Abre este libro y descubre un mundo real convertido en hermosamente irreal: amor, zombis, extraterrestres y hermanos que salen disparados de un cañón. Kelly Link coloca una lente fantástica sobre todo aquello que nos conmueve y nos convierte en quienes somos. En encontrarás infinidad de cosas: un bolso con un pueblo dentro, bibliotecarios que se baten en duelo, sofás probablemente carnívoros, un chico llamado Cebolla... Y es que todos estos cuentos esconden un tesoro. Son los cuentos que siempre has querido leer.

 

Kelly Link

Magia para lectores

 

MAGIA PARA PRINCIPIANTES

Fox es un personaje de televisión y todavía no está muerta, aunque pronto lo estará. Es un personaje de una serie llamada «La biblioteca». Tú nunca la has visto, pero apuesto a que te gustaría haberlo hecho.

En un episodio de «La biblioteca», un chico de quince años llamado Jeremy Mars está sentado sobre el tejado de su casa en Plantagenet, Vermont. Son las ocho de la tarde de un día de diario y él y su amiga Elizabeth deberían estar estudiando para el examen de matemáticas que su profesor, el señor Cliff, lleva toda la semana insinuando que va a poner. Pero en lugar de estudiar se han escapado al tejado. Hace frío y no saben todo lo que tendrían que saber sobre X cuando X es la raíz cuadrada de Y. Ni siquiera saben nada de Y. Deberían entrar en casa.

Pero no ponen nada bueno en la tele y el cielo está precioso. Llevan el abrigo puesto y, ahí arriba, en los rincones donde empieza el firmamento, aún hay pedazos blancos en mitad de la oscuridad, donde las montañas están cubiertas de nieve. En los árboles que rodean la casa, algún animal emite un ruidito preocupado: «¿Por qué? ¿Por qué?»

—¿Cuál es ésa? —dice Elizabeth señalando una constelación dispuesta en forma de cuadrado.

—Ésa es el Edificio del Aparcamiento —dice Jeremy—. Y justo al lado está el Gran Centro Comercial y el Centro Comercial Menor.

—Y ésa es Orión, ¿verdad? ¿Orión el Cazagangas?

Jeremy aguza la vista.

—No, Orión está allí. Ésa es el Culturista Austríaco. Esa cosa que está como enroscada en su pierna es el Cefalópodo Amoroso. El Pulpo Muy, Muy Hambriento. No es capaz de decidir si debería comérselo o hacerle el amor apasionadamente con las ocho patas. Conoces el mito, ¿verdad?

—Por supuesto —dice Elizabeth—. ¿Crees que Karl se cabreará porque no lo hayamos invitado a estudiar?

—Karl siempre está cabreado por algo —dice Jeremy.

Jeremy se está resistiendo empecinadamente a una idea que se le acaba de ocurrir relacionada con Elizabeth. ¿Por qué están sentados allí arriba? ¿Fue idea suya o de ella? ¿Son amigos? ¿Seguro que no son más que un par de amigos charlando en el tejado? ¿O se supone que Jeremy tendría que intentar besarla? Jeremy cree que quizá deba besarla. Pero, si la besa, ¿seguirán siendo amigos? Eso no se lo puede preguntar a Karl porque Karl no cree en el valor de ser amable y ayudar. Karl sólo cree en las burlas.

Jeremy ni siquiera sabe si quiere besar a Elizabeth; de hecho, no lo había pensado hasta ese momento.

—Debería irme a casa —dice ella—. Ahora mismo podrían estar poniendo un episodio sin que nos hayamos enterado.

—Alguien nos habría llamado para decírnoslo —dice Jeremy—. Mi madre habría venido y nos habría avisado. —Su madre es algo más por lo que Jeremy no quiere preocuparse, pero se preocupa, vaya si se preocupa.

Jeremy Mars sabe mucho sobre el planeta Marte a pesar de que nunca ha estado allí. Conoce a algunas chicas, pero no sabe gran cosa sobre ellas, por eso le gustaría que hubiera libros, igual que los hay sobre Marte; poder observar sus órbitas y su resplandor a través de un telescopio sin parecer un pervertido. En una ocasión Jeremy le leyó a Karl un libro sobre Marte en voz alta, sólo que reemplazó la palabra Marte por chicas («No fue hasta el siglo XVII que las chicas fueron sometidas a un riguroso estudio.» «La superficie de las chicas apenas tiene agua en estado líquido: su temperatura es demasiado baja y su aire carece del suficiente oxígeno.») A Karl le pareció para morirse de risa.

La madre de Jeremy es bibliotecaria. Su padre escribe libros. Jeremy lee biografías, toca el trombón en una banda de música y salta vallas con el chándal de la escuela. También es un adicto apasionado a un programa de televisión en el que una bibliotecaria renegada, además de maga, llamada Fox, intenta salvar el mundo de ladrones, asesinos, cabalistas y piratas. Jeremy es un geek, un geek telegénico. Alguien debería hacer un programa de televisión sobre él.

Sus amigos lo llaman Germ,[1] aunque a él le gustaría que le llamaran Mars. Sus padres llevan una semana sin hablarse.

Jeremy no besa a Elizabeth. Las estrellas no se caen del cielo y Jeremy y Elizabeth tampoco se caen del tejado, sino que entran dentro y acaban los deberes.

Alguien a quien Jeremy jamás ha conocido y de quien nunca ha oído hablar —una mujer llamada Cleo Baldrick— ha muerto. Hasta ahora mucha gente se las ha arreglado para vivir y morir sin haber llegado a conocer a Jeremy Mars, pero Cleo Baldrick ha dejado en su testamento un legado algo extraño para él y su madre: una cabina telefónica en una carretera nacional a unos sesenta kilómetros de Las Vegas y una capilla nupcial. La capilla se llama Las campanas del infierno y Jeremy no está seguro de qué tipo de personas se casarán allí. Puede que moteros; supervillanos, freaks y satánicos.

La madre de Jeremy quiere hablar con él. Es probable que tenga algo que ver con Las Vegas y Cleo Baldrick, quien según parece era la tía abuela de su madre (Jeremy no tenía ni idea de que su madre tuviera una tía abuela; su madre es una persona misteriosa). Pero por otro lado, puede que tenga que ver con el padre de Jeremy. Durante semana y media Jeremy ha conseguido evitar enterarse de qué es lo que le preocupa a su madre. Si te lo propones, es fácil no enterarse de las cosas: ensaya con la banda de música; durante la semana se ha levantado tarde para que fuera imposible conversar durante el desayuno, y por las noches se encarama al tejado con el telescopio para mirar las estrellas, a Marte (su madre tiene miedo a las alturas; se crió en Los Ángeles).

Está claro que sea lo que sea lo que le tiene que decir a Jeremy, se trata de algo que no quiere decirle. Mientras evite estar a solas con ella, está salvado.

Sin embargo, cuesta mantener la guardia en todo momento. Jeremy vuelve a casa después de la escuela con la sensación de haber aprobado el examen de matemáticas a pesar de todo. Jeremy siempre es optimista. Puede que pongan algo bueno en la tele. Se acomoda con el mando a distancia en uno de los sofás favoritos de su padre: uno de tamaño descomunal tapizado con tela de pana color zumo de naranja que parece recién escapado de una prisión de máxima seguridad para muebles dementes; ese sofá tiene aspecto de devorar decoradores de interiores como pasatiempo. El padre de Jeremy es escritor de novelas de terror, así que nadie debería sorprenderse de que algunos de los sofás que él tapiza sean tan horrendos y espantosos.

La madre de Jeremy entra en el salón, se acerca al sofá y lo mira desde arriba.

—¿Germ? —dice.

Parece triste y abatida, más o menos el mismo aspecto que ha tenido durante toda la semana.

Suena el teléfono y Jeremy salta a por él.

Tan pronto como escucha la voz de Elizabeth, lo sabe.

—Germ, lo están poniendo. Canal cuarenta y dos. Lo estoy grabando —dice, y cuelga.

—¡Lo están poniendo! —dice Jeremy—. ¡Canal cuarenta y dos! ¡Ahora!

Para cuando él se vuelve a sentar, su madre ya ha encendido el televisor. Como es bibliotecaria, siente un cariño especial por «La biblioteca».

—Debería ir a decírselo a tu padre —dice. Pero en lugar de hacerlo, se sienta junto a Jeremy, así que ahora queda perfectamente claro que algo pasa entre sus padres. De todos modos, ha empezado «La biblioteca» y Fox está a punto de rescatar a Príncipe Wing.

Cuando el episodio termina, no tiene que mirar a su madre para saber que está llorando.

—No te preocupes por mí —le dice, y se seca la nariz con la manga—. ¿Crees que está muerta de verdad?

Pero Jeremy no tiene tiempo para quedarse a charlar.

Jeremy siempre se ha preguntado qué tipo de programas de televisión verán los personajes de los programas de televisión. Ellos casi siempre llevan mejores cortes de pelo, tienen amigos más graciosos y actitudes hacia el sexo más sencillas. Se casan con magos, les toca la lotería, tienen líos con mujeres que llevan una pistola en el bolso. Les ocurren cosas curiosas constantemente. Jeremy y yo podemos perdonarles los cortes de pelo; sólo queremos hacerles preguntas sobre sus programas de televisión.

Como siempre, ha sido Elizabeth la que se ha dado cuenta justo a tiempo de que estaban emitiendo el nuevo episodio. Después todos acudirán a su casa para el post mórtem, y esta vez realmente se trata de un post mórtem. ¿Por qué ha matado Príncipe Wing a Fox? ¿Cómo puede habérselo permitido ella? Fox es diez veces más fuerte.

Jeremy corre durante todo el trayecto, golpeando con fuerza las viejas zapatillas de deporte contra el pavimento por el placer del impacto, por la dulzura del escozor. Le encanta el áspero y algodonoso dolor que siente en los pulmones. Su entrenador dice que hay que ser medio masoquista para disfrutar corriendo. No hay de qué avergonzarse: es algo que debe explotar.

Talis abre la puerta y le sonríe, pero él se da cuenta de que ella también ha estado llorando. Lleva una camiseta que dice: SOY TAN GÓTICA QUE CAGO VAMPIROS DIMINUTOS.

—Hola —dice Jeremy.

Talis asiente. No es tan gótica, al menos que Jeremy, o cualquiera de los demás, sepa. Simplemente, tiene un montón de camisetas. Talis es un enigma envuelto en una misteriosa camiseta. Una vez, una mujer le dijo a Calvin Coolidge: «Señor Presidente, me apuesto a mi marido a que soy capaz de hacerle decir más de dos palabras.» Coolidge contestó: «Usted pierde.» Jeremy imagina que Talis fue Calvin Coolidge en una vida anterior, aunque puede que fuera uno de esos perros que no ladran: un basenji. O una roca. Un dolmen. Una vez pusieron un episodio de «La biblioteca» en el que salían unos siniestros dólmenes bailarines.

Elizabeth se acerca a Talis desde atrás. Si Talis es nogótica, Elizabeth es gótica-bailarina. Le encantan los corazones y las calaveras, los tatuajes hechos con boli negro, el tul rosa y Hello Kitty. Cuando le preguntaron a la mujer que la inventó por qué Hello Kitty era tan popular, dijo: «Porque no tiene boca.» La boca de Elizabeth es pequeña, y tiene los labios agrietados.

—¡Ha sido el peor episodio de la historia! ¡No he parado de llorar! —dice—. Hola, Germ. Le estaba contando a Talis que has heredado una gasolinera.

—Una cabina telefónica —dice Jeremy—. En Las Vegas. Se nos ha muerto una tía abuela. También nos ha dejado una capilla nupcial.

—¡Hola, Germ! —dice Karl a gritos desde el salón—. ¡Calla ya y ven aquí! Están poniendo el anuncio del gato parlante...

—Cierra la boca, Karl —dice Jeremy. Entra y se sienta sobre su cabeza. De vez en cuando hay que enseñarle a Karl quién es el jefe.

Amy llega la última. Estaba en el pueblo de al lado comprando cómics. No ha visto el episodio, así que todos cierran la boca (excepto Talis, que aún no la había abierto) y Elizabeth enciende el vídeo.

En el episodio anterior de «La biblioteca», los magospirata enmascarados le dijeron a Príncipe Wing que iban a venderle una cura para el hechizo que había infestado el pelo de Margaret la Fiel de malvados golems en miniatura que escupen fuego (el pelo de Margaret la Fiel no deja de incendiarse, pero ella se niega a afeitarse la cabeza, ya que su cabellera es la fuente de todo su poder mágico).

Los magos-pirata habían conducido a Príncipe Wing hacia una trampa tan obvia, en el piso ciento cuarenta de La biblioteca del Mundo Árbol Popular Libre, que parecía mentira que realmente fuera una trampa. Utilizaron digitomagia para convertir a Príncipe Wing en una tetera de porcelana; le metieron dentro un par de bolsitas de té Earl Grey y agua hirviendo, brindaron por el Eternamente Pospuesto Reino de Plazo Vencido de los Libros Prohibidos, se bebieron el té de un trago, eructaron, lanzaron las tazas pirata de souvenir al suelo y después hicieron añicos la tetera que había sido Príncipe Wing. Entonces los malvados magos-pirata barrieron sin cuidado alguno los pedazos de Príncipe Wing y de las tazas coleccionables, y los metieron en una caja de madera de puros que enterraron en el Parque Memorial Angela Carter del piso diecisiete de La biblioteca del Mundo Árbol; erigieron sobre ella una estatua de George Washington.

Así que Fox tuvo que ir a buscar a Príncipe Wing. Cuando por fin descubrió el parque del piso diecisiete de La biblioteca, la estatua de George Washington se bajó del pedestal y peleó contra Fox con uñas y dientes. Literalmente con uñas y dientes, y todos estuvieron de acuerdo en que una estatua de tamaño natural de George Washington que muerde y araña, y que tiene unos largos y afilados colmillos de metal que echan chispas cuando rechina los dientes, es el material del que están hechas las pesadillas. La estatua de George Washington le arrancó a Fox el meñique de un bocado, igual que Gollum le mordió el dedo a Frodo en el Monte del Destino. Aunque, por supuesto, cuando la estatua probó la sangre mágica de Fox, se enamoró de ella y se convirtió en su aliada para siempre.

En el nuevo episodio, la actriz que hace de Fox es una joven actriz hispana a quien Jeremy Mars cree reconocer. Apareció como bibliotecaria del cuarto piso —una engreída pero de buenas intenciones— en un episodio sobre una epidemia de intoxicación por alimentos que desencadenó brotes de invisibilidad y/o levitación. También hizo de sacerdotisa enamorada y suicida, del Culto al Oso, en el episodio en el que Príncipe Wing descubre que su madre era uno de los Libros Prohibidos.

Ésta es una de las mejores cosas sobre «La biblioteca», la manera en que el reparto se intercambia los papeles, a excepción de Margaret la Fiel y Príncipe Wing que sólo hacen de sí mismos. Son los héroes románticos, además de los personajes principales, así que es inevitable que sean los más aburridos por mucho que Amy esté chiflada por Príncipe Wing.

Fox y el mago-pirata elegante pero traidor Dos Diablos nunca son encarnados dos veces por el mismo actor, aunque en el episodio número veintitrés de «La biblioteca», la misma mujer representó ambos papeles. Jeremy cree que el cambio en el reparto podría llevar a confusión continuamente, pero en realidad hace que tu cerebro esté totalmente alerta. Es mágico.

A Fox siempre se la reconoce por su vestuario (la camiseta verde demasiado pequeña y las faldas largas y abullonadas que lleva para esconder la cola), por sus gestos dramáticos y el lenguaje corporal, por la suave voz chillona y entrecortada que los actores utilizan cuando son Fox. Es graciosa, peligrosa, malhumorada, coqueta, glotona, desordenada, propensa a tener accidentes y elegante, y además tiene un pasado misterioso. En algunos episodios, Fox es representada por actores masculinos, pero siempre suena como Fox y siempre es hermosa. En todos los episodios uno piensa que esa Fox, sin lugar a dudas, es la Fox más bonita que podría existir, y aun así la Fox de la próxima entrega será aún más descorazonadoramente bella.

En la televisión, en La biblioteca del Mundo Árbol Popular Libre es de noche. Todas las bibliotecarias están dormidas y arrebujadas dentro de sus ataúdes, vainas de espada, cámaras secretas para curas, ojales, bolsillos, armarios escondidos o entre las páginas de novelas encantadas. La luz de la luna se derrama a través de las altas ventanas arcuadas y entre los pasillos de librerías, hacia el parque. Fox está de rodillas, arañando la tierra embarrada con las manos. La estatua de George Washington está de rodillas junto a ella, ayudando.

—Ésa es Fox, ¿verdad? —dice Amy.

Nadie la manda callar. Sería inútil. Amy tiene el corazón enorme y la boca aún más. Cuando llueve, Amy rescata lombrices de las aceras y, cuando te cansas de tener un secreto, se lo cuentas a ella.

Entiéndelo: en esta historia, Amy no es mucho más estúpida que el resto. Simplemente, piensa en voz alta.

La madre de Elizabeth entra en el salón.

—Hola, chicos —dice—. Hola, Jeremy, ¿es cierto eso que he oído de que tu madre ha heredado una capilla nupcial?

—Sí, señora —responde Jeremy—. En Las Vegas.

—Las Vegas —suspira la madre de Elizabeth—. Una vez gané trescientos pavos en Las Vegas. Me los gasté en un viaje en helicóptero que sobrevolaba el Gran Cañón. ¿Cuántas veces podéis ver el mismo episodio en un día? —Pero ella también se sienta a verlo—. ¿Creéis que realmente está muerta?

—¿Quién está muerta? —dice Amy.

Nadie contesta nada.

Jeremy no está seguro de estar preparado para volver a ver el episodio tan pronto, especialmente con Amy, así que sube arriba y se da una ducha. La familia de Elizabeth tiene una amplia colección de champús que lo mantiene a uno distraído, y no les importa que Jeremy utilice su cuarto de baño.

Jeremy, Karl y Elizabeth se conocen desde el primer día de guardería. Amy y Talis tienen un año menos. Los cinco no han sido amigos siempre, excepto Jeremy y Karl, que sí lo han sido. Talis es conocida por sus ansias de soledad. Que los demás sepan, no escucha música, no lleva cantidades significativas de ropa de color negro, las matemáticas y la lengua no se le dan particularmente bien (ni mal) y no bebe ni participa en debates ni teje ni se niega a comer carne. Si tiene un blog, no se lo ha confesado nunca a nadie.

«La biblioteca» hizo que Jeremy, Karl, Talis, Elizabeth y Amy se hicieran amigos, porque nadie más en la escuela siente tanta pasión por el programa. Además, todos son hijos de antiguos hippies y el pueblo es pequeño. Viven a pocas manzanas los unos de los otros, en decadentes casas victorianas de techos altos o casas de una sola planta y salones hundidos. Y a pesar de que no siempre han sido amigos, mientras crecían, fueron a nadar desnudos en el lago durante las noches de verano y se han roto huesos en los trampolines del resto. Una vez, durante una discusión sobre nombres para perros, Elizabeth —que es bastante irascible— intentó atropellar a Jeremy con una bicicleta de diez marchas, y otra vez, hace un año, Karl se emborrachó con licor de manzana verde en una fiesta e intentó besar a Talis; en otra ocasión, en séptimo curso, Karl y Jeremy se comunicaron durante cinco meses exclusivamente mediante rabiosos e-mails escritos en mayúsculas, pero no tengo permiso para contarte por qué estaban enfadados.

Ahora los cinco son inseparables, invencibles. Imaginan que la vida siempre será así —como un programa de televisión en emisión eterna—, que siempre se tendrán los unos a los otros. Utilizan el mismo vocabulario y se prestan los libros y la música. Comen juntos y nunca dicen nada cuando Jeremy va a sus casas y se ducha. Todos saben que su padre es un excéntrico. Se supone que tiene que serlo: es novelista.

Cuando Jeremy vuelve, Amy está diciendo:

—Siempre he pensado que Príncipe Wing tenía un punto malvado. Es un bobo y tiene pinta de que le huele el aliento. En realidad nunca me ha caído bien.

—Aún no sabemos toda la historia —dice Karl—. Puede que mientras era una tetera se enterase de algo sobre Fox.

—Está hechizado —dice la madre de Elizabeth—, apuesto lo que quieras.

Se pasarán toda la semana hablando del tema.

Talis está en la cocina, haciéndose un sándwich de queso Velveeta y cebolletas.

—¿Qué te ha parecido? —pregunta Jeremy. Intentar que Talis hable es como tener un hobby pero aún más inú til—. ¿Crees que Fox está muerta de verdad?

—No lo sé —dice Talis—. He tenido un sueño —añade después.

Jeremy espera. Talis también parece estar esperando.

—Salías tú —dice, y vuelve a quedarse callada.

La manera en que se hace el sándwich tiene cierto aire de ensoñación, como si en realidad estuviera haciendo algo que no es en absoluto un sándwich; como si hiciera algo muchísimo más significativo y misterioso. O como si Jeremy se fuera a despertar de repente para darse cuenta de que los sándwiches no existen.

—Fox y tú —dice Talis—. El sueño era sobre vosotros dos. Ella me dijo... que te dijera... que la llamaras. Me dio un número de teléfono. Estaba en peligro. Me avisó de que tú estabas en peligro. Que te pusieras en contacto con ella.

—Qué extraño —dice Jeremy mientras lo piensa.

Él nunca ha soñado con «La biblioteca». Se pregunta quién hacía de Fox en el sueño. Una vez soñó con Talis, pero no es el tipo de sueño del que le hablarías a nadie. Estaban sentados juntos sin decir nada. Ni siquiera su camiseta decía nada, y ella lo cogía de la mano.

—No me parecía un sueño —dice Talis.

—¿Qué número de teléfono era? —pregunta Jeremy.

—Se me ha olvidado. En cuanto me desperté, se me olvidó.

La madre de Kurt trabaja en un banco. El padre de Talis tiene un karaoke en el sótano y se sabe todas las letras de «Like a Virgin» y «Holidays», además de las letras de todas las canciones del musical Godspell y Cabaret. Su madre es terapeuta licenciada y confecciona tests de personalidad para revistas femeninas. «Descubre a qué personaje de televisión te pareces más», etc. Los padres de Amy se conocieron en una comuna de Ithaca: antes de que recobraran el sentido común y se lo cambiaran legalmente, el nombre de la madre era Galadriel Luna Shuyler. Todos han jurado mantener el secreto, lo cual, teniendo en cuenta que se trata de Amy, es bastante irónico.

El padre de Jeremy es Gordon Strangle Mars. Escribe novelas sobre arañas gigantes, sanguijuelas gigantes, polillas gigantes y una vez, vale la pena recordarlo, escribió una sobre un rosal carnívoro que vive en una mansión del norte del estado de Nueva York y se enamora de una adolescente valerosa que tiene un soplo en el corazón. Arañas del tamaño de un san Bernardo persiguen los coches de los personajes por oscuras carreteras rurales llenas de baches. Ellos se defienden de las arañas con raquetas de bádminton, cortacéspedes y fuegos artificiales. Todas las novelas de arañas son superventas.

Una vez un fan de Gordon Strangle Mars entró en casa de los Mars. El fan robó varias primeras ediciones en alemán de las novelas de Gordon Strangle, un cepillo para el pelo y una taza usada en la que había un par de bolsitas de té viejísimas y deshidratadas. Dejó una carta grosera y llena de desprecio escrita en una serie de notas Post-It, y el manuscrito de su propia novela, relatada desde el punto de vista del iceberg que hundió el Titanic. Jeremy y su madre leyeron el manuscrito en voz alta, que empieza así: «El iceberg sabía que tenía un destino.» El fragmento favorito de Jeremy es cuando el iceberg ve cómo se acerca el transatlántico condenado y observa con lástima: «¡Caramba! ¿Acaso no conoce el capitán mi enorme e impenetrable fondo?»

Más tarde, Jeremy descubrió que el fan que escribía novelas había puesto a la venta en eBay las bolsitas de té usadas y el cepillo, y que alguien pagó cuarenta y dos dólares y sesenta y ocho centavos, cosa que no sólo era tremendamente escalofriante, sino —Jeremy opina— bastante barata. Pero no cabe duda de que es apropiado, ya que el padre de Jeremy es famoso por lo agarrado y extraño que es respecto al dinero.

Una vez Gordon Strangle Mars se gastó ocho mil dólares en un inodoro japonés cantarín; a los amigos de Jeremy les encanta. La madre de Jeremy tiene un cuadro de una mujer con un vestido rojo de no sé qué artista, él nunca se acuerda de quién lo pintó. Se lo regaló el padre de Jeremy. La mujer es hermosa y te mira directamente, como si tú fueras el cuadro en lugar de ella; como si fueras guapo. Tiene una manzana en una mano y un cuchillo en la otra; cuando Jeremy era pequeño, solía soñar que se comía la manzana. Al parecer es más valioso que la casa entera y todo lo que hay en ella, incluyendo el inodoro cantarín. Pero dejando el arte y los váteres aparte, los Mars acostumbran a comprarse la ropa en tiendas de segunda mano.

El padre de Jeremy recorta vales.

Por otro lado, cuando Jeremy tenía doce años y suplicó a sus padres que lo enviaran a un campamento de béisbol en Florida, su padre apoquinó. Y por su último cumpleaños, le regaló un sofá tapizado con varias docenas de metros de material resistente con un estampado de Star Wars. Fue un buen cumpleaños.

En las épocas en las que la escritura de las novelas va viento en popa, a Gordon Strangle Mars le gusta despertarse a las seis de la mañana y salir a conducir. Trabaja en nuevos argumentos sobre arañas gigantes y está atento por si ve algún sofá abandonado, que suele meter en la parte trasera de la furgoneta con mucho esfuerzo. Después escribe durante el resto del día. Los fines de semana tapiza, con telas de liquidación o en oferta, los sofás que otros han desechado. Hace unos años, Jeremy recorrió toda la casa y contó catorce sofás, ocho sillones confidente y una chaise longue destartalada. Eso fue hace unos años. Una vez Jeremy soñó que su padre combinaba sus dos trabajos y se dedicaba a tapizar arañas gigantes.

Todas las luces de todas las habitaciones de la casa de los Mars tienen un temporizador de quince minutos, por si acaso Jeremy o su madre salen de una de ellas y se olvidan de apagar una lámpara. Esto ha llegado a causar confusión —y a veces incluso pánico— en las poquísimas ocasiones en las que los Mars han organizado cenas en casa.

Todo el mundo cree que los escritores son ricos, pero a Jeremy le parece que en su casa sólo hay mucho dinero parte del tiempo. Y parte del tiempo no lo hay.

Siempre que Gordon Mars se encalla con una novela de Gordon Strangle Mars, acaba preocupándose por el dinero. Se preocupa porque cree que, de hecho, no conseguirá terminarla. Se preocupa porque cree que será un desastre. Que nadie la comprará y nadie la leerá, y que los lectores que la lean exigirán que se les devuelva el importe del libro. Le ha dicho a Jeremy que se imagina a los lectores furiosos yendo hacia su casa con antorchas y palancas.

Para Jeremy y su madre sería más fácil que Gordon Mars no trabajara en casa. Es complicado ducharse cuando tu padre está contando los minutos que tardas en hacerlo mientras tiene pensamientos lúgubres sobre la factura del agua, en lugar de concentrarse en las escenas de la novela de Gordon Strangle Mars que está escribiendo, en la que las arañas gigantes han regresado a su viejo escondite entre los árboles que rodean el hoyo número nueve del campo de golf maldito y se dan un festín con papilla de las entrañas de un par de caniches desdichados y su dueño.

Durante esas épocas, Jeremy se ducha en la escuela después de gimnasia o en casa de sus amigos, aunque su madre se entristezca por ello. Dice que a veces es necesario ignorar al padre de Jeremy, así que se da duchas especialmente largas y se baña varias veces. Afirma que bañarse es incluso más agradable cuando sabes que el padre está preocupado por la factura del agua. La madre de Jeremy tiene un punto muy cruel.

Lo que le gusta a Jeremy de darse una ducha es que puede estar ahí, de pie, rodeado de agua, sin el menor peligro de ahogarse y sin pensar si se ha cargado los deberes de español o por qué está su madre tan preocupada. En lugar de eso puede pensar en cosas como si hay agua en Marte o si Karl ya se afeita y, si es así, a quién está intentando engañar, o si la estatua de George Washington hablaba en serio cuando le dijo a Fox, en mitad de su sangrienta y desesperada pelea: «Tienes por delante un largo viaje» y «Todo depende de esto». O «¿realmente ha muerto Fox?».

Después de que Fox desenterrara la caja de puros y después de que George Washington la ayudara a separar cuidadosamente los pedazos de taza de los pedazos de tetera, después de pegar los cientos de trozos de porcelana, cuando Fox convirtió la maltrecha tetera en Príncipe Wing, él parecía tener cien años y estaba como si a la tetera le hubieran faltado algunas piezas. Estaba pálido. Cuando vio a Fox se quedó aún más blanco, como si se sorprendiera de verla ahí, delante de él. Empuñó la espada de leviatán que Fox había mantenido sana y salva —aquella que los espectadores fieles sabrán que fue tallada del diente de una antiquísima criatura marina gigante que vivía feliz y en paz en el mar encantado subterráneo del tercer piso (hasta que engañaron a Príncipe Wing para que la matara)—, atravesó la estatua de George Washington como un kebab y la clavó en un árbol. Tumbó a Fox de una patada en la cabeza y la ató a un archivador de fichas de biblioteca. Le metió un puñado de musgo y tierra en la boca para que no pudiera decir nada y la acusó de conspirar para matar a Margaret la Fiel con su magia. Dijo que Fox era más falsa que un Libro Prohibido. Le cortó la cola y las orejas y la rajó con la hoja envenenada del cuchillo de empuñadura de perro que ambos habían robado de la casa secreta de la madre de Príncipe Wing. Entonces la dejó allí, atada al archivador, desfallecida y ensangrentada, con la hermosa cabeza colgando. Príncipe Wing estornudó (es alérgico al manejo de espadas) y se alejó en dirección a las estanterías de libros. Las bibliotecarias salieron sigilosamente de sus escondites, desataron a Fox y le limpiaron la cara. Le pusieron un espejo delante de la boca, pero éste se mantuvo claro y despejado.

Cuando las bibliotecarias arrancaron la espada de leviatán de Príncipe Wing del árbol, la estatua de George Washington se tambaleó hasta Fox y la estrechó entre sus brazos. Con cuidado, guardó las orejas y la cola en los amplísimos bolsillos de su chaqueta de montar de color cardenillo manchada de caca de pájaro, y bajó diecisiete pisos con Fox a cuestas, pasando por delante de la desagradable esfinge encantada del octavo piso, por delante del tormentoso mar encantado subterráneo del tercer piso, por delante del mostrador de la aún más encantada caja registradora del primer piso y a través de las puertas de latón batido de La biblioteca del Mundo Árbol Popular Libre. Nunca nadie de «La biblioteca», en ningún episodio, ha salido afuera. «La biblioteca» está llena del tipo de cosas que uno normalmente sólo puede disfrutar en el exterior: árboles y lagos y grutas y campos y montañas y precipicios (y, por supuesto, también está llena de objetos de interior, como libros). Fuera de La biblioteca todo está cubierto de polvo y es rojo y extraño, como si George Washington hubiera sacado a Fox de La biblioteca y la hubiera llevado a la superficie de Marte.

—Ahora mismo me tomaría una buena Euphoria fría —dice Jeremy.

Él y Karl están de camino a casa.

Euphoria es «El tónico de las bibliotecarias: para cuando estar alerta no es suficiente». A menudo hay anuncios de Euphoria en «La biblioteca» y, aunque nadie está muy seguro de para qué sirve, si tiene alcohol o cafeína, a qué sabe, si es venenosa o deliciosa, o si es carbonatada o no, todos, incluyendo a Jeremy, se mueren por un vaso de Euphoria de vez en cuando.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dice Karl.

—¿Por qué siempre dices eso? —dice Jeremy—. ¿Qué crees que voy a contestarte: «No, no me puedes hacer una pregunta»?

—¿Qué pasa contigo y Talis? —dice Karl—. ¿De qué hablabais en la cocina? —Jeremy se da cuenta de que Karl ha estado alerta.

—Tuvo un sueño en el que salía yo —dice con cierta inquietud.

—Entonces, ¿te gusta? —dice Karl. Su barbilla parece algo despellejada y ahora Jeremy está seguro de que ha intentado afeitarse—. Porque... acuérdate de que a mí me gustaba primero.

—Solamente estábamos hablando —dice Jeremy—. ¿Te has afeitado? Porque no sabía que tuvieras vello en la cara. La mera idea de que te afeites es patética, Karl. Sería como votar a los republicanos si tuviéramos edad de votar. O tirarnos pedos en clase de apreciación musical.

—No intentes cambiar de tema —dice Karl—. ¿Desde cuándo tú y Talis tenéis conversaciones?

—Una vez hablamos sobre un libro de Diana Wynne Jones que ella había sacado de la biblioteca. Se le cayó en la bañera por accidente y quería saber si yo se lo podía decir a mi madre —dice Jeremy—. Y otra vez hablamos sobre reciclaje.

—Calla ya, Germ —dice Karl—. Además, ¿qué pasa con Elizabeth? ¡Pensaba que te gustaba Elizabeth!

—¿Quién ha dicho eso? —dice Jeremy.

Karl lo mira con rabia.

—Me lo dijo Amy.

—Yo nunca le he dicho a Amy que me gustara Elizabeth. Así que ahora Amy es adivina además de una bocazas. ¡Una combinación terrible y mortal!

—No —dice Karl a regañadientes—. Elizabeth le dijo a Amy que tú le gustabas, así que me imaginé que a ti también te gustaba ella.

—¿Yo le gusto a Elizabeth?

—Por lo visto les gustas a todas —dice Karl, que parece compadecerse de sí mismo—. ¿Qué es lo que tienes? Porque no es que seas muy especial. Tienes la nariz un poco rara y un peinado estúpido.

—Gracias, Karl —Jeremy cambia de tema—. ¿Crees que Fox está muerta de verdad? —dice—. ¿Para siempre? —Camina más rápido, de modo que Karl casi tiene que correr para seguirle el paso.

En la actualidad Jeremy es mucho más alto que Karl y tiene intención de disfrutar de ello mientras dure: conociendo a Karl, él también crecerá, o bien le rebanará las piernas de rodilla para abajo.

—Harán magia —dice Karl—. O puede que todo haya sido un sueño. Harán que vuelva a estar viva; si matan a Fox, nunca se lo perdonaré. Y si te gusta Talis, tampoco te lo perdonaré jamás. Y sé lo que estás pensando. Estás pensando que yo creo que hablo en serio, pero que si no me quedara más remedio, te acabaría perdonando y volveríamos a ser amigos, como en séptimo. Pero no lo haré y tú te estás equivocando, porque no seremos amigos. Nunca volveríamos a serlo.

Jeremy no dice nada. Por supuesto que le gusta Talis. Simplemente no se ha dado cuenta de cuánto hasta hace poco. Hasta hoy. Hasta que Karl abrió la boca. A Jeremy también le gusta Elizabeth, pero ¿cómo se puede comparar a Elizabeth y Talis? No se puede. Elizabeth es Elizabeth y Talis es Talis.

—Cuando intentaste besar a Talis ella te sacudió con una boa constrictor —dice. Era la boa constrictor de Amy y probablemente fuera un accidente. Karl no debería haber intentado besar a nadie que tuviera una boa constrictor en las manos.

—Tú preocúpate de recordar lo que te acabo de decir —dice Karl—. Eres libre de que te guste cualquiera. Cualquiera menos Talis.

«La biblioteca» lleva dos años en antena, pero no lo programan de forma regular. A veces ponen dos capítulos en una semana y después no lo vuelven a emitir hasta dos semanas más tarde. A menudo transmiten los nuevos episodios en mitad de la noche. Hay una gran comunidad virtual que se pasa horas escrutando canales y enviando alarmas y falsas alarmas; los fans intercambian teorías, cintas, archivos y escriben fan fics.[2] Elizabeth ha configurado su ordenador para que grite «¡Despierta, Elizabeth! ¡La televisión está ardiendo!» cuando alguna página fiable sobre «La biblioteca» descubre un episodio nuevo.

«La biblioteca» es un programa de televisión pirata. Ha aparecido una o dos veces en la mayoría de los canales, pero en general se emite en el tipo de canales que Jeremy considera canales fantasma. Aquellos que, a no ser que pagues por tener varios cientos de canales de televisión por cable, no son más que interferencias o niebla. Tiene pausas publicitarias, pero los productos que se anuncian son como Euphoria: nunca son marcas reales ni cosas que se puedan comprar de verdad. A menudo los anuncios ni siquiera son en inglés ni ningún otro idioma reconocible, pero, por muy absurdo que sea el anuncio, la música es pegadiza; se te mete en la cabeza.

Los episodios de «La biblioteca» no tienen una programación estable ni títulos de crédito y a veces ni siquiera tienen diálogos. Hay un episodio que transcurre dentro del cajón superior de un archivador, a oscuras; en código Morse y con subtítulos. Nada más. Nadie se ha responsabilizado nunca de la autoría de «La biblioteca» ni ha entrevistado a los actores ni ha encontrado por casualidad uno de los decorados, al equipo de rodaje o un guión, aunque en un episodio que se hizo en plan documental, los actores filmaron a los miembros del equipo, que llevaban bolsas de papel en la cabeza.

Cuando Jeremy llega a casa, su padre está preparando la cena: está haciendo pizza del revés en una sartén.

Como poco, conocer a escritores es decepcionante. Los escritores que escriben novelas de suspense sexual no son necesariamente sexys en persona ni tienen suspense alguno. Los escritores de libros para niños pueden tener aspecto tanto de contable como del asesino del hacha. Los escritores de terror raramente dan miedo, aunque a menudo son buenos cocineros.

Aun así, Gordon Strangle Mars sí da miedo. Tiene los dedos largos y finos —ahora mismo, cubiertos de salsa para pizza— y por eso escogió «Strangle» como falso segundo nombre. Tiene el pelo rubio platino y, mientras escribe, se lo estira hasta que se le queda de punta. Tiene la mala costumbre de aparecer de pronto a tu lado cuando ni siquiera te habías dado cuenta de que estaba en la misma parte de la casa. Tiene los ojos hundidos y no parpadea muy a menudo. Karl dice que, cuando te presentan al padre de Jeremy, te mira como si te estuviera imaginando envuelto en una tela de araña, escondido en la despensa de una araña gigante. Y seguramente sea cierto.

Es probable que las personas que leen libros no se paren nunca a pensar en si sus escritores favoritos también son buenos padres. ¿Por qué iban a hacerlo?

Gordon Strangle Mars es cleptómano aficionado. Tiene un acuerdo tácito, especial y complicado con la librería del barrio mediante el cual, a cambio de que él firme todas las copias de las novelas de Gordon Strangle Mars que vendan, le permiten robar libros sin llamar a la policía. Tarde o temprano, la madre de Jeremy acude y les hace un talón.

Los sentimientos que Jeremy tiene respecto a su padre son complicados. Es un agarrado y un ladronzuelo de poca monta, pero aun así a Jeremy le cae bien. Su padre apenas pierde la paciencia con él, siempre se interesa por su vida y, cuando su hijo se lo pide, le ofrece interesantes (aunque dudosos) consejos. Por ejemplo, si Jeremy le preguntara a su padre si debería besar a Elizabeth, él le sugeriría que al hacerlo no se preocupara por las arañas gigantes. En general, los consejos del padre de Jeremy tienen algo que ver con arañas gigantes.

Cuando Jeremy y Karl no se hablaban, fue él quien consiguió que solucionaran sus problemas. Ideó una treta para hacer que Karl fuera a su casa, encerró a los dos en su estudio y no les dejó salir hasta que empezaron a hablarse.

—He tenido una idea genial para tu libro —dice Jeremy—. ¿Qué te parece si una de las arañas teje una tela en un campo de fútbol, de lado a lado de la portería? ¿Y qué te parece si el portero no se da cuenta hasta la mitad del partido? Si chutan bien fuerte, ¿podrían matar a la araña con el balón? ¿Crees que explotaría? O mejor aún, la araña podría pinchar el balón con sus enormes colmillos. Eso también sería guay.

—Tu madre está en el garaje —le dice Gordon Strangle Mars a Jeremy—. Quiere hablar contigo.

—Oh —dice Jeremy. De pronto se acuerda de Fox en el sueño de Talis, intentando llamarlo por teléfono. Intentando advertirle de algo. De manera injustificada, siente que la culpa de que Fox esté muerta es de sus padres, como si ellos la hubieran matado—. ¿Es sobre vosotros dos? ¿Os vais a divorciar?

—No lo sé —dice su padre y se encoge de hombros. Hace una mueca, una que el padre de Jeremy hace con frecuencia, pero aun así su expresión es más lastimera y culpable de lo habitual.

—¿Qué has hecho? —dice Jeremy—. ¿Te han pillado robando en Wal-Mart?

—No.

—¿Has tenido algún rollo?

—¡No! —repite su padre. Ahora parece indignado, o bien consigo mismo o con Jeremy por haber preguntado algo tan horrible—. La he cagado, dejémoslo así.

—¿Qué tal va el libro? —dice Jeremy. Hay algo en la voz de su padre que le da ganas de patear algo, sin embargo, nunca hay arañas gigantes a tu alrededor cuando las necesitas.

—Tampoco quiero hablar sobre eso —dice su padre con una expresión de mayor vergüenza, si cabe—. Ve a decirle a tu madre que la cena estará lista dentro de cinco minutos. A lo mejor tú y yo podríamos ver el nuevo episodio de «La biblioteca» después de cenar, si no lo has visto ya mil veces.

—¿Sabes cómo acaba? ¿Te ha dicho mamá que Fox está...?

—¡Mierda! —interrumpe el padre—. ¿Han matado a Fox?

Ése es el problema de ser escritor, y Jeremy lo sabe. Ni siquiera los giros más impresionantes e inesperados te sorprenden. Conoces el desarrollo de todas las historias.

La madre de Jeremy es huérfana. El padre afirma que la criaron unos actores asilvestrados de películas mudas, y la verdad es que parece la heroína de una película de Harold Lloyd. Tiene un aire descuidado muy atrayente, como si alguien acabara de atarla o desatarla de una vía. Conoció a Gordon Mars (antes de que él añadiera el Strangle y vendiera su primera novela) en la zona de restaurantes de un centro comercial de Nueva Jersey y se enamoró de él antes de darse cuenta de que era escritor y cleptómano. No leyó nada que hubiera escrito él hasta después de la boda, una medida bastante astuta por parte del padre de Jeremy.

La madre de Jeremy no lee novelas de terror. No le gustan las historias de fantasmas o de fenómenos inexplicables, y tampoco las que requieren aclaraciones excesivamente técnicas. Por ejemplo: los microondas y los aviones. No le gusta Halloween, ni siquiera las chucherías de Halloween. El padre de Jeremy le regala ediciones especiales de sus libros en las que las páginas que dan más miedo están pegadas entre sí.

La mayor parte del tiempo guarda silencio. Se llama Alice y a veces Jeremy piensa en que las dos personas más calladas que conoce se llaman Alice y Talis. Pero su madre y Talis son calladas de maneras diferentes, porque la madre de Jeremy es el tipo de persona que parece estar ocultando cosas, guardando un secreto, mientras que Talis es un secreto en sí misma. No sería raro que la madre de Jeremy resultara ser agente secreta. Pero Talis es el rayo mortal o la clave para la inmortalidad o lo que quiera que sea que los agentes secretos deban mantener en secreto. Pasar el rato con Talis es como pasar el rato con un agujero negro adolescente.

La madre de Jeremy está sentada en el suelo del garaje junto a una gran caja de cartón. Tiene un álbum de fotos en las manos. Jeremy se sienta a su lado.

Hay fotos de un gato en una pared y de algo borroso que parece una ballena o un zepelín o una barra de pan de molde. Hay una fotografía de una niña pequeña sentada junto a una mujer; la mujer lleva un cuello de piel con un pequeño hocico afilado, cuatro patas y una cola, y Jeremy siente una punzada repentina. Fox es la primera persona que muere que le importa, pero ella no es real. La niña de la foto parece totalmente ausente, como si alguien acabara de darle un martillazo. Como si la persona al otro lado de la cámara hubiera dicho: «¡Sonríe! ¡Tus padres han muerto!»

—Cleo —dice la madre de Jeremy señalando a la mujer—. Ésta es Cleo. Era la tía de mi madre, vivía en Los Ángeles. Cuando mis padres murieron, me fui a vivir con ella. Tenía cuatro años. Sé que nunca te he hablado de ella, nunca he sabido qué decir.

—¿Era buena? —pregunta Jeremy.

—Intentaba ser agradable —dice su madre—. Pero no esperaba tener que cargar con una niña. Qué palabra tan extraña: cargar. Como si ella fuera una mula, como si alguien me hubiera colocado sobre su lomo y yo no me hubiera bajado jamás. Le gustaba comprarme ropa. Le gustaba la ropa. No había tenido una vida feliz y bebía mucho. Le gustaba ir al cine por la tarde y a sesiones de espiritismo por la noche. Tenía algún que otro novio; algunos de ellos eran gilipollas. El amor de su vida fue un gánster de poca monta, pero murió, y ella ya no se casó. Siempre decía que el matrimonio era una broma pesada y que la vida lo era aún más, y que ella tenía la mala fortuna de no tener sentido del humor. Por eso se me hace raro que todos estos años haya sido la propietaria de una capilla nupcial.

Jeremy mira a su madre. Su rostro muestra una expresión a medias entre una sonrisa y una mueca, como si le doliera el estómago.

—Me escapé cuando tenía dieciséis años y no la volví a ver. Una vez me envió una carta a la editorial de tu padre. Decía que había leído todos sus libros y que así es como me había encontrado, supongo que porque él me los dedicaba todos. Decía que esperaba que yo fuera feliz y que pensaba mucho en mí. Le contesté y le envié una foto tuya, pero no me volvió a escribir. Parece un episodio de «La biblioteca», ¿verdad?

—¿Eso es lo que me querías decir? —dice Jeremy—. Papá dice que querías contarme algo.

—Esto forma parte de ello —dice su madre—. Tengo que ir a Las Vegas para enterarme de algunas cosas de la capilla. Las campanas del infierno. Quiero que vengas conmigo.

—¿Eso es lo que me querías preguntar? —dice Jeremy, aunque sabe que hay algo más: su madre aún tiene esa medio sonrisa triste en los labios.

—Germ —dice su madre—, sabes que quiero mucho a tu padre, ¿verdad?

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

Su madre hojea el álbum de fotos.

—Mira —dice—, ésta es de cuando naciste.

En la foto, el padre sujeta a Jeremy como si alguien acabara de pasarle una tetera de porcelana encantada. Sonríe de oreja a oreja, pero también parece aterrorizado. Parece un crío; un terrorífico crío asustado.

—Él tampoco me lo ha querido decir —dice Jeremy—, así que debe de ser muy malo. Si os vais a divorciar, creo que deberías decírmelo ya.

—No nos vamos a divorciar —dice su madre—, pero puede que sea buena idea que tú y yo vayamos a Las Vegas. Podríamos quedarnos unos meses, mientras me ocupo de la herencia. Mientras cuido de las propiedades de Cleo. Voy a hablar con tus profesores y ya lo he notificado en la biblioteca. Considéralo una aventura.

Se percata de la expresión de Jeremy.

—No, lo siento. No tenía que haberlo dicho, ha sido una estupidez. Sé que esto no es una aventura.

—No quiero ir —dice Jeremy—. ¡Todos mis amigos están aquí! No puedo irme sin más y dejarlos. ¡Sería terrible!

Todo este tiempo ha estado preparándose para la cosa más terrible que se podía imaginar. Se había imaginado una conversación en la que su madre le revelaba un terrible secreto y, en su imaginación, él mantenía la calma y era razonable. Sus padres imaginarios lloraban y le suplicaban su comprensión. El Jeremy imaginario comprendía: se ha imaginado a sí mismo siendo muy comprensivo con todo. Sin embargo, ahora, mientras su madre habla, a Jeremy se le acelera el pulso y se le llenan los pulmones de aire, como si estuviera corriendo. Empieza a sudar aunque el suelo del garaje está frío, y desea poder estar sentado sobre el tejado con su telescopio. En este momento podría haber meteoritos, imposibles de ver a simple vista, volando a toda velocidad por el cielo, precipitándose hacia la Tierra. Fox está muerta. Todas las personas que conoce están condenadas. Incluso mientras piensa todo esto, sabe que está reaccionando de manera exagerada, pero saberlo no le sirve de nada.

—Sé que es terrible —dice su madre.

Ella sabe lo que es terrible.

—Entonces, ¿por qué no puedo quedarme aquí? Tú puedes ir a solucionar lo de Las Vegas y yo me quedo aquí con papá. ¿Por qué no puedo quedarme?

—¡Porque te ha metido en un libro! —dice su madre escupiendo las palabras. Jeremy nunca le ha escuchado hablar con tanto resentimiento. Su madre nunca se enfada—. ¡Te ha metido en uno de sus libros! Entré en su oficina y el manuscrito estaba encima del escritorio. Vi tu nombre, así que lo cogí y empecé a leer.

—¿Y qué? —dice Jeremy—. Ya me ha metido en libros antes. Cosas que he dicho, por ejemplo. Como cuando tenía ocho años y tenía mucha fiebre y le dije que los árboles estaban llenos de personas muertas con gorros de fiesta. O cuando prendí fuego a su oficina sin querer.

—No es eso. Ni siquiera te ha cambiado el nombre. El chico del libro hace salto de vallas y quiere ser científico espacial e ir a Marte. Y es muy mono y gracioso y muy dulce, y Elizabeth, su mejor amiga, está enamorada de él; y habla como tú y se parece a ti y después se muere, Jeremy. Tiene un tumor cerebral y se muere. Se muere. No hay arañas gigantes, sólo estás tú y te mueres.

Jeremy se queda en silencio. Imagina a su padre escribiendo la escena del libro en la que el chico que se llama Jeremy muere; se lo imagina llorando un poquito. Imagina a este chico, Jeremy; Jeremy, el personaje que muere. Pobre chico desgraciado. Ahora Jeremy y Fox tienen algo en común: los dos son personas inventadas. Los dos están muertos.

—¿Elizabeth está enamorada de mí?

Por principios, nunca se cree nada que haya dicho Karl; pero si está en un libro, quizá sea verdad.

—Mierda —dice su madre—. No quería decir eso. Pero es que estoy muy enfadada con él. Llevamos casados diecisiete años y yo sólo tenía cuatro años más que tú cuando nos conocimos, Jeremy. Yo tenía diecinueve años y él sólo veinte. Éramos unos críos. ¿Te lo imaginas? Puedo aguantar el inodoro cantarín y que robe en las tiendas, incluso los sofás y que sea tan raro con el dinero. Pero te ha matado, Jeremy. Te escribió en un libro y te liquidó, y sabe que no debería haberlo hecho. Está avergonzado de sí mismo. No quería que te lo dijera; él no tenía intención de decírtelo.

Jeremy se sienta y piensa.

—Sigo sin querer ir a Las Vegas —le dice a su madre—. Podríamos enviar a papá allí.

—No es mala idea —dice su madre, pero se da cuenta de que ya está planeando el viaje.

Había un episodio de «La biblioteca» en el que todos eran invisibles. Los actores no se veían, sólo los libros y las estanterías y los cubículos para estudiar donde los magos que funcionan con monedas van a flirtear y a practicar sus hechizos. Los Libros Prohibidos invisibles peleaban con magos-pirata invisibles y los magos-pirata invisibles peleaban con Fox y sus amigos, que también eran invisibles. La batalla era muy torpe y estaba llena de accidentes mortales. Se les oía luchar y las estanterías caían derribadas. Los libros volaban por los aires. Personas invisibles tropezaban con cadáveres invisibles, pero no se supo quién había muerto hasta el capítulo siguiente. Varios de los personajes —la Espada Accidental, Pete el Peludo y Ptolomeo Krill, que (como los Vogon en Guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams) escribía poesía tan mala que cualquiera que la leyera moría— desaparecieron para siempre y nadie está seguro de si están muertos o no.

En otro episodio, Fox les roba a las Norn un fármaco mágico (son un grupo de chicas de pop profético que encabeza el espectáculo del cabaré del entresuelo de La biblioteca del Mundo Árbol Popular Libre). Se lo inyecta por accidente, se queda embarazada y da a luz a un puñado de serpientes que la conducen exactamente hasta la estantería en la que las bibliotecarias renegadas habían colocado por error un antiquísimo y terrible libro de magia que nunca se había traducido, hasta que Fox pidió ayuda a las serpientes. Las serpientes se retorcieron y se enroscaron en el suelo formando palabras con el cuerpo, letra tras letra. Mientras traducían el libro para Fox, siseaban y soltaban vapor, hasta que se convirtieron en líneas de fuego y se quemaron por completo. Fox lloró. Ésa es la única vez que se ha visto llorar a Fox, la única. Ella no es como Príncipe Wing, Príncipe Wing es un llorón.

Lo que pasa con «La biblioteca» es que los personajes que se mueren no regresan. Es como si su muerte fuera real. Así que puede que Fox esté muerta de verdad y realmente no vaya a volver. Hay un par de fantasmas que rondan por La biblioteca buscando libar sangre, pero siempre han sido fantasmas, desde el principio del programa. Tampoco hay hermanos gemelos malvados ni vampiros, aunque algún día, con algo de suerte, habrá gemelos malvados. ¿A quién no le gustan los gemelos malvados?

—Mamá me ha dicho que has escrito sobre mí —dice Jeremy.

Su madre sigue en el garaje y él se siente como una pelota de tenis en un partido en el que los jugadores lo quieren mucho, mucho, aunque lo lancen y lo golpeen y lo envíen de un lado para otro, de un lado para otro.

—Me dijo que no te lo iba a contar —dice su padre—, pero supongo que me alegro de que lo haya hecho. Lo siento, Germ. ¿Tienes hambre?

—La semana que viene se va a Las Vegas. Quiere que me vaya con ella.

—Lo sé —dice su padre con un tazón con pizza del revés en la mano—. Intenta no preocuparte por eso, si puedes. Considéralo una aventura.

—Mamá dice que decir eso es una estupidez. ¿Me vas a dejar leer el libro en el que salgo yo?

—No —dice su padre mirándolo a los ojos—. Lo he quemado.

—¿De verdad? ¿También has incendiado el ordenador?

—Bueno, no —dice su padre—. Pero no puedes leerlo. De todos modos, no era bueno. Ven a ver «La biblioteca» conmigo. Puede que sea pésimo como padre, pero soy buen cocinero. Y, si me quieres, te comerás la dichosa pizza y me estarás agradecido.

Así que se sientan en el sofá naranja y Jeremy come pizza y ve «La biblioteca» con su padre por segunda vez y media. Las luces del salón con el temporizador se apagan y Príncipe Wing vuelve a matar a Fox. Entonces Jeremy se va a la cama y su padre se marcha a escribir o a quemar cosas. Lo que sea. Su madre sigue en el garaje.

Sobre el escritorio de Jeremy hay un pedazo de papel con un número de teléfono escrito. Si quisiera, podría llamar a su propia cabina. Marca el número y el teléfono suena durante un largo rato. Jeremy se sienta en la cama en mitad de la oscuridad y escucha cómo suena y suena. Cuando alguien lo coge, él casi cuelga. Alguien no dice nada, así que Jeremy dice: «¿Hola? ¿Hola?»

Alguien respira junto al auricular, al otro lado de la línea. Alguien dice con una suave voz chillona y musical: «Ahora no puedo hablar, chico. Llama más tarde.» Entonces alguien cuelga.

Jeremy sueña que está sentado junto a Fox en un sofá que su padre ha tapizado con seda de araña. Su padre ha estado robando telas de araña de los hipermercados de las arañas gigantes y también de sus propios libros. ¿Eso se considera robo o autoplagio? El sofá es suave y gris, y algo pegajoso. Fox está sentada a ambos lados de Jeremy. La Fox de la derecha está representada por Talis y Elizabeth hace de la Fox de la izquierda. Ambas lo miran con enorme compasión.

—¿Estáis muertas? —dice Jeremy.

—¿Y tú? —dice la Fox que encarna Elizabeth con la inconfundible voz de Fox que, según dijo una vez el padre de Jeremy, suena como un globo de helio sexy y enloquecido. Cuando Jeremy escucha la voz de Fox saliendo de la boca de Elizabeth, le duele el cerebro.

La Fox que se parece a Talis no dice nada en absoluto. La leyenda de su camiseta está escrita en letras tan pequeñas y tan extrañas que Jeremy no es capaz de leerlas sin que parezca que le está mirando los pechos fijamente. Probablemente sea algo que necesita saber, pero jamás podrá leerlo: es demasiado educado, y los idiomas se le dan fatal.

—¡Mirad! —dice Jeremy—. ¡Estamos en la tele! —Y ahí está, en la televisión, sentado entre dos Fox, en un pegajoso sofá gris en un campo de amapolas—. ¿Estamos en Las Vegas?

—No estamos en Kansas —dice la Fox Elizabeth—. Hay algo que necesito que hagas por mí.

—¿Qué es?

—Si te lo digo en el sueño, no te acordarás. Tienes que acordarte de llamarme cuando estés despierto. Sigue llamando hasta que consigas ponerte en contacto conmigo.

—¿Cómo me acordaré de llamarte si no voy a recordar lo que me digas en este sueño? ¿Por qué quieres que te ayude? ¿Por qué está Talis aquí? ¿Qué pone en su camiseta? ¿Por qué sois las dos Fox? ¿Estamos en Marte?

Fox-Talis continúa viendo la televisión y Fox-Elizabeth vuelve a abrir su amable y hermosa boca que no es en absoluto como la de Hello Kitty y le cuenta toda la historia. Se lo explica todo. Le traduce la camiseta de FoxTalis, que resulta ser la respuesta a todas las preguntas que Jeremy siempre se ha hecho sobre Talis. Responde a todas las preguntas que se ha hecho sobre chicas. Y entonces se despierta...

Está oscuro. Jeremy enciende la luz y el sueño. Era algo sobre Marte, y Elizabeth le estaba preguntando quién era más guapa, Talis o ella. Se estaban riendo. Las dos tenían las orejas puntiagudas y querían que él hiciera algo. Había un número de teléfono al que debía llamar. Se suponía que tenía que hacer algo.

Dentro de dos semanas, el quince de abril, Jeremy y su madre subirán a su furgoneta y partirán hacia Las Vegas. Todas las mañanas antes de ir a clase, se da largas duchas y su padre no dice nada en absoluto. Un día es como si entre sus padres no hubiera ningún problema y al día siguiente ni siquiera se miran a la cara y el padre de Jeremy no sale de su estudio. El día siguiente, Jeremy llega a casa y se encuentra a su madre sentada sobre el regazo de su padre: sonríen como si sólo ellos fueran partícipes de algún secreto estúpido. Cuando Jeremy cruza la habitación, ni siquiera se dan cuenta de que está allí, aunque él prefiere eso a cómo se comportan cuando sí se dan cuenta de que está presente. Se comportan con sentimiento de culpa y con extrañeza, como si estuvieran a punto de arruinarle la vida. Gordon Mars hace tortitas todas las mañanas y, por las noches, la cena favorita de Jeremy: macarrones con salsa de queso. La madre de Jeremy organiza el itinerario para su viaje. Van a parar en bibliotecas de todo el país porque a su madre le encantan las bibliotecas, y también ha comprado una tienda de campaña nueva para dos personas, dos sacos de dormir y un hornillo portátil para poder acampar en caso de que Jeremy quiera acampar, incluso a pesar de que ella odia el campo.

Justo después de eso, Gordon Mars se pasa el fin de semana en el garaje. No deja que ninguno de los dos vea lo que está haciendo y, cuando les deja entrar, resulta que ha quitado los asientos de la parte trasera de la furgoneta y ha atornillado dos de sus sofás, uno a cada lado; ambos están tapizados con piel sintética de color azul eléctrico.

Tienen que entrar por la puerta de carga de atrás, porque uno de los sofás bloquea la puerta corredera.

—Para que no tengáis que acampar fuera, a no ser que queráis hacerlo —dice el padre de Jeremy sintiéndose muy orgulloso de sí mismo—. Podéis dormir dentro, y debajo hay espacio para las maletas. Y tienen cinturones de seguridad.

Por encima de los sofás, el padre de Jeremy ha instalado unos pequeños estantes de madera que se despliegan con unas cadenas desde las paredes de la furgoneta y se convierten en mesas. Una bola de espejos de tamaño de viaje cuelga del techo, y detrás del asiento del conductor hay un panel de madera con tiras de velcro y una almohadilla negra, donde —según el padre de Jeremy— pueden colgar el cuadro de la mujer con la manzana y el cuchillo.

La furgoneta parece recién salida de un episodio de «La biblioteca». La madre de Jeremy se echa a llorar y entra corriendo en casa.

—Solamente quería hacerla reír —dice el padre de Jeremy con impotencia.

Jeremy quiere decir «os odio a los dos», pero ni lo dice ni lo siente. Todo sería más fácil si los odiara.

Cuando Jeremy le habló a Karl sobre Las Vegas, Karl le dio un puñetazo en el estómago.

—¿Se lo has dicho a Talis? —dijo después.

—¡Se supone que tienes que ser amable conmigo! Se supone que me tienes que decir que no me marche y que esto es una mierda; se supone que no tienes que darme un puñetazo. ¿Por qué lo has hecho? ¿Es que solamente piensas en Talis?

—Más o menos —dijo Karl—. Casi siempre. Lo siento, Germ; por supuesto que no quiero que te vayas y, sí, también me fastidia. Se supone que somos los mejores amigos del otro, pero tú siempre estás haciendo cosas y yo nunca hago nada. Nunca he atravesado el país en coche ni he estado en Las Vegas, aunque me gustaría, me gustaría mucho. No puedo compadecerte porque me apuesto lo que quieras a que cuando estés allí, te colarás en algún casino y jugarás a las tragaperras y ganarás un millón de pavos. Eres tú el que tendría que sentir lástima por mí: yo soy el que tiene que quedarse. ¿Me prestas la moto de trial mientras estás fuera?

—Claro —dijo Jeremy.

—¿Y el telescopio?

—Me lo voy a llevar.

—Vale. Tienes que llamarme todos los días. Tienes que escribirme e-mails. Tienes que contarme cómo son las showgirls de Las Vegas. Quiero saber si en realidad son tan altas. ¿De quién es este número de teléfono?

Karl tenía en la mano el pedazo de papel con el número de la cabina de Jeremy.

—Mío —dijo Jeremy—. Es de mi cabina. La que he heredado.

—¿Has llamado?

—No —dijo Jeremy aunque había llamado a la cabina un puñado de veces. No se trataba de un juego, pero para Karl sí lo sería.

—Guay —dijo Karl, y marcó el número—. ¿Hola? Me gustaría hablar con la persona encargada de la vida de Jeremy. Soy Karl, su mejor amigo.

—No tiene gracia.

—Mi vida es aburrida —le dijo Karl al teléfono—. Nunca he heredado nada y la chica que me gusta no me habla. ¿Hay alguien ahí? ¿Hay alguien que quiera hablar conmigo? ¿Alguien que quiera hablar con mi amigo, el Señor de la Cabina Telefónica? Jeremy, exigen que liberes la cabina de tu tiranía.

—Sigue sin tener gracia —dijo Jeremy, y Karl colgó.

Jeremy se lo contó a Elizabeth. Estaban en el tejado de su casa y se lo contó todo. No sólo lo de Las Vegas, sino lo de su padre, cómo lo había metido en un libro en el que no había arañas gigantes.

—¿Lo has leído? —preguntó Elizabeth.

—No. No me deja. No se lo cuentes a Karl. Todo lo que le he dicho es que mi madre y yo tenemos que irnos cuatro o cinco meses para ver qué tal es la capilla nupcial.

—No se lo diré —dijo Elizabeth.

Se inclinó hacia delante y besó a Jeremy, pero duró poco. Todo fue muy rápido y sorprendente, aunque no llegaron a caerse del tejado. En esta historia nadie se cae del tejado.

—Le gustas a Talis. Lo dice Amy. Puede que ella también te guste a ti, no lo sé, pero he pensado que sería mejor besarte ahora. Por si acaso no puedo volver a hacerlo.

—Puedes besarme otra vez. Es probable que yo no le guste a Talis.

—No —dijo Elizabeth—. Quiero decir, no nos besemos. Quiero que sigamos siendo amigos y ya es lo suficientemente difícil, Germ. Fíjate en Karl y tú.

—Yo jamás besaría a Karl.

—Muy gracioso, Germ. Deberíamos organizar una fiesta sorpresa antes de que te vayas.

—Ya no será una fiesta sorpresa —dijo Jeremy. A lo mejor un único beso ya era suficiente.

—Bueno, una vez se lo haya dicho a Amy ya no podrá ser sorpresa. Estallaría en un millón de pedazos y cada uno de ellos empezaría a gritar: «¿Sabes qué? ¿Sabes qué? ¡Te vamos a hacer una fiesta sorpresa, Jeremy! Y sólo porque te haya estropeado la sorpresa no quiere decir que no vaya a haber sorpresas!»

—De hecho, las sorpresas no me gustan.

—¿Y a quién le gustan? —dijo Elizabeth—. Sólo a las personas que las dan. ¿Podemos hacer la fiesta en tu casa? Creo que debería ser como Halloween, y en tu casa siempre me siento como en Halloween. Todos podríamos venir disfrazados y ver un montón de episodios de «La biblioteca» y comer helado.

—Claro —dijo Jeremy—. ¡Qué horror! ¿Y si mientras estoy de viaje ponen un episodio nuevo de «La biblioteca»? ¿Con quién lo voy a ver?

Había dicho justo lo que necesitaba. Elizabeth se sintió tan mal porque Jeremy tuviera que ver «La biblioteca» solo que lo volvió a besar.

Nunca ha salido ninguna araña gigante en un episodio de «La biblioteca», aunque una vez Fox se volvió muy pequeña y Ptolomeo Krill la llevó dentro del bolsillo. Tuvo que rasgar uno de los pañuelos de Krill para vendarse los ojos, por si acaso leía por accidente un borrador de la terrible poesía de Krill. Al final resultó que, además de poesía, el bolsillo de Krill también contenía un extraño espécimen de tijereta Anubis con cuernos que no había sido guardado adecuadamente. Por lo visto Ptolomeo Krill era descuidado con el tarro de cazar insectos. La tijereta casi mata a Fox, pero al final se hicieron amigas y todavía le envía felicitaciones por Navidad.

Éstas son las dos cosas más importantes que Jeremy y sus amigos tienen en común: la localización geográfica y su amor por una serie de televisión sobre una biblioteca. Tan pronto como llega de la escuela, Jeremy enciende el televisor. Cambia los canales y ve las reposiciones de Star Trek y de La ley y el orden. Si antes de que él y su madre se marchen a Las Vegas hay un episodio de «La biblioteca», entonces todo estará bien. Todo saldrá bien. Su madre le dice: «Ves demasiada televisión, Jeremy», pero él continúa cambiando de canal; después sube a su habitación y hace unas llamadas.

—Necesito que emitan pronto el episodio nuevo, porque está todo listo para marcharnos. Hoy mismo me iría bien. Si pusieran un episodio nuevo esta noche, me lo dirías, ¿verdad?

Silencio.

—¿Puedo tomármelo como un sí? Sería más fácil si tuviera un hermano —le dice Jeremy a su cabina—. ¿Hola? ¿Estás ahí? O una hermana. Estoy cansado de ser siempre bueno y si tuviera un hermano o una hermana podríamos turnarnos. Si tuviera un hermano mayor puede que a mí se me diera mejor portarme mal y estar enfadado. A Karl se le da muy bien estar furioso, lo aprendió de sus hermanos. No me gustaría tener hermanos como los de Karl, por supuesto; pero tener que aprenderlo todo yo solo es un asco. Y cuanto más normal intento ser, más piensan mis padres que estoy actuando. Creen que es una fase y que ya se me pasará, no creen que ser normal sea normal. Porque eso de ser «normal» no existe.

»Y todo el asunto del libro... Eso de la cleptomanía, de que mi padre robe en las tiendas... resulta que ahora me ha robado la vida. Y no es que me esté poniendo melodramático, pero ¡es exactamente lo que ha hecho! ¿Te he contado que una vez robó un hurón de una tienda de mascotas porque le hacía sentirse mal verlo allí, y lo dejó suelto por casa, y luego resultó que era hembra y estaba preñada? Una mujer vino a entrevistar a papá, y se sentó sobre una de las...

Alguien llama a la puerta de su dormitorio.

—¿Jeremy? —dice su madre.

Jeremy cuelga rápidamente. Se ha acostumbrado a llamar a la cabina todos los días. Cuando lo hace, el teléfono suena y suena, y finalmente deja de sonar, como si alguien hubiera contestado. Al otro lado no hay más que silencio, nada de la falsa voz chillona de Fox, sino un silencio tranquilo e interesado. Jeremy se queja de todo de lo que uno se puede quejar y la persona silenciosa del otro lado escucha y escucha. Puede que sea Fox quien esté en la cabina escuchando pacientemente. Se pregunta qué encarnación de Fox es la que lo escucha. Un detalle sobre Fox: ella nunca siente lástima de sí misma, siempre está demasiado ocupada para eso. Si realmente fuera Fox, le colgaría el teléfono.

Jeremy abre la puerta de la habitación.

—Estaba hablando por teléfono.

Su madre entra y se sienta sobre la cama. Lleva puesta una de las viejas camisas de franela de su padre.

—¿Ya has hecho las maletas?

Jeremy se encoge de hombros.

—Supongo que sí —dice—. ¿Por qué lloraste cuando viste lo que papá le había hecho a la furgoneta? ¿No te gusta?

—Es por el cuadro. Fue la primera cosa bonita que me regaló. Teníamos que haber gastado el dinero en un seguro médico. En un tejado nuevo. ¡En comida! Y, en lugar de eso, compró un cuadro, así que yo me enfadé. Lo dejé. Cogí el cuadro, me mudé a un hotel y me quedé allí tres días. Iba a venderlo, pero decidí que me gustaba y volví a casa.

Pone la mano sobre la cabeza de Jeremy y la acaricia.

—Cuando me quedé embarazada de ti, siempre tenía hambre, pero no podía comer. Solía soñar que alguien me iba a dar una hermosa manzana, como la que ella tiene en la mano. Cuando se lo conté a tu padre, me dijo que no confiaba en la mujer; dice que sujeta la manzana así a modo de trampa y que si intentas quitársela, te pincha con el cuchillo de pelar. Dice que es una vieja tía dura y que cuidará de nosotros mientras estemos en la carretera.

—¿Tenemos que irnos de verdad? —dice Jeremy—. Si vamos a Las Vegas puede que yo me meta en problemas. Puede que empiece a tomar drogas o a apostar dinero o algo así.

—Oh, Germ. Intentas de verdad ser un buen chico —dice su madre—. Intentas ser tan normal... A veces a mí también me gustaría ser normal. Quizá Las Vegas nos vaya bien a los dos. ¿Éstos son los libros que te vas a llevar?

Jeremy se encoge de hombros.

—No soy capaz de decidir cuáles llevar y cuáles dejar. Tengo la sensación de que, sea lo que sea que deje atrás, se quedará atrás para siempre.

—Eso es una tontería. Vamos a volver, te lo prometo. Tu padre y yo arreglaremos este asunto. Si te dejas algo que necesites, él te lo puede enviar por correo. ¿Crees que en las bibliotecas de Las Vegas hay máquinas tragaperras? He hablado con una mujer de Las campanas del infierno y dice que tienen lo que ellos llaman «La biblioteca de Arte y Lovecraft», donde guardan la colección especial de Cleo de novelas de terror y románticas góticas. Se entra y se sale por una puerta secreta, detrás de una estantería giratoria. La gente se casa allí. Tienen el Laboratorio de Amor del Dr. Frankenstein, la Sala de baile de la mascarada de la Muerte Roja y algo que simplemente llaman la Cripta. También hay un Patio de vampiros y la Gruta del Lago Negro, donde puedes casarte a la luz de la luna.

—Tú odias todo eso.

—No es lo que más me gusta —admite su madre—. ¿Cuándo vienen los demás?

—Sobre las ocho. ¿Vas a disfrazarte?

—Yo no tengo que disfrazarme. Soy bibliotecaria, ¿recuerdas?

La oficina del padre de Jeremy está encima del garaje. En teoría, nadie puede interrumpirle mientras trabaja, pero, en la práctica, al padre de Jeremy no hay nada que le guste más que le perturben cuando trabaja, siempre que la persona que lo hace traiga algo de comer. Cuando Jeremy y su madre se hayan ido, ¿quién le llevará comida? Jeremy intenta hacer de tripas corazón.

El suelo está cubierto de libros y rollos y muestras de tela para tapizar. El padre de Jeremy está tumbado boca abajo en el suelo con los pies apoyados en un rollo de tela, lo que significa que está pensando, y también que le duele la espalda. Según él, piensa mejor cuando está a punto de quedarse dormido.

—Te he traído un cuenco de Froot Loops —dice Jeremy.

Su padre se da media vuelta y levanta la vista.

—Gracias —dice—. ¿Qué hora es? ¿Han llegado los demás? ¿Estás disfrazado? ¿Es ésa la chaqueta de mi esmoquin?

—Son más o menos las cinco. No ha llegado nadie. ¿Te gusta? —dice Jeremy.

Va vestido de Libro Prohibido. La chaqueta de su padre le queda demasiado grande, pero aun así se siente muy elegante. Muy siniestro. Su madre le ha prestado el pintalabios, las plumas y los zapatos de plataforma.

—Es interesante —admite su padre—. Y un poco espeluznante.

Jeremy está vagamente satisfecho, aunque sabe que a su padre el disfraz, más que darle miedo, le hace gracia.

—Los demás seguramente vendrán disfrazados de Fox o Príncipe Wing. Menos Karl: él viene de Ptolomeo Krill, y hasta ha escrito algunos poemas pésimos. Quería preguntarte algo, antes de que nos marchemos mañana.

—Dispara.

—¿De verdad te has deshecho de la novela en la que salgo?

—No —dice su padre—. Tenía miedo de que me diera mala suerte. Mala suerte si la guardo, mala suerte si no la guardo. No sé qué hacer con ella.

—Me alegro de que no lo hayas hecho.

—Ni siquiera vale la pena, ¿sabes? Y eso lo empeora todo. Lo hice porque estaba aburrido de las arañas gigantes y tenía que haber sido algo divertido, para poder enseñártelo. Pero entonces escribí que tenías un tumor cerebral y dejó de serlo. Supuse que podría salvarte —después de todo yo soy el autor—, pero enfermaste cada vez más. Estabas pasando por una fase de rebeldía. Salías mucho de casa a escondidas y pegaste a tu madre. Eras un gilipollas integral. Pero resultó que tenías un tumor cerebral que estaba haciendo que te comportaras de manera extraña.

—¿Puedo hacerte otra pregunta? —dice Jeremy decidido a aprovechar la situación mientras su padre aún es vulnerable.

—Adelante.

—Si yo te lo pidiera, ¿podrías no robar nada durante un tiempo? —dice Jeremy—. Mamá no va a estar aquí para pagar los libros y las cosas que robes. No quiero que acabes en la cárcel porque nosotros estemos en Las Vegas.

Su padre cierra los ojos con la esperanza de que Jeremy se olvide de que le ha hecho una pregunta y se marche.

Jeremy no dice nada.

—Vale —dice finalmente su padre—. No robaré nada hasta que volváis a casa.

La madre de Jeremy corre de un lado a otro haciendo fotos de todo el mundo. Talis y Elizabeth han venido disfrazadas de Fox, aunque Talis es la Fox muerta. Lleva las orejas y cola de piel sintética en un pequeño bolsito de plástico transparente y también tiene una espada, que ha dejado en el paragüero de la cocina. Jeremy y Talis no han hablado mucho desde que ella soñó con él y desde que él le dijo que se marcha a Las Vegas. Ella no dijo nada sobre el tema, aunque tratándose de Talis eso es perfectamente normal.

Karl está genial como Ptolomeo Krill y el disfraz de Jeremy de Libro Prohibido tiene muchos admiradores.

El traje de Amy de Margaret la Fiel está casi, casi tan bien como cualquiera de los que Margaret la Fiel lleva en la tele. Tiene incluso efectos especiales: se ha hecho un apaño en el pelo con cintas de color rojo, alambre, espray de colores y clara de huevo para que parezca que está ardiendo, y se ha puesto diminutos golems de papel maché que hacen muecas terribles. Baila una polca con el padre de Jeremy, porque a Margaret la Fiel le pirra bailar la polca.

Nadie se ha vestido de Príncipe Wing.

Ven el episodio del pollo poseído y ven el episodio en el que sale la Esposa de Sal y ven el episodio en el que Príncipe Wing y Margaret la Fiel son hechizados y se intercambian el cuerpo y hacen el amor por primera vez. Ven el episodio en el que Fox le salva la vida a Príncipe Wing por primera vez.

El padre de Jeremy hace batidos de chocolate/mango/espresso para todos. Ninguno de sus amigos sabe nada de la novela, excepto Elizabeth. Todos creen que Jeremy y su madre van a vivir aventuras y todos creen que Jeremy volverá al final del verano.

—Me pregunto cómo encontrarán a los actores —dice Elizabeth—. No son actores reales, deben de ser gente corriente. Pero lo normal sería que en algún lugar hubiera alguien que los conociera. Que alguien diga en Internet: «Eh, ¡ésa es mi hermana!» o «Ése es el chaval que iba a mi clase y vomitó en gimnasia». Bueno, ya sabes, a veces alguien dice algo así o a veces alguien finge saber algo sobre «La biblioteca», pero siempre resulta ser mentira. Alguna persona que intenta ser alguien.

—¿Qué me dices del tipo que lo escribe? —dice Karl.

—¿Quién dice que es un tío? —dice Talis.

—Sí, Karl, ¿por qué siempre piensas que lo escribe un hombre? —dice Amy.

—Puede que no haya guionista —dice Elizabeth—. Puede que sea un programa mágico o que lo retransmitan desde el espacio exterior. Quizá sea eso. ¿No os parece que sería guay?

—No —dice Jeremy—, porque entonces Fox estaría muerta de verdad. Y entonces sería una mierda.

—No me importa —dice Elizabeth—. Ojalá fuera real. Quizá todo ocurriera en algún lugar, como el rey Arturo o Robin Hood, y esto no es más que una versión de cómo ocurrió. Como la película especial de la tarde, pero mágica.

—Incluso aunque no sea real —dice Amy—, algunas partes podrían serlo. Por ejemplo, puede que la biblioteca del Mundo Árbol sea real. O puede que «La biblioteca» sea inventada, pero Fox está inspirada en alguien que la escritora conocía. Los escritores hacen eso todo el tiempo, ¿verdad? Jeremy, creo que tu padre debería escribir un libro sobre mí. Las arañas gigantes podrían comerme o podría acostarme con arañas gigantes y tener bebés araña. Eso sería genial.

Así que, después de todo, Amy tiene dotes de adivina, aunque con algo de suerte ella no se dará cuenta jamás. Cuando Jeremy pone a prueba sus propias dotes, casi siente a su padre rondando la puerta del salón, escuchando sus conversaciones y puede incluso que tomando notas. Que es lo que hacen los escritores. Pero en realidad Jeremy no es adivino, porque merodear, rondar y aparecer repentinamente cuando menos te lo esperas son las cosas que hace su padre, como robar por placer y cocinar. Jeremy ruega a todos los dioses oscuros no recibir el don de saber lo que piensan los demás. Es una lúgubre carretera que termina con uno atrapado en la programación de televisión de madrugada, frente a un público invisible de insomnes deprimidos que llevan gorros de papel de plata y quieren pagar nueve noventa y nueve por minuto para escucharte describir con todo lujo de horribles detalles lo que su gato muerto está pensando en ese preciso instante. ¿Qué clase de futuro es ése? Él quiere ir a Marte. Y ¿cuándo volverá Elizabeth a besarlo? No puedes besar dos veces a una persona y después no volverlo a hacer. Intenta no pensar en Elizabeth ni en besar, por si acaso Amy le lee el pensamiento. Se da cuenta de que ha estado mirándole los pechos a Talis, así que mira fijamente a Elizabeth, que está viendo la tele. Mientras tanto, Karl lo fulmina con la mirada.

En la televisión, Fox baila en la Discoteca Invisible con Margaret la Fiel, cuya melena está a punto de incendiarse de nuevo. Las Norn están tocando su chirriante versión de Come On Eileen. Las Norn sólo saben dos canciones: Come On Eileen y Everybody Wants to Rule the World. No tocan instrumentos de verdad, tocan juguetes de perro de los que hacen ruido y una bañera que está encantada, aunque nadie sabe quién la ha encantado, por qué o para qué.

—Si tuvieras que elegir —dice Jeremy— entre ser invisible y poder volar, ¿qué elegirías?

Todos lo miran.

—Sólo los pervertidos quieren ser invisibles —dice Elizabeth—, para espiar a la gente. O robar bancos. No puedes fiarte de las personas invisibles.

—Si fueras invisible tendrías que ir desnudo —dice Karl—, de otro modo la gente vería tu ropa.

—Si pudieras volar, tendrías que llevar ropa interior térmica porque ahí arriba hace frío. Así que depende de si te gusta llevar ropa interior de manga larga o no llevar ropa interior —dice Amy.

Éste es el tipo de conversación que suelen tener y que hace que Jeremy eche de menos su hogar a pesar de no haberse marchado todavía.

—Creo que voy a ir a hacer brownies —dice Jeremy—. Elizabeth, ¿quieres ayudarme a hacer brownies?

—Shhhhh —dice Elizabeth—. Esta parte es buena.

En la televisión, Fox y Margaret la Fiel se están enrollando. Eso de «fiel» es una especie de broma.

Tarde o temprano, los padres de Jeremy se van a la cama. A las tres, Amy y Elizabeth han perdido la consciencia en el sofá y Karl ha subido arriba a mirar su e-mail en el iBook de Jeremy. En la televisión, los lobos vagan por la tundra del piso cuarenta de La biblioteca del Mundo Árbol Popular Libre. Cae una fuerte nevada y las bibliotecarias queman libros para entrar en calor, pero únicamente las obras literarias más aburridas y edificantes.

Jeremy no está seguro de adónde ha ido Talis, así que va en su busca. No anda lejos: en el rellano, mirando el espacio en la pared donde debería estar colgado el cuadro de Alice Mars. Talis tiene la espada consigo, además del pequeño bolso transparente. En el baño que hay junto al rellano, el inodoro cantarín sigue cantando.

—Nos llevamos el cuadro —dice Jeremy—. Mi padre ha insistido, por si acaso incendia la casa por accidente mientras no estamos. ¿Quieres ir a verlo? Se lo iba a enseñar a todos, pero ahora mismo están durmiendo.

—Claro —dice Talis.

Así que Jeremy coge una linterna y la lleva al garaje para enseñarle la furgoneta. Ella se sube y se sienta en uno de los sofás de piel azul. Mira a su alrededor y él se pregunta qué estará pensando. Se pregunta si la canción del inodoro se le ha metido en la cabeza.

—Todo esto lo ha hecho mi padre —dice Jeremy.

Enciende la linterna y alumbra la bola de espejos. La luz sale salpicada dibujando órbitas ansiosas y resbaladizas. Jeremy le enseña a Talis cómo ha colgado su padre el cuadro, que en la furgoneta queda realmente mal, como si lo hubiera puesto un loco. Especialmente con los reflejos de la bola de espejos. La mujer del cuadro parece confundida y avergonzada, como si el padre de Jeremy hubiera cancelado por accidente sus poderes de protección. A lo mejor la bola de espejos es su kriptonita.

—¿Te acuerdas de que soñaste conmigo?

Talis asiente.

—Creo que yo he soñado contigo, que eras Fox.

Talis abre los brazos mostrando su disfraz, su espada, su pequeño bolso con las pobres orejas y la cola de Fox dentro.

—Hay algo que querías que hiciera —dice Jeremy—. Se supone que tenía que salvarte de algún modo.

Talis se limita a mirarlo.

—¿Por qué no hablas nunca? —dice Jeremy.

Todo esto lo irrita, la manera en que antes se sentía normal cuando estaba con Elizabeth, como amigos, y ahora todo es extraño e incómodo. Antes solía disfrutar de sentirse incómodo con Talis y ahora, de repente, ya no. «Esto debe de ser lo que significa el sexo. Deja de pensar en sexo», piensa.

Talis abre la boca y la vuelve a cerrar. Entonces dice:

—No lo sé. Amy habla mucho. Todos habláis mucho. Alguien tiene que ser la persona que no hable. La persona que escuche.

—Oh —dice Jeremy—. Pensaba que quizá tenías un trágico secreto, como que tartamudeas. —Sin embargo, los secretos no pueden tener secretos, simplemente lo son.

—No —dice Talis—. Es como ser invisible, ¿sabes? No hablar. Me gusta.

—Pero no eres invisible. Para mí, no. Ni para Karl. Le gustas mucho. Cuando le pegaste con la boa constrictor, ¿fue a propósito?

Pero Talis dice:

—Ojalá no te marcharas.

La bola de espejos da vueltas y más vueltas. Hace que Jeremy se maree y, también, si se mira los brazos, que parezca que tiene una especie de lepra chispeante ochentera. No contesta a lo que ha dicho Talis, sólo para ver qué se siente, aunque pueda parecer un maleducado. O quizá lo que sea de mala educación es la manera en la que todos hablan todo el tiempo, sin dar lugar a que Talis diga nada.

—Al menos te perderás las clases —dice Talis finalmente.

—Ya —dice él.

Espera un poco, pero esta vez Talis no dice nada.

—Vamos a parar en un montón de museos y sitios por todo el país. Se supone que tengo que escribir un blog para la escuela y describir cosas en él, pero voy a inventarme un mogollón de cosas, para que sea más como escritura creativa y menos como hacer deberes.

—Deberías hacer una lista de todos los pueblos con nombres raros por los que pases. Town of Horseheads.[3] Existe.

—Plantagenet. Ese sitio también existe. Tenía algo muy extraño que contarte.

Talis espera, como siempre.

—Llamé a mi cabina, la que he heredado, y alguien contestó. La voz era igual que la de Fox y me dijo... me dijo que volviera a llamar más tarde. He llamado unas cuantas veces, pero no me ha vuelto a contestar.

—Fox no es una persona real —dice Talis—. «La biblioteca» sólo es un programa de televisión.

Pero no parece muy convencida y ésa es una de las cosas que tiene «La biblioteca», que nadie está convencido. Todos los que ven el programa tienen la esperanza de que no sean actores, de que sea magia. Verdadera magia.

—Lo sé —dice Jeremy.

—Ojalá Fox fuera de verdad —dice Fox-Talis.

Llevan sentados en la furgoneta un buen rato. Si Karl los busca y no los encuentra, pensará que han estado enrollándose y querrá matar a Jeremy. Un día Karl intentó estrangular a otro chaval porque se hizo pis sin querer sobre sus zapatos. Nada le impide a Jeremy besar a Talis, así que lo hace a pesar de que ella aún tiene la espada en la mano. Sin embargo, no le golpea con ella. Está oscuro y él tiene los ojos cerrados; casi se puede imaginar que está besando a Elizabeth.

Karl se ha quedado dormido en la cama de Jeremy. Talis está abajo, avanzando partes del episodio en el que unas bibliotecarias beben demasiada Euphoria y deciden cargarse la Hora del cuento. No sólo el hecho de tener una hora del cuento, sino la hora en sí. Amy y Elizabeth siguen fritas en el sofá; ver a Amy durmiendo es raro; no habla.

Karl ronca. Jeremy podría subirse al tejado y contemplar las estrellas, pero ya ha empaquetado su telescopio. Podría intentar despertar a Elizabeth para subir, pero Talis también está en el salón. Podría subir con Talis, pero no quiere besarla allí arriba. Jura solemnemente no besar a nadie en el tejado excepto a Elizabeth.

Coge el teléfono. Quizá podría llamar a su cabina y quejarse un poco sin despertar a Karl. A su padre le va a dar un ataque cuando vea la factura con todas esas llamadas a Nevada. Son las cuatro de la mañana y Jeremy ha decidido no dormir en toda la noche. Sus amigos son unos gallinas.

El teléfono suena, suena y suena, y entonces alguien lo coge. Jeremy reconoce el silencio del otro lado de la línea.

—Han venido todos y se han quedado dormidos —susurra—. Por eso estoy susurrando. Creo que no les importa que me vaya. Y me duelen los pies. ¿Te acuerdas de que me iba a disfrazar de Libro Prohibido? Los zapatos de plataforma no son cómodos. Karl cree que lo he hecho a posta, para ser aún más alto que él, más de lo habitual. Y se me ha olvidado que llevaba pintalabios, entonces he besado a Talis y le he manchado toda la cara, así que menos mal que todos estaban durmiendo, porque si no alguien lo habría notado. Y mi padre dice que no va a robar nada mientras mamá y yo estemos fuera, pero no me fío de él. Y esa piel sintética suelta más pelos que...

—Jeremy —dice suavemente esa voz extrañamente familiar, dulce, de bisagra oxidada—. Cállate, Jeremy. Necesito que me ayudes.

—¡Aivá! —dice Jeremy sin susurrar— ¡Aivá, aivá, aivá! ¿Eres Fox? ¿Eres Fox de verdad? ¿Se trata de una broma? ¿Eres real? ¿Estás muerta? ¿Qué haces en mi cabina telefónica?

—Ya sabes quién soy —dice Fox, y Jeremy sabe de todo corazón que efectivamente se trata de Fox—. Necesito que hagas algo por mí.

—¿El qué? —dice Jeremy. Karl, dormido en la cama, se ríe como si la idea de que Jeremy haga algo le pareciera graciosa—. ¿Qué puedo hacer?

—Necesito que robes tres libros —dice Fox— de una librería de un lugar llamado Iowa.

—Ya conozco Iowa —dice Jeremy—. Quiero decir que nunca he estado, pero existe. Podría ir hasta allí.

—Voy a decirte qué libros debes robar. Autor, título y número de canalización abismal.

—Clasificación decimal —dice Jeremy—. En las bibliotecas reales se llama clasificación decimal Dewey.

—Reales —dice Fox como si la palabra le hiciera gracia—. Tienes que escribir todo esto, además de cómo llegar a la biblioteca. Tienes que robar los tres libros y traérmelos. Es muy importante.

—¿Será peligroso? ¿Están tramando algo los Libros Prohibidos? ¿Ellos también son reales? ¿Qué pasa si me pillan robándolos?

—Para ti no es peligroso, pero que no te pillen. ¿Te acuerdas del episodio de «La biblioteca» en el que yo era la vieja de la colmena y robé la dentadura postiza del Obispo de Tweedle mientras leía los bandos de la boda de Margaret la Fiel y el caballero Petronella el Joven? ¿Te acuerdas de que ni siquiera se dio cuenta?

—Ese episodio no lo he visto —dice Jeremy, aunque, que él sepa, jamás se ha perdido un solo episodio de «La biblioteca». Nunca ha oído hablar del caballero Petronella.

—Oh. A lo mejor eso sale más adelante, en un flashback de otro episodio o algo así. Es un episodio genial. Dependemos de ti, Jeremy. Tienes que robar esos libros. Contienen secretos atroces. No puedo decir los títulos en voz alta, así que voy a deletrearlos.

Entonces Jeremy coge un cuaderno y Fox le deletrea el título de los libros dos veces (son títulos que no se pueden escribir aquí; en algunos libros es mejor ni siquiera pensar).

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dice Jeremy—. ¿Puedo contárselo a alguien? A Amy, no; pero, ¿puedo contárselo a Karl o a Elizabeth? ¿O a Talis? ¿Puedo contárselo a mi madre? Si despierto a Karl ahora mismo, ¿podrías hablar con él un momento?

—No tengo mucho tiempo, me tengo que ir. Por favor, Jeremy, no se lo digas a nadie. Lo siento.

—¿Es por los Libros Prohibidos? —repite Jeremy. ¿Qué pensaría Fox si viera el disfraz que aún lleva puesto, a excepción de los tacones?—. ¿No crees que pueda confiar en mis amigos? Pero, ¡si los conozco de toda la vida!

Fox hace un ruidito, una especie de aullido apenado.

—¿Qué pasa? —dice Jeremy—. ¿Estás bien?

—Tengo que irme. Nadie debe enterarse de esto. No le des este número a nadie y no le hables a nadie de la cabina. Ni de mí. ¿Me lo prometes, Germ?

—Solamente si me prometes que no me llamarás Germ —dice Jeremy sintiéndose estúpido—. Odio que la gente me llame así. Llámame Mars.

—Mars —dice Fox, y suena exótico, extraño y valeroso, como si Jeremy se acabara de convertir en una persona nueva que lleva el nombre de todo un planeta, una persona que besa a las chicas y habla con las Fox.

—Nunca he robado nada.

Pero Fox ya ha colgado.

Puede que en algún lugar haya alguien que disfrute con las despedidas, pero esa persona no es nadie a quien Jeremy conozca. Todos sus amigos están malhumorados y tienen los ojos rojos, aunque no es por llorar. Es por no haber dormido lo suficiente. Por haber visto demasiada televisión. Alrededor de la boca de Talis aún se ven unas ligeras marcas rojas y, si no estuvieran todos tan cansados, se darían cuenta de que es el pintalabios de Jeremy. Karl le da un puñado de monedas de veinticinco, diez, cinco y un centavo.

—Para las máquinas tragaperras —le dice—. Si ganas algo, puedes quedarte una tercera parte.

—La mitad —dice Jeremy automáticamente.

—Vale. De todos modos lo he sacado todo de los sofás de tu padre. Y una cosa más: deja de crecer. No crezcas más mientras estés fuera, venga.

Abraza a Jeremy con fuerza, tan fuerte que es como si le diera un puñetazo de nuevo. No es de extrañar que Talis le lanzara la boa constrictor.

Talis y Elizabeth le dan un abrazo de despedida. Ahora que ha estado sentada con él bajo la bola de espejos y se han enrollado, Talis parece aún más misteriosa. Más tarde Jeremy descubrirá que se ha dejado la espada debajo del sofá de piel sintética azul y se preguntará si lo ha hecho a propósito.

Talis no dice nada y, por supuesto, Amy no cierra la boca, ni siquiera cuando le da un beso. Que te bese una persona que continúa hablando mientras lo hace es una sensación extraña, pero aun así no debería sorprenderlo que ella lo bese. Supone que más tarde Amy, Talis y Elizabeth intercambiarán opiniones.

—Te prometo que mientras estés fuera grabaré todos los episodios de «La biblioteca» —dice Elizabeth— para que los podamos ver todos juntos cuando regreses. Y te prometo que te llamaré a Las Vegas cuando pongan un episodio nuevo, sea la hora que allí sea.

Tiene el pelo alborotado y el aliento ligeramente agrio. A Jeremy le encantaría poder decirle lo guapa que está.

—Te escribiré poemas muy malos y te los enviaré —le dice.

La madre de Jeremy parece terriblemente alegre, entrando y saliendo de la casa para asegurarse de que no se deja nada. Le entusiasman los viajes largos por carretera y el hecho de que ella y su hijo estén dejando atrás toda su vida no le preocupa en absoluto. Le pasa a Jeremy una carpeta llena de mapas.

—Eres el responsable de que no nos perdamos. Ponlos en un sitio seguro.

—He encontrado una biblioteca en Internet que quiero visitar. Está en Iowa. En la fachada hay un mosaico hecho con maíz en el que salen un montón de dioses y diosas desnudos bailando en un campo de mazorcas, y alguien quiere retirarlo. ¿Podemos ir a verlo antes de que lo quiten?

Su madre lo mira con complicidad y satisfacción.

—Por supuesto.

El padre de Jeremy ha llenado una bolsa de la compra entera de sándwiches. Tiene el pelo caído y parece un asesino de los que matan con hacha, aún más de lo habitual. Si esto fuera una película, pensarías que Jeremy y su madre están escapando justo a tiempo.

—Cuida de tu madre —le dice a Jeremy.

—Claro —contesta él—. Y tú cuida de ti mismo.

Su padre se encoge de hombros.

—Tú también.

Ha quedado claro, todos tienen que cuidar de sí mismos. ¿Por qué no pueden quedarse en casa y cuidar los unos de los otros hasta que Jeremy esté preparado para ir a la universidad?

—Tengo otra bolsa de sándwiches en la cocina. Supongo que será mejor que vaya a por ella.

—Espera. Tengo que preguntarte una cosa antes de que nos vayamos. Supongamos que tuviera que robar algo. Evidentemente, no tengo que robar nada; sé que robar está mal incluso cuando tú lo haces, y yo no robaría nada, jamás. Pero, ¿y si tuviera que hacerlo? ¿Cómo lo haces para que no te pillen?

Su padre se encoge de hombros. Seguramente se pregunta si Jeremy realmente es su hijo. Gordon Mars heredó esas manos mutantes, ambidiestras y de dedos largos de una larga saga de ladrones, blanqueadores de dinero y criminales de tres al cuarto que se avergüenzan muchísimo de él. Gordon Mars tenía un don y lo mandó al carajo para hacerse escritor.

—No sé —dice. Le coge la mano a Jeremy y la mira como si nunca se hubiera dado cuenta de que tuviera algo colgando más allá de las muñecas—. Lo haces y ya está. Lo haces como si no estuvieras haciendo nada en absoluto. Lo haces mientras piensas en otra cosa y se te olvida que lo estás haciendo.

Jeremy recupera la mano.

—No tengo intención de robar nada, sólo era por curiosidad.

Su padre lo mira.

—Cuídate —le repite como si lo dijera muy en serio, y lo abraza con fuerza.

Entonces va a buscar los sándwiches (tantos, que Jeremy y su madre comerán sándwiches durante los primeros tres días y sobrarán y tendrán que tirar la mitad). Todo el mundo dice adiós con la mano y Jeremy y su madre se meten en la furgoneta. Ella pone el reproductor de cedés en marcha y Bob Dylan canta una canción sobre monos. A su madre le gusta mucho Bob Dylan. Se marchan.

¿Sabes cuando estás viendo tu programa favorito de televisión y, a veces, durante la publicidad, te llama tu mejor amiga y quiere hablar de uno de sus novios, y cuando intentas colgar ella empieza a llorar y tú intentas animarla y acabas perdiéndote la mitad del episodio? ¿Y cuando llegas al trabajo o a la escuela al día siguiente tienes que hacer que el tipo que se sienta a tu lado te explique lo que ha pasado? Eso es lo bueno que tiene un libro. Puedes marcar por dónde vas. Pero en realidad esto no es un libro, es un episodio de un programa de televisión que se llama «La biblioteca».

En un episodio de «La biblioteca», un adolescente cruza el país por carretera con su madre. Tienen que cambiar una rueda. El chico ensaya sacando cosas del bolso de su madre y volviéndolas a dejar en su sitio. Roba una botella de Coca-Cola de medio litro en una tienda y la deja en otra. El chico y su madre paran en muchas bibliotecas y él escribe en un blog, pero se salta lo de la biblioteca de Iowa. En su blog habla sobre lo que lee, pero no lee los libros que ha robado en Iowa porque Fox le dijo que no lo hiciera y porque tiene que esconderlos de su madre. Bueno, sólo lee alguna página. Y en diagonal. Los esconde debajo del sofá de piel azul. Acampan en Utah y el chico saca el telescopio y ve tres estrellas fugaces y un coyote. Nunca ve a nadie que parezca un Libro Prohibido, aunque en un área de descanso de Indiana ve a un travesti entrar en el lavabo de señoras. Llama dos veces a una cabina que está a las afueras de Las Vegas, pero nadie contesta. Tiene conversaciones cortas con su padre y se pregunta qué estará haciendo esos días. Le gustaría poder hablar con él sobre Fox y los libros. Un día la madre del chico encuentra una araña gigante del tamaño de una galleta dentro de la tienda de campaña y empieza a reírse como una loca. Le hace una foto con su cámara digital y el chico la cuelga en su blog. A veces el chico hace preguntas y su madre le habla sobre sus padres. En una ocasión, llora, y el chico no sabe qué decir. Hablan sobre sus episodios favoritos de «La biblioteca» y los que no les han gustado en absoluto, y la madre le pregunta al chico si cree que Fox está muerta de verdad. Él contesta que cree que no.

Un día un hombre intenta entrar en la furgoneta mientras ellos duermen dentro, pero se marcha. Puede que el cuadro de la mujer con el cuchillo de pelar los esté protegiendo.

Pero este episodio ya lo has visto.

Es el Cinco de Mayo. Son casi las siete de la tarde y el sol se empieza a esconder. Jeremy y su madre están en el desierto y Las Vegas está frente a ellos, en alguna parte. Todas las veces que se cruzan con un conductor que viaja en la otra dirección, Jeremy intenta adivinar si esa persona acaba de ganar o de perder un montón de dinero. Aquí todo es llano y como ladeado, excepto visto con distancia, donde el terreno se eleva bruscamente como si alguien estuviera doblando el mapa. En algún lugar cercano está el Gran Cañón, que debió de haber sido toda una sorpresa para la primera persona que lo vio.

—¿Estás seguro de que tenemos que hacer esto primero? —dice la madre de Jeremy—. ¿No podemos buscar tu cabina más adelante?

—¿Podemos hacerlo ahora? Dije en el blog que lo iba a hacer, es como una misión que tengo que cumplir.

—De acuerdo. Debería estar por aquí. Se supone que está a unos siete kilómetros después del desvío, y aquí es donde tenemos que desviarnos.

Encontrar la cabina no es difícil: no hay mucho más por allí. Cuando la ve, Jeremy debería ponerse contento, pero en realidad está decepcionado. Ya ha visto otras cabinas antes y esperaba que esta tuviera algo diferente. Pero más que nada está cansado de viajar por carretera y cansado de las carreteras, simplemente cansado, cansado, cansado. Echa un vistazo para ver si Fox está por ahí cerca, pero todo lo que hay es un autoestopista en la distancia. Algún chaval.

—Bueno, Germ —dice su madre—. Date prisa.

—Tengo que sacar la mochila de atrás.

—¿Quieres que vaya contigo?

—No —dice Jeremy—. Esto es personal.

Su madre tiene aspecto de estar aguantándose la risa.

—Venga, date prisa. Yo tengo que ir a hacer pis.

Cuando Jeremy llega a la cabina, se da media vuelta. Su madre tiene la luz de la furgoneta encendida y parece que canta al son de la radio. Tiene una voz horrible.

Al entrar en la cabina se da cuenta de que no es mágica. Apesta como si un animal hubiera estado viviendo dentro. Las ventanas están sucias. Saca los libros robados de la mochila y los deja sobre la pequeña estantería de donde alguien ha robado la guía de teléfonos. Entonces, espera. Puede que Fox lo llame. Puede que tenga que esperar hasta que llame. Pero no llama y él se siente solo porque no se lo puede contar a nadie. Se siente un poco idiota y también orgulloso de sí mismo. Porque lo ha conseguido. Ha cruzado el país con su madre y ha salvado a una persona imaginaria.

—¿Qué tal tu cabina? —dice su madre.

—¡Genial! —responde, y ambos vuelven a quedarse en silencio.

Las Vegas está frente a ellos y después a su alrededor, y todo está iluminado como si estuvieran dentro de una máquina de pinball. Los árboles parecen de mentira. Como si alguien hubiera leído demasiadas historias del doctor Seuss y hubiera sacado ideas. La gente camina por las aceras y algunas personas parecen normales, pero otros parecen haberse escapado de la fiesta de disfraces del loquero. Jeremy tiene la esperanza de que acaben de ganar mucho dinero y ésa sea la razón de que parezcan tan sorprendidos, tan extraños. O quizá todos sean vampiros.

—Izquierda —le dice a su madre—. Gira aquí hacia la izquierda, cuidado con los vampiros del paso de cebra. Y después, inmediatamente a la derecha.

Su madre le ha dejado conducir la furgoneta cuatro veces: una en Utah, dos en Dakota del sur y otra en Pennsylvania. Huele a envoltorios viejos de hamburguesa y a piel sintética, y encima Jeremy se ha acostumbrado al olor. La mujer del cuadro lleva varias noches con expresión de pena en el rostro y la bola de espejos ha perdido algunos de los cristalitos, porque Jeremy la ha estado golpeando con la cabeza por las mañanas. Su madre y él llevan tres días sin ducharse.

Ahí está la capilla nupcial, delante de ellos, al final de un largo camino de acceso. Una luz de color púrpura eléctrico alumbra un cartel que dice «Las campanas del infierno». Hay una verja de hierro forjado y un patio lleno de árboles, de los que cuelgan cortinas de musgo español; debajo de los árboles, lápidas y mausoleos en miniatura.

—¿Crees que son de verdad? —dice su madre. Parece algo preocupada.

—Harry East, recientemente fallecido. No, no lo creo.

En el acceso hay aparcado un coche fúnebre con una pequeña placa en la parte trasera: «Recién enterrados casados.» La capilla es una casa victoriana con campanario; puede que esté lleno de murciélagos o arañas gigantes. Al padre de Jeremy le encantaría este lugar, pero su madre va a odiarlo.

Alguien está en el umbral de la capilla, mirándolos desde la puerta abierta. Pero en cuanto Jeremy y su madre se bajan de la furgoneta, se da media vuelta y la cierra.

—Seguramente ha ido a meter el aceite hirviente en el microondas —dice su madre.

Llama al timbre con determinación y, en lugar de sonar, se oye una grabación de un cuervo, «groc, groc, groc». Todas las luces de la casa victoriana se apagan y se vuelven a encender. La puerta se abre y Jeremy sujeta la mochila con fuerza, por si acaso.

—Buenas tardes, señora. Joven —dice el hombre y Jeremy mira hacia arriba y más arriba.

El hombre de la puerta tiene que agachar la cabeza para poder mirar hacia fuera y tiene las manos tan grandes como un par de tostadoras. Parece como si llevara ataúdes para chihuahua en los pies y un par de tornillos de aspecto muy realista sobresalen de los lados de su cabeza. Lleva maquillaje compacto verde, sombra de ojos verde con purpurina y sus pestañas son más largas, espesas y verdes que el césped artificial.

—No os esperábamos tan pronto.

—Lo siento —dice la madre de Jeremy—, deberíamos haber llamado antes de llegar.

—Me gusta tu disfraz —dice Jeremy.

El frankenstein hace una mueca triste con la boca.

—Gracias. Llamadme señorita Cosa, por favor.

—Yo soy Jeremy —dice Jeremy—. Ella es mi madre.

—Oh, venga ya —dice la señorita Cosa. Incluso sus guiños tienen algo de lúgubre—. Me estás engañando. No es lo suficientemente mayor para ser tu madre.

—Oh, por favor, no sea así —dice la madre de Jeremy.

—Vozotroz, rápido —chilla alguien desde algún lugar del interior de Las campanas del infierno—. Mientraz eztaiz ahí cotorreando, el diablo acecha como un león, buzcando la manera de entrar. ¿Ez que vaiz a quedaroz ahí de pie ezperando con la puerta abierta?

Así que todos entran.

—¿Ha llegado Jeremy Marz al fin? —dice la voz—. Tierra a Marz, Tierra a Marz. Marzzzz, Jeremy Marzzz, alguien quiere hablar con Jeremy Marz por teléfono. Ha llamado trez vecez en loz últimoz diez minutoz, Jeremy Marz.

Es Fox y Jeremy lo sabe. «Por supuesto, ¡es Fox! Está en la cabina. Tiene los libros y me va a decir que he salvado lo que quiera que sea que tenía que salvar.» Camina hacia la vozzzz mientras la señorita Cosa y su madre vuelven a la furgoneta.

Pasa a toda prisa por una habitación llena de telas de araña dispuestas con mucho gusto y candelabros encorvados bajo el peso de la cera. Alguien toca el órgano detrás de una pantalla de madera. Recorre el pasillo y sube una larga escalera cuya barandilla tiene caritas talladas: búhos, zorros y niños feos. La voz sigue hablando.

—Yuuujuu, Jeremy, zube laz ezcaleraz, muy bien. Ahora, acércate, ¡acércate! Ahí no, ¡aquí, aquí! No te preocupez por la ozcuridad, a nozotroz noz guzta la ozcuridad, pero mira donde ponez loz piez.

Jeremy alarga el brazo. Toca algo, se oye un clic y la librería que tiene delante se desliza lentamente hacia atrás. Ahora la habitación es el triple de grande y hay más librerías y una joven con gafas de sol sentada en un sofá. Tiene un megáfono en una mano y el teléfono en la otra.

—Para ti, Jeremy Marz —dice. Es la persona más pálida que él ha visto en la vida y tiene los colmillos tan afilados que cecea cuando habla. A través del megáfono el ceceo sonaba más siniestro, pero ahora sólo la hace sonar irritable.

Le pasa el teléfono.

—Hola —dice él mientras vigila a la chica vampiro.

—¡Jeremy! —dice Elizabeth—. ¡Lo están poniendo, lo están poniendo! ¡Acaba de empezar! Estamos todos aquí. Ha venido todo el mundo. ¿Qué ha pasado con tu móvil? Te hemos llamado varias veces.

—Mamá se lo olvidó en el mostrador de información de Zion.

—Bueno, ya ha llegado. Nos imaginamos por tu blog que ya debías de estar cerca de Las Vegas. Amy dice que tenía el presentimiento de que ibas a llegar a tiempo y nos ha hecho llamarte una y otra vez. No cuelgues, Jeremy, y así lo podemos ver todos juntos, ¿vale? Espera un momento.

Karl se pone al teléfono.

—Hola, Germ. No he recibido ninguna postal. ¿Es que ya no sabes escribir, o qué? Espera un segundo, hay alguien que quiere decirte algo.

Entonces se echa a reír y ríe y ríe y le pasa el teléfono a alguien que no dice nada.

—¿Talis? —dice Jeremy.

Puede que no sea Talis. Quizá sea Elizabeth de nuevo, así que piensa en que su boca está pegada a la oreja de Elizabeth. O quizá sea la de Talis.

La vampiresa del sofá se ha puesto a cambiar de canal y a Jeremy le gustaría quitarle el mando a distancia, pero no es buena idea intentar arrebatarle algo a un vampiro. Su madre y la señorita Cosa suben las escaleras y entran en la habitación, que de pronto parece estar a rebosar de gente, como si Karl, Amy, Elizabeth y Talis también hubieran entrado. Le empieza a sudar la mano con la que sostiene el teléfono. La señorita Cosa sujeta con firmeza el cuadro de la madre de Jeremy, como si fuera a intentar escapar. La madre de Jeremy parece cansada y lleva tres días con el pelo recogido en un par de trenzas. A Jeremy se le antoja más joven, como si en lugar de viajar a través del país, lo hubieran hecho a través del tiempo. Le ofrece a Jeremy una sonrisa de excitación y agotamiento. Jeremy también sonríe.

—¿Es «La biblioteca»? —dice la señorita Cosa—. ¿Están poniendo un episodio nuevo?

Jeremy se sienta en el sofá junto a la vampiresa con el teléfono aún pegado al oído, aunque se le está cansando el brazo.

—Estoy aquí —le dice a Talis o Elizabeth o quienquiera que esté al otro lado de la línea—. Estoy aquí.

Entonces se sienta y no dice nada, y espera como el resto a que la vampiresa encuentre el canal correcto para que todos puedan saber si ha salvado a Fox, si Fox está viva, si Fox aún está viva.

 

EL BOLSO DE LAS FADAS

Yo solía ir a las tiendas de segunda mano con mis amigos. Cogíamos el tren a Boston e íbamos a The Garment District, un almacén enorme de ropa vintage donde todo está ordenado por colores; de algún modo, eso hace que toda la ropa parezca bonita. Es como si entraras en el armario de los libros de Narnia, pero, en lugar de encontrarte con Aslan y la Bruja Blanca y el horrible Eustace, encontraras un mundo mágico de ropa: en vez de animales que hablan hay boas de pluma, vestidos de novia, zapatos de jugar a bolos, camisas con estampado de cachemira y Doc Martens, todo colocado en percheros de modo que primero están todos los vestidos negros, como el funeral bajo techo más grande del mundo, y después los vestidos azules —de todos los azules que te puedas imaginar—, después los rojos y así hasta el final. Rojos rosáceos, rojos anaranjados, rojos morados, rojos de señal de salida y rojos caramelo. A veces cerraba los ojos, y Natasha, Natalie y Jake me llevaban hasta un perchero y me frotaban la mano contra un vestido.

—Adivina de qué color es.

Teníamos una teoría según la cual podías aprender a distinguir el color de algo a partir de su tacto. Por ejemplo, si estás sentada sobre el césped con los ojos cerrados, sabes qué tono de verde tiene la hierba dependiendo de lo sedosa o dura que esté. En cuanto a la ropa, si cierras los ojos, las prendas elásticas o de terciopelo siempre te parecen rojas, aunque no lo sean. Natasha siempre era la mejor adivinando los colores, pero también es la mejor haciendo trampas sin que la pillen.

Un día estábamos mirando las camisetas de niño y encontramos una de los Teleñecos que en tercero había pertenecido a Natalie. Sabíamos que era suya porque aún tenía el nombre en la parte de dentro, donde lo escribió su madre con un rotulador indeleble el año que fue de colonias. Jake se la compró, porque ese fin de semana era el único que tenía dinero. Era el único que trabajaba.

Puede que te estés preguntando qué hace un tipo como Jake en The Garment District con un montón de chicas. La ventaja que tiene Jake es que siempre se lo pasa bien, sin importar lo que haga. Todo le gusta y todo el mundo le cae bien, pero sobre todo le caigo bien yo. Esté donde esté, apuesto a que se está divirtiendo y se está preguntando cuándo voy a aparecer. Yo siempre llego tarde, pero eso él ya lo sabe.

Teníamos la teoría de que las cosas tienen ciclos vitales, igual que las personas. El ciclo vital de los vestidos de novia, las boas, las camisetas, los zapatos y los bolsos implica su paso por The Garment District. Si las prendas son buenas o incluso si son malas pero interesantes, The Garment District es el lugar adonde van cuando mueren. Sabes que están muertas por su olor. Cuando las compras, las lavas, empiezas a ponértelas de nuevo y empiezan a oler a ti, entonces es cuando se reencarnan. Pero lo importante es que, si buscas algo en particular, tienes que buscar mucho; tienes que buscar a conciencia.

En el sótano de The Garment Factory venden ropa, maletas raídas y tazas de té a peso. Puedes llevarte cuatro kilos de vestidos de baile de fin de curso —un vestido negro ceñido, uno de gasa color lavanda, uno rosa con volantes y un vestido de lamé plateado con estrellas tan fino que podrías hacerlo pasar por la anilla de un llavero— por ocho dólares. Voy todas las semanas para ver si encuentro el bolso de las fadas de mi abuela Zofia.

El bolso de las fadas es enorme y negro y como peludo. Incluso con los ojos cerrados, si lo tocas, parece negro. Tan negro como el negro puede ser; como si al tocarlo tu mano se fuera a quedar atrapada en él, como en alquitrán o en arenas movedizas negras; o como cuando estiras la mano por la noche para encender la luz, pero todo lo que sientes es la oscuridad.

Dentro viven las hadas. Sé cómo suena esto, pero es cierto.

La abuela Zofia decía que era una reliquia familiar. Decía que tenía más de doscientos años. Decía que cuando ella muriera, yo tendría que ocuparme de él. Ser su guardiana. Que ésa sería mi responsabilidad.

Yo le dije que no parecía tan antiguo y que hacía doscientos años no había bolsos, y se enfadó. Me dijo: «Entonces dime, Genevieve, cariño, ¿dónde crees que guardaban las señoras mayores las gafas de leer, la medicina del corazón y las agujas de tejer?»

Sé que nadie se va a creer nada de esto. No importa. Si pensara que te lo ibas a creer, no te lo podría contar. Prométeme que no te creerás ni una palabra. Eso es lo que Zofia me solía decir cuando me contaba historias. Durante el funeral, mi madre me dijo, medio llorando, medio riéndose, que su madre era la mejor mentirosa del mundo. Creo que pensaba que quizá Zofia no estuviera muerta de verdad. Sin embargo, yo me acerqué a su ataúd y la miré a los ojos. Los tenía cerrados. En la funeraria la habían maquillado y le habían puesto sombra de ojos y delineador azul. En lugar de estar muerta, parecía que fuese a dar las noticias en la cadena Fox. Era espeluznante, y me puse más triste de lo que estaba. Aun así, no dejé que eso me distrajera.

—Muy bien, Zofia —susurré—, sé que estás muerta, pero esto es importante. Sabes exactamente lo importante que es. ¿Dónde está el bolso? ¿Qué hiciste con él? ¿Cómo puedo encontrarlo? ¿Qué debo hacer ahora?

Por supuesto, ella no dijo ni una palabra. Se quedó allí, con una pequeña sonrisa en los labios como si pensara que todo el asunto —la muerte, la sombra de ojos azul, Jake, el bolso, las hadas, el Scrabble, Baldeziwurlekistán, todo— no fuera más que una broma. Siempre tuvo un extraño sentido del humor. Por eso ella y Jake se llevaban tan bien.

Crecí en la casa contigua a la casa en la que mi madre vivió cuando era pequeña. Su madre, Zofia Swink, mi abuela, me cuidaba mientras mi madre y mi padre estaban trabajando.

Zofia nunca tuvo aspecto de abuela. Tenía el pelo largo y negro, y se lo trenzaba formando torres puntiagudas. Tenía los ojos grandes y de color azul. Era más alta que mi padre. Parecía una espía o una bailarina o una señora pirata o una estrella del rock. Y también se comportaba como una; por ejemplo: nunca iba a ninguna parte en coche. Iba en bicicleta, lo que enfurecía a mi madre. «¿Por qué no puedes comportarte como una persona de tu edad?», le decía, y Zofia se reía.

Zofia y yo jugábamos a Scrabble muy a menudo. Ella siempre ganaba, aunque su inglés no era del todo bueno, porque decidimos que podía utilizar el vocabulario baldeziwurleko. Baldeziwurlekistán es el lugar donde Zofia nació hace más de doscientos años. Eso es lo que ella decía (mi abuela alegaba tener más de doscientos años, que quizá fuera aún más vieja. A veces afirmaba haber conocido a Genghis Khan y que él era mucho más bajo que ella. Seguramente no tendré tiempo de contarte esa historia). Baldeziwurlekistán también es una palabra que en puntos de Scrabble es increíblemente valiosa, aunque en realidad no cabe en el tablero. Zofia la puso la primera vez que jugamos. Yo me sentía muy bien porque en mi turno había conseguido cuarenta puntos por zi pizape.

Zofia reorganizó las letras en el soporte una y otra vez. Entonces me miró como si me retara a que la detuviese y puso ziwurlekistán después de balde. Utilizó delicioso, zipizape, whiskey, kilo y nutria, y convirtió tos en tose. Baldeziwurlekistán atravesaba todo el tablero y se salía por el lado derecho.

Yo me eché a reír.

—He usado todas mis letras —dijo Zofia. Chupó la mina del lápiz y empezó a sumar los puntos.

—Eso no es una palabra —le dije—. Baldeziwurlekistán no es una palabra. Además, no puedes hacer eso. No puedes poner una palabra de dieciocho letras en un tablero que tiene quince casillas de ancho.

—¿Por qué no? Es un país —dijo Zofia—. Es donde yo nací, queridita mía.

—Desafío —dije. Me levanté, cogí el diccionario y lo busqué—. Ese sitio no existe.

—Por supuesto que hoy en día no existe. No era un lugar muy grande, incluso cuando era un lugar. Pero sí que has oído hablar de Samarkanda, Uzbekistán, la Ruta de la Seda y de Genghis Khan. ¿Te he contado lo de cuando conocí a Genghis Khan?

Busqué Samarkanda.

—Vale —dije—, Samarkanda es un lugar real, una palabra real. Pero Baldeziwurlekistán, no.

—Ahora lo llaman de otra manera —dijo Zofia—, pero creo que es importante recordar de dónde vienes y creo que es justo que yo pueda usar palabras baldeziwurlekas. Tu inglés es mucho mejor que el mío. Prométeme una cosa, mordisquito de manzana al horno, una cosa pequeñita, pequeñita: que te acordarás del nombre, Baldeziwurlekistán. Cuando sumo las letras me salen trescientos sesenta y ocho puntos, ¿puede ser?

Si llamaras al bolso de las fadas por su nombre correcto, sería algo así como orzipanikanikcz, que significa «la bolsa de piel en la que vive el mundo», pero Zofia jamás escribía esa palabra dos veces de la misma manera. Decía que cada vez había de escribirlo un poco diferente, que era mejor no escribirlo bien porque hacerlo sería peligroso.

Lo llamé el bolso de las fadas porque una vez puse «fada» en el tablero de Scrabble. Zofia dijo que se escribía con hache, no con efe; lo buscó en el diccionario y perdió un turno.

Zofia decía que en Baldeziwurlekistán utilizaban un tablero y fichas como herramienta de adivinación y pronosticación, y a veces simplemente para pasar un buen rato. Decía que era parecido a jugar a Scrabble y seguramente por eso se le daba tan bien. Los baldeziwurlekos utilizaban las fichas y el tablero para comunicarse con la gente que vivía debajo de la colina. La gente que vivía debajo de la colina conocía el futuro. Los baldeziwurlekos les daban leche fermentada y miel, y las jóvenes del pueblo solían ir a tumbarse en la colina a dormir bajo las estrellas. Al parecer los de debajo de la colina eran muy monos. Lo más importante era no entrar en la colina a pasar la noche por muy guapo que fuera el chico, porque si lo hacías, aunque tan sólo pasaras allí una única noche, cuando salieras podían haber pasado cien años. «Recuérdalo —me dijo Zofia—, no importa lo guapo que sea el chico. No es buena idea ir a su casa. Tontear está bien, pero no vayas a dormir con él.»

De vez en cuando una mujer de debajo de la colina se casaba con un hombre del pueblo, pero aquello nunca acababa bien. El problema era que las mujeres de debajo eran muy malas cocineras. No lograban acostumbrarse a cómo funcionaba el tiempo ahí arriba, lo que significaba que la cena siempre se quemaba o no estaba lo suficientemente hecha. Sin embargo, no soportaban que las criticasen porque eso las ofendía. Si sus maridos del pueblo se quejaban, o incluso si tenían pinta de irse a quejar, se hartaban. La mujer de debajo de la colina volvía a su hogar y por mucho que el marido se disculpara, rogara y suplicara, podían pasar tres años o treinta o varias generaciones antes de que volviera a salir.

Incluso los matrimonios más sólidos y felices entre baldeziwurlekos y los pobladores de debajo de la colina se desmoronaban cuando los hijos crecían lo suficiente como para quejarse de la cena. Pero todos los del pueblo tenían sangre de debajo de la colina en las venas.

—Tú también —me decía Zofia plantándome un beso en la nariz—. Herencia de mi abuela y de su madre. Por eso somos tan guapas.

Cuando Zofia tenía diecinueve años, la sacerdotisa hechicera de su pueblo lanzó las fichas y descubrió que algo malo iba a ocurrir. Una banda de asaltantes se acercaba y no valía la pena luchar contra ellos. Iban a quemar todas las casas y a llevarse a los hombres y mujeres jóvenes como esclavos. Y aún había algo peor: también se iba a producir un terremoto y eso sí que eran malas noticias, porque normalmente cuando aparecían los asaltantes, todo el pueblo se metía debajo de la colina para pasar la noche y cuando salían los bandidos se habían marchado hacía meses o décadas o incluso cien años. Pero este terremoto iba a partir la colina en dos.

Los moradores de debajo de la colina estaban en peligro. Sus hogares iban a ser destruidos y ellos condenados a vagar por la tierra llorando y lamentando su destino hasta que se apagara el sol, se agrietara el cielo, hirvieran los mares y las personas se secaran y se convirtieran en polvo que barriera el viento. Así que la sacerdotisa siguió adivinando y los moradores de debajo de la colina le dijeron que matara un perro negro, lo despellejara y utilizara la piel para hacer un bolso lo suficientemente grande para meter dentro una gallina, un huevo y una cazuela. Así que lo cosió, y después los moradores hicieron el interior lo suficientemente grande como para que cupiera todo el pueblo y todos los habitantes de la colina y las montañas y los bosques y los mares y los ríos y los lagos y los huertos de árboles frutales y el cielo y las estrellas y los espíritus y monstruos fabulosos y sirenas y dragones y dríadas y bichos y todos los dioses diminutos que los baldeziwurlekos y los moradores de debajo de la colina adoraban.

—¿Tu bolso está hecho de piel de perro? —dije—. ¡Qué asco!

—Pequeña cachorrita —dijo Zofia con aire nostálgico—, el perro es delicioso. Para los baldeziwurlekos el perro es una exquisitez.

Antes de que llegara el grupo de asalto, los moradores del pueblo empaquetaron todas sus pertenencias y se mudaron al bolso. El cierre estaba hecho de hueso. Si lo abrías hacia un lado, el bolso no era más que un bolso lo suficientemente grande como para que cupiera una gallina, un huevo y una cazuela de barro; o si no, un par de gafas de leer, un libro de la biblioteca y un pastillero. Si lo abrías de otra manera, te encontrabas en una pequeña barca, flotando en la desembocadura de un río. A ambos lados había un bosque en el que los habitantes baldeziwurlekos y la gente de debajo de la montaña hicieron sus nuevos poblados.

Sin embargo, si abrías el bolso de la manera incorrecta, te encontrabas en una tierra oscura que olía a sangre. Allí es donde vivía el guardián del bolso (el perro con cuya piel se había confeccionado). El guardián no tenía piel y sus aullidos te hacían sangrar por los oídos y la nariz. Despedazaba a quienquiera que girase el cierre en la dirección opuesta y abriese el bolso de la manera incorrecta.

—Ésta es la manera incorrecta de abrir el bolso —dijo Zofia. Giró el cierre y me enseñó cómo lo hacía. Abrió el bolso un poco, no mucho, y me lo acercó—. Vamos, querida, escucha un momento.

Yo acerqué la cabeza al bolso, pero no demasiado. No oí nada.

—No oigo nada —dije.

—Ese pobre perro seguramente estará dormido —dijo Zofia—. Hasta las pesadillas necesitan dormir de vez en cuando.

Después de que echaran a Jake, en el colegio todo el mundo le llamaba Houdini, en lugar de Jake. Todos menos yo. Ya te explicaré por qué, pero tienes que tener paciencia. Es muy difícil contarlo todo en el orden correcto.

Jake es más inteligente y también más alto que la mayoría de nuestros profesores, pero no tan alto como yo. Nos conocemos desde tercero y siempre ha estado enamorado de mí. Dice que lo estaba incluso antes de tercero, incluso antes de conocernos. A mí me costó un tiempo enamorarme de él.

En tercero, él lo sabía todo, excepto cómo hacer amigos. Solía seguirme todo el día y yo me enfadaba tanto que le daba patadas en las rodillas. Si eso no funcionaba, le tiraba la cartera por la ventana del autobús escolar. Eso tampoco funcionó, pero el año siguiente Jake hizo unos exámenes y la escuela decidió que podía saltarse cuarto y quinto. Entonces hasta yo sentí lástima de él porque en sexto no le fue bien. Cuando los alumnos de ese curso no dejaban de meterle la cabeza en el váter y tirar de la cadena, él fue y cazó una mofeta y la soltó en el vestuario de los chicos.

Lo iban a expulsar el resto del año, pero en lugar de eso Jake se quedó dos años en casa y su madre le dio clases. Aprendió latín, hebreo y griego, a escribir sextinas, a hacer sushi, a jugar al bridge y hasta a tejer. Aprendió esgrima y bailes de salón. Trabajó en un comedor de beneficencia e hizo una película en Super-8 sobre una gente que se dedicaba a recrear batallas de la guerra civil y jugaban a croquet extremo con los trajes de época puestos, en lugar de disparar cañones. Empezó a aprender a tocar la guitarra. Incluso escribió una novela. No la he leído: él dice que es terrible.

Cuando volvió dos años después porque su madre tuvo cáncer por primera vez, la escuela lo colocó en nuestro curso, en séptimo. Seguía siendo demasiado listo, pero por fin lo suficiente como para saber adaptarse. Además era buen jugador de fútbol y muy guapo. ¿He dicho que también tocaba la guitarra? Todas las chicas del colegio estaban locas por Jake, pero él solía venir a casa después de clase a jugar a Scrabble con Zofia y preguntarle cosas sobre Baldeziwurlekistán.

La madre de Jake se llamaba Cynthia. Coleccionaba ranas de cerámica y chistes de «Se abre el telón». Cuando estábamos en noveno curso volvió a tener cáncer y, después de que muriera, Jake rompió todas las ranas. Ése fue el primer funeral al que fui. Unos meses más tarde, el padre de Jake le pidió una cita a la profesora de esgrima y se casaron justo después de que lo expulsaran por el proyecto sobre Houdini que hizo para el curso avanzado al que asistía. Ésa fue la primera boda a la que fui. Jake y yo robamos una botella de vino y nos la bebimos. Yo vomité en la piscina del club de campo; Jake me vomitó en los zapatos.

Bueno, los moradores del pueblo y de debajo de la colina vivieron felices y comieron perdices en el bolso durante algunas semanas; lo habían atado a una roca de un pozo seco que los de debajo de la colina habían determinado que iba a sobrevivir al terremoto. Pero algunos de los baldeziwurlekos querían salir y ver qué estaba pasando en el mundo. Zofia era una de ellos. Cuando entraron en el bolso era verano, pero cuando salieron y treparon por el pozo, caía la nieve y su pueblo era todo ruinas y viejos montones de escombros que se desmoronaban. Caminaron sobre la nieve con Zofia cargando con el bolso hasta que llegaron a otro pueblo, uno que jamás habían visto. Allí todos estaban empaquetando sus pertenencias para marcharse, y a Zofia y sus amigos les dio mala espina. Parecía que todo seguía igual que cuando se metieron en el bolso.

Siguieron a los refugiados, que parecían saber adónde iban, y al final todos llegaron a una ciudad. Zofia nunca había visto nada igual. Había trenes y luz eléctrica y cines, y también había personas disparándose unas a otras. Caían bombas. Estaban en guerra. La mayoría de los moradores decidieron volver a meterse en el bolso, pero Zofia se ofreció voluntaria para quedarse en el mundo y cuidar del bolso. Se había enamorado de las películas, de las medias de seda y de un joven: un desertor ruso.

Zofia y el desertor ruso se casaron y vivieron muchas aventuras, y finalmente vinieron a América, donde nació mi madre. De vez en cuando, Zofia consultaba las fichas y hablaba con la gente que vivía en el bolso y ellos le explicaban la mejor manera de evitar problemas y cómo ella y su marido podían ganar algo de dinero. De tanto en cuanto uno de los baldeziwurlekos o uno de los de debajo de la colina salían del bolso y querían ir a hacer la compra o a ver una película o a un parque de atracciones para montarse en la montaña rusa o ir a la biblioteca.

Cuantos más consejos le daba Zofia a su marido, más dinero ganaban. Él empezó a sentir curiosidad por el bolso, porque se daba cuenta de que tenía algo extraño, pero Zofia le dijo que se ocupara de sus asuntos. Empezó a espiarla y vio que hombres y mujeres raros entraban y salían de la casa. Se convenció de que o bien Zofia era una espía comunista o bien tenía varios líos. Se peleaban y él bebía cada vez más, hasta que al final tiró a la basura las fichas de adivinar el futuro. «Los rusos no son buenos maridos», me dijo Zofia una vez. Al final, una noche, mientras Zofia dormía, su marido abrió el cierre de hueso y entró en el bolso.

—Pensaba que me había dejado —dijo Zofia—. Durante casi veinte años creí que nos había dejado a mí y a tu madre y se había marchado a California. Tampoco me importaba, estaba harta de estar casada y hacer la cena y limpiar la casa para otra persona. Es mejor poder cocinar lo que yo quiero comer y limpiar cuando yo decida. Fue más duro para tu madre, por quedarse sin padre. Eso fue lo que más me importó.

»Entonces resultó que después de todo no se había fugado. Había pasado una noche en el bolso y había salido veinte años después, exactamente tan guapo como yo lo recordaba; había pasado el suficiente tiempo como para que yo lo perdonara por todas las peleas. Hicimos las paces y todo fue muy romántico, pero cuando volvimos a discutir la mañana siguiente, él fue a ver a tu madre —que había estado toda la visita dormida— y le dio un beso en la mejilla. Después, se metió en el bolso. No lo volví a ver hasta que no pasaron otros veinte años. La última vez que apareció fuimos a ver La guerra de las galaxias; le gustó tanto que se marchó a contárselo a todos. Dentro de un par de años vendrá el resto y querrán verla en vídeo, y las secuelas también.

—Diles que no se molesten en ver las «precuelas» —le dije.

Lo que le pasa a Zofia con las bibliotecas es que siempre pierde los libros. Ella dice que no los ha perdido y que, de hecho, tampoco ha vencido el plazo del préstamo. Sólo que una semana dentro del bolso de las fadas es mucho más si lo cuentas en el tiempo del mundo de las bibliotecas. ¿Qué se supone que puede hacer al respecto? Todas las bibliotecarias la odian. Tiene prohibido ir a cualquiera de las de la zona. Cuando yo tenía diez años, me hizo ir por ella y sacar un puñado de biografías y libros de ciencia ficción y algunas novelas rosa de Georgette Heyer. Cuando mi madre se enteró se puso furiosa, pero ya era demasiado tarde: Zofia ya había extraviado la mayoría.

Cuesta mucho escribir sobre alguien como si esa persona estuviera muerta de verdad. Todavía creo que Zofia debe de estar sentada en el salón de su casa, viendo alguna película de terror mientras deja caer palomitas dentro del bolso. Está esperando a que yo llegue para jugar a Scrabble.

Ahora nadie devolverá esos libros.

Mi madre volvía del trabajo y solía poner los ojos en blanco.

—¿Ya has estado contándoles cuentos de hadas? —decía—. Genevieve, tu abuela es una pésima mentirosa.

Zofia recogía el tablero de Scrabble y se encogía de hombros.

—Miento de maravilla —decía—. Soy la mejor mentirosa del mundo. Prométeme que no te creerás ni una palabra.

Pero a Jake no quería contarle la historia del bolso de las fadas, sólo los cuentos populares de Baldeziwurlekistán y los de hadas sobre la gente de debajo de la colina. Le contó que ella y su marido llegaron a cruzar toda Europa escondiéndose en almiares y graneros, y que, una vez, cuando él salió a buscar comida, un granjero la encontró escondida en su gallinero e intentó violarla. Pero ella abrió el bolso de las fadas de la manera que me enseñó a mí y salió el perro y se comió al granjero y a todas sus gallinas.

Nos estaba enseñando a insultar en baldeziwurleko. También sé decir «te quiero», pero jamás se lo voy a volver a decir a nadie, excepto a Jake, cuando lo encuentre.

Cuando tenía ocho años me creía todo lo que Zofia decía. A los trece, ya no me creía ni una palabra. Cuando tenía quince vi a un hombre salir de su casa, subirse a la bicicleta de tres marchas de Zofia y marcharse calle abajo. La ropa que llevaba era extraña. Era mucho más joven que mi madre y mi padre, y, aunque nunca lo había visto antes, me resultaba familiar. Lo seguí con mi bicicleta hasta la tienda de comestibles y esperé donde las cajas mientras él compraba manteca de cacahuete, Jack Daniel’s, media docena de cámaras instantáneas y al menos sesenta paquetes de bombones Reese de manteca de cacahuete, tres bolsas de bombones Hershey de caramelo, un puñado de chocolatinas Milky Way y algunas cosas más del expositor de chucherías de la caja. Mientras el cajero le ayudaba a meter todas las chocolatinas en bolsas, levantó la mirada y me vio. «¿Genevieve? —dijo—. Te llamas así, ¿verdad?»

Me di media vuelta y salí corriendo de la tienda. Él cogió las bolsas y salió corriendo tras de mí; creo que ni siquiera se acordó del cambio. Yo seguía huyendo cuando una de las tiras de la sandalia se me despegó de la suela, tal y como suele ocurrir; me enfadé tanto que me detuve y me volví.

—¿Quién eres? —dije.

Pero ya lo sabía. Por su aspecto, podría haber sido el hermano pequeño de mi madre. Era muy guapo y me quedó claro por qué Zofia se había enamorado de él.

Se llamaba Rustan. Zofia les dijo a mis padres que era un experto en folclore baldeziwurleko que se iba a quedar con ella unos días, y lo trajo a cenar a casa. Jake también vino y me di cuenta de que él sabía que algo raro estaba pasando.

—¿Quieres decir que Baldeziwurlekistán es un lugar real? —le preguntó mi madre a Rustan—. ¿Lo que dice mi madre es verdad?

Evidentemente, fue un momento difícil para Rustan. Era obvio que quería decir que su mujer era una pésima mentirosa, pero entonces, ¿qué sería de él? Si así fuera, él no podría ser la persona que se suponía que era.

Seguramente le hubiera gustado poder decir un montón de cosas, pero lo que dijo fue: «Esta pizza está muy buena.»

Rustan hizo muchas fotos de la cena y al día siguiente fui con él a llevarlas a revelar. Había traído algunos carretes de fotos que había sacado del bolso de las fadas, pero no salieron bien. Puede que la película fuera demasiado vieja. Hicimos copias de las de la cena para que me las quedara yo. Hay una de Jake sentado en el porche que es genial. Se está riendo y tiene la mano delante de la boca, como si quisiera atrapar la risa. La tengo colgada en el ordenador y también en la pared, sobre la cama.

Compré un huevo de chocolate de Cadbury’s para Rustan. Después nos estrechamos la mano y me dio un beso en cada mejilla. «Dale uno de esos besos a tu madre», dijo, y yo pensé en que la próxima vez que lo viera a lo mejor yo ya tenía la edad de Zofia y él sólo sería unos días más mayor. La próxima vez que lo viera, Zofia estaría muerta. Puede que Jake y yo ya tuviéramos hijos. Demasiado raro.

Sé que Rustan intentó que Zofia se fuera a vivir con él al bolso, pero ella no quiso.

—Ahí dentro me mareo —solía decirme—. Y no hay cines. Además, tengo que cuidar de tu madre y de ti. Puede que cuando tú seas lo suficientemente mayor como para cuidar del bolso asome la cabeza, lo justo como para hacer una pequeña visita.

No me enamoré de Jake porque fuera inteligente. Yo misma lo soy bastante. Sé que ser inteligente no significa ser agradable; ni siquiera significa que tengas mucho sentido común. Fíjate en todos los problemas en los que se mete la gente inteligente.

No me enamoré de Jake porque hiciera makis y fuera cinturón negro de esgrima, o lo que quiera que seas cuando eres bueno en esgrima. No me enamoré de Jake porque sepa tocar la guitarra: es mejor jugador de fútbol que guitarrista.

Ésas eran las razones por las que accedí a tener una cita con Jake. Por eso, y porque me lo pidió. Me invitó a ver una película y yo le pregunté si podía traer a mi abuela y a Natalie y Natasha. Él dijo que por supuesto, así que los cinco vimos A por todas y de vez en cuando Zofia metía un par de caramelos de tofe y chocolate o unas palomitas en el bolso. No sé si le estaba dando de comer al perro o si había abierto el bolso de la manera correcta y le echaba comida a su marido.

Me enamoré de Jake porque le contó chistes estúpidos de «Se abre el telón» a Natalie y le dijo a Natasha que le gustaban sus tejanos. Me enamoré de Jake cuando nos llevó a Zofia y a mí a casa. A ella la acompañó a su puerta y después me acompañó a mí a la mía. Me enamoré de Jake cuando no intentó besarme. Resulta que yo estaba algo nerviosa por el asunto de los besos. La mayoría de los chicos creen que se les da mejor de lo que se les da en realidad. Y no es que yo me crea un genio besando, pero no creo que besar tenga que ser un deporte de competición. No es tenis.

Natalie, Natasha y yo solíamos practicar besándonos entre nosotras. Sólo para practicar, y nos hicimos bastante buenas. Nos dimos cuenta de por qué se supone que besar es divertido.

Sin embargo, Jake no intentó besarme. En lugar de eso me dio un enorme abrazo. Enterró la cara en mi pelo y suspiró. Nos quedamos allí, de pie, hasta que finalmente dije: «¿Qué haces?»

—Sólo quería olerte el pelo —dijo.

—Oh. —Su contestación me hizo sentir rara, pero bien. Metí la nariz en su pelo, que es castaño y rizado. Lo olí. Nos quedamos allí, de pie, oliéndonos, y fue una sensación muy agradable. Me sentí feliz.

Jake habló entre mi pelo:

—¿Conoces a ese actor, John Cusack?

—Sí —dije—. Una de las películas favoritas de Zofia es Más vale muerto. La vemos muy a menudo.

—Le gusta acercarse a las mujeres y olerles el sobaco.

—¡Qué asco! —dije—. ¡Vaya mentira! ¿Qué estás haciendo ahora? Me estás haciendo cosquillas.

—Te estoy oliendo la oreja —dijo Jake.

El pelo de Jake olía a té helado con miel, después de que se haya derretido el hielo.

Besar a Jake es como besar a Natalie o Natasha, pero no es sólo para pasarlo bien. Es una sensación para la que no existe una palabra que poner en el Scrabble.

Aquel asunto sobre Houdini fue porque Jake se interesó por él durante el curso avanzado de Historia americana. A los dos nos habían puesto en historia de décimo curso y estábamos haciendo proyectos sobre biografías. Yo estaba estudiando a McCarthy y mi abuela conocía todo tipo de historias sobre él: lo odiaba por lo que había hecho con Hollywood.

Jake no entregó ningún proyecto, sino que le dijo a los del curso avanzado, menos al señor Streep (nosotros lo llamamos Meryl), que se reunieran el domingo en el gimnasio. Cuando aparecimos todos, Jake recreó una de las escapadas de Houdini con una bolsa de la lavandería, unas esposas, una taquilla del gimnasio, unas cadenas de bicicleta y la piscina de la escuela. Tardó tres minutos y medio en liberarse y un tal Roger hizo unas cuantas fotos y las colgó en Internet. Una de ellas acabó en el Boston Globe y Jake fue expulsado. Lo más irónico es que mientras su madre estaba en el hospital, Jake solicitó plaza en el Massachusetts Institute of Technology. Lo hizo por su madre, porque pensó que así ella no tendría más remedio que continuar viviendo. Estaba muy emocionada por lo del MIT. Un par de días después de que lo expulsaran y justo después de la boda, cuando su padre y la instructora de esgrima estaban en Bermudas, recibió una carta en la que le confirmaban que había sido aceptado, seguida de una llamada de un tipo de la oficina de admisiones que le explicó por qué habían tenido que revocar su plaza.

Mi madre quería saber por qué dejé que Jake se envolviera en cadenas de bicicleta y me quedé mirando cómo Peter y Michael lo tiraban a la parte más profunda de la piscina. Yo dije que Jake tenía un plan B. Diez segundos más y todos hubiéramos saltado al agua para abrir la taquilla y sacarlo de allí. Mientras le decía eso, yo lloraba. Incluso antes de que se metiera en la taquilla, sabía que Jake estaba haciendo algo estúpido; más tarde me prometió que jamás volvería a hacer nada igual.

Entonces fue cuando le hablé de Rustan, el marido de Zofia, y del bolso. ¿Cómo pude ser tan idiota?

Supongo que te imaginas qué fue lo que pasó. El problema es que cuando le hablé del bolso, Jake me creyó. Pasábamos mucho tiempo jugando a Scrabble en casa de Zofia y ella nunca apartaba la vista del bolso de las fadas, incluso se lo llevaba cuando iba al baño. Creo que dormía con él debajo de la almohada.

No le dije que se lo había contado a Jake. Jamás le habría dicho nada sobre el bolso a nadie. Ni a Natasha. Ni siquiera a Natalie, que es la persona más responsable del mundo. Por supuesto, ahora, si el bolso aparece y Jake no vuelve, tendré que decírselo. Alguien tiene que cuidar de esa cosa estúpida mientras voy a buscar a Jake.

Lo que me preocupa es que quizá uno de los baldeziwurlekos o uno de los pobladores de debajo de la colina, o puede incluso que Rustan, haya salido del bolso para hacer un recado y se haya preocupado al ver que Zofia no estaba allí. Puede que vengan a buscarla y lo traigan consigo. Quizá sepan que ahora soy yo la que tiene que cuidar de él. Puede que alguien lo entregara en el mostrador de objetos perdidos de la biblioteca y esa bibliotecaria estúpida llamara al FBI. Quizá los científicos del Pentágono lo estén examinado en este mismo momento. Haciendo experimentos. Si Jake sale de él, pensarán que es un espía o una súper arma o un alienígena o algo parecido. Y no le dejarán marcharse sin más.

Todos creen que Jake se escapó; excepto mi madre, que está convencida de que seguramente intentase otra escapada a lo Houdini y esté tendido en el fondo de algún lago. No me lo ha dicho, pero sé que lo piensa. Porque no deja de hacerme galletas.

Lo que pasó fue que Jake dijo: «¿Me dejas verlo un segundo?»

Lo dijo con tanta naturalidad que creo que pilló a Zofia desprevenida. Estaba buscando el monedero. Era lunes por la mañana y estábamos en el vestíbulo del cine. Jake estaba detrás del mostrador de las palomitas porque trabajaba allí. Llevaba un estúpido gorro rojo de papel y una especie de delantal o babero. Se suponía que tenía que habernos preguntado si queríamos las bebidas de tamaño extra grande.

Se inclinó sobre el mostrador y le quitó el bolso de las manos a Zofia. Lo cerró y lo volvió a abrir. Creo que lo abrió de la manera correcta, no creo que acabara en el lugar oscuro. Nos dijo: «Enseguida vuelvo» y de pronto ya no estaba allí. Sólo estábamos Zofia y yo y el bolso, abandonado sobre el mostrador donde él lo había dejado.

Si yo hubiera sido lo suficientemente rápida creo que hubiera podido seguirlo. Pero Zofia llevaba mucho tiempo siendo la guardiana del bolso de las fadas. Lo agarró rápidamente y me lanzó una mirada.

—Es un chico muy malo —me dijo. Estaba absolutamente furiosa—. Genevieve, creo que estás mejor sin él.

—Dame el bolso —le dije—, tengo que ir a buscarlo.

—No es un juguete, Genevieve. Esto no es un juego. No es Scrabble. Él volverá cuando vuelva. Si es que vuelve.

—Dame el bolso, o te lo quitaré.

Ella sujetó el bolso por encima de la cabeza para que yo no lo pudiera alcanzar. Odio a la gente más alta que yo.

—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo Zofia—. ¿Vas a tumbarme? ¿Vas a robarme el bolso? ¿Vas a marcharte y dejarme aquí para que les explique a tus padres adónde has ido? ¿Vas a despedirte de tus amigos? Cuando vuelvas a salir ellos habrán acabado la universidad. Tendrán trabajos e hijos y casas, y ni siquiera te reconocerán. Tu madre será una mujer mayor y yo me habré muerto.

—No me importa. —Me senté sobre la pegajosa moqueta roja del vestíbulo y me eché a llorar.

Un chico que llevaba una placa metálica con su nombre se acercó y me preguntó si estaba bien. Se llamaba MISSY. A lo mejor llevaba la placa de otra persona.

—Estamos bien. Mi nieta tiene gripe.

Me cogió de la mano y tiró de mí para que me levantara. Me rodeó con el brazo y salimos caminando del cine. Nunca llegamos a ver aquella estúpida película. Ni siquiera volvimos a ver otra película juntas. No quiero volver a ver más películas. El problema es que no quiero ver más finales tristes y no sé si creo en los finales felices.

—Tengo un plan —dijo Zofia—. Iré a buscar a Jake. Tú te quedarás aquí y cuidarás del bolso.

—Tú tampoco volverás —dije, y lloré aún con más fuerza—. Y si lo haces yo tendré cien años y Jake aún tendrá dieciséis.

—Todo saldrá bien.

Ojalá pudiera explicarte lo hermosa que estaba justo en ese momento. No importaba si me estaba mintiendo o si realmente sabía que todo iba a salir bien. Lo importante era su aspecto cuando lo dijo. Me dijo, con absoluta certeza, o quizá con toda la destreza de una hábil mentirosa:

—Mi plan va a funcionar, aunque primero tenemos que ir a la biblioteca. Uno de los habitantes de debajo de la montaña acaba de traerme una novela de misterio de Agatha Christie y tengo que devolverla.

—¿A la biblioteca? —dije—. ¿Por qué no nos vamos a casa y jugamos a Scrabble?

Seguramente crees que estaba siendo sarcástica, y es cierto, pero Zofia me lanzó una mirada perspicaz. Sabía que si estaba siendo sarcástica era porque mi cerebro volvía a funcionar. Sabía que yo sabía que estaba intentando ganar tiempo. Sabía que yo estaba ideando mi propio plan, que era muy parecido al de ella, sólo que era yo la que se metía en el bolso. El cómo era la parte en la que todavía estaba discurriendo.

—Sí, podríamos hacer eso —dijo—. Recuerda: cuando no sabes qué hacer, nunca está de más jugar a Scrabble. Es como leer el I Ching o las hojas del té.

—¿Podemos darnos prisa, por favor? —dije.

Zofia me miró.

—Genevieve, tenemos tiempo de sobras. Si vas a cuidar del bolso, debes recordarlo. Tienes que ser paciente. ¿Eres capaz de ser paciente?

—Puedo intentarlo —le dije.

Lo intento, Zofia. Lo intento con todas mis fuerzas, pero no es justo. Jake está por ahí viviendo aventuras y hablando con animales parlantes y quién sabe qué más. Aprendiendo a volar. Y alguna hermosa chica de tres mil años de edad le estará enseñando a hablar baldeziwurleko con fluidez. Apuesto a que ella vive en una casa que corre de un lado para otro sobre un par de patas de gallina y que le dice a Jake que le encantaría escucharle tocar algo con la guitarra. Puede que la beses, Jake, porque ella te haya hechizado. Pero, hagas lo que hagas, no subas a su casa. No te quedes dormido en su cama. Vuelve pronto, Jake, y trae el bolso contigo.

Odio esas películas y esos libros en los que el chico se va por ahí a vivir aventuras y, mientras tanto, la chica tiene que quedarse en casa a esperar. Soy feminista. Me he suscrito a la revista Bust y veo las reposiciones de Buffy. No me creo esas mierdas.

No llevábamos en la biblioteca ni cinco minutos cuando Zofia cogió una biografía de Carl Sagan y la metió en el bolso. Definitivamente, estaba intentando ganar tiempo. Intentaba urdir un plan que contrarrestase el plan que ella sabía que yo planeaba. Me pregunto cuál pensaba que era mi plan. Seguramente era mucho mejor que cualquier cosa que se me pudiera ocurrir a mí.

—¡No hagas eso! —dije.

—No te preocupes, no había nadie mirando.

—¡No me importa si no te ha visto nadie! ¿Qué pasa si Jake está sentado en el bote o si estaba subiendo y le has dado en la cabeza?

—No funciona así —dijo Zofia—. De todos modos, le estaría bien empleado —añadió.

Entonces fue cuando la bibliotecaria se nos acercó. Ella también tenía una placa con el nombre y yo ya estaba harta de gente con estúpidas placas con su nombre. Ni siquiera te voy a decir cómo se llamaba.

—Lo he visto —dijo la bibliotecaria.

—¿Visto, el qué?

Zofia sonrió a la bibliotecaria como si ella fuera la Reina de la Biblioteca y la otra una peticionaria.

La bibliotecaria la miró con aire severo.

—Te conozco —dijo, y sonó casi sobrecogida, como si hubiera ido de fin de semana a observar aves y acabara de ver al Yeti—. Tenemos su fotografía colgada en la pared de la oficina. Usted es la señora Swink y no tiene permiso para sacar libros de aquí.

—Eso es ridículo —dijo Zofia.

Le sacaba al menos dos cabezas y yo me sentí un poco mal por ella. Después de todo, Zofia acababa de robar un libro de siete días de préstamo que probablemente no devolvería en cien años. Mi madre siempre ha dejado muy claro que mi responsabilidad es proteger a otras personas de Zofia. Supongo que fui su guardiana antes de convertirme en la guardiana del bolso.

La bibliotecaria estiró el brazo hacia arriba y agarró el bolso. Era pequeña, pero fuerte. Tiró de él y Zofia se tambaleó y cayó hacia atrás, contra un escritorio. No me lo podía creer. Todos conseguían mirar dentro del bolso menos yo. ¿Qué clase de guardiana iba a ser?

—Genevieve —dijo Zofia. Me sujetó la mano con fuerza y yo la miré. Parecía mareada y estaba pálida—. Me sabe muy mal todo este asunto. Dile a tu madre que he dicho eso.

Entonces dijo una última palabra, pero creo que fue en baldeziwurleko.

—La he visto meter el libro aquí —dijo la bibliotecaria—. Justo aquí.

Abrió el bolso y miró dentro. Del bolso salió un prolongado aullido de rabia, solitario, feroz y totalmente desesperado. No quiero volver a escucharlo jamás. Todos los que estaban en la biblioteca nos miraron. La bibliotecaria hizo un ruido como si se estuviera ahogando y lanzó el bolso bien lejos. Tenía un hilillo de sangre en la nariz y una gota cayó al suelo. Al principio, pensé que había sido una suerte que el bolso estuviera cerrado cuando aterrizó. Después intenté descifrar lo que Zofia había dicho. Mi baldeziwurleko no es muy bueno, pero creo que dijo algo así como: «Vaya sorpresa. Estúpida bibliotecaria, ahora tengo que ir a cuidar de ese maldito perro.» Así que quizá eso fuera lo que pasó. Puede que Zofia enviara parte de sí misma allí dentro, con el perro despellejado. Quizá peleó contra él, ganó y cerró el bolso. Puede que se hicieran amigos. Quiero decir, que en el cine solía darle palomitas. Puede que ella siga allí dentro.

Lo que ocurrió en la biblioteca fue que Zofia suspiró un poco y cerró los ojos. Yo la ayudé a sentarse en una silla, pero creo que en realidad ya no estaba con nosotros. Fui con ella en la ambulancia cuando ésta apareció por fin y juro que ni pensé en el bolso hasta que apareció mi madre. No dije ni una palabra. Simplemente la dejé en el hospital con Zofia, que estaba conectada a un respirador, y volví corriendo a la biblioteca. Pero estaba cerrada, así que volví a correr hasta el hospital, pero ya sabes lo que pasó, ¿verdad? Zofia murió. Odio escribir eso. Mi abuela, alta, divertida, hermosa, ladrona de libros, jugadora de Scrabble y contadora de historias, murió.

Pero tú nunca la has conocido y seguramente te estás preguntando por el bolso. Qué pasó con él. Colgué carteles por toda la ciudad como si el bolso de Zofia fuera un perro extraviado, pero nunca llamó nadie.

Y hasta aquí llega la historia, pero no espero que te la creas. Anoche, Natalie y Natasha vinieron y jugamos a Scrabble. En realidad no les gusta, pero sienten que es su deber animarme. Gané yo. Después de que ellas se marcharan a casa les di la vuelta a todas las fichas y empecé a girarlas en grupos de siete. Intenté hacer una pregunta, pero resultaba difícil decidir cuál. Las palabras que me salían tampoco es que fueran geniales, así que decidí que no eran palabras inglesas. Eran palabras baldeziwurlekas.

Cuando hube decidido eso, todo se volvió perfectamente claro. Primero puse kirif, que significa «buenas noticias», y después saqué una b, una o, una l, una e, una f, otra i, una s y una z, así que pude convertir kirif en bolekirifisz, que podría significar «el resultado satisfactorio de una combinación de esmerados esfuerzos y paciencia».

Iba a encontrar el bolso de las fadas. Lo decían las fichas. Iba a abrir el cierre y meterme en el bolso, a tener mis propias aventuras y a rescatar a Jake. Prácticamente no iba a pasar el tiempo antes de que volviéramos a salir del bolso. Puede incluso que me hiciera amiga del pobre perro y que me pudiera despedir de verdad de Zofia. Rustan iba a reaparecer, arrepentido de haberse perdido el funeral de Zofia y esta vez iba a tener la suficiente valentía para contarle a mi madre toda la historia. Le iba a contar que era su padre. No es que ella le fuera a creer. Tampoco tú debes creerte esta historia. Prométeme que no te creerás ni una palabra.

 

LA CHICA DETECTIVE

La chica detective miró su reflejo en el espejo. Aquélla era una chica diferente. Aquélla era una chica que mascaría chicle.

DORA KNEZ, durante una conversación.

La madre de la chica detective ha desaparecido

La madre de la chica detective lleva desaparecida mucho tiempo.

El submundo

Piensa en el submundo como si fuera el fondo del armario, detrás de esos montones de ropa que ya no te pones. Siempre hay algo que se relega allí y se olvida. El submundo está lleno de cosas de las que te has olvidado y si fueras capaz de recordarlas, querrías recuperar algunas de ellas. Los viajes al submundo están cargados de nostalgia; allí todo es más oscuro y las estaciones del año no se corresponden con las del exterior. La mayoría de las personas acaba allí por accidente o, si no, porque al final no tenían otro lugar al que ir. Sólo los héroes y las chicas detective van al submundo a propósito.

Hay tres tipos de comida

Una es la comida que te hace tu madre. Otra es el tipo de comida que se come en los restaurantes. La otra es el tipo de comida que comes en los sueños. Aún hay un tipo de comida más, pero sólo la puedes conseguir en el submundo y, en realidad, no se come. Más bien es como bailar.

La chica detective come sueños

La chica detective no quiere la cena. Su padre y el ama de llaves han intentado todo lo que se les ha ocurrido. Él la lleva a cenar fuera, a restaurantes chinos; una vez llegaron a cruzar dos estados para ir a un bar de carretera a comer escalopes de ternera. A la chica detective le solían encantar los escalopes. Su padre ha engordado cinco kilos, pero ella sólo pide un vaso de agua y ni siquiera le pone una rodajita de limón. Una vez los vi en un restaurante nuevo del centro y ella estaba doblando la servilleta mientras él comía. Cuando se marcharon me acerqué a la mesa; había hecho un cisne con la servilleta, así que me la metí al bolsillo junto con su panecillo y un sobrecito de azúcar. Creí que podían ser pistas.

El ama de llaves cocina todos los platos que le solían gustar a la chica detective. Judías verdes, macarrones con salsa de queso, chirivías, peras al vino... Nunca se dejaba las verduras. A la chica detective le entusiasmaban las verduras y siempre rebañaba el plato. «Ojalá su madre estuviera aquí», dice el ama de llaves con un suspiro. El padre de la chica detective suspira también. «¿No tienes nada de hambre?», le preguntan. «¿No te gustaría comer algo?» Pero aun así ella se va a la cama con hambre.

Algunos debaten si en realidad necesita ingerir comida. ¿Cabe la posibilidad de que esté comiendo en secreto? ¿Es anoréxica? ¿Bulímica? ¿Está protestando por algo? ¿Qué podríamos cocinar para tentarla?

Estoy haciendo todo lo posible por contestar a estas preguntas. Estoy «detectando» a la chica detective. Me siento sobre un árbol que hay al otro lado de la calle, frente a su ventana, y esto es lo que veo: la chica detective se va a la cama hambrienta, pero mientras dormimos, se come nuestros sueños. Se ha comido los míos. Los tuyos. Uno tras otro, como si fueran uvas u ostras. La chica detective está engordando a base de los sueños de los demás.

El caso de las bailarinas de claqué ladronas de bancos

Hace unos días lo vi en las noticias. Seguro que lo recuerdas: aquel banco del centro. Puede que estuvieras en la cola de la caja, esperando para hacer un ingreso. Quizá las vieras entrar. Tenían las piernas muy, muy largas y vestían de lentejuelas. Plumas. Poco más. Llevaban diminutas máscaras dominó y el pelo recogido en grandes rizos. Tenían la boca ancha y de color rojo. Sus ojos centelleaban.

Te estaban entrevistando en las noticias. «Todos pensamos que era el cumpleaños de alguien del banco —dijiste—. Llevaban aquellos diminutos vestiditos y sonaba música.»

Hacían giros, cabriolas, daban patadas al aire. Llevaban bolsito y de ellos sacaron unas pistolitas negras. «Siéntate en el suelo», te dijo una de ellas. Tú te sentaste en el suelo. Desde allí podías ver debajo de sus minifaldas de volantes. Les podías ver la ropa interior. Era de satén y llevaba bordados los días de la semana. Había doce atracadoras de bancos: Lunes, Martes, Miércoles, Jueves, Viernes, Sábado, Domingo y el día del trabajador, el día de ayer, el día de cobro, algún otro día y el día de tu cumpleaños. La que te habló era el día de tu cumpleaños y parecía ser la líder. Se acercó al cajero y le apuntó con la pistolita. Hablaron con mucha seriedad y salieron por una puerta que había en un lado. El resto de ladronas los acompañaron, excepto Miércoles y Jueves, que te estaban vigilando. Mientras esperaban, hicieron algún paso sobre el suelo de mármol, algún que otro plié. Apuntaban al guardia de seguridad con la pistola; él estaba dormido junto a la puerta, sentado en una silla. Y siguió durmiendo.

Después de un minuto aproximadamente, el resto de las ladronas volvieron a salir por la puerta con el cajero. Parecían satisfechas. Él estaba perplejo y se sentó a tu lado, en el suelo. Las ladronas de bancos se marcharon. Los testigos dicen que se metieron en una furgoneta roja en cuyos laterales había algo escrito con letras doradas, y se marcharon. Conducía una mujer mayor de aspecto severo.

La policía está buscando a la mujer, y la furgoneta. Cuando llegaron, ¿qué fue lo que encontraron en la caja fuerte? No faltaba nada. De hecho, habían dejado allí una serie de cosas. Varias toneladas de calcetines desparejados, varios cientos de gafas de ver, ortodoncias y una pitón real de dos metros de largo enroscada alrededor del dial de bronce de la caja fuerte, como si fuera parte de la decoración. Y también una mujer que decía ser Amelia Earhart. Cuando la policía la interrogó dijo que apenas recordaba nada. Se acuerda de un lugar, por eso sospechan que las ladronas de bancos la retuvieron allí. Estaba oscuro, dijo, y había gente bailando. La comida era muy buena. La mujer está bajo custodia, y al parecer ha recibido serias propuestas por parte de hombres solitarios y de algunas de las principales editoriales.

Durante los últimos dos meses las bailarinas de claqué ladronas han estado ocupadas. ¿Quiénes son estas mujeres enmascaradas? Las especulaciones al respecto están a la orden del día. Todos los espectáculos de danza —moderna, clásica e incluso los ensayos de estudiantes— tienen gran afluencia de público. Los bancos se han convertido en lugares de interés como destino para una cita o para comer entre semana. Algunas personas llevan rosas para lanzar. Se dice que la chica detective está trabajando en el caso.

Orígenes secretos de la chica detective

Algunas personas dicen que no existe. Alguien insinuó en una ocasión que yo era ella, pero nunca he tenido claro si hablaban en serio. Al menos yo no creo ser la chica detective. Si lo fuera, estoy seguro de que lo sabría.

Ocurren cosas

Una mañana, cuando la chica detective sale de casa de su padre, hay un hombre merodeando fuera. Llevo un rato observándolo desde el árbol. Estoy algo agarrotado, pero contento de estar aquí. Se trata de un hombre gordo con los ojos bonitos, aunque con bolsas, que da unos cuantos suspiros profundos y coge a la chica detective del brazo. «¿Puedo contarte una historia?», le dice.

«Vale», contesta ella educadamente. Se suelta y se sienta en los escalones de la entrada. El hombre se acomoda junto a ella y enciende un puro apestoso.

La chica detective salva el mundo

La chica detective ha salvado el mundo al menos en tres ocasiones diferentes. Aunque no alardea de ello.

A la chica detective no le interesa la ficción

En realidad la chica detective no lee mucho. No tiene tiempo. Cuando era pequeña su padre le solía leer cuentos de hadas, pero a ella no le gustaban. Por ejemplo, el de las doce princesas bailarinas. Si el padre realmente quiere que dejen de bailar, ¿por qué no le prohíbe al zapatero real que les haga más zapatos de baile? ¿Por qué tienen que ir a bailar bajo tierra? ¿No tienen un salón para hacerlo? ¿Les gusta bailar o sienten un alivio secreto cuando las pillan? ¿Quién les enseñó a bailar?

La chica detective ha pensado largo y tendido sobre las doce princesas bailarinas. Tiene algunas cosas en común con ellas. Por ejemplo, el cuero de los zapatos. Puede que la ropa interior. También que no tiene madre. Eso es típico de la ficción y de los cuentos de hadas en particular: por lo general no hay madre. De pronto, la chica detective se imagina a todas las madres; están todas en el mismo lugar, lejos, en algún sitio donde ella no las puede encontrar. Eso le pone furiosa. ¿Qué traman todas esas madres?

La historia del hombre gordo

—Hay un hombre que tiene doce hijas —dice el hombre gordo—, todas guapísimas. Buenos jamones. Es un hombre rico, pero no tiene esposa y tiene que cuidar él solo de todas las chicas. Hace lo que puede. Cuando la más joven acaba el instituto, la mayor todavía vive en casa, cosa que hace feliz al padre. ¿Cómo podría cuidar de ellas si se fueran de casa?

»Pero comienzan a pasar cosas extrañas. Las chicas duermen todas en la misma habitación, lo que no es un problema, está bien, porque todas se llevan a las mil maravillas. Pero entonces las chicas empiezan a dormir todo el día y él no consigue despertarlas. Es como si alguien las hubiera drogado. Consulta a los especialistas y ellos sacuden la cabeza.

»Por la noche las chicas se despiertan y están animadas, afectuosas. Se maquillan. Susurran y ríen. Cenan con el padre y todos fingen que la situación es normal. A la hora de dormir se van a su habitación y cierran la puerta y, por la mañana, cuando el padre llama a la puerta para despertarlas —al principio suavemente con ligeros golpecitos y después con más energía, suplicándoles que abran— junto a cada una de las camas hay un par de zapatos de baile desgastados.

»Aquí viene lo extraño. Él jamás les ha pagado clases de baile. Todas fueron a hípica, tenis o a esos talleres en los que aprendes a hacer muebles de casa de muñecas con cajetillas de cigarrillos y tapetes de blonda.

Así que contrata a un detective.

—Yo —dice el hombre gordo—, no te lo creerás, pero yo fui joven y guapo, y tenía buenos reflejos. Solía ser muy buen bailarín.

El hombre le da una calada al puro.

—¿Lo estás anotando todo? —me grita la chica detective hacia el árbol donde estoy sentado. Yo asiento—. Vete a paseo —dice ella.

Por qué queremos a la chica detective

Queremos a la chica detective porque nos recuerda a los hijos que nos gustaría tener. Es cortés, pero también valiente. Odia la injusticia y es apasionada, pero siempre va bien peinada. Tiene la habitación ordenada, pero no demasiado. Da de comer a sus pececitos de acuario. Sacará buenas notas y, mientras eso no interfiera con su lucha contra el crimen, respetará el toque de queda. Los fines de semana volverá a casa desde una de las universidades de la Ivy League para hacer la colada.

Nos recuerda a la chica con la que todos esperamos casarnos algún día. Si se lo pedimos, nos cuidará, nos cocinará platos nutritivos y encontrará las llaves del coche cuando las perdamos. A la chica detective se le da bien encontrar cosas. Llevará la contabilidad, planeará las vacaciones y de vez en cuando nos esperará junto a la puerta cuando lleguemos del trabajo, llevando tan sólo una cinta azul en el pelo. Nos alegrará la vista. Enterraremos la cara en su pelo oscuro, claro, sedoso, rizado, encrespado, cardado, corto, largo y brillante. Su pelo con perfume a mandarina, clavo, de color rojizo, color carbón, sangre de buey, amarillo, color arcilla, resina, marrón anaranjado, negro humo, hollín. El color de su pelo siempre encenderá nuestra pasión.

Nos recuerda a nuestras madres.

BAILE CON CHICAS PRECIOSAS

Una noche el padre me esconde dentro de un armario y yo espero a que todas las chicas se acuesten. Es un armario grande que tiene un olor muy agradable, como a sudor de chica, clavo y naftalina. Me agarro a la manga del vestido de una de ellas para no perder el equilibrio mientras miro por el ojo de la cerradura. No pienses que no registro los bolsillos; pero todo lo que encuentro es una canica, una baraja a la que le falta la reina de picas, una servilleta doblada en forma de cisne o algo parecido y una caja de cerillas de un restaurante chino.

Miro a través de la cerradura y puede que tenga la suerte de ver cómo una o dos se desvisten; pero, en lugar de eso, ellas cierran la puerta de la habitación con llave, mueven una de las camas, dan un golpe en el suelo y ¿te lo imaginas? Hay un pasadizo secreto. Y allá van, en fila india. Parecen tan recatadas... como si fueran a catequesis.

Espero un poquito y después las sigo. Al inicio, el pasadizo está hecho de ladrillos y yeso, y, más adelante, de tierra y paredes compactadas. Éstas se abren y, si quisiéramos, todos podríamos caminar los unos al lado de los otros, de la mano. Está bastante oscuro, pero cada chica lleva una linterna; yo sigo a los doce pares de pies enfundados en doce pares de zapatos de baile de piel de cabritilla nuevos, cada uno dentro de su charco de luz. Estiro los brazos hacia arriba y me pongo de puntillas, pero ya no noto el techo del túnel. Una brisa me eriza el pelo del cogote.

Hasta ese momento, creía que conocía la ciudad bastante bien, pero bajamos y bajamos —yo detrás de la última, la más joven—, y cuando por fin se nivela el pasaje, estamos en un bosque. En el tronco de los árboles hay un musgo que reluce. A la luz del musgo, aquello parece un paraíso. El suelo es suave como el terciopelo y el aire tiene buen sabor. Creo que debo de estar soñando, así que alargo el brazo y rompo una rama.

La más joven de las chicas oye el ruido que hace la rama al partirse y se gira, pero me he escondido detrás de un árbol. Ella sigue adelante, todos seguimos adelante.

Entonces llegamos a un río. En la orilla hay doce hombres jóvenes, orientales; por su aspecto se diría que son gánsteres. Tienen el pelo negro engominado hacia atrás; en la penumbra sus rostros parecen suaves y veo que debajo del elegante esmoquin llevan pistola. Me quedo rezagado entre los árboles. Pienso que quizá sea un caso de trata de blancas, pero las chicas van plácidamente, sonriendo y riéndose con sus escoltas, así que aguardo entre los árboles y pienso durante un momento. Cada hombre lleva a una de las chicas hasta el otro lado del río en una pequeña canoa. Espero un poco, salto sobre una de las canoas y empiezo a remar haciendo el menor ruido posible. El agua es negra y hay una pequeña corriente, como si supiera adónde va; no me fío de esta agua. Me acerco al último bote, en el que está la más joven, y el agua que salpica mi remo le moja la cara, supongo, porque le dice al hombre que ahí fuera hay alguien.

«Un caimán, quizá», dice él, y yo juro que es idéntico al camarero que me sirvió el pollo a la naranja en aquel restaurante nuevo del centro. Estoy tan cerca que te juro que deberían verme, pero no parece que sea así. Quizá disimulan por educación.

Nos bajamos en la otra orilla, donde hay un club nocturno iluminado por los farolillos de papel que cuelgan de la galería. Hombres y mujeres pasean por su balcón y dentro una banda toca el tipo de música que hace que des golpecitos en el suelo con los pies. Se me mete dentro y empieza a dar tumbos por mi cabeza. A estas alturas, creo que las chicas deben de haberme visto, pero no me miran. Creo que me están ignorando. «Bueno, ¡aquí están! —dice una mujer—. Hola, chicas.» Es alta y tan hermosa que parece una actriz de cine; pero también tiene un aire severo, probablemente interpreta a villanas. Lleva uno de esos vestidos ceñidos de seda con dragones, pero no es oriental.

«Vayamos al grano», dice. Sobre la puerta del club hay un cartel. BAILE CON CHICAS PRECIOSAS. Entran. Yo espero un poco y entro también.

Bailo con la más mayor y bailo con la más joven, y por supuesto ellas fingen no conocerme aunque opinan que bailo bastante bien. Hacemos el shimmy, movemos el culo, agitamos la pelvis y bailamos el charlestón. Una de las chicas abre las piernas ante mí y cruza los brazos por delante formando una X, después junta las rodillas y separa los brazos como si fuera a agarrarme, aunque después los vuelve a cruzar sobre las rodillas. La levanto en el aire por debajo de los brazos y su falda vuela. Se queda suspendida en el aire como si éste fuera sólido como la pista de baile y, cuando la vuelvo a bajar, avanza como si flotara. Simplemente flota. Sus pies no paran de dar golpecitos en el suelo y de sus zapatos saltan chispas; de los míos también, y de los de los demás. Bailo con un montón de chicas y todas son guapas, como dice el cartel, incluso las que no lo son. Y cuando la banda empieza a sonar cansada, me escapo por la puerta, cruzo el río, atravieso el bosque y subo por el pasadizo secreto hasta la habitación de las chicas.

Me meto en el armario y me seco la cara con el vestido de una de ellas. Estoy sudando la gota gorda. Poco después ellas también regresan; cojean un poco, pero sonríen. Se sientan en la cama y se quitan los zapatos. Tal como esperaba, están totalmente desgastados. El estado de los míos no es mucho mejor.

Ése es el momento en el que salgo del armario y mientras ellas gritan, se lamentan, chillan, me regañan, berrean y me increpan, abro la puerta de la habitación y hago pasar al padre. Lleva esperando allí toda la noche. Está alicaído y tiene ojeras. «¿Las has seguido?», dice.

«Sí», respondo.

«¿Te has apartado de ellas?», dice. No se atreve a mirarlas.

«No», digo. Le doy la rama. Algo más tarde, cuando conozco mejor a la mayor, nos casamos. Vamos a bailar casi cada noche, pero jamás vuelvo a ver aquel club.

Hay dos tipos de nombres

La chica detective ha aprendido a no fiarse de ciertas personas. Por ejemplo, las personas que no parpadean lo suficiente. Las que se saben estar quietas. Personas que bailan demasiado bien. Personas que están demasiado gordas o demasiado delgadas. Gente que llora y después no necesita sonarse la nariz. Las personas con cierto tipo de nombres son propensas a comportamientos disparatados y extravagantes. A veces acaban dedicándose al crimen. Sus padres se lo tenían que haber pensado mejor. Esa gente se llama Bernadette, Sylvester, Arabella, Apocolopus, Thaddeus, Gertrude, Gomez, Xavier, Xerxes. Flora. Se pintan los labios de colores siniestros, traman la destrucción mundial, cazan con jauría de perros, van a clases de tiro con arco en lugar de jugar a los bolos. Expolian herencias, llevan dentadura postiza, esconden testamentos, roban en las tiendas, maquinan asesinatos, se quitan la ropa y bailan sobre la mesa en bares abarrotados justo después de que todo el mundo salga del trabajo.

Por otro lado, tampoco hay que fiarse de las personas llamadas George o Maxine o Sandra o Bradley. Es obvio que las personas con nombres así esconden algo. Hombres con cojera. Que tienen los dientes torcidos o simplemente demasiados dientes. Las personas que no usan seda dental. Personas agarradas o que dejan propinas excesivamente generosas. Gente que no se lava las manos después de ir al baño. Personas que desean cosas con demasiada desesperación. El mundo es un lugar peligroso lleno de personas que no confían las unas en las otras. Por eso me quedo en este árbol; no bajaría ni aunque ella me lo pidiera.

La chica detective busca a su madre

La chica detective lleva mucho tiempo buscando a su madre; no tiene la esperanza de que encontrarla vaya a ser fácil. Después de todo, ella también es una maestra del disfraz. Si nosotros no reconocemos a la chica detective cuando ella nos busca, ¿cómo reconocerá ella a su madre?

A veces la ve en los sueños de otras personas. «Mira cómo sueña con pececillos esta mujer», le dice su madre. La chica saborea los pececillos y algo le es revelado. Puede que un corazón roto, puede que algo relacionado con el dinero o unas vacaciones que la mujer está a punto de tomarse. Quizá la mujer esté a punto de ganar la lotería.

A veces cree que no está captando lo que su madre quiere decirle. A lo mejor lo que debería entender no tiene nada que ver con vacaciones o corazones rotos o loterías o testamentos que hayan desaparecido ni nada por el estilo. Puede que su madre esté intentando decirle cómo llegar adonde ella está. Mientras tanto, la chica detective recopila pistas de los sueños de otras personas y nosotros le pedimos que encuentre a nuestras mascotas perdidas, que nos diga si nuestros cónyuges están siendo sinceros con nosotros o quiénes son nuestros verdaderos amigos y que vigile el mundo mientras dormimos.

Sobre las tres de la mañana, la chica detective ha abierto la ventana y me ha mirado. Tenía aspecto de no haber dormido mucho tampoco. «¿Sigues encaramado a ese árbol?»

Por qué tenemos miedo de la chica detective

Nos recuerda a nuestras madres. Se come nuestros sueños. Sabe qué hemos estado haciendo y qué anhelamos. Sabe de qué somos capaces y de qué no. Está buscando algo y tenemos miedo de que nos esté buscando a nosotros. Tenemos miedo de que no nos esté buscando a nosotros. ¿Quién nos encontrará si no lo hace la chica detective?

La chica detective formula algunas preguntas

—Creo que ya he escuchado esta historia —le dice la chica detective al gordo.

—Es una vieja historia.

El hombre la mira con tristeza y ella lo mira fijamente.

—Entonces, ¿por qué me la cuenta?

—No lo sé —dice—. Mi esposa desapareció hace algunos meses. Quiero decir que falleció, murió. Lo que quiero decir es que no consigo dar con ella. Sin embargo, creía que si alguien volvía a encontrar aquel club, cabía la posibilidad de que ella estuviera allí. Pero yo ya soy viejo y la casa de su padre se quemó hace treinta años. Ni siquiera encuentro aquel restaurante chino.

—Aunque encontrara el club, si ella está muerta, es probable que no esté allí. Y si lo está, quizá no quiera volver.

—Supongo que eso también lo sé, muchachita. Pero hablar de ella y de cómo la conocí... Me ayuda. Además, tú no lo sabes. Puede que sí esté allí. Con estas cosas nunca se sabe.

Le da una foto de su mujer.

—¿Cómo se llamaba? —pregunta la chica detective.

—Yo mismo he estado intentando recordarlo.

Algunas de las cosas que han aparecido recientemente en cajas fuertes de bancos

Mascotas perdidas. La tripulación y pasajeros del Mary Celeste.[4] Más calcetines. Varias cajas de adornos para el árbol de Navidad. Una obra de teatro de Shakespeare sobre una pareja de amantes desventurados que no acaba bien. Anillos de boda. Unos caimanes albinos. Varias toneladas de deberes de séptimo curso. Misiles balísticos. Un zapatito de cristal. Algunos exploradores africanos. Un equipo completo de alpinistas del Himalaya. Niños cuyos rostros reconocí de los cartones de leche. El resto de aquel poema de Coleridge. También unas galletas de la fortuna.

Más orígenes secretos de la chica detective

Algunos dicen que es hija de unos misioneros, que la criaron los lobos; que es la princesa Anastasia, la última de los Romanov. Algunos dicen que en realidad se trata de un hombre. Otros que llegó aquí desde otro planeta y que algún día, cuando encuentre lo que está buscando, regresará a casa. Algunas personas tenemos la esperanza de que nos lleve con ella.

Si les preguntas qué es lo que está buscando, se encogen de hombros y dicen: «Pregúntaselo a la chica detective.»

Algunos dicen que tiene más de dos mil años.

Otros que no es una chica, sino varias. Es decir, que en realidad es una sociedad secreta de Girl Scouts. O, posiblemente, una agencia del FBI.

¿A quién quiere la chica detective?

¿Te acuerdas de aquel chico, Fred o Nat? O algo parecido. Estaba enamorado de la chica detective, aunque ella era más inteligente que él, aunque no llegó a rescatarla ni una sola vez de los malos o, cuando lo hizo, fue porque ella se lo permitió por amabilidad. Él era un chico agradable con mucho sentido del humor, pero solía tener un sueño recurrente en el que era un golden retriever. Por supuesto, la chica detective lo sabía, del mismo modo que conoce todos nuestros sueños. ¿Cómo podía sentar la cabeza con un chico que soñaba que era un perro cobrador?

Todo el mundo ha visto los titulares: «La chica detective rechaza al jefe de Estado», «Pillé a mi marido en la cama con la chica detective», «Tras veinte años de matrimonio, se descubre que un hombre, padre de cuatro hijos, es la chica detective».

Yo fui el amante de la chica detective durante tres meses llenos de felicidad. Nos veíamos todos los jueves por la noche en la cabaña de verano de un amigo, junto a un pequeño lago. Ella se me presentó como Pomegranate Buhm y yo estaba colado por ella y por sus largas piernas, tan pálidas que parecían un par de tajadas de luna. Me encantaban sus pies del número cuarenta y dos, su pelo negro que siempre olía a pomelo. Cuando hacíamos el amor, pegaba el chicle en la cabecera de la cama. Su ropa interior llevaba bordados los días de la semana.

Como ya he dicho, siempre quedábamos los jueves, pero según sus braguitas también nos veíamos los sábados, miércoles, lunes, martes y en una ocasión memorable, en viernes. Aquel viernes, o mejor dicho, aquel jueves, ella tenía un reloj de pie tatuado bajo el seno derecho. Lo lamí a escondidas, pero no se borró. El jueves anterior (lunes, según su ropa interior) estaba debajo del izquierdo. Creo que fue entonces cuando empecé a sospechar, aunque yo no dije nada y ella tampoco.

El jueves siguiente, el tatuaje volvía a estar escondido discretamente bajo el seno izquierdo, pero ya era demasiado tarde. Lo nuestro se terminó mientras yo dormía y soñaba con la camarera del Frank’s Inland Seafood, la que libra los lunes por la noche y tiene los dientes separados y pecas en el culo. Soñé que estábamos en una barca, en mitad del lago. En el fondo de la barca había un agujero y yo estaba taponándolo con algo para evitar que entrara agua cuando me di cuenta de que una mujer nos vigilaba; era una mujer mayor, alta y de expresión adusta. Estaba de pie sobre la superficie del agua como si fuera una pista de baile. «¿Pensabas que no se iba a enterar?», dijo. La camarera me apartó y se subió las braguitas. La barca se balanceó. La ropa interior de la camarera tenía unas palabras bordadas:

Día de cobro.

Me desperté y la chica detective estaba sentada a mi lado, en la cama, completamente desnuda y empapada. El agua de la ducha seguía corriendo. Tenía una expresión extraña en la cara, como si acabara de comer demasiado y le estuviera sentando mal.

«Te lo puedo explicar todo», le dije. Ella se encogió de hombros y se puso de pie. Salió de la habitación sin nada de ropa y la siguiente vez que la vi fue dos años después: ella estaba disfrazada de oficinista en un bufete de abogados del centro de Tokio, deletreando algo en Morse con una larga uña pintada de rosa pétalo; era algo sobre cuentas de gastos o quizá fuera algún verso guarro. Me guiñó el ojo y me enamoré de nuevo.

Sin embargo, nunca volví a ver a la camarera.

Lo que cena la chica detective

La chica detective se tumba en la cama y cierra los ojos. Es posible que haya aceptado el caso del hombre gordo. Es posible que simplemente esté cansada. O que sienta curiosidad.

En toda la ciudad y en el mundo entero, la gente duerme. Sentado en mi árbol, me estoy cansando solo de pensar en ellos. Sueñan con sus hijos, con sus madres, con sus amantes. Sueñan que pueden volar. Que el mundo es redondo como un plato. Algunos de ellos se caen del mundo en sueños. Otros sueñan con comida. La chica detective camina entre estos sueños. En el de una persona, coge una manzana de un árbol. Alguien sueña con la casa en la que vivió de pequeño. La chica detective parte un pedazo de su casa y ésta se deshace en su boca como la miel.

La mujer que vive unas casas más abajo está soñando con su tercer marido, el que se escapó con la secretaria. Eso es lo que ella cree. Hace cinco años salió una noche a comprar comida para llevar y no volvió. Pasó hace mucho tiempo. Su secretaria dijo que no sabía nada del tema, pero la mujer sabía que mentía. O quizá se escapara y se uniera a un circo.

Hay un hombre que vive en su sótano, si bien ella no lo sabe. Tiene una televisión, una pequeña nevera y un sofá en el que duerme. Lleva viviendo allí los últimos dos años, con mucho sigilo. Por la noche sube para tomar el aire. Si se topara con él por la calle, la mujer no lo reconocería. Estuvieron casados veinte años y un día él fue a recoger el lo mein, los wontons y el arroz frito con gambas, y le costó un tiempo regresar. Todavía tenía el juego de llaves. Ella no ha bajado al sótano en años, le cuesta mucho bajar las escaleras.

El hombre también está soñando. Está reuniendo el coraje que necesita para subir y salir por la puerta principal. En el sueño sale a la calle y da media vuelta. Caminará hasta la puerta y llamará al timbre. Puede que algún día se vuelvan a casar; quizá ella no llegara a divorciarse de él. Está soñando con su luna de miel. Saldrán a cenar, o bajarán al sótano y después al submundo a través de la trampilla. Le enseñará las mejores vistas. La llevará a bailar.

La chica detective le da un mordisco al submundo.

Restaurantes chinos

Antes solía comer fuera bastante a menudo. Tenía un restaurante favorito donde servían unas gambas al ajillo muy buenas; también me gustaban mucho las tortas, las tortas de cebolleta. Pero uno tiene que andarse con cuidado. Conozco a alguien cuya galleta de la fortuna le dijo: «Ahora mismo tu vida es como una montaña rusa. Pero no te preocupes, pronto terminará.» ¿Qué se supone que significa eso?

Entonces también me ocurrió a mí. La primera galleta no auguraba nada bueno: «Nunca nadie te amará como tú los amas.» Lo pensé y quizá fuera cierto. Volví al restaurante una semana después y pedí gambas; me las comí y cuando abrí la galleta de la fortuna, leí: «Tus amigos no son quienes tú crees.»

Aquello me inquietó. Decidí no regresar en unas cuantas semanas. En lugar de eso, comí comida tailandesa. Italiana. Pero el problema es que seguía sin estar a salvo. Ningún restaurante es seguro (a excepción quizá de los bares de carretera o las máquinas expendedoras). Los camareros y camareras fingen ser amables. Nos traen lo que pedimos. Nos preguntan si queremos alguna cosa más. Están pendientes de nuestra salud y cuando volvemos se acuerdan de nuestros nombres. Son tan amables con nosotros como si fueran nuestras propias madres y les tratamos con familiaridad. A veces les pellizcamos el culo.

No me gusta cocinar. Vivo solo y creo que hacerlo no tiene mucho sentido. A veces sueño con comida: una tarta, por ejemplo. Estaba hecha de nata montada y era del tamaño del salón de casa. Justo cuando iba a darle un mordisco, salió de ella una bailarina dando una patada al aire. Y después, otra. De hecho, salió toda una troupe de chicas bailando, todas cubiertas de nata montada. Estaban deliciosas.

Me gusta comer comida que haya preparado otra persona, es como tener una relación. Pero no puedes fiarte de la gente y menos de los camareros. Verás: no son nuestros amigos. No son nuestras madres. No nos dan la comida que anhelamos, la comida con la que soñamos. Aunque podrían, si quisieran hacerlo.

Les pedimos que nos recomienden algo de la carta, pero ellos saben muchas más cosas que ojalá decidieran contarnos. Pero deciden no hacerlo. Su amabilidad es arbitraria y no debe considerarse duradera. Nos sentamos en este mundo y la comida que ellos nos traen no es de este mundo, no del todo. No son como nosotros. Están al servicio de un gran misterio.

Regresé al restaurante chino como un condenado. Tomé mi última comida. Un grupo de mujeres con grandes sombreros y vestidos minúsculos se sentó en la mesa contigua. Pidieron y se marcharon al baño. ¿Crees que volvieron de allí? Yo no las vi volver.

El camarero me trajo la cuenta y una galleta de la fortuna. Desenrollé mi suerte y leí mi destino: «Morirás a manos de un extraño.» Mientras me alejaba, el camarero me sonrió. Su sonrisa era inescrutable.

Estoy sentado en el árbol, comiendo comida para llevar que he subido con una cuerda. Para comer, dejo los prismáticos a un lado. ¿Quién sabe lo que dirá mi fortuna?

¿De qué color es el pelo de la chica detective?

Algunos dicen que la chica detective es rubia natural. Otros que es pelirroja, ¿cómo podría ser de otro modo? Su padre se limita a sonreír y decir que es igualita que su madre. Por mi parte, no estoy seguro de que la chica detective recuerde su color original. Es una maestra del disfraz. Siento la necesidad de aclarar que jamás ha sido vista en la misma habitación que la anciana ama de llaves. Se la ha visto cenando con su padre en varias ocasiones, pero repito: es una maestra del disfraz. Es capaz de cualquier cosa.

Más orígenes secretos de la chica detective

Algunos dicen que un niño pequeño le mordió en una tienda de comestibles. Fue uno de esos niños que constantemente preguntan a sus padres por qué el cielo es azul, si realmente hay caimanes gigantes —que antes fueran mascotas de otra gente— viviendo en las alcantarillas de la ciudad y, si China está directamente debajo de nosotros, ¿podemos hacer un agujero y atravesar el centro de la tierra? Y si lo hacemos, ¿saldremos al otro lado cabeza abajo? Y más cosas por el estilo. Un niño, radioactivo de tanta curiosidad, mordió a la chica detective y en aquel preciso instante ella vio todas las respuestas, todas al mismo tiempo. Se sintió tan abrumada que tuvo que tumbarse en mitad del pasillo con los cereales de desayuno a un lado y las latas de tomate al otro, y el gerente de la tienda fue y le preguntó si se encontraba bien. No se encontraba bien, pero sonrió y dejó que la ayudara a levantarse, y aquella misma noche fue a casa y se bordó los días de la semana en la ropa interior de manera que si alguna vez la atropellaba un coche, al menos quedaría claro en qué día ocurrió el accidente. Pensó que algo así haría feliz a su madre.

¿Por qué cruzó la calle la chica detective?

Porque creyó que había visto a su madre.

¿Por qué cruzó la calle la madre de la chica detective?

¡Ojalá la chica detective lo supiera!

Era muy pequeña cuando su madre se marchó y nadie habla de ella. El mero hecho de escuchar su nombre le causa al padre demasiado dolor. Verlo escrito. Es posible que la chica detective se llame igual que ella y por eso no debemos pronunciar su nombre.

Nadie le ha explicado por qué se marchó su madre, aunque debió de haber sido para hacer algo muy importante. Es posible que muriera. Eso sería bastante importante, casi se lo podría perdonar.

En la habitación de la chica detective hay una única foto de una mujer en un marco dorado: alta, sonriendo ligeramente, de puntillas; los brazos abiertos de par en par. Lleva una falda larga y una camisa sin mangas y un par de zapatos de baile desgastados. Tiene entre las manos un manojo de trigo y parece que está bailando. La chica detective sospecha que la mujer es su madre y por eso estudia la fotografía todas las noches. Las personas sueñan con cosas que han perdido o les han robado, y esta mujer, su madre, siempre aparece en esos sueños.

Recuerda a una mujer caminando por delante de ella, recuerda ir cogida de su mano. La mujer dijo algo, quizá algo como: «Mira siempre a los dos lados» o «Lávate las manos después de utilizar un baño público» o puede que «Te quiero» y luego dio un paso en la calzada. Después de eso, no está segura de lo que pasó. Una furgoneta, roja y dorada, dobló la esquina a toda velocidad. La furgoneta decía: «Ven al Restaurante Chino de Mamá»; o tal vez: «Ven a comer a Moon’s.» Puede que la atropellara. Puede que se detuviera y le diera un golpe a la mujer. Entonces pronunció el nombre de su madre y nadie contestó nada.

La chica detective va a comer por ahí

Sólo me alejo del árbol para ir al baño, como si estuviera de acampada. Tengo un rollo de papel y una pala pequeña. Por la noche me ato a la rama con una cuerda, pero la verdad es que no duermo mucho. Cuando la chica detective sale de casa son más o menos las siete de la tarde. «¿Adónde vas?», pregunto por decir algo.

Por si tengo que saberlo, dice, va a un nuevo restaurante del centro. Me pregunta si quiero acompañarla, pero tengo planes. Sé que algo pasa, pues se ha disfrazado de jovencita. Tiene la mirada alerta y sus ojos miran en todas direcciones. «¿Me traes una ración de raviolis chinos al vapor?», le grito. «¿Arroz blanco?»

Ella finge no haberme escuchado y, por supuesto, la sigo. Coge el autobús. Yo trepo de árbol en árbol. De vez en cuando no hay árboles y tengo que arreglármelas con postes de teléfono o torres de agua. Por lo general, me mantengo alejado del suelo.

En el Restaurante Chino de Mamá hay un pequeño ficus muy acogedor. Me siento en él y reflexiono sobre la carta mientras intento no llamar la atención del camarero. Es un hombre alto y de aspecto severo. Es obvio que la chica detective intenta decidirse entre los rollos de ternera y los calamares fosforescentes. En la lista de aperitivos se incluyen las tortas de cebolleta, los rollitos de primavera con gambas y los wantones (que yo he pedido muchas veces, pero siempre resultan ser wontones),[5] además de bailarinas. La chica detective pide un vaso de agua sin limón y le pregunta al camarero:

—¿De dónde eres?

—De China —dice él.

—Me refiero a dónde vives ahora.

—En China. Voy y vuelvo a diario.

La chica detective lo vuelve a intentar.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí este restaurante?

—A veces lleva bastante tiempo —dice—. No te olvides de lavarte las manos antes de comer.

La chica detective va al baño

En la mesa contigua hay doce mujeres con gafas de sol. Puede que hayan estado allí sentadas un buen rato. Se ponen en pie y se dirigen en fila al baño de señoras. La chica detective espera un minuto, y las sigue. Después de otro minuto la sigo yo a ella. Nadie me lo impide, ¿por qué iban a hacerlo? Avanzo con cuidado de mesa en mesa, me agacho detrás de los centros de flores.

En el baño no hay árboles, así que me subo al secador y me siento con las rodillas pegadas a las orejas, las manos alrededor de las piernas. Intento pasar desapercibido. Hay un solo cubículo y ni el menor rastro de las doce mujeres. Puede que estén todas dentro del mismo, pero puedo ver por debajo de la puerta y no distingo ningún par de pies. La chica detective se está lavando las manos; lo hace a conciencia, durante un rato largo. Entonces se acerca y se las seca. «Y ahora, ¿qué?», le pregunto.

Sus ojos recorren el baño con atención; empuja la puerta del cubículo con el pie y ésta se abre. Ambos vemos que está vacío, además, dentro ni siquiera hay un retrete, sino una escalera que baja. Hay corriente. Casi creo que oigo caimanes reptando y arañando por ahí abajo.

La chica detective va al submundo

Lleva linterna, por supuesto. Se queda de pie al final de la escalera y me mira. La luz de la linterna forma un charco a sus pies. «¿Vienes o no?», dice. ¿Qué puedo contestar? Me enamoro de nuevo de la chica detective. Me bajo del secador. «Supongo que sí», digo. Empezamos a bajar la escalera.

El submundo es todo lo que ya te he contado. Es enorme. No se ven caimanes, pero eso no quiere decir que no haya ninguno. Está oscuro y hace algo de fresco, así que me alegro de llevar el cárdigan. Hay árboles cubiertos de musgo. El musgo brilla en la oscuridad. Yo voy por encima de los árboles y me columpio de rama en rama, siempre se me dio bien la gimnasia. Por debajo de mí, la chica detective marcha con determinación, sus pies grandes están iluminados como un par de barcos. Estoy enamorado de la parte superior de su cabeza, la raya perfecta que la divide en dos. Siento ternura por la raya de su pelo, me comprometo en secreto a protegerla. Ni un solo pelo suyo sufrirá daño alguno.

Pero entonces llegamos a un río, un río ancho que seguramente también será profundo. Me siento en un árbol a la orilla y no me decido a bajar. Ni siquiera por el bien de la raya del pelo de la chica detective. Ella me mira y se encoge de hombros. «Haz lo que quieras», dice.

«Te espero aquí», contesto. Junto al río hay unas canoas preciosas. Algunos dicen que la chica detective puede caminar sobre el agua, pero yo la veo subirse a una de ellas. Éste no es el tipo de río donde quieres mojarte los dedos de los pies; está como una patena y a lo mejor dejas huellas.

La observo mientras cruza el río y veo cómo se baja en la otra orilla, donde hay un club con una galería y un gran cartel sobre el balcón. BAILE CON CHICAS PRECIOSAS. Una mujer está de pie sobre la barandilla y la gente baila. Se escucha música. En el árbol, mis pies dan golpecitos al aire. Alguien dice: «¿Mamá?» Alguien abraza a otro alguien y todo el mundo baila. «¿Dónde has estado?», dice alguien. «Haciendo limpieza», contesta alguien.

Es difícil ver lo que pasa al otro lado del río. Camareros chinos con elegantes esmóquines sujetan a las princesas bailarinas mientras ellas hacen cambrés. Hay lentejuelas en abundancia. Bailan tan rápido que todo se vuelve borroso, cuesta distinguir las cosas; creo que veo caimanes bailando. Veo un viejo gordo que baila con la madre de la chica detective. A lo mejor hasta el ama de llaves esté bailando. Es difícil saber si sus pies tocan el suelo. Saltan chispas, fuegos artificiales. Los músicos también bailan, aunque no dejan de tocar. Yo bailo en el árbol: las hojas se sacuden y la rama cruje, pero no se rompe.

Bailamos durante horas, puede que incluso días. Es difícil saberlo porque siempre está oscuro. Entonces una fila de bailarinas cruza el río. Dan brincos sobre el lomo de unos caimanes blancos que intentan morderles los talones. Van de la mano, girando y haciendo piruetas y dejándose caer y saltando hacia delante. Se mueven con tanta rapidez que es difícil verlas. Ahí abajo está muy oscuro. ¿Eso es una princesa bailarina o una ladrona de bancos? ¿Eso es un viejo gordo, un caimán o un ama de llaves? Ojalá lo supiera. ¿Es esa la chica detective o su madre? Una mira a la otra y sonríe. No dice nada, sólo sonríe.

Me fijo y, al resplandor del musgo, todas parecen la chica detective. O quizá la chica detective se parezca a todas ellas. Todas parecen inmensamente felices. En la otra dirección pasa una fila de camareros chinos. Al cruzarse, hacen una reverencia; se emparejan y hacen un dos-à-dos. Dan palmadas, se agarran firmemente por el pecho y la espalda, y bailan tango. Pero las chicas detective continúan camino al restaurante, el baño y la escalera secreta. Los camareros siguen hacia el agua, hacia el club. En el club hay un baño, y en el baño hay otra escalera. Los camareros se van a casa, a dormir.

Estoy exhausto y no puedo seguir el ritmo de las chicas detective. «¡Esperad! —grito— ¡Un momento nada más! ¡Voy con vosotras!»

Todas se dan la vuelta, me miran y yo me mareo de tanta mirada sobre mí. Me caigo del árbol, me desplomo sobre el suelo. Eso es todo lo que recuerdo.

Cuando me desperté

Alguien me había llevado a mi árbol y me había arropado. Estaba en la gloria, de regreso en el árbol frente a la ventana de la chica detective. La persiana estaba bajada y no podía ver nada.

¿El fin de la chica detective?

Algunos dicen que jamás volvió del submundo.

El regreso de la chica detective

Por algún motivo tuve que ir al aeropuerto, es una historia muy larga. Era un caso importante, no hace mucho. Hacía poco que me había bajado del árbol y lo echaba de menos.

Creí ver a la chica detective en el bar de la terminal B. Estaba sentada en uno de los reservados del fondo, disfrazada de viejo gordo. Delante de ella había una servilleta doblada en forma de jirafa. Estaba llorando, pero ahí estaba la servilleta: doblada en forma de jirafa. No tenía con qué secarse la nariz. Yo me habría acercado a darle mi pañuelo, pero alguien se sentó a su lado. Era una niña de unos doce años que tenía el pelo rojo; llevaba peto. Se sentó junto a él y dejó sobre la mesa una servilleta nueva sin decirle ni una palabra. El viejo la usó para sonarse la nariz y me di cuenta de que no era ella, no era más que un viejo. Ella era la chica del peto, ¡qué gran disfraz! Entonces llegó la camarera para tomarles nota del pedido. De la camarera no estaba seguro, puede que la chica detective fuera ella. Pero me lanzó tal mirada que tuve que levantarme y marcharme.

Por qué bajé del árbol

Ella se acercó y se puso debajo del árbol. Se parecía mucho a mi madre. «¡Baja de ahí ahora mismo! —dijo—. ¿No sabes que ya es la hora de cenar?»

 

EL GORRO DEL ESPECIALISTA

—Cuando estás Muerta —dice Samantha—, no tienes que cepillarte los dientes...

—Cuando estás Muerta —dice Claire—, vives en una caja y siempre está oscuro, pero jamás tienes miedo.

Claire y Samantha son gemelas. Entre las dos tienen veinte años, cuatro meses y seis días, y a Claire se le da mejor estar Muerta que a Samantha.

La canguro bosteza y se cubre la boca con la mano larga y pálida.

—He dicho que os lavéis los dientes y que ya es hora de irse a dormir.

Está sentada entre las dos con las piernas cruzadas, encima de la colcha de flores. Les ha enseñado un juego de cartas que se juega con tres barajas, una para cada una. En la de Samantha falta la sota de picas y el dos de corazones y Claire no para de hacer trampas. De todos modos, gana la canguro. En los brazos todavía tiene costras de espuma de afeitar seca y papel higiénico. Es difícil calcular cuántos años tiene: al principio pensaban que era una persona adulta, pero ahora apenas les parece algo mayor que ellas. Samantha se ha olvidado de su nombre.

Claire la mira ceñuda.

—Cuando estás Muerta —dice— no te acuestas en toda la noche.

—Cuando estás muerta —dice la canguro bruscamente—, siempre hace frío y hay mucha humedad, y tienes que ser muy, muy silenciosa o el Especialista viene a por ti.

—Esta casa está encantada —dice Claire.

—Ya lo sé —dice la canguro—. Yo vivía aquí.

Algo se arrastra por la escalera,

con sigilo a la puerta espera.

Algo solloza, solloza en la oscuridad;

tendido en el suelo, se lo oye suspirar.

Claire y Samantha han ido a pasar el verano con su padre a una casa llamada Ocho Chimeneas. Su madre ha fallecido. Lleva muerta exactamente doscientos ochenta y dos días.

Su padre está escribiendo la historia de Ocho Chimeneas y del poeta Charles Cheatham Rash, que vivió allí a principios de siglo. Cuando tenía trece años se escapó para echarse a la mar y volvió cuando tenía treinta y ocho; se casó, tuvo una hija y escribió tres volúmenes de poesía mala y oscura, además de una novela aún peor y más oscura —Aquel que me vigila a través de la ventana—, antes de volver a desaparecer para siempre en 1907. El padre de Samantha y Claire dice que algunos de los poemas se dejan leer y que, al menos, la novela no es muy larga.

Cuando Samantha le preguntó la razón por la que escribía sobre Rash, él contestó que nadie más lo había hecho y que por qué no salían ella y Samantha a jugar al jardín. Al señalar que ella era Samantha, él se limitó a fruncir el ceño y dijo que cómo podían esperar que las distinguiera cuando ambas llevaban vaqueros y camisas de franela, y que si no podían vestir una de verde y la otra de rosa.

Claire y Samantha prefieren jugar dentro de casa. Ocho Chimeneas es grande como un castillo, pero tiene más polvo y es más oscura de como se imagina Samantha que deben de ser. Hay más sofás, más pastorcillas de porcelana con los dedos desportillados y menos armaduras. Tampoco hay foso.

La casa está abierta al público y durante el día la gente (familias) que viaja por la carretera del parque nacional Blue Ridge Parkway hace un alto en el camino para visitar los jardines y el primer piso. El tercero pertenece a Claire y Samantha. Unas veces juegan a ser exploradoras y otras siguen al conserje mientras dirige las visitas. Al cabo de unas semanas han memorizado su discurso y lo van repitiendo con los labios mientras él habla. Le ayudan a vender postales y libros de poesía de Rash a las familias de turistas que entran en la pequeña tienda de recuerdos.

Cuando las madres les sonríen y les dicen lo guapas que son, ellas las miran fijamente sin decir ni una palabra. La penumbra que hay en la casa hace que las madres parezcan pálidas, titilantes y cansadas. Al marcharse de Ocho Chimeneas, ni las familias ni ellas aparentan ser tan reales como antes de pagar la entrada; evidentemente, Claire y Samantha no volverán a verlas jamás, así que a lo mejor no son de verdad. Quieren decirles a las familias que es mejor quedarse dentro y que, en caso de que deban marcharse, tienen que ir directas al coche.

El conserje dice que el bosque no es un lugar seguro.

El padre pasa toda la mañana en la biblioteca escribiendo a máquina y por la tarde da largos paseos. Se lleva la grabadora de bolsillo y una petaca de Whiskey Gentleman Jack, pero no se lleva a Samantha ni a Claire.

El conserje de Ocho Chimeneas es el señor Coeslak y su pierna izquierda es sensiblemente más corta que la derecha; lleva un alza. En las orejas y en los orificios de la nariz le crecen unos pelos negros y cortos, pero, sin embargo, en la cabeza no tiene. Ha dado permiso a Samantha y Claire para que exploren toda la casa. El señor Coeslak fue quien les dijo que en el bosque había víboras cobrizas y que la casa está encantada. Dice que todos ellos, las serpientes y los fantasmas, son un puñado de criaturas malhumoradas y que Samantha y Claire deberían limitarse a los senderos que están marcados y no acercarse al desván.

El señor Coeslak distingue a las gemelas, aunque su padre no sea capaz: los ojos de Claire son de color miel, como los de un gato rubio, dice, mientras que los de Samantha son del color de la hiel, como la luz dorada de algunos días de lluvia.

El segundo día que pasaron en Ocho Chimeneas, fueron a pasear por el bosque y vieron algo. Samantha pensó que era una mujer, pero Claire dijo que era una serpiente. La escalera que lleva al desván está cerrada con llave. Espiaron por el ojo de la cerradura, pero estaba demasiado oscuro para poder ver.

Cuentan que tenía una esposa y que era muy bella. Había otro hombre que quería yacer con ella, y al principio se negó porque tenía miedo de su marido, pero por fin accedió. Su esposo se enteró y dicen que mató una serpiente, recogió parte de su sangre, la mezcló con Whiskey y se la dio a beber. Lo había aprendido de un isleño con el que había navegado. Después de seis meses, dentro de ella se crearon serpientes que se le metieron entre la carne y la piel. Dicen que se las podía ver recorriendo sus piernas y que por dentro estaba vacía hasta la mitad superior del cuerpo; que siguió así hasta que murió. Mi papá dice que lo vio.

Historia oral de Ocho Chimeneas

Ocho Chimeneas tiene más de doscientos años, recibe su nombre por las ocho chimeneas cada una de las cuales es lo suficientemente ancha como para que Samantha y Claire quepan juntas dentro del hogar. Están hechas de ladrillo rojo y en cada planta hay ocho hogares, lo que suma un total de veinticuatro. Samantha se imagina las chimeneas creciendo dentro de la casa cuales robustos troncos de árbol de color rojo hasta el tejado de pizarra. Junto a cada hogar hay un morillo y un juego de atizadores de hierro forjado con forma de serpiente. Claire y Samantha juegan a batirse en duelo con ellos delante del de su cuarto, en la tercera planta. El aire sube por la chimenea y cuando meten la cabeza dentro, sienten cómo el aire corre húmedo hacia arriba, como un río. El tiro huele a viejo, a hollín y a mojado, como las piedras del río.

Su habitación solía ser el cuarto de los niños. Comparten una cama con dosel que se asemeja a un barco de cuatro mástiles. Huele a naftalina y Claire da patadas mientras duerme. Charles Cheatham Rash dormía allí cuando era un niño pequeño, y su hija también. Ella desapareció al mismo tiempo que su padre: puede que fuera un asunto de deudas de juego o puede que se mudaran a Nueva Orleans. Tenía catorce años, dijo el señor Coeslak. Claire preguntó cómo se llamaba y Samantha quería saber qué pasó con su madre. El señor Coeslak cerró los ojos en lo que fue prácticamente un parpadeo: la señora Rash murió el año anterior a la desaparición de su esposo y su hija, dijo, de una misteriosa enfermedad que la consumió. Admitió que no recordaba el nombre de la pobre niña.

Ocho Chimeneas tiene exactamente cien ventanas y todas conservan las onduladas hojas de cristal soplado a mano. Samantha cree que con tantas ventanas la casa debería estar siempre llena de luz, pero los árboles que la rodean se pegan a ella de tal modo que las habitaciones del primer y segundo piso —incluso las del tercero— están sumidas en una oscuridad verdosa, como si Samantha y Claire vivieran en el fondo del mar. Ésa es la luz que convierte a los turistas en fantasmas. Por la mañana, y de nuevo al anochecer, la niebla rodea la casa, a veces es de color miel como los ojos de Claire y otras hiel, como los de Samantha.

Conocí a una mujer en el monte.

Sus labios eran rojas culebras.

Sonrió, su mirada era indecente

y ardía como una tea.

Hace algunas noches, el viento suspiraba en la chimenea del cuarto de los niños. Su padre ya las había acostado y había apagado la luz. Claire retó a Samantha a que metiera la cabeza en la chimenea a oscuras, y así lo hizo. El aire frío y húmedo le lamió la cara y casi, casi sonaba a voces hablando bajito, como un murmullo; pero no consiguió entender lo que decían.

Desde que Claire y Samantha llegaron a Ocho Chimeneas, su padre las ha ignorado la mayor parte del tiempo. Nunca menciona a la madre. Una tarde lo escucharon gritar en la biblioteca y cuando bajaron, había una mancha grande y pegajosa sobre el escritorio, donde había caído un vaso de Whiskey. «Me estaba mirando —dijo—, por la ventana. Tenía los ojos de color naranja.»

Samantha y Claire se callaron que la biblioteca está en el segundo piso.

Por las noches, el aliento de su padre huele dulce por la bebida, y cada vez pasa más tiempo en el bosque y menos en la biblioteca. A la hora de cenar —cuando por lo general comen salchichas y alubias en salsa de tomate salidas de una lata sobre platos de papel en el comedor del primer piso, debajo de la araña austríaca (que tiene exactamente seiscientos treinta y dos cristales emplomados en forma de lágrima)—, su padre recita los poemas de Charles Cheatham Rash a pesar de que ni a Samantha ni a Claire les gustan.

Ha estado leyendo los diarios de a bordo que Rash escribía y dice que ha encontrado la prueba de que su poema más famoso, «El gorro del Especialista», no es en absoluto un poema y que, en cualquier caso, no fue Rash quien lo escribió. Se trata de algo que solía decir uno de los hombres del ballenero para invocar a las ballenas. Rash simplemente lo puso por escrito, le añadió un final y dijo que era suyo.

Aquel hombre era de Mulatuppu, un lugar del que ni Claire ni Samantha han oído hablar. Su padre dice que se supone que era una especie de mago, pero que se ahogó poco antes de que Rash se mudara a Ocho Chimeneas. Dice que el resto de marineros querían tirar el baúl del mago por la borda, pero que Rash los persuadió para que le permitieran quedárselo hasta que pudieran dejarle con él en tierra, frente a la costa de Carolina del Norte.

El gorro del Especialista suena como un agutí.

El gorro del Especialista suena como un pecarí de collar.

El gorro del Especialista suena como un pecarí de labio blanco.

El gorro del Especialista suena como un tapir.

El gorro del Especialista suena como un conejo.

El gorro del Especialista suena como una ardilla.

El gorro del Especialista suena como un panjil.

El gorro del Especialista gime como una ballena en el mar.

El gorro del Especialista gime como el viento en la melena de mi mujer.

El gorro del Especialista suena como una serpiente.

He colgado el gorro del Especialista en la pared.

La razón por la que Claire y Samantha tienen una canguro es que su padre ha conocido a una mujer en el bosque. Esta noche va a visitarla; van a hacer un picnic y a mirar las estrellas. En esta época del año, durante las noches claras, se puede ver a las Perseidas caer del cielo. Les ha dicho que ha ido a pasear con ella todas las tardes. «Es una pariente lejana de Rash y además —dijo—, necesita una noche libre y un poco de conversación adulta.»

El señor Coeslak se niega a quedarse en la casa después del anochecer, pero accedió a encontrar a alguien que cuide de Samantha y Claire. Más tarde, el padre no consiguió encontrarlo, pero la canguro apareció exactamente a las siete de la tarde. La chica, cuyo nombre no escuchó ninguna de las gemelas, lleva un vestido azul de algodón de mangas cortas y vaporosas. Ambas creen que es hermosa, aunque a la antigua.

Cuando llegó estaban con su padre en la biblioteca, buscando Mulatuppu en el atlas de cuero rojo. No llamó a la puerta, sino que simplemente entró y subió las escaleras, como si supiera dónde encontrarlas.

El padre les dio un apresurado beso de despedida y les dijo que se portaran bien y que el fin de semana las llevaría al pueblo a ver la película de Disney. Se acercaron a la ventana para ver cómo se alejaba en dirección al bosque: ya estaba oscureciendo y habían salido las luciérnagas, diminutas chispas de un vivo color amarillo flotando en el aire. Cuando su padre hubo desaparecido por completo entre los árboles, se dieron media vuelta y observaron a la canguro. Ella arqueó una ceja.

—Bueno —dijo—, ¿a qué os gusta jugar?

Girando alrededor de las chimeneas,

una vez, dos veces, otra vez.

Los radios hacen tictac como un reloj:

la cuenta atrás de la vida de un hombre.

Primero jugaron a las cartas: Go Fish y Crazy Eights, y después convirtieron a la canguro en una momia: le cubrieron los brazos y piernas con la espuma de afeitar que encontraron en el baño de su padre y la envolvieron en papel de váter. Es la mejor canguro que han tenido jamás.

A las nueve y media intentó acostarlas. Ni Claire ni Samantha querían irse a dormir, así que empezaron a jugar a Muertas. Muertas es un juego de fingir que llevan jugando doscientos setenta y cuatro días, pero nunca delante de su padre ni de cualquier otro adulto. Cuando están Muertas, pueden hacer todo lo que quieran. Incluso volar saltando desde la cama de su habitación agitando los brazos; si practican lo suficiente, algún día les funcionará.

Para jugar a Muertas hay que respetar tres normas.

Primera: los números son significativos. Las gemelas han hecho una lista de números importantes en una libreta de direcciones de color verde que pertenecía a su madre. Los recorridos turísticos que el señor Coeslak hace por la casa son la fuente de cuentas y cantidades significativas: están escribiendo una historia trágica de los números.

Segunda: las gemelas no juegan a Muertas delante de adultos. Han estado sopesando a la canguro y han decidido que ella no cuenta, así que le explican las normas.

La tercera es la mejor y más importante de las tres normas: cuando estás Muerta, no tienes que tener miedo de nada. Samantha y Claire no están seguras de quién es el Especialista, pero no le tienen miedo.

Para quedarse Muertas, aguantan la respiración mientras cuentan hasta treinta y cinco, que son los años que llegó a tener su madre, sin contar unos cuantos días.

—Tú no has vivido aquí —dice Claire—. Aquí vive el señor Coeslak.

—Por la noche no —dice la canguro—. Cuando era pequeña, ésta era mi habitación.

—¿De verdad? —dice Samantha.

—Demuéstralo —dice Claire.

La canguro lanza una mirada a las gemelas, como si las estuviera midiendo: cómo de mayores, cuán inteligentes, cuán valientes, cómo de altas; entonces asiente. En el tiro de la chimenea se oye el viento, y en la penumbra del cuarto de los niños se ven las lechosas volutas de niebla que escapan de ella.

—Meteos en la chimenea —les ordena—. Levantad la mano todo lo que podáis; a la izquierda hay un agujerito con una llave dentro.

Samantha mira a Claire, que dice «Adelante». Claire es quince minutos y algunos segundos indeterminados más mayor que Samantha, así que puede mandarle. Samantha se acuerda de las voces, pero se recuerda a sí misma que está Muerta. Se acerca al hogar y se agacha.

Una vez dentro de la chimenea, sólo puede ver una esquina de la habitación. Los flecos de la apolillada alfombra azul y una pata de la cama; junto a ella, el pie de Claire balanceándose atrás y adelante como un metrónomo. Se le ha desatado el cordón del zapato y lleva una tirita en el tobillo. Desde dentro de la chimenea todo tiene un aspecto muy agradable y tranquilo, como un sueño, y durante un instante casi desea no tener que estar Muerta. Pero en realidad, así es más seguro.

Sube la mano izquierda todo lo que puede por la desconchada pared hasta que nota una hendidura. Piensa en arañas y dedos cortados y cuchillas oxidadas, pero mete los dedos. Mantiene la mirada baja, concentrándose en la esquina de la habitación y el inquieto pie de Claire.

Dentro del agujero hay una llave diminuta y fría con los dientes encarados hacia fuera. La saca y sale.

—No miente —le dice a Claire.

—Por supuesto que no mentía —dice la canguro—. Cuando estás Muerta, no puedes decir mentiras.

—Pero si quieres, sí —dice Claire.

Temible y tenebroso, el mar azota la playa.

Húmeda y espantosa, la niebla acecha a la entrada.

El reloj da una, dos, tres, cuatro campanadas.

Nunca más, jamás llegará la mañana.

Todos los veranos desde que tenían siete años, Samantha y Claire han ido tres semanas de colonias. Este año su padre no les ha preguntado si querían volver a ir y, después de hablarlo, decidieron que era lo mejor, porque no les apetecía tener que explicar a todos sus amigos que ahora eran medio huérfanas. Están acostumbradas a que les tengan envidia por ser gemelas y no quieren dar lástima.

Aún no ha pasado un año, pero Samantha se da cuenta de que se está olvidando del aspecto que tenía su madre. No tanto su rostro como su olor, algo así como heno seco y como Chanel N.o 5 y también algo más. No recuerda si tenía los ojos color hiel como ella o miel como Claire. Ya no sueña con su madre, pero sí con Príncipe Azul, un caballo zaino que una vez montó en el espectáculo de caballos de las colonias. En el sueño, Príncipe Azul no huele a caballo, sino a Chanel N.o 5. Cuando está Muerta puede tener todos los caballos que quiera y todos huelen a Chanel.

—¿De dónde es la llave? —pregunta Samantha.

La canguro tiende la mano.

—Del desván. En realidad no hace falta, pero subir por las escaleras es más fácil que por la chimenea. Al menos la primera vez.

—¿No nos vas a obligar a acostarnos? —dice Claire.

La canguro la ignora.

—Cuando yo era pequeña mi padre solía encerrarme allí arriba, pero no me importaba. Había una bicicleta, me montaba y sorteaba las chimeneas hasta que mi madre me dejaba salir. ¿Sabéis montar en bicicleta?

—Por supuesto —dice Claire.

—Si vas lo suficientemente rápido, el Especialista no puede atraparte.

—¿Qué es el Especialista? —dice Samantha. Las bicicletas están bien, pero los caballos van más deprisa.

—El Especialista lleva un gorro —dice la canguro—. El gorro hace ruidos.

Y no dice nada más.

Cuando estás muerta, más verde es la hierba

sobre tu tumba. El viento hiela.

Los ojos se hunden, la carne se pudre,

demora y abandono se vuelven costumbre.

El desván es más grande y desolado de lo que las gemelas esperaban. La llave de la canguro abre la puerta que está al final del pasillo y ésta revela unas escaleras. Les señala con un gesto que la sigan, y suben.

No es tan oscuro como pensaban. Los robles que durante el día tapan la luz y hacen que los tres primeros pisos sean tan lúgubres, verdes y misteriosos no llegan tan alto. Una extravagante luz de luna, pálida y polvorienta, entra por las ventanas inclinadas de la buhardilla. Ilumina toda la extensión del desván, que es lo suficientemente amplio como para jugar un partido de softball y está bordeado por una serie de baúles sobre los que Samantha se imagina que se podrían sentar personas que también podrían estar escondiéndose dentro y vigilándolas. El techo está inclinado, empalado por las ocho chimeneas de cintura ancha, que, de algún modo, parecen demasiado vivas para estar contenidas en este lugar vacío y descuidado; atraviesan el suelo del desván y el tejado casi con ira, y a la luz de la luna parecen estar respirando.

—Son tan bonitas... —dice.

—¿Cuál es la de nuestra habitación? —pregunta Claire.

La canguro señala la más cercana de las de la derecha.

—Ésa. Sube por la sala de baile del primer piso, la biblioteca y el cuarto de los niños.

En esa chimenea, colgado de un clavo, hay un objeto largo y negro. Parece pesado y lleno de bultos, como si tuviera cosas dentro. La canguro lo descuelga y lo hace girar alrededor de su dedo. La cosa negra tiene agujeros y, mientras le da vueltas, silba lastimeramente.

—El gorro del Especialista —dice.

—Eso no parece un gorro —dice Claire—. No se parece a nada.

Se acerca a las cajas y baúles que están apoyados contra la pared para inspeccionarlos.

—Es un sombrero especial, no tiene por qué parecerse a nada. Pero suena como cualquier cosa que te puedas imaginar. Lo hizo mi padre.

—Nuestro padre escribe libros —dice Samantha.

—El mío también escribía. —Vuelve a colgar el gorro del clavo y se enrosca, negro como el carbón, sobre la chimenea. Samantha lo mira fijamente y el gorro le relincha con suavidad—. Como poeta era malo, pero la magia se le daba aún peor.

El verano pasado Samantha quería un caballo por encima de todo. Creía que sería capaz de renunciar a cualquier cosa por conseguirlo: ni siquiera tener una hermana gemela era comparable a tener un caballo. Ahora sigue sin tener uno y además tampoco tiene madre, así que no puede evitar preguntarse si es culpa suya. El gorro vuelve a relinchar, o puede que sea el viento silbando en la chimenea.

—¿Qué le ocurrió? —pregunta Claire.

—Después de hacer el gorro, vino el Especialista y se lo llevó. Yo me escondí en la chimenea del cuarto de los niños mientras le buscaba a él, y pudo no encontrarme.

—¿No tenías miedo?

Se oye un repiqueteo, un ruido tembloroso y metálico. Claire ha encontrado la bicicleta de la canguro y la arrastra por el manillar hacia ellas. La canguro se encoge de hombros.

—Regla numero tres —dice.

Claire arranca el gorro del clavo.

—¡Soy el Especialista! —dice poniéndoselo. El ala flexible e informe, que tiene cosidos pequeños botones asimétricos que atrapan la luz de la luna como si fueran dientes, cae sobre sus ojos.

Samantha vuelve a mirar y descubre que efectivamente son dientes; sin contarlos, de pronto sabe que hay exactamente cincuenta y dos, y que son de agutís, coatíes, pecarís de labio blanco y de la esposa de Charles Cheatham Rash. Las chimeneas gimen y, debajo del gorro, la voz de Claire suena como un estruendo vacío.

—¡Escapa, que te pillo! ¡Que te como!

Samantha y la canguro salen corriendo entre risas mientras Claire se sube a la oxidada y ruidosa bicicleta y pedalea tras ellas haciendo sonar el timbre; el gorro del Especialista se sacude sobre su cabeza. Bufa como un gato. El timbre es estridente pero débil y la bicicleta chirría y lloriquea. Primero se inclina hacia la derecha y después hacia la izquierda, y las huesudas rodillas de Claire sobresalen a ambos lados a modo de improvisados contrapesos.

Claire corre por entre las chimeneas, persiguiendo a Samantha y a la canguro. Samantha es lenta y se gira para mirar tras de sí. Cuando Claire se acerca, mantiene una mano sobre el manillar y tiende la otra hacia su hermana; justo cuando está a punto de agarrarla, la canguro se da media vuelta y le arranca el gorro de la cabeza.

—¡Mierda! —dice antes de soltarlo. En la palma de la mano de la canguro se forma una gota de sangre que a la luz de la luna se ve negra, justo donde el gorro del Especialista le ha mordido.

Claire se baja de la bici entre risas y Samantha mira cómo el gorro se aleja rodando. Acelera, hace un viraje en el suelo del desván y desaparece con un ruido sordo por las escaleras.

—Ve a buscarlo —dice Claire—. Esta vez tú puedes ser el Especialista.

—No —dice la canguro chupándose la mano—. Es hora de irse a la cama.

Bajan las escaleras y no hay ni rastro del gorro. Se cepillan los dientes, se meten en la cama-barco y se tapan hasta el mentón. La canguro se sienta entre sus pies.

—Cuando estás Muerta —dice Samantha—, ¿también te cansas y tienes que ir a dormir? ¿Sueñas?

—Cuando estás Muerta —dice la canguro—, todo es mucho más fácil. No tienes que hacer nada que no quieras hacer. No tienes que tener nombre, no tienes que recordar nada. Ni siquiera tienes que respirar.

Les enseña exactamente a qué se refiere.

Cuando dispone de un momento para pensar (y ahora tiene todo el tiempo del mundo), Samantha se da cuenta con una pequeña punzada que está atrapada indefinidamente con Claire y la canguro entre los diez y los once años. Reflexiona sobre ello. El número diez es agradable y redondo, como una pelota de playa; pero, en general, no ha sido un año fácil. Se pregunta cómo habría sido tener once años. Más puntiagudo, como unas agujas, quizá. Pero en lugar de eso ha escogido estar Muerta y espera haber tomado la decisión adecuada. Se pregunta si, de haber podido escoger, su madre hubiera preferido estar Muerta en lugar de muerta.

El año pasado, cuando falleció su madre, en la escuela estaban haciendo quebrados. A Samantha le recuerdan a una manada de caballos salvajes: picazos, pintos y de color claro y crin blanca. Hay muchísimos, y corren con rebeldía por un quebrado en la montaña. Justo cuando crees que tienes a uno de ellos bajo control, levanta las patas delanteras y te tira. El número favorito de Claire es el cuatro, que según ella es un chico alto y flacucho. A Samantha los chicos no le interesan demasiado, le interesan los números. El ocho, por ejemplo, que puede ser más de una cosa al mismo tiempo. Si lo miras de una manera, el ocho parece una mujer encorvada de pelo ondulado; pero si lo colocas tumbado, parece una serpiente enroscada con la cola en la boca. Es más o menos como la diferencia entre estar Muerta y estar muerta. Puede que cuando Samantha se canse de lo primero, pruebe lo segundo.

En el césped, bajo los robles, hay alguien que la llama por su nombre. Sale de la cama y se acerca a la ventana de la habitación. Mira a través del cristal ondulado: es el señor Coeslak.

—¡Samantha, Claire! —le grita—. ¿Estáis bien? ¿Está ahí vuestro padre? —Samantha prácticamente ve cómo la luz de la luna luce a través de él—. Siempre me encierran en el cuarto de las herramientas, malditos bichos espeluznantes. ¿Estás ahí, Samantha? ¿Claire? ¿Niñas?

La canguro se acerca y se coloca junto a Samantha; le pone el dedo sobre los labios. Desde allí ven cómo los ojos de Claire brillan desde la oscura cama. Samantha no dice nada, pero saluda al señor Coeslak con la mano, y la canguro también. Puede que las haya visto saludar, porque poco después deja de dar voces y se marcha.

—Ten cuidado —dice la canguro—. Él volverá pronto. Volverá pronto.

La coge de la mano y la lleva a la cama, donde Claire las espera. Se sientan y atienden. Pasa el tiempo, pero ellas no se cansan, no se hacen mayores.

¿Quién va?

Nada.

La puerta principal se abre en la planta baja y Samantha, Claire y la canguro oyen que alguien sube las escaleras con sigilo.

—Silencio —dice la canguro—. Es el Especialista.

Samantha y Claire no se mueven. El cuarto de los niños está sumido en la oscuridad y el viento crepita en la chimenea como un fuego.

—¿Claire, Samantha? ¿Samantha, Claire? —La voz del Especialista es húmeda e imprecisa. Suena como la de su padre, pero eso es porque puede imitar cualquier ruido, cualquier voz—. ¿Estáis despiertas?

—Rápido —dice la canguro—, es hora de escondernos en el desván.

Claire y Samantha salen de debajo de las mantas y se visten rápido y en silencio. La siguen. Sin hablar, sin respirar, las conduce hacia la chimenea, donde estarán seguras. Está demasiado oscuro como para poder ver, pero cuando articula la palabra «arriba» con los labios, ellas lo entienden perfectamente. Va delante para que puedan ver dónde apoyar los dedos y cuáles son los ladrillos que sobresalen para poner los pies. Después va Claire. Samantha mira cómo el pie de su hermana asciende como el humo, con el cordón aún desatado.

—¿Claire? ¿Samantha? Maldita sea, me estáis dando miedo. ¿Dónde estáis? —El Especialista está al otro lado de la puerta entornada—. ¿Samantha? Creo que algo me ha mordido. Creo que ha sido una maldita serpiente.

Samantha vacila tan sólo un instante y después trepa y trepa por la chimenea del cuarto de los niños.

 

EL FANTASMA DE LOUISE

Dos mujeres y una niña se encuentran en un restaurante. El restaurante es un lugar agradable, hay ventanas por todas partes, y las mujeres ya han estado allí otras veces. Es toda esa luz lo que hace que la comida sepa tan buena. La niña, que va vestida de verde de arriba abajo —jersey peludo verde, camiseta verde, pantalones de pana verde y unas zapatillas de deporte sucias con cordones verdes y negros—, olfatea. Es pequeña, pero tiene la nariz grande; puede que esté oliendo la comida que comen los demás; puede que esté oliendo la cálida luz que se posa sobre todas las cosas.

Ninguno de los tonos de verde conjunta con el resto, excepto por el hecho de que todos son verdes.

—Louise —le dice una mujer a la otra.

—Louise —contesta la segunda.

Se dan un beso.

El maître se acerca.

—Louise, qué agradable verte —le dice a la primera—. ¡Y fíjate en Anna! Qué grande estás. La última vez que te vi eras muy pequeña: así de pequeña —dice juntando el índice y el pulgar como si estuviera sujetando una pizca de sal.

Mira a la otra mujer y Louise dice:

—Ésta es mi amiga Louise. Es mi mejor amiga desde el campamento de las Girl Scout. Louise.

El maître sonríe.

—Sí, Louise, por supuesto. ¡Qué cabeza la mía!

Louise se sienta frente a Louise, y Anna se sienta entre las dos con una libreta llena de hojas verdes y un lápiz verde. Dibuja algo, pero es difícil saber qué es exactamente. Puede que sea una casa.

—Siento aquello, ya sabes qué. El día de los maestros. El canguro dijo a última hora que no podía venir. ¡Y tenía tanto que contarte! Sobre, ya sabes, sobre el número ocho. Madre mía, creo que me he enamorado. Bueno, enamorado no.

Está sentada frente a una ventana y la luz, suave y untuosa, la baña. Tiene aspecto cremoso de tanta felicidad, como si la hubieran tallado de un bloque de mantequilla. La luz adora a Louise, piensa la otra Louise. Por supuesto que la adora, ¿quién no?

Louise tiene una manía: no le gusta dormir sola. Dice que su cama es demasiado grande, que hay demasiado espacio. Necesita alguien que le haga de tope porque si no, se pasa la noche dando vueltas en la cama. Algunas mañanas se despierta en el suelo, pero en general se despierta con otra persona.

Cuando Anna era más pequeña, dormía en la misma cama que Louise; pero ahora tiene su propia habitación, su propia cama. Las paredes están pintadas de verde. Las sábanas son verdes. De la pared cuelgan hojas de papel verde con dibujos verdes. En la cama verde hay un osito y un patito de color verde. La bombilla es verde y la pantalla de la lámpara también. Louise ha estado en la habitación. La niña le ayudó a pintarla. Lo hizo con las gafas de sol puestas. Louise cree que esa pasión por el verde, ese anhelo de que todo se reduzca a variaciones sobre un mismo tema, podría ser hereditaria.

Louise tiene otra manía: le gustan los violonchelistas. Lleva unos cuatro años durmiendo con uno. No con el mismo violonchelista; si no con diferentes. Aunque, por supuesto, no a la vez. Violonchelistas consecutivos. El número ocho es el nuevo. Los números del uno al siete también lo eran, aunque no el padre de Anna. Aquello fue antes de los violonchelistas: a. V. En cualquier caso, y según Louise, en general la calidad del esperma de los violonchelistas es baja.

Todas las semanas Louise queda con Louise para comer y van a buenos restaurantes; Louise siempre conoce a los maîtres. Louise le cuenta a Louise lo de los violonchelistas. Son misteriosos, aún no los comprende del todo. Tiene algo que ver con la manera en que se sientan, con las piernas abiertas, abrazando el violonchelo, encorvados sobre él. Dice que parecen sólidos, pero incitantes. Como una puerta: se abre y entras.

Las puertas son sexy. La madera es sexy, como los arcos encordados con pelo natural. Además, los violonchelos no tienen llave de desagüe. Louise dice que las llaves de desagüe no son sexy.

Louise trabaja como relaciones públicas. Recauda fondos para la orquesta sinfónica, y se le da bien su trabajo. Es difícil decirle que no. Lleva a los ricos a comer, sabe qué vinos les gusta beber. Organiza acontecimientos de beneficencia y bailes de disfraces. Invita a los patrocinadores a que se sienten en el escenario para ver los ensayos de la orquesta. Después se lleva a los violonchelistas a casa.

Ella misma se asemeja un poco a un violonchelo: de piel oscura, es alta y llena de curvas. Tiene el cuello largo y lleva la lustrosa cabellera recogida durante todo el día. Cree que los violonchelistas deben soltársela por la noche —la cabellera—, lenta, feliz, suavemente.

En el campamento, Louise solía cepillarle el pelo.

Louise no es perfecta; Louise jamás diría que su amiga lo es. Louise tiene las piernas ligeramente arqueadas y los pies diminutos. Lleva faldas de seda largas y ceñidas; nunca pantalones ni estampados de flores. Tiene una forma de girar la cabeza para mirarte, tan lentamente, que no te importa que tenga las piernas arqueadas.

Los violonchelistas quieren pasar la noche con ella porque ella así lo quiere. No se enamoran porque Louise no lo quiere. Ella siempre consigue lo que quiere.

Louise no sabe lo que quiere, no quiere querer cosas.

Son amigas desde el campamento de las Girl Scout. ¿Qué edad tenían? No la suficiente como para estar lejos de casa tanto tiempo. Eran tan pequeñas que aún les faltaban algunos dientes. Eran tan pequeñas que mojaban la cama de tanta añoranza. Soledad. Louise dormía en la litera de arriba, encima de Louise, y el campamento olía a pis. Allí fue donde Louise se dio cuenta de que Louise tiene las piernas arqueadas. Se ponían la ropa de la otra.

Algo más sobre Louise: tiene un secreto. Louise es la única que lo sabe: ni los violonchelistas ni Anna saben nada al respecto.

Louise no tiene oído para la música. A Louise le gusta verla en los conciertos por la manera que tiene de mirar a los músicos. Abre mucho los ojos y no parpadea. Sonríe como si le hubieran presentado a una persona cuyo nombre no ha podido oír. Louise cree que en realidad es por eso por lo que acaba pasando la noche con ellos, con los violonchelistas. Es porque no sabe para qué más pueden servir. Odia que las cosas se echen a perder.

Una mujer se acerca a su mesa y toma nota de su pedido. Louise pide el pollo a la parrilla y una ensalada de la casa, y Louise pide salmón con mantequilla al limón. La mujer le pregunta a Anna qué quiere tomar. Anna mira a su madre.

—Cualquier cosa, siempre que sea verde. El brócoli vale. Guisantes, judías verdes, lechuga iceberg. Granizado de lima. Panecillos, puré de patatas.

La mujer mira a Anna.

—Veré qué puedo hacer —dice.

—Las patatas no son verdes —dice Anna.

—Espera y verás —dice Louise.

—Si yo tuviera una cría... —insinúa Louise.

—Pero no la tienes —dice Louise sin que suene desagradable. Louise nunca lo es, a pesar de que a veces tampoco sea amable.

Louise y Anna se lanzan una mirada; nunca se han caído bien, aunque delante de Louise se comportan. Loui se cree que odiar a alguien tan pequeño es humillante, a la hija de una amiga, nada menos. Que en lugar de eso debería sentir lástima porque la niña no tiene padre. Además, pronto crecerá: pechos, granos, chicos. Verá sus viejas fotos y sentirá vergüenza de sí misma. Es baja y se viste como un duende. ¡Aún no sabe leer!

—En cualquier caso —dice Louise—, esto es mejor que aquello otro. Cuando sólo comía comida para perros.

—Cuando era un perro —dice Anna.

—Nunca has sido un perro —dice Louise odiándose a sí misma.

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba presente cuando naciste, y cuando tu madre estaba embarazada. Te conozco desde que eras así de pequeña —dice apretando los dedos como hizo el maître, pero con más fuerza.

—Fue antes de eso, cuando era perro.

—Dejad de pelearos. Louise: cuando Anna era un perro tú estabas en el extranjero, en París. ¿Recuerdas?

—Bien. Cuando Anna era un perro, yo estaba en París.

Louise es agente de viajes y organiza tours para gente mayor. Viajes para señoras mayores a Las Vegas, Roma, Belice, cruceros por el Caribe. Ella misma viaja con bastante frecuencia y se aloja en hoteles de tres estrellas. Intenta imaginarse a sí misma de mayor, las cosas que querría.

La mayoría de sus maridos están en residencias, muertos o viviendo con mujeres más jóvenes. Duermen de dos en dos en habitaciones dobles y les gustan los hoteles con bufet y sauna, almohadas limpias que huelen bien, bombones en la almohada, colchones duros. Louise se ve a sí misma deseando todas estas cosas. A veces se imagina de vieja: despertándose por la mañana en países desconocidos con meteorología extraña y camas ajenas. Louise está dormida a su lado.

Anoche Louise se despertó a las tres de la mañana. Junto a la cama, había un hombre tendido en el suelo. Estaba desnudo, tumbado boca arriba, mirando el techo fijamente con los ojos abiertos y la boca abierta de par en par sin que nada saliera de ella. Era calvo. No tenía pestañas ni vello en brazos ni piernas. Era grande, pero no gordo: macizo. Sí, macizo. Era difícil saber qué edad debía de tener. La habitación estaba a oscuras, pero Louise no cree que estuviera circuncidado. «¿Qué haces aquí?», dijo ella en voz alta.

Ya no estaba. Encendió la luz y miró debajo de la cama. Lo encontró en el baño, pegado al techo encima de la bañera con el pene colgando (al parecer, era la única parte de su cuerpo que obedecía la ley de la gravedad). Parecía más pequeño, como deshinchado. Louise no tenía miedo, sino que estaba enfadada.

—¿Qué estás haciendo?

No contestó. «Muy bien», pensó ella y fue a la cocina a por la escoba. Cuando volvió, había desaparecido. Volvió a mirar debajo de la cama pero esta vez se había marchado de verdad. Buscó en todas las habitaciones y comprobó que la puerta de la calle estuviera cerrada con llave. Lo estaba.

Se le puso el vello de punta, petrificada. Se preparó una bolsa de agua caliente y se metió en la cama. Dejó la luz encendida y se durmió, sentada. Cuando se despertó por la mañana, todo podría haberle parecido un sueño de no haber estado sujetando la escoba.

La mujer les trae la comida. A Anna un platito de guisantes, coles de Bruselas y berza. También hay puré de patatas y pan. El plato es verde. Louise saca una botellita de colorante alimentario del bolso y echa tres gotitas sobre el puré.

—Revuélvelo —le dice a Anna.

Anna lo remueve hasta que está todo de un verde amarillento. Louise le pone colorante a una porción de mantequilla y la extiende sobre el panecillo.

—Cuando era un perro —dice Anna—, vivía en una casa con piscina y en el salón había un árbol que atravesaba el techo. Yo dormía en el árbol, pero no me dejaban bañarme; tenía demasiado pelo.

—Tengo un fantasma —dice Louise. No estaba segura de querer decirlo, pero si Anna puede rememorar su anterior vida de perro, no cabía duda de que ella, Louise, podía mencionar su fantasma—. Creo que es un fantasma, estaba en mi habitación.

—Cuando era perro mordía a los fantasmas.

—Anna, estate callada un momento. Cómete la comida verde antes de que se enfríe. Louise, ¿qué quieres decir? Pensaba que lo que tenías era mariquitas.

—Eso fue hace un tiempo.

Un día del mes pasado se despertó porque había gente susurrando en las esquinas de su cuarto y unas hojas muertas le cubrían la cara. Las paredes estaban vivas. Palpitaban y chorreaban de rojo. «¿Qué?», dijo, y una mariquita se le metió en la boca, amarga como el jabón. Cuando se levantó, el suelo crujía como el celofán rojo. Abrió las ventanas y barrió las mariquitas con la escoba. Las aspiró. Entraron más por las ventanas y por la chimenea, así que se marchó durante tres días. Cuando volvió se habían ido, casi todas; todavía encuentra alguna dentro de los zapatos o en los pliegues de la ropa interior, dentro de los cuencos de cereales, en las copas del vino o entre las páginas de los libros.

Antes de eso fueron polillas. Y antes, una zarigüeya que se le cagó en la cama y le bufó cuando consiguió acorralarla en la despensa. Llamó a la protectora de animales y vino un hombre con cazadora vaquera y guantes de trabajo, y le disparó un dardo con tranquilizante. La zarigüeya estornudó y cerró los ojos, y el hombre la cogió por la cola, posando durante un instante. A lo mejor esperaba que ella le hiciera una foto. Hombre con zarigüeya. Louise lo olisqueó: no estaba casado. Todo lo que olió fue la zarigüeya.

—¿Cómo ha entrado? —dijo Louise.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó el hombre. En las habitaciones de la planta baja aún había cajas con platos y libros apiladas contra la pared; todavía no había montado las patas de la mesa de comedor de su madre, que estaba girada hacia arriba en el suelo, amputada.

—Dos meses.

—Bueno, es probable que él lleve viviendo aquí más tiempo —dijo el hombre de la protectora acunando la zarigüeya como si fuera un bebé—. Dentro de las paredes o en el desván. Puede que en la chimenea. ¡El lobo! —se rió de su propio chiste—. ¿Lo pilla?

—Saque eso de mi casa.

—¡Su casa! —dijo el hombre acercándole el animal como si pudiera hacerle cambiar de opinión—. ¿Sabe lo que él creía? Que ésta era su casa.

—Pues ahora es mía.

—¿Un fantasma? —dice Louise—. Louise, ¿es alguien que conozcas? ¿Tu madre está bien?

—¿Mi madre? —dice Louise—. No era mi madre: era un hombre desnudo al que no había visto en mi vida.

—¿Cómo de desnudo? —dice Anna—. ¿Un poco o mucho?

—No es asunto tuyo.

—¿Era verde?

—Quizá fuera alguien con quien saliste en el instituto —dice Louise—, un antiguo novio. Puede que se acabe de suicidar o que muriera en un terrible accidente de coche. ¿Estaba cubierto de sangre? ¿Te dijo algo? A lo mejor quiere ponerte sobre aviso.

—No dijo nada. Y después desapareció. Primero se encogió y después desapareció.

A Louise le da un escalofrío, a Louise, otro. Por primera vez tiene miedo. El fantasma de un hombre desnudo estuvo levitando sobre su bañera. Igual mientras estaba dormida, levitó sobre su cama. Justo por encima de su nariz, mirando cómo dormía. De ahora en adelante tendrá que dormir con la escoba a mano.

—Puede que no vuelva —dice Louise, y Louise asiente. Pero, ¿qué pasa si regresa? ¿A quién puede llamar? ¿Al grosero de los guantes de trabajo?

La mujer se acerca de nuevo a la mesa.

—¿Postres? —inquiere—. ¿Café?

—Si tú tuvieras un fantasma —dice Louise—, ¿cómo te desharías de él?

Louise le da una patada por debajo de la mesa. La mujer piensa un instante.

—Iría al psiquiatra; a que me recetara algo. ¿Café?

Pero Anna tiene clase de gimnasia artística. Está aprendiendo a hacer el pino, a caer sin hacerse daño. Louise le pide a la mujer que ponga el puré verde de patatas que ha sobrado en un recipiente, envuelve los panecillos en una servilleta y se los mete en el bolso junto con algunos azucarillos.

Salen juntas del restaurante, con Louise a la cabeza. Detrás de ella, Anna le susurra algo a Louise.

—¿Louise? —dice Louise.

—¿Qué? —dice dándose la vuelta.

—Tienes que andar detrás de mí —dice Anna—, no puedes ir la primera.

—Ven aquí y habla conmigo —dice Louise dando palmaditas al aire—. Di gracias, Anna.

Anna no dice nada. Camina muy despacio delante de ellas, de modo que también tienen que andar lentamente.

—Entonces, ¿qué hago?

—¿Con el fantasma? No sé. ¿Es guapo? A lo mejor se te mete en la cama. Puede que sea tu amante diabólico.

—Por favor... —dice Louise—. Qué asco.

—Lo siento. Deberías llamar a tu madre.

—Cuando tuve el problema de las mariquitas, ella me dijo que se marcharían si les cantaba aquella canción para niños... «Mariquita, quita, quita, coge el manto y vete a misa.»

—Bueno, se fueron, ¿no?

—Primero tuve que irme yo.

—Igual es alguien que vivía en la casa antes de que tú te mudaras allí. Quizá está enterrado debajo de tu habitación o entre las paredes o algo así.

—Como la zarigüeya. Puede que sea el lobo feroz.

La madre de Louise vive dos estados más allá, en un complejo para jubilados. Louise vació el sótano y el garaje de su casa, metió los muebles en un almacén y la vendió. Es lo que su madre quería, para darle el dinero a ella y que pudiera comprarse su propio hogar; pero ahora se niega a visitarla en su nueva casa. Tampoco le deja enviarla de vacaciones. A veces, cuando Louise la llama, finge no reconocerla. O quizá no la reconozca de verdad. A lo mejor ése es el motivo por el que las clientas de Louise viajan tanto: si te acomodas en un lugar, te vuelves vaga; no te esfuerzas en recordar cosas como darte un baño o el nombre de tu hija.

Cuando viajas, todo es siempre nuevo. Si no hablas el idioma, no importa, porque entonces nadie espera que entiendas todo lo que dicen. Puedes llevar la misma ropa todos los días y el resto de los viajeros admirarán lo bien que se te da hacer las maletas. Cuando te despiertas y no sabes dónde estás, hay una razón perfectamente aceptable para ello.

—Hola, mamá —dice Louise cuando su madre contesta al teléfono.

—¿Quién es? —dice su madre.

—Louise.

—Oh, sí. Louise, qué alegría hablar contigo.

Tras una pausa incómoda, su madre dice:

—Si llamas porque es tu cumpleaños, lo siento. Se me ha olvidado.

—No es mi cumpleaños, mamá, ¿te acuerdas de las mariquitas?

—Oh, sí. Me enviaste fotos. Eran muy bonitas.

—Tengo un fantasma y quería saber si tú tenías idea de cómo deshacerme de él.

—¡Un fantasma! No será tu padre, ¿verdad?

—¡No! Éste no lleva ropa, mamá. Estaba desnudo y lo vi sólo un minuto antes de que desapareciera. Después lo volví a ver en la bañera. Bueno, más o menos.

—¿Estás segura de que es un fantasma?

—Sí, absolutamente.

—¿Y no es tu padre?

—No, no es papá. No se parece a nadie que yo haya visto en mi vida.

—Lucy, tú no la conoces, pero el marido de la señora Peterson murió hace dos noches. ¿Es un hombre bajo y gordo con un bigote feísimo? ¿De piel oscura?

—No es el señor Peterson.

—¿Le has preguntado qué quiere?

—Mamá, no me interesa saber qué quiere. Sólo quiero que se vaya.

—Bueno —dice su madre— intenta con agua caliente y sal. Frota los suelos de toda la casa. Después tienes que pulirlos con aceite de limón para que no queden manchas. Limpia también los cristales. Lava toda la ropa de cama y sacude las alfombras. Cuando hagas la cama, pon las sábanas del revés, y cuelga la ropa de las perchas también del revés. Limpia el baño.

—Del revés.

—Del revés. Les confunde.

—Creo que ya está bastante confundido, al menos en cuanto a ropa se refiere. ¿Estás segura de que esto funciona?

—Absolutamente. Aquí siempre tenemos alguna plaga paranormal. A veces cuesta diferenciar quién está vivo y quién muerto. Si limpiar la casa no funciona, prueba a colgar cabezas de ajo de una cuerda, los fantasmas lo odian. O les gusta... Una de dos: o lo odian o les encanta. Bien, ¿tienes más novedades? ¿Cuándo vienes de visita?

—Hoy he ido a comer con Louise.

—¿No crees que eres demasiado mayor para tener una amiga imaginaria?

—Mamá, ya conoces a Louise. ¿No te acuerdas? Campamento de las Girl Scouts, universidad... Tiene una hija pequeña, Anna. ¿Louise?

—Por supuesto que me acuerdo de Louise: es mi hija. Es usted una persona muy grosera.

Y cuelga.

«Sal», piensa Louise. Sal y agua caliente. Debería anotarlo, o quizá sería mejor enviarle una grabadora a su madre. Se sienta en el suelo de la cocina y llora. Eso cuenta como agua con sal. Después frota el suelo, sacude las alfombras, lava las sábanas y las mantas. Lava la ropa y la cuelga del revés. Mientras trabaja, el fantasma está tendido con medio cuerpo debajo de la cama, con los pies y los genitales señalándola de manera acusatoria. Louise frota a su alrededor. De él. De ello.

Louise cree que está siendo aprensiva; tiene miedo de tocarlo y eso la pone de mal humor, así que coge la escoba. Le da unos golpecitos en los muslos carnosos y el fantasma bufa bajo la cama como un gato enfadado. Ella da un brinco y de pronto ya no está ahí. De todos modos, duerme en el sofá y deja las luces de toda la casa encendidas.

—¿Y bien? —dice Louise.

—No se ha ido —dice Louise, que acaba de llegar del trabajo—, pero tampoco sé dónde está. A lo mejor en el desván. Podría estar detrás de mí mientras hablamos por teléfono sin que yo lo sepa y desaparecer cada vez que me giro para meterse en el espejo o adonde quiera que sea que vaya. Igual me oyes gritar y para cuando llegues aquí, será demasiado tarde.

—Cariño, estoy segura de que no puede hacerte daño.

—Me ha bufado.

—¿Sin más? ¿Le habías hecho algo? Los gatos también bufan, pero es que son muy suyos.

—¿Y las serpientes, qué? Suena más como una serpiente que como un gato.

—Podrías pedirle a un cura que haga un exorcismo. Si fueras católica, claro. O podrías ir a la biblioteca a ver si tienen algún libro: Exorcismo para idiotas. ¿Quieres venir esta noche al concierto de la orquesta? Tengo entradas.

—Siempre tienes entradas.

—Sí, pero te irá bien. Además, hace dos días que no te veo.

—Esta noche no puedo. ¿Mañana por la noche?

—Bueno, vale. ¿Has probado a leerle la Biblia?

—¿Qué parte le leo?

—¿Qué tal la parte sobre engendrar? Suena muy serio.

—¿Y si cree que estoy flirteando? El tipo de la gasolinera me ha dicho que cuando lo vea tengo que escupir en el suelo y decir «En nombre de Dios, ¿qué quieres?».

—¿Lo has probado?

—No me convence lo de escupir en el suelo, acabo de limpiarlo. ¿Y si quiere algo asqueroso? Mis ojos o algo... ¿Y si quiere que mate a alguien?

—Bueno, eso depende de a quién quiera que mates.

Louise va a cenar con su amante casado. Después irán a follar a un motel. Él se duchará y se irá a casa, y ella se quedará a dormir allí. Se trata de pura economía, al estilo Louise. Le hace sentir virtuosa y así el fantasma tiene toda la casa para él solo.

Louise no habla con Louise sobre su amante. Le pertenece sólo a ella, y a su mujer, claro. Pero no hay demasiado que compartir. Se conocieron en el trabajo y, antes de él, ella ya tenía otro amante, otro hombre casado. Le encantaría creer que se trata de una encantadora peculiaridad, como tener las piernas arqueadas o acostarse con violonchelistas, pero a lo mejor es un defecto, como no tener oído para la música o negarse a comer cualquier cosa que no sea verde.

Esto es lo que Louise le diría a Louise si se lo contara: sólo lo estoy tomando prestado, no quiero que deje a su mujer. Me alegro de que esté casado; que lo cuide otra. Es su olor, el olor que tienen los casados. Cuando un hombre felizmente casado entra en la habitación, lo huelo; y creo que ellos también me huelen a mí. Igual que sus esposas, por eso tiene que ducharse antes de irse.

Pero Louise no le cuenta a Louise nada sobre sus amantes. No quiere que parezca que está compitiendo con los violonchelistas.

—¿En qué piensas? —le pregunta su amante. El vino le ha manchado los dientes.

Es el sentimiento de culpa lo que los agrieta y los abre de esa manera. Louise cree que la culpa les da ese sabor tan dulce.

—¿Crees en fantasmas? —dice ella.

Su amante se ríe.

—Por supuesto que no.

Si él fuera su marido, dormirían en la misma cama todas las noches. Y si ella se desvelara y viera al fantasma, lo despertaría. Los dos lo verían, compartirían la responsabilidad. Formaría parte de su matrimonio, parte de las cosas que ahora no tienen (no pueden tener), como un desayuno, vacaciones en la nieve o discusiones sobre la pasta de dientes. Quizá él le echaría la culpa a ella: si ella le dice ahora que ha visto un hombre desnudo en su habitación, él dirá que es culpa suya.

—Yo tampoco —dice Louise—. Pero, si creyeras porque has visto uno, ¿qué harías? ¿Cómo te desharías de él?

El amante piensa un momento.

—No me desharía de él. Cobraría entrada y me haría famoso. Saldría en el programa de Oprah. Alguien haría una película. Todo el mundo quiere ver un fantasma.

—Pero, ¿y si hay un problema? Como por ejemplo, ¿qué pasa si está desnudo?

—Bueno, eso sí sería un fastidio. A no ser que el fantasma fueras tú, porque entonces querría que estuvieras desnuda todo el tiempo.

Louise no consigue dormir en la habitación del motel. Su amante se ha ido a su casa no encantada a estar con su esposa, que no sabe nada de Louise. Para ella Louise es tan irreal como un fantasma. Despierta en la cama, piensa en el suyo. Piensa en que la oscuridad no es oscuridad y que hay algo en la habitación del motel. Algo que su amante se ha dejado. Algo le toca la cara. Nota un sabor amargo en la boca. Alguien recorre la habitación contigua, arriba y abajo. En algún lugar llora un bebé; o un gato.

Se viste y se va a casa. Tiene que saber si el fantasma sigue allí o si la recomendación de su madre ha funcionado. Ojalá hubiera intentado sacarle fotos.

Busca por toda la casa. Saca la ropa de las perchas y las vuelve a colgar del derecho. El fantasma no está por ninguna parte, no da con él. Incluso mete la cabeza en la chimenea.

Lo encuentra acurrucado en el cajón de la ropa interior. Está tumbado boca abajo, con las manos extendidas, desnudo y aterciopelado como un cachorro de mono.

Louise escupe en el suelo con alivio.

—En nombre de Dios —dice—, ¿qué quieres?

El fantasma no dice nada. Se queda allí, pequeño, peludo y desamparado, boca abajo sobre sus braguitas. A lo mejor ni siquiera él sabe lo que quiere.

—¿Ropa? —dice Louise—. ¿Quieres que te consiga ropa? Sería más fácil si siempre fueras del mismo tamaño.

El fantasma no contesta.

—Bueno, piénsalo. Ya me dirás algo.

Y cierra el cajón.

Anna está en su cama verde con la luz verde encendida. Louise y el canguro esperan sentados en el salón mientras Louise habla con Anna.

—Cuando era un perro, comía rosas y carne cruda y borscht. Llevaba vestidos de seda.

—Cuando eras un perro —Louise le escucha decir a Louise— tenías unas orejas enormes y sedosas, cuatro patas grandes y una cola larga y suave; llevabas un collar de seda y un vestido de seda con un agujero para la cola.

—Un vestido verde. Y veía en la oscuridad.

—Buenas noches, mi niña verde. Muy buenas noches.

Louise entra en el salón.

—¡Qué guapa está Louise! —dice apoyándose en la silla de Louise y mirándose en el espejo—. Las dos. Louise y Louise, y Louise y Louise. Las cuatro.

—Espejito, espejito mágico, ¿cuál es la Louise más bella?

A Louise no le cae bien Patrick. En lugar de eso, acepta entradas para ver la orquesta. Él toca la guitarra clásica y compone música. A Louise y Louise les gustaría escuchar sus composiciones, pero es demasiado tímido. A veces trae la guitarra para tocarle a Anna; le está enseñando los acordes más sencillos.

—¿Cómo está tu fantasma? —pregunta Louise—. Louise tiene un fantasma —le dice a Patrick.

—Más pequeño, más peludo.

Patrick no le cae bien a Louise. En primer lugar, está enamorado de Louise y la manera en que la mira le parece vergonzosa. Seguramente le escribe canciones de amor. Y con Anna es muy amistoso, como si eso fuera a servirle de algo.

—¿Has probado con ajo? —dice Louise—. ¿Escupitajos? ¿Agua bendita? ¿La biblioteca?

—Sí —miente Louise.

—¿Y con música country? —dice Patrick—. Johnny Cash, Patsy Cline, Hank Williams...

—¿Música country? ¿Como si fuera agua bendita?

—Una vez leí algo sobre ello —dice Patrick—, en New Scientist o Guitar, o igual fue en Martha Stewart Living. Tenía algo que ver con el tono, las frecuencias. Se supone que el canto tirolés también funciona. Si lo piensas, tiene sentido.

—Estaba pensando en el campamento —le dice Louise a Louise—. ¿Recuerdas que los monitores nos contaban historias de fantasmas?

—Sí. Hacían aquello con la linterna. Tuve que acompañarte al baño en mitad de la noche porque tenías miedo de ir sola.

—Yo no tenía miedo, eras tú.

Durante el concierto de la sinfónica, Louise se fija en los violonchelistas y Louise se fija en Louise. Ellos tienen la mirada fija en el director y de vez en cuando lo esquivan y miran a Louise. Louise se da cuenta de cómo la miran. La música se expande por todas partes, como la luz y, como la luz, la música adora a Louise. Louise no tiene ni idea de cómo lo sabe, simplemente siente que la envuelve, que se insinúa dentro de sus hermosas orejas, entre sus labios; cómo se acumula en su pelo y en el pequeño hueco que queda entre sus piernas. «Y ¿de qué le sirve a Louise?», piensa Louise. Los violonchelistas podrían estar tocando martillos hidráulicos y cucharas.

Bueno, puede que esto no sea del todo verdad. Puede que Louise no tenga oído para la música, pero le ha explicado a Louise que eso no significa que no le guste la música. La siente en los huesos y detrás de la mandíbula. Le rasca los picores. Es como un crucigrama. Louise está intentando entender y, a su lado, Louise intenta entenderla a ella.

La música se interrumpe y empieza de nuevo y se vuelve a parar. Louise y Louise aplauden en el intermedio y cuando se encienden las luces, Louise dice:

—He estado pensando mucho sobre algo en concreto. Quiero tener otro bebé.

—¿Qué quieres decir? —dice Louise atónita—. ¿Como Anna?

—No lo sé. Otro, simplemente. Tú también deberías tener un bebé. Podríamos ir juntas a las clases de preparación para el parto natural. Tú podrías llamar a tu niña Louise en mi honor y yo Louise a la mía en el tuyo. ¿No te parece divertido?

—Anna tendría celos.

—Creo que me haría feliz. Cuando Anna era bebé yo estaba muy contenta. Todo sabía tan bien... hasta el aire. Incluso me gustó estar embarazada.

—¿Ahora no eres feliz?

—Por supuesto que sí. Pero, ¿no sabes a lo que me refiero? ¿Ese tipo de felicidad?

—Más o menos. Como cuando éramos niñas. Como en el campamento de las Girl Scout.

—Sí, exacto. Primero tendrías que librarte del fantasma, no creo que sean muy higiénicos. Podría presentarte a un hombre muy agradable, un violonchelista. Puede que no tenga el semen de la mejor calidad, pero es muy majo.

—¿Qué número es él?

—No quiero predisponerte a nada. No lo conoces y no creo que debas pensar en él como un número. Te lo señalaré. Oh, y al número ocho también; tienes que conocer a mi chico guapo, el ocho. Tenemos que quedar para comer y así te lo cuento. Está prendado, he hecho que se prende de mí.

Louise va al baño mientras que Louise se queda en su asiento y piensa en su fantasma. ¿Por qué no puede tener un fantasma y un bebé? ¿Por qué siempre tiene que sacrificar algo? ¿Por qué no son los demás los que tienen que compartir?

¿Y por qué quiere Louise otro bebé? ¿Qué pasa si la odia tanto como Anna? ¿Y si también fue perro? ¿Y si su propio bebé odia a Louise?

Cuando los músicos regresan al escenario, Louise se acerca a Louise y le susurra:

—Ahí está: el de las manos grandes de la derecha.

No le queda claro a qué violonchelista se refiere: todos tienen las manos grandes. ¿A cuál se supone que está buscando? ¿Al agradable a quien no debería considerar un número, o al número ocho? Se fija con mayor atención. Desde donde ella está sentada, todos se le antojan guapos. Lo frágiles que parecen, piensa, enfundados en su ropa negra, tan seria... dejando que la música se deslice por las cuerdas de esa manera y se derrame a través de sus dedos abiertos... los hace despreocupados. Uno debe aferrarse a lo que tiene.

Sobre el escenario hay seis violonchelistas y tal vez Louise se haya acostado con todos. Louise cree que si se acostara con ellos, con cualquiera de ellos, reconocería su sabor, las cosas que les gustan y cómo les gustan. Sabría qué número eran, pero ellos no la conocerían.

El fantasma vuelve a ser grande y está cubierto de un pelo corto y duro, como una capa de espinas o cerdas. Es de color marrón rojizo y tiene pinta de pinchar. Louise cree que ahora mismo no sería buena idea tocarlo. Por la noche, se mueve hacia atrás y hacia adelante frente a la cama, deslizándose sobre la tripa como una serpiente. Hunde los dedos de las manos en las tablas del suelo y se impulsa con los de los pies. Deja la boca abierta como si estuviera comiendo aire.

Louise va a la cocina, abre una lata de alubias, otra de peras, palmitos. Pone una serie de cosas en un plato y lo deja delante del fantasma, pero él lo rodea. Puede que sea como Anna: maniático. Ella no sabe lo que él quiere y se niega a volver a dormir en el sofá; después de todo, ésa es su habitación. Se despierta; escucha cómo el fantasma se frota contra el suelo limpio, moviéndose adelante y atrás a los pies de la cama durante toda la noche.

Por la mañana, el fantasma se ha mudado al armario, donde cuelga boca abajo, pegado a la pared. Louise cree que ya basta, así que va al centro comercial y compra una pila de CDs. Patsy Cline, Emmylou Harris, Hank Williams, Johnny Cash, Lyle Lovett. Le pide al dependiente que le recomiende algo de canto tirolés, pero es muy joven y le sirve de poca ayuda.

—No importa —dice—, me llevaré éstos. Espera —le dice mientras le está pasando la tarjeta de crédito—, ¿alguna vez has visto un fantasma?

—No es asunto suyo, señora. Pero si así fuera, le obligaría a mostrarme dónde tiene enterrado el tesoro. Lo desenterraría y sería rico, y no le estaría vendiendo esta mierda country. A no ser que el tesoro estuviera maldito.

—¿Y si no hubiera tesoro?

—Entonces metería al fantasma en una botella y lo vendería a un museo. Un fantasma de verdad, en vivo... Eso tiene que valer una fortuna. Me compraría una Harley y me iría con ella a California, a hacer mi propia música. Allí no existe el puto canto tirolés.

Al fantasma parece gustarle Patsy Cline. No es que diga nada, pero tampoco desaparece. Sale del armario y se tumba en mitad del suelo, de modo que Louise tiene que rodearlo al pasar. Ahora es más espeso, más sólido. Puede que cuando estuviera vivo fuese admirador de Patsy. Todo el vello se le pone de punta y ondea suavemente, como si soplara una leve brisa.

A los dos les gusta Johnny Cash. Louise se alegra de que tengan algo en común. «I’m onto Jackson —canta Louise—. You big talken man».[6]

El teléfono suena en mitad de la noche y Louise se levanta de un salto.

—¿Qué? —dice—. ¿Has dicho algo?

No sabe si está en una habitación de hotel o dónde está, pero se orienta rápidamente. El fantasma vuelve a estar debajo de la cama, con una mano sobresaliendo como si intentara parar un taxi dentro del cuarto. Louise coge el teléfono.

—El número ocho me acaba de decir algo rarísimo. ¿Probaste lo de la música country?

—Sí, pero no ha funcionado. Creo que le gusta.

—Qué alivio. ¿Qué planes tienes para el viernes?

—Trabajar. Y después, no lo sé. Alquilar un vídeo o algo. ¿Quieres venir a ver el fantasma?

—Me gustaría llevar a unas cuantas personas, después del ensayo. Los violonchelistas también quieren ver al fantasma. De hecho, quieren tocar para él. Es un asunto bastante complicado. ¿Podrías hacer un poco de cena? Espaguetis vale. Algo de ensalada, pan de ajo. Yo llevaré el vino.

—¿Cuántos violonchelistas?

—Ocho. Y Patrick no está disponible, así que a lo mejor también viene Anna. Podría ser educativo. ¿Todavía está desnudo?

—Sí, pero no importa. Se ha vuelto peludo, por lo tanto puedes decirle que es un perro. Entonces, ¿qué es lo que va a pasar?

—Eso depende del fantasma. Si le caen bien, a lo mejor se marcha con uno de ellos. Ya sabes, igual se mete en uno de los violonchelos. Por lo visto mejora mucho la música y también es bueno para el fantasma. Es como los peces pequeños que viven de peces más grandes. Las rémoras. Me lo ha contado el número ocho. Dice que los instrumentos encantados no son simples instrumentos, sino que es como si tuvieran alma. El músico deja de tocar el instrumento y toca el fantasma.

—No sé si cabrá, es tirando a grande. Al menos parte del tiempo.

—Al parecer los violonchelos son mucho más grandes por dentro de lo que parecen por fuera. Además, tampoco es que lo estés aprovechando para nada.

—Supongo que no.

—Si se corre el rumor, tendrás músicos llamando a tu puerta día y noche sin cesar. Intentarán robártelo, así que no se lo digas a nadie.

Gloria y Mary van a ver a Louise al trabajo. Dentro de una semana viajan a Grecia con un grupo. Van a visitar todas las islas. Han estado organizando los hoteles, las excursiones, los pasaportes y los autocares con Louise. Le tienen mucho cariño. Le hablan de sus hijos y le enseñan fotos, y creen que debería casarse y tener un bebé.

—¿Alguna de vosotras ha visto un fantasma? —les dice ella.

Gloria niega con la cabeza.

—Oh, querida, de pequeña los veía todo el tiempo —dice Mary—. A veces es hereditario, fantasmas y cosas así. Por supuesto, ahora ya no veo tantos; me ha empeorado mucho la vista.

—¿Qué se hace con ellos?

—No mucho —dice Mary—. No te los puedes comer y con la mayoría de ellos no puedes ni hablar; no valen para nada.

—Una vez jugué con una tabla Ouija —dice Gloria—, con otras chicas. Le preguntamos con quién nos íbamos a casar y nos dio algunos nombres. No me acuerdo de cuáles y no creo que acertara. Después nos asustamos. Preguntamos con quién estábamos hablando y deletreó Z-E-U-S. Y después un montón de letras, sandeces.

—¿Y música?

—Me gusta la música —dice Gloria—. A veces cuando oigo una canción bonita, me echo a llorar. Una vez vi a Frank Sinatra, pero no me pareció tan especial.

—A los fantasmas les molesta —dice Mary—. Algunos tipos de música los provoca, otras los calma. Nosotros solíamos cazarlos con el violín de mi hermano. Era como pescar o atrapar luciérnagas con un bote. Pero mi madre siempre decía que los dejáramos en paz.

—Tengo un fantasma —confiesa Louise.

—¿Puedes preguntarle una cosa? —dice Gloria—. Pregúntale cómo es estar muerto. Me gusta saber cómo son los sitios antes de ir. No me importa ir a lugares nuevos, pero me gusta saber cómo será, tener alguna idea.

Louise se lo pregunta, pero el fantasma no dice nada. Quizá no se acuerde de cómo era estar vivo. Puede que se haya olvidado del idioma. Se queda quieto, tendido sobre el suelo de la habitación con las piernas abiertas, mirándola como si ella fuera algo muy especial. O a lo mejor está pensando en Inglaterra.[7]

Louise hace espaguetis. Louise está al teléfono, hablando con los del catering.

—Entonces creéis que no hay suficiente champán —dice—. Sé que es una gala, pero no quiero que se caigan por los suelos, sólo que estén alegres. Con alegría se firman talones, pero que se caigan no me sirve de nada. ¿Cuántas botellas más creéis que necesitamos?

Anna se sienta en el suelo de la cocina y observa a Louise mientras corta tomates.

—Tendrás que cocinar algo verde —le dice.

—¿Por qué no te comes el lápiz? Tu madre no tendrá tiempo de hacerte comida verde cuando tenga otro bebé. Tendrás que comer comida normal, como todo el mundo; o hierba, como las vacas.

—Me haré mi propia comida verde.

—Vas a tener un hermanito o una hermanita. Tendrás que comportarte y ser responsable. Tendrás que compartir tu habitación y tus juguetes; no sólo los normales, los verdes también.

—No voy a tener una hermana. Voy a tener un perro.

—No sabes cómo va la cosa, ¿verdad? —dice Louise mientras añade los tomates chorreantes a la cazuela—. Un hombre y una mujer se enamoran, se besan y entonces la mujer tiene un bebé. Primero se pone gorda y después va al hospital, y vuelve a casa con un bebé.

—Mentira —dice Anna—. El hombre y la mujer van a la perrera y escogen un perro. Se lo llevan a casa y le dan comida de bebé. Un día se le cae el pelo de perro y se queda rosa. Y aprende a hablar y tiene que llevar ropa. Le dan un nombre nuevo, no el que tenía de perro. Le dan un nombre de bebé y tiene que devolver su nombre de perro.

—Lo que tú digas. Yo también voy a tener un bebé y se llamará igual que tu madre e igual que yo. Louise también es como se llamará el bebé de tu madre. La única persona que se llame Anna serás tú.

—Mi nombre de perro era Louise, pero tú no me puedes llamar así.

Louise entra en la cocina.

—Menudos los del catering... ¿Y dónde está?

—¿Dónde está qué?

—Ya sabes el qué. Ya sabes...

—Hoy no lo he visto. Igual esto no funciona. A lo mejor prefiere vivir aquí.

Ha tenido la radio puesta todo el día, sintonizada en una cadena de country. Con un poco de suerte el fantasma se dará por aludido y se esconderá en alguna parte hasta que todos se marchen.

Llegan los violonchelistas. Siete hombres y una mujer. Louise no se molesta en recordar sus nombres. La mujer es alta y delgada, de brazos largos y nariz aguileña. Se come tres platos de espaguetis. Los violonchelistas hablan entre ellos sin mencionar al fantasma. Hablan de música y se quejan de la acústica. Le dicen a Louise que sus espaguetis están deliciosos. Ella sonríe. Se fija en la violonchelista y ve que Louise la está observando. Louise se encoge de hombros y asiente. Levanta la mano con los cinco dedos extendidos.

Louise y los violonchelistas parecen estar cómodos; se hacen bromas y cuentan historias. ¿Lo sabrán? ¿Hablarán de Louise? ¿Alardearán o harán comparaciones? ¿Cómo podrían conocer a Louise mejor que ella? De pronto se siente como si ésa no fuera su casa: pertenece a Louise y los músicos. Es del fantasma, no suya. Ellos son los que viven ahí; después de la cena, ellos se quedarán y ella se marchará.

El número cinco es a la que le gustan las películas extranjeras, recuerda Louise. La del pececito dorado. Louise dijo que tenía un gran sentido del humor.

Louise se levanta y va a la cocina a por más vino; Louise se queda a solas con los violonchelistas. El que está sentado a su lado le dice:

—Tienes unos ojos preciosos. ¿Puede ser que te haya visto entre el público alguna vez?

—Es posible.

—Louise habla mucho de ti —dice el violonchelista. Es joven, debe de tener veinticuatro o veinticinco años. Louise se pregunta si es el de las manos grandes. Él también tiene los ojos bonitos, y se lo dice.

—Louise no lo sabe todo de mí —dice ella flirteando.

Anna está escondida debajo de la mesa. Gruñe y finge que muerde a los violonchelistas. Ellos la conocen y están acostumbrados, seguramente creen que es muy mona. Le pasan trocitos de brócoli y lechuga.

El salón está lleno de los violonchelos en sus fundas negras que han traído los violonchelistas. Parecen sarcófagos con ruedecitas. Sarcofabuses. Carruajes para bebés muertos. Después de la cena llevan las sillas al salón, sacan los violonchelos y los afinan. Anna se mete entre los violonchelos y se sujeta a las sillas. La casa está llena de sonidos.

Louise y Louise se sientan en sendas sillas en el pasillo, y miran desde allí. No pueden hablar porque hay demasiado ruido. Louise mete la mano en el bolso y saca un paquete de tapones para los oídos. Le da dos a Anna, dos a Louise y se queda otros dos para ella. Louise se los pone y oye a los violonchelistas como si estuvieran bajo tierra, en el fondo de un lago subterráneo o en una cueva. Está inquieta.

Tocan durante casi una hora. Cuando descansan, a Louise le duele el cuerpo, como si le hubieran estado tirando cosas. Pequeños bultos de sonido. Si resultara que tiene magulladuras, no se sorprendería.

Los violonchelistas salen a fumar y Louise lleva a Louise a un aparte.

—Si no hay fantasma, deberías decírmelo ya. Les diré que se vayan a casa y te prometo que no me enfadaré.

—El fantasma existe. De verdad.

Aun así, Louise no se molesta en sonar convincente y por eso no le dice que ha metido un walkman en el armario con el CD de Patsy Cline en repetición y el volumen al mínimo.

—Te habló durante la cena, ¿qué te parece?

—¿Quién? ¿Él? Es muy agradable.

Louise suspira.

—Sí, yo también lo creo.

Los violonchelistas regresan. El joven de gafas y las manos grandes las mira y les ofrece una enorme sonrisa extasiada. Quizá no estuvieran fumando tabaco.

Anna se ha dormido dentro de una funda, parece un enorme guisante dentro de un ataúd.

Louise intenta imaginárselos sin ropa. Intenta verlos desnudos, follando con Louise. No, con Louise, no; mejor follando con ella. ¿Cuál es el número cuatro? ¿El de la barba? Recuerda que al número cuatro le gusta que Louise se siente encima de él y dé saltitos, arriba y abajo. Ella hace todo el trabajo mientras él mueve la mano. La dirige como un director de orquesta y ella piensa que tiene gracia.

Louise se los imagina a todos desnudos, en la misma cama. Ella también está. Primero el de la barba. «Túmbate», le dice. «Cierra los ojos, no te muevas. Yo soy la que manda, yo dirijo esta operación.» El de las piernas flacas y la barriga. El joven de pelo negro y rizado, inclinado sobre su violonchelo como si fuera a caerse dentro. Es el que flirteaba con ella. «Haz esto», le dice a un violonchelista. «Haz lo de más allá», le dice a otro. No sabe bien qué hacer con la mujer, la número cinco. Ni siquiera tiene claro cómo quitarle la ropa. Cinco se queda sentada en el borde de la cama con las manos debajo de las nalgas; aún lleva puestos la braga y el sujetador.

Louise piensa un instante en su ropa interior: tiene un estampado de florecitas. Hierba doncella. La número cinco espera que le diga qué hacer, pero ella está demasiado atareada intentando organizar al resto. Una boca se ha aferrado a su pecho y alguien le estira del pelo. Tiene el pene de alguien entre las manos y hay otro frotándose con su coño. Hay penes por todas partes. «Espera tu turno —piensa Louise— Sé paciente.»

La número cinco se saca un violonchelo de las braguitas y toca una melodía triste. Una melodía que distrae y no es nada sexy. Otro violonchelista se pone de pie sobre la cama y empieza a dar saltos. De pronto todos están saltando. La cama cruje y chirría, y la mujer toca cada vez más rápido. «Basta ya —piensa Louise—, despertarás al fantasma.»

—¡Hostia! —dice Louise arrancándole el tapón y dejándolo caer sobre su regazo—. Ahí está, debajo de tu silla. Mira. Tienes un fantasma de verdad.

Los violonchelistas no miran. Si tuvieran mantequilla en la boca, no se derretiría. Se están follando los violonchelos con las manos, arrancando la música con caricias, prometiéndole al fantasma cantos tiroleses y Patsy Cline, marchas fúnebres y ciudades enteras de música y música para comer, música para beber y música para vestirte como si fuera ropa. No se trata de nada que Louise haya escuchado: parece una nana y después suena como una manada de lobos; más tarde como un matadero y por fin como una habitación de motel en la que un hombre casado te dice que te quiere mientras el agua corre en la ducha. Hace que le duelan los dientes y su corazón parezca un sonajero.

Suena a color verde. Anna se despierta. Está sentada en la funda del violonchelo con las manos sobre las orejas.

«Tocan demasiado alto —piensa Louise—, los vecinos se van a quejar.» Se agacha y ve al fantasma, tan pequeño e inobjetable como un perrito faldero, tumbado debajo de la silla. «Oh, pobrecito mío —piensa—. No te dejes engañar. No te creas la música, no van en serio.»

Pero algo le está ocurriendo: tiembla, se retuerce y mira boquiabierto. Sale de debajo de la silla dejando todo el pelo atrás en un pequeño y pulcro montoncito. Se arrastra por el suelo con las manos, hermosas y fuertes, dando patadas de tijera al aire como si fuera un nadador. Ha decidido cambiar, dejarla y marcharse. Louise se quita el otro tapón, se los va a dar al fantasma.

—Quédate aquí —dice en voz alta—. Quédate conmigo y la verdadera Patsy Cline. No te vayas.

No se oye a sí misma. Los violonchelos rugen como leones enjaulados, como lenguas de fuego. Louise abre la boca para hablar más alto, pero el fantasma se aleja. «Bien, de acuerdo. Go comb your hair, see if I care[8]

Louise, Louise y Anna miran cómo el fantasma se mete dentro de un violonchelo. Se sube al instrumento y se sacude el aire como si fuera gotas de agua. Se hace más pequeño, más tenue. Se funde con el violonchelo como leche derramada. El resto de violonchelistas se detienen. El que ha atrapado al fantasma de Louise toca una escala.

—Bien —dice.

Louise no nota la diferencia, pero los otros músicos suspiran.

El que lo ha conseguido es el de la barba. Se aferra al instrumento como si le fueran a salir patas y pudiera echar a correr. Por su expresión uno pensaría que acaba de descubrir América. Toca algo más, algo que a Louise le suena a antiguo, una bonita melodía antigua que le da ganas de llorar, así que se vuelve a poner los tapones. El violonchelista la mira mientras toca y le sonríe. «Me debes una», piensa ella.

Pero el violonchelista que se queda es el joven, el que piensa que Louise tiene unos ojos preciosos. No está segura de cómo ocurre ni de si es el violonchelista correcto. No tiene claro que el fantasma se metiera en el violonchelo adecuado. Pero los violonchelistas recogen sus instrumentos, le dan las gracias y se marchan dejando los platos apilados en el fregadero para que los friegue ella.

El más joven sigue en su salón.

—Creía que lo iba a conseguir —dice—. Estaba seguro de que podía convencer al fantasma.

—Me voy —dice Louise, pero no se va.

—Buenas noches —contesta Louise.

—¿Quieres que te lleve a alguna parte? —le dice al violonchelista.

—Pensaba quedarme un rato —dice él—. A ver si hay otro fantasma, si a Louise no le importa.

Louise se encoge de hombros.

—Buenas noches —le dice a Louise.

—Muy bien, buenas noches.

Coge a Anna en brazos, que se ha dormido en el sofá. No le ha gustado el fantasma. No era verde ni perro.

—Buenas noches —dice el violonchelista, y la puerta se cierra de golpe tras Louise y Anna.

Louise inhala. No está casado, no huele a eso. Pero su olor le recuerda a algo.

—¿Cómo te llamas? —le dice, pero antes de que conteste, se pone los tapones.

Follan en el armario y después en la bañera. Después él se tumba en el suelo de la habitación y Louise se pone encima. «Para exorcizar al fantasma —piensa—. Hotter in a chilly sprout.»

Cuando se corre, el violonchelista mueve la boca. Parece que esté diciendo «Louise, Louise», pero le da el beneficio de la duda. Puede que sea su nombre lo que dice.

Ella asiente como para animarlo.

—Eso es —dice—. Louise.

Se queda dormido en el suelo. Ella lo tapa con una manta y mira cómo respira. Hace mucho que no ve dormir a un hombre. Se ducha y friega los platos; guarda las sillas del salón. Busca un sobre y recoge un puñado de pelos del fantasma. El resto los barre. Se quita los tapones, pero no los tira.

Por la mañana el violonchelista le hace tortas. Se sienta a la mesa y ella se pone de pie. Se acerca a él y le huele el cuello. Ahora sí que reconoce el olor: huele a Louise. Azúcar quemado, zumo de naranja y polvos de talco. Se da cuenta de que ha cometido un terrible error.

Louise está furiosa, aunque Louise no tenía ni idea de que supiera enfadarse. Cuando la llama, Louise le cuelga el teléfono. Cuando va a su casa, nadie abre la puerta, pero ve a Anna mirando por la ventana.

Louise le escribe una carta: «Lo siento muchísimo —escribe—. Debería haberme dado cuenta. ¿Por qué no me lo dijiste? Él no me ama, sólo estaba borracho. Puede que estuviera confundido. Por favor, perdóname. No tienes que hacerlo inmediatamente. Dime qué debo hacer.»

Al final de la página escribe: «P.D.: No estoy embarazada.»

Tres semanas después Louise conduce a un grupo de patrocinadores de la orquesta sinfónica por el escenario. Acaban de comer y han bebido vino. Ella señala detalles arquitectónicos, hileras de carísimos focos. Está de espaldas a la platea, hablando. Señala hacia arriba, da un paso atrás en el aire y se cae del escenario.

Un hombre —un abogado— llama a Louise al trabajo. Al principio pensó que era su madre la que se había caído, pero el abogado se lo explica. La que ha muerto es Louise. Se ha roto el cuello.

Mientras Louise intenta comprenderlo, el señor Bostick, el abogado, dice algo más: ahora Louise es la tutora de Anna.

—Espere, espere —dice ella—. ¿Qué quiere decir? ¿Que Louise está en el hospital y tengo que cuidar de Anna durante un tiempo?

—No —dice el señor Bostick—. Louise ha muerto. Louise quería que, en caso de que muriera, usted adoptara a su hija, Anna Geary. Suponía que mi cliente, Louise Geary, lo había hablado con usted. No tiene familia. Me dijo que usted era su familia.

—Pero me acosté con el violonchelista —dijo Louise—. No quería hacerlo, pero no me di cuenta de qué número era. No sabía cómo se llamaba, aún no lo sé. Louise está muy enfadada conmigo.

Pero ya no lo está. O puede que esté toda la eternidad.

Louise va a buscar a Anna a la escuela. Está sentada en una silla de la oficina y cuando Louise abre la puerta, no levanta la mirada. Louise se pone delante de ella, la mira y piensa: «Esto es todo lo que queda de Louise, todo lo que tengo. Una niña a quien solamente le gustan las cosas verdes y que solía ser un perro.»

—Venga, Anna —dice Louise—. Vas a venir a vivir conmigo.

Louise y Anna viven juntas durante una semana. En el trabajo, Louise evita a su amante casado porque no sabe cómo explicarle todo lo que ha ocurrido. Primero un fantasma y ahora una niña. Se han acabado las habitaciones de motel.

Louise y Anna van al funeral y tiran tierra sobre el ataúd. Anna la tira con fuerza, como si apuntara a algo. Louise aprieta su puñado demasiado y cuando lo suelta, tiene tierra debajo de las uñas. Se mete un dedo en la boca.

Todos los violonchelistas están presentes. Sin los violonchelos parecen amputados, más pequeños, como niños. Anna, vestida con ropa verde de funeral, parece mayor que ellos. Va de la mano de Louise, a regañadientes. Louise le ha prometido que puede tener un perro. Nada de moteles, eso está claro. Cree que tendrá que comprar una casa más grande, con jardín. Venderá su casa y la de Louise y meterá el dinero en un fondo para Anna. Ya lo hizo para su madre; es el tipo de cosas que se hacen por la familia.

Mientras el pastor habla, el número ocho se tiende en el suelo, junto a la tumba. Los violonchelistas que tiene a ambos lados lo agarran de los brazos y lo levantan. Louise se da cuenta de que está moqueando. Él no la mira y tampoco se suena la nariz. Cuando los violonchelistas se lo llevan, ve que tiene el culo manchado de tierra de la tumba.

Patrick también ha ido. Tiene los ojos rojos. Saluda a Anna con los dedos, pero se queda donde está. La pérdida es contagiosa, así que mantiene una distancia prudente.

La violonchelista, la número cinco, se acerca a Louise después del sepelio. Le da un abrazo y otro a Anna. Les dice que han organizado un concierto especial en su memoria, que van a recaudar fondos. Una de las salas pequeñas de conciertos se va a llamar Louise Geary Memorial Hall. Louise está de acuerdo en que eso le hubiera gustado. Ella y Anna se marchan antes de que el resto de violonchelistas les digan lo mucho que lo sienten y cuánto echarán de menos a Louise.

Por la noche llama a su madre y le cuenta que Louise ha muerto.

—Oh, cariño —dice su madre—, lo siento mucho. Era una chica muy hermosa. Siempre me gustó escucharla reír.

—Estaba enfadada conmigo. Ahora su hija Anna vive en casa.

—¿Y qué hay de su padre? ¿Te has librado del fantasma? No creo que sea buena idea tener un fantasma en la misma casa que la niña.

—El fantasma se ha ido.

Se oye un clic en la línea.

—Nos están escuchando. No digas nada, podrían estar grabando la conversación. Llámame desde otro teléfono.

Anna ha entrado en la habitación y está detrás de Louise.

—Quiero ir a vivir con mi padre —dice.

—Es hora de irse a la cama —dice Louise, que quiere quitarse la ropa del funeral y dormir—. Podemos hablar de ello por la mañana.

Anna se cepilla los dientes y se pone el pijama verde. No quiere que Louise le lea un cuento ni que le traiga un vaso de agua.

—Cuando yo era un perro... —le dice Louise.

—Tú nunca has sido un perro —contesta Anna. Se tapa hasta la cabeza con la manta, que no es verde, y se niega a decir nada más.

El señor Bostick sabe quién es el padre de Anna.

—No sabe que Anna existe —le dice a Louise—. Se llama George Candle y vive en Oregón. Está casado y tiene dos hijos. Es propietario de una compañía, algo relacionado con productos orgánicos, creo, o tal vez de construcción.

—Creo que para Anna sería mejor vivir con un padre o madre real —dice Louise—. Más fácil. Alguien que sepa algo sobre críos. Yo no estoy hecha para esto.

El señor Bostick está de acuerdo con ponerse en contacto con el padre de Anna.

—Es posible que ni siquiera admita haber conocido a Louise. Puede que no se sienta cómodo con la situación.

—Dile que es una niña genial. Dile que se parece muchísimo a Louise.

Finalmente, George Candle viene a llevarse a Anna. Louise le hace las reservas de avión y de hotel. Para la vuelta prepara dos billetes a Portland, para Anna y su padre, y se asegura de que ella tenga un asiento de ventanilla.

—Oregón te va a gustar —le dice a Anna—. Es verde.

—Te crees más lista que yo —dice Anna—. Crees que lo sabes todo de mí. Cuando yo era un perro, era diez veces más inteligente que tú y sabía quiénes eran mis amigos por su olor. Sé cosas que tú no sabes.

Pero no le dice qué cosas son ésas y Louise no se lo pregunta.

Cuando ve a su hija, George Candle llora. Es casi tan peludo como el fantasma y Louise huele su matrimonio. Se pregunta si Anna huele algo.

—Yo quería mucho a tu madre —dice George Candle—. Era una persona muy especial. Su alma era muy hermosa.

Van a ver la lápida. La hierba que crece sobre la tumba es más verde que el resto. Se puede ver exactamente por dónde la han pegado, como un ex libris. Louise fantasea brevemente con su propio funeral, su lápida, su amante casado de pie junto a su tumba. Sabe que después se iría directo a casa, a ducharse. Eso si es que asistía al funeral.

Ahora que Anna no está, Louise no se acostumbra a una casa tan vacía. Le sorprende echarla de menos. Ahora no tiene ni mejor amiga ni fantasma ni un antiguo perro adoptado. Su amante está en casa con su mujer, enfurruñado, y George Candle está de camino a su hogar y su esposa. ¿Qué pensará ella de Anna? Puede que Anna añore un poquito a Louise.

Por la noche Louise sueña con que Louise cae eternamente desde el escenario. Cae y cae y cae. Durante la caída, se despedaza lentamente. Trocitos de ella salen volando. Está hecha de mariquitas.

Anna se sienta en la cama de Louise. Es mucho más peluda que cuando vivía con ella. «No eres un perro», le dice.

Anna sonríe enseñándole sus dientes de zarigüeya. Entre ellos tiene un pedazo de quingombó. «El mundo sobrenatural tiene ciertas características. Puedes reconocerlo por su color, el verde, y por su textura hirsuta; éstas son sus cualidades externas. En el mundo sobrenatural las cosas se ponen más difíciles, pero uno nunca consigue meterse en el meollo de las cosas, Louise. ¿Sabías que George Candle es un hombre lobo? Ten cuidado con los hombres peludos, Louise. ¿O quería decir con los hombres casados? Otros aspectos del mundo verde incluyen la música y el olfato.»

Anna se baja los pantalones y se pone en cuclillas. Mea en la cama y un largo chorro de ácido hace que a Louise le lloren los ojos.

Se despierta sollozando.

—Louise —susurra—, por favor, ven a tumbarte en el suelo de mi habitación. Ven a rondarme. Te pondré música de Patsy Cline y te cepillaré el pelo. Por favor, no te vayas.

Vela durante tres noches. Pone discos de Patsy Cline. Se sienta junto al teléfono por si llama Louise. Louise nunca ha tardado tanto en llamar. Si no la perdona, puede venir a su casa y ser un fantasma iracundo. Puede hacer que se rompan los platos o que salga sangre de los grifos. Que Louise tenga pesadillas. Ella agradecerá las cosas rotas, la sangre, las pesadillas. Toda su ropa está colgada del derecho en las perchas. Pone platitos con flores y fuentes con velas y caramelos. Llama a su madre para preguntarle cómo hacer que un fantasma aparezca, pero ella se niega a contárselo: puede que la línea esté pinchada. Le dice que tendrá que ir a verla para que se lo explique en persona.

Louise lleva el mismo vestido que llevó en el funeral. Se sienta en el palco. En el escenario hay unas fotografías enormes de Louise. Gente influyente sube y cuenta anécdotas graciosas sobre ella; los miembros de la orquesta hablan sobre ella: su encanto, su belleza, su amor por la música. Louise mira a los violonchelistas a través de los gemelos: ahí está el joven, el número ocho, el que provocó el gran problema. Y el de la barba, el que atrapó al fantasma. Mira el violonchelo fijamente con los anteojos y ve cómo su fantasma se desliza arriba y abajo por el mástil con ademán juguetón; se enrolla alrededor de las cuerdas y se cuelga boca abajo de una clavija.

Observa largamente la cara de la número cinco. «¿Por qué tú? —piensa—. ¿Si quería acostarse con una mujer, ¿por qué lo hizo contigo? ¿Le contabas chistes graciosos? ¿Ibais juntas a comprar ropa? Cuando la viste desnuda, ¿te diste cuenta de que tenía las piernas arqueadas? ¿Te parecía hermosa?»

El que está a su lado sujeta el violonchelo con mucho cuidado. Mueve los dedos por las cuerdas como si estuvieran enredadas y él las estuviera peinando. Louise lo estudia a través de los gemelos. Hay algo en su violonchelo, algo pequeño y descolorido que la mira entre las cuerdas. Louise mira a Louise y desaparece por una de las efes, como un pez.

Están en el bosque. El fuego se está apagando. Es de noche. Todas las niñas están metidas en sus sacos de dormir. Se han lavado los dientes y han escupido, se han lavado la cara con agua del cazo y han subido las cremalleras de los sacos.

—Soy el fantasma del ojo negro, soy el fantasma del ojo negro —dice una monitora llamada Charlie.

Se pone la linterna debajo de la barbilla y sus ojos se convierten en un par de agujeros negros. Su boca se abre con un bostezo y la luz le atraviesa los dientes. Su sombra engulle el tronco del árbol bajo el que está sentada.

Durante el día, Charlie les enseña equitación y no es mucho más mayor que Louise o Louise. Es guapa, y a veces les deja montar a pelo. Pero ésa es la Charlie de día. La nocturna es la que se sienta junto a la hoguera. La Charlie nocturna cuenta cuentos.

—¿Tienes miedo? —dice Louise.

—No —dice Louise.

Se cogen de la mano sin mirarse. Mantienen la mirada fija en Charlie.

—¿Y tú, tienes miedo? —dice Louise.

—No —dice Louise—. No mientras estés conmigo.

 

ANIMALES DE PIEDRA

Henry hizo una pregunta. Bromeaba.

—De hecho —le espetó la mujer de la inmobiliaria—, así es.

No esperaba que se lo preguntaran. Le ofreció a Henry una sonrisa tontorrona y conciliadora y le dio un tirón al dobladillo de la falda de su traje de lino rosa, que parecía estar a punto de enrollarse sobre sí misma piernas arriba como una persiana. Era más joven que Henry y vendía casas que ella misma no se podía permitir.

—Tal como ha dicho usted, está reflejado en el precio, por supuesto —dijo.

Henry la miró fijamente. Ella se sonrojó.

—Yo nunca he visto nada —dijo—, pero se cuentan historias. Tampoco he escuchado ninguna, sólo sé que las hay. Para los que se las creen.

—Yo no creo —dijo Henry.

Cuando se volvió para comprobar si Catherine había escuchado la conversación, vio que tenía la cabeza metida dentro de la chimenea de azulejos, como si se la estuviera probando para ver cómo le quedaba. Estaba embarazada de seis meses y nada le quedaba bien a excepción de las gorras de Henry, sus pantalones de chándal, sus camisetas. Pero la chimenea le gustaba.

Carleton corría arriba y abajo por la escalera, golpeando los escalones con fuerza con los talones, con la cabeza gacha, las manos asiendo el barandal. Carleton se tomaba los juegos muy en serio. Tilly estaba sentada en el rellano, leyendo un libro con las piernas colgando entre los balaustres. Todas las veces que él pasaba por su lado, le daba un mamporro en la cabeza sin que Tilly dijera ni una palabra. Carleton se lamentaría más tarde, sin ni siquiera saber por qué.

Catherine sacó la cabeza de la chimenea.

—Chicos —dijo—. Carleton, Tilly. Dejad de alborotar un momento y decidme qué os parece. ¿Creéis que King Spanky estará bien aquí?

—Mamá, King Spanky es un gato —dijo Tilly—. A lo mejor deberíamos tener un perro. Ya sabes, para protegernos.

Con sólo mirar a su madre sabía que se iban a mudar allí, aunque no tenía claro qué le parecía. Eso sí, ya había pensado qué hacer con el jardín. Uno como aquel necesitaba un perro.

—No me gustan los perros —dijo Carleton, que tenía seis años y era muy pequeño para su edad—. No me gusta esta escalera, es demasiado grande.

—Carleton —dijo Henry—, ven aquí. Necesito un abrazo.

Carleton bajó la escalera, se tumbó boca abajo en el suelo y rodó lenta, ruidosa y lánguidamente hasta el lugar donde Henry estaba con la agente inmobiliaria. Se enrolló a sus pies como una serpiente muerta.

—No me gustan los perros que hay ahí fuera —dijo.

—Sé que parece que estemos en mitad de la nada, pero al llegar al final del jardín trasero y después de atravesar la arboleda, hay un camino que lleva directamente a la estación de tren. Diez minutos en bici —dijo la agente. Nunca nadie recordaba su nombre, por eso se veía obligada a llevar faldas demasiado estrechas. De hecho, estaba escribiendo una novela rosa y pasaba mucho tiempo inventando pseudónimos por si algún día la terminaba. Ophelia Pink. Matilde Hightower. LaLa Treeble. También cabía la posibilidad de escribir novelas góticas, historias de fantasmas. Pero no sobre gente como aquélla—. Diez minutos más por el mismo camino y se llega al pueblo.

—¿De qué perros hablas, Carleton? —dijo Henry.

—Carleton, creo que son leones —dijo Catherine—. ¿Te refieres a aquellos de piedra que hay junto a la puerta? Son como los leones de la biblioteca, y esos te encantan, Carleton. Paciencia y Fortaleza.

—Siempre he pensado que eran conejos —dijo la agente—. Por las orejas, ya sabes. Tienen las orejas grandes. —Imitó la oreja de un conejo con la mano y se estiró la falda, que se negaba a quedarse en su sitio—. Tengo entendido que son muy valiosos. El tipo que construyó la casa tenía una galería de arte en Nueva York y conocía a muchos escultores.

Henry pensó que él no conocía a ningún escultor.

—No me gustan los conejos. No me gusta la escalera. No me gusta esta habitación. Es demasiado grande. Ella tampoco me gusta.

—¡Carleton! —dijo Henry, y sonrió a la agente.

—No me gusta la casa —dijo aferrándose a los tobillos de su padre—. Las casas no me gustan, no quiero vivir en una.

—En ese caso te construiremos un tipi en el jardín —dijo Catherine.

Se sentó en los escalones junto a Tilly, que se inclinó hacia ella de manera apenas perceptible. Catherine se quedó tan quieta como pudo. Tilly estaba en cuarto curso y era una niña difícil, pero difícil en cosas que se suponía que las niñas no debían serlo. En general, rechazaban los abrazos o los mimos. Sin embargo, allí estaba, sentada apoyándose en el brazo de Catherine, emanando fragancias angelicales: paz y tranquilidad, placidez, bondad. «Quiero esta casa», le dijo Catherine a Henry moviendo los labios como la heroína de una película muda para que ni Carleton ni la agente, que se había agachado para inspeccionar una mota de polvo del suelo, se enteraran.

—Puedes vivir en el tipi y nosotros te invitaremos a comer a casa. Comer sí que te gusta, ¿verdad? ¿Sándwiches de manteca de cacahuete?

—No —dijo con un único sollozo.

Pero compraron la casa de todos modos. La agente consiguió la comisión. Cuando salieron, Tilly frotó las pétreas y cerosas orejas de los conejos, fingiendo que ya le pertenecían. Eran tan altos como ella, pero eso no sería así para siempre. Carleton se comió un sándwich de manteca de cacahuete.

Los conejos flanqueaban la puerta de entrada. Un par de animales de piedra sentados sobre sus agrietadas y musgosas patas traseras. Eran informes, un par de bultos; tenían un aire de paciencia que no parecía haberse agotado, pero era posible que ni siquiera estuvieran terminados. Tenían algo que a Henry le recordaba a Stonehenge. Catherine pensó en arbustos podados en formas artísticas, en El conejo de terciopelo, en soldados que montan guardia frente a palacios y no mueven ni la nariz. Podían donarlos a un museo. O destrozarlos con un martillo hidráulico. No casaban en absoluto con el edificio.

—¿Qué tal la casa nueva? —dijo la jefa de Henry.

Estaba enrollando cuidadosamente más gomas sobre la bola de gomas elásticas. Era tan grande que tenía que conseguir gomas especiales extra largas del departamento de arte. Decía que le ayudaba a pensar. Durante un tiempo probó a tejer, pero resultó ser demasiado utilitario, demasiado femenino. Pero con lo de hacer una bola gigantesca con gomas elásticas dio en el clavo. Era algo que haría un hombre.

Ocupaba la mitad de su mesa. Bajo la luz fluorescente de la oficina tenía una vivacidad roja y desnuda. Uno prácticamente esperaba verla desaparecer por la puerta por sus propios medios. Cuando más grande se hacía, más se asemejaba a algún tipo de animal sin patas, pelo ni ojos. Puede que a un perro. Un perro del tamaño de Carleton, pensaba Henry, pero no una bola de gomas elásticas del tamaño de Carleton.

A veces Catherine bromeaba sobre el uso del carleton como unidad de medida.

—Grande —dijo Henry—. Embrujada.

—¿De verdad? Esta goma también —apuntó a Henry con la goma y le disparó al codo. Ese gesto pretendía insinuar que eran buenos amigos y que, como tales, estaban haciendo el tonto. Pero en realidad lo que quería decir era que estaba enfadada con él—. No me abandones.

—Estaré a dos horas de aquí —Henry levantó la mano para protegerse de las gomas—. Para ya. Hablaremos por teléfono, usaremos el e-mail. Vendré a la ciudad cuando me necesites en la oficina.

—¿Estás seguro de que es buena idea? —le dijo la jefa fijando en él su acuosa mirada de reptil. Tenía un problema en los lagrimales y, aunque tuvo ocasión de hacerse una pequeña operación para solventarlo, eligió no hacerlo. La manera en que asustaba a la gente suponía una ventaja táctica.

En realidad no importaba que Henry fuera inmune a las gomas elásticas y a las lágrimas de cocodrilo. Tenía estrategias de presión. Mientras Henry le daba la estúpida charla una y otra vez, ella pensaba en cuál de ellas iba a ser más efectiva.

Henry tenía el número de la empresa de mudanzas en el bolsillo a modo de talismán. Quería sacarlo, restregárselo por la cara a la cocodrilo y decir: «¡Mira!» Pero en lugar de eso dijo:

—Llevamos nueve años viviendo en un apartamento pegado a un edificio que huele a orina. Es como si alguien lo hubiera construido de arriba abajo con ladrillos hechos de pis rojo comprimido. La semana pasada alguien le escupió a Catherine en la calle; una vieja rusa con un abrigo de pieles. El otro día un chaval llamó a la puerta para vendernos máscaras de gas. Vendedores a domicilio de máscaras de gas. Catherine le compró una y mientras me lo contaba rompió a llorar. Dijo que no conseguía entender si se sentía culpable por haber comprado la máscara o por no haber comprado suficientes para todos.

—Buenos restaurantes chinos —dijo su jefa—. Buenas películas. Buenas librerías. Buenas lavanderías. Buena conversación.

—Casitas en los árboles —dijo Henry—. Cuando era niño, yo tenía una.

—Tú nunca has sido niño.

—Tres baños. Molduras. La casa de los vecinos más cercanos ni siquiera se ve. Por la mañana me levanto, me tomo un café, meto a Carleton y Tilly en el autobús y me pongo a trabajar en pijama.

—¿Y Catherine? —La cocodrilo apoyó la cabeza en la bola. Posiblemente fuera un gesto de derrota.

—Sí, eso podía haber sido un problema, pero todo su departamento se marcha. Como las ratas de un barco que se hunde. De todos modos, necesita un cambio de aires. Y yo también. Hay otro bebé en camino. Haremos jardinería, Catherine dará clases de inglés para extranjeros, formará un grupo de lectura, escribirá un libro. Enseñaremos a los críos a jugar al bridge. Tenemos que enseñarles pronto.

Recogió una goma del suelo y se la dio a su jefa.

—¿Por qué no vienes a visitarnos un fin de semana?

—Nunca voy al norte —dijo la cocodrilo abrazando la bola—. Demasiados fantasmas.

—¿Vas a echar esto de menos? ¿Vivir aquí? —dijo Catherine. No soportaba la manera en que su tripa sobresalía. No era capaz de ver más allá. Levantó el pie izquierdo para asegurarse de que aún estaba ahí y le quitó la sábana a Henry.

—Me encanta la casa.

—A mí también.

Catherine se estaba mordiendo las uñas y Henry oía el clic clic de los dientes. Entonces ella levantó ambos pies y los movió en el aire. Hola, pies.

—¿Qué haces?

Volvió a bajarlos. Fuera, en la calle, los coches iban y venían, empujando manchas de luz por el techo, lenta y rápidamente al mismo tiempo. El bebé se retorcía dentro, le daba patadas con ambos pies como si estuviera cruzando el canal de la Mancha a nado. El Pacífico. Dando patada tras patada hasta llegar a China.

—¿Te crees la historia de que los antiguos dueños se mudaron a Francia?

—Yo no creo en Francia —dijo Henry—. Je ne crois pas en France.

—Yo tampoco. ¿Henry?

—¿Qué?

—¿Te gusta la casa?

—Me encanta.

—A mí más que a ti —dijo Catherine a pesar de que Henry odiara que dijera cosas así—. ¿Qué es lo que más te gusta?

—La sala que da a la parte de delante. La de las ventanas. Nuestra habitación. Las estatuas raras de los conejos.

—A mí también —dijo Catherine, aunque no era verdad—. Adoro los conejos. ¿Alguna vez te preocupas por Carleton y Tilly? —dijo entonces.

—¿Qué quieres decir? —Miró el despertador: eran las cuatro de la mañana—. ¿Por qué estamos despiertos a estas horas?

—A veces me preocupo por si quiero más a uno de los dos. Por si quiero más a Tilly porque solía hacerse pis en la cama. O a Carleton, porque estuvo tan enfermo cuando era pequeño.

—Yo quiero igual a los dos.

Ni siquiera sabía que estaba mintiendo, pero Catherine sí. Sabía que mentía y que no se daba cuenta, pero la mayor parte del tiempo no le parecía importante. Mientras él pensara que los quería a los dos por igual y se comportara como si así fuera, eso era más que suficiente.

—Entonces, ¿alguna vez te preocupa que tú puedas quererles más que yo? ¿O que yo les quiera más que tú?

—¿Les quieres más que yo?

—Por supuesto. Tengo que hacerlo. Es mi responsabilidad.

Catherine encontró la máscara de gas en una caja de copas de vino junto con seis números recientes de The New Yorker que algún día quizá tuviera oportunidad de leer. Guardó la máscara debajo del fregadero y las revistas dentro del fregadero. ¿Por qué no? Era suyo. Podía meter lo que ella quisiera. Volvió a sacarlas y las puso en la nevera porque sí.

Henry entró en la cocina con unos candeleros de plata en la mano y un armadillo disecado con el que alguien había hecho un bolso. Iba acompañado de una correa hecha con la misma piel y si le abrías la boca, podías meter cosas dentro, como pintalabios y billetes de metro. Tenía una mirada penetrante y un fuerte olor a vinagre. Pertenecía a Tilly, aunque no quedaba claro de dónde había salido. Ella afirmaba haberlo ganado en el colegio, en un concurso en el que unos donuts tuvieron algo que ver. Catherine creía que era más probable que Tilly lo hubiera robado o (preferiblemente) que lo hubiera encontrado en la basura de algún vecino. En él guardaba sus posesiones más preciadas para mantenerlas a salvo de Carleton, que codiciaba cosas valiosas —porque eran pequeñas y porque eran de Tilly—, pero tenía miedo del armadillo.

—Ya le he dicho que como mínimo durante las dos semanas primeras no podrá llevárselo al colegio. Después ya veremos —Catherine le quitó el bolso a Henry y lo guardó debajo del fregadero con la máscara de gas.

—¿Qué hacen? —preguntó Henry. Enmarcados por la ventana de la cocina, Carleton y Tilly se encorvaban sobre el césped. Tenían consigo unas tijeras, una libreta y una grapadora.

—Tomando muestras de hierba —Catherine sacó los platos de una caja, apartó el plástico de burbujas para que Tilly las hiciera explotar a pisotones y los metió en un armario. El bebé la pateó como si supiera qué es el plástico de burbujas—. Ayayay, Chimenea —dijo—. Ahí dentro no hay licencia de salón de baile.

Henry alargó la mano y dio un par de golpecitos en la barriga de Catherine. «Pom, pom.» Era la broma que solía hacer Tilly. «¿Quién es?», decía Catherine. Tilly solía contestar: «Soy Candelero», «Soy el gordo», «Caja», «Martillo», «Batido de Fresa», «Clarinete», «Ratonera», «Paparrucha». Tilly tenía una larga lista de nombres para el bebé. La agente inmobiliaria le habría dado su aprobación.

—¿Dónde está King Spanky? —preguntó Henry.

—Debajo de nuestra cama —dijo Catherine—. Se ha metido dentro de la base.

—¿Hemos desempaquetado el despertador?

—Pobre King Spanky, sólo quiere al despertador. Vamos arriba a ver si conseguimos sacarlo. Tengo un regalo para ti.

El regalo estaba en una caja de la empresa de mudanzas exactamente igual que el resto de cajas de la habitación, pero en ella Catherine había escrito REGALO PARA HENRY en lugar de DORMITORIO GRANDE. Dentro había bolitas de poliestireno y una caja más pequeña de los almacenes Takashimaya. La caja venía atada con una cinta plateada. El papel de seda del interior era de un dorado apagado y dentro había una bata de seda verde con mangas naranjas y animales heráldicos bordados con hilo naranja y dorado.

—Leones —dijo Henry.

—Conejos —dijo Catherine.

—Yo no te he comprado nada.

Catherine sonrió con generosidad: le gustaba más hacer regalos que recibirlos, pero nunca se lo había confesado a Henry porque le parecía que el mero hecho era egoísta, aunque no se había molestado en descifrar de qué manera lo era. Catherine estaba agradecida por haberse casado con Henry, que aceptaba los regalos como algo que se merecía, a quien le quedaba bien toda la ropa que ella le compraba y que tenía una actitud vanidosa pero relajada respecto de su belleza. Comprarle ropa a Henry en aquel momento la satisfacía especialmente, mientras ella estaba embarazada y no podía comprarse nada.

—Si no te gusta me la quedaré yo —dijo ella—. Mírate, mira esas mangas... Pareces el emperador de Japón.

De momento ya habían colonizado la habitación llenándola de cosas que les pertenecían. Ahí estaba el espejo de Catherine, colgando de la pared; y el armario de caoba: su primer mueble de verdad, un regalo de boda de su tía abuela. Ahí estaba la práctica cama de matrimonio en la que King Spanky se había metido y allí Henry, haciendo aspavientos con las anchas mangas naranjas, como un molino de viento bordado. Henry lo veía todo a través del espejo y, detrás de él, el césped del jardín y a Tilly y Carleton grapando hierba en la libreta. Vio todas esas cosas y le parecieron bien, pero no veía a Catherine. Cuando se dio media vuelta, ella estaba en el quicio de la puerta, mirándolo con el ceño fruncido. Tenía el despertador en la mano.

—Mírate —repitió. Le preocupaba la manera en que algo, alguien, Henry, podía de pronto parecer un lugar en el que ella no había estado jamás. El despertador sonó y King Spanky salió de debajo de la cama y trotó hacia Catherine. Ella se inclinó con torpeza —sin gracia, sin garbo, tan patosa y tan jodidamente torpe... Estar embarazada era como llevar una puta maleta atada a la cintura—, dejó el despertador en el suelo y King Spanky se agachó frente a él y rozó el cristal de la esfera sonante con la nariz.

Eso hizo que Catherine volviera a reírse. Henry adoraba su risa. En el piso de abajo los niños abrieron una puerta de golpe, corrieron por toda la casa con las tijeras en la mano —tanto Henry como Catherine lo sabían—, abrieron otra puerta de golpe y salieron dejando atrás el aroma de la hierba. Hay una tienda en Nueva York donde se puede comprar un perfume que huele igual.

Catherine, Carleton y Tilly volvieron de la tienda de comestibles con un neumático, una cuerda con la que colgarlo y una caja de polvos para hacer tortitas para la cena. Henry estaba conectado, mirando la foto de una bola de gomas elásticas. También había un mensaje: la cocodrilo necesitaba que fuera a la oficina. Sólo iban a ser unos días. Alguien estaba encendiendo fuegos y él era el único lo suficientemente inteligente como para saber apagarlos. Se trataba de sus cuentas, así que tenía que ir a salvarlas. Sabía que Catherine y Henry aún no habían vendido el apartamento, lo había preguntado en la inmobiliaria. De modo que no se trataba de un imposible; imposible no, sólo poco conveniente.

Bajó a contárselo a Catherine.

—Esa bruja... —dijo ella mordiéndose el labio—. ¿Ha llamado a la inmobiliaria? Lo siento, ya lo habíamos hablado. Da igual. Dame unos minutos.

Catherine respiró hondo. Inhaló. Exhaló. Si fuera Carleton aguantaría la respiración hasta que se le pusiera la cara roja y Henry aceptara quedarse en casa, pero pensándolo mejor, a él nunca le funcionaba.

—Nos hemos encontrado con los vecinos en la tienda. Ella tiene más o menos la misma edad que yo. Liz y Marcus. Una hija, más mayor... Creo que se llama Alison, puede que sea de otro matrimonio. Posible canguro, así que buenas noticias. Liz es abogada. Guapísima. Lee libros de Oprah Winfrey y a él le gusta cocinar.

—A mí también.

—Tú eres más guapo. Entonces, ¿tienes que marcharte esta noche o cogerás el tren por la mañana?

—Puedo ir por la mañana —dijo Henry queriendo parecer afable.

Carleton apareció en la cocina abrazando el cuerpo de King Spanky. Las patas delanteras del gato quedaban estiradas delante de él, como si el niño estuviera buscando agua con una varilla. King Spanky tenía los ojos cerrados y sus bigotes se movían en código Morse.

—¿Qué te has puesto? —dijo Carleton.

—Es mi nuevo uniforme. Lo llevo para trabajar.

—¿Dónde trabajas? —dijo Carleton poniéndolo a prueba.

—Trabajo en casa.

Catherine resopló.

—Parece el rey de los conejos, ¿verdad? El plenipotenciario de Conejalia —dijo sin parecer muy contenta por ello.

—Parece una princesa —dijo Carleton apuntándole con King Spanky como si fuera un arma.

—¿Dónde está la colección de hierba? —dijo Henry—. ¿Me la dejas ver?

—No —dijo Carleton.

Dejó al gato en el suelo y éste se escapó con sigilo de la cocina y se escabulló hacia la escalera, la habitación, la seguridad de los muelles de la cama, el adorado despertador, el amado. El amado podía ser traicionero, de cabeza grasienta y dado a hábitos malvados o bien un hombre de cuarenta y muchos que trabaja mucho, o bien un despertador.

—Después de cenar —volvió a intentar Henry— podríamos ir a buscar un árbol para el columpio.

—No —dijo Carleton con pesar. Se quedó un rato más en la cocina con la esperanza de que le preguntaran algo a lo que pudiera contestar que sí.

—¿Dónde está tu hermana? —preguntó Henry.

—Viendo la televisión. En esta casa no me gusta la tele.

—Es demasiado grande —dijo Henry, pero Catherine no se rió.

Henry sueña que es el rey de los agentes inmobiliarios. Le encanta su trabajo. Intenta venderles una casa a una pareja joven de nariz espasmódica y grandes ojos oscuros. ¿Por qué siempre sueña que intenta vender cosas?

La pareja lo mira, inquieta. Se acerca a ellos como si fuera a susurrarles algo a sus estúpidas orejas expectantes. Es un secreto que jamás le ha contado a nadie. Es un secreto que ni siquiera él sabía que sabía.

—Dejémonos de hacer el tonto —les dice—. No podéis permitiros esta casa; no tenéis dinero porque sois conejos.

—¿Dónde trabajas? —le preguntó Carleton por la mañana cuando Henry llamó desde la estación de Grand Central.

—Trabajo en casa. En la casa donde vivimos ahora, donde estás tú. Bueno, tarde o temprano. Pero hoy no. ¿Te estás preparando para ir a la escuela?

Carleton dejó el auricular junto al teléfono; Henry le escuchó decirle algo a Catherine.

—Dice que no está nervioso por la nueva escuela —dijo ella—. Es un niño valiente.

—Esta mañana te he dado un beso, pero no te has despertado. Había un montón de conejos en el jardín. Eran enormes. Del tamaño de King Spanky. Estaban ahí sentados como si estuvieran esperando a que saliera el sol. Era gracioso, como una instalación artística. Pero también era un poco espeluznante. ¿Crees que han estado allí toda la noche?

—¿Conejos? ¿Crees que pueden tener la rabia? Los he visto esta mañana, cuando me he levantado —dijo Catherine—. Carleton no se ha querido cepillar los dientes. Dice que le pasa algo al cepillo.

—Igual se le ha caído en el váter y no te lo quiere decir.

—¿Podrías comprarle uno nuevo y traerlo a casa? No quiere uno de la farmacia de aquí, quiere uno de Nueva Yor k.

—¿Dónde está Tilly?

—Dice que está averiguando qué le pasa al cepillo de dientes de Carleton. Todavía está en el baño.

—¿Puedo hablar con ella un momento?

—Dile que tiene que vestirse y comerse los cereales —dijo Catherine—. Después de que los lleve al colegio vendrá Liz a tomar café. Después iremos a comer. No voy a desempaquetar ni una sola caja más hasta que vuelvas. Aquí está Tilly.

—Hola —dijo Tilly. El saludo parecía una pregunta.

A Tilly no le gustaba hablar por teléfono. ¿Cómo podía uno saber si la otra persona era realmente quien decía que era? Y en el caso de que fueran quienes afirmaban ser, ellos no sabrían si tú eras quien decías ser. Podrías ser otra persona. Podrían revelar información sobre ti sin ni siquiera darse cuenta. No existían los protocolos de seguridad, no se tomaban suficientes precauciones.

—¿Te has cepillado los dientes esta mañana? —dijo ella.

—Buenos días, Tilly —dijo su padre (si es que era su padre)—. Mi cepillo estaba bien. Totalmente normal.

—Bien. He dejado que Carleton utilice el mío.

—Muy generoso por tu parte.

—Gracias —dijo Tilly. Compartir cosas con Carleton no era como compartirlas con otras personas. En realidad no tenía nada que ver con compartir porque Carleton le pertenecía, igual que el cepillo de dientes—. Dice mamá que cuando lleguemos a casa, si queremos podemos dibujar en las paredes de nuestro cuarto, mientras decidimos de qué color pintarlas.

—Eso parece divertido. ¿Puedo dibujar yo también?

—A lo mejor sí —Tilly ya había hablado demasiado—. Tengo que irme. Tengo que desayunar.

—No te preocupes por la escuela.

—No.

—Te quiero.

—Estoy muy preocupada por el cepillo de dientes.

Cerró los ojos un minuto. Sólo un minuto. Cuando se despertó estaba a oscuras y no sabía dónde se encontraba. Se levantó, se acercó a la puerta y por el camino estuvo a punto de tropezar con algo que se alejó de él con un amplio movimiento circular, exuberante y divertido. Según el reloj de su mesa eran las cuatro de la mañana. ¿Por qué siempre las cuatro de la mañana? Tenía cuatro mensajes en el móvil, todos de Catherine.

Miró los horarios de trenes en Internet y después le envió un e-mail rápido.

Me he dormido a medianoche? Prdido el tren. Ahora estoy despierto, voy a trabajar. Apgndo fuegos. Cojo el tren a primera hora de la tarde? Todavía m quieres?

Antes de ponerse a trabajar empujó la bola de gomas elásticas pasillo abajo de una patada, hacia la puerta de la cocodrilo.

Catherine lo llamó a las nueve menos cuarto.

—Lo siento —dijo Henry.

—Ya me lo imagino.

—No encuentro la cuchilla de afeitar. Creo que la cocodrilo tuvo una pataleta y debe de haber tirado mis cosas.

—Carleton estará encantado. Quizá deberías entrar en casa sin que se dé cuenta y afeitarte antes de cenar. Ayer lo pasó mal en la escuela.

—Igual debería dejarme barba. No puede tener miedo de todo para siempre. Cuéntame qué tal fue el primer día en el cole.

—Luego te lo cuento, acaba de llegar Liz. Me va a llevar al gimnasio como invitada. Tienes que llegar a casa para la hora de cenar.

A las seis de la mañana Henry volvió a enviarle un correo electrónico a Catherine: «Lo siento, he causdo una avalancha sin querer mientras apgaba fuegos. ¿Me esperarás despierta? ¿Qué tal el 2.º día de colegio?» Ella no le contestó. Henry llamó y nadie lo cogió. Ella tampoco le llamó.

Cogió el último tren. Cuando llegó a la estación era el único pasajero del vagón. Desató la bicicleta y se fue a casa en mitad de la oscuridad. Los conejos cruzaban el camino a toda velocidad por delante de la bici. En el césped había alguno más buscando comida. Cuando se bajó de la bici y la arrastró sobre la hierba, se quedaron petrificados. El césped estaba arrugado; la bicicleta subía y bajaba por depresiones invisibles que él supuso que eran madrigueras. A ambos lados de la puerta había sendos hombres gordos, esperándolo de pie en la oscuridad, pero cuando se acercó recordó que eran los conejos de piedra.

—Pom, pom —dijo.

Los conejos de verdad que estaban sobre el césped inclinaron las orejas hacia él. Los de piedra esperaron a escuchar el final del chiste, pero sólo eran conejos de piedra. No tenían nada mejor que hacer.

La puerta no estaba cerrada con llave. Henry recorrió las habitaciones de la planta baja colocando las manos en las partes traseras y superiores de los muebles. En la cocina, unas cajas recortadas estaban apoyadas contra la pared formando montones, esperando para ser recicladas o convertidas en casas de cartón, naves espaciales y túneles para Carleton y Tilly.

Catherine había desempaquetado las cosas de Carleton. En cada enchufe había lamparillas de noche con forma de osos y ocas y gatos. También había pequeñas lamparitas de bajo voltaje: hipopótamo, robot, gorila, barco pirata. Todo estaba inundado de una luz tierna y pacífica que mudaba la habitación de Carleton en mucho más que eso: algo luminoso, numinoso, una iglesia de dibujos animados del sueño de Carleton de medianoche.

Tilly estaba dormida en la otra cama.

Tilly se negaba a admitir que era sonámbula, de la misma manera que jamás admitiría que a veces se hacía pis en la cama. Pero aun así, rehusaba hacer amigos; porque hacer amigos significaría pasar la noche en casas extrañas. Al día siguiente insistiría en que Henry o Catherine la llevaron allí desde su cuarto y la acostaron en la habitación de Carleton, ellos sabrían por qué.

Henry se arrodilló entre las camas y besó a Carleton en la frente. Le dio otro beso a Tilly y le pasó la mano por el pelo. ¿Cómo podría no querer más a Tilly? La conocía desde hacía más tiempo y ella era tan valiente, y estaba tan enfadada...

Los hijos de Henry habían dibujado una casa en la pared de la habitación de Carleton. Un gato casi tan grande como la casa; sobre su cabeza había una corona. Unos árboles o flores con un par de hojas apuntando hacia arriba y, más allá de los árboles, un muñeco de palotes montado en una bici de palotes. Fijándose un poco más, pensó que quizá los árboles fueran conejos. La pared olía a caramelo de fruta. Alguien había escrito: «Henry es un Rat Fink,[9] ¡ja, ja, ja!» Reconoció la letra de su mujer.

—Rotuladores con olor —dijo Catherine. Estaba en el quicio de la puerta, sujetando una almohada contra su barriga—. Estaba durmiendo abajo, en el sofá. Has pasado de largo sin verme.

—La puerta estaba sin cerrar.

—Liz dice que aquí nadie cierra la puerta con llave.

¿Vienes a la cama o te has pasado por aquí solamente para ver cómo estamos?

—Tengo que volver mañana —dijo Henry sacándose un cepillo de dientes del bolsillo y enseñándoselo a ella—. Hay una caja de donuts de Krispy Kreme en la encimera de la cocina.

—Borra lo de los donuts, no soy tan fácil.

Dio un paso hacia él y, sin querer, le dio una patada a King Spanky. El gato maulló. Carleton se despertó.

—¿Quién está ahí? —dijo— ¿Quién está ahí?

—Soy yo —dijo Henry y se arrodilló junto a la cama de Carleton a la luz de la lamparita de Winnie the Pooh—. Te he traído un cepillo de dientes nuevo.

Carleton soltó un gemido.

—¿Qué pasa, hombre del espacio? Sólo es un cepillo. —Se acercó a Carleton y él huyó hacia atrás, gritando.

En la otra cama, Tilly soñaba con conejos. Al llegar de la escuela ella y Carleton vieron unos cuantos sentados sobre el césped, como si hubieran montado guardia frente a la casa mientras Tilly estaba fuera. En el sueño seguían allí y ella soñaba que se les acercaba con sigilo. Abrían la boca lo suficiente como para que ella metiera la mano dentro como si fuera una especie de dentista para conejos, así que la metía. Cerraba la mano alrededor de algo pequeño, duro y frío; quizá fuera un anillo, un anillo de diamantes. O un... O... Era un... Estaba ansiosa por enseñárselo a Carleton. Tenía el brazo metido dentro del conejo hasta el hombro. Alguien le rodeaba la muñeca con una mano diminuta y fría, y estiraba. En alguna parte, su madre estaba hablando. Dijo...

—Es la barba.

Catherine no sabía si reírse, llorar o chillar como Carleton. Eso sorprendería al niño, que ella también se pusiera a gritar.

—Venga, venga, Henry: ve a afeitarte y ven rápidamente o no se volverá a dormir. Carleton, cariño —decía mientras Henry salía de la habitación—, es tu papá. No es Papá Noel, ni el lobo feroz. Es papá. Se le ha olvidado. ¿Por qué no me cuentas un cuento? ¿O prefieres ir a ver cómo se afeita?

La bolsa de agua caliente de Catherine descansaba sobre el borde de la bañera. En el suelo había un montón de toallas. Las cosas de Henry estaban guardadas detrás del espejo. Pensar en todo aquello que aún tenían que colocar le hizo sentirse cansado. Se lavó las manos y miró la pastilla de jabón: le dio una sensación extraña. La volvió a dejar en el lavabo, se agachó a olerla, arrancó un pedazo de papel higiénico y lo utilizó para manipular la pastilla. La tiró a la papelera y desenvolvió una nueva. Al jabón nuevo no le pasaba nada. Al viejo tampoco. Simplemente estaba cansado. Se lavó las manos y se cubrió la cara de espuma, se afeitó la barba y miró cómo los pelitos desaparecían por el desagüe. Cuando fue a enseñarle a Carleton su nuevo rostro, Catherine estaba acurrucada en la cama junto a él. Ambos dormían. Cuando salió de casa a las cinco y media de la mañana, seguían dormidos.

—¿Dónde estás? —dijo Catherine.

—Estoy de camino a casa, en el tren.

El tren seguía en la estación y estaban a punto de salir. Llevaban a punto de salir más o menos una hora y antes de eso tuvieron que bajarse del tren dos veces para volver a subir. Les habían asegurado que no tenían nada de qué preocuparse; no había amenaza de bomba, tampoco había una bomba. El retraso era meramente temporal. Los viajeros del tren se miraron unos a otros, intentando fingir que no se miraban. Todos tenían los móviles en la mano.

—Los conejos vuelven a estar en el jardín —dijo Catherine—. Debe de haber al menos cincuenta o sesenta. Nunca había contado conejos. Tilly ha intentado salir varias veces para hacerse amiga de ellos, pero en cuanto está fuera todos se marchan dando botes como si fueran pelotas de playa. Hoy he hablado con un especialista en céspedes. Dice que tenemos que poner remedio al asunto, lo mismo que dijo Liz. Aquí los conejos pueden convertirse en un gran problema porque seguramente ya hayan hecho túneles y madrigueras por todo el jardín. Podría darnos problemas. Sería como vivir sobre un desagüe. Pero Tilly no nos lo perdonará nunca, ya se ha dado cuenta de que algo pasa. Dice que ya no quiere un perro porque los asustaría. ¿Crees que deberíamos tener perro?

—¿Y qué es lo que hacen? ¿Ponen veneno? ¿Cavan el jardín? —dijo Henry.

El hombre que estaba en el asiento de delante de él se levantó. Cogió sus bolsas del estante del equipaje y se bajó del tren bajo la atenta mirada del resto de pasajeros, que fingían no estar mirando.

—Me ha contado que tienen unos dispositivos, una especie de equipos de ultrasonido. Hacen un mapa de los túneles, los cierran y gasean a los conejos. Suena muy truculento. Y este crío, el bebé, me está moliendo a palos. Se pasa el día entre patadas y más patadas y saltos, como si fuera un especialista en artes marciales. Va a ser un niño muy rabioso, Henry, como su hermana. O niña. O puede que dé a luz a conejos.

—Mientras tengan tus ojos y mi barbilla...

—Tengo que dejarte. Necesito hacer pis otra vez. Me paso el día recibiendo patadas, haciendo pis, viendo cómo a Tilly se le parte el corazón porque no consigue hacerse amiga de los conejos, preocupándome porque no quiere hacerse amiga de otros niños sino sólo de los conejos, escuchando cómo Carleton me vuelve a preguntar si hoy tiene que ir al colegio y si mañana tiene que ir al colegio y por qué le hago ir si allí todos son más grandes que él, que por qué tengo la tripa tan grande y tan gorda y por qué le dice su profesora que se comporte como un niño grande. Henry, ¿por qué estamos pasando otra vez por esto? ¿Por qué estoy embarazada? ¿Y dónde estás tú? ¿Por qué no estás aquí? ¿Qué hay del trato que hicimos? ¿Es que no quieres estar aquí?

—Lo siento —dijo Henry—. Hablaré con la cocodrilo. Buscaremos la manera de solucionarlo.

—Creía que tú también querías todo esto, Henry. ¿No lo quieres?

—Por supuesto. Por supuesto que sí.

—Tengo que dejarte. Liz va a venir con unas mujeres; por fin vamos a empezar el club de lectura. Vamos a leer El club de la lucha. Alison, su hijastra, va a cuidar de Tilly y Carleton. Ya se lo he dicho a Tilly, me ha prometido que no la morderá ni le hará llorar.

—¿A cambio de qué? ¿Unas cuantas horas extra de televisión?

—No. A la tele le pasa algo.

—¿Qué le pasa a la tele?

—No lo sé. Funciona bien, pero los niños no quieren ni acercarse. ¿No te parece genial? Es lo mismo que con el cepillo de dientes, ya lo verás cuando vengas. Me refiero a que no es sólo cosa de los críos: antes estaba viendo las noticias y tuve que apagar el televisor. No era por las noticias, era el aparato en sí.

—¿Así que estamos hablando del baño de la planta baja, la cafetera, el cepillo de dientes de Carleton y ahora también el televisor?

—Hay algo más, desde esta mañana. Tu oficina, por lo visto. Todo lo que hay dentro: el escritorio, las librerías, la silla, incluso los clips.

—Bueno, eso está bien, ¿no? Quiero decir que así no entrarán.

—Supongo. Lo que pasa es que estuve un rato allí de pie y también me dio escalofríos. Así que ahora no puedo leer los e-mails. Y también he tenido que tirar otra pastilla de jabón. Y a King Spanky ya no le gusta el despertador. Cuando hago sonar la alarma, no sale de la cama.

—¿El despertador también?

—La verdad es que suena diferente. Un poquito diferente. A no ser que me esté volviendo loca. Esta mañana Carleton me ha dicho que sabía dónde estaba nuestra casa. Dice que vivimos en un lugar secreto de Central Park, que reconoce los árboles. Cree que si baja por el caminito, le atracarán. Henry, de verdad que te tengo que dejar porque si no me voy a hacer pis encima y no tengo tiempo de cambiarme antes de que llegue todo el mundo.

—Te quiero —dijo Henry.

—Entonces, ¿por qué no estás aquí? —dijo Catherine con tono victorioso.

Colgó el teléfono y corrió pasillo abajo hacia el baño, pero al llegar, se dio media vuelta. Subió las escaleras a toda prisa bajándose los pantalones por el camino y llegó al baño de su habitación justo a tiempo. Llevaba todo el día subiendo y bajando la escalera, y sintiéndose increíblemente tonta por hacerlo, ya que al baño de abajo no le pasaba nada. Era el mobiliario, los accesorios. Cuando tiras de la cadena o dejas correr el agua en el lavabo. No le gusta cómo suena.

Ya había pasado varias veces que Henry llegaba a casa y se encontraba a Catherine pintando habitaciones, cosa que suponía un problema. El problema era que Henry seguía marchándose. Si no lo hiciera, no tendría que volver a casa una y otra vez. Ése era el argumento de Catherine. El de Henry era que ella no debía pintar habitaciones estando embarazada. Se supone que las embarazadas no deben respirar los gases de la pintura.

Catherine solucionó el problema poniéndose la máscara de gas mientras pintaba. Sabía que tarde o temprano le serviría de algo. Le prometió a Henry que dejaría de pintar en cuanto él empezara a trabajar en casa tal y como habían planeado. Mientras tanto, ella no conseguía decidir qué colores quería. Pasaba horas mirando catálogos de pintura en los que había colores con nombres como Sangría, Turbera, Tulipán, Pataleta, Planetario, Galáctica, Hoja de té, Yema de huevo, Juguete de hojalata, Gauguin, Susan, Envidia, Azteca, Utopía, Manzana de Java, Bol de arroz, Llorón, Labio hinchado, Plátano verde, Trampolín, Uña. Se trataba de un pasatiempo maravilloso. Los niños se iban a la escuela y cuando volvían a casa el salón era de color Foca arpa en lugar de Luna llena. Pasaban un tiempo con ese color, acostumbrándose a él, ignorando la televisión (que estaba encantada —por supuesto, «encantada» no era la palabra exacta, pero a Catherine no se le ocurría la que sí lo era—) y un par de días más tarde Catherine salía a comprar más pintura de revestimiento y volvía a empezar. A Carleton y Tilly les fascinaba. Le suplicaron que volviera a pintar sus cuartos y ella lo hizo.

Sentía el deseo de comer pintura. Siempre que abría una lata se le hacía la boca agua. Cuando estaba embarazada de Carleton no podía comer nada más que aceitunas, palmitos y tostadas sin mantequilla ni mermelada. Cuando lo estaba de Tilly, una vez comió tierra de Central Park. Tilly creía que debían ponerle al bebé el nombre de un color de pintura: Tiza, Corazón de esmeralda o Pasado por la quilla. Lapis Lazulila. Pom pom.

Catherine tenía pensado pedirle a Henry que guardara el televisor en el garaje, porque ya nadie la veía. También habían dejado de utilizar el microondas, un colador, algunos platos, y estaba vigilando la tostadora. Tenía una premonición, o más bien una intuición. No parecía que le pasara nada, aún no, pero tenía cierto presentimiento. Tenía un precioso par de pendientes que le había regalado Henry... ¿Cómo era posible tener miedo de unos pendientes con diamantes? Y aun así, le daban repelús. Carleton no quería construir cabañas con el juego de troncos, así que lo iban a llevar a la beneficencia; el bolso de armadillo de Tilly había desaparecido. Tilly no había dicho nada al respecto y Catherine no quiso hacer preguntas.

Algunas veces, si Henry no volvía a casa, Catherine pintaba después de que los niños se fueran a la cama. Tilly solía entrar en la habitación donde Catherine estaba trabajando, con la boca abierta y los ojos cerrados, una turista sonámbula. Se quedaba allí de pie con la cabeza ladeada en dirección a su madre. Si ella le hablaba, nunca respondía y si le cogía de la mano, la seguía hasta la cama y se acostaba de nuevo. Pero a veces Catherine dejaba que Tilly se quedara allí a hacerle compañía. Cuando estaba despierta nunca estaba tan atenta, tan presente. Tarde o temprano se daba media vuelta y se marchaba; Catherine la escuchaba subir las escaleras. Entonces volvía a quedarse sola.

Catherine sueña con colores. Resulta que su matrimonio era del mismo color con el que acababa de pintar el recibidor. Fundido a terciopelo. Leonard Felter —que tenía un affaire en curso con dos de sus estudiantes de posgrado, varias adjuntas, dos catedráticas y que tiró por tierra el departamento de Catherine pero salvó su matrimonio— sería un buen lápiz de labios o una buena laca de uñas. Labios de melocotón. Y la cocodrilo, un Eau de Vil particularmente nauseabundo, un color que sabe mal cuando lo pronuncias. Su madre, siempre decepcionada con las decisiones que Catherine tomaba, resultó ser un profundo, hermoso y rico color chocolate. ¿Por qué no se había dado cuenta de esto antes? Ya era demasiado tarde, demasiado tarde. Le daban ganas de llorar.

Está bebiendo pintura con Liz, espesa y pálida como la nata.

—Toma un poco más de pintura —le dice Catherine—, ¿quieres azúcar?

—Sí, mucho —le contesta Liz—. ¿De qué color vas a pintar los conejos?

Catherine le pasa el azúcar. Ni siquiera se había parado a pensar en los conejos, pero ¿a cuáles se refiere Liz? ¿A los de piedra o a los de verdad? ¿Cómo podrías hacer que se estuvieran quietos?

—Tengo algo para ti —dice Liz.

Es el bolso de armadillo de Tilly. Está lleno de catálogos de pintura y a Catherine se le hace la boca agua.

Henry sueña que tiene una cita con el exterminador de plagas.

—Tienes que ocuparte de esto —le dice—. Tenemos dos hijos y estos bichos podrían tener la rabia. Podrían ser portadores de la peste.

—Veré qué puedo hacer —le dice el exterminador, cabizbajo.

Está de pie junto a Henry y es un tipo lleno de tics y de aspecto extraño. Tiene las orejas muy grandes. Están contemplando los rascacielos que sobresalen de entre la hierba como si fueran obeliscos. El césped está repleto de rascacielos.

—Nunca he visto nada igual. Nunca he querido verlo. Pero si quieres oír mi opinión, creo que el verdadero problema es la casa...

—No te preocupes por mi esposa —dice Henry.

Se agacha junto a un rascacielos de estilo art déco y mira por una de las ventanas. Un hombrecito lo mira y sacude los puños mientras grita alguna obscenidad. Henry le da un golpecito con el dedo a la ventana, lo suficientemente fuerte como para estar a punto de romperla. Se acalora. Jamás ha sentido tanta ira en su vida, ni siquiera cuando Catherine le contó que se había acostado con Leonard Felter sin querer. Este pequeño cabrón se va a arrepentir de lo que quiera que haya dicho. Henry levanta el pie.

—Yo no lo haría —dice el exterminador—. Hay que desenterrarlos, sacar las raíces. Si no, podrían volver a crecer. Como tu casa, por ejemplo. Que en realidad, por decirlo de alguna manera, no es más que la punta de la lechuga iceberg. Seguramente haya setenta u ochenta pisos bajo tierra. ¿Ya has bajado por el ascensor? ¿Has hablado con la gente que vive ahí abajo? Es tu casa, ¿es que vas a dejarles vivir ahí sin pagar alquiler? ¿Vas a dejarles entrometerse de esa manera?

—¿Qué? —dice Henry y entonces oye helicópteros, cazas del tamaño de colibrís—. ¿Es realmente necesario? —le dice al exterminador.

Éste asiente.

—Es mejor pillarlos desprevenidos.

—A lo mejor nos estamos precipitando —dice Henry. Tiene que gritar para que se le oiga por encima del ruido de los diminutos, furiosos aviones de hojalata—. Quizá podamos resolverlo de manera pacífica.

—Hemrriii —dice el interrogador mientras sacude la cabeza—. Me has llamado porque yo soy el experto y tú sabías que necesitabas mi ayuda.

Henry quiere decirle «estás pronunciando mi nombre mal», pero no quiere ofender al funerario.

El caimán no deja de hablar.

—Escucha, Hemmriiii, y calla ya con lo de las negociaciones y eso, porque si no nos ocupamos de esto ahora mismo, podría ser demasiado tarde. No se trata de quién es el propietario de la casa o de cómo cuidar del césped. Hemrrii, esto es la guerra. Las vidas de tus hijos están en peligro. La felicidad de tu familia. Sé valiente. Sé fuerte. Agárrate fuerte al conejo y dispara cuando veas placer en sus miradas.

Se despertó.

—Catherine —susurró—. ¿Estás despierta? He tenido un sueño.

Catherine se rió.

—Es el teléfono, Liz —dijo—. Seguramente será Henry diciendo que va a llegar tarde.

—Catherine, ¿con quién estás hablando?

—Henry, ¿estás enfadado conmigo? ¿Es por eso que no vienes a casa?

—Estoy aquí.

—Coge tus conejos y tus cocodrilos y lárgate de aquí. Y después vuelve directo a casa. —Catherine se sentó en la cama y señaló con el dedo—: ¡Estoy harta de que me espíen esos conejos!

Entonces Henry se dio cuenta de que había algo junto a la cama, balanceándose atrás y adelante sobre los talones. Buscó el interruptor a ciegas, encendió la luz y vio a Tilly con la boca abierta y los ojos cerrados. Parecía mucho más grande que cuando estaba despierta.

—Es Tilly —le dijo a Catherine, pero Catherine volvió a tumbarse y se tapó la cabeza con la almohada.

Cuando la cogió en brazos para llevarla a la cama, Tilly estaba caliente y sudada, y le latía el corazón como si hubiera estado corriendo por toda la casa.

Henry recorrió la casa. Dio golpecitos en la pared, a modo de prueba. Pegó la oreja al suelo. No había ningún ascensor. Ninguna habitación secreta ni pasadizos ocultos.

Ni siquiera tienen sótano.

Tilly ha dividido el jardín en dos. Carleton no puede entrar en el lado de ella salvo que le dé permiso.

Desde el fondo de su mitad del jardín, donde los árboles bordean el camino de entrada para el coche, Tilly apenas puede ver la casa. Ha decidido llamar el jardín «El Reino Conejo de Matilda», porque le gusta mucho poner nombres a las cosas. Su madre le ha prometido que cuando nazca el nuevo bebé podrá ayudar a escoger un nombre real, pero sólo dos: el primero y el segundo. Tilly no comprende por qué sólo escogerán dos. Oishi significa «delicioso» en japonés. Sería un buen nombre tanto para el bebé como para el jardín, por la hierba. Ella sabe que el jardín no es tan grande como Central Park, pero le gusta igual aunque no haya pagodas ni castillos ni carruajes ni gente patinando. Hay muchísima hierba. Cientos de conejos. Viven en una gigantesca ciudad subterránea que quizá sea una ciudad como Nueva York. A lo mejor su padre puede dejar de trabajar en Nueva York y trabajar bajo el jardín. Ella podría ayudarle, ir con él al trabajo. Podría ser bióloga, como Jane Goodall y vivir bajo tierra con los conejos. El año pasado su ambición fue ir a vivir secretamente en el Metropolitan Museum of Art, pero alguien lo hizo antes que ella aunque sólo fuera en un libro. Tilly siente lástima de Carleton porque cualquier cosa que él haga, ella ya estará de vuelta. Ya lo habrá hecho.

Tilly ha dejado el bolso de armadillo sobresaliendo de una madriguera. Primero ensanchó el agujero y después tapó el armadillo con la tierra de manera que únicamente sobresaliese el hocico, pelado y brillante. Carleton lo desentierra con un palo, porque a lo mejor Tilly quería que lo encontrara. Quizá fuera un regalo para los conejos, pero, en ese caso, ¿qué hacía en su mitad del jardín? Cuando vivía en el apartamento tenía miedo del bolso, pero en la casa nueva había otras cosas que temer. Aun así, ándate con cuidado, Carleton. Será mejor que tengas cuidado. El bolso de armadillo parece estar diciendo «no me toques», así que no lo toca. Utiliza el palo para abrir la boca-abertura, saca los bienes más preciados de Tilly y los empuja uno a uno con el palo hasta que caen por el agujero. Entonces pega la oreja a la boca de la madriguera para escuchar cómo los conejos le dan las gracias. Dar las gracias es de buena educación, pero los conejos no dicen nada. Están aguantando la respiración, esperando a que se marche. Carleton también espera. El armadillo de Tilly, vacío, encantado y apestoso, hace que le lloren los ojos.

Alguien se acerca y se queda de pie detrás de él.

—Yo no he sido —dice—. Se han caído.

Pero cuando se gira, resulta que es la chica que vive en la casa de al lado. Alison. Tiene el sol detrás, la hace brillar. Carleton entrecierra los ojos.

—Si quieres puedes venir a mi casa —dice—. Me lo ha dicho tu madre. Me va a pagar quince pavos la hora, que es un montonazo de pasta. ¿Qué pasa, que tus padres son ricos? ¿Qué es eso?

—Es de Tilly —dice él—, pero creo que ya no lo quiere.

Ella lo recoge.

—Qué guay. A lo mejor se lo guardo yo.

En las profundidades de la tierra, los conejos dan patadas al suelo de rabia.

Catherine adora la casa. Le encanta su nueva vida. Nunca ha entendido por qué algunas personas se quedan atrapadas, por qué dejan de ser felices, son incapaces de cambiar y no saben adaptarse. Es cierto que no tiene trabajo, ¿y qué? Ya encontrará algo que hacer. Y que Henry todavía no puede dejar el trabajo o no quiere dejar el trabajo. Y que la casa está encantada. No importa. Ya se las arreglarán. Se compra libros de jardinería. Planta un rosal y una enredadera en una maceta. Tilly le ayuda. Los conejos se comen las hojas. Mordisquean la enredadera.

«Mierda», dice Catherine cuando ve lo que han hecho. Sacude los puños en dirección a los conejos que hay en el césped y ellos sacuden las orejas. Se están riendo y ella lo sabe, pero está demasiado gorda como para correr tras ellos.

—Henry, despierta. Despierta.

—Estoy despierto —dijo él. Se despertó entonces.

Catherine emitía inquietantes, ruidosos y húmedos sollozos. Tendió la mano y le tocó la cara. Le salían mocos de la nariz.

—No llores —le dijo—. Estoy despierto. ¿Por qué lloras?

—Porque no estabas aquí. Pero entonces me desperté y sí estabas, pero cuando me despierte por la mañana te habrás ido otra vez. Te echo de menos. ¿Es que tú no me echas de menos?

—Lo siento —dijo él—. Siento no estar aquí, pero ahora sí estoy. Ven.

—No —dijo ella. Paró de llorar, pero aún le goteaba la nariz—. Y ahora resulta que el lavavajillas está encantado. Tenemos que comprar uno nuevo antes de que tenga el bebé. No puedes tener un bebé y no tener lavavajillas. Y tú tienes que vivir con nosotros porque esta vez voy a necesitar ayuda. ¿Te acuerdas de Carleton? ¿Recuerdas que fue la hostia de difícil?

—Era un bebé muy llorón.

Cuando Carleton tenía tres meses, Henry se dio cuenta de que algo habían entendido mal. Los bebés no eran bebés: eran minas antipersona, trampas para osos, nidos de avispas. Eran un ruido que en ocasiones no era ni siquiera un ruido, sino un mero escuchar en espera de ese ruido. Eran un olor húmedo y terroso. La manifestación pegajosa, entrecortada y convulsa de lo contrario del sueño. En una ocasión, Henry se quedó mirando cómo Carleton dormía plácidamente en la cuna. No obedeció a su impulso. No se inclinó sobre el bebé ni le gritó al oído. Henry todavía no le había perdonado —todavía no, del todo no— que le hiciera sentir de aquella manera.

—¿Por qué tiene que gustarte tanto tu trabajo? —dijo Catherine.

—No lo sé. No me gusta tanto.

—No me mientas.

—Te quiero más a ti —dijo Henry. Y es cierto. Es cierto, quiere más a Catherine. Esa decisión ya la ha tomado, pero ella ni siquiera le está escuchando.

—¿Te acuerdas de cuando Carleton era pequeño y tú te levantabas por la mañana, te ibas a trabajar y me dejabas sola con ellos? —Catherine le hundió el dedo en las costillas—. Te odiaba por ello. Volvías a casa con comida para llevar y se me olvidaba que te odiaba; pero después me volvía a acordar y te odiaba aún más porque te resultaba tan fácil engañarme, hacer que todo volviera a ser normal sólo porque durante una hora podía tumbarme en la bañera, comer chino y lavarme la cabeza.

—Solías llevar una camisa de repuesto cuando salías —dice metiéndole la mano dentro de la camiseta, posándola sobre su pecho grande y redondo—. Por si se te escapaba la leche.

—No me toques ese pecho, está encantado.

Se sonó la nariz con las sábanas.

Lucy, la amiga de Catherine, tiene una tienda en Internet: Ropa bonita para gente gorda. Hay una mujer de Tarrytown que teje jerséis elásticos de rombos muy sexys exclusivamente para RBGG y Lucy tiene una cita con ella. Después quiere pasar a ver a Catherine, antes de volver a la ciudad. Catherine le dice cómo llegar y se pone a limpiar la casa, pero se siente un poco pachucha. No está segura de querer verla. Además Carleton siempre le ha tenido miedo, cosa que la avergüenza. Y no quiere hablar sobre Henry, no quiere tener que contarle lo del baño de la planta baja. Había pensado pasarse el día pintando las molduras de madera del comedor, y ahora eso tendrá que esperar.

Suena el timbre, pero cuando Catherine abre la puerta, no hay nadie. Más tarde, después de que Carleton y Tilly hayan llegado a casa, vuelve a sonar, pero tampoco hay nadie. Suena y suena como si Lucy estuviera ahí fuera, apretando el botón una y otra vez. Finalmente, Catherine arranca el cable. Intenta llamar a Lucy al móvil, pero no consigue hablar con ella. Entonces llama Henry. Dice que va a llegar tarde.

Liz abre la puerta y grita: «¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Tenéis que ver los conejos, debe de haber miles. Catherine, ¿qué pasa con el timbre?»

Hasta ahora la bicicleta de Henry estaba bien, pero se preguntó qué harían si de pronto el Toyota también estuviera embrujado. A lo mejor Catherine querría venderlo. ¿Afectaría eso al precio de venta? Cuando llegó a casa no estaban ni Catherine ni los niños ni el coche, así que se puso un par de guantes de trabajo y recorrió la casa con una caja de cartón que llenó de todos los objetos que le parecían embrujados. Un cepillo para el pelo de la habitación de Tilly, un viejo par de zapatillas de deporte de Catherine. Unas braguitas de Catherine que encuentra a los pies de la cama. Al recogerlas sintió una repentina punzada de añoranza, como si lo hubiera alcanzado un extraño rayo sobrenatural. Le dio en la boca del estómago, como un calambre. Tiró las braguitas dentro de la caja.

El kimono de seda de Takashimaya. Dos de las lamparitas de noche de Carleton. Abrió la puerta de su oficina y dejó la caja dentro. Se le erizó el vello de los brazos. Cerró la puerta.

Entonces fue al piso de abajo y lavó los pinceles. Si los pinceles también estaban encantados y si Catherine los estaba tirando y comprando otros nuevos, no se lo había dicho. Quizá debería mirar la factura de la Visa. ¿Y cuánto estaban gastando en pintura?

Catherine entró en la cocina y lo abrazó.

—Me alegro de que estés en casa —le dijo. Apretó la nariz contra su cuello y aspiró—. He dejado el coche en marcha, tengo que hacer pis. ¿Puedes ir a recoger a los niños?

—¿Dónde están? —dijo Henry.

—En casa de Liz. Alison está haciendo de canguro. ¿Tienes dinero?

—¿Quieres decir que voy a conocer a los vecinos?

—Vaya, sí. Si crees que estás preparado, claro. ¿Lo estás? ¿Sabes dónde viven?

—Son vecinos, ¿no?

—Gira a la izquierda cuando salgas y sigue durante unos cuatrocientos metros. Es la casa roja con el montón de árboles delante.

Pero cuando llegó a la casa roja y llamó al timbre, no contestó nadie. Oyó que un niño bajaba unas escaleras corriendo y se paraba frente a la puerta.

—¿Carleton? ¿Alison? —dijo—. Disculpe, soy Henry, el marido de Catherine. El padre de Carleton y Tilly.

Los susurros cesaron. Henry esperó un poco. Cuando se agachó y levantó la tapa del buzón le pareció ver unos pies, el dobladillo de un abrigo, ¿algo peludo? ¿Un perro? ¿Alguien que estaba muy quieto, a la derecha de la puerta? Carleton jugando.

—Te veo —dijo moviendo los dedos por la boca del buzón.

Después pensó que quizá no fuera Carleton. Se levantó rápidamente y se dirigió al coche. Fue al pueblo y compró más jabón.

Cuando llegó a casa, Tilly estaba de pie en la entrada con los brazos en jarras.

—Hola, papá —dijo—. Estoy buscando a King Spanky. Ha salido fuera. Mira qué ha encontrado Alison.

Tendió la mano para mostrarle un diminuto arco de juguete que parecía encordado con seda dental y una flecha más pequeña que una aguja.

—Ten cuidado con eso, parece afilado. Es de la Barbie arquera, ¿no? ¿Os lo habéis pasado bien con Alison?

—Alison es maja —dijo Tilly antes de eructar—. Perdona, no me encuentro muy bien.

—¿Qué te pasa?

—Tengo el estómago un poco raro —dijo Tilly. Lo miró, frunció el ceño y le vomitó sobre la camisa y los pantalones.

—¡Tilly!

Se arrancó la camisa y usó la manga para limpiarle la boca. El vómito era verde y espumoso.

—Sabe horrible —dijo con aparente sorpresa—. ¿Por qué siempre sabe tan mal cuando vomitas?

—Para que no vayas por ahí haciéndolo por diversión. ¿Vas a vomitar otra vez?

—No creo —dijo con una mueca.

—Entonces voy a lavarme y a cambiarme de ropa. ¿Y qué has estado comiendo?

—Hierba.

—Entonces no me extraña. Pensaba que eras más lista, Tilly. No lo vuelvas a hacer.

—No tenía intención —dijo y escupió en la hierba.

Cuando Henry abrió la puerta oyó a Catherine hablar en la cocina.

—Lo más gracioso es —decía— que nada era cierto. Me lo inventé, como podría haber hecho Carleton. Simplemente para llamar la atención.

—Papá —dijo Carleton. Estaba dando saltos a la pata coja— ¿Quieres que te cante una canción?

—He ido a buscarte. ¿Os ha traído Alison? ¿Tienes que ir al baño?

—¿Por qué no llevas ropa?

Alguien se rió en la cocina, como si le hubiera oído.

—He tenido un accidente —dijo Henry en voz muy baja—, pero tienes razón, Carleton. Debería ir a cambiarme.

Se duchó, aclaró y escurrió la camisa, se puso ropa limpia y cuando bajó a la cocina, Catherine, Carleton y Tilly estaban cenando cereales. Estaban usando cuencos de papel y cucharas de plástico, como si estuvieran de picnic.

—Ha venido Liz, con Alison, pero se han ido al cine. Han dicho que ya te conocerán otro día. Ha sido horrible: cuando han entrado por la puerta, King Spanky ha salido corriendo. Lleva todo el día vigilando a los conejos. Si caza alguno, Tilly se va a disgustar.

—Tilly ha estado comiendo hierba.

Tilly puso los ojos en blanco. Vaya.

—¿Otra vez? Tilly, las personas reales no comen hierba. Oh, mira, fantástico, aquí está King Spanky. ¿Quién le ha abierto la puerta? ¿Qué tiene en la boca?

King Spanky se sienta de espaldas a ellos. Tose y algo cae al suelo, puede que una rana o un gazapo. Se mueve por el suelo con dificultad, arrastrando una pata. King Spanky se queda sentado, viendo cómo desaparece bajo el sofá. A Carleton le da un ataque y Tilly chilla «¡King Spanky malo! ¡Gato malo!». Cuando Henry y Catherine apartan el sofá ya es demasiado tarde: sólo está el gato y una pequeña mancha de sangre pegajosa en el suelo.

A Catherine le gustaría escribir una novela. Una en la que no salgan niños, porque el problema de este tipo de novelas es que siempre les ocurren cosas malas a ellos o a los padres. Quiere escribir algo divertido, algo romántico.

Ahora que está tan grande, no está cómoda sentada, así que ha empezado a escribir en las paredes. Escribe a lápiz. Bautiza a los personajes con nombres de pintura y se los imagina viviendo vidas felices, bonitas, útiles. Sin tostadoras encantadas. Ni madres ni hijos ni cocodrilos ni fotocopiadoras ni Leonards Felter. Escribe durante dos o tres horas y después repinta la pared antes de que los demás lleguen a casa. Ésa es siempre la mejor parte.

—Te necesito el fin de semana que viene —dijo la cocodrilo.

La bola de gomas elásticas estaba en el suelo, junto a la mesa. Tenía los pies sobre ella, en un intento de demostrar quién era el jefe. A la bola se le estaban subiendo los humos y alguien iba a tener que darle una lección, enviarle un memorándum.

Parecía cansada.

—No me necesitas —dijo Henry.

—Sí te necesito —dijo la cocodrilo bostezando—. Te necesito. Los clientes quieren llevarte a cenar al Four Seasons cuando vengan a la ciudad. Quieren ir a ver musicales contigo. Rent. El fantasma del cabaret león. Quieren ir contigo a Coney Island y comer perritos calientes. Quieren salir a tomar algo a los bares de moda para ligar con strippers, publicistas y artistas de performance. Quieren hablar contigo de poesía, filosofía, deportes, política, la pésima relación que tienen con sus padres. Quieren pedirte consejo sobre su vida amorosa. Que vayas a las bodas de sus hijos y propongas brindis. Cariño, eres indispensable. Espero que te des cuenta.

—Catherine y yo estamos teniendo problemas con unos conejos —dijo Henry. Eso era más fácil de explicar que el resto—. Han tomado el jardín. La cosa está un poco movidita.

—No sé nada de conejos —dijo la cocodrilo enterrando los afilados tacones en la carne de la bola de gomas hasta que sintió cómo manaba sangre de caucho rojo. Dejó a Henry paralizado con sus bonitos ojos acuosos—. Henry —dijo su nombre con tal suavidad que él tuvo que inclinarse hacia delante para escuchar lo que le decía—. Tienes lo mejor de dos mundos —le dijo—. Una esposa e hijos que te adoran, una preciosa casa en el campo, un trabajo seguro en una compañía que depende de ti, una jefa que aprecia tu talento, clientes que creen que eres la hostia. Lo eres, Henry, eres la hostia. Y la cuestión es que seguramente estarás pensando que nadie se merece tenerlo todo y que tienes que elegir. Crees que tienes que sacrificar algo. Pero no es así, Henry, no tienes que dejar nada y cualquiera que te diga lo contrario es un puto conejo. No les escuches. Puedes tenerlo todo. Te lo mereces. Tú amas tu trabajo. ¿No amas tu trabajo?

—Adoro mi trabajo.

La cocodrilo le sonríe con lágrimas en los ojos.

Es cierto. Adora su trabajo.

Cuando Henry llegó a casa debía de ser después de la medianoche, porque nunca llegaba antes. Se encontró a Catherine en la cocina, encaramada a una escalera con un pie apoyado en el fregadero. Llevaba puesta la máscara de gas, un sujetador de deporte de algodón negro y unos pantalones de chándal enrollados de manera que se veía que no llevaba ropa interior. Su tripa sobresalía tanto que para hacer subir y bajar el rodillo por la pared que tenía delante debía colocar los brazos en un ángulo bastante peculiar. Arriba y abajo en forma de V y después rellenar la V. Había pintado el techo de la cocina de un tono violeta tan oscuro que casi parecía negro. Berenjena de medianoche.

Catherine ha estado comprando pintura de un catálogo especializado. Los nombres están inspirados en libros famosos: Madame Bovary, Por siempre ámbar, Farenheit 451, El tambor de hojalata, Una cortina de follaje, Veinte mil leguas de viaje submarino. Estaba pintando las paredes de color Trampa 22, una novela que había enseñado una y otra vez a sus estudiantes. Siempre era bien recibida, y la pintura también era muy agradable. No era capaz de decidir si echaba de menos dar clases. El problema de enseñar y tener hijos es que uno siempre acaba tratando a sus hijos como estudiantes universitarios y a sus estudiantes como a niños. Hay un tono de voz particular que a veces incluso probó con Henry para ver si funcionaba.

Los armarios estaban todos rodeados de cinta de carrocero, como un escenario del crimen. La habitación apestaba a pintura fresca.

Catherine se quitó la máscara de gas.

—Lo ha escogido Tilly, ¿qué te parece?

Tenía los brazos en jarras y la barriga señalaba a Henry. La máscara le había dejado una marca blanca y roja alrededor de los ojos y la barbilla.

—¿Qué tal la cena? —dijo Henry.

—Hemos comido fettuccine. Liz y Marcus se quedaron a ayudarme a fregar.

(«¿Le pasa algo al lavavajillas?» «No. Quiero decir, sí. Vamos a comprar uno nuevo.»)

Había tenido una sensación. Una sensación como un déjà vu o como estar borracha o como enamorarse. Como dar clases. Se había imaginado un público de conejos sentado en el césped, observando la cena. Una clase llena de conejos viendo un documental. Televisión coneja. Había tenido una sensación eléctrica en la piel.

—¿Así que ella es abogada? —dijo Henry.

—Aún no los conoces —dijo Catherine en un repentino arrebato posesivo—. Pero a mí me caen bien. Muy bien, la verdad. Querían saberlo todo sobre nosotros. Sobre ti. Me parece que creen que o bien tenemos problemas de pareja o bien que tú eres imaginario. Al final me llevé a Liz al piso de arriba y le enseñé tus cosas del armario. Saqué el álbum de la boda y les enseñé las fotos.

—Podríamos invitarles a venir el domingo, comer en el jardín.

—El fin de semana no están aquí. El viernes se van a las montañas, tienen una casa. Nos han invitado. A ir con ellos.

—No puedo. El fin de semana que viene tengo que ocuparme de unos clientes. Unos peces gordos. Tenemos problemas de liquidez. Además, ¿tú puedes ir? ¿Se lo has preguntado a tu médico? A... ¿cómo se llama? ¿Al doctor Marks?

—¿Te refieres a si me han firmado un permiso? —dijo Catherine. Henry le puso la mano sobre la pierna y no la movió de allí—. El doctor Marks dice que estoy limpia como una patena. Eso fue lo que dijo exactamente. O quizá fuera fresca como una lechuga. Era un símil.

—Entonces supongo que será mejor que vayas —dijo Henry apoyando la cabeza en la tripa. Ella le dejó hacerlo, parecía tan cansado—. Antes de que llegue Carrito de Golf o... ¿cómo lo llama Tilly ahora?

—Está por aquí. No hago más que meterla en la cama y ella vuelve a bajar. A lo mejor te está buscando.

—¿Has recibido mi e-mail?

Henry estaba escuchando los ruidos de la tripa de Catherine y no pensaba dejar de tocarla hasta que ella se lo dijera.

—Ya sabes que no puedo mirar el correo en tu ordenador.

—Qué estupidez. La casa no está embrujada. Las casas embrujadas no existen.

—No es la casa —dijo Catherine—. Son las cosas que trajimos nosotros. Menos el baño de la planta baja, pero eso podría ser una corriente de aire o un problema eléctrico. La casa está perfectamente. La adoro.

—Nuestras cosas están perfectamente. Me encantan nuestras cosas.

—Si realmente lo crees, ¿por qué compraste un despertador nuevo? ¿Por qué no dejas de tirar el jabón?

—Es el cambio. Ha sido un cambio difícil.

—King Spanky lleva tres días sin comer. Al principio creía que era la comida, pero compré comida nueva y él bajó y se la comió, y me di cuenta de que no era eso; era King Spanky. No he podido dormir en toda la noche porque sabía que estaba arriba, debajo de la cama. Pobre tío raro. No sé qué hacer. ¿Lo llevo al veterinario? ¿Y qué le digo? ¿Lo siento pero creo que mi gato está embrujado? De todos modos no consigo que salga de debajo de la cama. Ni siquiera con el despertador viejo, el encantado.

—Ya lo intento yo. Déjame ver si consigo sacarlo —dijo Henry, pero no se movió. Catherine le estiró de un mechón de pelo y él levantó la mano. Ella le dio el rodillo y él desmontó el cilindro, lo metió en una bolsa y lo puso en el congelador, que estaba lleno de brochas y más rodillos. Ayudó a Catherine a bajar de la escalera—. Ojalá dejaras de pintar.

—No puedo —dijo ella— tiene que quedar perfecto. Si consigo acertar con los colores todo volverá a ser normal, todo dejará de estar embrujado y los conejos no escarbarán túneles debajo de la casa ni harán que se hunda, y tú volverás a casa y te quedarás, y nuestros vecinos te conocerán por fin y os caeréis muy bien, y Carleton dejará de tener miedo de todo y Tilly se dormirá en su cama y se quedará allí toda la noche y...

—Escucha: todo va a salir bien. Estamos bien. Este color me gusta mucho.

—No sé —dijo Catherine y bostezó—. ¿No crees que parece demasiado anticuado?

Subieron, y ella se dio un baño mientras él intentaba convencer a King Spanky de que saliera de la cama, pero no había manera. Cuando Henry se puso a cuatro patas y metió la linterna debajo de la cama, vio los ojos del gato y la cola, colgando de la parte inferior de la base.

Fuera, en el jardín, los conejos estaban completamente inmóviles. De vez en cuando daban un salto, media vuelta en el aire, volvían a caer y se quedaban paralizados de nuevo. Catherine estaba frente a la ventana del baño, secándose el pelo con una toalla. Apagó la luz para poder verlos mejor. La luz de la luna resaltaba sus ojos brillantes, el pelaje de color lunar, todas las greñas de pelo con las puntas teñidas de pintura. Estaban jugando a algún juego de conejos como saltar al potro. O bailando la cuadrilla. Librando una batalla conejil. ¿Los conejos luchan? Catherine no tenía ni idea. Se abalanzaban unos sobre otros y salían disparados como una flecha, saltaban, se agachaban y se alzaban sobre las patas traseras. Un par de conejos salió a la carrera como dos caballos, surcando el aire hacia una forma larga y curvada que había sobre el césped. Y otra vez de vuelta. Pegó la cara a la ventana. Era Tilly, tendida en la hierba; tenía las piernas y los pies desnudos, pálidos.

—Tilly —dijo, y salió corriendo del baño llevando tan sólo la toalla enrollada en la cabeza.

—¿Qué pasa? —dijo Henry cuando Catherine pasó volando junto a él y corrió escaleras abajo.

La siguió a toda prisa y cuando ella abrió la puerta y se arrodilló junto a la niña con la hierba mojada haciéndole cosquillas en los muslos y la tripa, Henry también estaba allí. Él cogió a la niña en brazos y la llevó hasta la casa. La envolvieron en una manta y la metieron en la cama, y como ninguno de los dos quería dormir en la cama donde King Spanky se escondía, se tumbaron en el sofá del salón, acurrucados. Cuando se despertaron por la mañana, Tilly estaba durmiendo a sus pies hecha una bola.

El año pasado, durante uno o dos minutos, Catherine pensó que tenía la solución. Estaba casada con un hombre cuya especialidad era resolver problemas, salvar situaciones difíciles. Si hacía algo lo suficientemente dramático, si lo jodía todo lo suficiente, eso salvaría su matrimonio. Y así fue, sólo que una vez el problema se hubo resuelto, el matrimonio se hubo salvado, el bebé fue concebido y la casa comprada, Henry volvió al trabajo.

Se queda de pie frente a la ventana de la habitación y mira los árboles. Por un momento imagina que Carleton tiene razón y están viviendo en Central Park, que la Quinta Avenida está ahí al lado. La oficina de Henry está a unas cuantas manzanas. Todos esos conejos no son más que turistas.

Henry se despierta en mitad de la noche. Hay gente en el piso de abajo. Oye voces de mujeres, risas; se da cuenta de que debe de ser una reunión del club de lectura de Catherine. Sale de la cama. Todo está oscuro. «Pero, ¿qué hora debe de ser?»; sin embargo, el despertador vuelve a estar embrujado, así que lo desenchufa. Mientras baja las escaleras una voz dice: «Vaya, ¡fíjate!», y después: «¡Todo este tiempo ha estado justo debajo de sus narices!»

Henry recorre la casa encendiendo todas las luces. Tilly está de pie en mitad de la cocina.

—¿Quién llama, si no le importa? —dice. Tiene el móvil de Henry encajado entre el hombro y la cara. Lo está sujetando del revés. Tiene los ojos abiertos, pero está dormida.

—¿Con quién hablas? —le pregunta Henry.

—Los conejos.

Ella ladea la cabeza, escuchando. Entonces se ríe.

—Llame más tarde —dice—. Ahora no quiere hablar con usted. Sí. De acuerdo —le pasa el teléfono a Henry—. Dicen que no es nadie a quien conozcas.

—¿Estás despierta? —dice Henry.

—Sí —dice Tilly, aún dormida.

La lleva arriba. Hace una cama con almohadas dentro de un armario y la tumba encima. La tapa con una manta. Si ella se niega a despertarse en la misma cama en la que se acostó, quizá deberían convertirlo en un juego. Si no puedes vencer al enemigo, únete a él.

Catherine nunca tuvo un lío con Leonard Felter. Ni siquiera se había acostado con él. Sólo dijo que lo había hecho porque estaba muy enfadada con Henry. Podría haberlo hecho, tuvo oportunidades. Y, de algún modo, él era un encanto: el único miembro del departamento que podía hacer que la fotocopiadora fotocopiara y siempre era agradable con todas las secretarias. Al final resultó que era demasiado agradable. Y cuando descubrieron que Leonard Felter se había estado follando a todo el mundo, Catherine sintió que no podía retirar lo que había dicho y Henry y ella fueron juntos a terapia. Él se tomó un descanso del trabajo. Llevaron a los críos a Yosemite. Se quedaron embarazados. Ella sintió remordimientos por algo que no había hecho y Henry la perdonó. En realidad lo que hizo fue salvar el matrimonio, pero era el tipo de truco que sólo podías hacer una vez.

Si alguien tenía que salvar el matrimonio por segunda vez, tendría que ser Henry.

Henry salió a buscar a King Spanky. Iba a llevarlo al veterinario y tenía el trasportín en el coche, pero ni asomo del gato. Era la primera hora de la tarde y había conejos en el césped. En el cielo, un pájaro colgaba inmóvil de un gancho de aire. Henry estiró el cuello y miró hacia arriba. Era grande; un halcón, quizá. Dibujó un círculo, dos, tres y entonces se desplomó como una piedra en dirección a los conejos. Éstos no se movieron. La manera en que estaban esperando, como si se tratara de un juego, tenía algo de extraño. El pájaro descendía, se cerró como un paraguas y entonces dio una sacudida, un giro en el aire y siguió cayendo con las alas lánguidas. Se estrelló contra la hierba en una nube de plumas. Los conejos se acercaron, como si estuvieran investigando.

Henry quiso verlo por sí mismo. Los conejos se dispersaron y el jardín quedó vacío. Ni conejos ni pájaro. Pero Henry vio que algo se movía junto a los árboles y el camino para bicicletas. King Spanky agitó la cola furiosamente y se escapó hacia el bosque.

Cuando volvió de entre los árboles los conejos habían regresado y de nuevo montaban guardia en el jardín. Catherine le estaba llamando.

—¿Dónde estabas? —dijo ella. Llevaba la máscara alrededor del cuello y tenía una mancha de pintura en el brazo. Caballo de whiskey. Había pintado el armario de la ropa de cama.

—King Spanky se ha largado —dijo Henry—. No he podido atraparlo. He visto una cosa rarísima: había un pájaro que quería cazar a los conejos y de pronto se desplomó...

—Ha venido Marcus —dijo ella. Tenía las mejillas enrojecidas. Él sabía que si la tocaba, notaría su piel caliente—. Ha pasado por aquí para ver si querías ir a jugar a golf.

—¿Quién quiere jugar al golf? Yo quiero ir arriba contigo. ¿Dónde están los niños?

—Alison los ha llevado al pueblo a ver una película. Los voy a recoger a las tres.

Henry le levantó la máscara del cuello y se la colocó en la cara. Le desabrochó la camisa y el sujetador.

—Será mejor que te quites esto —dijo él—. Será mejor que te quites toda la ropa. Está embrujada.

—¿Sabes cuál sería un buen color de pintura? No me puedo creer que no la haya inventado nadie aún. Amarillo pegajoso. ¿Y qué te parece King Spanky?

Su voz sonaba como la de Darth Vader, quizá lo estuviera haciendo a propósito. Henry pensó que era sexy: Darth Vader embarazado de su hijo. Ella le puso la mano en el pecho y empujó; no muy fuerte, pero más de lo que pensaba. Resulta que con tanto pintar le habían salido músculos. Le será útil cuando tenga que cargar con otro crío.

—Amarillo pegajoso, genial. Pero nada de King Spanky. Como nombre de pintura es pésimo.

Catherine estaba pintando la habitación de Tilly de Broma de lavanda para darle una sorpresa. Pero cuando lo vio, se echó a llorar.

—¿Por qué has tenido que cambiarlo? Me gustaba como estaba antes.

—Creía que te gustaba el violeta —dijo Catherine atónita. Se quitó la máscara.

—Odio el violeta y te odio a ti. Estás gorda; pregúntaselo a Carleton, él también lo piensa.

—¡Tilly! —Catherine se rió—. Estoy embarazada, ¿recuerdas?

—Eso es lo que tú te piensas —dijo Tilly antes de salir corriendo de la habitación, pasillo abajo. Se oyeron golpes y crujidos, ruido de cosas rompiéndose.

—¡Tilly!

Estaba en mitad de la habitación de Carleton y a su alrededor yacían los restos desparramados de las lamparitas de noche, lámparas y bombillas. La moqueta estaba cubierta de cristales. Tilly tenía los pies descalzos y cuando Catherine bajó la mirada se dio cuenta de que ella tampoco llevaba zapatos.

—No te muevas, Tilly.

—Estaban encantadas —dijo, y se echó a llorar.

—¿Cómo es que tu padre no está nunca en casa? —preguntó Alison.

—No lo sé —dijo Carleton—. ¿Sabes qué? Tilly me ha roto todas las lamparitas de noche.

—Sí. Debes de estar muy enfadado.

—No, menos mal que lo hizo. Estaban encantadas y ella no quería que tuviera miedo.

—Pero, ¿no tienes miedo de la oscuridad?

—Tilly dice que no debería tenerlo. Dice que los conejos se quedan despiertos toda la noche y que cuando está oscuro se ocupan de que no pase nada. Una vez ella durmió fuera y los conejos la protegieron.

—Así que este fin de semana lo pasarás con nosotros.

—Sí.

—Pero tu papá no vendrá.

—No. No lo sé.

—¿Quieres subir más alto? —dijo Alison. Empujó el columpio y le hizo elevarse hacia el cielo.

Cuando Henry apoya la mano contra la pared del salón, ésta cede ligeramente, como si estuviera embarazada. La pintura de debajo de la pintura aún no se ha secado. Camina por toda la casa recorriendo las paredes con las manos. Catherine ha pintado un mural en el recibidor: árboles y más árboles y más árboles. Árboles dorados con hojas marrones y verdes y rojas; árboles rojizos con hojas moradas, amarillas y rosas. Ha pintado algunas en el suelo, como si hubieran caído.

—Catherine —dice—, tienes que dejar de pintar las putas paredes. Las habitaciones están encogiendo.

Nadie contesta. Catherine, Tilly y Carleton no están. Es la primera vez que pasa la noche solo en esta casa y no puede dormir. No hay televisión. Henry tira a la basura todas las brochas de Catherine. Pero cuando ella llegue a casa, comprará otras nuevas.

Duerme en el sofá y durante la noche alguien viene y se queda de pie delante de él, mirando como duerme. Tilly. Entonces se despierta y recuerda que Tilly no está.

Los conejos vigilan la casa durante toda la noche. Es su deber.

Tilly está hablando con los conejos. Fuera hace frío y ha perdido los guantes.

—¿Cómo te llamas? Qué bonito eres, muy bonito. —Está a gatas. Mientras tanto, Carleton observa desde su lado del jardín.

—¿Puedo ir? —dice él—. Por favor, ¿puedo ir?

Tilly lo ignora. Se pone a gatas y se acerca más a los conejos. Hay tres, y uno de ellos está tan cerca que podría tocarlo. Si moviera la mano lentamente, quizá podría agarrarlo por las orejas. Podría atraparlo y amaestrarlo. Necesitan un conejo porque King Spanky está embrujado y pasa la mayor parte del tiempo fuera. Sus padres tienen la puerta de la habitación cerrada para que no pueda entrar.

—Buen conejo —dice Tilly—, quédate quieto. Quieto.

Los conejos mueven las orejas. Carleton se pone a cantar una canción que les ha enseñado Alison, una canción para saltar a la comba. Carleton es una nenaza. Tilly tiende la mano. El conejo tiene algo enredado alrededor del cuello, como un pedazo de cuerda o una correa. Se menea un poco para acercarse aún más, con la mano tendida, y lo mira atentamente. Se fija bien y no puede creer lo que ve. Detrás de las orejas del conejo, hay una persona, un hombrecito sentado a horcajadas agarrándose con una mano al pelaje y al pedazo de cuerda anudada. Echa la otra mano hacia atrás, como si fuera a lanzar algo. La mira directamente a la cara, su mano vuela hacia delante y ella siente que algo topa con la suya. La retira, atónita.

—¡Oye! —dice. Cae sobre su costado y ve cómo los conejos se alejan dando saltos—. ¡Escuchad! ¡Volved!

—¿Qué? —grita Carleton. Está desesperado—. ¿Qué haces? ¿Por qué no me dejas ir?

Ella cierra los ojos un momento. Cállate, Carleton. Cállate y ya está. Siente un dolor palpitante en la mano, se tumba, se acerca la mano a la cara. Cállate.

Cuando se despierta, Carleton está sentado a su lado.

—¿Qué haces en mi lado del jardín? —dice. Él se encoge de hombros.

—¿Qué haces? —dice él balanceándose sobre las rodillas—. ¿Por qué te has caído?

—¿A ti qué te importa?

No consigue recordar qué estaba haciendo. Todo tiene un aspecto un tanto extraño, especialmente Carleton.

—¿Y a ti qué te pasa? —le dice.

—No me pasa nada —dice Carleton, pero no es cierto. Observa su rostro y empieza a sentir náuseas, como si hubiera comido hierba. ¡Menudos conejos más listos! La han distraído y mientras no prestaba atención, alguien ha embrujado a Carleton.

—Sí que te pasa —dice Tilly sin acordarse de tener miedo, sin acordarse de que le duele la mano, enfadándose. Ella no tiene la culpa. La tiene su madre, su padre y también Carleton. ¿Cómo ha dejado él que ocurriera?—. Pero tú ni te das cuenta. Voy a decírselo a mamá.

El Carleton embrujado sigue siendo un Carleton al que puede dar órdenes.

—No se lo digas —suplica él.

Tilly hace como que se lo piensa, aunque ya está decidida. Porque, ¿qué puede decir? Su madre o bien se dará cuenta de que algo pasa con Carleton o bien no. Es mejor esperar y ver.

—Pero aléjate de mí —le dice—. Me das escalofríos.

Él se echa a llorar, pero Tilly se mantiene firme. Da media vuelta y regresa lentamente hacia su mitad del jardín, sollozando. El resto de la tarde lo pasa sentado detrás de la azalea, en el límite de su mitad, y llora. A Tilly le dan escalofríos y le duele la mano muchísimo, justo donde algo le ha picado. Los conejos están todos escondidos bajo tierra y King Spanky ha salido a cazar.

—¿Qué le pasa a Carleton? —dijo Henry al bajar las escaleras. No podía dejar de bostezar, y no por estar cansado, aunque lo estaba. No le había querido dar un beso de buenas noches a Carleton por si acaso se estaba poniendo enfermo. No quería que se contagiara, pero en realidad parecía que Carleton también se estaba poniendo malo.

Catherine se encogió de hombros. Tenía un montón de muestras de colores de pintura colocadas sobre la tripa como si estuviera jugando al solitario. Durante todo el fin de semana, lejos de casa, estuvo pensando en volver a pintar la oficina de Henry. Nunca había pintado una habitación embrujada. A lo mejor sería buena idea mezclar agua bendita con la pintura. Pero no estaba segura: de todas formas, ¿qué era el agua bendita? ¿Se podía comprar?

—Tilly se está portando mal con él —dijo ella—. Ojalá hicieran amigos aquí. No deja de hablar del bebé nuevo, de cómo lo cuidará. Dice que puede dormir en su habitación. He intentado explicarle cómo son los bebés, que todo lo que hacen es dormir, comer y llorar.

—Y hacerse cada vez más grandes —dice Henry.

—Sí, también. ¿Se ha dormido sin problemas?

—Al final sí, pero se está comportando de manera muy rara.

—Pues como siempre —dijo Catherine bostezando—. ¿Ha terminado Tilly de hacer los deberes?

—No lo sé. No, no como siempre. Raro, pero un raro diferente. Igual está pasando por alguna fase extraña. Tilly quería que la ayudara con las mates, pero no me salían las cuentas. Entonces, ¿qué pasa con mi oficina?

—La he vaciado. Alison y Liz vinieron y me echaron una mano. Les he dicho que íbamos a redecorar. No entiendo por qué somos los únicos que nos damos cuenta de que aquí todas las putas cosas están encantadas.

—¿Dónde has puesto mis cosas? ¿Qué pasa?

—Ahora no estás trabajando aquí —señaló Catherine. No parecía enfadada, sólo cansada—. Además, todo estaba embrujado, ¿no? Así que he llevado el ordenador a la tienda para que le echaran un vistazo. No sé, a lo mejor pueden desembrujarlo.

—Bien —dijo Henry—. Vale. ¿Eso es lo que les has dicho? ¿Que está embrujado?

—No seas ridículo —dijo descartando una muestra por parecerse demasiado al limón—. He oído lo de la amenaza de bomba en la radio.

—Sí. El metro estaba lleno de críos con el pelo rapado y metralletas. Hemos tenido que evacuar el edificio durante una hora. Hemos tenido que salir todos fuera y quedarnos allí como pasmarotes, abrazados a los portátiles por si acaso. La cocodrilo ha sacado la bola de gomas elásticas, y debe de pesar unos quince kilos. Creo que a la gente le ha parecido demasiado raro, incluso a los bomberos. Yo creía que los artificieros la iban a hacer explotar. ¿Qué tal el fin de semana?

—Háblame tú del tuyo.

—Lo de siempre. Esos clientes son unos gilipollas. Pero como no lo saben, pues es como si no pasara nada. Tienes que tenerles lástima. Y ellos no lo pillan, tienes que explicarles cómo divertirse, pero ellos se ponen ansiosos y beben demasiado, así que tú también tienes que beber. Hasta la cocodrilo acabó borracha. Hizo un bailecito con las caderas con una canción de Pete Seeger. ¿Qué tal es la casa?

—Es agradable. Ya sabes, muy agradable.

—¿Ha sido un buen fin de semana? ¿Carleton y Tilly se lo han pasado bien?

—Ha sido muy agradable. No, de verdad, ha sido genial. Me lo he pasado de puta madre. ¿Estás seguro de que el jueves llegarás para la cena?

Pero no era una pregunta.

—Carleton tiene pinta de estar poniéndose enfermo —dijo Henry—. Tócame la frente. ¿Crees que estoy caliente o es que aquí hace frío?

—Estás bien. Vendrán Liz y Marcus y algunas de las mujeres del club de lectura con sus maridos. Y, ¿cómo se llama?, la agente de la inmobiliaria. A ella también la he invitado. ¿Sabías que ha escrito un libro? ¡Era yo la que quería hacer eso! Mañana compraré el lavavajillas nuevo, nada de platos de plástico. Y el lunes vendrá el especialista del césped para ocuparse de los conejos. He pensado en llevar a King Spanky al veterinario, a Carleton y Tilly a la ciudad y quedarme dos o tres días en casa de Lucy con ellos. ¿Sabes que intentó encontrar nuestra casa y se perdió? Se supone que ella también vendrá a la cena. Quiero quedarme allí por si el veneno tarda en desaparecer o por si acabamos con un montón de conejos muertos en el jardín. Tú tienes que encargarte de que no haya conejos cuando vuelva con los niños.

—Sí, creo que puedo ocuparme de eso.

—Más vale.

Catherine se puso en pie con cierta dificultad, se acercó a él y se apoyó en su silla. Le dio con la tripa en el hombro. Tenía el aliento caliente y las manos llenas de muestras de pintura.

—A veces me gustaría que, en lugar de trabajar con la cocodrilo, estuvieras teniendo un lío con ella. Quiero decir, que en ese caso volverías a casa cuando debes. No querrías que yo sospechara.

—No tengo tiempo para líos con nadie.

Henry parecía molesto. Puede que estuviera pensando en Leonard Felter o quizá se hubiera imaginado a la cocodrilo desnuda. La cocodrilo con un traje elástico de caucho rojo. Catherine se imaginó diciéndole la verdad a Henry sobre Leonard Felter. No tuve un lío con él. No. Me lo inventé. ¿Te supone un problema?

—Eso es exactamente a lo que me refiero. Vendrías a cenar. Vives aquí, Henry. Eres mi marido. Quiero que conozcas a nuestros amigos, que estés aquí cuando tenga el bebé. Quiero que arregles el baño de la planta baja. Que hables con Tilly; lo está pasando mal y no quiere hablar conmigo del tema.

—Tilly está bien. Anoche hablamos un buen rato: dice que siente haber roto las lamparitas de Carleton. Por cierto, me gustan los árboles. ¿No irás a pintar encima de ellos?

—Me sobraba un poco de pintura y estaba cansada de pintar con el rodillo, sin más. Quería hacer algo más complicado.

—Cuando pintes mi oficina podrías dibujar algún árbol.

—Puede que sí. Aahhh, este bebé no deja de darme patadas —Catherine se tumbó en el suelo delante de él y apoyó los pies en sus rodillas—. Hazme un masaje en los pies. Todavía me queda la hostia de pintura, pero cuando haya hecho tu oficina, dejaré de pintar. Tilly me dijo que ya estaba bien y, además, ahora me esconde la máscara. ¿Vendrás para la cena?

—Llegaré para la cena —dijo Henry masajeándole los pies. Estaba convencido de ello. Pensaba en el exterminador de plagas, en cadáveres de conejo esparcidos por el jardín como un campo de batalla. Pobres conejos, menudo desastre.

Después de ir al terapeuta y de ir a Yosemite y volver a casa, Henry le dijo a Catherine: «No quiero volver a hablar del tema. No quiero volver a hablar de ello jamás. ¿Crees que será posible?» «¿Hablar sobre qué?», le dijo ella. Pero la verdad es que casi le daba pena; le había supuesto un esfuerzo enorme. Había tenido que inventarse tantos detalles que al final le parecía que no se los había inventado en absoluto. Fingir que no había pasado, cuando, después de todo, no había pasado, era demasiado extraño, demasiado confuso.

Catherine se está vistiendo para la cena. Cuando se mira en el espejo se ve tan gorda como un buque de cruceros. Una torre de agua. No parece ella en absoluto. El bebé le da una patada en las costillas.

—Para ya —le dice. Está segura de que el bebé será una niña, y a Tilly eso no le va a hacer gracia. Se ha portado muy bien durante todo el día. Le ha ayudado a hacer la ensalada. Ha puesto la mesa. Se ha puesto un vestido bonito.

Tilly se ha escondido debajo de una mesa en el recibidor para que Carleton no la encuentre. Si la encuentra, ella chillará. Carleton está embrujado y nadie lo ha notado, sólo ella se preocupa por eso. Repite entre dientes nombres para el bebé. Cucharada. Champú. Natilla. Pom pom. Los conejos están en el jardín y King Spanky se ha vuelto a meter en la cama y no quiere salir ni por un millón de despertadores encantados.

Su madre ha pintado árboles en la pared que hay debajo de la escalera. No parecen reales, los colores no son los verdaderos. No se parece a Central Park para nada. Entre los árboles, su madre ha dibujado una puerta. No es una puerta de verdad, pero cuando Tilly se acerca para mirarla, resulta que sí lo es. Tiene un pomo y, al girarlo, la puerta se abre. Debajo de la escalera hay otra escalera con pequeños escalones de tierra que descienden hacia abajo. En el tercer escalón hay un conejo sentado que mira a Tilly. Da un saltito hacia abajo, un escalón, después otro. Y otro.

—¡Enano Saltarín! —le dice al conejo—. ¡Pintalabios!

Catherine va al armario para sacar la camisa rosa de Henry. ¿Cómo se llama la agente de la inmobiliaria? ¿Por qué nunca consigue recordarlo? Deja la camisa sobre la cama y se queda mirándola un instante, atónita. Esto es demasiado. La camisa rosa está embrujada. Saca todos los trajes de Henry, sus camisas y corbatas. Todo embrujado. Cada puta cosa está embrujada, incluso los putos zapatos. Cuando abre los cajones, los calcetines, la ropa interior, los pañuelos, todo, todo está estropeado. Todo encantado. Henry no tiene nada que ponerse. Va abajo, coge bolsas de basura, vuelve a subir y mete la ropa en bolsas.

Desde allí ve a Carleton enmarcado por la ventana de la habitación. Está persiguiendo conejos con un palo. Abre la ventana, se asoma y grita.

—¡Apártate de esos putos conejos, Carleton! ¿Me oyes?

No reconoce su propia voz.

Tilly corre en el piso de abajo. También está chillando, pero su voz se aleja y se aleja, y se hace cada vez más débil. Grita: «¡Cepillo! ¡Zepelín! ¡Torpedo! ¡Mermelada!»

Suena el timbre.

La cocodrilo se echó a reír.

—Vale, Henry. Cálmate.

Él disparó otra goma elástica.

—En serio —dijo él—, ya llego tarde. Voy a llegar tarde. Me va a matar.

—Dile que es culpa mía —dijo la cocodrilo—. ¿Qué pasa si empiezan a cenar sin ti? Ya ves...

—He intentado llamar, pero no contestan.

Tenía la sospecha de que el teléfono estaba embrujado y por eso Catherine no contestaba. Tendrían que comprar uno nuevo. Quizá el especialista en céspedes conociera a un especialista del hogar. Quizá alguien pudiera ayudarles de alguna manera.

—Debería irme a casa —dijo él—. Debería irme ahora mismo. —Pero no se levantó—. Creo que la he cagado con Catherine. Creo que ahora mismo las cosas no van demasiado bien.

—Cuéntaselo a otro a quien le interese —le sugirió la cocodrilo secándose las lágrimas—. Largo de aquí. Vete a coger el tren. Que pases un buen fin de semana. Nos vemos el lunes.

Así que Henry se va a casa, tiene que irse a casa; pero, por supuesto, llega tarde, demasiado tarde. El tren está embrujado. Cuanto más se acercan a su estación, más embrujado está, aunque el resto de pasajeros no parece darse cuenta. Y, por supuesto, resulta que su bicicleta también lo está. La deja en la estación y camina hacia la casa por el caminito, en medio de la oscuridad. Algo lo sigue hasta allí, quizá sea King Spanky.

Ahí está el jardín y ahí está su hogar. Se siente maravillado por su casa y lo iluminada que está. Se puede ver a través de las ventanas; se puede ver el salón, que Catherine ha pintado de color Cangrejo fantasma. Las molduras son de color Rat Fink. Catherine ha trabajado duro. El camino de entrada está lleno de coches y dentro hay gente cenando, admirando los árboles de Catherine. No le han esperado, menos mal. Sus vecinos: quiere mucho a sus vecinos. Les querrá en cuanto los conozca. Cualquier día de éstos su mujer tendrá el bebé. Su hija dejará de ser sonámbula. Su hijo no estará embrujado. La luna brilla y su luz pinta el mundo de un color que no había visto jamás. «Oh, Catherine, espera a ver esto.» Césped reluciente, conejos relucientes, mundo reluciente. Los conejos están en el jardín. Le han estado esperando, llevan todo este tiempo esperando. Ahí hay un conejo, su propio conejo. ¿Quién necesita una bicicleta? Se monta en el conejo, aprieta las piernas contra sus cálidas, sedosas y relucientes ijadas y, con una mano, se sujeta al pelaje y a la cuerda que lleva al cuello. Tiene algo en la otra mano y al fijarse ve que es una lanza. A su alrededor, los otros están montados en sus conejos, esperando pacientemente, en silencio. Han estado esperando durante muchísimo tiempo, pero la espera está a punto de acabar. Dentro de un ratito, la cena habrá terminado y comenzará la guerra.

 

CAMELIA, AZUCENA, AZUCENA, ROSA

Querida Mary (si es así como te llamas):

Apuesto a que te sorprenderá saber de mí. Por cierto, efectivamente se trata de mí, aunque debo confesar que ahora mismo no sólo no consigo acertar con tu nombre, ¿Laura?, ¿Susie?, ¿Odile?, sino que parezco haber olvidado el mío propio. Mi plan es probar diferentes combinaciones: Joe ama a Lola, Willy ama a Suki; Henry te quiere, cielo, ¿Georgia?, dulce de mi vida, cariño. ¿Te encaja al guno?

Durante toda la semana pasada tuve la sensación de que algo iba a ocurrir, una especie de cosquilleo en la tripa. Algo tenía que pasar. Di mis clases, volví a casa y me acosté, y esperé toda la semana aquello que tenía que suceder. Y por fin el viernes fallecí.

Una de las cosas que parece que se me ha traspapelado es cómo, o quizá me refiero al porqué. Igual que lo de los nombres. Sé que durante nueve años vivimos juntos en una casa sobre una colina en una ciudad pequeña pero cómoda, que no teníamos hijos —excepto en una ocasión que casi tuvimos uno— y que eres una cocinera terrible, cariño mío, ¿Coraline?, ¿Coralee? Yo también lo era y, siempre que nos lo podíamos permitir, cenábamos fuera. Yo daba clases en una buena universidad. ¿Princeton? ¿Berkeley? ¿Notre Dame? Era buen profesor y mis alumnos me querían. Sin embargo, no recuerdo el nombre de nuestra calle, el autor del último libro que leí, tu apellido (que también era el mío) ni cómo morí. ¿No te parece gracioso? ¿Sarah? Los dos únicos nombres que sé con certeza que son reales son Looly Bellows, la niña que me dio una paliza en cuarto curso, y el de tu gato. Todavía no voy a confiar su nombre al papel.

Al bebé íbamos a llamarlo Beatrice. Acabo de acordarme. Íbamos a llamarla así por tu tía, aquella a la que no le caigo bien. No le caía bien. ¿Asistió al funeral?

Llevo aquí tres días y estoy intentando fingir que tan sólo se trata de unas vacaciones, como cuando fuimos a aquella isla en aquel país. ¿Santorini? ¿El Reino Unido? La que tenía todos aquellos acantilados. La del hotel con las literas y las pequeñas hojas de papel higiénico de color rosa, como pañuelos. En las ventanas había conchas, ¿verdad? ¿No eran transparentes como el cristal de las botellas? ¿Olían a lejía? Era una isla muy agradable. Sin árboles. Dijiste que tenías la esperanza de que, cuando murieras, el cielo fuera una isla como aquélla. Y ahora que yo he muerto, estoy aquí.

Esto también es una isla, creo. Hay una playa y allí hay un buzón donde voy a meter esta carta. Además de la playa y el buzón, está el edificio en el que ahora estoy sentado escribiéndote esta carta. Parece un hotel perfectamente agradable dentro de un complejo vacacional, aunque no hay ningún otro huésped ni recepcionista ni anfitrión ni organizador de acontecimientos ni botones. Sólo yo. En el vestíbulo hay un televisor muy anticuado. He estado toqueteando la antena un buen rato, pero no he conseguido que se viera nada, sólo nieve. Con ella he intentado formar imágenes y personas. Parecía que me saludaban.

Mi habitación está en el segundo piso y tiene vistas al mar. Todas las habitaciones tienen vistas al mar. Hay un escritorio y un buen surtido de hojas de papel blanco encerado y sobres dentro de uno de los cajones. ¿Laurel? ¿María? ¿Gertrude?

¿Lucille?, aún no he perdido el hotel de vista porque tengo miedo de que no esté aquí cuando yo regrese.

Siempre tuyo,

Ya sabes quién.

El hombre muerto se tumba en la cama del hotel; sus manos, inquietas y curiosas, acarician su cuerpo de arriba abajo como si en realidad no le perteneciera. Una mano sostiene los testículos y la otra tira con fuerza de su pene erecto. Empuja con los tobillos contra el colchón; tiene los ojos abiertos, igual que la boca. Está intentando decir el nombre de una persona.

Fuera, el cielo parece excesivamente pesado y como hecho de algo grisáceo que sólo deja pasar la luz a regañadientes. El hombre muerto se ha dado cuenta de que nunca oscurece ni aclara, aunque a veces el aire parece más denso y entonces algo cae del cielo: pedazos del tamaño de un puño de una materia pastosa de color gris blancuzco. Cae hasta que la playa está cubierta e inmediatamente después empieza a disolverse. La primera vez que el cielo se desplomó, el hombre muerto estaba fuera. Ahora espera dentro hasta que la playa vuelve a estar despejada. A veces mira la televisión, aunque la recepción es muy mala.

El mar sube y baja por la playa, lamiendo y enrollándose alrededor del buzón durante la marea alta. Tiene algo que al hombre muerto no le acaba de gustar. No huele a sal como se supone que debe oler el mar. ¿Cara? ¿Jasmine? Huele a relleno de tapicería mojado, a pelaje chamuscado.

Querida ¿May? ¿Abril? ¿Ianthe?:

Mi habitación tiene una cama con sábanas finas y lisas, y un cuadro de algún pintor aficionado de una mujer sentada bajo un árbol. Tiene los pechos bonitos, pero su expresión es peculiar para ser una mujer en un cuadro en una habitación de hotel, incluso un hotel como éste. Parece contrariada.

Tengo un baño con agua corriente caliente y fría, toallas y un espejo. Me he mirado en él durante mucho rato, pero no me resulto familiar. Es la primera vez que me fijo bien en una persona muerta. Tengo el pelo castaño, con entradas; los ojos marrones y buenos dientes; los tengo hasta blancos, aunque no demasiado grandes. En el hombro tengo una pequeña marca, ¿Celeste?, donde me mordiste mientras hacíamos el amor por última vez. ¿Te diste cuenta de que de alguna manera iba a ser la última vez que lo hacíamos? Tenías una expresión de tristeza y, creo acordarme, también de enfado. Ahora la recuerdo, ¿Eliza? Me clavaste los ojos sin pestañear y mientras te corrías dijiste mi nombre; y aunque no recuerdo mi nombre, sí me acuerdo de que lo dijiste como si me odiaras. No habíamos hecho el amor en mucho tiempo.

Calculo que mido aproximadamente metro ochenta y, aunque no soy feo, tengo una expresión de preocupación un tanto fija. Puede ser fruto de las circunstancias.

Me preguntaba si por casualidad mi nombre era Roger o Timothy o Charles. Cuando fuimos de vacaciones, recuerdo que hubo una confusión similar respecto a los nombres, sólo que no los nuestros. Intentábamos pensar en uno para ella, quiero decir, para Beatrice. ¿Petrucchia? ¿Solange? Los escribimos todos en la playa con un palo para ver qué aspecto tenían. Empezamos con los nombres más sencillos, como Jane y Susan y Laura. Probamos con nombres sensatos como Polly y Meredith y Hope, pero después nos pusimos extravagantes. Arrastramos los palos por la arena y produjimos familias enteras de niñitas de ceño fruncido llamadas Gudrun, Jezebel, Jerusalem, Zedeenya, Zerilla. «¿Qué te parece Looly?», te dije. Yo conocí a una niña que se llamaba Looly Bellows. Tú tenías el pelo enmarañado alrededor de la cara, tieso de la sal. Tenías tropecientas pecas. Te reíste tanto que tuviste que apoyarte en el palo. Dijiste que parecía un nombre inventado.

Con todo mi amor,

Ya sabes quién.

El hombre muerto intenta actuar como si realmente estuviera allí, en aquel lugar. Intenta mostrarse de manera normal, adecuada. Tanto como le es posible. Está intentando comportarse como un buen turista.

No ha conseguido dormir en la cama, a pesar de que ha puesto el cuadro de cara a la pared. No está seguro de que la cama sea una cama. Cuando cierra los ojos, no se lo parece. Duerme en el suelo, que se parece más al suelo que la cama a una cama. Se tumba allí sin taparse con nada y finge no estar muerto. Finge estar en la cama con su mujer, soñando. Se inventa un sueño muy bonito sobre una fiesta en la que se ha olvidado de los nombres de todos. Se toca. Entonces se levanta y ve que la materia blanca que ha caído del cielo se está disolviendo sobre la playa; alrededor del buzón hay apilados varios montoncitos, como si fuera espuma.

Querida ¿Elspeth? ¿Deborah? ¿Frederica?:

Las cosas se están poniendo peor. Sé que si consiguiera recordar tu nombre, todo mejoraría.

Te dije que estaba en una isla, pero ahora ya no estoy seguro. Tengo dudas sobre la cama y el hotel, y tampoco estoy contento con el mar ni con el cielo. Todas las cosas de cuyos nombres estoy convencido, no me parece que sean eso, no sé si me entiendes, ¿Mallory? Tampoco estoy seguro de continuar respirando. Cuando lo pienso, respiro; y solamente lo pienso porque cuando no lo hago hay demasiado silencio. ¿Alison?, ¿sabías que en la cima de aquellas montañas (¿las Berkshire?) la altitud es tal que a las personas reales, personas vivas, también se les olvida respirar? Eso de que se les olvide tiene un nombre, pero no me acuerdo de cuál es.

Pero si la cama no es la cama y la playa no es la playa, entonces, ¿qué son? Cuando miro al horizonte, casi parece tener esquinas. Cuando me tumbé, perdí las esquinas de la cama de vista, como un horizonte.

También está el problema del correo. Ayer simplemente metí la carta en un sobre sencillo y lo introduje sin dirección alguna en el buzón. Esta mañana la carta había desaparecido y, cuando metí la mano y después el brazo, el interior del buzón estaba húmedo y pegajoso. Inspeccioné la parte trasera y descubrí un panel abierto. Cuando la marea sube, el correo se va al mar. Así que no tengo ni idea de si tú, ¿Pamela?, o ya que estamos, cualquier otra persona, está leyendo esta carta.

He intentado arrastrar el buzón para apartarlo de la orilla. Las olas me bufaron; una me pasó por encima del pie: fría, peluda y negra; abandoné. Tendré que confiar en el sistema de correos local.

En espera de que recibas esta carta pronto,

Ya sabes quién.

El hombre muerto sale a dar un paseo por la playa. El mar mantiene las distancias, pero el hotel le sigue de cerca. Se da cuenta de que si camina hacia la orilla, la marea se retira; eso está bien. No quiere mojarse los zapatos. Si se adentrara en el mar, ¿se dividirían sus aguas como con aquel tipo de la Biblia? ¿Onán?

Lleva su segundo mejor traje, el que se ponía para las entrevistas y las bodas. Supone que o bien murió con él puesto o bien es el traje con el que su esposa lo enterró. Lo lleva desde que se despertó y vio que estaba en la isla, despeinado y sudoroso, con la ropa arrugada como si la hubiera llevado puesta durante mucho tiempo. Sólo se quita el traje y los zapatos cuando está en la habitación. Vuelve a vestirse para salir. Va a dar un paseo por la playa. Lleva la bragueta abierta.

Las pequeñas olas azotan al hombre muerto. Debajo del agua ve dientes, dentro de los vítreos muros negros que son las olas más grandes, las que están mar adentro. Camina una buena distancia y se detiene con frecuencia para descansar. Se agota con facilidad. No se aleja de las dunas. Tiene los hombros caídos, la cabeza gacha. Cuando el cielo empieza a cambiar, se da media vuelta y el hotel está justo detrás de él. No parece sorprendido de verlo allí. Durante toda la caminata ha tenido la sensación de que alguien lo esperaba detrás de la siguiente duna. Tiene la esperanza de que sea su esposa, pero, por otro lado, si realmente fuera ella, también estaría muerta y él recordaría su nombre.

Querida ¿Matilda? ¿Ivy? ¿Alicia?:

Imagino mis cartas navegando hacia ti sobre las olas dentadas como diminutos barquitos blancos. Querida lectora ¿Beryl?, ¿Fern?, ¿te gustaría saber cómo estoy tan seguro de que te llegan las cartas? Recuerdo que siempre solía fastidiarte la manera en que yo daba las cosas por sentado. Sin embargo, estoy tan seguro de que estás leyendo esto como de que, a pesar de que todavía camino y respiro (cuando me acuerdo), estoy muerto. Creo que las cartas te llegan destrozadas y empapadas, pero legibles. De todos modos, si te llegaran de la forma habitual, probablemente no te creerías que son mías.

Hoy he recordado un nombre: Elvis Presley. Era aquel cantante, ¿verdad? Zapatos azules, labios gruesos y besucones, voz viscosa. Murió, ¿verdad? Como yo. Y Marilyn Monroe: un vestido blanco hinchado como una vela por el viento; Ghandi, Abraham Lincoln, Looly Bellows (¿te acuerdas de ella?), vivía en la casa de al lado cuando ambos teníamos once años. Durante todo el curso tuvo migrañas que la hacían ser desagradable con todos. Antes de saber que estaba enferma no le caía bien a nadie. Y después de saberlo, tampoco. Me rompió la nariz porque una vez le quité la peluca, alguien me había retado. Le sacaron un tumor de la cabeza del tamaño de un huevo de gallina, pero murió de todos modos.

Cuando le quité la peluca, no lloró. En el cuero cabelludo tenía algún mechón de pelo quebradizo, la cara hinchada por los fluidos como si le hubieran picado las abejas. Parecía vieja. Me dijo que cuando muriera volvería a rondarme, y tras su fallecimiento yo fingí que no sólo la veía a ella, sino grupos enteros de fantasmas pálidas, calvas y gordas que se escondían detrás de los árboles, hinchadas y zumbando como enjambres. Se trataba de un juego aterrador aunque divertido al que jugaba con mis amigos. Llamábamos a las fantasmas «loolys» y nos inventamos reglas que nos mantenían a salvo de ellas: una manera determinada de caminar, una dieta a base de comida blanca: nubes de chuchería, bolitas de miga de pan blanco y arroz hervido. Cuando nos cansamos de las «loolys», acabamos con ellas decorando la tumba de Looly con los restos de las rosquillas glaseadas y el pan de molde que finalmente nuestras madres, que sospechaban, se negaron a seguir comprando.

¿Has decorado tú —¿Felicity?, ¿Gay?— mi tumba? ¿Me has olvidado ya? ¿Tienes otro gato, otro amante... o sigues de luto por mí? Dios mío, te deseo tanto, ¿Camelia?, ¿Azucena?, ¿Azucena?, ¿Rosa? Supongo que se trata de lo contrario de la necrofilia: el hombre muerto que quiere follar una última vez con su mujer. Pero no estás aquí y, si lo estuvieras, ¿te acostarías conmigo?

Te escribo cartas con la mano derecha y con la izquierda hago aquello otro que solía hacer con la izquierda desde los catorce años, cuando no tenía nada mejor en que ocuparme. Creo recordar que cuando tenía catorce, no había nada mejor que hacer. Pienso en ti, pienso en tocarte, pienso en ti tocándome y te veo desnuda. Tú me miras fijamente y yo estoy a punto de gritar tu nombre. Entonces me corro y el nombre que acude a mis labios es el nombre de una persona muerta, uno completamente inventado.

¿Te molesta, Linda, Donna, Penthesilia? ¿Quieres saber qué es lo peor? Hace un minuto estaba embistiendo la almohada, sacudiéndola y empujando; fingía que eras tú, ¿Stacy?, que estabas debajo de mí. Joder, cómo me gustaba. Y cuando me corrí dije «Beatrice». Me acordé de cuando fui a recogerte al hospital después de que perdieras el bebé.

En ese momento quería decirte muchísimas cosas. A ver si me explico, que ninguno de los dos estaba realmente seguro de querer tener un bebé y, definitivamente, parte de mí sintió alivio por no tener que aprender a ser padre todavía. Pero aun así, hay cosas que me gustaría haberte dicho. Había muchísimas cosas que me gustaría haberte dicho.

Ya sabes quién.

El hombre muerto se dispone a cruzar la isla. En un momento dado, después de la primera expedición, el hotel volvió en silencio a su ubicación original, con el hombre muerto en su habitación, mirándose al espejo con expresión resuelta y el tronco inclinados hacia los frescos azulejos. Su carne está muerta, no debería ascender. Pero asciende. Ahora el hotel vuelve a estar junto al buzón y cuando el hombre muerto baja a mirar si hay correo, está vacío.

El centro de la isla es pedregoso y yermo. El hombre muerto se da cuenta con cierto alivio de que allí no hay árboles. Camina una distancia corta —calcula que menos de dos millas— antes de plantarse en la orilla opuesta. Frente a él hay una extensión llana de agua y el cielo plegado sobre el horizonte. Cuando el hombre muerto se da media vuelta, ve el hotel, que tiene un aspecto triste y abandonado. Pero si fuerza la mirada, las sombras del porche trasero tiemblan y se convierten en un grupo de gente que lo mira. Tiene las manos dentro de los pantalones, se está tocando. Saca las manos y le da la espalda al porche sombrío.

Camina por la orilla. Se agacha detrás de una duna y, más tarde, detrás de una larga colina. Va a regresar haciendo un círculo. Quiere intentar acercarse al hotel a hurtadillas, pero es difícil sorprender a algo que siempre parece estar intentando sorprenderte a ti. Anda un rato y encuentra un círculo de piedras vidriosas en la playa, alejado de la orilla; dentro hay una pequeña pila de maderos de los que trae la marea, calcinados y ennegrecidos. Alrededor del fuego la arena está pisoteada, como si un grupo de gente hubiera estado allí, esperando y caminando con impaciencia de un lado a otro. En un espetón en el centro del fuego hay algo que ha quedado hecho jirones y piel, más o menos del tamaño de un gato. El hombre muerto no lo mira con demasiada atención.

Rodea el fuego. Descubre las huellas que indican hacia dónde fueron las personas que estuvieron allí, las que miraban cómo se asaba el gato. Sería difícil no ver en qué dirección han ido. La gente se ha marchado al mismo tiempo, formando una pequeña estampida duna arriba, descalzos y pesados; las marcas que han dejado con la parte delantera del pie son profundas, mientras que los talones apenas tocan la arena. Se dirigen de regreso hacia el hotel. Sigue las huellas y ve las que dejó él de camino hacia el fuego. Más arriba, en línea paralela a su expedición y al mar, se ve por dónde ha avanzado el grupo de gente, aunque él no los había visto. Ahora caminan con más cuidado, se los imagina andando en silencio.

Sus propias huellas se acaban. Ahí está el buzón y allí el lugar donde se quedó el hotel, que no ha dejado ninguna marca. El resto de huellas continúan hacia donde está ahora; con la distancia parece pequeño. Cuando el hombre muerto regresa al hotel, el suelo del vestíbulo está cubierto de arena y la televisión está encendida; la recepción es ligeramente mejor. Por mucho que busque en las habitaciones, allí no hay nadie. Cuando sale al porche y mira hacia el interior de la isla, imagina que ve un grupo de personas que lo saluda junto a la otra orilla. El cielo se desploma.

Querida ¿Araminta? ¿Kiki?:

¿Lolita? Sigue sin sonar bien, ¿no crees? ¿Sukie? ¿Ludmilla? ¿Winifred?

He vuelto a tener ese no-sueño sobre la fiesta de la facultad. Ella estaba allí, sólo que esta vez eras tú quien la reconocía y yo intentaba adivinar su nombre, quién era. ¿Era la rubia alta de buen culo o la rubia bajita de pelo corto que tenía la boca entreabierta como si estuviera todo el rato sonriendo? Aquélla parecía saber algo de lo que yo me quería enterar, igual que tú. ¿No te parece gracioso? Nunca te dije quién era y ahora ya no consigo recordarlo. De todos modos, es probable que lo supieras desde el principio, aunque ni siquiera tú te dieras cuenta. Estoy bastante seguro de que me preguntaste por aquella rubita, cuando aún me hacías preguntas.

Sigo pensando en el aspecto que tenías la primera noche que pasamos juntos. Yo te había dado un beso de verdad en las escaleras de casa de tu madre y entonces, antes de entrar, te giraste y me miraste. Nadie me había mirado así. No hizo falta que dijeras nada. Esperé hasta que tu madre apagó todas las luces de la planta baja y después salté la valla, trepé el árbol del jardín trasero y entré por tu ventana. Tú estabas asomada, mirando cómo subía, y te quitaste la camisa para que pudiera verte los pechos. Casi me caigo del árbol. Entonces te quitaste los vaqueros y tus braguitas tenían bordado el nombre de un día de la semana, ¿era «Día festivo»? También te las quitaste. Te habías teñido el pelo de la cabeza de amarillo con mechas rojas, pero tu vello púbico era negro y suave al tacto.

Nos tumbamos en la cama y, cuando estuve dentro de ti, volviste a mirarme de aquella manera. No fruncías el ceño, pero casi; como si esperaras algo distinto o intentaras entender algo bien. Entonces sonreíste, suspiraste y te retorciste debajo de mí. Te elevaste suavemente, con fuerza, como si fueras a levitar. Yo me elevé contigo como si tú me transportaras y casi te dejo embarazada por primera vez. El control de la natalidad nunca fue lo nuestro, ¿verdad, Eliane? ¿Rosemary? Entonces escuché a tu madre gritar en el jardín «¡Árbol! ¡Árbol!», justo debajo del olmo por el que yo acababa de trepar.

Pensé que me había visto escalar el árbol. Me asomé a la ventana y la vi justo debajo con los brazos en jarras; lo primero de lo que me percaté fue de sus senos: regordetes e iluminados por la luz de la luna, bien sujetos bajo el camisón, más grandes que los tuyos y casi tan apetecibles. Fue una sensación muy extraña, la de darme cuenta de que era la clase de hombre que podría enamorarse de alguien después de bastante poco tiempo, real, verdadera y profundamente enamorado, para siempre, ya lo sabía, y aun así no dejar de percibir las tetas de aquella mujer de mediana edad. Las tetas de tu madre. Eso fue lo segundo que aprendí. Lo tercero fue que no era a mí a quien miraba. «¡Árbol!», gritó una vez más con aire bastante malhumorado.

Así que, vale, pensé que estaba loca. Lo último, lo que no aprendí, fueron los nombres. Me ha costado un tiempo darme cuenta de eso. Todavía no estoy seguro de qué fue lo que no aprendí, ¿Aina? ¿Jewel? ¿Kathleen? Pero al menos estoy dispuesto a hacerlo. Quiero decir que aún estoy aquí, ¿no?

Ojalá estuvieras aquí.

Ya sabes quién.

Más tarde, el hombre muerto se acerca al buzón. Hoy el agua parece especialmente diferente del agua. Tiene una especie de vello aterciopelado, pelo que se eriza creando formas prácticamente perceptibles. Sigue teniendo miedo del hombre muerto, pero lo odia, lo odia, lo odia. Nunca le cayó bien, jamás. «Miedica, gato miedica», dice burlándose del agua.

Cuando regresa al hotel, las «loolys» están allí; viendo la televisión en el vestíbulo. Son mucho más grandes de lo que él recordaba.

Querida Cindy, Cynthia, Cenfenilla:

Ahora aquí hay más gente. No estoy seguro de si estoy en su casa —si este sitio es de ellos— o si los traje yo, como si fueran equipaje. Puede que sea un poco de lo primero y otro poco de lo segundo. Son personas, o mejor dicho una persona que conocía cuando era pequeño. Creo que han estado vigilándome un tiempo, pero son tímidas. No hablan mucho.

Es difícil presentarse cuando uno ha olvidado su propio nombre. Cuando las vi me quedé atónito. Me senté en el suelo del vestíbulo. Tenía las piernas como de agua. Me sobrevino una oleada de emociones tan fuerte que no la supe reconocer. Quizá fuera pena o dolor. O quizá alivio. Pero creo que era reconocimiento. Se acercaron y se congregaron a mi alrededor, mirando hacia el suelo. «Os conozco —les dije—. Sois “loolys”.»

Asintieron. Algunas sonrieron. Están tan pálidas... ¡tan gordas! Cuando sonríen sus ojos desaparecen entre los pliegues de carne. Sin embargo, sus pies son diminutos, suaves, descalzos. Como pies de niño. «Eres el hombre muerto», me dijo una de ellas. Su voz era suave y minúscula. Entonces hablamos un rato, pero la mitad de las cosas que dijeron no tenían sentido. No saben cómo llegué aquí. No se acuerdan de Looly Bellows. No recuerdan haber muerto. Al principio me tenían miedo, pero también sentían curiosidad.

Querían saber mi nombre. Como no tengo, intentaron encontrar uno que me quedara bien. Propusieron Walter y después lo descartaron. No soy muy Walter. Samuel, también Milo, y Rupert. Alphonse les gustaba a bastantes de ellas, pero yo no sentí ningún tipo de afinidad con Alphonse. «Árbol», dijo una de las «loolys».

A Árbol nunca le caí bien. Recuerdo a tu madre de pie bajo las hojas verdes de las ramas inclinadas que se arrastraban por el suelo como faldones. Oh, ¡menudo árbol era ése! El más bonito que he visto en mi vida. A media altura y mirándome con desprecio, había un gato negro y gordo con bigotes blancos y un lustroso y elegante babero. Me apartaste de la ventana. Te habías puesto una camiseta, te asomaste. «Ya lo cojo yo», le dijiste a la mujer de debajo del árbol. «Vuelve a la cama, mamá. Ven aquí, Árbol

Árbol recorrió la rama hasta la ventana, la misma rama gruesa que me llevó hasta ti. Tú, ¿Ariadna?, ¿Tomasina?, lo recogiste del alféizar y cerraste la ventana. Cuando lo posaste sobre la cama, él se hizo una bola a los pies y empezó a ronronear. Pero cuando más tarde me desperté soñando que me ahogaba, estaba agazapado sobre mi cara y su tripa era pesada como un paño de seda sobre mi boca.

Siempre pensé que Árbol era un nombre muy estúpido para un gato. Cuando se hizo viejo y dormía en el jardín, seguía sin parecer uno. Parecía un gato. Salió corriendo delante del coche, yo lo vi, tú me viste verlo; me di cuenta de que iba a ser la gota que colmara el vaso —un aborto natural, tu marido se acuesta con una estudiante de posgrado y después atropella al gato—, así que intenté dar un volantazo para no llevármelo por delante. Algo me dice que me lo llevé. No era mi intención, corazón mío, mi amor, ¿Pearl? ¿Patsy? ¿Portia?

Ya sabes quién.

El hombre muerto ve la televisión con las «loolys». Culebrones. Ellas saben cómo doblar la antena para que la imagen sea decente, aunque el sonido no llega. Una de ellas se queda junto al televisor para sujetar la antena. El culebrón parece extrañamente anticuado, la ropa está pasada de moda, como la que él se imagina que solían llevar sus abuelos. Las mujeres llevan casquetes y los ojos muy maquillados.

Hay una boda. También hay un funeral, aunque al hombre muerto que lo está viendo no le queda claro quién ha muerto. Entonces los personajes caminan por una playa. La mujer lleva un traje de baño de rayas blancas y negras que la cubre modestamente desde el cuello hasta la mitad del muslo. El hombre lleva la bragueta abierta. No caminan de la mano. Se oye un rumor de comentarios que viene de las «loolys». «Demasiado oscura», dice una de ellas respecto de la mujer. «Viva», dice otra.

«Demasiado delgado —dice otra señalando al hombre—. Debería comer más. Se lo va a llevar el viento.»

«Hacia el mar.»

«Hacia un árbol.» Las «looly» miran al hombre muerto y él se va a su habitación. Cierra la puerta con llave. Su pene se levanta, duro como un tronco. Tira del hombre muerto hacia la cama. El hombre está muerto, pero su cuerpo aún no lo sabe. Su cuerpo aún cree que está vivo. Empieza a decir en voz alta los nombres que conoce: nombres bonitos, nombres estúpidos, nombres improbables. Las «loolys» se acercan sigilosamente por el pasillo. Se quedan frente a su puerta y escuchan la retahíla de nombres.

Querida ¿Bobbie? ¿Billie?:

Ojalá contestaras a mis cartas.

Ya sabes quién.

Cuando el cielo cambia, las «loolys» salen. El hombre muerto observa cómo recogen la cosa de la playa. Se lo comen metódicamente, masticándolo hasta que se convierte en una pasta. Tragan y cogen un poco más. El hombre muerto sale. Coge un poco de aquello. ¿Bizcocho de ángeles? ¿Maná? Lo huele. Huele como las flores: como las camelias, azucenas, como las azucenas, como las rosas. Se lo mete en la boca, pero no sabe a nada en absoluto. El hombre muerto le da una patada al buzón.

Querida ¿Daphne? ¿Proserpine? ¿Rapunzel?:

¿No hay un cuento de hadas en el que un hombre intenta hacer precisamente eso? ¿Adivinar el nombre de una mujer? He estado inventándome historias sobre mi muerte. En una de las que me he imaginado estoy bajando las escaleras del metro y viene una ráfaga de aire. La escultura móvil que hay junto al metro, la que gira con el aire, sale despedida y cae sobre mí. En otra muerte estamos tú y yo, y volamos hacia otro país, ¿Canadá? El vuelo está atestado y tú te sientas una fila por delante. De pronto se oye un «¡crac!» y el avión se parte por la mitad como una brizna de paja. Tu mitad se eleva y la mía cae. Tú te giras y me miras, y yo tiendo los brazos hacia ti. Copas de vino, periódicos y jirones de ropa vuelan por el aire. El cielo se incendia. Creo que es posible que me pusiera delante de un tren. Iba en bicicleta y alguien abrió la puerta del coche. Iba en barco y se hundió.

Eso es lo que sé. Iba a alguna parte. Ésa es la historia que más me convence. Tú y yo hicimos el amor, y después te levantaste de la cama y te quedaste mirándome. Pensaba que me habías perdonado, que íbamos a continuar con nuestras vidas tal como habían sido antes. «¿Bernice? —dijiste—. ¿Gloria? ¿Patricia? ¿Jane? ¿Rosemary? ¿Laura? ¿Laura? ¿Harriet? ¿Jocelyn? ¿Nora? ¿Rowena? ¿Anthea?»

Me levanté, me vestí y salí de la habitación. Tú me seguiste. «¿Marly? ¿Genevieve? ¿Karla? ¿Kitty? ¿Soibhan? ¿Marnie? ¿Lynley? ¿Theresa?» Decías los nombres en staccato, uno tras otro, como puñaladas. No te miré, cogí las llaves y me marché de casa. Tú te quedaste junto a la puerta y miraste cómo me metía en el coche. Tus labios se movían, pero no pude oírte.

Árbol estaba delante del coche y, cuando lo vi, di un volantazo. Antes de llegar a la carretera ya iba demasiado deprisa. Empotré al gato contra el buzón y después el coche chocó contra el lilo. Llovieron pétalos blancos y tú chillaste. No recuerdo qué ocurrió después.

No sé si es así como fallecí. Quizá muriera más de una vez y por fin ésta fue la definitiva. Aquí estoy. Creo que esto no es una isla. Creo que soy un hombre muerto metido en una caja. Cuando estoy en silencio casi puedo escuchar al resto de hombres muertos arañando el interior de sus cajas.

O puede que sea un fantasma. Puede que las olas, que parecen estar hechas de pelaje, sean pelaje, y puede que el agua que me bufa sea en realidad un gato y que el gato también sea un fantasma.

Quizá esté aquí para aprender algo, para hacer penitencia. Las «loolys» me han perdonado y a lo mejor tú también lo harás. Cuando el mar se acerque a mi mano, cuando me ronronee, sabré que me has perdonado por lo que hice. Por dejarte después de haberlo hecho.

O puede que sea un turista, atrapado en esta isla con las «loolys» hasta que llegue el momento de volver a casa o hasta que vengas a buscarme, ¿Poppy? ¿Irene? ¿Delores? Y por eso espero que recibas esta carta.

Ya sabes quién.

 

VIAJES CON LA REINA DE LAS NIEVES

Parte de ti siempre viaja más aprisa, siempre continúa hacia delante. Incluso cuando estás en movimiento, nunca vas lo suficientemente deprisa como para satisfacer esa parte de ti. Entras en las murallas de la ciudad por la tarde, cuando los adoquines son de un rosa moteado por el reflejo de la luz, los sientes fríos bajo la planta de tus pies desnudos y ensangrentados. Le pides al hombre que custodia la entrada que te recomiende un lugar para pasar la noche, y en cuanto caes sobre la cama del hostal —una cama que huele a lavanda y sobre la que hay amontonados varios edredones—, puede que sola, puede que con otro viajero, o quizá con el miembro de la guardia real que tenía los ojos tan marrones y aquel bigote que se rizaba a ambos lados de su nariz como un par de cordones negros encerados, al mismo tiempo que el guardia a quien no has preguntado el nombre grita entre sueños otro nombre que no es el tuyo, tú vuelves a soñar con la carretera. Cuando duermes, sueñas con las largas distancias blancas que te quedan por delante. Al despertar, el guardia está en su puesto, te duele esa zona entre las piernas, aunque es un dolor agradable, y las piernas, molidas, como si mientras dormías hubieras continuado caminando toda la noche. Mientras tanto, tus pies han vuelto a sanar. Tuviste cuidado de no besar al guardia en los labios, de modo que en realidad no cuenta, ¿verdad?

Tu destino es el norte. El mapa que usas es un espejo. Siempre te estás sacando trocitos de los pies descalzos, los pedazos de mapa que se desprendieron y cayeron al suelo cuando la Reina de las Nieves salió volando en su trineo. Dónde estás, de dónde vienes, es imposible leer un mapa de papel. Si fuera tan fácil, cualquiera viajaría. Has oído hablar de otros viajeros cuyos mapas son migas de pan, piedrecitas, los cuatro vientos, ladrillos amarillos que alguien ha colocado uno tras otro. Tú lees tu mapa con el pie y en algún lugar detrás de ti debe de haber otro viajero cuyo mapa sean las huellas sangrientas que dejas a tu paso.

En las plantas de los pies tienes dibujado un mapa de finas cicatrices blancas que te dice dónde has estado. Cuando te quitas las esquirlas del espejo de la Reina de las Nieves, te dices a ti misma, te recuerdas que debes imaginar qué sintió Kay cuando otras esquirlas del mismo espejo le hirieron los ojos y el corazón. A veces, es más seguro leer los mapas con los pies.

Señoras: ¿alguna vez se han parado a pensar que los cuentos de hadas son muy duros con los pies?

La historia empieza así: creciste y te enamoraste del vecino de al lado, Kay, el chico de los ojos azules que te traía plumas de pájaros y rosas, el chico a quien se le daban tan bien los rompecabezas. Tú creías que él te amaba (puede que él también lo pensara). Su boca tenía un sabor dulce, sabía a amor; y sus dedos eran tan suaves que te pinchaban la piel como si fueran verdadero amor. Pero exactamente tres años y dos días después de que te mudaras a vivir con él estabais tomando algo en el jardín. No es que estuvierais discutiendo y tampoco puedes recordar qué había hecho él para que te enfadaras tanto, pero le lanzaste el vaso. Se oyó un ruido, como si el cielo se hubiera hecho añicos.

Le salpicaste el dobladillo de los pantalones, había pequeños fragmentos de cristal por todas partes. «No te muevas», le dijiste. Ninguno de los dos llevaba zapatos.

Se llevó la mano a la cara. «Creo que tengo algo en el ojo», dijo.

Por supuesto, tenía el ojo perfectamente; no le había entrado nada. Pero aquella misma noche, cuando se estaba desnudando para meterse en la cama, tenía la ropa cubierta de pequeños trocitos de cristal como granos de azúcar. Cuando le rozaste el pecho con la mano, algo te pinchó el dedo y dejaste una mancha de sangre junto a su corazón.

Al día siguiente nevaba y él salió a comprar un paquete de tabaco, y no volvió nunca más. Te quedaste sentada en el jardín, bebiendo algo caliente con alcohol y nuez moscada mientras la nieve caía sobre tus hombros. Llevabas una camiseta de manga corta; fingías que no tenías frío y que tu amante iba a volver pronto. Pusiste el dedo en el suelo y te lo metiste en la boca. La nieve parecía azúcar, pero no sabía absolutamente a nada.

El hombre de la tienda de la esquina te dijo que vio a tu enamorado subirse a un largo trineo blanco del que tiraban treinta ocas blancas. Dentro había una mujer hermosa. «Ah, ella», dijiste como si no te sorprendiera. Volviste a casa y buscaste en el armario aquella capa que perteneció a tu bisabuela. Pensabas ir tras él. Recordaste que la capa era de lana y que abrigaba mucho, que era de un precioso color rojo: la capa de una viajera. Pero cuando la sacaste olía a perro mojado y el forro estaba hecho jirones, como si algo hubiera estado masticándolo. Olía a mala suerte y te hizo estornudar, así que volviste a guardarla. Esperaste un tiempo.

Pasaron dos meses y Kay no volvió, así que, finalmente, te marchaste y cerraste la puerta de casa con llave. Ibas a emprender un viaje por amor, sin zapatos, sin capa y sin sentido común. Ésa es una de las cosas que una mujer es capaz de hacer cuando su amado la abandona. Puede que sea malo para los pies, pero quedarse en casa es malo para el corazón, y todavía no estabas preparada para renunciar a él. Te dijiste a ti misma que la mujer del trineo tenía que haberlo hechizado y que seguramente él ya te estaba añorando. Además, hay algunas cosas que quieres preguntarle y algunas verdades que quieres decirle. Eso es lo que te dijiste a ti misma.

La nieve tenía un tacto suave y fresco bajo tus pies. Y entonces encontraste el rastro de cristales, el mapa.

Después de tres semanas de duro viaje, llegaste a la ciudad.

No, de verdad, piénsalo. Piensa en la sirenita, que cambió la cola por amor: consiguió dos piernas y dos pies, y de allí en adelante cada paso fue como caminar sobre cuchillos. ¿Y a qué la condujo? Por supuesto, solamente se trata de una pregunta retórica. También está el caso de la chica que se puso aquellos hermosos zapatos rojos de baile: el hombre del bosque le tuvo que cortar los pies con un hacha.

También están las dos hermanastras de Cenicienta, que se cortaron los dedos de los pies, y la madrastra de Blancanieves, que bailó hasta la muerte llevando unas zapatillas de hierro al rojo vivo. A la sirvienta de «La pastora de ocas» la tiraron colina abajo dentro de un barril con el interior recubierto de clavos afilados. Viajar es duro para las mujeres solteras. Había una mujer que caminó hacia el este desde el sol y después hacia el oeste desde la luna buscando a su amado, que se había marchado porque ella le había derramado sebo en la camisa de dormir. Antes de encontrarlo, desgastó al menos un buen par de zapatos de hierro. Y créenos, él no merecía la pena. ¿Qué crees que ocurrió cuando se le olvidó poner suavizante en la secadora? Si hacer la colada es duro, viajar lo es aún más. Una se merece unas vacaciones, pero hay que ser precavida; conocemos los cuentos de hadas. Hemos pasado por ello, lo sabemos.

Es por eso que en Reina de las Nieves Tours hemos creado para ti un paquete de lujo a precios asequibles que no te afectará los pies ni al bolsillo. Descubre el mundo desde un trineo tirado por ocas, vive el arquetípico bosque, el invierno en el país de las maravillas; charla con verdaderos animales parlantes (por favor, no les des de comer). Nuestros alojamientos son de tres estrellas: duerme sobre un cómodo colchón con nuestra garantía de ausencia de guisantes; nuestros chefs de fama mundial prepararán tus comidas. Nuestros guías son amigables, poseen vastos conocimientos, han visto mucho mundo y han sido formados por la propia Reina de las Nieves. Tienen nociones de primeros auxilios y saben cómo subsistir con lo que la tierra nos ofrece; hablan tres idiomas con total fluidez.

Descuentos especiales para hermanas mayores, hermanastras, madrastras, brujas malvadas, viejas brujas, hechiceras, princesas que han besado ranas sin darse cuenta de dónde se metían, etc.

Dejas la ciudad y caminas todo el día junto a un arroyo que, de tan suave y sedoso, parece pelaje azul. Deseas que tu mapa estuviera hecho de agua en lugar de cristal roto. A mediodía te detienes y bañas tus pies en un lugar somero, las cintas de sangre roja ondulan en el agua azul.

Finalmente llegas a un muro de rosales silvestres, tan alto y ancho que no ves cómo rodearlo. Tiendes la mano para tocar una rosa y te pinchas el dedo. Supones que podrías bordearlo, pero tus pies te dicen que el mapa conduce directamente a través de los rosales y no puedes alejarte del camino que te ha sido marcado. Recuerda lo que le ocurrió a aquella niña, tu bisabuela, la de la capa de lana roja. Los mapas protegen a los viajeros, pero únicamente si éstos obedecen los mandatos del mapa. Eso es lo que te han contado.

Posado por encima de tu cabeza sobre los rosales hay un cuervo, negro y acicalado como la filigrana que formaba el bigote del guardia. Te mira y tú lo miras a él.

—Estoy buscando a alguien —le dices—. Un chico llamado Kay.

El cuervo abre su enorme pico y dice:

—No te ama, ¿lo sabes?

Tú te encoges de hombros. Nunca te han gustado los animales parlantes. Una vez tu amado te regaló una gata que hablaba, pero se escapó y tú te alegraste en secreto.

—Tengo que decirle unas cuantas cosas, eso es todo. —Efectivamente, has hecho una lista de todo lo que le vas a decir—. Además, quería ver mundo, hacer un poco de turismo.

—Sobre gustos no hay nada escrito —dice el cuervo. Después transige—. Si quieres entrar, entra. La princesa acaba de casarse con el chico de las botas que chirriaban sobre el mármol.

—Sobre gustos no hay nada escrito —dices.

Las botas de Kay chirriaban; te preguntas cómo conoció a la princesa, si es con él con quien se acaba de casar, cómo sabe el cuervo que él no te quiere, qué tiene esta princesa que no tengas tú además de un trineo blanco tirado por treinta ocas, un impenetrable muro de rosales silvestres y puede que un castillo. Seguramente no sea más que una niñata guapa pero tonta.

—La princesa Rosa Silvestre es una princesa muy sabia —dice el cuervo—, pero es la chica más vaga del mundo. Una vez durmió durante cien días y nadie consiguió despertarla, a pesar de que le pusieron cien guisantes bajo el colchón: uno cada mañana.

Ésa, por supuesto, es la manera más adecuada y respetuosa de despertar a una princesa. A veces Kay te despertaba dejando caer un chorrito de agua fría sobre tus pies. Otras te despertaba silbando.

—El centésimo día —dice el cuervo— se despertó por sus propios medios y le dijo a su consejo formado por doce hadas madrinas que suponía que ya era hora de casarse. Así que colgaron carteles y príncipes e hijos pequeños llegaron desde todos los confines del reino.

Cuando la gata se escapó, Kay colgó carteles por el vecindario y tú te preguntas si deberías haber hecho lo mismo por él.

—Rosa Silvestre quería un marido inteligente, pero sentarse a escuchar cómo los jóvenes le daban discursos y hablaban sobre lo ricos, sexys y listos que eran le cansaba sobremanera. Se quedó dormida y continuó dormida hasta que llegó el joven de las botas que chirriaban. Las botas la despertaron.

»Fue amor a primera vista. En lugar de tratar de impresionarla con todo lo que sabía y todo lo que había visto, anunció que había venido hasta aquí para que Rosa Silvestre le hablara de sus sueños. Había estado estudiando en Viena con un doctor famoso y estaba profundamente interesado por los sueños.

Kay solía contarte sus sueños todas las mañanas. Eran sueños largos y complicados, y si creía que no le estabas escuchando, se enfurruñaba. Tú nunca recuerdas los tuyos.

—Los sueños de los demás nunca son muy interesantes —le dices al cuervo.

El cuervo ladea la cabeza. Echa a volar y aterriza sobre la hierba, a tus pies.

—¿Qué te apuestas? —dice.

Te das cuenta de que detrás del cuervo hay una pequeña puerta verde en una hendidura del muro. Jurarías que un minuto antes la puerta no estaba allí.

Te conduce a través de ella y de un largo prado verde hasta un castillo de dos pisos que es del mismo tono rosa de las rosas silvestres. Te parece un tanto hortera, pero ¿qué esperabas de alguien que precisamente se llama como una flor?

—Una vez soñé —dice el cuervo— que se me caían todos los dientes. Se me caían en pedazos dentro de la boca. Cuando me desperté me di cuenta de que los cuervos no tienen dientes.

Lo sigues por el interior del palacio y después por una larga y retorcida escalera. Los escalones son de piedra, desgastados y pulidos como un viejo paño grueso de seda. Esquirlas de cristal refulgen sobre la piedra de color rosa, reflejando la luz de las velas de las paredes. Mientras subes te das cuenta de que formas parte de una gran multitud grisácea. Criaturas fantásticas, planas y tan finas como el humo corren escaleras arriba; hombres y mujeres y cosas serpenteantes de ojos relucientes. Te saludan con un gesto de la cabeza al deslizarse junto a ti.

—¿Quiénes son? —le preguntas al cuervo.

—Sueños —dice el cuervo brincando torpemente de escalón en escalón—. Los sueños de la princesa vienen a presentar sus respetos a su nuevo marido. Pero, por supuesto, son demasiado selectos como para hablar con nosotros.

Sin embargo, crees que algunos te resultan familiares. Tienen un olor conocido, como una almohada sobre la que tu amado ha descansado la cabeza.

Al final de la escalera hay una puerta de madera con un cerrojo de plata. Los sueños se vierten sin cesar por el ojo de la cerradura y por debajo de la puerta y, cuando la abres, el dulce hedor y la nube de sueños que hay en la habitación de la princesa son tan espesos que apenas se puede respirar. Algunas personas podrían confundir el aroma de los sueños de la princesa con el olor del sexo, pero, pensándolo bien, algunas personas confunden el sexo con el amor.

Ves una cama lo suficientemente grande como para un gigante, con cuatro robles altos que hacen las veces de columnas. Subes la escalera de mano que está apoyada contra el lateral de la cama para ver al marido dormido de la princesa. Cuando te inclinas sobre él, una pluma de oca sale volando y te hace cosquillas en la nariz; la apartas con la mano y desplazas varios sueños de aspecto sórdido. Rosa Silvestre se da media vuelta y se ríe entre sueños, pero el hombre que hay a su lado se despierta.

—¿Quién va? —pregunta él—. ¿Qué quieres?

No es Kay. No se parece a él en absoluto.

—No eres Kay —le dices al hombre de la cama de la princesa.

—¿Quién coño es Kay? —dice, así que se lo cuentas todo y te sientes horriblemente avergonzada. El cuervo parece contento consigo mismo, es la misma expresión que tenía tu gata antes de escaparse. Miras al cuervo con rabia y fulminas con la mirada al hombre que no es Kay.

Cuando acabas, dices que debe de haber algún error, porque tu mapa indica claramente que Kay ha estado ahí, en aquella cama. Estás dejando manchas de sangre en las sábanas y recoges una esquirla del suelo para que todos puedan ver que no mientes. La princesa Rosa Silvestre se sienta, la larga melena de color castaño rosáceo le cae sobre los hombros.

—No está enamorado de ti —dice bostezando.

—Así que estuvo aquí, en esta misma cama, y tú eres la zorra gélida del trineo que estaba en la tienda. Y ni siquiera lo niegas —le dices.

Ella encoge los pálidos hombros rosados.

—Hace cuatro o cinco meses él llegó y yo me desperté —dice ella—. Era un tipo agradable y, en la cama, aceptable. Pero menuda perra era ella.

—¿Quién? —preguntas tú.

Rosa Silvestre por fin se da cuenta de que su marido la está fulminando con la mirada.

—¿Qué quieres que diga? —dice encogiéndose de hombros—. Me gustan los tipos con botas que chirrían.

—¿Quién era una perra?

—La Reina de las Nieves, la fulana del trineo.

Ésta es la lista que llevas en el bolsillo; es una lista de las cosas que piensas decirle a Kay cuando lo encuentres, si lo encuentras:

1. Siento haberme olvidado de regar tus helechos aquella vez que estabas fuera.

2. Cuando dijiste que te recordaba a tu madre, ¿lo dijiste para halagarme?

3. Tus amigos nunca me cayeron demasiado bien.

4. No le caías bien a ninguno de mis amigos.

5. ¿Recuerdas cuando la gata se escapó y yo lloré y lloré, y te hice poner carteles, pero ella nunca volvió? No lloraba porque no hubiera regresado. Lloraba porque la había llevado al bosque y tenía miedo de que volviera y te contara lo que había hecho, pero supongo que la debió matar un lobo o algo así. De todos modos, nunca le caí bien.

6. Tu madre nunca me cayó bien.

7. Cuando te marchaste, dejé de regar tus plantas a propósito. Se han muerto todas.

8. Adiós.

9. ¿Estabas enamorado de mí?

10. ¿Era buena en la cama o sólo normal?

11. ¿Qué querías decir exactamente cuando dijiste que te parecía bien que hubiera engordado un poco, que creías que estaba aún más guapa, que debería comer todo lo que quisiera, si cuando me pesé en la báscula del baño pesaba exactamente lo mismo que antes y no había ganado ni medio kilo?

12. Siempre, y te estoy siendo sincera, todas y cada una de las veces (y la verdad es que no me importa si no me crees), he fingido los orgasmos que tú creías que tuve. Las mujeres pueden hacerlo, ¿lo sabías? Nunca has hecho que me corra. Ni una sola vez.

13. Puede que eso me convierta en una idiota, pero estaba enamorada de ti.

14. Me he acostado con un tipo, no tenía intención de hacerlo, simplemente ocurrió. ¿Es eso lo que te pasó a ti? No es que me esté disculpando ni que vaya a aceptar tus disculpas, solamente quiero saberlo.

15. Me duelen los pies y es todo por tu culpa.

16. Esta vez hablo en serio: adiós.

La princesa Rosa Silvestre no es ninguna tonta, después de todo, a pesar de que es cierto que tiene un nombre estúpido y un castillo rosa. Admiras su dedicación al arte y la práctica del sueño. Ya te estás cansando de viajar y nada te gustaría más que acurrucarte sobre un gran colchón de plumas durante cien días, o puede incluso que durante cien años, pero ella se ofrece a prestarte su carruaje y, cuando le explicas que tienes que ir a pie, te despide con una escuadra de guardias armados. Te escoltarán a través del bosque, que está lleno de ladrones, lobos y príncipes escondidos entre las sombras en pos de aventuras. Los guardias fingen educadamente que no se dan cuenta del rastro de sangre que vas dejando; seguramente creen que es un tema de mujeres.

Es después de la puesta de sol y ni siquiera te has adentrado ni media milla en el bosque —que está oscuro, lleno de ruidos y da mucho miedo—, cuando unos bandidos tienden una emboscada a tus escoltas y los ejecutan a todos. La reina de los bandidos, gris y entrecana, con la nariz como un pepinillo viejo, exclama con gran alegría cuando te ve:

—¡Vaya! ¡Una gordita para la cena! —dice sacando un largo cuchillo del vientre de uno de los guardias muertos.

Cuando está a punto de rebanarte el cuello mientras tú te quedas ahí, fingiendo educadamente que no has reparado en toda la sangre que empieza a formar charcos alrededor de los cuerpos de los guardias muertos y que ahora está borrando las huellas ensangrentadas de tus pies, ni en el cuchillo que tienes en la garganta, una chica de tu edad salta sobre los hombros de la reina ladrona y estira de sus trenzas como si fueran un par de riendas.

Existe cierto parecido filial entre la reina ladrona y la muchacha que en aquel preciso instante le está haciendo una llave con las rodillas alrededor del cuello.

—No quiero que la mates —dice la chica, y tú te das cuenta de que se refiere a ti, de que hace un instante estuviste a punto de morir, de que viajar es mucho más peligroso de lo que jamás te hubieras imaginado. Añades una queja más a la lista de cosas que piensas decirle a Kay si lo encuentras.

La chica tiene a la reina ladrona medio estrangulada, que ha caído de rodillas al suelo y respira con dificultad.

—Puede ser mi hermana —dice la chica con insistencia—. Me prometiste que podía tener una hermana. La quiero. Además, le están sangrando los pies.

La reina suelta el cuchillo y la chica baja al suelo y besa la peluda y canosa mejilla de su madre.

—Vale, vale —refunfuña la reina ladrona.

La chica te coge de la mano y te lleva bosque adentro, cada vez más lejos y más rápido, hasta que corres dando traspiés; su mano tiene un tacto cálido alrededor de la tuya.

Estás desorientada, tus pasos ya no siguen el camino marcado por el mapa. Deberías estar asustada, pero en realidad sientes un extraño júbilo. Ya no te duelen y, aunque no sabes hacia dónde vas, por primera vez avanzas rápidamente, estás prácticamente volando, tus pies simplemente rozan el suelo del bosque, negro como la noche, como si fuera la lisa y suave superficie de un lago y tus pies un par de pájaros.

—¿Adónde vamos? —le preguntas a la chica ladrona.

—Ya hemos llegado. —Y se detiene tan repentinamente que casi te caes. Estáis en un claro y la luna llena luce en lo alto. Ahora puedes ver mejor a la ladrona, a la luz de la luna. Parece una de esas chicas malas que merodean bajo la farola de la tienda de la esquina, las que solían silbarle a Kay. Lleva un par de botas de piel sintética atadas con cordones hasta los muslos, una camiseta negra estriada y unos shorts de plástico de color uva con tirantes a juego. Lleva las uñas pintadas de negro y mordidas hasta los pellejos. Te conduce hasta una fortaleza en ruinas que por dentro es tan negra como su laca de uñas y apesta a paja sucia y animales.

—¿Eres una princesa? —te pregunta—. ¿Qué haces en el bosque de mi madre? No temas, no dejaré que te coma.

Le cuentas que no eres una princesa, lo que haces, lo del mapa, a quién buscas y lo que te hizo, o que quizá el problema fuera lo que no hizo. Cuando terminas, la chica ladrona te abraza y te estruja sin ninguna delicadeza.

—¡Pobre! ¡Pero vaya manera tan estúpida de viajar! —dice.

Sacude la cabeza y te hace sentarte sobre el suelo de piedra de la fortaleza y enseñarle los pies. Le explicas que siempre sanan, que en realidad tus pies son muy duros, pero ella se quita las botas de piel sintética y te las da.

El suelo de la fortaleza está salpicado de formas indistintas e inmóviles. Una de ellas gruñe entre sueños y te das cuenta de que son perros. La chica ladrona está sentada entre cuatro esbeltas columnas y cuando el perro gruñe, la cosa se mueve nerviosamente y baja la cabeza, que está como cubierta de ramas. Es un reno maneado.

—Venga, va, a ver si te valen —dice la chica ladrona al tiempo que saca una navaja y la arrastra por el suelo para hacer chispas—. ¿Qué harás cuando lo encuentres?

—A veces me gustaría cortarle la cabeza —dices.

La chica ladrona sonríe de oreja a oreja y golpea el pecho del reno con la empuñadura de la navaja. Sus pies son algo más grandes que los tuyos, pero las botas todavía están calientes. Le explicas que no puedes ponértelas, porque si no, no sabrás por dónde ir.

—¡Vaya estupidez! —contesta con grosería.

Le preguntas si conoce una manera mejor de encontrar a Kay y ella dice que si aún estás decidida a seguir buscándolo a pesar de que es obvio que él no te quiere y que no vale la pena en absoluto, entonces lo que tienes que hacer es perseguir a la Reina de las Nieves.

—Éste es Bae. Bae, viejo bicho sarnoso —dice—, ¿sabes dónde vive la Reina de las Nieves?

El reno contesta con voz baja y desesperada que no lo sabe, pero que está seguro de que su vieja madre sí lo sabrá. La chica ladrona le da una palmada en el costado.

—En ese caso, llévala a ver a tu madre —dice—, y procura no entretenerte por el camino.

Se dirige a ti y te planta un sonoro y húmedo beso en los labios. Dice:

—Quédate las botas, te quedan mucho mejor que a mí. Y que no me entere de que vuelves a caminar sobre cristales. —Mira al reno con aire especulativo—. ¿Sabes, Bae? Creo que casi te voy a echar de menos.

Apoyas el pie sobre el hueco que forman sus manos y te ayuda a montarte sobre el lomo huesudo del reno. Entonces sierra la manea con la navaja, grita «¡Arre!» y despierta a los perros.

Enredas los dedos en la crin de Bae y das un bote cuando comienza a trotar a trompicones. Los perros os siguen durante cierta distancia intentando morderle las pezuñas, pero pronto los dejáis atrás y avanzáis tan rápido que el viento te abre los labios dejando en tu rostro una mueca involuntaria. Prácticamente añoras la sensación de los cristales bajo los pies. Cuando amanece, habéis salido del bosque y los cascos de Bae levantan nubes blancas de nieve. A veces crees que debe de haber maneras más fáciles de hacer esto y otras parece que todo se vuelve más sencillo porque sí. Ahora tienes un par de botas y un reno, pero no te alegras por ello. A veces te gustaría haberte quedado en casa: estás cansadísima de viajar hacia un «felices el resto de sus vidas», sea eso cuando coño sea, y preferirías un «feliz ahora mismo»; muchas gracias.

Cuando respiras, ves la tenue neblina en la que se convierte tu aliento y el del reno flotando ante ti, hasta que el viento se la lleva de un tirón. Bae sigue corriendo.

Los copos de nieve salen volando y el aire parece hacerse cada vez más espeso. Mientras Bae galopa, tú sientes que el aire blanco se desgarra a tu paso como una tela gruesa. Cuando te giras y miras hacia atrás, ves el camino, que ha tomado la forma de vuestras siluetas combinadas, mujer y reno, como un pasillo que se extiende hacia el infinito. Ves que hay más de un tipo de mapa, que algunas maneras de viajar sí son más fáciles.

—Dame un beso —dice Bae. El viento te azota con sus palabras. Casi puedes ver sus formas colgando en mitad del aire espeso—. En realidad no soy un reno —dice—. Soy un príncipe encantado.

Tú rehúsas con educación arguyendo que no hace tanto que os conocéis y que, a efectos del viaje, te hace más servicio un reno que un príncipe.

—Él no te quiere —dice Bae—. Y te vendría bien perder algunos kilos, me estás destrozando la espalda.

Estás harta de animales parlantes y de viajar. Nunca dicen nada que no supieras ya. Piensas en la gata que Kay te regaló, aquella que siempre acudía a ti en secreto y, con aspecto de estar muy satisfecha consigo misma, te informaba de todas las veces que los dedos de Kay olían a alguna otra mujer. No soportabas ver cómo él la mimaba, cómo sus dedos acariciaban su pelaje blanco mientras la gata se tumbaba de costado y ronroneaba locamente, «Ahí, querido. Perfecto, no pares»; los dedos de Kay sobre su barriga, su cola contoneándose y dando latigazos, su puntiaguda lengua fuera, apuntándote.

—Cállate —le dices a Bae.

Él cae en un silencio ofendido. Su pelaje largo y marrón está ribeteado con escarcha, y tú sientes cómo las lágrimas que el viento te arranca de los ojos se hielan en tus mejillas. La única parte de ti que no tiene frío son los pies, calentitos dentro de las botas de la chica ladrona.

—Sólo un poquito más —dice Bae cuando lleváis viajando durante lo que te ha parecido varias horas— y estaremos en casa.

Os cruzáis con otro pasillo tallado en el aire blanco; él hace un viraje para tomarlo y grita con mucho agrado:

—Estamos cerca de la casa de la anciana de Lapmark, la casa de mi madre.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntas.

—Reconozco el hueco que deja tras de sí —dice Bae—, ¡mira!

Miras y ves que el pasillo de aire que estáis siguiendo tiene la forma de una mujer pequeña, robusta y con enaguas. Se ensancha bajo la cintura como una campana.

—¿Cuánto tiempo puede permanecer ahí?

—Mientras el aire es denso y pesado —dice— hacemos túneles a través de él, como si fuéramos gusanos. Pero entonces llega el viento y borra nuestros pasos.

El túnel-mujer termina delante de una pequeña puerta roja. Bae baja la cabeza, llama con los cuernos y deja un rasguño en la pintura. La anciana de Lapmark abre la puerta y tú te bajas del lomo de Bae, entumecida. En cuanto la madre reconoce al hijo, aunque está muy diferente de como solía ser, se viven escenas de júbilo.

La anciana está encorvada y gorda como una larva, y mientras Bae le explica que estás buscando el palacio de la Reina de las Nieves, te prepara una taza de té.

—No te queda mucho camino —te dice su madre—. Está a tan sólo unos cientos de millas, pasada la casa de la mujer de Finmany. Ella te dirá cómo llegar; deja que le escriba una carta explicándoselo todo. Y no olvides decirle que mañana iré a tomar el té. Bae, si se lo pides educadamente, te devolverá tu forma natural.

La mujer de Lapmark no tiene papel, así que escribe la carta en un pedazo de bacalao salado, tieso como un plato. Entonces reemprendéis el viaje. A veces duermes mientras Bae galopa y otras no estás segura de si estás despierta o dormida. En el cielo, gigantescas bolas de luz verdosa ondulan y se agrietan sobre tu cabeza. En ocasiones parece que Bae vuela junto a la aurora boreal, charlando con ella como si fueran viejos amigos. Finalmente llegáis a la casa de la mujer de Finmany y llamáis a la chimenea, porque no tiene puerta.

Quizá te preguntes por qué tantas ancianas viven solas allí. ¿Se trata de un complejo para jubilados? Puede que una no sea nada digno de comentar y que dos sea más que suficiente, pero cuando miras a tu alrededor ves pequeños montones de nieve y finas columnas de humo que ascienden desde ellos. Tienes que tener cuidado con dónde pones el pie o podrías hundirle el tejado a alguien. A lo mejor vinieron aquí porque es un lugar tranquilo, porque les gusta pescar en el hielo o quizá simplemente porque les gusta la nieve.

Dentro de la casa todo está empañado y húmedo, y para entrar tienes que bajar por la chimenea y saltar por encima del fuego. Bae salta dentro de la chimenea con las patas por delante y desparrama el carbón por todas partes. La mujer de Finmany es más pequeña y redonda que la de Lapmark, y te mira como un pedazo de bizcocho con ojos de pasa negra. No lleva más que una vieja combinación grasienta y un delantal que dice: «Si no soportas el calor, sal de mi cocina.»

Reconoce a Bae incluso más rápido que su propia madre porque resulta que fue ella quien lo convirtió en reno por reírse de su peso. Bae pide disculpas —tú crees que con muy poca sinceridad— y la mujer de Finmany dice que verá si puede convertirlo de nuevo en persona, aunque no es del todo optimista. Al parecer, el método preferido de transformación es mediante un beso, pero tú no te ofreces para dárselo porque ya sabes cómo acaban estas cosas.

La mujer de Finmany lee el bacalao salado a la luz de su hogar y después echa el pescado a la cazuela. Bae le habla sobre Kay y la Reina de las Nieves, y sobre tus pies, porque en el último tramo del viaje se te han congelado los labios y no puedes decir ni una palabra.

—Eres muy hábil y fuerte —le dice el reno a la mujer. Casi puedes oírle añadir entre dientes «y gorda»—, eres capaz de atar todos los vientos del mundo con un pedazo de cuerda. Te he visto lanzar rayos desde las montañas como si no fueran más que plumas. ¿No puedes otorgarle la fuerza de diez hombres para que pueda luchar contra la Reina de las Nieves y recuperar a Kay?

—¿La fuerza de diez hombres? —dice la mujer de Finmany— ¿Y de qué le iba a servir? Además, él no la ama.

Bae te lanza una sonrisita, como para decirte «te lo dije». Si no tuvieras los labios congelados le dirías que no ha mencionado nada que no supieras ya.

—¡Veamos! Súbela a tu lomo una última vez y déjala junto al arbusto de los frutos rojos. El arbusto marca el límite del jardín de la Reina de las Nieves; no te quedes cotilleando, vuelve inmediatamente. Eras un muchacho muy hermoso; te haré el doble de guapo de lo que eras antes. Colgaremos carteles para ver si viene alguien a besarte.

»Y en cuanto a ti, señorita —dice—, dile a la Reina de las Nieves que ahora que ha vuelto Bae, iremos al palacio a jugar al bridge el martes que viene. En cuanto tenga manos para sujetar las cartas.

Te sube a lomos de Bae y te da un beso tan cálido que se te descongelan los labios y puedes volver a hablar.

—La mujer de Lapmark vendrá mañana a tomar el té —le dices.

La mujer os levanta a Bae y a ti, que estás encima de él, con sus brazos gruesos y fuertes, y os da un empujoncito chimenea arriba.

Buenos días, señoras, es un placer tenerlas en la inauguración de Reina de las Nieves Tours. Espero que todas hayan dormido bien esta noche porque hoy vamos a emprender un viaje muy largo. Espero que todas hayan traído un buen calzado cómodo para caminar. Vamos a contar para asegurarnos de que todas las de la lista están presentes, y después haremos las presentaciones. Yo me llamo Gerda y estoy deseando conocerlas a todas.

Por fin te encuentras frente al palacio de la Reina de las Nieves, el palacio de la mujer que hechizó a tu amado y se lo llevó en su largo trineo blanco, aunque no estás muy segura de qué les vas a decir a ninguno de los dos. Cuando buscas en el bolsillo, te das cuenta de que la lista ha desaparecido. Lo tenías prácticamente todo memorizado, pero crees que quizá sea mejor ver cómo va la cosa antes de decir nada. Parte de ti quiere dar media vuelta y marcharse antes de que la Reina te encuentre y Kay te vea, pues tienes miedo de echarte a llorar, o incluso peor: tienes miedo de que se entere de que has caminado descalza sobre cristales rotos a través de medio continente sólo para saber por qué te dejó.

La puerta está abierta, así que no te molestas en llamar y entras directamente. En realidad no es tan grande. Es más o menos del tamaño de tu casa, incluso te recuerda a ella, sólo que los muebles, de moderno diseño danés, están esculpidos en hielo de color azul verdoso, como las paredes y el resto de cosas. El suelo es muy resbaladizo y te alegras de llevar puestas las botas de la chica ladrona. Tienes que admitir que la Reina de las Nieves es un ama de casa muy meticulosa, mucho más ordenada de lo que tú lo has sido jamás. No encuentras ni a la Reina ni a Kay, pero en cada habitación hay ocas blancas que, aunque te sorprenda y alivie a partes iguales, no pronuncian ni una sola palabra.

—¡Gerda!

Kay está sentado a una mesa encajando las piezas de un rompecabezas. Cuando se levanta, varias de ellas caen de la mesa y se rompen en pedazos aún más pequeños. Ambos os arrodilláis y los recogéis. La mesa es azul, las piezas son azules, Kay es azul y por eso no lo habías visto cuando entraste en la habitación. Las ocas pasan rozándote, suaves y blancas, como un gato.

—¿Por qué has tardado tanto? —dice Kay—. ¿De dónde narices has sacado esas botas tan ridículas?

Tú lo miras sin dar crédito.

—He cruzado medio continente caminando descalza sobre cristales rotos para llegar hasta aquí —le dices, pero al menos no te echas a llorar—. Me las dio una chica ladrona.

Kay suelta una carcajada y las aletas de su nariz azul se abren.

—Cariño, son horribles.

—¿Por qué estás azul? —le preguntas.

—Estoy hechizado. La Reina de las Nieves me besó. De todos modos, creía que el azul era tu color favorito.

Tu color favorito siempre ha sido el amarillo. Te preguntas si la Reina lo besó por todas partes, si todo su cuerpo es azul. Todas las partes visibles lo son.

—Si me besas —dice—, romperás el hechizo y podré irme contigo a casa. Si rompes el hechizo, volveré a enamorarme de ti.

Evitas preguntarle si lo estaba cuando besó a la Reina de las Nieves. «Perdón —piensas—, cuando ella lo besó a él.»

—¿Qué es ese rompecabezas que estás haciendo? —le preguntas.

—Oh, eso. Es la otra forma de romper el hechizo: tengo que completarlo. Pero de la otra manera es más fácil. Y mucho más divertido. ¿No quieres besarme?

Le miras la cara azul, los labios azules. Intentas recordar si te gustaban sus besos.

—¿Te acuerdas de la gata blanca? En realidad no se escapó: la llevé al bosque y la dejé allí.

—Podemos comprar otra.

—La llevé al bosque porque me contaba cosas.

—No hace falta que sea una gata parlante —dice Kay—. Además, ¿para qué has atravesado descalza medio continente sobre cristales rotos si no vas a besarme y romper el hechizo?

Su rostro azul tiene una expresión de enfado.

—Quizá sólo quisiera ver mundo. Conocer gente interesante.

Las ocas se rozan contra tus tobillos. Les acaricias las plumas blancas y ellas te mordisquean los dedos suavemente.

—Será mejor que decidas si vas a besarme o no —dice Kay—, porque ella está en casa.

Cuando te giras, allí está ella, sonriéndote como si fueras exactamente la persona a quien quería ver.

La Reina de las Nieves no es ni como tú pensabas ni lo que tú creías. No es tan alta como tú, pensabas que sería más alta. Sí, es guapa, y ves por qué Kay la besó (aunque empiezas a preguntarte por qué lo besó ella a él), pero sus ojos son negros, amables, cosa que no te esperabas en absoluto. Está junto a ti sin mirar a Kay, mirándote solamente a ti.

—Si yo fuera tú, no lo haría —te dice.

—Oh, vamos —dice Kay—. Déjelo ya, señora. Sí, fue bonito mientras duró, pero no creo que usted quiera que me quede para siempre en este congelador más de lo que yo quiero quedarme. Deje que Gerda me dé un beso: nos iremos a casa y seremos felices el resto de nuestras vidas. Se supone que tiene que haber un final feliz.

—Me gustan tus botas —dice la reina.

—Eres muy guapa —le dices tú.

—No me lo puedo creer —dice Kay.

Aporrea la mesa azul con el puño azul y hace saltar las piezas azules por los aires. Algunas caen sobre el lomo de las ocas, como pepitas de cristal del color del cielo. La mesa se ha astillado y te preguntas si también tendrá que recomponerla.

—¿Lo amas?

Cuando te dice esto, miras a la Reina de las Nieves y después a Kay.

—Lo siento —le dices a él, y le ofreces la mano por si está dispuesto a estrechártela.

—¡Lo siento! ¿Que lo sientes? ¿De qué me sirve eso?

—¿Ahora, qué? —le preguntas a la reina.

—Depende de ti —dice ella—. A lo mejor estás harta de viajar, ¿no es así?

—No lo sé, creo que le estoy cogiendo el tranquillo.

—En ese caso, puede que te proponga un negocio.

—¡Eh! —dice Kay—, ¿y yo qué? ¿Es que no me va a besar nadie?

Le ayudas a recoger algunas de las piezas del rompecabezas.

—¿Puedes al menos hacerme un favor, por los viejos tiempos? ¿Podrías correr la voz, decirles a algunas princesas solteras que estoy aquí atrapado? Me gustaría poder salir antes de que pasen los próximos cien años. Gracias. Te lo agradecería mucho. Ya sabes, nos lo pasamos muy bien juntos... creo recordar.

Las botas de la chica ladrona cubren las cicatrices de tus pies. Cuando miras las cicatrices, ves el perfil del viaje que has hecho. A veces los espejos son mapas y otras los mapas son espejos. A veces las cicatrices cuentan una historia, y tal vez algún día le relates ésta a otro amado. Las plantas de tus pies son historias; escondidas en las botas negras, brillan como espejos. Si te las quitaras, verías en uno de los pies-espejo el reflejo de la princesa Rosa Silvestre marchándose de viaje de novios en su enorme cama de columnas, que ahora tiene ruedas y de la que tiran veinte caballos blancos.

Es agradable ver mujeres explorando nuevos medios de transporte.

En el otro pie-espejo, tan cerca que casi podrías tocarla, verías a la chica ladrona cuyas botas ahora llevas puestas. Está a punto de salir a buscar a Bae para darle un beso y traerlo a casa. Tú no osarías darle ningún consejo, pero sí esperas que haya encontrado otro par de botas resistentes.

Un buen día es probable que alguien llegue hasta el palacio de la Reina de las Nieves y bese los fríos labios azules de Kay. Puede incluso que durante un tiempo viva feliz durante el resto de su vida.

Estás de pie con las botas negras con cordones y las ocas blancas de la Reina de las Nieves murmuran, van y vienen en bandadas y se te acercan sigilosamente. Ya empiezas a entender lo que dicen. Refunfuñan sobre el peso del trineo, el tiempo, los tirones vacilantes de las riendas; pero lo hacen con bondad. Tú les dices que tus pies son mapas y que tus pies son espejos, pero que tú misma debes tener en cuenta que también son útiles para andar. Son unos pies perfectos.

 

MATRIMONIO CON ZAPATOS

1. EL ZAPATITO DE CRISTAL

Nunca encontró a la chica, pero aún hoy sale a buscarla. Su esposa —la mujer con la que se casó— tiene una preciosa sonrisa. Pero sus pies son demasiado grandes.

La chica lo mira, pero no sonríe. Lleva demasiado maquillaje: perfilador de ojos azul aplicado como si fuera pintura de brocha, pintalabios, rímel, una lluvia sexy de purpurina espolvoreada por la cara y los hombros desnudos. Si la tocara, se le quedaría pegada a las yemas de los dedos, fina, arenosa y patética. Así que no la toca. Seguramente el resto de las mujeres de la casa le habrán dicho cosas. Puede que ella misma lo haya reconocido. A estas mujeres les pagan por ser discretas, pero en una ocasión, al terminar, una mujer le pidió un autógrafo. Él intentó pensar en algo adecuado que escribirle. Ella no tenía papel, así que se lo escribió detrás de una carta de comida para llevar; escribió: «Soy un hombre feliz. Quiero mucho a mi esposa.» Subrayó feliz.

Están de pie en la diminuta habitación de la chica y se sienten incómodos. La habitación es demasiado pequeña y la cama demasiado grande: se alejan de ella cuanto más mejor, apretujados contra la pared. De ella cuelgan pósters de famosos, fotografías que la chica ha recortado de los periódicos y revistas de moda. Las personas de las fotos tienen una especie de brillo parecido al de los caballos, un aspecto caro. Ve a su esposa y su hermosa sonrisa mirándolos desde la pared y, si se fijara con la suficiente atención, seguramente también se encontraría a sí mismo entre ellos, con cara de sentirse cómodo, demasiado como en casa. Pero no mira la pared, mira los pies de la chica.

Nunca fue muy buen bailarín. Lo que a él le gustaba eran las mujeres que llevaban faldas largas y amplias. Cuando bailaban, el tupido tafetán y la seda se les remangaba y acampanaba, y se les veían las enaguas. Más seda, más tafetán, como si por debajo estuvieran hechas tan sólo de eso: seda y tafetán. Sus zapatos dejaban marcas de arenilla sobre el mármol.

Nunca vio el tipo de zapatos que llevaban, solamente los de ella. Puede que todas llevaran zapatitos de cristal; quizá fuera lo que estaba de moda entonces. Debía de tener los pies muy pequeños a pesar de ser una chica tan alta. La muchacha se apoyó en sus brazos y él flotó sobre ella durante un minuto, oliéndole el pelo. Lo llevaba recogido, prendido con horquillas en una especie de nudo ondulado, justo debajo de la nariz de él. Le hacía cosquillas, tenía un olor cálido. Él se sentía feliz. Seguro que tenía una sonrisa estúpida en la cara. El vestido de ella llegaba hasta el suelo, y el dobladillo, que era de seda, tenía un ribete de diamantes. Al rozar el suelo, hacía un ruido áspero y resbaladizo como de garras y colas. Sonaba a ratones.

Así que ésas son las dos cosas que aún se pregunta. ¿Qué había bajo aquellas faldas? El resto de personas que bailaban, ¿eran tan felices como él?

En el jardín, el reloj dio las doce y ella se marchó. Y, cuando se fue, ¿adónde se dirigió? Nunca la volvió a encontrar. Encuentra a otras chicas.

(Esas chicas) esta chica (no llevan) no lleva suficiente ropa. Camisa transparente color mandarina, minifalda con una raja hasta arriba del muslo, carne: pechos abundantes apretujados dentro de un sujetador negro, piel de gallina en los brazos, piernas como palillos que mantienen el equilibrio sobre un par de pies diminutos. Los cuerpos le distraen demasiado.

—Antes que nada —le dice—, vamos a echar un vistazo en tu armario.

En aquellos armarios siempre hay un vestido adecuado, pero un vestido como ése no es el tipo de vestido que uno espera encontrar en un armario de una casa de esta clase. Es como de baile de fin de curso: con volantes, encaje; largo y recatado. Rosa. «Esta chica —piensa él— se escapó de casa sobre sus pies menudos, con una mochila a la espalda en la que llevaba pósters de sus estrellas del rock favoritas y su vestido del baile.» Y el tigre disecado con ojos de cristal que ahora descubre sobre la colcha de falso terciopelo rojo.

—¿Cómo te llamas?

La chica cruza los brazos sobre sus pechos en actitud defensiva. Se ha dado cuenta de que, después de todo, no son lo que a él le interesa. Tiene los brazos pecosos y también, se da cuenta él, magullados, como si alguien la hubiera cogido del brazo sin demasiado cuidado.

—Emily —dice ella—. Emily Apple.

—Emily, ¿por qué no te pones este vestido?

Cuando era pequeño siempre pasaba una de estas dos cosas: o bien lo mimaban, lo malcriaban y le prestaban excesiva atención o bien lo ignoraban y dejaban que se las arreglara por sí mismo. Cuando estaba a solas lo que más le gustaba era sentarse debajo de cosas. Le encantaba esconderse debajo de las narices de los demás, estar en medio de todos. Se sentaba bajo el piano en la sala de música. Durante los banquetes se deslizaba bajo su enorme silla y se sentaba debajo de la mesa con los perros de su padre, que le lamían la cara y los brazos con largas lenguas meditabundas. Se escondía en las chimeneas del gran salón, detrás de las pantallas de hierro forjado. En verano, los gorriones se posaban sobre las chimeneas, y también había lagartijas, telas de araña, pedazos de concha cubiertos de hollín, plumas y huesos que quedaban atrapados en las rejillas del hogar. Las damas de honor dormitaban de pie bajo los polvorientos rayos de sol que entraban en las habitaciones de su madre, y él se metía a gatas bajo sus pesadas faldas y se sentaba entre los pies cubiertos de lentejuelas sin decir ni pío.

Ayuda a Emily a ponerse el bonito vestido rosa por encima de la cabeza y le abrocha la hilera de botones de la estrecha espalda. Le levanta el pelo, se lo recoge sobre la cabeza y le coloca horquillas por toda la masa cardada y pegajosa. Ella se queda sentada en la cama, inmóvil, mientras los ojos de cristal del tigre la miran desde los pliegues de la falda. Él trae un cuenco con agua y le lava la cara. Se la empolva. Entre un montón de pulseras e imperdibles encuentra un guardapelo; dentro hay una foto de una niña: Emily Apple, quizá, o puede que no. La muchacha lo mira fijamente, «¿Qué clase de chica crees que soy?». Lo coloca alrededor del largo cuello de Emily Apple. Tiene el rostro muy desnudo, muy hermoso. Las pecas destacan como hollín salpicado sobre una página en blanco. Parece que vaya a ir a un funeral o a una boda. Encuentran un par de guantes y cubren sus brazos pecosos; las yemas de los dedos sobresalen allí donde los ratones han mordisqueado las puntas, pero el vestido le llega hasta el suelo. Ahora los dos se sienten más cómodos.

A veces todas estas chicas fugitivas —todas estas mujeres— de cara triste y pies pequeños lo sorprenden. ¿Cuánto tiempo lleva aquí esta casa? Cuando estaba buscando a aquella chica, fue a muchas. Llamaba a la puerta y anunciaba quién era. Se trataba de chicas casaderas de buenas familias, con doncellas. A ellas también les pedía que se probaran los zapatos. Por la noche soñaba con pies de mujer, pero a esta casa no vino nunca.

Lleva nueve años casado; quizá esta casa sea del tipo que sólo los hombres casados pueden encontrar.

¿Adónde fue aquella chica? Aún la está buscando. No tiene esperanzas de encontrarla, pero sí que encuentra a otras. Ama a su esposa, pero ella tiene los pies demasiado grandes. No era lo que él estaba esperando; su vida no es para nada lo que esperaba. Su mujer no es la mujer que intentaba encontrar, sino una sorpresa: ella se echó a reír con el zapatito de cristal colgando de los dedos de los pies. Se rió y le cayó hollín del pelo. La ama, y ella lo ama a él, pero aquella chica... Solamente bailaron una vez antes de que el reloj diera las doce y entonces ella se dejó el zapatito. Él estaba destinado a encontrarlo, se suponía que debía encontrarla. Y nunca la halló a ella sino a todas esas chicas: a ésta, Emily Apple; a las otras chicas, en habitaciones diminutas. La mujer de abajo sabía exactamente el tipo que buscaba. «En uno de estos armarios —piensa él— quizá haya (puede que haya) un zapatito de cristal»; la pareja del que tiene en el bolsillo.

Algunas noches cuando vuelve a casa, lleva el zapato huérfano en el bolsillo del abrigo. Cabe perfectamente, así de pequeño es, imposiblemente menudo. Su esposa le sonríe y nunca le pregunta dónde ha estado. Se sienta en la cocina, delante del fuego, con los pies recogidos bajo las piernas, y él apoya la cabeza en su regazo. Ojalá no tuviera los pies tan grandes. Cuando empezó a buscar a la chica levantó multitud de faldas; pero sólo hasta cierta altura. No la suficiente, la verdad. Se arrodillaba y probaba el zapatito en todos los pies. Pero nunca les quedaba bien y se marchaba con él en el bolsillo.

Su mujer no era una de las casaderas, sino que trabajaba en una cocina. Cuando la vio, tenía la cabeza metida en el hogar. Estaba sacudiendo el hollín con una escoba, cubierta de los pies a la cabeza, negra como un tizón. Cuando estornudó se formó una nube de hollín. Al verlo, ella intentó hacer una reverencia. El hollín cayó al suelo como una capa negra.

La cocina estaba abarrotada de todos los que habían entrado tras él: sus lacayos, la señora de la casa, sus hijas, el resto de sirvientas. Uno de los lacayos leyó la proclama y la muchacha cubierta de hollín volvió a estornudar. Las jóvenes señoritas núbiles parecieron enfurruñarse y las sirvientas tenían un ademán altanero, como si ya supieran lo que iba a ocurrir. No les gustaba ni un pelo, pero tampoco estaban sorprendidas. La ayudanta de cocina le quitó el polvo a un taburete y se sentó con todo su hollín y los brazos en jarras. Los largos dedos prensiles de sus pies negros y descalzos se aferraron al suelo de piedra en cuanto él se arrodilló junto a ella. El pie de la muchacha le pareció cálido y como cubierto de arenilla, y los largos dedos se movían como si les estuviera haciendo cosquillas. Le colgó el zapatito de los dedos y se le quedó la mano ennegrecida. Había más hollín entre los largos pliegues de su falda y él permaneció allí un minuto, arrodillado a sus pies entre las cálidas cenizas.

—¿Qué pie calzas? —le dijo él. Eran unos pies enormes.

—¿Por qué clase de chica me tomas? —dijo ella. Sonó como si lo estuviera regañando y, cuando él levantó la mirada, vio que tenía el rostro precioso.

La chica está sentada en la cama, totalmente quieta, y él tiene el espacio justo para arrodillarse junto a ella; le levanta el vestido, sólo hasta cierta altura, y sostiene el diminuto pie en una mano. ¿Cómo puede alguien tener los pies tan pequeños? Le cabe en la palma, como un gatito o un huevo. A él le gustaría ser un zapatito pequeño y perfecto, poder hacer pareja con su pie y esconderse para siempre debajo de su falda. Saca el zapatito y se lo pone. Ambos miran el pie, tan bonito con el zapato de cristal, y ella suspira.

—Me queda bien —dice—. ¿Qué hacemos ahora? —pregunta al ver que él no responde.

«¿Por qué clase de chica me tomas?», había dicho la muchacha del hollín (su esposa).

—Quítate el zapatito, para que te lo pueda volver a poner —le dice a la chica que está sentada en la cama.

2. MISS KANSAS EL DÍA DEL JUICIO FINAL

Estamos sentados en nuestra cama de luna de miel de la suite nupcial. Nos encontramos en un estado de luna de miel, en nuestro mes de la miel. Son palabras dulces: luna, miel. La cama es tan grande que podríamos vivir en ella. Llevamos varios días felizmente aislados aquí: aislados de miel. Yo llevo un par de calcetines y tú te has puesto la ropa interior del revés. Quiero decir que es mi ropa interior la que te has puesto del revés, pero esto es perfectamente normal. Ahora todo lo que yo tengo es tuyo. Mi ropa interior es tuya: hemos hecho votos a tal efecto. Nuestra ropa interior te queda muy bien.

Yo me inclino hacia ti, el matrimonio ha afectado la ley de la gravedad. Ahora giraremos el uno alrededor del otro: tú ejercerás gravedad sobre mí y yo sobre ti. Somos las lunas del otro. Te sujetas a mis pies con ambas manos, como si al no hacerlo te fueras a caer de la cama. Creo que si me sueltas flotaré y me estrellaré contra el techo, plof. Por favor, no me sueltes.

¿Cómo nos conocimos? ¿Cuándo nos casamos? ¿Dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí? Creemos que algún día tendremos hijos, y ellos nos harán estas mismas preguntas. Nos inventaremos cosas. Les hablaremos de este hotel. Nuestra habitación tiene vistas al mar; hay un balcón, pero de momento no hemos llegado tan lejos.

¿Dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí? Estamos muy lejos de casa. Esta cama podría ser un país extranjero y los dos sentimos algo de añoranza del hogar, pero no nos lo hemos confesado. Recordamos que cortamos el pastel, que nos servimos ponche el uno al otro, enredamos los brazos y bebimos de la copa del otro. ¿De qué estaba hecho aquel ponche?

Somos los únicos recién casados del hotel. El resto son participantes de un concurso de belleza y sus acompañantes. Hemos visto a las carabinas por los pasillos, mujeres armadas con botes de laca para el pelo y huevos pequeñitos que contienen medias de repuesto; parecen nerviosas, pero totalmente competentes. A través de la pared, hemos oído a las concursantes hablar en sueños; hemos usado vasos de cristal para escuchar lo que decían.

Como pareja que está de luna de miel, damos buena suerte. Como si nuestra felicidad y nuestra buena fortuna fuera contagiosa, las concursantes nos piden fuego; se rozan con nosotros por los pasillos y nos quitan pelos de la ropa. Siempre que salimos de la cama, de la habitación —no muy a menudo— hay una o dos merodeando cerca de la puerta. Pero hoy, esta noche, tenemos el hotel para nosotros solos.

La tele está encendida, o quizá estemos soñando. Ahora que nos hemos casado tendremos los mismos sueños. Estamos viendo (soñando) el concurso de belleza.

En la televisión, Miss Florida cruza el escenario. Es rubia, pero nosotros sabemos por las conversaciones que hemos escuchado en el bar que ese detalle juega en su contra. Las morenas ganan más a menudo. La siguen tres morenas: Miss Hawái, Miss Arkansas y Miss Pensilvania. Dan pasos largos y lentos, y contonean las caderas con pericia. Los relucientes vestidos de gala reflejan los focos de colores del escenario. Nos hemos enterado por las entrevistas de la tele que Miss Arkansas es disléxica, aunque puede que fuera Miss Arizona. Tenemos las esperanzas puestas en Miss Arkansas, que tiene una melena lisa y castaña que le llega hasta la cintura.

Tú dices que si no nos acabáramos de casar, querrías casarte con ella, aunque no sepa escribir bien. Puede sentarse sobre su propio pelo. Un amante podría subir por él como por una cuerda de gimnasia. Es pelo de cuento de hadas, el pelo de Rapunzel. La vimos ensayando antes del concurso en el salón de baile del hotel con dos cerdos y el pelo trenzado formando un par de lazos para atraparlos. Le hemos oído decir que no se lo ha cortado desde los doce años. Es una chica chapada a la antigua. Por favor, no me sueltes los pies.

Tenemos que admitir que estamos impresionados con el vestido de Miss Pensilvania. Durante su entrevista descubrimos que ella misma se hace toda la ropa. El vestido que lleva tiene más de cuarenta mil lentejuelas diminutas cosidas a mano, y le costó un año y un día coserlas todas; desde lejos se supone que parecen aquella pintura de Seurat. Tarde de domingo en el paseo marítimo. Realmente es una obra de arte. Su padre y su madre le ayudaron a separar las lentejuelas por colores; tiene tres hermanos pequeños, todos jugadores de fútbol americano, y ellos también ayudaron. Nos imaginamos las lentejuelas del tamaño de la cabeza de un alfiler brillando en las enormes manos de sus hermanos. Esta noche se encuentran entre el público y parecen sumamente orgullosos de su hermana, Miss Pensilvania.

Nosotros también estamos orgullosos de ella, pero somos algo inconstantes. Miss Kansas sale al escenario y nos enamoramos de sus pies. No me sueltes los pies. Los dos nos casaríamos con ella. Cuando sale con su vestido azul de cuadros y la cinta azul en el pelo, me aprietas el pie con mucha fuerza. Prácticamente cruza el escenario dando brincos; no mira a la derecha ni a la izquierda, pero parece dirigirse hacia alguna parte. Cuando Miss Kansas se marcha, deseamos que regrese al instante.

«Ojalá tuviera unos zapatos como ésos», dices. Yo te digo que tienes los pies demasiado grandes, pero si yo tuviera un par como ellos, dejaría que te los pusieras. Ahora que estamos casados, tendremos el mismo número.

Estamos orgullosos de Miss Pensilvania, adoramos a Miss Kansas y tenemos miedo de Miss Nueva Jersey. Miss Nueva Jersey se ha cardado la cabellera pelirroja en forma de cuernos. Lleva las uñas largas y pintadas de rojo, y un vestido color rojo caramelo que le llega hasta los pezones. Se nota que no lleva medias, ni siquiera se ha depilado las piernas. ¿En qué estaba pensando su acompañante? (En los pasillos hemos oído rumores de que Miss Nueva Jersey se ha comido a la acompañante y la verdad es que hace días que nadie la ve.) Cuando sonríe, se le ven los dientes afilados.

Tiene la piel verdosa, pechos pequeños y puntiagudos, y un culo gordo que mueve de lado a lado como si tuviera un tic. Tiene cola. Sacude el culo y da latigazos con ella; nosotros ahogamos un grito. La cola es prensil y la usa para rascarse el enorme trasero. Un espectáculo indecente que nos consterna y excita a la vez. El público está horrorizado. Un miembro del jurado se desmaya y otro le tira una jarra de agua helada. Miss Nueva Jersey frunce los labios, le hace una pedorreta a la cámara y sale por la izquierda.

«Vaya, vaya», decimos afectados, y nos acurrucamos el uno con el otro en la cama gigantesca. Por favor, no me sueltes; agárrate a mis pies.

Éstas son algunas de las otras concursantes: Miss Idaho quiere trabajar con niños. Miss Colorado cría ovejas. Es capaz de esquilar una en menos de un minuto. El vestido que lleva está hecho con lana que ella misma esquiló, cardó y tejió. También hizo el patrón. Es tan fino, tan del gado, que nos da la sensación de que Miss Colorado no lleva nada puesto. De hecho, en realidad Miss Colorado es un hombre. Le vemos el pene, aunque puede que no sea más que una ilusión óptica, por la iluminación.

Miss Nevada ha sido abducida varias veces por extraterrestres. El foco del escenario parece ponerla sumamente nerviosa y de vez en cuando se dirige al entrevis tador llamándolo Maestro de la Novena Estrella. Miss Alabama ha construido su propio dispositivo nuclear y tiene una lista de encargos. Miss Carolina del Sur quiere hacer carrera en Hollywood. Miss Carolina del Norte se puede besar el codo. Intentamos besarnos el codo pero es mucho más difícil de lo que parece en la televisión. Sujétame con fuerza, por favor. Creo que me estoy cayendo.

Miss Virginia y Miss Michigan son hermanas siamesas. Miss Maryland quiere actuar en los musicales de Broadway. Miss Montana es pirómana, está enamorada del fuego. Miss Texas es asesina a sueldo y además hace exorcismos. Dice que está vigilando a Miss Nueva Jersey. Miss Kansas quiere ser chica del tiempo.

Miss Rhode Island lleva un peinado abultado, voluminoso, lacio y brillante. La parte superior de su cuerpo da pequeñas sacudidas al tiempo que entra en el escenario sentada sobre una silla de ruedas de aspecto sumamente maltrecho. Sólo tiene dos brazos, pero parece tener demasiadas piernas. Y también demasiados dientes. La hemos visto ensayando un número de ballet en la piscina del hotel (más tarde, durante el concurso de talentos, actuará dentro de un tanque hecho de cristal tratado). Tenemos que admitir que Miss Rhode Island tiene talento, pero nos cuesta decir su nombre; demasiadas sibilantes. Además, durante el desayuno, le huele el aliento a pescado crudo, y por la noche nos ha hecho perder el sueño escucharla a través de la pared recitando con voz ronca y entre dientes hechizos, encantamientos y los nombres de los dioses mayores.

Su traje de baño está diseñado para mostrar sus bien torneadas piernas, que agita y contorsiona frente al jurado a modo de tentación. Decidimos que nunca, nunca iremos a vivir a Rhode Island. Puede que nunca nos marchemos de este hotel: quizá nos quedemos a vivir aquí.

Nos comemos con los ojos a algunas de las concursantes en traje de baño, pero intentamos no mirar al resto. Nos hemos hecho una especie de tienda de campaña con la colcha y allí nos sentimos totalmente seguros. Mientras tú me sujetes. No me sueltes.

Hay cinco miembros en el jurado. Una de ellos, una antigua Miss América, lleva una diadema de diamantes y el pelo metido en una redecilla. Es muy majestuosa, pero su boca tiene un gesto muy poco amable. En la mano guarda un espejo que consulta de vez en cuando durante las puntuaciones mientras se pinta los labios con energía. De vez en cuando susurra: «¡Que te pillo, preciosa mía!»

Otro de los jueces es un viejo borracho. Lo vimos en el entarimado del paseo marítimo, frente al vestíbulo del hotel, predicando a las olas con un par de carteles colgando por delante y por detrás. Se estaba mojando los pies. El cartel decía «El fin del mundo se aproxima» y debajo alguien había escrito con pintalabios «Leones, tigres y osos; madre mía».

Dos de los jurados se dan la mano por debajo de la mesa.

El último miembro es conocido por rehuir todo tipo de publicidad, aunque es grande y poderoso. Alrededor de su silla han levantado una cortina semitransparente de color verde y nosotros conjeturamos que está o bien desnudo o bien dormido, o que posiblemente ni siquiera esté ahí.

Empieza el concurso de talentos, donde tienen lugar las actuaciones típicas: claqué, mimo, encantamiento de serpientes. Miss Virginia del Oeste habla en una lengua desconocida, pero de algún modo nosotros entendemos lo que dice. Dice que el mundo acabará pronto, que tendremos seis hijos y que todos tendrán una buena dentadura, que siempre seremos tan felices como lo somos ahora mismo, siempre que no nos soltemos. No me sueltes. Entonces Miss Texas sale al escenario y exorciza a Miss Virginia del Oeste con mucha pompa y boato. El público aplaude con cara de no tenerlas todas consigo.

Miss Nebraska sale y hace juegos de cartas; después sierra a Miss Michigan y a Miss Virginia por la mitad.

Miss Montana hace una pira con canela y otras especias. Construye un trampolín con palillos mondadientes y terrones de azúcar pegados con laca para el pelo. Se sube un momento, espléndida y sin miedo. Entonces despliega las alas y salta. A ambos lados del escenario hay bomberos listos para apagarla, pero ella emerge del fuego, nueva, rosa y reluciente, más bella que antes. Los bomberos la sacan sobre sus hombros, amplios y competentes.

Durante un intervalo musical, ante nuestros ojos, llenan el tanque de cuatro millones de litros. Nos damos el lote como un par de adolescentes juguetones. Así es como nos sentimos, siempre nos sentiremos así. Siempre nos abrazaremos de esta misma manera. Cuando volvemos a mirar la televisión, Miss Oregón camina sobre el agua, pero estamos seguros de que lo han hecho con espejos.

Miss Rhode Island hace su número de ballet, que es un tributo a Esther Williams, pero con más piernas. Aguanta la respiración durante mucho tiempo. A los de la primera fila les han dado impermeables y paraguas, y Miss Rhode Island los deja empapados como una bayeta. Durante el clímax de su espectáculo tiene lugar una misteriosa lluvia de ranas. Miss Texas regresa al escenario.

Te quiero desde la primera vez que te vi. Espantapájaros, mi querido espantapájaros, a ti te quise más que a nadie. ¿A quién se le hubiera ocurrido pensar que acabaríamos en este hotel? Tengo la sensación de que es el principio del mundo. «Esta vez —nos decimos el uno al otro— las cosas irán tal y como las planeamos.» Hemos evitado comernos la manzana de la cesta de fruta de cortesía. Cuando la serpiente que estaba enrollada en la alcachofa de la ducha me habló, llamé al servicio de habitaciones y Miss Ohio, la encantadora de serpientes, vino y se la llevó. Cuando estoy entre tus brazos, no añoro nuestra casa.

Miss Alaska resucita a los muertos. Más tarde esto tendrá serias repercusiones, pero los jueces han tomado una decisión y Miss Texas no tiene permiso para volver a subir al escenario. La sensación general es que ha sido demasiado prepotente, que estaba demasiado ansiosa por hacer un espectáculo de sí misma. Ha perdido la complicidad de los jueces y del público.

Me pides que me ponga el vestido de novia y me haces una corona con el aluminio del champán y esa cosa pequeña de papel que se pone alrededor del asiento del váter. Nos sentamos al borde de la enorme cama, mis pies sobre tu regazo, los tuyos colgando peligrosamente. Ojalá tuviéramos un par de zapatos mágicos. Tú llevas el chaqué y mi ropa interior. Tu ropa interior. Deberíamos haber metido más en la maleta. ¿Qué pasa si no conseguimos volver nunca a casa? Me aprietas el cuello tan fuerte con el brazo que apenas puedo respirar; huelo mi olor en tus dedos.

¿Adónde iremos ahora? ¿Cómo encontraremos el camino a casa? Deberíamos haber llevado piedrecitas en los bolsillos. Puede que nos quedemos a vivir aquí para siempre, en el mes de la miel, en la cama de la luna de miel. Viviremos como reyes y reinas, cenaremos todas las noches del servicio de habitaciones y envejeceremos juntos.

En la televisión, los tramoyistas han cambiado el tanque de agua por una cama elástica. No nos importaría tener una de ésas. Aparece Miss Kansas con el pelo recogido en dos coletas; se nos parte el corazón con los zapatos rojos. Aparte de ellos, no lleva ni una sola prenda de ropa, no necesita nada más. Coloca ambas manos sobre el bastidor de la cama elástica y se empuja hacia arriba de manera que hace el pino sobre ella; las trenzas señalan hacia abajo y los zapatos hacia arriba. Hace chocar los talones con elegancia y salta sobre la cama elástica. Mientras se eleva —pechos y nalgas botando, los brazos girando en el aire— se pone a cantar. Su voz fuerte y desafinada la impulsa por el aire al tiempo que se impele contra la dura tela de la cama como si no tuviera intención de aterrizar nunca jamás.

Sabemos que la canción nos suena.

Saltamos en el borde de la cama a modo de experimento. Las lágrimas corren por nuestras mejillas. Los miembros del jurado lloran sin disimulo. La canción resulta tan familiar. ¿La pusieron en nuestra boda? Miss Kansas da una voltereta en el aire, recoge las rodillas entre los brazos y cae como una roca; vuelve a elevarse y no vuelve a bajar, el aire la mantiene suspendida de la misma manera que tú me sujetas a mí. Cuelga del aire en perfecto equilibrio, como Dios la trajo al mundo, en el terrible, ruidoso aire que parte huesos. Nos aferramos el uno al otro. El viento se levanta. Si me soltaras... No me sueltes...

3. LA ESPOSA DEL DICTADOR

La esposa del dictador vive en el museo del calzado. Durante el horario de visita se tumba en la cama de la planta baja con el resto de piezas en exposición. Cuando entras no la ves, pero la oyes. Está hablando sobre su marido: «Le encantaban las fresas. A mí no me gustan mucho, me saben a gente muerta. Prefiero comer sopa hecha con piedras. Todas las noches comíamos en platos preciosos; no sé a quién pertenecían, yo solamente seguía la pista de los zapatos.»

El museo es un laberinto de vitrinas. Los visitantes pasean por los estrechos pasillos con los codos pegados al cuerpo para no rozar los expositores de cristal. Se mueven hacia el centro de la sala de exposiciones, hacia la voz de la anciana, hasta que se encuentran con una cama. Cajas de cristal apiladas en largas hileras la cercan por los cuatro costados. Dentro de ellas hay pares de zapatos. En la cama está la esposa del dictador, tapada hasta la barbilla con las mantas. Los visitantes se detienen y la miran fijamente.

Ella, vieja y frágil, como si estuviera a punto de desmoronarse, también los mira a ellos fijamente. Ser observado por esta anciana es desconcertante. En los museos de verdad uno va a mirar piezas y nunca al revés. La esposa del dictador está arrugada como uno de aquellos perros, y lleva una peluca negra que es demasiado pequeña para su cabeza. Tiene la dentadura postiza junto a la cama, en un vaso de recuerdo de algún lugar. Se pone los dientes.

La esposa del dictador se fija en los zapatos de los visitantes, hasta que ellos mismos bajan la mirada preguntándose si llevan los cordones desatados.

Otra mujer mayor —pero no tanto— es la que hace pasar a los visitantes. Los martes saca el polvo de las vitrinas con un viejo vestido de seda. «Hoy entrada gratuita —dijo—. Quedaos el tiempo que queráis.»

—Mis zapatos —le dice la esposa del dictador a una visitante que se ha parado a mirarla. Lo dice de la manera en que algunas personas dicen «mis hijos». Tiene cierto acento, o puede que la dentadura no encaje bien—. Las personas no piensan en los zapatos tanto como deberían. ¿Qué les pasa a los zapatos cuando mueres? Una vez muerto, ¿de qué te sirven? ¿Adónde vas a ir?

»Siempre que mi marido hacía matar a alguien, yo iba a ver a su familia y les pedía un par de zapatos de esa persona. A veces no había a quién pedírselo. Mi marido era un hombre muy desconfiado —dice la esposa del dictador.

De vez en cuando la mano derecha desaparece debajo de la peluca, como si buscara algo allí dentro.

—Una familia se sienta a desayunar. La mujer a lo mejor comenta algo sobre el tiempo; puede que alguien pase por allí y le oiga decir algo sobre el tiempo. Entonces vienen los soldados, y se los llevan a todos: marido, mujer e hijos; se los llevan. Les dan palas. Les hacen cavar un agujero enorme; hay más personas cavando agujeros. Entonces los soldados los ponen a todos en fila, padres, madres, hijos y los fusilan.

»En este país uno cree que hablar sobre el tiempo es seguro, pero no lo es. El desayuno tampoco. Yo sobornaba a los soldados y ellos me traían los zapatos de las personas a las que habían matado de un tiro. Al final, en nuestro país había tantas fosas llenas de gente muerta que no se podía hacer un huerto sin desenterrar a alguien. Era un país pequeño, pero los muertos ocupan mucho espacio. Me hice construir armarios especiales para todos los zapatos.

»A veces sueño con esas personas muertas. Nunca dicen nada, simplemente se quedan ahí de pie, descalzos, mirándome.

Debajo de las mantas, la esposa del dictador no parece más que un montón de tazas, huesos, cuchillos y palos dispuestos de manera concreta. El visitante no puede distinguir si lleva zapatos o no; no les gusta pensar en los zapatos de la esposa del dictador —relucientes y negros como ataúdes—, escondidos debajo de las sábanas. Pero puede que al visitante tampoco le guste pensar en sus pies fríos y desnudos. Y esa cama... ¿Quién sabe qué hay debajo? Personas muertas colocadas en parejas, como zapatillas de andar por casa.

—Me casé con él cuando tenía quince años —dice la esposa del dictador.

La esposa del dictador dice:

—Me consideraban la chica más hermosa del país (recuerda que no era un país grande). Todos los periódicos publicaban fotos mías. Mis padres querían que me casara con un hombre más mayor que tenía un gran patrimonio; tenía mala dentadura, pero su mirada era muy amable. Pensé que sería buen marido, por eso dije que sí. El vestido era precioso: unas monjas habían hecho el encaje. La cola medía doce pies de largo y les pedí a una docena de chicas de buena familia que la sujetaran en el aire detrás de mí cuando subiera hacia el altar. La modista dijo que parecía una estrella de cine o una santa.

»El día de la boda, el dictador me vio en el coche de mi padre. Me siguió hasta la iglesia y me dio a elegir.

»Dijo que se había enamorado de mí. Que podía casarme con él, o haría fusilar a mi prometido.

»El dictador no llevaba mucho tiempo en el poder y ya se oían rumores, pero nadie los creía. Mi prometido dijo que el dictador debía salir con él para hablar de hombre a hombre o que, si no, podían pelear. Pero el dictador le hizo una señal a uno de los soldados y éstos lo sacaron a rastras y le pegaron un tiro.

»Entonces el dictador dijo que podía casarme con él, o bien haría que le pegaran un tiro a mi padre. Él era un hombre muy influyente y creo que estaba convencido de que el dictador no se atrevería a matarlo. Pero lo sacaron fuera y le asestaron un disparo junto a la puerta de la iglesia a pesar de mis súplicas para que no lo hicieran.

»Mi madre dijo que también tendrían que fusilarla a ella, porque ya no tenía intención de seguir viviendo. Estaba temblando. El dictador parecía muy decepcionado: no estaba siendo razonable. Ella me miró según se la llevaban, pero no habló. Se le cayó un zapato; no se detuvieron para darle la oportunidad de recogerlo.

»Tenía un par de hermanos gemelos, un año mayores que yo. Cuando los soldados se llevaron a mi madre, corrieron tras ella. Al salir por la puerta, los soldados los mataron a balazos. Creí que el dictador iba a hacer que a mí también me llevaran afuera, pero mi hermana Effie empezó a sollozar. Dijo que no quería morir y que tampoco quería que muriera yo. Ella era muy joven, así que dije que me casaría con el dictador.

»Los soldados nos escoltaron hasta el exterior. Cuando llegamos a la puerta, el dictador se agachó; recogió el zapato de mi madre y me lo dio como si fuera una muestra de su amor. Un recuerdo.

»Al día siguiente Effie y yo enterramos a mis padres, a mis hermanos y a mi prometido. Les lavamos el cuerpo y los vestimos. Los metimos en unos buenos ataúdes, robustos, y los enterramos. Pero los enterramos descalzos. Me llevé los zapatos de mis padres y mi prometido a casa del dictador a modo de ajuar; sin embargo, entregué a Effie a una tía para que cuidara de ella.

Debajo de la peluca desgreñada, la cara de la esposa del dictador parece el rostro de un anciano malvado y —tan sólo durante un instante— el visitante podría pensar que no es en absoluto la esposa del dictador quien yace en la cama, sino el propio dictador camuflado bajo una peluca vieja y sucia.

—Era demasiado guapa —dice ella—. Maté a muchos hombres. El dictador hacía matar a cualquiera —hombres, mujeres— que me mirara durante demasiado tiempo. Mataba a mujeres porque había escuchado a alguien decir que eran más guapas que yo. Mató a mi peluquera porque le pedí que me rapara la cabeza; no quería que la gente me mirara. Pensé que si no tenía pelo, nadie me miraría por ser hermosa.

La esposa del dictador dice:

—No me volvió a crecer el pelo. Llevaba pelucas hechas por peluqueros muertos con pelo de mujeres muertas. Tenía armarios llenos de zapatos de gente muerta. A veces iba y me sentaba dentro, me probaba los zapatos.

Dice:

—Solía pensar todo el tiempo en matarlo, pero era difícil. Había niños que se sentaban con nosotros a la mesa y probaban su comida. Todas las noches antes de irme a dormir, los soldados me registraban. Él dormía con un chaleco antibalas, tenía un amuleto que le hicieron las brujas. Yo era joven. Le tenía miedo.

»Nunca dormí a solas con él. Durante mucho tiempo pensé que el matrimonio era así: un hombre y su mujer en una habitación con un guardaespaldas que vigilaba lo que hacían. Cuando el dictador se dormía, él se quedaba despierto. Se quedaba de pie junto a la cama para vigilarme, pero eso me solía hacer sentir segura. Yo no quería estar sola en la habitación con el dictador.

»No sé por qué mataba gente. Tenía pesadillas. Una adivina solía venir a casa a interpretarle los sueños. Se quedaban solos durante horas y entonces tenía que entrar yo a explicarle los míos. Él esperaba al otro lado de la puerta, escuchándome. Yo sabía que estaba ahí fuera por el olor.

»Nunca soñé con el dictador. Mis sueños eran maravillosos. Estaba casada, mi marido era apuesto y gentil. Vivíamos en una casa pequeña y discutíamos por pequeñeces. Por los nombres que les íbamos a poner a nuestros hijos, a quién le tocaba hacer la cena. Si yo era tan guapa como una estrella de cine.

»Una vez nos peleamos y le tiré un cazo de agua caliente. Erré el tiro y me quemé. Después de eso, siempre que soñaba tenía una cicatriz en la mano. De una quemadura. En mis sueños mi marido solía besármela.

La esposa del dictador dice:

—La adivina nunca decía nada cuando yo le contaba mis sueños, pero cada vez estaba más delgada. Creo que era la mala dieta: los sueños del dictador y los de su esposa. Como comer piedras.

»Soñé que engordaba por los embarazos. Todas las noches, mis sueños eran como una historia maravillosa que me contaba a mí misma. Me quedaba dormida en la cama del dictador; el guardia nos miraba desde arriba y yo me pasaba la noche soñando con mi casa, mi marido y mis hijos.

»Y aquí viene lo raro —dice la esposa del dictador—, porque en mis sueños, todos nuestros hijos eran zapatos. Sólo daba a luz zapatos.

El visitante estará de acuerdo con que es bastante extraño. En sueños, los hijos de los visitantes siempre son más pequeños de lo que son en realidad. Puedes cogerlos a todos en una mano, todos, como piedrecitas. Bajo la lluvia o en el agua del baño se hacen transparentes y tan sólo sus siluetas se distinguen levemente.

—Mi vida era muy rara —dice la esposa del dictador—. ¿Por qué no lo iban a ser también mis sueños? Pero amaba a aquellos hijos. Eran buenos hijos. A veces lloraban por la noche como los bebés de verdad. A veces lloraban tanto que me despertaba. Me despertaba sin saber dónde estaba, hasta que levantaba la mirada y veía al guardaespaldas del dictador vigilándome. Entonces podía volver a dormir.

»Una noche —dice—, el dictador tuvo un sueño, no sé qué soñó. Estuvo dando vueltas en la cama toda la noche. Cuando se despertó hizo que trajeran a la adivina. Era muy temprano, aún no había salido el sol, y yo me escondí entre mis armarios. Le dijo algo a la adivina, pero no sé el qué. Entonces vinieron sus soldados y se la llevaron, y yo escuché cómo la arrastraban escaleras abajo hasta el jardín. La mataron de un tiro y un ratito después salí y le quité los zapatos. Me alegré por ella.

»Nunca le pregunté por qué la mató ni por qué mataba a cualquier otro. Mientras estuvimos casados no le hice ni una sola pregunta. Era como la adivina: nunca decía nada a no ser que él me preguntara. Nunca le miraba a la cara. En lugar de eso le miraba los zapatos. Creo que él pensaba que los miraba porque estaban sucios o no lo suficientemente relucientes y por eso los pulía hasta que podía verme la cara reflejada. Calzaba un cuarenta y dos. Una vez me los probé, pero me apretaban los costados. Yo tengo pies de campesino y sus zapatos eran estrechos como ataúdes.

Las lágrimas se deslizan por las mejillas de la esposa del dictador y ella se las lame.

—Tuve una hija —dice—, ¿te lo había contado? La noche antes de que naciera, el dictador tuvo otro sueño. Se despertó con un grito y me agarró del brazo. Me lo contó. Dijo que había soñado que nuestra hija iba a crecer y matarlo.

Durante un rato no dice nada. Puede que los visitantes acaben sintiéndose incómodos y desvíen la mirada hacia las hileras de zapatos metidos en cajas de cristal. La cama y la esposa del dictador se reflejan en cada lámina de vidrio.

—Cuando mi hija nació —dice la esposa del dictador—, la metieron en una caja. Tiraron la caja al agua del puerto y se hundió. No llegué a ponerle nombre. No llegó a llevar zapatos. Era calva como yo.

La esposa del dictador vuelve a quedarse callada. En mitad de aquel silencio, las cajas de cristal parecen emitir un leve zumbido. Se percibe un olor como si tuviéramos a alguien cerca. Las personas de debajo de la cama escuchan. En la otra esquina, la otra anciana tararea mientras quita el polvo de las vitrinas. Llegado este punto, el visitante pregunta vacilante:

—Entonces, ¿cómo creció para matar al dictador?

La esposa del dictador dice:

—Estaba muerta, así que no pudo. Un día el dictador salió al jardín a recoger fresas y pisó un trozo de metal que le atravesó el zapato. Se le infectó el pie. Se metió en la cama y allí es donde murió seis días después.

La voz de la esposa del dictador se hace áspera y pequeña. Bosteza.

—Nadie sabía qué hacer. Algunos pensaban que yo debía ser ejecutada. Otros, que era una heroína. Querían elegirme como presidenta. Yo aún no quería estar muerta y tampoco quería quedarme allí, así que empaqueté todos los zapatos. Todos y cada uno de ellos. Fui a casa de mi tía y ella empaquetó las cosas de Effie. ¡Effie había crecido muchísimo! Estaba dando un paseo por fuera sin sombrero, como si la luz del sol no pudiera hacerle daño. No nos reconocimos. Nos embarcamos y nos fuimos cuanto más lejos mejor. Vinimos aquí. Yo traía noventa y cuatro baúles y en ellos no había nada más que zapatos.

La esposa del dictador deja de hablar. Mira al visitante con glotonería, como si estuviera delicioso. Tiene aspecto de querérselo comer de un bocado y escupir sus zapatos como si fueran huesos de melocotón. El visitante oye a Effie acercarse por el pasillo, pero la esposa del dictador no dice ni una palabra más. Se queda tumbada en la cama después de quitarse los dientes y dejarlos de nuevo en el vaso, junto a la cama.

Effie le hace una señal al visitante para que la siga. Cada vitrina tiene un nombre impreso sobre una tarjeta diminuta. No se puede ver por encima de las cajas apiladas, pero sí a través de ellas. La luz se ha acumulado dentro y el cristal está caliente.

—Mira —dice Effie—, estos zapatos pertenecieron a una cantante de ópera famosa.

Los zapatos de la cantante tienen tacones altos de color verde y botones de marfil en el costado. El visitante mira los pies de Effie; ella lleva sandalias de madera —Dr. Scholl— con hebillas gruesas de cuero rojo. Lleva las uñas pintadas de color rojo, a juego con las hebillas. Cuando se da cuenta de que el visitante está mirando hacia abajo, se agacha y gira una pequeña llave que hay en el lateral del calzado. Unas ruedecillas rojas salen de las suelas de las Dr. Scholl. Gira la llavecita de la otra y se endereza. Ahora es mucho más alta.

Frota una vitrina de cristal con el polvoriento vestido una vez más y la golpea con fuerza con los dedos. Suena como una campana.

—El museo acaba de cerrar —le dice al visitante—. A las tres hay una serie con final feliz que quiero ver.

Se aleja patinando por el estrecho pasillo de cristal, guardando un equilibrio precario sobre sus espléndidas sandalias.

4. FINAL FELIZ

El hombre y la mujer están cogidos de la mano. Se van a casar pronto. Si miraras debajo de la mesa, verías que no llevan zapatos; están encima de la mesa. La adivinadora dice:

—Ha sido una suerte que os encontrarais, ¿sabéis? La mayoría de las personas no tienen tanta suerte.

Mira los zapatos fijamente —un par de botas viejas de color negro y un par de zapatillas de lona— como si nunca hubiera visto unos tan espléndidos, tan increíbles. Nunca nadie le ha traído un par de zapatos como aquéllos. Eso es lo que su expresión muestra.

—Os van a hacer muchos regalos de boda, regalos muy buenos —dice—. No quiero arruinaros la sorpresa, pero os darán dos cafeteras. Creo que deberíais quedaros con las dos, quizá se os estropee una de ellas.

—¿Qué más? —dice el hombre.

—Queréis saber si tendréis hijos, ¿verdad? Sí, tendréis críos; un par. Críos inteligentes. También tendréis nietos inteligentes. Pelirrojos. ¿Os gusta la jardinería?

El hombre y la mujer se miran y se encogen de hombros.

—Bueno, veo un jardín —dice la adivinadora—. Sí, un jardín, definitivamente. Plantaréis alhelí. Alhelí y tomates. Por eso yo te canto a ti, lindo capullo de alhelí, dame tu aroma seductor y un poquito de tu amor. Fabas. Vaya, ¿de verdad?

—Nat King Cole. Habas —dice el hombre—, se dice habas con hache.

—De acuerdo —dice la adivinadora—, habas con hache, tomates y alhelí. Cuando os hagáis mayores. ¿Qué más queréis saber?

—¿Envejeceremos juntos? —dice la mujer.

—Bueno, eso parece. A ver... yo creo que tiene buena pinta. Sí. Os hacéis viejos juntos. Canas y todo eso. Cultiváis cosas en el jardín, vuestros nietos os visitan, tenéis amigos y ellos también os visitan. Todas las noches son una fiesta. —Le da la vuelta a la bota y estudia el talón—. Vaya.

—¿Qué? —dice la mujer.

—Cómo os conocisteis, qué bonito. Mira esto. —La adivina señala la suela desgastada—. Fue una cita a ciegas. ¿Veis a qué me refiero con lo de la suerte?

—¿Y eso lo ves en el zapato? —dice el hombre.

—Sí. Claro como el agua. Como lo del jardín y los nietos. Cita a ciegas, primer beso, ¿eh? A la siguiente cita te invitó a cenar a su casa, pero antes lavó las sábanas. ¿Quieres que siga?

—¿Dónde viviremos? —dice la mujer—. ¿Nos pelearemos por el dinero? ¿Seguirá roncando cuando se haga mayor? Su sentido del humor... ¿seguirá contando los mismos chistes tontos?

—Escuchadme, vais a tener una buena vida. No querréis que os dé todos los detalles, ¿no? Marchaos a casa, planead vuestra boda, casaos. Creo que deberíais casaros a cubierto, porque quizá llueva. El tiempo no se me da bien. Seréis felices, os lo prometo. La felicidad sí se me da bien. Es lo que mejor veo. Si queréis saber algo sobre ronquidos, cáncer de mama o hipotecas, id a ver a la mujer de al lado, que lee las hojas del té.

»Envejeceréis juntos —les dice—. Os sentiréis cómodos el uno con el otro. Os lo prometo. Confiad en mí. Os veo, los dos estaréis sentados en el jardín. Tenéis tierra debajo de las uñas y bebéis limonada. No sé si es casera o no, pero es perfecta. No es demasiado dulce. Estáis recordando que yo ya os dije todo esto, acordaos de que os lo dije. Que teníais mucha suerte por haberos encontrado. Juntos os sentiréis cómodos, como un viejo par de zapatos.

 

PIEL DE GATO

Los gatos entraban y salían de la casa durante todo el día. Las puertas y ventanas quedaban abiertas, y había otras puertas —del tamaño de un gato y privadas— en los muros y en el desván. Los gatos eran grandes y muy pulcros, pero nadie sabía sus nombres (o si de hecho los tenían), a excepción de la bruja.

Algunos gatos eran del color de la nata y otros, pintos. Otros eran más negros que el carbón. Todos colaboraban en los tejemanejes de la bruja. Algunos entraban en su habitación con cosas en la boca y, cuando volvían a salir, la tenían vacía.

Los gatos trotaban y se movían a hurtadillas, daban brincos y se agachaban. Estaban ocupados. Con movimientos félidos, o quizá como de mecanismo de relojería, movían la cola como un péndulo peludo. No prestaban atención a los hijos de la bruja.

Por aquel entonces la bruja tenía tres hijos vivos, aunque en un momento dado llegó a tener docenas, tal vez más. Nadie, y mucho menos la bruja, se había molestado en contarlos, sin embargo, tiempo atrás la casa había estado repleta de gatos y bebés.

Como las brujas no pueden tener hijos de la forma normal —su útero está lleno de paja, ladrillos o piedras y, cuando paren, paren gazapos, gatitos, renacuajos, casas, vestidos de seda...— y como, aun así, hasta las brujas deben tener herederos y desean ser madres, la bruja había adquirido a sus hijos por otros medios: los había robado o comprado.

Le apasionaban los niños con cierto tono de pelo pelirrojo. No podía con los gemelos (eran un tipo de magia perversa), pero alguna vez había intentado formar un juego, como si en lugar de una familia estuviera juntando piezas para un tablero de ajedrez. Si uno dijera «el juego de piezas de ajedrez de una bruja» en lugar de «la familia de una bruja», no le faltaría razón. Puede que esto también sea cierto en el caso de otras familias.

Una de las niñas creció de su muslo como un quiste. A otros los había hecho con cosas del jardín o pedazos de basura que los gatos le habían traído: papel de aluminio con grasa de pollo pegada, televisores rotos, cajas de cartón que los vecinos habían tirado. Siempre había sido una bruja muy ahorrativa.

Algunos de estos niños se escaparon y otros murieron. A otros simplemente los había perdido o se los había olvidado sin querer en el autobús. Una quisiera que esos niños hubieran sido adoptados por buenas familias o devueltos a las originales. Si te prometes un final feliz para esta historia, entonces quizá deberías dejar de leer ahora mismo e imaginarte a esos niños y a esos padres, los reencuentros.

¿Sigues leyendo? La bruja, en su habitación, se estaba muriendo. Su enemigo, un brujo llamado Lack, la había envenenado. El niño Finn, que era quien probaba sus comidas, ya había muerto, así como los tres gatos que lamieron el plato hasta que quedó limpio. La bruja sabía quién la había matado y le arrebataba pedacitos de tiempo al proceso de morirse, aquí y allá, para llevar a cabo su venganza. Una vez hubo solucionado satisfactoriamente la cuestión del escarmiento y le había dado forma en su cabeza como una bola de cordel negro, empezó a dividir sus pertenencias entre los tres hijos que le quedaban.

En la comisura de los labios tenía restos de vómito, y junto a la cama había un cuenco lleno de un líquido negro. La habitación olía a pis de gato y cerillas mojadas. La bruja jadeaba como si estuviera dando a luz su propia muerte.

—Flora se quedará con mi automóvil —dijo— y también con mi monedero, que nunca estará vacío mientras dejes una moneda en el fondo, mi querida, mi despilfarradora, mi derrochadora, mi gota de veneno, mi preciosa, preciosa Flora. Y cuando yo haya muerto, toma la carretera frente a la casa y dirígete hacia el oeste. Éste es mi último consejo.

Flora, la mayor de los hijos que le quedaban a la bruja, era pelirroja y elegante. Ya llevaba mucho tiempo esperando su muerte, pero había sido paciente. Le dio un beso en la mejilla y dijo:

—Gracias, madre.

La bruja la miró, tan cansada. Veía la vida de Flora desplegada ante ella, plana como un mapa. Quizá a todas las madres les alcance la vista para eso.

—Jack, amor mío, mi nido de pájaro, mi mordisco, mi migaja de gachas de avena —dijo la bruja—, a ti te dejo los libros. Adonde voy, no los necesitaré. Y cuando te marches de la casa, emprende camino hacia el este y nunca te lamentarás más que ahora.

Jack, que una vez fue un pequeño fardo de plumas, ramitas y cáscara de huevo atados con un cordel deshilachado, era un muchacho robusto, casi un hombre. Si era capaz de leer, solamente los gatos lo sabían. Pero asintió y besó los labios grises de su madre.

—¿Y qué puedo dejarle a mi chico, a mi Pequeño? —dijo la bruja entre convulsiones antes de volver a vomitar en el cuenco. Los gatos se apresuraron hacia el borde para inspeccionar el vómito. La bruja hundió los dedos en la pierna de Pequeño—. Oh, es duro, durísimo para una madre tener que abandonar a sus hijos (aunque he hecho cosas peores). Los niños necesitan una madre, aunque se trate de una como la que yo he sido.

Se secó los ojos, a pesar de que sea un hecho confirmado que las brujas no pueden llorar.

Pequeño, que aún dormía en la cama de la bruja, era el más joven de sus hijos (quizá no tan joven como crees). Se sentó en la cama y si no lloraba era porque los hijos de las brujas no tienen a nadie que les enseñe para qué sirve el llanto. Se le estaba partiendo el corazón.

Pequeño sabía hacer malabares y cantar, y todas las mañanas cepillaba y trenzaba la larga y sedosa cabellera de la bruja. Todas las madres desearían tener un niño como él, un chico de cabeza ensortijada, aliento dulce y corazón tierno como Pequeño, que sabe hacer una buena tortilla y que tiene buena voz para cantar y mucho cuidado con el cepillo.

—Madre —dijo—, si tienes que morir, que así sea. Y si yo no puedo ir contigo, haré lo que pueda por seguir viviendo y hacer que estés orgullosa de mí. Dame el cepillo como recuerdo y yo mismo encontraré mi camino en el mundo.

—En ese caso, puedes quedarte con él —le dijo la bruja a Pequeño, mirándolo y jadeando, resollando—. Eres al que más quiero: te dejo mi caja de yesca y las cerillas, además de mi venganza. Harás que me sienta orgullosa de ti, o de lo contrario no conozco a mis hijos.

—¿Qué hacemos con la casa, madre? —dijo Jack. Lo dijo como si no le importara.

—Cuando haya muerto, la casa no le servirá a nadie para nada. Yo la parí, fue hace mucho, mucho tiempo; la crié cuando no era más que una casita de muñecas. Oh, era la casita de muñecas más querida y mimada. Tenía ocho habitaciones, un tejado de zinc y una escalera que no llevaba a ninguna parte. Pero yo la cuidaba y la mecía en la cuna hasta que se dormía, y llegó a convertirse en una casa de verdad. Mira cómo ha velado por mí, su progenitora, mira cómo sabe el deber que tiene un hijo para con su madre. Y quizá podáis ver cómo está ahora, cómo sufre, cómo está enfermando por verme morir así. Dejádsela a los gatos, ellos sabrán qué hacer con ella.

Durante todo este tiempo los gatos han estado entrando y saliendo de la casa con prisa, trayendo cosas y llevándose otras. Parece como si nunca fueran a aflojar el paso, a descansar, a echar una cabezadita, como si nunca fueran a tener tiempo de dormir o morirse, o incluso de llorar su muerte. Tienen cierto aspecto señorial, como si la casa ya fuera suya.

La bruja vomita barro, pelo, botones de cristal, soldaditos de plomo, paletas de albañil, alfileres para sombreros, chinchetas, cartas de amor (con la dirección equivocada o sin suficientes sellos pero jamás leídas) y una docena de regimientos de hormigas rojas, cada una de ellas tan larga y ancha como una alubia. Cruzan a nado el peligroso cuenco apestoso, trepan por el borde y desfilan por el suelo formando una cinta reluciente. Llevan pedacitos de tiempo entre las mandíbulas. Incluso en trozos así de pequeños el tiempo es pesado, pero las hormigas tienen las mandíbulas y las patas muy fuertes. Ahí van, marchando por el suelo, por la pared, hasta salir por la ventana. Los gatos miran, pero no interfieren. La bruja respira entrecortadamente, tose y se queda inmóvil. Sus manos golpean la cama una vez y después se quedan quietas. Aun así, los hijos esperan para estar seguros de que está muerta y que no tiene nada más que decir.

En casa de la bruja, a veces los muertos son muy parlanchines.

Sin embargo, esta vez la bruja no tiene nada más que decir.

La casa gime y los gatos empiezan a maullar lastimeramente mientras entran y salen de la habitación como si se hubieran dejado algo atrás y tuvieran que ir a cazarlo (pero nunca lo encontrarán). Y los hijos, por fin comprenden que saben llorar, pero a pesar de eso la bruja sigue inmóvil y en silencio. Tiene una ligera sonrisa en los labios, como si todo hubiera ocurrido de acuerdo con sus deseos. O quizá tenga muchas ganas de llegar a la siguiente parte de la historia.

Los hijos enterraron a la bruja en una de las casitas de muñecas que no había terminado de crecer. La metieron a presión en el salón de la planta baja y derribaron las paredes interiores de manera que la cabeza descansaba sobre la mesa de comedor que había en el rincón de la cocina y los tobillos pasaban por la puerta de una habitación. Pequeño le cepilló el pelo y, como no sabía qué querría ponerse ahora que estaba muerta, le puso todos los vestidos, uno encima del otro, y otro y otro hasta que apenas podía distinguir los pálidos brazos y piernas bajo las capas de enaguas, abrigos y vestidos. No tenía importancia: una vez cerraron la casita con clavos, todo lo que podían ver era la corona roja que era su cabeza a través de la ventana de la cocina y los tacones gastados de los zapatos de baile golpeando contra las persianas del dormitorio.

Jack, que era un manitas, se las arregló para ponerle ruedecillas a la casita de muñecas, además de unas correas para poder tirar de ella. Se las ataron a Pequeño y él estiraba mientras que Flora empujaba y Jack hablaba con la casita y la convencía para que avanzara colina arriba, y después colina abajo hasta el cementerio, con los gatos corriendo junto a ellos.

Los gatos empiezan a tener un aspecto gastado, como si estuvieran mudando el pelaje. Parece como si tuvieran la boca muy vacía. Las hormigas se han marchado desfilando por el bosque hasta el pueblo, y han hecho un hormiguero en tu jardín con los pedazos de tiempo. Si sujetas una lupa sobre el hormiguero para ver cómo bailan y se queman, el tiempo se incendiará y tú tendrás que lamentarlo.

Al otro lado de la valla del cementerio, los gatos habían cavado una tumba para la bruja. Los hijos inclinaron la casita hasta que cayó dentro con la ventana de la cocina por delante. Entonces se dieron cuenta de que no era suficientemente profunda y la casita se quedó cabeza abajo, con cara de estar incómoda. Pequeño se echó a llorar (ahora que había aprendido a hacerlo, parecía que se iba a pasar la vida practicando), pensando en lo horrible que sería pasar la muerte y el resto de la eternidad patas arriba y mal enterrada, sin ni siquiera sentir la lluvia cuando caiga sobre los tablones descubiertos de la casita y se cuele por dentro, te llene la boca y te ahogue, y tengas que morir de nuevo siempre que llueva.

La chimenea de la casita se había partido y había caído al suelo. Uno de los gatos la recogió y se la llevó como si fuera un recuerdo. Se la llevó al bosque, se la comió bocado a bocado y salió de esta historia para entrar en otra. Pero eso no nos concierne.

El resto de los gatos traía tierra en la boca y la amontonaba alrededor de la casita con las zarpas. Los hijos también ayudaron y, al terminar, habían conseguido enterrar bien a la bruja, de modo que sólo se veía la ventana de la habitación: una pequeña hoja de cristal sobre una pequeña colina de tierra, como un ojo.

De camino a casa Flora se puso a flirtear con Jack. Quizá le gustara cómo le quedaba la ropa negra que se puso para el funeral. Hablaron de lo que pensaban ser ahora que ya eran mayores. Flora quería encontrar a sus padres; era una chica muy guapa, alguien querría cuidar de ella. Jack dijo que le gustaría casarse con una mujer rica, y de esta manera empezaron a hacer planes.

Pequeño caminaba algo rezagado mientras los escurridizos gatos se le metían por entre las piernas y se frotaban contra sus tobillos. Tenía el cepillo de la bruja en el bolsillo y deslizaba los dedos por el mango de cuerno tallado buscando consuelo.

Cuando llegaron a casa, el edificio tenía un aspecto peligroso y desconsolado, como si hubiera empezado a separarse de sí mismo. Flora y Jack no quisieron volver a entrar. Abrazaron a Pequeño con amor y le preguntaron si no quería ir con ellos. Le hubiera gustado, pero ¿quién se iba a ocupar de los gatos de la bruja, de la venganza? Así que los vio partir juntos hacia el norte. ¿Desde cuándo hacen caso los hijos a sus madres?

Jack ni siquiera se ha molestado en llevarse la biblioteca de la bruja: dice que en el maletero no cabe todo. Cuenta con Flora y su monedero mágico.

Pequeño se sentó en el jardín y cuando tuvo hambre comió hierba, fingiendo que era pan y leche y tarta de chocolate. Bebió agua de la manguera del jardín. Cuando empezó a oscurecer se sintió más solo que en toda su vida y los gatos de la bruja no le hicieron mucha compañía. Él no les dijo nada y ellos tampoco tenían nada que contarle sobre la casa, el futuro, la venganza de la bruja o dónde se suponía que iba a dormir. Siempre había dormido con ella en la cama, así que finalmente bajó la colina y regresó al cementerio.

Algunos de los gatos seguían encaramándose a la tumba, cubriendo la base del túmulo con hojas, hierba, plumas y su propio pelo. Era una especie de nido mullido en el que tumbarse. Cuando Pequeño se quedó dormido con la mejilla pegada al frío cristal de la ventana del dormitorio y la mano enroscada alrededor del cepillo que tenía dentro del bolsillo, los gatos aún estaban atareados —los gatos siempre tienen algo que hacer—; pero cuando se despertó en mitad de la noche, estaba envuelto de pies a cabeza en los cálidos cuerpos de los gatos, que olían a hierba.

Tiene una cola enrollada como una cuerda alrededor de la barbilla y se oye el murmullo de las respiraciones; bigotes y zarpas se mueven nerviosamente, panzas sedosas suben y bajan rítmicamente. Todos los gatos están sumidos en un sueño desesperado, agotado, abrumado; todos menos uno: una gata blanca que está sentada junto a su cabeza, observándolo. Pequeño no la había visto nunca y aun así la conoce, de la misma manera que uno conoce a las personas que lo visitan en sueños. Es blanca por todas partes, excepto por los mechones y flecos rojizos de las orejas, cola y patas, como si alguien le hubiera bordado un ribete de fuego.

—¿Cómo te llamas? —dice Pequeño. Nunca ha hablado con los gatos de la bruja.

La gata levanta una pata y se lame un lugar íntimo; después lo mira.

—Puedes llamarme Madre —dice.

Pero Pequeño niega con la cabeza, no puede llamar así a una gata. Enterrado bajo la manta de gatos, al otro lado de la ventana, el tacón español de la bruja bebe luz de luna.

—Muy bien, en ese caso puedes llamarme La venganza de la bruja —dice la gata. No mueve el morro, sino que la oye hablar dentro de su cabeza. Tiene la voz peluda y penetrante, como una manta hecha de agujas—. Y puedes cepillarme el pelaje.

Pequeño se sienta desplazando en el acto a varios gatos dormidos y saca el cepillo del bolsillo. Las cerdas le han dejado hileras de pequeñas hendiduras en la rosácea palma de la mano, como si fueran alguna especie de código. Si lo pudiera leer, diría: «Cepíllame el pelaje.»

Pequeño cepilla el pelaje de La venganza de la bruja. Tiene tierra y un par de hormigas rojas, que saltan y salen disparadas. La venganza de la bruja baja la cabeza hasta el suelo y las atrapa entre sus fauces. El montón de gatos que los rodea se estira y bosteza. Hay cosas que hacer.

—Tienes que quemar la casa —dice La venganza de la bruja—. Eso es lo primero.

El cepillo de Pequeño se engancha en un mechón enredado y la gata se gira y le da un mordisquito en la muñeca. Después le lame aquel punto sensible entre el pulgar y el índice.

—Ya es suficiente —dice—, tenemos trabajo que hacer.

Así que todos vuelven a la casa. Pequeño da traspiés en la oscuridad, alejándose cada vez más y más de la tumba de la bruja mientras los gatos corretean junto a él con los ojos encendidos como antorchas y ramitas en la boca como si fueran a construir un nido, una canoa, una valla para mantener alejado al mundo. Cuando llegan, la casa está iluminada y repleta de más gatos y montones de astillas y ramitas. Hace un ruido peculiar, como si alguien respirara dentro de un instrumento de música. Pequeño se da cuenta de que los gatos están maullando incesantemente mientras entran y salen por las puertas para recoger más yesca.

—Primero debemos cerrar todas las puertas —dice La venganza de la bruja.

Entonces Pequeño cierra las puertas y ventanas de la planta baja y sólo deja abierta la de la cocina. La venganza de la bruja cierra los pestillos de las puertas secretas, las de los gatos, las del desván y el tejado y las del sótano. No queda abierta ni una sola puerta secreta. Ahora todo el ruido está concentrado en el interior y Pequeño y La venganza de la bruja están fuera.

Todos los gatos han entrado por la puerta de la cocina, no queda ni uno en el jardín. Pequeño los ve a través de las ventanas, disponiendo los montones de ramitas. La gata se sienta junto a él y observa.

—Ahora enciende una cerilla y tírala dentro.

Pequeño la enciende. La lanza dentro. A cualquier chico le gusta prender fuego.

—Ahora cierra la puerta de la cocina —dice La venganza de la bruja, pero Pequeño no puede. Los gatos están dentro. La gata se yergue sobre sus patas traseras y empuja la puerta. Dentro, la cerilla encendida hace que algo prenda. El fuego se extiende por el suelo y las paredes. Los gatos se prenden y corren hacia otras habitaciones de la casa. Pequeño lo ve todo por las ventanas. Se queda de pie con la cara pegada al cristal, que al principio está frío, después caliente y al final ardiendo. Gatos encendidos con ramitas en llamas en la boca se apelotonan contra la puerta de la cocina y el resto de puertas de la casa, pero están todas cerradas. Pequeño y La venganza de la bruja se quedan en el jardín, viendo cómo se quema la casa de la bruja con los libros de la bruja, los sofás de la bruja, las ollas de la bruja y los gatos de la bruja; sus gatos —todos los gatos— se queman.

Jamás deberías quemar una casa. Nunca deberías hacer arder un gato. Nunca deberías quedarte mirando sin hacer nada mientras una casa se quema. Nunca deberías escuchar a una gata que te dice que hagas cualquiera de estas cosas. Deberías escuchar a tu madre cuando te dice que dejes de mirar, que te vayas a la cama, que te duermas. Deberías escuchar a la venganza de tu madre.

Jamás deberías envenenar a una bruja.

Por la mañana, Pequeño se despertó en el jardín, cubierto de una capa grasienta de hollín. La venganza de la bruja estaba acurrucada sobre su pecho, durmiendo. La casa seguía en pie, pero las ventanas se habían derretido y desparramado por la pared.

La gata se despertó, se desperezó y lavó a Pequeño con su lengua de piel de tiburón. Exigió que la cepillara y después entró en la casa y salió cargando un pequeño fardo. Colgaba de su boca, sin huesos, como un gatito.

Pequeño se dio cuenta de que era una piel de gato, sólo que dentro ya no estaba el animal. La venganza de la bruja lo dejó caer sobre su regazo.

Lo cogió, y algo brillante cayó de dentro de la ligera piel holgada. Era una moneda de oro, aceitosa y resbaladiza, cubierta de grasa. La venganza de la bruja sacó docenas tras docenas de pieles de gato y dentro de cada una de ellas había una moneda. Mientras Pequeño contaba su fortuna, la gata se arrancó una de las uñas de un mordisco y sacó un pelo largo del cepillo de la bruja. Se sentó en la hierba con las patas cruzadas como una modista y se puso a coser un saco con las pieles.

Pequeño empezó a temblar. No tenía nada para desayunar más que hierba, que estaba negra y calcinada.

—¿Tienes frío? —le dijo La venganza de la bruja. Dejó el saco a un lado y escogió otra piel, una negra y bonita, y con una garra afilada le hizo un tajo por el centro—. Voy a hacerte un traje bien cálido.

Utilizó la piel de un gato negro y la de un gato manchado, e hizo un ribete alrededor de las patas a rayas grises y blancas.

—¿Sabías que una vez se libró una batalla exactamente en este pedazo de terreno? —le dijo a Pequeño mientras cosía.

Pequeño negó con la cabeza.

—Dondequiera que haya un jardín —dijo La venganza de la bruja rascando la tierra con las garras—, te prometo que hay personas enterradas debajo. Mira.

Arrancó un pequeño grumo marrón, se lo metió en la boca y lo limpió con la lengua. Cuando lo escupió, Pequeño vio que se trataba de un botón de marfil de regimiento. La venganza de la bruja desenterró más botones —como si los botones de marfil crecieran en el suelo— y se los cosió a la piel de gato. Le hizo una capucha con dos agujeros para los ojos y unos bigotes, y cosió cuatro colas a la parte trasera del traje, como si la que ya tenía la piel no fuera suficiente para Pequeño. A cada una le puso un cascabel.

—Póntelo —le dijo a Pequeño.

Pequeño se puso el traje y los cascabeles tintinearon. La gata se rió.

—Eres un gato muy guapo —le dijo—. Cualquier madre estaría orgullosa.

El interior del traje de gato es suave y se le pega un poco a la piel. Cuando se pone la capucha, el mundo desaparece. Sólo puede ver algunos fragmentos de intenso color a través de los agujeros para los ojos —hierba, oro, la gata sentada con las piernas cruzadas mientras cose el saco de pieles—, y el aire se cuela por la holgada costura, donde la piel cae por su propio peso sobre su pecho y alrededor de los enormes ojales para los botones. Pequeño sujeta las colas con una zarpa torpona y sin dedos como si fueran un puñado de anguilas, y las agita de un lado a otro para escuchar el tintineo. El ruido de los cascabeles y el olor a quemado y a hollín, la cálida pegajosidad del traje, la sensación de su nuevo pelaje al rozar la tierra... Pequeño se queda dormido y sueña que cientos de hormigas vienen, lo levantan y lo llevan con cuidado a la cama.

Cuando Pequeño se quitó la capucha, vio que La venganza de la bruja había terminado de trabajar con la aguja y el hilo, así que la ayudó a llenar el saco con el oro. La gata se irguió sobre sus patas traseras, cogió el saco y se lo echó al hombro. Las monedas chocaron unas con otras, maullando y bufando. La bolsa arrastraba por el suelo recogiendo cenizas y dejando una estela de color verde, pero La venganza de la bruja se paseaba como si estuviera cargando un saco lleno de aire.

Pequeño se volvió a tapar con la capucha, se puso a cuatro patas y echó a trotar tras la gata. Dejaron la verja del jardín abierta de par en par y fueron hacia el bosque, hacia la casa donde vivía el brujo Lack.

El bosque es más pequeño que antes. Pequeño está creciendo y el bosque se encoge. Han cortado árboles y construido casas. Han aplanado el césped y hecho carreteras. Pequeño y La venganza de la bruja caminaban junto a una de ellas cuando pasó un autobús escolar: los niños miraron por la ventana y se rieron al ver a la gata caminar erguida y, justo detrás, a Pequeño con el traje de gato. Él levantó la cabeza y escudriñó el autobús a través de los agujeros de la capucha.

—¿Quién vive en esas casas? —le preguntó a La venganza de la bruja.

—Pequeño, ésa no es la pregunta correcta —le dijo ella mirándolo por encima del hombro sin perder el paso.

«Miau», dice el saco de piel de gato. «Tin, tin, tin.»

—Entonces, ¿cuál es?

—Pregúntame quién vive debajo de las casas.

—¿Quién vive debajo de las casas? —preguntó obediente Pequeño.

—¡Muy buena pregunta! Verás, no todo el mundo puede dar a luz su propia casa, sino que en general la mayoría de personas dan a luz a sus hijos. Y cuando tienes hijos necesitas una casa en la que meterlos. Así que, hijos y casas: la mayoría de las personas paren lo primero y se construyen lo segundo, es decir, las casas. Hace mucho, mucho tiempo, cuando un hombre y una mujer iban a construir una, primero hacían un agujero en el suelo y dentro erigían una pequeña habitación, una casa diminuta de madera de un solo espacio. Entonces robaban o compraban un niño para meterlo en la casita del agujero, para que viviera allí. Después edificaban su casa encima de la pequeña.

—¿Hacían una puerta en la tapa de la casita? —dijo Pequeño.

—No hacían puerta —dijo La venganza de la bruja.

—Entonces, ¿cómo salía el niño o la niña?

—El niño o la niña se quedaba dentro. Vivían allí toda su vida, y siguen viviendo debajo de las casas habitadas por personas. Y las personas que viven en las casas de arriba entran y salen según les viene en gana y jamás se paran a pensar en que bajo sus pies hay casitas con niños pequeños sentados dentro de las pequeñas habitaciones.

—¿Y qué pasa con los padres y las madres? ¿No iban a buscar a sus hijos?

—Ah —dijo La venganza de la bruja—, a veces sí y a veces no. Después de todo, ¿quién vivía debajo de la suya? Pero eso era hace mucho tiempo. Ahora la mayoría de la gente cuando construye una casa entierra un gato en vez de un niño. Por eso a los gatos se les llama gatos domésticos y por eso no podemos hacer el tonto: como ves, por aquí están haciendo varias obras.

Efectivamente. Atraviesan claros donde hay hombres cavando pequeños agujeros. Al principio Pequeño se quita la capucha y camina erguido, pero después se la vuelve a poner y avanza a gatas, cuanto más pequeño y sigiloso mejor, como un gato. Sin embargo los cascabeles de las colas zangolotean y las monedas que lleva La venganza de la bruja en el saco hacen tin tin tin y miau, y los hombres dejan de trabajar para verlos cuando pasan.

¿Cuántas brujas hay en el mundo? ¿Alguna vez has visto una? Si la vieras, ¿te darías cuenta de que lo es? ¿Qué harías? Y ya que estamos, ¿sabes identificar un gato a simple vista? ¿Estás seguro?

Pequeño siguió a La venganza de la bruja y le salieron callos en las rodillas y en las yemas de los dedos. Le hubiera gustado cargar con la bolsa de vez en cuando, pero pesaba demasiado. ¿Que cuánto? Tú tampoco habrías podido con ella.

Bebían en los arroyos y por la noche abrían el saco de piel de gato y se metían dentro a dormir. Cuando tenían hambre chupaban las monedas, que parecían sudar una grasa dorada, cada día más. Por el camino, La venganza de la bruja cantaba una canción:

No tengo madre

ni mi madre tuvo madre

ni su madre tuvo madre

ni su madre tuvo madre

ni su madre tuvo madre

y tú no tienes madre

que te cante esta canción.

Las monedas del saco también cantaban, miau, miau y los cascabeles de las colas de Pequeño marcaban el ritmo.

Todas las noches Pequeño le cepilla el pelaje a La venganza de la bruja y todas las mañanas ella lo lame de arriba abajo sin descuidar ese sitio detrás de las orejas y el otro detrás de las rodillas. Entonces él se vuelve a poner el traje de gato y ella lo acicala de nuevo.

A veces estaban en el bosque y a veces el bosque se convertía en un pueblo; entonces La venganza de la bruja le contaba a Pequeño historias sobre las personas que vivían en las casas y los niños que vivían en las casitas de debajo de las casas. Una vez, en el bosque, la gata le enseñó a Pequeño un lugar donde había habido una. Sólo quedaban las piedras de los cimientos tapizadas de musgo y la columna de la chimenea, que se sostenía con cuerdas gruesas y hiedra enroscada.

La venganza de la bruja golpeó el terreno cubierto de hierba avanzando en la dirección de las agujas del reloj, alrededor de los cimientos, hasta que tanto ella como Pequeño oyeron un ruido sordo. Se puso a cuatro patas y arañó la tierra, abriendo una brecha con las zarpas y el morro hasta que vieron un pequeño tejado de madera. La venganza de la bruja lo golpeó y Pequeño se puso a dar latigazos con las colas.

—Bueno, Pequeño, ¿quieres que arranquemos el tejado y dejemos que el pobre niño se marche?

Pequeño se acercó sigilosamente al agujero que había hecho la gata. Acercó la oreja y escuchó, pero no oyó absolutamente nada.

—Ahí dentro no hay nadie —dijo.

—Puede que sea tímido. ¿Le dejamos salir o le dejamos en paz?

—¡Déjale salir! —dijo Pequeño, pero lo que realmente quería decir era «¡Déjale en paz!». O quizá dijera «¡Déjale estar!» aunque lo que pensó era lo contrario. La venganza de la bruja lo miró y entonces Pequeño creyó escuchar algo —justo debajo de donde él estaba agachado, petrificado—, un sonido muy débil: como si alguien arañara el mugriento tejado enterrado.

Pequeño se alejó de un salto. La venganza de la bruja cogió una piedra y con ella le atizó al tejado con tanta fuerza que lo hundió. Cuando inspeccionaron el interior, no encontraron nada más que negrura y un olor apenas perceptible. Sentados en el suelo, esperaron a ver qué salía de allí, pero no salió nada. Después de un rato la gata cogió el saco de piel de gato y se pusieron en camino.

Después Pequeño soñó varias noches que alguien, algo, los seguía. Era pequeño y flaco, blanquecino, sucio; tenía frío y estaba asustado. Otra noche se marchó sigilosamente y Pequeño nunca supo adónde fue. Pero si vas a esa parte del bosque donde estuvieron sentados esperando junto a los cimientos de piedra, puede que te encuentres con lo que liberaron.

Nadie sabía por qué la bruja madre de Pequeño y el brujo Lack se habían peleado, aunque la bruja madre de Pequeño había muerto por ello. El brujo Lack era un hombre guapo y quería muchísimo a sus hijos. Los había robado de las cunas y camas de palacios, feudos y harenes. Los vestía con ropa de seda tal como correspondía a su condición, y llevaban coronas de oro y comían en platos de oro. Bebían de copas de oro. Se decía que a los hijos de Lack no les faltaba de nada.

Puede que el brujo Lack hiciera algún comentario sobre la manera en que la bruja madre de Pequeño estaba educando a sus hijos, o quizá ella presumió de sus cabelleras pelirrojas. Pero podría haber sido cualquier otra cosa: las brujas tienen mucho orgullo y adoran las peleas.

—¡Mira qué monstruosidad! —le dijo La venganza de la bruja a Pequeño cuando por fin llegaron a la casa del brujo Lack—. Yo he hecho zurullos más bonitos que enterré entre las hojas. Y ese olor... ¡es como una cloaca! ¿Cómo podrán los vecinos soportar el hedor?

Los brujos no tienen útero, así que tienen que conseguir sus casas por otros medios o comprárselas a brujas. Pero a Pequeño le pareció una casa muy aceptable. Desde cada ventana lo observaba un príncipe o una princesa mientras él estaba sentado sobre sus cuartos traseros a la entrada del jardín, junto a La venganza de la bruja. No dijo nada, pero echaba de menos a sus hermanos y hermanas.

—Ven conmigo —dijo la gata—. Nos alejaremos un poco y esperaremos a que el brujo Lack vuelva a casa.

Pequeño la siguió hacia el bosque y después de un rato dos de las hijas salieron de la casa con sendas cestas de oro. Se dirigieron hacia el bosque y se pusieron a recoger moras.

La venganza de la bruja y Pequeño se sentaron entre las zarzas y esperaron.

Corría algo de viento y Pequeño pensaba en sus hermanos. Pensó en el sabor de las moras; en la sensación que producen en la boca, que no se parece para nada al sabor de la grasa.

La gata se acurrucó contra la riñonada de Pequeño y se puso a desenredarle con la lengua un mechón de pelaje que tenía anudado al final de la espalda. Las princesas cantaban.

Pequeño decidió que quería vivir en el zarzal con La venganza de la bruja. Vivirían a base de moras y espiarían a los niños que se acercaran a recogerlas, y la gata se cambiaría el nombre. Tenía la palabra «Madre» en la boca, junto con el sabor de los frutos.

—Ahora tienes que salir —dijo La venganza de la bruja— y comportarte como un gatito. Hazte el juguetón, persíguete la cola. Hazte el tímido, pero no demasiado. No hables mucho. Deja que te acaricien, y no muerdas.

Le dio un empujoncito en el trasero y Pequeño salió rodando de entre las zarzas para caer a los pies de las hijas del brujo Lack.

—¡Mira! ¡Qué gatito tan mono! —dijo la princesa Georgia.

—Pero tiene cinco colas... —dijo su hermana Margaret—. Nunca he visto un gato que necesitara tantas. Además tiene la piel adornada con botones y es casi tan grande como tú.

De todos modos, Pequeño se puso a dar brincos y hacer cabriolas. Agitaba las colas para hacer sonar los cascabeles y después fingía asustarse. Escapaba de ellas y después las perseguía. Ambas princesas dejaron los cestos medio llenos de moras en el suelo y le hablaron; lo llamaron «minino tonto».

Al principio no se acercaba a ellas, pero poco a poco fingió sentirse conquistado. Dejó que lo mimaran y le dieran moras. Persiguió la cinta del pelo de una de ellas y se tumbó panza arriba para que admiraran las hileras de botones. La princesa Margaret tiró de su piel con los dedos y después deslizó la mano entre la holgada piel de gato y la piel del chico. Él le apartó la mano con la zarpa y Georgia, la hermana de Margaret, dijo a sabiendas que a los gatos no les gusta que les acaricien la tripa.

Ya se habían hecho buenos amigos cuando La venganza de la bruja salió del zarzal y, de pie sobre las patas traseras, se puso a cantar:

No tengo hijos

y mis hijos tampoco

ni sus hijos

tienen hijos

ni sus hijos

tienen bigotes

ni cola.

Al verla, las princesas Margaret y Georgia se echaron a reír y la señalaron. Nunca habían oído cantar a un gato y tampoco habían visto ninguno que caminara sobre sus patas traseras. Pequeño agitó las cinco colas con furia, arqueó la espalda y el pelo de la piel de gato se le puso de punta. También se rieron de eso.

Cuando volvieron del bosque con los cestos a rebosar de moras, Pequeño las perseguía muy de cerca, acechante, y La venganza de la bruja las seguía a pie. Pero había dejado el saco de oro escondido entre las zarzas.

Esa noche, cuando el brujo Lack regresó al hogar, traía las manos llenas de regalos para sus hijos. Uno de ellos corrió a recibirlo a la puerta.

—¡Ven a ver quién ha seguido a Margaret y Georgia desde el bosque! ¿Podemos quedarnos con ellos?

Nadie había puesto la mesa para la cena, los hijos del brujo Lack no se habían sentado a hacer los deberes y en la sala del trono del brujo Lack había un gato de cinco colas dando vueltas y vueltas sobre sí mismo mientras que una segunda gata se había sentado con total insolencia en su trono. La gata se puso a cantar:

¡Sí!

la casa de vuestro padre

es la casa más reluciente

más marrón, más grandiosa

más cara,

y de más dulce fragancia

que jamás

haya salido

¡de un culo!

Los hijos del brujo Lack se echaron a reír, hasta que vieron allí de pie al brujo, su padre. Entonces se quedaron en silencio y Pequeño dejó de dar vueltas.

—¡Tú! —dijo el brujo Lack.

—¡Yo! —dijo La venganza de la bruja antes de dar un salto desde el trono.

Antes de que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer, ya tenía las fauces encajadas en el cuello del brujo Lack; en un abrir y cerrar de ojos le desgarró la garganta. Lack abrió la boca para hablar y de ella salió tanta sangre que el pelaje de La venganza de la bruja parecía más rojo que blanco. El brujo Lack cayó muerto y las hormigas rojas desfilaron desde el agujero del cuello y de la boca sujetando pedazos de tiempo entre las mandíbulas con la misma fuerza que la gata había apretado la garganta del brujo Lack entre las suyas. Finalmente, soltó al brujo y lo dejó tendido en el suelo sobre su propia sangre mientras atrapaba las hormigas y se las comía rápidamente, como si hubiera pasado hambre durante mucho tiempo.

Mientras esto ocurría, los hijos del brujo Lack se quedaron de pie y miraron sin hacer nada. Pequeño se quedó sentado en el suelo con las colas enroscadas alrededor de las zarpas. Los hijos no hicieron nada, ninguno de ellos. Estaban demasiado sorprendidos. La venganza de la bruja, con la tripa llena de hormigas y el morro manchado de sangre, se puso en pie y los inspeccionó con la mirada.

—Ve a buscar el saco de piel de gato —le dijo a Pequeño.

Pequeño se dio cuenta de que aún podía moverse, aunque a su alrededor los príncipes y princesas estaban absolutamente inmóviles. La venganza de la bruja los miraba fijamente.

—Necesitaré que alguien me ayude —dijo Pequeño—. Pesa demasiado para mí.

La gata bostezó. Se lamió la zarpa y se dio unas palmaditas en el morro.

—Muy bien —dijo ella—. Llévate a ese par de chicas fuertes: las princesas Margaret y Georgia. Ya conocen el camino.

Las princesas Margaret y Georgia, al darse cuenta de que también podían moverse, empezaron a temblar. Reunieron todo su coraje y acompañaron a Pequeño de la mano, fuera de la sala del trono, sin mirar a su padre, el brujo Lack, de regreso al bosque.

Georgia se echó a llorar, pero la princesa Margaret le dijo a Pequeño:

—¡Déjanos marchar!

—¿Adónde iréis? —dijo Pequeño—. El mundo es un lugar peligroso y en él hay personas que se portarán mal con vosotras.

Se quitó la capucha y la princesa Georgia lloró aún más.

—Déjanos marchar —dijo la princesa Margaret—. Mis padres son el rey y la reina de un país que está a menos de tres días a pie de aquí. Estarán contentos de volvernos a ver.

Pequeño no dijo nada. Llegaron al zarzal y envió a la princesa Georgia a buscar la bolsa de piel de gato. Volvió llena de arañazos y sangrando, pero con el saco en la mano. Se había enganchado en las zarzas y se había roto. Las monedas de oro salieron rodando como lustrosas gotas de grasa y cayeron al suelo.

—Tu padre mató a mi madre —dijo Pequeño.

—Y esa gata, ese diablo que está al servicio de tu madre, nos matará a nosotros. ¡O peor aún! —dijo la princesa Margaret—. ¡Déjanos marchar!

Pequeño levantó el saco de piel de gato, pero dentro ya no había monedas: la princesa Georgia estaba de rodillas recogiéndolas y metiéndoselas en los bolsillos.

—¿Era buen padre? —preguntó Pequeño.

—Él pensaba que sí —dijo la princesa Margaret—, pero no me entristece que haya muerto. Cuando crezca seré reina y haré una ley para matar a todas las brujas del reino; y a sus gatos, también.

A Pequeño le entró miedo. Cogió el saco y corrió hasta la casa del brujo Lack mientras las princesas se quedaban solas en el bosque. Si llegaron a la casa de los padres de la princesa Margaret o si cayeron en manos de ladrones, si se quedaron a vivir en el zarzal o si la princesa creció y mantuvo la promesa de librar el reino de brujas y gatos, Pequeño no lo llegó a saber jamás, y yo tampoco. Tú tampoco lo sabrás.

Cuando regresó a la casa del brujo Lack, La venganza de la bruja se dio cuenta inmediatamente de lo que había pasado.

—No importa —dijo.

En la sala del trono no había hijos, príncipes ni princesas. El cuerpo del brujo Lack yacía en el suelo, pero La venganza de la bruja lo había despellejado como a un conejo y había hecho una bolsa con la piel. Ésta se retorcía y daba sacudidas y los costados se movían arriba y abajo como si en algún lugar de su interior Lack siguiera con vida. La venganza de la bruja sujetaba el saco de piel de brujo con una zarpa, y con la otra estaba metiendo un gato por el cuello del saco. Mientras lo forzaba a entrar, el gato lloraba. La bolsa estaba llena de llantos, pero los restos del brujo Lack descansaban lánguidos, flácidos.

En el suelo, junto al cadáver desollado, había un montón de coronas de oro y, suspendidas en una corriente de aire, unas cosas transparentes y apergaminadas volaban por la habitación con expresión de sorpresa en los delgados rostros de piel mudada.

Había gatos escondidos en los rincones de la habitación y debajo del trono.

—¡Atrápalos! —dijo La venganza de la bruja—. Pero deja en paz a los tres más bonitos.

—¿Dónde están los hijos del brujo Lack? —preguntó Pequeño.

La venganza de la bruja asintió mirando a su alrededor.

—Como puedes ver —dijo—, les he quitado la piel a todos. Debajo eran todos gatos. Eso es lo que son ahora pero, si esperáramos un año o dos, mudarían la piel y se convertirían en algo nuevo. Los hijos nunca paran de crecer.

Pequeño los persiguió por toda la habitación; eran rápidos, pero él lo era más. Eran ágiles, pero él más. Hacía más tiempo que llevaba el traje de gato. Los condujo hacia el otro lado de la sala y allí La venganza de la bruja los pilló y los metió en el saco. Al final, en la sala del trono quedaron solamente tres: el trío de gatos más bonito que te puedas imaginar. El resto estaba dentro de la bolsa.

—Bien hecho, y muy rápido —dijo La venganza de la bruja.

Sacó una aguja y cosió el cuello de la bolsa. Mientras el pellejo del brujo Lack sonreía a Pequeño, uno de los gatos sacó la cabeza por la boca manchada y maulló. Entonces la gata también cosió la boca y el otro agujero, aquel por donde había salido la casa. Para que los gatos pudieran respirar, sólo dejó abiertas las orejas, los agujeros de los ojos y las fosas nasales, que estaban llenas de pelo.

Se echó el pellejo repleto de gatos al hombro y se puso en pie.

—¿Adónde vas? —preguntó Pequeño.

—Estos gatos tienen madre y padre. Tienen madres y padres que los echan mucho de menos.

Miró a Pequeño fijamente y él decidió no repetir la pregunta, así que esperó en la casa con las dos princesas y el príncipe en sus nuevos trajes de gato mientras La venganza de la bruja iba al río. Quizá los llevara al mercado y los vendiera. O puede que llevara a cada gato a su hogar, a su madre y padre, al reino en el que habían nacido. A lo mejor no se preocupó demasiado por asegurarse de que cada niño fuera devuelto a los padres correspondientes; después de todo, tenía mucha prisa, y por la noche todos los gatos son pardos.

Nadie vio hacia dónde se dirigió, pero el mercado está más cerca que los palacios de los reyes y reinas cuyos hijos había robado Lack, y el río lo está todavía más.

Cuando la gata regresó a la casa del brujo, echó un vistazo a su alrededor. Empezaba a apestar de lo lindo y ahora hasta Pequeño lo notaba.

—Supongo que la princesa Margaret te dejó que te la follaras —dijo La venganza de la bruja como si hubiera estado pensando en ello mientras hacía recados—, y por eso las dejaste marchar. No me importa, era una gatita guapa. Puede que incluso yo la hubiera dejado marchar —miró el rostro de Pequeño y vio que estaba confundido—. No importa.

Tenía entre las zarpas un pedazo de cordel y un tapón de corcho que había untado con un trozo de grasa que le había cortado al brujo Lack. Ensartó el corcho en el cordel, dijo que era un ratoncito veloz, y engrasó también el cordel. Entonces le dio a comer el escurridizo corcho al gato atigrado que estaba acurrucado en el regazo de Pequeño. Cuando recuperó el corcho lo volvió a embadurnar y se lo dio a comer al gatito negro y después al de las zarpas delanteras blancas, de modo que tuvo a los tres gatos en el cordel.

Cosió el desgarrón del saco de piel de gato y Pequeño metió dentro las coronas de oro. Cuando terminó, pesaba casi tanto como antes. La venganza de la bruja lo cogió y Pequeño agarró el cordel engrasado entre los dientes, así que cuando salieron de la casa del brujo Lack, a los tres gatos no les quedó más remedio que correr tras él.

Pequeño enciende una cerilla y, al marcharse, prende la casa del brujo muerto, Lack. Pero la mierda arde poco a poco, si es que arde, y puede que esa casa todavía esté en llamas a no ser que alguien haya ido a apagarla. Y puede que algún día alguien vaya a pescar al río cerca de aquella casa y que su anzuelo se enganche en un saco lleno de príncipes y princesas empapados, apenados y retorciéndose dentro de los trajes de gato. Ésta es una de las maneras de pescar marido o mujer.

Pequeño y La venganza de la bruja caminaron sin descanso con los tres gatos a la zaga. Caminaron hasta llegar a un pequeño pueblecito muy cercano al lugar donde la bruja madre de Pequeño había vivido, y allí se instalaron en una habitación que la gata le alquiló a un carnicero. Cortaron el cordel engrasado, compraron una jaula y la colgaron de un gancho en la cocina. Dentro metieron a los tres gatos, pero Pequeño compró collares y correas, y de vez en cuando se la ponía a uno de ellos y lo sacaba de paseo.

Alguna vez se vestía con su propio traje de gato e iba a merodear por ahí, pero si La venganza de la bruja lo pillaba así, lo regañaba. Uno puede comportarse como en el campo o como en la ciudad, y para entonces Pequeño ya era un chico de ciudad.

La venganza de la bruja se ocupaba de la casa. Limpiaba, cocinaba y por las mañanas le hacía la cama a Pequeño. Como todo gato de bruja, siempre estaba atareada. Fundió las coronas de oro en una olla de guisar y acuñó monedas.

Llevaba un vestido de seda, guantes y un velo tupido, y salía a hacer los recados en un hermoso carruaje con Pequeño a su lado. Abrió una cuenta en un banco y a él lo matriculó en una escuela privada. Compró un terreno donde construir una casa y todas las mañanas, sin importar cuánto llorara él, enviaba a Pequeño al colegio. Pero por las noches se quitaba la ropa y dormía sobre su almohada, y él le cepillaba el pelaje blanco y rojizo.

A veces, por las noches, ella se agitaba y lloriqueaba, y cuando él le preguntaba que qué estaba soñando, ella contestaba: «¡Hay hormigas! ¿No puedes quitármelas con el cepillo? Si me quieres, date prisa y cógelas todas.»

Pero nunca había hormigas.

Un día, cuando Pequeño llegó a casa, el gatito de las zarpas blancas había desaparecido. Le preguntó por él a La venganza de la bruja y ella le dijo que el gatito se había caído de la jaula y también por la ventana al jardín. Que antes de que supiera qué hacer, un grupo de personas había llegado y se lo había llevado.

Algunos meses después se mudaron a una casa nueva y, siempre que salía o entraba por la puerta, Pequeño caminaba con mucho cuidado, imaginándose al gatito en la oscuridad, debajo del umbral, bajo sus pies.

Pequeño creció. No hizo amigos en el pueblo ni en la escuela, pero cuando eres lo suficientemente grande no necesitas tenerlos.

Un día alguien llamó a la puerta mientras él y La venganza de la bruja cenaban. Al abrir, Pequeño se encontró con Flora y Jack. Ella llevaba un abrigo grisáceo de segunda mano y él parecía más que nunca un saco de huesos.

—¡Pequeño! —dijo Flora—. ¡Cómo has crecido!

Se echó a llorar y se retorció las hermosas manos.

—¿Y quién eres tú? —dijo Jack mirando a La venganza de la bruja.

—¿Qué quién soy yo? Soy la gata de tu madre y tú eres un manojo de palos secos con un traje dos tallas demasiado grande. Pero no se lo diré a nadie si tú tampoco lo haces.

Jack soltó una carcajada y Flora dejó de llorar. Le echó un vistazo a la casa, que era luminosa, grande y estaba bien decorada.

—Tenemos sitio para los dos —dijo la gata—, si a Pequeño no le importa.

Pequeño creía que le iba a estallar el corazón de lo contento que estaba por volver a tener a su familia. Llevó a Flora a una habitación y a Jack a otra. Entonces bajaron todos y cenaron por segunda vez. Pequeño y La venganza de la bruja escucharon mientras Flora y Jack narraban sus aventuras, también los gatos de la jaula colgante.

Un ladrón se había llevado el monedero de Flora y, después de vender el automóvil de la bruja, perdieron el dinero en una partida de cartas. Flora encontró a sus padres, pero eran un par de sinvergüenzas que no querían nada con ella (era demasiado mayor para volver a venderla, se habría dado cuenta de lo que estaban tramando). Empezó a trabajar en unos grandes almacenes y Jack vendía entradas en un cine. Se pelearon e hicieron las paces y después se enamoraron de otras personas y sufrieron muchos desengaños. Finalmente decidieron regresar a la casa de la bruja para ver si podían ocuparla o si quedaba algo que pudieran llevarse y vender.

Pero claro, la casa estaba quemada. Mientras discutían sobre qué hacer, Jack olió a Pequeño, su hermano, en el pueblo. Y así habían llegado hasta allí.

—Ahora viviréis aquí, con nosotros —dijo Pequeño.

Jack y Flora contestaron que no podían. Tenían ambiciones, explicaron. Planes. Se iban a quedar una semana o dos y después se marcharían. La venganza de la bruja asintió y dijo que le parecía una idea sensata.

Todos los días, Pequeño regresaba de la escuela y salía con Flora en una bicicleta para dos. O si no, se quedaba en casa y Jack le enseñaba a sostener una moneda entre dos dedos, y cómo seguir al huevo de tacita en tacita. La venganza de la bruja les enseñó a jugar al bridge, pero no dejaba que Flora y Jack formaran pareja. Se peleaban como si fueran marido y mujer.

—¿Qué quieres? —le preguntó un día Pequeño a Flora. Estaba apoyado en ella deseando ser gato todavía para sentarse en su regazo. Olía a secretos—. ¿Por qué tienes que volver a irte?

Flora le dio palmaditas en la cabeza.

—¿Que qué quiero? —dijo. ¡Eso es fácil! No tener que preocuparme nunca por el dinero. Quiero casarme con un hombre y saber que nunca me engañará ni me abandonará —al decirlo miró a Jack.

—Yo quiero una esposa rica que no sea respondona —dijo Jack—. Que no se quede todo el día en la cama con las sábanas por encima de la cabeza, llorando y diciendo que no soy más que un saco de huesos. —Y cuando lo hubo dicho miró a Flora.

La venganza de la bruja paró de tejer el jersey que estaba haciendo para Pequeño. Miró a Flora, después a Jack y por último a Pequeño.

Pequeño fue a la cocina y abrió la puerta de la jaula. Sacó ambos gatos y se los llevó.

—Aquí tenéis —dijo—. Un marido para ti, Flora; y una esposa para Jack. Un príncipe y una princesa; los dos son guapos, bien educados y no me cabe duda de que también serán ricos.

Flora cogió el macho.

—¡No te rías de mí, Pequeño! —dijo—. ¿Desde cuándo las personas se casan con gatos?

—El truco está en guardar la piel de gato en un escondite seguro. Si se enfadan o te tratan mal, les coses de nuevo la piel, los metes en un saco y los tiras al río.

Entonces rajó la piel del traje del gato atigrado y Flora se encontró abrazada a un hombre desnudo. Dio un grito y lo dejó caer al suelo. Era un hombre guapo y bien formado que tenía aires principescos. No se trataba de un hombre que se pudiera confundir con un gato. Se puso en pie e hizo una reverencia muy elegante, a pesar de estar desvestido. Flora se sonrojó, pero parecía contenta.

—Ve a buscar ropa para el príncipe y la princesa —le dijo La venganza de la bruja a Pequeño y, cuando volvió, había una princesa desnuda escondida detrás del sofá a la que Jack lanzaba miradas lascivas.

Unas semanas después se celebraron dos bodas y Flora se marchó con su marido y Jack con su princesa nueva. Puede que hasta vivieran felices y comieran perdices.

—Para ti no tenemos esposa —le dijo la gata a Pequeño.

Pequeño se encogió de hombros.

—Todavía soy demasiado joven.

Por mucho que intente evitarlo, Pequeño está creciendo y la piel de gato apenas le abarca los hombros. Los botones no cierran bien cuando se los abrocha. Ha empezado a salirle el pelaje de adulto, el pelaje de persona. Por las noches, sueña.

El tacón español de la bruja que fue su madre repiquetea contra el cristal. La princesa espera en el zarzal. Se sujeta el vestido para poder ver el pelo de gato que tiene ahí abajo. Ahora está debajo de la casa. Quiere casarse con él, pero si la besa, la casa se hundirá. Flora y él vuelven a ser niños en casa de la bruja. Ella se levanta la falda y dice «¿ves el conejito?». Ahí abajo hay un conejo que lo mira, pero no se parece a ningún conejo que él haya visto jamás. Él le dice: «Yo tengo un gato», pero no es lo mismo.

Por fin se da cuenta de lo que ocurrió con esa cosa pequeña, desnuda y hambrienta del bosque, y de adónde fue. Se metió dentro de su piel de gato mientras dormía y después entró dentro de él, dentro de su piel de Pequeño. Ahora está acurrucado en su pecho y sigue teniendo frío, hambre y tristeza. Se lo está comiendo desde dentro, haciéndose más y más grande, hasta que un día ya no quede Pequeño, sólo aquel niño famélico y sin nombre con una piel de Pequeño encima.

Pequeño gime entre sueños.

La piel de La venganza de la bruja está llena de hormigas que se salen por las costuras y desfilan por las sábanas para morderle. Le muerden debajo de los brazos y entre las piernas, donde le está creciendo el pelaje. Le duele, le duele. Sueña que La venganza de la bruja se despierta, se acerca a él y lo lame hasta que el dolor se funde. La hoja de cristal se funde. Las hormigas se alejan desfilando, formando una hebra larga y grasienta.

—¿Qué quieres? —dice La venganza de la bruja.

Pequeño ya no está soñando.

—¡Quiero a mi madre! —dice.

La luz de la luna entra por la ventana que hay sobre la cama. Con la luz, La venganza de la bruja es muy hermosa, parece una reina, una navaja, una casa en llamas, una gata. Su pelaje reluce. Tiene los bigotes tiesos como la mecha de una vela, cera e hilo.

—Tu madre está muerta —dice La venganza de la bruja.

—Quítate el pelaje —dice Pequeño. Está llorando y la gata le lame las lágrimas. Le pica toda la piel y debajo de la casa algo pequeño gime sin cesar—. Devuélveme a mi madre.

—Oh, cariño mío —dice su madre, la bruja, La venganza de la bruja—. No puedo hacerlo, estoy llena de hormigas. Si me lo quito, las hormigas se derramarán y no quedará nada de mí.

—¿Por qué me has dejado solo?

—Nunca te he dejado solo —dice su madre, la bruja—, ni siquiera un minuto. Cosí mi muerte a una piel de gato para poder quedarme contigo.

—¡Quítatela! ¡Deja que te vea! —dice Pequeño estirando de las sábanas como si fuera la piel de gato de su madre.

La venganza de la bruja niega con la cabeza. Tiembla y agita la cola hacia un lado y hacia el otro.

—¿Cómo puedes pedirme algo así y cómo puedo negártelo yo? —dice ella—. ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Mañana por la noche. Pídemelo de nuevo mañana por la noche.

Y a Pequeño no le queda más remedio que conformarse con eso. Se pasa la noche cepillando el pelaje de su madre. Con los dedos busca las costuras de su piel de gato. Cuando bosteza, le mira dentro de la boca con la esperanza de verle la cara aunque sólo sea un instante. Siente cómo se va haciendo cada vez más pequeño. Por la mañana será tan menudo que cuando intente ponerse la piel de gato, apenas podrá abrocharse los botones. Será tan pequeño, tan afilado, que podrías confundirlo con una hormiga y, cuando La venganza de la bruja bostece, él se deslizará sigilosamente dentro de su hocico, se adentrará en su tripa y la buscará. Si es posible, le ayudará a cortar la piel de gato para que pueda salir de nuevo y vivir con él en el mundo exterior, pero si ella no quiere salir, entonces él tampoco lo hará. Vivirá allí dentro, igual que los marineros aprenden a vivir en la panza del pez que se los ha comido, y se ocupará de las tareas dentro de la casa que es la piel de su madre.

Éste es el final del cuento. La princesa Margaret crece y mata brujas y gatos. Si no lo hace, entonces lo tendrá que hacer otra persona. Las brujas no existen, y los gatos tampoco; sólo personas vestidas con trajes de piel de gato. Tienen sus motivos para hacerlo y ¿quiénes somos nosotros para decirles que no vivan así, felices hasta el final de sus vidas, hasta que las hormigas se hayan llevado todo el tiempo que existe para construir con él algo nuevo y mejor?

 

MONSTRUOS PRECIOSOS

El mundo todavía estaba a oscuras. Las ventanas no eran más que rectángulos de color negro azulado clavados a unas paredes aún más negras. La puerta de sus padres estaba cerrada; los ronquidos y resoplidos interrogativos que provenían de su habitación se asemejaban al sonido que hace una bestia olisqueando en una cueva. Clementine Cleary recorrió el pasillo con los brazos estirados y bajó la escalera evitando los peldaños más quejicas. Había estado soñando y, cuando abrió la puerta de la calle y salió de casa de sus padres, todo parecía formar parte del mismo sueño. El confeti de hierba mojada y cortada el día anterior se le pegó a las plantas de los pies. La huella parcial de la luna se entretuvo en el cielo incluso después de que saliera el sol y ella montara en bicicleta hasta la playa de Hog Beach.

Los bañadores y toallas de estudiantes universitarios y familias de Charlotte, Atlanta y Greenville colgaban lánguidamente de los tendederos y balcones de las casas de alquiler de la playa. En la lejanía, junto a la orilla, un par de perros corrían arriba y abajo persiguiendo las olas que iban y venían. Un surfista se alzó sobre el rizo plateado y acuoso del horizonte; en el muelle, un pescador con un impermeable amarillo tiró la caña, de espaldas a Clementine.

Ella dejó la bicicleta entre las dunas y se metió en el océano hasta que tuvo el pijama mojado hasta las rodillas. El agua estaba más caliente que el aire. ¿Cómo podía explicar lo que estaba haciendo? O estaba despierta o estaba soñando. Todo formaba parte de un mismo impulso: levantarse de la cama cuando aún estaba oscuro, salir de casa e ir en bicicleta hasta Hog Beach, meterse en el agua sin pensar. Cuando la corriente la atrapó, también parecía parte de ese sueño lúcido, el sueño que no había dejado de soñar. Como si fuera el sueño quien la llevara mar adentro.

Clementine ya estaba a unos trescientos metros de la costa cuando se despertó por completo, tragando agua salada y braceando con fuerza. La corriente ya la había arrastrado más allá del muelle donde su abuelo se juntaría unas horas después con los demás viejos para fumar y quejarse de la pesca; o puede que para entonces sus padres ya hubieran visto su cama vacía y su bicicleta abandonada en la playa.

Clementine pensó: «Me voy a ahogar.» Fue una idea tan poderosa que olvidó todo lo que sus padres le habían dicho sobre las corrientes. Empezó a agitar los brazos y las piernas descontroladamente y se hundió una vez, y otra. Se imaginó a su madre, que debía estar a punto de despertarse, bajando a la cocina para hacer café y cortar naranjas. Unos minutos después la llamaría para que fuera a desayunar. Clementine quiso volver a su cama, intentó ver el ventilador del techo tamizando el aire perezosamente por encima de su cabeza, la montaña de ropa en el cesto que está contra la pared, los libros de la biblioteca que tenía que haber devuelto dos semanas antes.

En lugar de eso, vio el aula y la cabaña de lectura de primero, con el ojo de buey cerrado con el pasador, las estanterías atestadas de libros, el techo —bajo y oscuro— hecho de tablones de barco recuperados y tachonados de estrellas de mar, y el suelo cubierto de cojines que olían a moho. Aunque ya tenía once años, Clementine se aferró al olor de aquellos cojines como si los cojines y el olor a moho la pudieran mantener a flote.

Las olas se hicieron cada vez más altas: pilas y columnas de agua color jade se derrumbaban y se alzaban formando muros translúcidos y deslumbrantes que hacían rodar a Clementine hacia un lado y otro como si le dieran forma a un pedazo de masa. Ya ni siquiera sabía si estaba nadando hacia la costa o no.

Entonces alguien la cogió con una mano por debajo del brazo y la tumbó boca arriba sobre el ancho de una tabla de surf.

—Respira —le dijo.

Clementine aspiró una bocanada de aire. El pelo le tapaba los ojos como un trapo mojado; no tenía ni un hueso en el cuerpo. El agua se arremolinaba por encima del borde de la tabla y le lamía los dedos.

—Te ha atrapado la corriente —le dijo el rescatador—. Ahora nos llevará hasta cabo Decapitado.

Así llamaban todos al lugar donde unos años atrás había aparecido el cuerpo sin cabeza de una mujer. Se suponía que por las noches avanzaba a gatas por entre las dunas, recorriendo la arena con los dedos en busca de una cabeza. No tenía manías, le servía cualquiera.

—¿Cómo te llamas?

—Clementine Cleary —dijo Clementine.

Levantó la mirada y reconoció a su salvador de inmediato. Estudiaba en el instituto. Ella pasaba todos los días por delante de su casa cuando iba hacia la escuela a pesar de que no le quedaba de camino.

—Conozco a tu madre —dijo el chico, que sujetaba a Clementine entre los brazos—, es cajera, en el banco.

—Yo te conozco del colegio. Cuando yo estaba en primero construiste la cabaña de lectura.

—¿Todavía os acordáis de eso? —dijo Cabell Meadows.

Llevaba su melena rubio platino, más larga que la de Clementine, en una coleta. Las olas salpicaron el brazo de Cabell Meadows y después el de Clementine, que recogió las rodillas contra la tabla.

En primero, las niñas se peleaban por ser la que se casaría con Cabell cuando fueran mayores. Clementine grabó sus iniciales junto a las de él debajo de la estantería más baja de la cabaña de lectura. Las rodeó con un corazón.

—Me has salvado la vida —dijo Clementine.

El vello más fino de sus brazos también era rubio platino y tenía un viejo cardenal que estaba cambiando de color. En la muñeca llevaba una pulsera de cuero trenzado que seguramente le habría hecho alguna chica.

—¿Qué estabas haciendo? —dijo Cabell—. ¿Salir a nadar en pijama? ¿Eres sonámbula?

—No lo sé —dijo Clementine. Pero lo que pensó fue: «Ha sido por ti. Me desperté y bajé a la playa, y casi me ahogo. No lo sabía, pero ha sido por ti.»

—Una vez intenté tirarme por el conducto de la ropa sucia mientras dormía —dijo Cabell.

Clementine era demasiado tímida como para volver a mirarlo a la cara.

—Ven aquí —dijo él—. Súbete y siéntate sobre la tabla... Eso es, así. Como en una tabla de bodyboard. Yo remaré con los pies. De todos modos la marea nos está acercando a la costa. Sólo hay que esperar.

Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, fueron a pie hasta la orilla. El pijama de Clementine se secó mientras caminaban más de dos kilómetros por las dunas y llegaban a la playa de Hog Beach, donde la madre de Clementine esperaba en el muelle a que regresara el guardacostas con su marido para que le dijeran si su hija se había ahogado o no.

Al empezar el curso, siempre que Clementine se encontraba con Cabell por el pasillo él le decía hola. Cuando ella le sonreía y él le devolvía la sonrisa, significaba que tenían un secreto. Dos secretos. Uno: que no importa cuánto te alejes, al final siempre vuelves a casa. Y dos: que aunque él no fuera plenamente consciente de ello, el destino de Clementine y Cabell Meadows era estar juntos.

Lee, que tiene carné de conducir y la furgoneta de su madre, compra café y donuts en la gasolinera y después recoge a las demás. Evidentemente, la casa de Czigany es la última parada.

Son más de las ocho. El señor Khulhat ya se ha marchado a coger el tren. Es diplomático, aunque Czigany, su hija, se refiere a él llamándolo «el lunático». La señora Khulhat, que trabaja en el hospital, ha salido a llevar a Parci, la pequeña, a la piscina, donde nadará largos durante una hora antes de que empiece el colegio. La especialidad de Parci es el estilo espalda. Las cuatro chicas de la furgoneta saben todo esto porque han hecho turnos para vigilar la casa de los Khulhat. No han dejado al azar ningún detalle de la ordalía de Czigany.

Lee y Bad esperan en la furgoneta mientras Nikki y Maureen llaman a la puerta. Cuando Czigany la abre, Bad choca los cinco con Lee, Maureen agarra a Czigany por el brazo y Nikki le ata una venda en los ojos. Tienen un par de esposas que han tomado prestadas de la cómoda de la madre de Maureen, el mismo sitio donde encontraron el pañuelo. Amén de otros objetos que Maureen les ha descrito con profusión de detalles desagradables.

Entonces es cuando las cosas empiezan a torcerse de verdad. Czigany habla y hace aspavientos, las esposas cuelgan de una de sus muñecas. Maureen y Nikki entran en casa de los Khulhat y cierran la puerta.

—Esto pinta mal —dice Bad.

—A lo mejor Czigany tiene que ir al baño —dice Lee.

—O Nikki. Esa chavala mea cada cinco minutos.

—Si no han salido dentro de tres, vamos a buscarlas —dice Lee sacando un libro como si fuera a tener ocasión de ponerse a leer.

—¿Qué es eso? —pregunta Bad.

—Un libro —dice Lee. A Lee le gusta llevar un libro siempre encima, por si acaso. Lo vuelve a guardar en el bolso.

—¿De verdad? Creía que era un zepelín.

—Se supone que es una novela rosa. Ya sabes, con hombres lobo y tal.

—¿Y vampiros?

—Vampiros no —dice Lee—. De hecho, los hombres lobo ni siquiera han salido todavía.

—Que tú sepas. ¿Hay sexo?

—Uf, no. Ahora mismo la heroína tiene once años.

—Casi se ahoga, ¿a que sí? —dice Bad—. Ya la he leído. Ésa es la primera historia, ¿no? La de los hombres lobo. La historia de los lobos es la mejor, sin duda, pero la verdad es que no aparecen hasta...

—Para, para, para, ¡no me lo estropees! —canta Lee en voz alta con las manos sobre las orejas—. ¡No te escucho!

—Ya vienen —dice Bad—. Oh, no.

Czigany lleva la venda puesta. Y las esposas. Nikki la sujeta por el hombro y la guía. Después viene Maureen. Y por último la hermana de Czigany, Parci.

—¿Qué hace ella aquí? —les dice Bad a Maureen y Nikki cuando están todas en el coche.

—Escuchad —dice Czigany. Bajo la venda su boca no parece muy alegre—, habéis escogido un día genial, chicas.

—Tengo una infección de oído —dice Parci. Echa un vistazo dentro de la furgoneta mostrando mucho interés, como si en algún lugar esperara encontrar un cartel que dijera «ORDALÍA DE CZIGANY»—. Hoy tenía que quedarme en casa.

—¿Y por qué no estás en casa? —dice Bad.

—¿Estás de broma? Secuestráis a Czigany y os la lleváis a vivir no sé qué aventura y ¿queréis que me quede en casa?

—Dijo que si no la dejábamos venir, llamaría a su madre —dice Maureen—. Íbamos a atarla y dejarla dentro de un armario, pero Czigany no nos ha dejado hacerlo.

—Sí, claro —dice Czigany—. Permitidme que lo diga otra vez: habéis escogido un día genial. Si Parci y yo no estamos en casa antes de las cinco de la tarde, mi madre se va a poner hecha una fiera. Me refiero a una fiera en plan llamar a la policía, al presidente, enviar a los marines e invocar a todos los poderes del mismísimo infierno. ¿Puedo quitarme ya esta mierda de venda?

—Te traeremos a casa antes de las cinco —dice Lee con los dedos cruzados por debajo del asiento, donde espera que Parci, que está sentada detrás de ella, no la vea hacerlo.

—Te quedas con la venda —dice Maureen severamente, y después arruina el efecto conseguido con tres estornudos consecutivos—. Es parte del día. De la ordalía. ¿Por qué de pronto la furgoneta huele a perrera? Soy alérgica a los perros. Estás llena de pelos, Czigany.

—Denúnciame. Tenemos un perro. ¿De verdad os vais a llevar a Parci? ¿En serio? Es una idea pésima. Os prometo que no se chivará. Venga.

—Vaya que si me chivaré. Yo también quiero que me vendéis los ojos.

Lee, Nikki y Maureen se miran las unas a las otras y se encogen de hombros.

—Vale —dice Maureen antes de volver a estornudar. Coge la mochila de gimnasia de Lee y saca una camiseta—. Esto servirá.

—Una venda de verdad —dice Parci. Le brillan los ojos de la emoción—. No quiero que me vendes los ojos con una camiseta apestosa.

—No lo hagáis, tías —dice Czigany con voz quejumbrosa—. Por favor, por favor, no lo hagáis. —Intenta incorporarse en el asiento pero Nikki, que está sentada a su lado, la empuja hacia atrás y le abrocha el cinturón.

—No te preocupes —dice Lee. Sale marcha atrás de casa de los Khulhat—. La camiseta está limpia. No voy a clase de gimnasia, tengo una nota del médico.

—Su madre es doctora, como la vuestra —le explica Bad a Parci—. Lee robó del despacho del socio de su madre el papel para hacer la nota. Dice que tiene el corazón agrandado o algo parecido. Así que mientras las demás corremos, ella se sienta en un banco a tejer.

En realidad, Lee sí tiene el corazón mal, pero le ha dicho a todo el mundo que la nota es de mentira. Es más fácil eso que soportar la lástima de los demás.

—Tengo una enfermedad —dice Parci dándose importancia—. Y Czigany también. Por eso tenemos que estar en casa a las cinco, para tomarnos un montón de pastillas asquerosas con nombres raros.

—Parci —dice Czigany—, ¡cállate! Nuestra enfermedad no les interesa.

—No iba a decir nada más —dice Parci enfurruñada.

Con las vendas puestas, es sorprendente lo mucho que se parecen las hermanas. Tienen el mismo pelo grueso y negro, y las mismas cejas pobladas e inclinadas. El mismo ceño fruncido y hombros estrechos; y las muñecas, finas y aterciopeladas.

—A las cinco en casa —dice Czigany. Su voz transmite más seriedad de la que debería, grave y, como la voz en off del tráiler de una película, no augura nada bueno—. O moriremos todas.

—A las cinco en casa —dice Maureen. Lee acelera por el carril de incorporación a la 295.

Apenas han pasado por Teaneck, de camino a las tierras salvajes del norte del estado de Nueva York, una hora después del inicio de lo que todas consideran LA ORDALÍA DE CZIGANY (da igual que no haya cartel; así, con letras góticas y extravagantes, en mayúsculas), cuando Maureen le da un golpecito a Lee en el hombro y le pide que baje las ventanillas.

—Hace demasiado frío —dice Lee.

Ya han parado una vez para que Maureen hiciera pis y comprara pastillas para la alergia. Bad está conduciendo y Lee va en el asiento del copiloto, leyendo la novela rosa. Todavía no ha salido ningún hombre lobo.

—Baja las ventanillas, por favor. O para la furgoneta. Me estoy mareando.

—Cámbiale el sitio a Bad. Conduce tú.

—De eso nada —dice Bad—. Yo me mareo mogollón más. Cámbiale tú el sitio.

Lee intenta contentar a todas y baja las ventanillas un par de centímetros.

—Bájalas, lo estoy pasando fatal, esto es un infierno. Cualquiera diría que es mi ordalía y no la de Czigany. Apuesto a que cuando lleguemos a casa de tu tía resulta que también soy alérgica a las cabras.

—¡Cállate, Maureen! —dice Lee.

—No te preocupes, están dormidas. Y Nikki también. Parci está llenando el asiento de babas. Dios, me encanta ser hija única —dice Maureen.

—Entonces, ¿tendremos que cambiar el plan? —pregunta Lee a las otras dos. No puede evitarlo, tiene que susurrar.

—¿Por qué? ¿Por Parci? —dice Bad—. Ni hablar. ¿Una infección de oído? Y una mierda. Puede que su madre se lo haya tragado, pero yo no. Mira, Lee, tampoco es que vayamos a dejar que se hagan daño ni nada por el estilo. Les damos dinero para un taxi y a medianoche las dejamos en un cine. Eso como muy tarde. ¿Y qué si se toman las pastillas con un par de horas de retraso? Sus padres se pondrán como locos, ¿qué más da? Necesitan que alguien les dé el toque, ¿sabes? Actúan como si ella les perteneciera. No es natural. Y de todos modos Czigany tampoco se va a chivar de nosotras.

—Parci tampoco —dice Maureen.

—¿Cómo lo sabes?

—Le he dicho que contaríamos en la escuela que Czigany intentó ligarse a Bad. Que intentó meterle mano en el vestuario aunque sabe que tiene una novia seria, y que cuando Bad le dijo que se fuera a la mierda, Czigany le preguntó si le gustaban los tríos.

—Eh, muy buena —dice Bad—. Me siento halagada. Mira, Lee: a Parci le mola todo esto. Se le nota. Y para Czigany la ordalía es como mucho más real si también viene su hermana pequeña.

—Para la mía todo lo que me hicieron fue obligarme a llevar un par de cartelones durante todo el día —dice Lee.

—Sí, un par de cartelones en medio del centro comercial en los que decía GENTE CON LA QUE ME HUBIERA GUSTADO ENROLLARME, con una lista de nombres que te habían sacado en una fiesta y que después te hicieron firmar.

—¡Era una lista muy corta! —dice Lee.

—¿Steve Buscemi? —dice Bad.

—No te olvides de Al Gore, Gandhi y Marge Simpson —dice Maureen—. Por no hablar de John Boyd y Eric Park. Todos los de la escuela hablaban del tema.

—No tenía ni idea de para qué era —dice Lee—. ¡No quería ser desagradable! Además, al día siguiente Eric me pidió para salir.

—Sólo porque le diste lástima —dice Bad—. Lo que importa es que Czigany nos cae bien, ¿sabes? Su acento mola. Ha estado por todo el mundo. Ha conocido al Papa. Lee, ¿no estaba él en tu lista? En fin. Lo que importa es que Czigany va a tener la ordalía más guay y más legendaria de la historia. Aunque es un poco rara, admitidlo.

—Es por sus padres —dice Lee—. Son demasiado protectores. Una vez me dijo que cuando vivían en Ucrania o un sitio de ésos, tenían que ir con guardaespaldas. Por los secuestros.

—Tiene gracia —dice Bad—, tal y como están las cosas. Seguramente también le hacen mear en un vaso de plástico después de estar con nosotras. La última vez que me encontré con ella, mamá doctora me fulminó con la mirada. Quería hacerme fosfatina.

—Seguro que te odia —dice Maureen.

—¿Sólo porque Czigany llegó unos cinco minutos tarde a cenar? ¿En fin de semana? No, creo que es porque saben que soy lesbiana. O sea, tu madre también flipa un poco, Lee, pero lo compensa intentando ser súper amable y haciéndome capuchinos y tal.

—Cuando los Khulhat lleguen a casa y no encuentren a Czigany y Parci se van a poner hechos una furia —predice Lee. Se da cuenta de una cosa: la ordalía fue idea de Bad, y no se trata sólo de Czigany. A Bad no conviene cabrearla y eso es exactamente lo que ha hecho la señora Khulhat.

—Sí, bueno —dice Bad. Le muestra a Lee lo que ella llama la sonrisa invisible. Es decir, Bad no está sonriendo en absoluto, pero aun así puedes ver lo contenta que está consigo misma. Como si tuviera una mano de póquer perfecta, todo tu dinero encima de la mesa y la sonrisa tuviera un coste extra.

—Pon la radio —dice Maureen. Maureen siempre tiene un montón de peticiones razonables que Lee siempre rechaza de la forma menos razonable. Seguramente las viejas amistades están definidas por este tipo de sentimientos mucho más a menudo que por sentimientos de acuerdo y armonía—. Un viaje no vale nada sin banda sonora.

—Esto no es un viaje —dice Bad, que conoce a Maureen desde hace los mismos años que Lee. Bad jamás procura ser razonable si puede ser cruel—. Es un secuestro. Y, como en las películas, ya lo hemos jodido. Al final Lee acabará matándonos a todas de un disparo y deshaciéndose de los cuerpos con un triturador de madera.

—No es un secuestro —dice Lee—. Es una ordalía.

Enciende la radio y abre el libro de nuevo.

La siguiente vez que Cabell Meadows le salvó la vida a Clementine Cleary, ella tenía quince años y él veintiuno. Fue en la boda de John Cleary, el hermano pequeño de la madre de Clementine, que se casaba por segunda vez; en aquella ocasión fue con una chica del pueblo: Dancy Meadows, la hermana de Cabell, que tenía diecinueve años.

Que Dancy Meadows y John Cleary se conocieran fue culpa de Clementine. Dancy era la encargada de T-Shurt Yurt, la tienda del paseo, y como Clementine lo sabía, cuando tenía catorce años mintió sobre su edad para conseguir un trabajo allí. Su plan era hacerse amiga de Dancy, que acababa de terminar el instituto. No le resultó tan fácil como conseguir el empleo, pero incluso antes de que John Cleary hiciera su entrada triunfal, Clementine había logrado robarle una foto de Cabell de la cartera. Y en una ocasión Dancy contó con verdadero odio que su hermano tenía la costumbre de dormir desnudo y que una vez, en séptimo, les cobró diez pavos a cada una de sus amigas por colarse en su habitación en mitad de la noche y comprobarlo por sí mismas a la luz de la luna llena.

El tío de Clementine, que ya se había casado con una chica nada más salir del instituto, entró en la tienda un jueves por la tarde buscando un regalo de broma para el abuelo de Clementine, que cumplía ochenta y un años (no es que al abuelo le gustaran especialmente los cojines de pedos, las cacas de goma o las tazas de café en forma de pene. Le gustaban a John Cleary). Al encontrarse con su sobrina detrás del mostrador, utilizó esta circunstancia para quedarse el resto del día en T-Shurt Yurt contando chistes y flirteando con Dancy. Algunos de los chistes tenían mucha gracia, Clementine tuvo que admitirlo.

Además se dio cuenta de que el flirteo estaba dando resultados, porque Dancy empezó a comportarse como si fueran muy buenas amigas, incluso cuando John Cleary no estaba presente. Le contó la historia de la malvada primera novia de Cabell y de cómo él estuvo llorando tres días cuando lo abandonó (pero se quedó el colgante igualmente), justo antes de San Valentín, y de cómo él se pasó una semana llorando cuando su padre pisó accidentalmente a Buffy (su tarántula) al salir de la ducha.

Le enseñó cómo las chicas mayores se ponían perfilador de ojos y lo que les gustaba a los chicos. Clementine no se lo creía todo, pero algunas de las cosas que le dijo debían de ser verdad, porque para las Navidades Dancy estaba embarazada y la tía de Clementine se estaba divorciando de John Cleary y preparándose para mudarse a Charleston. Salir del fuego para caer en las brasas, dijo la madre de Clementine.

Por aquel entonces Clementine no estaba segura de qué opinaba de Dancy. Era la hermana de Cabell y eso era un punto a su favor, tenían los mismos ojos. Además, parecía conocer todos sus secretos. Clementine tenía un documento en el ordenador donde escribía todo lo que Dancy comentaba, con anotaciones si pensaba que estaba siendo injusta. Cuando Dancy y el tío John se prometieron, pasó algunas noches en vela pensando que iba a ser la sobrina de Dancy. La situación podría ser algo extraña si también llegara a ser su cuñada. Y si era su sobrina, entonces, ¿qué era Cabell? ¿Un tío político? ¿Una especie de primo segundo? Tampoco tenía a nadie a quien pedirle consejo, porque había dejado de hablarse con sus dos mejores amigas. Fue por culpa de Cabell.

En mayo, Cabell acudió como invitado a la clase de biología de Clementine. Había estado rastreando osos negros en las montañas de Blue Ridge, durante las vacaciones de primavera de la facultad de Chapel Hill, como parte de un estudio independiente. Ella se acercó a saludarlo antes de que empezara la clase, mientras él preparaba las diapositivas. Entonces ya era muy alto. A veces se preguntaba dónde se habría sentado él en la clase de biología del señor Kurtz. Estúpida, estúpida. Tenía el corazón hundido en las profundidades del estómago, pero aun así, consiguió decir:

—Eh, Cabell, ¿te acuerdas de mí?

—Clementine, ¿tienes una pregunta para el señor Meadows? —dijo el señor Kurtz.

Cabell entrecerró los ojos.

—¿La sonámbula nadadora? ¡No me fastidies!

Le dijo que había cambiado mucho, cosa que era verdad. Había cambiado. Resultó, vaya sorpresa, que Cabell era un orador excelente, y siempre que miraba hacia ella, Clementine sonreía. Terminó la charla contándole a la clase una historia sobre una chica de California que se hizo una permanente y ese mismo día fue a caminar por la montaña y quedó inconsciente por un golpe.

—Cuando se despertó —dijo Cabell— estaba en mitad del bosque, debajo de un árbol y muy alejada del camino. Se tocó el pelo y lo tenía todo mojado y lleno de espuma.

Ése parecía ser el final de la historia. Sonrió de oreja a oreja. Clementine le devolvió la sonrisa hasta que empezó a dolerle la cara.

Madeline, que vivía en la misma calle que Clementine y mojó la cama hasta que ambas estuvieron en quinto, levantó la mano. El señor Kurtz dijo:

—¿Sí, Madeline?

—No lo entiendo —dijo ella—. ¿Qué fue lo que le pasó? ¿Por qué tenía el pelo mojado?

—Oh, perdón —dijo Cabell—. Lo siento. Supongo que me he saltado esa parte. Fue un oso, atraído por el olor de los productos químicos de la permanente. Le dio un golpe en la cabeza, la dejó inconsciente y la arrastró hacia el bosque. Entonces le lamió la permanente.

—¡Qué asco! —dijo Madeline.

Los demás críos se rieron.

—¿Le gustó el sabor de la «espermanente»? —dijo alguien.

Clementine se quedó preocupada, porque no le quedó claro de quién se reían: si de Madeline, de Cabell o de la chica de la permanente.

—Tuvo suerte —dijo Cabell—. No porque le lamiera la cabeza —explicó por si acaso los alumnos de la clase de Clementine eran especialmente estúpidos, que según ella sí lo eran—, sino porque no se la comió.

Después de eso Clementine no tuvo valor para hacer ninguna pregunta. A pesar de que se había pasado la noche ideando preguntas para impresionarle.

—¿No os parece alucinante? —No podía callárselo más tiempo.

Madeline y Grace, que según la madre de Clementine estaba pasando por una fase difícil —aunque expresarlo así es ser muy generoso, porque Grace llevaba siendo difícil desde segundo curso—, se quedaron mirándola fijamente.

—¿Quién? —dijo Madeline por fin. Madeline era cansina, había que explicárselo todo.

—Cabell —contestó, y Madeline y Grace continuaron mirándola fijamente como si tuviera algo pegado entre los dientes—. ¿Cabell Meadows?

—Muy graciosa —dijo Grace—. Bromeas, ¿no?

Miraron a Clementine y se dieron cuenta de que no bromeaba. Ella notó que las otras dos estaban pasmadas. «Cabell Meadows —se dijo a sí misma—. Cabell Meadows.»

—No lleva desodorante —dijo Madeline.

—Es por los osos.

Como lo de la permanente; los osos son sensibles a los olores humanos. Clementine lo había dicho con la esperanza de poder razonar con ellas. Eran sus mejores amigas, a las tres les gustaban las mismas películas, se prestaban la ropa. Cuando salían a comer pizza, nunca la pedían con cebolla porque Grace la odiaba.

—A ver —dijo Madeline, antigua mojacamas—: aunque lo llevara, podría ponerse todo el desodorante del mundo y aun así yo no querría darle lametazos. Por ninguna parte. Tiene los ojos juntos. Y las manos raras. ¡Muy venosas, Clementine! ¡Y el pelo! Ni siquiera cuando estudiaba aquí estaba exactamente en demanda, ¿no? Era un hippie apestoso. Y ahora ¡está peor! ¡Mucho peor!

Paró de hablar para secarse la saliva de las comisuras de la boca. Cuando se excitaba, Madeline escupía al hablar. Lo más probable, según Clementine, era que de vez en cuando siguiera mojando la cama. Madeline: voz de pito con goteras.

Grace cogió el testigo, como si las dos se estuvieran entrenando para los relevos de «consejo no solicitado estilo libre» de las Olimpiadas.

—Es bastante romántico, Clementine —dijo—. Me refiero a que debes de llevar mucho tiempo enamorada, ¿no? Recuerdo que solías hablar de él cuando éramos pequeñas; pero tú has crecido, Clementine, y él no, ¿me entiendes? Los chicos llegan a cierta edad en la que todo se reduce a robots o chicas. Superhéroes en leotardos o chicas. Porno de Internet o chicas. Osos o chicas... aunque todavía no me había encontrado con un caso así. Lo que quiero decir es que este chaval ya ha elegido, Clementine. Quizá tuvieras una oportunidad si fueras peluda y corrieras por el bosque, pero ni lo eres ni lo haces. Si Cabell Meadows es el tío por el que has estado colada en secreto todos estos años, que Dios te ayude, porque yo no puedo hacer nada por ti.

—Estoy de acuerdo con todo lo que acaba de decir —concluyó Madeline.

Eso no era ninguna sorpresa. Ambas eran grandes aficionadas a los tests de personalidad, columnas de consejos y libros de autoayuda. Podían pasarse horas estando de acuerdo la una con la otra sobre lo que un chico había querido decir cuando pasó a su lado a la hora de la comida y dijo: «Chicas.»

Clementine se planteó pinchar a Madeline con el cuchador y lo único que le impidió hacerlo fue que sabía que Grace y ella también sacarían mucha miga si se ponían a analizar eso. Como, por ejemplo, que era para llamar la atención, porque ¿qué más podías pretender conseguir pinchándole a alguien con un utensilio de plástico? La razón por la que los utensilios de laboratorio eran de plástico era que los críos hacían eso mismo. Una vez alguien le clavó uno en el brazo a un profesor y los abogados dijeron que había sido culpa de las hormonas de la carne de la hamburguesa. Cabell era vegetariano; Clementine se enteró en la clase del señor Kurtz, y pensó en lo que diría su madre cuando llegara a casa y anunciara que ella también era vegetariana. A lo mejor podía convencerla diciendo que era una dieta. O un proyecto de la escuela.

Se dio cuenta de que todavía estaba agarrando el cuchador a la defensiva. Lo dejó y notó que Madeline y Grace volvían a mirarla fijamente. Clementine se había quedado como ausente y ahora ellas sabían quién provocaba esas ausencias.

—Me salvó la vida —dijo Clementine.

—Deja que yo te salve del mayor error que puedas cometer —dijo Madeline. Su voz adquirió una intensidad emocionante, como si estuviera a punto de transmitirle los secretos del universo. Su padre era predicador y también escupía al hablar. Nadie quería sentarse en el primer banco—. Cabell Meadows no está bueno. Cabell Meadows tiene por lo menos seis años más que tú y todavía no sabe que los calcetines de deporte no quedan bien con sandalias Birkenstock. Cabell Meadows vino a clase de biología del instituto voluntariamente para contarnos que se ha pasado las vacaciones de primavera disparando dardos con tranquilizante al culo de unos osos. Cabell Meadows es un pringado de proporciones épicas.

Clementine se levantó, se marchó de la mesa, y durante el resto del año evitó a Grace y Madeline siempre que le fue posible. Cuando ellas empezaron a salir con chicos, le hubiera gustado poder decirles un par de cosas sobre estándares, hipocresía y pringados, pero ¿de qué iba a servirle? Estaba claro que en lo que respecta a amigas, amor, libros de autoayuda y chicos, el mundo funcionaba así. Primero eres el experto y después sales al campo con los dardos para adquirir algo de práctica.

Después de investigar un poco en Internet, Clementine encontró el blog de LiveJournal, de Cabell: TrueBaloo. Tenía unos doscientos amigos, sobre todo chicas con nombres como ElectricKittyEyes y FurElise, que también iban a Chapel Hill y eran de San Francisco, D. C., Cleveland y un montón de otros lugares en los que Clementine no había estado. Se hizo un perfil de LiveJournal, se hizo amiga de Cabell y le envió un correo electrónico que decía: «¿Te acuerdas de mí? La tonta a la que salvaste de morir ahogada. Gracias x eso y x venir a hablar de osos;)». Cabell también se hizo amigo de ella. Le preguntó qué tal le iba en la escuela y no volvió a escribirle, ni siquiera cuando Dancy rompió el matrimonio del tío de Clementine ni cuando ella le escribió para decirle que todos le habían echado de menos en la fiesta de compromiso. Pero no importaba, porque seguramente él estaba muy ocupado con las clases o quizá estuviera otra vez observando a los osos. O a lo mejor pensaba que Clementine estaría molesta por el asunto de Dancy. Así que Clementine no estaba muy preocupada; lo importante era que se había hecho amigo de ella en LiveJournal. Era parecido a lo de él con los osos, como si ella y Cabell se estuvieran siguiendo la pista de cerca.

Ella llenó el iPod con toda la música que Cabell había mencionado en Internet. Quizá algún día tuvieran la oportunidad de hablar de música.

La mayoría de los estudiantes de Chapel Hill volvían a casa para las fiestas o para hacer la colada de vez en cuando, pero Cabell no. Ni durante las Navidades ni las vacaciones de primavera (cosa que para Clementine era comprensible: si habías crecido a una hora de viaje de la playa de Myrtle Beach, oficialmente ya habías vivido todas las vacaciones de primavera que necesitabas). Vino para hablar de los osos, pero no apareció por la fiesta de compromiso de Dancy, ni siquiera para denunciar a John Cleary por ser un cerdo asaltacunas y un hijo de puta; cosa que era. Hasta el abuelo de Clementine opinaba lo mismo. Había sido un quaterback estelar, y eso es todo lo que podía decirse, la verdad.

Clementine no podía evitar sentir agradecimiento por su tío y Dancy, excepto por la boda, porque ¿quién iba a saber cuándo iba a volver Cabell a casa?

Dancy había convencido a John Cleary para celebrarla en la playa, lo suficientemente cerca de cabo Decapitado como para que a Clementine le pareciera un buen augurio. Algunas mañanas iba corriendo hasta allí, y recordaba el camino que ella y Cabell recorrieron juntos por entre las dunas mientras el resto de personas del mundo que quieren a Clementine pensaban que estaba muerta. Ahogada. Sólo ella y Cabell sabían lo contrario.

Consiguió librarse de ser una de las damas de honor a base de súplicas, porque se negaba a llevar un vestido de rebajas de gasa color crema de limón el día que Cabell fuera a verla por primera vez después de un año. En lugar de eso, se gastó trescientos dólares de los sueldos del T-Shurt Yurt en una boutique de Myrtle Beach donde compró un vestido verde aguamarina con incrustaciones de circonitas en los tirantes. En eBay encontró un par de zapatos de diseño con tacón de aguja que sólo habían sido usados una vez y pagó ocho dólares por ellos. La dama de honor de Dancy, que en el instituto se labró fama de ser toda una zorra, juró por su madre que Clementine parecía tener al menos dieciocho años.

Dos semanas antes de la boda, fue a Myrtle Beach con el coro de jóvenes y en el autobús de vuelta se sentó en la última fila y se enrolló con un chico que se llamaba Alistair. Había leído suficientes novelas románticas y había hablado sobradamente con Dancy como para tener una idea general de lo que tenía que hacer, pero nada es mejor que la práctica.

Tras haber conseguido un éxito limitado en circunstancias difíciles (el chico equivocado, la boca equivocada, suelo de autobús pegajoso, olor persistente a un plátano que alguien se había dejado olvidado, dos chicas —Miranda y Amy— que ni se molestaron en fingir que no miraban por encima del asiento de delante), Clementine se sintió adecuadamente preparada para hacerlo de verdad.

—¿Hemos llegado?

La que pregunta es Parci, como si se tratara de unas vacaciones familiares en lugar de una ordalía. Se ha quitado la venda hace unos minutos, pero no importa, porque ya han salido de la autopista; van dando sacudidas por una carretera llena de surcos que se enrosca montaña arriba. Todo lo que hay a la vista son lúgubres y espesos pinares y abetales; bajo ellos, los restos de antiguas murallas de piedra. Hace mucho, mucho tiempo, allí hubo un asentamiento francés. Granjas y huertos. Todos los veranos llegan los arqueólogos para acampar, vivir romances y cavar. La tía de Lee, Dodo, dice que es agradable tener compañía más allá de las cabras y que los dramones amorosos reales son mejores que cualquier cosa que pongan en la tele.

Czigany sigue durmiendo o fingiendo que duerme. Bad y Nikki están cantando a voz en grito al son de la radio, así que lo más probable es que sea lo segundo. Maureen le está enviando un mensaje de texto a algún novio nuevo y, a juzgar por la rapidez y la fuerza con la que pulsa las teclas con los pulgares, se trata de una pelea.

—No te sorprendas cuando te quedes sin cobertura —le dice Lee—. Aquí arriba no hay muchas antenas.

—Continuará... —dice Maureen, y se muerde el labio—. Oh, sí.

Ahí está el cruce, y allí, unos dos kilómetros más adelante, está el reino secreto de Dodo. Lee dirige a Bad por el camino de tierra hacia una pradera rodeada de montañas y cruzada por un arroyo. Aparece una granja de dos pisos que Dodo ha pintado de color rosa chicle (con pintura rescatada de un contenedor). Sin razón aparente, las molduras son de color amarillo canario. Sólo el granero tiene el aspecto que debería: rojo y blanco, y con una veleta: una cabra de pie sobre un queso. Hasta que no te acercas no ves que, en lugar de pintar el granero, Dodo ha abierto cientos y cientos de latas de Coca-Cola y las ha clavado a los tablones de madera con chinchetas.

El Reino de la Tranquilidad nunca atrajo a muchos visitantes. Había un chiringuito de comida, un zoo para niños, una pista de karts, un tiovivo y una noria más bien pequeña. La pista de karts está invadida por la hierba y por el principio de un tejado de bambú que las cabras no dejan que crezca. Las cabras juegan a ser las que mandan en la maltrecha plataforma de madera del tiovivo, cuyo techo salió volando hace años. Dodo, que compró el Reino de la Tranquilidad cuando ya estaba en decadencia, vendió los caballitos hace mucho tiempo, uno a uno, para comprarse las cabras.

Con el paso de los años, la noria se ha ido hundiendo tranquilamente en la tierra blanda de la pradera. Cuando hay tormenta, los rayos la alcanzan, y durante el verano, siempre hay al menos una mañana en la que Dodo descubre, al salir a ordeñar a las cabras, a un arqueólogo con el corazón roto durmiendo acurrucado en la cesta a ras de tierra (donde los ratones hacen sus madrigueras), después de haber pasado la noche bebiendo a solas. A Lee le gusta leer mientras se balancea en el asiento agrietado de vinilo color verde lima, justo en el que ahora una cabra pigmea monta guardia con las patas apoyadas sobre la barra de seguridad oxidada, escuchando cómo Bad hace sonar el claxon, encantada con lo que ve.

Las cabras se comen el verde mar de hierba y la trompeta trepadora, que crece lentamente y que de otro modo acabaría tumbando la noria inclinada. Otras se arrodillan o se apoyan sobre las rocas que afloran en el prado, entre la maleza.

—¿Tu tía vive aquí? —dice Maureen. Nikki hace fotos con el móvil.

Dodo es la hermana mayor de la madre de Lee. Es una antigua anarquista que pasó nueve años en una prisión de mujeres de máxima seguridad. Ahora, en lugar de bombas, fabrica queso. Cuando consiguió el rebaño en el Reino de la Tranquilidad, invirtió en seis Toggenburgs, y con el tiempo ha intercambiado, trocado, adoptado y comprado razas cada vez más esotéricas. Actualmente el número de cabezas ronda las treinta: cabras montesas suizas, nubianas negras, enanas nigerianas, cabras pigmeas y cuatro cabras miotónicas[10] de Tennessee. Dodo se pasó la condena haciendo cursos de cría de animales. Las cabras, como a ella le gusta decir, son las verdaderas anarquistas.

Bad aparca junto a la granja rosa.

—Deja que adivine —dice Maureen—, ¿a que hay un váter de compostaje?

—En realidad es una caseta exterior —le dice Lee al tiempo que Dodo aparece en el porche en el que tres cabras andan merodeando con la esperanza, sin duda, de meterse en la casa, donde debe de haber cosas interesantes que mascar. Lleva unas botas impermeables de camuflaje rosa que le llegan hasta las caderas. Y el pelo teñido a juego con la casa.

—Molan las botas —dice Bad.

Las demás siguen boquiabiertas ante Dodo, la casa rosa, el reluciente granero de Coca-Cola, las cabras, la noria. Incluso Czigany ha cambiado ligeramente de postura, como si estuviera escuchando con mucha, mucha atención, aunque finja estar durmiendo.

—Quítale la venda —le dice Lee a Nikki—. Y las esposas. Ya os dije que mi tía era muy excéntrica —les dice a todas—. Y se ofende con bastante facilidad. Cuando probéis el queso, haced como que os gusta aunque no os guste, ¿vale?

—¡Czigany! —grita Parci dando saltos sobre el asiento—. ¡Despierta! ¡Tu ordalía está a punto de empezar!

Czigany se incorpora. Da un bostezo grande y falso.

—Ay, chicas, lo siento. Anoche me acosté tarde.

—Vaya si nos acostamos tarde —dice Parci.

Cuando le quitan la venda, los ojos grandes de Czigany se hacen aún más grandes.

—¿Dónde estamos?

—Eso solamente lo tenemos que saber nosotras —dice Nikki.

—Antes de que salgamos de la furgoneta tengo que deciros algo —dice Bad—. Las normas de la ordalía están vigentes. Para las dos, Parci. Las dos tenéis que hacer todo lo que nosotras digamos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dice Czigany.

Parci asiente con energía. Aunque apenas sea perceptible, tiembla de excitación. Czigany también está alerta y Lee cree que igual que antes fingía estar dormida, ahora sigue actuando, como si escondiera algún otro instinto más profundo.

Lee, Bad, Nikki y Maureen han vivido siempre en Long Island. Van a una escuela pequeña: cuando se gradúen, en total serán diecinueve chicas, en el caso de que Meg Finnerton consiga obrar un milagro y aprobar álgebra avanzada.

Los Khulhat se mudan de país siempre que al padre de Czigany y Parci le asignan una nueva embajada. Czigany ha vivido dos años, o menos, en los siguientes sitios: Bosnia, Albania, Inglaterra, Israel y Ucrania, y no cabe duda de que a Lee se le están olvidando un par de sitios más.

Cuando se vuelva a mudar dentro de un año o dos, ¿qué recordará? Lee espera de todo corazón que la ordalía, al menos esta parte, sea una de las cosas que recuerde durante el resto de su vida. Dodo y su granja son el mejor y más secreto secreto que Lee posee. Desde el primer día que su madre la llevó a visitar a Dodo, está segura de que en ninguna otra parte del mundo hay un lugar tan mágico como el Reino de la Tranquilidad, con su casa rosa, la noria y las cabras, que son tan inteligentes que saben abrir la puerta de casa cuando Dodo se olvida de cerrarla con llave. Pero quizá eso no signifique nada para Czigany. Lo piensa y se pregunta por qué es tan importante que a Czigany le cause tan buena impresión.

Lee deja de observar el rostro hermético de Czigany para mirar a Bad.

—Venga, Lee —dice Bad—. Hazlo.

La boda fue un desastre de principio a fin. Después del aviso de huracán, decidieron desmantelar las marquesinas para la ceremonia y el banquete que habían montado junto al acantilado, y moverlo todo al pabellón que hay al lado del aparcamiento, donde los niños van en verano a jugar al ping-pong y comer sándwiches de helado. En lo que al tiempo respecta, había que ser sensato a pesar de que la mayoría de avisos no llegasen a nada. La casa de los padres de Clementine se había inundado tantas veces que habían descartado conseguir asegurarla y en lugar de eso se conformaron con guardar todos los objetos valiosos en el primer piso.

El huracán no resultó ser ni un mini huracán. Ni siquiera una tormenta tropical. Pero sí llovió lo suficientemente fuerte como para que los del catering no pudieran encender fuego en los hoyos donde tenían que asar el marisco.

Dancy no parecía embarazada hasta que la veías de lado, pero aun así esa mañana la señora Meadows tuvo que ensancharle el vestido. La noche anterior Clementine había ayudado a decorar el lavabo de señoras de la playa con estromelias y flores de azahar. Una hora antes de que la ceremonia comenzara, la señora Meadows la envió a hurgar en el maletero de la dama de honor en busca de cinta adhesiva para el escote. Clementine regresó triunfal, e inmediatamente la mandó otra vez a por ginger-ale y galletitas saladas. El rostro de Dancy llevaba toda la tarde del color espuma de mar del vestido de Clementine. Mientras tanto, John Cleary estaba bajo el muelle, tumbado en la arena con el esmoquin y todos sus amigos del instituto de pie a su alrededor. Ninguno fue capaz de convencerlo de que se levantara; tenía resaca de la despedida de soltero que le organizaron la noche anterior. Clementine y su padre apostaron a ver quién vomitaba antes, si la novia o el novio.

Cuando las gaitas empezaron a sonar —ningún Cleary había conseguido llegar al altar sin un montón de gemidos y lamentos que dejaran claro que el matrimonio, como el ir a la guerra, era un asunto muy serio—, Clementine estaba junto a su madre, de pie sobre el húmedo suelo de cemento del pabellón, intentando no darse palmadas en las piernas. En cuanto las pulgas de playa dan contigo, las bodas junto al mar pierden todo su romanticismo. La humedad se filtraba a través del tejado podrido. Su madre se inclinó hacia ella y le susurró:

—No me hagas esto nunca.

—¿El qué? —dijo Clementine.

—Ya sabes el qué.

—¿Casarme?

—No hasta que tengas al menos treinta y cinco años.

A Clementine siempre le había quedado bien claro que su madre opinaba que el matrimonio era una especie de padecimiento, aunque la razón exacta era menos clara. El padre de Clementine masticaba con la boca cerrada, nunca dejaba la tapa del váter abierta y todo el pelo que tenía era de serie. El año anterior, por su cumpleaños, le regaló a su mujer un colgante con un diamante de corte esmeralda y la llevó al mejor restaurante italiano de Myrtle Beach. A la mañana siguiente, Clementine oyó a su madre hablando por teléfono con una amiga; se quejaba de que su marido no tenía ni un pelo de romántico y que más le valdría haberse casado con un poste.

—Te lo juro por Dios —dijo Clementine, pero su madre se limitó a suspirar.

Cabell estaba de pie con el resto de los invitados y llevaba la misma pajarita de cuadros escoceses de color morado que Dancy había obligado a ponerse a todos los amigos del novio. Era alto y rubio, y estaba moreno; y tenía el pelo un poco largo alrededor de las orejas. Había algo en la manera en que llevaba el esmoquin que parecía muy natural y al mismo tiempo forzado, como si sólo se lo hubiera puesto para camuflarse entre los demás. Como si las bodas y los osos negros fueran situaciones en las que uno necesita acercarse cuanto más mejor, pero sin que nadie se dé cuenta de que estás allí. Cuando se compró el vestido, Clementine se imaginó que era como los ojos de Cabell. Pero no lo era. ¿Por qué había estado fuera tanto tiempo?

John Cleary y Dancy Meadows se hicieron las promesas que prácticamente nadie consigue cumplir. Clementine se esforzó por escuchar hasta la última palabra, conmovida a pesar de saber que Dancy había escogido cabo Decapitado porque allí, debajo de una canoa volcada, fue donde ella y su tío practicaron por primera vez sexo de borrachera, sin protección y con arena en la ropa interior. Dancy le había proporcionado todos los detalles; no era así como iban a salir las cosas con Cabell.

Nada de gaitas. Nada de catering. Nada de pulgas de playa, cinta adhesiva para el escote o pajaritas mutantes. Cuando, mirando a Dancy, Clementine intentó visualizar la misteriosa unión futura con Cabell, fue como aquella primera vez en la tabla de surf. Sólo que esta vez, en lugar de llegar a la orilla de cabo Decapitado, Cabell y Clementine flotaban hacia mar abierto y no regresaban jamás.

Dancy y John Cleary se besaron. Se chafaron los labios con tanta fuerza que Clementine pensó que les iba a salir sangre. Pero en lugar de eso, Dancy se rió y tiró el ramo hacia arriba, de modo que chocó contra el techo del pabellón.

—Que me parta un rayo si eso no es una mala señal —dijo la madre de Clementine, y le sacó un diente de león del pelo.

Cuando las gaitas sonaron de nuevo, Clementine sintió por primera vez en la vida la necesidad de tomar un trago. Después pensaba ir a buscar a Cabell. Bailarían. O se sentarían en un coche y hablarían hasta que dejara de llover y saliera el sol sobre el océano.

En una ocasión, Dancy había dicho que el vodka apenas tenía sabor y, fuera del pabellón, había una nevera de treinta y cinco litros que Clementine había ayudado a llenar de hielo, refrescos y cervezas. También había visto una botella de Smirnoff.

Buscó una lata de Coca-Cola y vació la mitad. La rellenó con vodka. La verdad es que, como todos decían, casi no estaba mal. Decidió que ya que había empezado, no pasaba nada si cogía el paraguas de golf que alguien había dejado apoyado contra la pared del pabellón y la toalla que había encima de la nevera. Bien pertrechada, se alejó sigilosamente con la Coca-Cola y el resto del Smirnoff a esconderse entre las dunas.

Finalmente se le acabó la Coca-Cola y, como no tenía claro si estaba borracha, se quedó un rato más bebiendo de la botella de Smirnoff. A pesar de estar sobre la toalla, se le fue mojando el culo más y más. Al otro lado de las dunas, el pabellón de ping-pong parecía tan lejano como un sueño. Lentamente, según se evaporaban los últimos rayos de pesada luz grisácea, se percató de los pequeños gañidos entrecortados, las sombras que hacían susurrar las briznas de hierba de las dunas desmoronadas por la lluvia. Perros salvajes, o quizá fueran coyotes, seis o siete; supuso que estaban cazando ratones o ranas. Ignoraron a Clementine, que bajo el paraguas era tristemente invisible. Ora corrían, ora se quedaban quietos; lomos arcuados, hocicos al suelo, pezuñas que arañaban la endurecida arena gris. Había murciélagos abalanzándose desde el cielo, como si quisieran bajarle la cremallera a la lluvia, y los perros de las dunas también los persiguieron con las fauces vacías que se cerraban como trampas de porcelana.

Cuando finalmente Clementine se levantó, la miraron como si fuera una aguafiestas. Agitó el paraguas y los perros salieron huyendo. Más tarde se hizo evidente que ésta había sido la mejor parte de la noche: se las había arreglado para emborracharse sin que se la comieran los perros salvajes.

Después, todo fue a peor. El viaje al baño en el que Clementine se dio cuenta de lo que le había pasado a su peinado y su maquillaje, y cuando se desgarró el dobladillo del vestido con la puerta de contrachapado del cubículo. Cuando encontró a Cabell, estaba bailando con la zorrona de Lizzy York, la dama de honor.

No importaba. Ni siquiera la horrible y anticuada música importaba.

—¡Eh, Cabell! —gritó Clementine.

—Hola, Clementine —gritó Cabell antes de dar un paso de baile—. Tu madre te estaba buscando. ¿Qué te pasa?

—Lo siento, Lizzy —dijo Clementine—, tengo que enseñarle algo a Cabell. Enseguida volvemos. Te lo prometo.

Lizzy le mostró su dedo corazón; Clementine se encogió de hombros, sonrió y arrastró a Cabell por entre los bailarines hasta la lluvia del exterior. Se había dejado el paraguas en algún sitio, pero daba igual. La lluvia formaba burbujas sobre su piel.

—¿Qué querías enseñarme? —dijo su dulce amado.

Caminaron por la marca de la marea. Diminutos cangrejos fantasmagóricos le hacían cosas misteriosas a la arena mojada. Estaban escribiendo la historia de la vida de Clementine. Cabell Meadows, Cabell Meadows, Clementine quiere a Cabell.

—Clementine, ¿qué querías que viera?

Ella agitó el brazo.

—¡El océano!

Cabell se rió y Clementine pensó que era buena señal. Era divertida.

—¡No sólo el océano! —dijo—. Las cosas que hay en él. Puede que haya, ya sabes, tiburones. O sirenas. Como los perros salvajes de las dunas. ¡El mundo está lleno de cosas que nadie ve jamás! Nadie más que tú y yo.

Tenía mechones de pelo mojado pegados al cuello. Quizá pareciera una sirena.

—¿Crees que parezco una sirena? —le preguntó a su amor.

—Clementine, cielo —dijo Cabell—. Creo que pareces borracha. Y los dos estamos empapados. Volvamos.

—Esto es muy romántico, ¿no crees? —dijo Clementine—. Si quisieras besarme, lo comprendería.

No había estrellas, sólo lluvia. Y lo que más deseaba era deshacerse de las medias, pero antes tenía que quitarse los zapatos de tacón. A lo mejor había sido un error ponerse tacones de aguja en una boda junto a la playa. Durante toda la noche, a cada paso que había dado, Clementine había dejado un pequeño agujero en la pobre arena inocente.

—No creas que no te agradezco la oferta, Clementine —dijo Cabell—, pero, joder, no.

—Oh, mierda. ¿Eres gay?

—¡No! Y deja de quitarte la ropa, ¿vale? No soy gay, pero no me interesas. No quiero parecer un gilipollas, pero no eres mi tipo.

—No me estoy quitando la ropa, sólo los zapatos. Y las medias. Además, ¿a ti qué te importa? Dancy me dijo que dormías desnudo. ¿Todavía duermes desnudo? Tengo arena en las medias. ¿Qué quieres decir con que no soy tu tipo? ¿De qué tipo soy?

—Menor —dijo Cabell—. A diferencia de tu tío, a mí no me gustan las crías.

Y habiendo pronunciado su réplica, que podría haber sacado de una de las novelas románticas de Clementine, se dio media vuelta, echó a andar y dejó a Clementine sola bajo la lluvia, con tan sólo un zapato y las medias por los tobillos.

Cuando Clementine consiguió quitarse los tacones de aguja, fingió que el océano era la estúpida boda al completo, hizo una bola con las medias y se las lanzó. Después, los tacones. De camino hacia el pabellón, tomó un atajo por el aparcamiento, pisó una botella de cerveza rota y se hizo un corte tan profundo en el pie izquierdo que acabó necesitando dieciséis puntos y dos litros de sangre. Por si acaso, también le hicieron un lavado de estómago. ¿Quieres saber quién la encontró desmayada y sangrando a chorros, y llamó a la ambulancia?

Venga. Te doy tres oportunidades.

A la hora de comer, Dodo les da queso de cabra, manzanas y un pan oscuro y correoso. Hay queso duro, queso blando y cremoso, y queso a las finas hierbas para untar. Dodo les habla de su vida como anarquista mientras un coro de cabras farfulla amenazas a través de la puerta mosquitera. De cómo hizo saltar el banco por los aires.

—Eran las tres de la mañana y, sé que es estúpido decirlo, pero quería ver todo ese dinero y los formularios volando por los aires como una lluvia de confeti. Sin embargo, unos minutos antes de que los explosivos se activaran, una marea de ratas y cucarachas salió del edificio, cruzó la calle y se acercó al callejón donde yo estaba escondida, detrás de un contenedor. Era como si supieran lo que iba a pasar.Yo también me largué. No por la bomba, sino por las cucarachas. No soporto esos bichos. Y darme cuenta de que tenían percepción extrasensorial fue aún peor.

Les cuenta que le han disparado pelotas de goma, con mangueras de agua, que un policía de D. C. le pegó con la culata de la pistola. Mira, ésa es la cicatriz, en la mejilla. Y ése es el tatuaje sexy de una sirena que una compañera de la cárcel le hizo con un bolígrafo y un cepillo de dientes con el mango afilado. Bad está prendada de ella. El resto se ríe nerviosamente siempre que Dodo dice una palabrota, cosa que hace a menudo.

Después de comer, les hace una visita. Les enseña la habitación donde hace el queso y el lugar donde éste madura. Las lleva al granero del rebaño con los raídos sillones de brocado y peludos sofás mordisqueados por las cabras donde cada noche se junta con todas ellas a ver películas con su viejo proyector. Les distribuye puñados de maíz para que se lo den a las cabras y les explica por qué las de Tennessee se desmayan. Ellas alternan una actitud curiosa con una distante. A veces se amontonan alrededor de las chicas y otras se alejan para deliberar ruidosamente entre sí.

Toman delicadamente el maíz de la mano de Lee, pero ignoran la mano que Parci les ofrece.

—Qué cabronas más raras —dice Dodo con cariño—. No se llevan bien con todo el mundo.

Parci tira el maíz sobre la hierba, pero siguen sin hacerle ni caso.

—¿Ésta es mi ordalía? ¿Venir a darle de comer a las cabras y escuchar a tu tía hablar sobre cómo fabricar bombas? —le dice Czigany a Lee.

—Es una pena que tengas que volver a casa tan pronto —dice Lee para ver qué pasa—. Podríamos quedarnos a pasar la noche aquí. Dormir en el granero. Ver pelis viejas.

—O podríamos volver a casa antes de las cinco tal como me prometiste y así mis padres no nos matarán ni a Parci ni a mí. Lee, no es broma.

Según lo dice, Czigany observa a Lee con atención, como si esperase que fuera a confesarle el secreto de la ordalía.

Bad está dejando que una Toggenburg le mordisquee los flecos del deshilachado jersey.

—Eh, Lee —dice—, Dodo dice que nos va a enseñar un yacimiento. Vamos a buscar puntas de flecha.

—Deberías ir a echar un vistazo, Czigany —dice Lee—. Una vez, Dodo encontró un pedazo de vasija y al final resultó que no era cerámica: era un trozo de cráneo.

Czigany le lanza una última mirada y sigue a las demás. Las cabras también, pero rezagadas; las puntas de flecha no les interesan. Lee, que tiene sus propios rituales en el Reino de la Tranquilidad, le hace una visita a la noria. Se sube a la cesta de más abajo y abre el libro.

Cuando la madre de Clementine se enfadaba, ni tiraba cosas ni gritaba. Todo lo contrario: hablaba muy lentamente, como si las palabras tuvieran varias sílabas de más que sólo utilizaba cuando te metías en un buen lío. La mañana siguiente a la boda de Dancy, Clementine se despertó y descubrió a su madre registrándole los cajones. Y no sin hacer ruido.

Se quedó tumbada en la cama con ganas de morirse, mirando a su madre buscar lo que fuera que estuviera buscando. La cabeza, el estómago, la garganta y el pie eran verdaderos nudos de sensaciones puras y duras. Tenía un agujero en el brazo por donde alguien le había vuelto a meter sangre y una cinta de color naranja en la muñeca. Estaba demasiado débil como para quitársela.

—Anoche todo el pueblo te oyó gritar en la playa lo mucho que quieres al chico de los Meadows —dijo su madre cuando acabó de buscar.

—¿Estuve gritando? —dijo Clementine. Dejó de desear la muerte y a cambio deseó no haber nacido. La boca le sabía a vómito—. No lo recuerdo. Creo que estaba borracha.

—Sí, eso lo arregla todo. ¿Fuiste a Myrtle Beach y te compraste un vestido de seiscientos dólares por Cabell?

—Trescientos —dijo Clementine—. Estaba de rebajas. Le faltaban algunas circonitas. ¿Me estás espiando?

—Como si yo fuera a espiar a mi propia hija. Menuda idea. Resulta que Geraldine Turkle estaba comprando maquillaje de Clinique en Lord & Taylor’s. Cuando te vio en la sección de vestidos de diseño pensó que sería mejor echarte un ojo.

—Debió de pensar que estaba robando.

—No fue eso lo que dijo —respondió su madre con evasivas—. ¿Te acuerdas de su hija, Robin, pobrecita? La pillaron con las cámaras de seguridad de una parafarmacia con quinientos dólares de medicinas para la congestión nasal. No se la puede culpar por preocuparse. Y deja de intentar cambiar de tema. ¿Qué hay entre tú y el hermano de Dancy Meadows? ¡Él es un hombre adulto y tú una niña!

—Nada, nada, ¡no hay nada! Ahora no puedo hablar de este tema. ¿Me das un ibuprofeno? ¿Qué tengo en el pie?

—Te cortaste el tendón —dijo su madre—. Hubieras muerto desangrada en el aparcamiento si no fuera porque Cabell Meadows llamó al número de emergencias. Y no te daré ni una aspirina infantil hasta que me cuentes la verdad. ¿Fue ese chico el que te dio el alcohol?

—No hay nada entre nosotros, ¡te estoy diciendo la verdad! Sólo me gusta, ¿vale? Pensaba que estaba bebiendo Coca-Cola, alguien debió de meterle algo. Pero no fue Cabell. Puedes castigarme si quieres, pero deja de hacerme preguntas sobre él, ¿de acuerdo? Qué vergüenza. Ojalá me muriera ahora mismo.

En ese momento Clementine se forzó a derramar un par de lágrimas. No fue difícil.

Su madre se marchó y volvió con un ginger-ale y tres comprimidos de ibuprofeno.

—Dancy me ha pedido que te transmita cuánto aprecia que le arruinaras la boda. Por no hablar de que estropeaste el esmoquin de alquiler de Cabell. Lo han intentado con todo, pero creen que no podrán quitar la sangre. Clementine, piensa en esto: siempre que tú y Cabell os veis tú acabas al borde de la muerte. ¿Crees que ésa es una buena base para una relación?

—Siempre que nos vemos me salva la vida.

—Clementine, no tiene nada de especial. No es más que un chico cualquiera.

DARLINGSEA: me salvaste la vida otra vez

TRUEBALOO: ah, no te preocupes

DARLINGSEA: ya me has salvado la vida x 2. no t aprovechaste, ya sabes, aunq estaba borracha y fui repelente y te dije que eras gay;)

TRUEBALOO: clementine, no importa. n t preocupes, de verdad. ok?

DARLINGSEA: pero no lo eres, no? quiero decir q no eres gay, verdad? aunque no lo seas, lo siento por el smoqin. pudiste quitar la manxa?

TRUEBALOO: la última vez que lo miré seguía ahí

TRUEBALOO: no te preocupes por eso

DARLINGSEA: mi vestido tb se estropeó. mamá se enteró dl precio y stá más enfadada por eso q x la borraxera.

TRUEBALOO: espero q tengas el pie bien

DARLINGSEA: stá bien

DARLINGSEA: bueno, sé q estás ocupado con ls clases, pero sólo quería darte las gracias. x ser un caballero cuando yo me comporté como una idiota y x salvarme la vida

DARLINGSEA: ah, tb quería preguntarte alguna cosa sobre chapel hill, xq estoy pensando en pdir plaza. la sra padlow de química siempre habla d ti y chapel hill

DARLINGSEA: ella estudió allí

DARLINGSEA: dijo q vio tu foto en el periódico x las protestas del lab de animales y creo q es guay que hagas cosas

TRUEBALOO: dile a la sra p hola de mi parte

DARLINGSEA: vendrás a ksa cuando dancy tenga el bebé? dice q si quiero puedo cuidarlo, xo no creo que mi madre me deje

TRUEBALOO: a lo mejor

TRUEBALOO: c, tengo que irme pitando, tengo laboratorio, no bebas, vale

—¿Qué estás leyendo? —dice alguien.

Lee levanta la vista. Es Parci.

—Un libro, nada más. Ya sabes.

—¿Es bueno?

—No sé. Es una historia de amor. Más o menos.

—Entonces a mí no me gustaría. Me gustan las historias de animales. ¿Tienes novio? Porque Czigany no puede salir con nadie y yo tampoco.

—Tus padres son un poco estrictos —dice Lee—. Hay un chico que me encuentro a veces, cuando voy a comprar cómics. Una vez me invitó a ir al cine, pero era una peli de terror. No me gustan las pelis de miedo.

—No han encontrado puntas de flecha, sólo un ratón muerto. Entonces, ¿la ordalía de Czigany es esto?

Czigany y las demás han vuelto al granero. Seguramente Dodo les estará enseñando cómo se elabora el queso. O cómo hacer una bomba con un pedazo de tubería. Lee las oye chillar y reírse.

—Ésta es la parte de la ordalía de la que me encargo yo —dice Lee evitando la pregunta de Parci con elegancia.

—Pensaba que sería algo muy vergonzoso. O peligroso. O asqueroso. Aunque esto es bastante impresionante. —Sin embargo, Parci parece estar algo decepcionada—. Todas las de mi curso hablan constantemente de las ordalías. Del miedo que les da. Pero se les nota que en realidad están deseando que llegue el día.

—Es que es una tradición. Las escuelas de chicas tienen un montón de tradiciones raras. Normalmente te hacen la ordalía cuando eres novata, ya sabes, como una iniciación. Pero nosotras creemos que Czigany es genial, así que hace un par de semanas le preguntamos si quería que le hiciéramos una, porque si no no acabas de encajar en el grupo. Cuando las de tu clase hagan las ordalías ya lo verás.

—No estaremos aquí. Nos mudamos muy a menudo.

DARLINGSEA: ei, cabell, el bb d dancy es super feo, de verdad. al principio pensaba que todos los críos eran igual de horribles al nacer, xo mi madre dice q lucinda larkin cleary es un caso especial

TRUEBALOO: jajaja

DARLINGSEA: tienes q venir a verla rápido. tiene pelo x todo l cuerpo y tb tenía dientes

TRUEBALOO: stás en l hospital? intenté llamar xo dancy tiene el telf apagado

DARLINGSEA: al nacer! salió con el saco amniótico enrollado en la cabeza y tu madre lo ha enterrado en el jardín. el año pasado leímos en biología q cuando el feto crece dentro d l madre es como si pasara x diferentes especies antes d llegar a humano

DARLINGSEA: sí, estoy en la sala d espera

DARLINGSEA: así que a lo mjor lucinda se qdó atrapada en la fase de lobezno. broma! t acuerdas de la boda de dancy, cuando me puse tan pedo? t pregunté si parecía una sirena por l vestido porque lo había comprado x eso

DARLINGSEA: xq parecía algo que se pondría una sirena. pero me preguntaba si tú crees q de verdad hay sirenas o vampiros.

TRUEBALOO: cómo está dancy? dile que estoy contentísimo de ser tío

DARLINGSEA: esta genial le han dado un montón de drogas. le he comprado un libro

DARLINGSEA: de una chica q se enamora de un vampiro. era triste xo tb me gustó

DARLINGSEA: pero bueno, no sé si dancy t lo ha contado, xo estoy saliendo con un chico. tiene el pelo de punta, en la frente, como un vampiro

TRUEBALOO: muy bien, c

DARLINGSEA: dancy dice que tienes una novia de verdad. así q no quería q pensaras que todavía me gustabas o tenía algo raro

DARLINGSEA: por ti

TRUEBALOO: eres muy maja

DARLINGSEA: pq me gustabas cuando tenía 12 y me salvaste de ahogarme

TRUEBALOO: dile que tengo muchas ganas d ver a la cría. la próxima vez q necesites que te salve la vida, ya sabes dónde estoy, vale?

Lee dobla la esquina de la página y mira el móvil. Es hora de ponerse en marcha. Ha llegado el momento de que empiece la segunda parte de la ordalía de Czigany. Sin embargo, no se mueve.

En los radios más altos de la noria hay nidos de pájaro cubiertos de mechones de pelo de cabra y envoltorios de chocolatinas que los arqueólogos de corazón roto han tirado, aunque también podrían ser reliquias de la infancia de Lee. Los árboles rodean el prado montando guardia alrededor del Reino de la Tranquilidad, o amenazándolo (Lee nunca está segura de si es lo uno o lo otro). El aire huele a la dulce hierba de la pradera y a Navidad, por las hojas de pino. Si la noria volviera a dar vueltas, bajarían los nidos de pájaro y Lee subiría a las alturas para ser la reina de todo aquello que dominara con la vista: cabras, pinos, granero, casa rosa, puntas de flecha, Maureen de camino al retrete para hacer pis por última vez, Bad y Nikki acompañando a Parci y Czigany hasta la furgoneta.

Se le acerca una delegación oficial como si realmente fuera una reina: tía Dodo y las cabras.

—Me alegro de que vinieras a verme —grita Dodo.

—Lo siento —dice Lee—, pero quería acabar esta historia y éste es mi lugar favorito de todo el mundo para leer. A veces creo que sólo soy completamente feliz cuando estoy aquí. ¿Me estoy poniendo melodramática?

—Es el único lugar en el que yo he sido feliz —dice Dodo—. Refréscame la memoria: ¿volvéis dentro de una hora, más o menos?

—¿Te sigue pareciendo bien?

—Pero vigila a tus amigas. He pillado a Bad intentando asustar a mis chicas de Tennessee para hacer que se desmayaran. ¿Y qué clase de nombre es ése?

—En realidad se llama Patricia. Y yo también solía hacer eso —le recuerda Lee.

—Cuando tenías ocho años. Me alegro de que ya no los tengas. Eras toda una gamberra —dice Dodo sin asomo de cariño.

—¿Y qué soy ahora? —bromea Lee.

Dodo suspira y la fulmina con la mirada.

—Un monstruo. Tú y tus amigas, todas. Monstruos preciosos. Es una fase por la que pasan todas las chicas. Con un poco de suerte consigues salir de ella sin causar daños permanentes ni a ti ni a ninguna otra persona. ¿Estás segura de que quieres hacerle eso a tu amiga? Es muy cruel, Lee. Pasará miedo, y Parci también.

—Parci nos ha obligado a traerla. Es una chica dura. Sólo las vamos a dejar solas unas horas y todo lo que tienen que hacer es quedarse quietas. Además, Nikki se va a subir al árbol antes de que ellas lleguen, así que si se sueltan y se alejan, ella sabrá qué hacer.

—Si algo malo le ocurre a Czigany o a Parci a mí me enviarán de nuevo a la cárcel. O si Nikki se cae del árbol. ¿Se te ha ocurrido pensar en eso?

—¿Crees que sería mejor no hacerlo?

Bad le está haciendo gestos a Lee para que no se entretenga y la tía Dodo le frunce el ceño.

—No creo que sea a mí a quien se lo tengas que preguntar —dice finalmente—. He cometido errores terribles. Lo del banco, no, de eso no me arrepiento. Pero antes de eso hice algunas estupideces y Dios sabe que después, también. Así que ahora me parece que cualquier cosa puede convertirse en un error y por eso no salgo de aquí muy a menudo. Si algo sale mal, el camino desde la montaña es muy largo, Lee.

—¡Venga, Lee! —grita Bad—. ¡Pongámonos en marcha!

—No pasará nada —le dice Lee a Dodo—. Bad y Maureen me matarán si la cago en la siguiente fase. Eso es lo único que me preocupa.

—Entonces no la cagues —dice Dodo, y la abraza. Las cabras parecen sorprendidas. Dodo es poco dada a los abrazos.

Bad ha enchufado el iPod y está sonando no sé qué mierda tirolesa. Czigany y Parci llevan las vendas en los ojos y Nikki las ha esposado entre sí.

—Ahora vamos a casa, ¿verdad? —dice Czigany.

—¿A casa? —dice Nikki—. ¿Sin hacerte la ordalía?

—¿Tener que usar un retrete exterior no ha sido suficiente? —dice Czigany.

—Creo que tenemos que irnos a casa —dice Parci—. Me duele un poco el oído.

—No te preocupes —dice Bad—. Pero antes tenemos que parar en un sitio. Después iremos a casa.

Cuando Cabell regresó, Clementine tenía diecisiete años. Le habían echado de la universidad por colarse en un laboratorio de investigación de Durham y liberar los animales. Perros, monos, ratas y gatos. Clementine lo vio en la cadena Fox, con su madre y Lucinda Larkin.

—¿Ves a ese hombre? —le dijo Clementine a la niña—. ¡Ése es tu tío! ¡Está durmiendo en el sótano de tu casa!

El reportero les informó de que cuando los de seguridad alcanzaron a Cabell en el jardín del edificio de investigación, tenía un pulpo chapoteando dentro de un cubo.

A Lucinda Larkin no parecía importarle mucho y siguió jugando con el pelo de Clementine.

—Dancy parecía estar al borde del asesinato cuando trajo a Lucinda Larkin —dijo la madre de Clementine—. Dijo algo del ordenador de John. No sé qué de una cuenta de correo que ha encontrado.

Ella y Dancy se habían hecho íntimas a pesar de la diferencia de edad. Su tema favorito de conversación eran sus respectivos matrimonios, Clementine y, por supuesto, John Cleary.

—Vaya suerte la de Cabell —dijo Clementine—. Espero que se acordara de traer tapones para los oídos. ¡Y yo también tengo mucha suerte! —dijo apretujando a Lucinda Larkin—. Me toca hacer fiesta de pijamas con mi niña favorita.

La tarde siguiente, cuando llevó a la niña a su casa para recoger una muda, Dancy no estaba en casa y Cabell estaba echando la siesta en el sofá del sótano.

—¿Qué ibas a hacer con aquel pulpo? —dijo Clementine.

—¿El pulpo? —Llevaba puesto un viejo pijama de franela y junto al sofá había un petate. Le había vuelto a crecer el pelo—. No lo sé. ¿Fugarme con él, llevarlo al Golfo de México?

—Te acuerdas de mí, ¿verdad?

—¿Cómo podría olvidarte? ¿Qué hora es?

—Las dos. ¿Dónde está Dancy?

—Ah, creo que ha dicho algo de yoga. John y ella estuvieron despiertos hasta muy tarde. Ya sabes, hablando y tal.

—A ese par les gusta mucho hablar.

Cabell sonrió en dirección a la rodilla de Clementine, donde Lucinda Larkin estaba escondida.

—Creo que no le caigo bien.

—Dancy le está enseñando a odiar a todos los hombres —dijo Clementine—. A ser su perdición. ¿No es cierto, Lucinda Larkin?

—Papi es un hombre malo.

—Es lo primero que le oigo decir desde que llegué.

Clementine se sentó en el suelo delante de Cabell y acomodó a la niña en su regazo. Lucinda Larkin se sujetó con fuerza, como si en cualquier momento se fueran a abrir las compuertas de la cámara estanca y fuera a ser absorbida por la negrura del vacío. Clementine sabía exactamente cómo se sentía.

—¿De verdad te hacen dormir en eso?

Cabell sacó una camiseta del petate.

—Sí, ¿por?

—Porque ese sofá era de la fraternidad de mi tío John. Lo compró cuando se graduó porque, ya sabes, le había dado suerte con las chicas tantas veces... Dancy intentó prenderle fuego la última Nochevieja porque no pega con su decoración, pero tío John no le deja deshacerse de él.

—Después de la, digamos, charla de anoche, tenía miedo de que tu tío bajara y me preguntara si había sitio para él.

Clementine le tapó los oídos a Lucinda Larkin.

—Dancy lleva por lo menos una semana durmiendo en la litera de arriba de tu sobrina, así que no te preocupes por eso. Hablando de amor verdadero, ¿todavía sales con aquella chica? ¿De la que Dancy me habló en Navidad? Porque yo ahora salgo con un chico, pero no vamos en serio. En realidad, no. Lucinda Larkin, suéltame el brazo. Vas a hacerme un morado. ¿Quieres una Coca-Cola, Cabell? Si no quieres una, sé dónde está guardado el alcohol. Pero bueno, ¿qué tal va todo?

—Una Coca-Cola me vale. Y las cosas están más o menos así: me acaban de echar de un curso universitario del que aún debo unos ocho mil dólares de matrícula; estoy viviendo en el sótano de mi hermana pequeña, y al parecer voy a quedarme un tiempo, porque el jardín de mi madre está lleno de periodistas; ni siquiera puedo bajar a la playa con la tabla de surf sin tropezarme con un millón de personas que conozco de toda la vida, que lo saben todo de mi vida y que quieren decirme qué debería hacer con ella. Estoy seguro de que liarme con una chavala de instituto no va a mejorar las cosas ahora mismo, si eso es lo que me estás ofreciendo con tanto tacto. Lo único que me faltaba es tu madre persiguiéndome con el cuchillo del pan.

—¿Mi madre te ha dicho que te alejes de mí?

—Sí. Pero no directamente. Habló con Dancy y después Dancy me dio una charla. Como si ella pudiera dar consejos. Además, no es que tuviera pensado en aprovecharme de lo que, obviamente, no es más que una desafortunada singularidad de tu, por otra parte, personalidad indudablemente madura y competente. Tu madre dice que sacas sobresalientes en todo y que puede que te den una beca de cuatro años en Queens.

—No te preocupes, no sigo colgada por ti ni nada de eso. Simplemente te debo una. Ya sabes, por salvarme la vida. Dos veces. Y necesito una buena excusa para romper con mi novio. ¿Quieres jugar a Resident Evil en la Wii de mi tío John? ¿O prefieres ayudarme a ayudar a Dancy a saber si mi tío la está engañando? Hay una página web a la que quiere echar un vistazo.

—Odio los zombis. Eh, Lucinda Larkin, vamos a espiar a tu papá.

—Ese pijama es de mamá —le dijo Lucinda Larkin a Clementine mientras subían la escalera—. Se lo dejó porque él no tiene ropa y toda la de papá estaba sucia.

—Yo tuve un pijama como ése. Me fui a nadar con él puesto y tu tío Cabell tuvo que pescarme. Si no lo hubiera hecho, me habría ahogado. Eso fue cuando yo era una niña pequeña como tú.

—Corta el rollo, Clementine —dijo Cabell—. De verdad.

Pero lo dijo en tono amistoso, como si fueran amigos y estuvieran bromeando.

—Tú también eras un crío —dijo Clementine; la idea le resultaba muy rara—. Yo soy más mayor ahora de lo que tú lo eras entonces.

En aquel momento los dos eran muy jóvenes. Clementine fue a la nevera y sacó un par de botellines de vino con gaseosa y un biberón de leche con cacao. Lucinda Larkin siguió a Cabell hacia la habitación de sus padres, encendió la televisión y metió La bella y la bestia en el reproductor de DVD.

—Necesito la contraseña —dijo Cabell. Ya había sacado el portátil del tío John.

—Dancy dice que es cero L D S K cero cero uno guión bajo sesenta y nueve.

—Vale. ¿Qué estamos buscando?

—Tengo una dirección que ha guardado ella. Es del historial de mi tío. Está en favoritos. Bien. Ésta es la página. Rusas sexys. Chicas surferas sexys. Sexy ladyboys. ¿Crees que le gustan los transexuales? ¿Esposas por catálogo?

—Todo lo que has dicho, no cabe duda —dijo Cabell recuperando el portátil—. Espera un momento, déjame abrir otra ventana. Quiero mirar mi correo. Vale —volvió a la página de rusas sexys—. Si Dancy y tu tío se divorcian, ¿crees que ella se quedará con la casa?

—Conseguirá todo lo que quiera, Cabell. Hasta el sofá. ¿Quieres hacerla verdaderamente feliz? Vamos a meternos en Craigslist[11] para ver si le encontramos un sofá nuevo.

La hora siguiente fue la mejor de la vida de Clementine. Dos meses antes, había convencido a David Ledbetter, tenor, de que sería muy, muy especial para ella colarse en la escuela de primaria en mitad de la noche. Una cosa llevó a otra y al final perdieron la virginidad juntos en la cabaña de lectura de primero. Y, aunque en general todo el asunto había sido poco menos que una catástrofe, desde entonces David Ledbetter parecía estar seguro de que para hacer feliz a Clementine tenía que proponer lugares nuevos y cada vez mejores. Clementine se estaba volviendo loca.

Ella y Cabell ni siquiera se besaron. Nadie salvó la vida de nadie y Lucinda Larkin se puso a chillar a mitad de La bella y la bestia porque a Clementine se le había olvidado pasar la escena en la que el candelabro cantarín hacía algo espantoso que Lucinda Larkin no había sido capaz de explicar. Tuvieron que hacerle prometer que no se lo contaría a Dancy.

Una semana después, el coro de Clementine partió hacia Hawái. Todo el mundo pensaba que Cabell iba a conseguir trabajo como socorrista y que se iba a quedar como mínimo hasta el final del verano. Clementine le envió una postal a Lucinda Larkin. Y otra a Cabell. Fue a nadar. David Ledbetter le regaló un lei y, cuando volvió a casa una semana más tarde, Dancy había echado de casa al tío John y Cabell se había ido del país. Su madre se lo contó todo en el coche, de camino a casa desde el aeropuerto.

—¿Que Cabell ha hecho qué? —dijo Clementine.

—La verdad es que nadie está seguro —dijo su madre—. Está en Rumanía. Al parecer le ofrecieron un trabajo con un grupo conservacionista, controlando la población de lobos.

—¡Creía que tenía fecha para un juicio! ¿No tuvo que pagar una fianza o algo? ¿Puedes hacer eso? ¿Puedes marcharte del país cuando te buscan por robar un pulpo?

—¿Por qué te pones así? —le preguntó su madre lanzándole una mirada.

Clementine se quedó callada.

—Clementine, algún día encontrarás a alguien que te haga feliz, durante algún tiempo. Si tienes suerte. Pero, por el bien de mi presión arterial, ¿podrías por favor dejar de pasarte el día en las musarañas y de entristecerte por culpa de un chico que ni siquiera es capaz de sacar a los perros de paseo sin salir en Fox News?

Clementine esperó a ver si había terminado. Pero no.

—¡Mírate la cara! Ni que hubieran atropellado a tu papi. Desde el día en que naciste no has dado más que problemas. ¡Y no me mires así! Te juro que si te da por tragarte todo un bote de aspirinas o escaparte a Atlanta o quedarte embarazada de ese tenor paliducho sólo para demostrar algo, haré que tu vida sea un infierno.

—¡Puedo hacer lo que quiera!

—En mi casa no, de eso nada. Y en casa de los demás, tampoco, a no ser que quieras que vaya a por ti con un madero de dos por cuatro. Terminarás tu último año de instituto, te graduarás con honores e irás a Duke o Chapel Hill o Queens College o, Dios nos libre, UNC-Wilmington, y tendrás una buena vida. ¿Está claro?

Clementine no dijo nada.

—He dicho que si está claro.

—Sí, señora.

Nadie supo de Cabell y Clementine rompió con David Ledbetter. Madeline, Grace y ella, amigas de nuevo, fueron al baile de fin de curso sin pareja. Todas tenían problemas con chicos.

El sábado antes de la graduación, Clementine fue a ayudar a Dancy a tirar todos los trastos de John Cleary a la basura. Él estaba viviendo en Myrtle Beach con una chica que tenía tres piercings en el labio y un pit bull con muy malas pulgas. Dancy no permitía que Lucinda Larkin se quedara a dormir allí, así que Clementine la cuidaba casi cada miércoles, jueves y viernes por la noche, mientras Dancy trabajaba de camarera en el Bad Oyster.

—No sé qué voy a hacer cuando te vayas a Queens —dijo Dancy—. ¡Lucinda Larkin te va a echar muchísimo de menos! ¿Verdad, cariño?

—No —dijo Lucinda Larkin.

Clementine le dio un abrazo.

—Vendré todos los fines de semana. Ya sabes, para hacer la colada.

Dancy tiró una caja a la basura.

—Trabajos de la universidad —dijo—. John solía jactarse de no haber escrito ni uno solo de ellos. Hacía que se los escribieran sus novias. Es como los asesinos en serie y los recuerdos que guardan de sus víctimas.

—Al menos tú no lo conociste hasta después de eso. No tuviste que escribir sobre la soledad en la poesía de Rudyard Kipling. O comparar y contrastar a Helena de Troya con Hester Prynne.

—Como si haber tenido a Lucinda Larkin hubiera sido mucho más fácil... —dijo Dancy. Le enseñó una foto de John Cleary y una chica, y otra foto con otra—. ¿Sabes qué me gustaría? No haberlo conocido.

—Lo siento —dijo Clementine.

—Ya, bueno. Y yo lo siento por mi hermano. Siento que se haya escapado a Rumanía para contar lobos. Tenía la ilusión de que quizá algún día él y tú...

Clementine esperó.

—¿Pensaste que quizá algún día qué? —dijo al ver que no iba a acabar la frase.

—Que te pediría una cita. Cuando acabaras el instituto. Dijo que eras una chica muy divertida. Le hacías reír. Habría estado bien, ¿no crees? Que un día tú y yo acabáramos siendo cuñadas.

—Hubiera sido raro. Sobre todo si técnicamente también siguieras siendo mi tía. Explicárselo a Lucinda Larkin hubiera sido complicado.

—En la universidad no te costará nada conocer a chicos. Si yo fuera uno, fijo que querría salir contigo.

—Gracias —dijo Clementine sin saber si tenía que sentirse halagada o asqueada—. Lo mismo digo. ¿Vas a coger el teléfono?

—Será o bien del Bad Oyster o ya sabes quién. Y si es ya sabes quién diciendo que mañana no puede cuidar de también sabes quién durante un par de horas, voy a hacerle ya sabes qué con un cortaúñas. ¿Sí? —Su voz cambió de inmediato—. ¿Cabell? ¿Dónde estás? —Pausa—. ¿Qué hora es allí? ¿Tan tarde? ¿Vas a volver a casa? ¡Te echamos mucho de menos!

De pronto le cambió la expresión. Miró a Clementine y ésta puso una cara tan neutra como pudo.

—¿Casado? ¿De verdad? —dijo Dancy— ¿No estarás de broma?

—Oye, Lucinda Larkin, ¿quieres un sándwich de helado? —dijo Clementine cuando fue capaz de hablar—. Deja que vaya a buscarte uno. Quédate aquí con tu mami.

Primero entró en el baño y se miró en el espejo. Todavía oía la voz de Dancy hablando sobre no sé qué; así que fue a la cocina y abrió la nevera. Miró dentro y se preguntó por qué tendría Dancy tantos pomelos y prácticamente nada más. Se inclinó sobre el fregadero y se echó agua en la nuca. En la cara. Cuando volvió, Dancy todavía estaba hablando.

—¿No quedan sándwiches de helado? —dijo Lucinda Larkin.

—No. Se han acabado. Lo siento.

—¿Me dejas dormir esta noche en tu casa?

—Esta noche, no. A lo mejor mañana, ¿vale?

Dancy estaba diciendo algo.

—¿Cabell? Clementine está aquí, me está ayudando a empaquetar toda la mierda de John. Justo estábamos hablando de ti. —Bajó el teléfono—. Está casado —le dijo a Clementine—, se casó la semana pasada y va a vivir en un castillo. Es como una película de Disney o algo así. ¿Quieres hablar con él?

—Dile que enhorabuena.

—Clementine dice que enhorabuena. Dice que gracias, Clementine. Espera, voy a poner el manos libres.

—... porque es exactamente como aquí —estaba diciendo Cabell—. Como en casa, quiero decir. Todo el mundo está al tanto de la vida de los demás. Hay un castillo donde vive Lenuta con sus hermanas y su familia, y después está el pueblo y poco más. Casi no tienen ni carretera. Mucho bosque y montañas. Por eso es difícil que Lenuta y sus hermanas conozcan chicos y además la gente de aquí es muy supersticiosa, además ellas no pueden viajar mucho.

—¿Por qué no?

—Dos de sus hermanas son prácticamente bebés. Nueve y once años. No van a la escuela. Lenuta les da clase. Y su familia se encarga de todo este asunto de la población de lobos, están muy involucrados en la conservación de su hábitat.

—Entonces, ¿vendrás por Navidad?

—No puedo —dijo Cabell—. Imagina, el inglés de Lenuta no es muy bueno, lo pasaría fatal. Ya sabes cómo es mamá. Voy a darle un tiempo para que se tranquilice, ya sabes, por la boda y tal. Además, me salté la fianza. Eso no mola.

—Hola, Cabell —dijo Clementine tragando saliva.

—¡Clementine! ¿Qué tal el insti?

—Me gradúo la semana que viene. Lucinda Larkin te echa mucho de menos. Se pasa el día llorando.

—Dile a Lucinda Larkin que no valgo la pena. Oye, Dancy, ya te llamaré. Estoy en el bar del pueblucho y el último autobús está a punto de tirar montaña arriba. En el castillo no hay teléfono. No te lo vas a creer: si quiero conectarme a Internet, tengo que ir hasta Rîmnicu Vîlcea. Es como si estuvieran en la Edad Media. Me encanta. He dejado un mensaje en el buzón de voz del móvil de mamá, dile que en cuanto pueda le enviaré una dirección para que me mande el resto de mi ropa y mis cosas. Diles a todos que no se preocupen por hacernos regalos de boda, Lenuta tiene cubertería de plata y sábanas con las iniciales bordadas y cosas así.

—¡No cuelgues todavía! —dijo Dancy—. ¿Cabell?

—Creo que ha colgado —dijo Clementine. El cuerpo le pedía aullar como un perro.

Dancy apartó de la cama un montón de ropa de su marido. Se sentó sobre ella y rebotó.

—¡Todo esto es tan raro! Quiero decir, que yo estoy aquí, divorciándome, ¿y ahora va él y se casa? ¿Con una chica que acaba de conocer? ¿Y quiere que yo se lo diga a papá y a mamá? No puedo soportarlo. Ven aquí, cariño. Que alguien me dé un abrazo.

Se estaba riendo, pero cuando Clementine la miró, vio que también lloraba.

—Menuda locura, ¿no?

Clementine se sentó junto a ella y apoyó la cabeza en su regazo. No pudo evitarlo: se echó a llorar y Dancy lloró aún con más ganas.

Lucinda Larkin las miró como si las dos estuvieran locas. Se acercó y le pegó a Clementine en la nariz con el mando. Estaba en una edad en la que todavía no entendía lo que significa compartir.

Veinte minutos, y Lee aparca la furgoneta en la cima de la Montaña de la Tranquilidad. No puede decirse que haya una buena vista: sólo árboles y más árboles.

—¿Por qué hemos parado? —preguntó Czigany—. ¿Qué pasa?

—¡Cállate, Czigany! —dice Parci—. O no pasarás la ordalía.

Bad se baja y abre la puerta corrediza. Nikki se dirige hacia el sendero. Durante las sesiones de planificación Lee le ha descrito el lugar donde debe parar: el viejo muro de piedra, el cartel de lugar histórico, el árbol quemado por un rayo donde dejarán a Czigany y Parci.

A Maureen, Bad y Lee les cuesta algo más llegar hasta allí, porque ellas son las que guían a las hermanas Khulhat con los ojos vendados y las manos esposadas.

—Cuidado —dice Lee—, aquí hay una cuesta hacia abajo. Cuidado con dónde ponéis los pies. Vale, muy bien.

Parci no deja de reírse.

—Tenéis que llamar a mi madre —dice Czigany—. Venga, Lee. Si no llegamos a casa antes de las cinco se volverá loca. Por lo menos decidle dónde estamos, ¿vale?

—No te preocupes —dice Lee—. No pasará nada. Ya casi estamos, ya casi has terminado.

—Sí que va a pasar algo. Déjame llamar a mi madre para que venga a buscar a Parci. Bad, escúchame: si no vamos a casa y nos tomamos las pastillas, tendremos un problema muy gordo. ¿Te acuerdas de que Parci dijo que tenemos una enfermedad? Es parecida a la epilepsia. Quítame la venda, necesito hablar contigo.

Agarra a Lee del antebrazo con una fuerza terrible, pero Lee no dice nada. Está segura de que más tarde todavía tendrá la marca de los dedos.

—¡No lo es! —grita Parci—. No tenemos epilepsia, es algo completamente diferente.

—Cállate, Parci. Tenemos que contárselo.

—Cállate tú. Como digas una sola cosa más, mamá te mata, en serio.

—Cerrad la boca las dos —dice Bad—. No os molestéis en convencernos. Cuidado, viene una cuesta empinada.

Por fin llegan a la cima, les falta el aliento. Czigany respira a grandes bocanadas. Cuando da un estirón con las esposas, Parci da un traspiés.

—¡Basta ya! —dice Parci—. ¡Déjalo!

Ahí está el árbol y ahí está Nikki, encaramada a una rama. Sonríe a Lee y le hace una señal con los pulgares hacia arriba. Tiene el iPod cargado con varias horas del programa «Project Runway», un ovillo de lana y las agujas de tejer, el termo y un sándwich.

—Czigany, ya puedes pararte. Sentaos aquí, las dos —dice Maureen.

Ayuda a las hermanas a sentarse con la espalda contra el árbol.

Mientras enrolla la cuerda alrededor de ellas y del árbol, Bad hace las explicaciones.

—La mayoría de las ordalías son un poco sosas. En mi caso, pusieron un anuncio en Craigslist y tuve que pasarme la tarde sentada en la cafetería Rosie’s Strong Brew con una rosa en el pelo, y conocer a un montón de tipos viejísimos. Resulta que a los tres últimos les habían dicho que fueran a la misma hora, pero yo no les podía explicar de qué iba la cosa. Los más raro de todo es que a ninguno le sorprendió que yo fuera una lesbiana de quince años, así que supongo que el anuncio ya lo mencionaba. Da igual. Lo que quiero decir es que quería que la tuya fuera diferente, así que investigué un poco y averigüé que «aquel que vaya a ser nombrado caballero debe pasar una prueba». Por lo visto, tenías que ir a una iglesia y quedarte toda la noche de rodillas sobre el suelo de piedra y mantenerte despierto para rezar. Si lo conseguías, te hacían caballero.

—Hemos mirado la previsión del tiempo —dice Maureen. Su ordalía fue tan humillante que se niega rotundamente a hablar de ello—. La temperatura no debería bajar de los cuatro grados, por el calentamiento global, ya sabes. Lo de la iglesia no iba a salir bien, pero cuando lo hablamos, Lee dijo que podíamos venir aquí.

—¡No podéis dejarnos aquí toda la noche! —grita Czigany.

—Volveremos a por vosotras por la mañana —dice Bad—. Pero por si acaso, habrá alguien vigilándoos, ¿vale? Así que no intentéis soltaros. Tardaríais mucho en bajar la montaña.

—Llama a mi madre —le dice Czigany—. Sólo llámala y dile lo que está pasando. ¡No me puedo creer que me estéis haciendo esto! Dijisteis que nos íbamos a casa. ¡Dijisteis que nos íbamos a casa!

Al ver que nadie dice nada, empieza a dar horribles sacudidas. Se lanza contra la cuerda que le rodea el pecho como si pretendiera partirse en dos. La ordalía no tenía que acabar así. A Lee le duele el estómago, como si fuera ella la que estuviera atrapada entre las cuerdas.

—Au, au —dice Parci—, ¡para, Czigany! Estás haciendo que aprieten más.

—Quitadnos las vendas. ¡Por lo menos quitadnos las vendas! —dice Czigany.

—Basta ya de lloriquear —dice Bad. Parece profundamente irritada, como si no fuera capaz de creerse que Czigany pueda ser tan desagradecida—. Precisamente lo importante de una ordalía es que es una mierda. Y las vendas son parte de ello.

—¿A mí también me vais a hacer caballero? —dice Parci—. Bueno, o lo que sea. Porque si no, no es justo.

—¿Has oído? —dice Bad—. Tu hermanita es una tía dura, Czigany.

A Czigany se le ha subido la camisa de tanto retorcerse entre las cuerdas. Lee se agacha para estirársela y al hacerlo, le susurra al oído:

—No te preocupes, Czigany. Volveremos antes de lo que piensas, ¿vale?

—Me habéis mentido.

—Lo sé —susurra Lee—, lo siento.

—Yo también —dice Czigany antes de apretar los labios con fuerza.

—No os preocupéis por nosotras —dice Parci—, no nos pasará nada.

Sonríe de oreja a oreja, como un diablo enloquecido.

De camino a la furgoneta nadie habla, hasta que finalmente lo hace Maureen:

—Igual deberíamos llamar a los Khulhat, por si acaso. Czigany se lo ha tomado realmente mal.

—Tú también te lo tomarías así si tuvieras que lidiar con su madre —dice Bad.

—Pues buena suerte si queréis conseguir cobertura —dice Lee—. Mi tía tiene Skype, pero no podemos llamar desde su cuenta, no quiero que se meta en líos. Maureen, obligaste a Czigany a dejar una nota, ¿verdad? ¿Qué puso?

—Tuvimos que improvisar por culpa de Parci. Que necesitaban espacio o algo así. Y que querían hacer algo juntas, como hermanas. Le hice escribir que a lo mejor cogían un tren hasta la ciudad para ir al cine, a la sesión de tarde.

—Perfecto —dice Bad—. Es como si llevaras años secuestrando a gente.

—Sí, bueno. La próxima vez será mejor que secuestremos a alguien que no sea un bicho raro y desagradecido —dice Maureen.

—Ahí te has pasado —dice Lee.

—¿Qué pasa, que en las ordalías uno no se puede pasar ni un pelo? —dice Maureen prácticamente a gritos—. ¿Acaso la mía fue una merienda en el parque? Czigany no tiene ni idea, ni la menor idea; ni que se creyera el centro del mundo.

—Tengo un sarpullido en el brazo —dice Bad—. Espero que no sea hiedra venenosa, no digo más.

—Seguramente no sea más que saliva de cabra —dice Maureen algo más tranquila—. Se comieron uno de los cordones de mis zapatillas de deporte. ¿Sabes?, son muy monas, pero también son un coñazo. Como los novios.

Cuando llegan al Reino de la Tranquilidad son las tres y media, y Maureen lleva todo el camino quejándose de sus novios. Dodo está hirviendo agua para hacer ensalada de pasta.

—¿Qué tal ha ido? —dice.

—Eso depende de a quién se lo preguntes —contesta Lee—. Czigany no está muy contenta: sus padres son muy estrictos.

Dodo pica unas cebolletas sin decir nada más. Cuando Lee le preguntó si podía traer a Czigany al Reino de la Tranquilidad para su ordalía, Dodo le hizo muchas preguntas: «¿qué dirá tu madre?», «¿no pasa nada porque no vayáis a clase?» y «¿qué interés tiene pasar una ordalía?». Después de que Lee le describiera alguna de las que había oído hablar, Dodo suspiró y dijo que suponía que Lee y las demás ya lo tenían todo controlado.

—He pensado que quizá querríais ir a dar un paseo por la montaña —dice Dodo—. Creo que cenaremos pronto y después haremos un montón de palomitas y nos las llevaremos al granero de las cabras. Podemos ver un par de pelis. ¿Os gustan las de Jackie Chan?

—Tenemos que estar allí arriba sobre las ocho, pero quiero llegar un poco antes, para no arriesgarnos.

—No puede decirse que cuatro horas sea una ordalía —refunfuña Bad. Todavía está molesta porque nadie quisiera llevar a cabo el plan completo de la iniciación caballeresca, su idea original.

—La verdadera ordalía la pasarán cuando lleguen a casa —dice Lee.

—Para nosotras también será toda una prueba —dice Maureen—. Tenemos que volver con ellas y, cuando Czigany se cabrea, da miedo. Me pido el asiento de delante. Bad, a ti te toca sentarte con ella.

—¿Nadie se niega a pasar por este asunto de la ordalía? —pregunta Dodo.

Todas la miran fijamente.

—No importa —dice ella—. Es obvio que debo de estar loca sólo por preguntarlo.

Maureen y Bad optan por dar un paseo. Como Lee supone que Maureen se quejará de su nuevo novio, se queda un rato en la cocina con Dodo, hablándole del instituto. Se pregunta si Czigany todavía estará intentando desatarse. Nikki tiene órdenes estrictas de documentar la parte que las demás se están perdiendo.

Tarde o temprano, Lee vuelve a la noria con el libro. No está segura de entender a Clementine ni por qué mantiene la esperanza de que por fin algún día Cabell se fije en ella. Nunca se ha sentido así por nadie y tampoco está segura de querer que le pase. Continúa leyendo hasta que llega la hora de llamar a las cabras para que vengan a cenar. Bad y Maureen vuelven del paseo, hablando todavía de las dificultades por las que está pasando Maureen con su nuevo novio. A veces se pregunta si a Bad no le gusta Maureen. Piensa eso por cómo la mira a veces, aunque Maureen jamás se daría cuenta.

Dodo ha hecho mucha ensalada de pasta, pan de ajo con mantequilla de cabra y té helado. Después de fregar y secar los platos, todas ayudan a hacer palomitas, que resulta que no son para ellas; son para las cabras.

Después de estudiar la limitada selección de películas de Dodo, deciden ver Lawrence de Arabia.

—Pero dura cuatro horas, ¡no podréis verla entera!

—Ya la hemos visto —dice Bad—. Como cuatro veces. No pasa nada si no llegamos al final. Además, parece la película perfecta para ver con un rebaño de cabras. Lo único que lo superaría serían unos camellos, si los tuvieras.

—De todos modos tampoco tiene un final feliz —dice Lee, y Maureen asiente.

Las cabras se terminan las palomitas antes de que empiece la música del principio. Saltan de sofá en sofá sin posar ni una pezuña en el suelo del granero, y hablan en voz alta. (Existe una razón por la cual los cines no animan a la gente a que traigan sus cabras.) Dodo ha dejado las puertas abiertas para que puedan entrar y salir a su antojo.

—Siempre se vuelven un poco locas con la luna llena —dice Dodo—. Pequeños horrores. Pequeños monstruos.

—¡Eh! ¡No te comas eso! —dice Lee sujetando el libro fuera de su alcance. La nubia le lanza una mirada altiva.

—¿Es bueno? —dice Dodo.

—Todavía no lo sé, no lo he terminado. Bad ya se lo ha leído.

Bad gruñe. Está sacando mechones de pelo de los costados de una La Mancha muy preñada.

—Así, así. Ya sabes, una chica que está loca por un chico y hace un montón de estupideces y al final...

—¡Calla! —dice Lee—. ¡Todavía no he llegado al final!

—Voy a por más palomitas —dice Dodo—. ¿Alguien quiere algo?

Las cabras la siguen en fila.

—Está bien, ¿no? —dice Maureen. Se acerca a Lee, se inclina por encima del respaldo del sofá y le da un voluptuoso abrazo—. Lo de estar aquí. ¿Por qué no nos habías traído nunca?

—No lo sé. Pero os he traído ahora, ¿no?

—¿Podemos volver otro día? —dice Maureen—. Podríamos volver con Nikki. Me siento mal por ella, ahí sola. Se está perdiendo Lawrence de Arabia.

—¡Ahora disponible en estéreo con cabras! —dice Bad. Está tumbada en el sofá de al lado y Lee no le ve la cara, sólo la parte de atrás de la cabeza.

—¿Y Czigany y Parci, qué? —dice Lee. Maureen apoya la barbilla en su hombro. Le sopla en el pelo, ajo y queso de cabra—. ¡Para, Maureen!

—No son cabras; pero claro que sí, son dos, así que supongo que también cuenta como estéreo —dice Bad.

—Es que son muy raras —dice Maureen—. No me ha gustado el olor de su casa.

—A mí no me gusta el olor de tu aliento —dice Lee.

—Es que nos hemos esforzado mucho en organizar esto para ella y creo que no lo está teniendo en cuenta para nada. Podríamos haber hecho algo realmente horrible pero, en lugar de eso, Bad tuvo una idea muy guay y creo que la hemos malgastado con ella. Y ojalá sólo estuviéramos nosotras aquí. Tú, yo, Bad y Nikki. Nadie más.

Maureen se pone de pie y empieza a jugar con el pelo de Lee.

Desde el otro sofá, una voz dice: «Lo que ha dicho Maureen.»

—¿Qué me he perdido? —dice Dodo entrando en el granero. Las cabras forman un reguero detrás de ella, balando y empujándose las unas a las otras.

—T. E. Lawrence acaba de salirse de la carretera con la motocicleta y se ha muerto —dice Bad—. Y después se ha ido al Cairo.

Maureen, que disfruta de quejarse tanto como disfruta del resto de las cosas, dice, satisfecha:

—¡Qué día tan épico!

El rostro arrebatadoramente divino de Peter O’Toole llena la pantalla.

Nadie recibió jamás un correo electrónico de Cabell. Ni una llamada. Cuando pasaron de seis meses sus padres hicieron una solicitud en la embajada norteamericana de Bucarest. La embajada emitió un comunicado, pero si alguien le había visto, se lo callaba. Siempre que Clementine iba a cuidar a la niña, Dancy y ella lloraban un montón. Pero luego Dancy conoció a un tipo por Internet y ella y Lucinda Larkin se mudaron a Seattle.

Para sorpresa de Clementine, eso fue aún mucho peor. Por algún motivo, Seattle le parecía mucho más lejos que Rumanía. En lo más profundo de su corazón, seguía convencida de que algún día volvería a ver a Cabell.

Después de su primer año en Queens, Clementine trabajó en la clínica veterinaria local hasta que ahorró suficiente dinero para un billete de avión y otro de interraíl. Para entonces tenía novio, un tipo de familia rica que había dejado la carrera en Duke para jugar al póquer on-line. El novio y Clementine fueron juntos a Roma. Y a Glasgow y Praga y Budapest, porque ella le dijo que quería buscar a un viejo amigo de la familia.

La pista más útil de la que disponía era que Cabell se había casado con una mujer llamada Lenuta que vivía en un castillo que no estaba muy cerca de Rîmnicu Vîlcea. Así que fueron a Rîmnicu Vîlcea, alquilaron un coche y se pusieron a preguntar por los lobos. El novio estaba muy metido en todo el asunto de la búsqueda. Tenía un manual de conversación y parecía estar encantado con aquel juego de detectives.

A veces era difícil saber qué le pasaba al novio. Menos mal que tenía dinero, de otro modo nadie escucharía jamás ni una palabra de lo que decía.

Se alojaron en una pensión de Rîmnicu Vîlcea y fueron a bañarse a un manantial. El ambiente dentro de la habitación, con la ventana cerrada y con una mano de pintura sobre los cristales, era denso y cálido. Clementine se pasó la noche soñando con Cabell. Estaba sentada en una tabla de surf, mirando hacia la orilla. Al girarse a mirar por encima del hombro, allí estaba él, cabalgando hacia ella a velocidad apabullante por encima de las olas.

Habían decidido ir hasta Sfântu Gheorghe con el coche, pero antes llegaron a un pueblo que no estaba en el mapa. De hecho, apenas se lo podía considerar un pueblo, pero había una gasolinera y una parada de autobús, y allí había una mujer que hablaba un poquito de inglés. Les dijo que en el bosque, por encima del pueblo, había un castillo. Allí vivía una familia que tenía muchas hijas y una de ellas estaba casada con un americano. El novio consultó el manual de conversación una y otra vez, y cuando él y Clementine le preguntaron como pudieron por los lobos, la mujer de la parada de autobús se santiguó. Ese gesto le alegró el día al novio.

En la guía de Clementine no aparecía el castillo, aunque había un par de párrafos sobre el bosque. No tenían claro cuál era la carretera que buscaban y tampoco había señales; de todos modos, en realidad sólo parecía haber una carretera que subiera la montaña. Enfilaron hacia arriba, y después de veinte minutos el novio propuso hacer un picnic o quizá dar un paseíto. En lugar de ir directamente al castillo, si es que existía, primero podían inspeccionar la zona. Sólo eran las once de la mañana, era mejor presentarse allí después del almuerzo. La gente, por lo general, está de mejor humor después de comer, ¿verdad? (dijo el novio). Clementine estaba de acuerdo.

Durante todo el día, cada vez que el novio abría la boca, ella tenía el impulso de echarse a reír a carcajadas. Y tenía miedo de que se diera cuenta de que estaba actuando de manera extraña y se preguntara el porqué. Estaba convencida de que le iba a leer la mente y de que por fin iba a romper con ella. Volver a Bucarest, dejarla sola para que encontrara a Cabell. O no, lo que parecía más probable. Pero en el fondo no se lo creía: sabía que lo encontraría. Cuando se despertó en Rîmnicu Vîlcea tuvo la certeza de que sería así.

El novio era un idiota, y Clementine también. Se arrepentía de no haber encontrado la manera de romper con él antes de llegar a Dorj.

La carretera pasaba sobre un puente de piedra. ¿Qué te parece aquí?, dijo el novio. Podemos seguir el riachuelo.

Dejaron el coche junto a la carretera. A lo largo del puente había matas de frambuesas. El novio cogió un puñado y después las tiró. Están ácidas, dijo. Y no creo que sea buena idea beber de esa agua. Seguramente es del deshielo, pero nunca se sabe.

Cuando se adentraron entre los árboles, Clementine aguantó la respiración. Tenía la sensación de que debía estar atenta a cualquier ruido.

Así que te salvó la vida cuando eras pequeña, dijo el novio. Todo lo que él decía venía filtrado por un enorme cono de silencio.

—Dos veces —dijo Clementine—. ¿No te parece increíble?

No se daba cuenta de si estaba susurrando o hablando a voz en grito.

Si le salvas la vida a alguien, eres responsable de esa persona para siempre. ¿Así que querías venir a buscarlo para salvarlo porque nadie sabe nada de él desde hace años?

—No lo sé. Pero como estamos aquí, me pareció que a lo mejor nos encontrábamos con él, de alguna manera. Y a ti parecía gustarte la idea.

Sí, así es. Oye, ¿crees que aquello de ahí arriba es el castillo? Aquello que hay entre los árboles. Estamos en una especie de sendero, quizá deberíamos seguirlo.

—Sí, ya lo veo. Creo que lo veo. ¿Estás seguro de que es un castillo? A lo mejor no son más que rocas.

No, es un castillo. Creo que sí. No es muy grande, dijo el novio. ¿Cómo se sabe qué es un castillo y qué no? ¿Qué determina si algo es un castillo? ¿Que esté hecho de piedra y sea viejo?

—No lo sé —dijo Clementine.

Quizá sería mejor que antes paráramos para comer, dijo el novio. ¿Después volvemos al coche y subimos? No sé si estamos entrando en propiedad privada o no.

En las alturas, el viento sacudía y hacía estremecer el dosel de hojas, pero debajo de los árboles el aire era pesado, fresco y estaba en calma. Las hojas caídas desprendían un fuerte olor a podredumbre y pequeñas setas blancas se apiñaban en círculos.

El novio llevaba en la mochila el pan, el queso y la cerveza que habían comprado en la gasolinera de Dorj. Ahí delante hay un claro, dijo. Podemos pararnos a comer.

Pero cuando llegaron al claro el novio se detuvo tan repentinamente que Clementine chocó contra él y le hizo dar un traspiés hacia delante.

A menos de un metro de distancia había dos niñas preadolescentes tumbadas con medio cuerpo debajo de un arbusto espinoso, abrazadas la una a la otra. Tenían sangre alrededor de la boca. Estaban desnudas.

¿Qué coño es esto? El novio dejó la mochila en el suelo y sacó la cámara. ¿Estarán bien?

Había algo en aquellas niñas que a Clementine le recordó a Lucinda Larkin. Veía cómo su estrecho tórax se hinchaba y deshinchaba. Cómo movían las piernas con pequeñas sacudidas, como si estuvieran corriendo en sueños. Cerca, mucho más cerca, prácticamente junto a sus pies, estaba Cabell. Desnudo, como la mujer que yacía junto a él. Estaban tirados como si hubieran caído desde gran altura. Tenían sangre por toda la cara y el cuerpo, y la mujer tenía la oscura melena apelmazada, manchada de sangre. Pero, aun así, era muy hermosa.

—Ha ocurrido algún tipo de accidente —dijo Clementine.

No era capaz de imaginar qué había pasado, pero lo que sintió fue una especie de júbilo. Ahí estaba Cabell, ensangrentado, inconsciente y vivo, y ella lo iba a rescatar. Esta vez era ella quien lo rescataba. Fuera lo que fuese que había ocurrido, su destino era estar allí en ese momento.

¿Clementine?, dijo el novio. Tenía los brazos estirados, como para evitar caerse sobre lo que tenía delante. Era un ciervo. Desollado y con la piel a tiras, la caja torácica abierta, sangre y pedazos de sus entrañas mezclados entre la tierra y las hojas.

Cabell abrió los ojos. Clementine podría haberse agachado y posado la mano sobre su pelo largo y enredado. La corteza del árbol debajo del que estaba era de color plateado y colgaba en grandes cintas deshilachadas. La mujer que estaba junto a él, la esposa de Cabell, estiró el brazo como para atrapar algo.

Al fin y al cabo, la sangre no era de ellos.

—¿Alguna vez te has hecho una idea de cómo tenía que ser tu vida, y de pronto te das cuenta de que te has equivocado en todo? —le dijo Clementine a su novio.

Clementine, dijo él. Por fin dejó la cámara. Clementine, creo que estamos metidos en un lío muy gordo.

Lee pasa la página, pero ése es el final de la historia de Clementine. Sin embargo, no es un final en absoluto, porque es fácil adivinar qué está a punto de ocurrirle. O quizá, piensa Lee, se esté equivocando. Puede que Cabell la salve de nuevo.

Lee deja el libro para que se lo coma una de las cabras.

Piensa: «Es como ver una de esas películas de miedo en las que sabes que el personaje está haciendo algo estúpido y no puedes evitar que lo haga. Lo único que puedes hacer es continuar viendo cómo lo hace. Sabes que el monstruo está a punto de aparecer, pero el personaje se comporta como si no pasara nada. Como si no hubiera monstruo.»

Peter O’Toole está volando trenes por los aires. Eso lo convierte en el malo a pesar de ser el bueno, ¿no? Fuera, en la oscuridad, la luna llena se enreda entre los radios negros de la noria. Filtra los colores del prado y los convierte en plata. Todas las cabras miran en la misma dirección que Lee, como si pensaran que la luna es hermosa. O puede que se estén preguntando cómo encaramarse a la noria para comérsela.

—Tengo que ir al baño —dice Maureen.

—Ya sabes dónde está —dice Lee.

—Alguien tiene que venir conmigo, está demasiado lejos.

—Hay una linterna colgando de esa pared —dice Dodo.

—¿Bad? —dice Maureen.

—Sí, claro. Ya voy yo.

Si eso no es amor verdadero, piensa Lee, es amistad verdadera, que probablemente sea algo incluso mejor.

—Lee —dice Dodo—, cuando vuelvan será mejor que os pongáis en marcha.

—¿Tan tarde es?

—Son casi las nueve. —Dodo empuja a una cabra para que se baje del sofá y se levanta—. Pensaba que lo sabías. Voy a hacer café. Y os meteré algo de ensalada de pasta en un recipiente, para el camino de vuelta.

—Gracias —dice Lee.

Una vez más, siente una extraña reticencia a levantarse, como si no fuera a volver al Reino de la Tranquilidad hasta dentro de mucho tiempo. El libro la ha dejado un poco rara y le gustaría no haberlo leído. Prácticamente desearía no haber traído ni a Bad ni al resto.

Las cabras estornudan enérgicamente.

—Salud —dice Lee—. Salud y salud y salud también para ti.

Dodo gruñe.

—Debe de haber algún coyote ahí fuera.

—¿Un qué? —dice Lee—. ¿Tus cabras son alérgicas a los coyotes?

—Es como una alarma. Igual que los perros ladran, las cabras estornudan —dice Dodo—. ¿Qué pasa? ¿Todavía no has aprendido nada sobre cabras? Creen que hay algo ahí fuera.

—¿Lo dices en serio?

—Bueno, a veces sólo están jugando. Pero si no, seguramente son coyotes. Si son coyotes, salgo fuera, disparo y se marchan. ¿Has oído eso?

—¿Si he oído qué?

Entonces lo oye. Un aullido melancólico, terrible y no demasiado lejano.

—¡Eh! —grita alguien desde la distancia. ¿Es Maureen o Bad? Lee no lo distingue—. Hay algo ahí fuera. Estamos en el retrete. Está arañando la puerta como un loco para entrar. ¿Lee? ¿Dodo?

—Esperad —grita Dodo—, enseguida voy.

—Yo también voy —dice Lee.

—No, quédate aquí. —Se arrodilla y mete el brazo debajo del sofá en el que Lee está sentada. Saca un rifle y una caja de municiones—. No te preocupes —añade—, sólo la uso para darles un aviso. No son más que perdi gones.

Lee y las cabras siguen a Dodo hasta las puertas del granero.

—Voy a cerrarlas, para que se queden las cabras dentro.

Ni Lee ni las cabras están de acuerdo, pero las encierra igualmente.

—¿Viene alguien o no? —Esta vez está claro que es Bad—. Hay algo ahí fuera. Está haciendo mucho ruido.

—Un momento, señoritas —dice Dodo—. No tardo ni un minuto.

Las cabras estornudan como locas.

—Salud —vuelve a decir Lee.

Escucha junto a la puerta y oye que Dodo se aleja. Y ahora algo que avanza con sigilo por un lado del granero. No se trata de dos pies, son cuatro patas. Algo gime, y araña la pared, sus uñas hacen un ruido metálico y se enganchan en las latas de Coca-Cola.

—¿Dodo? —grita Lee.

Tiene una sensación extraña en el pecho y las manos heladas. Una o dos veces al año tiene que tomarse una pastilla. La necesita cuando se excita demasiado. El bote de medicina está en el bolso, en la cocina de Dodo.

—¡Fuera! ¡Lárgate! —le oye decir.

Hay un ruido como de cosas cayendo al suelo y Lee se da cuenta de que está tirando piedras. Algo gruñe y Dodo dice una palabrota.

—Apártate, Lee, o no podré disparar. Aparta a las cabras de la puerta.

—No puedo —grita Lee—, no quieren moverse.

Todas las cabras están de pie junto a la puerta, balando, estornudando y llamando nerviosas a Dodo para que regrese. Hacen turnos para dar cabezazos en la puerta.

—¿Qué es?

—No es un coyote —dice Dodo—. Es un lobo. Está entre el granero y yo, pero hay otro más que está intentando acercarse a mí.

—¿Qué hago? —dice Lee. Bad y Maureen chillan algo sobre salir del retrete.

—¡Quedaos todas donde estáis! —dice Dodo en voz alta.

La cosa que hay en el lateral del granero está arañando y cavando; Lee oye su aliento excitado. Se oye una explosión: Dodo ha apretado el gatillo y dentro del granero las cuatro miotónicas de Tennessee se desploman. Ojalá Bad estuviera aquí para verlas. Se oye un gañido quejumbroso, un aullido furioso y desconsolado.

—Esta parte no me gusta —dice la chica tumbada en la cama.

Su hermana, que está sentada en una silla junto a la ventana, deja de leer y aparta el libro.

Usemos una inicial para referirnos a la chica de la cama: L. A la otra la llamaremos C. Son hermanas y también son las mejores amigas, posiblemente porque no tienen muchas oportunidades de conocer a otras chicas de su edad.

Aquí no hay mucho que hacer aparte de dar paseos por el bosque y leer para la otra durante el espacio entre el crepúsculo y la salida de la luna. Todos los meses piden un paquete de libros a una librería de Internet y pasan mucho tiempo escogiéndolos. Éste lo eligieron por la cubierta.

Pero no puedes fiarte de las apariencias. Si esta historia tiene o no final feliz, depende por supuesto de quién la lea. De si eres un lobo o una chica. Una chica, un monstruo o ambos. En un cuento no todos consiguen el final feliz. No todos los que leen un cuento piensan lo mismo del final, y si vuelves al principio y lo lees de nuevo, quizá descubras que no se trata de la misma historia que creías haber leído. Las historias cambian de forma. Lo mismo se puede decir también de las chicas. Y de las personas lobo.

Dos hermanas esperan que salga la luna, que no es lo mismo que esperar a que se ponga el sol. No tiene nada que ver.

—No es que no sepas lo que va a pasar —le dice C a L. Es la tercera vez que leen esta historia. C da un bostezo tan grande que parece que se le va a partir la mandíbula. Cuando acaba, la punta de una larga lengua asoma entre los dientes—. Si no te gusta el final, ¿por qué siempre me pides que te lea lo mismo?

—No es por el final —dice L—, es por la parte en la que no sé a quién ha disparado Dodo. El final está bien, pero esa parte no me gusta.

—De todos modos no tenemos tiempo de acabarla esta noche —dice C.

—Si yo pudiera decidir el final, todas seguirían siendo amigas —dice L con cierta añoranza—. Czigany, Parci, Lee y las demás. Se marcharían de la granja de cabras después de comer y las hermanas llegarían a casa con tiempo de sobras para cenar y la luna no saldría hasta que todo estuviera preparado. Esa historia sería mejor.

—Eso no sería una historia. ¿Por qué te importa lo que le pase a Lee? —dice C. C prefiere a Czigany porque también es la hermana mayor—. Pensaba que te preocupaba que dispararan a Parci, aunque, para empezar, todavía no entiendo por qué piensas en eso. Ni siquiera la primera vez que la leímos. No son más que perdigones. No es que Dodo tenga un lanzacohetes o un hacha o balas de plata. ¡Venga ya! Lo único en lo que Dodo acierta es cuando le dice a Lee que ella y sus amigas son unos monstruos. ¡Lo son! No son mejores que Czigany ni Parci.

L considera esta idea. Se rasca el brazo de manera despiadada y sin placer, como si le picara por debajo de la piel y no lo pudiera evitar de ninguna manera.

—¡Pero Lee me cae bien! Y en realidad Bad también, más o menos. Aunque sean tan irresponsables. Aunque le hayan fastidiado la vida a Czigany.

C se levanta de la silla y se despereza frente a la ventana como si pudiera estirar un brazo y tocar la luna. L la mira mientras siente que ahora mismo ella también está haciendo el cambio. Es una agonía y un alivio, todo a la vez; un picor tan insoportable que es como si uno tuviera que salirse de su propia piel. Una vez prepararon una cámara, pero su madre la encontró después y se metieron en un lío terrible.

—Lo que más odio —dice C jadeando— son esas malditas cabras. Son crueles.

Una vez una cabra le dio una coz.

Pensando en cabras L empieza a salivar sin control. Se relame el morro y topa con los bigotes. Qué vergüenza. ¿Qué diría Lee? Pero, por supuesto, Lee no existe; no hay ninguna chica estúpida que se llame Lee. Ni otra que se llame Clementine. Nada de finales infelices para todos. Todavía no.

Había dos chicas en una habitación. Estaban leyendo un libro. Ahora hay dos lobos. La ventana está abierta y la luna ha entrado. Vuelve a mirar, verás que la habitación está vacía. El final del cuento tendrá que esperar.

 

ORIGEN DE LOS RELATOS

«Magia para principiantes»: Link, Kelly, Magic for Beginners, Small Beer Press, Northampton (Massachusetts), 2005

«El bolso de las fadas»: Datlow, Ellen y Terri Windling (eds.)The Faery Reel: Tales From the Twilight Realm,Viking, Nueva York, 2004.

«La chica detective»: Datlow, Ellen (ed.), Event Horizon, publicación online, 1999.

«El gorro del Especialista»: Datlow, Ellen (ed.), Event Horizon, publicación online, 1998.

«El fantasma de Louise»: Link, Kelly, Stranger Things Happen, Small Beer Press, Brooklyn (Nueva York), 2001

«Animales de piedra», Morrow, Bradford (ed.), Conjunctions, número 43 (Annandale-on-Hudson, Nueva York, 2004

«Camelia, Azucena, Azucena, Rosa»: Fence, volumen 1, número 2 (Albany, Nueva York, 1998).

«Viajes con la Reina de las Nieves»: Grant, Gavin y Kelly Link (eds.), Lady Churchill’s Rosebud Wristlet (Northampton, Massachusetts, 1996/1997).

«Matrimonio con zapatos»: Link, Kelly, 4 Stories, Jelly Ink Press, Brooklyn (Nueva York), 2000.

«Piel de gato»: Chabon, Michael (ed.), McSweeny’s Mammoth Treasury of Thrilling Tales, Vintage Books, Nueva York, 2003.

«Monstruos preciosos»: Link, Kelly, Pretty Monsters, Viking, Nueva York, 2008.

 

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4 de mayo de 2012

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