podía quedarse allí un minuto más. Se sacó el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y escribió una nota.

– Petra, ¿te importaría darle esto a Jilly?

– ¿Te vas ya?

– Sí, la rodilla me está matando y no quiero estropearle la noche. Estoy seguro de que Richie la acompañara a casa.

– Max, querido, ¿quieres acompañarme a mi casa? -preguntó la chica del escote mirándolo con la clase de ojos que, en otro tiempo, habrían tentado a Max.

– Por supuesto… -Max intentó recordar su nombre, pero se esforzó mucho, no le interesaba.

La chica casi no daba crédito a lo que le estaba pasando cuando Max la dejó en la puerta de su casa y la dejó ahí, rechazando educadamente la invitación a entrar a tomar una copa.

Jilly aún reía cuando volvieron a la mesa. Negó con la cabeza cuando alguien le ofreció una copa de champán. Entonces, Petra le pasó la nota.

– Es de Max -dijo Petra.

– ¿De Max? ¿Por qué? ¿Adónde ha ido?

– Ha dicho que le dolía la rodilla.

Pero Jilly ya había desdoblado el papel. Max había escrito: Buena suerte. Max.

– Ha llevado a Lisa a su casa -añadió Petra con cierto despecho-. Quizá ella le haya ofrecido darle un masaje. O algo por el estilo.

– ¿Lisa? -Jilly miró a su alrededor-. ¿Quién es Lisa?

Fue entonces cuando se dio cuenta de quién era Lisa. Y también se dio cuenta de que Max, después de verla bailar con Richie, había considerado cumplido su cometido y no le había costado mucho esfuerzo encontrar una distracción. Alguien con quien salir fotografiado en los periódicos del día siguiente. Quizá llevara tiempo sin desempeñar el papel de playboy; pero eso era algo que, como montar en bicicleta, nunca se olvidaba.

Jilly se quedó contemplando la copa de champán que tenía delante, luego la alzó, se la llevó a los labios y la vació sin respirar.

Richie insistió en abrirle la puerta del apartamento.

Eran más de las dos de la mañana; Jilly, por fuera, era todo risas, y ni siquiera podía meter la llave en la cerradura. Pero por dentro todo era silencio y frío porque, por mucho champán que hubiera bebido, ni el frío ni el vacío que sentía se habían disipado.

– Mañana vas a tener una resaca de muerte, Jilly. ¿En serio puedes quedarte aquí sola? -Richie giró la llave en la cerradura y la ayudó a entrar en el apartamento-. No me gusta dejarte sola en este estado.

– En serio, estoy bien.

– Siéntate aquí, te prepararé un café.

– No es necesario. No puedes tener a Petra esperando en el coche.

– Lo comprenderá.

Y Richie insistió en que se sentara mientras él le preparaba un café y la obligaba a tomárselo.

Desde el otro lado del patio, Max miraba por una de los ventanales. Había oído el coche, había visto a Richie, con él brazo alrededor de Jilly, llevarla hasta el apartamento. Había visto la puerta cerrarse y luego la luz. Y entonces, Max corrió las cortinas para no ver nada más.

A pesar del temblor de las manos y del castañeteo de dientes, Jilly pudo ver que no se desharía de Richie hasta que no se tomara el café. Se lo bebió lo más rápidamente que pudo.

– Ya está. Me lo he tomado todo. Ahora, vete. Richie seguía sin estar convencido.

– ¿Estás segura de que puedes quedarte sola? Podría llamar a Max…

– ¡No!

Jilly se puso en pie al momento. Podía ser que Max no estuviera en casa y prefería no saberlo.

– Por favor, Richie, vete. En serio que estoy bien.

Richie escribió un número en la cubierta de una revista.

– Éste es el teléfono de mi casa, llámame mañana por la mañana.

Jilly asintió, pero le pesó, la cabeza parecía a punto de estallarle.

– ¿Me lo prometes? -insistió Richie.

– Te lo prometo. Te llamaré. Y ahora, vete. Y no hagas ruido para no despertar al ama de llaves.

Después de quedarse fuera un rato hasta ver a Richie desaparecer, Jilly cerró la puerta. Se quitó el vestido, se quitó el maquillaje y se deshizo de todo lo que la había hecho sentirse especial aquella noche. Ahora sabía que era Max quien la había hecho sentirse especial. Sólo Max.

Debería habérselo dicho. No debería haber permitido que creyera que sentía nada por Richie que no fuera amistad. Había fingido sólo para estar cerca de Max, y ahora él y su rodilla mala estaban con Lisa. Y. los besos de Lisa eran mejores que los suyos.

Se puso la camiseta para dormir y se metió en la cama. La cabeza le dolía demasiado para pensar, pero por la mañana tendría que aclarar aquel asunto.

Jilly se despertó con dolor de cabeza. Entonces, recordó lo que había pasado la noche anterior y deseó seguir profundamente dormida.

Pero no lo estaba. Así que se levantó, puso a hervir agua, se tomó un par de aspirinas y se consoló al pensar que no estaba hecha para esa clase de vida. Claro que, de haber estado con Max, no se sentiría así.

Fue entonces cuando vio un sobre blanco que habían deslizado por debajo de la puerta. Antes de ver la letra sabía que era de Max. En el sobre ponía simplemente Jilly.

Abrió el sobre y leyó:

Querida Jilly:

Me alegro de que todo haya salido como tú querías. Siento no decírtelo en persona, pero me han llamado para un asunto, por lo que tengo que marcharme de Londres. Así pues, ya no estás obligada a trabajar para mí hasta que Laura regrese. No obstante, si lo deseas, puedes quedarte en el apartamento hasta fin de mes. Por favor, acepta mis mejores deseos para el futuro.

Max.

¿Mejores deseos? ¿Y el beso? ¿Y la forma como había bailado con ella? ¿Como la había abrazado?

Se quedó mirando la nota: tono amable, formal y un adiós. No podía creerlo. No podía ser que Lisa hubiera sido tan sensacional. ¿O sí?

Se puso el chándal, las zapatillas de deporte, salió de la casa y cruzó el patio hasta la cocina. Hamet levantó la vista de las verduras que estaba preparando para el almuerzo.

– ¿Dónde está?

– ¿Max? -Harriet parecía incómoda-. Creía que te había dejado una nota explicándote que ha tenido que marcharse de Londres.

– ¿Adónde? Quiero hablar con él.

– Se ha ido a Strasburgo, mañana por la mañana se reúne el comité de la Unión Europea. Ha hablado con la señora Garland antes de marcharse y lo ha arreglado todo para que la llames a la oficina mañana por la mañana con el fin de que te busque otro trabajo.

De repente, Jilly se sintió fuera de lugar. ¿Quién era ella para exigir hablar con Max como si fuera algo más que una secretaria temporal?

– ¿Te apetece algo para almorzar, Jilly?

– ¿Qué? No, no gracias, Harriet. Me marcho hoy. Y no te preocupes, lo dejaré todo ordenado antes de marcharme -Jilly hizo una pausa-. Y gracias por todo lo que has hecho por mí. Créeme, he estado muy a gusto aquí. Siento… siento no haber visto a Max.

– Ha sido una de esas cosas de urgencia…

– Sí, ya. Dejaré la ropa de la señora Fleming en el apartamento, Harriet. Si no te importa, te agradecería que la llevaras a la tienda de caridad.

– Por supuesto.

– Luego pasaré para devolverte las llaves.

– Échalas por la rendija para el correo si tienes prisa.

Jilly asintió y se marchó de la cocina. Durante un momento, Harriet se la quedó mirando. Después, Max se reunió con ella en la cocina.

– ¿Qué habrías hecho si hubiera aceptado tu invitación a almorzar, Harriet?

– Yo más bien diría, ¿qué habrías hecho tú? -Harriet se volvió para mirarlo-. Eres un idiota por dejarla marchar, Max.

Max sacudió la cabeza.

– Los idiotas no aprenden de sus errores. Puede que Charlotte no hubiera sido feliz aunque no se hubiera casado conmigo, pero es casi seguro que, por lo menos, estaría viva.

A punto de marcharse, el teléfono del apartamento sonó. Era Richie, no Max.

– Prometiste llamarme, Jilly. ¿Cómo te encuentras? ¿Estás bien?

Jilly vaciló antes de contestar.

– Sí, Richie.

– ¿Estás segura, cielo? No pareces decirlo muy convencida.

– No me pasa nada que no solucionen un par de aspirinas. Supongo que no estoy hecha para esta clase de vida.

– Así que no vas a ir de juerga esta noche, ¿eh?

– ¿Otra juerga?

– Está es especial. Petra y yo hemos decidido casarnos.

– Oh, Richie, es una noticia maravillosa.

– Entonces, ¿vas a venir? Petra me ha pedido que te llame, quiere disculparse por no haber sido más amable contigo. Estaba celosa y…

– Lo comprendo, Richie. Y díselo. Pero no puedo ir, vuelvo a casa. Me has pillado de milagro, ya salía para la estación. Creo que no estoy hecha para Londres.

– ¿En serio? Yo creía que tú y Max. En fin, tú siempre has sabido lo que te conviene, cielo. Dale un abrazo muy fuerte a tu madre.

– Richie… cuida de Petra. En tu trabajo, se necesitas tener los pies en la tierra.

– ¿Aún dándome consejos? Oye, cielo, no vayas en tren. Deja que te pida un coche para que vuelvas a casa como una señora. Es lo menos que puedo hacer por ti después de lo que pasó el día del programa de televisión.

A punto de rechazar la oferta, Jilly cerró la boca. Era domingo, un mal día para viajar en tren debido a los retrasos por las obras que estaban realizando en las vías. Y Richie tenía razón, era lo menos que podía hacer.

– De acuerdo, Richie. Y gracias.

Harriet contestó la llamada del interfono.

– El coche del señor Blake ya está aquí para recoger a la señorita Prescott.

– La encontrará en el piso de encima del garaje -respondió Harriet, y apretó el botón para que la puerta de la verja se abriera.

Después, se volvió a Max que estaba en el umbral de la puerta del estudio.

– ¿Va a traer las llaves? -preguntó él.

– Las ha traído hace diez minutos, pero no ha entrado. Max, aún hay tiempo…

Pero Max ya había cerrado la puerta del estudio.

Capítulo 10

AMANDA GARLAND movió unos papeles que tenía encima del escritorio.

– Beth, ¿tenemos la hoja de trabajo de Jilly Prescott de la semana pasada?

– No, aún no está. Entre lo que tu hermano ha debido haberla hecho trabajar y lo de salir por las noches, no creo que haya tenido tiempo de rellenarla

– Eso a mí no me importa, es viernes y debería haberla enviado hace días. Llámala, ¿te importa? No, espera. Yo lo haré.

Amanda marcó el teléfono del despacho de su hermano.

– Oficina de Max Fleming, Laura Graham al habla.

– ¿Laura? ¿Qué demonios estás haciendo ahí? -las palabras se le atragantaron-. ¿Cómo está tu madre?

– Más o menos igual, pero Max no podía arreglárselas sin mí, así que ha contratado a una enfermera para que la cuide. Ya sabes cómo es con las chicas temporales…

Amanda alzó los ojos al techo. Laura Graham podía ser indispensable, ¿pero tenía que recordárselo siempre a todo el mundo?

– No lo comprendo, Laura. ¿Dónde está Jilly?

– ¿Jilly? ¿Jilly Prescott? Se marchó el domingo, ¿es que no lo sabías? Al parecer, se ha ido con su novio, un famoso de la televisión. Supongo que te llamará para que le pagues. Max le dijo que lo hiciera. Aunque puede que no necesite el dinero.

– Por favor, pásame a Max.

– Está hablando por la otra línea. La verdad, Amanda, si no te importa que te sea sincera, a Harriet y a mí nos tiene muy preocupadas -¿cómo si a ella no la tuviera preocupada?-. No come casi nada. Aunque supongo que tú ya lo sabes…

– No, no lo sé. Creía que… esperaba que… ¡Maldita chica! No, eso no es justo, no es culpa suya. No es culpa de nadie. Sabía que esto acabaría en desastre -Amanda suspiró-. ¿Ha dejado alguna dirección para que pueda ponerme en contacto con ella, Laura?

– No ha dejado nada, excepto unos zapatos. Harriet quería enviárselos, pero Max ha dicho que él no tenía la dirección.

– Pues mándamelos a mí. Yo tengo la dirección de donde vivía en su archivo. Hablaré con ella lo antes posible, Laura.

Amanda colgó el teléfono y miró a Beth.

– Será mejor que llames a la oficina de Rich Blake y te enteres de adónde quiere Jilly Prescott que le enviemos el cheque.

– ¿A la oficina de Rich Blake? ¿Para qué?

– Hazlo, Beth. Ahora mismo.

– Será mejor que lo deje para el lunes -contestó Beth, y Amanda se la quedó mirando-. No creo que haya nadie hoy en esa oficina.

– ¿Por qué no?

– ¿Es que no has leído el periódico? Rich Blake se ha casado esta mañana.

– ¿Qué?

– Los periódicos lo han anunciado como «la boda secreta de una estrella de la televisión». ¡Tonterías! No creo que tuviera nada de secreto, había docenas de personas, incluido el fotógrafo de este periódico.

Amanda le arrebató el periódico a su secretaria y. examinó la foto.

– No lo comprendo, ésta no es Jilly.

– ¿Jilly? ¿Hablas de Jilly Prescott? ¿Y por qué iba a casarse con Jilly si llevaba meses viviendo con Petra James?

– ¡Dios mío! Si Max pensaba que Rich Blake y Jilly… -Amanda se interrumpió-. En ese caso, ¿dónde está Jilly?

No esperó a obtener respuesta, lo sabía.

– ¡Qué pareja de idiotas! Dame el archivo de Jilly. No, no te muevas, iré yo por él.

Amanda sacó el archivo de un mueble y se encaminó hacia la puerta. Después, retrocedió para agarrar el periódico.

– ¿Adónde vas? ¿Qué hay de la cita que tienes a las tres? -le gritó Beth.

Max se volvió cuando Amanda apareció en la puerta de la oficina de Laura.

– Mandy, ¿qué haces aquí? -su hermana, siempre exquisitamente arreglada, estaba despeinada y descompuesta-. ¿Qué demonios te pasa?

– ¿A mí? -Amanda se lo quedó mirando. Max tenía la piel grisácea y muy pálida, y estaba más delgado que nunca-. A mí no me pasa nada, pero a ti deberían examinarte la cabeza. Toma, échale un vistazo a esto.

Amanda le tiró el periódico. Después, le vio parpadear al ver la foto y leer el encabezamiento del artículo.

– No es Jilly, Max. ¿Es que no lo comprendes? No es Jilly.

Al momento, Amanda tuvo que preguntar:

– ¿Max? Max, ¿adónde vas?

– ¿Adónde crees que voy? -dijo Max dirigiéndose hacia la puerta-. Voy a buscarla y a enterarme de qué demonios pasa.

– ¿No quieres su dirección?

Amanda abrió la carpeta y sacó el currículum que Jilly le había enviado. Max tomó el papel con manos visiblemente temblorosas. Amanda sonrió y luego le dio un empujón.

– Vamos, ¿a qué esperas, hermano?

– A esto.

Y Max le dio un abrazo de oso antes de volverse y salir a toda prisa.

Laura apareció en la puerta.

– ¿Adónde va Max?

– A buscar a Jilly -Harriet, que no se había movido de la puerta desde la llegada de Amanda, sonrió de oreja a oreja.

Amanda también estaba feliz.

– ¿No es absolutamente romántico?

Laura se limitó a arquear las cejas con gesto de desaprobación.

– A mí me parece una locura. Se ha dejado el bastón… ¡Y el abrigo! Va a pillar una pulmonía.

Delante de la puerta de la agencia Garland, Jilly vaciló antes de abrir. Necesitaba desesperadamente el dinero que había ganado trabajando para Max, pero le resultaba casi insoportable ver a la hermana de éste y estar tan cerca. Pero todo era insoportable, estuviera donde estuviese. Al menos ahí, en Londres, estaba en la misma ciudad que él. Y Amanda le había dicho que le encontraría otro trabajo. Quizá, si se quedaba, lo vería algún día.

Beth se volvió cuando Jilly entró en el despacho y se la quedó mirando como si estuviera viendo un fantasma.

– Jilly…

– Hoy estaba en Londres, porque he venido a una boda, y… Bueno, Max me dijo que me pasara por aquí para recoger un cheque. Siento no haber enviado la hoja de trabajo, pero…

– ¿Has visto a Max? -le preguntó Beth.

– No, desde el sábado pasado.

Jilly se volvió en ese momento, cuando Amanda entró en la oficina.

– ¡Jilly!

Jilly miró de una a otra sin comprender por qué tanta perplejidad.

– ¿Ocurre algo?

– Bueno, es que Max…

– ¿Max? ¿Le ha pasado algo a Max? -la angustia se reflejó en su rostro, que empalideció al momento-. ¿Qué le ha pasado? ¿Está mal? ¿Está enfermo?

– Se ha marchado a Newcastle.

Jilly frunció el ceño. ¿Qué demonios había ido Max a hacer a Newcastle?

– Ha ido a buscarte -gritó Amanda-. Yo creía que… Los dos creíamos que… Oh, Jilly, ¿qué diablos estás haciendo aquí?

Jilly había ido a Londres para asistir a la boda de Rich, que incluso le había enviado un coche para que la llevara.

¡Y Max había elegido ese preciso momento para ir a Newcastle a buscarla! ¡A buscarla a ella! Durante unos segundos, Jilly no sabía si reír o llorar. Pero al momento se recuperó y supo lo que tenía que hacer. Sin más palabras, se dio media vuelta y abrió la puerta.

– ¿Qué hay del cheque? -gritó Beth.

– Que espere. Envíamelo.

– ¿Adónde?

– A Newcastle, naturalmente.

Beth se volvió a Amanda.

– Newcastle debe ser un sitio increíble -dijo Beth-. Quizá debiéramos abrir una oficina allí.

Max se sentó en el asiento de ventanilla de un vagón de primera clase con el periódico en la mano. Ahora tenía tres horas de espera en las que pensar en el futuro. Al marcharse, no había pensado en nada, sólo había sentido. No obstante, lo único que había hecho la semana anterior era pensar, pensar e intentar hacer lo que Jilly quería, o lo que él creía que ella quería.

¿Había vuelto a su hogar con el corazón roto porque Blake había decidido casarse con otra? Sin embargo, se habían abrazado como grandes amigos y Blake la había llevado a casa. Él, por su parte, había estado tan seguro de… Pero no, Blake no podía ser tan sinvergüenza, ¿o sí? Nadie que conociera a Jilly podía hacerle eso.

Sólo había una forma de averiguarlo, y él tenía que averiguarlo.

Tres horas. Tres horas que le parecían tres años. ¿Qué demonios iba a hacer durante el trayecto?

– Siempre hay alguien al que le pasa eso, ¿verdad?

Max miró al hombre que se había sentado frente a él.

– Perdone, ¿qué ha dicho?

– Que siempre hay alguien que pierde el tren -el hombre indicó con la cabeza la barrera que no dejaba pasar a más gente.

Max, educadamente, se volvió. Vio a una joven elegantemente vestida rogándole a la empleada del ferrocarril que la dejara pasar. Llevaba un abrigo oscuro largo, pero fue el cuello de cisne del jersey color melocotón lo que llamó su atención. Era igual que el que Jilly se había comprado. Max continuó mirando.

– ¡Oh, Dios mío, Jilly!

– ¿Amor? -la empleada del ferrocarril esbozó una enorme sonrisa-. Haberlo dicho antes.

Después, se volvió al guardia que estaba revisando si las puertas estaban cerradas para que saliera el tren.

– Eh, George, espera un momento. Una pasajera más para el tren -la mujer levantó la barrera y dejó a Jilly pasar-. Vamos, adelante. Y dele un beso de mi parte.

– Ah, menos mal, se han compadecido de ella. ¿Y quién no lo haría, con una sonrisa así?

Max no podía creerlo. Jilly estaba en Newcastle, se lo había dicho Amanda. ¿Cómo podía estar ahí?

Max dejó el periódico, se puso en pie y empezó a caminar hacia la cola del tren.

Debía estar equivocado, no podía ser ella. Era el color del jersey lo que le había confundido, y también el pelo. Sin embargo, sabía que era ella. Por algún motivo, por increíble que fuese, ella estaba allí…

Era viernes y el primero de los vagones estaba lleno de estudiantes que volvían a casa a pasar el fin de semana. Jilly comenzó a recorrer el pasillo central con la esperanza de encontrar un asiento en alguno de los vagones.

Max recorrió despacio el tren, examinando todos los asientos, buscando un jersey de color melocotón. Llegó al vagón restaurante y, durante un momento, pensó que la había encontrado. Pero la chica que hacía cola para el buffet se volvió en ese momento y a Max se le encogió el corazón al ver que se había equivocado.

Volvió la cabeza. Tres horas.

– Billetes, por favor.

– Oh, Dios mío, no tengo billete. He llegado al tren de milagro y…

Aquella voz, aquel acento eran inconfundibles. Sin embargo, debía haber docenas de chicas en ese tren que hablaban como Jilly.

– No va a ser un problema, ¿verdad? No podía esperar. Verá…

Max se volvió, y ahí estaba ella, a la entrada del buffet, con la cabeza agachada buscando el monedero en el bolso.

– ¿Puedo pagarle con tarjeta de crédito?

– Sí, señorita. ¿Adónde va?

– A Newcastle.

– ¿Sencillo o de ida y vuelta?

Jilly titubeó.

– La verdad es que no estoy segura…

Max se inclinó sobre el hombro de Jilly y le dio la tarjeta de crédito al revisor.

– Dos billetes en primera, por favor.

Jilly se dio la vuelta al momento.

– ¡Max!

Todo el amor que sentía estaba en sus ojos. ¿Cómo. no lo había visto antes? De repente, no sintió necesidad de buscar las palabras adecuadas, la verdad estaba ahí.

– Creía que…

– Iba a buscarte, Jilly.

– Amanda me lo ha dicho. He venido a Londres a la boda de Rich, y me pasé por la oficina… Y fue cuando ella me dijo que…

¿A Jilly no le importaba que se casara con otro?

– Creía que me llevabas horas de adelanto -añadió ella cuando Max no dijo nada.

¡Y había ido a buscarlo a él! Saberlo le dio valor, coraje, esperanza…

– Te necesito, Jilly.

– ¿Me necesitas? -Jilly lo miró a los ojos-. ¿Como secretaria?

El revisor esperaba.

– Laura es mi secretaria. Te necesito… como esposa.

Jilly creyó estar soñando. Amarlo y que la amara era más de lo que se atrevía a soñar. Y sabía lo mucho que eso significaba para él.

– Max… -pronunció ella en voz apenas audible-. Oh, Max, ¿estás seguro?

– Claro que está seguro, jovencita -dijo alguien animándola-. ¿Es que no ve que el pobre está perdidamente enamorado?

La intención de Max había sido ir despacio, de mostrarle poco a poco lo mucho que la quería.

– Sí, Jilly, estoy completamente seguro. Pero estoy dispuesto a esperar hasta que tú también lo estés. Y no me importa el tiempo que te lleve.

– Dios mío, mujer, ponga fin al sufrimiento de ese pobre hombre.

Los labios de Jilly esbozaron una sonrisa insegura.

– Yo estoy segura si tú lo estás.

– Bien, ya está arreglado. ¿A qué están esperando? Vamos, hombre, dele un beso.

Max le puso una mano en la mejilla, pero antes de poder hacer lo que aquel desconocido pasajero le había sugerido, el revisor tosió para llamarle la atención.

– Perdone, caballero, pero ¿le importaría posponer este momento y decirme antes para dónde quieren los billetes?

Max no apartó los ojos de Jilly.

– Para el paraíso -respondió Max.

– ¿El paraíso? Bien, caballero -el revisor sabía cuándo darse por vencido-. ¿Y los quiere sencillos o de ida y vuelta?

– Sencillos -respondió Max sin vacilar-. No vamos a volver nunca de allí.

Epílogo

EL PARAÍSO. Los rayos del sol bañaban la pequeña iglesia de piedra en la hermosa campiña de Northcumbria, y a Jilly se le antojó encontrarse en el paraíso cuando su hermano menor le dio la mano para ayudarla a bajarse del coche nupcial.

El paraíso. Max llevaba tres días sin ver a Jilly, aunque a él le habían parecido tres años. Y los tres últimos minutos también le habían parecido tres años. Entonces, se oyó un rumor a la puerta de la iglesia, el párroco ocupó su lugar y el órgano empezó a tocar la marcha nupcial.

La vio enmarcada en el umbral de la puerta, con los diamantes de su madre sujetándole el velo en su sitio. Y a Max le pareció que el corazón ya no podría caberle nunca más en el pecho. Entonces, la vio avanzar hacia él por el pasillo y, cuando llegó hasta él, Max le tomó la mano.

– Que una secretaria se case con su jefe es tan típico, ¿no te parece?

Sarah Prescott, mirando a su hija colocarse al lado de Max delante del altar, sonrió a su hermana.

– ¿Verdad que sí?

– Y es mayor que ella.

– Bueno, Jilly siempre ha sido muy madura para su edad.

– ¿Y no te parece que ha sido un poco precipitado? Se conocen desde hace poco.

– ¿Y para qué iban a esperar? Están enamorados y, al contrario que la mayoría de la gente, no tienen que ahorrar para la fianza de un piso.

La sonrisa de la madre de Jilly se agrandó. Llevaba años oyendo a su hermana hablar de vacaciones en lugares exóticos, de los coches de su marido y del último novio de Gemma.

– ¿Te he dicho ya que Max tiene tres?

– ¿Tres qué?

– Tres casas. Bueno, la cuarta es una villa en Tuscany.

Después…

– Tu Gemma es una chica muy mona. Siempre he pensado que sería la primera en casarse. En fin, de todos modos, le sienta muy bien lo de ser dama de honor.

En ese momento, el párroco empezó:

– Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para…

El paraíso. Votos, anillos, firmas y testigos. Cuando Jilly salió de la sacristía del brazo del hombre al que amaba, le esperaban amigos, familiares, flores y deseos de toda felicidad. Se sentía absolutamente feliz; sin embargo, durante un momento, mientras recorría el pasillo, se vio presa del pánico: la vida no era así, aquello era demasiado perfecto y ella era demasiado feliz…

Llegaron a la salida de la iglesia y salieron al sol de primavera resplandeciente.

– ¿Jilly? -y ella miró al hombre que estaba a su lado-. Cariño, ¿qué te pasa?

Max le puso una mano en el brazo que descansaba en el suyo, su voz llena de preocupación.

– Dime, cielo, ¿qué te ocurre?

– Nada.

– Dímelo.

– Nada, que soy una tonta. Pero es que… Max, ¿cómo vamos a poder seguir tan felices?

Max vio aquel momento de duda en sus ojos. Sabía lo que Jilly estaba pensando, que él había sido así de feliz una vez en el pasado y que, al final, aquella felicidad se había convertido en tragedia.

– Jilly, mi vida, esto sólo es el principio. Tenemos por delante toda una vida de amor, de hijos y de recuerdos que iremos acumulando con los años. El único límite a nuestra felicidad es nuestra capacidad para imaginar las posibilidades -Max le levantó la mano y se la besó-. Quiero que sepas que nunca he hecho nada tan perfecto como esto.

Max levantó la mirada y vio al fotógrafo esperándolos, y a los familiares y a los amigos deseosos de felicitarles.

– Vamos, señora Fleming, tenemos que empezar los festejos antes de que a nuestros invitados les mate la falta de champán y a mí me mate la espera de tenerte en mis brazos. No olvides que tengo dos billetes para el paraíso en el bolsillo.

– ¿Otra vez Newcastle?

– Lo pasé muy bien en Newcastle.

Jilly se echó a reír.

– Y yo, pero esperaba pasar la luna de miel en algún sitio un poco más romántico.

– En ese caso, no vas a sufrir una desilusión. El paraíso es un destino cambiante, como pronto vas a descubrir, señora Fleming. No se trata de dónde estés, sino de con quién estés.

Y cuando Max bajó el rostro para besarla, el fotógrafo lo tomó como señal para empezar.

Liz Fielding

***