En una Edad Media alternativa, algunos deryni, magos y telépatas antaño poderosos, se enfrentan al poder de la pujante religión cristiana y sus ansias de primacía.

Tras la excomunión y el interdicto, el joven rey Kelson y su paladín, el duque Alaric Morgan, deberán luchar con Warin de Grey, el fanático religioso, brazo armado de los obispos que se oponen al resurgir de los deryni. Pero también deberán afrontar la amenaza de la guerra con Wencit de Torenth, el monarca hechicero deryni, que pretende dominar Gwyneed y hacerla retornar al oprobioso dominio de los detestados dictadores deryni.

Alta política, amor, intrigas, magia y enfrentamientos militares en un ambiente medieval componen la brillante conclusión de Las Crónicas de los Deryni, una de las mas famosas series de la fantasía moderna, como avala el gran número de reediciones del original inglés de todas y cada una de sus novelas.

“Un increíble tapiz histórico de un mundo que nunca existió y unos personajes tan vitales que deberían haber existido” Anne McCaffrey.

<p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">I</p> </h3> <cita> <p>Por fuera ha privado de hijos la espada; dentro es como la muerte.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Lamentaciones, 1:20</p> </cita> <p>Al niño le habían puesto Royston. Royston Richardson, como su padre. La daga que aferraba despavorido en la penumbra no era suya. A su alrededor, en los campos del valle de Jennan, los cuerpos de los caídos yacían entre los surcos de grano fresco y turgente, aprendiendo el duro rigor de la muerte. En el silencio sepulcral, las aves nocturnas chillaban y los lobos ululaban sobre las colinas que se erigían al norte. Al otro lado de los campos, lejos de allí, las calles del pueblo se encendían de antorchas, como para señalar a los vivos el escaso consuelo que deparan los números: esa noche, fríos de muerte, había demasiados cadáveres a ambos lados del valle de Jennan. La batalla había sido cruenta y brutal, aun para los rudos labriegos.</p> <p>Todo comenzó a mediodía. Los jinetes de Nigel Haldane, tío del joven rey Kelson, se habían aproximado a las laderas del poblado poco después de esa hora. Sus estandartes con el león real se henchían como velas de oro y escarlata bajo el sol del mediodía y el calor del verano incipiente hacía sudar a los caballos. El príncipe había dicho que era sólo una avanzada. El y sus treinta hombres se proponían inspeccionar una ruta para que los ejércitos reales marcharan hacia Coroth, al este. Sólo eso. Pues la ciudad de Coroth, capital del ducado de Corwyn y asiento del rebelde gobierno local, estaba en manos de los arzobispos insurgentes Loris y Corrigan. Y ellos, con el apoyo y la connivencia del cabecilla fanático Warin y de sus secuaces, tramaban una nueva persecución a los deryni: una raza de poderosos hechiceros que antaño rigieran sobre los Once Reinos; los deryni, con su larga historia de pueblo temido y marginado, que parecían encarnarse en la persona del duque Alaric Morgan, a quien sólo tres meses atrás los arzobispos habían excomulgado por sus herejías deryni.</p> <p>El príncipe Nigel había intentado tranquilizar al pueblo del valle de Jennan, les había recordado a sus pobladores que los hombres del rey no se entregaban al saqueo o al pillaje en sus propias tierras. El joven Kelson lo prohibía, como lo hiciera su padre y hermano de Nigel, el extinto rey Brion. Y, aunque los arzobispos hubiesen decretado lo contrario, el duque Alaric tampoco era una amenaza para la paz en los Once Reinos. La creencia de que los deryni eran una raza maléfica constituía una insensata superstición. El mismo Brion, que no había sido deryni, más de una vez confió su propia vida en manos de Morgan y estimaba al noble general hasta tal punto que llegó a nombrarlo Paladín del rey, contra las protestas del Consejo de la Regencia. Y jamás, ni entonces ni en ese momento, hubo evidencias de que Morgan hubiese defraudado su confianza.</p> <p>Pero los pobladores del valle no quisieron escuchar. El otoño anterior, durante la coronación de Kelson, se había dado a conocer —aun ante el mismo rey, que lo ignoraba— la estirpe deryni del monarca. Ello suscitó toda suerte de desconfianzas hacia el linaje real de los Haldane, que, lamentablemente, el rey alimentó con su apoyo inflexible al hereje duque Alaric y a su primo y sacerdote Duncan McLain, también deryni. Se seguía corriendo la voz de que el rey mantenía su protección al duque Alaric y a McLain, de que, como resultado, el mismo rey había sido excomulgado; de que él y el odiado duque Alaric, junto con una hueste de guerreros deryni, pensaban irrumpir en Coroth para romper la columna vertebral del movimiento antideryni, destruyendo a Loris, a Corrigan y al amado Warin. ¡Si el mismo Warin lo había predicho!</p> <p>Así, los partisanos locales habían conducido a las tropas de Nigel por todo el valle de Jennan, con la promesa de abundante agua y pastos para los ejércitos reales que vendrían luego. En los verdes campos de avena y de trigo a medio dorar, los rebeldes tendieron una emboscada a las tropas y descargaron su guadaña de muerte y destrucción sobre las sorprendidas filas reales. Cuando los hombres del rey pudieron retirarse, cargando a los heridos, la mayoría de la tropa yacía muerta o moribunda junto a las bestias caídas y a las bajas rebeldes. Las banderas con el león dormían, pisoteadas y tintas de sangre, sobre las mieses maduras.</p> <p>Royston se detuvo un instante con la mano sobre la empuñadura de la daga, sorteó un cuerpo inmóvil y prosiguió el camino de regreso a su hogar por la estrecha senda de carros. Sólo tenía diez años y era menudo para su edad, más ello no había impedido que tomara parte en la matanza de esa tarde. De su hombro, colgaba la taleguilla de cuero cargada de comida, restos de arneses y pequeños hallazgos que había podido sustraer al enemigo abatido. Hasta la daga finamente tallada y la vaina que se había echado al cinturón de soga habían sido retirados de la montura de un caballo muerto.</p> <p>Hurgar entre los cadáveres para robar no le inspiraba ningún temor, al menos durante el día. El saqueo era un medio de subsistencia para los aldeanos en épocas de guerra. Y, en ese momento, en que los labriegos se alzaban contra su duque —y, en verdad, contra su rey—, el pillaje se convertía en una imperiosa necesidad. Las armas de los campesinos eran pocas y rudimentarias; en su mayoría, picos, bastos o guadañas. A veces, una daga o una espada ocasional, obtenida por medio de las actividades en que Royston se embarcaba. Los soldados caídos de las filas enemigas podían proporcionar armas más eficaces, arneses de lucha, yelmos y, con fortuna, monedas de oro y plata. Las posibilidades eran ilimitadas. Y allí, donde el enemigo en retirada se había llevado sus heridos y los rebeldes cuidaban a los suyos, no quedaban más que muertos. Ni un crío pequeño como Royston temía a los cadáveres.</p> <p>Sin embargo, Royston mantenía un ojo vigilante al andar y apresuraba la marcha si debía rodear otro cuerpo frío. No era un niño apocado, los campesinos de Corwyn nunca lo eran; pero siempre existía la posibilidad de que se topara con un enemigo muerto sólo en apariencia y… no le agradaba siquiera pensarlo.</p> <p>Como en respuesta a su creciente aprensión, aulló un lobo mucho más cerca que antes, y Royston se estremeció al regresar al centro de la senda. Comenzó a imaginar movimientos en cada arbusto, en cada espectral tocón de árbol. Aunque no tenía razón para temer a los muertos, cuando la noche cayera habría otro peligro: los animales depredadores que asolarían los campos y a los que no tenía deseos de conocer.</p> <p>De pronto, a la izquierda del camino, algo atrajo su atención. Afirmó la mano sobre la daga y se tendió de bruces sobre la hierba. Su otra mano recorrió el suelo a tientas hasta dar con una roca del tamaño de un puño. Contuvo el aliento y se aplastó más aún. Con voz áspera y temblorosa, estiró el cuello para atisbar entre las matas.</p> <p>—¿Quién anda ahí? ¡Diga quién es o me acercaré!</p> <p>Se oyó un rumor entre la vegetación y, luego, una débil voz:</p> <p>—Agua…, por favor…</p> <p>Royston se acomodó la taleguilla alrededor de la espalda y se puso en pie con cautela. Siempre existía la posibilidad de que fuese un soldado rebelde, un amigo; uno podía haber estado perdido durante toda la tarde. Pero ¿y si era de las tropas reales?</p> <p>Se acercó a pasos cortos, hasta que llegó a los arbustos de los que había provenido el ruido. Llevaba la daga y la piedra dispuestas para atacar y los nervios tensos. Era difícil distinguir las formas en la luz que moría, pero vio de pronto que, sobre la hierba, yacía un soldado rebelde. Sí, no había modo de confundir el halcón que llevaba cosido sobre el hombro del manto gris acero.</p> <p>Bajo el sencillo casco de metal tenía los ojos cerrados y las manos no se movían; pero, cuando el niño se aproximó para mirar mejor el rostro barbado del hombre, no pudo contener un gemido. ¡Lo conocía! Era Malcolm Donalson, el mejor amigo de su hermano.</p> <p>—¡Mal! —El niño se dejó caer sobre las matas al lado del hombre—. Mal, Dios se apiade de nosotros, ¿qué te ha sucedido? ¿Estás malherido?</p> <p>El soldado abrió los ojos e intentó enfocarlos en el rostro del pequeño. Entonces, dejó que su boca se abriera en una sonrisa dolorida. Cerró los ojos con fuerza durante varios segundos, como si luchara contra un dolor atroz, y tosió débilmente. Volvió a mirarlo.</p> <p>—Bueno, niño. En buena hora me encontraste. Temía que una de esas bestias impías me viese primero y acabara conmigo para quitarme la espada.</p> <p>Descargó un débil golpe sobre el pliego de su capa. A través de la tela ensangrentada, se recortó la empuñadura de un espadón. Al reconocer la forma, los ojos de Royston se abrieron a más no poder. Levantó el borde del manto y deslizó los dedos con admiración sobre la hoja larga y sangrienta.</p> <p>—¡Mal, qué espada tan estupenda! ¿Se la has quitado a uno de los hombres del rey?</p> <p>—Sí, amigo. Tiene el emblema del rey en la empuñadura. Pero uno de los suyos me hincó el acero en la pierna, maldito sea. Fíjate en sí dejó de sangrar, ¿quieres? —Se incorporó sobre los codos, mientras el pequeño se inclinaba para mirar—. Alcancé a ajustarme el cinto alrededor de la herida antes de desmayarme la primera vez, pero… ¡Ayyy! ¡Con cuidado, niño! ¡Me harás sangrar de nuevo!</p> <p>El manto envuelto alrededor de las piernas de Mal había quedado endurecido de sangre seca. Cuando Royston lo despegó para examinar la herida, el hombre creyó desmayarse otra vez. Mal había recibido una profunda estocada en el muslo derecho, que comenzaba sobre la rodilla y se extendía hacia arriba unos quince centímetros. Había logrado improvisar un vendaje antes de aplicar el torniquete que, hasta entonces, le había salvado la vida; pero la venda había dejado de serle útil muchos minutos atrás y estaba empapada de sangre roja. Royston no podía estar seguro, pues la luz era muy tenue, pero creyó ver en derredor de Mal una inmensa mancha roja y húmeda sobre la hierba. Sea cual fuere su origen, era obvio que el hombre había perdido mucha sangre y que no podía seguir desangrándose más. Cuando el niño levantó la vista hacia su amigo, la visión se le nubló. Tragó saliva con dificultad.</p> <p>—¿Y bien, Roy?</p> <p>—Sigue sangrando, Mal. No creo que pare por sí sola. Tendrás que recibir ayuda.</p> <p>Mal se dejó caer y suspiró.</p> <p>—Ay, amigo, lo veo difícil. No puedo moverme así y no creo que tú puedas traer a nadie ahora que cae la noche. Tengo una astilla de acero en la herida. Eso es lo que está molestando. Si pudieras quitarla de ahí…</p> <p>—¿Yo? —Los ojos de Royston parecieron salirse de sus órbitas. Tembló de sólo pensarlo—. ¡Oye, Mal, no puedo hacer eso!</p> <p>Si suelto el lazo, volverás a sangrar. No voy a dejar que suceda y menos si no tengo ni idea de qué hacer luego.</p> <p>—No discutas, chaval. Haz…</p> <p>Mal se interrumpió en mitad de la frase. Dejó caer la mandíbula de la sorpresa mientras sus ojos miraban algo por detrás del hombro de Royston. El niño giró sobre sus talones para ver a dos jinetes recortados contra el ocaso, a seis metros de allí. Se puso de pie con cautela cuando ambos desmontaban y aferró la daga con más fuerza. ¿Quiénes serían? ¿Y de dónde habrían venido?</p> <p>Cuando los dos se acercaron, no pudo distinguir muchos detalles, pues el sol crepuscular brillaba directamente por detrás de ellos. Sus cascos de acero refulgían con un tinte de oro rojizo. Pero eran jóvenes. Se aproximaron más y, al quitarse los yelmos, Royston vio que apenas superaban a Mal en edad. No tendrían más de treinta años. Uno era moreno y el otro, de cabellos rubios. En los mantos grises, ambos llevaban el emblema del halcón y una larga espada a la cintura, en una vaina de cuero gastada. El rubio se colocó el casco en el hueco del brazo izquierdo. Se detuvo a un metro de distancia y apartó las manos de las armas. El moreno se mantuvo un paso atrás, pero, al ver la reacción del niño, lanzó una sonrisa amable. Royston casi olvidó que debía tener miedo.</p> <p>—Tranquilo, niño. No te haremos ningún daño. ¿Podemos ayudarte?</p> <p>Royston estudió con cuidado a los hombres durante unos segundos. Reparó en los mantos grises, en la barba de semanas que los dos lucían, en su aparente cordialidad y decidió que le agradaban. Buscó el rostro de Malcolm y el hombre herido inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento. Al ver la señal, se apartó para observar a los hombres, que se pusieron de rodillas al lado del amigo. Y, tras un segundo de vacilación, también él se arrodilló, con los ojos afligidos, mientras se preguntaba qué podrían hacer esos dos desconocidos.</p> <p>—Sois hombres de Warin… —señaló Mal, confiado. Mientras el moreno dejaba el yelmo a un lado y comenzaba a quitarse los guantes de montar, alcanzó a esbozar algo parecido a una sonrisa—. Gracias por deteneros, con la noche encima y todo. Soy Mal Donalson y él es Royston. Este metal tendrá que salir, ¿eh?</p> <p>El de cabello oscuro palpó suavemente la herida de Mal, se puso de pie y regresó a su caballo.</p> <p>—Sí, hay un trozo de metal ahí —dijo, mientras sacaba un estuche de su alforja—. Cuanto antes lo quitemos, mejor será. Royston, ¿podrías conseguir un caballo?</p> <p>—No tenemos caballo —murmuró el niño. Vio con ojos atónitos que el hombre se echaba un pellejo de agua al hombro y regresaba—. ¿No…, no podría llevarlo usted a casa en el suyo? Le juro que la casa de mi madre no queda muy lejos.</p> <p>Miró con aprensión al moreno, que se arrodilló al lado de Mal. Pero esta vez habló el rubio.</p> <p>—Lo siento, no tenemos tiempo. ¿No puedes conseguir un burro? ¿Una muLa? Un carro sería mejor, incluso.</p> <p>La mirada de Royston se encendió.</p> <p>—Sí, un burro. Smalf el molinero tiene uno y me lo dejará usar. Puedo volver con él antes de que oscurezca por completo.</p> <p>Se puso de pie y comenzó a alejarse, pero miró hacia atrás a los dos hombres y recorrió los mantos grises con los ojos llenos de admiración.</p> <p>—Sois hombres de lord Warin —comentó en voz baja—. Apuesto a que vais en misión especial para el mismo lord y que por eso no podéis retrasaros mucho. ¿He acertado?</p> <p>Los dos hombres intercambiaron miradas y el de cabello oscuro no se movió de su posición, pero el rubio sonrió y le dio una palmada a Royston en el brazo, de un modo cómplice.</p> <p>—Sí. Me temo que has acertado —dijo con gravedad—, pero no se lo digas a nadie. Ve y trae ese burro y nosotros cuidaremos de tu amigo.</p> <p>—¿Mal?</p> <p>—Ve, chaval. Estaré bien. Estos hombres son hermanos. Cumplen una misión para lord Warin. Ahora lárgate.</p> <p>—Sí, Mal.</p> <p>Mientras el niño desaparecía de la vista por el sendero, el de cabello oscuro abrió el estuche de cuero y comenzó a quitar vendajes e instrumentos. Mal trató de alzar la cabeza ligeramente para ver lo que hacía, pero el rubio se la sostuvo contra el suelo con suavidad para que no pudiera ver mucho. Sintió algo frío y húmedo cuando el otro comenzó a limpiar la sangre coagulada de su pierna y, luego, un débil dolor mientras le apretaban más aún el torniquete. El rubio miró al cielo, tras ponerse en cuclillas.</p> <p>—¿Quieres más luz? Puedo encender una tea.</p> <p>—Hazlo —convino el otro—. Y necesitaré tu ayuda en un par de minutos. Tendremos que trabajar los dos para que no se desangre.</p> <p>—Veré lo que puedo hacer.</p> <p>El rubio le hizo un gesto de asentimiento a Mal para tranquilizarlo, se puso de pie y comenzó a hurgar entre los arbustos, cerca de la cabeza del herido. Mal trató de girarse y observó en silencio unos segundos. Se preguntó cómo haría para encender una antorcha en ese lugar. Luego, volvió la vista al que trabajaba con su pierna. Cuando éste hurgó en la herida y dio accidentalmente con el acero, Mal encogió el rostro por el dolor. Tosió débilmente y trató de aclararse la garganta.</p> <p>—Por la forma de hablar, no sois de aquí… —dijo, indeciso. Quería alejar de su mente lo que el hombre estaba haciendo con su cuerpo y lo que se disponía a hacer aún—. ¿Habéis venido de tan lejos para ayudar a lord Warin?</p> <p>—No de muy lejos —repuso el moreno y se inclinó sobre la pierna herida—. Durante las semanas pasadas hemos estado cumpliendo una misión especial. Vamos hacia Coroth.</p> <p>—¿Coroth? —comenzó Mal. Vio que el rubio había encontrado una larga rama, que parecía apropiada, y envolvía ahora un extremo en hierba seca. Se preguntó cómo pensaría encenderla—. Entonces, vais directamente hacia donde está lord Warin… ¡Ayyy!</p> <p>Mal lanzó un grito y el segundo de los hombres se disculpó:</p> <p>—Lo siento.</p> <p>Meneó la cabeza y siguió trabajando. Detrás del hombre herido, resplandeció una luz: era la tea que ardía. Pero cuando Mal quiso volver la cabeza para ver, la antorcha ya estaba encendida. El rubio la hundió en el suelo, al lado de la pierna de Mal, y la afirmó para que no cayera. Después se hincó de rodillas y se quitó los guantes. El rostro de Mal se contrajo de asombro, mientras el humo le hacía llorar los ojos.</p> <p>—¿Cómo lo has hecho? No te he visto ningún pedernal…</p> <p>—Entonces, te lo perdiste, amigo. —El hombre sonrió y dio un golpecito en un estuche que llevaba sujeto al cinto—. ¿De qué otra forma lo habría hecho, si no? ¿Crees que soy deryni y que puedo llamar al fuego de los cielos para encender una simple antorcha?</p> <p>El hombre le lanzó una sonrisa afable y se echó a reír. Mal tuvo que sonreír, pese al dolor. Desde luego, el hombre no podía ser deryni.</p> <p>Nadie que sirviera a lord Warin podía ser miembro de la raza maldita: Warin había jurado destruir a todos aquellos que traficaban con hechicerías. Debía de estar delirando. Claro que el hombre había usado yesca y pedernal.</p> <p>Mientras el rubio volvía su atención a lo que hacía su compañero, Mal se reconvino por su necedad y elevó los ojos al cielo. Un extraño letargo lo invadió mientras los hombres trabajaban. Un inexplicable sentimiento de levedad, como si su alma misma flotase fuera de su cuerpo. Los sintió hurgando en la pierna y le dolió, pero la molestia fue algo separado y ajeno; una sensación cálida y distante. Se preguntó si se estaría muriendo.</p> <p>—Perdón si te hemos causado dolor —dijo el rubio.</p> <p>La voz grave atravesó las cavilaciones de Mal como el acero de su pierna. De pronto, se encontró nuevamente sumido en la realidad.</p> <p>—Trata de decirnos qué sucedió. Te ayudará a alejar la mente del dolor.</p> <p>Mal suspiro y se esforzó por negar su sufrimiento.</p> <p>—Sí, lo intentaré. Ah… Venís en misión para lord Warin. No podéis saber lo que ha ocurrido… —Frunció el rostro mientras el rubio meneaba la cabeza—. Bueno, esta vez hemos vencido. —Tendió la cabeza hacia atrás y miró al cielo, que oscurecía—. Condujimos hasta aquí a treinta hombres del rey, al mando del mismísimo príncipe Nigel. Matamos a la mayoría y herimos al príncipe. Pero no servirá de mucho. El rey enviará más hombres y nos castigará por habernos alzado contra él. Todo es culpa del duque Alaric, ¡maldito sea!</p> <p>—¿Ah, sí?</p> <p>El rubio tenía un rostro apuesto y sereno, aunque barbado. Nada amenazador. Pero Mal sintió que un frío estremecimiento le recorría el estómago, al posar la vista sobre esos ojos gris pizarra. Apartó la mirada con inquietud, sin saber por qué se sentía tan incómodo al hablar así de su señor feudal ante un desconocido. Pero devolvió la mirada al rostro del hombre. ¿Qué había en esos ojos que le resultaba tan… apremiante?</p> <p>—¿Todos lo odian tanto como tú? —le preguntó con tranquilidad.</p> <p>—Humm… Para ser totalmente franco, aquí en el valle de Jennan nadie quería realmente alzarse contra el duque —se encontró diciendo Mal—. Era una buena persona hasta que comenzó a meterse en eso de la maldita magia deryni. Hasta había algunos sacerdotes que se decían amigos de él —se detuvo un instante y apretó la mano contra el suelo para dar énfasis a sus palabras—. Pero los arzobispos dicen que ha ido más allá de los límites que hasta un duque debe respetar. Él y ese primo deryni que tiene profanaron el templo de San Torin el invierno pasado… —resopló con desdén—. Si hay alguien que las pagará en el más allá es ese McLain; todo el tiempo haciéndose pasar por sacerdote y era deryni… De todas formas, como no pensaban rendirse al juicio de la Curia por sus pecados y algunos de los pobladores de Corwyn decían que seguirían apoyando al duque y a su primo, aunque los hubieran excomulgado a ambos, los arzobispos pusieron a todo Corwyn bajo el Interdicto. Warin dice que el único modo de que lo levanten es capturar al duque y entregarlo a los arzobispos de Coroth. Y ayudar a Warin a liberar esta tierra de todos los otros deryni. Ese es el único modo de… ¡Ayyy! ¡Cuidado con la pierna, amigo!</p> <p>Mal se dejó caer contra el suelo a medio desfallecer, con leve conciencia de los hombres que se inclinaban sobre su pierna a través de la oleada de dolor. Sintió que la sangre tibia le manaba por el muslo, que uno de ellos le aplicaba un vendaje y que la venda se empapaba y debía ser reemplazada por otra nueva.</p> <p>Con la marea de sangre que perdía, sintió que se iba su conciencia. Y oyó una voz grave:</p> <p>—Tranquilo, Mal. Relájate. Te pondrás bien, pero tendremos que ayudarte un poco más. Relájate y duerme… Olvida todo esto.</p> <p>Mientras la vigilia se alejaba de él, oyó que el segundo hombre musitaba palabras incomprensibles. Sintió que una especie de tibieza se inmiscuía en su herida y que una calma tenue le recorría los sentidos. Luego, abrió los ojos, vio que una astilla sangrienta de metal descansaba entre sus manos y que los hombres guardaban sus pertenencias en el estuche de cuero marrón. El rubio le sonrió afablemente, al ver que Mal abría los ojos, y le levantó la cabeza para acercarle un botellón de agua. Mal bebió sin pensar siquiera y, cuando intentó recordar lo sucedido, su mente se revolvió en una tromba de pensamientos. Los extraños ojos grises del hombre estaban a pocos centímetros de los suyos.</p> <p>—Estoy… vivo… —murmuró como ausente—. Pensé que había muerto. De veras. —Miró la astilla de metal que tenía en la mano—. Es casi un milagro…</p> <p>—Tonterías. Te desmayaste, y eso fue todo. ¿Crees que podrás sentarte? Han venido a buscarte.</p> <p>Mientras el hombre le soltaba la cabeza y tapaba el frasco, Mal advirtió que había otras personas a su alrededor: el niño Royston sostenía las riendas gastadas de un asno astroso. Y había una mujer de aspecto frágil con la cabeza cubierta por un paño de rústica lana. Sólo podía ser la madre del niño. De pronto, tomó conciencia de que seguía sosteniendo la astilla de metal entre los dedos y volvió a mirar al hombre rubio, pero eludiendo los ojos grises.</p> <p>—No sé cómo agradecerte… —vaciló—. Me salvaste…</p> <p>—No es necesario —repuso el hombre con una sonrisa. Tendió una mano y ayudó a Mal a ponerse de pie—. Deja los vendajes una semana en su lugar sin intentar quitarlos. Luego, cuida de que la herida se mantenga limpia hasta que sane. Por suerte, no era tan malo como parecía.</p> <p>—Sí… —murmuró Mal. Avanzó hasta el burro, cojeando apenas.</p> <p>Cuando Mal llegó al lado del asno, Royston le echó los brazos al cuello, en un breve abrazo, y sostuvo la cabeza del animal mientras los otros dos lo ayudaban a montar. La mujer se mantuvo detrás, temerosa, sin comprender lo que había sucedido. Miraba los mantos grises que llevaban los hombres, con ojos asombrados y respetuosos. Mal se sostuvo sobre los hombros de los otros hasta que pudo encontrar una posición cómoda para la pierna. Entonces, se sentó erguido y se sujetó precariamente de las crines hirsutas de la bestia. Los dos benefactores retrocedieron y Mal los contempló con agradecimiento. Levantó la mano a modo de despedida. La astilla de metal seguía refulgiendo en su puño cerrado.</p> <p>—Os doy las gracias de nuevo, caballeros.</p> <p>—¿Podrás seguir solo, amigo? —preguntó el de cabello moreno.</p> <p>—Sí. Espero que el asno no enloquezca y me arroje en una zanja. Dios sea con vosotros, amigos. Y decidle a lord Warin, cuando lo veáis, que estamos dispuestos a cumplir sus órdenes.</p> <p>—Lo haré —respondió el rubio—. Ya lo creo que lo haré… —repitió en voz baja, mientras hombre y burro, niño y mujer regresaban al sendero para hundirse en la noche.</p> <p>Cuando ya no pudieron oírlos ni verlos, el rubio volvió a los arbustos donde habían trabajado y tomó la antorcha. La sostuvo en lo alto hasta que su compañero pudo traer los polvorientos caballos de guerra y la extinguió contra la arcilla húmeda del sendero. Sus ojos grises otra vez brillaban con desazón.</p> <p>—¿Tú dirías que traspuse los límites que hasta un duque debería respetar al curar a ese hombre, Duncan? —preguntó, y se calzó un par de guantes gastados, con gesto impaciente.</p> <p>Duncan se encogió de hombros. Tomó las riendas.</p> <p>—¿Quién sabe? Nos arriesgamos…, pero eso no es nada nuevo para nosotros. No creo que recuerde nada inconveniente. Pero, con estos campesinos, nunca se sabe. ¿O necesito tomarme la molestia de recordártelo? Después de todo, éste es tu pueblo, Alaric.</p> <p>Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn, Paladín del rey y excomulgado hechicero deryni, sonrió y aferró las riendas de su corcel. Montó de un salto, al mismo tiempo que Duncan.</p> <p>—Mi pueblo… Sí, así es. Que Dios los bendiga. Dime, primo, ¿todo esto es por mi culpa? Nunca lo había pensado antes, pero de tanto escucharlo comienzo a pensar que podría ser así…</p> <p>Duncan meneó la cabeza, y acercó las espuelas de acero a las ancas de su caballo y comenzó a avanzar por el camino.</p> <p>—No es culpa tuya. No es culpa de una persona. Sencillamente, somos una excusa conveniente para que los arzobispos se lancen a acometer la empresa que ansiaban desde hacía años. Esto lleva generaciones gestándose…</p> <p>—Tienes razón, por supuesto. —Morgan espoleó el corcel, para que fuera al trote, y se puso al lado de su primo—. Pero eso no hará que podamos explicárselo mejor a Kelson.</p> <p>—Él lo comprende… Más interesante aún será su reacción ante lo que hemos venido averiguando en las últimas semanas.</p> <p>No creo que se haya dado cuenta de la inquietud que reina en esta parte de Gwynedd.</p> <p>Morgan rió con pesar.</p> <p>—Tampoco yo. ¿Cuándo crees que llegaremos a Dol Shaia?</p> <p>—Después del mediodía. Apostaría por ello.</p> <p>—¿Ah, sí? —Morgan le lanzó una sonrisa maliciosa—. Hecho. Ahora, en marcha.</p> <p>Los dos prosiguieron galopando por el camino del valle de Jennan, cada vez más deprisa a medida que la luna se elevaba para iluminar su ruta. No habrían debido preocuparse por la posibilidad de que se supiese su identidad. Aunque hubieran dicho la verdad a Malcolm Donalson y al niño Royston, sencillamente éstos no habrían podido creer que estuvieran en presencia del dúo infame. Los duques y los monseñores, deryni o no, jamás andaban disfrazados con ropas de simples soldados rebeldes, al servicio de lord Warin, con barba de tres semanas y los halcones cosidos en el hombro del manto. Eso era todo.</p> <p>Además, dos herejes deryni nunca se habrían detenido para socorrer a un soldado rebelde herido. Especialmente, a uno que, horas atrás, había aniquilado a tantos caballeros del rey. Nunca se había oído nada semejante.</p> <p>Así, los dos prosiguieron camino. Al día siguiente, se reunirían en Dol Shaia con su joven rey deryni.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">II</p> </h3> <cita> <p>Tus principes son rebeldes y compañeros de ladrones…</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Isaías, 1:23</p> </cita> <p style="margin-top:5%">El joven de cabello negro como la noche descansaba serenamente sobre una banqueta de campaña. Tenía un escudo en forma de cometa equilibrado entre las piernas, cara abajo, y sostenido sobre el borde de la cama cubierta de terciopelo. Sus dedos delgados trabajaban con lentitud y tesón. Tejían un tiento de cuero alrededor del asa. Largas y tupidas pestañas enmarcaban sus ojos grises.</p> <p>Pero la mente del joven no estaba puesta en la labor que lo mantenía ocupado. Tampoco recordaba el adorno de exquisita factura que lucía el escudo en el dorso: el León Real de Gwynedd, esplendente de oro y carmesí bajo la cubierta de lona. No parecía tener presentes las alfombras de Kheldish, de valor incalculable, que se extendían bajo sus botas polvorientas ni el espadón de empuñadura engastada de joyas que pendía, alerta, en su sencilla vaina de cuero.</p> <p>El joven que trabajaba solo en su tienda de Dol Shaia era Kelson Haldane, hijo del fallecido rey Brion. Kelson, quien, con poco más de catorce años, era monarca de Gwynedd y regía por propio derecho sobre varios ducados y baronías de menor importancia. En ese momento, también era un joven preocupado.</p> <p>Kelson lanzó una mirada hacia la cortina de la tienda y frunció el ceño. Estaba corrida para que el rey gozara de intimidad, pero había suficiente espacio entre los bordes para advertir que la tarde se escurría deprisa. Fuera, se oía el paso medido de los centinelas que hacían guardia ante su tienda, el rumor de los estandartes de seda que aleteaban bajo la brisa, el relincho y el resoplido de los inmensos corceles de guerra que tironeaban de sus cuerdas cerca de allí, bajo los árboles. Regresó a su tarea con resignación. Trabajó en silencio unos minutos más, y luego levantó al vista con aprensión al ver que alguien apartaba la cortina de su tienda. Entró un hombre vestido con malla y manto azul. Los ojos del rey se encendieron de alegría.</p> <p>—¡Derry!</p> <p>Al oír su nombre, el joven esbozó una reverencia informal, fue hasta el lecho real y se sentó en el borde. No era mucho mayor que Kelson. Tendría unos veinticinco años, quizá, pero, bajo los mechones de cabello castaño y recortado, sus ojos azules lo miraron con gravedad. En sus dedos callosos tomó un tiento estrecho de cuero. Lo posó sobre el escudo con un gesto de asentimiento, mientras observaba la labor de Kelson.</p> <p>—Podría haberlo hecho por vos, Majestad. Reparar la armadura no es tarea de un rey.</p> <p>Kelson se encogió de hombros y tiró del tiento. Luego, refiló los bordes del cuero con una daga bañada en plata.</p> <p>—Esta tarde no tenía nada mejor que hacer. Si estuviera cumpliendo la función propia de un rey, a estas alturas ya estaría en Corwyn, sofocando la revuelta de Warin y obligando a los arzobispos a dirimir su contienda absurda.</p> <p>Deslizó los dedos por el asa del escudo y devolvió la daga a la vaina, con un suspiro.</p> <p>—Pero Alaric me dice que no lo haga, al menos todavía. Y, así, espero, aguardo a que llegue el momento e intento cultivar la paciencia que él quisiera ver en mí. —Arrojó el escudo en la cama y reposó ligeramente las manos sobre las rodillas—. También intento contenerme y no hacerte las preguntas que, supongo, no querrás responder. Sólo que ha llegado la hora de que te las formule. ¿Cuál fue el precio del valle de Jennan, Derry?</p> <p>Había sido un precio muy alto. De los treinta que partieran al lado de Nigel, dos días atrás, había regresado apenas un puñado. Los restos de la patrulla de Nigel habían regresado esa mañana a Dol Shaia, cojeando, irritados y con los pies doloridos.</p> <p>De los que llegaron, varios murieron antes del mediodía. Y, además de las numerosas pérdidas, el valle de Jennan había causado una grave afrenta a la moral de la tropa. Los catorce años de Kelson pendían gravemente sobre el rey mientras escuchaba el relato.</p> <p>—Peor de lo que temía —murmuró Kelson por fin, cuando se hubo enterado del más pequeño detalle—. Primero, los arzobispos y su odio a los deryni y, luego, este fanático Warin de Grey… ¡Y el pueblo lo apoya, Derry! ¡Aunque pudiera detener a Warin y reconciliarme con los arzobispos, jamás podría derrotar a un ducado entero!</p> <p>Lord Sean Derry meneó la cabeza enfáticamente.</p> <p>—Creo que juzgáis mal la influencia de Warin, Majestad. Su atracción es poderosa cuando está cerca y, tras unos pocos milagros, la gente se vuelca de su lado, pero la tradición de lealtad a los reyes es más antigua y, creo, más fuerte que el influjo de un profeta advenedizo; especialmente, cuando éste propone la guerra santa. Cuando Warin sea sofocado y los labriegos ya no tengan a su adalid, el ímpetu decaerá. El error fatal de Warin fue fijar su residencia en Coroth, junto a los arzobispos. Ahora se le considera un seguidor de la Curia.</p> <p>—Aún queda la cuestión del Interdicto —agregó Kelson, con dudas—. ¿Crees que el pueblo lo olvidará tan fácilmente?</p> <p>Derry lanzó una sonrisa optimista.</p> <p>—Nuestros informes indican que, en las zonas rurales, los rebeldes están desguarnecidos y que su orden interno es endeble, Majestad. ¡Cuando tengan que enfrentarse a la realidad de nuestro ejército real en medio de sus territorios, se dispersarán como ratas!</p> <p>—No he oído que hicieran eso en el valle de Jennan —replicó Kelson, con desdén—. En realidad, todavía no comprendo cómo esos campesinos mal armados pudieron tomar por sorpresa a toda una partida. ¿Dónde está mi tío Nigel? Quisiera escuchar su explicación de lo sucedido.</p> <p>—Tratad de tener paciencia con él, Majestad —repuso Derry, bajando los ojos con aprensión—. Desde que llegó esta mañana, ha estado con los cirujanos y con los heridos. Sólo una hora atrás, pude persuadirlo de que permitiera a los médicos examinar sus propias heridas.</p> <p>—¿Está herido? —los ojos del rey se nublaron con aflicción—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Es grave?</p> <p>—No, Majestad. Me pidió que no os lo contase. Tiene un brazo herido a la altura del hombro izquierdo y algunas magulladuras y cortes superficiales. Pero habría muerto antes que perder a esos hombres.</p> <p>Kelson frunció la boca, con una mueca de preocupación, y se obligó a sonreír con pesar.</p> <p>—Lo sé. No es culpa suya.</p> <p>—Entonces, recordádselo, Majestad —comentó Derry en voz baja—. Siente que ha fracasado ante vos.</p> <p>—Nigel jamás me fallaría. Él no.</p> <p>El joven rey se puso en pie y flexionó los hombros, con gestos cansados. Llevó el cuello hacia atrás para que la cabeza mirara al techo de la tienda. El cabello lacio y negro, muy corto en épocas de batalla, le caía desordenadamente. Al dirigirse a Derry, lo acomodó con los dedos.</p> <p>—¿Qué más se sabe de los Tres Ejércitos del norte?</p> <p>Derry se puso de pie con atención.</p> <p>—Poco que no hayáis oído ya. El duque de Claibourne informa de que podría contener el acceso por el Cañón de Arranal indefinidamente, en tanto no lo ataquen simultáneamente por el sur. Su Excelencia estima que Wencit lanzará su ofensiva principal más al sur, probablemente por el Paso de Cardosa. En Arranal sólo hay preparada una fuerza simbólica.</p> <p>Kelson asintió lentamente y se sacudió de la túnica las rebabas de cuero. Fue hasta una mesa de campaña rebosante de mapas.</p> <p>—¿Del duque Jared o de Bran Coris no se sabe nada?</p> <p>—Nada, Majestad.</p> <p>Kelson tomó un calibrador y suspiró. Mordisqueó un extremo del instrumento, con aire reflexivo.</p> <p>—¿Supones que pueden tener problemas? ¿Y si los deshielos de primavera han terminado antes de lo que previmos? ¿Y si ya hubieran terminado? Por lo que sabemos, Wencit podría estar abatiéndose sobre Eastmarch.</p> <p>—Nos habríamos enterado, Majestad. Al menos, un mensajero habría llegado hasta aquí.</p> <p>—¿Estás seguro? Yo me lo pregunto.</p> <p>El rey escrutó el mapa que tenía ante sí durante varios minutos. Sus ojos grises se entrecerraron al considerar sus posibles estrategias al menos por centésima vez. Abrió el calibrador y midió varias distancias, calculó nuevamente sus cifras originales y se detuvo a considerar nuevamente las posibilidades. Sólo confirmó lo que ya sabía.</p> <p>—Derry —indicó al joven lord que se acercara, mientras él se inclinaba sobre los mapas—. Vuelve a contarme lo que lord Perris te dijo sobre este camino. —Usó uno de los brazos del calibrador para trazar una línea sinuosa y delgada, que serpenteó a través de las laderas occidentales de la cadena montañosa que dividía a Gwynedd de Torenth—. Si este camino pudiera atravesarse tan sólo una semana antes, podríamos…</p> <p>El análisis fue interrumpido por el sonoro galope de un caballo que cesó bruscamente ante la tienda del rey, seguido de la entrada intempestiva de un centinela con capa roja. El hombre esbozó un saludo apresurado al ver que Kelson se giraba alarmado y Derry se irguió alerta, dispuesto a proteger a su rey ante el menor peligro.</p> <p>—Majestad, el general Morgan y el padre McLain vienen de camino. ¡Acaban de trasponer el puesto de guardia oriental!</p> <p>Con una muda exclamación de regocijo, Kelson dejó caer el calibrador y salió disparado hacia la entrada. En su arrojo, casi sentó al guardia de un empellón. Cuando Derry y él se asomaron al sol, un par de jinetes con ropas de cuero tiraban de las riendas ante el pabellón real y desmontaban en una nube de polvo. Bajo los sencillos cascos de metal, sólo se veían anchas sonrisas y barbas desgreñadas. Los mantos grises y las insignias con el halcón del día anterior habían desaparecido; pero, cuando se quitaron los yelmos polvorientos, no hubo forma de confundir la cabellera, rubia como el oro, de Alaric Morgan ni el pelo castaño de Duncan McLain.</p> <p>—¡Morgan! ¡Padre Duncan! ¿Dónde habéis estado? —Kelson se detuvo con un gesto de ligero enfado mientras los dos se sacudían el polvo interminable de los atuendos de montar.</p> <p>—Lo siento, príncipe —se rió Morgan. Quitó el polvo del casco y sacudió la cabellera para librarla de más polvo—. ¡Por San Miguel y por todos los santos! ¡Qué tiempo seco, eh! ¿Por qué elegiste Dol Shaia para acampar?</p> <p>Kelson cruzó los brazos sobre el pecho y trató de contener una sonrisa, sin éxito.</p> <p>—Si mal no recuerdo, fue un tal Alaric Morgan quien dijo que acampáramos lo más cerca posible de la frontera, sin que nos vieran. El punto lógico era Dol Shaia. Ahora, ¿queréis decirme por qué tardasteis tanto? Nigel y los últimos rezagados llegaron a primera hora de la mañana.</p> <p>Morgan lanzó una mirada de resignación a Duncan, rodeó a Kelson por los hombros con un brazo, en gesto de camaradería, y comenzó a llevarlo hacia la tienda.</p> <p>—¿Qué te parece si conversamos de ello con un poco de comida delante, príncipe? —Le hizo señas a Derry para que se ocupara de las viandas—. Y, si alguien avisara a Nigel y a sus capitanes, informaría a todo el mundo al mismo tiempo. No tengo deseos ni tiempo de repetir esto más de una vez.</p> <p>Dentro, Morgan se dejó caer en una silla de campaña, al lado de la mesa, y, con un gruñido, puso las botas sobre un taburete. Dejó que su casco fuese a parar al suelo a su lado. Duncan, algo más respetuoso con las formas, aguardó a que Kelson se sentara en una silla más mullida y, entonces, ocupó un banco de campaña al lado de Morgan. Dejó el casco sobre la alfombra.</p> <p>—Estáis horribles —comentó Kelson, después de examinarlos con la mirada—. Ambos. Jamás os había visto con barba…</p> <p>Duncan sonrió y se reclinó en la silla. Estiró el cuerpo y entrelazó los dedos por detrás de la nuca.</p> <p>—Es cierto, príncipe. Pero tendréis que admitir que burlamos a los rebeldes. Hasta Alaric, con sus modos descarados y su cabellera escandalosamente rubia, pudo pasar por un simple soldado cuando tuvo que hacer su papel. Y nuestras dos semanas de andar cabalgando en uniformes rebeldes fueron brillantes…</p> <p>—Y peligrosas… —agregó Nigel. Había entrado con tres de sus capitanes, enfundados en mantos escarlata, y, tras indicarles que se dispusieran alrededor de la mesa, se sentó en una silla de campaña—. Espero que haya valido la pena. Nuestra expedición resultó un fracaso.</p> <p>Morgan se mantuvo serio un instante. Bajó los pies del taburete y perdió toda la desfachatez, no bien el grupo se completó. Nigel llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, sostenido por un paño de seda negra. En el pómulo derecho se le veía un cardenal oscuro. Fuera de eso, era la imagen viviente del extinto rey Brion. Morgan se obligó a apartar el recuerdo de su mente.</p> <p>—Lo siento, Nigel. Sé lo que sucedió. De hecho, estuvimos en valle de Jennan después de la batalla. Debimos de pasar por allí unas pocas horas después de vuestra partida.</p> <p>Nigel gruñó con indiferencia. Morgan comprendió que tendría que hacer algo para cambiar el clima de la reunión.</p> <p>—Pero, en otros sentidos, las semanas pasadas fueron muy ilustrativas —continuó con voz entusiasta—. Alguna de las informaciones que recogimos en nuestras charlas con los soldados rebeldes resultaron esclarecedoras, aunque inútiles estratégicamente. Es sorprendente el número de rumores y de ideas casi legendarias que circulan entre el pueblo sobre nosotros.</p> <p>Cruzó las manos sobre el pecho y se reclinó en la silla, con una débil sonrisa.</p> <p>—¿Sabíais, por ejemplo, que yo tengo garras en lugar de pies? —Extendió las piernas por delante y se miró las botas, con aire pensativo, mientras los ojos de los demás lo seguían—. Desde luego, pocos han visto mis pies sin calzado. Y mucho menos los labriegos. ¿Os suponéis que pudiera ser cierto?</p> <p>Kelson sonrió, pese a sí mismo.</p> <p>—Bromeas. ¿Quién podría creer semejante tontería?</p> <p>—¿Habéis visto a Alaric sin calzado alguna vez, Majestad? —inquirió Duncan con aire intrigante.</p> <p>En ese momento, entraba Derry con una bandeja, cargada de comida, que ofreció con una sonrisa.</p> <p>—Yo sí le he visto los pies, Majestad —dijo, mientras Morgan pinchaba un trozo de carne con la daga y tomaba una hogaza de pan—. Y, por mucho que pueda pensar la gente, os aseguro que no tiene pezuñas y ni siquiera un dedo de más.</p> <p>Morgan saludó a Derry con la carne trinchada. Dio un mordisco, y lanzó una mirada inquisitiva hacia Kelson y Nigel. El príncipe había vuelto a ser el mismo. Reclinado en su silla, sonreía débilmente: sabía lo que Morgan había intentado lograr y le agradeció que hubiera triunfado en su propósito. Kelson, algo azorado por la conversación, paseó la mirada de uno a otro unos segundos, hasta que advirtió por fin que estaban tomándole el pelo. Meneó la cabeza y sonrió afablemente.</p> <p>—¡Garras y pezuñas! —suspiró con desdén—. Morgan, por un instante creí que hablabais en serio.</p> <p>—No se puede trabajar eternamente bajo tensión, Majestad —Morgan se encogió de hombros—. Ahora bien, ¿qué noticias ha habido desde que partimos? ¿Qué ha pasado para que estéis con semejante cara?</p> <p>Kelson se encogió de hombros.</p> <p>—En realidad, supongo que nada nuevo. Tal vez por eso me siento tan inquieto. Sigo tratando de decidir el mejor modo de acabar con esta contienda interminable y eso nos lleva a la cuestión original de cómo reconciliarme honorablemente con mi clero y con mis subditos rebeldes.</p> <p>Duncan empujó el último resto de carne con un buen trago de vino y asintió en dirección a Kelson.</p> <p>—En los días pasados, hemos dedicado largas horas a considerar esa cuestión, príncipe. Y hemos llegado a la conclusión de que el abordaje más racional sería, en primer lugar, intentar una reconciliación con los seis obispos rebeldes de Dhassa. Quieren ayudarte, su disputa es sólo conmigo y con Alaric. Tú no estás involucrado.</p> <p>—Es cierto. Si pudieras conseguir que te restituyeran en tu oficio formalmente y que los cargos que la Curia formuló contra ti fueran retirados, podría aceptar su ayuda sin pensar en que pongo en riesgo su honor. Hasta ahora ni siquiera he querido comunicarme con ellos precisamente por esta razón. Si se han mantenido fíeles a mí, es porque soy el rey y tal vez porque me conocen y se fían de mí personalmente. Al menos, el obispo Arilan.</p> <p>Morgan limpió la hoja de la daga contra la bota y la devolvió a su vaina.</p> <p>—Es cierto, príncipe. Por esta razón hemos considerado esta posibilidad muy seriamente antes de analizarla aquí contigo. Sea cual sea nuestra línea de acción, no queremos poner en juego la confianza que los Seis de Dhassa han depositado en ti.</p> <p>—Sin embargo, proponéis ir a Dhassa e intentar una reconciliación —objetó el rey—. Supongamos que no tenéis éxito. ¿Y si los Seis no se dejan persuadir?</p> <p>—Creo poder tranquilizarte al respecto, Majestad —dijo Duncan—. Si recordáis, estuve con el obispo Arilan durante varíos años. Lo conozco muy bien. Creo que él nos tratará con justicia y que, al hacerlo, convencerá a sus camaradas de que se comporten de igual modo.</p> <p>—Ya quisiera yo tener la misma certeza…</p> <p>Kelson tamborileó con los dedos sobre el brazo de la silla y, luego, cruzó las manos sobre el regazo.</p> <p>—De modo que os entregaríais a merced de los obispos por la confianza que tenéis en un solo hombre. —Levantó la vista severamente—. Sin embargo, lo cierto es que sois culpables de los cargos por los que fuisteis excomulgados. No hay forma de negar los sucesos de San Torin. Sin duda, hubo circunstancias atenuantes y, con suerte, la ley canónica respaldará vuestra defensa, al menos en las cuestiones centrales. Pero ¿si fracasáis? ¿Si la excomunión sigue en pie? ¿Qué sucederá entonces? ¿Creéis que los Seis os dejarán marcharos de allí?</p> <p>Se oyó un rumor de voces fuera de la tienda. Parecía ser un altercado de cierto tenor. Kelson se detuvo para mirar en dirección a la entrada y, en ese momento, un centinela apartó la cortina para entrar.</p> <p>—Majestad, el obispo Istelyn desea veros. Insiste en que no puede esperar.</p> <p>Kelson frunció el ceño.</p> <p>—Que pase.</p> <p>Cuando el guardia regresó a la intemperie, Kelson miró rápidamente los rostros de los nobles, en especial, los de Morgan y Duncan. Istelyn era uno de los doce obispos itinerantes de Gwynedd y no había estado presente en Dhassa cuando la Curia se dividió, el invierno anterior.</p> <p>Pero Istelyn, al tener noticia de los acontecimientos de Dhassa, se declaró de parte de Arilan, Cardiel y el resto de los Seis. Semanas atrás, se había presentado en el campamento de Kelson, en la frontera de Corwyn, para servir allí en calidad de obispo itinerante. Era un prelado sobrio y de buen talante y no se mostraba inclinado a hacer alarde de su poder eclesiástico. Jamás se habría inmiscuido en una reunión real si no hubiera tenido imperiosos motivos. El rostro de Kelson dejó traslucir su ansiedad cuando el obispo ingresó a través de la cortina abierta. Llevaba un pergamino en la mano y una expresión tenebrosa en el semblante.</p> <p>—Majestad… —dijo Istelyn, con una grave inclinación de cabeza.</p> <p>—Milord obispo… —replicó Kelson. Se puso lentamente de pie y el resto lo acompañó.</p> <p>Istelyn paseó la mirada por los presentes y saludó con reverencias. Kelson les indicó al resto de sus hombres que podían sentarse.</p> <p>—Infiero que no traéis buenas noticias, milord —murmuró el rey, sin apartar la mirada de Istelyn.</p> <p>—Inferís correctamente, Majestad.</p> <p>El obispo avanzó unos pasos hasta Kelson y le extendió el pergamino que llevaba en la mano.</p> <p>—Lamento portar estas nuevas, pero entiendo que debíais tener conocimiento.</p> <p>Kelson tomó los pliegos de sus dedos fríos. Istelyn se inclinó y retrocedió unos pasos; no deseaba sostener la mirada del joven monarca. Con un vahído en la boca del estómago, Kelson recorrió con la vista la primera hoja y, al leer, sus labios se apretaron en una fina línea blanca. Por un instante, sus ojos grises se cubrieron de frialdad, cuando se posaron sobre el familiar sello que remataba la escritura al pie, y saltaron a la segunda página sin detenerse más. Leyó con el rostro demudado y, con notorio control de sus emociones, contuvo las manos para que no estrujaran el pergamino allí mismo. Los gélidos ojos Haldane cayeron sobre la carta, velados por las tupidas pestañas, mientras sus manos la convertían en un rollo. Habló sin retirar la vista de las hojas.</p> <p>—Dejadme, por favor. Todos… —su voz sonó helada y mortal. ¿Quién podría desobedecerlo?—. Istelyn, no habléis a nadie de esto hasta que os dé permiso. ¿Comprendido?</p> <p>Istelyn se detuvo ante la puerta, para inclinarse en reverencia.</p> <p>—Desde luego, Majestad.</p> <p>—Gracias. Morgan, padre Duncan, quedaos.</p> <p>Ambos se detuvieron junto a los demás ante la cortina de la entrada. Cambiaron miradas de inquietud, antes de volverse para enfrentar a su enigmático rey. Kelson estaba vuelto de espaldas y se mecía ligeramente sobre las puntas de los pies, mientras golpeteaba el rollo de pergamino contra la palma de la mano izquierda. Morgan y Duncan regresaron a sus lugares para aguardar la palabra del rey, pero, cuando Nigel intentó quedarse con ellos, Duncan meneó la cabeza y lo hizo desistir con un gesto de la mano. Morgan también le indicó que se marchara y, así, tras encogerse de hombros con resignación, Nigel giró sobre los talones y se unió al resto de la comitiva que se marchaba. Entonces, los tres quedaron a solas entre las paredes de lona azul.</p> <p>—¿Ya se fueron todos? —murmuró Kelson.</p> <p>No se había movido durante el ligero cambio de indicaciones con Nigel; sólo se oía el golpeteo del pergamino contra la mano y la respiración controlada del rey.</p> <p>Duncan enarcó una ceja en dirección a Morgan y volvió a mirar al joven.</p> <p>—Sí, Majestad, se han ido. ¿Qué sucede?</p> <p>Kelson giró sobre los talones y los midió con los ojos. La gris mirada de los Haldane centelleaba con una furia que no habían visto desde las épocas de Brion. Aplastó los pergaminos y los arrojó al suelo, con repugnancia.</p> <p>—Vamos. Leedlos —estalló, y se lanzó boca abajo sobre la cama real. Descargó un puño en el colchón con todas sus fuerzas—. Malditos sean, tres veces malditos, y que caigan en la perdición. ¿Qué haremos? ¡Dios mío, con esto nos destruirán!</p> <p>Morgan miró a Duncan, estupefacto. Fue hasta la cama, preocupado, mientras Duncan recogía los documentos arrugados.</p> <p>—¡Kelson! ¿Qué ocurre? Dinos qué ha sucedido. ¿Estás bien?</p> <p>Con un suspiro, Kelson rodó para incorporarse sobre los codos y los miró con aire algo más aplacado. Su furia había quedado reducida a un rescoldo frío.</p> <p>—Perdonadme. No debíais haber visto semejante muestra de ira. —Se tendió en la cama y miró el techo de la tienda—. Soy un monarca. No tendría que haberme mostrado así. Es un error por mi parte, lo sé.</p> <p>—¿Y qué nos dices del error de los documentos? —lo urgió Morgan. Lanzó una mirada a Duncan, que recorría las palabras con rostro sereno—. Vamos, dinos qué ha pasado.</p> <p>—Que me han excomulgado, eso es lo que ha pasado replicó Kelson en tono tranquilo—. Y, por si no bastara con ello, todo mi reino ha quedado bajo Interdicto. Todo aquel que continúe rindiéndome lealtad será igualmente excomulgado.</p> <p>—¿Eso es todo? —Morgan exhaló un profundo suspiro. Hizo señas a Duncan para que trajera los documentos—. Por tu reacción, pensé que se trataba de noticias realmente desastrosas.</p> <p>Kelson se sentó erguido sobre la cama.</p> <p>—¿Eso es todo? —repitió, incrédulo—. Morgan, parece que no has comprendido. Padre Duncan, explícaselo. Me han excomulgado y todo aquel que perrmnezca a mi lado correrá igual suerte! ¡Gwynedd está bajo Interdicto!</p> <p>Duncan dobló el pergamino por la mitad y planchó el pliegue con la uña antes de arrojarlo a la cama.</p> <p>—No tiene valor, príncipe.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Que no tiene valor —repitió serenamente—. Los once obispos reunidos en cónclave en Coroth aún no han sumado otra nueva firma. En nuestra ley canónica, es un requisito tan férreamente establecido como los dogmas de fe. Los once de Coroth no pueden condenarte a ti ni a nadie hasta que no hayan llegado a los doce miembros.</p> <p>—¡No son doce aún! ¡Pero, por Dios, cómo pude haberlo olvidado! —Kelson reptó sobre la cama y tomó la carta arrugada.</p> <p>Morgan sonrió y regresó a su silla, donde lo aguardaba media copa de vino.</p> <p>—Es comprensible, príncipe. No estás acostumbrado al anatema como nosotros. Recuerda, ya llevamos tres meses excomulgados con todo el rigor de la ley y nada puede espantarnos, lo cual nos devuelve a nuestra conversación original.</p> <p>—Sí, claro.</p> <p>Kelson se puso de pie y regresó a su silla. Miró los documentos que tenía en la mano y meneó la cabeza. Duncan también volvió al círculo y se sentó. Mientras Kelson por fin dejaba la carta a un lado, Duncan se dispuso a dar cuenta de una manzana pequeña.</p> <p>—Entonces, si deduzco correctamente, todo esto hace más urgente aún vuestra visita a Dhassa. ¿Es así?</p> <p>—Así es, príncipe —convino Morgan.</p> <p>—Pero suponed que los compañeros de Arilan deciden no apoyarlo. Son nuestra única esperanza de reconciliación con el resto del clero, Morgan, y, si nos niegan su apoyo, especialmente ahora que se proponen excomulgarme y decretar el Interdicto, jamás haremos que Loris y Corrigan nos escuchen.</p> <p>Morgan unió las puntas de los índices y los posó sobre los dientes un instante. Después, miró a Duncan. El sacerdote no había abandonado su posición de calma y parecía mordisquear concentradamente un trozo de manzana, pero Morgan sabía que estaba pensando en lo mismo. A menos que pudieran llegar a un acuerdo con Loris y Corrigan, ejes de la hostilidad clerical contra Duncan y él mismo, Gwynedd estaba condenado. Cuando los deshielos concluyeran, Wencit de Torenth se abatiría sobre Gwynedd por los llanos de Rheljan y se instalaría en Alto Cardosa. Si en el sur había facciones en lucha y si no aparecían refuerzos, sería relativamente sencillo atravesar los Tres Ejércitos y destruirlos a voluntad. La controversia debía resolverse en Corwyn y pronto.</p> <p>Morgan se revolvió en la silla y recogió el casco del suelo.</p> <p>—Haremos lo que podamos, príncipe. Mientras tanto, ¿cuáles serán tus planes durante nuestra ausencia? Sé que esta inactividad debe de estar destruyéndote.</p> <p>Kelson estudió el rubí que llevaba en el índice y sacudió la cabeza.</p> <p>—Así es. —Levantó la vista y logró esbozar una sonrisa—. Pero, por ahora, tendré que lidiar con mi impaciencia y permanecer en mi lugar, ¿no crees? ¿Avisaréis no bien hayáis llegado a un acuerdo con los Seis de Dhassa?</p> <p>—Seguro. ¿Recuerdas dónde habíamos decidido encontrarnos?</p> <p>—Sí. Quisiera enviar a Derry rumbo al norte con vosotros, parte del trayecto, si no os molesta. Necesito tener noticias de los Tres Ejércitos.</p> <p>—De acuerdo —asintió Morgan, mientras deslizaba los dedos por la correa que sujetaba el casco al mentón—. Si quieres, podemos convenir en que te mantengas en contacto con él por medio del medallón, tal como habíamos hecho antes. ¿Qué piensas?</p> <p>—Claro. Tal vez el padre Duncan podría enseñarle y ocuparse de los preparativos para vuestra partida. Necesitaréis caballos descansados, provisiones…</p> <p>—Me encargaré de eso con gusto, Majestad —dijo Duncan. Vació las últimas gotas de la copa y cogió el casco antes de ponerse de pie—. También trataré de serenar al obispo Istelyn.</p> <p>Kelson miró la entrada de la tienda largo rato después de que Duncan se marchara, y, luego, volvió a mirar a Morgan. Estudió la figura alta y esbelta que descansaba en la silla y los ojos grises y penetrantes que lo examinaban del mismo modo. Se miró las manos y se sorprendió al descubrir que le temblaban. Entrelazó los dedos con irritación.</p> <p>—Hum…, ¿cuánto crees que tardaréis hasta llegar donde los obispos y cumplir vuestro cometido, Alaric? Necesitaré… saber cuándo marchar con mi ejército para encontrarme con vosotros.</p> <p>Morgan sonrió y se llevó la mano al estuche de cuero que colgaba de su cinto.</p> <p>—Llevo el Sello del León que me diste, príncipe. Soy tu paladín y he jurado protegerte.</p> <p>—¡No es eso lo que te he preguntado y tú lo sabes! —estalló Keíson, al tiempo que se levantaba para ponerse a pasear nerviosamente por la tienda—. ¡Vais a arrojaros a la misericordia de un puñado de obispos, que lo mismo pueden cortaros el cuello que haceros caso, y tú me sales con que eres mi paladín y que has jurado protegerme! ¡Vete al diablo, Morgan! Lo que yo quiero saber es lo que piensas realmente de esto. ¿Voy a tener que deletreártelo? ¡Quiero saber si te fías de Arilan y de Cardiel!</p> <p>Los ojos de Morgan habían seguido al joven rey. Cuando el monarca se detuvo detrás de una silla y posó ambas manos sobre el respaldo, el general lo recorrió con la mirada de pies a cabeza. Kelson lo contempló con inteligencia, aprensión y un ligero enfado. Morgan contuvo la sonrisa. Kelson gobernaba por propio derecho y conservaba el trono con poderes tan poderosos como los del mismo Morgan, pero seguía siendo un niño en muchos sentidos. Sus modos intempestivos divertían al general en ocasiones como ésa.</p> <p>Pero Morgan también tenía el tino suficiente para saber cuándo el rey hablaba en serio, como en épocas de su extinto padre Brion. Y estaba ante una de esas situaciones. Dejó que la mirada se posara sobre el casco que sostenía en el regazo y volvió a mirar a Kelson a los ojos.</p> <p>—He hablado una sola vez con Arilan, príncipe, y nunca con Cardiel; pero, por lo que veo, son nuestra única esperanza. Arilan siempre ha parecido estar de nuestro lado; durante la coronación se mantuvo de tu parte y no intervino, aunque debió debio sospechar que había magia en juego. También me han dicho que él y Cardiel fueron nuestros más férreos defensores cuando estalló la crisis de la Curia a raíz del Interdicto. Opino que no tenemos más opción que fiarnos de ellos.</p> <p>—Pero meteros en Dhassa, cuando sabéis que vuestras cabezas tienen precio… —comenzó Kelson.</p> <p>—¿Realmente crees que nos reconocerían? —Morgan se rió con sorna—. Mírame. ¿Cuándo he llevado barba o he vestido ropas de campesino o he estado siquiera en Dhassa, para el caso? ¿Yo, Alaric Morgan? ¿Y qué excomulgado fugitivo en su sano juicio consideraría internarse en el corazón de la ciudad más santa de Gwynedd, cuando sabe que todos los habitantes de la región lo están buscando?</p> <p>—Alaric Morgan lo haría —suspiró Kelson con resignación—. Pero supongamos que llegáis a Dhassa y conseguís entrar en el palacio episcopal sin ser descubiertos. ¿Y entonces? Jamás habéis estado allí. Para empezar, ¿cómo reconoceréis a Arilan y a Cardiel? Si os capturan antes de que podáis llegar a ellos, ¿qué haréis? Supongamos que un centinela, celoso de su deber, decide quedarse con toda la gloria y os mata antes de llevaros siquiera ante los obispos.</p> <p>Morgan sonrió y rodeó el casco con los brazos en un gesto complaciente.</p> <p>—Olvidas una cosa, príncipe. Somos deryni. La última vez que tuve noticias, seguía siendo un factor nada desdeñable.</p> <p>Kelson contempló a Morgan con la boca abierta un instante y, luego, echó la cabeza atrás con una risotada franca. Volvió a sentarse.</p> <p>—Ay, Morgan, eres demasiado hábil para mí, ¿lo sabías? Sin sermones, has sabido decirle a tu rey que se ha estado comportando como un necio, sin que pueda enojarme contigo por ello. Creo que lo logras dejándome farfullar sin cesar hasta que no me queda más remedio que ver mi propia ridiculez. ¿Por qué?</p> <p>—¿Por qué divagas sin cesar, príncipe? ¿O por qué te dejo hacerlo?</p> <p>Kelson sonrió.</p> <p>—Sabes a qué me refiero.</p> <p>Morgan se puso de pie y se quitó el polvo de las ropas. Limpió la parte delantera del casco con una manga y repuso:</p> <p>—Eres joven y tienes la curiosidad natural que cabe a tus años, aunque no la experiencia que sólo la madurez puede otorgar, príncipe —comenzó, serenamente—. Por eso farfullas sin poder detenerte. Con respecto a por qué te lo permito… —Lo pensó un momento—. Te dejo porque es la mejor cura que conozco para la ansiedad: dejar que los miedos salgan a la luz para enfrentarlos de una vez. Cuando uno descubre cuáles son los temores ridículos y cuáles los verdaderos peligros, está en camino de vencerlos a ambos. ¿Conforme?</p> <p>—Conforme —replicó Kelson. Se puso de pie y acompañó a Morgan hasta la salida—. Pero tendrás cuidado, ¿verdad?</p> <p>La pregunta concluyó en una nota dubitativa.</p> <p>—Por mi honor, Majestad, lo juro.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">III</p> </h3> <cita> <p>Éste habitará en las alturas, fortaleza de rocas será su lugar de acogimiento, se le dará su pan y sus aguas serán ciertas.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Isaías, 33:16</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Sobre la planicie que corría debajo de Cardosa, el ejército de Bran Coris, conde de Marley, llevaba un mes apostado. Los hombres de Marley eran dos mil soldados robustos y férreamente leales a su joven comandante. Hacía una semana que aguardaban junto al deshielo caudaloso, en tiendas que formaban filas por orden de rango sobre el llano anegado. Ansiaban la hora en que los deshielos cesaran, mas temían el momento en que Wencit de Torenth enviara a sus hombres, como a una manada, por el desfiladero de Cardosa.</p> <p>Se decía que los soldados de Wencit sabían pelear con magia, lo que aterrorizaba a la tropa que esperaba; pero, aun así, los hombres de Marley permanecerían junto al joven conde a pesar del peligro que corrían, a pesar de la muerte casi cierta. Lord Bran era un buen táctico y un jefe carismático. Además, siempre había sido extremadamente generoso con quienes le seguían. No había ninguna razón para creer que la campaña de Cardosa fuera a cambiar la habitual recompensa a la lealtad. Y, a la larga, ¿qué más podía pedir un soldado, sino lealtad y un jefe a quien poder respetar?</p> <p>La mañana acababa de asomar y la tropa llevaba dos horas despierta. Lord Bran, vestido con una sencilla túnica azul militar, se apoyaba contra uno de los palos que sostenían el pabellón de su tienda y bebía un tazón de vino caliente mientras recorría las montañas bajo el tibio sol de la mañana. Sus ojos color miel se entrecerraron ligeramente en un intento de atravesar la bruma. La atractiva boca tenía un gesto que delataba su pertinacia y su determinación. Enganchó el pulgar en el cinto, engastado de joyas, que lucía en la cintura y bebió el vino, sumido en pensamientos inescrutables.</p> <p>—¿Alguna orden especial para la jornada, milord?</p> <p>Quien hablaba era el barón Campbell, antiguo vasallo de la familia del conde. Al acercarse, con el casco sujeto bajo un brazo, se enderezó la insignia de oro y azur que llevaba en el hombro, con deliberada indiferencia.</p> <p>Bran meneó la cabeza.</p> <p>—¿Algún cambio en el torrente del río esta mañana?</p> <p>—Nuestras lecturas se aproximan al metro cincuenta incluso en los vados. Y hay hoyos que podrían tragar a un hombre montado sin dejar rastros. Dudo que el rey de Torenth baje de sus montañas en un día como hoy.</p> <p>Bran agitó el vino que tenía en la mano y dio otro sorbo. Asintió.</p> <p>—Entonces, procederemos como de costumbre: patrullas regulares y vigías en los perímetros occidentales y una guardia mínima en el resto del campamento. Y que el armero venga a verme por la mañana, ¿de acuerdo? La empuñadura de mi nuevo arco todavía no está bien equilibrada.</p> <p>—Sí, señor.</p> <p>Mientras Campbell saludaba y se volvía para cumplir las órdenes de Bran, otro hombre, con el atuendo gris de escribano, se acercó desde una tienda vecina, con una pila de pergaminos en la mano. Bran miró distraídamente en su dirección y el hombre se inclinó con respeto, antes de entregarle una pluma marrón al conde.</p> <p>—Su correspondencia está lista para la firma, milord. Los mensajeros aguardan sus órdenes.</p> <p>Bran tomó las cartas, con un ligero gesto de asentimiento, y las examinó brevemente, con expresión aburrida en el rostro. Tendió el tazón a otro hombre para que lo sostuviera mientras él garabateaba su rúbrica al final de cada página. Cuando terminó, devolvió los documentos al escribiente, a cambio de su copa, y habría vuelto a escrutar las montañas con aire ausente de no ser porque el hombre se aclaraba la garganta con insistencia.</p> <p>—Ah, milord.</p> <p>Bran lo miró ligeramente irritado.</p> <p>—Milord, su carta a la condesa Richenda… ¿Desea sellarla?</p> <p>La mirada de Bran se posó sobre el pergamino que el otro le mostraba y, luego, fue hasta el rostro del hombre, con un suspiro de hastío. Se quitó un pesado sello de plata del pulgar y lo dejó caer sobre la palma extendida del hombre. —Encárgate de ello, ¿quieres, Joseph?</p> <p>—Sí, milord.</p> <p>—Mejor aún, entrégala personalmente. Si puedes convencerla, creo que sería bueno que se trasladara con mi heredero a un sitio neutral. Dhassa, quizá. Estarían a salvo con los obispos.</p> <p>—Muy bien, señor. Partiré de inmediato.</p> <p>Bran se lo agradeció con un gesto y el amanuense se retiró con el anillo a buen resguardo. Un hombre, en uniforme de capitán, se acercó y saludó con una reverencia. Iba vestido, de cuello a rodillas, con un rústico manto de lana azul desvaído y una pluma del mismo color aleteaba sobre el yelmo de acero. Bran sonrió ante el saludo del hombre y éste le devolvió la sonrisa.</p> <p>—¿Algún problema que deba conocer, Gwyllim? —preguntó el conde.</p> <p>El hombre meneó la cabeza ligeramente y la pluma tembló otra vez.</p> <p>—En absoluto, milord. Los hombres del Quinto de Caballería solicitan el honor de que seáis vos quien pase revista a su cuerpo. —Miró las montañas que su comandante había estado escrutando—. En todo caso, será un espectáculo más edificante que observar esas malditas montañas.</p> <p>Bran le dirigió una sonrisa lenta y perezosa.</p> <p>—Ya lo creo que sí. Pero ten paciencia, amigo mío. Cuando esta situación de estancamiento termine, habrá acción de sobra aun para ti. Wencit de Torenth no permanecerá eternamente en las montañas.</p> <p>—Ah, en eso sí que tenéis ra…</p> <p>Gwyllim había vuelto su atención al paso. Se irguió de pronto y escrutó la bruma, con los ojos entrecerrados. Al ver el renovado interés de Gwyllim por el paisaje, Bran dirigió los ojos en la misma dirección y chasqueó los dedos en dirección a un paje que se había mantenido cerca durante toda la conversación.</p> <p>—Eric, mi catalejo. Gwyllim, la alerta. Esta vez puede ser…</p> <p>Mientras el niño partía para cumplir el recado del conde, Gwyllim les hizo señas a varios de sus hombres que aguardaban no lejos de allí. La voz corrió deprisa. Bran se protegió los ojos del resplandor y continuó escudriñando la niebla, pero las imágenes continuaban siendo confusas. Cierto número de jinetes avanzaba por la pendiente, tal vez unos doce hombres en brillantes monturas verdes que refulgían bajo el sol diáfano de la mañana. Los hombres vestían mantos de opaco tono bermejo. El que iba a la cabeza de la pequeña columna llevaba un atuendo blanco y una lanza, de cuya punta pendía, inerte, un estandarte del mismo color. Bran frunció el ceño y se llevó el catalejo a los ojos para mirarlos más de cerca.</p> <p>—Los jinetes llevan el emblema de Torenth —observó en voz baja, mientras recorría con la vista la columna que se aproximaba. Gwyllim y Campbell regresaron a su lado—. Y, en manos del que encabeza el grupo, hay una bandera de parlamento. Hay otros dos que no visten librea y que tal vez sean los negociadores…</p> <p>Bajó el catalejo, miró a los jinetes y le pasó la lente a Campbell. Fue hasta su tienda, chasqueó los dedos y volvió a hacer un gesto imperioso.</p> <p>—Bennett, Graham, llevad una escolta e id a su encuentro. Respetad la tregua mientras ellos lo hagan, pero vigiladlos bien. Podría ser un truco.</p> <p>—Sí, milord.</p> <p>Mientras el grupo proseguía el descenso por la ladera, la escolta dispuesta por Bran pasó por delante de su tienda en un concierto de embocaduras, mallas y arneses de cuero. Varios de sus nobles y de sus capitanes se acercaron hacia su tienda. Era evidente que habían dado la alerta: cuando el conde hablara con los emisarios torentinos, algo habría de suceder.</p> <p>A unos trescientos metros del límite del campamento, los dos grupos se encontraron, bajo el escrutinio de Bran. El comandante se introdujo en su tienda y, segundos más tarde, salió con una daga a la cintura y una diadema de plata sobre la cabeza.</p> <p>Sus nobles lo rodearon, como exhibición de fuerzas, y el contingente emisario se aproximó a paso normal, rodeado por la escolta.</p> <p>Ahora que los tenía cerca, Bran vio que no se había equivocado con respecto a los dos nobles. El más majestuoso de ambos, alto, con un manto negro bordado y una túnica escarlata, tenía un aire extranjero. Descendió de su corcel de guerra y avanzó hacia las tropas de Bran. Llevaba el atuendo húmedo, tras atravesar el desfiladero anegado, y cuando se quitó el casco de pluma negra de la cabeza y lo sostuvo bajo el brazo derecho, mostró una barba prolija y un rostro inescrutable. Llevaba el cabello largo, negro y recogido en la nuca con un broche de plata y, en el suntuoso cinto de seda, se veía una daga de plata reluciente, colocada como al descuido e inclinada para desenvainar con la mano zurda. No parecía llevar más armas que ésa.</p> <p>—Supongo que sois el conde de Marley, a cargo de este ejército —anunció el hombre en tono ligeramente condescendiente.</p> <p>—Así es.</p> <p>—En tal caso, el mensaje que llevo es para vos, milord —continuó el hombre. Se inclinó ligeramente desde la cintura—. Soy Lionel, duque de Arjenol. Sirvo a Su Majestad, el rey Wencit, quien me ordena transmitiros sus felicitaciones a vos y los vuestros.</p> <p>Los ojos de Bran se entrecerraron. Estudió al orador y enganchó los pulgares por detrás del cinto enjoyado que llevaba a la cintura.</p> <p>—He oído hablar de vos, milord. ¿Acaso no sois pariente del mismo Wencit?</p> <p>Lionel se inclinó con deferencia y sonrió.</p> <p>—Tengo ese honor, milord. La que he desposado es hermana de nuestro amado rey. Espero que responda por nuestra seguridad mientras estemos en vuestro campamento, milord.</p> <p>—No necesitáis temer nada siempre y cuando respetéis la tregua proclamada por vuestro estandarte. Además de sus felicitaciones, ¿qué otro mensaje traéis de Wencit?</p> <p>Los ojos oscuros de Lionel recorrieron los rostros de Bran y de sus hombres. Se inclinó una vez más:</p> <p>—Mi lord conde de Marley, Su Serena Majestad Wencit de Torenth, rey de Torenth, de Tolan y de las Siete las Tribus del Este, desea el honor de vuestra presencia en su cuartel temporal, sito en la ciudad de Cardosa. Allí se reunirá con vos para analizar la posibilidad de un cese de hostilidades y una retirada mutua de la zona en disputa o quizá alguna otra solución que Su Excelencia desee sugerir. Su Serena Majestad no tiene contiendas pendientes con el conde de Marley y no desea librar batalla con quien estima desde hace tantos años. Aguarda vuestra respuesta inmediata.</p> <p>—No vayáis, milord —murmuró Campbell. Dio un paso hacia Bran, como para protegerlo—. Es un truco.</p> <p>—No se trata de un truco, milord —repuso Lionel—. Para que tengáis certeza de la sinceridad de Su Majestad, ha ordenado que mi escolta y yo permanezcamos aquí como rehenes hasta que vos regreséis sano y salvo. Si lo deseáis, podéis llevar a uno de vuestros oficiales y una guardia de honor de diez hombres. Tendréis la libertad de marchar de Cardosa y regresar a vuestro campamento en cualquier momento, no bien consideréis que las conversaciones no merecen vuestra atención o que van en contra de vuestros intereses. Creo que el ofrecimiento es más que generoso. ¿No estáis de acuerdo conmigo?</p> <p>Bran estudió al hombre, con el rostro impertérrito, durante unos momentos, y luego indicó a Gwyllim y a Campbell que lo siguieran a la tienda. Allí dentro, las paredes eran de terciopelo azul y ocre y, sobre alfombras y sillas, se habían dispuesto lujosas pieles. Bran fue hasta el centro de la tienda y jugueteó con la empuñadura de la daga. Se volvió para estudiar los rostros de los dos capitanes.</p> <p>—Y bien, ¿qué pensáis? ¿Debo ir?</p> <p>Los dos cambiaron miradas furtivas. Habló Campbell:</p> <p>—Con perdón, milord, este asunto no me agrada. ¿Qué podemos conseguir de semejante conferencia más que una nueva oportunidad para la traición? Por mucho que diga este duque Lionel, no creo ni por un minuto que Wencit piense retirarse. Sin ninguna duda, puede ganar si decide bajar de las montañas. Sólo es cuestión de cuántos hombres tendremos que perder para otorgarle la victoria. Y, si usa la magia…</p> <p>—Mi fiel Campbell —le cortó Bran, con una sonrisa lúgubre—, siempre me recuerdas las verdades que preferiría olvidar. ¿Gwyllim?</p> <p>El hombre se encogió de hombros bajo el manto de lana azul.</p> <p>—Campbell tiene razón en parte, milord. Creo que hemos sabido desde un principio que no podríamos resistir mucho tiempo el paso si Wencit decidía bajar. Me pregunto a qué clase de arreglo piensa llegar… También tiendo a darle la razón a Campbell en que esto huele a trampa. Dudo en aconsejaros que vayáis o que os quedéis…</p> <p>Bran acarició el casco y la cota de malla que había sobre una silla y dejó que la mano se hundiera en la piel tendida bajo la armadura.</p> <p>—¿Quién era el otro hombre que venía con Lionel? El que permaneció sobre el caballo. ¿Alguno de vosotros lo conoce?</p> <p>—Es Merritt de Reider, milord —contestó Campbell—, dueño de muchísimas tierras al noreste, en la frontera con Tolan. Me sorprende que Wencit lo haya enviado en una misión como ésta; especialmente, si planea algo sucio.</p> <p>—Precisamente, lo que estaba pensando —dijo Bran y siguió acariciando la piel, con aire ausente y los ojos fijos en la pared de la tienda—. Se me ocurrió que podría ser una forma de decirnos que sus intenciones con respecto a esta conferencia son serias. Tanto, que arriesgaría como rehenes a un cuñado y a un poderoso aliado para tranquilizarnos. Si soy realista al medir mi valor, dudo de que Wencit arriesgue a los dos que envió sólo para capturarme o destruirme. Si eso quisiera, hay una docena de formas menos peligrosas y costosas.</p> <p>Gwyllim se aclaró la garganta, inquieto.</p> <p>—Milord, ¿habéis considerado la posibilidad de que Wencit quiera que los rehenes hagan algo en el campamento cuando vos os hayáis ido? Si son deryni, por ejemplo, nadie puede calcular los daños que podrían infligirnos. Tal vez algo que no detectemos hasta que vos hayáis vuelto y ellos vayan camino de su amo.</p> <p>—Es cierto, milord —convino Campbell—. ¿Y si los rehenes se lanzan a causar una catástrofe mientras vos no estáis? ¡No me fío de ellos, señor!</p> <p>Bran se pasó las manos por el rostro y miró al techo un instante. Pensó en lo que ambos hombres le decían. Por fin, se volvió hacia ellos, con un suspiro.</p> <p>—No puedo razonar contra vuestra lógica. Sin embargo, algo me dice que, en este caso, no hay traición en juego. Si Lionel y Merritt son realmente deryni, han tenido tiempo de sobra para destruirnos. Y, si no lo son, sería insensato intentar cualquier cosa, rodeados como están. Pero, para tranquilizaros, podría pedirle a Cordan que preparase una poderosa droga soporífera, con el fin de dárselo a todo el contingente que quedará como rehén. Si acceden a esta precaución, creo que no correría peligro al aceptar esta conferencia que desea Wencit. Después de todo, sus acciones requerirán algo de confianza, ¿no estáis de acuerdo?</p> <p>Gwyllim meneó la cabeza, dubitativo, y se encogió de hombros con resignación.</p> <p>—Sigue siendo un riesgo, señor.</p> <p>—Pero entiendo que se trata de un riesgo razonable. Campbell, busca a Cordan y ocúpate de la poción, ¿quieres? Gwyllim, tú vendrás conmigo a Cardosa. Ayúdame a colocarme la malla.</p> <p>Minutos más tarde, Bran y Gwyllim salieron de la tienda y se dirigieron hacia los emisarios de Torenth, que aún aguardaban. Bran se había cambiado la túnica por una cota de malla y un manto azul real. Sobre el peto de cuero, se veía el emblema de su águila azul. En la garganta y bajo las cortas mangas del jubón, asomaba la malla brillante y, de un tahalí de cuero blanco que le cruzaba el pecho, pendía un espadón con empuñadura de marfil. Gwyllim se detuvo a su lado, con el casco de pluma azul y los guantes de montar de Bran en la mano izquierda. Cuando Bran apareció bajo la luz del sol, sus ojos color miel brillaban de astucia.</p> <p>—He decidido aceptar la invitación de vuesto rey, mi lord duque —dijo con ligereza.</p> <p>Lionel se inclinó y reprimió una sonrisa. Merritt y otros hombres armados habían desmontado en ausencia de Bran y se agolpaban a la espalda de Lionel.</p> <p>—Sin embargo —continuó Bran—, hay varias condiciones que deseo imponer antes de que partamos a Cardosa con quien porta vuestro estandarte. No sé si accederéis a nuestra petición…</p> <p>Campbell, un hombre armado y otro esbelto, con ropas de cirujano de campo, se aproximaron alrededor de Bran y los ojos de Lionel los escrutaron con suspicacia. El médico llevaba una gran vasija de arcilla con asas a ambos lados. Merritt se acercó a Lionel y murmuró algo a su oído. Al volver la atención a Bran, Lionel frunció el ceño.</p> <p>—Enunciad vuestros términos, milord.</p> <p>—Confío en que no os ofenderéis ante nuestra precaución, milord —asintió Bran—, pero debo tener la certeza de que no incurriréis en conductas indeseadas mientras me encuentre lejos de mi campamento.</p> <p>—Lo comprendo.</p> <p>—Sabía que estaríais de acuerdo. Por lo tanto, para resguardarme de posibles traiciones mientras vos estéis aquí y yo no, hice que mi maestre cirujano preparara una sencilla droga soporífera, que vos, lord Merritt y los guardias restantes deberéis ingerir antes de mi partida. Como veis, no tengo modo de conocer vuestro verdadero propósito en este momento ni puedo leeros la mente. Por lo que yo sé, hasta podríais ser hechiceros deryni. ¿Accedéis a nuestros términos?</p> <p>Al escuchar la propuesta de Bran, el rostro de Lionel se oscureció. Miró a Merritt y a sus hombres con inquietud antes de hablar. Parecía que ni a él ni a Merritt les entusiasmaba la idea de pasar las horas siguientes drogados en el campamento de Bran, pero negarse a los términos sería reconocer que no se fiaban de ellos y quizá que la invitación de Wencit no era lo que parecía. Obviamente, Lionel había recibido órdenes precisas y contestó en tono frío y formal al joven conde:</p> <p>—Perdonad mi demora momentánea, milord, pero no habíamos previsto estas condiciones. Entendemos vuestra precaución, por supuesto, y deseamos aseguraros que Su Majestad no piensa causaros daño por medio de la magia. Podría haberlo hecho sin poner en riesgo nuestras vidas, si tal hubiera sido su fin. Sin embargo, debéis comprender que nosotros, a su vez, mostremos cierta cautela de nuestra parte. Antes de poder acceder a vuestros términos, debemos estar convencidos de que tal poción es realmente la droga somnífera que decís.</p> <p>—Lo comprendo, claro está —dijo Bran. Con un gesto, le indicó a su cirujano que se acercara—. Cordan, ¿quién probará el brebaje para Su Excelencia?</p> <p>Cordan le dio un codazo a un soldado que tenía a su lado y dio un paso adelante. Mientras el otro se erguía en posición de firmes, Cordan hizo una reverencia.</p> <p>—Este es Stephen de Longueville, milord —murmuró. Sostenía la vasija de arcilla en las manos firmes y no apartaba los ojos del rostro de Bran.</p> <p>—Excelente. Lord duque, ¿os parece aceptable este hombre?</p> <p>Lionel meneó la cabeza.</p> <p>—Vuestro cirujano podría haberlo preparado de antemano, milord. Si su intención es envenenarnos, podría haber recibido un antídoto. ¿Podría hacer mi propia elección?</p> <p>—Desde luego. Debo pedir que no escojáis a uno de mis oficiales, ya que necesitaré de sus servicios mientras esté fuera. Pero cualquiera de los otros estará a vuestra disposición. Elegid a quien prefiráis con toda libertad.</p> <p>Lionel tendió el casco a uno de sus hombres, giró sobre sus talones y volvió hasta los jinetes que rodeaban a su propia escolta. Escrutó a los hombres con cuidado y, luego, se acercó a uno de los animales. Puso su mano en la rienda. El caballo meneó la cabeza y relinchó.</p> <p>—Este hombre, milord. No hay modo de que haya sido preparado anticipadamente. Que él pruebe la poción que nos dará a tomar.</p> <p>Bran asintió, hizo un breve gesto con la mano y el hombre descendió del caballo. Cruzó la hierba hacia Bran, seguido de cerca por Lionel, que lo observaba sin apartar los ojos de él. Cuando el hombre se quitó el yelmo e intentó dárselo a uno de sus camaradas que rodeaban al conde, Lionel se interpuso y tomó el casco con sus propias manos para tendérselo al otro. El duque no pensaba arriesgarse a que, sin su conocimiento, algo se le entregara al joven escogido.</p> <p>Lionel indicó a Merritt que lo custodiara, fue hasta Bran y tomó la vasija de arcilla de manos de Cordan. Sus ojos negros midieron a Bran un largo instante, con el rostro surcado por la irritación. Entonces, levantó el cuenco a modo de saludo y se volvió hacia donde Merritt aguardaba con el soldado. Uno de los hombres de Lionel tomó el recipiente, lo examinó y olisqueó el contenido con suspicacia. Sólo entonces, trajeron al soldado de Bran para que pusiera las manos sobre la vasija. Lionel y Merritt se situaron a ambos lados del joven para observarlo. Mientras se disponían a administrarle la pócima, Lionel lanzó una mirada recelosa a Bran.</p> <p>—¿Cuál es la dosis requerida?</p> <p>—Con un trago bastará, Excelencia —replicó Cordan—. La droga actúa con gran rapidez.</p> <p>—¿Ah, sí? —murmuró Lionel y volvió su atención al hombre—. Muy bien, mi buen soldado. Si te atreves, bebe con ganas. Se dice que tu comandante es un hombre de palabra. Si lo es, despertarás más tarde. Ahora, bebe.</p> <p>El hombre, guiado por el que sostenía el cuenco, se llevó la vasija a los labios y tomó un sorbo. Enarcó las cejas, al sentir el sabor de la pócima, miró a Lionel y tragó. Tuvo tiempo de relamerse los labios apreciativamente: Cordan era célebre por el uso que hacía de los mejores vinos. Entonces, se desplomó y habría caído al suelo de no ser porque Lionel y Merritt lo sujetaron por los brazos y lo posaron en el suelo. Cuando quedó tendido en tierra, estaba profundamente dormido. No hubo gritos ni sacudidas que pudieran despertarlo. El que sostenía la vasija pasó el cuenco a Merritt y examinó al hombre. Miró los párpados laxos, le buscó el pulso, que latía con firmeza, y asintió a regañadientes. Lionel se puso lentamente de pie y miró a Bran, con el rostro tenso, pero resignado.</p> <p>—Parece que el maestre cirujano es, realmente, muy hábil, milord. Desde luego, por lo que hemos visto no podemos desechar que se trate de un veneno de acción prolongada ni la posibilidad de que nos administren otra cosa aprovechando nuestro sueño o, incluso, de que nos maten. Pero la vida está llena de azares, ¿no es cierto? Y Su Majestad estará esperando vuestra llegada o bien mi regreso. Ni siquiera yo me atrevo a perpetuar su espera.</p> <p>—Entonces, ¿aceptaréis mis términos?</p> <p>—Eso parece —Lionel se inclinó—. Confío en que se nos permitirá descansar en otro sitio que no sea la tierra húmeda, como a este incauto amigo. —Miró al guardia y sonrió sardónicamente—. Cuando regresemos a Cardosa, Su Majestad se molestará mucho si sabe que mis colegas y yo tuvimos que dormir en el suelo de tierra.</p> <p>Bran se inclinó ligeramente, le devolvió a Lionel la sonrisa sardónica y apartó la cortina de su tienda.</p> <p>—Pasad, entonces. Dormiréis en mi propio pabellón. No se dirá que los lores de Gwynedd no sabemos alojar a los nobles visitantes…</p> <p>Bran y sus hombres se hicieron a un lado, Lionel insinuó una reverencia e hizo una seña al resto de su contingente para que desmontara, antes de conducir a sus hombres a la tienda. Miró el suntuoso interior con aire de aprobación, cambió suspiros resignados con Merritt y con algunos de sus camaradas y escogió las sillas más cómodas del lugar. Se sentó.</p> <p>Tras quitarse los guantes y el casco, los dejó a sus pies en el suelo y se reclinó cómodamente. El cabello largo y oscuro refulgió bajo la luz que se filtraba por la cortina abierta. Puso las botas sobre un taburete, para descansar las piernas, y se acomodó un mechón rebelde de pelo. El cuchillo titiló desde el cinto con el reflejo de una vela que trajo un asistente; mientras los hombres se disponían sobre las pieles, a sus pies, Lionel jugueteó con su empuñadura. Merritt escogió la silla que había al lado de la de su camarada, con el rostro tenso y aprensivo, y el que sostenía la vasija se detuvo inquieto al lado del palo central de la tienda. Mientras Bran y Gwyllim se internaban en el refugio del toldo, el portaestandarte torentino se acercó a la entrada para escudriñar en el interior con el rostro más blanco que el pendón que llevaba. Sólo él y el que sostenía el brebaje volverían a Cardosa cuando el resto bebiera.</p> <p>Lionel estudió a los cinco hombres que se habían sentado a sus pies, confiados, y le indicó al otro que les administrara la pócima de uno en uno. Todos mantuvieron los ojos fijos sobre los de Lionel al beber y, cuando la vasija llegó a manos de Merritt, el primero de los hombres se desplomó en posición supina. El que llevaba el recipiente se detuvo alarmado, al ver que dos más caían, y Merritt comenzó a ponerse de pie, pero Lionel meneó la cabeza ligeramente y le indicó a Merritt que bebiera. Con un suspiro de resignación, el hombre obedeció y se dejó caer en la silla, mientras otro soldado se desmoronaba. Cuando todos quedaron inertes y el brebaje le fue ofrecido a Lionel por las manos temblorosas de su camarada, el duque tomó la vasija y la sostuvo casi con ternura entre sus dedos largos y delicados.</p> <p>—Son buenos hombres, lord Bran —dijo lentamente, mientras le lanzaba una mirada penetrante al conde—. Me han confiado sus vidas y yo he puesto en juego esa confianza. Si, mediante cualquier acción, me defraudáis y algo les sucede a estos hombres, juro que los vengaré aun desde el sepulcro. ¿Me habéis comprendido?</p> <p>—Os he dado mi palabra, señor —dijo Bran, inexpresivamente—. He dicho que ningún daño os sucedería. Si las intenciones de vuestro señor son honorables, no tendréis nada que temer.</p> <p>—No temo, milord, sólo advierto —repuso Lionel suavemente—. Más os vale cumplir vuestra palabra.</p> <p>Miró al que le había ofrecido la vasija, la alzó a modo de brindis y murmuró:</p> <p>—¡C'raint!</p> <p>Bebió la pócima y devolvió el cuenco al hombre. Al reclinarse en la silla, se estremeció ligeramente, como si un frío le hubiera atacado de pronto, pese al calor que reinaba en la tienda, posó la cabeza contra el respaldo de la silla y se sumió en el sopor. El asistente dejó la vasija sobre la alfombra, a su lado, y buscó el pulso de su superior. Satisfecho de haber hecho todo lo que podía, se puso de pie y se inclinó brevemente ante Bran Coris.</p> <p>—Si estáis dispuesto a cumplir la parte que os corresponde en el trato, es hora de que nos marchemos, milord. El trayecto es difícil y, durante gran parte del mismo, habrá que cabalgar por aguas heladas. Su Majestad nos aguarda.</p> <p>—Desde luego —murmuró Bran.</p> <p>Observó a los rehenes dormidos con admiración y se cubrió la cabeza con el casco. No podía negar que eran una tropa disciplinada.</p> <p>—Cuida de ellos, Campbell —dijo. Se calzó los guantes y fue hasta la entrada de la tienda—. Wencit querrá que regresen en perfecto estado y no deseamos decepcionarlo.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IV</p> </h3> <cita> <p>Y te daré los tesoros escondidos y los secretos muy guardados.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Isaías, 45:3</p> </cita> <p style="margin-top:5%">La ciudad amurallada de Cardosa se extiende a unos mil doscientos metros por encima de la planicie de Eastmarch, sobre una elevada meseta de roca cortada a pico. Ha sido asiento de condes y de duques y, a veces, de reyes. Al este y al oeste, la encierra el traicionero Paso de Cardosa, el principal entre los que surcan los montes Rheljan.</p> <p>Cuando termina cada otoño, hacía fines de noviembre, la nieve irrumpe desde el gran Mar del Norte, aisla la ciudad y sepulta el paso bajo su blanco manto. Esta situación perdura hasta marzo y se siente mucho después de que el invierno se haya retirado de las regiones linderas. Entonces, la nieve derretida convierte el Paso de Cardosa en una catarata embravecida durante los tres meses siguientes.</p> <p>Pero el deshielo no es uniforme ni siquiera en el paso. Debido al relieve de los montes, que determina el curso de los caudales, es posible acercarse a la zona por el este, semanas antes que por el oeste; tal peculiaridad ha contribuido en gran medida a los frecuentes cambios de dueño que la ciudad ha vivido a lo largo de los años. Y ello mismo permitió a Wencit de Torenth capturar la ciudad, hambrienta tras el sitio invernal, casi sin oposición. Alto Cardosa sufría las consecuencias de las disputas, vividas el verano anterior, y yacía exhausta tras el asedio de las nieves. No podía esperar a que los relevos y las provisiones llegaran del reino de Gwynedd y, como Wencit traía ambas cosas, la ciudad se entregó.</p> <p>Así, Bran Coris y su nerviosa escolta recorrieron el tramo final hasta las puertas de la ciudad, mientras el nuevo regente de Cardosa descansaba ociosamente en el apartamento que había escogido en la Casa de Estado y se disponía a recibir a su reacio huésped.</p> <p>Wencit de Torenth gruñó; luchaba por abrocharse el cierre del alto cuello del jubón. Dobló la nuca hacia atrás para poder terminar la tarea, y oyó que alguien golpeaba discretamente la puerta. Wencit se alisó con impaciencia el terciopelo bordado de oro a la altura del pecho, y se colocó una daga enjoyada en el cinto. Levantó la vista. Sus ojos azul hielo mostraban una ligera irritación.</p> <p>—Pase.</p> <p>Casi de inmediato, un hombre alto y delgado, de unos veinticuatro años, entró en la sala y se inclinó. Como todos los miembros de la casa real, Garon llevaba la librea azulvioleta de la Casa de Furstan. En un círculo blanco, a la izquierda del torso, el emblema de un negro venado en posición de salto. Además, Garon lucía alrededor de los hombros una cadena de plata, de eslabones chatos, que lo distinguía como miembro de la comitiva personal de lord Wencit. Miró a su monarca, con una expresión de agudo interés y de expectación, mientras éste enrollaba unos pergaminos que había sobre una mesa, al lado de la ventana, para guardarlos en unos estuches cilindricos de cuero. Habló con voz grave e impostada.</p> <p>—El conde de Marley se encuentra aquí, Majestad. ¿Lo hago pasar?</p> <p>Wencit asintió con un gesto mínimo mientras terminaba de guardar el último documento. Garon se retiró sin decir más. Cuando la puerta se cerró, Wencit unió las manos por detrás de la espalda y tornó a caminar con nerviosa energía por el recinto profusamente cubierto de alfombras.</p> <p>Wencit de Torenth era un hombre alto, delgado, de rasgos angulosos. Se acercaba a los cincuenta años y su cabello, de briliante color bermejo, no tenía una sola hebra de plata. Sus ojos, clarísimos, casi parecían no tener color. Llevaba patillas anchas e hirsutas y el bigote, poblado y del mismo rojo sobrecogedor, subrayaba los altos pómulos y la forma triangular del rostro. Se desplazaba con una gracia espontánea que no solía asociarse con su tamaño y su estatura.</p> <p>El aspecto en general había llevado a sus enemigos, que no eran pocos, a compararlo con un zorro… cuando no incurrían en símiles mucho menos corteses. Wencit era un hechicero deryni de pura estirpe y de rancio linaje. Descendía de una familia que había retenido el poder en el oriente aun durante la Restauración y las persecuciones a los deryni que sucedieron tras la revuelta. En muchos sentidos, Wencit era un zorro. Por cierto, nadie dudaba de que, cuando así lo quería, Wencit de Torenth podía ser tan astuto, cruel y peligroso como cualquier miembro de la raza vulpina.</p> <p>Pero Wencit tenía conciencia del efecto que provocaba sobre los seres humanos y sabía cómo minimizar los aspectos negativos de su linaje cuando le convenía. Para la ocasión, había escogido su atuendo con especial cuidado. El fino jubón y las calzas que llevaba eran de seda y terciopelo bermejos, del mismo tono que el cabello. El efecto monocromo estaba realzado por el suntuoso bordado en hilos de oro que lucía en el pecho y por el fulgor de los topacios que esplendían en manos, cuello y orejas. De sus hombros pendía un manto ambarino de seda con incrustaciones de oro, que susurraba con cada uno de sus movimientos. Sobre la mesa de roble ante la cual había estado trabajando, descansaba una diadema engastada de piedras amarillas, como mudo testimonio del rango y de la importancia de quien tenía derecho a usarla.</p> <p>Pero Wencit no pensaba coronar su cabeza con la diadema real para completar su imagen imponente. Bran Coris no era su subdito ni la reunión que tendrían era de carácter oficial; al menos, en el uso que suele darse al término. Pero, para el caso, casi nada era normal cuando se trataba del rey Wencit.</p> <p>Se oyó un golpe discreto a la puerta y, luego, Garon entró en la sala e hizo una reverencia. Detrás, aguardaba un hombre joven, de estatura normal y mediana conformación, vestido con un jubón de cuero mojado, cota de malla y un manto azul empapado. Las plumas del casco que llevaba bajo el brazo se veían estropeadas por el agua y su aspecto era lastimoso. La humedad también había hecho estragos con los guantes. El hombre llevaba el ceño fruncido.</p> <p>—Majestad —murmuró Garon—, su señoría el conde de Marley.</p> <p>—Pasad —repuso Wencit, invitándolo al recinto con un floreo—. Debo disculparme por el viaje algo húmedo que habéis tenido que afrontar a través del paso, pero ni siquiera los deryni podemos controlar los caprichos del tiempo. Garon, toma el manto del conde y tráele uno seco de mi guardarropa, ¿quieres?</p> <p>—Muy bien, Majestad.</p> <p>Cuando el recién llegado entró en la sala, Garon tomó el manto empapado de sus hombros y desapareció por una puerta lateral para regresar, segundos después, con otro, orlado de pieles, de terciopelo verde pálido, que tendió sobre los hombros de Bran. Aseguró el broche del cuello, tomó el casco del conde y se retiró del recinto con una reverencia. Bran se envolvió con el manto, agradecido por la deferencia que le permitía reparar su condición, pero sin apartar los ojos del anfitrión. Wencit le dirigió una sonrisa seductora y adoptó uno de sus semblantes más afables al señalar una silla que había ante la mesa imponente.</p> <p>—Sentaos, por favor. Dejemos de lado la ceremonia.</p> <p>Bran miró la silla y a Wencit con ojos suspicaces un instante y frunció el ceño nuevamente al ver que el rey iba hasta la chimenea para ocuparse con algo que le resultó imposible ver desde su lugar.</p> <p>—Disculpadme si os parezco poco cortés, señor, pero no veo qué tengamos que decirnos. Tendréis conciencia plena de que soy el comandante de menor rango entre los tres situados en los montes Rheljan para oponernos a vos. Todo acuerdo que podáis celebrar conmigo no obligará a mis colegas ni a las tropas de Gwynedd.</p> <p>—Nunca he pensado que fuera así —dijo Wencit sin pestañear.</p> <p>Fue hasta la mesa con un cuenco humeante, cuyo líquido vertió en dos tacitas frágiles. Tomó la silla más cercana y le indicó a Bran que se sentara, una vez más.</p> <p>—¿No queréis tomar conmigo una taza de <i>darja</i>?. Se hace con las flores y las hojas de un arbusto encantador que crece aquí, en vuestros montes Rheljan. Creo que os agradará, especialmente si os encontráis mojado y aterido.</p> <p>Bran fue hasta la mesa y cogió una taza para inspeccionar el contenido. Posó los ojos color miel sobre el rostro de Wencit y una sonrisa furtiva atravesó sus labios.</p> <p>—Hacéis las veces del perfecto anfitrión, señor, pero no pienso beber. Los huéspedes que enviasteis hicieron el honor de beber conmigo —miró fugazmente la taza humeante—, pero al menos yo les advertí de lo que había en la copa de antemano.</p> <p>—¿Ah, sí? —Enarcó las cejas rubias y, aunque la voz siguió siendo gentil e impostada, adquirió de pronto un matiz acerado—. Debo inferir que no fue simple té o vino lo que pasó por sus labios; así y todo, no os creo tan necio para haberles hecho daño y, luego, venir a ufanaros de ello ante mi presencia. Si vuestra intención era suscitar mi curiosidad, debo admitir que lo habéis logrado. ¿Qué les disteis, pues?</p> <p>Bran se sentó, pero no se llevó la taza a los labios.</p> <p>—Convendréis en que no tenía modo de saber si vuestros emisarios eran deryni o si les habíais dado instrucciones de causar estragos en mi campamento mientras yo cambiaba fórmulas de cortesía aquí con vos. Así que hice que mi maestro cirujano preparara una simple droga soporífera para que se la bebieran. Como los caballeros me aseguraron que no eran deryni y que no intentaban causar problemas, estoy seguro de que se encontrarán a salvo, aunque algo soñolientos, cuando regrese. Si vos hubierais estado en mi lugar, habríais tomado al menos idénticas precauciones.</p> <p>Wencit dejó la taza y se reclinó en la silla. Se peinó los bigotes con la mano para ocultar una sonrisa, que pareció perdurar cuando volvió a tomar la tacita de té.</p> <p>—Buena jugada. Admiro la prudencia en aquellos con quienes deseo hacer tratos. Sin embargo, permitidme aseguraros que esta taza no contiene ninguna pócima. Podéis beber sin temor. Os doy mi palabra.</p> <p>—¿Vuestra palabra, señor? —Bran deslizó un dedo enguantado alrededor del borde de la taza y la contempló un instante, antes de apartarla unos centímetros—. Perdonadme si os parezco grosero, pero aún no me habéis dado una razón satisfactoria de este afán por dialogar conmigo. No dejo de preguntarme qué tienen en común el rey de Torenth y un noble de Gwynedd, de rango no muy elevado.</p> <p>Wencit se encogió de hombros, con aire inocente, y volvió a sonreír, mientras estudiaba a su huésped.</p> <p>—Y bien, amigo mío, discutamos esta cuestión. Si no os interesa lo que tengo que deciros, nada habréis perdido, salvo un poco de tiempo. Por otra parte…, bueno, creo que tenemos en común más de lo que pensáis. Estoy convencido de que podremos descubrir un sinnúmero de áreas de mutuo interés, si nos resolvemos a ello.</p> <p>—¿De verdad? —replicó Bran con cautela—. Tal vez queráis ser más específico. Se me ocurren muchísimas cosas que vos podríais hacer por mí o por cualquier otro hombre a quien desearais favorecer. Lo que no logro ver es qué, demonios, puedo ofreceros yo.</p> <p>—¿Debo querer algo, acaso? —Wencit formó un puente con los dedos y observó a su invitado con sus astutos ojos de zorro.</p> <p>Bran se reclinó en la silla y mantuvo la mirada de Wencit sin pestañear. Mudo, se sostenía el mentón con su mano enguantada. Al cabo de un instante, Wencit sonrió.</p> <p>—Muy bien. Sabéis esperar. Admiro esa cualidad en un ser humano y, especialmente, en un hombre.</p> <p>Estudió a Bran unos segundos más y prosiguió:</p> <p>—Muy bien, lord Bran. Tenéis razón en una cosa: quiero algo de vos. No habrá coerción para obligaros a hacer nada que esté en contra de vuestra voluntad. No obligo a aquellos cuya amistad busco. Por otra parte, podéis esperar una recompensa más que atractiva por la cooperación que estéis dispuesto a brindarme. Decidme, ¿qué pensáis de mi nueva ciudad?</p> <p>—Poco me importa el uso que podáis hacer del pronombre posesivo —observó Bran con sequedad—. La ciudad pertenece a Kelson, pese a su actual ocupación. Id al grano.</p> <p>—Vamos, no echéis a perder mi primera impresión —lo reconvino el hechicero—. Tengo mis razones para avanzar despacio. Y pasaré por alto este comentario sobre mi nueva ciudad. La política local no me interesa en este momento. Pienso en términos mucho más amplios.</p> <p>—Eso me han informado. Sin embargo, si pensáis seguir expandiéndoos al oeste, sugiero que lo volváis a considerar. Sin ninguna duda, mi ejército es muy pequeño para resistir un asedio durante mucho tiempo, pero vuestras tropas perderán muchas vidas. ¡Los hombres de Marley no entregan las suyas fácilmente, milord!</p> <p>—¡Medid vuestras palabras, Marley! —espetó Wencit—. Si lo deseara, podría aplastaros a vos y a vuestro ejército como a insectos, sin que os enteraseis. —Tendió los dedos para tocar cada una de las puntas de la diadema, mientras observaba a Bran, como un gato—. Sin embargo, luchar contra vuestro ejército no figuraba en mis planes, al menos en el sentido que vos imagináis. En realidad, tenía en mente trasladarme un poco más al sur de donde estáis: a Coroth y a Carthmoor, para entrar luego en Gwynedd. Pensé que podríais tener interés… en las regiones del norte. Claibourne y Kheldish Riding, para empezar. Siempre hay formas en que podría ayudaros a conseguirlas.</p> <p>—¿Ir contra mis aliados? —Bran meneó la cabeza ligeramente—. Lo veo poco probable, señor. ¿Por qué habríais de entregar a un enemigo dos de las provincias más ricas de los Once Reinos? Me pregunto lo que no me estáis diciendo sobre vuestro plan.</p> <p>Wencit sonrió con aprobación.</p> <p>—Pero yo no os considero mi enemigo, Bran. Por el momento, digamos sólo que he estado observando vuestro progreso de un tiempo a esta parte y que creo muy conveniente tener a un hombre de vuestro calibre rigiendo en las provincias del norte. Desde luego, habrá un ducado para vos, así como otras… concesiones.</p> <p>—¿Cómo por ejemplo? —inquiró Bran. Su tono seguía siendo suspicaz, pero era evidente que algo comenzaba a intrigarlo. Detrás de sus ojos color miel se encendió una chispa de codicia, que no pasó inadvertida a Wencit. El rey lanzó una risilla divertida.</p> <p>—Conque estáis interesado… Ya empezaba a creer que erais incorruptible.</p> <p>—Vos habláis de traición, señor. Aunque yo acceda, ¿qué os hace pensar que podríais fiaros de mí?</p> <p>—No carecéis de cierta clase de honor. —Wencit respiró suavemente—. Y, con respecto a la traición, es un término muy gastado. Para empezar, sé que os habéis opuesto a Alaric Morgan en el pasado. Y a Kelson, en consecuencia.</p> <p>—Morgan y yo hemos tenido nuestras diferencias —concedió Bran, serenamente—, pero siempre he sido leal a Kelson. Como habéis dicho, no carezco de mi propia clase de honor. Además, yo no me consideraría al mismo nivel de nuestro buen duque deryni… ni de Kelson, si viene al caso.</p> <p>—¡Kelson es un niño! Un niño con poder, sí, pero no más que eso. Y Morgan es un deryni de sangre mixta. ¡Un traidor a su raza!</p> <p>—Ah, traidor es una palabra muy gastada… —citó Bran, sin la más mínima emoción.</p> <p>Wencit miró al joven con sus ojos claros entrecerrados. Se puso de pie abruptamente y dejó que sus rasgos se suavizaran. Bran intentó incorporarse, pero Wencit le indicó que siguiera sentado con un gesto informal. Fue hasta un pequeño cofre tallado que había sobre una repisa en la pared opuesta de la habitación. Después de levantar la tapa, retiró algo brillante y refulgente y lo ocultó en su mano izquierda. Cerró el cofre y regresó a su silla. Bran lo miró con curiosidad e intriga.</p> <p>—Bueno —dijo Wencit con sequedad. Posó los codos sobre los brazos tallados de la silla y se reclinó, con las manos juntas por delante—. Ahora que hemos decidido que sois un hombre inteligente, tal vez quisierais decirme qué pensáis de los deryni.</p> <p>—¿En general, o en particular?</p> <p>—Primero en general —Wencit tornó a pasar el objeto de una mano a otra sin que Bran pudiera verlo—. Por ejemplo, la Iglesia de la cual sois creyente determinó en el año 917, durante el Concilio de Ramos, que el uso de la magia deryni es sacrilego y causa de anatema. El ducado de Corwyn se encuentra actualmente bajo Interdicto porque su duque, deryni confeso, fue excomulgado a raíz del empleo de la magia y se niega a someterse al juicio de esa Curia. No puedo decir que lo culpe.</p> <p>»Sin embargo, si tenéis algún escrúpulo moral o religioso sobre el uso de conjuros, será mejor que lo mencionéis ahora, antes de quedar involucrado en demasía. Como sabréis, soy un hechicero muy experimentado y deseo que mis aliados puedan moverse dentío de ese esquema de trabajo. La Curia no lo comprendería. ¿Eso os incomoda?</p> <p>La expresión de Bran seguía siendo de cautela, pero era evidente que su interlocutor había sabido jugar sus cartas. Al mismo tiempo, le resultaba difícil ocultar su curiosidad por el objeto que Wencit escondía en las manos. Una y otra vez, su mirada se dirigía a éstas y él debía hacer un esfuerzo para volverla al rostro de Wencit.</p> <p>—No temo a la Curia de Gwynedd, señor —repuso con cautela—. Y, con respecto a la magia, entiendo que se trata de una cuestión teórica. La magia es un medio de obtener poder; poder sobre los demás. Sólo eso. No he tenido contacto personal con ella.</p> <p>—¿Os gustaría?</p> <p>Bran palideció.</p> <p>—¿Perdón, señor?</p> <p>—¿Quisierais conocer la magia más de cerca? —repitió Wencit—. ¿Os incomodaría usarla?</p> <p>Bran tragó saliva, pero repuso sin vacilar:</p> <p>—Como soy humano y no pertenezco a una familia honrada por la sangre deryni, nunca tuve oportunidad de averiguarlo. Si tuviera la ocasión… no, creo que no me molestaría en lo más mínimo. Y no creo en el infierno.</p> <p>—Ni yo —sonrió Wencit—. Supongamos, entonces, que os dijese que vos, en efecto, sois deryni. Al menos, en parte. Y que podría demostrároslo.</p> <p>Bran dejó caer la mandíbula y sus ojos color miel se le salieron de las órbitas. Era lo último que podía haber previsto. Ni siquiera se dio cuenta de que, en ese momento, había dejado de ser oponente para convertirse en vasallo.</p> <p>—Eso os atemoriza, ¿verdad, Bran? —prosiguió Wencit en el mismo tono coloquial—. Cerrad la boca. Estáis boquiabierto.</p> <p>Bran cerró la boca con un sobresalto, y recobró parcialmente la compostura. Tragó con dificultad y murmuró:</p> <p>—La reacción que habéis presenciado es de sorpresa y no de temor, milord. No os estaréis burlando de mí, ¿verdad?</p> <p>—¿Y si lo averiguáis? —Wencit sonrió para sus adentros al observar el cambio repentino de tratamiento.</p> <p>—¿Milord?</p> <p>—Si sois deryni o no —le aclaró Wencit, con suavidad—. Si lo sois, será mucho más fácil conferiros los poderes necesarios para hacer de vos un aliado eficaz. Y si no lo sois…</p> <p>—¿Y si no lo soy…? —repitió Bran, en voz baja.</p> <p>—Creo que, por el momento, no debemos preocuparnos por esa posibilidad —concluyó Wencit.</p> <p>Inclinó el cuerpo hacia delante y abrió la mano. En la palma, había un gran cristal ambarino, del tamaño de una nuez y ensartado en una fina cadena de oro. Estaba pulido sin facetar y parecía refulgir con una luz propia que irradiaba desde el interior. Wencit sujetó la cadena delicadamente con el pulgar y el índice y la retiró de la piedra, pero dejó que el cristal descansara sobre la palma de su mano. Bran miró el cristal y tuvo la certeza de que titilaba.</p> <p>—Éste es un cristal <i>shiral</i>, Bran —murmuró Wencit en voz baja—. El <i>shiral</i> se conoce en artes ocultas desde antaño por su sensibilidad a la energía psíquica asociada con la estirpe deryni. Como veréis, mientras yo lo mantengo en la palma de mi mano, brilla tenuemente. Si uno es deryni, sólo hace falta una ligera concentración para activar el cristal —miró a Bran—. Quitaos el guante.</p> <p>Bran vaciló un segundo, se humedeció nerviosamente los labios y se quitó el guante derecho. Wencit extendió el cristal por el extremo de la cadena y Bran acercó la mano abierta. Parpadeó cuando la piedra helada se posó sobre su palma y, al soltar Wencit la cadena de oro y dejarla pender sobre los dedos de Bran, la luz del cristal se desvaneció. Bran miró a Wencit, con una pregunta muda en sus ojos inquisidores.</p> <p>—No os preocupéis por eso. Ahora, quiero que cerréis los ojos y os concentréis en el cristal. Imaginad que el calor de vuestra mano se infunde a la piedra, que la entibia y que la hace brillar. Imaginad que la piedra absorbe luz y la irradia hacia fuera.</p> <p>Bran hizo lo que se le pedía y Wencit tornó su atención al cristal <i>shiral</i>, que yacía muerto sobre la mano de Bran. Durante varios segundos, nada sucedió y las cejas de Wencit se unieron en una arruga de preocupación. Entonces, el cristal comenzó a refulgir débilmente. Wencit estiró los labios pensativamente, tendió una mano y tocó la de Bran. Bran se sobresaltó y abrió los ojos, a tiempo para ver brillar la piedra antes de que Wencit la retirara de allí.</p> <p>—Resultó… —murmuró Bran, estupefacto.</p> <p>—Así es. Pero, al parecer, no sois un verdadero deryni, después de todo —notó una cierta conmoción en el rostro de Bran y sonrió, sabiendo que el hombre estaba en su poder—. No os aflijáis. Tenéis el potencial de adquirir plenos poderes, como los antiguos humanos que llevaron a cabo la Restauración. Tal vez esto sea mejor en muchos sentidos. Pues, en el otro caso, os habríais visto obligado a aprender el uso de esos poderes inherentes. En cambio, los adquiridos llegan en forma total y listos para ser empleados.</p> <p>—Y eso ¿qué significa?</p> <p>Wencit se puso de pie y se estiró. El cristal <i>shiral</i> pendía de la cadena que llevaba en la mano.</p> <p>—Eso significa que el paso siguiente es leeros la mente para evaluar vuestro potencial y establecer las condiciones en las cuales podré concederos poderes. No os preocupéis por los detalles. Los reyes de Gwynedd llevan generaciones haciéndolo, de modo que no hay peligro. Estáis preparado para pasar la noche aquí, ¿verdad?</p> <p>—No lo tenía planeado, pero…</p> <p>—Pero en estas circunstancias, lo haréis —terminó Wencit por él, con una débil sonrisa.</p> <p>Fue hasta el otro lado de la mesa y se sentó informalmente en el borde, a la izquierda de Bran.</p> <p>—Enviaré a vuestro capitán de regreso para que vuestros hombres no se inquieten. Es una lástima que hayáis drogado a mis emisarios. El duque Lionel, mi cuñado, tiene poderes deryni adquiridos como los que vos recibiréis en breve. Podría haber enviado el informe mediante él si no le hubierais administrado la poción soporífera. En realidad estará mareado y confuso y será casi imposible de soportar durante varios días, hasta que los efectos desaparezcan por completo; pero es el precio que a veces hay que pagar por el progreso y él lo sabe. Sentaos y relajaos, por favor.</p> <p>—¿Qué os proponéis hacer? —musitó Bran con aprensión. Había perdido por completo la ilación del discurso del hechicero, tal era su asombro.</p> <p>—Os lo dije: leeros la mente. —Osciló la cadena para que el cristal <i>shiral</i> diera vueltas ante él—. Ahora quiero que os reclinéis contra el respaldo de la silla y os relajéis. No opongáis resistencia u os quedará un dolor de cabeza atroz cuando terminemos. Vuestra cooperación hará las cosas más fáciles para ambos.</p> <p>Bran se revolvió inquieto en la silla. Parecía a punto de protestar. Wencit frunció el ceño. Su rostro adquirió una dura expresión de severidad y la voz sonó fría.</p> <p>—Oídme, conde de Marley. Si vamos a ser aliados, tendréis que comenzar a fiaros de mí algún día. Esta es la ocasión. No hagáis que os obligue.</p> <p>Bran respiró hondo y exhaló suavemente.</p> <p>—Lo siento. ¿Qué debo hacer?</p> <p>El semblante de Wencit se suavizó. Hizo girar el cristal otra vez, mientras la otra mano empujaba al joven contra el respaldo de la silla.</p> <p>—Relajaos y confiad en mí. Observad el cristal. Vedlo girar y escuchad el sonido de mi voz. No hay nada que debáis temer. Mientras comtempláis el cristal que gira y gira, vuestros párpados comienzan a pesar, tanto que ya no podéis mantenerlos abiertos. Cerradlos. Y aceptad la sensación de letargo y de calma que os invade. Dejadla irrumpir en vos. Que os envuelva y os cubra. Que vuestra mente quede en blanco. Si queréis, imaginad una habitación oscura, de terciopelo color noche, con una puerta oscura y una pared oscura. Y, luego, imaginad que esa puerta negra se abre y que, más allá, hay una fría negrura.</p> <p>Los ojos de Bran se cerraron y Wencit bajó el cristal, mientras proseguía con las instrucciones monocordes. Las palabras se hicieron más y más espaciadas, a medida que Bran se relajaba. Entonces, tendió la mano y posó el índice y el pulgar sobre los párpados del hombre y murmuró las palabras mágicas que sellaron el trance. Permaneció un instante en silencio, con los ojos fríos y centelleantes, lejanos y ensimismados. Después, bajó la mano y pronunció el nombre de su nuevo vasallo.</p> <p>—¿Bran?</p> <p>Bran parpadeó y miró a su alrededor. Recordó sobresaltado lo que supuestamente tendría que haber sucedido. Cuando vio que Wencit no se había movido y que su benévola expresión seguía inalterada, se obligó a relajarse y a ponderar la situación. Esta vez, volvió la mirada a Wencit sin aprensión. En cambio, sintió que se había creado una suerte de extraña comunicación, que, aunque el hombre que lo miraba sabía cuanto podía saberse sobre Bran Coris, conde de Marley, eso no importaba.</p> <p>No era un sentimiento de dominación. Bran se habría sentido molesto ante algo así. Wencit de Torenth tampoco habría querido eso en quien debía ser su aliado. En cambio, era una sensación de comprensión, satisfactoria y nada repulsiva, como había temido. Su mente seguía aturdida ante el crudo poder del contacto, pero tenía la sensación de que se le había impartido un nuevo poder que no llegaba a recordar; una sutil aura de poder, demasiado tenue para ser aprehendida aún. Decidió que le agradaba sentirse así.</p> <p>Cuando Wencit de Torenth se puso de pie, su atención regresó a la realidad.</p> <p>—Vuestra reacción ha sido excelente —señaló el hechicero. Acercó la mano a un cordel de seda, que pendía por detrás de Bran, y tiró de él—. Trabajaremos juntos. Cuando mañana os mande llamar, avanzaremos un poco más.</p> <p>—¿Y por qué no ahora? —preguntó Bran.</p> <p>Se puso de pie y, para su sorpresa, se encontró vacilando. Wencit extendió un brazo para sostenerlo.</p> <p>—Por esta razón, mi impaciente amigo. La magia resulta extenuante para el profano y, por hoy, ya habéis recibido una dosis completa. En diez minutos, tal vez más, os sentiréis incapaz de seguir un instante más en pie. No quisiera que Garon tuviese que cargaros hasta vuestros aposentos.</p> <p>Bran se llevó una mano temblorosa a la frente.</p> <p>—Pero…</p> <p>—Ni una palabra más —dijo Wencit con firmeza.</p> <p>Dio un paso atrás, la puerta se abrió detrás de él y entró Garon, pero Wencit no miró en su dirección. En cambio, prefirió observar los movimientos del joven conde, que trataba de orientarse.</p> <p>—Lleva a lord Bran a sus aposentos y acuéstalo, Garon —ordenó Wencit con suavidad—. Se encuentra muy cansado tras su largo viaje. Ocúpate de que sus hombres sean atendidos y de que se le permita a su capitán regresar al campamento para tranquilizar a sus tropas.</p> <p>—Con gusto, Majestad. Por aquí, si es tan amable, milord.</p> <p>Garon condujo al sorprendido Bran Coris hacia la puerta. Wencit lo observó pensativamente. Entonces, cuando la puerta se cerró tras él, fue hasta ella con toda parsimonia y corrió el pestillo. Regresó hasta la mesa de roble y se dirigió al aire en tono coloquial.</p> <p>—¿Y bien, Rhydon? ¿Qué piensas?</p> <p>Mientras se sentaba, un estrecho panel se abrió apenas en la pared opuesta, para dar paso a un hombre alto, vestido de azul. El hombre fue hasta la silla que Bran había desocupado, con paso indiferente, y posó ambas manos sobre el respaldo ornamentado. El panel de la pared se cerró en silencio a sus espaldas.</p> <p>—¿Y bien? ¿Qué piensas? —repitió Wencit y se reclinó en su silla para observar al hombre.</p> <p>Rhydon se encogió de hombros, sin tomar partido.</p> <p>—Tu actuación fue impecable, como de costumbre. ¿Qué más puedo decir?</p> <p>Hablaba con un tono suave, pero sus ojos gris pálido delataban más que lo dicho, bajo la expresión aguileña. Wencit conocía esa mirada y aguardó. Posó el cristal <i>shiral</i> sobre la mesa, al lado de la diadema de oro, y estiró cuidadosamente la cadena. Miró a Rhydon con astucia una vez más.</p> <p>—Te preocupa Bran. ¿Por qué? Imagino que no creerás que es un peligro para nosotros, ¿no?</p> <p>Rhydon volvió a encogerse de hombros.</p> <p>—Llámalo cinismo natural. No lo sé. Parece inofensivo, pero sabes lo impredecibles que pueden ser los humanos. Mira a Kelson…</p> <p>—Sólo es medio deryni…</p> <p>—Como Morgan. Como McLain. Perdóname, si me muestro escéptico, pero quizá no tengas conciencia de la atención que el Consejo Camberiano concede a este hecho. Morgan y McLain, como supuestos medio deryni, probablemente sean los dos factores más impredecibles en los Once Reinos, actualmente. Una y otra vez, persisten en hacer cosas que, en principio, no debieran poder realizar. Y sé que de eso sí tienes conciencia.</p> <p>Dio la vuelta y se sentó en la otra silla. Cogió la taza de d<i>arja</i> que Bran había dejado intacta y la vació de un solo sorbo. Wencit lanzó una risilla desdeñosa.</p> <p>Rhydon de Eastmarch ya no era un hombre apuesto. Una herida de sable, que iba desde el puente de la nariz hasta la comisura derecha de la boca, había hecho que esto fuera ya imposible para el resto de su vida. Pero era un hombre que impresionaba. El cabello oscuro, con las sienes plateadas, y el hirsuto bigote matizado enmarcaban un rostro esbelto y oval. Una pequeña barba recortada suavizaba el mentón en punta. La boca era ancha y de labios generosos, pero mostraba generalmente una línea firme, con asomos de una crueldad depredadora. En general, irradiaba un aura siniestra, que su mente perversa cultivaba con afición. Rhydon de Eastmarch era un lord deryni de primera magnitud. El par y complemento perfecto para Wencit de Torenth. Un hombre del que había que cuidarse.</p> <p>Se miraron un largo instante a través de la mesa. Luego, Wencit se puso en acción súbitamente.</p> <p>—Muy bien. —Se irguió de pronto y atrajo hacia sí varios de ios rollos donde había guardado los pergaminos—. ¿Quieres presenciar la iniciación de Bran mañana, o te he convencido de que no es peligroso?</p> <p>—Nunca estoy totalmente convencido de la inofensividad de los humanos. Pero no importa. Lo dejo a tu juicio. —Con gesto ausente, se paseó un dedo delgado por el puente de la nariz y, sin pensarlo, siguió el trayecto de la cicatriz hasta que se perdió en el bigote espeso—. ¿Ésos son nuestros planes de batalla?</p> <p>Wencit sacó un mapa de uno de los cilindros y lo abrió sobre la mesa.</p> <p>—Sí. La situación mejora de hora en hora. Cuando la deserción de Bran divida las fuerzas de Kelson a lo largo de la frontera, podremos invadir la región septentrional de Gwynedd. Al sur, será fácil aplastar a Jared de Cassan y a su ejército, cuando nos dirijamos hacia allí dentro de pocos días.</p> <p>—¿Y Kelson? —preguntó Rhydon—. Cuando descubra lo que tramas, dará la orden de que todo el ejército real se lance contra nosotros.</p> <p>Wencit meneó la cabeza.</p> <p>—Kelson no lo sabrá. Cuento con las pobres comunicaciones y con las condiciones lamentables de los caminos en esta época del año para que ignore nuestros planes hasta que sea demasiado tarde para actuar. Además, la revuelta civil y religiosa de Corwyn lo mantendrá ampliamente ocupado hasta que estemos listos para destruirlo.</p> <p>—¿Prevés problemas para entonces?</p> <p>—¿Por parte de Kelson? —Wencit negó con la cabeza y sonrió—. Lo creo muy difícil. Por mucho que digan los estatutos sobre la edad legal de los reyes, Kelson sigue siendo un niño de catorce años, medio deryni o no. Y debes reconocer que ser medio deryni no ha ayudado demasiado al ambicioso principito últimamente. En realidad, sus subditos reales comienzan a preguntarse si será bueno tener a un niño como rey, un niño cuya sangre proviene de la blasfema y perversa raza deryni.</p> <p>—Por supuesto, los rumores que tan cuidadosamente echaste a correr no tienen nada que ver con este cambio de parecer.</p> <p>—¿Cómo podrías pensar semejante cosa?</p> <p>Rhydon rió silenciosamente y cruzó las piernas, enfundadas en elegantes botas.</p> <p>—En tal caso, dime qué has planeado para el niño prodigio. ¿En qué más puedo ayudarte?</p> <p>—Líbrame de Morgan y de McLain —respondió Wencit, completamente serio—. Mientras estén al lado de Kelson, excomulgados o no, representan una amenaza, por la ayuda que puedan prestarle y por los poderes que exhiben personalmente. Dado que no podemos predecir sus fuerzas ni su influencia, la única opción que nos queda es eliminarlos. Pero debe hacerse legalmente. No quiero problemas con el Consejo.</p> <p>—¿Legalmente? —Rhydon enarcó una ceja, escéptico—. No creo que sea posible. Como derynis de sangre mixta, Morgan y McLain son inmunes al desafío arcano por parte de cualquier otro deryni de pura estirpe. Y las oportunidades de conseguir que sean ejecutados legalmente por las autoridades eclesiásticas o seculares son tan remotas que resultan casi inexistentes. Sabes que gozan de la protección personal de Kelson.</p> <p>Wencit cogió un delgado punzón y lo golpeteó distraídamente contra sus dientes. Volvió la mirada hacia la ventana, con aire pensativo.</p> <p>—Pero habría otra posibilidad, que el Consejo no podría objetar. Es más, el Consejo mismo podría ser el instrumento de su destrucción.</p> <p>Rhyson se irguió, atento.</p> <p>—Prosigue.</p> <p>—Supon que el Consejo declare a Morgan y a McLain en igualdad de condiciones para aceptar el reto arcano. Supon que se les retire la inmunidad.</p> <p>—¿Sobre qué base?</p> <p>—Sobre la base de que ambos exhiben plenos poderes deryni en ocasiones —insinuó Wencit con una sonrisa furtiva—. Sabes que lo han hecho.</p> <p>—Ya veo —murmuró Rhydon—. Y quieres que acuda al Consejo y que les pida que acojan la moción. Ni lo sueñes.</p> <p>—Oh, no tú personalmente. Sé lo que piensas sobre el Consejo. Pídele a Thorne Hagen que lo haga. Me debe varios favores.</p> <p>Rhydon lanzó una risilla despectiva.</p> <p>—En serio. Si quieres, dile que no es un favor, sino una orden directa que proviene de mí. Creo que cooperará.</p> <p>Rhydon se rió. Se puso de pie y se enderezó las mangas con un floreo.</p> <p>—Si lo presentas así, no creo que le quede mucha elección. Muy bien, se lo pediré. —Miró a su alrededor y se frotó las manos, expectante—. ¿Hay algo más que necesites de mí, antes de que me marche? ¿Tal vez un pequeño milagro o dos? ¿Que te conceda el deseo más anhelado por tu corazón?</p> <p>Tras la última palabra, extendió las manos e hizo un lento pase en el aire ante sí. Murmuró unas sílabas graves en voz casi inaudible. Al completar el movimiento, de la nada apareció un manto con capucha de la más fina piel de venado, que se posó sobre sus hombros con un rumor de cuero índigo. Wencit había adoptado una expresión de incredulidad, con las manos sobre la cadera, mientras su camarada realizaba el hechizo. Cuando Rhydon cerró el broche, Wencit meneó la cabeza, consternado.</p> <p>—Si ya has terminado de jugar con tus poderes, me daré por satisfecho con lo que te he pedido. Gracias. Y, ahora, ponte en marcha y déjame trabajar. Uno de los dos debe hacerlo, ya lo sabes.</p> <p>—Ah, me siento sumamente herido, no sé si podré disculparte —dijo Rhydon, secamente—. Pero, como lo has pedido, iré a ver a tu buen amigo Thorne Hagen. Luego, regresaré para inspeccionar a esa criatura, ese Bran Coris, de quien pareces tan cautivado. Tal vez, después de todo, encuentre algún mérito en él…, aunque lo dudo. Quizá deba emprender la tarea de sopesar el peligro por ti. Ese peligro que, en tu opinión, no existe.</p> <p>—Hazlo, de mil amores.</p> <p>Rhydon partió en un remolino de cuero índigo y, cuando Wencit se quedó a solas, regresó a sus mapas. Se inclinó sobre las líneas verdes, rojas y azules que esbozaban su estrategia. Sus ojos azul hielo centellearon poderosos cuando sus dedos recorrieron el pergamino amarillento. Mientras ponderaba planes y estratagemas, una nueva tensión se alojó en la cruz de sus hombros.</p> <p>—Un único monarca debe unir los Once Reinos —musitó para sus adentros mientras seguía las líneas de avance—. Un único monarca sobre los Once Reinos. ¡Y no será ese niño que ocupa el trono en Rhemuth!</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">V</p> </h3> <cita> <p>Honra al gran sacerdote, quien en sus días supo complacer a Dios.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Eclesiástico, 44:16, 20</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Ese mismo día, cuando la tarde se iniciaba, otras dos personas analizaban la suerte del deryni renegado. Eran prelados, miembros exiliados por propia decisión de esa misma Curia de Gwynedd que Wencit mencionara con tanto desdén horas antes. Los mismos prelados que habían causado, en gran medida, el cisma que dividía el clero de Gwynedd en dos facciones divergentes.</p> <p>Thomas Cardiel, en cuya capilla se celebraba la conferencia, jamás había sido considerado un candidato a la rebelión. Durante casi un lustro, había sido titular de la prestigiosa diócesis de Dhassa y tenía apenas cuarenta y un años; pero jamás había creído convertirse en adalid de los acontecimientos que sucedieran dos meses atrás. En épocas de su consagración como obispo, había sido un clérigo reflexivo, aunque joven, de constante disposición y de irreprochable fidelidad a la Iglesia a la que servía, eminentemente dotado para el papel neutral que, por tradición, debía representar el obispo de Dhassa.</p> <p>Su camarada, Denis Arilan, tampoco había soñado jamás que la convocatoria de hacía dos meses iba a conducir a la crisis actual. A los treinta y ocho años, el obispo más joven de Gwynedd ostentaba ya una trayectoria incomparable, que había comenzado a forjarse desde el día en que entrara en el seminario.</p> <p>Pero a menos que, en ese momento, los hechos mejoraran drásticamente, ni él ni Cardiel podrían esperar más progresos en sus carreras eclesiásticas. En realidad, tendrían que darse por satisfechos si lograban conservar la vida a lo largo de las semanas próximas.</p> <p>Según la Curia de Gwynedd, los pecados de Cardiel y de Arilan eran graves. Ellos y cuatro de sus colegas habían desobedecido a la Curia de Gwynedd en sínodo abierto, al declarar su intención de separarse de la Curia si no se abandonaba la moción de decretar el Interdicto sobre Corwyn.</p> <p>Pero la moción no se abandonó. El arzobispo Loris, quien ya había decidido de antemano continuar con su plan por la fuerza, denunció la maniobra de los Seis. Así, Gwynedd mantenía dos Curias: los Seis de Dhassa, que habían expulsado a Loris y a sus seguidores de las puertas de la ciudad, y los Once de Coroth, la capturada capital de Morgan, quienes se aliaron con el rebelde Warin de Grey y sostenían ejercer la verdadera autoridad de la Iglesia. La reconciliación, si alguna vez llegaba a lograrse, no sería un asunto sencillo de abordar.</p> <p>Cardiel iba y venía aguadamente ante la cerca del altar de la pequeña capilla. Leía una y otra vez un pergamino arrugado. Meneaba la cabeza de cabellos plateados, sin comprender, mientras los ojos recorrían el texto. Exhaló un suspiro perplejo y volvió a las primeras líneas. Su compañero, Arilan, parecía estar sentado serenamente. Lo observaba desde el banco del frente y lo único que delataba su tensión era el tamborileo incesante de sus dedos sobre el respaldo del asiento. Cardiel meneó la cabeza y se restregó la barbilla con un nuevo suspiro. En su mano izquierda, la amatista de la sortija capturó la luz pálida de las velas.</p> <p>—No tiene sentido, Denis —decía Cardiel—. ¿Cómo es posible que los habitantes de Corwyn se hayan vuelto contra el príncipe Nigel, justamente? ¿Acaso el baldón que cayó sobre Kelson también afecta ahora a su tío? Nigel no tiene sangre deryni.</p> <p>Arilan detuvo el tamborileo de sus dedos el tiempo necesario para esbozar un gesto de impotencia. Entonces, comprendió lo que estaba haciendo y se detuvo. A él también le habían causado malestar las nuevas de la derrota sufrida por Nigel en valle de Jennan, dos días antes, pero su mente aguda ya estaba sopesando todos los elementos conocidos de la situación para formular un plan de conducta. Se pasó la mano inquieta por el cabello oscuro y se quitó el casquete violeta de la cabeza. Palpó el objeto brevemente antes de posarlo sobre el asiento, a su lado. La seda violeta resplandeció en su mano y en la gruesa cruz pectoral de plata cuando cruzó los brazos sobre el pecho.</p> <p>—Tal vez hayamos cometido un error al mantener nuestro ejército aquí en Dhassa —habló por fin—. Quizá hubiéramos debido ir donde Kelson para ayudarlo, meses atrás, no bien estalló el conflicto. O acaso nuestra misión se encuentre en Coroth, para atenuar los ímpetus caldeados de los arzobispos. Hasta que no haya reconciliación con ellos, no se logrará la paz de Corwyn.</p> <p>Se miró la cruz antes de proseguir en voz más baja.</p> <p>—Los obispos pastores de Gwynedd hemos instruido bien a nuestro pueblo. Cuando suena el trueno del anatema, las ovejas obedecen, aun cuando el anatema esté mal fundamentado y las ovejas se dirijan al rumbo errado. Y aun cuando aquellos sobre quienes cae el anatema sean inocentes de los cargos que se les endilgan.</p> <p>—Entonces, ¿crees que Morgan y McLain son inocentes?</p> <p>Arilan meneó la cabeza y se miró la punta de una pantufla que asomaba por debajo de la sotana.</p> <p>—No. Según los principios, son culpables. Eso no se cuestiona. El templo de San Torin fue quemado. Hubo muertos. Y Morgan y McLain son deryni.</p> <p>—Pero si hubiera circunstancias atenuantes y si ambos pudieran presentar una explicación… —murmuró Cardiel.</p> <p>—Tal vez. Si, como sugieres, Morgan y Duncan actuaron en defensa propia, para escabullirse de una situación que se originó con traición o con trampas, pudiera ser que se les retirara la culpa por los sucesos acaecidos en el templo de San Torin. Hasta el homicidio puede ser perdonado, si es en defensa propia —suspiró Arilan—. Pero siguen siendo deryni.</p> <p>—Ah, eso es cierto.</p> <p>Cardiel había dejado de pasear. Se había reclinado contra la cerca de mármol del altar, frente a Arilan, con expresión melancólica en el rostro. La luz de una lámpara votiva, que pendía a pocos pasos de él, arrojaba una lumbre rojiza sobre el cabello gris acerado y el color púrpura de su casquete. Cardiel miró distraídamente el pergamino que sostenía en la mano, antes de doblarlo y deslizarlo bajo el cinto escarlata. Puso ambas manos en la cerca, por detrás, y recorrió con la vista la cúpula que se alzaba en lo alto. Por fin, volvió a mirar a Arilan una vez más.</p> <p>—¿Crees que vendrán hasta nosotros, Denis? —preguntó—. ¿Crees que Morgan y Duncan se atreverán a fiarse de nosotros?</p> <p>—No lo sé.</p> <p>—Si nos fuera posible hablar con ellos y descubrir lo que sucedió realmente en San Torin, podríamos actuar como mediadores ante los arzobispos y tal vez acabar con esta ridicula disputa. No deseo dividir la Curia en vísperas de una guerra, Denis, pero tampoco podía apoyar el Interdicto que Loris pensaba decretar sobre Corwyn.</p> <p>Se detuvo un momento y continuó en tono grave:</p> <p>—Indago a mi conciencia y trato de pensar qué otra cosa podía haber hecho para haber evitado la encrucijada en que hoy nos vemos, mas sigo llegando a la misma respuesta. La lógica me dice que hice lo único que podía hacer sin tener que cargar con una conciencia culpable. Pero otra parte de mí insiste en que debe de haber otro camino. Qué insensatez, ¿verdad?</p> <p>Arilan meneó la cabeza.</p> <p>—No tiene nada de insensato. Loris hizo un poderoso alegato emocional, cargado de gritos contra la herejía, el sacrilegio y el homicidio. Planteó sus argumentos de tal forma que el Interdicto parecía el único castigo apropiado para un ducado cuyo señor había ofendido a Dios y a los hombres.</p> <p>»Pero tú no te dejaste influir. Despojaste su discurso del histrionismo y de los excesos verbales, calculados para conjurar el escándalo colectivo. Te mantuviste fiel a los principios que has sostenido durante toda tu vida. Hace falta coraje para actuar como tú, Thomas. —Arilan sonrió afablemente y enarcó una ceja—. Hizo falta coraje para seguirte, también. Pero no hay uno de nosotros que lamente su decisión o que no siga apoyándote, sea cual fuere el próximo paso que escojas tomar. Todos compartimos la responsabilidad del cisma.</p> <p>Cardiel sonrió débilmente y bajó la vista.</p> <p>—Gracias. Valoro tus palabras, viniendo de ti. El problema es que no tengo la menor idea de lo que debemos hacer a continuación. Estamos tan solos…</p> <p>—¿Solos? ¿Con toda la ciudad de Dhassa a nuestras espaldas? ¿Con tu milicia personal? Ellos no se dejaron influir por las imprecaciones de Loris, Thomas. Desde luego, saben que Morgan y Duncan fueron responsables de la destrucción del templo de San Torin y les llevará su tiempo olvidarlo, por muy buenas que parezcan ser las intenciones que albergaran Morgan y Duncan. Pero su lealtad a Kelson permanece inmutable, pese a todo. Mira las dimensiones de nuestro ejército.</p> <p>—Sí, míralas. Un ejército que, allí donde está, no le sirve de nada a Kelson, asentado en las afueras de Dhassa. Denis, no creo que debamos aguardar mucho tiempo más a que se presenten Morgan y McLain. Pienso seriamente enviar otro despacho a Kelson y decirle que nos reuniremos con él donde y cuando lo estime conveniente. Cuanto más tardemos en actuar, más fuertes serán las tropas de Warin y más obstinados los arzobispos.</p> <p>Arilan meneó la cabeza una vez más.</p> <p>—Realmente, creo que deberías esperar un poco más, Thomas. Unos días más o menos no determinarán la victoria en lo que respecta a Warin o a los arzobispos; pero, si podemos aclarar la situación con Morgan y con Duncan, antes de unirnos a Kelson, eso haría mucho por evitar cualquier sospecha sobre nosotros. Luego, podríamos marchar sobre Coroth y sobre Loris y mostrar un frente unido, con cierta esperanza de lograr la reconciliación. Veámoslo así: cuando nos negamos a aceptar el Interdicto de la Curia, indirectamente nos aliamos con Morgan, con Duncan y con toda la causa deryni, a sabiendas o no. Sólo podremos resolver esta ruptura si demostramos que teníamos razón sobre la inocencia de Morgan y de Duncan, en primer lugar.</p> <p>—Bueno, ¡ruego a Dios que podamos demostrarlo! —musitó Cardiel—. Personalmente, me agrada casi todo lo que he oído acerca de Morgan y de McLain. Hasta comprendo por qué Mclain ocultó sus poderes deryni durante todos estos años. Y, aunque no puedo perdonarle que ingresara en el sacerdocio, sabiendo, como fue su caso, que era deryni, parece haber sido muy buen sacerdote.</p> <p>—Lo cual, en sí, puede decirnos algo de valor sobre los deryni —sonrió Arilan—. ¿Recuerdas cuando me preguntaste, meses atrás, si creía en el mal inherente a los deryni?</p> <p>—Claro. Dijiste que, sin duda, había deryni perversos, como en cualquier grupo. También dijiste que, en tu opinión, Kelson, Morgan y McLain no eran malas personas.</p> <p>Los ojos de Arilan refulgieron con profunda luz azul violeta.</p> <p>—Sigo creyéndolo.</p> <p>—¿Y? No veo adonde quieres llegar.</p> <p>—¿No lo ves? Tú mismo has señalado que Duncan parecía haber sido un muy buen sacerdote, pese a ser deryni. El hecho de que haya ingresado en el sacerdocio, en directa desobediencia a las reglas, y de que haya sido un buen clérigo pese a todo, ¿no sugeriría quizá que el Concilio de Ramos estuvo en un error? Y si el Concilio se equivocó en un asunto tan importante, ¿no podría haberlo hecho en otras cuestiones? —Enarcó una ceja en dirección a Cardiel—. Eso podría obligarnos a examinar bajo una nueva luz toda la cuestión deryni contra humanos.</p> <p>—Hum… No había pensado sobre ello en estos términos. Extendiendo tu lógica, podríamos eliminar las limitaciones al sacerdocio, al ejercicio de funciones públicas, a la posesión de tierras…</p> <p>—Y acabar con la gran conspiración deryni —asintió Arilan, con un asomo de sonrisa.</p> <p>Cardiel frunció los labios y el ceño y meneó la cabeza.</p> <p>—Tal vez no, Denis. Oí un extraño rumor días atrás. Pensaba mencionártelo antes. Se murmura que podría haber una verdadera conspiración deryni, y de carácter formal. Según el rumor, existe un concilio deryni, de encumbrada estirpe, que se adjudica el derecho a hablar en nombre de su raza y que, de algún modo, supervisa las actividades de los deryni conocidos. Hasta ahora, no se han movido públicamente, pero…</p> <p>Se puso de pie y comenzó a retorcerse las manos. Jugueteó con la amatista, los ojos velados por la preocupación.</p> <p>—Denis, supon que exista una conspiración deryni. ¿Y si Morgan y McLain formasen parte de ella? ¿O Kelson, Dios lo proteja? El Interregno terminó hace más de dos siglos. En gran parte de los Once Reinos, el poder lleva doscientos años en manos de sus dueños humanos; pero la gente no ha olvidado cómo era la vida bajo la dictadura de los hechiceros que emplean sus poderes para el mal. ¿Y si algo de esto volviera a suceder?</p> <p>—¿Y si? ¿Y si? —La voz de Arilan dejó asomar una pizca de irritación. Posó los ojos sobre Cardiel—. Si hubiera una conspiración deryni, Thomas, se encuentra en la mente de Wencit de Torenth. Él y sus agentes son responsables, sin lugar a dudas, de muchos de los rumores que has oído. Con respecto a las amenazas de una dictadura deryni, es una descripción precisa de la monarquía de Wencit en su reino: su familia rige en Torenth desde hace doscientos años. Esa, amigo mío, es la única conspiración deryni que podrás ver en el futuro cercano. Y, con respecto a ese concilio deryni… —se encogió de hombros, con aire algo sumiso—, todavía no he visto ninguna evidencia de sus actos, si acaso existe.</p> <p>Cardiel parpadeó rápidamente, al ver que Arilan se detenía. Lo había dejado azorado la intensa elocuencia de sus palabras. Entonces, los ojos violáceos se suavizaron y el fuego frío se extinguió. Casi con un suspiro de alivio, Cardiel recogió su manto del asiento y arriesgó una tímida sonrisa al tenderse el abrigo sobre los hombros.</p> <p>—¿Sabes, Denis? A veces me inquietas. Nunca sé cómo vas a reaccionar. Y, no sé cómo, logras tranquilizarme al mismo tiempo que me asustas de muerte.</p> <p>Arilan se puso de píe y estrechó el brazo de Cardiel, en un gesto de consuelo.</p> <p>—Lo siento. A veces, me dejo llevar por la impetuosidad.</p> <p>—Lo sé —sonrió Cardiel—. ¿Querrás tomar un refrigerio conmigo? Tanta aflicción sobre los asuntos deryni me ha secado el gaznate.</p> <p>Arilan lanzó una risilla y acompañó a Cardiel hasta la puerta.</p> <p>—Dentro de un rato, quizá. Pensé que podría meditar unos minutos antes de retirarme a descansar. Mi temperamento es un grave obstáculo para mí.</p> <p>—En tal caso, espero que logres atemperar ese genio con éxito —le deseó Cardiel—. Si consigues arreglar las cosas con El —señaló con la cabeza el crucifijo que pendía sobre el altar—, ven luego a verme. No creo que me duerma enseguida, después de este debate…</p> <p>—Quizá más tarde. Buenas noches, Thomas.</p> <p>—Buenas noches.</p> <p>La puerta se cerró detrás de Cardiel y el otro obispo se enderezó la sotana. Miró hacia la nave. Con un suspiro, la recorrió lentamente y recogió su manto de seda. Se lo echó sobre los hombros, ató los lazos violeta por delante del cuello y volvió a ponerse el casquete sobre el cabello oscuro.</p> <p>Paseó la mirada por la capilla una vez más, como si quisiera guardar en la memoria cada detalle, y, finalmente, tras inclinar la cabeza respetuosamente ante el altar principal, avanzó por el transepto hacia la izquierda. Se detuvo ante un pequeño altar lateral. La losa de mármol carecía de otro adorno fuera de un mantel blanco de hilo y una única lámpara blanca de vigilia, pero Arilan no tenía interés en el altar. Examinó el suelo de mármol que había bajo sus pies, se detuvo sobre un dibujo ligeramente redondeado que formaba el embaldosado y sintió un cosquilleo familiar; se había situado en el lugar preciso.</p> <p>Entonces, tras mirar por última vez hacia la puerta cerrada de la capilla, se envolvió con los pliegues de su manto y cerró los ojos.</p> <p>En lo profundo de su mente, pronunció las palabras indicadas, fijó los pensamientos en el destino que quería alcanzar… y desapareció de la capilla de Dhassa.</p> <p>Minutos más tarde, la puerta de la capilla se abrió. Cardiel asomó la cabeza y abrió la boca para decir algo, esperando ver la figura esbelta de Arilan de rodillas en algún confín del recinto; pero se quedó con la boca abierta, al ver que no tenía a quién dirigirse en la capilla vacía.</p> <p>Frunció las cejas, consternado, pues no había ido muy lejos antes de regresar. Deseaba comentarle a Arilan otro rumor que había llegado a sus oídos. Arilan no estaba, cuando había dicho que se disponía a meditar…</p> <p>Pues bien. Quizá el joven obispo se hubiese referido a que meditaría en su habitación, en cuyo caso Cardiel no lo perturbaría. Sí, eso era, se dijo Cardiel. Arilan debía de estar orando en su propia celda. Muy bien. El otro rumor podía esperar hasta el día siguiente.</p> <p>Pero el obispo Arilan no estaba en su habitación. Ni tampoco en Dhassa.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VI</p> </h3> <cita> <p>Las palabras de los sabios y sus dichos oscuros.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Proverbios, 1:6</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Thorne Hagen, deryni, rodó sobre la cama, abrió un ojo y se desencantó al ver que estaba tan oscuro. Miró por encima del hombro terso y blanco de su compañera y vio que un sol cubierto de niebla se hundía lentamente por detrás del pico Tophel, arrojando un manto de color difuso y encarnado sobre las blancas murallas del castillo. Bostezó delicadamente y flexionó los dedos de los pies. Dejó que su mirada regresase al hombro niveo y tendió una mano para acariciar la cabellera castaña y desordenada. Cuando sus dedos rozaron la curva de la espalda, la joven se estremeció sensualmente y se volvió, para mirarlo con adoración.</p> <p>—¿Descansó usted bien, milord?</p> <p>Thorne le devolvió una sonrisa perezosa y lanzó sus ojos a recorrerla, con experimentado aplomo.</p> <p>La joven se llamaba Moira y acababa de cumplir quince años. La había encontrado una desolada mañana de febrero, en que cruzaba el mercado de Kharthat en su litera cubierta de pieles: era una criatura flacucha, hambrienta y extraviada, de ojos oscuros teñidos con el espanto de la noche. Algo inefable pasó entre ellos en ese instante, pues muchas personas comparten terrores profundos y semejantes.</p> <p>Thorne se inclinó desde su litera de cortinas de terciopelo y estiró la mano. La invitó con los ojos y con una sonrisa incierta y temerosa y ella aceptó.</p> <p>No podría haberle explicado el motivo de su oferta. Tal vez ella le recordó a la hija que había perdido: la sombría Cara, de cabellos negros como la noche aleteando en la bruma matinal. Pero él la llamó y ella acudió. De haber seguido viviendo, Cara habría tenido la misma edad que Moira.</p> <p>Con un gesto impaciente, Thorne dio una palmada a la joven en las nalgas y apartó el pensamiento de su mente. Se sentó, para estirar el cuerpo, y la joven deslizó un dedo incitante por el brazo desnudo, con una sonrisa. Con loable control de sí mismo, Thorne le apartó la mano y meneó la cabeza.</p> <p>—Lo siento, pequeña, pero ya tendrías que marcharte. El Consejo no espera, ni siquiera a los más altos señores deryni. —Se inclinó para besarle la frente en un gesto paternal—. Pero no tardaré mucho. ¿Por qué no vuelves a medianoche?</p> <p>—Claro, milord. —Se incorporó y comenzó a envolverse con una ondulante bata de gasa amarilla. Fue hasta la puerta y lo acarició con la mirada—. ¡Quizás hasta le traiga una sorpresa!</p> <p>La puerta se cerró tras ella. Thorne meneó la cabeza una vez más y suspiró, satisfecho, con una sonrisa boba en el rostro. Recorrió la sala en penumbra con divertido contento, se puso de pie y caminó descalzo hasta la puerta de su guardarropa. Musitó una frase por lo bajo y trazó un gesto informal con los dedos de la mano derecha. Alrededor de la cámara se encendieron las velas. Thorne se pasó la mano por el cabello castaño, que comenzaba a ralear, y contempló su figura en el bruñido espejo de pared.</p> <p>Sin duda, tenía muy buen aspecto. Su cuerpo era, a los cincuenta años, casi tan firme y viril como veinticinco años atrás. Desde luego, había perdido cabello y sumado unos kilos desde entonces, pero prefería pensar que los cambios habían otorgado madurez a su aspecto. Durante su juventud, las mejillas sonrosadas y los ojos azules, abiertos en un perpetuo gesto de asombro, habían sido una verdadera maldición: cuando estaba a punto de cumplir los treinta, la gente creía que acababa de trasponer la edad legal.</p> <p>Sin embargo, por fin, eso comenzaba a actuar en su beneficio, pues mientras que los camaradas de Thorne habían envejecido y se hallaban firmemente instalados en la edad madura, Thorne podía pasar fácilmente por un hombre de treinta años, con las ropas apropiadas y el rostro rasurado, tal y como era su preferencia. Y no había dudas, pensó al recordar a la joven del lecho, de que su apariencia juvenil era a menudo una ventaja innegable.</p> <p>Thorne pensó en llamar a sus ayudas de cámara para que lo ayudaran a bañarse y a vestirse para la sesión del Consejo, pero desistió. Tenía tiempo de sobra. Si era cuidadoso, podría emplear ese conjuro para el agua que Laran había intentado enseñarle el mes pasado. Lo irritaba no poder dominar el hechizo. Parecía haber cierto grado de coordinación más allá del cual, sencillamente, no podía ir. Pero volvería a hacer la prueba.</p> <p>Fue hasta el centro de la habitación. Thorne plantó los pies desnudos a un metro de distancia y se irguió en toda su estatura. Unió las palmas de las manos por encima de la cabeza, para formar una silueta en forma de cuña iluminada por la tenue lumbre de las velas. Comenzó a invocar las palabras de un conjuro por lo bajo y una nube de vapor de agua empezó a condensarse a su alrededor, como un cúmulo en miniatura, cargado de lluvia y hasta de relámpagos. Cerró los ojos con firmeza y retuvo el aliento cuando el agua se abatió sobre su cuerpo. Se retorció de placer ante el contacto estremecedor de los rayos dóciles. Hasta ese momento, había mantenido un total control de la operación, pero, entonces, se puso en tensión para la parte más difícil.</p> <p>Alejó los relámpagos y la lluvia de su cuerpo, y deseó que todo formara una esfera delante de su pecho, una diminuta nube de tormenta que crujía y arrojaba escupitajos bajo la luz pálida. Entreabrió apenas los ojos y la vio suspendida allí. Había comenzado a manipularla con la mente para desplazarla hacia la ventana y dejarla caer al otro lado cuando, detrás de él, en dirección al Portal de Transferencia, estalló un resplandor brillante. Giró la cabeza sobresaltado para ver quién venía y, en ese instante, perdió el control del conjuro.</p> <p>Un rayo en miniatura saltó de la nube al cuerpo del hechicero en un arco doloroso; el agua cayó al suelo, provocando un estrago de salpicaduras y de charcos sobre las losas de mármol, sobre una alfombra de precio incalculable y sobre la dignidad de Thorne. Rhydon se apartó del Portal de Transferencia y el otro comenzó a imprecar sin freno, con sus ojos aniñados cargados de ira e indignación.</p> <p>—¡El diablo te lleve, Rhydon! —escupió Thorne, cuando por fin logró hilar dos palabras—. ¿No puedes anunciarte? Esta vez lo habría logrado. ¡Ahora me has hecho anegar la habitación entera!</p> <p>Salió del charco y pataleó con los pies desnudos, en un vano intento de secarlos y de conservar algo de dignidad en su desnudez. Su camarada hechicero cruzó la sala y recibió la mirada furibunda de Thorne.</p> <p>—Lo siento, Thorne —rió Rhydon—. ¿Puedo limpiarte este estropicio?</p> <p>—Lo siento, Thorne. ¿Puedo limpiarte este estropicio? —lo imitó Thorne. Los ojos pequeños y voraces se nublaron en su rostro de crío—. Seguramente también puedes hacer eso. Debo de ser el único que no logra dominar este conjuro.</p> <p>Rhydon controló una sonrisa, extendió las manos abiertas por encima del suelo mojado y murmuró varias frases breves. Sus ojos grises se ensimismaron en un instante. La humedad desapareció, Rhydon se encogió de hombros y enarcó una ceja hacia Thorne, a modo de disculpa. El frustrado hechicero no dijo nada y giró sobre sus talones, con aire petulante. Fue hasta el guardarropa y, al cabo de unos segundos, la puerta volvió a abrirse, con un rumor de géneros finos.</p> <p>—Realmente siento haberte interrumpido, Thorne —dijo Rhydon en tono coloquial. Dio una vuelta por la recámara y examinó los diversos artículos que contenía—. Wencit quería que te pidiera un favor.</p> <p>—Si es para Wencit, puede ser. Pero no para ti.</p> <p>—Vamos, no rezongues. He dicho que lo lamentaba.</p> <p>—Muy bien, muy bien.</p> <p>Se produjo una pausa. Luego, con curiosidad regañona, preguntó:</p> <p>—¿Qué quiere Wencit?</p> <p>—Quiere que intercedas en el Consejo para que declaren a Morgan y a McLain en condiciones de aceptar un reto como los deryni de sangre pura. ¿Puedes hacerlo?</p> <p>—¿Que los declaremos en condiciones de…? ¿Hablas en serio? —se produjo otra pausa y Thorne prosiguió hablando. En apariencia, la ira se había desvanecido—.. Bueno, podría intentarlo. Pero ojalá Wencit recordara que ya no tengo la misma influencia que antaño. El mes pasado cambiamos de coadjutores.</p> <p>¿Por qué no presentas la propuesta tú? Eres deryni de pura estirpe y, aunque ya no eres miembro de Círculo Interior, se te sigue permitiendo hablar ante el Consejo…</p> <p>—Tu memoria es débil, Thorne. La última vez que estuve ante ese Consejo, juré no volver jamás a poner mis pies allí, ni en ningún otro recinto donde estuviera Stefan Coram. Hace siete años que mantengo ese juramento y no pienso romperlo hoy. Wencit dice que debes ser tú quien presente la moción.</p> <p>Thorne salió del guadarropa ajustándose los pliegues de una túnica violeta bajo el manto de brocado color oro.</p> <p>—Muy bien, muy bien. No necesitas encocorarte tanto por este asunto. Pero es una lástima. De no haber sido por Coram, tú mismo serías coadjutor hoy en día. En cambio, tú y Wencit… bueno, ya sabes.</p> <p>—Sí, somos tal para cual, ¿no crees? —zumbó Rhydon, mirando a Thorne con ojos grises y oblicuos—. Wencit es un zorro; no lo oculta. Y yo… si mal no recuerdo, ese día Coram me comparó con Lucifer: el ángel caído que se sumió en la oscuridad exterior y que desertó de las filas del Círculo… —Sonrió con aire tenebroso y se miró las uñas mientras se reclinaba contra la repisa de la chimenea—. En realidad, Lucifer siempre me resultó un personaje agradable. Después de todo, fue el más brillante de todos los ángeles, antes de caer…</p> <p>El fuego ardió con fuerza detrás de Rhydon y lo iluminó por un fugaz instante con un fulgor rojizo. Thorne contuvo el aliento. Con esfuerzo, reprimió el impulso de persignarse por las dudas.</p> <p>—Por favor, no digas esas cosas —musitó con voz culpable—. Alguien podría escucharte.</p> <p>—¿Quién? ¿Lucifer? Tonterías. Mucho me temo, querido Thorne, que nuestro buen Príncipe de las Tinieblas es un diablo de patrañas, un legendario personaje de cuento de hadas con que atemorizar a los niños díscolos. Los verdaderos diablos son los hombres como Morgan y McLain. Te convendría no olvidarlo.</p> <p>Con un gruñido, Thorne se ajustó meticulosamente la capa y se puso una delgada faja de oro sobre la frente con dedos ligeramente temblorosos.</p> <p>—Muy bien: Morgan y McLain son dos diablos. Tú lo has dicho, por lo tanto ha de ser cierto. Pero no puedo decir eso en el Consejo. Aunque Morgan y McLain sean lo que sostienes, cosa que no podría asegurar pues jamás he estado ante ellos, sólo son medio deryni y, por tanto, inmunes al reto arcano por parte de cualquiera de nosotros. Tendré que presentar razones muy contundentes para modificar esa situación.</p> <p>—En tal caso, los convencerás —dijo Rhydon, mientras se acariciaba la cicatriz con un índice—. Sólo tendrás que recordarles que tanto Morgan como McLain parecen ser capaces de cosas que, en principio, deberían serles imposibles. Y, si eso no los persuade, agrega que, si esto continúa, los dos podrían plantear una grave amenaza para la existencia misma del Círculo Interior.</p> <p>—Pero si ni siquiera saben que existe el Consejo.</p> <p>—Pero los rumores tienen la costumbre de echar a correr —replicó Rhydon con aspereza—. Y puedes también recordarles, estrictamente para tu propia edificación, que Wencit desea ver aprobada la moción. ¿Hace falta que sea más explícito?</p> <p>—Eso… no será necesario.</p> <p>Thorne se aclaró la garganta nerviosamente y se volvió para contemplar su imagen en el espejo. Ajustó el cuello por última vez mientras controlaba el temblor de sus manos.</p> <p>—He dicho que haría lo que me pides —prosiguió con voz más firme—. Confió en que tú, a tu vez, le recuerdes a Wencit el riesgo que corro al hablar en su nombre. No sé qué ha planeado para Morgan y McLain ni quiero saberlo, pero se supone que el Consejo debe ser un cuerpo neutral; considera gravemente la intromisión de cualquiera de sus miembros en cuestiones políticas. Wencit podría ser parte del Consejo, como sabes, si hubiera sido un poco más obediente.</p> <p>Terminó su discurso con una nota petulante.</p> <p>—La obediencia no es una de las virtudes más descollantes de Wencit —advirtió Rhydon ligeramente—. Ni de quien te habla. Sin embargo, si tienes alguna querella con cualquiera de los dos, estoy seguro de que podrá convenirse una oportunidad de arreglar la disputa hasta que alguno se pueda dar por satisfecho.</p> <p>—Seguramente no pensarás que yo retaría a… —Una sombra del viejo terror nocturno asomó fugazmente en los ojos celestes.</p> <p>—Desde luego que no.</p> <p>Thorne tragó saliva con dificultad y recuperó la compostura.</p> <p>Luego, se internó deprisa en las flores y enredaderas grabadas que formaban los mosaicos del Portal de Transferencia.</p> <p>—Te informaré del resultado por la mañana —dijo, mientras se envolvía con los pliegues de su manto con toda la dignidad que aún podía conservar—. ¿Te parece bien?</p> <p>Rhydon se inclinó en silencio, con ojos ligeramente burlones.</p> <p>—En tal caso, te deseo unas muy buenas noches —se despidió Thorne. Y desapareció.</p> <p>En lo alto de una meseta resguardada, en una gran cámara octogonal con una cúpula que parecía de amatista facetada, se reunía el Consejo Camberiano.</p> <p>Bajo la bóveda púrpura, el vasto suelo de ónix reflejaba el brillo de las puertas de metal forjado que, en un sector de la pared, iban del techo al suelo. Las otras siete paredes eran de antiguo marfil enmarcado en madera, ricamente ornamentado. Y, sobre las figuras talladas de célebres personajes de la historia deryni, titilaba la luz de cien nuevas velas de cera. Sobre la madera que separaba los paneles, en faroles de oro, ardían cirios gruesos como el puño de un hombre. El centro de la habitación contenía sólo una inmensa mesa de ocho lados y ocho sillas de alto respaldo. Cinco de ellas parecían estar ya ocupadas por ilustres deryni.</p> <p>Los tres hombres y las dos mujeres estaban tranquilamente de pie, bajo la cúpula roja. Todos menos uno lucían el atuendo oro y violeta del Círculo Interior deryni. La única excepción era Denis Arilan, solo y sombrío en su sotana negra, envuelto en su manto púrpura de obispo. Asentía ocasionalmente en respuesta a una conversación entre la imponente lady Vivienne, a su derecha, y un joven de cabello oscuro, expresión intensa y ojos almendrados: Tiercel de Ciaron.</p> <p>Del otro lado de la mesa, un hombre de cabello blanco y ojos claros y translúcidos hablaba con una joven de unos cincuenta años menos que él. La joven sonreía y escuchaba con interés. Llevaba el cabello rojizo sujeto en la nuca. Arilan contuvo un bostezo y se volvió para mirar las puertas doradas, que se abrieron para dejar paso a Thorne Hagen.</p> <p>Thorne estaba disgustado. Su rostro pálido, salvo por las mejillas rosadas, no lucía la habitual expresión compuesta. Al ver que Arilan lo miraba, apartó la vista y se apresuró a cruzar el recinto para iniciar una conversación con la chica y con el anciano, en el lado opuesto de la mesa. La conversación le devolvió la calma y el aplomo que lo caracterizaban, pero Arilan alcanzó antes a ver que subrepticiamente se frotaba las manos sudorosas contra los muslos y que ocultaba su temblor escondiéndolas bajo las anchas mangas. Arilan apartó la vista y fingió seguir su conversación con los otros dos compañeros. Adoptó una expresión interesada, pero su mente no podía concentrarse en el relato de cacería que contaba lady Vivienne.</p> <p>Esa noche, algo había perturbado la calma de Thorne. Pero ¿qué? Seguramente, ningún humano. Si había sido algún deryni, Thorne no tenía nada que temer en ese sitio. Aunque Thorne se hubiese convertido en blanco de otro deryni, allí estaría a salvo. Dentro de los confines de esa cámara, ningún deryni podía alzar su poder contra otro semejante. En verdad, a menos que la mayoría de los presentes estuviera de acuerdo y hubiese una causa válida, tampoco podían realizarse actos de magia en el lugar. El lazo de protección estaba sellado por el juramento de sangre de cada uno de sus miembros, que se renovaba cuando alguno de los integrantes del Círculo Interior debía ser reemplazado. Thorne Hagen no corría ningún peligro allí.</p> <p>Arilan deslizó los dedos por el borde de la mesa de marfil, con una ligera sonrisa. Sintió la fría tersura del oro que dividía los segmentos.</p> <p>Desde luego, cabía otra posibilidad. Tarde o temprano, Thorne tendría que abandonar el recinto del Consejo y, cuando estuviese fuera, podría toparse con deryni ajenos al Círculo Interior, que no reconocieran los dictados del Consejo y que no sintieran respeto por el cargo que Thorne ocupaba en el cuerpo. Siempre había deryni renegados, como Lewys ap Norial, Rhydon de Eastmarch, Rolf MacPherson en el siglo pasado… Hombres que habían rechazado la autoridad del Consejo, que habían sido expulsados de sus filas, o que incluso se habían alzado en rebelión abierta. ¿Podría ser que alguno de ellos amenazara a Thorne Hagen? ¿Habría alguna conspiración contra el Consejo?</p> <p>Arilan volvió a mirar al hombre y ocultó una sonrisa. Comprendió que sólo podía apoyarse en suposiciones sin fundamento. Quizá Thorne sólo hubiera tenido una rencilla con su última amante o hubiese reñido con los guardias de su castillo. Todo era posible.</p> <p>Detrás de Arilan se oyó un ligero rumor de brocado. Se volvió para ver entrar a los dos miembros restantes del Consejo a través de la alta puerta. Cada uno de ellos llevaba el cetro de marfil que lo señalaba como coadjutor. Barrett de Laney, el mayor de ambos y quien presidía el Consejo esa noche, tenía una figura impactante. Pese a que era totalmente calvo, su cabeza era esbelta y estaba bien moldeada y sus ojos color esmeralda ardían en el rostro de ángulos delicados. Ni siquiera Stefan Coram, con su cabello prematuramente plateado y su aplomo elegante y contundente, podía compararse con Barrett a la hora de juzgar el impacto que causaba.</p> <p>Coram se acercó en silencio al lado de Barrett y acompañó al hombre hasta la silla que había entre Laran y Tiercel. Luego, fue hasta su propio lugar, en el lado opuesto. Cuando cada uno de los ocho posó su cetro sobre la mesa, Coram extendió los brazos a ambos lados del cuerpo, con una palma hacia arriba y la otra hacia abajo. Los demás lo siguieron y posaron las manos sobre las de sus compañeros. Coram se aclaró la garganta y habló:</p> <p>—Atención, damas y caballeros. Prestad atención y acercaos. Escuchad las palabras del Amo. Que todos seamos Uno en Espíritu con la Palabra.</p> <p>Barrett inclinó la cabeza un instante y, luego, volvió sus ojos esmeralda hacia una esfera de cristal que pendía de una larga cadena de oro en el centro de la bóveda. La esfera tembló ligeramente en el aire quieto y silencioso y Barrett habló con las sílabas graves y líquidas del antiguo ritual deryni.</p> <p>—Ahora nos hemos reunido. Ya somos Uno con la Luz. Observemos el antiguo ritual. No transitaremos esta senda otra vez —se detuvo y volvió a la lengua vernácula—. Que así sea.</p> <p>—Que así sea.</p> <p>Los ocho ocuparon las sillas con un rumor de finas telas, y algunos hicieron comentarios a sus vecinos. Cuando todos se hubieron dispuesto cómodamente, Barret se reclinó contra el respaldo y posó ambas manos sobre los brazos de la silla. Parecía prepararse para comenzar la sesión. Antes de que pudiera hablar, el hombre de cabellos plateados y aspecto frágil que había a su derecha se aclaró la garganta y se inclinó hacia delante. Las armas del escudo que había en su sitio lo identificaban como Laran ap Pardyce, decimosexto barón de Pardyce. Tenía una expresión sombría.</p> <p>—Barrett, antes de que comencemos los procedimientos formales, me pregunto si podríamos referirnos a un rumor que he oído.</p> <p>—¿Un rumor?</p> <p>—Laran, no tenemos tiempo para rumores —lo interrumpió Corara—. Hay asuntos urgentes que…</p> <p>—No. Esto también es urgente —insistió Laran, cortando el aire con su mano pálida y translúcida—. Creo que debemos acabar de una vez con este rumor. ¡He oído decir que Alaric Morgan, un medio deryni, exhibe el antiguo don de la curación!</p> <p>Se produjo un silencio de estupor. Luego:</p> <p>—¡El don de la curación!</p> <p>—¿Morgan ha curado?</p> <p>—Laran, debes de estar en un error —dijo una voz de mujer—. Ya nadie puede curar.</p> <p>—Es cierto —acotó Barrett en tono tajante—. Todos los deryni sabemos que los dones de la curación se perdieron en épocas de la Restauración.</p> <p>—Bueno, tal vez nadie se ha dignado informarle a Morgan de este pequeño detalle… —espetó Laran—. ¡Como sabéis, sólo es medio deryni! —Le lanzó a Barrett una mirada de hielo durante un instante y, luego, meneó la cabeza platinada con aire compungido—. Lo siento, Barrett. Si alguien siente la pérdida de los dones curativos, ése eres tú…</p> <p>Su voz se perdió, incómoda. Recordó la forma en que Barrett había perdido la vista hacía cincuenta años: le habían aplicado un hierro candente sobre los ojos como pena por haber salvado a un grupo de niños deryni de la espada de sus perseguidores. Barrett inclinó la cabeza y tendió una mano hacia el hombro de Laran para consolarlo.</p> <p>—No te lamentes, Laran —murmuró el anciano ciego—. Hay cosas más valiosas que la vista. Dinos qué sabes de ese Morgan.</p> <p>Laran se encogió de hombros, sumiso.</p> <p>—No tengo pruebas, Barrett. Sólo lo oí decir y, como médico, no pude evitar sentir curiosidad. Si Morgan…</p> <p>—¡Morgan, Morgan, Morgan! —estalló Tiercel, plantando una mano sobre la mesa—. Últimamente no hacemos sino hablar de él. ¿Acaso vamos a iniciar una caza de brujas dentro de los nuestros? Creía que ésa había sido una de las cosas que, afortunadamente, habían acabado con la Restauración.</p> <p>Vivienne lanzó una risa desdeñosa. Volvió su fina cabellera gris hacia el hombre, con un gesto despectivo.</p> <p>—¡Tiercel, compórtate como un hombre! Morgan no es uno de los nuestros. Es un traidor de sangre impura, una deshonra para la raza deryni. ¡Hay que ver la forma en que se pasea por todo el reino haciendo uso indiscriminado de sus poderes!</p> <p>Tiercel echó la cabeza hacia atrás y lanzó una risotada.</p> <p>—¿Morgan? ¡Pero es el colmo! Claro que es medio deryni. Que sea traidor o no depende del lado donde uno se sitúe. Dudo que Kelson esté de acuerdo contigo; pero una deshonra, señora… Que yo sepa, Morgan jamás ha hecho nada que desacredite el nombre de los deryni. Por el contrario, es el único deryni que conozco que no teme ponerse de pie ante todos y defender su estirpe con orgullo. ¡Si nuestro nombre fue mancillado, eso ocurrió mucho tiempo atrás y sus artífices fueron hombres mucho más experimentados que un medio deryni como Alaric Morgan!</p> <p>—Ja! Tú lo consideras un medio deryni —terció Thorne. No pensaba perder una oportunidad tan propicia para presentar la moción que Wencit le había encomendado—. Y también a Duncan McLain. Todos vosotros los consideráis medio deryni. Habláis de ellos en esos términos, como si no pertenecieran a nuestra raza, pero una y otra vez ellos actúan de un modo que no responde a su supuesto linaje. ¡Ahora, además de todo lo anterior, pueden curar! ¿Alguno ha considerado la posibilidad de que no sean medio deryni, después de todo? ¿Y de que estemos ante un par de deryni renegados de pura estirpe?</p> <p>Kyri, a la derecha de Thorne, la del cabello rojizo, frunció el ceño y le tocó el brazo con suavidad.</p> <p>—¿Deryni de pura estirpe, Thorne? No creerás eso. No guarda coherencia con lo que sabemos de sus antepasados.</p> <p>—Bueno, sus madres han sido deryni puras, sin duda —argüyó Vivienne—. Y, con respecto a sus padres, ¿quién puede estar totalmente seguro?</p> <p>Enarcó una ceja y se oyó una risilla grave de aprobación alrededor de la mesa. Tiercel enrojeció.</p> <p>—Si piensas arrojar suspicacias sobre el parentesco de Morgan y de McLain, quisiera recordarte que, entre nosotros, hay más de uno cuyos antepasados sería mejor no examinar de cerca. Todos somos deryni, nadie cuestiona eso; pero ¿hay alguno de nosotros que pueda estar absolutamente seguro, más allá de la más mínima duda, de quién ha sido su padre?</p> <p>—Suficiente —espetó Coram, posando las manos sobre el cetro de marfil, con gesto autoritario.</p> <p>—Paz, Stefan —se oyó la voz de Barrett—. Tiercel, no nos permitiremos insultos verbales. —Volvió el rostro ciego lentamente hacia el joven, casi como si sus ojos esmeralda pudieran ver—. La legitimidad del origen de Morgan o de McLain o del tuyo o del mío no es una cuestión pertinente en esta reunión, a menos que tenga relación con el asunto mencionado por Thorne. Si, como él ha sugerido, esos dos no se han estado comportando de acuerdo con su supuesto linaje impuro, nos corresponde preguntarnos por qué. Pero esto no es motivo para incurrir en una retórica inflamada por parte de ninguno de nosotros. ¿Está claro?</p> <p>—Os ruego que me perdonéis si me expresé con impetuosidad —dijo Tiercel, mas la frase ritual de disculpas no concordaba con la expresión oscura de su rostro.</p> <p>—En tal caso, indagaré más en este rumor que has traído a colación, Laran. ¿Dices que Morgan ha curado, supuestamente?</p> <p>—Así se dice.</p> <p>—¿De qué forma? ¿Y a quién?</p> <p>Laran se aclaró la garganta y miró en derredor.</p> <p>—Recordaréis que hubo un intento de acabar con la vida del rey la noche anterior a la coronación. Para poder entrar en su recámara, los atacantes se lanzaron contra los guardias nocturnos. Asesinaron a algunos y otros resultaros heridos. Entre estos últimos, se encontraba el ayudante militar de Morgan, lord Sean Derry, el joven noble de la Frontera. Uno de los cirujanos reales, que estuvo presente allí, sostiene haber examinado a este lord Derry poco antes de que Morgan regresara de la recámara del rey, y que el hombre estaba al borde de la muerte. Cuando Morgan llegó, el cirujano le dijo el pronóstico y se retiró para atender a los que aún tenían posibilidades de subsistir. Minutos más tarde, Morgan llamó a otro cirujano y le dijo que acudiera, que el joven lord no estaba tan gravemente herido como habían pensado. Días más tarde, los dos cirujanos compararon sus anotaciones y descubrieron que había sucedido algo muy semejante a un milagro. Aunque Derry había sido herido de gravedad y llegó a estar a las puertas mismas de la muerte y pese a que no pudo aplicársele ningún tratamiento conocido dado su estado crítico, sobrevivió. Y asistió a la coronación de Morgan al día siguiente.</p> <p>—¿Qué te hace creer que estamos ante una curación deryni? —intervino Coram, lentamente—. También yo tenía entendido que ese conocimiento se había perdido mucho tiempo atrás.</p> <p>—Sólo comunico lo que he oído —respondió Laran—. Como médico, no puedo explicar lo acontecido de ningún otro modo. A menos, desde luego, que se haya tratado de un auténtico milagro…</p> <p>—Ja! ¡No creo en milagros! —dijo Vivienne sarcásticamente—. ¿Qué dices, Denis Arilan? Tú eres nuestro experto en esas cuestiones. ¿Es posible algo así?</p> <p>Arilan miró a Vivienne, a su derecha, y se encogió ligeramente de hombros.</p> <p>—Si creemos en lo que nos dicen los Padres de la Iglesia en los antiguos registros, pues sí, supongo que es posible…</p> <p>Trazó un dibujo sobre la mesa con la punta del dedo. Su amatista reflejó la luz de las velas.</p> <p>—Pero en los tiempos modernos, al menos durante los últimos cuatro o cinco siglos, los milagros han podido explicarse, en general, o, en todo caso, repetirse por alguna expresión de nuestra magia. Esto no significa que no haya milagros; sólo que nosotros, a menudo, podemos provocar mediante nuestra magia lo que, en apariencia, es un milagro. Y, con respecto a lo que sostienes de Morgan, no tengo conocimiento de que haya sucedido. Sólo he hablado una vez con él.</p> <p>—Pero sí estuviste presente durante la coronación al día siguiente, ¿verdad? —dijo Thorne lentamente—. Según lo que se cuenta, Morgan recibió una herida muy fea durante su duelo con lord lan pero, cuando llegó la hora de jurar fidelidad, caminó erguido y sin dolor para posar sus manos entre las de Kelson. Estaba algo ensangrentado, pero no como un hombre a quien le han sacado diez centímetros de acero del hombro. ¿Cómo se explica?</p> <p>Arilan se encogió de hombros.</p> <p>—No puedo explicarlo. Quizá su herida no fuera tan grave como parecía. Monseñor McLain lo asistió. Tal vez su habilidad como…</p> <p>Laran meneó la cabeza.</p> <p>—Creo que no, Denis. Este McLain es un médico de talento, pero… Desde luego, si también él poseyera el poder de curar… Vaya, ¡esto es increíble! Si dos medio deryni…</p> <p>El joven Tiercel ya no pudo contenerse. Se reclinó en la silla con un suspiro explosivo.</p> <p>—¡Ah, me enfermáis! Si es cierto que Morgan y McLain han redescubierto los dones perdidos de la curación, tendríamos que estar buscándolos de rodillas y suplicándoles que compartan este gran conocimiento con nosotros. ¡Y no sometiendo sus nombres a esta insensata inquisición!</p> <p>—Pero son medio deryni… —aventuró Kyri.</p> <p>—Ah, ¡malditos sean los medio deryni! Acaso Morgan y McLain no lo sean. ¿Cómo podrían serlo si, en efecto, saben curar? Los antiguos relatos nos dicen poco sobre el don de la curación, pero sabemos que curar fue una de las tareas más difíciles de emprender, mediante el uso de poderes deryni, y que requería extrema concentración, así como un prodigioso control de la energía. Si Morgan y McLain saben hacerlo, creo que debemos aceptar la posibilidad de que sean deryni de raza pura y de que, en sus antepasados, haya algo que aún no hemos averiguado o, si no, considerar bajo una nueva luz toda nuestra concepción de lo que significa ser deryni.</p> <p>»Quizá la naturaleza deryni no sea algo acumulativo. Tal vez se es deryni o no se es y no hay instancias intermedias. Sabemos que los poderes en sí no son acumulativos entre dos personas, más que para conseguir que un individuo débil o poco instruido adquiera todo su potencial. De no ser así, los deryni podrían aliarse para sumar sus poderes y los grupos más fuertes derrotarían a los más débiles permanentemente.</p> <p>»Pero no es así. Sabemos, al menos, que la batalla no se libra de ese modo. Realizamos nuestros duelos sobre una base recíproca de uno contra otro y prohibimos retar a más de un individuo a la vez. La costumbre se remonta a las leyendas, pero ¿por qué comenzó siendo así? Tal vez por el mismo hecho de que los poderes no son acumulativos.</p> <p>»Tal vez la herencia se rija sobre los mismos principios. Otras cosas se heredan plenamente de uno solo de los progenitores, ¿por qué no la estirpe deryni?</p> <p>Se produjo un largo silencio mientras el Consejo pensaba en lo que su miembro más joven acababa de decir. Entonces, Barrett alzó su calva cabeza.</p> <p>—Nuestros menores nos hacen reflexionar oportunamente… —dijo con serenidad—. ¿Alguien sabe dónde se encuentran Morgan y McLain en este momento?</p> <p>Nadie respondió. Los ojos ciegos de Barrett siguieron escrutando la mesa.</p> <p>—¿Alguna vez alguien ha establecido contacto con la mente de Morgan? —aventuró Barrett nuevamente.</p> <p>Otro silencio.</p> <p>—¿Y qué hay sobre McLain? —continuó Barrett—. Obispo Arilan, entendemos que Duncan McLain mantuvo relación contigo durante un tiempo. ¿Jamás tomaste contacto con su mente?</p> <p>Arilan meneó la cabeza.</p> <p>—No había razón para sospechar que Duncan pudiera ser deryni. Y, si hubiera tratado de leer su mente con cualquier otro propósito, habría revelado mi identidad oculta.</p> <p>—Bueno, ojalá lo hubieras hecho —replicó Thorne—. Se dice que Morgan y él van camino de Dhassa para verte, que pretenden demostrar su inocencia sobre la excomunión que tus colegas les impusieron. Personalmente, no me sorprendería que quisieran asesinarte.</p> <p>—Dudo que exista ese peligro —dijo Arilan, confiado—. Aunque Morgan y Duncan tuvieran razones para odiarme, lo cual no es así, son lo bastante sagaces para reconocer que el reino está al borde de la guerra civil y de la invasión y que debemos resolver lo primero para evitar lo segundo. Si las fuerzas de Gwynedd siguen divididas a raíz de la controversia sobre Morgan, no podremos repeler a los invasores. Las relaciones entre humanos y deryni parecen haber retrocedido unos dos siglos.</p> <p>—Olvida eso por ahora —dijo Thorne con impaciencia—. En caso de que alguien lo haya olvidado, sigue pendiente la cuestión de qué vamos a hacer con Morgan y con McLain. Toda esta controversia se remonta a la época de la coronación de Kelson. Entre otras cosas, ésa fue una de las causas por las cuales se censuró a Morgan. Y McLain también fue convocado ante los arzobispos por su actuación durante la ceremonia. Lo que se cuestiona es el uso ilícito e impredecible de poderes que no deberían tener, ya sea según los parámetros de la Iglesia y del Estado, que los condenan, ya sea según los nuestros, que determinan la necesidad de prever dichos poderes.</p> <p>»Ahora bien; no me opongo particularmente a que los deryni que ignoran cómo usar sus poderes anden sueltos por ahí, eso sucede desde hace años y no hay forma de impedirlo. Pero Morgan y McLain saben cómo usarlos y, aparentemente, cada día aprenden más. Hasta ahora han gozado de cierta protección, pues, como siempre los hemos considerado medio deryni, han sido inmunes a nuestro reto personal. Pero las cosas han cambiado y creo que deberíamos considerarlos en igualdad de condiciones para afrontar el reto arcano, como si fueran deryni de pura estirpe. Yo, al menos, no quisiera verme obligado a desacatar las disposiciones del Consejo en caso de que tuviera que detenerlos.</p> <p>—Hay poco peligro en ese sentido —intervino Arilan—. Además, la disposición del Consejo nada dice sobre la defensa propia. La intención de la regla fue proteger a los de menor poder de posibles ataques que jamás podría resistir por parte de un deryni pleno. Si un deryni de poderes inferiores desea retar a otro de pura sangre y muere en consecuencia, ha sido su propia elección.</p> <p>—Pero sería interesante averiguar si realmente son deryni puros —comentó Laran—. Podríamos limitar el reto a un combate no letal. Salvo, desde luego, que se tratara de defensa propia. Creo que sería muy interesante medir fuerzas contra Alaric Morgan.</p> <p>—Una sugerencia excelente —convino Thorne—. Voto por ello.</p> <p>—¿Votas por qué? —preguntó Coram.</p> <p>—Voto a favor de que se les conceda a Morgan y a McLain plena capacidad para aceptar un reto arcano, excluyendo el combate a muerte, salvo que sea en defensa propia. Debemos zanjar esta cuestión de la curación, después de todo.</p> <p>—Pero ¿es necesario retarlos a duelo? —preguntó Arilan.</p> <p>—Thorne Hagen ha estipulado que no se permitirá un reto a muerte —precisó Barrett—. No creo que sea una propuesta improcedente. Además, se trata de un asunto principalmente teórico. Nadie sabe siquiera dónde están.</p> <p>Thorne reprimió una sonrisa y entrelazó sus dedos regordetes.</p> <p>—Entonces, ¿convenido? ¿Podremos retarlos?</p> <p>Tiercel meneó la cabeza.</p> <p>—Voto en voz alta, uno por uno. Solicito que se aplique el antiguo derecho y que cada persona señale sus razones.</p> <p>Barrett volvió sus ojos ciegos hacia Tiercel por un instante, tocó su mente en un contacto fugaz y asintió lentamente.</p> <p>—Como gustes, Tiercel. Voto en voz alta. Laran ap Pardyce, ¿qué dices?</p> <p>—Estoy de acuerdo. Me agrada la idea de un reto con limitaciones. Y como médico, estoy más que ansioso por descubrir esta faceta de la curación.</p> <p>—¿Thorne Hagen?</p> <p>—Yo lo propuse, por las razones que señalé al principio. Desde luego, estoy de acuerdo.</p> <p>—¿Lady Kyri?</p> <p>La joven de cabellos rojos asintió lentamente.</p> <p>—Si alguien puede encontrarlos, creo que el reto es válido. Acepto la medida.</p> <p>—Stefan Coram, ¿qué votas?</p> <p>—Voto a favor. Deben ser sometidos a prueba cuando sea el momento oportuno. No veo peligro para nadie si se trata de un reto que impide la muerte.</p> <p>—Bien. ¿Obispo Arilan?</p> <p>—No.</p> <p>Arilan se inclinó hacia delante y entrelazó los dedos. Jugueteó con el anillo de amatistas y prosiguió:</p> <p>—No sólo creo que se trata de algo injustificado, sino peligroso. Si obligáis a Morgan y a Duncan a usar sus poderes para defenderse de los de su propia raza, los ponéis directamente en manos de los arzobispos. En todo caso, habría que persuadirles a ambos de que no usaran sus poderes en ninguna circunstancia, al menos, que los arzobispos pudiesen llegar a descubrir. Kelson necesita su ayuda desesperadamente para poder mantener unido el reino y contener a Wencit al otro lado de las montañas. Yo estoy en medio de esta controversia y conozco la situación. Vosotros, no. No me pidáis que vaya contra algo en lo que creo.</p> <p>Coram sonrió y miró de soslayo al joven obispo.</p> <p>—Nadie te pide que los desafíes, Arilan. En realidad, probablemente seas el primero en verlos, de todas formas. Y todos sabemos que no podemos obligarte a revelar su paradero contra tu voluntad.</p> <p>—Creí que tú te mostrarías solidario, Coram.</p> <p>—Solidario, sí. Admiro su posición. Son medio deryni y están siendo atacados como si pertenecieran plenamente a nuestra raza. Humanos y deryni los censuran por igual. Pero yo no hice las reglas, Denis, sólo las respeto.</p> <p>Arilan se miró el anillo y meneó la cabeza.</p> <p>—Mi respuesta sigue siendo no. No los retaré.</p> <p>—Ni les hablarás de la posibilidad de un reto —insistió Coram.</p> <p>—No —musitó Arilan.</p> <p>Coram asintió en dirección a Barrett, enviándole una imagen mental de la escena, y Barrett le devolvió el gesto.</p> <p>—¿Lady Vivienne?</p> <p>—Estoy de acuerdo con Coram. Hay que poner a prueba a los jóvenes para conocer su verdadera aptitud. —Giró la cabeza platinada, para recorrer la mesa—. Sin embargo, deseo que se comprenda que mi voto no se apoya en la malicia, sino en la curiosidad. Nunca hemos tenido ante nosotros a dos medio deryni tan prometedores, pese a lo que antes pueda haber dicho sobre ellos. Al menos, yo tendría interés en ver de qué son capaces.</p> <p>—Es una observación sensata —convino Barrett—. ¿Tiercel de Ciaron?</p> <p>—Sabéis que voto en contra. No repetiré mis razones.</p> <p>—Y yo debo votar a favor —concluyó la ronda con la voz de Barrett—. Creo que no hay necesidad de proceder a un escrutinio formal.</p> <p>Se puso lentamente de pie.</p> <p>—Damas y caballeros, se promulga la medida. Desde este momento en adelante, hasta que el Consejo decida cambiar de parecer, los medio deryni conocidos como Alaric Morgan y Duncan McLaín quedan declarados en condiciones de aceptar el reto arcano, exceptuando el combate a muerte. Esta disposición contra la fuerza letal, desde luego, no es válida en caso de defensa propia, si cualquiera de los hombres mencionados demostrara poseer plenos poderes e intentara una represalia de intensidad mortal. Pero, si algún miembro de este Consejo o algún deryni, de los que se atienen a los términos del Consejo, se sintiera tentado a desacatar este decreto, quedará sujeto a la censura del Consejo. Que así se asiente por escrito.</p> <p>—Que así sea —replicaron los consejeros al unísono.</p> <p>Horas más tarde, Denis Arilan deambulaba por su habitación, en el Palacio del Obispo, en Dhassa. Esa noche, ya no podría conciliar el sueño.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VII</p> </h3> <cita> <p>A tí te he revelado muchas cosas que escapan al raciocinio del hombre.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Eclesiastés, 3:25</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Morgan escudriñó por la ventana de la torre en ruinas y recorrió con la vista la planicie que se abría abajo. Lejos y al sudeste, apenas logró distinguir a un jinete solitario que se alejaba rápidamente de la vista. Era Derry, quien iba hacia los ejércitos del norte. Por debajo, en la base de la torre, dos caballos pardos mordisqueaban con voracidad la nueva hierba de la primavera. Llevaban arneses ordinarios y ajados. Duncan aguardaba al pie de la escalera en ruinas y golpeteaba una fusta de cuero marrón contra su bota enlodada. Morgan se apartó de la ventana y comenzó a descender cuando vio que Duncan lo miraba.</p> <p>—¿Viste algo?</p> <p>—Sólo a Derry. —Saltó con agilidad los últimos peldaños ruinosos para acabar al lado de su primo—. ¿Estás listo para seguir?</p> <p>—Primero quiero mostrarte algo —dijo Duncan. Con la fusta, señaló las ruinas que se extendían a lo lejos y comenzó a andar en esa dirección—. La última vez que anduvimos por aquí, no estabas en condiciones de apreciar lo que voy a enseñarte, pero creo que ahora te interesará.</p> <p>—¿Te refieres al Portal que descubriste?</p> <p>—Correcto.</p> <p>Avanzando con cuidado, Morgan siguió a su primo por la nave en ruinas de la capilla derruida, una mano en la empuñadura de la espada. El monasterio de San Neot había sido una floreciente escuela monacal de gran renombre durante su apogeo. Fue uno de los principales centros escolásticos deryni. Pero los días de gloria concluyeron con la Restauración. El monasterio había sido saqueado e incendiado y muchos de sus monjes asesinados en los mismos peldaños donde se encontraban en ese momento. Morgan y Duncan cruzaron la nave y contemplaron los restos de algo más que se había perdido en el episodio.</p> <p>—Allí está el altar a San Camber del que me hablaste —Duncan señaló una losa rota de mármol que asomaba de la pared occidental—. Comprendí que no podían haber situado un Portal de Transferencia en un lugar tan abierto, especialmente durante el Interregno, de modo que seguí buscando. Aquí.</p> <p>Indicó unas ruinas, introdujo la cabeza en un hueco y reptó a través de un estrecho pasadizo sostenido por vigas caídas y algo putrefactas. Del otro lado, montones de escombros cubrían el suelo, pero, al seguir a Duncan, Morgan pudo ver que estaba en lo que debió de haber sido una sacristía o una capilla de vestir. Se irguió en la cámara derruida y se frotó los guantes para quitarse el polvo. Notó el mármol resquebrajado bajo sus pies y las vigas que seguían sosteniendo parte del techo. Contra la pared distante, distinguió los restos de un altar vestidor de marfil, de paneles oscurecidos por el fuego y, a ambos lados, restos de cajones y de cofres. El suelo estaba poblado de escombros: bloques de piedra arrancados a las paredes ruinosas, madera podrida, añicos de vidrio. La fina capa de polvo que lo cubría todo dejaba ver huellas de roedores o de animales pequeños.</p> <p>—Por aquí —indicó Duncan, y fue hasta un punto ante el altar en ruinas. Se agachó en cuclillas—. Mira. Se ve el contorno de la losa que señalaba el Portal. Posa tus manos sobre ella y prueba.</p> <p>—¿Que pruebe? —Morgan se puso de rodillas al lado de su primo y descansó las manos enguantadas sobre el cuadrado. Miró a su primo con aire inquisidor—. ¿Qué se supone que debo sentir?</p> <p>—Sólo tienes que tantear la losa suavemente —lo urgió Duncan—. Los Antiguos dejaron un mensaje.</p> <p>Morgan enarcó una ceja, con expresión escéptica, y dejó que su mente quedara en blanco. La proyectó gradualmente a la losa que tenía bajo sus pies.</p> <p><i>¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro!</i></p> <p>Asombrado por la intensidad del contacto, Morgan se apartó involuntariamente y le lanzó a Duncan una mirada inquisitiva. Volvió a posar las manos sobre el mosaico y se dispuso a escuchar.</p> <p><i>¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro! Sólo he quedado yo de cien hermanos, para intentar, ya desfalleciente, destruir este Portal antes de que sea profanado. ¡Amigo, mantente alerta! ¡Protégete, deryni! Los seres humanos destruyen lo que no comprenden, ¡Venerado San Camber, defiéndenos del horror de tanto mal!</i></p> <p>Morgan rompió el contacto y buscó a Duncan con la mirada. El sacerdote tenía un aire solemne y sus ojos azules brillaban intensamente en la cámara en penumbras; pero, al ponerse de pie, dejó que una sonrisa jugueteara en sus labios.</p> <p>—Lo logró —dijo Duncan, y paseó la mirada por el recinto, con expresión nostálgica—. Probablemente le costó la vida, pero pudo destruir el Portal de Transferencia. Es extraño que a veces nos veamos en la obligación de destruir lo que más queremos, ¿no crees? Nosotros lo hemos hecho, como raza. ¡Mira todo este conocimiento perdido, esta espléndida herencia arruinada! Somos la sombra del pueblo que fuimos…</p> <p>Morgan se puso de pie y estrechó el hombro de Duncan en un gesto afectuoso.</p> <p>—Basta ya, primo. Los deryni causaron en gran medida la suerte que les tocó vivir, y tú lo sabes. Ven. Sigamos andando.</p> <p>Abandonaron la cámara en ruinas y aparecieron en la nave una vez más. El sol iluminaba el monasterio con intensidad, a través de las ventanas vacías del triforio, y lanzaba a volar las motas de polvo entre las vigas. Todo adquiría un relieve de luz y tizne sombrío. Se disponían a cruzar la entrada derruida, rumbo a los caballos, cuando el aire pareció estremecerse ante la puerta, como si de pronto el calor hubiese crecido. Al percibir el cambio de textura del aire, los dos hombres trastabillaron y, finalmente, retrocedieron, completamente azorados, al ver que una silueta se recortaba bajo el marco. Era un hombre con hábito gris y caperuza, un báculo de madera en la mano derecha y un nimbo de luz dorada alrededor de la cabeza, que eclipsaba el fulgor mismo del sol. Era la figura que ambos habían terminado por relacionar con San Camber de Culdi, el antiguo patrono de la magia deryni.</p> <p>—<i>¡Khadasa!</i> —masculló Morgan por lo bajo. Dio un salto hacia atrás, como involuntaria expresión de azoramiento.</p> <p>—¡Santo Dios! —repitió Duncan, persignándose.</p> <p>La figura que brillaba en la puerta no desapareció; por el contrario, se internó hacia dentro, en dirección a ellos. Morgan dio otro paso hacia atrás. No sabía quién era la insólita criatura, mas no deseaba contender con ella. Entonces, se sacudió con un gruñido desfalleciente al ver que su hombro izquierdo se topaba con algo brillante y firme, con algo que, al ser rozado, arrojó un rayo dorado.</p> <p>El hombro siguió doliéndole varios segundos. Mientras se lo frotaba, lanzó una mirada al desconocido. Duncan y él observaron atónitos como el hombre levantaba la mano izquierda y se quitaba la caperuza que le envolvía la cabeza. Los ojos, a la vez penetrantes y tiernos, eran del mismo azul profundo que el cielo. Su rostro era antiguo y, también, intemporal. El nimbo que orlaba su cabeza de plata parecía un sol cautivo.</p> <p>—No vayas de nuevo contra las guardias o saldrás lastimado —dijo el hombre—. No puedo permitir que os marchéis aún.</p> <p>Movió los labios, pero lo que oyeron en realidad fue una voz interior y mental. Morgan miró a Duncan con inquietud y vio que su primo contemplaba absorto al desconocido y con una expresión incrédula en el rostro. De pronto, se preguntó si sería el mismo hombre que Duncan viera en el camino a Coroth meses atrás y supo que tenía que tratarse de él. Duncan abrió la boca para hablar, pero el hombre levantó una mano imperativa y meneó la cabeza.</p> <p>—Por favor. No tengo mucho tiempo. He venido a advertirte, Duncan, y también a ti, Alaric, de que vuestras vidas corren grave peligro.</p> <p>Morgan no pudo controlar un gesto de desdén.</p> <p>—Eso no es nada nuevo para nosotros. Somos deryni y estamos acostumbrados a tener enemigos.</p> <p>—¿Y enemigos deryni?</p> <p>Duncan contuvo el aliento, pero los ojos grises de Morgan se entrecerraron con suspicacia.</p> <p>—¿Qué enemigos deryni? ¿Vos, señor?</p> <p>El desconocido lanzó una carcajada diáfana, como si la réplica le hubiera complacido. Por primera vez, pareció aflojar su gesto adusto.</p> <p>—No soy tu enemigo, Alaric. En modo alguno. Si lo fuera, ¿por qué vendría a advertirte?</p> <p>—Podríais tener vuestras razones.</p> <p>Duncan incrustó un codo en las costillas de su primo y miró al desconocido con la cabeza inclinada a un lado.</p> <p>—Entonces, ¿quién sois, señor? Tenéis el aspecto de San Camber, pero…</p> <p>—Vamos… Camber de Culdi murió hace dos siglos. ¿Cómo podría yo ser él?</p> <p>—No habéis respondido a la pregunta de Duncan —insistió Morgan—. ¿Sois Camber de Culdi?</p> <p>El hombre meneó la cabeza, ligeramente divertido.</p> <p>—No, no soy Camber de Culdi. Como ya le dije a Duncan en el camino a Coroth, sólo soy uno de sus humildes servidores.</p> <p>Morgan enarcó una ceja con aire dubitativo. Por mucho que desestimara su santidad, el desconocido no parecía, por sus modos, ser el humilde servidor de nadie. Por el contrario, en él había una innegable aura de autoridad, una inconfudible impresión de estar mucho más acostumbrado a dar órdenes que a recibirlas. No. Fuera quien fuese, al menos no era ningún criado.</p> <p>—Conque sois uno de los servidores de Camber… —repitió Morgan por fin, incapaz de reprimir en sus palabras una ligera nota de incredulidad—. ¿Sería muy impertinente preguntar quién? ¿O acaso no tenéis nombre?</p> <p>—Tengo muchos —sonrió el hombre—. Pero os ruego que no me presionéis. Por ahora, prefiero no mentiros y la verdad podría ser peligrosa para todos.</p> <p>—Desde luego, tenéis que ser deryni —infirió Morgan—. Tenéis que serlo, para hacer todas estas cosas, para ir y venir de ese modo. —El hombre lo observaba con cierto aire divertido, mientras Morgan se aventuraba a seguir especulando—. Pero nadie sabe que sois deryni… os habéis estado ocultando, como Duncan, durante todo estos años. Y no podéis dejar que nadie lo sepa.</p> <p>—Si te gusta así…</p> <p>Morgan frunció el ceño y lanzó una mirada hacia Duncan. Comprendió que el hombre estaba jugando con él, pero el sacerdote meneó la cabeza ligeramente.</p> <p>—El peligro del que habláis —dijo Duncan, acercándose para poder verlo mejor— y esos enemigos deryni que habéis mencionado… ¿Quiénes son?</p> <p>—Lo siento, pero no puedo decíroslo.</p> <p>—¿No nos lo podéis decir? —comenzó Morgan.</p> <p>—No puedo deciros lo que no sé —lo interrumpió el desconocido, imponiendo silencio con una mano—. Lo que sí puedo comunicaros es lo siguiente: aquellos cuya tarea consiste en conocer estas cosas han llegado a la conclusión de que poseéis los mismos poderes deryni que otros de la más pura estirpe… y algunas otras facultades que ni siquiera ellos han podido experimentar.</p> <p>Los dos quedaron boquiabiertos, incrédulos, mientras el hombre regresaba a la puerta iluminada por el sol y se volvía a colocar la caperuza.</p> <p>—Recordad, sin embargo, que, más allá de la verdad de esta suposición, hay quienes desean poneros a prueba para averiguarlo y que os retarían a duelo arcano para descubrir hasta dónde llegan vuestros poderes. —Se volvió apenas, para mirarlos por última vez—. Pensadlo, amigos. Y tened la precaución de que no os encuentren antes de que podáis ejercer vuestras facultades con seguridad… sean cuales fueren…</p> <p>El hombre les dirigió una breve reverencia y caminó hasta donde pacían los caballos. Los animales parecieron no advertir su proximidad y, mientras Morgan y Duncan iban hacia la puerta para observarlo, él levantó una mano en señal de bendición, rodeó a los caballos por detrás y… desapareció. Ahogando una imprecación, Morgan corrió hacia las bestias y buscó con frenesí algún indicio del hombre, pero no pudo hallar nada. Duncan permaneció en la puerta varios segundos, con los ojos azules posados en algún recuerdo distante, y, tras atravesar el umbral, acarició a uno de los corceles que mordisqueaban la hierba.</p> <p>—No lo encontrarás, Alaric —dijo serenamente—. Como me sucedió a mí cuando desapareció en el camino a Coroth unos meses atrás. —Miró al suelo y meneó la cabeza—. No habrá huellas ni pisadas que delaten su paso. Es como si nunca hubiera estado aquí. Tal vez nunca estuvo.</p> <p>Morgan se volvió para mirar a su primo y fue a examinar el polvo que cubría el suelo a la altura de la puerta. Podría haber quedado alguna pisada pero, si así había sido, la alocada carrera de Morgan y de Duncan, con sus pesadas botas, destruyó toda huella. Sobre la hierba, sin ninguna duda, no se veían señales de su paso.</p> <p>—Enemigos deryni… —murmuró Morgan, mientras regresaba donde su primo—. ¿Comprendes lo que eso significa?</p> <p>Duncan asintió.</p> <p>—Significa que hay muchos más deryni de los que soñamos siquiera; deryni que conocen su identidad y que saben cómo usar plenamente sus poderes.</p> <p>—Y no imaginamos quiénes puedan ser, fuera de Kelson y de Wencit de Torenth —murmuró Morgan, pasándose distraídamente una mano por la rubia cabellera—. ¡Por todos los santos, Duncan! ¿En qué nos hemos metido?</p> <p>A medida que el día continuara su curso, los dos llegarían a saberlo un poco mejor.</p> <p>Varias horas después, Morgan y Duncan conducían sus caballos hacia un espeso matorral en las afueras de Dhassa.</p> <p>Tiraron de las riendas y se dispusieron a escuchar. Con barba, salpicados de lodo y sobre animales ordinarios de dudosa raza, no habían suscitado sospechas de los viajeros que cruzaban por el camino transitado. Habían dejado atrás granjeros, soldados y mercaderes con carretas atiborradas y, en una ocasión, hasta a un par de mensajeros con el emblema del obispado de Dhassa.</p> <p>Pero nadie los había detenido. En ese momento, recorrían el último tramo hasta el valle que limitaba con Dhassa por un sendero momentáneamente desierto. Más allá del promontorio que tenían por delante estaban el valle y el templo de San Torin. Ambos hombres recordaron con rostros graves la última vez que habían estado allí.</p> <p>San Torin era el patrono de Dhassa. La costumbre establecía que todo aquel que se acercara a la ciudad por el sur, como Morgan y Duncan, debía detenerse primero y rendir homenaje al protector de la ciudad, antes de poder cruzar el lago hasta el portal de la ciudad. En días pasados —hacía tres meses, para ser precisos—, cerca del lago había existido un templo centenario, construido íntegramente con madera de la región. Allí, luego de entrar en el templo, solo y sin armas (y tras ofrendar su óbolo respectivo), el piadoso viajero recibía un emblema de peltre para llevar en el sombrero, que lo señalaba como peregrino. Así, lograba que los boteros lo transportaran a través del lago hasta la ciudad. Sin el emblema nadie conseguía ser cruzado, pues los boteros no se dejaban sobornar. De este modo, los viajeros que querían entrar a la ciudad por el sur (y evitarse así un viaje de dos días hasta la puerta norte, por donde la entrada era libre) ofrecían sus respetos a San Torin. Para la mayoría, el tiempo ganado bien valía una oración.</p> <p>Pero el precio que Morgan y Duncan habían pagado tres meses atrás resultó mucho mayor y nunca pudieron llegar a Dhassa. Cuando Morgan entró en el templo, fue víctima de una emboscada: allí donde forzosamente debía posar la mano, lo aguardaba una aguja traicionera, embebida en la droga <i>merasha</i>, que enturbia las facultades y la mente de los deryni.</p> <p>Cayó en la trampa y la ponzoña surtió su efecto. Cuando despertó, impotente y confuso, se encontró prisionero del rebelde Warin de Grey y de uno de los servidores de los arzobispos. La oportuna intervención de Duncan fue lo único que salvó a Morgan de una muerte lenta y terrorífica.</p> <p>El rescate también había tenido un precio. En el curso de la lucha que sucedió tras la aparición de Duncan, éste se vio obligado a revelar su identidad deryni y a emplear la magia prohibida para que pudieran escapar. Durante la huida del templo, mancillado de sangre y muerte, varias teas caídas encendieron voraces llamas que convirtieron la estructura de madera en un infierno furioso. Este acontecimiento, sumado a los actos anteriores al incendio, provocó la ola de anatemas que había cubierto a los dos primos deryni. En ese momento se acercaban a la ciudad con la esperanza de expiar esas faltas, si alguna vez lograban penetrar en el refugio de la sede clerical.</p> <p>Los hombres permanecieron largo rato de silencio, sentados sobre los caballos en la espesura, escuchando, olisqueando el aire. Luego, tranquilamente, descendieron de los animales. Habían visto que un humo azul se elevaba más allá del risco en el calor del mediodía: el humo de numerosos fogones. Mientras escuchaban y extendían los sentidos para indagar el viento, percibieron la presencia de animales sujetos, el murmullo de voces en el valle y el aroma penetrante de la madera ahumada en el aire inmóvil de la primavera.</p> <p>Con un suspiro de resignación, Morgan miró a su primo y lanzó una sonrisa triste. Ató su caballo y comenzó a ascender la ladera rumbo al borde del promontorio. El risco estaba tapizado de una frondosa vegetación forestal que, al aproximarse a la cresta, se convertía en un manto de arbustos y altas hierbas. Atravesaron los últimos metros, arrastrándose sobre rodillas y manos y, a medida que se acercaron al final, fueron reptando con el vientre casi contra el suelo. Parpadeando como lagartijas bajo el sol cegador, alzaron la cabeza con sigilo para atisbar hacia abajo.</p> <p>El valle hervía de soldados. Hasta donde llegaba la vista al sur y hacia la pared este del valle, se veían tiendas y pabellones rodeados de hombres armados, fogones, forjas, piquetes de caballos atados y rebaños de animales de faena. El valle estaba cubierto de una considerable vegetación, pero los árboles ocultaban poco a los dos espías que oteaban desde arriba. De las tiendas más ornamentadas, asomaban mástiles improvisados con banderas heráldicas, cuyos emblemas refulgían y temblaban bajo el sol del mediodía. Muchos de los escudos eran desconocidos y extraños. Ocasionales banderas violeta y oro o suntuosos pendones púrpura sobre los habituales estandartes de batalla anunciaban que se trataba de un ejército episcopal. A juzgar por el estado del campamento, llevaban largo tiempo allí y, según todos los indicios, parecían dispuestos a seguir esperando.</p> <p>Mientras Morgan contenía un suspiro de aflicción, Duncan le propinó un codazo y señaló hacia la izquierda con el mentón. Morgan alcanzó a distinguir el sitio donde meses atrás se había erigido el templo de San Torin. En el lugar de la iglesia quedaba un hoyo ennegrecido, un revoltijo chamuscado de vigas y paredes derruidas. Nada más quedaba del otrora célebre centro de peregrinaje. En el sitio, se observaba un movimiento de soldados que iban y venían: despejaban escombros, cavaban entre las ruinas y cortaban nuevas vigas de madera. Al parecer, los obispos habían destinado parte del ejército a la reconstrucción del templo de San Torin, mientras aguardaban la orden de marchar a la guerra.</p> <p>Morgan meneó la cabeza, pesaroso, y retrocedió unos metros hasta poder ponerse de pie sin peligro. Comenzó a descender la ladera. Cuando llegaron a la seguridad relativa de sus caballos, Morgan dejó caer un brazo sobre la silla de montar y lanzó una mirada atenta al rostro de Duncan.</p> <p>—Ni soñar con que podamos cruzar por entre un ejército episcopal —dijo en voz baja—. ¿Alguna alternativa?</p> <p>Duncan jugueteó con la correa de un estribo y frunció el ceño.</p> <p>—Es difícil de decir… Aparentemente, no exigen que los visitantes peregrinen por el templo, pues ya no lo hay. Pero dudo que dejen cruzar el lago rumbo a Dhassa a cualquiera.</p> <p>—Hum… Sería bueno saberlo…</p> <p>Morgan se rascó la barba con el índice, pensativo, e hizo una mueca.</p> <p>—¿Y si tratáramos de pasar de incógnito? —sugirió Duncan tras una pausa—. Con estos ropajes y con la barba, dudo que alguien nos reconozca. Ya viste que esta mañana, por el camino, nadie reparó en nosotros. Si piensas que sería muy osado hacerlo durante el día, podríamos robar un bote esta noche.</p> <p>Morgan meneó la cabeza.</p> <p>—No podemos correr el más mínimo riesgo. Debemos llegar hasta los arzobispos. Si nos capturaran antes y tuviéramos que escapar valiéndonos de nuestros poderes, jamás podríamos convencer a los obispos de nuestra sinceridad.</p> <p>—Entonces, ¿qué sugieres? Cabalgar dos días hasta la entrada del norte? No tenernos tanto tiempo.</p> <p>—No. Debe de haber otra forma —Morgan se detuvo—. Lástima que no haya un Portal de Trasferencia por aquí, ¿verdad? Me pregunto cómo los construirían los antiguos…</p> <p>Duncan lanzó una risita desdeñosa.</p> <p>—¡Da lo mismo que te preguntes por qué no podemos volar! Pero lo que podríamos hacer, mientras buscamos una solución, es hablar con algunos pobladores locales y descubrir cuál es la verdadera situación en el valle. En el peor de los casos, siempre podemos encontrar otro emblema de Torin y tratar de cruzar a plena luz del día. Como verás, yo sigo teniendo el mío.</p> <p>Ante el asombro de Morgan, Duncan extrajo el objeto en cuestión del bolsillo de su faja y lo enganchó en el frente del gorro. Morgan lo miró y, en silencio, agradeció la previsión de su primo. Y, mientras pensaba en la última sugerencia, asintió lentamente. En minutos, ambos se encontraron marchando hacia la vera del camino para escoger un informante adecuado.</p> <p>No tuvieron que esperar mucho. Tras dejar que una caravana de animales cargados siguiera de largo con sus custodios, la espera se vio recompensada por la aparición de un hombre grueso y calvo, con atuendo de escribiente. Al pasar por delante del sitio donde los dos acechaban, el hombre se enjugó el rostro sudoroso con la manga del traje y, como no había nadie más en el camino y no disponían de mucho tiempo, Duncan miró por última vez a su primo y salió al encuentro del hombre, haciendo un gesto de saludo.</p> <p>—Buenos días, señor escribiente —dijo con cortesía. Se quitó la gorra de cuero de la cabeza y sonrió graciosamente, mostrando el emblema de Torin—. ¿Podría decirme de quién es el ejército que se encuentra apostado en el valle?</p> <p>La súbita aparición de Duncan sobresaltó al hombre. Cuando retrocedió, con los ojos abiertos de sorpresa, se topó con Morgan, quien le cubrió la boca con una mano.</p> <p>—Tranquilo, amigo —murmuró Morgan, y puso en juego sus poderes cuando el otro se debatió—. Camine hacia atrás y no oponga resistencia. No le haremos daño.</p> <p>El hombre obedeció tembloroso, mientras los ojos adquirían un brillo vidrioso, y Morgan lo arrastró hacia la espesura, hasta que quedaron lejos del camino. Cuando llegaron a un sitio conveniente, Duncan posó las yemas de los dedos sobre las sienes del desconocido y murmuró las palabras que sellarían el trance. El hombre parpadeó, cayó en brazos de Morgan y Duncan sonrió con tristeza. Lo dejaron en el suelo y lo reclinaron contra un tronco. Mientras Duncan aseguraba el control del individuo, Morgan se puso en cuclillas.</p> <p>—Fue demasiado fácil —musitó Duncan, con cierto brillo en los ojos—. Casi me siento culpable.</p> <p>—Veamos si puede decirnos algo útil antes de que te sigas jactando —dijo Morgan, y posó los dedos sobre la frente del hombre—. ¿Cómo te llamas, amigo? Vamos, no te ha sucedido nada. Puedes abrir los ojos.</p> <p>El hombre parpadeó y miró a Morgan con cierta sorpresa.</p> <p>—Pues soy maese Thierry, señor. Escribiente de la casa de lord Martin de Greystoke.</p> <p>Los ojos, grandes e inexpresivos, no mostraban temor bajo los efectos del trance deryni.</p> <p>—Y ésas, reunidas en el valle, ¿son las tropas del obispo ¿Cardiel?</p> <p>—Sí, señor. Llevan más de dos meses aguardando órdenes del rey. Se dice que su joven Majestad pronto llegará a Dhassa para ser absuelto del temible mal que ha caído sobre él.</p> <p>—¿Temible mal? —lo interrogó Morgan—. ¿Qué clase de temible mal?</p> <p>—Los poderes deryni, señor. Y dicen que ha albergado al atroz duque Alaric de Corwyn y a su primo, el sacerdote herético, cuando todos saben que los dos fueron excomulgados en abril, durante la congregación de los obispos…</p> <p>—Ah, sí, sabemos algo de eso… —dijo Duncan con inquietud—. Pero dime, Thierry, ¿cómo se puede entrar en la ciudad? ¿La gente tiene que seguir rindiendo homenaje a San Torin?</p> <p>—Ah, sí. Hay que honrar a San Torin, señor. Usted lleva el emblema y tendría que saberlo. Las prendas de peregrinaje se entregan cerca de donde estaba la antigua capilla. Los que la incendiaron son unos villanos incorregibles. El duque Al…</p> <p>—¿Quién custodia los botes? —lo interrumpió Morgan, impaciente—. ¿Se los puede sobornar? ¿Qué clase de guardia hay en los embarcaderos?</p> <p>—¿Sobornarles, señor? Los boteros de San…</p> <p>—Tranquilo, Thierry —le calmó Duncan. Tocó la frente del hombre para ejercer control sobre él—. ¿Es posible que dos hombres crucen el lago sin ser detenidos en el fondeadero?</p> <p>Thierry se había desplomado contra el árbol ante el contacto de Duncan, pero se repuso enseguida para proseguir su relato desprovisto de emoción.</p> <p>—No, señor. Los guardias tienen orden de registrar a todos los visitantes y de detener a aquellos que parezcan sospechosos. —Se detuvo con aire pensativo—. Debo decir que vosotros parecéis sospechosos, caballeros.</p> <p>—No me digas —murmuró Morgan por lo bajo.</p> <p>—¿Perdón, señor?</p> <p>—Pregunté si había otra forma de llegar a Dhassa, que no sea a través del lago.</p> <p>Thierry no conocía ninguna. Ni los tres viajeros siguientes a quienes Morgan y Duncan interrogaron y dejaron durmiendo bajo los árboles. Por suerte, su quinto informante, un maestro remendón de cabello cano, les resultó mucho más útil. Su respuesta a la fatal pregunta comenzó del mismo modo que en los casos anteriores, sólo que esta vez terminó de otra forma.</p> <p>—¿Y conoce otra forma de llegar a la ciudad que no sea cruzando el lago? —preguntó Morgan pacientemente, sin soñar que podría recibir una respuesta afirmativa.</p> <p>—No, señor. Hubo una, pero de esto ya pasaron veinte años.</p> <p>—¿Hubo una? —musitó Duncan. Se irguió y miró rápidamente hacia su primo.</p> <p>—Sí. Hay una senda que corre a través del paso alto, rumbo al norte —dijo el hombre, tranquilamente—. Pero, cuando yo era joven, fue arrasada por los deshielos. Por fortuna. Pues con ella las almas impías podrían llegar a la ciudad santa sin rendir homenaje al patrono San Torin. Eso, desde luego, sería…</p> <p>—Impensable, por supuesto —convino Morgan, y se aproximó para mirarlo más de cerca—. Ahora, Dawkin, dime: ¿dónde está esa senda? ¿Cómo podemos llegar a ella?</p> <p>—Ah, no se puede pasar. Se lo he dicho, fue arrasada por las aguas. Si uno quiere entrar en Dhassa, debe tomar un bote; a menos que prefiera cabalgar hasta la puerta del norte.</p> <p>—No. Lo intentaremos por esta senda —dijo Morgan, sonriendo—. Ahora, dinos dónde está.</p> <p>—Cómo no… —El hombre se encogió de hombros—. Id al camino y seguidlo durante casi un kilómetro y allí se abrirá una senda que va hacia el norte. Después de unos doscientos metros, la senda entra en un desfiladero que se abre al norte y al oeste. Hay que tomar la que va al norte, pues la del oeste conduce a la aldea de Garwode. Y, después de eso, os encontraréis en la vieja senda.</p> <p>—Nos has sido de gran ayuda, Dawkin —sonrió Morgan, y asintió en dirección a Duncan.</p> <p>—Pero no les servirá de nada —siguió farfullando el hombre, mientras Duncan se inclinaba hacia él—. La senda fue arrasada por las aguas y…</p> <p>Cuando Duncan le aplicó sus poderes, la voz del remendón se perdió en un murmullo y el hombre se hundió en un sueño poblado de ronquidos. Duncan se puso de pie, sonriente, y miró al hombre. Luego, tras pensarlo mejor, le quitó de la camisa el emblema de Torin. Se lo tendió a Morgan, con una sonrisa picara, cuando regresaban donde los caballos y Morgan lo lustró contra la manga antes de fijarlo al sombrero. El peltre hurtado brilló con un tinte tibio y plateado bajo el sol que filtraban las hojas. Montaron en los animales.</p> <p>—Recuérdame que ofrezca una oración especial en agradecimiento a maese Dawkin la próxima vez que visitemos el templo de San Torin en circunstancias normales, Duncan.</p> <p>—Lo haré, la próxima vez que visitemos el templo en circunstancias normales…</p> <p>Una hora más tarde, los dos jinetes se encontraban ascendiendo por las paredes rocosas que delimitaban el lago Jashan y la ciudad de Dhassa desde las planicies onduladas del oeste. Después de tomar la bifurcación que Dawkin había descrito, descendieron por una suave ladera y llegaron a un prado de hierba verde. Un puñado de ovejas y de cabras maltrechas mordisqueaba los pastos con gusto, sin prestar mucha atención a los jinetes. Apenas observaron a los caballos con cautela unos minutos. A Duncan y a Morgan les había llevado un tiempo situar la senda que partía del lado exterior del prado, pero, al fin, tras encontrarla, los dos se aventuraron a recorrerla.</p> <p>Era poco más que una huella y, obviamente, no muy transitada. La hierba tierna y verde que había crecido en los días recientes casi no había sido pisoteada. En cada asomo de tierra que dividía la roca, brotaba una caótica profusión de florecillas silvestres. Pero la senda se hacía más difícil a cada paso, a medida que la pendiente se tornaba escarpada y el suelo, menos firme. Los caballos aún podían pisar sin demasiados traspiés, pero, unos metros más arriba, comenzaba a escucharse el rumor de una corriente de agua. Morgan, quien iba por delante, se mordió el labio al reconocer el sonido, y se volvió para mirar a Duncan.</p> <p>—¿Oíste eso?</p> <p>—Parece ser una cascada. ¿Qué apuestas a que…?</p> <p>—No lo digas —lo detuvo Morgan—. Estaba pensando en lo mismo.</p> <p>El sonido del agua se volvió más intenso y, al doblar la siguiente curva que les deparó la senda, no se sorprendieron al descubrir que un riacho de considerable caudal obstruía su paso. A la izquierda, una cascada rugía por la ladera de la montaña y formaba un torrente veloz que desaparecía en el bosque, a la derecha, en dirección al lago Jashan. Parecía no haber modo de rodearlo.</p> <p>—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí? —Morgan tiró de las riendas para examinar el curso de agua.</p> <p>Duncan detuvo el caballo al lado de Morgan y estudió la cascada, con desolación.</p> <p>—En caso de que pidas una respuesta, eso se llama cascada. ¿Alguna idea brillante?</p> <p>—Me temo que, brillante, ninguna —Morgan avanzó por la orilla unos metros para observar el curso de la corriente—. ¿Qué profundidad crees que tendrá?</p> <p>—Hum… De tres a cinco metros, supongo. De todos modos, es demasiado honda para nosotros. Los caballos nunca podrían cruzar por semejante corriente.</p> <p>—Sí. Probablemente tienes razón —dijo Morgan.</p> <p>Volvió a tirar de las riendas y se volvió sobre la silla de montar para recorrer la catarata con la vista, hacia arriba.</p> <p>—¿Y si subimos por la cascada? Podríamos cruzar, aunque los caballos no pudieran.</p> <p>—Vale la pena intentarlo.</p> <p>Duncan pasó una pierna por encima de la silla y saltó al suelo. Se echó el manto de cuero sobre los hombros y soltó las riendas del animal. Comenzó a trepar por un sendero relativamente fácil hacia la cascada, mientras Morgan desmontaba, aseguraba el caballo y se disponía a seguirlo.</p> <p>Ya habían subido unos dos tercios de la ladera del risco cuando Duncan se detuvo momentáneamente y se encaramó para tender una mano a Morgan. Se encontraron en una cornisa que les pareció normal en principio, pero, tras observar atentamente, vieron que se abría una profunda fisura vertical sobre la piedra, de más de tres metros de altura, y que se perdía en la bruma de la cascada estruendosa. Dieron varios pasos traicioneros hasta poder llegar a un punto desde el cual les fue posible escudriñar en el interior.</p> <p>Era una grieta estrecha. En la entrada no tendría más de cinco pies pero, desde donde estaban, no se veía la pared trasera, perdida en las sombras. Los muros laterales, hasta donde eran capaces de ver, se encontraban cubiertos de un rico tapiz de musgo y liqúenes. El terciopelo perfecto sólo era interrumpido por una rara mancha de topacio o rubí. Sobre el suelo de la grieta, que se extendía un metro por encima de la cornisa, corría un delgado hilo de agua helada que surgía de una raja en la roca desnuda. El agua era tan fría que, allí donde el sol conseguía golpearla, el aire se condensaba en una bruma temblorosa.</p> <p>Morgan y Duncan contemplaron con asombro el vapor serpenteante durante unos segundos. No se atrevían a quebrar el etéreo hechizo que el sitio había creado. Entonces, Duncan suspiró y la magia se deshizo. Juntos, escudriñaron en la rendija.</p> <p>—¿Qué piensas? —susurró Morgan—. ¿Podría llegar hasta el otro lado?</p> <p>Duncan se encogió de hombros y se acercó cautelosamente para inspeccionarla más de cerca pero, tras una mirada de rigor, meneó la cabeza y comenzó a salir. Morgan tendió una mano para ayudarlo y, al erguirse nuevamente, Duncan volvió a mover la cabeza con resignación.</p> <p>—Sólo se interna un metro. Veamos qué hay en la cima.</p> <p>Las perspectivas no eran mejores que abajo. El agua corría deprisa y trastabillaba sobre rocas gastadas y enormes peñascos en el lecho de la corriente. No era muy profunda, quizá allí pasase unos centímetros del metro apenas, pero el cauce parecía traicionero. Un paso en falso podría arrastrar a un hombre por debajo y arrojarlo por la cascada a las rocas que dormían debajo. Un poco más arriba, el torrente se tornaba más violento; había bancos cortados a pico a cada lado y no quedaba espacio suficiente ni para que un hombre posara los pies a nivel del agua ni para que cruzase. Quizás aguas abajo, tras descender la cascada, pudieran encontrar algún otro modo de atravesar la corriente.</p> <p>Con una rápida mueca de desencanto, Morgan inició el descenso por la ladera del acantilado. Duncan se dispuso a seguir, por encima de él, pero, no bien Morgan comenzó a bajar, Duncan miró hacia abajo y se detuvo, inmóvil. Alarmado, tocó el hombro de su primo.</p> <p>—Alaric —murmuró, aplastando el cuerpo contra la roca y deteniendo a Morgan con un gesto de advertencia—. No te muevas. ¡Despacio, vuélvete y mira lo que hay atrás!</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">VIII</p> </h3> <cita> <p>Pon tu sombra como noche en medio del día.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Isaías, 16:3</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Morgan volvió la cabeza lentamente y miró hacia el sitio que señalaba Duncan. Al principio, no vio nada fuera de lo normal, sólo uno de los caballos que pacía tranquilamente a la vera del arroyo, debajo. Luego, advirtió que no veía el otro animal y creyó ver un fugaz movimiento más abajo, cerca de la cascada. Se inclinó más para reconocer el movimiento y se detuvo, helado. Apenas creyó lo que sus ojos le mostraron.</p> <p>Cuatro niños, de cabelleras húmedas y revueltas y túnicas de hilado casero adheridas a los cuerpecillos, guiaban al segundo caballo a las aguas por el borde de la cascada. Habían encapuchado a la bestia con lo que parecía ser una manta de las alforjas y uno de los niños había puesto la mano sobre el hocico para impedir que relinchara a medida que lo internaban en la fría corriente.</p> <p>El mayor de los cuatro tendría unos once años y el menor no podía tener más de siete.</p> <p>—¿Qué demonios…? —comenzó Morgan, lanzándole a Duncan una mirada furibunda.</p> <p>Duncan frunció los labios con pesar y se dispuso a descender el risco para perseguirlos.</p> <p>—Vamos. Los ladronzuelos nos robarán ambos caballos si no nos damos prisa.</p> <p>—No, aguarda.</p> <p>Morgan aferró a su primo por el manto y lo detuvo en mitad del movimiento. Observó a los niños, que marchaban con el animal hacia la cascada por un tramo de aguas tranquilas.</p> <p>—Creo que esos crios conocen una forma de cruzar. Mira.</p> <p>Morgan no había terminado de hablar cuando los niños y la bestia desaparecieron detrás de la catarata. Miró a su alrededor, descendió parte del acantilado y le hizo señas a Morgan de que fuera hasta un saliente de la roca, junto a él. Se refugiaron y vieron que el grupo volvía a aparecer por el otro lado, empapado y tembloroso, pero sin mayores tribulaciones. De los cuatro, la menor era una niña, a juzgar por las largas trenzas que chorreaban en la espalda, que trepó el barranco con ayuda de sus compañeros. Luego, tomó las riendas y condujo al caballo fuera del agua, entre resoplidos. Mientras la pequeña trataba de serenar al animal y le quitaba la manta para enjugarlo, los otros tres volvieron a internarse en la cascada. Con una mirada de satisfacción, Morgan palmeó a Duncan en el hombro y volvió a descender el tramo restante de la cascada, tratando de no mostrarse demasiado. Cuando su primo y él se ocultaron detrás del caballo que quedaba, la desazón había dejado paso a una ligera algarabía. Al ver que los tres crios salían de la cascada y se lanzaban a correr por la orilla, empapados hasta los huesos, Morgan reprimió el deseo de sonreír.</p> <p>Los tres aventuraron una mirada a la compañera que esperaba al otro lado, quien dejó pastar al animal mientras recorría el risco sobre el nivel donde estaban los chicos; entonces, se dirigieron resueltamente hacia el otro caballo. Morgan los dejó llegar casi hasta el animal. Uno de ellos llegó incluso a tomar las riendas y a acariciarle el hocico. Entonces, Morgan y Duncan salieron de su escondite y comenzaron a atrapar niños.</p> <p>—¡Michael! —aulló desde la orilla opuesta la que había quedado sola—. ¡No, no! ¡Dejadlos partir!</p> <p>En un lío de gritos, pataleos frenéticos y tironeos escurridizos, los crios lucharon por escabullirse de sus captores. Morgan pudo aferrar con fuerza al primero, el que había puesto las manos sobre el caballo, y, por un instante, capturó también al segundo; pero éste resultó ser el mayor y el más fuerte, peleó mucho y, tras unas sacudidas violentas, pudo zafarse y huir hacia la cascada, como una ruidosa exhalación.</p> <p>Mientras sostenía al tercero, Duncan intentó capturar al fugitivo, pero terminó con una túnica desgarrada por toda paga. El niño —no quedó dudas de lo que era tras ver el cuerpecito desnudo— buscó la cascada y se lanzó a las aguas como una anguila. Antes de que ninguno de los dos pudiera dar un paso en esa dirección, el pequeño había desaparecido bajo las aguas.</p> <p>Los que habían podido capturar chillaban y gritaban. Morgan tuvo que acallar al suyo con una ligera presión de los dedos. La niña, en la orilla opuesta, se había subido al caballo y lo conducía hacia la cascada para rescatar al que nadaba. Le tendió una mano y lo ayudó a salir de la corriente. Morgan no tuvo más remedio que conjurar un hechizo. La magia no haría sino atemorizar más aún a los pequeños, pero no podía permitir que escaparan y que anduvieran contando por ahí que habían visto a dos extraños tratando de cruzar el riacho. Morgan dejó que su presa cayera al suelo y levantó los brazos.</p> <p>Mientras los dos que habían ganado el lado opuesto intentaban huir, clavando las piernuchas flacas contra la pesada montura en su afán de hacer mover al caballo, se alzó de pronto un muro incandescente ante ellos, que les impidió el paso. Los niños tiraron de las riendas, despavoridos. Los ojos parecieron salírseles de las órbitas, al ver que el muro se convertía en un semicírculo que los confinaba contra la margen del arroyo. Duncan durmió al que tenía sujeto y lo tendió sobre la silla del otro caballo; pero, entonces, se llevó una mano sangrienta a la boca y se inclinó para hundirla en el agua torrentosa.</p> <p>—¡Una de las bestezuelas me alcanzó a morder! —musitó, mientras Morgan acomodaba al otro sobre la silla, junto con el primero, y lanzaba una mirada de preocupación hacia los dos de la margen opuesta.</p> <p>Morgan blandió un dedo ante los crios y los amenazó:</p> <p>—¡Quedaos donde estáis y no os sucederá nada! No voy a haceros daño, pero todavía no puedo dejaros en libertad. No os mováis de aquí.</p> <p>Mientras los niños lo miraban, con ojos desorbitados y presas del terror, pese a las palabras de Morgan, Duncan tomó las riendas del caballo que aún les quedaba y lo condujo hacia la cascada. Le echó sobre la cabeza la manta que había conseguido recuperar del fugitivo. Morgan comenzó a andar al lado del animal, mientras enderezaba a los pequeños que dormían sobre la silla y observaba atentamente a los otros dos. Al penetrar en el agua helada, contuvo el aliento involuntariamente y, durante un segundo, perdió casi el control del anillo de luz. Luego, se internó en la cascada lentamente junto con el caballo. Detrás del muro rugiente de aguas, había una estrecha cornisa, por la cual el agua llegaba a la cintura. Estaba cubierta de musgo y resultaba muy traicionera, pues el suelo aparecía plagado de guijarros sueltos, redondeados por la corriente, que resbalaban bajo las herraduras y bajo las botas. Así y todo, pudieron llegar al otro lado sin graves incidentes. Cuando el caballo nervioso trepó a la orilla, Duncan atrapó a los dos niños que se deslizaban de la montura y los posó suavemente sobre un cuadrado de césped, bajo el sol. Morgan serenó al animal, enarcó una ceja y avanzó hasta los dos que aguardaban con el otro caballo. Estaban inmóviles sobre la silla, pero, cuando Morgan atravesó el arco de luz y puso su mano húmeda sobre la rienda, lo miraron con ojos desafiantes. Cuando posó sus ojos sobre ellos, la luz desapareció.</p> <p>—Ahora, ¿vais a decirme qué pensabais hacer con mi caballo? —les preguntó tranquilamente.</p> <p>La pequeña, que iba delante, miró a su compañero y gimió, antes de clavarle los ojos con pavor. El mayor estrechó sus brazos alrededor de la cintura de la pequeña para consolarla. Miró a Morgan con dureza, detrás del espanto.</p> <p>—¿Sois deryni, verdad? ¡Estáis espiando a Sus Excelencias los obispos!</p> <p>Morgan reprimió una sonrisa y retiró a la niña de la montura. La criatura cayó inerte no bien Morgan puso las manos sobre ella, más de miedo que de cualquier manifestación de poder deryni. El niño se irguió sobre el caballo y sus ojos violeta se helaron en el pequeño rostro bronceado. Morgan le tendió la niña a Duncan y, a cambio, recibió una túnica empapada, que arrojó al niño. Sus ojos brillaron divertidos, al ver que el pequeño se metía la camisa por la cabeza sin decir una palabra.</p> <p>—¿Y bien? —repitió el crío, acomodándose la túnica con un gesto desafiante—. ¿Sois deryni o no? ¿No estabais espiando acaso?</p> <p>—Yo pregunté primero. ¿Qué ibais a hacer con mi caballo? ¿Venderlo?</p> <p>—Claro que no. Mis hermanos y yo íbamos a llevárselo a nuestro padre, para que pudiera marchar a caballo con el ejército de los obispos. Los capitanes le dijeron que nuestro percherón era demasiado viejo y que no podría resistir una larga travesía.</p> <p>—Ibais a llevárselo a vuestro padre… —repitió Morgan, asintiendo lentamente—. Hijo, ¿sabes cómo se llama la gente que se lleva lo que no le pertenece?</p> <p>—¡No soy ningún ladrón, ni soy su hijo tampoco! —espetó el niño—. Miramos y no vimos a nadie, de modo que pensamos que los caballos se habrían fugado del campamento que hay en el valle. Después de todo, son caballos de guerra.</p> <p>—¿Ah, sí? —preguntó Morgan, divertido—. Y pensaste que dos caballos así andarían sueltos por cualquier parte.</p> <p>El niño asintió seriamente.</p> <p>—Desde luego, mientes —dijo Morgan sin ambages. Cogió al niño de un brazo y lo hizo bajar hasta el suelo—. Pero era de esperar. Dime, ¿hay más obstáculos entre este sitio y Dhassa, o…?</p> <p>—¡Sois espías! ¡Lo sabía! —estalló el pequeño, que se lanzó a pelear en cuanto puso los pies en tierra—. ¡Dejadme ir! ¡Ay, me lastimas! ¡Basta!</p> <p>Morgan, irritado, meneó la cabeza, lo sujetó por un brazo y se lo torció por detrás de la espalda, hasta que el niño se dobló por el dolor. Cuando dejó de forcejear, puesta toda su atención en el brazo dolorido (que, según se había dado cuenta, no dolía si se comportaba dócilmente), Morgan lo soltó de pronto y lo giró para mirarlo de frente.</p> <p>—¡Ahora, relájate! —le ordenó. Posó sobre él sus profundos ojos grises para leerle la mente en busca de la verdad—. ¡No tengo tiempo para escuchar tus raptos de locura!</p> <p>El niño trató de oponerse, pero no pudo resistirse a Morgan. Durante unos segundos, sus ojos azules desafiaron los del hombre, antes de que su joven brío cediera y el niño parpadeara. Cuando el pequeño se tranquilizó lo bastante para poder ser interrogado, Morgan se irguió, le soltó los brazos y, con un suspiro, se arregló el cinto y un mechón rebelde de pelo.</p> <p>Mirándolo a los ojos una vez más, le preguntó:</p> <p>—¿Qué puedes decirme sobre el resto de la senda? ¿Podríamos llegar al otro lado?</p> <p>—A caballo, no —repuso el niño serenamente—. Tal vez podáis llegar a pie, pero montados, nunca. Hay un sector resbaladizo, que ni siquiera los caballos salvajes de la montaña pueden atravesar. Hay fango y musgo.</p> <p>—¿Una zona resbaladiza? ¿No hay otro camino?</p> <p>—Para ir a Dhassa, no. Por donde veníais, se llega a Garwode. Casi nadie usa esta senda, porque no se puede pasar ni con animales ni con carga.</p> <p>—Ya veo. ¿Hay algo más que puedas decirnos sobre esa zona resbaladiza?</p> <p>—No mucho, en realidad. La peor parte se encuentra a unos cien metros, pero, antes de comenzar el paso, podréis ver el lado opuesto de la senda. Seguramente en esta época del año habrá mucho lodo. Tendréis que cruzar con muchísimo cuidado.</p> <p>Morgan miró a Duncan, quien durante el interrogatorio se le había aproximado.</p> <p>—¿Algo más?</p> <p>—¿Qué sabes del portal de Dhassa? ¿Tendremos problemas para pasar?</p> <p>El niño miró a Duncan, pensativamente, advirtió el emblema de Torin sujeto al sombrero y meneó la cabeza.</p> <p>—Con los emblemas, pasaréis. Mezclaos con otras personas que salgan del fondeadero. En esta época hay cientos de extranjeros en Dhassa.</p> <p>—Excelente. ¿Más preguntas, Duncan?</p> <p>—No. Pero ¿qué haremos con ellos?</p> <p>—Los dejaremos aquí, con los caballos y un falso recuerdo que explique el tiempo transcurrido. No podremos llevar los animales a ninguna parte.</p> <p>Morgan tocó la frente del pequeño con suavidad y lo sujetó antes de que se desplomara. Luego, lo llevó hasta donde se encontraban los otros tres.</p> <p>—Qué demonio de crío, ¿eh?</p> <p>Duncan lanzó una sonrisa burlona.</p> <p>—No me sorprendería que fuera el que me mordió.</p> <p>—Hum. Probablemente yo también te hubiese mordido —comentó Morgan.</p> <p>Mantuvo la mano sobre la frente del niño durante unos instantes, proyectó los recuerdos deseados y, luego, se echó las alforjas al hombro.</p> <p>—¿Listos para patinar un rato, primo? —le propuso con una sonrisa.</p> <p>El cruce sobre el que Morgan bromeaba con tanta ligereza casi les costó la vida. El tramo de senda afectado por los deslizamientos, aunque un tercio más corto de lo que habían supuesto, fue dos veces más escarpado y traicionero. Además de estar cubierto de esquistos y de arena, había muchísimo lodo. Pero no era ese fango espeso que, en caso de deslizamientos, impide moverse, sino una ciénaga viscosa, que en un abrir y cerrar de ojos se convertía en un fluido casi líquido. En el cruce se perdieron las alforjas de Duncan y, por poco, no cayó también su dueño. Pero, una vez que pasaron la ladera, el camino resultó tan sencillo como lo había anticipado el niño. Cuando, mediada la tarde, llegaron a la margen del lago Jashan que daba sobre Dhassa, les resultó relativamente fácil atravesar la puerta junto con un grupo de pasajeros que acababa de llegar al fondeadero. Ese día y el siguiente habría mercado y, en efecto, Dhassa estaba plagado de extranjeros. A los recién llegados les costó poco avanzar desde la puerta hasta la plaza del mercado, colmada de gente, que se extendía delante del palacio del obispado.</p> <p>Morgan tomó varias frutas de un puesto y le entregó una pequeña moneda al mercader. Luego, regresó a la multitud y se dedicó a escuchar y a observar. Duncan y él llevaban casi una hora en la plaza, caminando entre los habitantes de la ciudad, haciendo preguntas ocasionales o tan sólo escuchando. Pero hasta ese momento, no habían podido descubrir una forma de entrar en el Palacio del Obispo sin ser reconocidos. Era fundamental que supieran mantener cerrada la boca, pues el mercado estaba lleno de soldados dispersos entre la muchedumbre. Por otra parte, tampoco se atrevían a esperar mucho tiempo, ya que el crepúsculo no tardaría en caer y, con él, la plaza quedaría vacía. Como no tenían dónde ir cuando se hiciera la noche, su situación sería mucho más evidente.</p> <p>Las imágenes, los aromas y los sonidos del mercado se entretejían en la plaza en un mosaico de colores brillantes, risas vocingleras y resoplidos de animales. Entre ellos, flotaba el olor intenso de especias y excrementos, de pan recién horneado y de carne asándose en espitas; los chillidos de los cerdos y de las ovejas; el cacareo enloquecedor de las gallinas y demás criaturas emplumadas… Morgan miró distraídamente a un grupo de bufones que representaba al aire libre, afuera de una tienda de seda. Alcanzó a percibir un perfume cargado y dulzón cuando un soldado corrió la cortina para salir. Desde el interior provino una música leve y tintineante y una risa de mujer. El hombre se entremezcló en la multitud, con ojos vidriosos y paso vacilante, para perderse rápidamente de vista. Un par de criaturas lo empujaron por detrás, describiendo grandes arcos con las cestas cargadas; pero eran doncellas desgreñadas y de sucio aspecto. Decididamente, no pertenecían a la clase de mujer que agradaba a Morgan.</p> <p>Dejó caer las alforjas del hombro e hincó los dientes en una de las manzanas que llevaba en la mano. Paladeó entre los dientes la jugosa acidez. En su paseo, siguió mirando en derredor y vio que, unos puestos más allá, su primo compraba pan fresco y un trozo de queso de campo. Duncan se detuvo un instante ante la tienda de la música tintineante y el perfume dulzón. También él frunció el ceño y se alejó del lugar. Morgan reprimió una sonrisa y comenzó a seguir la dirección en que iba Duncan. Andaba, comía y miraba. Por fin, Duncan se sentó en el borde de una fuente pública a comer trozos de pan y rebanadas de queso que cortaba con la daga. Morgan se abrió camino hasta la fuente y depositó las alforjas y la fruta al lado de su primo. Se reclinó contra una pared y prosiguió su escrutinio del mercado ajetreado, en un claro esfuerzo por no llamar la atención. Nunca se sabía quién podía estar mirando…</p> <p>—¡Qué trajín!, ¿eh? —dijo en voz baja. Terminó la manzana y arrojó el corazón a los pies de un burro pesadamente cargado. Tomó un trozo de pan con queso y comenzó a mordisquearlo, mientras sus ojos grises no cesaban de trabajar—. Espero que tú hayas encontrado más que yo.</p> <p>Duncan tragó un bocado de pan con queso y miró en derredor, cauteloso.</p> <p>—Me temo que poco de utilidad inmediata. Pero te diré esto: los obispos tendrán problemas entre manos si no hacen algo pronto. Por ahora, el apoyo popular está de parte de Cardiel y su ejército, pero hay muchos que no se sienten satisfechos con sus planes. Para ellos es una desgracia que las autoridades de la Iglesia riñan entre sí hasta el punto de llegar al cisma; y no los culpo. Especialmente en vísperas de guerra.</p> <p>—Hum… —Morgan cortó otro pedazo de pan con queso y, antes de acercarse a Duncan, miró hacia atrás—. ¿Oíste algo sobre el viejo obispo Wolfram?</p> <p>—No. ¿Qué pasó?</p> <p>—Hubo un intento de asesinato hace unas semanas. No tuvo éxito, pero… —se interrumpió al ver que un par de soldados se acercaban. Dio otro bocado de queso y mordisqueó lentamente, hasta que los dos se alejaron—. De todas formas, por esa razón las puertas de la ciudad son tan vigiladas. Cardiel no se arriesga a que uno de sus obispos sufra alguna desgracia. Si ahora muriera alguno de los Seis, Loris y Corrigan designarían a su sucesor en Coroth. Y todos sabemos a quién sería leal el nuevo obispo.</p> <p>—Así, Loris lograría los doce votos que necesita para que sus decretos tengan vigencia en ley y en acto —murmuró Duncan.</p> <p>Morgan acabó el queso y se frotó los guantes contra los muslos. Luego, se volvió hacia la fuente, para beber agua fresca. Al beber, sus ojos se posaron sobre las puertas del palacio y sobre las torres que había más atrás. Llenó un cacillo y se lo tendió a su primo para que bebiera. Volvió a sentarse a su lado.</p> <p>—Oye —murmuró Morgan, mientras estudiaba la muchedumbre en la plaza—, me parece que el gentío comienza a dispersarse; si no decidimos pronto qué hacer, nos pondremos en evidencia.</p> <p>Duncan le devolvió el cacillo a Morgan y se frotó la boca contra la manga.</p> <p>—Lo sé. Hay menos soldados y más clérigos.</p> <p>En una torre lejana, a espaldas de ellos, se oyó un tañido de campanas, que pronto se repitió desde el gran campanario del Palacio. Cuando las campanas comenzaron a sonar, Duncan se detuvo, recorrió la multitud con la vista y se irguió lentamente, con una expresión intensa en el rostro.</p> <p>—¿Qué ocurre? —musitó Morgan. Veía aproximarse a un grupo de soldados y no deseaba que la voz ni los gestos delataran su inquietud.</p> <p>—Los monjes, Alaric… —susurró, señalando el portal—. Mira dónde se dirigen.</p> <p>Morgan se volvió con disimulo y dejó que sus ojos siguieran la dirección indicada por su primo. En la parte inferior izquierda de la inmensa puerta que daba al palacio, se había abierto una puertecilla auxiliar para dar paso a un puñado de monjes encapuchados. Cuando devolvió la mirada a su primo, éste ya se encontraba guardando los restos de queso y pan dentro de las alforjas. Duncan le lanzó una rápida sonrisa cómplice y tomó la última manzana que quedaba, para lustrarla contra la manga. Intrigado, Morgan cogió las alforjas y siguió a Duncan, que se encaminaba hacia el portal. Cuando los dos llegaron al extremo de la plaza, Morgan le tocó el codo con aire inquisidor.</p> <p>—¿Ves hacia dónde se dirigen los monjes? —masculló Duncan entre bocados de manzana.</p> <p>—Sí.</p> <p>Duncan mordió otro pedazo de manzana y continuó caminando.</p> <p>—Nadie los detiene, ¿verdad? —añadió—. Ahora mira de dónde provienen, a tu izquierda. Hazlo con disimulo.</p> <p>Morgan lanzó una mirada indiferente y, por fin, advirtió una puerta que conducía a un sitio a oscuras, que era al parecer la entrada lateral de un monasterio. Ninguno era rechazado.</p> <p>—¿Adonde van? —murmuró Morgan, mientras su primo terminaba la fruta y se acomodaba la espada bajo el manto.</p> <p>Las puertas principales de la iglesia se encontraban más hacia la izquierda, por debajo de las gruesas torres de piedra. Había parroquianos que entraban y varios monjes de pie al lado de la puerta, para recibir a los visitantes.</p> <p>—Tendría que haberme dado cuenta antes —dijo Duncan, por lo bajo— de que en toda ciudad donde vive una extensa comunidad monástica existe la costumbre de que los hermanos asistan a los servicios religiosos en la basílica del obispo, si la hay. Van a Vísperas.</p> <p>—Vísperas… —repitió Morgan. Se produjo un breve silencio, durante el cual continuaron la marcha hacia la iglesia. Se alejaban de las puertas del palacio—. Duncan, ¿no estarás pensando que asistamos a Vísperas en esa iglesia, verdad? —Más que una pregunta, era una afirmación.</p> <p>Duncan asintió con la cabeza ligeramente. Morgan tuvo que controlar una sonrisa.</p> <p>—Eso imaginé.</p> <p>Diez minutos más tarde, dos monjes más se unían a la hilera de hermanos que ingresaban lentamente en el Palacio del Obispo. Los dos sacerdotes, de altas caperuzas negras y sotanas hasta el suelo, caminaban enérgicamente para no rezagarse de sus demás compañeros. Al pasar ante los centinelas que custodiaban la puertecilla lateral, inclinaron la cabeza humildemente, con las manos ocultas entre los pliegues de las mangas anchas y largas. Dentro, en los extensos pasillos de tenue luz, sus pasos resultaron curiosamente apagados entre las sandalias de sus cofrades.</p> <p>Pero los dos se comportaron con cautela. No hicieron nada que pudiera destacarlos de los demás pues, bajo sus ásperos hábitos negros, había filosas espadas, apretadas contra los flancos, y dagas en las muñecas y en las botas. Bajo las sotanas, atuendos de montar, de cuero y, bajo éstos, brillantes cotas de malla. Pero había otro detalle que los habría destacado del resto de los monjes: esos dos que iban al final de la hilera eran deryní y en sus almas moraba la magia.</p> <p>Morgan y Duncan se apartaron cuando el resto de la fila se internó en la basílica. Se fundieron entre las sombras que cubrían un nicho al final de un pasillo cercano. Al cabo de unos instantes, el canto de los sacerdotes llenó los resquicios de la iglesia y, luego, la letanía del servicio mismo. Varias veces, las puertas se abrieron para dar paso a monjes tardíos y, en una ocasión, Duncan creyó escuchar la voz del obispo Cardiel en el interior.</p> <p>Entonces, la ceremonia de Vísperas concluyó y las puertas se abrieron de par en par. De la capilla, salieron criados de la casa del obispo, pajes y escuderos, varios nobles y sus damas y unos cuantos prelados, en un murmullo de conversación. Ante las puertas, el corredor se abría en pequeños pasillos y cada feligrés se alejaba por uno distinto. En medio de todos, venían Cardiel y Arilan, seguidos de cerca por un número de sacerdotes y de amanuenses. Y, detrás, más lores y damas de la nobleza. Duncan le propinó a Morgan un codazo en las costillas, al ver a los dos prelados, pues conocía a Arilan y había visto a Cardiel de cerca en una ocasión anterior. Pero Morgan se quedó atónito y el aliento se le heló en el pecho al posar los ojos en una mujer con un niño, que seguían a la procesión, detrás de los nobles. La mujer, vestida en satén azul cielo, hablaba en voz baja con otra mujer de cabellos más oscuros y posaba la mano sobre el hombro de un niño de cuatro años, quizá. Era alta y esbelta y de porte real, aunque delicado. Casi involuntariamente, los ojos de Morgan se abrieron, desmesurados, para grabar en la memoria hasta el más mínimo detalle.</p> <p>Ojos profundos e inmensos de un color azul oscuro, en un rostro con forma de corazón y enmarcado por un velo de gasa. El cabello, del color del fuego a la luz del sol, se abría como dos alas a la altura de las sienes, para unirse por detrás en un lazo flojo. La nariz era femenina y ligeramente respingada y los pómulos, altos, remedaban los pétalos de una rosa en tersura y matiz. La boca, generosa y de labios firmes, invitaba con la promesa de su color. A su lado, iba un niño de cabello rojizo, sedoso y revuelto, y con soñolientos ojos azules.</p> <p>Sin contar sus sueños, sólo los había visto una vez, anteriormente, en un carruaje frente al templo incendiado, no lejos de allí. Pero desde entonces, su imagen quedó indeleblemente grabada en la memoria. Se dijo a sí mismo que la mujer tenía marido y un hijo de otro hombre. Luego, se preguntó quién podría ser. Sintió una ligera presión en el codo izquierdo y, al volverse, encontró a su primo, mirándolo de un modo curioso. Morgan le lanzó una mirada de disculpa mientras trataba de recobrar la razón y, antes de volver la atención a los dos obispos, quiso quedarse con una última imagen de la mujer y el niño en el pasillo. Pero ambos habían desaparecido.</p> <p>Duncan se echó la caperuza sobre los ojos y avanzó con paso sereno. Morgan lo siguió, tratando de copiar la humildad que Duncan ponía en los modos y en las pisadas. Los dos obispos habían girado en la anterior intersección pero, cuando Duncan y Morgan se acercaron a prudente distancia, pudieron volver a verlos. Los dos prelados desaparecieron detrás de una puerta doble. Desconcertados, los dos deryni se detuvieron cerca de la puerta y consideraron lo que debían hacer a continuación.</p> <p>—¿Qué hay allí? ¿Lo sabes? —murmuró Morgan.</p> <p>Duncan meneó la cabeza.</p> <p>—Nunca antes había estado aquí. Podría ser la cámara de la Curia, por lo que sé. Tendremos que arriesgarnos a…</p> <p>Se interrumpió al ver que un grupo de soldados aparecía por la esquina y se detenía ante las puertas. Uno de ellos golpeó respetuosamente. Otro miró a un costado y vio a los dos monjes de pie. Frunció ligeramente el ceño y le murmuró algo a uno de sus camaradas. Luego, se dirigió hacia ellos con aire resuelto. Morgan y Duncan, tras cambiar miradas de aprensión, trataron de mostrar su mayor expresión de inocencia.</p> <p>—Buenas noches, hermanos —dijo el soldado, que los miró con curiosidad—. ¿Podría preguntaros qué hacéis aquí? A menos que tengáis permiso de vuestro superior, no podéis permanecer en esta parte del palacio, lo sabéis.</p> <p>Duncan dio un paso adelante y se inclinó ligeramente, cuidándose de no revelar el rostro.</p> <p>—Tenemos asuntos urgentes que tratar con Su Eminencia de Dhassa, señor. Es vital que lo veamos.</p> <p>—Me temo que no será posible, hermano —respondió el soldado, meneando la cabeza—. Sus Eminencias deben partir ya hacia una reunión de Convocación…</p> <p>—Sólo llevará unos minutos —aventuró Duncan. Miró a su primo y se preguntó cómo harían para salir de ésta—. Quizá si pudiéramos hablar con ellos mientras caminan… Sé que querrán vernos.</p> <p>—Dudo que eso sea probable —comenzó el soldado, que se iba impacientando con la persistencia de los dos monjes. Su prolongada conversación había llamado la atención de varios de sus compañeros, entre los cuales se encontraba el oficial de la guardia—. Sin embargo, si quisierais darme vuestros nombres, podría…</p> <p>—¿Qué problema tienes, Selden? —preguntó el oficial, mientras se acercaba lentamente, seguido por varios de sus hombres—. Hermanos, supuestamente no tenéis por qué estar aquí. ¿No os lo dijo Selden?</p> <p>—Oh, sí nos lo dijo —balbuceó Duncan, con una nueva reverencia—. Sólo que…</p> <p>—Señor… —dijo uno de los guardias, que miraba a Morgan, con tono suspicaz—. Ese hombre parece llevar algo debajo de la sotana. Hermano, ¿acaso estás…?</p> <p>Cuando el hombre se acercó, Morgan, siguiendo un instinto, retrocedió un paso y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. El movimiento fue suficiente para que el hábito se arremolinara alrededor del arma, cuya silueta se recortó por debajo…, dejando asomar la punta de una bota en lugar de la sandalia que habría completado el atuendo debidamente.</p> <p>Cuando los soldados comprendieron las consecuencias del hallazgo, contuvieron el aliento, atónitos. Luego, se apresuraron a tomarlo del brazo, a aplastarlo contra la pared y a impedirle llegar al arma. Morgan vio que también la emprendían contra su primo. Entonces, alguien aferró el hombro del manto y tiró violentamente de la tela, hasta desgarrarla con un ruido ahogado. Cuando la caperuza cayó, el cabello de Morgan brilló como un casco de oro puro.</p> <p>—¡Dios mío! ¡No es un monje! —murmuró uno de los soldados. Al recibir el impacto de los fríos ojos grises, retrocedió sin pensarlo.</p> <p>Morgan se sintió arrastrado al suelo por cinco o seis cuerpos, pero, así y todo, siguió forcejeando y, en un instante, estuvo a punto de librarse de ellos. Pero, de pronto, se sintió atrapado, inmóvil, cercado por la punta de muchas espadas en los costados y en el cuello; una, peligrosamente cerca de la yugular. Instantáneamente cesó de luchar y dejó que lo desarmaran. Se mordió el labio al ver que le quitaban hasta el estilete de la muñeca. Lo despojaron por completo de la sotana y descubrieron la malla por debajo del atuendo de montar. Morgan se obligó a relajarse, con el propósito de no generar ninguna respuesta brutal por parte de sus captores. Dejó que lo sostuvieran con fuerza. Tenía a un hombre sentado sobre cada uno de sus miembros y a un quinto, de rodillas, con una daga contra su garganta. Quiso alzar la cabeza para ver lo que sucedía con Duncan, mas no se atrevió. No pensaba arriesgarse a que le abrieran el gaznate antes de poder aclarar su situación de semejante embrollo.</p> <p>El oficial de guardia se irguió, con la respiración agitada, y envainó la espada con irritación. Lanzó una mirada furiosa a sus prisioneros.</p> <p>—¿Quién sois? ¿Asesinos? —Incrustó una bota en las costillas de Morgan, sin asomo de delicadeza—. ¿Cómo te llamas?</p> <p>—Sólo diré mi nombre a los obispos —dijo Morgan en voz baja, mirando hacia el techo y obligándose a mantener la calma.</p> <p>—¡Pero…! ¿Lo habéis oído? Selden, regístralo. Davis, ¿qué has encontrado en el otro?</p> <p>—Nada que nos permita conocer su identidad, señor.</p> <p>—¿Selden?</p> <p>El soldado hurgaba en el estuche que Morgan llevaba sujeto al cinto. Lo abrió y extrajo una cantidad de monedas de oro y plata y un pequeño saco de cervatillo, sujeto con tientos. El oficial de guardia vio que la expresión de su cautivo cambiaba al ver el bolsillo en manos del guardia.</p> <p>—¿Algo más importante que el oro, quizá? —aventuró el guardia con astucia.</p> <p>Aflojó las cuerdas y abrió el estuche. Al darle vuelta sobre la palma de su mano, cayeron dos anillos. Uno era una pesada sortija de oro y ónix. Sobre la piedra negra se veía, engastado en oro, el León de Gwynedd: era el anillo del Paladín del rey. El otro mostraba un grifo de esmeralda sobre un fondo de ónix: el sello de Alaric, duque de Corwyn. Al reconocer los emblemas, el hombre abrió los ojos desmesuradamente y dejó caer la mandíbula. Volvió a mirar al hombre, con suspicacia, leyendo los rasgos por detrás de la barba. Al reconocer a quien tenía bajo los pies, un murmullo escapó de sus labios:</p> <p>—¡Morgan! —exclamó, y los ojos parecieron escapar de sus órbitas.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">IX</p> </h3> <cita> <p>Más me importa mí conciencia que lo que diga el mundo.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Cicerón</p> </cita> <p style="margin-top:5%">—¡Morgan!</p> <p>—¡Dios mío! ¡El deryni entre nosotros!</p> <p>Varios soldados se persignaron furtivamente y los que sostenían al prisionero se echaron hacia atrás, aunque sin soltarlo. Entonces, se abrió una de las dos hojas que formaban la puerta y un sacerdote asomó la cabeza por la abertura. Miró a uno de los soldados apostados ante la puerta y, cuando vio que a un lado había dos hombres tendidos en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos, dejó escapar un murmullo de sorpresa. Regresó al recinto deprisa, para asomar segundos después acompañado de un hombre alto y con un hábito violeta. Bajo el cabello gris acerado, el rostro del obispo de Dhassa era calmo y sereno. En el frontal de la casulla, llevaba una cruz de plata. De inmediato, sus ojos captaron la escena y se posaron, por fin, sobre los dos cuerpos tendidos en el suelo. Miró al oficial de guardia.</p> <p>—¿Quiénes son estos hombres? —preguntó Cardiel, tranquilamente.</p> <p>Puso la mano sobre el picaporte de la pesada puerta y la amatista emitió reflejos violáceos. El oficial de guardia tragó saliva con dificultad y señaló a los dos prisioneros.</p> <p>—Estos intrusos… Eminencia…</p> <p>Sin más palabras, fue hasta el obispo y le tendió una mano temblorosa para que tomara los dos anillos. Cardiel los cogió para examinarlos y miró con cautela a los hombres sujetos en el suelo. Morgan y Duncan sostuvieron su mirada sin pestañear. Entonces, abruptamente, Cardiel se volvió hacia el interior del recinto y exclamó:</p> <p>—¿Denis?</p> <p>Fue hasta el pasillo. Segundos después, el obispo Arilan asomaba al otro lado de la puerta. Vio y reconoció a los prisioneros, pero su rostro no dio asomos de la menor expresión. Cardiel abrió la mano para exhibir los anillos, pero Arilan les lanzó apenas una mirada de rigor.</p> <p>—Padre McLain y duque Aíaric —dijo con cuidado—. Veo que, por fin, habéis llegado a Dhassa. —Cruzó los brazos sobre el pecho y su sortija de obispo lanzó destellos de fuego frío en el silencio de la capilla—. Decidme, ¿habéis venido a buscar vuestra bendición, o vuestra muerte?</p> <p>Los miró con rostro severo y fríos ojos violeta. Sin embargo, Duncan creyó ver en su faz un aire de agrado en lugar de ira, como si su ofuscación fuera un papel representado para los guardias. Duncan se aclaró la garganta e intentó sentarse, mas debió desistir; hasta que Arilan ordenó a los centinelas que lo soltasen parcialmente. Duncan se sentó y vio que Morgan también intentaba incorporarse sobre el frío suelo del pasillo.</p> <p>—Eminencia, suplicamos perdón por el modo en que nos hemos presentado, pero debíamos veros. Hemos venido a entregarnos a vuestra jurisdicción. Si hemos actuado incorrectamente, ahora o en el pasado, suplicamos que nos mostréis nuestros errores y que nos perdonéis. Si hemos sido falsamente acusados, esperamos una oportunidad de demostrároslo también.</p> <p>Se escuchó que varios soldados contenían la respiración al escuchar las palabras de Duncan, pero Arilan se mostró implacable. Paseó la mirada de Duncan a Morgan y de éste al primero. Entonces, se volvió y abrió de par en par la doble puerta. Se detuvo a un lado para dirigirse al guardia una vez más:</p> <p>—Llevadlos dentro y dejadnos. El obispo Cardiel y yo escucharemos lo que tengan que decir.</p> <p>—Pero, Eminencias, estos hombres son prófugos, condenados por vuestro propio decreto. Han destruido el templo de San Torin, han matado a…</p> <p>—Sé lo que han hecho —le cortó Arilan— y tengo perfecta conciencia de que son prófugos. Ahora, haced lo que os he dicho. Si esto alivia vuestro temor, podéis maniatarlos.</p> <p>—Muy bien, Eminencia.</p> <p>Cuando los soldados los pusieron de pie con cautela, varios trajeron tiras de cuero. Les ataron las manos delante de todos. Cardiel observaba en silencio. Siguió a su colega y se puso de pie a un lado de la doble puerta. El sacerdote que se había asomado a la puerta entró en la sala y tomó un par de pesadas sillas que había ante la chimenea y las puso de frente a la sala. Luego, mientras los obispos, sus prisioneros y los guardias entraban, se situó a un lado y miró a Duncan de cerca. Duncan captó su mirada e intentó sonreírle mientras lo llevaban, pero el sacerdote inclinó la cabeza, desolado. El padre Hugh de Berry y Duncan habían sido amigos durante muchos años. Sólo Dios sabía qué le depararía el destino desde ese momento en adelante.</p> <p>Arilan fue hasta una de las sillas y se sentó. Indicó con un gesto a su secretario y a los guardias que se retirasen. El padre Hugh se encaminó hacia la puerta de inmediato, pero algunos de los centinelas vacilaron. Cardiel, que aún permanecía cerca de la entrada, los tranquilizó con la promesa de que podrían continuar la custodia fuera y de que los llamaría ante la menor necesidad. No se movió hasta que el último de los guardias se hubo retirado. Entonces, cerró las puertas y corrió el pestillo. Se sentó en la silla vacía, mientras Arilan formaba un puente con los dedos y escrutaba a los ptisioneros durante un largo rato. Finalmente, se decidió a hablar.</p> <p>—De modo que has acudido a nosotros, Duncan. Cuando te fuiste de nuestro servicio para ser confesor del rey, perdimos a un diestro colaborador. Ahora, parece que tu carrera ha adoptado un curso que ninguno de ambos soñó…</p> <p>Duncan inclinó la cabeza, incómodo. Advirtió el tratamiento formal que prefería Arilan al referirse a sí mismo en la primera persona del plural. La declaración del obispo había sido relativamente neutral, pero, por otra parte, podía entenderse en un doble sentido. Duncan tendría que ir con cuidado hasta que supiese a ciencia cierta la posición de Arilan. Por el momento, era severa. Miró a Morgan y vio que su primo escogía cederle la palabra.</p> <p>—Siento haberos decepcionado, Eminencia. Espero ofrecer una explicación que, al menos, satisfaga vuestro entendimiento. No oso esperar vuestro perdón en esta ocasión.</p> <p>—Eso está por verse. Pero estamos de acuerdo con las razones de vuestra llegada, ¿verdad?</p> <p>Morgan se aclaró la garganta.</p> <p>—Teníamos la impresión de que os habíais puesto en contacto con el rey, Eminencia, y de que él os había advertido sobre las razones de nuestra aparición aquí.</p> <p>—Es cierto —reconoció Arilan tranquilamente—. Pero había esperado oír la confirmación de dichas razones de vuestros propios labios. ¿Es o no vuestro propósito intentar limpiar vuestros nombres de los cargos presentados por la Curia en la primavera pasada, y buscar la absolución de la excomunión que se os impuso en esa ocasión?</p> <p>—Lo es, Eminencia —murmuró Duncan. Se hincó de rodillas e inclinó la cabeza nuevamente. Morgan miró de reojo a su primo y repitió sus movimientos.</p> <p>—Bien. En ese caso, nos comprenderemos unos a otros. Creo que sería mejor si cada uno de nosotros pudiera escuchar separadamente vuestras versiones de lo acontecido en el templo de San Torin. —Arilan se puso de pie—. Lord Alaric, si me acompañáis, podemos dejar al obispo Cardiel con el padre McLain en la intimidad de este recinto. Por aquí, si sois tan amable.</p> <p>Morgan arriesgó una mirada a Duncan, se puso de pie y siguió a Arilan por una puertecilla que se abría a la izquierda. Dentro, había una pequeña antesala. La única abertura de las paredes era una solitaria ventana de cristales opacos, situada en lo alto. Sobre un escritorio, contra la pared de la ventana, ardía un puñado de velas. Ante la mesa, se veía una silla de respaldo erecto. Arilan la apartó de la mesa, la hizo girar y se sentó. Hizo señas a Morgan de que cerrara la puerta. El general obedeció, se volvió y se quedó de pie frente al obispo. Se sentía torpe. Había un taburete cerca de la silla de Arilan, pero no se le ofreció sentarse, de modo que prefirió mantenerse de pie, humildemente. Cuidándose de no exhibir sus sentimientos, se postró ante los pies de Arilan e inclinó la cabeza dorada. Posó las muñecas atadas sobre la rodilla que mantenía erguida y buscó las palabras más apropiadas para comenzar. Alzó sus ojos grises y se encontró con el azul violeta de los de Arilan. Se miraron larga e intensamente.</p> <p>—¿Será ésta una confesión formal Eminencia?</p> <p>—Sólo si lo deseáis —replicó Arilan con una ligera sonrisa—. Sospecho que no es el caso. Pero debo obtener vuestro permiso para conversar con Cardiel de lo que me digáis. ¿Me eximiréis de mi voto de silencio, entonces?</p> <p>—En lo que respecta a Cardiel, sí. Lo que hicimos ya no es secreto, pues todos saben que somos deryni. Pero… debo decir otras cosas que sería mejor no comunicar a los demás.</p> <p>—Se entiende. ¿Y qué hay sobre los otros obispos? ¿Cuánto debo decirles, en caso de que ello sea necesario?</p> <p>Morgan bajó la vista.</p> <p>—Debo fiarme de vuestra discreción sobre ese aspecto, Excelencia. Como necesito hacer las paces con todos, no estoy en posición de establecer los términos. Podéis decirles lo que consideréis pertinente.</p> <p>—Gracias.</p> <p>Se produjo un breve silencio y Morgan advirtió que era su turno de hablar. Se humedeció los labios con inquietud y comprendió, amargamente, cuánto dependía de lo que dijese en los minutos siguientes.</p> <p>—Os… pido que me disculpéis, Eminencia. Esto es muy difícil para mí. La última vez que me postré en confesión fue a los pies de quien había jurado destruirme. Warin de Grey me mantuvo cautivo bajo el templo de San Torin y monseñor Gorony estaba con él. Me obligaron a iniciar una larga recitación de pecados que no había cometido.</p> <p>—Nadie os obligó a venir aquí, Alaric.</p> <p>—No.</p> <p>Arilan aguardó un momento y suspiró.</p> <p>—¿Decís, por lo tanto, que sois inocente de todos los cargos que se presentaron contra vos en el seno de la Curia?</p> <p>Morgan meneó la cabeza.</p> <p>—No, Eminencia. Temo que hicimos casi todo aquello de lo que Gorony nos acusó. Lo que deseo es contaros la razón de todo lo que cometimos y preguntaros si, a vuestro juicio, podríamos haber hecho algo distinto para escapar de la trampa que se nos tendió.</p> <p>—¿Trampa? —Arilan unió los índices de ambas manos y los posó sobre los labios—. ¿Por qué no empezáis contando esto? Entiendo que se os tendió una trampa y quisiera saber en qué consistió.</p> <p>Morgan buscó la mirada de Arilan y comprendió que no podría sostenerla para relatar los sucesos de San Torin con fidelidad. Suspiró profundamente y bajó los ojos. Entonces, comenzó a hablar con voz grave y baja y Arilan debió inclinarse para escuchar las palabras.</p> <p>—Veníamos hacia aquí para implorar a la Curia que no decretara el Interdicto —dijo Morgan. Levantó los ojos hasta el pecho de Arilan y los posó sobre la cruz de plata que llevaba el prelado en el pecho—. Estábamos convencidos, como ahora, de que el Interdicto era una medida equivocada, como vos y vuestros colegas también habéis determinado en Dhassa. Esperábamos, una vez que estuviéramos delante de la Curia, poder lograr | que el peso de vuestra ira se descargara sobre nosotros y no sobre mi pueblo.</p> <p>Su voz adquirió una nota hueca que anunció el horror de las palabras siguientes:</p> <p>—Nuestra ruta pasaba por San Torin. Debíamos rendir respeto ante el templo como cualquier otro peregrino, pues ya entonces se sospechaba de mí y no podía entrar en Dhassa oficialmente como duque de Corwyn sin la anuencia del obispo Cardiel. Sabía que él jamás me habría dado permiso con toda la Curia reunida aquí.</p> <p>—Lo juzgáis mal, pero proseguid —murmuró Arilan.</p> <p>Morgan tragó saliva y continuó:</p> <p>—Primero entró Duncan y ofreció sus respetos ante el templo. Luego, entré yo. Sobre la cerca había una púa impregnada de <i>merasha</i>. ¿Sabéis lo que es, obispo?</p> <p>—Sí.</p> <p>—Me… arañaré la mano con la aguja y la droga me envenenó. Perdí el conocimiento y, cuando volví en mí, me encontré en manos de Warin de Grey y de unos diez de sus hombres. Lo acompañaba monseñor Gorony. Me dijeron que los obispos habían decidido entregarme a Warin, si podían capturarme, y que Gorony sólo había acudido para dar un matiz de legitimidad a la sitúación y escuchar mi confesión, en caso de que quisiera arrepentirme.</p> <p>»Iban a quemarme, Arilan —murmuró Morgan fríamente—. Ya tenían la hoguera preparada. Jamás tuvieron intención de permitir que me defendiera. Pero en ese momento yo no lo sabía aún —se detuvo para humedecerse los labios y tragó saliva con dificultad—. Finalmente, Warin decidió que era hora de ejecutarme. En su poder, me encontraba indefenso. Apenas podía mantener la conciencia y mucho menos valerme de mis poderes para defenderme. Entonces, dijo que me concedería una última gracia parcial: que, aunque mi vida ya estaba condenada, se me permitiría al menos intentar salvar mi alma si me confesaba ante Gorony. El único pensamiento que recuerdo haber tenido en ese instante de desesperación fue que debía ganar tiempo y que si lograba sobrevivir lo suficiente, tal vez Duncan pudiese encontrarme y…</p> <p>—Y entonces os postrasteis ante Gorony —dijo Arilan con voz firme.</p> <p>Morgan cerró los ojos y asintió con pesar, al recordarlo.</p> <p>—Habría confesado casi cualquier cosa con tal de mantener la muerte a distancia. Estaba dispuesto a inventar pecados para prolongar el tiempo hasta que…</p> <p>—Es… comprensible —murmuró Arilan—. ¿Qué le dijisteis?</p> <p>Morgan meneó la cabeza.</p> <p>—No tuve tiempo de nada. En ese instante, alguien debió de haber escuchado mis plegarias. Duncan cayó rodando de una abertura oculta que había en el techo y, con la espada, comenzó a desatar una ola de muerte en el recinto.</p> <p>En la habitación de al lado, el obispo Thomas Cardiel estaba sentado, erguido, frente a una ventana. A sus pies, yacía Duncan. Aunque tenía las muñecas atadas, el sacerdote había entrelazado sus dedos en actitud de oración y posado las manos sobre el cojín de la silla que había al lado de la de Cardiel. Mantenía la cabeza ligeramente inclinada, pero la voz firme. Los ojos grises de Cardiel descansaban, incrédulos, sobre la cabellera del hombre postrado, mientras oía su relato.</p> <p>—Conque no sé bien a cuántos maté. Quizá cuatro o cinco. Herí a varios más. Pero, cuando Gorony intentó atravesarme con un cuchillo, lo tomé a modo de escudo. No se me ocurrió siquiera que se trataba de un sacerdote hasta que me encontré en mitad de la habitación con él entre los brazos. Alaric estaba en pésimo estado. Hasta donde sé, había matado a un hombre y tenía que protegerlo. Gorony sería mi salvoconducto hasta que pudiera llevar a Alaric hasta la puerta y huir del lugar. Pero, por supuesto, el templo ya había comenzado a arder…</p> <p>—¿En ese momento revelaste tu identidad… deryni? —preguntó Cardiel.</p> <p>Duncan asintió, lentamente.</p> <p>—Cuando Alaric intentó abrir la puerta, advertimos que estaba cerrada por fuera y que ése era el salvoconducto de Warin. Alaric había usado sus poderes para abrir un cerrojo en otra ocasión, conque yo sabía que eso era posible, pero él no estaba en condiciones de poder hacer nada semejante. Tuve que hacer una elección y no rehuí mi compromiso. Usé mis poderes para que pudiéramos escapar de allí. Gorony lo vio todo, desde luego, y puso el grito en el cielo. Entonces, Warin comenzó a gritar que era un blasfemo y un sacrilego. En ese momento, nos marchamos. No pudimos impedir que el templo fuera devorado por las llamas, tomamos nuestros caballos y nos alejamos. Creo que, a fin de cuentas, el fuego nos salvó. No hubo persecución. Si hubieran ido tras nosotros, estoy seguro de que nos habrían podido capturar. Alaric estaba… muy débil.</p> <p>Inclinó la cabeza y cerró los ojos, en su afán por alejar los recuerdos. Cardiel movió la cabeza, atónito.</p> <p>—Y, desde entonces, hijo, ¿qué más sucedió? —le preguntó suavemente.</p> <p>La voz de Morgan había recuperado la aspereza al finalizar el relato. Levantó la vista y miró a Arilan. El rostro del prelado estaba sereno y pensativo, pero Morgan creyó ver una nota de diversión en el rostro apuesto. Al cabo de un instante, la mirada de Arilan se posó sobre las manos unidas en su regazo y sobre el brillo fogoso que despedía su anillo de oficio. Entonces, se puso de pie y se volvió ligeramente. Habló con tono práctico y realista.</p> <p>—Alaric, ¿cómo entrasteis en Dhassa? Cuando os capturaron llevabais atuendos de sacerdote. Eso indica que dos pobres monjes de Thomas deben de haber quedado desnudos. No les habréis hecho daño, ¿verdad?</p> <p>—No, Eminencia. Los encontraréis durmiendo con un hechizo deryní en la bóveda que hay bajo el altar principal. Lamento decir que no había otro modo de lograr nuestros fines sin hacerles daño de verdad. Os aseguro que no sufrirán ningún efecto pernicioso.</p> <p>—Entiendo.</p> <p>Arilan se volvió hacia Morgan, que seguía de rodillas, y lo miró pensativamente. Unió las manos por detrás de la espalda y levantó la vista hacia la ventana.</p> <p>—Alaric, no puedo asegurar la absolución… —comenzó.</p> <p>Morgan alzó la cabeza abruptamente, con una acalorada réplica en los labios.</p> <p>—No, no me interrumpáis —lo detuvo Arilan, antes de que pudiera hablar—. Lo que quiero decir es que no puedo otorgar la absolución todavía. Hay ciertos detalles de vuestro relato que debo investigar más. Pero, vaya, no es momento de hablar de estas cuestiones ahora. Si Cardiel y Duncan han terminado —fue hasta la puerta por detrás de Morgan, miró por una rendija y, luego, la abrió por completo—, como veo han hecho, debemos volver con ellos para considerar el curso posterior de nuestras acciones.</p> <p>Morgan se puso de pie y estudió a Arilan con inquietud mientras el obispo pasaba al cuarto vecino. Duncan estaba sentado en la silla que daba a la ventana, con la mirada baja, y Cardiel se encontraba de pie ante otro ventanal, con la cabeza posada sobre un antebrazo que había cruzado sobre la jamba. Al verlos aparecer, Cardiel levantó la vista y comenzó a hablar, pero Arilan lo detuvo con un gesto de cabeza.</p> <p>—Será mejor que hablemos, Thomas. Los guardias los custodiarán.</p> <p>Cuando Arilan abrió las puertas, los centinelas irrumpieron presurosos, con las manos sobre las empuñaduras de las armas. Ante la señal de Arilan, se apartaron y se limitaron a dispersarse por la habitación. Miraban a los prisioneros con ojos temerosos. No bien se cerraron las puertas tras los dos obispos, Morgan fue lentamente hasta el asiento de la ventana y se dejó caer al lado de su primo. Reclinó la cabeza contra el cristal, cerró los ojos para concentrarse y oyó la ligera respiración de su primo, a su lado.</p> <p>Espero que hayamos hecho lo correcto, Duncan, murmuró su mente en el silencio sepulcral. Pese a nuestras buenas intenciones, si Arilan y Cardiel no nos han creído, puede que hayamos firmado nuestra propia sentencia de muerte. ¿Cómo crees que se lo tomó Cardiel?</p> <p><i>No lo sé</i>, respondió Duncan, tras una larga pausa. <i>La verdad es que no lo sé.</i></p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">X</p> </h3> <cita> <p>Formó la luz y creó las tinieblas.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Isaías, 45:7</p> </cita> <p style="margin-top:5%">—¿Qué piensas de Morgan y de Duncan? —preguntó Arilan.</p> <p>Una vez más, los dos obispos rebeldes conversaban en la capilla privada de Cardiel, con las puertas cerradas y aseguradas por dentro. Fuera, aguardaba la celosa escolta de la casa de Cardiel. Arilan se reclinó informalmente contra la cerca del altar, a la izquierda del pasillo central. Con dedos distraídos se tocó la cruz pectoral y la cadena de plata que le rodeaba el cuello. Cardiel, inquieto y nervioso, recorría el mármol y las alfombras del suelo. Iba y venía por el estrecho transepto y hablaba con gestos amplios.</p> <p>—No estoy seguro, Denis —dijo, perplejo—. Aunque sé que debería ser más cauto, tiendo a creerles. Sus historias son posibles; he escuchado relatos mucho menos creíbles. Y, dejando a un lado los puntos de vista divergentes, incluso están de acuerdo con lo que Gorony nos dijo el día que todo sucedió. Francamente, no veo que hubiesen podido actuar de otro modo para salvar la vida. Probablemente, yo hubiese hecho lo mismo en su lugar.</p> <p>—¿Aun recurriendo a la magia?</p> <p>—Si tuviera esa facultad, estimo que sí.</p> <p>Arilan mordisqueó uno de los eslabones de su cadena con aire reflexivo.</p> <p>—Creo que ése es un punto importante, Thomas. No es tanto lo que hicieron, sino el modo en qué actuaron. El verdadero punto cuestionable de todo esto es la magia y su uso descontrolado.</p> <p>—¿Es descontrolado defenderse cuando a uno se le ataca?</p> <p>—Quizá, si uno lo hace por medios mágicos. Al menos, es lo que siempre nos han enseñado a creer y lo que siempre hemos enseñado.</p> <p>—Bueno, acaso hayamos estado en un error… —gruñó Cardiel—. No sería la primera vez. ¿Sabes? Si Morgan y Duncan no fueran deryni, ya estarían absueltos, después de haber acudido a nosotros como han hecho ellos; y eso, en caso de que hubieran sido excomulgados, cosa que dudo.</p> <p>—Pero son deryni y fueron excomulgados —adujo Arilan—. Debes admitir que lo primero parece tener influencia sobre lo segundo y sobre lo tercero. Y, sin embargo, ¿por qué? ¿Es correcto aplicar una justicia distinta a un hombre, sólo porque nació de una pareja de padres equivocados, sólo por circunstancias que no puede cambiar y sobre las que no ha tenido control?</p> <p>Cardiel meneó la cabeza con obstinación.</p> <p>—Desde luego que no. Sería tan ridículo como decir que tú eres mejor que yo porque, en lugar de tener ojos grises, los tienes azules, por cosas que ni tú ni yo podemos cambiar. —Blandió un índice imperioso en el aire—. Sí puedes ser mejor que yo por lo que ves con tus ojos o por lo que haces con lo que ves, ¡pero el color de los ojos o el hecho de que tu madre haya tenido un ojo azul y uno verde no tiene nada que ver con esto!</p> <p>—Mi madre tenía ojos grises —comentó Arilan con una sonrisa.</p> <p>—Sabes a lo que me refería…</p> <p>—Sí, por supuesto. Pero una cosa son ojos grises contra azules y otra muy distinta es el bien contra el mal. Todo se reduce a si la maldad o la bondad de un hombre tienen algo que ver con el hecho de haber nacido deryni.</p> <p>—¿No crees que mi analogía es válida?</p> <p>—No se trata de eso, Thomas. Te he dicho antes que no apoyaba la idea de que todos los deryni eran perversos; pero ¿cómo transmites esa sencilla verdad, si realmente lo es, al hombre común, que ha aprendido a odiar a los deryni durante tres siglos? Más específicamente, ¿cómo lo convences de que Alaric Morgan y Duncan McLain no son malos, cuando la voz de la Iglesia ha dicho lo contrario? ¿Tú estás totalmente convencido?</p> <p>—Quizá no —murmuró Cardiel, sin enfrentar los ojos de Arilan—. Pero, a veces, tal vez debamos creer en cosas inciertas. Tal vez tengamos que aceptar determinadas cosas basados en la fe, aun en el mundo terreno, distante de la metafísica, de la religión y de la doctrina que solemos asociar con esa sencilla virtud.</p> <p>—Sencilla fe… —dijo Arilan—. Ojalá fuera tan fácil…</p> <p>—Debe serlo. Sé que tengo que creer en ello, al menos por ahora; que quiero creer, desesperadamente. Porque, si me equivoco sobre los deryni y si realmente son lo que hemos creído durante todos estos siglos de odio, los seres humanos estamos perdidos. Si los deryni son una raza perversa, Morgan y McLain nos traicionarán, como lo hará nuestro rey. Y Wencit de Torenth se abalanzará sobre nosotros como un viento vengador.</p> <p>Arilan permaneció con la mirada en el suelo un largo rato. Con modos solemnes, se tocó la cruz de plata que llevaba en el pecho. Entonces, con un suspiro de resignación, hizo señas a Cardiel y caminó junto a él, tomándolo del hombro, hacia el sector izquierdo de la sala, donde aguardaba un dibujo sobre los mosaicos.</p> <p>—Ven. Hay algo que debes ver.</p> <p>Cardiel miró con extrañeza a su compañero cuando se detuvieron ante el severo altar. La luz blanca de vigilia arrojaba un fulgor de plata sobre las cabezas de ambos prelados. El rostro de Arilan era inescrutable.</p> <p>—No comprendo —murmuró Cardiel—. Ya he visto…</p> <p>—Nunca has visto lo que voy a enseñarte —dijo Arilan, casi con aspereza—. Mira al techo, allí donde se cruzan las vigas.</p> <p>—Pero… no hay nada… —comenzó Cardiel, con los ojos entrecerrados contra la débil luz.</p> <p>Arilan cerró los ojos y dejó que las Palabras se formaran en su mente. Sintió bajo los pies el cosquilleo del Portal. De pronto, atrajo a Cardiel contra sí en un abrazo de hierro, extendió sus poderes y conjuró el hechizo de transferencia.</p> <p>Oyó que Cardiel contenía la respiración, estupefacto. Entonces saltaron, la capilla desapareció y se encontraron en la oscuridad absoluta.</p> <p>Cardiel se sintió tambalear ante la embestida contra la penumbra. Sus brazos se extendieron como los de un ciego en busca del equilibrio. Arilan ya no estaba a su espalda y, en la negrura, sus ojos eran incapaces de ver nada. Su mente se revolvía en un caos, intentó hallar alguna explicación racional para lo que acababa de experimentar, mientras su cuerpo trataba de orientarse en la penumbra y en el silencio mayúsculo.</p> <p>Se irguió, cautamente. Con un brazo se protegió los ojos y con el otro tanteó el aire negro. Finalmente, se armó de coraje para hablar, urgido por la terrible sospecha que comenzaba a asomar en su mente.</p> <p>—¿Denis? —susurró, temeroso de recibir una respuesta.</p> <p>—Aquí estoy, amigo.</p> <p>A unos metros por detrás, escuchó un rumor de ropas y vio un resplandor de luz blanca. Cardiel se volvió lentamente, con el rostro demudado de color, para ver de dónde provenía la luz.</p> <p>Arilan estaba de pie, envuelto en un tenue fulgor plateado. Alrededor de la cabeza le ardía una aureola plateada que titilaba y se desvanecía casi como una criatura viviente. La expresión de su rostro era calma y serena bajo la luz cristalina y los ojos azul violeta, mansos y tranquilizadores. En las manos, sostenía una esfera de fuego frío y brillante, cuyo fulgor de azogue derramaba su brillo incandescente sobre el cuerpo y los pliegues violeta de la sotana. Cardiel lo miró, atónito, quizá durante cinco segundos interminables, mientras los ojos luchaban por no salirse de las órbitas y los latidos de su corazón desbocado resonaban en sus oídos.</p> <p>Luego, la habitación volvió a girar; la penumbra formó un torbellino a su alrededor y se encontró cayendo en un vacío. Lo primero de lo que tuvo conciencia, después, fue de estar tendido sobre algo mullido, pero sólido, con los ojos firmemente cerrados, y que una mano suave le alzaba la cabeza para acercarle un tazón a los labios. Bebió, casi sin advertirlo, y, mientras el vino frío le recorría la garganta, sintió que se le abrían los ojos. Arilan lo miraba con preocupación. En la mano tenía un botellón de vidrio color castaño. Al ver que abría los ojos, le sonrió.</p> <p>Cardiel parpadeó y volvió a mirarlo, pero la imagen no desapareció. Sin embargo, alrededor de la cabeza ya no había ningún nimbo y la sala estaba perfectamente iluminada por velas comunes, en candelabros de muchos brazos. A la izquierda ardía un fuego tenue y, alrededor de la sala, había diversos muebles sobre los que posó la mirada. Parecía estar tendido sobre una piel que, al incorporarse sobre los codos, reconoció como el pellejo negro de un oso inmenso, cuya cabeza se abría ferozmente a un lado. Se frotó la frente con la mano. La conmoción aún asomaba a sus ojos. La memoria retornó como una avalancha.</p> <p>—Tú… —murmuró, mirando a Arilan con una mezcla de asombro y de temor—. ¿Realmente vi…?</p> <p>Arilan asintió, con expresión cuidadosamente neutra. Se puso de pie.</p> <p>—Soy deryni —reveló serenamente.</p> <p>—Eres deryni… —repitió Cardiel—. Entonces, todo lo que dijiste sobre Morgan y McLain…</p> <p>—… era cierto —completó Arilan—. O bien era algo que debías conocer imperiosamente antes de pronunciarte sobre la cuestión deryni.</p> <p>—Eres deryni… —murmuró Cardiel, mientras poco a poco recuperaba la compostura—. Entonces, Morgan y McLain… <i>¿</i> no lo saben?</p> <p>Arilan meneó la cabeza.</p> <p>—No lo saben. Y, aunque lamento la angustia que les he creado seguramente con mi reserva, no debemos decírselo. Eres el único humano que conoce mi identidad verdadera. No es un secreto que comparta a la ligera.</p> <p>—Pero, si eres deryni…</p> <p>—Si puedes, trata de imaginar mi situación —comenzó Arilan con un paciente suspiro—. Soy el único deryni que ha llevado el manto púrpura episcopal en los últimos dos siglos. El único. También soy el más joven de los veintidós obispos de Gwynedd, lo cual vuelve a ponerme en una posición históricamente precaria.</p> <p>Antes de proseguir, bajó la vista.</p> <p>—Sé lo que debes de estar pensando: que mi pasividad ante la causa deryni ha permitido probablemente incontables muertes e indecibles sufrimientos en manos de inquisidores como Loris y otros de su calaña. Lo sé, y cada noche en mis oraciones pido perdón a cada una de esas víctimas infortunadas —alzó la vista y la posó sobre la de Cardiel, sin vacilación—. Pero creo que, a veces, la principal virtud reside en saber esperar, Thomas. Aunque el precio sea casi intolerable y aunque la mente y el alma de un hombre se revuelvan en protestas, se debe saber esperar el tiempo propicio. Sólo espero no haber aguardado demasiado.</p> <p>Cardiel apartó la mirada, incapaz de sostener más esos ojos violáceos.</p> <p>—¿Qué es este sitio? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?</p> <p>—Es un Portal de Transferencia —repuso Arilan en un tono neutro—. El camino está trazado en el dibujo de mosaicos que hay sobre el suelo de tu capilla. Es muy antiguo.</p> <p>—¿Magia deryni?</p> <p>—Sí.</p> <p>Cardiel se sentó, mientras su mente sopesaba esta última información.</p> <p>—Entonces, ¿aquí viniste la otra noche, cuando te dejé en la capilla? Volví minutos después, pero te habías ido.</p> <p>Arilan sonrió, como avergonzado.</p> <p>—Temía que volvieses… Lo siento, pero no puedo decirte dónde fui.</p> <p>Tendió una mano para ayudar a Cardiel a ponerse de pie, mas el obispo lo ignoró.</p> <p>—¿No puedes, o no quieres?</p> <p>—No puedo —replicó Arilan, con voz comprensiva—. Al menos, no todavía. Trata de ser paciente conmigo, Thomas.</p> <p>—¿Debo interpretar que hay otros que tienen autoridad sobre ti?</p> <p>—Debes interpretar que hay cosas que aún no puedo decirte —murmuró Arilan. Con una expresión suplicante en el rostro, mantuvo la mano extendida—. Confía en mí, Thomas. Juro que jamás defraudaré tu confianza.</p> <p>Cardiel miró durante largo rato la mano tendida y los ojos ligeramente temerosos de aquel rostro tan familiar. Tomó lentamente la mano de Arilan y el obispo más joven lo ayudó a incorporarse fácilmente. Permanecieron varios segundos aferrados de las manos, leyendo el uno la mirada del otro. Entonces, Arilan sonrió y le dio un golpecito a Cardiel en el hombro.</p> <p>—Ven, hermano. Esta noche tenemos mucho que hacer. Si realmente quieres recibir de nuevo a Morgan y a McLain entre nosotros, debemos decírselo y hacer los preparativos correspondientes. También está la cuestión de nuestros hermanos recalcitrantes, los de la Convocación, que deben de estar preguntándose por qué nos demoramos tanto. Debemos persuadirlos, aunque creo que seguirán tu iniciativa fácilmente.</p> <p>Cardiel se pasó una mano nerviosa por el cabello acerado y meneó la cabeza, incrédulo.</p> <p>—Te mueves deprisa cuando quieres, ¿verdad, Denis? Me perdonarás si reacciono con torpeza durante los minutos siguientes, pero me costará acostumbrarme a esta revelación.</p> <p>—Ya lo creo que sí —rió Arilan, y le condujo hasta el centro de la habitación, donde había un diseño incrustado sobre el suelo—. Será mejor que vayamos yendo a la capilla. Los guardias estarán un poco inquietos.</p> <p>Cardiel miró el suelo con aprensión.</p> <p>—¿Éste es el Portal de Transferencia del que me hablaste?</p> <p>—Así es —replicó Arilan. Se puso detrás de Cardiel y lo tomó de los hombros una vez más—. Ahora relájate y déjame hacer el trabajo. No tienes por qué temer. Relájate y pon la mente en blanco.</p> <p>—Lo intentaré —musitó Cardiel.</p> <p>Y el suelo se deslizó por debajo de sus pies en una suave y oscura confusión.</p> <p>Morgan y Duncan se enteraron de la decisión de los obispos en la hora siguiente.</p> <p>No fue un encuentro cordial; todos estaban demasiado alerta y en guardia. Los otrora fugitivos llevaban ya unos cuantos meses expulsados de la Iglesia como para no sentir recelo ante dos de los prelados más poderosos de la Curia. El sentimiento era recíproco.</p> <p>Pero la actitud de los obispos no careció de cierta hospitalidad. Era como si los dos estuvieran sometiendo a prueba a los penitentes y evaluando su actitud ante la decisión. Después de todo, el bienestar espiritual de esos hijos disidentes de la Iglesia estaba ahora a su cargo.</p> <p>Cardiel permaneció extrañamente en silencio y dijo muy poco, lo cual a Morgan le resultó raro: recordaba las cartas brillantes y elocuentes que el obispo había enviado a Kelson en los últimos tres meses. El prelado de Dhassa no dejaba de mirar a Arilan con una expresión curiosa e inquisitiva que Morgan no logró interpretar; una mirada que, por momentos, le hizo poner la carne de gallina, aunque no pudo precisar la razón.</p> <p>Arilan, por otro lado, se veía relajado, sagaz y, al parecer, imperturbable ante la gravedad de la situación. También se apresuró a señalar, sin embargo, antes de que los cuatro entraran en la sala donde aguardaba la Convocación, que los verdaderos peligros apenas comenzaban. En la cámara había unos seis obispos que debían ser convencidos de la inocencia y el arrepentimiento de esos dos nobles deryni. Y, luego, quedaban los once de Coroth. Y había que resolver todo eso antes de que pudiese pensarse siquiera en una confrontación con Wencit de Torenth.</p> <p>Cuando entraron en la cámara, se oyeron unas pocas protestas sofocadas. Siward contuvo el aliento; Gilbert se persignó furtivamente, mientras sus ojos pequeños y como de cerdo buscaban el apoyo de sus compañeros; hasta el iracundo Wolfram de Blanet, principal oponente al Interdicto, perdió el color del rostro. Ninguno de ellos había estado a sabiendas delante de un deryni en toda su vida. Y mucho menos delante de dos a la vez.</p> <p>Pero los obispos de Gwynedd eran hombres razonables. Y, si bien no estaban convencidos totalmente de la bondad de los deryni en general, estaban dispuestos a conceder que quizá estos deryni en particular hubiesen actuado equivocadamente más por la fuerza de la situación que por elección consciente. Si se habían mostrado deseosos de arrepentirse, había que levantar la excomunión y absolverlos.</p> <p>La situación no quedaba resuelta con esa decisión. Aun cuando los obispos de Dhassa se mostraron razonablemente educados y sensatos y no parecieron propensos a rasgarse las vestiduras, la gente común sería otra cuestión que reclamaba cuidadoso análisis. El hombre del pueblo llevaba muchos años albergando la idea de que los deryni eran una raza maldita, cuya misma presencia podía ocasionar muerte y ruina. Y, si bien Morgan había conseguido forjarse un nombre relativamente neutral, estando al servicio de Kelson y de Brion, y la reputación de Duncan había sido siempre impecable hasta el asunto de San Torin, estos hechos quedaban oscurecidos por la conciencia popular de que ambos hombres eran deryni.</p> <p>Para demostrar que Morgan y Duncan se habían arrepentido de sus acciones deryni, había que ofrecer una verdad más tangible. Una simple absolución no bastaría al pueblo: los parroquianos, soldados, artesanos y obreros que conformaban y sostenían el ejército. Su fe sencilla exigía una reconciliación más precisa y tangible como prueba de la humildad y del arrepentimiento de los dos nobles deryni. Era imperioso realizar una ceremonia pública, que demostrara abiertamente al pueblo el acuerdo completo de los obispos y de los dos deryni ante los ojos de Dios Todopoderoso.</p> <p>Pasarían casi dos días hasta que se trazaran formalmente los planes para la batalla final. Dos días, antes de que el ejército de los obispos estuviera en condiciones de desplazarse. A la vez, Morgan y Duncan habían informado de que Kelson no llegaría ai sitio previsto para el encuentro antes del final del cuarto día. Sólo necesitarían dos jornadas de viaje para llegar hasta allí.</p> <p>Así, el momento para la reconciliación formal se estableció para dos días después, al anochecer, en vísperas de la partida que los llevaría a encontrarse con Kelson. Durante esos dos días, los nobles deryni dialogarían con los obispos y con sus principales asesores militares para trazar la estrategia bélica venidera. Y los monjes del obispo Cardiel se mezclarían con el pueblo para dar a conocer la noticia de la rendición y el posterior arrepentimiento de Morgan y de Duncan. En la noche del segundo día, se celebraría la reincorporación de ambos a la Iglesia, delante de todos los soldados y ciudadanos que cupiesen en la inmensa catedral de Dhassa. Allí, en una exhibición imponente de poder sacerdotal, Morgan y Duncan serían recibidos en su seno con todo el boato que la Iglesia pudiera mostrar. El pueblo daría su aprobación.</p> <p>Dos días después, en el extremo de la gran planicie de Llyndreth, que se extendía por debajo de Cardosa, lord Sean Derry se quitaba el casco y se restregaba la frente con su brazo bronceado. Hacía calor en los llanos de Llyndreth y el aire parecía cargado con el calor pegajoso del verano inminente. Allí donde el yelmo le había cubierto la cabeza, tenía el cabello húmedo de sudor y el cuerpo le escocía ligeramente entre los omóplatos, bajo el cuero y la cota de malla.</p> <p>Conteniendo un suspiro, Derry se encogió de hombros para atenuar la comezón y se colgó el casco bajo el brazo izquierdo, por la correa de cuero que lo sujetaba al mentón. Caminó con paso firme y cauteloso hacia el claro donde había dejado su caballo sujeto, tratando de hacer el menor ruido posible sobre la hierba tierna. Había elegido regresar por ese prado pues andar por entre los árboles podía ser peligroso; existía el riesgo de pisar sobre ramas y restos de hojarasca del invierno. Si lo capturaban, estaría condenado a sufrir una penosa muerte en manos de los que acampaban en la planicie que corría por debajo.</p> <p>Miró a su izquierda y encontró el promontorio que buscaba. Allí, al este, asomaban los picos raídos de los montes Rheljan, a mil seiscientos metros por encima de la planicie. El macizo escudaba la ciudad amurallada de Cardosa, a la que podía accederse a través del paso homónimo. Allí aguardaba Wencit de Torenth o, al menos, eso se decía. Pero al oeste, a la derecha de Derry, los llanos de Llyndreth se extendían durante incontables kilómetros. Y, sobre el risco que tenía a la espalda, se encontraban los inmensos ejércitos de Bran Coris, el traidor conde de Marley, aliado ahora del hombre cuya presencia en Cardosa amenazaba la existencia misma de Gwynedd: Wencit de Torenth.</p> <p>En la mente de Derry, no se formó una imagen agradable; nada indicaba que en el futuro fuese a mejorar. Tras dejar a Morgan y a Duncan dos días atrás, Derry se había dirigido rumbo al norte a través de las colinas verdes y achaparradas del norte de Corwyn, rumbo a Rengarth y al supuesto lugar donde el duque Jared McLain había apostado sus hombres.</p> <p>Pero en Rengarth no halló ningún ejército ducal; sólo a un puñado de labriegos, según cuyas palabras las tropas habían marchado hacia el norte cinco días atrás. Siguió cabalgando y las suaves lomas redondeadas de Corwyn dejaron pronto paso a las planicies desnudas y silenciosas de Eastmarch. Y, en lugar del ejército esperado, halló sólo restos de la batalla atroz que acababa de tener lugar: aldeanos aterrorizados, ocultos en las ruinas de los pueblos saqueados y devorados por las llamas; cuerpos despedazados de hombres y caballos sin sepultar, pudriéndose bajo el sol. Sobre las sillas de montar, el tartán de los McLain, teñido de sangre y de coágulos, y los estandartes de color rojo, azul y plata pisoteados sobre los campos polvorientos y anegados de sangre.</p> <p>Interrogó a los aldeanos que, tras su buena persuasión, accedieron a salir de sus refugios. Sí, el ejército del duque había seguido ese camino. A las tropas se sumó otro ejército que, al principio, pareció amigo. Los dos capitanes se habían estrechado las manos desde los caballos cuando ambas tropas se encontraron.</p> <p>Pero luego comenzó la masacre. Un hombre creyó haber visto la bandera verde y amarilla de lord Macanter, un noble de la frontera septentrional que antes solía cabalgar a menudo con Ian Howell, difunto conde de Eastmarch. Otro habló de la abundancia de estandartes azules y blancos: los colores del conde de Marley.</p> <p>Pero, fuere quien fuere el que condujo al ejército opositor, los azules y blancos cayeron sobre los hombres del duque sin piedad, y destruyeron su ejército casi hasta el último hombre. Los que no murieron fueron apresados. Y, cuando la batalla concluyó, algunos creyeron ver banderas blancas y negras en la retaguardia y el venado en posición de salto de la casa de Furstan. La traición era evidente.</p> <p>El reguero de sangre y de muerte acababa en los llanos de Llyndreth. Derry había llegado al amanecer para encontrar al ejército de Bran Coris emplazado en círculos concéntricos alrededor de la boca del enorme desfiladero de Cardosa. Sabía que debía informar de las malas nuevas y escapar mientras le fuera posible, pero comprendía que no tendría ocasión de hablar con Morgan por los medios mentales convenidos hasta la hora del crepúsculo. Derry podía averiguar mucho más para entonces.</p> <p>Su discreto merodeo por el borde del campamento militar le enseñó muchas cosas. Aparentemente, Bran Coris había convenido su alianza con Wencit de Torenth en las vísperas mismas de la batalla, una semana atrás, tentado por oscuras promesas cuyas consecuencias repugnaba siquiera imaginar. Hasta los hombres de Bran se mostraban inquietos al hablar de ello, cuando no preferían callar. Aunque, al parecer, también ellos habían sido seducidos por la promesa de fama y fortuna que Wencit parecía ofrecer.</p> <p>Derry debía tratar de mantenerse a salvo hasta esa noche para poder hablar con Morgan. Si pudiese aguardar hasta dos horas después de que el sol cayera, sería sencillo internarse en esa especie de sueño deryni, mediante la cual él y su señor se comunicaban a pesar de las distancias. El rey debía conocer la traición de Bran antes de que fuera demasiado tarde. Y había que hacer algo para determinar la suerte corrida por el duque Jared y lo que restara de su tropa.</p> <p>Se internó en la espesura. Casi había llegado hasta su caballo cuando oyó un ligero crujir de ramas que lo puso en guardia. Se detuvo a escuchar y llevó la mano a la empuñadura del espadón, pero no oyó nada más. Ya había decidido que el ruido no se debía a ningún peligro y que sus nervios le estaban jugando unamala pasada cuando sintió que un caballo resoplaba y movía las patas en el claro que se extendía por delante.</p> <p>¿Podría ser que el animal lo hubiese olido?</p> <p>No. Estaba en la espesura, con el viento en contra. La situación parecía tener todos los indicios de una trampa.</p> <p>A su izquierda se repitió el ligero rumor. Ya no tuvo dudas de que había caído en una emboscada. Pero no tendría posibilidades de huir sin un caballo. Debía seguir adelante. No le quedaba alternativa.</p> <p>Posó la mano sobre la espalda, con cautela, e irrumpió en el claro donde había atado al animal, sin dar asomos de caminar con sigilo. Como había temido, tres soldados lo esperaban. Supuso que debía de haber otros, invisibles para él e, incluso, arqueros cuyas flechas debían de estarle apuntando a la espalda en ese mismo instante. Decidió actuar como si su presencia allí fuese natural.</p> <p>—¿Buscáis algo? —preguntó Derry, deteniéndose unos metros dentro del claro.</p> <p>—¿Cuál es tu regimiento, soldado? —preguntó el que estaba más próximo a él.</p> <p>Su tono era indiferente y el deje de sospecha era casi imperceptible pero, en el modo en que había apoyado los pulgares por detrás del cinturón, no faltaba una nota amenazadora. Uno de sus compañeros, el más bajo y grueso de los tres, mostraba una hostilidad más abierta y, al mirar a Derry de frente, jugueteaba con la empuñadura de la espada.</p> <p>Derry adoptó su expresión más inocente y abrió los brazos en un gesto conciliador. El casco seguía colgando de su brazo por la correa.</p> <p>—El Quinto, por supuesto —arriesgó, recordando que el ejército de Bran tenía por lo menos ocho—. ¿Qué significa esto?</p> <p>—Mal —rugió el tercero, posando la mano sobre la empuñadura de su arma y enfocando la vista sobre el cuerpo de Derry—. El Quinto usa borceguíes amarillos. Los tuyos son marrones. ¿Quién es tu oficial comandante?</p> <p>—Oíd, caballeros. —Derry procuró hablar en tono tranquilizador, dio un paso atrás y calculó la distancia que lo separaba de su caballo—. No quiero problemas.</p> <p>—Ya tienes uno, hijo —musitó el primero, sin quitar los dedos del cinturón—. ¿Vendrás pacíficamente, o no?</p> <p>—¡Diría que no!</p> <p>Arrojó el casco al rostro azorado del hombre. Desenvaino la espada y lanzó una estocada al rechoncho, que cayó con el primer ataque. Pero, mientras retiraba la hoja del cuerpo, los otros dos rompieron a voces y se lanzaron a atacarlo, saltando sobre el cadáver de su camarada para despedazar a Derry con sus armas. A distancia se oyeron gritos. Derry supo que pedían ayuda. Debía eludir a esos hombres de inmediato o sería demasiado tarde.</p> <p>Se dejó caer momentáneamente sobre una rodilla y se irguió llevando en la mano la daga que solía guardar en la caña de la bota. Con el arma abrió un tajo en los nudillos de uno de sus atacantes, que gritó y dejó caer la suya, pero Derry se vio superado por el otro soldado y por otro par de espadachines antes de que pudiera valerse de su ventaja. Arriesgó una mirada por encima del hombro y vio que otros seis hombres se acercaban a todo correr, con las espadas en alto. Lanzó una maldición por lo bajo y trató de abalanzarse sobre el animal.</p> <p>Mientras luchaba por trepar sobre el lomo del caballo, se defendió con la daga y a puntapiés, pero alguien había aflojado la cincha y la silla de montar se le escapó por debajo. Intentó conservar el equilibrio, pero sintió que un par de manos lo aferraban, le tiraban de la ropas y de los cabellos y se enganchaban de su cinto para obligarlo a bajar.</p> <p>Alguien le abrió una herida en el brazo derecho. Sintió un dolor lacerante y vio que la espada se le escurría por entre los dedos, resbaladiza con su propia sangre. Luego, se encontró sujeto a la tierra por el peso de varios cuerpos con armaduras y, mientras le aferraban los miembros abiertos contra la hierba tierna de la primavera, comenzó a sentir que se quedaba sin aire.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XI</p> </h3> <cita> <p>Prosperan las tiendas de los ladrones y los que provocan a Dios viven seguros…</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Job, 12:6</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Derry hizo una mueca de dolor y dejó escapar un gemido cuando un par de rudas manos lo pusieron de espaldas contra el suelo y le examinaron el brazo herido.</p> <p>Había perdido fugazmente la conciencia cuando lo arrancaron de la silla de montar, la había recuperado cuando lo arrastraron por el suelo hasta donde se encontraba ahora, sobre un recorte de césped húmedo. Tres soldados armados le sostenían los miembros contra el suelo; tres hombres de rostro adusto enmarcado en la armadura, con los colores de la casa de Marley. Uno de ellos sostenía una daga contra el cuello del cautivo, sin prestar mucha atención. Un cuarto, con el atuendo de los cirujanos de campo, estaba de rodillas al lado de Derry. Desnudó la herida y comenzó a limpiarla, con un gruñido de desaprobación. Derry se concentró y alcanzó a distinguir un grupo más numeroso de hombres que lo miraban con aire vigilante. Comprendió que la huida era casi imposible y el pensamiento casi lo hizo desfallecer.</p> <p>Mientras el cirujano terminaba de vendar la herida, uno de los guardias que estaban en pie tomó una larga cuerda de su cinto y ató diestramente con ella las muñecas de Derry. Tras comprobar la firmeza del lazo, se enderezó y lo observó con aire suspicaz, casi como si lo reconociera. Luego, desapareció de la vista de Derry. Este alzó la cabeza y trató de orientarse, mientras los hombres que lo habían estado sujetando se ponían de pie y se unían a los que custodiaban.</p> <p>Estaba en el campamento otra vez, tendido a la sombra de una tienda baja y marrón. No reconoció el lugar y no esperó hacerlo, pues anteriormente sólo había espiado un sector muy reducido del lugar. Pero no tuvo duda de que estaba en lo profundo de sus confines y no en la periferia.</p> <p>La tienda era de las que usaban los habitantes de Eastmarch: chata y baja, pero de fina confección. Parecía ser la de algún oficial. Se preguntó de quién sería, pues hasta ese momento no creía haber estado ante nadie de rango apropiado. Quizás esos hombres no comprendieran la importancia del prisionero que vigilaban. Tal vez pudiera evitar el encuentro con alguien de mayor jerarquía y que pudiese reconocerlo.</p> <p>Pero, por otra parte, si no advertían quién era y lo tomaban por un espía de poca monta, acaso ni siquiera tuviese oportunidad de escabullirse de la muerte segura. Bien podían ejecutarlo sin miramientos.</p> <p>Pero le habían vendado la herida. Si se proponían matarlo, había sido un esfuerzo inútil. Se preguntó quién sería el comandante de esos hombres.</p> <p>Como en respuesta a sus pensamientos, apareció un hombre alto y de edad madura, vestido con atuendo azul y oro. Se acercó a la tienda y arrojó un casco en punta a uno de los soldados centinelas. Se notaba en él el porte seguro y aplomado de la aristocracia y una compostura en los movimientos que lo señaló de inmediato como un guerrero de estirpe. La empuñadura de la espada estaba engastada de joyas, que también asomaban entre los eslabones de la cadena de oro que llevaba al cuello. Derry lo reconoció de inmediato: era el barón Campbell de Eastmarch. ¿Lo reconocería Cambpell, a su vez?</p> <p>—Pero ¿qué tenemos aquí? ¿Te ha enviado el rey, amigo?</p> <p>Derry frunció el ceño ante el tono condescendiente. Se preguntó si se estaría burlando de él o si realmente aún no lo había reconocido.</p> <p>—Desde luego que me envió el rey —decidió decirle, por fin. Permitió que una nota de indignación asomara a su voz—. ¿Así tratáis a los mensajeros reales?</p> <p>—¿Conque dices ser un mensajero real, ahora? —el hombre preguntó meneando la cabeza—. Los guardias no me dijeron lo mismo.</p> <p>—Los guardias no me lo preguntaron —repuso Derry con desprecio y alzó la cabeza con aire desafiante—. Además, mi mensaje no iba dirigido a los centinelas; iba destinado al ejército del duque Ewan, al norte. Es una misión encomendada por el rey. Me topé con vuestro regimiento por error.</p> <p>—Ya lo creo que ha sido un error, amigo —murmuró Campbell, mientras sus ojos lo escrutaban con suspicacia—. Fuiste capturado mientras espiabas en las afueras del campamento; mentiste al hombre que te preguntó tu identidad; mataste a un soldado que intentó traerte en custodia… Y no tienes credenciales ni mensajes que indiquen que eres lo que dices y no un espía. Creo que eres esto último. ¿Cómo te llamas, amigo?</p> <p>—No soy ningún espía. Soy un enviado del rey. ¡Y mi nombre y mis mensajes no son para vuestros oídos! —replicó Derry con osadía—. Cuando el rey sepa cómo me habéis tratado…</p> <p>En un abrir y cerrar de ojos, Campbell se hincó de rodillas al lado de Derry, le retorció el cuello de malla del jubón con firmeza, casi hasta asfixiarlo, y le clavó la vista en el rostro.</p> <p>—¡A mí no me hablarás de ese modo, joven espía! Y, si esperas llegar a la vejez, cosa que parece improbable por el tono en que te expresas, será mejor que cierres el pico a menos que tengas palabras apropiadas que decir. ¿He sido claro?</p> <p>Derry frunció el rostro en una mueca cuando el hombre le tiró del cuello con más fuerza. Reprimió una airada respuesta que, de haberse pronunciado, habría significado su fin. Con una ligera inclinación de cabeza, señaló su obediencia y respiró hondo cuando sintió que lo soltaba. Se preguntó qué debería hacer a continuación, pero Campbell le quitó el peso de la decisión.</p> <p>—Llevémoslo donde Su Señoría —dijo, mientras se ponía de pie, con un suspiro—. No tengo tiempo que perder en tonterías. Tal vez los amigos deryni del lord puedan arrancarle la verdad.</p> <p>Mientras Derry digería las palabras, sintió que lo ponían de pie y lo empujaban por un sendero enlodado hacia el centro del campamento. Se encontró con varias miradas inquisidoras y, en ocasiones, Derry vio que algunos hombres se volvían hacia él, como reconociéndole. Pero ninguno se acercó a ellos. Derry tenía bastante con intentar mantenerse en pie para poder mirar a cualquiera muy de cerca. Además, ya no importaba mucho que lo reconociesen o no. Bran Coris lo identificaría de inmediato y sabría qué lo llevaba por allí. La alusión a las amistades deryni de Bran tampoco era alentadora.</p> <p>Bordearon un bosquecillo de robles y asomaron en el sector del cuartel general, donde una espléndida tienda azul y blanca dominaba el centro de un amplio prado verde. En derredor, habían erigido otras tiendas de semejante suntuosidad y de tamaño ligeramente inferior. Sus brillantes colores y estandartes parecían competir entre sí en belleza y atractivo. No lejos de allí, el cauce henchido del gran río Cardosa corría por la planicie. Era la temporada de la crecida y el poderoso torrente arrastraba aguas profundas.</p> <p>La escolta de Derry lo arrastró cuando sus pies trastabillaron y, por último, acabó arrojándolo de rodillas ante una tienda negra y plateada, cerca de la azul de Bran. El rudo trato de los soldados había hecho que le doliera insoportablemente la herida y las cuerdas de cuero le desgarraban las muñecas. Desde el interior de la tienda, escuchó que un grupo de hombres discutía a viva voz, aunque la gruesa lona de los toldos ahogaba las palabras y hacía imposible distinguir la conversación. El barón Campbell se detuvo apenas un instante, sopesando al parecer la conveniencia de irrumpir en la tienda, se encogió de hombros y desapareció a través de una cortina de lona. Se oyó una explosiva imprecación indignada, una blasfemia susurrada en un dialecto extranjero y, luego, la voz de Bran Coris.</p> <p>—¿Un espía? Maldición, Campbell, ¿me has interrumpido para decirme que habías capturado a un espía?</p> <p>—Creo que es más que eso, milord. Es… Bueno, será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.</p> <p>—Muy bien, vuelvo en seguida, Lionel.</p> <p>Cuando Campbell salió de la tienda, a Derry se le encogió el corazón. Apartó el rostro al ver que, detrás suyo, un hombre esbelto, con túnica azul, asomaba a la claridad del sol. Oyó que alguien contenía el aliento en dirección a Bran y vio que, a unos pasos de él, se detenían dos pares de botas, uno de ellos, lustroso, negro y con espuelas de plata. De nada serviría postergar lo inevitable. Con un suspiro de resignación, Derry alzó la cabeza y miró el rostro familiar de Bran Coris.</p> <p>—¡Lord Sean Derry! —exclamó Bran. Sus ojos dorados refulgieron con frialdad—. ¡Vaya! ¿Qué hace mi dudoso colega fuera de las cámaras del Consejo Real? ¿No habrás abandonado a tu querido Morgan, verdad? —Los ojos de Derry lanzaron una llamarada de furia—. No, no creo. Milord Lionel, venid a ver lo que Morgan nos ha enviado. Es su espía favorito.</p> <p>Al oír tales palabras, Lionel salió de la tienda y fue hasta donde se encontraba Bran, quien no apartaba sus ojos severos del rostro de Derry. Era alto, de porte gallardo y modos extranjeros, barba negra y un bigote recortado para destacar los labios finos y crueles. De sus anchos hombros, caía un manto de seda blanca y susurrante hasta la punta de las botas, de terciopelo color claro. Pero, donde el manto se abría, asomaba el brillo de una túnica púrpura con dorso de malla y la llamarada de una daga corva, sujeta en la faja de la cintura. Llevaba el cabello largo y prieto, recogido en la nuca con un broche y atado con una ancha cinta de plata que le surcaba la frente. Los brazaletes engastados <i>de</i> joyas refulgieron de rojo, verde y violeta cuando cruzó las mangas sedosas sobre el pecho.</p> <p>—Conque éste es el favorito de Morgan… —dijo Lionel, mientras recorría a Derry con una mirada de disgusto.</p> <p>—Lord Sean Derry —replicó Bran con un gesto de asentimiento—. Kelson lo designó para que ocupara la silla que lord Ralson había dejado vacante en el Consejo el otoño pesado. Antes de eso, estuvo unos años como ayudante militar de Morgan. ¿Dónde lo encontrasteis, Campbell?</p> <p>—Sobre el promontorio que hay al sur, milord. Una patrulla detectó su caballo y aguardó a que regresara. Pero cuando intentaron capturarlo hirió a varios de los nuestros. Peter Davency murió.</p> <p>—¿Davency? ¿Un hombre corpulento, de temperamento impetuoso?</p> <p>—El mismo, milord.</p> <p>Bran enganchó los pulgares en el cinto enjoyado que sujetaba su túnica y contempló a Derry largo rato. Se mecía sobre las puntas de los pies y bajaba con lentitud, mientras contraía y aflojaba la mandíbula. Durante un segundo, Derry temió que Bran lo destrozara de un puntapié y se preparó para recibir el golpe, que no llegó. Después de lo que pareció una eternidad, Bran doblegó su ira y se volvió lentamente hacia Lionel, sin atreverse a lanzar una sola mirada más en dirección a Derry.</p> <p>—Si este hombre fuese totalmente mi prisionero, ya habría muerto por lo que hizo —dijo Bran, con voz apenas audible—. Pero la ira no me impide advertir el valor que este hombre podría tener para vos y para Wencit. ¿Queréis preguntar a vuestro cuñado qué quiere que haga con esta basura?</p> <p>Lionel hizo una corta reverencia, giró sobre sus talones y fue hasta la tienda. Bran lo siguió, a un paso de distancia. Se detuvieron al trasponer la cortina y sus siluetas se recortaron contra la oscuridad. Luego se produjo un ligero juego de luces fuera del campo de visión de Derry, por encima de las cabezas de los hombres. Derry supo que estarían utilizando algún tipo de magia para entablar comunicación con Wencit. En pocos minutos, Bran salió solo de la tienda, con gesto pensativo y algo jocoso.</p> <p>—Bueno, lord Derry, parece que mis nuevos aliados se inclinan a mostrarse misericordiosos. En lugar de morir como un traidor, serás el huésped de Su Majestad, el rey Wencit, esta noche en Cardosa. Personalmente, no respondo de la clase de entretenimiento que te procurarán; debo confesar que los pasatiempos torentinos son algo extravagantes para mi gusto, a veces. Pero quizás a ti te agraden. ¿Campbell?</p> <p>—Sí, milord.</p> <p>El rostro de Bran se endureció, al posarse sobre el rostro impotente de Derry.</p> <p>—Campbell, ponió a lomos de un caballo y quítalo de aquí. ¡El sólo verlo me da náuseas!</p> <p>Morgan recorrió la pequeña antesala una vez más y se frotó con una mano la barbilla recién afeitada. Luego, se volvió para espiar impaciente a través de la base de una alta ventana enrejada. Afuera, caía el crepúsculo y la bruma de la noche se desplazaba velozmente, como era habitual en las regiones montañosas, para envolver a Dhassa en una nube fría y sobrenatural. Todavía no era noche oscura, pero comenzaban a asomar antorchas en la penumbra gradual y las llamas vacilantes se agitaban, pálidas y espectrales, contra la bruma aún iluminada. Las calles que, una hora atrás, habían estado atestadas de soldados, quedaban ahora en silencio. A la izquierda, vio a un guardia de honor, apostado ante las puertas de la catedral de San Señan, y grupos de hombres con malla y armaduras o de mercaderes, que se internaban en la alta nave del templo. Ocasionalmente, cuando se producía un respiro en la entrada de feligreses, Morgan alcanzaba a vislumbrar el interior de la nave y la lumbre de cientos de velas que parecían rivalizar con el sol. En poco tiempo más, Duncan y él se internarían en la catedral junto a los obispos. Se preguntó cómo los recibirían.</p> <p>Con un suspiro, Morgan se apartó de la ventana y volvió la mirada a su primo. Duncan descansaba en silencio, sobre un banco bajo de madera. En un extremo del asiento ardía un cirio; el sacerdote parecía absorto en la lectura de un librito encuadernado en cuero, de lomo dorado. Como Morgan, lucía el manto violeta de los penitentes y estaba pulcramente rasurado. Donde la barba lo había cubierto, la piel se veía curiosamente pálida. Todavía no se había abrochado la parte delantera de la túnica, pues en la celda diminuta hacía calor y no llegaba el aire nocturno que movía la bruma. Bajo el manto llevaba una camisa blanca, calzas y suaves botas de cuero que brillaban severamente. La pura blancura no era interrumpida por joyas ni adornos. Con otro suspiro, Morgan se miró su manto y su túnica y los anillos con el grifo y el león que lanzaban guiños desde sus dedos. Fue lentamente hasta Duncan y lo miró, pero su primo no pareció perturbarse por su proximidad ni por el hecho de que hubiera estado recorriendo la celda durante los últimos quince minutos. Ni siquiera se dio cuenta de que había concluido su paseo impaciente.</p> <p>—¿Nunca te cansas de esperar? —preguntó Morgan.</p> <p>Duncan levantó la vista de la lectura, con una débil sonrisa.</p> <p>—A veces. Pero es una aptitud que los sacerdotes debemos aprender a desarrollar en el inicio de nuestras carreras… o bien convertirnos en buenos actores. ¿Por qué no dejas de dar vueltas y te relajas?</p> <p>Ah, entonces se había dado cuenta…</p> <p>Se sentó pesadamente en el banco al lado de Duncan y reclinó la cabeza contra la pared, los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud de hastío mayúsculo.</p> <p>—¿Relajarme? Para ti es fácil decirlo, te agradan los rituales y estás habituado a la pompa sacerdotal. Yo estoy inquieto como un escudero en su primer torneo. No sólo eso, sino que, en cualquier momento, me moriré de hambre. En todo el día no he probado bocado.</p> <p>—Ni yo.</p> <p>—No, pero tú estás más acostumbrado. Tiendes a olvidar que soy un noble disipado, que incurro en toda suerte de placeres cuando me viene en gana. En este momento, creo que aceptaría con gusto incluso ese espantoso vino de Dhassa.</p> <p>Duncan cerró los ojos y se reclinó contra la pared con una sonrisa.</p> <p>—No sabes lo que dices. Piensa en lo que podría hacer la bebida en tu mente despejada después de un día de ayuno. Además, conozco el vino de Dhassa y, personalmente, preferiría morir de sed.</p> <p>—Ah, te doy la razón —sonrió Morgan, y cerró los ojos—. Ya ves lo pernicioso que resulta el ayuno: no mortifica el alma, pero corroe el cerebro.</p> <p>—Bueno, tal vez los obispos no se opondrían a un pequeño bocado —Duncan rió entre dientes—, no querrán que nos desmayemos durante la ceremonia por falta de aliento.</p> <p>—Eso nos muestra cuánto sabes —sonrió Morgan. Se puso de pie y continuó su paseo—. Lo mejor que podría pasarnos allí dentro sería desmayarnos. Piénsalo: «Los deryni penitentes, debilitados por su ayuno de tres días, enmendado el espíritu y purificado el corazón, se desvanecen en presencia del Señor.»</p> <p>—Como sabrás…</p> <p>En ese momento, se oyó un suave golpe en la puerta y Duncan se detuvo, expectante. Lanzó una mirada a Morgan y se puso de pie. El obispo Cardiel irrumpió en la celda con un rumor de seda color púrpura y la caperuza vuelta sobre los hombros. Le indicó a un monje de negro manto que se retirara. Morgan y Duncan se inclinaron para besarle el anillo y el obispo se apartó y cerró la puerta suavemente. Luego, extrajo de los pliegues de su manto un pergamino plegado.</p> <p>—Esto llegó hace una hora —comenzó en voz grave, mientras tendía la carta a Morgan y miraba por la ventana con inquietud—. Es un mensaje del rey. Nos desea éxito en la empresa de esta noche y espera encontrarse con nosotros en Cor Ramet pasado mañana. Espero que no tengamos que decepcionarlo.</p> <p>—¿Decepcionarlo? —Morgan, quien se había acercado a la vela para leer la carta, levantó la vista sobresaltado—. ¿Por qué? ¿Sucede algo malo?</p> <p>—Todavía nada —dijo Cardiel. Tendió la mano y Morgan le devolvió el pergamino sin decir una palabra—. ¿Alguno de vosotros desea preguntarme algo sobre lo que sucederá esta noche?</p> <p>—El padre Hugh nos puso al tanto horas atrás, Eminencia —respondió Duncan con cuidado, estudiando el rostro de Cardiel—. Milord, si hay alguna dificultad en lo que a nosotros respecta, debemos saberlo.</p> <p>Cardiel los contempló largo rato y posó la mano enguantada sobre el alféizar de la ventana. Recorrió las rejas con la mirada durante varios segundos, como si debiera escoger sus palabras con cautela. Volvió la cabeza ligeramente en dirección a los dos hombres. Su cabellera gris acero se recortaba contra el cielo del crepúsculo y el brazo en lo alto le abría el manto. Debajo, un alba blanca brillaba como la plata contra la pared de piedra gris y, al verla, Morgan comprendió que el obispo había interrumpido su ceremonia de vestimenta para ir a visitarlos. Se preguntó qué pensaría decirles.</p> <p>—Esta tarde, en la procesión, causasteis una buena impresión, ¿lo sabíais? —dijo Cardiel, con tono ligero—. La gente ama el espectáculo de un penitente haciendo demostración pública de su contrición. Hace que el pueblo se sienta más virtuoso. Francamente, la mayoría de los que acudirán esta noche querrá creer en la sinceridad de vuestra reconciliación.</p> <p>—Sin embargo… —comenzó Morgan.</p> <p>Cardiel bajó la vista y sonrió, a su pesar.</p> <p>—Sí, siempre hay un pero, ¿verdad? —miró a Morgan a los ojos—. Alaric, tratad de creer que me fío de vos. De ambos… —Su mirada llegó a Duncan—. Pero… habrá muchos entre los que hoy vengan que siguen indecisos. Me temo que, por muy arrepentidos que os mostréis, haría falta un milagro para persuadirlos de que no tenéis malas intenciones.</p> <p>—¿Nos estáis pidiendo que hagamos un milagro, Eminencia? —murmuró Morgan, y le devolvió la mirada a Cardiel.</p> <p>—¡No, por todos los cielos! Es lo último que querría —Cardiel meneó la cabeza—. En realidad, quizás éste sea el meollo de lo que intento deciros. —Entrelazó los dedos y se miró el anillo de obispo—. Alaric, hace cuatro años que soy obispo de Dhassa. Durante esos cuatro años y durante los oficios de, por lo menos, mis últimos cinco antecesores, jamás hubo un sólo escándalo relacionado con la diócesis de Dhassa…</p> <p>—Tal vez debisteis de haber pensado en ese punto antes de uniros al cisma, milord —replicó Morgan, suavemente.</p> <p>Cardiel pareció herido.</p> <p>—Hice lo que debía hacer.</p> <p>—Vuestra mente está de acuerdo —intervino Duncan—, pero vuestro corazón teme a lo que puedan hacer dos deryni. ¿No es eso?</p> <p>Cardiel levantó la vista hacia ellos y ahogó una risa nerviosa.</p> <p>—Quizá —se aclaró la garganta—. Quizá —se detuvo—. Duncan…, necesito la promesa de ambos de que no usaréis vuestros poderes esta noche. Ninguno. Suceda lo que suceda, debo contar con vuestro solemne juramento de que no haréis nada, nada que os haga parecer distintos de cualquier otro penitente que haya entrado alguna vez en mi catedral para hacer las paces con la Iglesia. Seguramente comprenderéis la importancia de lo que os estoy pidiendo.</p> <p>Morgan miró al suelo y frunció los labios pensativamente.</p> <p>—Supongo que Arilan sabe de vuestra visita…</p> <p>—Así es.</p> <p>—¿Y sobre el asunto que os trajo?</p> <p>—También, y está de acuerdo. No debe haber magia.</p> <p>Duncan se encogió de hombros y miró a Morgan.</p> <p>—Bueno, milord. Al parecer, debéis iros con nuestra palabra sobre ese particular. Tenéis la mía.</p> <p>—Y la mía —dijo Morgan, tras una pausa imperceptible.</p> <p>Cardiel suspiró, aliviado.</p> <p>—Gracias. Os dejaré solos unos minutos más, entonces. Sospecho que deseáis prepararos para la ceremonia. Arilan y yo regresaremos para buscaros en poco tiempo.</p> <p>La puerta se cerró detrás de Cardiel. Duncan miró a su primo. Morgan se había apartado tras la desaparición de Cardiel. La única vela que ardía en un extremo del banco arrojaba largas sombras danzantes sobre las paredes de piedra y cubría el rostro de Morgan con una máscara de concentración. Duncan lo miró largo rato, con un hilo de inquietud, y atravesó la celda hacia su primo.</p> <p>—¿Alaric? —dijo en voz baja—. ¿Qué te…?</p> <p>Morgan salió de su ensimismamiento y se llevó un dedo a los labios. Dirigió la mirada a la puerta, fue hasta el banco y se postró de rodillas ante él.</p> <p>—Me temo que, en las últimas semanas, no he tenido muchas ocasiones de orar, Duncan —murmuró; con una seña indicó a Duncan que se acercara a él, y volvió a mirar a la puerta—. ¿Orarás conmigo?</p> <p>Sin palabras, Duncan se hincó de rodillas al lado de su primo, preguntándole con la mirada, mientras se persignaba. Comenzó a hablar nuevamente, mas vio que los labios de Morgan trazaban la sílaba «no» y, en cambio, inclinó la cabeza. Mirándolo por el rabillo de ojo, pronunció las palabras de tal forma que sólo Morgan pudiese oírlo.</p> <p>—¿Me dirás qué sucede? —murmuró—. Sé que te preocupa el que nos puedan estar observando, pero eso no es todo. No querías darle tu palabra a Cardiel. ¿Por qué?</p> <p>—Porque tal vez no pueda cumplirla —susurró Morgan.</p> <p>—¿Que no podrás…? —replicó Morgan, y recordó a tiempo que no debía alzar la cabeza—. ¿Y por qué demonios no? ¿Qué sucede?</p> <p>Morgan se inclinó ligeramente hacia delante para espiar la puerta por detrás de Duncan y se volvió a posar sobre los talones.</p> <p>—Es por Derry. Supuestamente debía establecer contacto con nosotros o bien ayer por la noche, o bien esta noche. Cuando llegue el momento, estaremos en mitad de la ceremonia.</p> <p>—¡Demonios! —explotó Duncan, y se persignó al recordar que supuestamente debía estar orando con la cabeza gacha—. Alaric, no podemos escuchar la llamada de Derry en la catedral, ya le hemos prometido a Cardiel que no usaríamos nuestros poderes. Si nos descubren…</p> <p>Morgan asintió lentamente.</p> <p>—Lo sé. Pero no hay otra forma. Temo que algo le haya sucedido a Derry. Tendremos que arriesgarnos y esperar que nadie se dé cuenta.</p> <p>Duncan hundió el rostro en las manos y suspiró.</p> <p>—Tengo la sensación de que ya has pensado en esto antes. ¿Tienes un plan?</p> <p>Morgan inclinó la cabeza y se acercó a Duncan un poco más.</p> <p>—Sí. En la liturgia hay varias partes en las que no tendremos que dar respuestas, tanto en la ceremonia misma como en la misa que prosigue. Trataré de escuchar a Derry mientras tú vigilas. Si crees que pudieran descubrirme, romperé el contacto de inmediato. Puedes…</p> <p>Se detuvo y hundió la cabeza contra el pecho al oír que alguien corría el pestillo. Ambos hombres se persignaron y se pusieron de pie al ver que Cardiel entraba seguido de cerca por Arilan. Ambos lucían resplandecientes mantos violeta, báculos en las manos y mitras engastadas de joyas sobre las cabezas. Detrás, aguardaba una larga hilera de monjes con hábitos negros, que sostenían idéntica cantidad de velas encendidas.</p> <p>—Estamos listos para comenzar, si vosotros lo estáis —anunció Arilan.</p> <p>El satén violeta de la casulla reflejó el profundo azul violeta de sus ojos y, bajo la luz de las velas, lo convirtió en dos joyas fulgurantes que titilaban contra la luz fría de la amatista del anillo.</p> <p>Con una inclinación de cabeza, Morgan y Duncan se unieron a la procesión. Pronto sería de noche.</p> <p>Cuando Derry y sus captores llegaron a Cardosa, por fin, en los montes Rheljan ya se había cernido la oscuridad. Derry había sido atado sobre una montura, como si fuera un bulto o un saco. No se le permitió cabalgar con la espalda erguida como un hombre. Sin duda, la estrategia tenía el propósito de quitar al prisionero todo sentimiento falso de dignidad. Subió por el desfiladero en esa posición, con la cabeza caída a través del lomo del animal. Y, por momentos, fue una experiencia húmeda, fría y casi terrorífica. En ocasiones, los caballos debieron internarse en el agua casi hasta la cruz. Más de una vez, Derry viajó con la cabeza sumergida en el agua y debió tensar los pulmones hasta que casi le estallaron, mientras luchaba por no ahogarse. Llevaba las muñecas adormecidas y llagadas por las ásperas cuerdas de cuero que las apretaban y el frío y la falta de circulación le hacían sentir los pies como si fueran de plomo.</p> <p>Pero estos detalles ínfimos parecieron no perturbar a la escolta. No bien el grupo tiró de las riendas en un pequeño patio oscuro, cortaron los lazos que sostenían a Derry y lo empujaron rudamente para que cayera de la silla. El hombro herido se le había dormido durante la larga travesía a gachas y, cuando le ataron los brazos por delante nuevamente, el dolor casi lo hizo desmayarse. El fuego de la circulación que retornaba a los miembros endurecidos y torturados fue casi más de lo que pudo soportar y el sostén de los dos guardias que lo llevaron de los brazos le resultó una suerte de bendición.</p> <p>Trató de percatarse de su entorno, con la esperanza de que ello lo asistiese en su lucha contra el dolor. Estaba fuera de Esgair Ddu, el sombrío fuerte que, desde un promontorio, protegía la ciudad amurallada de Cardosa. Vio por encima de su cabeza las murallas desnudas que se erigían siniestras, mientras se obligaba a permanecer de pie, pero no le permitieron examinar el lugar con mayor detenimiento. Llegó un par de soldados con la librea blanca y negra de Furstan y lo separaron de la escolta original. Lo empujaron por un tramo de escaleras burdas y mohosas. Trató de seguir con la mente el recorrido, de trazar un mapa imaginario donde figuraran cada curva y cada estrecho pasadizo por donde lo obligaban a ir; pero los pies no le obedecían, estaba demasiado extenuado, sus dolores eran muchos y le resultó imposible mantener la atención debida. Cuando, por fin, llegaron a una puerta de hierro y uno de los hombres lo sostuvo para que el otro pudiese abrirla, se armó de todas sus fuerzas para no desvanecer. Nunca llegó a recordar cómo fue desde la puerta hasta el sillón tallado en que se vio sentado.</p> <p>Le ataron las muñecas a los brazos de la silla y le ajustaron correas de cuero alrededor de la cintura, del torso y de los tobillos. Luego, se marcharon. Lentamente, el dolor dejó paso a una fatiga pesada y entumecida. Por fin, Derry abrió los ojos y se obligó a inspeccionar la habitación.</p> <p>Parecía ser una de las mejores mazmorras de Esgair Ddu. A su izquierda, en una anilla que asomaba del muro, ardía una antorcha que derramaba su luz sobre el suelo. Vio que, aunque cubierto de heno, al menos no parecía enlodado. Y la paja era limpia. Las paredes no chorreaban agua ni se veían cubiertas de moho, lo cual era una bienvenida rareza, según su escasa experiencia con cárceles y mazmorras.</p> <p>Pero seguían siendo paredes de celda y, por todo adorno, tenían anillos de hierro en posiciones estratégicas, cadenas brillantes y pulidas por el uso y otros instrumentos, cuyo propósito Derry prefirió no imaginar. También distinguió un baúl de cuero bastante grande, contra la pared que se alzaba a su derecha. El objeto, vasto y siniestro, parecía fuera de lugar allí. Bajo la aldaba, se veía una cresta tallada, un emblema vagamente extraño ornamentado en oro contra la pátina oscura del cuero. Pero la luz era demasiado débil y el cofre se hallaba muy lejos, por lo que Derry no pudo estudiar el emblema con detenimiento. Sin embargo, creyó advertir que el baúl había sido colocado en la celda recientemente y no deseó conocer a su dueño. Se conminó a apartar los ojos del objeto y a proseguir su examen de la mazmorra.</p> <p>Entonces reparó en una ventana profundamente incrustada en la pared opuesta y que, bajo la tenue luz, casi le pasó inadvertida. En el mismo instante comprendió que le sería de poco provecho. Era alta y estrecha; del lado interior tenía un metro de ancho, pero, a medida que se hundía en la pared, se iba estrechando más hasta acabar por ser una abertura de veinte centímetros en el lado exterior del muro. En lugar de los barrotes de rigor, la ventana estaba protegida por una rejilla de hierro. Derry comprendió que, aunque pudiese quitarla, jamás lograría pasar el cuerpo por un hueco tan reducido. Además, si aún conservaba cierto sentido de la orientación, la ventana debía de dar a una pared rocosa cortada a pico, de abrupta caída. Aunque pasase por la ventana, no tendría dónde ir luego; salvo que, por supuesto, escogiera huir en otro sentido: las rocas que dormían al pie de Esgair Ddu podrían liberarlo figuradamente, llegado el caso.</p> <p>Derry suspiró y prestó atención al interior del recinto. De nada le serviría contemplar la suerte de libertad que le aguardaba fuera de la ventana, ya que jamás lograría atravesarla. Además, dejando a un lado las emociones estériles que el suicidio parecía infundirle, sabía que muerto no sería de ayuda a nadie. Si lograba subsistir a aquello que sus captores le tuviesen deparado, siempre le quedaba la posibilidad de escapar. Vivo, podría contarle a Morgan lo que había descubierto, antes de que fuera demasiado tarde.</p> <p>Al pensarlo, comprendió, atónito, que tenía el medio de comunicarse con Morgan, si tan sólo pudiera usarlo. El medallón de San Camber que Morgan le diera seguía aún en su poder, alrededor de su cuello. Mientras no se lo quitaran, tendría posibilidades de establecer contacto con Morgan según lo convenido.</p> <p>Hizo rápidos cálculos mentales y decidió que era hora de intentar la comunicación. Ni siquiera pensó en lo que podría suceder si fallaba. El hechizo daría resultado, pese a su estado y a su indefensión y aunque aún no supiera bien cómo hacerlo actuar.</p> <p>Respiró hondo para serenarse y oró para que se le concediera el tiempo necesario. Retorció el torso bajo las ataduras y trató de sentir el contacto del medallón contra la piel. Morgan le había dicho que la comunicación se establecía con la medalla entre las manos, mas como eso era impensable, tendría que confiar en que el medallón actuara mediante el solo roce contra el pecho.</p> <p>¡Ah! Sintió el medallón, tibio a la temperatura del cuerpo, descansando a la izquierda del torso. Si ese contacto bastara, si fuese tan poderoso como el de las manos…</p> <p>Derry cerró los ojos y trató de visualizar el medallón que pendía sobre su pecho. Imaginó que lo sostenía entre los dedos y creyó palpar bajo el pulgar derecho el relieve tallado de su superficie. Serenó la mente y dejó que por ella rodaran las palabras del conjuro que Morgan le había enseñado, mientras se concentraba en evocar el medallón de Camber en el hueco de su mano. Se sintió en los umbrales de ese trance onírico que acompañaba al hechizo y comenzó a abandonarse a sus frías honduras. Y, entonces, se puso en tensión por el ruido terrorífico de un pestillo que se corría y de los goznes que chirriaban a un lado de la puerta. Oyó unas botas que se acercaban y sofocó el impulso que quiso obligarlo a girar el cuello para mirar.</p> <p>—Muy bien. Yo me ocuparé de esto —dijo una voz culta y fría—. Deegan, ¿tenías algo?</p> <p>—Sólo este despacho del duque Lionel, Majestad —se oyó una segunda voz con un tono servil.</p> <p>Se escuchó un murmullo de asentimiento. Derry oyó el ruido quebradizo del lacre que se rompía y un ligero rumor de pergamino. Las voces habían traído consigo una lenta náusea en la boca del estómago: en Esgair Ddu había un solo hombre a quien podía llamársele Majestad. Mientras su mente reparaba en el siniestro detalle, alguien cruzó la puerta con otra antorcha que lanzó sombras deformes y burdas sobre las paredes de la mazmorra. A Derry se le erizó la piel de la nuca. Y sintió que el corazón rompía a latir como un caballo desbocado. Se dijo que las sombras no podían reflejar el verdadero aspecto de sus sueños y que su pánico se debía únicamente a las siluetas fantasmagóricas que producían las sombras. Pero, desde los confínes de su mente, algo le susurraba lo que para él ya era certeza: que uno de los hombres debía de ser Wencit de Torenth. Ya nunca podría establecer contacto con Morgan.</p> <p>—Yo me ocuparé de esto, Deegan. Déjanos ahora —ordenó la voz tersa.</p> <p>Se cerró un pergamino y se oyó un tintineo de cueros y de arneses. alguien debía de haberse vuelto para salir. Luego, los goznes chirriaron otra vez y el pestillo de hierro resonó nuevamente por dentro de la puerta. La luz de la antorcha se hizo más intensa a su izquierda, aunque tuvo la certeza de que alguien se le acercaba también por la diestra.</p> <p>Y el rumor ligero de pasos sobre el heno hizo resonar en la mente de Derry cientos de campanadas de alarma y de terror.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XII</p> </h3> <cita> <p>No te alejes de mí, porque la angustia está cerca, porque no hay quien ayude.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Salmos, 22:11</p> </cita> <p style="margin-top:5%">En la catedral de San Senan, en Dhassa, proseguía la reconciliación de los dos deryni arrepentidos. Después de entrar en la catedral en procesión, con los ocho obispos y un incontable número de monjes, sacerdotes y demás asistentes, Morgan y Duncan habían sido llevados solemnemente en presencia del obispo Cardiel, ante el cual declararon formalmente su deseo de ser recibidos nuevamente en la comunión de la Santa Madre Iglesia. Luego, se prosternaron sobre el peldaño inferior del altar y escucharon la recitación de las fórmulas de rigor de labios de Cardiel, de Arilan y de los demás.</p> <p>Fue un momento de concentración y, también, de peligro, pues ambos debían responder a menudo e intrincadamente a la liturgia hablada y entonada. Por fin, llegó un momento en que los penitentes no tuvieron mucho que decir ni hacer. Los dos evitaron mirarse cuando dos sacerdotes los condujeron hasta el alto escalón, delante del tramo final hacia el altar. Allí, se hincaron cuidadosamente sobre la alfombra, para escuchar, postrados, la parte siguiente de la ceremonia.</p> <p>—Oh, alma mía, bendice al Señor —recitó Cardiel— y no olvides sus gracias: quien perdona todas tus iniquidades, quien cura todos tus padecimientos, quien redime tu vida de la destrucción, quien corona tu…</p> <p>Mientras el obispo continuaba con su letanía, Morgan cambió de posición. Movió ligeramente la cabeza que tenía sobre las manos para poder ver el anillo con el Grifo. Y, mientras los obispos ejecutaban, absortos, sus papeles eclesiásticos, él buscó el contacto con Derry, aunque fuese fugaz. Si todo marchaba bien y lograba comunicarse, sería fácil convenir otro contacto para una hora posterior de la noche, cuando las circunstancias fueran menos arriesgadas.</p> <p>Abrió los ojos apenas y vio que Duncan lo observaba furtivamente, nadie parecía prestarles atención en ese momento. Tal vez tuviese cinco minutos. Esperó que fueran suficientes.</p> <p>Cerró los ojos, sintió el breve roce de la presencia de Duncan, que lo animaba, y entreabrió los párpados para enfocar la mirada en el sello del Grifo. Lentamente, permitió que sus sentidos excluyeran la lumbre de los cirios, las voces monótonas de los prelados, las dulzonas volutas de incienso que flotaban a su alrededor, el roce áspero de las alfombras que se extendían bajo su cuerpo. Luego, se encontró meciéndose en el primer estadio del trance de Thuryn y su mente se proyectó en busca de algún contacto efímero con la mente de lord Sean Derry.</p> <p>—Contra ti, sólo contra ti, he pecado y he cometido todo este mal en tu presencia, oh, Señor: que a la hora de hablar seas justo, y claro a la hora de juzgar… —decía Cardiel.</p> <p>Pero Morgan no lo oyó.</p> <p>Derry trató de que no se notara su temor cuando los dos hombres se le acercaron por la izquierda y por la derecha. El primero era alto, con expresión aguileña. Una terrible cicatriz le surcaba la nariz aristocrática hasta perderse en la barba y en el bigote prolijamente recortados. El cabello oscuro se teñía de plata en las sienes y, bajo la luz de la antorcha, sus ojos brillaban pálidos como la plata. Era el que llevaba la tea cuyas sombras espectrales tanto lo asustaran minutos atrás y quien, nuevamente, le infundió una ola de terror al volverse para situar la antorcha sobre una argolla, cerca de la primera.</p> <p>Pero ése no era Wencit. Lo supo instintivamente, tras lanzar una mirada al segundo hombre. El que pasó a su diestra para detenerse directamente ante la silla difería del de la cicatriz tanto como dos hombres podían diferenciarse: alto y anguloso, pero dotado de gracia; de cabello y bigote bermejos. Sus ojos celestes se posaron imperturbables sobre el joven que yacía inmovilizado ante él, en una silla. Wencit iba vestido informalmente, con un manto ondulante de seda ambarina sobre una túnica de satén del mismo matiz dorado. En la cintura, un ancho cinto de eslabones de oro, dentro del cual llevaba con cierto descuido una daga engastada de joyas. En los dedos largos y ascéticos refulgían numerosas sortijas; las únicas joyas que lucía. Bajo el ruedo de la larga túnica asomaban unas pantuflas de terciopelo pardusco, terminadas en punta y bordadas con hilos de oro. Derry no vio más armas que la daga; pero, curiosamente, esto lo inquietó en vez de aliviarlo.</p> <p>—Aja —habló el hombre. Era la misma voz que antes atribuyera a Wencit. Su terror creciente se afianzó—. Conque he aquí al ilustre lord Sean Derry. ¿Sabes quién soy?</p> <p>Derry vaciló y se permitió hacer una corta reverencia.</p> <p>—Espléndido —dijo Wencit, con tono demasiado amistoso—. No creo que conozcas a mi camarada: Rhydon de Eastmarch. El nombre tal vez te resulte familiar.</p> <p>Derry miró al otro hombre que, a su izquierda, se había reclinado contra la pared y le hizo un gesto de reconocimiento. Rhydon llevaba un atuendo similar al de Wencit, pero de color azul noche y plata en lugar de oro. El efecto sobre el hombre de negro cabello parecía infundir una impresión más siniestra aún. Rhydon resultaba ser el de temer y, por contraste, Wencit parecía una figura afeminada e inofensiva. Derry se dijo que no debía caer en la celada. Wencit era más pavoroso que diez Rhydon, por más fatal que fuera la reputación que este último tuviera como deryni de la más alta estirpe. No debía permitir que los dos le hicieran perder la compostura. El más temible de ambos sería Wencit.</p> <p>El rey miró a su prisionero durante largo rato. Advirtió la reacción de Derry ante Rhydon, sonrió y cruzó los brazos sobre el pecho. El ligero rumor de satén atrajo de inmediato su atención. Wencit dejó que otra sonrisa asomara a sus labios y comprobó que el gesto perturbó todavía más a Derry.</p> <p>—Lord Sean Derry… —enunció Wencit con tono divertido—. He oído muchas cosas de ti, mi joven amigo. Entiendo que eres el asistente militar de Morgan y que ocupas un lugar en el Consejo de la Regencia del pequeño rey Haldane. Aunque no en este momento, claro… —Vio que Derry se mordía los labios al escucharlo—. Sí, por cierto, he oído mucho sobre las proezas de lord Sean Derry. Parece que pronto estaremos en posición de saber si la rutilante reputación que posees es merecida. Hablame de ti, Derry.</p> <p>Derry trató de no dar paso a su ira, pero supo que fracasaría. Muy bien; que Wencit supiera que no le sería fácil. Si éste creía que le arrancaría la rendición sin lucha, él le…</p> <p>Wencit dio un paso hacia Derry y el joven se detuvo. Se obligó a enfrentar con osadía la mirada del hechicero, sin atreverse a respirar, y quedó sorprendido al ver que Wencit retrocedía ligeramente. Cuando notó que Wencit jugueteaba con la empuñadura de la daga en la cintura, el corazón le dio un vuelco.</p> <p>—Ya veo… —dijo Wencit. Extrajo la daga y la hizo girar entre los dedos con destreza—. Presumes de poder hacerme frente, ¿eh? Es justo advertirte de que tu conducta me complace. Después de todo lo que había oído de ti, comenzaba a temer que me decepcionaras. Detesto tanto que me defrauden…</p> <p>Antes de que Derry pudiese reaccionar, Wencit cruzó de dos zancadas la distancia que lo separaba de Derry y posó la punta de la daga contra el cuello del joven. Escrutó su rostro cuidadosamente en busca de la menor señal de terror mientras le presionaba la garganta, pero no la halló. Ni esperó hallarla. Con una ligera sonrisa, Wencit llevó la punta de la hoja hasta el primer lazo del jubón de cuero que llevaba Derry y cortó el tiento. El joven se sorprendió al ver que el cuero cedía, pero se obligó a permanecer imperturbable mientras Wencit descendía lentamente por la hilera de tientos y los iba cortando uno por uno.</p> <p>—¿Sabes, Derry? —Cortó uno—. A menudo me he preguntado qué tendrá Morgan para inspirar semejante lealtad en sus seguidores… —Cortó otro—. O Kelson y esos extraños predecesores de su estirpe Haldane… —Cortó otro—. No muchos hombres podrían estar aquí sentados, como tú… —volvió a cortar—, negándose a hablar, sabiendo las torturas que les aguardan… —Cortó—. Y, pese a ello, seguir siendo fieles a un hombre que está muy lejos y que nunca podría salvarlos de esto, aunque lo supiera.</p> <p>La hoja de Wencit se enganchó por detrás de otro tiento para cortarlo, pero algo metálico la detuvo. Wencit había llegado a mitad del torso y, entonces, enarcó una ceja con fingida sorpresa y levantó el rostro hacia Derry.</p> <p>—Pero ¿qué es esto? —preguntó, ladeando la cabeza con aire pensativo—. Mira, Derry, aquí hay algo que parece detener mi hoja, ¿no crees?</p> <p>Intentó hacer unos tajos descendentes con más intensidad, sin otro resultado que un tintineo metálico.</p> <p>—Rhydon, ¿qué crees que será?</p> <p>—No tengo ni idea, Majestad —dijo el hombre de cabello oscuro, incorporándose para ir hacia Derry.</p> <p>—Yo tampoco —susurró Wencit.</p> <p>Valiéndose de la daga, apartó el chaleco y hurgó hasta retirar una cadena de plata de gruesos eslabones. Los extremos desaparecían bajo la camisa del joven.</p> <p>Wencit lanzó una mirada indiferente a Derry y deslizó el extremo de la hoja por debajo de la cadena. Tiró lentamente hacia fuera hasta que asomó un pesado medallón de plata.</p> <p>—¿Una medalla santa? —preguntó Wencit, frunciendo las comisuras de la boca—. Qué conmovedor, Rhydon, la lleva cerca del corazón…</p> <p>Rhydon lanzó una risita.</p> <p>—Uno estaría tentado de preguntar qué santo cree que podría protegerle de vos, Majestad. Aunque, por supuesto, no hay santo que sea capaz de eso.</p> <p>—No, no lo hay —convino Wencit. Miró la medalla de reojo y la examinó más atentamente—. ¿San Camber?</p> <p>Sus ojos parecieron formar dos estanques color índigo al posarse nuevamente sobre los de Derry. El joven sintió que su corazón latía a destiempo. Con deliberada lentitud, Wencit se inclinó para recorrer la inscripción grabada alrededor del canto. Y leyó las sílabas con un dejo de sorna.</p> <p>—Sanctus Camberus, libera nos ab ómnibus malis… Líbranos de todo mal…</p> <p>Su mano se cerró con fuerza alrededor del disco de plata y tensó la cadena alrededor del cuello de Derry hasta acercar su rostro a centímetros del suyo.</p> <p>—¿Eres deryni, insecto? —murmuró Wencit con aspereza.</p> <p>Sus palabras le arrancaron un escalofrío—. Invocas a un santo deryni, mi imbécil amigo. ¿Crees que él podría protegerte de mí?</p> <p>Wencit retorció ligeramente la cadena y Derry sintió que se le constreñían las entrañas.</p> <p>—¿No me responderás, insecto?</p> <p>Los ojos terribles parecieron horadar la mirada de Derry. El joven lord de la Frontera apartó la vista con un estremecimiento. Oyó que Wencit resoplaba con desdén, pero no dejó que sus ojos volvieran a caer bajo el influjo de esa mirada espeluznante.</p> <p>—Entiendo —suspiró Wencit, con suavidad.</p> <p>La presión de la cadena se aflojó ligeramente alrededor del cuello de Derry, pero entonces, la mano del rey lanzó un tirón veloz como el rayo que le sacudió el cuello con violencia antes de que los eslabones de metal se partieran. Conteniendo el aliento, Derry miró al hechicero y la cadena rota que se derramaba sobre sus largos dedos blancos. La nuca le ardía con la fricción del roce metálico. Comprendió, con un nudo en el estómago, que Wencit poseía el medallón de Camber.</p> <p>Ya nunca podría resistir los ataques de Wencit. La magia había desaparecido. Estaba solo. Morgan nunca lo sabría.</p> <p>Tragó saliva con dificultad y, sin éxito, intentó serenar su corazón enloquecido.</p> <p>Mientras la monótona plegaria concluía, Morgan se despidió de las oscuras profundidades del trance y se obligó a abrir los ojos. Debía tener mucho cuidado: en poco tiempo tendría que ponerse de pie y proseguir con la ceremonia y con sus respuestas coherentes. Nadie debería darse cuenta de que, en los cinco minutos previos, había sucedido algo fuera de lo normal. Nadie debía sospechar.</p> <p>Pero creyó haber tomado contacto con una parte de la mente de Derry. No podía asegurarlo. Era como si Derry hubiese intentado comunicarse con él, aunque sin éxito. En ese momento preciso, sintió algo estremecedor, un destello de pánico que le enloqueció los sentidos. Morgan proyectó sus facultades más aún… y casi no pudo regresar.</p> <p>Se serenó, empleó uno de los sostenes deryni para sofocar la fatiga y se obligó a alzar la cabeza y a ponerse de rodillas mientras los sacerdotes intentaban ponerlo de pie. Vio que Duncan lo miraba cuando se incorporaba para quitarse el manto violeta que le cubría la túnica blanca y trató de lanzarle una mirada tranquilizadora. Pero Duncan comprendió que algo no marchaba bien. Leyó la tensión en el rostro de su primo mientras ambos se hincaban de rodillas nuevamente ante el altar principal. Morgan trató de recuperar la compostura y Cardiel comenzó otra oración.</p> <p>—<i>Ego te absolvo..</i>. Os absuelvo, Alaric Anthony y Duncan Howard, y os perdono y dispenso de toda herejía y cisma, y de todo juicio, censura y pesar por la causa cometida. Por lo tanto, os restituimos a la unión de nuestra Madre, la Santa Iglesia…</p> <p>Morgan juntó las manos en un gesto piadoso e intentó trazar un plan de acción. Había establecido contacto una vez, aunque fugaz; ahora sabía que tendría que intentarlo nuevamente y que algo muy grave le sucedía a Derry, dondequiera que estuviese.</p> <p>Pero ¿qué? ¿Y hasta dónde osaría ir allí, en los confines de una catedral?</p> <p>Los sacerdotes regresaron a su lado, para ayudarlo a ponerse de pie. A la izquierda, vio que Duncan recibía la misma ayuda. Fue hasta el primer peldaño que tenía ante sí y volvió a arrodillarse. Duncan hizo lo mismo a su lado. Delante de ambos, se erguía la figura de Cardiel. Ahora venía la imposición de manos: el momento culminante de la ceremonia. Morgan inclinó la cabeza y trató de aclarar su mente para que su respuesta no careciera totalmente de valor. Escuchó en boca de Cardiel las pretéritas frases, mientras el obispo descendía lentamente con las manos extendidas hacia sus cabezas.</p> <p>—<i>Dominus Sanctus, Patri Omnipotenti, Deus Aeternum..</i>. Santo Señor, Padre Omnipotente, Dios Eterno, que cubres la tierra con tu gracia, a quien tus sacerdotes postrados se dirigen y suplican que te dignes conceder el don de la misericordia y que perdones las ofensas y los pecados de estos, tus siervos, Alaric Anthony y Duncan Howard. Y que les confieras tu perdón como retribución a sus aflicciones; la dicha por su pesar; la vida por la muerte.</p> <p>Las manos de Cardiel se posaron ligeramente sobre sus cabezas.</p> <p>—Señor, concédeles que, aunque caídos de las alturas celestiales, puedan hallar el mérito de perseverar en pos de tu recompensa hacia la paz, hacia los divinos sitiales y hacia la vida eterna. <i>Per eumdem Dominum nostrum Jesum Christum Filium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti Deus, per omnia saecula saeculorum.., Amen.</i></p> <p>Se escuchó un gran murmullo de pies y toses. La congregación se puso en pie y Morgan y Duncan comenzaron a dirigirse a un lado del presbiterio. A continuación, se celebraría una misa especial de Acción de Gracias, para celebrar su regreso al rebaño de Dios. Morgan miró furtivamente a Duncan mientras ambos ocupaban, en el amplio reclinatorio, los lugares que deberían conservar durante la misa. Sus ojos buscaron los de su primo cuando ambos se hincaron de rodillas, el uno al lado del otro.</p> <p>—Algo sucedió —musitó Morgan, con voz apenas audible—. No sé qué, pero tendré que averiguarlo. Y, para poder hacerlo, debo internarme en niveles más profundos del trance. Si me alejo demasiado y pierdo la conciencia de lo que sucede aquí, hazme regresar. Utilizaremos la argucia de la que hablamos antes. Si es necesario, incluso me desmayaré.</p> <p>Duncan asintió ligeramente. Sus ojos severos recorrieron la catedral.</p> <p>—Muy bien. Haré lo que pueda para encubrirte. Pero ten cuidado.</p> <p>Morgan sonrió ligeramente. Posó las manos sobre los ojos y los cerró. Nuevamente, traspuso el primer nivel del trance de Thuryn y, casi de inmediato, se encontró internándose en zonas más y más profundas.</p> <p>Wencit abrió la mano y miró el medallón de Camber, se lo tendió a Rhydon y éste lo guardó en un estuche que llevaba en la cintura. El hechicero seguía sereno y compuesto, pero Derry creyó detectar una ligera nota de irritación e inquietud. La luz de las antorchas arrojaba reflejos cobrizos sobre el cabello de Wencit. En el juego de sombras y luces, Wencit parecía aún más malévolo y Derry no pudo sino comprender que estaba jugándose la vida. El pensamiento lo templó más que ninguna otra cosa: no le quedó la menor duda de que Wencit lo mataría sin pestañear si su muerte se avenía a sus propósitos. Sintió que los ojos del rey volvían a posarse sobre su rostro y se obligó a devolverle la mirada. Deseó que su creciente temor se desvaneciera.</p> <p>—Bien… —comenzó Wencit, impregnando sus palabras de una calma siniestra—. Me pregunto qué debemos hacer con este fisgón, Rhydon… Con este espía que se ha metido en nuestros dominios. ¿Lo matamos?</p> <p>Apoyó ambas manos en los brazos de la silla donde habían atado a Derry y acercó su rostro a centímetros del de su prisionero.</p> <p>—O quizá debamos arrojarlo de alimento a los caradotes —prosiguió Wencit, con tono coloquial—. ¿Sabes qué es un caradote, pequeñín? Me temo que en tu educación ha sido un tema ausente. Este Morgan se mostró muy indolente, por lo que veo. Muéstrale un caradote, Rhydon.</p> <p>Con una breve reverencia, Rhydon se acercó hacia la izquierda de Derry y adoptó una expresión sumamente grave. Con el índice, trazó unos dibujos en el aire mientras Wencit se situaba detrás de la silla, a la derecha de Derry. Al tiempo que trazaba los signos, Rhydon musitó unas palabras en lengua desconocida y pronunció por lo bajo las sílabas de un antiguo conjuro. Ante las yemas de sus dedos, el aire estalló. Se esparció por el lugar un ofensivo olor a plomo fundido.</p> <p>Entonces, Derry vislumbró una criatura asomada de los infiernos: un ser aullante, de fauces terroríficas, verdes, púrpuras y cubiertas de coágulos, de dientes voraces y filosos y tentáculos ondulantes que buscaban ávidamente sus ojos, cada vez más cerca.</p> <p>Derry aulló, apretó los párpados con fuerza y se retorció convulsivamente entre los lazos que lo apresaban. Creyó sentir el hálito inmundo y ácido de la bestia contra su rostro. Escuchó el rugido de la criatura y sintió que el olor a plomo caliente le doblegaba el sentido del olfato.</p> <p>Entonces, se produjo un repentino silencio mortal y sopló una brisa fresca. Supo que el monstruo había desaparecido. Abrió los ojos y se encontró con que Wencit y Rhydon lo miraban con perversa diversión. Los ojos plateados de Rhydon seguían nublados por el velo de un oscuro poder imposible de nombrar. Derry los miró, horrorizado, mientras la respiración retornaba en espasmos entrecortados y violentos. La boca de Rhydon se curvó con ligera irritación antes de abrirse en una sonrisa condescendiente. Se dirigió a Rhydon, con una reverencia informal.</p> <p>—Gracias, Rhydon.</p> <p>—Fue un honor, Majestad.</p> <p>Derry tragó saliva con dificultad, sin atreverse a hablar, y trató, en cambio, de aquietar el temor disparatado que seguía mordisqueándole los confines de la mente. Se dijo que sus captores no permitirían que esa criatura lo devorase hasta arrancarle lo que querían saber de él. Pero de nada le valió. Con esfuerzo, pudo ir serenando la respiración. La cabeza le latía por el control que había tenido que ejercer.</p> <p>—Así que, mi querido amigo —dijo Wencit melosamente, posando una vez más las manos sobre la silla de Derry—, ¿te entregamos al caradote? ¿O buscamos para ti algún destino más provechoso? Tengo la impresión de que nuestra mascota no ha sido de tu agrado… aunque tú si le gustaste a ella.</p> <p>Derry volvió a tragar saliva y sofocó una oleada de náusea. Wencit lanzó una carcajada.</p> <p>—¿No se lo damos al caradote? ¿Qué piensas tú, Rhydon?</p> <p>El otro habló con voz fría y elegante.</p> <p>—Entiendo que podríamos encontrarle un destino más apropiado, Majestad. Este pasatiempo me agrada tanto a mí como a vos, pero no debemos olvidar que lord Sean Derry es hijo de un conde; un hombre de noble cuna. No merece ser carroña para el caradote, ¿no estáis de acuerdo?</p> <p>—Pero la bestia parecía tan enamorada de él… —protestó Wencit, con la risa en los ojos, mientras Derry se replegaba contra el respaldo de la silla—. Sin embargo, debo reconocer que tienes razón. Lord Sean Derry me es un patrimonio mucho más valioso con vida que muerto. Aunque, antes de que concluya la noche, él querrá que sea a la inversa.</p> <p>Cruzó los brazos sobre el pecho y miró a Derry, con una sonrisa indulgente.</p> <p>—Comenzarás por decirnos todo lo que sabes sobre las fuerzas de Kelson, militares y secretas. Y, cuando hayas terminado con eso, nos dirás todo lo que debamos saber sobre ese tal Morgan.</p> <p>Derry se irguió, indignado. Sus ojos azules centellearon desafiantes.</p> <p>—Jamás! ¡Nunca traicionaré a…!</p> <p>—¡Suficiente!</p> <p>Wencit atravesó a Derry con esa sola palabra. Se inclinó hacia él con terrible intensidad. Por un instante, la mirada dio en el blanco y los ojos temibles se hundieron en los de Derry como dos estanques de líquidos zafiros. Pero Derry apartó la vista y sacudió la cabeza con desesperación. Sabía —sin saberlo— que Wencit había intentado arrancarle la verdad, leyéndole la mente. No pudo soportar el contacto de esa mente extraña.</p> <p>Se atrevió a entreabrir los ojos apenas y vio que Wencit se erguía, ligeramente sorprendido y con las cejas rojizas unidas en un gesto de contrariedad. El hechicero lo midió un instante y, luego, fue hasta la pared opuesta, donde descansaba el baúl cubierto de cuero. Levantó la tapa y buscó un largo rato hasta encontrar lo que buscaba. Se irguió y giró sobre sus talones. En la mano llevaba un pequeño frasco de cristal lleno de un líquido blanco y opaco. Tomó otro frasco —éste, de arcilla— y vertió en el otro cuatro gotas doradas de un líquido translúcido. El fluido opalino se convirtió en una sustancia de vertiginoso y refulgente color rojo, como si fuera sangre luminosa. Wencit lo miró bajo la lumbre de la antorcha. Regresó hacia su cautivo, mientras agitaba el contenido del frasco con un movimiento circular de la mano.</p> <p>—Es una lástima que hayas decidido no cooperar, mi joven amigo —dijo Wencit. Puso un codo en el respaldo de la silla y sostuvo el frasco a la luz, para admirar el color—. Pero, en fin, supongo que no tienes más alternativa que yo. Ese Morgan y su principito advenedizo te han protegido bien. Sólo que, lamentablemente, los poderes deryni conferidos están sujetos a idénticas limitaciones que los innatos. Lamentablemente, para ti, por supuesto. El contenido de este frasco te despojará de toda resistencia.</p> <p>Derry tragó saliva. Tenía la garganta seca. Fijó la vista sobre el fluido.</p> <p>—¿Qué es? —alcanzó a murmurar.</p> <p>—Ah… La curiosidad no ha muerto, después de todo… Pero, a decir verdad, cuando te lo haya dicho sabrás poco más que antes de preguntar. El <i>merasha</i> es bastante conocido, aunque el resto… —Contuvo una risilla cuando Derry apretó los dientes, atormentado—. Veo que has oído hablar del <i>merasha</i>, ¿eh? No importa. Rhydon, sosténle la cabeza.</p> <p>Derry giró la cabeza violentamente en busca del otro deryni, pero demasiado tarde. Las manos de Rhydon le habían inmovilizado la cabeza con la fuerza del hierro. Estaba brutalmente sujeto contra el pecho de Rhydon. Este conocía bien los puntos de presión y los punzó sin vacilar. Derry sintió que la boca se le abría, sin que pudiera hacer nada por impedirlo.</p> <p>El fluido carmesí le corrió por la garganta, le calcinó la lengua. Luchó con todas sus fuerzas por no tragarlo. Sintió que una negrura se abatía sobre él cuando otra intervención de Rhydon lo obligó a tragar. Entonces, pese a su férreo empeño por evitarlo, tuvo que deglutir. Le soltaron la cabeza e irrumpió en una tos frenética e ingobernable.</p> <p>Tenía la lengua adormecida. En la boca, sentía un sabor metálico y desabrido. Los pulmones le ardían con la llamarada del líquido que había pasado tan cerca. Tosió y sacudió la cabeza para despejarla. Trató de imponerse un vómito que no obedeció a su voluntad y, a medida que la tos fue cediendo y que el fuego se extinguió, sintió que la vista comenzaba a nublársele. Un rugido furibundo resonó en sus oídos, como si el viento más indómito de la tierra quisiese arrancarlo del tiempo y del espacio. Ante sus ojos, se abrió un despliegue de colores que se encendían y fusionaban. Y, entonces, todo pareció oscurecerse.</p> <p>Trató de alzar la cabeza, pero el esfuerzo lo superó. Trató de enfocar los ojos, pero le fue imposible. Vio las puntas de las pantuflas de Wencit al lado de su silla, cuando la cabeza le colgó impotente a la derecha. Oyó que esa voz aborrecida murmuraba algo que debiera haber sido capaz de entender, mas no pudo.</p> <p>Y la oscuridad se cernió sobre él.</p> <p>La catedral se había ido sumiendo en el silencio a medida que la misa se acercaba a su punto culminante. Morgan trató desesperadamente de regresar a la conciencia. Había captado fugazmente la oscuridad un segundo antes de que se abatiera sobre Derry, aunque no logró reconocer su origen. Supo que debía de relacionarse con Derry y que algo marchaba terriblemente mal.</p> <p>Pero no pudo descubrir nada más. En ese instante de terror, el esfuerzo por regresar lo tensó y, al salir por fin del trance de Thuryn, tuvo que apoyarse ligeramente sobre el reclinatorio. Duncan lo sintió vacilar y le lanzó una mirada furtiva al tiempo que intentaba permanecer indiferente.</p> <p>—¿Alaric, estás bien? —preguntó. Sus ojos azules le dijeron: «Finges, o es auténtico?»</p> <p>Morgan tragó saliva y meneó la cabeza. Trató de repeler la fatiga, pero la reciente extenuación, sumada a la falta de alimento, habían devastado sus fuerzas. Sabía que, con el tiempo, lograría reponerse; pero allí, rodeado de hombres que no tardarían en sospechar, se vio envuelto en una situación irremediable. Volvió a descansar el cuerpo sobre los talones y se apoyó pesadamente contra el cuerpo de Duncan mientras otra oleada de vértigo se apoderaba de él. Sabía que no podría mantener a raya la oscuridad durante mucho tiempo más.</p> <p>Duncan miró a los obispos, varios de los cuales comenzaban a mirar hacia ellos. Se acercó al oído de Morgan.</p> <p>—Nos miran, Alaric. Si de veras necesitas ayuda, dímelo. Los obispos se… Oh, oh, Cardiel ha detenido la misa y viene hacia aquí.</p> <p>—Entonces, hazte cargo —susurró Morgan. Cerró los ojos y nuevamente se meció—. Voy a desmayarme… —Tragó saliva—. Ten cuida…</p> <p>Se desplomó sobre el hombro de Duncan y cayó inerte. Duncan le puso la cabeza en el suelo y la mano sobre la frente. Alzó la vista y miró a Cardiel, a Arilan y a dos de los otros obispos, quienes lo miraban con distintos gestos de preocupación. Duncan comprendió que tendría que distraer la atención rápidamente.</p> <p>—Es el ayuno. No está acostumbrado —Se inclinó sobre su primo para aflojarle las ropas en el cuello—. ¿Alguien podría traer un poco de vino? Necesita algo en el estómago.</p> <p>Enviaron a un monje por el vino. Duncan cambió de posición y trató de sondear la mente de Morgan. En efecto, se había desmayado de veras. De eso ya no tenía dudas. El rostro estaba pálido y el pulso era veloz e irregular. La respiración, poco profunda. Tarde o temprano volvería en sí por sus propios medios, pero Duncan no se atrevió a prolongar la situación más de lo necesario. Cardiel se había hincado de rodillas a su lado, para sujetar la muñeca de Morgan. Varios de los barones, generales y nobles que había cerca del presbiterio habían abandonado sus lugares y aguardaban expectantes en las naves, con las manos en las empuñaduras de las espadas. Había que tranquilizar a esos hombres o tendrían problemas.</p> <p>Con expresión de auténtica zozobra, Duncan tomó la cabeza de Morgan entre las manos, como para mirarlo más de cerca, y le aplicó el conjuro deryni para repeler la fatiga. Sintió que la mente de Morgan se agitaba mucho antes de que su cuerpo respondiese. Por fin, Morgan lanzó un gemido y movió la cabeza a un lado. Los párpados le aletearon a medida que la conciencia retornó. Apareció un monje con una cesta de vino. Duncan posó la cabeza de su primo en una rodilla para acercarle la bebida a los labios. Y Morgan abrió los ojos lentamente.</p> <p>—Bebe esto —le ordenó Duncan.</p> <p>Morgan asintió, dócil, y dejó que le acercaran el vino, para beber unos tragos. Con ambas manos, sostuvo la cesta que le ofrecía Duncan y, luego, se pasó una mano por los ojos, como si quisiese apartar un recuerdo ingrato. La otra mano se contrajo imperceptiblemente sobre la de Duncan y éste supo que el peligro había cesado. Una vez más, Morgan era dueño de sí. Tomó otro sorbo de vino, lo paseó por la boca y lo encontró demasiado dulce. Apartó la cesta a un lado y se incorporó. Los obispos se inclinaron sobre él con una mezcla de preocupación, sospecha e indignación. Varios de los nobles se aproximaron al altar a escuchar la explicación de Morgan.</p> <p>—Debéis perdonarme, señores. Ha sido una torpeza por mi parte —murmuró. Dejó que la verdadera fatiga impregnara sus palabras de vacilación—. Me temo que no estoy acostumbrado a ayunar…</p> <p>Dejó que su voz se perdiera, tragó con esfuerzo, con la mirada baja, y los obispos asintieron. Comprendían la reacción a la falta de alimento. Bajo la tensión de los tres días pasados, no era enteramente improbable que el duque de Corwyn se desvaneciera durante la misa. Cardiel tocó ligeramente el hombro de Morgan con aire condescendiente y se dirigió a los nobles y barones para tranquilizarlos. Arilan permaneció mirándolos durante varios segundos mientras volvían a arrodillarse, y sólo regresó a su sitio cuando vio que Cardiel remontaba una vez más los peldaños del altar. Morgan y Duncan se percataron de esta vacilación y cambiaron miradas cautelosas cuando la misa volvió a su curso. Desde ese momento hasta el final, no se produjo ningún otro inconveniente. Los dos penitentes recibieron la comunión y fueron recitadas las últimas plegarias. Finalmente, el pueblo y los prelados abandonaron la catedral. Cardiel, Arilan y los dos deryni se marcharon a la sacristía. Arilan se retiró a la capilla de vestimenta con toda pompa mientras los otros prelados terminaban sus quehaceres en la sala y se iban alejando. Sólo entonces regresó junto a ellos, se quitó la mitra, fue lentamente hacia la puerta y corrió el pestillo.</p> <p>—¿Hay algo que queráis decirme, duque de Corwyn? —preguntó fríamente, sin volverse hacia ellos, con la vista sobre la puerta.</p> <p>Morgan lanzó una mirada a Duncan, otra a Cardiel. El obispo aguardaba en un rincón, de pie, sumamente incómodo.</p> <p>—No creo comprender bien lo que queréis decir, mílord —replicó Morgan con cautela.</p> <p>—¿Es habitual que el duque de Corwyn desfallezca durante la misa? —preguntó Arilan. Giró sobre los talones y clavó sus ojos azul violeta sobre Morgan.</p> <p>—Como he dicho, milord, no estoy acostumbrado al ayuno. En mi familia no es algo que se estile. Y las horas pasadas que hemos vivido durante los últimos tres días, el escaso sueño, la falta de comida…</p> <p>—¡No constituyen una excusa aceptable, Alaric! —estalló el obispo. Se acercó a Morgan—. ¡Esta noche, has roto tu palabra! Nos has mentido. Usaste tus poderes deryni en la misma catedral, pese a que os lo habíamos prohibido a ambos. ¡Espero que puedas darnos una explicación debidamente apropiada!</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XIII</p> </h3> <cita> <p>Porque asentaré campo contra ti en derredor; y te combatiré con ingenios; y levantaré contra ti baluartes.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Isaías, 29:3</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Imperturbable, Morgan sostuvo la mirada fría de Arilan durante varios segundos y asintió lentamente.</p> <p>—Sí. Esta noche usé mis poderes; realmente no tuve otra alternativa.</p> <p>—¿No tuviste alternativa? —repitió Arilan—. Te atreviste a arriesgar toda esta ceremonia, fruto de semanas de cuidadosa deliberación, ¿y dices que no tuviste alternativa?</p> <p>Miró fijamente a Duncan.</p> <p>—Y tú, Duncan, como sacerdote, habría pensado que tu palabra tenía más valor. ¿Tú tampoco tuviste alternativa?</p> <p>—Hicimos lo que había que hacer, Eminencia. Si no hubiese existido una grave causa, no habríamos pensado siquiera en romper nuestras promesas.</p> <p>—Si hubiera existido una grave causa, tendría que habérseme informado. Para que Cardiel y yo podamos conducir este movimiento sin tropiezos, debemos saber lo que ocurre. No podemos permitir que ambos toméis decisiones vitales sin nuestro conocimiento.</p> <p>Morgan contuvo una oleada de ira con gran esfuerzo.</p> <p>—Os lo habríamos dicho en su debido momento, milord. En realidad, era una decisión que nos incumbía a nosotros. Si vos fueseis deryni, lo comprenderíais!</p> <p>—¿Ah, sí? —suspiró Arilan.</p> <p>Sus ojos adquirieron un brillo opaco y distante.</p> <p>Se volvió bruscamente y entrelazó sus manos. Morgan le lanzó una mirada fugaz a Duncan y, al hacerlo, no pudo evitar que sus ojos repararan en Cardiel. El obispo estaba blanco y demudado, tenía la faz del mismo color que el alba que acababa de quitarse. Volvió a mirar a Arilan. Antes de que Morgan pudiera sopesar la reacción extraña del prelado, éste giró sobre los talones y, en dos zancadas, se detuvo ante el general, con una mirada penetrante y las manos en las caderas.</p> <p>—Muy bien, Alaric. No había pensado decírtelo aún, pero quizá sea el momento, después de todo. Supongo que no pensarás que Duncan y tú sois los únicos deryni en el mundo.</p> <p>—¿Los únicos deryni…? —Morgan se detuvo. De pronto comprendió por qué Cardiel miraba a su compañero con semejante expresión—. Vos…</p> <p>Arilan asintió.</p> <p>—Así es. También yo soy deryni. Ahora me dirás por qué razón no entendería lo que hicisteis esta noche.</p> <p>Morgan se había quedado sin palabras. Sacudió la cabeza con incredulidad y retrocedió unos pasos hasta encontrar una silla detrás de sus rodillas. Se sentó con gusto, incapaz de apartar los ojos del obispo deryni. Duncan, a un lado, miraba a Arilan y asentía lentamente, como si uniera piezas de un rompecabezas que hubiese tenido ante los ojos durante largos años sin comprender que el conjunto formaba una imagen. Cardiel no dijo nada. Con una ligera sonrisa, Arilan se volvió y comenzó a quitarse la vestimenta, mientras los miraba a todos por el rabillo del ojo.</p> <p>—¿Acaso nadie piensa hablar? Duncan, tú tienes que haberlo sospechado. ¿Tan buen actor soy?</p> <p>Duncan meneó la cabeza. Trató de que en sus palabras no se filtrara la menor acritud.</p> <p>—Eminencia, sois de los mejores que he visto. Sé por propia experiencia cuan difícil es vivir fingiendo y mantener el secreto que vos y yo hemos guardado. Pero, decidme, ¿nunca os molestó permanecer mudo, mientras nuestro pueblo sufría y moría por la falta de vuestro apoyo? Arilan, podíais haber ayudado a muchos deryni. Y, sin embargo, no hicisteis nada.</p> <p>Arilan bajó la vista. Se quitó la estola y la llevó a los labios antes de responder.</p> <p>—Actué hasta donde me atreví, Duncan. Deseé haber podido intervenir más, pero ser deryni y sacerdote no es asunto fácil, como seguramente sabrás. Hasta donde sé, tú y yo somos los únicos deryni consagrados en siglos enteros. No me atreví a poner en riesgo el bien mayor que podría hacer luego mediante una actitud prematura. Espero que puedas comprenderlo.</p> <p>Duncan permaneció en silencio. Arilan se detuvo y le puso una mano comprensiva sobre el hombro.</p> <p>—Sé lo que has pasado, Duncan. Pero no todo será siempre así.</p> <p>—Tal vez tengas razón. No lo sé.</p> <p>Con un suspiro paciente, Arilan devolvió su atención a Morgan, quien no se había movido. Durante el diálogo entre ambos sacerdotes, él había recuperado la serenidad. Lanzó a Arilan una mirada casi desafiante. Arilan lo comprendió de inmediato y se acercó a la silla del general.</p> <p>—¿Tan difícil es confiar, Alaric? Sé que tu camino tampoco ha sido fácil. Los sacerdotes no ejercemos el monopolio del pesar.</p> <p>—¿Y por qué debería fiarme de vos? —dijo Morgan—. Nos engañasteis antes. ¿Por qué no otra vez? ¿Qué seguridad tenemos de que no nos traicionaréis?</p> <p>—Sólo mi palabra —Arilan sonrió tristemente—. Mejor dicho, hay otra forma. ¿Por qué no me dejas mostrarte que debes fiarte de mí, Alaric? Déjame compartir contigo un poco del otro lado, si no tienes miedo. Te sorprenderá lo que vas a ver.</p> <p>—¿Vais… a entrar en mi mente? —Morgan contuvo el aliento.</p> <p>—No. Tú penetrarás en la mía. Inténtalo.</p> <p>Morgan pareció vacilar pero, sin pensarlo, Arilan se puso de rodillas delante de él y posó una mano suavemente sobre el brazo de la silla. No hubo contacto físico entre ellos, condición que Morgan siempre había creído esencial para el primer contacto mental entre desconocidos. Pero Arilan no parecía creer que ello fuese necesario. Morgan proyectó sus sentidos con vacilación y, de pronto, se encontró dentro de la mente de Arilan, flotando sin esfuerzo por los recintos luminosos de un intelecto ordenado, a cuya fascinación no fue capaz de sustraerse. Vislumbró la vida de Arilan como joven seminarista, en su primera parroquia, en las cámaras de la Curia durante el pasado mes de marzo, oponiéndose al Interdicto. ¡Cuánto había allí que no había imaginado siquiera!</p> <p>Se encontró fuera nuevamente y, ante sus ojos, halló los de Arilan, que lo miraban serenamente. Sin decir palabra, el obispo se puso de pie y prosiguió quitándose las vestiduras. Por fin, se quedó con su familiar sotana y el manto púrpura. Volvió a enfrentar la mirada de Morgan, con aire totalmente calmo y cotidiano, como si nada hubiese sucedido.</p> <p>—¿Vamos ya? —dijo tranquilamente. Fue hasta la puerta y descorrió el pestillo.</p> <p>Morgan asintió con aire avergonzado y se puso de pie. Duncan y Cardiel los siguieron en silencio hacia la puerta.</p> <p>—Y, mientras andamos, nos diréis qué sucedió esta noche en la catedral —agregó Arilan, abriendo los brazos para incluirlos en un abrazo fraternal—. Después, será mejor que nos marchemos a descansar. Saldremos no bien salga el sol y no querremos hacer esperar a Kelson.</p> <p>Dos días más tarde, Kelson recibía el homenaje de los obispos rebeldes en Dol Shaia. Se prosternó para que le concedieran la absolución formal que lo liberaría de la falta por haberse relacionado con los otrora herejes y excomulgados. Dos días después, llegaron a las puertas de Coroth.</p> <p>Curiosamente, Kelson no se mostró muy sorprendido al saber que Arilan era deryni. En el mismo instante en que Morgan, Duncan y los obispos rebeldes llegaron hasta él, supo que algo de vital importancia había cambiado. Fuera de Cardiel, ninguno de los demás obispos conocía la verdadera identidad de Arilan. Pero, a pesar de ello, se dirigían a él de un modo distinto, en oposición a Cardiel, casi como si sintieran su poder sin tener conciencia de su naturaleza.</p> <p>Kelson, habituado a estudiar las sutiles inflexiones de la palabra y de los gestos, notó incluso un ligero cambio de actitud por parte de Morgan y de Duncan hacia Arilan. Algo que, en virtud de su profundo conocimiento de ambos, no alcanzó a expilcarse, así que, cuando Arilan se lo confesó, le fue sencillo dar cuenta de la información, casi como si la identidad de Arilan fuese un hecho antiguo y conocido. Esta fácil aceptación actuó en su favor. Cuando el ejército real vislumbró las murallas de Coroth, a la tarde siguiente, los cuatro deryni habían formado un equipo. Kelson tiró de las riendas en lo alto de un promontorio, con expresión segura y tranquila, y, desde allí, observó a sus tropas situarse alrededor de la ciudad sitiada de Morgan.</p> <p>Al avanzar rumbo a Coroth, habían desbaratado varios grupos de jinetes vestidos con el atuendo gris de los rebeldes; de modo que, cuando la primera expedición real avanzada avistó la ciudad, todo efecto sorpresivo que el enemigo pudiese haberles causado había quedado reducido a la nada. La planicie adyacente a Coroth se veía vacía, desierta. La brisa crepuscular mecía el mar de hierba, creando un ondulante océano verde claro. Al sudeste, siguiendo una anchurosa lengua de aguas que penetraba en la tierra, hallaron el manto encrespado del mar, verde y plata bajo el sol de la tarde, envuelto en la bruma costera. El aire sabía a sal y al aroma ligeramente acre de las algas en descomposición. Los estercoleros del castillo parecían fundirse con los vahos salobres de la vegetación marina.</p> <p>Kelson contempló la escena durante varios minutos, y escrutó los blancos muros de la fortificación, la vasta planicie despoblada, las dunas de arena desnudas, cuyos únicos habitantes eran las tropas reales, que avanzaban presurosas. Al noroeste, lejos, vio las banderas violáceas del regimiento llamado Pie de Josué, que respondía a las órdenes de Cardiel. Lo estandartes de guerra pronto cedieron paso a las espadas y, luego, a soldados de infantería, armados con altos escudos en forma de pandorga. Iban hacia el promontorio.</p> <p>A su izquierda, los valientes arqueros Haldane de su tío Nigel tomaban posiciones en un punto estratégico sobre un cúmulo de dunas. Los tamborileros del regimiento, vestidos con el atuendo a rayas verde y violeta de los bajíos, repicaban una marcha compleja y veloz, agitando los palillos sobre la cabeza y lanzando gritos ocasionales mientras marcaban el ritmo con las botas. Por cada arquero había un soldado de infantería, con espada y escudo, cuya misión consistía en proteger al arquero durante las lluvias de flechas enemigas. Todos los hombres del regimiento lucían al frente de los cascos de cuero el penacho de plumas verdes y violetas del Cuerpo de Arqueros Haldane.</p> <p>A espaldas de Kelson, aguardaba la flor y nata de la caballería de Gwynedd: caballeros, escuderos, pajes y soldados que, veloces, buscaban sus posiciones detrás de su rey. Sobre las cabezas de los nobles flameaban los estandartes de los lores de Horthness, Varian, Lindestark, Rhorau, Bethenar y Pelagog. Eran los adalides de las familias más nobles de Gwynedd, vastagos de la más rancia estirpe leal a la Corona a lo largo de la historia del reino, desde la fundación de los Once Reinos. A la derecha, se veía la bandera de Morgan, con el Grifo ondulante, allí donde el general discutía ciertos detalles estratégicos. Y también se acercaba Duncan: un escudero portaba su bandera de leones durmientes y rosas, ornamentada con el lambel rojo de tres puntas que lo distinguía como heredero de Cassan y Kierney, tras la muerte de su hermano Kevin. Duncan llevaba un arnés de combate. Se unió a Kelson en lo alto del promontorio y el rey vio que, en medio del tartán de los McLain y de la armadura, lo único que señalaba su rango sacerdotal era una gran cruz de plata que pendía sobre su pecho. Saludó al rey con un gesto al tirar de las riendas y se volvió para ver que Morgan venía hacia ellos montado en su corcel. La bandera del Grifo se unió a la del león durmiente y las rosas, y se sumó al León de Gwynedd. No tardó en agregarse la bandera episcopal de Rhemuth, que señalaba a Arilan, y la de Dhassa, que identificaba a Cardiel. Cerca, venía al galope el estandarte de Nigel: un león creciente y a la carga.</p> <p>—Y bien, Morgan, ¿qué piensas? —preguntó Kelson. Se quitó el casco y, con una mano enguantada, se sacudió el cabello húmedo y despeinado—. Eres quien mejor conoce las fuerzas de tu propia ciudad. ¿Podremos tomarla?</p> <p>Morgan suspiró y se acomodó en la silla, con los brazos cruzados sobre la alta perilla labrada.</p> <p>—No quisiera abordar un ataque por la fuerza, Majestad. Con tiempo y con los instrumentos apropiados, podríamos abrir una brecha en cualquier muro. Preferiría recuperar mi ciudad intacta, desde luego, pero comprendo que tal vez eso no sea posible. Nos falta tiempo.</p> <p>Arilan miró con ojos sesgados el sol que se ponía, apenas visible tras el manto de bruma. Giró sobre la montura y miró a Kelson. El cuero crujió bajo su peso y su capa de obispo lanzó un destello de fuego bajo la luz crepuscular. Bajo los mantos de clérigos, él y Cardiel llevaban mallas y armaduras: eran dos obispos guerreros, dispuestos a luchar por la Iglesia Militante. Los ojos inquisidores de Arilan buscaron los de Kelson.</p> <p>—Majestad, oscurece. A menos que deseéis emprender un combate nocturno, deberíamos comenzar los preparativos para acampar.</p> <p>—Tienes razón. Ya es muy tarde para que ataquemos hoy. —Kelson apartó una mosca de las orejas del caballo—. Pero quisiera conferenciar con ellos. Hay una posibilidad, aunque remota, de que podamos llegar a un acuerdo sin tomar las armas.</p> <p>—Más que remota, mi príncipe —replicó Duncan—. Ni lo sueñes mientras Warin tenga voto en la decisión. Ese hombre está poseído por un odio irracional contra los deryni. Hará falta mucho para convencerlo.</p> <p>Kelson frunció el ceño.</p> <p>—Lo sé, mas debemos intentarlo, de todas formas. Cardiel, llama al resto de los obispos para que se reúnan con nosotros al frente de las filas. Morgan y padre Duncan, quisiera que hicierais correr la voz de que esta noche acamparemos aquí; que los hombres vayan iniciando las tareas. Antes de que intentemos conferenciar, será mejor que dispongáis a los centinelas. No quisiera que las tropas del borde fueran hostigadas durante la noche por patrullas rebeldes.</p> <p>—Sí, majestad.</p> <p>Desde lo alto de los muros, las actividades del ejército real eran seguidas por otros ojos. En el refugio de un merlón, cerca del gran rastrillo de la puerta del castillo, Warin de Grey y varios de sus tenientes escudriñaban desde las murallas y observaban las maniobras del enemigo. Veían los estandartes de los nobles que se congregaban y tomaban nota de los cientos de soldados que parecían apostarse en la planicie a los pies del castillo.</p> <p>Warin no tenía el aspecto que uno supondría en el hombre que había logrado poner de rodillas ante sí a medio ducado de Corwyn. Era de mediana estatura, cabello muy corto y barba de un color pardo indefinido. Llevaba túnica y gorro gris, y gris era el manto que le cubría los hombros estrechos. La monotonía sólo era quebrada por el severo halcón negro y blanco que llevaba tachonado sobre el pecho de la chaqueta de cuero. En el cuello, en las muñecas y en las espinilleras de las piernas, asomaba el brillo del acero, pero conservando el tinte opaco y satinado del color gris. En ese hombre al que llamaban lord Warin sólo sobresalían los ojos: eran los de un místico, los de un visionario. Los de un santo, para algunos.</p> <p>Decían que, con esos ojos, Warin era capaz de atravesar el alma de un hombre, que podía curar como los antiguos santos y profetas. El hombre había llegado procedente del norte, pregonando el fin violento de la raza deryni e invocando una guerra santa para librar al pueblo de la escoria deryni que había plagado las tierras por demasiado tiempo.</p> <p>Warin había sido elegido por Dios. O al menos así lo creía él. En todo caso, sus triunfos y el carismático poder que parecía desplegar sobre sus hombres concurrían a rubricar la verdad de su mandato divino. Hasta la Curia de Gwynedd se había inclinado en favor de su causa, aunque el arzobispo Edmund Loris, primado de Gwynedd, llevaba años erigiéndose como enemigo de la raza deryni.</p> <p>Los rebeldes militantes y las fuerzas de la Curia aguardaban hombro a hombro tras los muros del castillo de Coroth, dispuestos a emprender la guerra contra el legítimo señor de la ciudad y contra su rey. Habían capturado el castillo mediante la connivencia de unos pocos hombres de posición clave dentro de sus muros y la orgullosa Coroth se rindió sin una sola muerte o daño de gravedad. Los hombres más leales a Morgan yacían encerrados en las mazmorras que había bajo el torreón, se les asistía y se les daba alimentos; mas eran prisioneros de las fuerzas fanáticas que habían tomado la ciudad. El carisma de Warin se había granjeado la adhesión de los ciudadanos de Coroth, que prefirieron volver la espalda a siglos de lealtad para con su duque y con su rey. Desde su oculto mirador sobre los muros de Coroth, Warin observaba al enemigo; a sus espaldas, una espada rascó la pared y uno de sus tenientes se aclaró la garganta.</p> <p>—Traen muchos hombres, señor. ¿Los muros los contendrán?</p> <p>Warin asintió.</p> <p>—Por ahora, Michael, por ahora. Ese Morgan no fue ningún imbécil cuando fortificó su ciudad. La ha defendido contra toda clase de ataque que pudo vislumbrar. ¿Cómo será capaz de romper sus propias defensas?</p> <p>Otro hombre que había a su lado, Paul de Gendas, meneó la cabeza.</p> <p>—No me agrada, señor. Usted sabe qué clase de villano es Morgan. Recuerde lo que hizo en San Torín, cuando ni siquiera tenía control de sus facultades. Ahora se le han sumado otros deryni: el sacerdote McLain, el mismo rey y tal vez el tío del rey y sus hijos. Toda la estirpe Haldane es de temer, señor.</p> <p>—No te dejes vencer por el temor —dijo Warin serenamente—. Tengo razones para creer que ni siquiera los poderes deryni podrán franquear estos muros sin cierta dificultad. A propósito, ¿dónde están mis señores arzobispos? ¿Se les ha comunicado lo que sucede?</p> <p>—Ya vienen —dijo un tercero, con una reverencia—. El lord de Valoret se enfureció cuando oyó las nuevas.</p> <p>—No lo dudo —repuso Warin, mientras una mínima sonrisa le surcaba el rostro—. Lord de Valoret es un hombre de pasiones violentas. Felizmente, no teme a Morgan. Será nuestro portavoz más poderoso en el cónclave de esta tarde.</p> <p>A su alrededor, sobre las murallas del castillo, se disponían arqueros y lanceros en amplio despliegue. En los días anteriores, habían reunido una gran cantidad de piedras. Fuertes soldados, con los jubones empapados en sudor, se preparaban a arrojar proyectiles contra los atacantes desprevenidos, no bien surgiera la necesidad. Warin se volvió, para estudiar con la mirada las torres traseras, y vio que los colores de los arzobispos irrumpían en la terraza de la torre más alta. Su propio estandarte, el del halcón, ya flameaba mecido por la brisa marítima sobre una torre menos elevada. Y vio que, a lo largo de las murallas, iban asomando las banderas de otros nueve obispos, salpicadas con los estandartes de los nobles que habían podido convencer para que se sumaran a la santa cruzada.</p> <p>La atención de Warin retornó a la planicie. Notó que los comandantes del ejército enemigo se reunían ante las tropas inmensas y que al lado del rey había una figura montada a caballo, de blanco atuendo. En ese instante, los arzobispos Loris y Corrigan se acercaron a Warin, junto con varios de los demás obispos. Loris llevaba una sencilla sotana púrpura oscuro y un manto de la misma tela lo protegía del fresco aire del mar. El cabello blanco y crespo que lograba escapar del casquete formaba un halo alrededor de su cabeza. Warin se preguntó cómo se mantenía sujeto el casquete con semejante viento. El único adorno de Loris que atenuaba la severidad de su hábito púrpura era la cruz pectoral de plata y el anillo de oficio. A su lado, Corrigan se había echado unos cuantos kilos encima en los tres meses transcurridos desde su llegada de Dhassa. Sus ojos claros y temerosos saltaban de Warin a Loris y de éste a las tropas que se situaban sobre la planicie.</p> <p>Al ver acercarse a los prelados, los tenientes de Warin se inclinaron en solemne reverencia. Loris los saludó brevemente y se acercó al parapeto.</p> <p>—Venía en camino cuando llegó su mensajero —dijo, y sus ojos repararon en el ejército que los rodeaba por tres flancos—. ¿Cómo creéis que se moverán?</p> <p>—Parecen prepararse para conferenciar, Eminencia. Dudo que ataquen a horas tan avanzadas. Allí, en el frente, podréis ver a Kelson, vestido de púrpura, al lado del jinete de blanco. También están los obispos Arilan y Cardiel y el resto de los rebeldes. Y el príncipe Nigel. Desde luego, no faltan Morgan y McLain. Aparentemente, han convencido a los obispos rebeldes de su inocencia, ya que llevan el típico atuendo de batalla.</p> <p>—¡De su inocencia, ya lo creo! —exclamó Loris con sorna—. Válgame Dios, no debo hablaros de su inocencia, siendo que estuvisteis en San Torin.</p> <p>—Así fue, milord —repuso Warin, suavemente—. Y el hecho es que los «inocentes» han acampado ante nosotros y que, aparentemente, desean conferenciar. ¿Estaríais de acuerdo?</p> <p>Loris caminó hasta el borde del parapeto y se inclinó para ver mejor. Se volvió y regresó donde Warin. Un pequeño grupo se había separado de la masa de comandantes y comenzaba a marchar lentamente hacia las murallas de la ciudad. Uno de los jinetes enarbolaba una bandera blanca.</p> <p>—Muy bien, al menos los escucharemos. Señalad a vuestros hombres que no ataquen y respeten la bandera blanca.</p> <p>Mientras Loris hablaba, el jinete de blanco se separó del grupo y comenzó a cabalgar en zigzag hacia los muros del palacio. Llevaba la cabeza descubierta y, en apariencia, no portaba armas. En las manos llevaba una bandera de seda blanca, cuyo mástil resplandecía con reflejos de oro y plata bajo el último sol. Warin se llevó un catalejo a los ojos y reconoció el emblema que el jinete lucía en el manto: debía de tratarse de Conall, el hijo mayor del príncipe Nigel. Warin apartó la lente y vio que el joven detenía el corcel a unos cincuenta metros del muro. Warin levantó una mano para indicar a sus hombres que se abstuvieran de cualquier acción hostil y, a lo largo del muro, fueron bajando los arcos y las lanzas. El joven jinete volvió a acercarse, esta vez al paso, y volvió a tirar de las riendas a veinte metros de la muralla. Warin vio que el joven escrutaba los parapetos, buscando a alguien de alto rango a quien dirigirse.</p> <p>—Traigo un mensaje para el arzobispo Loris y el hombre llamado Warin de Grey —gritó el joven, con la cabeza orgullosamente erguida ante los soldados de los parapetos.</p> <p>Loris dio un respingo y se acercó acompañado de Warin. El mensajero los vio y desplazó el corcel a un lado, para situarse ante ellos. Hasta Warin debió admitir que era un jinete consumado.</p> <p>—¿Milord arzobispo? —exclamó el joven, con tono ligeramente áspero, y la voz aguda de excitación.</p> <p>—Soy el arzobispo Loris y a mi lado se encuentra Warin de Grey. ¿Cuál es tu mensaje?</p> <p>El joven se inclinó ligeramente en la montura y los miró de forma resuelta.</p> <p>—Mi primo y señor, el rey, me ordena deciros que desea conferenciar con vosotros. Sólo pide que se respete la tregua señalada por esta bandera para que él y varios de sus vasallos puedan acercarse a distancia prudencial para el cónclave. ¿Accederéis a su petición?</p> <p>Loris miró a Warin de soslayo y asintió.</p> <p>—Accederé a su petición —replicó formalmente—. Pero di a Su Majestad que la conversación le será de poco provecho a menos que esté dispuesto a hacer las paces con la Iglesia que ha traicionado y a entregar en nuestra jurisdicción a los dos deryni que asila. Hay ciertas cosas sobre las cuales no cederemos.</p> <p>—Así lo informaré, milord.</p> <p>El joven se inclinó, hizo retroceder el caballo y regresó a la línea del frente, con la bandera de blanca seda aleteando entre la brisa. Warin y Loris lo observaron partir y acercarse a la figura de manto púrpura que se erigió en el centro del grupo enemigo. Loris cerró un puño y lo descargó ligeramente contra el merlón de piedra que había a su lado.</p> <p>—Esto no me agrada, Warin —murmuró—. No me gusta en absoluto. Será mejor que enviéis a vuestros tenientes, en caso de que nos aguarde alguna treta. Temo que ya no me fío de nuestro rey.</p> <p>Junto al ejército real, Kelson miró a las dos figuras que asomaban por el parapeto del castillo: la púrpura eclesiástica y el gris de los rebeldes. Volvió a colocarse el casco coronado y le indicó al portaestandarte que partiera nuevamente. El joven, un año menor que Kelson, espoleó a su animal y se puso en marcha, seguido de Kelson y flanqueado por Morgan a la izquierda y por el obispo Cardiel a la derecha. El portaestandarte real se situó por delante del rey, al centro y ligeramente a la derecha, y los dos escoltas se situaron por detrás del monarca. La tenue luz del sol refulgió sobre la diadema de oro que ceñía el casco de Kelson, sobre el yelmo de verde pluma que cubría la cabeza de Morgan y sobre la sencilla mitra de Cardiel.</p> <p>Kelson alzó la vista y vio el aleteo de su león dorado mecido por la brisa. Bajó los ojos y encontró el mismo león sobre el manto púrpura que llevaba puesto. A su izquierda, Morgan iba con un manto de brillante color verde sobre la chaqueta de cuero y la malla. Cardiel, a la derecha, esgrimía un báculo de obispo, posado sobre el estribo en lugar de la lanza. Por delante, su primo Conall llevaba la bandera blanca de tregua como si fuese el estandarte real, con la cabeza descubierta, erguida y orgullosa. Se acercaron ai muro, donde antes se detuviera Conall, y Kelson alzó la mirada. Vio que Loris lo escrutaba con sus ojos agudos y tragó saliva con cierta inquietud al sentir que Warin elevaba los suyos sobre él por un breve instante.</p> <p>Entonces, los estandartes blanco y púrpura se retiraron para situarse a ambos lados del rey y de su noble escolta, y dejaron ver otros rostros espiando desde los miradores de la muralla almenada. Respiró hondo y lentamente para armarse de todo su valor. El regente temporal de Gwynedd sostuvo la mirada del regente espiritual y se dispuso a hablar.</p> <p>—Mis cordiales saludos, señor arzobispo. Os agradezco vuestra anuencia para que conferenciemos.</p> <p>Loris inclinó la cabeza ligeramente.</p> <p>—Cuando un rey se acerca con verdadera contrición, Majestad, ¿qué sacerdote podría rehusar?</p> <p>—¿Contrición, arzobispo? —Kelson lanzó una mirada a Cardiel y devolvió su atención a Loris—. Señor, no discutiremos vanamente a causa de las palabras. He resuelto que reconciliemos nuestras diferencias y que unamos nuestros propósitos en bien de Gwynedd. Esta rencilla interna debe cesar, y ahora; pues, si no, todos pereceremos bajo la amenaza que se cierne en el norte.</p> <p>Loris cruzó los brazos sobre el pecho y alzó el mentón imperceptiblemente.</p> <p>—Me complacerá una reconciliación con vos, Majestad, si me concedéis la gentileza de explicar vuestra relación con herejes y traidores. ¿O habéis olvidado el motivo que nos llevó donde estamos? Los que os acompañan saben bien de qué hablo.</p> <p>Cardiel se aclaró la garganta e hizo avanzar un paso a su caballo.</p> <p>—Milord, yo y mis hermanos en Cristo estamos satisfechos de que el duque Alaric y su primo McLain hayan regresado a nosotros en verdadera contrición. Han sido recibidos en comunión y con eso ha quedado resuelta toda rencilla entre nosotros.</p> <p>—Es absurdo —señaló Loris—. Morgan y McLain fueron excomulgados por acción legítima de la Curia de Gwynedd. Hasta ellos lo saben muy bien. Vos y vuestros camaradas rebeldes fuisteis parte de esa acción. —Miró hacia los obispos que había reunidos en la línea del frente y restó importancia a su presencia, con un gesto desdeñoso—. ¿Y ahora presumís de rescindir los actos de esa Curia por voluntad de siete hombres? No lo aceptaré.</p> <p>—Somos ocho, milord, no siete. Y reconocemos abiertamente que incurrimos en un error. En consecuencia, el duque de Corwyn y el padre McLain han sido restituidos en nuestra gracia, como su Majestad y todos sus seguidores leales que se vieron afectados por nuestro juicio.</p> <p>Loris volvió el rostro, molesto.</p> <p>—Ridículo. No podéis modificar las resoluciones de la Curia. Ni siquiera tendría que estar escuchándoos. Estáis loco, sin asomo de dudas.</p> <p>—En tal caso, arzobispo, escuchad a vuestro rey —dijo Kelson, y entrecerró los ojos en un gesto amenazador al escrutar a Loris—. Nos tenemos otra querella con vos; precisamente, los actos de vuestro supuesto aliado y seguidor, Warin. Sus pandillas han asolado Corwyn durante seis meses, intimidando a mis barones, incendiando cultivos y predicando la insurrección contra mí…</p> <p>—No contra vos, Majestad —intervino Warin con aspereza—. Contra los deryni.</p> <p>—¿Acaso no soy medio deryni? —replicó Kelson—. Y si tú predicas contra ellos, ¿acaso no lo haces también contra mí?</p> <p>Warin miró a Kelson con sus fríos ojos grises.</p> <p>—Es lamentable que tengáis sangre deryni, Majestad. Pero escogemos pasar el hecho por alto, dado que sois nuestro rey. Nuestra cruzada se dirige contra los deryni auténticos, como el que ahora os escolta. No deberíais buscar tales compañías.</p> <p>—¿Presumes de reconvenir a tu rey? —espetó Kelson—. Warin, no tengo tiempo para debatir la cuestión deryni contigo. Wencit de Torenth se encuentra apostado en nuestras fronteras, dispuesto a invadirnos. Y Wencit es un hombre perverso, deryni o no. La guerra civil que los arzobispos y tú habéis provocado debe causarle un agrado incalculable.</p> <p>Loris movió la cabeza con acritud y adaptó una posición desafiante.</p> <p>—No nos culpéis por Wencit de Torenth, Majestad. Wencit no es la cuestión. No haré concesiones con la voluntad del Señor, ni siquiera a petición del rey.</p> <p>—En tal caso, mas os vale escucharme como rey —dijo Kelson con firmeza—. Como habéis señalado, soy el legítimo rey de Gwynedd. Vos mismo me ungisteis con la sagrada unción y me coronasteis. Lo que de esta manera se hizo no puede ser deshecho por el hombre. Por lo tanto, por la autoridad que vos me concedisteis en nombre de Nuestro Señor, ordeno que depongáis las armas y que esta ciudad se rinda a su legítimo señor. Más tarde, cuando el tiempo lo permita, hablaremos de vuestras diferencias sobre la cuestión deryni.</p> <p>Detrás de Loris se oyó un murmullo de desaprobación. El prelado meneó la cabeza.</p> <p>—Reconozco vuestra autoridad, Majestad, pero lamento deciros que me es imposible obedecer en este asunto. No puedo entregar la ciudad. Además, sugiero con la mayor vehemencia que Vos y vuestra comitiva os retiréis antes de que algunos de mis hombres se enfurezcan por vuestras palabras y nos avergüencen a todos con un intento de regicidio. Por muchos imperativos de conciencia que me muevan a desobedeceros, no querría teñir mis manos con la sangre real.</p> <p>Kelson sostuvo la mirada del arzobispo durante diez segundos interminables, mudo de furia. Luego, hizo girar su corcel con violencia y tornó a galopar hacia sus filas. Lo siguieron sus acompañantes, vigilando que ningún arquero fanático cumpliera las amenazas de Loris. Sólo cuando llegaron a la seguridad de sus filas, Kelson tiró de las riendas y se dignó a hablar. Parecía no tener conciencia de los demás generales y nobles que se habían acercado a él para oírlo.</p> <p>—¿Y bien, Morgan? ¿Qué tendría que haberle dicho a ese sacerdote insolente? —Se quitó el casco con un gesto furioso y se lo arrojó a un escudero que había cerca—. Y bien, Paladín del rey, habla. ¿Qué tendría que haber dicho? Hay que ver la osadía consumada de ese hombre. ¡Amenazarme a mí!</p> <p>—Serenidad, príncipe —murmuró Morgan. El corcel de Kelson se encabritó como en respuesta a la ira de su dueño. Morgan posó una mano sobre las riendas para serenarlo—. Señores, os ruego nos excuséis, no hay causa inmediata de alarma. Nigel, te pediría que prosiguieras pasando revista a las tareas de campamento. Señores obispos, lo mismo a vosotros. Duncan, ven con nosotros; y también Arilan y Cardiel, por favor. Su Majestad necesita de nuestro consejo.</p> <p>—No soy un niño, Morgan —musitó Kelson. Apartó las riendas de las manos de Morgan y lo miró con dureza—. Te agradecería que no me tratases como si lo fuera.</p> <p>—Pero mi señor, seguramente escucharás el consejo de tus colaboradores más fíeles —prosiguió Morgan. Juntó su caballo contra el de Kelson y lo apartó de los oficiales, rumbo al pabellón real—. Duncan, tienes presente casi todo el trazado del castillo de Coroth, ¿verdad?</p> <p>—Por cierto —repuso Duncan, comprendiendo que Morgan intentaba alejar a Kelson de sus preocupaciones—. Príncipe, creo que Alaric tiene un plan.</p> <p>Kelson dejó que lo llevaran a un lado. Los soldados habían terminado de erigir su pabellón y se afanaban por armar otras tiendas. Volvió a mirar a Morgan una vez más, ya sin ira.</p> <p>—Lo siento. No quise hacer una escena —se disculpó en voz baja—, pero Loris me ha sacado de mis casillas. ¿De veras tienes un plan?</p> <p>Morgan inclinó la cabeza, con una mínima sonrisa en el rostro.</p> <p>—Así es.</p> <p>Miró a su alrededor furtivamente, desmontó e indicó a los demás que hicieran lo mismo. Cuando todos hubieron entrado en el pabellón real, ordenó con un gesto que tomaran asiento y permaneció de pie, con las manos en las caderas.</p> <p>—Por ahora no podremos hacer nada, ya que necesitaremos la complicidad de la noche y tiempo para prepararnos. Pero, cuando oscurezca, esto es lo que propongo.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XIV</p> </h3> <cita> <p>He aquí mi siervo, yo le sostendré, mi escogido, en quien mi alma se deleita.</p> <p>Isaías, 42:1</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Esa noche, miles de fogatas de vigilia ardían en la planicie de Coroth, asolada por los vientos. Sus lumbres vacilantes parecían mil ojos que acechaban la ciudad sitiada. Fuera de la tienda real, aguardaban cinco caballos especialmente aprovisionados, con arneses y herraduras mullidos para evitar todo ruido delator, y monturas opacas y oscuras. Conall, el hijo de Nigel, custodiaba las bestias. Su tarea sería traerlas de regreso cuando ya no las ocupasen sus jinetes. El joven se abrigó con su manto negro y restregó la punta de una bota contra el suelo arenoso que se extendía bajo sus pies. Oyó que corrían la cortina del toldo de la tienda y se irguió bruscamente. Su padre asomó en la abertura, de espaldas al exterior. Conall se acercó mientras Morgan, Duncan, el rey y los dos obispos iban saliendo de la tienda.</p> <p>—Así pues, tío, comprendes mis órdenes en caso de que fallemos —decía el rey.</p> <p>Nigel asintió con solemnidad.</p> <p>—Comprendo.</p> <p>—Y vos, obispo Arilan… —prosiguió el rey—. Sé que puedo contar con vuestro apoyo.</p> <p>—Dudo de que mi ayuda sea necesaria, Majestad —dijo el obispo, con una ligera sonrisa en los labios—, vuestro plan parece bien trazado; pero sabéis cómo tomar contacto conmigo, si surgiera la necesidad.</p> <p>—Oraremos para que no sea necesario —replicó Kelson.</p> <p>Dejó caer el cuerpo sobre una rodilla, como Morgan y Duncan. Tras una ligera vacilación, Conall también se postró y Cardiel inclinó la cabeza.</p> <p>—Dios sea con todos vosotros, príncipe —murmuró Arilan, bendicién dolos con la señal de la fe—. <i>In nomine Patris, et Filü, et Spiritus Sanctus. Amen.</i></p> <p>Terminó la bendición. Los hombres se pusieron de pie y comenzaron a montar, con las riendas firmemente sujetas en las manos enguantadas. Morgan tomó la delantera, seguido de Duncan. Arilan posó una mano sobre la silla de Cardiel y le indicó que se inclinara hacia él.</p> <p>—Que Dios te proteja, amigo —dijo en voz baja—. No quisiera verte padecer antes de tiempo. Tú y yo tenemos una ardua labor por delante.</p> <p>Cardiel asintió seriamente, sin decir palabra. Arilan sonrió.</p> <p>—Sabes por qué debes ir tú y no yo, ¿verdad?</p> <p>—Entiendo que deberás prestar ayuda al príncipe Nigel, si surgiera la necesidad. Alguien tiene que quedar aquí para protegerlo, si algo le sucediera a Kelson, Dios no lo permita…</p> <p>Arilan sonrió e inclinó la cabeza ligeramente.</p> <p>—En parte, ésa es la razón. Sin embargo, ¿no has pensado que de los cuatro que parten en esta misión, sólo tú eres totalmente humano?</p> <p>Cardiel lo miró un instante y bajó los ojos.</p> <p>—Había supuesto que la razón se debía a que era el adalid de los obispos rebeldes y que por eso los demás me escucharían. Pero hay otra razón, al parecer, ¿verdad?</p> <p>Arilan palmeó a su camarada en el hombro, para tranquilizarlo.</p> <p>—Por cierto, la hay, pero no entraña ningún propósito siniestro, te lo aseguro. Sólo espero que tengas la oportunidad de ver en acción a ciertos practicantes deryni de muy noble naturaleza. Y, aunque sé que crees en lo que te he dicho sobre los deryni, quiero que lo veas con tus propios ojos y que compartas también esta convicción con el corazón.</p> <p>Cardiel levantó los ojos, para enfrentar la mirada de Arilan, y sonrió con cierta tristeza.</p> <p>—Gracias, Denis. Trataré de… mantener la mente y el corazón abiertos.</p> <p>—No pido más que eso —asintió Arilan.</p> <p>Entonces, Cardiel volvió la cabeza de su corcel y siguió a los demás al trote. Pareció fundirse con las sombras parpadeantes de los fogones que alumbraban al campamento. Arilan, aún sonriendo, emprendió el regreso hacia Nigel, quien lo aguardaba en la entrada del pabellón real.</p> <p>Media hora más tarde, los cinco jinetes frenaron los caballos en un profundo desfiladero que corría al sudeste del castillo de Coroth. Desmontaron. Inicialmente habían partido hacia el oeste y, luego, cortaron camino en dirección al sur hasta que pudieron cabalgar por el refugio de la rocosa línea costera. Cuando llegaron a un kilómetro de las defensas exteriores de la ciudad, Morgan les indicó que guardaran silencio, sujetó sus riendas a la silla de otro corcel y repitió el procedimiento hasta que los otros cuatro caballos formaron una sola hilera. Entonces, tendió las riendas del caballo de delante al joven Conall.</p> <p>—Dios sea contigo, Conall —murmuró—. Cerciórate de no internarte tierra adentro hasta que no llegues al sitio donde abrimos camino. No quiero que te vean desde el castillo.</p> <p>—Tendré cuidado, Excelencia.</p> <p>—Bien, entonces. En marcha —susurró Morgan, y palmeó la rodilla del joven a modo de saludo. Dio un paso atrás—. Duncan, señores, adelante.</p> <p>Mientras Conall regresaba con los caballos y comenzaba a desandar camino por la playa, Morgan avanzó hasta el borde de un montículo rocoso cerca de la marca de la pleamar y comenzó a trepar. Los demás lo siguieron hasta el límite de las piedras y lo observaron, enfundados en los mantos oscuros, hasta que Morgan por fin levantó su mano enguantada bajo la luz de la luna y les indicó que lo siguiesen.</p> <p>Señaló un profundo hueco entre las rocas. Era una abertura estrecha y delgada, casi oculta entre la maraña de arbustos y de vegetación marítima que brotaba de las dunas y de las piedras. Morgan hundió el cuerpo dentro del hoyo y desapareció por un nicho oculto ante la vista de los demás. Duncan, Kelson y Cardiel se miraron; volvieron la vista al hoyo. Duncan decidió meter la cabeza para aventurar una mirada al interior, negro y profundo. Se sobresaltó cuando, de pronto, el rostro de Morgan apareció a centímetros de suyo.</p> <p>—¡Dios! ¡Me asustaste! —Duncan contuvo el aliento y tragó saliva ruidosamente—. No veíamos dónde te habías metido.</p> <p>Morgan sonrió y sus dientes lanzaron destellos blancos bajo la luz de la luna.</p> <p>—Vamos. Primero los pies. Cuando os hundáis hasta la cintura, encontraréis una depresión abrupta de un metro. Primero tú, Kelson.</p> <p>—¿Yo?</p> <p>—Deprisa. Vamos, Duncan, ayúdalo. A él la caída le parecerá más profunda.</p> <p>Mientras Kelson obedecía y se internaba en el hoyo, Morgan desapareció y Duncan se inclinó para dar su apoyo al joven rey. A la pálida luz plateada, el rostro de Kelson aparecía blanco. Miró con ansiedad el suelo prometido, mas no pudo distinguirlo. Entonces, bruscamente, desapareció. Se oyó un «ay» ahogado desde la oscuridad que se cernía en lo profundo, un roce veloz de pies y, luego, asomó el rostro de Kelson como antes hiciera el de Morgan. Con una sonrisa, Duncan le indicó a Cardiel que siguiera y, en segundos, los cuatro se encontraron en la oscuridad casi absoluta de una cámara subterránea. Morgan les dio tiempo a que sus ojos se adaptaran a la penumbra y tanteó la pared con una mano hasta que dio con una abertura que se internaba en una oscuridad aún mayor. Sonrió, regresó donde sus tres camaradas y los acercó hacia él.</p> <p>—Hasta ahora, todo marcha perfectamente. Está exactamente igual que como lo recordaba. No me atrevo a encender luces hasta que hayamos tomado la primera o la segunda curva. Nunca puede saberse si habrá alguna patrulla arriba. Por ahora nos sujetaremos al cinto del compañero y marcharemos un poco más en la oscuridad. Durante los primeros metros puedo tantear la ruta con la mano.</p> <p>Se oyeron gruñidos de asentimiento. Los cuatro formaron una hilera: Morgan delante; seguido de Kelson, de Cardiel y de Duncan a la zaga. Morgan dio un paso en la oscuridad y Kelson lanzó una última mirada a la luz de las estrellas que se filtraba por el hoyo, antes de seguirlo resueltamente. Morgan se detuvo tras lo que les pareció un año pero que, en realidad, no fueron más que unos minutos. La oscuridad era absoluta y no llegaba la menor traza de luz desde donde habían provenido.</p> <p>—¿Todos estáis bien? —preguntó Morgan.</p> <p>Se oyeron murmullos afirmativos. Morgan soltó la mano de Kelson y se separó de ellos. El rey se esforzó por ver en la oscuridad y enarcó una ceja de entendimiento al ver que, detrás del cuerpo de Morgan, comenzaba a asomar un débil resplandor. Oyó que Cardiel contenía el aliento pero, para entonces, Morgan ya se había vuelto hacia ellos, sosteniendo en la palma de la mano izquierda una esfera de luz verdosa que brillaba suavemente.</p> <p>—Tranquilo, obispo —murmuró Morgan, mientras se acercaba al prelado con la luz en la mano extendida—. Es sólo luz: ni mala ni buena. Tocadla. Es fría y totalmente inofensiva.</p> <p>Al ver acercarse a Morgan, Cardiel se irguió, alerta. Más que la luz, miraba el rostro de Morgan. El obispo sólo se aventuró a posar la vista sobre la lumbre cuando Morgan se detuvo delante de Cardiel. Emitía un brillo frío y verde, suavemente vibrante, como el que había rodeado la cabeza de Arilan la noche que éste le reveló su ascendencia deryni.</p> <p>Finalmente, Cardiel tendió la mano. No encontró nada que pudiera tocar: sólo la fría ilusión de un aliento de brisa cuando su mano atravesó el supuesto enclave de la luz y se detuvo contra la palma de Morgan. Ante el contacto, Cardiel dejó que sus ojos se elevaran hasta los del general y se obligó a sonreír.</p> <p>—Debéis perdonarme si parezco un poco remilgado, pero…</p> <p>—No os preocupéis —sonrió Morgan—. Venga, no falta mucho, ahora que tenemos luz.</p> <p>Morgan había hecho bien sus cálculos. No tardaron mucho. Sólo que, cuando llegaron al final del túnel, se toparon con un montón de rocas y escombros que daba a un ancho estanque de mareas con el que Morgan no había contado. Pasó la mano sobre la esfera de luz verde y la hizo flotar en el aire. Fue hasta la pared de roca e indicó a Duncan y a Kelson que se acercaran hasta él. Los tres posaron las manos sobre las rocas y cerraron los ojos. Proyectaron sus facultades sobre la piedra y la atravesaron hasta el pasadizo despejado que se extendía por detrás. Fueron descendiendo las manos por la pared de roca, sin encontrar ninguna abertura. Morgan fue hasta el estanque y abrió los ojos, escrutó las profundidades durante unos minutos y comenzó a quitarse el manto y los guantes.</p> <p>—¿Qué hacéis —le preguntó Cardiel, tras ir hasta él y contemplar el espejo de aguas.</p> <p>Sus palabras atrajeron a los otros dos, que también se detuvieron a observar a Morgan. Se quitó la malla y la armadura de cuero hasta quedar vestido sólo con una ligera túnica de hilo sin mangas y la faja con la daga a la cintura.</p> <p>—Creo que por debajo hay un pasadizo —anunció Morgan. Se internó en las aguas y nadó hasta la pared de roca que obstruía su paso—. Regresaré en un momento.</p> <p>Luego, tomó una gran bocanada de aire y hundió la cabeza bajo el agua. Se impulsó hacia abajo con una brazada y una patada de rana. Los tres lo vieron desaparecer en las aguas turbias. Pasó el tiempo y no apareció. Duncan acercó la esfera de luz con el ceño fruncido y escudriñó el estanque. Por fin vieron que, a unos metros del sitio donde Morgan se había sumergido, asomaban unas burbujas. Inmediatamente después, apareció la cabeza dorada y húmeda de Morgan, y su sonrisa. El general se apartó el cabello de los ojos y nadó hasta ellos.</p> <p>—Encontré un pasadizo —dijo, y se enjugó el rostro sacudiendo la cabeza—. Es de un metro de largo, pero corre a dos metros de profundidad. Obispo Cardiel, ¿sabéis nadar?</p> <p>—Bueno, yo… Sí, pero nunca…</p> <p>—No os aflijáis, lo haréis muy bien —sonrió Morgan, y le dio una palmadita en un tobillo, con aire confiado—. Kelson, dejaré que tú vayas primero. Desde luego, al otro lado, el pasillo está a oscuras, pero el borde del estanque se encuentra a pocos metros. No bien llegues a la orilla, conjura una luz y vuelve a meterte en el agua para socorrer al obispo Cardiel. Yo aguardaré aquí con él hasta que tú hayas tenido tiempo de terminar.</p> <p>Kelson asintió y se quitó lo que restaba de su atuendo mientras Morgan concluía sus instrucciones.</p> <p>—¿Y las armas? No podremos llevarlas con nosotros y tal vez las necesitemos en el otro lado.</p> <p>—En mi cámara de la torre encontraremos otras. Iremos allí en primer lugar —explicó Morgan, y tendió una mano para ayudar a Kelson a internarse en las aguas.</p> <p>—Muy bien, muéstrame este pasaje sumergido que has descubierto.</p> <p>Morgan asintió, tomó aire y se hundió. Kelson lo siguió de inmediato, a su lado y ligeramente por detrás. Al cabo de unos segundos, Morgan emergió solo. Duncan ya estaba listo, de modo que Morgan lo invitó a las aguas y repitió la operación. Cuando volvió a asomar, halló a Cardiel con el rostro demudado, de pie al borde del estanque, con una larga túnica blanca por único atuendo. No llevaba armas, pero había pasado el largo faldón de la túnica por debajo de las piernas para sujetarlo con el cinto de cordel que llevaba a la cintura. Del cuello le pendía un sencillo crucifijo de madera, que acarició con preocupación al ver acercarse a Morgan hasta la orilla.</p> <p>—¿Ya? —murmuró Cardiel, con temor.</p> <p>Morgan asintió y le tendió su mano húmeda. Cardiel, con un suspiro, se inclinó para sentarse sobre el borde del estanque. Cuando las piernas se hundieron en el agua, el obispo se estremeció; sus ojos grises lanzaron un fulgor oscuro y luminoso bajo la lumbre verde pálida de la esfera de Morgan. Pacientemente, Morgan tendió la mano, le lanzó una sonrisa de aliento y aguardó a que Cardiel se agarrara de la muñeca. Se hundió en las aguas tras una profunda inspiración. Avanzaron sobre las aguas hasta donde Duncan y Kelson se habían sumergido. Cardiel tragó nerviosamente e inclinó el cuello, en su afán por ver por debajo de la superficie. Morgan hizo una seña y la luz se acercó más.</p> <p>—¿Creéis que seréis capaz de hacerlo? —preguntó Morgan en voz baja.</p> <p>—No tengo alternativa. —El obispo lo miró con el rostro demudado, pero aparentemente resignado a su suerte—. Mostradme qué debo hacer.</p> <p>Morgan asintió.</p> <p>—La entrada está a unos dos metros de profundidad, directamente por debajo de vos. ¿La veis?</p> <p>—Creo distinguir algo confuso…</p> <p>—Bien. Ahora quiero que buceéis hasta allí, como habéis visto que hemos hecho los tres antes. Yo os acompañaré y os empujaré. Lo que debéis recordar es que no podréis respirar hasta que lleguemos al otro lado. ¿De acuerdo?</p> <p>—Lo intentaré —dijo el obispo, dubitativamente.</p> <p>Con una oración silenciosa al santo que protegía a los obispos ineptos, Morgan acercó la luz e hizo un pase sobre ella. La luz se hizo más tenue y se apagó mientras Morgan le tocaba el hombro a Cardiel para indicarle que se sumergiera. El obispo cerró los ojos con fuerza, contuvo el aliento y se zambulló. Morgan lo siguió de inmediato.</p> <p>Pero Morgan no tardó en comprender que no daría resultado. Aunque Cardiel pataleaba con todas sus fuerzas y lanzaba brazadas desesperadas, no podría sumergirse lo suficiente. Morgan tomó al obispo de la cintura y trató de impulsar los cuerpos de ambos hacia el pasadizo salvador, pero de nada le sirvió. Cardiel no sabía bucear con destreza. Morgan meneó ligeramente la cabeza y comenzó a tirar de Cardiel hacia la superficie. La luz se había extinguido por completo. Cuando emergieron, la oscuridad era total. Cardiel comenzó a sacudir los brazos, presa del pánico, hasta que Morgan posó una mano tranquilizadora sobre un hombro. El obispo respiró aguadamente y se deslizó sobre las aguas al lado del joven general deryni.</p> <p>—¿Lo hemos conseguido, Alaric? —preguntó.</p> <p>Morgan se alegró de que Cardiel no pudiese ver la expresión de su rostro en la oscuridad.</p> <p>—Me temo que no, amigo —contestó, tratando de parecer más animado de lo que se sentía—. Pero esta vez lo lograremos, no se preocupe. No creo que haya pataleado con la suficiente fuerza.</p> <p>Se oyó un corto y penoso silencio. Cardiel tosió y el sonido reverberó por las paredes cavernosas junto al ocasional chapoteo de los cuerpos en el agua.</p> <p>—Lo siento, Alaric. Os… Os advertí que no era buen nadador. No creo poder ir tan profundo.</p> <p>—Tendréis que poder —dijo Morgan con voz grave—. O venis conmigo o tendré que dejaros aquí. Lo cual es imposible.</p> <p>—Entiendo… —convino Cardiel con un hilo de voz.</p> <p>Morgan suspiró.</p> <p>—Muy bien. Volvamos a intentarlo. Esta vez, quiero que exhaléis parte del aire antes de zambulliros. Eso os ayudará a alcanzar la profundidad que necesitamos. Os ayudaré a asomar del otro lado.</p> <p>—Pero si exhalo antes de sumergirme, ¿no me faltará el aire?</p> <p>La pregunta del obispo tenía un matiz de súplica. Morgan vio que el hombre estaba despavorido, aunque nunca lo llegase a admitir.</p> <p>—No os aflijáis. Lo único que os pido es que no respiréis.</p> <p>Aferró el hombro del obispo y dijo:</p> <p>—Vamos, ¡exhalad y sumergios!</p> <p>Oyó que Cardiel tomaba aire, lo exhalaba lentamente y se hundía, con un tibio intento de bucear debidamente en las aguas oscuras. Morgan lo impulsó de los hombros hacia el lugar donde sabía se encontraba la abertura. Pero al llegar cerca del pasadizo comenzó a sentir que el pánico se apoderaba de Cardiel. Con un gesto resignado, obligó al obispo a internarse en el pasadizo y empujó el cuerpo por la abertura. Pero mientras lo seguía hacia otro lado, sintió que Cardiel cesaba de forcejear y que su cuerpo quedaba inerte. Llamó silenciosamente a Duncan y a Kelson y comenzó a arrastrar el cuerpo de Cardiel hacia la superficie, donde vislumbró una débil luz. Rogó que Cardiel no hubiese tragado demasiada agua.</p> <p>Pero, mucha o poca, lo cierto es que Cardiel asomó inconsciente a la superficie. No bien Morgan alzó la cabeza sobre las aguas, se sacudió el cabello de los ojos y lanzó un grito hacia Duncan y Kelson para que lo socorriesen. Los dos estaban ya en el agua y, cuando gritó, se encontraban precisamente sujetando al obispo, pero tardaron valiosos segundos en arrastrar el cuerpo exánime hacia el borde del estanque y en retirarlo del agua. Morgan lo puso boca abajo y comenzó a expulsar el agua de los pulmones con movimientos enérgicos y rítmicos. Meneó la cabeza al ver que de la nariz y la boca del obispo salían chorros de agua.</p> <p>—¡Maldición! —exclamó, al ver que el sacerdote no respiraba por sus propios medios—. Os dije que no inspirarais bajo las aguas. ¿Qué os habéis creído? ¿Que sois un pez?</p> <p>Giró el cuerpo de Cardiel para ponerlo boca arriba, pero el torso seguía inmóvil. Sofocó otra imprecación y comenzó a darle cachetes en el rostro. Kelson le frotaba las manos mientras Duncan insuflaba aire directamente en los pulmones del obispo.</p> <p>Después de lo que les pareció una eternidad, el pecho de Cardiel se sacudió una vez, fuera de ritmo, con la respiración de Duncan. Los tres redoblaron la tarea de salvamento con todas sus fuerzas. Por fin, los recompensó un ligero carraspeo, que se convirtió pronto en un paroxismo incontrolado de tos espasmódica. Cardiel rodó a un lado y escupió más agua. Por fin, abrió los ojos y los miró débilmente.</p> <p>—¿Estáis seguros de que no he muerto? —graznó—. Estaba teniendo espantosas pesadillas.</p> <p>—Bueno, en realidad, ha faltado poco —repuso Morgan con alivio, mientras meneaba la cabeza—. Alguien debe protegeros desde los cielos, milord.</p> <p>—Ruego a Dios que nunca deje de hacerlo —murmuró Cardiel, y se persignó deprisa—. Gracias a todos vosotros.</p> <p>Se sentó con esfuerzo y con cierta ayuda de Duncan. Volvió a toser y les indicó a los demás con un gesto que lo sostuvieran para poder ponerse de pie. Sin decir palabra, pero con una sonrisa al ver el coraje del obispo, Morgan le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. En pocos minutos, los cuatro se detuvieron ante una horquilla que formaba el áspero pasadizo de piedra. La bifurcación de la izquierda estaba sumida en la oscuridad, pero la otra parecía obstruida por un gran desprendimiento de roca. Morgan la tanteó cautelosamente con sus manos y con sus poderes y se irguió, resignado, y sacudió el polvo de las palmas.</p> <p>—¡Qué mala suerte! Había pensado usar este pasadizo para ir a mis aposentos, después de que nos vistiéramos y armáramos en mi salón de la torre.</p> <p>—¿Desde aquí no se puede llegar a la cámara de la torre? —le preguntó Kelson.</p> <p>—Sí, pero desde allí no podremos ir a ninguna otra parte. Tendremos que arriesgarnos a caminar por los pasillos del palacio sin que nadie nos vea. Vamos. Todavía falta un tramo más de laberinto y unos escalones. Id en silencio, pues las voces podrían escucharse desde el otro lado.</p> <p>Después de unos metros, Morgan los condujo por una escalinata sumamente estrecha donde apenas cabían los hombros de un hombre. Los peldaños formaban una espiral ligeramente orientada hacia la derecha. El pasadizo escarpado y rocoso parecía no terminar nunca. Pero entonces Morgan se detuvo y les indicó que permanecieran en silencio. Sofocó la llama de la luz hasta reducirla un resplandor pálido y espectral y se adelantó al grupo unos seis escalones. Los demás no pudieron ver qué hacía en lo alto de la escalera. Oyeron fragmentos de una frase murmurada que no lograron comprender, y, sobre las paredes del pasadizo, se creó un juego de luces fantasmales, ocultas tras el cuerpo de Morgan. Luego, las luces se extinguieron y Morgan les indicó que lo siguieran. Se abrió una puerta ante ellos y se internaron en la sala de la torre, el santuario privado de Morgan donde nadie podía entrar sin el consentimiento expreso del joven.</p> <p>Encontraron la sala muda y a oscuras. La única luz era la que provenía de las estrellas y de la luna, que se filtraba a través de las siete ventanas de cristal verde que atravesaban el muro circular de la torre. Morgan posó los pies desnudos sobre la alfombra, sin hacer ruido, y con una mano fue corriendo las cortinas sobre las ventanas. Encendió el fuego en la chimenea y el súbito resplandor encegueció a los demás. Tomó una rama encendida y acercó la llama a las velas de un candelabro que estaba sobre una mesita circular, cerca de la chimenea. La luz parpadeó y se concentró en una esfera ambarina, del tamaño de un puño, que descansaba en el centro de la mesa sobre las garras de un Grifo de oro. Cardiel contuvo el aliento, estupefacto, al ver la esfera, y comenzó a dirigirse hacia ella con fascinación ausente, hasta que la voz grave de Duncan apartó su atención del objeto.</p> <p>Los cuatro se pusieron a hurgar en cofres y cajones y se cambiaron las túnicas húmedas por ropas secas. Cuando terminaron, sólo Morgan y Duncan parecían apropiadamente vestidos. Kelson había logrado encontrar una túnica corta de Morgan que, sobre su cuerpo, formaba una aceptable bata larga hasta las rodillas. Además, había dado con un manto que apenas se arrastraba un centímetro por el suelo. Cardiel parecía haber formado un atuendo enteramente negro, aunque allí terminaba toda semejanza con su habitual vestimenta de obispo. La túnica le ajustaba en la cintura y las botas eran algo estrechas para sus pies, pero el largo manto negro que había encontrado ocultaba una multitud de imperfecciones. Secó el crucifijo de madera lo mejor que pudo, lustró el anillo de obispo contra la túnica seca y examinó su brillo. A su alrededor Morgan y Duncan, escogían dagas y espadas del armario donde el primero ocultaba un depósito de armas. Por fin, Morgan indicó que guardaran silencio y fue hasta la puerta principal: era un ancho bloque de roble, profundamente ornamentado, con un gran Grifo verde. Acercó su ojo al del Grifo y escudriñó a través de la mirilla oculta. Se llevó un dedo a los labios, para ordenar silencio, y entreabrió apenas la puerta. Detrás, había una segunda entrada y Morgan acercó el oído a la puerta un largo rato, antes de regresar y cerrar la primera cautelosamente a sus espaldas.</p> <p>—Ahí fuera hay un guardia, como temía. Duncan, ¿quieres venir y escuchar conmigo? Si es lo bastante sensible, podremos controlarlo a través de la puerta. Si no, tendremos que matarlo.</p> <p>—Intentémoslo —asintió Duncan.</p> <p>Fue hasta la puerta familiar y se deslizó por la abertura, detrás de Morgan.</p> <p>Los dos permanecieron con las cabezas y las manos adosadas contra la segunda puerta durante largo rato, los ojos cerrados y la respiración controlada y superficial. Pero, por fin, Morgan meneó la cabeza y abrió los ojos. Extrajo un estilete de fina hoja y probó la punta contra la yema del pulgar. Con los labios dibujó la palabra «¿Listo?» a Duncan y el sacerdote asintió con un gesto sombrío, mientras su mano se posaba sobre el pomo de la puerta.</p> <p>Kelson y Cardiel se acercaron para observar con mórbida fascinación y Morgan se hincó sobre una rodilla y deslizó los dedos de la mano izquierda por la puerta hasta hallar una estrecha rendija. Puso la hoja sobre la grieta, aguardó un instante y hundió el estilete con un movimiento preciso y seguro. Cuando retiró el arma, la hoja brillaba con un viscoso fulgor escarlata y, desde el lado opuesto de la puerta, se oyó un gemido y el roce de un cuerpo que se deslizaba. Duncan meneó la cabeza y empujó la puerta contra algo que ofrecía resistencia. Fuera, contra la puerta abierta, yacía el cuerpo inerte de un guardia rebelde. A la altura de los ríñones, por la espalda, manaba un lento hilo de sangre. No se movía. Tras un segundo de vacilación, Morgan lo agarró por los brazos y lo introdujo en la cámara. Cuando depositaron al hombre en un sector del suelo donde no había alfombras, el rostro de Cardiel se nubló. Trazó la señal de la cruz en el aire, sobre la cabeza del hombre, y sorteó el cuerpo para ir con los demás.</p> <p>—Lo siento, obispo, pero era inevitable —murmuró Morgan.</p> <p>Cerró la puerta tras él y les indicó que lo siguieran. Cardiel no dijo nada, sólo asintió e hizo lo que se le decía.</p> <p>Cinco minutos de inquietos merodeos los llevaron a una sucesión de paneles ornamentales donde terminaba un vestíbulo. En una anilla de bronce, a un lado de los paneles, ardía una tea. Morgan la recogió con su mano enguantada mientras los dedos de la otra se deslizaban sobre los paneles, siguiendo un dibujo ágil y veloz. El panel central se movió y se deslizó hacia atrás lo bastante para permitirles pasar de uno en uno. Morgan les indicó que traspusieran la abertura, con un gesto, los siguió y cerró el panel tras su paso. Tomó la delantera y los condujo a lo largo de unos cuantos metros, hasta que se detuvo y giró hacia ellos una vez más.</p> <p>—Ahora escuchad con suma atención, pues probablemente no tenga tiempo de repetirlo. Estamos en el comienzo de una serie de pasadizos secretos que forman un panel por las paredes del castillo. La ruta que seguiremos lleva a mis aposentos personales, donde apostaría a que Warin o alguno de los arzobispos ha instalado su residencia. Ahora, ni una palabra más hasta que yo lo indique. ¿De acuerdo?</p> <p>Los cuatro se mostraron de acuerdo, de modo que se pusieron a caminar nuevamente, hasta que por fin llegaron a un sector del pasadizo decorado con tupidas alfombras y de paredes cubiertas con gruesos brocados. Morgan le tendió la antorcha a Duncan y se dirigió al muro de la izquierda, donde apartó un pliegue del cortinaje y escudriñó por una mirilla. Recorrió la habitación minuciosamente con la vista y repasó mentalmente todos los familiares adornos de la recámara que, hasta hacía sólo unos meses, había sido de su propiedad. Luego, se apartó con una expresión lúgubre y resuelta. Tal como había sospechado, Warin de Grey se había instalado en sus aposentos y parecía mantener una conferencia con algunos de sus hombres. Con un gesto breve, Morgan indicó a Duncan que extinguiese la luz y señaló a los demás varias mirillas ocultas. Antes de irrumpir sin anunciarse, se enterarían de lo que el cabecilla rebelde decía a sus hombres.</p> <p>—Y bien, ¿creéis que podría hacernos algo? —preguntó abiertamente uno de los hombres que acompañaba a Warin—. No me importa tener que luchar contra los deryni y ni siquiera temo morir, si es necesario; pero ¿qué sucederá si el duque emplea la magia contra nosotros? Salvo nuestra fe, no tenemos ninguna defensa contra eso.</p> <p>—¿Acaso no es suficiente? —repuso Warin con un dejo de diversión. Se reclinó en la silla, al lado de la chimenea, y entrelazó los dedos.</p> <p>—Bueno, sí, pero…</p> <p>—Confía en la rectitud de nuestra misión, Marcus —dijo un segundo hombre—. ¿Acaso el Señor no se puso de nuestra parte cuando Warin acorraló al deryni en el templo de San Torin? Su magia de nada le sirvió ese día.</p> <p>Warin meneó la cabeza y su mirada se perdió en las llamas.</p> <p>—No es una buena analogía, Paul. Cuando capturé a Morgan en San Torin, estaba drogado. Hasta creo que me dijo la verdad cuando declaró que no podría usar su magia contra mí mientras estuviera bajo la influencia de esa poción deryni que nubla la mente. Si no, su primo nunca habría revelado su verdadera identidad. Duncan McLain llevaba muchos años ocultando su secreto para tener que revelarlo por razones que no fueran imperiosas.</p> <p>—Entonces, no sabemos qué podría hacernos el duque —insistió Marcus—. Tal vez, si lo quisiese, podría hacer que este castillo se desplomase sobre sus propios cimientos. Podría…</p> <p>—No. Pese a ser deryni, es un hombre racional. Nunca destruiría este sitio a menos que no le quedase otra alternativa. Ha…</p> <p>Se oyó un enérgico golpe en la puerta, seguido de inmediato por otro. Warin interrumpió sus palabras y miró a sus dos tenientes.</p> <p>—Pase.</p> <p>Se volvió a escuchar otro golpe, esta vez más insistente. Paul fue deprisa hacia la puerta.</p> <p>—Señor, no pueden oírlo. Esta sala está aislada para impedir el paso de todo sonido. Yo los haré pasar.</p> <p>Los golpes se repitieron, esta vez con más urgencia, si todavía era posible. Paul deslizó el pasador y un sargento con el uniforme de Warin se abalanzó en la recámara.</p> <p>—¡Señor, señor, debe ayudarnos! —suplicó, mientras se arrojaba a los pies de Warin—. Algunos de mis hombres estaban apilando rocas cerca de la muralla norte cuando toda la pila se derrumbó.</p> <p>Warin se irguió en la silla y miró al hombre, con ojos penetrantes.</p> <p>—¿Hubo algún herido?</p> <p>—Sí, milord. Owen Mathisson. Todos los otros lograron escabullirse a tiempo, pero Owen… Las piernas le quedaron aprisionadas bajo el derrumbamiento de las rocas. ¡Tiene ambos miembros aplastados!</p> <p>Warin se puso de pie, mientras cuatro hombres irrumpían por la puerta abierta, arrastrando el cuerpo exánime del infortunado Owen. Al ver entrar a los hombres, el sargento se llevó a los labios el faldón del manto de Warin y lo estrechó contra su pecho. Con un hilo de voz, imploró:</p> <p>—Ayúdelo, señor. Si usted lo quisiera, podría salvarse.</p> <p>Los cuatro hombres se detuvieron, inseguros, en el centro de la sala. Warin asintió lentamente y les indicó que lo posaran sobre el amplio lecho, en el lado opuesto de la recámara. Los hombres llevaron rápidamente la figura inconsciente hacia donde se les había indicado y, ante la señal de Warin, se retiraron. Warin fue hasta la cama y ordenó a Marcus que cerrara la puerta tras los soldados que se acababan de retirar. Warin miró al hombre con ojos compasivos.</p> <p>Owen había sido un hombre fuerte, pero su entereza no le había salvado de la caída de rocas sobre su cuerpo. De la cintura para arriba, estaba intacto. No había ninguna señal de que hubiese sufrido daños. Pero, dentro de las perneras de cuero, los miembros parecían retorcidos y doblados en ángulos imposibles para la anatomía humana. Warin indicó a Paul que acercara las velas. Owen recuperaba la conciencia. Warin posó su mano sobre la frente del hombre al ver que el rostro se le encogía de dolor.</p> <p>—¿Me oyes, Owen?</p> <p>Los ojos del hombre parpadearon sin vivacidad y lanzaron una mirada ausente a su alrededor y se enfocaron luego sobre el rostro de Warin. Antes de que volviera a cerrarlos, una chispa de reconocimiento los llegó a encender.</p> <p>—Perdóneme, señor. Tendría que haber sido más cuidadoso…</p> <p>Warin contempló la figura inmóvil del hombre y devolvió su atención al rostro.</p> <p>—¿Sufres mucho, Owen?</p> <p>El hombre asintió y tragó saliva con dificultad. Sus mandíbulas se tensaron por el dolor y los párpados volvieron finalmente a abrirse para contemplar a Warin. No necesitó confirmar con palabras el mensaje suplicante que sus ojos le enviaron a su señor.</p> <p>Warin se irguió, miró una vez más las piernas del hombre y extendió la mano hacia Paul.</p> <p>—Tu daga.</p> <p>Paul le tendió el arma. Owen abrió los ojos y quiso incorporarse, pero Warin lo empujó hacia el lecho suavemente.</p> <p>—Tranquilo, amigo. No voy a darte el golpe de gracia. Me temo que te costará el par de calzones, pero no la vida. Ten paciencia conmigo.</p> <p>El hombre se reclinó, estupefacto. Warin pasó la hoja de la daga bajo una de las perneras de cuero ensangrentado y manchado y comenzó a abrir un tajo en la prenda, hasta la cintura del hombre. Al primer contacto, Owen gritó de dolor, tan sólo con sentir que le movían la pierna destrozada, pero luego perdió el conocimiento. Del mismo modo, Warin cortó la pernera izquierda y descubrió dos miembros retorcidos y ensangrentados.</p> <p>Warin dejó caer el cuchillo en la cama, al lado de Owen, y contempló las heridas en silencio durante unos segundos. Entonces, indicó a Paul y a Marcus que lo ayudaran a enderezar primero un pierna y luego la otra. Cuando terminaron, aguardó un instante, con las manos unidas y se dirigió a los tres hombres que lo observaban.</p> <p>—Está muy mal herido, si no recibe ayuda enseguida, morirá. —Se produjo un largo silencio, sólo interrumpido por la respiración de los hombres, y luego Warin prosiguió—: Nunca antes intenté curar una lesión tan grave. —Hizo una pausa—. ¿Oraréis conmigo, camaradas? Aun cuando sea la voluntad de Dios que este hombre vuelva a estar intacto, necesitaré de vuestro sostén.</p> <p>Como un solo hombre, Paul, Marcus y el sargento se hincaron de rodillas y lo contemplaron con respetuoso asombro. Warin continuó con la vista en el suelo por un instante, casi como si no hubiese nadie más en el recinto, levantó los ojos y extendió los brazos a ambos lados.</p> <p>—In nomine Patris, et Filii, et Spirítus Sancti, Amen. Oremus.</p> <p>Warin comenzó a orar con los ojos cerrados y una débil aura se fue formando alrededor de su cabeza. En la quietud de la recámara, sus palabras fueron murmullos imperceptibles, que los hombres que lo espiaban del otro lado de los paneles no pudieron distinguir. Pero, a su vez, tampoco pudieron ignorar el aura que rodeaba al cabecilla rebelde durante su plegaria ni confundir la serena confianza que irradió cuando extendió los brazos sobre los miembros destruidos y posó las manos sobre ellos.</p> <p>En silencio, vieron que Warin deslizaba sus manos a lo largo de las piernas del hombre y les pareció ver que las fracturas expuestas, apenas reconocibles por la distancia, adquirían firmeza y tersura. El cabecilla rebelde concluyó su oración y levantó las piernas del hombre; primero una y luego la otra. Y estaban nuevamente sanas, derechas, como si nunca hubiera sentido el impacto de las rocas.</p> <p>—Per Ipsum, et cum Ipsum, et in Ipso est tibí Deo Patrí omnipotenti in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria. Per omnia saecula saeculorum. Amen.</p> <p>Mientras las palabras de Warin se desvanecían, los ojos de Owen se abrieron con un parpadeo. El hombre se sentó, se miró las piernas, incrédulo, se las tocó con esperanza y ansiedad. Los demás se pusieron de pie. Warin lo observó un momento en silencio, se persignó con expresión piadosa y murmuró:</p> <p>—Deo gratías.</p> <p>El milagro había culminado.</p> <p>Detrás de los paneles, Morgan se dispuso a actuar. Indicó a Duncan y a Kelson que se acercaran, susurró unas órdenes y se irguió para volver a escudriñar por la mirilla. Mientras lo hacía, Duncan extrajo la espada y se confundió en las sombras, a la izquierda. Morgan dejó que cayera el cortinaje y dijo a Cardiel que se aproximara.</p> <p>—Entraremos ahora, Eminencia. Seguid mis instrucciones hasta donde os sea posible. Han dispuesto la escena para que nuestra irrupción sea más efectiva y quiero conservar ese clima. ¿De acuerdo?</p> <p>Cardiel asintió solemnemente.</p> <p>—¿Kelson?</p> <p>—Listo.</p> <p>Mientras Warin y sus tenientes cambiaban palabras sobre el cuerpo restaurado de Owen, se oyó un ligero sonido proveniente de la chimenea. Sólo Paul miraba en esa dirección y, cuando sus ojos buscaron el origen del ruido, se detuvo en mitad del aliento, boquiabierto y con los ojos desorbitados de terror.</p> <p>—¡Milord!</p> <p>Al escuchar la exclamación, Warin y los demás se volvieron para ver que, a la izquierda de la chimenea, sobre la pared, se abría una gran arcada, débilmente iluminada por los rescoldos que ardían en el fuego. Cuando Kelson traspuso la abertura se produjo un instante de incrédula inmovilidad. Era el joven rostro del rey, inconfundible bajo la lumbre rojiza del fuego. Luego, se oyó un murmullo de angustia cuando asomó la figura esbelta de dorados cabellos de Morgan, para detenerse al lado del monarca. Detrás apareció otra figura de cabello gris acerado y encendido por la luz de la chimenea, a quien Warin no supo reconocer. La abertura se cerró detrás de él.</p> <p>Entonces, Warin miró a su alrededor con ojos salvajes. Sus hombres salieron disparados hacia la puerta, sólo para detenerse al ver que Duncan se encontraba de pie contra el marco, que refulgía con un aura verde brillante. El sacerdote llevaba la espada desenvainada ante el cuerpo, en posición vigilante y a la espera. Warin se detuvo y clavó la vista sobre Duncan por un segundo fugaz, recordó su último encuentro con ese orgulloso joven deryni que se erguía tan confiado ante él. Cerró los ojos y trató de recobrar la compostura con visible esfuerzo. Sólo entonces se volvió para enfrentarse a su rival y a su rey.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XV</p> </h3> <cita> <p>Ni aun en tu pensamiento digas mal del rey.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Eclesiastés, 10:20</p> </cita> <p style="margin-top:5%">—Di a tus hombres que se rindan, Warin. Acabo de asumir el mando en este sitio —anunció Kelson.</p> <p>—No puedo permitir eso, Majestad. —Los ojos castaños de Warin se posaron sobre los del rey sin la menor traza de miedo—. Paul, llama a los guardias.</p> <p>—Mantente alejado de la puerta, Paul —dijo el rey, antes de que el joven atinara a moverse.</p> <p>Al escuchar su nombre de labios reales, el teniente se quedó quieto y buscó la mirada de Warin.</p> <p>Detrás de Duncan, la puerta seguía refulgiendo con una ligera luz verdosa. El sacerdote movió la muñeca sobre la empuñadura del arma en un gesto deliberadamente estudiado para crear vacilación.</p> <p>La mirada de Warin saltó hacia la puerta, se fijó en la indecisión y el temor que reflejaba el rostro de Paul y se detuvo sobre los ojos inescrutables de Morgan, que aguardaba inmóvil al lado del rey. Entonces, con un suspiro, bajó la vista al suelo y aflojó los hombros en un gesto de desazón.</p> <p>—Estamos perdidos, amigos —reconoció con voz cansada—. Dejad caer las armas y manteneos lejos. No podemos resistir la magia deryni sólo con acero.</p> <p>—Pero, señor… —protestó uno de los hombres.</p> <p>—Suficiente, James. —Levantó la vista y la fijó en Kelson una vez más—. Todos sabemos la suerte que corren aquellos que desafían a su rey y fracasan. Al menos, tú, yo y los otros moriremos con la certeza de que luchamos del lado de Dios. Y vos, Majestad, pagaréis un alto precio por nuestras vidas en el más allá.</p> <p>Se oyó un murmullo de consternación, apenas contenido, de los cuatro hombres que lo escoltaban. Pese a su desazón, dejaron caer las espadas y los tahalíes. El único sonido que se esparció por el recinto fue la estampida hueca del acero sobre las alfombras. Los hombres se despojaron de las armas y se situaron detrás de su cabecilla, con modos aún desafiantes.</p> <p>Kelson advirtió esto y muchas otras cosas, mientras indicaba a Duncan que recogiera las armas. Y, cuando los nuevos cautivos centraban su atención en los movimientos de Duncan, reparó en el sutil gesto de Morgan, quien le señaló el bajo sillón mullido que había ante la chimenea. Kelson fue hasta la silla y aguardó a que Morgan la girase para que quedara de frente a Warin y a sus hombres. Se sentó y acomodó los pliegues de su manto prestado, con un gesto real. Cuando Kelson terminó, Morgan se situó detrás del rey y ligeramente a la derecha. Cardiel permaneció en las sombras, a la izquierda de la chimenea. El efecto fue, en un abrir y cerrar de ojos, el de un monarca presidiendo una corte, aun en el esplendor relativamente ínfimo de una recámara ducal. Los hombres de Warin no dejaron de advertirlo y se dispusieron con temor a saber qué se proponía el joven Kelson.</p> <p>—No requerimos tu vida ni la de tus hombres —anunció Kelson a Warin, dirigiéndose en la primera persona del plural que correspondía a los reyes—. Sólo requerimos tu lealtad desde este momento en adelante. O, si no es posible tu lealtad, al menos tu disposición a escuchar lo que te diremos en los minutos siguientes.</p> <p>—No debo lealtad a ningún rey deryni —replicó Warin—. No me intimida ya esa estirpe real. Vosotros, los deryni, os sabéis mostrar muy valientes cuando contáis con vuestra magia para protegeros.</p> <p>—¿Ah, sí? —Kelson enarcó una ceja—. Creemos recordar que, en cierta ocasión pusiste a nuestro general Morgan a tu merced de un modo similar, tras haberlo privado de casi todas sus facultades humanas, al punto de dejarlo incapaz de defenderse en modo alguno. La tendencia a valerse de las ventajas es un rasgo tanto humano como deryni, al parecer.</p> <p>—No me dirigiré a aquellos que comercian con magia —replicó Warin, con un gesto desdeñoso de su barba, antes de apartar ligeramente el rostro.</p> <p>Morgan controló una sonrisa y dijo:</p> <p>—¿No? En tal caso, ¿cómo logras conservar la fe en ti mismo, Warin? El don de la curación, después de todo, es una especie de magia, ¿no crees?</p> <p>—¿De magia? —espetó Warin, que se volvió iracundo hacia Morgan—. ¡Blasfemas! ¿Cómo te atreves a profanar una señal tan sagrada de la gracia de Dios, comparándola con tus poderes viles y heréticos? Nuestro Señor fue un sanador. ¡Si ni siquiera mereces repirar el mismo aire que El!</p> <p>—Podría ser… —repuso Morgan, en tono neutral—. No me corresponde a mí juzgarlo. Pero, dime, ¿cómo interpretas el don de la curación?</p> <p>—¿De la curación? —Warin parpadeó y lanzó una mirada a los demás, pero no pudo adivinar el propósito de la pregunta—. Bueno las Sagradas Escrituras nos dicen que Nuestro Señor curó a los enfermos, como lo hicieron sus discípulos después de su muerte. Hasta tú tendrías que saberlo.</p> <p>Morgan movió la cabeza en sentido afirmativo.</p> <p>—Y vos, obispo Cardiel, ¿estáis de acuerdo con su afirmación?</p> <p>Cardiel había escogido mantenerse oculto en las sombras, hasta que oyó su nombre. Se sobresaltó y dio un paso vacilante hacia Morgan, con lo cual quedó bajo la lumbre de la chimenea. Las llamas reflejaron su luz anaranjada sobre el anillo de oficio de Cardiel, quien, al mirar al cabecilla rebelde, se llevó la mano al crucifijo.</p> <p>—Siempre he sostenido la creencia de que Nuestro Señor y sus discípulos curaron a los enfermos y a los tullidos —convino con cautela.</p> <p>—Excelente —asintió Morgan, mirando a Warin—. En tal caso, ambos concederéis que la curación es un don otorgado por Dios, que no debe ser tratado a la ligera, ¿no es así?</p> <p>—Sí —repuso Cardiel.</p> <p>—Desde luego —agregó Warin, sin pestañear.</p> <p>—Y, dime, Warin, tus poderes personales para curar, ¿deben considerarse también como un don de Dios?</p> <p>—¿Mis poderes personales…?</p> <p>Kelson lanzó un suspiro de exasperación y cruzó las piernas, impaciente.</p> <p>—Vamos, Warin, no seas esquivo. Sabemos que puedes curar, lo hemos visto hace unos minutos. También sabemos que curaste a un hombre en Kingslake la primavera pasada. ¿Lo niegas?</p> <p>—No, claro que no —replicó Warin. Enrojeció ligeramente y trató de erguirse más aún—. Y, si el Señor me ha señalado como su portavoz, ¿quién soy yo para dudar de su palabra?</p> <p>—Sí, ya lo sé —dijo Morgan. Asintió con impaciencia y levantó una mano para imponer silencio—. Entonces, lo que dices es que la curación es una señal de la gracia de Dios.</p> <p>—Sí.</p> <p>—Y que sólo pueden curar los que gozan de la gracia de Dios.</p> <p>—Sí.</p> <p>—Supongamos entonces que un deryni pudiera curar… —comenzó Morgan tranquilamente.</p> <p>—¡¿Un deryni?!</p> <p>—Yo he curado, Warin. Y tú serás el primero en admitir que soy deryni. ¿No podríamos postular, entonces, que el don de la curación también es un poder deryni?</p> <p>—¿Un poder deryni?</p> <p>Los hombres de Warin se miraron, atónitos. El rostro de Warin había quedado blanco como la nieve, demudado de todo color. Sus ojos confundidos eran la única señal de vida en la faz inmóvil. Entre los tenientes de Warin se oyó un murmullo furtivo, que se interrumpió rápidamente cuando Warin de pronto se recostó contra uno de ellos en busca de apoyo momentáneo. Entonces, el cabecilla rebelde —aunque ya no tanto— comenzó a recuperar la expresividad y a mirar a Morgan con un aire de terror incrédulo en el rostro.</p> <p>—¡Estás loco! —musitó, cuando por fin pudo hablar—. La corrupción deryni te ha nublado la mente. Los deryni no pueden curar.</p> <p>—Curé a lord Sean Derry cuando yacía moribundo a causa de una daga mortal en Rhemuth, el otoño pasado —respondió Morgan con serenidad—. Luego, en la catedral, sané mis propias heridas. Digo la verdad, Warin, aunque no puedo explicar cómo lo he hecho. Con mis curaciones se han beneficiado deryni y humanos por igual.</p> <p>—Es imposible —masculló Warin, casi para sus adentros—. No puede ser. Los deryni son engendros de Satán. Siempre nos lo han dicho…</p> <p>Morgan entrelazó los dedos y se estudió las uñas de los pulgares.</p> <p>—Lo sé. En ocasiones, casi estuve dispuesto a creerlo cuando recordaba los terribles castigos que los deryni tuvieron que sufrir durante los años pasados. Pero también a mí me enseñaron que la curación es un don concedido por Dios y, si mis manos pueden curar…, bueno, tal vez Él me haya concedido su gracia de esta forma, aunque más no fuere…</p> <p>—No. Mientes. —Warin sacudió la cabeza—. ¡Mientes y te propones envolverme en tus embustes!</p> <p>Morgan suspiró y miró a Kelson, a Cardiel y a Duncan. Vio que el sacerdote envainaba la espada, con una extraña sonrisa en el rostro, enarcaba una ceja en dirección a Morgan y cruzaba la habitación hasta la chimenea, con paso tranquilo. Warin y sus hombres se apartaron desconfiados y algunos de ellos miraron furtivamente la puerta que había quedado sin custodia.</p> <p>—Alaric no miente —intervino con tono confiado—. Y si me escucharais en lugar de tramar una fuga imposible, tal vez pudiera demostrároslo a vuestra satisfacción.</p> <p>Los hombres de Warin devolvieron su atención a Duncan, y el cabecilla miró al sacerdote con suspicacia.</p> <p>—¿Qué? ¿Acaso va a curar para convencernos? —preguntó Warin con desprecio.</p> <p>—Es precisamente lo que me propongo —replicó Duncan con una ligera sonrisa.</p> <p>Morgan frunció el ceño. Duncan vio que Cardiel se revolvía ansiosamente, con la mano tensa sobre el crucifijo. Kelson observaba la escena fascinado: jamás había visto curar a Morgan. Duncan volvió a mirar a Warin y se encontró con que los rebeldes no le quitaban los ojos de encima.</p> <p>—¿Y bien, Warin?</p> <p>—Pero… ¿a quién va a curar?</p> <p>Duncan dejó asomar otra sonrisa insondable.</p> <p>—He aquí mi plan: Warin, tú te niegas a escucharnos, a menos que Alaric pueda demostrarte satisfactoriamente que dice la verdad, y tú, Alaric, a tu vez, no puedes darle a Warin la prueba que exige si no tienes a quien sanar. Sugiero que alguno de nosotros se ofrezca para recibir alguna herida menor con el fin de que puedas demostrar tu poder y de que Warin se convenza. Como ha sido idea mía, seré yo el voluntario.</p> <p>—¿Qué? —exclamó Kelson.</p> <p>—Ni lo sueñes —se negó Morgan con firmeza.</p> <p>—¡Duncan, no debes hacer eso! —se oyó casi simultáneamente la súplica de Cardiel.</p> <p>Warin y sus hombres los miraban con absoluta desconfianza.</p> <p>—Pero ¿por qué no? —insistió Duncan—. A menos que alguno de vosotros tenga una alternativa mejor, creo que no nos queda elección. Si no tomamos alguna decisión, nunca saldremos de este callejón sin salida. Y no tiene por qué ser una herida de gravedad. Para demostrar que Alaric tiene razón, bastaría un rasguño. ¿Qué dices, Warin? ¿Te darías por satisfecho entonces?</p> <p>—Yo diría que…</p> <p>Pero se quedó sin palabras.</p> <p>—¿Y quién propones que te haga ese supuesto «rasguño»? —preguntó Morgan por fin, mostrando su inequívoco desacuerdo con sus profundos ojos grises.</p> <p>—Tú, o Kelson… Da lo mismo —respondió Duncan, tratando de mantener el tono de ligereza en la voz.</p> <p>Cardiel meneó la cabeza con energía.</p> <p>—No puedo permitirlo, Duncan. Eres un sacerdote. Un sacerdote no debería…</p> <p>—Soy un sacerdote suspendido, Eminencia. Y vos sabéis que nunca dejo de hacer lo que debo.</p> <p>Vaciló un instante, extrajo la daga del cinto y la presentó a los tres, ofreciendo la empuñadura.</p> <p>—Vamos. Uno de vosotros debe hacerlo, para acabar de una vez con esta cuestión. Vamos, o perderé el temple…</p> <p>—¡No! —estalló Warin de pronto.</p> <p>Dio varios pasos hacia los cuatro y se detuvo, tenso, pero erguido. Los miró con ojos temerarios.</p> <p>—¿Tienes alguna objeción? —preguntó Kelson, poniéndose lentamente de pie en su sitio.</p> <p>Warin entrelazó las manos y comenzó a recorrer la habitación con pasos inquietos. Movía la cabeza y hacía gestos, como para subrayar sus palabras.</p> <p>—¡Es una treta! ¡Una treta! ¡No me atrevo a fiarme de vosotros! Si lo hiciera, jamás sabría con certeza si no preparasteis toda esta farsa para embaucarme. Tal vez simulasteis herirlo y, luego, sanarlo. Esa no es ninguna prueba. Satán es un experto en embustes e ilusiones.</p> <p>Duncan miró a sus compañeros y, de repente, le tendió el arma a Warin.</p> <p>—En tal caso, Warin, serás tú quien vierta mi sangre —dijo con firmeza—. Tú abrirás la herida cuya curación te mostrará la prueba que exiges. No mentimos.</p> <p>—¿Yo? —tartamudeó Warin—. Pero, si yo nunca…</p> <p>—¿Nunca derramaste sangre, Warin? —espetó Morgan, tras avanzar un paso en dirección a su primo—. Lo dudo. Pero, si es cierto, se hace más importante aunque seas tú quien intervengas. Si quieres pruebas, las tendrás, pero tú mismo deberás participar en lo que pides.</p> <p>Warin los miró un largo rato, como si se debatiera con su conciencia. Retrocedió un paso y miró la daga con desagrado.</p> <p>—Muy bien. Lo haré. Pero no con esta arma. Debe ser con una de las nuestras, que no esté manchada por la hechicería deryni.</p> <p>—Si eso te complace… —convino Duncan.</p> <p>Mientras Duncan envainaba la daga y comenzaba a quitarse el cinto, Warin fue lentamente hasta la pila de armas entregadas al enemigo y se puso de rodillas ante ella. Miró el cúmulo de hojas durante varios segundos antes de escoger y, luego, retiró una daga delgada, de empuñadura en cruz y aplicaciones de marfil. La luz del fuego centelleó sobre la hoja cuando la retiró de la vaina y besó la reliquia encerrada en la empuñadura. Se puso de pie, sin palabras.</p> <p>—Debo pedir —dijo Duncan— que te limites a una herida que tú mismo puedas curar. —Había desatado los lazos de su túnica de hilo. La sacó por fuera de la cintura para quitársela—. Y, si escoges dar una estocada potencialmente letal, insisto en que sea con lentitud. No me gustaría que mi vida se extinguiese antes de que Morgan tuviese tiempo de sanarme.</p> <p>Warin apartó la mirada, incómodo, y afirmó la mano sudorosa sobre la empuñadura de marfil de la daga.</p> <p>—No te heriré más que lo que yo mismo sé curar.</p> <p>—Gracias.</p> <p>Duncan se quitó la túnica y la tendió a Morgan, quien la dejó caer sobre la silla que Kelson había dejado vacía. El sacerdote se detuvo ante Warin, pálido, pero sin temor.</p> <p>Warin se llevó la daga a la cintura y se acercó, cauto, reacio, pero sometido a la horrorosa fascinación de que su enemigo le permitiese hacer lo que se proponía. Pensó que, si quería, podía matar al menos a ese deryni. Pero otra parte de él, curiosamente, se apartó del pensamiento, como si ya considerara la posibilidad de que esos deryni le estuviesen diciendo la verdad, por terrible que fuese de aceptar.</p> <p>Cuando llegó al cuerpo de Duncan, se detuvo y se obligó a enfrentar los serenos ojos azules que lo buscaban. Luego, dejó que su mirada cayera sobre el cuerpo que tenía ante sí. El torso de Duncan, desacostumbrado al sol, era de piel pálida como el marfil, casi como la de una mujer, aunque en el color terminaba toda semejanza. Los hombros, anchos y fuertes, lampiños, se veían templados con músculos bien ejercitados. Bajo la tetilla izquierda, a través de las costillas, asomaba una delgada cicatriz, y otra, sobre el bíceps derecho. Probablemente, heridas de entrenamiento.</p> <p>Lentamente, Warin levantó la punta de la daga hasta la altura de sus ojos y la posó ligeramente sobre el hombro izquierdo de Duncan. El sacerdote no pestañeó, al sentir el filo del arma contra su piel, pero Warin se sintió incapaz de seguir sosteniendo su mirada.</p> <p>—Haz lo que debas —murmuró Duncan, y se preparó para recibir el corte.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XVI</p> </h3> <cita> <p>Tú me has examinado y me has conocido.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Salmos, 139:1</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Duncan sintió un dolor agudo y lacerante en el hombro izquierdo y, luego, su cuerpo fue presa de un vasto temblor espasmódico.</p> <p>En la conmoción de ese primer instante de angustia, tuvo conciencia de que los ojos de Warin brillaban extraviados, oyó que el rey contenía el aliento, alarmado, y sintió que Alaric deslizaba un brazo bajo su hombro sano, mientras perdía el control de su cuerpo.</p> <p>Después, se desplomó sobre el suelo, Alaric lanzaba una imprecación a Warin, con los ojos grises centelleando de ira, el rostro del rebelde recobraba la cordura y Warin retrocedía, horrorizado ante la visión de lo que había hecho. Por fin sintió los dedos de Alaric sobre la hoja que seguía atravesándole el hombro y la fortaleza tranquilizadora de su primo que le sostenía la cabeza con la otra mano. Entonces, todos los demás se apartaron, salvo Alaric, y Warin era la persona más próxima que había en la recámara. Vio que Alaric se inclinaba sobre él para mirarlo fijamente a los ojos, y los labios se movían formando palabras que le resultaban incomprensibles.</p> <p>—¿Duncan? ¡Duncan! ¿Me escuchas? ¡Maldito seas, Warin! ¡No tenías por qué haberlo herido con tanta violencia! Duncan, soy Alaric. ¡Escúchame!</p> <p>Duncan vio que, con gran esfuerzo de concentración, podía conseguir que el movimiento de los labios acompañara las palabras que escuchaba. Parpadeó y miró a su primo con ojos ausentes durante una eternidad, antes de poder asentir débilmente. Miró por debajo del mentón y vio la empuñadura de la pequeña daga de Warin, cuyos adornos y talladuras de marfil formaban extrañas manchas rojas.</p> <p>Volvió la vista a Alaric y sintió que una bienvenida calma le inundaba la mente: su primo había posado la mano derecha sobre la frente. Luego, cubrió con ella la empuñadura de la daga.</p> <p>—Duncan, es una herida muy fea —murmuró el deryni rubio, buscando sus ojos—. Necesitaré de tu ayuda. Si pudieras soportar el dolor, preferiría que permanecieras consciente mientras yo actúe. No sé si podré hacerlo solo.</p> <p>Duncan apartó ligeramente la cabeza, miró la daga una vez más y apoyó la mejilla en la mano de su primo un instante apenas.</p> <p>—Adelante —musitó Duncan—. Haré lo que pueda.</p> <p>Vio que los ojos grises se cerraban en un gesto de asentimiento y sintió que el brazo muerto era levantado hasta la altura del pecho de Alaric. La mano izquierda de su primo se dispuso a curar la herida cuando, con la derecha, terminara de retirar la daga. Duncan alzó también su diestra hacia la izquierda de Morgan, para sumar la escasa energía que pudiera aportar, y se templó para resistir el nuevo dolor que sobrevendría cuando retirase el metal de la carne.</p> <p>—Hazlo —dijo con un hilo de voz.</p> <p>Sintió el arañazo del metal contra el hueso, la lanza acida del acero en el músculo, en el nervio, en el tendón… y vio que el hombro se le teñía de rojo, mientras la savia de su vida se derramaba palpitante sobre el aire inmóvil de la noche. Sintió que las manos de Alaric se posaban sobre la herida y su propia mano derecha percibió el fluir tibio de la sangre que manaba por entre sus dedos doloridos. Entonces, la mente de Alaric se proyectó sobre la suya, para imponerle su consuelo, para restañarlo, para sofocar su agonía.</p> <p>Después, su conciencia se separó del dolor. De pronto, pudo abrir los ojos y posar su mirada sobre la de Alaric. Formaron un lazo de mente a mente, impulsado por el latido de sus corazones unidos, más tenaz que el que pueden formar dos manos poderosas.</p> <p>Alaric cerró los ojos y Duncan hizo lo mismo tras él. Duncan creyó escuchar un profundo murmullo musical por medio de otro sentido que no fue el oído. El lazo se hizo más profundo y una paz ubicua comenzó a cernirse sobre él, casi como si una mano de sombras, sin forma ni sustancia, se posase sobre su frente para secarla. Tuvo la fugaz impresión de que a ellos se sumaba otra Presencia. Alguien que nunca había visto ni escuchado. Entonces, el dolor desapareció y la sangre cesó de manar. Abrió los ojos y encontró la cabellera dorada de Alaric inclinada sobre él, mientras el lazo comenzaba a desfallecer. Se movió ligeramente contra el brazo de Alaric, al ver que su primo abría los ojos, y levantó la cabeza para observar las tres manos unidas y sangrientas que descansaban sobre su hombro izquierdo. La de arriba —la de Alaric— se separó y simultáneamente cayeron las otras dos, una de cada uno. ¡La herida ya no estaba!</p> <p>Allí donde la hoja había penetrado se veía una línea delgada, que desaparecía velozmente; pero de la impresionante cantidad de sangre que había escapado de su cuerpo, sólo quedaban restos en sus manos. Levantó la suya, miró la de Alaric y dejó que su cabeza reposara sobre el hombro de su primo para poder observar, por primera vez, al círculo de hombres que lo escrutaban. El más próximo era Warin: pálido, mudo, estupefacto. A su lado, estaban Kelson y Cardiel, y, a la derecha, los hombres del cabecilla rebelde, que formaban un grupo temeroso e incrédulo. Duncan logró esbozar una débil sonrisa y bajó la mano lentamente. Su mirada se posó en la de su primo.</p> <p>—Gracias —musitó.</p> <p>Alaric le devolvió la sonrisa y lo ayudó a sentarse en una posición más cómoda.</p> <p>—Y bien, Warin —dijo el deryni—, ¿puedes aceptar lo que has visto? ¿Aceptarás que, si tu premisa de que la curación es un don otorgado por Dios es cierta, Dios también concede facultades a los deryni?</p> <p>Pálido, Warin meneó la cabeza, atónito.</p> <p>—No puede ser cierto. Los deryni no pueden curar. Pero tú curaste… Por lo tanto, la curación debe ser también un poder deryni. Y yo, si también puedo sanar…</p> <p>Su voz se perdió, en el umbral de una conclusión imprevista. El rostro perdió aún más color, si acaso era posible. Morgan vio la reacción y supo que, por fin, había logrado gran parte del efecto que había querido conseguir. Con una sonrisa de entendimiento, ayudó a Duncan a ponerse de pie y fue hasta Warin.</p> <p>—Sí, ahora debes enfrentarte también a esa posibilidad, Warin —le dijo serenamente—. Si te lo hubiéramos dicho antes, habrías rehusado escuchar. Quizás ahora puedas meditar sobre esto con nueva objetividad. Creemos que también tú podrías ser deryni.</p> <p>—No. No es posible —murmuró Warin, con aire ausente—. No puede ser. Yo he odiado a los deryni durante toda mi vida y sé que, en mis antepasados, no hay sangre deryni. Es imposible.</p> <p>—Tal vez no —insistió Kelson, que se había acercado a Morgan y miraba atentamente a Warin—. Muchos de nosotros pasamos la vida entera sin siquiera saberlo, a menos que algo inesperado cambie las cosas. Quizá tú hayas oído de qué forma mi madre se enteró de su ascendencia deryni. Y nadie habría sospechado jamás que Jehana de Gwynedd tuviese ancestros de nuestra raza. Sobre esta cuestión, ella era tan obstinada como tú, Warin, y quizá más, en ciertos sentidos.</p> <p>—Pero… ¿cómo hace uno para saberlo con certeza? —preguntó Warin, desolado—. ¿Cómo se hace para saber?</p> <p>Morgan sonrió.</p> <p>—Jehana lo supo usando poderes que ignoraba poseer, cuando no tuvo otra elección. Por otro lado, hay personas que poseen poderes que no pueden explicarse por medio de la sangre deryni. La única forma de saberlo a ciencia cierta es leer la mente. Puedo hacerlo por ti, si quieres.</p> <p>—¿Leer la mente?</p> <p>—Tú te pones en estado receptivo y dejas que yo entre en tu mente con la mía. No puedo explicar de qué modo se sabe si uno está en contacto con un deryni o no, pero es así. Tendrás que concederme la posesión de esta facultad. ¿Me dejarías que lo hiciera?</p> <p>—¿Qué entraras en mi mente? —miró a Cardiel con ojos suplicantes, como si reposara en la autoridad del obispo sin darse cuenta—. ¿Está permitido algo semejante, Eminencia? No sé cómo juzgar esta situación. Os suplico que me guiéis.</p> <p>—Yo me fío de Morgan —repuso Cardiel en voz baja—. No tengo idea de cómo hace lo que hace, pero acepto el hecho de que sucede. Y, aunque no he estado en contacto con su mente, creo en sus buenas intenciones. Debes ver el error de lo que ha sucedido hasta ahora y sumarte a nosotros, Warin. Los habitantes de Gwynedd debemos unirnos para poder defendernos de Wencit de Torenth. Espero que puedas comprenderlo.</p> <p>—Pero… dejar que Morgan…</p> <p>Su voz se perdió pensativamente. Miró al general deryni y Morgan asintió, ofreciéndole su comprensión.</p> <p>—Comparto tus reservas sobre esta cuestión. Mis sentimientos hacia ti se encuentran teñidos por lo que ha sucedido anteriormente, pero no hay otro que pueda hacerlo en mi lugar. Kelson posee innumerables dones, pero no tiene la misma experiencia que yo en el ejercicio de esta facultad. Y temo que has debilitado a Duncan hasta tal punto que no puedo permitirle semejante gasto de energía. Lo que nos proponemos hacer agota las fuerzas que Duncan no posee en este momento; conque, al parecer, te queda una única elección… si quieres saber la verdad, claro está.</p> <p>Warin bajó la vista y se miró los pies durante varios segundos. Luego, giró lentamente para enfrentarse a sus hombres.</p> <p>—Decidme la verdad —les dijo, con voz apenas audible—. ¿Creéis que soy deryni? ¿Paul? ¿Owen?</p> <p>Paul miró a sus camaradas y avanzó unos pasos.</p> <p>—Creo que hablo por todos, señor, y, en realidad, no sabemos qué pensar.</p> <p>—Pero ¿qué debo hacer? —murmuró Warin, para sus adentros.</p> <p>Paul miró a los otros y volvió a hablar.</p> <p>—Debéis saber la verdad, señor. Quizá nos hayamos equivocado con respecto a los deryni. En realidad, si sois deryni, no todos han de ser malvados. Vos sabéis que os acompañaríamos al infierno de ida y vuelta, señor. Pero averigüadlo.</p> <p>Warin dejó caer los hombros en actitud de derrota y se volvió para enfrentar a Morgan, sin mirarlo a los ojos.</p> <p>—Al parecer, debo someterme a ti. Mis seguidores deben saber quién soy y yo también, si he de decir la verdad. ¿Qué debo hacer, entonces?</p> <p>Morgan tendió a Duncan la camisa que éste se había quitado y comenzó a girar la silla hacia la chimenea.</p> <p>—En realidad, no es una cuestión de sometimiento, Warin —le dijo, e indicó a los demás que se mantuvieran fuera de la línea de visión de la silla, mientras recordaba alguna experiencia anterior—. Lo que experimentaremos es una conciencia compartida, donde ambos trabajaremos juntos. Si en algún momento sientes miedo y no quieres proseguir, puedes romper el contacto. Te prometo que no te obligaré. Siéntate aquí, por favor.</p> <p>Warin tragó saliva con dificultad y miró la silla que estaba frente al fuego. Se conminó a sentarse cautelosamente en el borde. Morgan fue por detrás de la silla, posó sus manos sobre los hombros de Warin y tiró de él para que se sentara debidamente. Las manos permanecieron ligeramente apoyadas en ese lugar mientras Alaric comenzaba a hablar. Como los demás habían retrocedido, sólo podían ver a Morgan, de espaldas, y la cabeza y los hombros de Warin. La voz del general resonó profunda y grave en la penumbra iluminada por los rescoldos.</p> <p>—Relájate, Warin. Reclínate y contempla las llamas en la chimenea. En lo que vamos a hacer, hay poca magia implícita, realmente. Relájate y mira el fuego. Concéntrate en el sonido de mi voz y en el contacto de mis manos. No te sucederá nada malo, Warin. Te lo prometo. Relájate y déjate flotar conmigo. Que el único movimiento de tu universo sea el suave aletear de las llamas. Relájate y flota conmigo.</p> <p>Mientras la voz de Morgan continuaba su letanía, subiendo y bajando con las llamas, vio que, realmente, Warin comenzaba a abandonarse. Aflojó su contacto sobre los hombros y Warin no se perturbó con el movimiento. Buena señal. Lentamente, a medida que el cabecilla rebelde se iba internando en las profundidades del conjuro, Morgan fue extendiendo sus sentidos alrededor de él, con los ojos posados sobre el sello del Grifo para desencadenar el primer nivel del contacto mental deryni. Warin ya se encontraba en la etapa inicial del trance. Respiraba lenta y profundamente y sus ojos estaban a punto de cerrarse por completo.</p> <p>Suavemente, Morgan situó las manos a ambos lados de la cabeza de Warin y ocultó sus movimientos con un toque de control más poderoso. Warin no se perturbó ante el contacto más profundo y, con un ligero suspiro de alivio, Morgan se permitió establecer una comunicación más íntima. Posó la cabeza de Warin contra su pecho y miró los párpados cerrados a través de los suyos, entreabiertos. Inclinó su cabeza y cerró los ojos. Entró en la mente de Warin.</p> <p>Cinco minutos después, se sacudió, levantó la cabeza ligeramente y miró hacia Duncan y Kelson, con los ojos ensimismados.</p> <p>—Por debajo de sus condicionamientos deryni, posee una mente muy bella y armoniosa —murmuró Alaric—. Pero estoy casi seguro de que no es deryni. ¿Queréis confirmarlo?</p> <p>Sin decir palabra, Kelson y Duncan se acercaron a ambos lados de Morgan y posaron sus manos sobre la frente de Warin. Después de unos segundos, las retiraron.</p> <p>—Tienes razón —sentenció Duncan—. No es deryni.</p> <p>—Y, sin embargo, posee el don de la curación —musitó Kelson atónito—. También parece poseer una ligera persuasión en la facultad de Decir la Verdad. De todos los talentos deryni, esos dos son probablemnte los más útiles para un hombre como él, que cree haber sido encomendado con una misión divina.</p> <p>Morgan asintió y volvió a mirar el rostro de Warin.</p> <p>—Estoy de acuerdo. Le transmitiré algunos antecedentes verdaderos sobre los deryni, para contrarrestrar lo que se le ha hecho creer, y lo sacaré del trance.</p> <p>Cerró los ojos, los abrió al cabo de un rato y estrechó los hombros de Warin en un gesto tranquilizador. Este, al notar que le soltaban la cabeza, abrió los ojos y miró a Morgan, azorado.</p> <p>—No soy deryni… —murmuró, con una expresión de estupor en el rostro—. Y, sin embargo, me siento casi decepcionado. No tenía idea de que…</p> <p>—Pero ahora comprendes, ¿verdad? —suspiró Morgan, con cansancio.</p> <p>—No entiendo cómo pude haberme equivocado tanto con respecto a los deryni. Y mi mandato… ¿existe, en verdad?</p> <p>—El origen de tus poderes no es deryni —dijo Duncan en voz baja—. Quizá fuiste convocado para alguna misión, sólo que confundiste el propósito de tu labor…</p> <p>Warin miró a Duncan y dejó que sus palabras cobraran sentido. Entonces, advirtió que Kelson lo estudiaba con sus profundos ojos grises. De pronto, recordó que no debía estar sentado en presencia de su rey y se puso de pie, con desazón.</p> <p>—Majestad, perdonadme. Las cosas que os dije antes y lo que he hecho contra vos en los meses anteriores… ¿Cómo podría expiar mis faltas?</p> <p>—Concédeme tu fidelidad —se limitó a responder Kelson—. Ayúdanos a convencer a los arzobispos de lo que acabas de comprender y de que todos debemos unirnos contra Wencit. Si lo haces, y también tus seguidores, perdonaré lo que ha ocurrido hasta hoy. Necesito tu ayuda, Warin.</p> <p>—Os la daré libremente, Majestad —dijo Warin, se puso de rodillas e inclinó la cabeza para rendir su homenaje.</p> <p>Los hombres de Warin, atónitos ante lo que acababan de ver, se prosternaron como su señor. Kelson tocó el hombro de Warin a modo de reconocimiento y les indicó que se pusieran de pie.</p> <p>—Os estoy agradecido, caballeros, pero no podemos perder tiempo en ceremonias. Warin, hay que pensar en un modo de echar a correr la voz de tu aparente cambio de parecer. ¿Qué nos sugieres?</p> <p>Warin pensó un instante y asintió.</p> <p>—Se me ocurre algo, Majestad. En el pasado, he tenido a menudo sueños en ocasiones críticas. Mi gente conoce estos sueños y creerá en lo que diga. Sólo debo contarles a mis hombres que tuve una visión durante la noche, que un ángel acudió a mí y me dijo que debía entregaros mi lealtad pues, de lo contrario, Gwynedd perecería. Luego, ya habrá tiempo de dar a conocer la verdadera historia. Mientras tanto, si propagamos esta noticia ahora mismo, por la mañana se habrán sumado los detalles suficientes para explicar vuestra presencia aquí y nos serán de gran utilidad cuando nos enfrentemos a los arzobispos. ¿Estáis de acuerdo?</p> <p>—¿Morgan? —preguntó el rey.</p> <p>—Warin, tienes un don especial para la intriga —sonrió el general—. ¿Podrías disponer que tus tenientes se encargaran de ello de inmediato?</p> <p>El cabecilla rebelde asintió en silencio.</p> <p>—Excelente, excelente. Y, cuando hayáis terminado, quisiera que todos nos reuniéramos en la escalinata de la torre. Mientras, necesitaría el consejo de varios de mis oficiales. ¿Están en las mazmorras?</p> <p>—Vaya, me temo que sí —admitió Warin.</p> <p>—No importa. Conozco formas de sacarlos de allí. Entonces, ¿nos encontramos dentro de dos horas?</p> <p>—En tres horas saldrá el sol —apuntó Paul de Gendas.</p> <p>Morgan se encogió de hombros.</p> <p>—No podemos evitarlo. Tenemos que ganar tiempo. Dentro de dos horas, en la escalinata de la torre. ¿Comprendido?</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XVII</p> </h3> <cita> <p>Y alzará un pendón a las gentes de lejos.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Isaías, 5:26</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Al amanecer, había pocos en el castillo de Coroth que no supieran algo al menos sobre la extraña y prodigiosa visión que lord Warin soñara durante la noche. Las tropas de Warin, que componían el grueso de la defensa de Coroth, mantenían su fidelidad al carismático adalid, aunque no fingían comprender el repentino cambio de política de Warin. Y las escasas tropas que habían acompañado a los arzobispos a Coroth vacilaban a la hora de oponerse a la nueva información, considerando que las fuerzas de Warin eran superiores numéricamente. En las primeras horas de la mañana, varios de ellos habían cometido el error de cuestionar las versiones e intentar oponerse. Muchos de los disidentes se encontraron encerrados en las mazmorras del castillo a manos de los leales seguidores de Warin.</p> <p>El alba sorprendió a los arzobispos Loris y Corrigan y a media docena de camaradas reunidos en la capilla ducal, con aire temeroso; aparentemente, para celebrar el oficio matinal, pero, en realidad, para considerar entre sí las consecuencias de los acontecimientos nocturnos. Ninguno mostraba entusiasmo ante el rumor de que Warin había tenido una visión y ninguno sospechaba los hechos reales que sustentaban la nueva situación.</p> <p>—Os lo digo, es una situación ridicula —comentaba Loris—. Este Warin va demasiado lejos. ¡Hablar de visiones en estas épocas! ¡Vaya, es inaudito!</p> <p>Los prelados se habían congregado en un sector de la nave lateral, cerca de la parte delantera. Loris recorría la alfombra ante las figuras sentadas de sus subordinados. Corrigan, que parecía mucho más viejo y decrépito de lo que era, se había sentado en un pequeño taburete algo alejado de los demás, como correspondía a su posición de segundo de Loris en el mando. Los otros —De Lacey, Creoda de Carbury, Carsten de Meara, Ifor y los dos obispos itinerantes, Morris y Conlan— los miraban de frente, con preocupación. Conlan, uno de los más jóvenes del grupo, se aclaró la garganta con un gruñido.</p> <p>—En vuestra opinión será inaudito, milord, pero, francamente, a mí me preocupa. Parece como si Warin se inclinara por una política más tolerante hacia los deryni. Y ¿qué sucederá si decide apoyar al rey?</p> <p>—Correcto —agregó Ifor—. Llegué a oír que está pensando en hacerlo. Y, en tal caso, nos veremos en un grave problema.</p> <p>Loris miró a ambos obispos con aspereza y se aclaró la garganta.</p> <p>—No se atrevería. Además, ni siquiera Warin tiene tanta influencia sobre sus tropas. No puede cambiar toda su posición de la noche al día.</p> <p>—Tal vez no —resolló Creoda. El viejo obispo tenía la voz fina y cascada y debía toser a menudo—. Tal vez no pueda, pero esta mañana sucede algo raro. Se siente en el aire. Y hoy he visto que faltaban dos de mis escoltas personales. Eran hombres que habíamos traído con nosotros. Se ven rostros desconocidos en muchos de los puestos de guardia.</p> <p>—¡Hum! —gruñó Loris—. ¿Alguien sabe con certeza en qué ha consistido esta supuesta «visión» que tuvo Warin?</p> <p>—No exactamente —repuso De Lacey, mientras jugueteaba con la amatista de su anillo—. Pero mi capellán me dijo esta mañana que, según uno de los guardias, Warin había visto un ángel en sueños.</p> <p>—¿Un ángel?</p> <p>—¡Es ridículo! —resopló Loris. De Lacey se encogió de hombros.</p> <p>—Eso dijo. Un ángel con cuernos de luz se apareció ante Warin en sueños y le advirtió que debía reconsiderar lo que estaba haciendo.</p> <p>—¡Maldición! ¡Ha ido demasiado lejos! —bramó Loris—. No puede soñar algo y, de buenas a primeras, cambiar todo lo que ha venido sosteniendo. ¿Quién se cree…?</p> <p>Se oyó un golpe en la puerta y la capilla quedó en silencio. El golpe se repitió y todos los ojos se volvieron a Loris. Conlan, siguiendo una indicación del arzobispo, se puso de pie y avanzó hasta las puertas. Con la mano en el picaporte, gritó:</p> <p>—¿Quién es?</p> <p>Se oyó una ligera pausa y, entonces, la voz respondió.</p> <p>—Soy Warin. ¿Qué significa esto? ¿Por qué habéis cerrado las puertas de la capilla?</p> <p>Ante la señal de Loris, Conlan corrió el pestillo y se hizo a un lado, con el rostro transido de consternación, mientras entraban Warin, sus tenientes y un escuadrón de hombres armados que se apostaron a ambos lados del recinto. Uno de los hombres empujó a Conlan junto al resto de los obispos, que se pusieron de pie.</p> <p>—¿Qué significa esto? —exigió Loris, irguiéndose en toda su estatura e intentando rodearse de autoridad sacerdotal.</p> <p>Warin se inclinó ligeramente desde la cintura, con expresión solemne en el rostro.</p> <p>—Buenos días, arzobispo —dijo, con las manos rígidas a ambos lados del cuerpo—. Espero que vos y vuestros colegas hayáis dormido bien.</p> <p>—Basta ya de cumplidos, Warin —espetó Loris—. ¿Por qué habéis interrumpido nuestro oficio con hombres armados? Las armas no tienen cabida en la casa del Señor.</p> <p>—Arzobispo, a veces, tales acciones son necesarias —replicó Warin con firmeza—. He venido a solicitaros que levantéis una excomunión.</p> <p>—¿Con hombres armados? —comenzó Loris, indignado.</p> <p>—Escuchadme, arzobispo. Deseo que levantéis la excomunión que impusisteis a Alaric Morgan, a Duncan McLain y al rey, y que canceléis el Interdicto que decretasteis sobre Corwyn.</p> <p>—¿Qué? ¿Os habéis vuelto loco?</p> <p>—No. Loco no, arzobispo. Pero me enfureceré mucho si no accedéis a esta petición.</p> <p>Loris farfullaba de ira.</p> <p>—¡Esto es… un acto de insania! Conlan, llama a los guardias. No tenemos por qué someternos a este…</p> <p>—Paul, obstruye la puerta —ladró Warin, interrumpiendo a Loris en mitad de la frase—. Y vos, arzobispo, medid vuestras palabras y escuchad. Su Majestad, ¿querríais pasar, por favor?</p> <p>Al oír a Warin, los prelados contuvieron el aliento. Se abrió una puerta que daba a la sacristía, al lado del altar. Apareció Kelson, cubierto por un manto rojo, seguido de cerca por Morgan, Duncan, Cardiel y varios de los oficiales de Morgan que habían sido rescatados. Kelson llevaba una diadema de oro sobre la cabeza desnuda y resplandecía con su túnica de lienzo dorado bajo el manto púrpura. Morgan había escogido una de sus túnicas bordadas con el Grifo de Corwyn. La bestia alada centelleaba sobre el pecho de satén, engastada de esmeraldas e hilos de oro. Duncan iba de negro y llevaba al hombro el tartán colorido de los McLain, sujeto con un pesado broche de plata. Cardiel vestía de negro, pero llevaba una capa consistorial de brocado de plata; sobre el cabello acerado, llevaba una alta mitra blanca y plateada.</p> <p>En un santiamén, los prelados captaron el efecto. Varios se persignaron apresuradamente. Conlan y Corrigan palidecieron notoriamente y Loris había quedado mudo de furia.</p> <p>Entonces, con un guiño, Warin y sus hombres se pusieron de rodillas para rendir homenaje al rey y los hombres armados se llevaron los puños al pecho en orgulloso saludo. Kelson dejó que su mirada se posara sobre los obispos inmóviles, incapaces de moverse de sus lugares, e hizo una seña a Warin y a sus hombres para que se pusieran de pie. Cuando él y su comitiva atravesaron la capilla para acercarse a Warin, los prelados retrocedieron, temerosos. Kelson llegó al lado del cabecilla rebelde y se volvió para enfrentarse a Loris y al resto. Sus hombres se apretaron a su espalda, en señal de solidaridad.</p> <p>—Loris, no recordáis vuestro juramento de lealtad hacia vuestro rey? —Los escrutó con sus fríos ojos grises, por debajo de la diadema.</p> <p>Loris se irguió un poco más y trató de rodearse de un aura de dignidad.</p> <p>—Con el debido respeto, Majestad, estáis excomulgado. La excomunión os priva de ciertas prerrogativas que, de ordinario, os pertenecerían. Para nosotros habéis muerto, Majestad.</p> <p>—Ah, pero no lo estoy, querido arzobispo. Ni lo están Morgan, el padre McLain ni ninguno de los otros a los que habéis anatemizado sobre la base de un incidente erróneamente interpretado. Hasta Warin nos rinde honores.</p> <p>—¡Warin es un traidor! —escupió Loris—. ¡Le habéis corrompido con vuestros trucos deryni!</p> <p>—Warin es un subdito leal. Ha comprendido el error de sus anteriores creencias y, voluntariamente, ha escogido unirse a nosotros. El incidente del templo de San Torin, sobre el cual, al parecer, basáis todas vuestras decisiones, está cerrado. Si seguís basando vuestra desobediencia en tal situación, sólo concluiremos que hay alguna otra razón oculta que os compele a conspirar contra vuestro rey. No es Warin el traidor. Él no ha escogido seguir desafiándonos.</p> <p>—¡Le habéis hecho algo! —gritó Loris, señalando a Warin y temblando de furia—. Habéis usado vuestros viles poderes para corromper su mente. Nunca habría cambiado su parecer si vos no hubierais intervenido.</p> <p>Morgan dio un paso adelante y miró a Loris con ojos amenazadores.</p> <p>—No olvidéis con quién habláis, arzobispo —dijo con voz elegante, pero mortífera—. ¡Hasta la paciencia de un rey tiene límite!</p> <p>—¡Ah! —Loris alzó las manos, fastidiado, y alzó los ojos al cielo—. ¿Ahora debemos oír a este hereje? No tengo nada más que deciros. Nuestra fe no será quebrantada.</p> <p>—En tal caso, seréis encarcelados aquí, en Coroth, hasta que cambiéis de opinión —anunció Kelson, con toda serenidad—. No permitiremos semejante desacato. Guardias, apresad al arzobispo Loris. Obispo Cardiel, os nombramos en este momento primado de Gwynedd, hasta que la Curia pueda reunirse oficialmente para ratificar vuestro nombramiento, o bien escoger algún otro miembro leal según sus preferencias. A los ojos de la Corona, el arzobispo Loris ya no es aceptable.</p> <p>—¡Majestad, no podéis hacer esto! —protestó Loris, mientras dos guardias lo sujetaban—. ¡Es absurdo!</p> <p>—¡Silencio, arzobispo! O tendré que amordazaros. Aquellos de entre vosotros que no deseéis compartir la suerte de Su Excelencia, tenéis dos alternativas. Si sentís que, por razones de conciencia, no podéis uniros a nosotros para repeler al invasor Wencit, quedaréis libres para retiraros al santuario de vuestras respectivas diócesis, con la condición de que juréis neutralidad hasta que este conflicto se resuelva.</p> <p>»Pero si no podéis cumplir con el voto de neutralidad, os pedimos que no perjuréis fingiendo que os abstendréis de actuar. Estaréis mucho mejor aquí, en Coroth, custodiados, que luego a merced de nuestra ira, cuando descubramos que nos habéis traicionado.</p> <p>»Para el resto de vosotros, y ruego que haya algunos, os ofrecemos la oportunidad de renunciar a las acciones que habéis cometido durante los meses pasados y limpiar así vuestra buena reputación. Si alguno de vosotros inclina la rodilla ante Vuestra Majestad y confirma su lealtad a la Corona, nos complacerá concederle el absoluto perdón por las ofensas pasadas y acogeros con agrado en nuestra compañía. Vuestras oraciones y apoyo serán muy necesarios cuando, en pocos días, nos enfrentemos a Wencit.</p> <p>Dejó que su mirada escrutara los rostros de los obispos una vez más.</p> <p>—¿Y bien, señores? ¿Qué preferís? ¿La mazmorra, el monasterio, o la Corona? La elección es vuestra.</p> <p>La conclusión de Kelson fue demasiado para el furioso Loris.</p> <p>—¡No os ofrece elección! —estalló el arzobispo—. ¡No puede haberla cuando media la herejía! Corrigan, no traicionarás tu fe, ¿verdad? Creoda, Conlan, ¡no pensaréis inclinaros ante la voluntad desviada de este joven rey insolente!</p> <p>Kelson hizo una breve señal con la mano y uno de los guardias que sostenía a Loris tomó un lienzo de su túnica y comenzó a amordazar al arzobispo.</p> <p>—Os lo advertí —dijo Kelson. Miró a Loris y al resto, con helada intensidad—. Ahora, bien. ¿Qué preferís? No puedo perder un valioso tiempo esperando que meditéis.</p> <p>El obispo Creoda tosió nerviosamente y miró a sus colegas. Avanzó un paso.</p> <p>—No puedo hablar por mis hermanos, Majestad, pero no deseo seguir enemistado con vos. Si os parece conveniente, me retiraré a Carbury durante el curso de los acontecimientos. Realmente, ya no sé en qué creer.</p> <p>Kelson asintió secamente y estudió a los demás. Después de un instante de vacilación, Ifor y Carsten avanzaron un paso. El primero se inclinó ligeramente al hablar.</p> <p>—También nosotros solicitamos vuestra indulgencia, Majestad. Aceptamos vuestro ofrecimiento. Nos retiraremos a nuestras diócesis y os damos nuestra palabra de abstención.</p> <p>Kelson asintió.</p> <p>—¿Y el resto? Ya os lo he dicho, no pienso perder todo el día aquí.</p> <p>Con un movimiento decisivo, el obispo Conlan fue hacia Kelson y dejó caer una rodilla ante él.</p> <p>—Me arrodillo ante vos una vez más, Majestad. No proseguiré con el asunto de San Torin. Si creéis en la inocencia de Morgan y de McLain, para mí es suficiente. Todos nos vimos envueltos en lo que sucedió aquí. Os ruego me perdonéis, Majestad.</p> <p>—Os perdono libremente, obispo Conlan —Kelson posó una mano sobre el hombro del prelado—. Entonces, ¿venís con nosotros rumbo al norte?</p> <p>—Con todo mi corazón, Majestad.</p> <p>—Bien.</p> <p>Kelson miró al resto, a Loris, que luchaba entre las manos de sus captores, pugnando por hablar, a Creoda, a Ifor y a Carsten, que se recluirían, y a los dos prelados restantes que aún no se habían pronunciado.</p> <p>—¿De Lacey? ¿Qué decís?</p> <p>De Lacey bajó los ojos un instante, se puso de pie con rigidez y, lentamente, se postró en su sitio.</p> <p>—Perdonadme por mi aparente indecisión, joven Majestad, pero soy un anciano y los modales de antaño aún se resisten a ceder. No es mi costumbre desobedecer ni a mi arzobispo ni a mi rey.</p> <p>—Pues bien, De Lacey, al parecer tendréis que desobedecer a uno de los dos, por fuerza. ¿Qué decidís?</p> <p>De Lacey inclinó la cabeza.</p> <p>—Partiré con vos, Majestad. Sin embargo, preferiría hacerlo en una litera y no a lomos de un caballo. Mis huesos son muy viejos para galopar en un corcel a la velocidad que requeriréis.</p> <p>—Capitán, ved que se procure una litera a Su Excelencia. Y, Corrigan, faltáis vos. ¿Debo preguntároslo especialmente? Seguramente ya habréis tenido tiempo de decidir.</p> <p>El rostro de Corrigan se veía ceniciento, demudado, perlado de sudor. Lanzó largas miradas a sus compañeros y a Loris, en manos de los soldados. Extrajo un pañuelo y se enjugó el rostro antes de dirigirse hacia Kelson con paso cansado. Cuando llegó a tres metros de Su Majestad, miró por última vez a Loris, bajó la cabeza y se estudió las manos.</p> <p>—Perdonadme, Majestad, pero soy un anciano, estoy cansado y ya no soy capaz de luchar. Temo que estéis en un error, pero no tengo la fortaleza de oponerme. Y creo no poder sobrevivir a vuestra mazmorra. Solicito permiso para regresar a mi diócesis de Rhemuth, Alteza. No me encuentro bien.</p> <p>—De acuerdo —dijo Kelson tranquilamente—. Si tengo vuestra palabra de que no intervendréis, podéis marchar. Señores, os agradezco no haberme hecho las cosas más difíciles aún. Ahora, Morgan, Warin, lord Hamilton, desearía que partiésemos de aquí al mediodía, si es posible. Por favor, ocupaos de todo lo que sea necesario.</p> <p>Los ejércitos conjuntos pudieron partir sólo a últimas horas de la tarde, y no a mediodía. Kelson dio la orden de marchar, pese a todo. Si viajaban durante toda la noche, sin detenerse hasta el mediodía siguiente, podrían cruzar casi todo el territorio de Corwyn antes de necesitar descanso. Luego, un breve alto hasta la mañana del día siguiente y estarían en Dhassa a mediodía de la segunda jornada. Desde allí, necesitarían dos días más de marcha para poder sumar ese ejército con los hombres que había apostados en el valle de Dhassa. En total, transcurriría una semana hasta que estuvieran en condiciones de enfrentarse a las fuerzas de Wencit en el norte. Kelson rezó para que pudiesen llegar a tiempo.</p> <p>Era tarde, mas ninguno sintió deseos de protestar por la marcha tardía. Los batallones de vanguardia partieron de Coroth y comenzaron la travesía hacia el noroeste; los estandartes reales, con el león, rivalizaban con los halcones grises y negros de las fuerzas de Warin, otrora rebeldes. Entre ambas banderas, flameaba el púrpura episcopal de las tropas selectas de Cardiel que habían venido desde Dhassa. Por los caminos, crujían los ejes de las carretas con provisiones, mientras la caballería montada bramaba a través de las verdes pasturas de Corwyn. A la zaga del ejército principal, resoplaban y bufaban los animales de carga, azuzados por sus jinetes. Bajo el sol de la tarde, las borlas y los galones refulgían en todo su colorido. Los sobretodos de los vasallos liberados de Morgan, ricamente bordados, se entremezclaban con las túnicas uniformadas de los Lanceros Reales de Haldane, del Pie de Josué, del Cuerpo de Arqueros de Haldane… Nobles y plebeyos se unían en un lazo común de lealtad hacia el joven rey, que marchaba a la vanguardia.</p> <p>Al regresar al campamento, Kelson había vuelto a lucir la malla bañada en oro de los reyes de Gwynedd, se había enlazado las botas con cordones de oro y había rodeado su esbelta cintura con una gran faja de cuero blanco como la nieve, bordeado de oro. Con ella ceñía el inmenso espadón cubierto de oro que su padre había blandido en la batalla a su misma edad. El casco dorado de Kelson refulgía como un sol bruñido esa tarde, al galope. Lo ceñía una diadema de oro, y en la punta flameaba osadamente una pluma escarlata. Alrededor de los hombros llevaba un manto púrpura y, en las manos, guantes de cuero del mismo color. El corcel blanco que montaba, gallardo y brioso, resoplaba y arqueaba el cuello ante los movimientos de Kelson, que llevaba las riendas rojas elegantemente entre sus diestras manos enguantadas. Al lado de Kelson, sus lores: Morgan, Duncan, Cardiel y Arilan, Nigel y su hijo Conall, los tenientes de Morgan y una hueste de nobles.</p> <p>Así dispuestos, se alejaron de Coroth ese día. Así aparecerían cuando, en pocas jornadas más, se lanzaran a la lid contra Wencit. En ese momento, era suficiente que cabalgaran nuevamente unidos, rumbo al encuentro con más tropas leales, seguros de saber que, entre los muros de Coroth, habían obtenido al menos la victoria moral.</p> <p>Habría otros días más esplendorosos para Kelson, rey de Gwynedd; pero, difícilmente, el monarca recordaría con más placer nada que sucediese en los años venideros. Pues, el día en que el rey partió de Coroth, señaló su primera y auténtica victoria militar, pese a no haber tenido que alzar una sola espada.</p> <p>Cuando, dos días después, arribaran a las puertas de Dhassa, los ánimos estarían aún de parabienes.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XVIII</p> </h3> <cita> <p>Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Salmos, 41:9</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Llegaron a Dhassa según lo previsto y estuvieron una noche y un día trazando los planes últimos para la campaña de Cardosa, mas las novedades del frente eran escasas. Desde hacía una semana, nada se sabía de los ejércitos del norte —en realidad, nada de ningún sitio al norte y al este de Dhassa— y, a cada hora, crecía la aprensión. Ahora que los ejércitos de Gwynedd se habían vuelto a unir, el resultado de la guerra inminente comenzaba a presentarse algo más promisorio en lo que respectaba al número de las fuerzas. Pero el silencio constante del norte auguraba otros males para los días por venir. Morgan sentía especial aflicción por el hecho de no haber podido restablecer su comunicación con Derry.</p> <p>Y no fue por no haberlo intentado. La noche anterior, como en numerosas ocasiones desde aquel contacto fugaz la noche de la conciliación, Morgan y Duncan habían sumado sus facultades en el afán de comunicarse con Derry mediante el conjuro del medallón que tan buenos servicios les había prestado en el pasado.</p> <p>Pero todos sus esfuerzos habían sido en vano. Morgan había confiado poder detectar al menos el lugar donde se encontraba Derry, especialmente ahora que la distancia se había acortado, pero no vislumbró señales del joven lord de la Frontera; fue incapaz de efectuar el más mínimo contacto, ni aun extendiendo sus poderes al límite de su capacidad. A regañadientes, se vio obligado a concluir que, o bien Derry había muerto, o bien se hallaba prisionero de algo tan monstruosamente poderoso que no podía detectar la llamada de Morgan ni ser detectado.</p> <p>Morgan temió que se tratase de lo primero, y la idea le resultó particularmente penosa después de las alentadoras victorias de la semana anterior.</p> <p>Así, la noche antes de que los ejércitos partieran rumbo a Cardosa, las velas ardieron hasta tarde en el Palacio del Obispo de Dhassa. Cardiel había cedido gentilmente la gran Cámara de la Curia como sitio de reuniones, para que Kelson y sus generales y comandantes tuvieran un lugar apropiado donde deliberar. Fuera de los muros de la ciudad, en el valle que se extendía más allá del lago, los soldados de Gwynedd dormían al lado de innumerables fogatas mientras sus superiores debatían y deliberaban.</p> <p>El consejo de guerra estaba reunido. En la cámara de la Curia, los platos y cubiertos de la cena habían sido retirados horas atrás para dejar lugar a los mapas, cartas y libros de estrategia militar en que se apoyaban los generales. Entre el rumor grave de cien voces viriles, proseguía la creación de la estrategia bélica, a medida que retiraban alfileres de cabezas coloreadas sobre los mapas pintados y a medida que dedos con huellas de batalla señalaban posiciones. Una hora atrás, habían traído un refrigerio de frutas y quesos y algunos de los hombres masticaban bocados con aire distraído, pero nadie tenía especial interés en la comida en ese momento. De tanto en tanto, alguien alzaba uno de los copones de vino que estaban desperdigados por las mesas, pero la atmósfera era de sobriedad. Los generales y estrategas trabajaban hombro a hombro con los príncipes de la Iglesia, que sorprendían a veces con sugerencias inesperadas, pese a que sostenían no tener conocimientos sobre el mundo secular. Cuando hacía falta, se requería incluso el concurso de oficiales menores de infantería o de caballería, convocados por su saber específico. Sobre el suelo de mármol del salón, repercutía el taconeo metálico de las botas y el repiqueteo de las vainas contra los muebles de roble oscuro, en el ir y venir de los hombres.</p> <p>El rey había decidido no aparecer esa noche. Vestido con la más sencilla de sus túnicas reales, con la cabeza desnuda y desprovista de todo adorno monárquico, Kelson había pasado gran parte de la tarde y del anochecer circulando entre el clero y los nobles de rango inferior, en su afán por serenar los nervios deshechos. Dejó las decisiones críticas en manos de Morgan, de Nigel y de los demás generales y prefirió mantener una actividad menos notoria, alentando a los nobles que poco podían ofrecerle, salvo su buena voluntad.</p> <p>Cuando hacía falta, Kelson abandonaba momentáneamente sus quehaceres y se dirigía donde los generales para deliberar sobre algún punto vital de la estrategia o para tomar alguna decisión indelegable. Pero tenía el tino suficiente para advertir que, en lo fundamental, sus generales y asesores militares sabían mucho más de guerra y de táctica bélica que él, por muy hijo de Brion que fuese. En ese momento, le pareció lo más eficaz mantener silencio y no ofender a nadie. Sin el apoyo de cada uno de los hombres que componían su ejército real, nunca podría resistir los embates de Wencit de Torenth en las semanas venideras.</p> <p>Kelson no era el único que intentaba pulir aristas y serenar los ánimos entre los nobles que Gwynedd. Al otro lado de la sala, Morgan y el obispo Conlan deliberaban con tres de los barones de las tierras occidentales que regía Alaric y que se les habían unido en Coroth. Con ojos atentos, los observaban varios nobles más jóvenes y Conall, el hijo de Nigel. Hasta hacía unos minutos, Nigel también había participado de la discusión, pero prefirió luego ir a la mesa principal para arbitrar ciertas disputas de poca monta entre Warin y el conde de Danoc.</p> <p>Sólo Duncan parecía no dejarse influir por el hervidero de las tareas nocturnas. Al ver al sacerdote, que contemplaba la noche por una ventana abierta, Kelson pensó que Duncan se había mantenido distante durante casi toda la velada por no creerse experto en cuestiones militares, lo mismo que Kelson. Pero el rey sabía que Duncan era un diestro espadachín y que tendría que haber aprendido los rudimentos de la estrategia en las rodillas de su padre, antes de oír la llamada de su vocación sacerdotal. Cuando dos obispos se acercaron a Kelson con un nuevo problema, se preguntó qué sería lo que afligía a Duncan. No era propio del sacerdote mantenerse tan distante.</p> <p>Duncan suspiró y se inclinó con cansancio sobre el alféizar de la ventana. Con un gesto ausente, acomodó el tartán que se deslizaba por su hombro. Sus ojos azules y ensimismados escrutaban la oscuridad infranqueable de las montañas que se erguían al este de Dhassa, y los dedos delgados y sin sortijas de una mano tamborileaban incesantemente sobre la piedra en que terminaba el ventanal.</p> <p>Si alguien se lo hubiese preguntado, no habría podido aseverar la causa de su inquietud. Desde luego, las disputas interminables exasperaban tarde o temprano a cualquiera y, a medida que se acercaba la hora de la partida, las presiones se hacían más y más acuciantes. Pero él estaba también afligido por Derry, así como por la angustia de Morgan ante el incierto destino del lord ausente. Además de la pérdida irremediable que sufriría Gwynedd si alguna desgracia le acontecía a Derry, Duncan sabía que la muerte del joven destrozaría a Morgan. Pese a sus modos intempestivos e impetuosos, Derry había logrado establecer una comunicación con Morgan que sólo disfrutaban pocos humanos. Si Derry había muerto de resultas de la actividad que Morgan le encomendara como espía, aunque la idea originariamente había partido de Kelson, pasaría mucho tiempo antes de que el general pudiese olvidarlo.</p> <p>Y, además, estaba la cuestión de los pesares privados que afligían a Duncan: esa vocación que tenía y no tenía y que no podría resolver hasta que no se enfrentase por completo a su identidad deryni.</p> <p>En las colinas distantes se oyó el ulular de los lobos. Duncan dejó que sus ojos barrieran los muros de la ciudad otra vez. Desde el lago, creyó ver unas antorchas que se aproximaban a la puerta del palacio: una media docena de puntos luminosos, que corrían a lomos de caballo. Vio que se abría una puerta auxiliar cuando los animales se acercaron y que un puñado de bestias se apiñaba para atravesar el estrecho portal. Uno de los jinetes, un paje o un escudero, a juzgar por su aspecto, iba tendido sobre el cuello del caballo y la cabeza le colgó alarmantemente cuando los animales se detuvieron. Era difícil asegurarlo a tanta distancia, pero su cabalgadura parecía estar maltrecha y con las pezuñas rotas. Se acercaron los palafreneros y con ellos vinieron más antorchas. Cuando uno de los hombres intentó tomar las riendas del animal desfalleciente, la bestia trastabilló y cayó sobre sus patas, lanzando al mozo a tierra de un salto. El infortunado joven se puso de pie con dolor y se reclinó contra uno de los guardias en busca de apoyo. Luego, antes de ir hacia las escalinatas, del brazo del soldado, alzó la vista rápidamente hacia la ventana donde se encontraba Duncan.</p> <p>El sacerdote se aferró del alféizar y contuvo el aliento. Siguió con los ojos al joven hasta que desapareció por la entrada de las escalinatas. Duncan había visto esa túnica antes: era la seda azul cielo de la librea de los McLain, que con tanta frecuencia viera durante su niñez, como el león durmiente tachonado sobre el pecho en seda gris.</p> <p>Pero la túnica parecía ajada y raída, manchada de un color algo más oscuro que el fango, y el león del pecho parecía casi desgarrado por un gran tajo que corría desde la garganta hasta la cintura. ¿Qué podría haber sucedido? ¿Traería noticias del ejército del duque Jared?</p> <p>Los pensamientos atribulados de Duncan se vieron interrumpidos por el destello de una hoja que remataba al caballo exhausto. Sobresaltado, recobró la cordura. El joven acudiría directamente a Kelson sin duda. Duncan comenzó a buscar con los ojos a las figuras de Morgan y del rey cuando las puertas de la cámara se abrieron de par en par para dar paso a un guardia y a un paje rubio y mugriento, de nueve o diez años. De sus hombros, manchados, colgaban los jirones de la librea de los McLain, como Duncan había temido, salpicados de sangre seca y parduzca. Bajo el ojo izquierdo del joven se veía un gran cardenal y, en el codo, una herida de aspecto inquietante, además de diversos arañazos y magulladuras. Sus ojos marrones recorrieron ansiosamente la sala, mientras franqueaba la puerta, y habría caído si su escolta no lo hubiera sujetado del brazo sano para sostenerlo.</p> <p>—¿Dónde está el rey? —musitó el muchacho, mientras, apoyado en el guardia, trataba de enfocar la vista—. Traigo urgentes noticias de… ¡Majestad!</p> <p>En ese instante vio a Kelson, que fue hacia él al escuchar sus primeras palabras. El joven tendió una mano mugrienta y comenzó a hincarse de rodillas, pero contrajo el rostro por el dolor y se desplomó. El guardia lo tendió en el suelo y Kelson se abalanzó a su lado de inmediato. Morgan y Duncan se abrieron paso por entre el gentío para arrodillarse a su alrededor. Morgan posó la cabeza del muchacho sobre sus rodillas mientras, en derredor, los observaba una multitud de nobles atónitos y atemorizados.</p> <p>—Se ha desmayado de extenuación —dijo Morgan sin dirigirse a nadie en particular. Tocó la frente del muchacho y meneó la cabeza con preocupación—. Además, las heridas le han dado fiebre.</p> <p>—Conall, trae algo de vino —ordenó Kelson—. Padre Duncan, lleva la librea de tu padre. ¿Lo conoces?</p> <p>Duncan movió la cabeza, con los labios blancos.</p> <p>—Si lo he visto antes, no recuerdo su nombre, Majestad. Pero le he visto venir. Para llegar, reventó al menos un caballo al galope.</p> <p>—Hum… —gruñó Morgan, y pasó sus manos por el cuerpo del joven para ver si no había más heridas o huesos rotos—. Al menos, diríase que ha pasado por un verdadero infierno para… Vaya, ¿qué es esto?</p> <p>Sintió un bulto extraño bajo la túnica del joven, cerca del corazón. Hurgó en las ropas y encontró un resto raído de seda, apretadamente sujeto. Torpemente, intentó abrirlo, pues la tela estaba dura por la sangre coagulada. Kelson tendió la mano y tomó el otro extremo y juntos desenrollaron lo que, a todas luces, era un pendón de batalla. En el centro de la seda, se veía un venado negro en posición de salto, dentro de un círculo de plata. El resto de la bandera, donde no estaba salpicada de lodo y coágulos, aparecía un brillante y flamígero color naranja.</p> <p>Kelson lanzó un silbido por lo bajo y dejó caer la seda. Sin advertirlo, se frotó las manos contra los muslos en un gesto de repugnancia. No hacía falta una palabra más: todos conocían el venado en salto que distinguía a Torenth y lo que sugería su presencia en el estandarte sangriento. En un silencio lleno de estupor, Kelson posó su mirada en el rostro pálido del paje inconsciente. Conall regresó con una botella de vino y observó a Morgan, que la llevaba a los labios del joven. El joven gimió cuando le levantaron apenas la cabeza para posarla sobre el brazo de Morgan.</p> <p>—Muy bien, amigo, bebe un poco —murmuró Morgan, vertiendo por la fuerza un poco de vino entre los dientes del joven.</p> <p>El muchacho gimió y trató de apartar la cabeza, pero Morgan se mantuvo inflexible.</p> <p>—Bebe más. Eso es. Ahora, abre los ojos y trata de contarnos lo que ha pasado. Su Majestad aguarda.</p> <p>Con un gemido sofocado, el muchacho se obligó a abrir los ojos y miró a Morgan de reojo. Luego, su mirada se posó sobre el rostro de Kelson, en el lado opuesto, y sobre Duncan, que miraba por encima de su hombro. Cerró los ojos un instante y se mordió el labio. Morgan devolvió la botella a Conall y puso suavemente una mano sobre la frente del niño.</p> <p>—Está bien, hijo. Dinos qué sucedió y, luego, podrás descansar.</p> <p>El joven tragó y se humedeció los labios antes de abrir los ojos nuevamente. Miró a Kelson, como si la presencia real fuera lo único que mantenía unido su cuerpo a su alma. No hacía falta saber de medicina para advertir que el joven estaba a punto de desfallecer una vez más.</p> <p>—Majestad —comenzó débilmente—, estamos perdidos. Hubo una terrible batalla. Un traidor en nuestras fuerzas… El ejército del duque Jared… pereció por completo…</p> <p>Su voz se perdió y sus ojos giraron hacia atrás antes de que volviera a perder el conocimiento. Morgan le buscó el pulso con ansiedad. Miró a Kelson con ojos tenebrosos.</p> <p>—No parece tener heridas graves. Sólo unos cortes y magulladuras, pese a las ropas sangrientas. Pero está demasiado exhausto para recuperar la conciencia. Tal vez en pocas horas.</p> <p>Su voz se perdió expectante, mientras miraba al rey, pero Kelson meneó la cabeza.</p> <p>—De nada nos servirá, Alaric. Será demasiado tarde para entonces. Una batalla, un traidor en nuestro seno, el ejército del duque Jared destruido… Tenemos que saber qué sucedió.</p> <p>—Si lo obligo a recuperar el conocimiento, podría morir.</p> <p>—Tendremos que correr ese riesgo.</p> <p>Los ojos de Morgan se posaron sobre el rostro del mozo y volvieron al de Kelson.</p> <p>—Hay otra forma, príncipe. No está exenta de peligros, pero…</p> <p>Miró los ojos impertérritos del rey durante unos segundos y, por fin, Kelson asintió.</p> <p>—¿Crees poder hacerlo aquí con razonable seguridad? —preguntó, sin aclarar si se refería a la seguridad de Morgan o a la del joven.</p> <p>Morgan bajó la vista.</p> <p>—Necesitas esa información, príncipe, y, de todos modos, tus barones tendrán que verme actuar tarde o temprano. Creo que no nos queda mucho donde elegir.</p> <p>—Hazlo, entonces —suspiró Kelson. Se irguió sobre sus rodillas y miró a Morgan firmemente—. Caballeros, ruego os apartéis para dejar lugar a la labor de Su Excelencia. Debemos conocer el mensaje de este muchacho y sólo los dones de lord Alaric pueden hacerlo posible sin poner en peligro una vida inocente. Ninguno de vosotros correrá peligro.</p> <p>Se oyó un murmullo de consternación entre los nobles y entre el clero al oír el anuncio de Kelson, y varios de ellos hicieron movimientos furtivos hacia las puertas hasta que la mirada severa de Kelson surcó el recinto y retuvo a cada hombre en su lugar. Los que estaban más cerca se apartaron un poco. Sólo Duncan y Kelson permanecieron ante Morgan y el paje exánime. Morgan se sentó para acomodar al niño sobre su regazo, y los murmullos cesaron. La sala quedó en el más absoluto silencio. Para casi todos, sería la primera vez que verían a un deryni en el ejercicio de sus poderes.</p> <p>Morgan levantó la vista hacia ellos y estudió los rostros temerosos y, por momentos, hostiles. Nunca había parecido tan humano, tan vulnerable como en esa ocasión, sentado en medio del suelo, con un muchacho entre sus brazos. Sus ojos grises nunca habían tenido tanta ternura ante la presencia de enemigos potenciales.</p> <p>Pero debía tener confianza. No era momento para viejas enemistades ni para que los temores se agazaparan detrás de la convicción que debía engendrar. Debía ser una ocasión de apertura, de llana verdad. Había que convencer a esos hombres, de una vez por todas, de que los temibles poderes de los deryni podían emplearse para buenos fines. Mucho dependía de lo que sucediese allí durante los próximos minutos. No debía haber errores.</p> <p>Morgan se permitió una mínima sonrisa mientras pensaba en lo que se proponía decir.</p> <p>—Entiendo vuestra aprensión y temor, señores —dijo con voz grave—. Habréis oído muchos rumores sobre mis poderes y sobre los poderes de mi raza y es natural que os inspire temor aquello que desconocéis. Sin duda, lo que veréis y escucharéis os parecerá muy extraño. Pero lo desconocido siempre lo parece hasta que nuestra mente lo domina. —Hizo una pausa—. Ni siquiera yo puedo predecir con certeza lo que sucederá en los minutos siguientes, pues no tengo idea de lo que acaba de experimentar este joven. Sólo os pido que no actuéis, por mucho que ocurra. Escuchad y observad en silencio. Este proceso también entraña peligros para mí.</p> <p>Posó la mirada sobre le paje y se oyó un suspiro que recorrió a los presentes. Luego, se produjo un silencio sepulcral. Morgan acarició el cabello rubio del pequeño sobre la frente y situó la mano izquierda para que el sello del Grifo refulgiera cerca del mentón del pajecillo. Tras mirar a Duncan y a Kelson, que seguían de rodillas a su lado, clavó los ojos en el Grifo y trató de relajarse conscientemente. Su respiración se hizo más lenta para desencadenar el trance de Thuryn que tan bien conocía desde su infancia. Inclinó la cabeza, cerró los ojos y respiró profundamente. El muchacho se estremeció bajo sus manos y quedó inmóvil.</p> <p>—Sangre.</p> <p>Morgan susurró la palabra, pero en el sonido hubo una nota sobrenatural que hizo erizarse a los nobles presentes.</p> <p>—Mucha sangre —musitó Morgan, esta vez con más claridad—. Sangre por todas partes.</p> <p>Levantó la cabeza con lentitud, pero sus ojos se mantuvieron cerrados.</p> <p>Duncan miró a Morgan con el ceño fruncido y se acercó a su primo. Con sus ojos claros estudió el rostro familiar que ardía ahora con una nota extraña. Intuía lo que se proponía su primo y el pensamiento lo hizo estremecerse, pese a que comprendía la naturaleza de los actos. Se humedeció los labios nerviosamente, sin apartar los ojos del rostro tenso de Morgan.</p> <p>—¿Quién eres? —dijo en voz baja.</p> <p>—¡Ay, Dios mío! ¿Quiénes son esos que se acercan? —replicó la voz de Morgan, como si no hubiera oído, y con una inflexión infantil, tal como Duncan sospechara—. Ah, es mi lord Jared, con sus buenos aliados, el conde de Marley y sus amigos… «Niño, trae vino para lord Marley. Bran Coris ha venido a apoyarnos. Trae vino, niño. ¡Muestra tus respetos al conde de Marley!»</p> <p>La voz de Morgan se detuvo y prosiguió luego en un tono más grave y bajo. Los demás tuvieron que acercarse para poder escuchar las palabras.</p> <p>—Los ejércitos de Bran Coris se unen a los nuestros. Las banderas azul real de Marley se entremezclan con los leones durmientes de Cassan y todo marcha viento en popa. ¡Aguardad, aguardad! Los soldados de Bran Coris desenvainan las espadas!</p> <p>Los ojos de Morgan se abrieron súbitamente, pero el general continuó hablando, con la voz una octava más aguda, a punto de quebrarse por la tensión.</p> <p>—¡No! ¡Traición! ¡No puede ser! ¡Los hombres de Bran Coris llevan el venado de Furstan bajo los escudos! ¡Despedazan a los hombres del duque! ¡Desatan una carnicería entre las filas de Cassan! ¡Milord! ¡Lord McLain! ¡Huya y salve su vida! ¡Los hombres de Marley se abaten sobre nosotros en flagrante traición! ¡Huya, huya, Excelencia! ¡Estamos perdidos! ¡Ay, milord, estamos perdidos!</p> <p>Con un grito de angustia, Morgan dejó caer la cabeza, contra el pecho, mientras su cuerpo se sacudía en sollozos convulsivos. Kelson quiso tocarlo, pero Duncan movió la cabeza con el ceño fruncido. Aguardaron tensos hasta que los sollozos cesaron y Morgan alzó la cabeza una vez más. Los ojos grises miraban con expresión ausente y pesarosa. Las mejillas estaban hundidas y el aura parecía el de alguien que acabara de contemplar los infiernos. Miró a su alrededor con ojos vacíos, y dijo:</p> <p>—Veo que mi lord duque cae bajo una espada —susurró con pesar. Duncan acalló un gemido de angustia—. No sé si ha muerto. Caigo de mi caballo y, por poco, muero pisoteado, pero finjo estar muerto y me salvo.</p> <p>Se estremeció y prosiguió, tras sofocar otra oleada de sollozos:</p> <p>—Ruedo bajo el cadáver de un caballero decapitado y su sangre me empapa, mas no me descubren. Pronto termina la batalla y cae la noche, pero ni siquiera entonces hay seguridad. Los hombres de Marley se llevan a los nuestros prisioneros y los escuadrones mortíferos de Torenth rematan a los que han quedado malheridos. Ningún hombre escapa con vida de ese matadero si no es atado con cadenas. Cuando todo queda en silencio, asomo reptando de mi escondrijo y me pongo de pie. Murmuro una plegaria por el alma del caballero fallecido, pues, sin saberlo, me ha salvado del enemigo.</p> <p>El rostro de Morgan se contrajo y su mano derecha se cerró sobre el estandarte anaranjado que yacía sobre el pecho del muchacho.</p> <p>—Pero veo luego el pendón del venado negro en las manos del caballero muerto y las águilas azules de Marley con las alas abiertas sobre el cuero del sobretodo.</p> <p>Contuvo un gemido.</p> <p>—Tomo la bandera como prueba de lo que he visto y me abalanzo hacia la noche. Dos, no, tres caballos caen bajo mi peso antes de poder llegar a Dhassa con las malas nuevas…</p> <p>Los ojos brillaron ligeramente y Duncan creyó que Morgan saldría del trance, pero la voz extraña prosiguió, mientras los labios de Morgan se curvaban en una sonrisa tensa.</p> <p>—Pero he cumplido mi misión. El rey conoce la traición de Bran Coris. Aunque lord Jared perezca, nuestro señor, el rey, lo vengará. Dios… salve a… nuestro rey.</p> <p>Entonces, la cabeza de Morgan volvió a desplomarse contra su pecho y, esta vez, Duncan no impidió que Kelson posara su mano temblorosa sobre el brazo del general. Después de unos segundos, los hombros tensos se relajaron y Morgan exhaló un profundo suspiro. Flexionó su mano derecha contra el jirón de seda que aún aferraba y abrió los ojos. Miró la forma inmóvil del joven que tenía en los brazos, recordó el horror que había compartido y soltó la bandera para posar la mano en la frente del paje. Sus ojos grises se cerraron un momento y volvieron a abrirse. Entonces, Morgan se irguió y enfrentó la mirada de Kelson. En sus mejillas, titilaban aún las lágrimas que había vertido junto con el muchacho, pero no intentó enjugárselas.</p> <p>—Ha soportado un duro peso por ti, príncipe —dijo Morgan en voz baja—. No escucho con agrado las noticias que nos ha traído.</p> <p>—Nunca se recibe bien la noticia de una traición —musitó Kelson, con ojos distantes y ensimismados—. ¿Estás bien?</p> <p>—Sólo un poco cansado, Majestad. Duncan, siento lo de tu padre. Ojalá el niño hubiera sabido con certeza la suerte que corrió…</p> <p>—Soy el único hijo que le queda… —susurró Duncan con dolor—. Tendría que haber estado allí, a su lado. Ya tenía demasiados años para conducir ejércitos él solo…</p> <p>Morgan asintió, sabiendo lo que su primo debía de estar sufriendo. Levantó los ojos hacia los nobles y los obispos reunidos. Dos escuderos se acercaron para llevar el paje a descansar, pero no se atrevieron a mirarle a los ojos al retirarlo de sus brazos. Morgan se puso de pie, apoyándose en el hombro de Kelson, recorrió la sala alumbrada por las teas con su mirada fría. Sus ojos eran oscuros, todo pupilas bajo la lumbre vacilante, dos pozos de noche, poder y misterio; aunque el cuerpo que había detrás apenas pudiera erguirse a causa de la extenuación.</p> <p>Pero, para su sorpresa, cuando sus ojos se posaron sobre ios hombres, éstos no esquivaron su contacto. Los obispos movieron las piernas y retorcieron sus dedos nerviosos entre los pliegues de sus sotanas púrpura, pero no le rehuyeron. Los generales y los capitanes lo miraron también con una nueva expresión de envidia y respeto, temerosos, pero ya sin desconfiar. En la sala no había un solo hombre que no se hubiese hincado de rodillas ante Morgan en ese instante, si él lo hubiese pedido, pese a la presencia de Kelson en el mismo recinto.</p> <p>Sólo Kelson pareció no perturbarse por la exhibición de magia que acababa de presenciar. Se sacudió el polvo de las rodillas con un gesto deliberadamente indiferente. Se apartó un poco de Morgan y examinó a su corte expectante con ira, no con estupor y sí con cierta resignación.</p> <p>—Como habéis oído, caballeros, la novedad de la deserción de Bran Coris me ha conmovido y enfurecido en gran medida. Y la pérdida del duque Jared será lamentada por nosotros durante muchos años. —Miró compasivamente a Duncan y el sacerdote inclinó la cabeza—. Pero creo que no habrá discusión sobre lo que nos resta hacer ahora —prosiguió el rey—. El conde de Marley se ha aliado con nuestro más acérrimo enemigo y se ha vuelto contra los suyos. Por ello, será castigado.</p> <p>—Pero, Majestad, ¿cuáles son los suyos? —susurró el obispo Tolliver—. ¿Qué somos nosotros, mezcolanza de humanos, deryni y mitad de uno y de otro? ¿Dónde está la línea divisoria? ¿Quién está del lado del bien?</p> <p>—Aquel que sirve al bien está del lado del bien —repuso Cardiel serenamente, volviéndose para enfrentarse a sus colegas—, ya sea humano, deryni o de sangre mixta. No es la estirpe de un hombre lo que hace que escoja el bien o mal, sino lo que alberga su alma.</p> <p>—Pero… somos tan distintos… —Tolliver miraba a Morgan con estupor.</p> <p>—Eso no importa —insistió Cardiel—. Humanos o deryni, al menos compartimos un lazo en común. Y es más fuerte que la sangre, el juramento o cualquier hechizo que uno pueda conjurar desde la oscuridad exterior. Es el conocimiento seguro y cierto de que nos situamos del lado de la Luz. Y aquel que se alie con la Oscuridad será nuestro enemigo, sea cual fuere su sangre, su juramento o su conjuro.</p> <p>Con excepción de Arilan, los demás obispos se miraron y permanecieron en silencio. Cardiel, después de recorrer lentamente sus rostros, se volvió hacia Kelson y se inclinó.</p> <p>—Yo y mis hermanos os asistiremos en todo lo que podamos, Majestad. ¿La noticia de la deserción de Bran Coris altera vuestros planes de que partamos al amanecer?</p> <p>Kelson meneó la cabeza, agradecido por la intercesión del obispo.</p> <p>—Creo que no, Eminencia. Sugiero que todos vayáis a dormir y que ya mismo dispongáis de todo lo que haya que arreglar para vuestras provisiones. Necesitaré la ayuda de todos vosotros en los próximos días.</p> <p>—Pero no somos combatientes, Alteza —protestó débilmente el obispo Conlan—. ¿Qué provecho podríamos brindaros?</p> <p>—En ese caso, orad por mí, Eminencia. Orad por todos.</p> <p>Conlan abrió la boca y la volvió a cerrar, como el pez que boquea. Se inclinó y volvió a unirse a sus compañeros. Después de una pausa, los rezagados comenzaron a retirarse del salón. Cuando terminaron de salir, Nigel y los generales regresaron a sus mapas y continuaron los debates interrumpidos, aunque en tono menos airado. Kelson vio que Morgan llevaba a Duncan a un asiento frente a la ventana y que conversaba con él varios minutos. Luego, se unió al consejo de guerreros. Los alfileres tintineaban y las voces subían y bajaban con la tensión de los planes que volvían a revisarse. Después de un rato, Kelson se apartó del consejo y caminó lentamente hasta una de las chimeneas. Enseguida, se le acercó Morgan, quien había notado su ausencia del consejo, aunque todos los demás parecían no haber reparado en ello.</p> <p>—Espero que no me digas que la traición de Bran ha sido culpa tuya —le dijo Morgan en voz baja—. Acabo de escuchar a Duncan y, según él, todo esto podría haberse evitado si él hubiese estado en Rengarth con el ejército de su padre.</p> <p>Kelson bajó la mirada y estudió una marca que había sobre su ancho cinturón de cuero.</p> <p>—No —se detuvo—. La esposa y el heredero de Bran se encuentran aquí, en Dhassa. ¿Lo sabías?</p> <p>—No me sorprende. ¿Vinieron aquí por el santuario?</p> <p>Kelson se encogió de hombros.</p> <p>—Supongo que sí. Hay muchas mujeres y muchos niños en la ciudad. Bran posee una finca no lejos de aquí, pero aparentemente ha decidido que Dhassa sería un sitio más seguro para ambos. No creo que, al tomar su decisión, hubiese previsto el curso de los acontecimientos. Quisiera pensar que es así.</p> <p>—Dudo que la traición de Bran haya sido premeditada —calculó Morgan—. Ningún hombre enviaría deliberadamente a su mujer y a su hijo como rehenes si pudiera evitarlo.</p> <p>—Pero la posibilidad siempre existió —insistió Kelson—. Debió de ser así. Yo tendría que haberme dado cuenta. Todos sabíamos que Bran era un hombre de odios profundos. Nunca tendría que haberlo enviado tan cerca de la frontera.</p> <p>—Suponía que te echarías la culpa —dijo Morgan, con una ligera sonrisa—. Si te sirve de consuelo, yo habría hecho lo mismo y me habría equivocado igual que tú. No puedes acertar siempre.</p> <p>—Tendría que haberme dado cuenta —insistió Kelson, como ausente—. Era mi obligación.</p> <p>Morgan suspiró y miró distraídamente al consejo de guerreros, deseando poder cambiar de tema.</p> <p>—Mencionaste a un heredero. ¿Crees que nos causará problemas?</p> <p>Kelson lanzó una sonrisa sardónica.</p> <p>—¿El pequeño Brendan? Lo dudo. Tiene tres o cuatro años. —Con aire meditabundo, miró las llamas de la chimenea de piedra que tenía delante—. Pero temo decírselo a su condesa, sin embargo. A juzgar por lo que sé, ella y los suyos siempre han sido una familia de férrea lealtad a la Corona. No será fácil decirle que su esposo es un traidor.</p> <p>—¿Quieres que te acompañe?</p> <p>Kelson sacudió la cabeza.</p> <p>—No. Me corresponde a mí. Tú haces falta aquí, con los generales. Además, para el caso, tengo cierta experiencia a la hora de tratar con mujeres histéricas. Mi madre era una experta en eso, ¿recuerdas?</p> <p>Morgan sonrió y recordó a la esbelta reina Jehana, recluida en un convento en el corazón de Gwynedd, meditando sobre su sangre deryni. Sí, Kelson había tenido un intenso entrenamiento en el trato con mujeres de temperamento. Morgan no dudó de que el joven rey podría manejar admirablemente la situación; y solo.</p> <p>—Muy bien, príncipe —admitió Morgan, con una leve reverencia—. Nigel y yo acabaremos con los asuntos estratégicos en una hora más y enviaremos a los hombres a dormir. Si es necesaria tu presencia, te mandaré llamar a tus aposentos.</p> <p>Kelson asintió, feliz de poder escabullirse sin decir una palabra más. Giró sobre sus talones para marcharse. Cuando salió Duncan se levantó de su asiento ante la ventana, cruzó el recinto y se alejó por la misma puerta, tras mirar a Morgan. Éste lo vio alejarse y supo que su primo necesitaría un momento de soledad. Regresó a la mesa de los mapas y se situó en un ángulo desde el cual poder ver y oír. Los asistentes habían situado nuevos señaladores para mostrar la alianza de Bran Coris con Wencit de Torenth. Las planicies que separaban a Dhassa de Cardosa habían quedado vacías, ahora que el ejército de Jared ya no las ocupaba.</p> <p>Al norte, las insignias anaranjadas del ejército del duque Ewan se disponían a lo largo de los confines más lejanos de la frontera. Pero eran relativamente escasos y no podía contarse con gran apoyo a juzgar por sus posiciones. En realidad, a partir de las últimas noticias, tal vez nada quedase ya de las tropas de Ewan. El ejército real que se hallaba apostado en Dhassa bien podía ser la única fuerza erigida entre Wencit y el resto de Gwynedd.</p> <p>—Conque lo único que sabemos con certeza es que Jared fue derrotado al sur de Cardosa, en las planicies de Rengarth —decía Nigel—. No sabemos cuántos hombres posee Wencit, pero, según los últimos informes, las tropas de Bran se acercaban a los tres mil quinientos hombres. Y, hasta donde sabemos, siguen acampadas en algún sirio, cerca de aquí —señaló la frontera oriental de una planicie situada en la boca del desfiladero de Cardosa—. Si sumamos nuestras fuerzas combinadas, tenemos unos doce mil hombres. Con un día de marcha forzada, podríamos bordear el extremo del macizo de Coamer y estar situados en posición ante el desfiladero mañana, a la puesta del sol. Cuando hayamos llegado a esa posición, cada uno de nosotros tendrá que proteger el área que se le asigne, a cualquier precio. No sabemos cuántos hombres ha sumado Wencit a las fuerzas de Bran.</p> <p>Se oyeron gruñidos de asentimiento.</p> <p>—Muy bien, entonces. Espero que tú y el general Remie defendáis el flanco izquierdo, aquí. Godwin, tú y Mortimer…</p> <p>Nigel prosiguió, detallando las responsabilidades de cada general en el orden final de la marcha y del combate. Morgan se apartó un metro para observar las reacciones de los hombres. Después de un rato, uno de los asistentes militares de Nigel apareció con una pila de despachos para el príncipe, pero Morgan lo interceptó y comenzó a recorrerlos con la mirada para que Nigel no tuviera que distraer su atención de las órdenes. Por los sellos, vio que casi todos eran despachos de rutina y a ésos no se molestó más que en mirarlos por encima. Pero encontró uno —un paquete manchado y marrón, con sello amarillo— que no pudo identificar. Con un gesto de contrariedad, rompió el lacre y abrió la carta. Al pasear la vista por el contenido, contuvo el aliento, atónito.</p> <p>Se abrió paso hasta Nigel y aferró el hombro del príncipe, excitado, mientras con los ojos captaba la atención de los demás.</p> <p>—Perdón, Nigel, pero son buenas nuevas. Caballeros, tengo en mis manos un despacho del general Gloddruth, quien, como sabéis, se encontraba con el ejército del duque Jared en Ren…</p> <p>Lo interrumpió una salva de gritos de sorpresa e incredulidad. Morgan debió descargar los nudillos contra la mesa para restaurar el orden. Con obvia dificultad, los hombres cesaron sus comentarios y escucharon las palabras siguientes.</p> <p>—Gloddruth nos dice que Jared fue, sin duda, herido y capturado, no muerto, junto con el conde de Jenas, Sieur de Canlavay y los lores Lester, Harkness, Collier y el obispo Richard de Nyford. Informa que él y lord Burchard pudieron huir con unos cien hombres, entre ambos, y cree que unos pocos cientos más lograron escapar rumbo al oeste.</p> <p>Se oyeron vítores ante esta última noticia, pero Morgan levantó una mano para hacer silencio.</p> <p>—Es una noticia grata, sí, pero Gloddruth continúa diciendo que la batalla fue un fracaso absoluto. Fueron tomados totalmente por sorpresa. Estima que un sesenta por ciento de las tropas perecieron al instante y que casi todos los demás fueron llevados cautivos. Se encontrará con nosotros mañana, acompañado de los que huyeron con él, en Drellingham.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—¡Maldición!</p> <p>—Morgan, ¿dónde…?</p> <p>—¿Qué más dice, Excelencia?</p> <p>Alaric meneó la cabeza y comenzó a dirigirse hacia la puerta, blandiendo el despacho sobre su cabeza.</p> <p>—Lo siento, caballeros, sabéis tanto como yo. Nigel, me reuniré contigo enseguida. Duncan y Kelson querrán saber las noticias.</p> <p>No pudo encontrar a Duncan. Pero Kelson, en ese momento, estaba ocupado con asuntos más arduos, si menos urgentes, que los acontecimientos que acababan de suceder en la cámara del consejo. Después de partir de la sesión, Kelson había ido, tal como anunciara, en busca de los aposentos que ocupaba la esposa de Bran Coris, la condesa Richenda. Por fin dio con sus aposentos, en la planta superior del ala este, pero las damas de compañía de la condesa tardaron lo que le pareció una eternidad en despertar de su sueño a la señora. Kelson aguardó inquieto en la antecámara, mientras unos pocos criados soñolientos ordenaban el lugar y traían un candelabro que posaron sobre un pedestal. La luna filtraba sus rayos por la ventana que daba al este, y la habitación umbría resplandecía con un aura espectral que hizo inquietar a Kelson aún más de lo que ya estaba.</p> <p>Finalmente, se abrió la puerta que daba a una recámara interior y apareció la dama. Ni siquiera entonces Kelson estuvo preparado para recibir a la figura esbelta como un junco que se deslizó en la habitación, con una reverencia. Lady Richenda no era en absoluto lo que Kelson había esperado, conociendo a Bran Coris. Tenía un rostro delicado, en forma de corazón, enmarcado por una imponente cabellera bermeja y dorada, sujeta por un pañuelo de encaje blanco, y ojos de un profundo tinte azul marino que Kelson jamás había visto en toda su vida. Además, aunque Kelson sabía que era la esposa de Bran Coris y la madre de su joven heredero, le resultó difícil recordar que era una decena de años mayor que él y no una fresca doncella recién salida de la pubertad.</p> <p>Sin embargo, su estampa era muy austera para tratarse de una mujer tan joven. Blanco severo sobre blanco, sin otro adorno que el bordado mismo del género; casi como si hubiese sabido, antes de entrar en la antecámara, las terribles noticias que el rey le traía. Una vez que los criados se retiraron, escuchó con serenidad el relato de la traición de su esposo. Su expresión apenas cambió. Cuando Kelson terminó, se volvió y miró por la ventana durante un largo rato. Era una delgada sombra nivea y dorada bajo la brillante luz de la luna.</p> <p>—¿Deseáis que llame a alguna de vuestras damas de compañía, señora? —preguntó Kelson en voz baja.</p> <p>Temía que la mujer desfalleciera o que fuera presa de un ataque de histeria, como había oído era costumbre entre las nobles damas.</p> <p>Richenda bajó la cabeza y negó con lentitud. El pañuelo de encaje cayó de su largo cabello bermejo para posarse en el suelo. En la mano izquierda titiló un anillo de oro con un pesado sello —la sortija de compromiso de su esposo— cuando bajó las manos del alféizar de piedra. Kelson creyó ver una marca húmeda sobre la losa, un instante.</p> <p>Pero, si se trataba de una lágrima, sus manos la cubrieron. Los dedos gráciles no temblaron cuando posó la mirada sobre ellos, con aire ausente. Richenda de Marley era hija de una noble familia de rancia estirpe; le habían enseñado a soportar su destino con dignidad y estoica resignación. En cierto sentido, Kelson recordó a su madre al verla.</p> <p>—Lo siento, señora —aventuró Kelson, por fin, deseando poder aliviar su dolor—. Si esto os ayuda a soportar mejor vuestra aflicción, tened la total certeza de que no castigaré la traición de vuestro esposo en vuestra persona ni en la de vuestro hijo. Ambos tenéis mi protección personal, mientras…</p> <p>Se oyó un ruido insistente en la puerta. De inmediato, se oyó la voz profunda de Morgan.</p> <p>—¿Kelson?</p> <p>El joven se volvió expectante al oír su nombre, y fue hasta la puerta, sin advertir el efecto que la voz había causado en la mujer que aguardaba ante la ventana. Cuando Morgan entró, el rostro de la mujer palideció y los dedos de su mano se crisparon sobre el alféizar de la ventana, iluminado por la luna. Morgan hizo una reverencia de rigor en su dirección, sin mirarla en realidad, tan absorto estaba en transmitir a Kelson su mensaje. Mientras Kelson y él se saludaban, la mujer lo miró atónita, como si no pudiera creer en lo que sus ojos y oídos percibían.</p> <p>—Perdona la interrupción, príncipe —murmuró Morgan, bajando la cabeza para indicar la firma mientras Kelson inclinaba el pergamino hacia la luz—. Sabía que querrías conocer esta noticia de inmediato. El duque Jared ha sido capturado, pero con vida, según los últimos informes. El general Gloddruth y unos pocos lograron huir. El consejo ha sido informado ya.</p> <p>—¡Gloddruth! —musitó Kelson, yendo hacia el candelabro para leer con avidez—. ¡Y Burchard también! Señora, perdonadme mas se trata de importantes nuevas!</p> <p>Al escuchar sus palabras, Morgan levantó la vista, como recordando que había una tercera persona en la habitación. Tropezó con los ojos azules e inmensos de la mujer y contuvo el aliento. Por un segundo fugaz, su memoria regresó a la primavera pasada, al camino ante el templo de San Torin, al coche encajado en el fango que iba rumbo a Dhassa y a una mujer con cabellos del color de las llamas bajo el sol; y, luego, recordó a una mujer y a un niño que salían de Vísperas de la capilla del Obispo, apenas una semana atrás. Era la misma mujer, aquella cuya identidad deseó preguntar a Duncan. La dama cuyo rostro había quedado indeleblemente grabado en su memoria desde ese encuentro efímero en el camino que iba a Dhassa.</p> <p>¿Quién sería? ¿Y qué hacía allí, en la antecámara de la condesa de Marley?</p> <p>Dio un paso involuntario hacia ella y se detuvo, turbado. Ocultó su confusión en una corta reverencia. El corazón le latía desbocado en los oídos y se encontró incapaz de pensar con lucidez. Al alzar los ojos para mirarla, sólo atinó a decir:</p> <p>—Señora…</p> <p>La dama sonrió con vacilación.</p> <p>—Veo que no fue un sencillo cazador llamado Alain quien rescató mi carruaje aquel día ante el templo de San Torin… —dijo con voz tenue y ojos azules como los lagos de Rhenndall.</p> <p>—El vuestro fue el último rostro que recuerdo haber visto ese día terrible antes de que el olvido cayera sobre mí, señora —susurró Morgan, moviendo la cabeza con estupor y dejando de lado toda prudencia—. Sólo os he visto una vez desde entonces, y en aquella ocasión vos no me visteis a mí. Pero en mis sueños…</p> <p>Su voz se perdió, cuando comprendió que no tenía derecho a hablarle así. La dama bajó la vista y jugueteó con un pliegue de su bata.</p> <p>—Perdonadme, señor, pero no sé cuál es vuestro nombre. No…</p> <p>Kelson, que había terminado de leer el despacho, levantó la vista sobresaltado al ver a ambos conversando, y se acercó a ellos apresuradamente.</p> <p>—Señora perdonad mis rudos modales. Olvidé que no habíais sido presentada a Su Excelencia el duque de Corwyn. Morgan, ésta es lady Richenda, por supuesto, la esposa de Bran Coris.</p> <p>Cuando Kelson pronunció el nombre del traidor, a Morgan le dio un lento vuelco el estómago. Tuvo que controlarse para permanecer en calma exteriormente y no mostrar su consternación.</p> <p>Desde luego, debía de ser la esposa de Bran. ¿Qué otra cosa podía haber estado haciendo en esa antecámara?</p> <p>¡Richenda de Marley! ¡La esposa de Bran Coris! ¿Qué perverso ensañamiento del destino le había hecho encontrarse con ella en el camino de Dhassa sólo para separar sus caminos allí, entre los muros de la ciudad? Richenda de Marley… Dios, ¿cómo pudo ser tan imbécil de no darse cuenta?</p> <p>Se aclaró la garganta nerviosamente e hizo otra reverencia, para ocultar su embarazo detrás de un ligero carraspeo.</p> <p>—Majestad, lady Richenda y yo ya nos hemos conocido. Hace unos meses, ayudé a liberar su carruaje, que había quedado apresado en el fango delante del templo de San Torin. En ese momento, yo estaba… disfrazado. No podía haber sabido quién era yo…</p> <p>—Lo mismo vale para vos —murmuró Richenda, que alzó el mentón en un gesto osado, aunque sin enfrentar su mirada.</p> <p>—Ah —dijo Kelson y paseó su mirada de uno a otro en un afán de interpretar la extraña reacción de Morgan, pero desistió con una brillante sonrisa.</p> <p>—Bueno, Morgan, me alegra saber que te comportaste como un caballero aun bajo un disfraz. Señora, si nos perdonáis, tenemos otros asuntos que atender. Además, imagino que desearéis estar a solas un rato. Por favor, no vaciléis en llamarme si puedo seros de alguna ayuda.</p> <p>—Sois muy gentil, Majestad —musitó Richenda, se inclinó en una cortés reverencia y bajó la vista una vez más.</p> <p>—¿Nos vamos, Morgan?</p> <p>—Cuando quieras, príncipe.</p> <p>—Un momento, Majestad.</p> <p>Kelson se volvió y encontró a la dama mirándolo de un modo extraño.</p> <p>—¿Deseáis algo más, señora?</p> <p>Richenda respiró hondo, y se acercó con las manos entrelazadas en la cintura. Se hincó de rodillas ante él e inclinó la cabeza. Kelson miró a Morgan, atónito.</p> <p>—Majestad, os suplico que me concedáis una gracia.</p> <p>—¿Una gracia, señora?</p> <p>Richenda alzó los ojos hacia Kelson.</p> <p>—Sí, Alteza. Permitidme ir con vosotros a Cardosa. Tal vez pueda hablar con Bran y persuadirlo de que desista de su insensata actitud. Si no por mí, al menos por nuestro hijo.</p> <p>—¿Venir con nosotros a Cardosa? —repitió Kelson, lanzando una mirada frenética a Morgan en busca de ayuda—. Pero, señora no es posible. Un ejército no es sitio para una dama de noble alcurnia. Tampoco osaría exponeros a los peligros de la batalla, aunque consiguiéramos las comodidades apropiadas. ¡Marchamos a la guerra, señora!</p> <p>Richenda bajó la vista, pero no dio señales de querer ponerse de pie.</p> <p>—Soy consciente de los problemas, Majestad, y estoy dispuesta a soportar la adversidad. Es la única forma que encuentro de enmendar la traición de mi esposo. Por favor, no rechacéis mi petición, Majestad.</p> <p>Kelson miró a Morgan en busca de apoyo, pero el general no le miraba; sus ojos parecían escrutar, absortos, la madera del suelo bajo sus botas. Por un instante, Kelson tuvo la inexplicable impresión de que Morgan quería que aceptara, aunque no hubiese dicho nada que le permitiese pensarlo. Kelson volvió a mirar a Richenda, que se obstinaba en permanecer postrada ante él, y tendió sus manos para ayudarla a incorporarse. Haría un último intento de disuadirla.</p> <p>—Señora, no sabéis lo que pedís. No sería decoroso que viajarais junto a un ejército sin vuestras damas de compañía.</p> <p>—Podría viajar bajo la protección del obispo Cardiel, Majestad —objetó con fervor—. Tal vez no lo sepáis, pero Cardiel es tío de mi madre. No se opondría, lo sé.</p> <p>—Es un necio, en tal caso —replicó Kelson. Miró al suelo y lanzó una mirada a la mujer, con ojos resignados—. Morgan, ¿tienes alguna objección de peso?</p> <p>—Sólo las de rigor, príncipe —respondió Morgan lentamente, sin enfrentar su mirada—. Y la dama parece haber desestimado nuestros reparos.</p> <p>Kelson suspiró y asintió.</p> <p>—Muy bien, señora. Os doy mi anuencia para partir, con la condición de que el obispo Cardiel dé su consentimiento. Saldremos no bien asome el sol, dentro de pocas horas. ¿Estaréis lista?</p> <p>—Sí, Alteza. Os doy las gracias.</p> <p>Kelson asintió.</p> <p>—Morgan se ocupará de prepararos las debidas comodidades.</p> <p>—Como dispongáis, Majestad.</p> <p>—Entonces, buenas noches.</p> <p>Tras su saludo, Kelson hizo una corta reverencia y salió de la antecámara, con el despacho olvidado y hecho un lío en el puño. Morgan se volvió como para seguirlo pero, antes de cerrar la puerta por detrás, se giró para mirar por última vez a la dama vestida de blanco que, de pie, aguardaba bajo los rayos de la luna. El rostro de Richenda estaba pálido y demudado pero en sus rasgos enmarcados en la ventana se leía un aire de extraña determinación. Bajó la vista al ver que Morgan se detenía, y se inclinó en una leve reverencia, pero no se atrevió a mirarle nuevamente a los ojos.</p> <p>Con un suspiro intrigado, Morgan cerró la puerta a sus espaldas y siguió a su rey.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XIX</p> </h3> <cita> <p>Obstinados en su inicuo designio, tratan de esconder los lazos y dicen: ¿Quién los ha de ver?</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Salmos, 64:5</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Era mediodía en Cardosa. El sol cegador caía de plano a través del ligero aire de las montañas, aunque entre las profundas grietas y resquicios de los macizos seguían asomando, pertinaces, los últimos cúmulos de nieve. Esa mañana, Wencit, Rhydon y Lionel, cuñado del rey, habían descendido por el desfiladero de Cardosa para encontrarse con Bran Coris y los generales de Wencit que lo asistían en la disposición de las fuerzas de asalto torentinas. Tras pasar revista a las tareas de defensa, Wencit y su comitiva se detuvieron ante el pabellón inmenso y de color anaranjado donde Wencit se hospedaría cuando llegara el enemigo.</p> <p>Alrededor del leve promontorio en el que se había erigido la tienda, bullía un hervidero de soldados con la librea negra y blanca del Furstan, empeñados en arreglar palos y cabos y en instalar las comodidades que Wencit consideraba imprescindibles para cualquier procedimiento de campaña.</p> <p>La tienda era imponente. Formaba una cúpula de seda flamígera, en forma de cebolla, y la zona que cubría sería, sin excederse en los cálculos, igual al gran salón que Wencit poseía en Beldour. Dentro, la estructura se dividía en media docena de compartimentos separados, de cuyas cargadas paredes pendían pesados tapices y pieles, destinados a embellecer el recinto y a aislar del calor y de los ruidos. Había una amplia sala en la que Wencit podría celebrar cualquier reunión que le viniese en gana. Pero, en opinión del monarca, el día era demasiado hermoso para confinarse allí dentro, de modo que indicó a sus mayordomos que dispusieran sillas sobre la rica alfombra que se extendía ante la entrada. Mientras los criados se afanaban en cumplir sus órdenes sin demora, uno de los sirvientes personales de Wencit se aproximó para retirarle el manto de terciopelo, húmedo tras el viaje por el desfiladero. A cambio, le ofreció un manto semejante a un caftán, de seda ambarina, que Wencit se arrojó sobre su armadura de montar, de cuero manchado. Se sentó en una silla de campaña, de cuero, y dejó que otro criado le cambiara las botas por un par de pantuflas secas. Observó los movimientos del mayordomo, que vertía un humeante té de <i>darja</i> en frágiles tacitas de porcelana. Wencit hizo un gesto afirmativo a sus camaradas, con aire magnánimo, y los invitó a sentarse en las sillas que los sirvientes habían dispuesto. Entonces, con sus propias manos, tomó una taza de la bandeja que le ofreció el mayordomo y se la tendió a Bran Coris.</p> <p>—Bebe y aliméntate, amigo —dijo con voz grave, sonriente, mientras Bran se inclinaba para tomar la taza—. Hoy has hecho una buena labor.</p> <p>Bran tomó la taza y Wencit entregó otras dos a Rhydon y a Lionel. Sonrió y saboreó el aroma de la cuarta tacita, que sostenía en su mano.</p> <p>—En realidad, me impresionó mucho la estratagema que planeaste, Bran —prosiguió el hechicero, mientras miraba los rizos que su aliento formaba sobre el <i>darja</i> humeante—. Has hecho una labor encomiable al integrar nuestras dos fuerzas, multiplicar nuestras ventajas y anular nuestras debilidades. Lionel, hemos sido afortunados al encontrar un aliado así.</p> <p>Lionel hizo una corta reverencia antes de sentarse en una silla similar a la de Wencit.</p> <p>—Es una suerte que lord Marley haya escogido unirse a nosotros, Majestad. Habría sido un peligroso adversario. Tiene una habilidad innata para obtener el provecho óptimo de los recursos disponibles. —Los ojos negros de Lionel eran capaces de emitir chispas heladas cuando se hallaba enfurecido, pero ese día parecían cálidos, abiertos, casi como si él y el joven noble humano hubieran descubierto algún sutil lazo de parentesco—. Hasta yo he aprendido de él, Majestad —agregó Lionel, después de pensarlo.</p> <p>—¿Ah, sí? —Wencit rió entre dientes.</p> <p>Bran, mecido por las alabanzas de Wencit y de Lionel, bebió un sorbo de té y se relajó, sin advertir el escrutinio al que lo sometía Rhydon. Se produjo un silencio, que los cuatro aprovecharon para beber, y Rhydon habló:</p> <p>—Se me ocurre que no hemos examinado a los prisioneros de Cassan, Majestad —dijo, mirando a Bran por encima del borde de la taza—. La estratagema que Bran y lord Lionel han tramado es excelente y la apruebo sin reparos. El efecto que causará en la moral de las tropas enemigas será devastador, si no fatal. Pero los prisioneros de Cassan… Sin duda, ha sido un desliz que no se nos mostrara de cerca el sitio donde se alojan. Seguramente, no se habrán hecho planes para los prisioneros de los cuales no tengamos idea…</p> <p>Lionel rió. Fue un rumor grave y peligroso. Pasó los dedos por el extremo de su trenza.</p> <p>_—Hablas como si pensaras que Bran y yo debemos justificar nuestras acciones ante ti, Rhydon. No te preocupes. Los planes para los prisioneros de Cassan no son de tu incumbencia.</p> <p>—En tal caso, ya supones que me opondré…</p> <p>—No espero que intervengas, eso es todo —espetó Lionel, con intensidad—. Se nos dio la autoridad de disponer de ellos como mejor estimásemos y eso es precisamente lo que haremos. No necesitas saber nada más, por el momento.</p> <p>Wencit sonrió, divertido ante el curso de la conversación.</p> <p>—Pero… Nada de rencillas. Rhydon, ni siquiera yo estoy al tanto de los detalles menores de la campaña. No es necesario. Delego en mis generales y en mis consejeros como Lionel para que se encarguen de esos menesteres en mi lugar. Me fío del juicio de Lionel, como me fío del tuyo. Y, si él me asegura que está haciendo lo necesario, supongo que así es. ¿Disientes en este punto?</p> <p>—Claro que no —replicó Rhydon, tras dar otro sorbo a su té—. No pensaba dar tanta importancia a mi comentario. Si he causado problemas, ofrezco mis disculpas a todos los que se sientan ofendidos.</p> <p>—De acuerdo —concedió Wencit, con aire indiferente.</p> <p>Rhydon hizo girar la taza entre los dedos antes de continuar:</p> <p>—He recibido un mensaje adicional del general Licken desde que esta mañana recibiéramos los despachos. A propósito, sus patrullas de avanzada confirman que el ejército de Kelson no llegará hasta aquí antes del crepúsculo, según los demore la argucia que hemos preparado. No hay motivos para temer una acción antes de la mañana siguiente.</p> <p>—Excelente.</p> <p>Wencit giró en la silla e hizo señas al mayordomo, quien aguardaba a distancia prudencial. El hombre, presuroso, trajo un gran estuche de cuero con despachos, de esquinas engastadas en oro batido. Cuando el hombre se retiró, Wencit abrió la caja y recorrió con los dedos un manojo de cartas abiertas hasta que dio con la que buscaba. La extrajo con un gruñido de aprobación. Después de escribir una breve nota sobre ella, la devolvió a la caja y tomó otra, que recorrió a la ligera con la vista.</p> <p>—Esta mañana recibí una noticia que se refiere a ti, Bran —dijo, levantando la vista con aire pensativo—. Al parecer, Kelson se ha enterado de tu deserción y ha apresado a tu familia.</p> <p>Bran se irguió y, lentamente, se puso de pie en toda su estatura. Los nudillos perdieron el color alrededor de la tacilla.</p> <p>—¿Por qué no se me informó?</p> <p>—Se te está informando —repuso Wencit, y se inclinó para tenderle el despacho—. Pero no hay motivos para que te alarmes. Tu esposa y tu hijo fueron apresados en Dhassa, mas no vemos que se encuentren en peligro inmediato. Léelo con tus propios ojos.</p> <p>Los ojos de Bran surcaron el despacho velozmente y sus labios se comprimieron hasta formar una delgada línea.</p> <p>—¿Los traen aquí como rehenes y decís que no hay peligro inmediato? —Sus ojos se posaron sobre los de Wencit con aire desafiante—. ¿Y si Kelson intenta usarlos contra mí? ¿Podría permanecer de brazos cruzados mientras la vida de mi hijo está en peligro? ¿Podría verlo morir?</p> <p>Rhydon enarcó una ceja, algo divertido ante la reacción de Bran.</p> <p>—Vamos, Bran. Conoces a Kelson y sabes que es incapaz de hacer algo así. Tú o yo podríamos amenazar a la familia de un hombre para conseguir su obediencia, pero este principito de Gwynedd no está a nuestra altura. —Se miró las uñas, con aire aburrido y reservado—. Además, siempre puedes hacer más hijos, ¿no?</p> <p>Bran se detuvo inmóvil y lanzó una mirada helada a Rhydon.</p> <p>—¿Y de qué modo se supone debo interpretar esas palabras? —masculló con furia contenida.</p> <p>Wencit rió entre dientes y meneó la cabeza con reprobación.</p> <p>—Suficiente, Rhydon. No provoques a nuestro joven amigo. El no comprende nuestra forma de bromear. Bran, no tengo intención de permitir que nada le suceda a tu familia. Quizá podamos arreglar un cambio de rehenes. Pero, de todas formas, Rhydon tiene razón en cuanto a la actitud que nos cabe esperar de parte de Kelson. El joven Haldane jamás hará la guerra contra mujeres y niños inocentes.</p> <p>—Supongo que estaréis en condiciones de garantizármelo…</p> <p>La sonrisa de Wencit se desvaneció y sus ojos adquirieron un brillo acerado.</p> <p>—Puedo garantizar que haré todo lo que pueda —manifestó lentamente—. ¿No me concederás que lo mejor que yo puedo hacer es mucho más de lo que rú podrías lograr por tus propios medios?</p> <p>Bran bajó los" ojos, recordó su posición, que a cada minuto se tornaba más precaria, y advirtió que Wencit tenía razón.</p> <p>—Os suplico me perdonéis, Majestad. No deseaba poner en duda vuestro juicio. Mi preocupación se debía a mi familia.</p> <p>—Si hubiera pensado otra cosa, no seguirías con vida —repuso Wencit con toda calma, y tendió la mano para recuperar el despacho que Bran aún tenía en las suyas.</p> <p>Bran le entregó el documento sin decir palabra, ocultando con cuidado su ofuscación mientras Wencit devolvía el despacho al cofrecillo. Después de un silencio grávido, Wencit volvió a alzar la vista. Su ira momentánea se había desvanecido aparentemente.</p> <p>—Ahora bien, Rhydon, ¿qué se sabe hoy de nuestro joven Derry? Espero que todo marche como debe.</p> <p>—Tengo entendido que está listo para vernos —respondió Rhydon.</p> <p>—Bien, entonces. —Bebió un poco más de <i>darja</i>, ya tibio, y acabó el contenido de un trago—. Creo que es hora de que tú y yo vayamos a su encuentro.</p> <p>En las profundas mazmorras que había bajo la prisión de Cardosa, en el fuerte conocido como Esgair Ddu, Derry yacía tendido sobre un montón de heno seco; las muñecas le colgaban a los lados, con el peso de las cadenas que lo sujetaban a la pared. Las heridas le habían hecho subir la fiebre y llevaba un día tendido allí, sin otra atención que un tazón de agua turbia para beber y unas cortezas de pan enmohecido. Su estómago estaba agarrotado por el hambre y la cabeza le dolía, pero se obligó a abrir los ojos y enfocar el techo húmedo. Finalmente, hizo de tripas corazón, rodó a un costado y levantó la cabeza.</p> <p>Todo era dolor. En el hombro y en la frente sentía el palpitar lacerante de las heridas. En el muslo sintió una aguda tenaza al tratar de inclinar la rodilla acalambrada.</p> <p>Apretó los dientes y luchó por sentarse. Tiró de su cuerpo y se aferró de las cadenas, que pendían de un par de anillas sujetas al muro, a unos dos metros y medio de altura.</p> <p>Sabía por qué estaban allí las anillas: los carceleros que lo habían traído inicialmente lo habían encadenado a la pared, con los miembros extendidos y separados. Entonces, lo azotaron con látigos y lo golpearon con los puños hasta que, piadosamente, desfalleció. Horas más tarde, volvió en sí sobre la paja sucia y con olor a amizcle, y había logrado sentarse.</p> <p>Se frotó el rostro sudoroso contra el hombro que no estaba herido y parpadeó con dificultad. Luego, intentó ponerse de pie. A su izquierda, había una ventana, a la cual habían asegurado las cadenas. Si recordaba correctamente el trazado de Esgair Ddu, debía de ser posible ver la planicie desde allí. Se afirmó con las cadenas y contuvo el aliento; se arrastró hasta la ventana y miró a través de la abertura.</p> <p>Lejos, en el llano, los ejércitos de Wencit habían tomado posiciones. Ligeramente al norte, sobre un pequeño promontorio, alguien había dispuesto a los arqueros para que aprovecharan la altura. Al norte y al este, se emplazaban la infantería y la caballería, listas para actuar en forma de pinza ante la menor oportunidad. Por el paso, descendían más tropas de caballería de Wencit, para situarse en el centro del campamento. La caballería era el corazón de las fuerzas de combate de Torenth. Vio que un poderoso caudal de jinetes sudorosos y agitados se internaba en la planicie, proveniente de donde sabía se encontraba el último vado. Casi creyó oír los gritos de los capitanes, que imponían el orden a las filas y disponían de los soldados.</p> <p>Al sudeste, directamente frente al paso, la soldadesca torentina bullía alrededor de lo que debía de ser el campamento de combate de Wencit. Probablemente acudiera allí el rey de Torenth cuando se acercara el ejército de Kelson, para dirigir la batalla desde el lugar. Todavía no veía señales de las tropas de Kelson, pero vina que debían de estar en camino, seguramente. Alguien tendría que haber podido escapar para informarles de lo que había sucedido con los hombres de Jared. Sólo esperaba que el ejército de Kelson llegase unido y que las disensiones internas se hubiesen resuelto. Se preguntó si Morgan y Duncan habrían podido hacer las paces con los arzobispos.</p> <p>Con un suspiro, Derry giró para mirarse las cadenas por centésima vez y tiró de ellas tentativamente. Nunca podría liberarse mientras permaneciera sujeto a esos grilletes como un animal. Aunque consiguiera soltar las cadenas, dudaba que pudiera ir muy lejos con tantas hieridas. La pierna le latía, después de un rato de permanecer de pie y, cada vez que mecía el peso del cuerpo, las punzadas de dolor le atravesaban los miembros de arriba abajo. El hombro había dejado de dolerle un poco una vez que, por la fuerza, lo levantó hasta la posición actual, pero tuvo la vertiginosa sensación de que era esa herida la que lo hacía sentir tan febril y ligero. Horas atrás, había querido examinarse la herida, cuando los guardias le trajeron su escasa ración de agua, pero no le sirvió de mucho. El vendaje estaba firmemente sujeto y no pudo apartarlo. Se preguntó si la herida estaría comenzando a infectarse.</p> <p>El ruido de una llave en la cerradura interrumpió el derrotero de sus pensamientos. Se volvió penosamente para mirar hacia la puerta, agarrándose a las cadenas. Por la estrecha abertura asomó la cabeza encasquetada de un guardia, que lo miró desdeñosamente. El hombre traspuso la puerta y la mantuvo abierta para dar paso a un hombre alto y de cabellos rojizos, vestido de seda dorada. Era Wencit. A su lado, Rhydon.</p> <p>El cuerpo de Derry se sacudió con una inhalación profunda e involuntaria. Al ver que los dos deryni entraban en la celda, se irguió de ira. Los hombres llevaban atuendos de montar de cuero, bajo las sedas y las pieles. Wencit, color castaño rojizo; Rhydon, azul noche. Los ojos del rey, fríos como el aguamarina, estudiaron al prisionero desde la puerta abierta. Sus manos enguantadas jugueteaban ociosamente con un delgado látigo de cuero que pendía de su muñeca izquierda por una correa.</p> <p>Derry se enderezó todo lo que pudo y trató de ignorar la pierna que le latía y los oídos que le estallaban. Wencit se acercó unos pasos. El guardia permaneció impasible al lado de la puerta, con la mirada clavada al frente, y Rhydon se reclinó en la pared con aire indiferente, con una rodilla flexionada.</p> <p>—Aja… —dijo Wencit—, veo que nuestro prisionero está despierto. Y de pie. Bien hecho, amigo. Tu señor estaría orgulloso de ti.</p> <p>Derry no respondió. Sabía que Wencit intentaría enfurecerlo y decidió que el hechicero no lo lograría.</p> <p>—Desde luego —continuó Wencit—, no debe contarse en mucha estima el elogio de semejante señor. Después de todo, no puede inspirar mucha lealtad alguien perverso y traidor, ¿verdad?</p> <p>Los ojos de Derry se encendieron, amenazadores, pero se obligó a mantener cerrada la boca. No sabía cuánto tiempo más podría resistirlo. Se sentía incapaz de pensar con cordura.</p> <p>—En tal caso, ¿estás de acuerdo conmigo? —preguntó Wencit, enarcando una ceja y aproximándose a Derry—. Había esperado otra cosa de ti, Derry, pero esto refleja al hombre que te ha instruido, ¿no es así? Se dice que tú y Morgan sois íntimos amigos, más íntimos de lo que corresponde a dos hombres, y que compartís secretos que los hombres comunes ni siquiera sueñan.</p> <p>Derry cerró los ojos para templarse, pero Wencit sacudió el extremo del látigo cerca de su rostro, entrecerrando sus abominables ojos celestes bajo las claras pestañas.</p> <p>—¿No reaccionas, Derry? Vamos, no seas parco. ¿Es cierto que tú y Morgan sois…, cómo decirlo…, amantes? ¿Qué además de sus poderes compartes su lecho?</p> <p>Con un grito insensato, Derry se abalanzó hacia su torturador, tratando de sacudir las cadenas con las muñecas para azotar ese rostro burlón. Pero Wencit había calculado su movimiento al milímetro y, sin pestañear, retrocedió para quedar fuera del alcance de las cadenas. Con un gemido, Derry cayó al suelo, donde aquéllas terminaban. Wencit lo miró con desdén e indicó al guardia que lo recogiera.</p> <p>Tiraron de las cadenas y las ajustaron para dejar a Derry, con las piernas y los brazos extendidos, colgando de la pared. Wencit estudió a su desfalleciente cautivo una vez más, golpeteando el látigo contra la palma del guante, y despidió al guardia con un gesto. La puerta se cerró tras al carcelero lanzando un chirrido de goznes sin aceitar, y Rhydon cerró el pestillo por dentro. Se apoyó lánguidamente contra la puerta, para obstruir la mirilla.</p> <p>—Conque aún te queda algo de orgullo, mi joven amigo… —dijo Wencit. Se acercó a Derry y le alzó el mentón con la punta del látigo—. ¿Qué más te ha enseñado Morgan que no deba saberse?</p> <p>Derry se obligó a enfocar la mirada sobre la oreja derecha de Wencit e intentó serenarse. Nunca tendría que haber reaccionado con semejante violencia. Eso había sido exactamente lo que Wencit quería. La culpa la tenía esa maldita fiebre, que le nublaba el pensamiento. Si pudiera pensar con más claridad…</p> <p>Wencit apartó el látigo, satisfecho de haber capturado la atención de su cautivo. Comenzó a jugar con la correa que sujetaba el arma a su muñeca.</p> <p>—Dime, ¿a qué temes más, Derry? ¿A la muerte? —Derry no reaccionó—. No, leo en tus ojos que no es sólo a la muerte. Has dominado ese terror, desafortunadamente para ti, pues esto significa que puedo convocar de los profundos abismos de tu alma terrores más espantosos todavía.</p> <p>Se alejó pensativamente y describió un lento círculo en la paja. Mientras caminaba, se divertía en voz alta:</p> <p>—No temes perder la vida, pero sí temes perder. ¿Pero qué? ¿Perder tu posición? ¿Tus riquezas? ¿El honor? —Se volvió para mirar de frente a Derry una vez más—. ¿Es eso, Derry? ¿Más que a ninguna otra cosa temes perder el honor y la integridad? Y, en tal caso, ¿qué integridad? ¿La del cuerpo? ¿La del alma? ¿La de la mente?</p> <p>Derry no hizo comentarios. En cambio, se obligó a mirar serenamente por encima de la cabeza de Wencit, para centrarse en una delgada grieta que hería el muro detrás del rey. Una diminuta araña trepaba por la rendija y formaba una frágil tela para cubrirla. Derry se dijo que trataría de contar los hilos de la telaraña y que ignoraría las palabras del despreciable…</p> <p>Un chasquido.</p> <p>El látigo de Wencit acabó sobre el rostro de Derry, lacerándolo como un sable.</p> <p>—¡Derry! ¡No estabas prestando atención! —ladró su nuevo amo—. Te lo advierto: no tolero los alumnos holgazanes.</p> <p>Derry controló el impulso de encogerse y se obligó a mirar a su torturador. Wencit estaba a medio metro de él y el odiado látigo pendía de su muñeca por esa correa infame. Los ojos del hechicero parecían dos pozos de mercurio.</p> <p>—Ahora —anunció Wencit en voz baja—, escucharás lo que te diga. Y no me ignores, pues de lo contrario tendré que hacerte daño. Lo haré una y otra vez hasta que me prestes atención o te mueras. Y te aseguro que no será una muerte fácil. ¿Me escuchas, Derry?</p> <p>Derry logró asentir y se esforzó por prestar atención. Sentía los labios secos, la lengua del doble de su tamaño y algo tibio y húmedo que le corría por la mejilla, allí donde el látigo había abierto la herida.</p> <p>—Bien —musitó Wencit, mientras deslizaba la cola del látigo por la mejilla y el cuello de Derry—. La primera lección para hoy es que sepas, y que sepas muy bien, que tengo tu vida en mis manos, literalmente. Si quisiera, podría hacerte implorar el olvido y rogar una muerte piadosa para acabar los tormentos que puedo infligirte.</p> <p>Sin previo aviso, Wencit disparó la mano libre para retorcer el brazo herido de Derry. El joven aulló involuntariamente y casi se desmayó, pero el dolor se fue antes de que pudiera captarlo por completo. Se encontró alzando la cabeza una vez más para mirar a Wencit, horrorizado. La mano de Wencit seguía posada ligeramente sobre el hombro herido, mas Derry no intentó anticipar la próxima tortura que el hechicero intentaría infligirle. Wencit sonrió, pero con una expresión distinta.</p> <p>—¿Te ha dolido, Derry? —le dijo con un mohín, mientras le acariciaba el hombro con suavidad—. Ah, pero no es esto lo que me propongo. No hay necesidad de torturarte, pues ya poseo sobre ti todo el poder que hace falta tener. Ya estás condicionado para obedecerme. Y aunque tu mente perciba lo que te ordeno y se resista, tu cuerpo me obedecerá.</p> <p>Con una sonrisa furtiva, deslizó ligeramente la mano por el cuerpo de Derry y se apartó para golpetear el látigo pensativamente contra la elegante bota de su pierna. Al cabo de un momento, arrojó el látigo a Rhydon. Tiró de los puños de sus guantes mientras miraba con desdén al joven Derry, una vez más.</p> <p>—Dime, ¿alguna vez te han bendecido? —preguntó, entrelazando los dedos para acariciarse los guantes—. ¿Algún hombre santo ha trazado la sacra señal sobre tu cabeza?</p> <p>Derry frunció las cejas, consternado, mientras Wencit alzaba la mano derecha y la suspendía en actitud de bendición.</p> <p>—Bien, temo no ser un hombre santo, pero, para el caso, ésta tampoco es una verdadera bendición. Recordarás que antes te hablé de una pérdida de integridad. Integridad de alma, de cuerpo y de mente. Pero creo que comenzaremos por el alma, Derry, y, por medio de este signo, te pondré bajo mi hechizo.</p> <p>La mano suspendida descendió lentamente, con los dedos curvados en una perfecta imitación de la señal sacerdotal. Pasaron suavemente hacia la derecha y, luego, de derecha a izquierda. Cuando la mano pasó por delante de los ojos de Derry, sintió que un extraño letargo lo poseía y derramaba una frialdad líquida por sus miembros. Contuvo el aliento, tratando de comprender qué le sucedía a su mente, y gimió cuando Wencit tocó los grilletes que lo sujetaban por las muñecas y lo liberó.</p> <p>No podía sostenerse en pie. Los miembros parecían desprovistos de nervios, incontrolables. Cuando las piernas comenzaron a desplomársele, sintió bajo los suyos unos fuertes brazos que lo sostuvieron. La cabeza le pendía impotente contra las piedras de las paredes. El cabello se le adhería dolorosamente a la roca áspera y a la argamasa. Entonces, los ojos celestes se clavaron en los suyos y se acercaron más y más y la boca cruel y lasciva se comprimió con violencia contra la suya, en un largo beso obsceno.</p> <p>Se deslizó de los brazos de Wencit y se aplastó indefenso contra el muro, con los ojos firmemente cerrados y las mandíbulas tensas por la repulsión. El cuerpo se le sacudió en espasmos incontrolables y, al hundir el rostro en los brazos doloridos, oyó la risa de Wencit a través de una espesa niebla y el eco burlón de Rhydon, que lo imitaba entre dientes.</p> <p>Entonces, sintió la bota de Wencit, que se ensañaba insidiosamente contra un costado de su cuerpo. Alzó la cabeza y miró con repugnancia. Wencit sonrió, miró a Rhydon, quien no había dejado de observar la escena con diversión, y extendió la mano para que éste le entregara su daga. Rhydon la arrojó por el aire con diestra gracia y Wencit la capturó. La empuñadura era de oro, incrustada de perlas, y la hoja centelleaba un fulgor frío bajo la tenue luz serena. Wencit se inclinó para posar la punta del arma bajo el mentón de Derry.</p> <p>—Ay, cómo me odias… —dijo en voz baja—. Piensas que, si pudieras poner las manos en esta daga, me decapitarías por lo que te he dicho y hecho. Bueno, tendrás tu oportunidad.</p> <p>Sin decir más, sostuvo la daga por la hoja, tomó la mano derecha de Derry y la envolvió alrededor de la empuñadura.</p> <p>—Adelante. Mátame, si puedes.</p> <p>Derry se detuvo inmóvil, un instante, sin creer que Wencit pudiese hacer algo semejante. Luego, se lanzó hacia su torturador con frenesí.</p> <p>Desde luego, no le sirvió de nada. Wencit se apartó un paso con elegancia y retorció los dedos de Derry para quitarle la daga sin ninguna dificultad. Empujó a Derry nuevamente contra el muro, como si fuera un cachorrillo de gato y no un hombre. Incapaz de oponerse, Derry vio reír a Wencit, quien se inclinó para deslizarle la daga por el cuello de la camisa, le desgarró la pechera con un diestro movimiento, le apartó la camisa del torso, sin detener su mano, y posó la derecha ligeramente sobre el pecho de Derry, en el corazón. La daga pendía en perfecto equilibrio de los dedos de su mano izquierda. En la celda en penumbras, sus ojos celestes parecieron fríos y distantes. Derry supo con una certeza vertiginosa que iba a morir.</p> <p>En nombre de todo lo sagrado, ¿qué le había hecho creer que podría matar a Wencit con una daga? ¡Pero si el hombre era un demonio! ¡No, el diablo mismo!</p> <p>—Ya ves, mi querido Derry, qué inútil ha sido. Tu alma es mía ahora y también tu cuerpo, si lo deseo. Has perdido aun el poder de matar. No puedes acabar con mi vida, Derry —hablaba suavemente—, pero puedo ordenarte que te quites la tuya y me obedecerás. Toma el cuchillo, Derry. Pon la punta aquí, al lado de mi mano, sobre tu corazón.</p> <p>Como si la mano no le perteneciera, Derry vio que tomaba la daga ofrecida por Wencit y, a continuación, vio con incredulidad que se movía para posarla ligeramente sobre la piel que le cubría el corazón. Esta vez no sintió ninguna especie de pánico ni de lucha con lo que estaba sucediendo. Sabía que la mano era suya y que, si Wencit lo ordenaba, lo mataría. Y no había nada, absolutamente nada, que pudiese hacer por evitarlo.</p> <p>Wencit apartó la mano y se meció hacia atrás sobre los talones, con grácil equilibrio, haciendo crepitar la paja.</p> <p>—Bueno. Ahora comenzaremos. Primero, una pequeña incisión, apenas para que asome la sangre.</p> <p>El cuchillo se movió suavemente bajo la mirada fascinada de Derry. Su mano le hizo trazar una delgada línea, larga como el ancho de tres dedos. Sobre la piel blanca asomaron minúsculas perlas de sangre, como rubíes. Y la hoja se detuvo, a la espera de la próxima orden.</p> <p>—Conque hemos derramado sangre —susurró Wencit, con una voz tan suave como el terciopelo con el que iba vestido—. Ahora, podemos detenernos en el umbral de la muerte, tú y yo. Un poco de presión bastará, amigo mío. Una ligera presión y podremos conversar con el ángel de la muerte, aquí, en esta celda solitaria.</p> <p>La hoja comenzó a comprimir la carne de Derry y, allí donde el metal la hendía, brotaba más sangre. El rostro de Derry perdió el color. Sintió que la punta le perforaba la piel, sintió la fría plata de la muerte que se movía inexorable hacia su corazón; y nada pudo hacer. Cerró los ojos, despavorido, y trató de calmar el terror que se apoderaba de su alma. En su desesperación, invocó a los santos de su infancia, olvidados mucho tiempo atrás.</p> <p>Y, entonces, la mano de Wencit se posó sobre su muñeca, extrajo la daga y le colocó un cuadrado de seda blanca en la herida. Wencit le agarró la mano derecha e hizo algo sobre ella que le resultó frío; pero, luego, el hechicero se irguió, con una sonrisa satisfecha en el rostro, y, tras volverse, le indicó a Rhydon que había terminado y que era hora de irse.</p> <p>Derry se incorporó sobre los codos cuando la puerta se abrió y vio que el manto azul noche de Rhydon desaparecía en el oscuro pasillo. La daga había quedado olvidada, en su mano. Un guardia trajo una antorcha para iluminar la penumbra mientras Wencit se detenía en la puerta y levantaba el látigo a modo de saludo.</p> <p>—Que descanses bien, mi joven amigo. —Sus ojos eran dos estanques azul profundo bajo la lumbre de la antorcha—. Espero que hayas aprendido de mis pasatiempos, pues tengo pensado un destino muy importante para ti. Se refiere a ti y a Morgan: he concebido un modo de que lo traiciones.</p> <p>La mano de Derry se endureció sobre la daga y, de pronto, recordó que la tenía en su poder. Se detuvo, helado, y trató de ocultarla bajo su cuerpo, pero Wencit vio el movimiento y sonrió.</p> <p>—Puedes quedarte con el juguete, ya no lo necesito. Pero temo que a ti no te traerá muchos motivos de diversión. Como verás, no puedo permitir que la uses, amigo, aunque no tardarás en descubrirlo por ti mismo.</p> <p>Una vez más, la puerta se cerró y la llave giró en la cerradura. Derry suspiró y se tendió, exhausto, sobre el heno. Por unos instantes, permaneció allí, con los ojos firmemente cerrados, tratando de sofocar el espanto de la hora pasada.</p> <p>Pero, a medida que su mente se fue aclarando y que el dolor cedía, las palabras de Wencit resonaron en su memoria:</p> <p>«He concebido un modo de que lo traiciones.»</p> <p>Con un sollozo frenético, rodó sobre un lado para hundir el rostro en el brazo sano.</p> <p>¡Dios! ¿Qué había hecho Wencit con él? ¿Habría escuchado bien? ¡Claro que sí! El hechicero había dicho que Derry traicionaría a su señor, que Derry sería un Judas con su amigo y señor Morgan. ¡No! ¡No podía ser!</p> <p>Se arrastró hasta sentarse y tanteó la paja hasta encontrar la daga que Wencit había dejado en su poder. La cogió entre sus dedos febriles y la contempló horrorizado. Lo distrajo brevemente un extraño anillo que refulgía en su índice derecho, un anillo que no recordaba haber visto antes; pero los destellos de la daga capturaron sus ojos una vez más y Derry devolvió su atención a la empresa que había forjado en su mente enferma.</p> <p>Wencit era responsable de todo eso. Había llegado a una cúspide de horror desde la que controlaba el cuerpo de Derry, así como dominaba a sus subditos más inferiores. Había dicho que lo haría traicionar a Morgan y no había ninguna duda de que podría hacerlo si se lo proponía. También le había prohibido escapar por medio de la muerte, aunque eso tal vez pudiera infringirse. Derry no podía permitir que lo usara como instrumento para traicionar a Morgan.</p> <p>Despejó un lugar en el heno y usó la daga para cavar un orificio en la arcilla húmeda. Lo hizo de una profundidad suficiente para que en él cupiera la empuñadura, miró hacia la puerta, esperando que nadie lo estuviese espiando, se tendió boca abajo, con el estómago sobre el hueco que había preparado, y sostuvo la daga entre ambas manos.</p> <p>Suicidio. Una idea prohibida, incluso su mero pensamiento, para un hombre que, como Derry, creía en el Dios de la Iglesia Militante. Para el creyente, quitarse la vida era una grave ofensa, que causaba el eterno tormento del alma en el infierno.</p> <p>Pero, argüyó Derry, había cosas peores que el infierno. Por ejemplo, traicionar los propios principios, traicionar a los amigos. No podía ayudarse a sí mismo. Había tenido que medirse con el amo de Torenth y se había mostrado impotente. No podría culpar a nadie de eso. Pero Morgan… el apuesto general deryni había salvado la vida de Derry en más de una ocasión y, más de una vez, lo había rescatado de las garras de la muerte cuando era impensable. ¿Acaso podría Derry, en un acto de conciencia, negarse a hacer lo mismo por él?</p> <p>Tomó la daga por la hoja y miró durante un largo rato la empuñadura en forma de cruz. Por su mente, pasaron una infinidad de plegarias de su infancia y con ninguna de ellas se quedó. Se llevó la empuñadura a los labios y la enterró después en el hueco que había abierto en la arcilla. Dios lo comprendería. La fe de Derry en su misericordia tendría que sostenerlo ante lo que se disponía a emprender.</p> <p>El filo apuntaba hacia arriba como una llamarada de plata. Derry se incorporó sobre los codos y se dejó caer lentamente hasta que la punta descansó contra su pecho.</p> <p>No llevaría mucho tiempo. Sus brazos cederían en pocos segundos y, entonces, ya no podría soportar el peso de su cuerpo lejos de la hoja de acero reluciente. Ni siquiera Wencit podría impedir que un cuerpo extenuado cayera.</p> <p>Cerró los ojos al sentir que sus brazos comenzaban a temblar. Recordó un día, allá lejos en el tiempo, en que Morgan y él habían salido a cabalgar entre risas por los campos de Candor Rhea. Recordó las batallas y los buenos caballos y las doncellas que había tendido sobre el heno en los establos de su padre. Recordó su primera cacería de venados…</p> <p>Y entonces comenzó a desplomarse.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XX</p> </h3> <cita> <p>Me ha entregado el Señor en sus manos, contra quienes no podré levantarme.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Lamentaciones, 1:14</p> </cita> <p style="margin-top:5%">¡Horror! ¡No podía hacerlo!</p> <p>Cuando la punta de la daga comenzó a oprimirle la carne, los brazos de Derry se tensaron y lo impulsaron hacia un lado, lejos de la ansiada muerte. Con un gemido de agonía, arrancó el arma del suelo y trató de rebanarse las muñecas y de abrirse en dos el cuello que se le cerraba. Pero de nada le sirvió, no pudo hacerlo, era como si una mano invisible desviara todos sus esfuerzos y los condujera a destinos por completo inofensivos.</p> <p>¡Wencit! ¡Wencit había tenido razón! ¡Derry no era capaz siquiera de matarse!</p> <p>Con lágrimas incontenibles de frustración, se tendió sobre el vientre y sollozó amargamente. Las heridas le ardían por la extenuación y la cabeza parecía estallarle. La daga seguía en su mano. Sin poder parar, una y otra vez, apuñaló la paja que cubría el suelo de arcilla. Después de un rato, la violencia cesó y los sollozos se hicieron más espaciados. Consigo, la consciencia se llevó, en parte, el espanto de su impotencia.</p> <p>En cierto momento, creyó volver en sí. O quizá sólo lo soñó. Pensó que había dormido unos minutos apenas cuando advirtió que algo se posaba suavemente sobre su hombro: el contacto inseguro de una mano humana. Se tensó, con el ceño fruncido, creyendo que nuevamente Wencit volvía a atormentarlo, pero la mano no lo castigó y el dolor no se produjo. Cuando, por fin, Derry se armó de coraje para alzar la cabeza hacia el intruso, se sorprendió al descubrir a un desconocido con hábito gris que lo miraba con preocupación. No sintió miedo, aunque sabía que, probablemente, lo mejor fuese temer.</p> <p>Abrió la boca para hablar, pero el desconocido movió la cabeza y posó una mano fresca sobre su boca, en son de advertencia. Los ojos del hombre brillaban con un matiz ahumado y plateado que, bajo la sombra de su caperuza monacal, parecía el centelleo de la escarcha. Derry tuvo la impresión de que su cabello era de un color oro platinado y de que, alguna vez, había visto antes ese rostro, aunque no pudo recordar dónde. Pero, entonces, la visión comenzó a nublársele y él empezó a flotar a la deriva.</p> <p>Tuvo una vaga conciencia de las manos del hombre que le recorrían el cuerpo, le tanteaban las heridas; y creyó sentir que, allí donde se posaban, el dolor disminuía, pero ya no pudo enfocar más la mirada. Sintió sobre su mano derecha el contacto del desconocido y creyó oír un gemido de desazón cuando el hombre le levantó la mano para examinar algo frío y plateado que llevaba en el índice derecho. Pero no podía mover un sólo músculo para oponer resistencia. Cuando el desconocido se puso de pie, la mente de Derry tornó a flotar nuevamente. Se preguntó de un modo vago si estaba viendo realmente un nimbo de luz alrededor de la cabeza del hombre o si era una burda alucinación. Ni siquiera eso pareció importarle.</p> <p>Y, entonces, el hombre retrocedió hacia la puerta, mirándolo con aire extraño. Cuando la puerta se cerró detrás de la figura vestida de gris, Derry tuvo la inequívoca impresión de que, en el atuendo del hombre, había un asomo de azul y de que tras la fachada de benevolencia, parpadeaba un semblante más oscuro. Por su mente, pasó la idea de que algo extraño acababa de suceder y de que en lo acontecido había algo que él debía estar en condiciones de inferir.</p> <p>Pero no pudo. Luego, la cabeza, cayó sobre la paja en una nueva oleada de olvido. Y durmió.</p> <p>Derry no podía haber sabido que el ejército de Kelson se acercaba ya entonces a los llanos de Llyndreth. Como Kelson ardía de impaciencia por llegar al sitio de la batalla a la puesta de sol, el ejército real había iniciado la marcha antes de que amaneciera. Las patrullas de reconocimiento y los expedicionarios se habían adelantado durante toda la jomada, esperando poder conocer mejor el área aledaña antes de que el grueso del ejército se lanzara sobre un peligro imprevisto. Pero no se informó de nada fuera de lo ordinario hasta la tarde, cuando llevaban tres horas marchando sobre la planicie de Cardosa. La noticia causó profunda inquietud.</p> <p>Una de las patrullas había estado adelantándose ligeramente al oeste de la línea principal de marcha, cuando vio lo que parecía ser un grupo de soldados de infantería que aguardaba en una cañada poblada de arbustos. Como no querían revelar su propia presencia, los expedicionarios se abstuvieron de acercarse, lo cual les impidió identificar los pendones de batalla de la tropa. Pero parecía haber cincuenta hombres en el grupo; el sol se reflejaba, poderoso, sobre el acero pulido de las corazas, de los yelmos y de las lanzas. Sin duda, se trataba de una emboscada.</p> <p>La expedición regresó de inmediato para informar a Kelson, y el joven rey frunció el ceño al tratar de descubrir el propósito del enemigo. La emboscada sólo podía ser una táctica concebida para distraerlos, pues un grupo tan reducido jamás podría tener posibilidades de causar graves daños sobre las fuerzas combinadas de Gwynedd. Pero semejante misión sería suicida para los atacantes, a menos que hubiera alguna hechicería en juego que alterara lo aparentemente inevitable y protegiera a los hombres.</p> <p>El pensamiento alertó a Kelson de inmediato y tras un instante de reflexión llamó al general Gloddruth ante él. Gloddruth se había desempeñado como asistente de campo desde que regresara del holocausto de Rengarth. Con toda atención, escuchó a su joven comandante en jefe, que le comunicaba nuevas órdenes de marcha para transmitir por la cadena de mandos. Luego, cuando Gloddruth se volvió para marcharse, Kelson partió al galope para hallar a Morgan y buscar su opinión.</p> <p>Encontró al general deryni sobre un inmenso corcel de guerra blanco, delante de la columna principal, con Duncan, Nigel y el obispo Cardiel a su lado. Morgan interrogaba a un joven expedicionario de aspecto temeroso que montaba un corcel bayo y que parecía incapaz de mantener el animal bajo control. Más allá, media docena de jinetes se apretujaban en un estrecho círculo; sus jubones y emblemas de cuero los señalaban como expedicionarios de la misma unidad del que hablaba con Morgan. El general parecía dirigirse a él con enfado y Cardiel jugueteaba nerviosamente con los extremos de las riendas. Sólo Nigel saludó a Kelson cuando éste se acercó. Sobrecogido, el rey advirtió que Duncan sostenía entre los dedos los jirones sangrientos de un pendón de batalla con las rosas escarlatas y el león durmiente del clan McLain. Sin decir una palabra, clavó sus ojos inquisidores sobre el rostro de Morgan.</p> <p>—No puedo decir qué sucedió, príncipe —dijo Morgan, y tiró con fuerza de las riendas al ver que su caballo se acercaba al negro de Kelson para morderlo—. Aparentemente, alguien nos ha dejado una advertencia no muy sutil al otro lado del promontorio. Dobbs trajo esta bandera —señaló la tela que Duncan tenía en las manos—, pero no quiere decirnos mucho sobre ello. Pienso que lo mejor sería investigar.</p> <p>—¿Crees que sea una trampa? —preguntó Kelson. Miró nuevamente la bandera y se estremeció—. Dobbs, ¿qué viste allí?</p> <p>Dobbs lanzó una mirada furtiva a su rey, sujetó las riendas con más fuerza alrededor del puño y se persignó con un escalofrío.</p> <p>—Dios se apiade de ellos, Majestad. Es algo tan… No puedo hablar de ello… —murmuró, y la voz se le quebró en la garganta—. Era algo horrendo, obsceno. Majestad, larguémonos de este sitio ahora mismo, mientras podamos. No podemos combatir contra un enemigo capaz de hacerles esto a sus contrincantes.</p> <p>—¡En marcha! —dijo Morgan, y sacudió violentamente la cabeza para dar por terminado el interrogatorio.</p> <p>Tiró impaciente de la embocadura, hizo girar al animal y lo espoleó hacia el lado cercano del promontorio, seguido de cerca por Kelson, Duncan y los demás. En lo alto, los aguardaban ya Warin y dos de sus tenientes. Con ellos estaba el obispo Arilan, encaramado sobre los estribos para escrutar la planicie. Warin cabeceó levemente cuando los demás se detuvieron ante él.</p> <p>—Es un espectáculo tétrico, Majestad —dijo con voz grave, mientras señalaba hacia la planicie que se extendía ante ellos—. Mirad los halcones y las aves de rapiña que vuelan en círculo. Algunas de ellas caminan por el suelo. ¡No me agrada!</p> <p>Kelson siguió la mirada de Warin y, de sus labios, escapó una exclamación. Allí, sobre el llano, a menos de un kilómetro, vio lo que al parecer era un grupo de hombres armados, detenidos en posición de firmes entre un cúmulo de vegetación y de arbustos bajos. Los hombres arrojaban sombras largas y delgadas bajo el último sol de la tarde y el resplandor del astro hacía arder sus cascos y armaduras con un fulgor rojizo.</p> <p>Pero entre ellos no se advertían movimientos, salvo el incesante aleteo de las aves de rapiña que sobrevolaban el cielo cerca de la tierra. Kelson se protegió los ojos del resplandor del sol cegador y vio una cantidad mayor de aves, que graznaban y se abatían como ebrias contra los hombres. Al oeste, una bandada de aves negras oscurecía el cielo por encima de la pequeña cañada donde los expedicionarios de Kelson informaron de la actividad. No hacía falta mucha imaginación para comprender lo que sucedía en la hondonada. Kelson bajó la cabeza y tragó saliva con visible inquietud.</p> <p>—¿Son… nuestras las banderas? —preguntó con voz inaudible.</p> <p>Uno de los tenientes de Warin cerró un catalejo e inclinó la cabeza.</p> <p>—Parece que sí, Majestad. Están todos… muertos.</p> <p>Sus últimas palabras se quebraron y tuvo que sofocar un sollozo involuntario.</p> <p>—Basta ya —ordenó Morgan, resuelto a asumir el mando momentáneamente—. Wencit nos ha dejado un mensaje repugnante, de eso no hay duda. Ahora falta leerlo en toda su extensión. Nigel, designa una escolta para que se una a nosotros. El resto de vosotros, venid conmigo.</p> <p>Espoleó a su cabalgadura y comenzó a descender la ladera. Duncan y los obispos lo siguieron. Kelson miró a Nigel con vacilación. El príncipe parecía esperar confirmación de su sobrino real, de modo que Kelson asintió con la cabeza y se volvió para seguir a los demás. Warin iba a su lado, por la suave pendiente, mientras Nigel volvía para formar la escolta. Aunque iniciaron la marcha a paso veloz, los caballos aminoraron el paso al acercarse a la escena sangrienta; el aire hedía a muerte. Varios de los animales se sobresaltaron cuando las inmensas aves de rapiña levantaron el vuelo para abandonar el lugar.</p> <p>La suerte corrida por los hombres que había bajo el círculo de pájaros era evidente. Los hombres llevaban el atuendo azul, plata y púrpura de Kierney y Cassan —la casa de Duncan—. Cada uno de ellos había sido empalado con una estaca de madera firmemente sostenida en la tierra y cuya punta afilada había horadado la cavidad corporal. Varios de los cuerpos —los que habían estado protegidos por menos piezas de armadura— parecían totalmente devorados por las aves de rapiña. El aire hedía con el olor de la carne podrida por el sol y de los excrementos de las aves.</p> <p>La faz de Kelson quedó más blanca que el penacho de plumas que aleteaba en el emblema de su sombrero. Los demás tiraron de las riendas, pálidos y mudos. Duncan meneó la cabeza y cerró los ojos ante la horrenda visión. Hasta Warin se revolvió en la silla de montar, como si fuera a marearse de un momento a otro. Cardiel extrajo un pañuelo de hilo blanco de su manga y lo sostuvo firmemente contra la nariz y la boca durante largo rato, luchando contra un estómago rebelde, y, luego, volvió sus ojos opacos sobre Kelson.</p> <p>—Majestad… —La voz se le quebró y tuvo que comenzar nuevamente—. Majestad, ¿qué clase de hombre puede hacer semejante cosa a su prójimo? ¿Acaso el enemigo no tiene alma? ¿Convoca demonios de los negros confines para que lo sirvan con su magia?</p> <p>Kelson movió la cabeza con amargura.</p> <p>—No es magia, obispo —murmuró—. Estamos ante el horror humano, calculado para aterrorizar mucho más que cualquier magia que Wencit pudiera habernos dejado a semejante distancia.</p> <p>—Pero ¿por qué hizo esto?</p> <p>Morgan hizo girar su brioso corcel y tragó saliva con esfuerzo.</p> <p>—Wencit conoce los miedos humanos —dijo en voz baja—. ¿Qué horror más espantoso podría haber para una tropa que ver a sus semejantes, empalados y mutilados en una muerte atroz como ésta? El hombre que concibió esto…</p> <p>—¡No fue un hombre, sino un deryni! —escupió Warin, y dio un tirón a su caballo para que quedara de frente a Morgan—. ¡Un deryni perverso! Majestad… —Sus ojos flamearon con el fuego fanático que Kelson había creído extinguido para siempre—. ¡Ya veis de qué son capaces los deryni! ¡Ningún humano podría haber descargado semejante ira sobre el enemigo! ¡Esto ha sido obra de un deryni! ¡Os dije que no podíais fiaros de…!</p> <p>—¡Tienes mala memoria, Warin! —estalló Kelson, interrumpiéndolo—. No justifico semejante crueldad, pero hay amplios antecedentes en la historia humana de actos tan infamantes como éste. ¡No vuelvas a traer a colación el asunto deryni! ¿Está claro?</p> <p>—¡Majestad! —comenzó Warin, con indignación—. Me malinterpretáis. Nunca quise…</p> <p>—Su Majestad sabe a lo que os referís —dijo Arilan con voz cansada, meciendo el peso sobre la silla y recorriendo con la vista la escena que tenían delante—. Sin embargo, lo más importante en este momento es…</p> <p>Su voz se perdió pensativamente mientras miraba los cuerpos empalados. De pronto, arrojó su manto a los caballos que había cerca y se bajó de la montura. Mientras los otros lo observaban sin comprender, Arilan fue hasta el cadáver más cercano y apartó un pliegue de su manto. Después de una pausa reflexiva, fue hasta otro cuerpo e hizo lo mismo. Al volverse a Kelson y a los demás, inclinó la cabeza, consternado. Nadie se había movido de su lugar.</p> <p>—Majestad, ¿quisierais venir un momento? Esto es muy extraño.</p> <p>—¿Que vaya a ver a esos hombres muertos? Arilan, no necesito verlos más de cerca. Son cadáveres. ¿No basta?</p> <p>Arilan meneó la cabeza.</p> <p>—No, no creo. Morgan, Duncan, venid también. Creo que estos hombres habían muerto antes de que los pusieran aquí. Acaso hayan muerto en la batalla. Todos tienen heridas de gravedad, pero en el suelo hay muy poca sangre.</p> <p>Tras cambiar miradas de extrañeza, Morgan y Duncan desmontaron y se acercaron a Arilan. El rey se apresuró a ir con ellos. Nigel y la escolta armada descendían la pendiente en una polvareda. Se detuvieron horrorizados al ver lo que les aguardaba. Sobre el promontorio que había detrás, seguían sumándose generales de Kelson, para averiguar qué podía estar sucediendo abajo. Cuando Nigel descendió de su caballo, Arilan le indicó que se les acercara y señaló un tercer cuerpo.</p> <p>—Mirad. Ahora estoy seguro de estar en lo cierto. Muchas de las heridas ni siquiera guardan relación con la sangre y con los jirones de las ropas. Tal vez hasta les cambiaron los uniformes para darles un mejor aspecto a distancia. —Extendió la mano para retirar el casco de uno de los cadáveres cercanos—. Más aun, pudiera ser que algunos de estos hombres no pertenecieran a nuestras…</p> <p>Cuando tiró del casco, se oyó un súbito gemido de horror: cayó vacío en sus manos. El cadáver que tenían delante, bajo el casco, estaba decapitado; donde habría debido de estar la cabeza, asomaba el cuello ennegrecido y cercenado. Arilan trató de ocultar su repugnancia yendo hasta otro cadáver, pero al quitar el yelmo se encontró con lo mismo: otro decapitado. Con una maldición sofocada, Arilan comenzó a examinarlos uno por uno, para derribar en cada caso un yelmo vacío y encontrar otro cuello sin cabeza. Enfurecido, se apartó de los demás y descargó un puño contra la palma de la mano.</p> <p>—¡Maldito sea por toda la eternidad! ¡Sabía que era despiadado, pero nunca pensé que Wencit llegaría a ser capaz de esto!</p> <p>—¿Esto es… obra de Wencit? —alcanzó a preguntar Nigel. Tragó saliva con dificultad y recorrió la matanza con la mirada.</p> <p>—Eso debemos suponer.</p> <p>Nigel meneó la cabeza, incrédulo.</p> <p>—Dios mío, aquí debe de haber unos cincuenta hombres —su voz acalló un gemido— y apostaría a que todos fueron decapitados. Estos hombres eran nuestros amigos, nuestros camaradas. ¡Pero si ni siquiera sabemos quiénes son!</p> <p>Se interrumpió bruscamente. Kelson lanzó una mirada fugaz a Morgan. El general deryni permanecía impasible, sin mostrar más señales de emoción que el abrirse y cerrarse nervioso de sus manos. Duncan ocultaba también su zozobra, aunque Kelson no imaginaba a qué coste. Morgan debió de haber sentido la mirada de Kelson sobre él, pues levantó entonces la vista, estrechó el hombro del joven para tranquilizarlo y se adelantó para enfrentarse al resto de la compañía.</p> <p>—Haremos las sepulturas, caballeros. No, una pira funeraria. No hay tiempo de sepultar a tantos hombres. Alguien debe ocuparse de los que había en la cañada, al otro lado de la planicie. —Se volvió ligeramente hacia el rey—. Kelson, ¿qué opinas de que informemos a la tropa de lo sucedido?</p> <p>—Hay que decírselo.</p> <p>—Estoy de acuerdo —convino Morgan—. Creo que debemos poner de relieve el hecho de que estos hombres ya habían muerto cuando los empalaron aquí. Que murieron luchando honorablemente y no ensartados como bestias.</p> <p>—Eso será oportuno —intervino Arilan—. Los tranquilizará en cierto sentido, pero les recordará por qué luchamos… y no les permitirá olvidar las medidas que toma Wencit con tal de lograr sus fines.</p> <p>Kelson asintió, algo más repuesto.</p> <p>—Muy bien. Tío Nigel, que tus hombres los retiren de allí y armen una pira funeraria.</p> <p>—Desde luego, Kelson.</p> <p>—Y Warin, si tú y cuantos creas necesarios quisierais ocuparos de los que hay en la cañada…</p> <p>Warin se inclinó, tieso, en la silla de montar.</p> <p>—Como deseéis, Majestad.</p> <p>—Arilan y Cardiel: no habrá tiempo para efectuar un servicio fúnebre como corresponde, pero quizá vosotros y vuestros hermanos podáis pronunciar alguna oración mientras los soldados preparan las piras. Y, si alguien encuentra alguna señal que permita identificar a las víctimas, deberé ser informado. Es… difícil, lo sé, sin las cabezas, pero haced lo que podáis. —Se estremeció y se apartó ligeramente.</p> <p>Cabizbajo, Kelson caminó enérgicamente hasta su caballo. Al montar, apartó el cuello del animal para no tener que mirar un segundo más la terrible escena. Remontó la ladera solo y se unió a los demás obispos y generales. Arilan lo vio partir, observó a Warin y a sus hombres que se alejaban con Cardiel hacia la cañada, vio que la escolta de Nigel desmontaba y comenzaba la tétrica labor de desempalar a las víctimas de la matanza y, mientras la soldadesca se dispersaba por entre los cadáveres, Arilan fue lentamente hacia Morgan y Duncan, que miraban como ausentes, y posó una mano sobre el hombro de cada uno de ellos.</p> <p>—Nuestro joven rey se encuentra muy perturbado, amigos —dijo en voz baja, mirando con morbosa fascinación a los soldados que despejaban un claro en el siniestro bosque de estacas—. ¿Cómo lo afectará esto en los días venideros?</p> <p>Morgan lanzó un bufido y cruzó los brazos sobre el pecho.</p> <p>—Obispo, tenéis el don de hacer preguntas que no puedo responder. ¿Cómo reaccionará cualquiera de nosotros? ¿Sabéis lo que más me preocupa?</p> <p>Arilan negó con la cabeza y Duncan lo miró con aprensión.</p> <p>—Y bien… —prosiguió Morgan en voz baja—. Por ahora, aquí hay sólo cuerpos. Por lo que sabemos, bien podrían ser soldados torentinos vestidos con uniformes de Cassan, aunque lo dudo.</p> <p>Hizo una pausa y entrecerró los ojos.</p> <p>—Pero en algún lugar, alguien sabe quiénes son realmente esos hombres. Los cuerpos estarán aquí, mas sus cabezas se encuentran en otro sitio. Y me pregunto qué harán nuestros hombres cuando encontremos las cabezas.</p> <p>Su marcha se vio postergada otra hora más, mientras preparaban las piras. Cada columna de soldados debió presentar su saludo final por delante de los hombres muertos. Entre las filas hubo comentarios al conocerse la noticia de la matanza, y los temores y las especulaciones consabidas con respecto a la identidad de víctimas y homicidas, pero, en general, el ejército tomó el incidente con compostura. Ya nadie se cuestionaba la perversidad de Wencit de Torenth, el hombre capaz de perpetrar semejantes atrocidades sobre un enemigo derrotado, aun cuando las mutilaciones hubieran acontecido tras las muertes de las víctimas. Un hombre así no merecía misericordia del rey de Gwynedd. Cuando, por la mañana, se iniciara la batalla, ésta sería rápida y sangrienta.</p> <p>El ejército prosiguió, dejando tras su paso dos faros humeantes que emitían al cielo su columna incesante de humo grasiento. No encontraron más hostilidades a lo largo de la marcha. Quizá el enemigo había pensado que, con el espectáculo anterior, no era necesario más hostigamiento. Quizá sólo estuviera ahorrando energías para la batalla inminente. Fuera cual fuese la razón, Kelson se alegró de ello cuando llegaron al sitio de la contienda final. La oscuridad se cernía sobre los campos; el día había sido largo y penoso y las horas pasadas habían agostado su espíritu. El ejército necesitaría el máximo descanso.</p> <p>Les llevó tres horas armar el campamento y, por fin, Kelson se dio por satisfecho con las defensas del lugar. Se retiró a su tienda para comer algún bocado. Morgan, Duncan y Nigel fueron con él, pero durante toda la cena mantuvieron la conversación dentro de un tono ligero. Ninguno quiso analizar en detalle los acontecimientos del día. Después de beber las últimas copas de vino, Kelson se puso de pie y alzó su copón, invitando a los demás.</p> <p>—Caballeros, un brindis final. ¡Por la victoria! ¡Que mañana sea concedida a los justos!</p> <p>—¡Y por el rey! —añadió Nigel, antes de que Kelson pudiera llevarse el vino a los labios—. ¡Que reine por muchos años!</p> <p>—¡Por la victoria y por el rey! —repitieron los demás, y, con gesto teatral, acabaron la bebida.</p> <p>Kelson dejó escapar una sonrisa lúgubre, levantó su copón y bebió. Finalmente, lo dejó sobre una mesita y se hundió en la silla. Los miró con ojos cansados, meneó la cabeza y suspiró.</p> <p>—No creo que ninguno de vosotros esté ni la mitad de cansado de lo que hoy me siento. Pero, no importa; todos tenemos asuntos que atender. Morgan, ¿podría pedirte un favor?</p> <p>—Con gusto, príncipe.</p> <p>Kelson asintió con la cabeza y dijo:</p> <p>—Bien. Quisiera que fueras a ver a lady Richenda para informarle de los acontecimientos del día. Con el menor detalle posible, claro está; es una mujer muy sensible. Dile que no la estimaré menos si mañana prefiere no intentar convencer a su esposo.</p> <p>—Por lo que he oído —bromeó Duncan—, a él le costará bastante. Lady Richenda será una mujer sensible, pero tampoco le falta obstinación.</p> <p>Kelson sonrió.</p> <p>—Lo sé. Pero no puedo culparla si su tozudez es en beneficio de la Corona. Morgan, trata de hacerle comprender contra qué enemigo lucharemos. No tengo derecho a esperar su ayuda, dadas las circunstancias. Ni siquiera tendría que haberle permitido venir.</p> <p>—Haré lo que pueda, príncipe.</p> <p>—Gracias. Nigel, me pregunto si vendrías conmigo a examinar las defensas septentrionales del campamento. No creo que sean las más adecuadas y me gustaría contar con tu opinión.</p> <p>Mientras Kelson proseguía informando, Morgan salió del pabellón real. La petición de Kelson le complacía y le enfadaba a la vez, pues no estaba seguro de que debiese ver a Richenda de nuevo, después de su breve pero intenso encuentro en Dhassa. Desde luego, parte de él ansiaba verla, mas otra parte, más cauta —y que, sospechaba, mucho tenía que ver con su sentido del honor—, le advertía que se mantuviera a distancia y que nada honorable provendría de involucrarse sentimentalmente con la mujer de otro hombre; especialmente, si, al día siguiente, debía acabar con él en la batalla.</p> <p>Pero la decisión no estaba en sus manos. Su rey le había dado la orden y él debía obedecerla. Sentía una curiosa exaltación ante las circunstacias que lo obligaban a sortear las objeciones de su conciencia. Exultante, se abrió camino por el campamento hasta llegar al sector que ocupaba el obispo Cardiel. El prelado no se encontraba allí. Estaría probablemente supervisando las instalaciones junto a Warin y a Arilan, en algún sitio, pero los guardias del obispo dejaron pasar a Morgan sin detenerlo. En minutos, se encontró ante el espacio abierto que daba a la tienda azul brillante de Richenda. A cada lado de la entrada ardían luminosas antorchas, pero a través de la cortina abierta, vio que el interior estaba tenuemente iluminado por la suave lumbre de las velas. Tragó saliva con nerviosismo, se aclaró la garganta y avanzó hacia la cortina abierta.</p> <p>—¿Señora condesa? —llamó.</p> <p>Se oyó un rumor de telas y asomó una figura alta y con atuendo oscuro. El corazón de Morgan dejó de latir por un segundo y prosiguió después su ritmo normal. La mujer era una monja y no lady Richenda.</p> <p>—Buenas noches, Excelencia —murmuró la hermana, inclinando la cabeza—. Su señoría se encuentra dentro, intentando dormir al joven señor. ¿Deseáis hablar con ella?</p> <p>—Si es usted tan amable, hermana. Tengo un mensaje del rey para ella.</p> <p>—Se lo diré, Excelencia. Aguardad aquí, por favor.</p> <p>La hermana se retiró y Morgan se volvió para contemplar la oscuridad, fuera del círculo de luz. Después de unos pocos segundos, se oyó otro susurro en la entrada y apareció una figura distinta. Lady Richenda lucía una etérea túnica blanca cubierta por un manto azul cielo. Su cabello del color del fuego pendía suelto por la espalda. En un candelabro de plata llevaba una única vela que le alumbraba el rostro con su luz dorada.</p> <p>—Señora. —Se inclinó Morgan, tratando de no mirarla con insistencia.</p> <p>Richenda se dejó caer con la más leve de las reverencias e inclinó la cabeza.</p> <p>—Buenas noches, Excelencia. La hermana Luke me ha dicho algo acerca de un mensaje del rey.</p> <p>—Sí. Supongo que habréis oído algo acerca del retraso que hemos sufrido esta tarde, antes de llegar al campamento.</p> <p>—Así es. —Fue una respuesta clara y directa. La mujer bajó los ojos—. Pasad, por favor, Excelencia. Vuestra reputación deryni no se verá favorecida si permanecéis de pie fuera de mi tienda.</p> <p>Morgan sonrió y bajó la cabeza para entrar.</p> <p>—¿Acaso preferís que me vean entrar en vuestra tienda, señora?</p> <p>—La hermana Luke puede dar testimonio de la rectitud de nuestro encuentro, Excelencia —replicó la mujer, con una ligera sonrisa—. Dispensadme un momento mientras voy a ver si el pequeño duerme bien.</p> <p>—Desde luego.</p> <p>El pabellón estaba dividido, en su interior, por una cortina densa aunque translúcida de género azul real. Veía el resplandor de la vela, a medida que Richenda se movía por detrás de la cortina, pero no alcanzaba a distinguir los detalles. Presumiblemente, en la segunda recámara estuviesen los aposentos de la condesa, su hijo y la hermana Luke, ya que allí donde él aguardaba no había señales de nada que se pareciese a un dormitorio. En el compartimento donde se encontraba, había dos sillas plegables de campaña, unos pocos baúles y un pedestal con velas amarillentas cerca del mástil central de la tienda. Habían puesto alfombras para impedir que pasara la humedad, pero no se distinguían por su calidad; debían de haberlas tomado de las pertenencias de Cardiel, dada la urgencia de su partida. Deseó que la dama y su hijo no estuviesen pasando muchas incomodidades.</p> <p>Richenda volvió a asomarse a la recámara exterior y se llevó un dedo a los labios sonrientes.</p> <p>—Se ha dormido, Excelencia. ¿Deseáis entrar a verlo? Tiene sólo cuatro años, pero estoy tan orgullosa de él…</p> <p>Al ver que ése era el deseo de la mujer, Morgan asintió y la siguió a la recámara interior. Cuando los vio entrar, la hermana alzó la vista de unas sábanas que estaba acomodando y se inclinó ligeramente, como para retirarse, pero Richenda movió la cabeza y condujo a Morgan hasta el pequeño camastro donde dormía el niño.</p> <p>Brendan tenía el cabello rojizo dorado de su madre y, hasta donde Morgan podía ver, se parecía muy poco a su padre Bran Coris. Desde luego, en la nariz había un cierto aire de familia, pero el resto era el linaje de su madre. Los delicados rasgos parecían casi demasiado frágiles en el rostro de un varón. Las largas pestañas del pequeño enmarcaban la parte superior de los carrillos, y el cabello brillante y desordenado, que Morgan viera por primera vez en el carruaje, frente a San Torin, refulgía a la luz de las velas. Morgan no recordaba el color de los ojos, pero tuvo la certeza de que, si el niño los abriera, serían azules.</p> <p>La madre del niño sonrió y abrigó al pequeño durmiente con las mantas de pieles. Señaló a Morgan que se retirara con ella a la recámara exterior. Mientras Morgan la seguía, no pudo sino fijarse en otro camastro, de dosel azul y marfil. Bruscamente, se obligó a apartar de su mente la imagen del lecho, al ver que Richenda volvía a mirarlo.</p> <p>—Os agradezco que hayáis venido, Excelencia —empezó Richenda. Se sentó en una de las sillas y le indicó a Morgan que ocupara la otra—. Debo confesar que estos días pasados, en Dhassa, lamenté la falta de compañía humana. La hermana Luke es adorable, mas no habla si no se le pregunta. Los demás… prefieren no acercarse a la esposa de un traidor.</p> <p>—¿Aun cuando la esposa del traidor ha ofrecido su ayuda a la Corona y es una joven mujer indefensa? —preguntó Morgan con delicadeza.</p> <p>—Aun así.</p> <p>Morgan bajó la vista. Se preguntó qué podría decirle a esa criatura deliciosa que tanto lo cautivaba.</p> <p>—¿Vuestra tierra natal es como Corwyn? —preguntó de pronto.</p> <p>Se puso de pie y empezó a recorrer el lugar. Los ojos de Richenda siguieron sus pasos con rostro inexpreviso.</p> <p>—Un poco, pero no hay tantas colinas. Los de Corwyn, sois dueños de las montañas más hermosas de esta región. Bran dice que… —La voz se le quebró. Volvió a comenzar—: Mi esposo dice que, sin embargo, Marley posee ricas granjas; acaso las más ricas de los Once Reinos. ¿Sabíais que nunca ha habido hambre de verdad en Marley, en los últimos cuatrocientos años? Aun cuando otras tierras sufren pestes y sequías, Marley subsiste. Solía pensar que era… una señal del favor de Dios.</p> <p>—¿Y ahora?</p> <p>Richenda se miró las manos que tenía sobre el regazo y se encogió de hombros.</p> <p>—Supongo que eso no cambia el pasado, pero ahora que Bran… Ay, ¿qué sentido tiene…? No dejo de volver al mismo tema, ¿habéis visto? Sé que lo último de lo que desearíais hablar en vísperas de una batalla es de un conde traidor. ¿Para qué os ha enviado el rey, Excelencia?</p> <p>—En parte, por lo que sucedió hoy, señora —respondió tras una brevísima pausa—. Dijisteis haber oído las causas de nuestra demora, ¿tenéis conocimiento del grado…?</p> <p>—Cadáveres decapitados, empalados en estacas de madera —lo interrumpió con voz tajante—. Uniformes de Cassan en cuerpos destrozados, cuyas heridas no guardaban relación con las vestimentas. —Lo miró a los ojos—. ¿El rey os ha enviado para que me preguntarais si, en mi opinión, fue mi esposo quien hizo esas cosas, Excelencia? ¿Queréis que os diga que sí, que Bran es capaz al menos de actos semejantes? ¡Debéis saber que llevo varios días en custodia del rey y que, por tanto, no puedo decir si mi esposo cometió realmente semejantes atrocidades!</p> <p>Morgan tragó saliva, sobrecogido por el candor y por la magnitud de la inesperada respuesta.</p> <p>—Perdonadme, señora, pero malinterpretáis al rey, y a mí también. Nadie ha pensado nunca que pudieseis saber lo que planeaba vuestro esposo y, en realidad, todo parece señalar que su deserción fue estrictamente una cuestión de oportunidad. Un hombre que planea traicionar a su rey jamás dejaría a su esposa y a su hijo en peligro. Si habéis tenido la impresión de que se cuestionaba vuestra lealtad, señora, os pido disculpas. No fue ésa mi intención.</p> <p>Richenda lo miró largo rato. Sus ojos azules no se apartaron de los suyos durante unos segundos. Después, se posaron sobre su regazo. El anillo de bodas refulgía opaco a la luz de las velas.</p> <p>—Lo siento. No tendría que haber descargado mi frustración en vos. Tampoco debo culpar al rey de mis aprensiones. —Su voz era firme como la roca—. Y, con respecto a Bran, no sé si estáis en lo cierto o no. Rezo por que su traición no haya sido premeditada. Pero, como sabréis, era un hombre ambicioso. Incluso nuestra boda se celebró principalmente para consolidar ciertas aspiraciones que Bran tenía sobre unas tierras y unas fincas adyacentes a Marley. Y, si no fue un esposo ejemplar, fue al menos un buen padre. Ama a Brendan con todo su corazón, aun cuando nuestra relación sea puramente formal. —Hizo una pausa y movió la cabeza—. No, eso no es justo tampoco. Creo que Bran llegó a amarme pasado un tiempo, aunque a su modo. Pero, después de lo que ha sucedido hoy, no creo que eso cambie mucho las cosas.</p> <p>—Entonces, ¿creéis que nada podrá disuadirlo? —preguntó Morgan.</p> <p>No quería seguir indagando en su relación personal con Bran. Richenda se encogió de hombros.</p> <p>—No tengo modo de saberlo. Si ha intervenido en los acontecimientos de hoy, nada que yo pueda decirle lo hará cambiar de parecer. Acaso me escuche por el bien de Brendan… Sigo dispuesta a intentarlo, si el rey lo permite.</p> <p>—Es un riesgo innecesario, señora.</p> <p>—Quizá. Pero todos debemos cumplir con el papel que nos ha sido otorgado. El mío, tal como parece, es ser la esposa del traidor y rogar por la vida de mi esposo. Y, sin embargo, no puedo esperar que el rey sacrifique ejércitos enteros por mi bien. Cuando todo esto acabe, sea cual fuere el resultado de la contienda, a Brendan y a mí nos quedará el nombre de un traidor. No es una perspectiva agradable, ¿verdad?</p> <p>—No, no lo es —murmuró Morgan.</p> <p>Richenda se inclinó contra el palo de la tienda y se volvió para mirar a Morgan.</p> <p>—Y el vuestro, Excelencia, ¿cuál es? ¿Qué pensáis ganar con todo esto? Poseéis grandes poderes y muchas riquezas, el rey os mira con favor y, sin embargo, apostáis todo eso a un solo lance de dados: si Gwynedd pierde la guerra, vos no habréis de sobrevivir; todos saben que Wencit no tolerará en sus dominios a un deryni derrotado que, con el tiempo, pueda amenazar su poder.</p> <p>Morgan bajó la vista y se miró las botas polvorientas.</p> <p>—No sé si podré responderos, señora. Como sabréis, sin duda, toda mi vida he sido un rebelde. Nunca oculté mi ascendencia deryni. Primero utilicé mis poderes abiertamente para ayudar al rey Brion a conservar el trono, hace más de quince años. Desde entonces, creo que, indirectamente, mi propósito ha sido continuar usando mis poderes abiertamente, con la esperanza de que todos los deryni puedan, algún día, ser libres como yo. Sin embargo, en ello hay también una ironía, pues ¿cuándo he sido yo totalmente libre, como deryni?</p> <p>—Habéis usado vuestros poderes. ¿O no?</p> <p>—En ocasiones. —Agitó una mano despectivamente—. Pero debo confesar que, por lo general, ello ha provocado más desgracias que recompensas. Toda esta controversia con los arzobispos se reduce a mi comportamiento durante la coronación de Kelson y a los sucesos de San Torin. Sí no hubiese habido magia de por medio, todos estaríamos a salvo, durmiendo en nuestros hogares.</p> <p>—Tal vez —convino Richenda, tranquilamente—. Pero, si lo estuviéramos, Kelson ya no sería rey. Y dudo que, en tal caso, vos y los demás de vuestra estirpe pudieseis dormir bien de noche.</p> <p>Morgan lanzó una risilla y recobró la compostura al ver que Richenda no había sonreído.</p> <p>—Perdonadme, señora, pero es tan raro encontrar simpatía en alguien desconocido que ya no sé cómo comportarme. A casi todos les resulta difícil comprender cómo puedo admitir ciertas cosas que he hecho. Y, a veces, hasta yo llego a preguntármelo. Hay que acostumbrarse con el tiempo.</p> <p>—¿Por qué? ¿Acaso os avergonzáis de lo que hicisteis?</p> <p>Morgan la miró, con la cabeza ladeada, ligeramente sorprendido.</p> <p>—No. Si tuviera que escoger de nuevo, creo que volvería a repetir mi historia. Desde luego, como no es posible, el asunto se reduce a una cuestión teórica.</p> <p>—Tal vez. Pero uno debe basar las decisiones futuras en el pasado, ¿no os parece?</p> <p>—Vuestra lógica es intachable, señora —admitió Morgan a regañadientes—. Pero quizá el problema tenga raíces más profundas de las que imagináis. Los deryni somos distintos de los demás, como sin duda habréis observado.</p> <p>—¿Tan diferentes?</p> <p>Richenda le sonrió de un modo muy curioso. Luego, se apartó ligeramente de él. Contra la luz del candelabro que ardía detrás de ella, Morgan vio su perfil recortado en oro. Al cabo de un momento, la mujer se volvió para mirarlo de frente. Bajo la lumbre vivaz de las velas, su rostro aparecía inescrutable.</p> <p>—Señor, ¿podría haceros una confesión?</p> <p>—No soy vuestro confesor, señora —repuso Morgan con ligereza, y se reclinó contra un baúl de cuero.</p> <p>Richenda dio unos pasos hacia él. Su rostro era una mancha gris contra la lumbre de las velas.</p> <p>—Agradezco a todos los santos que no seáis mi confesor, pues, si lo fuerais, nunca osaría deciros lo que ahora vais a escuchar. Hay un lazo que nos une, milord. Llamadlo como deseéis: suerte, destino, voluntad de Dios; aunque yo creo que es… Por favor, milord, no me miréis así.</p> <p>Morgan se había quedado atónito al oír las primeras palabras. En silencio azorado, la miraba. El hecho de que Richenda hubiese hablado así era a la vez prodigioso y atroz. Había creído poder controlar y ocultar sus emociones, mas ahora que Richenda daba voz a sus sentimientos…</p> <p>Apartó el rostro y desvió la mirada, en su afán por recobrar la compostura.</p> <p>—Señora, años atrás desposasteis a un hombre y engendrasteis a su hijo. Ese hombre aún vive. Sean cuales fueren los sentimientos que vos y él hayáis compartido o no, sigue siendo vuestro… Richenda, tal vez tenga que matar a tu esposo mañana. ¿Eso no significa nada para ti?</p> <p>Su voz fue un murmullo en la recámara tenuemente iluminada.</p> <p>—Bran es un traidor y debe morir. Lo sé. Lloraré mi pesar por lo que había de bueno en él. Y lloraré al ver que mi hijo queda sin padre, pues Bran lo era. Pero, si el destino conduce tu espada —su voz se hizo aún más suave—, o tus poderes, para extinguir su vida mañana, no te odiaré por ello. ¿Cómo podría odiarte, si eres mi corazón…?</p> <p>—Ay, dulce mía, no debes decir esas cosas… —Cerró los ojos para no tener que verla—. No debemos… No osemos…</p> <p>—¿Acaso debo decírtelo con todas las letras? —susurró ella, y tomó una de sus manos para acariciarla con los labios.</p> <p>Morgan dio un respingo al sentir el contacto con su piel y se obligó a abrir los ojos para mirarla, mientras ella tomaba su otra mano entre las suyas. Al tocarse, un inmenso nimbo de luz resplandeciente se formó alrededor de ellos. ¡De pronto, sus mentes se fundieron!</p> <p>¡Richenda era deryni! Deryni, con todo el poder incontenible de las más rancias familias de antaño. Deryni, en todo su orgullo, esplendor y fuerza prodigiosa, sin asomo de culpa. En el éxtasis prístino de su unión, lo embargó una sensación de arrobamiento tan profunda que, en ese instante, supo con absoluta certeza, desde lo más íntimo de sus facultades, que había encontrado esa otra mitad de su ser que había echado de menos toda su vida, que podría soportar mejor todo lo que le deparara el mañana y cada día de su futuro si esa mujer adorable permanecía a su lado.</p> <p>Por fin, volvió a mirarla con los ojos y ya no con la mente. Retrocedió y apartó las manos, sobrecogido. La contempló un largo rato, preguntándose si la hermana dormiría en la recámara vecina. Intimamente deseó que así fuera, bajó la vista y la posó en la alfombra que se extendía bajo sus pies. La realidad lo embistió como un torrente y le lanzó a la conciencia los problemas que traería la jornada próxima.</p> <p>—Lo que ha sucedido… me hará todo mucho más difícil mañana, ¿sabes? —le dijo a regañadientes—. Tengo responsabilidades que cumplir, responsabilidades que asumí mucho tiempo antes de que este sentimiento se apoderara de mi corazón. He sido el desencadenante de gran parte de lo que ha acontecido.</p> <p>—En tal caso, te he dado mucho más por lo cual luchar… —aventuró ella con voz tenue.</p> <p>—Sí. ¿Y qué pasará si mañana me veo obligado a matar a Bran o si intervengo en su muerte?</p> <p>—Ambos sabremos que lo hiciste por las razones debidas —replicó ella.</p> <p>—¿De veras?</p> <p>Antes de que pudiera responder, se oyó el ligero tintineo de las armaduras que, fuera, se erguían en posición de guardia y un rumor de voces en la oscuridad. Sobresaltado, Morgan fue hasta la entrada y apartó la cortina para ver quién se acercaba. En la distancia, asomó de las sombras una figura vestida de negro, andando en dirección a la tienda. Era Duncan y, por la expresión de su rostro, traía alguna complicación.</p> <p>—¿Qué sucede? —le preguntó Morgan.</p> <p>Se plantó en la puerta para impedir que Duncan viese el interior. Incómodo, el sacerdote se aclaró la garganta.</p> <p>—Lamento interrumpirte, pero fui a tu tienda y no estabas allí. Kelson quiere que veas algo.</p> <p>—Iré inmediatamente.</p> <p>En la tienda, Morgan buscó los ojos de Richenda una vez más. Ya no había necesidad de más palabras. Se inclinó y desapareció por la entrada para encontrarse con Duncan.</p> <p>—Lo siento. Tardé más de lo que había pensado. ¿Qué ha sucedido?</p> <p>La voz de Duncan, inexpresiva, evitó toda referencia al sitio del que Morgan venía.</p> <p>—No estoy seguro. Esperamos que tú puedas decírnoslo. Al parecer, los hombres de Wencit están construyendo algo.</p> <p>—¿Construyendo algo?</p> <p>Pasaban por un puesto de guardia y fue tal la sorpresa de Morgan que casi olvidó responder a la venia del centinela. Duncan se encogió de hombros.</p> <p>—Ven. Desde allí podremos escuchar mejor.</p> <p>Se acercaron a los límites septentrionales del campamento. Uno de los guardias de los puestos más distantes se apartó de sus camaradas y se internó en la oscuridad. Morgan y Duncan lo siguieron y, ante un gesto del joven, se tendieron en el suelo para avanzar los últimos metros reptando sobre el vientre. En la cresta del promontorio, hallaron a Kelson, a Nigel y a un par de expedicionarios, cuerpo a tierra, escudriñando la planicie del campamento enemigo. Las hogueras de las fuerzas opositoras se extendían al norte hasta donde el ojo alcanzaba a ver y, en la cima del paso, las torres de los vigías titilaban desde la cautiva ciudad de Cardosa.</p> <p>Morgan recorrió la escena rápidamente, pues antes ya había inspeccionado el llano. Entonces, se arrimó al lado de Kelson y le propinó un codazo en las costillas.</p> <p>—¿Qué es eso de que están construyendo algo?</p> <p>Kelson asintió y señaló con la cabeza el campamento enemigo.</p> <p>—Escucha. Es muy débil, pero a veces el viento arrastra mejor el sonido. ¿Qué te sugiere ese ruido?</p> <p>Lentamente, Morgan proyectó sus facultades deryni para aumentar la audición. Al principio, sólo advirtió los sonidos habituales en todo campamento: los de las fuerzas propias y los del enemigo. Caballos que relinchaban y pisoteaban la tierra silenciosa; los guardias que, a voces, llamaban a los relevos; el tintineo de las armas afiladas y aceitadas…</p> <p>Pero luego pudo desentrañar, bajo los sonidos previsibles, otro ruido mucho más extraño y distante. Inclinó la cabeza y cerró los ojos para escuchar mejor y, después, lanzó a Kelson una mirada intrigada.</p> <p>—Tienes razón. Parece como sí alguien martilleara sobre madera. Y a veces se oye un hachazo…</p> <p>—Eso mismo creímos nosotros —respondió Kelson, posó el mentón sobre las manos y, una vez más, hundió los ojos en la noche.</p> <p>—¿Qué podría estar construyendo Wencit? ¿Qué hace con hachas, maderos y mazas en medio de la noche, horas antes de la batalla? ¿Y por qué?</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XXI</p> </h3> <cita> <p>El Señor ha hollado todos mis fuertes en medio de mí; llamó contra mí compañía para quebrantar a mis mancebos…</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Lamentaciones, 1:15</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Una vez que saliera el sol por completo, el día sería inesperadamente cálido y húmedo; mas, durante el alba, era aún apacible cuando el ejército de Gwynedd adoptó la formación de batalla. Los hombres se habían levantado antes de la primera luz. Entre ellos, los capitanes supervisaban las raciones y el armamento antes de que los sacerdotes acudieran para cumplir con los ritos sagrados. En algunos casos, las instrucciones militares coincidieron con los sacramentos finales, pues había mucho que decir y poco era el tiempo. Al amanecer, los hombres se encontraban en posición; fila tras fila, columna con columna. Eran casi dos mil caballeros montados, cuatro mil arqueros e innumerables soldados de infantería. Los hombres ocuparon sus lugares sin decir palabra y hasta las bestias parecían curiosamente serenas bajo la pálida luz de la alborada. Todavía no se vislumbraban señales de la actividad enemiga, aunque los soldados de Gwynedd sabían que estaban allí, preparándose, a menos de dos kilómetros. Mientras el sol trepaba por el oriente, detrás del enemigo, una oleada de preguntas recorría las tropas. No se veía señal de que comenzase la batalla.</p> <p>Sobre una pequeña loma, a la derecha de las filas centrales, Kelson y sus consejeros se habían congregado para examinar el campo de batalla. El alba había traído consigo la visión no del todo inesperada de las cabezas cercenadas, coronando una serie de estacas que el enemigo dispuso a lo largo del borde de su campamento. Warin y Nigel se turnaban con el catalejo para escrutar los rostros de los decapitados, en la esperanza de poder identificar a alguien. La distancia era grande, y la descomposición, avanzada; pero la escena surtía el efecto deseado sobre las tropas impacientes. Aunque los de Gwynedd sabían que Wencit intentaba destruir su entereza y que los restos tal vez ni pertenecieran a los cassanianos caídos, no podían estar seguros. Los ojos se entrecerraban, en un esfuerzo por atravesar los casi dos kilómetros que separaban a ambos ejércitos, y los labios se fruncían en tensas especulaciones, mas todo era inútil. A cada hora, los ánimos cedían valor a la impaciencia y a la inseguridad.</p> <p>Mientras tanto, Kelson padecía sus propias tribulaciones. En su caballo, estudiaba un mapa. Llevaba en la mano un duro bizcocho del que no parecía percatarse. Se inclinó para oír lo que Morgan decía sobre la situación de las unidades de caballería de reserva. El joven monarca parecía descansado y sereno, pero sus ojos no dejaban de posarse involuntariamente sobre las cabezas que asomaban, como trofeos, de la línea enemiga. Todavía no se veían señales de Wencit ni de sus oficiales superiores. Las columnas enemigas aguardaban inmóviles, una contra la otra, a medida que el sol continuaba su ascenso.</p> <p>Al cabo de un rato, los obispos Arilan y Cardiel abandonaron las tropas y remontaron la loma donde se encontraba Kelson. A pocos metros del rey, se acercaron a Duncan y al general Gloddruth, con aspecto preocupado. Arilan fue el primero en notar asomos de movimiento en las tropas enemigas. Hizo avanzar el caballo y tocó la manga de Kelson para señalarle un sitio del ejército opositor, donde las líneas se abrían y un pequeño contingente de jinetes se separaba del resto. Delante, uno llevaba la tradicional bandera blanca de tregua.</p> <p>—Nigel, ¿cuál es el emblema heráldico? —preguntó el rey, mientras hurgaba en la alforja para buscar el catalejo.</p> <p>—A esta distancia no lo sé, Majestad. ¿Queréis que envíe una partida para ir a su encuentro?</p> <p>—Aún no. Veamos qué hacen, primero. Gloddurth, que uno de tus hombres se prepare.</p> <p>Los jinetes se detuvieron a cuatrocientos metros de su propio ejército. Sólo continuó la marcha hacia el centro del campo el que llevaba la bandera blanca. Con un gesto, Kelson indicó a Gloddruth que enviara a su soldado y, cuando éste partió, el rey levantó el catalejo para observar a los hombres que aguardaban abajo en el llano.</p> <p>Había siete hombres montados a caballo. Cuatro de ellos eran una escolta militar de arqueros de caballería, con los brillantes atuendos anaranjados de la casa de Wencit y el venado de Furstan estampado en negro sobre el pecho. Los hombres llevaban barba y casquetes anaranjados. De la espalda les pendían cortos arcos y, contra las rodillas, breves espadas.</p> <p>Pero los otros tres no eran simples guerreros. Kelson creyó ver en uno a un monje o sacerdote, con sotana negra recogida en las rodillas y manto encapuchado ceñido sobre los hombros. Pero los otros dos eran nobles de alto rango, brillantes como pavos reales en sus satenes y armaduras de batalla. Arilan sospechó que uno era el duque Lionel de Arjenol, pariente del mismo Wencit. Llevaba un manto de seda blanca sobre la armadura y el sol se reflejaba, cegador, sobre el peto de malla bañado en oro. Bajo la cofia de malla asomaba una trenza de ébano y, sobre el yelmo, brillaba una diadema ducal adornada de perlas.</p> <p>El otro —y, al verlo, el rostro de Arilan adquirió un aire más siniestro— era Rhydon de Eastmarch: un deryni de pura estirpe, a quien Arilan no tenía motivos para apreciar, aunque se abstuvo de decirlo. Rhydon lucía un ondulante caftán de brocado azul y oro sobre la coraza. Kelson no alcanzó a verle el rostro, por la distancia, ni aun con el catalejo.</p> <p>Bajó la lente. Los dos portaestandartes se habían encontrado en el centro del llano, a casi un kilómetro. Mantenían los caballos a raya, haciendo círculos mientras cambiaban mensajes. Kelson buscó el rostro de Morgan para leer su reacción y vio que el general contemplaba, detrás de la línea del frente enemigo, un pequeño cúmulo de banderas brillantes que se comenzaba a formar. Sobre un pequeño promontorio, detrás del centro, se reunía un grupo de jinetes de abolengo. Morgan gruñó, se llevó el catalejo al ojo y lo enfocó sobre el lugar.</p> <p>—Allí está Wencit —anunció en voz grave—. Ya era hora de que apareciera. Creo que a su izquierda se encuentra Bran.</p> <p>Kelson estudió el grupo un instante y volvió a mirar al rostro de Morgan.</p> <p>—Abandonemos la idea de que lady Richenda trate de persuadir a Bran Coris, no es lugar para una mujer. Nunca tendría que haberla dejado venir.</p> <p>Morgan se encogió de hombros y guardó el catalejo en el estuche que llevaba a la altura de la rodilla.</p> <p>—Creo que te habría costado disuadirla, príncipe. Traté de hacerla entrar en razones la noche anterior y… en fin… es una mujer muy orgullosa.</p> <p>—Lo sé —suspiró Kelson.</p> <p>Se volvió en la silla de montar, mientras Duncan cambiaba opiniones con un capitán de guardia. Acercó su corcel de guerra. Los jinetes con las banderas galopaban hacia las filas de Gwynedd, en un aleteo de seda blanca.</p> <p>—Según nuestros vigías, el hombre de Wencit es el barón Torval de Netterhaven —anunció Duncan—. Es uno de los oficiales de alto rango de Wencit. Le han ordenado venir a entregar un mensaje, fuertemente respaldado por los arqueros.</p> <p>Kelson asintió y se volvió a Morgan.</p> <p>—No supondrás que Wencit quiere ofrecernos los términos de una negociación, ¿verdad?</p> <p>—Es muy poco probable, príncipe. Y en tal caso, se tratará de términos inaceptables para ti. Así se juegan estas cosas. Yo supondría que se trata de otro intento de intimidarte. Ten cuidado con lo que le dices.</p> <p>Los dos jinetes se acercaron. Entonces, la línea se separó y un grupo de caballeros montados rodeó al mensajero enemigo para escoltarlo hacia el promontorio donde Kelson lo aguardaba. El hombre llevaba la cabeza desnuda y, al tirar de las riendas a pocos metros, dejó asomar sus modos arrogantes y suficientes. Bajo la luz del sol, el sobretodo de satén engastado de joyas lanzó reflejos y destellos cuando el hombre se inclinó apenas desde la silla de montar. No tendría más de veinte años.</p> <p>—¿Kelson de Gwynedd?</p> <p>—Con él hablas. Di tu mensaje.</p> <p>El joven volvió a inclinarse, con una sonrisa taimada en el rostro.</p> <p>—Me llamo Torval de Netterhaven, señor, y traigo los saludos de mi señor el duque Lionel, cuñado de nuestro rey. —Con la cabeza, indicó el pequeño grupo que aguardaba, a lomos de caballo, cerca del centro de la planicie—. Su Excelencia el duque acude, por petición de nuestro señor el rey Wencit, para proponer los términos de la batalla venidera. Desea que vos y un número igual de vuestros hombres se acerque al llano abierto a conversar sobre la cuestión.</p> <p>—¿Ah, sí? —repuso Kelson, sarcásticamente—. ¿Y por qué tendría que hablar yo con un simple duque? ¿Por qué poner en riesgo mi seguridad si tu rey no se atreve a hacerlo? Wencit no se encuentra en el llano, por lo que veo.</p> <p>—En tal caso, nombrad a otro en vuestro lugar —ofreció Torval, con desenvoltura—. Permaneceré como rehén hasta que vuestros hombres regresen a salvo.</p> <p>—Entiendo.</p> <p>Kelson habló con tono glacial. Clavó sus ojos de acero helado sobre Torval hasta que el joven lord torentino no tuvo más remedio que bajar la vista. Entonces, Kelson miró a Morgan y a sus otros generales y tomó las riendas.</p> <p>—Muy bien. Hablaremos con tu duque Lionel. Tío Nigel, quedarás al frente del ejército hasta mi regreso. Morgan, tú y Arilan me acompañaréis a la reunión en mitad del campo. El padre Duncan y Warin irán con nosotros un tramo del camino, con una escolta. —Señaló a dos de los jinetes que habían acompañado a Torval por la pendiente—. Sargento, cerciórese de que nuestro buen barón no lleve armas y venga con nosotros. Torval, denos su daga.</p> <p>Con una risilla, Torval le tendió la corta daga que llevaba en la cintura y dejó que lo rodearan los dos robustos caballeros. Mientras los guardias lo conducían cuesta abajo tras Kelson y los demás, seguía riendo entre dientes. Los hombres del rey lanzaron vítores al verlo partir, pero, cuando el grupo se alejó por los llanos, las filas se cerraron y permanecieron mudas. Tras recorrer unos cuatrocientos metros, se detuvieron un instante y sólo Kelson, Morgan y Arilan continuaron hacia el centro de la planicie. Casi inmediatamente, Lionel y Rhydon se separaron de su grupo y se dispusieron al encuentro. El único sonido que atravesaba el aire inmóvil era el sereno repiquetear de las herraduras sobre el césped.</p> <p>Kelson los vio galopar hacia él. Trató de mantener erguida la cabeza, <i>y</i> las manos firmes sobre las riendas; pero, así y todo, debieron de haber transmitido toda su tensión al animal, pues el inmenso corcel negro comenzó a moverse hacia un costado y a curvarse contra el freno cuando los dos jinetes enemigos se aproximaron. Kelson lanzó una mirada a Morgan, pero la atención del general deryni parecía puesta en los hombres que se aproximaban. A la izquierda de Kelson, Arilan parecía tranquilo e imperturbable, ni la más mínima emoción asomaba a sus facciones apacibles: casi habríase dicho que iba a la iglesia, tal era su serenidad.</p> <p>—¡Salud, rey de Gwynedd! —exclamó Rhydon, con una ligera inclinación, cuando los dos grupos se encontraron—. No creí que vinierais a tratar personalmente con nosotros. Pero, no importa; mi rey os envía sus cordiales saludos.</p> <p>Arilan lo miró fijamente y un músculo de su mandíbula se tensó imperceptiblemente.</p> <p>—Mide tus palabras, Rhydon. Si eres portador de saludos, mejor sería que no fuesen cordiales. Tu reputación te precede.</p> <p>Rhydon se volvió en la silla, para inclinarse elegantemente ante Arilan, y luego señaló a Lionel con un gesto grácil.</p> <p>—Este caballero es Su Excelencia el duque de Argenol, cuñado del rey Wencit, como sabréis. Yo soy Rhydon de Eastmarch. Conozco a mi señor el obispo Arilan desde épocas de las que no osaremos hablar, por lo tanto el desconocido de cabellos dorados que cabalga a vuestra derecha no puede ser sino el gran Morgan. Mi señor de Torenth os envía sus saludos especiales, Excelencia, y… un obsequio.</p> <p>Se llevó la mano a la túnica y retiró algo con el puño enguantado. Entonces, espoleó ligeramente a su caballo en las ancas y se puso al lado de Morgan. Cuando Rhydon extendió la mano, Morgan lo sondeó tentativamente para cerciorarse de que no hubiera ninguna celada, y dejó que sus ojos se posaran sobre la mano, que se abrió ligeramente.</p> <p>—Creo que esto es vuestro —dijo Rhydon, con voz suave, mientras en su palma aparecía una cadena con un disco de plata—. Wencit pensó que querríais tenerlo de nuevo. El que lo usó supo significar algo para vos, en una época. Me temo que la cadena se ha roto.</p> <p>Sin mirar, Morgan supo qué sostenía Rhydon. Sin decir palabra, extendió su palma abierta para que Rhydon dejara caer la medalla y sintió la esencia fugaz de Derry cuando su mano se cerró sobre el medallón de San Camber. Pero, cuando alzó los ojos para escrutar a Rhydon, su voz no vaciló.</p> <p>—¿Derry ha muerto?</p> <p>—No. Mas quizá lo desee, si no cooperáis con nosotros.</p> <p>—¿Nos amenazas con la seguridad de Derry? —masculló Kelson.</p> <p>Rhydon lanzó una risa peligrosa y bronca, entre dientes.</p> <p>—No precisamente, mi joven amigo. Hemos sabido, no importa cómo, que tenéis en vuestro poder ciertos prisioneros de alto rango que nos son de sumo interés. Mi señor, el rey Wencit, desea negociar un cambio: Derry, vivo y sin daños, a cambio de nuestra gente.</p> <p>—No tengo conocimiento de que poseamos prisioneros torentinos, Morgan. —Kelson frunció el ceño—. ¿A quién te refieres, Rhydon?</p> <p>—¿Dije que eran torentinos? Ah, perdonad mi imprecisión. Los prisioneros son la condesa de Marley y su joven hijo, lord Brendan. El conde Bran desea el regreso de su familia.</p> <p>Los ojos de Morgan se abrieron desmesurados y el corazón se le hizo un guiñapo, pero no se atrevió a mirar a Kelson. Sintió el asombro del rey ante la petición y supo que, momentáneamente, se sentiría confundido ante las palabras de Rhydon, pero sabía también que esa decisión estaba en manos de Kelson, fuera cual fuese el sentimiento personal de Morgan. No podían hacer el intercambio, Morgan lo sabía; pero no quería ser él quien sellara la muerte de Derry. El joven lord de la Frontera merecía una suerte mejor, aunque Morgan no pudiera dársela.</p> <p>El puño de Morgan se cerró alrededor de la medalla y, bajo los guantes de cuero, los nudillos perdieron el color, pero no dejó que su pétrea mirada se apartara del rostro de Rhydon. Kelson se revolvió incómodo en la silla y, tras una pausa, decidió volver a clavar sus ojos sobre el portavoz del enemigo. Arilan nada dijo. Él también advertía que la decisión estaba en manos del rey y adivinaba cuál sería.</p> <p>—Ofreces un intercambio —comenzó Kelson, con cautela—. Pero, aunque estuviéramos dispuestos a contemplar la posibilidad, ¿cómo podemos estar seguros de que Derry sigue vivo y de que no ha sufrido daños, como dices?</p> <p>Rhydon se inclinó, condescendiente, y giró para hacer señas a un escolta que aguardaba. De inmediato, la figura con hábito negro que Morgan había creído era un monje se separó de la compañía y comenzó a cabalgar lentamente hacia ellos. Cuando el caballo se movió, la caperuza le cayó por detrás de los hombros. Al detenerse el corcel, a pocos pasos de Rhydon y de Lionel, el hombre miró brevemente a Morgan a los ojos, mas no dijo nada. No cabían dudas: era lord Sean Derry.</p> <p>Kelson miró con severidad a los dos emisarios enemigos y, deliberadamente, hizo avanzar su caballo por entre ellos para aproximarse a Derry. Cuando el joven lord miró a su rey, el rostro perdió todo color. Kelson vio que ceñía la cruz de la silla con todas sus fuerzas. Derry sabía lo que se jugaba y cuál debía ser la decisión. De repente, el rey se dirigió a Derry con todo su corazón.</p> <p>—¿Eres tú realmente, Derry? —preguntó en voz baja.</p> <p>—Ah, Majestad, me temo que sí. Me capturaron poco después de conocer la traición de Bran Coris. No hubo forma de que pudiera advertiros. Lo siento.</p> <p>—Lo sé —susurró Kelson.</p> <p>Tendió la mano para posarla sobre la muñeca de Derry en un gesto afectuoso, sin mirarlo a los ojos, y movió el caballo hacía su lugar, por entre Lionel y Rhydon. El sobretodo púrpura acentuaba la palidez de sus rasgos, pero las manos iban firmes sobre las riendas.</p> <p>—Perdóname, Derry, pero sé que entenderás lo que debo hacer. No puedo permitir que una mujer y un niño sean usados como peones de un juego. —Levantó la vista y miró a Rhydon de frente—. Caballero, decidle a vuestro amo que no se acepta el intercambio. Lady Richenda y su hijo están sin duda a mi cuidado y nada malo les sucederá, pero no os los entregaré, en ninguna circunstancia. Nada tienen que ver con la traición de lord Bran y no pediría ni permitiría que se entregaran al control de mi enemigo, ni siquiera para salvar la vida de uno de mis nobles más apreciados y valiosos.</p> <p>Al escucharlo, Derry sonrió con una nota de osadía y desafío y bajó la cabeza con resignación. Rhydon asintió, lentamente.</p> <p>—Esperaba vuestra respuesta, joven lord. Lo comprendo. Desde luego, es inútil suponer que mi señor Wencit no se encolerice y busque la venganza. No está acostumbrado a dejar de cumplir las promesas hechas a quienes le sirven bien. Sospecho que tendréis que pagar un precio muy alto por vuestra decisión.</p> <p>—No esperaba otra cosa.</p> <p>—Muy bien, entonces.</p> <p>Rhydon se inclinó sobre la montura, hizo girar el caballo, escoltado por Lionel, e indicó a Derry que regresara a su lugar anterior. Al obedecer, Derry se atrevió a lanzar una mirada a Morgan, pero retornó a las filas enemigas con la cabeza alta y digna. Morgan sintió una punzada de dolor cuando lo vio alejarse, pues supo que Derry se encaminaba a la muerte. Incapaz de seguir mirando, también él hizo girar el caballo hacia sus filas y Kelson y Arilan lo siguieron sin decir una palabra. Como Derry, no miraron atrás.</p> <p>Duncan McLain vio que los tres jinetes se acercaban a él y a su rehén y, por los semblantes, supo que el encuentro no había sido fructífero. Adivinó que el tercer jinete que marchaba con el enemigo debía de ser Derry —lo alcanzó a ver por el catalejo— y comprendió la decisión que debía de haberse tomado.</p> <p>Al lado de Duncan, en su caballo, aguardaba el altanero lord Torval, refulgente en su sobretodo de satén bajo el sol. El rostro del joven estaba sereno y casi parecía perderse en un trance. Tenía las manos ligeramente posadas sobre la perilla de la montura y, por un instante, Duncan tuvo la impresión de que el joven lord no estaba realmente allí, tal era la despreocupación que parecía sentir ante su propia seguridad. A la derecha de Torval, Warin jugueteaba con la empuñadura de la espada, nervioso como un gato ante la escena que acababa de presenciar. Los dos guardias aguardaban detrás y sus ojos tenebrosos iban del prisionero al rey, que regresaba con sus acompañantes. El cuadro, de incongruente serenidad y paz, era irreal como un sueño. En un instante, Duncan supo que no podría durar.</p> <p>Y, entonces, sucedió. Antes de que los jinetes hubieran podido apartarse más que unos metros del sitio del encuentro, se oyó un movimiento repentino detrás de las filas enemigas. De pronto, se alzaron enérgicamente cincuenta mástiles sólidos y fueron introducidos en una idéntica cantidad de hoyos preparados para recibirlos. Cada palo terminaba en un madero firmemente enclavado para formar un T. De cada brazo de la T pendía una cuerda y, en cada extremo, un lazo. Cuando los mástiles quedaron encajados en los agujeros, Duncan se llevó el catalejo al ojo para espiar y no pudo sino lanzar un gemido ahogado: cien prisioneros eran obligados a situarse bajo las horcas, vestidos con los uniformes azules, plata y carmesí de Cassan.</p> <p>Hacia el centro de la hilera, izaron un estandarte: la bandera ducal de Cassan, del padre de Duncan. Y, entonces, hicieron subir por la plataforma a un hombre alto y de cabellos grises, que lucía en el sobretodo el león durmiente y las rosas de Cassan. Cuando le pasaron el lazo por el cuello, Duncan dejó escapar un grito: ¡era el duque Jared! Los soldados enemigos fueron ajustando el lazo, con deliberada lentitud, alrededor de su cuello.</p> <p>Mudo de horror, Duncan vio que apretaban las cuerdas alrededor de la garganta de los otros cien hombres y que hacían poner de pie a cada prisionero sobre unas rocas bajas que había bajo la cruz de las horcas. Dos hombres por cada palo, con las manos brutalmente atadas a la espalda. Vio que Morgan, Kelson y Arilan se detenían en el campo, a cien metros de allí, para girarse y mirar boquiabiertos. Kelson trató de controlar su caballo, que se encabritaba y retrocedía, nervioso.</p> <p>Entonces se oyó un grito de alegría en las filas enemigas, tiraron de las cuerdas y los prisioneros quedaron bailoteando en el aire, ahorcados.</p> <p>Del ejército de Gwynedd, nació un rugido de furia, un aullido de ira que sacudió el aire con su vehemencia. Y, luego, sucedieron tres cosas a la vez.</p> <p>Warin, con un grito estrangulado de indignación, extrajo su espada y la hundió en el vientre de lord Torval, que seguía sonriendo. Su estocada se clavó un segundo antes que la de Duncan, cuyo rostro había perdido toda humanidad tras el horror de la muerte atroz de su padre.</p> <p>Con los labios blancos y mientras trataba de controlar su caballo desbocado, Kelson salió al galope con Arilan y Morgan hacia su ejército, haciendo señas desesperadas a Warin y a Duncan de que retrocediesen.</p> <p>Pero, tras un segundo de vacilación, Morgan hizo girar su corcel y rompió a galopar hacia Rhydon y Lionel, con la espada como un rayo en la mano.</p> <p>—¡Derry! —exclamó mientras corría, con el rostro gris de furia impotente.</p> <p>Detrás, las filas del ejército real se lanzaban hacia delante, dispuestas a atacar, mientras Morgan aullaba el nombre de su amigo una y otra vez.</p> <p>Al oír el grito de Morgan, Derry giró la cabeza, tiró de las riendas y miró la escena, boquiabierto. En un instante de indecisión, captó la imagen: los cuerpos que oscilaban de las horcas tras las filas enemigas, Rhydon y Lionel que espoleaban los caballos al oír el grito de Morgan, y el mismo Morgan que se abalanzaba hacia ellos a toda carrera, con la espada en lo alto y el desafío en la garganta.</p> <p>Derry hizo girar el corcel y comenzó a huir hacia Morgan, trazando instintivamente una diagonal que lo alejara de Rhydon y de Lionel. Los lores enemigos estaban muy cerca: cuando Derry giró, se encontraban a diez metros de él. Vio que Morgan se aproximaba veloz a los pesados corceles torentinos y que casi se había puesto al lado del inmenso bayo de Lionel. Pero, tras él, los arqueros de la caballería de Rhydon empezaron a poner las flechas en las cuerdas.</p> <p>Lionel trató de interponerse en el camino de Derry para impedirle escapar, pero Morgan ya había llegado hasta él. Tiró de la cabeza de su caballo hacia la izquierda y arrojó el peso del animal contra el de Lionel. La bestia se tambaleó y cayó al suelo cuando la bota de Morgan le propinó un salvaje puntapié. Lionel rodó antes de que el caballo se golpeara contra el césped. Entonces, Morgan partió como un rayo hacia Rhydon mientras Lionel se incorporaba y tomaba las riendas de su caballo vacilante. Una lluvia de flechas comenzó a abatirse sobre ellos, desde la escolta torentina; mas las saetas rebotaron, inofensivas, contra los cascos de acero y las armaduras de Morgan y de Rhydon. Sin embargo, los caballos estaban desprotegidos, y un disparo azaroso atravesó la cabalgadura de Rhydon por la garganta y lo hizo caer, con un aullido, de rodillas. Rhydon fue a parar al suelo junto con su caballo y, tras ponerse rápidamente de pie, echó a correr hacia Lionel, que venía nuevamente al galope. Movía los brazos desesperadamente para que los arqueros dejaran de disparar, pero, mientras Morgan se ponía delante de Derry para protegerlo, una flecha se incrustó en la espalda de su joven amigo, en el mismo instante en que los arqueros bajaban los arcos. Morgan tiró del cuerpo de Derry, desvanecido, para subirlo a su silla y partió hacia sus filas a todo correr, mientras Rhydon trepaba al corcel de Lionel para ir en dirección contraria. Con ojos alarmados, Morgan lanzó una mirada sobre su hombro y vio que Rhydon imprecaba a los aires mientras huía con Lionel en busca de refugio. Sujetó el cuerpo inerte de Derry en la montura y se inclinó sobre el animal mientras devoraba la distancia hacia las tropas de Gwynedd.</p> <p>Pero el ejército no tenía sosiego. Los hombres se apretujaban con furia contra la línea del frente, con las espadas desnudas y las hachas blandidas bajo el sol cegador. Kelson recorría el frente con determinación, en su afán por contener a los oficíales, pero ni siquiera Kelson podía estar en todas partes a la vez. Los hombres rugían, tras la vanguardia, con creciente violencia. Sacudían las lanzas y las espadas ante el espectáculo macabro de lo que el enemigo acababa de hacer con sus camaradas.</p> <p>—¡Enfundad las armas! —gritaba Kelson—. ¡Deteneos, os digo! ¿No comprendéis? Quiere que ataquemos. ¡Envainad! ¡Os lo ordeno!</p> <p>El griterío impedía que se escucharan sus palabras. Cuando las líneas se abrían para dejar pasar a Morgan y a Derry, inerte, el flanco de la izquierda comenzó a avanzar por propia iniciativa y sus oficiales ya no pudieron controlar tanta fuerza. Kelson los vio aparecer e hizo un último y vano intento de contenerlos. Al ver que de nada servía, tiró del hocico del caballo y se lanzó a galopar por delante de los hombres. Se detuvo bruscamente e hizo girar al negro corcel en una maniobra perfecta. Entonces, cuando el animal quedó inmóvil, dejó caer las riendas y se puso ligeramente de pie sobre los estribos. Lanzó la cabeza atrás y alzó los brazos al cielo, pronunciando palabras prohibidas que sólo oyó el viento.</p> <p>De las puntas de sus dedos empezaron a brotar lenguas de luz, como un fuego escarlata, que dibujaron sobre la hierba tierna una barrera de fulgor púrpura y sangriento. Los jinetes que habían roto filas se detuvieron entre el horror y la confusión y los corceles, despavoridos, se encabritaron ante las llamas carmesí que brotaban de la línea inflamada.</p> <p>En las líneas torentinas no hubo movimiento. Rhydon, Lionel y la escolta de arqueros habían llegado a resguardo mientras en el ejército de Kelson cundía el desorden. Pero no era eso lo que afligía a Kelson. Bajó los brazos, lanzó su orgullosa mirada Haldane a los hombres y, sólo entonces, la soldadesca cerró la boca aterrorizada y regresó a su sitio a todo galope, en su afán de poner orden en el caos. En ambos ejércitos, se hizo el silencio cuando Kelson abrió los brazos nuevamente y pasó las manos, palmas hacia abajo, sobre el fuego que había encendido. Las llamas murieron y el aura púrpura que lo había rodeado cual manto real se desvaneció por completo. El rey de Gwynedd volvió a ser un humano.</p> <p>Cuando Kelson tomó las riendas y giró la cabeza para observar al enemigo, no se oyó un solo sonido. Recorrió las filas torentinas con sus inmensos ojos grises, atesorando en la memoria cada bandera, cada detalle de los cadáveres que pendían de las horcas. Luego, al cabo de un rato, desvió la cabeza hacia su ejército y tornó a marchar hacia allí, al paso, con porte real e imponente. Se hizo un silencio sepulcral hasta que estuvo ante la línea del frente. Entonces, una espada solitaria comenzó a batir contra el escudo en son de aprobación. El repiqueteo halló eco en otras espadas, que fueron más y más, hasta que todo el ejército se encontró vibrando en una música de acero contra cuero, madera y metal. Kelson tiró de las riendas con la cabeza erguida ante ellos, y, pasado un momento, levantó una mano para imponer silencio. Morgan miraba la escena atónito, con el cuerpo exánime de Derry cruzado en la silla. Azorado, observó esos ojos reales que, lentamente, volvieron a ser los de siempre.</p> <p>—¿Ha muerto? —preguntó Kelson, en voz baja.</p> <p>Morgan sacudió la cabeza e indicó a dos soldados que se acercaran para retirar a Derry.</p> <p>—Todavía no. Pero es una mala herida. Capitán, llame a Warin. Creo que podrá sanar.</p> <p>—Ocúpese de ello —ordenó Kelson—. Morgan, ¿qué opinas del pequeño espectáculo que nos acaba de ofrecer Wencit?</p> <p>Morgan trató de adaptarse a la nueva situación; lo sorprendía que Kelson pudiera dejar de lado sus propios actos con tanta rapidez para ir directo al grano.</p> <p>—Quería que nos lanzáramos a la batalla antes de que estuviéramos preparados, príncipe. Y, sin embargo, no creo que él mismo esté en condiciones de luchar. No lo comprendo.</p> <p>—Ésa fue también mi impresión —asintió Kelson. Se volvió en la silla para observar a Duncan—. ¿Estás bien, padre Duncan?</p> <p>Duncan alzó la cabeza y miró a Kelson un instante con los ojos vacíos. Luego, asintió lentamente. Había envainado la espada, pero sus manos seguían teñidas de sangre, del rehén que Warin y él acababan de matar. Miró a las líneas enemigas, a los cuerpos bamboleantes y a sus propias manos sangrientas.</p> <p>—Maté a ese rehén presa de la furia, Majestad. No debí haberlo hecho. Tendría que haber refrenado mi espada.</p> <p>—No. —Kelson negó con la cabeza, solemnemente—. Warin y tú me habéis ahorrado el trabajo de hacerlo yo mismo. Cuando Torval vino aquí, sabía que su vida estaba condenada si Wencit cometía alguna traición.</p> <p>—Un acto correcto, por razones equivocadas… —Duncan sonrió con cinismo—, para mí sigue siendo incorrecto, Majestad.</p> <p>—Tal vez. Pero puedo perdonarlo. Habría…</p> <p>—¡Majestad! Wencit viene hacia nosotros… —gritó un hombre de pronto.</p> <p>Kelson giró como un rayo sobre la montura, esperando ver que toda la horda torentina se abalanzaba contra ellos. En cambio, sólo un grupo de jinetes se apartaba de las filas enemigas: un soldado con el estandarte de Wencit, cuyo venado parecía saltar en un círculo de negro y plata, Lionel y Rhydon, una figura esbelta y altanera que sólo podía ser Bran Coris… y el mismo Wencit. Los jinetes se aproximaban a paso veloz. Una vez más, parecían encaminarse hacia el centro del campo de batalla. Los ojos de Kelson se entrecerraron para observar el avance.</p> <p>—Es una trampa —murmuró Duncan, clavando sus ojos de hielo sobre los jinetes—. No quieren parlamentar, sino tendernos una celada. No os fiéis de ellos, Majestad.</p> <p>—Morgan, ¿qué opinas? —preguntó Kelson, sin apartar los ojos del rey de Torenth.</p> <p>—Estoy de acuerdo en que no son de fiar, príncipe. Pero me temo que tendremos que parlamentar otra vez, aunque no tengo más razones que Duncan para amar al enemigo.</p> <p>—Bien dicho —repuso Kelson—. Obispo Arilan, ¿vendréis con nosotros una vez más? Valoro vuestro consejo.</p> <p>—Lo haré, Alteza.</p> <p>—Bien. Duncan, quisiera que vinieras conmigo también, pero, dadas las circunstancias, no te obligaré. ¿Crees poder contener tu ira un poco más?</p> <p>—No os daré motivo de preocupación, príncipe.</p> <p>—En tal caso, partamos. Nigel, te quedarás al frente del ejército hasta que regrese.</p> <p>Kelson envolvió las riendas en la mano izquierda y miró a un lado. Un joven barón, de pie, sostenía el estandarte con el león real. Con una sonrisa oscura, Kelson hizo avanzar el caballo hasta el hombre, extendió una mano enguantada y cerró el puño alrededor del mástil. El barón se detuvo un instante, lanzó una ancha sonrisa a su rey y levantó el extremo del estandarte para ponerlo en el estribo de Kelson. Cuando el monarca enderezó el pendón a su derecha, la tropa rompió a vitorear. La brisa del mediodía poseyó la seda escarlata y la hizo henchirse bajo el sol.</p> <p>Luego, mientras el león aleteaba mecido por el viento, Kelson giró el caballo hacia el enemigo y espoleó al animal. Su gran corcel negro dio unos pasos menudos y relinchó ante Morgan, Duncan y el obispo Arilan, rumbo al encuentro con el enemigo deryni.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XXII</p> </h3> <cita> <p>Arco y lanza manejarán, serán crueles y no tendrán compasión, su voz sonará como la mar y montarán sobre caballos, en formación, como hombre en combate, contra ti…</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Jeremías, 50:42</p> </cita> <p style="margin-top:5%">—Conque tú eres Kelson Haldane.</p> <p>Wencit hablaba con voz suave, culta, y con modales avasalladoramente confiados. Kelson lo odió en ese mismo instante.</p> <p>—Me alegra que podamos discutir de un modo civilizado el asunto que nos convoca, como dos adultos… —prosiguió Wencit, mirando a Kelson de arriba abajo, con desdén, y agregó—: O casi adultos.</p> <p>Kelson no se permitió el lujo de responder con la insolencia que deseaba. En cambio, le devolvió palmo a palmo la mirada cuidadosamente estudiada de Wencit, y sus ojos grises absorbieron y confiaron a la memoria cada detalle del deryni pelirrojo y esbelto al que llamaban Wencit de Torenth.</p> <p>Wencit montaba su gallardo corcel dorado como si hubiera nacido sobre la silla. Sus manos enguantadas sostenían ligeramente las riendas anchas de terciopelo, adornadas con detalles en oro.</p> <p>En el ronzal de la brida, aleteaba una pluma de color púrpura, que la brisa mecía cada vez que el dorado corcel sacudía la cabeza y resoplaba hacia el negro caballo de Kelson.</p> <p>Vestía un atuendo de oro y púrpura. Salvo la cabeza, cada parre de su cuerpo iba envuelta en una malla de acero, bañada en oro y cubierta por la capa de suntuoso brocado oro y escarlata que caía desde el collar de oro tachonado de alhajas. Las muñequeras, engastadas de joyas, terminaban en el borde de sus guantes de cabritilla, finamente repujados y el sobretodo, de tela de oro, iba sujeto por una pesada cadena que refulgía por delante del cuello. La corona, de exquisita orfebrería, era de oro, perlas y gemas de brillante colorido. Sobre cualquier otro hombre, el efecto habría sido ridículo, pero sobre Wencit era sobrecogedor. Casi sin quererlo, Kelson comenzó a sentir el influjo que lo subyugaba ante ese hombre resplandeciente, montado sobre el viril corcel de guerra. Se obligó a desembarazarse de la fascinación, sentándose con el torso más erguido y alzando la cabeza altanera. Dejó que sus ojos escrutaran a la compañía de Wencit: el burlón Rhydon, el hipócrita Lionel, el traidor Bran, que aún no se atrevía a mirarle de frente. Toda su atención se centró en Wencit, entonces. Clavó sus ojos de pedernal sobre el hechicero y no parpadeó ante el contacto.</p> <p>—A juzgar por tus palabras, veo que te consideras un hombre civilizado —dijo Kelson, con cautela—. Por otro lado, la matanza brutal de cien prisioneros indefensos no parece haber sido calculada para demostrar el más mínimo grado de civilización.</p> <p>—No, en efecto —convino Wencit con modos afables—. Pero sí para demostrar hasta dónde puedo ir, si es necesario, con tal de hacerte considerar la propuesta que voy a transmitirte.</p> <p>—¿Propuesta? —Kelson rió con desdén—. Supongo que no me supondrás dispuesto a negociar contigo tras la brutalidad que acabamos de presenciar. ¿Por qué clase de necio me tomas?</p> <p>—Ah, por un necio, no… —se rió Wencit—. Tampoco soy tan insensato para subestimar la amenaza que representas, aunque todos sabemos que vas a pelear contra quienes te superan. Es casi una lástima que tengas que morir.</p> <p>—Hasta que eso sea un hecho consumado, sugiero que tus palabras se dirijan a otras cuestiones. Di lo que tengas que decir, Wencit. Las horas pasan.</p> <p>Wencit sonrió y se inclinó ligeramente en la silla.</p> <p>—Dime, ¿cómo se encuentra mi joven amigo Derry?</p> <p>—¿Cómo tendría que estar?</p> <p>Wencit chasqueó la lengua, en son de reprobación, y meneó la cabeza.</p> <p>—Vamos, Kelson, concédeme cierta inteligencia. ¿Por qué iba a ordenar la muerte de Derry? Era la prenda por la cual pensaba trocar la familia de lord Bran. Te aseguro que los arqueros actuaron sin esperar mis órdenes y que han sido castigados por ello. ¿Derry vive?</p> <p>—Eso no es de tu incumbencia —respondió Kelson, con parquedad.</p> <p>—En tal caso, vive. Esto está bien. —Wencit asintió, sonrió apenas y se miró ios guantes, antes de volver a posar su mirada sobre el joven rey—. En fin, he venido a decirte lo siguiente: en lo que a mí respecta, no es necesaria una contienda entre nuestros ejércitos. Podemos zanjar nuestras diferencias sin que por ello deban morir tantos hombres a mansalva.</p> <p>Kelson entrecerró los ojos, suspicaz:</p> <p>—¿Y qué alternativa tienes pensada?</p> <p>—Un combate personal. O, mejor dicho, un combate personal pero en grupo: un duelo a muerte por magia. Deryni contra deryni: yo, Rhydon, Lionel y Bran contra ti y otros tres que quieras designar. Supongo que tu elección lógica sería Morgan, McLain y, quizá, tu tío real, pero, desde luego, eres libre de escoger a quienes te parezca. En otros tiempos, se solía llamar reto arcano a este combate.</p> <p>Kelson lanzó un suspiro desdeñoso y miró a Morgan, a Arilan, a Duncan… La propuesta de Wencit lo inquietaba; la idea del duelo arcano lo inundaba de temor. Debía de haber alguna treta implícita y era imperativo que descubriera de qué se trataba.</p> <p>—Tu ventaja en semejante contienda es obvia: tú y los tuyos sois deryni instruidos en el uso de vuestros poderes; la mayoría de nosotros no lo es. Y, así y todo, pese a tus ventajas, no deja de asombrarme que un hombre como tú arriesgue tanto en una batalla. ¿Qué omites decirme?</p> <p>—¿Me crees capaz de subterfugios? —preguntó Wencit, enarcando una ceja con fingida sorpresa—. Bien, quizá tengas razón. Pero había pensado que las otras ventajas de este método eran lo bastante evidentes: si nuestros ejércitos se enzarzan en combate aquí, será destruida la flor y nata de nuestra nobleza. ¿De qué me sirve un reino muerto, un reino habitado sólo por mujeres, ancianos y niños?</p> <p>Kelson clavó sus ojos en los del enemigo.</p> <p>—No tengo más deseos que tú de perder mis mejores hombres en la batalla. Si hoy libramos combate, las consecuencias perdurarán durante toda una generación. Pero no puedo fiarme de ti, Wencit. Aunque hoy te derrote, ¿quién sabe qué nos traerá la primavera siguiente? ¿Quién…?</p> <p>Wencit echó la cabeza, atlas y lanzó una carcajada. Sus compañeros se sumaron con risas burlonas. Kelson se revolvió incómodo en la silla, pues no creía haber dicho nada particularmente gracioso. Pero, al mirar a Morgan, advirtió que el general sí lo sabía. Iba a hablar cuando Wencit, de pronto, dejó de reír e hizo avanzar su corcel unos pasos.</p> <p>—Perdóname, joven príncipe, pero tu ingenuidad es conmovedora. He propuesto una cuádruple batalla a muerte. En tales circunstancias, los perdedores no estarían en condiciones de representar peligro alguno para los victoriosos; a menos, claro, que creas que se puede regresar de la tumba.</p> <p>Kelson lanzó un resoplido desdeñoso; había escuchado cosas aún más extrañas de Wencit a lo largo de los años. Pero se obligó a apartar la idea de su mente y a pensar en lo que su contrincante acababa de proponer: un combate a muerte, por medio de magia. Aparentemente, su vacilación no le sentó bien a Wencit, pues el monarca resplandeciente frunció el ceño y se acercó hasta coger las riendas de Kelson con sus manos enguantadas.</p> <p>—Por si no lo has notado, soy un hombre impaciente, Kelson. No me agrada que haya interferencias en mis planes. Si piensas rechazar mi propuesta, sugiero que te deshagas de la idea ahora mismo. Te recuerdo que conservo aún en mi poder unos mil hombres de tus fuerzas, cautivos. Y hay maneras mucho más atroces de morir que la horca.</p> <p>—¿Y cómo se supone que debo interpretar tus palabras? —murmuró Kelson con voz glacial.</p> <p>—Si no aceptas mi reto, lo que viste en esta última hora no será nada. A menos que tu palabra lo impida, cuando caiga el sol haré despedazar a doscientos de tus hombres delante de tu ejército. Y, cuando salga la luna, doscientos más serán empalados vivos y abandonados allí hasta que mueran. Si quieres salvarlos, no te aconsejo más retrasos.</p> <p>Cuando Wencit describió la suerte que pensaba deparar a sus prisioneros, Kelson creyó desfallecer. Quitó las riendas de manos de Wencit con fuerza y le lanzó una mirada mortífera. El rey enemigo retrocedió unos pasos con aire indiferente. Kelson habría ido tras él, si Morgan no hubiera interpuesto su caballo por delante para detenerlo con una mano. Kelson miró a Morgan con furia y se dispuso a ordenarle que se retirara, pero algo en los ojos de Morgan lo hizo vacilar. Morgan escrutó la mirada diabólica de Wencit, con aire helado como la bruma de la medianoche.</p> <p>—Tratas de obligarnos a tomar una decisión apresurada —manifestó con voz grave—. Quiero saber por qué. ¿Por qué es tan importante que aceptemos el desafío según los términos que nos impones? —Se detuvo un segundo apenas—. ¿O hay alguna treta de por medio?</p> <p>Wencit volvió la cabeza hacia Morgan para mirarlo de frente, irritado por que Morgan hubiese osado interrumpir su diálogo con Kelson. Paseó la vista con desdén sobre la figura del general y habló con un dejo burlón.</p> <p>—Ah, Morgan, tienes mucho que aprender de los deryni, por mucho que sostengas pertenecer a nuestro linaje. Si sobrevives, descubrirás que hay antiguos códigos de honor referidos a nuestros poderes que ni siquiera yo me atrevería a transgredir a sabiendas. —Volvió a mirar a Kelson—. Te he ofrecido un duelo formal según las leyes establecidas por el Consejo Camberiano hace más de dos siglos, Kelson. Hay leyes mucho más pretéritas, que también yo debo obedecer. He solicitado y recibido permiso del Consejo para librar este duelo con vosotros según los términos que he señalado, con la presencia de los arbitros del Consejo. Te aseguro que no podría haber traición de por medio con semejante mediación rectora.</p> <p>Consternado, Kelson frunció las cejas.</p> <p>—¿El Consejo Camberiano…?</p> <p>Arilan lo interrumpió en mitad de la frase y habló por primera vez.</p> <p>—Señor, perdonaréis mi intrusión, mas Su Majestad no está preparado para responder a un desafío como el que hoy acabáis de proponer. Comprenderéis que deba tomarse su tiempo para consultar con sus consejeros, antes de dar una respuesta definitiva. Si acepta, las vidas y las fortunas de miles de hombres dependerán del talento de sólo cuatro individuos. Convendréis conmigo en que no es una decisión que pueda tomarse a la ligera.</p> <p>Wencit se volvió para estudiar a Arilan como si fuera algún insecto molesto.</p> <p>—Si el rey de Gwynedd se siente incapaz de tomar una decisión sin consultar con sus subalternos, obispo, es su debilidad, no la mía. Sin embargo, mi advertencia subsiste. Kelson, si no obtengo la decisión que busco para cuando se ponga el sol, doscientos de tus hombres morirán despedazados y descuartizados allí mismo, y doscientos más serán empalados en vida cuando asome la luna. Y las medidas continuarán hasta que hayan muerto todos los prisioneros. Luego, tomaré otras aún más severas. Será mejor que no me provoques tanto…</p> <p>Entonces, Wencit hizo retroceder su caballo unos pocos pasos más, con toda precisión lo hizo girar sobre las patas traseras y avanzó, dejando atónito a Kelson como testigo de su partida.</p> <p>Kelson estaba furioso: con Arilan, por haberlo interrumpido; con Morgan, por haber provocado a Wencit; consigo, por su falta de decisión. No se permitió hablar hasta que llegaron a sus propias filas y desmontaron ante el pabellón real.</p> <p>Ordenó que las tropas descansaran, pues, obviamente, no habría combate hasta la mañana, al menos, e indicó a los tres integrantes de su compañía que lo siguiesen a la tienda. Decidió ocuparse primero del obispo, ya que era a quien tenía más cerca, pero al entrar en el pabellón encontraron a una docena de hombres acuclillados alrededor de una forma rígida tendida sobre un camastro, a la izquierda de la recámara. Teñido de sangre, Warin inclinaba el torso sobre el cuerpo de Derry, mientras Conall, el hijo de Nigel, sostenía una tina de agua enrojecida y miraba con rostro estupefacto al otrora cabecilla rebelde. Warin se restregó las manos en un trapo húmedo. Derry tenía los ojos cerrados y la cabeza se mecía de izquierda a derecha, como si fuera presa de algún dolor. En el suelo, a su lado, había una punta de flecha astillada. Cuando Kelson y el obispo entraron, seguidos por Morgan y Duncan, Warin levantó la vista y los saludó con la cabeza. Estaba exhausto, pero en sus ojos había una nota de triunfo.</p> <p>—Tendría que estar bien, Majestad. Le saqué la flecha y curé la herida. Pero sigue febril. Morgan, ha estado llamándote. Quizá quieras echar una mirada.</p> <p>Morgan fue rápidamente hacia Derry y se dejó caer sobre una rodilla, antes de posar una mano en la frente del joven. Los ojos de Derry se abrieron ante el contacto y, por un instante, permanecieron vueltos hacia arriba. Entonces, inclinó la cabeza para mirar a Morgan y una sombra de miedo cruzó por sus ojos. —Tranquilo… —murmuró Morgan—. Estás a salvo.</p> <p>—Morgan. Estás bien… Entonces, no me…</p> <p>Se interrumpió, mudo, un instante, como si recordara algo terrorífico, y su cuerpo comenzó a sacudirse en convulsiones, mientras la cabeza le bamboleaba con violencia. Morgan frunció el ceño y llevó las yemas de los dedos a las sienes de Derry, para serenarlo con sus poderes, mas encontró en él una resistencia que Morgan nunca había visto antes en su amigo.</p> <p>—Relájate, Derry. Lo peor ya pasó. Descansa. Cuando duermas te sentirás mejor.</p> <p>—¡No! ¡No debo dormir!</p> <p>El pensamiento parecía bastar para encender a Derry, que comenzó a sacudir la cabeza de lado a lado. A Morgan le fue casi imposible mantener el contacto. Los ojos de Derry brillaban con terror animal, desprovistos de toda razón, y Morgan comprendió que tendría que hacer algo pronto o Derry moriría de extenuación.</p> <p>—Relájate, Derry. ¡No luches contra mí! Todo está bien. Estás a salvo. ¡Duncan, ayúdame a sujetarlo!</p> <p>—¡No! ¡No debes hacerme dormir! ¡No debes hacerlo! Derry se aferró del cuello de la túnica de Morgan y luchó por levantar la cabeza mientras Duncan se arrodillaba para sujetarle los brazos.</p> <p>—¡Soltadme! No comprendéis… Ah, Dios, ayúdame, ¿qué voy a hacer?</p> <p>—Vamos, Derry, tranquilo… —No, Morgan. No comprendes. Wencit… Los ojos de Derry adquirieron una expresión más extraviada, si acaso era posible; el joven alzó la cabeza y clavó la mirada enloquecida sobre el rostro de Morgan, mientras la mano derecha seguía entrelazándose desesperadamente en el manto de su amigo, pese a los esfuerzos de Duncan por apartarla.</p> <p>—¡Morgan, escúchame! ¡Dicen que el diablo no existe, pero se equivocan! ¡Yo lo he visto! Tiene el cabello rojo y se hace llamar Wencit de Torenth, pero miente. ¡Es el diablo mismo! Me hizo… Me hizo…</p> <p>—Ahora no, Derry. —Morgan meneó la cabeza y posó los hombres del joven sobre el camastro—. Por ahora, ya basta. Hablaremos de ello luego. Estás débil a causa de las heridas y de tu cautiverio. Debes descansar. Cuando despiertes, te sentirás mejor. Prometo que nada te sucederá. Confía en mí, Derry.</p> <p>Morgan se obligó a ejercer más y más control sobre la voluntad debilitada de Derry. De pronto, el joven se hundió en el jergón, exánime, con los ojos cerrados y los músculos flojos. Morgan soltó el manto de los dedos de su amigo y, tras enderezarle la cabeza desencajada, le puso las manos sobre el torso. Conall, que seguía cerca, acuclillado, trajo un cobertor de piel, con el que Morgan cubrió el cuerpo de Derry. Estudió su cuerpo inmóvil durante varios segundos, como si quisiese cerciorarse de que dormía profundamente, y cambió una mirada de aflicción con Duncan antes de volverse al círculo de rostros ansiosos.</p> <p>—Creo que estará bien cuando descanse, Majestad. Pero, por ahora, prefiero no pensar en lo que debe de haber pasado. —Sus ojos se oscurecieron y adquirieron una nota distante. Por lo bajo, agregó—: Pero Dios ayude a Wencit cuando lo descubra.</p> <p>Se estremeció y el instante siniestro pasó. Se apartó un mechón de cabello rubio de los ojos y se puso de pie con un suspiro. Después de mirar a Derry, ya dormido, Duncan prefirió apartar la vista. Kelson estaba algo más aplacado y, mientras su mirada se paseaba de uno a otro, mecía el peso del cuerpo entre ambos pies. Por fin, preguntó en voz baja:</p> <p>—¿Qué suponéis que pueda haberle hecho Wencit?</p> <p>Morgan meneó la cabeza.</p> <p>—Es difícil decirlo en este momento, príncipe. Luego lo sondearé más profundamente, si es propicio, pero de momento está demasiado exhausto. Se me opuso con todas sus fuerzas.</p> <p>—Ya lo vi.</p> <p>Kelson se miró las botas unos instantes y, luego, volvió a levantar la vista. Todos los ojos estaban puestos en él. De pronto, recordó cuál sería el próximo tema de discusión.</p> <p>—Muy bien, caballeros. Por ahora no hay nada más que podamos hacer por Derry. Sugiero que nos ocupemos de los asuntos más urgentes. —Miró a Arilan e inclinó la cabeza—. Obispo Arilan, ¿qué podríais decirnos sobre este Con…?</p> <p>Arilan meneó la cabeza, severamente. Se aclaró la garganta y miró a los vasallos de Warin, al joven Conall y a los pocos guardias. Kelson se detuvo en mitad de la frase. Asintió en silencio ligeramente, fue hasta Conall y le puso una mano en el hombro. Comprendió que Arilan no quería hablar de esta cuestión delante de personas ajenas.</p> <p>—Gracias por tu ayuda, primo. ¿Quisieras enviar aquí a tu padre y al obispo Cardiel antes de regresar a tu puesto? Caballeros. .. —incluyó a los hombres de Warin y a los guardias en su gesto—, debo pediros que retornéis a vuestras tareas. Gracias por vuestra consideración.</p> <p>Conall y los demás se inclinaron y fueron hasta la salida. Warin los vio partir y se enderezó como para retirarse tras ellos.</p> <p>—Entiendo que debéis tratar asuntos privados, así que me marcharé, si eso preferís. No creáis que me ofendo —se apresuró a agregar.</p> <p>Kelson miró a Arilan, pero el obispo meneó la cabeza.</p> <p>—No, Warin. Vos tenéis derecho a estar presente, así como hemos llamado a Cardiel, quien acaso sea menos deryni que cualquiera de nosotros. Kelson, si no os importa, aguardaré a que vengan Nigel y Thomas para responder a vuestras preguntas. Así no tendré que repetirlo luego.</p> <p>—Por supuesto.</p> <p>El rey fue hasta su silla y se sentó. Tras desabrochar el manto, dejó que cayera por detrás del respaldo, se reclinó y estiró las largas piernas sobre al fina alfombra de Kheldish. Morgan y Duncan se sentaron en un par de sillas plegables, a la derecha de Kelson. El general dejó que su espada cayera a los pies, sobre la alfombra. Después de pensarlo un momento, Duncan hizo lo mismo y movió el taburete para dejar lugar a Warin, quien acomodó un almohadón para reclinarse contra el palo central de la tienda. Arilan permaneció de pie en el centro de la alfombra, sumido en el intrincado diseño que se extendía bajo sus pies.</p> <p>Apenas miró a Cardiel cuando éste entró seguido de Nigel. Kelson tuvo que indicar a los recién llegados que se sentaran a su izquierda. Cuando todos terminaron de sentarse, Kelson miró a Arilan con aire expectante. Los ojos violáceos del obispo enfrentaron la mirada de Kelson, con aire ensimismado.</p> <p>—¿Deseáis que resuma los hechos, Majestad?</p> <p>—Por favor.</p> <p>—Muy bien.</p> <p>Arilan juntó las manos y se miró los pulgares durante varios segundos, con severidad. Luego, alzó la vista.</p> <p>—Señores, Wencit de Torenth nos ha presentado un ultimátum. Su Majestad desea consultar con todos vosotros antes de responder. Si nuestra respuesta no se da a conocer antes de la puesta de sol, Wencit comenzará a descuartizar más rehenes.</p> <p>—¡En nombre de Dios, ese hombre es un monstruo! —exclamó Nigel, irguiéndose con ira.</p> <p>—Estamos de acuerdo —replicó Arilan—. Pero su ultimátum fue muy específico e inalterable. Ha retado a Kelson a batirse con él en duelo arcano. Él y tres de sus hombres, Rhydon, Lionel y Bran Coris, contra Kelson y otros tres que él designe. Creo innecesario deciros que dos de esos tres serán Morgan y Duncan. Lo que sorprenderá a algunos de vosotros es saber que el tercero seré yo.</p> <p>Warin alzó la mirada, sobresaltado.</p> <p>—Así es, Warin. Soy un deryni de pura estirpe.</p> <p>Warin tragó saliva con dificultad, pero Nigel sólo asintió lentamente con la cabeza y enarcó una ceja.</p> <p>—Habláis como si la aceptación de Kelson fuese un hecho consumado.</p> <p>—Si Kelson no ha aceptado el reto para la hora del crepúsculo, doscientos rehenes serán descuartizados en el llano, delante de nuestro ejército. Y, si hay más demora aún, otros doscientos serán empalados vivos cuando salga la luna, hasta que mueran. Eso ocurrirá cuatro horas después del ocaso. Si Kelson rehusa el desafío, al parecer tendremos que aceptar las consecuencias.</p> <p>Recorrió la asamblea con la mirada, pero nadie dio señales de querer hablar.</p> <p>—Si, por otra parte, Kelson accede, la batalla será a muerte y el vencedor absoluto será quien sobreviva. Wencit, obviamente, cree poder ganar, pues si no, nunca habría propuesto semejante modo de contienda.</p> <p>Al oír hablar de descuartizamiento y de hombres empalados, Warin perdió todo color; Nigel, más acostumbrado a los horrores de la guerra, sólo repitió su gesto de asentimiento. Después de una pausa de segundos, alzó la mano ligeramente, para hablar.</p> <p>—Este duelo arcano… ¿sería semejante al desafío al que Kelson se enfrentó durante la coronación?</p> <p>—Bueno, estaría gobernado por las mismas leyes de reto, antiquísimas, salvo que, por supuesto, serían cuatro contra cuatro en lugar del combate individual que libraron Kelson y Charissa. Las reglas que gobiernan el arbitrio de un duelo arcano son bastante rígidas y Wencit, aparentemente, ha recibido… cómo decirlo… permiso oficial para realizar el duelo según las antiguas leyes.</p> <p>—¿Permiso oficial de quién? —lo interrumpió Kelson, ansiosamente—. ¿De ese Consejo Camberiano que mencionó Wencit? ¿Por qué evitáis el tema cuando…?</p> <p>Su voz se perdió, al ver que Arilan se erguía ante la sola mención del nombre. Miró a Morgan, sorprendido. El general contemplaba al obispo con aire fascinado; al parecer, no sabía más que Kelson, pero había adquirido de pronto un repentino interés por lo que Arilan tuviera que decirles. Duncan también se había sobresaltado al oír el nombre y escrutaba a Arilan con intensidad. Kelson se preguntó con qué clase de revelación se encontraría.</p> <p>—Arilan… —murmuró con suavidad—. ¿Qué es ese Consejo Camberiano? ¿Es un grupo deryni?</p> <p>Arilan se miró a los pies, levantó la cabeza y miró al rey, con aire ausente.</p> <p>—Perdonadme, príncipe, pero es difícil acabar con años de condicionamiento. Wencit no me deja alternativa; él fue quien mencionó primero al Consejo y, como tendréis que batiros con él, es justo que os diga lo que pueda.</p> <p>Se miró las manos, firmemente unidas, y se obligó a relajarse.</p> <p>—Existe una organización secreta deryni de pura estirpe, llamada Consejo Camberiano. Su origen se remonta a las épocas inmediatamente posteriores a la Restauración, cuando los deryni de alto abolengo debieron regular de algún modo y proteger a quienes sobrevivieron a las grandes persecuciones. Sólo conocen la composición del Consejo sus miembros actuales y los anteriores. Y un juramento de sangre y de poder los sujeta a no divulgar jamás la identidad de sus integrantes.</p> <p>»Como bien sabéis, muy pocos deryni han tenido oportunidad de desarrollar plenamente sus poderes en épocas recientes. Muchos de nuestros dones se perdieron a lo largo de las persecuciones o, al menos, el conocimiento que nos podría permitir usarlos. El don de la curación, que Morgan ejerce, podría ser el redescubrimiento de una de esas facultades perdidas. Pero hay algunos de nosotros que mantenemos una cierta organización y nos comunicamos entre nosotros con regularidad. El Consejo Camberiano actúa como entidad normativa para todos los deryni conocidos, conserva las antiguas leyes y arbitra en ciertas cuestiones de magia que se suscitan de tiempo en tiempo. La ejecución de un duelo arcano, tal como Wencit propone, caería dentro de la jurisdicción del Consejo.</p> <p>—¿El Consejo determina la validez de los duelos? —preguntó Morgan, con suspicacia.</p> <p>Arilan se volvió para mirar a Morgan con extrañeza.</p> <p>—Sí. ¿Por qué lo preguntáis?</p> <p>—¿Qué sucede con los que no somos de pura sangre deryni, como Duncan y yo? —insistió Morgan—. ¿También quedamos dentro de la jurisdicción del Consejo?</p> <p>El rostro de Arilan perdió ligeramente el color.</p> <p>—¿Por qué lo preguntáis? —repitió con voz tensa.</p> <p>Morgan buscó los ojos de Duncan y éste aprobó con la cabeza.</p> <p>—Díselo, Alaric.</p> <p>—Obispo Arilan, creo que Duncan y yo pudimos haber tenido contacto con alguien del Consejo Camberiano. En realidad, más de una vez. Al menos, las consecuencias que dedujimos de nuestro último encuentro son muy semejantes a lo que acabáis de señalarnos.</p> <p>—¿Qué sucedió? —musitó Arilan. Sobre la sotana púrpura, su rostro parecía un sudario blanco.</p> <p>—Bien… Creo que el mejor modo de describirlo sería decir que se nos presentó una aparición, cuando íbamos a encontrarnos con vos en Dhassa. Se nos apareció en el monasterio de San Neot, cuando nos detuvimos a hacer descansar los caballos.</p> <p>—¿Él?</p> <p>Morgan asintió, con cautela.</p> <p>—Todavía no sabemos quién fue. Pero cada uno de nosotros lo vio en situaciones separadas, que no tengo tiempo de describir ahora. Se parece a… Bien, digamos que tiene un sorprendente parecido con los retratos y las ilustraciones de Camber de Culdi.</p> <p>—¿San Camber? —murmuró Arilan, incapaz de creer lo que oía.</p> <p>Duncan se revolvió en la silla, incómodo.</p> <p>—Por favor, Eminencia, no nos malinterpretéis. No decimos que haya sido San Camber. El nunca dijo que lo fuera. En realidad, cuando Morgan y yo lo vimos esta última vez, dijo que no era San Camber, sino «sólo uno de sus fieles servidores». Creo que lo dijo con esas palabras. Por lo que vos acabáis de contarnos sobre el Consejo Camberiano, bien podría tratarse de uno de ellos.</p> <p>—Es imposible… —murmuró Arilan, meneando la cabeza con incredulidad—. ¿Qué os dijo?</p> <p>Morgan enarcó una ceja.</p> <p>—Hum… Quiso dar a entender que teníamos enemigos deryni, de los que nada sabíamos. Dijo que aquellos cuya tarea era conocer estas cosas creían que Duncan y yo podíamos tener más poderes de los que pensábamos y que podríamos ser retados a duelo arcano para medir el límite de nuestras facultades. Pero, al parecer, le preocupaba que eso pudiese suceder.</p> <p>El rostro de Arilan había perdido el color. Tuvo que sujetarse del palo central para no caer. Parecía no querer escuchar más.</p> <p>—Es imposible… —susurró—. Y, sin embargo, tendría que ser alguien del Consejo…</p> <p>Fue hasta un banco vacío y se dejó caer.</p> <p>—Esto arroja una luz muy distinta sobre la situación. Alaric, vos y Duncan habéis sido declarados en condiciones de aceptar el reto arcano por cualquier deryni de sangre pura, y por las razones que ese desconocido invocó. Soy uno de los miembros del Consejo Camberiano; estuve allí cuando se tomó la disposición, aunque no pude hacer nada por impedirlo. Pero ¿quién podría haberse acercado a vosotros con semejante disfraz? ¿Quién podría tener motivos, siquiera? No tiene sentido…</p> <p>Arilan miró a todos los que se encontraban en la tienda y comprendió que había estado pensando en voz alta. Warin y Cardiel lo observaban con ojos desmesurados y algo temerosos, incapaces de comprender, a causa de su humanidad. Hasta Nigel lo observaba atónito y confuso. Sólo vislumbraba a medias las consecuencias de las palabras que el obispo acababa de pronunciar. Morgan y Duncan lo escrutaban con cuidado, tratando de conciliar lo que decía con todo lo que recordaban de sus encuentros con el desconocido vestido de San Camber. Sólo Kelson permaneció imperturbable. La súbita incertidumbre de la situación parecía aislarlo e infundir en él una fría sobriedad, una distancia que le permitía evaluar la crisis objetivamente.</p> <p>—Muy bien —dijo Arilan, despojándose de su presentimiento y volviendo al asunto que tenía entre manos—. Alaric, Duncan, no puedo explicar las apariciones, pero al menos pienso descubrir si Wencit realmente estuvo en contacto con el Consejo y si forzó a sus miembros a arbitrar un duelo arcano. No tengo conocimiento de tal disposición y, como integrante del Consejo, directamente involucrado en este asunto, debería haber sido consultado. En realidad, he estado ausente últimamente de algunas de las reuniones de rutina, debido a nuestra marcha forzada, de modo que es posible. Morgan, ¿tenéis Guardias Mayores?</p> <p>—¿Guardias Mayores? Yo… —Morgan vaciló, y Arilan meneó la cabeza.</p> <p>—Olvida las reservas. No hay tiempo. ¿Tenéis, sí o no?</p> <p>—Sí.</p> <p>—En tal caso, tráelas. Duncan, necesitaré ocho velas blancas, todas del mismo tamaño. Mira a ver qué puedes encontrar.</p> <p>—Ahora mismo.</p> <p>—Bien. Warin, Thomas, ayudad a Nigel a enrollar la alfombra para dejar el suelo al desnudo. Kelson, necesitaré algo de las viejas épocas. ¿Podríais prestarme vuestro Anillo de Fuego?</p> <p>—Desde luego. ¿Qué pensáis hacer? —preguntó Kelson, mientras se quitaba el anillo y miraba fascinado la hierba aplastada que descubría la alfombra.</p> <p>Arilan deslizó el Anillo de Fuego por su meñique e hizo señas a Morgan y a Duncan para que se fueran.</p> <p>—Voy a construir un Portal de Transferencia con vuestra ayuda. Por fortuna, es uno de los antiguos dones que no se ha perdido por completo. Nigel, en pocos momentos necesitaré de vosotros una ayuda distinta. ¿Podréis obedecerme sin hacer preguntas?</p> <p>Los tres cambiaron miradas recelosas, pero asintieron. Arilan les lanzó una sonrisa tranquilizadora. Fue hasta un cuadro de césped y se dejó caer de rodillas. Después de hurgar la hierba con las manos y de quitar varias piedrecillas y raíces, solicitó la daga de Nigel, que el príncipe le tendió sin decir palabra. Entonces, mientras los cuatro miraban, comenzó a cortar sobre la tierra un octágono de dos metros.</p> <p>Mientras trazaba el segundo lado e iba hacia el tercero, les dijo:</p> <p>—Imagino lo extraño que esto deberá de pareceres. Warin, explicaré en vuestro beneficio que un Portal de Transferencia es un dispositivo mediante el cual un deryni puede viajar a cualquier punto sin que pase el tiempo. Es instantáneo. Por desgracia, este notable don no puede ejercerse sin un Portal y construir uno consume mucha energía. Aquí es donde intervendréis vosotros tres. Quisiera sumir a cada uno de vosotros en un trance profundo y emplear vuestra energía para poner en funcionamiento el Portal. Prometo que no os hará daño.</p> <p>Había termiando de cortar el sexto lado del octágono. Vio que Warin se revolvía en su sitio, más que incómodo ante la idea de verse involucrado en un acto de magia.</p> <p>—¿Aprensivo, Warin? No os culpo. Pero no tenéis motivo para alarmaros, en realidad. Será igual que cuando Morgan leyó vuestra mente, sólo que no recordaréis nada.</p> <p>—¿Lo juráis?</p> <p>Arilan asintió y Warin se encogió de hombros, nervioso.</p> <p>—Muy bien. Haré lo que pueda.</p> <p>Arilan siguió trazando el octágono. Cuando terminó el último lado, Morgan apareció con una pequeña caja de cuero rojo. Se detuvo en el borde del círculo y vio a Arilan cortar el trazo final. El obispo se enderezó y se limpió las manos en la sotana. Devolvió la daga a Nigel.</p> <p>—¿Las Guardias? —preguntó.</p> <p>Morgan asintió y, tras abrir el estuche, dejó caer en la palma de su mano ocho diminutos cubos negros y blancos. Cada dado era como una falange de su dedo meñique; cuatro claros y cuatro oscuros. Cuando Morgan abrió la mano, la luz se reflejó pálidamente sobre ellos. El obispo pasó una mano sobre los cubos e inclinó la cabeza como si quisiese escuchar algo. Asintió e indicó a Morgan que procediera. Salió del octágono; Morgan se hincó de rodillas y dejó los dados sobre la hierba. Arilan lo observó un instante, se aclaró la garganta y le dijo:</p> <p>—¿Puedes activar todos los pasos menos el último y, luego, poner en funcionamiento la Guardia desde dentro?</p> <p>Morgan levantó la vista y asintió en silencio.</p> <p>—Bien. Cuando Duncan traiga las velas, haced que ponga una en cada ángulo del octágono. Nigel, Warin, Cardiel, acercaos aquí y poneos cómodos. Kelson, ¿podríais traer unas pieles para que se tumben?</p> <p>Mientras los tres únicos humanos se dirigían a los lugares indicados, Duncan regresó con las velas. Se hincó de rodillas por fuera del octágono y, con la daga, comenzó a recortar las velas para que todas fuesen iguales. Morgan lo observó un momento y le indicó dónde debía ponerlas cuando hubiese terminado. Tras lanzar una última mirada a los demás, comenzó su tarea con los cubos.</p> <p>Los dados recibían el nombre de Guardias. Todo el conjunto se denominaba Guardia Mayor, una vez que era puesto en funcionamiento. Para que la Guardia Mayor cobrara vida, cada paso debía cumplirse con precisión. Primero, había que disponer los cuatro dados blancos en un cuadrado, donde dos caras de cada cubo se tocaran con sus vecinas. Luego, había que situar los dados negros, uno en cada ángulo del cuadrado que formaban los dados blancos. Los negros y los blancos no debían tocarse.</p> <p>Morgan trazó el dibujo convenido, extendió el índice derecho y lo posó sobre el dado blanco del extremo superior izquierdo. Miró subrepticiamente a Arilan y murmuró el <i>nomen</i>:</p> <p>—Prime.</p> <p>Ninguno de los otros había estado prestándole atención, de modo que Morgan volvió los ojos a las Guardias y vio con placer que la primera refulgía con una tenue luz lechosa. No había perdido el don.</p> <p>—<i>Seconde</i> —volvió a murmurar y tocó el dado blanco del extremo superior derecho.</p> <p>—<i>Tierce. Quarte</i>. —Y fue tocando en rápida sucesión los dados restantes.</p> <p>Los cuatro dados blancos formaron un único cuadrado mayor, que se reflejaba fríamente sobre los cuatro dados negros que quedaban. Morgan llevó el dedo al cubo negro de arriba a la izquierda, respiró hondo y musitó:</p> <p>—Quinte.</p> <p>Repitió el procedimiento rápidamente con los tres cubos negros restantes, pronunciando sus nombres:</p> <p>—Sixte. Septime. Octave.</p> <p>Los cubos negros parecían irradiar desde el interior una profunda luz negroverdosa. Allí donde la luz de los dados oscuros se fundía con el resplandor blanco, se producía una difusa área de oscuridad temblorosa, como si cada una anulase el efecto de la otra.</p> <p>Morgan alzó la vista y se sorprendió de ver que todos tenían algo que hacer. Duncan había terminado de rebanar las velas y de situarlas donde debía, sin que Morgan se hubiese percatado. Con toda calma, se había puesto de rodillas al lado de Warin, quien ya se encontraba sumido en un trance profundo con la cabeza floja caída sobre las rodillas y los ojos cerrados. Arilan y Kelson se habían acuclillado ante Nigel, que también parecía dormido. Aparentemente, Arilan instruía al joven rey para que pudiera controlar lo que vendría a continuación.</p> <p>Pero Cardiel estaba a cierta distancia de los demás, con un brazo apoyado en una rodilla encogida. Se había sentado sobre las alfombras que, plegadas, aguardaban en el borde del octágono. Llevaba cierto tiempo observando a Morgan con fascinación y, cuando el general captó su mirada, el obispo bajó los ojos, incómodo. Pero no mantuvo la vista gacha mucho tiempo, pues, sin lugar a dudas, Cardiel estaba extasiado con la escena que tenía ante sí. Con mucha dificultad, se abstuvo de acercarse para mirar más de cerca.</p> <p>—Lo siento. No tenía intención de fisgonear —comentó en voz baja—. ¿Molestaría si lo observo?</p> <p>Morgan vaciló un instante, sopesó la posibilidad de permitir que el obispo supiera más de lo que ya sabía y se encogió de hombros.</p> <p>—No me molesta. Pero, por favor, no me interrumpáis; la parte que viene ahora es un poco tediosa y necesito absoluta concentración.</p> <p>—Lo que vos digáis —murmuró Cardiel y se acercó un metro para poder ver mejor.</p> <p>Con un suspiro, Morgan se restregó las palmas de las manos contra los muslos y tomó Prime, el primer dado blanco, y lo acercó cuidadosamente a Quinte, su negro vecino. Dejó que los dos se tocaran suavemente, mientras murmuraba:</p> <p>—¡Prímus!</p> <p>Con un ruido ahogado, los dos cubos formaron una diagonal de brillo gris plata, que Morgan se apresuró a retirar antes de coger Seconde. Tras mirar al estupefacto Cardiel, lo acercó a Sixte y susurró:</p> <p>—¡Secundas!</p> <p>Se formó una segunda diagonal grisácea y resplandeciente. Cuando Morgan la apartó, el obispo contuvo un murmullo de estupor. Luego, Morgan tomó Tierce. El general comenzaba a sentir la pérdida de energía y tuvo que frotarse los ojos con la mano al tomar el tercer cubo blanco. El cansancio se desvaneció cuando aplicó la técnica deryni para aplacar la fatiga, sólo que, después, tendría que pagar esa energía hurtada a sus reservas. Pero, en ese momento, había que activar las Guardias, fuera cual fuere el coste. Se tensó y acercó Tierce a Septime.</p> <p>—¡Tertius!</p> <p>La tercera figura oblonga empezó a brillar. La Guardia estaba completa en tres de sus cuartas partes.</p> <p>—Casi estamos listos… —dijo Arilan. Se acercó a Cardiel mientras Morgan cogía Quinte—. Thomas, es tu turno. Te necesito.</p> <p>Cardiel tragó saliva con aprensión y siguió a Arilan hasta un Jugar de la alfombra enrollada. Se tendió de espaldas, como le indicó Arilan, y dejó que el obispo deryni posara una mano fría sobre su frente. Sus párpados aletearon brevemente y se sumió en el trance al que su camarada lo guiaba. Morgan meneó la cabeza, respiró hondo y se armó de todas sus fuerzas para fundir el par de cubos restante.</p> <p>—¡ Quartus!</p> <p>Se produjo un fugaz destello de luz cuando los dos cubos se unieron y, entonces, ante él, sobre el suelo, quedaron formadas cuatro diagonales de luz platinada.</p> <p>Morgan se sentó sobre los talones y miró a su alrededor. Luego, comenzó a desplazar las figuras oblongas hacia los cuatro puntos cardinales del octágono. Mientras trazaba los límites de la protección que extenderían las Guardias, Arilan entró en el círculo y les indicó a Kelson y a Duncan que hicieran lo mismo. Cada uno de ellos debía seguir conservando el control de su tarea a distancia. Morgan se acuclilló en el centro del octágono y miró con inquietud en derredor, mientras los otros tres se apretujaban contra él. Después ajustó la posición de una Guardia que se había movido cuando los otros entraron en el interior de la figura.</p> <p>—Adelante, activa las Guardias —murmuró Arilan—. Pero incluyelos a los tres en la protección. Yo encenderé las velas no bien termines.</p> <p>Morgan miró el círculo, miró a los hombres que dormían fuera de sus confines y alzó la mano derecha para señalar en sucesión las cuatro Guardias.</p> <p>—¡Primus, Secundus, Tertius et Quartus, fíat lux!</p> <p>Cuando pronunció las palabras rituales, las Guardias ardieron de luz y formaron una red de niebla luminosa que bañó a los siete hombres en una nube de resplandor lechoso. Cuando la red se aquietó a su alrededor, Arilan tendió una mano para probar su intensidad y movió las manos en dirección a las ocho velas que señalaban las aristas de octágono. Los cirios se encendieron con un chisporroteo.</p> <p>Arilan se apretujó hacia el centro de la figura y posó la mano sobre el hombro de Morgan.</p> <p>—Muy bien. No bien los cuatro hayamos unido nuestras mentes os conduciré a todos por el Portal de Transferencia. No será particularmente agradable, pues tendremos que desprendernos de muchísima energía, pero lo lograremos. Haré lo que pueda para evitaros lo peor. ¿Alguna pregunta?</p> <p>No las hubo. Con un breve gesto de asentimiento, Arilan extendió la mano libre, aferró a Duncan y a Kelson e inclinó la cabeza.</p> <p>En la tienda comenzó a soplar una ráfaga de viento, que hizo vacilar la llama de las velas y, luego, de la cabeza de Arilan comenzó a emanar una luz pura y nivea. El resplandor creció y, gradualmente, se entremezcló con volutas de verde y púrpura y los tres se pusieron a temblar cuando sus poderes irrumpieron de sus cuerpos y de sus mentes.</p> <p>La niebla crepitó y se arremolinó alrededor de los siete hombres, girando como una corriente cada vez más caudalosa a medida que la luz se arqueaba y estallaba. Por fin, se produjo un resplandor cegador que colmó toda la tienda por un instante fugaz, antes de desaparecer. Kelson lanzó un grito y Morgan estuvo a punto de desmayarse. Duncan sólo exhaló un gemido. Pero el instante pasó y la luz blanca se deshizo. Los cuatro deryni abrieron los ojos y, bajos las rodillas, sintieron el ligero cosquilleo de un Portal de Transferencia viviente. A todos les era una sensación familiar.</p> <p>Con un suspiro de satisfacción, Arilan se incorporó y comenzó a alejar a Cardiel del círculo. Con una seña, indicó a Duncan y a Kelson que hicieran lo mismo con Warin y con Nigel. Pronto el círculo quedó vacío salvo por la figura acuclillada de Morgan, de rodillas en el centro del octágono. Arilan se mordió el labio, se dejó caer a su lado y volvió a posar una mano sobre su hombro.</p> <p>—Sé lo cansado que debes de estar, mas necesito un favor antes de irme. Las Guardias deben extenderse para proteger toda la tienda. Todos estáis exhaustos y, cuando yo regrese para llevaros a ti, a Duncan y a Kelson, querremos que los demás queden protegidos. Deberéis dormir hasta la medianoche y no podréis defenderos si alguien quisiera atacaros, aprovechando vuestra indefensión.</p> <p>—Entiendo.</p> <p>Con un gruñido de fatiga, Morgan se puso de pie y abrió las manos a ambos lados del cuerpo, con las palmas hacia arriba. Tomó aliento y exhaló con fuerza, como si de alguna parte obtuviera energías. Entonces, hizo un sutil gesto defensivo, con las palmas hacia fuera, como si empujara alguna fuerza. La red de luz se extendió hasta las paredes de la tienda. Luego, bajó lentamente las palmas a su lugar.</p> <p>—¿Era eso lo que querías? —preguntó con voz opaca.</p> <p>Arilan asintió con cuidado e indicó a Kelson y a Duncan que ayudaran al general a sentarse a un lado del octágono.</p> <p>—Tardaré unos diez minutos —anunció, y fue hasta el centro de la figura—. Mientras tanto, Duncan, tú y Kelson podríais hacer algo por Morgan, para que recupere las fuerzas hasta donde eso sea posible. Pero tratad de estar preparados para partir no bien yo regrese. El Consejo no verá esto con buenos ojos y no quiero darle tiempo a que piense demasiado.</p> <p>—Estaremos listos —replicó Kelson.</p> <p>Arilan hizo un gesto de asentimiento, cruzó los brazos sobre el pecho e inclinó la cabeza.</p> <p>De pronto, desapareció de la vista.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XXIII</p> </h3> <cita> <p>Yo buscaré la oveja perdida, y amarraré la que está quebrada y, a la débil, haré más fuerte.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Ezequiel 34:16</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Todo fue oscuridad. Sus ojos se habían ajustado a la débil luz, pero antes aun Arilan ya sabía que estaba cerca de la gran puerta que conducía al recinto del Consejo Camberiano, en el pequeño pasillo que se formaba alrededor del Portal de Transferencia. La zona estaba desierta; a esa hora, era previsible. No obstante, proyectó sus sentidos durante varios segundos antes de ir hacia las inmensas puertas doradas. No le agradaba la idea de ser interrumpido en ese instante.</p> <p>Cuando se acercó a la cámara, la puerta se abrió de par en par, pero la sala que se extendía detrás estaba tan a oscuras como la antecámara. La luz del sol vespertino, ya pálida, atravesaba opaca la alta claraboya violeta.</p> <p>Sin dejar de avanzar, Arilan levantó los brazos e hizo un pase al trasponer la puerta dorada. A su orden, las antorchas y los cristales violáceos se encendieron de pronto. El obispo hechicero se sentó en su silla, puso las manos con aire cansado sobre la mesa de marfil y reclinó la cabeza contra el respaldo alto para serenarse, un segundo apenas. Entonces, fijó la vista en el gran cristal plateado que pendía sobre la mesa octogonal y empezó a llamar a sus camaradas del Consejo.</p> <p>Transcurrieron minutos incalculables; su llamada continuó. Varias veces Arilan se revolvió inquieto en su silla, tratando de conservar la energía, pero sin menguar la intensidad de su convocatoria, impaciente por la demora. Al cabo de un tiempo, dejó de llamar y se dispuso a esperar. Las puertas no tardaron en abrirse una vez más y, entonces, comenzaron a aparecer los miembros del Consejo.</p> <p>Primero Kyri de la Flama, espléndida y encantadora en su atuendo de cacería color verde intenso. Luego Laran ap Pardyce, con su amplia túnica de erudito. Thorne Hagen, descalzo y con una bata anaranjada, puesta a toda prisa. Stefan Coram, algo encrespado, con ropas de montar de cuero azul oscuro. Finalmente, llegó el ciego Barrett de Laney, del brazo de Vivienne, seguidos por Tiercel de Ciaron. El joven traía un aire casi disoluto, con la túnica color burdeos abierta en el cuello.</p> <p>Cuando entró el último, Arilan alzó los ojos para escrutar a sus siete compañeros, con expresión inquisidora. Mientras los siete ocupaban sus lugares, nadie habló, aunque todos miraron a Arilan con curiosidad; sabían bien de quién había provenido la llamada. El obispo deryni sostuvo sus miradas sin vacilar y, tras unir las yemas de los dedos, decidió dar a conocer el motivo de su convocatoria.</p> <p>—¿Quién ofreció los servicios del Consejo para mediar en un duelo arcano dispuesto por Wencit de Torenth?</p> <p>Silencio estupefacto. Inquietud. Asombro. Los siete se miraron con azoramiento, como si se preguntaran por la cordura de su camarada.</p> <p>—He hecho una pregunta y espero la respuesta —apremió Arilan, y su mirada severa se posó sobre los otros siete—. ¿Quién autorizó la mediación?</p> <p>Stefan Coram se puso de pie lentamente y todos los ojos se volvieron hacia él.</p> <p>—Nadie ha venido al Consejo para solicitar una mediación, Denis. Debes de estar en un error.</p> <p>—¿En un error?</p> <p>Arilan miró a Coram, atónito, y, al ver que la expresión segura de Coram no cambiaba, su conmoción se convirtió en sospecha.</p> <p>—Vamos, no finjáis inocencia. Wencit de Torenth tiene defectos de sobra, pero la estupidez no es uno de ellos. Ni siquiera él osaría sostener algo semejante si no tuviera argumentos. ¿Os atrevéis a decirme que no sabéis nada del asunto?</p> <p>Tiercel se reclinó en su silla y suspiró, con una arruga de preocupación en sus rasgos apuestos.</p> <p>—Coram dice la verdad, Denis. Y habla por todos. No ha habido ninguna comunicación por parte de Wencit sobre ningún tema y mucho menos sobre un duelo arcano. Sabes que estoy de tu parte y de la del rey. Nunca te mentiría en esto.</p> <p>Arilan se obligó a distenderse. Entrelazó los dedos para que no le temblaran y los apoyó en el borde de la mesa. Descansó la espalda en el respaldo de la silla. Si Wencit no había acudido al Consejo…</p> <p>—Comienzo a darme cuenta… —murmuró. Levantó la vista y volvió a recorrer los rostros familiares—. Caballeros, damas, debéis perdonarme. Al parecer, el rey y yo hemos sido víctimas de un fraude. Wencit nos dice que habrá arbitrio oficial del Consejo durante el duelo, con la esperanza de infundir en nosotros un sentimiento de falsa seguridad. Luego, se presenta al reto con tres… no, con cuatro hombres más, que fingirán ser los integrantes del grupo de arbitros del Consejo. No sabe que yo soy miembro de esta entidad y ni siquiera sospecha que soy deryni. Y ¿cómo podría Kelson conocer siquiera de vista a los integrantes del Consejo? Hasta hacía unas horas, ni siquiera sospechaba de nuestra existencia. ¡Traición, traición!</p> <p>El Consejo seguía atónito. No tenía la costumbre de reaccionar rápidamente ante asuntos tan graves como ése. Hacía muchos años que nadie cuestionaba abiertamente la autoridad del Consejo. Los miembros de mayor edad seguían sin creer que pudiese ser cierto, mientras que los más jóvenes comenzaban a percatarse de las consecuencias de la noticia. Tiercel, que había hablado ya, miró a sus colegas y se inclinó hacia delante, pensativo.</p> <p>—¿A quién ha retado Wencit, Denis?</p> <p>—Será un duelo arcano de cuatro contra cuatro: Wencit, su pariente Lionel, Rhydon y Bran Coris, por el bando de Wencit; junto a Kelson estarán Morgan, McLain y, presumiblemente, yo. Wencit no nos nombró específicamente, pero no queda otro. —Hizo una pausa—. Pero no pienso contender contra Wencit si hay traición de por medio. ¡Al menos, no según sus términos! Solicito protección del Consejo para mí y mis camaradas, señores. La protección del verdadero Consejo.</p> <p>Barrett se aclaró la garganta, incómodo.</p> <p>—Temo que será imposible, Denis, aunque lo lamento por ti. No todos los que has nombrado son deryni.</p> <p>—No son deryni de pura estirpe —convino Arilan—. Sin embargo, todos se verán obligados a actuar como si lo fueran. ¿Te opones a Morgan y a McLain, así y todo?</p> <p>—Siguen siendo medio deryni —espetó Vivienne—. Eso no cambiará. No podemos alterar nuestras reglas por tu conveniencia.</p> <p>—¡Khadasa! —Arilan descargó un puño contra la mesa y se puso de pie—. ¿Tan ciegos estáis, tan esclavos de las normas sois que todos tendremos que perecer por causa de ellas?</p> <p>Se apartó de su lugar en la mesa y empezó a caminar enérgicamente hacia las puertas doradas. Cuando la puerta se abrió, se detuvo bajo el arco.</p> <p>—Volveré enseguida, señores. Dado que participaré en el reto, reclamo vuestra intervención en mi beneficio y en el de mis nuevos aliados: mis aliados deryni. ¡Creo que es hora de que los conozcáis!</p> <p>Giró sobre sus talones y se retiró de la cámara, dejando al Consejo atónito. Segundos después, volvía a trasponer las enormes puertas doradas, seguido de cerca de tres personas más. Cuando Arilan entró, se oyeron murmullos de estupor e indignación. Laran se puso de pie para protestar, pero, cuando Arilan lo miró de frente y recorrió con la vista al resto del Consejo, decidió cambiar de parecer. El obispo se detuvo detrás de la silla y aguardó hasta que Kelson, Morgan y Duncan se hubieron colocado, incómodos, a su espalda. Entonces, se dirigió al Consejo.</p> <p>—Damas y caballeros, espero perdonéis mi falta de ortodoxia al traer a estos hombres aquí, pero no me habéis dejado alternativa. Si he de verme involucrado en un combate, donde tendré que poner en peligro la posición y el lugar que hasta hoy mantuve entre la comunidad de los hombres, debo reclamar las antiguas protecciones. Lo mismo ocurre con mis camaradas, ya que una cadena se quiebra por su eslabón más débil. Todos debemos tener garantías de que recibiremos la misma protección.</p> <p>»Damas, caballeros, os presento a Su Majestad Kelson Cinhil Rhys Anthony Haldane, rey de Gwynedd, príncipe de Meara, señor de Rhemuth y lord de la Frontera Púrpura: vuestro soberano. También os presento a lord Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn, señor de Coroth y Paladín del rey. Y, por último, a monseñor Duncan Howard McLain, confesor de Su Majestad y, al parecer, por dudosa gracia de Wencit de Torenth, también duque de Cassan y conde de Kierney: su padre fue ejecutado hoy por orden de Wencit.</p> <p>»Cada uno de estos caballeros es, al menos, medio deryni, según nuestros parámetros. Y, a partir de las disposiciones que este Consejo tomó recientemente, pueden ser considerados en las mismas condiciones que si fuesen deryni puros. —Se volvió para mirarlos—. Majestad, señores, tengo el honor algo dudoso de presentaros al Consejo Camberiano. Aún queda por ver si seguirá conservando su gloriosa herencia…</p> <p>Los tres se inclinaron con cautela y Morgan hizo un gesto deferente hacia el obispo.</p> <p>—Eminencia, ¿podría hacer unas preguntas?</p> <p>—Por su…</p> <p>—Nosotros haremos las preguntas, señor —le cortó Vivienne, con tono imperativo—. ¿Quién os dio permiso para dirigiros a este Consejo?</p> <p>—Pues, lord Arilan, señora. ¿Debo entender que este Consejo habla por todos los deryni?</p> <p>—Es el bastión de las viejas tradiciones —replicó Vivienne con frialdad—. ¿Acaso un medio deryni pone en duda nuestras antiguas costumbres?</p> <p>Morgan enarcó una ceja, sorprendido, y posó sus ojos inmensos y candidos sobre la venerable mujer.</p> <p>—Señora, de ninguna manera. Si no me equivoco, vuestras antiguas costumbres se respetaron el otoño pasado, cuando nuestro rey combatió contra lady Charissa. Sin la fuerza reguladora, que según me han hecho creer, ejerce este Consejo, Su Majestad tal vez no hubiese tenido el tiempo necesario para descubrir sus facultades. Hay buenas razones para estar orgullosos de él.</p> <p>—Por cierto que sí —repuso Vivienne, irritada—. El joven Haldane es un digno descendiente de nuestra raza. Por parte de su madre, ha recibido un puro linaje deryni, aunque oculto durante muchos años. Por parte de padre, sus orígenes se remontan a los grandes Haldane, a quienes el Bendito Camber escogiera para restaurar la gloria y conferir el fruto de los Grandes Descubrimientos. Por la combinación de sus antepasados, lo consideramos unos de los nuestros. Siempre ha gozado del beneficio de nuestra protección, aunque él no lo haya sabido hasta hoy. La tendrá esta vez también, al igual que lord Arilan. El Consejo responde por ellos dos.</p> <p>—¿Y por mí? ¿Y por Duncan?</p> <p>—Ambos habéis nacido de madres deryni, hermanas de sangre, y, como tal, gozáis de nuestro aprecio. Pero vuestros padres fueron humanos, lo cual os hace ajenos…</p> <p>—¿Pero qué hay de sus poderes? —intervino Tiercel con ansiedad, interrumpiendo osadamente a Vivienne—. Morgan, ¿es cierto que tú y McLain podéis curar?</p> <p>Morgan escrutó los ojos de Tiercel de Ciaron y dejó que su mirada surcara a los demás miembros del Consejo. En ellos, encontró expectación, ansiedad, temor. En ese instante, Morgan no supo bien cuánto estaba dispuesto a revelar sobre sus propios poderes. Miró a Arilan en busca de orientación, mas el obispo no mostró ningún indicio. Muy bien. Cambiaría la táctica ligeramente, trataría de poner al Consejo a la defensiva y les haría saber que Alaric Morgan, deryni o no, era un hombre merecedor de su respeto.</p> <p>—¿Si podemos curar? —repitió con suavidad—. Tal vez luego podamos decir algo sobre ello. Por ahora, vuelvo a preguntar sobre mi condición y la de Duncan. Si, como se me ha hecho creer, estamos en condiciones de aceptar un reto en virtud de nuestro linaje materno, ¿no podemos acaso exigir el derecho a ser protegidos? Si somos aptos sólo para el peligro y no para la protección por nuestra herencia de sangre, ¿dónde está la justicia deryni de la que tanto se habla, señores?</p> <p>—¿Osáis desafiar nuestra autoridad? —preguntó Coram con cautela.</p> <p>—Pongo en duda la autoridad para poner en riesgo nuestras vidas por circunstancias que están fuera de todo control, señor —replicó Morgan. Coram se reclinó en la silla y asintió lentamente, mientras Morgan continuaba—. No pretendo comprender todas las consecuencias de mi linaje, pero Su Majestad puede atestiguar, según creo, que tengo una recta idea de lo que es la justicia. Si se nos niega la protección que nos corresponde por derecho de sangre y se nos obliga a enfrentarnos a deryni de pura estirpe que han recibido instrucción formal sobre el uso de sus poderes, tal vez se esté decretando nuestras muertes. Y no hemos hecho nada para merecerlo.</p> <p>Barrett, el ciego, volvió la cabeza hacia Arilan y la movió en señal de asentimiento.</p> <p>—Por favor, pide a tus amigos que aguarden fuera, Denis. Esta petición exige un análisis muy franco. No deseo exponer nuestras diferencias internas a oídos extraños.</p> <p>Arilan asintió y miró a su tres camaradas.</p> <p>—Aguardad junto al Portal hasta que os llame —les dijo en voz baja.</p> <p>No bien las puertas se cerraron tras ellos, Thorne Hagen se puso de pie y descargó su mano regordeta contra la mesa ornamentada.</p> <p>—¡Esto es un escándalo! ¡No podemos permitir la protección del Consejo a un par de deryni de linaje impuro! ¡Habéis oído la beligerancia con que Morgan se dirigió a nosotros! ¿Pensáis permitir semejante conducta?</p> <p>Barrett volvió la cabeza lentamente hacia Coram, ignorando el estallido de Hagen.</p> <p>—¿Qué piensas, Stefan? Valoro tu opinión. ¿Crees que sería conveniente llamar a Wencit y a Rhydon y exigirles que nos den las razones de su supuesto comportamiento?</p> <p>Los ojos claros de Coram se nublaron imperceptiblemente y su rostro adquirió una nota de determinación.</p> <p>—Me opongo a invitar a la cámara del Consejo a cualquier extraño y, especialmente, a los dos que has mencionado. Tres intrusos son más que suficiente para un solo día.</p> <p>—Vamos, Stefan —intervino Kyri, la de los cabellos rojos—. Todos sabemos tus sentimientos hacia Rhydon, pero eso fue hace muchos años. Estamos ante un asunto importante. Seguramente, podrás dejar de lado tus diferencias con Rhydon por la seguridad de todos nosotros.</p> <p>—No se trata de nuestra seguridad, es cuestión de los dos medio deryni… Si el consejo desea llamar a Wencit y a ese otro ante su presencia, tiene ese derecho, desde luego; pero lo hará sin mi sanción y sin mi asistencia.</p> <p>—¿Te irías de la cámara del Consejo? —preguntó Vivienne, con el rostro lleno de estupor.</p> <p>—Así es.</p> <p>—Yo tampoco deseo que Rhydon esté aquí —agregó Arilan—. No sabe que soy deryni y preferiría que siguiera ignorándolo el mayor tiempo posible. Ello podría proporcionarle al rey una ventaja muy necesaria en el duelo arcano, ya que, al parecer, tendremos que librarlo de todas formas.</p> <p>Barrett asintió lentamente.</p> <p>—Es una razón válida. Y el mismo argumento se aplicaría a la presencia de Wencit. ¿El Consejo está de acuerdo? Y, al margen de lo que opinéis sobre este particular, ¿cuál es vuestra opinión con respecto a Morgan y a McLain? ¿Debe extendérseles la protección del Consejo, sí o no?</p> <p>—¡Claro que sí! —estalló Tiercel—. Wencit no se ha contentado con impugnar la dignidad del Consejo osando anunciar un falso ofrecimiento de arbitrio, sino que ha escogido de su lado a dos humanos sin una gota de sangre deryni, cuyos poderes son sólo adquiridos. Debido a ambas razones, ¿por qué no convenir en arbitrar formalmente este reto arcano? Que mañana aparezca una auténtica comisión de arbitros del Consejo en el duelo y que extienda su protección a las ocho partes involucradas. De todas formas, se trata sólo de una cuestión de formalidad, cuyo objeto es proteger de traiciones que provengan del exterior. El resultado dependerá de la fortaleza y de la aptitud de los contrincantes. Lo sabemos bien.</p> <p>Se produjo un breve silencio, y Vivienne movió en sentido afirmativo su cabellera gris plata.</p> <p>—Tiercel tiene razón, aun pese a sus modales impetuosos. No habíamos considerado a los dos combatientes no deryni que presentará Wencit y tampoco habíamos ponderado el hecho de que Wencit afrentara al Consejo con su falso alegato. Y, en lo que respecta a Morgan y a McLain —se encogió de hombros—, que así sea. Si ellos ganan y sobreviven, será amplia prueba de que merecían nuestra protección desde un principio. Al margen del resultado, nuestra posición está bien fundamentada.</p> <p>—Pero… —comenzó Thorne.</p> <p>—¿Quieres guardar silencio? —llegó la réplica de la otra integrante femenina del Consejo—. Señores, estoy de acuerdo con lady Vivienne y estoy segura de que Tiercel y Arilan pensarán lo mismo. Laran, ¿qué dices? ¿Tu orgullo y tu curiosidad te permitirán acceder a la petición?</p> <p>Laran asintió.</p> <p>—Estaré de acuerdo con cualquier disposición que haya que tomar para permitirlo. Y espero que venzan. Sería criminal perder esos poderes curativos, si Morgan realmente los posee.</p> <p>—Es un argumento por demás pragmático y racional —se rió Vivienne—. ¿Y bien, señores? Cinco de nosotros apoyamos la medida. ¿Hace falta una votación formal?</p> <p>Nadie dijo una sola palabra. Vivienne miró a Barett, con una ligera sonrisa.</p> <p>—Muy bien, lord Barrett. Parece que nuestros augustos camaradas han convenido que extendamos nuestra protección a los deryni de linaje mixto y que arbitremos el duelo arcano que tendrá lugar mañana. ¿Estás preparado para cumplir con tus deberes?</p> <p>Barrett asintió, con aire cansado.</p> <p>—Lo estoy. Arilan, llama a tus amigos.</p> <p>Con una sonrisa triunfal, Arilan fue hasta las puertas doradas, que se abrieron silenciosamente no bien se acercó. Los tres se volvieron para mirarlo con rostros afligidos, pero su expresión lo dijo todo. Entraron en el recinto detrás de Arilan, con el paso confiado y las cabezas erguidas. El Consejo Camberiano ya no los intimidaba.</p> <p>Cuando los cuatro se acercaron al asiento de Arilan, Barrett ordenó:</p> <p>—Quédate de pie con tus camaradas, Denis.</p> <p>Arilan se detuvo y, a su alrededor, se colocaron Kelson, Morgan y Duncan, para mirar de frente a Barrett con porte resuelto.</p> <p>—Kelson Haldane, Alaric Morgan, Duncan McLain oíd el veredicto del Consejo Camberiano. Se ha decidido que todos gocéis de la protección del Consejo en este asunto, por lo cual la garantía os es extendida. El duelo arcano será arbitrado por Laran ap Pardyce, lady Vivienne, Tiercel de Ciaron y quien os habla. Arilan, no podrás tener más contacto con el Consejo hasta el momento del duelo arcano. Además, deberás instruir a tus tres compañeros en lo que se requerirá de ellos para que cumplan con el debido comportamiento durante el duelo. Todo se hará según las normas rituales, como se viene haciendo desde antaño. Ninguno de vosotros podrá hablar de lo que sucederá mañana con ninguna persona que no haya estado presente en esta cámara en este momento. ¿Habéis comprendido?</p> <p>Arilan manifestó su obediencia con una inclinación formal y elegante.</p> <p>—Todo se hará según la antigua tradición, señor.</p> <p>A continuación, guió a sus tres amigos hacia la oscura antecámara, donde los esperaba el Portal de Transferencia. Sabía que bullían de preguntas, mas no les permitiría hablar hasta que hubiesen salido de los confínes del Consejo. Se internaron en el Portal y partieron. Pero los primeros segundos posteriores a su regreso fueron confusos, como los que suceden a un sueño. Los cuerpos durmientes de Nigel, Cardiel y Warin, la alfombra enrollada y el octágono abierto en el césped les recordaron que acababan de vivir una experiencia real.</p> <p>Kelson se volvió lentamente hacia Arilan.</p> <p>—Todo fue verdad… ¿no es así?</p> <p>—Todo fue verdad —sonrió Arilan—. Y, al parecer, los milagros se empeñan en suceder. Kelson, redacta la aceptación del desafío y se la enviaremos de inmediato a Wencit. —Suspiró, hizo a un lado los restos de velas con el pie y se hundió en una silla—. Podemos cubrir el Portal. Si es necesario, lo usaremos otra vez, pero ya no hace falta mantener el contacto con el suelo desnudo.</p> <p>Kelson asintió con la cabeza y fue hasta una mesa portátil. Tomó un pergamino y una pluma.</p> <p>—¿Qué tono hay que emplear? ¿Confiado? ¿Beligerante?</p> <p>Arilan sacudió la cabeza.</p> <p>—No. Ligeramente aprensivo, pero resignado, como si nos hubieran forzado a aceptar en contra de nuestro parecer. No queremos que sepan que hemos tenido contacto con el Consejo ni que adivinen nuestra pequeña estratagema. —De pronto, sus ojos adquirieron un brillo diabólico—. De hecho, que parezca una nota miserable y que transmita nuestro temor. ¡Cuando mañana aparezca el verdadero Consejo para arbitrar el duelo arcano, será algo digno de verse!</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XXIV</p> </h3> <cita> <p>Así dijo Jehová: He aquí que yo traigo mal sobre este lugar y sobre los que en él moran…</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">II Reyes, 22:16</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Esa misma noche, horas más tarde, desde la puerta de la tienda real, Arilan contemplaba un firmamento profusamente estrellado. A su alrededor, oía los sonidos del campamento que se disponía a dormir; un sueño que acaso fuera el último. Los caballos tironeaban de las cuerdas y resoplaban sus temores nocturnos; los hombres se anunciaban ante los centinelas y recorrían sus puestos de guardia; otros se preparaban para dormir y murmuraban alguna conversación en voz grave y baja. Alrededor de Arilan, ardía un anillo de antorchas, enclavadas en la tierra ante el pabellón del rey, y formaba un velado resplandor rojizo. Pero, esa noche, el fuego no podía competir con las estrellas.</p> <p>Arilan pensó que nunca había visto un cielo estival tan estrellado. Acaso nunca volviese a verlo.</p> <p>Detrás, oyó un rumor de pies calzados en cuero. Kelson se había detenido a sus espaldas, para mirar el firmamento por encima de su hombro. El joven rey permaneció un instante en silencio, con la cabeza desnuda y un sencillo manto de soldado alrededor del cuerpo. También él sentía el hechizo de la noche estival.</p> <p>Por fin, preguntó.</p> <p>—¿Ya vienen Alaric y Duncan?</p> <p>—Les he mandado llamar. Enseguida estarán aquí.</p> <p>Kelson suspiró y extendió los brazos ante sí, con los dedos entrelazados. Miró ociosamente el círculo de antorchas y a los guardias que custodiaban su pabellón, en el límite de la lumbre rojiza.</p> <p>—Será una noche corta. Probablemente tengamos que estar listos antes de que amanezca, en caso de que Wencit intente algo furtivo. El mensajero que entregó nuestra aceptación dijo que no parecía muy complacido.</p> <p>—Estaremos preparados para Wencit —afirmó Arilan—. Y, en lo que respecta a las sorpresas, me temo que será Wencit quien se las lleve, una vez que asome el sol.</p> <p>Se detuvo, al percibir un movimiento fuera del círculo de luz. Con un codazo, anunció a Kelson que se acercaban Morgan y Duncan.</p> <p>Los guardias los saludaron con una breve reverencia.</p> <p>—¿Algún problema, Kelson? —preguntó Morgan.</p> <p>El rey negó con la cabeza.</p> <p>—No. Estoy un poco nervioso. Quería subir a la colina y volver a mirar el emplazamiento de Wencit. No me fío de él.</p> <p>—Ah, más te vale… —murmuró Duncan por lo bajo, mientras Morgan enarcaba una ceja y miraba la tienda por detrás de Kelson.</p> <p>—¿Cómo está Derry? —preguntó ignorando el comentario de Duncan.</p> <p>Kelson siguió la mirada de Morgan y se apartó de la entrada.</p> <p>—La última vez que me fijé dormía plácidamente. Vamos, quiero ir a la colina. Estará bien.</p> <p>—Me sumaré en unos minutos. Quiero verlo con mis propios ojos.</p> <p>Los demás partieron hacia la oscuridad y Morgan se volvió para entrar en la tienda. Cerca de la gran cama real, ardía una vela protegida, en un candelabro de hierro forjado. Guiado por su luz y por el resplandor del fuego que había en la parte trasera del pabellón, Morgan avanzó hacia el cuerpo que yacía bajo las pieles, en el lado opuesto de la recámara. Se hincó de rodillas al lado de Derry, las pieles se sacudieron y el joven quedó boca arriba. Tenía los ojos cerrados, pero era evidente que se hallaba en los comienzos o en el final de una pesadilla. Gemía en voz baja. En un momento, se cubrió los párpados con una mano y, luego, se relajó para regresar a un sueño más profundo. Una vez, Morgan creyó oír que murmuraba el nombre de Bran, pero no pudo asegurarlo. Le tocó la frente con suavidad, preocupado, y no recibió ninguna impresión de su mente atribulada en el contacto. La pesadilla había concluido. Quizá ahora Derry pudiese dormir bien…</p> <p>Morgan habría querido desechar su aprensión y seguir con sus asuntos, pero no pudo. Derry seguía descansando irregularmente, cuando tendría que haber sanado ya; mencionaba a Bran Coris; continuaba pareciendo enfermo, desde todo punto de vista… Ah, Derry debía de haber sufrido mucho. Pero nadie sabría cuánto hasta que Derry emergiera de su sueño profundo y escogiera compartir sus tormentos con ellos.</p> <p>Pero ¿por qué no se había recuperado aún? ¿Y si sus balbuceos anteriores al sopor hubiesen tenido algún significado más oscuro? ¿Y si los lazos que Wencit impusiera en su mente torturada aún no se hubieran roto por completo?</p> <p>Designó a un guardia adicional fuera de la entrada y se internó en la noche. No tuvo consciencia <i>de</i> dirigirse a ningún sitio en particular, sólo quería caminar para consumir la energía que lo inquietaba y para calmar su desazón. De pronto, sin saber cómo, se encontró ante las tiendas del obispo Cardiel… Algo lo había impulsado a ir en busca de Richenda.</p> <p>Se detuvo y estudió la luz de las antorchas, preguntándose por sus motivos. Pasó ante los guardias del prelado y se encaminó hacia la tienda de ella. Sabía que no debía estar allí después de lo que había pasado entre ellos la noche anterior, pero acalló sus escrúpulos, diciéndose que tal vez ella pudiese ayudarlo a comprender las razones de la deserción de Bran. Tal vez pudiera descubrir por qué Derry había gritado el nombre de Coris en su delirio. Pero nada le haría negar que ansiaba verla con toda su alma, por mucho que supiera que no tenía derecho a estar allí.</p> <p>Fue hasta el anillo de luz que rodeaba la entrada de la tienda y saludó al guardia que había en el perímetro, antes de avanzar suavemente hasta las cortinas. En la primera mitad del pabellón, no había nadie pero, más allá de la división, oyó una voz de mujer que entonaba una canción de cuna. Se detuvo ante el palo central de la tienda a escucharla cantar.</p> <p><i>Cierra los ojos, pequeño que Dios proteja tu sueño que ningún miedo te asuste, que el Señor siempre te alumbre.</i></p> <p><i>Tu madre vela contigo, vamos, cierra los ojitos, que Dios y yo te daremos un cofre de lindos sueños.</i></p> <p>Capturado por la melodía, Morgan se acercó hasta la cortina y atisbo a través de los pliegues. En la recámara interior, vio que Richenda se inclinaba sobre la cama de Brendan y que cobijaba bajo las pieles a su hijo de cabecita bermeja. El niño parecía estar a punto de dormirse pero, al tender los bracitos para estrechar a su madre, vio a Morgan desde el lecho. De inmediato se despabiló y se puso de rodillas, con los ojos azules desmesurados de asombro.</p> <p>—¡Papá! ¿Has venido a contarme un cuento?</p> <p>Incómodo, Morgan intentó retirarse de la cortina, pero no antes de que Richenda llegara a verlo. Su sobresalto ante las palabras del niño desapareció no bien comprendió que se trataba de Morgan y no de su esposo; tomó al niño en sus brazos y fue hasta el general con una sonrisa nerviosa.</p> <p>—No, querido, no es tu padre. Es el duque Alaric. Buenas noches, Excelencia. Parece que, en la penumbra, Brendan os confudió con su papá.</p> <p>Hizo una breve reverencia y Brendan se apretujó contra ella. Veía que el hombre que había en la puerta no era su padre, mas no sabía bien cómo reaccionar. Miró a su madre en busca de alguna señal y, al verla sonreír, juzgó que probablemente no se tratase de un enemigo, de modo que miró a Morgan con timidez y, luego, volvió a posar los ojos sobre su madre.</p> <p>—¿El duque Alaric? —murmuró.</p> <p>El nombre no significaba nada para un niño tan pequeño; sólo trataba de repetir un título extraño. Pero, antes de que el pequeño tuviera tiempo de pensar en ello, Morgan avanzó unos pasos y lo saludó con una corta reverencia.</p> <p>—Hola, Brendan. He oído cosas muy interesantes sobre ti.</p> <p>Brendan miró a Morgan con suspicacia y se dirigió a su madre.</p> <p>—¿Mi papá es un duque?</p> <p>—No, querido. Es conde…</p> <p>—¡Y eso es tanto como duque?</p> <p>—Bueno, casi… ¿Dirás hola a Su Excelencia?</p> <p>—No.</p> <p>—Pero cómo que no… Di: «Buenas noches, Excelencia.»</p> <p>—Huenas noches, Celencia…</p> <p>—Buenas noches, Brendan. ¿Cómo estás?</p> <p>Brendan se llevó dos dedos a la boca y bajó la vista, con nueva timidez.</p> <p>—Bien… —balbuceó.</p> <p>Morgan sonrió y se acercó hasta la altura del niño.</p> <p>—Tu madre te estaba cantando una canción muy bonita. ¿Crees que querría cantarla otra vez, si se lo pides con todo cariño?</p> <p>Brendan sonrió con picardía, los dedos aún en la boca, y sacudió la cabeza.</p> <p>—No quero canciones. Las canciones son para los chiquitines. Yo quero cuentos. ¿Sabes algún cuento?</p> <p>Morgan se irguió, sorprendido. ¿Un cuento? Nunca se había considerado muy dotado con los niños, pero Brendan parecía responder notablemente. Un cuento. Dios sabía que, hacía muchos años, había oído cuentos, pero ninguno aconsejable para un crío de cuatro años. ¿Qué podría…?</p> <p>Richenda vio su indecisión y comenzó a llevar a Brendan a la cama.</p> <p>—Tal vez otro día, corazón. Su Excelencia ha tenido una jornada muy difícil y me temo que está muy cansado para contarle cuentos a un pequeñín…</p> <p>—No necesariamente… —la detuvo Morgan. Fue hasta ella, que otra vez cobijaba al niño entre las mantas—. Hasta los duques podemos sacar tiempo para divertir a los niños, cuando son tan inteligentes. ¿Y qué cuento querías escuchar, Brendan?</p> <p>El niño se arrebujó contra la almohada, con una sonrisa felizy se llevó las pieles hasta el mentón.</p> <p>—Hablame de mi papá. Es el hombre más valiente y listo del mundo. Cuéntame un cuento sobre él.</p> <p>Morgan se detuvo helado un instante y miró a Richenda, quien también se asombró de la petición. El niño no sabía —no podía saber— de la traición de su padre, y semejante iniquidad nada tenía que ver con el pequeño. Pero Morgan no podía avenirse a ensalzar a Bran Coris. Ni siquiera en beneficio de su hijo encantador. Le lanzó una de sus sonrisas despreocupadas y se sentó sobre el borde del lecho para acariciarle el cabello sobre la frente.</p> <p>—Brendan, creo que esta noche, no. ¿Qué te parece si, en cambio, te cuento una historia de cuando el rey era pequeño como tú? Resulta que el rey, que entonces era sólo un príncipe, tenía un hermoso pony negro llamado Ventarrón. Un día, Ventarrón se escapó del establo y…</p> <p>Mientras Morgan inventaba el relato, Richenda se apartó para observarlos, feliz de que Brendan hubiese sido fácilmente contentado. El niño seguía con fruición las palabras de Morgan, pero Richenda sólo captaba una que otra palabra. Deliberadamente, Alaric hablaba en voz baja, para que ese instante con el niño fuese algo sólo compartido por los dos. Observó al duque rubio y apuesto que se inclinaba sobre el niño fascinado y ella misma se encontró, una vez más, presa de la atracción irresistible que emanaba del hombre.</p> <p>Al cabo de un tiempo, el duque tendió la mano y la posó sobre la frente del pequeño. Minutos atrás, las pestañas de Brendan habían caído, vencido por el sueño, y Morgan bajó la cabeza un instante. Cuando se irguió, fue en direción a Richenda, los ojos fijos en la mujer.</p> <p>En él había un aura extrañamente serena, un sentimiento de paz, desconocido y a la vez hermoso. Extendió una mano hacia ella y la mujer se aproximó hacia él, sin decir una palabra. Después de unos instantes, volvió la mirada al pequeño dormido.</p> <p>—Es deryni. Lo sabes, ¿verdad?</p> <p>Ella asintió con la cabeza solemnemente.</p> <p>—Lo sé.</p> <p>Morgan meció el peso del cuerpo de un pie al otro, con repentina inquietud.</p> <p>—Se parece mucho a como yo era cuando tenía su edad: inocente, vulnerable. Sé que hay riesgos implícitos, pero debe recibir instrucción. Su identidad dejará algún día de ser un secreto y deberá poseer los medios para protegerse.</p> <p>Richenda volvió a asentir y posó su mirada sobre el niño durmiente.</p> <p>—Pronto, un día, lo descubrirá por sí mismo, cuando vea que es diferente a los demás niños. Debe de advertírsele lo que encontrará, pero me da miedo ser la que destruya su inocencia. Y, luego, está la cuestión de su padre. Adora a Bran; como todos los pequeños tiene en la gloria a su padre. Pero, ahora…</p> <p>Su voz se perdió, no terminó la frase, pero Morgan supo en qué pensaba. Le soltó la mano y fue hasta la recámara exterior. La hermana Luke había regresado de sus quehaceres y se afanaba con eficiencia entre copas y una botella de vino tinto. Morgan se ruborizó al verla y se preguntó cuánto tiempo llevaría allí, pero la hermana no dijo nada. Encendió más velas y se inclinó para saludarlo. Morgan pasó a esta recámara y le devolvió el saludo. La hermana desapareció en el sector de los dormitorios. Al cabo de un instante, Richenda volvió junto a él y Morgan disimuló su incomodidad sirviendo dos copas de vino.</p> <p>—¿Lo ha oído? —musitó, mientras Richenda tomaba la copa y paladeaba un sorbo.</p> <p>La mujer negó con la cabeza y se sentó ante él, en una silla de campaña.</p> <p>—No, pero si lo hubiera oído, sé que sería discreta. Además, estoy segura de que los guardias le advirtieron de que no estaba sola —sonrió— y de que no llevabas aquí el tiempo suficiente para que mi honor se pusiera en duda.</p> <p>Morgan le lanzó una sonrisa fugaz y miró la copa que tenía entre las manos.</p> <p>—Y, con respecto al día de mañana, Richenda —comenzó con voz grave—, para que Gwynedd sobreviva, Bran debe morir. Lo sabes.</p> <p>—Era previsible —murmuró ella—, pero, así y todo, tengo miedo. ¿Qué será de todos nosotros?</p> <p>En la tienda de Kelson, otro se debatía con la misma pregunta. Cerca de los rescoldos, bajo las pieles, Derry se agitó, inquieto, y abrió los ojos. Ya no podía seguir ignorando la llamada. Estaba despierto y el impulso crecía. Se sentó con vacilación —la tienda estaba desierta—, apartó las pieles y se puso de pie, tembloroso. Se tambaleó una vez, como si le hubieran asestado un duro golpe; pero, luego, sacudió la cabeza ligeramente, como para desembarazarse de una obsesión. Sus ojos se cerraron brevemente y las manos acariciaron el anillo que llevaba en el dedo. Cuando los volvió a abrir, en su mirada brillaba una determinación nueva. Sin más vacilación, giró sobre los talones y fue hasta la entrada de la tienda, con ojos centelleantes.</p> <p>—¿Guardia?</p> <p>—¿Sí, señor?</p> <p>El guardia parecía atento y solícito y lo saludó con agrado al entrar en el pabellón.</p> <p>—¿Podrías echarme una mano? Parece que se me ha perdido el broche del manto. —Señaló la pila de pieles donde había estado durmiendo y sonrió con vergüenza—. Lo buscaría yo, pero la cabeza me duele cuando me agacho.</p> <p>—No hay problema, señor —sonrió el guardia. Dejó la lanza en el suelo, para inclinarse sobre las pieles—. Me alegra ver que se ha repuesto y que se siente mejor. Estuvimos un poco preocupados por vos…</p> <p>Mientras el hombre hablaba, Derry cerró la mano alrededor de la hoja envainada de una pesada daga de cacería y se acercó hasta el guardia. Sin previo aviso, la pesada empuñadura se enterró tras la oreja derecha del centinela, que se desplomó sin exhalar un solo sonido.</p> <p>Derry no perdió tiempo. Después de arrastrar al guardia inconsciente hasta el Portal de Transferencia, se dirigió a la entrada y dejó caer la cortina. Regresó hasta el hombre exánime, se arrodilló ante él y puso las yemas de los dedos sobre las sienes del guardia, mientras un extraño letargo lo invadía. Los ojos del guardia parpadearon y se abrieron, pero ya no lo miraban con la inteligencia candida y honesta de su dueño. El propio estremecimiento involuntario que experimentó Derry se vio superado por el nuevo poder que lo obligaba a comportarse así, mas no pudo sino obedecer impotente y su mirada se hundió en la del guardia sometido para establecer contacto con esa nueva inteligencia ajena.</p> <p>—Bien hecho, Derry —murmuró el centinela con una voz que no era la suya—. ¿Qué has sabido? ¿Dónde están el principito deryni y sus amigos?</p> <p>—Fueron al perímetro a observar nuestro campamento, Majestad. —Derry se oyó decir, sin poder evitarlo.</p> <p>El centinela parpadeó e hizo un ligero movimiento afirmativo con la cabeza.</p> <p>—Bien. ¿No te vieron doblegando al guardia?</p> <p>Derry negó.</p> <p>—Creo que no, Majestad. ¿Qué deseáis de mí, ahora?</p> <p>Se produjo una nueva pausa y el hombre clavó sus ojos sobre los del joven lord, con nueva intensidad.</p> <p>—Lord Bran desea el regreso de su hijo y de su esposa. ¿Sabes dónde se encuentran?</p> <p>—Puedo encontrarlos. —Derry se despreció por sus palabras.</p> <p>—Bien. Entonces, encuentra alguna treta para atraerlos hacia el Portal. Dile a la condesa que…</p> <p>Se oyó un ruido de voces fuera de la tienda. Derry se detuvo, helado. No podía estar seguro, pero parecía que uno de los guardias hablaba con ¿Warin? Se puso de pie con rapidez y fue hasta la cortina. Se mantuvo a un lado, para quedar resguardado por el toldo cuando éste se abriera. Oyó pisadas al otro lado de la tienda y, entonces, una mano abrió la cortina. La cabellera recortada de Warin asomó por la abertura. Warin vio al centinela tendido en el centro de la recámara, pero, antes de que pudiera volverse para dar la alarma, Derry lo derribó y lo arrastró hacia dentro del pabellón, ahogando su grito con una mano brutal impuesta sobre la boca. En segundos, Warin yacía también inconsciente en el centro de la tienda. Pronto, se vio sujeto de pies y manos y debidamente amordazado y oculto tras los pliegues de un pesado manto. Después de arrastrar a Warin de un lado a otro de la estancia, Derry salió del pabellón.</p> <p>Morgan bajó los ojos, incómodo, y se miró los pies. Richenda estaba a unos metros de él, mas no permitió que su mirada se posara sobre ella. Ya habían bebido el vino y dicho todas las palabras que podían decirse por el momento. Si él mataba a Bran al día siguiente, podría destruir el amor que esa mujer increíble sentía por él; pero, si Bran no moría, ninguno de ellos tendría futuro siquiera.</p> <p>Alzó los ojos hacia ella y, de pronto, comprendió que nunca la había sostenido entre sus brazos y que nunca la había acariciado, salvo ese breve contacto que los uniera la noche anterior, en el que ambos compartieran el poder de su corazón deryni. Mañana, tal vez fuese demasiado tarde. Mañana, la oportunidad podría desaparecer para toda la eternidad. Sus ojos se hundieron en los de ella durante un largo rato y también leyeron su indecisión. Entonces, la estrechó en un abrazo y sus labios buscaron saciarse en el beso que ella le ofrecía mientras, a su alrededor, la luz de los cirios se velaba en una penumbra.</p> <p>Después de lo que sólo pareció un instante, se separaron y Morgan permaneció un largo tiempo mirándola a los ojos, acariciando apenas sus manos. Pero, desde el mismo momento en que entrara allí esa noche, había comprendido que no podría quedarse. El honor se lo impedía.</p> <p>Durante unos minutos, el único sonido de la tienda fue la música de sus corazones desbocados. Luego, él se dispuso a marcharse y los dedos de seda de Richenda se posaron sobre sus labios para despedirlo antes de que se internara en la oscuridad. Morgan no podía saber que otro acechaba cerca y desapareció en la noche para unirse a Kelson y a los demás. No podía saber que Derry aguardaba la oportunidad de actuar, fuera de la tienda de Richenda, bajo el influjo de un conjuro enemigo.</p> <p>Richenda se detuvo ante la entrada de la tienda y lo vio partir. Luego, su mirada se paseó por la estancia vacía. Las velas parecían arder con más fuerza ahora que él ya no estaba, pero algo allí aún conservaba la penumbra de la intimidad. Se preguntó cómo había podido enamorarse de ese desconocido alto y rubio, que no era su esposo. Se llevó los dedos temblorosos a los labios y los acarició suavemente.</p> <p>Entonces, aún sonriendo, fue a la estancia interior y se hincó de rodillas al lado de su hijo. Su sonrisa pronto se trocó en preocupación.</p> <p>¿Qué les depararía el futuro, después de mañana? Sea cual fuere el resultado del duelo, el espectro de Bran siempre estaría acechando sobre sus cabezas, en vida o muerto, pues estaba ligada a Bran por ese niño, por lazos mucho más inexorables que las meras palabras o la ley. Y si Alaric Morgan mataba a Bran Coris al día siguiente… ¿dónde estaba la lealtad?</p> <p>Pensó en lo que le habían enseñado, pero ya no sabía dónde residían las respuestas. La lealtad de una mujer se debía a su esposo. Así decían. Pero ¿si el esposo de una era un traidor? ¿Estaría obligada a odiar al hombre que hacía justicia con ese traidor? Creía que no.</p> <p>Suspiró levemente y cubrió a Brendan con los mantos de piel. Entonces, un ruido que provenía desde el exterior la hizo alarmar. Se puso de pie sin hacer ruido, fue hasta la entrada de la estancia interior y vio a un hombre recortado contra la cortina, afuera. Los guardias no lo habían hecho detener ni parecía querer acercarse más. Pero ¿quién sería? Dio unos pasos hacia la cámara exterior, y frunció los ojos para distinguir mejor sus rasgos.</p> <p>—¿Quién sois? —dijo en voz baja. No quería despertar a Brendan ni a la hermana Luke—. ¿Traéis algún mensaje para mí?</p> <p>El hombre dio un paso hacia el interior y se dejó caer sobre una rodilla.</p> <p>—Soy lord Sean Derry, señora, el ayudante de Morgan. ¿Podríais venir a la tienda del rey conmigo en este momento? Lord Warin se encuentra muy enfermo y Morgan no puede asistirlo ahora. Pensó que tal vez vos pudierais ayudarnos.</p> <p>—Bueno… Desde luego, podría intentarlo —repuso. Tomó un manto que había al otro lado de la estancia interior y comenzó a cubrirse los hombros con él—. ¿Qué le pasa a Warin? ¿Tenéis alguna idea?</p> <p>Derry negó con la cabeza y se puso de pie.</p> <p>—No, señora. Me temo que no. Tiene fiebre y delira.</p> <p>Richenda terminó de abrocharse el manto y fue hacia él.</p> <p>—Estoy lista. Indicadme el camino.</p> <p>Derry miró al suelo, incómodo.</p> <p>—Señora.., antes de que salgamos.. No sé cómo decir esto sin que me toméis por un necio, pero el rey… en fin, el rey desea que traigáis a lord Brendan.</p> <p>—¿Queréis que lleve a Brendan? ¿Y por qué tendría que…?</p> <p>—Por favor, señora. El obispo Arilan y el padre Duncan temen que Wencit y vuestro esposo intenten raptar al niño si lo dejáis solo. No está de más tomar precauciones. Además, Morgan me ha indicado ciertas medidas de protección…</p> <p>—Ay, mi pobre niño… —murmuró Richenda.</p> <p>Se persignó rápidamente y corrió hasta la entrada que conducía al dormitorio. Permaneció allí varios segundos sin moverse, mirando al niño que dormía, y se volvió para mirar de frente a Derry.</p> <p>—Tenéis razón, podría ser una artimaña. Bran ama a Brendan con todo su corazón y podría persuadir a Wencit de que intentara alguna treta para raptarlo. Envolvedlo en la manta, Derry. —Le tendió un manto con bordes de piel, mientras iba hacia la cama del pequeño—. Pero tratad de no despertar a la hermana Luke. Creo que no habrá motivo de alarma.</p> <p>Derry sonrió para sus adentros, pero Richenda no vio la expresión de su rostro, pues el joven se había inclinado sobre el niño dormido.</p> <p>—Claro que estaréis bien, señora. —dijo en voz baja—. Pero, a veces, hay que darles gusto a estos sacerdotes. Vamos, Warin necesita de vuestra ayuda.</p> <p>Minutos más tarde, Richenda y Derry entraban en el pabellón real. Derry llevaba en los brazos a Brendan, que aún dormía. Después de la oscuridad del campamento, el interior de la tienda les resultó intensamente iluminado y los ojos de Richenda tardaron en ajustarse a la poderosa luz. Derry cruzó la estancia, dejó al niño sobre una pila de mantas y pieles que había en el centro y le indicó con un gesto el sitio donde yacía Warin. Cuando Richenda fue hacia él, Derry dio un paso atrás y cruzó los brazos sobre el pecho, con una ligera sonrisa; pero Richenda no lo advirtió.</p> <p>—Está muy rígido —dijo la mujer, y se hincó de rodillas para tocarle la frente—. ¿Warin? ¿Podéis oírme?</p> <p>Al tocarlo, retrocedió de pronto, pues se encontró con una boca burdamente amordazada. Ahora comprendía por qué los hombros de Warin parecían tan extraños bajo el manto: tenía las manos atadas. Espantada, alzó los ojos con expresión inquisidora hacia Derry y lo encontró yendo hacia Brendan con pasos resueltos, ya sin reparar en su presencia. La mujer se detuvo, sobrecogida: cuando Derry se internó en una zona de penumbra vio que, alrededor de su cabeza, comenzaba a formarse un débil fulgor.</p> <p>—¡Derry!</p> <p>De pronto, supo sus intenciones y percibió el Portal de Transferencia, que comenzaba a resplandecer alrededor de su hijo. Se puso de pie de un salto y se abalanzó contra Derry, llegó al Portal justo cuando la escena comenzaba a cambiar. El Portal se estabilizó al ejercer la mujer sus poderes para detenerlo pero sólo hasta que Derry irrumpió en el círculo detrás de ella, sujetándola firmemente contra su pecho para arrastrarla.</p> <p>Trató de gritar el nombre del niño para despertarlo, pero se encontró con que una mano le cubría la boca con fuerza. Cuando el primer guardia asomó la cabeza por la cortina en respuesta a su primer grito, una segunda figura sombría comenzaba a recortarse en el círculo y, luego, una tercera, que avanzó hacia su hijo.</p> <p>—¡No! —aulló Richenda, tirando para liberarse de Derry, mientras el hombre cogía al pequeño—. ¡No, Bran!</p> <p>De las puntas de los dedos de Richenda comenzó a brotar una corriente de poder hacia el hombre pero, como Derry la estaba sujetando, no podía controlar su dirección. Los guardias parecían lamentablemente lentos. Incapaz de detener la acción, vio que el círculo se iluminaba y que se oscurecía a continuación.</p> <p>—¡Brendan! —clamó una vez más, mientras los guardias trataban de someter a Derry y de apartarlo de ella.</p> <p>Pero ya era demasiado tarde para salvar a Brendan. El pequeño había desaparecido.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XXV</p> </h3> <cita> <p>Tú eres sacerdote para siempre..</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Salmos, 110:4</p> </cita> <p style="margin-top:5%">Cuando pudieron encontrar a Kelson, el pabellón real bullía de guardias. Al entrar el rey en la estancia, acompañado de Morgan, Duncan y Arilan, se produjo un silencio. Los únicos sonidos eran los sollozos ahogados de Richenda, que estaba sola, sentada en el centro del Portal vacío, y los tirones que daba Derry, tratando de liberarse de las cuerdas que lo sujetaban. Al lado de la mujer, había varios guardias, incapaces de ofrecerle consuelo alguno, y otro atendía a Warin, que estaba aún inconsciente. Al otro lado de la estancia, Derry armaba un revuelo tras otro y a los cinco guardias les costaba a veces sujetarlo.</p> <p>Kelson evaluó la situación de un solo vistazo y, con un gesto, indicó a los guardias sobrantes que se retiraran de la tienda. Se oyeron murmullos de consternación, pero los hombres obedecieron. Cuando se marcharon, Kelson y Morgan fueron hasta Richenda. La dama levantó la cabeza fugazmente y apartó la mirada enseguida.</p> <p>—No os acerquéis, Majestad. En este círculo hay algo perverso. Se han llevado a mi hijo y no puedo encontrarlo.</p> <p>—¿Se han llevado a Brendan? —exclamó Morgan, y recordó que, minutos atrás, había acunado al pequeño con un cuento.</p> <p>Sin vacilación, Arilan fue hasta el círculo y se hincó de rodillas al lado de Richenda. La ayudó a ponerse de pie y la puso en manos de Duncan. Mientras el sacerdote la alejaba del círculo, la mujer se retorcía las manos y su cabello doradorojizo le caía sobre los hombros y el rostro, desordenado. Morgan quiso ir hacia ella, pero Arilan lo hizo desistir con un gesto e indicó a Duncan que la apartara más aún del círculo.</p> <p>—Déjala, Alaric —le pidió en voz baja—: por ahora, es mejor que esté con Duncan. Lo más urgente en este momento es que cerremos este Portal, antes de que Wencit trate de usarlo otra vez. Jamás debí dejarlo abierto.</p> <p>—¿Podemos ayudar? —preguntó Kelson.</p> <p>Con los ojos muy abiertos, miraba al obispo, que se había sentado en cuclillas y se restregaba las manos contra los ojos.</p> <p>—No, vuestras fuerzas harán falta para Derry. Permaneced atrás mientras yo termino con esto.</p> <p>Se alejaron como les dijo. Arilan elevó la vista al techo un segundo y suspiró, como si se dispusiera para lo que iba a venir. Inclinó la cabeza y dejó que sus manos se posaran en el suelo, a ambos lados. Alrededor de su cabeza comenzó a formarse un halo de luz, como un manto resplandeciente, que fluía y palpitaba con cada latido de su corazón. Se produjo un destello brillante y la luz se extinguió en un fogonazo. Arilan se meció hacia delante, como ebrio, con las manos sobre las rodillas; pero, antes de que Morgan pudiera sostenerlo, el obispo sacudió la cabeza.</p> <p>—Dejadme. Ocupaos de Derry ahora —murmuró con voz pastosa—. Ya he terminado. Iré con vosotros en un instante.</p> <p>Morgan miró a Kelson, a Richenda y a Duncan, que se encontraban al otro lado de la estancia, suspiró y fue hacia los guardias que sujetaban a Derry. Los ojos del joven lord se posaron un segundo sobre los del general y sus miembros atados empezaron a sacudirse convulsivamente con la proximidad de Morgan. Alaric miró a Derry unos instantes sin hablar y comenzó a quitarse los guantes.</p> <p>—¿Qué visteis realmente? —preguntó a uno de los guardias, que parecía tener más aplomo que los demás—. Alguien nos dijo que Derry había traído al niño en sus brazos, dormido y envuelto en un manto, y que lady Richenda entró con él por su propia voluntad.</p> <p>—Eso nos pareció, Excelencia. Yo estaba de guardia en el perímetro. Llevaban un minuto dentro cuando la dama gritó: «¡Derry!» Cuando entramos, la vimos luchando con él, allí, donde está el obispo. Y algo había sucedido con el niño, también. Estaba tendido sobre las pieles, justo donde se acaba de sentar el obispo. Se produjo un resplandor muy curioso y pareció de pronto que allí había dos personas más.</p> <p>Kelson se había acercado a escuchar el relato del centinela. Se puso de rodillas al lado de Morgan y escrutó el rostro del guardia con atención.</p> <p>—Uno de los que vino a buscarnos nos dijo que los hombres eran Wencit de Torenth y el conde de Marley. ¿Eso concuerda con lo que tú viste?</p> <p>—Bueno, a Wencit no lo conozco, Majestad. Pero el otro bien podría haber sido el conde de Marley, aunque sólo lo he visto un par de veces.</p> <p>—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Morgan, impaciente.</p> <p>—Bueno, cuando pudimos llegar hasta la dama, lord Derry la había apartado del círculo pero, de pronto, el niño y los dos hombres desaparecieron. No… puedo explicarlo, Majestad.</p> <p>—Ni te molestes en intentarlo —murmuró Morgan. Se colocó los guantes en el cinto y miró a Derry, que seguía forcejeando—. ¿Desde entonces ha estado así?</p> <p>—Sí, señor. Quería regresar al círculo. Decía que no lo cerraran, que tenía que volver. Tuvimos que sofocar sus alaridos con una mordaza para poder pensar.</p> <p>—Lo imagino —repuso Morgan.</p> <p>Recorrió a Derry de pies a cabeza, con los ojos entrecerrados, y miró a los guardias.</p> <p>—Muy bien. Quitadle la mordaza y las cuerdas y sujetadlo. Esto no será fácil.</p> <p>—Pero… ¿qué sucede con él? —murmuró Kelson, mientras los guardias obedecían—. Morgan, ¿estás seguro de que es prudente soltarlo? Actúa como si estuviera poseído.</p> <p>—Aja. Tenemos que descubrir hasta qué punto lo está —Convino Morgan—. Aparentemente, esto era lo que tanto temía cuando regresó al campamento por la tarde. Tendría que haberle dado importancia entonces.</p> <p>Volvió su atención a Derry, pero el joven se estremeció y cerró los ojos no bien Morgan le tocó la frente. Inhaló profundamente. Luego, sus ojos se abrieron y miraron al general, esta vez con cordura y algo de incomodidad al ver que los centinelas le sostenían los brazos y las piernas extendidos. Cuando su mirada se posó nuevamente sobre Morgan, sus ojos azules brillaron de dolor y de cierto temor. Morgan había esperado todas las reacciones, menos ésa.</p> <p>—¿Qué… hice, Morgan? —preguntó con voz casi inaudible.</p> <p>—¿No lo recuerdas?</p> <p>Derry parpadeó y negó con la cabeza.</p> <p>—¿Fue algo… terrible? ¿Le he hecho daño a alguien?</p> <p>Morgan se mordió el labio para no responder con insultos y pensó en la mujer desesperada que había al otro lado de la estancia.</p> <p>—Sí, Derry. Ayudaste a Wencit y a Bran a que raptaran al hijo de una mujer. También heriste a Warin y a un guardia. ¿De veras no lo recuerdas?</p> <p>Derry movió la cabeza y sus ojos reflejaron el dolor de Morgan. El general bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada de Derry un segundo más. Comenzó a posar una mano sobre el brazo de Derry, para demostrarle su afecto, pero, ante el contacto, el joven se arqueó hacia arriba, se zafó de los guardias y se abalanzó sobre el cuello de Morgan.</p> <p>—¡Sujetadlo! —gritó Kelson, y se abalanzó contra las piernas de Derry mientras los guardias se ponían en acción.</p> <p>Durante tres segundos, Derry apretó el cuello de Morgan; pero, Alaric se liberó y se abalanzó sobre él para sujetarlo en el suelo. Los guardias se sentaron sobre sus brazos y piernas. Aun entonces, Derry siguió forcejeando y gritando:</p> <p>—¡No! ¡Ay, Dios me ayude! ¡Morgan, no puedo controlarme! ¡Por favor, mátame! ¡Mátame antes de que…!</p> <p>Morgan descargó el puño contra la mandíbula de Derry, en un golpe contundente que dejó inerte al joven lord. Respirando con agitación, Morgan se puso en cuclillas e indicó a los guardias que sostuvieran los miembros de Derry una vez más. Kelson se enderezó y estudió a Morgan con preocupación, tras despedir a varios soldados que habían irrumpido en la tienda al oír el primer grito de Derry.</p> <p>—¡Por todos los cielos! ¿Qué ocurrió? ¿Te encuentras bien? —murmuró. Se enderezó la túnica y miró a Morgan, con un nuevo respeto—. Intentó matarte.</p> <p>Morgan cabeceó afirmativamente, se frotó la garganta con cuidado; las marcas comenzaban a notarse.</p> <p>—Lo sé. Lo único que se me ocurre es que Wencit debió de haberlo sometido bajo un conjuro muy poderoso, compuesto por muchas capas. Por eso no lo descubrí esta tarde. Anulé el hechizo exterior, pero había otro nivel por debajo. Tendremos que destruir ese conjuro… o matar a Derry en el intentó. —Respiró hondo con dificultad y se obligó a relajarse—. Cuando vuelva en sí, ¿te quedarás a mi lado? ¿Estarás dispuesto a intervenir y a luchar contra aquello que lo mantiene cautivo?</p> <p>Kelson asintió en silencio solemnemente, mientras Morgan dirigía su atención a los guardias.</p> <p>—Y vosotros sostenedlo bien esta vez, maldición. No puedo hacer nada si está sacudiéndose como un pez e intentando asfixiarme.</p> <p>Los guardias asintieron silenciosos, avergonzados, y se tensaron al oír que Derry gemía y comenzaba a agitarse. Antes de que volviera en sí, empero, Morgan llevó lentamente las manos hacia la cabeza de Derry, mientras una mirada distante asomaba a sus ojos.</p> <p>—Escúchame, Derry.</p> <p>Sus manos se posaron suavemente sobre la cabeza de Derry y el cuerpo del hombre se contrajo en un espasmo involuntario, que casi lanzó a un lado las manos de Morgan, pese a que los guardias lo aferraban. El general movió la cabeza levemente, afirmó el contacto y extendió sus poderes.</p> <p>—Tranquilo, Derry. Estás a salvo. Vamos a liberarte. Relájate y déjame entrar, como hacíamos antes. Voy a destruir el conjuro con que Wencit te ha sometido.</p> <p>Derry volvió a estremecerse y su cuerpo se retorció bajo las manos de sus captores, a medida que Morgan se concentraba más y más. Entonces, su cuerpo cedió, laxo. Morgan se mantuvo inmóvil un largo rato antes de alzar la cabeza apenas.</p> <p>—Muy bien, Kelson. Sigúeme y ve donde yo vaya. Y vosotros no dejéis de sostenerlo con fuerza hasta que yo os diga que está a salvo. Podría darle otro acceso de violencia sin ningún aviso.</p> <p>—Sí, Excelencia.</p> <p>Morgan inclinó la cabeza y sus ojos se nublaron. Kelson posó una mano sobre su brazo y se unió al contacto. Después de un momento, no se oyó ningún sonido en la tienda más que el sollozar de lady Richenda, quien seguía llorando entre los brazos de Duncan.</p> <p>Desde el lado opuesto de la estancia, Duncan alzó la vista de la mujer desconsolada y miró la escena que rodeaba a Derry. Arilan, exhausto tras haber cerrado el Portal, había reunido energías suficientes para alejarse del círculo y acercarse hasta Kelson y Morgan. Los únicos guardias que quedaban en la tienda se hallaban ocupados en sostener a Derry. Era hora de distraer a Richenda de su aflicción y de pedirle que contase lo acontecido, pensó Duncan.</p> <p>—Señora… —la llamó suavemente.</p> <p>La dama sollozó y tragó saliva con fuerza. Levantó la cabeza y se enjugó los ojos con un pañuelo. Luego, volvió a inclinar la cabeza con desazón, sin mirar al sacerdote.</p> <p>—He hecho algo terrible, padre —murmuró—. He hecho algo atroz y ni siquiera puedo pediros perdón, pues, si tuviera oportunidad, volvería a hacerlo.</p> <p>La mente de Duncan recordó los acontecimientos que acababan de suceder y trató de imaginar a qué podía estar refiriéndose. En ese momento, había olvidado por completo que era un sacerdote suspendido.</p> <p>—¿Qué puede ser eso tan terrible, señora? No veo de qué forma podéis culparos por lo que ha sucedido aquí esta noche. ¿Acaso Derry no os atrajo con engaños e intentó raptaros a vos y a vuestro hijo?</p> <p>Richenda negó con la cabeza.</p> <p>—No lo comprendéis, padre. Mi esposo era… uno de los que estaban en el círculo, era uno de los que se llevó a mi hijo y yo… traté de matarlo.</p> <p>—¿Tratasteis de matarlo? —repitió Duncan, preguntándose de qué forma esa criatura delicada podría haber sido capaz de matar a alguien.</p> <p>—Sí y, probablemente, lo habría conseguido si Wencit no hubiera estado allí y si Derry no me lo hubiese impedido. Vos sois deryni, padre. Sabéis de lo que hablo…</p> <p>—¿Que yo sé…? —la interrumpió, comprendiendo las consecuencias de lo que Richenda acababa de decirle—. Señora —susurró, llevándola hacia la pared de la tienda, lejos de los demás—, ¿vos sois deryni?</p> <p>Asintió en silencio, sin mirarlo.</p> <p>—¿Bran lo sabe?</p> <p>—Ahora, sí —contestó ella en voz baja, mirándolo con incertidumbre—. Y… padre, ¿de qué sirve ocultarlo? No puedo mentiros. Hay otra razón por la cual traté de matar a Bran. Él… Ay, Dios me ayude, padre, pero me he enamorado de otro hombre. Amo a Alaric y él me ama a mí. Todavía no he violado los sacramentos de fidelidad que debo a mi esposo, al menos en acto. Pero, si Alaric mata a Bran mañana, lo cual es muy probable, la ley… Ah, perdonadme, padre, ni siquiera pienso en Bran. Pero, es un traidor. ¿Qué voy a hacer, Dios mío?</p> <p>Comenzó a sollozar con amargura otra vez. Duncan la estrechó contra su hombro y ambos se sentaron sobre la gran cama de Kelson. Al otro lado de la estancia, Morgan y Kelson seguían de rodillas ante Derry. Arilan, de pie, observaba impasible. Duncan no podía esperar ayuda de ellos, era algo que debía beber de un solo trago. Inclinó la cabeza contra el cabello de la mujer y trató de desenredar sus emociones confusas.</p> <p>Richenda y Alaric. Claro. Ahora todo parecía cobrar sentido. Había sido un necio por no darse cuenta antes. Conocía la conciencia escrupulosa de Alaric y sabía que nada podía haber sucedido, aun en lo que respectaba a hechos concretos. Además, Richenda acababa de jurar que todavía no había traicionado la fidelidad que debía a su lecho conyugal.</p> <p>Pero Duncan también sabía la culpa interior que ambos debían de estar sintiendo, la angustia sobre las razones que los movían y sobre lo que el día de mañana podría depararles. Se preguntó fugazmente por qué Alaric no había confiado en él, pero comprendió enseguida que no habían tenido tiempo de hablar del asunto. Y que, aunque lo hubiesen tenido, se trataba de algo tan vergonzoso y reprobable para Alaric, que éste quizá no hubiese podido mencionarlo ni siquiera a su primo. Desear la mujer de otro hombre era algo absolutamente inaceptable para Alaric Morgan.</p> <p>Esta reflexión trajo a su mente la cuestión de su sacerdocio, una vez más, y el hecho de que había olvidado su suspensión. Además, descubrir que Richenda era deryni revivía el otro conflicto que se revolvía en su fuero interno desde hacía años. Al dirigirse a él como sacerdote, ella también había apelado a su parte deryni. ¿Podría reconciliar ambas identidades, por fin? ¿Quién era él, en verdad?</p> <p>Pues bien, era deryni en primer lugar y ante todo. Había nacido con esa condición y había vivido consciente de su identidad casi treinta años. El hecho de que la hubiera mantenido oculta al mundo exterior hasta hacía poco no influía mucho en su dilema. Era deryni.</p> <p>Pero ¿y su sacerdocio? Llevaba meses bajo suspensión formal y había acatado ese decreto desde la muerte de su hermano, en Culdi. Más tarde, le habían levantado la excomunión que le valieran sus actos en el templo de San Torin… En realidad, la habían decretado nula, es decir que nunca había estado excomulgado, en lo que respectaba a los obispos. Pero ¿era realmente un sacerdote? ¿Sería posible, quizá, reconciliar ambas identidades y seguir siendo cada una de ellas, pese a los impedimentos de siglos? ¿Podría seguir comportándose como clérigo y como deryni?</p> <p>Miró a Arilan y consideró la posibilidad. Desde que había tomado los hábitos, jamás había dudado de que su vocación sacerdotal fuese genuina o de que hubiese sido un buen sacerdote. Y Arilan… parecía no verse asaltado por ninguna de las dudas que Duncan tenía con respecto a la compatibilidad de sus funciones. Aunque el obispo deryni había tenido el cuidado de protegerse durante muchos años, Duncan veía que la unión de ambas identidades no parecía ser totalmente imposible.</p> <p>¿Qué había dicho Arilan? Que él y Duncan eran los únicos sacerdotes deryni que habían sido ordenados desde el Interregno; al menos que Arilan tuviera noticia. Y en la mente de Duncan no cabían dudas de que Arilan creía en su vocación y de que se consideraba un siervo del Señor. Duncan siempre percibió en el hombre un aura de santidad, desde que, seis años antes, se conocieran. Estaba seguro de que los votos de Arilan eran válidos y su ordenación, legítima. ¿Por que no habría de serlo entonces la de Duncan, si él también era deryni? Viendo el ejemplo de Arilan, ¿por qué no podría Duncan actuar como sacerdote deryni?</p> <p>Volvió a mirar a Richenda y vio que la mujer recobraba otra vez la compostura y que por fin se enjugaba las lágrimas. Pero, antes de que él pudiera hablar, la mujer posó sus ojos azules en él y escrutó su rostro.</p> <p>—Ya me sentiré mejor, padre. Sé que no puedo esperar perdón por lo que he hecho, pero ¿querréis escuchar mi confesión? Me hará más fácil seguir viviendo.</p> <p>Duncan bajó la vista y recordó el último impedimento.</p> <p>—¿Habéis olvidado que estoy suspendido, señora?</p> <p>—Mi tío Cardiel dice que la suspensión quedaba librada a vuestro propio criterio, desde lo de Dhassa; que ni él ni Arilan vieron razones para que vos no pudierais reiniciar vuestras funciones eclesiásticas.</p> <p>Duncan enarcó las cejas al oírlo, pues era cierto. Arilan había mencionado algo acerca de levantar la suspensión una vez que se revocara la excomunión, sólo que, según los deseos de Duncan, era Corrigan quien debía hacerlo, pues de él había partido la medida inicialmente. Pero, ahora que Corrigan estaba exiliado en Rhemuth y que no ejercía funciones, la cuestión era de mera naturaleza retórica. Comprendió que, por primera vez en su vida, era verdaderamente libre de decidir.</p> <p>—¿El hecho de que sea deryni no significa nada para vos? —preguntó, en un último esfuerzo por tranquilizar su conciencia ante lo que iba a hacer.</p> <p>La mujer lo miró con aire extraño, impaciente.</p> <p>—Significa mucho, padre, pues quizá podáis comprender mejor mi angustia. Pero lo preguntáis como si esa identidad fuese un impedimento, sólo porque ahora se sabe quién sois. ¿No pensáis acaso ejercer vuestro oficio tal como siempre lo habéis hecho?</p> <p>—Claro que sí.</p> <p>—Y, en vuestra opinión, ¿fuisteis un buen sacerdote durante los años en que se ignoraba esa identidad?</p> <p>Duncan hizo una pausa.</p> <p>—Sí.</p> <p>Richenda sonrió fugazmente y se puso de rodillas.</p> <p>—Entonces, padre, escuchadme. Como alma necesitada, acudo a vos para que cumpláis con vuestro sagrado oficio.</p> <p>—Pero…</p> <p>—La suspensión no tiene vigencia, en lo que respecta a vuestros superiores. ¿Por qué os resistís? ¿Acaso no nacisteis para esto?</p> <p>Duncan sonrió, avergonzado, e inclinó la cabeza cuando Richenda se persignó y unió las palmas de las manos. En ese instante, Duncan supo que estaba haciendo aquello para lo cual había nacido y que jamás volvería a dudar. Sereno y sin vacilar, se dispuso a escuchar la confesión de lady Richenda.</p> <p>En el lado opuesto de la tienda, Morgan levantó la cabeza y suspiró. Indicó a los guardias que soltaran a Derry y se fueran. El joven lord de la Frontera yacía plácidamente ante él, con los ojos cerrados. Dormía. Cuando los centinelas se marcharon, Morgan se puso en cuclillas para contemplar un pequeño círculo de metal ennegrecido que tenía en la palma de la mano. Kelson miró la sortija y, luego, a Arilan. Ninguno de los tres quería mirar la mano derecha de Derry, donde, en el índice blanco y helado, había llevado el anillo. La sortija y su conjuro habían sido anulados, pero todos habían debido pagar un alto precio por ello. Morgan trató de reprimir un bostezo, pero desistió luego y se estiró con placer. Cuando terminó, miró a los demás, cansado, y se relajó. La prueba había terminado.</p> <p>—Ya está bien. El hechizo se ha roto y Derry ha quedado libre.</p> <p>Kelson miró la mano de Morgan, donde estaba el anillo, y se estremeció.</p> <p>—¡Lo que debe de haber pasado Derry! Tú me protegiste de lo peor, Morgan, pero ¿cómo hará él para soportar el recuerdo durante toda su vida?</p> <p>—No tendrá que hacerlo —Morgan meneó la cabeza—. Me tomé unas libertades y borré de su memoria lo sucedido en Esgair Ddu. Parte del horror nunca se irá, pero pude suprimir al menos lo más insoportable. En unas semanas, todo esto será un vago recuerdo. Luego, se enfadará por haberse perdido la excitación del duelo de mañana. Dormirá durante varios días.</p> <p>—Por mí, puede quedarse con la parte de excitación que me tocará en el reto —murmuró Kelson por lo bajo.</p> <p>—¿Qué? —gruñó Morgan. No había alcanzado a escuchar el comentario, mientras se ponía de pie.</p> <p>—No importa. De todas formas, no era propio de un rey —sonrió Kelson—. Sería mejor que durmiésemos. ¿Señora?</p> <p>Tendió la mano hacia Richenda, que había concluido su confesión.</p> <p>La mujer se inclinó, dócilmente.</p> <p>—Señora, lamento de veras todos los hechos de esta noche. Podéis tener la certeza de que haré todo lo que esté en mi poder para que vuestro hijo os sea restituido mañana.</p> <p>—Gracias, Majestad.</p> <p>—En tal caso, amigos, cada uno a su tienda —dijo Arilan lentamente—. El alba no tardará en asomar sobre nosotros.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XXVI</p> </h3> <cita> <p>Él está sentado sobre el circulo de la tierra.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">Isaías, 40:22</p> </cita> <p style="margin-top:5%">El amanecer trajo una helada inesperada, por ser verano. En las primeras horas del día, había caído un rocío intenso y el aire seguía siendo pesado, opresivo, cargado de humedad. El sol asomó feroz y, detrás de los picos de Alto Cardosa, el Este se tiñó de púrpura y oro por entre los cúmulos grises. En el campamento de Kelson, los hombres miraron el cielo plomizo y se persignaron furtivamente, pues tan extraña alborada les pareció un mal presagio.</p> <p>El día habría sido mucho más fácil de tolerar si el sol no hubiera sido mezquino con su luz.</p> <p>Kelson frunció el ceño y se abrochó un cinturón dorado alrededor de la túnica con el león carmesí.</p> <p>—Es ridículo, Arilan. Dices que no podemos ir armados, que no podemos llevar aceros ni hierro de ninguna clase. Cuando luché contra Charissa, no tuve que pasar por nada de esto.</p> <p>Arilan meneó la cabeza y sonrió, mirando a Duncan y a Morgan. Los cuatro eran los únicos moradores de la tienda; así lo habían querido, en vista de los acontecimientos que pronto tendrían lugar. Horas antes, Cardiel había celebrado la misa para ellos, allí mismo, con la asistencia de Nigel, Warin y algunos de los generales más estimados por Kelson.</p> <p>Pero, en ese momento, estaban solos por propia elección; sabían que, una vez que se alejaran de la soledad de la tienda, tal vez nunca más tuvieran ocasión de estar a solas. Con un suspiro concluyente, Arilan se ató los lazos de su manto de obispo bajo la barbilla y, luego, posó su mano tranquilizadora sobre el hombre del rey.</p> <p>—Sé que te parecerá extraño, Kelson, pero debes recordar que estamos combatiendo bajo la protección y la supervisión formal del Consejo. Las reglas son mucho más estrictas cuando se trata de retos en grupo, pues hay muchas más ocasiones de traición.</p> <p>—Ya hubo traición de sobra —murmuró Morgan por lo bajo, mientras se echaba un manto negro sobre los hombros—. Después de ver lo que Wencit le hizo a Derry, podría esperar cualquier cosa de él.</p> <p>—El mal recibirá su justa retribución —afirmó Arilan con gravedad—. Vamos. Nos esperan nuestros escoltas.</p> <p>Afuera, Nigel y los generales aguardaban con los caballos. Cuando los cuatro salieron de la tienda, no se oyó un solo sonido. Kelson fue el último en salir y, al verlo aparecer, todas las tropas, hasta el último hombre, se hincaron sobre una rodilla e inclinaron la cabeza en señal de respeto. Kelson los miró, conmovido por su lealtad, mientras se ajustaba los guantes. Enmascaró su emoción detrás de una corta reverencia y les indicó que se pusieran de pie.</p> <p>—Gracias, caballeros —dijo en voz baja—. No sé cuándo os volveré a ver, si tengo esa fortuna. El combate que libraremos esta mañana será a muerte, como bien sabéis. Si vencemos, os aseguro que jamás volveremos a ser invadidos por el Este. El poder de Wencit de Torenth será aplastado para siempre. Si perdemos… —se detuvo para humedecerse los labios—. Si perdemos, otros deberán conduciros después. Parte de lo que esta batalla estipula es que el vencedor concederá la vida al ejército opuesto, pues ni Wencit ni yo deseamos regir sobre un reino de cadáveres que haya perdido la flor de sus hombres. Pero fuera de eso, no puedo prometeros nada, salvo mi más desesperado esfuerzo. A cambio, sólo espero vuestras plegarias.</p> <p>Bajó los ojos, como si hubiera terminado, pero Morgan se inclinó y susurró algo a su oído. Kelson lo escuchó y asintió con la cabeza.</p> <p>—Antes de alejarme de vosotros, se me recuerda un último deber, caballeros: el nombramiento de mi sucesor. Sabed que es mi voluntad que nuestro tío, el príncipe Nigel, nos suceda en el trono de Gwynedd, en caso de que hoy no regresemos. Después de él, serán sus sucesores los varones de su descendencia, y, tras ellos, sus hijos. Si no… —Se detuvo y volvió a comenzar—. Si no regreso, debéis concederle el mismo respeto y el mismo honor que generosamente me habéis otorgado, a mí y a mi padre. El será para vosotros un noble rey.</p> <p>Se produjo un silencio sepulcral. Nigel se aproximó hasta Kelson y se dejó caer sobre ambas rodillas.</p> <p>—Tú eres nuestro rey, Kelson. Y así será. ¡Dios salve al rey Kelson! —exclamó.</p> <p>—¡Dios salve al rey Kelson! —se oyó la estruendosa respuesta.</p> <p>Kelson miró a su tío y a los rostros confiados, vueltos hacia él. Asintió enérgicamente y saltó a la silla de su corcel. El negro caballo se agitó y resopló, cuando el rey tomó las riendas de cuero rojo, y relinchó con osadía cuando los otros montaron a su alrededor.</p> <p>Entonces, Nigel tomó la delantera a través del campamento hasta el borde de la línea de batalla, donde aguardaba un pequeño grupo de observadores a caballo. Allí estaban el joven príncipe Conall con el estandarte real de Gwynedd, Hamilton, el hombre de armas de Morgan, el obispo Wolfram, el general Gloddruth y unos cinco hombres más. También lady Richenda estaba allí, envuelta en un manto azul, con la cabeza baja, sentada de lado en la silla de su corcel, a un costado del obispo Cardiel. No enfrentó la mirada de Morgan cuando él pasó junto al rey, pero sí miró a Duncan. Morgan sabía que ella estaría allí. Resueltamente, la apartó de sus pensamientos y se volvió para dirigirse hacia el enemigo.</p> <p>Al otro lado del campo, a casi un kilómetro de distancia, un grupo similar de hombres se apartaba de las filas opositoras, bajo un sol acuoso y severo. Morgan miró de soslayo a Kelson, a Duncan, quien parecía en las últimas horas haber adquirido una nueva paz interior; a Arilan, calmo y sereno como siempre en su manto episcopal violeta. Luego, miró hacia delante, al ver por el rabillo del ojo que el rey avanzaba. Hizo que su caballo fuera a paso parejo con el de Kelson. Duncan iba a su derecha, Kelson a su izquierda y, a la izquierda del rey, Arilan. Detrás de ellos, a respetuosa distancia, venían Nigel y los demás, alrededor de la bandera real de Gwynedd. Ante ellos, se erigía el enemigo y su corte.</p> <p>Cuando la distancia que los separaba se redujo a doscientos metros, tiraron de las riendas. Durante diez segundos, quizás, Kelson se mantuvo absolutamente inmóvil en su caballo, como si fuera una estatua, mirando a los cuatro jinetes que aguardaban sobre el césped húmedo. Entonces, él y sus tres compañeros descendieron de los caballos al mismo tiempo y tendieron las riendas a un escudero que se acercó y volvió a partir enseguida. Los cuatro quedaron solos, de pie, estremeciéndose ligeramente en la brisa húmeda de la mañana, pese a sus gruesos mantos. Bajo la sencilla diadema de oro, el viento agitaba los cabellos prietos de Kelson.</p> <p>—¿Dónde está el Consejo? —murmuró Morgan, volviéndose ligeramente hacia Arilan mientras comenzaban a marchar hacia el enemigo.</p> <p>Arilan sonrió levemente.</p> <p>—Vienen en camino. Ya identificaron a los que iban a suplantarlos. Los impostores han sido castigados y el Consejo aparecerá en su debido momento. Sólo que no serán los consejeros que Wencit espera.</p> <p>Kelson lanzó un gruñido desdeñoso.</p> <p>—Espero que nos sirva de algo. No me importa deciros que estoy atemorizado.</p> <p>—Todos lo estamos, príncipe —murmuró Arilan en voz baja—. Lo único que nos queda es entregar lo mejor de nosotros y confiarnos a la Divina Providencia. El señor no nos dejará morir si nuestra fe es poderosa y nuestra causa, justa.</p> <p>—Ruego a Dios que no sean meras palabras, obispo —musitó Kelson.</p> <p>Los cuatro contendientes estaban a cincuenta metros. Kelson comenzó a distinguir sus rostros. Esa mañana, Wencit parecía hosco y casi preocupado. No lucía su esplendor habitual y había escogido presentarse con una sencilla túnica de terciopelo violeta con el venado en el pecho, en lugar de otros atuendos más imponentes. Su diadema real era apenas más ornamentada que la simple corona de Kelson. A su izquierda, Lionel llevaba su acostumbrado manto negro y plata, aunque ese día le faltaba la daga en forma de llama. A la derecha de Wencit, Bran aparecía pálido y demudado, bajo su manto azul real. Rhydon, a la derecha de Bran, llevaba una túnica simple y un manto azul noche. El cabello oscuro iba sujeto por una banda de plata que le surcaba la frente. Wencit y él miraban sin cesar las colinas que se elevaban al norte, como si esperasen algo. Kelson imaginaba que estarían aguardando la llegada del Consejo. Se preguntó si no sospecharían.</p> <p>No tuvo tiempo para especular. Antes de que los ocho se hubiesen acercado a más de diez metros, se oyó una estampida de cascos proveniente del norte y, luego, sobre el promontorio, aparecieron cuatro jinetes de suntuoso atavío. Los caballos blancos, espectrales, parecían brillar bajo el sol enfermizo. Los ocho contrincantes observaron fascinados el galope de los caballos y el ondular refulgente de los mantos blancos y oro de los poderosos señores deryni. Kelson oyó que Wencit y Rhydon cambiaban murmullos, y apartó la mirada para estudiarlos. Wencit tenía el rostro gris de furia, pero los rasgos de Rhydon parecían imperturbables, desprovistos de la más mínima emoción.</p> <p>Los cuatro jinetes se detuvieron y desmontaron: el ciego Barrett, el médico Laran, el joven Tiercel de Ciaron y lady Vivienne, que descendió ayudada por el joven. Los caballos blancos permanecieron inmóviles como estatuas mientras sus dueños se congregaban un instante ante ellos para acomodarse los mantos. Los ojos esmeralda de Barrett escrutaron imperiosamente a los ocho antes de que él y sus camaradas se acercaran unos metros.</p> <p>—¿Quién ha convocado al Consejo Camberiano a este campo de honor?</p> <p>Wencit miró a Kelson con una mirada de puro odio, dio un paso adelante y se dejó caer sobre una rodilla. Controló la voz, pero no pudo sofocar un dejo de sospecha.</p> <p>—Digno consejero, yo, Wencit de Torenth, rey de Torenth y deryni de pura sangre y estirpe, clamo vuestra augusta protección y arbitrio para el duelo arcano que libraré contra ese hombre. —Señaló a Kelson con un dedo acusador como una lanza—. Clamo vuestra protección contra toda traición que pueda realizarse contra mí y mis camaradas: el duque Lionel —éste se hincó de rodillas—, el conde de Marley y lord Rhydon de Eastmarch, quien tiempo atrás fue vuestro camarada.</p> <p>Al escuchar sus nombres, también Bran y Rhydon se arrodillaron; Wencit prosiguió:</p> <p>—Solicitamos que sea una batalla a muerte, donde nosotros cuatro combatamos contra los cuatro que tenéis delante, y que el duelo no concluya hasta que todos los integrantes de un bando hayan muerto. A esto consagraremos nuestros poderes y nuestras vidas.</p> <p>Los ojos verde esmeralda de Barrett se volvieron lentamente de Wencit hacia Kelson.</p> <p>—¿Es esto lo que quieres?</p> <p>Kelson tragó nerviosamente y se hincó de rodillas ante los nobles deryni.</p> <p>—Señor: yo, Kelson Haldane, rey de Gwynedd, príncipe de Meara, lord de la Frontera Púrpura, y considerado deryni de pura estirpe por vuestro reconocimiento, afirmo mi aceptación del desafío que nos ha impuesto Wencit de Torenth, para que no se derrame más sangre entre nosotros en el transcurso de esta guerra. También reclamo vuestra protección contra cualquier acto de traición que pueda cometerse contra mí y contra mi lord, el duque Alaric, el obispo Arilan y monseñor McLain. —Los tres se hincaron de rodillas—. Aceptamos, aunque con escrúpulos, que ésta sea una batalla a muerte, de nosotros cuatro contra los cuatro que tenéis delante, y que el duelo no concluya hasta que todos los integrantes de un bando hayan muerto. A esto consagraremos nuestros poderes y nuestras vidas.</p> <p>Barrett asintió y golpeó el extremo de su báculo de marfil contra la hierba una vez.</p> <p>—Que así sea. Ahora bien, ¿qué consecuencias se ofrecen a los vencedores? ¿Han acordado los comandantes de ambos ejércitos aceptar el resultado de la contienda?</p> <p>Antes de que Wencit pudiera hablar, intervino Kelson:</p> <p>—Así es, milord. Les he dicho a mis hombres que, si perdemos, ellos conservarán la vida y que mis herederos, a perpetuidad, jurarán fidelidad a los reyes de Torenth, para que haya paz entre nuestras naciones. En nuestra opinión, es una consecuencia aceptable. ¿Está de acuerdo el rey de Torenth?</p> <p>Wencit lanzó una mirada hacia sus compañeros y, luego, posó la vista sobre Barrett.</p> <p>—Accedemos a los términos, señor. Si perdemos, juro que mis herederos, a perpetuidad, rendirán fidelidad a la Corona de Gwynedd como soberana.</p> <p>Barrett movió la cabeza en sentido afirmativo.</p> <p>—¿Quién es tu heredero, Wencit de Torenth?</p> <p>Este miró a Lionel.</p> <p>—El príncipe Alroy de Torenth, hijo mayor de mi hermana Morag y de mi cuñado Lionel. Y, después de Alroy, sus hermanos Liam y Roñal.</p> <p>—¿Y el príncipe Alroy está preparado para jurar lealtad a Kelson de Gwynedd, en caso de que su padre y tú resultéis muertos noy;</p> <p>Wencit asintió, con los labios apretados.</p> <p>—Lo está.</p> <p>Barrett se volvió a Kelson.</p> <p>—Y tú, Kelson de Gwynedd: ¿está preparado tu sucesor para jurar fidelidad a Wencit de Torenth si hoy mueres?</p> <p>Kelson tragó saliva.</p> <p>—Mi heredero es el hermano de mi padre, el príncipe Nigel, y, después de él, sus hijos varones, Conall, Rory y Payne. El príncipe Nigel conoce sus obligaciones, en caso de que yo perezca.</p> <p>—Muy bien —sentenció Barrett—. ¿Y estos términos satisfacen por completo a ambas partes?</p> <p>—No en su totalidad —dijo de pronto Kelson—. Hay un asunto pendiente, señor.</p> <p>Los ojos de Wencit se abrieron, pero el monarca se abstuvo de avanzar al ver que el bastón de Barrett se movía en su dirección.</p> <p>—Señala tu otra condición, Kelson de Gwynedd —ordenó Barrett.</p> <p>—La noche anterior, Wencit de Torenth y Bran Coris entraron en mi campamento y raptaron al hijo de una dama. Si yo venzo, quisiera que ese niño me sea entregado para poder restituirlo a su madre.</p> <p>—¡No! —exclamó Bran, mientras se ponía en pie—. ¡Brendan es mi hijo! ¡Me pertenece! ¡Ella no se quedará con él!</p> <p>—¡Mantened la calma, Bran Coris! —estalló Vivienne, quien hablaba por primera vez—. Si Kelson vence, ¿qué os importa quién pueda quedarse con el niño, si vos estaréis muerto?</p> <p>—Tiene razón, Bran —agregó Wencit, antes de que el conde pudiera objetar—. Por otra parte, si yo venzo, deseo que la madre del niño sea devuelta a su esposo, quien se encuentra aquí —señaló a Bran, y Bran asintió—. Si Kelson está de acuerdo con esto último, yo accederé a lo primero. También accederé a devolver todos los prisioneros que conservo, en caso de que nuestro bando sobreviva, si eso contribuye a suavizar los términos.</p> <p>—¿Kelson? —preguntó Barrett.</p> <p>El rey vaciló apenas un instante.</p> <p>—Estoy de acuerdo. No tengo más condiciones.</p> <p>—En tal caso, podéis poneros de pie.</p> <p>Los ocho se pusieron de pie, en un rumor de sedas y terciopelos.</p> <p>—Podéis formar el círculo de combate —continuó Barrett, y caminó entre ambos grupos, acompañado de Laran—. Vemos que habéis acatado nuestra admonición contra el uso de aceros y armas, conque en ese sentido no hará falta que os examinemos. Pero, si alguna persona posee alguna objeción sobre el modo en que se realizará este duelo, que la formule ahora, antes de que el Consejo cierre el primer círculo.</p> <p>Laran y Barrett habían llegado a un punto que distaba unos doce metros de sus compañeros. Los cuatro se separaron entonces y se situaron en los cuatro puntos cardinales, señalando un cuadrado de unos doce metros de lado. Cuando todos terminaron de colocarse, los ocho contrincantes se alinearon en dos arcos, que juntos formaron un pequeño círculo dentro del cuadrado. Los dos reyes miraron a Barrett con expectación, pero fue Tiercel quien abandonó su lugar y avanzó hacia el centro, con paso confiado, y recitó:</p> <p>—Así dijo lord Camber, de bendita memoria, así dijo el Santo, quien nos enseñó el Camino. Así se ha escrito, y así se hará. Bendito sea el Nombre del Altísimo.</p> <p>Se postró de rodillas y, tras extender su índice derecho, comenzó a trazar un signo sobre el suelo. Por donde su dedo se movía, la hierba se volvía de oro.</p> <p>—Bendito sea el Creador, ayer y hoy, el Comienzo y el Fin, Alfa y Omega. —Su dedo había trazado una cruz y, en los extremos superior e inferior de ella, ambas letras griegas—. Suyas son las estaciones y las épocas. Gloria a El, y poder, por todas las eras de la eternidad. Bendito sea el Señor, bendito sea San Camber.</p> <p>Cuando se puso de pie, había extraños símbolos inscritos en los cuatro ángulos de la cruz: los sellos de los cuatro consejeros, que otorgaban su protección sobre el círculo. No bien Tiercel retornó a su lugar, Barrett continuó la letanía y alzó las manos a ambos lados de la cabeza.</p> <p>—Soy Alfa y Omega, el Comienzo y el Fin, dijo el Señor —entonó Barrett—. Aquel que venza será cubierto de blancos atuendos y no quitaré su nombre del Libro de la Vida, mas confesaré su nombre ante mi Padre y ante sus ángeles.</p> <p>—Bendición, honor, gloria y poder sean con El, que ocupa el trono, y con el Cordero, por siempre y eternamente —intervino Vivienne, mientras elevaba los brazos al cielo—. Que el Señor muestre Su rostro al virtuoso y defienda la causa de los justos. Oh, Señor, cierne la luz de Tu gracia sobre este círculo, para que aquellos que aguardan dentro conozcan Tu majestad y no se aparten de Tu juicio.</p> <p>Laran formó el último eslabón del círculo y alzó también los brazos. Entonces, alrededor de los cuatro nobles deryni empezó a brotar un halo de luz de cuatro colores: ámbar, plata, púrpura y azul. Cuando Laran habló, la luz se dispersó hasta que el círculo se formó por completo. Los colores se fundieron y se entremezclaron a medida que sus palabras echaron a rodar por el círculo.</p> <p>—Oh, Señor, custodia a Tus siervos. Otorga Tus fuerzas a este círculo, para que nada entre desde fuera y nada ayude a los ocho que aquí dentro librarán combate. Protege a los que quedaremos fuera de los prodigiosos poderes que pronto se desplegarán, y resguárdalos de Tu ira.</p> <p>—Como fue en los primeros días de nuestra existencia —recitaron los cuatro— y como será siempre durante toda la eternidad, Oh, Señor, que así sea hoy. Que así sea.</p> <p>Entonces, se oyó un retumbar grave, como de trueno, y las luces se unieron para formar una semiesfera de fulgor claro, azul violáceo, alrededor de los doce: consejeros y combatientes. El muro esférico era transparente, pero opaco, y oscurecía levemente lo que había en su interior. El círculo siguiente estaría formado por los ocho contendientes y los aislaría no sólo del mundo exterior, sino de los cuatro que formaban el círculo externo. Ni siquiera los miembros del Consejo Camberiano podrían atravesar el círculo interior.</p> <p>—El Afuera ha quedado sellado —confirmó el ciego Barrett. Su voz reverberó ligeramente dentro del círculo luminoso—. El Adentro debe seguir, ahora. Tened cuidado: hasta que todos los hombres de uno de los bandos hayan muerto, el Adentro perdurará. Sólo los vencedores abandonarán este anillo.</p> <p>Se produjo un silencio. Sus palabras se posaron lentamente sobre los duelistas y, entonces, el anciano continuó:</p> <p>—Os urjo, ahora, a que busquéis la calma. Cread el anillo y haced como sea vuestra voluntad. Proceded por vuestro honor y en Nombre del Altísimo.</p> <p>Los ocho se miraron con ojos escrutadores. Entonces, Wencit dio un paso adelante y se inclinó en una reverencia formal.</p> <p>—¿Comenzarás tú, o lo hago yo?</p> <p>Kelson se encogió de hombros.</p> <p>—En definitiva, no cambiará mucho las cosas. Procede, si eso quieres.</p> <p>—Muy bien.</p> <p>Con una ligera inclinación, Wencit regresó a su lugar y extendió los brazos a ambos lados. El círculo interior debía ser construido por los adalides de los bandos, y separadamente. Así, la primera vez habló sólo Wencit; su voz grave retumbó en la esfera violeta.</p> <p><i>Soy Wencit, el rey de Torenth, a Kelson he de retar, que contienda hasta la muerte si alguien lo puede ayudar.</i></p> <p><i>Cuando el círculo se cierre, nadie de él podrá salir hasta que cuatro de un bando se resignen a morir.</i></p> <p>De las puntas de sus dedos brotó una lengua de fuego que describió un semicírculo alrededor de él y de sus tres aliados. El arco refulgente de luz violeta se extendió a unos dos metros del círculo exterior. Kelson apretó los labios y, sin mirar a sus compañeros, abrió ambos brazos a los lados del cuerpo.</p> <p><i>Kelson Haldane, rey de Gwynedd, acepta el guante enemigo, y luchará hasta la muerte contra el mago torentino.</i></p> <p><i>Que nadie cruce este arco hasta que cuatro perezcan, cuatro, de un mismo estandarte, para que los otros venzan.</i></p> <p>Detrás de Kelson se encendió una llamarada escarlata que se unió con la de Wencit. Entonces, se encontraron rodeados por una semiesfera color burdeos de luz púrpura y translúcida. Kelson bajó los brazos y miró a sus camaradas. Todo estaba dispuesto. Se le acercaron y vieron que, en el lado contrario, Wencit era rodeado por sus hombres. Los consejeros observaban lo que sucedía, pero, desde dentro del círculo, sus figuras se distinguían borrosas. Sin embargo, Kelson sabía que no podrían intervenir, por mucho que sucediera. Desde ese momento en adelante, sólo podrían fiarse de sus poderes.</p> <p>—¿Quieres dar la primera estocada, principito? —se mofó Wencit, y su mano derecha empezó a formar un conjuro preliminar.</p> <p>—¡Aguarda! —intervino Rhydon—. Caballeros, estamos olvidando los modos que corresponden entre nobles. Aun durante la contienda, hay que observar las formalidades…</p> <p>Todos los ojos se volvieron hacia Rhydon. El lord extrajo un cacillo de plata de su cinto y una botella de cuero. Sus camaradas sonrieron cuando Rhydon quitó la tapa que lo cerraba. Hasta Wencit cruzó los brazos, con indulgencia.</p> <p>—En nuestro país, tenemos la costumbre de beber a la salud de nuestros contrincantes en toda contienda real.</p> <p>Rhydon llenó el cacillo, lo alzó a modo de brindis y bebió la mitad del contenido.</p> <p>—Desde luego —prosiguió, tendiendo el recipiente a Bran—, prevemos que vosotros imagináis alguna traición en esto. —Vio que Bran tomaba un sorbo con ganas, volvió a llenar el tazón y se lo tendió a Lionel—. Sin embargo, confiamos en desarmar vuestra desconfianza bebiendo nosotros primero.</p> <p>Lionel alzó la copa y la vació de un trago, antes de pasársela a Wencit. El rey sostuvo el cacillo pacientemente mientras Rhydon lo llenaba por tercera vez.</p> <p>—Rhydon dice la verdad —señaló Wencit, y sostuvo el recipiente entre ambas manos—. Enemigos, a vuestra salud.</p> <p>Con una sonrisa repelente, se llevó la taza a los labios y bebió. Entonces, comenzó a dirigirse hacia Kelson.</p> <p>—¿Beberás ahora, principito condenado?</p> <p>—No, él no beberá —dijo Rhydon serenamente. Su voz adquirió una nota cortante y áspera.</p> <p>Wencit se detuvo, sorprendido. Abrió los ojos, intrigado, y se giró lentamente para mirar a Rhydon. Todos los ojos se posaron sobre el deryni de la cicatriz. Lionel y Bran se acercaron inquietos a Wencit, lejos de ese hombre que, de pronto, parecía un desconocido.</p> <p>—¿Qué significa esto? —preguntó Wencit con frialdad.</p> <p>Rhydon enfrentó la mirada de Wencit sin pestañear. Una sonrisa sardónica comenzó a formarse en las comisuras de su boca.</p> <p>—El significado se te hará claro en unos instantes, Wencit —dijo con desenvoltura—. Durante seis años he venido representando mi papel, oculto tras la identidad de otro hombre durante casi todas las horas de mi vida. Sólo lamento que este momento no haya llegado antes.</p> <p>En el rostro de Wencit asomó una sospecha atroz. Su mirada cayó hasta el cacillo que sostenía en las manos. Lo arrojó al suelo con un grito ahogado de furia.</p> <p>—¿Qué has hecho?</p> <p>Sus ojos de hielo atravesaron a Rhydon.</p> <p>—¿Quién eres?</p> <p>Rhydon sonrió y respondió con voz grave y mortal:</p> <p>—No soy Rhydon.</p> <title style="page-break-before:always; text-indent: 0em;"> <p style="line-height:400%;hyphenate:none;font-weight: bold; text-align: center; text-indent: 0px">XXVII</p> </h3> <cita> <p>A menudo, ser un hombre es una amarga lección.</p> <p style="font-weight: bold; text-align:right">San Cambar de Culdi</p> </cita> <p style="margin-top:5%">—¿Que no eres Rhydon? ¿Qué quieres decir con que no eres Rhydon? —espetó Wencit—. ¿Te has vuelto loco? ¿Comprendes lo que has hecho?</p> <p>—Sé exactamente lo que acabo de hacer —sonrió quien no era Rhydon—. El verdadero Rhydon de Eastmarch murió hace casi seis años, de un atentado que le bloqueó el corazón. Afortunadamente, estuve en condiciones de ocupar su lugar. Pero tú jamás sospechaste, ¿verdad, Wencit? Nadie sospechó…</p> <p>—¡Estás loco! —le cortó Wencit, y miró a su alrededor con aire extraviado—. Es un truco, una conspiración monstruosa. Ellos te han hecho actuar así. —Señaló a Kelson y a sus compañeros azorados—. Tal vez hasta tú lograste que el auténtico Consejo se presentase. Nunca quisiste que fuera un reto limpio. ¡Incluso el Consejo se muestra parcial!</p> <p>Se volvió para mirar a los consejeros, que escudriñaban a través del círculo. Vio que se hablaban agitadamente entre sí, pero no podía escucharlos.</p> <p>De pronto, comprendió que ellos estaban tan sorprendidos como él ante el curso de los acontecimientos. Con toda honestidad, tenía que admitir que Kelson parecía igualmente estupefacto. Se volvió para contemplar a Lionel y a Bran, cuyos rostros habían perdido el color, y, entonces, giró aterrorizado hacia el hombre que no era Rhydon.</p> <p>—Parte de lo que dices es cierto —reconoció el desconocido—. Nunca quise que fuera un combate limpio… para ti. Pero lo que hice ha tenido su precio. Aunque mi partida será un poco distinta, todos tendremos el mismo final. Mira a tus espaldas.</p> <p>Wencit se volvió y vio que Bran Coris se tambaleaba y extendía una mano para aferrarse del hombro de Lionel. Lo vio caer de bruces, con una expresión turbia y confusa en el rostro apuesto. Lionel se había puesto de rodillas para ayudarlo pero, no bien se inclinó, fue presa del vértigo y se encontró sentado sobre la hierba, incapaz de ponerse en pie.</p> <p>Wencit tironeó nerviosamente del cuello de su túnica y sus ojos desmesurados se clavaron en el desconocido.</p> <p>—¿Qué les has hecho? —susurró—. ¡Los has envenenado!, ¿eh? Y a mí… ¿por qué no me sucede nada? ¿Por qué nos has hecho esto?</p> <p>—Es una especie de veneno —explicó Rhydon—. Y no te engañes con la ilusión de que te salvarás: actúa con más demora sobre los deryni de pura estirpe. En lo que a mí respecta, me queda menos tiempo que a ti. El antídoto que tomé retarda las primeras reacciones, pero apresura el instante fatal. Sin embargo tendré tiempo suficiente para revelarte mi identidad y tú, para sentir terror por primera vez en tu vida. Mírate las manos, Wencit. Tiemblan. Es uno de los primeros síntomas de la droga que te he hecho tomar.</p> <p>—¡No! —gritó Wencit, apretó las manos para impedir que temblaran y se alejó.</p> <p>El que no era Rhydon observó a Wencit unos segundos y se dirigió a Kelson por primera vez desde que había comenzado la escena. Lo saludó con una ligera reverencia.</p> <p>—Lamento privaros de la honesta victoria que habríais obtenido, Kelson, pero no podía permitirme la posibilidad de que perdieseis. Seis años siendo el esbirro de Wencit ha sido un precio muy alto. No podía perderlo todo hoy.</p> <p>Mientras hablaba, Wencit se estremeció y, contra su voluntad, se encontró cayendo de rodillas, casi incapaz de mantener erguida la cabeza, y mucho menos de hablar. Luchó contra sus pies y sus manos para poder incorporarse, mientras Kelson lo miraba alarmado. Sus inmensos ojos grises escrutaron a ese que no era Rhydon.</p> <p>—¿Qué les diste? ¿Y qué pasará contigo?</p> <p>—La droga es semejante al <i>merasha</i> en muchos sentidos. Al igual que él, vuelve a sus víctimas incapaces de usar los poderes ocultos que pudieran poseer. Pero, a diferencia del <i>merasha</i>, no puede ser detectado como tal, y además, es un veneno lento. Lo sabía cuando bebí, pero sabía también que era un precio justo para poder exterminar a ese individuo.</p> <p>Señaló a Wencit, quien yacía jadeante sobre el césped, clavando en todos ellos su más espantosa mirada de odio. Lionel y Bran ya estaban inmóviles y sólo sus ojos atemorizados lograban seguir lo que sucedía.</p> <p>—Pero mi muerte será rápida y relativamente indolora, aunque no segura —continuó quien no era Rhydon—. Como ellos no tomaron el antídoto, su fin será horrendo e interminable, a menos que vosotros actuéis. Tardarán un día en morir, al menos. No podréis curarlos, Kelson, pero sí apresurar su muerte. Sólo cuatro hombres pueden abandonar este círculo con vida. Sólo me he cerciorado de que fueseis vos y los vuestros.</p> <p>—Pero esto es traición… —murmuró Kelson, incrédulo—. No había pensado vencer de forma artera.</p> <p>—Creedme, sus pecados merecían una muerte aún mucho más atroz. De sus culpas no caben dudas, pese a que no hayan tenido juicio. Yo sé lo que digo.</p> <p>Vaciló un instante, como si lo atravesara algún dolor; luego, continuó:</p> <p>—Perdonad, los efectos comienzan a sentirse. No tengo mucho tiempo. ¿Aceptaréis la victoria que os ofrezco, Kelson? ¿Os erguiréis orgulloso en el trono, como legítimo rey de los deryni, para restituirnos en los Once Reinos al sitio de honor y de convivencia que nos pertenece?</p> <p>Por primera vez, Kelson giró para mirar a sus camaradas. Duncan estaba pálido y mudo, al igual que Morgan; pero Arilan contemplaba fijamente a Rhydon como si fuese un espectro. Se sorprendió al ver que Kelson lo miraba y fue hasta su lado. Con cuidado, escrutó a ese hombre que se hacía pasar por Rhydon.</p> <p>—Creo conocerte… —dijo con incertidumbre—. Ah, no te han delatado la voz ni los gestos, tu disfraz es perfecto; pero lo que has dicho… ¿ahora no puedes revelarnos tu identidad? ¿En qué cambiarían las cosas?</p> <p>El que no era Rhydon sonrió, se meció ligeramente sobre los pies y extendió ambos brazos a los lados del cuerpo. Sus rasgos se nublaron y una luz pareció refulgir en torno de su cuerpo, levemente. Entonces, Stefan Coram apareció ante ellos, con expresión fatigada en el rostro.</p> <p>—¡Hola, Denis! —murmuró, enfrentando los ojos estupefactos del obispo—. Por favor, te ruego que no me obsequies con un sermón sobre la estupidez de lo que acabo de hacer. Ya es demasiado tarde y ocurre que, en mi opinión, no se trata de ninguna necedad. Sólo lamento no poder volver a veros. Créeme que era la única forma…</p> <p>—¡Stefan! —Arilan contuvo el aliento, sólo atinaba a mover la cabeza, incrédulo.</p> <p>Coram sonrió y, una vez más, se esforzó por no desfallecer.</p> <p>—Sí. Y me he presentado con otros disfraces más familiares a tus amigos, Morgan y Duncan.</p> <p>Su figura se nubló nuevamente y, ante ellos, apareció un hombre de cabellos platinados y caperuza gris, impuesto sobre los rasgos apuestos de Coram durante un instante fugaz.</p> <p>—¿Vos erais San Camber? —suspiró Morgan.</p> <p>—No. Ya os dije que no lo era. —Coram sacudió la cabeza ligeramente, volviendo a su imagen de Stefan—. Sólo me presenté ante vosotros en pocas ocasiones: en la coronación de Kelson, como representante del Consejo; ante ti, Duncan, en el camino que conduce a Coroth; en el monasterio de San Neot…</p> <p>Su rostro se contrajo de dolor. El hombre cerró los ojos un instante y Arilan corrió para ayudarlo.</p> <p>—¿Stefan?</p> <p>Coram movió la cabeza con pesar.</p> <p>—No podéis ya ayudarme a vivir, amigos. Sólo a morir. —Tragó con dificultad y se inclinó con todo su peso sobre el brazo de Arilan, mientras un destello de temor le surcaba el rostro—. ¡Dios me ayude, Denis! Llega antes de lo que pensaba…</p> <p>Se desplomó sobre el brazo de Arilan y el obispo lo posó en el suelo. Morgan y Duncan se abalanzaron por el otro lado, mientras Kelson observaba atónito a espaldas del obispo, pero sin acercárseles. Nada tenía que compartir con ellos. Sólo había visto a Stefan Coram una vez, pero ellos tres, en cambio, se habían visto estrechamente ligados a ese hombre de distintas formas. Morgan y Duncan, de un modo que ni siquiera alcanzaba a comprender. Vio que Morgan se quitaba el manto y lo ponía bajo la cabeza de Coram, a modo de almohada. El hombre había cerrado los ojos, mas los abrió al sentir el contacto de Morgan. Su atención volvió a Arilan.</p> <p>—Supongo que, en cierto sentido, me he quitado la vida —murmuró, y buscó al obispo con los ojos—: pero no tenía otra elección, Denis. ¿Crees que El comprenderá?</p> <p>Sus ojos encontraron la cruz pectoral que pendía del pecho de Arilan. El obispo inclinó la cabeza y la movió en sentido afirmativo, lentamente.</p> <p>—Debe hacerlo, amigo. Siempre fuiste tan… tan…</p> <p>La voz se le quebró y tuvo que tragar saliva antes de proseguir.</p> <p>—¿Duele mucho, Stefan?</p> <p>Coram negó con la cabeza.</p> <p>—No demasiado. Sólo una vez de cuando en cuando. Pronto terminará. ¿Pueden ver los… otros miembros del Consejo?</p> <p>Arilan contempló el muro de luz y asintió con la cabeza.</p> <p>—Sí, pero el círculo distorsiona su visión. ¿Quenas decirles algo?</p> <p>—No. Pero quiero que tú intervengas cuando haya que designar mi sucesor en el Consejo, Denis. Pese a la oposición que te he demostrado en el pasado, siempre valoré tu amistad y tu coraje en el Círculo Interior. Promete que les manifestarás mi voluntad… cuando les digas cómo fallecí.</p> <p>Sus ojos se cerraron y pareció respirar con dificultad. Morgan miró a Arilan, alarmado.</p> <p>—¿No hay nada que podamos hacer por él? Tal vez Duncan y yo pudiéramos intentar curarlo.</p> <p>Arilan, desalentado, meneó la cabeza.</p> <p>—Imagino el antídoto que debe de haber tomado. Ni siquiera un deryni puede curar eso. El veneno debe de haber surtido un efecto casi letal, para que esté sintiendo semejante dolor. Trata de ocultarlo, pero sabe que su final se acerca.</p> <p>Morgan miró a Coram nuevamente y sacudió la cabeza. Se acercó a Duncan y se puso en cuclillas. Los ojos de Coram volvieron a parpadear, pero esta vez fue evidente que sólo veía a Arilan.</p> <p>—Denis —murmuró—. Acabo de ver algo sumamente extraño. Se me apareció un rostro de hombre, un hombre rubio con una caperuza… Creo que era… Cam… Cam… ¡Ay Dios! ¡Denis, ayúdame!</p> <p>Mientras otro espasmo se apoderaba de su cuerpo, Coram buscó la mano de Arilan y cerró las suyas alrededor de las de él. Arilan reposó su otra mano sobre la frente del hombre, con la esperanza de poder adormecer el dolor, y Stefan se calmó. Volvió a abrir los ojos, lúcidos y desprovistos esta vez de dolor. Arilan supo que el final era inminente.</p> <p>—Tu cruz, Denis… ¿Podría sostenerla? —murmuró el Deryni Supremo.</p> <p>Arilan se quitó la cadena por la cabeza y puso el crucifijo sobre la mano de su amigo. Coram lo miró durante varios segundos, ya casi sin respirar, y se lo llevó un instante a los labios.</p> <p>—In manuus tuas, Domini… —murmuró.</p> <p>Los ojos se cerraron, y las manos perdieron la crispación. Con un suspiro, Arilan inclinó la cabeza contra el pecho y sus labios pronunciaron una súplica inaudible para el alma del que partía. Morgan y Duncan, tras intercambiar miradas conmovidas, se pusieron de pie lentamente y fueron hacía Kelson.</p> <p>—¿Ha muerto? —preguntó Kelson en un murmullo, casi sin atreverse a quebrar el silencio sobrecogedor.</p> <p>Duncan asintió en silencio y tragó saliva con pesar. Kelson inclinó la cabeza.</p> <p>—¿No pudisteis hacer nada?</p> <p>Morgan negó con la cabeza.</p> <p>—Preguntamos si podíamos intentar curarlo, pero Arilan dijo que era demasiado tarde. Suponemos que con los demás sucederá lo mismo. ¿Qué harás, Kelson?</p> <p>El rey posó su mirada sobre los otros tres contrincantes que, a pocos metros de él, yacían sobre la hierba. Meneó la cabeza.</p> <p>—No lo sé. No quiero matarlos a sangre fría, si no son capaces de defenderse; pero Rhydon… o Coram… dijo que, si no lo hacía, su muerte sería interminable y dolorosa.</p> <p>—Calculó que al menos tardarían un día en morir —recordó Duncan—. Y, si la muerte de Coram fue relativamente rápida e indolora, no quiero pensar qué les aguardará a Wencit y a los demás.</p> <p>Arilan se puso de pie y se volvió para enfrentarlos. Tenía los ojos húmedos y brillantes.</p> <p>—Tendremos que matarlos, Kelson. No hay otro modo. Coram tenía razón, están condenados. Sé lo que Coram sintió al perecer y no tiene sentido dejar que sufran lo mismo. Ni siquiera Wencit. Sería una crueldad innecesaria.</p> <p>—Pero… no tenemos armas —recordó Kelson—. No podemos… asfixiarlos ni ahorcarlos ni destrozarles la cabeza con rocas ahora que están indefensos. Además, aquí no hay rocas… —terminó, concluyente.</p> <p>Arilan se irguió en toda su estatura y miró a los tres cuerpos que yacían en el suelo, antes de posar su mirada en el círculo.</p> <p>—No. Esto debe hacerse por medios mágicos y no físicos. Estamos en un duelo arcano y los instrumentos de su destrucción deben ser procurados por el reino de lo oculto.</p> <p>—Pero, ¿cómo? —murmuró Kelson—. Arilan, nunca he matado a un hombre en mi vida, ni siquiera con mi espada. Pero, al menos, con la espada sé cómo se hace…</p> <p>Se produjo un largo silencio. Kelson bajó la vista al suelo, Arilan parecía sumido en su propio mundo y los otros dos deryni estaban mudos e inmóviles. Por fin, Morgan fue hacia Kelson y puso una mano sobre el brazo del joven. Inclinó la cabeza, pero evitó mirar los cuerpos de Wencit, Lionel y Bran, que se retorcían sobre el prado. Especialmente, trató de no mirar a Bran.</p> <p>—En tal caso, yo cumpliré con mi deber, Kelson. A diferencia tuya, yo sí he matado. No es más difícil que tender una mano. Charissa lo empleó a la perfección con tu padre.</p> <p>Duncan alzó los ojos, endurecido.</p> <p>—No, Alaric. Así no.</p> <p>Morgan rehuyó la mirada de su primo y sacudió la cabeza.</p> <p>—Aquí, en este lugar, no nos queda otra forma. Wencit y sus aliados están indefensos, más que si fueran simples humanos. Deben morir como humanos, Wencit, especialmente, debe morir como murió tu padre. El fue, en última instancia, responsable de la muerte de Brion. Por fin, la venganza caerá sobre él.</p> <p>—En tal caso, seré yo quien lo haga —suspiró Kelson—. Brion fue mi padre, yo soy su hijo, y debo vengar su muerte.</p> <p>—Príncipe, había pensado ahorrarte esta…</p> <p>—¡No! ¡La venganza es mía! Yo saldaré la deuda pendiente. Dime cómo hacerlo, no me obligues a que te lo ordene.</p> <p>—Pero… —Morgan miró a Kelson, con la esperanza de disuadirlo, pero el rey lo enfrentó con determinación. Los ojos grises se trenzaron en una lucha de voluntades pero, al cabo de unos segundos, Morgan bajó la vista. Había vencido Kelson. Con un suspiro de cansancio, Morgan inclinó la cabeza.</p> <p>—Muy bien, príncipe, abre tu mente y te mostraré lo que buscas.</p> <p>Se produjo un instante de profundo silencio, en el que los ojos de Kelson adquirieron un brillo opaco y distante. Luego, volvieron a mirar la escena que los rodeaba. Tenía una expresión severa, incrédula y estupefacta.</p> <p>—¿Tan fácil es? —murmuró, algo atemorizado ante el poder que tenía en sus manos.</p> <p>—Tan fácil —afirmó Morgan.</p> <p>Como si no hubiera oído, Kelson se apartó y recorrió con la vista el círculo que lo rodeaba. Los cuatro consejeros seguían inclinados para observarlos. Kelson detuvo su mirada en el cuerpo inerte de quien había sido Rhydon, o Camber, o Coram y, luego, se dirigió a los tres que yacían en el suelo, en el otro extremo del círculo. Fue hasta ellos lentamente, como en un trance, y sus puños se abrieron y cerraron cuando llegó ante Wencit de Torenth. El hechicero era incapaz de moverse, pero sus ojos claros se encendieron al ver a Kelson.</p> <p>—¿Sufres? —preguntó Kelson, con el rostro impasible.</p> <p>Wencit trató de moverse y no pudo. Luego, trató de hablar. Le costó un gran esfuerzo pero, aunque con voz áspera y grave, esbozó unas palabras.</p> <p>—¿Cómo puedes preguntar algo así, sabiendo cómo murió Rhydon?</p> <p>Kelson apartó la cabeza, incómodo.</p> <p>—No fue cosa mía. No tenía deseos de vencer mediante traición. Es mejor la muerte limpia de una derrota honesta que una victoria mancillada.</p> <p>—Si piensas que he de creer eso, me tomas por un imbécil mucho mayor de lo que soy —lo provocó Wencit—. De todas formas, no podrás apartarte de esta victoria e ignorarla, por mucho que tu orgullo deteste lo que debes hacer.</p> <p>—¿A qué te refieres con «lo que debo hacer»? —preguntó Kelson, dirigiéndole una mirada a Wencit.</p> <p>—Y bien, no pensarás dejarnos aquí tendidos hasta que nos llegue la muerte, Kelson. —Wencit intentó lanzar una risilla—. Tu padre ni siquiera podía dejar que un águila o un venado herido sufrieran innecesariamente. ¿Harías menos por un hombre?</p> <p>—¿Me estás diciendo que quieres morir y que no te importa que te mate?</p> <p>Wencit tosió ligeramente y se tensó, como si el movimiento le hubiera producido más dolor aún. Volvió a mirar a Kelson, esta vez con súplica en los ojos, aunque trató de sofocar las palabras que se encontró diciendo.</p> <p>—Idiota, claro que me importa —musitó—. Pero no puedo vivir; lo sé. Rhydon, o Coram, mejor dicho, urdió bien su trampa. Y sé lo que me aguarda antes del fin si no recibo el golpe de gracia. Coram ya me ha matado, Kelson. Mi cuerpo está muerto, aunque mi mente aún no lo sepa. Ahórrame la terrible agonía de descubrirlo con certeza.</p> <p>Kelson tragó saliva con dificultad y se hincó de rodillas al lado de Wencit. No sabía qué hacer aún. Parte de él se sentía conmovido por la agonía de ese semejante condenado; pero otra parte de él gozaba viendo que el asesino de su padre sufría ante las puertas de la muerte. Tendió la mano, pero se detuvo. Cerró el puño contra su pecho y bajó la cabeza. Sus oídos escucharon la súplica inaudible de Wencit.</p> <p>—Por favor, Kelson. Libérame…</p> <p>El rey oyó que se acercaban pisadas. Los otros venían hacia él, para apoyarlo. Casi sintió que sus pensamientos lo instaban por detrás de su mente. Resueltamente los hizo a un lado. Con ojos opacos y ensimismados, extendió la mano derecha sobre el pecho de Wencit. Comenzó a moverse, pero se detuvo una vez más: otro pensamiento acababa de acudir a su conciencia.</p> <p>—Wencit de Torenth, ¿deseas el solaz de la Santa Iglesia?</p> <p>Wencit parpadeó y habría sonreído si el movimiento no le hubiese costado tanto dolor.</p> <p>—Sólo deseo la muerte, Kelson, y bienvenida sea. Evítame más tormentos. Haz lo que debas hacer.</p> <p>A un lado, Kelson sintió que Lionel y Bran lo miraban en silencio, en sus ojos desfallecientes asomaba la misma súplica. Lenta y deliberadamente, Kelson volvió a mirar a Wencit y su mano derecha se contrajo lentamente sobre el corazón del monarca enemigo, mientras sus labios murmuraban:</p> <p>—Muere, entonces, Wencit. Recibe la liberación que deseas. Siente la mano fría de la muerte sobre tu corazón y el rumor de las alas del ángel del más allá. Comparte así la muerte de mi padre Brion. ¡Qué el corazón de Wencit se detenga!</p> <p>Con la última palabra, su puño se cerró convulsivamente y Wencit quedó inerte. El cuerpo otrora orgulloso del rey de Torenth ya no fue más que una cascara vacía, desprovista de toda vida e inteligencia. Y de toda agonía. Antes de que los otros pudieran reaccionar, Kelson se arrodilló entre Lionel y Bran y posó una mano sobre el pecho de cada hombre.</p> <p>—Id con vuestro amo y con el ángel de la muerte, Lionel de Argenol y Bran Coris, conde de Marley. Y que Dios, en su infinita sabiduría, os conceda más misericordia de la que yo habría podido tener para con vosotros. ¡Morid!</p> <p>Los puños se cerraron de nuevo y ambos cuerpos se estremecieron en un espasmo final. Luego, todo fue quietud. Lentamente, Kelson dejó que sus manos se hundieran con todo el peso de su dolor sobre la hierba, entre las rodillas. Cuando alzó la vista, se encontró con tres rostros graves. Se puso de pie y se apartó de la mano que Arilan le ofrecía para ayudarlo.</p> <p>—No, Eminencia. No es correcto que un hombre santo me toque. Acabo de matar y mis manos chorrean sangre.</p> <p>—No tuviste elección, Kelson —le dijo Arilan en voz baja. Lo comprendía, pero bajó su mano como deseaba el rey—. Estos hombres eran tus enemigos y merecían morir.</p> <p>—Quizá. Pero no así. Yo no habría escogido este final.</p> <p>Morgan se miró las puntas de las botas.</p> <p>—No siempre somos dueños de nuestros destinos, Kelson. Lo sabes. A veces, un rey debe enfrentar el ingrato deber de matar.</p> <p>—Pero no está obligado a que le agrade —susurró Kelson—. No es algo de lo que un rey pueda enorgullecerse.</p> <p>—¿Y tú te enorgulleces? —preguntó Duncan—. No creo. Te conozco desde hace mucho tiempo y sé que no podrías estar orgulloso de esto.</p> <p>—Pero estoy contento de que hayan muerto —insistió Kelson—. ¿Cómo concilias ambas cosas? Y, en ese momento, quise que murieran. Lo deseé, y murieron. Ningún hombre debería tener semejante poder, padre.</p> <p>—Pero algunos sí lo tienen —repuso Morgan—. Wencit lo tuvo y lo usó.</p> <p>—¿Y por ello es correcto?</p> <p>—No.</p> <p>Se produjo un largo silencio, en el cual nadie osó hablar. Luego, Kelson fue hasta donde Wencit yacía, miró el cadáver durante un largo rato, casi sin respirar, y se inclinó lentamente pata quitar de su cabeza la corona de Torenth.</p> <p>—Amigos —dijo con amargura—, este es el premio que nos corresponde este día: la corona de un reino que nunca quise regir, la muerte de un amigo que apenas había llegado a conocer… —señaló con un gesto el cuerpo de Coram—: y un legado de desencanto por no haber podido vencer de otro modo.</p> <p>Arilan quiso hablar, pero Kelson alzó su mano imperativa.</p> <p>—No, obispo. No recibiré ahora vuestro consuelo. Permitidme el lujo de sentirme culpable por lo que he debido hacer. Conozco las realidades del juego y sé que todo esto pronto parecerá un mero medio necesario. Pero no hoy. No. Hoy debo partir de este círculo con vosotros, mis leales amigos, y enfrentarme a los vítores de mi pueblo, que festejará la «victoria» obtenida por su rey. Recibiré el homenaje de un príncipe infante, a quien he debido dejar en la orfandad, y entregar otro niño sin padre a una mujer a quien acabo de dejar viuda. Aunque ambos hombres merecieran morir. Y tendré que mostrarme complacido ante semejante situación… Me perdonaréis, caballeros, si no muestro regocijo alguno.</p> <p>Meció la corona de Wencit en su mano y la miró con desdén, antes de posar nuevamente los ojos sobre sus amigos.</p> <p>—Vamos, caballeros. El rey hará su papel. El pueblo aguarda. Si mi sonrisa de victoria se desvanece por momentos, sabréis por qué.</p> <p>El círculo resplandeció antes de desaparecer y la magia concluyó. Cuando el rey salió del anillo, con la corona de Torenth en las manos, un rugido de algarabía estalló en las tropas de Gwynedd. Y, mientras un tronar de cascos anunciaba que sus caballeros partían a festejarlo con él, millares de espadas y lanzas empezaron a repicar contra los escudos para celebrar el triunfo.</p> <p>Los cuatro deryni que habían observado el duelo posaron sus mantos blanco y oro sobre los hombros de los vencedores, para que se cumplieran las palabras de las escrituras. Y los amigos del rey lo montaron sobre un corcel blanco, para que lo viesen mejor cuando fuera hasta las filas torentinas a reclamar su victoria.</p> <p>Pero, ese día, la corona fue un pesado trofeo para el heredero de los Haldane.</p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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