Un número cada vez mayor de contemporáneos están convirtiéndose en unos tontos.El Homo Sapiens, sin excluir a los miembros de la comunidad científica, parece regresar, o más bien, despeñarse por los peldaños de la Evolución. En un mundo presidido por la tecnología, esto puede ser una catástrofe.Alexander Mawn se propone investigar el «Efecto Roecerebros», no ignorando que esto le expone a ser considerado como un visionario y quién sabe si un agitador izquierdista o algo peor. La explosión de una central atómica en Escocia da la primera campanada de alarma.¿Cómo reaccionará la Humanidad frente a la explicación completa del «Efecto Roecerebros»?

Kit Pedler y Gerry Davis

El Roecerebros

Título original: Brainrack

(Souvenir Press Ltd., London)

Traducción de Guillermo Gayá

© 1974 by Kit Pedler & Gerry Davis

© 1976, Ediciones Martínez Roca, S.A.

Avda. José Antonio, 774, 7º, Barcelona-13

ISBN 84-270-0363-3

Deposito legal B. 26.573 — 1981

Impreso en Romanyá/Valls, Capellades, Barcelona

Impreso en España — Printed in Spain

1

La enorme masa del avión del Vuelo 697 emergió de la lóbrega zona industrial hacia el nordeste de París. Al inclinarse el ala de babor del gigantesco Jumbo jet, los oblicuos rayos del sol incidieron como un potente foco en el repleto compartimiento de pasajeros y sobre la falda de la señora Oates, así como sobre sus tres niños. El súbito resplandor la despabiló, y miró con ojos aún soñolientos las filas de cabezas que tenía delante. Luego contempló el rimero de tazas, cucharas y cuchillos que se amontonaba en las mesitas adosadas a los asientos de sus hijos. «Falta sólo una hora —pensó— para poder tomar un buen baño y beber una taza de té.» Estuvo un rato frotándose el cuello para desentumecerlo, pero luego, con el apagado rugir de los motores y el runrún de los pasajeros, se adormeció de nuevo. Cuando cerró los ojos ignoraba que su familia y ella misma, así como otras trescientas setenta madres que con sus respectivos hijos viajaban en el «charter» de Mallorca a Heathrow, Londres, se acercaban inexorablemente a un grave peligro. Durante los próximos ciento veinte segundos, la existencia de todos iba a quedar en manos de un hombre de veintiocho años.

Ese hombre era uno de los ocho controladores de vuelo sentados frente a consolas complicadas y multicolores, en una larga sala subterránea ubicada cerca de Deal, en la costa meridional de Inglaterra. En contraste con el interior del avión, intensamente iluminado, dicha sala estaba sumida en una oscuridad casi total, a excepción de los pequeños puntos de luz que permitían ver, uno a uno, aquellos hombres y sus respectivos cuadros de mandos. Frente a ellos, y a lo largo de la pared, una pantalla cóncava presentaba en proyección Mercator y en color verde brillante el mapa de Gran Bretaña y del Norte de Europa. Las líneas costeras destacaban con más intensidad; a su dibujo se superponía un laberinto de trazos curvos de color azul, y un punto muy luminoso color rojo rubí se desplazaba lentamente a lo largo de cada una de aquellas curvas. Llenaba la sala el zumbido de los ventiladores, y en el aire flotaba un leve olor a circuitos eléctricos sobrecalentados, que se mezclaba con el cáñamo y yute embreado de que estaba hecha la nueva alfombra.

En aquella sala se alojaba el recién inaugurado Cuartel General del Control Aéreo de Europa, desde donde se dirigía y controlaba el movimiento de todos los aviones comerciales en tránsito sobre Inglaterra y la zona Norte de Europa. El avión del Vuelo 697 estaba siendo guiado por un complejo de ordenadores electrónicos a los que atendía un oficial de segunda, un joven de veintiocho años.

Al despedirse del pequeño grupo de periodistas con los que había hablado, para poder observar más de cerca las operaciones de los controladores, el doctor Alexander Mawn se acarició la anaranjada insignia de Prensa que lucía en la solapa. A Mawn le tenían muy preocupado las complicadas figuras que describían las lámparas piloto rojas y verdes encendiéndose y apagándose incesantemente en las consolas instaladas frente a los controladores de vuelo; pero no prestó atención a cierta lucecita roja que había aparecido en el ángulo izquierdo de la pantalla. Como tampoco le pareció en ese instante que el comportamiento del controlador fuera distinto del de los otros siete. Mientras observaba el caleidoscopio de aquellos símbolos de diferentes colores, empezó a comprender los significados lógicos que tales luce— citas venían a representar. En seguida dedujo que, de cuantos sistemas había examinado aquel año, la red ACE presentaba el mayor índice de riesgo potencial en condiciones de sobrecarga.

El ambiente de la sala de control era tranquilo. Si el rostro de Cartland, el oficial suplente de control aéreo que vigilaba a espaldas de los controladores, revelaba ciertas muestras de tensión nerviosa, ello no era debido a la complejidad de la instalación que le había sido confiada (instalación que había costado muchos millones), sino a las dos cámaras de televisión emplazadas a uno y otro lado del local. Y también a la presencia de Sheldon Peters, el rostro más famoso de la televisión inglesa. Cartland trató de poner atención al comentario de Peters, procurando al mismo tiempo no perder de vista las maniobras que iban sucediéndose en el mapa mural; pero sólo pudo captar algunas frases aisladas.

—Detrás de esta pared tiene usted uno de los ordenadores electrónicos más avanzados del mundo. Este ordenador registra todas las rutas de vuelo transmitidas a todos los aviones desde los aeropuertos de Europa. Tras clasificarlas, son presentadas en forma de líneas y puntos rojos, como puede ver en la pantalla. Este sistema ha sido enteramente realizado por el consorcio Gelder, y es seguramente el más moderno que existe hoy día en el mundo. Aquí tenemos al señor Brian Gelder vigilándolo todo...

Una de las cámaras enfocó a un tipo de aspecto insignificante, de pelo negro, que se hallaba al lado de Cartland. Pese al aire acondicionado, Gelder llevaba camisa de franela y una chaqueta descuidadamente echada sobre los hombros. Sonrió mirando hacia la cámara que le enfocaba.

—...Así pues, el sistema AEC —siguió diciendo Peters— permite prescindir de toda comunicación oral entre el piloto y el control de tierra, lo cual reduce considerablemente el riesgo de error a través de los enlaces...

Alexander Mawn observó atentamente la señal roja que se había encendido en el extremo del mapa. Mentalmente hizo un rápido cálculo aritmético. «Demasiado fuertes para ser un reactor civil —pensó—; debe tratarse de un avión militar...»

El teniente piloto James Hodgson se dobló sobre sí mismo en la estrecha cabina del Mirage Dassault seis, y trató de relajar la tensión que se había apoderado de sus miembros. Los vuelos de entrenamiento eran siempre fatigosos, por lo que ahora esperaba con verdadero afán la hora de tomarse un gran vaso de whisky, a su regreso en Abingdon Echó una ojeada al plan de vuelo desplegado sobre una almohadilla encima de sus rodillas, comprobó la siguiente maniobra y empujó hacia delante los cuadrantes de los aceleradores gemelos. El ruido, como de aspirador gigante, de los motores instalados detrás de él subió inmediatamente de tono, y sintió como si el asiento le empujase hacia arriba con tremenda fuerza. Abajo, los acantilados de Dover iban quedando atrás. Al desplazar Hodgson los mandos hacia la derecha, hizo una mueca de dolor debido a la inercia que tiraba de su cuerpo hacia la izquierda. Comprobó la desviación del rumbo y los datos de inclinación lateral y viraje, así como el número Mach, que alcanzaba a 1,8. Velocidad que le habría permitido dejar atrás una bala de fusil proyectada a más de seiscientos cincuenta kilómetros por hora.

Mawn dirigió una mirada de ansiedad a Cartland, el oficial de control. Pero éste, que ya había visto la recién aparecida lucecita roja, pulsó un botón de un pequeño tablero situado a su derecha, y otra luz parpadeó en el tablero de control situado frente al segundo controlador. Entre los demás controladores empezó a cundir la alarma.

La luz del tablero número dos volvió a parpadear, y Mawn sorprendió una inquieta mirada de Cartland al controlador, en cuya nuca habían aparecido copiosas gotas de sudor. Su mano tenía un temblor torpe, parecido a los espasmódicos movimientos de los ancianos. Al notar que una luz iluminaba el sector «Paro de emergencia», Mawn se acercó aún más. Entonces el segundo controlador pulsó un botón cuadrado, de color amarillo, y aquel sector parpadeó y se apagó. Las demás señales asumieron súbitamente una configuración distinta.

La luz roja de la pantalla se acercaba visiblemente a otra. Peters ordenó que una cámara enfocase a la misma pantalla, mientras, notando la súbita tensión que imperaba en la sala, trataba de explicar la situación.

—Es casi seguro que se trate de un vuelo militar. En esta situación, el ordenador electrónico sigue directamente las instrucciones del controlador encargado del sector correspondiente.

Frente al segundo controlador había aparecido una hilera de cinco señales de distintos colores —verde, rojo, rojo, verde, rojo—, en la pantalla de lectura del ordenador. Mientras Mawn miraba, el controlador alzó nuevamente la mano. Su brazo pareció moverse con rigidez al pulsar la instrucción que iba a ser inmediatamente retransmitida al Vuelo 697, ordenándole un inmediato cambio de rumbo.

Verde, rojo, verde, rojo, rojo, verde. Mawn contuvo el aliento; era seguro que aquello estaba equivocado. De una manera increíble, el sencillo código había sido mal interpretado por el controlador de vuelo.

A bordo del Vuelo 697, el capitán Andrews observó la señal enviada por el segundo controlador, que apareció en una pequeña pantalla instalada entre los cuadros de instrumentos que tenía ante sí. El mensaje rezaba en brillantes letras de color verde: «Estribor dos cuatro cero.» Y el capitán accionó los mandos hasta que la señal se apagó.

En la pantalla de la sala de control, los rojos destellos del radar se acercaban cada vez más a la colisión, como habían comprendido con toda claridad cuantos se hallaban presentes en la sala, súbitamente silenciosa. Hasta el propio Peters guardaba silencio, esperando que el punto rojo —que era el Vuelo 697— abandonase su nuevo rumbo.

De pronto se oyó un zumbido agudo e insistente, tanto en la consola del segundo controlador como de la mesa de Cartland. En un cuadro relampagueó el rótulo: «Confirmado error en instrucciones.» El segundo controlador temblaba ahora visiblemente y mantenía los puños apretados sobre la consola.

De nuevo relampagueó la hilera de colores: «Verde, rojo, rojo, verde, rojo.» Y otra vez el controlador alzó la mano hacia los mandos para teclear desmañadamente. «Verde, rojo, rojo.» El hombre vaciló y, con la mano izquierda, se limpió el sudor que le corría por la frente. Y mientras Mawn miraba, incrédulo, el controlador se decidió de súbito haciendo aparecer el «rojo, verde».

De nuevo volvió a oírse el penetrante zumbido. Cartland, con una mirada de espanto, se volvió hacia la pantalla, donde ahora aparecían los dos puntos casi juntos. Bajó de un golpe la palanquita de un conmutador color anaranjado y empuñó el micro:

—¡Instrucción oral! ¡Instrucción oral! —su voz era aguda, casi como el estallido de un latigazo en una habitación pequeña y cerrada—. Seis nueve siete, seis nueve siete, ¿me oye? Aparato en rumbo de colisión por estribor: norte siete cinco uno. ¡Deben estar a punto de verlo! Cierro.

En la cabina de vuelo del Vuelo 697, el capitán Andrews, súbitamente alarmado al oír la voz, escudriñó a través del parabrisas teñido de azul. El copiloto hizo pantalla con una mano sobre los ojos para protegerlos del sol. Y ambos columbraron el delgado rastro de vapor del Mirage que se acercaba como un rayo hacia ellos.

—¡Allí está! ¡Un caza, a babor!

Ambos asieron simultáneamente sus palancas de mando y tiraron con fuerza de ellas.

El teniente Hodgson levantó la vista de los instrumentos. La gigantesca forma del Jumbo se le echaba encima. ¿Qué hacer? ¿Hacia arriba o hacia abajo, hacia la izquierda o hacia la derecha?

En el último instante, Hodgson vio que el gigantesco avión se desviaba hacia abajo, y tiró con fuerza de la palanca de mando, hacia su propio estómago. Mientras su Mirage daba un brinco hacia arriba, sintió que la presión del aire aumentaba dentro de su equipo presurizado. Su campo visual fue oscureciéndose mientras su cerebro adquiría, de súbito y debido a la tremenda aceleración, un peso varias veces superior al normal.

El Vuelo 697 picó de morro hasta casi quedar en posición vertical. La tranquilidad de la cabina de pasaje se convirtió en un horror súbito. Una granizada de bandejas y tazas cayó al suelo de los pasillos. En seguida hubo una agitada confusión de mujeres y niños que, al ver que su mundo daba vueltas, chillaban tratando desesperadamente de agarrarse a cualquier cosa. La estructura del aparato, sometida a un esfuerzo brutal, emitió un resonante chirrido metálico. Por un momento, el gigantesco avión pareció colgar de una de sus alas. Se oyó una súbita y ensordecedora explosión causada por la onda de choque del Mirage al pasar por encima del Jumbo jet. Tras lo cual la cabina regresó poco a poco a su posición normal.

La señora Oates, llorando, medio aplastada por una masa de forcejeantes pasajeros, luchaba desesperadamente por librarse del peso que se le había venido encima, mientras buscaba con la vista el lugar donde, entre aquel montón de objetos y de cuerpos humanos, debían hallarse sus hijos. En un mamparo se iluminó el aviso «Abróchense los cinturones».

El teniente Hodgson fue recuperando su visión nublada de rojo y de gris a medida que empujaba hacia delante la palanca de mando para corregir la subida casi vertical del Mirage y aliviar su cuerpo de la intolerable tensión.

La tensión nerviosa en la sala de control se relajó súbitamente cuando las luces rojas, después de convertirse en una sola, volvieron a separarse en seguida. De súbito, también, estalló una barahúnda de voces mientras tronaba la del capitán Andrews desde los altavoces:

—Control ACE, ¿me oyen? ¿Qué ha ocurrido? Por poco...

Cartland cortó a toda prisa la voz del piloto. Los periodistas formaron corro. Y Peters se dirigió, mediante el micro que llevaba en la mano, al desconcertado inspector:

—¿Qué ha ocurrido exactamente, señor Cartland?

Los cuadernos de notas y los bolígrafos aparecieron como por ensalmo. El inspector aludido hizo un esfuerzo por parecer tranquilo.

—La cosa ha parecido más dramática de lo que era en realidad. Los índices aparecen en pantalla enormemente aumentados; no hubo ningún peligro...

Gelder se reunió con los dos hombres:

—Había un considerable margen de seguridad entre los dos aviones...

Peters terció:

—¡No pensó lo mismo el piloto, señor Cartland!

Mawn se acercó a donde estaba Peters. Cartland miró la pantalla: los dos puntos continuaban separándose. Cuando habló, había en su voz un tono de alivio.

—Como pueden ustedes ver, el Vuelo 697 tiene ahora la ruta despejada hasta la costa de Kent y...

—¿A qué distancia se cruzaron exactamente? —Peters alargaba el micro en actitud expectante—. ¿Anduvieron cerca los tiros?

—No puedo decírselo aún —respondió Cartland—. Ante todo, tendremos que analizar las cintas de la caja negra.

—Estoy seguro de que no hubo peligro. El señor Cartland dominó en todo momento la situación. —Todas las caras se volvieron hacia Brian Gelder, que era quien estaba hablando—. En efecto, ya han visto ustedes la flexibilidad del sistema; no fue necesario prescindir del ordenador y todo funcionó exactamente como debía.

—¿Declara usted oficialmente que no hubo peligro? —insistió Peters.

Gelder guardó silencio unos momentos, como para reflexionar. Pero antes de que pudiera hablar, la figura de Mawn se interpuso ante la cámara.

—¡Conque no hubo peligro! ¡Pero si pudimos oír los motores del otro avión a través de la radio del piloto! ¡No sólo estuvimos cerca del peligro, sino también cerca de un desastre!

Cartland se acercó a Mawn para expulsarlo de allí, pero éste le rechazó airadamente. Peters se adelantó, micro en mano:

-Déjele hablar. ¿Quién es usted, por favor?

—Me llamo Mawn, Alexander Mawn.

Peters, tras observar la insignia de Prensa que Mawn llevaba prendida de la solapa, preguntó:

—¿A qué periódico representa usted?

Mawn desdeñó la pregunta, y explicó:

—Soy profesor de Informática en la Universidad de Ply— mouth, y me interesa el índice de fallos que afecta a esta clase de máquinas. Poseo ya gran número de pruebas demostrando que el modelo básico es defectuoso y que por ello tiene que fallar tarde o temprano. ¡Es precisamente lo que acaba de ocurrir!

—¿Y por qué ha de ser culpable precisamente el ordenador? —inquirió Peters—. Hay nada menos que ocho hombres trabajando con él.

—Ambos, el ordenador y el personal que lo maneja, son responsables de tales fallos. Es decir, son fallos en la interrelación hombre-máquina. El peligro es cada día más grave. Los ordenadores de la Caird Oil Company y los de la N.A.L.A. estadounidense padecen todos el mismo problema.

Del grupo de periodistas que hasta ahora habían permanecido expectantes oyendo la discusión se alzó un tumulto de preguntas. Cartland avanzó hacia el grupo mientras hacía señas a los guardias de seguridad que acababan de entrar en el local.

—Siento verme obligado a rogarles que desalojen esta sala, puesto que su presencia en la misma obstaculiza nuestro trabajo.

Ya en el pasillo, Mawn sintió que alguien le daba un golpe— cito en el brazo. Era Peters, quien le dijo, sonriente:

—Te aconsejo que permanezcas emboscado durante algunos días.

—Y ¿por qué?

—Como este programa habrá sido presenciado por equis millones de personas, éstas han sido testigos de que una compañía multinacional ha sido acusada de haber estado a punto de cargarse un avión lleno de pasajeros. Si tienes razón, el público te convertirá en un héroe; pero si estás equivocado, los de Gelder te llevarán ante los tribunales.

Peters se interrumpió, haciéndole a Mawn seña de guardar silencio. Se les había acercado Gelder, pálido de ira, quien exclamó:

—¡Usted no va a publicar eso!

Peters se sonrió y replicó:

—¿Cómo que no? Para eso estoy aquí.

—Pues yo le digo que ha sido una calumnia.

—Señor Gelder —le interrumpió Peters—, tanto si le gusta como si no, todo este incidente aparecerá en la última edición de los periódicos de la noche y en todos los diarios nacionales de mañana, como también en mi programa de esta noche. Si se sirve acompañarme a los estudios, se le invitará a presentar su réplica después de mi información.

Gelder giró sobre sus talones y se alejó. Peters se volvió hacia Mawn:

—Conoces mi programa «Estilo nocturno», ¿no? —Mawn asintió con la cabeza—. Quiero que vengas y digas allí lo que hoy has dicho aquí.

Mawn lo pensó unos momentos antes de contestar:

—Sí, iré, puesto que es la pura verdad.

—De acuerdo. —El rostro de Peters reflejaba una honda preocupación—. Yo, en tu lugar, me andaría con cuidado. —Mawn parecía alguno confuso—. Hoy has pisado un callo muy gordo.

A través de la ventanilla de su auto, Mawn contemplaba cómo las oscuras siluetas de los árboles y setos del camino iban quedando atrás. Al mismo tiempo comparaba in mente la serenidad del paisaje con la interminable agitación de las últimas cuarenta y ocho horas. Primero fue la multitud de reporteros en el vestíbulo del hotel, y luego la urgente petición de unas declaraciones por radio. En seguida, una aparición de dos minutos en el programa «Estilo nocturno» de Sheldon Peters, donde se limitó a repetir lo que antes había dicho en el centro de ACE. Los titulares de la prensa habían recorrido toda la gama, desde la relativa sobriedad característica del «The Times» (que dedicó al tema dos centímetros y medio de columna, encabezada así: «Científico denuncia la pésima calidad de los sistemas de control de una importante compañía»), hasta los sensacionales, de cinco centímetros, de «Clarion», junto con una foto de los pasajeros con este pie: «¿Escaparon estas familias por un pelo a la muerte?»

Mawn consultó el reloj del coche: Tina Hale estaría en casa ahora. Decidió llamarla desde una cabina pública tan pronto como llegase a una población. Deseaba saber la marcha del experimento, pues le parecía que algunos días de trabajo intenso en el laboratorio serían una buena cura para sus sobreexcitados nervios.

Tina Hale estaba sentada con los pies en alto frente al televisor, cuando se dio cuenta de que apenas prestaba atención a la pequeña pantalla. En el fondo de su mente se agitaba una profunda, machacona inquietud: algo que pugnaba por aflorar a la superficie. Se levantó, apagó el televisor, se bebió el resto de su ginebra y se quedó mirando el menguante punto de luz de la pantalla, tratando de precisar la causa de su ansiedad. ¿Ropa a lavar?... No. ¿Telefonear a Richard sobre el nuevo trámite de los pedidos para el laboratorio?... No. ¡El laboratorio!, ¡el experimento!... Algo relativo al experimento..., algo pendiente.

Hizo un gran esfuerzo por recordar las órdenes del doctor Mawn. De pronto sintió deseos de trabajar para un jefe más tolerante. Mawn apenas había asomado la cabeza por la puerta del laboratorio, y tras unas lacónicas frases desapareció sin esperar siquiera contestación. Tina Hale pensó que los ayudantes de laboratorio escaseaban y le sería fácil hallar otro empleo... un día de ésos, tal vez...

Los laboratorios ocupaban el edificio de una antigua vicaría victoriana, junto a la zona universitaria. Aquel engendro arquitectónico de tres pisos, construido en piedra gris, con un pórtico de piedra tallada y con ventanales policromadas, contrastaba casi humorísticamente con el pulcro funcionalismo de los edificios universitarios. Tal edificio no era precisamente lo que Mawn juzgaba idóneo para una sección de Informática, pero en cambio poseía la gran ventaja de hallarse a considerable distancia de las oficinas y de la vigilante mirada del decano de la Facultad de Ciencias. En todo caso, a Mawn no le había quedado otra opción.

El coche se detuvo en el camino de acceso. Un hombre rechoncho, de mediana estatura, abrió la verja y permaneció completamente inmóvil al lado del auto durante casi dos minutos, desapareciendo al fin por la puerta abierta y pisando siempre sobre el césped.

...Temperatura de reacción. ¡Las columnas de destilación fraccionada! Tina Hale abrió apresuradamente un cuaderno de hojas cambiables y empezó a repasar una lista de constantes físicas. Temperatura de reacción: hidrocarburos fluorados, tetra-fluoroetileno, ciento dieciocho a ciento veintitrés grados centígrados. Con un sobresalto recordó los empalmes que Richard había establecido entre las columnas. ¡Eran de politeno! ¡Y el politeno fluye a los ochenta grados! Cerró de golpe el cuaderno y se vistió rápidamente.

El hombre estaba en pie detrás de un espeso matorral de rododendros. Sostenía una cajita y miraba fijamente una ventana lateral del primer piso de la casa. Permaneció un rato escuchando, olfateando el aire como suelen hacer los animales, y empezó a escalar el cobertizo emplazado debajo de aquella ventana. Apoyándose con una mano en la repisa de ésta, con la otra se sacó del bolsillo una linterna. El rayo de luz recorrió el marco de la ventana. Ésta era de las llamadas de guillotina, dividida transversalmente en dos mitades.

Unió luego un pedazo corto de chapa al extremo de una varilla roscada de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud. Apoyó un lado de ésta sobre el marco de la ventana y metió la hoja metálica en el resquicio que había entre las dos mitades de aquélla. Con una pequeña palanca de trinquete se puso a dar vueltas a una tuerca, forzando la entrada de la lámina metálica a lo largo de la rosca hasta que hizo saltar el pestillo central de la ventana. Entonces alzó la contraventana y saltó a una pequeña estancia destinada a oficina. Luego recogió sus herramientas y se metió en la habitación, cuya puerta, donde se leía «Doctor A. Mawn», estaba abierta. Paseando el delgado tentáculo luminoso de la linterna eléctrica por delante, y cuidando mucho de no rebasar la altura de la ventana, empezó a registrar metódicamente el edificio.

Cuando halló lo que buscaba, abrió un expediente rotulado: «Cifras y cálculos de Barfield», y fue sacando las hojas mecanografiadas que contenía. Luego introdujo las hojas, una a una, en la ranura de una caja metálica delgada, sólo un poco más voluminosa que un estuche de lápices. Al cabo de unos segundos, las hojas iban saliendo por otra ranura al lado opuesto de la cajita. Pegada a cada hoja, aparecía una película de plástico transparente, que no era sino una copia perfecta de la hoja mecanografiada.

Cuando los faros del coche de Tina, al penetrar en el patio exterior, iluminaron el rótulo «Kramer Science Laboratories», la muchacha distinguió la silueta de otro auto estacionado a un lado del camino. Los neumáticos del auto de Tina aplastaron la gravilla con fuerte crujido.

El hombre se espantó al oír el ruido. Apagó la linterna y se dirigió, tanteando a oscuras, hacia la puerta. Metió las copias en la caja, que cerró con cuidado, y regresó al primer piso...

Tina subió por la ancha escalinata, descorrió el pesado cerrojo y empujó la gran puerta de roble. El ruido de ésta al abrirse resonó en el vestíbulo...

El hombre se precipitó hacia el laboratorio, donde se ocultó detrás de un banco. Contempló con temor los aparatos que le rodeaban por todas partes. Aquello era un laberinto de objetos de cristal conectados con una infinidad de aparatos electrónicos, cada uno de los cuales brillaba débilmente en la oscuridad con su único ojo de neón. Uno de los tubos pasaba frente a una caja de metal pintada de verde oscuro. Sobre aquella caja había un tosco letrero que advertía: «Peligro. Rayo láser.» De una pequeña abertura brotaba un haz luminoso delgado y deslumbrante, cuyo intenso resplandor rubí se reflejaba en el techo de la habitación. Mientras se acurrucaba para no ser visto, el hombre notó el calor que irradiaban los manguitos de calefacción de los matraces, así como los débiles chasquidos producidos por el calentamiento y enfriamiento de los diferentes aparatos. De súbito, un motor gimió y un registro automático escupió un trozo de papel cubierto de trazos irregulares. Nuestro hombre se volvió sobresaltado al oír el seco golpe y el zumbido de un relé al dispararse. Seguidamente, un gran matraz empezó a erogar automáticamente su contenido en la columna vertical de un condensador.

Tina abrió la puerta y encendió la luz. Durante unos momentos, los fluorescentes del techo parpadearon, y luego se encendieron inundando de luz la estancia. El hombre cerró los ojos, cegado por el intenso resplandor, y se encorvó pegándose a la pared. Tina empezó a examinar, uno a uno, todos los empalmes del complicado montaje de vidrio. Cerró una espita para aislar un sector de la columna destiladora y, con una hoja de afeitar, cortó un tubo de plástico que conectaba dos serpentines. De un cajón sacó luego un rollo de tubo blanco translúcido, del que cortó un pedazo para empalmar de nuevo los extremos abiertos de los tubos. Revisó atentamente las uniones del montaje y las comparó con el esquema dibujado en una pizarra próxima. Finalmente procedió a corregir la dirección del láser de gas, modificando su ajuste mediante las gruesas ruedas ranuradas de la base de su soporte. Luego permaneció indecisa durante unos momentos; abrió un cajón y sacó de él unas pesadas gafas provistas de vidrios ahumados. Se las puso y procedió a destornillar un panel lateral del cañón láser. Inmediatamente, la habitación quedó inundada de un intenso resplandor rojo, que hizo centellear todos los muebles metálicos de la pieza. Tras lo cual, volvió a atornillar flojamente el panel.

El timbre de un teléfono resonó agriamente por todo el desierto edificio, y una luz roja parpadeó sobre el dintel de la puerta. Tina descolgó un supletorio conectado con un amplificador:

—Laboratorio Kramer.

—¡Tina! ¿Eres tú? —la voz de Mawn sonaba clara y cercana—. He pasado por tu casa. ¿Va todo bien?

—Sí, gracias, doctor.

—Estoy en Bacton, camino de casa, donde voy a detenerme unos minutos.

—Bien, doctor, aquí le espero. Hasta luego.

El hombre alzó un poco la cabeza. Tina colgó el aparato, sacó del bolso un espejito y se miró la cara.

El hombre estiró una de sus entumecidas piernas, tocando uno de los cables tendidos en el suelo, a su espalda. Al hacerlo desenchufó el registro; inmediatamente sonó, colérico, un zumbador, y la cinta de papel empezó a salir incontroladamente del aparato.

Tina volvió rápidamente la cabeza hacia la dirección de donde procedía el ruido, y vio moverse la cabeza del hombre por encima del banco. Paralizada por el miedo, fue retrocediendo hacia la puerta centímetro a centímetro y, sin apartar la vista de aquel hombre, buscó a tientas el supletorio situado a su espalda.

—¿Qué hace usted aquí? ¿Quién es usted? —dijo Tina con un hilo de voz.

El hombre se incorporó y ambos se miraron, indecisos.

De repente, el intruso corrió hacia la puerta. Al cruzar por delante del aparato tropezó con el largo cañón verde del láser. Éste se desprendió del banco óptico y giró hacia él. El mortífero rayo de luz roja azotó el aire como una barra de metal al rojo vivo, y le alcanzó en la cara.

El rayo le dio en un ojo y el hombre gritó como un animal herido. Tambaleándose, tropezó con el laberinto de tubos, haciendo añicos los matraces y derribando los aparatos electrónicos. Tina gritó a su vez y se abalanzó hacia delante tratando de salvar los restos del experimento, mientras el intruso pasaba tambaleándose junto a ella, alcanzaba la puerta y desaparecía.

Temblorosa y llorando, Tina se arrodilló junto al destrozado aparato, en vano intento de arreglar los desperfectos producidos en los tubos. De súbito se le cortó el aliento; apretando los labios, intentó levantarse. A ciegas, se agarró al borde del banco y trató nuevamente de ponerse en pie, pero entonces la cabeza y el cuello, y finalmente todo el cuerpo, se le fueron arqueando hacia atrás, y se desplomó sobre los restos del aparato. El colérico rayo rojo del láser fue girando sobre su cuerpo, entre remolinos de vapores tóxicos, hasta que se detuvo apuntando a una pantalla de plástico negro.

Mawn pisó el acelerador a fondo, aunque apenas veía el camino. La noche era estrellada y Mawn conducía con los cristales de ambas puertas bajados, disfrutando de la suave brisa campestre.

Antes de tomar la última curva, a unos tres kilómetros del laboratorio, aflojó la marcha. De repente, el desierto camino quedó inundado por la luz de unos faros. El otro coche dobló el recodo a toda velocidad, entre estridentes chirridos. Mawn pisó el freno y se metió en la cuneta. El otro conductor frenó también, dando un volantazo y metiendo el coche en el prado que había a la izquierda del camino. Al resplandor de sus propios faros, Mawn pudo distinguir una cara pálida y asustada y una mano enguantada que se aplicaba un pañuelo sobre uno de los ojos.

El conductor de aquel vehículo maniobró, enderezó el vehículo y reanudó su frenética carrera. Mawn salió de la cuneta cautelosamente y continuó su camino. Con objetividad casi clínica, notó la oleada de adrenalina que recorría su cuerpo, mientras se le ponía fría la cara.

Divisó el auto de Tina Hale cuando llegó al portal y metió la llave en la cerradura. Pero la puerta se abrió por sí sola. Llamó, encendió la luz de la escalera y al instante vio los gases, cuyas volutas tenues y blanquecinas invadían la escalera en dirección al vestíbulo. Tapándose la nariz con el pañuelo, subió precipitadamente y se metió en el laboratorio.

Del registro aún iba saliendo cinta de papel, que había formado un montón en el suelo. Y de debajo de aquel montón asomaba un brazo. Apartando el papel a un lado, levantó el cuerpo de Tina y lo sacó de la estancia escaleras abajo, sin dejar de toser y vomitar. Por último, dejó a la chica en el suelo del vestíbulo y aplicó el oído a la boca de la accidentada. Permaneció casi medio minuto arrodillado, tratando de captar algún indicio de respiración; luego tiró rápidamente hacia abajo de la mandíbula y aplicó su boca a la de ella, insuflándole aire en los pulmones. Repitió la operación durante un rato, mientras le iba tomando el pulso con la mano en el cuello. Incluso a la débil luz que llegaba a través de la abierta puerta pudo observar que la cara de la joven estaba cenicienta. Se levantó, corrió por el pasillo y fue a dar la alarma. Luego volvió a subir de tres en tres los peldaños de la escalera que conducía al laboratorio. Echó una rápida ojeada a la estancia por entre los gases, sin prestar atención al rojo rayo del láser. Después de comprobar que no había nadie más en la sala, regresó a donde había dejado a Tina.

En el laboratorio, la pantalla de plástico empezaba a reblandecerse y a fundirse bajo la ardiente y furiosa acometida del láser.

Mawn todavía estaba practicando la respiración artificial cuando llegó la ambulancia. Un camillero puso suavemente la mano en el hombro de Mawn:

—Vamos a llevárnosla, señor, si no le importa.

Los dos camilleros colocaron el cuerpo de Tina encima de una camilla de lona, que ataron con correas a un bastidor dentro del vehículo. Uno de ellos levantó la cabeza de la accidentada, le colocó una mascarilla y abrió la llave de paso del oxígeno. El otro contemplaba la escena en silencio, y ambos cruzaron una significativa mirada.

En el laboratorio completamente lleno de humo, el negro plástico burbujeó y empezó á derramarse sobre el banco. Se alzaron nuevas volutas de humo, y al poco surgió una llamita amarilla y empezó a chamuscarse un rimero de notas que sobresalía de un estante. El papel se encendió y el fuego calentó los matraces colocados en ese mismo estante. Uno de ellos explotó haciéndose añicos.

Fuera, los dos hombres se volvieron rápidamente al oír la débil explosión. Un vivo resplandor anaranjado brotó de la ventana y luego hubo una serie de explosiones que hicieron saltar en pedazos los cristales de las ventanas. Largas y ondulantes llamas lamieron ávidamente el alero del vetusto edificio.

Mawn, que se hallaba debajo, recibió una lluvia de astillas de vidrio. Corrió hacia el vestíbulo y subió a tientas la escalera. Densas nubes de humo negro llenaban el corredor. Descolgando un extintor, se metió, agachado, por entre el humo y fue buscando a tientas el camino del laboratorio. Mientras avanzaba a traspiés en la oscuridad, sus movimientos se hacían cada vez más lentos y débiles. Por último, soltó el extintor y cayó de rodillas al suelo. De lejos llegó el estridente alarido de la sirena de los bomberos. Entonces Mawn retrocedió, arrastrándose penosamente por el pasillo hacia el rellano de la escalera. Luego se dejó caer sobre el pasamanos y se deslizó hacia abajo con el cuerpo doblado como un pez fuera del agua. Apenas notó que unas manos le alzaban por las piernas y los hombros.

Alguien le daba ligeras palmaditas en la mejilla.

—¿Cómo se encuentra? Ya ha vuelto en sí...

Mawn sintió el aire frío en su garganta. Se veían reflectores giratorios azules y se oían voces de los hombres que plegaban escaleras y enrollaban las mangueras. Mawn quiso incorporarse. El camillero le retuvo con la mano en el hombro:

—El fuego está ya dominado. No se preocupe que nada puede usted hacer ya.

Mawn habló con voz ronca:

—Hay que salvar los archivos... años de trabajo... Tienen que sacarlos.

—Los bomberos van a salvar cuanto puedan, señor. No se preocupe.

—¿Dónde está Tina Hale?

—Se la han llevado al hospital general de Plymouth.

—¿Cómo se encuentra? ¿Está bien?

El hombre cambió una mirada con su compañero:

—Vamos a evacuarle a usted, con su permiso.

Los dos hombres le condujeron, tomándole de los brazos, a un coche patrulla de la policía que estaba allí aguardando. Le sentaron en el asiento trasero y cerraron la puerta. El oficial de bomberos se volvió hacia los dos hombres:

—Habrá que abrir una investigación sobre este caso.

—¿Por qué?

—¡Cristo bendito! ¡Si vierais lo que había allí arriba! Todos los productos inflamables acumulados sobre los aparatos eléctricos. No quedará norma de seguridad que no hayan infringido. Se les podría acusar de homicidio por imprudencia.

El resplandor del fuego iluminó los abatidos hombros de Mawn, quien cerró los ojos.

—Ligera bronquitis causada por los gases y quemadura de primer grado en un antebrazo. Nada más...

Estas palabras penetraron confusamente en la mente de Mawn. Luchando contra una abrumadora somnolencia y manteniendo los ojos cerrados, volvió a escuchar. Otra voz, de acento flemático y meticuloso, decía:

—¡Pobre chico!... Habrá sido un fuerte golpe para él.

¡El decano! Su pesadilla era real. Tina Hale estaba muerta. Lo sabía desde hacía horas, como si la noticia se hubiera filtrado en su subconsciente mientras dormía. Abrió los ojos con cautela.

Lo que vio fue un blanco cubrecama de hospital, la luz del sol que entraba por una ventana, y un médico de bata blanca, con unas estilográficas y una linterna de cromo asomándole por el bolsillo. El decano Keith, con su rostro rubicundo y redondo como una manzana, estaba al lado de la cama.

Mawn tenía la lengua seca, como pegada al paladar, y notó que le costaba levantar la cabeza. El doctor le habló entonces con jovialidad:

—Buenos días... Tiene visita. Son casi las tres y media de la tarde; ha descansado espléndidamente. Como, a lo mejor, se estará preguntando dónde se encuentra, le diré que esto es el hospital general de Plymouth. Me llamo Wilkinson.

Keith apoyó ambas manos en la barandilla de la cama. Su tono de solicitud casi parecía sincero:

—Qué desgracia tan terrible, Alex. No sabes cuánto lo siento. La señorita Hale estaba ya muerta cuando llegó aquí.

Mawn tomó el vaso de agua y echó un largo trago. Luego dijo con voz ronca:

—¿Ha quedado algo entero allí?

—¡Ah! Sí, claro. El incendio quedó limitado al laboratorio central y a tu oficina. Fue dominado rápidamente. Pero creo que la estructura del tejado ha quedado bastante dañada. Al menos, eso fue lo que me dijeron.

—¿Y qué ha pasado con los archivos y la documentación?

La cara del decano asumió una estudiada gravedad.

—Las pérdidas han sido considerables, Alex. Lo siento.

—¿Se ha quemado todo?

—En realidad, no estoy seguro de ello, pero creo que la oficina de tu secretaria ha sufrido considerables desperfectos...

—¡Todo mi trabajo! —exclamó Mawn.

—Y tenemos otro problema más grave aún, Alex... Yo... yo querría hablar contigo antes de que lo haga la... la policía...

Mawn sintió que el corazón le daba un vuelco:

—¿La policía?

—Sí, Alex. Lamento causarte ahora inquietud con eso, pero es que la policía ha hecho una insinuación muy clara al respecto.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que, según la policía, habías cometido infracciones al reglamento de seguridad. Desde luego, yo les he dicho que en eso estaban equivocados, porque se ha venido trabajando con las mayores precauciones...

Mawn leyó en los ojos saltones de su interlocutor: «¡Ya ves a dónde nos ha conducido tu irresponsabilidad!»

El decano prosiguió, ya embalado:

—Sinceramente, estoy preocupado, Alex. Gomo sabes, te dimos carta blanca en tu sección y, por cierto, nunca te faltó nuestro apoyo. Comprenderás que lo ocurrido nos perjudica a todos. Es mi deber decirte que...

—Pero, ¿qué se ha salvado exactamente?

Mawn se incorporó con cierta vivacidad, poniendo fin a la reprimenda del decano.

—De hecho, no lo sé.

—Pero, ¿no ha estado allí todavía?

—Pues no. Verdaderamente no he tenido tiempo; pero...

—¡Cristo!

Mawn se destapó y quiso salir de la cama, con movimientos inseguros todavía. Buscó apoyo en la mesita, pero ésta rodó sobre sus ruedecillas y Mawn estuvo a punto de caerse.

El médico alargó el brazo para sujetarlo y exclamó:

—Pero, ¿qué hace usted?

Mawn se puso en pie sin hacerle caso y empezó a recoger sus prendas, que estaban sobre una silla.

—Estás cometiendo una gran imprudencia, Alex —dijo el decano alzando una mano en ademán de prohibición.

-Me encuentro bien —hizo un gesto de dolor al golpearse la mano con el respaldo de la silla—. Voy al laboratorio.

—Y, ¿qué le digo yo a la policía? —la voz del decano sonaba tensa y contrariada—. Les aseguré que estarías aquí.

—Si me necesitan, que me busquen en el laboratorio. Allí deberían estar, y no husmeando el reglamento de incendios.

—¿Qué quieres decir con eso?

La voz de Mawn quedó apagada al hablar por entre la ropa que se estaba poniendo:

—Hay algo raro en ese incendio... A decir verdad, creo que fue provocado.

—La policía no dijo nada de eso. ¿A qué te refieres? ¿Tienes alguna prueba de lo que dices?

—Todavía no —Mawn se detuvo junto a la puerta—. Pero espero que la Universidad me respalde cuando consiga demostrarlo. Quienquiera que sea el incendiario es, además, un homicida. Ha asesinado a la señorita Hale.

Tras dirigir una mirada a Keith, el doctor Wilkinson intervino:

—Si quiere salir de aquí debe firmar la baja.

—Fírmela usted mismo.

Mawn cerró de un portazo y se fue.

Wilkinson abrió los brazos:

—No puedo retenerle contra su voluntad, ¿comprende?

Keith meneó la cabeza con gesto airado:

—Es un irresponsable. Me ha causado muchos quebraderos de cabeza. Lo de la televisión no ha sido más que el comienzo...

—¿La televisión?

Wilkinson parecía perplejo. Pero Keith no respondió, sino que se encaminó hacia la salida.

Los bomberos aún trabajaban en el destripado edificio, sacando enseres quemados y retorcidos por el fuego. Mawn presentó sus credenciales a un aburrido policía de servicio ante la puerta principal y penetró en la casa.

Fue como si hubiera penetrado en el costiUar de un gigante. Un ala del edificio había quedado reducida al armazón, con restos del piso superior colgando. En dicho piso quedaba un banco del laboratorio, que amenazaba con caer al vestíbulo.

Mawn se abrió paso entre vigas chamuscadas y ladrillos hasta dar con la puerta de acceso al sótano, donde estaba instalado el ordenador.

Al pie de la escalera vio que habían instalado un alumbrad» de emergencia. Algunos hombres trabajaban en las unidades del ordenador electrónico. Al principio creyó que estaban allí por cuenta de la Universidad, para trasladar la máquina a otro local. Pero reconoció a un montador de la firma Duckett.

—Mal asunto, doctor —dijo el hombre al ver a Mawn—, aunque pudo ser peor. Por suerte, el fuego no alcanzó la máquina.

—¿Quiere decir que no ha sufrido ningún desperfecto?

—Esta parte, al menos, está intacta. He comprobado todo lo comprobable, y a lo que parece se halla en perfecto estado.

—¡Gracias a Dios se ha salvado algo!

La noticia le produjo a Mawn un gran alivio. Tanta había sido su tensión nerviosa, que estuvo a punto de desvanecerse.

El montador de Duckett le tomó del brazo:

—Vamos, vamos, tranquilícese.

—Me encuentro bien.

El especialista se despidió con una inclinación de cabeza e hizo ademán de alejarse, algo inquieto. Mawn le retuvo:

—Oiga, ¿por qué ha venido usted?

—Verá, doctor... —Notando la palidez de Mawn, vaciló—. Se nos ordenó que nos lo llevásemos... todo lo aprovechable, naturalmente.

—¡Llevárselo! ¿Y quién lo ha ordenado?

—Si no estoy mal informado, el decano en persona.

Mawn comprendió en seguida lo ocurrido. La devolución del ordenador le iba a dejar desarmado al fin. Sin duda el asunto constaba en acta, después de la correspondiente sesión de urgencia del Consejo Académico. Mawn imaginó el discurso del decano: «Por supuesto, el edificio carece de la solidez necesaria. Esa instalación no puede quedarse allí, cuando todo el edificio puede venirse abajo. El doctor Mawn, si estuviera aquí, sin duda estaría de acuerdo.»

Miró melancólicamente las retorcidas y ennegrecidas estanterías que habían contenido grabaciones y documentos. Tantos años de trabajo, ¿para qué?

—¿Señor Mawn?

El policía aguardaba al pie de la escalera, cubriéndose los ojos con una mano para evitar los focos.

—¿Señor Mawn? Arriba hay un hombre que quiere hablarle.

Mawn se volvió y empezó a subir despacio la escalera.

Después del acre olor a madera quemada, el aire fresco era una bendición. Cerró los ojos ante el resplandor del sol, y vio a Sheldon Peters junto a su auto.

2

Peters se volvió hacia Mawn invitándole a pasar. Éste avanzó sobre la gruesa alfombra que cubría el pasillo y penetró en una sala iluminada con profusión.

Aquella sala parecía un escenario cuidadosamente decorado. Las paredes estaban tapizadas con paneles de lino, debajo de los cuales había una serie de almohadones de cuero negro con botones. En medio se veía una mesa baja de vidrio con bastidor cromado. De las paredes colgaban grandes cuadros abstractos, escogidos atendiendo más a la moda que a la calidad artística. En un nicho iluminado con luz indirecta se exhibía un premio de Eurovisión consistente en una estatuilla. Cubría el suelo una suave alfombra color arena. De una de las paredes colgaban pesados cortinajes, que rodeaban en parte un piano de media cola. Mawn miró a su alrededor con creciente incredulidad. Aquél, pensó, era un sitio para deslumbrar; vivir allí sería como pretender sentirse cómodo en el vestíbulo de un hotel.

Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella claridad, notó la presencia de una mujer alta y esbelta que permanecía en pie al lado de una mesa.

—Alex, una amiga mía —dijo Peters—. Marcia Scott, Alex Mawn.

El apretón de manos de la joven fue firme. Mawn vio que sus ojos, verdes y fríos, enmarcados por una negra melena peinada hacia atrás, le estaban valorando. Le pareció que se encontraba ante una inteligencia analítica. Calculó en treinta y tantos años la edad de la amiga de Peters.

Cuando estuvieron sentados en sendos butacones de cuero blanco, Peters se dirigió a Marcia:

—Ya conoces el aprieto en que está metido Alex, ¿no? —La interpelada hizo un gesto afirmativo—. Sobre este asunto se me ha ocurrido una idea que voy a exponeros en breves palabras, para ver si os parece viable. Creo que Alex es el primer inglés víctima de una reacción contra los defensores del medio ambiente. Primero fue el estadounidense Nader, a quien trató de silenciar la empresa automovilística que todos sabemos; luego apareció el ecólogo japonés Nickimodo, quien, por cierto, líese que viajar en coche blindado a causa de las amenazas que le han dirigido las grandes compañías. Y ahora, cuando Alex acusa de incompetencia a los grandes consorcios industriales, se produce en su laboratorio un incendio en el que su ayudante pierde la vida.

—Sí, ya sabemos que las grandes compañías se muestran deshonestas y peligrosas cuando se trata de proteger sus intereses. Pero eso no es noticia, en realidad.

La voz de Marcia era grave, y hablaba con leve acento bostoniano.

—Tal vez no —repuso Peters—, pero debo anunciaros que este suceso va a constituir lo mejor de mi próximo «Estilo nocturno».

Marcia dejó su vaso en la mesa y se echó a reír:

—j Eres un auténtico periodista, Shel! Si no tienes la noticia a mano... te la inventas, y en paz.

Peters observó la cautelosa mirada que Mawn dirigía a la norteamericana, y quiso anticiparse a la curiosidad de aquél.

—Marcia y yo nos conocemos desde hace muchos años. Os he reunido aquí porque creo que tenéis un interés común...

—¡Lo cual redundará en favor de tu show televisivo! —exclamó Marcia con énfasis.

Peters se sonrió:

—¿Quieres callarte, rica? —Luego, dirigiéndose a Mawn, prosiguió—: Marcia es una psicólogo investigadora, y actualmente está realizando tests sobre la productividad de ciertos grupos profesionales ingleses. Cuando lo de tu intervención ante las cámaras, en el centro de control, pensé que tal vez haya intereses comunes entre ambos. Alex, ¿estás demasiado cansado para repetir lo que dijiste... para que Marcia se entere?

—¿No crees que sería mejor aplazarlo? —intervino Marcia, mirando aprensivamente al corpulento inglés, cuya cabeza le colgaba sobre el pecho en actitud de gran fatiga. Sus ropas aún estaban tiznadas por haber andado entre las ruinas del laboratorio.

Mawn se irguió y dijo:

—No, en estos momentos prefiero hablar y no pensar.

Después de beberse lo que quedaba en su vaso, aguardó a que Peters se lo llenase de nuevo antes de continuar:

—Trataré de explicarme, y si os parece demasiado perogrullesco lo que diga, me callaré. Han venido interesándome las interrelaciones hombre-máquina; esto es una palabra complicada para describir lo que ocurre cuando un ser humano hace funcionar una máquina. La interrelación entre una mecanógrafa y la máquina de escribir es lo que ocurre entre los dedos y las teclas que va pulsando, valga la comparación. El porqué de que se cometan errores, etcétera, etcétera. Mi investigación se ocupa de los seres humanos que manejan máquinas complicadas tales como los ordenadores...

—¡Y los sistemas de control aéreo! —intervino Peters—. A propósito, ¿cómo te hiciste con el pase de Prensa?

Mawn agitó el contenido de su vaso:

—Pues, muy sencillo. Por medio de un periodista con el que solía tomar algunas copas en Plymouth y que trabaja en el periódico local. Me interesaba conocer el sistema de primera mano, y le pedí prestado su pase; eso fue todo. Con ello conseguí reunir muchos datos sobre errores en las interrelaciones de las máquinas de control con las personas que las atienden. Y el resultado es horrible. Si tomamos, por ejemplo, el ábaco, es sabido que se maneja pasando bolas para calcular con rapidez. En caso de error está siempre a la vista el interior de la máquina, compuesta únicamente de unas cuentas y unos alambres, por lo que es fácil hallar la equivocación cometida y subsanarla. Ahora, en cambio, tenemos ordenadores y hacemos operaciones a una velocidad realmente pasmosa. Operaciones que no podríamos hacer de memoria; por ejemplo, resolver sistemas de variable compleja. Si la máquina se equivocara, probablemente podríamos corregirla, aunque eso costaría mucho tiempo. La dificultad está en que no podemos ver la causa del error como ocurría con las cuentas del ábaco...

—Pero el error puede ser hallado —intervino Marcia.

—Sí, podríamos hallarlo, pero sólo en las máquinas de primera y segunda generación. En la actualidad, nuestro tecnólogo empedernido es un granuja insaciable que piensa: «Si mi última máquina realizaba sumas en X segundos, ahora puedo lograr que las realice en la mitad de ese tiempo.» Y lo consigue, pero no porque sea realmente necesario ganar ese tiempo, sino porque supone un incremento en la cifra de ventas. Por consiguiente, nuestro tecnólogo se ve obligado a inventar unos circuitos integrados cada vez más eficientes y más miniaturizados. Al principio teníamos bloques monolíticos; ahora son micromo— nolíticos, y así sucesivamente... Pero eso no basta. El proyectista tiene que idear nuevas formas de incrementar la rentabilidad, sólo por mantenerse a la cabeza de la competencia. Para ello echa una mirada al cerebro humano, a ver si éste tiene algún truquito susceptible de ser copiado. Y descubre que nuestro órgano pensante posee la facultad de aprender. En consecuencia, nuestro proyectista incorpora nuevos circuitos a su máquina para que ésta sea capaz de aprender, esto es, de mejorar su rendimiento futuro en base a la experiencia pasada.

—Lo cual no deja de ser un progreso, ¿no es así? —interrumpió Peters.

—Sí, pero hay un inconveniente. Esta mejora del rendimiento sólo se consigue a costa de la habilidad, de la seguridad, Y como todo usuario trata de explotar al máximo la actividad ¡ de los nuevos circuitos, cada vez es más grande el peligro de que se produzca algún error.

—¿Qué clase de error? —inquirió Peters.

—Sobre eso llevo realizados algunos trabajos —prosiguió Mawn—. Para decirlo de una manera sencilla, en ciertas condiciones un error provoca dos nuevos errores, y éstos provocan cuatro, etcétera. Y a veces la cosa es aún más grave, puesto que tales errores llegan a producir en progresión de razón dos, seis, once...

—Una especie de frenesí, de rápido trastorno mental, vamos —comentó Marcia.

—Exacto. La especie humana se vuelve tan increíblemente perezosa; que vamos delegando cada vez más facultades a los artefactos metálicos. No nos importa extraer de la Tierra cantidades cada vez mayores de elementos insustituibles para fabricar, entre otras cosas, unos ordenadores tan redomadamente listos que ni siquiera sabemos cuándo se equivocan. En realidad, a nadie hacen falta esos malditos cacharros, salvo,.tal vez, a los hospitales. Esos artefactos no son más que fallos electrónicos; son un símbolo tecnológico de status.

—Me parece que exagera —dijo Marcia.

Pero Mawn continuó su monólogo sin aparentar haberla oído.

—Conque ahí tenéis vuestra máquina, revolcándose en su propia complejidad, esforzándose por mejorar su rendimiento a costa de la propia inseguridad, la inseguridad de que el hombre la ha dotado. Es un dinosaurio... —Hizo un ademán con el vaso—. Aquellos descomunales lagartos eran muy grandes, pero tenían un cerebro muy pequeño. Y dada la inercia de las vías nerviosas, un cerebro pequeño no puede controlar un corpachón enorme como era el del dinosaurio. Por eso, aquellos animales tenían un segundo cerebro situado cerca de su trasero. Pero eso tampoco fue suficiente: los saurios siguieron arrastrándose por el lodo y, al no poder controlarse a sí mismos, acabaron extinguiéndose. A eso le llamo yo el «efecto dinosáurico».

—Seguramente no fue ésa la única razón, ¿verdad? —dijo Peters.

—Desde luego, la explicación es simplista. Pero lo cierto es que estamos construyendo máquinas cada vez más complicadas y cada vez menos fiables. Máquinas que nos proporcionan resultados erróneos mientras hacen creer a sus usuarios que son infalibles...

—Pero seguramente no tiene usted ninguna prueba de lo que está diciendo —dijo Marcia.

—Todo indica que ocurre como yo acabo de decir. Y con el tiempo han de ocurrir cosas aún más graves. La causa de todo ello se llama codicia. Y también oportunismo.

Cuando Mawn concluyó hubo un largo silencio. Peters parecía estar calculando mentalmente el efecto que iba a producir la intervención de Mawn en su show televisivo. Marcia Scott permanecía sentada al borde de su asiento, con la cara encendida y gestos excitados, en espera de intervenir a su vez:

—¡Es fantástico! Perdóneme si le digo que, para demostrar que el defecto radica en las interrelaciones hombre-máquina, ha elegido usted un método inadecuado. La imperfección, el defecto, no está ahí. Mire, yo he estado trabajando en...

Mawn se había dejado caer pesadamente en su asiento, con ademán pensativo, y no parecía prestar atención a Marcia. De súbito la interrumpió:

—¡Naturalmente! —Y, volviéndose hacia Peters sin reparar en la mirada iracunda de Marcia, exclamó—: ¡Ya lo tengo! ¡La quemadura del láser! Podremos seguir la pista de ese granuja.

Marcia se puso en pie y Peters notó que tenía las mejillas encendidas.

—No creo que el doctor Mawn esté en condiciones de mantener un diálogo en estos momentos, Shel. Si ustedes lo permiten, me voy.

Y se encaminó a la puerta. Peters la siguió y Mawn pudo oír cómo trataba de apaciguarla en el vestíbulo. La puerta del piso se cerró luego de un portazo.

—¿Qué le pasa? —preguntó Mawn, desconcertado, a Peters cuando éste regresó.

—A Marcia le ha parecido que tú no hacías mucho caso de sus puntos de vista en lo tocante a los temas abordados en la conversación.

—¡Ahí —Era evidente que Mawn estaba distraído en otras cosas—. ¿Puedo usar el teléfono?

—Desde luego. El piso está a tu disposición mientras permanezcas aquí. Yo apenas lo uso.

—Voy a telefonear a un amigo, a un oculista. Creo que podrá serme de gran utilidad en estos momentos.

Para Mawn, aquella taberna era el paradigma de los aspectos más repulsivos del siglo veinte. Negras vigas de plástico, que imitaba la madera mediante un veteado artificial, formaban la armadura del techo. El lugar estaba decorado con burdas imitaciones de aperos rústicos. A lo largo del mostrador de tablero sintético se arracimaban hombres que vestían el uniforme del Ejecutivo Anónimo y conversaban muy serios alrededor de grandes jarras de cerveza. En las paredes se exhibían reproducciones artificialmente envejecidas de antiguos carteles teatrales, y hasta el propio tabernero presentaba un falso aspecto dickensiano mientras se movía entre los parroquianos. El caliginoso ambiente olía a tapas calientes, a loción de afeitar y a cerveza.

Mawn consultó su reloj. Peter Brookman se retrasaba.

Brookman había atravesado la zozobra de las diligencias judiciales previas. Mawn pasó varios días intentando reconstruir en detalle la disposición del laboratorio para poder contestar de la mejor manera posible a las preguntas del juez de instrucción. Había consignado la posición del aparato experimental en relación con los productos inflamables contenidos en los matraces de un estante cercano. Se hizo también una estimación de los daños sufridos por la instalación eléctrica y por los aparatos electrónicos. Todo ello lo comentó extensamente con Peters. Éste le había cedido una de sus habitaciones, y ahora gestionaba en su nombre un contrato con la B.B.C. para un próximo programa de televisión.

Sólo una vez insinuó la posible presencia de un intruso en su laboratorio. El juez de instrucción escuchó esta declaración con indiferente cortesía, y replicó que los subterfugios de esa especie eran empleados a menudo por quienes pretendían eludir acusaciones por negligencia.

La policía se mostró bastante desconfiada y sugirió una posible acusación pública, de la que tendría que responder la Universidad.

El decano declaró, empleando términos velados, que la sección de Mawn estaba alejada de los principales edificios universitarios, y que este investigador corría con mayor responsabilidad que otros directores de sección en lo relativo a la seguridad de sus locales. En definitiva, la declaración del decano fue una manera solapada de cargarle el muerto a Mawn, aunque terminó con un discursito manifestando cuánto sentía lo ocurrido.

El juez quiso saber en quién delegaba Mawn sus responsabilidades cuando necesitaba ausentarse de su laboratorio. El profesor contestó que tal caso no se planteaba, porque el personal investigador trabajaba en equipo. El juez leyó entonces una disposición de régimen interno de la Universidad. Dicho reglamento decía taxativamente que, en ausencia del director, se debía designar un suplente oficial por escrito.

Hacia el final del interrogatorio, quedó claro que, no habiendo reunido pruebas suficientes para acusar a los vivos, el juez optaba por acusar a los muertos.

Para ello revisó minuciosamente las declaraciones de los miembros de la sección de Mawn, y trazó la semblanza de Tina Hale como mujer abrumada de trabajo y bastante negligente. Recordó que cierto estudiante, hablando de Tina, había dicho que «trabajaba como una negra»; y que otro la había calificado de «sabia distraída». El propio Mawn admitió que los métodos de trabajo de su ayudante podían ser calificados como de «brocha gorda» debido al exceso de trabajo a que él mismo la había sometido. Y escuchó con sorda cólera una filípica del juez contra la incompetencia en general.

Los considerandos de la sentencia fueron una larga y moralizante homilía del juez sobre la seguridad necesaria en los laboratorios. A Mawn, el fallo le sonó a hueco: «Muerte por accidente.»

En la Universidad, Mawn sufrió todos los inconvenientes del aislamiento. Nunca había sido de los que hacían la pelotilla a las autoridades académicas, e incluso había expresado su desprecio hacia quienes así se comportaban. En opinión de muchos responsables administrativos, él había sido negligente y, por tanto, había empañado el prestigio del centro universitario. Recordó un comentario oído casualmente en el bar de la Facultad: «Es un tío simpático, pero demasiado excéntrico... Pierde el tiempo en fantasías... Ahora se la va a cargar... Hacía tiempo que el decano esperaba una ocasión como ésta.»

También recordó su última entrevista con el decano Keith acerca del nombramiento para una cátedra, que la junta rector» había aprobado en principio antes de los acontecimientos:

—Estas cosas son difíciles, Alex. Sinceramente, no creo que debamos precipitarnos ahora, ¿verdad?

Los acuosos ojos azules eran casi tan cariñosos como los de un asesino profesional.

Mawn empezó a considerar la posibilidad de buscarse otro empleo. ¿Regresar al Artico? No, jamás. ¿Comentador científico en la televisión? ¿Enseñanza? ¿Investigación médica?

Antes que nada, terna una misión que realizar. Le había dado muchas vueltas a lo sucedido con aquel tipo que se había cruzado con él en la carretera y que llevaba un pañuelo apretado sobre un ojo. El rayo del láser quema la retina; en consecuencia, el conductor de aquel coche, si se trataba del intruso, debía presentar tales quemaduras. Por eso había recurrido a Peter Brookman, quien dirigía el departamento oftalmológico de una clínica de Londres y era especialista en accidentes laborales de la vista. Le preguntó a Brookman si sus archivos incluían algún caso de quemaduras producidas por láser, y si tema constancia de alguno ocurrido en las últimas cuatro semanas.

—Siento haberme retrasado, Alex, pero a una de mis ancianas pacientes se le ha ocurrido tener una hemorragia. ¡Un verdadero drama! ¿Cómo estás? ¡Hacía un siglo que no te veía!

Mawn levantó la vista:

—Gracias, Peter, por haber venido.

—Sentía curiosidad por ver cómo te desenvuelves. Ha sido muy interesante. ¿Crees de veras en todo ese jaleo sobre...? ¿Cómo era? ¡Ah, sí! El «efecto dinosáurico»... en las personas que no manejan debidamente sus artefactos.

Mawn sonrió:

—Sí, desde luego.

—En fin, todo cuanto yo puedo decir sobre el particular es que espera que no ocurra en mis quirófanos. Está hoy todo tan automatizado... No hay manera de llevar a cabo ni una vulgar operación de cataratas, sin tener que picar uno de esos malditos programas... Esa cerveza que estás tomando parece muy buena...

—Media jarra de la mejor cerveza rubia, por favor.

Mawn se acercó al mostrador y regresó con una jarra pequeña en la mano.

—Perdona mi impaciencia, Peter. ¿Encontraste algo en tus historiales?

—Sí; tres casos en total. Uno ocurrido en Edimburgo y otro que le ocurrió a una mujer. Por tanto, hay que descartarlos... —Abrió su cartera y extrajo de ella tres sobres rígidos, de color pardo, con sendos rótulos de «Historial Clínico»—. El tercero es una posibilidad.

Dejó el tercer sobre encima de la cartera y agregó:

—Pero hay un pequeño problema, Alex.

—¿Cuál?

—Como comprenderás, estos expedientes son confidenciales: artículo setenta y tres del estatuto profesional, y todo eso.

—¡Ah!

Brookman dejó la jarra sobre el mostrador:

—Mi problema con este brebaje es que me vienen ganas de mear. ¿Dónde está...?

Mawn señaló una cortina de terciopelo:

—Por allí.

Brookman se bajó del taburete y, aludiendo a los sobres, dijo:

—Cuida de esto mientras tanto, ¿quieres?

Y se encaminó hacia la cortina.

Mawn examinó rápidamente los rótulos y, prescindiendo de los dos que ya había mencionado Brookman, abrió el tercero y leyó:

«TELLER, George. Edad, treinta y cuatro años. Quemadura térmica en el ojo derecho. El paciente no detalla cómo se lesionó. Afirma que ocurrió trabajando con rayos infrarrojos. Manifiesta que no ve muy bien con el ojo lesionado y que éste lagrimea continuamente. Tras el examen pertinente, se halló inyección circumlimbal y ligera reacción vascular en el ojo derecho. Oftalmoscopia: Existe una pequeña lesión puntual en el lado temporal de la fóvea, lesión que interesa al cuerpo vitreo y es típica de quemadura producida por haz coherente (láser). La anamnesis del paciente debe estimarse, por tanto, deliberadamente falsa...»

Mawn echó una rápida ojeada al resto de las notas y, volviendo la página, leyó en el reverso de ésta: «Domicilio: 14 Dreighton Gardens, Londres S.W.9. Empleo: Gerente de Servicios de Información Teller, Pomeroy House, Edgware Road, Londres A41ZO.»

Mawn lanzó una rápida ojeada a la placa colocada junto a la puerta giratoria de cristal. Los nombres relacionados en la placa incluían un contable, un psiquiatra, una agencia de seguros y un dentista. Y «Servicios de Información Teller».

Contempló a través de los cristales el amplío vestíbulo del edificio, su lujosa alfombra, su largo, bajo y negro sofá y la mesa de vidrio cubierta de revistas frente a un largo mostrador con una centralita y una linda y despersonalizada recepcionista. Con ella, inclinado sobre el mostrador estaba un hombre de mediana estatura, robusto y enfundado en un abrigo ligero color pardo. Mawn vaciló un momento antes de entrar. ¿Qué iba a decirle al hombre llamado Teller, suponiendo que fuera el que venía buscando?

Después de despedirse de Brookman, se había encaminado por las bulliciosas arterias de Londres hacia la calle Edgware, sin tener una idea clara de cómo abordar el asunto. Consultó su reloj y vio casi con alivio que eran casi las cinco cuarenta y cinco. Teller estaría a punto de salir de su oficina.

Mientras miraba al hombre del mostrador, éste se volvió un segundo y, con un sobresalto, Mawn notó que llevaba un ojo tapado con tafetán de color rosa. Con la imaginación desbocada, Mawn se apoyó en la pared, esperando a que el hombre saliera.

Al fin, tras lo que a Mawn se le antojó una espera inacabable (que no pasó de dos minutos, en realidad), el hombre se dirigió hacia la puerta giratoria y empujándola con el hombro salió, mientras hacía con la mano una seña de despedida a la recepcionista.

Casi involuntariamente, Mawn echó a andar hacia el hombre, dándole sin querer un golpecito en el brazo. El hombre se volvió y, de súbito, Mawn reconoció la cara que aquella noche viera a la luz de los faros de su auto. No le cabía la menor duda de que era el mismo ojo azul asustado, el mismo pelo negro, largo y lacio, encuadrando una cara redonda como una luna llena. Mawn comprendió que la identificación había sido mutua. El ojo del hombre pareció expresar primero sobresalto y luego temor, pero en seguida recuperó su aplomo.

—¿George Teller?

—¿Qué quiere?

—Me llamo Mawn. Deseo hablar unas palabras con usted, si me permite.

—Lamento que haya llegado precisamente cuando yo salía... a una diligencia. Se me ha hecho tarde ya. Sería preferible que llamase a mi oficina otro día.

La voz de Teller tenía un tono impersonal y sus palabras eran rápidas y corteses. Quiso continuar hacia la salida, pero Mawn le cerró el paso de un brinco, diciendo con voz agitada, pero decidida:

—¡Espere un poco! Tengo que hablar con usted Se trata de un asunto muy urgente.

Teller le miró fríamente, casi divertido al notar la confusión del hombre que le cerraba el camino.

—Sea breve.

—Al parecer, tiene usted un ojo malo. ¿Puedo saber cómo se lo lastimó?

Teller se sonrió:

—¿Qué le importa? ¿Interés profesional, doctor Mawn?

—No soy médico. Soy un investigador cuyo laboratorio está cerca de Plymouth y fue incendiado por un intruso hace un par de semanas.

—¿Ah, sí? —el ojo de Teller expresaba sólo una ligera sorpresa—. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Mi ayudante Tina Hale murió en el incendio. Por tanto, ese intruso puede ser culpable de homicidio.

Mawn pareció adivinar una ligera vacilación en el semblante de Teller, pero la voz de éste sonó completamente firme al replicar:

—Y eso, ¿en qué me atañe?

—Ahora se lo diré. El intruso en cuestión fue herido en un ojo por un rayo láser, y esa herida deja una señal tan característica, que cualquier médico sabría reconocerla. Ningún intento de atribuirla a una quemadura por rayos infrarrojos surtiría efecto.

De nuevo pasó por el rostro de Teller algo parecido a una sombra. El hombre consultó su reloj y dijo:

—Le repito que llevo prisa. Vamos a terminar. ¿Está acusándome de algo?

—Todavía no. Sólo le advierto que prepare usted una explicación más verosímil.

Mawn iba adquiriendo confianza en sí mismo, mientras que el otro empezaba a ponerse nervioso y jugueteaba con unas llaves de auto. Estaría pensando que los lasers sólo se encuentran en laboratorios.

Teller frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Qué pretende usted exactamente?

—Quiero saber cómo se llama el hombre o la empresa que le envió a usted.

Hubo un momento de silencio, tras el cual Teller dijo:

—No es a mí a quien necesita, amigo. Lo que necesita usted es un psiquiatra. —Apuntando a la placa con las señas de tos inquilinos, agregó—: Le recomiendo al doctor Brown; predstt— mente le encontrará en su consulta a esta hora.

Y antes de que Mawn pudiera impedírselo, Teller salió. Con súbita intuición, Mawn abrió la puerta y le siguió con la mirada. Teller cruzó hacia una calle lateral y se metió en un coche estacionado junto a una hilera de parquímetros. Pero Mawn no pudo distinguir qué modelo de coche era.

Al cabo de unos segundos, un vehículo salió de la fila con los intermitentes puestos. Mawn se protegió con la mano los ojos contra la cruda luz del sol poniente y aguzó la vista. Ahora no había duda: era un B.M.W. 2002, el mismo coche que había visto en la carretera.

Mudando de propósito, Mawn volvió a pasar la puerta giratoria y entró en el vestíbulo. La linda recepcionista estaba mirándose en un espejito y perfilando cuidadosamente su ojo derecho con un lápiz marrón.

—Siento molestarla, señorita, pero el señor Teller me ha pedido una entrevista para esta semana o la próxima.

Ella pareció un tanto contrariada, pero abrió un cajón de su mostrador y sacó un cuaderno de notas.

—Veamos —estuvo unos momentos hojeando las páginas del cuaderno—. ¿Le parece bien el jueves por la tarde?

—No, creo que no.

—Bien, entonces, ¿a primera hora del viernes?

—No, tampoco.

Esta vez ella se mostró claramente disgustada. En la centralita sonó un zumbador y la recepcionista fue a contestar la llamada. Mawn se inclinó sobre el mostrador y cogió la agenda de Teller. La hojeó rápidamente hacia atrás mientras recorría con el dedo las citas entre la fecha de su propia aparición en televisión y la del incendio de su laboratorio. En la primera página se leían sólo unos nombres desconocidos para él. Volvió la hoja, y ¡allí estaba! Casi con incredulidad, leyó: «Gelder, King's Head». ¿Se referiría a Brian Gelder?

Pasó rápidamente las páginas hasta llegar a la fecha del día. Allí estaba de nuevo el apellido Gelder, pero esta vez con una inicial: «B. Gelder, King's Head». En la misma columna decía: «A las 13 horas».

—¿Me hace el favor?

Era la chica, que regresaba muy enojada. De un tirón, le quitó a Mawn la agenda. Éste se sonrió:

—Creo que el señor Teller estará demasiado ocupado para recibirme durante las próximas dos semanas. ¿Me haría el favor de decirle que le telefonearé?... De parte del doctor Mawn.

Volvió la espalda a la chica y echó a andar hacia la salida, sin hacer caso de la irritada recepcionista. Cuando se vio en la calle despidió de su mente a Teller. Otro hombre asumía ahora más importancia: Brian Gelder.

Peters dejó la lustrosa bandeja sobre la mesa de vidrio. Marcia observó, divertida, que aquella estancia parecía un anuncio sacado de una revista de decoración. Sobre la bandeja había un montón de pastas calientes, lujosas tazas de porcelana blanca y servilletas de lino azul cuidadosamente plegadas. Peters adivinó la pregunta al ver la expresión de Marcia:

—Alex Mawn estará aquí unos días.

Y se puso a servir el té.

Marcia frunció el entrecejo:

—En este caso, aquí te dejo lo que he podido encontrar y me largo antes de que aparezca él.

Peters se sonrió:

—Oye, te pedí que reunieras datos para un programa y que colaborases con él; eso fue todo. ¡Nadie te pide que te acuestes con nuestro hombre!

Marcia se ruborizó un poco:

—No parece interesarle mucho ninguna de las dos cosas, al menos por ahora. Asistimos el otro día a un monólogo de diez minutos. ¡Hablaba el gran hombre! Lo siento, pero ya hace tiempo que conozco a vuestros catedráticos provincianos. Es peor que volver a la escuela elemental.

—Entonces, ¿no te dice gran cosa ese efecto dinosáurico?

—No me refería a eso. Lo que me molesta es su dialéctica. Ciertamente, está sucediendo algo peculiar en el equilibrio entre el hombre y sus máquinas; pero él, después de tantos años dirigiéndose a maleables auditorios estudiantiles, es incapaz de comprender que esa cuestión puede tener otra faceta.

Peters le ofreció una taza de café:

—Mawn parece estar bastante irritable estos días. Ha perdido la mayor parte de sus archivos, uno de sus técnicos murió y su propia Universidad quiere deshacerse de él cuanto antes.

Marcia dejó la taza sobre la mesa:

—Mira, Shel. El problema es tremendamente real. Tú conoces mis trabajos. Creo que concuerdan con los suyos; pero es como si él estuviera empeñado en alguna venganza personal.

Peters se levantó, se encaminó a la puerta y la cerró suavemente:

—Puede que cambies de opinión cuando te haya contado algo de su vida. Para conocerlo mejor, encargué a uno de nuestros investigadores una averiguación al respecto. Ese que parece un catedrático aburrido es todo un hombre. De entrada te diré que es bastante más joven de lo que parece con su barba y su traje de lana. Apenas cuenta más de cuarenta años.

—¡No bromees!

—No bromeo; tiene exactamente cuarenta y tres. Dirige la sección de Informática de Plymouth; pero lo que le tiene obsesionado es la crisis ecológica. Ha escrito docenas de artículos contra la inhumanidad de la tecnología, la contaminación, etcétera. Y ello explica la ojeriza que le tiene su Universidad. Se pasa la mayor parte del tiempo practicando mediciones de la contaminación local en vez de enseñar lógica matemática a sus alumnos.

—No son pocas las extorsiones que hoy en día se cometen con ese pretexto. Es la manera más rápida de conseguir publicidad gratuita.

Peters meneó el índice en dirección a Marcia:

—Lo que dices es injusto, Marcia. No; el factor decisivo fue probablemente su padre. Era capataz de una fundición de plomo, y contrajo una enfermedad crónica por intoxicación lenta. Padre e hijo estaban muy unidos; y el pobre Alex vio morir a su padre de manera particularmente horrible. Por añadidura, la compañía negó que el estado de su padre fuese debido al plomo. Le pagó y le despidió. En aquellos tiempos no existía ninguna clase de indemnización laboral.

—Comprendo —dijo Marcia, inclinando pensativamente la cabeza—. Eso es diferente. Lo que acabas de contarme explicaría su afán de ir contra la gran industria. Muy bien, Shel. Pero, con todo, no puedo colaborar con él. Porque él probablemente ha estado esperando toda su vida una ocasión como la presente. Y yo no estoy dispuesta a proporcionar datos para una operación de «guerra».

—Me sorprende tu actitud —dijo Peters sonriendo—. Creí que había logrado tocar ese corazón tuyo...

—Ahora me conocerás mejor —replicó Marcia con una fría mirada.

—Todavía sigues juzgándole mal. Tengo entendido que también pasó casi dos años en el Artico...

Peters se interrumpió al ver que entraba Mawn. Ahora su aspecto le pareció a Marcia totalmente diferente que el día anterior, en que le vio torpe y desgarbado. Al verle andar con soltura y sentarse a la mesa con todo aplomo, notó por primera vez que debajo del grueso jersey había un fuerte pecho y hombros robustos. Mawn se sirvió una taza de café y saludó a Marcia con una leve inclinación de cabeza.

—¿Encontraste a tu escalador de pisos tuerto? —le preguntó Peters.

Mawn se sirvió una pasta antes de responder:

—Sí, pero no se trata de ningún ladrón vulgar. Es un especialista en espionaje industrial, si tal denominación significa algo.

—Quizá signifique mucho.

Peters se acercó a un archivador oculto tras una recia cortina y, sacando una documentación, dijo:

—Hicimos un programa...

—¡Tienen licencia para entrar en las casas, destruir el trabajo de toda una vida y encima perpetrar un crimen!

Mawn pronunció este exabrupto en voz no muy fuerte, con la cabeza baja, mientras con mano firme llenaba por segunda vez su taza. Peters y Marcia se volvieron hacia él casi involuntariamente. Debajo del universitario provinciano asomaba ahora el hombre de gran presencia de ánimo, dotado de una poderosa energía interior.

Pasado el momento de sorpresa, Peters prosiguió con serenidad:

—Aquí está el informe que hace alrededor de un año realizamos para cierto programa. Hay en Inglaterra más de veinte empresas especializadas en este tipo de negocios. El espionaje industrial del siglo veinte se encubre bajo muchos eufemismos elegantes y precavidos.

—¿Cuáles? ¿Soborno? ¿Cohecho, por ejemplo? —preguntó Marcia.

—Es más complicado que eso. Hoy día se ha convertido en una profesión. Y los «profesionales» son capaces de idear cualquier estratagema con tal de incriminar a alguien o sonsacar lo que se les encargue acerca de una empresa determinada, utilizando la colocación de micrófonos, la delación, la provocación o lo que sea, si se paga bien la faena.

—¿Y actúan legalmente?

—Desde luego. Se mueven dentro de la más estricta legalidad, en apariencia al menos. Se anuncian como protectores: «Contribuimos a su seguridad», etcétera. Pero lo que no anuncian es que hacen también lo contrario... sin que nada conste por escrito, y mediante una buena suma de dinero, por supuesto. Son los chacales de la tecnología, que a cambio de estupendos honorarios recogen basuras tales como cifras de ventas, nuevos procedimientos, puntos débiles de la comercialización ajena o noticias sobre queridas, vicios ocultos, chifladuras y todo eso. Las personas que los emplean, a veces reciben el título de Caballeros del Imperio Británico por los servicios prestados a la industria, y otras veces son metidas en chirona.

—¿Por qué les interesaría saber lo que yo estaba haciendo? —inquirió Mawn.

Peters sonrió sin ganas:

—No sé si lo dices en serio o en broma... —Como Mawn fruncía el ceño, explicó—: No olvides, Alex, que ante ocho millones de espectadores demostraste la falta de escrúpulos de tres compañías. Tu dedo acusador señaló al siete por ciento de la industria británica, probablemente. Tus palabras no fueron una conferencia teórica para universitarios; les dijiste a unos astutos oportunistas que su modo de ganarse la vida es totalmente irresponsable y muy perjudicial para la sociedad. ¿Qué esperabas conseguir, pues, con tus denuncias? Era lógico que ellos quisieran averiguar qué haces y cómo lo haces. ¿Qué otra cosa podías esperar de ellos, sino que te hicieran espiar por un detective?

—¿Quieres hacerme creer que el consorcio Gelder celebró junta e hizo constar en acta la decisión de enviarme a ese Teller?

Hubo un silencio tras las palabras de Mawn. Después, la voz de Peters sonó tranquila, casi fría, cuando preguntó a su vez:

—¿Quién ha mencionado a Gelder?

Mawn le miró y contestó:

—Iba a decírtelo. He identificado con toda seguridad a George Teller...

Y describió su encuentro con éste, así como el hallazgo del nombre «B. Gelder» en su agenda.

—¿Podría demostrar todo eso... ante un tribunal? —intervino Marcia.

—Lo dudo. Mi palabra contra la suya, la coincidencia de la quemadura de láser, el auto... No. Con todo, creo que le di un buen susto.

Peters, que había estado paseando de un lado a otro, se volvió e intervino en la conversación con una nota de urgencia en la voz:

—Creo que ahora lo comprendo. Sin duda, las condiciones del trato entre Brian Gelder y Teller serían de pago al contado, y se fijaría una entrevista en la taberna llamada King's Head. Por otra parte, no creo que ellos quisieran destruir tu laboratorio. Es más probable que anduvieran hurgando en tus archivos para saber si poseías pruebas de tus acusaciones.

—Sí, pero ¿en qué afectaría eso a Gelder? —inquirió Marcia.

—Ello depende de lo que Alex poseyera realmente.-Peter le miró, interrogante—. ¿Disponías de pruebas suficientes, Alex?

—Ahora todo está convertido en ceniza —respondió Mawn, bajando la mirada—. De todos modos, bastaba para demostrar que Gelder había tenido una serie de fracasos en algunas de sus instalaciones. Una empresa más modesta habría ido a la quiebra.

—Gelder dirige un enorme consorcio europeo —le informó Peters—. Actualmente, la principal actividad de ese consorcio es la construcción de centrales nucleares. El centro de control de vuelo no supone más que una «picadura de pulga». Es decir, que tiene muy poca importancia en comparación con los demás negocios. Gelder dispone de todo un patrimonio familiar, una especie de banco comercial, con lo que es capaz de acuñar su propia moneda, como si dijéramos. Hasta ahora todo le ha salido a la perfección; ha construido reactores de agua ligera en todo el mundo, el Japón, Alemania, Estados Unidos y hasta Albania. ¿No es así, Alex?

Mawn asintió con la cabeza y dijo:

—Están lucrándose con la crisis energética para incrementar sus beneficios. El panorama es realmente inquietante. Parece que se vislumbra el fin de la era de los combustibles fósiles. A los Estados Unidos se les ha terminado ya el gas natural; el precio del petróleo se ha puesto por las nubes, y todo el mundo se pregunta de dónde vamos a sacar la energía que necesitamos. Por consiguiente, es obvio que deben construir reactores nucleares. Lo que no resulta obvio es que el tipo de reactor puesto en venta haya de ser el más barato.

—¿Cómo? —inquirió Marcia.

—La baratura supone reducción del nivel de seguridad —continuó Mawn—. En todo caso, nadie puede verificar de manera efectiva los sistemas de seguridad actualmente utilizados, pero si se regatea en los costes, se expone uno a instalar un sistema de seguridad menos fiable. Según mis informaciones, ellos han invertido tanto dinero en la reparación de las averías sufridas

por sus centrales nucleares, que este año los beneficios probablemente serán casi nulos. Y ahora están construyendo la central nuclear de Grim-Ness, en las islas Oreadas.

Peters, que estaba junto a la ventana mirando el cielo, que prometía un hermoso día de junio, se volvió y dijo:

—El gobierno de la Comunidad Europea, en su sabiduría, ha decidido que se construya una cadena de centrales nucleares a lo largo y a lo ancho de Europa, y que los contratos sean otorgados a consorcios semejantes al de Gelder. Se supone que esas centrales deben completar a nuestros reactores enfriados por gas, que dicho sea de paso, tienen un buen historial de seguridad.

Marcia, excitada, se adelantó, exclamando:

—Así que ese lugar... ¿cómo se llama?...

—Grim-Ness.[1] Bonito nombre para el caso.

—¿Es una especie de centro experimental?

—Es mucho más que eso —dijo Mawn—. Según tengo entendido, si no resulta rentable a corto plazo se tiene que proceder a la reparación de posibles defectos, la empresa quizás agotará el capital disponible.

—Si el señor Gelder fuese un jugador de póquer —dijo Marcia—, imagino que eso sería «echar el resto», ¿no?

Mawn asintió.

Sin darse cuenta, Peters empezó a frotarse las manos:

—Así pues, lo que menos le interesa en estos momentos, cuando el Gobierno británico está a punto de decidir si compra o no ese nuevo modelo de generador nuclear, es una publicidad desfavorable. Ahora empiezo a atar los cabos.

Sonriente y un tanto divertido por la situación, miró a Mawn y continuó:

—Me pregunto hasta dónde será capaz de llegar un joven magnate de treinta y cinco años dispuesto a proteger sus intereses. De ahora en adelante habrá que tener mucho, pero que mucho cuidado contigo, Alex.

—¿Y no vamos a cancelar nuestro programa?

Al formular esta pregunta, los ojos de Marcia brillaban de excitación.

—¿Por qué habríamos de hacerlo?

—Son peces gordos. Tendremos que estar muy seguros de nuestros datos.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Peters—. Pero el hecho de ser el primero en dar la noticia es lo único que me hace soportable mi oficio.

Mawn miró primero al jovial y muy ligeramente afeminado periodista, y luego a la elegante y casi severa psicólogo de Nueva Inglaterra. Ambos parecían haberle olvidado en su momentánea excitación. De repente se preguntó en qué lío se había metido. Sonó el teléfono. Peters se puso en pie y acudió a contestar la llamada.

—Diga, diga.

Estaba de un humor casi jocoso; pero la expresión de su cara fue cambiando a medida que escuchaba. Alzó las cejas mirando a Mawn y a Marcia y se sentó.

—Sí, muy bien. —Tapando con la palma de la mano el receptor, explicó—: Richard Lodge, subsecretario del Ministerio de Ciencia. He realizado un par de programas con él, pero nunca ha llamado aquí antes. —Apartó la mano del micrófono—. Sí, hola, Richard. Sí, sí.

A medida que escuchaba, la juvenil sonrisa que animaba el rostro de Peters fue desapareciendo y su cuerpo fue poniéndose rígido. Marcia y Mawn casi sentían la tensión que se iba apoderando de él. Salvo alguna que otra afirmación, Peters se limitó a escuchar. Por último, colgó y se dirigió hacia la ventana, pensativo.

—Por favor, ¿qué ha dicho? ¿Se refiere a lo de Alex? —preguntó Marcia, incapaz de resistir la expectación.

Peters asintió:

—Pues, sí. Me ha insinuado del modo más elegante que no hemos de seguir con el efecto dinosáurico. Dice que sería contrario al interés nacional, según la frase corriente de los ministros. Pero, a lo que parece, también es contrario al interés de la humanidad globalmente considerada —concluyó volviéndose hacia Mawn.

3

Gelder apoyó el diagrama del circuito sobre la barrera de protección. Estaba junto a la línea de salida del autódromo de Brands Hatch. A sus espaldas se sentaba Ian Caird, director gerente de la Caird Oil Company.

La recta principal separaba a los dos hombres de la tribuna repleta de público que tenían enfrente. Un cartel proclamaba: «Fórmula Caird 5000», y los altavoces anunciaban:

«Seguidamente pasamos al gran acontecimiento del día: la carrera de cincuenta vueltas para bólidos de fórmula 5000, trofeo Caird Oil. Dentro de pocos momentos, los coches iniciarán la vuelta de precalentamiento...»

El áspero rugido de los motores al ser puestos en marcha uno a uno ahogó la voz de los altavoces. Los comisarios de carrera abrieron las barreras e hicieron señas de apremio a los corredores. Uno a uno, como fieras que salieran de sus jaulas, los largos bólidos fueron situándose en la pista y se lanzaron rugiendo, a intervalos regulares, dejando una estela de humo azul. Los pilotos, con sus cascos que les cubrían toda la cabeza, parecían astronautas. Cuando el último coche dobló la curva hubo un breve intervalo de silencio, pero ya un gemido estridente anunciaba el regreso del primero que, terminada la vuelta de precalentamiento, reducía marchas con objeto de situarse en la parrilla de salida, marcada en la pista con rectángulos de pintura blanca. Los colistas fueron urgidos por los comisarios con gestos imperiosos para que se situasen a su vez, hasta que uno de los organizadores alzó ambos brazos haciendo señas al palco presidencial de la carrera.

Los motores callaron mientras una nube de mecánicos se lanzaba a la pista rodeando los bólidos como un enjambre de obreras a la abeja reina. Un hombre de mono blanco se paseó frente a los vehículos exhibiendo una tablilla que rezaba: «Cinco minutos.» Luego sonó una bocina, y los mecánicos aceleraron febrilmente su actividad.

Caird se volvió hacia Gelder; hablaba con el acento meticuloso de los montañeses de Escocia:

—¿Cómo ha quedado tu bólido esta mañana? Brian Gelder apuntó con la mano a un conductor que se inclinaba sobre un vehículo de carreras azul y blanco situado en la primera línea:

—Mark logró rebajar un minuto dos segundos durante los entrenamientos.

—¿Crees que vas a ganar? —preguntó Caird, sonriendo.^

—Lo dudo. Sé que Anderson está en forma. Esta mañana nos llevaba un minuto exacto...

—Antes dijiste que tenías un problema.

Gelder sonrió, y asintió con la cabeza.

Los altavoces atronaron el aire:

—Despejen la pista... Tres minutos... Despejen la pista.

Los mecánicos limpiaron por última vez los parabrisas, palmearon la espalda de sus respectivos pilotos para darles ánimos y, lentamente, se retiraron a sus puestos.

Los motores rugieron, ensordeciendo a los espectadores mientras aparecía la señal de «un minuto» y el juez de salida se acercaba a la tribuna con la bandera enrollada. El piloto del bólido azul y blanco miró un instante a donde estaba Gelder, le hizo una breve inclinación de cabeza y aferró el volante.

El juez de salida desplegó la bandera y la fue levantando poco a poco, mientras subía de tono el bramido de los motores. Entonces el juez bajó la bandera, y una tremenda conmoción hizo vibrar el aire, martilleando el pecho de los espectadores con intensidad casi dolorosa, que paralizaba el pensamiento. Los vehículos, como si formasen un solo cuerpo, salieron en poderoso y simultáneo impulso. Toda la «jauría» salió de una vez atronando el ambiente hacia la primera curva.

Gelder aparecía animado:

—Por nada del mundo me perdería esto. —Volviéndose hacia Caird, añadió—: Mi problema es el doctor Alexander Mawn.

—Es la primera vez que oigo ese nombre.

—Vamos a tomar una copa de champaña y te lo contaré. Además, quiero presentarte a alguien.

—Y la carrera, ¿qué?

—Todavía faltan cincuenta vueltas. Vamos.

En la terraza habían instalado largas mesas plegables de madera, cubiertas con manteles blancos. Sobre ellas se alineaban los vasos, las bandejas llenas de insípidos canapés, y las rodeaba una multitud de rostros encendidos por la excitación. El zumbido de las conversaciones llenaba el ambiente. A nadie parecía importarle el intermitente aullido de los bólidos al pasar.

Gelder se acercó a un hombre de baja estatura, casi completamente calvo, que vestía un traje ligero de alpaca. Llevaba lentes sin montura. Caird se reunió con ellos.

—Me alegro de que hayas podido venir, Cari.

El calvo se volvió y levantó, sonriente, una copa de champaña:

—¡Hola! Compráis buena marca, para ser una compañía petrolera.

Gelder, dirigiéndose a Caird, le dijo:

—Ian, te presento a Cari Beilamy. Cari, Ian Caird, nuestro proveedor de champaña y petróleo.

Los dos hombres se dieron la mano. Gelder continuó:

—Cari es el mandamás de la fábrica de ordenadores N.A.L.A.

Caird sonrió:

—En efecto. Encantado de conocerle al fin.

El calvo norteamericano esbozó una sonrisa:

—Ya era hora de que nos conociéramos personalmente; hemos hecho bastantes negocios juntos durante los últimos años.

Caird tomó una copa de champaña y se volvió para Gelder:

—¿Cuál era tu problema, Brian?

—El doctor Mawn... —Gelder bajó la mirada hacia su copa y prosiguió—: Te fue fácil deshacerte del piloto de aquel petrolero «Yarmouth Pier» que embarrancó en el Southend, ¿verdad, Ian?

Caird se irguió y, con lento movimiento, dejó la copa sobre la mesa:

—¿Y lo del capitán Osborne, del «Scarborough Pier»?

—¿Cómo?

—Aquellos hombres desembarcados en la playa nunca llegaron a saber lo cerca que estuvieron de diñarla, ¿no?

Tras estas palabras hubo un largo silencio, solamente roto por los rugidos de los bólidos al pasar. La cetrina cara de Caird parecía más larga, y su piel tenía un tinte grisáceo.

—Somos amigos Brian. ¿No puedes explicarte con más claridad?

—¿No es verdad lo que he dicho?

—Sí.

Entonces Gelder se volvió hacia el norteamericano.

—Cari, un equipo de investigadores independientes ha descubierto que algunos de los ordenadores electrónicos que suministraste a la mina de carbón de Bijon eran defectuosos. Y luego, aquellos ensayos del sistema de dirección del misil-antimisil francés Epourentail. Diez personas murieron en aquel pueblo cuando el cohete se salió del rumbo, ¿no es cierto?

El norteamericano permanecía silencioso, interrogando con los ojos el rostro de Gelder. Luego dijo, en tono tranquilo y monótono:

—Me gustaría saber cómo has averiguado todo eso, Brian. ¿Es que ahora te dedicas a esa clase de actividades?

—Todo eso lo he sacado de una sola fuente: el doctor Mawn.

—¡Cielos!

—Lo que acabo de decirte fue tomado de sus archivos. Y, por cierto, uno de mis empleados se halla medio complicado en el asunto.

Caird meneó la cabeza, ceñudo.

—¡Mal asunto!

Gelder tomó una botella de champaña y llenó los vasos:

—No hay por qué preocuparse; esos archivos... ahora están completamente a salvo. Lo esencial es: ¿qué hacer?

—¿Y. cómo logró ese Mawn hacerse con los datos? —preguntó Bellamy.

—Todavía no lo sé, pero estoy averiguándolo —replicó Gelder—. Esa clase de personas saben granjearse a los empleados descontentos, o a los despedidos, mediante dádivas. Y así obtienen los datos confidenciales que necesitan, creyendo que con ello adelanta la causa de la ecología. Mawn consiguió el apoyo de los medios informativos, y ahora nosotros nos vemos metidos en un verdadero lío.

Bellamy dijo con acritud:

—¿Cómo pensaba emplear Mawn esos materiales?

—Propaganda. Que se dicten leyes más severas contra nosotros. Mawn es partidario del crecimiento cero: prohibir la utilización de los recursos que se estén agotando, poner fin a la persecución del máximo beneficio... todo eso.

El norteamericano quiso minimizar el problema:

—En los Estados Unidos tenemos muchos tipos así. Se dedican a dar cursos de formación y celebrar sesiones de discusión. Eso sirve para que los estudiantes que asisten a tales cursos y sesiones puedan luego ponerse una placa original en la puerta. En fin, algo estúpidamente liberal... ¿Qué nos importa?

—Pero esta vez no se trata de un cualquiera, sino de un científico. Un científico que sabe muy bien lo que dice y además se ha preparado perfectamente antes de entrar en liza. Ha realizado un completo, un profundo estudio de la economía, la seguridad y demás factores relativos a las centrales nucleares y a los sistemas de seguridad que fabrica mi consorcio. Mi nueva central nuclear de las Oreadas ya está construida en sus tres cuartas partes. Y debe entrar en servicio en el plazo previsto. De lo contrario... los contratos que hemos firmado incluyen tantas cláusulas de penalización que ello podría arruinarnos.

El norteamericano asintió, diciendo:

—Antes me preguntaba por qué me invitaste. También nosotros estamos comprometidos en el proyecto.

Caird intervino a su vez diciendo:

—Ese tipo correrá un gran riesgo si quiere hacer uso de esas cosas. Debe saber que se expone a ser demandado por difamación. ¿Qué pretende ese sujeto?

Gelder dejó su copa sobre la mesa:

—Pues que volvamos al tiempo de las cavernas. Fijaos: desde que ese hombre se introdujo en los medios de información, ha suscitado una verdadera psicosis entre los inversores modestos de este país, quienes empiezan a vender sus acciones para comprar obligaciones como demonios. Como sabéis, todos los inversores de este país ya desconfían de las empresas de tecnología avanzada como la nuestra. En el Boletín de la Bolsa habréis visto que un solo hombre retiró en dos días, obedeciendo a la táctica del pánico, aproximadamente cuatro millones y medio en valores nuestros. Desde luego, podemos recuperarlos, pero la operación se repetirá. ¡Cada palabra de Mawn nos cuesta miles de libras!

Caird esbozó una sonrisa:

—Ibas a plantearme algo, ¿no? Pues veamos de qué se trata.

—Convendrás en que hay que atajarlo, ¿no?

Al decir esto, Gelder miró a sus dos interlocutores. Bellamy asintió con la cabeza.

Caird, levantando las cejas, interrogó:

—¿Atajarlo?

—Me gustaría discutir con vosotros este asunto. ¿No podríamos reunimos la semana próxima en mi casa de la ciudad?

—Desde luego —afirmó Caird.

—Seguro. Creo que todavía estaré aquí —repuso Bellamy.

Mirando fijamente a Caird, Gelder inquirió:

—A propósito. ¿Despediste a esos dos hombres?

—Hoy nadie despide a un dirigente sindical. Pero, de todas formas, ya no trabajan en nuestra empresa.

—¡Eso te puede costar caro! —exclamó Bellamy.

—Pero es que ya no aguanto ese engorro —continuó Caird— Es una verdadera plaga: Que si la seguridad en el trabajo, que si las cadencias de producción... Es una lata.

—¡Y que lo digas! —repuso Bellamy—. En una de nuestras líneas de producción hemos tenido que prescindir de los especialistas. Sólo trabajan los encargados. Ya ninguno de los productos es rentable...

Se interrumpió, recordando que hablaba con unos clientes.

Gelder asintió:

—Lo más peligroso de los tipos como Mawn es que se hacen oír. Dan clases, pronuncian conferencias. Y eso es el punto de partida de un movimiento verdaderamente peligroso. Viene a ser una «universidad invisible». Nunca se sabe dónde van a hacer acto de presencia esas gentes. Se organizan, y ya va siendo hora de que lo hagamos nosotros también.

—Brindo por la idea —dijo Bellamy.

Gelder miró interrogadoramente a los dos hombres:

—Lo único que podemos hacer es publicar un folleto —levantando la copa, exclamó—: ¡Llamémosle entonces la Junta invisible!

Mawn dejó los periódicos sobre la mesa y se puso cómodo, pensando que aún no había estudiado con atención la memoria que estaba preparando para el programa «Estilo nocturno». Le satisfacía la oportunidad de hacer algo, lejos de las cenizas de un trabajo que le había costado doce años, lejos de la hostil atmósfera de su Universidad, donde le juzgaban un proscrito, un fracasado, y le achacaban el descrédito acarreado por sus apariciones en los medios de comunicación, así como sus negligencias, que habían causado la muerte a un miembro de su personal y provocado la destrucción del costoso ordenador.

La opinión de sus colegas, que al principio se había mostrado comprensiva y compasiva hacia él, ahora le era hostil. Ello había repercutido de manera manifiesta en su club y en la Facultad londinense que solía frecuentar.

Sentado en la sala de estar de su amigo mientras se tomaba un whisky —y viviendo de la «caridad» de la B.B.C., como amargamente solía decir—, Alex Mawn constató que se veía totalmente desorientado por primera vez en su vida, como un mero espectador que espera a que ocurra algo. Recordaba otras crisis anteriores de su vida: la lucha por graduarse en Cambridge, la primera expedición al Antártico, los largos meses de privaciones. Y más adelante, su boda con Gwen, la gradual incomprensión entre los cónyuges, el jaleo del divorcio por causa de una infidelidad trivial llevada con escándalo a los tribunales.

Su compañera, ex alumna y empleada de la Universidad, fue obligada a dejar el empleo...

A la puerta del piso se oyeron unas voces que le hicieron regresar a la realidad presente. Peters entró en compañía de Marcia, sacudiendo un pequeño paraguas plegable.

Peters desplegó el periódico de la tarde, bastante mojado, y lo dejó sobre la mesa:

—Quizá te interese esto —dijo—. Es un suelto sobre Brian Gelder. Nuestro amigo se halla de vacaciones en el Club Mediterranée. Aquí viene una "foto suya con una mozuela colgada del brazo, emprendiendo el vuelo hacia Dubrovnik.

—¡No bromees! —exclamó Marcia—. No vamos a creer que un millonario anda por ahí con sombrero de paja,.en tropel con otros individuos que ganan veinte libras a la semana.

—Pues en eso te equivocas —contestó Peters—. Una vez estuve en Cefalu, Italia, un lugar a donde suelen ir muchas personas de alto copete. Un millonario suizo transportó allí a toda la familia en su avión particular. La comida era horrible y todo el lugar olía a vino y a sexo.

Marcia meneó la cabeza:

—Sigo sin entenderlo. Él es casi un Onassis. Si le apeteciera lo que dices, compraría una isla y se traería cincuenta invitados en su propio reactor. Debía tener otro motivo...

—¡Alto! —interrumpió Peters, excitado—. Seguramente recordaréis aquella noticia que se publicó hace unos meses. Trataba del incremento de la radiactividad en... ¿dónde fue eso? ¡Ah, sí! ¡En el Adriático! Lo detectó un navio oceanográfico francés. Ahora recuerdo que se especuló sobre si los yugoslavos u otro país vecino poseían la bomba atómica y habían efectuado una prueba secreta.

—Y ¿qué pasó? —preguntó Marcia.

—Nada —contestó Peters—. La noticia no pudo ser confirmada. Alguien desmintió los datos publicados, y la información pasó a mejor vida.

—En Albania hay una central atómica construida por Gelder —dijo Mawn—. Supongamos que hubiera un accidente. Recuerdo que cuando dicha central estaba en construcción, se dijo algo de eso en los periódicos. Los albaneses son muy reservados, y cancelaron una visita concertada con algunos de nuestros científicos. Me atrevo a pensar que el proyecto fracasó debido al accidente, y que luego los técnicos chinos les echaron una mano. En eso se funda esencialmente su alianza; al menos en lo que

se refiere a la ayuda técnica y científica. Hoy día seguramente les sería imposible reanudar relaciones con un grupo capitalista de Europa occidental. Por razones ideológicas, quiero decir.

—Pero si Gelder pretende visitar Albania, tendrá otros medios más sencillos, ¿no crees? —dijo Marcia.

—Si se dirige a Albania —replicó Peters—, sin duda, procurará evitar que la gente se entere de ello. Incluso es posible que allí esté catalogado como persona non grata. Si aquella central explotó, ellos habrán procurado guardar el secreto. Y ahora que me acuerdo, ellos revelaron a medias el origen de algunas partes de la instalación.

—Supongamos que sea cierto lo del accidente —dijo Mawn.

—No estamos seguros de ello.

—Cierto. Pero, ¿para qué iban a tratar con Gelder, si tal accidente se hubiera producido?

Peters sonrió:

—Pues para reclamarle el dinero... con intereses. Y además buscarían la manera de apretarle las clavijas.

Recostándose en su butaca, tras pensarlo, añadió:

—Creo que conseguiré averiguarlo.

—¿Cómo? —inquirió Marcia.

—Escuchad. La semana que viene me voy a Turín. En aquella ciudad se celebra algo terriblemente aburrido relacionado con el salón del automóvil. Si anticipo el viaje, podría dejarme caer por el Club Mediterranée y echar por allí un vistazo.

Marcia se burló:

—¡Dejarse caer, dice! ¿Vas a llevar tu Walther P.P.2 en la funda sobaquera? Se necesita un mes sólo para gestionar el visado, cero cero siete.

Peters repuso:

—¡Qué va! Conozco a un hombre que me debe un favor. Estaba yo trabajando en la oficina de Washington, y mi amigo era entonces médico en Los Alamos. Por cierto que el difunto Joe McCarthy, de funesta memoria, por poco se lo carga. Es un hombre verdaderamente interesante este Arnold Chen-wa. Aunque no creerás que éste sea su verdadero nombre.

—Claro que no —contestó riendo Marcia.

—Pues se llama así. En aquel tiempo dirigía los sondeos de radiactividad en un laboratorio de isótopos. Ese Chen-wa es ciertamente un tipo amable: chino educado en Norteamérica y marxista teórico. Pero no es un funcionario de esos fanáticos e intransigentes.

—No veo a qué viene todo esto —intervino Mawn.

—Es nuestro hombre. Hace algunos meses recibí noticias suyas. Se encuentra en Albania. No me dio detalles acerca de su trabajo, pero no es difícil conjeturarlo. Chen-wa es médico especializado en accidentes producidos por la radiactividad. Ahora está en Albania, y ese país ha construido su primer reactor nuclear.

—Eso no me gusta —dijo Marcia—. Si he de serte sincera, creo que no hacemos más que especular. Lo único que sabemos con certeza es que Teller trabaja para Gelder. Tal vez fue él quien penetró en el laboratorio. Pero ni siquiera podemos demostrarlo.

—¿Dos días después de que Alex acusara públicamente a las empresas Gelder? —interrumpió Peters—. Sea como fuere, hemos de poner en antena nuestro próximo programa. Antes de que aparezcas en pantalla hemos de hacernos con cuantos datos podamos conseguir. Te van a hacer falta para argumentar tu teoría del «efecto dinosáurico».

Mawn se puso en pie bruscamente:

—Marcia tiene razón; me he metido en un lío. Pero no creáis que soy un desagradecido. Os debo muchos favores. Pero empiezo a pensar que la cosa ya no tiene remedio...

Se le quebró la voz; parecía cansado, enfermo y desmoralizado.

Tras un breve silencio, Peters prosiguió:

—No creo que lo digas en serio, Alex. Eso es precisamente lo que tus enemigos desearían. Les harías felices si te creyeras aislado, abandonado de todos. De enfrentarte a ellos en tal disposición, te condenarías de antemano al fracaso. Escucha lo que voy a decirte. He recibido toda una serie de interesantísimas reacciones a nuestro primer programa; y tales reacciones proceden de muy diversas fuentes. En cambio, las autoridades han adoptado una postura muy típica. No es que digan «le prohibimos que continúe con el programa», pero dan a entender muy claramente que no les gusta. Desde luego, su oposición no es franca; se reduce a crear dificultades a mis superiores. Dificultades de orden administrativo; en fin, esas cosas que tú ya conoces.

—No lo sabía. Lo siento —dijo Mawn.

—No te preocupes; eso forma parte del juego. Desde aquella serie sobre el aborto que hice durante los años sesenta, ningún programa mío ha logrado suscitar gran atención. Tú sí has logrado interesar al público con tu teoría; y yo quiero averiguar el porqué. Acuérdate de la llamada telefónica de Lodge. Hasta el Gobierno dice que nos callemos.

—Eso no te favorecerá —protestó Marcia.

—No importa. Ya va siendo hora de hacer estallar una verdadera bomba. Quiero armar el follón. Para ello necesito que sigáis trabajando en el «Show Alex Mawn». Mi redactor de la B.B.C. podrá ayudaros; quiero que reunáis una documentación irrebatible.

Miró fijamente a sus dos interlocutores y agregó:

—Para empezar tendréis que dedicaros a limar las eventuales diferencias entre vuestros respectivos planteamientos. Por ahora no me queda tiempo para ayudaros en esa faena.

Mawn, titubeante, insinuó:

—Siento que...

—No te preocupes —exclamó Marcia—. Lo que me intriga es que te empeñes en no ver más que las interrelaciones hombre— máquina, o el efecto dinosáurico, como tú dices. La idea es brillante, pero no da en el clavo.

—¡Ah! ¿No?

Ante el ataque de Marcia, el interés de Mawn despertó.

—Vamos a definir tu tesis —continuó Marcia—. Dices que las máquinas se están volviendo demasiado complicadas para ser manejadas por el hombre, ¿no es así?

Mawn asintió y dijo:

—Pero hay algo más.

—Sí, pero eso es lo principal, ¿no? Sólo te fijas en la ferretería, en la quincalla; no ves más que las tuercas y los pernos. Mas, ¿qué sabes de quienes manejan esas máquinas?

—Pues que reciben formación para saber manejar un determinado modelo. Nadie sería tan insensato como para confiar a un idiota ignorante unas instalaciones que valen millones de libras.

—¡Exacto! Están instruidos, en efecto. Pero sólo teóricamente —dijo Marcia—. ¿Sabes qué ocurre cuando empiezan a trabajar de verdad?

—Si el error fuese humano, se averiguaría.

—No, no. Ante todo, tú no ignoras que muy a menudo resulta imposible hallar la causa de un error cometido por un ordenador electrónico. Por otra parte, ningún operador confesará que se ha equivocado al apretar un botón, puesto que está obligado a fijarse en lo que hace.

—Eso no es sino una mera especulación... —dijo Mawn.

—¡Qué especulación ni qué niño muerto! —se sulfuró Marcia—. Eres como tantos técnicos obtusos. No crees que la psicología intervenga en esas cuestiones, ¿verdad?

—¡Perfectamente! —Mawn esbozó una burlona sonrisa ante la súbita cólera de su interlocutora—. ¡Ya salió la superstición moderna!

—Lo que pasa es que dispongo de datos estadísticamente fiables, fundados en una observación repetida por espacio de casi tres años. ¡Puedo afirmar que ciertos grupos profesionales: sufren una constante pérdida de inteligencia!

—¿Cómo dices?

—Aproximadamente un diez por ciento de pérdida. Y ahora, escucha: ¿Por qué no te pasas por mi laboratorio, en el Instituto, y así te convencerás tú mismo?

—¿Cuándo?

—Mañana. Precisamente, hemos de recibir a un ministro. Tan pronto como hayamos enrollado la alfombra roja, podremos reanudar nuestro trabajo.

Mawn bajó melancólicamente la cabeza y exclamó:

—¡Seguro que te equivocas!

4

Marcia le franqueó la entrada, en cuya placa de latón se leía en elegantes tipos: «Instituto de Psicología». Luego subieron a la segunda planta:

—Como ves, todo está lustroso y centelleante. Se nota que es día de visita.

En las paredes del corredor se alineaban unos pulcros diagramas y cuadros con cifras. Las puertas de los laboratorios estaban abiertas, y Mawn pudo ver a los científicos, que formando corrillos y vistiendo impecables batas blancas esperaban, con lógica aprensión, la importante visita. Marcia hizo pasar a Mawn por una puerta cuya placa rezaba: «Estudios ergonómicos y de aptitudes.»

Howard Venn, jefe del departamento de Marcia, se les aproximó corriendo, visiblemente excitado y nervioso:

—¿Se puede saber dónde te metes, Marcia? El subsecretario anda por aquí desde hace más de una hora. Lo tenemos ya en la segunda planta... —Al observar la presencia de Mawn, se interrumpió—: ¡Ah! Disculpe...

—Aquí el doctor Mawn; le interesan nuestros trabajos —dijo Marcia.

—Estupendo; usted nos honra. —Venn miró con ansiedad a su alrededor, contemplando la exposición de diagramas y aparatos—, Es que estamos recibiendo al Consejo de Investigaciones, y les acompaña un ministro.

—Ya sé lo que es eso —intervino Mawn, con un ademán de la mano hacia los objetos exhibidos—. Esas personas no suelen tener ni la menor idea de lo que uno está haciendo, ¿verdad?

Venn sonrió y, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia un técnico que manipulaba las conexiones de una caja de aluminio llena de pulsadores rojos y verdes. Dichas conexiones la unían a un pequeño ordenador periférico, en cuya pantalla de lectura iban apareciendo gráficas y números.

Mawn observó, no sin cierto regocijo, que todos los letreros de las vitrinas de exposición estaban bastante mejor rotulados que en los demás laboratorios por los que había pasado. Comprendió que Venn los había preparado atendiendo al efecto artístico. Aquello parecía más una campaña publicitaria que una demostración experimental. Sobre la caja de los muchos pulsadores se leía: «Medidor portátil Venn del cociente de inteligencia.» Mawn sonrió de nuevo para sus adentros al comprobar que aquellas letras eran más grandes que las de cualquier otro letrero de la sala.

Entonces hubo un súbito chasquido, y una delgada columna de humo brotó detrás de un complicado bloque de instrumentos. En seguida se oyó la exclamación del encolerizado Venn:

—¡Idiota! ¡Cuántas veces he de repetirte que no conectes la corriente antes de aislar!

El técnico empezó a manosear nerviosamente las conexiones.

Mawn se volvió hacia Marcia:

—¿A qué viene todo este jaleo?

—Nos jugamos nuestro pan de cada día. Tiene solicitada una subvención para el próximo quinquenio. Y el tipo que viene a visitarnos es miembro de la comisión de presupuestos.

Una muchacha en bata blanca se asomó por la puerta y anunció con susurro perfectamente audible:

—¡Ya llegan!

En el corredor hubo un breve revuelo, y luego entró con paso rápido un tipo grueso y bajito que llevaba gafas con montura de oro. Le seguía otro, alto y canoso, que andaba con las manos a la espalda. Este último escuchó con inteligente interés mientras el director describía los objetos exhibidos en el laboratorio. AI final, el director se volvió y, como si se le acabase de ocurrir, dijo:

—Permítame presentarle al doctor Venn. Doctor Venn, le presento al señor Lodge, subsecretario del Ministerio de Ciencia.

El alto hizo una leve inclinación y alargó la mano:

—¿Corno está usted, doctor Venn?

Mawn reaccionó. ¡Lodge! ¡El hombre que había telefoneado a Peters insinuándole que no se entrometiera!

—Y ahora, doctor Venn, ¿tendrá la bondad de mostrar al señor subsecretario el dispositivo de su invención? —y, volviéndose a Lodge, añadió—: Creo que le parecerá extraordinariamente curioso.

Con la inmaculada uña de su dedo índice, el director dio un golpecito en la parte superior del «Medidor portátil Venn del cociente de inteligencia».

Venn, visiblemente nervioso, empezó a explicar el funcionamiento de su aparato. Las palabras salían de su boca en rápido staccato:

—Pues se trata de un procedimiento bastante sencillo para la medición de ciertos rendimientos y aptitudes... ejem... a pie de máquina...

Hizo un gesto hacia el aparato. Tomó una diapositiva y la introdujo en una ranura lateral de la caja. Accionó un pulsador, y en una pantallita apareció un dibujo geométrico. Entonces, Venn explicó:

—Este instrumento utiliza una aplicación de trazador de perfiles Karnaugh, con un elemento logitrónico automático unido a...

El director hizo una mueca conejil cuando el subsecretario se dirigió a Venn para decirle:

—Será preferible que me lo explique como si se dirigiese a un niño subnormal de tres años.

—Ah... Sí... cómo no.

Algo confuso, Venn hizo una breve pausa; luego, levantando la caja, dijo:

-Es una especie de rompecabezas electrónico. Se le muestran al sujeto en la pantalla varios problemas a resolver, indi cándole que vaya apretando los botones apropiados. Por ejemplo —señaló la pantalla—. Aquí aparecen varios dibujos que han de ser emparejados convenientemente. Para ello, el sujeto acciona los botones correspondientes a los elementos que le parezcan relacionados. En el interior del aparato hay un pequeño dispositivo de cálculo, que registra automáticamente los puntos conseguidos.

Lodge se inclinó hacia el aparato y tocó los botones:

—Así, ¿con esto se determina automáticamente el coeficiente intelectual del sujeto?

—En efecto.

Venn, halagado al ver que lo comprendía, señaló la parte inferior de la caja y agregó:

—Aquí hay unas fichas miniaturizadas que trazan la curva de los errores con arreglo a una función binomial...

—¡Pero eso es ridículo! —irrumpió súbitamente Mawn. Todas las cabezas se volvieron hacia éste, cuya presencia había pasado desapercibida hasta entonces. Ni que decir tiene que Venn se puso colorado cuando Mawn continuó diciendo:

—Para comprobar pares de valores, debería emplear una distribución de Poisson; la binomial sólo sirve para repetir el mismo problema que se pide a la máquina que estime. Venn habló entonces con perfecto dominio de sí mismo:

—Mi procedimiento es el homologado por el reciente Congreso Europeo de Psicología. Allí se consideró válido.

La mirada del subsecretario, en la que asomaba la ironía, pasaba alternativamente de uno a otro de los dialogantes.

—Es posible —replicó Mawn—. Pero por lo que a esa actividad se refiere, fue desechado ya hace bastantes años...

—Este otro aparato creo haberlo visto en Farnborough —intervino oportunamente el subsecretario al tiempo que se dirigía hacia una pantalla donde se veía un punto de luz moviéndose al azar.

Venn dirigió a Mawn una mirada feroz, pero consiguió serenarse. Siguiendo a Lodge, que se acercaba a la pantalla, dijo:

—Sí; es un aparato para examinar la coordinación motora. —Señalando una palanca de mando situada en la parte inferior de la pantalla, explicó—: La máquina imprime al punto de luz un movimiento aleatorio, y el sujeto se sienta aquí —señaló una silla—. Moviendo esta palanca, el sujeto debe contrarrestar la acción de la máquina y mantener el punto de luz dentro ári círculo.

Tomando asiento, empezó a mover con gran pericia hacia adelante y hacia atrás la palanca de mando, mientras miraba fijamente a la pantalla. Al cabo de pocos segundos, consiguió situar el punto móvil en el centro del círculo y mantenerlo allí.

—¿Puedo probarlo yo? —preguntó Lodge.

—Naturalmente.

Venn le cedió el asiento. Mawn notó que, al tender la mano hacia la palanca, los dedos de Lodge temblaban. Sus movimientos eran inseguros. El subsecretario no pudo mantener el punto dentro del círculo. Mawn recordó de súbito al inepto controlador 'de vuelo de ACE.

Por último, Lodge se puso en pie, contemplándose los dedos, que mantenía extendidos. En su risa había una ligera nota de contrariedad cuando se volvió hacia el director para decirle:

—Pensará usted que no sería yo buen aviador, ¿verdad?

El director sonrió y consultó su reloj:

—Creo que deberíamos continuar nuestro recorrido —y, dirigiéndose a Venn, agregó—: Tal vez podríamos efectuar una rápida visita al laboratorio de ergonomía.

—Sí, por supuesto —contestó Venn, y volviéndose hacia el subsecretario, le invitó—: Por aquí, señor, si tiene la bondad.

El director y Lodge siguieron a Venn. Cuando todos hubie» ron salido, Marcia se encaró con Mawn, furiosa:

—¿Por qué has hecho eso?

—¿El qué?

—¡Maldita sea! ¡Le hiciste quedar como un tonto!

—No era ésa mi intención. Como vi que utilizaba un método equivocado, se lo dije. Y eso fue todo.

Marcia echaba fuego por los ojos:

—¡Por favor! ¡No te hagas el flemático inglés! Pudiste esperar a otra ocasión para decírselo, y no ponerle en evidencia ante un personaje político. ¿O era precisamente lo que te proponías?

Mawn guardó silencio un instante, y luego contestó:

—No; lo siento.

—Ya te lo dije antes de que llegaran. Richard Lodge es miembro de la comisión presupuestaria, y ahora' tú le has metido en la cabeza que Howard es un incompetente. ¡Bien podría ocurrir que se nos deniegue la subvención por tu culpa!

—Lo que quise darle a entender fue que sus cálculos están totalmente equivocados.

—¡Con tu amor a la verdad científica le has puesto en la picota!

—¡Ya me he disculpado! —exclamó Mawn con un gesto tan violento, c[ue Marcia dio un paso atrás—. Y me mantengo en lo que dije. No se puede construir un armatoste complicado, creyendo que va a ser mejor que la teoría en que se basa. Ese es un error típico de la manía tecnológica. Os creéis que basta determinar ciento una variables y construir una sumadora trucada para poder afirmar, así por las buenas, que habéis traducido a cifras una parte del comportamiento humano. ¿Comprobasteis alguna vez la fiabilidad de ese trasto? ¿Cómo sabréis que no falsea la mitad de los resultados que proporciona?

Súbitamente inquieta, Marcia frunció el ceño:

—Eso invalidaría los resultados, ¿no?

—¡Quién sabe! Puede que sólo les haga un poco de mella. Y ahora, si no te importa...

Echó a andar hacia la puerta.

—¡Alex! —Al pronunciar su nombre, todo el enfado de Marcia pareció evaporarse—. Oye, Alex. Howard se va esta noche para pronunciar la conferencia inaugural del homenaje a Piaget, en París. Te conté lo que he descubierto y tú me prometiste que echarías un vistazo. No sé cómo decirte cuánta importancia tiene para mí. ¡No te vuelvas atrás, ahora!

Mawn se acercó a la gran ventana. La lluvia goteaba sobre los cristales.

—¿Acaso tienes otra cosa que hacer? —preguntó Marcia.

—No, nada. Y eso es lo que me fastidia, supongo. Muy bien. Vamos a trabajar, pues.

Peters se reclinó en la silla plegable, adornada con el simbólico tridente. Mientras gozaba de los rayos solares que cosquilleaban su piel, no pudo evitar cierta envidia al comparar su palidez ciudadana con las bronceadas figuras que poblaban la playa.

Desde su lugar podía ver a Gelder, empeñado en un partido de balón-volea con un grupo de jóvenes. Si su estancia en el club era sólo un pretexto, ciertamente sabía fingir una total •despreocupación. Peters recordó cómo se había sobresaltado Gelder al reconocerle entre los huéspedes de la colonia turística, aunque había dominado su sorpresa en seguida.

Ello ocurrió la noche anterior, en el bar instalado al aire libre, donde solían reunirse los seis o siete turistas ingleses de la colonia. La bebida corría a raudales, y Gelder desplegaba una simpatía arrolladora, casi insolente. Peters no acababa de entenderle; en ocasiones parecía un hombre franco y jovial, pero otras veces le notaba una actitud desconfiada. Mientras se entregaban a estúpidos pasatiempos de taberna, Peters sintió el peso de sus propios cincuenta y tantos años. Acompañaba a Geider una francesita, morena y exquisitamente formada, a la que apodaban «Minouche», y cuyo humor fue volviéndose cada vez más agrio y nervioso a medida que transcurría la noche. Peters recordó que ella había iniciado una protesta, recibiendo de Gelder una contestación grosera en francés. Después de este incidente, ella se limitó a permanecer en un rincón del bar, contemplando su vaso con aire ofendido. Sonsacando a los demás parroquianos, Peters averiguó que Gelder no salía casi nunca de su tienda antes de la tarde, por lo que no participaba en los desayunos y almuerzos colectivos bajo el emparrado del restaurante.

Lo primero que vio Peters al día siguiente fue a Gelder en una gran lancha rápida de color rojo, dotada de un potente fueraborda, que cruzaba la bahía a gran distancia.

Peters empezaba a sospechar que se había equivocado, pero no se le olvidaba la objeción de Marcia. Si Gelder no tuviera otra intención sino pasar unas vacaciones al sol, le habría sido fácil alquilar todo un campamento para él solo.

Incluso había recorrido el sendero que conducía al otro lado de la isla, donde estaba permitido bañarse y tomar el sol desnudo. Allí había encontrado a la bella Minouche, desnuda sobre una toalla, entre un grupo de chicas del campamento. A diferencia de las demás, que permanecían tendidas sin un solo movimiento, Minouche consultaba con frecuencia su reloj. Por último, cuando un joven tenorio alemán se atrevió a decirle algo a la francesita, fue inmediatamente rechazado con una severa y despectiva mirada.

Varias horas y un copioso almuerzo, así como una generosa provisión de vino, le costó a Peters ganarse su confianza. Para conseguirlo incluso aludió a un próximo programa de televisión, insinuando que quizás a ella le interesara un contrato. Aunque visiblemente malhumorada, Minouche se decidió a hablar por fin. Como había supuesto, Gelder no se limitaba a divertirse. Todos los días salía en una lancha rápida, no sin antes indicar a dónde iba. Peters recordó las últimas palabras de ella al despedirse:

—Por favor, no le repita a nadie lo que le he contado. Me prohibió hablar de eso.

Peters se arrellanó en su silla playera. Por primera vez en muchos años, sentía la punzada de la emoción. Rememoró sus tiempos de corresponsal de guerra. Ahora volvía a sentir algo de aquella misma mezcla de aprensión y de excitación. Contempló sus pálidos brazos, cuyos músculos mostraban la flaccidez de los años. Pero quizá la satisfacción buscada valiera la pena de correr algún riesgo. Mañana iba a saberlo.

El laboratorio de Venn, normalmente inmaculado, se hallaba ahora en completo desorden. Mawn, en mangas de camisa, ocupaba una mesa totalmente cubierta de carpetas, papel de ordenador y fichas. El investigador completó un cálculo, se dirigió hacia el terminal de la máquina, picó las instrucciones y esperó, impaciente, hasta que ésta empezó a teclear su respuesta. Marcia iba de un lado a otro aportando nuevos datos sacados de los archivos. Finalmente, Mawn soltó el lápiz y volvió a sentarse:

—Bueno, hemos terminado.

Marcia se dejó caer en una silla junto a él:

—Cuando te dije si querías echar un vistazo a todo esto, no esperaba que fuera a convertirse en un maratón. —Consultó su reloj—. Has trabajado más de cuatro horas, ¿lo sabías?

—Parece que Venn utiliza unos circuitos bastante primitivos. Por tanto, me sorprende que no suponga sino una diferencia marginal. Sí, después de todo, es bastante válido.

—Así, pues, ¿resulta que tu crítica a sus cálculos fue completamente injustificada?

Mawn sonrió:

—Si quieres, me pondré de rodillas.

—Muy bien. ¿Qué piensas hacer con esto?

—¿Cómo dices?

—Supongo que no vas a dejarlo tal como está.

Mientras examinaba una larga tabla de números, Mawn inquirió a su vez:

—¿Son éstos tus datos americanos?

—Sí. ¡Te he hecho una pregunta!

Mawn la miró a través de sus gafas y se echó a reír:

—Tendré que enseñaros a los dos un poco de matemáticas. —Regresó a su mesa y prosiguió—. Esto es interesante, siempre que resulte exacto. Tú dices que escogisteis un determinado perfil profesional, ¿no?

—Sí, escogimos a los ejecutivos de categoría media. El mismo grupo de edad, salario, formación, estado civil, etcétera.

—Así que, de ser verídicos los detalles que estos ejecutivos —os facilitaban, ¿todos deberían poseer un coeficiente intelectual similar?

—Bueno, en eso intervienen otros muchos factores, pero viene a ser como tú dices.

—¡Así, pues, mi primer problema es que vuestro coeficiente de inteligencia no tiene nada que ver con la inteligencia! Dicho coeficiente simplemente define la aptitud para realizar un test.

Marcia se encogió de hombros:

—Esa objeción ya es clásica. ¿Quién puede negarlo? Nadie puede definir la inteligencia de manera apropiada. Los tests que utilizamos son, al menos, consistentes para la comparación de individuos o de grupos entre sí.

—Lo cual equivale a un subterfugio fácil —repuso Mawn.

—No, no es eso. No medimos sólo el clásico coeficiente de inteligencia de Stanford-Binet. Estamos un poquitín más perfeccionados...

—¿O liados?

—Tal vez., Pero ponemos en práctica la idea de Wechsler— Jackson: medir la creatividad. Además, podemos comprobar la pericia automovilística. —Marcia señaló la palanca de mando y la pantalla, y siguió diciendo—: La idea general es obtener la capacidad total de una persona determinada, y no sólo su aptitud o práctica en descifrar acertijos de periódico.

Mawn insistió:

—Pero seguramente hay muchos factores capaces de afectar al rendimiento de la persona, lo mismo si ésta tiene algún resabio que si está asustada de algo. Igualmente, una persona con gran facilidad de palabra... podría disimular una relativa estupidez.

—Tú has leído libros acerca de eso. Sí, algunos errores son debidos a dislexia, depresión o inconsistencia del test;, todo eso lo admito. Pero ya ves que el test de Howard es de tipo no verbal, por lo que escapa a ese género de error.

Mawn continuó insistiendo:

—Queda el hecho de que vuestros resultados no pueden mejorar vuestras observaciones y vuestras cifras. No hay término medio en esto. Tú dices que un grupo de sujetos seleccionados sobre parecidas características debía poseer un nivel de inteligencia uniforme, pero que no fue así. No me extraña. La estadística no demuestra más que cosas totalmente evidentes, o necedades meramente inventadas, como prefieras.

—¡Tonterías! —estalló nuevamente Marcia—. Tienes prejuicios arraigados con respecto a nosotros, simplemente porque nos dedicamos a trabajar con personas. Estás convencido de que vosotros los físicos sois los únicos capaces de efectuar mediciones exactas. ¿Qué me dices de tu «efecto dinosáurico»? Afirmas que las máquinas son cada vez menos fiables, y dices que lo has demostrado al descubrir los defectos e imperfecciones de una sola instalación. Creo recordar cierto artículo de «Nature», bastante crítico por cierto, que te acusaba de generalizar a partir de un caso particular, sin contar con garantías suficientes.

—Toda tesis tiene su antítesis.

—¡No seas tan trivial! Tendrás que explicar por qué el nivel del coeficiente de inteligencia de algunos grupos estudiados por nosotros es mucho más bajo; y no sólo un poco inferior al límite normal, sino muchísimo más bajo. En segundo lugar, algunos de los sujetos que formaban parte de este grupo deficiente mostraron, al ser sometidos a un test de verificación, un segundo decrecimiento de su nivel intelectual.

Apuntando al medidor de inteligencia Venn, Mawn dijo:

—A lo mejor tuvo mal día ese cacharro.

—¡Estupendo! Te vales de tu obsesión dinosáurica para negar las conclusiones que la contradicen, ¿eh? No se puede sencillamente condenar todo cuanto a las máquinas se refiere. Te he descrito un fenómeno y te he contado cómo lo hemos descubierto. Tú has leído a Popper; con una refutación basta. Conque ¡adelante! Refútalo.

—¿Has publicado algo de esto?

—No, hay que dejar reposar las cosas. Tenemos que asegurarnos. —Se dirigió a una impresora de fichas, sacó una y se la enseñó a Mawn—. Aquí está todo.

—Veo que habéis trabajado mucho —dijo Mawn, cauteloso.

—¡Lo que dices suena a falso!

—Estás razonando emotivamente, como una vulgar mujer.

—¡No me vengas con el sexo!

Marcia lanzó el fichero sobre la mesa y salió de la sala dando un portazo.

Mawn abrió el fichero y empezó a examinar su contenido. Al cabo de unos minutos, cogió un lápiz y se puso a anotar cifras en un cuaderno. Y, hablando consigo mismo, dijo:

—Veamos: primera aproximación, P coma seis. De haber utilizado el análisis secuencial, esos estúpidos habrían ahorrado horas de trabajo. Coma cinco y luego...

Al cabo de un cuarto de hora, Marcia volvió a entrar y quiso decir algo. Pero dándose cuenta de que Mawn no reparaba en su presencia, prefirió callarse. Luego, con la delicadeza de una madre que deja dormido a su pequeño, se acercó de puntillas a la puerta del laboratorio y salió, cerrando la puerta tras de sí.

Terminada la inspección de la lancha, Peters cebó el carburador y tiró del cable de arranque. El motor fueraborda «Mercury» respondió inmediatamente con un rugido. Mientras el motor se calentaba, Peters, distraído, se puso a cavilar cómo se las arreglaría para cargar el alquiler de la lancha en las dietas a reembolsar por la B.B.C. A medio camino entre él y la línea del horizonte sólo se veía la motora de Gelder, dirigiéndose hacia el sur y dejando una blanca estela de espuma. Peters soltó amarras y emprendió la persecución.

A diferencia de los dos días anteriores, grandes nubarrones se cernían sobre los picos de las montañas que dominaban la bahía. Mientras se dirigía hacia el mar abierto, Peters pensó que el paisaje se asemejaba a un escenario montado para la representación de El crepúsculo de los dioses.

Siguió a la lancha de Gelder bordeando la lengua de arena que limitaba la bahía. Las barracas de paja del campamento, destacándose sobre el oscuro verde plateado de los olivos, parecían casi un desafío a los vecinos albaneses. Un semicírculo de pelados riscos cerraba el horizonte. Desde allí, los dioses clásicos parecían contemplar a aquellos pigmeos presuntuosos pegados a la delgada faja verde costera, esperando el momento de arrojarlos al mar.

Peters volvió bruscamente de sus fantásticos pensamientos a la realidad, al darse cuenta de que la lancha de Gelder había desaparecido detrás de la punta. Aceleró entonces, y en seguida notó el empuje del motor, que levantaba la proa de la embarcación.

Al salir a mar abierto, vio que se había acercado demasiado. Redujo la velocidad, poniéndose al pairo hasta que hubo como una milla de separación entre las dos lanchas; luego dio medio gas y siguió a velocidad moderada.

Las nubes se espesaban cada vez más. Con un estremecimiento de inquietud, vio aumentar la marejada, que empezaba a golpear con furia los costados del casco. Al mismo tiempo oyó el lejano y amenazador retumbo de un trueno, y una tenue lluvia empezó a caer sobre el puente.

Gelder iba apartándose de la costa, rumbo a una isleta ubicada a unas dos millas. La lluvia se espesaba y Peters le perdió momentáneamente de vista.

Aquella isla era una de las muchas que salpican la costa meridional de Yugoslavia. En su centro se alzaba un ruinoso monasterio construido con grandes bloques de piedra labrada, con un revoque de barro y restos de una cubierta de tejas. La aguja de un viejo campanario asomaba entre los olivos que rodeaban el edificio.

Al acercarse, Peters pudo distinguir un derruido embarcadero de madera cubierto de algas y líquenes, y amarrada al mismo una desvencijada barca de pesca coronada por un tambucho cuadrado. En cambio, no divisó a Gelder ni a la tripulación.

Por ello, puso nuevamente proa al mar y rodeó la isla. Entre la achaparrada vegetación y los muros desmoronados no aparecía señal alguna de vida. La barca de pesca continuaba en el mismo sitio.

Desplegando un mapa sobre el asiento trasero para localizar la posición de la isleta, comprobó que los acantilados frente a los cuales había navegado pertenecían a Albania. Recordó las historias que corrían por el campamento, sobre embarcaciones de placer cuyos incautos ocupantes habían sido ametrallados por navegar demasiado cerca de la costa albanesa. Apresuradamente, aceleró y maniobró para regresar.

Un hombre escondido entre los árboles cercanos al embarcadero, y que Peters no había visto, apuntaba hacia su lancha el largo cañón de un teleobjetivo.

5

Mawn necesitó dos horas de máquina para analizar los datos que le había facilitado Marcia. Estaba sentado frente a un terminal de ordenador directamente enlazado con el Centro de Cálculo del Laboratorio Nacional de Física, a más de nueve millas de allí. Mientras la máquina picaba, Mawn examinaba las columnas de números, apretadamente impresas, cotejándolas con sus propias anotaciones.

Por último desconectó el terminal. Después del continuo estrépito de la máquina, el silencio pareció más denso; Mawn tenía las facciones demacradas. Se frotó los ojos y se desperezó.

—He recorrido todas las rutinas que conozco y no consigo eliminarlo.

Marcia no respondió y permaneció a la expectativa.

—Hay un posible error —siguió diciendo Mawn—, pero no creo que sea fundamental. Creo que has demostrado de una manera definitiva que algunas muestras del personal adscrito a determinadas empresas presentan una pérdida de rendimiento intelectual.

—¿Lo crees así?

—Quisiera no creerlo. Una merma generalizada de inteligencia parece sencillamente imposible. Ciertamente no puedo comprender el porqué. Pero si el método, el test Venn, es correcto... cosa que no puedo juzgar porque está fuera de mi especialidad, nos hallamos en presencia de un caso grave. Ciertas personas asignadas a determinados puestos de trabajo se están volviendo cada vez más ineptas. ¿Existe algún precedente? ¿Se conoce algo parecido a esto?

—Muchos psicólogos lo habían insinuado —respondió Marcia—. Se ha sugerido aquí que las llamadas «clases bajas» dan mayor proporción de familias numerosas. En consecuencia, los hijos de éstas procrean a su vez familias numerosas, y por tanto, el promedio de inteligencia humana tiende a disminuir.

Mawn frunció el entrecejo:

—Eso implicaría que las personas pertenecientes a la clase trabajadora sean menos inteligentes que las de clase media y alta. Y que transmiten su inferior inteligencia a sus descendientes.

—Evidente prejuicio de la vieja clase dirigente inglesa.

—¿No fue norteamericano el que dijo que los negros eran menos inteligentes que los blancos?

Marcia sonrió:

—¡Tocado!

Tomando uno de los ficheros, Mawn dijo:

—Entre el personal de estas empresas, la decadencia es bien manifiesta. Habrán pasado tests de validación, ¿no?

—Sí. En efecto, confirman una decadencia gradual.

—Y, ¿qué pasa con las personas no afectadas? ¿Has reexaminado a algunas de estas?

—Sí, y casi no presentan cambio alguno. Es decir, que el cambio no aparecía claramente definido; pero lo cierto es que el reexamen también indicaba una ligera tendencia al declive, aunque no en proporción estadísticamente significativa.

—¿Se examinó luego por tercera vez a los más afectados? Bastan tres puntos en un diagrama para obtener la confirmación de que ocurre algo.

—Esa operación está haciéndose actualmente. Dos doctorandos en Filosofía de Howard han ido al Norte para proceder al tercer examen de los gravemente afectados.

Mawn asintió y dijo:

—Espero que me comunicarás los resultados.

—No tan deprisa —repuso Marcia, sonriente—. Si aceptas la conclusión, ¡menudo problema se te va a presentar! —Mawn alzó la vista—. Tu efecto dinosáurico. Has demostrado que los ordenadores y los sistemas de control se están volviendo poco fiables de por sí, es decir, con independencia de otros factores.

—Exacto. Mi estudio sobre el sistema N.A.LA...

—Pero olvidas la interrelación, Alex. La interrelación hombre— máquina. Ahora, supón que alguna de esas personas disminuidas estuviera manejando un ordenador electrónico, y supón también que ese ordenador empezara a cometer errores. ¿Cómo ibas a saber quién los había cometido? ¿El hombre o la máquina?

—La cosa está clara; habría que examinar al operador.

—Olvidas dos cosas. Ante todo, recordemos que nuestra muestra es reducida; en segundo lugar, las personas mentalmente disminuidas pueden disimular fácilmente tal defecto. Todo individuo dotado de buena memoria y de gran facilidad de palabra es capaz de ocultar una eventual ineptitud. Es el caso de aquellos «calculistas-prodigio» que aparecían a veces; podían multiplicar mentalmente dos números de cuatro cifras, pero los pobres no sabían ni abrocharse los pantalones.

—Pero, ¿por qué habrían de disimular?

—Fíjate en lo que voy a decirte, Alex. Si tú fueras un programador y notaras que ya no podías desempeñar tu trabajo tan bien como antes, ¿no procurarías disimularlo? Ten en cuenta que hoy día ya no sobran tantos puestos de trabajo en esta especialidad.

—Estás insinuando que los usuarios de nuestra tecnología son como ejército secreto de deficientes mentales. ¡Valiente idea! Imagínate al encargado de una batería de proyectiles nucleares dándose cuenta de que cada día se vuelve más inepto y tratando de ocultar este hecho a sus superiores.

—Antes aludiste a un posible error en nuestros datos. ¿De qué se trata? —preguntó Marcia.

—Verás. En mi intento de dar con el quid de vuestras cifras empezaba ya a descorazonarme, cuando se me ocurrió pensar en que los mandos del aparato de medida están codificados en rojo y verde.

—Eso forma parte de... —la voz de Marcia se extinguió—. ¡Ah!, espera un momento; creo que comprendo...

—¡No examinasteis a vuestros sujetos por si teman algún defecto en la percepción de los colores!

—Cierto, totalmente cierto. No lo hicimos. Marcia miró a Mawn, maravillada. El continuó: —No hace falta decirte que son muy corrientes. Es un detalle a tener en cuenta por las feministas. Aproximadamente ocho de cada cien hombres y sólo una de cada cien mujeres tienen alguna deficiencia en la visión de los colores, sobre todo en cuanto a la confusión rojo-verde-gris. Esto se llama daltonismo o aneritropsia, si mal no recuerdo.

Marcia se levantó y se puso a pasear por la habitación: —¡Dios mío! ¡Eso puede invalidar todos y cada uno de los tests individuales que hemos realizado!

—No, porque si las personas que poseen algún defecto visual relativo a los colores se hallan uniformemente repartidas entre los casos positivos y negativos de vuestra prueba, ello podría no alterar el resultado. Pero si sólo se trata de las personas afectadas...

—Entiendo la cuestión... El daltonismo sería más frecuente en el grupo cuyos coeficientes de inteligencia parecen disminuidos, ¿no es así?

Mawn asintió y preguntó a su vez:

—¿Dónde dijiste que reclutabais a vuestros sujetos?

—¡Ah! De una agencia de selección para administrativos. Al principio intentamos dirigirnos a las empresas, pero éstas no se mostraron demasiado dispuestas a colaborar. Las agencias de personal se dejaron convencer, y establecimos un convenio. Ellas nos suministrarían «cobayas» y nosotros les examinábamos gratis a los solicitantes de empleo.

—Bien. Se podría revisar la aptitud de visión de los colores, lo cual no es muy difícil. Ante todo, hacerles pasar el test de Ishihara; y si esto no...

La puerta del laboratorio se abrió de súbito y entró apresuradamente Howard Venn, llevando una bolsa de viaje.

—Hola, Marcia...

Miró a su alrededor y, al observar el desorden y ver a Mawn sentado con los pies sobre la mesa, la sonrisa desapareció de su rostro:

—¿Puedo saber qué hace usted aquí?

—Marcia me pidió que comprobase algunas de sus cifras.

Mawn bajó despacio los pies. Venn se acercó vivamente a la mesa y cogió una de las fichas, preguntando:

—¿Quién te ha dado permiso para mostrarle estas fichas? Tú sabes que son absolutamente confidenciales. ¡No tenías derecho a hacerlo! ¡De ninguna manera!

Mawn recogió los pliegos impresos por el ordenador y se puso en pie. Marcia permanecía silenciosa en medio de ambos. Pálido de ira, Venn alargó el brazo y trató de coger los papeles:

—No puede llevárselos. No son suyos. Mawn, manteniéndolos fuera del alcance de Venn, dijo:

—No sé si lo sabe, pero a lo mejor acaba usted de lograr un importante descubrimiento.

—¿Y eso qué significa? —inquirió Venn. Mawn se dirigió lentamente hacia la puerta y, cuando llegó a ella, se volvió para decir:

—Aún no estamos seguros, pero digo que tal vez haya descubierto usted una nueva especie: el Homo non sapiens.

La polvorienta calle de la aldea estaba flanqueada por desmoronadas casas de piedra gris, a un lado, y por una avenida de acacias alineadas a la orilla de un río poco profundo, al otro... Resguardándose del calor bajo los árboles, unas ancianas cubiertas con negras tocas contemplaban impasibles a los clientes madrugadores que hurgaban en los rimeros de verduras de sus tenderetes.

Peters ocupaba un velador metálico, a la puerta de un café. Los transeúntes le miraban como a un bicho curioso, lo que le hacía sentirse como si estuviera sentado en el banquillo. En las mesas vecinas formaban tertulia los cachazudos parroquianos, frente a grandes jarras de cerveza. Peters se preguntó si aquellos hombres estarían hablando de él. ¿Cuáles de entre ellos serían policías? Hacía mucho calor y se sentía desvalido, como gallina en corral ajeno.

Al cabo de un rato, no sin cierto alivio, divisó una figura rechoncha vestida de negro que se abría paso entre la muchedumbre que rodeaba los puestos de venta. Aquella figura resultó ser un chino que vestía como un pastor protestante: traje negro de cuello cerrado y camisa de seda con una especie de alzacuello. Cubría su cabeza un amarillento panamá con el ala vuelta. Debajo de aquel sombrero apareció una amistosa sonrisa. El chino avanzó rápidamente hacia Peters y le tendió la mano.

—Sheldon, amigo mío. —El apretón de manos de Chen-wa fue cálido y cordial—. ¿Qué le trae por aquí?

Peters se echó a reír:

—¡Me dijeron que se había hecho súbdito albanés!

—Usted bromea. Yo sólo soy... soy... ¡Diantre!, hace años que no hablo inglés. Sólo soy un misionero. Procuro civilizar a esta gente. Y lo único que he conseguido hasta ahora es que se carguen las máquinas que les suministramos.

Peters se fijó en un camarero que les contemplaba, y preguntó al chino:

—¿Qué va a tomar, Arnold?

El científico chino hizo una mueca:

—Sólo limonada; lo que beben aquí le roe a uno las tripas.

Peters pidió las consumiciones y el camarero se fue con un gesto de desgana, demostrativo de que le molestaban todos los extranjeros, aunque algunos fuesen aliados oficiales.

—¿No debería usted tener un poco de cuidado?

Chen-wa lanzó una fuerte carcajada:

—Aquí nadie habla el inglés; ni siquiera hablan bien su condenada lengua...

Peters advirtió que el chino lanzaba con disimulo una mirada a las otras mesas, antes de proseguir:

—De todos modos... ya es tarde para rectificar... Adelante, pues. Dígame qué se propone..., porque usted no ha venido aquí para pasar unas vacaciones. ¿Es que va a dirigir un programa de televisión?

Peters vaciló un segundo antes de contestar, pero Chen-wa continuó diciendo:

—Debo decirle que aquí ha pasado algo muy gordo; por eso deseo hablarle. Pero hable usted primero.

—¿Qué significa para usted el nombre de Gelder?

—Gelder. Es el nombre del... ¡mierda! Se me olvidan las palabras.

—No todas, a lo que parece —rió Peters—. Consorcio..., el consorcio Gelder. ¿Era eso?

—Exacto. ¡Este es el nombre! Están construyendo un nuevo reactor de agua. Han vendido uno a esos idiotas. ¡Vaya estupidez! No saben ni manejar una afeitadora eléctrica. Se pasan el día estropeándolo todo, y luego le echan la culpa a Gelder.

—Arnold —al decir esto, Peters se acercó para hablar en voz baja—. ¿Qué ha pasado con el reactor nuclear de Puké?

—Sí, eso es. Vamos a dar un paseo.

Chen-wa se puso en pie y Peters le imitó. El camarero, que hablaba con dos hombres cerca de la puerta, retiró la limonada de Chen-wa y se alejó con paso precipitado.

Peters y Chen-wa pasearon por la orilla del río hasta dejar atrás el mercado y la plaza mayor del pueblo. La orilla estaba desierta, a excepción de un alborotador grupo de niños que intentaban pescar con red.

Chen-wa cambió de actitud:

—Sheldon, si yo le cuento lo que ha pasado... luego usted se irá a Inglaterra y hará un programa de televisión sensacional, y el embajador de éstos lo verá en Londres y a mí me van a embarcar en el próximo Concorde a Pekín.

—No estoy aquí para eso, Arnold —replicó Peters—. Créame..., no se trata de nada destinado al público.

—Entonces, ¿para qué ha venido?

Peters se detuvo cerca del agua, contemplando la verde fronda que ondulaba en el lecho del río. Y allí, en dos palabras, explicó a Chen-wa la teoría dinosáurica de Mawn; por último, le contó las siniestras consecuencias de su programa televisivo. El chino le escuchaba én silencio. Luego, como si acabase de adoptar una decisión, empezó a hablar precipitadamente:

—Voy a decirle por qué deseaba hablarle. Sí, el reactor de Puké explotó. Esta gente lo guarda todo en secreto; incluso desconfían de mí. Nos piden que vengamos de China para aconsejarles sobre cómo hacerlo funcionar, y luego se callan la información al respecto. Sí, el reactor está totalmente destruido. Tuvieron que desmontar la central ladrillo a ladrillo y taparla luego con miles de toneladas de hormigón, como bajo una losa sepulcral. Descanse en paz para siempre. Yo puse en marcha un servicio radiológico de seguridad; mi misión era evitar que aquellos tíos sucumbieran víctimas de la radiación. Desde el principio me crearon problemas los de la sala de control; estuve vigilándolos durante la puesta en servicio, antes de que la pila llegase a condición crítica. Pero como sus cabezas no funcionan como es debido, van cometiendo error tras error. Por eso se fundió el blindaje protector. Hubo diez muertos.

—¿Y cómo fue? —inquirió Peters.

—Algunos fallecieron a consecuencia de la radiactividad; otros murieron sencillamente aplastados.

—¿Y qué ocurrió con los que estaban en la sala de control? ¿No pudieron padecer antes los efectos de la radiación? Quiero decir, si eso no explicaría el extraño comportamiento de aquellos hombres.

Chen-wa meneó enérgicamente la cabeza:

—No, no. Todos ellos se sometieron a reconocimiento; yo mismo efectué la medición: nivel ordinario, ningún peligro.

—Así, pues, ¿qué pasó?

—Yo he viajado mucho, Sheldon. Ese inglés amigo suyo, Mawn, no es el único que está estudiando el efecto dinosáurico. En Moscú están haciendo lo mismo. Y en Pekín también, hasta cierto punto. Pero no se trata de los dichosos aparatos, Sheldon; no creo que sea cosa de las máquinas.

—Entonces, ¿qué ocurre?

Chen-wa sacó de un bolsillo de su chaqueta una cajita plana de madera, de unos cinco centímetros de longitud, y se la mostró a Peters:

—En esta cajita hay unos microfilms. Son encefalografías de uno de los que murieron en Puké. Uno que venía cometiendo errores propios de un majadero.

—Todavía no comprendo.

—Esos microfilms fueron examinados por el patólogo del hospital. Pues bien, ese patólogo dijo que el cerebro de aquel hombre estaba corrompido.

—Pudo haber padecido alguna enfermedad; un tumor cerebral o algo por el estilo.

—No, Sheldon. El año pasado asistí a un ciclo de conferencias celebrado en Odesa. Allí escuché una conferencia pronunciada por un ruso acerca de una nueva... no sé cómo se llama en inglés... un nuevo estado patológico cerebral.

—Habrá cientos de cuadros patológicos, seguramente. No soy médico, pero deben existir muchas y muy diferentes enfermedades.

—Ese patólogo albanés, ¡valiente necio!, la bautizó con un nuevo nombre. Ahora lo recuerdo. Aquel hombre muerto en Puké padecía «atrofia de las células de Betz».

—Eso no será nada del otro mundo, ¿verdad?

—Las células de Betz son la sede del pensamiento, Sheldoncon estas palabras, se dio un golpe en la frente con la cajita—. Son la «materia gris» que realiza el trabajo de pensar. —Y, entregando la cajita a Peters, concluyó—: De todas formas, lléveselas a Londres y enséñeselas al doctor Kingston, del Instituto de Patología. Kingston estuvo en Odesa. Es un hombre de mucho cerebro; quiero que las vea.

Peters se metió la cajita en un bolsillo. Luego, en un súbito cambio de talante, Chen-wa se inclinó, recogió un guijarro y lo lanzó al río al tiempo que gritaba:

—¡Mire! En Cantón tenemos unos peces muy parecidos a éstos.

Peters observó entonces que dos hombres habían aparecido en un recodo del sinuoso sendero, 21 orillas del río.

6

El piso se hallaba sumido en la semioscuridad. Sólo había un pequeño círculo de luz en un rincón de la sala de estar, donde Mawn aún seguía trabajando de firme. Marcia entró en la estancia y, dejando el abrigo sobre una silla, se acercó a donde estaba Mawn y le puso una mano en el hombro: —¿No va siendo hora de descansar? Mawn alzó la vista, frunciendo el ceño a causa de la luz:

—¿Qué ha dicho el pequeño Venn?

—No seas rencoroso. Venn está de nuestra parte, desde que tú le dijiste que había hecho un descubrimiento.

Mawn sonrió al observar el cambio de actitud de Marcia respecto a Venn:

—He reflexionado sobre todo esto, ¿sabes? Hemos descubierto ese efecto; suponiendo que sea algo general, tenemos que ciertos grupos sociales van perdiendo inteligencia. Terrible. Al principio tú discutías mi efecto dinosáurico. Muy bien, porque no era una respuesta completa. Pero las dos cosas juntas forman una combinación absolutamente fatal.

Marcia tenía la mirada ausente; Mawn le dio un golpecito en un brazo y ella volvió en sí con un sobresalto.

—¿No me escuchas? Marcia asintió y dijo:

—Sí, estaba pensando... Continúa.

Mawn prosiguió:

—Supongamos que este fenómeno de pérdida de inteligencia se halle más o menos extendido... en eso hemos quedado de acuerdo... Las personas afectadas probablemente intentarán disimular su ineptitud. Ahora bien, ¿cabe la posibilidad de que algunas de tales personas estén manejando máquinas defectuosas, de acuerdo con mi teoría?

Y se quedó mirando a Marcia, en espera de que contestase a su pregunta.

—Existiría, supongo, un doble peligro de error.

—Cierto. Como si no fuese bastante difícil decidir si una equivocación de un ordenador es obra de la máquina en cuestión o de la persona que la utiliza.

—¡Espera! Algunas de esas máquinas poseen sistemas especiales de «control del operador». La máquina controla al operador, ¿no? Ahora que recuerdo, en una de las fábricas de mi padre lo tienen.

—Sí, pero aún no se halla muy generalizado. En todo caso, ¿quién controla el sistema de control?

Marcia quedó un tanto confusa:

—¿Qué podemos hacer, entonces?

—Ir al fondo de la cuestión.

Peters despertó bañado en sudor frío. Acababa de tener una pesadilla. Había soñado que estaba a punto de empezar el programa de televisión y aún no tenía la menor idea de su contenido. Veía confusamente las caras de Marcia y Alex Mawn, aconsejándole que no tomara parte en dicho programa. Había peligro en todas partes. Abrió los ojos. Arriba, el techo cónico de la cabaña reproducía el dibujo radial de una rueda. Hasta aquella imagen parecía encerrar una amenaza inminente. Buscó a tientas el paquete1 de cigarrillos, y sus dedos tropezaron con el telegrama. Un telegrama por el que se le comunicaba: «Esencial vayas Roma reunirte con equipo filmación viernes o tomaré otras disposiciones. David.» La advertencia era clara y tajante («o de lo contrario»); lo firmaba David Danvers, director adjunto de los servicios informativos de la B.B.C.

Sacó de un estuche una botella de coñac y echó un trago (cosa no habitual en él). Le embargaba la inquietud. La noche anterior había confiado los microfilmes de Chen-wa, junto con una extensa carta explicativa, a uno de los veraneantes que regresaba a Inglaterra, para que se los entregase a Marcia. En dicha carta le daba cuenta de lo dicho por Chen-wa y le comunicaba lo que había logrado averiguar acerca de Gelder.

¡Gelder! La noche anterior se había celebrado un spectacle, esa mezcla de función teatral de aficionados y juego de sociedad tan apreciada por los franceses en vacaciones. Gelder había participado con entusiasmo en el «espectáculo», organizando la participación inglesa en el concurso de cucaña. No parecía sometido a intensa tensión nerviosa; sin embargo, Peters estaba seguro de que los albaneses le apretaban las clavijas. Tras el grave accidente ocurrido en la central instalada por la empresa occidental, sin duda los albaneses le harían toda clase de reclamaciones y exigirían la devolución del dinero adelantado. Se preguntaba Peters quién sería el interlocutor de Gelder durante sus diarias visitas a la isla. Probablemente no se trataría de ningún técnico. Conjeturaba que el regateo correría a cargo de algún responsable político (seguramente de rango bastante elevado). Mentalmente pasó revista a las pruebas conseguidas, bastante exiguas por cierto: unas pocas palabras extraoficiales de un científico, unos microfilms; eso era todo.

Se sirvió otro trago, más copioso que el primero. A primera hora de la mañana, emborachándose ya, y a los cincuenta... ¡a la vejez, viruelas! David le había dado plazo hasta el viernes. ¡Un día más! El coñac empezó a calentarle el cuerpo. Un día más. Cogería la cámara y el teleobjetivo, conseguiría una buena foto de Gelder en compañía de su misterioso interlocutor, y luego regresaría a Londres, donde tratarían de identificar al negociador albanés.

Consultó su reloj. Las seis de la mañana. Le sobraba tiempo para ir a la isla y luego esconder la lancha y ponerse al acecho. Consideró los riesgos de la operación, imaginando una carrera entre su lancha y las patrullas costeras albanesas. El coñac seguía infundiéndole valor. Al fin decidió utilizar para su aventura una lancha muy potente: la de Sergio.

Sergio Bracci era un actor italiano de segunda fila, que se había presentado en la colonia con una potente embarcación, impulsada por dos motores Diesel a turbocompresor. El italiano le había cedido las llaves en un rasgo de buena voluntad, esperando que Peters le hiciera publicidad en Inglaterra. El pensar en la potencia de aquella embarcación fue más que suficiente para disipar las dudas de Peters.

Mientras navegaba con cautela sobre las verdiazules aguas de la bahía, a tres cuartos de la potencia máxima —el potente latido de los pistones se fundía con el agudo silbido de los turbo— compresores—, Peters iba mirando las cabañas del dormido villorrio, parcialmente veladas por una ligera niebla matinal.

Doblado el cabo, dio todo el gas; la respuesta fue inmediata. El ruido de los motores se convirtió en un trueno agresivo y el silbido de los turbocompresores se agudizó hasta alcanzar el diapasón superior de los agudos. La proa de la embarcación se levantó de súbito y sintió el tirón en la espalda, con tremenda potencia. Miró el indicador de velocidad y vio cómo ésta aumentaba a diez, a quince, a veinte nudos. A uno y otro costado se alzaba una verde muralla de agua, cayendo luego para juntarse detrás de la embarcación en turbulenta estela. Sus inquietudes fueron gradualmente absorbidas por el puro vértigo de la velocidad.

La mar estaba completamente calmada, y a los pocos minutos apareció entre la neblina el conocido perfil de la isla. Moderó la marcha y se puso a costear lentamente, cosa que hizo dos veces seguidas mientras escudriñaba la orilla con unos gemelos. No vio ninguna embarcación ni rastros de persona alguna. Al fin se decidió a desembarcar en una calita cubierta de vegetación y alejada del embarcadero.

Al enfilar cuidadosamente hacia la orilla observó que los árboles constituían un camuflaje perfecto. Con rápida mirada verificó el nivel de la marea alta, marcado por una oscura línea de algas en la arena, y amarró la embarcación a unas ramas salientes, largando cable para no encallar. Consultó su reloj: las siete y media. A juzgar por la duración de la anterior visita, le quedaba un margen de dos horas como mínimo.

Inició la exploración de la isleta.

Ésta resultó más extensa de lo que había creído al principio. Avanzó cautelosamente entre antiguos huertos invadidos por matorrales.

Las ruinas del monasterio comprendían varias estancias, reliquias de lo que fue refectorio y dormitorios.

En la capilla mayor, y colocados en la base del primitivo altar, se veían unos ramos de flores. Pronto distinguió muestras de que aquel lugar había sido visitado recientemente. Alrededor de un antiguo sepulcro de piedra, con una espada esculpida en la losa, halló varias colillas. Sobre el sepulcro observó un pequeño cilindro de ceniza, cuya forma aún se conservaba. Peters recogió una colilla: era de marca inglesa.

En lo alto del campanario, Peters halló un lugar ideal para la observación; la estancia era reducida. Una ventana dominaba el embarcadero, y un agujero abierto en la pared opuesta permitía vigilar casi todo el resto de la isla. La escalera estaba casi intacta, aunque faltaban algunos peldaños y un lado del muro, en cuyo lugar se abría un boquete.

El sol ya estaba muy alto en el cielo y hacía calor. Se quitó la chaqueta, comprobó la cámara y se dispuso a esperar.

El sol y el coñac empezaron a surtir su efecto, y Peters se durmió.

Al despertar, sobresaltado, echó una ojeada a su reloj. ¡Las nueve y cuarto! Se asomó cautelosamente a la ventana. Una barca de pesca parecida a la que viera el día anterior aparecía anclada a unos cincuenta metros de la orilla. Y, amarrada al embarcadero, se veía la lancha roja de Gelder.

Con ayuda de los gemelos, pudo divisar a dos hombres sentados en la proa de la barca de pesca. Se espantó al ver que uno de ellos vestía uniforme y llevaba en la mano una pistola ametralladora. Sobre el tambucho giraba lentamente una pequeña antena de radar.

Con manos temblorosas, apoyó el largo teleobjetivo sobre el alféizar de la ventana y enfocó. Accionó el disparador, pero no se produjo el esperado «clic». Con una maldición, volvió a montar el disparador y encuadró la imagen por segunda vez. Sus dedos sudorosos resbalaron sobre el pulsador. Una sombra se recortó sobre la ventana. Peters se volvió en redondo.

Un hombre había aparecido en la puerta, cerrándole el paso. Detrás de éste asomaban la cabeza y los hombros de un segundo hombre.

Peters sintió un golpe dolorosísimo en la muñeca, y la cámara salió despedida de su mano, yendo a dar en la losa del suelo. El hombre se acercó de un salto, cogió a Peters por el cabello y le empujó con fuerza contra el muro.

El segundo hombre recogió la cámara, mientras el primero le retorcía el brazo a Peters por detrás de la espalda y le obligaba a bajar la escalera.

Para Peters, los próximos minutos fueron como las imágenes de una secuencia de película muda. No intentó decir ni una sola palabra, sabiendo que sería inútil. El dolor de la muñeca le tenía al borde del desvanecimiento.

Entre los matorrales que rodeaban el edificio en ruinas pudo distinguir a un tercer hombre, de baja estatura e impecablemente vestido. Uno de los esbirros se acercó al hombre del flamante traje y cambió con él algunas palabras. Luego regresó y, entre los dos, le condujeron cuesta abajo, hacia los olivos. Con una oleada de esperanza, advirtió que le conducían hacia su propia lancha, que habían acercado a la orilla.

Entonces comprendió que aquellos hombres debían haber notado su presencia en la isla tan pronto como llegó. Algo le hizo recordar la broma de Marcia al compararle con James Bond.

El otro hombre estaba ahora dentro del agua, al lado de su lancha. El primero le asió de la muñeca lastimada y le empujó por la pendiente de la playa. Peters lanzó un grito y cayó de bruces en el mar. Boqueando para recuperar el aliento y casi ciego de dolor se levantó, tambaleándose, y empezó a vadear en el agua poco profunda de la orilla. El que iba armado con una metralleta, le hacía con ésta enérgicas señas de que se dirigiera a su embarcación. Peters, luchando por mantenerse en pie, no entendía lo que se le indicaba. El hombre volvió a repetir sus gestos.

Peters entonces retrocedió y vadeó hasta su lancha. Ayudándose con una mano, escaló torpemente un costado y se dejó caer sobre el puente. Miró a los dos hombres, que esperaban de pie en la orilla. El que llevaba la metralleta empezó a regresar hacia el monasterio, y el otro se sentó cerca del agua y puso un revólver a su lado, encima de una piedra. Encendió un pitillo y se recostó sobre un codo, mirando con los ojos entrecerrados.

El hombre de la metralleta desapareció tras la cima de la pequeña colina. Peters miró a su alrededor. A su lado, colgado de un soporte, había un extintor a polvo seco. La palanca estaba trabada por un precinto. Había que tirar de la anilla para que la palanca pudiera ser bajada dando salida al chorro de polvo a alta presión.

Ocultándose tras el costado, sacó poco a poco el pasador y luego, milímetro a milímetro, alzó de su soporte el rojo cilindro.

El hombre arrojó la colilla y se tumbó sobre ambos codos.

Peters sacó el difusor por la borda, apuntó y apretó la palanca con todas sus fuerzas. Inmediatamente hubo un silbido fuerte, explosivo, y un chorro de polvo fue a dar de lleno en la cara del hombre echado, que lanzó un grito y se llevó rápidamente las manos a los ojos. Peters arrojó el extintor por la borda, conectó el encendido y accionó el arranque. Ambos motores se pusieron en marcha al mismo tiempo. Entonces soltó amarras y salió a todo gas. La lancha saltó y emprendió la carrera hacia el mar abierto.

El hombre de la orilla se cubría la cara con ambas manos y se retorcía de dolor. Al tiempo que la embarcación iba ganando velocidad, apareció corriendo el hombre de la metralleta. Éste se detuvo, quitó el seguro del arma, apuntó y disparó una larga ráfaga.

Como en sueños, Peters vio saltar hecho pedazos el tablero de instrumentos. Al mismo tiempo sintió varios golpes tremendos en la espalda. No experimentó dolor alguno.

El hombre de la colina dejó la metralleta en el suelo y miró con atención la lancha, que en aquel momento se desviaba de su rumbo para terminar dando vueltas, cada vez más cerradas, como un insecto malherido.

Al poco hubo una fuerte explosión y brotó una llamarada; luego se oyeron una serie de explosiones menores, mientras empezaba a alzarse una nube de humo negro y oleaginoso. Los motores se pararon y aparecieron llamas por entre la espesa capa de humo. De súbito, el fuego se extinguió; el casco de la embarcación escoraba bruscamente sobre un costado y se hundió con gran rapidez.

El humo no tardó en desvanecerse. Al poco rato no quedó sobre el agua más que unas manchas irisadas de gasolina y un par.de pavesas.

Al otro extremo de la isla, Brian Gelder seguía empeñado en la negociación más difícil de su vida. Levantó la cabeza y preguntó a su interlocutor cuál era la causa de aquella explosión.

El interpelado abrió los brazos y contestó:

—Hay mala gente por estos alrededores. Vienen a pescar con dinamita en nuestras aguas. Pero a veces esos pescadores furtivos calculan mal y la dinamita explota en sus narices. Malo para la ecología, ¿verdad?

El que así había hablado sonrió, satisfecho; se encogió de hombros, y la negociación siguió su curso.

7

Acurrucada en el sofá, Marcia contemplaba el desastroso estado de la sala de estar de Peters. Hacía dos semanas que éste había salido para Yugoslavia, y en ese tiempo había ocurrido un cambio radical. Los colores exquisitamente combinados y las mesas de cromo y cristal seguían allí. El trofeo continuaba en su nicho, pero los bien estudiados efectos de la decoración habían desaparecido. Las alfombras habían sido enrolladas, y el cristal de una de las mesas de café estaba cubierto de notas trazadas con rotulador. Toda la sala estaba llena de papeles. Del cuello de una estatua colgaba una larga cinta perforada. En todas partes había montones de formularios impresos. La escultura de Henry Moore servía de pisapapeles. Parte del suelo estaba cubierto de fotocopias y artículos de revistas científicas. Los documentos estaban plagados de anotaciones. En uno de ellos se leía: «Datos válidos, pero malísima interpretación.» Y en otro: «Ni caso... pretenciosas nulidades.»

Marcia consideró cómo lograría devolver un aspecto presentable a aquella sala antes de que regresara Peters. Porque éste era muy puntilloso y le gustaba que cada cosa estuviera en su sitio. Marcia empezaba a preocuparse por él. Salvo una breve llamada telefónica desde Dubrovnik, hacía diez días que no tenían noticias de él. Al ver el desorden, Marcia supo que Mawn había permanecido allí durante todo el fin de semana que ella había pasado en Kent con unos amigos.

Sonó el timbre de la puerta. Marcia se quitó el pañuelo de la cabeza y se alisó el cabello antes de abrir.

El visitante era un desconocido, un joven de unos veinte años, pelirrojo, de cara redonda y amigable. Vestía traje gris y su camisa blanca contrastaba con el recién adquirido bronceado.

—¿Señorita Scott?

Marcia asintió.

El hombre se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un sobre grueso de color pardo, y se lo entregó a Marcia diciendo:

—Sheldon Peters me pidió que se lo diera.

—Gracias. Acabo de hacer café. ¿Quiere tomar una taza?

El joven consultó su reloj:

—No, gracias. Debo ir a la oficina.

Sonrió y se dispuso a marcharse.

—Gracias una vez más —dijo Marcia y cerró.

Luego se dirigió a la cocina y vació el sobre en la mesa. Apareció primero una carta, apretadamente doblegada, y luego un paquete de cartón ondulado que contenía cuatro microfilms montados sobre vidrio, con sus correspondientes etiquetas de papel. Marcia leyó la primera etiqueta: «Patolo. Clin. Area Broca 4 H & E.» Abrió la carta y empezó a leerla. Pasados unos cuatro minutos, oyó que alguien entraba.

Era Mawn. Caminando como un sonámbulo, se dejó caer en una butaca. Al momento se inclinó para coger del suelo un montón de fotocopias y empezó a leer, ajeno a todo lo que le rodeaba.

Marcia le llamó desde la cocina:

—He preparado café. ¿Quieres tomar un poco?

Mawn emitió una especie de gruñido por toda contestación. Al cabo de unos minutos, Marcia regresó a la sala con el café y la carta:

—Estoy aquí. Te lo digo por si no te has dado cuenta.

Dejó la bandeja sobre la mesa. Mawn, molesto por la interrupción, levantó la cabeza:

—¿Eh?

Marcia llenó una taza y la empujó hacia Alex:

—Pareces agotado; vamos, tómate esto. A propósito, hay carta de Sheld; me la entregó en mano un muchacho que regresaba de Yugoslavia.

El cansancio de Mawn desapareció como por ensalmo:

—¿Qué dice?

Marcia frunció el entrecejo:

—Léela tú mismo.

La carta hacía un breve relato de las vicisitudes de Peters en Yugoslavia. Incluía casi palabra por palabra la conversación mantenida con Chen-wa en Albania. De pronto, Mawn arrojó la carta al suelo al tiempo que gritaba:

—¡Exactamente lo que necesitábamos! ¿Dónde están?

—¿El qué?

—¡Los microfilms, mujer, los microfilms!

—En la cocina están.

—Éste puede ser el dato más importante de que dispongamos. Tenemos una inexplicable pérdida de inteligencia; no aparece ninguna causa que lo explique, nada... —Y, recogiendo la carta, prosiguió—: Y ahora este hombre —echó una ojeada a la carta—, Chen-wa le dice a Sheldon que ha observado cómo el personal de Puké cometía torpes errores manuales y... uno de ellos murió a causa de uno de tales errores, y en su cerebro se hallaron ciertas lesiones fisiológicas... y el médico albanés les dio el nombre de «atrofia de las células de Betz». Los rusos y los chinos también admiten la existencia de esas lesiones cerebrales.

—Pero no podemos demostrar si existe relación entre unas lesiones cerebrales observadas en determinado lugar, y el bajo rendimiento mental observado en otro.

—¡En efecto! —Alex dio unos golpecitos a la carta—. Pero Sheldon dice aquí que uno de los pacientes observados por el chino cometió errores, y resultó que padecía esas lesiones cerebrales, precisamente.

—Sí, pero es un caso aislado. No se puede generalizar sobre tan exigua base.

—¿Cuántos de vuestros casos presentaban baja destreza manual en las pruebas no verbales?

—Una proporción elevada de ellos, como sabes.

—¡Exacto! Ante todo, vamos a entregar estas fotografías al... —echó un vistazo a la carta— profesor Kingston, del Instituto de Patología, para ver si allí han tenido algún caso de... atrofia de las células de Betz. En segundo lugar, caso de que la respuesta sea positiva, averiguaremos si allí llevan el consiguiente registro. Y, en tercer lugar, veremos si consta en el mismo alguna de esas personas en las que habéis observado una pérdida de coeficiente intelectual.

—Para eso sería necesario que hubiera fallecido alguno de nuestros sujetos.

—¡Exacto! ¿Puedes averiguar si murió alguno de los sujetos examinados?

—Eso será fácil; poseemos un resumen de todos los expedientes.

—Entonces podremos averiguar si alguno de los afectados falleció y, en caso afirmativo, si presentaba lesiones cerebrales.

Marcia volvió a sentarse:

—Lo que no me gusta nada es lo otro.

—¿A qué te refieres?

—A lo de andar jugando con cámaras fotográficas en la frontera albanesa.

Indicando la carta, Mawn dijo:

—Es totalmente lógico. Él creyó que el caso no resultaría concluyente si no se identificaba a los asociados de Gelder. Apruebo totalmente su proceder.

—Eso es fácil para ti... Tú no corres ningún peligro. ¿A qué tanto buscar pruebas? ¿Acaso se trata de un asunto criminal? Lo que me tiene intrigado es que Sheldon no haya vuelto a telefonear.

Cogiendo del suelo el teléfono, Mawn replicó:

—Está bien. Voy a llamar a su oficina de la B.B.C.

La primera llamada provocó una serie de averiguaciones sobre el paradero de Peters: «Sí, se había ido a Yugoslavia»... «No, no había regresado a Roma»... Por último, Mawn recurrió a la guía. Apenas hubo anotado el código para llamar a Dubrovnik, sonó de nuevo el teléfono. Una voz femenina habló en tono cauteloso:

—¿Preguntaba usted dónde podía localizar al señor Sheldon Peters?

—Desde luego —contestó Mawn, algo irritado—. ¿Quién habla, por favor?

—La secretaria del señor Danvers. ¿Es usted el doctor Mawn?

—Sí. Continúe, por favor. ¿Qué ha ocurrido?

La voz continuó:

—¿Está ahí la señorita Scott?

—Sí. ¿Dónde está Peters?

Hubo un silencio, tras el cual la voz se mostró un poco más comunicativa:

—Lamento tener que comunicarle que el señor Peters ha sido asesinado.

—¡Asesinado! —Mawn dirigió una mirada a Marcia—. ¿Está usted segura?

—Completamente segura. Ya han sido informados sus familiares. La noticia se publicará probablemente en el boletín de las seis.

—Por favor, dígame cómo ocurrió.

—Lo siento, pero por ahora no puedo darle más detalles. —La voz vaciló un momento y luego continuó con perfecta entonación—. El señor Danvers le ruega que cancele sus actividades en relación con el programa «Estilo nocturno», hasta que él tenga oportunidad de ponerse nuevamente al habla con usted.

Mawn colgó lentamente.

—Supongo que lo has oído —dijo—. Sheldon ha muerto.

Marcia no contestó. Al volverse, Mawn vio que estaba pálida y muy conmovida.

En un súbito arranque de compasión se acercó a ella:

—Perdona. No sabía que tú...

Quiso decir «le querías tanto», pero no pudo pronunciar aquellas palabras.

Pasados los primeros momentos de emoción, recapitularon la situación. La llamada de la secretaria de Danvers venía a significar que el programa de televisión previsto quedaba cancelado. Mas, ¿qué había ocurrido en realidad? En aquellos momentos, Mawn se sentía culpable de la muerte de Peters. La primera víctima fue su ayudante, y ahora le tocaba a Peters. El único factor común de ambas muertes era él mismo. Ambos murieron a resultas de su primera declaración ante la televisión. Peters había revelado poseer una gran valentía. ¿Cómo le habían matado?

Marcia vino a sacarle de sus mortificantes pensamientos.

—No debes acusarte de su muerte, Alex. Shel supo exactamente lo que hacía, jugando a espías en un lugar sumamente expuesto. Pero quería ser el primero en publicar una noticia realmente sensacional, para ratificar su prestigio. Con todo, creo que se excedió en el intento.

Mawn la observó, confuso. La mirada de Marcia se cruzó un momento con la suya.

—Era un amigo para mí. Se hacía querer de todos los que le trataban. Pero hay algo más, que seguramente tú no sabes. Sheldon era homosexual; se casó, pero el matrimonio fracasó. Tuvo un amigo durante muchos años; era casi como si estuvieran casados. Ese amigo falleció el año pasado.

Mawn meneó la cabeza:

—No sabía nada de eso.

—Claro que no. Nadie sino sus más íntimos amigos lo sabían. Era un secreto, y él hizo cuanto pudo por mantener la cosa así... Estoy convencida de que deseaba morir cuando pensó en ese viaje. —Se frotó la sien y concluyó—: Ahora, volvamos a nuestro asunto. ¿Qué piensas hacer ahora?

Mawn guardó silencio durante un rato, y luego dijo:

—Bien. Nos faltan pruebas definitivas. Ambos creemos que estamos en lo cierto. Pero necesitamos datos más consistentes. Repetiremos en seguida algunas pruebas, sin ayuda de nadie. Estamos solos. Si no nos equivocamos, las consecuencias van a ser terribles. Si la humanidad está al borde del abismo, debido a esa pérdida de facultades, es posible que caigamos en una nueva Edad Media. Pero si publicamos ahora nuestro descubrimiento, los científicos se apoderarían de nuestro trabajo, lo destrozarían y luego patearían los pedazos. Todo lo que ellos saben hacer es destruir. Por consiguiente, si cometemos una inexactitud nos van a crucificar.

Marcia le escuchaba con las manos cruzadas en el regazo y con un intenso brillo en los ojos.

—Mira, Marcia. Éste no es un mero problema teórico. Es un asunto sucio, y vamos a ser víctimas de nuevos ataques. Pero si estamos realmente seguros de nuestra condición de seres humanos, es nuestro deber actuar sin esperar recompensa.

—Pero ¿cómo?

—Hemos de realizar una investigación a escala mundial. Analizaremos todos los accidentes y catástrofes, todas las desgracias atribuibles a la intervención humana; los ferroviarios los aviadores, los cirujanos, los marinos... Para estar seguros, sería preciso medir y tabular la capacidad mental de todos ellos.

Mawn había olvidado la presencia de Marcia. Se levantó de la silla y se puso a pasear por la sala, gesticulando.

—Es preciso que hallemos el punto crítico del peligro. Pero no podemos hacerlo solos para todo el mundo. La zona de mayor peligro debe existir; tiene que haber un sector de la tecnología que sea el menos estable. En algún lugar hay un volcán en potencia. El más evidente es el aparato militar, pero sería inútil ir al Pentágono o al Ministerio de Defensa y decirles: dejen ustedes sus cohetes, porque los encargados de atenderlos son unos estúpidos. Se reirían de nosotros y nos echarían. Nuestra única esperanza radica en localizar una zona de peligro más probable, y que tenga valor de demostración...

Marcia interrumpió el torrente de palabras diciendo:

—¿Y por qué no esperar a que ocurra algo, aunque sólo sea una sola vez? Así la gente se daría cuenta del peligro que les amenaza y se apresurarían a remediarlo.

—No podemos esperar a que eso ocurra. Podría darse un inmenso desastre, que afectaría a millones de víctimas. Es casi seguro que la tercera guerra mundial será provocada por un accidente fortuito. Imagínate que vosotros los norteamericanos tenéis ante la pantalla del radar a un hombre desesperado procurando disimular su incapacidad mental, y que este hombre toma una decisión equivocada. En tal caso, ¡nunca sabríamos poiqué habríamos muerto!

Hizo una pausa, y prosiguió:

—Ahora bien, pensemos en ese reactor de agua a presión

que construye Gelder en las Oreadas. Es la primera central nuclear privada de Inglaterra. Decir empresa privada es decir reducción de costes. A su vez, la reducción de costes supone unos coeficientes de seguridad cada vez más reducidos; y los bajos coeficientes de seguridad implican personal poco experto. Lo que equivale a un inmediato peligro de accidente. ¿Cuántos de vuestros sujetos eran ingenieros nucleares, y cuáles de ellos trabajan hoy en las islas Oreadas? Eso es lo que tenemos que averiguar.

Contagiada del entusiasmo de Mawn, Marcia se acercó y le tomó de ambas manos:

—Sí, podemos hacerlo. Podríamos retrasar la puesta en servicio de la central, para luego demostrarles que trabajan en ella algunas personas mentalmente deficientes. —Tras consultar su reloj, añadió—: Ahora que me acuerdo... He de visitar a la madre de Sheldon por si puedo ayudarla en algo.

—A propósito de Sheldon; ¿no crees que debería buscar otra casa?

—No es necesario; su madre es muy amable. Estoy segura de que no tendrá inconveniente en que te quedes aquí. Déjalo de mi cuenta; yo lo arreglaré.

Dicho esto, Marcia se dispuso a salir.

Mawn se puso a revisar los fundamentos de su efecto dino— sáurico frente a las pruebas conseguidas por Marcia en cuanto a la inteligencia de sus sujetos experimentales. ¿Por qué afectaba sólo a determinados grupos de personas? Este enigma le tenía fascinado. Los ejemplos abundaban en ingenieros, altos funcionarios y miembros de profesiones liberales. Y trató de imaginar complejos juegos jerárquicos, donde la inteligencia fuese considerada por los superiores como una desventaja.

Desechó una tras otra sus ideas, y empezó a desanimarse. El rostro de Marcia se presentaba una y otra vez a su visión mental. La recordó cogiéndole las manos de una manera extraña e infantil. ¿Estaría enamorado de ella? ¿Le gustaba? Le interesaba, en definitiva. Comprendió que la compañía de ella había llegado a serle indispensable. Se preguntó qué podía sentir ella hacia él. Por primera vez en varios años se miró en el espejo. Lo que vio le dejó intranquilo. Casi le pareció que se había apoderado de su personalidad un anciano. Tendría que hacer algo mañana mismo.

Hacia las once de la mañana siguiente, Mawn regresaba a casa tras pasar por la biblioteca de la Universidad. En pl camino se detuvo frente a un escaparate para contemplar su imagen reflejada en el cristal. Su largo y revuelto pelo y su descuidada barba le desagradaron nuevamente, y recordó la burla de un colega suyo: «Ese Mawn debe pasarse varias horas al día desarreglándose.»

Con súbito arranque, entró en una peluquería y masculló algo referente a la necesidad de un corte de pelo. Mientras se contemplaba en el espejo del establecimiento se preguntó si pasaría como con el famoso retrato de Dorian Gray; pero el resultado de la operación barberil no fue tan desagradablemente revelador como había temido.

Al entrar, Marcia se quedó un momento atónita, sin reconocerle. Y, de pronto, soltó la carcajada:

—¡No me habías dicho que tenías un hermano!

Media hora más tarde, Mawn colgaba el teléfono:

—Es extraño. ¿Recuerdas que estábamos seguros de que cancelarían el programa?

—Sí, claro.

—Pues, bien. Danvers acaba de decirme que se va a realizar con un nuevo presentador."

—Creí que aprovecharían esa providencial oportunidad para cancelarlo.

—También yo. ¡Sin duda, tenemos algún amigo por ahí!

—¿Cuándo se presenta el programa?

—Dentro de dos semanas, a contar desde el sábado. Quería que fuera a hablar con él ahora mismo, pero le dije que estábamos ocupados, que deseaba pensarlo y que ya le contestaría. AI parecer han llamado a otro presentador, Simón Joyce. ¿Le conoces?

—Sí. Es adulador, rastrero, y sólo piensa en el ascenso.

—Parece que designarán a tres personas para que se metan conmigo, por lo del efecto dinosáurico. Pero todavía no han decidido quiénes van a ser.

—¿Aceptarás?

—¿Por qué no? Mis datos son exactos. No tengo problemas en este sentido.

Marcia consultó su reloj:

—Dentro de media hora es la visita a «Selección Administrativa». Dijeron que esta tarde nos dejarían consultar sus archivos durante una hora.

—Excelente demostración de confianza por parte de ellos.

—¡Ah, no! Ellos ganan en el trato. Les dije que a cambio del favor examinaremos gratis a sus aspirantes.

La máquina dejó caer un verdadero torrente de tarjetas perforadas. De vez en cuando, un ruidoso chasquido indicaba que se había separado de la corriente principal una tarjeta que, revoloteando, iba a caer por otro conducto al rimero que se acumulaba en una bandeja. Marcia y Mawn vigilaban aquel controlado frenesí, fascinados por la extraordinaria velocidad del proceso.

Por último, la operadora accionó un pulsador de la consola: el torrente cesó de manar y el zumbido se extinguió. Entonces Marcia se inclinó y recogió ansiosamente el montón de tarjetas extraídas, para contarlas:

—Sesenta y ocho, sesenta y nueve, setenta... y setenta y una. Setenta y un ingenieros nucleares que hemos examinado al menos una vez.

—Es más de lo que esperaba —repuso Mawn.

—En realidad, no es mucho. Esta agencia trabaja con una plantilla de personal bastante reducida; por eso precisamente la escogimos para empezar. Ellos ya habían seleccionado más o menos, atendiendo a sus propias razones, la clase de personas que podían interesarnos.

Mawn recogió las tarjetas y se puso a examinar las perforaciones de los márgenes, cotejando la posición de las mismas con una lista de nombres que tenía sobre de la mesa. Por último dijo, dejando el lápiz:

—Decías que ciertos grupos de personas que trabajaban en un mismo lugar arrojaban un elevado porcentaje de merma de inteligencia.

—Exacto.

—¿Cómo se explica que los ingenieros nucleares estuvieran todos ellos en un mismo lugar cuando les examinasteis?

—No lo estaban. También verificamos otros grupos..., no precisamente de acuerdo con el lugar en que sus componentes trabajaban, sino teniendo en cuenta lo que hacían para ganarse la vida.

—No lo he notado...

—Sí que te diste cuenta de ello; estaba en nuestro análisis.

—Eso todavía no contesta a mi pregunta —insistió Mawn.

—Nuestro principal problema es explicar la degradación de los grupos que trabajan en un lugar determinado... Pero si se toman otros grupos seleccionados, por ejemplo, a base de la profesión, la edad o el nivel salarial, entonces sus componentes no se hallan en un solo lugar y sin embargo se encontrarán entre ellos algunas personas afectadas, ¿no?

Mawn cogió la lista:

—¿Conque has examinado a setenta y un ingenieros nucleares?

—Sí.

—Y, de acuerdo con esto —dio un golpecito en la lista—, dieciocho de ellos presentaban cierta degradación de inteligencia... bien en la primera prueba o en ambas.

—Sí.

—Entonces, ¿cuántos de esos dieciocho están ahora trabajando en la central de Grim-Ness?

Empezó a recoger sus papeles mirando a la irritada muchacha, que volvía a cargar la selectora.

—Creo —añadió— que hemos abusado de la buena acogida que recibimos. Vámonos.

Marcia le miró con ojos chispeantes:

—Podrías graduarte en psicología.

Mawn dejó la lista sobre la mesa.

—Naylor P., Baird D., Durrell F., Elleston F., Westcott B., Haskell R.: seis hombres que probablemente ocultan una merma de capacidad mientras ponen en servicio la primera central nuclear privada de Inglaterra, donde además ya se opera bajo mínimos de seguridad.

Marcia estaba sentada sobre la alfombra y se apoyaba en unos grandes almohadones:

—¿ Estás seguro de que no lo hemos tomado como una venganza particular, Alex?

Mawn levantó la vista:

—Si conseguimos datos exactos, ¿qué importan nuestros motivos?

—Lo que quise decir es que... ello podría llevarnos demasiado lejos.

—No sucederá tal cosa. Hay muchas cosas que aún no hemos conseguido. Por ejemplo, conocer el diagnóstico del patólogo Kingston sobre los microfilms, o también saber qué pasa en la central nuclear de Grim-Ness. Nadie nos haría caso si dijéramos que existe un efecto a escala mundial y que la gente debe dejar prácticamente todas sus ocupaciones; pero si podemos demostrar la presencia de disminuidos en la central nuclear, tendremos un caso auténtico.

—No estoy segura —replicó Marcia—. El que trabajen allí sólo seis disminuidos no quiere decir que vaya a suceder algo terrible. Me explicaré. Si se pone en servicio la central y nada malo sucede, haremos el ridículo y perderemos la oportunidad de convencer a la gente de lo extendido que se halla en realidad el efecto dinosáurico.

—No lo pienses más. El Consejo Inglés de la Electricidad posee un excelente historial de seguridad en relación con sus reactores refrigerados por gas. Pero esto es tan diferente como el yeso del queso. Aquí se trata de un consorcio privado que construye un reactor con fondos privados. Y dicho consorcio está en competencia encarnizada con los japoneses y con los norteamericanos. Todos ellos buscan métodos que les permitan abaratar los costes. Tenemos así un reactor barato a punto de ser puesto en servicio por unas personas que muy probablemente no son capaces de llevar a cabo su trabajo. Sí, eso debe publicarse cuanto antes. Nada tenemos que perder. Hace casi un año hablé con el médico jefe de Gelder, John Barfield. La entrevista fue confidencial, pero la conversación giró esencialmente alrededor de que, en anteriores centrales construidas por Gelder, una en el Japón y otra en Dortmund, menudeaban las averías, algunas de las cuales se produjeron ya durante la construcción. Por lo visto, en su día Barfield quiso hacerles entrar en razón, pero sólo consiguió que le contestaran con el viejo cuento de que la obra no sería rentable. Pero ahora Gelder no puede ignorar este doble riesgo. La estación de Grim-Ness debe empezar a funcionar en diciembre. ¡Para entonces hemos de conseguir que se detenga ese proyecto!

Gelder contempló a los dos hombres por encima de la botella. Bellamy, congestionado por efecto de la gran cantidad de coñac ingerida, daba impacientes vueltas al cigarro. Caird tenía el rostro amarillento y parecía malhumorado. Durante el almuerzo sólo había bebido agua mineral.

El ruido de la calle St. Jame's llegaba al salón del club amortiguado por las cortinas.

Bellamy, excitado, decía:

—Os repito que ya advertimos los primeros resultados de la campaña lanzada por ese tipo. En Wall Street circulan una serie de rumores... ¿Son nuestros aparatos pura chatarra? ¿Son tan poco fiables como dice Mawn? Lo cierto es que se nos escapa un montón de contratos; los compradores se vuelven hacía los japoneses. ¡Hay que hacerle hincar el pico como sea!

—Ante todo, convendría saber si tiene algún secreto vergonzoso —dijo Caird en tono apacible.

—¡Alto, amigo! —protestó Bellamy—. ¿Acaso has olvidado lo que le pasó a la empresa química que trató de maniatar a Nader? Setecientos cincuenta mil dólares le costó el intento.

Olfateando el aroma de su copa, Gelder dijo:

—Olvidemos eso. Hagamos algo más eficaz. Ese hombre es muy peligroso, y debe ser silenciado inmediatamente.

Alarmados, ambos se quedaron mirando al que había hablado.

—No tengáis miedo. No habrá problema —siguió diciendo Gelder—, porque no es lo que suponéis. No podemos atrapar al amigo Mawn con mujeres ni con muchachos. Habrá que intentar algo más fuerte. Últimamente he practicado algunas averiguaciones. Me he puesto en contacto con un colega de Mawn, un profesor que no le aprecia demasiado. Además he localizado al empleado de quien os hablé en nuestra reunión anterior. Creo que con los dos se conseguirá exactamente lo que pretendemos.

8

Durante dos días antes del programa televisivo, Mawn y Marcia trabajaron duro sobre los datos que iban a publicar.

Mawn había llegado a un difícil acuerdo con el productor del programa. El programa sería continuación del que sirvió para divulgar por primera vez el efecto dinosáuríco. Se hizo saber a los industriales atacados que tendrían oportunidad de refutar sus manifestaciones ante la pequeña pantalla. Mawn se ratificó en que poseía nuevas e importantes pruebas, que tribuirían a generalizar y reforzar su teoría. A ello el productor respondió que el programa no estaba concebido para servirle de plataforma desde la cual exponer nuevos puntos de vista sino para permitirle defender sus primeras declaraciones.

Como de costumbre, el programa iba a ser emitido en directo el domingo.

Marcia se arrellanó en su butaca y dejó el lapicero en el suelo:

—¿Cómo has conseguido todo esto? ¿O es un secreto profesional?

—De ninguna manera. Durante los últimos años han sido muchas las personas afectas a distintas empresas que ofrecieron datos. En su mayoría se trataba de empleados descontentos por uno u otro motivo. No quise hacerles demasiado caso. Pero estos documentos —señaló unos papeles— son de John Barfield, quien me los envió hace sólo un par de días.

—Barfield corre un gran peligro, ¿no? Y, ¿qué obtiene en compensación?

—Sobre todo, una conciencia tranquila. Como sabes, trabajaba en la Comisión de Investigación Médica. Luego Gelder le contrató para que dirigiera su nuevo departamento de higiene industrial. Fue una especie de engaño. En la construcción de reactores nucleares, la seguridad es obviamente esencial. En realidad, la presencia de Barfield servía para acallar las protestas de los Sindicatos en cuanto a los peligros que corría la salud de los empleados.

—¿Te fías de él?

—¿De John? Absolutamente. La razón de que viniese a verme hace unas semanas fue, ante todo, su interés hacia la ecología. Es lo único que le mueve. Y ha descubierto que muchas de las centrales nucleares construidas por el consorcio Gelder sufren averías y accidentes. Ha recopilado la documentación al respecto, y se dirigió al Consejo de Administración para proponer determinadas medidas de seguridad.

—Naturalmente, el Consejo no le hizo ningún caso.

—No sólo eso, sino que le ordenaron que dejara de meterse en tales asuntos. Como comprenderás, el problema radica en que sacrificó su carrera al incorporarle a Gelder. Además tiene una familia numerosa. Vino a verme y me facilitó un verdadero arsenal de datos. Me dijo más o menos: «Haz lo que creas conveniente, pero no digas nunca que yo te los proporcioné.»

—¿Y no hay peligro de que se metan con él?

—Ninguno, porque son muchas las personas que tienen acceso a esas cifras.

Marcia cogió una ficha y leyó una serie de cifras:

—¡Esto me parece demasiado!

Mawn levantó la vista y dijo:

—¿El qué?

—Uno de los cálculos realizados por Barfield. —Cotejó la ficha con una lista que cogió de encima de la mesa y siguió diciendo—: Según él, uno de los ordenadores instalados en la central de Dortmund estuvo inactivo en más del setenta por ciento de su capacidad, debido a ciertos defectos.

—Lo cual no deja de ser habitual en los ordenadores de la N.A.L.A. En todo caso, cuando obtuvimos estos datos los comprobamos a fondo. Ahora hemos de simplificarlos para que pueda asimilarlos el público. Si tienes alguna duda sobre el particular, expónela ahora.

Ella vaciló antes de contestar:

—¿No pueden demandarnos por difamación, o por algo por el estilo? Porque esos señores cuentan sin duda con el respaldo de buenos juristas.

—No se atreverán. Nosotros no hacemos sino señalar unos hechos relativos a sus actividades. Que se defiendan. Ahora tenemos una oportunidad de hacer llegar nuestro alegato a los ojos y oídos de más de doce millones de personas. Va a ser el mejor foro imaginable. Ahora podré sacar a la luz todo lo relativo a la merma de inteligencia y demostrar que la misma no se circunscribe a este país.

—Espero que Simón Joyce no te apriete las tuercas. No olvides que es un as en lo que a fastidiar se refiere.

—Es un pequeño riesgo.

—¡Ah!, olvidaba decirte que unos amigos quieren verte. ¿Te molesta?

Mawn sonrió:

—¿Aquí?

—Sí. Yo solía organizar aquí reuniones para Sheldon.

—Trataré de corresponder, si puedo. Debo pronunciar unas palabras después del programa, a última hora de la noche. Haré acto de presencia en la «suite de los agasajos», como ellos la llaman, y tomaré el suficiente whisky escocés como para despertar el interés de mis enemigos.

Simón Joyce estaba sentado en un rincón de la antesala del estudio junto con el director, repasando atentamente el guión y ajeno, en apariencia, a la presencia de sus cuatro invitados.

Mawn ocupaba una butaca de plástico, mientras una maqui— lladora le daba toques con una borla de polvos, para eliminar el brillo de su frente. Por la abierta puerta del estudio entraba una algarabía de sonidos. Dos hombres sudorosos instalaban una mesa frente a una batería de cámaras. Otro hombre, en mangas de camisa y llevando unos auriculares, tomó de la mesa una botella vacía y la agitó con cierta rabia en dirección de una agobiada muchacha, ordenándole ir a llenarla de agua.

Mawn notó que su corazón latía sólo un poco más rápido que lo normal. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, palpando sus notas, y luego observó a sus tres antagonistas.

Geoffrey Twining, redactor científico de «Daily Chronicle», era un posible aliado suyo. El profesor Seager, catedrático de Informática por la King's University, pese a sus refinados modales, era un adversario temible. William Sampson, secretario de la Junta de Energía Nuclear en el Ministerio de Industria y Comercio, probablemente sería neutral, aunque procuraría defender a sus amos.

El hombre de los auriculares asomó la cabeza por la puerta y sonrió:

—¿Preparados, señores? Gracias.

Mawn ocupó desmañadamente su asiento, bajo la deslumbradora luz de los potentes focos.

Y empezó a sonar la música de sintonía.

Marcia atendía a los invitados, que eran unos quince. Entre los funcionarios de la administración pública destacaba Richard Lodge. Su esposa Alicia, que era española, llevaba un vestido de noche de terciopelo azul oscuro.

Howard Venn había venido en avión desde Lisboa. Estaba hablando con Lodge, con aquella combinación de respeto y autoridad que reservaba para quienes tuviesen poder o dinero. Su linda pero inexpresiva consorte exhibía una estereotipada sonrisa que ella creía demostrativa de un inteligente interés. Lodge asentía mientras Venn le explicaba sus puntos de vista.

Ninguno de los invitados dejaba adivinar que aquella reunión era un tributo póstumo a la memoria de Peters. Nadie mencionó siquiera su nombre. Durante media hora antes del inicio del programa, Marcia explicó los hechos a cuantas personas pudo, por si tropezaba con alguien influyente.

Con punzante expectación, consultó su reloj y encendió el televisor de treinta pulgadas. Los invitados se acomodaron alrededor de la pantalla, copa en mano.

La música cesó y empezó el programa.

Marcia se sintió más segura cuando vio que Mawn hablaba de un modo sencillo y eficaz, exponiendo sus premisas con lógica ilación, con un mínimo de gestos y de teatralidad.

Cuando terminó, Simón Joyce ocupó de nuevo la pantalla, resumió el motivo del programa y presentó a los tres hombres que iban a discutir la teoría de Mawn.

Marcia se levantó para llenar una vez más los vasos, mientras trataba de adivinar la reacción de los invitados ante el programa.

Geoffrey Twining intervino en primer lugar, ateniéndose a los puntos tratados por Mawn, y le presentó a éste algunas objeciones de detalle que Mawn pudo rebatir fácilmente.

Marcia exhaló un profundo suspiro. Si los demás oponentes fueran tan fáciles de despachar...

El profesor Seager se quitó las gafas, las dobló cuidadosamente y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Espero me perdonen —empezó diciendo— si afirmo que muchas de las cosas que el doctor Mawn ha dicho aquí me dejan hondamente preocupado.

—¿Podría decirnos por qué, profesor? —le preguntó Joyce.

Seager cruzó, solemnemente, las manos.

—Se nos ha hecho una exposición muy clara. El doctor Mawn sostiene que la base de nuestra avanzada tecnología se halla de alguna manera amenazada por el empleo de máquinas defectuosas. Ha bautizado su idea con un nombre sumamente propagandístico: ¡el efecto dinosáurico! Por tanto, y acudiendo a los aspectos más objetivos de lo que debo calificar como un irresponsable cuento de ciencia ficción...

—¡No son ficticios los datos que he aportado! —protestó Mawn—. Mi información es absolutamente sólida; puedo asegurárselo...

Joyce interrumpió a Mawn con firmeza:

—No olvide, doctor Mawn, que debe conceder una oportunidad a los demás...

Mawn se calmó, y el profesor Seager continuó:

—En efecto, se ha insinuado que... —echó una ojeada a sus notas— el porcentaje medio de error en el sistema de ordenadores de la N.A.L.A. era del diecisiete por ciento.

Volviéndose hacia Mawn le interrogó:

—Eso ha dicho usted, ¿no?

Mawn asintió.

—Y que los ensayos del sistema de seguridad por enfriamiento del núcleo en caso de avería mostraban en el reactor de Kioto una temperatura irreductible de mil quinientos grados. ¿No

es así?

Mawn asintió nuevamente:

—Así es.

—Luego ha afirmado que el examen radiológico de la caldera de alta presión del reactor de Dortmund indicaba un dos por ciento de fallos, en promedio. Es decir, que dos de cada cien pulgadas de soldadura presentaban imperfecciones de una o de otra índole.

—Dentro de los límites que señalé, sí.

—Y, completamente aparte de sus declaraciones anteriores ante la televisión, usted afirma que los niveles de radiactividad en los circuitos refrigerantes excedían en un cuatro por ciento el máximo admisible. —Seager desplegó un folleto—. Pues bien, me he puesto en contacto con el consorcio Gelder, cuyos directivos han tenido la amabilidad de facilitarnos, a mí y a mis colegas, libre acceso a todos los datos de sus investigaciones. —Después de echar un vistazo a la ficha, prosiguió—: El error medio en los sistemas informáticos verificados fue del dos coma ¡ cuatro por ciento, mientras que usted sostiene que es del diecisiete. —Volvió la página—. El sistema de enfriamiento del núcleo da una temperatura teórica de sólo cuatrocientos veinte grados, ¡mientras usted dice que es de mil quinientos! En cuan— i to a la medida de la radiactividad en los circuitos primarios de refrigeración es, en efecto, inferior al máximo de cero coma cero cinco roentgen-equivalente biológico. Desde luego, cabe desconfiar de los datos estadísticos, pero las cifras del doctor Mawn muestran tal divergencia con respecto a las mías, que sólo cabe suponer que ha sido erróneamente informado... —Se caló las gafas y terminó—: Y el hecho de que el doctor Mawn no pueda, o tal vez no quiera, revelar el origen de sus informaciones, me produce cierta inquietud.

—Mis cifras podrán ser comprobadas —empezó diciendo Mawn, pero le temblaba la voz—. En realidad, fueron obtenidas en la misma empresa...

Joyce se dirigió al cuarto invitado:

—Señor Sampson, usted representa a la Junta de Energía Nuclear. Nos gustaría oír su punto de vista.

—Desde luego. Para empezar señalaré que existen dos tipos de centrales nucleares en este país, las instaladas por la Junta y Jas construidas por empresas particulares, en este caso por el consorcio Gelder. Ahora bien, en ambos casos, y debo hacerlo constar, mi departamento ejerce el más estricto control sobre todas las medidas de seguridad aplicadas en las centrales. Para el caso que nos ocupa, nuestras cifras coinciden con las referidas por el profesor Seager. Desconozco la procedencia de los datos del doctor Mawn, pero opino que están desprovistos de todo fundamento.

Dirigiéndose a Mawn, Joyce preguntó:

—Doctor Mawn, ¿tiene algo que añadir?

—No estoy de acuerdo con lo que se ha dicho aquí —la voz de Mawn había bajado de tono—. Cualquier cifra puede ser discutida, y ello depende de su origen. Pero la situación, de hecho es mucho más grave. Una de mis colegas y yo hemos hallado pruebas de que las nuevas centrales son defectuosas. Por otra parte, muchas de las personas que las atienden presentan síntomas de decreciente aptitud. Ciertos aspectos del comportamiento y la inteligencia de tales personas presentan un grave deterioro. Conque lejos de verme rebatido, creo que...

—¿Ah, sí? —interrumpió Seager—. Como sus cifras han resultado completamente erróneas, ahora quiere usted inventar algún síntoma totalmente nuevo para disimular su equivocación. Sólo me resta decir que la economía de nuestro país depende de una provisión de energía barata y no contaminante. Hemos estado escuchando aquí un infundado ataque al corazón de uno de nuestros recursos más importantes: la energía nuclear. Es posible que los datos del doctor Mawn resulten de una involuntaria equivocación; o tal vez haya sido mal informado. También puede ser que él mismo haya inventado todo este asunto. ¡La ley me prohibe manifestar mi elección entre estas tres posibilidades!

Simón Joyce miró hacia la cámara y dijo:

—¡Bueno! ¡Estamos ante una cuestión batallona! Y esto ha sido todo lo que nos ha permitido esta noche el tiempo de que disponíamos. Así, pues... —con una inclinación de cabeza dirigida a cada uno de los nombrados-...señor Sampson, señor Twining, profesor Seager, doctor Mawn: Muchas gracias.

Richard Lodge apagó el receptor y se arrellanó en el asiento, mientras Marcia permanecía inmóvil en el suyo, demasiado aturdida para moverse. Un tenso silencio reinaba en la sala, roto en seguida por una explosión de ruidosa charla. Todos se levantaron al mismo tiempo, y se encaminaron hacia la mesita de las bebidas.

La siguiente hora fue de las más largas en la vida de Marcia. Todos los invitados se comportaron como si el hecho de reunirse fuese el único motivo de su presencia allí, y el programa televisivo no hubiera sido más que un acontecimiento casual. La señora Venn, con su estupidez habitual, desentonó al comentar que Mawn estaba mejor con la barba recortada.

Marcia se negaba a pensar en el fracaso; no le importaba saber qué había fallado. Poco a poco, y mientras iba por la sala tratando de mantener la trivial conversación, empezó a repasar todos los fundamentos del trabajo que ambos habían efectuado.

Con diferentes pretextos, los invitados fueron despidiéndose y desfilaron hacia sus casas respectivas. Venn no pudo evitar unas palabras amables de despedida:

—Dile de mi parte al doctor Mawn que lo siento mucho y que nuestros servicios están a su disposición... si aún pueden serle útiles.

El último en despedirse fue Richard Lodge. Mientras su mujer ayudaba a arreglar el piso, él tocó suavemente a Marcia en el hombro:

—Si yo fuese Mawn, no me lo tomaría demasiado a pecho. Lo principal es rectificar las prioridades. Estoy seguro que el trabajo de ambos no ha sido inútil.

Durante casi una hora, Marcia permaneció inmóvil en una silla. Luego se abrió la puerta y Mawn la miró mientras ella se levantaba poco a poco.

—Por Dios, dime qué fue lo que ocurrió, Alex.

Éste meneó la cabeza, y dijo con voz apagada:

—No tengo ni idea...

Cuando Marcia se fue, Mawn permaneció sentado en la larga butaca negra de Peters, con la mirada perdida en el vacío. Ni siquiera el familiar calorcillo del whisky pudo consolarle. Sentía una literal parálisis de la voluntad golpeada por la crisis. En el breve plazo de unas semanas, todo su mundo se había roto en pedazos. Antes fue la destrucción del laboratorio, y ahora el golpe final, el derrumbamiento de su prestigio como científico. Al excederse en su afán, él mismo había labrado su ruina: se había suicidado profesionalmente ante millones de personas. Ya no le quedaban ilusiones en cuanto a la posibilidad de continuar su trabajo; el agobiado semblante de Marcia se lo había demostrado de una manera definitiva. Seager había hecho un buen trabajo: en pocos minutos logró desinflar a Mawn y dejarle como un trapo.

¿En qué habían quedado los planes con Marcia?

Indeciso, se puso en pie y salió dando traspiés. Bajó la escalera y enfiló la desierta calle nocturna. Todo era preferible a verse rodeado por las ruinas de su teoría.

La noche era clara, y las calles mojadas brillaban a la luz de las farolas. Instintivamente se dirigió hacia el parque del Embankment, a orillas del Támesis.

El ataque fue tan repentino como inesperado. Una sombra apareció detrás de una estatua victoriana e hizo una seña. De entre unos matorrales salió otra sombra. Y ambas se abalanzaron sobre Mawn.

La lucha fue breve. Mawn dio un puntapié al más cercano de sus agresores, el cual, tambaleándose y llevándose las manos a la boca del estómago, cayó entre los matorrales. Cuando el segundo se abalanzó sobre Mawn, éste vio el resplandor de la hoja de un cuchillo. Se agachó y el cuchillo pasó sin herirle por encima de la espalda. Agarrando a su asaltante por las piernas, le alzó en vilo y le dejó caer de cabeza al suelo. El cuchillo rodó y Mawn se precipitó sobre su agresor, sujetándole de los hombros. Levantó amenazadoramente el puño, y el desconocido, tras grandes esfuerzos por liberarse, se rindió bajo el peso de Mawn. En aquel momento se oyó al otro hombre que se alejaba corriendo entre la oscuridad.

Mawn volvió la cabeza de su agresor hacia la luz, y se encontró con la cara de un jovenzuelo de unos diecisiete años. Una cara cuyos ojos asustados le miraban por entre una melena de ensortijado pelo rubio.

A la vista de aquel flaco y espantado rostro le invadió la piedad. Le obligó a incorporarse y le condujo a un quiosco-cafetería instalado debajo del puente del ferrocarril, y que permanecía toda la noche abierto.

Le costó mucho persuadir al muchacho de que no iba a llamar a la policía. Al fin, éste se confió lo suficiente para hablar:

—Lo único que necesito es pan. Llevábamos dos días sin comer. Pensamos atacar al primero que pasara por el sendero.

—¿No buscas trabajo?

—¡Qué va! ¿Quién iba a emplearme? No sirvo para nada. Lo he intentado y ya no puedo más. El último empleo que tuve fue en un garaje. Y ni siquiera eso sabía hacer. Mis manos están cada vez peor. Y perdí el empleo. En otro tiempo podía trabajar muy bien con las manos. Ahora, ¿a quién le importa eso?

Algo más tarde, de regreso a casa, Mawn no se podía quitar de la cabeza aquel flaco y enfermizo rostro. Había ofrecido al mozo cinco libras si se presentaba en el laboratorio para ser examinado, pero el otro guardó silencio, desconfiado, creyendo que le tendía una trampa.

«Ya no puedo más.» Aquellas palabras resonaban en su mente. ¿Dónele acabaría aquel joven, si era uno de los disminuidos? ¿Cuántos más serían como él? Mientras andaba por las lóbregas calles, imaginó la pesadilla de un país de deficientes mentales, andando entre las sombras como lobos por el bosque. Recordó su programa televisivo, pero ello ya no le producía reacción alguna. ¿Qué importaba aquello, comparado con esto otro? Sólo una cosa cabía hacer: continuar. El compadecerse de sí mismo era un lujo que él no podía ni debía permitirse. Cuando llegó ai piso empezaba a amanecer.

Marcia despertó tarde. Sentía un peso en sus miembros y una gran torpeza mental. El menor movimiento le costaba un esfuerzo desproporcionado. La humillación y el desconcierto sufridos durante la reunión de la noche anterior —los comentarios reticentes, las miradas de soslayo— le encendían aún el rostro. Añoró la comodidad de su casa paterna, allá en los Estados Unidos, y pensó en el viaje de regreso, diciéndose con satisfacción que podía verse a bordo de un reactor en cuestión de horas. Paseó la mirada por los vulgares muebles del apartamento alquilado, y recordó su propia habitación de soltera.

Alex estaba acabado, pensó Marcia. De eso no le cabía duda. Todas las cifras habían resultado definitivamente erróneas; al menos las que le había proporcionado Barfield. Por un momento pensó que a lo mejor Gelder le había engañado proporcionándole datos falsos. Pero en seguida desechó la idea, al recordar que tales datos habían sido sometidos a una doble verificación.

Rememoró el planteamiento de Alex en cuanto a los tests de inteligencia, y empezó a sospechar si el propio Alex estaría equivocado en su método científico. Recordó las palabras de uno de sus maestros: «Cuando alguien pretende divulgar su trabajo antes de tenerlo publicado, ese trabajo es ciertamente incompleto y muy probablemente erróneo.» Con un sonrojo de turbación, recordó que los argumentos de Mawn la habían fascinado desde el principio. Imaginó a Venn en la misma situación en que se encontraba ahora Alex. ¡Cómo se habría arrastrado Venn! Éste no era más que facha, pero sin energía interior.

Alex había sido víctima del peor ataque a que puede exponerse un científico: una acusación de charlatanería, que entraña la pérdida de todo crédito. Y ello había ocurrido en público. Ante un público entre el que estarían seguramente muchos de sus colegas. Nunca le sería perdonada semejante derrota.

Se oyó un fuerte aldabonazo en la puerta. Marcia se levantó y se puso a toda prisa la bata y las babuchas. Luchando contra sus náuseas, fue a abrir. Era Alex Mawn, absolutamente tranquilo y con una media sonrisa en su rostro.

—Alex..., anoche no supe qué decirte. Me sentí tan desconcertada... Entra.

Mawn entró y se sentó:

—Nada había que decir, ¿verdad? Me dieron una patada en los mismísimos; eso fue lo que pasó.

—¿Y tus cifras, Alex? ¡Estabas equivocado de medio a medio!

—He tenido tiempo de pensarlo. Las conseguí de Barfield, ¿no?

Marcia asintió.

—Barfield será lo que se quiera, pero es honrado. Está molesto y preocupado por la situación. Además, ¿qué iba a ganar proporcionándome datos falsos? ¡El torcer la moral de Barfield ha debido costar una considerable presión y mucha influencia!

—¿Qué dices?

—De hecho, ahora estoy más seguro que hace sólo diez minutos.

Marcia parecía confundida.

—Le he telefoneado a su casa y he hablado con su mujer. Al parecer, su marido no está localizable; se habrá ido de viaje. Ella también estuvo muy reticente.

—¿Y qué harás ahora? ¿No te importa lo de anoche?

—He vivido una noche muy larga. —Mawn hablaba con serenidad, mirando a Marcia de frente—. Eso ya me había ocurrido otra vez. Durante una conferencia en Milán tuve un error completamente trivial. Tarde o temprano, eso le ocurre a todo el que se dedica a la investigación. Cometí un error estúpido, y aquel americano se puso en pie y se me echó encima. Señaló que, no sólo yo estaba en un error, sino que mi obra había sido publicada anteriormente por alguien. Sencillamente, yo no había «hecho mis deberes». Él tenía razón y yo estaba equivocado. Quedé pulverizado. ¡Pero luego resultó que yo tenía razón! Anoche la cosa fue distinta. En Milán, después de lo sucedido me marché a casa y literalmente me encerré. Creí que era un fracasado, que me había vuelto rematadamente torpe. Pero anoche... no sé... no he terminado los cálculos, pero de algún modo sé que estoy en lo cierto. Todo aquel trabajo que hicimos en el laboratorio de Venn, que tú hiciste conmigo, es perfectamente válido... Estás segura de los métodos estadísticos que allí utilizamos, ¿verdad?

—Sí; al menos, así lo creo —respondió ella, algo sorprendida.

—Voy a expresarme de otra manera: aún estás segura de que el deterioro de la inteligencia es real, ¿no?

—Sí, completamente segura.

—Bien. Pues deja que te diga otra cosa. Todo mi ser me impulsaba entonces a regresar a Plymouth, encerrarme en mi laboratorio y seguir resolviendo algún ameno y aséptico problema de lógica matemática. Sé que soy bueno en esta especialidad, que me gusta y me divierte. Pero ahora, eso no me serviría. Ahora he abierto la puerta del laboratorio y he descubierto el tremendo caos tecnológico en que todos estamos metidos. Anoche conocí personalmente a una de las víctimas.

—¿Qué pasó?

—Ahora no importa cómo fue. Más tarde te lo explicaré. Mira: si lo que hemos descubierto es verdaderamente general, quiero decir, a escala mundial, el que nuestras máquinas funcionen bien o mal carecerá de importancia, porque está apareciendo ante nuestros ojos una nueva especie de hombre mentalmente incapaz de manejar tales máquinas.

—Pero, Alex, piensa que nadie te hará caso ahora.

—Tienes razón; y por eso hemos de dirigirnos allí.

—¿A dónde?

—¡A las islas Oreadas, por el amor de Dios! Tenías razón al decir que no nos escucharían hasta que poseyéramos pruebas irrefutables. Por tanto, sugiero que regreses a los dominios de Venn y te hagas con uno de aquellos medidores portátiles de inteligencia y todo lo demás, las tarjetas de tests... En fin, todo lo que pueda sernos útil. Luego te vuelves y nos vamos en seguida. No olvides que en aquella central nuclear hay seis personas que, casi con toda certeza, no están a la altura de la tarea que realizan. En diciembre se pone en servicio la instalación. Hay tiempo para reexaminar a esas personas y demostrar que se hallan afectadas, o mejor aún, que sufren un progresivo declive de su capacidad. Con eso habrá una posibilidad de paralizar momentáneamente las obras.

—Eso no va a ser suficiente para convencer a nadie, por ahora.

—¿Tienes otra sugerencia?

—Pues podríamos buscar otro modo de presentar los materiales que ya poseemos.

—¿Para que sean archivados en los sótanos de algún ministerio? En el mejor de los casos, obtendríamos que se nombrase una comisión investigadora. Y al cabo de cinco años, tendríamos media hora de discusión parlamentaria y luego nada... Si el mal está tan extendido como creemos, es preciso denunciarlo de inmediato. Acepto todas tus objeciones al respecto: cinco personas en un mismo lugar no constituyen base para una comunicación científica. Lo sé. En cierto modo, lo nuestro vendrá a ser como una demostración teatral. ¡Pero no se trata de publicar una tesis teórica!

—¿Y cómo erees tú que hemos de actuar?

—Ante todo, apoderarnos de las pruebas: no hay otro camino.

—Pero, ¿cómo?

—Pues abordando a esas cinco personas.

—¿Y cómo conseguiremos entrar en aquella central?

—Oye, Marcia: ¿no crees en nuestros descubrimientos?

—Por supuesto que sí.

—Bien; corremos otro peligro si no hacemos nada: si el cerebro del hombre degenera y fracasamos en nuestro intento de convencer de ello a la gente, ¡nunca podremos volver a mirarnos a la cara!

—Alex, debo decirte que no estoy acostumbrada a esta clase de presión.

—Si la degeneración es mundial, si la descomposición orgánica es irreversible, ello supone el fin de la humanidad, Marcia. Será inevitable que alguien apriete algún día el botón fatal. Es decir, el disparador. Por eso hemos de desplazarnos allí y convencerles de que tienen en la central a unas personas por demás peligrosas. ¿Quieres hacerlo, Marcia?

Durante más de medio minuto, Marcia permaneció completamente callada e inmóvil. Luego alzó la vista y dijo:

—Es lo único que cabe hacer.

9

Mawn sintió bajo sus pies la esponjosa elasticidad de la tupida hierba. Estaba cerca de la cima de un otero desde el cual dominaba la enorme extensión de Scapa Flow. Las colinas de Hoy se recortaban en el horizonte hacia el oeste. En su imaginación veía los enormes cascos de los buques de guerra hundidos, pudriéndose entre las tinieblas submarinas.

El avión Londres-Orcadas había volado bajo un cielo totalmente cubierto. Y ahora, unas cuatrocientas millas más cerca del círculo polar, el aire era luminoso y puro, y el mar tenía un color azul casi mediterráneo. No se oía nada salvo el leve silbido del viento a través del follaje. El sol calentaba, pero como Mawn se hallaba en una ladera expuesta al frío aire de las heladas regiones septentrionales, agradecía la protección que le brindaba su tupido jersey de lana. El frío soplo traía a su memoria viejos recuerdos de los años pasados en el Ártico, de las expediciones bajo la ventisca, a muchos grados bajo cero, para instalar los instrumentos meteorológicos. Recordó también los largos y apacibles años pasados en Plymouth: la vida cómoda, las dos lecciones semanales, y de vez en cuando alguna investigación destinada a realzar la memoria anual. Ahora, ninguno de sus rivales en el claustro de profesores le reconocería. Su incipiente barriga casi había desaparecido; sus facciones eran más enérgicas y su paso más firme.

Cuando llegó a la cumbre respiró a pleno pulmón y se puso a otear el grandioso círculo del mar, de las islas y del cielo.

Hacia el norte se veían las bajas, desnudas colinas de la mayor de las islas Oreadas, a la que sus habitantes llaman «el continente». Desde el lado de la isla South Ronaldsay, donde ahora se hallaba, se extendía hacia el norte uno de los cuatro puentes de Churchill que aseguran la comunicación entre todas las islas mediante una carretera que salva las poco profundas aguas. Mawn emprendió el camino hacia Burray, de complicados rodeos sobre una escollera de blancos cubos de hormigón. Un largo camión articulado acababa de doblar la curva de la carretera tendida sobre los arrecifes y se acercaba, dando pesados tumbos, a la puerta principal de la central nuclear de Grim-Ness.

Aquella central desentonaba totalmente de su entorno. Cerca de la costa, rodeada de bien cuidados castízales y campos de hortalizas, la central parecía algo incongruente; se diría el proyecto de una ciudad futurista. Casi todos los edificios eran bajos y rectangulares. El grupo estaba completamente cercado por una alta alambrada. Desde la elevación Mawn podía ver los cristales del techo de la gran sala de turbinas, al lado del edificio gris y desprovisto de ventanas donde se alojaban los bloques de interruptores. Más lejos se veían grupos de edificaciones comunicados mediante un camino de hormigón.

Dominando todo el conjunto, el gigantesco dado blanco del reactor reverberaba bajo la luz solar destacando, siniestro y silencioso, entre los bajos edificios que lo rodeaban. A excepción de un delgado hilo de vapor que salía de un tejado, allí no se veía ninguna señal externa de actividad.

Más allá se distinguía la escarpada línea del acantilado y, detrás de ésta, la rompiente que salpicaba la costa. Detrás de la alambrada, al sur, aparecía el blanco círculo del helipuerto, balizado con brillantes círculos concéntricos de pintura fluorescente anaranjada, como si fuera un gigantesco blanco de tiro. Un voluminoso helicóptero para pasajeros, de rotores gemelos, se estacionaba al borde del círculo de aterrizaje. Mawn observó con sorpresa que ambos rotores, así como el fuselaje, estaban amarrados al suelo por medio de cables.

Para Mawn, aquella escena venía a simbolizar el choque entre la tecnología avanzada y los suaves y amables perfiles del mundo natural.

Mawn consultó su reloj y se sorprendió al comprobar que era casi hora de reunirse con Marcia en el despacho del doctor Durrell. Durante el viaje en avión desde Edimburgo habían convenido que inmediatamente después de su llegada Marcia iniciaría el examen de los seis hombres, empezando por Philip Naylor, el especialista en informática encargado de los sistemas intermedios de control de la central.

La sala principal de mandos de la central de energía atómica de Grim-Ness tenía forma de tambor. Flanqueaba el muro circular que la ceñía una hilera de consolas de instrumentos, llenas de cuadrantes, registros de papel continuo y pantallas de video. Cubría el suelo una alfombra de color verde aceitunado; los cuadros de instrumentos eran de color café mate. La iluminación era indirecta, mediante paneles de plástico que aminoraban el resplandor de múltiples baterías de tubos fluorescentes y eliminaban las sombras.

En medio de la sala se habían instalado cuatro consolas más grandes que una mesa de despacho. Cada una de ellas incluía un agrupamiento más sencillo de instrumentos, y una tenía cuatro teléfonos verticales colgados en fila, y de distintos colores. Había allí ocho hombres. Siete de ellos estaban ante los cuadros instalados en la pared circular. El octavo, que no era otro sino el doctor Frank Durrell, ocupaba la mesa de los cuatro teléfonos. En aquel momentos estaba precisamente hablando por el aparato color azul:

—¿Es David?... Sí, Durrell... Bien... Manténgase alerta. —Volviéndose hacia uno de los técnicos le interrogó—: ¿Todo en orden?

El hombre hizo un signo afirmativo, y Durrell volvió a hablar por el mismo teléfono:

—Ahora, cuando conecte uno a uno los detectores térmicos, envíe una señal por el circuito de audio... Luego podremos empezar a tomar líneas de base... Un momento.

—Cubrió el micrófono con la mano y se volvió hacia uno de sus ayudantes para ver si le había oído. El otro hizo un signo afirmativo.

—Bien... Gracias, David.

En el transcurso del anterior examen, David Baird fue interrogado sobre el trabajo que realizaba. ¿Había sentido alguna vez claustrofobia? El hombre contestó negativamente. Por supuesto, no faltaban razones para hacerle tal pregunta.

David Baird realizaba su trabajo metido en uno de los más herméticos espacios cerrados que haya ideado el hombre. Enfundado en un voluminoso mono blanco, tocado con un gorro blanco también y con los pies metidos en una especie de chanclos, se arrodillaba ante una mirilla del reactor. Sobre su cabeza se extendía la bóveda interior de la caldera de alta presión, gigantesco frasco metálico de cuatro pulgadas de espesor, más de dieciocho metros de diámetro y treinta de altura. Debajo del hombre estaba el piso del reactor, en forma de panal. Entre la caldera, situada sobre su cabeza y el piso del reactor, había un bosque de tubos metálicos verticales, entre los cuales quedaba el espacio justo para poder circular a gatas entre ellos. Dos o tres hombres, también con equipo protector, permanecían agachados a su lado cual animales perdidos en una selva metálica.

Los tres trabajaban bajo la luz de unos focos montados sobre un trípode, conectados provisionalmente a través de un orificio de noventa centímetros de diámetro en el centro de la caldera de alta presión, donde había sido retirada una sección del casquete de acero. El gigantesco tapón metálico se balanceaba suavemente de tres polipastos a cadenas que a su vez colgaban de la grúa-puente instalada en el techo del reactor, a treinta v seis metros de altura. La pesaba seis toneladas.

Dentro de la caldera el aire era cálido y húmedo. Se percibía un penetrante olor a metal recocido, que se confundía con el acre hedor a cable eléctrico caliente.

Los tres hombres metidos en el recipiente de presión se veían rodeados de revestimiento refractario y de un macizo blindaje biológico de 2,75 metros de espesor. Un cubo de hormigón de más de treinta metros de lado, cuyo espesor variaba entre 2 y 2,75 metros, englobaba totalmente la caldera. El limitado espacio en el que trabajaban arrodillados los hombres sólo tenía una salida: una estrechísima escalera de duraluminio que permitía alcanzar la abertura de la caldera. Más arriba se veía una segunda escalera empotrada en la pared del túnel practicado en el escudo de hormigón y que, pasando a través del blindaje biológico, conducía al piso de la sala del reactor.

Por el orificio practicado en la caldera, junto a los mazos de cables, se veía un largo tubo flexible rematado por una caja cuadrada con una rejilla. Aquella caja contenía múltiples capas de filtros de fibra de vidrio. A través de la rejilla entraba una tenue corriente de aire puro, es decir, aire libre de partículas en suspensión. Baird y sus dos colegas realizaban en aquellos momentos el largo y meticuloso proceso de calibrado de los instrumentos.

En el núcleo central del reactor, todavía inactivo, estaban siendo instaladas unas baterías de dispositivos «detectores», que se intercalaban entre las barras de uranio combustible. Tales dispositivos servirían para suministrar información continua sobre el estado del núcleo: su temperatura, el ritmo del proceso de fisión, las diferencias de temperatura entre el agua que refrigeraba el centro del «panal» y la que, a elevada temperatura, salía del núcleo y seguía hacia los generadores de vapor.

Mediante señales eléctricas, los detectores transmitían su información al ordenador y a la sala de mandos. Mientras tanto, Baird y sus colegas podían simular una señal eléctrica en los instrumentos, para comprobarlos uno a uno como si estuvieran recibiendo de los detectores situados en el núcleo. Entonces los técnicos de la sala de control cotejaban las lecturas de los instrumentos con las gráficas de calibrado suministradas por los fabricantes.

Baird descolgó el teléfono instalado a su alcance y marcó un número. Mientras esperaba la señal de respuesta desde la sala de mandos, desconectó un cable rojo del borne marcado con una B, un cable verde del borne marcado B2f y conectó los dos cables de un minúsculo oscilógrafo portátil a los bornes. En un cuadernillo de notas que llevaba en su bata, y apoyándose sobre una caja, escribió: «Calibrado matriz sensor B.» Una luz parpadeó en el teléfono. Baird descolgó y dijo:

—Acabo de conectar la salida de la matriz B... ¿Hay lectura? Cambio.

A continuación puso en marcha el oscilógrafo, en cuya pantalla amarilla se sucedió en seguida un tren de complicadas curvas.

—Doy señal en dientes de sierra bajo tensión de cuatro coma cinco voltios.

En la sala de mandos, un técnico vigilaba la aguja que se movía sobre un cuadrante con la inscripción «B, detector térmico». La aguja señaló cuatro coma uno. Y el técnico dijo por el teléfono:

—Es cuatro coma uno. Compruebe la tensión de salida de su señal, por favor.

Dentro del reactor, Baird se protegió los ojos heridos por las luces y observó la pantalla del oscilógrafo. Sudaba abundantemente, y las manos le temblaban mientras tocaba los mandos de otro instrumento. En la pantalla, los picos de tensión se desplazaron un poco y su altura aumentó. Baird se puso al teléfono y dijo:

—¿Cómo va eso ahora?... ¿Ha subido?... ¿Conforme?... ¿Sí?... De acuerdo.

Colgó, desenchufó el oscilógrafo y anotó algo en la columna «Observación terminada» de su cuaderno. Luego, con dedos torpes y temblorosos, volvió a conectar el hilo rojo al borne B, y el hilo verde al borne B.

Marcia giró un botón del medidor Venn para ponerlo en «Puntuación». Por una rendija salió una tira de papel llena de cifras impresas. Cortó el papel de un tirón, le dio un vistazo y luego lo dobló guardándolo en un fichero. Después miró a Philip Naylor, que estaba sentado en un sillón. Era un hombre de baja estatura, de aspecto vivaz y de unos treinta años de edad, con el pelo negro partido por una correcta raya y patillas muy cortas. Aunque no estaba en horas de trabajo, vestía traje completo, color gris oscuro, camisa blanca y corbata de nudo muy apretado.

—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó en un tono cuya aparente despreocupación apenas ocultaba su ansiedad.

—Todavía no se puede saber —contestó Marcia.

—Pero, ¿cómo funciona ese chisme?

—Es un sistema para evitar todo prejuicio personal. En otras palabras, a usted no le influye lo que yo pueda decirle durante la prueba.

—Nunca me acostumbraré a ese condenado trasto.

Marcia procuró tranquilizarle:

—Este aparato es totalmente imparcial, mucho más que cualquier persona. De todas maneras, sus resultados me parecen estupendos. Y, sobre todo, le agradezco que me haya concedido su tiempo, pues no ignoro que están ustedes muy ocupados.

Carol Naylor entró llevando una bandeja con café, y recordó a su marido con muy estudiada urgencia que su turno empezaba dentro de una hora. La conversación derivó hacia las peculiaridades climatológicas de las Oreadas y el precio de la comida en los establecimientos de Kirkwall.

Mientras se alejaba en su coche, Marcia recordó la tensión que había observado en los dos cónyuges, sentados al borde de sus respectivas sillas, en una sala limpísima. Imaginó lo que pensaría de ella la pareja. Probablemente creerían que aquella norteamericana que había estudiado sus cabezas iría directamente a poner el resultado en conocimiento del jefe de personal de la Central.

Tal reacción habría sido en realidad bastante típica, es decir, bastante corriente: una general tendencia al recelo, a la suspicacia. La primera vez que les examinó en Londres, todos buscaban empleo y consideraban la prueba sólo como una evaluación de su aptitud para aspirar a un puesto de trabajo. La responsabilidad por tal equívoco incumbía, desde luego, a la agencia de personal.

Mas, ahora que todos tenían empleo envidiable y seguro, con la posibilidad de que se construyeran otras muchas centrales parecidas, la prueba efectuada por la americana podía representar un peligro. Porque si no salían airosos, ¿qué podía ocurrir? Estaban seguros de que en algún lugar quedaría un exp©> diente secreto, una ficha donde constarían los resultados dd test. Y, ¿cuántas personas tendrían acceso a tal ficha?

La cooperación de aquellos tres hombres sólo pudo conÉP* guirse gracias a que el doctor Durrell aprobó la petición de Marcia y se ofreció él mismo, voluntariamente, a ser examinado. Marcia empezó con Elleston y Haskell, y ahora le había tocado a Naylor.

Marcia conducía el automóvil de alquiler con cierta dificultad. Era un modelo de 1974, con la carrocería bastante abollada. Sus estropeados amortiguadores hacían que la marcha fuese muy incómoda. Pasó frente a las inhóspitas viviendas construidas por el consorcio Gelder para sus empleados, y siguió carretera adelante hacia la central de Grim-Ness, en el extremo nordeste de la isla. Se había citado con Mawn en la central para antes de la entrevista con el doctor Frank Durrell. Marcia rememoró las cuarenta y ocho horas pasadas. Para Stanley Elleston y Roger Haskell, aquél había sido su segundo test. Ambos habían sacado una puntuación algo inferior a la de su primer examen. Sólo Philip Naylor había sido examinado tres veces, y los resultados indicaban una progresión decreciente. La psicólogo pensó con cierta inquietud que dos puntos en una curva no significaban prácticamente nada. Incluso tres puntos, como en el caso de Naylor, parecerían insuficientes a un escéptico. Aunque su puntuación hacía de él un superdotado, había sufrido merma en su destreza manual, su memoria gráfica y su vocabulario.

Marcia pensó cómo se podría convencer a Lodge o a los ministros para que, con tan endeble prueba, ordenasen el aplazamiento de la puesta en servicio.

Aún le faltaba examinar a tres hombres que habían pasado previamente dos tests: Bernard Westcott, encargado de la refrigeración de emergencia, David Baird, mecánico del reactor, y el doctor Frank Durrell, jefe de sistemas y administrador de la Central. Marcia se preguntó cómo iba a enfrentarse con la situación si las cifras de Durrell mostraban también deterioro.

Cómo decirle a un ingeniero nuclear que estaba convirtiéndose en un incapaz?

Marcia se puso a imaginar su propia reacción si alguien le dijera que perdía facultades. Hubo de confesarse que no tardaría mucho en mostrar la puerta a quien insinuara tal cosa.

Mawn la esperaba en la antesala, entre dos secretarias que tecleaban sin descanso. La salita estaba atestada de legajos y archivadores.

Al entrar Marcia, una de las secretarias levantó la cabeza, se quitó los auriculares y le preguntó:

—¿Señorita Scott?

Marcia le sonrió y asintió con la cabeza. La secretaria, tras ¿ unas palabras por el intercomunicador, la acompañó al despacho de Durrell.

El doctor Frank Durrell ocupaba una sencilla mesa funcional. La estancia estaba casi desnuda. Las paredes eran de color gris y en el suelo había una alfombra barata de color verde oscuro. En las paredes se veían diagramas y tablas, pegados con cinta adhesiva. Durrell tenía el rostro enjuto y la palidez peculiar del hombre de mediana edad que ha pasado demasiados años trabajando sin cesar. Coronaba su alta y casi cuadrada frente un poco de cabello rojizo, peinado en cortinilla a fin de disimular una avanzada calvicie. Sus ojos eran pequeños y hundidos. Con voz tenue pero clara dijo:

—Pase, por favor. —Y mirando a Marcia, añadió—: Usted debe de ser la señorita Scott... Hace casi un año, ¿no?

—Poco más o menos. Le presento al doctor Mawn, que está muy interesado en nuestros trabajos.

Durrell se puso en pie y tendió la manó a Mawn:

—¡Ah, sí! He oído hablar de usted. —Se volvió hacia Marcia y dijo—: Deben perdonarme. No quiero urgirles, pero es que estamos de trabajo hasta la coronilla. Conque, ¿podríamos empezar ahora mismo?

—¡Cómo no!

Marcia sacó de su caja el medidor Venn y lo instaló sobre una mesa. En aquel momento se oyó un golpecito en la puerta, y una secretaria asomó para decir:

—El señor Gelder al teléfono, señor.

Durrell les echó una rápida mirada:

—Disculpen.

Y salió cerrando la puerta tras de sí. Mawn ayudó a Marcia en la preparación del aparato medidor. A los pocos minutos, Durrell regresó dejando la puerta abierta. Tenía el rostro encendido.

—Lo siento, pero se ha presentado un contratiempo. Hoy no podré dedicarles ni un solo minuto.

—¿Y no podríamos hacerlo en otro momento? —inquirió Marcia.

—Bien... No, yo... Por ahora, verdaderamente no veo medio de complacerles. La puesta en servicio de una central exige una dedicación absoluta.

—¿La semana próxima, entonces?

Durrell emprendió la marcha hacia la puerta:

—Temo que no va a ser posible. Comprenda que nuestro trabajo es muy importante, económica y políticamente. El tiempo apremia. Creo que de momento deberíamos cancelarlo. Lo siento mucho. Adiós.

Y tendió la mano a Mawn. Cuando éste alargó la suya, la de Durrell pareció esquivar momentáneamente el contacto.

Marcia cerró de golpe la puerta del coche:

—¡La típica marcha atrás!

—¡La palabra del Señor vino de lo alto! ¡Gelder!

—Quedan dos.

—No bromees. El despacho de Westcott queda un poco más lejos que el de Durrell. Lo vi al entrar. No, es imposible. ¡Nos han calado!

—Todavía queda... —Marcia consultó una lista que llevaba—, David Baird, que es vecino de Philip Naylor. Si no está de turno quizá podamos verle antes de que entre a trabajar. ¡Vamos! ¡Hay que hacer algo antes de regresar a casa!

Sentado junto a una blanca cesta de politeno, Philip Naylor observaba cómo iba cayendo en la misma un torrente de perforada cinta azul. El «confetti» producido por la perforadora se depositaba en forma de continua lluvia en una caja de cristal cuadrada. La cesta contenía ya otro tramo de cinta parecida, pero de color verde claro.

En una mesa, y clavada sobre una tabla, se veía una hoja de control de tareas. Aquella hoja llevaba la inscripción «Circuitos cerrados iterativos-Comprobación de función error». Mientras la cinta pasaba entre sus dedos, Naylor comparaba el código de la misma con la clave, expresada en la hoja de control. A su lado, se alzaban los elementos de color gris cuyo conjunto formaba el ordenador. Se oía el leve, pero penetrante zumbido de los acondicionadores de aire que refrigeraban los complicados circuitos interiores. Un cuadro de indicadores de neón parpadeaba en ritmo rápido e incomprensible.

En un tramo de dos metros y medio de cinta azul, la máquina perforadora había cometido dos errores. Ambos habían sido localizados por Naylor y consistían en dos espacios en blanco donde debía figurar una serie de perforaciones.

Naylor comparó por tercera vez la cinta con la hoja de control, y marcó a lápiz la posición del error detectado en la cinta.

Luego cogió un troquel de mano especialmente adaptado al diseño de la cinta, y efectuó las perforaciones que la máquina había omitido. O al menos eso fue lo que se proponía.

Cuando se utiliza un ordenador para procesar información, aquél debe almacenar previamente una base de datos a fin de comparar cualquier información de entrada con las cifras en memoria. El ordenador suele cometer errores, pero tiene un sistema interno de verificación que advierte al operador humano para que éste haga la rectificación oportuna.

En una central nuclear este procedimiento no se considera lo bastante seguro. Muchos de los canales de información entre el núcleo del reactor, el ordenador y la sala de mandos se duplican y, a veces, se triplican. Este sistema se llama «del jurado», porque el operador puede seleccionar dos de cada tres valores para obtener una decisión por mayoría sobre cualquier dato recibido. Las instrucciones consignadas en la hoja de control daban por sentado que las pruebas de admisión a trabajar en una central nuclear excluían de antemano y con toda certeza a los daltónicos.

Philip Naylor había pasado esas pruebas. Creyó taladrar manualmente la cinta azul, pero lo que en realidad hizo fue recoger de la cesta la cinta de color verde y taladrar en ella las perforaciones correctas.

Agnes Baird era una mujer simpática, de carácter natural y franco.

Tras una segunda taza de té con su correspondiente porción de torta hecha por ella misma, se decidió a romper su inicial reserva y empezó a hablar de la preocupación que le causaba su marido. Su voz tenía un ligero deje galés:

—Habrá que darse prisa, porque está a punto de terminar su turno.

—¿Cuándo lo notó usted por primera vez? —preguntó Marcia.

—No estoy muy segura, pero creo que fue lo del coche. Tenemos un coche de época, ¿sabe?

—Sí, ya lo he visto —interrumpió Mawn—. Es el XK 120, modelo 1961...; lo vi en el garaje. Habrá costado años el restaurarlo. ¡Qué hermosura de coche!

—Bueno, antes sí lo era. Pero el caso es que él sigue chocando con todo. No es que sean choques muy fuertes; sólo topetazos y arañazos aquí y allá, ¿comprende?

—¿Le ha hablado de ello? —inquirió Marcia.

—Lo intenté una vez, pero él casi me muerde... En vista de lo cual desistí.

—¿Ha observado algo más? —preguntó Mawn.

La mujer se levantó y se fue hasta la ventana:

—Véalo usted mismo.

Le enseñaba unas marcas negras de neumáticos sobre las piedras amarillas del muro, junto a la puerta principal.

—Además de lo del coche, quiero decir.

—¡Ya lo creo! David está suscrito a la «Scientific American». Una revista, ¿sabe? En la Central todos la leen. En las páginas finales viene una sección que creo se llama Matemáticas Recreativas.

—Sí, la conozco —dijo Mawn—. Por Martín Gardner. Algunos de sus problemas son bastante difíciles.

—Eso es. Bien, él solía acertarlos todos con regularidad y se envanecía de ello. Pero ahora se pone furioso cuando intenta resolverlos. Dice que el que los escribe... Gardner, ¿verdad? No hace sino equivocarse. Si quiere que le diga la verdad, creo que ya no sabe resolverlos.

—¿Hay más? —insistió Marcia.

Ante tal pregunta, Agnes Baird se quedó un momento pensativa.

—Bueno, pues sí. La otra mañana... fue cosa de risa... Le gusta llevar corbatas dé lazo... Sus compañeros lo toman a guasa... Él estaba delante del espejo manoseando torpemente el lazo y echando pestes. Total, que tuve que hacérselo. Como un niño...

Mientras David Baird subía fatigosamente por la escalera de duraluminio para salir de la caldera de alta presión, a noventa metros de distancia, en la sala del ordenador, los datos de calibrado que él había transmitido quedaban grabados en los discos de memoria de la computadora.

A medida que las ráfagas de información cifrada recorrían las entrañas de la máquina, los circuitos de control de error iban comparando cada valor con otro ya almacenado. Por haber cambiado Baird la señal de su oscilógrafo en vez de advertir que el detector calibrado era defectuoso, y por haber conectado equivocadamente los cables rojos y verde, el ordenador había recibido información equivocada acerca de un detector térmico en la matriz B del núcleo.

Finalmente, por haber taladrado la cinta verde en vez de la azul, Philip Naylor permitió que el error cometido por Baird no fuese descubierto por los circuitos de control de error instalados en el ordenador.

til reactor a as ua a presión de Grim-Ness había contraído una enfermedad aun antes de nacer.

10

—¡Apraxia!

—¿Qué demonios es? —gritó Mawn al oído de Marcia, para hacerse oír entre el rugido de motores a pistón.

—Cuando alguien sufre una lesión cerebral en una zona relativa a la coordinación muscular, la apraxia es el primer síntoma de tal lesión. En las primeras fases de la apraxia, el paciente no manifiesta ninguna pérdida general de motilidad; sólo queda disminuida la aptitud específica. Para que te hagas una idea, te diré que si se le pide al paciente que toque un libro colocado sobre una mesa, es probable que toque la mesa antes que el libro. La apraxia supone movimiento no coordinado, aunque se conserve la motilidad del miembro.

Mawn se mordió el labio inferior:

—Entonces, si se le pide que maneje, digamos, tres mandos diferentes, ¿qué pasa?

—Lo más probable será que lo haga de modo incorrecto.

—Vete a convencer de eso al ministro...

El pequeño avión Trillander se inclinó y se oyó el sordo ruido de los alerones al bajarse. Mawn miró por la ventana:

—El puente Forth; tomaremos tierra dentro de pocos minutos.

Marcia repasó los papeles colocados sobre sus rodillas:

—A decir verdad, tenemos muy poco. Naylor es el caso más claro: tres pruebas con deterioro progresivo. Elleston y Haskell muestran un deterioro en comparación con la primera prueba, aunque no excesivo. El resto se reduce a los chismes de la mujer de Baird. No podemos presentarnos a Richard sólo con eso; se reiría de nosotros.

Mawn golpeó el brazo de su asiento.

—¿Y qué me dices de los resultados que conseguisteis tú y Venn? No me importa que puedan parecer inconsistentes; los necesitamos si queremos que se aplace la puesta en servicio de la central en tanto se procede a la sustitución de las personas afectadas. ¡Es demasiado tarde para intentar nada más!

Día 25 de noviembre

Richard Lodge cerró el expediente, lo dejó sobre la mesa, se puso en pie y se dirigió a la ventana. La circulación estaba embotellada delante de Whitehall; el Cenotafio reflejaba las enfermizas, amarillentas luces del alumbrado público. Había una ligera niebla.

—¿Qué le parece? —preguntó Mawn.

Lodge se volvió:

—Que no va a ser fácil.

—¿No está de acuerdo? —inquirió Marcia.

—No es eso. No estoy capacitado para valorarlo científicamente.

Regresó a su mesa y recogió el expediente, manteniéndolo en la mano como si sopesara su contenido:

—El quid de la cuestión está en que según ustedes todo un sector de la población manifiesta cierta pérdida de inteligencia, y algunas de las personas afectadas trabajan en la central de Grim-Ness.

—Es mucho más que eso —replicó Mawn—. Afirmamos que esas personas ocupan puestos clave y que el reactor va a ser puesto en servicio dentro de doce días. Y sostenemos que es una situación peligrosísima . Los reactores a precio reducido ya son malos de por sí, pero...

Lodge intervino para observar.

—Nuestros informes acusan una proporción normal de defectos técnicos. Ayer mismo por la mañana lo estuvimos revisando con el inspector jefe. Todas las fases de la puesta en servicio son inspeccionadas conforme a la ley.

—Pero esa inspección no tiene en cuenta nuestros datos, ¿no es así? —terminó Marcia.

Lodge dejó nuevamente el informe sobre la mesa:

—No, porque ustedes todavía no han demostrado que esas personas no puedan realizar con seguridad su trabajo. Puede que estén en lo cierto; incluso me parece posible. Las aptitudes pueden haberse visto marginalmente afectadas. Desconozco el porqué: algún virus posiblemente, o algo por el estilo. Pero lo que ustedes no han demostrado es la incompetencia de esos hombres en relación con el trabajo que vienen realizando.

—Lo que pasó fue que nos echaron sin dejarnos finalizar nuestros trabajos —replicó Mawn.

—Eso no es lo esencial, creo yo —siguió diciendo tranquilamente Lodge—. Creo que ustedes han descubierto algo realmente importante, pero no suficiente para que yo le diga al ministro: «Hágame el favor de prohibir la puesta en servicio de la central.» Además este asunto entraña aspectos políticos. El Gobierno ha sido criticado en el Parlamento por ceder a una empresa privada las actividades del sector público. Si ahora el Gobierno paralizara el proyecto, la oposición se le echaría encima diciendo: «¿Por qué no nos hicieron caso desde el principio?»

Pálido de ira, Mawn. se puso en pie y exclamó:

—¿Así que no va a hacer nada?

—No he dicho eso. —Lodge se interrumpió un momento y luego prosiguió—: Perdone, doctor. Voy a hablarle con toda sinceridad: ese asunto de la televisión... no le ha dado mucho crédito.

—Lo sé —dijo Mawn en tono tranquilo—, ¡pero también me parece que fui víctima de una emboscada!

Lodge se encogió de hombros;

—No sé más. La realidad es que si este informe fuera presentado al ministro, éste diría: «Entierre usted el asunto.» Y con mucha suerte, si a él le hubiera sentado bien la comida, tal vez conseguiría que la cuestión fuese sometida a una comisión gubernamental.

—Lo que supondría un retraso de varias semanas —dijo Marcia.

—De hecho, ya he expuesto y defendido el asunto, y si todo sale bien, les acompañaré a ver al ministro dentro de tres días exactamente. —Y señalando la agenda terminó—: Aquí tiene media hora disponible... Desde luego, siempre que no se produzca una interpelación en los Comunes.

—No me hacía cargo de la situación. ¿Qué puedo decirle? Gracias otra vez.

Y Mawn volvió a sentarse.

Durante unos segundos, Lodge escribió con un portamiflas de oro en un cuaderno. Al fin dejó el lapicero y, levantando la vista, dijo:

—Lo que voy a decirles ahora deben considerarlo estrictamente confidencial ¿De acuerdo? —Miró a sus dos interlocutores, uno tras otro, y ambos asintieron con lento movimiento de cabeza—. Puede que les parezca demasiado vago, pero ocurre que ese tema es altamente crítico, sobre todo desde el punto de vista internacional. Hoy por hoy sólo me es dable hablar en términos generales.

Indicando el informe redactado por los dos científicos, prosiguió:

—Sus afirmaciones guardan un sorprendente parecido con ciertos datos recogidos de otra fuente. —Miró a Marcia y le dijo—: Usted aludió a cierta prueba médica... patológica, ¿no?

—Sí —contestó ella—. Hemos de hablar con una persona del Instituto de Patología que nos ha llamado esta mañana.

Lodge se levantó y consultó su reloj:

—Voy a presentar al ministro un memorándum al respecto, y haré cuanto esté en mi mano para que sea examinado y aprobado lo antes posible. Y nos reuniremos de nuevo el día veintiocho... a las diez treinta en el despacho del ministro en la Cámara de los Comunes. Naturalmente, convendrá que estén ustedes allí a las diez quince. —Tras lanzar un suspiro, les acompañó hasta la puerta—. Y ahora, temo que no podré librarme de presidir un té ofrecido por unas señoras de Rochdale que han plantado «árboles para una zona verde», o algo por el estilo.

Mawn se detuvo junto a /la puerta:

—Lamento no haber sido capaz de convencerle.

Lodge abrió los brazos en gesto de impotencia, y dijo sonriendo:

—Tengan en cuenta que me debo a mis superiores...

Mawn insistió:

—¿Recuerda su visita al laboratorio de Marcia?

La aludida lanzó una mirada de advertencia a Mawn, pero éste no hizo caso.

—Sí, por cierto. Me gustó su... franca discusión entre usted y el doctor Venn.

Lodge pareció adivinar lo que Mawn iba a decir.

—No me refería a eso —repuso Mawn—. Usted efectuó la prueba de la palanca de mando. Y le resultó difícil, ¿recuerda?

Mawn hizo una seña a Marcia, cediéndole el paso, y luego cerró la puerta tras de sí.

Lodge se dejó caer sentado al borde de la mesa y se llevó las manos a los ojos. Luego, lenta y deliberadamente, alargó el brazo hacia un cenicero dorado que había sobre la mesa. Justo cuando iba a tocar con los dedos el borde del cenicero, su mano sufrió una súbita sacudida y volcó un tintero. Lodge contemplo la mancha, que se extendía lentamente sobre el tablero de nogal.

En Grim-Ness el viento giró al noroeste. Este cambio determinó una formación de nubes rápidamente empujadas por el viento. El agua fue tomando un color gris acero y aparecieron cabrillas mar adentro, frente a Scapa Flow. Sobre la central empezó a caer un chubasco, y los trabajadores se apresuraron a cobijarse en los edificios inmediatos.

En la Sala del Reactor acababan de sellar la caldera de alta presión, y colocaron de nuevo las losas hexagonales del piso de hormigón. La gigantesca torre de veintiún metros de altura para la carga de combustible se desplazó sobre sus ruedas hasta un extremo de la casi catedralicia nave de la sala.

Nadie había de volver a poner los pies en el reactor, durante un período mínimo de dos años y medio. La puesta en servicio estaba fijada para dentro de doce días. El núcleo se iría calentando gradualmente a medida que las barras de uranio enriquecido entrasen en fisión. A pocas horas de la puesta en servicio cualquier persona que hubiera permanecido dentro de la esfera moriría víctima de una dosis letal de radiactividad.

El profesor James Kingston avanzaba a grandes trancos por el corredor principal del Instituto de Patología. Marcia y Mawn procuraban mantener el paso.

La prisa de James Kingston era debida a que nunca disponía de tiempo suficiente para su trabajo. Estaba tan encariñado con su labor de diagnóstico neuropatológico, que uno de sus colegas había dicho de él: «Cuando ese tío estire la pata, seguro que se hará la autopsia él mismo.» Kingston era un hombre corpulento, de cincuenta y ocho años de edad y de faz rubicunda. Su carácter jovial, especialmente durante las clases prácticas, había ayudado a muchos estudiantes a superar la inicial repugnancia ante un cadáver.

Sin aflojar el paso, el profesor se sacó de un bolsillo del chaleco un grueso reloj de oro y exclamó:

—¡Caramba! La Junta Académica se reúne dentro de media hora.

Hizo alto ante una doble puerta giratoria con el rótulo de «Autopsias. Prohibido el paso». Miró a su alrededor y la vacilación de Marcia:

—No tema, querida señora. Créame, no hay nada que temer; más pronto o más tarde, todos acabamos aquí, ¿sabe? Conque es mejor acostumbrarse.

Marcia se había puesto pálida. La voz del profesor adoptó ahora un tono más suave:

—Ahora ya está todo limpio. Lo hemos cosido y dejado como nuevo.

Se volvió y abrió las puertas de par en par. La sala de autopsias era de planta circular, con un diámetro de unos siete metros. En el centro de la estancia había tres mesas de porcelana blanca, con canales laterales. El suelo estaba enlosado en gris, y debajo de cada mesa había un desagüe con su rejilla. Un graderío semicircular de madera rodeaba en parte las tres mesas, y entre éstas y la pared se veían unas vitrinas que contenían brillantes instrumentos cromados, así como una balanza de carnicero. Adosada a la pared, aparecía una pizarra con una cuadrícula blanca cuyas divisiones estaban rotuladas: cerebro, hígado, corazón, ríñones. El peso correspondiente figuraba escrito con clarión amarillo en los recuadros. Un nauseabundo olor a desinfectante invadía el olfato.

Sobre una de aquellas mesas había un cadáver cubierto con una sábana blanca.

—Éste es nuestro hombre —empezó el profesor—, de quien les hablaba hace unos minutos. —Y, tomando un sobre pardo, prosiguió—: Éste es su historial clínico. Voy a leerles los detalles que hacen al caso. —Buscó en su bolsillo sus medias-gafas con montura de oro y se las caló—. Cuarenta y dos años de edad, varón. Acudió a su médico local quejándose de dolor de cabeza, ligera doble visión, torpeza, falta de concentración. El médico le envió a nuestros neurólogos. —Volvió una hoja y continuó—: Veamos ahora lo que dice. Sí, está claro: síndrome de Romberg, pupilas... Sí, aquí está el resumen: «El cuadro de este paciente indica una atrofia cortical incipiente pero generalizada. Su fuerte temblor parece indicar una etiología tóxica no debida al alcohol o los estupefacientes.»

Recorrió con el índice unas línea y continuó:

—Bla, bla, bla... Todos los análisis... normales; aquí está la sangre, la orina, etcétera. No se presenta encefalitis ni fiebre glandular. No hay trazas de droga ni de alcohol. Examen funcional recomendado: ventriculografía, E.E.G. Diagnóstico provisional: atrofia cerebral de origen desconocido.

Les echó una mirada por encima de las gafas, y concluyó:

—Es una manera bastante elegante de decir que nadie tiene ni puñetera idea de lo que va mal. Pero lo cierto es que su cerebro estaba hecho una ruina.

Dejó la ficha sobre la mesa. Mawn hizo un ademán en dirección del cadáver:

—¿Por qué está aquí?

Kingston sonrió alegremente:

—Era tornero; operario de torno revólver creo que se llama eso. Sea como fuere, la pieza saltó del plato... y le atravesó el pecho. Voy a enseñárselo.

Y fue a levantar la sábana.

—¡Oh, no, por favor! —exclamó Marcia.

Kingston, sorprendido, alzó la mirada.

—¿Qué pasa? ¡Ah! —se hizo cargo—. Verdaderamente fue algo muy poco corriente: le salió por debajo de la escápula derecha. En fin, no importa. No es esencial, creo.

No sin cierto pesar, volvió a colocar la sábana como estaba antes, se acercó a un envoltorio de percal y empezó a deshacerlo:

—Prueba A.

Apareció un cerebro cortado en rodajas transversales de poco más de un centímetro de espesor, colocadas una encima de otra. Kingston distribuyó ordenadamente las rodajas sobre una mesa de acero inoxidable. Cogió luego un largo fórceps para emplearlo a modo de puntero según iba hablando:

—Ante todo, tenemos... —dirigió la vista hacia la pizarra— treinta gramos de deficiencia en cuanto al peso; existía una gran separación respecto del cráneo, una pequeña dilatación de los ventrículos... aquí, y unas zonas de calcificación en la corteza occipital... aquí.

Dio unos golpecitos sobre una de las rodajas y se oyó un sonido algo áspero. Levantó la cabeza y miró a Marcia y a Mawn. Ella había dominado su repulsión inicial; apoyándose en los codos y con la vista baja, dijo:

—¿Así que está generalizado y no en una zona específica?

—¡Ah, sí! En otros casos hicimos una serie de secciones histológicas. En éste nos hemos limitado a dibujar los cortes, pero estoy seguro de que resultará análogo a los demás. El resultado es una especie de combinación entre atrofia cortical senil, esclerosis múltiple (aunque no hay mucha desmielinización), y encefalitis. Pero el quid está en que esos microfilms que me ron... de Albania, ¿no?... presentan idéntico aspecto. De eso no hay ninguna duda.

—Sí, pero no es sino un caso, un solo caso —objetó Mawn.

—No, no. Ya hemos coleccionado treinta y dos de ellos. En el último Congreso Europeo de Patología, celebrado en Viena, se presentaron más de una docena de comunicaciones sobre el particular. Todavía no estamos de acuerdo sobre el nombre que conviene darle. El de «atrofia crónica de las células de Betz» parece ser, hasta el momento, el favorito.

—¿Y a qué se debe? —preguntó Marcia.

Kingston meneó la cabeza y contestó:

—No lo sé. Prácticamente, se ha sugerido todo: virus, bacterias, toxinas. Diga usted lo que se le ocurra, que cualquier imbécil tendrá publicada una comunicación demostrándolo.

—¿Se sabe algo concluyente sobre el cuadro clínico? —inquirió Mawn.

—No es fácil —repuso Kingston—, porque se halla generalizada en el cerebro; los cortes microscópicos son concluyentes, pero no se define específicamente una zona cerebral afectada. La mayoría de los síntomas apuntan hacia una apraxia, dado que las áreas motores quedan interesadas.

Marcia se volvió de repente hacia Mawn:

—¡David Baird! ¿Te acuerdas de lo que dijo su mujer? ¿Y de la corbata de lazo?

Mawn asintió. Kingston frunció el ceño, algo molesto por la interrupción:

—Como iba diciendo, apraxia y agnosia cromática.

—¿Y qué es eso? —preguntó Mawn.

—Es un estado en que el paciente no puede identificar propiamente los colores. Pese a lo cual, puede superar con éxito las pruebas de visión de los colores...

—¡Santo cielo!

—Así es, en efecto. Los pacientes son incapaces de asociar los colores con los objetos que ven. Es indicio de deterioro cerebral. Esos pacientes no pueden asociar los colores con los objetos, sino de memoria. Recuerdo que a un extranjero, un caso fascinante, le mostraron una foto en color de un autobús de Londres, todo pintado de rojo, como ustedes saben. Pues bien, el tío, tras mirarla un buen rato, dijo que el color de aquel autobús era azul cielo... o rojo sangre... o tomate-anaranjado. Evidentemente, se trataba de una reacción típica.

Mawn insistió:

—¿Una persona afectada podría superar la prueba de visión de los colores?

—Ya lo creo. Con alguna vacilación, sin duda, pero superaría bastante bien la prueba... en último término.

Al salir del Instituto de Patología, Marcia se levantó el cuello del abrigo para resguardarse de la niebla. De improviso, tomó el brazo de Mawn; él la miró, sorprendido. Marcia parecía atemorizada:

—¡Alex! Cuando Howard y yo empezamos a trabajar en esto, nos sometimos a la prueba nosotros mismos.

—¿Sí?

—El resultado fue que ambos estábamos dentro de los límites normales.

Mawn sonrió:

—Probablemente hicisteis trampa.

—No, Alex; te lo digo en serio. También mis resultados pueden haber cambiado. Y, ¿qué me dices de los tuyos?

Marcia arrancó la cinta de papel continuo. Le tembiaba la mano al sumar las cifras.

—¿Y qué? —le preguntó Mawn.

—Está bien. Igual que la primera vez.

Mawn tomó la hoja de puntaje y la contempló un rato.

—Pues si no estamos afectados, me gustaría saber por qué. No trabajamos con ningún grupo particular, no estamos encerrados en, ninguna oficina. Quizá seamos distintos en algo, Marcia. Algo en nuestro estilo de vida; algo de lo que comemos, alguna particularidad del comportamiento. La respuesta debe estar en nosotros mismos.

Mawn arrojó la carta al suelo con repugnancia.

—¡Maldita sea! ¡Habráse visto cháchara más ambigua y tendenciosa!

—¿Qué ocurre? —inquirió Marcia desde la sala de estar.

Mawn recogió la carta.

—Voy a leértela. Es de un tal Tom Thorpe, secretario ejecutivo del Sindicato de Trabajadores del sector nuclear. Como sabes, hace unos días fui a visitarles.

—Pensaba que habían quedado convencidos.

—Uno de ellos lo estaba, o parecía estarlo. Escucha lo que dice aquí: «Estimado profesor Mawn: En relación con su visita el bla, bla..., de la que le estamos agradecidos, etcétera..., el ejecutivo ha prestado al asunto en cuestión, bla, bla..., y ha decidido que el asunto sometido a nuestra consideración no exige por ahora ninguna intervención en favor de nuestros afiliados. Espero comprenda nuestro punto de vista. En la actualidad, nuestra negociación con el Gobierno relativa al incremento anual de sueldos y salarios ha llegado a una fase crítica. Si insinuáramos que algunos de nuestros afiliados pueden verse afectados en la forma que usted sugiere, ello podría repercutir desfavorablemente sobre dichas negociaciones. En general, nos interesa cualquier información relativa a cualquier nocividad industrial que puede afectar a nuestros afiliados, y le quedamos muy agradecidos por haber suscitado esta interesante cuestión. Su seguro servidor»... ¡Mentecato! No van a dar un puñetero paso en este asunto; van a quedarse quietecitos, con la mira puesta solamente en sacarle más dinero al Gobierno.

—¿Y qué esperabas?

—Algún gesto de responsabilidad. Es lo mismo de siempre: quien con niños se acuesta... —Consultó su reloj y agregó— "Vámonos; hemos de estar allí dentro de media hora. A propósito, ¿le conoces? Yo no suelo frecuentar a los ministros.

—¿Campbell Baxter? Sí, asistió a una de nuestras recepciones invitado por Sheldon... —Se le quebró la voz—. Le hablé del programa. Baxter es un cuarentón, muy guapo por cierto. A los treinta años había ganado un millón...

—Como persona quiero decir.

—Un buen profesional. Su ambición política es, creo yo, llegar a primer ministro. Cuando quiso desenterrar el viejo Informe Rothschild se enemistó con todos los colegios científicos.

—¿Qué? ¿Basar toda la investigación sobre una relación directa consumidor-cliente?

—Eso es. A muchas de mis amigas les parece atractivo, pero a mí no me va.

Mawn empezó a guardar sus papeles en la cartera:

—¿Algo más?

—Es de mente ágil; listo, pero no profundo.

Mawn cerró la cartera:

—Voy a llamar un taxi.

En Grim-Ness, el largo proceso de puesta en servicio de la central tocaba casi a su fin. Todas las redes de los mandos eléctricos, todos los circuitos hidráulicos y de vapor, todos los conmutadores y lámparas piloto habían sido sometidos a doble y aun triple verificación. Primero, los sistemas fueron puestos en marcha, y luego interconectados. Cuando se descubría un fallo, se hacía alto y el sistema en cuestión quedaba aislado hasta su total reparación.

La caldera de alta presión estaba vacía. Para cargar el circuito principal de refrigeración se bombeó agua especialmente destilada y purificada sobre los haces de barras de combustible. Entre éstos se introdujeron las barras del moderador. Eran de acero al boro; en sección tenían forma de estrella de seis puntas. Servían para absorber la emisión de neutrones y evitar cualquier elevación de temperatura. La del núcleo se mantenía a unos veintiséis grados, es decir, algo superior a la ambiente. Fuera, el barómetro bajaba y un viento helado azotaba el Mar del Norte, que rugía y gemía alrededor de los insólitos edificios de la central.

El ambiente del pasillo ministerial en la Cámara de los Comunes intimida al más valeroso de los visitantes. Mawn y Marcia fueron conducidos por un ujier de severo aspecto, por entre los guardias uniformados que se alineaban en escaleras y corredores muellemente alfombrados. Cubría aquellos corredores una bóveda de piedra. Con frecuencia se veía a algún personaje severamente vestido, llevando grandes legajos, muy consciente de intervenir en decisiones que afectarían a millones de personas. Los rótulos de las puertas ante las que iban pasando correspondían a nombres de personajes públicos. Nadie habló una sola palabra en todo el camino.

Campbell Baxter estuvo desde el primer momento realmente amable. El ministro ocupaba un butacón, sobre uno de cuyos brazos dejaba colgar una pierna. Mawn resumía su investigación en la central de Grim-Ness, y Marcia expuso con el debido énfasis los diagnósticos realizados por el profesor Kingston. Richard Lodge había ocupado una silla dura, nervioso, con la cartera sobre las rodillas a guisa de escudo protector para su estómago.

Baxter se levantó, se acercó a su mesa y luego regresó a su asiento. Y así permaneció un rato, jugueteando con un lapicero, hasta que empezó a hablar:

—Lo que acaban de manifestarme es, en efecto, sumamente importante, y me atrevería a decir que..., como ha apuntado Richard, actualmente hay un gran interés internacional en estas cuestiones. Ahora mi posición es relativamente sencilla. Ustedes me piden que emprenda una determinada acción en relación con un caso específico. En efecto, afirman que deberíamos aplazar la puesta en servicio de Grim-Ness, dado que ciertos miembros de su personal padecen ese deterioro de su inteligencia.

—Es absolutamente esencial —dijo Mawn con vehemencia—, porque entraña un doble riesgo. Se trata del primer reactor privado de este país; eso implica que la rentabilidad haya sido privilegiada en detrimento de la seguridad.

—¡Ah, de ninguna manera! —replicó Baxter—. Somos muy conscientes de ese problema. Tenga presente que el Ministerio de Comercio e Industria ha seguido el asunto desde el principio. Todas las fases de la obra han sido objeto de meticulosa comprobación por parte de los inspectores del Ministerio. Y si ellos dan el conforme, a mí no me queda sino ratificarlo.

—De acuerdo. Pero los reactores de agua a presión están más expuestos a imponderables —replicó Mawn—. Además, todavía no se ha comprobado a escala real ningún sistema de enfriamiento del núcleo en caso de emergencia.

—Quizá tenga razón, y ciertamente respeto su punto de vista. Voy a decirle que el asunto nos tuvo a todos hondamente preocupados y hasta temerosos; y quede entre estas cuatro paredes: más de un miembro del Gabinete se opuso al proyecto. Pero el caso es que necesitamos fuentes de energía. Si, según los mismos ecólogos, estamos a punto de agotar los combustibles fósiles, ¿qué otra cosa podemos hacer? La única solución es, por ahora, la energía nuclear. Aunque ya se sabe: no hay beneficio sin riesgo. Todos lo confesamos, aunque sea en privado, pero no podemos hacer otra cosa si queremos que nuestra economía sea competitiva. Ustedes los defensores del medio ambiente hablan de una crisis de energía... Pues bien, ¿acaso hay otra solución?

—No olvide que acabamos de demostrarle la existencia de un peligro adicional —terció Marcia, nerviosa.

—Sobre el cual este Ministerio tomará una decisión, señorita Scott. —La cordialidad de Baxter empezó a esfumarse—. Se trata de aplazar o no la puesta en servicio del reactor. Creo que el señor Lodge y yo hemos contemplado todos los aspectos de su informe, y debo decirles, sencillamente, que no está en mi mano hacer tal cosa.

—¡Por Dios! —exclamó Mawn—. ¿Qué más necesita usted?

—Doctor, nos hallamos en una fase crucial del desarrollo de la energía nuclear en este país. Mi departamento ha invertido dinero en el proyecto, probablemente demasiado. El consorcio que lo construye ha llegado al tope de sus posibilidades financieras. Si ahora aplazo la puesta en servicio, creo sinceramente que con ello causaría un retraso de cincuenta años al desarrollo de nuestro programa. No podemos permitirnos ese lujo. Si me lo permite, le diré que su informe no está a salvo de críticas.

—¿A qué se refiere? —inquirió Mawn.

Baxter tomó unos folios mecanografiados.

—Como no puedo determinar por mí mismo su valor científico, sometí todos sus documentos a ciertos asesores para que me dieran su opinión al respecto.

—¿Puedo saber quiénes eran esos asesores?

—¿Acaso no es costumbre someter los documentos científicos a una valoración independiente y anónima antes de darlos a la publicidad?

—Por supuesto —respondió Mawn.

—Entonces no creo que sirva de nada que usted sepa quiénes son esos señores. Sólo le diré que uno de ellos es especialista en estadística médica y el otro ocupa una cátedra de psicología —se interrumpió para repasar el escrito—. A decir verdad, me parece que emplean un tono poco oportuno... A veces creo que los sabios se odian, aún más que los políticos. Desde luego, estoy obligado a tener en cuenta su informe.

—Espero que se me autorice a defenderme —dijo Mawn.

—Si me permite, voy a leérselo. —Baxter volvió unas páginas—. Éste es el sumario. La primera parte es la exposición de los datos estadísticos de usted. «Se nos ha pedido una valoración del informe. Certificamos que la presentación y la metodología del mismo son, en términos generales, las adecuadas a esta clase de trabajos. El texto no contiene, aparentemente, desviaciones importantes respecto de lo que podría considerarse el método más apropiado para este tipo de estudio. En consideración a esto, el fenómeno que los autores pretenden haber observado debería presentar, caso de ser real y auténtico, un extraordinario interés. Sin embargo, hemos de señalar que tanto las premisas como la interpretación dada por los autores son totalmente engañosas. Existe, desde luego, una extensa y bien conocida literatura sobre determinadas aptitudes humanas. Se han venido sosteniendo teorías, según las cuales la inteligencia media humana se degrada, puesto que las personas menos inteligentes son precisamente las más prolíficas. A largo plazo, el nivel global de inteligencia estaría condenado a declinar. Los factores que rigen la medición de la inteligencia y la capacidad general son sumamente complejos. La facilidad relativa de palabra, los factores dislálicos, los prejuicios del propio examinador, todo ello desempeña un papel altamente significativo. El afirmar, como hacen los autores, que se ha demostrado un deterioro de la inteligencia entre ciertos grupos sobre la base de los datos que proporciona es, según nuestro común parecer, malicioso e irresponsable. Sabido es que en todo grupo cuyos miembros se hallan interrelacionados aparecen módulos de comportamiento sumamente complejos. Por ejemplo, en una de las empresas investigadas por los autores del referido informe hemos hallado que todo el personal era sabedor de que la tesorería de la entidad se hallaba en un estado lamentable; por tanto, muchos de los individuos examinados se sentían amenazados por el despido. No nos explicamos cómo los autores dejaron de tener en cuenta la ansiedad engendrada por las mencionadas circunstancias. Puede que los datos aportados apunten a un fenómeno interesante; pero es nuestro parecer que los autores han fracasado completamente en la investigación de la verdadera naturaleza de tal fenómeno. En conclusión, nos vemos obligados a advertir que este tipo de comunicación constituye un claro ejemplo de la irresponsabilidad contemporánea. Por desgracia, es bien cierto que publicaciones antes consideradas como sensatas admiten cada vez mayor número de informaciones concebidas en un tono más propio de una polémica que de una argumentación correctamente expuesta. En nuestra opinión, el contenido del informe en cuestión debe ponerse en tela de juicio hasta que puedan ser repetidas por otros científicos las observaciones en que se funda.»

Dejando sobre la mesa el informe de los expertos, Baxter dijo:

—Eso es todo. Como antes manifesté, lamento el tono de este dictamen, pero debo acatar sus recomendaciones. —Se puso en pie y echó a anclar hacia la puerta, mientras consultaba su reloj—. Y ahora les ruego que me dispensen, pero debo asistir a una reunión...

—Así ¿no piensa hacer ya nada más? —preguntó Mawn con aire de franca irritación.

—Sencillamente, no puedo; no hallo motivo suficiente paradlo. —Abrió la puerta y, dirigiéndose a una adusta empleada que estaba sentada detrás de un pupitre, le dijo—: Por favor, Jane, ¿quiere avisar a un ordenanza? El doctor Mawn y la señorita Scott van a salir.

Y se volvió hacia ellos tendiéndoles la mano:

—Gracias por su visita. Lamento no poder hacer más.

Les dio la mano y volvió a entrar en el despacho, cerrando la puerta.

Al verle, Lodge levantó la cabeza:

—Estimo conveniente enviar copia de su documentación a Bordheim.

—Sí, Richard. Hazlo, ¿quieres? —se dejó caer en una silla—. Creo que se les podría apaciguar invitándoles a asistir contigo a la inauguración de la central de Grim-Ness. ¿Crees que podrás?

—Desde luego. La R.A.F. ha organizado el transporte; hay muchas plazas.

—¿Y qué te parecen los trabajos de Mawn?

Lodge lo pensó un rato antes de contestar:

—Parece sincero. Pero sería de desear que no fuera tan polémico.

—Exacto. Esas personas no quieren comprender que nosotros también defendemos el medio ambiente. Son poco realistas. Si les dejáramos hacer lo que ellos desean, nos veríamos en el caos más absoluto. Te recomiendo que no le pierdas de vista.

11

Día 3 de diciembre

La caldera de alta presión de la central de Grim-Ness, con sus paredes de cinco centímetros de acero, había superado con éxito las pruebas a casi la mitad de su presión de servicio. El grupo de emergencia, formado por treinta metros de baterías de plomo, estaba conectado a los grupos electrógenos de carga final, y se estaba procediendo a verificar la posición, la temperatura y el flujo cero de neutrones para cada barra de material fisionable enriquecido.

El proceso esperado por todos los que habían colaborado en la construcción de la central, técnicos y científicos, desde hacía cuatro años, estaba a* punto de ponerse en marcha.

Unos servomotores emplazados sobre el núcleo del reactor, en el cuello de la caldera, accionaron unos engranajes para elevar poco a poco las largas barras de acero al boro. En primer lugar fueron retiradas, centímetro a centímetro, las barras periféricas, y a continuación las más centrales. Los neutrones antes absorbidos por las barras empezaron a romper los núcleos de los cercanos átomos de uranio, generando neutrones secundarios! A medida que la fisión atómica se aceleraba, iba subiendo la temperatura en el reactor.

Los técnicos de la sala de mandos estaban reunidos alrededor de una gran pantalla en la que aparecía el plano del reactor. A medida que se elevaban las barras, su posición aparecía en dicho plano mural.

Según éste, las barras de la matriz B se hallaban en posición correcta.

Las temperaturas, los flujos de neutrones y los períodos del reactor presentaban los valores normales previstos. Por último, después de tres días de fatigosas verificaciones y mediciones, el doctor Frank Durrell ordenó una momentánea interrupción antes de pasar a régimen de servicio, es decir, a condición crítica.

Durrell fue examinando todas las hojas de ruta que le habían sido entregadas por los jefes de sección. Philip Naylor fue uno de los últimos en presentar los datos de la sala del ordenador. Durrell no halló en ello motivo alguno de comentario, y después de firmar la hoja se la devolvió a Naylor.

Fuera, el frente de bajas presiones que había traído la nieve y el viento se retiraba hacia el este, por el mar del Norte hacia Suecia.

Al oeste de las Hébridas, un segundo frente de bajas presiones se aproximaba poco a poco. Entre ambas borrascas quedaba incluido un gradiente transitorio de altas presiones. Al enfriarse el aire, se producía una inversión térmica, a modo de campana de aire estacionaria sobre la vertical de Grim-Ness. Un ligero manto de nieve daba a los monstruosos perfiles funcionales de la central un aspecto como de maqueta arquitectónica. El ambiente era opresivo, inmóvil. Cuando los trabajadores pasaban de un edificio al otro, el único ruido que podían percibir era el seco crujir de la nieve bajo sus pisadas.

Día 3 de diciembre

El helicóptero «Sycamore» de la R.A.F. se aproximó por el sudoeste. Se cernió unos momentos sobre la pista circular de aterrizaje, y luego inició su lento descenso. Cuando llegó a unos siete metros del suelo, la nieve empezó a elevarse y a girar en torbellino, y luego fue cayendo sobre la pista, donde habían quedado al descubierto los círculos anaranjados.

Las turbinas fueron bajando de tono hasta quedar en silencio, y los rotores acabaron por detenerse. La puerta lateral del fuselaje se abrió y un sargento de la R.A.F. saltó al suelo para fijar una corta escalera de aluminio. Marcia fue la primera en salir, con el aire helado azotándole el rostro y cortándole el aliento.

Mientras el grupo encabezado por Lodge y Mawn se dirigía a un minibús que les aguardaba, asomó unos momentos por entre las nubes el pálido sol septentrional. Fue como si se hubiera encendido un foco en una mina de diamantes: toda la superficie exterior de la central centelleó. La escarcha resplandecía como un millón de puntos de luz. Mas a los pocos segundos el sol quedó cubierto por una masa de nubes densas y negras.

—¡No son unas circunstancias ideales que digamos! —comentó Mawn.

Lodge, sonriendo, repuso a su vez:

—Usted está emperrado en que aquí va a pasar algo, ¿no? Aunque haya que echar gelignita dentro del núcleo.

Mawn se volvió con expresión sombría:

—No creo que sea cosa de broma.

La tripulación del helicóptero caminaba con dificultad bajo el peso de los equipajes. Uno de los soldados hizo un guiño a Marcia.

El humor de Lodge traicionaba su impaciencia:

—Quiero dejar bien claro que esto no lo hacemos para dar gusto al primer Jeremías que se nos presente.

—Yo he intentado advertir del peligro que se corre —repuso Mawn—. Porque creo que ese peligro es bien real, definido y calculable. Haré cuanto pueda para que lo comprendan las personas que dirigen esta central.

Lodge habló en tono duro al replicar:

—Le recuerdo que soy responsable de usted mientras se halle aquí. Si intenta llevar a la práctica lo que dice, me consideraré personalmente ofendido.

Tras patear el suelo por unos momentos, Marcia dijo:

—Casi tengo el pie helado. ¿No podríamos entrar?

Ninguno de los dos hombres le hizo caso. El tono de Mawn no era precisamente de sumisión cuando dijo:

—Le prometo que todo lo que diga será estando usted presente, para que pueda usarlo contra mí si quiere. ¿Está claro?

Al tiempo de subir al minibús, Lodge dijo por encima del hombro:

—Muy bien.

El vehículo avanzó por entre cobertizos, grúas desmontadas y montones de andamiajes de acero. Finalmente, el minibús se detuvo frente a la entrada de la gran sala del reactor. Allí los visitantes fueron recibidos por Bernard Westcott, quien hizo lo que pudo para disimular su contrariedad por la presencia de Mawn y Marcia. El grupo fue conducido a un ascensor que les dejó en el mismo centro neurálgico de la central, en la tercera planta: la gran sala circular de mandos.

Mientras el ascensor iba subiendo por el tubo empotrado en el macizo muro de hormigón de la sala del reactor, la profunda y retumbante trepidación de la lejana maquinaria impuso silencio a todos los visitantes. Se diría que aquel edificio latía con pulso propio.

Un grupo de seis hombres en bata blanca les aguardaba frente al plano mural del reactor. En los instrumentos parpadeaban unas luces amarillas. Cada una de aquellas luces registraba el estado de cada barra de combustible.

El doctor Frank Durrell ocupaba la mesa central de mandos, examinando las columnas de números de diferente- colores que desfilaban por la pantalla de un monitor. Brian Gelder miraba por encima del hombro de aquél. Volviendo la cabeza, Durrell preguntó a uno de los técnicos:

—¿Correctos los niveles de flujo? ¿Puede confirmármelo?

Pasando entre los dedos un tramo de papel continuo, el técnico replicó:

—La densidad de energía se mantiene dentro de los límites normales. Lo confirmo.

Durrell cogió entonces el teléfono azul, bajó la palanquita de un conmutador y habló con David Baird, que se hallaba a sesenta metros de allí, en la sala de control de barras, sentado frente a una versión a escala reducida del plano instalado en el muro de la gran sala de control. La distribución de los indicadores era idéntica. La mesa de Durrell estaba rodeada por los elementos del ordenador, y sólo se hallaba a once metros de distancia del núcleo del reactor, del que le separaban diez centímetros de blindaje térmico de cinco centímetros en acero inoxidable, y una protección biológica formada por veintidós centímetros de hormigón.

La voz de Durrell llegaba algo deformada a los visitantes.

—David, conecta esta línea a los altavoces. Haz la comprobación, por favor.

Baird bajó una palanquita del cuadro de mandos y habló

ante un micro:

—Perfectamente. ¿Puede oírme?

Terminada la comunicación intentó colgar el micro, pero no logró acertar con el soporte, Durrell habló a su vez por un aparato análogo:

- Sí, te oigo con claridad. La densidad de energía ha sido constante durante diecisiete minutos. Vamos a seguir, pues.

Mientras hablaba, Durrell volvía las páginas de un libro de instrucciones que tenía ante sí, sobre la mesa. Luego accionó cuatro palanquitas más y habló de nuevo:

—Aquí Durrell. ¿Me oyes, Philip? La voz de Naylor llegó con claridad:

—Sí. Dígame.

—No cortes. —Consultando el manual, leyó en voz alta—: Barras cinco y siete matriz A, trece y quince matriz B, veintiuno y veintitrés matriz C: todas a posición C menos dieciocho... Confirma, por favor.

La voz de Baird repitió las instrucciones de Durrell. En el núcleo del reactor, las.barras se elevaron irnos centímetros en sus guías, entre los paquetes de combustible.

En la sala de mandos empezó a sonar un timbre electrónico, y en cuatro consolas diferentes parpadeó simultáneamente una luz roja. Con paso cauteloso, un técnico se destacó del grupo situado cerca del reactor y habló ante un micro:

—Los parámetros de la función de error del ordenador no aparecen en pantalla.

La voz de Philip Naylor crepitó a través del altavoz:

—Disculpe.

Hubo una pausa y luego cesó de súbito el timbre y el parpadeo de las luces. Uno de los técnicos se volvió hacia Durrell:

—Tiempo muerto.

Durrell asintió y volvió a hablar a través de su micro: —Pase a C menos setenta.

En el bloque cuarto de la matriz B del núcleo, la temperatura exterior del recipiente alcanzaba 610 grados y la temperatura de las barras de uranio enriquecido en el interior del recipiente los 3020 grados. En la sala de mandos, los instrumentos que controlaban la matriz B señalaban 580 y 2070 grados respeo tivamente.

Las pantallas de la sala del ordenador no indicaban ninguna desviación respecto de los valores normales almacenados en memoria, y Naylor escribió en un cuaderno de ruta: «Curvas de error despejadas.»

El doctor Durrell fue el primero en notar la presencia de los visitantes cuando éstos entraron en la sala precedidos por Westcott.

Tras las presentaciones, Gelder se llevó aparte a Lodge, preguntándole con vehemencia:

—¿Qué hace ese tipo aquí?

—Viene como mero espectador —murmuró Lodge.

—Pues le advierto a usted que a la menor palabra de crítica que pronuncie, le echo sin contemplaciones.

—No creo que sea necesario mostrarse tan agresivo —replicó Lodge, apacible—. Yo me hago responsable. Y no olvide que estoy aquí en representación del Ministerio para cualquier decisión relativa al porvenir de sus centrales.

Después de estas palabras hubo un silencio. Al cabo de un rato, Gelder dijo con súbito cambio de talante:

—Celebro que me lo haya recordado. Por supuesto, procuraré mostrarme cortés. Pero no olvide lo que antes dije, Richard.

El mecanizado de los contenedores de uranio de un reactor nuclear exige una gran precisión. Después del largo proceso de roscado exterior, cada barra se hace girar lentamente sobre unos soportes emplazados cerca de los extremos de la misma. Sobre el centro de la barra se monta entonces un micrómetro con palpador. Cualquier movimiento de la aguja mientras gira la barra indica que no está perfectamente rectificada. Todos los contenedores del bloque cuarto de la matriz B del núcleo habían superado esta verificación, con resultado satisfactorio.

El aire de la sala del Consejo de Administración estaba cargado de humo. Mawn y Marcia contemplaban, a través de la ventana, los paneles de vidrio que cubrían la sala de turbinas. Los corredores que comunicaban las diferentes alas del edificio tenían iluminación cenital de vidrio hemisférico, y resplandecían a través de la capa de nieve, en la oscuridad del crepúsculo boreal, como escotillas de un inmenso navio cósmico. Bajo sus pies notaban una leve vibración.

Igualmente se percibía el zumbido de las conversaciones de un numeroso grupo de ejecutivos. Todos llevaban en la mano el obligado vaso. Marcia observó que Gelder se despedía del pequeño grupo con el que estaba hablando y se encaminaba hacia ellos. Volvió rápidamente la cara hacia la ventana.

—¡Ahí viene!

Gelder se plantó ante ellos, sonriente y con las mejillas encendidas. Marcia dijo entre dientes:

—Cuidado, viene sonriendo.

—¿Les atienden, doctor? —Gelder hablaba en tono confianzudo—. ¿Hemos logrado calmar alguna de sus inquietudes, señorita Scott?

—¿Se ha fijado usted en el pronóstico del tiempo?

Mawn se sonrojó al formular la pregunta, temiendo que ésta fuera muy poco convincente. Lodge siguió a Durrell y a Westcott hacia donde estaban Mawn y Marcia.

—¿El tiempo?

La expresión de Gelder era de humorístico desprecio.

—El Servicio Meteorológico señala que se acerca por el este una zona de bajas presiones. Tendremos vendavales muy fuertes.

Gelder cruzó una mirada con Durrell y sonrió al replicar:

—Y ello supone un peligro para la puesta en servicio, ¿no?

—Usted sabe tan bien como yo que estas islas quedan a veces completamente incomunicadas. De hecho, la mayor velocidad del viento medida en todo el mundo se registró a sólo treinta y dos kilómetros de donde nos encontramos ahora...

—Gracias por el aviso, doctor. Ya veo que usted no se rinde nunca —Gelder sonreía de oreja a oreja—. Primero nos dijo que nuestros ordenadores no eran de fiar; después, que la aptitud de nuestros empleados era inferior a la normal. Y ahora nos viene con el mal tiempo. —Durrell y Wescott sonreían bur— lonamente—. Sin duda, el señor ministro le dirá que hicimos todas las pruebas en el túnel aerodinámico de Farnborough: estos edificios pueden resistir vientos de hasta cuatrocientos kilómetros por hora. Que es mucho viento para esta comarca.

Mawn contuvo su indignación y replicó fríamente:

—Así, ¿desestima nuestros descubrimientos en relación con su personal?

—No del todo. Lo único que pongo en tela de juicio son los motivos de usted, que no obedecen exclusivamente al puro interés científico.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ayer recibí una inquietante llamada del Sindicato de Trabajadores del sector Nuclear, a quienes evidentemente visitó usted.

—En efecto.

Gelder consultó su reloj:

—Como no soy más que un sencillo hombre de negocios, me cuesta entender sus motivos. Según Thorpe, usted se pasó una hora tratando de convencerles de que el personal empleado aquí corre ciertos peligros...

—Disponemos de pruebas que lo demuestran —intervino Marcia.

—Está bien, señorita Scott —replicó Gelder—. Permítanme que les hable sin rodeos: hasta ahora, nuestras relaciones con el Sindicato fueron siempre cuidadosamente fomentadas, como puede certificar Frank Durrell, aquí presente. Una manera de calificar lo que hizo el doctor en Londres sería llamarla una intromisión deliberada y alevosa...

—Verdaderamente, Brian, creo que te pasas —terció Lodge.

—¿Tú crees? —replicó Gelder sin dejar de mirar fijamente a Mawn—. Me cuesta mucho creer que sus motivos sean puramente científicos. Ahora bien, no sé cuál es su filiación política, pero...

Y se calló, interrumpido por la carcajada de Mawn: —Será mejor que no siga por ese camino. Está claro que usted no cree en otros motivos, sino los directamente relacionados con la cuenta de pérdidas y ganancias...

—¿Y qué me dice de sus cuentas? —Gelder se había puesto lívido—. ¿De sus cifras científicas? ¿Qué han dicho de ellas sus colegas? ¡Irresponsabilidad! ¡Sensacionalismo!

—¿Ha visto usted el informe? —se sorprendió Marcia.

—¡Claro que sí! Desde el principio he estado en contacto casi permanente con el departamento de Baxter. Lodge se volvió hacia Mawn y le dijo:

—Creo haberle dicho que todo está en orden. Todos los aspectos de esta central han sido sometidos a severa supervisión por nuestros inspectores.

El interpelado replicó en seguida:

—¿Y han podido inspeccionar alguna vez el sistema de enfriamiento de emergencia? Diga, ¿han verificado eso sus inspectores?

—Se hicieron pruebas de simulación sobre modelo —contestó Lodge.

—¡Maravilloso! ¡Una pérdida de refrigerante simulada en un modelo de reactor de veintidós centímetros! —Mawn se dirigió a Gelder—: ¿Recuerda usted el resultado de la prueba? Usted sabe muy bien lo que pasó con el modelo. Sólo un diez por ciento, repito, un diez por ciento del agua refrigerante de emergencia alcanzó el simulado núcleo. Y ello acarreó simplemente la destrucción de la pila. El resto del agua salió bufando, en forma de vapor, a través del orificio que se produjo.

Por un altavoz se oyó sonar una campanilla, y una voz femenina dijo suavemente:

—Doctor Durrell y señor Gelder, al control principal, por favor. Doctor Durrell y señor Gelder, al control principal.

Gelder se volvió:

—Déjese de profecías, doctor. Mañana alcanzamos la condición crítica. Aún hay tiempo para poner los pies en polvorosa, si tiene usted miedo.

Mawn y Lodge descansaban en sendos butacones, tras un almuerzo vulgar consistente en carne de buey y patatas. Marcia se había acostado, y los dos hombres guardaban silencio, con las miradas fijas en el mortecino fuego de leña, que perfumaba la habitación con suave y resinosa fragancia.

El Earl Magnus, de Kirkwall, era un hotel sólido, de estilo Victoriano. Enteramente construido en piedra del país, la decoración interior consistía en águilas y quebrantahuesos disecados. El rincón donde se habían acomodado los dos hombres estaba presidido por un gran reloj de péndulo.

Mawn comparó la comodidad y el estilo de aquel lugar con las gigantescas, pero incongruentes formas de la central de Grim-Ness, que se erguía allá lejos, hacia el sur. La feliz combinación de comida, aroma de leña y licor de whisky le sumían en un estado de indulgente euforia. Hasta la presencia de Lodge, vestido de cheviot y tumbado en un sillón a su lado, se le antojaba una garantía de seguridad.

Lodge se desesperezó, abrió los ojos y se puso lentamente en pie; sacó del bolsillo del chaleco un delgado reloj de plata y exclamó:

—Las once. Creo que ya es hora de acostarse, ¿no le parece?

Mawn asintió.

—A las once y media pasa un autocar. No habrá que darse prisa. He ordenado que nos despierten a las nueve y media, si esa hora le conviene a usted, naturalmente.

Dicho esto inició el ademán de meterse el reloj en el bolsillo; pero su mano vaciló y el reloj cayó, quedando colgado del extremo de la cadena. Tras otras dos torpes tentativas, logró por fin guardárselo en el bolsillo. Mawn no perdió detalle del incidente.

—Perfecto. Hasta mañana, pues. Buenas noches —dijo Lodge. Cuando éste se retiró, Mawn regresó a su sillón y estuvo largo rato mirando sin ver los rescoldos de la chimenea.

Durante la noche del 3 de diciembre, el reactor de Grim— Ness fue mantenido a «C menos ocho». En el programa de puesta en servicio, esto significaba que después de ocho etapas más se llegaría a la condición crítica.

A partir de ese momento, los hombres adscritos a la central vivieron pendientes del reloj; por razones que nada tenían que ver con las horas de comer, ni con las de dormir, ni aun con él' paso del día o de la noche.

Día 4 de diciembre a las 13.20

Sentado ante su mesa de la sala de mandos, Durrell habló con voz queda a través del micrófono:

—Preparados para C menos uno, por favor. Confirmación. Luego, recorrió con la vista el cuadro de indicadores, que eran en total veinte, en cuatro filas de a cinco. Cada uno iba provisto de un rótulo especial: «Mando barras», «Carrera automática», «Movimiento barra a barra». Las luces fueron encendiéndose una a una, demostrando que todos los controles automáticos de seguridad estaban en funcionamiento. La última luz fue la rotulada «Arranque diesel emergencia».

Durrell se inclinó sobre la rejilla y anunció: —A C menos uno.

En la sala de control del núcleo, David Baird puso un cursor horizontal en posición uno. La mano le tembló al recordar cuántas operaciones de prueba había llevado a cabo en el interior del núcleo antes de que éste fuera sellado. La responsabilidad pesaba sobre su conciencia como una losa de plomo.

Las 13.27

En el cuello de la caldera de alta presión, los servomotores, por medio de una serie de engranajes, elevaron las barras centrales tres centímetros en sus tubos-guía.

Los neutrones penetraron a través del agua a alta presión que circulaba entre los haces de contenedores de combustible.

Baird examinaba el plano del reactor en espera de que aparecieran iluminados los indicadores, confirmando que las barras quedaban en la posición determinada por el cursor horizontal. Un observador habría notado que sus ojos se movían a impulsos de un tic irregular hacia la izquierda, con otro movimiento rápido de retroceso a la visión convergente.

En la sala del ordenador, Philip Naylor inclinó hacia atrás la silla, juntó las manos detrás de la nuca y se dispuso a descansar.

Ante la gran pantalla de la sala principal de mandos, Bernard Westcott anotaba los datos indicados por los diversos instrumentos.

Lodge y Sampson (inspector, este último, del Ministerio de Comercio) observaban con Marcia y Mawn un bloque de seis monitores de televisión en color, cada uno de los cuales controlaba un punto de la central. En todas las pantallas aparecía una señal parásita, la llamada «nieve»; efecto inevitable dada la proximidad de altas tensiones y de fuertes campos electromagnéticos.

Las 13.32

Sampson acompañó a los visitantes al plano mural del reactor, y señaló un grupo de luces que se encendían y apagaban simultáneamente con las de un cuadro contiguo.

—Aquí tienen ustedes la condición crítica.

—Me parecía que éste debía ser un momento solemne —dijo Marcia.

—En realidad, no tiene mayor significación —prosiguió Sampson—. Es un punto teórico, que en realidad no dura sino unas millonésimas de segundo.

—¿Qué ocurre entonces?

—Lo que verdaderamente importa es la estabilidad lograda cuando, después, se eleva la escala de energía. El proceso se reproduce a sí mismo y el reactor está controlado. Ahora el quid está en ir acercando su potencia, poco a poco, al régimen de servicio.

Las 13.45

En el interior de uno de los contenedores del cuarto bloque de la matriz B la temperatura alcanzó 4.020 grados. Parte del uranio se fundió y se salió de la matriz de cerámica, derramándose en la envoltura de aleación del contenedor como cera derretida esparciéndose sobre un papel secante.

Los pares termoeléctricos detectores empezaron a enviar datos de la temperatura, mediante dos cables —rojo y verde—, primero al ordenador, que los verificaba automáticamente, y luego a la sala de mandos. La información recibida fue aceptada por el ordenador, aunque había llegado con nueve segundos de retraso.

Las 13.45 y 10 segundos

En la sala de mandos sonó un avisador acústico, y una luz parpadeó en el punto del plano mural correspondiente al cuarto bloque de contenedores. Westcott levantó la vista y advirtió a Durrell: «Punto caliente en B cuarto.»

Las 13.45 y 35 segundos

En el núcleo del reactor, el contenedor cuyo uranio se había fundido empezó a doblarse, se salió de su alineación y entró en contacto con otros contenedores. Lo que produjo en aquel punto una aceleración de la fisión. Los contenedores cercanos empezaron a recalentarse a su vez.

Los embragues magnéticos de maniobra de la matriz B seguían activados, por lo que las barras permanecían alzadas.

Las 13.45 y 42 segundos

Durrell se volvió en su silla:

—¿Por qué diablos no se ha disparado? ¡Desconexión! En el control de barras, Baird conectó el mando manual, desconectó los embragues magnéticos, y las barras del moderador empezaron a bajar.

Las 13.45 y 43 segundos

La holgura entre cada barra de moderador y su tubo-guía era de 1,2 milímetros. Cayendo por su propio peso, la barra entró justo hasta la mitad de su tubo-guía. Pero el sobrecalentamiento aumentaba ya en proporción exponencial, y el tubo— guía empezaba a curvarse, perdiendo alineación.

Las 13.45 y 44 segundos

Justamente a la mitad del tubo-guía torcido, la barra moderadora se quedó atascada, y la fisión en aquel punto continuó. El metal del contenedor del cuarto bloque empezó a fundirse.

Las 13.45 y 47 segundos

Baird gritó por el altavoz:

—¡Se ha atascado, se ha atascado!

Pálido, Durrell profirió una maldición y se volvió en redondo hacia Westcott:

—¡Prepárense a inundar el reactor!

Las 13.45 y 48 segundos

El sobrecalentado contenedor estalló, vertiendo uranio fundido en el agua refrigerante, que ya estaba a una temperatura de 640 grados y una presión de 140 kilogramos por centímetro cuadrado. El metal fundido del contenedor y el uranio reaccionaron con violencia al contacto con el agua circundante.

Las 13.45 y 49 segundos

Durrell se volvió hacia la consola de los instrumentos. Sacándose una llave del bolsillo de la chaqueta y tras alguna vacilación, abrió una tapadera metálica rectangular con el rótulo «Bolas de boro», permitiendo ver un pulsador rojo de cinco centímetros de diámetro.

Unas luces rojas empezaron a parpadear de modo apremiante sobre toda una sección del plano vertical del reactor y empezó a sonar un estridente timbre de alarma.

Las 13.45 y 51 segundos

La reacción de los metales fundidos con el agua a alta presión produjo una serie de pequeñas explosiones de hidrógeno. Éstas causaron ondas de choque en el agua, desalojando de sus soportes otros recipientes de combustible. Al desplomarse las barras, la fisión atómica se aceleró aún más, y las barras empezaron a fundirse, saliéndose del armazón que las sostenía.

Las 13.45 y 56 segundos

Durrell, excitado, gritó a través del micrófono: —¡Inunden el reactor, pronto!

En control, Baird accionó el conmutador, y la corriente quedó inmediatamente cortada de los dedos magnéticos que alzaban las barras de moderador. Y las barras se cayeron.

Las 13.45 y 57 segundos

En el núcleo, la geométrica distribución de moderador y combustible estaba ya totalmente alterada. Una tras otra, las barras del moderador fueron atascándose en las guías o cayendo al fondo del reactor.

Las 13.45 y 58 segundos

Con todas las luces de alarma encendidas cual centelleante marea roja en toda la pantalla, Durrell gritó: —¡En marcha los dieseis de emergencia! Uno de los técnicos pulsó un botón y las luces de la sala de mandos se amortiguaron de súbito, para recuperar en seguida su intensidad normal. Del exterior llegó un profundo rugido. Los motores diesel que accionaban la bomba de emergencia para inundar el núcleo con refrigerante se pusieron pesadamente en marcha.

Las 13.45 y 60 segundos

En el interior del núcleo la reacción explosiva entre el agua y los contenedores de combustible fundidos culminó en una tremenda onda explosiva, que golpeó con violencia toda la estructura y la caldera de acero. En la unión entre la base de la caldera y la entrada de refrigerantes, de 1,22 metros de diámetro, se partió de repente una soldadura.

Las 13.46 y 2 segundos

En la sala de mandos, Westcott gritó:

—¡Hay fuga de presión del refrigerante! El agua sobrecalentada, al volver a la presión normal, se evaporó instantáneamente, con carácter explosivo. Ello dilató la fuga entre el tubo y la caldera de alta presión.

Sin mirar, Durrel puso al máximo el mando de la refrigeración del núcleo. La trepidación de los dieseis se convirtió en un rugido ensordecedor. El tubo de 1,22 metros de diámetro se desgajó totalmente de la caldera, y el núcleo del reactor, privado de refrigeración, empezó a desintegrarse, fundiéndose al doblarse hacia el centro las barras de combustible.

El agua refrigerante de emergencia, impulsada por las bombas de alta presión, inundó la caldera y el núcleo incandescente. Entonces se produjo la catástrofe.

Todo el edificio retembló con un horrísono estampido, seguido de agudos silbidos de gases escapando a gran presión. Una granizada de vidrio de los fluorescentes cubrió el suelo, y un momento después se produjo una segunda explosión violenta. Un cuadro de instrumentos arrancado de la pared hirió a un técnico en un hombro.

Durrell pulsó el botón debajo de la placa abierta. Unas electroválvulas abrieron las tolvas llenas de bolas de acero al boro, que se precipitaron por unos planos inclinados de acero hasta el propio centro del reactor, que se estaba desintegrando.

Las 13.46 y 10 segundos

Transmitido por un altavoz, se oyó un prolongado grito de angustia. El horrorizado grupo que estaba frente a la fila de monitores pudo ver cómo una de las paredes de la lejana sala de control del moderador se tambaleaba y se rajaba desde el suelo hasta el techo. Una cortina vertical de vapor irrumpió a toda presión a través de la grieta, en la cámara, volcando las piezas del ordenador que rodeaban a Baird. El torbellino de vapor, levantó el cuerpo dé aquél como si fuese una hoja de árbol arrastrada por el viento, arrojándolo finalmente contra la pared. Por un momento, el rostro de Baird quedó crispado con una expresión de horror; luego fue abrasado vivo por la mezcla de vapor y gas a 600 grados. Su chaqueta blanca de fibra sintética empezó a fundirse sobre su cuerpo y acabó deshaciéndose en pequeños fragmentos bajo los efectos del mortífero soplo. Su piel se volvió de color rosa brillante que mudó hacia el rojo. Sus ojos hirvieron transformándose en coágulos blancos que colgaron de las cuencas. Finalmente sus mejillas se agrietaron como un melocotón demasiado maduro y la pantalla quedó en blanco.

Marcia se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar. Gelder empujó a Mawn de un codazo y se dirigió a la fila de pantallas.

Durrell pulsó uno de los conmutadores para hacer aparecer la imagen de la sala del reactor.

Pulsó luego otro botón, y apareció la sala principal de bombas.

—¡Haskell! ¿Me oye? ¡Haskell!

Haskell, de bata blanca, apareció en la pantalla con otros dos hombres de mono azul. Los tres parecían empequeñecidos por inmensas tuberías que comunicaban cámaras de hormigón. Detrás de Haskell se veían los enormes cuerpos verdes de las bombas.

—¡Váyanse, por lo que más quieran! El núcleo se ha fundido. ¡Váyanse antes de que explote! ¡Salgan, por el amor de Dios! ¡Salgan!

Detrás de los tres hombres, el piso de hormigón se abrió como el cráter de un volcán. Una de las bombas había estallado, proyectando una enorme granizada de trozos de hierro incandescenteLa sala se llenó de densas nubes de rugiente vapor; los pedazos de la bomba volaban y rebotaban sobre las paredes. Uno de aquellos hombres de mono quiso correr hacia la puerta, pero cayó traspasado por un gran pedazo de tubo de cobre. Haskell corrió hacia él, se inclinó y le arrastró en dirección a la puerta, pero ambos hombres fueron lanzados al aire cuando el suelo hizo erupción bajo sus pies. Entre una incesante granizada de retorcidos fragmentos de metal, la misma puerta empezó a desintegrarse, y el tercer hombre corrió hacia ella.

Gelder chilló a través del micro:

—¡Aléjese..., vayase!

El hombre tropezó y cayó, y el horrorizado grupo vio cómo su cuerpo era instantáneamente despedazado por una rociada de trozos de metal.

Pálida y temblorosa, Marcia se refugió en el pecho de Mawn. Durrell había caído de rodillas al suelo, y Westcott se apoyaba contra una pared, tapándose la boca en ademán de contener las náuseas.

Gelder se adelantó y conectó la cámara de televisión instalada en la sala del reactor. Todo parecía normal, pero cuando iba a seleccionar otra imagen, Mawn le retuvo apuntando a la pantalla. Gelder se fijó mejor y procedió a cambiar la orientación de la cámara de la sala del reactor mediante las dos palancas de mando a distancia de que estaba dotada la consola. Enfocó la cámara hacia el suelo.

Al principio creyeron que había un fallo en la imagen. Las líneas hexagonales del pavimento parecían ondular. Algo empujaba desde abajo el suelo de acero y hormigón. Una a una las losas hexagonales se fueron separando, como si hirvieran. Luego aquellas losas de quince toneladas salieron despedidas al irrumpir en la sala un hirviente hongo de humo y vapor procedente del núcleo central del reactor, situado debajo de la sala. En el extremo más alejado de ésta, la máquina cargadora de treinta metros de altura, que parecía casi un faro marítimo de metal, empezó a inclinarse cuando se hundió el pavimento sobre el cual descansaba. Al caer fue a dar con la pared este del edificio, derribándola en medio de una nube de vidrios y de fragmentos de hormigón. El suelo de la sala de mandos se movió bajo los pies del grupo cuando se vino abajo la enorme masa de la cargadora.

De súbito resonó en la sala de mandos el áspero, intermitente ladrido de una bocina. El mudo grupo que rodeaba la pantalla se echó atrás, alarmado. Gelder se volvió hacia los demás, exclamando:

—¿Qué diablos...?

—Las puertas —explicó Durrell—. Las puertas de emergencia. La maniobra es automática en presencia de radiactividad. Esas puertas dividen la central en una serie de compartimientos estancos... Como en un submarino.

Lodge hizo ademán de dirigirse hacia las dobles puertas de cristal.

—¿Quiere decir que estamos atrapados?

—Todas esas puertas se abren manualmente —replicó en seguida Durrell.

—Entonces, manos a la obra —replicó Gelder.

Durrell le miró con desdén, y dijo en tono más bien lúgubre:

—Creo que no lo ha comprendido: las puertas son maniobradas automáticamente por detectores de radiactividad

—¿Y qué?

—Si esas puertas están cerradas... Detrás de algunas de ellas, sin que podamos saber cuáles, ¡hay radiactividad!

Durante varios minutos, nadie habló. Una tenue lluvia de polvo se desprendía del techo. El suelo pareció abarquillarse. Mawn contempló el grupo de monitores y pensó: «Voy a ver mi propia muerte por televisión.»

12

Gelder, rompiendo el silencio, le preguntó a Durrell: —Entonces, ¿cuál es nuestra situación? Sin contestar, el interpelado se dirigió lentamente a su mesa, abrió un cajón y sacó un plano de planta del edificio del reactor. Desenrolló el plano sobre la mesa y, fijando los extremos con sendos ceniceros, explicó:

—Aquí estamos nosotros y ahí el reactor. Y aquí, entre el reactor y nosotros, está la caldera número uno...

—¿Dónde están esas puertas? —interrumpió Mawn. —Dividen el edificio en compartimientos estancos —contestó Durrell.

—¿Y esas puertas se cierran automáticamente mediante detectores de radiación?

—Sí.

—¿A qué nivel?

—No lo sé. Cada detector está formado por un filtro de papel que envuelve un contador geiger. El aire circula continuamente a través del filtro, y cuando la contaminación alcanza un valor determinado, el geiger dispara el mecanismo de la puerta.

—¡Pero nosotros podemos anular ese mecanismo!

—Sí, cada puerta lleva un mando manual.

—Así, ¿cuál es la salida?

Durrell señaló las puertas de cristal:

—Ante todo, tenemos que pasar por ahí, y luego bajar por la escalera. Pero conviene tener en cuenta que la planta baja debe estar contaminada.

—¿Por la radiactividad?

—Si la base de la caldera de alta presión ha cedido, es de suponer que la explosión se produjo debajo de nosotros. Y allí habrá una inundación de agua, o quizá contaminación radiactiva. De ese lado, no hay nada que hacer... ¡nada!

—¿Y qué más?

—Arriba existe un pasillo a nivel de esta sala, que conduce a la sala de turbinas.

—Contando con que aún exista.

Gelder seguía con los monitores de televisión, tratando de obtener imágenes de los demás lugares de la descalabrada central. Los demás integrantes del grupo se acercaron también a mirar. Primeramente, y en visión bastante borrosa, apareció la sala de control de las barras. A través de los espesos torbellinos de polvo, se distinguió un caos de escombros y de instrumentos despachurrados. Todo aparecía cubierto de un grueso depósito gris. Marcia gritó horrorizada al ver asomar el brazo de un hombre en un montón de escombros.

Gelder accionó el mando a distancia y la cámara encuadró un boquete abierto en el muro, por donde se pudo ver un resplandor anaranjado y, destrozado por un tubo de metal, un cadáver cuyas piernas colgaban por la abertura.

Durrell se movía rápidamente entre los cuadros de instrumentos, tratando de apreciar la gravedad del accidente. Pero casi todas las agujas apuntaban al cero. Un solo grupo de indicadores manifestaba cierta actividad.

Día 4 de diciembre a las 14.10

El técnico a quien se le había venido encima un cuadro de instrumentos estaba acurrucado junto a la pared, lamentándose y tocándose el hombro herido.

Gelder probaba todas las cámaras para apreciar la situación. Algunas no funcionaban; pero el aparato enfocado a la galería de la sala del reactor era todavía utilizable. Por el agujero abierto sobre el reactor, como un gigantesco castillo de fuegos artificiales; en cambio, el resplandor procedente del núcleo empezaba a debilitarse. Por el este, donde se había desplomado la pared, entraba la nieve en densos torbellinos, inmediatamente aspirados por la corriente ascendente de aire sobre el núcleo. Por encima del humo se formaba un hongo de vapor que salía con fuerza por el roto tejado.

—Está saliendo al exterior —musitó Marcia.

—No llegará muy lejos —replicó Mawn—. El último boletín meteorológico señaló una inversión térmica en esta localidad. Por tanto, arriba debe existir una capa de aire inmóvil.

—¿Y eso qué importa?

—Depende de la proporción de material del núcleo que haya sido proyectada hacia lo alto, cosa que no podemos averiguar. Si no hay viento y la inversión térmica continúa sobre nosotros, las partículas serán arrastradas hacia arriba por los gases calientes y luego descenderán casi en seguida, cuando salgan de la corriente ascendente. Hay que suponer que toda la central se halla rodeada por un cinturón de radiactividad.

Se interrumpió al darse cuenta de que, aunque había hablado en voz baja, todos le escuchaban atentamente. Entonces dijo en voz alta:

—¿Qué opina, Durrell?

—No tengo medios para formular una opinión. Suponiendo una fuga del treinta por ciento de los productos de fisión, éstos habrán cubierto ya un círculo de unos cuatro kilómetros de diámetro.

—Eso en cuanto al polvo. Pero, ¿qué me dice de los gases radiactivos... el vapor de agua?

—Depende enteramente del viento.

—Cuando llegamos no había viento.

—¡He dicho que depende! —gritó Durrell—. No puedo... No tengo nada para medirlo. Aquí nada funciona.

—Entonces, ¿cuáles son las prioridades? —preguntó con voz sosegada Lodge.

—Salir de aquí cuanto antes —contestó Gelder.

—Y meternos de cabeza en la contaminación letal que seguramente reina en el exterior —objetó Mawn—. ¿Habrá llegado hasta Kirkwall la nube radiactiva?

—¡Ya he dicho que no lo sé! —le volvió la espalda Durrell.

—Pues debería saberlo —dijo serenamente Marcia—. Todos tienen a sus familias allí.

Durrell se dirigió hacia la puerta de la sala del ordenador. Señalando la hilera de teléfonos coloreados instalados en su mesa, dijo:

—Que Naylor intente comunicar con el exterior, porque ésos seguramente no funcionan.

Mawn y Lodge le siguieron.

Gelder regresó a los monitores y registró la central con las cámaras que aún funcionaban. En las galerías y salas de control que rodeaban el destrozado reactor habían quedado atrapados algunos grupos de trabajadores. Unos permanecían tumbados en apretados montones; otros vomitaban a consecuencia de la mortífera dosis de radiactividad recibida. Algunas cámaras transmitían sonido, aunque no imagen; a través de ellas llegaba una horrible barahunda de gritos.

En la sala del ordenador, Naylor intentaba establecer contacto con la central telefónica. Lodge y Mawn estaban detrás de él. Naylor hablaba por la línea exterior con un técnico que medía la resistencia de los cables telefónicos con un óhmetro.

—¿Hay suerte?

El interpelado meneó la cabeza y se volvió hacia Lodge:

—Los interiores funcionan, pero todas las líneas exteriores están averiadas.

—¿Dónde está la centralita? —le preguntó Mawn.

—En el edificio de recepción —respondió Naylor.

Mawn se acercó al plano mural de la central y señaló un punto:

—¿Aquí, no? —Naylor asintió con la cabeza—. Bien, entonces queda cerca del lado este del edificio, o sea, donde la máquina cargadora derribó todo el muro.

Cuando regresaron a la sala de mandos, coincidieron con Gelder.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó éste.

—Nada —le contestó Durrell—. Ninguna de las líneas exteriores funciona.

Gelder apuntó entonces a las pantallas:

—He revisado todas las pantallas que funcionan. A lo que parece, hay tres grupos principales de supervivientes; pero aún no he podido saber si se hallan afectados por la radiación o no. El primer grupo está...

Marcia apenas prestaba atención mientras Gelder describía la localización de los supervivientes. Lo inimaginable había ocurrido. Miró las ruinas de la sala de mandos y se estremeció cuando hubo una nueva lluvia de polvo del techo. Temerosa, se dijo que si aquel polvo fuera radiactivo ya habrían recibido todos una mortífera dosis del mismo. Era posible que sus hematíes estuvieran desintegrándose ya sin remedio. En su imaginación vio las víctimas de Hiroshima y recordó las patéticas cicatrices que presentaban los supervivientes del pesquero «Lucky Dragón». Interminables filas de camas de hospital. Incapaz de dominar el temblor de sus piernas, cerró los ojos a tales visiones. Y agradeció el consuelo que el brazo de Mawn le brindaba, rodeando sus hombros.

Quedaban tres monitores cuya imagen era más o menos nítida. Mostraban los principales corredores de servicio.

El primero de dichos corredores, que iba desde la base de la caldera de presión hasta los depósitos subterráneos de refrigerante, estaba completamente bloqueado por un tramo de techo derrumbado. En imagen aparecían los humos y el torrente de agua que se precipitaba por aquel corredor.

El segundo, desde la sala del reactor hasta el exterior, estaba incólume en apariencia.

El tercero parecía el escenario de una catástrofe minera. Había unos treinta hombres tumbados en el suelo o con la espalda apoyada contra la pared. La fuerza de la explosión inicial había lanzado una lluvia de cascotes destrozando la larga fila de ventanas. Había varios cuerpos casi descuartizados, y los supervivientes, cubiertos de una fangosa capa de agua y cenizas, se arracimaban en fila junto a la pared. Algunos agonizaban víctimas de los rayos gamma. Un hombre, sosteniéndose el vientre con ambas manos, permanecía inmóvil, con un grito incesante en la boca abierta. Otro yacía de espaldas, con la cabeza inclinada a un lado y vomitando.

De súbito, el suelo se puso a temblar violentamente bajo los pies de aquellos hombres. Se oyó una fuerte detonación y recibieron sobre sus cabezas y hombros una nueva lluvia de

—¿Qué ha ocurrido ahora? —preguntó Gelder.

Durrell corrió hacia los monitores y conectó el correspondiente a la sala del reactor. Seguía entrando un humo espeso y negro por el agujero del suelo, pero el resplandor anaranjado casi había desaparecido. Durrell se acercó a una silla y se dejó caer pesadamente en ella. Gelder le sacudió, repitiendo:

—¿Qué ha ocurrido?

—Yo no... —empezó diciendo Durrell—. No estoy seguro, pero creo...

—Se lo diré yo —exclamó Mawn—. El reactor se ha desfondado.

—¿Qué? —inquirió Marcia.

—Por fusión: ¡el accidente chino! —Se volvió hacia Gelder—: Usted posee ya una pequeña experiencia a este respecto, ¿no? ¿Recuerda la central de Puké, en Albania? —Dirigiéndose a los demás, prosiguió—: ¡El resplandor ha desaparecido! Ello significa que todo el núcleo acaba de fundirse y está hundiéndose lentamente. En estos momentos habrá atravesado el blindaje biológico ubicado debajo del propio reactor. ¿No es así? Durrell no contestó. A Lodge le tembló la voz al decir:

—Usted no puede estar seguro de eso.

Mawn se volvió hacia él, irritado, y le espetó:

—¡No necesito estar seguro! —apuntó con el índice la pantalla—. En algún lugar debajo de aquí hay un sol en miniatura, a muchos miles de grados. Atravesará los blindajes y los cimientos. Caerá directamente hacia el centro de la Tierra, y ustedes no van a poder evitarlo.

Encarándose con Durrell, le preguntó:

—¿Es así o no es así?

Durrell asintió lentamente, sin levantar la vista.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lodge.

—Algunos bromistas de entre ustedes le llaman a esto «el accidente chino». Siguiendo la broma, podrían decir que el reactor irá fundiéndose ¡hasta llegar a la misma China!

Durrell, hablando consigo mismo, decía:

—Hemos de evacuar. Hay que salvar al personal. Mawn, dirigiéndose a los demás, dijo:

—¡Es necesario enfrentarse a los hechos!

—¿Quién diablos le da a usted autoridad para...? —empezó Gelder.

—Pues el hecho de que esta situación fue prevista por mí desde hace un mes. ¿Quién puede afirmar lo mismo?-Contando con los dedos, prosiguió—: Primero, estamos atrapados y desconocemos el nivel de radiactividad exterior. Pero, como no hay brechas en estas paredes y están paralizados los filtros de aire, podemos considerarnos relativamente a salvo. Segundo, entre nosotros y el exterior hay cierto número de puertas herméticamente cerradas. Tercero, la cantidad de aire de qué aquí disponemos es finita, por lo que, o nos asfixiamos o abrimos una puerta y dejamos entrar el aire cargado de radiactividad. Es inútil preocuparse del núcleo... No se puede bajar con cubos de agua a apagarlo. Conque olvidémoslo y pensemos en la forma de salir indemnes de este lugar. Y eso, cuanto antes.

Lodge señaló a los monitores:

—Y, ¿qué hacemos con esos hombres? ¿No deberíamos ayudarles?

—Pero si antes no salimos nosotros, mal podremos ayudarles. —Volviéndose hacia Naylor, que regresaba de la sala del ordenador, le preguntó—: ¿Dispone de algunos trajes?

—¿Trajes?

—¡Sí, trajes protectores, hombre de Dios! ¿Tiene alguno?

—¡Ah! Sí, hay varios... en el pañol.

—¿Hacia dónde cae eso?

Naylor señaló hacia las puertas de salida:

—Por allí, al fondo del corredor y luego a la derecha; están en... —dudó un momento— abajo, a la izquierda.

Y frunció el ceño.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Mawn.

Naylor le miró, sombrío:

—Hay una puerta antes de llegar al cuarto. Y estará cerrada.

Durrell, que se había puesto en pie, intervino:

—Allí hay un contador geiger, y también inyecciones antiradiación.

—¿Son de alguna utilidad? —preguntó Marcia.

Durrell se encogió de hombros:

—Aminoácidos, cisteína y mentionina principalmente. Sí, protegen a los ratones contra los rayos gamma.

—¡Ratones! ¡Cielo santo! —exclamó Gelder.

Mawn preguntó a Durrell:

—¿Dijo que las puertas pueden abrirse manualmente?

—Sí. Hay un volante que desconecta los electroimanes.

—¿Hay algún contador en el lado de acá..., en el lado seguro de la puerta?

—Ni siquiera sabemos si el lado de acá es seguro...

—No sea usted tan puñetero. ¿Hay o no hay algún instrumentó que señale qué cantidad de radiactividad puede haber al otro lado?

—No. Sólo hay un indicador que se enciende al sobrepasar cierto nivel.

—Muy bien —dijo Mawn, volviéndose hacia Naylor—. ¿Cuántos trajes hay allí?

El interpelado lo pensó un momento, y luego contestó:

—Al menos una docena.

—¿Cuánto pesan? Quiero decir si un hombre solo puede cargar con todos.

—No. Quizá dos podrían hacerlo.

Gelder, que había recuperado el aplomo y examinaba el plano del edificio, intervino entonces:

—Según entiendo, y a juzgar por la escala de este plano, el panol dista unos treinta metros de la puerta cerrada. No se tardaría mucho en ir y volver. —Se volvió hacia Mawn, con una tenue sonrisa en su rostro—. ¿Qué probabilidades de éxito calcula usted para ese viaje, doctor? Se trata de una carrera de treinta y tantos metros.

Durrell dirigió una fugaz mirada a Naylor:

—Creo que esa misión es cosa nuestra. Conocemos bien el edificio.

—No —repuso Gelder, terminante—. Esta central es de mi entera responsabilidad.

—Necesitará ayuda —apuntó Mawn.

—Prefiero no arriesgar la vida de los empleados —dijo Gelder fríamente.

—¡Arriesgar la vida! —exclamó Mawn—. Por su negligencia han muerto ya la mitad de ellos.

Tras el silencio que provocaron las palabras de Mawn se levantó una tempestad de protestas.

—Ahora no es momento para... —empezó Lodge. Mawn le interrumpió:

—Tampoco es momento para hacer alarde de ciertas actitudes. No quiero que nuestra salvación se vea comprometida por un superhéroe...

Cogió a Naylor de las solapas y le ordenó: —¡Quítese esa bata!

Y, sin esperar más, agarró la bata, tiró de ella hacia abajo para quitársela a Naylor y empezó a romperla en cuatro trozos cuadrados de unos sesenta centímetros de lado. Luego conminó a Durrell:

—Sáquese la suya también, y rómpala en cuatro pedazos como yo he hecho con ésta. ¡Rápido!

—¿Quiere explicarnos por qué...? —Lodge trató de poner dignidad y autoridad en su voz para disimular el temblor de la misma—. Sepamos qué se propone.

Sin levantar la vista, Mawn replicó:

—No sabemos qué grado de contaminación puede existir en el corredor, y menos todavía detrás de la puerta. Por consiguiente, hemos de improvisar una protección.

Dicho esto se envolvió los zapatos con la tela, agregando:

—Haga lo mismo que yo; de momento será lo mejor. Tenemos que cubrirnos de la cabeza a los pies para salir de aquí, traer los equipos protectores y abandonar estos pedazos de tela antes de entrar. ¿De acuerdo?

—Me parece muy razonable —comentó Gelder.

—Traigan más batas. Muévanse, por lo que más quieran.

Naylor salió corriendo hacia la sala del ordenador y regresó en seguida con una pieza de politeno y varios trozos de cinta perforada. Mawn ya había terminado de atarse la tela alrededor de los zapatos y se estaba metiendo las perneras del pantalón en los calcetines. Miró a Gelder y le dijo:

—Cúbrase el cuerpo lo mejor que pueda, sin dejar resquicios. Envuélvase los pies como yo.

Rompió la pieza de plástico en dos partes y se cubrió la cabeza y los hombros como con una capucha. Señalando los trozos de cinta de computadora, le dijo a Marcia:

—Ahora échame esta pieza alrededor del cuerpo y átame como si fuera un paquete.

Después hizo un ademán hacia— Gelder:

—Hagan lo mismo con él.

Durrell y Lodge cogieron la otra mitad del politeno y envolvieron con ella la cabeza de Gelder.

—¿Para qué va a servir esto? —preguntó éste, impaciente.

Y Mawn explicó:

—Si hay polvo radiactivo en suspensión, quedará retenido por esta envoltura.

—Comprendo —dijo Gelder—. Y otra cosa: ¿por qué no puede ir uno solo? Entiendo que hacer dos viajes sería mejor que dos hombres y un viaje. De esta manera, sólo un hombre peligraría.

—No tenemos tiempo suficiente —respondió Mawn—. Dos hombres lo harán más pronto que uno.

Mawn se volvió hacia Durrell, con el cuerpo envarado:

—Dos pañuelos.

Marcia hurgó en su bolso y sacó un pequeño triángulo blanco, perfectamente doblado. Mawn lo rechazó con un gesto, exclamando:

—jPor el amor de Dios! Vamos, vamos..., dos pañuelos.

Durrell se sacó uno y Lodge, un elegante cuadrado de seda.

—Mójenlos —dijo Mawn.

—¿Qué? —preguntó Marcia.

—¡Empapen los pañuelos en agua! Es para envolvernos la cara. Las fibras mojadas impedirán que las partículas se filtren.

Y ordenó a Wescott:

—¡Agua! Necesitamos agua.

—Yo... Aquí no hay. Los lavabos están en el corredor.

Gelder dijo, sonriendo:

—Podríamos mearnos en ellos.

Naylor ofreció entonces un vaso de plástico:

—No hace falta; aquí tengo un poco de café frío.

Marcia hizo una pelota con los dos pañuelos y vertió sobre ellos el líquido, hasta que toda la tela adquirió el color del café. Luego entregó uno a Naylor y envolvió con el otro la nariz y la boca de Mawn, anudándoselo sobre la nuca. Mawn le dio las gracias con un gesto y echó una última y rápida ojeada al plano del edificio. Con una seña a Gelder, echó a andar torpemente por el corredor.

Cuando se hubieron cerrado tras ellos las puertas giratorias, notaron el intenso frío que penetraba a través de la tela mojada que les cubría la cara. Dos ventanas habían sido rotas por la explosión, y la nieve medio fundida formaba un charco sobre el verde linóleo del suelo. Mawn arrastraba rápidamente los pies corredor adelante. Con voz ahogada por la tela que le cubría la boca, dijo:

—No se detenga; cuanto más permanezcamos aquí fuera mayor será el peligro.

Los dos hombres echaron a correr torpemente, y poco después llegaban al fondo del corredor. Torcieron entonces a la derecha. A unos siete metros más adelante, el corredor daba a una cámara de unos cuatro por cinco metros.

Al fondo de la misma había un muro de acero macizo cubierto de cables eléctricos y tuberías, con una gruesa puerta metálica asegurada mediante barras de lo mismo. A la izquierda había un volante de fundición, y sobre el mismo, un rótulo luminoso intermitente anunciaba: «Peligro. Radiactividad. Prohibido el paso.»

Mawn inspeccionó las cajas del mecanismo de accionamiento y resiguió con el dedo los cables eléctricos del sistema.

Gelder le alcanzó y preguntó:

—¿Por qué nos hemos detenido?

Sin mirarle, Mawn contestó:

—Quiero asegurarme de que no nos atrape cuando hayamos pasado.

Rápidamente sacó una tuerca, abrió la tapadera de fundición de una de las cajas y sacó un fusible. En seguida oyó el disparo de un relé, y la luz roja se apagó:

—Le habría servido para deshacerse de mí, ¿no?

Mawn se volvió despacio y miró fijamente a Gelder:

—Le necesito vivo, amigo.

Los ojos de Gelder se contrajeron. Era imposible adivinar si se sonreía o no:

—En tal caso, no me importa que usted vaya detrás de raí.

Mawn le volvió la espalda y empezó a dar vueltas al volante, descorriendo las barras de la puerta. Luego, con una mano en el tirador y la otra apoyada en el muro de acero, abrió poco a poco hasta poder mirar por la rendija. Los dos hombres se armaron de valor para lo que el corredor pudiera reservarles. En aquel momento, el suelo tembló bajo sus pies, señal de un lejano derrumbamiento. El muro vibró y la puerta se abrió por su propio peso.

El corredor estaba tenuemente iluminado por una serie de lámparas de emergencia. El piso de linóleo estaba cubierto de una espesa capa de polvo blanco. Un tramo de la pared se había derrumbado hacia dentro dejando un boquete vertical desde el suelo hasta el techo. Los escombros obstruían en parte el camino.

—¿Serán radiactivos esos escombros? —inquirió Gelder.

—¿Cómo demonios quiere que lo sepa?

—Quise decir si habrá gas o polvo.

—Si fuese gas, ya lo habríamos respirado y podríamos darnos por muertos. Contenga el aliento cuanto pueda.

Avanzó unos pasos y se detuvo frente a una manguera de incendios.

—Si el polvo fuese radiactivo —dijo—, podemos deshacernos de él así. —Hizo girar la válvula de latón y añadió—: Esperemos que haya presión. Voy a adelantarme. Usted abrirá la llave de paso.

Mawn se arrodilló apuntando hacia delante mientras Gelder abría la válvula. Se produjo una angustiosa pausa; pero ya la manguera se iba llenando. La boquilla sostenida por Mawn retrocedió con fuerza y escupió un chorro de agua.

Mawn dirigió el chorro al techo; después apuntó a las paredes y por último encañonó el suelo hasta que todo el corredor se llenó de barro blanquecino. —¡Ciérrelo! —gritó Mawn.

Gelder obedeció y cortó el chorro. Mawn arrojó la manguera ai suelo e hizo una seña:

—Ahora, corra sin tocar las paredes ni nada de lo que hay aquí dentro; no deje de correr tanto como pueda; no se preocupe si se le mojan los zapatos.

Él mismo se irguió y echó a correr pasadizo adelante, con Gelder sobre sus talones. Dejaron atrás dos puertas hasta alcanzar otra con el rótulo: «Pañol». Gelder se precipitó hacia la puerta; viendo que estaba cerrada, retrocedió unos pasos y se abalanzó contra ella, pero su cuerpo rebotó y la puerta no se movió. Mawn le apartó, miró un momento la puerta, levantó una pierna y le dio una patada con todas sus fuerzas. Repitió la acción una, dos, tres veces. A la tercera se produjo el característico ruido de madera astillada y la puerta se abrió de par en par, mientras la cerradura caía al suelo dentro de la estancia. Mawn entró y encendió las luces. Gelder, tras echar una ojeada a su alrededor, dijo:

—Aquí no hay ventana ni reja alguna... Muy bien. Mawn cogió un contador geiger portátil y lo hizo funcionar. Luego apuntó el instrumento en todas direcciones. Al no escuchar sonido alguno, pulsó un botón de la parte superior del aparato y lo apuntó por segunda vez. Al instante, el altavoz incorporado crepitó con ritmo cambiante según iba apuntando a distintas direcciones. Tras mirar la aguja del indicador, dijo:

—No está mal..., no está mal.

Mawn empezó a pasar el instrumento sobre las ropas que protegían el cuerpo de su compañero. El ruido fue in crescendo hasta dar una nota continua y cada vez más aguda.

—¡Cielos! —exclamó Mawn.

Pasó el instrumento sobre sus propios brazos y piernas, y ocurrió lo mismo.

—Estas telas están saturadas. Quíteselas en seguida.

Y empezó a quitarse primero las cintas y el plástico, deshaciéndose luego de la tela que envolvía sus pies.

—Creí que tendríamos que llevar esto hasta el regreso... —objetó Gelder.

—Hemos recibido demasiada radiación por el camino. Tire con cuidado de las telas para no levantar polvo.

Lentamente, los dos fueron rompiendo las cintas engomadas, y al poco se vieron libres de sus improvisadas coberturas.

De una pared colgaba una hilera de trajes protectores, cuya mirilla parecía un casco espacial, con dos blancos filtros de gasa en la parte correspondiente a los oídos. Los brazos y las piernas de aquellos trajes se cerraban con cremalleras diagonales, y las bocamangas iban unidas a unos guantes.

Mawn descolgó uno, abrió la cremallera central y se lo puso a toda prisa.

Gelder siguió su ejemplo. Cuando estuvo vestido del todo preguntó, con voz ahogada por el cubrecabeza:

—Usted dijo algo de unas inyecciones, ¿no?

Sin responder, Mawn registró las estanterías de acero y al poco halló una caja de madera sobre la que se leía: «Parenteral cystathone». Sin volverse, dijo:

—Vaya descolgando cuantos trajes pueda llevar.

Gelder empezó a descolgar trajes y a doblarlos sobre el brazo. Mawn puso la caja sobre una mesa y sacó todo su contenido, con el que hizo un paquete tan reducido como pudo.

Gelder se detuvo ante la puerta:

—¿Qué hacemos con esas telas que hemos utilizado como protección?

—No podemos perder el tiempo —contestó Mawn—. Haga con ellas un paquete, como yo. Vamos.

Ambos emprendieron cautelosamente el regreso, tambaleándose bajo el peso de la carga.

El grupo se había apiñado junto a la puerta de vidrio para esperar a los expedicionarios. Mawn contestó con un ademán a las señas que le hacían, abrió la puerta y entró, seguido de Gelder.

Marcia se precipitó hacia ellos, pero Mawn, acompañando la voz con violentos ademanes, la advirtió:

—No te acerques. Es seguro que se nos ha pegado algo de polvo durante el regreso.

Arrojó al suelo el bulto de trajes que llevaba y añadió:

—Antes de usar ésto, será conveniente que todos nos pongamos estas inyecciones anti-radiación.

Durrell había abierto la caja y alineaba unos tubitos de püs— tico del tamaño de un cigarrillo. Cada uno llevaba una aguja hipodérmica convenientemente enfundada. Sacó también una botellita con alcohol y un bote de algodón.

—Sólo lo he visto hacer una vez. —Su voz sonaba ahora más firme. Se quitó la corbata y la camisa—. Hay que dársela en el músculo; me dijeron que el mejor y más seguro era éste —indicó la superficie exterior de su brazo izquierdo—. Aquí mismo. Primero se vierte un poco de alcohol sobre el algodón, se frota la piel así y se pincha... ¡así!

Empujó la jeringuilla y la aguja penetró en el músculo hasta el tope.

—Hay que esperar a que el tubo vacíe automáticamente su contenido; luego se saca la aguja y se frota nuevamente la piel con el algodón, ¿comprendido?

Miró a su alrededor para cerciorarse de que todos habían observado su demostración y, con un gesto hacia la caja, añadió:

—Vayan haciendo lo mismo que yo. Si hay alguien que no sepa ponerse la inyección, yo mismo se la pondré.

Gelder descorrió la cremallera central, se destapó un hombro y se inyectó una de las ampollas a través de la camisa; luego echó el tubo vacío a un rincón. Durrell quiso protestar, pero Gelder le impuso silencio con un gesto.

Mawn había amontonado los trajes en el suelo. A medida que los demás se iban inyectando, se metían luego en los trajes anti-radiación, con los cubrecabezas colgando a la espalda.

Durrell les indicó que se acercaban para examinar el plano de la central, que ahora aparecía marcado con enérgicos trazos de lápiz rojo.

—Algunos de los circuitos, aquí... y aquí, han quedado inutilizados; pero aún podemos controlar la ventilación de la sala del reactor y del pasillo... aquí. Cuando ustedes se fueron, Elleston nos comunicó desde la sexta planta que había visto a una veintena de personas alejándose en un camión hacia el norte. —Tras consultar su reloj, añadió—: A estas horas deben estar ya en Kirkwall.

—Si aquí estamos seguros, ¿por qué marcharnos? Creo que lo mejor sería quedarnos aquí —dijo Lodge.

Tras la pausa que siguió a estas palabras, Durrell dijo:

—Temo, que hay otro peligro.

—¿Cuál? —inquirió Mawn.

—Westcott, aquí presente, ha expuesto otra posibilidad. El núcleo está atravesando los cimientos, ¿saben?

—Lo sabemos; pero ¿qué pasa? —objetó Gelder con impaciencia.

—El núcleo se hunde a una velocidad de sesenta metros cada veinticuatro horas, probablemente —intervino Mawn—. Al menos, de acuerdo con un cálculo efectuado el año mil novecientos setenta y dos.

—En efecto —volvió a tomar la palabra Durrell—. Ésta es la cuestión: si, como ha indicado Mawn, la temperatura actual del núcleo es de unos tres mil grados, la cifra de sesenta metros cada veinticuatro horas será aproximadamente correcta.

—¡Al grano! —exclamó Gelder.

—Cuando se hizo la prospección de estos terrenos, los topógrafos encontraron un gloupy...

—¿Un qué? —inquirió Mawn.

—Es una configuración geológica que abunda en estas islas —explicó Durrell—. Se trata de largos túneles naturales o, mejor dicho, de una caverna con un respiradero. Nosotros lo aprovechamos para evacuar al mar el refrigerante de las turbinas. Con ello se ahorraron treinta y tantos metros de tubería de hormigón...

—Y, ¿dónde está? —la voz de Mawn sonó seca y severa.

—Aquí, ¿ve usted? El túnel empieza debajo de los condensadores instalados en la sala de turbinas... —señaló un punto en el plano—, pasa junto al edificio del reactor y enlaza con el gloupy debajo del acantilado, continuando hasta desembocar unos noventa metros mar adentro...

—¿A qué profundidad está? —preguntó Gelder.

—A seis metros, por término medio —respondió Westcott—. El túnel no pasa directamente debajo del reactor, pero no podemos asegurar qué dirección tomará el núcleo a medida que se vaya hundiendo.

—El núcleo se hunde por su propio peso —intervino Mawn—, pero puede seguir una falla de menor resistencia, o una veta de más bajo punto de fusión... —En aquel momento el suelo tembló y se oyó una lejana explosión—. Si el núcleo incandescente cae al túnel y el túnel está lleno de agua...

—Lo está, en efecto —dijo Durrell.

—Entonces la explosión será análoga a la de un volcán submarino: el Krakatoa, por ejemplo.

—¡Dios santo! —exclamó Gelder.

—Es una mera conjetura —siguió diciendo Mawn—. Pero, en un momento dado, el agua puede convertirse en vapor. Entonces todo depende de si puede escapar con suficiente rapidez a través del túnel hacia los condensadores de la turbina, o hacia el mar a través del mismo túnel...

—No puede suceder esto último —intervino Westcott—, porque el túnel que conduce al mar está ya lleno de agua, con lo que tenemos el túnel obstruido por un tapón de bastantes metros de longitud. ¡No cabe duda! ¡Hará explosión! ¿Cuándo? Seis metros... dos horas y pico.

—Y ya llevamos una hora aquí dentro —dijo Gelder.

—Lo cual significa que hemos de salir en seguida —exclamó Mawn.

Dirigiéndose a Durrell, Gelder dijo:

—Nada puedes hacer por tu gente, Frank. Y ellos probablemente lo saben. Y aun en el caso de que pudiéramos sacarlos... todos quedaríamos contaminados.

Durrell le miró, desconcertado. Gelder guardó silencio mientras aquél contemplaba por los monitores los distintos grupos atrapados en varios lugares del edificio siniestrado.

Los hombres del corredor se habían emborrachado. Durrell les repitió su advertencia y les instó a salir y mantenerse apartados del edificio. Uno de los hombres se acercó a la cámara, tambaleándose, con la cara desfigurada por la proximidad del objetivo. Alzando una botella de whisky vacía, farfulló:

—Hola, doctor Durrell. ¿Cómo está?... Aquí hace un frío que pela, se lo aseguro. —Agitando la botella, prosiguió—: Ojalá hubiera traído más de esto; los muchachos lo necesitan... Sí, hace frío.-Se estremeció y vomitó—: ¿Querrá decirle algo a mi mujer?... Aquí estamos terriblemente enfermos..., terriblemente enfermos.

Le sobrecogió un temblor y, con la cara alterada por la ira, increpó a Durrell:

—Os advierto que cuando salgamos de aquí os ajustaremos las cuentas, hijos de perra... En buen lío nos habéis metido.

De súbito, arrojó la botella contra la cámara. Instintivamente, los espectadores de la sala de mandos se echaron atrás. En aquel instante, la pantalla centelleó y quedó en blanco.

Nadie se movió ni dijo nada. Luego Durrell se inclinó y comunicó con Elleston, en la sexta planta. La cara de éste apenas se distinguía, debido a constantes interferencias que dificultaban el enlace. En cambio, su voz se oía clara y apremiante:

—Acaba de regresar uno de los camiones... ¿Qué habrá pasado?

Durrell habló entonces por el micro, en tono insistente:

—¡Salgan de ahí! El núcleo se ha hundido y creemos que puede entrar en contacto con el refrigerante. ¡Salgan pronto! La voz de Elleston fue casi burlona:

—Hace demasiado frío; aquí se está mejor... Durrell gritó:

—¡Por el amor de Dios! Hágame caso. Deben salir... Bajen por la escalera de incendios, al lado del montacargas...

Ahora la voz de Elleston sonó desprovista de toda emoción:

—Doctor Durrell, hemos realizado algunas mediciones. El grupo de espectadores pudo ver que Elleston agitaba un contador geiger portátil mientras decía:

—Todos hemos recibido más de mil rem. Así pues, déjenos en paz... Hagan lo que hagan... estamos acabados... Así que no se preocupe... Es inútil.

13

Durrell se quedó un rato mirando la vacía pantalla. Luego alargó la mano y la apagó. Gelder rompió la embarazosa situación yendo hacia la puerta, y los demás le imitaron arrastrando los pies. En el corredor sólo se oían las sibilantes respiraciones a través de los cascos. El grupo llegaba a una bifurcación cuando las luces de emergencia perdieron intensidad y se apagaron después de un breve parpadeo. Westcott encendió una linterna eléctrica y se puso a la cabeza del grupo. Al fondo del corredor vieron la débil claridad de una ventana. Todos se reunieron debajo de ésta.

Entre el edificio del reactor y la sala de turbinas había un patio. Enfrente se alzaba el bloque de servicio, los talleres y la cantina del personal. Durrell se asomó:

—¡Maldición! Sólo nos faltaba eso. Hace viento.

—¿En qué dirección sopla? —le preguntó Mawn.

—No lo sé exactamente, porque aquí hay muchos edificios. Puede que sople del sudeste.

Durrell se volvió hacia Gelder:

—¿No dijo el piloto de su helicóptero a dónde iba?

—Dijo que me esperaba viendo la televisión en color-respondió Gelder.

Durrell apuntó al bloque del servicio y dijo:

—Entonces es probable que se halle en la sala del personal.

—¿Se podrá llegar hasta allí? —preguntó Marcia.

Westcott, señalando el corredor, explicó:

—Ahí hay un pasadizo que conduce a la sala de turbinas. Luego hay que cruzar los talleres y las cocheras de los camiones y finalmente se llega al bloque del servicio.

Mawn y Gelder iniciaron la marcha, y los demás les siguieron al trote lento. Gelder llegó a la entrada y se detuvo en seco. Los demás se agruparon detrás de él.

Bajo la menguante luz crepuscular se veía el suelo combado; las vigas que formaban su estructura estaban retorcidas. Los cristales de las ventanas habían saltado en pedazos, y entraba nieve por los vanos. El suelo firme quedaba tres pisos más abajo.

Mawn avanzó poco a poco sobre el ruinoso pavimento, rebasando a Gelder. De súbito se oyó un crujido, y toda la estructura cedió un trecho, haciendo caer a Mawn. Entorpecido por el traje, se incorporó agarrándose a las retorcidas vigas y siguió avanzando. Finalmente logró llegar al otro lado y se detuvo en la entrada de la sala de turbinas, gritando:

—Pasen uno a uno. ¡Pero manténganse pegados a la pared! Uno a uno, con la cautela y las precauciones de un equilibrista en la cuerda floja, todos le siguieron hasta la sala de turbinas. El edificio estaba desierto; la nieve caía sin cesar a través del roto tejado. Las galerías y las gigantescas tuberías ya estaban cubiertas de nieve. Se adivinaba el bulto de las turbinas, todavía calientes por su reciente actividad, cual negras ballenas en un mar ártico.

Siguieron adelante y cruzaron una puerta de salida. Los pasos de los caminantes resonaban como en una catedral. Luego encontraron una escalera de hormigón, cuyas luces de emergencia aún estaban encendidas. Cuando todos quedaron reunidos, Westcott cogió el contador geiger portátil y lo apuntó al frente. Durante la larga marcha desde la sala de mandos, todos se habían habituado a oír el continuo crepitar del aparato. Pero ahora casi había cesado del todo. Naylor dejó el contador en el suelo, abrió la cremallera de su casco y se la echó a la espalda:

—El nivel es muy bajo. Podemos echar un respiro. Los demás se desabrocharon de muy buena gana los cascos, y sus caras aparecieron relucientes de sudor.

Al pie de la escalera les esperaban unos hombres de mono. En el taller, el encargado Jack Duffy les explicó:

—Nos fuimos en unos camiones que sacamos de las cocheras, pero no sin hacer lo posible. Cerramos las válvulas de los calentadores y sellamos con cinta adhesiva las ventanas. Pero luego las cosas se pusieron muy feas. Nevaba tanto que apenas había visibilidad, y los geigers casi se salieron de la escala a la altura de los arrecifes. Otros dos pasaron los arrecifes..., un puro suicidio. Volvimos atrás... y abandonamos el camión, después de hacer una prueba de la nieve caída sobre el mismo. Y el geiger subió hasta el tope de la escala...

—¿Cómo se encuentra ahora?

—Creo que bien; la ropa nos ha protegido... En cambio, no puedo asegurar cuánta contaminación hemos tragado. Y su gente, ¿cómo está?

Durrell empezó a explicar la situación, mientras Gelder se volvía hacia Mawn:

—¡Localicemos al piloto del helicóptero!

Naylor asintió, recogió el contador y les condujo por el taller, por entre bancos de trabajo, tornos y fresadoras, hacia la salida. Entonces les dijo:

—Ahora tendremos que dar una rápida carrera para cruzar terreno descubierto. Corran como demonios.

Se caló el casco; Mawn y Gelder le imitaron.

Naylor abrió la puerta de par en par:

—¡Rápido ahora!

Mientras corrían hacia la entrada del bloque del servicio, los copos de nieve caían sobre las mirillas, casi privándoles de la visión. Los tres pudieron oír cómo el crepitar del contador se iba espaciando, y casi cesó al cerrarse la puerta detrás de ellos. Gelder empezó a abrir la cremallera de su casco, pero Naylor agitó violentamente la cabeza, advirtiéndole que no lo hiciera, y abrió la puerta que conducía a la cantina.

La escena que se presentó a sus ojos recordaba los agua fuertes de Goya sobre los desastres de la guerra. Bajo el crepúsculo, y a través del boquete abierto en el techo, se veían enormes vigas negras y retorcidas. Debajo, una enorme masa de hormigón y acero había aplastado las mesas y sillas metálicas cual juguetes infantiles. Una capa de polvo grisáceo lo cubría todo.

En un rincón de la destrozada estancia, aparecía el cuerpo de una mujer de mediana edad, vestida de uniforme color rosa, aplastada entre la pared y el mostrador del servicio, medio enterrada bajo un montón de vasos y bandejas que se le habían venido encima.

Un gran bloque de hormigón había atrapado la pierna de un hombre, aplastándola completamente. Otro hombre estaba empalado en la pata de una mesa. Aún se movía débilmente sobre la pata metálica que le atravesaba la ingle. Otros cuerpos yacían en el suelo; los recién llegados iban de uno a otro buscando señales de vida. Gelder exhaló un grito, señalando unas botas de aviador que sobresalían de un montón de escombros; alrededor de éstas se había formado un reluciente charco de sangre. Gelder se volvió, desesperado.

Mawn se inclinaba sobre un hombre sentado en el suelo, con la espalda contra la pared. Aquel hombre sangraba por una herida en el muslo. Su rostro estaba lívido. Rápido, Mawn se quitó el cinturón y le hizo un torniquete. El hombre quiso gritar. Los dos compañeros de Mawn le ayudaron a tender al herido; luego lo levantaron en vilo y echaron a andar hacia la puerta.

En el taller empezaba a entrar, procedente de otros lugares del edificio, un grupo de personas. Muchas venían heridas. Al entrar los tres hombres, Durrell se precipitó hacia ellos:

—¿Le han encontrado?

Gelder se quitó el casco después de tender al herido sobre un banco, y replicó:

—Sí, le hemos encontrado.

Mawn se acercó a Marcia, que vendaba la cabeza con trapos a un técnico que había chocado con la columna de una fresadora. Ella alzó la cabeza y dedicó a Mawn una pálida sonrisa. Él la abrazó un momento, haciendo que la cabeza de ella descansara sobre su hombro.

El aire se enfriaba rápidamente en el interior del taller. La calefacción estaba averiada. Y la catástrofe había sembrado la desmoralización entre aquellos hombres, sin exceptuar a los jefes. Fuera, el viento azotaba con furia los muros.

Gelder ayudó a Durrell, que acompañaba a un técnico herido hasta donde otros aguardaban, apoyados contra una de las paredes. Mawn le miró detenidamente. La muerte de su piloto le había hundido. Al principio había querido mostrarse dueño de sí mismo, pero ahora actuaba como un autómata, y sus movimientos eran lentos y torpes. Mawn pensó que tal vez había planeado un rápido vuelo al continente, para organizar allí una colosal operación de salvamento y convertir así la derrota en un triunfo personal.

Marcia atendía a otro herido. Mawn experimentó una súbita ternura al observar el delgado cuerpo de su compañera.

—¡Mawn!

Durrell le indicó que se acercara a un grupo que consultaba un pequeño mapa de las islas Oreadas, desplegado sobre un banco. Con un destornillador, Durrell esbozó un círculo alrededor de la isla South Ronaldsay:

—Aquí debe haber una fuerte radiactividad. Dando por sentado que el viento sopla del sudeste, las partículas sólidas expulsadas por el reactor habrán alcanzado casi con toda certeza los arrecifes de Churchill. Por tanto, no es aconsejable ese camino.

—Puesto que ya estamos contaminados... —dijo Mawn.

—Exacto. Fuera hay una tempestad de nieve, y si está contaminada no nos servirá la ropa.

—¿No se ha averiguado si hay aquí alguien que sepa pilotar el helicóptero?

Fue Lodge quien formuló esta pregunta; hablaba como ensimismado, y le temblaban los labios.

Gelder miró a su alrededor con un brillo de esperanza en los ojos. Luego se encogió de hombros y dijo:

—Yo sé pilotar un avión, pero no un helicóptero.

—No se preocupe —terció Durrell—, porque de todas maneras no creo que pudiera volar en estas condiciones. Para nosotros no hay más que una salida: seguir por la B9044 y luego torcer al sur por la A961, hacia Burwick.

—¡Al sur! —exclamó Gelder—. ¡Pero si allí no hay nada!

Durrell le miró, sombrío:

—Señor Gelder, voy a hablar claro: si dentro de cuarenta y ocho horas no conseguimos un médico especialista, ¡que Dios se apiade de nosotros! No olvide que ahora mismo habremos recibido una buena dosis de radiación.

—¿Y cuáles son los síntomas de... eso? —preguntó Marcia.

—Náuseas, vómitos, calambres y a veces dolor de cabeza, al principio; luego...

—Dejemos eso —dijo Lodge irritado—. Nos exponemos a recibir todavía más radiación si salimos al aire libre.

Al oír su voz airada, nerviosa, Mawn se fijó en Lodge. Toda la flema del funcionario público había desaparecido. Mawn consultó su reloj y dijo:

—Puede que aún falte media hora para que el núcleo atraviese el conducto refrigerante. Dejémonos de discusiones y vayamos a lo práctico. Usted, Durrell, ha dicho que hay carretera hacia el sur...

—Sí.

—Pues vamos a tomarla.

—Ya ha visto que hay tempestad de nieve. Por consiguiente, yo me quedo —objetó Wescott.

Mawn le miró como si no le hubiera entendido.

—Fue usted quien mencionó el gloupy, ¿no?

Wescott, con los labios trémulos, guardó silencio. Mawn comprendió que había conseguido dominarse y se dirigió a Durrell:

—¿Qué opina?

El interpelado titubeó; su cara gris era la viva imagen de la derrota. Luego meneó tristemente la cabeza:

—No hay posibilidad para nosotros; ninguna en absoluto.

—¡Salgamos de aquí, por todos los demonios del infierno! —exclamó Mawn; y se dirigió a grandes zancadas hacia un grupo de técnicos que rodeaban a Jack Duffy:

—¿Con qué medios de transporte cuentan ustedes? Duffy le miró; su aliento olía a whisky y sus ojos estaban vidriosos. Hizo un ademán hacia la puerta de las cocheras:

—Allí hay un par, y el otro está fuera, aunque no es utilizable. Está lleno de esa mierda, y no le aconsejo que lo use.

Mawn bajó la voz:

—¿Entonces, qué?

—Quedarnos aquí y aguardar. En Kirkwall han debido oír la explosión; además, los otros dos camiones habrán llegado allí a estas horas.

—Pero, ¿no comprende que dentro de unos veinte minutos el núcleo puede llegar al túnel del agua y volar todo el edificio?

—No lo creo. En mi opinión, esto resistirá. Recuerde que hemos visto cómo lo levantaban ladrillo a ladrillo. No, señor; nos quedamos aquí. Vendrán a sacarnos, no se preocupe.

Mawn miró la patética fila de heridos apoyados contra la pared:

—Y ¿qué va a ser de ésos? Necesitamos que ponga en marcha los camiones. Usted sabe conducir, conoce el camino...

—¿Y quién demonios es usted para darme órdenes? Usted no ha estado fuera, yo sí. —Haciendo un ademán con la botella de whisky que tenía en la mano, concluyó—: Le digo que eso sería un suicidio, ni más ni menos.

Mawn miró a los demás hombres! Todos parecían apáticos, derrotados. Duffy se encendía por efecto de la embriaguez:

—Si quiere irse, hágalo cuando quiera —dijo.

Y se alejó tambaleándose. Mawn, consciente de que era preciso ganar la discusión y ganarla pronto, agarró a Duffy de un hombro, le arrebató la botella de whisky y la estrelló contra una pared.

Hubo un momento de sorpresa por parte de Duffy; pero éste no tardó en reaccionar:

—Hijo de perra. Voy a hacerte picadillo.

Se abalanzó sobre Mawn y quiso asestarle un tremendo golpe en la mandíbula. Pero Mawn se adelantó con un puñetazo en pleno estómago, y Duffy cayó de rodillas, ahogándose. Mawn miró a los demás, pero éstos no daban muestras de querer intervenir. Entonces Mawn aprovechó para coger la otra botella de whisky y enviarla adonde la primera.

—Ayúdenle. Los demás, cubran a los heridos con lo que tengan a mano, trapos, batas, chaquetas. Es necesario evitar el contacto con el polvo. ¡Manos a la obra!

Los aludidos dudaron unos momentos, pero optaron por obedecer. Mawn les gritó:

—Y atadles trapos mojados sobre la boca de modo que puedan respirar, pero solamente a través de la tela.

Marcia contemplaba con expresión de impotencia a una muchacha de unos dieciocho años, que yacía en el suelo:

—Está muerta, ¿verdad?

—No podemos llevárnoslos a todos.

—¿Qué? —dijo Marcia.

Mawn, sorprendido, señaló a los demás heridos:

—Algunos están muy graves; han perdido mucha sangre y no se les podrá meter en los camiones y someterlos al viaje... El frío será terrible y morirían todos. Sería mejor no moverlos de donde están.

—No podemos abandonarlos. ¿No te acuerdas del núcleo?

—No hay más remedio, Marcia. Tal vez no dispongamos de veinte minutos para salir; escoge a los que puedan aguantar el traslado.

—¿Y qué hacemos con los demás?

Mawn la cogió fuertemente de los hombros:

—Escúchame, Marcia. No hay otra opción.

Estaba lívida de frío, pero sus ojos ardían de indignación. Meneó la cabeza y dijo:

—Entonces, me quedo con ellos.

—Pues tendré que sacarte de aquí a la fuerza.

Naylor le tocó en un hombro:

—Listos para salir en seguida.

Marcia miró alternativamente a ambos hombres, y luego se puso lentamente en pie. Contempló sus manos cubiertas de suciedad y de sangre, y les siguió hacia la puerta de las cocheras.

—Tenemos unos veinte en los camiones —informó Naylor.

Desde la entrada, Mawn miró hacia atrás por última vez. A la débil y amarillenta luz de las bombillas, la fila de silenciosas figuras apoyadas contra la pared parecían estatuas tutelares de un antiguo mausoleo. Mawn cerró la puerta tras de sí.

Junto a los vehículos reinaba una frenética actividad. Ya estaban en marcha los motores de dos camiones y de una furgoneta Volkswagen, y habían encendido los faros. Siguiendo instrucciones de Durrell, todos los vehículos estaban siendo herméticamente sellados. Sobre las cubiertas de tela encerada habían tendido piezas de politeno, y los heridos menos graves pegaban tiras de cinta adhesiva sobre todas las aberturas y orificios. Uno de los hombres desconectaba la calefacción y taponaba con trapos el conducto de ventilación de la cabina.

Los heridos, vendados como momias, eran izados a las plataformas de carga. El aire estaba saturado de gases de escape. Durrell y Naylor iban de un hombre a otro, pasando contadores geiger sobre sus ropas. Duffy se acercó a Mawn, arrastrando los pies. La borrachera parecía haberse disipado.

—Suba a bordo.

Durrell hizo una seña a Naylor, que estaba junto a una gran palanca pintada de rojo. Al tirar de ella hacia abajo se oyó un chirrido y empezó a alzarse la puerta de la cochera. Durrell gritó:

—Todo el mundo arriba; cierren las puertas y no se muevan. Y manténganse pegados unos a otros. Duffy nos indicará el camino con su camión.

Duffy se subió a la cabina de su vehículo; uno de los técnicos aseguró la cortina trasera. El tubo de escape emitió una nube de humo, y el camión arrancó pesadamente, metiéndose en la tormenta.

En el interior del segundo camión, acurrucados uno contra el otro para darse calor, Westcott y Sampson procuraban afianzarse y sujetar con los pies a los heridos tumbados en el suelo.

Cuando el camión iba a rebasar la puerta, Naylor saltó a la cabina.

Gelder esperaba al volante de la furgoneta, acompañado del doctor Durrell. Marcia y Lodge ocupaban la parte trasera del mismo vehículo. Gelder embragó y salió de la cochera. Inmediatamente, los copos de nieve empezaron a cubrir el parabrisas. Mawn puso en marcha el limpiabrisas. El zumbido regular del motor le sonó a pura gloria. Encendió el alumbrado interior y consultó el reloj:

—¡Ya era hora!

—Apague esa puñetera luz, que no me deja ver nada —gritó impaciente Gelder, tratando de penetrar la oscuridad con sus ojos miopes. Enfrente y muy cerca se distinguían los indicadores posteriores del segundo camión. Mientras la furgoneta daba tumbos sobre la nieve, todos veían en su imaginación el núcleo incandescente abriéndose camino a través de la roca, justamente debajo de ellos.

Gelder frenó súbitamente y en seguida hizo marcha atrás. Los focos iluminaron de lleno un cuerpo cubierto de nieve, caído en medio de la carretera. Durrell fue a abrir la puerta, pero Gelder se lo impidió con un violento tirón:

—¡Mantenga cerrada la puerta!

—Creo que es Gillian, mi secretaria... He de salir...

Sin responder, Gelder pisó el acelerador y, dando un bandazo con el volante, eludió el cuerpo. Furioso, tendió la vista a través del parabrisas:

—¡Les he perdido!

El vehículo derrapó y la parte trasera chocó violentamente con un poste de señalización:

—¡Por todos los demonios! ¡Cuidado! —gritó Lodge desde atrás.

Por toda respuesta, Gelder se quitó el protector.

—No puedo ver nada con este maldito chisme.

—¡Cuidado! —gritó Durrell.

Gelder dio otro volantazo, la furgoneta perdió adherencia y tropezó con un gran pilote de mampostería de la sala del reactor. El impacto rajó una de las ventanas.

Frente a ellos se adivinaba el gigantesco bulto de la máquina cargadora, caída como un bolo descomunal sobre el muro de la sala del reactor. Lodge se incorporó y empezó a hablar solo.

—La puerta principal es por ahí —gritó Durrell.

—¡No, mire!

Marcia apuntó hacia la verja exterior de la central. Los dos camiones se hallaban parados junto a la verja. Duffyl ataba un grueso cable al extremo de uno de los pilares de hormigón. Los ocupantes de la furgoneta vieron con asombro que no llevaba traje protector.

—Voy a salir.

Durrell quiso abrir la puerta, pero Gelder le contuvo. Duffy se dirigió a la trasera de su camión y se metió debajo de éste para atar el otro extremo del cable al puente trasero. Luego salió con los pies por delante, y se metió en la cabina.

Puso en marcha el motor, y el camión avanzó. El cable se tensó, levantando un torbellino de nieve, pero el pilar resistió mientras las ruedas traseras del camión giraban y proyectaban chorros de nieve. Hizo marcha atrás hacia la valla y luego arrancó otra vez. A la tercera tentativa saltó de la cabina y se puso a desenroscar las válvulas de los neumáticos. El aire salió silbando y la parte trasera del camión empezó a hundirse.

Subiendo de nuevo a la cabina, embragó poco a poco. Los neumáticos desinflados agarraban mejor. Cuando el camión ermpezó a moverse, pisó a fondo. El cable vibró, hubo un fuerte crujido y el pilote se partió a unos treinta centímetros del nivel del suelo. El camión salió disparado, derribando unos cinco metros de valla.

Haciendo de nuevo marcha atrás, Duffy maniobró en amplio círculo para no enredarse con el cable, y luego enfiló el boquete abierto en la valia. Éste daba a una extensa ladera, cuya pendiente sería de unos trece grados en descenso hasta la carretera de Grim-Ness, paralela a los acantilados próximos a la central.! Al otro lado de la carretera había tres metros de cuneta y una alambrada que cerraba el paso al acantilado. El camión avanzó, aplastando las ruinas de la valla y luego, de repente, patinó ladera abajo. Con las ruedas frenadas, fue deslizándose como en un tobogán hacia la carretera. Primero se fue hacia un costado y después hizo un trompo completo. Cerca de la carretera, el cable se tensó, pero con la inercia de la caída el camión arrastró un pedazo de verja. Al cruzar la carretera y chocar con la alambrada quedó detenido por fin. Duffy saltó de la cabina, se fumbó debajo del camión y soltó el cable.

El segundo camión imitó la arriesgada maniobra y fue a, chocar con la parte trasera del camión parado, empujándolo sobre el acantilado. Las ruedas delanteras quedaron flotando en el vacío, con fuerte golpe metálico. Duffy saltó mientras el cárter roto empezaba a perder aceite, formando una negra marcha hir— viente sobre la nieve.

Gelder metió primera y enfiló el boquete para deslizarse ladera abajo. Pero entonces, el suelo dio una violenta sacudida de abajo arriba.

Debajo de la furgoneta se oyó casi al mismo tiempo una prolongada, profunda y retumbante explosión. El vehículo fue lanzado al aire, y al caer empezó a resbalar ladera abajo. Se oyó una segunda detonación; la furgoneta, pese a los desesperados esfuerzos de Gelder con el volante, adquirió la velocidad de un trineo. Totalmente incontrolada, bajó de costado hasta el fondo de la ladera, donde fue a chocar contra el morro del segundo camión.

Eso la detuvo una fracción de segundo. Gelder pisó a fondo el acelerador, y la furgoneta salió embalada carretera adelante, con peligrosos bandazos. Gelder procuraba dominar el vehículo mientras patinaba sobre el hielo. A la luz de los faros delanteros, el tramo de carretera que se extendía delante pareció levantarse y ondular como si fuera de goma. Dominando el ruido del motor se oyó un profundo trueno.

—No podemos dejarlos allí. ¡Deténgase!

Durrell empezó a tirar histéricamente del volante. Pero Gelder, sin dejar de agarrarlo fuertemente con una mano, logró empujar al científico con la otra. Sin embargo, Durrell llevaba ventaja; eso distrajo a Gelder una fracción de segundo. Y en aquel preciso instante, surgió frente al vehículo el pedestal de una farola de alumbrado.

Reaccionando con rapidez, Mawn se abalanzó sobre Marcia y ambos cayeron al piso de la camioneta. Hubo un estampido, y luego reinó el silencio.

Al cabo de un rato, Mawn se incorporó penosamente, apoyándose en un respaldo. Gelder y Durrell habían salido despedidos a través del parabrisas. El cuerpo de Durrell estaba caído sobre el capó, con las piernas aún dentro de la cabina. El rugido subterráneo se hacía más intenso y toda la tierra temblaba. En lo alto, la gigantesca torre del reactor empezó a desmoronarse. El aire vibraba estremecedoramente. Luego, con tremendo rugido, surgió de las ruinas un gigantesco hongo de vapor y polvo. Todos los edificios que aún seguían en pie temblaron, se rajaron y se derrumbaron. Y una lluvia de escombros cayó alrededor de la furgoneta. En el mismo momento se produjo un ensordecedor sonido metálico, y el techo del vehículo, violentamente sacudido, se abrió.

A través de la nieve apareció de súbito una zigzagueante grieta que partió en dos la carretera y la dejó cortada. La furgoneta se inclinó y empezó a caer hacia la grieta. Ésta se ensanchó y, en pocos segundos, quedó convertida en un abismo, del que brotó un violento chorro de vapor. Los ocupantes de los dos camiones saltaron fuera y se dispersaron como hormigas pisoteadas.

El suelo tembló debajo de ambos camiones. Hombres y vehículos cayeron por el precipicio. Uno de los hombres se agarró desesperadamente al suelo de la carretera, chillando, pero fue tragado por la grieta.

Los temblores de tierra fueron remitiendo poco a poco. El lugar donde estuvo la central era un rugiente volcán de humo negro proyectado a centenares de metros de altura. El gigantesco hongo ya empezaba a ser arrastrado por el viento.

Mawn encendió una linterna eléctrica y ayudó a Marcia a levantarse:

—¿Estás bien?

Por toda contestación, ella empezó a mover piernas y brazos, palpándoselos para ver si estaba herida. Al fin hizo un gesto afirmativo, demasiado asustada todavía para articular palabra.

Mawn se inclinó sobre el asiento delantero:

—Vamos a meter a esos dos.

Agarró fuertemente las piernas de Durrell y empezó a tirar hasta meterlo en la cabina. Lodge estaba caído en un rincón de la furgoneta. Tenía los ojos vidriosos y un lado de la cara ensangrentado.

Por fin, Mawn logró tumbar el cuerpo de Durrell sobre el asiento delantero. La mirilla del traje protector se había roto y el filtro de aire estaba aplastado. La sangre corría desde la cabeza al interior del traje.

—¡Luz! —gritó Mawn—. ¡Cristo bendito!, tiene hundido un lado del cráneo. Ayúdame a volverlo boca arriba.

Marcia dejó la linterna en el suelo, y entre los dos levantaron el cuerpo inerte por encima de los respaldos y lo trasladaron a la parte trasera del vehículo.

Gelder tenía la cara bañada en sangre, que le manaba de una brecha en la frente y el cuero cabelludo. Respiraba con angustia. Con bastante dificultad, lograron sentarlo y lo ataron con el cinturón de seguridad.

Mawn ocupó torpemente el asiento del conductor y giró la llave del encendido. El motor de arranque tosió un rato, y nada. Buscó a tientas el estrangulador y no pudo encontrarlo. Recordando que aquella Volkswagen iba dotada de starter automático, pisó a fondo el pedal del acelerador, lo soltó y giró la llave. El motor se puso en marcha inmediatamente. Volviéndose hacia Marcia, le gritó:

—¿Recuerdas el camino?

—Es la misma carretera por donde vinimos la primera vez. A unos tres kilómetros enlaza con la carretera A, después de las viviendas del personal.

Mawn asintió y dio marcha atrás, separándose de la farola. Luego se apeó para comprobar los destrozos sufridos por el vehículo. El choque había aplastado parte del panel frontal, y uno de los faros miraba hacia arriba, hacia la nieve que seguía cayendo. Aterido por el viento, contempló durante un rato el gran hongo que se alzaba sobre lo que había sido la sala del reactor. En vez de desplazarse hacia el norte, el hongo se cernía ya sobre su cabeza. Subió al vehículo y le gritó a Marcia:

—¡El viento ha cambiado de dirección! Ahora viene de atrás. Embragó y enfiló la carretera. La nieve empezó a penetrar por el parabrisas roto, obligándose a moderar la marcha con frecuencia para limpiar la mirilla de su casco. El faro torcido iluminaba la cortina de nieve, por lo que le resultaba muy difícil distinguir la carretera. Al cabo de un rato, la nieve empezó a acumularse sobre la parte frontal de su casco, donde se congelaba. Ello le obligaba a frenar para quitarse de un manotazo la costra de hielo. Las manos se le entumecieron y le dolían tanto que hasta le costaba despegarlas del volante. Atrás, Marcia procuraba sujetar a los tres heridos, para que no rodasen por la plataforma de la furgoneta.

A medida que el frío le calaba a través del traje, los sentidos de Mawn iban embotándose. Sus reacciones eran cada vez más lentas, y por dos veces estuvo a punto de ir a parar a la cuneta.

Lodge parecía dormir, con la cabeza vencida hacia delante y la boca abierta dentro del casco. Durrell estaba yerto, y las heridas de Gelder habían cesado de sangrar. Su respiración era ruidosa e irregular.

Mientras la furgoneta iba tragando kilómetros, Mawn consiguió dominar el frío. Entonces vio una señal casi cubierta por la nieve acumulada. Aquello le espoleó a seguir, pero calculó mal y el vehículo patinó hasta quedar con las ruedas traseras en la cuneta. Embragó lentamente a fin de ganar adherencia. Empezaba a salir, pero entonces el motor se embaló y la furgoneta quedó orientada colina abajo.

—¡Por Dios! ¿Qué haces? —le gritó Marcia—. ¡No podemos regresar allí.

Mawn embragó y remontó la pendiente en marcha atrás. Volviéndose para ver el camino por la luneta trasera, Mawn dirigió el armatoste hacia la cima, gritando con impaciencia:

—¡Me estorbas! ¡No puedo ver!

Marcia se agachó. Ya en la cima, Mawn maniobró para dar media vuelta y empezó a bajar la cuesta, con el cambio en primera. Mirando con atención a través de la oscuridad, distinguió un punto de luz; casi en seguida vio otro, y luego otro. Gritó para llamar la atención de Marcia, y de nuevo se distrajo durante unos segundos preciosos. El vehículo dio un coletazo y se salió de la carretera, tropezando con un seto cubierto por la nieve. Forzó el motor, pero las ruedas giraban inútilmente.

Fatigosamente, Mawn arrancó una de las alfombrillas de goma que cubrían el suelo y salió de la cabina. Apelando a todas sus fuerzas, rasgó la alfombra en dos mitades y las tendió sobre la nieve delante de las ruedas traseras.

Otra vez subió al vehículo y embragó lentamente. Los neumáticos se adhirieron a la acanalada superficie de goma, pero cuando las alfombrillas salieron despedidas junto con una rociada de nieve y barro, volvieron a resbalar.

Echando el freno de mano, saltó otra vez y volvió a colocar las alfombrillas delante de las ruedas. Agotado, se apoyó en el vehículo, permaneciendo en esta postura durante más de un minuto. Levantó la cabeza en gesto de súbita alarma, pues había dejado de sentir el azote del viento. Embargado por el temor y el presentimiento, regresó a pie hacia la cima de la colina.

Una súbita ráfaga de viento casi le hizo perder el equilibrio. Soplaba fuerte del nordeste. Emprendió el descenso resbalando y cayéndose sobre la carretera helada, hacia la furgoneta. Abrió rápidamente la puerta y subió, gritando:

—¡Lo tenemos encima! ¡Sopla como mil demonios!

Embragó; poco a poco, las ruedas empezaron a agarrar y pudo reanudar la marcha. Los dos últimos kilómetros discurrían cuesta abajo, pero era sumamente difícil dominar la furgoneta, que daba bandazos en ambos sentidos como una muía resabiada.

Por último, Mawn distinguió entre la nieve, primero una luz y luego las oscuras siluetas de una hilera de casuchas. Casi muerto de fatiga, detuvo la furgoneta en una especie de plazuela. Cortó el contacto y, sin decir palabra, dejó caer la cabeza sobre el volante. Toda la tensión y el miedo cedieron de súbito en su fuero interno.

14

Alguien le estaba sacudiendo. Levantó la cabeza y fue automáticamente a quitarse la nieve de la mirilla del casco.

Oía voces que le formulaban preguntas. Se apartó del volante y, haciendo un gran esfuerzo, salió de la cabina. El círculo de caras retrocedió, seguramente por temor ante aquella gigantesca figura vestida de plástico blanco y tocada con un casco. Durante unos momentos aguardó, en pie sobre la nieve. Luego, comprendiendo la situación, gritó:

—¡Váyanse todos! ¡Métanse en sus casas! ¡Por el amor de Dios, váyanse!

Le temblaba el cuerpo, y sentía una insoportable náusea. Las caras que le. contemplaban parecieron huir a un lado, y cayó de bruces en la nieve.

Oyó una voz lejana que le hablaba:

—¿Quiere tomar un poco de esto?

Con un esfuerzo, consiguió abrir los ojos. Estaba echado en un banco de madera adosado a la pared. Un hombre corpulento de cierta edad, de pelo gris y cara atezada, le ofrecía un vaso medio lleno de whisky. Mawn se llevó la mano a la cara:

—¡Cielos! ¡Mi casco!

Marcia estaba a su lado:

—No hay peligro, Alex. He pasado el contador: los niveles son muy bajos. Te hemos quitado el traje.

Mawn levantó la cabeza. Se hallaba en una taberna con el techo de vigas de madera. Un grupo de hombres que parecían pescadores le rodeaba en silencioso semicírculo. Se sentó y bebió la mitad del whisky.

—Hemos sacado a los demás —dijo Marcia con voz temblorosa—. El doctor Durrell ha muerto; no pude hacer nada.

—Sí —dijo una voz—, están en el cuarto de atrás. El otro está muy malo. El doctor McBurney vino e hizo lo que pudo, pero hay que llevarles al hospital.

Mawn se puso en pie, tambaleándose. El que acababa de hablar quiso obligarle a tenderse de nuevo, pero Mawn le apartó con la mano:

—He de telefonear.

—Ya lo hicimos.

—¿Funcionan las líneas con tierra firme?

—Sí, ¿por qué no?

—¡Necesitamos ayuda urgente!

—Creo que ya está dominado.

—¿Dominado?

—¿Qué diablos ha pasado ahí arriba? Desde el principio nos opusimos a que trajeran esa maldita cosa a nuestra isla. —¡Eso! ¿Por qué no nos dejan en paz? El bar empezaba a llenarse de hombres, mujeres y niños, todos envueltos en gruesos abrigos. Al cabo de un buen rato, Mawn logró comunicar con Londres. Allí se organizaba ya una operación de salvamento a gran escala. El destructor «Westmor— land» había salido de la base de Rosyth y en aquellos momentos navegaba entre la tempestad, acercándose con todas sus escotillas herméticamente cerradas. Un tren especial trasladaba al norte un equipo de médicos especialistas del centro de experimentación de armas nucleares de Aldermaston. En todo el Norte de Escocia, la policía había sido puesta en estado de alerta, y los agentes recorrían pueblos y campos, advirtiendo a los habitantes por los altavoces que permanecieran en sus casas.

Los aviones guardacostas estaban siendo dotados de instrumentos para la detección de radiaciones. Debían sobrevolar la nube radiactiva y vigilarla mientras derivaba hacia el sur a través de Escocia. Se habían difundido los oportunos avisos por radio y televisión.

De súbito reconoció a las esposas de Naylor y Baird entre la multitud que se apiñaba al fondo del establecimiento. Horrorizado, recordó la cara de Baird hirviéndose entre el chorro de vapor. Mientras la gente le miraba esperando noticias, el hombre del pelo gris alzó una mano para imponer silencio.

Con palabra vacilante al principio, Mawn les refirió el desastre sucedido tal como él lo había visto. Les dijo que la central había quedado totalmente destruida y que debían hacerse a la idea de que la lista de bajas sería muy larga.

La señora Baird se echó a llorar, y la esposa de Naylor dio un paso al frente:

—¿Y cómo ha podido escapar usted? ¿Tal vez echó a correr sin pensar en los demás?

Sus ojos echaban fuego. Mawn titubeó al responder:

—Dos camiones han conseguido llegar a Kirkwall.

Esta verdad a medias le hizo sentir una intensa repugnancia hacia sí mismo, al ver que la esperanza se reflejaba en los ojos de las mujeres que le escuchaban.,

—¿Quiénes iban en esos camiones?

—¿Dónde podemos encontrarles?

Las preguntas llovían de todos los lados. Mawn dio unas palmadas para imponer silencio:

—¡Por favor! Los que han conseguido llegar a Kirkwall estarán hospitalizados en estos momentos.-Enfrentándose con el hombre del pelo gris, le dijo—: Perdone, ¿cómo se llama usted?...

—Jimmy Furse. Soy el dueño de este establecimiento.

—Le propongo que llame a todos los vecinos que tengan teléfono, para que no salgan de sus casas hasta que llegue la ayuda, que ya está en camino. Y a los que no tengan teléfono, si viven cerca, que los avisen a voces, pero sin salir de casa. Dígales que llamen la atención de sus vecinos golpeando con estrépito las paredes medianeras o arrojándoles piedras. Y que cierren herméticamente todas las puertas y ventanas.

—Algunos viven fuera del pueblo, en la montaña —objetó Furse.

—Lo siento, pero es lo único y lo mejor que podemos hacer. Ustedes deben quedarse aquí; no regresen a sus casas, porque ya estará cayendo precipitación radiactiva. ¿Cómo estamos de provisiones? —se dirigió a Jimmy Furse.

—Tenemos suficiente —contestó de mala gana el interpelado—. Supongo que habrá compensación...

Mawn contuvo su indignación.

—Vamos a necesitar mantas. No sé cuánto tiempo tendremos que permanecer en esta situación.

Una de las mujeres gritó, furiosa:

—¡Malditos científicos! Cuando pasa algo malo, nunca saben nada.

Mawn prosiguió:

—Hay un buque de guerra en camino; llegará aquí mañana —titubeó—. Temo que habrán de ser evacuados a tierra firme...

Aquellas palabras suscitaron un tumulto de protestas. Un pescador se destacó del grupo, con la cara congestionada de ira: —¡No abandonaremos las islas! ¡Aquí está nuestro hogar! Mawn alzó la mano:

—Aquí hay mucho peligro. No se sabe cuánto tiempo se necesitará para limpiar...

La tempestad de protestas arreció: —¡Van a destruir nuestro pueblo! —¡Escúchenme, por favor!

—¡No! ¡Escuche usted! —Y el pescador, poniéndose en jarras, I añadió—: ¡Desde el primer día nos opusimos a que se instalase aquí esa maldita central! ¡Ustedes van a ser nuestra ruina! ¡Ustedes son los culpables! ¡No a sus máquinas infernales!

Se oyeron gritos de aprobación. Mawn tuvo que gritar fuerte para hacerse oír:

—¡Callen y escúchenme! Ahí fuera hay una nube de partículas radiactivas. Ahora el viento sopla del norte, y trae la nube hacia aquí. Y eso no se nota; no tiene olor ni nada, pero es terriblemente peligroso.

—Entonces, si no se nota, ¿qué daño puede hacernos? —preguntó alguien. —Es radiactiva. Una mujer gritó:

—No comprendo lo que significa esa palabra. Tengo una hija trabajando en la granja Coldharbour. ¿Por qué no puedo ir a buscarla? Allí no hay más que nieve. Mawn señaló la puerta:

—Quien salga por esa puerta morirá irremisiblemente en cuestión de días.

Esta expresión teatral causó un efecto inmediato. Las voces de protesta fueron apagándose. Mawn abrió la puerta que conducía a la sala y se volvió hacia Furse: —Están ahí dentro, ¿no? Furse asintió. Mawn encendió la luz:

—Si quieren ver lo que puede pasarles si salen, ¡vengan y lo verán!

El cuerpo de Durrell estaba tendido en el suelo, cubierto con una manta. Gelder se hallaba tumbado en un banco adosado a la pared y tenía la cabeza vuelta a un lado. En su mandíbula quedaban restos de vómito. Los lugareños, silenciosos, le contemplaron desde la puerta. Mawn les dijo:

—Podrían verse así... Y ahora, háganme caso, por favor. Va mos a recorrer la casa y taparemos cuantas aberturas encontre mos. Toda rendija, todo agujero, por pequeños que sean, siem pre que pueda colarse el aire tiene que ser cerrado con perió dicos, con trapos, con cuanto podamos encontrar.

—Vamos a asfixiarnos —apuntó alguien.

—No, no nos asfixiaremos. Hay cubicaje suficiente.

Entonces habló un anciano que vestía de pana desteñida:

—¿Cuánto tiempo tendremos que estar fuera de las islas? ¿O tampoco puede decírnoslo?

Mawn se apiadó al observar que aquel hombre estaba medio ciego.

—No mucho tiempo. Sólo el necesario para que no exista peligro alguno al regreso.

—En ese caso, tendrán que dejarme en mi casa. Yo no puedo salir de aquí. Nunca he salido de las islas. No podría encontrar mi camino.

Marcia le tomó de la mano y, con toda delicadeza, le acompañó hasta un rincón de la sala, donde le dejó cómodamente sentado. Luego suspiró:

—Sin duda, se cargará el ambiente cuando lo tengamos todo herméticamente cerrado. Lo mejor será permanecer inmóviles, en lo posible. Así se consume menos aire.

Durante una hora, todos los rincones de la casa fueron registrados en busca de rendijas por las que pudiera colarse el aire exterior. Desde el desván hasta el sótano se recogió todo lo que sirviera para taponar agujeros y rendijas. Un hombre masticaba pedazos de pan y metía luego la miga entre los dos paneles de una ventana de guillotina. Otro, con ayuda de un destornillador, introducía papeles de periódico en las rendijas de las puertas.

Una anciana que usaba toquilla negra estaba metiendo una alfombra doblada bajo el resquicio inferior de la entrada. Otra sacaba tierra de una maceta y enmasillaba el marco de una ventana.

En la sala, Marcia le limpiaba la cara a Gelder; cuando terminó procuró dejarlo en una postura cómoda. El hombre se quejó débilmente cuando ella le movió. Entonces entró Maw amp;ig y quiso ayudarla. Marcia le dijo:

—Casi no se le encuentra el pulso.

—¿Sabes dónde está el médico del cual hablaban?

—Se ha ido. De todas maneras, es un hombre de setenta y cinco años y que probablemente no tiene ni idea de lo que ha ocurrido.

La gente empezaba a buscar acomodo en el bar. Algunos se habían sentado con la espalda apoyada contra la pared. La señora Furse condujo a los niños al piso alto y los acostó en camas improvisadas sobre el entarimado.

Las voces fueron apagándose gradualmente. Un pequeño grupo de pescadores formó un silencioso corro, y se pasaban calmosamente una botella.

La señora Baird se dejó caer en un banco adosado a la pared y sollozó con un pañuelo apretado sobre los labios. La señora Naylor intentó consolarla. Alguien apagó las luces y la gente se quedó mirando los torbellinos de nieve que azotaban las ventanas, y los copos que se acumulaban sobre los alféizares. El viento aullaba y hacía temblar el edificio. Una teja de pizarra cayó a la calle.

Mawn rodeó con un brazo los hombros de Marcia y la condujo al bar. Allí se sentó en el suelo, apoyándose contra el mostrador, e indicó a Marcia que se sentase a su lado. Ella lo hizo, apartándose un poco, pero luego descansó la cabeza sobre el hombro de Mawn y cerró los ojos. Bajo la mortecina claridad que penetraba por una ventana, Mawn pudo ver que le corrían lágrimas por las mejillas, y las secó con lás yemas de los dedos. Ella abrió los ojos, húmedos y brillantes.

—Alex, esta pobre gente...

—Sí. No puedo dejar de pensar en ellos. Pero, de momento, no se puede hacer más.

—¿Crees que murieron todos?

Él la miró y, acariciándole el pelo, replicó:

—¡Los que murieron han tenido suerte!

Ella se estremeció:

—¿Qué será de nosotros? ¿Cuánta radiactividad habremos recibido?

Abrazando a Marcia contra su pecho, Mawn contestó:

—No lo sé. Pero no creo que nos pase nada mglo.

—¿Necesita mucho tiempo para matar a una persona? La radiación, quiero decir.

—No lo pienses más, Marcia. Estamos bien. Procura dormir.

Súbitamente, ella se apartó:

—Parece que no te importe.

Mawn quedó mudo un momento; luego alargó el brazo y la atrajo de nuevo hacia sí:

—Pues me importa, y mucho. Pero, por favor, cada cosa a su tiempo. Necesitamos descanso.

Ella le rodeó el cuello con el brazo y se acercó más. Mawn se quedó contemplando la nevada. Al poco, y como si hubiera tomado un fuerte somnífero, se apoderó de él un sopor irresistible, y se le cerraron los ojos.

En sueños se vio atrapado en una enorme caja de madera. La luz entraba a través de las rendijas entre las tablas. Desde fuera, alguien la cerraba con grandes clavos. Los martillazos eran cada vez más estrepitosos. Abrió los ojos. Por la ventana entraba la cruda luz de la mañana. Alguien aporreaba la puerta. Se oyó un grito:

—¿Hay alguien? ¡Abran!

Los golpes y el grito se repitieron:

—¡Vamos, abran...! ¡Hemos venido a evacuarles!

Mawn se puso en pie de un salto y acudió a la puerta:

—¿Quién es? —gritó.

—Policía militar. Pueden abrir, no hay peligro.

Mawn apartó con un pie el rollo de alfombra, descorrió el pestillo y abrió.

Recortada a contraluz apareció una voluminosa figura que vestía traje y casco protectores. A través de la mirilla se veía una cara roja, de expresión decidida, y un mechón de cabello también rojizo. Más allá, a unos cien metros mar adentro, la silueta de un navio de guerra destacaba sobre las centelleantes aguas. En el embarcadero y con el motor en marcha se había posado un helicóptero Westland Wessex. Mirando por la puerta abierta al interior de la casa, el hombre del pelo rojo dijo:

—¿Son ustedes muchos?

Metió la cabeza para ver las tendidas figuras, algunas de las cuales se incorporaban ya.

—¿Es que se han corrido una juerga? Soy el alférez de navio Gage y pertenezco a la dotación del «Westmorland» —hizo un ademán por encima del hombro—. Es el que está anclado en la bahía. En el embarcadero hay un helicóptero, y habrá que evacuarles pronto, porque hay bastante contaminación aquí.

—¿Han medido los niveles? —preguntó Mawn.

El alférez se puso serio dentro de su casco.

—¡Haga el favor, oiga! La Marina también ha entrado en la era atómica, y estamos capacitados para esta clase de trabajos. Gracias. —Miró luego al interior de la casa y preguntó—: ¿Móf algún herido? Si los hay, serán evacuados primero.

Otros tres hombres se acercaban, igualmente cubiertos con trajes protectores.

—Sí —replicó Mawn, indicando la sala del bar—. Hay uno dentro. Sufre náuseas por irradiación y además está herido en la cabeza. Tenemos un muerto.

—¡Está bien!

La voluminosa figura se dirigió a los otros tres:

—Hanson, Smith y tú, adentro a paso ligero. Un herido y un muerto; a éste dejadlo para el final.

Las tres figuras cruzaron el bar y se dirigieron a la sala. El alférez se dirigió a la muchedumbre que le rodeaba:

—Dentro de un rato les llevaremos a bordo, y allí estarán a salvo de todo peligro. Les evacuaremos de diez en diez en el helicóptero. No hay tiempo de llevarse nada; sólo las personas, tal como ahora se encuentran. Vayan abrigando a los niños. Estamos seguros de que no tendrán queja de la hospitalidad de la Marina.

Los tres hombres se abrieron paso entre la muchedumbre llevando el cuerpo de Gelder. Al pasar frente al oficial, éste desenfundó un contador geiger portátil y lo pasó rápidamente sobre el cuerpo del herido. El contador se puso a crepitar violentamente:

—Rápido con éste; habrá que meterlo en descontaminación.

Los hombres se dirigieron al helicóptero. Sus pisadas dejaban huellas oscuras en la nieve recién caída. A su regreso, Gage había seleccionado a nueve isleños más, hablándoles como a sus subordinados:

—Ahora, corran. Paso ligero hasta el helicóptero. No se entretengan en la escotilla. Tomarán asiento y aguardarán hasta nueva orden.

Los isleños echaron a correr sobre la nieve y se arremolinaron frente a la puerta ovalada del helicóptero, que se cerró de golpe tan pronto como todos hubieron subido. El aparato voló directamente hacia el destructor.

Marcia y Mawn esperaban, en pie al lado del mostrador. Se habían vuelto a poner los trajes anti-radiación y se calaron los cascos. A su lado, las señoras Naylor y Baird envolvían un bebé de un mes en el protector de plástico que les entregó uno de los técnicos navales. Las dos mujeres parecían no acertar con las cremalleras de aquel envoltorio. Viendo su dificultad, Marcia se acercó a ellas y solucionó el problema. Al terminar, Marcia se volvió y vio que Mawn la estaba mirando fijamente:

—¡Alto! —exclamó éste.

Las dos mujeres levantaron la cabeza, espantadas. Mawn apuntó con el dedo a la señora Naylor:

—¿De dónde es usted?

—¿Por qué me lo pregunta?

Mawn se le acercó, excitado:

—¿Dónde vivía usted habitualmente?

—En Londres. ¿Por qué?

Mawn se dirigió luego a la señora Baird:

—¿Y usted?

—En Cardiff, toda mi vida.

La sirena del «Westmorland» sonó dos veces.

—Vamos, Alex —dijo Marcia con apremio.

Pero Mawn no se movió:

—¿Dónde vivías tú, Marcia?

—¿Qué te pasa, Alex?

—¿Dónde vivías?

—En Long Island. Allí he pasado la mayor parte de mi infancia.

—¡El deterioro de inteligencia, Marcia! ¿Recuerdas que te dije que la respuesta debía estar en nosotros mismos? Nosotros no estamos afectados, ¿verdad?

—No.

—Y, ¿por qué no? ¿No lo comprendes ahora? Estas mujeres sí están afectadas. No pudieron realizar una manipulación sencilla, y tú sí. ¿Qué era lo que no entendíamos entonces?

—Por qué la gente quedaba afectada en determinados lugares, y en otros no.

—Exacto. Y, ¿qué gente, Marcia? —la tomó por los hombros—. ¿Dónde viven?

—No lo...

—Fíjate: tú y yo hemos vivido casi toda nuestra vida en el campo. Estas dos mujeres vivían en la ciudad. Trata de recordar tus grupos de disminuidos, Marcia. ¿Dónde vivían?

—No tengo aquí los datos y no puedo...

—Procura recordar la localización de alguno de los grupos afectados.

Ella titubeó:

—Bueno, una de las empresas radicaba en Londres, otra en... Birmingham, dos en Manchester...

—¡Continúa!

—Una en Bristol... En Plymouth... sí, creo que una era...

—Perfectamente. Ahora, ¿dónde estaban ubicadas aquellas cuyo personal no resultó afectado?

—Una de ellas estaba en el campo, en Breconshire, y se trasladó luego a Newport. Otra en Sussex... Déjame pensar... Sí, una en las landas del Yorkshire. Una en Devon..., cerca de Dartmoor...

—¿No lo comprendes ahora?

—¿El qué?

—¡Todas éstas están ubicadas en el puñetero campo!

Mawn temblaba de emoción.

—Los grupos afectados residían todos en ciudades. Los otros, en el campo. Es algo de las ciudades, Marcia. Sea lo que fuere, el caso es que se halla en las ciudades y no en el campo. Algo está pudriendo el cerebro de los habitantes de las ciudades.

15

—He hablado con el doctor Bordheim, de la UNESCO, y corrobora plenamente la conclusión de Mawn. Tenemos, pues, pruebas abrumadoras de que existe cierta merma de capacidad mental en hombres y mujeres, y de que los más afectados residen o han residido largo tiempo en las grandes ciudades.

El ministro Campbell Baxter hablaba sentado en un sillón de alto respaldo, a la cabecera de una larga mesa de caoba tallada, cuyo tablero reflejaba el suntuoso brillo de la araña del techo. A su derecha tomaba notas un hombre de unos treinta años, de vivos ojos azules y pelo rubio y lacio peinado hacia atrás. Estaban presentes además otros cinco señores.

—Desde una perspectiva mundial, dicha conclusión es igualmente válida. Ningún país que posea zonas metropolitanas puede considerarse inmune a esa afección. Por tanto, es de la máxima urgencia el coordinar un plan de acción. Permítanme subrayar la gravedad de tan extraordinario fenómeno. He iniciado delicadísimas negociaciones con el Consejo de las Trade Unions, cuya postura es, por supuesto, la de exigir indemnizaciones y garantías en relación con los trabajadores afectados. Por otra parte, los militares se muestran también muy sensibles a las consecuencias que repercuten sobre la Defensa, y actualmente realizan una serie de pruebas de inteligencia con todos los miembros de nuestra fuerza de disuasión. No he de ponderar las espantosas consecuencias que acarrearía cualquier error humano a bordo de un submarino equipado con cohetes, o en cualquiera de nuestras instalaciones de defensa. Nuestro único consuelo es que, según parece, también los rusos tropiezan con el mismo problema.

Se volvió hacia un hombre de ancha faz y de unos cincuenta años, que estaba a su izquierda:

—¿Quiere darnos un informe resumido acerca del desastre de las Oreadas, señor Fordyce?

—Con mucho gusto. Se desconoce todavía el paradero de ochenta y cuatro personas. Evidentemente, el antiguo emplazamiento de la central es inaccesible, toda vez que la isla de South Ronaldsay ha quedado... hum... inhabitable, a causa de la contaminación. En las demás Oreadas se han registrado dieciocho fallecimientos por radiación aguda, y setenta y cuatro casos menos graves. Estos últimos están siendo tratados en diversos hospitales generales de Escocia; algunos probablemente se salvarán. La ría de Pentland, así como Scapa Flow, han sido cerrados a la navegación. De hecho, en aquellas aguas hay una corriente hacia el este, pero esperamos que la contaminación marina quede suficientemente diluida para cuando alcance la costa occidental de Suecia...

—En efecto —intervino Baxter—, los suecos han presentado ya mociones de censura a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Continúe, por favor.

—Por lo que se refiere a las costas de Escocia, afortunadamente la región oriental más cercana al lugar del desastre se halla muy poco poblada. Hubo nueve fallecimientos, y el reactor rápido de Dounreay que, como ustedes probablemente recordarán, venía funcionando desde hacía tres años, ha tenido que ser cerrado a causa de precipitaciones radiactivas en la zona. Esperemos que la contaminación no sea permanente. En cuanto a la contaminación del suelo, temo que sea necesaria una operación bastante difícil y costosa. Calculamos que, en total, están contaminados unos cuatro millones y medio de metros cúbicos de tierra. Dicha tierra tendrá que ser sacada de allí y trasladada para su almacenamiento, probablemente a Wiodscale...

Entre los presentes hubo un rumor de asombro.

Sin hacer caso del efecto causado por sus palabras, Fordyce continuó su informe:

—Los norteamericanos tienen ya cierta experiencia con el procedimiento que acabo de apuntar. Hace ya bastantes años, se vieron obligados a trasladar muchos miles de toneladas de tierra superficial de Palomares, allá en España, cuando un bombardero estalló y perdió tres bombas de hidrógeno. Nosotros podremos aprovechar la experiencia de aquella operación...

Tras dirigir una significativa mirada al ministro, prosiguió.

—Naturalmente, siempre que tai operación sea adecuadamente financiada. Estimamos que se habrá producido alrededor de un cuarenta por ciento de volatilización del núcleo central del reactor. Ello habrá producido una inevitable dispersión, así. como, lamento tener que decirlo, ingestión de isótopos radiactivos de yodo, telurio y cesio. El Ministerio de Sanidad asegura; que esto puede afectar a la mortalidad local por distintas causas, en particular el cáncer de tiroides, durante los próximos treinta años. He dicho.

Baxter asintió:

—Gracias, señor Fordyce. En realidad, creo que no necesitamos retenerle más tiempo. Le agradecemos que nos haya dedicado una valiosa parte de su tiempo.

Fordyce se puso en pie y guardó sus papeles en la cartera.

El ministro continuó:

—Hemos llegado al punto esencial de esta reunión; punto cuya extrema urgencia no creo necesario subrayar: el origen, la causa de lo que la prensa ha dado en llamar «el efecto roece— rebros». Tony, cuando quieras puedes recapitular la información conseguida hasta la fecha.

El aludido, que era el más cercano al ministro, hizo una inclinación de cabeza y, con marcado acento de Eton, empezó:

—Señor ministro, señores: Hasta aquí el campo parece bastante despejado. Hemos recibido valiosas sugerencias. El doctor Bordheim y sus colaboradores de la UNESCO han trabajado mucho en investigaciones de base, cuyos datos obran en nuestro poder. Al principio se creyó que estábamos en presencia de algún virus endémico en las ciudades...

Baxter intervino:

—Profesor Kingston; ¿querría ampliar este punto?

Kingston, que estaba dibujando un fémur en su cartapacio, alzó la cabeza, se caló las medias gafas con montura de oro y dijo:

—Desde luego. Prácticamente, queda descartada la intervención de algún agente patógeno, vírico o bacteriano. Como espero demostrar en mi informe... todos los cambios histológicos en el cerebro indican lo contrario. En efecto, tales cambios corresponderían mejor a algún tipo de agresión química,

—¿Podría detallar más lo que acaba de decir? —le preguntó Baxter.

—De momento, no. Como ustedes saben, el cerebro sólo dispone de tres tipos principales de reacción; una respuesta muy limitada, por cierto.

—Sin duda —dijo Baxter—, sabiendo que hay algo en las ciudades, en su aire, en su suelo o en su agua, pensaremos ante todo en el monóxido de carbono, o en el plomo. Sé que tenemos una nueva legislac ión limitando el contenido de plomo en las gasolinas comerciales, pero ¿podría la contaminación actual, polvo residual, etcétera, provocar ese efecto?

Kingston sonrió con indulgencia.

—Lo hemos comprobado. No se trata de una encefalopatía provocada por el plomo. No hay basofilia, ni saturnismo.

—¿Y el monóxido de carbono?

—Tampoco. No se observaron petequias cerebrales... perdón: pequeñas hemorragias capilares. Tampoco es el monóxido. A propósito, he visto el cerebro de ese tipo de la central... Durrell, ¿no? Muy interesante. Al parecer, había sido examinado por la psicólogo aquí presente...

—La señorita Scott.

—Esto nos facilita una magnífica confirmación. Es un problema fascinante. Como he descrito en mi trabajo «La atrofia crónica de las células de Betz», el examen histológico... guarda una excelente correlación con la pérdida de inteligencia.

—¿Podría explicar qué consecuencias deduce de todo esto, profesor? —solicitó Baxter.

Adoptando un tono grave, Kingston explicó:

—Imaginen ustedes un mundo en donde gran parte de los habitantes de las ciudades van perdiendo sus facultades mentales. En primer lugar, y a juzgar por los cambios histológicos, las personas afectadas no son recuperables. Una vez dañado el tejido cerebral adulto no se regenera. A decir verdad, las consecuencias son temibles. No excluyo que hayamos de modificar nuestro estilo de vida. De todas maneras, el caso es comparable a las grandes epidemias del pasado. La gripe que diezmó la población europea a finales de la primera guerra mundial podría constituir un ejemplo de ello. Consideren que una elevada pro. porción de los obreros industriales nunca podrá volver a mane» jar sus máquinas. Los dirigentes... —paseó la mirada alrededor de la mesa— pueden ver disminuida su capacidad de discerní, miento. Vivimos en un mundo densamente poblado, que depende casi por entero de unas tecnologías muy complejas y en extremo delicadas. Si un día no fuéramos ya capaces de dominar, las, los trastornos y convulsiones sociales que de ello derivarían serían tan terribles que sólo el pensarlo me da miedo.

Lodge rompió el silencio que siguió a estas palabras. En su cara había una palidez enfermiza, y para disimular el temblor de sus manos mantenía las puntas de los dedos fuertemente apretadas sobre el tablero de la mesa:

—¿Afirma que es completamente irreversible?

—Casi con absoluta certeza.

—¿Y progresivo?-volvió a preguntar Lodge.

—No puedo decirlo. Depende de si la causa, el agente o lo que sea, sigue actuando. En caso afirmativo, progresará sin duda. Lodge asintió lentamente con la cabeza y bajó la vista. Baxter intervino entonces en la conservación: —Esto nos lleva directamente al siguiente problema: El doctor Mawn y sus colegas intentaron aplazar la inauguración de la central argumentando que determinados empleados sufrían deterioro de su capacidad mental. Como acabamos de oír, la autopsia practicada al cadáver del director técnico doctor Durrell ha confirmado plenamente aquel aserto. Confieso que tanto mis colegas como yo desconfiábamos bastante de las afirmaciones de Mawn. En una ocasión al menos, cuando hizo declaraciones a la televisión, sus opiniones resultaron totalmente faltas de fundamento; pero ahora he de reconocer la importancia fundamental de sus descubrimientos. Él ha sido quien, con la colaboración de la señorita Scott, ha descubierto la relación entre el fenómeno en cuestión y las ciudades. Descubrimiento que, en las últimas semanas, ha determinado la general aceptación de la idea. Ello nos ha inducido a solicitar su ayuda. A tal objeto, yo mismo he propuesto al Consejo de Ministros que le sea concedida una asignación para que pueda reanudar sus investigaciones con ayuda de la señorita Scott, y al mismo tiempo preparar un informe sobre la situación.

Miró a su alrededor en busca de algún signo de oposición, y, al no ver muestras de disentimiento, continuó:

—El Consejo ha aprobado mi proposición en términos generales, pero al mismo tiempo ha decidido que la actividad de Mawn tiene que quedar estrictamente delimitada mediante contrato.

El rubio ayudante cogió entonces algunos de los periódicos que tenía ante sí. Todos publicaban una gran fotografía de Mawn, acompañada de titulares realmente sensacionales: «EL roecerebros. ¿Está la humanidad regresando al mono?» Debajo de la foto de Mawn, y en tipos más pequeños: «¿Por qué no se hizo caso de este hombre?»

—Parece claro que nos hallamos ante un nuevo guru de moda..., un pseudosalvador... —dijo el ayudante, arrastrando las palabras con inequívoca hostilidad.

La afabilidad de Kingston desapareció de repente:

—Si se refiere al doctor Mawn, le recordaré que si el gobierno hubiera tomado en consideración sus advertencias desde el principio, habríamos evitado la pérdida de muchas vidas humanas. —Miró ferozmente al rubio ayudante—. Sabe Dios qué le autoriza a mostrarse tan condescendiente con la persona que tuvo tanta visión y perseverancia para denunciar el horrible asunto que nos ocupa. Durante las últimas semanas he podido conocer bastante bien al doctor Mawn. Es un carácter difícil y bastante irritable; pero creo que ha salido perfectamente airoso de este asunto, aparte de haber estado a punto de perder la vida en ello...

Baxter se volvió hacia el rubio ayudante y le habló con severidad:

—¿Tienes algo más que exponer, Tony?

—No, señor.

Temblando visiblemente, el ayudante dejó el periódico sobre la mesa.

Baxter miró el reloj de pared:

—Ya debería estar aquí —y, dirigiéndose a Lodge, le dijo—: ¿Quieres hacer los honores de la casa, Richard?

El ambiente de la antesala era seco y cálido. Debajo de una estrecha ventana de estilo georgiano, un radiador de fundición intensamente recalentado emitió un crujido de protesta, y un individuo empelucado del siglo dieciocho lanzó una mirada desaprobadora desde el marco de su retrato: Mawn se había sentado poniendo los pies sobre una chaise longue victoriana, mientras Marcia guardaba un incómodo equilibrio en su silla de respaldo alto, al extremo opuesto de la sala, hojeando una revista para entretener la espera.

Mawn rememoró los acontecimientos de las últimas tres se. manas, desde que la Marina evacuó la isla contaminada. Habían sido días de incesantes transfusiones y análisis de sangre.

Con un sobresalto se dio cuenta de qué iba a faltar a su cita en el Westminster Hospital. El mismo día de su ingreso en el establecimiento el médico le había dicho que su cuenta de leucocitos estaba un cincuenta por ciento por debajo de lo normal, debido a la radiactividad recibida. Entristecido, Mawn empezó a pensar en su fertilidad; ahora quizá le sería imposible engendrar un hijo.

Miró de reojo a Marcia, preguntándose si también ella habría quedado estéril. Con algo de resentimiento recordó al padre de ella, Harland Scott, que había llegado de Norteamérica en avión y se la había llevado a la suntuosa clínica Wigmore. Al princi. pió, la actitud de Scott había sido de efusiva gratitud, pero luego mudó en tácito recelo. Los dos hombres no tuvieron otra conversación sino algunas bromas triviales. Sin verdadera en— vidia contempló el bronceado que Marcia se había traído de sus dos semanas de estancia en el Marrakesh Hilton de Marruecos; bronceado que apenas disimulaba la subyacente palidez anémica.

Mawn había esperado con gran ilusión el regreso de Marcia. Pero poco después de reunirse con ella en el aeropuerto halló que le resultaba difícil el diálogo. Había entre ellos una tensión, una afectación embarazosa. Creyó que ella deseaba desinteresarse de él, regresar a la cómoda vida de Long Island, olvidar las ásperas realidades que el trabajo de ambos había revelado.

La puerta se abrió y Lodge se acercó, tendiéndole la mano.

—Hola. Celebro verle otra vez. ¿Quiere pasar? El ministro desea hacerle una proposición. Piénselo antes de aceptar. Ahora tiene usted casi todos los triunfos...

Se interrumpió al notar que había dicho demasiado. Mawn observó que le temblaba la mano.

—Es estupendo verles de nuevo en forma.

Sin darles tiempo a contestar, les introdujo en el despacho del ministro.

Hechas las presentaciones, Mawn empezó a hacerse cargo de la situación. No estaba ahora dando clase a sus alumnos, sino cerca de las esferas del poder, donde se tomaban las decisiones importantes. Sintió una oleada de ansiedad y notó húmedas las palmas de las manos.

Baxter le resumió la conversación que acababa de tener lugar en el despacho ministerial:

—En consecuencia, el Gobierno se halla en el deber de proponerle para presidir una pequeña comisión, formada por las personas que usted mismo designe, incluyendo un funcionario ministerial.

Mawn paseó lentamente la vista por los austeros semblantes, que le miraban a su vez. Kingston le hizo un guiño, sonriente. Entonces recordó el consejo de Lodge y replicó:

—Gracias, señor ministro; pero deseo reflexionar sobre su oferta, si me lo permite.

—Por supuesto. Olvidaba decirle que dispondrá de un pequeño presupuesto para empezar a poner las cosas en marcha. Podrá contratar, además, el necesario personal de secretaría, así como adquirir la instalación adecuada. Será como un comité especial, aunque en este caso sería preferible acelerar los asuntos. Por tanto, si acepta necesitaríamos un informe preliminar para dentro de cuatro o cinco semanas. Naturalmente, todo descubrimiento sería examinado por nosotros antes de proceder a su publicación.

«La censura», pensó Mawn, y contestó:

—Solicito un margen de tiempo para considerar su oferta.

—Bien. Sírvase darme a conocer su decisión dentro de dos o tres días —dijo Baxter—. Es muy importante comenzar cuanto antes.

—De acuerdo, gracias.

—Perfectamente. Hemos discutido la naturaleza de ese «efecto roecerebros», como lo ha bautizado la prensa. El profesor Kingston ha reseñado los trabajos médicos sobre el particular, y por lo que parece, descartan la acción de microorganismos patógenos. ¿Tiene alguna sugerencia, doctor Mawn?

El aludido se vio en el terreno que le era familiar, el de la discusión puramente científica:

—Sí. Hemos realizado nuevos análisis de los datos obtenidos hasta ahora. Es indudable que el mal reside en las ciudades; sin embargo, algunos de los afectados viven y trabajan en el campo. Si bien es cierto que en el pasado habían vivido mucho tiempo en grandes ciudades.

—¿Qué opina de las causas?

—No es una afección bacteriana ni vírica; como sea que procede de las ciudades tiene que existir algún factor ambiental. ¿El plomo de la gasolina, el monóxido de carbono, los ruidos? Sencillamente, no lo sé.

—Creo que ya hemos descartado los dos primeros factores

—replicó Baxter—. Pero no creo se tarde mucho en descubrir la causa. Supongo que nunca ha existido semejante fenómeno a escala global. Parece que en todo el mundo se está llevando a cabo un tremendo esfuerzo. Con todo, hay que seguir trabajando. —Su facundia empezó a decaer—. Ha sido usted muy amable al venir, doctor Mawn. Nos comunicará su decisión en el plazo convenido, ¿no?

—Sí, desde luego.

Mawn saludó con una inclinación de cabeza y salió del despacho acompañado por Lodge.

Ya en la antesala éste dijo, indeciso:

—Quiero decirle algo. Al ministro le interesa aclarar aquel asunto de sus declaraciones por televisión. Algunos de los datos citados por usted resultaron, si me permite que se lo diga, totalmente erróneos. ¿Se puede hacer algo al respecto?

Mawn le miró fijamente:

—Sí. Hablaré con Brian Gelder.

El médico se detuvo frente a la puerta de madera tallada.

—No puedo concederle más que unos minutos. Está muy mal. Tiene conmoción cerebral, además de las repercusiones de la radiactividad.

—¿Se curará? —inquirió Marcia.

—El pronóstico es difícil; su estado deja que desear. En ciertos momentos nos preocupó una posible aplasia de la médula ósea, pero han aparecido algunas células nuevas y es posible que se recupere; sólo posible. Pasen por mi despacho antes de salir.

Mawn asintió y abrió la puerta. La habitación era de techo alto y bien ventilada. Gelder estaba medio sentado en la cama.

Sobre la mesita de noche había un receptor de televisión en color, y en otra una profusión de flores. En la bandeja colocada a los pies de la cama tenía un magnetófono y un montón de cartas. Una enfermera colocaba una botella de suero, y una mujer muy elegante ocupaba una butaca, tomando notas taquigráficas.

La cara de Gelder estaba pálida y demacrada, y sus ojos profundamente hundidos en las cuencas. Con una mano tiraba nerviosamente de las mantas.

Mawn miró a la mujer y dirigiéndose a Gelder le preguntó:

—¿Podría hablar con usted... en privado?

La enfermera chasqueó con la lengua desaprobándolo, y la secretaria inició una protesta. Pero Gelder les impuso silencio con un ademán y les ordenó que salieran, diciendo:

—Ya llamaré.

Cuando quedaron a solas, Mawn empezó:

—Necesito su ayuda.

En los ojos de Gelder apareció una expresión burlona:

—Le pagaré una copa por haberme sacado de allí. A propósito, gracias —señalando una pila de periódicos, añadió—. Parece que se-las arregla muy bien sin mí.

—Me han solicitado un informe sobre el efecto «roecerebros».

—Le felicito.

—Voy a disponer de cierta autoridad; incluso podré citar testigos a declarar.

—Estoy seguro de que desempeñará perfectamente su cometido.

—Pero antes de empezar necesito aclarar ciertos asuntos.

—Usted manda —sonrió de nuevo Gelder.

—Como sabe, tengo mala fama en el mundillo científico —replicó Mawn.

Gelder desvió la mirada:

—¿Por eso ha querido que salieran las mujeres?

—No se preocupe. No creo que pudiera demostrar nada.

La expresión burlona volvió a la cara de Gelder:

—¡Qué alivio!

—Pero si utilizase los poderes que he recibido, podría intentarlo.

Mawn captó una advertencia en la mirada de Marcia. Desde luego, Mawn mentía, y a Gelder le sería fácil descubrirlo. Le bastaría con una llamada cuando los visitantes se hubieran despedido.

—¡Podríamos empezar por George Teller!

La sonrisa se borró de la cara de Gelder:

—¿Quién?

—George Teller, espía industrial y asesino.

Gelder pareció arrugarse, y Marcia sintió una repentina compasión.

—¿Qué pasa con él? —preguntó aquél con voz apagada.

—Usted le envió a mi laboratorio, donde causó la muerte de mi ayudante y la destrucción de mi trabajo.

Gelder cerró los ojos y volvió la cara hacia la pared.

—¡Alex! No hemos venido a esto —exclamó Marcia.

—¡Déjame! —replicó Mawn, impasible.

—No, Alex. Acuérdate de Barfield.

Mawn quiso decir algo, pero luego se volvió hacia Gelder-

—Tiene razón; éste no es asunto personal. Si lo fuera, le habría partido la cabeza en la central. ¿Cómo se las arregló usted para falsear mis cifras en el programa «Estilo nocturno»?

Gelder abrió los ojos:

—¡Sus cifras! Querrá decir las cifras que le proporcionó ile. galmente uno de mis empleados... cuando aún estaba a mis órdenes.

—Con o sin conocimiento de Seager, usted hizo que Barfield me pasara cifras falsas. Aquello fue una álevosa tentativa de desacreditarme y dejarme en ridículo.

Gelder se encogió débilmente de hombros:

—Cuanto yo diga o firme no hará que el público cambie de opinión.

—¡Por el amor de Dios! ¡A mí qué me importa el público! Habrá leído esos periódicos, ¿no? Según ellos, soy Oppenheimer, Churchill y Jesucristo en una sola persona. Eso no me interesa. Necesito convencer a mis colegas. He de ir a los ministerios y conseguir que los mandamases tomen cartas en el asunto. Y usted debe ayudarme. En mi opinión, usted es culpable de un homicidio, y quizá de dos. ¿Qué sabe de la muerte de Sheldon Peters?

Marcia le tiró del brazo:

—Basta, Alex. Déjalo.

Él la apartó con la mano:

—Según creo, no ha tenido mucha suerte. Francamente no me preocupa lo más mínimo. Es usted responsable de una tremenda catástrofe. ¿Quiere morir con ese peso en su conciencia?

Mawn moderó el tono al agregar:

—Tengo una oportunidad de trabajar sobre el «efecto roecerebros». Pero no puedo justificarme a mí mismo. Necesito su declaración para poder emprender con garantías de eficacia mi trabajo. Hablando de hombre a hombre, ¿no cree que me debe ese favor, cuando menos?

Gelder yacía completamente inmóvil, con los ojos cerrados. No respondió. Marcia se inclinó sobre la cama y le tomó el pulso:

—Hay que llamar al médico.

Pero mientras Marcia se dirigía a la puerta, Gelder empezó a hablar con voz débil, pero clara:

—Yo envié a Teller. Fue idea mía. La preparación de Bar— field fue un trabajo conjunto; hubo otras dos personas implicadas en ello, Ian Caird y Cari Bellamy. Entre unos y otros conseguimos que aquél le entregase pruebas falsificadas.

—¡Para que yo, frente a nueve millones de telespectadores, adujera unos datos totalmente falsos! —exclamó amargamente Mawn—. Y para el trabajo de verdugo, ustedes prepararon al profesor Seager con las cifras correctas.

—Ése no necesitó que le preparásemos para el trabajo. Le odia a muerte como científico. Nosotros lo sabíamos. Cuando le hubimos entregado las cifras, consideró que ya tenía las municiones que necesitaba para acabar con usted.

—¿Y no le inquietaron aquellas cifras? ¿No las comprobó?

—No lo sé.

—¿Podía comprobarlas? ¿Tenía acceso a los archivos de la

empresa?

—Libre acceso a todas horas.

—¿Querrá enviarme una declaración por escrito?

Gelder hizo un gesto afirmativo y se volvió hacia la pared.

—Y ahora, váyanse.

Mientras regresaban a casa, Marcia preguntó, colérica:

—¿Cómo pudiste hacer eso?

Mawn se encogió de hombros y miró por la ventanilla. Estaba mareado y asqueado. Había sido una mezquina victoria sobre un moribundo. Marcia quiso decir algo, pero al ver la expresión de Mawn, guardó silencio y siguió conduciendo.

16

Mawn contempló sombríamente el piso vacío. Estaba en bata y pijama, sentado en una de aquellas butacas de cuero negro, con una copa de coñac en la mano y escuchando por la radio un concierto de Bach. Recordó la fría invitación de Marcia a un almuerzo con su padre. La indiferencia que había notado en su voz le hizo declinar el convite. Inexplicablemente deprimido, se levantó para servirse otra copa. Al fin hubo de admitir que su malhumor obedecía a la actitud de reserva que últimamente venía observando en Marcia. Comprendió que tenía miedo de perderla. Había empezado a sentirlo en el hospital, donde no tenía otra cosa que hacer sino contemplar cómo la sangre pasaba gota a gota por el aparato de transfusión.

Irritado, se levantó para apagar la radio. En aquel momento oyó la cerradura de la puerta, y casi simultáneamente vio a Marcia en el umbral.

—¡Hola!

Y se dejó caer en una silla, con la cara encendida. «Ahora viene lo bueno», pensó Mawn.

Ella eludió la mirada, frotándose nerviosamente las manos:

—¿Podemos hablar? ¿Hablar en serio?

Él agitó la copa de coñac:

—No faltaba más; con mucho gusto.

Ella hizo un gesto hacia la botella:

—¿Puedo tomar un poco antes de que te lo bebas todo?

Llenó la copa hasta el borde. A Marcia le temblaba la mano.

—Voy a ayudarte —dijo él, sonriéndole—. Has venido a decirme que 3'á es hora de que me las apañe solo... Supongo que el viejo no lo aprueba.

—Pero, ¿qué dices?

—¡Tu papaíto! Seguramente ha dicho que después de lo ocurrido necesitas más atenciones y cuidados. Estoy seguro de que te reserva un rico ejecutivo. Seis metros de Cadillac y retrete chapeado en oro.

Marcia dejó la copa en la mesa, con energía:

—¡Qué arrogante y egocéntrico cabrón estás hecho! Tú adivinas mis pensamientos, ¿verdad? ¡La aficionada se larga corriendo a casa de papá, cuando vienen mal dadas! Con tu cerebro de matemático, nada escapa a tus cálculos. Pero, ¿no se te ha ocurrido que esta vez puedes equivocarte?

—¿Por qué has dicho que venías a hablar «en serio»?

—Quería hablar de ti, grandísimo bobo. ¿Cuántas veces te dignas hablar conmigo? ¿Sabes que estuviste muy grosero conmigo en el aeropuerto? ¿Qué te había hecho yo para que te mostrases tan frío y reservado? Es natural que me haya preocupado. Porque yo deseaba ayudarte.

—Creí que tú... —la voz de Mawn se fue apagando.

—¿Qué creíste? ¿Que después de la «dolce vita» de Marruecos había resucitado mi vanidad de niña rica? Eres un hipócrita. Sólo por ser hijo de un obrero te crees con derecho a reclamar privilegios especiales: el chico proletario enseñándole a la rica degenerada lo que es la vida. ¡Eres odioso!

—¿Qué puedo decirte? Lo siento...

—¡Lo siento! ¡Lo siento! Das un pisotón: lo siento... Eres injusto: lo siento. Lo echas todo a rodar: lo siento. Esas palabras no significan nada. En mi país ni siquiera se usa tal expresión, gracias a Dios.

—Está bien. No voy a disculparme. La pura verdad es que tenía un miedo indecible a perderte.

Marcia se detuvo junto a la puerta del dormitorio:

—No te costaría encontrar otra mujer psicólogo.

—No. Sólo me gustas tú. En todos los sentidos.

Y se acercó. Ella, al volverse, dejó ver sus grandes ojos llenos de lágrimas. Marcia se echó en sus brazos, apretándose fuertemente contra su cuerpo. Mawn la levantó en vilo y la acostó en la cama. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le hizo tenderse a su lado. Mawn se hundió en la dulzura del cuerpo femenino, entregándose al calor de sus caricias. Fue como si hiciera el amor por primera vez en su vida. Al penetrarla sintió que iba hacia ella toda su alma.

Durante largo rato permaneció inmóvil, no atreviéndose a romper la perfección del acto. Ella mantenía la cabeza apoyada sobre su hombro y el largo pelo negro se desparramaba sobre el pecho masculino. En el calor de su cuerpo Mawn halló un refugio frente a las dificultades que le reservaba tal vez el porvenir. La siniestra amenaza del «roecerebros» se le antojaba infinitamente remota.

Mientras Marcia dormía, Mawn se quedó largo rato mirando las luces cambiantes que proyectaban sobre el techo de la habitación los coches que pasaban por la calle. Imaginó a aquellos conductores, incapaces quizá de dominar sus vehículos. ¿Qué opinarían ellos del hombre que había declarado que sus mentes estaban degenerando? Probablemente le echarían la culpa. El descubridor suele ser identificado simbólicamente con su descubrimiento. Escuchó durante largo rato el tranquilo ritmo de la respiración de ella. Era lo único que importaba aquella noche.

Los días transcurrieron al ritmo de la vida doméstica. A Mawn le parecía que se había quitado años. Estaba rejuvenecido, y hablaba con un entusiasmo que había creído casi olvidado. Las ideas y los conceptos acudían en ininterrumpido caudal.

Cierta mañana, Mawn estaba abriendo el correo, tratando de distinguir las cartas serias de las descabelladas. Ya se había acostumbrado a recibir carias venenosas o absurdas, a las amenazas, a los anatemas de los sectarios que solían enviarle agresivos sermones acerca del juicio de Dios, y de Sodoma y Go— morra. Se le acusaba de verter estupefacientes en los depósitos del agua potable. Para unos era un agente de Moscú, para otros un lacayo fascista o un revolucionario. Uno de sus espontáneos corresponsales llegó a insinuar que él, Mawn, se había inventado el efecto de marras para cobrar derechos de publicación y radiodifusión.

Sintió la mano de ella sobre su hombro:

—Estamos invitados a almorzar con mi padre; no se te vaya a olvidar.

—¿Hoy?

—Sí, en el Savoy Grill.

—¡Cinco de los grandes para que te monde la naranja el camarero!

—Sólo quiere ayudarnos.

—¿Por qué?

—Le he hablado de ti, de lo que necesitas. El ministro espera tu respuesta para hoy. Mi padre puede ofrecerte dinero...

—Sé hacer las cosas a mi manera, sin mendigar a ricos industriales.

—No. Tú no puedes hacerlo solo sin ayuda de nadie. Acuérdate de lo que dijo Richard Lodge. Lo máximo que puedes esperar de las autoridades es una pequeña subvención, lo suficiente para tenerte atado. Si no puedes pagar, nunca conseguirás la colaboración de los mejores. ¿Qué importa la procedencia del dinero?

Mawn apartó la mirada.

—No es tan sencillo como tú crees. Uno se compromete a aceptar determinadas condiciones.

—¿Por qué? El roecerebros amenaza a todos; lo mismo a las grandes empresas que a la tienda de comestibles de la esquina. Además, supongo que quiere hacerlo por mí.-Marcia se puso en pie y se acercó a la ventana—. Compréndelo, Mawn; mi padre y yo no nos hemos llevado demasiado bien. Su última mujer..., bueno, no somos muy amigas que digamos. Clásica reacción de hija única, ¿comprendes? Me sentí traicionada..., excluida. Creo que me comporté como una niña consentida... Pero lo cierto es que así pensaba yo entonces. Y nos separamos.

Mawn le sirvió una taza de café, y Marcia prosiguió:

—Después las cosas fueron cambiando. Ahora no piensa sino en hacer algo por mí. Para él, nuestro descubrimiento es mío. Lo siento; sé que es injusto, pero él lo ve así.

Consciente de su torpeza, Mawn trató de explicarse:

—Eso no me importa, y en realidad no tengo nada contra tu padre. Lo que pasa es que estoy viviendo en un piso que tú pediste prestado para mí. Utilizo tus datos, y ahora me pides que acepte el dinero que me ofrece tu padre. Y eso, sencillamente, no puedo hacerlo.

Marcia le rodeó el cuello con el brazo.

—Estás resentido. Pero, ¡qué diablos!, gana demasiado dinero, y creo que no se podría hallar mejor empleo a ésa plusvalía.

Mawn se irguió, sorprendido, pero luego se encogió de hombros:

—No se te da bien el papel de marxista —la sentó sobre sus rodillas—. De acuerdo, hablaré con él.

Ella le abrazó con fuerza:

—Te prometo que cuando haya pasado todo esto haré lo que tú quieras, hasta convertirme en una típica inglesa: te limpiaré los zapatos, viviré en el campo y...

Él se apartó un poco, sonriente.

—¿Y andarás por el barro con chanclos de goma?

Su abrazo fue interrumpido por el correo al caer en el buzón. Entre la nutrida correspondencia venía la declaración de Gelder confirmando lo que había confesado verbalmente en la clínica. La declaración estaba cuidadosamente redactada, con objeto de obviar o reducir al mínimo las apariencias de culpabilidad. Pero el contexto era perfectamente claro.

El Savoy Grill estaba en pleno apogeo. Los camareros pasaban raudos entre las mesas, llevando bandejas de plata repletas de manjares, con estilo casi de ballet para no rozar a los comensales. Una orquestina desgranaba discretas melodías. Mawn miraba a su alrededor, censurando mentalmente aquel despilfarro ostentoso. La voz de Marland Scott le volvió a la realidad:

—Todavía no ha contestado a mi pregunta.

—Disculpe. —Mawn se volvió hacia él—. De momento no tengo más remedio que mendigar, pedir prestado o robar alguno de los laboratorios universitarios a que tengo acceso. Porque no queda tiempo para montar un nuevo laboratorio. La atrofia de las células de Betz es debida a un factor ambiental de las grandes ciudades, cuya identificación sólo es cuestión de tiempo. Si no es de índole bacteriana ni vírica, debe ser alguna sustancia química. Por las muestras, creo que podemos excluir una mutación genética.

Scott puso su mano sobre la de Marcia:

—Y fue tu trabajo, Marcia, lo que permitió descubrir esa cosa.

Marcia se sonrió:

—Sí, pero no fui capaz de descubrir la relación entre lo uno y lo otro... Fue él quien la vio.

—¿Qué le ha parecido la confesión de Gelder? —le preguntó Mawn al padre de Marcia.

Scott dijo pensativamente:

—Es una obra maestra. Dudo que ningún fiscal pudiera encontrar materia para una acusación...; pero desde luego me ha dejado convencido.

—Ha tenido buen cuidado de no mencionar a Caird ni a Bellamy —protestó Marcia.

Scott sonrió:

—No hace falta. Ambos sois testigos de que mencionó esos dos nombres. Por cierto, conozco a Bellamy y a su jefe. Creo que voy a decirles unas palabritas al oído..., y luego pasaré el platillo de la recaudación...

—¿Seguro que no intentarán algo? —insistió Marcia.

—No moverán un dedo. Saben que están metidos hasta el cuello en el fango.

Mawn miró con atención al norteamericano de cabello blanco, que con sus ojos bondadosos y sonrientes parecía un cura de la iglesia episcopaliana.

—No se trata sólo de dinero —explicó Mawn—. No creo que hubieran colaborado con Gelder, si no hubieran temido que se pudiera descubrir el roecerebros en sus propias empresas. Me interesaría poder consultar sus archivos.

—Podrá, cuando yo haya hablado con ellos.

—Alex debe entrevistarse con el ministro dentro de una hora —anunció Marcia.

Scott se puso en pie, haciendo seña a un camarero:

—Y yo debo tomar el avión. ¡Ah!, y también pasaré el platillo en Wall Street. —Dejó unos billetes en la bandeja de plata—. Hasta la vista, muchachos. ¡Ah! Otra cosa. Para empezar, he abierto una cuenta a tu nombre con doscientos mil dólares.

—¿A mi nombre? —exclamó Mawn.

Harland Scott se inclinó para besar a su hija:

—Haz lo que te parezca con ese dinero —le acarició el cabello a Marcia—. Cómprate un cháteau en Francia, si lo prefieres, o inviértelo en tu trabajo. Lo dejo a tu elección. ¡Nada de formalidades! Hasta la vista.

Cuando el rubio ayudante le hizo pasar, Mawn consultó su reloj y, haciendo una mueca, advirtió que su espera en la antesala había durado siete minutos.

Bajo la deslumbradora luz de la araña, juzgó al principio que la composición del comité era la misma de la primera vez. Pero en seguida vio que faltaba Lodge, su aliado. En su lugar aparecía una cara que formaba parte de sus pesadillas desde hacía casi dos meses. Recordó la noche de su derrota ante las cámaras. Allí estaba el profesor Seager, jugando con un lapicero y haciéndose el distraído.

A la izquierda del ministro aparecía una cara desconocida, muy llena de arrugas. Los ojos, profundamente hundidos en sus cuencas, contemplaron a Mawn con fijeza de ofidio mientras éste se encaminaba a su asiento. El personaje en cuestión fue presentado por el ministro como el doctor Bordheim, de la UNESCO. El ministro no perdió el tiempo en preámbulos:

—Como nuestra agenda está bastante cargada, empezaré preguntándole, doctor Mawn, si ha decidido aceptar nuestro ofrecimiento.

—En principio, sí —respondió Mawn—. Naturalmente, me gustaría conocer mejor los detalles de la operación.

—Lo comprendo, pero recuerde que el tiempo es un factor esencial en este caso, y que hemos de establecer una coordinación eficaz entre sus puntos de vista y nuestros esfuerzos, principalmente en interés de la exactitud. —La alusión era clara, y Mawn se encendió—. Por eso hemos solicitado la colaboración del profesor Seager. Como usted probablemente sabe, el profesor, en calidad de director de uno de los grupos Rothschild, viene asesorando al Consejo de Ministros. Estoy seguro de que usted sabrá apreciar su ciencia.

Como todas las miradas se volvían hacia él, Mawn se sintió bastante violento. Se le pedía, nada menos, que aceptase como asesor a quien le había humillado ante millones de personas. Por supuesto, si aceptaba tendría las manos atadas. Si rehusaba, su actitud sería atribuida a resentimiento personal. En aquel momentó le agarrotó la garganta toda la amargura y la cólera del pasado.

—¿Y bien, doctor?

El tono de voz del ministro era apremiante, lo que hizo pensar a Mawn que todos los presentes habían estado aguardando con impaciencia su respuesta. Procurando no perder la calma, sin dejar de fijar la mirada en Seager, contestó tranquilamente:

—Creo que podré desenvolverme perfectamente sin esa asesoría.

Campbell Baxter frunció el ceño:

—Sinceramente, creo que debemos evitar cuanto pueda interferir en el trabajo que nos proponemos llevar a cabo.

Mawn sacó de su cartera una copia de la declaración de Gelder y, hablando en tono llano e incisivo, como si desarrollase una demostración matemática, dijo:

—Antes de continuar, deseo leerles a ustedes esta declaración.

Leyó el escrito de Gelder lentamente y sin la menor inflexión de voz, añadiendo:

—Comprenderán que esto me permite rebatir las dudas acerca de mi credibilidad, y espero que la cuestión podrá considerarse cancelada.

Dichas estas palabras, lanzó la declaración sobre la mesa.

Baxter miró disimuladamente a Seager para calibrar la reacción de éste:

—Evidentemente, ha sido usted víctima de una gran injusticia, y me satisface que se haya descubierto la verdad. Pero no comprendo en qué afecta eso al profesor Seager.

Mawn sacó entonces un periódico de su cartera, extrajo de él un folio mecanografiado y, aclarándose la voz, dijo:

—Éste es el ejemplar de «Nature» correspondiente al mes de enero del año actual, que publica un artículo del profesor Seager y de un coautor. Es un análisis de las deficiencias de funcionamiento en los diferentes generadores de energía nuclear. Ahora bien, cuando presentamos nuestros datos acerca del efecto roecerebros, usted sometió nuestro informe a un peritaje neutral. Poseo un informe, también neutral, sobre el trabajo de Seager, redactado por un experto cuyo nombre estoy dispuesto a comunicar, con carácter confidencial evidentemente. Me limitaré a leer el párrafo final: «Los argumentos presentados equivalen a una aceptación tácita de sistemas de control de elevado riesgo; a la luz de los hechos, tales argumentos resultan engañosos y aventurados, por cuanto la documentación estadística de los asertos formulados carece de consistencia. En muchos casos, los autores pasan de lo particular a lo general sin razón suficiente. A mi juicio, el artículo adolece de escaso respeto a la exactitud...», etcétera.

Seager inició una protesta:

—Realmente, no comprendo qué tiene...

Baxter le impuso silencio con un ademán:

—Lo que intento demostrar —continuó Mawn— es que toda tesis tiene su antítesis. Todo descubrimiento halla oponentes que tratan de negarlo. Si ustedes examinan el trabajo de mi interlocutor, seguramente comprenderán que tampoco él es inmune a la crítica destructiva.

Seager estaba rojo como un tomate.

—El profesor Seager, obviamente, eligió los datos más adecuados a lo que pretendía demostrar, desdeñando los que le habrían conducido a la verdad...

—Esto es intolerable... —empezó Seager, irritado.

—Si hubiera confirmado mi análisis de los peligros que amenazaban a la central de Grim-Ness, en vez de combatirlo por lasque yo llamo razones de animadversión personal... ¡aquella gran tragedia nunca habría ocurrido!

El ministro cogió la publicación y se la pasó a su ayudante. Su mirada era fría y atenta.

—Continúe, por favor...

—En el consabido programa de televisión, sustenté varios puntos importantes en documentos que me había enviado un empleado de Gelder, cosa que no traté de ocultar. También me ha sido revelado por Gelder que Seager tenía pleno acceso a los resultados experimentales de su empresa. Él debió ver que mi caso era perfectamente válido. Se le dio oportunidad de examinar mis cifras antes del programa televisivo; fue entonces cuando debió formularme sus críticas. Pero prefirió aprovechar la ocasión para montar un ataque puramente personal. —Mawn consultó el guión del programa aludido—. Cito: «Es posible que los datos del doctor Mawn resulten de una involuntaria equivocación; o tal vez haya sido mal informado. También puede ser que él mismo haya inventado todo este asunto. ¡La ley me prohibe manifestar mi elección entre estas tres posibilidades!» Ahora creo que estarán bien informados para sacar sus conclusiones —concluyó después de una breve pausa.

Baxter replicó:

—El asunto se ha puesto realmente difícil. Después de la reunión quiero hablar con usted, Seager.

Éste palideció.

—Prosigamos. Iba a decirle, doctor, que hemos logrado movilizar una suma inicial de diez mil libras, así como unos locales provisionales ubicados en el nuevo edificio de la Escuela de Medicina de San Olaf. Espero que le parezca aceptable.

Mawn, en un arranque de modestia, respondió:

—Gracias; eso servirá para empezar.-Y añadió tras una pausa—: Sin embargo, ya he recibido un importante donativo de fuente norteamericana.

Mawn observó que al oírle Bordheim había sonreído con satisfacción.

—Estarán de acuerdo en que eso me permitirá llevar a cabo muchas más cosas.

Bordheim se frotó la punta de la nariz con un lápiz, al tiempo que su mirada iba pasando de uno a otro de los presentes. Con los ojos semicerrados, Mawn siguió:

—Lo que necesito con mayor urgencia, señor ministro, es tener acceso a los archivos departamentales, principalmente el de Sanidad: pruebas de niños en edad escolar, datos acerca del personal militar...

Tendió una lista al ministró, quien se caló las gafas para leerla:

—Algunos asuntos no son de mi competencia, pero haré lo que pueda.

Sin dirigir una mirada a Mawn, salió del despacho seguido de su ayudante y del profesor Seager.

En la antecámara, Mawn notó un golpecito en el brazo. Era Bordheim, quien habló con las explosivas consonantes de su lengua sueca:

—¡Le felicito! En un momento ha conseguido usted más que yo en dos años. —Bordheim le tomó del brazo y se lo llevó aparte para que no pudieran oírles—. Ahora mismo tenemos en París más de cuatrocientos kilos de papel escrito. Todos discuten sin cesar, pero nadie hace nada. Los americanos dicen una cosa, los rusos no dicen nada, los franceses protestan, los chinos nos leen unas largas disquisiciones... Es imposible seguir así. Me complace decirle, amigo mío, que poseemos muchos datos y se los voy a facilitar. Creo que van a serle muy útiles. Habíamos empezado a desarrollar algunas ideas sobre la interrelación hombre-máquina; pero muy pronto comprobamos, como usted, que se trataba de las personas. Lo que no comprendimos fue que todas esas personas residían en la ciudad. ¿Habrá que abandonar las ciudades? ¿Es eso lo que usted propondría?

—No, nada de eso. Pero hay que averiguar lo que pasa.

—¡Ah, sí! Hemos de averiguarlo. Tal vez resulte que está en el oxígeno o en el agua. Y entonces, adiós muy buenas. Como le dije, voy a enviarle toda nuestra información al respecto; y le deseo mucho éxito. Ahora tengo que regresar a la «fábrica de papel» de París. Hasta la vista.

Los dedos que habían tomado el brazo de Mawn aflojaron su presión y Bordheim se alejó, cabizbajo.

17

Durante ocho semanas, Mawn se vio en el centro de una red de comunicaciones internacionales cuyos tentáculos iban extendiéndose rápidamente. Max Bordheim cumplió religiosamente su promesa, y todos los días le llegaba una nueva remesa de datos procedentes de la UNESCO.

Una tras otra, las ciudades del mundo escudriñaron minuciosamente todos sus rincones buscando la causa del roecere— bros. Cloacas, túneles subterráneos y bloques de rascacielos eran registrados por ejércitos de técnicos, cada vez más numerosos. Las fábricas, los almacenes de productos químicos, los edificios públicos, fueron recorridos palmo a palmo en busca de cualquier posible causa de intoxicación química.

Médicos y patólogos trabajaban sin descanso en laboratorios y salas de autopsia sajando, examinando, analizando y separando tejidos del cuerpo de todas las personas fallecidas en las ciudades.

Las hipótesis eran examinadas y desechadas una tras otra. En las necropsias no se hallaban niveles anormales de metales pesados. El plomo, el cadmio, el mercurio, fueron siendo sucesivamente descartados.

La búsqueda se dirigió luego hacia las aguas. Ya fuertemente contaminados por innumerables residuos industriales, todos los ríos, canales y dársenas fueron muestreados y debidamente analizados. El Rin, conocido como el gran sumidero de Europa, era objetivo favorito del internacional registro.

Mawn trabajaba con Marcia a todas horas, metido entre montañas de papeles, que invadían toda la oficina provisional instalada en San Olaf. Sus alumnos de la Universidad de Ply. mouth habían acudido para ayudarle, y los había puesto a trabajar en una docena de secciones diferentes, investigando diferentes elementos químicos que pudieran ser nocivos para el cerebro humano.

Lo peor fue el descubrimiento de que probablemente un treinta por ciento de toda la población mundial estaba afectada. Tan elevada proporción le pareció al principio inverosímil, pero los datos demográficos confirmaban que un sesenta por ciento de la humanidad vivía en zona urbana o suburbana.

Los medios informativos no dejaban de interrogarse, y todos los días aparecía algún artículo o entrevista comentando cuál sería el efecto sobre determinado sector de población, caso de que resultara irreversible. Los pilotos de las líneas aéreas se negaban a volar en compañía de un tripulante que no hubiera pasado el test correspondiente. Los automovilistas exigían que no se diera carnet de conducir a nadie sin pedirle un certificado anti-roecerebros. Los anestesistas sospechaban de los cirujanos, los generales provocaban úlceras gástricas a sus subordinados encargados de vigilar los silos de cohetes, y la guardia urbana se negaba a prestar servicio en las zonas urbanas de mayor congestión, alejando que algunos conductores podían no ser capaces de dominar sus vehículos.

Además de los ciudadanos afectados, otros muchos imaginaban estarlo, y los médicos empezaron a hablar de una «neurosis roecerebros», como dolencia aparte de la verdadera. Lo peor fue que aquella neurosis acabó siendo la principal excusa del absentismo laboral.

La fotografía de Mawn aparecía indefectiblemente al lado de los artículos sobre el tema de moda. Pero la orientación de la prensa había cambiado: mientras antes Mawn era elevado al rango de un Mesías, ahora empezaban a exigirle resultados más rápidos. El tono de los medios informativos fue haciéndose gradualmente más duro y hostil.

En las Naciones Unidas, muchos países insinuaron que el roecerebros había hecho su aparición en algún país vecino. Las naciones en vías de desarrollo hicieron responsables de la situación a las naciones ricas, pero no hacían prácticamente nada por ayudar a descubrir el mal.

A medida que aumentaba la carga que pesaba sobre los hombros de Mawn, iba incrementándose también su capacidad de trabajo. Después de eliminar de su Universidad a los políticos aficionados notó, con gran sorpresa por su parte, que le gustaba el ajedrez de la lucha con los jerarcas de la administración pública, reacios a desprenderse de lo que ellos consideraban informaciones propias y particulares. Entre los fabricantes cuyos productos debían someterse a inspección por el nutrido ejército de químicos a las órdenes de Mawn, surgían innumerables protestas.

Luego sobrevino lo inevitable; la gente se acostumbró a la situación. Decían: «Lo siento, esta noche no podré salir... Tengo un poco de roecerebros.» Y hasta los locutores de radio y televisión hacían bromas a base del mal: «Bien, señoras y caballeros: hablando de idiota a idiota...» El síndrome se integraba en la vida cotidiana como si fuese algo secundario. Los profesores se reunían para adaptar los programas de estudios a la nueva situación. Se idearon nuevos tests, basados en el modelo de Venn, para distinguir a las personas normales de las afectadas.

Desde el comienzo, Mawn había nombrado al profesor Kingston para coordinar y correlacionar todas las investigaciones químicas y patológicas. Con las facultades que le atribuyó la Organización Mundial de la Salud, el profesor Kingston examinaba datos que llegaban desde los laboratorios y hospitales de todas las partes del mundo. Se había llegado a un acuerdo internacional en el campo de las lesiones cerebrales producidas por el efecto roecerebros.

No cabía duda de que tal efecto era debido a una sustancia química. La búsqueda se dirigió al análisis de los tejidos cerebrales, para tratar de identificar algún elemento anormal.

Cierto laboratorio de Ginebra anunció que había logrado aislar una sustancia extraída de una serie de cerebros en otras tantas autopsias. Dicha sustancia se presentaba en cantidades infinitesimales, por lo cual no había podido ser analizada todavía. Poco después, el descubrimiento fue confirmado por un laboratorio bioquímico de Los Ángeles. Combinando los datos de cada una de esas instituciones, fue posible identificar la nueva sustancia, el acetílido-ciclopentano.

Al publicarse la identidad de tal sustancia química, causó entre el público el efecto de una bomba.

Kingston, sentado al borde del pupitre de Mawn, mostraba a éste una serie de manchas purpúreas sobre una tira de papel cuadriculado:

—Aquí tiene el delincuente: ¡la gasolina!

—¿Está usted bien seguro? —le interrogó Mawn.

—Lo estamos ya. Acetílido-ciclopentano. Nunca lo hubiera pensado, nunca.

—¿Puede haber otras causas?

—Por lo que hasta ahora sabemos, no. En el sesenta y ocho dos químicos informaron por primera vez dicha sustancia, calizada en el aire. Redactaron una comunicación demostrando que los gases de escape de los coches incluyen más de ciento ochenta sustancias químicas, una de las cuales era la estudiada por ellos. Muchas de esas sustancias son en realidad muy simples: hidrocarburos, etileno, etcétera.

—Conque no era el plomo ni nada parecido.

—No; sólo un producto secundario de la combustión de la gasolina.

—¡Entonces los habitantes de las ciudades han venido respirándolo desde hace muchos años!

—Así es. Las lesiones cerebrales son muy crónicas, muy a largo plazo. Se han venido desarrollando desde hace años. Y lo que es peor, nadie es inmune. El otro día hice la autopsia de un crío de cuatro años, y su cerebro ya presentaba síntomas de cambio.

—¡Cristo! —exclamó Mawn.

—Como le digo. El tejido cerebral es muy delicado, y más aún en los niños, como comprenderá. Los humanos poseemos gran número de células cerebrales, aunque probablemente nunca las utilizamos por completo. Ahora bien, este acetílido parece tener cierta afinidad hacia los lípidos o grasas especiales del tejido cerebral. Los habitantes de la ciudad respiran esa sustancia durante años; sustancia que se va disolviendo en las grasas cerebrales para luego, a lo largo de los años, ir destruyendo las células del cerebro. Al final, la reserva de células queda reducida a tal punto que la inteligencia, el comportamiento, etcétera, empiezan a resultar deteriorados.

—¡Idiotez inducida por el automóvil! —exclamó Mawn, dirigiéndose a un terminal de ordenador. Empezó a teclear dictándole instrucciones a la máquina.

—¿Qué hace?

—Explorar la distribución..., por profesiones.

Hubo una breve pausa, y muy pronto aparecieron en pantálla unos números amarillos, del uno al diez. Al lado de cada numero se leía el nombre de una profesión. Mawn dijo:

—Cuadra perfectamente con lo que usted ha descubierto.

Ordené a la máquina que presentase, por orden, las profesiones mas afectadas.

—Con el dedo recorrió la pantalla de arriba abajo.

—Uno, taxistas; dos, agentes de tráfico; tres, barrenderos; cuatro, policías de patrulla. ¡Eso encaja perfectamente!

Kingston reanudó su exposición:

—Como decía, procede únicamente de la combustión del petróleo; pero no podemos asegurar que esa sustancia química «roceda únicamente del motor de combustión interna. Existen boy tantos y tan nuevos procesos industriales, que nadie sabe lo que vierten a la atmósfera. Uno de tales procesos también podría ser la causa.

—¿El mismo proceso industrial en todas las ciudades del mundo? Parece improbable, ¿no? —inquirió Mawn.

—Estoy de acuerdo con usted. Es improbable. Pero si es la gasolina... ¡Dios mío!, las repercusiones serán verdaderamente fabulosas.

Mawn se puso a pasear de arriba abajo.

—Hemos de cerciorarnos... ¡Tenemos que estar totalmente seguros!

—Lógicamente, lo primero y lo que ya estoy haciendo es tomar muestras da sangre de habitantes de la ciudad, y tratar de aislar esa sustancia en las personas vivas.

—¿Y si descubrimos que se halla en los habitantes de las dudades y no en la gente del campo?

—El próximo paso —continuó Kingston— sería practicar un muestreo de población, en grupos de cincuenta por ejemplo. Medir el nivel de su sangre mientras residen en la ciudad y luego enviarlas a una zona rural...

—¡Y comprobar si el nivel en la sangre disminuye!

—Exactamente. Pero eso todavía no acusa al automóvil.

—Pero hay un modo de saberlo —interrumpió Mawn, excitado—. Si ese acetílido se halla en el aire... suponiendo que se trate de una sustancia volátil...

—Los petroquímicos creen que lo es, en efecto.

—Muy bien. Si se halla en el aire, y no estamos seguros de que proceda del motor de combustión interna, ¡entonces está perfectamente claro lo que hemos de hacer!

Kingston le miró un rato y dijo:

—No resisto a la curiosidad.

—Hay que persuadir a Baxter de que saque todos los automóviles fuera de Londres..., para comprobar si el nivel desciende o incluso desaparece.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Todavía no lo sé. Varios días, seguramente. Tendremos que definir niveles de base. Seguramente habrá complicaciones; las ambulancias y los coches patrulla no pueden dejar de circular. Si hace viento, puede llegar contaminación a Londres desde otras ciudades. Sin embargo, este plan nos dará la respuesta. Si sacamos de Londres los automóviles y el nivel de acetílido baja, y si la gente de la ciudad mejora al vivir en el campo... Sí, con eso bastará... Será suficiente.

Kingston miró a Mawn por encima de sus medias gafas, y se echó a reír:

—¡Por Dios, muchacho! ¡Vas a tener muchos amigos!

El taxi se había metido en un embotellamiento. Un enorme camión articulado escupía por su tubo de escape una nube de color gris azulado. El guardia contemplaba el espectáculo desesperado, con los brazos caídos. Mawn consultó su reloj, pagó al taxista y condujo a Marcia, por entre los relucientes vehículos, hasta la acera.

Andando rápido cruzaron Scotland Yard y remontaron Whitehall. Allí había otro embotellamiento de circulación, parachoques contra parachoques.

En la antesala, Marcia se recuperó de un fuerte acceso de tos:

—Es el peor que recuerdo-tosió nuevamente—.Buena propaganda; procuraré toser en sus mismas narices.

Lodge les acompañó a la sala de reuniones. Tras los saludos de rigor, el ministro se dirigió a Mawn:

—¿Qué tal va ese informe sobre el día del Juicio Final?

—Dentro de dos o tres semanas, como mucho —replicó Mawn.

—Espléndido —sonrió Lodge—. El pobre Baxter se ve asediado por todas partes, desde el primer ministro hasta el «Daily Mirror». Siempre resulta tranquilizador un rápido Libro Blanco, ¿no lo cree así?

Mawn le miró fijamente:

—El que sea o no tranquilizador, depende de ustedes. Antes de que Lodge pudiera replicar, entraron en la sala el ministro y su ayudante, con Bordheim y un nuevo asesor científico. Tras breves preliminares, Baxter se dirigió a Mawn:

—¿Cuándo tendrá el primer borrador?

—Temo que se nos han planteado varios problemas —respondió Mawn.

—¿Sí?

—Es necesario efectuar una prueba mucho más rigurosa que las actuales.

—¿Qué clase de prueba?

—Si me lo permite, le resumiré nuestra posición —continuó Mawn—. Gran parte de las pruebas conseguidas demuestran la existencia de un hidrocarburo en las emisiones de...

—Sí, sí; estoy enterado —le interrumpió el ministro en tono de irritación.

Marcia observó que tenía los ojos enrojecidos y la cara con manchas lívidas, debido al exceso de actividad y de tensión.

—Las pruebas correlacionan perfectamente con los descubrimientos médicos; por tanto, necesitamos completar la prueba lógica. Como sabe, el motor de combustión interna lanza a la atmósfera unos ciento ochenta compuestos, algunos de los cuales sólo se desprenden al emplear el dispositivo de arranque en frío del carburador. Aquí tengo la referencia: Sanders y May— nard, en la «Revista de Química Analítica»...

Baxter hizo un gesto de impaciencia:

—Le ruego que se ciña a lo fundamental.

Mawn dominó su irritación:

—Bueno. Entonces le diré que necesitamos descubrir si ese compuesto es el responsable único y directo. Para ello naturalmente se necesitarían varios meses, o incluso años, de profundas investigaciones.

—¿Años? —frunció el ceño Baxter.

—En efecto, varios años. Y si tenemos éxito, se necesitará otro tanto hasta que la industria petroquímica halle medios prácticos para eliminar esa sustancia de la gasolina.

El ministro miró al doctor Kenny, su nuevo asesor científico.

—En efecto, ese trabajo no puede realizarse con demasiada rapidez —intervino el doctor Kenny, un joven de mirada franca, y que no temía decir la verdad.

Baxter lanzó una mirada circular en demanda de apoyo. Su cara estaba demacrada.

—Pero eso no es posible. Si esa... sustancia es la causa fundamental, entonces las lesiones cerebrales van a seguir apareciendo. Habrá millares de nuevos casos. Es preciso hacer algo más inmediato. Ya fue aprobada una ley sobre recirculación de gases de escape. La contaminación por el plomo ha disminuido un setenta por ciento en relación con el nivel de 1970. Y seguramente podremos votar nuevas leyes.

Mawn captó la mirada de Bordheim, que estaba fija en él con expresión reservada.

—Señor ministro —dijo Mawn—, con todo respeto debo decirle que hay una manera de dar pronta e inmediata solución al problema: prohibiendo el uso del automóvil.

Baxter esbozó una leve sonrisa:

—Eso provocaría un caos económico. Hay que ser más práctico. Para empezar, probablemente se triplicaría el índice de desempleo...

Mawn insistió:

—Creo que no me ha comprendido. Lo que le pido es que saque de Londres durante tres o cuatro días todos los vehículos a motor, a fin de comparar los niveles atmosféricos de ese ace— tílido.

Hubo un momentáneo silencio. Baxter miraba a Mawn con expresión incrédula:

—Cuatro días..., ¿en Londres?

—La época más conveniente sería diez días a partir de las fiestas de Pascua.

—Eso es absolutamente imposible —estalló Baxter—. En todo caso, ¿no podría realizarse ese experimento en otra ciudad...? ¿En una ciudad más pequeña que Londres?

—No. Los datos que poseemos se refieren a Londres. Empezar de nuevo en cualquier otro lugar supondría un considerable retraso.

Baxter se puso en pie.

—No tenemos poder para eso. ¡Es imposible!

Mawn sacó entonces una hoja de su cartera:

—De hecho, tiene autoridad para hacerlo. En virtud de la Ley de Estado de Excepción de mil novecientos setenta y cinco, subsección cuarta...

Baxter se volvió en redondo:

—¡Pero esa ley se aplica al caso de un ataque nuclear!

—Esa ley también abarca nuestro caso.-Y leyó—:«Cualquier contingencia asimilable a un desastre nacional...»

—¡Por el amor de Dios! Ahora no estamos ante una emergencia nacional.

—¿No basta con los centenares de hectáreas del suelo de Escocia que van a quedar inhabitables durante más de una generación? ¿Qué más quiere usted? Lo siento, pero mis colegas y yo consideramos imprescindible la prueba en cuestión. Prueba que puede evitar años de investigación intensa y rutinaria. Además, debo decirle que nos negaremos a emitir un informe sin haber antes llevado a cabo esa prueba.

—Entonces, habrá incumplido la misión que le encomendó el Gobierno —replicó Baxter.

—Permítame decirle que no lo veo así. Ni creo que tampoco lo vea así la gente. La opinión pública podría llegar a la conclusión de que se me ha impedido realizar mi trabajo. Por supuesto hay otra posibilidad. Los norteamericanos han manifestado con toda claridad que piensan realizar en breve la misma prueba en una de sus ciudades. Naturalmente, ellos no disponen de mis datos, pero yo podría sentirme inclinado a proporcionárselos, puesto que van a hacer algo y nosotros no.

Bordheim le miró con gratitud.

—Le recuerdo que se halla sujeto a la Ley de Secretos Oficiales —intervino el rubio ayudante, procurando parecer autoritario—. Temo que nos veríamos obligados a aplicarla.

—¡No faltaba más que esto! —estalló Mawn—. Lo nuestro nada tiene que ver con secretos nacionales. Los secretos no sirven más que para proteger a los incompetentes. Cuando toda la humanidad se halla amenazada por una tragedia que probablemente va a determinar un cambio definitivo en el estilo de vida futuro, no hay secreto oficial que valga. —Mawn gesticulaba, encolerizado—. Ya me ha contado Bordheim cuántas pe— queñeces burocráticas tienen en París: intereses creados, envidias, ocultación de informaciones. Si no puedo proseguir esta investigación a la luz del día, sin condiciones y sin intromisiones, prefiero abandonar.

Hizo una pausa, y prosiguió:

—Ustedes saben perfectamente bien que el automóvil está sentenciado a muerte. A comienzos de la década de los setenta, el Informe Leach sobre la O.E.C.D. señalaba con toda claridad que la demanda de lubricantes y gasolina excederá con mucho a las disponibilidades antes del próximo fin de siglo. Y ahora acabamos de descubrir que la gasolina comercial, no el ploi»© ni el monóxido de carbono ni ninguna otra emisión, ha modifi* cado, con toda probabilidad, la evolución humana. Ahora tenemos una generación de seres relativamente incompetentes. Naes— tra raza está hoy integrada por una especie enteramente nueva: el Homo non sapiens. Le digo y le repito que ahora es la oportunidad de hacer algo. ¡Y tenemos que aprovecharla!

Baxter regresó a la cabecera de la mesa; el ayudante quiso desafiar a Mawn con la mirada, pero se vio obligado a bajar los ojos.

Bordheim carraspeó:

—Es difícil prever la utilidad de ese experimento. Para mí encierra una magnífica promesa. Aunque su resultado fuese negativo, considero que debe llevarse a cabo. Es una prueba totalmente inofensiva.

Baxter replicó:

—Tanto usted, doctor Bordheim, como el doctor Mawn, se hallan en una posición privilegiada en tanto que científicos: a ustedes sólo les preocupa la necesidad del experimento... Yo, en cambio, si se ordenase tal prueba y sacáramos de Londres los automóviles, sería atacado por todos y cada uno de los grupos de presión del país. La industria, el turismo, todos tendrían motivo para protestar y censurarme. Muchas empresas trabajan durante la Pascua; los sindicatos nos acusarían de toda clase de atropellos. —Se dirigió a Mawn—: Si fuese posible organizar esa prueba, usted llegaría a ser el más impopular de las Islas Británicas. Con lo que quedaría nuevamente desacreditado. Expondré el asunto al Consejo de Ministros esta tarde. Pero le invito a que reconsidere con sus colegas esa idea, y a que decida clara y terminantemente si querrá buscar otra solución. —Volviéndose hacia su ayudante, inquirió—: Creo que eso era todo, ¿no?

Algo más tarde, en un bar del Embankment, Lodge daba cuenta del reciente Consejo de Ministros a Mawn, Marcia y Bordheim:

—En resumidas cuentas, autorizarán la prueba si usted juzga que no hay otra alternativa. Baxter habló por teléfono con el primer ministro cuando usted se fue. Creo que no se atreverá a oponerse, porque están al caer las elecciones parciales y sólo cuenta con una mayoría de doce escaños. Pero temo que haya provocado usted una considerable hostilidad hacia su persona. Ahora les tiene cogidos, pero ellos no van a perdonarle si se equivoca.

Mawn, cansado, dejó la jarra de cerveza sobre la mesa:

—No puedo hacer otra cosa

Lodge dijo, meditabundo:

—Tal vez no, pero hay que tener un poco de mano izquierda...¡Debió ponerme sobre aviso!

Mawn le miró de soslayo:

—Lo siento, Richard.

—No importa; ya está hecho. Conque... este es mi consejo: siga adelante, pero procure no equivocarse porque le hundirán, y ahora he de irme.

Se bebió el resto de su ginebra y se puso en pie. Marcia le tomó del brazo:

—¿Qué podríamos hacer, Richard?

Éste la miró y sonrió:

—A los funcionarios públicos no nos está permitido aconsejar a nadie.

—Por favor.

—Pues, en verdad, no lo sé. Es un juego peligroso, ¿no? Si eso llega a realizarse y a la gente le gusta pasear por las calles vacías, y ustedes consiguen con ello resultados espectaculares, n0 habrá problema, supongo.

—Y, ¿en caso contrario?

—Si lloviera todo el fin de semana, como suele suceder, los negocios perderán dinero, la gente se aburrirá, la prueba no será concluyente, y entonces podría suceder lo que dijo el ministro.

Volviéndose hacia Bordheim, inquirió:

—¿Qué le parece, Max?

—Creo que lleva usted razón, Richard. Ese podría ser el caminó más corto hacia la verdad. Mas, si ese camino no nos condujera a donde queremos ir, la gente diría: «Por hacer caso a ese defensor de la ecología, miren lo que ha pasado.» Y nunca más nos escucharían. Hay que tomar una decisión muy importante. ¡Y no sabe cuánto me alegro de no ser yo quien deba tomarla!

Mientras el taxi recorría las oscuras calles, Marcia buscó la mano de Mawn, pero no halló respuesta. Él iba encorvado dentro de su abrigo, al otro extremo del asiento, mirando fijamente por la ventana.

Marcia revisó mentalmente los detalles del viaje a Norteamérica que iba a emprender la mañana siguiente. Los médicos se habían mostrado severos y le prohibieron que siguiera el implacable ritmo de trabajo exigido por Mawn. Le dijeron que padecía bronquitis aguda, y que los mecanismos de defensa de su organismo aún no respondían, debido al reducido número de leucocitos en su sangre. Al ver reflejada su imagen en el cristal que les separaba del chófer, hubo de admitir tristemente que su aspecto era lamentable: unos grandes ojos en una cara pálida y delgada.

Retiró la mano. Mawn no se enteró. Empezó a pensar con ilusión en su viaje; en marcharse. Hacía tiempo que él había dejado de comportarse con ella como una persona. La investigación en que habían colaborado con tanta ilusión había pasado a segundo término ante la urgente necesidad de terminar los trabajos que desarrollaban en San Olaf. Ella se había convertido en una simple auxiliar mientras él lo planificaba, calculaba y dirigía todo. Hacía mucho que no habían pasado un rato a solas. Él estaba cada día más irritable, y empezaba a caer en el error de no querer delegar sus tareas. Todos los puntos tenían que ser sometidos a su aprobación personal. Ella advertía la posibilidad de un colapso bajo tanta tensión, y se sorprendió pensando que no le importaría mucho si tal cosa llegaba a ocurrir.

Incluso el piso había dejado de ser un refugio para ella. Tan pronto como entraba en la casa, Mawn se ponía a dictar incontables memorándums. De noche le daba por pasear de un lado a otro de la sala. Marcia estaba confusa. Algunas veces la idea de compartir con él su vida le parecía la cosa más excitante del mundo; pero también había momentos en que le juzgaba demasiado exigente y poco afectuoso.

Harland Scott les estaba esperando. Al ver a su hija, se dirigió al teléfono para cancelar su asistencia a una recepción en la embajada americana; luego, llamó al restaurante y pidió un almuerzo.

Mientras Marcia se bañaba, Mawn informó brevemente a su padre de las actividades realizadas. Scott se mostró amigable, aunque algo evasivo, y acabaron hablando de los efectos a largo plazo del roecerebros.

Después del almuerzo, los tres se tumbaron cómodamente en sendas butacas. Jugueteando con su cigarro, Scott abordó el tema:

—A decir verdad, nunca creí que llegaras tan lejos. Toda la vida he estado rodeado de gente que no hace sino perder el tiempo. En cambio, tú has llevado a cabo un montón de cosas; eso ciertamente justifica el dinero gastado.

Mawn creyó advertir que el elogio implicaba una advertencia:

—Gracias.

—Tú has hecho todo el trabajo. Lo único que siento es no poder tomar parte.

Marcia se inclinó hacia su padre y le tomó una mano. Scott la retuvo y siguió diciéndole a Mawn:

—Vas a tomar una importante dicisión, y me alegro de no ser yo quien haya de tomarla. Pero hay unos cuantos factores que quizá no hayas tenido en cuenta. Corres un grave riesgo. Con tu experimento, tendrás que cargar con la responsabilidad de inmovilizar toda la ciudad.

—No enteramente —protestó Mawn—. Los trenes de cercanías y el metro seguirán funcionando.

—Lo admito. Lo malo será que todos los fanáticos de la ecología y los enemigos de la técnica van a subirse al carro del triunfador.

Scott se sirvió otra copa de coñac antes de continuar:

—Supongamos que tu experimento tenga éxito. Bien; los chiflados se reunirán y dirán: «Vamos a proscribir totalmente el automóvil.» Y entonces verás a los extremistas, a los luditas del siglo veinte blandiendo martillos para romper todas las máquinas. Al mismo tiempo habrá otros grupos de personas que defenderán sus automóviles con uñas y dientes. Piensa en el individuo que a costa de sacrificios logra reunir el dinero justo para comprarse su primer cacharro. Ése va a ponerse frenético y se dirigirá a ti para preguntarte qué va a pasar con los ricos que hasta el momento han estado disfrutando de sus buenos coches mientras él, que ahora tiene uno, no puede emplearlo.

—Sí —terció Marcia—. Pero si se confirma que el culpable es el automóvil, ¿qué haremos?

Scott abrió los brazos:

—Seguir por el camino de la civilización. Vivimos en una democracia, con disposiciones cuidadosamente escalonadas para que la industria pueda adaptarse a ellas, con tiempo suficiente para crear otras fuentes de energía, introducir otros combustibles, adoptar motores no contaminantes, como el Stirling, y así sucesivamente.

Mawn habló con cierta dureza:

—¿Cuánto tiempo se necesitaría para eso?

—No se-continuó Scott—; lo que sí sé, es que habrá que dar a la industria unas posibilidades razonables...

—¿Cuánto tiempo? ¿Diez años? ¿Siete? ¿Cinco? ¿Se podría hacer en menos de cinco años?

—Aproximadamente.

—¡Cinco años para que la industria entre en razón! Y mientras tanto, ¡vamos a seguir produciendo cerebros averiados!

Al advertir el tono de Mawn, Marcia frunció el ceño.

—¡Eh! ¡No vaya a ser el remedio peor que la enfermedad! —dijo Scott, sonriendo.

Mawn se adelantó en su asiento:

—¿Puedo hacerle una pregunta directa?

—Adelante.

—¿Qué proporción de sus ingresos sale de la industria del automóvil?

—Una buena tajada.

—¿Cuánto tiempo le llevaría sacar su dinero de esa industria e invertirlo en otra?

—Bastante.

—Por lo cual le interesaría una legislación al más largo plazo...

—Es lo que decía —se puso alerta Scott.

—Y si yo presionara demasiado, ¿me retiraría los fondos?

—¡Alex! —se alarmó Marcia.

Scott se encogió de hombros:

—¡No recuerdo haber dicho eso!

—Así, cualquiera que sea mi postura, ¿ello no influirá en usted?

Scott meneó la cabeza:

—No, por lo que a mí se refiere. Pero no puedo asegurar lo que opinen los demás patrocinadores... Sobre todo si te empeñas en imponer una decisión arbitraria. —Se puso en pie—. Debo irme. Este ha sido un día largo para mí, y el avión sale a una hora muy intempestiva. No te molestes, conozco la salida.

Junto a la puerta se volvió hacia Marcia:

—Nos veremos en la terminal, hijita —y con un gesto hacia Mawn—. Sé fiel a ti mismo. Sigue machacando.

En su voz había un retintín de ironía, que siguió resonando en los oídos de Mawn hasta bastante después de cerrar la puerta. Mawn se preparó para la tempestad. Pero Marcia paseó una mirada fatigada por el piso y dijo:

—Ya limpiaremos mañana. De todas maneras, vendrá la señora Best.

Más tarde, en la oscuridad del dormitorio, Marcia dijo:

—Has estado muy grosero con mi padre.

—Sí; creo que sí.

—No olvides que ha trabajado como un negro para reunir esos fondos y ponerlos a tu disposición. Y tú se lo agradeces escupiéndole en la cara.

—¿Te parece que debo escribirle excusándome?

Marcia se volvió:

—No seas sarcástico. Le has ofendido.

—Ya se le pasará.

—Tú eres quien me preocupa.

—¿De veras?

—Estás dando prisa a todo el mundo para terminar el informe. No creas que no me entero.

—Por favor, Marcia. Estoy cansado. ¿Qué pretendes?

—Te estás convirtiendo en un obseso. Y eso desquicia tu hasta ahora sano juicio.

—¿Haces siempre tus diagnósticos en la cama?

—¿Quieres hacerme caso, por favor?

—Soy todo oídos.

Ella se interrumpió un momento y luego dijo:

—¿Has decidido llevar a cabo la prueba?

—Aún dispongo de un día y varias horas.

—¿Después de todo lo que te han dicho el ministro, Bordheim, Richard Lodge y mi padre?

Mawn se incorporó sobre un codo:

—¿Qué te hace dudar de ello?

—Pues que tengo miedo. Eso es demasiado... no sé cómo decirlo... ¡extremado! Has conseguido hacerte respetar por la opinión pública, y ahora te expones a perderlo todo con ese experimento.

—Pues antes te parecía esencial.

—Pero ahora no estoy tan segura de que lo sea. ¿Por qué precisamente Londres, Alex? Podrías hacerlo en otra ciudad. Aún hay tiempo.

—No, no lo hay. Seguramente podríamos efectuar la prueba sin perder demasiado tiempo. Pero en otra ciudad no causaría el mismo efecto que en Londres.

—¡Efecto! —Marcia se sentó en la cama—. Así que mi padre tenía razón. No se trata sólo de un experimento científico. ¡Estás montando un tinglado político!

—Las dos cosas a la vez, posiblemente.

—¡Por el amor de Dios, Alex! Tú no eres ningún político; eres un científico. Y podrías echarlo todo a rodar.

Intentó abrazarle, pero él la rechazó y dijo con rudeza:

—Y ¿qué me dices de ti misma? ¿Estás segura de que no te asusta que tu padre pueda perder parte de su botín? A lo mejor tendrás que desprenderte de unos miles de dólares de tu asignación. No; será mejor que hablemos sin rodeos. Si decido seguir con esto y me quedo sin dinero porque personas como tu padre tienen miedo, tanto mejor. Vamos a realizar un experimento en masa, que la gente no olvidará jamás. Y no esperaremos cinco años para hacerlo; no esperaremos a que tu padre se haga un poco más rico a expensas de alguna otra industria contaminante, sino que lo haremos dentro de diez días...

La luz del dormitorio se encendió de súbito, cegándole. Marcia ya estaba junto a la puerta, pálida y temblorosa:

—¡Defiende tu experimento! ¡Defiéndelo con uñas y dientes para brindárselo a tu asqueroso público! —Las lágrimas le corrían por las mejillas—. Nada puede detener al gran Alex Mawn, a Alejandro el Grande..., el salvador del mundo. Es inútil tratar de convencerte, ¿no? Nadie te importa un bledo.

Se oyó un portazo.

Mawn dejó caer la cabeza en la almohada. Al principio le dio un acceso de ira, pero casi en seguida le sobrevino una estremecedora sensación de aislamiento, de soledad. Le parecía que todos querían abandonarle. Saltó de la cama para retener a Marcia, pero desistió, avergonzado al recordar su brutal comportamiento. Esta vez sí había ido demasiado lejos. Sintió que había perdido algo muy valioso, pero logró dominar su desesperación y volvió a meterse en la cama, donde estuvo largo rato sin poder conciliar el sueño.

18

La soledad del piso vacío le pesaba intolerablemente a Mawn. Cada recuerdo de la presencia de Marcia le entristecía. Pese a sus esfuerzos, la organización de la prueba no adelantaba.

¿Hasta qué punto era esencial aquella prueba? ¿Y si se había engañado a sí mismo? ¿Tan importante era la gloria de Alex Mawn? Quizás hubiera otras formas de medir los niveles atmosféricos. Empezó a pensar que su propósito no era sino un intentó de ver realizada una fantasía suya: e) deseo de ver la ciudad sin coches, puesta de nuevo al servicio del hombre y desterrada para siempre la fea cacofonía del tráfico automovilístico.

Durante varias horas habló por teléfono con algunos colegas expertos, para ver si acallaban sus dudas. Jimmy Kingston se mostró muy cordial y sentencioso:

—Lo que le aconsejo, muchacho, es que siga sin desviarse ni un punto de su línea y sin dejarse disuadir por nadie. Por que su idea es sencillamente espléndida.

Palabras hueras y evasivas.

Luego consultó a Holden, un viejo catedrático de Bioquímica que había sido profesor de Mawn. Su respuesta fue muy prudente: aprobaba la necesidad de realizar una medición, pero cuidó de no comprometerse en la empresa, terminando por manifestar ciertas dudas en cuanto a los efectos a largo plazo.

En definitiva, no oyó más que generalidades. Algunos de los consultados incluso se mostraron francamente opuestos a la idea. Nadie parecía dispuesto a darle el consejo técnico que tan urgentemente necesitaba. Cuando soltó el teléfono, la cabeza le daba vueltas. Y no había progresado ni un milímetro hacia la solución.

Se puso a comparar los pros y los contras en dos columnas separadas sobre una hoja de papel. El resultado de la comparación fue abrumadoramente favorable al test. Pero la duda no dejaba de atormentarle.

Durante el resto del día vagó por el piso malhumorado y sombrío, sin probar apenas la comida. Cuando la luz empezó a disminuir, ya se había bebido más de media botella de coñac. Pero en vez de aliviar su tensión nerviosa, la bebida sólo consiguió embotar su pensamiento.

El teléfono le sobresaltó con su estridente llamada. La voz de Marcia era casi ir reconocible, debido a la distancia:

—Soy yo, Alex. Estoy en el aeropuerto Kennedy. Mi padre me espera para continuar viaje hasta la Florida.

Mawn se sintió casi instantáneamente despejado. Le faltaban palabras para expresarse:

—¿Cómo estás? —Y luego, sin ilación—: ¿Hace buen tiempo ahí?

—¡Mucho frío! Alex —su voz titubeó—, me fui de una manera poco correcta. Perdóname.

El coñac entorpecía su pronunciación:

—Por el amor de Dios, Marcia. Soy yo quien debe pedirte perdón. Todo lo que me dijiste era cierto.

—Ven, Alex; necesito verte, ¿No podrías tomarte unos día» de asueto? —¿Ahora?

—Sí, ahora. Ven conmigo al Sur.

—No puedo, Marcia. Está todo en marcha. Comprenderá* que no puedo cortar de pronto esas actividades. Tú lo sabes, Marcia.

Guardó silencio.

—Alex... ¿Estás ahí, Alex?

—Sí, aquí estoy. Achácalo si quieres al coñac, pero necesito tenerte aquí. ¿No podrías venir? Te deseo con toda mi alma,

—Lo minino que yo a tí. Pero, insisto, ¿no sería posible que vinieras tú?

—Sabes que no puedo.

—Alex, mi padre ha hecho que me examinase una legión de médicos. No sé... mis pulmones no están demasiado bien. Creo que necesito tomar algo de sol. ¿Has adoptado ya una decisión?

—No, todavía no.

—¿Qué dijo Jimmy?

—Pues apoya la idea, pero... El caso es que nadie sabe decirme sin rodeos: sí, debes hacerlo; adelante,

—Cariño, quise ayudarte, pero no supe cómo hacerlo; tú me cerraste el camino.

—Es que soy muy poco apañado para esas cosas.

- Debo irme. Ten cuidado, Alex. —Su voz se alejó de nuevo—, Volveré a llamarte desde Florida, te lo prometo.

—Sí, por favor. Y cúidate para que pronto te pongas bien.

—Adiós, Alex.

Mawn se preguntó absurdamente si jamás la volvería a ver. Se sirvió un buen chorro de coñac pero luego, con súbita náusea, lo arrojó ai suelo.

La mañana siguiente le despertaron unas voces. Mientras andaba a tientas por el dormitorio, se convenció de que había sido él mismo quien había gritado durante la pesadilla que acababa de tener. Miró el reloj: las ocho y media. ¡Le quedaban tres horas! Tres horas para tomar una decisión.

En la sala se oía el gemido del aspirador. Era la mujer de la limpieza, la señora Best. Entre el ruido de la máquina se oían los gorjeos del pequeño Robert, el hijo de aquélla. Tenía cinco años.

Se puso la bata y pasó a la sala.

La mujer pasaba el aspirador por los muebles, y le sonrió alegremente al verle.

El pequeño Kobert estaba en el sofá, tratando de ordenar las piezas de un rompecabezas. Mawn se sentó a su lado y le observó. Era un dibujo geométrico de varios colores, parecido a un marídala. El niño tenía una pieza en la mano y buscaba el lugar donde colocarla. Mawn examinó el dibujo impreso en la tapadera del rompecabezas y vio que el niño había cometido varios errores, equivocando sobre todo los colores.

AI levantar la cabeza vio que la señora Best le miraba con temor. Ella desconectó el aspirador:

—No parece muy mañoso el chico; no logra entender eso. Pero le gusta y así se distrae.

—¿Se le da bien la escuela?

—¿Uuíere decir si tiene eso que usted escribe en los periódicos? ¿El roecerebros?

—¿Quiere llevarlo a la clínica para hacerle un examen?

—¿Como lo que anuncian en la tele? Supongo que sí, aunque no sé de qué puede servirle al chico.

—¿Dónde vive usted, señora Best?

La interrogada le miró algo desconcertada.

—¿Vive cerca de alguna vía de mucha circulación?

—Yo a eso no le llamaría vivir. En otro tiempo se estaba bien. Luego construyeron esa autopista del diablo. Y ahora nunca dejan de pasar a todas horas esos grandes camiones, que meten un estrépito de mil demonios. Créame, en esas condiciones no vale la pena vivir. Pero, qué podemos hacer... Y el ayuntamiento no quiere saber nada.

—¿Cuándo construyeron esa autopista?

—Hace cinco años.

Dicho lo cual volvió a su aspirador.

—Por favor, señora Best. ¿Me permite una pregunta? ¿Han hecho..., van a hacer algo con Robert?

—¿Y qué podemos hacer? ¿Cree que va a ser un retrasado?

Su cara tenía una expresión de estólida tristeza.

—Señora Best, suponga que haya una posibilidad de remediar esas cosas. Suponga que se prohibiese la circulación de todos los coches, camiones y autobuses; que los echáramos de esa autopista.

—Pero, ¿cómo iríamos a trabajar sin autobuses? ¡Entre mí casa y el Metro hay casi dos kilómetros!

—Suponga que lo intentásemos durante las fiestas de Pascua. Para que ustedes pudieran tener un poco de tranquilidad, siquiera una vez. Nada de humos, nada de ruidos.

—Yo trabajo durante las fiestas de Pascua. ¿Cómo acudiría a mis faenas?

—Admito que no sería fácil. Pero, ¿y si eso contribuyera a la mejoría de Robert? ¿No podría usted acostumbrarse a ello?

La señora Best se apartó de la frente un mechón de cabello gris:

—Acabaría por acostumbrarme, supongo yo.

—¿Le disgustaría tal medida?

—No lo sé —apuntó al pequeño—. Si eso iba a ponérmelo bien, no tendría más remedio que aceptarlo.

—Así ¿cree que esa medida puede ser necesaria?

La mujer se desconcertó un poco ante semejante pregunta:

—Usted dijo que le haría bien al chico. Quiero decir, eso de parar el tráfico.

—Sí.

—Entonces, tendrá que hacerlo. No necesitará el permiso de los políticos para eso, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir?

—Pues que ellos nunca se dan prisa en hacer las cosas. Quiero decir que nunca hacen las cosas sino a medias. Mi hombre al fin pudo comprarse un viejo Morris, y supongo que se quejaría si no pudiera usarlo. Pero si es para bien de Robert, no tendría más remedio que aguantarse, ¿no le parece? Igual que los demás.

Mawn rebuscó en su cartera y sacó de ella dos billetes que entregó a la mujer:

—Esto es el aguinaldo de Pascua, si quiere usted aceptármelo.

—¡Oh, sí! —se sorprendió—. Pero, ¿por qué? La señorita Scott me paga los jornales, y usted no me debe nada.

Mawn se levantó:

—Ya lo creo que sí. Y ahora, ¿le importaría llevarse a Robert un momento a la cocina? He de hacer una llamada telefónica importante.

Y seguidamente comunicó a Lodge su decisión.

—¿A qué se ha debido al fin tu decisión, Alex? —le preguntó Lodge.

—Me aconsejó la señora Best. ¡No creo que la conozca usted!

Tan pronto como fue anunciada la prueba, se produjo un verdadero alud de reacciones. Los expertos se las ingeniaron para demostrar que ellos habían recomendado la medida desde hacía varios años. Los fabricantes de automóviles pusieron el grito en el cielo, y uno de ellos dijo que el automóvil estaba siendo puesto en la picota sin motivo alguno. Los empresarios declararon que, aunque la prueba se realizara en vacaciones, no dejaría de perjudicar a los intereses del transporte, y demostraron cuántos miles de libras iban a perder.

Los estudiantes celebraron mítines al aire libre en apoyo a la iniciativa, y hasta el arzobispo de Canterbury bendijo el inminente evento.

Los diez días inmediatamente anteriores a la prueba fueron para Mawn días de febril actividad. Mantenía incesantes conferencias con los funcionarios de los hospitales y con la policía. M parecer, ninguno de los cargos representativos parecía dispuesto a cooperar con sus colegas. Mawn se vio continuamente acosado por los medios informativos, lo que al fin le obligó a organizar una pequeña oficina de prensa.

Hubo declaraciones de los representantes sindicales y de algunos hombres de ciencia. Hubo amenazas. En las cartas a los periódicos, se le acusaba alternativamente de ser un saboteador comunista y un enemigo de los obreros. Una de dichas cartas le presentaba como un elemento de vanguardia de una inminente invasión venusina. La Sociedad de la Observancia del Día del Señor aportó un dudoso consuelo al manifestar que por vez primera el domingo de Pascua iba a ser debidamente celebrado como un día de recogimiento.

Los fabricantes de bicicletas prepararon una «vuelta ciclista» por las desiertas calles de la ciudad.

Con vistas a la prueba del doctor Mawn, el Gran Londres fue dividido en cien zonas. A cada una de ellas se le asignó una brigada para recoger muestras de aire mediante unos recipientes especiales. Dichas muestras serían enviadas, a pie o en vehículos eléctricos, al laboratorio más cercano. Los resultados de los análisis serían transmitidos telefónicamente desde cada laboratorio al ordenador instalado en el hospital de San Olaf, que era el cuartel general de Mawn.

La policía había empezado a montar servicio de control en todos los accesos a la capital, y todos los medios de información fueron publicando avisos. Se recabó la colaboración del público, haciéndole saber que bajo el Estado de Excepción se castigaría

con severidad a quienes desobedecieran la prohibición de conducir vehículos a motor de combustión interna. Los propietarios de automóviles fueron advertidos de que en ningún caso debían poner en marcha el motor. Y una advertencia similar fue dirigida a todos los talleres de reparación y a todas las fábricas que hacían uso de motores a gasolina.

El público fue haciéndose gradualmente a la idea de que se preparaba un gran acontecimiento, probablemente histórico. Por primera vez se veía una posibilidad real de acabar con las molestias del tráfico urbano. A medida que se iba acercando el primer día de la prueba, la gente proyectaba sus vacaciones de la Pascua prescindiendo del coche familiar. Con dos días de antelación fueron saliendo de Londres trenes cargados de viajeros que se iban a casa de algún pariente residente en el campo. Un noticiario televisado comunicó que la población de la ciudad había experimentado una disminución temporal de más del veinticinco por ciento.

Las amas de casa que se quedaron en Londres acapararon víveres, como cuando la guerra.

Los directores del Metro de Londres se las vieron y se las desearon para organizar servicios extraordinarios, seguros de que no sería posible absorber la extraordinaria afluencia de usuarios, por lo que dirigieron un llamamiento al público para que se abstuviera de viajar, salvo caso de necesidad urgente.

La tarde del jueves anterior a la fiesta de Pascua empezó ya el gran éxodo. En todas las salidas de la ciudad se formaron kilómetros y kilómetros de «caravanas».

Las horas punta, normalmente de cinco a siete, se prolongaron hasta bien entrada la noche. A las dos de la madrugada empezó a caer una fina lluvia, como si la naturaleza quisiera dejar limpia de contaminación la ciudad.

La hora señalada para el comienzo de la prueba era las ocho de la mañana del viernes.

A las seis, los técnicos de Mawn se habían instalado ya en sus puestos; el día anterior habían preparado los instrumentos para recoger las primeras muestras de aire.

A las ocho treinta, Mawn dio por concluidas las verificaciones previas. Por el suelo de la sala que utilizaba cruzaban gruesos cables que conectaban potentes grupos de ordenadores. Una pared estaba ocupada por una central telefónica, donde ya montaban guardia tres telefonistas encargadas de recibir las primeras mediciones.

Las tres redes de televisión habían instalado sus cámaras en un rincón de la sala, enfocando el escenario, y transmitían información a sus respectivos estudios centrales.

Mawn esperaba con su personal frente a la pantalla anunciadora donde iban a aparecer los primeros resultados. Su anterior experiencia con los medios de comunicación de masas había terminado en un fracaso a nivel nacional. Esta vez podía terminar en una derrota a escala mundial.

Se dispuso que las muestras fuesen recogidas cada hora, para que Mawn y sus colegas fueran trazando gráficas de los niveles atmosféricos del acetílido. Si su acumulación procedía de las emisiones de los coches, ahora tendría que registrarse una disminución cada vez más pronunciada.

Hacia las ocho de la noche del Viernes Santo, los resultados eran casi totalmente contradictorios. En algunas zonas se había producido una pequeña disminución de los niveles atmosféricos del acetílido, pero en otras el nivel permanecía constante, y en seis zonas las mediciones señalaron una ligera pero inequívoca elevación.

Esto le causó a Mawn un efecto catastrófico. Él había considerado la posibilidad de que la prueba no resultara definitiva, pero de eso a que algunos índices subieran en vez de bajar mediaba un abismo.

Durante interminables horas estuvo discutiendo apasionadamente las posibles causas del incremento registrado. Nadie fue capaz de sugerir una explicación de tal fenómeno. Ningún coche circulaba, ni hacía viento; por tanto se descartaba que el viento hubiera traído la contaminación de otros centros urbanos próximos a Londres. Sin embargo, los niveles subían.

A primera hora de la mañana del sábado Mawn permanecía sentado frente a las pantallas, macilento y con los ojos enrojecidos, mientras las mediciones registraban sucesivos incrementos sellando su fracaso cada vez más.

A las seis de la mañana se detuvo el incremento; pero hacia las diez, veintiséis zonas volvían a comunicar una subida continua y bien definida. Estaba claro que la prueba había sido un fracaso.

Campbell Baxter y Richard Lodge aparecieron en la oficina central de San Olaf a las once. Mawn pareció no enterarse apenas de la llegada de los dos personajes. Fue Lodge quien rompió el embarazoso silencio:

—¡Tiene que haber otra causa, Alex!

Baxter cambió una mirada con Lodge al observar una botella de coñac casi vacía sobre un montón de papeles. Mawn agitó la cabeza, irritado.

—No hay ninguna otra posibilidad. El acetílido está directamente relacionado con la combustión de la gasolina. No tiene otro origen.

—No lo entiendo —empezó Baxter—. No lo entiendo en absoluto. Y no imagino las consecuencias si esto sale mal. Seremos el hazmerreír de todo el mundo.

Mawn se puso en pie:

—Ha intervenido un factor desconocido... aún no sé cuál puede ser. Sólo pido tiempo.

—Sólo nos quedan dos días —dijo calmosamente Lodge.

Mawn se dirigió entonces a Baxter:

—Tal vez haya que prolongar el período de prueba.

—Eso es imposible —replicó Baxter—. Bastante nos aprietan ya. Hay que terminar en la fecha fijada.

—Pero tal vez necesite más tiempo para determinar la causa de este incremento. No se puede sacar ninguna conclusión sin obtener la información necesaria.

—Lo siento —replicó ásperamente Baxter—, pero sólo puede disponer de tres días para conseguir esa información. No voy a conceder ninguna prórroga. Naturalmente, después de esto tendrá que responder de las consecuencias.

—¿No podría ser cierto que ha intervenido un factor nuevo? —preguntó Lodge—. No olvidemos que ha llovido.

Baxter hizo un gesto de impaciencia:

—Richard, hasta un lego en la materia sabe que la lluvia tiende a clarificar el aire, y no a elevar los niveles de contaminación.

—Bueno, también conviene tener en cuenta que hoy hace más calor... Sí, eso es... Hace más calor. —Se dirigió con largas zancadas hacia el encargado de la vigilancia meteorológica—: ¿Qué temperatura tuvimos ayer al mediodía?

El hombre levantó la vista, sorprendido por la interrupción, y cogió un papel del pupitre:

—Vamos a ver..., quince... Sí, quince grados.

—¿Y ahora?

El hombre buscó nerviosamente.

—Hoy ha subido mucho..., seis grados. La última lectura fue hace una hora...; veintiún grados a las diez de la mañana.

—Hace un tiempo bastante caluroso para estas fechas —comentó Lodge.

—¡Está claro! —exclamó, excitado, Mawn—. El acetílido satura las superficies de las calles, edificios, etcétera. Y ahora el aire caliente lo convierte en vapor..., en efecto, es una sustancia muy volátil. Si se desprende de las superficies en forma de vapor, es indudable que los niveles atmosféricos han de subir.

—Luego, si es cierto que el automóvil es la causa originaria —terció Lodge—, esa sustancia debe volatilizarse con el tiempo y...

—¡Y dispersarse! —exclamó Mawn—. Si es así, y los coches la producen, los niveles deben aumentar hasta cierto punto para luego iniciar el descenso.

Mawn se dirigió con paso rápido a la centralita telefónica. Cuando se alejó, Baxter le dijo a Lodge:

—Este hombre se halla en estado de sobreexcitación. Debes hablar con él, porque de seguir así va a desfallecer. Oblígale a descansar.

—No hará ningún caso de mis consejos, pero lo intentaré de todos modos.

Durante las veinticuatro horas siguientes, los niveles de acetílido variaron con irregularidad. Las emisoras de televisión siguieron funcionando, poniendo en antena programas especiales de madrugada, y los corredores profesionales de apuestas hicieron su agosto.

Mediada la tarde del domingo de Pascua, todos los niveles quedaron estabilizados, aunque no se notaba ninguna tendencia al descenso.

A las seis del mismo día, Mawn se derrumbó. Después de dos noches sin dormir, la falta de alimento y el coñac pudieron con éí: el científico se dejó caer sobre el pupitre y se quedó dormido.

Oyó una confusa algarabía de voces. Al fondo alguien reía, entre un tintineo de vasos. Una mano le sacudió violentamente. Abrió los ojos. Rojo como un tomate, Lodge se inclinaba sobre él, agitando un papel de ordenador.

—¡A buena hora se duerme usted!

Mawn hizo un esfuerzo:

—¿Qué? ¿Qué ha ocurrido?

Lodge arrojó los papeles sobre la mesa:

—Ha dormido cinco horas. ¡Mire, Alex! ¡Mire! Alguien le metió un vaso en la mano.

—Están bajando, Alex, ¿no lo ve? El nivel está bajando en todos los puestos de observación.

Un técnico le dio una palmadita en la espalda:

—¡Ha ganado, hombre! ¡Ha ganado!

Mawn despertó temprano la mañana del lunes. Se quedó un rato echado, recordando las largas semanas de tensión. Ahora se sentía completamente diferente. Incluso el entumecimiento causado por el duro banco donde se había tumbado dejaba de importarle. La sala del ordenador se hallaba en completo desorden. El suelo estaba cubierto de montones de papel arrugado, y sobre las cajas de los instrumentos metálicos se veían botellas vacías. Tres técnicos anotaban aún los resultados de las muestras obtenidas durante la noche. Una sola ojeada a los números que iban apareciendo en la pantalla le bastó para darse cuenta de que los niveles habían mantenido durante toda la noche la tendencia descendente.

Dijo a uno de aquellos técnicos que se acercaría a pie hasta Piccadilli Circus, para visitar el control allí establecido. Una vez en la calle, comprobó que el ambiente de la ciudad había cambiado por completo.

El aire estaba mágicamente limpio, y el sol le calentaba la cara mientras cruzaba el puente en dirección a Whitehall. Las aguas del Támesis centelleaban y reinaba un maravilloso silencio. Comprobó con júbilo que apenas se oía otro ruido sino el de sus propios pasos sobre el pavimento." Se detuvo y se inclinó sobre el pretil. Abajo, dos hombres izaban la vela de un pequeño bote. Les saludó con la mano y ellos le correspondieron.

En la plaza del Parlamento salía gente por la boca del Metro. Se sonrió al ver a un anciano que dejaba su perro en el suelo, quitándole la correa para que corriera libremente por la calzada. El animal se puso a corretear dando ladridos de contento.

En Whitehall, un solitario guardia a caballo, con su coraza brillando al sol, se hallaba rodeado de turistas con sus inevitables cámaras fotográficas. Una florista montaba su tenderete a la entrada de Trafalgar Square. Mawn se detuvo para respirar el perfume de las flores en el puro aire de la mañana. Desde lejos llegó a sus oídos la estridente sirena de un coche de la policía. Le asaltó una vaga preocupación por el efecto que los gases del motor pudieran causar en las mediciones, pero en seguida cayó en la cuenta de que aquello ya carecía de importancia.

La furgoneta del control de Piccadilly estaba estacionada al lado de la estatua de Eros. Dos hombres separaban de la bomba de aire unos cilindros de muestras, que luego sellaron con película de parafina. Se acercó para comentar los datos con ellos. Pero, en realidad, nada tenía que hacer ya. Se sentó en un peldaño de la escalinata, y miró atónito a su alrededor.

Hasta los mugrientos edificios que desde allí se divisaban parecían más luminosos a la clara luz del sol. Las personas que salían de las bocas del metro miraban un momento a su alrededor, temerosas, como si no estuvieran muy seguras de no ver reanudarse súbitamente la circulación. Dos perros pasaron ladrando a su lado. Uno de ellos levantó la pata junto a una farola, como para reclamar la propiedad de aquel territorio.

Un grupo de estudiantes barbudos apareció en la avenida Shaftesbury. Uno de ellos tocaba una guitarra y, cuando el ritmo adquirió cierta rapidez, sus acompañantes rompieron a bailar.

Durante más de una hora, Mawn estuvo contemplando a la gente que pasaba en animados grupos. A medida que la multitud se hacía más numerosa, la gente se dirigía la palabra y entablaba conversación, aun sin conocerse.

En el cielo retumbó un avión a reacción. Las caras se volvieron hacia arriba, con muecas de disgusto ante la súbita molestia. Y los estudiantes rompieron a cantar: «Aviones, no; reactores, no; aviones, no...»

Junto a Saint Martin-in-the-Fields, un vendedor ambulante plantó la carretilla en medio de la calzada. Un policía se le acercó, se sacó la libreta del bolsillo y empezó a interrogarle. Luego, cambiando de parecer, cogió una manzana, meneó la cabeza y siguió su camino.

Los estudiantes se apostaron en medio de Trafalgar Square, donde habían encendido un infiernillo, y ya estaban ocupados en freír salchichas cuando Mawn se acercó a ellos.

Alguien le tocó en la espalda y le hizo una seña. Un coche de policía se acercaba a Whitehall sorteando los grupos de gente, que se apartaban de mala gana. El coche se detuvo y Lodge y Campbell Baxter se apearon. Mawn fue a su encuentro con reticencia, casi sin observar la presencia de una tercera figura detenida al lado del coche.

Baxter se acercó, tendiéndole la mano:

—Le felicito, doctor Mawn. —Dirigiendo una mirada a la multitud, prosiguió—: Extraordinario, verdaderamente ordinario. Debe estar muy satisfecho. Por cierto, he estado en el diez de Downing Street y el primer ministro se ha mostrado muy lisonjero. —A espaldas de Baxter, Lodge le guiñó deliberadamente un ojo a Mawn—. Desea entrevistarse cuanto antes con usted, supongo que para discutir las consecuencias de su éxito...

Pero Mawn no prestaba atención. La figura que aguardaba junto al coche era inconfundible. Mawn inició un movimiento con la mano. Ella se acercó. Baxter le miró y dijo:

—¡Ah, sí! Richard se empeñó en que hiciéramos de taxistas para venir a verle.

Mawn trató de prestar atención al que hablaba, sin dejar de mirar a Marcia.

—Usted habla como si ya estuviera todo resuelto, señor ministro.

—Estamos en el buen camino, ¿no cree? Mis problemas empiezan ahora. Hemos de decidir qué hacer con la industria...

Marcia se agachó para pasar por debajo del cordón de protección y se reunió con ellos. Mawn observó su nerviosa sonrisa.

—Si decidimos adoptar el motor Stirling, habrá que modificar los utillajes, desde luego... —seguía diciendo Baxter.

—Temo que no haya comprendido lo esencial de la cuestión, señor ministro. Creo que ninguno de ustedes ha captado el verdadero sentido de mi experimento. Y no quiero que nadie se haga ilusiones acerca de mis futuras actividades. —Vio que la expresión de ella se ensombrecía y que sus ojos buscaban ansiosamente los de él—. Y esto explica por qué no quiero reunirme con el primer ministro ahora.

Baxter sonrió:

—La entrevista tendrá un carácter exclusivamente protocolario...

—Pues eso debe terminar. Han acabado los experimentos y hemos hablado todo lo que debíamos hablar. —Señalando el coche de la policía, añadió—: Ustedes han utilizado ese coche para recorrer medio kilómetro, sin que lo justificase ninguna emergencia. Podían venir andando, pero ustedes decidieron emplear el vehículo a motor...

—Está usted cansado, doctor Mawn.

Baxter miró a Lodge con impaciencia.

—Sí, estoy cansado. Pero mi cerebro aún funciona. No estoy afectado—. Y, señalando la multitud, añadió—: Pero ni ustedes ni yo sabemos cómo se sentirán muchas de esas personas... Es posible que su coche policial haya sido la puntilla para alguien.

Sintió la mano de ella tomándole del brazo y bajando hasta coger la suya.

—Ya no cabe duda. No podremos volver a usar el automóvil hasta que su motor haya sido modificado por entero.

La sonrisa de Baxter había desaparecido:

—Creo que no se ganará muchos amigos si propone tan drástica solución.

—No lo ignoro, y también sé que el primer ministro no quiere verme sólo para darme las gracias.

Consultando su reloj, Baxter dijo:

—Por supuesto, él debe decidirlo.

—¡No! —la sonora voz de Mawn hizo que se volvieran hacia él las miradas de la muchedumbre—. No es él quien decide, sino éstos y — —Se interrumpió para contemplar a Marcia—: Todos nosotros hemos de tomar una decisión clara y definitiva. De ahora en adelante, todo propietario de un automóvil debe ser plenamente consciente de lo que hace cuando ponga en marcha su motor. Nadie podrá sustraerse a esta responsabilidad.

Rodeó el hombro de Marcia con su brazo y echó a andar:

—Durante los próximos cuarenta años nos veremos obligados a reformar nuestro estilo de vida y nuestra tecnología para atender.a millones de adultos mentalmente retrasados, que nunca podrán restablecerse del todo. Por eso le ruego, señor ministro, que presente mis excusas al primer ministro y le diga que la elección es muy sencilla: o el automóvil, o la mente de nuestros hijos. Sabe Dios cuál de las dos cosas vamos a elegir.

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06/02/2012

Notas a