Leigh Brackett

CICLO OTROS MUNDOS

Edición:Jack!2006

Edición especial para PAPYRE.CO.CC (C)2010

INDICE:

· La Joya de Bas

· Sannach, El Último

· Refugio en las estrellas

· Todos los colores del arcoiris

· El hijo del Sol

· Leigh Brackett — La épica en la ciencia ficción, por Carlos Sáiz Cidoncha

La Joya de Bas

Título original: The jewel of Bas © 1944.

Aparecido en Planet Stories, primavera de 1944.

Traducción: Pedro Cañas Navarro

I

Mouse removió el estofado que se estaba cociendo en la pequeña olla de hierro. No había mucha carne. La joven lo olió y dijo:

— Podrías haber robado un bicho más grande. Pasaremos hambre antes de llegar a la próxima ciudad.

Ciaran gruñó de forma perezosa:

— Ja, ja

La ira comenzó a aparecer en los ojos de Mouse, que le contestó de una forma más bien sombría:

— Supongo que estarás tan contento si no quedamos sin comida.

Ciaran se estiró hacia atrás, extendiéndose confortablemente sobre una piedra redondeada cubierta de musgo y la miró con unos lánguidos ojos grises. Le gustaba mirar a Mouse.

Ella era una cabeza más baja que él, lo cual hacía que realmente fuera muy baja y tan delgada como una niña. Su pelo era moreno y salvaje, como si únicamente lo hubiera peinado el viento. Sus ojos también eran negros y muy brillantes, entre ellos se podía observar una pequeña marca roja que la delataba como ladrona. La joven llevaba una túnica carmesí muy gastada, sus brazos y piernas, que llevaba desnudos, eran tan morenos como los del hombre.

Ciaran hizo una mueca. Su labio mostraba una cicatriz y tras ella había desaparecido un diente, luego dijo:

— Bueno no me importaría tanto quedarnos sin comida, no quiero que te pongas gorda y te hagas perezosa.

Mouse, que se encontraba algo acomplejada por su delgadez, le contesto algo hiriente y le arrojó el plato de madera.

Ciaran apartó su cabeza peluda justo para que el proyectil arrojado por Mouse no le golpeara y luego se relajó tocando el arpa que colocó obre sus pardas rodillas desnudas.

El sonido del arpa comenzó a difundirse suavemente por los alrededores.

Ciaran se sintió a gusto. El calor de los globos solares que flotaban en el cielo siempre rojizo, le producían una agradable sensación de somnolencia.

Después del tumulto y el ajetreo de las plazas de los mercados en las ciudades fronterizas, el inmenso silencio que envolvía aquel lugar era algo realmente maravilloso.

Ciaran y Mouse se encontraban acampados en una lengua de tierra que se extendía, descendiendo, desde la colinas Phrygias hasta las llanuras costeras de Atlantea. Aquel camino constituía un atajo, sin embargo sólo los gitanos como ellos, se atrevían a tomarlo.

A la izquierda del hombre, a lo lejos en dirección descendente, se extendía el mar, oscuro e hirviente, envuelto en una niebla rojiza.

A su derecha, también hacia abajo, en la lejanía, se encontraban las Llanuras Prohibidas. Chatas, desoladas y desérticas, extendiéndose cada vez más a lo lejos, hasta el curvado borde del mundo, en donde los agudos ojos de Ciaran llegaban a percibir un brillo dorado, un pico inmenso que alcanzaba el cielo.

De repente Mouse dijo:

— ¿Es esa Kiri Ben Beatha, la Montaña de la Vida?

Ciaran pulsó una vibrante cuerda de su arpa y contestó

— Efectivamente, es esa.

Mouse cambió de tema

— Comamos.

— ¿Estás molesta?

— ¡Quizá quieras que regrese! ¡Quizá pienses que una ladrona marcada no es lo bastante buena como para acompañarte!. De acuerdo no puedo evitar haber nacido donde he nacido, ni que mis padres fueran lo que eran. Por lo demás tú también deberías tener una marca en tu fea cara, si no la tienes ¡es porque has tenido suerte!

La joven ladrona le arrojó el cucharón.

Esta vez había apuntado mejor a su objetivo, por lo que esta vez Ciaran no pudo hacer un quiebro para esquivar el proyectil. La cuchara le golpeó en la oreja. El hombre saltó hacia delante, mirando de una forma que hacia temer un asesinato y comenzó a correr detrás de ella. Luego, de repente, Mouse comenzó a gritar, corriendo de un lado para otro, mientras que se le caían las lágrimas de los ojos. Comenzó a decir:

— De acuerdo, ¡estoy molesta!, nunca había estado fuera de una ciudad antes de ahora y además…

La joven miró la desierta llanura, hasta el distante brillo de Ben Beatha y dijo con un susurro:

— Además, no quiero pensar en las historias que se cuentan con frecuencia, sobre Bas el Inmortal, sus androides y las bestias grises que les sirven, y sobre la Piedra del Destino.

Ciaran hizo con la boca un gesto de desprecio y dijo:

— Cuentos de viejas, historias pensadas para producir un ligero y atractivo escalofrío en los niños.

Una sombra de avaricia cruzó sus ojos grises cuando continuó diciendo:

— A pesar de todo, la leyendo de la Piedra del Destino es ciertamente atractiva. Una joya con un poder tal, que permite al hombre que la posea gobernar el mundo…

El hombre bizqueó mirando la llanura desierta y dijo suavemente:

— Algún día, comprobaré si la leyenda dice la verdad.

Mouse se le acercó, le cogió las muñecas con sus pequeñas pero fuertes manos y le dijo:

— Kiri, tú no harás eso, sabes que no está permitido, además nadie que haya ido a las Llanuras Prohibidas y ha vuelto jamás.

El hombre hizo una mueca y dijo:

— Para todo, siempre tiene que haber una primera vez, pero no voy a ir ahora pequeña Mouse, tengo demasiada hambre.

La joven levantó en silencio un plato, comenzó a llenarlo de estofado con el cucharón y lo colocó en el suelo. Ciaran dejó su arpa colocada en tierra y se puso cómodo para comer. Era un hombrecillo de aspecto firme y duro, piernas ligeramente abiertas y un rostro que ponía de manifiesto que se trataba de una buena persona.

Llevaba una túnica amarilla, aún más deteriorada que la que llevaba Mouse.

Los dos se sentaron a reponer fuerzas. Ciaran comió, con los dedos, ruidosamente. Mouse fue capaz de pescar un trozo de carne y comenzó a roerlo con alegría. Comenzó una brisa que empujó a los globos solares detrás de los pequeños y brillantes jirones de niebla roja proveniente del mar. Después de un rato Mouse dijo:

— Kiri ¿oíste algo de lo que hablaba la gente en las plazas de los mercados?

El hombre se encogió de hombros y dijo:

— Estaban cotilleando, yo no desperdicio mi tiempo con esas tonterías.

— A lo largo de todas las ciudades fronterizas se dice la misma cosa. Gente que vive, o trabaja, en los bordes de las Llanuras Prohibidas ha desaparecido, algunas veces ciudades enteras.

Ciaran prosiguió su explicación con aire impaciente.

— No hagas caso, un hombre se cae en una trampa para cazar animales y en dos semanas de cotilleo, ha desaparecido la población de un país por entero

Sin embargo Mouse prosiguió:

— Pero, esto ya ha sucedido antes, hace mucho tiempo…

Ciarán se limpió las manos en la hierba y dijo:

— Hace mucho tiempo una tribu salvaje vivía en las llanuras, llegó a las zonas civilizadas y las arrasó ¡Esto es todo!

Luego prosiguió, cada vez más enfadado:

— Si vas a estar siempre dándole vueltas a que estás enfadada…

Cogió el plato de manos de Mouse justo a tiempo para evitar que se lo arrojara. La joven estaba jadeando, a la vez que le miraba. Ella miró con aspecto ratonil y más bonita de el infierno, Ciaran se rió y le dijo:

— Ven aquí Mouse.

Ella se aproximó, con aire huraño, Ciaran la abrazó, la besó y colocó el arpa sobre sus rodillas. Mouse colocó su cabezas sobre su hombro, de repente, Ciaran se dio cuenta de que era muy feliz.

Comenzó a tocar el arpa, había mucha distancia hasta su meta y procuraba llenarla con música, tocaba una tonada libre que hacía brotar de las cuerdas terminadas en borlas.

Luego comenzó a cantar, tenía una hermosa voz, clara y auténtica como una hoja de cuchillo nueva, pero suave. Era una melodía simple que trataba sobre dos enamorados, a Ciaran le gustaba.

Después de un rato Mouse se levantó, retiró su cabeza y con ella tocó la cicatriz del labio de Ciaran haciendo que éste dejara de cantar. Ella ya no tenía su aspecto radiante.

El hombre agachó su cabeza, sus ojos estaban cerrados pero sentía el cuerpo de la joven apretado contra el suyo, de repente sus labios se apartaron de los del hombre dando un pequeño grito penetrante.

— ¡Kiri. Mira Kiri!

Enfadado echó hacia atrás su cabeza y miró. En seguida su enfado desapareció.

La luz tenía un matiz diferente, ya no era la rojiza luz del sol que tenía un cálido y amistoso aspecto y que nunca se había oscurecido o desaparecido.

Había una sombra en el cielo, que se estaba extendiendo por encima de Ben Beatha. Crecía y se ensanchaba. Los globos solares desaparecieron de uno en uno. La oscuridad, procedente de las Llanuras Prohibidas, se dirigió hacia ellos.

Se agacharon, abrazados, temblando juntos, sin hablar y apenas sin respirar. Una brisa incómoda comenzó a azotar el lugar en el que se encontraban, empujándolos. Luego, después de un largo tiempo, los globos solares volvieron a salir y comenzaron a brillar de nuevo, la sombra había desaparecido.

Ciaran respiró con esfuerzo desde lo más profundo de sus pulmones. Estaba sudando, pero en el lugar donde sus manos tocaban a las de Mouse, enlazándose con ellas, notó que estaban frías como las de un muerto.

— ¿Qué fue eso Kiri?

— No lo sé.

Después de decir esto Ciaran se levantó y sin darse cuenta ató el arpa a su espalda. De repente se encontró como si estuviera desnudo allí en el borde del desierto. Desnudo y en peligro. Estiró de Mouse para que se pusiera de pie, ninguno de los dos volvió a hablar otra vez. Sus ojos presentaban un extraño aspecto de sorpresa.

Esta vez fue Ciaran quien se detuvo, con la olla en sus manos, mirando hacia algo que se encontraba detrás de Mouse. Dejó caer el cacharro y saltó delante de la joven, empuñando un cuchillo, de aspecto desagradable, que llevaba habitualmente en el cinturón.

Lo último que llegó a oír fue un grito salvaje de la joven.

Pero aun tuvo suficiente tiempo para poder ver. Para poder ver a las criaturas que subían por la cresta que rodeaba a la pequeña elevación en la que se encontraban. Criaturas rápidas, silenciosas y gesticulantes que los comenzaron a rodear y luego les atacaron con bastones que terminaban en sus extremos en ópalos, que refulgían como pequeños globos solares.

Las criaturas no eran más altos que Mouse, pero sí más gruesos y con una constitución más muscular. Aunque su aspecto era humano, una piel gris de animal crecía por todo su cuerpo, dándoles el aspecto de hombres peludos. Esta piel era más larga encima del cráneo, formando una especie de crin basta.

En los lugares en los que se podía ver esta piel era gris, llena de arrugas y con aspecto de ser dura.

Sus caras eran chatas, con pequeñas narices negras semejantes a las de lso animales. Tenían dientes afilados, grises y brillantes, el color gris les daba un aire saludable. Sus ojos eran de color rojo sangre, sin tener nada blanco ni pupilas visibles.

Los ojos eran lo peor.

Ciaran gritó e intentó acuchillarlos con su arma. Uno de los brutos grises dio como unos pasos de baile, luego movió rápidamente los pies y le tocó en el cuello con el bastón enjoyado.

Fue como si el fuego explotara en la cabeza de Ciaran, luego la oscuridad, perforada por un grito de Mouse, cayó sobre él. Cuando caía hacia el suelo aún llegó a pensar.

¡Son kalds, las bestias legendarias que servían a Bas el Inmortal y a sus androides. Kalds que guardan las Llanuras Prohibidas para que los hombres no penetren en su interior!

Cuando Ciaran recobró el conocimiento se encontraba de pie y caminando. Por lo demás notó que había estado caminando desde hacía mucho tiempo, sin embargo su memoria era vaga y confusa. Le habían quitado su cuchillo, pero todavía seguía conservando el arpa.

Mouse caminaba a su lado. Su pelo moreno caía sobre sus rostro, detrás de sus cabellos asomaban sus ojos, oscuros y desafiantes.

Las bestias grises caminaban a su alrededor, formando más o menos un círculo y con sus bastones enjoyados preparados. Por las muecas que hacían sus captores Ciaran se dio cuenta de que estaban esperando cualquier excusa para emplearlas.

De golpe y con profundo desagrado, Ciaran comprendió que se habían introducido profundamente en las tierras yermas que constituían las Llanuras Prohibidas.

Se acercó a Mouse lo que pudo y le dijo:

— ¡Hola!.

La joven le miró y le contestó:

— ¡Tú y tus malditos atajos!. Así que todo lo que e dice en las ciudades fronterizas es simple cotilleo ¿Eh?

— De forma que todo es culpa mía, si no fuera porque eres una mujer…

Ciaran hizo un gesto de impaciencia y continuó:

— ¡De acuerdo!¡de acuerdo!, ahora no tiene importancia. Lo que importa es a donde nos llevan y quiénes.

— Como iba a suponer…espera un minuto, nos estamos deteniendo.

Los kalds les indicaron con sus bastones enjoyados que se detuvieran. Una de las bestias grises parecía estar escuchando algo que Ciaran no podía oír. Luego hizo un gesto y la partida comenzó a caminar de nuevo, si bien en una dirección ligeramente diferente.

Después de un minuto o dos una hondonada apareció a sus pies como viniendo de ninguna parte. Desde arriba, en el borde de las Llanuras Prohibidas, estas parecían totalmente lisas, pero la hondonada era lo suficiente ancha como para semejar el corte limpio de una espada, oculto por las pequeñas elevaciones del terreno, bajaron con cuidado por la pendiente de la hondonada y siguieron a lo largo del fondo.

Nuevamente Ciaran tuvo una desagradable náusea al darse cuenta de que, en líneas generales, se dirigían hacia Ben Beatha.

Las viejas leyendas habían comenzado a perderse en la corriente del tiempo, siendo desconocidas por la gente, a excepción de los que se dedicaban a su estudio o vivían d e cantar sobre ellas, como era el caso de Ciaran. Pero a pesar de todo Ben Beatha seguía siendo tabú.

La razón principal de este tabú era física. Las Llanuras, que seguían llamándose Prohibidas, rodeaban la montaña como una muralla protectiva.

Era un hecho indiscutible, tanto si te gustaba como si no, que la gente que se internaba en estas llanuras no regresaba. Fuera por el hambre, la sed, las bestias salvajes o los demonios…el hecho es que no regresaban. Esto desanimaba mucho a los viajeros.

Además, la única razón para intentar llegar a Ben Beatha era la leyenda de la Piedra del Destino y hacía mucho tiempo que la gente había perdido la fe en esta leyenda.

Nadie la había visto, nadie había visto a Bas el Inmortal que era su dios y su guardián, ni a los androides que eran sus sirvientes, ni a los kalds que eran los esclavos tanto de uno como de los otros.

Hacía mucho, mucho tiempo, se creía que la gente los había visto. Al principio, de acuerdo con las leyendas, Bas el inmortal había vivido en un lugar lejano, un mundo verde en el que había un único globo solar enorme que salía y se ponía de forma regular, en donde el cielo a veces era azul y otras veces negro y plateado y donde el horizonte se curvaba hacia abajo.

La manifiesta imbecilidad de estas leyendas, todavía sorprendía a la gente, por ello le gustaba oír canciones basadas en estas historias.

En alguna parte de este mundo verde, en alguna manera, Bas había adquirido la piedra flamígera que le dio poder sobre la vida, la muerte y el destino.

Luego seguían una serie de historias contradictorias y confusas sobre el conflicto entre Bas y los habitantes del divertido mundo, cuyo cielo cambiaba de color con tanta facilidad como los caprichos de una mujer. Se suponía que finalmente consiguió reunir un grupo de habitantes de este mundo y, con el poder de la Piedra, los transportó, de alguna manera, a través de una gran distancia, hasta llegar al mundo en el que vivían ahora.

Ciaran se había percatado de que estas historias gustaban especialmente a los niños. Su imaginación todavía era lo bastante elástica como para no ver el lado ridículo de la historia. Cuando cantaba sus historias siempre dedicaba a las del Ciclo de la Distancia mucho tiempo.

Así, después de que Bas el Inmortal y la Piedra del Destino, habían conseguido que toda esta gente se instalara en el nuevo mundo, Bas creó sus androides: Khafre y Steud y trajo a los kalds de alguna parte, en la en la vaga y lejana Distancia. Quizá los trajo de algún otro mundo. Después se produjeron guerras, revueltas, partidas que marcharon al saqueo… entre los androides y los humanos y luchas todavía más amargas por el poder entre Bas, los humanos y los androides.

En todas estas peleas venció Bas pues era él quien tenía la Piedra. Aquí había un pozo sin fondo de material para las baladas y poesías. Ciaran usaba este pozo para sus composiciones con frecuencia.

La leyenda que se había mantenido en su forma original, sin modificaciones con el paso de las generaciones, era la de Ben Beatha, la Montaña de la Vida, que era el lugar en donde habitaban Bas el Inmortal, sus androides y los kalds.

En alguna parte, debajo de la montaña se encontraba la Piedra, cuya posesión podía dar a un hombre la vida eterna y los poderes de cualquier dios en que eligieras creer.

Ciaran había acariciado esta idea, a pesar de su escepticismo. Ahora parecía que iba a poderlo ver con sus propios ojos.

Miró a los kalds, las criaturas que no debían existir y su escepticismo sufrió la primera sacudida. Una sacudida tan fuerte que le hizo sentirse enfermo. La situación era semejante a la de un hombre que se despierta para encontrarse en medio de una pesadilla, con su carne abierta y los intestinos viéndose en medio de la herida.

Si los kalds eran reales, los androides eran reales. A partir de los androides llegabas a Bas y de Bas a la Piedra del Destino.

Ciaran comenzó a sudar presa de una aguda excitación.

Mouse movió la cabeza de un tiró y de repente dijo:

— ¡Kiri, escucha!

Desde algún lugar delante de ellos y a su derecha, comenzó a percibirse un rítmico y oscilante ruido de metal contra metal. Superpuesto a este ruido se llegaba a oír el sonido de pies descalzos o con sandalias.

Los kalds les hicieron apresurar el paso azuzándoles con los bastones terminados en joyas. Una vez un gran número de las puntas opalescentes de los bastones golpeó simultáneamente a Ciaran. El hombre sufrió el fuego de las joyas que al golpearlo podía haberle dejado inconsciente, el golpe que sintió fue un simple roce, como el golpe de un puño.

Posiblemente se trataba del poder de la Piedra, de la Piedra del Destino que dormía bajo Ben Beatha.

El ruido metálico y el roce de los pies creció en volumen. De repente llegaron a un lugar en el que una nueva hondonada cruzaba a la que seguían, casi en ángulo recto, y se detuvieron. Las orejas de los kalds oscilaban con nerviosismo.

Mouse se acurrucó junto a Ciaran, estaba mirando hacia abajo a la nueva hondonada, Ciaran también miraba en la misma dirección.

Se veía venir hacia ellos a un grupo de kalds, eran alrededor de cuarenta y llevaban los bastones terminados en joyas. Caminando entre las líneas de bestias vigilantes caminaban unos noventa o cien seres humanos, hombres y mujeres encadenados con brazaletes metálicos y collares de hierro a una única cadena.

Se encontraban tan próximos entre sí que se entorpecían al caminar y cualquier intento de atacar a sus guardianes habría terminado con toda la columna tumbada en el suelo.

Mouse dijo con una terrible claridad:

— Un hombre se cae en una trampa para cazar animales y en dos semanas de cotilleo, ha desaparecido la población de un país por entero. ¡Ja!

La boca de Ciaran, cruzada por una cicatriz hizo un gesto desagradable, luego le contestó:

— Vamos a seguir caminando Mouse, lo único que tenemos que hacer es seguir caminando.

Miró con mala cara de los esclavos de la brigada y añadió:

— ¿Pero qué demonios es todo esto? ¿Para qué nos quieren?

Mouse le dijo:

— Ya lo descubrirás. Tú y tus famosos atajos.

Ciaran alzó su mano. Mouse se apartó para que no le diera y comenzó a saltar a su alrededor. Una pareja de kalds se dirigieron hacia ellos, los llevaron aparte y les tocaron, muy delicadamente, con los bastones enjoyados. Esta vez no querían dejarlos inconscientes, sino únicamente que tuvieran un entumecimiento local.

Ciaran estaba llegando a estar tan enfadado como para iniciar algún tipo de acción, pero un segundo roce del bastón enjoyado en la parte de atrás de su cuello, alejó de él las malas ideas.

Por entonces la columna de esclavos había llegado a la parte superior de la llanura y se había detenido allí.

Ciaran se acercó dando traspiés a la línea de esclavos y dejó que los kalds le pusieran un collar de hierro alrededor de su cuello. El hombre que se encontraba delante de él era enorme, llevaba una coleta de pelo rojo y músculos en su espalda del tamaño del brazo de Ciaran.

No llevaba nada de roma a excepción de un taparrabos de cuero. Su piel estaba llena de pecas y cubierta de pelo rojizo, ahora se encontraba resbaladiza al estar cubierta por el sudor.

Ciaran se apretó contra su compañero, cerró con fuerza la boca y comenzó a respirar con fuerza, manteniendo la cara vuelta y lo más alejada posible del gigante.

Encadenaron a Mouse justo detrás de él. La joven colocó sus brazos alrededor de la cintura de Ciaran, apretándola más de lo que era necesario. El hombre oprimió las manos de la joven.

II

Los kalds hicieron que la línea de esclavos comenzara a moverse, empleando los bastones enjoyados como palos para azuzar bueyes. Volvieron a descender a la hondonada y siguieron su camino hacia lo más profundo de las Llanuras Prohibidas.

Muy suavemente, de forma que sólo Ciaran pudiera oírla, Mouse susurró:

— Los candados no valen gran cosa, puedo abrirlos cuando quiera.

Ciaran volvió a apretar las manos de la joven, se dio cuenta que Mouse era una joven llena de recursos, muy útil en circunstancias como éstas.

Tras un rato ella dijo:

— Kiri ¿Hemos visto esa sombra?

Ciaran tembló. A pesar de intentar evitarlo, luego le contestó:

— Sí, la vimos.

— ¿Y qué era?

— ¿Cómo voy a saberlo?. Es mejor que guardes tu aliento, mira el camino tan largo que tenemos delante de nosotros.

Así era en efecto. Iban hilvanando su camino a través de un laberinto, cada vez más grande de hendiduras en la llanura, hendiduras que cada vez eran más profundas, de forma que había que mirar directamente hacia arriba para poder ver el cielo rojo y los pequeños soles flotantes.

Ciaran se encontró a sí mismo observando furtivamente los soles para verificar que todavía estaban brillando. Querría que Mouse no le hubiera recordado la existencia de la sombra, nunca antes había estado más próximo al pánico, frío y mordiente que en aquellos momentos, en el borde de la llanura, en que vio la sombra.

El resto de la brigada de esclavos, obviamente, ya había recorrido un largo camino, estaban cansados, pero los kalds les seguían aguijando. Hizo falta que la tercera parte de los esclavos se derrumbara y tuvieran que ser mantenidos en pie por quienes estaban delante y detrás de ellos para que se ordenara un alto en el camino.

Llegaron a un sitio bastante amplio, en donde tres de las hondonadas se encontraban. Los kalds dispusieron a los esclavos formando un círculo y apretaron la cadena, de forma que cada esclavo estaba prácticamente sentado en el regazo de otro.

Luego comenzaron su guardia, observando con cuidado, sacando sus lenguas de color rosa por fuera de sus brillantes dientes grises y dejando que los bastones enjoyados iluminaran la escena con su luz mortecina.

Ciaran dejó rodar su cabeza y sus hombros hasta que descansaron sobre Mouse. Durante algún tiempo sintió sus manos trabajando sobre su propio collar, que se encontraba cubierto por el pelo y en su espalda, sobre la aguda sujeción del collar a la cadena.

La joven llevaba un alfiler de metal muy especial, que tenía otras funciones además de sujetarle la túnica, y ella sabía como emplear el alfiler en estas funciones.

Su collar estaba todavía en su sitio, pero Ciaran sabía que la joven podía quitárselo en cualquier momento que lo deseara. Ella se inclinó sobre él, como si estuviera exhausta. Su pelo negro cubrió el rostro y el cuello del hombre.

Bajo este cabello unas manos pequeñas se encontraban atareadas.

La cerradura se abrió en silencio, entonces el gigante de pelo rojo se agachó lentamente hasta llegar a la altura de Ciaran, se dejó caer sobre él y con una voz que era un susurro, pero en la que no se podía advertir ninguna debilidad dijo:

— Ahora yo

Ciaran se removió y maldijo. El gran peso del hombre le estaba aplastando y casi no le dejaba hablar. El hombre siguió:

— Soy un cazador, puedo oír respirar un conejo en el desierto, he oído hablar a la mujer, libérame o habrá problemas.

Ciaran suspiró con resignación y Mouse comenzó a trabajar.

Ciaran miró a lo largo del círculo de seres humanos exhaustos. Carboneros, tramperos, gente que construía cercas, la gente delgada, dura y herida por la suerte que habita en los límites de las zonas salvajes. Incluso las mujeres eran duras. Ciaran comenzó a elaborar sus ideas.

Por el otro lado había un hombre apretado contra él, era el hombre que iba al principio de la columna de esclavos. Era alto, delgado y fuerte, como un gato. Sin embargo se le veía derrotado, doblado sobre sus rodillas y con la cara oculta entre sus antebrazos mientras una melena de cabellos de color gris acero caía sobre sus hombros. Ciaran le dio un codazo y susurró:

— No te muevas ni des ninguna señal, ¿No quieres arriesgarte en una última partida?

La cabeza cubierta de pelo se movió ligeramente, lo suficiente como para poner al descubierto un ojo.

Inmediatamente Ciaran deseó haber tenido su boca cerrada. El ojo era pálido, casi blanco, con un aspecto extraño e inhumano, como se ve, únicamente, en dioses y demonios, no en seres intermedios.

En su vagabundear, Ciaran había encontrado ermitaños anteriormente, conocía los signos que los distinguían.

Habitualmente, a Ciaran le gustaban los eremitas, pero, concretamente, éste que tenía delante le producía desagradables retortijones de estómago.

El hombre fue capaz de extraer una vocecilla de alguna parte y dijo:

— Hemos sido esclavizados por demonios. Sólo los puros pueden rechazar a los diablos. ¿Eres tú puro?

Ciaran luchó para no echarse a reír y contestó:

— Tan puro como un pájaro en su nido, un pájaro que acaba de salir del huevo, realmente tan puro como un pajarillo que todavía está en el cascarón.

El ojo, pálido y frío le miró sin pestañear lo más mínimo.

Ciaran resistió el deseo, que le había invadido repentinamente, de darle un puñetazo y le contestó:

— Tenemos un medio para liberarnos, si un número lo bastante grande de los prisioneros podemos soltarnos, cuando llegue el tiempo adecuado podremos derrotar a los kalds.

El ermitaño volvió a decir:

— Sólo los puros podrán vencer a los diablos.

Ciaran mostró una sonrisa de beatífica inocencia, la cicatriz y el diente perdido más bien incrementaban su aspecto candoroso, pero los ojos desmentían la pretendida dulzura. Le contestó al ermitaño:

— Padre, tú nos conducirás.

Ciaran prosiguió el arrullo diciendo:

— Con una pureza como la tuya no podemos fallar.

El ermitaño consideró la cuestión durante un momento y luego dijo:

— Pasaré la voz a los demás, ahora dame la ganzúa.

Ciaran dejó caer su mandíbula y sus ojos adoptaron un aspecto turbio. Entonces el ermitaño dijo con paciencia.

— La ganzúa, el gancho.

Ciaran cerró los ojos y dijo con voz débil:

— Mouse, dale al caballero tu ganzúa.

Mouse se la pasó, a una distancia de unas dos pulgadas, así estaban de apretados. El gigante pelirrojo apartó algo de su peso de Ciaran. Mouse miraba la escena ligeramente sorprendida, luego preguntó con un aire más bien aparatoso:

— ¿No sería mejor que yo hiciera esto en vez de que lo hagas tú?

El ermitaño le dirigió una fría mirada, agachó su cabeza y colocó las manos entre las rodillas. Su compañero de collar, que se encontraba al otro lado nunca llegó a darse cuenta de la operación, pero el ermitaño consiguió abrir el collar en, como poco, una tercera parte de tiempo menos que Mouse.

Ciaran se rió. Yacía sobre el regazo de Mouse, esta joven, presa de una suave histeria comenzó a golpearle en la espalda y en el cuello, pero a pesar de los golpes siguió riendo.

Se levantó, mirando de reojo la cara de Mouse que estaba tomando un aspecto asesino, se estaba mordiendo los nudillos para evitar gritar.

El ermitaño ya se encontraba manipulando tranquilamente la cerradura del collar del hombre que se encontraba a su lado.

Ciaran soltó su arpa. Los grises kalds todavía no se habían percatado de nada. Tanto Mouse como el ermitaño, eran unos artesanos lo bastante diestros como para no producir el ruido suficiente para despertarlos.

Ciaran hizo que el arpa produjera unos pocos acordes sonoros menores, entonces los kalds volvieron sus ojos rojo sangre hacia él, pero no consideraron que el arpa sirviera para ninguna acción en su contra.

Ciaran se relajó y tocó con un tono más alto.

Bajo la cubierta de la música, explicó su plan al gigantesco cazador pelirrojo, que asintió con la cabeza y comenzó a explicarlo al compañero de collar que tenía al lado.

Ciaran comenzó a cantar.

Les cantó una canción triste, una canción que trataba sobre los oscuros y salvajes sucesos que ocurrieron en tiempos de los cimerios, le cantó al féretro de un jefe, lo que resultaba particularmente adecuado a su situación. Los kalds haraganeaban mientras disfrutaban el resto de la canción.

Las bestias grises no pensaban que estaba sucediendo lo que realmente ocurría, por ello no se percataron, como hizo Ciaran, de que las palabras de esperanza se extendían a lo largo del círculo de esclavos.

Si se hubiera tratado de gente civilizada, los kalds se habrían percatado de lo que estaba ocurriendo, pero eran gente de frontera, tan cautos y precavidos como los animales.

Sólo en los ojos de los cautivos se podía ver algo. Seguían atareados trabajando en sus cerraduras con cualquier hebilla y alfiler que habían conseguido reunir, sin que sus largos cabellos, sus cuerpos amontonados y sus cabezas dobladas permitieran percibir nada.

Mouse y el ermitaño pasaban sus instrucciones a lo largo de la línea de cautivos, y dado que se trataba de gente que estaba acostumbrada a emplear sus manos con habilidad, pronto pareció que un buen número de cerraduras se encontraron abiertas.

Cuidadosamente, los collares con sus cerraduras abiertas, permanecían en su posición.

Ciaran terminó su triste canción y ya llevaba cantada la mitad de otra, cuando los kalds decidieron que era tiempo de reanudar la marcha.

Se movieron y azuzaron a los esclavos para que se dispusieran en la posición anterior al descanso. De repente se oyó el arpa de Ciaran, fue un sonido que era un orgulloso desafío y el compacto rebaño de esclavos se deshizo en medio de una furiosa confusión.

Ciaran ató su arpa sobre el hombro y saltó hacia delante a la vez que se removía el collar. A su alrededor todo era chasquido de cadenas de metal sobre roca, arrastrar de pies, gritos y profundos suspiros de hombres enfadados.

Los kalds se les aproximaron dando saltos, con sus bastones relampagueando. Alguien gritó, Ciaran tomó con su mano un puñado de la túnica de Mouse junto con la mano izquierda de la joven y comenzó a meterse en medio de la melée. Entre tanto, había perdido la pista del ermitaño y del cazador.

De repente todo estaba oscuro.

El silencio se extendió sobre la hondonada donde se encontraban. Un silencio negro y helado, dentro del cual, no se oía ni el sonido de la respiración. Ciaran se encontraba rígida, mirando a lo alto, al cielo oscuro. Él ni siquiera temblaba, se encontraba más allá de esta de esta sensación.

La negra oscuridad en una tierra de luz eterna.

En algún lugar, una mujer gritó con una fuerza loca y terrible, entonces se desató el infierno.

Ciaran corrió, no se preocupó hacia donde iba, lo único que pensaba es que tenía que alejarse. Todavía seguía agarrando a Mouse.

Los cuerpos se golpeaban, se agarraban torpemente y gritaban en la oscuridad. Por dos veces, el hombre y Mouse, fueron golpeados a patadas, pero esto no los detuvo.

Finalmente consiguieron salir del lugar de la lucha a un espacio libre. Aquí, nuevamente, comenzó a verse la luz, al principio pálida y débil, luego comenzó a crecer, aunque de forma oscilante, hasta llegar a la luminosidad habitual.

Se encontraban en una hondonada amplia, cuyo fondo se había desgastado por el paso de muchos pies. Comenzaron a correr en dirección descendente.

Después de un tiempo Mouse derrumbó agotada y Ciaran se dejó caer a su lado. El hombre quedó tumbado, luchando por respirar, con el corazón latiéndole desbocado, dando sacudidas como un animal presa de un agudo pánico.

Comenzó a llorar ligeramente porque nuevamente había luz.

Mouse le abrazó, presionándole con fuerza como si quisiera fundir su cuerpo con el suyo y ocultarse en su interior.

La joven comenzó a temblar y a preguntar una y otra vez:

— Kiri, ¿Kiri, qué es eso?

Ciaran mantenía la cabeza de Mouse apretada contra su hombro y quedó sorprendido por la pregunta, por lo que contestó:

— No lo sé, amor mío, pero ahora todo está perfectamente, eso, lo que sea, ya ha desaparecido.

Ciertamente se había ido, pero podía volver, ya lo había hecho una vez, es posible que la próxima vez que ocurriera eso, lo que fuera, permanecería.

La oscuridad y el frío repentino.

La mente de Ciaran comenzó lentamente a ir recordando el contenido de algunas leyendas. Si Bas el Inmortal existía ciertamente, la Piedra del Destino era real y esta le daba a Bas el poder sobre la vida y la muerte del mundo…entonces…

Es posible que Bas se hubiera cansado del mundo y quisiera desprenderse de él, apartándolo de sí.

La testarudez racional la cual le dice al hombre que una cosa es imposible porque no ha pasado nunca anteriormente le ayudó a Ciaran a mantenerse cuerdo. Sin embargo no podía engañarse a sí mismo, convenciéndose de que no había oscuridad, precisamente en un lugar en el que la oscuridad, anteriormente, no había sido ni soñada.

Movió la cabeza y comenzó a ayudar a Mouse a ponerse de pie. En ese momento su fino oído captó un sonido que le indicaba la proximidad de alguien que se dirigía hacia ellos corriendo. Más bien de varios que se dirigían hacia ellos.

No había lugares para ocultarse, Ciaran colocó a Mouse detrás de él y esperó, medio agachado, a que llegaran los corredores.

Uno era el cazador seguido por el ermitaño que saltaba como si fuera un gato con muelles en sus patas, un tercer hombre corría tras los dos primeros. Todos ellos estaban como locos y no parecía que tuvieran intención de pararse. Ciaran les gritó:

— ¡Hey!

Los tres aminoraron su carrera, mirándole con unos extraños ojos en blanco. Ciaran sopló con fuerza para relajar de alguna forma la situación.

— Todo ha terminado, cualquier cosa que fuera sagrada ya ha desaparecido.

Ciaran les maldijo, más por sentimiento que con razón y luego les preguntó:

— ¿Qué fue de los kalds? ¿Qué les pasó allí atrás?

El cazador pasó su enorme mano a través de la cara, cubierta de barba roja, enjugándose el sudor y dijo con voz pastosa:

— Todo el mundo se volvió loco, algunos murieron o fueron heridos, otros huyeron como nosotros, el resto volvió a ser capturado.

El cazador empujó su cabeza hacia atrás y continuó.

— Vienen siguiendo este camino, nos están dando caza, las bestias grises cazan a sus presas por el olor.

En ese momento Ciaran dijo:

— Entonces nosotros también debemos irnos.

Y volviéndose a Mouse le dijo:

— Mousie, cariño, nos vamos de aquí, ahora todo está bien.

La joven tiritó y entrecortó su respiración cuando el ermitaño los observó con su pálida mirada de loco y dijo:

— Esto es un aviso, un avance del Juicio, en el que sólo los puros se salvarán.

Señaló con su dedo huesudo a Ciaran y continuó su sermón diciendo:

— En verdad os digo, que el mal no puede prevalecer sobre los demonios.

Cuando Mouse oyó esto, el sentido de las palabras alcanzó sus ojos negros. Dio un paso hacia el ermitaño y le dijo:

— ¡Le llamas maligno a Ciaran y también a mí!. Nosotros todavía no hemos dañado a nadie, lo único que hemos hecho ha sido robar un poco de comida o alguna baratija. Además ¿Quién diablos eres tú para hablar así?, cualquiera tan diestro con la ganzúa como tú debe haber tenido mucha práctica…

Mouse se detuvo para tomar aliento, entretanto a Ciaran que observaba el rostro del ermitaño, se le revolvió el estómago. Intentó que Mouse se callara, pero ella se sentía muy a gusto dando su pequeño discurso, estaba empezando a disfrutar. Había comenzado un detallado análisis físico del ermitaño así como de la profesión de su madre. Se veía que la joven tenía una mente dada a la inventiva y a la imaginación.

Finalmente Ciaran le tapó la boca con la mano, teniendo cuidado de que no le mordiera, y le dijo:

— Agradable discurso, pero nos debemos ir de aquí cuanto antes, puedes terminarlo después.

Mouse comenzó a darle taconazos en sus piernas, luego de repente se detuvo y permaneció quieta entre sus brazos. Estaba mirando al ermitaño, Ciaran también le miraba. Notaron como sus entrañas se notaban vacías, heladas y comenzaban a darles retortijones.

El ermitaño dijo con tranquilidad:

— Ahora estáis terminados.

Los miraba con sus pálidos ojos, no había nada humano en su mirada ni en su voz calma y fría. prosiguió:

— Vosotros sois el mal, sois ladrones, lo sé porque yo también fui ladrón, vosotros estáis bajo la suciedad del mundo y no tenéis ningún deseo de limpiaros de ella.

Se movió hacia ellos, llegó a menos de un paso, llegó a estar tan cerca que simplemente con inclinar el cuerpo los alcanzaría, ante él, Ciaran retrocedió un paso.

— Maté un hombre, llevé una vida de pecado y odio, pero ahora he encontrado la paz. Vosotros no, vosotros no la encontraréis, si hay necesidad puedo volver a matar, sin remordimientos.

Él también podía, ahora no había nada cómico en aquella situación. Estaba estableciendo un simple hecho, y por ello su dignidad era terrorífica. Ciaran mirando hacia el polvo vio que el asunto tomaba mal cariz. En ese momento dijo:

— Diablos, lo sentimos padre, Mouse tiene una lengua muy ligera y los dos estamos muy asustados. La joven no quiso decir lo que dijo, nosotros respetamos a todas las personas religiosas.

Se produjo un silencio tenso y frío, luego el tercer hombre gritó con un tono de furia contenida.

— ¡Vámonos de una vez! ¿Es que deseáis que nos cojan de nuevo?

Era un hombre bajo, fuerte, duro y que no paraba de refunfuñar. Sus cabellos estaban comenzando a tomar un tono gris pero no a caerse. Llevaba un faldellín de pieles. Su pellejo era oscuro y tan duro como si fuera de cuero. Sus ojos del color de las avellanas estaban colocados en sendos nidos formados por arrugas.

El cazador, que mientras caminaba hacia delante y hacia atrás por encima de las cabezas de los demás, lo único que había oído de su conversación eran ruidos, se volvió, bajó a la hondonada donde se encontraban sus compañeros discutiendo y comenzó a caminar por la hondonada. Los otros le siguieron, sin empezar a hablar todavía.

Ciaran comenzó a pensar. El ermitaño estaba loco, estaba claramente fuera de sus cabales…¡Justo lo que no necesitaban era a un ermitaño loco dirigiendo la partida!

Tenía un punto frío en medio de sus hombros, que no desaparecía aunque comenzara a sudar con ejercicio físico.

Evidentemente la hondonada era el camino principal hacia alguna parte. Existían muchos signos del paso reciente de mucha gente, incluyendo, aquí y allí, cadáveres apartados a los lados y abandonados en el borde de la hondonada para que se secaran.

El pequeño hombre fuerte, que era un trampero llamado Ram, examinó los cuerpos con una terrible mirada insensible en sus ojos. Luego dijo brevemente, sin extenderse con ningún comentario:

— Mi mujer y mi hijo mayor, las bestias grises los habían atrapado cunado yo me fui.

Se volvió y miró con tristeza a lo lejos.

Ciaran quedó contento cuando un examen más detenido de los cuerpos puso de manifiesto que no eran los que Ram pensaba.

El gran cazador pelirrojo y Ram fueron escalando alternativamente a las paredes de la cresta que limitaba la hondonada para darle un vistazo a los alrededores.

Mouse decía algo sobre salir de la hondonada y subir a las Llanuras, en donde no podrían ser atrapados. El cazador y Ram la miraron con seriedad y le dijeron:

— Las bestias grises están aquí, encima de nosotros, en ambos lados de la hondonada, si subimos arriba, simplemente nos atraparán y volverán a encadenarnos.

El corazón de Ciarán sufrió un gran sobresalto. Luego les dijo a sus compañeros:

— En otras palabras, nos están conduciendo, como si fuéramos ganado, seguimos el camino que ellos quieren que sigamos, no tienen necesidad de capturarnos y hacernos ir a golpes.

El cazador asintió moviendo la cabeza, con aire profesional, y luego dijo:

— Es un buen plan.

Ciaran asintió:

— Es un plan muy bueno, lo único que quiero saber es si hay algún camino para salir de aquí.

El cazador se encogió de hombros, Ram dijo:

— Voy a escapar de aquí de alguna manera, mi mujer y mi hijo…

Ciaran pensó en la Piedra del Destino, realmente estaba contento de no tener que tomar ninguna decisión.

Siguieron su marcha con un trote dinámico, con pequeñas trazas de información Ciaran consiguió hacerse una imagen lo que estaba sucediendo. Bandas de merodeadores kalds llegaban tranquilamente a los aislados pueblos de la frontera, revisando los arbustos y el bosque en busca de los fugitivos. A donde llevaban a los humanos capturados o por qué lo hacían, nadie lo podía adivinar.

El cazador pelirrojo se detuvo de golpe. Los demás se acurrucaron detrás de él. Instintivamente contuvieron la respiración.

Entonces el cazador les susurró:

— Gente, mucha gente.

Extendió plana la palma de su gran mano, haciendo un movimiento enfático para tranquilizar.

Pequeñas chispas doradas brillaron a través de la piel de Ciaran. Encontró la mano de Mouse con la suya y la apretó. De repente, con una voz que no era más alta que el suspiro de la brisa al atravesar lo helechos, el ermitaño rió. Luego susurró:

— ¡ Se acerca el Día del Juicio!, ¡Grandes cosas cambian!

Sus ojos claros le daban un aspecto fantasmal, luego prosiguió:

— ¡Condenación y destrucción!, ¡Una sombra cruza el mundo! ¡La oscuridad y la muerte!

Los miró uno por uno y luego retiró su cabeza hacia atrás, riendo sin emitir ningún sonido y con las cuerdas con las que había estado amarrado hundiéndose en su garganta, luego gritó:

— De todos vosotros, ¡soy el único que no tiene miedo!

Siguieron avanzando lentamente, moviéndose sin emitir ningún sonido, avanzando entre las pequeñas e informes sombras que se producía al llegar los rayos de los flotantes globos solares al fondo de la hondonada.

Ciaran se encontró inopinadamente casi en la cabecera del grupo, junto con el cazador.

Dando su rodeo a una roca afilada, se dirigieron a un hueco en la pared de la hondonada, vieron que a unos diez pies por delante de ellos, el suelo de ésta se dirigía hacia un subterráneo, a través de una pequeña abertura cerrada por una puerta de pesados maderos.

Dos kalds se encontraban haraganeando delante de esta abertura, lo único que hacían era observar como sus bastones enjoyados relucían en medio de la oscura noche.

Los cinco humanos se detuvieron. En ese momento los kalds se dirigieron hacia ellos, pero con una actitud casi perezosa, mostrando sus bastas lenguas rojizas por encima de sus brillantes dientes.

Se veía como sus ojos color rojo sangre relucían anticipando el placer del que pensaban gozar.

Ciaran dijo con un suspiro:

— La cuestión es esta ¿Actuaremos como valientes o como astutos?

El cazador levantó sus enormes puños, luego Ram emitió un extraño gemido animal, empujó hacia detrás a Ciaran y se arrodilló junto a este, al lado de algo de lo que Ciaran no se había percatado anteriormente.

Una mujer yacía torpemente apoyada en la pared rocosa, era morena, tenía aspecto de ser dura y no era muy joven, su rostro era franco y agradable. Un muchacho de anchos hombros, se encontraba agazapado casi encima de ella. Una vívida señal de quemadura se percibía en la parte de atrás del cuello del muchacho. Ambos estaban muertos.

Ciaran pensó que la mujer habría muerto posiblemente exhausta, el muchacho debió morir luchando para salvarla. Se sintió enferma.

Ram puso una de sus manos sobre cada uno de los rostros de los muertos, el suyo, totalmente blanco, parecía de piedra. Después del primer grito ya no produjo ningún sonido.

Se levantó de un salto y fue a enfrentarse con el kald que se encontraba más próximo.

III

Actuó como un animal, rápido y sin pensar. El kald también era rápido, golpeó con el bastón enjoyado a Ram, pero el pequeño hombre moreno cargaba con tal velocidad que no pudo detenerlo. Debió morir a mitad del salto, pero su cuerpo golpeó al kald por arriba, derribándolo.

Ciaran lo siguió con un rápido salto de gato, cayendo encima de la pareja formada por el cadáver de Ram y el kald.

Oyó al cazador gruñendo y gritando en algún lugar situado a su espalda, también oyó el ruido que producían los pies descalzos mientras corrían.

Perdió de vista al otro kald, luego perdió de vista todo, salvo un brazo gris con potentes músculos que estaba intentado sacar un bastón terminado en una joya, que se encontraba debajo del cadáver de Ram.

Por todas partes había un insoportable hedor a carne quemada.

Ciaran agarró el brazo gris por la muñeca, no se preocupó ni de la muñeca ni del brazo, bajó su presa hasta alcanzar los dedos, juntó su otra mano a la que sostenía la muñeca e intentó romperlos.

Se oyó el sonido del hueso al quebrarse, Ciaran actuó desesperadamente, poniendo en tensión su cuerpo y aplicando toda su fuerza entre el pulgar y el meñique de la bestia. La carne se desgarró, astillas de hueso gris salieron a través de la carne destrozada mientras las manos de Ciaran estaban resbaladizas de sangre.

La bestia gris abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Ciaran pensó que las bestias eran mudas, sin embargo eran lo bastante humanas como para sudar.

Ciaran empuñó el bastón enjoyado.

Una zarpa gris, la otra, intentó agarrarle el cuello desde el otro lado de los anchos hombros del cadáver de Ram. Golpeó la zarpa gris con el bastón, haciendo que se retirara, luego Ciaran lo usó como si fuera una lanza cuya punta fuera la joya, que él apretó con fuerza sobre la garganta del kald.

Después de un tiempo, le llegó la voz de Mouse desde alguna parte diciendo:

— Kiri, ya lo has matado, no lo cocines en exceso.

Efectivamente estaba muerto y el olor a quemado era fuerte. Ciaran se levantó, miró el bastón enjoyado que tenía en la mano, manteniéndolo apartado. Silbó.

Mouse le dijo:

— Deja de admirarte a ti mismo y vámonos, el cazador dice que está oyendo el ruido de cadenas.

Ciaran miró a su alrededor. El otro kald yacía en el suelo, su cello parecía estar roto. El cuerpo del chico de complexión fuerte y morena estaba encima del cadáver de la bestia. El cazador dijo:

— Al muchacho ya no le importaba sentir el bastón enjoyado, pienso, que si lo llegara a saber, estaría orgulloso de haber servido de maza para matar a una de las bestias.

Ciaran le contestó:

— Sí, sin lugar a dudas.

Miró hacia donde se encontraba Mouse, parecía que no había sufrido ningún daño, luego le dijo:

— ¿No se supone que las mujeres se desmayan cuando ocurren cosas como estas?

Mouse le contestó con sorna:

— Nací en el Barrio de los Ladrones, jugábamos a hacer rodar cráneos, en vez de monedas, los cráneos eran menos escasos que las monedas.

Ciaran le dijo:

— Pienso que la próxima vez que me case, interrogaré a mi novia con más detenimiento, vámonos.

Comenzaron a caminar bajando la rampa que conducía bajo las Llanuras Prohibidas. El cazador les dirigía, como si fuera un astuto animal. Ciaran marchaba a retaguardia, los dos iban armados con bastones enjoyados robados a los kalds.

El ermitaño no había dicho una palabra, ni movido una mano para ayudar en la pelea.

El subterráneo estaba bastante oscuro, pero no hacía frío. De hecho hacia más calor que en el exterior y esto todavía fue peor cuando bajaron a mayor profundidad. Ciaran podía oír un sonido semejante al que producirían un centenar de corazas golpeadas por escudos, sólo que más fuerte.

Tenía la impresión, de que un montón de gente se movía a su alrededor, si bien no hablaba mucho. También oyó, ocasionalmente el sonido agudo de un grito con tonos metálicos, para el que Ciaran no encontró ninguna explicación. El cualquier caso no le gustó.

Llegaron a un camino que parecía adecuado para las hadas, que descendía por una pendiente agradable, luego la luz comenzó a hacerse cada vez más brillante.

El cazador susurró:

— Cuidado.

Luego comenzó a caminar más despacio. Avanzaron como fantasmas a través de un pasadizo hasta penetrar en una zona que brillaba con una clara luz azulada.

Se encontraban sobre un estrecho saliente. Justo el lugar en el que se hallaban, había sido suavizado artificialmente, pero en los dos lados, no había sido trabajado, por lo que estaba tan escabroso como la erosión natural lo había moldeado, formando un enredo de estalactitas y galerías de ventilación.

Encima del saliente, casi en la oscuridad, se podía vislumbrar en la distancia en techo abovedado de la caverna, inmediatamente delante de donde se encontraban se habría un espacio despejado. Detrás de este espacio se podía adivinar un muro de roca.

Debajo del saliente se encontraba un pozo, con una forma aproximadamente cilíndrica. Era profundo, era tan profundo que Ciaran tuvo que inclinarse sobre el borde para poder ver el fondo. Unos brillantes fuegos, entre blancos y azulados, hacían que el pozo, al menos en sus dos terceras partes más alejadas, fuera más resplandeciente que la luz del día.

En el resplandor se podían ver seres humanos trabajando. Desde la altura se les veía como cosas diminutas, no mayores que hormigas.

No estaban encadenados y Ciaran no podía ver que hubiera guardias, pero desde la primera mirada dejó de preocuparse por estas circunstancias. La Cosa que crecía en el pozo acaparó toda su atención.

La Cosa estaba construida de metal, se elevaba y se extendía formando curvas muy complicadas de blancura deslumbradora que llenaban la parte inferior de la caverna. Ciaran la miró con un curioso sentimiento de respeto que le anonadaba.

La Cosa no estaba terminada. No tenía la más mínima idea de cual era su objeto, pero de repente le aterrorizó.

No era sólo por el inmenso tamaño que le hacía sentir aplastado, ni por la extraña construcción metálica que no se parecía a nada que hubiera visto, o incluso hubiera soñado, alguna vez en su vida. El terror se lo produjo la misma Cosa.

Era su Poder, era su Fuerza, era un Titán que crecía en las entrañas del mundo, preparándose para salir al exterior, agarrar el planeta y jugar con el como Mouse jugaba con un cráneo vacío.

Al mirarlo, se daba cuenta de que ningún cerebro humano de su propia época había concebido este monstruo brillante, ni dado forma a la más mínima parte de la Cosa.

El cazador pelirrojo simplemente dijo:

— Estoy asustado, todo esto me huele a una trampa.

Ciaran se tragó algo, que podía haber sido su corazón y dijo:

— Compañero, estamos metidos en ella, nos guste o no os guste y será mejor que nos perdamos de vista antes de que la banda de la cadena nos atrape.

El lado del saliente donde se encontraban, en la zona más escabrosa, entre las sombras, los pilares y los agujeros parecía la mejor apuesta para ocultarse. Había un camino descendente en el suelo de la caverna, formando un borroso zig-zag de bordes, escaleras y escalones, pero una vez estuvieras allí, no había ninguna cubierta para ocultarse.

Siguieron pegados al borde, avanzando tan deprisa como podían. Mouse estaba jadeando cada vez más fuerte, su cara estaba lo bastante blanca como para que la marca de ladrona semejara una gota de sangre en su frente.

El ermitaño parecía que se movía en un mundo de su propiedad. La vista del brillante coloso había traído un extraño resplandor a sus ojos, algo que Ciaran no podía interpretar, pero que no le gustaba. Por lo demás el ermitaño podía haber estado muerto, no había vuelto a hablar desde que les maldijo allá, en la hondonada.

Se ocultaron de posibles observadores en el bosque de estalactitas. Ciaran observó el saliente y luego susurró:

— ¿Cazan por el olfato?

El cazador asintió con la cabeza y dijo:

— Pienso que los demás humanos nos cubrirán, hay demasiados olores en este lugar. Pero ¿Por qué estaban las dos bestias esperándonos en la entrada de la caverna?

Ciaran se encogió de hombros y le contestó:

— telepatía, transmisión de pensamientos, mucha gente atrasada la tiene, ¿por qué no habían de tenerla los kalds?

En ese momento el cazador pelirrojo le dijo:

— ¿No pensarás que tienen mentes humanas?

— No te engañes a ti mismo, son inteligentes, no son humanos, pero realmente tampoco son animales.

El cazador señaló a la cosa que se encontraba en el pozo y preguntó:

— ¿Piensan sobre eso?

Ciaran lentamente le contestó:

— No, ellos no piensan sobre eso

El pelirrojo preguntó en ese momento:

— Entonces ¿Quién? De repente dijo: -Silencio, aquí vienen.

Ciaran contuvo el aliento mientras observaba con un ojo alrededor de la estalactita. La brigada de esclavos, guardados por bestias grises, comenzó a enfilar por la salida del túnel y a dar pasos hacia el fondo de la caverna. No había ningún problema, no había ningún problema con aquella gente. Llevaban varios collares vacíos. También caminaban con ellos varios kalds, que estaban buscando cuatro fugitivos peligrosos, esto quería decir que al final no podrían escapar.

Ciaran tuvo una idea. Cuando el último de la fila y los guardias estaban encima del saliente y ellos se encontraron seguros, les susurró a los demás.

— Vamos, iremos hacia abajo siguiendo sus huellas.

Mouse le miró con sorpresa. Ciaran dijo con impaciencia.

— Supongo que no volverán sobre sus pasos, además nadie más vendrá por aquí mientras estén descendiendo. Si tienes un idea mejor para salir de esta maldita ratonera ¡Escúpela!

Mouse no tenía ninguna, el cazador asintió con la cabeza y dijo:

— Está bien, vamos

Marcharon, como si fueran verdaderos demonios. Como todos eran profesionales en su oficio no hicieron más ruido del que hacen muchas hojas al caer, El ermitaño prosiguió en silencio. Sus pálidos ojos se dirigían monstruo brillante cada vez que tenían oportunidad.

Alguna idea se estaba fermentando en su peluda cabeza. Ciaran estaba seguro de que la cosa más segura que podían hacer, para proseguir su viaje en silencio hasta abandonar aquel espacio, era matar al ermitaño.

Se resistía a hacerlo, porque acuchillar a un hombre en una riña era una cosa y asesinar a sangre fría a un viejo que no era sospechoso de nada era algo muy distinto.

Más tarde, pronunciaría el solemne juramento de abandonar cualquier consideración humanitaria y ser duro.

Nadie les vio. Los kalds y las personas que se encontraban abajo, estaban demasiado ocupados en no caerse y romperse el cuello como para tener ojos para algo más. Nadie bajó tras ellos, este era un riesgo que tenían que correr. Durante el descenso, tuvieron cuidado de que siempre hubiera una distancia apreciable entre ellos y la brigada de esclavos.

El largo camino hacia abajo fue infernal. El monstruo de metal crecía y crecía y se deslizaba junto a ellos, elevándose hacia la bóveda de la caverna. Era hermoso, a Ciaran le gustaba su belleza, aunque odiaba y temía su fuerza.

Luego se dio cuenta de que había gente trabajando en la Cosa, adheridos a sus blancas vigas y arcadas como si fueran moscas. Algunos trabajaban con bastones no muy diferentes del que él mismo llevaba, fundiendo las juntas de metal con una cálida luz que chisporroteaba, otros dirigían las enormes piezas de metal para colocarlas en su sitio, levantándolas desde el suelo de la caverna con largas cuerdas y colocándolas delicadamente en su sitio.

Con una peculiar sensación de mareo, Ciaran comprendió que el metal pesaba como si fuera una pluma.

Rezó para que pudieran pasar entre aquellos obreros sin ser vistos, o al menos, sin que se extendiera la alarma. Los cuatros se arrastraron hacia abajo y consiguieron pasar dos o tres grupos de trabajadores sin ser descubiertos, luego un hombre, que estaba trabajando muy cerca de un precipicio, levantó su cabeza y les miró directamente.

Ciaran comenzó frenéticamente a hacer gestos. El hombre no les prestó atención. Ciran tuvo una buena perspectiva de sus ojos. Dejó caer sus brazos y dijo:

— No nos ve.

Mouse susurró lentamente

— ¿Está ciego?

El hombre volvió al trabajo que realizaba en todos sus desplazamientos, que consistía en la complicada disposición de pequeñas piezas en un armazón lleno de perforaciones. Ciaran no había visto nunca nada parecido, ni siquiera muy ligeramente, en ninguna parte. Tembló y dijo:

— No, simplemente no nos ve.

El gran cazador se humedeció los labios nerviosamente, como una bestia acorralada. Sus ojos brillaron. El ermitaño rió sin emitir ningún sonido. Siguieron adelante.

El camino hacia abajo fue igual. Los hombres y las mujeres les miraban, pero no les veían.

En un lugar se detuvieron para dejar que el grupo de esclavos se alejara. No lejos de donde pararon había una mujer trabajando. Les miró como un gato muerto de hambre, mostrando sus delgadas costillas entre los desgarrones de los harapos que la cubrían. Su rostro estaba contorsionado por los grandes esfuerzos que realizaba para respirar, pero sus ojos no tenían ninguna expresión.

Inmediatamente, en medio de un gesto sin terminar, la mujer cayó derribada como si fuera una bolsa de cuero húmedo. Ciaran comprendió que estaba muerta aun antes que sus pies se apartaran de la viga en la que había estado sentada.

En su ruta de descenso esto sucedió dos veces más. Nadie le prestó atención.

Mouse se secó el sudor de su frente, miró a Ciaran y le dijo:

— Un buen lugar para pasar la luna de miel ¡Tú y tus piojosos atajos!

Por una vez Ciaran no sintió el impulso de abofetearla.

La última parte del viaje de descenso estuvo oculta por las traseras de las sujeciones de metal, llenas de calor y de estruendo. Los cuatro se deslizaron entre las densas sombras que había en medio de dos sujeciones, ocultándose detrás de un montón de chatarra. Desde allí tuvieron una buena perspectiva de lo que le ocurría al grupo de esclavos.

Los kalds condujeron al grupo entre inmensos pilares metálicos de color blanco, que mantenían en pie una gigantesca red, los fuegos brillaban junto a los pies de la pared rocosa. Una sensación de calor, blanco azulada, los anonadó; el calor provenía en parte de las extrañas luces fijadas a los travesaños y en parte de las bocas de los hornos que se encontraban a una temperatura más allá de cualquier calor en el que hubiera podido soñar Ciaran.

Hombres y mujeres se afanaban en su trabajo, sudando entre el humo y el resplandor. No miraran a los recién llegados encadenados. Allí no había ningún guardia.

Los kalds detuvieron la columna en un espacio despejado, más allá de unas chozas y esperaron. Todos tenían el mismo aspecto, expectantes, mostrando sus brillantes dientes grises, con sus ojos rojo sangre vueltos en una dirección.

Ciaran siguió con su vista la dirección hacia la que miraban los kalds. De repente se quedó rígido y el sudor que le recubría es quedó frío, como el rocío sobre la espalda de un sapo.

Al principio pensó, que quien bajaba entre los pilares era un hombre. Tenía forma de hombre, alto delgado y fuerte, vestido desde la cabeza a los pies con una blanca cota de malla de metal que brillaba como el agua brillante.

Pero cuando se encontró más cerca se dio cuenta de que estaba equivocado. Algún instinto animal en su interior se lo advirtió antes de que su mente consciente se percatara de ello. Quería gritar, arrojar toda la carga que llevaban y huir de allí a toda velocidad.

La criatura no tenía sexo. La carne de su rostro y de sus manos tenía una textura irreal, un tono amarillo oscuro como nunca tiene la carne viva.

Su rostro tenía una forma bastante humana, delgada y con huesos ligeros y angulosos. Sin embargo era tan regular y perfecta como si hubiera sido tallada en el mármol, sin ninguna irregularidad y sin presentar la suavidad de un rostro humano. Los labios no parecían tener sangre en su interior, tampoco tenía pelo, ni siquiera cejas.

Los ojos que había en aquel rostro fueron los que le produjeron náuseas a Ciaran y hicieron que su estómago le pareciera un nido de serpientes. No eran ni remotamente humanos. Debajo de los párpados, parecía haber pozos de petróleo, negros, profundos, impenetrables, sin el calor del alma o del corazón.

Pero sabios, sabios con un conocimiento muy superior al de la humanidad, y fuertes, con una fuerza fría, terrible y antigua. Aunque no aparecían los signos habituales de vejez la antigüedad del ser era manifiesta, era psíquica, había en la criatura un sentimiento inhumano de antigüedad, de pertenencia a un tiempo lejano, muy lejano, con un origen innatural, como el cuerpo del ser.

Ciaran sabía qué era este ser. Había escrito canciones sobre esta criatura que luego cantaba en los mercados atiborrados que se celebraban en las plazas de las ciudades, en tabernas llenas de humo. Había asustado a los niños con ellas y había hecho que los adultos temblaran aunque simularan reír.

Ahora no estaba cantando, no estaba riendo, estaba mirando a uno de los androides de Bas el Inmortal, una criatura nacida del misterioso poder de la Piedra, sin la menor relación con el hombre, ni en su cuerpo ni en su cerebro.

Ciaran sabía que era la mente de estos seres la que había creado el monstruo brillante que se elevaba por encima de ellos y se dio cuenta, más que nunca, que era una cosa maligna.

El androide caminó hasta llegar a una plataforma, delante del grupo de esclavos, quedando por encima de los prisioneros, en un lugar en el que los esclavos podían verle.

En su mano derecha, el androide llevaba un báculo de metal blanco, con una bola redonda en un extremo. Tanto el bastón como la cota de malla que llevaba, refulgían como plata brillante en medio de la intensa luz que iluminaba el lugar.

Los seres humanos encadenados alzaron sus cabezas. Ciaran les vio aterrorizados hasta en el blanco de sus ojos, oyó el rudo jadeo de su respiración y el desagradable sonido del choque de metal contra metal.

Los kalds hicieron con sus bastones enjoyados signos de aviso, pero también ellos observaban al androide.

El ser levantó bruscamente su báculo de metal, alto por encima de su cabeza. En esta posición, Ciaran no podía ver la bola que se encontraba en el extremo del báculo al quedar oculta detrás de una viga. Inmediatamente las luces se oscurecieron y luego se apagaron.

Por un momento la oscuridad fue total, con la única excepción del resplandor marginal de los hornos y de las forjas.

Después, desde más allá de la viga que ocultaba la esfera que remataba el báculo de metal, surgió una luz opalina de resplandor glorioso, llenando el espacio que se extendía entre los gigantescos pilares, alcanzando el exterior en la parte de arriba de la caverna y llenando el aire oscurecido de banderolas de brillantes llamas.

Los kalds se agacharon en actitud de veneración, sus ojos rojo sangre parecían carbones al rojo que tuvieran sentimientos. Un temblor se extendió a lo largo de la línea de esclavos, como si una ráfaga de viento hubiera pasado a su través y les hubiera hecho oscilar cual si fueran trigo. Unos pocos gritaron, pero este ruido fue sofocado rápidamente extendiéndose el silencio.

Se quedaron rígidos, mirando a la luz.

El androide ni se movió ni habló, prosiguió sin moverse, como si fuera una lanza de plata.

Ciaran se levantó, sin darse cuenta de que lo había hecho, estaba lejos de saber que Mouse se encontraba a su lado, jadeando con su boca abierta, mientras que sus negros ojos reflejaban chispas opalinas. También se produjo otro movimiento, pero no le prestó atención.

Quería aproximarse más a la luz, quería ver que hacía este resplandor, quería bañarse en él.

Podía sentir como la luz latía en su interior, como las chispas corrían por su sangre.

También quería salir corriendo de allí. Pero su curiosidad era más fuerte que el miedo, incluso podía hacer que la sensación de miedo fuera placentera.

Estaba comenzando a subir sobre un montón de chatarra cuando el androide habló. Su voz era ligera, clara y arrebatadora. No había nada amenazador en ella.

A pesar de lo anterior, la voz detuvo a Ciaran como si le hubieran dado un golpe en la cara, penetrando incluso a través de la semidrogada ansia de Ciaran por aquella luz.

Conocía ese sonido, conocía el humor con el que era pronunciado. Era sensitivo con estos sonidos como con su propia arpa que le servía para vivir en sus viajes. Sentía como si estuviera dentro de aquella voz, o mejor dicho sabía qué no era esta voz. Se quedó detenido completamente inmóvil.

Oyó una voz hablándole desde un lugar en el que no había emoción ni nunca la había habido, al menos en el sentido que le da la humanidad a esta palabra. Venía de un cerebro extraño e incomprensible, tan incomprensible como la oscuridad en un mundo de luz eterna.

Era un cerebro inhumano que no podía ser comprendido, salvo el sentimiento del peso de su fuerza fría y el impulso de agazaparse, como las bestias se agazapan ante el terrible misterio del fuego. El androide le dijo:

— Duerme, duerme y escucha mi voz. Abre tu mente y escucha.

IV

Ciaran vio los rostros relajados de los esclavos, como si nadaran a través de una neblina con todos los colores del arco iris.

— Tú no eres nada, tú no eres nadie, tú existencia sólo tiene el objeto de servirme: trabajar y obedecer ¿Lo has oído? ¿Lo has comprendido?

La fila de esclavos comenzó a moverse, apareciendo como un pequeño y lastimoso grupo que gemía. No manifestaba nada, salvo asombro y deseo. Repetían, sin comprenderla, la letanía que les habían enseñado con sus bocas torpes y animales.

— Vuestras mentes están abiertas al a mía. Oiréis mis pensamientos, una vez que os haya hablado no olvidaréis lo que os he dicho. Sentiréis hambre y sed, pero no cansancio. No tendréis necesidad de parar vuestro trabajo, ni de descansar ni de dormir.

Nuevamente la letanía, Ciaran se pasó una mano por su cara. Estaba sudando. A pesar de sus esfuerzos, la luz y la hipnotizante voz sin alma se estaban apoderando de él.

Se dio un golpe en la mandíbula con sus propios nudillos, a la vez que le agradecía a todos los dioses que la fuente de la misteriosa luz había sido apartada de sus ojos. Sabía que no podía haberse escondido mucho tiempo de ella.

Además, ¿Quizá tenía el poder de la Piedra del Destino?

Un ruido, repentino y agudo, producido por muchos trozos de chatarra al caer, atrajo su atención al montón de desechos. El ermitaño ya había recorrido la mitad del camino que les separaban de allí.

Y Mouse iba pisándole los talones.

Ciaran fue tras ella. Las piedras sueltas se deslizaban y le hacían resbalar, Mouse estaba ya fuera de su alcance. Desesperado la llamó por su nombre, ella no le oyó, estaba hambrienta de luz.

Ciaran se dejó caer rápidamente sobre la chatarra. Fuera, sobre el terreno los kalds más próximos estaban sacudiéndose su éxtasis religioso. El ermitaño se arrastraba a cuatro patas, como un enorme gato negro.

En el momento en que la túnica carmesí de Mouse se perdió de vista, Ciaran le arrojó a la espalda un puñado de fragmentos de metal. Ella volvió la cabeza y miró al hombre. Pero no le vio. Como por un acto reflejo colocó una tela sobre su cara, pero ni aun así disminuyó su carrera. El eremita lanzó un grito, un alarido agudo y fantasmal.

Una mano enorme se cerró sobre el tobillo de Ciaran y le arrastró hacia atrás. Luchó, golpeó con el bastón enjoyado que todavía empuñaba. Una segunda mano sin piedad le agarró de la muñeca.

El cazador pelirrojo dijo sin mostrar ninguna emoción:

— Ellos vienen, nosotros no vamos

— ¡Mouse déjame ir contigo maldita! ¡Mouse!

— No puedes ayudarla debemos irnos de aquí rápido.

Ciaran siguió dando patadas y golpeando.

El cazador, le golpeó encima de la oreja con exquisito cuidado. Le quitó el bastón enjoyado de su mano que había perdido la fuerza y se lo cargó sobre uno de sus anchos hombros. La luz no le había afectado mucho al cazador ya que se había encontrado más retirado en la sombra que los otros, además, sus nervios medio animales le habían puesto sobre aviso antes que a Ciaran. Siendo como era un astuto salvaje, había cerrado inmediatamente sus ojos.

Giró por detrás de los soportes metálicos y comenzó a correr entre densas tinieblas.

Ciaran oía y sentía cosas como a través de una gran distancia llena de niebla. Oyó gritar nuevamente al ermitaño, un loco grito que constituía una oración votiva. Sintió los dolorosos choques que recibía su cuerpo y olió el aroma rancio de animal que exhalaba el cazador.

Una vez más volvió a oír el grito de Mouse.

Intentó moverse, ponerse en pie y hacer algo. El cazador le golpeó con fuerza en los riñones. Ciaran se percató brevemente de que las luces estaban volviendo nuevamente. Después la oscuridad se hizo en su cerebro y quedó tranquilo, muy tranquilo.

El cazador le susurró en el oído:

— ¡Quieto! No te muevas.

No había muchas probabilidades de que Ciaran hiciera cualquier cosas. El cazador estaba encima de él y con una mano que parecía una garra le tapaba la mayor parte de la cara. Ciaran intentó respirar boqueando mientras giraba su vista.

Se encontraban en un nicho en forma de cubeta construido de piedra sin desbastar. En la parte superior había una sombra negra, pero más allá se veía brillar el resplandor azul. Cuando lo miraban comenzó a oscurecerse y a oscilar para finalmente llegar a una situación estacionaria.

Muy arriba, por encima de su cabeza, el monstruo de metal llegaba hasta el techo de la caverna. Había crecido, había crecido enormemente, además un mecanismo iba tomando forma en su interior, un laberinto formado por delicadas varillas, prismas de cristal, ruedas, péndulos y otras cosas para las que Ciaran no tenía nombre.

Luego se acordó de Mouse y no le importó ninguna otra cosa.

El cazador estaba tumbado encima de él, aplastándole en silencio. Los ojos azules de Ciaran brillaban, en ese momento lo habría matado si hubiera tenido algún modo de hacerlo, pero no lo había. Alcabo de un tiempo dejó de debatirse.

Otra ves el gigante pelirrojo le susurró al oído:

— Mira por encima del borde del nicho.

El cazador dejó de sujetarle con la mano. Muy, muy despacio, Ciaran levantó su cabeza y miró por encima.

Su nicho se encontraba a unos quince pies por encima del suelo del pozo, Debajo, a su derecha, se encontraba la boca de un túnel cuadrado. La multitud, sudando y llena de confusión, que trabajaba en las forjas y talleres se extendía delante de donde se encontraban, los trabajadores se arremolinaban como hormigas después de la lluvia.

Delante de la boca del túnel se encontraban, en pie, dos criaturas con brillantes cotas de metal, los androides de Bas el Inmortal.

Sus voces, claras y ligeras, llegaban a donde yacían ocultos Ciaran y el cazador pelirrojo.

— ¿Los encontraste?

— Fallé, como había pronosticado, por lo demás no ha habido ningún cambio.

— Ningún cambio.

Uno de los dos seres inhumanos se volvió y miró con sus profundos ojos negros al gigante de metal que se cernía sobre ellos.

— ¡Con sólo que pudiéramos terminarlo a tiempo!

Esotro ser vestido de metal le contestó:

— Podemos hacerlo Khafre…y debemos.

Khafre hizo un geto rápido de impaciencia y contestó:

— ¡Necesitamos más esclavos!. Este ganado humano es débil. Nosotros los dirigimos y ellos se mueren.

— Los kalds…

— Los kalds hacen lo que pueden. Ahora mismo acaban de llegar dos nuevos grupos de esclavos. ¡Pero todavía no hay bastantes para estar seguros de terminar! Les he dicho a las bestias que hagan incursiones en lugares más lejanos, incluso, si es necesario, junto a las ciudades.

— No servirá de nada, los humanos nos podrían atacar antes de que esto esté terminado.

Khafre rió, pero no había nada agradable, ni siquiera remotamente humorístico en la su carcajada.

— Si pudieran seguir a los kalds hasta llegar aquí, podríamos controlarlos fácilmente, siempre y cuando hubiéramos terminado esto, por supuesto. De cualquier forma serían derrotados.

El otro, asintió con la cabeza, ligeramente intranquilo, y dijo:

— Si hemos terminado a tiempo, si no…

Khafre le contestó rápidamente:

Si no… entonces nada importa ni a nosotros, ni a ellos ni a Bas el Inmortal.

Algo que podía haber sido un escalofrío cruzó su brillante cuerpo. Luego echó hacia atrás su cabeza y rió nuevamente, con un sonido alto y claro.

— ¡Steud, terminaremos esto! Somos únicos en el Universo, nada puede detenernos. Esto es el fin del aburrimiento, de la servidumbre y de la prisión. ¡Con este mundo en nuestras manos nada puede detenernos!

Como respuesta Steud susurró:

— ¡Nada!

Luego se alejaron, desapareciendo sus voces cubiertas por el clamor que se oía en el lugar.

El cazador pelirrojo dijo:

— ¿De qué estaban hablando?

Ciaran negó con la cabeza, sus ojos mostraban una mirada dura y curiosamente remota cuando le contestó:

— No lo sé.

— Pequeñito, no me gusta como huelen, su hedor es perverso.

Con un tono firme Ciaran le preguntó:

— Sí, ¿Qué le habrá pasado a Mouse?

— La llevaron con los otros, créeme Pequeñito, tuve que hacer contigo lo que hice para que no se te llevaran también a ti. No hay nada que puedas hacer para ayudarla.

— Ella siguió la luz

— Así lo creo, pero yo tuve que correr rápido para evitarla.

Una niebla se extendió sobre el campo visual de Ciaran. Su corazón le decía que haraganeara en el lugar donde estaba, aunque no le importaba especialmente, le preguntó al cazador:

— ¿Cómo nos vamos de aquí?. Creo que vi unas grandes luces que se acercaban…

— Efectivamente unas luces se nos acercaron y luego, nuevamente, se retiraron, de repente. Ellos no las estaban esperando, estaba mirando. Las bestias grises cazan por el olfato, pero en esta cueva que parece una olla, hay demasiados olores. Por esto nos perdieron la pista. Cuando las luces aparecieron nuevamente vi el nicho y me las ingenié para introducirme en él sin ser visto.

Miró por encima del suelo, rascándose su barba pelirroja, luego dijo:

— Creo que están demasiado atareados para preocuparse por dos personas, ni siquiera por tres. El ermitaño también huyó, me adelantó en la oscuridad, gritando como un mono sobre las revelaciones que le había hecho la Luz. Quizá por ahora ya le hayan agarrado.

Ciaran no estaba preocupado por el ermitaño, dijo lentamente:

— Esclavitud, con este mundo en sus manos nada puede pararlos.

Miró a través del suelo del pozo, no había guardias. Realmente quien tuviera un arma como aquella luz no necesitaba muchos guardias. Débil ganado humano al que se hacía trabajar hasta la muerte, sin saber porque trabajaban y morían y ni siquiera importarles.

El mundo en sus manos. Un caparazón vacío para que jugaran con él, para que lo usaran como quisieran. Ya no habría más plazas de mercado, ni más tabernas, ni más canciones. Ya no habría más gente vulgar viviendo sus vidas vulgares de la forma que les gustara. Sólo esclavos de rostros blancos, pastoreados por bestias grises armadas con bastones enjoyados y esclavizados por la luz de los androides.

No sabía por qué los androides querían el mundo ni qué iban a hacer con él. Sólo sabía que el hecho, en su conjunto, le hacía ponerse enfermo, totalmente enfermo, como nunca lo había estado antes.

El pensamiento de que lo que iba a hacer era una locura sin esperanza nunca se le pasó por la cabeza. No pensó en nada, salvo que en algún lugar de aquel oculto campamento de esclavos, Mouse se encontraba trabajando, con ojos que no veían y un cerebro que era únicamente un canal abierto para recibir órdenes. Muy pronto, como le había sucedido a la mujer de la viga, la joven llegaría a su límite y moriría.

Ciaran dijo con brusquedad.

— Si quisieras matar una serpiente ¿Qué harías?

— Por supuesto cortarle la cabeza.

Ciaran recolocó sus pies y dijo con un susurro.

— La Piedra del Destino, El poder sobre la Vida y la Muerte. ¿Crees en esas leyendas?

El cazador se encogió de hombros y contestó:

— Creo en mis manos y en lo que pueda hacer con ellas, es lo único que sé.

— Voy a necesitar tus manos, para ayudarme a romper una leyenda ¡Y a crear otra!

— Mis manos son tuyas Pequeñito ¿A dónde vamos?

— vamos a bajar por aquel túnel, porque aunque no estoy seguro, pienso que conduce a Bean Beatha, a Bas el Inmortal…y a la Piedra.

Casi como si hubiera obedecido a una señal, el fulgor azul se oscureció y empezó a fluctuar. En la semioscuridad resultante Ciaran y el cazador salieron del nicho y comenzaron a andar por el túnel.

Estaba oscuro, sólo había focos de luz azulada en las paredes separados entre sí por grandes intervalos de oscuridad. Ya habían recorrido una distancia apreciable antes que la luz se fortaleciera y volviera a su fulgor habitual. Incluso entonces todo seguía muy oscuro, aquello parecía desierto.

El cazador se detuvo para escuchar. Cuando Ciaran le preguntó irritado si había algún problema, le contestó:

— Creo que hay alguien detrás de nosotros, pero no estoy seguro.

— De acuerdo, si se nos aproxima le daremos un golpe con el bastón enjoyado. ¡Apresurémosnos!.

De acuerdo con la posición del pozo, el túnel seguía directo hacia Ben Beatha. Ciaran iba casi corriendo cuando el cazador, con un sentimiento de urgencia, le sujetó un hombro y le dijo:

— ¡Espera! Hay movimiento delante de nosotros…

Hizo que Ciaran se agachara hasta el suelo, luego comenzaron a arrastrarse, hacia delante, con sus manos y sus rodillas. Mantenían dispuestos sus bastones enjoyados.

Un ligero cambio en la orientación del túnel les puso de manifiesto una bifurcación del mismo. Uno de los caminos seguía recto hacia delante mientras que el otro se doblaba formando un ángulo pronunciado y se dirigía hacia arriba, hacia la superficie.

Delante de ellos había cuatro kalds, agazapados entre las rocas, jugando algún oscuro juego con huesos de manos humanas.

Ciaran descargó todo su peso sobre los dedos de los pies y se movió con rapidez. El cazador fue tras él. Ninguno de los dos produjo ningún sonido. Los kalds estaban concentrados en su juego y no esperaban problemas.

Los dos hombres podrían haber pasado entre las bestias sin que estas llegaran a enterarse, pero de repente, desde detrás de ellos, alguien gritó como si fuera un gato furioso.

Ciaran volvió su cabeza hacia atrás, lo suficiente como para permitirle ver al ermitaño, de pie en medio del túnel, con sus delgados brazos alzados y su pelo gris ondeando. Sus pálidos ojos mostraban la brillante luz de la auténtica locura. El ermitaño gritó:

— ¡Maldito! ¡Tú estás maldito por desafiar a la Luz y a los sirvientes de la Luz!

Parecía haber olvidado, que muy poco tiempo antes había llamado demonios a los kalds.

Las bestias grises se pusieron en pie con un salto y avanzaron rápidamente con sus bastones enjoyados preparados.

Ciaran gritó con una furia ciega, luego se dirigió hacia las bestias, con los jirones de su túnica amarilla ondeando al viento.

Lo que sucedió a continuación no estuvo completamente claro. Se produjo un montón de movimiento, cuerpos grises saltaban y se doblaban, los bastones enjoyados centelleaban. Algo le rozó en la mejilla atontándolo, siguió luchando entre nieblas, en donde todo aparecía borroso y lejano,

El ermitaño seguía gritando sobre el Mal y la Luz. El cazador lanzó gritos un par de veces, se oían golpes sordos y el ruido que producían algunas cosas al romperse. Una vez Ciaran introdujo directamente su bastón enjoyado en un ojo rojo sangre.

Algún tiempo después se oyó el ruido confuso de pies que corrían, allá atrás en el túnel. El cazador había sido derribado y Ciaran se descubrió a sí mismo corriendo hacia arriba por el camino inclinado, ya que el otro camino se encontraba, de repente, cortado por los kalds.

Se alejó, si bien nunca llegó a estar seguro de cómo lo consiguió. Probablemente fue su instinto quien le condujo para escapar en el tiempo oportuno, de forma que en medio de la confusión que se había formado, llegó a alejarse lo bastante para que los refuerzos que habían llegado no pudieran verle.

Tres de los cuatro kalds que se encontraban al principio de guardia, habían sido derribados y el cuarto se encontraba muy ocupado con el ermitaño. De cualquier forma, por el momento, había escapado.

Cuando finalmente consiguió salir, dando traspiés, de la boca de la rampa, empapado de sudor y lleno de cortes, se dio cuenta de que había vuelto a las Llanuras Prohibidas, Ben Beatha se alzaba sobre él. Un enorme titán que alcanzaba el cielo rojo.

Las rocas amarillas, caídas de las empinadas terrazas escalonadas de Ben Beatha, estaban yermas de cualquier cosa que creciera. No había signos de edificios, o de cualquier otra cosa construida por manos humanas o de otro tipo. Muy arriba, casi en la cima del pico triangular, aparecía una abertura cuadrada, en forma de balcón, que podría haber sido un simple agujero, erosionado por los vientos en la cara de la pared rocosa.

Ciaran siguió en pie, extendió sus piernas y prosiguió estudiando la montaña con sus ojos, sombríos y testarudos. Ahora creía en la leyenda. Era lo único en lo que creía.

En algún lugar, bajo el pico dorado, se encontraba la Piedra del Destino y el semidiós que era su amo.

Detrás de él se encontraban las criaturas del semidiós, y el monstruo que estaban construyendo…y una pequeña Mouse de cabellos oscuros, que iba a morir, salvo que alguien hiciera lago para evitarlo.

Y también muchas otras personas, que pertenecían a un mundo sano y confortable y que habían sido transportados a aquel reino de locura. Pero Mouse, en aquel momento, estaba en el primer lugar de las cuestiones que debía solucionar.

Ya no era Ciaran el juglar, ni nunca más lo sería. Ya no era un humano sobre un mundo humano normal. Se movía en una extraña tierra de dioses y demonios, en donde todos estaban locos, como en la pesadilla de un borracho.

Mouse era la única cosa que mantenía completamente fija en su memoria de la vida anterior en la que los hombres y las mujeres luchaban, reían y amaban.

Con una mueca, su boca asustada se torció y apretó. Comenzó a dirigirse hacia Ben Beatha, a través del terreno yerma que rodeaba la montaña. Era un hombre pequeño, duro, con las piernas envueltas en telas, vestido con harapos amarillos, con una cara parda y sin expresión y un arpa colgada entre sus hombros, quien avanzaba con saltos de gitano.

El viento soplaba sobre las Llanuras Prohibidas, los globos solares giraban en el cielo rojo. Luego, desde la cima del Ben Beatha, llegó la oscuridad.

Esta vez Ciaran no se paró atenazado por el miedo. No le quedaba nada en su interior para poder sentir miedo. Recordó las palabras del ermitaño “Juicio, grandes cosas que se mueven, Condenación y destrucción, una sombra a través del mundo, oscuridad y muerte”. Un sentimiento parecido estaba embargando su corazón, pero él ya no era humano, se encontraba más allá del miedo. El Destino le movía, él era parte del Destino.

En la oscuridad sus pies golpeaban piedras y fragmentos de pizarra. Las Llanuras Prohibidas y sus alrededores estaban envueltos en la oscuridad, el aullido del viento y el frío.

A lo lejos, muy a lo lejos, donde el mar ardía con su propio fuego, se veía un ligero resplandor rojo.

Ciaran siguió subiendo.

Al cabo de un tiempo, los globos solares comenzaron a oscilar sobre su cabeza. Pequeños rayos de luz vacilantes brotaron de los globos, iluminando los yermos con una fantasmal luminosidad mágica. Las fluctuaciones de la luz eran peor que la oscuridad, Estas fluctuaciones se asemejaban al pulso irregular de un hombre cuyo corazón estaba muriendo. Ciaran sentía un frío en su interior, más profundo que el frío que le producía el viento.

“Una sombra a través del mundo, oscuridad y muerte”

Comenzó la ascensión de Ben Beatha.

V

Las piedras eran bastas y rotas de forma adecuada para la subida, además Ciaran había subido a otras montañas con anterioridad. Se arrastró hacia arriba, envuelto en una luz enfermiza y luchando contra un viento frío que silbaba a su alrededor, cada vez más cuanto más ascendía.

No mantuvo una memoria muy clara de la ascensión. Únicamente, después de un tiempo muy largo sintió que llegaba a un entrante en la pared, en forma de balcón y se tumbó, rígido, allí mismo.

Estaba sangrando por las heridas que le habían infringido las rocas, el latido de su corazón parecía el galopar de un caballo loco. Pero esto no le importaba, el lugar en el que se encontraba había sido hecho por el hombre y de él salía un corredor que conducía a alguna parte, además la luz había vuelto al cielo.

Ciaran ya no era el mismo, aunque se encontraba más débil y con más frío.

Cuando pudo ponerse en pie, se dirigió a través del pasaje de forma cuadrada, tallado en la roca viviente de Ben Beatha, la montaña de la vida.

El pasaje conducía directamente al interior, estaba iluminado por una suave luminosidad ambarina que provenía de fuentes de luz ocultas. Realmente el corredor se doblaba en ángulos rectos, llegando a ser una rampa en espiral, que conducía hacia abajo.

Los corredores permitían retroceder desde alguno de los niveles, pero Ciaran no se preocupó por esta posibilidad. Estos corredores estaban oscuros y el polvo de las edades cubría sus suelos, que no tenían ninguna marca.

Siguió bajando, bajando cada vez más, recorrió un largo, largo camino. Silencio. Un silencio profundo y preocupante, el silencio de la muerte, y la rocas eternas, como oscuros titanes que observaran el pequeño y loco camino que hacía aquella hormiga humana. Nunca, nunca, ni por un momento se sintió perdido.

Después la rampa se suavizó formando un ancho pasadizo, tallado en las profundas entrañas de la montaña. El pasaje le condujo a una puerta de oro de doce pies de alto y que se encontraba grabada y perforada con intrincados dibujos y extraños símbolos. Sólo en las leyendas Ciaran había oído hablar de ellos: El Hun-Lahun-Mehen, la Serpiente, el Círculo y la Cruz, brillando en los cálidos colores de las joyas que los conformaban.

Encima de los signos, dominando las dos hojas de la gran puerta, se encontraba una crux ansata, el símbolo de la vida eterna, tallado en alguna piedra sin brillo, tan negra como el símbolo de la ceguera tallado sobre un globo ocular.

Ciaran tuvo un escalofrío y luego dio un suspiro, profundo y lleno de preocupación. Por un instante un profundo terror humano sacudió su interior, luego colocó sus dos manos sobre la puesta y empujó para abrirla.

Entró en un pequeño salón con las paredes cubiertas de tapices e iluminado tenuemente por la misma luz opalina que brillaba en el pasadizo. Las figuras de los tapices, medio visibles, mostraban hombres y bestias luchando contra un ser extraño, terrible y desagradablemente familiar.

Había una alfombra en el suelo, estaba confeccionada con la cabeza y la piel de una criatura que Ciaran no había visto, ni aun soñado, antes, un ser semejante a un gran gato oscuro, con una melena oscura y brillantes colmillos.

Ciaran pasó suavemente por encima de la alfombra y se detuvo junto a las pesadas cortinas del otro lado de la sala.

Al principio sólo había oscuridad, la sala parecía ocupar un espacio enorme. Ciaran tuvo la sensación instantánea de que tenía un inmenso tamaño. Con mucho cuidado penetró en el interior, sus ojos comenzaron a percibir un pálido fulgor en medio de la oscuridad, delante de donde se encontraba, como si alguien hubiera machacado una perla entre sus dedos y luego esparcido los trozos en medio de la oscuridad.

Era un gitano y un ladrón, por ello no hizo más ruido del que haría una avispa de nube, que se dirigiera hacia él. Sus pies rozaron un escalón ancho y poco profundo, luego otro. Comenzó a subir y descubrió que el brillo se hacía cada vez más intenso, finalmente la radiación llegó a formar algo semejante a una pared tallada.

Se detuvo justo antes de tocarla, sobre una plataforma que se encontraba elevadas obre el nivel del suelo. Miró furtivamente a través de la pared, intentando ver algo a través de su profundidad de brillo lechoso.

Envuelto en la luz, agazapado y protegido como un pájaro en el corazón de una nube brillante, dormía un niño. Se encontraba acostado sobre un lecho de pieles suaves y sedas de colores, estaba totalmente desnudo. Sus piernas colgaban descuidadamente, eran delgadas y con la gracia de la juventud. Su piel era blanca como la leche, reflejando el pálido calor de la luz.

Dormía profundamente, incluso podría haber estado muerto, salvo por el ligero subir y bajar de su pecho. Su cabeza estaba extendida de forma que se encontraba frente a Ciaran, su mejilla apoyada sobre un brazo doblado.

Sus cabellos eran espesos y rizados, eran tan negros que llegaban a tener un matiz azulado. Llevaba el pelo largo, cayéndole por encima del brazo, encima de su piel blanca como la leche y por detrás hasta los hombros delgados. Las uñas de su mano relajada que se encontraba sobre la frente, se podían ver a través del pelo, tenían pulgadas de largo.

Su rostro era simplemente el rostro de un joven. Era un rostro agradable, incluso hermoso, en el que fuertes huesos comenzaban a manifestarse debajo de la redondez de la infancia. Sus mejillas todavía eran suaves como las de una niña, las pestañas que cubrían sus ojos cerrados eran oscuras y pesadas.

Aparentaba ser pacífico e incluso feliz. Su boca se curvaba formando una tenue sonrisa, como si tuviera sueños placenteros. Sin embargo había algo sobre él…

Una sombra, algo invisible y que no se podía tocar, algo tan frágil como las notas de una gaita de pastor que llegaran de lejos transportadas por una brisa vagabunda.

Algo tan indescriptible como la muerte, y tan enormemente poderoso. Ciaran lo sentía y sus nervios comenzaron a vibrar repentinamente, como si fueran las cuerdas de su propia arpa.

Entonces vio que el lecho donde el joven dormía era una enorme crux ansata, tallada en un bloque de piedra negro mate, con los brazos extendidos desde debajo de sus hombros y el lazo, semejante a un halo monstruos, entorno a su cabeza.

Su mente comenzó a susurrarle algunas leyendas que daban origen a canciones, cuentos, a un simbolismo y a una estructura de imágenes.

Bas el Inmortal siempre era descrito como un gigante, como la montaña en la que vivía, y anciano, ya que la inmortalidad sugiere ancianidad. El miedo, el respeto y la incredulidad hablaban a través de esas leyendas.

Pero había una leyenda más antigua…

Ciaran que era un gitano, un ladrón y tenía la música en su interior, como un borracho tiene el vino la había oído, en lo más profundo del interior de los bosques de Hyperborea a donde los gitanos rara vez iban. La leyenda más antigua de todas, el cuento del Joven Brillante del Más Allá, que paseaba envuelto en belleza y poder, que nunca envejecía y que llevaba en su corazón una oscuridad tan oscura que ningún hombre podía comprender.

El Joven Brillante del Más Allá. Un muchacho durmiendo con una sonrisa en su rostro y rodeado por luz viviente.

Ciaran permaneció rígido mirando. Su cara estaba completamente relajada y pálida. Notaba ligeramente los latidos de su corazón y su respiración producía un sonido ronco en su boca abierta.

Después de un tiempo, avanzó hacia a delante, hacia la luz.

La impresión le arrastró hacia atrás, aturdido y sorprendido. Pensando en Mouse intentó mirar dos veces más, hasta que se convenció de que no podía. Luego intentó gritar. Su voz se rompió al chocar con paredes invisibles, el joven durmiente ni se removió, ni siquiera alteró el ritmo de su respiración.

Después de que Ciaran, aplastado por la horrible laxitud de la impotencia, pensando en Mouse, hubo gritado, de repente, sin ningún aviso en absoluto, la pared de luz desapareció.

No podía creerlo, pero avanzó nuevamente la mano y nada la detuvo, por ello avanzó con decisión hacia una oscuridad tan negra como la pez, hasta alcanzar el brazo de la cruz de piedra. En ese momento, detrás y alrededor de donde se encontraba la luz comenzó a brillar de nuevo.

Pero ahora era diferente, la luz fluctuaba, se oscurecía y luchaba por no extinguirse, como los seres vivos luchan por no morir. Luchaba como algo que no recordaba en aquel momento…

Como los globos solares. Como la luz del cielo, que mantenía la vida del mundo. Fluctuante y débil, como el corazón de un anciano, como el terrible batir de alas de un pájaro moribundo…

El terror se apoderó de Ciaran por la garganta que dejó de respirar por un tiempo y volvió su cuerpo más frío que el de un cadáver. Observó…

La luz brillaba de una forma pulsante y cada vez más fuerte. En poco tiempo se encontró encerrado dentro de la habitación por una pared de luz, que parecía más débil de lo que había sido anteriormente.

Ciaran notó una terrible sensación de urgencia, una poderosa necesidad de apresurarse. Recordó las palabras de los androides “Serán derrotados, como hemos considerado, si no terminamos ya nada importa”

Una sombra cruza el mundo, una oscuridad y una muerte. Mouse esclavizada y con los ojos vacíos, trabajando para construir el monstruo que servirá para amarrar el mundo a la voluntad de cerebros no humanos.

Aquello no tenía sentido, sin embargo significaba algo. Algo mortalmente importante, la clave de todo aquel loco rompecabezas se encontraba allí, en aquel joven moreno que dormía sobre una cruz de piedra.

Ciaran se aproximó y se percató de que el muchacho se había removido, muy ligeramente y que su rostro parecía preocupado, era como si el oscurecimiento de la luz le hubiera molestado, luego suspiró y volvió a sonréir nuevamente, anidando su cabeza más profundamente en su brazo doblado. Entonces Ciaran llamó:

— Bas, ¡Mi señor Bas!

Su voz sonaba ronca y extraña. El joven no la oyó. Volvió a llamar en voz má salta, luego colocó una mano sobre el hombro delgado y blanco y lo removió, al principio, dudando y muy suavemente, luego cada vez con más fuerza.

El joven ni siquiera movió las pestañas.

Ciaran golpeó con sus puños el aire vacío de la habitación sin decir ni una palabra. Después, casi por instinto, se agachó sobre la plataforma de piedra y tomó el arpa con sus manos.

No es que esperara hacer nada con el instrumento musical. Para él, simplemente, tocar el arpa era tan natural como respirar. Además lo que tenía en su interior tenía que salir al exterior de algún modo. No estaba pensando en nada relacionado con la música. Estaba pensando en Mouse y esto suponía un impulso añadido para tocar el arpa.

Al principio tocó al azar y el sonido que producía murmuraba al chocar contra la pared de luz lechosa. Luego su agonía intentó escaparse a través de las puntas de sus dedos pasando a las cuerdas del arpa, enviando su melodía al aire inmóvil.

Su canción era salvaje y bárbara, pero bajo sus estrofas se encontraba su corazón a punto de romperse y las lágrimas cayendo de sus ojos.

No quedaba tiempo. No había ningún Ciaran, sólo existía un arpa de la que brotaba un canto fúnebre por Mouse de negros cabellos y el mundo en donde vivía. Nada importaba salvo esto. Nada volvería a importar nunca más.

Finalmente ya no quedaría nada sobre lo que el arpa pudiera llorar. El último acorde de las cuerdas fue un latido en el monótono vacío, cuando terminó sólo quedó un hombre feo y bajo vestido con harapos amarillos, acurrucado en silencio sobre una cruz de piedra, que se tapaba el rostro entre las manos.

Luego, débil y distante, como el eco de unas palabras pronunciadas en otro mundo y en otro tiempo se oyó:

— ¡No apartes el velo Marsali, no…!

Poniéndose rígido, Ciaran miró hacia arriba. Los labios del joven se habían movido. Su rostro, con los ojos todavía cerrados, estaba distorsionada por un mueca de agonía y súplica. Había alzado las manos, extendidas intentando mantener algo que se deslizaba entre sus dedos como si fuera niebla.

Niebla oscura, la niebla de los sueños. La niebla todavía se encontraba alrededor de sus ojos cuando los abrió. Los ojos eran grises, rodeados de nubes que los cubrían como si fueran un velo, luego la niebla de los sueños se condensó formando lágrimas…Gritó:

— ¡Marsali!

Parecía que se le arrancaba el corazón al pronunciar estas palabras. Seguía yaciendo en su lecho con los ojos desenfocados, mirando la pared de luz lechosa mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Ciaran dijo con suavidad:

— Mi señor Bas…

Eljoven susurró:

— Estoy despierto, estoy nuevamente despierto. La música…el tañido de un arpa. ¡Yo no quiero despertar! ¡Dios mío! ¡Yo no quiero ir!.

De repente se sentó, la rabia y la aguda y ciega furia de su joven rostro golpearon a Ciaran como si fuera un puñetazo.

— ¿Quién me despertó? ¿Quién osó despertarme?

No había ningún lugar a donde huir. La luz le mantenía prisionero, además estaba Mouse, así que Ciaran contestó.

— Yo lo hice mi señor Bas. Era necesario hacerlo.

Los ojos grises del joven se enfocaron lentamente sobre su rostro. El corazón de Ciarán dio un latido y ya no volvió a hacerlo. Un gran rigidez, grande y fría, emanó de algún lugar de más allá del mundo y le envolvió de una forma más cercana y fuerte que lo que anteriormente había hecho la luz lechosa. Cercana y fuerte, como la tierra apisonada de una tumba.

Un rostro juvenil, redondeado, suave y delicado. Ninguna sombra de vello en las mejillas, los labios aún rosados y femeninos, largas pestañas oscuras y bajo ellas…

Ojos grises. Viejos por el sufrimiento, viejos por el dolor, viejos de una antigüedad que se encontraba más allá de la comprensión humana. Ojos que habían visto el nacimiento, la vida y la muerte de una corriente de seres sin fin, que fluía más allá del alcance humano. Ojos que miraban entre los barrotes de un infierno hecho para el solo, que nunca fue construido anteriormente para ningún hombre.

Una mano, joven y fuerte salió de debajo de las sedas y pieles y buscó algo. Ciaran se percató de que buscaba su muerte.

De repente Ciaran se encontró furioso consigo mismo.

Pensando en Mouse, tañó el arpa de modo que se produjera un acorde irritado y cruel. Descargó su furia con palabras amargas e hirientes, el argot de los gitanos de los Barrios. Durante el tiempo que llevaba allí no se había percatado de que Bas tenía un arma oculta que tenía en sus manos.

Fueron las largas uñas las que salvaron la vida de Ciaran, estas uñas evitaron que Bas pudiera cerrar su mano y apretar los dedos, entretanto algo de la vibrante rabia de Ciaran había penetrado en el cerebro de Bas, éste susurró:

— Tu amas a una mujer

Ciaran sorprendido contestó:

— Sí, sí

— Así es, una mujer que yo creé e hice vivir en mis sueños, ¿Sabes lo que hiciste al despertarme?

— Quizá salvé el mundo, si las leyendas dicen la verdad, tú creaste el mundo pero no tienes derecho a dejar que muera, por eso no puedes dormir.

— Yo creé otro mundo, hombrecillo, el mundo de Marsali. No quería abandonar aquel mundo.

Se agachó hacia Ciaran y prosiguió su explicación:

— Estaba feliz en aquel mundo, lo creé a mi conveniencia. Le pertenecía, ¿sabes el por qué? Porque estaba creado a partir de mis propios sueños, como yo quería que fuera, incluso la gente, incluso Marsali, incluso yo mismo.

— Me expulsaron de aquel mundo, entonces creé otro, pero lo que ocurrió no fue muy diferente. No soy humano, No estoy relacionado con los humanos ni con ningún mundo en el que ellos vivan. Aprendí a dormir y a soñar.

Yacía tendido sobre el lecho. Parecía un joven en estado lastimoso al que las largas pestañas cubrían los ojos.

— ¡Vete! Tu pequeño mundo se derrumba, en cualquier caso está condenado, ¡Qué importancia tiene el tiempo de varias vidas humanas frente a la eternidad!. Déjame dormir.

Ciaran volvió a tañer el arma y dijo:

— ¡No! Escucha

Le habló a Bas de las brigadas de esclavos, de los androides del monstruo brillante del pozo y de la oscuridad que se extendía por el mundo. Esto fue lo último que pudo captar la atención del joven, que dijo lentamente:

— ¿Oscuridad?, ¿Cómo llegaste hasta donde yo me encuentro? ¿Cruzando la pared de luz?

Ciaran se lo dijo, entonces el inmortal susurró

— La Piedra del Destino

Luego, de repente, Bas rió. Rió hasta que su risa llenó toda la inmensidad oscura que se encontraba detrás de la luz. Era una risa terrible, llena de odio y que reflejaba un extraño y pervertido triunfo.

La risa se detuvo, tan bruscamente como había comenzado. El Inmortal extendió sus manos abiertas sobre las sedas, las largas uñas brillaban como si fueran hojas de cuchillo. Sus ojos, ventanas grises que se abrían a un infierno profundo, se abrieron más, su voz no era más que un soplo.

— ¿Significa esto que yo también moriré?

La boca de Ciaran, rodeada de cicatrices se torció formando un gesto indefinido mientras decía:

— La Piedra del Destino

El joven saltó desde su lecho. Su mano oprimió un dispositivo de control oculto en un brazo de la cruz de piedra y la luz lechosa se extinguió. Al mismo tiempo, un brillo opalino se difundió por la oscuridad que estaba más allá.

El Inmortal descendió a toda prisa por los escalones. Un joven gracioso y de pelo moreno corriendo desnudo por el corazón de un ópalo.

Ciaran le siguió.

Llegaron al núcleo hueco de Ben Beatha, un vasto espacio de forma piramidal, tallado en el interior de la roca amarilla. Bas se detuvo y Ciaran se detuvo tras él.

Todo el espacio se encontraba guarnecido, acordonado, por una red de cristal. Había barras, pantallas, mallas, todo de cristal. Una hélice brillante se extendía recta sobre su cabeza, por un pozo que parecía salir directamente al aire libre.

En el cristal latía la luz, como la sangre que lleva la vida por las venas de un hombre.

Era una luz que Ciaran nunca había visto con anterioridad. No tenía color y a la vez tenía todos los colores. Al mirarla con los ojos le producía calor y simultáneamente era fría y pura como el agua de manantial. Latía y golpeaba, estaba viva.

Ciaran siguió bajando por el laberinto de cristal cada vez a mayor profundidad., hasta llegar a su base. Allí, en el mismo corazón de la montaña, yaciendo en el centro de una brillante red, se encontraba algo.

La oscuridad cayó sobre Ciaran, como si una mano negra le hubiera golpeado los globos oculares.

Por un momento se quedó ciego, a través de la oscuridad le llegó el tenue sonido de algo que se movía. Luego volvió a haber luz nuevamente, un vago punto de luz borrosa en medio de una oscuridad tan negra como la pez.

Brilló, se extinguió y volvió a brillar. Un tenue rayo se deslizó a través del cuerpo medio acostado de Bas el Inmortal, y presionó contra la red de cristal. Al alcanzar sus ojos, les hizo estar ardientes y radiantes, como ojos de bestias en la oscuridad de la entrada a una cueva.

Pequeñas chispas del fuego del infierno sobre el rostro del joven que miraba a la Piedra del Destino.

Una piedra no mayor que el corazón de un hombre, pero plena de poder. Poder para crear un mundo y también para destruirlo. Un poder que nunca había nacido en el planeta de Ciaran ni en ningún otro planeta, era algo desnudo y perfecto, nacido del mismo útero del espacio.

Luchaba por sobrevivir, yaciendo en el interior de la red de cristal, Era como ver el corazón limpio y desnudo de alguien, que luchaba por seguir latiendo. El fuego en su interior fluctuaba y brillaba, enviando pálidas luces embrujadas que bailaban a lo largo del laberinto de cristal.

Ciaran comprendió que fuera, a través del mundo, los globos solares pulsaban y fluctuaban al compás del mortecino latir de la Piedra. Bas susurró:

— Esto está terminado, terminado y completado.

Sin darse cuenta, Ciarán tañó las cuerdas de su arpa y las hizo estremecerse, luego dijo:

— Las leyendas estaban en lo cierto. La Piedra del Destino es la que mantiene vivo el mundo.

— Vivo, le da luz y calor y antes le proporcionaba la energía necesaria a la nave que me trajo aquí, a través del espacio, desde el tercer planeta de nuestro sol hasta el décimo. Sirvió para cerrar los huecos de la corteza del planeta y proporcionó la potencia precisa a las máquinas que llenaron con aire, el interior hueco de este mundo. Fue mi fuerza, creé mi mundo, mi mundo, en el que yo sería amado y respetado, de acuerdo…y también adorado.

Rió y también sollozó ligeramente

— Después de todos los siglos que habían pasado era un niño, un niño jugando con un juguete.

Su voz sonaba cada vez fuerte a través de la oscuridad fluctuante. La voz de un niño clara y dulce. No le estaba hablando a Ciaran, ni siquiera se estaba hablando así mismo. Estaba hablándole al Destino y maldiciéndole.

— Una mañana me di un paseo, esto es todo lo que hice. Yo era el hijo de un pescador que paseaba por las verdes colinas de Atlantis, justo encima del mar. Era todo lo que deseaba ser: el hijo de un pescador, algún día yo también sería u n pescador y también tendría hijos.

Entonces, de algún sitio del cielo, cayó un meteorito. Se oyó un trueno y se vio un gran relámpago, luego todo quedó oscuro. Cuando me desperté era un dios.

— Tomé la piedra del destino sacándola de su destrozada cubierta. Su luz me quemaba, pero yo era un dios. Era feliz, yo no sabía que…

— Era demasiado joven para ser un dios. Era un joven que ya nunca maduraría. Un muchacho que deseaba jugar con otros jóvenes de su edad y sin embargo no podía. Un muchacho que deseaba ser mayor, crecer, tener voz y barba de hombre. También encontrar una mujer a quien amar. Después que pasó la primera impresión aquello fue el infierno. Aún fue peor cuando mi mente y mi corazón crecieron pero mi cuerpo no.

— La gente dijo que yo no era un dios, sino una blasfemia una monstruosidad.

— Los sacerdotes de Dagon de todos los templos de Atlantis predicaron contra mí. Tuve que huir. Antes del Diluvio, vagué por toda la Tierra llevando la Piedra. A veces goberné países durante siglos, fui un dios-rey. Siempre la gente terminaba cansándose de mí y alzándose en mi contra. Me odiaban porque yo no envejecía ni moría.

— Podrían haber aceptado a un hombre ¡pero a un joven!. Un cerebro con toda la sabiduría que podía obtenerse del tiempo, tan alejada de las personas normales que les resultaba difícil hablar conmigo. ¡y un cuerpo tan joven incluso para los juegos de los adultos!

Ciaran permanecía inmóvil, atemorizado como si viera el infierno al oír la voz agonizante del niño dios.

— Así es como crecí y les odié. Cuando me expulsaron me volví contra ellos y empleé el poder de la Piedra para destruir. Yo se lo que les ocurrió a las ciudades del Gobi, a Angkor ¡y a los templos de Mayapan!

— La gente todavía me odió más por que me temían más, estaba solo, jamás ha estado nadie tan solo como yo.

— Por ello creé mi propio mundo, aquí en el interior de un planeta muerto. Al final ocurrió lo mismo, por que la gente era humana y yo no. Creé los androides, monstruos como yo mismo, para colocarlos entre yo y mi pueblo. Los androides eran mis propias criaturas en los que podía confiar. En mis sueños creé un tercer mundo.

— Ahora la energía de la Piedra del Destino ha llegado a su fin. Sus átomos han sido devorados por su fuego. El mundo creado por su energía desaparecerá. ¿Qué me sucederá a mí? ¿Seguiré viviendo después que mi cuerpo se haya helado en la fría oscuridad?

Cayó el silencio. Se detuvo el latir de la luz en las barras de cristal. El corazón de un mundo se encontraba en el umbral de la muerte.

El arpa de Ciaran emitió su canto e hizo que el cristal cantara. Después del acorde se oyó su voz decirle al dios.

— Bas, ¡Ahora sé lo que es el monstruo que los androides están construyendo en el pozo!. Saben que la piedra está muriendo. Van a obtener energía por su cuenta y a apoderarse del mundo. ¡Bas no puedes permitirlo!. Tú nos trajiste aquí, somos tu pueblo, ¡no puedes entregarnos a los androides!

El joven sonrió con un sonido apenas audible y dijo:

— ¿Qué me importa tu mundo y tu gente? Sólo quiero dormir.

Respiró y se dio la vuelta, como si fuera a dirigirse al lugar donde se encontraba la cruz de piedra.

VI

Ciaran tañó las cuerdas de su arpa.

— Espera…

Era toda la humanidad la que lloraba a través del arpa. La gente humilde, perdida, asustada e implorando ayuda. Ninguna voz era capaz de decir lo que decía la música del arpa. El mismo Ciaran era un simple canal para transmitir el inconcebible dolor que tenía en su interior.

— Espera, tú, en el pasado, fuiste humano. Tú fuiste joven, reíste y peleaste y odiaste y dormiste y fuiste libre. Es lo único que te pido, que recuerdes estas cosas. Recuerda a Bas el hijo del pescador…¡y ayúdanos!

Unos ojos grises le miraron, unos ojos grises pertenecientes a un rostro de joven, luego Bas preguntó:

— ¿Si lo deseara, cómo podría ayudaros?

— La Piedra todavía mantiene algo de poder, los androides son tus criaturas, tú les hiciste, tú puedes destruirles. Si puedes hacerlo antes de que terminen esa cosa de la que hablan. Tienen intención de destruirte con ella.

Bas rió.

La mano de Ciaran arrancó un acorde terrible del arpa y se derrumbó.

Con un tono pesado Bas dijo:

— Obtienen energía de la fuerza centrífuga del planeta y la transmiten en la misma forma. Esta energía es inagotable, en tanto el planeta siga girando. Si consiguen terminar a tiempo el mundo vivirá, si no…

Se encogió de hombros y añadió:

— ¿Qué más da?

Ciaran susurró.

— De forma que tenemos que elegir entre una muerte rápida o una muerte dentro de un plazo de tiempo. Podemos morir libres puestos en pié o morir, un poco después, como esclavos.

Su voz se alzó hasta convertirse en un grito lanzado con toda la fuerza de su garganta.

— Dios, ¡ tú no eres un dios! Tú eres un muchacho egoísta, enfadado en una esquina. De acuerdo, vuelve a tu Marsali y juega a ser un dios durante un minuto.

Alzó el arpa.

— ¡Jugaré a ser dios y les enviaré al infierno!

Echó su brazo hacia atrás, como si fuera a golpear y romper la red de cristal. Luego, con una rapidez cegadora, volvió a haber luz.

Los dos quedaron paralizados, bizqueando en medio de la cálida luz opalescente. Sus ojos estaban fijos en la res de cristal.

Finalmente la Piedra del Destino comenzó a latir irregularmente, como un corazón moribundo y las barras de cristal se oscurecieron. Ciaran susurró:

— Es demasiado tarde, no tienen salvación.

Nuevamente se produjo el silencio. Permanecían de pie, como si estuvieran esperando algo, sin apenas respirar. Ciaran seguía manteniendo el arpa silenciosa en sus manos.

Luego, muy débilmente, al ser acariciadas por sus dedos, las cuerdas comenzaron a tañer.

Vibración, en un minuto Ciaran pudo sentir vibrar el cristal. Producía un sonido semejante al que producen los insectos al revolotear al alcance del oído. Entonces dijo:

— ¿Qué es esto?

Los oídos del muchacho eran menos delicados que los suyos, pero en ese momento sonrió y dijo:

— Así que así es como van a hacer esto mediante la vibración, esta destrozará Ben Beatha reduciéndola a una nube de polvo y a mí con la montaña. Deben creer que todavía estoy dormido.

Se encogió de hombros y dijo:

— ¡Qué más da! De todas formas voy a morir.

Ciaran se colgó el arpa a la espalda. Esta acción tenía una curiosa finalidad, luego dijo:

— Existe un camino que desde aquí lleva al pozo, ¿Dónde está?

Bas señaló a través del espacio abierto. Ciaran comenzó a caminar,. No dijo nada., entonces Bas le preguntó:

— ¿A dónde vas?

Ciaran le respondió únicamente.

— A buscar a Mouse, a morir con ella.

El laberinto de cristal produjo un zumbido fantasmal, Bas dijo:

— Quisiera volver a ver Marsali.

Ciaran se detuvo, se volvió y le contestó por encima de su hombro, sin que su rostro tuviera ninguna expresión.

— La muerte de la piedra no significa tu muerte ¿Verdad?

— No, la primera vez que me vi expuesto a su luz, cuando cayó ardiendo por el calor que había producido su fricción al entrar en la atmósfera, produjo cambios permanentes en la estructura celular de mi cuerpo. Soy independiente de la Piedra, como los androides son independientes de los tanques de cultivo en donde se desarrollaron.

— ¿Puede la nueva fuente de energía hacer todo lo que hacía la Piedra?

— Si, incluso la pared de luz que me protege y alimenta mi cuerpo mientras duermo puede continuar funcionando. La energía de la piedra es transmitida aquí y a los globos solares. No existen cables ni otros dispositivos mecánicos para transmitir esta energía.

Suavemente Ciaran dijo:

— ¿Te gusta Marsali? ¿eres feliz en tus sueños en ese mundo que has creado? ¿No quieres volver allí?

Bas dijo en voz baja:

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Ciaran se volvió y propuso un trato:

— En ese caso ayúdanos a destruir a los androides. Danos nuestro mundo y nosotros te daremos el tuyo. Si fallamos…bueno realmente no tenemos nada que perder.

Silencio, la red de cristal zumbaba y emitía un canto de muerte a través del mundo. La Piedra del Destino latía como el pecho de un pájaro moribundo. Los ojos grises del joven aparecían velados y remotos. Casi parecía que estuviera durmiendo.

Luego sonrió, era la ahogada sonrisa de placer que tenía cuando Ciaran le encontró soñando sobre la cruz de piedra. Susurró:

— Marsali, Marsali

Entonces se movió hacia delante, extendiéndose sobre la red de cristal y tomó la Piedra. Las largas uñas de sus dedos arañaron la Piedra del Destino, mientras la cogía con sus manos y la acunaba. Bas el Inmortal dijo:

— Vamos hombrecito.

Ciaran no dijo nada, miró a Bas, sus ojos estaban húmedos, luego cogió el arpa en sus manos y comenzó a tañerla de nuevo, los acordes, semejantes a truenos, removieron el laberinto de cristal, obligándole a contestar a su música.

EL ruido ahogó el débil susurro de su música, luego, las brillantes barras de cristal, atrapadas entre dos vibraciones, se rompieron y cayeron con un sonido escalofriante, como el tañido de campanas distantes.

Ciaran se volvió y comenzó a bajar por el pasadizo hacia el pozo. Detrás de él, caminaba el joven de pelo negro con la Piedra del Destino en sus manos.

Llegaron a la rama inferior de la bifurcación en donde Ciaran y el cazador habían luchado contra los kalds. Allí había cuatro bestias grises rígidas haciendo guardia.

Ciaran empuñó el bastón enjoyado que llevaba en su cinturón. Los kalds se dirigieron hacia ellos, Ciaran estaba dispuesto a luchar, pero Bas le dijo:

— Espera

Caminó hacia delante. Los kalds le miraban con sus ojos rojos inyectados en sangre, abrían sus bocas y se quejaban con un nerviosismo propio de animales. La oscura mirada del joven ardía. Las bestias grises, llenas de espanto, le adoraron se postraron a ante él, extendidos sobre el suelo, ocultando sus caras contra la roca. Bas le dijo a Ciaran

— Telépatas, obedecen a la mente más poderosa. Los androides lo saben. Los kalds no fueron puestos aquí para detenerme físicamente, sino para enviar a los androides aviso si llegaba.

Ciarab sufrió un escalofrío y dijo:

— Así que nos están aguardando.

Siguieron descendiendo por el largo túnel y luego caminando por el suelo del pozo.

Sospechosamente todo se encontraba en silencio. Los fuegos de las fraguas se habían extinguido, No se oía el sonido de los martillos, no había ningún movimiento. Únicamente luces brillantes y un gran silencio, como si hubiera algo que contenía el aliento. No había nadie a la vista.

El monstruo de metal estaba subiendo por el pozo. Ahora estaba terminado. La complicada estructura de rejas y péndulos que constituía su cuerpo, chirriaba al recibir la fuerza del núcleo, que hacía girar al planeta. Semejaba a una gran araña, tejiendo una red invisible de poder para envolver el mundo y luego chuparlo hasta dejarlo seco.

Un ejército de kalds comenzó a moverse, sin hacer ruido con los pies, saliendo de detrás de los bultos que los ocultaban y de los montones de chatarra de la maquinaria.

Los androides no estaban preocupados por este asunto, simplemente era una escaramuza, una prueba para comprobar si Bas había sido debilitado por su sueño de eones. No lo había sido. Los kalds miraron la Piedra del Destino y de allí dirigieron sus miradas a los ojos grises de Bas, llenos de espanto, le adoraron se postraron a ante él, extendidos sobre el suelo.

Entonces Bas susurró:

— Sus mentes están cerradas a la mía, pero puedo sentir como los androides están trabajando, preparando alguna trampa…

Ahora sus ojos se encontraban cerrados y en su joven rostro se adivinaba la concentración a la que se encontraba sometido, luego dijo:

— No quieren verme, pero mi mente es más antigua que la suya y está mejor entrenada, además yo tengo el poder de la Piedra. Puedo ver el panel de control que dirige la fuerza de su máquina…

Comenzó a moverse, despacio al principio luego rápidamente a través del suelo de la caverna. Sus ojos todavía estaban cerrados, parecía que no los necesitaba para ver.

La gente comenzó a venir desde detrás de los escombros y los refrigeradores de las fraguas. Gente con la cara negra y los ojos vacíos. Muchas personas que formaron un muro que le impedía el paso a Bas. En ese momento Ciaran susurró:

— Mouse…

La joven estaba allí. Su cuerpo estaba allí, delgado y erguido, vestido con su túnica carmesí. Su pelo negro se encontraba revuelto alrededor de su pequeño rostro moreno. Pero Mouse, la Mouse que Ciaran había conocido, estaba muerta tras aquellos inexpresivos ojos negros, Ciaran volvió a susurrar:

— Mouse…

Los esclavos se amontonaron alrededor de los dos, manteniéndolos sumergidos en una masa de cuerpos sin voluntad.

— Bas ¿No puedes liberarlos?

— Ahora no, todavía no, aun no ha llegado el tiempo.

— ¿No puedes hacer con ellos lo que hiciste con los kalds?

— Los androides controlan sus mentes a través de hipnosis. Si combato por este control, la lucha pudiera destrozar sus cerebros y conducirlos a la muerte o la imbecilidad. Aún no es tiempo…

Había sudor en su joven frente cuando dijo:

— Tengo que pasar por entre ellos no quiero matarlos.

Ciaran miró a Mouse y dijo con voz ronca:

— No, desde luego eso no.

— Pero puede que tenga que hacerlo, salvo que…¡Espera!. Puedo canalizar el poder de la Piedra a través de mi propio cerebro, porque la Piedra y yo somos afines. Vibración, célula a célula. Los androides no les han inculcado ninguna orden específica contra la música, quizá pueda dejar sus mentes abiertas, aunque sólo sea por un instante, de forma que tú puedas llamarlos con tu arpa, en la misma forma en que me llamaste a mí.

Un temblor que casi producía dolor se extendió por el cuerpo del joven.

— Apártalos Ciaran, apártalos tanto como puedas, si no lo consigues muchos de ellos morirán y…¡date prisa!

Bas alzó la Piedra del Destino con sus manos engarfidas y la apretó contra su frente. Ciaran tomó su arpa.

Estaba mirando a Mouse cuando hizo cantar a las cuerdas, por esta causa no se le hizo tan duro tocar como tocó. Era algo entre él y Mouse. Una oración. Una promesa. Era su corazón quien cantaba.

La música se abrió paso por entre la compacta masa de esclavos. A principio no la escucharon, luego comenzaron a removerse ciegamente suspirando, mudos. Desde alguna parte les fue llegando un mensaje a través de la oscuridad que nublaba sus mentes. Un mensaje de esperanza, un recuerdo de luz rojiza sobre colinas verdes, de risa, hogar y amor.

Ciaran dejó que la música se extinguiera entre sus dedos. La gente se movió hacia delante, hacia él, esperando que les dirigiera la palabra.

Comenzó a caminar alejándose de allí, lentamente, seguía tañendo el arpa que sujetaba sobre su hombro, los esclavos le siguieron. Cojeando, en grupos de dos o tres, hasta que la masa se deshizo y la gente fluyó como las estelas del agua en el mar.

Bas había partido, su joven y delgado cuerpo se deslizaba con rapidez a través de las filas rotas de la multitud de esclavos.

Ciaran consiguió echar otro vistazo a Mouse antes de que se perdiera entre la multitud. La joven estaba llorando, sin saber o recordar por qué lo hacía.

Si Bas muriera, si Bas fuera derrotado, ella nunca lo llegaría a saber ni a recordar.

Ciaran los condujo tan lejos como pudo, dejando despejada la pared del pozo. Dejó de tocar, también los esclavos dejaron de caminar parándose como si fueran ganado, mirando a la nada, con los ojos vueltos hacia dentro, hacia sus nebulosos sueños.

Ciaran les dejó allí y echó a correr, solo, por el piso vacío del pozo.

Siguió la dirección que Bas había tomado, corrió velozmente, pero aquello era como una pesadilla en la que corrías, corrías…y nunca llegabas a ninguna parte. Las luces disminuyeron su fulgor. El monstruo metal se agitaba y gemía encima de Ciaran, justo sobre su cabeza, allí no se percibía ningún otro sonido, ningún otro movimiento, a parte del suyo.

Luego, de repente, las luces se apagaron.

Prosiguió caminando tambaleándose, golpeándose dolorosamente con pilares invisibles, cayendo y metiéndose dentro de los montones de chatarra. Después de una eternidad volvió a verla luz, encima de su cabeza.

Era la Luz que había visto anteriormente allí en el pozo. La gloriosa luz opalescente que entraba dentro de las mentes de los hombres y las preparaba para ser encadenadas.

Ciaran se aproximó arrastrándose.

Sobe una tarima de piedra se encontraba un panel de control, una masa de diales y cables que no tenían sentido para él. Los androides se encontraban ante el panel. Uno de ellos se encontraba agachado sobre este instrumento, sus manos amarillentas manejaban delicadamente los controles. El otro permanecía, en pié, a su lado, con un báculo rematado en una esfera de metal, esta esfera estaba abierta derramando la luz opalescente en la oscuridad.

Ciaran se acurrucó en el refugio que le ofrecía un pilar, tapándose los ojos. Incluso ahora sentía deseos de dirigirse a esa luz y ser su esclavo.

El androide con el báculo dijo en tono duro:

— ¿No puedes localizar la longitud de onda?. Por ahora ya debería estar muerto.

El que estaba agachado y en tensión sobre el panel, después de un tiempo se levantó. La luz ardiente chisporroteaba sobre su vestido de metal. Sus ojos tenían una negrura sin límites, como la maldad, además no eran humanos. Le contestó a su compañero:

— Sí, ya la he localizado.

La luz comenzó a manar con mayor fuerza del báculo, semejando un peligroso remolino de furia.

Ciaran apenas se atrevía a respirar. La fuente de luz, fuera lo que fuera, era parte del poder de la Piedra del Destino. Las palabras “longitud de onda” no significaban nada para él, pero le parecía que la Piedra, y Bas que la llevaba, representaban un peligro para los androides.

El androide tocó el báculo y la luz se extinguió, de firma brusca una vez que la esfera de metal se cerró. Luego susurró para sí mismo:

— Si le queda algún poder a la Piedra, nuestra onda de energía destruirá sus reservas subatómicas…¡y a Bas el inmortal con ellas!

Silencio. Luego en aquella oscuridad semejante a la pez un carbón comenz´a brillar.

Se acercó y se hizo más brillante, después como una forma borrosa detrás y encima de la luz aparecieron la cabeza y los hombros de Bas el Inmortal.

El androide susurró:

— ¡Más fuerte! ¡Apresúrate!

Una mano amarillenta hizo un ajuste rápido. La Piedra del Destino ardió cada vez con más brillo. Parecía una explosión de luz. Semejaba a un globo solar, que con su cálida furia, que acuchillaba la oscuridad. El androide susurró:

— ¡Más!

La Piedra llenaba todo el pozo con su brillo, mortal y glorioso.

Bas se detuvo, miró hacia arriba, a la tarima. Hizo una mueca, era un muchacho desnudo, hermoso en su juventud, con ojos grises somnolientos velados por pestañas oscuras.

Arrojó la Piedra del Destino encima de la tarima. Era un joven ocioso tirando piedras a las copas de los árboles.

Luz. Una explosión de luminosidad, sin ningún sonido, sin ninguna fuerza física. Ciaran cayó al suelo extendido, boca abajo, detrás de un pilar.

Después de un largo tiempo volvió a levantar su cabeza. Las luces de encima de su cabeza seguían allí. Bas se encontraba encima de la tarima junto a dos bultos brillantes, que habían sido hombres sin alma, fabricados por el hombre.

La carne de los androides había absorbido la radiación como el cuero absorbe el calor, rompiéndolos, retorciéndolos y dejándolos de color negro. Bas dijo con suavidad:

Pobres monstruos, eran como yo, No existía ningún lugar del universo que les perteneciera. También ellos habían soñado, pero sus sueños eran malignos.

Se agachó y cogió algo, una piedra oscura y sin brillo, una cosa que no tenía ni más luz ni más vida que un guijarro pulido por el agua.

La miró y la apretó entre las palmas de sus manos, luego la dejó caer.

— Si hubieran tenido tiempo para conocer su nueva máquina un poco mejor, no hubiera vivido lo suficiente para detenerlos a tiempo, dijo Bas el Inmortal. Luego miró hacia debajo de la tarima, al lugar donde se encontraba Ciaran desconcertado y le dijo:

— Gracias a ti hombrecito, los androides no han tenido el tiempo que necesitaban.

Señaló el báculo y le dijo:

— Tráelo, servirá para liberar a tu Mouse.

VII

Mucho tiempo después, Mouse, Ciaran y Base el Inmortal permanecían en pie en la gran habitación de crux ansata envueltos en un fulgor opalino. Fuera el mundo había vuelto a ser normal y seguro. Bas había dejado instrucciones completas sobre el control y mantenimiento de la planta de energía centrífuga.

Se liberó a los esclavos que volvieron a sus casas atravesando las Llanuras Prohibidas, que ya no lo volverían a ser. Los kalds fueron dormidos misericordiosamente, su sueño sería muy, muy largo, pues comenzaron a dormir el sueño del que no se despierta jamás. El mundo era libre, la humanidad podía disfrutarlo o echarlo a perder, era su responsabilidad.

Mouse se encontraba de pie, muy cerca de Ciaran, el brazo de la joven alrededor de la cintura del hombre, el brazo del hombre sobre los hombros de la joven. Harapos carmesí mezclados con amarillos, frondoso pelo rubio mezclado con pelo negro. Bas les sonrió y les dijo:

— Ahora puedo ser feliz, hasta que el planeta muera.

— ¿No te quedarás con nosotros?. Nuestra gratitud, nuestro amor…

— Desaparecerán cuando lleguen las próximas generaciones. No hombrecito, creé para mí mismo el mundo al que verdaderamente pertenezco, el único mundo al que puedo pertenecer para siempre. Allí seré más feliz que cualquiera de vosotros, por que es mi mundo, en él no hay lucha ni fealdad ni sufrimiento. Un hermoso mundo para mí y Marsali.

Se produjo una radiación entorno a Bas. Algún día Ciaran cantaría esta escena aun sin comprenderla. Bas les susurró:

— No os envidio.

Ciaran vio a un joven sonriendo, una lluvia en el amanecer y le contestó:

— Acuérdate de nosotros alguna vez y seas envidioso.

Giró y se alejó caminado, caminado con pies ligeros sobre el amplio suelo de piedra y subió los escalones de la tarima. Ciaran tañó las cuerdas de su arpa y sintió como la música fluía ascendiendo hasta alcanzar la alta bóveda de la cueva, llenando en espacio enclavado en la roca con una hermosa melodía.

Luego cantó, era la canción que había cantado para Mouse, en la cresta, encima del mar ardiente, era una sencilla canción sobre dos personas enamoradas.

Bas yacía abajo, acostado en su cama de sedas coloreadas y pieles, tranquilo, extendido sobre el cuerpo de la cruz. Miró hacia abajo y una vez más, sonrió. Un delgado brazo blanco se alzó dirigiéndole un breve saludo y luego descendió sobre la piedra negra.

La luz lechosa se alzó alrededor de la plataforma. Oscilaba, se ondulaba y finalmente se hizo más densa, hasta formar una pared de cálida perla. A través de ella, por un momento, pudieron verle, su oscura cabeza descansando sobre sus antebrazos y su cuerpo extendido descuidadamente, con su gracia especial. Después lo único que pudo verse fue la suave y cálida envoltura luminosa.

Los acordes del arpa de Ciaran se extinguieron, llegó el silencio. El túnel que conducía al pozo fue sellado. Mouse y Ciaran cruzaron las puertas doradas y las cerraron, muy despacio. Estas puertas no volverían a abrirse nunca, mientras el mundo siguiera vivo.

Se abrazaron y se besaron.

Rudos y firmes brazos de carne viviente, labios con heridas y respiraciones se mezclaron, calientes con la vida recuperada. Moderación y pasión, estómagos vacíos y un arpa que tañía en las plazas de mercado y ningún techo para reposar, salvo el cielo abierto.

Ciaran nunca envidió al joven de pelo negro, soñando sobre su cruz de piedra.

FIN

Sannach

El Último

Leigh Brackett

Título original: Sannach — the last © 1952.

Aparecido en Planet Stories, noviembre de 1952.

Traducción: Pedro Cañas Navarro

I

Estaba oscuro en las cuevas que se ocultaban bajo el suelo de Mercurio. Hacía calor y no se oía ningún otro sonido que el ruido que hacían las pesadas botas de Trevor en su lento lento caminar.

Trevor llevaba mucho tiempo vagabundeando, perdido en un laberinto en el que ningún ser humano había estado antes que él. Trevor estaba enfadado. Sin ninguna culpa por su parte estaba a punto de morir, y no estaba preparado para ello, no quería morir. Además le parecía una cosa horrible el llegar a su momento final, en aquella oscuridad sofocante, enterrado bajo una montaña extraña, más alta que el Everest.

Debería haber permanecido en el valle exterior. Hubiera sentido, igual que aquí, el hambre y la sed, pero al menos hubiera muerto al aire libre, como un hombre y no como una rata atrapada en una alcantarilla.

De todas formas no había mucho que escoger entre el valle y la cueva como un lugar decente para morir. El valle era un pequeño y desolado agujero en el infierno, incluso antes de producirse el terremoto, sin tener nada para poder mantener a un hombre, salvo la esperanza de hallar piedras del sol, el encontrar una o dos de estas piedras bastaban para transformar a un pobre minero en un plutócrata

Trevor no había encontrado piedras del sol.

Un terremoto había derribado toda la falda de una montaña sobre su nave; dejándole, nada más que, con una linterna de bolsillo, un puñado de tabletas alimenticias, una cantimplora llena de agua y las escasa ropas que le cubrían

Había estado observando las rocas desnudas y el pequeño río, de color verdoso, cuyas aguas estaban saturadas de venenos químicos y luego se había introducido en los túneles, los antiguos agujeros por los que escapaba el calor de un planeta que se estaba enfriando.

Al introducirse había apostado por encontrar un camino que condujera fuera de estos valles.

El Cinturón Crepuscular de Mercurio se encuentra dividido en dos mil pequeños valles escavados en la roca. Como una colmena esculpida en la roca. No existe ningún camino por encima de las montañas, ya que la atmósfera tiene muy poca altura y los picos mellados de las montañas se elevan por encima de la atmósfera, penetrando en el vacío carente de aire.

Trevor sabía que sólo otro valle semejante a aquel en el que había estado, se encontraba entre él y las llanuras abiertas. Si pudiera llegar hasta este valle y atravesarlo, había pensado…

Pero en ese momento ya sabía que era imposible para él alcanzar este valle.

Estaba ya casi desollado por el horrible calor. Cuando el peso de las botas de minero llegó a ser demasiado grande para poderlas arrastrar, se descalzó y siguió caminando lentamente, sobre las rocas irregulares, con sus pies desnudos.

En ese momento lo único que le quedaba era su linterna de bolsillo, cuando se quedara sin luz su última esperanza se habría desvanecido junto con el resplandor de la linterna.

Después de un poco de tiempo esto sucedió.

Alrededor de él se extendía una oscuridad absoluta, semejante a la de una tumba. Trevor permanecía quieto, en silencio, oyendo el latir de su propio corazón, mirando hacia lo que cualquier hombre puede ver sin necesidad de luz.

Arrojó a lo lejos la inútil linterna y prosiguió dando tumbos en la oscuridad, impulsado en la huida por el terror que sentía que era todavía más fuerte que su debilidad.

Por dos veces se golpeó contra las retorcidas paredes y cayó al suelo, pero se levantó de nuevo y prosiguió su lucha contra la oscuridad y el cansancio. La tercera vez se quedó arrodillado y con las manos en el suelo, en esta ocasión tuvo que seguir hacia delante arrastrándose.

Siguió arrastrándose, era una pequeña y debil criatura enterrada en las entrañas del planeta.

El túnel por el que se arrastraba se iba haciendo cada vez más pequeño, estrechándose entorno al terrestre. De vez en cuando perdía la consciencia, pero luego la recuperaba y seguía hacia delante. En cada ocasión era más dolorosa la lucha que tenía que soportar para recuperar el conocimiento y encontrarse entre el calor, la oscuridad, el silencio y la roca opresiva.

Después de uno de estos períodos de olvido en que se había desmayado, comenzó a oír una especie de trueno apagado pero sin interrupciones, de forma que su sonido era continuo. Ya no se podía arrastrar más.

El túnel había ido reduciendo su abertura hasta ser en este momento una simple rendija, de un ancho que apenas era suficiente para dejarle pasar arrastrándose sobre su vientre, como si fuera un gusano. Entonces sintió una profunda y estremecedora vibración en la roca. El estremecimiento del suelo fue haciéndose más grande, siendo terrorífico en un lugar tan cerrado.

El vapor comenzó a extenderse, como su fuera un espectro, en el aire tibio de la cueva.

El ruido y la vibración siguió creciendo hasta alcanzar unos niveles intolerables. Trevor estaba a punto de ahogarse en el vapor. Tenía miedo de continuar su camino, pero no tenía otro lugar al que ir.

De repente, sin ninguna transición, sus manos se abrieron a un espacio vacío.

La roca que formaba el borde del túnel se debía haber desgastado por la erosión, cedió bajo el peso del terrestre y le lanzó, con la cabeza por delante, a una corriente de agua que emitía un sonido semejante al de un trueno. El agua estaba muy caliente, como para levantar ampollas. La corriente se dirigía a su destino, fuera el que fuera, a gran velocidad a través de la oscuridad.

Después de esta caída Trevor ya no fue consciente de casi nada. Recordaba su cabeza escaldada, la lucha para mantenerla fuera del agua y la terrible velocidad del río submercuriano que le llevaba, con suma rapidez, a su destino.

Varias veces se golpeó con distintas rocas, una vez tuvo que mantener la respiración durante un tiempo, que le pareció una eternidad, hasta que el techo del túnel por el que circulaba el río se elevó lo suficiente para sacar la cabeza del agua y poder respirar.

Sólo se encontraba borrosamente al tanto de que se estaba deslizando hacia una catarata que se encontraba hacia abajo, envuelta en una repentina luminosidad.

Todo estaba mucho más fresco, seguía nadando, aunque débilmente, porque su cerebro no era capaz de decirle a su cuerpo que se detuviera, pero el agua ya no lo arrastraba.

Sus pies y manos tocaron terreno sólido, tropezó y siguió caminando hasta llegar a un lugar en el que ya no había agua. Entonces intentó ponerse de pie, porque después de todo lo pasado se encontraba tumbado y rígido.

Las grandes montañas se elevaban a lo lejos hasta el Sol. Llegó la noche y con ella una violenta tempestad y un diluvio de agua. Trevor ni se dio cuenta de lo que sucedía. Estuvo durmiendo todo el tiempo y cuando despertó la salvaje aurora iluminaba a los elevados acantilados como si ardieran con una luz blanca.

Algo gritaba por encima de su cabeza.

Doliéndole todo el cuerpo y todavía prácticamente exhausto por el esfuerzo del día anterior se levantó y miró a su alrededor.

Se encontraba sentado sobre la arena de color gris pálido de una playa. A sus pies se encontraban las aguas poco profundas de un tono gris verdoso de un lago que llenaba una cavidad de piedra, de aproximadamente de media milla de ancho.

A su izquierda el río subterráneo salía por una abertura en el acantilado y se vertía en el lago, extendiéndose sobre sus aguas y formando un abanico de espuma. A su derecha el agua se derramaba sobre el borde de la cavidad para convertirse, en algún lugar más alejado y debajo del lago, nuevamente en un río.

Más allá del borde del lago, velado por la neblina y la sombra de las paredes de las montañas, se encontraba un valle.

Detrás de él, apiñados hasta el borde de la arena había árboles, helechos y flores, de forma extraña pero con un color triunfantemente vivo. Por lo que podía ver desde allí, el valle era amplio, verde y lleno de vegetación cuyos brotes surgían desordenados aquí y allá.

El agua era pura, el aire tenía un agradable olor, a Trevor le pareció que después de todo lo había conseguido. Iba a poder vivir un poco tiempo más.

Olvidando su cansancio se levantó de un salto, entonces la cosa que había silbado y gritado encima de él descendió rápidamente hacia el terrestre, la garra en la que terminaba un ala de cuero pasó tan cerca de su rostro, que casi le dio un tajo.

Retrocedió dando tumbos y gritando, la criatura se alzó volando en espiral y luego, desde las alturas, se lanzó hacia él como la vez anterior.

Trevor se fijó y vio una especie de lagarto volador, de color negro azabache salvo su vientre que era de color azafranado. El terrestre levantó las manos para protegerse del ataque, pero esta vez el lagarto no le atacó. Cuando lo observó cuidadosamente vio algo que despertó en él asombro, codicia y un escalofrío de miedo especialmente desagradable.

El ser semejante a un lagarto llevaba alrededor de su cuello un collar de oro y colocado sobre la carne escamosa de su cabeza, a lo que se ve incrustada en el mismo cráneo…¡una piedra del sol!.

No había ninguna duda, allí estaba la pequeña y maligna radiación de esta gema.

Trevor había soñado durante demasiado tiempo con piedras del sol como para estar ahora equivocado.

Observó como la criatura se alzaba nuevamente en el cielo cargado de vapor y tembló, preguntándose quién o qué había colocado esa cosa de valor incalculable en el cráneo de un lagarto volador y por qué lo había hecho.

Lo que principalmente le preocupaba era el por qué. Las piedras del sol no son simples adornos para señoras ricas. Estas gemas son muy extrañas, son cristales radiactivos que tienen una vida media un tercio más larga que el radio, se emplean exclusivamente en la construcción de delicados dispositivos electrónicos, en especial de los que trabajan con frecuencias por encima de la primera octava.

La mayor parte del superespectro, relativamente inexplorado, era todavía un misterio.

Mientras tanto, la criatura con su extraño collar y la gema seguía volando en su alrededor, esta criatura había llenado a Trevor de un profundo sentimiento de inquietud.

El lagarto no estaba cazando, no lo quería matar, pero seguía allí, donde Trevor se encontraba, sin intención de marcharse.

Allá abajo en el valle, casi imperceptible por la distancia, se oyó el solemne tañido de una campana o de un gong, que se extendió entre los acantilados, Trevor oyó el comienzo de una hermosa canción.

Sintió un irrefrenable deseo de ocultarse, por lo que se introdujo entre los árboles. Para llegar a ellos corrió a lo largo de la orilla del lago, mirando a través de las ramas vio las alas negras que se desplazaban, siguiéndolo.

El lagarto estaba mirándole con sus ojos agudos y brillantes, siguió su camina entre las flores y los helechos como un halcón observa a un conejo.

Llegó al borde de la depresión, desde donde el agua caía formando una catarata de varios cientos de pies de altura, subiendo hasta alcanzar una plataforma de roca, Trevor tuvo su primera vista, clara y completa, del valle que tenía debajo.

A pesar de todo, buena parte del valle estaba velado por la niebla, pero se podía ver que era ancho y profundo, una llanura despejada en la que se veían zonas de bosque. El valle se encontraba encerrado por una cadena montañas. Cuando se apercibió de otros detalles, su asombro creció fuera de toda medida.

¡La tierra estaba cultivada!

Se veían aglomeraciones de cabañas con techo de paja en medio de los campos y a la distancia se llegaba a percibir una ciudad construida en piedra, que a la luz abrasadora de la aurora se veía inmensa e inolvidable.

Trevor se acurrucó en la plataforma observando el valle, entonces el lagarto alado comenzó a dar perezosamente vueltas en círculo, observando y esperando, entre tanto el terrestre intentó pensar.

Un valle fértil como el que tenía debajo era una rareza en sí mismo. Pero encontrar campos cultivados y una ciudad era algo totalmente increíble.

Había visto a las tribus aborígenes que se ocultan en los valles cercados por los acantilados, en el Cinturón Crepuscular, que constituyen auténticos mundos aislados, eran pueblos subhumanos que viven precariamente entre la roca desnuda y los arroyos hirvientes, cazando los grandes lagartos para alimentarse. La ciudad seguro que no había sido construida por ninguno de estos pueblos.

Salvo que en este entorno hubieran avanzado más allá de la Edad de Piedra.

El gong tañó de nuevo, emitiendo su potente nota de desafío. Trevor vio a lo lejos pequeñas figuras de hombres montados, a esa distancia no mayores que hormigas, que salían de la ciudad y cabalgaban a través de la llanura.

El alivio y la alegría sustituyeron a las especulaciones dentro de la mente de Trevor. Estaba agotado, muerto de hambre y perdido en un mundo extraño. Encontrar algo remotamente parecido a los seres humanos y a la civilización indicaba que había tenido una suerte mejor de la que podía soñar o por lo que podía rezar.

Además, en ese lugar había piedras del sol. Miró codiciosamente a la cabeza del lagarto que seguía observándole mientras volaba en círculos. Luego comenzó a descender a través de la derruida parte exterior de la plataforma.

Las silenciosas alas negras se deslizaron tras él siguiéndolo desde lo alto del cielo.

A unos cien pies por encima del suelo del valle llegó a una proyección del acantilado. No había forma de proseguir hacia abajo salvo saltando. Se sujetó a un arbusto de forma que quedara lo más extendido posible hacia el suelo y se dejó caer, descendió unas cuatro o cinco yardas y cayó sobre una pendiente de turba húmeda. La caída le dejó sin aliento quedando tumbado en el lugar en el que había caído, entonces una fría duda penetró en su mente como un cuchillo.

Ahora podía ver el paisaje nítidamente, la forma en que estaban dispuestos los campos y la lejana ciudad. Salvo el grupo de jinetes no se había movido nada. Los campos y la llanura estaban vacíos de vida, los pequeños poblados se encontraban silenciosos, como muertos. Luego vio, balanceándose perezosamente sobre un cinturón de árboles junto al río, una segunda sombra de alas negras que le observaba.

Los árboles no se encontraban muy lejos. Los jinetes se aproximaban hacia los árboles, y por tanto, hacia él. Le pareció a Trevor que los hombres probablemente fueran una partida de cazadores, pero había algo alarmante relacionado con la desaparición de cualquier otro tipo de vida. Le pareció como si el toque de gong hubiera sido una señal para que todos los demás seres vivientes se ocultaran, mientras los cazadores estaban en el campo.

Los lagartos de ajos penetrantes eran los sabuesos que iban por delante, para encontrar la caza y hacer que huyera en la dirección elegida. Trevor miró al ominoso vigilante que tenía encima y tuvo un gran deseo de conocer qué piezas se ocultaban en el cinturón de árboles.

No había forma de retornar a la parcial seguridad que ofrecía la depresión del lago. El saliente desde el que había saltado se lo impedía. Evidentemente era una futilidad el intentar esconderse, aún así se arrastró sobre su vientre por debajo de los helechos encarnados.

La ciudad se encontraba a su izquierda, a su derecha la llanura se perdía en una mala tierra de lava y rocas desprendidas de los acantilados, que se iba estrechando para desaparecer junto a una pared de basalto púrpura, este lugar estaba todavía cubierto por una profunda sombra.

Los jinetes todavía se encontraban muy lejos. Les vio salpicar al atravesar un vado, como figuras de juguete que desprendieran gotitas de un spray.

El vigilante que se encontraba sobre los árboles, de repente se lanzó hacia abajo como una flecha. El escondite de la presa había sido descubierto.

Las sospechas de Trevor se cristalizaron en una desagradable certidumbre. Estremecido por el horror vio la bronceada figura de una joven medio desnuda salir de la brillante maleza y correr, como si fuera un antílope, hacia la tierra mala.

El lagarto volador, se elevó, descendió y golpeó.

La joven se tiró al suelo de lado. Llevaba una rama de un pequeño árbol toda cubierta de espinas, con este arma golpeó a la bestia negra, observó su reacción y echó a correr.

El lagarto describió un círculo en su torno y volvió a atacar a la joven por la espalda.

Ella se volvió, se produjo un momento de horrible confusión, en el cual las correosas alas del lagarlo la envolvieron como si se tratar de una especia de terrible capa. Después la joven siguió corriendo, pero más lentamente. Trevor se percató de que su cuerpo se encontraba manchado de sangre roja.

Nuevamente el demonio volador regresó.

La cosa estaba procurando adelantar a la mujer, para hacer que girara y se dirigiera hacia donde se encontraban los cazadores. Pero ella no se volvió, golpeó con su maza al lagarto y siguió corriendo, cayó, se alzó y prosiguió su carrera.

Trevor se dio cuenta de que la joven estaba derrotada. La bestia le quitaría la vida antes de que llegara a las rocas.

La prudencia le decía a Trevor que no se inmiscuyera en este asunto, Fuera lo que fuera lo que estaba viendo, era la costumbre del país y no era algo que fuera asunto suyo. Todo lo que pretendía era apoderarse de una de estas piedras del sol y después encontrar un camino para salir de este valle. Ya tenía bastantes problemas sin necesidad de buscar más.

Pero la prudencia fue postergada por la rabia que le produjo ver al halcón abatirse nuevamente sobre su presa con sus garras extendidas y sus mandíbulas abiertas, hambriento de la atormentada carne de la joven.

Se levantó y comenzó a animar a la joven con gritos y se lanzó por la cuesta abajo hacia ella, dispuesto a luchar.

Ella se volvió a mirarlo, tenía una cara de salvaje belleza, como Trevor nunca había visto. Sus ojos eran oscuros, chispeantes y llenos de una terrible determinación. Le gritó al terrestre en su propia lengua:

— ¡Mira!

Había olvidado su propio demonio, las alas negras, la correa que formaba su cola escamosa, le golpeó como si fuera un látigo, Trevor cayó, giró sobre si mismo y se manchó con la turba mientras rodaba.

Desde lejos oyó las voces de los cazadores, agudas y estridentes, que lanzaban gritos para asustar a la caza.

II

Por alguna razón, el asalto que había sufrido aguzó los sentidos de Trevor. Se levantó, tomó la maza de manos de la joven, lamentando no tener la pistola que había quedado enterrada bajo toneladas de roca al otro lado de las montañas. Le dije a la joven:

— Ponte detrás de mí y vigila mis espaldas.

Me miró de forma extraña, pero no era el momento más adecuado para hacer preguntas. Comenzamos a correr los dos juntos hacia la mala tierra. Parecía que se encontraba muy lejos.

Los lagartos gritaban y silbaban encima de ellos. Trevor alzó la maza, tenía el tamaño y el peso de un bate de baseball. Hacía tiempo había sido un buen jugador de este deporte. La joven dijo:

— Están viniendo.

— Túmbate en el suelo lo más que puedas, le dijo y prosiguió avanzando más lentamente.

Ella se arrojó al suelo, tras él y sus dedos se cerraron entorno a un fragmento de piedra. se oyó el batir de las grandes alas mientras descendían.

Trevor les observó. Pudo ver los ojos malignos, amarillos y brillantes, también pudo ver los collares de oro y el brillante relámpago producido por las piedras del sol, reflejado en las escamas color azabache de la cabeza. Los dos reptiles atacaron a la vez, pero desde ángulos distintos, de forma que no se pudiera enfrentar a ambos simultáneamente.

Eligió en primer lugar a al que se dirigía directamente contra él y aguardó. Le dejó que llegara cerca de él, muy cerca. En ese momento el reptil se dejó caer sobre su presa, sacando la lengua escarlata de su boca mientras emitía un silbido, al atacar extendió completamente sus garras. En ese momento el terrestre le golpeó con la maza empleando todas sus fuerzas.

El golpe fue efectivo. Oyó como algo se quebraba. La criatura gritó y luego, con el impulso de la caída golpeó a Trevor, derribándolo entre un revoloteo de alas y el golpe que le propinó un cuerpo herido del reptil alado.

El terrestre cayó mientras el segundo lagarto se colocaba sobre él.

La joven se levantó. En tres zancadas llegó a donde se encontraba y se arrojó encima de la espalda de la cosa escamosa que estaba destrozando al hombre.

El terrestre observó como la mujer procuraba que el reptil soltara su presa, golpeándolo metódicamente en la cabeza con su piedra.

Trevor apartó de una patada al lagarto herido, que tenía el cuello roto pero no tenía mucha prisa en morir. Tomó la maza y en poco tiempo la segunda bestia estaba muerta. El terrestre encontró muy fácil cogerle la piedra del sol.

Mantuvo en su mano una cosa oscura, semejante a una joya, con un trozo de hueso todavía colgando. Brillaba con un fuego interior, profundo y sutil. A este fuego contestó una chispa de excitación salvaje en el interior de Trevor desde el mismo instante en que tocó la piedra, de forma que olvidó en donde se hallaba, quién era o qué estaba haciendo. Lo olvidó todo menos el cristal fantasmal que brillaba en la palma de su mano.

Esto era más que una joya, lo que tenía en la mano era aún más que la riqueza. Era la esperanza en una nueva vida más placentera.

Se había pasado muchos años intentando hallar estas gemas por los horribles desiertos de Mercurio. Esta búsqueda había sido su última jugada y había terminado perdiendo la nave, sin haber encontrado nada y, aun si hubiera podido escapar de allí y volver con seguridad a un lugar civilizado, habría llegado a estar en la más completa ruina, se habría convertido en una de los viejos mendigos, antiguos buscadores de minerales, que tanta lástima le inspiraban.

Ahora, de repente, todo había cambiado. Esta única piedra le permitiría regresar a la Tierra como un triunfador no como un fracasado, se resarciría de todos aquellos terribles, solitarios y años vividos entre continuos peligros. Si pudiera…

Si pudiera salir de aquel valle olvidado de Dios llevando la piedra, haría tantas cosas. ¡Si pudiera!.

La joven había recuperado el aliento y le dijo con urgencia:

— ¡Vamos! ¡Ya están muy cerca!

Los sentidos de Trevor, atontados por la piedra del sol, sólo registraron vagamente los estímulos exteriores producidos por la visión y el oído. Los jinetes ya estaban muy próximos.

Las bestias en las que cabalgaban eran más altas y delgadas que los caballos. No tenían pezuñas, sino garras. Tenían cabezas estrechas de aspecto maligno, cubiertas de crestas de espinas que permanecían erectas y arrogantes. Se acercaban rápidamente llevando a sus jinetes, a lo que se veía, sin realizar un gran esfuerzo.

Los hombres se encontraban lo bastante lejos como para poder distinguir sus facciones, pero aun a esta distancia Trevor percibió algo peculiar en sus rostros, algo no natural.

Llevaban magníficos arneses y podía verse como sus cuerpos medio desnudos estaban bronceados, pero no tanto como lo estaba el cuerpo de la joven.

La mujer le sacudió con furia para despertarle de sus sueños y le gritó

— ¿Quieres que nos atrapen vivos?. Mejor hubiera sido que las bestias nos hubieran hecho trozos, todo hubiera sucedido rápidamente, pero matamos los halcones ¿No lo comprendes? ¡Ahora nos atraparán vivos!.

El terrestre no llegó a comprender lo último, pero lo preferencia de la joven por una muerte evidentemente desagradable en lugar de ser capturada le hizo reunir las fuerzas que le quedaban y que pensó había perdido en el río subterráneo.

También estaba la cuestión de la piedra del sol. Si le atrapaban con ella sus captores querrían que se la devolviese.

Agarrando la piedra preciosa se volvió junto a la joven y comenzaron a correr.

El lecho de lava estaba comenzando a calentarse con el sol. Las rocas quebradas, cortantes como cuchillos tenían un aspecto desolado y desagradable. La tierra mala y el desfiladero que se encontraba más allá se semejaba a la entrada del infierno, pero al menos ofrecía algún tipo de refugio, siempre y cuando pudieran llegar allí antes de que los atraparan.

Detrás de ellos, el retumbar de pies acolchados se oía cada vez con más fuerza.

Trevor miró una vez por encima de sus hombros, en ese momento pudo ver los rostros de los cazadores. Desde luego no se trataba de unas caras hermosas, en cada facción o en cada expresión se percibía el mismo hecho que el terrestre había notado anteriormente: el aspecto no naturas de aquellos rostros.

En el centro de cada frente, encima de los ojos, una piedra del sol se encontraba incrustada entre la carne y el hueso.

Primero habían sido los lagartos halcones, ahora estos…

El corazón de Trevor se encogió como si hubiera recibido una puñalada helada. Estos hombres eran humanos, tan humanos como él mismo y a la vez no lo eran.

Eran extraños, malvados y todos juntos le producían terror. Comenzó a comprender el porqué la joven no quería caer viva en sus manos.

Veloces e implacables, las monturas con crestas y sus extraños jinetes estaban aproximándose a los dos fugitivos. El jefe de los cazadores tomó de su silla un palo curvado y la mantuvo agarrado en su mano, equilibrándolo. En ese momento la piedra del sol de su frente brilló como si se tratara un tercer ojo maligno.

La lava y las rocas, cortantes como si fueran colmillos, brillaban a la luz del sol.

Trevor, mientras corría, se volvió hacia ellos. La joven morena, que corría delante de él, también parecía agotada. Le dolía mucho respirar, pensó que no podía proseguir más adelante, pero lo hizo. Cuando la joven no pudo más y estaba a punto de caer, puso su brazo alrededor de ella para que pudiera seguir caminando erguida.

Continuó mirando de reojo a lo que venía por detrás. Vio como el palo curvo se dirigía hacia él, pero le dejó pasar consiguiendo evitar que les golpeara.

Los demás cazadores parecían preparados para arrojarles los palos en cuanto llegaran a encontrarse a una distancia adecuada. A Trevor le pareció que le estaban observando con una peculiar intensidad, como pensando que habían descubierto en él a un extranjero. Parecía como si en su deseo de atrapar al terrestre, hubieran olvidado a la joven.

Sus pies desnudos se arrastraban sobre la lava, a la que el sol calentaba cada vez más. Se colocaron detrás de un saliente de basalto que les sirvió de escudo para protegerse de los palos que les arrojaron.

En un minuto o dos Trevor y la joven se encontraron ocultos en un terreno tan accidentado y lleno de rocas quebradas como pocos hombres habían visto.

Era como si algún gigante demoníaco hubiera removido la lava con un cucharón de cocina mientras con su mano libre rompía las montañas y removía los trozos.

Ahora comprendió porqué la joven había esperado hasta que se hiciera de día y hubiera luz para intentar la huida. Intentar cruzar por este pasaje en la oscuridad sería algo suicida.

Trevor escuchó, con los nervios a flor de piel, el ruido que hacían sus perseguidores.

En ese momento no pudo oír nada, pero siguió intranquilo y cuando la joven se tendió en el suelo para descansar le preguntó:

— ¿No deberíamos proseguir nuestro camino algo más? Ellos todavía pueden venir y darnos alcance.

La joven, de momento no le respondió, se limitó a mover la cabeza en sentido negativo. Trevor se percató de que ella le estaba mirando casi con la misma intensidad con que los cazadores le examinaron.

Era la primera ocasión que la joven había tenido de observarlo y lo estaba haciendo a conciencia. Se fijó en su corte de pelo, en la forma de su barba, en el color y textura de su piel, en los harapos de sus pantalones cortos que era todo lo que el terrestre llevaba para cubrirse.

Con mucho cuidado la joven fue percatándose de todo. Cuando hubo terminado dijo en voz baja, como si pensara que estaba hablando de algo sin importancia.

— Los korins, siempre que estén montados, no tienen miedo de nada, pero a pie y en este terreno, temen una emboscada, como ya ha sucedido anteriormente. Tu ya sabes que pueden morir, al igual que nosotros.

A pesar de su juventud, su rostro no era el rostro de una niña. Era una mujer la que miraba a Trevor, una mujer que ya había conocido la felicidad, la pasión y las amarguras de la vida, una mujer que había vivido experiencias dolorosas, que había sentido el miedo y que había aprendido que no se puede confiar más que en uno mismo. Ella le dijo:

— ¿No eres uno de los nuestros?

— No, vengo de más allá de las montañas.

No pudo averiguar si ella le creía o no, entonces le preguntó a la joven fugitiva:

— ¿Quién o qué son los korins?

— Los señores de Korith, le respondió la mujer de piel dorada.

La joven comenzó a desgarrar tiras del tejido de lino blanco que llevaba enrollado a la cintura formando una falda, luego prosiguió dándole más información.

— Habrá tiempo para hablar más tarde, todavía tenemos que marchar hasta un lugar lejano. Nuestras heridas cesarán pronto de sangrar.

En silencio, se vendaron mutuamente las heridas con las tiras de lino y reemprendieron nuevamente su camino.

Si Trevor no se hubiera encontrado tan completamente agotado y el camino no hubiera sido tan duro, se habría enfadado con su compañera. Sin embargo no tenía ningún motivo real para enfadarse con ella, salvo que percibía que la joven abrigaba algunas sospechas sobre él.

Muchas veces se detuvieron a descansar, en una de las paradas el terreste le preguntó a la joven:

— ¿Por qué los korins te estaban cazando?

— Yo estaba huyendo ¿por qué te cazaban a ti?

— Maldita sea si lo sé, quizá por accidente, había llegado al lugar en el que se encontraban volando los halcones.

La mujer llevaba una cadena de eslabones de hierro alrededor de su cuello. Una cadena resistente y sin ningún tipo de cerradura, demasiado pequeña para poder ser sacada a través de la cabeza.

De la cadena colgaba una chapa en la que estaba grabada una palabra. Trevor cogió la chapa con su mano y leyó:

— Galt, ¿Es tu nombre?

— Mi nombre es Jen, Galt es el korin al que pertenezco, es el que dirigía la caza.

La joven le inspiró a Trevor la idea de que tenía un orgullo fiero y desafiante, luego dijo, como si estuviera revelando que en realidad era una marquesa:

— Soy una esclava

— ¿Jen, cuanto tiempo has estado en este valle?. Tu y yo somos de la misma especie, hablamos el mismo lenguaje. Somos terrestres. ¿Cómo es que existe una colonia de este tamaño de la que nadie ha oído hablar hasta ahora?

La joven le explicó a Trevor.

— Hace casi unos trescientos años desde el Aterrizaje, se me ha dicho que durantes generaciones mi pueblo mantuvo viva la esperanza de que una nave vendría de la tierra para liberarlos de los korins, pero nunca vino. Salvo mediante una nave no existe forma de salir del valle.

Trevor la miró con ojos penetrantes, al tiempo que le decía:

— Yo encontré una entrada al valle y estoy comenzando a desear no haberla encontrado. Además, si no existe ninguna salida del valle ¿a dónde nos encaminamos?.

Jen se levantó y le contestó:

— Yo misma no lo sé, pero mi hombre huyó por este camino y antes que él lo hicieron otros.

La joven prosiguió su camino y Trevor fue con ella. No tenía ningún otro lugar al que encaminarse.

El calor era insoportable. Procuraban, siempre que podían, arrastrarse a la sombra de las rocas. Sufrían el tormento de la sed, pero no tenían ningún agua que pudieran beber.

La pared de basalto púrpura se elevaba, por delante de ellos, hasta una altura imposible y cada vez que lo miraban parecía que no se aproximaban al acantilado púrpura.

Durante la mayor parte del día se afanaron caminando sobre el lecho de lava. Por último, cuando ya casi habían olvidado que habían soñado con alcanzar, llegaron ante el muro púrpura, lo rodearon y dando tumbos abandonaron la mala tierra a través de un estrecho cañón que parecía la cicatriz de alguna herida producida en la montaña por un cataclismo.

Paredes de roca, pelada y llena de grietas, se elevaban por ambos lados del desfiladero, los estratos geológicos estaban dislocados, mostrando bandas de color carmesí, blanco y ocre oscuro. Una pequeña corriente de agua se deslizaba sobre el lecho de piedra.

No era mucho lo que crecía junto a la corriente.

Jen y Trevor se arrojaron sobre agua, mientras todavía se encontraban tumbados sobre la gravilla húmeda, bebiendo el agua amarga como si fueran perros, unos hombres salieron silenciosamente de entre las rocas y se colocaron alrededor de los fugitivos. Llevaban armas hechas de piedra.

Trevor se puso de pie con lentitud. Había seis hombres armados, al igual que la joven iban vestidos con faldellines de algodón blanco, muy desgastados y al igual que la falda de la mujer, habían llegado a ser casi negros por la exposición al sol durante toda una vida.

Los hombres eran todos jóvenes, duros y fortalecidos por el trabajo duro. Sus caras mostraban una tristeza impropia de sus pocos años.

Todos llevaban en sus pieles las cicatrices de las garras de los lagartos voladores. Miraban a Trevor de una forma fría y extraña.

Los recién llegados, o al menos la mayor parte, conocían a Jen, ella les llamó alegremente por su nombre y les preguntó:

— ¿Dónde está Hugh?

Uno de los recién llegados señaló hacia la pared más externa y le dijo:

— Está arriba en las cuevas, está bien, ¿Jen, quién es este hombre?

Ella se volvió y comenzó a estudiar a Trevor, luego le contestó:

— No lo sé, ellos también le estaban dando caza, vino a ayudarme. No hubiera podido escapar sin él. Mató los halcones, pero…

La joven dudó y cuando prosiguió con su relato, comenzó a escoger las palabras con cuidado.

— Dice que viene de más allá de las montañas, dice que conoce la Tierra y desde luego, habla nuestra lengua. Cuando mató los halcones destrozó el cráneo de uno de ellos para arrancar la piedra del sol que llevaba encajada en su cráneo.

Los seis hombres le miraron, luego el más alto de ellos, un joven con la cara tan ruda y agrietada como las rocas que tenía a su alrededor se acercó a Trevor y le preguntó con una voz de tono desagradable.

— ¿Por qué tomaste la piedra del sol?

Trevor le miró y le contestó:

— ¿Por qué diablos crees que lo hice? Porque es muy valiosa.

El hombre le sujetó la mano y le ordenó:

— Dámela.

Trevor se enfureció, se retiró un poco, sólo un poco para colocarse en posición de luchar, gritó furiosamente:

— ¡El infierno te voy a dar!

El hombre se le aproximó, su cara se veía oscura y peligrosa. En ese momento Jen gritó:

— ¡Espera Saul!

Saul no esperó, siguió directamente su camino. Trevor le dejó aproximarse y cuando estuvo a la distancia adecuada le dirigió un puñetazo, en ese golpe puso cada onza de fuerza que le quedaba.

El destructor puño del terrestre golpeó a Saul en el vientre y le envió hacia atrás doblado. Trevor permaneció en pie, sacando el pecho y respirando con dificultad, observando a los compañeros de Saul con ojos asustados. Luego les dijo con cierto desprecio:

— ¿Qué sois vosotros, una banda de ladrones?, de acuerdo acercaos, he traído la piedra a lo largo de un duro viaje y pienso mantenerla en mi poder.

El terrestre pronunció estas grandilocuentes palabras, lleno de rabia, pero también sintiendo el miedo crecer dentro de él. Los hombres lo rodeaban formando un anillo con el terrestre en el centro. No tenía ninguna oportunidad de eludir a sus contrincantes y huir. Incluso aunque consiguiera hacerlo, se encontraba tan agotado que lo volverían a capturar en unos pocos minutos.

Sentía el gran peso de la piedra del sol en su bolsillo, era el peso de media vida de sudor, hambre y trabajo duro sobre los yermos cubiertos de piedra de Mercurio.

Saul se puso en pie nuevamente. Su cara seguía manteniendo una tonalidad gris, se volvió a agachar y tomó una piedra aguda, terminada en punta, que había llevado anteriormente y que había perdido con el golpe que le había propinado el terrestre.

A continuación se acercó hacia Trevor, el resto del grupo también comenzó a acercarse simultáneamente, en completo silencio.

Mientras les esperaba, el hombre de la Tierra notó un sabor amargo en la boca. ¡ Haber conseguido poner las manos sobre una piedra del sol y luego perderla, y posiblemente perder también la vida a manos de una multitud de salvajes!. Esto era más de lo que se podía pedir a ningún hombre que soportara.

En ese momento, poniéndose delante de Trevor, Jen volvió a gritar:

— ¡Espera Saul!, salvó mi vida, tú no puedes…

— Es un espían korin.

— ¡No puede serlo! No lleva una piedra del sol en su frente, ni siquiera tiene una cicatriz en ese lugar.

Cuando contestó la voz de Saul era monótona e implacable:

— Este hombre tomó una piedra del sol, sólo un korin puede tocar una de estas cosas malditas.

— ¡Saul, él dice que proviene de fuera del valle!, que viene de la Tierra. ¡De la Tierra!. Es posible que las cosas allí sean diferentes.

La insistencia de Jen sobre esta cuestión, al menos había detenido a los hombres, siquiera por un momento. Trevor miró a Saul en el rostro y, de repente, comenzó a entender lo que estaba sucediendo, al menos en parte. Entonces dijo:

— ¿Pensáis que las piedras del sol son malignas?

Saul le miró de forma sombría a la vez que le respondía:

— Lo son, y la piedra que tu tienes va a ser destruida ahora mismo.

Trevor se tragó el amargo disgusto que le atenazaba la garganta y comenzó a pensar aceleradamente.

Si las piedras del sol tenían alguna significación supersticiosa en este bendito rincón de Mercurio, y así debía ser con aquellos malditos y antinaturales halcones volando para servir a los igualmente antinaturales korins, este hecho proporcionaba una nueva luz para comprender lo que allí sucedía.

Con sólo mirar a las caras de los hombres que le rodeaban se dio cuenta de que debía entregarles la piedra o morir.

Morir a manos de un puñado de salvajes fanáticos no tenía el menor sentido. Mejor dejar que tuvieran la piedra y apostar por poder recuperarla más tarde. O incluso obtener otra. ¡El valle parecía estar lleno de piedras del sol!.

Desde luego le suponía un disgusto inmenso entregar la esperanza de toda una vida a un maldito y repulsivo salvaje, y no tener más remedio…¡Diablos!. Con dolor dijo:

— De acuerdo, Aquí lo tenéis, tomadla.

Le dolió, le dolió tanto como si les entregara su propio corazón.

Saul la cogió sin darle las gracias.

Se volvió y la depositó sobre la superficie lisa de una roca y comenzó a machacar el brillante cristal con la pesada piedra con la que había pretendido golpear la cabeza de Trevor. Su joven y agrietado rostro tenía una expresión semejante a la que se hubiera puesto de manifiesto si estuviera matando un ser vivo.

Un ser al que temiera y odiara.

Trevor sintió un escalofrío, se dio cuenta que las piedras del sol eran invulnerables a todo salvo a un bombardeo atómico, pero esto no disminuyó la sensación de repugnancia que sentía al ver un objeto inapreciable siendo machacado con una maza de piedra. Entonces dijo:

— La piedra no se romperá, puedes dejar de darle golpes pues no vas a conseguir nada.

Saul arrojó al suelo su maza, tan cerca de los pies desnudos del terrestre, que éste tuvo que saltar hacia atrás para evitar el golpe.

Luego tomó la piedra del sol y la arrojó, todo lo lejos que pudo, a través del barranco. Trevor oyó débilmente el sonido que hizo la gema inapreciable, cuando al caer, golpeó con las rocas y gravilla del suelo, a los pies de la otra pared del acantilado.

Miró con atención para recordar el punto en el que la piedra del sol había llegado al suelo. En ese momento miró a Saul le dijo:

— ¡Imbécil! Has tirado una fortuna, la fortuna que yo he pasado toda mi vida buscando ¿Qué pasa contigo? ¿No tienes idea de lo que valen estas piedras?

Saul le ignoró y comenzó a hablar con sus compañeros empleando tonos ominosos:

— No se puede confiar en ningún hombre que lleve una piedar del sol, os digo que debemos matarle.

Tercamente Jen le contestó:

— No Saul, le debo la vida.

— Pero no te das cuenta de que puede ser un esclavo, un traidor trabajando para los korins.

Jen contestó entonces:

— Mira sus vestidos, mira su piel, esta mañana era blanca, ahora es roja. ¿Has visto alguna vez un esclavo de este color?, ¿Habéis visto, alguna vez, a un korin con este aspecto?. Además nunca le habéis visto anteriormente en el valle. No somos tantos como para no conocernos todos.

Después del discurso de la mujer, saul le replicó:

— No podemos aceptar ningún riesgo, al menos nosotros.

— Siempre tienes la oportunidad de matarlo más tarde. Pero, imagínate que realmente es de detrás de las montañas o, incluso, de la misma Tierra…

Jen dijo esta última palabra con un tono vacilante, como si dudara de que existiera un lugar así llamado.

— Puede que conozca algunas de las cosas que hemos olvidado, puede ayudarnos, en cualquier caso los demás tienen derecho a decir sus opiniones antes de que tú le mates.

Saul negó con la cabeza y con una voz llena de dudas dijo a continuación en tono replexivo:

— No me gusta, pero estoy de acuerdo…De acuerdo, le llevaremos a la cueva, vamos.

Luego le dijo a Trevor:

— Tú colócate en medio de nosotros, y como intentes hacerle una señal a alguien…

— ¿A quién diablos le haría las señales?

Contestó Trevor con rabia, a continuación dijo a sus captores

— ¡Escuchad! Es una pena, pero yo nunca he estado en vuestro maldito valle.

Pero el terrestre no lo consideraba una lástima, al menos no del todo.

Sus sentidos se encontraban alerta para poder recordar cada vuelta y cada giro del camino que seguían, el mismo camino que le debería llevar de vuelta para recuperar su piedra del sol. El desfiladero se estrechaba, se ensanchaba y se retorcía, pero no había otro sendero por el que hacer el camino más que el que se encontraba más allá del cauce del riachuelo. Seguimos esta ruta por un tiempo hasta que el camino se bifurcó al llegar a la pared de pura roca de un tremendo acantilado. Las dos ramas seguían una hacia arriba y otra hacia abajo, los dos caminos daban la impresión de haberse detenido en el tiempo al formarse las montañas.

El riachuelo manaba por el camino de la izquierda, Saul tomó el otro.

Los hombres prosiguieron toda el camino muy próximos a Trevor, en especial cuando resbalaba, gateaba o se arrastraba junto a ellos. Los detritus que habían quedado cuando se formó aquella falla en las montañas, en el amanecer de los tiempos, yacían extendidos por donde malamente habían caído, haciéndose cada vez más ásperos y más peligrosos con la erosión causada por cada tormenta o helada capaz de quebrar las rocas.

Sobre ellos, a ambos lados, las cimas de las montañas subían y subían, traspasando la estrecha capa de atmósfera. Sus cimas, que apenas llegaban a verse, aparecían inclinadas y parecían estremecerse. Al igual que brillan las cosas sumergidas en el agua, así brillaban los picos, como antorchas encendidas por el desnudo resplandor del sol.

Hacia arriba se veían salientes rocosos, Trevor vio hombres acurrucados en ellos, ente montones de piedras apiladas. Al verlos les gritaron y Saul les respondió. Ningún hombre podía atravesar vivo esta estrecha garganta si aquella gente decidía detenerlo.

Tras caminar durante un rato, abandonaron el fondo del barranco y tomaron un camino ascendente, el camino era en parte natural y en parte obra del hombre si bien tallado tan bastamente que esta parte también parecía natural.

El sendero se retorcía formando ángulos rectos a lo largo del acantilado, terminando en un estrecho agujero. Saul dirigió a la partida a través de la brecha. Caminando en fila india los demás le siguieron; Trevor escuchó la voz de Jen llamando a Hugh, esta voz produjo eco en una gran caverna.

Efectivamente en el interior había una cueva, una cueva muy grande, con oscuros escondrijos y armazones alrededor de sus paredes. Rayos de luz solar penetraban desde arriba a través de los orificios del techo. A lo lejos, en el fondo de la cueva, en donde el suelo descendía bruscamente, ardía un fuego. Trevor había visto en Mercurio, con anterioridad, llamas como aquella. Las había visto en los lugares donde los gases volcánicos salían al exterior por pequeñas fisuras y ardían al contacto casual con alguna chispa.

Era impresionante, una pequeña llama azulada, en forma de columna, ardía retorciéndose y ascendiendo hacia el techo de la gruta de una forma maligna. Podía sentir el aire que soplaba a su alrededor, succionado por el ardiente pilar de fuego.

Había gente en la cueva. Trevor contó menos de un centenar de personas sin tener en cuenta un puñado de niños y mozalbetes. Menos de un tercio del total eran mujeres. Todos tenían el mismo inequívoco aspecto de dureza, tal y como la vida debía ser para ellos en la cueva y eso que anteriormente aún había sido más dura.

Sintió como sus piernas se doblaban, presa de un agudo cansancio. Permaneció de pie atontado, con su espalda apoyada en la irregular pared de la caverna.

Un hombre joven y fuerte, con músculos que se marcaban bajo su piel y cabellos blanqueados por el sol, abrazaba a Jen; debía de tratarse de Hugh. Este hombre y los demás gritaban presa de excitación, preguntando y respondiendo a diversas cuestiones.

Después, uno por uno, observaron a Trevor y gradualmente la algarabía se extinguió y el silencio volvió a dominar la caverna.

Mirando al terrestre Saul dijo con voz ronca:

— De acuerdo, arreglemos esto

— Arréglalo tú, yo estoy muy cansado

Gritó Trevor mirando a Saul y a la poco amistosa multitud que les observaba y que comenzaba a oscilar ante sus cansados ojos, prosiguió diciendo:

— Soy un terrestre, yo no quise venir a vuestro maldito valle, he estado aquí un día y una noche y no he pegado ojo. Ahora me voy a dormir.

Saul comenzó a grita nuevamente contra él, pero Hugh, el hombre de Jen, se colocó frente al alborotador diciendo en alta voz:

— Salvó la vida de Jen, dejémosle dormir.

Apartó a Trevor conduciéndole a uno de los laterales de la caverna, a un lugar en el que había montones de enredaderas secas así como plantas trepadoras de las montañas, aunque pinchaban algo y estaban llenos de polvo, los montones de plantas eran una sitio más blando para dormir que el suelo de la cueva.

Trevor consiguió pronunciar unas pocas y vagas palabras de agradecimiento, quedándose dormido antes de que la última de ellas saliera de su boca.

Pasaron horas o semanas o quizá sólo unos minutos, cuando un estremecimiento, fuerte y persistente le hizo despertar, haciendo que se levantara nuevamente. Vio caras a su alrededor, las vio a través de una neblina. Vagamente se dio cuenta de que le estaban haciendo preguntas, que penetraron lentamente en su cerebro, sin que les llegara a encontrar mucho sentido.

— ¿Para que querías la piedra del sol?

— ¿Por qué no la iba a querer? Si la conseguía llevar de vuelta a la Tierra la podría vender allí por una fortuna.

— ¿Para qué la quieren allá en la Tierra?

— Con ella fabrican muchos dispositivos, super electrónica, para estudiar cosas, luz formada por longitudes de onda tan cortas que nadie puede verla. Ondas de pensamiento…¿Qué más te da a ti?.

— En la Tierra ¿Llevan las piedras del sol sobre sus frentes?

— No…su voz se detuvo y el coro de voces que le interrogaba, o el sueño del coro de voces, le abandonó.

Todavía había luz diurna cuando despertó, esta vez lo hizo con toda normalidad. Se incorporó y se sentó, sintiéndose rígido y dolorido, pero descansado. Jen se aproximó al lugar donde Trevor descansaba sonriendo y le arrojó a las manos algo, que el terrestre reconoció como un trozo de carne de lagarto de las rocas. El hombre refunfuñó con aspecto de lobo, mientras ella hablaba descubrió que ya no estaban en el día en que habían llegado a la cueva, sino en el siguiente y además en una hora tardía. La mujer le dijo:

— Han decidido permitirte que sigas viviendo.

— Supongo que tu has tenido mucho que ver en la decisión que han tomado. Gracias.

La mujer encogió sus hombros desnudos, cubiertos de heridas sin cicatrizar que señalaban aquellos lugares de su cuerpo en donde los halcones lagarto le habían clavado sus garras. Ella tenía el aspecto de cansancio que aparece después de las grandes tensiones. Sus ojos, incluso mientras le hablaba a Trevor, no dejaban de mirar a Hugh,mientras este trabajaba en alguna tarea en el borde de la cueva. Le contestó al terrestre:

— No podría haber hecho nada, si no hubieran creído tu historia, le dijo, te preguntaron cuando tu ya estabas lo bastante agotado y casi habías caído dormido de forma que no podías mentir.

El terrestre tenía un leve recuerdo de este interrogatorio, la mujer prosiguió.

— No comprendieron tus respuestas, pero si percibieron que eran sinceras. También examinaron tus vestidos, lo que queda de ellos. Ningún tejido como este es fabricado en el valle. Las cosas que mantienen unidos las piezas de tejido, Trevor comprendió que se refería a las cremalleras, nos son completamente desconocidas. Así que tú debes haber venido de más allá de las montañas. Quieren saber exactamente de qué lugar has venido y si eres capaz de regresar por el mismo camino.

Rápidamente Trevor contestó y a su vez preguntó.

— No, ¿Tengo libertad de moverme por aquí e ir a donde quiera?.

La mujer le estudió un instante antes de responderle

— Eres un extraño, no eres de los nuestros, para ti es tan fácil traicionarnos y entregarnos a los korins como no hacerlo.

— ¿Por qué habría de hacerlo? Ellos también me persiguieron a mí.

— Quizá lo hicieras a cambio de piedras del sol, tu eres un extraño, quizá te capturen vivo, ten mucho cuidado con lo que haces.

Desde fuera se oyó un grito.

— ¡Halcones, halcones ¡ ¡ Poneros a cubierto!.

III

Inmediatamente todos los ocupantes de la cueva quedaron en silencio. Observaban aquellos lugares de la cuevapor donde llegaban los rayos de luz solar, las pequeñas grietas en la superficie del acantilado. Trevor se imaginó a las criaturas semejantes a halcones que en esos momentos debían estar revoloteando y deslizándose a lo largo del desfiladero, buscando.

Por fuera todas las rocas irregulares parecían iguales. Pensó que en esta inmensidad llena de erosiones y grietas, les costaría mucho encontrar las pequeñas pistas que les condujeran a la cueva. Pero también comenzó a observar, tenso y con un sentimiento de peligro.

Ningún sonido llegaba del desfiladero. En medio de este absoluto silencio, se oyó el llanto asustado de un niño, sonó tan fuerte como si se tratara de un gran grito. Fue silenciado inmediatamente. Los rayos de luz solar se arrastraban lentamente sobre las paredes. Parecía que Jen no respiraba, sus ojos brillaban como los de un animal.

Una sombra oscura aleteó en medio de uno de los rayos de sol que iluminaban la caverna, aleteó y después se retiró. El corazón de Trevor se encontraba a punto de estallar. Esperaba que el animal volviera después, se interpusiera ante la luz del sol, se deslizara por la abertura y apareciera ante él como un demonio de grandes alas y con una piedra del sol en su frente. Esperó lo que le pareció una eternidad, pero la bestia no volvió. Tras un tiempo, un hombre se arrastró a través del agujero de entrada a la cueva y dijo:

— Se han marchado.

Jen bajó su mano y la colocó sobre sus rodillas. Todo su cuerpo había empezado a temblar, en silencio pero con una violencia espasmódica. Antes de que Trevor pudiera acercarse a ella Hugh ya la tenía entre sus brazos hablándole con susurros. La mujer comenzó a llorar, entonces Hugh se volvió y miró a Trevor que estaba situado detrás de la espalda de la mujer.

— Ha sido demasiado para ella.

Trevor miró los rayos de luz que penetraban en la caverna y contestó:

— Si, ¿Vienen los halcones con mucha frecuencia?

— Los envían cada vez que tienen esperanzas de cogernos descuidados. Si pudieran localizar la cueva nos expulsarían de aquí y nos harían bajar hasta el valle. Hasta ahora no la han descubierto.

Ahora Jen se había quedado tranquila. Hugo la sacudió con sus manos grandes y torpes. Le dijo al terrestre.

— Supongo que te diría lo que se acordó sobre ti, quiero decir que debes tener mucho cuidado.

Trevor, se inclinó hacia delante y le contestó:

— Si, me lo dijo, escucha, todavía no sé qué hace tu pueblo aquí y qué pasa en estas tierras. Cuando escapamos de los korins, Jen me dijo algo sobre un aterrizaje que ocurrió hace trescientos años. ¿Trescientos años de la Tierra?

— Más o menos, algunos de nosotros aún siguen contando el tiempo que ha transcurrido desde entonces.

— Las primeras colonias terrestres se establecieron en Mercurio por esas fechas, en dos o tres de los valles más grandes. Se trataba de colonias mineras. ¿Ésta era una colonia de ese tipo?

Hugh negó con la cabeza, diciendo a continuación:

— No, lo que sucedió es que aterrizó una gran nave cargada con gente de la Tierra. Esto seguro que es verdad pues la nave todavía se encuentra aquí y nosotros también. Parte de los pasajeros de la nave eran colonos y otra parte eran presidiarios.

Pronunció esta última palabra con todo el odio y desprecio que siempre acompañaba a la palabra korin. Trevor dijo con tono impaciente:

— En los primeros días de la colonización se traían presidiarios para que trabajaran en las minas, esto dio muchos problemas por lo que se dejó de emplear esta mano de obra. ¿Los korins son…?

— Son los descendientes de los presidiarios. La gran nave chocó en el fondo del valle pero la mayor parte de sus ocupantes no murieron. Después del choque los presidiarios mataron a las personas que estaban a cargo de la nave y obligaron a los colonos a obedecerlos. Así comenzó todo, por esto nosotros estamos orgullosos de ser esclavos, pues esto significa que descendemos de los colonos, no de los presidiarios.

Ahora Trevor podía hacerse una idea clara de la situación en el valle, sobre todo porque lo que le contaban ya había sucedido antes, de una forma o de otra en diferentes lugares.

La nave cargada de emigrantes, que se dirigía a una de las colonias, había perdido su curso debido a las grandes tormentas magnéticas que todavía hacían de Mercurio la pesadilla de los hombres del espacio.

Ni siquiera podían haber pedido ayuda a nadie ni radiado su posición. La terrible proximidad del sol, hacía imposible cualquier forma de comunicación basada en la radio. Los presidiarios habían quedado libres, mataron a los guardias que los escoltaban y se encontraron, sin darse cuenta, como dueños de aquel paraíso y con los colonos como esclavos para servirlos.

Un paraíso bastante seguro, por lo demás. Mercurio tenía infinitos valles en la zona crepuscular. Desde el espacio todos parecían más o menos semejantes, medio ocultos por delgadas capas de aire, únicamente aquellos que eran distinguibles por su tamaño y fácilmente accesibles tenían colonias permanentes.

La única manera de penetrar en la mayoría de estos valles es con una nave que pueda moverse directamente hacia arriba y hacia abajo. Salvo que por un accidente casual una nave tuviera que aterrizar en aquel valle, los antiguos presidiarios estaban a salvo de ser descubiertos.

Tocándose la frente Trevor preguntó:

— ¿Y las piedras del sol? ¿Qué me dices de las piedras del sol y de los halcones?. No los tenían a su servicio cuando aterrizaron.

— Efectivamente no, vinieron después. Hugh miró a su alrededor con aire de disgusto y continuó.

— Mira Trevor, esto es algo sobre lo que no se debe hablar demasiado. Puedes ver el por qué si piensas en lo que nos han hecho. Pensándolo mejor, es algo sobre lo que no debes hablar en absoluto.

— Pero ¿Cómo las colocan en sus cabezas?, ¿Por qué lo hacen?, y sobre todo ¿Por qué las desperdician colocándolas en las cabezas de los halcones?.

Jen, que se encontraba protegida dentro del círculo que formaban los brazos de Hugh, miró a Trevor con aire sombrío. Le contestó:

— No lo sabemos con exactitud, pero los halcones son los ojos y los oídos de los korins. Desde los tiempos en que comenzaron a emplear a los halcones con piedras del sol en la frente, no hemos tenido esperanza de librarnos de sus ataques.

La idea que estaba enterrada en el subconsciente de Trevor desde la noche precedente y que no dejaba de intrigarle, salió al exterior espontáneamente. El terreste gritó con excitación:

— ¡Los halcones se comunican con sus amos a través de ondas mentales! ¡Estoy seguro!

Luego prosiguió diciéndole a Jen, con un aire frenético pero en tono de voz más bajo:

— Maldita sea, durante años se ha estado experimentando en la Tierra con piedras del sol, no se han detenido los experimentos desde que se descubrieron, pero los científicos terrestres nunca llegaron a pensar que…

Jen pregunto con miedo en la voz:

— ¿También hay en la Tierra piedras del sol?

— No, no en la Tierra las únicas piedras del sol que hay son las que se llevan desde Mercurio. De alguna forma, al estar Mercurio tan cerca del Sol le hace sufrir una sobredosis de radiación solar, así mismo está sometido a extremos de calor y frío. Cuando se formó el planeta sus componentes tuvieron que soportar inmensas presiones. La reunión de todas estas circunstancias condujo a la formación aquí de un tipo particular de cristal. Pienso que por ello estos cristales se llaman piedras del sol.

El terrestre movió la cabeza y prosiguió con su disertación.

— Os voy a decir como funciona esto: existe una comunicación mental directa entre los korins y los halcones, a través de las piedras del sol, así de sencillo. Si se coloca la piedra encajada en el cráneo, casi en contacto con el cerebro, no se necesitan máquinas complicadas para conseguir la transmisión de las señales de pensamiento. No hacen falta ni emisores ni receptores, como los que se han desarrollado en los laboratorios imitando lo que aquí se produce de forma tan simple.

Trevor tuvo un escalofrío al pensar en lo que estaba diciendo.

— Tengo que admitir que no me gusta la idea, hay algo repulsivo en ella.

En ese momento, Hugh dijo con amargura:

— Mientras ellos eran sólo hombres, y presidiarios, teníamos la esperanza de derrotarlos algún día, aunque ellos tenían todas las armas, pero cuando se transformaron en korins…

Hugh señaló los huecos de la cueva en la que se encontraban y terminó la frase:

— …Ésta es la única libertad que nos queda ahora.

Trevor miró a Hugh y a Jen y se sintió invadido por un sentimiento de lástima que iba en aumento, por ellos y por todos aquellos hijos de la Tierra que ahora sólo eran esclavos empleados como piezas de caza y para los que aquel túmulo en la roca significaba libertad.

Pensó en los korins que cazaban a aquella gente con la ayuda de los halcones, que eran sus ojos de largo alcance, sus oídos y sus armas y sintió un odio ciego, quiso poderlos golpear con…

De repente detuvo sus pensamientos. Dejar que las simpatías le dominaran no le hacía bien a nadie. Lo único que le interesaba a él, era conseguir, otra vez, una piedra del sol y salir de este valle del diablo. Había dedicado la mitad de su vida a conseguir una de estas piedras y no iba a tolerar, que personas que eran para él extraños absolutos, le apartaran ahora de su camino.

El primer paso que debía dar era escapar de la cueva.

Debería hacerlo aquella noche. No se montaba guardia en los bordes de las rocas porque los halcones no volaban en la oscuridad y los korins nunca se movían sin ellos.

La mayor parte de la gente se encontraba muy atareada en aquellas breves horas de seguridad. Las mujeres buscaban musgo y líquenes comestibles. Algunos hombres traían agua del arroyo que se encontraba en la bifurcación del camino, otros con mazas de piedra y lanzas primitivas, cazaban a los grandes lagartos de las rocas, que dormían en las hendiduras atontados por el frío.

Trevor esperó hasta la cuarta noche, luego, cuando la partida de Saul salió a por agua, empezó a mirar, como si fuera casualmente, el camino que habían seguido. Al cabo de un tiempo les dijo a Jen y a Hugo:

— He pensado ir con ellos, no he estado en el lugar a donde van desde que estoy aquí.

No parecía que su propósito fuera sospechoso, Jen le contestó:

— No te apartes de los demás, es muy fácil perderse entre las rocas.

Se volvió y se encaminó a la oscuridad, siguiendo a la partida que iba a por agua, les siguió hasta la bifurcación del camino, en aquel lugar era muy fácil apartarse a un lado entre los trozos de roca y abandonar al resto del grupo, dirigiéndose, en silencio, corriente abajo.

Después de haber permanecido varios días en la oscuridad de la cueva, se dio cuenta de que la luz de las estrellas era suficiente para moverse por el exterior.

Pero a pesar de que había luz suficiente era muy penoso caminar entre las rocas, cuando llegó al alto en donde Saul había intentado matarle, se encontraba agotado y lleno de cortes y moratones.

Sin embargo al llegar a este punto, que había determinado cuidadosamente, cruzó la corriente y comenzó a buscar.

Cada vez hacía más frío. Las rocas que antes habían quemado sus manos, comenzaron a helar. La escarcha comenzó a depositarse sobre su cuerpo formando una ligera capa.

Trevor tiritaba y juraba mientras le castañeteaban los dientes. El terrestre luchaba contra el entumecimiento que se iba apoderando de su cuerpo a la vez que rezaba para que no se desprendieran las piedras sueltas que tenía encima cayeran sobre él y le golpearan. Si no hubiera sido porque había estado realizando prospecciones sobre Mercurio durante mucho tiempo, no habría podido sobrevivir.

Le resultó más fácil encontrar la piedra en la oscuridad que a la luz del día, sin tener un detector. Vio el brillo de una pálida luz entre las oscuras piedras, en el mismo lugar en donde Saul la había arrojado.

La recogió.

Hizo saltar la piedra en la palma de su mano y la tocó amorosamente con las puntas de sus dedos. Cuando brillaba en la oscuridad, tenía un cierto aspecto frío, de belleza repelente, era un extraño subproducto de los dolores del parto que habían dado a luz a Mercurio, único en el sistema solar. Su radiactividad era de un tipo y una potencia tal que no dañaba los tejidos vivos, su maravillosa sensibilidad había hecho posible que los físicos exploraran, al menos un poco, en las desconocidas regiones del espectro que se encontraban más allá de la primera octava.

Con un gesto motivado por la curiosidad levantó la piedra y la presionó, con fuerza, sobre la carne que tenía entre las cejas. Lo más normal es que no funcionara así, debería aplicarse más profundamente, debajo del hueso…

Funcionó, ¡Dios mío, funcionó!, algo le atrapó, algo le alcanzó el cerebro directamente y no le dejaba ir.

Trevor gritó y el sonido de su grito se perdió en la oscuridad vacía, lo intentó de nuevo pero ningún sonido salió de su garganta.

Algo le había prohibido gritar, algo que estaba aquí, abriendo las hojas de su cerebro, como si fueran las páginas de un libro para niños. Aquello no era un halcón, ni tampoco un korin, no era nada humano o animal del tipo que él había conocido antes. Era algo frío, solitario y remoto, tan exrtaño como los picos de las montañas que se alzaban hacia las estrellas, igual de fuerte que ellas y completamente sin piedad.

El cuerpo de Trevor comenzó a sufrir convulsiones. Cada uno de sus sentidos intentó hacer que comenzara a correr, forzándole a que escapara, sin embargo él no podía hacerlo. Un extraño sollozo, semejante al llanto de un niño salía de su garganta.

Intentó arrojar la piedra del sol, pero era algo que tenía prohibido. La rabia llegó pisándole los talones al horror, estalló una protesta ciega contra aquella indecente invasión de lo más íntimo de su cerebro. El sollozo aumentó hasta parecer el maullido de un gato, un sonido fantasmal y enloquecedor que reverberaba en el estrecho pasaje. Tomó con su mano libre su otra mano que mantenía apretada la piedra contra su frente.

Consiguió apartar su mano de la frente.

Sintió un dolor como si le partieran el cerebro en dos. Justo antes de que se rompiera el contacto notó una llamarada de sorpresa, luego un sentimiento de enfado, que se iba desvaneciendo, y luego nada.

Trevor cayó al suelo. No llegó a perder el conocimiento por completo, pero un mareo se extendía por todo su cuerpo y notaba como si todos sus huesos se hubieran transformado en agua. Le pareció que debería pasar mucho tiempo antes de que se pudiera mantener nuevamente en pié. Sin embargo se levantó y comenzó a temblar.

Había algo en aquel maldito valle, algo o alguien, que podía ver a través de las piedras del sol y topar posesión de la mente de los hombres. Esto era lo que controlaba a los korins y los halcones y también a él hacía un instante. El horror de esta extraña zarpa que había atrapado su cerebro, todavía se encontraba gritando dentro de su cabeza. Roncamente susurró

— ¿Pero quién…?

Se dio cuenta de que estaba equivocado, la palabra correcta debía haber sido ¿Qué…?

Porque lo que fuera no era humano, no podía serlo, lo que había invadido su mente no era ni un hombre ni una mujer. Era algo muy distinto, pero lo que fuera no quería saberlo, sólo quería salir de allí.

Trevor se dio cuenta de que había comenzado a correr, hiriéndose los tobillos con las rocas. Intentó controlarse mientras se obligaba a quedarse quieto. Su respiración cada vez era más sobresaltada.

Todavía llevaba la piedra del sol en la palma de su mano, llena de sudor. Tenía un deseo irrefrenable de arrojar la piedra con todas sus fuerzas, lo más lejos que pudiera. Pero ni la amenaza de un extraño horror puede hacer que un hombre se desprenda de lo que ha estado buscando durante la mitad de su vida, por ello Trevor la mantuvo apretada aunque la odiaba.

Se preguntó si aquel poder que le había alcanzado a través de la piedra no podría actuar más que cuando ésta se encontraba apretada contra la frente, cerca del cerebro, por ello mantuvo la piedra lo más alejada que pudo de su cabeza.

Un pensamiento terrible renovó el horror que sentía Trevor. Pensó en los korins, los hombres que llevaban las piedras colocadas sobre sus frentes. ¿Se encontraban siempre, siempre, bajo la garra helada del extraño que se había apoderado de su mente?, ¿Estos eran los amos del pueblo de Jen?

Se forzó a apartar este pensamiento de su mente. Debía olvidar todas las preocupaciones excepto la de cómo salir libre de aquel lugar.

Prosiguió su carrera, todavía temblando, no podría ir muy lejos antes de que amaneciera, entonces debería ocultarse entre las rocas para a la noche siguiente intentar alcanzar las paredes rocosas que cerraban el valle a la noche siguiente.

Estaba contento cuando comenzó a amanecer y los primeros fuegos de la aurora iluminaron los altos picos, por encima del cielo.

En ese momento una sombra pasó oscilando sobre él, miró hacia arriba y vió a los halcones.

Era un grupo numeroso de halcones que no le habían visto ya que no estaban buscando por entre las rocas en las que Trevor se ocultaba. Iban volando directamente por encima de la garganta, no en círculos buscando algo. Ahora iban conducidos por un único propósito, deshacer el camino que habían realizado anteriormente.

Los observó con intranquilidad. Había muchos más de los que había visto juntos anteriormente, pero como volaban directamente sobre la garganta pronto desaparecieron de su vista. Pensó:

— No me van buscando, pero…

Trevor debería haberse sentido aliviado, pero no lo estaba, por el contrario, su intranquilidad era cada vez mayor y la causa era una conclusión a la que había llegado de forma ineludible.

Los halcones estaban volviendo a la cueva, ya que se dirigían hacia allí en línea recta, sin desviarse ni a la izquierda ni a la derecha, los halcones no tenían ninguna duda, ellos, o quien les dominara, sabía exactamente donde encontrar a los fugitivos. Trevor se dijo a sí mismo:

— Pero esto es imposible, no han podido aprender, de repente, el lugar exacto donde se encuentra la cueva, después de estar buscándola tanto tiempo sin éxito.

— ¿Seguro que no han podido?

Una idea se estaba abriendo camino entre los ansiosos pensamientos de Trevor, una idea que no quería aceptar de ninguna manera. Pero que no podía rechazar, ni dejaba de atormentarle, de repente lanzó un grito en voz alta, un grito lleno de dolor y de culpa.

— ¡No puede ser, es imposible! ¡No aprendieron de mí el lugar donde se encuentra la cueva!

Pero no podía apartar de su memoria, el horrible momento cuando en el cañón aquella cosa se había apoderado de su mente a través de la piedra del sol y le había parecido que ojeaba entre los pliegues de su cerebro, como si fueran las páginas de un libro.

La inmensa y extraña mente que se había apoderado de su cerebro, mediante aquel horroroso contacto, había leído claramente en su cerebro, estaba seguro. En su cerebro había descubierto el secreto del lugar en donde se encontraba la cueva.

Trevor sufrió una intensa agonía de culpabilidad.

Se arrastró fuera del montón de rocas en el que había estado ocultándose y comenzó a correr de vuelta hacía la garganta rocosa, siguiendo el camino que habían tomado los halcones. Aún había tiempo de avisarles.

Dando tumbos, corriendo, llegó al lugar en el que el cañón se bifurcaba, entonces, encima de él, comenzó a oír los gritos de las mujeres llenos de espanto y los roncos alaridos de los hombres, llenos de furia y desesperación. Siguió corriendo hasta llegar, más adelante, a la boca de la cueva y contemplar el espectáculo que había temido hallar.

Los halcones habían penetrado en la gruta y habían echado fuera a los esclavos y estaban intentando reunirlos, como si fueran ganado, en el cañón y conducirlos hacia los lechos de lava.

Pero los esclavos luchaban contra aquellas bestias.

Alas oscuras revoloteaban con gran estrépito en aquella estrecha garganta entre las paredes de roca. Las garras golpeaban y las colas azotaban como si fueran látigos. Los hombres luchaban, vacilaban y tropezaban entre sí. Algunos murieron, también perecieron algunos halcones, pero la mayoría de los esclavos estaban siendo empujados hacia la parte baja del cañón, bajo el constante acoso de las bestias voladoras.

En ese momento Trevor vio a Jen. Se encontraba un poco apartada de los demás, Hugh estaba con ella, la había colocado en un hueco en la roca, que le servía de protección y estaba, en pie firme, junto a ella con un trozo de roca en sus manos, intentando golpear a un halcón. Hugh estaba gravemente herido, pero luchaba bien.

Trevor lanzó un grito salvaje en el que puso toda su rabia contenida e inútil y saltó dirigiéndose por la cuesta hacia ellos gritando.

— ¡Cuidado Hugh!

El halcón, se elevó, miró, y se giró dirigiéndose directamente, a través del aire, hacia la espalda de Hugh.

El hombre se giró parcialmente, pero no lo hizo con la rapidez suficiente. Las garras del halcón cayeron sobre su cuerpo clavándose profundamente. Hugh cayó a tierra.

Jen estaba gritando cuando Trevor alcanzó el lugar en donde se encontraba. No detuvo su carrera mientras recogía una roca y la arrojaba sobre el halcón que se encontraba sobre la espalda de Hugo. El terrestre saltó sobre la bestia, mientras Trevor apretaba el cuello escamoso se oyó un horrible sonido producido por el batir de unas alas. El cuello que apretaban las manos del terrestre era fuerte, pero no lo bastante, terminó quebrándose.

Era demasiado tarde. Cuando se aclaró su vista observó como Jen miraba, de forma extraña y salvaje, al hombre y al halcón que yacían juntos entrelazados, sobre el polvo. Cuando Trevor la tocó la mujer se resistió un poco, como si realmente no le viera, como si ella no pudiera ver nada más que las blancas costillas de Hugh.

Trevor intentó apartarla del lugar diciéndole:

— Jen, por amor de Dios, está muerto, debemos alejarnos de aquí.

Quizá tuvieran una oportunidad. Los halcones negros estaban dirigiendo a los humanos para que descendieran por el cañón, que se encontraba un poco por debajo de ellos. Si podían ocultarse entre las rocas del acantilado, había una esperanza.

IV

Tuvo que arrastrar a Jen cuya cara se había quedado absolutamente pálida.

Al minuto siguiente comprendió, que nunca alcanzarían las rocas que les sirvieran de refugio, que no tenían ninguna oportunidad, ninguna en absoluto. Dos de los últimos halcones que estaban conduciendo a los humanos, se volvieron y se dirigieron directamente hacia ellos.

Trevor colocó a Jen detrás de él y esperó con ansia tener otro cuello entre sus manos antes de que le derribaran.

Las sombras oscuras picaron hacia abajo, pudo ver las piedras del sol brillando en sus cabezas. Le atacaron directamente…

Pero en el último instante se apartaron del terrestre.

Trevor esperó. Los halcones regresaron de nuevo rápidamente, pero no se dirigieron hacia él sino hacia Jen.

Colocó a la mujer a sus espaldas y nuevamente los halcones se retiraron sin completar su ataque.

Trevor comprendió la verdad. Los halcones estaban evitando dañarle.

— ¡Quien quiera que les de las órdenes, los korins o el otro, no quiere dañarme!.

Tomó a Jen en sus brazos y comenzó a correr hacia las rocas.

Inmediatamente los halcones hirieron a Jen. Esta vez no pudo protegerla a tiempo. La sangre brotó de los largos surcos producidos por las garras en la piel de sus suaves y bronceados hombros.

Jen gritó, Trevor dudó e intentó seguir dirigiéndose hacia las rocas, Jen comenzó a llorar en cuanto una cabeza escamosa le golpeó el cuello.

Trevor pensó con furia, así que era esto, yo no debo ser herido, pero me conducirán a donde quieran atacando a Jen.

Y efectivamente así lo hicieron. Con aquellas dos sombras de grandes alas intentando desgarrar su cuerpo, nunca podría llegar al refugio de las rocas con Jen viva. Tendría que seguir el camino que ellos quisieran, o si no harían con Jen lo que habían hecho con Hugh.

Trevor gritó salvajemente a los demonios que le rodeaban

— ¡De acuerdo!, dejadla en paz, iré a donde queráis.

Se giró llevando en brazos a Jen y se dirigió tras los otros esclavos, hacia la parte baja del cañón en donde estaban concentrándose como si fueran un rebaño.

Durante todo el día, los halcones negros estuvieron conduciendo a los esclavos hacia la parte inferior de la pequeña corriente de agua, alrededor de la gran roca de basalto, en el lecho desnudo de lava negra herida por el sol. Algunos esclavos caían sin que los halcones hicieran nada para que prosiguieran su camino ni nadie les ayudaba a levantarse, por lo que se quedaban en el lugar de su caída.

Trevor llevó a Jen durante mucho tiempo, una parte del camino lo hizo arrastrándola, pero no tenía ni una vaga idea de cómo la transportó la otra parte.

El terrestre se encontraba atontado, el odio era lo único que se mantenía vivo en su interior. Cuando notó que le quitaban a Jen comenzó a luchar recuperando sus facultades adormecidas.

Miró y vio que se encontraba rodeado por un anillo de hombres montados, korins cabalgando sus grandes bestias provistas de crestas. Las piedras del sol brillaban en sus frentes.

Miraron hacia abajo observando a Trevor con miradas hostiles, especulativas, llenas de curiosidad. Sus rostros humanos, por lo demás vulgares, parecían extrañamente malvados y no terrestres por el parpadeo de las piedras.

Bruscamente uno de ellos le dijo al terrestre:

— Vendrás con nosotros a la ciudad, esta mujer irá con los demás esclavos.

Trevor le miró y le contestó

— ¿Por qué me llevas a mí a la ciudad?

El korin levantó su fusta amenazadoramente a la vez que le contestaba con tono enfadado

— ¡Haz como se te ha ordenado, monta!

El terrestre vio que un esclavo había traído un animal ensillado para él, y que lo sujetaba a su lado, sin mirarle ni a él ni a los korins. Trevor contestó:

— De acuerdo, iré con vosotros.

Se montó en el animal y permaneció sentado esperando. Sus ojos brillaban como dos carbones al rojo vivo con el odio que ardía en su interior. Sus captores formaron un círculo a su alrededor y cuando el jefe dio una orden, partieron galopando hacia la lejana ciudad.

Trevor debió estar dormitando mientras cabalgaba pues de repente se dio cuenta de que el sol se estaba poniendo y se estaban aproximando a la ciudad.

Viéndola como la había visto anteriormente, sin nada para comparar su tamaño mas que los picos titánicos que se elevaban por encima de la atmósfera de Mercurio, le había parecido una simple ciudad construida en la roca. Ahora se encontraba a poca distancia, nubes oscuras se extendían entre el lugar donde se encontraba y el valle allá abajo, sin embargo todavía brillaba la luz hasta la mitad de la montaña opuesta, reflejándose hacia abajo la luz que brillaba en la estrecha franja de cielo. Todo parecía flotar en una extraña dimensión entre el día y la noche.

Trevor miró hacia la ciudad, cerró sus ojos y volvió a mirar.

El tamaño era imposible.

Miró rápidamente a los korins, con la sensación mágica de que podía haber encogido mientras dormía hasta alcanzar el tamaño de un niño. Pero sus captores no habían modificado su tamaño, al menos en relación con él. Se volvió a mirar la ciudad forzándose a sí mismo a verla en perspectiva.

Se levantaba a pico desde el nivel de la llanura. No había una zona en la que la ciudad se fundiera con su entorno por medio de suburbios, palacetes con jardines o filas de casitas. Se elevaba como un acantilado, tenía una forma cuadrada, solemne y desagradable.

Los edificios también eran cuadrados, colocados rígidamente en torno a una plaza. No eran muy elevados, la mayoría sólo tenía una planta pero Trevor se sintió, ante ellos, como si fuera un enano, como nunca se había sentido ni ante los rascacielos más elevados de la Tierra. Se trataba de un sentimiento antinatural que le producía miedo.

No había murallas ni puertas, ni caminos que condujeran al interior de la ciudad. Las bestias pisaban el césped de la llanura abierta e inmediatamente, sin transición sus garras resonaban sobre el pavimento de piedra y los edificios se alzaban a sus lados, inmensos, sin gracia, parecían oscuros y abandonados a la luz sombría de la tarde.

No se oía ningún sonido en ninguna parte, ni brillaba ninguna lámpara en los alféizares de las negras ventanas ni en las puertas semejantes a cavernas. EL último rayo de luz del oculto sol pasó a través de los altos picos e iluminó la parte superior de los muros de la ciudad. Trevor pensó que éstos eran muy antiguos, que tenían al menos, la mitad de la antigüedad de los mismos picos.

Los alféizares de las ventanas, las puertas y las escaleras que conducían a ellas le hicieron comprender, de repente, a Trevor que se encontraba equivocado.

El miedo que se encontraba latente en el interior del terrestre se extendió hasta llenar por completo el espíritu de Trevor.

La ciudad y los edificios en su interior, los escalones y las puertas y la altura de las ventanas, todo estaba proporcionado de forma normal…si la gente que viviera allí tuviera veinte pies de altura.

Se volvió al korin y le preguntó

— Vosotros nunca construisteis este lugar, ¿Quién lo hizo?

Uno de los korins que se llamaba Galt le contestó:

— Cállate esclavo

Trevor le miró y a continuación lo hizo a los demás korins. Algo en la expresión de sus caras y en la forma en la que cabalgaban a lo largo de las oscuras y vacías calles le dijo al terrestre que ellos también tenían miedo. Entonces les gritó:

— Vosotros los korins, los señoriales semidioses que cabalgan y envían a sus halcones a cazar y matar…¡Tenéis más miedo de vuestro señor del que los esclavos os tienen!

Se volvieron hacia él con las caras pálidas que quemaban de odio.

Recordó como aquello se había apoderado de su cerebro allá en el cañón. Recordó como se había sentido y entonces comprendió muchas cosas. Preguntó a sus captores:

— ¿Korins, como se siente siendo esclavo? ¡No sólo esclavo de cuerpo sino tener también esclavizado el espíritu y el alma!.

Galt se revolvió como si fura una serpiente a la que han golpeado. Pero el golpe que le iba a dar nunca llegó. La mano alzada que sujetaba la pesada fusta primero se detuvo y luego bajó a su posición anterior. Los ojos del korin brillaban, cargados y llenos de impotencia, bajo el parpadeo de la piedra del sol.

Trevor rió sin tener ganas y a continuación les dijo:

— Esto, lo que sea, me quiere vivo, por lo tanto supongo que estoy seguro y puedo deciros lo que pienso de vosotros, Vosotros seguís siendo presidiarios ¿Verdad?, después de cien año son me extraña que odiéis a los esclavos.

Por supuesto no eran los mismos presidiarios. Las piedras del sol no proporcionaban la longevidad. Trevor sabía como se reproducían los korins, robándoles mujeres a los esclavos, guardando los niños varones y matando a las niñas. El terrestre volvió a reir.

— Después de todo, la vida que llevan los korins no es tan buena, incluso el cazar y matar no puede haceros olvidar vuestra situación. No me extraña que odiéis a los demás, ciertamente ellos están esclavizados…¡Pero vosotros estáis poseídos!

Les hubiera gustado matarle pero no podían, lo tenían prohibido. Trevor los miró con la última luz del atardecer. Las joyas y los espléndidos arneses, las bridas de las bestias rígidas por el oro que llevaban, las armas…todo lo que llevaban le pareció que era absurdo, como si fueran coronas de papel y cuentas de vidrio que los niños se colocan en sus juegos cuando pretenden que son reyes.

Los korins no eran señores ni dueños, sólo eran pobres hombres, esclavos, las piedras del sol eran el emblema de su vergüenza.

El grupo de jinetes prosiguió su camino. Calles vacías, casas vacías con ventanas demasiado elevadas para que los ojos humanos pudieran mirar en su interior y escalones demasiado altos para que las piernas humanas pudieran subir por ellos.

La oscuridad llegó a ser completa y el primer estampido del trueno y el brillo del relámpago llegó de por entre los acantilados. Las bestias comenzaron a apresurarse, marchando casi al galope, asustados por los relámpagos y el agua muy caliente que comenzó caer.

Llegaron a una gran plaza, alrededor de la cual se encontraba un rígido rectángulo de casa, estas se encontraban iluminadas por antorchas. En las monstruosas entradas a las casas, se veían pequeñas figuras esparcidos, se trataba de una guardia de korins.

En el centro exacto de la plaza se encontraba una estructura baja y lisa de piedra, no tenía ventanas, sólo una puerta.

Detuvieron los animales ante la entrada sin luz, Galt le dijo a Trevor:

— Bajemos.

Las luz lívida y rojiza que brillaba en el cielo le descubrió a Trevor el rostro del korin, reía como ríe un lobo antes de matar. Después sonó un trueno y comenzó a caer la lluvia. Le empujaron violentamente hacia el hueco de la entrada.

Entró dando tumbos sobre un pavimento de baldosas desgastadas por el tiempo. Se encontraban en la más completa oscuridad, sin embargo los korins se movían con seguridad como si fueran gatos. El terrestre sabía que ellos habían estado allí antes muchas veces y que les disgustaba estar allí. Sintió como el odio y el miedo brotaban de los cuerpos que se encontraban cerca de él, estos sentimientos se podían oler en el aire cálido que los rodeaba.

Los korins no querían estar allí pero tenían que hacerlo, no tenían más remedio.

Se habría caído de cabeza al llegar a un tramo de escaleras descendentes si alguien no le hubiera cogido del brazo. Los escalones eran enormes. Se vio obligado a bajar como los niños pequeños, arrastrándose de escalón en escalón. Desde las profundidades le llegó una ráfaga de aire ardiente, como si saliera de un horno, pero aún así Trevor seguía teniendo frío. Se percató como la dura piedra de los escalones se encontraba gastada, teniendo huecos formados por el paso de incontables pies.

¿A quién pertenecían esos pies? ¿A dónde se dirigían?

Un fulgor sulfuroso comenzó a crepitar en la oscuridad. Siguieron descendiendo por lo que parecía un camino muy largo, el fulgor aumentó su brillantez de forma que Trevor pudo ver de nuevo los rostros de los korins. El calor era espantoso, pero el frío aún seguía rodeando al corazón del terrestre.

Los escalones terminaron en una gran sala de techo bajo, tan grande que el extremo opuesto se perdía en la vaporosa oscuridad. Trevor pensó que debían haber salido de la construcción a una caverna natural, porque dispersas por el suelo rocoso brotaban pequeñas fumarolas ardientes y burbujeantes produciendo una luz mortecina y un olor a azufre.

Alineadas a lo largo de las paredes de la sala, se podían ver filas de estatuas sentadas en tronos de piedra.

Trevor las miró y un escalofrío recorrió su espalda. Las estatuas de hombres y mujeres, o más bien de criaturas semejantes a hombres y a mujeres, estaban sentadas, desnudas y solemnes, con sus manos dobladas sobre sus regazos. Sus ojos hechos de piedra mate rojiza, parecían mirar hacia delante. Sus rasgos extraños y compuestos de forma que reflejaran una extraña y triste paciencia, mostraban arrugas de piedra alrededor de las boca y en las mejillas.

Las estatuas que habrían tenido, quizá, veinte pies de altura si hubieran estado de pie, habían sido talladas por un maestro del cincel en una sustancia parecida al alabastro.

Galt le sujetó por un brazo y le dijo:

— No, no te vas a escapar ¿Te acuerdas cuando te reías de nosostros? Vamos a ver si vuelves a reír alguna vez más.

Le obligaron a caminar entre las filas de estatuas. Estatuas silenciosas con un curioso y fantasmal aspecto de estar meditando sobre pensamientos y sentimientos hace mucho tiempo desaparecidos, pero que alguna vez fueron importantes en esta ciudad, pensamientos quizá diferentes de los de los humanos pero igual de fuertes.

Ninguna de las estatuas era igual a otra ni en su cuerpo ni en su cara. Trevor se percató de que tenían detalles que rara vez aparecen en las esculturas, un miembro lisiado, una deformidad, una cara a la que faltaba expresión, ni bella ni hermosa, como esperando que un artista trabajara en ella. Todas las estatuas parecían corresponder a ancianos, aunque Trevor no habría podido explicar la causa de esta impresión.

Había otras salas que se habrías a la principal en la que se encontraban. No tenía medios para adivinar hasta donde se extendían, pero pudo ver que en ellas se encontraban otras sombrías filas de figuras sentadas, semejantes a las de la sala donde se hallaba.

Estatuas, estatuas innumerables, aquí abajo en los subterráneos de la ciudad…

Trevor se detuvo, moviendo los brazos con fuerza para escapar de sus captores, apoyándose en la roca caliente del suelo con sus pies desnudos. Gritó:

— Es una catacumba, ¡No son estatuas, son cuerpos, son cadáveres sentados!.

Galt le contestó:

— Sigue, sigue riéndote.

Le sujetaron, eran demasiados para poder luchar. Trevor sabía que no era con ellos con los que tenía que pelear. Algo le estaba esperando en el fondo de la catacumba, algo que había poseído su mente con anterioridad y que quizá querría…

Se estaban aproximando al final de la gran sala, la luz enfermiza de las fumarolas mostraba las últimas filas de figuras sentadas. ¿Habían muerto allí en esa posición o habían sido traídas aquí después de morir?.

Las filas de los dos lados terminaban bruscamente, los dos últimos tronos se encontraban exactamente frente a frente.

Pero en el oscuro final de la pared se encontraba otro trono de piedra solitario, mirando a la tenebrosa oscuridad de la sala, sobre él se sentaba una figura de alabastro semejante a un hombre, rígida, las manos de piedra se apoyaban sobre sus muslos de piedra, era una figura que no se diferenciaba de las demás salvo que…

Salvo que los ojos estaban vivos.

Los korins retrocedieron un poco. Todos salvo Galt que miró a Trevor, su cabeza inclinada, sus ojos sombríos, su boca nerviosa, sin mirar hacia el er que se encontraba delante de ellos.

Trevor miró a los ojos de la criatura, remotos y sombríos semejantes a dos piezas de calcedonia y a la pálida cara de alabastro, todavía viva y con sentimientos, llena de una profunda y extraña tristeza.

La catacumba estaba totalmente silenciosa. Los espantosos ojos estudiaron a Trevor, por un momento su odio fue atemperado por un extraño sentimiento de piedad cuando pensó en como sería el cerebro y la inteligencia que se ocultaban detrás de aquellos ojos, que ya se encontraban en la tumba, sabiéndolo.

Unas palabras sin sonido penetraron en su mente diciéndole:

— Una larga vida y una larga muerte, la maldición de mi pueblo.

Una violenta sacudida recorrió el cuerpo del terrestre, casi se volvió para huir al recordar la tortura que había padecido en el cañón. Se dio cuenta de que mientras había estado contemplando al ser, una fuerza gentil y firme, como una sombra que se deslizara, le había invadido, ahora el ya no era dueño de sí.

La voz silenciosa murmuró dentro del terrestre

— A esta distancia no necesito piedras del sol, en otros tiempos no las necesité a ninguna distancia, pero ahora soy viejo.

Trevor miró al ser de piedra que le observaba y luego se acordó de Jen, de Hugh yaciendo muerto en el polvo con un halcón negro destrozándole el cuerpo, el sentimiento de asombro le abandonó y su odio amargo volvió a brillar en su corazón.

— Así que me odias tanto como me temes pequeño humano, ¿Querrías destruirme?.

Trevor notó en el interior de su mente una risa gentil

— He observado a las generaciones de humanos vivir y morir tan rápidamente…y yo estaba aquí antes de que ellos llegaran, esperando.

El terrestre contestó con un gruñido

— Tú no te quedarás aquí para siempre, Esos que eran como tú murieron, tú también lo harás.

— Ciertamente, pero el proceso de morir es lento, pequeño humano, la química de nuestro cuerpo no es semejante a la de las plantas o de los animales basados en el carbono, rápidos en crecer y rápidos en morir. La nuestra es de otro tipo, somos como las montañas, somos sus primos. Las células de nuestro cuerpo están basadas en el silicio, por ello nuestra carne dura largo tiempo, con la edad, sus movimientos son cada vez más lentos y se vuelve rígida. Pero incluso entonces debemos esperar mucho, muchísimo tiempo, para morir.

Trevor llegó a percibir, parcialmente, la verdad de esa larga espera y eso le hizo sentirse agradecido por la fragilidad de la carne humana.

La voz silenciosa susurró en su interior diciendo:

— Soy el último, durante algún tiempo tuve la compañía de otras mentes de mi raza pero todos han muerto antes que yo, hace mucho tiempo.

Trevor tuvo una visión de pesadilla del planeta Mercurio, en algún incalculable eón del futuro, un mundo helado que caía sobre un sol apagado, llevando en su interior las filas sin fin de los cuerpos de alabastro, sentados en sus tronos de piedra, erguíos en la negrura mortal bajo el hielo.

Se esforzó en volver a la realidad, aferrándose a su odio como un nadador se aferra al borde de la piscina, con su voz ronca, llena de pasión y amargura gritó:

— Sí, te destruiré, ¿Qué otra cosa podías esperar después de lo que has hecho?

— No pequeño humano, tú no me destruirás, me ayudarás a que yo lo haga.

Trevor le miró con sorpresa y le contestó.

— ¿Ayudarte? ¡No podré hacerlo si me matas!

— No morirás, no me serías de utilidad si estás muerto, pero vivo puedes servirme, por eso te he salvado.

— ¿Servirte como ellos?

El terrestre se volvió y señaló a los korins que, pensó, estaban esperando. Pero no lo estaban, los korins se estaban aproximando con las manos dispuestas a sujetarlo

Trevor los golpeó, por un instante, cruzó a través de su mente el pensamiento de lo extraña que debía parecer su batalla contra los korins, los golpes, las caídas sobre el pavimento de piedra…, bajo la mirada escrutadora de la cosa de piedra.

Pero de forma tan extraña como había comenzado el combate terminó. Una orden imperiosa golpeó su cerebro y un sueño negro se abatió sobre él, como si hubiera sido golpeado por un puño.

V

Oscuridad, Estaba perdido en un mar de oscuridad, y el ya no era el mismo. Huía a través de la oscuridad, corriendo a tientas, gritando por algo que se había ido. Una voz le respondía, una voz que no quería oír…

Oscuridad, sueños.

Amanecer, en las alturas de las montañas resplandecientes. Se encontraba de pie en la ciudad, observando como crecía la luz, brillante y sin piedad, observando como quemaba la parte superior de los muros más elevados y después deslizarse hacia abajo, hacia las calles, dibujando densas sombras en los huecos de las puertas y ventanas, de forma que las casas parecían cráneos con sus órbitas vacías y sus bocas sonrientes.

Los edificios ya no le parecían demasiado grandes. Paseaba entre ellos y cuando llegaba a un tramo de escaleras las subía con facilidad. La parte superior de las ventanas no estaban por encima de su cabeza. Él conocía estos edificios, miraba a cada uno de ellos mientras paseaba, sabiendo como se llamaba y recordando su historia, tenía una memoria muy, muy larga.

Los halcones descendían hacia donde se encontraba, eran sus fieles sirvientes con piedras del sol en sus frentes. Palmeó ligeramente sus cuellos doblados y los halcones silbaron suavemente con alegría, sus mentes se encontraban vacías salvo por una sensación vaga.

Paseó, a través de calles que le resultaban familiares sin encontrarse con nadie, paseó desde el amanecer hasta la puesta del sol, y cunado cayó la noche prosiguió su camino. Nada se movía en la ciudad, en ella solo se percibía el silencio de las piedras.

No podía soportar la ciudad. Todavía no había llegado su hora, aunque las sutiles señales de la edad avanzada ya le habían alcanzado. Por ello bajó a las catacumbas y tomó su puesto junto a los otros que le estaban esperando y con los que aún podía comunicarse mentalmente, de forma que no quedara solo con el silencio.

Los años siguieron pasando sin dejar señales en la tenebrosa oscuridad de las cámaras mortuorias.

Una tras otra, las últimas mentes de las catacumbas fueron quedando en silencio, hasta que todas murieron menos él. Para entonces la edad ya lo había encadenado al lugar en el que ahora se encontraba, haciendo que fuera incapaz de ir de nuevo a la ciudad, donde había vivido de joven, cuando era el más joven de todos…Sannach, le habían llamado el Último.

De forma que siguió esperando la muerte en soledad. Sólo alguien que fuera familia de las montañas podía soportar una espera así en el lugar de los muertos.

Luego, entre una explosión de fuego y el retumbar del trueno, llegó una nueva vida humana al valle. Vida humana, blanda, frágil, receptiva, inteligente y sin protección. Una vida dominada por violentas y desconcertantes pasiones. Con lentitud, muy cuidadosamente, la mente de Sannach llegó a comprenderlos.

Algunos de los hombres eran más violentos que otros. Sannach veía sus emociones como formando estructuras escarlatas sobre el negro de su mente. Ya se habían hecho amos de los otros humanos y por su culpa algunos de los frágiles cerebros, llenos de sentimientos, de los demás, habían llegado a la locura. Sannach pensó:

— A éstos los tomaré a mi servicio, sus estructuras mentales son simples, pero fuertes, yo estoy interesado en la muerte.

En la nave había habido un cirujano pero estaba muerto. Pero no había necesidad de cirujano para lo que se iba a hacer.

Cuando Sannach terminó de hablar a los hombres que había elegido, contándoles las funciones de las piedras del sol y diciéndoles la verdad, aunque no toda, todos estuvieron de acuerdo, completamente de acuerdo, con la promesa de poder que les hacía. En ese momento Sannach tomó el control absoluto. Las torpes manos de un presidiario, dirigidas por él, se movieron mostrando una exquisita habilidad en el manejo de los escalpelos del cirujano muerto, haciendo una incisión circular y un delicado corte en el hueso de la frente de los convictos.

¿Quién era el hombre que yacía allí, tranquilo bajo el bisturí?, ¿Quienes eran los que se agachaban entorno suyo con extrañas piedras en sus frentes?. Tienen nombres y yo los conozco, más cerca, más cerca…conozco al hombre que está tumbado con sangre entre los ojos…

Trevor gritó, alguien le abofeteó la cara, con intención y dolorosamente. Volvió a gritar mientras luchaba y agarraba, seguía cegado por las visiones y las nieblas oscuras, la voz que tanto temía le volvió a hablar gentilmente en su mente diciéndole:

— Todo esto ya ha pasado Trevor, ya ha pasado.

La mano, le volvió a abofetear con fuerza, mientras oía una voz humana ronca que le decía:

— ¡Despierta, despierta condenado!.

Despertó, se encontraba en el centro de una gran sala, agazapado en la actitud de un luchador, tiritando y sudando. Sus manos contraídas no agarraban nada. Debía haber estado, medio inconsciente, moviéndose con violencia, porque había extendido el montón de pieles que se encontraba junto a la pared. Galt estaba observándole.

— Bienvenido terrestre, ¿Qué se siente al ser uno de los señores?

Trevor le miró. Un rayo de luz penetró por las altas ventanas muy por encima de su cabeza, haciendo brillar las piedras del sol entre las cejas oscuras de los korins. La vista de Trevor se fijó en un solo punto luminoso. Galt le dijo:

— Si, es verdad.

Trevor comprendió que los labios de Galt no se habían movido ni habían hecho ningún tipo de sonido, lo cual supuso un terrible golpe para el terrestre.

Galt prosiguió hablando sin abrir la boca.

— Las piedras nos proporcionan una habilidad limitada, por supuesto no como la Suya, pero lo bastante para controlar los halcones e intercambiar ideas entre nosotros cuando no nos encontramos muy lejos unos de otros. Por supuesto nuestras mentes siempre están abiertas a Él, para cuando le plazca llamarnos.

Trevor preguntó con un susurro, intentando desesperadamente convencerse de que las cosas no eran así:

— No tengo dolor, mi cabeza no me molesta.

— Por supuesto que no, Él tiene cuidado de que no tengas dolores.

— ¿Sannach?, si no es este ¿Cómo conozco su nombre? ¿Y el sueño? ¿Y la pesadilla interminable en las catacumbas?.

Galt retrocedió, miró a Trevor y le dijo:

— Nosotros no usamos ese nombre, a Él no le gusta ¿Qué pasa terrestre? ¿Por qué eres tan inocente? ¿Recuerdas el tiempo en que te reías de nosotros? ¿Has perdido tu sentido del humor?

De golpe cogió a Trevor por los hombros y lo volvió, colocándolo ante una gran lámina de una sustancia vidriosa pulida que se encontraba en la pared. Un espejo para gigantes en la que se reflejaba toda la inmensa habitación, que hacía que las figuras de los hombres parecieran de enanos.

Galt levantó la cabeza de Trevor y le dijo:

— Vamos, mírate la cara.

El terrestre se sacudió de las manos de Galt. Se acercó al espejo sin que le ayudaran, colocó sus manos sobre la fría superficie y se miró el rostro y vio lo que había en él. Era verdad.

Entre sus cejas centelleaba y brillaba una piedra del sol. Su rostro, el rostro que le era familiar, normal, no muy feo, al que se había acostumbrado durante toda su vida, se había transformado en algo monstruoso y antinatural, una máscara que le daba aspecto de duende, en la que aparecí aun tercer ojo maligno.

Un escalofrío recorrió su corazón y sus huesos. Se alejo del espejo retrocediendo un poco, sus manos se movieron ciegamente hacia arriba, con lentitud, dirigiéndose a la piedra que se encontraba en su frente. Su boca se encontraba doblada como la de un niño, dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Sus dedos tacaron la piedra, entonces se llenó de ira, clavó las uñas en su frente, agarra la dura piedra, intentando arrancársela, sin importarle si moría en el intento.

Galt le observaba, sus labios esbozaron una sonrisa, pero en sus ojos se leía un odio cerval.

La sangre se deslizó a los dos lados de la nariz de Trevor pero la piedra del sol seguía en su sitio. Sollozó y clavó sus uñas aún más profundamente en su frente. Sannach le dejó proseguir hasta que se causó un dolor agudo, como una cuchillada de agonía que parecía capaz de cortarle la cabeza en dos y desprender estas mitades de su cuerpo. En ese momento Shannach actuó con toda la fuerza de su mente. No se enfadó, porque no tenía sentimientos, ni crueldad, porque no era más cruel que las montañas que eran su familia. Actuó porque era necesario.

Trevor notó que el frío y solitario poder lo arrollaba como si se tratara de una avalancha. Movió sus brazos, como si así lo pudiera detener, pero esto rompió sus defensas reduciéndolas a la nada, entonces la fuerza se introdujo en la ciudadela más profunda de su mente.

En esta trepidante y oscura fortaleza, todo lo que era propio de Trevor se hundió, perdiéndose su armamento de odio, sólo débilmente recordaba que, una vez, en un estrecho cañón, había sido capaz de hacer retroceder a su enemigo y conseguido volver a ser libre.

Entonces, algún instinto animal, muy por debajo del nivel del pensamiento consciente, le avisó de no presentar la última batalla en aquel momento, sino enterrar la pequeña arma que constituía este recuerdo y esperar, dejar que este recuerdo que todavía controlaba siguiera sin modificar e incluso sin conocer, por su captor.

Trevor dejó caer sus manos con desmayo y su mente quedó atontada. La fría y negra marea de poder se detuvo y luego comenzó a deslizarse alejándose, retirándose de las amenazadas murallas de su mente. Desde fuera de los límites internos de su cerebro, Sannach habló:

— Tu mente está más cerrada que las de los korins nacidos en el valle. Ellos están bien acondicionados, pero tú…tú recuerdas que una vez me desafiaste. Entonces el contacto fue imperfecto, ahora no es imperfecto. Trevor recuerda esto también.

Trevor lanzó un largo y trabajoso suspiro y luego susurró:

— ¿Qué quieres de mí?

— Ve y mira la nave, tu mente me dice que tú entiendes de esas cosas, ve y mira si puede volver a volar.

La orden de Sannach sorprendió por completo al terrestre.

— ¡La nave! ¿Pero por qué…?

Sannach no estaba acostumbrado a que sus órdenes suscitasen preguntas, sin embargo contestó con paciencia.

— Aún me queda un poco de vida, varias de vuestras cortas generaciones, he estado demasiado tiempo en este valle, demasiado en estas catacumbas, quiero salir de aquí.

Este deseo sí que lo podía comprender Trevor. Habiendo tenido un atisbo de la pesadilla que constituía la mente de Sannach, podía comprenderlo perfectamente. Por un instante tuvo lástima de aquella criatura atrapada, que se encontraba sólo en el Universo, entonces se interrogó a sí mismo.

¿Qué harás si dejaras el valle? ¿Qué harías si llegaras a otro asentamiento humano?

— ¿Quién sabe?, aún me queda una cosa, curiosidad.

— ¿Te llevarías contigo a los korins y a los halcones?

— Algunos, ten en cuenta que son mis ojos y mis orejas, mis manos y mis pies, pero Trevor percibo que no estás de acuerdo.

Con amargura el terrestre contestó:

— ¿Qué importa lo que yo piense? Iré a mirar la nave.

Galt se le acercó con un puñado de antorchas y le dijo:

— Vamos, te enseñaré el camino.

Pasaron a través de la gran puerta, saliendo a las calles, entre los enormes y vacíos edificios cuadrados. Eran las calles y los edificios que el terrestre había conocido en su sueño, recordando que, en su pesadilla, había luces y voces en la ciudad. Trevor se dio cuenta de que sólo le acompañaba Galt, dirigiéndolo hacia la parte del valle que el no había visitado nunca. Entonces su mente volvió a pensar en algo que ni el impacto que le había producido despertar con la piedra en la frente le había hecho expulsar de su consciencia.

Jen.

Un pánico repentino se extendió a lo largo de su cuerpo. ¿Cuánto tiempo había pasado en las catacumbas desde que se puso el sol? El bastante tiempo para que pudiera suceder casi cualquier cosa.

Se imaginó a Jen desgarrada por los halcones, su cuerpo yaciendo muerto como el de Hugh había yacido. Se volvió para atacar a Galt que había sido el amo de la pareja.

De repente Sannach le habló con el fantasmal silencio al que se encontraba acostumbrado.

— La mujer está segura, aquí cuídate de ti mismo.

Su mente había sido ocupada firmemente y le dirigió hacia un canal que era completamente nuevo para él. Sintió una curiosa y pequeña impresión con el contacto y de repente se encontraba mirando hacia abajo, desde un punto que se encontraba en alguna parte del cielo.

Vio un establo rodeado de cercas de piedra y en su interior pequeñas figuras. Sus ojos no hubieran visto más, pero los ojos que empleaba ahora eran más agudo s que los de un águila, aunque no distinguían el color, sino sólo el blanco el negro y los matices intermedios.

Reconoció a una de las distantes figuras como Jen.

Quería acercarse a donde se encontraba la mujer, quería acercarse mucho. De una forma más bien oscura, su punto de vista comenzó a descender girando, bajando cada vez más.

Jen miró hacia arriba. Trevor vio como la sombra de unas alas grandes se extendía sobre la mujer, entonces comprendió que estaba viendo a través de uno de los halcones. Hizo que éste se retirara para no asustar a la mujer, pero no antes de poder ver el rostro de la mujer. La cara rígida, como tallada en piedra de Jen había desaparecido para dejar paso al rostro de una tigresa herida. Trevor le dijo a Sannach

— La quiero

— Le pertenece a Galt, yo no interfiero.

Galt se encogió de hombros y dijo:

— De acuerdo, quédatela, pero mantenla encadenada, es tan peligrosa que no vale para nada, salvo como carne para los halcones.

La nave no se encontraba muy lejos de la ciudad. Yacía volcada sobre uno de sus costados, justo delante de una pequeña estribación, sobresaliendo delante de la barrera de acantilados. El golpe había sido duro, algunas de las planchas del casco se habían doblado, pero visto desde fuera, el daño no parecía irreparable…si tienes los conocimientos y las herramientas de trabajo necesarios.

Hace trescientos años podría haber volado de nuevo, pero ahora, los que tenían los conocimientos y la voluntad de repararla estaban muertos, los presidiarios querían permanecer en donde se encontraban.

El fuerte metal del casco exterior, una aleación capaz de resistir una fricción capaz de quemar un meteoro, había soportado bastante bien los tres siglos de clima mercuriano. Estaba corroído y en aquellos lugares en donde se habían formado grietas el casco interior se veía lleno de óxido. De todas formas el casco aún mantenía la forma de una nave.

Shannach preguntó ansiosamente:

— ¿Volará?

Trevor le contestó rápidamente

— Todavía no lo sé.

Galt encendió una linterna y se la entregó, a la vez que le decía:

— Yo me quedaré en este lugar.

Trevor se rió y le contestó:

— ¿Cómo vas a volar sobre las montañas?

— Él verá como, cuando llegue la hora. Toma estas otras antorchas, allí está muy oscuro, le contestó Galt.

Trevor subió por el costado y penetró por una escotilla, andando con mucho cuidado sobre las cubiertas de la nave, inclinadas y llenas de óxido. Se había quitado a la nave todo lo que podía ser de algún uso, dejando únicamente las habitaciones desnudas, de las que casi había desaparecido el esmalte de las paredes y algunas literas cubiertas de moho.

Enun armario junto a la escotilla encontró varios trajes espaciales. El tejido se había podrido, pero algunos cascos todavía se podían emplear y la mitad de las botellas de oxígeno todavía mantenían el gas en su interior. Sannach le urgió con impaciencia:

— Trevor, ve a lo esencial.

— El puente de mando todavía estaba intacto, aunque los vidrios, formados de múltiples capas de glasita, mostraban roturas en forma de tela de araña. Trevor examinó los controles. Era un auténtico aventurero del espacio, acostumbrado a volar en su pequeña nave a enormes distancias del mundo en el que hacía la prospección. En el puente había algunos aparatos que él no conocía, pero, en conjunto, comprendía bastante bien el funcionamiento del puente de mando.

— No hay que ir muy lejos Trevor, sólo sobre las montañas, leo en tu mente y recuerdo lo que leí en las mentes de los que murieron en la caída de la nave, más allá de la muralla de montañas hay una llanura de roca pelada que se extiende un centenar de vuestras millas, luego hay otra cresta montañosa, que parece sólida, pero no lo es, más allá hay un fértil valle, veinte veces más grande que Korith, en donde viven terrestres.

— El valle sólo es parcialmente fértil y las minas que trabajaron los terrestres están casi cerradas. Pero unos pocos terrestres todavía viven allí y algunas naves aterrizan.

— Eso está bien, un lugar pequeño para empezar…

— ¿Para empezar a qué?

— ¿Quién lo sabe?. Tú no comprendes Trevor. Durante siglos he sabido exactamente lo que haría. El no conocer supone una forma de renacer.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Trevor, que siguió analizando los controles. Los cables eléctricos, protegidos por capas de aislante inperviplast y los demás conductos, parecían en buen estado. La cámara de los generadores, que se encontraba en la parte baja, había sufrido daños, pero no de gran consideración.

Había baterias de repuesto, corroídas, pero que si se cargaban podían funcionar por un cierto tiempo.

— ¿Volará?.

— Te he dicho que todavía no lo sé. Será preciso trabajar mucho.

— Hay muchos esclavos para realizar este trabajo.

— Si, pero sin combustible será inútil.

— Mira a ver si hay combustible.

Los perfiles de lo que Trevor ocultaba en la parte más secreta de su mente iban definiendo una idea cada vez más clara. El no quería imaginarlo nítidamente pues entonces Sannach también se daría cuenta. Comenzó a pensar con intensidad sobre los generadores, las baterías y la forma de cargarlas.

Se arrastró a lo largo de las oscuras entrañas de la nave muerta, intentando llegar hasta la proa. La antorcha proporcionaba una luz rojiza y humeante, que iluminaba almacenes abandonados y habitaciones saqueadas. Un gran compartimente se encontraba cerrado por una pesada puerta, que se había desprendido con el impacto como si fuera hojalata. Trevor pensó:

— De aquí es de donde salieron los presidiarios, como si fueran lobos escapando de una trampa.

En las salas inferiores, donde peor había sido el impacto, se encontraban útiles de minería y maquinaria agrícola, todo deshecho, sin ninguna utilidad, pero sin embargo imponente, con sus arados oxidados y las formas extrañas en que había quedado la maquinaria. La visión de la maquinaria le hizo pensar en armas, dejó desarrollarse la idea, pero mezclada con la figura de hombres trabajando en la cosecha. Shannach lo comprendió:

— ¿Armas?

— Pueden ser utilizadas como tales. El metal que contienen puede ser empleado para reparar el casco.

Encontró los depósitos de combustible. En los normales vio que se había aprovechado hasta el último grano de polvo del material fisionable, pero los depósitos de emergencia todavía tenían algo en las roscas que los cerraban. No mucho pero lo suficiente.

VI

Una gran excitación comenzó a recorrer el cuerpo de Trevor, demasiado intensa para poder ocultarla en un rincón de su mente. No lo intentó, dejó que se manifestara libremente en su cerebro, entonces Sannach murmuró:

— Estás contento, la nave volará. Estás pensando que cuando lleguemos al otro valle y te encuentres nuevamente en medio de tu gente, hallarás el medio de destruirme. Quizá así sea, ya veremos.

A la luz de la humeante antorcha, mirando hacia abajo a un sucio y estrecho pasadizo, vio las cámaras de ignición, con los tubos sellados cubiertos de óxido. Trevor sonrió, se podía pensar una mentira al igual que decirla. Sannach, en algún sentido, era humano.

— Necesitaré ayuda, toda la ayuda que esté disponible.

— La tendrás.

— Llevará tiempo. No me apresures y no me distraigas. Recuerda, tengo tantas ganas de cruzar las montañas salir de este valle como tú.

Shannach rió

Trevor consiguió más antorchas y comenzó a trabajar en la sala de generadores. Notó que Shannach se había retirado de su interior, ocupándose ahora de los korins y de los esclavos.

A pesar de todo no disminuyó sus precauciones. Las áreas de su cerebro que se encontraban abiertas se encontraban llenas de deseos de venganza, venganza que se ejecutaría cuando alcanzaran el otro valle.

Poco a poco, las preocupaciones de tener que trabajar con maquinaria anticuada y parcialmente destruida, expulsaron de su mente cualquier otra idea. Pasaba un día y una noche y otro medio día antes de que las cargas fueran estibadas de la forma que deseaba, antes de que un generador destrozado pudiera funcionar con una carga cuatro veces menor de su potencia normal. La mejore batería de repuesto se podían cargar.

Pasó de la oscuridad iluminada por la luz de la antorcha al puente, quedando cegado por la luz como si fuera un topo, allí se encontró a Galt sentado, el korin le dijo:

— Él confía en ti, pero no demasiado.

Trevor le miró ceñudo. El cansancio, la excitación y un sentimiento de no poder disponer de su destino se habían combinado para colocarlo en un estado de irrealidad, en donde su mente operaba con más o menos independencia.

Había formado una fuerte muralla protectora alrededor de su castillo interior, de forma que ocultaba sus pensamientos, incluso a sí mismo. Ya casi había comenzado a creer que iba a hacer volar aquella nave hasta llegar a otro valle y luchar con Sannach allí. Por ello no se sorprendió de oír decir suavemente en su mente a Sannach:

— Trevor, puedes intentar irte tú sólo, pero eso no me gustaría.

El terrestre gruñó y contestó:

— Creo que me controlas a tal nivel, que no podría escupir si tú me lo prohibes

— Me estoy enfrentando aquí a muchas cosas que no conozco, nunca fuimos un pueblo aficionado ala mecánica, por ello muchos de tus pensamientos, aunque los leo nítidamente, no tienen significado para mí. Trevor efectivamente puedo controlarte, pero no puedo arriesgarme con la nave.

— No te preocupes, no puedo llevarme la nave antes de que el casco esté reparado, si lo hiciera se caería en pedazos.

Lo que Trevor acababa de decir era cierto, el terrestre había hablado con honradez.

— A pesar de todo, Galt estará a tu lado, como mis manos y mis pies, como una guardia adicional a ese objeto que llamas panel de control y que tu mente me dice que es el corazón de la nave. Te prohibo tocarlo hasta que llegue la hora de partir.

El terrestre escuchó la risa silenciosa de Sannach.

— Trevor la traición está implícita en tu mente, pero tendré tiempo. Los impulsos de tu pensamiento son muy rápidos y no puedo leerlos con antelación. Pero hayan intervalo entre la idea y su realización práctica. Quizá sólo una fracción de segundo. Pero eso será suficiente para detenerte.

Trevor no le discutió. Estaba nervioso por el esfuerzo de no entregar el último reducto de su individualidad y de fijar con fuerza sus pensamientos en la dirección que deseaba Sannach, sin apartarse un ápice ni a la izquierda ni a la derecha.

Pasó una mano sucia sobre cara, temblando al tocar la piedra del sol que desfiguraba su frente y dijo con tono sombrío:

— Los alojamientos deben limpiarse. La nave nunca levantará su peso, además necesitamos su metal para reparaciones.

Pensó, de nuevo, intensamente en las armas que se podían hacer con el metal y dijo:

— Envíame a los esclavos.

Con firmeza Sannach le contestó:

— No, los korins realizarán el trabajo, no pondremos nada que pueda convertirse en arma en manos de los esclavos.

Trevor permitió que una ola de desagrado recorriera su mente, luego se encogió de hombros y dijo:

— De acuerdo pero envíamelos.

Se acercó a una de las amplias escotillas y se quedó de pie, mirando hacia la ciudad. Los esclavos habían sido amontonados, a una distancia de la nave, para que esta estuviera segura. Estaban esperando como ganado hasta que fueran necesarios. Unos cuantos korins montados les vigilaban mientras los halcones volaban sobre sus cabezas.

Viniendo hacia la nave, moviéndose con una lentitud que evidentemente era una forma de protesta, se aproximaba un pequeño ejército de korins. Trevor podía sentir claramente el pensamiento de aquel grupo. Durante toda su vida jamás se habían ensuciado las manos trabajando, estaban enfadados por tener que trabajar ahora como si fueran esclavos.

Clavándose las uñas en las palmas de sus manos Trevor salió al exterior para mostrar a los korins lo que tenían que hacer.

No podía mantener oculta durante mucho tiempo, la idea que mantenía dolorosamente oculta en su mente bajo muchas capas de verdades a medias y engaños. Lo que ocurriera debería ocurrir pronto y Sannach lo sabría.

A la luz humeante de muchas antorchas los korins comenzaron a luchar en las salas exteriores con las masas de metal oxidado que antes fueron máquinas. Trevor le dijo a Sannach

— Envíame más aquí abajo, estas cosas son muy pesadas

— Están todos aquí menos los que guardan a los esclavos, estos no pueden abandonar su puesto.

— De acuerdo, entonces haz trabajar a los que están aquí.

Volvió a las cubiertas llenas de metal, atravesando pasadizos inclinados, al principio se movía con lentitud, luego cada vez deprisa, con sus pies desnudos arrancando capas de óxido y su cara, con el tercer y fantasmal ojo, blanca y extrañamente tranquila.

Por su mente cruzaban corrientes de pensamientos absurdos, confusos y sin sentido, camuflaje desesperado destinado a ocultar hasta el último instante aquello que Sannach no debía conocer. La voz mental de Sannach sonó alerta y llena de alarma.

— Trevor.

Lo que fuera iba a suceder ahora, en la oscuridad, había llegado la hora, no podía mantenerlo oculto durante más tiempo. Estalló todo, como un resplandor rojo en la oscuridad. Sanach lo supo y le atacó con todo el frío poder de su mente, ahogándolo.

Trevor llegó corriendo al puente de mando.

La primera ola negra de poder mental le golpeó allí aplastándolo. El puente de mando parecía crecer alcanzando dimensiones inauditas, propias del delirio, Galt le esperaba al otro extremo del puente y detrás de él, se hallaba un pequeño interruptor que debía ser conectado exactamente en aquel instante.

El inmenso poder de Sannach le volvió a golpear, no dejándole pensar, ni moverse, ni ser. Pero muy en su interior, en aquella parte de la mente de Trevor que había permanecido oculta, las murallas mentales no se habían derrumbado y se mantenían en alto con la señal de la determinación de luchar.

Este era el momento, el tiempo de luchar y Trevor desenterró su armamento de furia que había mantenido enterrado hasta ese momento, dejó libre su odio mientras le gritaba a la fuerza extraña:

— ¡Te vencí una vez y volveré a hacerlo!

La cubierta comenzó a oscilar bajo sus pies, las grandes lonas desprendidas de las paredes pasaban oscilando como velos entre la niebla. No sabía si se estaba moviendo estaba quieto, pero seguía notando el enorme peso que soportaba su cerebro, que se encontraba a punto de estallar, como si aguantara una montaña que oscilaba y caía. Intentó suavizar su odio que era la única arma que le quedaba para luchar.

Furioso consigo mismo, insultado y ultrajado. Furioso por Jen, que llevaba en sus hombros las rojas cicatrices, Furioso por Hugo, que yacía muerto bajo un asesino obsceno. Furioso por todas las generaciones de gente decente que había vivido y muerto en la esclavitud, con el único propósito de aligerar el tiempo de espera de Shannach.

Vio rozándole el rostro de Galt, que curiosamente le pareció enorme. Quedó asombrado. Sus dientes desnudos brillaron mientras le decía al korin:

— Le derroté una vez-

Galt tenía alzadas sus manos. Tenía un cuchillo en su cinturón pero se le había ordenado que no lo usara, al menos no para matar. Sólo Trevor podía hacer que la nave volara. Galt avanzó y sujetó al terrestre, pero su presa era insegura. Su mente increpaba a Shannach diciendo:

— ¡No puedes detenerlo!, ¡No puedes!

Trevor que este momento se encontraba parcialmente fundido con Shannach, percibió este grito y sonrió. Algo había estallado dentro de él a raíz del contacto físico que había tenido con Galt. Ahora no tenía ningún control sobre la situación ni le quedaba ningún pensamiento que no fuera una locura, sino únicamente el deseo salvaje de dos cosas, una de las cuales era destruir al monstruo que se alzaba frente a él. De repente Shannach dijo:

— ¡Mátale!. Está loco y nadie puede controlar a un humano trastornado.

Galt hizo lo que pudo para obedecer la orden, pero las manos de Trevor ya se encontraban rodeando la garganta del korin, sus dedos se hundieron profundamente en la carne.

Se produjo un sonido agudo de hueso roto.

Dejó caer el cadáver. Ahora no podía ver más que una pequeña mancha de luz entre la oscilante oscuridad.

Este sencillo punto de luz tenía un interruptor rojo en su centro. Trevor llegó a donde se encontraba y lo pulsó, este era el segundo deseo salvaje que tenía.

Durante un pequeño lapso de tiempo no sucedió nada, luego el terrestre se colocó detrás del cuerpo de Galt. Shannach se encontraba en alguna otra parte, gritando avisos que llegaron demasiado tarde. Trevor tuvo tiempo de lanzar un ronco grito de triunfo y de felicitarse a sí mismo.

La nave saltó bajo sus pies. Se oyó un crujir apagado, luego otro hasta que los últimos tanques se quedaron sin combustible. La nave y con ella la sala del puente rodó hasta que se detuvo de golpe, las puertas quedaron abiertas de par en par. La nave atronaba con los chirridos del metal al desgarrarse, doblarse y romperse en trozos. Después los ruidos se extinguieron. El suelo dejó de moverse y la cubierta se quedó quieta bajo los pies de Trevor. Se hizo el silencio.

El terrestre se arrastró por la nueva pendiente que presentaba el suelo de la sala del puente de mando hasta llegar a la escotilla, salió por ella y se encontró en el exterior bajo la implacable luz del sol.

No podía ver exactamente lo que había hecho, pero lo que fuera era bueno, había funcionado. Los últimos restos de combustible habían sido suficientes para cumplir su misión.

Toda la parte superior del casco había desaparecido y con él la mayoría de los korins de Shannach, sólo quedaban unos pocos atrapados en las cubiertas inferiores, condenados a una muerte horrible.

Entonces, totalmente sorprendido, Shannach habló en el interior de la mente de Trevor:

— ¡De verdad que me estoy haciendo viejo!, he malinterpretado tu dureza y la capacidad de guardad un secreto que tiene una mente fuerte y joven. Me encontraba acostumbrado a mis obedientes korins.

Salvajemente, el terrestre le preguntó:

— Ves lo que les está sucediendo a los últimos que quedan, ¿Lo puedes ver?

Los últimos korins supervivientes eran los que se encontraban fuera de la nave vigilando a los esclavos, parecían sorprendidos y atontados por el colapso de su mundo. Con la espontaneidad de un tornado, los esclavos se habían levantado contra lo que quedaba de sus antiguos amos. Habían esperado demasiado tiempo, ahora daban muerte a los halcones y los korins.

— ¿Lo puedes ver Shannach?

— ¡Lo puedo ver Trevor, ahora vienen a por ti!

Efectivamente así era, avanzaban hacia donde se encontraba, ebrios de sangre, dispuestos a matar a cualquier ser que llevara la odiosa piedra del sol en la frente.

Jen se encontraba a la cabeza de los esclavos y también Saul, con las manos rojas.

Trevor se dio cuenta que tenía menos de medio minuto para intentar salvar su vida, estaba al tanto que Shannach, aunque se había retirado, le observaba ligeramente divertido.

El terrestre le habló roncamente a Saul y a los demás:

— ¡Os di la libertad y como recompensa queréis matarme!

Saul gruñó y contestó:

— Nos traicionaste en la cueva y ahora…

— Es verdad que os traicioné, pero no lo hice a propósito, hay algo más poderoso que los korins, no lo sabíais vosotros mismos ¿Cómo lo iba a conocer yo?.

Trevor habló deprisa, intentando salvar su vida les habló de Sannach y de cómo los propios korins no eran más que esclavos. Saul le contestó con desprecio:

— Lo que has dicho es una vil mentira

— ¡Mirad vosotros mismos en las criptas que se encuentran bajo la ciudad!, pero hacedlo con cuidado.

Miró fijamente a Jen, no a Saul, al poco tiempo la mujer dijo con lentitud:

— Quizá exista ese Shannach, quizá por eso nunca se nos permitió penetrar en la ciudad, para que los korins siguieran manteniendo que eran dioses.

— ¡Os digo que es otra de sus mentiras!

Jen se volvió hacia Saul y la dijo:

— Vamos a la ciudad a ver lo que hay, lo mantendremos bajo custodia.

Saul dudó pero al final él acompañado por media docena de hombres se encaminaron hacia la ciudad.

Trevor se sentó sobre el caliente césped que se encontraba medio arrancado. Se encontraba muy cansado, además no le gustaba en absoluto la forma en que la sombra de Shannach se había retirado de su mente.

Las montañas se alzaban como si intentaran alcanzar al sol, cuando las sombras comenzaron a arrastrarse hacia las pendientes inferiores Saul y los demás regresaron.

Trevor miró a sus rostros y rió sin piedad a la vez que les preguntaba

— ¿Es verdad o no?

Saul temblando contestó:

— Si…si

— ¿Habló contigo?

— Comenzó a hacerlo, pero echamos a correr

Saul lanzó un grito, esta vez no fue un grito de odio sino de terror:

— Nunca podremos matarle, él es el valle y nosotros estamos atrapados en su interior, no podemos salir de aquí

Trevor contestó:

— Sí podemos salir.

VII

Saul le lanzó una mirada penetrante a la vez que decía:

— No existe ningún camino que permita atravesar las montañas, ni siquiera hay aire en las alturas.

— Existe un camino, yo lo encontré en la nave.

Trevor se levantó y comenzó ha hablar con una repentina rudeza:

— Un camino que de momento no puede ser para todos, sino sólo para tres o cuatro, pero si uno de ellos sobrevive podrá volver con naves tripuladas para llevarse de aquí a los restantes. Miró a Saul y le preguntó:

— ¿Vendrás conmigo?

El hombre delgado dijo roncamente:

— ¡Antes de nada debo confiar en ti Trevor!, pero ¿hay algo qué permita salir de aquí?

De repente Jen dijo:

— Yo también iré, soy tan fuerte como Saul

Esto era verdad y Trevor lo sabía. La miró durante un largo rato, pero no pudo leer en su rostro. Luego se encogió de hombros y dijo:

— De acuerdo

En ese momento se oyó murmurar una voz que decía:

— Esto es una locura, no se puede respirar en la parte superior de la cadena de montañas ¡No hay aire!

Trevor penetró con dificultades, en lo que quedaba de la destrozada nave y salió llevando escafandras y botellas de oxígeno que parecía habían sido conservadas para este propósito. Mostrándoselas dijo:

— Respiraremos, estos… -Buscó una palabra que pudiera explicarles lo que tenían las botellas- estos recipientes contienen la esencia del aire, las podemos llevar con nosotros y respirar

— Pero ¿y el frío?

— Tenéis pieles curtidas ¿verdad? ¿y goma vegetal? Puedo enseñaros a confeccionar trajes que nos protejan del frío, salvo que deseéis quedaros aquí con Sannach.

Saul tembló y dijo:

— Eso no, haremos lo que dices.

Durante las horas que siguieron, mientras las mujeres trabajaban con suaves pieles curtidas y goma resinosa, Trevor ponía a punto las escafandras que llevarían. Durante todo este tiempo Shannach permaneció silencioso.

Silencioso, pero no se había ido. Trevor notó su sombra en la mente. Sabía que Shannach estaba observando, pero el Útimo no hizo ningún intento de ponerse en contacto con él.

Los esclavos le observaban, todavía pudo observar miedo y odio en sus ojos cada vez que contemplaban la piedra del sol que se encontraba en su frente.

Jen le observaba y no decía nada, Trevor por más que la observaba no podía leer nada en su rostro. ¿Estaría pensando en Hugh y en como los halcones le habían atacado?

A media tarde se encontraban preparados. Comenzaron lentamente su ascensión, hacia los pasos que se encontraban más allá del cielo. Él, Saul y Jen eran tres grotescas figuras sin forma, vestidos con los trajes de tres capas de pieles, sellados burdamente con goma y con las escafandras pegadas al traje ya que no tenían pieza de cuello.

Sus rostros se encontraban envueltos en telas y llevaban introducidos en sus bocas el final del tubo del oxígeno, porque no eran tan ingenuos como para pensar que las escafandras fueran impermeables.

Conforme ascendían, las sombras de la tarde se extendían sobre el suelo del valle. El hombre que les había acompañado para ayudarles, se volvió hacia la llanura, mientras ellos tres siguieron adelante. Saul abría la marcha y Trevor la cerraba.

Shannach aún no había hablado.

La atmósfera quedó atrás y comenzaron a avanzar en el vacío. Pequeños seres que ascendían sobre una inmensidad de roca virgen en la oscuridad que se extendía entre los brillantes picos arriba y el resplandor de la tormenta vespertina abajo.

Arriba y arriba hacia el paso, esforzándose dolorosamente, ayudándose entre ellos, allí donde uno sólo no podía ascender, todo a través de un frío que entumecía y un silencio horrible. Tres figuras torpes arrastrándose, encima del mismo cielo, caminando en el horror del infinito, donde las rocas que arrancaban con sus pies caían sin hacer ruido como en un sueño sin sonido, en el que no había ni ruido, ni luz. ni tiempo.

Trevor se dio cuenta de que debían haber alcanzado el paso parque ahora, a ambos lados, se levantaban pendientes que nunca habían sido tocadas por el viento, la lluvia o las raíces de algo viviente. Siguió caminando dando tumbos hasta que el camino comenzó a descender y su marcha se hizo más fácil.

Habían cruzado el puerto, pero apenas les quedaba oxígeno.

Descendían tropezando, deslizándose, medio dormidos, ansiando el aire de debajo. Ya se encontraban en el otro lado de la montaña, encima de una llanura rocosa que conducía a…

Entonces, finalmente, Shannach se rió y dijo:

— Hábil, ¡Es muy hábil tu procedimiento de escapar sin necesidad de una nave!, pero tú volverás con una y me llevarás al mundo exterior. Te recompensaré en gran medida.

Trevor le contestó mentalmente:

— No, no Shannach, si llegamos me extraerán la piedra del sol y volveremos a rescatar a los esclavos, no a ti.

— No Trevor. En este momento eres mío, me sorprendiste y engañaste una vez, pero ahora conozco tu truco, tengo abierta toda tu mente, no puedes volver a fingir una vez más. La forma gentil en que se realizó la negativa era fría y terrible

En la oscuridad, bajo el paso hacía frío, mucho frío. Un escalofrío penetró muy profundo en el alma de Trevor y la congeló.

Ahora Jen y Saul se encontraban debajo del terrestre, resbalando mientras descendían a lo largo de la roca cortada, en el borde del abismo, habiendo alcanzado las zonas cubiertas por la atmósfera de Mercurio, donde nuevamente se oían los sonidos de la vida. Les vio quitarse las escafandras e inmediatamente él hizo lo mismo, quitándose la suya y respirando un aire helado que sus pulmones casi exhaustos recibieron como una cuchillada.

Shannach dijo con suavidad:

— Ya no los necesitamos más, pueden suponer un peligro cuando hallemos a otros hombres, ¡Mátalos Trevor!.

Trevor comenzó a responder con rabia y de repente notó como si una gran mano apretara su mente, la agitara, le diera la vuelta y la cambiara. Su furia desapareció en la oscuridad.

Sin embargo llegó a pensar. Hay muchos guijarros, puedo golpearles con ellos y arrojarlos al abismo tan fácilmente…

Se dirigió hacia un montón de rocas redondeadas, tomó una lo suficientemente grande y miró a las dos torpes figuras que se encontraban debajo de él, en el borde del abismo.

— Trevor, esta es la forma de deshacerte de ellos, pero ¡Hazlo deprisa!.

El terrestre se gritó a sí mismo con una voz débil que sólo era el débil eco de una fuerza de voluntad que se desvanecía, de un yo moribundo.

— ¡No, no lo haré!

— Trevor, lo harás y ahora mismo, ellos sospechan.

Saul y Jen se habían vuelto. El rostro de Trevor, que ahora se encontraba expuesto al frío entumecedor que casi no sentía, les debió decir todo.

Comenzaron a correr a trompicones, dirigiéndose a donde se encontraba el terrestre. Era una distancia corta pero podría ser demasiado tarde.

Trevor gritó sin fuerzas:

— ¡Mira Shannach!.

El tenía ahora en sus manos la roca, si la dejaba caer los arrollaría.

Pero había otra forma de actuar. El terrestre era posesión de Shanach mientras estuviera vivo, existía una forma de evitar traicionar de nuevo al pueblo de Jen, esta forma era alcanzar la muerte.

Empleó los últimos restos de su moribunda voluntad en aproximarse al borde del abismo. Unos cientos de pies más abajo un hombre podría yacer tranquilo por toda la eternidad.

— ¡Trevor no, no!

La poderosa orden de Shannach le detuvo cuando se estaba balanceando en el mismo borde del precipicio. En ese momento los brazos de Jen lo atraparon por detrás.

Oyó la voz de Saul gritando. Cortante y ronca en el aire de los niveles superiores:

— ¡Tírale al abismo! ¡Es un korin! ¿No le has visto la cara?

Jen respondió:

— ¡No! Ha intentado arrojarse al abismo por nosotros

Saul gritó

La verdad es que Trevor estaba poseído por Shannach, éste había puesto fin a la pequeña revuelta del terrestre y ahora, orgullosamente, le daba órdenes.

— ¡Mata a la mujer y al hombre!

Trevor lo intentó, en ese momento se encontraba totalmente poseído por Shannach. Ansiosamente, con todas sus fuerzas intentó matarles, pero ambos, la mujer y el hombre, en ese momento, lo tenían sujeto.

Eran demasiado fuertes para él y no podía obedecer al Último aunque lo intentara. Jen gritó:

— ¡Átale los brazos!, tenemos que llevárnoslo y no podemos hacerle ningún daño.

La rabia de Shannach fluía a través de Trevor, el terrestre gritó y luchó, pero no le valió de nada.

Le arrastraron hacia la parte baja de las montañas, el terrestre no pudo obedecer, ¡no pudo!

Luego notó desaparecer el odio de Shannach, que lo dejó sin esperanza. Trevor notó que perdía el conocimiento y que caía en la oscuridad, percibiendo con la mente el último grito del extraño:

— ¡Soy viejo, muy viejo!

VIII

Trevor despertó con lentitud, alzándose sobre un oscuro mar de olvido, sólo para volver a sumergirse en él, en aquellos cortos intervalos, sólo era consciente de que yacía en un lecho y de que le dolía la cabeza.

Llegó un momento en que se despertó y no volvió a caer inconsciente. Tras un período de tiempo abrió los ojos y vio un techo de metal, entonces dijo:

— ¡Lo conseguimos!

Una voz amistosa le contestó:

— Sí, tú lo conseguiste, esta es Ciudad Solar, has estado aquí bastante tiempo ya.

Trevor se giró dirigiendo su cabeza a donde se oía la voz, allí se encontraba un doctor de chaqueta blanca junto a su cama. Sin embargo no vio a este hombre, no al princio. Sólo vio un ojo oscuro, colocado en una bandeja en la mesilla de noche, que le lanzaba destellos.

Una piedra del sol

Su mano se alzó débilmente hacia su rostro. El doctor previó lo que buscaba y le dijo:

— No te molestes, la hemos extraído, verdaderamente fue un trabajo difícil quitártela de la frente. Durante un tiempo tendrás dolor de cabeza, pero ¡cualquiera cambiaría una piedra del sol por un dolor de cabeza!

Trevor no respondió a esto, de repente preguntó:

— ¿Jen y Saul…?

— Se encuentran aquí, también son muy buena gente pero no quieren hablar con nadie de aquí. Eres un gran misterio ¿sabes?.

Se quedó dormido, cuando despertó Jen y Saul se encontraban con él, iban vestidos con modernos trajes de tejido sintético. El aspecto de Jen era incongruente, como el de una tigresa con vestido de seda.

La mujer vio la sonrisa en sus ojos y gritó:

— ¡Nunca te rías de mí!

Trevor pensó que civilizarla podría llevar bastante tiempo. Dudó de si podría hacerlo. Estaba contento de que así fuera.

Ella permaneció en pié, mirándolo desde arriba gravemente y luego dijo:

— Esta gente dice que puedes levantarte mañana.

— Eso está bien, contestó Trevor

— Deberás tener cuidado durante algún tiempo

— De acuerdo, seré cuidadoso

No dijeron más que esto, pero en la mirada firme y grave de la mujer Trevor leyó que Hugh y los halcones estaban perdonados, no olvidados pero sí perdonados, que ellos dos se habían encontrado y que no se separarían nuevamente.

Saul dijo con ansiedad:

— ¡Hemos esperado muchos días! ¿Cuándo podremos volver al valle con una nave a rescatar a los otros?

Trevor se volvió hacia el doctor que observaba con curiosidad y le preguntó:

— ¿Puedo fletar una nave aquí?

— Trevor, un hombre con una piedra del sol puede conseguir casi cualquier cosa que quiera, veré lo que puedo hacer sobre esto.

Fletaron una nave que les llevó de vuelta al valle, llevaban una tripulación mínima y dos ingenieros de minas que Trevor había contratado. Se posaron junto a la antigua ciudad y los esclavos fueron saliendo a su encuentro, en parte ansiosos de salir de allí y en parte asustados por la materialización de la brumosa leyenda de la nave voladora.

Trevor había dicho a Saul lo que tenía que hacer. En la parte alta del valle, en los cráneos de los korins se encontraban piedras del sol que valían muchas fortuna. Sacaría las piedras junto con los esclavos.

Saul había protestado

— Son malas, malas

Trevor le contestó

— No en el mundo exterior, tu pueblo va a necesitar dinero para volver a comenzar en algún lugar.

Una vez que las hubieron recogido y estaban todos en al nave, Trevor hizo una señal a los dos ingenieros de minas y les dijo:

— Ahora, la entrada a la catacumba está justo encima de aquí.

Salieron llevando una pesada carga entre los dos, al cabo de un tiempo volvieron sin la carga.

Trevor sacó su piedra del sol del bolsillo, entonces Jen le sujetó el brazo al tiempo que gritaba:

— ¡No!

El terrestre le contestó:

— Ahora no hay ningún peligro, no le queda bastante tiempo como para hacerme daño y…siento que hay algo que tengo que decirle.

Se colocó la piedra del sol sobre su frente y su mente gritó:

— ¡Shannach!

A su mente llegó la fría y tremenda presencia del Último. En un instante leyó los pensamientos del terrestre.

— ¿Es el fin Trevor?

Éste le contestó con firmeza:

— Sí, el fin.

Esperaba una salvaje reacción de alarma y pasión, y el intento de apoderarse de su mente e intentar escapar a su condena.

Sin embargo esta reacción no llegó, en su lugar, proveniente del Último llegó una oleada de felicidad y alegría creciente. Trevor gritó

— ¿Por qué? ¿por qué quieres que te destruya?

— ¡Sí Trevor sí!, he pensado en los siglos, muchos siglos, que me quedaban de espera solitaria de la muerte. Pero esto me liberará ahora mismo.

Atontado por la sorpresa Trevor hizo lentamente un gesto y su nave se alzó directamente hacia el cielo, hizo otro gesto y uno de los ingenieros que estaba a su lado, apretó el interruptor de un radio-detonador.

En ese momento sintió la mente de Shanach, cantaba como si fuera un coro alegre que se había liberado de las cuerdas de una tristeza cósmica, tristeza por todo lo que había sido y no volvería a ser nunca jamás, por la más grande y más antigua de todas las razas que estaba llegando a su fin.

Cuando se presionó el interruptor, la ciudad que se encontraba bajo ellos recibió una erupción de fuego y roca proveniente de la boca de las catacumbas.

La canción de Shannach se extinguió en el silencio, el último de los hijos de las montañas ya se encontraba para siempre en la noche.

FIN

REFUGIO EN LAS ESTRELLAS

Leigh Brackett

Título original: Retreat to the Stars © 1941.

Aparecido en Astonishing Stories.Noviembre 1941.

Publicado en Los mejores relatos de Anticipación.. Bruguera. 1969.

Traducción: Jaime Piñeiro.

Edición digital de Umbriel. Enero de 2003.

Scan: Umbriel

Arno iba a penetrar en la gran sala común cuando parpadearon las luces. Uno… dos. Uno… dos. Esto significaba que unas naves aterrizaban en el helado campo exterior. Y las naves sólo podían significar, a su vez, una sola cosa. La escuadrilla de Ralph había regresado.

Se detuvo frente al pasaje por donde la multitud salía, procedente de los dormitorios, los talleres y las cocinas. Todo se paralizaba al parpadear aquellas luces, excepto los incesantes martillazos de la sala en la cual los rebeldes construían la inmensa nave. Amo se quedó contemplando a los hombres que habían dicho No, a las erguidas mujeres, con niños en brazos, a los viejos y los mutilados.

"¡Ellos han cambiado mi mundo!", pensó Arno.

El odio que se asomó por un momento a sus pupilas, dio una calidad marmórea a sus acusadas y hermosas facciones. Aquella gente, que se precipitaba al salón, para esperar anhelante la llegada de las naves y las noticias de la batalla…, todos formaban una completa disonancia con su mundo ordenado y bien dirigido con su perenne inquietud, sus herejías, paganas, sus sempiternos alborotos.

Se sintió feliz porque, gracias a él, ahora de pie en la sombra, el Estado organizaría a su conveniencia el destino de todos ellos.

Marika salió del taller, con el sudor y la suciedad de la oscura labor en sus brazos y piernas desnudos. Arno observó con marcado desdén sus anchas espaldas, su frente clara y despejada, sus autoritarios ojos. Las mujeres de aquellos rebeldes incorregibles le ofendían más aún que los hombres. Pero, Marika, ataviada con su simple vestido de piel, y su leonina cabellera cayéndole sobre los hombros…

Arno se odió a sí mismo por verse obligado a controlar hasta el más leve impulso hacia Marika. No debía sentir nada por ella. Y no obstante…

— ¡Han regresado, Arno! -le gritó ella-. ¡Ralph ha vuelto!

Le cogió del brazo, y ambos se abrieron paso hacia la gran puerta. El espía, con la máscara de la amistad sobre su semblante, no pudo impedir una pregunta que le obsesionaba:

— ¿Te importaría mucho que Ralph no regresase?

— ¡Como ninguna otra cosa de este mundo! -fue la respuesta de Marika-. Pero esta vez ha vuelto. Si alguna vez le sucede algo, lo sabré.

Arno ignoraba cómo, y sacudió la cabeza mentalmente por enésima vez. Aceptaba el mecanismo de las bárbaras relaciones entre hombres y mujeres, pero no lo comprendía. Aunque sólo tenía veinticinco años, había dado al Estado tres hijos y una hija, y no podía concebir que las asignadas parejas experimentasen hacia Arno lo que él no sentía por ellas. Si su vida se apagara, no cambiaría el curso de las suyas. El único deber de una mujer era cuidar de los hijos y la vivienda, cuando el Estado la consideraba capacitada para esta tarea.

El salón estaba ahora lleno, agrupando a siete mil personas silenciosas. El distante fragor de la sala donde construían la misteriosa nave llegaba sumamente apagado.

Arno podía seguir el curso de las operaciones en el exterior con la misma claridad que si las estuviese viendo: las naves llegadas una tras otra, del espacio en tinieblas, aterrizando en el helado aeropuerto sin aire, y luego remolcadas hacia la protección del hangar secreto.

Arno sabía perfectamente que las naves del Tri-Estado, que registraban el sistema solar, con el intento de destruir el último refugio de la anarquía, habían pasado por alto a los salvajes troyanos y las estructuras que les albergaban.

Una joven esbelta y morena, con un niño en brazos, se acercó a Marika, y Arno, en tanto le sonreía con amistad, le saludó:

— Hola, Laura -se sorprendió ante la prodigalidad de los rebeldes. Animosamente, apoyaban, mantenían y amaban amp; personas incapaces de realizar ninguna tarea, mujeres como Laura, hombres mutilados y otros sujetos indeseables, obstáculos que habrían debido ser eliminados.

— Estoy asustada, Marika -gimió Laura-. Siempre estoy asustada, temiendo por Karl… Ha vuelto, ¿verdad Marika?

— ¡Claro que sí! -Marika pasó su brazo por la cintura de la joven-. Escucha. Ahora ataren.

La multitud se precipitó hacia delante. Las puertas dobles se abrieron de par en par. Allí, en el umbral, se hallaba Ralph seguido de sus hombres.

Ralph, el caudillo de los rebeldes, no era alto ni bien parecido, ni siquiera de constitución robusta. Pero cuando alguien le miraba, se sentía irremediablemente atraído por la fascinación que emanaba de él, por el

vigor, por la fortaleza que se desprendía de toda su persona, por el brillo de sus ojos azules, por la vibración de su voz, por la sonrisa cínica de su boca. Su personalidad no podía olvidarse.

Ralph, no sonreía en aquel momento. Y la multitud comprendió al instante que algo había salido mal. Ralph estaba pálido, agotado, sin afeitar. Arno sintió el latido de excitación de sus sienes. Sabía lo que iba a ocurrir.

En el salón estalló una oleada de clamores, de preguntas, de nombres. Ralph levantó una mano y el clamor se extinguió.

— ¡Hemos perdido tres naves! -anunció quedamente, si bien su voz llegó a todos los rincones-. Las de Vern, Parlo y Karl. El ataque ha sido un fracaso.

Hubo un momento de angustioso silencio. Arno observó la mortal palidez del rostro de Laura, y cómo Marika dejaba caer súbitamente el brazo con que rodeaba a la joven. Una mujer sollozó y un niño se puso a gimotear.

Un hombre, uno de los científicos rebeldes, vociferó entonces:

— ¡Maldición, Ralph, es ya la tercera vez! ¡Si queremos continuar la resistencia necesitamos provisiones, equipo, material!

— Lo conseguiremos -replicó Ralph. En su mirada se leía una profunda obstinación-. Por ahora, tendremos que resistir con lo que tenemos. Pero volveremos a intentarlo.

Se volvió hacia Marika, mientras sus hombres se mezclaban con la multitud.

— Pobre niña… -murmuró, mirando a Laura-. ¡Y ojalá hubiese sido yo!

— ¡No! -exclamó Marika-. ¡Tú no! ¡Tú jamás!… ¡Siempre sería demasiado pronto!

Le besó con una fiebre extraña y amarga.

Ralph sonrió.

— El luto te sentaría bien -replicó en son de burla-. ¿No quieres ser la viuda de un héroe? -y le devolvió el beso.

El hijo de Laura estaba llorando. Ralph lo cogió, para confiarlo a Marika, y acto seguido tomó del brazo a Laura.

— Vamos, tengo hambre -concluyó Ralph- y he de afeitarme. ¿Quieres llamar a Frane y al padre Berrens, Arno?

— Sí, Ralph.

La máscara de Arno resplandecía de triunfo. Ralph había perdido tres naves. Treinta hombres en total…, hombres y naves que necesitaba en grado sumo. ¡Estúpidos, pensar que podían enfrentarse con el Estado! La cicatriz de su frente, colocada allí por los hábiles cirujanos del Tri-Estado, enrojeció con el flujo de sangre a su cerebro, y Arno se llevó una mano a la cabeza, para ocultarla, por temor a que le traicionase. Aquella cicatriz impedía que lo destinasen a un puesto de combate, pudiendo de este modo permanecer en la base, donde era más fácil obtener y pasar información.

Antes de avisar a los individuos que, junto con Ralph, regían los destinos de la base de Troya, y por tanto todo el Sistema de los rebeldes, Arno se retiró a su morada. Oculto en la gruesa hebilla de su cinto había un diminuto, pero potente transmisor, que operaba con una longitud de onda variable automáticamente cada cuatro segundos. Sólo el receptor del Protector, en la Tierra, podía sintonizarla.

Arno dio su clave de llamada y esperó la llegada de la voz fría, precisa e impersonal del Protector del Pueblo, caudillo de todas las actividades antirrevolucionarias del Tri-Estado.

— Hay mucho alboroto por el fracaso del ataque -notificó entonces-. Necesitan provisiones de metal para las reparaciones y combustible. Ahora estoy más próximo a su centro de actividades; Ralph y Marika, en . particular, son amigos míos. Transmitiré la información que vaya obteniendo.

— ¿Todavía no has descubierto el secreto de la nave que están construyendo?

— No. Lo guardan con mucho sigilo.

— ¿Ni la situación de su cuartel general planetario?

— No.

— Estos puntos son muy importantes. La destrucción de los anarquistas debe de ser completa, hasta el último hombre -la voz del Protector se alteró hasta un leve toque de emoción-. Tú gozas de una posición privilegiada. El Estado se vería dificultado, en estas circunstancias, para remplazarte. Recuerda tu deber, tu fe, y ten cautela. No debes fracasar.

El contacto quedó interrumpido con un chasquido, y Arno tuvo conciencia de un pequeño escalofrío de inquietud. Era extraño que durante aquellos ocho meses no lo hubiera advertido. Acostumbrado desde la cuna a considerarse como simple pieza más o menos eficiente de una máquina, remplazable en cualquier momento, no comprendió hasta qué punto había cambiado su condición. Sintió vértigo durante un instante, como si el duro suelo en el que se asentaba hubiese cedido de repente.

Después se recobró. No fracasaría. El Estado le había clasificado como Cerebro Tipo 1-4-c, el mejor adaptado a esta clase de trabajo. El Estado le había proporcionado una formación y un destino. No podía fracasar. Lo único que debía hacer era cumplir las órdenes.

Veinte minutos más tarde se hallaba en el cubículo que servía de hogar a Ralph y Marika. Prane, el jefe del grupo científico, estaba sentado en una butaca de metal, procedente de una nave destruida; era un individuo de cabellos grises, y aspecto fatigado. Berrens, el jefe civil, ocupaba la mesa. Era un sacerdote de la religión pagana, y en torno a la garganta lucía un pedazo de paño como insignia de su cargo. Su delgado cuerpo mostraba las señales de la mala alimentación colectiva, pero su mentón y sus ojos eran obstinados, y tenía la boca torcida en una sonrisa que jamás se borraba. Ralph, con su habitual nerviosismo, recorría la estancia, chupando afanosamente su estropeada pipa.

Arno se acomodó junto con Marika en los restos de un desvencijado sofá. La joven había cambiado la túnica de piel del trabajo por un remendado vestido, de color escarlata, que ofendía la vista de Arno, aunque despertaba en él una desconocida sensación. De vez en cuando, sus miradas se encontraban durante una fracción de segundo. Era aquella joven tan distinta de las mujeres incoloras de anchas caderas de su mundo… Arno intuía en ella feminidad y fortaleza, patentes en todas las líneas de su cuerpo.

La joven no apartaba casi nunca la mirada de Ralph. ¿No era muy extraño que una mujer mirase de tal modo a su marido?

Ralph, de pronto, dio media vuelta.

— Lo siento, Arno. Consejo de Guerra. Ven luego a cenar con nosotros.

— De acuerdo -Arno sonrió y se puso de pie.

Marika le imitó.

— Saldré contigo. Estoy preocupada por Laura.

La puerta se cerró a sus espaldas, impidiéndoles escuchar el Consejo. Arno sintió furor por un momento. Si al menos consiguiera enterarse de los puntos importantes, en vez de los detalles que descubría gracias a alguna observación casual de Marika…

La mujer suspiró y se echó hacia atrás la atezada cabellera con sus manos encallecidas por el trabajo.

— ¡Era tan maravilloso en los viejos tiempos! ¡Vivir en casas auténticas, andar sobre tierra con la luz del sol y con aire para respirar! ¡Poseer bellos vestidos y medias de nylon, y hacer algo más que trabajar, sentir la angustia, jugarse la vida cada mañana!

Su vehemencia le sobresaltó.

— Pero, Marika…

— Hace dos mil años. ¿Por qué no pude nacer dos mil años antes?

Aquello aturdió a Arno. ¿Cómo era posible que Marika considerase el siglo xx como la época anterior a las tinieblas, cuando él creía lo contrario? En el siglo xxi, los últimos rebeldes de la Tierra huyeron a Venus, desde allí a Marte, y más adelante al asteroide donde ahora se ocultaban. La fuerza del Estado de la Tierra los había acosado, perseguido por sus herejías, sus anarquías, su malvado individualismo.

Ahora reinaban la paz y el sistema por todas partes, excepto en algunos ignorados rincones de los planetas y en aquel diminuto asteroide, que, gracias a él, el Tri-Estado pronto destruiría.

— ¿Qué sensación producirá -continuó Marika-, el estar bien alimentado, bien vestido, y poder besar al marido, cuando se marche, sabiendo que volverá?

Le tembló la boca y había lágrimas en sus pupilas. El corazón le dio un vuelvo al desconcertado Arno. Pero se rehizo con firmeza.

— ¿Qué hará Ralph ahora?

— ¡Luchar! -repuso Marika con decisión-. ¡Saldrá de nuevo, una y otra vez hasta que muera, como Karl! -calló y miró a Arno, casi con desafío bajo la débil luz de radio-. Me gustaría llorar, Arno. Me estoy conteniendo, pero ya no puedo más. Se trata de una batalla perdida. Y Ralph no tardará en morir. Como todos nosotros. ¡Y ya no puedo sentirme valerosa!

De repente se echó a llorar tapándose el rostro con las manos apoyadas en el hombro del espía. A su pesar, éste sintió como un chasquido en la armadura que rodeaba su cerebro, y vio al asteroide tal como era: una tumba de esperanzas muertas, de gloria fenecida, de vida inerte. ¿Por qué luchaban, si lo sabían?

Rodeó a Marika por la cintura. No recordaba haberlo hecho nunca. La joven era como un animal, cálido y lleno de vitalidad.

Arno apartó las manos con súbito temor. Era como si retrocediese al borde del abismo, al borde de lo ignoto. Calló mientras ella dejaba correr libremente las lágrimas, hasta que recobró el dominio de sí misma y se apartó de él. A Arno le dolían los dedos que la habían acariciado.

Marika se llevó las manos a sus enrojecidos ojos y lanzó un juramento.

— ¡Maldita sea por comportarme como una estúpida! Pero ahora me siento mejor. Creo que una mujer tiene que llorar de vez en cuando, aunque sea de forma mecánica. Pero no se lo digas a Ralph… Gracias, Arno.

La vio desaparecer por el corredor, en busca de Laura. Su vestido rojo resplandecía en la penumbra, al igual que su dorada cabellera. Arno trató de pensar en el Consejo, en su deber. Pero su mirada continuó siguiendo a Marika.

Al otro lado de la puerta cerrada, Ralph continuaba paseando incansablemente, envuelto en una nube de humo.

— Algo va mal -decidió-. Con esta nueva pintura invisible teníamos que estar a salvo, ya que las naves no son magnéticas. Pero nos acorralaron, como si conociesen nuestra presencia allí.

Ambos individuos le miraron agudamente.

— ¿Sabes lo que estás insinuando?

— ¡Lo sé! -Ralph se apartó el cabello de la frente con nerviosos dedos-. Es increíble que uno de los nuestros… No, el Tri-Estado puede haber enviado un espía.

— Una posibilidad. Remota, pero una posibilidad -el padre Berrens meneó la cabeza con desconsuelo.

— Si hay un espía -afirmó Prane-, tenemos que descubrirlo rápidamente. Necesitamos provisiones.

— ¿Cuánto tiempo podemos resistir sin ellas, Prane?

— Tres semanas, quizá un día o dos más. Pero no más tiempo.

— ¡Dios mío! -el huesudo rostro de Ralph se tensó. Aquello era un golpe para su corazón-. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

— Estás haciendo cuanto puedes -le contestó el padre Berrens-, y no queríamos angustiarte más.

— ¡Tres semanas! ¿Tan cerca estamos del fin? ¡Pelear dos mil años y ahora…! ¡Tres semanas!

Berrens esbozó una sonrisa.

— Conseguirás el triunfo en el próximo ataque!

— ¿Y si no es así? ¡Si no es así…! -Ralph volvió a su paseo, cansinamente, con una sensación de futilidad en su interior. La habitación permaneció unos instantes en silencio. Por fin, Ralph volvió a hablar-: La nave, Prane. Tiene que estar dispuesta en diez días.

Frane asintió.

— Triplicaré los turnos. Tenemos que poner el metal en la cúpula.

— Lo que sea, mientras podamos seguir respirando. ¡La nave tiene que estar lista dentro de diez días!

— Tal vez -opinó Prane, sombríamente-, sería mejor convocar a los nuestros de las bases planetarias, sin aguardar.

— No. Este Sistema Solar nos pertenece. ¡Y no pienso rendirme sin luchar!

— Pero has combatido ya tanto, Ralph… -la voz del padre Berrens sonó infinitamente fatigada-. El Tri-Estado tiene veinte siglos de experiencia en su favor. Y es difícil romper esta barrera. Los suyos poseen casas y alimentos. Cuando el estómago de un hombre está lleno es difícil destruirle, aunque no posea cerebro ni alma.

— De acuerdo. ¡Pero, maldición…! -Ralph se detuvo, mientras sus pupilas recorrían el cuarto-. ¡Tenemos que continuar! Su maquinaría se detendrá por su propio impulso. Han perdido ya a sus mejores cerebros. Empiezan a estancarse, y el estancamiento significa regresión. Sin su ciencia no habrían podido resistir estos dos mil años. Ni dos siglos. Y ahora empieza a fallarles la ciencia. Durante los últimos noventa años no han producido nada nuevo.

— Si pudiéramos resistir un poco más…

Frane apretó los labios.

— No es posible luchar sin hombres ni armas.

— ¡Sí, con los hombres que nos queden! Yo conseguiré el metal que necesitamos. Concededme cuatro horas de sueño, y volveré a salir. ¡Esta vez atacaremos Titán!

— ¡Titán! ¡Estás loco, Ralph! Es el centro minero más poderoso del Sistema. ¡Te destruirán!

— Tal vez. Pero no os inquietéis por nada. Iré solo, en el viejo Sparling.

Ralph sabía, como los otros, que tenía una probabilidad entre mil. El Sparling era una reliquia de los viejos tiempos, un complicado mecanismo de combate capaz de ser controlado por un solo hombre, equipado con rayos de tracción desde la base. Pero para gobernarlo era preciso un superhombre. Era una nave temperamental y engañosa, que poseía una infinidad de tretas. Por esto no habían construido ninguna más de aquel upo, al cabo de la primera docena. Y habían perdido nueve en un mes.

— No me buscarán cerca de Titán -siguió Ralph-. Allí, existirá menos peligro de que detectasen una sola nave. Si no regreso en diez días, proceded a la carga.

— Prueba una vez más con el escuadrón -insistió Berrens.

— Ya no nos quedaría tiempo, si fracasamos. Y tal como se han desarrollado los tres últimos ataques, de nada serviría tampoco. Tened bien entendido que nadie debe saber cuando parto, ni dónde. Ni siquiera Marika.

— Pero si aquí hay un espía -intervino Frane-, el Tri-Estado conoce la situación de la base. ¿Por qué simplemente no nos bombardean?

— Quieren información. Aunque todavía pueden bombardearnos. Confiemos en que no lo hagan. Lo mejor mientras tanto, será descubrir al espía. Desenmascararlo. ¡Y preparadlo todo, sin esperarme!

El padre Berrens meneó la cabeza. A menos de ocurrir un milagro, no conseguirían atrapar a un espía diestro en menos de tres semanas, cuando había conseguido librarse de toda la vigilancia y penetrar en la base.

— Parece un caso perdido -admitió-. Pero lo intentaremos, Ralph. Ten cuidado… y regresa, por el bien común.

Cuatro horas más tarde, Arno, que estaba comprobando una serie de informaciones para el comisario, y satisfecho por la carestía de materiales, levantó la vista y vio a Marika junto a su mesa. Estaba muy pálida y rígida, con las manos cruzadas, y muy tenso el rostro.

— Arno, Ralph se ha marchado. No me dijo donde, pero he hablado con sus ayudantes. Se ha ido solo, y he descubierto que falta de la base el viejo Sparling. ¡Oh, Arno, estoy asustada!

¡Ralph había partido para un ataque solitario! Tenia que comunicárselo al Protector. Representaría su papel de amigo dé Marika hasta que la joven se marchase y entonces…

¿Por qué una mujer tenía que experimentar aquellos sentimientos hacia un hombre? ¿Cuál era la bárbara emoción que el Estado había prohibido a sus vasallos?

Arno llevaba ya ocho meses viviendo entre los rebeldes, y los estudiaba con la actitud impersonal que un científico contempla a los microbios. Arno había sido una maquinaria fría y eficiente, que cumplía las órdenes recibidas del mejor modo posible. Y no entendía a los rebeldes, ni deseaba entenderles. Toda su devoción era para el Estado, para la voluntad del Estado, para las necesidades del Estado.

Pero la maquinaria que encerraba Amo, de repente, no respondía como debiera. Sentía impulsos extraños y una fuerza que le asustaba, porque era completamente indescifrable para su filosofía.

— Arno -susurró Marika-, estoy asustada. Lo he estado a menudo. Ya no soy fuerte. Ralph se ha ido. Morirá.

"Es una rebelde", pensó Arno. "Se cree superior al Estado".

Se dijo también que sólo por representar un papel, había avanzado hacia la joven. Esta le tendió los brazos con naturalidad, como una niñita que necesita consuelo. Arno sintió como la vida insuflaba poder a aquel cuerpo, y experimentó de nuevo aquel impulso interior. Los labios de Marika estaban muy cerca de los suyos, como una roja cicatriz en su cara de mármol.

La besó. Y tuvo un acceso de horror, de odio hacia sí mismo. Jamás había besado a una mujer. Era una traición…, una debilidad, un desafío al Estado.

Se apartó bruscamente y ella continuó de pie, contemplándole.

Arno cerró la puerta y sacó el transmisor de su cinto. Dos veces empezó a formar la clave, y dos veces detuvo sus manos. Se sentía irritado por su vacilación, pero el rostro de Marika se hallaba entre él y la radio. ¿Y si Ralph no regresase?

¿Haría Marika como Laura, como las demás mujeres que habían perdido a sus maridos? ¿Por qué le importaba a él? Se sintió aturdido, perdido, estremecido. El diminuto transmisor en su mano le contemplaba acusadoramente, y tuvo que afirmar el pulso para que no cayese al suelo. Los rebeldes y sus bárbaras costumbres no eran cosa suya. El Estado le había dictado unas órdenes. Y todo el objetivo de su vida se concentraba en la servidumbre al Estado, sin formular preguntas ni albergar idea alguna.

Las palabras del Credo aprendido en su infancia volvieron a su memoria.

"Creo en el Estado que me protege, y reniego de todas las demás creencias. Ojalá mi vida, se pierda toda en la obediencia y el servicio."

¿Qué mayor gloria para un hombre que servir al Estado?

La voz de Amo sonó segura cuando habló con el Protector del Pueblo.

— El caudillo de los rebeldes ha partido solo para un ataque solitario en una nave anticuada…, una Sparling. Destino desconocido, pero los rebeldes necesitan provisiones desesperadamente.

— Avisaremos a todas las minas -asintió el Protector-. Continúa cumpliendo las órdenes.

Prane cumplió su palabra. Se triplicaron los turnos, trabajaron todos, hombres, mujeres, adolescentes. Pese a su fingida herida en la cabeza, Arno fue declarado apto para tareas ligeras y enviado al taller.

Debido a la premura, se apartó gran parte del velo del secreto. Sólo se mantuvo en silencio el objetivo de la nave y el diseño de sus motores.

Arno soltó un respingo a la vista de la nave. Era enorme. Calculó que podía albergar a más de diez mil personas y provisiones concentradas. No había visto nunca nada igual, ni siquiera en los talleres del Tri-Estado.

Pero la gente murmuraba. Los rebeldes eran terriblemente murmuradores, ya que podían hablar como quisieran, y dejaban circular toda clase de rumores. La nave era un arma ofensiva. Estaba destinada a destruir

los planetas. Iba a convertirse en un mundo flotante. Iba a recorrer los caminos planetarios, destruyendo las naves del Tri-Estado.

Arno comunicó todo esto a la Tierra, pero no se acercó a la verdad. Transcurrieron nueve días sin noticias de Ralph. No había comunicación por radio entre la nave y la base, porque hubiera permitido al enemigo descubrir la situación de Troya. Se acortaron las raciones. El combustible para la luz y el calor se redujo al mínimo, pero los sintetizadores de aumentos no cesaban de funcionar constantemente. Las cúpulas quedaron desprovistas de todo el metal que contenían, excepto los muros y las unidades de bombeo. Las fraguas trabajaban día y noche. Interminables riadas de hombres y mujeres trabajaban, transportaban, remendaban, ajustaban. El sueño quedó reducido a período de cuatro horas, del todo insuficiente para los agotados cuerpos.

Y al décimo día, la nave quedó terminada.

Los hombres se dejaron caer al suelo, exhaustos. Frane y el padre Berrens conversaron con Marika bajo la enorme envergadura de la nave, y Arno, que procuraba siempre no alejarse de su fuente de información, escuchó el diálogo.

Pero no había mucho que oír.

— Diez días -dijo Frane, tristemente-. Tendré que convocarles.

Marika, demasiado agotada para experimentar ninguna emoción, los miró fijamente.

— Ralph no ha vuelto, ¿verdad?

El padre Berrens le puso una mano en la espalda.

— Todavía no es demasiado tarde. Esperaremos dos semanas.

Arno no apartaba los ojos del rostro de Marika. ¿Convocar a quién? ¿Esperar… qué? Debía permanecer al acecho e informar cuidadosamente. Los rebeldes planeaban un intento desesperado, y el Estado debía recibir el aviso.

Recordó las palabras del Protector: No debes fracasar.

El Sparling flotaba inmóvil, como tina mota invisible en medio de las espantosas tinieblas. Saturno giraba sus relucientes anillos contra el infinito. Ralph, entumecido por los catorce días de encierro, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, estaba inclinado sobre la pantalla del telescopio en medio de una asombrosa maraña de instrumentos.

Estaba siguiendo a Titán, vigilando los cohetes transportadores de minerales que despegaban del planeta. Durante los diez días de su acecho, ninguna nave había despegado con escasa escolta, por lo que su ataque, carecía de suficiente posibilidad de éxito.

— Debe haber un espía en la base -exclamó en voz alta, por enésima vez.

El sonido de su enronquecida voz al resonar en las paredes de metal, pareció aliviar el pesado silencio que le rodeaba.

"El espía ha conseguido informaciones importantes, pero tampoco las necesita. Con los movimientos generales, el Tri-Estado puede sabotear todas nuestras operaciones. ¡Oh, Dios mío, haz que Frane y Berrens no le permitan sabotear la nave!", pensó.

La boca de Ralph se torció en una cínica sonrisa.

— El espía no podrá sabotear la nave. Si no posee una bomba atómica, no podrá afectarla, y es imposible la existencia de una bomba atómica en la base, ya que los detectores la habrían descubierto. Lo único que puede hacer…

Sacudió la cabeza para descartar aquella espantosa posibilidad. Ni por un segundo debía pensarlo. No, todo

iría bien. Dios no les abandonaría, no, después de tantos siglos de lucha.

Sin hacer caso del hambre que le atormentaba, concentró su atención en el telescopio. Permitió que una de sus cápsulas nutritivas se disolviera lentamente en su boca, recordando lo que había leído en los libros antiguos. Filetes calientes, verduras frescas, frutos jugosos. Aquella idea le hizo la boca agua. Tragose la pastilla apresuradamente, lanzando una maldición.

A través de la pantalla pudo divisar la Tierra, Venus, Marte, flotando en sus amplias órbitas en torno al diminuto y distante Sol. Ralph había nacido en la base de Troya. Jamás había visto la luz solar, ni el azul del cielo, ni la hierba, ni respirado otro aire que el procedente de los tanques químicos. El Estado se lo había prohibido al pueblo, excepción de los rebeldes ocultos en oscuros rincones de algunos planetas.

— Algún día volveremos a gozar de lo que nos pertenece.

Sus inquietos ojos azules, cuyo fuego brillaba ya de manera mortecina, volvieron a concentrarse en Titán. El cronómetro señaló otra hora. Cinco transportadores de minerales surgieron al vacío, pesadamente cargados. El sueño terminó por apoderarse de él. Y cuando se despertó había transcurrido el día decimoquinto.

— Tengo que regresar. Me quedan cuatro días para volver.

Maldijo amargamente. Era duro tener que rendirse al cabo de tanto tiempo, verse derrotado por unas cuantas toneladas de metal. A pesar suyo, su mano se dirigió a la palanca de arranque.

Y entonces se inmovilizó. Procedente de Titán, cruzó por la pantalla una llamarada.

Un transporte de mineral, acompañado sólo por tres naves. ¡Una oportunidad! ¡Una tentadora oportunidad!

Demasiado tentadora. ¿Cómo era posible que aquel

transporte sólo estuviera custodiado por tres naves, cuando los demás disponían del doble? Tal vez fuese una trampa. Era evidente que desconocían su presencia, pero podían proceder de modo idéntico en las demás minas. Podían haber ordenado relajar la vigilancia, a fin de sorprenderle y atraparle con más facilidad.

Recordó la nave de Troya y lo que significaba para él. Pensó en Marika, sobre todo en ella. Y de nuevo contempló aquellos tres planetas que antaño habían sido suyos y el transporte de mineral que significaba la posibilidad de que volvieran a serlo. Sabía que tenía razón al odiar al Tri-Estado. Si al menos pudieran resistir…

— Vamos, cariño -animó a su vieja nave-. ¡Veamos qué puedes hacer!

Como un meteorito, se lanzó contra el transporte, con las manos fuertemente asidas a las palancas del cuadro de mandos. Una nave estalló en llamaradas bajo su rayo. Un nuevo disparo fundió los tubos del transporte, privándolo de toda iniciativa.

El Sparling vomitaba rayos bajo el control de sus manos. Pero también se movía engañosamente. Ralph soltó una maldición mientras se dirigía hacia otra nave. La tercera maniobra preparando sus tubos de disparo. El rayo de la muerte de Ralph surgió súbitamente. La nave, alcanzada, retrocedió arrastrando a sus muertos tripulantes hacia el vacío.

El Sparling se ladeó frenéticamente, y el disparo sólo lo alcanzó en la parte inferior. Pero Ralph grita por efecto del insoportable calor. Medio ciego, condujo la nave hasta un lugar seguro, y se dispuso a lanzar el ataque final.

Y entonces las distinguió; naves del Tri-Estado que despegaban de las bases en las lunas de Saturno. ¡Era una trampa! Ya no podía defenderse. Imposible enlazar un rayo de tracción al transporte de mineral. Sólo podía huir… ¡huir y rezar!

El Sparling bailoteaba sin rumbo. Ralph lo maldijo, maldijo a quien lo inventó, y se maldijo a sí mismo por su locura. Un disparo efectuado en un ángulo inverosímil dejó a la tercera nave fuera de combate con los tubos fundidos.

Un rayo rozó su estructura, calentando la nave casi al rojo vivo, y luego quedó en libertad.

Ralph aceleró la velocidad del Sparling, pero éste se bamboleaba. Uno de los rayos había perjudicado algún filamento de sus intrincados controles. Ralph oyó una alteración en la rítmica vibración de la nave, la cual comenzó a derivar alocadamente. Las naves del Tri-Estado se aproximaban con fatídica rapidez.

Por un momento, Ralph permaneció sentado, con las manos extendidas sobre las palancas. Al fin y al cabo, sabía que tenía que llegar aquel momento. Había hecho elección por su libre albedrío, plenamente consciente. Era peor que el infierno…, ahora que el momento había llegado, sabiendo que Marika le esperaba, sabiendo que la nave estaba a punto. Pero…

Ahora podía ya permitirse aquel lujo. Se tragó el resto de las cápsulas y abrió plenamente el tanque de oxígeno. Al menos, moriría con el estómago lleno y con aire en los pulmones.

Obligando a la nave a dar media vuelta, se encaminó como una flecha hacia Saturno y las naves enemigas.

Torció la boca y con su ronca voz dijo, sin emoción alguna:

— ¡Abre las escotillas, Dios, que ahí va un hombre libre!

El día decimooctavo, había tocado a su fin. Las cúpulas estaban frías, hasta un extremo insoportable. El aire estaba viciado. Una bomba había cesado de funcionar, de forma que los diez mil hombres, mujeres y niños, estaban jadeando pesadamente en los talleres y el hangar. Oculto tras una columna, Arno hablaba en voz baja.

— Todos están aquí. Todo el personal de las bases planetarias. La última nave llegó hace una hora. Todavía se desconoce el objetivo de esta enorme nave, pero se he completado la carga. Están aguardando a Ralph, pero dentro de los dos días próximos ejecutarán su plan previsto sea cual fuese. Apenas les queda combustible.

Sin poder refrenarse, poco después preguntó:

— ¿Ha muerto Ralph?

— Sí -la voz del Protector del Pueblo sonó fría y precisa-. No es necesario conocer el objetivo de la nave. Puesto que toda la población rebelde del Sistema se halla ahora en la base de Troya, puede ser destruida de un solo golpe.

Arno asintió. Esto, naturalmente, significaba una flota y bombas. Su tarea había terminado.

— ¿Cómo saldré de aquí, Excelencia?

Hubo una leve nota de sorpresa en la voz del Protector.

— ¿Salir? La tarea para la cual se te eligió y que se te encomendó ha terminado. El Estado ya no te necesita.

Bruscamente, el pequeño transmisor calló. Arno lo miró, mientras se le nublaba la vista.

Era lógico. Había dado tres hijos y una hija al Estado. Ya había cumplido con su deber. Era únicamente una pieza del engranaje, y carecía de utilidad. Y el Estado no conservaba las piezas inútiles.

La Tierra era la base más próxima del Tri-Estado… un vuelo de dos horas para los veloces bombardeos en la actual intersección orbital. Dos horas. Los rebeldes esperarían a Ralph hasta el último instante, sin saber, que estaba muerto. Lo cual significaba, al menos, otro día.

¡Dos horas! ¡Si al menos hubiese sido inmediato! Pero la espera, la tensión…

Las bombas destruirían las cúpulas, convirtiéndolas en polvillo cósmico, y con ellas el asteroide entero. Dos mil años de revueltas y agitaciones terminarían, y reinaría la paz en el Tri-Estado.

La nube que le rodeaba fue afianzándose, a medida que Arno comprendía la verdad, la lógica e irrefutable verdad. Ya no era nada. Su utilidad para el Estado había concluido ¿Qué importaba que muriese?

Continuó contemplando la silenciosa radio. Vio la mano que la sostenía… una mano fuerte y juvenil, llena de nudos y tendones, con la sangre circulando generosa bajo la piel.

Su mano. El Tri-Estado la dirigía, pero era él quien sentía el dolor si era herida.

El transmisor se aplastó contra el suelo, pero Arno no se dio cuenta. Estaba contemplando su cuerpo como si jamás lo hubiera visto, pasándose los dedos por sus muslos, sintiendo la respiración de sus pulmones, escuchando la pulsación de su sangre en las venas. Y entonces desvió la mirada hacia las vastas y carcomidas cúpulas, a los diez mil hombres, mujeres y niños, que aguardaban bajo la inmensa estructura de la nave.

Un grupo de jóvenes estaban canturreando a su derecha, una antigua, muy antigua canción prohibida concerniente a una chica llamada Susana. Algunas familias -una palabra anárquica jamás oída en el Tri-Estado-, se apretujaban entre sí, hablando en voz baja. Arno escudriño sus rostros, cada uno de ellos diferente. No había unidad de facciones en los hombres, ni en las mujeres, ni en los jóvenes. Eran diez mil personas.

Arno se aferró firmemente a su credo. Y entonces comprendió que aquella gente también poseía un credo y lo servía con el sacrificio de sus vidas. Como Karl. Como Ralph. Ralph…, cuyo regreso aguardaban aquellas diez mil personas.

¡Dos horas! ¿Qué pensarían estas diez mil personas, de saber que dentro de dos horas morirían? Quizá no fuese así. Sabían que la nave significaba algo extraño, que representaba algo casi imposible. Pero tenían que morir.

El Estado elige…, el Estado forma…, el Estado ya no te necesita…

Arno se llevó las manos a la cabeza para ahogar una blasfemia, y aquel contacto le tornó consciente de su propia carne.

Se zambulló en un mar de humanidad, tropezando con miles de piernas y abriéndose paso a codazos.

La cabellera dorada de Marika y sus anchos hombros surgieron de entre aquella masa, debajo de la nave y Arno se dirigió hacia ella.

Los cuerpos y los ojos que le contemplaban poseían cerebros. Podía sentir la tensión que reinaba bajo la cúpula, la extraña oleada de vida que palpitaba siempre en una multitud.

Los hombres le maldecían al tropezar con ellos, pero debía llegar hasta Marika. No sabía por qué, pero era su deber.

Vio a Laura al lado de la joven, con su hijo en brazos. Estaba hablando con Marika. Esta besó al niño y sonrió.

— Le he dado tres hijos al Estado -pensó Arno en voz alta-, pero jamás he besado. Era sólo un deber.

¡Un deber! Ahora su deber era morir por el Estado. El deber tan asimilado que jamás pensó en él de manera subjetiva. ¿Cómo era posible que aquellos rebeldes le hubieran envenenado?

Se acercó a Marika.

La joven estaba pálida, tenso el semblante.

— ¿Qué te ocurre, Arno? -se interesó ella-. Pareces enfermo.

— No…, no lo sé.

La miró, y de repente supo qué le pasaba. Lo había leído en los antiguos libros que comprendía su formación. Estaba enamorado.

Los bombarderos del Tri-Estado ya surcaban el espacio. Su deber era claro. Pero estaba enamorado… ¡enamorado, como un rebelde pagano!

La poderosa mano de Marika le asió de la túnica, estremeciéndole.

— ¿Qué te pasa, Amo? ¡Dímelo!.

No podía mirarla a los ojos. Y entonces, la voz del padre Berrens resonó en el audífono, y todas las cabezas se giraron a escuchar.

— Ha llegado el momento de explicaros por qué os hemos convocado, y el motivo de construir esta nave. Lo hemos mantenido en secreto por dos razones. No queríamos que existiese la menor posibilidad de que el Tri-Estado pudiera enterarse, y no veíamos motivo para inquietar a todos nuestros amigos, mientras alentara aún una esperanza de utilizarla. Pero ahora…

"Los bombarderos,.. ¿Cuánto tiempo?", pensó Arno.

— Esperaremos a Ralph hasta el último minuto -prosiguió el padre Berrens-, pero debemos estar preparados. Dentro de cuatro horas empezará el traslado a la nave. Por favor, escuchadme y tratad de comprender. ¡Tened fe y valor! Vais a necesitar ambas cosas, más que nunca.

"Durante dos mil años hemos combatido contra la tiranía, contra la destrucción de Dios y del hombre como individuo. Hemos sido débiles, y el Estado poderoso. Al principio, esperamos demasiado. Ahora, cuando parecía surgir una oportunidad, cuando la maquinaria del Estado empezaba a fallar, debemos irnos de aquí… por culpa de unas toneladas de metal.

"Si es cierto que hay un espía entre nosotros, le felicito. El Estado sabrá recompensarle bien. Nuestros hombres han muerto como valientes, pero no disponemos de metal. La única salida que nos resta es huir…, o morir a manos del Estado.

Arno le escuchaba como a través de una bruma. Los minutos iban transcurriendo a cada latido de su corazón. Sus latidos… los latidos que el Estado podía destruir, pero no controlar.

La mano de Marika seguía aferrada a la suya. Laura estaba de pie, inmóvil a su lado, con el gimoteante niño, en sus brazos. Podía intuir la tensión de aquellas diez mil personas que escuchaban en completo silencio.

— ¡No hemos de esperar más a Ralph! -gritó.

No quería decirlo. Pero lo hizo porque Marika le estaba mirando.

La mano de ella se contrajo en la suya.

— ¿Por qué no, Arno?

— Por nada… Fue una tontería.

— ¿Tontería? Cuando él está fuera, solo, luchando… Arno… ¿qué sabes?

Ahora las manos de Marika le dolían, como aquel día en que ella sollozó en el vestíbulo.

Poco después, hasta el dolor desaparecía.

El Estado ya no te necesita…

¿Y si no fuese así? ¿Y si él, Arno, deseara a su cuerpo, quisiera conocer el amor de una mujer, concebir un hijo propio, sentirse no como una simple pieza de una máquina? Apartó la mirada de Marika, librando la última batalla en favor de su credo, de su religión.

Y entonces vio a diez mil personas, que esperaban.

Buscó los ojos de Marika.

— Ralph ha muerto -declaró-. Yo le maté. Como maté a Karl y a los demás. Yo soy el espía.

La joven se apartó de él con horror. Laura chilló, con un extraño y terrible sollozo estrangulado, y el padre Berrens dejó de hablar.

— ¡Ralph! -murmuró Marika-. ¡Ralph…! Lo sabía… ¡Un espía!

Arno se atragantó, aterrado por lo que acababa de

hacer, perdido en un caos de pensamientos. Todavía podía destruirles. Podía callar respecto a los bombarderos, y nada ya tendría importancia.

Y entonces diez mil personas… Frane y Berrens y Laura. Y Marika, que le estaba mirando horrorizada porque él había matado a Ralph. Sus propios amigos jamás le echarían de menos. Tendrían hijos para el Estado, nuevas piezas de la colosal maquinaria.

Marika, siempre Marika. Ella era su derrota y su respuesta. Lo era todo. Mirándola, viendo cómo iba retrocediendo, apartándose de él, Amo se estremeció de temor y de amargura. Si al menos lo hubiera sabido antes…

— ¡Padre Berrens! -gritó.

Las palabras no parecían surgir de su garganta. Y aunque parte de su cuerpo pareció retroceder horrorizado, recluyéndose en sí misma, continuó hablando sin cesar.

Cuando hubo terminado, el padre Berrens tenía el rostro tenso, y su voz era extrañamente dura cuando formuló sus instrucciones.

Se produjo el caos en torno a Arno, luego una especie de orden frenético. En un mundo a muchos kilómetros y kilómetros de distancia, se formaron unas colas de hombres, mujeres y niños, para ir penetrando en la nave a través de sus vastas portillas. Pero Arno sólo podía ver a Marika.

Era agradable creer, como creían los rebeldes, que un hombre seguía viviendo después de morir su cuerpo torturado.

Esto era una blasfemia para el Estado. Pero es agradable.

El padre Berrens llegó, respirando pesadamente.

— ¡Tiempo! ¡Nos falta tiempo! ¡Pero lo lograremos! ¡Con la ayuda de Dios lo lograremos!

Una pausa y el padre Berrens gritó:

— ¡Marika!

Pero no pudo detenerla. La pistola que había sacado del culto de Frane estaba ya apuntada. Amo vio llegar el impacto.

La emponzoñada aguja se clavó en su corazón.

Tuvo una última visión del hermoso y fiero rostro de Marika, con su dorada cabellera cayendo flojamente sobre sus hombros. Ela como un cuerpo de piedra la muchacha. Le vio caer desapasionadamente, como hubiera contemplado a una cucaracha muriendo bajo sus pies. Después, dio media vuelta y corrió hacia la nave.

Una neblina se apoderó del cerebro de Amo, borrando los rumores del éxodo. Pero aún oyó la voz de Laura:

— ¡Padre, todos los planetas están cerrados! ¿Dónde iremos?

— Por el momento, hemos perdido los planetas. Pero esta nave fue diseñada para ir más allá. Hija mía, todavía nos quedan las estrellas.

FIN

TODOS LOS COLORES DEL ARCO IRIS

Leigh Brackett

Título original: All the colors of the rainbow © 1957.

Aparecido en Venture, noviembre 1957.

Traducción de Sebastián Castro

Publicado en Revista Nueva dimensión nº 119.

Edición digital de Umbriel. Octubre de 2003.

Leigh Brackett es la esposa de Edmond Hamilton, el rey indiscutible (e indiscutido) del space-opera. Como tal, ella es también una gran especialista de este tipo de relatos, en los que ha descollado con títulos como La espada de Rhiannon, solo por citar un ejemplo. Sin embargo, su estilo es mucho más versátil que el de su esposo, y sus incursiones en otras temáticas distintas al space-opera y el heroic-fantasy son numerosas. Como la que aquí les presentamos, un relato profundamente realista y humano, que constituye una emotiva parábola en contra de una de las lacras de nuestra sociedad: el racismo.

* * *

Hacia treinta y seis horas que llovía en el valle, una lluvia intensa e ininterrumpida. El suelo estaba saturado. Todos los recodos de las escarpadas laderas chorreaban un torrente fangoso, y los arroyos se extendían por la llanura hasta desembocar por sus canales naturales en el río. Y el río, arrancado de su placidez habitual, rugía como un nuevo Mississippi, desgarrando sus orillas, extendiendo grandes manchas amarillas en los campos y en las calles de Grand Falts, cuyos habitantes habían huido de sus hogares para refugiarse en las tierras altas. Árboles arrancados de raíz y postes derribados iban a golpear contra las paredes de los antiguos edificios de ladrillo de la calle principal. En el vestíbulo del hotel, las escupideras de bronce flotaban cada vez más y más alto, golpeando entre sí con un tintineo lastimero.

Arriba en las crestas que cerraban el valle por el nordeste y el sudoeste, ocultos por una mano meticulosa, dos pequeños mecanismos zumbaban suave e ininterrumpidamente. Eran minisembradores, y no pertenecían a ninguna tecnología terrestre. Su energía se agotaría en unos pocos días, pero mientras tanto funcionaban con una extrema eficacia, emitiendo hacia el cielo una corriente regular de partículas cargadas de electricidad que sembraba las nubes que se amontonaban sobre las crestas. En el valle, la lluvia continuaba…

* * *

Era su primera gran misión bajo su responsabilidad personal, sin otro superior inmediato que el Centro Galáctico, que estaba muy lejos de allí. Y no se sentía demasiado seguro de llevarla a buen término.

Se lo dijo a Ruvi, mientras disminuía la velocidad del engorroso vehículo terrestre para que ella comprendiera bien lo que quería expresar.

— Mira, ¿cómo quieres que hagamos de todo esto un continente civilizado?

Ella giró la cabeza en su gesto rápido y habitual.

— ¿Tienes miedo, Flin? -preguntó.

— Creo que sí.

Sentía vergüenza al confesarlo, sobre todo porque no era ni la dificultad ni la amplitud de la obra lo que lo intimidaba, sino el propio planeta.

Había estudiado la mecánica del control de intemperies en Mintaka, en su propio universo, y aquel era uno de los más antiguos éxitos de la ciencia; había proseguido sus investigaciones sobre el terreno en otros cinco mundos, de los cuales dos al menos se hallaban en las primeras etapas de control. Pero nunca hasta entonces se había hallado en un planeta tan completamente intocado por la civilización galáctica.

Hacía apenas una veintena de años que el servicio de Exploraciones Periféricas había establecido contacto con aquellos sistemas marginales, y era un período demasiado corto como para que no se hubieran sentido muy afectados. Incluso en los grandes centros urbanos, un ser alienígena como él apenas podía pasearse por las calles sin ser objeto de una atención tremendamente inoportuna, incluso a veces descortés. Salido de los mundos de la Federación, con sus heterogéneas poblaciones cósmicas, a Flin le costaba aceptar la situación.

Pero el Centro Galáctico se entusiasmaba con aquellos mundos marginales debido a que un buen número de ellos habían alcanzado un grado de civilización sorprendentemente elevado, incluso en su desigualdad, y los habían elaborado cada uno por su parte, a partir de sus elementos de base particulares. El Centro se mostraba impaciente por enviar investigadores y técnicos, y era por ello que, mucho antes del tiempo previsto, Flin había sido enviado a la cabeza de un equipo de cuatro hombres, cargado de planes e instrucciones y constituido por especialistas en el control de intemperies.

Era una magnífica oportunidad con grandes posibilidades de futuro y de aumento de sueldo, que le había permitido tomar a Ruvi como compañera permanente mucho antes de lo que había esperado. De todos modos, no había tenido en cuenta el aislamiento, la incertidumbre constante de las relaciones, la ausencia de todo el apoyo al que estaba acostumbrado en los mundos de la Federación.

— Muy bien -le dijo Ruvi-. En este caso, te confieso que yo también tengo miedo. Y siento calor. Paremos esta máquina estúpida y respiremos un poco de aire. Mira, ahí, el lugar me parece adecuado.

Hizo que el coche abandonara la estrecha carretera para detenerlo en un camino de tierra, bordeado de algunas piedras grandes para señalar el precipicio. Ruvi descendió y se acercó al borde para contemplar el valle. La brisa aplastaba contra su cuerpo la fina! túnica amarilla y enredaba los bucles cortos y sedosos de su plateada cabellera. Su piel, incluso bajo aquel sol extraño, relucía con el profundo y adorable verde de la juventud y la salud. El corazón de Flin se alteraba todavía cada vez que la miraba. No creía que aquello durara siempre, pero mientras durara, era como una especie de dolor lleno de belleza.

Se aseguró de que había tomado todas las medidas necesarias para que el vehículo no se deslizara hacia el precipicio, y luego fue al encuentro de Ruvi. La brisa era cálida, húmeda y cargada de olores desconocidos. El valle se perdía en una sucesión de curvas, y en sus cuencos el agua enviaba ocasionales reflejos plateados. A uno y otro lado, las altas montañas ondulaban y formaban gibas, azuladas a lo lejos por la bruma causada por el calor que las cubría, de un verde intenso las más cercanas, con los desordenados bosques surgiendo en sus laderas, allá donde los árboles se empujaban luchando por ocupar un lugar, ahogados por la maleza y las lianas, en un total abandono.

— Imagino que además debe estar lleno de animales salvajes -hizo notar Ruvi.

— Pero ninguno peligroso, imagino.

Ruvi se estremeció ligeramente.

— Cada vez que me aparto un poco de las ciudades, empiezo a hacerme la idea de que me hallo en un mundo realmente primitivo. Todo es insólito aquí. Los árboles, las flores, incluso las briznas de hierba, no tienen la forma requerida, y los colores son totalmente falsos, y el cielo no es como debería ser. -Se echó a reír-. Quien me oyera pensaría que es mi primer viaje fuera de casa.

Dos grandes pájaros aparecieron por encima de una montaña. Permanecieron suspendidos en el aire, describiendo lentamente círculos sobre sus alas inmóviles, de un color gris-beige. Instintivamente, Flin sujetó a Ruvi por la cintura, no muy seguro de que los pájaros no fueran a atacarles. No lo hicieron, sino que se dejaron derivar con las corrientes de aire, siguiendo el valle. No se veía ninguna obra hecha por la mano del hombre, y excepto la estrecha carretera podrían decir que se hallaban en un lugar completamente salvaje.

— De todos modos es hermoso, a su manera -concluyó Ruvi.

— Sí.

— Creo que no deberíamos basarnos en ningún patrón para juzgar las cosas, ¿no crees? Deberíamos juzgarlas por lo que son.

— Es más fácil cuando uno sabe por qué patrón debe juzgarlas -dijo Flin con tono agrio-. Aquí parecen tener miles de ellos. Es por ello por lo que Sherbondy nos insiste en que visitemos el país, en que aprendamos cómo son las gentes en realidad. -Sherbondy era su agente de enlace con el Gobierno local, un hombre robusto y cordial, lleno de entusiasmo ante todo lo que vendría a continuación-. El fallo del programa es que se necesitaría toda una vida para…

Tras ellos se produjo un ruido parecido a una avalancha. Flip se sobresaltó y dio media vuelta, pero no era más que un enorme vehículo rojo que pasaba rugiendo, escupiendo humo por un tubo situado detrás de la cabina del conductor. Este les vio justo antes de que el camión desapareciese, y Flin pensó que el hombre iba a empotrarse en el bosque, tan intensa fue su mirada.

— Vámonos -suspiró, regresando al coche.

Flin consiguió volver a la carretera y tomar la dirección requerida sin excesivos problemas… lo cual siempre consideraba como un modesto triunfo. Aquellos primitivos vehículos sometidos a las fantasías de cualquiera que tomara sus mandos seguían asustándolo mortalmente, incluso después de seis meses.

Hacía más calor que nunca. Por pura cortesía, y para evitar el llamar la atención más de lo que era necesario, había adoptado la camisa y los pantalones que se usaban en el país. La mayor parte de los miembros de los distintos grupos de instrucción actuaban igual desde el desembarco. Parecía importar poco el que las mujeres de los grupos llevaran lo que quisieran a condición de respetar algunos tabúes, pero los hombres encontraban más cómodo el conformarse a la costumbre. Flin consideraba que aquellas ropas eran atrozmente inconfortables, y envidiaba a Ruvi, cuya túnica le permitía un cierto frescor.

Sin embargo, ella parecía sentirse incómoda y descompuesta, sentada en un extremo de su asiento demasiado mullido, con los ojos semicerrados y los rasgos de su rostro acentuados por el brillo de la transpiración.

— Pienso en nuestro planeta -dijo-, y también pienso en el dinero.

— Es una buena idea.

Los bosques desfilaban al lado de ellos, llenos de sombras profundas, de rumores y de antiguos y polvorientos aromas. De tanto en tanto pasaban ante una factoría de producción de alimentos de un tipo desaparecido en la Federación desde hacía siglos, en la que una parte de la tierra estaba consagrada a distintos cultivos y otra a pastos, todo ello explotado por un solo hombre y su familia. De tanto en tanto atravesaban aldeas y poblados de extraños nombres, donde la gente se los quedaba mirando, donde los niños los señalaban con el dedo y gritaban: ¡Negros verdes! ¡Mirad, negros verdes!

Flin estudiaba las edificaciones. Eran de distintos estilos y completamente diferentes a las de las ciudades a las que estaba acostumbrado, pero todas ellas habían sido construidas según el principio de la choza. Se esforzaba en imaginar cómo sería la vida en uno de esos pueblos, en una de esas casas de madera, de piedra o de ladrillo con extrañas decoraciones y techos puntiagudos. Seguro que Sherbondy tenía razón. Las gentes de la Federación debían acercarse a la vida cotidiana del planeta, familiarizarse con los pensamientos y los sentimientos de su población, ver cómo encajaban los indígenas en su medio ambiente. Las próximas decenas de años iban a ver tales y tan completas transformaciones que el modo de vida actual sería muy pronto absolutamente olvidado…

El cambio había empezado ya. Este planeta -su nombre indígena era la Tierra, un nombre hermoso, pensó Flin- había iniciado apenas sus primeros y vacilantes pasos por el espacio, por sus propios medios, cuando llegaron las primeras naves de los Exploradores. Con ayuda de los técnicos, y gracias a los medios de la Federación, el progreso había sido rápido. Las primeras astronaves tripuladas, construidas en la Tierra y con tripulaciones formadas por la Federación pero reclutadas en sus lugares de origen, habían recibido licencia de explotación, en servicio limitado, a lo largo de los últimos siete u ocho años. Bajo la supervisión de equipos semejantes a los de Flin, se estaban realizando estudios de planificación no tan solo para el control de los climas, sino también para la unificación global, la producción, la instrucción y sobre todo la pacificación… todas las innumerables mejoras que eran necesarias para que la Tierra pudiera convertirse en un miembro útil de la Federación.

Pero todo esto aún no había obrado su efecto sobre el conjunto da la población. La mayor parte de la Tierra seguía su andadura como en el pasado, y Flin sabía por experiencia que muchos indígenas, incluso pertenecientes a la clase administrativa, se mostraban orgullosos y susceptibles, poco inclinados a aceptar y modificar de golpe su forma de pensar. Y las masas provincianas eran aún más reacias. Era necesario convencerlas, darles la sensación de que estaban en igualdad de condiciones frente a la tarea que había que realizar, que no eran tan solo unos simples beneficiarios del don de una cultura más antigua y más expandida.

Sería una labor interesante, de gran alcance. Un hombre joven y enérgico podía labrarse con ella una carrera satisfactoria y muy remunerativa.

El único inconveniente era…

Los pensamientos de Ruvi debían desarrollarse por caminos paralelos, ya que dijo:

— ¿Vamos a quedarnos aquí?

— Será necesario, mientras no hayamos terminado nuestra tarea más inmediata.

— ¿Pero y luego? Sé que algunos de nuestros hombres han decidido ya quedarse.

— Las ofertas que nos han hecho son ventajosas -dijo Flin con voz lenta-. Todavía van a necesitar técnicos e instructores durante bastante tiempo. Y el Centro es favorable a sus demandas ya que esto acelerará la integración. -Adelantó una mano para acariciarla-. Podríamos hacernos ricos y célebres.

Ella mostró una sonrisa fugaz.

— Está bien -aceptó calmadamente-. Intentaré forzarme a amar este lugar.

Contempló con mirada entristecida los árboles de formas y colores extraños, las singulares casas que le parecían tan terriblemente poco funcionales, los grupos de indígenas charlatanes de los pueblos por los cuales cruzaban. Finalmente, con un alzarse de hombros, se reclinó en su asiento y cerró los ojos.

— Lo intentaré de nuevo cuando haga menos calor.

— El control del clima arreglará eso.

— No antes de varios años.

Siguieron en silencio. Flin se sentía incómodo y algo melancólico. Pero seguía pensando en la oferta de Sherbondy y en las perspectivas que le abría. No dijo nada. Todavía no quería tomar una determinación frente a Ruvi, ni en un sentido ni en el otro.

Hacia media tarde, se produjo una violenta tormenta acompañada de rayos y truenos. Como experto en el tiempo, Flin sabía muy bien las causas de aquella perturbación, pero ese conocimiento no disminuía en nada los efectos que causaba sobre su persona. Ruvi, simplemente, se cubrió temblorosamente el rostro. Flin continuó su marcha. Si dejaban entrever a los indígenas que sentían miedo de su clima, nunca creerían que lo podían controlar. En Washington, había adquirido la costumbre de salir incluso durante las tormentas que mantenían a sus habitantes encerrados en sus casas. Apenas veía por donde iba y tenía dificultades en mantener su equilibrio y se preocupaba por las posibles inundaciones, pero seguía resueltamente su camino.

Terminaron por rebasar la zona tormentosa, que avanzaba hacia uno de los lados. El sol volvió a aparecer, arrancando vapores de agua a un aire sobresaturado. Resultaba difícil respirar. Enormes nubes negras se amontonaban aún en el cielo, anunciando posibles nuevas dificultades. Bajo la insólita luz, el paisaje tomaba un aspecto irreal ligeramente amenazador, las pequeñas casas dispersas y agazapadas bajo sus anormales árboles protectores semejaban enanos suspicaces de ojos hostiles, los desiertos campos y los chorreantes bosques sugerían una infinita soledad.

— Estoy cansada y tengo hambre -dijo Ruvi-. Detengámonos.

— En el primer pueblo donde encontremos comodidades -dijo Flin, que también se sentía cansado. Conducir era para él una tortura, y envidiaba los pequeños y ágiles vehículos aéreos que revoloteaban con tanta facilidad y seguridad por los apacibles cielos de los mundos de la Federación. Pero no podrían ser utilizados en la Tierra antes de que el control general del clima se convirtiera en una realidad.

El siguiente pueblo estaba lejos. La carretera ascendía, sinuosa, por entre abruptas alturas, cruzando torrentes ensordecedores. Las aldeas que atravesaban se reducían en la mayor parte de los casos a aglomeraciones de dos o tres casas.

Las sombras empezaban a extenderse por sobre los valles. Ruvi comenzaba a intranquilizarse. Flin sabía que estaba preocupada por la proximidad de la noche y por lo desolado de la región, y aquello le irritaba. Ya tenía suficientes problemas. Un animal atravesó corriendo la carretera, y Flin estuvo a punto de empotrarse en la cuenta por esquivarlo. La visibilidad era escasa. Le preocupaba la poca reserva de gasolina. Y la carretera parecía interminable, bajo una bóveda de árboles cada vez más y más oscuros.

Pasaron ante una pequeña iglesia de madera cerca de uno de esos cementerios bárbaros que aún les horrorizaban, con las rituales lápidas emergiendo por entre la hierba sin cortar y las rosas silvestres. La imagen pasó tan aprisa que Flin se dio cuenta de que había rebasado la velocidad límite de seguridad del vehículo. Frenó cuando llegaban a una curva, y se encontró con un vehículo agrícola que avanzaba muy lentamente. Consiguió pasarlo sin problemas, pero sintió un terrible miedo. El hombre que conducía el otro vehículo le gritó algo. Flin no comprendió lo que le decía, pero el hombre parecía irritado. Condujo con prudencia.

Ahora la carretera estaba llena de anuncios.

Ruvi los fue leyendo: «Restaurante». «Hotel». «Garaje».

— Debe haber un pueblo cerca -dijo-. Seguramente Grand Falls.

La carretera superó bruscamente un pronunciado cambio de rasante, y frente a ellos se abrió un amplio valle de forma irregular, bañado por la luz del sol poniente que brillaba a través de una brecha al oeste. Quizá Flin se sintiera en un estado de percepción más agudo de lo habitual, pues la visión le golpeó como uno de los más hermosos lugares que nunca hubiera visto. Había un río al que el sol poniente arrancaba reflejos plateados, y las aguas bajaban en una sucesión de hermosas cascadas que espumeaban en su camino descendente. Las blancas casas de la pequeña ciudad se cobijaban bajo hermosos árboles y entre los viñedos en flor, apaciblemente adormecidos por el calor de la tarde, dominados todos ellos por un alto campanario blanco.

— ¡Mira, ahí está el hotel! -dijo Ruvi, señalando el edificio con una mano-. ¡Una ducha fría antes de cenar, oh, qué delicia!

Pasó los dedos por entre sus plateados bucles y se enderezó sonriendo en su asiento, mientras descendían por la carretera en dirección a Gran Falls.

Había llovido hacía poco. Las calles estaban húmedas y el aire lleno de vapor. Se olía el perfume de innumerables flores, un perfume denso y aromático. En los umbríos porches de las casas, a lo largo de la calle, se oían voces y risas ahogadas, y los niños se perseguían por entre los árboles de donde caían todavía gotas de agua.

La carretera se convertía en la calle principal, llena de los destellos de los anuncios luminosos, con sus brutales colores, y las ventanas recortadas al crepúsculo como rectángulos amarillentos. A ambos lados se erguían edificios bajos y curiosos, de apariencia antigua, apoyados de tal forma los unos contra los otros que parecía como si a uno y otro lado hubiera tan solo un largo y único edificio, diferenciado tan solo por sus cornisas y los adornos de las ventanas, que formaban líneas irregulares. Casi todas las fachadas eran de ladrillo, que parecía ser el material más extendido, y no tenían más que un solo piso.

Las tiendas y las oficinas estaban cerradas. Los restaurantes y los bares estaban abiertos, bien surtidos, y en alguna parte en el interior de uno de ellos había música, un ritmo elemental e insistente que dominaba los lamentos de una voz masculina pero muy aguda. El olor de las flores se confundía con el del ladrillo recalentado y mojado, y con el del asfalto aún más recalentado y mojado. Algunas parejas se dirigían hacia el vestíbulo de un cine de llamativas luces, un poco más abajo en la calle; las mujeres, de cabellos cuidados y complicadamente peinados, llevaban ropas de colores chillones que dejaban al descubierto sus recias piernas y sus brazos desnudos. Algunos grupos de hombres permanecían apoyados contra las fachadas cerca del bar, fumando sus inevitables cigarrillos y discutiendo y diciéndoles cosas a las mujeres.

Vista de cerca, la ciudad parecía menos hermosa que desde lo alto. La pintura blanca estaba sucia y desconchada, los viejos edificios estaban poco cuidados.

— Al fin y al cabo -murmuró Flin-, Sherbondy nos ha aconsejado abandonar las carreteras principales para estudiar la vida indígena en su estado puro.

— El hotel parece acogedor -dijo Ruvi con decisión-. No me voy a disgustar. Por nada.

Incluso a la luz; del ocaso, estaban empezando a llamar la atención. Primero, los pequeños grupos de desocupados empezaron a interesarse por el enorme y reluciente vehículo con todas sus placas oficiales. Luego por Flin y Ruvi. Había otros coches estacionados a lo largo de las aceras o moviéndose por la calle, pero el que conducía Flin parecía mucho más nuevo y complejo que todos los demás. Vio como la gente los señalaba con el dedo. Maldijo interiormente, preguntándose si podría conseguir que les llevaran la cena a su habitación.

El hotel formaba una de las esquinas del cruce de las dos calles principales. Tenía dos pisos de ladrillo rojo, rematados por una cornisa burdamente esculpida y un techo inclinado con ventanas muy estrechas. Un balcón recorría toda la fachada visible del primer piso, sostenido por pequeñas columnas de hierro que en otro tiempo habían estado pintadas de blanco. Sobre el balcón, otra hilera de columnas sostenía un tejadillo. Había como media docena de hombres de mediana edad sentados en el balcón en sillones de mimbre, y otros tantos en el porche, abajo.

Flin tuvo una duda.

— Me pregunto si tendrán bañera -dijo.

Ruvi, cuyo entusiasmo se iba desvaneciendo rápidamente, murmuró:

— Al fin y al cabo, es solo por una noche. Imagino que el próximo pueblo estará bastante lejos de aquí, y tal vez tampoco tenga nada mejor que ofrecernos.

Flin gruñó por lo bajo y aparcó el coche junto a la acera.

Las patas de los sillones crujieron cuando los espectadores se inclinaron hacia adelante o se levantaron para ver mejor. Flin bajó y dio la vuelta en torno al coche. Observó por encima del techo que algunas personas estaban atravesando la calle hacia ellos y que, surgidos de ninguna parte, un numeroso grupo de niños se reunía en racimo, con los ojos brillantes de curiosidad.

Ayudó a bajar a Ruvi, extremadamente delgada bajo su túnica amarilla, con sus cabellos plateados que reflejaban la luz de la entrada del hotel.

Uno de los hombres gritó con voz de falsete:

— ¡Dios mío, verdes como la hierba! -y hubo algunas risas. Alguien lanzó un silbido.

El rostro de Flin se contrajo, pero no dijo nada, ni siquiera contempló a los curiosos. Sujetó a Ruvi del brazo y juntos penetraron en el edificio.

Pisaron una gruesa alfombra que serpenteaba entre islotes de masivo mobiliario recubierto de gastado cuero o de polvoriento terciopelo. Los ventiladores giraban blandamente en el techo, agitando apenas el bochornoso aire y las mariposas nocturnas que revoloteaban en torno a las bombillas. Había un olor que Flin no pudo reconocer. Polvo, tabaco agrio… y algo más. Vetustez quizá, y humedad. Tras un enorme mostrador de madera, un hombre de pelo gris se puso en pie y, con las manos planas apoyadas sobre el deslustrado barniz, les observó.

Los hombres de la calle siguieron todos los movimientos, empujándose en la entrada. Uno de ellos parecía llevar la voz cantante, un hombrón de rostro empurpurado que llevaba colgado sobre su enorme barriga un amuleto pendiente de una cadena de oro.

Flin y Ruvi se detuvieron ante el mostrador. Una vez más, Flin sonrió al decir:

— Buenas tardes.

El hombre del pelo gris miraba tras ellos, al grupo que había ido entrando arrastrando consigo los variados relentes de transpiración que se mezclaban ahora con el olor peculiar del hotel. Ninguno de ellos habló, como si todos esperaran lo que iba a decir el hombre del pelo gris. Los ventiladores chirriaban suavemente.

El hombre del pelo gris carraspeó. Sonrió, pero sin cordialidad.

— Si lo que desean es una habitación -dijo con voz demasiado fuerte, como si no se dirigiera a Flin sino a los demás reunidos en el vestíbulo-, lo siento, pero estamos completos.

— ¿Completos? -repitió Flin.

— Completos -dijo el hombre del pelo gris, cerrando un enorme registro abierto ante él en un gesto en cierto modo simbólico-. Entiéndanme, no es que me niegue a hospedarlos. Es que no tenemos sitio.

Dirigió una nueva mirada a los reunidos, y sonaron algunas risas ahogadas.

— Pero… -comenzó Ruvi, dispuesta a protestar.

Flin apretó su brazo, y calló. Su rostro estaba empezando a arder. Sabía que el hombre mentía, que los otros habían oído su mentira y la aprobaban, y que él y Ruvi eran los únicos que no conseguían comprender el porqué. Se daba cuenta, además, de que discutir no serviría de nada. Entonces adoptó el tono más amistoso que le fue posible:

— Entiendo. Entonces, ¿podría indicarnos algún otro lugar en la ciudad…?

— No conozco ningún otro -dijo el hombre del pelo gris, agitando la cabeza-. Ningún otro.

— Gracias -dijo Flin, dando media vuelta y arrastrando a Ruvi a través del vestíbulo.

La multitud había aumentado. Flin pensó que la mitad de la población de Grand Falls debía haberse reunido en aquella esquina. El primer grupo, que había doblado o triplicado su número, bloqueaba la entrada… y la salida. Los hombres se apartaron para dejarles pasar, pero lo hicieron con una insolencia apenas velada, mirando fijamente a Ruvi, que mantuvo la cabeza baja, sin devolverles la mirada.

Flin avanzaba a paso lento, obligándose a no prestarles atención y a no apresurarse. Pero su proximidad, su calor y su olor, el sentimiento de que constituían una oscura amenaza que no acababa de comprender, todo aquello atormentaba sus nervios, le tensaba dolorosamente.

Cruzó la puerta, rozando casi a una chica joven que lanzó un gritito mientras retrocedía, evidenciando de la manera más clara del mundo el miedo que sentía hacia él. Iba acompañada por un grupo de otras chicas y chicos, que iniciaron entre ellos una serie de empujones mientras reían y parloteaban. La muchedumbre en aumento empezaba a encontrar su voz. Ahora había muchas mujeres. Flin esperó a que se apartaran, avanzando paso a paso hacia el coche, oyendo como las palabras se cruzaban tras él, alrededor de él.

¡No son humanos!

¡Hey, verdura! ¿No tienes medios para alimentar a tu chica en tu terruño? ¡Miradla, solo piel y huesos…!

¿Ha llegado ya el Carnaval? ¿De dónde habéis sacado esos pelos?

Son exactos a como los vi en la tele, y entonces le dije a Jack, mira, Jack, si alguna vez veo a unos tipos así en la carretera…

¡Hey, verdura! ¿Es cierto que las chicas de tu planeta ponen huevos?

Risas. Burlas. Y algo mucho más profundo. Algo malsano. Algo que no llegaba a comprender.

Alcanzaron el vehículo e hizo subir a Ruvi. Inclinándose hacia ella, le dijo al oído, en voz muy baja, en su lengua:

— No te pongas nerviosa. Nos vamos de aquí.

Dime, mami, ¿por qué los negros verdes tienen un coche más grande que el nuestro?

Porque el Gobierno les da todo nuestro dinero para que vengan a enseñarnos todo lo que nosotros no sabíamos antes.

— Apresúrate, por favor -murmuró Ruvi.

El quiso rodear el vehículo para alcanzar su asiento, pero se encontró frente al hombre del rostro empurpurado y la cadena de oro, y tras él un montón de otros hombres que llenaban toda la calle, ante el coche. Adivinó que no iban a dejarle pasar, y entonces se inmovilizó, como si esta hubiera sido su intención, y se dirigió al hombre:

— Le ruego que me perdone, pero ¿podría decirme a qué distancia me hallo del pueblo más próximo?

Las chicas se reían ruidosamente de la túnica de Ruvi y de su apariencia física. Todas ellas eran del tipo local, anchas caderas, gruesos senos, piernas robustas y rostros mofletudos. Flin pensó que eran quienes; menos podían criticar cualquier cosa. Inmediatamente detrás del hombre de la cadena de oro había otros cuatro o cinco jóvenes, apretados los unos contra los otros. Era evidente que venían de algún bar. Eran muchachotes musculosos, de cabellos bien pegados con brillantina y comportamiento extrañamente insolente. Sus ojos, se dijo Flin, eran los de un animal. Se habían mantenido muy cerca de la puerta cuando ellos habían salido. Ahora seguían mirando fijamente a Ruvi.

— ¿El próximo pueblo? -repitió el hombre de la cadena de oro. Acentuó la palabra pueblo del mismo modo que lo había hecho Flin. Tenía la voz profunda y sonora, como si pareciera acostumbrado a hablarle a las multitudes-. A doscientos treinta kilómetros.

Una larga marcha a través de la noche, por una región desconocida. Una violenta cólera se apoderó de Flin, pero consiguió dominarse.

— Gracias. Me pregunto dónde podríamos comer algo antes de irnos.

— Bueno, es ya un poco tarde -dijo el hombre-. Nuestros restaurantes ya han terminado sus servicios. ¿No es así, señor Nellis?

— Así es, juez Shaw -respondió un hombre entre la multitud.

Era una nueva mentira, pero Flin la dejó pasar. Asintió con la cabeza y dijo:

— Necesito gasolina. ¿Dónde…?

— El garaje está cerrado -dijo Shaw-. Si aún le queda un poco, encontrará una gasolinera en lo de Patch, carretera adelante. Suele cerrar tarde.

— Gracias -dijo Flin-. Nos vamos ahora mismo.

Quiso avanzar, pero Shaw no le dejó paso. Por el contrario, levantó una mano.

— Un segundo, antes de que se vaya. Hemos leído algunos artículos acerca de ustedes en los periódicos y les hemos visto por la televisión, pero apenas tenemos ocasión de charlar un poco con celebridades. Nos gustaría hacerles algunas preguntas.

Los jóvenes de ojos de animal iniciaron un movimiento envolvente detrás de Shaw, luego detrás de Flin, en dirección al coche, dejando a su paso un denso aroma de alcohol.

— ¡Una maldita cantidad de preguntas! -gritó alguien-. Como por ejemplo: ¿por qué no se quedan en sus casas?

— Vamos, vamos -intervino el juez, agitando las manos-. Seamos corteses. Usted tenía algo que decir, ¿verdad, reverendo?

— Seguro que sí -dijo un hombre grueso, de ropas oscuras y ajadas, abriéndose camino a codazos hasta situarse delante de Flin y escrutarlo con la mirada-. Tres de cada cinco domingos este es el tema que toco en mi sermón, puesto que esta es la cuestión principal que se le plantea al mundo moderno. Si no le hacemos frente, si no respondemos a ella como desea nuestro Señor Todopoderoso, entonces será mejor que olvidemos todos los siglos consagrados a luchar contra Satán y nos confesemos vencidos.

— Amén -dijo una voz femenina-. ¡Amén, reverendo!

El reverendo Tibbs acercó su rostro al de Flin.

— ¿Se consideran ustedes seres humanos?

Flin sabía que el terreno era peligroso. Tenía que vérselas con un representante de la religión, y la religión era un tema absolutamente tabú, con el que no debían mezclarse y sobre el que no debían discutir.

Así que respondió con circunspección:

— En nuestros propios planetas nos consideramos así. De todos modos, no tengo ninguna intención de discutir sus puntos de vista, señor.

Se acercó al coche, pero la multitud se apretó a su alrededor.

— Entonces- prosiguió el reverendo Tibbs-, desearía saber cómo pueden ustedes calificarse como seres humanos cuando queda bien expuesto en las Escrituras que Dios creó esta buena tierra que hay bajo mis pies, y luego creó al hombre… al hombre humano… a partir de esta misma tierra. Así pues, si ustedes…

— ¡Oh, vamos! ¡Guarde sus sermones para el pulpito! -interrumpió otro hombre, yendo a situarse ante Tibbs. Su rostro estaba curtido por el sol, su piel era como cuero, el mentón prominente, los ojos duros y penetrantes-. A mí no me importan sus almas, aunque hubieran salido del mismísimo vientre de la Bestia del Apocalipsis. -Se dirigió directamente a Flin-: No hago más que ver bocazas de las vuestras en la televisión desde hace años. Las hay verdes como la tuya, y también rojas, y azules, y violetas, y amarillas… todos los colores del arco iris. Y lo que yo querría saber es: ¿acaso no tenéis blancos en vuestro país?

— ¡Eso! -aulló la multitud, y todas las cabezas se agitaron al unísono.

El hombre al que llamaban juez Shaw asintió también con la cabeza y dijo:

— A mi modo de ver, has formulado exactamente la pregunta que todos queríamos hacer, Sam.

— Lo que quiero decir -continuó Sam, adelantando aún más su prominente mandíbula- es que esta es una ciudad de blancos. En muchas otras ciudades parece que ahora pueden encontrarse mezclados negros y blancos, como si todos surgieran de un mismo alambique, pero aquí es distinto, y no somos los únicos. Hay pequeñas bolsas de pureza como la nuestra, aquí y allá, que resisten las embestidas, me atrevería a decir. Y nunca hemos violado la ley. Nadie se ha negado nunca a integrarlos, entienda. Solo que, por una razón cualquiera, resulta que no hay gentes de color aquí…

La multitud rió su aprobación.

— …puesto que han decidido que se las arreglarían mejor en otro lado, y se han ido. De modo que no hemos tenido que integrarlos. No hay aquí ningún problema racial. No lo ha habido desde hace veinte años, ¡y no queremos que los haya en el futuro!

La gente gritó.

Shaw dejó oír su gruesa y sonora voz:

— Lo que querríamos que entendieran ustedes bien, para poder transmitírselo a quien interese, es que algunos de nosotros querríamos llevar nuestros asuntos a nuestro modo. Esa vieja Tierra es un mundo que no está tampoco tan mal tal como es, y nunca hemos tenido necesidad de que vengan unos extranjeros a dictarnos nuestra conducta. No es muy acogedor para empezar, ¿verdad? Pero no es algo que esté fuera de razón, y estamos dispuestos a escuchar los puntos de vista que sean necesarios antes de alcanzar nuestro propio juicio. Pero ustedes tendrían que comprender inmediatamente que, pase lo que pase en las grandes ciudades o en otros lugares, nosotros no toleraremos que una bandada de negros venga a dictarnos la ley, y no nos preocupa el color de los negros, sea el que sea. Si…

Ruvi lanzó de pronto un grito.

Flin se giró. Los jóvenes que hedían a alcohol se habían reunido junto al vehículo y se inclinaban hacia su interior. Estaban riéndose, y uno de ellos dijo:

— Oh, vamos, ¿qué ocurre? Tan solo quería…

— ¡Flin, por favor!

Por encima de sus hombros inclinados y sus oscilantes cabezas, la vio, acurrucada lo más lejos posible de ellos en el asiento. Otros rostros miraban por los demás cristales, riendo, rodeándola.

Alguien dijo en un tono falsamente indignado:

— ¡Jed, la has asustado! ¿No te da vergüenza?

Flin dio dos pasos hacia el coche, empujando a algunos fuera de su camino. No supo a quién. Tan solo veía el rostro aterrado de Ruvi y las espaldas de los jóvenes.

— Márchense de aquí -dijo.

Las risas cesaron. Los jóvenes se enderezaron lentamente. Uno de ellos dijo:

— ¿He oído a alguien decir algo?

— Me ha oído perfectamente -dijo Flin-. Aléjense del vehículo.

Se giraron, y ahora la multitud permanecía silenciosa, aguardando. Los jóvenes eran corpulentos. Tenían manos fuertes y duras, habituadas a los más rudos trabajos. Sus entreabiertas bocas exhibían sus dentaduras, sonreían, y sus ojos eran crueles.

— No creo que me haya gustado su tono cuando ha dicho esto -hizo notar el que llamaban Jed.

— No me importa el que le guste o no.

— ¿Vas a permitir que te diga esto, Jed? -dijo una voz-. ¿Un sucio negro, aunque sea verde?

Hubo una enorme carcajada. Jed sonrió y desplazó su peso de una a otra flexible pierna.

— Simplemente mantenía una conversación amistosa con su mujer -dijo-. ¿Tiene usted alguna objeción que hacer a ello?

Tendió el brazo y, con sus dedos rígidos, golpeó fuertemente el pecho de Flin.

Este hizo una finta, y la fuerza del golpe se disipó en su hombro. Todo parecía estar ocurriendo a cámara lenta, en un vacío extraño y glacial que en aquel momento no contenía más que a él mismo y a Jed. Tenía consciencia de un sentimiento nuevo y terrible, algo que nunca antes había experimentado. Avanzó, ligero pero firme, sin apresurarse. Sus pies y sus manos ejecutaron cuatro movimientos. Los había ensayado innumerables veces, en el gimnasio, contra adversarios cordiales. Jamás antes había puesto en ellos toda su fuerza, todo su odio, todo el deseo oscuro y primitivo de hacer daño. Vio la sangre brotar de la nariz de Jed, vio a este caer, lentamente, muy lentamente, al suelo, las manos crispadas sobre su vientre, los ojos desorbitados, la boca muy abierta de asombro y dolor.

Fuera de aquel nódulo de tiempo y de odio personal donde se hallaba, Flin notaba otros movimientos, otros sonidos. Poco a poco, luego más aprisa, se fueron clarificando. El juez Shaw se había puesto ante Flin. Otros retenían a Jed, que estaba levantándose. Un hombre cuyo enorme vientre colgaba sobre la hebilla! de su cinturón y con una placa en la camisa agitaba los brazos para despejar el vehículo, haciendo retroceder a los amigos de Jed. Las voces eran un confuso clamor. Y por encima de todo ello se oía la voz autoritaria de Shaw:

— ¡Calma, calma todo el mundo! ¡No queremos problemas aquí!

Giró la cabeza y miró fijamente a Flin.

— Le aconsejo que se vaya tan rápidamente como pueda. Flin rodeó el vehículo, aprovechando el espacio que el policía había despejado. Subió y puso en marcha el motor. La multitud se agrupó delante, como si quisiera detenerlos pese a Shaw y el policía.

'De pronto, Flin no pudo contenerse y les gritó:

— ¡Sí, también tenemos blancos entre nuestras poblaciones, uno por cada diez mil aproximadamente, y no se preocupan en absoluto por ello, como tampoco nos preocupamos nosotros! ¡No pueden ustedes ocultarse del resto del Universo! ¡Van a ser ahogados por el color… por todos los colores del arco iris!

Y en aquel momento comprendió que era de eso precisamente de lo que tenían miedo.

Puso la marcha, y el coche arrancó. La gente se dispersó por la calle ante él. Hubo golpes, objetos que rebotaban contra el techo y los lados del vehículo. Luego la carretera se extendió ante él, larga, recta, despejada, y apretó a fondo el acelerador.

Las luces desfilaron a su lado. Luego la oscuridad lo sumergió todo, y la ciudad desapareció.

Flin redujo la marcha. Ruvi estaba acurrucada en su asiento, el rostro oculto entre sus manos. No lloraba. El tendió una mano, tocó su hombro., Ella temblaba; él también. Se sentía desanimado, pero se obligó a hablar con una voz calmada y tranquilizadora.

— Todo va bien ahora. Ya no están aquí.

Ella emitió un sonido… ¿gemido, respuesta? No podía estar seguro. Luego se envaró, las manos apretadas entre las rodillas

Permanecieron silenciosos. El aire era más fresco pero aún estaba cargado de humedad, casi tan pegajoso como la niebla. No había estrellas en el firmamento. A la derecha se veían ocasionales destellos y el retumbar sordo de los truenos.

Una luz rojiza apareció en la noche ante ellos, un rótulo de neón. La gasolinera de Patch.

— No te detengas, te lo suplico -murmuró Ruvi. -Debo hacerlo -dijo él con tono tranquilizador. Abandonó la carretera para tomar un sendero de grava ante un edificio de madera con las ventanas débilmente iluminadas. En su interior se oía una música muy sincopada. Cerca del bar había un edificio más pequeño, la vivienda, y entre los dos el único surtidor de gasolina.

Flin se detuvo delante de él. Sin darse demasiada cuenta de lo que hacía, tomó a tientas su sombrero y su impermeable del asiento trasero y se los puso, bajando el ala del sombrero de modo :que ocultara lo mejor posible su rostro. Ruvi tenía un chal amarillo que hacía conjunto con su túnica. Se lo echó sobre la cabeza y hombros y se acurrucó aún más en su asiento. Flin apagó las luces interiores.

Una mujer delgada y huesuda salió de la casa. Seguramente el marido debía ocuparse del bar, dejando a su mujer las otras tareas. Esforzándose en mantenerse tranquilo, Flin le rogó que llenara el depósito. Ella ni siquiera le miró; se dirigió hacia el surtidor, con aire huraño. Flin sacó su cartera y rebuscó entre los billetes, con dedos temblorosos.

Un coche pasó lentamente por la oscura carretera, más allá del redondel de luz proyectado por el bar.

El mecanismo del surtidor cliqueteó, sonó, luego se inmovilizó. La mujer dejó la manguera sin ninguna suavidad y avanzó hacia el coche. Flin respiró profundamente. Le tendió el billete.

— Son ocho dólares y ochenta y siete centavos -dijo la mujer, tomando el billete. Entonces se dio cuenta del color de la mano que se lo tendía. Empezó a hablar o a gritar, mientras retrocedía y se inclinaba al mismo tiempo. Flin vio sus ojos brillar y clavarse en el interior del vehículo. El motor estaba ya en marcha. El coche rugió y saltó hacia adelante con un chirriar de grava, dejando a la mujer de pie tras ellos, con los brazos tendidos en su dirección.

— Ya no tendremos que detenernos hasta llegar a la ciudad -dijo Flin-. Y allí todo irá bien.

Echó el sombrero al asiento de atrás. Ruvi se quitó el chal.

— Nunca hasta ahora había deseado cambiar mi rostro -dijo-. Es una impresión curiosa.

— Yo también siento necesidad de desahogarme -murmuró Flin salvajemente-. Pero no ahora, no mientras conduzco.

La carretera era estrecha y estaba oscura bajo el tormentoso cielo, entre campos desiertos y bosques negros.

Ante ellos había otro coche que avanzaba lentamente.

Flin llegó a su altura.

Ocupaba todo el centro de la calzada. Aguardó un instante a que el otro conductor se diera cuenta de que deseaba adelantarle y le cediera el paso. El coche continuó bloqueando la carretera. Tocó el claxon, primero discretamente, luego más fuerte. El otro coche siguió donde estaba, reduciendo más y más su marcha, hasta el punto que Flin tuvo que frenar varias veces.

— ¿Qué está haciendo? -murmuró Ruvi-. ¿Por qué no nos deja pasar?

Flin inclinó la cabeza.

— No lo sé.

Empezaba a sentir miedo.

Se echó lo más que pudo a la izquierda, rodando sobre el desigual arcén. Tocó el claxon, y apretó el acelerador.

El otro coche se desvió igualmente hacia la izquierda. Su guardabarros trasero izquierdo golpeó contra el delantero derecho de Flin. Ruvi gritó. Flin controló el vehículo, que empezaba a derrapar. El sudor picoteaba toda su piel. Aplastó el pedal del freno.

El otro coche aceleró, chirriando. Flin giró el volante a la derecha y apretó el acelerador, atravesando la carretera para pasar por el otro arcén.

Por un breve instante creyó conseguirlo, pero el otro coche se le acercó a una velocidad de locura, golpeándolo, rebotando, golpeándolo de nuevo con el lado, como un hombre empuja a otro con el costado. Los hoyos y las piedras! hacían, saltar al vehículo de Flin. Se esforzó en mantener la dirección, oyó muy cerca unos gritos de hombre…

¡Destroza a ese hijo de puta! ¡Échalo fuera! ¿Qué esperas a…?

Había un árbol delante. Sus faros lo captaron con toda su intensidad, detallándolo brutalmente, la ruda corteza, los nudos, las ramas de desigual grosor, las negruzcas hojas. Flin maniobró frenéticamente el volante. Las luces giraron, barrieron la hierba de un prado, los matorrales. El vehículo saltó, pareció quedar suspendido en el aire, rebotó contra un suelo desigual, luego volcó a medias, con un ruido infernal, en el lecho de un riachuelo. Después silencio.

Un silencio terrible, desesperado.

Flin miró atrás. El otro coche se había detenido al borde de la carretera. Varios hombres estaban saliendo de él. Contó cinco. Adivinó quienes eran.

Pasó el brazo por delante de Ruvi, abrió la portezuela, y empujó a su compañera ante él.

— Será preciso que echemos a correr -dijo, sorprendido por lo tranquilo del tono de su voz, como si le estuviera proponiendo a un niño un juego sin importancia. El coche había quedado medio volcado de aquel lado, y Ruvi no tuvo ninguna dificultad en salir. Flin bajó tras ella al barro y al agua fría que empapó sus tobillos. La ayudó a escalar la otra orilla, baja pero abrupta, la siguió, la tornó de la mano y la arrastró consigo.

No miró más hacia atrás. No valía la pena. Los hombres gritaban y corrían, entre risas, aullidos y ladridos de perros de caza.

Un zigzagueante relámpago iluminó la cortina de nubes. Flin vio árboles, un bosquecillo. El fuego celeste se apagó, seguido de un sordo retumbar. Los árboles desaparecieron. Siguieron corriendo en esa dirección. Las hierbas y los matojos se enredaban en sus piernas. Ruvi avanzaba tambaleándose, y su brazo tiraba cada vez más de él. Sollozaba mientras corrían.

Finalmente llegaron a los árboles.

Flin la soltó.

— Vete. Escóndete en cualquier parte. No hagas ruido, ocurra lo que ocurra.

— No. No quiero dejarte…

La empujó salvajemente, conteniendo su voz.

— ¡Vete!

Los otros hombres trotaban por la hierba, penetrando entre los árboles. Llevaban una linterna. Su largo haz blanquecino recorría los árboles, sondeando.

¿Ves algo?

Aún no.

¿Quién tiene la botella? Estoy seco después de esta carrera.

¿Sigues sin ver nada?

¡Están por aquí, por alguna parte!

Jadear de roncas gargantas, piernas aplastando la vegetación, pies martilleando el suelo.

¡Por Dios que voy a comprobarlo! ¡Cuando haya arreglado las cosas con ese hijo de puta, voy a comprobarlo!

¿Qué es lo que quieres comprobar, Jed?

¡Si es cierto o no que sus mujeres ponen huevos!

Risas.

¿Quien tiene esa maldita botella?

Espera un momento… hey… por aquí, trae la linterna… Jurar ría que los oigo moverse…

¡Hey!

Flin se giró, cuadró los hombros, situándose entre ellos y Ruvi.

Uno de ellos apuntaba la luz sobre su rostro. No podía distinguirlos bien. Pero oyó la voz del llamado Jed, dirigiéndose a él.

— Bueno, verdura, ya que estás tan impaciente por enseñarnos cosas… no sería correcto que tú nos lo enseñaras todo y nosotros a ti nada, así que queremos darte una pequeña lección.

— Dejen marcharse a mi mujer -dijo Flin con voz calmada-. Ella no les ha hecho nada.

— ¿Tu mujer? ¿Y quién nos asegura que es tu mujer? ¿Te has casado aquí, según las leyes de nuestro país?

— Estamos casados según nuestras propias leyes…

— ¿Oís, muchachos? Bueno, verdura, tus leyes nos las pasamos por donde se tercie. De modo que parece que nos sois marido y mujer, tal y como se estila entre nosotros. Así que ella se queda de todos modos. Eso forma parte de la lección.

Todos rieron.

En su propia lengua, Flin dijo a Ruvi:

— Huye.

Y saltó sobre el hombre que tenía la linterna.

Otro llegó rápidamente por el lado y le golpeó en los hombros y la nuca, y no fue con la mano desnuda. ¿Una rama, una barra metálica? Flin, aturdido por el dolor, cayó. Oyó gritar a Ruvi. Quiso repetirle que huyera, pero había perdido la voz. Oyó ruido de lucha, más gritos. Intentó levantarse, pero pesados zapatones le patearon, le pisotearon. Un puñetazo americano se estrelló contra su rostro. Jed se inclinó sobre él para sacudirlo.

— Espera, Mike, quiero que me oiga. ¿Me oyes, vegetal? Lección número uno. Los negros deben permanecer siempre en su lado de la calle.

Un golpe. Sangre en la boca. Dolor.

¿Ruvi?

— ¡Quieto, Mike, espera, maldita sea! Lección número dos. Cuando un blanco desea a la mujer de un negro, no se supone que ella tenga que ofenderse. Es un honor para ella, ¿comprendes? Debe mostrarse muy honrada, feliz y satisfecha. ¿Entiendes?

De nuevo la sangre y el dolor.

¡Ruvi, Ruvi!

— Lección número tres, y esta harás bien en recordarla y hacerla imprimir y colgarla por todos lados, para que todos los demás negros, los rojos, los azules, los verdes y los violetas puedan leerla. Nunca levantes tu mano contra un blanco. Nunca. Haga él lo que haga.

Ruvi permanecía en silencio. Ya no oía su voz.

— ¿Entiendes? ¡Haga lo que haga!

¡Adelante, Jed!

¡Méteselo bien en la mollera! ¡De modo que no lo olvide nunca!

Las tinieblas, la noche, los truenos, las rojas llamas, la sangre roja, el silencio, una voz que tarda mucho tiempo en apagarse.

…y es exactamente igual que cualquier otra chica humana; buen Dios, ¿te imaginas?…

Risas.

Ruvi…

Silencio.

La opinión pública se indignó. Todos los periódicos del mundo publicaron editoriales. El Presidente hizo una declaración. El Gobernador presentó las excusas oficiales de su Estado y prometió de todo corazón encontrar y castigar al grupo de hombres culpable de tal ultraje.

Grand Falls protegió a los suyos.

No se pudieron hallar testigos para reconocer a los hombres responsables del incidente. El juez Shaw estaba seguro de no haberlos visto nunca antes. Al igual que el policía. Incluso el ataque había tenido lugar fuera de los límites de la región, por supuesto. Y de noche. Flin no recordaba la matrícula del coche y no había visto claramente el rostro de los agresores. Ruvi tampoco. Podía haber sido cualquiera, de cualquier lugar.

El nombre «Jed» no significaba nada en sí mismo. Había montones de Jeds en el lugar, pero ninguno de ellos era el culpable. El Jed en cuestión no se dejó ver nunca, y por otro lado Flin tampoco lo hubiera podido identificar como el hombre al que había golpeado en Grand Falls, delante del hotel. («Excesivamente encolerizado, me pareció», declaró el juez Shaw. «Se ofendió sin que hubiera ninguna razón, puedo asegurarlo. Como si no hubiera comprendido nada de nuestras costumbres»).

Así que no hubo juicio, ni castigo.

Desde que los médicos le informaron que se hallaba en condiciones de viajar, Flin informó a su grupo que regresaba a su mundo. Ya se había puesto en contacto con el Centro Galáctico. Enviarían a otro para reemplazarlo. En su mundo estaban muy descontentos por todo lo ocurrido y se pensaban tomar algunas medidas. De todos modos, puesto que la Tierra no era un planeta miembro, no estaba sometido a la jurisdicción galáctica, y como el futuro de un mundo tenía mucha más importancia que las actuaciones de algunos de sus individuos o los sentimientos de sus víctimas, seguramente no se tomaría ninguna medida draconiana. Y Flin admitía que era correcto así.

Sherbondy acudió a verle.

— Me siento responsable de todo lo ocurrido -dijo-. Si no les hubiera aconsejado ese desplazamiento…

— Hubiera ocurrido más pronto o más tarde -respondió Flin-. A nosotros o a algún otro. El mundo de ustedes tiene aún mucho camino que recorrer.

— Me gustaría que se quedaran -dijo Sherbondy con aire culpable-. Me gustaría probarles que no todos somos unos brutos.

— No hace falta que me lo pruebe. Es evidente. Ahora somos nosotros, Ruvi y yo, quienes tenemos problemas.

Sherbondy lo examinó, intrigado.

— Somos nosotros quienes ya no somos civilizados -dijo Flin-. Quizá lo seremos de nuevo un día. Lo espero. Esta es una de las razones de nuestro regreso a nuestro mundo. Allí nos podrán aplicar un tratamiento psiquiátrico. Sobre todo a Ruvi…

Inclinó la cabeza y empezó a pasear arriba y abajo por la habitación, el cuerpo tenso por un furor que apenas podía dominar.

— Un acto así, unas gentes así… es algo que ensucia y degrada todo lo que toca. Es algo que transmite parte de sí mismo. Ahora me siento repleto de sentimientos irracionales. Tengo miedo a las tinieblas y a los árboles y a los lugares solitarios. Es más, tengo miedo de sus conciudadanos. Ya no puedo salir de mi casa sin pensar que me estoy aventurando entre bestias feroces.

Sherbondy suspiró profundamente.

— No se lo puedo reprochar. Pero es una lástima. Hubiera podido gozar usted; aquí de una hermosa vida, realizar grandes cosas.

— Sí -admitió Flin.

— Bien -dijo Sherbondy, levantándose-, no puedo hacer otra cosa que decirle adiós. -Le tendió la mano-. Espero que no se negará a estrecharme la mano…

Flin dudó, estrechó brevemente los dedos de Sherbondy.

— Incluso usted -dijo, apenado-. ¿Comprende por qué debemos irnos?

— Entiendo -dijo Sherbondy. Se dirigió hacia la puerta-. ¡Qué el diablo se lleve a esos malditos! -exclamó de pronto-. ¿Quién diría que en nuestra época…? Oh, ¿para qué…? Adiós, Flin. Le deseo todo lo mejor a su regreso.

Se fue.

Flin ayudó a Ruvi a recoger su equipaje. Verificó todo el material que el grupo de control de intemperies había traído para las demostraciones y que debía entregar a su sucesor.

Luego, con voz muy calmada, dijo:

— Tengo aún algo que hacer antes de irme, Ruvi. No te preocupes. Estaré de vuelta para el despegue.

Ella le miró, sorprendida, pero no hizo ninguna pregunta.

El subió al coche y partió, solo.

Mientras conducía, taciturno y amargado, hablaba con un interlocutor invisible.

— Querías darme una lección. La he recibido. Ahora voy a mostrarte lo buen profesor que eres, cuánto he aprendido.

Y este era el auténtico daño que le habían hecho, a él y a Ruvi.

Los ultrajes físicos y el dolor se olvidan pronto, pero las demás cosas son más difíciles de borrar… el sentimiento de injusticia, el furor ciego, el odio loco hacia todos los hombres de rostro blanco.

Sobre todo el odio.

Esperaba que un día, y rogaba porque fuera pronto, llegaría a liberarse de aquellos sentimientos, volvería a ser limpio e íntegro como lo había sido antes de todos aquellos acontecimientos. Pero ahora era aún demasiado pronto. Demasiado, demasiado pronto.

Con dos minisembradores a plena carga en los bolsillos, conducía inexorablemente hacia Grand Falls.

FIN

EL HIJO DEL SOL

(Child of the Sun)

(1942)

Leigh Brackett

Hace más de tres cuartos de siglo se descubrió un planeta que se hallaba, incluso, más cerca del Sol que Mercurio. Sus descubridores, astrónomos respetados, lo denominaron Vulcano, y atestiguaron debidamente su paso a través de la órbita del Sol. Actualmente, este mundo se halla perdido, si es que existió de veras alguna vez, y hoy día no se halla en los mapas del sistema solar. Leigh Brackett, forjador de maravillas cósmicas, ha imaginado un relato sobre el nuevo descubrimiento de Vulcano, explicando su esquivez y utilizándolo como tela donde pintar un retrato vívido de la vida sobre dicho planeta y el mismo Sol.

* * *

Eric Falken se hallaba completamente inmóvil y vigilaba atentamente los mandos de la nave espacial "Falcon".

Las luces rojas del panel indicador señalaban naves hiltonistas en una media luna tridimensional, encima, detrás y debajo de él. Como unas tenazas que se acercaban velozmente.

El instinto animal de huir alentaba en él, pero no podía obedecer. Tenía bastante combustible para intentar una última prueba de velocidad. Pero no había paso a través del círculo de naves espaciales. Los faros exploradores, que se cruzaban entre sí, atraparían al "Falcon" como a un pececillo dentro de una red.

Tampoco había forma de seguir hacia delante. Mercurio estaba allí, fiero y extraño, expuesto a todo el fulgor del Sol. Las naves de Gantry Hilton, Presidente de la Federación de los Mundos, inventor del Psicoajustador y caudillo de las almas de los hombres, le estaban empujando hacia abajo, para obligarle a realizar un aterrizaje en el solitario puesto avanzado de la Guardia Espacial.

No podía evitar el aterrizaje. Y en tal caso…

Para Paul Avery, la elección entre la muerte o la felicidad. Para sí mismo y para Sheila

Moore, no había elección: era la muerte.

Las luces rojas parpadearon ante la mirada de Falken. La pulsación de los electrodos bajo sus pies se desvaneció en la distancia. Llevaba en los mandos cuatro días de cronómetro, desde que los hiltonistas le estaban persiguiendo desde Lonsangles, en la Tierra.

Lo sabía porque se hallaba tan agotado que no podía pensar, o impedir que la pesadilla de los últimos días le desquiciase el cerebro, martilleándole con la incesante pregunta:

¿Cómo?

¿Cómo le habían seguido el rastro los hiltonistas desde Nueva York? Paul Avery, el recluta Subregenerado que él había ido a buscar, había pasado por una rígida prueba síquica, la cual, incidentalmente, había revelado el más excelente cerebro que jamás se hubiera unido a la causa de los Subregenerados. No podía ser un espía. Y no había, hablado con nadie más que con Falken.

Sin embargo, estaban siendo perseguidos. Ahora, la Guardia Nacional Hiltonista se hallaba muy atareada destruyendo las últimas vías de escape de la Tierra, vías de escape que Falken conocía de memoria.

¿Pero cómo? Sabía que él no se había descubierto. Durante treinta años había estado arrebatando Subregenerados de las Fortalezas de Paz y Felicidad de Gantry Hilton. Era, pues, demasiado veterano para cometer errores.

Sin embargo, la Guardia Negra les había descubierto en Losangles, donde el "Falcon" estaba oculto. Y sin embargo, de algún modo, se habían escapado con una muchacha muerta de hambre, de ojos verdes, llamada Kitty…

— Kitty, no — musitó Falken -. Kitty es Feliz. Hilton se apoderó de Kitty hace treinta años.

El día de nuestra boda.

Una chiquilla muerta de hambre llamada Sheila Moore, que le pido ayuda porque él era Eric Falken, y casi un dios para los Subregenerados. Huyeron en el "Falcon", pero las naves hiltonistas les siguieron. Un vuelo sin esperanza, un esfuerzo desesperado para escapar de aquella persecución antes de hallarse demasiado cerca del Sol. Varias veces, utilizando `su magnífico combustible y las aceleraciones que incluso ponían a prueba su duro cuerpo, Falken pensó que había conseguido huir.

Pero de nuevo le habían descubierto. Era misteriosa la manera como le encontraban.

Ya no podía correr más. Al menos llevaría a los hiltonistas lejos de los compasivos agujeros helados donde se escondía su pueblo, en los planetas exteriores, en los estériles satélites y en las oscuras moles que flotaban fuera de las sendas navegables.

Y se suicidaría antes de que los psicoanalistas hiltonistas pudieran obtener de su cerebro alguna información con respecto a los Subregenerados. Se mataría si conseguía despabilarse.

Empezó a reírse con una risa rabiosa, de borracho. No podía dejar de reír. Se asió al borde del panel y rió hasta que las lágrimas surcaron su Atezado rostro, lleno de cicatrices.

— ¡Cállate! — le gritó Sheila Moore -. ¡Cállate, Falken!

— No puedo. Es muy divertido. Hace treinta años que los Subregenerados vivimos en un infierno, luchando contra el Hiltonismo. Y ahora estamos listos. Es decir, ya lo estábamos antes de emprender el viaje.

"¡Y ahora voy a dormir! ¡Por tanto, ellos pueden sufrir unas cuantas semanas más! ¡Es tan condenadamente divertido…!

El sueño se apoderó de Falken. Un sueño urgente y poderoso, tanto, que le parecía que una garra invisible le apretujase el cerebro. Sus manos abandonaron los mandos del aparato.

— ¡Falken — le gritó Sheila Moore -, Eric Falken!

Algo metálico en la voz de la joven le obligó a levantar de nuevo la cabeza. Ella estaba acurrucada en una de las literas superiores, centelleantes sus verdes pupilas, y tenso su esbelto cuerpo dentro de su destrozado vestido de seda verde.

— ¡Tienes que despistarles, Falken! ¡Tienes que escapar!

Él había dejado de reír.

— .¿Por qué? -preguntó tristemente.

— Porque nosotros te necesitamos, Falken. Eres una leyenda, una esperanza a la que nos asimos. Si te entregas, ¿qué va a ser de nosotros?

Sheila se levantó y dio unos pasos por la estrecha cabina. Paul Avery contemplaba desde su litera, en la pared opuesta, sus ojos ambarinos embotados por la profunda lasitud que quebrantaba su bello cuerpo juvenil.

Falken también la miró. El terrible apremio del sueño seguía oprimiendo su cerebro, robando la fortaleza de sus músculos. Pero no podía dejar de mirar a Sheila Moore.

Por ella había puesto en peligro su vida, y por Avery también, y había quebrantado la ley de los Subregenerados por salvarla a ella, a una desconocida, que no había pasado prueba alguna. Sheila resplandecía. Penetraba en el cerebro de Falken con el mismo fuego helado que -había sentido cuando Kitty fue separada de sus brazos.

— Tienes que escapar — repitió la muchacha -. No podemos entregarnos.

Su voz sonaba distante, y su cabello suelto, del color del oro, formaba como un halo de luz en torno a su cabeza. Las tinieblas estaban apoderándose del cerebro de Falken.

— ¿Cómo? — susurró.

— ¡No lo sé…, Falken! — le asió de un brazo con temblorosos dedos -. Te están acorralando hacia Mercurio. ¿Por qué no les engañas? ¿Por qué no ir más allá? Falken la miró fijamente. No se le había ocurrido tal idea. No podía habérsele ocurrido.

Más allá de la órbita de Mercurio sólo había la muerte.

Avery saltó al suelo. Durante un instante de sobresalto, el cerebro de Falken se despejó, viendo el salvaje terror en los ojos de Avery.

— ¡Moriríamos! — gritó roncamente -. El calor…

Sheila se le enfrentó.

— Moriremos de todas formas, a menos que desees el Cambio Psíquico. ¿Por qué no probarlo, Eric? Los instrumentos de ellos no funcionarán cerca del Sol. Tal vez temerán seguirnos.

La acerada, febril fuerza de la joven les sacudió.

— ¡Pruébalo, Eric! No tenemos nada que perder.

Paul Avery trasladó su vista de uno al otro, y luego a las luces rojas que indicaban las naves enemigas. De repente se sentó en el borde de su litera, con el rostro entre las manos. Falken observó los nervios de sus manos, como un manojo de cuerdas.

— No… no puedo — susurró Falken. La fuerza de su sueño era más imperiosa que nunca.

Añadió -: No puedo pensar…

— ¡Debes hacerlo! — le exigió Sheila -. Si te duermes, nos atraparán. No puedes matarme y matarnos. Te vaciaran el cerebro. Y luego te lo hiltonizarán con el psicoajustado.

Pondrán en blanco tu cerebro con los impulsos eléctricos y después te injertarán una memoria completamente nueva, transmutando incluso tus circunvoluciones cerebrales para que no puedas pensar del mismo modo. Te cambiarán tu metabolismo, tu equilibrio glandular, tus huellas dactilares.

Falken sabía que ella le estaba recordando estas cosas deliberadamente, para obligarle a la lucha. Pero las tinieblas del sueño seguían atenazándole.

— Incluso perderás tu nombre — prosiguió ella, implacable -. Te tornarás plácido y sin vida, dejando que tu existencia transcurra ociosamente, uno más del rebaño de Hilton.

Como… — respiró profundamente y agregó -: como Kitty.

Falken la oprimió por los hombros, sacudiéndola febrilmente.

— ¿Cómo lo sabes?

— Aquella noche, cuando me encontraste, pronunciaste su nombre. Quizá yo te hice acordarte de ella. Sé lo que sientes, Eric. Se apoderaron de la chica que amabas.

Él la miró fieramente, reflejándose en sus ojos el resplandor de las verdes pupilas de la muchacha: Había acero en ella. Pudo sentir el impacto del choque de ambas voluntades.

— Háblame — le ordenó -. Mantenme despierto. Lo probaré.

El sueño estaba asaltando a Falken con manos físicas. Pero volvió a concentrar su atención al tablero de mandos.

El feroz resplandor de Mercurio le apuñalaba sus enrojecidos ojos. Las luces rojas le acosaban. No podía pensar. Y entonces Sheila Moore empezó a hablar. De pie a espaldas suyas; con sus delgadas y vitales manos en sus hombros, iba contándole la historia del hiltonismo.

— El Sicoajustador de Granty Hilton fue bueno al principio. Mediante el lavado artificial de las ondas cerebrales, y el uso del electro-hipnotismo, o transmisión de formas de pensar directamente al cerebro, curaba demencias no lesionales, neurosis, y las tendencias criminales. Luego, al finalizar la Guerra Interplanetaria…

Las luces rojas se acercaban. ¿Cómo podrían escapar a la agresión de la Guardia Especial? La voz de Sheila combatía a las tinieblas de su cerebro. Velocidad, esto era lo que le hacía falta. Y más coraje que el que había empleado en toda su vida. Y suerte.

— Sigue hablando, Sheila. Mantenme despierto.

— Hilton fomentó su descubrimiento. La gente estaba agotada tras seis años de lucha.

Deseaban el Hiltonismo, la Paz y la Felicidad. La pasión por huir de la vida les tornó en lunáticos.

Falken asió la palanca de emergencia y la llevó hacia abajo. La última onza de fuerza acumulada penetró en los tubos del cohete. El "Falcon" se enderezó y aceleró su marcha.

Entonces, salió disparado hacia Mercurio, mientras el gimiente chirrido del metal hacía estremecer los muros de la cabina.

Estallaron varias granadas espaciales. El "Falcon" se estremeció, pero no le alcanzaron. El círculo de luces rojas se iba quedando atrás. La aceleración desgarraba el cuerpo de Falken, pero la tela de araña del sueño iba aflojando su presa. La voz de Sheila iba contándole la historia de la esclavitud del hombre.

Los pelados y hambrientos picos de Mercurio destellaron ante Falken.

Y entonces las armas de la Guardia Espacial atronaron el espacio.

— ¡Sigue, Sheila! — gritó Falken -. ¡Sigue hablando!

— Bien, Gantry Hilton se convirtió en una especie de Dios, rigiendo los pensamientos y las emociones de la gente. No halló ninguna oposición, salvo por parte de los Subregenerados, que carecíamos de poder. La humanidad se desenvuelve en medio de un estupor plácido. No puede sentir incomodidad, deslealtad, ni el deseo de progresar y cambiar. No puede luchar, siquiera sea moralmente.

"Gantry Hilton es un dios. Su hijo será un dios. Y la humanidad está agonizando.

En el cerebro de Falken se produjo un extraño y casi audible impacto. Sintió el rápido y terrible choque del odio que le sobresaltó porque no formaba parte de su personalidad.

Desapareció al instante y su mente se aclaró.

Estaba agotado por completo, pero podía pensar y pelear.

Lívidas y flamígeras estrellas surgían y morían en torno suyo. Los fatigados electrodos rugían de agonía. Las alargadas manos de Falken se afanaban en los controles. Ahora sabía lo que iba a hacer.

Abajo, abajo… directamente hacia las negras, vomitantes bocas de las armas, apostándolo todo a que su súbito impulso de velocidad confundiría a los artilleros, a que la minúscula mole de su nave hundiendo el vacío de proa, sería muy difícil de distinguir contra las profundidades espaciales moteadas de estrellas.

Tenía los labios blanquecinos. Las delgadas manos de Sheila eran como un dolor pasajero en sus hombros. Abajo, abajo… Los picos de Mercurio casi rozaban el casco de la nave.

Una granada estalló muy lejos. Cegado, aturdido, Falken guiaba el cohete con el instinto. Silenciosos cohetes frenaron el-impulso gravitatorio por un momento. Luego, la nave volvió a hallar su camino a través del vacío. Había pasado Mercurio.

Al otro lado, en el espacio libre, la nave no era ya más que una veloz mota de polvo perdida entre los titánicos fuegos del Sol.

Falken se volvió. Paul Avery seguía en su litera, pero sus ojos dorados, muy abiertos, contemplaban fijamente a Falken. Se trasladaron a Sheila Moore, que se había dejado caer exhausta al suelo, y de nuevo se posaron en Falken… como queriendo atravesarle en una fría mirada que Falken no fue capaz de comprender.

Falken cortó la fuerza impulsora de los cohetes. Vigiló los mandos. El calor estaba pegándose al casco de la nave. Falken miró a través de las sombreadas portillas al vasto y abultado Sol.

Ningún hombre en la historia de los viajes espaciales se había aventurando a acercarse tanto. Se preguntó cuánto tiempo podrían resistir el calor, y si el casco podría desviar las poderosas radiaciones.

Su cerebro, con su conocimiento de los campamentos de Subregenerados, se hallaba a salvo por algún tiempo. Conociendo lo poco que podía esperar de la suerte, sonrió sardónicamente, no sabiendo si el hábito había ocupado el sitio de la razón.

Entonces, la resplandeciente cabeza de Sheila le obligó a acordarse de Kitty, y comprendió que su agotado cuerpo le estaba traicionando.. No, no podía abandonar.

Se sentó junto a Sheila. Le cogió las manos y le dijo:

— Gracias. Muchas gracias, Sheila Moore.

Y luego, pacíficamente, se quedó dormido con la cabeza reposando en el regazo de la joven.

El calor era maligno, como un vampiro. Eric Falken lo sintió aun antes de despertarse.

Estaba tendido en la litera de Paul Avery, y el sudor de su cuerpo había formado como un charco debajo de él.

Sheila estaba sentada a su lado, con los ojos cerrados, y el dorado cabello peinado hacia atrás. Su vestido de seda verde estaba, humedecido de sudor. La delgadez de su cuerpo le proporcionaba una rara belleza, clara y suave, como una escultura de hielo.

Había vivido en callejones y bodegas, ocultándose de los hiltonistas, porque no quería ser Feliz. Era una muchacha fuerte. Como una gatita que no quiere morir.

Avery, sentado en la silla del piloto, miraba al exterior a través del portillo. Giró en redondo cuando Falken despertó. El cansancio había huido de su juvenil y cuadrada cara, pero todavía tenía los ojos velados y enrojecidos. Falken no pudo leer en ellos, pero le pareció intuir el temor.

— ¿Cuánto tiempo he dormido? — quiso saber.

Avery se encogió de hombros.

— El cronómetro se paró. Supongo que mucho tiempo. Quizá veinte horas.

Falken se acercó a los mandos.

— Será mejor que retrocedamos. Daremos un amplio rodeo y tal vez podremos volver a esquivar a Mercurio.

Esperaba que la constante velocidad no les hubiese llevado demasiado lejos y llegase a faltarles el combustible.

El alivio se dibujó en el rostro de Avery.

— ¡Es enorme el Sol! — se quejó -. Es aterrador. Nunca había pasado tanto miedo…

Se interrumpió de repente. Algo. en su tono de voz hizo que Sheila abriese mucho los ojos.

De pronto el zumbador de detección de masas empezó a sonar, con su insistente persistencia.

— ¡Un meteoro! — gritó Falken, y saltó a la pantalla del visor. Se inmovilizó.

No era un meteoro que se dirigiera hacia ellos, procedente del vasto campo resplandeciente del Sol. Era un planeta.

Un planeta oscuro, negro como el infinito, estéril y cruel hasta la negación, cuyos altos picos brillaban con fuegos fosforescentes.

— ¡Cielo santo! — murmuró Paul Avery -. ¿Un planeta aquí? ¡Es imposible!

Sheila Moore intervino rápida.

— ¡No! Recordar las antiguas leyendas acerca de Vulcano, el planeta situado entre Mercurio y el Sol. Nadie creyó en él, porque no pudieron descubrirlo. Pero tampoco pudieron explicarse jamás la excéntrica órbita de Mercurio, excepto por la interferencia gravitatoria de otro planeta.

— Seguramente los observadores de Mercurio lo habrían descubierto ¿no? — objetó Paul Avery, y en su garganta comenzó a latirle el pulso fuertemente.

— Está allí — observó Falken con impaciencia -. Y nos estrellaremos contra su superficie dentro de un minuto si no… ¡Sheila! ¡Sheila Moore!

El resplandor procedente de los portillos iluminó su agitanado rostro y el brillo centelleante de sus ojos azules.

— ¡Es un mundo, Sheila! ¡Podría ser un mundo para nosotros, un mundo donde los Subregenerados podrían vivir y esperar! La joven jadeó y le miró con fijeza.

— ¡Míralo, Eric Falken! — gritóle Avery -. Nadie ni nada podría prosperar aquí.

— ¿Temes aterrizar y comprobarlo? — le preguntó Falken, con suavidad.

Los amarillentos ojos quedaron confundidos. Luego, Avery volvió la cabeza.

— No, pero no puedes aterrizar, Falken. Fíjate bien.

Falken encendió uno de los poderosos reflectores. Vulcano era más pequeño aún que Mercurio. No había atmósfera. Los picos de sus mares ascendían a una enorme altura, como queriendo penetrar el brillante resplandor solar.

El haz de luz se dirigió al fondo oscuro de sus valles. No había nada más que roca cristalizada, que destelló a la reverberación de la luz.

— Es igual — murmuró Falken -. Voy a aterrizar.

Si existía la más leve oportunidad no podían desaprovecharla.

Los Subregenerados vivían casi muriendo en los mundos deshabitados. Paul Avery era el único ser reclutado en muchos meses. Y se había estado muriendo en las miserables fortalezas independientes del espacio exterior.

El hambre, la miseria, el frío y la oscuridad. La inseguridad y el peligro, y el pavoroso terror de los humanos arrancados a la tierra y a la luz. A menos que hallasen un lugar seguro, con calor, luz y tierras de cultivo, donde los niños pudiesen nacer y criarse, Gantry Hilton llegaría a apoderarse de todo el Sistema Solar para su recreo.

No hubo más protestas, Falken puso la nave dirigida hacia abajo, con infinita destreza.

Luego dio media vuelta, sintiendo que la sangre se agolpaba a sus muñecas y a su garganta.

— Los trajes del vacío — pidió -. Hay dos y uno de reserva.

Se los pusieron, se deslizaron por la escotilla y salieron al aire libre, los primeros seres humanos en un mundo por descubrir.

El peso plomizo de sus botas les ayudó a quedar sujetos al suelo, permitiéndoles andar. Falken probó la roca con un bastón provisto de contera de acero.

— Es como el cristal — dijo -. Probablemente, formado por algún compuesto químico desconocido, fundido por la viva fuerza de los trastornos solares que originó los planetas.

Esto explicaría su resistencia al calor.

Los radioauriculares le trasmitían con toda claridad la voz de Avery, y Falken comprendió que toda la materia del planeta se hallaba aislada contra las radiaciones solares, que normalmente habrían impedido toda comunicación.

— Sea como sea — repuso Avery -, absorbe la luz. Pero esto nunca ha podido ser visto.

Sólo unos débiles destellos se filtran a su través, demasiado flojos para que ni siquiera los telescopios de Mercurio puedan captarlos, detectándolos contra el Sol. Su mole es demasiado diminuta para que su tránsito pueda ser observado, y además no produce reflejos.

— Un perfecto desconocido escondido en pleno espacio — observó Sheila, estremeciéndose-. ¡Mira, Eric! ¿No es la entrada de una caverna? El corazón de Falken le dio un vuelco de esperanza. Había cavernas en Plutón. Quizás en el centro de este extraño mundo…

Se acercaron a la entrada. Estaba sorprendentemente caliente. Falken sospechó que la roca difundía el calor solar en lugar de frenarlo.

Espirales de vapor cálido ascendían hacia el cielo, pareciendo querer apuñalar a las estrellas. Furtivos destellos de luz entraban y salían de la oscura profundidad. La cueva se abría ante ellos, y la luminosidad de sus linternas resbaló por sus muros, disipando las tinieblas.

Falken desenrolló una cuerda de fibra sintética de un millar de pies de longitud, que llevaba enrollada a la cintura. No tenía el espesor de un hilo de araña, aunque era lo suficientemente resistente para soportar el peso de Falken y Avery, a la vez. Ataron a un extremo una de las botas metálicas de cada uno, y dejaron caer la cuerda.

Flotó durante lo que pareció un tiempo interminable, cayendo perezosamente, debido a la poca fuerza de la gravedad. Ochocientos… novecientos pies. Cuando en la mano de Falken no quedaban más que cinco pies de cuerda, se detuvo.

— Bueno, hay un fondo.

Paul Avery le cogió del brazo.

— ¿Vas a bajar?

— ¿Por qué no? — Falken le contempló, extrañado -. Quédate aquí, si lo prefieres.

¿Sheila?

— Voy contigo.

— De acuerdo — murmuró Avery -. Vendré.

Sus ojos ambarinos parecieron momentáneamente los de un león atrapado en un pozo.

Asustado y peligroso.

¿Peligroso? Falken meneó la cabeza con irritación. Hendió el bastón en una grieta y aseguró la cuerda.

— Nos colgaremos de la cuerda — explicó -. Flotaremos como globos. Pero hay que tener cuidado. Yo iré delante. Si allá abajo hay peligro, arrojaremos la otra bota que nos queda y ascenderemos con rapidez.

Descendieron, flotando asidos a la cuerda. En el oscuro pozo resplandecían leves destellos luminosos. El calor iba en aumento. Entonces, Falken pegó con el pie contra la resquebrajada pared de enfrente y empezó a deslizarse con una inclinación de cuarenta y cinco grados. De repente, apareció un vivo resplandor.

Falken parpadeó, asombrado. Luego, gritó fiera, salvajemente, en advertencia., La "cosa" estaba casi frente a él. Un coloso de ojos ardientes, como asentado sobre unos largos zancos, las mandíbulas abiertas, bien provista de colmillos y tensos los músculos.

Falken empuñó su daga radioactiva. El veloz movimiento le hizo perder el equilibrio.

Sheila, que se deslizaba detrás suyo, tropezó con él y ambos cayeron, lentamente, resignados ya a una muerte cierta en manos de aquel monstruoso ser que se disponía a cargar contra ellos en medio de un arco iris de cegadora luz.

Paul Avery aterrizó a su lado, lista su daga radioactiva. Falken y Sheila se incorporaron, con un sudor frío en todo su cuerpo.

— ¿Qué era aquello? — preguntó Sheila.

— ¡Quién sabe! — repuso Falken, estremecido de terror. Lanzó una ojeada a su alrededor.

El monstruo estaba ahora lejos.

Falken llevó a sus compañeros, apresuradamente, hacia el refugio de la pared agrietada.

Unos jinetes estaban dando caza ahora al coloso. Jinetes de tan extrañas formas que ni la mente más desquiciada de un ser humano habría podido concebirlos. Jinetes en unos corceles semejantes a las colas de los cometas, tenues, vaporosos, seguidos por una manada de. perros ladradores.

El sudor frío persistía en Falken.

— ¿Cómo pueden vivir sin aire? — susurró -. ¿Y por qué no nos ven?

No había respuesta. Pero por el momento, se hallaban a salvo. La luz, que cambiaba de color a cada instante, ahora no les mostraba nada en movimiento.

Estaban sobre. un suelo de roca negra cristalina. Por encima y a ambos lados, los muros formaban curvas que se alejaban hacia un gran resplandor… la luz del Sol, al parecer, que hacía resplandecer a todo el planeta. Al frente había una llanura también negra, cuya curva se emparejaba con la de la cueva.

Falken lo contemplaba todo asombrado. No había sitio donde estar a resguardo. No podía habitarse en aquel planeta. En aquel pozo no existía la vida tal como Falken la concebía. Y sin embargo, había cierta clase de vida, por extraña que fuese. Si volvían aquellos jinetes, no podrían escapar a su destino.

— Será mejor regresar — dijo, girándose para coger la cuerda.

La grieta había desaparecido.

Lisa y sin fisuras, la pared negra parecía estar burlándose de él. Sin embargo, no se había, movido más de dos pasos. Sintió como una puñalada de miedo.

— Busquémosla — murmuró -. Debe estar por aquí.

Paul Avery se echó a reír secamente.

— Aquí hay algo — declaró -. Algo con vida…

Falken rezongó:

— ¡Naturalmente, tonto! Esos jinetes…

— No. Algo más. Algo que se ríe de nosotros.

— ¡Cállate, Avery! — le ordenó Sheila -. No podemos dejarnos dominar por los nervios.

— Ni podemos permanecer tampoco aquí buscando la fisura eternamente — Falken procuraba atisbar por entre los cegadores rayos de luz -. Debemos seguir explorando esto. Quizás existe otra salida.

Avery soltó una risita sin humor.

— Y quizá, no. Quizá ni siquiera hubo jamás- una entrada. ¿Qué ha sucedido, Falken?

— Domínate — le aconsejó Falken, severamente -, o te quitaré la válvula de oxígeno. Está bien. Adelante.

Fueron siguiendo un largo sendero que atravesaba la llanura negra, sin aire, en medio de un silencio subyugador, deslizándose sobre la roca cristalina, casi cegados por la luminosidad multicolor.

Y entonces, Falken divisó el castillo.

Apareció ante ellos de repente, una mole de alas achatadas con torrecitas retorcidas y ventanales contorsionados. Falken parpadeó asombrado. Estaba seguro de no haberlo visto antes. Quizá la luz…

Titubearon. Por los poros de la piel de Falken parecían estar filtrándose leves motitas de hielo. Hubiera querido dar la vuelta al castillo, pero las negras paredes parecían alargarse indefinidamente a ambos lados de aquél.

— Entraremos — anunció, y sintió, empero, un escalofrío ante la aterradora idea de tropezar con seres como aquellos que, habían estado dando caza al coloso de ojos llameantes.

Con las dagas a punto, ascendieron unas escalinatas de altísimos peldaños. Ante ellos se extendía un vestíbulo sin ventanas. Lo siguieron.

Falken tuvo de pronto una impresión de "cambio". Las paredes se estremecían como si por ellas resbalase una tenue cortina de agua. Y de repente, unas puertas se abrieron delante de un salón redondo.

Falken atravesó una puerta. Al otro lado había un enorme salón redondeado por completo, con más puertas. Retrocedió. El vestíbulo que acababan de abandonar había desaparecido. Sólo había puertas. Centenares de puertas, de extrañas formas y tamaños, como las cosas que la mente humana recuerda con imperfección.

Paul Avery empezó a reír.

Falken le golpeó rudamente encima del casco. Avery calló, y Sheila asió a Falken del brazo, apuntando la mano hacia delante.

Unas oscuras sombras avanzaban hacia ellos, extrañas, monstruosas, como aves gigantescas. El corazón de Falken se sintió sobrecogido de pánico. Las sombras les iban dando caza…

Falken ahogó la risa histérica que estaba a punto de brotar de su garganta. Abrió otra puerta.

Salones con puertas. Y las sombras se arrastraban detrás de ellos. Falken empezó a abrir puertas, una tras otra, en rápida sucesión, pero detrás de cada una sólo se veían salones provistos de más puertas.

El corazón le latía aceleradamente, con un dolor profundo, real. Tenía el traje empapado en sudor frío. Atravesaba continuamente puertas y más puertas, salones y más salones, siempre con las sombras a sus espaldas, enroscándose a los muros y a las huertas… a las puertas.

Paul Avery lanzó una risita ahogada.

— ¡Tiene gracia! — comentó, y se arrojó al negro suelo. Las sombras le pasaron por encima.

Los ojos de Sheila estaban mirando fijamente al ajado y pálido rostro de Paul. Su terror obró el milagro de despertar la conciencia en el cerebro de Falken.

— ¡Ayúdale a levantarse! — gritó -. ¡Ayúdale a levantarse!

Tuvieron que cogerle, Sheila por los pies y Falken por los sobacos. Siguieron trastabillando con su carga. Y de pronto no hubo ya puertas, ni techo alguno. Sólo la luz y los muros cristalinos… y las cambiantes sombras.

Los muros eran muy delgados en algunos sitios. A su través, Falken pudo divisar al enorme coloso de ojos llameantes, que se extendía ante la luminosidad del Sol. Llegaron de nuevo los cazadores y los sabuesos, sin adelantar ni retroceder, cabalgando simplemente, siempre en el mismo sitio.

Se desvanecieron los muros y las sombras. Ahora se hallaban solos en el centro de la negra llanura. Falken miró hacia el castillo, a sus espaldas.

No había nada más que la desnuda piedra.

Dejaron a Paul Avery en tierra. Falken vio como Sheila se arrodillaba a su lado. Se echó a reír con risa siniestra, enloquecida. Luego se arrodilló junto a los otros, su rostro, agitanado y lleno de cicatrices convertido en una máscara pétrea.

Falken nunca supo si fue entonces o varias horas después cuando oyó la voz. Pero sonó fuertemente en su cerebro. Al oírla se puso de pie, empuñando la fútil daga radioactiva.

— ¡Son humanos! -exclamaba la voz-. ¡Qué maravilloso!

Falken elevó la mirada, observando un cambio en el matiz de la luz.

Algo flotaba hacia arriba. Era como una zona de diez pies de un halo espeso, como un núcleo de resplandor cegador rodeado de un disco de fuego petrificado.

La belleza de aquello, fuese lo que fuese, maravilló a Falken. Aquel ser titilaba con una opalescencia lumínica, infinitamente suave, como una llama viviente, mágica, flotando a la cambiante luz de un arco iris. Sintió oprimírsele el corazón, como invadido de una dulce tristeza.

La voz volvió a sonar, ahora claramente audible.

— Sí, vivo y os hablo.

Sheila y Avery se habían incorporado, a su vez. Miraban a aquel ser con voz, con los ojos completamente abiertos.

— ¿Quién eres? — susurró la joven.

Aquel ser de fuego pareció replegarse en sí mismo. De sus bordes destellaron como lenguas de fuego, y sus colores rieron.

— ¿Una mujer, eh? ¡Espléndido! Tendré que maquinar algo especial — cambiaba de color a medida que cambiaba de ideas -. Vosotros me asombráis, humanos. No puedo leer en vuestras mentes, aparte de los pensamientos telepáticos dirigidos a mí, pero puedo sentir la energía que emerge de vosotros.

"Había pensado que ese humano pálido era el más fuerte. Sin embargo, ha fallado, y en cambio vosotros dos os mantenéis firmes.

Avery miró a Falken con sus pupilas ambarinas, ahora encendidas con unas lucecitas incomprensibles.

— ¿Quién eres? — le preguntó Falken a la luz.

El fuego flotante giró y se curvó. Del núcleo surgieron como unas plumas de pavo real multicolores y brillantes.

— Soy el Hijo del Sol — respondió con orgullo.

Vio cómo los otros se atragantaban de asombro, y se rió con unas notas áureas de burla.

— Os lo explicaré, humanos. Me divertirá tener un auditorio no creado por mí. ¡Mirad!

Un fragmento de roca cristalina tomó forma ante ellos. En su interior comenzó a brillar un punto lumínico.

Era un Sol, en el primer destello de su juventud viril. Giró lentamente en torno a su órbita galáctica. Luego, desde las profundidades del más remoto espacio, se acercó otro Sol. Era inmenso, ardiendo con un resplandor blanco azulado. Se produjo un apareamiento y al instante nacieron nueve mundos en medio de un incendio deslumbrador.

Y hubo vida. No en los nueve ardientes planetas. Sino en el espacio libre, con diminutos globos de fuego, fragmentos del Sol que lanzaba chispas de inteligencia con las enormes explosiones de la energía.

La pintura se tornó borrosa. Los colores de la luz flotante cambiaron mortecinamente.

— Somos muchos — suspiró la extraña criatura -. Somos como pequeños soles, que vivimos de la conversión de nuestros propios átomos. Jugamos en los espacios abiertos.

Sombrías figuras poblaban el paisaje, halos más allá de la humana comprensión, una leve visión de esplendor de extraños mundos con los enormes, inmensos soles girando en el espacio.

— Como soles que somos — continuó la voz -, irradiamos nuestra propia energía.

Podríamos extraer fuerza de nuestro padre, pero no la suficiente. Y morimos. Pero yo soy más fuerte que los demás, y más inteligente. Y me construí una concha.

— ¡Construir! — susurró Avery -. ¿Pero cómo?

— Toda la materia se halla formada de energía en bruto, de electrones y protones que existen en estado libre. Con parte de mi propia masa construí este mundo que hay a mi alrededor, para mantener la energía del Sol y proteger la irradiación de mi vitalidad.

"He vivido, mientras los demás morían. He visto cómo los planetas se enfriaban, vivían y morían. No soy inmortal. Mi masa disminuye en tanto la energía huye de mi cuerpo.

Pero hasta que me agote debe transcurrir mucho tiempo. También veré morir al Sol.

La voz calló. Los colores eran como cenizas luminosas. Falken se sintió sobrecogido de una punzante penó.

Luego, las maliciosas llamaradas revivieron y la voz habló:

— Mi mayor problema es la distracción. Me aburro y dentro de mi concha me veo obligado a imaginar diversiones.

— ¿Los cazadores — jadeó Falken -, la fisura que se ha desvanecido, el castillo, mágico?

De pronto, sentía frío y calor, a la vez.

— ¿Hábil, verdad? Creé a la fiera de unos eones, hace algún tiempo. Según mi plan, la bestia no puede huir ni los cazadores atraparla. Pero, debido a un factor de incertidumbre, existe una oportunidad entre varios centenares de billones de que pueda ocurrir una de ambas cosas. Y esto me proporciona una diversión interminable.

— ¿Y el castillo? — musitó Falken -. También es parte de la distracción.

— ¡Oh, sí! Vuestras reacciones emocionales… ¡Muy interesante!

Falken levantó la daga radioactiva y asestó un golpe contra el núcleo de la luz.

El fuego vívido se limitó a retorcerse y replegarse más sobre sí mismo. El Hijo del Sol se echó a reír.

— La energía en bruto es mi único alimento. ¿Qué, no hay más preguntas?

La voz de Falken tenía un tono casi amable.

— ¿Sólo piensas en divertirte?

Los colores del Hijo del Sol volvieron a amortiguarse.

¿Qué más puede hacer para pasar el tiempo?

¡El Tiempo! ¡Tiempo, desde que el diminuto y helado Plutón no era más que un globo de incandescente gas!

— Tú cerraste la entrada del pozo por donde descendimos — le reprochó Avery.

— Claro está.

— ¿Volverás a abrirla? ¿Nos dejarás salir?

El tono de su voz le traicionó. Falken y Sheila se dieron cuenta.

— ¡No! — gritó la joven con voz enronquecida -. ¡No nos dejará salir! ¡Nos retendrá aquí para divertirse con nosotros, hasta nuestra muerte!

Unos estremecedores colores rojos iluminaron al Hijo del Sol.

— ¡Morir! — exclamó -. Mis criaturas existen hasta que se desvanecen por mi voluntad.

¡Pero la muerte… la auténtica muerte debe ser una maravillosa diversión! Falken se sintió invadido de una tremenda, loca rabia. Aquella inmensa caverna parecía estar burlándose de él, matando de golpe sus escasas esperanzas. Se mofaba de él con sus sólidos muros que estaban construidos y cambiaban constantemente como si fueran de humo, por el poder de aquella llama suave, dulce, sin alma…

Todo construido, todo edificado por una sola voluntad… Todo cambiando por esa misma voluntad suprema.

De repente, el cerebro pareció latirle con vida propia. Falken se inmovilizó, rígido, como aplastado ante la magnificencia de su idea. Empezó a temblar, y por sus venas comenzó a circular una loca esperanza, hasta el punto. de que sintió un vivo dolor en sus entrañas.

— ¿No puedes crear auténticos seres vivientes, verdad? — le preguntó al ser de fuego, con sumo cuidado.

— No — replicó el Hijo del Sol -. Puedo fabricar los elementos químicos de sus cuerpos, pero la chispa vital se muestra esquiva. Mis criaturas son simples juguetes activados por la fuerza eléctrica de sus átomos. Piensan, de manera limitada, y experimentan crudas emociones, pero no viven en el verdadero sentido de la palabra.

— ¿No puedes fabricar otras cosas? ¿Rocas, tierras, agua, aire?

— Ciertamente. Para ello tendría que gastar gran parte de mi fuerza, y se debilitaría mi concha, puesto que debería reducir parte de la roca a sus primarias partículas y reconstruirlas. Pero también puedo hacerlo, sin que la pérdida de energía sea grave.

Hubo un silencio. Los distantes fuegos azulados resplandecían en las pupilas de Falken. Vio que los otros dos le estaban mirando. Estaba acechando la oportunidad de un descuido de la masa brillante que evolucionaba sobre sus cabezas, como un nubarrón negro coronado de locura y mortandad.

Pero su alma se estremeció de éxtasis ante la idea que le había asaltado el cerebro.

— ¿Por qué tendría que construir todo esto? -quiso saber el Hijo del Sol.

— Para divertirte — le contestó Falken -. ¡Sería el juego más divertido de cuantos has inventado!

— Dime por qué, humano.

— Antes debemos concertar un pacto.

— ¿Por qué debo pactar? Vosotros sois míos, y haréis lo que yo desee.

— De acuerdo. Pero no duraremos mucho. ¿Por qué tienes que malgastar tu imaginación en nosotros tres cuando podrías tener miles de seres humanos? Los ambarinos ojos de Avery estaban completamente abiertos. Una asombrosa incredulidad había aflojado los rígidos músculos de Sheila.

Falken se volvió hacia sus asombrados compañeros. Asió a cada uno de ellos por un brazo, con un brusco y doloroso apretón.

— ¡Confiad, confiad en mí, por lo que más queráis! — les susurró. Y luego, en voz alta -:

Ayudadme a decirle lo que necesitamos.

En la luminosidad del Hijo del Sol aparecieron unas brillantes chispas áureas, que denotaban su burlona risa, pero Falken estaba absorto, contemplando fijamente los ojos de Sheila. Entre ambos se cruzó un relámpago de comprensión, de salvaje esperanza.

— Oxígeno — dijo ella -. Nitrógeno, hidrógeno, bióxido de carbono…

— Y tierra — agregó Falken -. Cal, hierro, aluminio, sílice…

Se encontraron sobre un suelo de tierra rojiza, aún húmeda de lluvia. Una cordillera de bajas colinas recortaba contra un extraño suelo oscuro. Leves nubarrones brillaban a la luz de un arco iris.

Falken sólo acertaba a divisar grandes extensiones de tierra desnuda, salpicada de diminutas charcas y ríos tempestuosos. Se quitó el casco y aspiró profundamente el aire vivificante. Dejó que la tierra se deslizara por entre sus dedos y se acordó de los Subregenerados en sus guaridas heladas.

Sonrió porque se había dado cuenta de que en sus ojos azules había lágrimas.

Sheila también estaba sollozando quedamente, riendo y gritando al mismo tiempo.

— ¡Eric, lo ha conseguido!

Paul Avery trasladó su vista a las colinas y no dijo nada.

Hubo un cambio de color, denotador de una risa, en el aire, donde flotaba el Hijo del Sol. Unas llamitas rojas relampaguearon por entre otros colores más mortecinos.

— Mira, Eric Falken — gritó el Hijo del Sol -. Detrás tuyo.

Falken se volvió… y se vio a sí mismo.

Estaba allí, de pie, con su propio cuerpo delgado embutido dentro del traje espacial, con su cara de rasgos gitanos y los rebeldes rizos de su pelo, sobre la frente. Sólo los ojos eran distintos. Seguían teniendo el mismo colorido azul pero había también leves motitas doradas, unas chispas maliciosas como las que…

— Sí — le explicó el Hijo del Sol -, una levísima partícula de mí mismo, para activar el cuerpo. Una semejanza perfecta, ¿verdad?

Un lento y angustioso escalofrío se apoderó del corazón de Falken.

— ¿Por qué? — quiso saber.

— Hace mucho tiempo aprendí el arte que para la mentira poseen los mortales. Sé leer en las mentes humanas. Tu plan de engañarme para fabricar este mundo y luego destruirme, fue claro para mí desde el mismo instante de su concepción.

Los vivaces colores de su risa destellaron en la atmósfera.

— ¡Oh, pero la verdad es que todo esto me está haciendo disfrutar de veras! ¡Desde que construí mi propia concha no me había divertido tanto! ¿No adivinas por qué he fabricado tu doble?

Los labios de Falken estaban apretados hasta sentirlos doloridos, y sus pupilas reflejaban su remordimiento ante su propia estupidez.

— Será él quien vaya en mi nave a traer aquí a mi pueblo.

Sabía que el Hijo del Sol había leído en su torpe cerebro con tanta claridad como cualquier hiltonista psicoajustador.

Súbitamente desesperado, empuñó la daga radioactiva y pretendió dirigirla contra aquellos colores burlones. Antes de que pudiera completar el gesto se erigió un muro negro como el ébano entre Falken y el Hijo del Sol. Los rayos mortíferos que surgieron de la daga no surtieron el menor efecto, sino que, estrellándose contra el muro, se desvanecieron en el aire.

El otro Falken dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas por la nueva tierra.

Falken la vio desvanecerse en la distancia, sin moverse ni hablar, porque no había nada que hacer ni nada que decir.

El suave y perverso fuego del Hijo del Sol se esfumó también súbitamente.

— Estoy cansado — dijo -. Iré a succionar al Sol y descansaré.

Se marchó flotando. Falken lo vio alejarse, como un leve resplandor de amortiguados colores. Se desvaneció como una espiral de humo, por entre los rayos de cegadora luz.

Se produjo un relámpago cegador y una fuerte corriente de aire, al tiempo que se abría una fisura. Falken vio a la criatura, ya muy lejos, pegado a la techumbre de la bóveda celeste y latiendo aceleradamente mientras absorbía la luz del Sol.

— ¡Oh, Dios mío! — exclamó Falken -. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho?

Luego se echó a reír, con risa nerviosa, salvaje. Permanecía de pie, con las manos pegadas a sus costados, su rostro, una máscara tallada en piedra.

— Eric — le susurró Sheila -. Por favor… debes tener valor.

Falken se sintió avergonzado de sí mismo. Intentó alejar de sí su negra desesperación con cínico fatalismo.

— De acuerdo, Sheila. Seremos héroes hasta el triste final. Avery, pon en marcha tu excelso cerebro. ¿Cómo podemos salvar a nuestro pueblo e, incidentalmente, nuestros miserables pellejos?

Avery palideció como si un frío pánico le estuviese desgarrando las entrañas.

— ¡No me lo preguntes, Falken, no me lo preguntes!

— ¿Por qué no? ¿Qué diablos te pasa? — Falken se interrumpió. Su expresión proclamó de pronto su terror -. Un momento, Avery — añadió -: ¿Es que quieres dar a entender que conoces un medio?

— Yo… ¡Por lo que más quieras, déjame!

— ¡Conoces un medio! — continuó Falken, inexorable -. ¿Por qué no he de preguntártelo, Paul Avery? ¿Por qué no he de intentar salvar a mi pueblo? Las doradas pupilas del otro le miraron desesperadas, retadoras, asombradas y compasivas, todo a la vez.

— No son mi pueblo — susurró Avery.

Entonces se produjo un extraño silencio. Arco iris de mágicos colores rozaron la tierra, reflejándose en las charcas de agua. Arriba, en la bóveda de negro cristal, el Hijo del Sol latía y succionaba: Y el silencio persistía, como en la mañana de la creación del mundo.

Eric Falken dio un paso hacia delante.

— ¿Quién eres? — preguntó.

La respuesta llegó en un susurro a través de la rojiza tierra.

— Miner Hilton, el hijo de Gantry.

Falken empuñó su daga, que aún pendía floja en su mano. Miner Hilton, que había sido Paul Avery, miró aquella daga y luego el rostro de su dueño, una máscara acerada le la que surgían frías y terribles llamaradas.

Se estremeció, pero no se movió ni habló.

— Conoces un medio de luchar contra este monstruo — repitió Falken, en voz baja -.

Quisiera matarte… pero conoces el medio.

— ¡No… no lo sé! No puedo… — los torturados ojos dorados se centraron en Sheila Moore, con temerosa intensidad.

Falken enseñó sus blancos dientes.

— ¡Vas a decírmelo, Miner Hilton! ¿Me lo dirás, verdad? ¡A causa de Sheila!

EL rostro del joven Hilton estaba encendido como la llama, y a poco se tornó blanco.

Sheila lanzó un agudo grito.

— ¡No, Eric! ¿No ves que está padeciendo?

Pero Falken se acordaba de Kitty, y de los niños que habían nacido y muerto sobre las heladas rocas, sin sol ni lugar donde guarecerse.

— Sheila nunca será tuya, Hilton. Y te diré una cosa: quizá no pueda obligarte a contar lo que sabes, pero en tal caso, juro por Dios vivo que te mataré con mis propias manos.

Echó hacia atrás la cabeza y se echó a reír de improviso.

— ¡El hijo de Gantry Hilton… enamorado de una Subregenerada!

— ¡Espera, Eric! — Sheila Moore le puso una mano en un hombro y avanzó medio paso.

Luego, giró en redondo, asiendo a Miner Hilton por los hombros y le miró fijamente -. No es tan imposible, Miner Hipen. No, si lo que pienso es verdad.

Falken miraba a la joven completamente asombrado, sin poder hablar ni moverse.

Entonces, sintió desgarrársele el corazón y comprendió, con la claridad del día, que amaba a Sheila Moore.

— ¿Por qué lo hiciste? — le estaba preguntando la joven a Hilton -. ¿Y cómo?

La voz del joven Hilton sonó sin acento, desprovista de entonación. Hizo un ademán como para cogerle las manos, pero no lo hizo. En cambio, su mirada se dirigió a Falken.

— Había que hacer algo para estigmatizar a los Subregenerados. Son un obstáculo para la paz, una constante amenaza. Eric Falken es su dios, como… como dijo Sheila. Si podíamos atraparle, el resto sería fácil. Nosotros nos cuidaríamos de su gente.

"Mi padre no podía hacerlo por sí mismo. Es ya viejo y demasiado conocido. Me envió a mí, porque yo poseo el único cerebro que puede sintonizar todos sus pensamientos. Mi padre me ha educado muy bien.

"Para que no se viera en mí al psicoajustador, mi padre me procuró un cerebro temporal. Después de haber sido aceptado como refugiado, establecí contacto con él.

— Contacto mental — repitió Falken -. Era esto, ¿eh? Por esto siempre estabas agotado, y por esto yo no podía eludir la persecución.

— Continúa — le instó Sheila.

Hilton miraba ahora hacia el espacio, como sin ver.

— Casi te atrapé en Losangles, Falken, pero fuiste demasiado rápido para los Guardias.

Luego, cuando nos vimos acorralados en Mercurio, intenté hacerte dormir. Era también yo quien estaba guiando a aquellas naves. Pero me hallaba demasiado agotado, y tú y Sheila supisteis dominar la situación. Después, ya estuvimos demasiado cerca del Sol, y mis ondas cerebrales ya no llegaban hasta las naves.

Miró a Falken y luego de nuevo a Sheila.

— No sabía que hubiese personas como vosotros — susurró -. No sabía que los seres humanos pudiesen experimentar impresiones y tener sentimientos… y luchar por ellos. En mi mundo, nadie quiere nada, nadie pelea por nada, ni lo intenta… Y temo que yo carezco de poder.

Las verdes pupilas de Sheila se posaron en el joven, insinuante.

— ¡Abandona tu mundo! — le dijo -. Ya ves que está en un error. Ayúdanos a edificar de nuevo el nuestro.

En aquel instante, Falken comprendió lo que ella estaba haciendo. Se sintió lleno de admiración, y de alegría porque a la joven no parecía importarle Hilton… aunque luego experimentó ciertas dudas, por si estaba equivocado.

Miner Hilton cerró los ojos. Dio un paso hacia atrás, y de repente estuvo empuñando su daga.

— No puedo — susurró. Tenía los labios casi blancos -. ¡Mi padre me ha educado! ¡Confía en mí! ¡Y yo creo en él…! ¡y debo volver con él!

Hilton miró hacia el Hijo del Sol, aún succionando la luz solar.

— Los Subregenerados ya no volverán a molestarnos.

Levantó la daga a la altura de su hombro.

Fue entonces cuando Falken recordó que la suya estaba vacía. La dejó caer y saltó.

Chocó pesadamente contra Hilton, con las manos dirigidas hacia la daga mortífera. Pero Hilton también era recio y duro.

Rodó por el suelo, hasta que, con un hábil movimiento, logró golpear con la daga a Falken sobre la sien. Falken quedó sobre el suelo fangoso, sangrando, casi sin sentido.

— ¿Por qué no me has matado, Hilton? — aún tuvo fuerzas para preguntar.

Hilton desvió la mirada de Falken a Sheila. De pronto, dejó que la daga se escurriese de entre sus dedos. Se tapó el rostro con ambas manos y empezó a temblar en silencio.

— Esto lo demuestra — le dijo Falken, con curiosa amabilidad -, hay que tener fe en algo, y matar o morir por ella.

— ¡Sheila! — susurró Hilton. La joven sonrió y le besó, mientras Falken desviaba ominósamente la mirada, enjugándose la sangre de su rostro.

Hilton cogió de pronto el casco de su traje espacial. Habló de prisa, en un murmullo.

— El Hijo del Sol crea con la fuerza de su mente. Entiende por telequinesia, el control de la básica fuerza del Universo mediante el pensamiento, tal como lo entendían los hombres sabios de nuestro mundo. Los hombres que andaban sobre el agua, movían montañas y curaban a los enfermos.

— Sólo podemos atacarle a través de su mente. Intentaremos debilitar su fuerza pensante, destruyendo todo lo que envíe contra nosotros.

Sus dedos estaban atareados con la radio del casco, con que se hallaban provistos todos los vestidos espaciales, y con la cajita de útiles, usando cables, piezas de recambio y herramientas.

— Ya está — dijo, al fin -. Ahora, el tuyo.

Falken le entregó el casco.

— ¿No sabe el Hijo del Sol lo que estamos haciendo? — preguntóle.

Hilton meneó su rubia cabeza.

— Ahora está débil. No pensara en nosotros hasta que esté bien nutrido. Quizá, dentro de dos horas.

— ¿Puedes leer sus pensamientos? — se interesó Falken.

— Un poco — reconoció Hilton, y Sheila se echó a reír suavemente.

Hilton trabajaba febrilmente. Falken veía sus dedos entretejiendo una tupida red de cables entre los tres cascos, para luego desplazar y cambiar, buscar el tono y ajustarlo.

Vio también cómo el Hijo del Sol seguía succionando la energía lumínica del Sol. Y vio también a Sheila Moore que contemplaba a Miner Hilton con pupilas verdes, resplandecientes.

No supo nunca el tiempo transcurrido. Pero sí se dio cuenta de que el Hijo del Sol lanzó un suspiro, convertido en destello de luz, y comenzó a flotar hacia abajo. La fisura se cerró en la techumbre. Sheila suspendió su respiración.

Hilton se puso de pie.

— He hecho cuanto he podido — explicó, apresuradamente -. Es un trabajo tosco, pero las baterías son resistentes. Los cascos captarán y amplificarán los impulsos de energía de nuestros cerebros. Radiaremos un solo impulso negativo, opuesto a cada idea del Hijo del Sol.

"Permanezcamos juntos, porque si los cables se rompen al movernos, perderíamos fuerza, y vamos a necesitar toda la que podamos acumular para vencer a esa salvaje criatura.

Falken se ciñó el casco. Los diminutos discos de cobre, recortados de la lámina de la cajita de herramientas y soldados a los cables se ajustaron a sus sienes. A través del portillo de la visión, podía distinguir la maraña de cables que salían de los tres cascos en medio de un enrejillado y un condensador, y también la alargada forma de una antena direccional.

— Concentraos en la partícula NO — les recomendó Hilton.

Falken contemplaba la nubosidad flotante que venía hacia ellos.

— No será fácil concentrarse — gruñó.

Las pupilas de Sheila denotaban coraje y decisión, mirando aquellas llamaradas vivientes y esponjosas. La cara de Hilton quedaba oculta por el casco.

— Conectad las radios — ordenó.

La fuerza zumbó en las baterías. Falken sintió un súbito impacto en su cerebro.

El Hijo del Sol se estaba aproximando. Estaba callado, y Falken intuyó que la corriente eléctrica de su casco estaba destruyendo sus pensamientos.

Los tres se cogieron de las manos. Falken sintió que su cerebro emitía un impulso, como una señal de radio, oponiendo su negativa a la idea positiva del Hijo del Sol.

Falken permanecía, como los otros, sobre el esponjoso suelo. A ambos lados se elevaban plantas de color oscuro, formando una impenetrable maleza de formas geométricas que le hacían titubear con una sensación de distorsión espacial.

Sobre su cabeza, en el cielo de color verde mar, tres diminutos soles giraban en órbitas excéntricas en torno a un centro común. El aire olía a una especie de putrefacción que no era animal ni vegetal.

Falken estaba completamente en silencio, empleando toda su fuerza mental en aquella única negativa.

La maleza geométrica se balanceó momentáneamente. Vertiginosamente, por entre las órbitas de los tres soles, apareció el Hijo del Sol, rojo de cólera y extrañeza.

El paisaje volvió a afirmarse. Y el suelo comenzó a moverse.

Se agrietaba en pequeñas hendiduras bajo los pies de Falken. El olor a podredumbre era tan pesado como el aceite. Sheila y Hilton parecían distantes e irreales, ocultos sus rostros por los cascos.

Falken les asió con más fuerza y obligó a su cerebro a aplicarse a su tarea. Sabía cuál era. La reproducción de otro mundo, un recuerdo de la juventud del Hijo del Sol. Si pudiesen permanecer unidos, sin dejarse vencer por aquellos extraños recuerdos…

Sintió que la tierra se levantaba, y adivinó que el Hijo del Sol había forjado su creación del suelo de la caverna.

La tierra comenzó a replegarse sobre sí misma bajo sus pies.

Durante una fracción de segundo, Falken divisó el auténtico mundo que yacía debajo, mientras el Hijo del Sol flotaba en su irisada luminosidad.

Estaba iracundo. Falken lo adivinó por su colorido. Luego, de repente, la ira fue ahogada con un torbellino de motas doradas.

Ahora estaba riendo. El Hijo del Sol estaba riendo.

Falken luchó contra un desesperado deseo. Temía caer. Oyó un grito de Sheila. El mundo volvió a cerrarse.

Sheila Moore le miró entre dos balanceantes árboles.

Falken no la había soltado. Pero entre ambos se interponían las ramas de aquellos árboles, que parecían animados de vida propia y que la estrechaban, desgarrando su vestido espacial. La joven chilló.

Falken lanzó un juramento y avanzó. Algo le retuvo. Luchó para soltarse, impulsado por el grito de agonía de Sheila.

Algo le golpeó débilmente. Sintió un agudo choque en su casco. Cayó, vacilando, y las ramas hambrientas de los arbustos le separaron de la muchacha.

Sheila estaba allí, enseñando su esbelto cuerpo por entre los desgarrones de su vestido espacial, y se reía.

Vio a Miner Hilton arrastrándose por aquel suelo viviente, en dirección a la figura que parecía ser Sheila, mientras también reía, brillantes los ojos con chispas doradas.

El alma de Falken se vio inmersa en una inmensa oscuridad. Dio media vuelta. Sheila Moore estaba acurrucada en el mismo sitio en que él la había soltado, en su lucha por librarla de los árboles.

La ayudó a levantarse.

— ¿Pueden unirse estos cables rotos? — le preguntó a Miner Hilton.

El aludido meneó la cabeza. La contemplación de aquel estropicio pareció serenarle un tanto.

— No — dijo -. Es demasiado grande.

— Entonces, estamos perdidos — Falken giró su amargo rostro hacia el cielo verdoso, alzó un puño inútil y lo amenazó. Luego, se quedó callado, mirando a los otros dos.

— Es el final ¿verdad? — musitó Sheila Moore.

Falken asintió.

— Yo no estoy asustado — intervino Miner Hilton. Contempló los árboles que pendían sobre sus cabezas, al acecho, y volvió a sacudir la cabeza =u"`. No lo entiendo. Ahora que sé que voy a morir, no estoy asustado.

Los verdes ojos de Sheila eran suaves y cálidos. Besó a Hilton, larga, tiernamente, en los labios.

Falken se volvió de espaldas y dirigió su vista a los retorcidos árboles. No parecía verlos. Y tampoco pensaba en los Subregenerados y el mundo que había conquistado y vuelto a perder.

La mano de Sheila le rozó.

— Eric… — susurróle.

Sus ojos eran profundos, gloriosamente verdes. Su delgado, macilento rostro tenía la helada belleza de la nieve tallada por el viento. Levantó los brazos y sonrió.

Falken la abrazó y enterró su rostro en aquella masa de dorados cabellos.

— ¿Cómo lo supiste — murmuró -. Cómo supiste que te amaba?

— Lo sabía.

— ¿Y Hilton?

— No me ama, Eric. Ama lo que yo represento. Y además… esto puedo confesártelo porque voy a morir, te amo. desde la primera vez que te vi. Te amo más que a Tom, y hubiese muerto por él.

Las hambrientas ramas de los árboles casi les alcanzaban, aún demasiado cortas. Bajo sus pies brotaban los vástagos. Pero Falken se olvidó de todo, de los árboles, de aquella extraña existencia, de los soles en sus órbitas no eran más que monstruosos sueños, y del Hijo del Sol que los dominaba.

Durante aquel último instante fue feliz, feliz como no lo había sido desde la pérdida de Kitty.

Dio media vuelta y le sonrió a Hilton, y de su rostro desapareció el aspecto lobuno de enojo.

— Quizás ella esté en lo cierto con respecto a mí — dijo Hilton -. No lo sé. Hay tantas cosas que ignoro… Lamento no poder vivir para llegar a conocerlas.

— Todos lo lamentamos — asintió Falken. Una súbita llamarada inflamó sus pupilas -.

¡Esperad un instante! — susurró -. Puede haber una oportunidad.

Habló atropelladamente, apremiado por la urgencia de la situación, mientras las plantas crecían en torno a sus pies.

— Dijiste que sólo puede atacársele a través de su mente. Pero puede haber otros medios. Sus recuerdos, su orgullo…

Levantó su rostro surcado de cicatrices hacia lo alto y voceó:

— ¡Hijo del Sol, óyeme! ¡Nos has vencido! ¡Adelante, mátanos! Pero recuerda esto. Eres un hijo del Sol, y nosotros sólo somos unos gorgojos humanos, pequeños gusanos terrestres, miserables en nuestra debilidad y nuestro temor.

"¡Pero somos más grandes que tú! ¡Siempre, eternamente, seremos más grandes que tú!

Los árboles hicieron una pausa en su retorcimiento, los vástagos del suelo detuvieron su crecimiento. Leve, muy levemente, el paisaje se bamboleó. La voz de Falken se elevó hasta ser un chillido.

— ¡Eres un hijo del Sol! ¡Y tenías a la galaxia como un juguete, lo mismo que todas las vastas profundidades del espacio! ¿Y qué has hecho? Te has encerrado a ti mismo, como un cobarde, en una tumba negra, y has perdido toda tu grandeza con las travesuras de un chiquillo perverso.

"Te asustaste de tu destino. Fuiste demasiado débil para tu propia fuerza. Nosotros hemos luchado contigo, nosotros, pobres despojos humanos, y nuestra fortaleza ha sido tan grande que has tenido que vencernos gracias a un desdichado truco, desprovisto de talento.

"¡Hijo del Sol, puedes leer en nuestras mentes! Lee, pues. ¡Y ve si te tememos! ¡Y ve si te respetamos, a ti, que te ufanas de tu parentazgo y sueñas sueños de perdida gloria, y te escondes en un oscuro agujero como una rata amedrentada! Por un terrible momento, el extraño mundo se quedó ahogado en un vivo fulgor escarlata… a causa de una tan viva cólera, que casi era tangible. Luego se agrisó y decayó, y Falken pudo ver el rostro de Sheila, sereno y sonriente, y los- dedos de Hilton enlazados a los de ella.

El suelo cayó de repente. Los borrosos árboles se marchitaron contra un cielo descolorido, y los soles se convirtieron en una sombra de ébano. Falken sintió tierra auténtica bajo sus pies. El olor a podrido habíase desvanecido.

Falken levantó la vista. El Hijo del Sol flotaba por encima de sus cabezas, bajo la rocosa bóveda. Estaban de regreso a la caverna.

La voz del Hijo del Sol le habló a su cerebro, y sus fulgores era ahora de un color carmesí, tamizado.

— ¿Qué es lo que has dicho, humano?

— Lee en mi cerebro. Has arrojado lejos de ti tu grandeza. Comparados contigo somos miserables criaturas, pero hemos sabido conservar nuestra ínfima grandeza. Nos has vencido, pero esta victoria debe avergonzarte, porque un Hijo del Sol no debería dignarse luchar contra nosotros, míseros, abyectos seres humanos.

El colorido carmesí resplandeció, tornándose un maligno fuego entre cuyas llamaradas era visible la cólera del Hijo del Sol. Falken sintió que la muerte penetraba en sus entrañas, de la mano de aquel fuego. Pero lo afrontó con ojos amargos, burlones, y se sorprendió al comprobar que, efectivamente, no tenía ya temor alguno.

Y el fuego de violencia escarlata volvió a adquirir la suave tonalidad carmesí, que a su vez fue amortiguándose hasta convertirse en un malva triste, desangelada.

— Tienes razón — susurró el Hijo del Sol -. Y me siento avergonzado.

Las brasas del extinguido fuego aún se avivaron levemente.

— Creo que lo empecé a comprender cuando me combatisteis con tanto denuedo y valentía. Tú, Falken, que permitiste que tu amor te traicionase, y luego apuntaste tu puño hacia mí. Podría matarte, pero no podría quebrantarte. Me hiciste recordar…

En el mismo núcleo del Hijo del Sol se agitó un relámpago escarlata, signo de orgullo.

— Soy un hijo del Sol, y tengo la galaxia para jugar con ella. Y estuve a punto de olvidarlo. Quise olvidarlo porque sabía que lo que hacía era vergonzoso, maligno, perverso. Pero tú, Falken, no me has permitido olvidarlo. Me has obligado a mirar y a comprender.

"¡Me has hecho recordar! ¡Recordar…! Soy muy viejo. Pronto moriré, en el espacio libre. Pero quiero ver el Sol sin velo alguno, y jugar de nuevo entre las estrellas. El ansia me ha robado muchos iones, pero estaba asustado… ¡temeroso de la muerte! "Acepta este mundo, como pago del dolor que os he causado. Mi criatura regresará aquí en tu nave, Falken, y se desvanecerá en el momento de aterrizar. Y ahora…

El resplandor escarlata se consumió en sí mismo. Se produjo un gozoso estallido de chispas doradas. El Hijo del Sol se estremeció, y sus diminutas llamas esponjosas eran llamaradas de gloria, los corazones de los ópalos nacidos del Sol.

El Hijo del Sol se elevó en medio de un arco iris, cada vez más alto, envuelto en una nube de luminosidad viviente, hacia el negro cristal de la bóveda.

Una vez más se produjo un cegador resplandor y una intensa corriente de aire.

Débilmente, en el cerebro de Falken, una voz exclamó:

— ¡Gracias, humano! ¡Gracias por despertarme de mi agonizante sueño!

Hubo un último relámpago de luz en el aire. El Hijo del Sol había desaparecido hacia el espacio, y el intenso fuego del Sol y el techo de roca era todo lo que quedaba.

Tres silenciosas personas estaban de pie sobre la tierra rojiza de un mundo nuevo.

LEIGH BRACKETT — LA ÉPICA EN LA CIENCIA FICCIÓN

Carlos Sáiz Cidoncha

Edición original en Fan de Fantasía 2, 1980

Extraído de Ad Astra 10

Nació Leigh Douglas Brackett en diciembre de 1915 en California, dentro de unos Estados Unidos entonces prósperos y despreocupados, frente a una Europa devastada por la guerra. De sus primeros años nos habla ella misma en estos términos:

Tuve la suerte de crecer en una playa desierta de California del Sur (ensayad a encontrar una en la actualidad), con el sol, el viento y el mar. Tenía, sin embargo, compañeros de juego, con los que corría, nadaba y pescaba. Pero cuando quería estar sola, iba hasta el final de una escollera y estaba allí, con los pies hundidos en el Océano Pacífico. Podía permanecer allí horas enteras, contemplando el horizonte y soñando. Creo que estos momentos fueron los más importantes de mi infancia.

Esta afortunada chiquilla entró, y muy tempranamente, en el campo de la ciencia ficción de la mano de Edgar Rice Burroughs. A los ocho años le fueron ofrecidas las páginas de The gods of Mars (Los dioses de Marte), pertenecientes al ciclo de John Carter en el planeta rojo. Desde entonces, el camino de Leigh Brackett hacia la ciencia ficción quedó trazado. La sangre escocesa que corría por sus venas la llevó a preferir la entonces no muy en boga tendencia de la space-opera heroica, próxima a los ciclos míticos celtas de Ulster y Mabinogion, tal como ella misma explica.

Infatigable lectora del género, era inevitable que más tarde o más temprano comenzara a escribir ella misma, primeramente en trozos de papel desechado, y luego más ambiciosamente, ya con vista a procurar la edición de sus obras.

Debutó en el género Leigh Brackett con el relato corto Martian quest, referido al mismo planeta que había despertado primeramente su fantasía, y publicado en "Astounding" en 1940. No se durmió la autora sobre aquellos primeros laureles, y en el invierno de aquel mismo año publicó igualmente otro relato titulado The stellar legion, escenificado ahora en Venus, y visiblemente influenciado por la obra de Jack Williamson The legion of space, que había aparecido en "Astounding" unos años antes. El relato legionario de Brackett fue publicado en "Planet Stories", magazine caracterizado, según Sadouil, por el entonces fuerte (y hoy sin duda ingenuo) erotismo de las figuras femeninas en sus portadas e ilustraciones. No tardaría la firma de Leigh Brackett en hacerse habitual en las páginas de este magazine.

Formaba entonces la autora parte de aquel primitivo y alegre fandom de los Estados Unidos, lectores y autores primerizos con ilusiones de comerse el mundo. En 1946 Leigh Brackett aceptó la colaboración del joven Ray Bradbury, también asiduo en las páginas de "Planet Stories", para escribir el relato Lorelei of the red mist (Tres por Infinito, Vértice, “Galaxia” 9) publicado en el referido magazine, y en el que la huella del autor de Crónicas marcianas queda casi imperceptible dentro del familiar estilo de su compañera literaria.

En diciembre de aquel mismo año, 1946, Leigh Brackett estableció colaboración con otro escritor de ciencia ficción, Edmond Hamilton, pero de forma más íntima, casándose con él. Junto con el de Catherine L. Moore y Henry Kuttner fue el suyo uno de los más famosos matrimonios de autores de ciencia ficción de la época.

La feliz pareja fijó su residencia en Kinsman, Ohio, en una granja de ciento cincuenta años de antigüedad. Pasaron allí días y años dichosos cultivando legumbres y frutas, paseando, tirando al blanco (no les gustaba la caza), cuidando del jardín, escuchando música, leyendo… y desde luego escribiendo, principalmente ciencia ficción.

Hamilton escribió en 1947 sus famosas The star of life y The star kings (Los reyes de las estrellas, “Nebulae” 14); en 1948 The valley of creation; en 1950 The city of world end, etc. Por su parte Leigh Bracket desarrolló su gran saga sobre el Sistema Solar, hasta entonces sólo esbozada, y de la que a continuación hablaremos.

El principal escenario de Brackett seguía siendo el planeta Marte, un Marte bello, cruel y heroico, muy diferente del anodino que nos han mostrado las prosaicas sondas espaciales soviéticas y norteamericanas (oh, ¿por qué el Creador de los Mundos, entre todas las posibilidades que tenía para el Planeta Rojo, escogió justamente la más aburrida?)

El Marte de Leigh Brackett, inspirado por, aunque muy distinto de, el de Edgar Rice Burroughs, recuerda algo a las míticas tierras del Asia Central medieval: inmensas extensiones pobladas por tribus nómadas, con ricas caravanas haciendo etapa en ciudades fortificadas como Herat, Bujara, y Samarcanda, donde un simple bandolero como Tenmujín podía transformarse de la noche a la mañana en Genghis-Khan y fundar el más grande imperio que la historia conociera jamás. Sitúa la autora las más ricas ciudades en torno a lo que llama Gran Canal, una de las corrientes soñadas por Schiaparelli, que la triste realidad desmentiría después.

Pero es en el Canal Inferior donde Leigh Brackett sitúa las más interesantes de sus urbes marcianas, Valkis, Kekkara, Barrakesh (nombre visiblemente inspirado en Marrakesh), y otras similares pobladas por ladrones, asaltantes de caravanas y otros fuera de la ley, y refugio de todos los perseguidos por la justicia del planeta y aun de otros astros.

Más allá están las estepas infinitas, los rojos desiertos de aridez sólo atenuada por escasos oasis, donde cabalgan las tribus nómadas de Kesh y Shun en el Sur y de Mekh en el Norte, guerreros crueles, orgullosos y valientes a quienes sólo la desunión tribal impide atacar y saquear las ricas ciudades interiores de los canales.

Pero Marte tiene también un pasado legendario, cuando los secos mares estaban cubiertos por las aguas y poblados por galeras de velas blancas, y cuando las decadentes urbes del Canal Inferior eran prósperos puertos donde se amontonaban las mercancías y donde marineros de mil razas marchaban por las estrechas calles y se divertían con las muchachas de placer, vestidas de leves velos y adornadas con brazaletes de campanillas. Y, en un pasado aún más lejano, el recuerdo de los dioses, de las poderosas razas, humanas o no, poseedores de ciencias desconocidas pero superiores a todo lo imaginable, las civilizaciones perdidas que en tiempos remotos, cuando nuestra Tierra aún no conocía la vida, dominaban con mano dura el planeta vecino, y quizá todo el Sistema Solar.

La autora sitúa en el corazón de los desiertos, en las regiones inexploradas, protegidas por la soledad y también por la superstición, inquietantes reliquias de aquellos tiempos olvidados. Sinharat la siempre viviente ciudad que se yergue en la estepa de los Shun y que fuera metrópolis de los crueles Rama, conquistadores de la inmortalidad; Shandakor, último reducto de una fastuosa estirpe no humana, la norteña Kushat, junto a las Puertas de la Muerte, protegida por un talismán contra los demonios de más allá y el secreto más terrible de todos, la tumba de Rhiannon el Maldito, el último exponente de la superrraza Quiru, dominadora del espacio y el tiempo. Aquí y allá, en las tabernas del Canal Inferior, y en torno a los fuegos de los campamentos nómadas, se habla con temor de las antiguas razas inhumanas, los hombres reptiles, los voladores y los acuáticos, los filiformes y los escamosos, y de la posibilidad de su supervivencia en algún refugio olvidado, junto con la promesa de poderes extraños y tesoros fabulosos vinculados a su descubrimiento. Tal es el Marte de Leigh Brackett.

Hay que añadir que la llegada de los terrestres apenas ha manchado tan atractivo escenario. Los viajeros estelares de nuestro planeta se han limitado a establecer la base y ciudad comercial de Kahora (una especie de Hong Kong ante el Imperio Chino) y permitir la salida desde allí de algunos exploradores y arqueólogos, médicos e incluso aventureros, pero siempre por su cuenta y riesgo.

Para tan fabuloso planeta, Leigh Brackett ha creado un héroe a su medida. Es este Erik John Stark, también conocido como N'Chaka, que fuera abandonado de niño en la Zona Crepuscular de Mercurio (otra bella invención destruida por la ciencia), y cuidado allí por una tribu primitiva para convertirse luego en indómito aventurero espacial. Bárbaro justiciero, Stark se ha opuesto más de una vez al colonialismo terrícola, y apenas si tiene entre nuestra raza algún amigo como el comisionado Simon Asthon, lo que no obsta para que se embarque en la defensa de cualquier causa que le parezca justa. Un clásico héroe de space-opera en toda la acepción de la palabra.

Encontramos a Stark por primera vez en el relato largo Queen of the martian catacombs, publicado en 1949 por "Thrilling Wonder Stories". Nuestro hombre se dirige a Valkis para tomar parte en la revuelta nómada organizada por el jefe bárbaro Kynom, que ha unido a todas las hordas del desierto meridional prometiéndoles la inmortalidad, secreto de los antiguos Ramas y proponiéndose conquistar el planeta entero con la colaboración de los Señores del Canal Inferior y de diversos mercenarios terrestres y venusianos. En un ambiente de fantásticas aventuras, Stark deberá afrontar seres de otras épocas y poner fin a la epopeya de Kynom, tras de la cual, desconocida por el jefe nómada, se ocultaba una horrenda conspiración.

En Black amazone of Mars, publicada por "Planet Stories" en 1951, encontramos a Stark vagando por los desiertos del Norte, en busca de la mítica ciudad de Kushat, participando luego en la defensa de la misma contra las hordas de Mekh, y enfrentándose por fin con una cruel raza de seres inhumanos en curso de extinción. Aquí encontrará N'Chaka su digna pareja en la figura de Ciaran, la reina guerrera de los nómadas, su mortal enemiga al principio, pero que luego luchará junto a él contra los inhumanos adversarios comunes.

En el tercer gran libro de Leigh Brackett, The sea-kings of Mars (La espada de Rhiannon, Martínez Roca, “Super Ficción” 23), publicado en 1949 por "Thrilling Wonder Stories", el protagonista no es N'Chaka, sino el arqueólogo fuera de la ley, saqueador de tumbas, Matthew Carse (nombre quizá inspirado por el de Hawk Carse, héroe clásico de Anthony Gilmore). Conducido por un ladrón de Jekkara a la tumba de Rhiannon el Maldito, Carse es capturado por un torbellino temporal y llevado al Marte del pasado, cuando los mares y océanos de aguas blancas estaban presentes, y el formidable Imperio de Sark aliado de los hombres-serpiente de Caer Dhu ejercía su tiranía sobre casi todas las tierras civilizadas. Poseído él mismo por la implacable princesa Ywayn de Sark, el arqueólogo logrará tras muchas batallas, acabar con el obscuro poder de la Serpiente y liberar los pueblos marcianos además de redimir la mítica falta de Rhiannon y lograr para éste el perdón de sus fabulosos hermanos semidioses.

Esta trilogía marciana no tardó en ser publicada en libros de "tapas duras", tal como suele suceder en los Estados Unidos con las obras de ciencia ficción que destacan. Ya en 1953 Ace Books publicó The sea-kings of Mars con el nuevo título de The sword of Rhiannon (de donde viene su titulación en castellano). La misma editorial haría luego otro tanto en 1964 con Queen of the martian catacombs y Black amazone of Mars, respectivamente con los nuevos títulos de The secret of Sinharat y People of the talisman.

Quedaba una serie de relatos cortos referentes a aventuras de terrestres llegados al planeta rojo, que Ace Books recopiló en 1967 en un volumen titulado The coming of terrans, intentando incluso una vaga cronología.

Los temas de estos relatos son de índole muy variada. El primero de ellos, The beast-jewel of Mars, publicado originalmente en "Planet Stories" durante el invierno de 1948, pone en escena el clásico argumento de un joven terrestre que se interna en las salvajes tierras de Marte en busca de su novia, desaparecida con anterioridad, y en ella tiene gran importancia el juego del shanga, que convierte a los hombres en bestias, y que aparece también en Queen of the martian catacombs. En The last days of Shandakor ("Startling Stories", abril de 1952), un aventurero de nuestro planeta se traslada tras un penoso viaje por el desierto a la oculta ciudad de Shandakor, donde los últimos representantes de una raza no humana pasan sus postreros días en incomprensibles juegos y fiestas, resignados a la fatalidad de su muerte racial. Más emotivo es Mars minus Bisha, aparecido en "Planet Stories" en 1954, donde se relata la trágica historia de una niña, Bisha, en la que un cruel atavismo ha resucitado las características de una antigua raza telepática, y que por ello causa involuntariamente la muerte a quienes la rodean. En vano, un joven médico terrestre, Fraser, que no cree en esas supersticiones, intenta salvarla de la ejecución ritual que le quieren inflingir los nómadas. Al ver al médico aquejado por la terrible enfermedad que su aura mental produce, la niña opta por escapar de su lado y aceptar voluntariamente la muerte que los marcianos deben darle, no por odio, sino por necesidad. El relato da muestras de una sensibilidad que podía compararse quizá con el patético The cold equations (Las frías ecuaciones, antología Labor), de Tom Godwin.

El quinto relato de la serie, The road to Sinharat, publicado en mayo de 1963 en "Amazing", es una simple aventura con ribetes ecológicos donde aparece de nuevo la ciudad prohibida de Sinharat, escenario principal de Queen of the martian catacombs, y se reivindica una cierta bondad para los temibles Rama que la construyeron. En cuanto al sexto y último, Purple priestess of the mad moon, que vio la luz en 1965 en las páginas de "The Magazine of Fantasy and Science Fiction" y que es el único de la serie traducido al castellano (La sacerdotisa escarlata de la luna loca, Bruguera, Libro Amigo 247), es quizá el más flojo de todos. Relata el contacto de un terrestre con un terrible culto existente en la ciudad marciana de Jekkara, y cuyo poder le persigue incluso cuando ha regresado a nuestro planeta. En realidad parece ser que el motivo de Leigh Brackett para escribir este relato fue una apuesta que un amigo hizo sobre la imposibilidad de crear un cuento con un nombre tan estrambótico.

Abandonando ahora el preferido planeta de Leigh Brackett, pasemos a otro astro clásico de la mitología fantacientífica, igualmente estropeado por la realidad objetiva de las endemoniadas sondas espaciales americanas y soviéticas. Para Leigh Brackett, como para otros muchos autores de ciencia ficción, el planeta Venus, misterioso bajo su envoltura de nubes, sería escenario de una naturaleza pujante, selvática y primitiva, desde luego habitable para el hombre terrestre. La autora le dota, cómo no, de algunas legendarias civilizaciones perdidas, y lanza a sus héroes sobre él, en demanda de mil hazañas y aventuras.

Conocido en España es el bello relato Terror out of space (Terror en el espacio, “Nebulae” 67), cuyo título, poco afortunado, en poco conviene al contenido. Vemos en él a un policía espacial enviado a la caza de un raro ser llegado desde el espacio al planeta Venus, y que con sus poderes hipnóticos subyuga a las poblaciones del segundo planeta. Capturado el ente, el policía cae con él en el fondo de un mar venusino, donde debe ayudar a una raza de plantas inteligentes acosada por enemigos carnívoros de su misma especie. Pero este resumen está lejos de hacer honor a la belleza de las descripciones submarinas, que parece pedía el lápiz mágico de un Walt Disney para ser llevadas al cine de animación. El desenlace del relato, quizá un poco incongruente, está seguramente influido por The cold gray god, de la serie de Northwest Smith creada por Catherine L. Moore, pero en conjunto se trata de una de las más hermosas obras de Brackett, que como tal fue recogida en la antología de Donald A. Wollheim dedicada a Venus y titulada The hidden planet (El planeta oculto, título del número de “Nebulae” citado).

Otro relato corto Lorelei of the red mist, del que ya antes hemos hablado, escrito con la colaboración poco perceptible de Ray Bradbury y publicado por "Planet Stories" en el verano de 1946 (en español con el equivocado nombre de Tres por Infinito, correspondiente a una antología en la que venía incluido, y atribuido por completo a Bradbury, Vértice, “Galaxia” 9), nos traslada a un diferente paisaje venusino, en Venus Interior, más allá de los Montes de la Nube Blanca. Allí crea Leigh Brackett un misterioso mar de gases rojizos, sobre el cual pueden navegar los barcos, pero en cuyo seno es posible respirar y vivir. En tan fantástico paraje viene a caer Hugh Starke con la astronave experimental que ha robado (pese a excepciones como el relato anterior, Leigh Brackett sigue prefiriendo como protagonistas a los fuera de la ley antes que a los policías). Muerto en el choque, la bruja Rann, reina de la ciudad de Falga, transfiere su espíritu al cuerpo de un poderoso guerrero llamado Conan (!!), prisionero en la ciudad enemiga de Crom Dhu. En la guerra entre las dos ciudades Conan-Starke ganará el amor de la princesa Beudag y, en el curso de una horrenda resurrección de los muertos en el mar, acabará con el poder de Falga y de la reina bruja.

El mismo escenario del rojo mar gaseoso es el de Enchantress of Venus, aparecida en 1949 en "Planet Stories", y rebautizado en una posterior reedición como City of the Lost Ones (La Ciudad de los Seres Perdidos, Vértice, “Galaxia” 5). Aquí se pone en escena nada menos que el conocido Erik John Stark, que navega por el océano escarlata rumbo a la bárbara ciudad costera de Shuruun, para buscar a su amigo, el venusino Helvi, desaparecido en extrañas circunstancias. El salvaje N'Chaka debe enfrentarse aquí a una horrenda familia decadente, degeneración de antiguos aristócratas, que capturan esclavos para hacerlos buscar en el fondo del mar gaseoso una ciudad perdida que, según se dice, guarda el secreto de la eterna juventud. Al ser hallado el secreto, que resulta ser el del supremo horror, la familia tiránica se destruye a sí misma, en tanto que N'Chaka encabeza la inevitable rebelión de los esclavos.

Menos importante que las marcianas o venusianas son las incursiones realizadas por Brackett a otros planetas de nuestro Sistema Solar. En The dancing girl of Ganymede, publicado en 1966 por "The Award Science Fiction Reader", la autora recoge la alegre cosmografía de Stanley Graham Weinbaum, con sus lunas jupeterianas y saturnianas dotadas de atmósferas y temperaturas que las hacen habitables para los humanos. En las selvas de Ganímedes un terrestre encuentra a unos seres sintéticos que huyen de una feroz persecución y, enamorado de una de sus mujeres, les ayuda y acompaña hasta su trágico final.

También son raras las expediciones de Leigh Brackett a otras estrellas. Quizá la más conocida de sus aventuras interestelares sea The starmen of Llyrdis, aparecida en marzo de 1951 en "Startling Stories" y republicada al año siguiente en forma de libro por Gnome Press. En ella aparece una raza de comerciantes estelares que mantienen el monopolio de esa clase de viajes merced a su estructura física que les permite soportar las terribles aceleraciones necesarias. Michael Trehearne, un terrestre de nuestro tiempo, descubre que en realidad es un mestizo de nuestra raza y la de los viajeros estelares, y que por ello es capaz de acompañarles hasta las estrellas. Tras un periplo sideral en el que conoce diversas razas alienígenas, logra finalmente romper el monopolio y poner el viaje estelar al alcance de todas las razas del espacio.

Más emotivo es el relato The Woman from Altair (Asesinato por telepatía, Enigmas 14, México), aparecido en julio de 1951 en "Startling Stories". En él se asiste a la implacable venganza de una muchacha no humana raptada en Altair por un astronauta terrestre, en contra de todos los familiares y amigos de su secuestrador.

En casi todo el ciclo épico marciano-venusiano de Leigh Brackett, los principales personajes pertenecen a un triángulo invariable que incluye al protagonista masculino, fuerte, bárbaro y violento, aunque en el fondo amigo de la justicia e incluso de buen corazón, y dos tipos distintos de mujer, una de ellas salvaje, de terribles pasiones y cuya energía choca violentamente con la del anterior, y otra más reposada, dulce y bondadosa, aunque no por ello incapaz de abnegación y heroísmo, que para el protagonista viene a significar el contrapunto de la anterior. Así, junto al archihéroe Erik John Stark encontramos en City of the lost ones a la perversa y apasionada Varra junto a la pequeña y dulce Zareth. Idéntico papel representan en Queen of the martian catacombs, Ciaran y Thanis. En The sword of Rhiannon el protagonista Matthew Carse halla en su aventurero periplo a la princesa guerrera Ywayn de Sark y también a la soñadora y delicada Emer, en tanto que en Lorelei of the red mist, la venusina Beudag, aunque luchadora y enérgica, no deja de parecer dulce y suave frente a su contrapartida, la terrible Ran, reina bruja de Falga. Por otra parte, la preferencia del héroe no es constante, pues en unas obras acaba emparejado con el personaje femenino más feroz y violento, y en otras con su contrario.

Leigh Brackett, especialista en obras épicas con confrontaciones directas entre el Bien y el Mal, no ha sido nunca asidua a las obras de mensaje político tal como otros autores las representan. Estamos lejos de los Heinlein y los Leinster y del reflejo de sus opiniones sobre la situación política contemporánea a ellos en las páginas de sus obras.

En los inicios de su carrera como escritora, sin embargo, se sumó a la oposición contra los estados autoritarios implantados por fascistas y nazis en Europa, y esta toma de posición, al ingenuo estilo americano de la época, puede rastrearse en algunas de sus obras.

En Retreat on the stars (Refugio en las estrellas, Bruguera Libro Amigo 107), publicado en 1941, presenta un grupo de anarquistas que han hallado en un asteroide un refugio contra el tiránico Triestado que gobierna todo el Sistema Solar. En Child of the Sun (Hijo del Sol, Vértice, “Galaxia” 8, e “Infinitum” 6), publicado originalmente por "Planet Stories" en la primavera de 1942, ya con los Estados Unidos en guerra, un pequeño grupo de exiliados huyen del dictador Granty Hilton, inventor del psico-ajustador con el que esclaviza las mentes de los habitantes del Sistema Solar. Refugiados en Vulcano, el mítico planeta intramercurial, encuentran allí una criatura de naturaleza casi divina, procedente del primigenio fuego solar, con la que combatirán en principio, para obtener luego su ayuda en la creación de un mundo-refugio para los inconformistas terrestres.

En estos relatos, Brackett insiste siempre en la vitalidad de sus personajes revolucionarios que luchan por la libertad, en oposición a la naturaleza neutra y poco atractiva de quienes propugnan o soportan las soluciones autoritarias, evidente contraste que lleva al camino de la verdad al traidor o infiltrado que es también elemento común a las dos obras. Igualmente podría mencionarse en ellas una curiosa tendencia a preferir la huida y la búsqueda de un refugio, mejor que enfrentarse directamente con las dictaduras. Quizá resabios del resentimiento aislacionista aún muy poderoso en los Estados Unidos en los días anteriores a Pearl Harbour.

Bastantes años después, en noviembre de 1957, "Venture Science amp; Fiction” publica el relato All the colours of the rainbow (Todos los colores del arco iris, “nueva dimensión” 119) en el que Leigh Brackett vuelve a tomar partido en un problema contemporáneo, en este caso el racismo. Asistimos aquí a la terrible aventura de una pareja de extraterrestres en viaje de turismo por el sur de los Estados Unidos, donde se les trata, con la falta de lógica acostumbrada entre la grey racista, de negros verdes. Víctimas de la violencia más salvaje, los alienígenas hallan en las autoridades terrestres (¿americanas?) la más irritante falta de interés en su denuncia por lo que deben optar, con el evidente aplauso de la autora, por tomarse la justicia por su mano.

Durante varios años Leigh Brackett dejó por completo el género fantacientífico para dedicarse, fundamentalmente, a escribir guiones de películas, siendo autora entre otros, de los correspondientes a El sueño eterno, Río Bravo, Hatari y Eldorado. Parecía que su firma iba a permanecer para siempre ausente de las revistas y libros de ciencia ficción.

Pero mediada la década de los setenta, quizá llevada por la nostalgia de los tiempos felices y de los caminos recorridos, de nuevo Leigh Brackett volvió por donde solía. De sus nuevas obras se nota ausente, como es el caso de quienes dejaron descansar su pluma, parte de su primera personalidad, de su primitivo wonder sense. Pero se reconocen, no obstante, las principales características de Leigh Brackett y por si esto quedara en duda, ella misma ha procurado dejar una nota particular, una pista indeleble para los ojos del conocedor.

En The ginger star, que "If" publicó en febrero de 1974, Brackett resucita nada menos que a Erik John Stark, el salvaje N'Chaka de los páramos mercurianos, transportándole incomprensiblemente a un escenario de civilización galáctica para rescatar a su amigo Simón Ashton, cautivo en un extraño planeta. En Alpha Centauri or die!, aparecida en el siguiente año, la autora parece regresar a los orígenes, con un relato de exiliados huyendo del Sistema Solar para refugiarse en unos de los planetas de la mencionada estrella, donde les ocurrirán diversas aventuras. Como puerto de embarque para este viaje ilegal, Brackett da la ciudad de Kahora, aquel puesto comercial terrestre en Marte tan mencionado en la saga de aquel planeta.

Pudo conocer Leigh Brackett el renacimiento de la space-opera, a la que siempre se había dedicado, iniciado en la pantalla por Star wars. Incluso trabajó como guionista en la prevista continuación del film The empire strike back, pero cuando estaba entregada a este trabajo en Lancaster (California), el 18 de marzo de 1978, Leigh Brackett dejó nuestro mundo. Contaba entonces sesenta y dos años de edad.

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10/04/2010