Capítulo I
Hay tres cosas Imposibles de predecir: los caprichos de una mujer, el momento en que el diablo nos toca con su dedo y el tiempo de Gwynedd en marzo.
San Veneríco Tríadas
Marzo siempre ha sido un mes de tempestades en los Once Reinos. La nieve que nace desde el gran mar del Norte se perpetúa hacia el sur, para tender su último manto de invierno sobre las montañas de plata; para arremolinarse y bullir sobre las altas mesetas del este; para, por fin, agolparse sobre la gran planicie de Gwynedd y azotarla, convertida en lluvia.
En sus mejores años, marzo es un mes veleidoso. Constituye el último reducto del invierno contra la primavera inexorable, pero también presagia el verdor y los deshielos que, cada año, anegan los bajíos centrales. Siempre se ha dicho que era una época templada, aunque no recientemente. Sin embargo, es un mes primaveral y hace que los hombres se atrevan a soñar con que el invierno tenga corta vida ese año. A veces sucede.
Pero los que conocen el humor de Gwynedd no construyen sus sueños sobre la posibilidad de una primavera temprana. La severa experiencia les ha enseñado que marzo es caprichoso, a veces cruel, y nunca, nunca digno de nuestra confianza.
En el primer año del reinado de Kelson, marzo no iba a ser una excepción.
En Rhemuth, capital del reino, el crepúsculo había caído deprisa. Solía hacerlo en marzo, cuando las tempestades del norte asolaban la Frontera Púrpura desde el norte y el este.
Esa tormenta había estallado a mediodía. Los terrones de hielo, que se ensañaron con los toldos brillantes y con las tiendas del mercado, sobre la plaza, eran como la uña de un pulgar y bastaron para que mercaderes y vendedores corrieran a buscar dónde refugiarse. En una hora, toda esperanza de proseguir el día de mercado se había desvanecido. Y así, entre truenos, lluvia y el olor a azufre de los rayos que dispersaba el viento, los tenderos recogieron sus mercancías empapadas, terminaron su actividad de la jornada a regañadientes y se marcharon.
A la puesta del sol, los únicos que rondaban por las callejas anegadas por la lluvia eran aquellos cuyos asuntos los obligaban a salir con semejante noche: serenos de ronda, soldados y mensajeros en quehacer oficial, ciudadanos que huían del viento y del frío para buscar la tibia chimenea del hogar…
Mientras las sombras caían y las inmensas campanas de la catedral del norte anunciaban vísperas, la llovizna y la cellisca se abatían sobre las calles estrechas y desiertas de Rhemuth, ensañándose contra los rojos tejados y cúpulas, y desbordando las alcantarillas adoquinadas. Detrás de los borrosos ventanales, las llamas de innumerables velas temblaban y se estremecían cada vez que las ráfagas conseguían abrirse paso por rendijas y celosías. Y, en casas y tabernas, en hosterías y albergues, los habitantes de la ciudad se apretujaban ante el fuego para acabar los tazones de comida humeante, beber buena cerveza amarga y contar historias improbables mientras aguardaban a que pasara la tormenta.
Al norte de la ciudad, como todas las otras casas, el palacio del arzobispo sufría el asedio de la tormenta. A la sombra que proyectaban las paredes del palacio, la inmensa nave de la catedral de San Jorge ser erguía tenebrosa contra el cielo ennegrecido; el corto campanario, osadamente vuelto hacía el cielo; las puertas de bronce, selladas contra la inclemencia.
Los centinelas, enfundados en mantos de cuero, patrullaban las propiedades del palacio; los cuellos y las capuchas ofrecían escasa protección contra el frío y la humedad. Bajo los aleros de las almenas, las antorchas chisporroteaban y amenazaban con extinguirse mientras la tempestad rugía, aullaba y helaba hasta los huesos.
Dentro, el arzobispo de Rhemuth, el reverendísimo Patrick Corrigan, se hallaba seco y cómodo frente a una chimenea bien alimentada. Se frotó las manos regordetas ante las llamas para calentarlas, y luego se enfundó más aún entre los pliegues de su manto bordeado de pieles. Deslizó sus pies abrigados dentro de las pantuflas hasta su escritorio, en el lado opuesto en la habitación. Otro hombre, de idéntico atuendo violeta episcopal, recorría con los ojos un manuscrito delicado, acomodando la vista a la luz de las dos velas amarillentas que lo alumbraban desde el escritorio. En el resto de la sala, seis candelabros más intentaban mantener a raya la penumbra que acechaba desde el exterior. Y, por sobre el hombro izquierdo del hombre, un sacerdote asistente de aspecto juvenil esperaba atento con otra vela, dispuesto a aplicar el lacre rojo cuando se le ordenara.
Corrigan atisbo por encima del hombro derecho de quien leía y observó cómo el hombre asentía, tomaba una pluma y garabateaba su firma al pie del documento. El secretario dejó caer unos gotones de cera roja al lado del nombre y el clérigo posó sobre el lacre, con toda parsimonia, el sello de amatista que identificaba su investidura. Arrojó el aliento sobre la gema y la frotó contra el terciopelo de la manga. Después, levantó la vista hacia Corrigan y devolvió la sortija al dedo.
—Eso bastará para contener a Morgan —sentenció.
Edmund Loris, arzobispo de Valoret y primado de Gwynedd, era un hombre de aspecto imponente. Bajo la suntuosa sotana de terciopelo que llevaba, lucía un cuerpo erguido y esbelto. Su fino cabello platinado creaba una aureola delgada alrededor del casquete magenta que le cubría la tonsura clerical.
Sus ojos brillantes y azules eran duros y fríos. Y, en ese momento, la expresión aguileña y enjuta del rostro carecía de toda benevolencia. Loris acababa de posar su sello sobre un documento que, en breve, impondría el Interdicto a gran parte del reino de Gwynedd. Un Interdicto que prohibiría al rico ducado de Corwyn el uso de los sacramentos y el consuelo de la Iglesia en todos los Once Reinos.
Era una decisión de gravedad, a la cual Loris y su colega habían consagrado toda su atención durante los pasados cuatro meses. En rigor de justicia, el pueblo de Corwyn nada había hecho que mereciera una medida tan extrema. Pero, por otro lado, la verdadera causa del Interdicto ya no podía ignorarse ni tolerarse; en la jurisdicción de los arzobispos había existido una situación aberrante —seguía existiendo— y debía cortarse con ella de raíz.
Así, los prelados acallaron sus conciencias con el argumento racional de que el Interdicto no se dirigía al pueblo de Corwyn, sino a un hombre que, por otros medios, resultaba inaccesible. Esa noche, el objeto de la venganza sacerdotal era el amo de Corwyn, el duque deryni Alaric Morgan, quien repetidamente había osado emplear sus heréticos y blasfemos poderes deryni para mediar en asuntos humanos y corromper a los inocentes, en abierto desafío a la Iglesia y al Estado. Morgan, quien había iniciado al joven rey Kelson en la práctica prohibida de esa magia pretérita y que había librado un duelo nigromántico en la misma catedral, durante la coronación de Kelson el otoño pasado. Morgan, cuya media estirpe deryni lo condenaba al tormento eterno y a la maldición en el más allá a menos que se le pudiera persuadir a arrepentirse, a abandonar sus poderes y a renunciar a su perversa herencia. Morgan, alrededor de quien parecía pender toda la cuestión deryni.
El arzobispo Corrigan frunció el ceño y tomó el pergamino. Sus cejas frondosas e hirsutas formaron una sola línea mientras, una vez más, sus ojos recorrían el texto. Encogió los labios y lanzó un gruñido al finalizar la lectura, pero plegó el documento con un gesto concluyente y lo dejó sobre el escritorio para que el secretario chorreara el lacre sobre el doblez. Corrigan lo selló con su anillo, pero su mano no pudo apartarse del crucifijo engastado de joyas que llevaba sobre el pecho. Se dejó caer en una silla, al lado de Loris.
—Edmund, ¿estás seguro de que estamos…? —se detuvo al ver la mirada fulminante de Loris, y recordó entonces que su secretario seguía esperando instrucciones.
—Eso será todo por el momento, padre Hugh. Solicite a monseñor Gorony que pase, por favor.
El sacerdote se inclinó y abandonó el recinto. Corrigan se reclinó sobre el respaldo con un suspiro.
—Sabes que Morgan nunca permitirá que Tolliver lo excomulgue —comentó Corrigan con voz cansada—. ¿En realidad crees que la amenaza del Interdicto lo detendrá? —Formalmente, el duque Alaric Morgan no caía en la jurisdicción de ninguno de ambos arzobispos, pero los dos esperaban que la carta que había sobre la mesa bastase para sortear con brevedad los detalles formales.
Loris unió sus dedos en cúpula y miró a Corrigan serenamente.
—Es probable que no —admitió. Pero sí a su gente. Se dice que una banda de rebeldes, al norte de Corwyn, aboga por el derrocamiento de su duque deryni…
—¡Hum! —gruñó Corrigan, despectivo, mientras tomaba una pluma y la hundía en un tintero de cristal—. ¿Qué esperanza tiene un puñado de rebeldes contra la magia deryni? Además, sabes que el pueblo de Corwyn quiere a Morgan…
—Sí, le quiere… ahora —convino Loris. Vio que Corrigan comenzaba a inscribir con mucho esmero su nombre en el dorso de la carta que habían escrito y, con una sonrisa furtiva, contempló cómo iba siguiendo cada trazo de letra uncial con la punta de la lengua—. Pero ¿seguirán queriéndole cuando caiga el Interdicto sobre ellos?
Corrigan terminó la firma, levantó la vista abruptamente y meció con fuerza un secante de plata sobre los trazos para quitar el exceso de tinta.
—Y entonces, ¿qué pasará con los rebeldes? —insistió Loris, observando a su compañero con los ojos entrecerrados—. Dicen que Warin, el cabecilla de los rebeldes, se cree una especie de nuevo mesías, escogido por Dios para limpiar la Tierra de la escoria deryni. ¿No adviertes que tanto celo puede ser empleado en beneficio de nuestra causa?
Corrigan apretó los labios, concentrado, y luego lo miró dubitativo.
—¿Permitiremos que mesías autodesignados anden paseándose por los territorios del reino sin una adecuada supervisión, Edmund? Este movimiento rebelde me huele a herejía.
—Todavía no me he pronunciado oficialmente —replicó Loris—. Aún no he conocido a ese tal Warin. Pero debes admitir que semejante movimiento podría ser sumamente eficaz si se le diera la orientación precisa. Además —sonrió Loris—, tal vez este Warin esté inspirado por Dios.
—Lo dudo —gruñó Corrigan—. ¿Hasta dónde piensas llevar este asunto?
Loris se reclinó sobre el respaldo de la silla y cruzó las manos sobre el estómago.
—Se dice que el asentamiento principal de los rebeldes se encuentra en las colinas, cerca de Dhassa, donde la Curia se congregará esta semana. Gorony, a quien enviaremos al encuentro del obispo de Corwyn, ha estado en contacto con los rebeldes y regresará a Dhassa cuando concluya su actual misión. Espero concertar una reunión con el cabecilla rebelde para entonces.
—Y hasta entonces, ¿no haremos nada?
Loris asintió con un movimiento de cabeza:
—No haremos nada. No quiero que el rey sepa nuestros planes y…
Se oyó un discreto golpe en la puerta. Entró el secretario, seguido de un hombre mayor, de aspecto indefinible, con el atuendo de viaje de un simple sacerdote. El padre Hugh bajó los ojos y se inclinó ligeramente para anunciar al recién llegado.
—Monseñor Gorony, reverendísima eminencia.
Gorony fue hasta la silla de Corrigan y dejó caer una rodilla. Besó el anillo del arzobispo y se puso de pie ante la señal de Corrigan para escuchar atentamente.
—Gracias, padre Hugh. Creo que será todo por esta noche —dijo Corrigan.
Loris se aclaró la garganta y Corrigan miró en dirección a él.
—¿La suspensión de que hablamos antes, Patrick? Habíamos convenido en que el hombre debía ser disciplinado, ¿verdad?
—Ah, sí, desde luego —murmuró Corrigan. Hurgó entre los papeles que se apilaban en un extremo de su escritorio, sacó uno y se lo tendió a Hugh—. Éste es el borrador de un auto de emplazamiento que necesito lo antes posible, padre. Cuando el documento oficial esté terminado, ¿querrá traerlo para que lo firme?
—Sí, eminencia.
Cuando Hugh tomó el papel y se encaminó hacia la puerta, Corrigan retomó su conversación con Gorony.
—Aquí tienes la carta que entregarás al obispo Tolliver. Una barcaza te esperará para llevarte al puerto libre de Concaradine y, desde allí, podrás embarcarte con alguna de las flotas mercantes. Debes estar en Corwyn dentro de tres días.
El padre Hugh de Berry frunció el ceño. Cerró la puerta del estudio del arzobispo y comenzó a recorrer el largo pasillo flanqueado de antorchas rumbo a su despacho. Hacía frío y el lugar estaba surcado por una corriente húmeda. Hugh se estremeció y se cubrió el pecho con los brazos, preguntándose qué debía hacer.
Hugh era el secretario personal de Patrick Corrigan. Como tal, tenía acceso a información que normalmente escapaba al conocimiento de sus pares. Era un hombre despierto, si no brillante. Y siempre había sido honesto, discreto y absolutamente leal a la Iglesia, a la que servía por medio de la persona del arzobispo.
Pero últimamente su fe había experimentado severas pruebas; al menos, su fe en el hombre a quien servía. La carta que había copiado para Corrigan esta tarde había contribuido a minar su confianza. Al recordarla, Hugh volvió a estremecerse y, esta vez, no de frío.
Gwynedd estaba en peligro. Esto se había manifestado desde que el rey Brion cayera en Candor Rhea el otoño pasado. Se había hecho evidente cuando, semanas más tarde, el heredero de Brion se había visto obligado a luchar contra la perversa Charissa, para conservar el trono. Y se había vuelto penosamente obvio siempre que Morgan, el protector deryni del joven rey Kelson, había tenido que emplear sus prodigiosos poderes para retrasar la inevitable conflagración que sobrevendría después de tales eventos. Y todos sabían que el enfrentamiento era inminente.
Por ejemplo, no era ningún secreto que el tirano deryni Wencit de Torenth sumiría el reino en la guerra a mediados del verano, a más tardar. Y el joven rey debía de advertir la inquietud generada en su reino por la oleada de sentimientos contrarios a los deryni. Kelson había comenzado a sentir la reacción desde que su propia estirpe deryni había sido revelada durante la coronación en el otoño pasado.
Pero ahora que el Interdicto amenazaba a todo Corwyn…
Hugh oprimió una mano sobre el pecho, donde el manuscrito de Corrigan descansaba sobre su piel. Sabía que el arzobispo no aprobaría lo que pensaba hacer. En realidad, se enfurecería si lo supiera. Pero era un asunto demasiado importante; el rey debía saberlo. Alguien debía ponerle sobre aviso.
Si el Interdicto caía sobre Gwynedd, los deberes de Morgan se verían divididos en una época en que todas sus energías se requerían al lado del rey. Ello podría afectar fatalmente al rey y también a los planes de Morgan para afrontar la guerra. Y, aunque Hugh, como religioso, difícilmente podría condonar los poderes temibles de Morgan, no por eso eran menos reales y necesarios para que Gwynedd sobreviviera al enfrentamiento.
Hugh se detuvo bajo la antorcha, fuera de la puerta de su despacho. Comenzó a leer la carta que llevaba en la mano, esperando que pudiera ser encomendada a alguno de sus subordinados. Pasó por alto los saludos de cortesía que Corrigan solía emplear en tales documentos, y contuvo el aliento al leer el nombre del destinatario. Entonces, se obligó a leerlo una vez más: monseñor Duncan Howard McLain.
¡Duncan!, se dijo Hugh. ¡Dios mío!¿Qué ha hecho?
Duncan McLain era el joven confesor del rey, además de ser amigo de Hugh desde la infancia. Ambos habían crecido juntos y compartido el aula durante su período de instrucción. ¿Qué podría haber hecho Duncan para merecer semejante acción?
Frunció las cejas, consternado, y leyó la carta. Pero al avanzar en la lectura, su aprensión creció.
«[…] sumariamente suspendido […] se le ordena presentarse ante nuestro tribunal eclesiástico […] presentar defensa, por la cual no corresponda la pertinente censura […] su participación en los escándalos que rodearon la coronación del rey en noviembre pasado […] actividades cuestionables […] relación con la herejía […]»
Dios mío, pensó Hugh, incapaz de seguir leyendo. También ha sido corrompido por Morgan. Me pregunto si lo sabrá.
Bajó el papel y tomó su decisión. Obviamente, debía acudir al rey en primer lugar. Ésa había sido su primera intención y e] asunto era de gravedad suficiente para afectar al reino entero.
Pero debía también hallar a Duncan y advertirle. Si Duncan se sometía al tribunal del arzobispo en esas circunstancias, nadie podría decir cuál sería el resultado. Tal vez hasta lo excomulgaran.
De sólo pensarlo, se estremeció. Sus dedos trazaron la señal de la cruz. La amenaza de excomunión era, en el plano personal, tan atroz como el Interdicto para una región geográfica. Ambas privaban a los transgresores de todos los sacramentos de la Iglesia y de todo contacto con los hombres temerosos de Dios. Duncan nunca debía llegar a eso…
Hugh recobró la compostura. Abrió la puerta del despacho y avanzó serenamente hasta un escritorio donde un monje afilaba una pluma.
—Su Excelencia necesita esto lo antes posible, hermano James —dijo, mientras posaba el documento sobre la mesa con aire indiferente—. ¿Querrás ocuparte de ello, por favor? Tengo unos quehaceres que cumplir…
—Con gusto, padre —repuso el monje.
Capítulo II
Yo soy el hijo de los sabios, el hijo de los antiguos reyes.
Isaías, 19:11
—¿Más venado, majestad?
El escudero de librea roja, inclinado junto a Kelson, sostenía una humeante fuente de venado en su salsa, pero Kelson meneó la cabeza y, con una sonrisa, dejó a un lado su trinchete de plata. Llevaba la guerrera escarlata abierta en el cuello, y la cabeza desprovista de todo ornamento real. Horas atrás, se había desembarazado de sus botas húmedas en favor de unas suaves pantuflas carmesí. Suspiró, acercó las piernas al fuego, y retorció los pies con satisfacción mientras el escudero retiraba el venado y comenzaba a recoger la vajilla de la mesa.
Esa noche, el joven monarca había cenado informalmente. En sus aposentos reales, compartían la mesa con él su tío, el príncipe Nigel, y Duncan McLain. En ese momento, al otro lado de la mesa, Duncan vació las últimas gotas de su copa de plata repujada y la posó delicadamente sobre la mesa. El fuego y la luz de los candelabros titilaron sobre el metal bruñido y arrojaron destellos sobre la mesa y sobre la sotana negra de Duncan, ribeteada en violeta. El sacerdote miró a su joven monarca y sonrió con sus ojos azules, serenos y satisfechos; luego, volvió la mirada a Nigel, quien luchaba por abrir el cierre de una nueva botella de vino.
—¿Necesitas ayuda, Nigel?
—No, salvo que quieras doblegar este tapón con una bendición —gruñó Nigel.
—Cómo no. Benedícite —dijo Duncan, y levantó la mano para hacer la señal que acompañaba la bendición.
El cierre escogió ese instante para partirse y el tapón salió disparado desde el cuello de la botella para dejar paso a una lluvia de vino tinto. Nigel saltó de la silla justo a tiempo para evitarle una ducha al rey, pero Kelson ya se apartaba de la suya por las dudas. Sin embargo, los esfuerzos de Nigel no bastaron para salvar la mesa ni la alfombra de lana que se extendía bajo sus botas.
—¡Por san Miguel! ¡No tenías que tomártelo al pie de la letra, Duncan! —aulló el príncipe, con una alegre risotada. Mientras el escudero limpiaba el suelo, él sostuvo la botella chorreante sobre la mesa—. Como siempre he dicho, no puede uno fiarse de los sacerdotes.
—Eso iba a decir yo de los príncipes —observó Duncan, con un guiño, mientras Kelson contenía una sonrisa.
Richard, el escudero, limpió la silla de Kelson y la botella, y luego arrojó el paño a las llamas, para continuar despejando la mesa. El fuego ardió y chisporroteó llamas verdes, al evaporarse el vino, y Kelson volvió a su asiento y ayudó a levantar copas y candelabros para que Richard pudiera secar el desastre. Cuando el joven terminó, Nigel llenó las tres copas y devolvió la botella a su cesta, cerca del fuego, para que se entibiara.
Nigel Cluim Gwydion Rhys Haldane era un hombre apuesto. A los treinta y cuatro años, era una versión madura de lo que su sobrino sería en veinte años más. Lucía la misma sonrisa amplia, los mismos ojos grises y la sagacidad que señalaban a todos los hombres de linaje Haldane. Como su extinto hermano Brion, Nigel era Haldane hasta los tuétanos y sus conocimientos y maestría en las artes militares eran bien conocidos y admirados en los Once Reinos.
Al tomar asiento y coger el copón, su mano derecha hizo un gesto inconsciente para apartar un mechón de brillante cabello negro. Duncan sintió un recuerdo nostálgico al ver el gesto familiar.
Apenas unos meses atrás, también había sido el gesto de Brion. Brion, a quien Duncan había servido de uno u otro modo durante gran parte de sus veintinueve años. Brion, víctima de la misma lid de ideologías que ahora amenazaba con dividir el reino y sumir a los Once Reinos en la guerra.
Brion ya no estaba. Su hijo de catorce años reinaba inseguro con el poder que había heredado de su ilustre padre. Y la tensión en el reino crecía cada vez más.
Los pensamientos tenebrosos de Duncan fueron interrumpidos cuando se abrió la puerta que daba al pasillo exterior. Levantó la vista y vio entrar a un paje muy joven, vestido con la librea escarlata de Kelson, que portaba un humeante recipiente de plata, casi tan grande como él. Sobre el hombro del joven caían los pliegues de una toalla impecable, y un ligero aroma a limón llegó hasta el olfato de Duncan cuando el mozo se inclinó junto a Kelson para ofrecerle el cuenco.
Kelson asintió con gravedad en agradecimiento y hundió los dedos en el agua caliente. Luego, se secó las manos en la toalla. El joven inclinó la cabeza tímidamente y fue hasta Nigel para repetir la ceremonia, aunque no levantó la vista ante la esbelta figura de azul atuendo real. Tampoco cuando se acercó hasta Duncan.
El sacerdote controló la sonrisa al devolver la toalla al hombro del mozo. Pero cuando el joven se retiró de la sala, miró a Nigel con una mueca divertida.
—¿Es uno de tus pupilos, Nigel? —preguntó, sabiendo que así era. Nigel estaba a cargo de instruir a todos los pajes de la casa real, pero Duncan sabía que ése era especial.
Nigel asintió, orgulloso.
—Es Payne, el más joven. Tiene mucho que aprender, pero eso ocurre con todos los pajes nuevos. Es la primera vez que sirve oficialmente.
Kelson sonrió. Tomó la copa e hizo girar el pie ociosamente entre los largos dedos para que cada faceta apresara los reflejos de su guerrera, de las llamas y de las paredes tapizadas.
—Recuerdo cuando yo era paje, tío. No fue hace tanto tiempo. La primera vez que me permitiste servir a mi padre, casi muero del terror. —Reclinó la cabeza sobre el alto respaldo y prosiguió sus recuerdos—. Desde luego, no había razón para temer. Él era el mismo, yo era el mismo, y el solo hecho de llevar librea no habría debido cambiar las cosas… Y, sin embargo, así ocurrió. Pues ya no era un niño que servía a su padre, sino un paje real sirviendo al rey. Y la diferencia es grande. —Miró a Nigel—. Payne sintió eso esta noche. Nos conocemos desde siempre pero, aunque hemos jugado juntos muchísimas veces, él sabe la diferencia. Hoy yo era su rey, no un familiar compañero de juegos. Me pregunto si ocurre siempre igual.
El escudero Richard, quien había estado preparando el lecho real al otro lado de la habitación, se acercó a la silla de Kelson con una reverencia.
—¿Algo más, majestad? ¿Necesitáis otra cosa de mí?
—No creo. ¿Tío? ¿Padre Duncan?
Los dos negaron con la cabeza y Kelson asintió.
—Entonces, es todo por hoy, Richard. Antes de partir, ve donde la guardia real y cerciórate de que haya un coche aguardando para llevar más tarde al padre Duncan a la basílica.
—No te molestes —protestó el sacerdote—. Iré bien a pie.
—¿Y morir de frío? Claro que no. La noche no es buena para un hombre ni siquiera para una bestia. Richard, habrá un coche preparado para el padre Duncan, ¿comprendido?
—Sí, majestad.
Nigel vació su copa e hizo un gesto hacia la puerta una vez que se cerró detrás de Richard.
—Es un joven muy agradable, Kelson —comentó, mientras tomaba la botella para servirse otra copa—. Pronto estará listo para ser nombrado caballero. Es uno de los jóvenes más brillantes que he tenido el placer de instruir. Alaric comparte mi opinión, dicho sea de paso. ¿Alguien más?
Ofreció la botella de vino, pero Kelson declinó el ofrecimiento. Duncan miró su copa y, al verla por la mitad, la acercó para que la llenara. Nigel devolvió la botella a su sitio y Duncan se reclinó para pensar en voz alta.
—Richard FitzWilliam. Ya debe de tener diecisiete años, ¿verdad?
—Casi dieciocho —corrigió Kelson—. Es el único hijo del barón Fulk FitzWilliam, de Kheldish Riding. Había pensado nombrarle caballero, a él y a unos cuantos más, antes de comenzar la campaña estival en Eastmarch. Su padre se sentirá muy complacido.
Nigel asintió.
—Es uno de los mejores. A propósito, ¿qué novedades hay de Wencit de Torenth? ¿Se sabe algo más de Cardosa?
—Durante los últimos tres meses no hemos recibido noticias —informó Kelson—. La ciudad posee una fuerte guarnición, como sabes, pero en pocas semanas estarán cubiertos por la nieve. Y, cuando los pasos altos estén despejados, Wencit estará otra vez derribando las puertas. No podremos hacerles llegar tropas de refuerzo hasta que termine la inundación de primavera y, para entonces, será demasiado tarde.
—Conque perdemos Cardosa… —suspiró Nigel, sumiéndose en las profundidades de su copa.
—Y el tratado concluye, y viene la guerra —agregó Duncan.
Nigel se encogió de hombros y comenzó a deslizar el dedo por el borde de la copa.
—¿Acaso no ha sido evidente desde el comienzo? Brion sabía dónde estaba el peligro cuando envió a Alaric a Cardosa el verano pasado. Y cuando Brion murió y tuvimos que llamar a Alaric o perderte a ti, Kelson… Pero sigo pensando que fue un trueque justo: una ciudad por un rey. Además, todavía no hemos perdido Cardosa…
—Pero la perderemos, tío —murmuró Kelson, bajando la vista—. ¿Y cuántas vidas nos costará el cambio? —entrelazó los dedos y los examinó un momento antes de seguir—. A veces, me pregunto cómo medir esas vidas con la mía, tío. A veces me pregunto si lo valgo…
Duncan tendió una mano para tranquilizar a Kelson.
—Los reyes siempre se preguntan esas cosas, Kelson. El día que dejes de preguntártelo, que dejes de ponderar el valor de las vidas que reposan en el otro platillo de la balanza…, ese día lloraré mi pena.
El joven rey levantó la vista con una sonrisa desolada.
—Tú siempre sabes qué decir, ¿eh, padre? Tal vez no salve vidas ni ciudades, pero al menos tranquiliza la conciencia del rey que debe decidir quiénes sobrevivirán —bajó la mirada nuevamente—. Lo siento. Me mostré amargo, ¿verdad?
La respuesta de Duncan fue interrumpida por un golpe en la puerta, seguido de la inmediata entrada del joven Richard FitzWilliam. El rostro apuesto de Richard se veía tenso, nervioso. Sus ojos negros casi chispearon en una reverencia de disculpas.
—Solicito vuestro perdón, majestad, pero fuera hay un sacerdote que insiste en veros. Le dije que os habíais retirado por el resto de la noche y que debía volver mañana, pero se muestra sumamente pertinaz.
Antes de que Kelson pudiera responder, un clérigo de hábito oscuro se abrió paso por detrás del escudero y se precipitó por el recinto para postrarse a los pies de Kelson. Al ver acercarse al hombre, un estilete apareció discretamente en la mano de Kelson y Nigel comenzó a ponerse de pie, dispuesto a buscar un arma, pero, justo cuando el hombre todavía se hallaba de rodillas, Richard se le acercó por detrás y le enganchó el cuello con un brazo mientras con la otra mano sostenía una daga contra la garganta y su rodilla se hincaba en la espalda del intruso.
El hombre gimió de dolor ante el trato feroz de Richard, pero no hizo nada por defenderse o por amenazar a Kelson. En cambio, cerró los ojos firmemente y extendió las manos vacías a cada lado, tratando de ignorar la presión del brazo de Richard sobre su cuello.
—Por favor, majestad, no deseo haceros daños —graznó. El roce de la hoja de Richard lo obligó a contraer el rostro—. Soy el padre Hugh de Berry, el secretario del arzobispo Corrigan.
—¡Hugh! —exclamó Duncan, y se inclinó ansiosamente al reconocerlo. Indicó a Richard que le liberara—. ¿Qué demonios? ¿Por qué no lo dijiste?
Hugh había abierto los ojos, azorado al reconocer la voz de Duncan, para iniciar luego una serie de súplicas a su par, con ojos temerosos, aunque resueltos. Richard soltó el brazo y retrocedió una zancada al ver que Duncan repetía el gesto, si bien no abandonó su posisión vigilante ni enfundó la daga. Nigel volvió a su asiento con cautela, pero Kelson siguió palpando el delgado estilete que había extraído al ver aproximarse al hombre.
—¿Conoces a este hombre, padre? —preguntó Kelson.
—Es quien dice ser —replicó Duncan cautelosamente—, aunque no puedo responder por sus intenciones después de una entrada tan precipitada. ¿Podrías explicarte, Hugh?
Éste tragó con dificultad, miró a Kelson e inclinó la cabeza.
—Os ruego me perdonéis, majestad, pero tenía que veros urgentemente. Tengo cierta información que no podía confiar a nadie, sino a vos y…
Lanzó otra mirada temerosa a Kelson y comenzó a extraer un pergamino plegado del interior de su sotana húmeda. El pesado hábito negro parecía más oscuro aún sobre los hombros, donde la lluvia lo había empapado. El cabello castaño y algo ralo titilaba con una capa de minúsculas gotas bajo la luz traviesa de los candelabros. Al tender el pergamino a Kelson, los dedos le temblaron. Y, bajando la vista, guardó las manos dentro de las mangas para ocultar el temblor.
Kelson frunció el ceño y envainó la daga en su funda oculta. Nigel acercó una vela y Duncan se acercó para leer por encima del hombro del joven. El rostro del sacerdote se oscureció al recorrer las líneas, pues la fórmula le era familiar y las palabras encerraban lo que tantas veces había temido. Contuvo una oleada de ira, se irguió y miró a Richard con ojos tormentosos y lúgubres.
—Richard, ¿querrías aguardar fuera? —murmuró, posando la vista sobre la cabeza inclinada de Hugh—. Yo responderé por la conducta de este hombre.
—Sí, padre.
La puerta se cerró detrás de Richard, y Duncan se sentó en su silla con paso cansado. Siguió estudiando a Hugh a través de la copa que sostenía en las manos, y levantó la vista cuando Kelson terminó de mirar y dejó el pergamino sobre la mesa.
—Le agradezco esta información, padre —dijo Kelson, indicando a Hugh que se pusiese de pie—. Y me disculpo por el trato indebido. Espero que comprenda la necesidad, dadas las circunstancias.
—Desde luego, majestad —murmuró Hugh con aire avergonzado—. No teníais forma de saber quién era. Agradezco a Dios que Duncan haya estado aquí para salvarme de mi propia impetuosidad.
Duncan asintió, con ojos velados y oscuros, pero, obviamente, no estaba pensando en Hugh. Sus manos se habían cerrado con fuerza alrededor de la copa de plata que descansaba sobre la mesa ante él. La presión le volvía blancos los nudillos.
Kelson no pareció advertirlo y volvió la mirada hacia el pergamino.
—Supongo que esta carta ya habrá sido enviada, a estas horas —notó que Hugh asentía con un gesto—. Padre Duncan, ¿esto significa lo que estoy pensando?
—¡Satán los condene a ambos a los nueve tormentos eternos! —murmuró Duncan con voz casi inaudible. Levantó la vista abruptamente, al ver que había hablado en voz alta. Entonces, meneó la cabeza y soltó la copa; ahora era ovalada en vez de redonda—. Perdóname, mi príncipe —murmuró—. Significa que Loris y Corrigan, finalmente, han decidido hacer algo con respecto a Alaric. Hacía meses que esperaba algo semejante, pero nunca soñé que osaran decretar el Interdicto a todo Corwyn por las acciones de un solo hombre.
—Bueno, aparentemente, han osado hacerlo —dijo Kelson, inquieto—. ¿Podemos detenerlos?
Duncan respiró hondo y se obligó a controlar la ira.
—Directamente, no. Recordemos que Loris y Corrigan ven a Alaric como la clave de toda la cuestión deryni. Es el deryni conocido más encumbrado en el reino y nunca trató de ocultar su origen. Jamás hizo alarde de sus poderes. Pero cuando Brion murió, las circunstancias lo obligaron a emplearlos para no verte morir también a ti.
—Y para los arzobispos —intervino Nigel— magia es sinónimo de mal, y eso es todo. Tampoco olvidemos la forma reiterada en que Alaric los hizo pasar por tontos durante la coronación. Imagino que eso tiene tanto que ver con esta crisis como cualquier motivo rimbombante que esgriman.
Kelson se acomodó en la silla y estudió el anillo de rubí que llevaba en el índice derecho.
—Conque declararán la guerra contra los deryni, ¿no es así? Padre Duncan, no podemos permitirnos una disputa religiosa en vísperas de una guerra. ¿Qué puede hacerse para detenerlos?
Duncan meneó la cabeza.
—No lo sé. Tendré que hablarlo con Alaric. Hugh, ¿hay más noticias para nosotros? ¿Quién entregará la carta? ¿Y cómo?
—Monseñor Gorony, miembro de la comitiva de Loris —se apresuró a responder Hugh. Sus ojos no cabían dentro de las órbitas por lo que acababa de oír y ver—. Él y una escolta armada tomarán una barcaza hasta el Puerto Libre de Concaradine y, desde allí, zarparán con una nave mercante.
—Conozco a Gorony —asintió Duncan—. ¿Agregaron algo al manuscrito final de la carta? ¿Algo que no figure aquí? —golpeteó el pergamino con una uña bien cuidada.
—Nada —replicó Hugh—. Yo hice la última copia de este texto —señaló la carta que había sobre la mesa— y los vi cuando ambos la firmaron y sellaron. No sé qué le habrán dicho a Gorony una vez que me fui. Y, desde luego, no tengo idea de lo que puedan haberle contado antes.
—Ya veo —Duncan meditó sobre la información y asintió—. ¿Hay algo más que debamos saber?
Hugh se miró las manos y se retorció los dedos. Había otro mensaje, desde luego, pero no había previsto la airada reacción de Duncan y ya no sabía con qué palabras anunciar la mala nueva. No sería fácil, por mucho cuidado que tuviera.
—Hay… algo más que tú debes saber, Duncan —se detuvo, incapaz de levantar la mirada—. No había pensado encontrarte aquí, pero… hay otra razón por la que me ausenté de la catedral hoy. Se refiere a ti… personalmente.
—¿A mí? —Duncan miró a Kelson y a Nigel—. Adelante. Puedes hablar con toda libertad.
—No es eso… —Hugh tragó con dificultad—. Duncan, Corrigan te ha suspendido. Ha redactado un auto de citación para que te presentes ante su tribunal eclesiástico por negligencia en tus deberes religiosos; probablemente, mañana por la mañana.
—¿Qué?
Duncan se puso de pie, apenas consciente de sus actos, con el rostro ceniciento y demudado contra el paño negro de su sotana. Hugh no fue capaz de alzar los ojos.
—Lo siento, Duncan —musitó—. Aparentemente, el arzobispo piensa que eres responsable, en parte, de lo que sucedió el otoño pasado durante la coronación de Su Majestad, con todo su perdón. Señor —miró a Kelson—. Me dio el borrador de su escrito hace una hora, pidiéndome que lo terminara lo antes posible. Se lo entregué a uno de mis escribientes y vine directamente aquí. Pensaba ir a buscarte después de informar a Su Majestad de los otros asuntos.
Osó mirar a Duncan y, por fin, suspiró:
—¿Estás involucrado en actos de magia?
Duncan fue hasta la chimenea como en un trance, con los ojos azules inmensos, todo pupilas.
—Suspendido… —murmuró incrédulo, ignorando la pregunta de Hugh—. Y convocado ante el tribunal… —miró a Kelson—. Príncipe, no debo estar aquí mañana cuando llegue ese documento. No es que tenga miedo…, lo sabes; pero, si Corrigan me pone bajo custodia ahora…
Kelson asintió gravemente.
—Comprendo. ¿Qué deseas que haga?
Duncan pensó un momento, miró cuatelosamente a Nigel y luego a Kelson.
—Envíame donde Alaric. Debe estar advertido de la amenaza del Interdicto, de todas formas, y en su corte yo estaré a salvo de Corrigan. Tal vez hasta pueda convencer al obispo Tolliver de que demore la instrumentación del Interdicto.
—Te daré una docena de mis mejores hombres —convino Kelson—. ¿Qué más?
Duncan sacudió la cabeza, tratando de formular un plan de acción.
—Hugh, dijiste que Gorony tomó la ruta marítima. Eso significa un viaje de tres días en barco, puede que menos, con tiempo tormentoso si navegan a toda vela. Nigel, ¿cómo están los caminos entre aquí y la capital de Alaric en esta época del año?
—Espantosos. Pero podrás llegar antes que Gorony si cambias de cabalgadura durante el camino. Además, el tiempo mejora un poco a medida que uno se dirige al sur.
Duncan deslizó una mano cansada por el cabello castaño y corto, y asintió:
—Muy bien. Debo intentarlo. Al menos, estaré fuera de la jurisdicción de Corrigan cuando trasponga la frontera de Corwyn. El obispo Tolliver ha sido amigo mío tiempo atrás. Dudo que me arreste con el solo fundamento de las palabras de Gorony. Además, con un poco de suerte, Gorony no sabrá nada sobre la convocatoria de Corrigan, aunque llegue allí antes que yo.
—Convenido, entonces —dijo Kelson, poniéndose de pie y asintiendo en dirección a Hugh—. Padre, le agradezco su fidelidad. No quedará sin recompensar. Pero ¿será seguro para usted regresar al palacio del arzobispo después de lo que nos ha contado? Puedo ofrecerle mi protección, si lo desea. O podría viajar con el padre Duncan.
Hugh sonrió.
—Gracias por su preocupación, majestad, pero creo que podré serviros mejor si regreso a mis tareas. Todavía no me habrán echado de menos y tal vez pueda deciros más en el futuro.
—Muy bien —asintió Kelson—. Que la suerte sea con usted, padre.
—Gracias, majestad —Hugh se inclinó—. Y tú, Duncan, ten cuidado, amigo —tomó la mano de Duncan y la estrechó, escrutando sus ojos—. No sé qué has hecho y no quiero saberlo, pero mis plegarias irán contigo.
Duncan le tocó el hombro en son tranquilizador y asintió. A continuación, Hugh se marchó. Cuando la puerta se cerró tras él, Duncan cogió el pergamino y comenzó a plegarlo. El roce áspero fue el único sonido que se oyó en la habitación. Ahora que tenía un plan, su ira y su conmoción iniciales parecían bajo control. Observó a Kelson mientras deslizaba la carta en su cinto violeta. El joven se hallaba de pie al lado de la silla, miraba la puerta con ojos ausentes y, aparentemente, no recordaba la presencia de los demás. Nigel seguía sentado a la mesa, frente a Duncan, pero él también se había confinado en un mundo interior.
Duncan tomó su copa y vació el contenido. Notó el borde deformado y comprendió que debía de haberla doblado él. La posó sobre la mesa en silencio y dirigió la vista hacia Kelson.
—Pienso llevar la carta de Hugh conmigo si no tienes objeciones. Alaric querrá verla.
—Sí, desde luego —replicó Kelson, desembarazándose de su introspección—. Tío, ¿querrás ocuparte de la escolta? Y dile a Richard que él también lo acompañará. El padre Duncan necesitará un buen hombre.
—Ya lo creo, Kelson.
Nigel se puso de pie como un gato y fue hasta la puerta. Al pasar, palmeó a Duncan en el hombro. Luego, la puerta se cerró y los dos se quedaron solos. Kelson había ido hasta la chimenea mientras Nigel salía y, en ese momento, estaba mirando intensamente a las llamas, la cabeza hundida en los brazos apoyados sobre la repisa de la chimenea.
Duncan se agarró las manos por detrás de la espalda y estudió el suelo con ojos inciertos. Había cosas que sólo él, Kelson y Alaric habían analizado y sentía que el joven estaba preocupado por un asunto de ésos. Pensó que Kelson había tomado los acontecimientos de la velada con excesiva calma, pero no se atrevía a demorarse mucho más en partir de la ciudad. Corrigan bien podía decidir enviar el escrito esa misma noche. Y, cuanto más se retrasara Duncan, más lejos llegaría Gorony con la temida carta.
Duncan se aclaró la garganta suavemente y vio que los hombros de Kelson se tensaban al oírlo.
—Kelson —anunció con voz tranquila—, debo marcharme.
—Lo sé.
—¿Hay algún… mensaje que deba transmitir a Alaric?
—No —la voz del joven sonó ronca y tensa—. Sólo dile…
Se volvió hacia Duncan, con el rostro desesperado. Duncan fue hasta él, alarmado, y lo sujetó por los hombros para escrutar profundamente sus ojos inmensos y despavoridos. El joven permaneció erguido e inmóvil, con los puños firmemente apretados, no de rabia, sino de temor. Y los ojos grises que se anegaban de lágrimas ya no eran los de un joven rey valeroso que había derrotado al mal para conservar el trono, sino los de un niño obligado a ser adulto demasiado deprisa en un mundo muy complejo. Duncan lo percibió todo en un segundo interminable y miró al joven con toda su misericordia. Pese a su madurez de rey, seguía siendo un niño de catorce años… atemorizado.
—¿Kelson?
—Por favor, ten cuidado, padre —murmuró el joven, con la voz quebrada y al borde del sollozo.
Cediendo a su impulso, el sacerdote lo estrechó contra su pecho y lo abrazó con fuerza, y sintió que los jóvenes hombros altivos se sacudían convulsivamente bajo el infrecuente lujo de las lágrimas. Duncan le palmeó la cabeza desnuda, y Kelson se relajó. Los violentos sollozos fueron apagándose. Estrechó al joven en un greve gesto de consuelo y comenzó a hablar en voz baja.
—¿Quieres que hablemos, Kelson? Si examinamos el problema, tal vez no sea tan terrible…
—Sí, lo es —Kelson sollozó, con la voz ahogada contra el hombro de Duncan.
—Mira, no me gusta contradecir a un rey, pero me temo que esta vez te equivocas, Kelson. Supon que pensemos en lo peor que pudiera suceder, y que partamos de allí…
—D… de acuerdo.
—Pues bien, entonces. ¿Qué tienes en mente?
Kelson se apartó ligeramente y miró a Duncan. Luego, se enjugó las lágrimas y volvió hacia la chimenea, sin despegarse del abrazo protector de Duncan.
—¿Qué… sucederá si Alaric y tú sois capturados, padre? —murmuró con voz vacilante.
—Hum… Eso depende de cuándo suceda y en manos de quién caigamos —repuso Duncan con desenvoltura, tratando así de no afligir a Kelson.
—¿Y si Loris te captura?
Duncan ponderó la pregunta.
—Bien. Primero tendría que presentarme ante el tribunal eclesiástico. Si pueden demostrar algo, lo cual dudo, estarían en condiciones de degradarme del clero, de privarme de mis órdenes… Hasta podrían excomulgarme…
—¿Y si descubren que eres medio deryni? —insistió el joven—. ¿Tratarían de matarte?
Duncan enarcó una ceja, con expresión pensativa.
—Si llegaran a descubrirlo, no sería precisamente de su agrado —convino, abordando el tema por la tangente—. Si ello sucediera, he de suponer que sin duda sería excomulgado. Sin embargo, ésa es precisamente la razón por la que no pienso permitir que me capturen. Sería muy torpe de mi parte, para decirlo sin mucha crudeza…
Kelson sonrió a su pesar.
—Torpe. Sí, supongo que sí. ¿Te atreverías y podrías matarlos si tuvieras que hacerlo?
—Preferiría no hacerlo —replicó Duncan—. He aquí otra razón por la que no pienso dejar que me sorprendan.
—¿Y qué piensas de Alaric?
—¿Alaric? —Duncan se encogió de hombros—. Es difícil decirlo, Kelson. Hasta ahora, Loris parece dispuesto a darse por satisfecho con el arrepentimiento. Si Alaric renuncia a sus poderes y jura no volver a usarlos, Loris podría anular el Interdicto.
—Alaric jamás renunciará —sentenció Kelson con gran vehemencia.
—Ah, ya lo creo que no —convino Duncan—. En tal caso, el Interdicto caerá sobre Corwyn y comenzaremos a sentir repercusiones políticas y religiosas.
Kelson alzó la vista, alarmado.
—¿Por qué políticas? ¿Qué sucederá?
—Bueno, como Alaric es la causa señalada del Interdicto, es probable que los hombres de Corwyn rehusen alistarse bajo sus banderas para la campaña estival, lo cual te significará un veinte por ciento menos de tus fuerzas de combate. Alaric será excomulgado, junto conmigo, eso seguro. Y llega el momento de que pensemos en ti.
—¿En mí?
—Es muy sencillo. Cuando Alaric y yo seamos anatematizados, llevaremos la excomunión con nosotros como una plaga. Todo aquel que se relacione con nosotros será incluido en el decreto. Eso te deja ante dos alternativas: obedeces el dictamen de los arzobispos y nos expulsas a ambos, con lo cual pierdes a tu mejor general en vísperas de una guerra, o mandas al demonio a los arzobispos y recibes a Alaric, y esto te valdrá el Interdicto para todo el reino de Gwynedd.
—¡No se atreverían!
—Ah, sí que lo harían… Hasta ahora, tu rango te ha protegido, Kelson, pero me temo que hasta eso terminará en breve. Tu madre se ha ocupado de ello.
Kelson bajó la cabeza y recordó una escena de la semana anterior; entonces, tal vez inadvertidamente, su madre había dispuesto el escenario para todo lo que ahora acontecía.
—Pero no comprendo por qué tienes que irte tan lejos… —aducía Kelson—. ¿Por qué a San Giles? Sales que sólo queda a dos horas de marcha de la frontera con Eastmarch. Y allí habrá intensa lucha en un par de meses.
Jehana siguió guardando sus cosas serenamente. Escogía vestidos de su guardarropa y los entregaba a su dama de compañía, quien los disponía en un baúl enfundado en cuero. Seguía vistiendo el atuendo de luto, tras la muerte de su esposo, pues apenas habían transcurrido cuatro meses desde el fallecimiento de Brion. Pero llevaba el cabello lustroso sin sujetar. La larga cabellera cobriza le caía por la espalda como una cascada de fuego rojizo, sostenida sólo por un sencillo broche de oro en la nuca. Se volvió para mirar a Kelson y a Nigel, quien fruncía el ceño a sus espaldas, y regresó a su tarea. Sus gestos aparentaban calma y reflexión.
—¿Por qué a San Giles? Supongo que porque estuve allí unos meses antes de que tú nacieras, Kelson, hace muchos años. Es… algo que debo hacer para poder aceptar lo que soy.
—Hay infinidad de lugares que serían más seguros, si sientes la imperiosa necesidad de marcharte —intervino Nigel, mientras plegaba y desplegaba un paño de su manto azul, con un gesto turbado—. Ya tenemos bastantes motivos de preocupación para tener que estar pendientes de que algún grupo de enemigos pueda capturarte o algo peor…
Jehana sonrió y movió la cabeza suavemente. Miró al duque real a los ojos.
—Querido Nigel, hermano, ¿cómo puedo hacértelo comprender? Debo ir. Y tiene que ser a Shannis Meer. Si permanezco aquí, sabiendo lo que ocurrirá, sabiendo que Kelson empleará sus poderes cuando y donde deba, me vería tentada a usar los míos para detenerlo. Mi mente sabe que no puedo atreverme, si deseo que él sobreviva. Pero mi corazón, mi alma, todo lo que me enseñaron me dice que no debo permitirle usar sus poderes en ninguna circunstancia, que son poderes corruptos, malignos. —Se volvió a Kelson—. Si me quedara aquí, Kelson, podría destruirte.
—¿De veras, madre? —murmuró Kelson—. ¿Podrías tú, una deryni de sangre pura, pese a tu afán de negarlo, destruir a tu único hijo porque las circunstancias le obligan a emplear los poderes que tú misma le diste?
Jehana reaccionó como si le hubieran descargado un mazazo. Se volvió a Kelson y se desplomó sobre una silla, con la cabeza inclinada para controlar el temblor que la sacudía.
—Kelson… —comenzó, con voz aniñada—, ¿no lo comprendes? Podré ser deryni, pero no me siento deryni. Me siento humana. Pienso como un ser humano y, como tal, toda mi vida me enseñaron que ser deryni es ser perversa y malévola. —Se dirigió a Kelson, con los ojos desorbitados por el temor—. Y si la gente que más amo es deryni y emplea poderes deryni… ¡Ay, Kelson! ¿No ves que esto me despedaza? Temo desesperadamente que todo vuelva a ser una contienda de humanos contra deryni, como hace doscientos años. No podré soportar estar en medio de una situación así.
—Ya estás en medio de ella, Jehana —espetó Nigel—, te guste o no. ¡Y, si la cuestión se reduce a humanos contra deryni, tú ni siquiera tienes sangre mixta!
—Lo sé —murmuró Jehana.
—Entonces, ¿por qué a San Giles? —prosiguió Nigel con enfado—. Allí se encuentra la jurisdicción del arzobispo Loris. ¿Crees que él te ayudará a resolver tu conflicto? ¿Un arzobispo célebre por sus persecuciones contra los deryni en el norte? Actuará pronto, Jehana. No podrá seguir ignorando por mucho tiempo lo que sucedió durante la coronación. Y, cuando haga su jugada, ¡dudo que a Kelson lo proteja su misma condición de rey!
—No me haréis cambiar de parecer —afirmó Jehana con firmeza—. Hoy parto rumbo a Shannis Meer. Pienso ir donde las hermanas de San Giles para ayunar y orar en busca de orientación. Debe ser así, Nigel. En este momento, no soy nada, no puedo ser humana ni ser deryni y, hasta que descubra quién soy, no serviré a nadie.
—Me sirves a mí, madre —dijo Kelson en voz baja, mirándola con sus ojos grises y heridos—. Por favor, quédate.
—No puedo —repuso Jehana, conteniendo un sollozo.
—Sí, si te lo ordeno como rey —aventuró Kelson, conteniendo las lágrimas mientras se le anudaban los tendones del cuello—, ¿te quedarías entonces?
Jehana se irguió un instante, con los ojos velados de dolor. Luego, se apartó, mientras sus hombros se sacudían con espasmos de llanto.
—No me obligues a responderte, Kelson —logró murmurar—. No me pidas eso…
Kelson dio un paso hacia ella, con intención de convencerla, pero Nigel se llevó el dedo a los labios y meneó la cabeza. Le hizo señas a Kelson para que le siguiera. Fue hasta la puerta, la abrió lentamente y aguardó a que el joven se le acercara a regañadientes. Ambos partieron de la habitación con pasos pesados y lentos. Kelson se marchó, llevándose consigo el sollozo entrecortado de su madre al otro lado de la puerta.
Kelson tragó con dificultad y examinó las llamas que ardían en la chimenea.
—¿Entonces, crees que el arzobispo me atacará?
—Tal vez no por ahora —repuso Duncan—. Hasta el momento, han escogido ignorar tu ascendencia deryni, pero no seguirán haciéndolo si cuestionas su Interdicto.
—¡Podría destruirlos! —musitó Kelson, con los puños cerrados y los ojos vengativos.
—Pero no lo harás —señaló Duncan con toda vehemencia—. Porque, si empleas tus poderes contra los arzobispos, lo merezcan o no, les darás la prueba que necesitan ante los Once Reinos para demostrar que los deryni planean destruir la Iglesia y la Corona, y establecer una nueva dictadura deryni. Debes negar tales cargos, evitando una confrontación a toda costa.
—Entonces, no hay salida, padre. Yo, contra la Iglesia…
—No contra la Iglesia, mi príncipe…
—Muy bien, entonces; contra los hombres que controlan la Iglesia. Es lo mismo, ¿o no?
—En absoluto —Duncan sacudió la cabeza—. No estamos luchando contra la Iglesia, aunque eso es lo que parezca a primera vista, sino contra una idea, Kelson. La idea de que todo lo distinto es maligno. La idea de que algunos hombres son perversos sólo por haber nacido con extraordinarios poderes y talentos, sin considerar con qué fin los emplean…
«Luchamos contra la idea absurda de que un hombre es responsable del accidente de su nacimiento. La noción de que toda la raza es condenada y debe sufrir eternamente las consecuencias, generación tras generación, sólo porque unos pocos hombres cometieron graves errores, en nombre de su estirpe, hace trescientos años.
»Contra eso luchamos, Kelson. Corrigan, Loris y aun Wencit de Torenth son meros peones en la lucha mayor por demostrar que un hombre sólo vale por lo que demuestra ser, por lo que hace con su vida, para el bien o para el mal, con los talentos con los cuales nació, sean cuales fueren. ¿Puedes comprenderlo?
Kelson sonrió tímidamente y bajó la vista.
—Parecías Alaric, o mi padre; él solía hablarme de ese modo.
—El estaría muy orgulloso de ti, Kelson. Tuvo la extraordinaria fortuna de tener un hijo como tú. Si yo tuviera un hijo… —miró a Kelson y, entre ambos, cruzó una corriente de afecto. Entonces, Duncan estrechó el hombro del joven y regresó a la mesa.
—Me marcho, mi príncipe. Alaric y yo haremos todos los esfuerzos que podamos para mantenerte informado de nuestro progreso o de los inconvenientes que encontremos. Mientras tanto, fíate de Nigel, descansa en él. Y, sea cual fuere tu conducta, no intimides a los arzobispos hasta que Alaric y yo hayamos tenido tiempo de quedar lejos de su alcance.
—No te preocupes, padre —sonrió Kelson—, no me precipitaré. Ya no tengo miedo.
—Mientras ese temperamento Haldane no se te escape de las manos… —le reconvino Duncan con una sonrisa—. Te veré en Culdi dentro de una semana. El Señor te proteja, mi príncipe.
—Y a ti, padre —murmuró Kelson mientras el sacerdote desaparecía detrás de la puerta.
Capítulo III
Soy un hombre y nada humano me es ajeno.
Terencio
—«Y, del total, se produjo un incremento del doble con respecto a la cosecha del año anterior, debido al buen tiempo. Así finaliza el registro de William, Magistrado Principal de los Dominios Ducales en Donneral, escrito en marzo, en el decimoquinto año de la Gracia del Duque, lord Alaric de Corwyn.»
Lord Robert de Tendal levantó la vista del documento que había estado leyendo y frunció el ceño al mirar a su superior. El duque estaba contemplando el ventanal que daba a la solana y al jardín desnudo que se extendía por debajo, mientras sus pensamientos vagaban a kilómetros de distancia. Había posado las botas irreverentemente sobre una banqueta de cuero verde y la rubia cabeza descansaba ligeramente contra el alto respaldo de su silla de madera tallada. A juzgar por la expresión del joven, no había estado escuchando.
Lord Robert se aclaró la garganta, tentativamente, pero no hubo respuesta. Apretó los labios y observó a su duque un instante más. Luego, tomó el pergamino con las cuentas, del sitio donde lo había posado para leer, y lo dejó caer desde unos sesenta centímetros de altura. Su impacto resonó hasta los confines de la estrecha estancia, por encima del rumor del pergamino, sobre los documentos y cuentas que se agolpaban en la mesa. Las divagaciones del duque se vieron interrumpidas. Lord Alaric Anthony Morgan levantó la vista, sobresaltado, y trató en vano de ocultar una sonrisa avergonzada, al advertir que lo habían sorprendido en mitad de un ensueño diurno.
—Excelencia, no ha escuchado una sola palabra de lo que he dicho —musitó Robert, con reprobación.
Morgan sacudió la cabeza y sonrió. Se restregó el rostro con una mano perezosa.
—Lo siento, Robert. Pensaba en otras cosas…
—Obviamente.
Robert hurgó en los documentos que había desparramado con su exabrupto y Morgan aprovechó la ocasión para ponerse de pie y estirarse. Deslizó la mano ausente por el cabello corto y rubio, miró la solana, apenas amueblada, y volvió a sentarse.
—Muy bien —suspiró, inclinándose hacia delante para posar un dedo sobre el pergamino, con poco ánimo—. íbamos por las cuentas de Donneral, ¿verdad? ¿Parecen estar en orden?
Robert apartó la silla unos centímetros y dejó caer la pluma.
—Claro que lo están, Alaric. Estos registros representan una considerable parte de sus propiedades. Propiedades que pronto perderá, ya que integran la dote de lady Bronwyn. Y, aunque usted y lord Kevin tiendan a aceptar la palabra del otro en tales asuntos, el duque, el padre de Kevin, ¡no lo haría!
—¡El duque, padre de Kevin, no será quien despose a mi hermana! —replicó Morgan. Miró a Robert de soslayo largo rato y, luego, dejó que su ancha boca se abriera en una sonrisa—. Vamos, Robbie, sé bueno y déjame en libertad durante el resto del día. Tú y yo sabemos que esas cuentas son correctas, así que, si no piensas eximirme de tener que revisarlas, ¡al menos posterguémoslo hasta mañana!
Robert ensayó su aspecto más severo y reprobatorio y, luego, se dio por vencido. Levantó las manos.
—Muy bien, excelencia —dijo mientras reunía sus rollos y cuentas—. Pero, en mi calidad de vuestro canciller, me corresponde señalar que la boda será dentro de dos semanas. Y mañana debéis atender a la corte y, mañana también, llega el embajador del Hort de Orsal, y lord Henry de Vere desea saber qué pensáis hacer con respecto a Warin de Gray y…
—Sí, Robert. Mañana, Robert —le cortó Morgan, adoptando su mejor expresión de inocencia y sólo controlando a medias la sonrisa de triunfo—. Y, ahora, ¿me excusarías, Robert?
Robert levantó los ojos al cielo, como suplicando un poco más de paciencia para con su señor y, después, lo despidió con un gesto de derrota. Morgan se puso en pie de un salto y se inclinó con un floreo algo irónico. Giró sobre los talones y salió por la solana rumbo al gran salón que se extendía por debajo. Robert lo observó partir y recordó al niño delgado y pelirrubio que se había convertido en ese hombre: el duque de Corwyn, lord general de los ejércitos reales, paladín del rey… y hechicero de sangre deryni.
Robert se persignó furtivamente al pensarlo, pues el linaje deryni de Morgan era algo que prefería no recordar sobre la familia Corwyn, a la que había servido toda su vida. Claro que los Corwyn jamás habían sido malos con él, pensó Robert. Su propia familia, los lores de Tendal, habían ejercido la cancillería hereditaria de Corwyn desde hacía dos siglos, desde antes incluso de la Restauración. Y, durante todos esos años, los duques de Corwyn habían sido amos justos y honestos, aun pese a su sangre deryni. Si era estrictamente objetivo, Robert no tenía quejas.
Desde luego, de tanto en tanto, debía vérselas con los antojadizos caprichos de Morgan, como hoy, aunque eran parte de un juego que ambos representaban. Probablemente, el duque tuviera buenas razones para postergar sus quehaceres esta tarde.
Así y todo, habría sido bonito ganar de vez en cuando…
Robert juntó sus documentos y los guardó cuidadosamente en un cajón cerca de la ventana. En verdad, daba casi lo mismo que el duque hubiera aplazado la revisión de las cuentas, pues, aunque Morgan probablemente lo hubiese olvidado, esa noche habría una cena de gala en el gran salón y, si él, Robert, no lo organizaba todo, la reunión acabaría siendo un palmario fracaso. Morgan era célebre por desembarazarse de todo compromiso social a menos que fuera absolutamente indispensable. Y el hecho de que esta noche se presentaran numerosas damas en edad de desposarse y ávidas de convertirse en la próxima duquesa de Corwyn, no mejoraría la disposición de su amo.
Silbando por lo bajo, se restregó las manos y se encaminó hacia el gran salón por el mismo camino que había seguido Morgan.
Después del desaire de esa tarde, para Robert sería un raro placer verlo revolverse incómodo bajo el escrutinio de tantas damiselas. No veía la hora.
Morgan recorrió el jardín automáticamente, al abandonar el gran salón. Lejos, donde los establos, vio que un mozo de cuadra corría detrás de un inmenso corcel de guerra castaño, uno de los sementales de R'Kassi que los mercaderes hórticos habían traído la semana pasada. El gran corcel apenas trotaba y. por cada una de sus zancadas, el mozo debía dar tres o cuatro. Y, a la izquierda de la forja, lord Sean Derry, el ayudante militar de Morgan, conversaba seriamente con James, el herrero; en apariencia, sobre la forma más conveniente de herrar al animal.
Derry vio a Morgan y alzó una mano a modo de saludo, pero no abandonó su diatriba con el herrero. Para el joven Derry, los caballos eran una cuestión de gran importancia. Se consideraba un experto y, en rigor a la verdad, lo era. En consecuencia, no pensaba dejarse intimidar por un simple forjador de herraduras.
Morgan se alegró de que Derry no se acercara. El joven de la Frontera era muy astuto, mas no siempre sabía comprender el estado de ánimo de su comandante y, aunque Morgan gozaba con la compañía de Derry, en ese momento no quería charlar. Por eso, había huido de las cuentas de lord Robert; por eso, había salido a la menor oportunidad. Más tarde, por la noche, ya habría suficientes presiones y responsabilidades.
Llegó hasta una gran verja, que se extendía a la izquierda del salón principal, y pasó al otro lado. Los jardines seguían yermos tras el crudo invierno, pero eso podía asegurarle al menos un poco de privacidad. Vio a un hombre que limpiaba las guaridas de los halcones, a la izquierda, cerca de los establos, pero sabía que desde allí no lo molestaría. Miles, el halconero, era mudo, aunque sus ojos y oídos eran doblemente agudos, como aparente compensación por su desgracia. El anciano prefería los silbidos de los halcones —a los que podía imitar— a la voz humana. No se preocuparía por un duque solitario que buscaba la quietud de un jardín desierto.
Morgan comenzó a recorrer lentamente un sendero que lo alejaba de las guaridas, con las manos unidas por detrás de la espalda. Sabía por qué tanta inquietud. En parte, la causa era la situación política, retrasada y no resuelta por el incidente del otoño pasado, en que el joven rey derrotara a la Ensombrecida. Charissa había muerto y, también, su cómplice traidor, Ian, pero ahora se disponía a ocupar su lugar un adversario mucho más formidable: Wencit de Torenth, cuyas bandas armadas recorrían ya las montañas del nordeste, según se informaba.
Y Cardosa…, ése era otro problema. No bien Wencit pudiera atravesar el manto de nieve —lo cual no tardaría en ocurrir—, se abalanzaría sobre las puertas de la ciudad montañosa, una vez más. El acercamiento, a través de los altos pasos al este de Cardosa, no era difícil tras la primera semana de deshielo primaveral. Pero, al oeste, dirección que debían seguir los refuerzos, el Paso de Cardosa sería una catarata enloquecida desde marzo hasta mayo. La ciudad no podría recibir ayuda hasta que el deshielo terminara; es decir, dentro de dos meses. Demasiado tarde.
Se detuvo ante uno de los estanques espejeados del jardín desnudo y escrutó las profundidades con mirada ausente. Los jardineros habían quitado las hojas y ramas muertas del invierno y habían repoblado el estanque nuevamente. Las carpas doradas de larga cola y los diminutos renacuajos nadaban en el agua inmóvil y flotaban en su campo de visión como si se hallaran suspendidos en el tiempo y en el espacio.
Sonrió al recordar que, si los llamaba, acudirían. Pero la idea no lo divirtió ese día. Al cabo de un rato, dejó que sus ojos se centraran en la superficie del agua y estudió la imagen del alto hombre rubio que sostenía su mirada.
Inmensos ojos grises en un rostro oval, pálido tras el magro sol del invierno; el cabello emitía reflejos dorados bajo la débil luz primaveral, muy corto, para reducir sus cuidados durante la campaña militar; por encima de la barbilla cuadrada, una boca ancha; las largas patillas acentuaban los pómulos altos.
Tiró del ruedo del corto jubón verde, con irritación, y miró el reflejo del Grifo dorado, bella pero incorrectamente ornamentado sobre el pecho.
No le agradaba la prenda. El Grifo de Corwyn debía ser verde sobre negro, y no oro sobre verde. Y el pequeño sable enjoyado que llevaba a la cintura era una burda imitación de un arma; un adorno elegante pero inútil que su sastre, lord Rathold, había insistido en considerar como indispensable para su imagen ducal.
Morgan miró con el ceño fruncido la imagen pomposa que le devolvía el agua. Cuando podía elegir —lo cual, debía admitir, sucedía casi siempre—, prefería cubrir la cota de malla con terciopelos oscuros o con la tersa elegancia de los cueros de montar, en lugar de los brillantes satenes y los ornamentos enjoyados que la gente parecía creer propicios para una corte ducal.
Así y todo, suponía que debía aceptar ciertas concesiones. El pueblo de Corwyn no veía a su duque en la residencia durante gran parte del año, con tanto servicio en la corte de Rhemuth y demás quehaceres. Cuando podían verlo en su tierra, tenían derecho a que su duque vistiera como correspondía a su rango.
Nunca sabrían que su obediencia no era completa. No les sorprendería saber que el juguete decorado que llevaba a la cintura no era su única arma; en la vaina gastada de cuero, que se extendía sobre el antebrazo, escondía un estilete, amén de otros instrumentos ocultos. Pero sí se sentirían menoscabados si descubrieran que esa noche, bajo los ricos atuendos, llevaría una ligera cota de malla. Sería una afrenta terrible, una grave falta de etiqueta desconfiar de los huéspedes que uno invitaba.
Al menos, sería una de las últimas cenas de etiqueta por un tiempo, pensó Morgan, reemprendiendo la marcha. Cuando comenzaran los deshielos de primavera, se acercaría la hora de regresar a Rhemuth y de prestar servico al rey por otra temporada. Desde luego, ese año sería un monarca diferente, tras la muerte de Brion. Pero sus últimos informes de Kelson indicaban que…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de unos pasos sobre la grava, a su derecha. Se volvió y vio a lord Hillary, el comandante de la guarnición del castillo. Se acercaba deprisa y su manto azul verdoso aleteaba tras su cuerpo, por la brisa. Su rostro redondo parecía inquieto.
—¿Qué problema tienes, Hillary? —preguntó Morgan, mientras el hombre se aproximaba y esbozaba un saludo apresurado.
—No estoy muy seguro, excelencia. El vigía del puerto informa que la flota Caralighter ha rodeado la punta y de que fondeará al crepúsculo, no bien cambie la marea. Su nave insignia, el Rhafallia, va a la cabeza y envía señales de despacho real. Creo que podría ser una orden de movilización, milord.
—Lo dudo —descartó Morgan—. Kelson no confiaría un mensaje tan importante a una nave de transporte. Enviaría a un mensajero. —Frunció el ceño—. Creía que la flota llegaría sólo hasta Concaradine en este viaje…
—Tales eran las órdenes, milord; y han regresado un día antes de lo debido.
—Qué extraño… —murmuró Morgan, como si hubiera olvidado la presencia de Hillarv allí—. Pero… envía una escolta para recibir al Rhafallia cuando fondee y tráeme los despachos. Házmelo saber cuando lleguen.
—Sí, milord.
Cuando el hombre se alejó, Morgan deslizó una mano por el cabello, intrigado, y reanudó su paseo. Era muy extraño que Kelson enviara despachos por barco. Casi nunca lo hacía. Especialmente, dada la incertidumbre del tiempo en el norte, en esa época del año. Todo tenía un halo aciago, ¡como el sueño!
De pronto, recordó el sueño que había tenido la noche anterior. En realidad, era parte de lo que había provocado su inquietud desde la mañana.
Había dormido mal, lo cual era infrecuente, dado que, por lo general, regulaba el sueño a su voluntad. Pero, la noche anterior, se había visto acosado por pesadillas, por escenas vividas y pavorosas que le habían hecho despertar envuelto en un sudor frío.
En el sueño, Kelson escuchaba con preocupación las palabras de alguien, de quien sólo podía ver la espalda. Y Duncan aparecía con rostro desencajado, atribulado, tenso, muy distinto del que solía tener. Y, luego, esa aparición espectral y encapuchada, la que el otoño anterior había terminado por asociar con la leyenda: Camber de Culdi, el renegado santo patrono de la magia deryni.
Morgan levantó la vista y se encontró ante la Gruta de las Horas, esa cueva oscura y cavernosa donde, durante más de tres siglos, los duques de Corwyn habían hallado un sitio en el que meditar y recogerse. Los jardineros también habían estado trabajando allí, quemando hojas secas, rastrilladas desde la abertura. Pero seguía habiendo hojarasca al otro lado de la entrada y, siguiendo un impulso, Morgan empujó la crujiente verja de hierro y pasó al interior. Tomó una antorcha iluminada de la anilla que había al lado del portal, apartó las hojas muertas con el pie y entró en la gruta fría.
No era una caverna amplia. Su cavidad alcanzaba una altura de seis metros escasos sobre el nivel del jardín, y el contorno exterior se disimulaba como una prominencia rocosa en medio de los senderos del jardín. En primavera y en verano, por fuera de la roca, crecían pequeños arbustos y arbolitos lozanos, que daban flores de todos los matices. Por un costado, el agua caía, formando una cascada continua.
Pero por dentro, la estructura había conservado su aspecto silvestre: las paredes de roca seguían su prístina forma irregular, áspera y húmeda. Cuando Morgan se internó en la cámara, sintió que el techo bajo se aproximaba a él. En el lado opuesto, había una claraboya enrejada, a través de la cual se filtraba un débil rayo de sol, que caía sobre el austero sarcófago de mármol negro. El sepulcro, que dominaba ese sector del recinto, contenía los restos de Dominic, el primer duque de Corwyn. Frente a la tumba, en el centro de la cámara, había una silla tallada en la piedra. Sobre el sarcófago, se alzaba un candelabro con un resto de cirio, pero el metal aparecía oxidado por el desuso del invierno y el cabo de vela mostraba las huellas de los roedores y de la última llama que le encendiera.
Pero Morgan no había entrado en la gruta para rendir homenaje a su antepasado; lo que le interesaba eran la quietud del recinto y las paredes laterales, pulidas y revocadas, donde habían sido incrustados retratos de aquellos que otorgaron sus favores a la casa de Corwyn.
Morgan recorrió brevemente las imágenes de la Trinidad, del Arcángel Miguel, decapitando al Dragón de la Oscuridad, de san Rafael el Curador, de san Jorge y su dragón… Había otras, pero a Morgan sólo le interesaba una. Se volvió hacia la izquierda, dio tres pasos certeros y se encontró en el lado opuesto de la caverna. Levantó la antorcha y encontró el retrato de… Camber de Culdi, el señor Deryni de Culdi, Defensor Hominum.
Morgan nunca había resuelto la extraña fascinación que, sobre él, ejercía el personaje del retrato. En realidad, sólo había cobrado noción de la importancia de Camber el otoño pasado, cuando Duncan y él luchaban por mantener a Kelson en el trono.
En ese entonces, comenzó a tener «visiones». Al principio, sólo había sido la fugaz impresión de esa otra presencia, la inexplicable sensación de que otras manos y otros poderes se sumaban a los propios. Pero, luego, vio el rostro —o creyó verlo—. Y siempre aparecía en relación con algo referido al legendario santo deryni.
San Camber. Camber de Culdi. Un nombre que remitía a los anales de la historia deryni. Camber, quien durante los oscuros días del Interregno, había descubierto que los prodigiosos poderes de los deryni podían a veces conferirse a los seres humanos. Camber, quien alteró el curso de la Restauración y devolvió el poder a sus antiguos dueños humanos.
Ello le valió la canonización. El pueblo, agradecido, no encontraba suficientes alabanzas para el hombre que había puesto fin a la odiada dictadura deryni. Pero los hombres tienen débil memoria. Y, al poco tiempo, los hijos de esos hombres olvidaron que, de las manos de los deryni, provino el sufrimiento, pero también la salvación. La reacción brutal que se desató en los Once Reinos fue tan cruenta que los seres humanos prefirieron olvidarla. Miles de deryni inocentes perecieron decapitados o de modos más perversos, en supuesta retribución por lo que sus padres habían hecho. Cuando todo terminó, sólo quedaron unos pocos, la mayoría oculta, y menos aún bajo la protección encubierta de un reducido número de poderosos nobles humanos que recordaban la verdadera historia. De más está decir que la santidad de Camber fue una de las primeras víctimas.
Camber de Culdi, Defensor Hominum. Camber de Culdi, patrono de la magia deryni. Camber de Culdi, cuyo retrato contemplaba con curiosidad impaciente un miembro de esa misma raza de hechiceros, tratando de escrutar el extraño vínculo que parecía haber creado con el fallecido noble deryni.
Morgan acercó la antorcha al mosaico y estudió el rostro. Trató de evocar los detalles más precisos sobre la burda textura de la incrustación. Los ojos le devolvían una mirada clara sobre una barbilla firme y resuelta. El resto quedaba oscurecido por la caperuza sacerdotal que le envolvía la cabeza, pero Morgan recogió la inequívoca sensación de que, debajo de la capucha, se ocultaba una cabellera rubia. No podía decir por qué, tal vez fuesen asociaciones con la imagen de su visión.
Ociosamente, se preguntó si las visiones volverían alguna vez y sintió que un escalofrío de aprensión le recorría la columna con sólo pensarlo. No podía tratarse de san Camber… ¿O sí?
Morgan bajó la antorcha y retrocedió un paso, aún mirando el retrato de mosaicos. Aunque no era irreverente en asuntos religiosos, la idea de una intervención divina o semidivina en su beneficio le molestaba. No le agradaba pensar que el cielo mantenía un ojo tan vigilante sobre él.
Pero, si no era Camber, ¿quién, entonces? ¿Otro deryni? Ningún otro ser humano podía hacer nada semejante. Y, si era deryni, ¿por qué no lo decía? Sin duda, debía saber que sus apariciones perturbaban a Morgan. Y parecía querer ayudarlo, pero ¿por qué tanta reserva? Tal vez fuese san Camber, después de todo.
Se estremeció y este pensamiento le llevó a persignarse con aire avergonzado. Entonces, retornó a la cordura. Tales disquisiciones no lo conducirían a ninguna parte. Debía pensar racionalmente.
De pronto, oyó que en el patio, al otro lado del jardín, se producía una conmoción. Luego, pasos que corrían por el césped en su dirección.
—¡Morgan! ¡Morgan!
Era la voz de Derry.
Desanduvo el trayecto hasta la entrada, introdujo la tea en la argolla que la sujetaba a la pared y salió a la luz. Entonces, Derry le vio y cambió de rumbo, atravesó el jardín gris y se le acercó.
—¡Milord! —aulló Derry, con el rostro iluminado por la excitación—. ¡Salid al patio! ¡Ved quién acaba de llegar!
—El Rhafallia aún no ha fondeado, ¿no? —gritó Morgan, mientras se aproximaba al joven.
—No, señor —se rió Derry, meneando la cabeza—. Tendréis que verlo con vuestros propios ojos. ¡Vamos!
Intrigado, Morgan volvió a atravesar el jardín. Al llegar hasta Derry, enarcó una ceja inquisidora. Derry sonreía de oreja a oreja; eso sólo podía indicar la presencia de un buen caballo, de una hermosa mujer o de…
—¡Duncan! —terminó Morgan en voz alta, al trasponer la cerca y vislumbrar a su primo, en el lado opuesto del patío.
Allí estaba, descendiendo de un inmenso corcel gris, salpicado de barro, con el manto negro húmedo y arrugado por el viento, y con el borde de la sotana enlodado y hecho jirones. A su alrededor, desmontaron diez o doce guardias vestidos con la librea púrpura de Kelson. Morgan reconoció al propio escudero del rey, el joven Richard FitzWilliam, quien sostenía las riendas del caballo para que Duncan acabara de desmontar.
—¡Duncan! ¡Viejo reprobo! —voceó Morgan, atravesando los adoquines húmedos del patio—. ¿Qué diablos haces en Coroth?
—Vine a visitarte —replicó Duncan. Sus ojos azules titilaron de alegría al ver que Morgan se acercaba a abrazarlo—. Allá en Rhemuth no sucedía nada interesante, con que pensé en venir a fastidiar a mi primo favorito. Francamente, mi arzobispo se alegró mucho de verme partir.
—¡Ay, qué pena que no pueda verte en ese momento! —exclamó Morgan, con ancha sonrisa, mientras Duncan tomaba un par de alforjas del corcel gris y se las echaba al hombro—. Mírate, todo embarrado y oliendo a bestia. Ven, que te haré preparar un baño. Derry, ocúpate de que la escolta sea bien atendida, ¿quieres? Y luego encárgate de que mis escuderos les preparen una tina de agua caliente.
—Ya mismo, milord —dijo Derry, sonrió y se inclinó ligeramente antes de retroceder hacia los jinetes—. Y bien venido a Coroth, padre Duncan.
—Gracias, Derry.
Mientras el joven comenzaba a repartir órdenes entre la escolta, Morgan y Duncan remontaron los peldaños y subieron al gran salón. El recinto bullía en preparativos para el banquete de esa noche y filas de sirvientes y de criados disponían pesadas mesas y bancos y volvían a colgar en su sitio los suntuosos tapices que habían sido retirados para su limpieza con motivo de la ocasión. Por todo el salón, iban y venían cocineros, que se dirigían a barrer hornos y a limpiar espetones para asar las carnes. Y un grupo de pajes lustraba afanosamente las sillas de madera ornamentada de la mesa principal.
Lord Robert supervisaba toda la actividad. Mientras los criados terminaban de preparar cada mesa, Robert instruía a los criados de cocina, para que las lustraran con aceite con el fin de revivir la rica pátina de los tiempos, y pasaba revista a la disposición del servicio y a los grandes candelabros de peltre de los tesoros ducales. A su derecha, lord Hamüton, el calvo mayordomo del castillo de Coroth, había estado arreglando el emplazamiento de los músicos que animarían la festividad nocturna. En ese momento, se hallaba enfrascado en una acalorada discusión con la principal atracción de la velada, el célebre y aclamado trovador Gwydion.
Cuando Morgan y Duncan se acercaron, el diminuto ejecutante casi bailoteaba de furia, resplandeciente como un gallo en sus calzones y jubón anaranjados, de largas mangas. Los ojos negros se le salían de las órbitas. Descargó un pisotón enfurecido y giró sobre los talones para apartarse de Hamilton, visiblemente disgustado. Morgan atrajo su mirada y lo llamó con un gesto de su índice. Gwydion lanzó a Hamilton una última mirada de desprecio, antes de acercarse a Morgan y saludarlo con una breve reverencia.
—Excelencia, me es imposible seguir trabajando con ese hombre. ¡Es arrogante, aburrido y no posee ninguna sensibilidad artística!
Morgan trató de ocultar una sonrisa.
—Duncan, tengo el honor, algo dudoso, de presentarte al maestro Gwydion ap Plenneth, la última y más ilustre adquisición que he sumado a mi corte. También debo decir que entona las baladas más hermosas de los Once Reinos… cuando no riñe con mis asistentes, claro está. Gwydion, mi primo paterno monseñor Duncan McLain.
—Bien venido a Coroth, monseñor —murmuró Gwydion formalmente e ignorando la reprimenda implícita de Morgan—. Su Excelencia ha hablado de vos a menudo y muy bien. Espero que la estancia en Coroth os sea placentera.
—Gracias —replicó Duncan, devolviendo la reverencia—. Allí, en Rhemuth, se dice que usted es el trovador más eximio desde los días de lord Llewelyn. Ojalá que encuentre ocasión de demostrar esa reputación antes de que me marche.
—Gwydion tocará esta noche, si se le permite disponer a los músicos donde considere propicio, monseñor —se inclinó el trovador. Miró a Morgan—. Pero, sí lord Hamílton persiste en su hostigamiento, me temo que esta noche tendré una jaqueca intolerable que, desde luego, me impedirá toda representación en público.
Se irguió altanero y cruzó los brazos sobre el pecho, en un histriónico gesto concluyente. Entonces, posó la mirada sobre el techo con deliberada indiferencia. Morgan apenas pudo contener la risa.
—Muy bien —determinó el duque, mientras se aclaraba la garganta para encubrir la sonrisa—. Dile a Hamilton que puedes disponer las cosas a tu agrado. Pero no quiero más disputas. ¿Comprendes?
—Desde luego, excelencia.
Con una breve reverencia, giró sobre los talones y regresó al salón donde había estado trabajando, con los brazos aún cruzados sobre el pecho. Al verlo acercarse, lord Hamilíon miró a Morgan como solicitando ayuda, pero el general se limitó a menear la cabeza y a señalar a Gwydion con el mentón. Con un suspiro que se oyó desde el otro lado del salón, Hamilton asintió obediente y desapareció por otra puerta. Gwydion ocupó el lugar de Hamilton y dirigió la nueva disposición del sector para los músicos, encocorado como un gallo presumido.
—¿Siempre es tan temperamental? —preguntó Duncan, algo atónito, mientras Morgan y él proseguían su marcha por el salón para subir un tramo de escaleras.
—En absoluto. Por lo general, es mucho peor.
Llegaron al descanso y Morgan abrió una pesada puerta. Unos metros después, venía otra puerta de pesado nogal, con una aplicación esmaltada del Grifo de Corwyn. Morgan tocó el ojo de la bestia con su sello y la puerta se abrió sin un solo ruido. Dentro, se ocultaba el estudio privado de Morgan, su recinto de magia, su sanctasanctórum.
Era un recinto circular, tal vez de nueve metros de diámetro, encaramado sobre la torre más alta del castillo ducal. Las paredes eran de piedra rústica, interrumpida sólo por siete estrechas ventanas de cristal verde que iban desde la altura de los ojos hasta el techo. De noche, cuando las velas ardían hasta tarde en el recinto circular, la torre se veía desde millas a la redonda y sus siete ventanas verdes titilaban como faros en el cielo nocturno.
En ángulo recto con la puerta, sobre la pared, se abría una amplia chimenea, con una repisa protuberante que asomaba a ambos lados unos cuatro metros. Por encima de ella, pendía un estandarte de seda con el mismo motivo del Grifo que adornaba la puerta y, sobre la repisa de mármol, reposaban diversos objetos. Frente a la puerta, la pared estaba cubierta por un tapiz que representaba el mapa de los Once Reinos. Debajo de él, había una poblada biblioteca. A la izquierda de ésta, un inmenso escritorio con una silla de madera tallada y, más a la izquierda, un ancho diván cubierto con una piel negra. Inmediatamente a la izquierda de la puerta, se encontraba el pequeño altar desmontable, con un sencillo reclinatorio de madera oscura ante él, que Duncan conocía.
Pero observarlo todo le llevó apenas un instante, pues la atención de Duncan se volvió casi de inmediato al centro de la habitación, bañado por una nebulosa luz esmeralda que provenía de una elevada lámpara redonda. Bajo la lámpara, se encontraba una mesita no más ancha que un brazo, flanqueada por dos cómodas sillas con almohadones de cuero verde. En el centro de la mesita, sobre las garras levantadas de un Grifo dorado de Corwyn, descansaba una pequeña esfera ambarina y translúcida, de diez centímetros de diámetro.
Duncan silbó ligeramente al verla y fue hasta la mesa, sin apartar la vista de la esfera. Iba a tocarla cuando cambió de parecer y optó por mantenerse inmóvil, contemplándola. Morgan sonrió, se acercó a su primo y se apoyó sobre el respaldo de una silla.
—¿Te agrada?
Era una pregunta retórica pues, obviamente, Duncan estaba fascinado con el objeto.
—¡Espléndida! —musitó Duncan, con el respetuoso asombro con que un artesano observa una herramienta preciada para su trabajo—. ¿Dónde encontraste semejante…? Es un cristal shiral, ¿no es así? ¡Y qué grande!
—Así es. El Hort de Orsal lo encontró para mí hace unos meses… a un precio escandaloso, debo agregar. Adelante, tócalo si quieres.
Cuando Duncan se deslizó en la silla más cercana, las alforjas olvidadas cayeron de su hombro y dieron contra el borde de la mesa. Duncan las miró sobresaltado, como si recordara lo que llevaba dentro, y su apuesto rostro adquirió una expresión de alarma y tensión. Levantó los sacos para posarlos en la mesa y comenzó a hablar, pero Morgan sacudió la cabeza:
—Sigue con el cristal —lo instó, al ver su incomodidad—. No sé qué llevarás ahí que te importa tanto, pero, de todas formas, puede esperar.
Duncan se mordió el labio y miró a Morgan durante largo rato. Después, asintió obediente y dejó las alforjas en el suelo. Respiró hondo y unió las palmas de las manos un instante. Entonces exhaló, y rodeó el cristal con ellas, se relajó y la esfera comenzó a refulgir.
—Hermoso —suspiró Duncan. La tensión desapareció mientras movía las manos hacia la parte inferior de la esfera para exponerla mejor—. Con un cristal de este tamaño, podría formar imágenes sin intentarlo siquiera…
Volvió a concentrarse y escrutó la esfera con la mirada. Vio que la luz se hacía más intensa. La esfera perdió toda opacidad y se convirtió en un ámbar transparente, ligeramente empañado como si alguien respirara desde dentro. Entonces, en la bruma comenzó a formarse una imagen. Gradualmente, fue adquiriendo rasgos humanos. Era un hombre alto, de cabellos plateados, que lucía ropajes de arzobispo, una mitra y sostenía un báculo engastado de joyas. Estaba muy ofuscado.
¡Loris!, pensó Morgan, al inclinarse para examinar la imagen. ¿Qué diablos trama ahora? Sea lo que fuere, tiene preocupado a Duncan…
Duncan apartó las manos del cristal como si, de pronto, se hubiera puesto al rojo. Una expresión de disgusto surcó sus rasgos por un instante. Cuando sus manos se apartaron de la esfera, la forma desapareció y la esfera volvió a su estado translúcido. Duncan se frotó las manos contra la sotana, como si quisiera limpiarse de algo desagradable, y luego se obligó a relajarse. Posó las manos cuidadosamente sobre la mesa y las miró, mientras se decidía a hablar.
—Como supondrás, no se trata de una visita social —murmuró amargamente—. Ni siquiera pude ocultárselo al cristal shiral…
Morgan asintió con gesto comprensivo.
—Lo advertí no bien te vi bajar del caballo —examinó el Grifo que llevaba en la sortija del índice derecho y lo frotó con aire ausente—. ¿Quieres contarme qué ha sucedido?
Duncan se encogió de hombros y suspiró.
—No hay un modo fácil de decirlo, Alaric. Me han… suspendido.
—¿Suspendido? —Morgan dejó caer la mandíbula, atónito—. ¿Por qué?
Duncan se obligó a sonreír con tristeza.
—¿No lo adivinas? Aparentemente, el arzobispo Loris convenció a Corrigan de que mi parte en la lucha de la coronación fue más que el mero papel de confesor de Kelson. Lo cual, desafortunadamente, es verdad. Tal vez hasta sospechen que tengo sangre deryni. Me iban a convocar al tribunal eclesiástico, sólo que un amigo me alertó a tiempo. Es lo que siempre temí que sucediera.
Morgan dejó escapar un suspiro y bajó la vista.
—Lo lamento, Duncan; sé cuánto significa el sacerdocio para ti. No encuentro palabras que decirte.
Duncan sonrió débilmente.
—Es peor de lo que sospechas, amigo. Sinceramente, si sólo fuera la suspensión, no creo que me preocupase tanto. Veo que cuanto más actúo como deryni, menos importantes parecen volverse mis votos eclesiásticos —se dirigió a las alforjas que tenía al lado de la silla y sacó un pergamino plegado que colocó ante sí, sobre la mesa—. Ésta es una copia de la carta que, en este momento, viaja con destino a tu obispo, Ralf Tolliver. Un amigo, que trabaja de amanuense en la oficina de Corrigan, arriesgó mucho para traérmela. En la carta, Loris y Corrigan piden a Tolliver que te excomulgue, a menos que «renuncies a tus poderes y sigas una vida de arrepentimiento», para citar las palabras del arzobispo Corrigan, según recuerdo.
—¿Yo, renunciar? —exclamó Morgan con sorna y una sonrisa incrédula en el rostro—. Deben de estar bromeando.
Comenzó a deslizar la carta a través de la mesa para cogerla, cuando Duncan le aferró la muñeca.
—Todavía no he terminado, Alaric —dijo serenamente, mientras sostenía su mirada—. A menos que renuncies y obedezcas sus órdenes, no sólo te excomulgarán a ti, sino que pondrán todo Corwyn bajo el Interdicto.
—¡El Interdicto!
Duncan asintió y le soltó la muñeca.
—Eso significa que la Iglesia dejará de prestar servicios en Corwyn. No habrá misa ni casamientos, bautismos o entierros, no habrá extremaunciones; nada. No sé cómo reaccionará tu pueblo.
Morgan apretó la mandíbula con firmeza y tomó la carta. La desplegó y comenzó a leer y, a medida que sus ojos recorrían el texto, se iban volviendo fríos y acerados:
—«A Su Reverendísima Excelencia, Ralf Tolliver, obispo de Coroth […]. Reverendo Hermano: ha llamado nuestra atención […] el duque Aíaric Morgan […] crímenes nefandos de magia y herejía contrarios a las leyes de Dios […] si el citado duque no renuncia a sus poderes […] excomulgar […] Corwyn bajo Interdicto […] espero que actuará según lo pedido […] señal de buena fe […].» ¡Maldición!
En una explosión de imprecaciones, Morgan cerró sus dedos sobre el pergamino y lo arrojó a la mesa.
—¡Que incontables maldiciones los persigan hasta las profundidades de la ciénaga infernal! ¡Que los lifangos devoren hasta el último de su estirpe y que trece diablos los asalten eternamente en sueños! ¡Malditos sean, Duncan! ¿Qué pretenden hacerme?
Se reclinó en la silla y suspiró explosivamente. Duncan le sonrió.
—¿Te sientes mejor?
—No. Desde luego, comprenderás que Loris y Corrigan me han puesto exactamente en donde deseaban. Saben que mi influencia en Corwyn no se apoya en sentimientos favorables a los deryni, sino en que mi pueblo me ama. Si la curia de Gwynedd me anatematiza por ser deryni, saben bien que mi pueblo no se quedará de brazos cruzados a ver cómo todo Corwyn cae bajo el Interdicto. No puedo pedirle al pueblo que renuncie a la fe por mí, Duncan.
Duncan se echó atrás en la silla y miró a su primo con aire expectante.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Morgan estiró la carta arrugada y volvió a contemplarla. Luego, la hizo a un lado como si ya hubiera tenido suficiente.
—¿Tolliver ya ha leído el original?
—No veo cómo. Monseñor Gorony embarcó en el Rhafallia hace dos días. Si mis cálculos son correctos, deberán llegar mañana en cualquier momento del día.
—Más exactamente, dentro de tres horas, cuando cambie la marea —precisó Morgan—. Gorony debe de haber sobornado a mis capitanes para que navegaran a toda prisa, ¡Ojalá se lo hagan pagar!
—¿Hay alguna posibilidad de interceptar la carta?
Morgan contrajo el rostro con pesar y meneó la cabeza.
—No me atrevo, Duncan. Si lo hago, estaría violando la inmunidad misma de la Iglesia que intento proteger en Corwyn. Debo dejar que Gorony llegue hasta Tolliver.
—Entonces, supon que yo llegue primero. Si mostrara a Tolliver nuestra copia de la carta y le explicara tu preocupación por la situación, tal vez accediera a dejar pasar unas cuantas semanas antes de tomar medidas. Además, no creo que le agrade recibir órdenes de Loris y de Corrigan. No es ningún secreto que lo consideran un sacerdote de pueblo, un simplote de campo. Podríamos aprovecharnos de su resentimiento. Lo que sea con tal de que el Interdicto no caiga. ¿Qué piensas?
Morgan asintió.
—Tal vez resulte. Ponte presentable y dile a Derry que te ensille un caballo nuevo. Mientras tanto, escribiré una segunda carta a Tolliver, solicitándole su apoyo. No será fácil.
Se puso de pie y fue hasta su escritorio. De inmediato, extrajo un pergamino y un tintero.
—En cierta forma, debo encontrar el equilibrio entre la autoridad ducal, el hijo penitente de la Iglesia y el amigo de mucho tiempo. Todo sin dar demasiada trascendencia al tema deryni, para que no sienta objeciones de conciencia.
Un cuarto de hora más tarde, Morgan estampaba su firma al final de la carta crucial y agregaba al pie del trazo su rúbrica personal e inimitable para evitar falsificaciones. Después, puso el sello del Grifo sobre una inmensa gota de cera verde bajo su nombre.
Podría haber prescindido de la cera. Con un poco de ayuda, el sello deryni era capaz de imprimir sin el beneficio del lacre o de la cera. Pero no creía que fuese del agrado del obispo. El reverendísimo Ralf Tolliver no tenía nada personal contra los deryni, pero había límites que Morgan no se atrevía a trasponer. Un acto flagrante o hasta ínfimo de magia a esas alturas podía desbaratar por completo todo el bien que pudiera causar la carta, tan arduamente redactada. Morgan estaba doblando la carta para aplicar el lacre una vez más cuando Duncan regresó con un pesado manto de viaje, de lana, doblado sobre un brazo. Derry le acompañaba.
—¿Listo? —preguntó Duncan, al llegar hasta el escritorio para escudriñar sobre el hombro de Morgan.
—Casi.
Chorreó unas gotas de lacre sobre el doblez para sellar la carta y, rápidamente, grabó la estampa de su sello. Luego levantó la vista, al soplar para enfriar el lacre, y le tendió la carta a su primo Duncan.
—¿Tienes la otra carta?
—Hummm —Duncan chasqueó los dedos—. Derry, tráeme eso, ¿quieres?
Señaló la carta que había sobre la mesa central y Derry la trajo y contempló cómo el sacerdote la guardaba en la faja de su pulcra sotana.
—¿Quiere una escolta, padre? —preguntó Derry.
—No. A menos que Alaric lo crea necesario. En mi opinión, cuantas menos personas sepan esto, mejor saldremos. ¿No estás de acuerdo, primo?
Morgan asintió.
—Buena suerte, Duncan.
El sacerdote lanzó una sonrisa fugaz y, a continuación, desapareció a través de la puerta. Derry lo miró un instante y, luego, volvió los ojos a Morgan. El duque no se había movido de su silla, parecía estar sumido en un mundo propio. Con cierta vacilación, se arriesgó a interrumpirlo.
—¿Milord?
—¿Mmmm? —Morgan levantó la vista, sobresaltado, casi como si hubiera olvidado la presencia del joven; aunque Derry estaba seguro de que no.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
Morgan asintió y sonrió avergonzado.
—Desde luego. Probablemente no tengas ni idea de lo que está sucediendo…
Derry sonrió.
—No ha de ser tan grave, milord. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
Morgan estudió al joven, con el mentón apoyado sobre una mano, y asintió un tanto indeciso.
—Tal vez sí… —se acomodó en la silla—. Derry, ya llevas mucho tiempo conmigo. ¿Estarías dispuesto a involucrarte en prácticas de magia por mí?
Derry lanzó una ancha sonrisa.
—¡Sabéis bien que sí, señor!
—Muy bien, entonces. Ven al mapa conmigo.
Morgan fue hasta el tapiz con el mapa que cubría la pared y deslizó sus dedos sobre una ancha lengua azul, hasta dar con lo que buscaba. Derry miraba atentamente a su amo, que comenzó a hablar así:
—Aquí está Coroth. Aquí, el estuario que surge de los dos ríos. Aguas arriba del río Occidental, que forma nuestra frontera nordeste con Torenth, está Fathane, el pueblo comercial del reino enemigo. También es centro de convergencia de todas las expediciones de Wencit a lo largo de este sector de la frontera.
»Quiero que sigas el río, aguas arriba, hasta Fathane, del lado del enemigo. Luego, cruza a nuestra frontera septentrional y regresa. Tu misión es recoger información, y hay tres áreas en las que quiero que te centres: los planes de Wencit de Torenth en esta región; todo lo que puedas averiguar sobre ese pillo de Warin en el norte, y cualquier rumor sobre el Interdicto pendiente. Duncan ya te habrá contado algo de eso, ¿no?
—Sí, señor.
—Muy bien. Puedes elegir el disfraz que quieras, pero creo que irías bien encubierto como cazador o como mercader de pieles. Preferiría que no te reconocieran como hombre de milicia.
—Entiendo, milord.
—Bien. Aquí interviene la magia.
Se llevó la mano al cuello y buscó una cadena delgada de plata, que procedió a extraer de su túnica esmeralda. Cuando Morgan la deslizó por encima de su cabeza, Derry vio que a ella iba ensartado un medallón de plata. Inclinó la cabeza ligeramente para que Morgan pudiera pasarle la cadena y miró con curiosidad el medallón que pendía a la altura de su pecho. Parecía ser una medalla sagrada de alguna índole, aunque Derry no supo identificar la figura representada ni la leyenda inscrita a su alrededor. Morgan volvió el medallón, para que quedara mirando al frente, y se reclinó contra la biblioteca que había bajo el mapa.
—Muy bien. Ahora te pediré que me ayudes a establecer una clase especial de comunicación deryni. Es parecido a leer la mente, lo cual me habrás visto hacer cantidad de veces, pero no tan extenuante porque tú seguirás manteniendo el control. Relájate y trata de que tu mente quede en blanco. No es desagradable, te lo aseguro —agregó, al ver la inquietud de Derry.
Derry asintió y tragó saliva.
—Bien. Observa mi dedo y relájate.
Morgan levantó el índice derecho y comenzó a moverlo lentamente hacia el rostro de Derry. Los ojos del joven siguieron el dedo, casi hasta que se posó sobre el puente de la nariz, y, entonces, se cerraron con un parpadeo. Respiró suavemente y se relajó, mientras Morgan posaba su mano sobre la frente del joven.
El general mantuvo esa posición tal vez durante medio minuto, sin que nada sucediera exteriormente, y, luego, encerró la medalla en su otra mano y cerró los ojos. Tras otro minuto, soltó el medallón y abrió los párpados. Dejó caer la mano de la frente de Derry y el joven despertó de su ensueño con un sobresalto.
—¡Me… hablasteis! —murmuró incrédulo, con la voz teñida de estupor—. ¡Vos…! —volvió la mirada al medallón, sorprendido—. ¿De veras puedo usar esto para comunicarme con vos desde Fathane?
—O desde más lejos, si es necesario. Pero recuerda que es una operación difícil. Al ser deryni, yo podría llamarte en cualquier momento que fuese necesario, aunque eso me consumiría mucha energía. Pero tienes que limitar tus llamadas a las veces que convengamos. Si no intento comunicarme contigo, no tendrás las fuerzas suficientes para iniciar la comunicación por ti mismo. Por eso, es importante que lleves la cuenta del tiempo. Tu primer contacto deberá ser mañana por la noche, tres horas después de que oscurezca. Para entonces, ya deberás estar en Fathane.
—Sí, milord. Y lo único que debo hacer es utilizar el conjuro que me enseñasteis mentalmente. ¿Eso bastará para establecer la comunicación? —sus ojos azules brillaban de asombro, pero también de confianza.
—Correcto.
Derry asintió y comenzaba a guardar el talismán dentro de la túnica cuando se detuvo a mirarlo otra vez.
—¿Qué clase de medalla es, milord? No reconozco la inscripción ni la figura…
—Temía que lo preguntases —sonrió Morgan—. Es un medallón muy antiguo de san Camber, que data de las postrimerías de la Restauración. Me lo legó mi madre al morir.
—¡Una medalla de Camber! —Derry contuvo la respiración—. ¿Y si alguien la reconoce?
—¡Si no te quitas la ropa, nadie la verá siquiera y mucho menos la podrá reconocer, mi amigo irreverente! —replicó Morgan, palmeando el hombro de Derry y riendo—. Para ti, nada de doncellas en este viaje. Es estrictamente una misión.
—Ah, siempre tenéis que despojar a todo de su diversión, ¿verdad? —musitó Derry, y guardó el medallón bajo la túnica con una sonrisa burlona, antes de marcharse.
La oscuridad se abatía sobre Coroth mientras Duncan guiaba su cansada montura de regreso al castillo. La fría brisa nocturna comenzaba a soplar en los valles de la región montañosa.
La reunión con Tolliver había sido parcialmente fructífera. El obispo había accedido a demorar su respuesta a los correos de Rhemuth hasta que pudiera evaluar la situación y había prometido mantener informado a Morgan de cualquier acción referida a su pronunciamiento futuro. Pero el viso deryni de la cuestión había molestado a Tolliver, como Duncan bien supuso. Y el obispo había advertido a Duncan que no siguiese relacionándose con la magia si valoraba su investidura y, por supuesto, su alma inmortal.
Duncan se enfundó en el manto y apresuró el paso del animal. Recordó que Alaric estaría impaciente, a la espera de su regreso. Además, le aguardaba un banquete oficial, se dijo. Y, a diferencia de su primo, Duncan adoraba las ceremonias. Si se apresuraba, lograría llegar a tiempo para el plato principal. Todavía no era tan oscuro.
Rodeó la curva siguiente, sin pensar en nada en particular. De pronto, advirtió una forma alta y oscura que había de pie, en el camino, a unos diez metros de él. Era difícil discernir los detalles a la luz moribunda, pero, al tirar de las riendas para no atrepellar al hombre, Duncan notó que el caminante llevaba un hábito sacerdotal, con la caperuza echada sobre la cabeza, y un báculo en la mano.
Pero algo no era normal. Casi sin pensarlo, el guerrero que había en Duncan llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada, sujeta bajo la rodilla izquierda. La figura volvió la cabeza hacia Duncan —no podía haber estado a más de tres metros de él— cuando Duncan hizo detener el corcel con el corazón en la garganta.
El rostro que lo miraba serenamente desde la penumbra de la caperuza gris había llegado a serle muy familiar durante los últimos meses, aunque nunca personalmente. Alaric y él lo habían estudiado cientos de veces, al recorrer los volúmenes mohosos en busca de información sobre el antiguo santo deryni. Era el rostro de san Camber de Culdi.
Antes de que Duncan pudiera hablar o incluso reaccionar, de tan azorado como estaba, el hombre asintió cortésmente y extendió la mano derecha, vacía, en prenda de paz.
—Detente, Duncan de Corwvn —murmuró el desconocido.
Capítulo IV
Y díjome el ángel que hablaba en mí…
Zacarías 1:9
A Duncan se le secó la garganta. No pudo tragar; el hombre lo había llamado por un nombre que sólo conocían tres personas con vida: él mismo, Alaric y el joven rey Kelson. No había forma de que esta persona pudiese saber que Duncan era medio deryni y que su madre y la de Alaric habían sido hermanas gemelas, de la más noble estirpe deryni. Era un secreto que Duncan había guardado celosamente durante toda la vida.
Y, sin embargo, el hombre que tenía ante sí lo había llamado por su nombre secreto. ¿Cómo podía saberlo?
—¿De qué hablaba? —logró murmurar, con la voz una octava más aguda que lo normal. Se aclaró la garganta—. Soy McLain, de los lores de Kierney y Cassan.
—Y también eres Corwyn, por parte de tu bendita madre —lo contradijo gentilmente el caballero—. No debes avergonzarte de ser medio deryni, Duncan.
El sacerdote calló y alcanzó a recobrar parte de la compostura. Se humedeció los labios nerviosamente.
—¿Quién es usted? —preguntó con cautela, aunque inadvertidamente dejó que su mano cayera de la empuñadura de la espada—. ¿Qué desea?
El hombre rió, divertido, y meneó la cabeza.
—No… Por supuesto, no entiendes nada, ¿verdad? —musitó casi para sus adentros, con la sonrisa aún en los labios—. No tienes por qué temer, tu secreto no saldrá de mis labios. Pero, ven. Desmonta y camina un rato conmigo. Hay algo que debo hacerte saber.
Duncan vaciló un instante, algo incómodo bajo la mirada serena del hombre, pero obedeció. El desconocido asintió gravemente.
—Considera esto como una advertencia, si quieres, Duncan. No como una amenaza de mí, pues no lo es, sino como un comentario por tu bien. En las semanas venideras, tus poderes pasarán por una ardua prueba. Cada vez te verás más en la necesidad de emplear tu magia a ojos de los demás, para aceptar tus dones innatos y asumir la lucha como un deber, o bien para renunciar a ellos de por vida. ¿He sido claro?
—No —musitó Duncan—. En primer lugar, soy sacerdote. Se me prohibe practicar las artes ocultas.
—¿De veras?
—Desde luego. La magia está prohibida para los clérigos…
—No me refería a eso. ¿De veras eres sacerdote?
Duncan sintió que las mejillas comenzaban a arderle. Tuvo que esquivar su mirada.
—Según el rito en el que fui ordenado, soy sacerdote de por vida, «hasta…».
—«Hasta la orden de Melquisedec» —citó el hombre—. Conozco el texto de las escrituras. Pero ¿eres realmente sacerdote? ¿Qué sucedió hace dos días?
Duncan lo miró con ojos desafiantes.
—Sólo me han suspendido. No he sido degradado del sacerdocio ni excomulgado.
—Así y todo, dijiste que la suspensión no te importaba y que, cuanto más usabas tus poderes, menos importantes se tornaban tus hábitos…
Duncan contuvo el aliento e, instintivamente, se acercó al hombre. El caballo sacudió la cabeza, alarmado.
—¿Cómo lo sabes?
El hombre sonrió apenas y llevó las manos a las riendas del corcel, para impedir que posara los cascos sobre sus sandalias.
—Sé muchas cosas.
—Estábamos solos… —murmuró Duncan—. Lo habría jurado por mi propia vida. ¿Quién es usted?
—El poder de los deryni no es maléfico, de ningún modo, hijo mío —prosiguió en tono coloquial. Dejó caer la mano y volvió a andar lentamente. Duncan meneó la cabeza, atónito, e hizo andar al caballo por detrás de él, para escuchar lo que decía el hombre—, y tampoco necesariamente bueno. El bien y el mal están en la mente de quien usa esos poderes. Sólo una mente perversa puede corromper el poder para que sirva al mal.
Se volvió, para mirar a Duncan mientras caminaban, y prosiguió:
—He observado cómo usabas tus poderes hasta ahora, Duncan, y hallo tu juicio sumamente prudente. No tienes que albergar dudas sobre la rectitud de tus motivos. Entiendo la lucha que has debido sobrellevar para poder siquiera emplearlos.
—Pero…
—Basta ya —dijo el hombre, levantando la mano para pedir silencio—. Ahora debo marcharme. Sólo te pido que continúes reflexionando sobre tus motivos en ese otro asunto que mencioné. Tal vez se requiera de ti en otras formas distintas de las que habías pensado. Medita sobre ello, y que la Luz sea contigo.
Entonces, el hombre desapareció y Duncan se detuvo, confuso.
¡Se había esfumado!
¡Sin dejar señales!
Examinó el suelo que se extendía a su lado, por donde el hombre había pisado, pero no se veían huellas. Aun pese a la oscuridad cada vez mayor, notaba en cambio sus propias pisadas, que se extendían por el trayecto que había seguido. Las herraduras del caballo se hundían firmemente sobre la arcilla húmeda del camino.
Pero del paso del otro no había huellas.
¿Lo habría imaginado, tan sólo?
¡No!
Había sido demasiado real, demasiado escalofriante y amenazador para ser apenas una imaginación. Ahora sabía cómo se habría sentido Alaric frente a sus propias visiones. Era la misma sensación de irrealidad, más la certeza de haber sido tocado por algo… o por alguien. ¡Vaya! Había sido una experiencia tan real como…, como esa aparición refulgente que él y los demás deryni habían visto en la coronación de Kelson, sosteniendo la corona de Gwynedd sobre su cabeza. Ahora que lo pensaba, ¡hasta podría haberse tratado de la misma persona! Y, en tal caso…
Duncan se estremeció y se arrebujó dentro del manto. Volvió a montar y espoleó al animal; en ese camino desierto, no hallaría más respuestas. Y debía contar a Alaric lo sucedido. Las visiones habían visitado a su primo en momentos cruciales, en los que se gestaban profundas crisis. Esperaba que no fuese un presagio.
Faltaban cinco kilómetros para el castillo de Coroth. Le parecerían cincuenta.
En el castillo de Coroth, las festividades de la noche habían comenzado con la puesta del sol. A medida que la oscuridad se tendía sobre el lugar, fueron acudiendo nobles ricamente ataviados, y las damas resplandecientes habían desperdigado su colorido y su chachara por el inmenso salón ducal, a la espera del duque. Robert, fiel a su palabra, había conseguido transformar el recinto gubernamental, habitualmente lúgubre, en un oasis de luz y de algarabía, en un reconfortable refugio donde despojarse de la humedad y de la penumbra que reinaban en la noche sin luna.
Los candelabros colgantes, de bronce batido, ardían con la luz de cientos de velas altas. La lumbre se reflejaba contra las facetas de las copas de fino cristal y plata y chocaba contra el tibio brillo de la vajilla de plata y peltre, sobre las mesas oscuras. Filas de pajes y de escuderos de librea verde esmeralda iban y venían en torno de las largas mesas, sirviendo pan y jarras del terso vino de Fianna. Y lord Robert, situado cerca de la cabecera, mantenía un ojo vigilante a la espera de su señor, mientras conversaba con dos bellas damas. Por detrás de la charla amena de los invitados, se deslizaba el son de los laúdes y de las flautas dulces.
Mientras los huéspedes se reunían, un hombre circulaba errante entre la nobleza, asintiendo aquí, deteniéndose allá para conversar con algún conocido. Era el maestre Randolph, el cirujano de confianza de Morgan. Esa noche, como tantas otras, su misión era percibir el estado de ánimo de los subditos del duque e informarle luego de los temas de interés. Al surcar el salón, escuchó fragmentos de diálogos.
—Bueno, yo no te daría un cobre por un mercenario de Bremagne —le decía un noble a otro, mientras seguía con los ojos a una bella morena que atravesaba el recinto—. ¡No puedes fiarte de ellos!
—¿Y qué opinas de una dama de Bremagne? —murmuró el otro, propinándole un codazo en las costillas y enarcando una ceja—. ¿Crees que podrías fiarte de ella? —Áh…
Ambos cambiaron gestos cómplices y prosiguieron examinando a la dama de turno, sin notar la disimulada sonrisa del maestre Randolph.
—…y eso es, precisamente, lo que el rey parece no comprender —decía un joven caballero de tez brillante, de aspecto tan joven que parecía acabar de recibir su dignidad—. Todo es tan simple… Kelson sabe cómo se desplazará Wencit una vez que comiencen los deshielos. ¿Por qué, entonces, no…?
Sí, ¿por qué, entonces?, pensó Randolph con una sonrisa lúgubre. Todo es tan simple… Este joven tiene la respuesta para todo.
—Y no sólo eso… —decía a su compañera una dama de sobrecogedor cabello rojizo—. Se corre la voz de que apenas permaneció el tiempo suficiente para mudarse de ropa, y que luego marchó a lomos de caballo rumbo a Dios sabe dónde. Espero que vuelva a tiempo para la cena. Lo has visto, ¿verdad?
—Aja… —La rubia asintió, con aire de aprobación—. Ya lo creo que sí. Lástima que sea sacerdote…
El maestre Randolph levantó los ojos al techo, atónito, al dejar atrás a las mujeres. Pobre padre Duncan. Las mujeres de la corte siempre andaban tras él. Casi tanto como perseguían al duque. Era sumamente descortés de parte de ellas. Sería otra cosa si el padre alentara tanta coquetería, pero no era el caso. Si el padre tenía fortuna, llegaría una vez que la cena hubiese terminado.
Randolph recorrió el salón con la vista, fingiendo indiferencia, y advirtió que tres de los lores de Morgan que vivían en la frontera mantenían una animada conversación a su derecha. Sabía que Morgan tendría sumo interés en lo que estuvieran diciendo. Los hombres sabían que el maestre gozaba de la confianza del duque y, seguramente, cambiarían de tema al saberse escuchados; Randolph no osó acercarse demasiado. Llegó hasta donde le fue posible y fingió prestar atención a dos hombres mayores que dialogaban sobre halcones.
—Sí, no tienes que atar las pihuelas muy fuerte, pues si no…
—…y, entonces, este sujeto, Warin, se mete en mi granero y me dice: «¿Te agrada pagar tributos a Su Excelencia?» Y, bueno, yo le digo que claro, que a nadie le gusta pagar tributos, pero que, ¡por Dios!, los arrendatarios del duque reciben lo que pagan en protección y buen gobierno…
—¡Hum! —gruñó otro—. El otro día Hurd de Blake me decía que los salvajes le quemaron dos hectáreas de trigo maduro. Parece que en las tierras de De Blake, al norte, el invierno fue más seco que nunca. El trigo ardía como el infierno. Warin le ordenó hacer una contribución a su causa y De Blake le dijo que se fuera al demonio…
—…no, para poder asir las pihuelas bien con las manos, lo que yo hago es…
El tercer hombre se restregó la barba y se encogió de hombros. Randolph se esforzó por escuchar.
—Pero ese tal Warin algo de razón tiene. El duque es medio deryni y no se preocupa por ocultarlo. Supongamos que piensa aliarse con Wencit para dar otro golpe deryni y poner a Corwyn bajo otro Interregno. No me gustaría que mis fincas fueran maldecidas con la pagana magia deryni, si yo niego sus enseñanzas heréticas.
—Oye, sabemos que nuestro duque jamás haría algo semejante —objetó el primer lord—. Sin ir más lejos, el otro día…
—El milano de mi solar…
El maestre Randolph asintió para sí mismo y se marchó, satisfecho de que los lores no fuesen una amenaza inmediata; en realidad, analizaban los mismos tópicos que el resto de los invitados. Por cierto, la gente tenía cierto derecho a sentir curiosidad por los planes de su duque, especialmente cuando éste se preparaba para marchar a la guerra nuevamente y para llevarse a los mejores hombres de Corwyn. El resto quedaría prácticamente a merced de sus propias defensas.
Pero… la constante mención a Warin y su pandilla era preocupante. En el mes pasado, Randolph había oído más de lo que prefería recordar sobre el cabecilla rebelde y sus secuaces. Y, aparentemente, el problema iba de mal en peor. Por ejemplo, las tierras de Hurd de Balke se hallaban a unos cincuenta kilómetros de la frontera. Randolph jamás había oído que Warin penetrase tanto. La situación, así, dejaba de ser un mero problema fronterizo. Morgan tendría que ser informado antes de presidir la corte, por la mañana.
Randolph miró a través del salón. Advirtió un ligero movimiento detrás de los cortinajes por los que Morgan haría su entrada. Era la señal de que el duque se disponía a aparecer. Randolph asintió y vio que la cortina volvía a moverse. Comenzó a abrirse paso en esa dirección.
Morgan dejó que el pesado cortinaje de terciopelo colgara en su sitio, satisfecho de que Randolph hubiera visto la señal y viniera en camino. Detrás de él, Gwydion reñía con lord Hamilton una vez más, en voz baja pero penetrante. Morgan volvió la cabeza.
—¡Usted fue quien me pisó! —el diminuto trovador murmuraba furioso, señalando su elegante zapatilla en punta, que, del lado del pulgar, lucía la huella de un inconfundible pisotón. El atuendo había sido confeccionado en tonos de violeta intenso y rosa, y el polvo de la suela infortunada de Hamilton resaltaba como un faro sobre el fino cuero de ante de la zapatilla izquierda. El laúd de Gwydion pendía, a través de su pecho, de un cordón dorado y, sobre la negra cabellera tupida, caía graciosamente una boina con una borla blanca. Los ojos negros bailoteaban iracundos en rostro aceitunado.
—Lo siento —murmuró Hamilton, disponiéndose a limpiar de rodillas aquel polvo ofensivo, antes que discutir delante de Morgan.
—¡No me toque! —aulló Gwydion. Se apartó, retrocediendo un par de saltos, mientras se llevaba las manos al pecho en un gesto de disgusto y horror—. Tonto rematado, ¡sólo conseguirá estropearlo más!
Se inclinó para limpiarse el calzado, pero las largas puntas de las mangas violeta arrastraron el suelo y quedaron igualmente manchadas de polvo. Hamilton lo miró con ojos vengativos y sonrisa maliciosa, al ver que Gwydion descubría el nuevo estropicio. Entonces, advirtió que Morgan había presenciado toda la secuencia y se aclaró la garganta, a modo de disculpa.
—Lo siento, milord —musitó—. Realmente, no fue adrede…
Antes de que Morgan pudiese responder, las cortinas se abrieron ligeramente y apareció Randolph en el vestíbulo.
—Nada urgente de qué informar, excelencia —dijo en voz baja—. Se habla mucho de ese personaje, Warin, pero nada que no pueda esperar hasta mañana.
—Muy bien —asintió Morgan—. Gwydion, si Hamilton y tú no cesáis de pelear, tendré que intervenir.
—¡Milord! —Gwydion contuvo el aliento y se irguió cuan largo era, indignado—. No fui yo quien comenzó esta riña trivial. Este zángano…
—Excelencia, solicito que se me exima de… —comenzó Hamilton.
—¡Basta ya, ambos! No deseo escuchar una palabra más.
El mayordomo se irguió cuando vio que las cortinas se movían tras él, y en la sala se produjo un silencio sepulcral. El bastón de oficio reverberó tres veces contra el suelo de mármol y la voz del mayordomo clamó:
—¡Su Excelencia lord Alaric Anthoy Morgan, duque de Corwyn, señor de Coroth, Lord General de los Ejército Reales y Paladín del Rey!
Los músicos irrumpieron con una breve fanfarria y Morgan atravesó el cortinaje para detenerse en el rellano. Un murmullo de aprobación recorrió la congregación de huéspedes y todos se inclinaron respetuosamente. Entonces, mientras los músicos proseguían sus tonadas, Morgan agradeció la reverencia y se dirigió lentamente hacia su sitio en la mesa. Su séquito lo siguió ordenadamente.
Morgan vestía íntegramente de negro. Las inquietantes noticias que Duncan había traído de Rhemuth impusieron una nota solemne que lo disuadió por completo de la frivolidad temperamental de su maestre de guardarropa. Desechó la elección de lord Rathold, verde brillante, y escogió algo negro. Al diablo con lo que pensaran los demás.
Llevaba una túnica de seda negra, solemne y lisa, ceñida al cuerpo. Sobre ella, un suntuoso jubón de terciopelo negro, de cuello alto y ceñido, y amplias mangas sujetas al codo para mostrar la seda de la túnica que lucía debajo; los calzones negros de seda desaparecían dentro de unas botas cortas, del cuero más negro y más terso.
Y, sobre este atuendo, las pocas joyas que Morgan se permitía lucir en un estado de ánimo tan sombrío: en la mano derecha, el sello del Grifo, cuya incrustación en esmeralda resplandecía sobre el fondo de ónix; en la izquierda, el anillo de paladín de Kelson, con el león dorado de Gwynedd engastado sobre un fondo de azabache y oro destellante. Y, sobre la cabeza, la diadema ducal de Corwyn, de oro batido y siete delicadas puntas, para coronar la cabellera dorada del lord deryni de Corwyn.
Parecía desarmado, mientras se dirigía hacia la cabecera de la mesa, pues el amo de Corwyn no necesitaba llevar armas entre sus invitados. Pero, bajo el rico atuendo de Morgan, descansaban la sutil cota de malla que protegía los órganos vitales y el delgado estilete en su gastada vaina de cuero. Y, sobre todo ello, el manto de sus poderes deryni lo recubría como una capa invisible, adondequiera que fuese.
Debía hacer las veces de anfitrión gentil y soportar el tedio de una cena oficial, mientras por dentro ardía de impaciencia y se preguntaba qué le habría sucedido a Duncan.
Cuando, por fin, Duncan llegó a Coroth, era noche avanzada. Faltando tres kilómetros para llegar, el caballo quedó cojo y él se vio obligado a recorrer a pie el trayecto restante. Debió controlar el poderosísimo impulso de forzar a la bestia a proseguir a paso normal pese al dolor, pero había sabido controlar su urgencia. Por mucha ventaja que le representase, nunca valdría el precio de estropear uno de los mejores caballos de Alaric. Además, no era propio de Duncan torturar adrede a ningún ser viviente.
Así, cuando ambos llegaron por fin al patio, él por delante y el caballo resollante a la zaga, no encontraron a nadie que los recibiera. Los guardias de la puerta los habían dejado pasar sin preguntas, ya que estaban avisados de su retorno, pero no hubo uno solo que le recibiera la cabalgadura. Por invitación del duque, los escuderos y pajes que normalmente habrían custodiado el establo se encontraban en la parte trasera del castillo para escuchar cantar a Gwydion. Duncan logró encontrar a alguien que se ocupara del animal, y luego atravesó el patio principal para entrar en el amplio salón.
No tardó en saber que la cena había concluido. Al pasar por entre los sirvientes que se apiñaban en los rellanos, vio que el entretenimiento alcanzaba su culminación. Sentado en el segundo escalón de una tarima dispuesta en el extremo distante del salón, Gwydion rasgaba el laúd que acunaba entre los brazos. Duncan se detuvo a escucharlo. El trovador parecía merecer la reputación que se había forjado en los Once Reinos.
Era una melodía lenta y mesurada, nacida en las tierras altas de Carthmoor, donde Gwydion había pasado su juventud. Abundaba en ritmos y modulaciones en los tonos menores que caracterizaban las baladas de las regiones montañosas.
La voz límpida y atenorada de Gwydion flotaba sobre el salón silencioso y tejía el amargo romance de Mathurin y Derverguille, los legendarios amantes que murieran en el Interregno, a manos del cruel lord Gerent. Mientras el juglar entonaba su canción, ni un alma osaba respirar.
¿Cómo cantar a la pura luna llena? ¿Cómo cantar a los niños por venir? ¿Podrá vivir mi corazón con tanta pena? Ha muerto mi noble lord Mathurin.
Duncan recorrió el salón con la vista y vio a Morgan en su sitio, a la izquierda del tablado donde cantaba Gwydion. A la izquierda de Morgan, lord Robert estaba escoltado por dos bellas mujeres que miraban al duque con ojos enamorados, mientras el juglar ejecutaba su música. Pero, a la derecha de Morgan, cerca de donde estaba Duncan, había un sitio vacío. Pensó que podría llegar hasta allí sin causar mucho alboroto.
Pero antes de que pudiera siquiera moverse en esa dirección, Morgan lo vio y lo detuvo con un gesto de cabeza. Se puso de pie, en silencio, y fue hasta un lado del recinto.
—¿Qué sucedió? —murmuró, llevando a Duncan detrás de unos pilares. Miró a su alrededor para cerciorarse de que no los escucharan.
—El encuentro con el obispo Tolliver marchó bastante bien —musitó Duncan—. No le entusiasmó demasiado la idea, pero aceptó demorar su respuesta a Loris y Corrigan hasta que pudiera evaluar la situación. Cuando se haya pronunciado, nos lo hará saber.
—Bueno, supongo que es mejor que nada. ¿Cuál fue su reacción general? ¿Crees que estará de nuestra parte?
Duncan se encogió de hombros.
—Conoces a Tolliver. Es melindroso con todo lo que se refiere a la cuestión deryni, pero, para el caso, todos lo son. Por ahora, parece estar con nosotros. Pero hay otra cosa…
—¿Cuál?
—Bueno… creo que… mejor no hablamos de eso aquí" —objetó Duncan, paseando la mirada en derredor—. Tuve una visita cuando venía para aquí…
—¿Visi…? —Morgan abrió los ojos—. ¿Como las mías?
Duncan asintió, con aire serio.
—¿Te parece que te espere en la sala de la torre?
—En cuanto pueda escapar de aquí… —prometió Morgan.
Mientras Duncan se dirigía a la puerta, Morgan respiró hondo, recuperó la compostura y fue lentamente hasta su silla. Se preguntó cuánto más tendría que sufrir hasta poder excusarse cortésmente.
En la sala de la torre, Duncan paseaba frente a la chimenea. Se retorcía los dedos de las manos e. intentaba serenar sus nervios desquiciados.
Estaba mucho más preocupado de lo que había supuesto. En ese momento se daba cuenta. En realidad, al entrar en el recinto, minutos atrás, había experimentado violentos estremecimientos al recordar la aparición que se le presentara en el camino, casi como si un viento helado hubiera soplado sobre su nuca.
El espasmo pasó, y una vez despojado del manto húmedo, se hincó sobre el reclinatorio, frente al diminuto altar. Intentó orar. Pero, por primera vez, no dio resultado. No podía obligarse a pensar en las palabras que buscaba repetir y, al cabo de un instante, renunció.
Pero pasear tampoco lo ayudaba. Se detuvo ante la chimenea, tendió una mano y vio que temblaba. Era una reacción retardada ante la conmoción anterior.
¿Por qué?
Se contuvo severamente, fue hasta el escritorio de Alaric y se sirvió una copa del fuerte vino tinto que había en un botellón de cristal, que Alaric conservaba para emergencias como ésa. Vació la copa, se sirvió otra y la llevó hasta el diván cubierto de piel que había contra la pared de la izquierda. Se desabrochó la sotana hasta la cintura, se aflojó el cuello y echó la cabeza hacia atrás, para suavizar la tensión. Entonces, se reclinó en el diván, con la copa de vino en la mano. Allí tendido, mientras daba pequeños sorbos y trataba de examinar la situación, pudo distenderse, por fin. Cuando la puerta con el Grifo se abrió y entró Alaric, ya se sentía mucho mejor. Casi ni tenía deseos de hablar o de incorporarse.
—¿Estás bien? —preguntó Morgan. Fue hasta el diván y se sentó al lado de su primo.
—Ahora creo que podré sobrevivir —replicó Duncan con voz pastosa—. Hasta hace un rato, no habría estado tan seguro. El asunto me perturbó.
Morgan asintió.
—Te comprendo, pues sé cómo se siente uno. ¿Quieres hablar de ello?
Duncan suspiró profundamente.
—Estaba allí. Yo iba cabalgando, rodeé una curva, a cinco kilómetros de aquí, y allí lo vi, de pie, en medio del camino. Vestía un hábito gris de sacerdote, sostenía un báculo en la mano, y… bueno… su rostro era casi idéntico al de los retratos que hemos visto en los antiguos breviarios y en los libros de historia.
—¿Te habló?
—¡Claro! —asintió Duncan, calurosamente—, como tú y yo hablamos en este momento. Y no sólo eso, sino que sabe quién soy. Me llamó por mi nombre materno: Duncan de Corwyn.
Cuando me opuse y le dije que mi nombre era McLain, me dijo que también era Corwyn. «Por parte de mi bendita madre», creo que fueron sus palabras.
—Continúa —le apremió Morgan. Se puso de pie para servirse una copa de vino.
—Ah… luego dijo que se acercaba el momento de que sufriera una dura prueba y que me vería obligado a escoger entre aceptar mis poderes y comenzar a usarlos ante los ojos de los demás, o abandonarlos. Cuando me opuse y argumenté que era sacerdote y que, como tal, se me prohibía el empleo de poderes mágicos, me preguntó si realmente me consideraba un clérigo. Sabía lo de la suspensión, y… sabía lo que habíamos conversado horas antes. ¿Recuerdas cuando te dije que la suspensión no me importaba tanto y que cuanto más usaba mis poderes menos importantes parecían mis votos? Alaric, nunca he dicho eso a ninguna otra persona y sé que tú no se lo contaste a nadie. ¿Cómo puede ser que lo haya sabido?
—¿Conocía nuestra conversación de esta tarde? —preguntó Morgan, atónito.
—Casi verbalmente. Y tampoco me indagó con sus poderes deryni. Alaric, ¿qué puedo hacer?
—No lo sé —dijo Morgan, lentamente—. No sé bien qué pensar. Conmigo nunca habló tanto —se restregó los ojos y pensó durante un minuto—. Dime, ¿crees que era humano? ¿O fue sólo una aparición, un fenómeno visual?
—Estaba allí, de carne y hueso —afirmó Duncan categóricamente—. Posó su mano en las riendas para evitar que el caballo lo pisara. —Frunció el ceño—. Y, sin embargo, no dejó huellas de pisadas. Cuando desapareció, aún quedaba suficiente luz para ver mis propias huellas. Pero de él no había señal.
Duncan se incorporó sobre un codo.
—En realidad, no sé, Alaric. Tal vez no haya estado allí en absoluto. Quizá lo imaginé todo.
Morgan meneó la cabeza y se puso de pie abruptamente.
—No, tú viste algo. No me atrevo a suponer qué puede haber sido en estos momentos, pero creo que no fue mera imaginación —se miró a los pies un instante y, luego, levantó la vista—. ¿Por qué no lo consultas con la almohada? Si quieres, puedes quedarte aquí, parecías muy cómodo cuando entré.
—Aunque quisiera, no podría moverme —sonrió Duncan—. Te veré por la mañana.
Miró a Morgan hasta que éste desapareció por la puerta del Grifo; llevó la mano hasta el suelo y dejó la copa al lado del diván.
Había visto a alguien en el camino hacia el castillo de Coroth. Se volvió a preguntar quién podría haber sido.
Y por qué.
Capítulo V
¿Quién es ésta que se muestra como el alba, hermosa como la Luna, esclarecida como el Sol, imponente como ejército en orden?
Cantar de los Cantares, 6:10
Mientras las campanas de las catedrales anunciaban Sexta en Coroth, Morgan contuvo un bostezo y se revolvió ligeramente en la silla, tratando de no dejar ver su hastío. Estaba revisando pergaminos de sentencias, que había dictado el día anterior, y lord Robert trabajaba laboriosamente en unas cuentas al otro lado de la mesa.
Lord Robert siempre trabajaba de un modo laborioso, se dijo Morgan. Y probablemente fuese algo bueno, pues alguien tenía que hacer las tareas más abominables. A Robert no parecía importunarle tener que escudriñar oscuros registros, durante horas, en un momento en que las cosas parecían amenazar con derrumbarse a su alrededor. Claro, era su trabajo.
Morgan suspiró y trató de obligarse a volver al suyo. Como duque de Corwyn, uno de sus primeros deberes oficiales, cuando estaba en sus tierras, era escuchar las demandas de la corte local, una vez por semana, y pronunciar sentencia. Por lo general, la labor le agradaba, pues le permitía mantenerse en contacto con lo que sucedía en su ducado y conocer las causas que afligían a sus subditos.
Pero durante las semanas pasadas había estado inquieto. La inactividad forzada que le imponían sus dos meses de residencia en Coroth, sin otra cosa que hacer más que atender asuntos administrativos, lo hacía añorar un poco de acción. Y nada había podido suprimir su ansiedad; ni siquiera las prácticas diarias con espada y lanza o las ocasionales expediciones de caza en la campiña.
Cuando, la próxima semana, saliese para Culdi, se sentiría mejor. La honesta fatiga de cuatro días de viaje a caballo sería bien acogida tras la vida rutilante, pero estéril, que había llevado durante los dos meses pasados. Y sería muy agradable ver otra vez a sus viejos amigos. Al joven rey, en primer lugar. Ya entonces deseaba Morgan estar a su lado, para protegerlo y tranquilizarlo en vísperas de la nueva crisis, que empeoraba día tras día. Kelson era casi como un hijo para él. Imaginaba muy bien la suerte de tribulaciones que debía estar acosando al joven.
A regañadientes, Morgan volvió la atención a la correspondencia que tenía ante los ojos y garabateó su firma al pie de la primera hoja. Parte de su problema, esa mañana, era que los casos parecían triviales frente a los verdaderos asuntos que, como él sabía, estaban desarrollándose. El escrito que acababa de firmar, por ejemplo, imponía un pequeño gravamen sobre un tal Harold Martham, por dejar que sus bestias pacieran en las tierras de un tercero. Recordó que el hombre había estado muy afligido durante el juicio, aun cuando no cabían dudas de que era culpa suya.
Está bien, amigo Harold, pensó Morgan, si piensas que ahora tienes problemas, espera a que Loris y Corrigan impongan el Interdicto. Todavía no sabes lo que son los problemas.
El Interdicto comenzaba ya a presentarse como un acontecimiento muy probable. El día anterior, por la mañana, tras despedir a los invitados, había pedido a Duncan que volviese a encontrarse con Tolliver, para ver qué habían dicho los mensajeros al entregar la carta de los arzobispos, la noche previa. Horas más tarde, Duncan había vuelto, con cara larga y mente afligida. A diferencia de la tarde anterior, ese día, el obispo se había mostrado reticente en lugar de amigable. Aparentemente, los mensajeros lo habían amedrentado. En todo caso, Duncan no había podido descubrir nada.
Morgan dejó el escrito sobre una pila con papeles terminados y, en ese momento, se oyó un breve golpe en la puerta, seguido por la entrada de Gwydion, con el laúd colgado a la espalda. El diminuto juglar vestía un sencillo traje de hilado casero marrón y traía el rostro surcado por el polvo y el sudor. Muy serio, avanzó por el suelo lustrado, hasta la silla de Morgan, y se inclinó.
—Excelencia, ¿podría cambiar una palabra con vos? —miró a Robert—. ¿A solas?
Morgan se reclinó en la silla y dejó la pluma a un lado. Examinó atentamente a Gwydion. El bufón grandilocuente que solía ser Gwydion ante el público había dejado paso a un hombre decidido y de labios finos. En sus ojos negros, en su porte, había algo que a Morgan no le hizo vacilar; por alguna razón, Gwydion estaba seriamente afligido. Miró a Robert y le hizo señas de que se marchara, pero el canciller frunció el ceño y no se movió.
—Milord, debo protestar. No sé qué pueda traerlo hasta aquí, pero estoy seguro de que podrá esperar. Sólo me faltan un par de rollos y, después de eso…
—Lo siento, Robert —replicó Morgan, mirando nuevamente a Gwydion—. Yo debo ser quien juzgue lo que puede esperar o no. Regresa no bien terminemos.
Robert no dijo nada, pero apartó la silla con exasperación y comenzó enseguida a ordenar sus papeles. Gwydion lo observó marcharse y cerrar la puerta y, después, fue hacia la ventana y se dejó caer sobre una banqueta mullida.
—Os lo agradezco, excelencia. No muchos nobles se habrían tomado la molestia de conceder su tiempo a un mero fabulador de relatos.
—Creo que hoy tienes más que fábulas, Gwydion —le animó Morgan, serenamente—. ¿Qué querías decirme?
Gwydion tomó ei laúd y comenzó a afinarlo, mientras su mirada se perdía a través de la ventana.
—Esta mañana fui a la ciudad, milord —empezó, pulsando las cuerdas y jugueteando con las clavijas—. He estado recogiendo canciones que, pensé, pudiesen agradar a los oídos de Su Excelencia; pero, ahora que las he encontrado, temo que no sean de vuestro gusto. ¿Querríais escuchar alguna?
Se volvió y miró a Morgan de frente, con los ojos cargados de expectación. Morgan asintió, lentamente.
—Muy bien. He pensado que esta canción sería especialmente de interés, milord, pues se refiere a los deryni. No puedo responder de la música ni de la letra, ya que no son de mí cosecha, pero sí logran transmitir bien el sentir popular.
Interpretó unos compases introductorios y se lanzó a entonar una vivida y animada melodía con reminiscencias a tonada infantil:
Oye, tú, dímelo:
¿por qué los deryni son cada vez menos?
Oye, tú, dímelo:
¿por qué el Grifo no concilia el sueño?
Los deryni son tan pocos porque muchos mueren;
¡cuidado, Grifo, no sea que pierdas tu cabeza verde!
Oye, tú, me lo has dicho bien;
pregunta, que te responderé.
Gwydion terminó el poema y Morgan se reclinó en la silla y juntó las manos por la yema de los dedos, los ojos oscuros y ensimismados. Permaneció así un momento, mientras escrutaba al juglar con la mirada, y, luego, habló con voz grave:
—¿Hay más de esto?
El trovador se encogió de hombros.
—Hay otras canciones, señor, otras versiones. Pero la letra es de calidad inferior y me temo que todas exhiben el mismo humor virulento. Tal vez os interese la Balada del duque Cirala.
—¿El duque Cirala?
—Sí, milord. Aparentemente, es un villano sin remedio: perverso, blasfemo, herético; un mentiroso que engaña a sus subditos. Afortunadamente, la canción depara ciertas esperanzas para el pueblo oprimido. Tal vez deba mencionar que el nombre Cirala resulta muy familiar si uno lo lee al revés: C-I-R-A-L-A es A-L-A-R-I-C. De todas formas, la letra es algo mejor que la anterior.
Nuevamente, rasgueó unos compases introductorios y, esta vez, creó el clima de una tonada lenta y tranquila, casi como un himno:
El duque Cirala ha pecado ante el Altísimo. Los siervos del Señor acabarán con su Grifo. Su áureo brillo a los hombres incautos engaña; pero lord Warín conoce la infamia de Cirala.
Hombres de Corwyn, combatid su pérfida maldad si el hereje no muere, el condado pagará. Si el candido lo sigue, al infierno ha de caer; de falsa fe se alimenta el ruin Lucifer.
Llega el Día del Juicio; y de Cirala, el fin. Alzaos, siervos de Dios, ya no temáis al vil. Dios ha otorgado al sabio Warin noble destino: ayudaos a aplastar las garras del Grifo.
—¡Hum! —gruñó Morgan con desprecio, cuando el trovador terminó—. ¿Dónde diablos conseguiste ésta, Gwydion?
—En una taberna, milord —replicó el juglar, con una sonrisa desolada—. Y la primera me la enseñó un trovador callejero de mala muerte, cerca del Portal de San Matías. ¿Le agrada a mi señor lo que os he traído?
—No me agrada el contenido, pero sí que me hayas venido a ver. ¿Crees que esto será muy frecuente en la ciudad?
Gwydion posó suavemente su laúd sobre el asiento mullido que tenía a su lado y se reclinó contra la ventana, con las manos detrás de la cabeza.
—Es difícil decirlo, señor. Yo salí sólo por unas horas, pero hay muchas versiones de ambas tonadas y, probablemente, otras que no llegué a escuchar. Si mi señor escucha el consejo de un trovador de cuentos, debería combatir este mal con otras canciones. ¿Deseáis que intente componer algo valioso?
—No sé si será lo más sabio en este momento —repuso Morgan—. ¿Qué opinas si…?
Se oyó un discreto golpe en la puerta. Morgan levantó la vista, irritado.
—Pasa.
Robert abrió la puerta y entró, con la desaprobación más notoria en el rostro.
—Excelencia, lord Rather de Corbie se encuentra aquí para verle.
—Ah, que pase.
Robert se hizo a un lado e irrumpió, en doble fila, un contingente de hombres, vestidos con la librea verde mar del Hort de Orsal. Detrás de ellos, venía el temible Rather de Corbie, embajador extraordinario del Hort de Orsal. Morgan se puso de pie en su sitio y sonrió mientras la doble fila se abría, para alinearse ante él, y Rather se detenía en una reverencia.
—Duque Alaric —tronó el hombre, con una voz que no parecía corresponder a su metro cincuenta de estatura—. Su Majestad Hórtica os envía sus felicitaciones y saludos. Confía en que estéis bien.
—Sí, lo estoy, Rather —dijo Morgan, y estrechó la mano del hombre, con entusiasmo—. ¿Y cómo se encuentra el viejo lobo de mar?
Rather lanzó una risotada.
—La familia de Orsal acaba de ser bendecida con otro heredero y el mismo Orsal espera que pronto podáis acudir a conocerlo.
Miró a Gwydion y a Robert y prosiguió:
—Hay ciertos asuntos de derechos de navegación y defensa que Su Majestad quisiera analizar con vos, y espera que llevéis a vuestros asesores militares. La primavera se acerca, como ya sabréis.
Morgan asintió, reflexivo. El Hort de Orsal y él mismo controlaban el pasaje fluvial por los Ríos Gemelos hasta el mar, una ruta de extrema ventaja estratégica si Wencit de Torenth decidía invadir por la costa. Y, como Morgan partiría con su ejército en unas semanas, debía hacer arreglos con el Orsal para proteger el acceso a Corwyn durante su ausencia.
—¿Cuándo desea él que vaya, Rather? —le preguntó Morgan, sabiendo que la petición del Orsal era imperiosa, pero consciente de que no podría zarpar antes de la mañana siguiente por el contacto que debía tener con Derry esa noche.
—¿Hoy, conmigo? —preguntó Rather con cautela, observando la reacción de Morgan.
Morgan negó con la cabeza.
—¿Qué tal mañana por la mañana? —propuso en cambio. Hizo señas a Gwydion y a Robert de que se marcharan—. El Rhafallia está en el puerto. Puedo zarpar con la marea y llegar allí a Tercia. Eso nos dejaría el resto de la mañana y la tarde entera antes de que deba regresar. ¿Qué te parece?
Rather se encogió de hombros.
—Por mí está bien, Alaric. Vos lo sabéis. Sólo llevo y traigo mensajes. Que al Orsal le guste o no ya es otro asunto que sólo depende de él.
—Bien, entonces —repuso Morgan. Le dio una palmada a Rather en el hombro, en un gesto amigable—. ¿Por qué no coméis algo tú y tus hombres antes de partir? Mi primo Duncan está de visita y quisiera que lo conocieses.
Rather hizo una corta reverencia.
—Acepto con gusto. Y debéis prometer que me contaréis las novedades que tengáis del joven rey. El Orsal sigue dolido por haber tenido que perderse el duelo de la coronación, ya sabéis.
Esa tarde, concluidos los agasajos con Rather de Corbie y después de que el viejo guerrero zarpara hacia su tierra de origen, Morgan se encontró una vez más prisionero de lord Robert. El canciller había decidido que el duque terminase de ver los preparativos de la dote de Bronwyn, de modo que se recluyó con Morgan en la solana con los documentos en cuestión. Duncan había salido una hora antes al pabellón del armero a averiguar en qué estado se encontraba una nueva espada que había mandado hacer, y Gwydion se encontraba en la ciudad, en busca de más canciones de protesta.
Mientras la voz de Robert no cesaba de pronunciar cifras monótonas, Morgan trataba de obligarse a prestar atención. Se recordó, por vigésima vez en la semana, que era una parte tediosa pero necesaria de su gobierno y la reflexión le hizo tanto bien como las diecinueve veces anteriores. Habría preferido hacer cualquier otra cosa en ese momento.
—«Estado de cuentas de la finca de Corwode —leyó Robert—. Dicen que Corwode supo estar en manos del rey. Y que Su Majestad Brion, padre del monarca actual, otorgó la mencionada finca a lord Kenneth Morgan y a sus herederos. Y es custodiada para el rey por medio de tres hombres armados en épocas de guerra.»
En el preciso momento en que Robert tomó aire para comenzar el párrafo siguiente, la puerta de la solana se abrió y asomó Duncan, respirando pesadamente. Con las piernas desnudas, una túnica húmeda de hilo y botas livianas por todo atuendo, era evidente que había estado probando el equilibrio de su nueva arma con el espadero. Se había echado una áspera toalla gris sobre los hombros y, con uno de los extremos, se frotaba el rostro al cruzar la habitación. En la mano izquierda, llevaba un pergamino plegado y sellado.
—Esto acaba de llegar por el correo —sonrió y arrojó el pergamino sobre la mesa—. Creo que es de Bronwyn.
Se encaramó sobre el borde de la mesa y saludó a Robert con un gesto, pero el canciller dejó la pluma a un lado con un suspiro y se reclinó con expresión sumamente ofuscada. Morgan escogió ignorar la reacción y rompió el sello, que se dividió en una lluvia de fragmentos de lacre. Sus ojos se encendieron de regocijo al recorrer las primeras líneas. Se reclinó en la silla y sonrió.
—Tu ilustre hermano tiene, sin duda, un don especial para tratar a las mujeres, Duncan —comentó el duque—. Escucha esto, es típico de Bronwyn:
Mi queridísimo hermano Alaric:
Me cuesta creer que esté sucediendo por fin, pero, en unos días más, seré lady Bronwyn McLam, condesa de Kiemey, futura duquesa de Cassan y, lo más importante de todo, esposa de mí amado Kevin. Apenas parece posible, pero el amor que siempre hemos compartido se toma más poderoso a cada hora que pasa.
Levantó la vista para mirar a Duncan y enarcó una ceja indulgente. Duncan sacudió la cabeza y sonrió.
Ésta probablemente sea mi última carta antes de que te vea en Culdi, pero el duqueJared me urge a que sea breve. Él y lady Margaret nos han inundado de presentes, y asegura el duque que el de hoy será particularmente impactante. Kevin te envía su amor y se pregunta si has podido arreglar la presencia del trovador Gwydion para que actúe en nuestro banquete de bodas. Kevin quedó tan impresionado cuando lo oyó cantar en Valoret el invierno pasado que también yo muero por oírlo.
Da mi amor a Duncan, a Derry y a lord Robert, y diles que ansio verlos pronto en mi boda. Y apresúrate a compartir el día más feliz de tu afectuosa hermana, Bronwyn.
Duncan se enjugó el rostro sudoroso y volvió a sonreír. Tomó la carta y paseó la vista por las líneas.
—Seré sincero: jamás creí que vería a Kevin tan domesticado. Con treinta y tres años y todavía soltero, comenzaba a pensar que el sacerdocio debería haber sido para él y no para mí.
—Bueno, en realidad, no ha sido culpa de Bronwyn —rió Morgan—. Creo que ella decidió a los diez años que él sería el único hombre de su vida. Sólo una disposición de nuestra madre los ha mantenido separados tanto tiempo. Los McLain serán obstinados, pero no pueden comparase a la pertinacia de una doncella medio deryni decidida a obtener lo que quiere.
Duncan se rió con desdén y se encaminó hacia la puerta.
—Creo que volveré donde el espadero. ¡Cualquier cosa es preferible antes que discutir con un hombre que cree que su hermana es perfecta!
Con una risilla contenida, Morgan se reclinó en la silla y puso las botas sobre una banqueta de cuero. Su espíritu había vuelto a la dicha.
—Robert —dijo, mirando hacia la ventana con una sonrisa distraída—. Recuérdame que avise a Gwydion que por la mañana deberá marchar a Culdi, ¿quieres?
—Sí, milord.
—Y volvamos a esas cuentas, haz el favor. Robert, realmente, estos días estás muy haragán.
—¿Yo, excelencia? —murmuró Robert, levantando la vista de la nota que acababa de escribir.
—Sí, sí, acabemos con esto. Si nos apresuramos, creo que podremos terminar con este maldito asunto cuando caiga el sol, para que pueda enviarlas con Gwydion por la mañana. No recuerdo otro momento en que me haya sentido tan aburrido.
Sin embargo, lady Bronwyn de Morgan estaba lejos de saber lo que era el tedio. En ese momento, ella y su futura suegra, la duquesa Margaret, escogían los vestidos que Bronwyn llevaría a Culdi por la mañana para los festejos de la boda. El ornamentado atuendo que luciría durante los esponsales estaba prolijamente extendido con todo cuidado sobre la cama para ser empaquetado. La falda ondulante y las mangas destellaban con lentejuelas plateadas y rubíes de reflejos rosados.
Sobre el lecho descansaban otros brillantes vestidos. Y en el suelo había dos baúles de cuero, uno de los cuales, casi completo, pronto sería cerrado. Dos doncellas se afanaban con los últimos detalles del baúl antes de comenzar con el segundo, pero Bronwyn no cesaba de encontrar más artículos que añadir, lo cual obligaba a las criadas a deshacer la mitad del equipaje.
Para ser marzo, el día era extrañamente cálido. Aunque había llovido copiosamente durante la noche, la mañana había amanecido con un glorioso firmamento tachonado de luz limón. A mediados de la tarde, el suelo ya casi se había secado. La pálida luz del sol irrumpía en la recámara a través de las puertas abiertas del balcón. Y cerca de esas puertas, tres damas de compañía cosían laboriosamente el ajuar de Bronwyn. Sus ágiles dedos se movían veloces sobre las delicadas sedas y satenes. Dos de ellas trabajaban en el delicado velo de gasa, que su ama luciría durante la boda, y aplicaban sutiles encajes sobre los bordes, con manos firmes. La tercera bordaba la nueva divisa de los McLain, en hilos de oro, sobre un par de suaves guantes de cuero que Bronwyn llevaría.
Detrás de las criadas, cerca del fuego, dos jóvenes doncellas descansaban sobre cojines de terciopelo. La mayor de las dos percutía y rasgueaba un laúd. Mientras acariciaba las cuerdas y canturreaba un acompañamiento, su joven compañera seguía el ritmo con un pandero y entonaba el contrapunto en una voz más grave. Un gato gordo y anaranjado dormitaba pacíficamente a sus pies. De vez en cuando, la cola se movía apenas, para indicar que vivía.
Las novias suelen ser tradicionalmente hermosas, especialmente cuando son hijas de la nobleza. Y Bronwyn de Morgan no era una excepción. Pero, entre todas las damas que había esa tarde en el salón, inclusive la desposada, habría sido difícil encontrar una dama de estirpe o porte más noble que lady Margaret McLain.
Lady Margaret era la tercera esposa del duque Jared, la tercera mujer de ese noble dos veces viudo que creyó no poder amar otra vez, tras el fallecimiento de su segunda esposa, Vera, madre de Duncan. Apenas había conocido a su primera mujer, la duquesa Elaine, quien vivió tan sólo un día, después de dar a luz a Kevin, el primer hijo de Jared. Pero su boda con lady Vera, tres años después, fue un acontecimiento feliz y duradero: veintiséis años de dicha en una época en que los matrimonios de la nobleza raramente eran más que uniones por conveniencia y casi nunca estaban tocados por la fortuna del amor romántico.
El matrimonio había traído más hijos: primero, Duncan; luego, una hija que murió en la temprana infancia y, más tarde, Alaric y Bronwyn Morgan, cuando al morir su primo Kenneth, padre de los niños, su tutela pasó a manos de Jared.
Entonces, un día, cuatro años atrás, todo terminó. Lady Vera contrajo una extraña enfermedad consuntiva que fue extinguiendo su vitalidad y la dejó inválida. Ni siquiera sus poderes —pues era hermana de la madre de Morgan, y deryni de pura estirpe— pudieron impedir que su vida se fuera apagando lentamente.
Luego llegó lady Margaret. No era una mujer de gran belleza; había quedado viuda a los cuarenta años y no tenía hijos, por lo cual jamás daría a Jared otro heredero; mas por su bella y tierna alma podía darle al duque lo que éste más ansiaba. Lady Margaret McLain le había enseñado a Jared a amar nuevamente.
Ésta era la misma dama que iba y venía con los preparativos de la boda de Bronwyn como si fuese la de su propia hija. Vigilaba a las damas de compañía y supervisaba las actividades con el celo de una madre. Como Duncan había elegido el celibato, sólo Kevin y su esposa perpetuarían el linaje de los McLain. No habría más hijas McLain, nacidas o casadas en la familia, hasta que Bronwyn tuviese descendencia. Así, los preparativos para la boda tendrían que ser muy minuciosos.
Margaret miró a Bronwyn de soslayo y sonrió. Se dirigió a un cofre de madera tallada y lo abrió con una llave que pendía de una cadenita en su cintura. Comenzó a hurgar entre los cajoncillos, mientras Bronwyn tomaba una falda bordada de joyas, de tenue seda rosada, y la sostenía ante su cuerpo. Caminó pensativamente hasta un espejo que había en un rincón de la habitación.
Bronwyn de Morgan era una mujer hermosa. Alta y esbelta, el espeso cabello rubio caía resplandeciente sobre la espalda. Personificaba las mejores cualidades de lady Alyce, su madre deryni. En su rostro oval brillaban dos enormes ojos celestes, que, cuando el tiempo cambiaba, adquirían un matiz grisáceo. El atuendo rosado, que sostenía ante su cuerpo, acentuaba la tez blanca y perfecta y el sonrojo virginal de labios y mejillas.
Estudió cuidadosamente su imagen por un momento y ponderó el efecto que el traje produciría. Asintió con aprobación y dejó la falda sobre la cama, al lado del vestido nupcial.
—Me agrada ésta para el baile que daremos la noche de nuestra llegada a Culdi, ¿qué opina, lady Margaret? —preguntó, alisando los pliegues de la tela y buscando a Margaret con la mirada—. Kevin ya la ha visto antes, pero no tiene importancia.
Margaret tomó una caja, forrada de terciopelo color oro, de uno de los anaqueles del mueble y la llevó consigo en dirección a Bronwyn. Era de veinte centímetros por veinte, y del alto de una mano. La tendió a Bronwyn con una sonrisa tierna.
—Aquí hay algo que Kevin también ya ha visto antes, querida —dijo en voz baja, mientras escrutaba la reacción de la joven. Bronwyn abrió la caja—. Ha pertenecido a la familia McLain durante muchos años. Me agrada pensar que trae fortuna a las mujeres que lo usan.
Bronwyn levantó la tapa y contuvo el aliento, maravillada. Una alta tiara, cargada de diamantes, reflejaba su brillo cegador contra un lecho de terciopelo negro. Una lluvia de fuego centelleante iluminó el sencillo vestido azul de la joven.
—¡Es espléndida! —murmuró Bronwyn, mientras posaba delicadamente el estuche sobre la cama para extraer la tiara—. Es la corona nupcial de los McLain, ¿verdad?
Margaret asintió.
—¿Por qué no te la pruebas? Quiero ver cómo te quedará con el velo. Martha, tráelo, ¿quieres?
Mientras lady Martha y su compañera traían el velo, Bronwyn fue hasta el espejo una vez más y observó el brillo de la tiara que sostenía en las manos. Margaret y Martha desplegaron el velo inconcluso sobre el cabello dorado de Bronwyn y lo acomodaron hasta que cayó graciosamente. Entonces, Margaret tomó la tiara y la posó suavemente sobre el velo.
Lady Martha le tendió un espejo de mano para que pudiera verse la parte trasera y, cuando Bronwyn se giró para contemplarse, se quedó atónita al ver a dos hombres de pie ante la puerta. Uno de ellos era su futuro suegro, el duque Jared. El otro le era vagamente familiar.
—Estás absolutamente encantadora, querida —dijo Jared, mientras iba hacia ella con una sonrisa—. Si yo hubiese sido Kevin, te habría raptado años atrás y ¡al diablo con la voluntad de tu madre!
Bronwyn bajó los ojos, pudorosa, y, luego, corrió hasta Jared para rodearlo afectuosamente con los brazos.
—Lord Jared, sois el hombre más maravilloso del mundo entero. ¡Después de Kevin, por supuesto!
—Ah, sí, por supuesto —replicó Jared; la besó en la frente y la apartó cuidadosamente para no estropear el velo—. Debo decir, querida, que eres una adorable McLain. Esta tiara sólo adorna la cabeza de las mujeres más nobles de los Once Reinos, como sabrás —se fue hasta Margaret y le besó la mano cálidamente. La duquesa se ruborizó.
Jared había dedicado la mañana a dictar sentencia en la corte. Como sucedía con casi todos los nobles de su alcurnia, no todo su tiempo le era propio y debía destinar gran parte de las horas del día a cumplir con los deberes oficiales que le imponía su título. Esa tarde, venía directamente de una sesión de la corte ducal y todavía lucía la diadema de oficio y el manto de terciopelo marrón con el tartán de los McLain sobre el hombro. A la izquierda, el paño de tela estaba asegurado por un broche de plata, esmaltado con la imagen del león durmiente de los McLain. A través de sus hombros viriles, colgaba una gruesa cadena ducal de plata, de eslabones grandes como la mano de un hombre. Sus ojos azules eran sorprendentemente tiernos y serenos en un rostro de líneas firmes.
Se apartó un mechón de cabello grisáceo y señaló al otro hombre que lo acompañaba, quien se había quedado parado en la puerta.
—Rímmell, ven aquí. Quiero que conozcas a mí futura nuera.
Rimmell se inclinó y fue hasta su señor.
El rasgo más sobresaliente de Rimmell, a primera vista, era su cabello blanco como la nieve. No era un hombre mayor, pues apenas llegaba a los veintiocho. Y tampoco era albino. En realidad, su cabello había sido castaño, igual que tantos otros, hasta los diez años; pero en una cálida noche estival, de pronto e inexplicablemente, mudó de color mientras dormía y permaneció blanco desde entonces.
Su madre siempre le había echado la culpa a la «bruja deryni» que vivía en las afueras del pueblo. Y el sacerdote de la aldea había jurado que el niño estaba poseído, por lo cual intentó incluso exorcizar los espíritus malignos. Pero, fuese cual hubiere sido la razón y por mucho que buscaron hacer para reparar el cabello de Rimmell, siguió siendo blanco. Y esto, sumado a sus ojos de un azul sorprendente, lo rescataba del anonimato al que lo habrían condenado sus rasgos corrientes y su estampa algo encorvada.
Llevaba una túnica gris y botas de caña alta, un manto de terciopelo gris, con el león durmiente de Jared, y una bolsa gris de cuero ajado con el equipo, que le colgaba del pecho por medio de una larga tira de cuero. Bajo el brazo, sostenía varios largos rollos de pergamino, que aferró nerviosamente al llegar al lado del duque para hacer otra reverencia.
—Excelencia —murmuró. Se quitó el sombrero y mantuvo la vista baja—. Damas…
Jared miró a su esposa con ojos cómplices y sonrió.
—Bronwyn, éste es mi arquitecto, Rimmell. Ha preparado unos bosquejos sobre los cuales quería pedir tu opinión. —Señaló una mesa que había cerca de la chimenea—. Rimmell, ábrelos allí.
Mientras Rimmell iba hasta la mesa y comenzaba a desenrollar sus pliegos, Bronwyn se quitó la tiara y el velo y se los entregó a una doncella. Luego, se acercó a la mesa con curiosidad. Jared y Rimmell abrían una serie de pergaminos que parecían planos. Bronwyn se acercó para inspeccionarlos, con el ceño fruncido.
—Bueno, ¿qué opinas?
—Pero, ¿qué son?
Jared sonrió, se enderezó y cruzó los brazos sobre el pecho con expectación.
—Son los planos de vuestro nuevo palacio invernal, en Kierney, querida. La construcción ya ha comenzado. ¡Kevin y tú podréis celebrar allí las Navidades el año próximo!
—¡Un palacio invernal! —Bronwyn contuvo el aliento—. ¿Para nosotros? ¡Ay, lord Jared, gracias!
—Considéralo como el único obsequio de bodas que podría ocurrírsenos para los futuros duque y duquesa de Cassan —replicó Jared. Afectuoso, rodeó a su esposa con un brazo y le sonrió—. Margaret y yo queríamos que tuvierais un sitio donde nuestros nietos pudiesen jugar. Un recuerdo nuestro, para cuando ya no estemos.
—¡Eso pensasteis! —Bronwyn los regañó, estrechándolos con sus brazos—. ¡Como si necesitáramos un palacio para recordaros! Vamos, mostradme esos planos, quiero conocer hasta el último hueco y la última escalinata.
Jared contuvo una risilla, se inclinó a su lado y comenzó a señalar las características de la construcción. Y, mientras él se disponía a obsequiarlas con el relato de tanto esplendor, Rimmell retrocedió unos pasos, para estudiar a Bronwyn a su voluntad.
No aprobaba la próxima boda del heredero de su amo con esa mujer deryni. Nunca pudo mostrarse de acuerdo, desde la primera vez que posó sus ojos sobre ella, siete meses atrás. Precisamente en esos siete meses, jamás había dirigido una sola palabra a Bronwyn. En realidad, apenas la había visto un par de veces. Pero le fueron suficientes.
Suficientes para que advirtiera la distancia que los separaba: ella era la hija de un noble y heredera de muchas tierras; él, un plebeyo, un arquitecto sin alcurnia. Suficientes para que advirtiera que se había enamorado irremediablemente de esa exquisita mujer deryni.
Se dijo que no aprobaba la boda por otras razones más fáciles de aceptar que las verdaderas. Se dijo que no estaba de acuerdo, porque Bronwyn era medio deryni, y que, por lo tanto, no tenía derecho a casarse con el joven conde Kevin, ya que no era de estirpe tan rancia como para aspirar a un consorte tan relevante.
Pero, por muy racionales que fuesen sus objeciones, siempre regresaban a un hecho ineludible e inconciliable: estaba enamorado de Bronwyn, deryni o no; y debía conseguirla o morir.
No tenía rencillas con Kevin. Era su futuro señor y Rimmell le debía la misma lealtad que a su padre. Pero tampoco podía permitir que se desposara con Bronwyn. Vaya, de sólo pensarlo, comenzaba a odiar la voz de su joven amo.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por las palabras de alguien, que provenían desde la ventana del balcón. Era la voz del aborrecido conde.
—¿Bron? —gritó la voz—. Bronwyn, ven aquí. Quiero mostrarte algo.
Al oír su llamada, Bronwyn fue presurosa hasta el balcón y atisbo por encima de la baranda. Desde su sitio, cerca de la mesa, Rimmell alcanzó a ver apenas las puntas de unas lanzas, a la altura del balcón, y las formas borrosas de unos jinetes, a lomos de caballo, a través de los espacios que dejaban las verjas. Lord Kevín había regresado con sus hombres.
—¡Oh! —exclamó Bronwyn, con el rostro iluminado por la alegría—. Jared, Margaret, venid a mirar lo que ha traído. ¡Kevin, es el palafrén más hermoso que he visto en mi vida!
—¡Ven y móntalo! —gritó Kevin—. Lo he comprado para ti.
—¿Para mí? —aulló Bronwyn, excitada como una niña. Miró a Jared y a Margaret y, luego, les dio la espalda para arrojar un beso a Kevin—. Ya vamos, Kevin —anunció, mientras se recogía las faldas para correr al encuentro de los McLain—. ¡No te marches!
Mientras los tres se alejaban de la recámara, Rimmell contempló a Bronwyn con ojos voraces y, después, fue lentamente hasta el balcón. Allí, en el patio, Kevin lucía su atuendo completo de expedición. Montaba un gran corcel ruano con el tartán de los McLain sobre la silla. Un paje se había hecho cargo de su lanza y de su yelmo y él se había quitado de la cabeza la cofia de malla. El cabello castaño le caía desordenadamente sobre la cabeza. En la mano derecha sostenía la rienda de un palafrén color crema, ornamentado con adornos de terciopelo verde y una silla lateral de cuero blanco. Cuando Bronwyn apareció en lo alto de las escaleras, entregó la rienda a otro paje y avanzó con su corcel hasta el pie de los peldaños, los remontó y alzó a Bronwyn hasta la silla, frente a él.
—¿Qué te parece, jovencita? —se echó a reír, la estrechó contra su armadura y la besó apasionadamente—. ¿Es o no un corcel digno de una reina?
Bronwyn chilló, excitada, y se acurrucó entre sus brazos protectores. Kevin condujo el caballo hasta el palafrén. Mientras Bronwyn se inclinaba para tocar su nuevo trofeo, Rimmell se apartó disgustado del balcón, rumbo a la mesa.
No se imaginaba cómo habría de hacerlo, pero debía impedir que la boda se celebrase. Bronwyn sería suya. Debía serlo. Si tan sólo lograra encontrar el momento oportuno, estaba seguro de que podría convencerla de ello. Sabría ganarse su amor. No se le ocurrió entonces que acababa de trasponer el umbral entre la fantasía y la enajenación.
Enrolló sus planos y recorrió la habitación con la mirada. Notó que las doncellas y las criadas habían ido hasta el balcón para observar el espectáculo que transcurría abajo, en el patio. A menos que errara, algunas de las mujeres miraban con algo más que un poco de celos. ¿Podría, acaso, aprovechar esa envidia para sus fines? Quizás alguna de las doncellas pudiera revelarle un modo de ganarse el amor de la mujer. De todas formas, era una idea que merecía mayor consideración. Ya que su ferviente determinación era impedir el matrimonio y apropiarse de Bronwyn, no debía pasar por alto la más ínfima posibilidad. ¡Bronwyn debía ser de él!
Capítulo VI
…Y los que procuraban mí mal hablababan iniquidades y meditaban fraudes todo el día.
Salmos, 38: 12
—¡Otra vuelta! —dijo Derry con voz pastosa, plantando una moneda de plata sobre el mostrador y obsequiando con gestos magnánimos a los presentes—. ¡Copas para todos estos nobles caballeros! ¡El viejo John Ban'r nunca se emborracha solo!
Se oyó un rugido de aprobación y unos seis hombres de aspecto rudo y con vestimenta de cazadores o de marineros se abalanzaron sobre el mostrador. El tabernero tomó un inmenso tonel de roble y comenzó a llenar de aromática cerveza las jarras de arcilla marrón.
—Johnny, tú sí que eres un buen tío —gritó uno, y escupió amistosamente a los pies de Derry, con la jarra en lo alto.
—¡Hasta el fondo! —aulló otro.
Todavía era temprano. Acababa de oscurecer. Pero la taberna Jack Dog, en Fathane, estaba casi colmada. Su concurrencia era vocinglera y chillona como cualquier otra en los Once Reinos. Contra una pared, un marinero, con un chaquetón raído de aparejador, entonaba una vieja saloma de mar, acompañado por una gaita, un laúd desafinado y dos pesadas mesas de caballetes que hacían las veces de percusión. Alrededor del grupo, que, a cada minuto, se hacía, más numeroso y bullanguero, los parroquianos sobrios debían levantar la voz para competir con la música. Pero lo último que hubiesen hecho habría sido quejarse del ruido y arriesgarse a una riña con los marineros borrachos.
Fathane, sobre la boca del istmo del río, era predominantemente un pueblo pesquero. Allí solían recalar habitualmente barcos de Torenth y de Corwyn y era también punto de partida para cazadores y para mercaderes de pieles, que remontaban el río hacia los grandes bosques de Veldur. La combinación de intereses hacía de Fathane un pueblo muy animado.
Derry bebió un ávido sorbo de su jarra fresca y se volvió, tambaleante, hacia el hombre que tenía a la derecha, fingiendo interesarse en su relato.
—Y entonces el tipo va y dice: «¿Cómo que el cargamento de vino de lord Varney? Esos toneles son míos y he pagado hasta el último cobre por ellos. ¡Al diablo con ese lord Varney!»
Entonces, varios estallaron en risotadas. Al parecer, el que hablaba era uno de los narradores más respetados de la aldea. Pero Derry tuvo que luchar para contener el bostezo.
Durante las pasadas tres horas de beber y contar historias, había obtenido mucha información. Por ejemplo, que las tropas reales de Torenth se reunían en algún lugar al norte de allí, llamado Medras. El hombre que le había revelado el dato no sabía con qué fin se congregaban las fuerzas —no era el más despierto de los informadores y, cuando Derry comenzó a tirarle de la lengua, ya estaba medio ebrio—, pero sí dijo que eran por lo menos cinco mil hombres. Y, evidentemente, la información era secreta, pues el hombre calló de inmediato al ver que un soldado de Torenth asomaba la cabeza por la puerta al hacer su ronda nocturna.
Derry había fingido no tener interés y decidió cambiar rápidamente de tema, pero reservó cuidadosamente la información junto con el resto de las cosas que había llegado a saber esa tarde. La misión, hasta allí, había sido sumamente fructífera. Comenzaba a formarse una idea coherente.
Contempló el fondo de su jarra de cerveza, simulando la actitud meditabunda que, tan a menudo, exhiben los borrachos, y consideró el paso siguiente que daría.
Ya casi era noche cerrada. Había estado bebiendo toda la tarde. No estaba borracho —hacía falta mucha más cerveza para embriagarlo—, pero, pese a su resistencia como bebedor que, según Morgan, rayaba con lo prodigioso, comenzaba a sentir los efectos. Era hora de que regresara a la habitación donde se alojaba, en la Hostería del Dragón Encorvado. No quería perderse su encuentro con Morgan.
—Entonces, le digo a la mujerzuela: «Cariño, ¿cuánto vales?», y ella me contesta: «Más de lo que tienes, marinero. No te alcanzaría para tenerme en enaguas tan siquiera.»
Derry tomó un último sorbo de la cerveza fría, se apartó del mostrador y se arregló la chaqueta con un movimiento exagerado. Plantó otra moneda sobre la mesa. Entonces, un hombre que tenía a la izquierda se tambaleó y casi arrojó su bebida sobre las botas de Derry, pero éste logró dar un paso al costado y enderezar al hombre, sin parecer demasiado sobrio.
—Con cuidado, amigo —dijo Derry con voz pastosa. Llevó al hombre al mostrador y posó su jarra sobre la mesa—. Aquí tienes, termina la mía. Tengo que ir a dormir.
Vació el resto de su jarra en la del hombre, derramando intencionadamente la mitad por fuera, y, luego, le dio una palmada en el hombro con aire tranquilizador.
—Ahora te lo tomas tú, amigo mío —dijo, apartándose nuevamente del mostrador—. ¡Y que tengas unas muy buenas noches!
—Pero ¿no te marcharás ya, compañero? Si es tan temprano…
—Vamos, Johnny, una más para el camino…
—No. —Derry meneó la cabeza y se irguíó exageradamente—. Estoy muy borracho. Ya he bebido demasiado y se acabó.
Intentó girar sobre los talones, se tambaleó contra otro que tenía detrás y logró abrirse paso hasta la puerta, sin mayores incidentes. Al trasponer la puerta, mantuvo un ojo vigilante, con la esperanza de que nadie lo siguiera. Pero, salvo sus compañeros de parranda, nadie pareció notar su ausencia. Pronto olvidarían siquiera que estuvo allí.
A medida que el ruido de la taberna Jack Dog comenzaba a desvanecerse en la distancia, el oído de Derry volvió a la normalidad. Trató de no chocar con demasiados peatones al recorrer la calleja —al menos, contra los que fuesen más corpulentos que él—, pero, al llegar a un pasadizo oscuro, se hundió en las sombras y escudriñó el camino que acababa de recorrer. Acababa de decidir que podía abandonar ya su paso ebrio, sin correr riesgos, cuando oyó unos pasos en el callejón, a sus espaldas.
—¿Quién vive? —gruñó, regresando a su papel. Deseó que no fuese necesario fingir mucho más—. ¿Quién anda allí?
—Oiga, amigo, ¿se encuentra bien? —se le acercó un hombre, de voz curiosamente sobria y culta en esa calleja inmunda.
¡Maldición!, pensó Derry, al reconocerlo. Había estado antes en la taberna, bebiendo en silencio con otros hombres, en un rincón. ¿Por qué lo habría seguido? ¿Y dónde estaba su compañero?
—Yo me acuerdo de usté… —dijo con voz oscura, mientras lo señalaba con un dedo tembloroso. Se preguntó cómo manejaría la situación—. Usté anduvo en la taberna. ¿Qué pasa? ¿No puede pagar la cuenta?
—Mi amigo notó que usted se alejó en un estado preocupante —replicó el hombre, mientras se situaba a un metro de Derry y lo estudiaba con cuidado—. Sólo queríamos cerciorarnos de que estuviera bien.
—¿Su amigo? —preguntó Derry, tratando de mirar en derredor sin parecer demasiado coherente—. ¿Y por qué su amigo se preocupó tanto por mí? —continuó. Estiró el cuello suspicazmente al ver que el otro se acercaba por el lado de la calle—. ¿Qué significa todo esto?
—No se alarme, amigo mío —le tranquilizó el primero. Se aproximó a Derry y lo tomó del brazo—. No vamos a hacerle daño.
—Oiga… —comenzó Derry, en voz más alta al ver que el hombre intentaba conducirlo al oscuro callejón—. Si quiere dinero, olvídelo. Gasté mi último cobre en la taberna.
—No queremos su dinero —le informó el segundo. Sujetó a Derry por el otro brazo y, entre él y su compañero, arrastraron a Derry por el pasadizo.
Rezongando y farfullando incongruencias, Derry siguió adelante con su papel de ebrio. Cada dos pasos, se caía, para ganar tiempo y trazar un plan. Obviamente, los hombres no albergaban buenas intenciones, pero todavía no sabía bien si sospechaban su verdadera identidad o si querían despojarlo de su dinero. Lo importante, por el momento, era que le creyesen borracho. Por el modo en que lo sostenían, veía que no les inspiraba ninguna amenaza seria. Tal vez, después de todo, hubiese alguna forma de escabullirse.
—Hasta aquí es suficiente —dijo el primero, una vez que lo arrastraron por el callejón unos diez o doce metros hacia la oscuridad—. ¿Lyle?
El segundo asintió y extrajo de su túnica algo pequeño y brillante.
—Esto será sólo un minuto, amigo.
Era demasiado pequeño para ser un arma. Derry le observó manipular el objeto y comprendió que se trataba de un frasco con un líquido anaranjado y algo turbio. Miró con curiosidad, mientras el otro intentaba retirar la tapa con los dedos, y calculó sus posibilidades de escapar.
Pensaban drogarlo. No sabía si buscaban deshacerse de él o sólo interrogarlo, pero ambas posibilidades le resultaban inconvenientes. El primero le sujetaba ambos brazos, aunque apenas con fuerza suficiente para retenerlo. Aparentemente, seguían creyendo que estaba borracho. Ése sería su error fatal.
—¿Qué es eso? —preguntó amistosamente, mientras el hombre retiraba la tapa—. Es rosadito…
—Sí, amigo —dijo el hombre, y acercó el frasco hasta el rostro de Derry—. Le ayudará a despejar la mente. Bébaselo todo.
Era hora de actuar.
Con un movimiento inesprado, Derry soltó un brazo y arrojó el líquido por encima de su hombro, en dirección al rostro de quien le sujetaba. Al mismo tiempo, se dejó caer ligeramente, para propinarle un puntapié en la ingle al segundo. El impulso del golpe lo hizo rodar. Se incorporó rápidamente, con la espada a medio desenvainar.
Antes de que pudiera liberar la hoja de la vaina, el primero de los hombres saltó hacia su brazo, para alejar la espada de su alcance. Mientras luchaba por ganar el control del arma, el segundo se sumó a la pelea y cayó sobre la espalda de su compañero; en la penumbra: lo había confundido con Derry. El primero cayó inconsciente y soltó la espada. El segundo saltó hacia atrás, lanzando imprecaciones, y volvió al taque de inmediato.
Ahora las posibilidades de Derry eran mejores, aunque no sería fácil. Derry sabía que no estaba completamente borracho, pero también sabía que no estaba enteramente sobrio. Sus reflejos no eran tan veloces y el hombre con quien luchaba era un experto en el uso de la daga. Derry extrajo la suya, de la caña de la bota, y se enfrentó con el otro en una breve sucesión de lances. Luego, se acercaron. Después de una puja desesperada, Derry consiguió, por fin, desarmar al hombre y engancharle el cuello con un brazo. Pero, al dejar el cuerpo desvanecido sobre el suelo, comprendió que tendría que matarlo. No se atrevía a dejarlo en el callejón en ese estado y arriesgarse a que hablara. Debía morir.
Fue rápidamente hasta el primero y le buscó el pulso. Todavía latía, pero el cuerpo comenzaba a enfriarse; tenía una herida abierta entre las costillas. Eso, al menos, le ahorraría una muerte. Pero el otro…
Arrastró al segundo hasta el moribundo y lo puso boca arriba. Luego, recorrió sus bolsillos sin perder tiempo y encontró otro frasco como el que habían querido hacerle tomar, ciertos papeles que no se permitió leer en ese momento y unas monedas de oro. Morgan estaría interesado en el frasco y, probablemente, en los papeles, de modo que los guardó en el bolsillo. Pero devolvió las monedas a su sitio. No era ningún ladrón. Y, con suerte, el que encontrase los cadáveres en el callejón pensaría que se mataron por dinero. Al menos, no buscarían un ladrón. Al hurgar en las ropas del otro, encontró unos papeles semejantes y más dinero, pero volvió a llevarse sólo los pergaminos.
El hombre inconsciente gimió, comenzó a recobrar el conocimiento y Derry se vio obligado a desmayarlo otra vez. Le produjo ciertos reparos coger el cuchillo del otro hombre, pues jamás había matado a nadie a sangre fría en su vida. Pero se trataba de la propia supervivencia. No podía escoger ninguna otra alternativa. Era necesario que lo considerase como una ejecución.
Respiró hondo, echó la cabeza del hombre hacia atrás y apoyó la daga contra el cuello. Después, la hundió con un movimiento veloz y preciso. Dejó caer el cuchillo sobre la mano del otro, tomó su espada y se marchó rápidamente del callejón. Había visto y oído morir a otros hombres antes e, incluso, había dado muerte a muchos de ellos. Pero siempre durante la contienda, en lucha abierta. Jamás había pensado que se convertiría en un salteador nocturno.
Vaciló hasta el final del callejón y se asomó a la calle. Se obligó a adoptar nuevamente su papel de ebrio. Recorrió otra calle más, antes de detenerse a vomitar sobre una alcantarilla. Los transeúntes que pasaban le lanzaron miradas de disgusto o comprensión, según el caso. Creían tener ante sí a un borracho más.
Pero Derry sabía que la razón era otra. Cuando llegó a la Hostería del Dragón Encorvado, para subir hasta su habitación, era otra vez un joven sobrio y de buen porte.
Morgan se reclinó contra el alto respaldo tallado de la silla y cerró los ojos. Estaba en la sala de la torre, solo. A su derecha, escuchaba el crepitar del fuego de la chimenea y percibía su calor. Sabía que, si abría los ojos, vería la alta bóveda del techo, las siete ventanas de cristal verde en la pared circular, que daban su nombre al lugar: la Torre Verde. Frente a él se encontraba el cristal shiral, que emitía su brillo frío sobre las garras del Grifo, en el centro de la mesa. Sus manos descansaban suavemente en los brazos de la silla. Se relajó y puso la mente en blanco. Se oyó un golpe en la puerta, pero Morgan no abrió los ojos ni se movió.
—¿Sí?
—Soy yo, Duncan. ¿Puedo pasar?
Morgan suspiró, miró al techo y se inclinó hacia delante para poder mirar la puerta.
—Está abierto…
Vio que el picaporte giraba y que la puerta se abría. Entró Duncan.
—Cierra el pestillo —ordenó Morgan, y se reclinó en la silla una vez más.
Duncan fue hasta la mesita redonda y se sentó en la silla opuesta a Morgan. El rostro de su primo estaba sereno, calmo. Duncan comprendió que debía haber buscado ya la señal de Derry.
—¿Quieres que te ayude, Alaric? —preguntó en voz baja—. Todavía es un poco temprano, como sabrás.
—Lo sé —suspiró Morgan—. No quiero que lo intente con demasiada antelación y que se desaliente. Esto será una nueva experiencia para él.
Duncan sonrió.
—Para nosotros tampoco es exactamente una rutina, ¿eh? —comentó, posando los codos sobre la mesa y enlazando los dedos—. ¿Estás seguro de que no me dejarás sumar mi poder al tuyo? Eso te ahorrará energía y no tendrás que contármelo luego. Y Derry tendrá que saber sobre mí tarde o temprano…
Morgan sonrió, algo derrotado.
—Tú ganas. ¿Cuándo?
—Cuando te parezca —replicó Duncan—. Ve tú delante. Te seguiré inmediatamente.
Morgan respiró hondo y exhaló lentamente. Se inclinó hacia delante y tomó en las manos el cristal shiral. Otra respiración profunda disparó la primera respuesta del trance de Thuryn. Cerró los ojos. Se produjo un momento de silencio y el shiral comenzó a refulgir con luz tenue. Duncan tendió las manos para aferrar las muñecas de Morgan. Sus brazos se posaron sobre la mesa, a ambos lados del cristal. Exhaló y se unió a Morgan en el trance.
El cristal adquirió más brillo y, luego, tomó un matiz ambarino, algo turbio e incierto. Ninguno de los dos lo advirtió.
Se está preparando, apareció el pensamiento nítido de Morgan, está pensando en establecer contacto.
Ya lo siento, repuso Duncan. ¿Dónde está?¿Lo sabes?
No. Pero seque es un sitio muy lejano…
En una diminuta habitación, en la parte trasera de la hostería desaseada, Derry se sentó cuidadosamente sobre el extremo de la cama y sopló una de las velas que ardían en el recinto. Había leído los papeles que llevaban sus asaltantes y lo que ahora sabía le dejaba menos cargos de conciencia por la muerte a sangre fría. Los hombres habían resultado ser agentes de Torenth, enviados en misión especial a recoger información sobre las actividades de las tropas de Morgan. Precisamente, lo mismo que Derry, pero del bando opuesto. Sólo estaban de paso por Fathane y habrían matado a Derry si hubiesen tenido la oportunidad.
Ahora, ellos estaban muertos y Derry, con vida. A las autoridades locales les llevaría un tiempo identificarlos sin los papeles; pero cuando descubrieran que eran agentes monárquicos, el diminuto pueblo pondría el grito en el cielo y sospecharía de todos los extranjeros. Derry no creía que lo relacionasen con ambas muertes, pero debía mantenerse alerta. Sabía cosas más extrañas aún y estaba totalmente solo en Fathane.
No. No tan solo, se recordó. Extrajo de la camisa el medallón que Morgan le había dado y reclinó la espalda contra la cabecera de la cama. Al menos, podría contarle a Morgan lo sucedido y darle la información reunida hasta ese momento.
Tomó el medallón entre las manos y lo estudió por un instante. Entonces, cerró los ojos y musitó las palabras del conjuro que Morgan le había enseñado. Sintió un ligero vértigo y se hundió en un sueño extraño y casi inquietante. Y, luego, tuvo consciencia de una presencia familiar que lo rodeaba, escoltada por otra, no menos conocida. ¡El conjuro había dado resultado!
Enhorabuena, Derry. Eres un buen alumno. ¿Tuviste problemas para tomar contacto?
¿Morgan?
Así es. Y también Duncan.
¡Padre Duncan!
¿Te sorprendes?
Sorprendido es poco decir.
Luego te lo explicaremos. ¿Qué has sabido?
Bastante, dijo Derry, con una ancha sonrisa en el rostro, aunque sabía que su comandante no podía ver su expresión. Número uno, las tropas monárquicas de Torenth se están congregando en algún sitio al norte de aquí. Si los rumores son ciertos, serían unos cinco milhombres.
¿Qué quiere decir «aquí»?, lo interrumpió Morgan.
Lo siento. Estoy en Fathane, en una hostería llamada El Dragón Encorvado, por alguna razón que desconozco.
Conozco el lugar. Continúa.
De todas formas, se están reuniendo en un lugar que se llama Medras, a medio día de marcha en dirección al norte y tierra adentro desde aquí. Pensé en partir por la mañana rumbo a ese sitio. También se dice que, en esa zona, hay buena caza.
Lo cual te dará una buena excusa, convino Morgan. ¿Y qué se dice de nuestra situación en Corwyn?
Ah… se cuenta algo sobre Warin de Grey, pero no mucho. Como en Torenth hay un monarca deryni, no pueden mostrarse muy entusiastas ante un fanático religioso contrario a esa estirpe. Aparentemente, ha hecho varias incursiones a través de la frontera de esta región, pero sin mucho éxito. Mantendré los oídos alerta al marchar rumbo al oeste.
Hazlo, replicó Morgan. ¿Algo más? Has hecho un buen trabajo, pero no quiero que agotes tus energías más allá de lo necesario.
Ya lo creo que sí, repuso Derry, con énfasis. Tuve que matar a un hombre a sangre fía esta noche, mi lord. Él y su compañero eran agentes de Torenth y querían dragarme con algo.
¿Sabes con qué?
No, pero lo tengo aquí. Iba a llevároslo a la vuelta.
Cógelo, ordenó Morgan. Puedes abrir los ojos sin romper el contacto. Descríbemelo.
Derry abrió los ojos cautelosamente y tomó el frasco con una mano. Lo miró con atención y, a continuación, cerró los ojos otra vez.
Es un pequeño frasco de cristal esmerilado con una tapa parduzca. El fluido que hay dentro parece ser anaranjado y algo espeso.
Ábrelo con cuidado y huélelo. No derrames ni una gota sobre ti.
Bien.
Derry se sentó, abrió el frasco y lo olió con cautela.
Otra vez, le ordenó Morgan.
Derry obedeció.
¿Lo reconoces, Duncan?
No estoy muy seguro. Podría ser un bélas. Los de R'Kassi lo emplean como droga, como poción para obtener la verdad. Pero sólo daría resultado con humanos y que estuvieran muy borrachos.
Derry, ¿estabas ebrio?, preguntó Morgan.
Ellos pensaban que sí, respondió Derry con una sonrisa. ¿Me habría hecho daño?
Depende. Si dices la verdad con respecto a que estabas sobrio, no mucho. ¿Pero cómo sabes que los hombres eran agentes de Torenth?
Les quité los papeles. Garish de Brey y Edmund Lyle, de la corte de Su Majestad, en Beldour. Iban en misión, con el fin de obtener datos sobre usted.
Qué poco cortés de su parte, comentó Morgan. ¿Algo más antes de que interrumpamos el contacto?
No, señor.
Muy bien. Ante todo, quiero que destruyas esos papeles y el bélas. Cualquiera de esas cosas podría firmar tu sentencia de muerte si te descubren. Debo partir rumbo al Hort de Orsal mañana, pero, de todas formas, escucharé tu llamada a la misma hora, en caso de que necesites comunicarte conmigo. No lo intentes a menos que la información sea esencial, pues no podemos permitirnos tanto derroche de energía en forma regular. Y trata de ver qué se dice sobre el Interdicto fuera de eso. limítate a tener cuidado y a regresar en los dos días próximos. ¿Comprendiste todo?
Sí, señor. Si hay algo importante, contactar mañana por la noche; y regresar en dos días.
Buena suerte, entonces.
Gracias, señor.
Derry se estremeció ligeramente cuando Morgan cesó el contacto. Abrió los ojos y miró a su alrededor. Se sentía cansado, desprovisto de energía, pero era una fatiga que le sentaba bien. La experiencia había resultado mucho más productiva que lo esperado. Parecía que sus prevenciones no habían tenido asidero. Uno de esos días, comenzaría a creer en lo que Morgan le dijese sobre la magia la primera vez.
Miró pensativamente el frasco abierto que llevaba en la mano y lo vació en la palangana que había bajo la cama. Luego, redujo a polvo el frasco, bajo el tacón de la bota, y dejó que el fuego se ocupara de los papeles. Las cenizas fueron a parar a la palangana, tras la droga; después orinó sobre el mejunje, por si las moscas.
Listo. Desafió al mejor deryni a que descubriera lo que había allí dentro, si es que alguien se molestaba en mirar.
Cuando terminó con eso, se desató la chaqueta de cuero y se quitó las botas. Apartó la manta astrosa de la cama, se dejó caer sobre el colchón y se cubrió, no sin antes dejar la daga a mano, bajo la almohada, por si la llegaba a necesitar en un aprieto. Y, luego, en segunda instancia, recordó introducir el medallón de Morgan dentro de la túnica.
No sea que alguien entre y se encuentre con esto, pensó antes de sumirse en un profundo sueño.
Capítulo VII
Caiga sobre él, desprevenido, la destrucción.
Salmos, 35:8
Acababa de asomar el sol cuando Morgan, Duncan y el séquito ducal llegaron al muelle para abordar el Rhafallia. Corría una brisa fresca y húmeda, impregnada del acre aroma salobre del mar.
Como la visita al Hort de Orsal sería oficial, Morgan embarcó vestido con el atuendo formal: sobretodo de cuero negro, largo hasta la rodilla, con el Grifo de Corwyn tachonado sobre el pecho en cuero de ante verde; por debajo, una malla ligera, que le cubría el cuerpo desde el cuello hasta las rodillas. Donde terminaba la malla comenzaban las botas de duro cuero y caña alta y con tacones, adornados con espuelas ceremoniales de plata; si bien Morgan no se acercaría siquiera a un caballo. Un rico manto de lana verde, de textura nudosa, pendía de sus anchos hombros, sujeto a la derecha por un broche de plata tallada. Y, como era una visita de Estado y no una maniobra militar, en la cabeza llevaba la diadema ducal de Corwyn. A un lado, colgaba el espadón, en una gastada vaina de cuero.
Duncan también había hecho concesiones para su visita al Hort de Orsal. Por fin, descartó toda pretensión de pompa clerical en favor de un jubón negro de cuello alto y de un manto sobre la cota de malla. Había pensado si debía usar el tartán de sus antepasados McLain: sabía que Alaric tenía una prenda a mano para tales acontecimientos, pero decidió que sería prematuro tomar tal decisión. Pocos sabían de su suspensión y, hasta que se enterasen, no había necesidad de ilustrarlos sobre la realidad. Mientras vistiera de negro, no llamaría la atención; la gente vería lo que esperaba ver.
Pero, mientras tanto, no le resultaría difícil volver a adaptarse a la sociedad como laico, pensó con cierta ironía. Lord Duncan Howard McLain era ante todo un miembro de la nobleza, bien instruido sobre las tradiciones de combate que primaban entre la aristocracia. Y aunque la nueva espada que pendía de su cintura aún era virgen, Duncan sabía bien que se aprovecharía de ella cuando se presentase la menor oportunidad.
La espesa niebla costera se fue desvaneciendo, a medida que Morgan y Duncan se acercaban al Rhafallia. De pronto, vieron asomar su alto mástil en la soledad gris del cielo. Del único y ancho peñol pendía holgadamente la vela mayor, brillantemente decorada y bordada. La bandera marítima de Morgan, negra, verde y negra, colgaba inerte de un corto estandarte, por la parte de proa. Mientras observaban, un marinero izó los colores de Kelson sobre el mástil, un destello oro y carmesí contra el opaco matiz de la mañana.
El Rhafallia no era la nave más grande de Morgan; aunque, con sus escasas cincuenta toneladas, sí era una de las más veloces. Tenía doble punta y estaba construida de tingladillo, como la mayoría de las naves que recorrían el Mar del Sur para comerciar. Llevaba una tripulación de treinta hombres y cuatro oficiales, con espacio para unos quince pasajeros o soldados armados, además de la carga. Con viento largo, podía hacer cuatro o seis nudos sin dificultad, y las recientes innovaciones en los obenques, copiadas de las flotas mercantes de Bremagne, le permitían amurar a cuarenta grados del viento y navegar a un descuartelar con una nueva vela delantera llamada foque.
Si el viento fallaba o si no soplaba en la dirección correcta, siempre estaban los remos. Y, aun sin velas, el veloz y estrecho Rhafallia era capaz de cruzar al puerto insular del Hort de Orsal y regresar en menos de un día.
Morgan levantó la vista hacia el mástil cuando Duncan y él se aproximaban a la plancha de desembarco, y notó que los marineros ya comenzaban a trepar por los obenques, preparándose para la partida. Un vigía oteaba el horizonte desde su puesto en el mástil principal. Por la cubierta, ligeramente inferior, de la galera de remeros, Morgan apenas veía las brillantes gorras tejidas de la tripulación de cubierta. Esperaba que esa mañana no tuvieran que depender de los remos; quería estar en tierra antes del mediodía.
Mientras consideraba la desalentadora posibilidad de una larga travesía, apareció un hombre de elevada estatura que vestía con unos pantalones de cuero marrón, muy gastados, y una chaqueta del mismo material. Daba grandes zancadas y llevaba el cuello y los hombros protegidos por un áspero manto de lana de color púrpura desvaído. Utilizaba el sombrero de cuero en pico que distinguía al capitán de una nave. Del ala, asomaba, informal, el verde emblema de la armada de Morgan. Al ver al duque, sonrió afablemente y le temblaron la barba rojiza y el bigote espeso.
—¡Buen día, milord! —tronó su voz. Se frotaba las manos enérgicamente y miraba a su alrededor como si disfrutara del frío, de la niebla y de la hora temprana—. ¿No es una hermosa mañana?
Morgan enarcó una ceja inquisitiva.
—Lo es, si te agrada navegar con los ojos cerrados, Henry. ¿Arreciará el viento cuando cambie la marea o tendremos que remar?
—Habrá viento —le aseguró el capitán—. Será un maravilloso día para navegar. Sólo esperad a que zarpemos. A propósito, ¿cuántos vendrán a bordo?
—Nueve, en total —replicó Morgan, mirando a su alrededor con aire distraído—. Ah, éste es mi primo, monseñor Duncan McLain. Duncan, el capitán Henry Kirby, a cargo del Rhafallia.
Kirby se llevó la mano al ala del sombrero.
—Un placer conoceros, monseñor —se volvió a Morgan—. Entonces, ¿estáis listo para salir a bordo, milord?
—No hay problemas. ¿Cuánto falta para la marea?
—Hum… Un cuarto de hora, más o menos. Podemos comenzar a soltar amarras y a envergar el velamen no bien subáis.
—Muy bien.
Morgan se volvió e hizo gestos al grupo de hombres que aguardaban en el muelle. Luego, siguió a Duncan y a Kirby por la plancha. A su espalda, lord Hamilton y su comitiva echaron a andar por el puerto, con paso firme.
Hamilton parecía mucho más confiado con su arnés militar. Era un guerrero, no un cortesano. Y su vínculo forzado con Gwydion y con otros personajes más ilustres, durante los días pasados, le habían puesto los nervios de punta, para decir poco. Sin duda, nadie se sintió tan feliz como él al ver que el hombrecillo partía rumbo a Culdi esa mañana. Para Hamilton, el día había comenzado del modo más propicio. Se encontraba en su elemento; escoltaba al contingente de hombres, con singular aplomo, rumbo a la cubierta de la nave.
El maestre Randolph fue el primero de la corte ducal en subir a bordo. De sólo pensar en la aventura que le esperaba, el rostro se le iluminaba de placer. Como médico, pocas veces lo incluían en otras intrigas cortesanas que no fuera la de espiar lo que se hablaba durante los banquetes. Y el hecho de que Morgan lo hubiese invitado era constante motivo de sorpresa y regocijo.
A su lado, venía el joven Richard Fitz William, el escudero real que Duncan había traído consigo desde Rhemuth. A Richard le fascinaba la posibilidad de ver personalmente la legendaria corte del Hort de Orsal. Además, idolatraba a Morgan, desde que el duque lo instruyera en la corte de Rhemuth. Férreamente leal a Morgan, más de una vez había recibido duras palabras y riesgo físico por poner sobre aviso a su mentor frente a algún peligro inminente.
Además, iban cuatro miembros de la guarnición del castillo, que viajaban en calidad de guardia de honor y asesores militares para las sesiones sobre estrategia que motivaban la visita. Bajo el mando de lord Hamilton, quien iba a la retaguardia, esos hombres tendrían la función de comandar las defensas locales mientras Morgan se ausentara al frente de los ejércitos reales, rumbo al norte. Por lo tanto, constituían un factor indispensable para la defensa de Corwyn.
Cuando el último de los hombres estuvo a bordo, dos tripulantes, vestidos con calzones celestes y camisas blancas de hilo, retiraron la plancha de aguas y aseguraron la barandilla lateral. La brisa comenzó a soplar y la niebla comenzó a deshacerse en sutiles jirones. Kirby comenzó a vociferar sus órdenes. Soltaron los cabos y desplegaron las velas. Mientras el Rhafallia se alejaba lentamente del puerto, una docena de remeros comenzó a guiar la nave hacia una corriente de viento que soplaba a unos cincuenta metros del muelle. Dejó atrás las últimas barcazas, ancladas en la vecindad, e irrumpió en la franja de vientos. Las velas comenzaron a hincharse.
Cuando el Rhafallia se alejó de la boca del puerto, el viento arreció y la nave comenzó a adquirir velocidad. Después de unos doscientos metros, enfiló el rumbo hacia la isla capital del Orsal. Si el viento no amainaba, llegaría a destino en menos de cuatro horas, con la corriente de través.
No bien concluyeron las maniobras de rumbo, el capitán Kirby se unió a Morgan, Duncan y Randolph en la cubierta de popa. Aunque formalmente el Rhafallia era una nave mercante, llevaba plataformas elevadas para combate, de proa a popa. El timonel guiaba el barco desde la parte trasera de la popa con una ancha caña de estribor, pero el resto de la plataforma solía ser territorio del capitán, que éste usaba como sala de tertulia y área de observación.
Los marineros habían llevado finas banquetas plegables de cuero repujado, importadas de Forcinn, por la escalera de acceso. Los cuatro se sentaron cómodamente. El sol comenzaba a brillar con intensidad y, al mirar hacia atrás, rumbo a Coroth, vieron que la bruma seguía cegando los altos riscos de la costa, aunque la luz primaveral amagaba con deshacerla. Hamilton, los cuatro tenientes y el joven Richard conversaban en la cubierta principal en medio del barco, mientras los tripulantes que no cumplían funciones en ese momento descansaban en las estrechas galerías dentadas para los remeros, que corrían a ambos lados de la nave de proa a popa. Un vigía oteaba las aguas sobre la plataforma de combate de proa y otro hacía lo mismo sobre el puesto del mástil. La inmensa superficie de la vela mayor y el ancho foque oscurecían gran parte del cielo. El Grifo, pintado sobre la tela, parecía observar la escena con ferocidad desde las alturas.
Kirby suspiró y se reclinó contra la barandilla de la plataforma para inspeccionar la nave.
—Ah, es un día maravilloso, tal como os dije, milord. Realmente, hay que salir al mar y probar el aire salobre para valorar la vida. ¿Os podría ofrecer un poco de vino para quitaros el frío de los huesos, tal vez?
—Sólo si es de Fianna —replicó Morgan, sabiendo que solicitaba el vino más caro, pero también consciente de que Kírby no bebía otra cosa.
Kirby sonrió con picardía y respondió con una profusión de gestos.
—Para vos, milord. sólo lo mejor.
Miró por encima de su hombro derecho hacia la galería de remeros de estribor, donde un niño de siete u ocho años tallaba un trozo de madera.
—Dickon, niño, ven aquí.
El pequeño levantó la vista atentamente al oír su nombre, dejó a un lado el cuchillo y fue hasta el pie de la escalera. El barco escoraba ligeramente bajo la brisa vigorosa, pero el niño se mantuvo firmemente de pie. Miró a Kirby con ojos deslumhrados.
—¿Señor?
—Trae unas jarras y una botella cerrada de vino de Fianna, ¿quieres, hijo? Una de las manos te servirá para bajarlo.
—Mi escudero puede ayudarlo —dijo Morgan, mientras iba hacia la barandilla—. Richard, ¿podrías hacerme el favor de ayudar a este niño? El capitán Kirby ha consentido gentilmente en convidarnos con una botella de su bodega privada de Fianna.
Richard levantó la vista con aire inquisidor, desde el lugar que compartía con los tenientes, y lord Hamilton sonrió y se inclinó, solícito. Mientras Dickon giraba sobre los talones y bajaba por otra escalera rumbo a la cala, Richard lo miró, incrédulo. Parecía algo sorprendido por la agilidad del niño. Richard no profesaba de marinero, pero intentó seguirlo con igual destreza, aunque con más cautela.
Kirby los vio desaparecer bajo la cubierta y sonrió.
—Es mi hijo —declaró orgulloso.
A lo cual Morgan nada pudo agregar.
Hacia la proa, un miembro de la tripulación seguía la escena con interés. Se llamaba Andrew y era timonel auxiliar del Rhafallia. Se volvió para mirar con ojos tenebrosos por sobre la barandilla, escrutando la bruma lejana que rodeaba la costa del Hort.
Sabía que nunca llegaría a esas costas pobladas de espuma. Y que jamás volvería a ver su Fianna natal, esa misma Fianna de donde provenían los vinos tan famosos a que el capitán convidaría. Pero estaba resignado a ello, era un precio ínfimo por la misión que tendría que cumplir. Hacía largo tiempo que venía preparándose.
Permaneció varios minutos sin moverse. Luego, se llevó la mano a la camisa, blanqueada a fuerza de lejía, y, como sin quererlo, extrajo un trozo de tela arrugada. Miró a su alrededor, para cerciorarse de que no le veían, y abrió los pliegues de la tela. La guardó en la mano y leyó las palabras por quinta o sexta vez, mientras las repetía con los labios.
El Grifo zarpa con la marea por la mañana. No debe llegar a destino. ¡Muerte a todos los deryni!
Al píe, se podía leer una «R» y el emblema garabateado de un halcón.
Andrew miró la cubierta de popa por encima del hombro y se volvió para contemplar el mar. El mensaje había llegado la noche anterior, mientras el sol se ocultaba tras las montañas brumosas. Como lo venían planeando desde mucho tiempo atrás, por fin había llegado la hora de que Morgan nuevamente embarcara en el Rhafallia para encontrar su merecido destino. No sería una muerte grata para lord Alaric. Pero moriría de todas formas, y pronto.
Se llevó la mano derecha al pecho y sintió la presión tranquilizadora del frasco que colgaba de su cuello. No rehuiría la misión. Aunque su propia muerte era segura, había formulado el juramento de los Hijos del Cielo y mantendría su palabra. Además, el mismo Warin le había prometido que su final no sería doloroso. Y Andrew recibiría una amplia recompensa en el más allá por haber matado al aborrecido duque deryni.
¿Qué importaba si, por matar a Morgan, debía pagar con su propia vida? Aunque triunfara, no podría escapar del barco. Y, si fracasaba, bueno… Ya sabía qué clase de cosas les hacían los deryni a los hombres. Había oído que eran capaces de desviar su mente, de obligarlos a abrir su alma a los poderes del mal, y hasta de traicionar la Causa.
No, antes que eso prefería beber la pócima fatal y acabar con el deryni. ¿De qué valía la vida de un hombre si su alma estaba condenada?
Con un gesto resuelto, Andrew estrujó el paño en la mano y lo dejó caer a las aguas. Lo vio perderse de vista, se llevó la mano a la camisa una vez más y extrajo el pequeño frasco con la ponzoña.
Warin le había dicho que el elixir era muy poderoso. Unas pocas gotas sobre la hoja de su daga, un pequeño rasguño en las manos o en el rostro desprotegidos bastarían para destruir a Morgan, el traidor, sin que toda la magia o las cotas de malla del mundo pudieran salvarlo.
Quitó la tapa del frasco, miró a su alrededor subrepticiamente, para estar seguro de que nadie lo miraba, y dejó caer unas gotas en la hoja que llevaba en el cinturón.
Ya está. Que el deryni intente escapar de esto. Mientras me quede una gota de aliento, hoy derramaré su sangre. ¡Y con ella, su vida!
Volvió a tapar el frasco y lo ocultó en la mano. Se giró y echó a andar con paso indiferente hacia la plataforma de combate de popa para relevar al timonel. Mientras trepaba por la escalera y pasaba ante Morgan y los demás, trató de no mirar al duque, como si una sola mirada del hechicero pudiera descubrir sus planes y estropear los hechos próximos. Sus movimientos apenas fueron advertidos, pues en ese momento Richard y el niño regresaban con jarras de madera y una botella de vino. Andrew notó con amargura que el recipiente todavía llevaba el sello de calidad de Fianna.
—¡Qué buen niño! —sonrió Kirby. Tomó la botella, la destapó y sirvió a los hombres—. Milord, usted tiene buen gusto en cuestiones de vinos.
—Sólo te sigo a ti, Henry —sonrió Morgan. Dio un largo sorbo—. Después de todo, si no tuviera capitanes como tú que lo importasen, jamás conocería este paraíso en la tierra. Fue un año excelente, pero, para el caso, todos lo son.
Suspiró, estiró las piernas ante sí y el sol se reflejó sobre la cota y el cabello dorado. Tomó la diadema de oro de la cabeza y la dejó informalmente sobre la cubierta, al lado de su banqueta.
Andrew aprovechó la actividad para volver a quitar el tapón del frasco con el pulgar. Entonces, se lo llevó a los labios con la excusa de un bostezo. Pronto se convirtió en un acceso de tos, cuando el liquido corrió ardiente por su garganta. Andrew tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar su profunda repulsión. Kirby lo miró con extrañeza, pero enseguida devolvió su atención a la charla. Andrew tragó una vez más con dificultad y, por fin, logró recuperar la compostura.
¡Demonios!, pensó Andrew mientras se frotaba los ojos húmedos. Warin no le había advertido que sabría tan mal. Por poco, echaba todo el plan a perder. Tendría que actuar rápidamente.
Se irguió, estudió la disposición de los hombres en la plataforma. Morgan estaba sentado sobre una banqueta, a unos dosmetros y medio, de espaldas al timón. Kirby se encontraba de pie a su izquierda, unos pasos más lejos, ligeramente vuelto de lado. El sacerdote, el maestre Randolph y el escudero Richard estaban agrupados a la derecha de Morgan, también sentados, y ponían mucho más interés en la tierra que emergía lentamente hacia el este que en los movimientos del timonel.
La boca de Andrew se curvó en una sonrisa sardónica mientras su mano furtiva tomaba la empuñadura de la daga. Cuidadosamente, escogió el blanco: la nuca desprotegida de Morgan. Entonces, abandonando la caña del timón, extrajo el cuchillo y saltó hacia su víctima.
Pero nada resultó como había esperado. Cuando Andrew saltó, el joven Richard FitzWilliam se dio la vuelta y advirtió el movimiento. En ese instante fatal, antes de que Andrew pudiera llegar a su objetivo, Richard gritó y, al mismo tiempo, se arrojó entre los dos. Desplazó a Morgan del asiento, que echó a volar patas arriba. El barco se bamboleó, al cambiar su ángulo con respecto al viento; Andrew perdió el equilibrio y no pudo detenerse a tiempo.
Aun cuando Duncan y Kirby se abalanzaron sobre él para desarmarlo y someterlo, Andrew fue a dar sobre Richard y Morgan. Con el impulso, los tres volaron hacia la cubierta. Morgan terminó debajo de los dos, con Richard en los brazos y un Andrew aterrorizado por encima de ambos.
¡Había fallado!
Duncan y Kirby sujetaron a Andrew por los brazos y lo alejaron, mientras Hamilton y los cuatro tenientes se lanzaban por la escalera de acceso para ayudar en la captura. Cuando Kirby vio que el hombre quedaba bajo custodia, trepó hasta la caña del timón y devolvió el barco a su curso. Gritó imperiosamente para que otro hombre acudiera a hacerse cargo del timón. Randolph había llevado al niño Dickon a un rincón seguro, lejos del ataque, y, desde allí, observó incrédulo a Morgan, quien trataba de sentarse para sacudir a Richard de su regazo.
—¿Richard? —murmuró Morgan, mientras le movía los hombros con fuerza.
El joven era un peso inerte en los brazos del duque. Entonces, Morgan abrió los ojos, atónito, al ver que del costado del joven asomaba la empuñadura de una daga.
—¡Randolph, ven aquí! ¡Está herido! —gritó.
Randolph se presentó de inmediato ante Richard, se hincó a su lado para inspeccionar la herida e hizo gemir al joven de dolor, quien abrió los ojos con gran esfuerzo. Tenía un tinte cianótico en el semblante y, cuando el médico tocó la daga, contrajo el rostro de dolor. Duncan se ocupó de que el prisionero estuviera seguro y, después, corrió donde Randolph examinaba la lesión.
—Lo… detuve, milord —murmuró Richard débilmente, mientras miraba al duque con ojos leales—. Iba a matarle.
—Lo has hecho muy bien —musitó Morgan.
Apartó el cabello oscuro que le caía al joven sobre la frente y leyó la agonía que lo condenaba.
—¿Cómo está, Ran?
Randolph sacudió la cabeza amargamente.
—Creo que está envenenado, milord. Aunque la herida no fuera tan grave, igualmente… —Bajó la cabeza, derrotado—. Lo siento, milord.
—Excelencia —musitó Richard—, ¿podría pediros un favor?
—Todo lo que me sea posible… —repuso Morgan, solícito.
—¿Querríais… decir a mi padre que… caí durante el servicio, como leal vasallo? Él… —Richard tosió, y el movimiento sacudió su cuerpo con un espasmo de dolor—. Él siempre quiso que llegara a ser caballero… —terminó débilmente.
Morgan asintió, se mordió el labio y trató de contener las lágrimas.
—Entonces, permítame decir el juramento, milord —murmuró Richard, tomando con fuerza la mano del duque—. Yo, Richard FitzWilliam, juro ser vuestro vasallo, en alma y vida, y ofreceros mi terrena veneración —abrió más los ojos y afirmó la voz para continuar—. Juro rendiros mi fidelidad y lealtad, en la vida y en la muerte, y defenderos de toda suerte de enemigos… —su rostro se retorció de dolor y los ojos se apretaron con fuerza—, con la ayuda de Dios.
Su voz se perdió con las últimas palabras del juramento y la presión de su mano se aflojó. Exhaló el último aliento sin prisa. Con un estremecimiento convulsivo, Morgan sostuvo al joven muerto contra su pecho por un instante y cerró los ojos con pesar. A su lado, oyó que Duncan murmuraba las palabras de la absolución.
Alzó la vista hacia el rostro contrito de Kirby, hacia los tenientes que sujetaban al prisionero, hacia el atacante, y sus ojos adquirieron un brillo acerado. Sin apartar la mirada del hombre que lo contemplaba con aire desafiante, posó suavemente el cuerpo de Richard sobre la cubierta y se puso de pie. Entre él y el prisionero había una banqueta patas arriba. Se obligó a enderezarla y a ponerla en su sitio antes de acercarse al hombre. Lo miró mucho rato, mientras sus puños se cerraban y abrían varias veces en una pugna por no destrozar el rostro desdeñoso de un golpe.
—¿Por qué? —preguntó con voz grave. No se fió de su control para atreverse a decir más en ese momento.
—¡Porque eres deryni, y todos los deryni deben morir! —escupió el hombre, con los ojos ardientes de furia fanática—. ¡Que el demonio te lleve! ¡La próxima vez, no escaparás! ¡Y la habrá, lo juro!
Morgan lo miró un largo rato, sin decir palabra. Por fin, el hombre tragó y bajó la vista.
—¿Es todo lo que tienes que decir? —preguntó Morgan lentamente, con expresión oscura y peligrosa.
El hombre volvió a mirarlo fijamente con un brillo extraño en el rostro.
—No podrás hacerme daño, Morgan —dijo, con voz firme—. Traté de matarte y me alegro de haberlo hecho. Si tuviera oportunidad, lo haría una vez más.
—¿Qué oportunidad tuvo Richard? —le increpó Morgan con tono helado. Los ojos del hombre saltaron nerviosamente al cuerpo que yacía a un lado.
—Se alió con un deryni —espetó—. Merecía la suerte que tuvo.
—Maldito seas, ¡no merecía nada semejante! —Morgan aferró la pechera de la camisa y tironeó del hombre hasta que su cabeza quedó a centímetros de la de Morgan—. ¿Quién te encargó que hicieras esto?
El hombre frunció el rostro por el dolor y meneó la cabeza. Luego, sonrió débilmente.
—No te servirá de nada, Morgan. No te diré nada más. Sé que soy hombre muerto.
—¡Todavía no lo estás! —murmuró Morgan a través de los dientes apretados. Retorció el cuello de la camisa—. ¿Quién te envió? ¿Quién está detrás de todo esto?
Morgan posó su mirada deryni sobre el hombre para escrutar la verdad, y los ojos azules de Andrew se abrieron, desmesurados. Una expresión de terror reemplazó el aire de beligerancia.
—¡Con mi alma no te metas, maldito deryni! —graznó el hombre. Apartó la mirada de los ojos de Morgan y cerró los ojos con firmeza—. ¡Déjame en paz!
Intentó luchar contra el poder de Morgan y un espasmo sacudió su cuerpo. En su afán desesperado por escapar, lanzó un gemido de agonía. Entonces, se relajó y se dejó caer en los brazos de sus captores. La cabeza se desplomó, inerte. Morgan trató de sondear su mente por última vez mientras su vida se extinguía, pero sin éxito. Había muerto. Morgan soltó la camisa y llamó a Randolph.
—¿Y bien? —preguntó, apartándose con disgusto—. ¿Lo maté yo, murió del susto o qué?
Randolph inspeccionó el cuerpo, que los tenientes habían posado sobre la cubierta, y abrió los dedos cerrados de la mano izquierda. Tomó el frasco y lo olió. Se puso de pie y se lo tendió a Morgan.
—Veneno, milord. Probablemente el mismo que había en el cuchillo. Debió de haberse imaginado que no podría escapar, aunque su atentado hubiera salido con éxito.
Morgan miró a uno de los tenientes que revisaba el cuerpo.
—¿Hay algo?
—Nada. Lo siento, milord.
Morgan contempló el cadáver un instante y a continuación lo movió con un pie.
—Deshaceos de él —dijo por fin—. Y cuidad a Richard. Será enterrado en Coroth con todos los honores que corresponden a un vasallo del duque.
—Sí, milord —respondió un teniente. Se quitó su manto verde y lo tendió sobre el cuerpo del escudero.
Morgan se apartó y fue hasta la barandilla, lo más lejos que pudo de ambos cadáveres. Frunció el ceño cuando un chapoteo le indicó que sólo quedaba uno. Duncan se acercó a él y se inclinó sobre la barandilla, a su izquierda. Observó a su primo un largo rato antes de romper el silencio.
—¡Todos los deryni deben morir! —citó Duncan en voz baja—. Sombras de la Inquisición. ¿Qué te hace recordar todo esto?
Morgan asintió.
—Las canciones que cantan por las calles, los informes de Ran sobre las incursiones fronterizas. Todo se reduce a una sola cosa: este asunto de Warin está yéndosenos de las manos.
—Fue un hombre resuelto —comentó Duncan, en alusión al marinero que acababan de echar a las aguas—. Ese Warin debe de tener un gran carisma. Me pregunto qué le habrá dicho a ese marinero para convencerlo de que ofrende su vida por la causa.
Morgan suspiró con desdén.
—No es difícil imaginarlo. «Si matas a ese monstruo deryni, ayudarás a toda la humanidad. En el más allá tendrás infinitas recompensas. Sólo con la muerte escaparás a la ira deryni e impedirás que perviertan tu alma inmortal.»
—Es una poderosa persuasión para la mente del hombre común, cuya superstición nunca parece demasiada —comentó Duncan—. Temo que veremos muchos incidentes más como éste, si el Interdicto se decreta. La persecución se hará cosa pública. Esto es sólo una muestra.
—Bueno, no puedo decir que me haya gustado el sabor —repuso Morgan—. Hoy no nos quedaremos mucho tiempo en la corte del Orsal, Duncan. Tal vez no pueda hacer mucho más desde mis tierras, pero por lo menos quiero estar allí cuando todo estalle.
—Entonces, crees realmente que el Interdicto será una grave amenaza…
—Nunca pensé otra cosa —concluyó Morgan.
El sol se había hundido en el mar. El Rhafallia regresaba hacia las costas de Corwyn antes de que Morgan hubiese tenido tiempo de evaluar los acontecimientos del día.
No había sido una buena jornada. Además del horror del asalto y de la muerte de Richard, la reunión con el Hort de Orsal había resultado muy poco satisfactoria. Su Majestad Órtica había estado de pésimo talante. Acababa de enterarse de que cinco de sus preciados sementales de R'Kassi habían sido hurtados de uno de sus criaderos en las provincias del norte. Una pandilla de agentes de Torenth se adjudicaba el robo y cuando Morgan y Duncan llegaron, el Orsal se mostró mucho más interesado en recuperar los animales y en vengarse que en analizar la defensa recíproca que deberían instrumentar de allí en tres meses, cuando estallara la guerra.
Con que, en ese sentido, la reunión no había sido fructífera. Morgan visitó a su viejo amigo y a su familia, y se vio obligado a aceptar que el segundo heredero del Orsal, un niño de once años, regresara a bordo con él para ser instruido como caballero en la corte. Pero los planes de defensa, tan vitales para los meses siguientes, no se trazaron convenientemente para Morgan. Cuando el duque subió al Rhafallia para retornar, dejó a dos de sus tenientes para que debatieran con los asesores militares y con los capitanes del Orsal, y para que delinearan los detalles finales de la alianza defensiva. A Morgan no le agradaba delegar tales responsabilidades de importancia en los demás, pero en este caso no le había quedado otra alternativa. No podía permitirse pasar en la corte del Orsal los días que llevara concretar un acuerdo.
Además, durante el día, también el tiempo había empeorado. Cuando Morgan zarpó, a la puesta de sol, del astro no se veían trazas. El aire estaba tan inmóvil que el barco no pudo alejarse del muelle sin la ayuda de los remeros. La tripulación, con la resignación afable que caracterizaba a los marineros de las naves de Morgan, tomó los remos y se dispuso a trabajar. Y cuando el firmamento del este comenzó a poblarse de estrellas, las voces ásperas de los tripulantes cantaron salomas y tonadas de mar, tan antiguas como las primeras expediciones de la historia.
La nave marchaba a oscuras, salvo por las dos luces verdes de proa y de popa. En la cubierta de popa, el capitán Kirby hacia guardia al lado del timonel. Por debajo, amparados en el refugio de la plataforma, el maestre Randolph y los demás miembros de la comitiva de Morgan trataban de dormir sobre duras literas. El duque y Duncan habían sido alojados en la plataforma delantera, protegidos de la ligera llovizna por un toldo de lona que Kirby había sujetado antes de zarpar.
Pero Morgan no podía dormir. Se arrebujó alrededor de su manto y se asomó por fuera del toldo para contemplar las estrellas. Al este, el Cazador se había elevado por sobre el mar y su faja brillante titilaba con fulgor helado en el fresco aire de marzo. Morgan estudió las demás constelaciones con aire distraído, sin pensar en nada. Después, regresó a su litera y suspiró, con las manos unidas por detrás de la espalda.
—¿Duncan?
—Hummmm…
—¿Duermes?
—No —Duncan se sentó y se restregó los ojos con los nudillos—. ¿Qué sucede?
—Nada.
Morgan suspiró nuevamente y encogió las rodillas contra el pecho. Posó la barbilla sobre los brazos cruzados.
—Dime, Duncan. ¿Hemos logrado algo, además de perder a un buen hombre?
Duncan hizo una mueca triste, con los labios apretados en la oscuridad, y se obligó a adoptar un tono ligero.
—Bueno, conocimos al último retoño de la prole del Orsal. El séptimo, si mal no llevo la cuenta. Un crío robusto, como decimos en Kierney…
—¡Bendito sea el crío robusto! —comentó Morgan con una sonrisa alicaída—. También vimos a los orsalitos restantes, desde el primero hasta el sexto; el tercero de los cuales ha pasado ahora a integrar mi séquito. ¿Por qué no me lo impediste, Duncan?
—¿Yo? —rió Duncan entre dientes—. Pensé que estabas desesperado por tener en el castillo de Coroth a un nuevo escudero del Hort, milord general. Piénsalo… ¡Podrás llevar contigo a la batalla a un hijo del Orsal!
Morgan resopló con sorna.
—¡Seguro que sí! Si llevo a combatir al segundo heredero al trono hórtico y algo le sucede, Dios no lo permita, acabaré muriendo por culpa de un nuevo escudero. Lo último que faltaba. ¿Pero qué podía decir? Le debía un favor al Orsal. Y me habría sido muy difícil desistir cortésmente, con el niño allí delante.
—No necesitas explicármelo. Si hay problemas, siempre te queda la posibilidad de embarcarlo de regreso. Tengo la impresión de que Rogan se sentiría muy feliz —prosiguió Duncan esperanzado—. No creo que sea de temperamento aguerrido…
—Es cierto. No es la clase de hijo que cabría esperar del Hort de Orsal. Es el segundo, en orden de sucesión, y creo que le asusta tener que estar tan cerca.
Duncan asintió.
—Es un médico, un erudito o un monje en potencia, como pocas veces he visto. Es una lástima que nunca tenga la posibilidad de cumplir su vocación. En cambio, llegará a ser un funcionario de poca importancia en la corte de su hermano cuando llegue el momento. Siempre infeliz, sin saber nunca por qué. O tal vez sepa la causa, pero no pueda hacer nada al respecto. Eso es lo más triste de todo, creo. El niño me da pena, Alaric.
—También a mí —convino Morgan.
Sabía que Duncan también sentía la futilidad de estar atrapado en un papel que no deseaba cumplir, obligado por las circunstancias a ocultar su auténtico potencial y a enmascararse en un mundo que no había hecho ni pedido.
Con un suspiro, Morgan se apartó de la litera para contemplar el firmamento una vez más y, se acercó más a la proa, desde la cual provenía la verde luz de la lámpara. Se reclinó contra la barandilla, se quitó el guante derecho y sonrió al ver que del sello del Grifo parpadeaba una luz fría bajo la linterna verdosa.
Duncan apareció en la cubierta, sobre las rodillas y las manos, y se acuclilló al lado de su primo.
—¿Qué haces?
—Es la hora de la comunicación con Derry, si acaso tiene algo que decir —replicó Morgan. Frotó el anillo contra un extremo del manto—. ¿Quieres escuchar conmigo? Sólo iré al primer nivel del trance, a menos que él me llame.
—Ve —dijo Duncan. Se sentó con las piernas cruzadas, al lado del duque y asintió cuando estuvo listo—. Te sigo.
Ambos hombres posaron su atención sobre el Grifo. Morgan inhaló profundamente, para desencadenar el primer estadio del contacto mental deryni. Luego, al entrar en trance, exhaló lentamente. Sus ojos se cerraron; la respiración se tornó lenta y controlada. Entonces, Duncan tendió la mano y cubrió con ella el sello, para unirse en el contaco.
Se mantuvieron en el trance unos quince minutos. Al principio, sólo tocaron las conciencias de los tripulantes y de los miembros de la comitiva. Luego, se internaron en niveles más profundos y captaron los centelleos fugaces de otras mentes, cuyo roce, de tan fugaz, les fue ilegible. Pero no encontraron señales de Derry. Con un suspiro, Morgan regresó del trance y Duncan lo siguió.
—Bueno, supongo que no habrá nada nuevo —comentó Morgan. Meneó la cabeza ligeramente para desembarazarse de los últimos vestigios de adormecimiento que solían quedar después—. A menos que esté en graves problemas, sé que nos habría llamado si hubiese tenido algo importante que informar. —Sonrió—. Me temo que a nuestro joven amigo Derry le agradó lo bastante su primer contacto con la magia para dejar pasar una segunda oportunidad. No debe de haber tenido ninguna excusa con qué llamarnos. Creo que estará a salvo.
Duncan contuvo una risilla, mientras iba hacia su litera.
—Sorprende la facilidad con que tomó la magia, ¿no crees? Se comportó como si lo hubiera hecho durante toda su vida y, cuando supo que yo también era deryni, apenas se le movió un pelo…
—Producto de un largo adoctrinamiento —afirmó Morgan, con una sonrisa—. Derry lleva seis años actuando como mi asistente y, hasta hace dos noches, nunca le permití que me viera emplear los poderes directamente. Sin embargo, en ocasiones, vio los resultados de mis prácticas, aunque no los métodos. Por eso, cuando finalmente le llegó la hora de participar, no se preguntó siquiera si ser deryni sería algo pernicioso. Ya sabía la verdad. Además, tiene un potencial notable…
—¿Podría tener sangre deryni?
Morgan meneó la cabeza y se recostó.
—Me temo que no. Lo cual suscita otra interesante pregunta. Pienso a veces lo que podrían hacer los humanos si se les diera la oportunidad y si no estuvieran tan convencidos de que la magia es maléfica. Derry, por ejemplo, muestra una adaptabilidad sorprendente. Hay un número de conjuros sencillos que podría enseñarle en este momento, si estuviera aquí, y que no tendría dificultad alguna en dominar. Y ni siquiera tiene antepasados en ninguna de las familias humanas que, originariamente, llevaban el potencial para recibir poderes deryni, como la estirpe de Brion o el linaje del Orsal…
—Bueno, espero que sea cauteloso… —murmuró Duncan. Se puso de lado y se cubrió el cuerpo, soltando un gruñido—. Tener pocos conocimientos puede ser peligroso; en especial, si se trata de conocimientos deryni. Y, en este momento, el mundo no es un sitio muy seguro para los simpatizantes de nuestra estirpe.
—Derry sabe cuidar de sí mismo —aseguró Morgan—. Además, el peligro le hace bien. Estoy seguro de que está a salvo.
Capítulo VIII
… Porque humo vendrá de aquilón, no quedará uno solo en sus asambleas.
Isaías, 14:31
Pero Derry no estaba a salvo.
Esa mañana, después de partir de Fathane, había decidido encaminarse al norte, hacia Medras, en busca de información. No pensaba recorrer el trayecto completo hasta la ciudad, pues, si quería regresar a Coroth la noche siguiente, como Morgan había ordenado, no tendría tiempo suficiente. Pero, supuestamente, las tropas torenthinas se habían reunido en Medras, con que, si era prudente, tal vez pudiera obtener valiosa información que transmitir a Morgan.
Desde luego, al dejar atrás las puertas de Fathane, se recordó que tendría que ser mucho más prudente si pensaba realizar su trabajo en algún otro lugar como lo hizo en la taberna Jack Dog. El altercado de la noche anterior había sido mucho más brutal de lo que se atrevía a repetir.
Y ésa era otra razón más para marcharse de Fathane lo antes posible. No quería que lo vincularan con los dos cadáveres del callejón. Dudaba que alguno de sus compañeros de juerga pudiera recordarlo y, mucho menos, relacionarlo con las muertes. Pero los testigos tenían la mala costumbre de recordar las cosas en los momentos menos oportunos. Y si, por algún capricho de la suerte, lo recordaban… ¡vaya!, el asesino de los agentes que Wencit había escogido personalmente no podía esperar vida muy larga ni muy grata.
De modo que se había largado rumbo al norte y tierra adentro, hacia la ciudad de Medras. Ocasionalmente, se había detenido en hosterías y fuentes, a conversar con las gentes del lugar y a vender algunas de las pieles que llevaba en un fardo, detrás de la silla. Al mediodía, había llegado al camino que se abría rumbo a Medras, minutos atrás de una numerosa compañía de soldados de a pie que iban a esa ciudad. Y por poco no lo detuvieron e interrogaron un par de los que venían en la retaguardia.
Si anteriormente había tenido alguna duda, esa incipiente amenaza convenció a Derry de que lo mejor era no ir a Medras. Era hora de virar al oeste e ir a Corwyn. El crepúsculo halló a Derry cruzando los límites septentrionales del territorio de Morgan: la fértil región limítrofe que separaba a Corwyn de Eastmarch. Cerca de la frontera, los caminos eran notoriamente malos y el que Derry había escogido no era una excepción, pero había cabalgado a buen ritmo desde que cruzó la frontera entre Corwyn y Torenth. Sin embargo, ahora que la oscuridad se acercaba, el caballo de Derry se tambaleaba e iba al paso sobre el terreno desigual. Derry suspiró y se obligó a prestar más atención al animal.
Pronto sería de noche, pero tenía que llegar a un destino determinado antes de poder detenerse. Pues, si bien eran territorios de Morgan, también lo eran de Warin, si los rumores no se equivocaban. Un poco más adelante, había un pueblo con una hostería decente. Allí podría conseguir una buena cena, que necesitaba desesperadamente, y valiosa información.
Silbó una alegre melodía mientras el caballo avanzaba, y contempló el horizonte ligeramente a la izquierda. Entonces, se detuvo.
Qué extraño. A menos que se equivocara, el fulgor del crepúsculo detrás de la colina próxima no sólo provenía del sitio incorrecto (acababa de ver la puesta del sol unos treinta grados a la derecha), sino que cada vez se tornaba más brillante, en lugar de más oscuro.
¿Fuego?
Tiró de las riendas para oler el viento y escuchar. Frunció el ceño y se apartó del camino para internarse campo traviesa hacia la colina. Llevaba en la nariz el olor acre y amargo del humo. Y, al acercarse a la cresta de la elevación, vio que unas negras nubes se dirigían al cielo aún claro. Luego, también creyó oír unos gritos que reverberaban en el aire frío e inmóvil de la noche.
Sospechó lo peor y esperó equivocarse. Derry saltó de la silla y recorrió los metros restantes a pie. Su rostro perdió el color cuando los ojos recorrieron la escena que tenían ante sí.
Los campos ardían. Al sur, unas veinte hectáreas de trigo de invierno yacían, reducidas a cenizas, y altas llamas amenazaban con devorar una modesta finca al otro lado del camino que Derry abandonara.
Pero no sólo el fuego amenazaba a los habitantes de la finca. Había hombres armados y a caballo que asolaban el patio del solar, agitando espadas y lanzas y derribando a los hombres de librea verde, que trataban inútilmente de sortear los golpes.
El noble corazón de Derry quiso gritar en ese instante. Uno de los primeros preceptos de honor de un caballero es defender a los desvalidos y a los inocentes. Deseó ir al rescate con todo su ser.
Pero la razón bien le dijo que callara, que nada podría hacer un hombre solo contra tantos, salvo exponerse a morir. Y, aunque su muerte habría valido la de varios pillos, seguiría siendo una muerte inútil. Si moría, Morgan nunca podría saber lo que allí estaba sucediendo ni ayudar a los ocupantes de la finca.
Mientras Derry, con el vientre contra el suelo y el corazón desolado, miraba la escena, advirtió por el rabillo del ojo que un nuevo incendio crecía al norte de ese lugar y vio que un grupo de hombres corría con antorchas en las manos. Mientras los hombres se reunían y aguardaban en el camino, Derry vio que, en el patio, la matanza había concluido y que todos los hombres de librea yacían inmóviles. Notó con satisfacción que había otra figura tendida, pero no de librea. Sus camaradas recogieron al caído, lo tendieron sobre un caballo y aguardaron hasta que regresaron dos con antorchas para montar y retirarse.
De la parte trasera de la casa asomó una columna de humo. Humo en un sitio donde no había chimenea. Derry apretó los dientes y aguardó a que el último de los atacantes se alejara, del patio y se uniera a sus compañeros para desaparecer en las colinas, al norte.
Maldiciendo por lo bajo, Derry corrió hasta su caballo, saltó sobre la silla y comenzó a galopar salvajemente por la ladera. La casa ardía con voracidad y no había posibilidad de que pudiera salvarla, pero Derry debía cerciorarse de que no quedara nadie con vida en el sitio de la matanza.
Pudo llegar a cincuenta metros de la finca antes de que las llamas del trigo ardiente lo obligaran a regresar a! camino. Y entonces debió cegar a su caballo con el manto para que el animal pudiera pasar entre el fuego que consumía ambos lados del portón principal. Se endureció y tironeó de las riendas.
Había sido la casa de un señor de modestos recursos. Era un solar sin pretensiones, aunque lo que aún quedaba reflejaba que había sido bien conservado. Aparentemente, los sirvientes del señor habían ofrecido la mejor defensa que pudieron esgrimir. Había unos seis cadáveres en el patio y más en la entrada; en su mayoría, ancianos, vestidos con la ensagrentada librea verde y plata, que repetía el motivo del escudo de armas del solar.
Blasón: sinople, tres espigas de trigo sobre un cabrío argén. Lema: «Non concedo», «No cedo».
Sin duda, estos hombres no cedieron, pensó Derry, al abrirse paso a través del patio y recorrer los cuerpos con la mirada. Me pregunto dónde estará su señor. ¿Dónde?
Oyó un gemido a su izquierda y vio que algo se movía. Volvió el caballo para investigar y vio una mano alzada en son de súplica. Descendió de la silla, para hincarse al lado de un anciano con barba, que vestía también la librea verde y plata.
—¿Quién… quién sois? —susurró el hombre. Estrujó el manto de Derry y lo acercó para poder mirarlo a la luz del fuego—. No sois uno de ellos…
Derry meneó la cabeza y posó la cabeza del hombre sobre su rodilla. Había oscurecido y el rostro apenas era más que un manchón borroso bajo la débil lumbre, pero a Derry le bastó para saber que moría.
—Soy lord Sean Derry, amigo. Hombre del duque. ¿Quién os hizo esto? ¿Dónde está vuestro señor?
—Lord Sean Derry… —repitió el hombre, cerrando los ojos contra el dolor—. He oído hablar de vos. Vos… os sentáis en el consejo del joven rey, ¿verdad?
—A veces —confirmó Derry, frunciendo el ceño en la oscuridad—. Pero ahora lo más importante es que me digáis qué ha ocurrido. ¿Quién es responsable de esto?
El anciano levantó una mano y señaló vagamente al oeste.
—Vinieron de las colinas, milord. Una banda de rufianes a las órdenes de Warin de Grey. Mi joven señor, el Sieur de Vali, ha ido a Rhelledd a solicitar la ayuda del duque para todos los señores terratenientes del lugar, pero ya veis…
Sus palabras se perdieron y Derry pensó que había muerto, pero luego la voz cascada prosiguió:
—Decidle al duque que luchamos lealmente hasta el final, milord. Aunque sólo somos ancianos y niños, decidle que no nos habríamos rendido ante «el Santo», por mucho que sus esbirros nos amenazaran…
Tosió, y un hilo de sangre negra asomó por la comisura de la boca. Entonces, pareció obtener fuerzas de quién sabrá dónde, y levantó la cabeza un poco para sujetarse al manto de Derry.
—Vuestra daga, milord. ¿Puedo verla?
Derry frunció el ceño, preguntándose si el hombre querría el golpe de gracia. Debió haberlo dicho con el rostro, pues el anciano sonrió y meneó la cabeza al aflojarla sobre las rodillas de Derry, una vez más.
—No os pediría eso, milord —murmuró, buscando los ojos de Derry—. No temo a la muerte, pero busco el solaz de una cruz para que guíe mi paso al otro mundo.
Derry asintió, con rostro grave y solemne, y extrajo la daga de la bota. La tomó por la hoja, con la empuñadura del lado distante, y la sostuvo ante los ojos del hombre. La luz pálida arrojó una sombra débil sobre el rostro del anciano, que sonrió, y se llevó a los labios la empuñadura. Entonces, su mano cayó inerte y Derry supo que acababa de morir.
Descansa en paz, viejo y buen servidor, pensó. Se persignó con la empuñadura de la hoja y la devolvió a la vaina. Conque Warin de Grey ataca de nuevo. Sólo que esta vez, en lugar de amenazas e incendios, hay muerte y matanza indiscriminada.
Paseó la mirada por última vez alrededor del patio desolado, iluminado por la luz tétrica de las llamas. Derry se puso de pie, jugueteó con las riendas, indeciso, y montó.
En realidad, no habría debido hacer lo que decidió. Todo indicaba que lo mejor seria acudir a un lugar seguro y aguardar la hora de ponerse en contacto con Morgan. Su comandante no aprobaría el riesgo que Derry se disponía a correr.
Pero la lógica no siempre era la mejor respuesta, en opinión de Derry. A veces, para poder hacer determinadas cosas, había que emplear métodos poco ortodoxos. Aun a costa de grandes riesgos personales.
Espoleó al animal, salió del patio y siguió a los atacantes por el camino que los había alejado de allí. Si conocía bien a las bandas, ésta no iría muy lejos esa noche. Era tarde para viajar por esos caminos y no había luna. Además, llevaban a un hombre herido. Si sólo estaba lastimado, habría muchas posibilidades de que se detuvieran en poco tiempo para atenderlo.
Por otra parte, estaba la cuestión de Warin. No había participado con el grupo que atacó al terrateniente. Derry lo supo con certeza al ver la carnicería. Y el anciano del patio no había dicho nada sobre la presencia del enérgico rebelde, sólo mencionó a sus hombres. Derry estaba seguro de que Warin habría sido identificado si hubiera estado presente.
Eso significaba que Warin debía de estar en algún lugar vecino, tal vez con otra banda, y que se reuniría con el resto de sus hombres antes de que la noche concluyera. Derry debía intentar estar allí cuando eso ocurriese.
La hora siguiente fue una tortura para Derry. A medida que la noche fue descendiendo, la despoblada campiña quedó casi completamente a oscuras. Y, por otra parte, los caminos no habían mejorado desde que dejara la finca del Sieur de Vali.
Sin embargo, aparentemente corrió mucho más de lo esperado. No tardó mucho antes de que la oscuridad se alegrara con las luces tenues y titilantes de la aldea de Kingslake. Mientras Derry guiaba su exhausto caballo por la calle principal del poblado, vio de pronto el contorno de la Hostería del Tabardo Real, que se recortaba contra el cielo nocturno. Si tenía suerte, allí podría conseguir un caballo descansado antes de continuar la pesquisa y tal vez saber qué dirección habían tomado los jinetes, pues pasando Kingslake el camino se bifurcaba.
La Hostería del Tabardo Real era un edificio de dos plantas, sólidamente construido en madera y con una historia de doscientos años. Albergaba a cuarenta huéspedes y tenía una taberna célebre en la región. Antes de toparse con la finca en llamas, ése había sido el destino inicial de Derry. Ansió detenerse a beber un buen jarro de cerveza antes de continuar su ruta.
Pero cuando Derry se aproximó al establo adyacente, vio que había unos treinta o cuarenta caballos sudorosos, descansando, y un solo hombre montando guardia. Estaba muy bien armado, lo cual le resultó extraño, ya que sólo vestía con un sencillo atuendo campesino. Pero en él se leía un aire confiado y feroz, un aura de intención mortal que obligó a Derry a mirarlo dos veces.
¿Sería posible que fuese uno de los asaltantes? ¿Y que hubieran escogido el Tabardo Real como sitio de descanso?
Casi sin creer en su prodigiosa buena fortuna, Derry desmontó y condujo el caballo hacia el establo. Los arreglos para disponer de un animal descansado le llevaron apenas unos minutos, tras lo cual Derry se dirigió a la taberna con intención de beber una jarra de cerveza, por si al guardia se le ocurría preguntar.
Al pasar frente al hombre se tocó el sombrero y saludó amablemente, y el guardia le devolvió el saludo con cortesía. Pero había algo extraño en él; quizá fueran los emblemas, con la imagen de un halcón, que llevaba bordados en el sombrero y en el hombro izquierdo. Derry entró en la hostería con el ceño fruncido.
Dentro, la escena no concordaba con lo que Derry había esperado. Al acercarse, le pareció que la taberna se encontraba excesivamente silenciosa, para el número de caballos que había afuera; semejante cantidad de hombres bebiendo debía hacer mucho más alboroto. Incluso la sola presencia de los concurrentes locales habría ocasionado, al menos, un grave murmullo de conversación en una noche como tantas.
Pero no era una noche habitual. Los ciudadanos de la aldea y de la campiña se encontraban allí y también estaban bebiendo. Los hombres que había en el lado opuesto de la taberna tampoco los estaban importunando. Eran los mismos que Derry había visto en la finca de De Vali y todos llevaban el mismo emblema del halcón.
Pero ninguno hablaba. Y los jinetes de la banda de merodeadores se inclinaban, callados, alrededor de una larga mesa de caballetes, que habían llevado hasta la izquierda del salón; contemplaban una figura, ensangrentada e inmóvil, que yacía tendida sobre las tablas.
Derry fue hasta una silla, que parecía estar en territorio neutral, y frunció el ceño. El hombre que descansaba sobre la mesa —el que había creído muerto por los defensores de la finca— aparentemente todavía no había fallecido. Una niña con vestido de campesina le empapaba la cabeza con toallas que humedecía en una tina de madera, a su lado. Cuando la joven posaba los paños, el hombre gemía y los ojos de ella se paseaban nerviosamente por los hombres que la observaban y rodeaban. Pero allí tampoco hablaba nadie.
Otra niña trajo una bandeja llena de jarras de cerveza y las repartió entre los jinetes. Algunos se sentaron en silencio a beber de las jarras, pero no hubo conversación ni movimientos excesivos. Era como si los hombres esperaran y escucharan. Los parroquianos, desde el otro lado del salón, también lo percibían y aguardaban.
Derry cogió la jarra de cerveza que le trajo el tabernero y dio un largo sorbo. Se obligó a contemplar el fondo de la jarra para no ver a los jinetes.
¿Qué sucedería?, se preguntó. ¿Estarían aguardando la llegada de Warin? ¿Y qué creían poder hacer por el hombre que agonizaba en la mesa, al borde de la muerte?
Se oyó el sonido de jinetes que detenían los caballos afuera; tal vez veinte. En corto tiempo, un segundo grupo entró en la taberna. Sus miembros llevaban también el emblema del halcón sobre los mantos y los sombreros. Y su cabecilla, tras murmurar unas palabras con el que atendía al caído, indicó a sus camaradas que se unieran al grupo anterior. Se trajeron más jarras de cerveza y, nuevamente, nadie habló. Parecía que el nuevo cabecilla tampoco era Warin.
Así continuó la situación durante media hora más, mientras Derry vaciaba otra jarra y una tercera y trataba de elucidar lo que ocurría. Entonces se oyeron más cascos en el camino; esta vez no más de una docena. Los animales se detuvieron, entre relinchos, resoplidos y ruidos de alforjas y de cinchas. El salón se tornó más silencioso aún. En el aire se percibía una tensión estática. Derry se volvió lentamente hacia la puerta y la hoja se abrió de par en par, para dar paso a una figura que no podía sino ser el mismo Warin. Derry se quedó paralizado, como todos los demás parroquianos, que ni siquiera se atrevieron a respirar.
Warin no era un hombre corpulento. En realidad, de no haber sido por su porte real, habría pasado por bajo. Pero esto quedaba totalmente eclipsado por su imponente presencia, que irradiaba un aura indescriptible, como si fuera una entidad viviente.
Los ojos eran oscuros, casi negros, dotados de una intensidad indómita y casi temeraria. Cuando la mirada del hombre se posó en los ojos de Derry, al joven se le puso la carne de gallina. (Una vez, Derry había visto esa mirada en el rostro de Morgan y, sólo con recordar lo que presagiaba ese brillo, volvió a estremecerse.) El cabello de Warin era castaño y crespo, de un color opaco y de corta longitud. Llevaba una barba muy recortada y un bigote del mismo color pardo.
Sólo él, entre sus hombres, llevaba lo que podía ser descrito como un uniforme: un fuerte jubón de cuero gris sobre una túnica, unos calzones y un par de altas botas del mismo color. El emblema del halcón, que llevaba sobre el pecho, era grande y cubría la mayor parte del ancho torso. El emblema del sombrero no era bordado sino de plata. Llevaba una amplia capa de montar, de color gris, que le llegaba a los pies y casi barría el suelo. Y, hasta donde pudo ver Derry, no llevaba armas.
En el recinto se oyó un murmullo. Derry, de pronto, se encontró capaz de volver a respirar. Se atrevió a mirar a los hombres de Warin, apostados alrededor de la mesa, y se dio cuenta de que, al ver a Warin, todos se habían llevado el puño al corazón y habían inclinado la cabeza. Warin asintió, reconociendo el saludo, y todos posaron la mirada expectante sobre el que yacía en la mesa. Se hicieron a un lado. Warin avanzó enérgicamente hacia ellos. Entonces los parroquianos reunieron coraje para trasladarse al centro de la taberna, con el fin de mirar los movimientos del cabecilla rebelde. Derry se unió cautelosamente al grupo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Warin. Su voz era grave, mesurada y cargada de autoridad.
—En la finca del Sieur de Valí, Santo —informó humildemente el portavoz del primer grupo—. De Valí había ido a solicitar la ayuda del duque y sus hombres opusieron resistencia. Tuvimos que incendiar la finca.
Warin se volvió sobre sí y miró con sus ojos negros al que había hablado.
—Eso no fue inteligente, Ros.
Ros cayó de rodillas y hundió el rostro en las manos de Warin.
—Perdonadme, Santo —murmuró—. No tengo vuestra sabiduría.
—Procura que no vuelva a suceder —repuso Warin con una ligera sonrisa, y tocó el hombro del contrito, para disculparlo.
Mientras el hombre se ponía de pie, con el rostro transfigurado de respeto, Warin volvió su atención al hombre herido y comenzó a quitarse los guantes de cuero gris.
—¿Dónde está la herida?
—En un costado, señor —murmuró un hombre desde el lado opuesto de la mesa. Apartó la túnica rasgada del compañero para mostrar la herida—. Temo que se le haya perforado el pulmón…
Warin se inclinó para examinar la lesión, fue hasta la cabeza del hombre y le levantó un párpado. Asintió, se irguió y guardó los guantes en el cinturón. Entonces, miró a los hombres que aguardaban con ansiedad.
—Con la ayuda de Dios, salvaremos a este hombre —y abrió ambos brazos a los costados, en son de súplica—. ¿Oraréis conmigo, hermanos?
Como un solo hombre, los seguidores de Warin se hincaron de rodillas, con los ojos fijos sobre su adalid, mientras éste cerraba los ojos y comenzaba a rezar.
—In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, Amen. Oremus.
Mientras Warin entonaba las frases en latín, Derry lo observaba con los ojos desorbitados. Se obligó a mirar más de cerca. A menos que él también estuviese cayendo bajo el poderoso carisma del cabecilla rebelde, alrededor de la cabeza de Warin comenzaba a formarse un tenue halo de azul violáceo que parecía la aureola de los santos.
Derry controló una exclamación de sorpresa, se mordió el labio y aprovechó el dolor para quebrar el encantamiento. No había forma de que eso pudiera suceder. Los seres humanos no tenían halos y ya no había santos. Pero su mente no le estaba jugando una mala pasada; Morgan le había enseñado a ver a través de la ilusión y eso era pura realidad, por mucho que Derry quisiera hacerlo desaparecer.
—Así, oh, Dios, envía tu poder curador a través de estas manos y haz que tu siervo Martin viva para glorificarte. Por Jerucristo, tu Hijo, Nuestro Señor, quien vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, Dios eterno. Amén.
Cuando Warin terminó de rezar, bajó la mano derecha para posarla ligeramente sobre la frente del hombre herido, y dejó que la izquierda cubriera la herida abierta y ensangrentada que mataba al hombre por un costado. Se produjo un silencio mortal durante un minuto y el corazón de Derry latió desbocado: esa luz que, según él, no podía estar allí, pareció extenderse por los brazos de Warin hacia la forma tendida debajo.
Entonces, el hombre llamado Martin se estremeció y exhaló un largo suspiro. Abrió los ojos y parpadeó, sorprendido al encontrar que su adalid estaba de pie ante él.
Warin abrió los ojos y sonrió. Luego, ayudó a Martin a sentarse. Se oyó un suspiro de estupor y de respeto cuando el hombre herido bajó de la mesa y tomó la jarra que alguien le ofrecía. La vació y uno de los parroquianos contuvo el aliento, al tiempo que señalaba el cuerpo de Martin. No había señal de ninguna herida, salvo el desgarro sangriento de su túnica.
—Deo gratias —murmuró Warin, se persignó y bajó la vista. El aura había desaparecido.
El cabecilla miró curiosamente a su alrededor mientras sacaba los guantes de la cintura y comenzaba a ponérselos. En la mano izquierda tenía sangre, allí donde había tocado la herida de Martin. Uno de los hombres lo advirtió y cayó de rodillas para frotarle la mancha con un extremo de su manto. Warin sonrió y posó la mano sobre la cabeza del hombre por un instante, como para bendecirlo. Luego siguió poniéndose los guantes sin comentarios. El otro se puso de pie con una expresión de pura felicidad.
La mirada de Warin recorrió el salón una vez más y, de nuevo, Derry sintió esa sensación helada cuando los ojos del hombre se posaron en los suyos. Después, Warin fue hasta la puerta. Al verlo moverse, sus hombres vaciaron las jarras, se pusieron de pie y reunieron las pertenencias que habían traído consigo. Se agolparon alrededor de su adalid. Uno de los tenientes de Warin tomó unas monedas de oro de un bolsillo y pagó al hostelero. Y cuando Warin llegó hasta la puerta, uno de los parroquianos, de pronto, cayó de rodillas y exclamó:
—¡Es un milagro! ¡El Señor nos ha enviado un nuevo mesías!
Casi instantáneamente, sus palabras fueron repetidas por la mitad de las personas que había en la taberna, que se postraron para persignarse fervorosamente. Cuando Warin se volvió, ya en la puerta, Derry también se hincó con los demás, aunque, sin duda, no creía que allí hubiese sucedido ningún milagro.
El cabecilla rebelde escrutó la sala una última vez, con la mirada serena, magnánima y benévola. Levantó la mano derecha a modo de bendición, y desapareció en la oscuridad. No bien el último seguidor de Warin salió de la taberna, Derry se puso de pie y corrió hasta la ventana.
Ahora que Warin ya no estaba y que Derry podía volver a pensar con claridad, comprendió qué es lo que había en aquel hombre que le resultara tan desconcertantemente familiar. Era su presencia, que había percibido antes en personas como Morgan, Duncan, Bríon y el joven rey Kelson; esa impresión de poder y mando innatos que casi siempre acompañaban a cierto don, no muy reputado en esos días.
Atisbo a través del cristal empañado de la taberna y vio cómo Warin y sus secuaces desaparecían por el camino, tras la lumbre de una tea. No los siguió. Ya no le sería necesario, con lo que acábaba de saber. Además, debía trasmitir la información a Morgan lo antes posible.
Era muy tarde. Sabía que, al menos una hora atrás, había perdido la oportunidad de establecer contacto con su comandante por ese día. Pero no importaba; si cabalgaba deprisa y no se cruzaba con más infortunios, estaría en Coroth poco después del mediodía de la jornada siguiente.
No veía la hora de ver el rostro de Morgan cuando le dijese que, en su opinión, ¡Warin podría ser deryni!
Capítulo IX
Y él les enviará salvador y príncipe que los libere.
Isaías, 19:20
—¿Que Warin es qué? —Morgan contuvo el aliento—. Derry, debes estar bromeando.
Morgan y Duncan estaban sentados bajo un árbol, en el sector de ejercitación adyacente a la armería donde habían estado probando unos espadones, cuando Derry había aparecido por las puertas del castillo de Coroth media hora atrás. Derry estaba cansado y hambriento cuando se echó sobre la hierba, al lado de su comandante. Pero sus ojos brillaron al relatar lo sucedido en la Hostería del Tabardo Real la noche anterior.
Morgan se envolvió el cuerpo con la toalla y se enjugó el rostro. Seguía sudando después de la sesión de entrenamiento que había tenido con Duncan. Derry aguardó su reacción y, al cabo de unos segundos, el duque meneó la cabeza, incrédulo.
—Bueno, esto es algo totalmente inesperado —comentó, mientras se pasaba una mano por la frente—. Derry, ¿estás seguro?
—Desde luego que no lo estoy —replicó Derry. Se quitó el sombrero de cacería y le sacudió el polvo, agitado—. Pero, milord, ¿los humanos pueden hacer algo como lo que he descrito?
—No.
—Padre Duncan, ¿creéis que Warin pueda ser un santo?
—Los ha habido más extraños aún —replicó Duncan enigmáticamente, pensando en la visión que había tenido en el camino.
Derry frunció los labios, pensativo, y miró a Morgan.
—Bueno, milord. Curó a ese hombre y, por lo que vos me habíais dicho, tenía la impresión de que sólo los deryni podían hacer algo así.
—Yo puedo hacer algo así —le corrigió Morgan, mirando a la tierra que se extendía ante sus piernas desnudas, con gesto ceñudo—. No sé si podrán hacerlo otros deryni. Nunca he oído de nadie que lo hiciera en tiempos recientes, hasta que lo empleé para salvar tu vida el año pasado.
Derry inclinó la cabeza y recordó el ataque, sufrido por la guardia que él comandaba, la noche anterior a la coronación de Kelson. Los habían pillado por sorpresa y superado numéricamente en la oscuridad. Recordó el dolor lacerante, al sentir que una espada le perforaba el cuerpo, y la caída, mientras pensaba que jamás volvería a ponerse de pie.
Y luego despertó en su habitación y ya no había trazas de la herida. Como si nunca hubiese existido. Y mientras, un médico incrédulo se inclinaba sobre él, incapaz de dar explicación alguna. Semanas después, Morgan le contaría que había posado su mano sobre la frente de Derry… y que le había hecho sanar.
Derry levantó la vista y asintió.
—Lo siento, milord. No quiero faltaros el respeto. Pero sois deryni y podéis curar. Y Warin también puede.
—Y Warin también puede… —repitió Morgan.
—Bueno, si es deryni, está claro que no puede tener conocimiento de que lo es —intervino Duncan, mientras se rascaba la pierna y con la cabeza inclinada miraba a su primo—. Personalmente, no puedo creer que el autor de los rumores que he oído pueda ser tan hipócrita como para perseguir a los de su propia estirpe.
—No sería la primera vez que sucede…
—Ah, claro que ya ha sucedido antes; y a cargo de expertos. Siempre hay hombres dispuestos a vender lo que fuere por el precio conveniente. Pero no es la impresión que tengo de Warin. Es sincero. Está convencido de que su causa es justa, de que ha recibido un mandato divino. Y lo que acabas de decirnos de él, Derry, sobre la curación del hombre herido y el efecto que causó en sus seguidores…, parece confirmar mi impresión.
—El problema —continuó Morgan, mientras se ponía de pie y recuperaba la espada— es que Warin se comporta como tradicionalmente lo han hecho los santos y los mesías. No tenemos la suerte de que esos mismos actos se atribuyan a los deryni, aunque las leyendas de muchos santos cristianos podrían originarse en poderes deryni. Si, este conocimiento se propagara, desbarataría cualquier proyecto de rebelión, sólo que… ¿cómo se imparte este conocimiento cuando los hombres de Warin son tan leales y devotos como Derry dice?
Derry asintió.
—Es cierto, milord. Sus secuaces ya lo consideran un santo, y lo llaman así. Los parroquianos de Kingslake están convencidos de que vieron un milagro con sus propios ojos, según la más pura tradición bíblica. ¿Cómo se lucha contra una evidencia así? ¿Cómo se le dice a la gente que su mesías es un impostor? ¿Que es precisamente aquello contra lo cual predica, sólo que lo ignora? Especialmente, si uno lo que quiere es que la gente termine por sentir amor hacia los deryni.
—Se le dice muy cuidadosamente, poco a poco —repuso Morgan en voz baja—. Y en este momento no se le está diciendo nada. Pues, por ahora, a menos que podamos hacer algo al respecto, la gente parece estar congregándose en torno a su causa.
—Y se sumarán muchos más cuando sepan lo que han tramado los arzobispos —agregó Duncan—. Derry, tú no sabías esto, pero el arzobispo Loris ha convocado a todos los obispos del Reino a que se reúnan en un cónclave en Dhassa pasado mañana. El obispo Tolliver partió esta mañana. No se atrevió a oponerse al llamamiento. Ni osará negarse cuando Loris presente su decreto de Interdicto ante la Curia reunida. Creo que sabes lo que ello significa…
—¿Realmente pueden imponer el Interdicto sobre Corwyn? —preguntó Derry.
Comenzaron a caminar hacia el patio principal. Morgan y Duncan llevaban sus espadas y Derry retorcía el sombrero entre las manos.
—Pueden y lo harán a menos que algo suceda —respondió Morgan—. Por eso, Duncan y yo partimos rumbo a Dhassa hoy por la noche. Probablemente no tenga sentido apelar directamente a la Curia. Dudo que escuchen, por mucho que tenga que decirles. Pero Loris no lo esperará y, al menos, podré impresionarlos lo bastante para que mediten sobre lo que piensan hacer. Si el Interdicto se promulga, con semejante poder en manos de Warin, creo que la campiña lo seguirá en una guerra santa contra los deryni. Aunque tenga que fingir sometimiento y ponerme en manos de la Curia, para manifestar mi arrepentimiento, debo impedirlo a toda costa.
—Entonces, ¿puedo ir con vos, milord? —preguntó Derry, mirando a Morgan con ansiedad mientras caminaban—. Creo que podría seros de ayuda…
—No. Ya me has ayudado bastante, Derry, y tengo una misión más importante para ti. Cuando hayas recuperado unas horas de sueño, necesito que salgas rumbo a Rhemuth. Kelson debe saber lo que ha sucedido y Duncan y yo no podremos decírselo si queremos alcanzar a la Curia antes de que sea demasiado tarde. Si Kelson ya ha partido hacia Culdi para cuando llegues, sigúelo hasta allí. Es vital que sepa lo que nos has contado esta tarde.
—Sí, milord. ¿Debo tratar de ponerme en contacto con vos?
Morgan negó con la cabeza.
—Si hay necesidad, nosotros nos comunicaremos contigo. Mientras tanto, duerme. Quiero que salgas al anochecer.
—Muy bien.
Mientras Derry se alejaba a paso veloz, Duncan suspiró y sacudió la cabeza.
—¿Qué problema tienes? —preguntó Morgan—. ¿Estás desanimado?
—A decir verdad, muy alentado no me siento…
—Primo, una vez más has leído mi mente. Ven, será mejor que nos demos un baño. Hamilton tendrá reunidos a mis oficiales en media hora para que imparta instrucciones. Tengo la sensación de que será una tarde muy larga.
Esa misma tarde, Bronwyn caminaba sin rumbo por la terraza del castillo de Culdi. El sol había brillado todo el día, como si quisiera secar la humedad de las pasadas semanas de lluvia. Las aves del sur ya habían comenzado a retornar de su migración invernal, para gorjear con su canto atrevido en el jardín, que salía de su letargo.
Bronwvn se detuvo en la balaustrada y se reclinó para contemplar un estanque de peces que se extendía a un metro de ella. Luego continuó su paseo, solazándose con el aire dulce y tibio y con el ambiente acogedor del antiguo palacio. Retorció un mechón de cabello rubio entre sus dedos y sonrió, mientras sus pensamientos divagaban tan inciertos como sus pasos.
El séquito que acompañaba a los novios había llegado a la montañosa ciudad de Culdi la noche anterior, tras un viaje agradable, aunque húmedo, desde la ciudad capital de Kevin, en Kierney. Habían dado un baile, y esa mañana se había destinado a una cacería en honor de los futuros desposados. Ella y lady Margaret habían empleado las primeras horas de la tarde en inspeccionar los jardines llenos de pimpollos y Bronwyn fue mostrando a su futura suegra los lugares más amados de la familiar región.
Culdi guardaba preciados recuerdos para Bronwyn, pues, durante su infancia, ella, Alaric, Kevin y Duncan habían pasado muchos veranos felices allí. Lady Vera McLain, que había sido una segunda madre para Bronwyn y para su hermano, a menudo solía llevar a los niños McLain y Morgan al castillo de Culdi en la época estival.
Bronwyn recordó sus brincos por los jardines en flor, que siempre mostraban su colorido en esos meses del año; recordó el verano en que Alaric se cayó de un árbol y se rompió un brazo; la estoica valentía con que el niño de ocho años soportó el dolor… Rememoró los pasadizos secretos que corrían entre los muros del palacio, en donde ella y los niños solían jugar al escondite. Y la capilla serena y silenciosa, donde su madre yacía en su eterno descanso. Era un sitio que Bronwyn solía aún visitar cuando deseaba meditar.
Nunca había llegado a conocer a su madre. Lady Alyce de Corwyn de Morgan había fallecido apenas unas semanas después de haber dado a luz a su pequeña hija, víctima de la fiebre de la lactancia que, tan a menudo, reclamaba las vidas de las jóvenes madres. Alaric la recordaba, o al menos eso decía. Pero los recuerdos de Bronwyn sólo se remontaban a los cuentos maravillosos que lady Vera les narraba sobre la mujer que los había concebido, y a un dejo de tristeza por nunca haber podido conocer a una mujer tan espléndida y prodigiosa.
Recordando el pasado, Bronwyn se detuvo en la terraza y, a continuación, regresó resueltamente hacia sus aposentos. Todavía era temprano. Si no se demoraba, tendría tiempo de visitar la pequeña capilla antes de vestirse para la cena. Pero a esa hora del día el recinto estaría frío y húmedo. Tendría que llevar un manto.
Casi había llegado a las puertas de la terraza, que daban a su recámara, cuando tropezó con una rendija del embaldosado. Cuando recuperó el equilibrio, se inclinó para frotarse el pie, disgustada y sin prestar atención a nada en particular. Pero pronto advirtió que de sus aposentos llegaban voces. Voces de mujer.
—Bueno, no entiendo por qué la defiendes tanto —exclamaba una.
Bronwyn reconoció la voz de lady Agnes, una de sus damas de compañía. Al comprender que hablaban de ella, se acercó un poco a la puerta.
—Es cierto —agregó otra—. No es como si fuera una de nosotras…
Ésa era lady Martha.
—Es una mujer igual que nosotras —protestó suavemente una tercera voz, que Bronwyn identificó fácilmente como la de Mary Elizabeth, la favorita de Bronwyn—. Y, si está enamorada de él y él de ella, no veo ningún motivo de vergüenza para nadie…
—¿Ningún motivo de vergüenza? —musitó Agnes—. Pero si es… si es…
—Agnes tiene razón —señaló Martha abiertamente—. El heredero al ducado de Cassan debería casar con una mujer de alcurnia mucho más elevada que la hija de una…
—¡Que la hija de una simple deryni! —concluyó Agnes.
—Nunca conoció a su madre —terció Mary Elizabeth— y su padre fue noble. Además, sólo es medio deryni.
—Y, para mi gusto, medio deryni ya es bastante —señaló Martha enfáticamente—. ¡Por no hablar de ese hermano ínsufrible que tiene!
—Ella no puede evitar que su hermano sea como le parezca —prosiguió Mary Elizabeth, con firmeza pero con calma, en medio de la discusión—. Y, además de ser más explícito con sus poderes de lo que sería recomendable…, no hay nada de malo en el duque. No puede hacer nada con respecto a su ascendencia deryni, igual que Bronwyn. Y si no fuera por el duque Alaric nadie sabe quién sería el monarca de Gwynedd hoy en día…
—Mary Elizabeth, ¡lo estás defendiendo! —la acusó Agnes—. Vaya, eso es casi una blasfemia…
—¡Es blasfemia! —espetó Martha—. Y, además, raya con la traición…
Bronwyn había oído suficiente. Con una sensación de náuseas en la boca del estómago, se apartó de la recámara y regresó por la terrza, en silencio. Finalmente, descendió los peldaños rumbo al lejano jardín.
Siempre parecía suceder algo así. Nunca podía vivir un par de semanas o de meses sin que algo le recordara ese oscuro fantasma de sus orígenes.
Cuando comenzaba por fin a sentir que había olvidado su linaje deryni, que había sido aceptada por lo que era y que ya no la consideraban una bruja intrigante, siempre sucedía algún incidente como ése. Alguien recordaba su linaje y se valía del hecho para distorsionar la verdad, hasta presentarla como algo sucio y desagradable. ¿Por qué son tan crueles los seres humanos?, pensó.
Son, repitió. Entonces se rió amargamente al reemprender la marcha. Allí estaba, de nuevo pensando en términos de ellos y nosotros. Sucedía cada vez que se veía en una situación semejante.
Pero ¿por qué tuvo que comenzar todo en un principio? Por mucho que la Iglesia decretara lo contrario, nunca hubo nada malo en ser deryni. Como Mary Elizabeth lo señalara, uno no podía controlar las circunstancias de su nacimiento. Además, ella jamás había usado sus poderes.
Bueno, casi nunca.
Frunció el ceño y se encaminó hacia la capilla de su madre y cruzó los brazos sobre el pecho para protegerse del aire frío de la tarde.
Debía admitir que, ocasionalmente, utilizaba sus poderes para incrementar sus sentidos de la visión, del oído o del olfato cuando le era necesario. Y una vez, años atrás, había formado un lazo mental entre ella y Kevin, cuando ambos eran pequeños y el placer de lo prohibido superaba el temor al castigo por ser descubiertos.
Y también, otras veces, llamaba a las aves en los jardines, para que acudieran a sus brazos en busca de alimento; aunque siempre se aseguraba de que nadie la viese.
Pero, de todas formas, ¿qué mal podía haber en esa magia? ¿Cómo podían decir que era perversa, maléfica? Estaban celosos, ¡eso era todo!
Mientras pensaba en todo esto, reparó en una alta figura que venía hacia ella. Su cabello blanco y su jubón gris le dijeron inconfundiblemente que era el arquitecto Rimmell. Cuando estuvo a su altura, el hombre se apartó un paso para dejarla pasar, y se inclinó hasta la cintura en una respetuosa reverencia.
—Excelencia —murmuró, mientras Bronwyn reemprendía la marcha.
Bronwyn hizo un gesto amable con la cabeza y continuó andando.
—Excelencia, ¿podría cambiar unas palabras con vos? —insistió Rimmell.
La siguió unos pasos y se detuvo, para volver a inclinarse cuando Bronwyn se volvió hacia él.
—Desde luego, maestro Rimmell. ¿Qué deseáis?
—Gracias, señora —balbuceó Rimmell, nervioso, y bajó la cabeza nuevamente—. Me preguntaba si a mi señora le agradarían los proyectos para el palacio de Kierney. No tuve la oportunidad de preguntárselo antes, pero pensé en solicitar la opinión de vuestra excelencia, mientras hay tiempo para reformar los planes.
Bronwyn sonrió y asintió apreciativamente.
—Gracias, Rimmell. En realidad, los proyectos me agradaron sobremanera. Tal vez, si lo deseáis, mañana podemos volver a examinarlos. No se me ocurre nada que desee cambiar, pero os agradezco esta gentileza.
—Vuestra excelencia es muy gentil —murmuró Rimmell, con una nueva reverencia, mientras pugnaba por ocultar la alegría que le producía el hecho de que Bronwyn conversara con él—. ¿Podría… podría escoltar a vuestra excelencia a alguna parte? La tarde se está tornando fría y aquí, en Culdi, la bruma cae de un momento a otro.
—No, gracias —respondió Bronwyn. Meneó la cabeza y se frotó los brazos como aseverando la mención del aire fresco—. Me disponía a visitar la tumba de mi madre. Si no os molesta, prefiero ir sola.
—Desde luego —Rimmell asintió, comprensivamente—. En tal caso, ¿vuestra excelencia sería tan amable de aceptar mi manto? En la capilla hay corrientes a esta hora del día, y el atuendo de vuestra excelencia, aunque sienta perfectamente para el tiempo soleado, no ofrecerá mucha protección dentro de la cripta…
—¡Vaya, gracias, Rimmell! —dijo Bronwyn, y sonrió agradecida, mientras el arquitecto le echaba el manto gris por encima de los hombros—. Haré que uno de mis criados os lo devuelva esta tarde…
—No hay prisa, excelencia —repuso Rimmell. Dio un paso atrás, y se inclinó con deferencia—. Buenas tardes.
Mientras Bronwyn proseguía su paseo, envuelta en el manto de Rimmell, el hombre la miró un instante con ojos arrobados. Luego giró en la dirección que llevaba antes. Iba a subir los peldaños que llevaban a la terraza cuando vio a Kevin que salía de sus aposentos, al final, y descendía la escalera.
Kevin iba bien rasurado, con el cabello castaño cuidadosamente peinado, y se había mudado las ropas sucias de cacería por un corto jubón de terciopelo marrón. Del hombro izquierdo pendía descuidadamente el tartán de los McLain. Taconeó los escalones con las botas recién lustradas, de espuelas relucientes, con un tintineo de vainas y cadenas, y vio a Rimmell. Lo detuvo en el centro de la escalinata.
—Rimmell, terminé de ver esos planos que me dejaste esta mañana. Puedes ir a mi recámara a buscarlos si lo deseas. A propósito, hiciste un trabajo maravilloso.
—Gracias, milord.
Kevin se disponía a seguir, pero se detuvo nuevamente.
—Rimmell, por casualidad, ¿has visto a lady Bronwyn? No puedo encontrarla por ninguna parte.
—Creo que la encontraréis en la tumba de su madre, milord. Cuando me crucé con ella por el camino, minutos atrás, dijo que iba hacía allí. Le di mi manto para que se abrigara. Espero que no le moleste.
—En absoluto —respondió Kevin. Le dio una palmada a Rimmell en el hombro con un gesto informal de camaradería—. Gracias.
Levantó la mano a modo de despedida, y descendió el tramo restante de escaleras. Desapareció alrededor de una curva del sendero y Rimmell se encaminó hacia los aposentos de su amo.
Ya había decidido la línea de acción que habría de seguir. Un ataque violento contra su gentil y joven señor estaba fuera de consideración. Además, Rimmell no era un hombre violento. Pero estaba enamorado.
Esa mañana, Rimmell había pasado varias horas conversando con un parroquiano del pueblo sobre su dilema de amor, claro que sin mencionar el objeto de su ardiente pasión. La gente de la montaña, que vive en la frontera entre el Connait y el salvaje Meara, a veces tiene ideas muy curiosas sobre el modo en que un hombre debe ganarse el amor de una mujer.
Rimmell apenas creía, por ejemplo, que colgar flores de azucena en la puerta de Bronwyn y cantar el Ave siete veces bastaba para cambiar el corazón de una mujer deryni. Ni que ayudaría poner un sapo en el copón de Kevin. El conde, sencillamente, se enfurecería con sus sirvientes por su negligencia.
Pero muchas personas habían sugerido que, si Rimmell realmente deseaba ganar el amor de una mujer, había una vieja viuda que vivía en las colinas —una pastora medio santa, llamada Bethane— y que tenía fama de haber ayudado a jóvenes similarmente afligidos por problemas del corazón.
Así, Rimmell decidió intentarlo. No se detuvo a considerar que estaba incurriendo en una práctica supersticiosa que, de no haber estado enamorado de la bella Bronwyn de Morgan, jamás habría pasado por su mente siquiera. Estaba convencido de que la viuda Bethane sería su salvación y de que le indicaría cómo ganar a esa mujer que debía conseguir o, si no, morir. Con una pócima o con un filtro de amor, obtenida de esa estimada y venerable santa, Rimmell podría apartar a Bronwyn de lord Kevin y hacer que amara al arquitecto en lugar de desposarse con el noble.
Entró en los aposentos de Kevin y paseó la mirada por la recámara, buscando sus planos. Poco se distinguía ese sitio de cualquier otro dormitorio del castillo, ya que todos eran moradas transitorias para los frecuentes visitantes. Pero había algunos objetos que Rimmell pudo identificar como pertenencias de Kevin: la banqueta plegable cubierta con el tartán de los McLain, la alfombra ornamentada que había al lado del lecho, el cobertor tendido sobre la cama, de rica seda bordada con el emblema del conde, y el tálamo donde Kevin traería a su amada Bronwyn dentro de tres días, si Rimmell no actuaba deprisa.
Apartó los ojos de la cama; prefirió no evocar más la posibilidad, por el momento. Entonces, reconoció sus pliegos enrollados sobre una mesa, cerca de la puerta. Los cogió y ya se disponía a salir por donde había entrado cuando sus ojos se posaron sobre un objeto brillante que descansaba sobre un cofrecillo.
Allí estaban los habituales emblemas y joyas de oficio: anillos, broches y cadenas. Pero algo en particular atrajo su mirada; un pequeño relicario oval ensartado en una cadena de oro, demasiado frágil y delicado para ser de un hombre.
Sin pensar en lo que hacía, tomó el relicario con cuidado y lo abrió. Echó una fugaz mirada a la puerta para cerciorarse de que no lo observaban y, entonces, miró el contenido.
Era Bronwyn, el retrato más bello que Rimmell hubiese visto jamás. El cabello dorado caía sobre los hombros perfectos, como una cascada. Los labios se abrían ligeramente mientras los ojos contemplaban amorosamente el mundo desde el retrato.
Rimmell no se permitió meditar sobre lo que hacía; introdujo el relicario en su túnica y salió disparado hacia la puerta, casi estrujando los rollos de pergamino bajo el brazo. No miró a la izquierda ni a la derecha al devorar los escalones rumbo a su habitación. Si alguien lo hubiera visto, habría pensado que se marchaba como un poseído.
Bronwyn alzó la cabeza de la cerca que rodeaba la tumba de su madre, y miró con pesar la efigie de tamaño natural.
Comprendió en ese momento que la conversación que, involuntariamente, escuchara la había perturbado más de lo supuesto en un principio. Pero no sabía qué hacer. No podía enfrentarse a las mujeres y exigirles que cesaran en su chismorreo. Eso no resolvería nada.
Continuó estudiando la efigie que tenía ante sí. Por fin, distinguió los rasgos y se preguntó qué habría hecho, en su lugar, esa mujer extraordinaria que le había dado la vida.
Lady Alyce de Corwyn de Morgan había sido una dama de belleza excepcional en vida y su sarcófago le hacía plena justicia. Los escultores del Connait habían tallado el suave alabastro con gran maestría, para reproducir hasta el más mínimo detalle. Era una imagen tan dotada de vida que aun entonces, ya adulta, Bronwyn seguía sintiéndose, como de niña, ante una efigie viviente; creyendo que bastaría con pronunciar las palabras adecuadas para que la estatua respirara y la mujer resucitase.
La ancha ventana de vitrales que había sobre la tumba recibía los rayos del último sol que caía lentamente. El resplandor inundaba de oro, naranja y carmesí la capillita y derrochaba pinceladas de color sobre la tumba, sobre el manto gris y ajeno, que llevaba Bronwyn, y sobre el pequeño altar de marfil que se erigía a unos metros de ella.
Bronwyn oyó que los goznes de la puerta crujían a sus espaldas. Se volvió ligeramente para ver a su prometido asomar la cabeza con curiosidad. Cuando la vio, el rostro de Kevin se iluminó. Dio un paso adentro y cerró la puerta. Hincó una rodilla ante el diminuto altar antes de arrodillarse a su lado, frente a la tumba.
—Me preguntaba dónde estarías —le dijo en voz baja. Posó suavemente su mano derecha sobre la de ella—. ¿Sucede algo malo?
—No… Sí —Bronwyn meneó la cabeza—. No lo sé… —se miró las manos, tragó con dificultad y Kevin comprendió que estaba a punto de llorar.
—Cuéntame… ¿Qué sucede? —le preguntó. La rodeó con el brazo y la estrechó contra su cuerpo.
Con un sollozo entrecortado, Bronwyn rompió a llorar y hundió el rostro en el pecho de su amado. Kevin la abrazó y la dejó desahogarse durante unos minutos. Con su mano protectora, le acarició la suave cabellera. Luego, se sentó en el escalón y la subió sobre su regazo, para acunarla como a una niña atemorizada.
—Ya está bien… —murmuró con voz serena y grave—. Ya pasó… ¿Quieres contarme de qué se trata?
A medida que los sollozos fueron apagándose, Kevin se relajó contra la cerca y siguió acariciándole el cabello mientras miraba sus siluetas que obstruían la luz colorida. El resplandor se derramaba sobre los hombros de ambos y sobre el niveo suelo de mármol.
—¿Recuerdas que, de niños, solíamos venir aquí a jugar? —le preguntó él.
La miró y se tranquilizó, al ver que Bronwyn se enjugaba los ojos. Tomó un pañuelo de su manga y se lo tendió. Prosiguió hablándole.
—Creo que el verano anterior a que Alaric se fuera a la corte casi volvimos loca a mi madre. Duncan y él tenían ocho años; yo, once; y tú, cuatro o cinco y eras muy precoz. Estábamos jugando al escondite en el jardín y Alaric y yo nos ocultamos aquí, detrás de la tela que cubre el altar, por debajo del ara. El viejo padre Anselm nos soprendió y nos amenazó con contárselo a mamá… —contuvo la risa—. Y recuerdo que, no bien terminó de regañarnos, entraste con un puñado de las mejores rosas de mamá, llorando porque las espinas te habían pinchado los deditos.
—Lo recuerdo —dijo Bronwyn, sonriéndole bajo las lágrimas—. Y unos veranos después, cuando yo tenía diez años y tú unos muy desarrollados diecisiete… —bajó la vista—, me persuadiste a que formara una lazo mental contigo.
—Y jamás lo he lamentado. Ni siquiera por un instante —Kevin sonrió y la besó en la frente—. ¿Qué te ocurre, Bron? ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?
—No —negó Bronwyn, sonriendo con pesar—. Sólo sentía lástima de mí misma, supongo. He oído cosas que no me agradaron, esta mañana, y ello me ha afligido más de lo que creí entonces.
—¿Qué has oído? —preguntó él, frunciendo el ceño. La apartó para mirarla a los ojos—. Si alguien te está molestando, pobre de él. Lo…
Bronwyn meneó la cabeza con resignación.
—No hay nada que podamos hacer, Kevin. No puedo evitar ser lo que soy. Algunas de las damas de compañía hablaban, sin saber que yo las escuchaba. Eso es todo. No… aprobaban la boda de una deryni con su futuro duque.
—Es lamentable, sí —sentenció Kevin, mientras la estrechaba contra su cuerpo y le besaba la cabeza—. Lo que pasa es que adoro a esta deryni con todo mi corazón y no pienso cambiarla por nadie más.
Bronwyn sonrió, agradecida. Se puso de pie, se alisó el vestido y se enjugó los ojos.
—Siempre sabes qué decir, ¿eh? —le ofreció su mano—. Ven, ya basta de compadecerme. Debemos darnos prisa o llegaremos tarde a la cena.
—Al diablo con la cena.
Kevin se incorporó y la rodeó con los brazos.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué? —Bronwyn deslizó sus brazos alrededor de la cintura de Kevin y le miró con ojos enamorados.
—Creo que estoy enamorado de ti.
—Qué curioso…
—¿Por qué?
—Porque yo también creo estar enamorada de ti.
Bronwyn sonrió. Kevin hizo una mueca simpática, se inclinó y la besó apasionadamente.
—Está bien que digas eso, muchacha —señaló él, cuando se encaminaban hacia la puerta—; porque, dentro de tres días, ¡serás mi amada esposa!
En una pequeña habitación, no lejos de allí, Rimmell el arquitecto, capturado por la fascinación de una mujer hermosa e inalcanzable, yacía tendido sobre su lecho, contemplando un diminuto retrato en un relicario. Al día siguiente partiría al encuentro de la viuda Bethane. Le enseñaría el retrato. Le diría a esa santa mujer que debía conseguir el amor de esa joven o, si no, morir.
Y, entonces, la pastora haría el milagro. Y la joven sería de Rimmell.
Capítulo X
Buscad la ayuda de un designio más oscuro…
En la tenue llovizna que precedía al alba, en una calleja trasera de Coroth, Duncan McLain dio un último tirón a la hebilla de la cincha y reemplazó el estribo; después volvió en silencio hasta la cabeza de su caballo a esperar. Otro par de riendas, que pendían del brazo izquierdo de Duncan, tironearon suavemente mientras el caballo vacío de Alaric movía la cabeza bajo la bruma helada. El gastado arnés de cuero crujió bajo la cubierta impermeable de la silla cuando el animal cambió las patas de lugar. Más lejos, un viejo percherón, atiborrado de pieles y de pellejos sin curtir, levantó la cabeza para resoplar inquisitivamente y siguió durmiendo.
Duncan se estaba cansando de esperar. La lluvia que había comenzado con el crepúsculo no dejó de caer durante toda la noche, gran parte de la cual Duncan la pasó tratando de dormitar en el diminuto puesto de un mercader, no lejos de allí.
Pero entonces apareció un mensajero diciendo que Alaric venía en camino, y que no tardaría en llegar. Así, Duncan continuó su espera bajo la lluvia. Llevaba el burdo manto de cuero sujeto bajo la barbilla, a la usanza de los cazadores de Dhassa, con el cuello y la caperuza bien cerrados contra el frío viento y contra la lluvia. La capa parecía negra sobre los hombros, donde la llovizna la había empapado. Duncan sentía el frío contacto de la cota de malla, pese al grueso jubón de lana que llevaba por debajo de ella. Sopló sus dedos enguantados y golpeteó los pies impaciente. Hizo una mueca al sentir que los dedos de los pies se apretaban sobre el cuero mojado, y se preguntó por qué tardaría tanto Alaric.
Como obedeciendo órdenes, en el edificio que había a su derecha se abrió una puerta y, por un momento, se recortó una figura, alta y enfundada en cuero, contra la luz que salía de la abertura. En un instante, Alaric se lanzó a correr entre los caballos. Palmeó a Duncan en el hombro para tranquilizarlo y miró el cielo gris y desolado.
—Lamento haber tardado tanto —murmuró, mientras quitaba el protector impermeable de la silla y la secaba con la mano—. ¿Hubo algún problema?
—Sólo los pies y el espíritu mojados —replicó Duncan con suavidad. Descubrió su silla y montó—. Nada que no se remedie saliente de aquí. ¿Por qué te retrasaste?
Morgan gruñó, mientras verificaba la cincha por última vez.
—Los hombres tenían muchas preguntas. Si Warin decidiera atacarme mientras no estamos, Hamilton no dará abasto. Ésa es otra razón por la cual quiero que nuestra partida sea un secreto. En lo que respecta al pueblo de Corwyn, el duque y su leal primo-confesor se han recluido en las profundidades del palacio para que Alaric examine su conciencia y se arrepienta.
—¿Tú, arrepentirte? —Duncan se rió con sorna mientras su primo subía a la silla de montar.
—¿Quieres decir, querido primo, que carezco de la debida piedad? —preguntó Morgan con una sonrisa. Tomó las riendas del percherón y llevó su caballo hasta el de Duncan.
—Nada de eso —Duncan meneó la cabeza—. Oye, ¿vamos a irnos de este tétrico lugar de una vez, o no?
—Ya mismo —respondió Morgan con vehemencia—. Vamos. Quiero que lleguemos a la vieja iglesia de San Neot a la hora del crepúsculo y eso significa todo un día de marcha con buen tiempo.
—Magnífico —murmuró Duncan entre dientes, mientras partía al trope por las calles desiertas de Coroth—. En toda mi vida no he hecho más que esperar un momento así.
Esa misma mañana, más tarde y a muchas millas de allí, Rimmell trepaba una colina rocosa al oeste de Culdi, con el corazón palpitante. Hacía frío y el viento corría con fuerza ese día en las altas laderas. Pese a que el sol se acercaba al cénit, en el aire había una nota de escarcha. Pero Rimmell sudaba en su atuendo de montar, a pesar del frío. El saco de lona que cargaba al hombro parecía ser más pesado a cada paso que daba. En la hondonada, abajo, un caballo relinchó, triste por quedarse solo en el valle asolado por el viento. Rimmell se obligó a seguir trepando.
La serenidad comenzaba a abandonar a Rimmell. La razón, que durante la noche larga y desvelada había sido su refugio, le decía que era ridículo temer, que no tenía por qué temblar ante esa mujer llamada Bethane, que no era como esa otra mujer cuya magia le había tocado años atrás. Pero, así y todo…
Rimmell se estremeció al recordar aquella noche. Habían pasado veinticuatro años desde entonces, cuando él y otro niño entraron furtivamente en el jardín de doña Elfrida para hurtar manzanas y coles. Ambos sabían que se decían cosas extrañas sobre Elfrida: que era una bruja, que abominaba de los extraños que hurgaban en su jardincillo, que les había golpeado con una escoba a menudo, durante el día… Pero habían creído poder burlar a la anciana en la oscuridad y huir sin ser descubiertos.
Y, sin embargo, cuando llegaron se encontraron con la vieja doña Elfrida, acechando en la oscuridad, con un aura de luz violeta alrededor del cuerpo como si fuera un halo, un cegador destello de luz y de calor que los hizo huir con el corazón en la boca.
Escaparon y la mujer no los siguió. Pero, a la mañana siguiente, cuando Rimmelll se despertó, se encontró con que tenía el cabello blanco y no hubo lavados, restregadas, emplastos ni tinturas que pudieran devolverle su color original. Su madre, aterrorizada, sospechó que la anciana bruja había tenido algo que ver. Pero Rimmell siempre negó haber salido de casa esa noche. Siempre sostuvo que se había marchado a dormir como todas las noches y que se despertó así. Nada más. Al poco tiempo, la vieja doña Elfrida se marchó de la aldea y nunca más se supo de ella.
Rimmell se estremeció en el frío aire de la mañana, incapaz de sacudirse la sensación que le oprimía el estómago y que el recuerdo nunca dejaba de producirle. Bethane era una especie de bruja… Debía de serlo, para hacer los favores que se le atribuían. ¿Y si se burlaba de la petición de Rimmell? ¿O si se negaba a darle su ayuda? ¿Y si exigía un precio que Rimmell no pudiese pagar?
O peor: ¿y si Bethane fuese malvada? ¿Qué sucedería si intentase tenderle una trampa? ¿O darle la pócima incorrecta? ¿Y si decidiera, dentro de muchos años, que el precio no fue suficiente? ¿O si infligiera un grave daño a Rimmell, a lord Kevin… o a la misma Bronwyn?
Rimmell se estremeció y decidió abandonar esos pensamientos. Sus desvarios no eran racionales, y carecían de todo fundamento. Rimmell había investigado minuciosamente la reputación de la vieja Bethane el día anterior y hasta habló con aquellos que se habían valido de sus servicios. No, pues, había razón para creer que fuese otra cosa distinta de lo que todos decían: una inofensiva pastora que, a veces, había logrado ayudar a los necesitados. Además, era la única esperanza que le quedaba a Rimmell para ganar el amor de su adorada Bronwyn.
Se cubrió los ojos del resplandor del sol y se detuvo a observar la senda. Pasando un grupo de pinos bajos, que se erguían a unos metros, vio una abertura estrecha y alta en la roca desnuda. Un puñado de ovejas de aspecto descuidado —en su mayoría corderos y hembras de corta edad— mordisqueaba los pastos helados que asomaban entre los afloramientos de roca que bordeaban la cueva. A la izquierda, sobre las piedras, descansaba un cayado de pastor. No había trazas de su dueño.
Rimmell respiró hondo y se armó de todo su valor. Ascendió los metros restantes y se detuvo delante de la abertura.
—¿Hay alguien ahí? —llamó con voz ligeramente temblorosa por la inquietud—. Bus… Busco a doña Bethane, la pastora. No deseo hacerle daño.
Se produjo un largo silencio, durante el que Rimmell sólo pudo oír el ligero rumor de los insectos y las aves, el mordisqueo de las ovejas que devoraban pastos duros y su propia respiración agitada. Entonces, una voz áspera repuso:
—Pasa.
Rimmell se sobresaltó al escuchar el sonido. Controló su sorpresa, tragó con dificultad y fue hasta la entrada de la caverna. Con cuidado, hizo a un lado la cortina y notó que, por su aspecto —y por su olor—, parecía un pellejo de cabra sin curtir. Miró nerviosamente a su alrededor por última vez mientras cruzaba por su mente la idea insensata de que nunca más volvería a ver la luz del sol. Después atisbo en el interior. Estaba oscuro como un foso.
—Pasa —volvió a ordenar la voz, ante la vacilación de Rimmell.
El joven avanzó con cuidado, sin soltar la cortina para que entraran aire y luz, y buscó furtivamente el origen de la voz. Parecía venir de todas partes y reverberar contra los confines de la caverna inmunda; pero, desde luego, en la oscuridad no pudo ver nada.
—Suelta la cortina y quédate donde estás.
La voz sobresaltó a Rimmell, pese a que había estado preparado para oírla. Dio un respingo y dejó caer la cortina, consternado. Esa vez, la voz había sonado a su izquierda. Estaba seguro. Pero no osaba mover un músculo en esa dirección por temor a desobedecer la voz incorpórea. Tragó saliva, se obligó a mantenerse erguido y dejó caer las manos a ambos lados de su cuerpo. Las rodillas le temblaban y tenía las palmas sudorosas, pero no se atrevió a moverse.
—¿Quién eres? —preguntó la voz.
Esta vez, las palabras parecieron provenir de atrás. Era una voz hosca y grave, de sexo indefinido. Rimmell se humedeció los labios nerviosamente.
—Mi nombre es Rimmell. Soy el arquitecto mayor de su excelencia el duque de Cassan.
—¿En nombre de quién vienes, arquitecto Rimmell? ¿En el tuyo propio o por orden del duque?
—En… mi nombre.
—¿Y qué deseas de Bethane? —interpeló la voz—. No te muevas hasta que te lo indique.
Rimmell había estado a punto de volverse, pero al oír la orden se detuvo y trató de recuperar la calma. Parecía que el cuerpo al que pertenecía la voz sabía ver en la oscuridad. Rimmell no poseía ese don.
—¿Es usted doña Bethane? —preguntó tímidamente.
—Así es.
—Yo… —Rimmell tragó saliva—. Le he traído comida, doña Bethane. Y…
—Deja caer la comida a tu lado.
Rimmell obedeció.
—Y ahora, ¿qué deseas de Bethane?
Rimmell volvió a tragar saliva. Sentía que el sudor goteaba por su frente y le chorreaba en los ojos, pero no se atrevió tan siquiera a alzar la mano para enjugarse el rostro. Apretó los párpados y se obligó a continuar.
—Hay una… mujer, doña Bethane. Ella… Yo…
—Sigue.
Rimmell respiró hondo.
—Deseo a esta mujer por esposa, doña Bethane. Pero ella… ha prometido desposarse con otro. Se casará con él a menos que usted me ayude. Podrá hacerlo, ¿verdad?
Advirtió que una luz crecía a sus espaldas y entonces vio su propia sombra bailoteando sobre la pared de roca que se alzaba por delante. La luz era anaranjada, parecía lumbre de fuego y dispersaba en parte el aspecto escalofriante de la cueva.
—Puedes darte la vuelta y acercarte.
Con un suspiro de alivio, contenido a medias, Rimmell se giró lentamente hacia la fuente de luz. Sobre el suelo de piedra descansaba un farol, a unos seis metros, detrás del cual una anciana desgreñada yacía sobre una alfombra hecha jirones, con las piernas cruzadas. Tenía el rostro arrugado y marchito, rodeado por una mata de cabello cano y enmarañado, que alguna vez pudo haber sido oscuro. Doblaba meticulosamente un paño oscuro con el que, presumiblemente, había sofocado la luz del farol. Rimmell se restregó los ojos con la manga y avanzó hacia la lámpara con paso vacilante. Allí se detuvo, para mirar con aprensión a la mujer llamada Bethane.
—Dime, maese Rimmell —dijo la mujer. Sus ojos negros brillaban intensamente bajo la luz del farol—. ¿Encuentras ofensivo mi aspecto?
Tenía los dientes podridos y amarillentos, y el aliento fétido. Rimmell debió controlar el impulso de apartarse, repugnado. Bethane contuvo una risilla que pareció un sonido chillón y resoliante. Desplazó un brazo enjuto para señalar hacia el suelo. En uno de los dedos resplandeció un reflejo áureo. Rimmell comprendió que debía de ser una sortija de bodas. Sí, los parroquianos le habían dicho que era viuda. Se preguntó quién habría sido su esposo.
Rimmell se dejó caer con cautela en el duro suelo de piedra y se sentó con las piernas cruzadas, imitando a su anfitriona. Cuando se hubo acomodado, Bethane lo miró durante varios minutos, sin hablar. Sus ojos brillaban con intensidad. Después, movió la cabeza afirmativamente.
—Habíame de esa mujer. ¿Es hermosa?
—Es… —Rimmell graznó. Tenía la garganta seca—. Así es su rostro —dijo, y extrajo el relicario de Bronwyn. Se lo tendió tímidamente.
Bethane acercó su mano sarmentosa y tomó el relicario. Lo abrió con un diestro movimiento de su uña amarillenta y ganchuda. Al ver la imagen, enarcó una ceja casi imperceptiblemente. Volvió a mirar a Rimmell con astucia.
—¿Esta es la mujer?
Rimmell asintió con temor.
—¿Y el relicario es de ella?
—Lo era —replicó Rimmell—. El último que lo usó fue quien la desposará.
—¿Y qué puedes decirme de su prometido? —insistió Bethane—. ¿Él la ama?
Rimmell asintió.
—¿Y ella a el?
Volvió a asentir.
—Pero tú la amas tanto que pondrías en riesgo tu vida con tal de tenerla.
Rimmell asintió por tercera vez con los ojos muy abiertos.
Bethane sonrió, con una sensación parecida a la dicha.
—Una vez yo tuve un hombre así, que arriesgó su vida para tenerme. ¿Te sorprende? No importa. Supongo que él estaría de acuerdo.
Cerró el relicario con un ruido metálico. Lo sostuvo de la cadena con la mano izquierda y nudosa, mientras con la derecha buscaba por detrás de sí una botella amarilla de cuello fino. Rimmell contuvo el aliento y vio, con ojos desorbitados, que Bethane quitaba el tapón con el pulgar y le tendía el botellón. La ola de inquietud que lo había perseguido durante toda la mañana volvió a asomar en su mente, pero se obligó a sofocarla.
—Extiende las manos, arquitecto Rimmell, para que el agua no caiga sobre la roca sedienta y se pierda para siempre.
Rimmell obedeció y la mujer vertió el líquido en el tazón que había formado con sus manos.
—Ahora —continuó Bethane tras posar el botellón sobre el suelo—, mira mientras trazo los signos sagrados sobre el agua. Mira mientras las corrientes del tiempo y el amor santo echan su hálito sobre las aguas y señalan su paso. Mira mientras esto que fue de ella genera ahora aquello que la hará retroceder y ser tuya.
Hizo girar el relicario por encima de las manos unidas de Rimmell, trazando intrincados dibujos y símbolos sobre el agua, y murmuró una letanía que parecía subir y bajar. Miró los ojos de su visitante, que temblaron, y vio que los párpados se le cerraban. Escondió el relicario en la mano y secó el agua con el paño oscuro, para que ninguna gota escapara mientras ella trabajaba, y revelara así el transcurso del tiempo. Después, suspiró, abrió el relicario una vez más y buscó en su mente el conjuro adecuado.
Un conjuro de amor. Y no sólo un conjuro de amor, sino algo que transfiriera el amor femenino de un hombre a otro. Sí, ya había hecho conjuros así otras veces.
Pero desde entonces había pasado mucho tiempo. Bethane no era tan vieja ni tan desmemoriada. En aquellas ocasiones, no le habían faltado tantos dientes. No estaba segura de poder recordar cómo era…
¿Hasta los puertos murmuran?
No, ése era un conjuro para la buena cosecha. Cierto era que podría aplicarse a la dama más adelante, quizá para engendrar un hijo varón, si eso quería Rimmell. Pero no era el sortilegio que Bethane necesitaba en ese momento.
Se podría convocar a Baazam, que era muy poderoso. Pero no, movió la cabeza con aire reprobatorio. Ése era un conjuro sombrío, mortal. Darrell le había hecho abandonar esas prácticas hacía mucho tiempo. Además, nunca querría hacer daño a una dama tan hermosa como la del retrato. Tiempo atrás, ella misma se había parecido mucho a la joven. Además, Darrell le había dicho que era muy hermosa.
Volvió la mirada al retrato mientras el fantasma de un recuerdo surcaba su mente.
Esa mujer del relicario… ¿Acaso no la había visto antes? Había sido años atrás, cuando todavía conservaba bien la vista y no era tan anciana e inválida. Pero… ¡sí!, ya lo recordaba…
Una hermosa niña rubia, con otros tres crios que debían de haber sido sus hermanos o primos. Habían salido de excursión a la montaña, a comer un bocadillo sobre el manto de hierba que cubría la ladera de Bethane durante los meses de verano. Y los niños eran nobles, hijos del poderoso duque de Cassan. ¡El mismo duque cuyo sirviente yacía a los pies de su caverna!
¡Bronwyn! Ahora la recordaba. La niña se llamaba Bronwyn. Lady Bronwyn de Morgan, la sobrina del duque Jared, de sangre deryni. ¡Y era la misma dama del retrato!
Bethane dio un respingo y miró a su alrededor con aire culpable. Una dama deryni… Y ahora ella, Bethane, había prometido hacer un conjuro contra ella. ¿Se atrevería? ¿Funcionaría su sortilegio contra una dama medio deryni? Bethane no quería lastimarla. La niña Bronwyn le había sonreído en el prado, antaño, como la hija que Bethane nunca había podido tener. Tras acariciar las ovejas y los corderos, conversó con Bethane y no tuvo miedo de esa vieja viuda que cuidaba sus rebaños en las colinas. No, Bethane nunca lo había olvidado.
Contrajo el rostro y se retorció las manos. También se lo había prometido a Rimmell. No le agradaba encontrarse en una posición así. Si ayudaba al arquitecto, podría perjudicar a la joven. Y no deseaba nada de eso.
Miró a Rimmell y el sentido mundano la devolvió a otros pensamientos. El bolsillo que colgaba de la cintura del joven parecía cargado de oro, y el saco que había dejado caer en la entrada debía de estar lleno de pan, queso y otros manjares que llevaba meses sin probar. Bethane alcanzaba a oler el aroma fresco y sabroso que impregnaba la caverna mientras ella se debatía en un molesto dilema.
Si no cumplía su promesa, Rimmell se llevaría la comida y el oro, y no regresaría.
Muy bien. Sería sólo un pequeño conjuro. Quizás un sortilegio de indecisión fuese suficiente. Sí, ésa era la solución. Un conjuro de indecisión para que la bella Bronwyn no tuviera tanta prisa por casarse con su prometido.
Bethane se preguntó entonces quién sería el novio. Una mujer deryni no podía albergar esperanzas de casar con alguien de noble cuna. No era la suerte que corría esa estirpe, perseguida en otros tiempos turbulentos. En tal sentido, mientras no hubiera ningún noble de rancio linaje a quien ofender, ¿por qué no podría Bethane hacer un conjuro más poderoso y darle a Rimmell los resultados que esperaba?
Con un gesto resuelto, Bethane se puso penosamente de pie y comenzó a hurgar en un baúl desvencijado que dormía contra la pared trasera de la cueva. En el cofre había infinidad de objetos que Bethane solía usar en sus quehaceres. Recorrió con agitación un sinfín de fruslerías, guijarros de formas extrañas, plumas, polvos, pociones y otros artículos de encantamiento.
Extrajo un pequeño hueso pulido y lo miró pensativamente, con la cabeza inclinada. Después, lo desechó con gesto fastidiado. Repitió el procedimiento con una hoja seca, con la pequeña figura tallada de un cordero, con un puñado de hierbas sujeto por una brizna retorcida, y con un pequeño cuenco de arcilla.
Por fin, llegó al fondo del baúl y encontró lo que tan meticulosamente buscaba: un gran saco de cuero lleno de piedras. Arrastró con dificultad el saco hasta un costado del baúl, lo levantó profiriendo un gruñido y dejó caer la mitad del contenido al suelo. Luego, volvió a liar las cuerdas que ataban el saco y revolvió las piedras que había arrojado.
Conjuros para el amor y para el odio. Conjuros para la muerte y para la vida. Conjuros para que las cosechas crecieran. Para que la peste se cerniera sobre los campos del enemigo. Conjuros simples para cuidar la salud. Otros, más complejos, para proteger el alma. Conjuros para los ricos y para los pobres. Conjuros que todavía no habían sido creados y que aguardaban el contacto de la mujer…
Murmuró una tonada por lo bajo y escogió una gran piedra azul, moteada de rojo sangre y del tamaño de la palma de un hombre. Hurgó en el baúl hasta encontrar un pequeño saco de piel de cabra que pudiera contener el guijarro. Luego, devolvió el saco grande al baúl, con sus piedras, y lo cerró.
Con el saquito y el guijarro, fue hasta el farol y volvió a sentarse delante de Rimmell. Guardó ambos objetos bajo los pliegues harapientos de su manto.
Rimmell seguía sentado en trance, frente al farol, con las manos vacías, extendidas por delante, y los ojos cerrados y distendidos. Bethane tomó el botellón amarillo, vertió agua en las manos de Rimmell y, una vez más, sostuvo el relicario para que se meciera sobre el líquido. Mientras repetía el canturreo, llevó suavemente la mano hasta la frente de Rimmell. El arquitecto asintió con la cabeza, como si lo hubieran sorprendido en un sueño indebido, y retornó la mirada al relicario, sin advertir que hubiese sucedido nada fuera de lo normal ni que hubiesen pasado minutos de los que no tenía recuerdo.
Bethane terminó la letanía y escondió el relicario. Buscó debajo de su cuerpo y sacó la piedra moteada de sangre. La oprimió entre las manos un instante, con los ojos ensombrecidos, mientras musitaba algo que Rimmell no pudo desentrañar. Entonces, dejó el guijarro en el suelo, bajo las manos del joven, depositó sus dedos nudosos sobre los de Rimmell y lo miró a los ojos.
—Abre tus manos para que el agua humedezca la piedra —ordenó con voz áspera y cascada—. Así se logra el conjuro y se dispone la escena.
Rimmell tragó y parpadeó rápidamente un par de veces. Luego, obedeció. El agua se derramó sobre la piedra y fue absorbida por su superficie. Rimmell se secó las manos contra los muslos, atónito.
—¿Eso es todo? —murmuró él incrédulo—. ¿Mi dueña me ama?
—Todavía no —replicó Bethane. Tomó la piedra y la colocó en el saco de cuero de cabra—. Pero lo hará. —Dejó caer el saco en las manos de Rimmell y se reclinó hacia atrás—. Lleva este estuche. Dentro está lo que ya has visto. No deberás sacarlo del saco hasta que puedas dejarlo con seguridad en algún sitio donde la dama acuda a solas. Entonces, deberás abrirlo y sacar lo que hay dentro, sin tocarlo. Cuando el cristal quede expuesto a la luz, desde ese momento en adelante, tendrás sólo unos segundos para apartarte de su influencia. A partir de entonces, el conjuro comienza a actuar y sólo hará falta la presencia de la dama para que el ritual se complete.
—¿Y ella será mía?
Bethane asintió.
—El conjuro la unirá a ti. Ahora, vete.
Cogió el relicario y lo puso en la mano de Rimmell. El joven lo introdujo en su túnica, junto con el saco.
—Le quedo agradecido, con toda mi humildad, doña Bethane —musitó, mientras tragaba saliva y palpaba el saco que llevaba en la cintura—. ¿Cómo podría retribuirle su favor? He traído comida, como suele acostumbrarse, pero…
—¿Llevas oro en la bolsa?
—Sí —murmuró Rimmell. Hurgó en el bolsillo y extrajo una bolsita pequeña y abultada—. No tengo mucho, pero… —depositó el saco en el suelo con cuidado, al lado del farol, y miró a la mujer con ojos temerosos.
Bethane miró la bolsita y estudió a Rimmell.
—Vacíala.
Tragó saliva con fuerza y el movimiento de su gaznate resonó en toda la caverna. Rimmell abrió el saco y desparramó el contenido en el suelo ante él. Las monedas echaron a rodar con un tintineo de oro fino, pero la mirada de Bethane no se apartó de los ojos del arquitecto.
—Arquitecto Rimmell, ¿qué precio estimas apropiado para mis servicios? —le preguntó, escudriñando la menor señal de emoción en su rostro.
Rimmell se humedeció los labios y sus ojos fueron hasta la pila de oro, que era cuantiosa. Entonces, con un movimiento abrupto, la barrió toda hasta Bethane. La mujer mostró su sonrisa desdentada y asintió. Después, estiró la mano y tomó sólo seis monedas. Devolvió el resto a Rimmell. El arquitecto estaba atónito.
—No… no comprendo —vaciló—. ¿No va a quedarse con más?
—Esto es más de lo que necesito —gruñó Bethane—. Sólo quería comprobar que realmente valorabas mis servicios. Y, por lo demás, tal vez quieras recordar a la vieja Bethane en tus plegarias. En estos años oscuros, siento que una oración al Todopoderoso me es mucho más valiosa que el oro.
—Lo… lo haré, doña Bethane —tartamudeó Rimmell. Apiló el oro y lo guardó en el bolsillo—. Pero ¿no hay nada más que pueda hacer por usted?
Bethane sacudió la cabeza.
—Trae a tus hijos para que me visiten, arquitecto Rimmell. Ahora, márchate. Ya has conseguido lo que querías, igual que yo.
—Gracias, doña Bethane —murmuró Rimmell, mientras se ponía de pie y se maravillaba de su suerte—. Y oraré por usted… —resonó su voz desde la entrada de la caverna. Después desapareció tras la cortina de piel de cabra.
Cuando el joven se hubo marchado hacia el mundo exterior, Bethane suspiró y se tendió ante el farol.
—Y, bueno, mi Darrell —musitó, frotando la sortija de oro contra los labios—, ya está hecho. He creado el conjuro para dar a este hombre el amor que deseaba. No creerás que he hecho mal al actuar contra una deryni, ¿verdad?
Se detuvo, como para escuchar una respuesta, y al cabo de un instante asintió.
—Lo sé, amado mío. Nunca antes había usado un conjuro contra alguien de la raza oculta. Pero tendría que dar resultado. Creo haber recordado todas las palabras. De todas formas, no tiene ninguna importancia, siempre y cuando estemos juntos…
Era casi de noche cuando Morgan, finalmente, indicó que se detuvieran. Duncan y él llevaban cabalgando sin cesar desde que salieron de Coroth por la mañana. Sólo se habían detenido apenas al mediodía para dar agua a los caballos y echarse a la boca unas raciones de viaje.
En ese momento, se estaban acercando a la cresta del macizo montañoso de Lendour, tras el que se extendía el legendario Paso Gunury. Al final del paso, aguardaba el templo de San Torín, puerta meridional a la santa ciudad libre de Dhassa. Por la mañana, cuando hombres y animales hubieran descansado, ofrecerían sus respetos ante el templo de San Torín, trámite necesario para poder cruzar el ancho lago que conducía a Dhassa. Y entonces se encontrarían en la ciudad libre, donde ninguna cabeza coronada osaba entrar, sin solicitar aprobación de los mercaderes del lugar, mas donde Morgan entraría de todas formas, oculto bajo un disfraz. Y allí se enfrentarían con la Curia de Gwynedd.
A través del crepúsculo, que se cernía envuelto en llovizna, asomaba la silueta de unas construcciones ruinosas. Morgan hizo detener el caballo y se cubrió los ojos de la niebla con una mano enguantada. Su mirada gris fue desde la torre hasta los escalones y de allí a la cima de los muros en ruinas, buscando señales de otros ocupantes, pero nadie había estado allí recientemente. Podrían pasar la noche a salvo.
Morgan quitó los pies de los estribos, estiró las piernas y se reclinó sobre la silla de montar. Dejó que sus pies se balancearan mientras el corcel cruzaba el terreno irregular hasta el pórtico. Detrás, Duncan debió sostenerse firme en su montura: su caballo había resbalado en una charca de lodo, aunque sin llegar a caer. El percherón de carga, que en ese momento venía detrás de Duncan, miraba suspicazmente cada nueva sombra que surgía en la penumbra y tironeaba de las riendas al menor sonido o movimiento que asomaba en la meseta ventosa. Los jinetes y sus bestias sufrían el cansancio del viaje y el frío implacable.
—Bueno, hasta aquí llegamos hoy —señaló Morgan, al acercarse a la valla en ruinas. Los cascos que salpicaban y borboteaban en el fango se internaron en un camino adoquinado para llegar al patio, donde pudieron pisar con más seguridad. Un silencio escalofriante atravesaba el sitio pese a la lluvia pertinaz. Duncan, muy a su pesar, se encontró hablando en un murmullo, tras acercar su caballo al de Morgan.
—¿Adonde hemos llegado, Alaric?
Morgan condujo su animal a través de un pórtico en ruinas y agachó la cabeza al pasar por debajo de una viga medio caída.
—Al templo de San Neot. Antes de la Restauración, supo ser una florenciente escuela monacal, administrada por la hermandad deryni. Durante los saqueos, la capilla fue profanada y varios de los hermanos cayeron despedazados en los mismos escalones del altar. La gente del lugar evita estas ruinas como si fueran la peste. Brion y yo solíamos cabalgar hasta aquí.
Morgan llevó su caballo hasta un rincón seco y parcialmente cubierto y comenzó a tironear de las vigas inciertas que pendían por encima de su cabeza, para cerciorarse de que no fuesen a caer. Prosiguió explicando:
—Por lo que he llegado a saber, la Escuela de San Neot gozó del mismo prestigio que la gran Universidad de Concaradine, o que la Escuela Varnarita de Grecotha cuando estaba en sus mejores épocas. Desde luego, ser deryni era una condición respetable por entonces.
Tiró de una última viga y gruñó satisfecho al ver que resistía. Luego se reclinó en la silla de montar y se sacudió el polvo de los guantes con un gesto concluyante.
—Bueno, imagino que éste será un sitio seco donde poder dormir. El techo, al menos, no se nos caerá encima.
Desmontó y miró a su alrededor con aire familiar. Era evidente que conocía bien esas ruinas. En unos minutos, Duncan y él desensillaron los animales y apilaron la carga contra una pared seca. Y para cuando Morgan regresó de sujetar los caballos en una especie de establo que había en la parte trasera, Duncan ya había comenzado a preparar la comida en una fogata cuidadosamente encendida en un rincón. Morgan olisqueó apreciativamente el guisado mientras se quitaba el manto empapado y los guantes. Se frotó las manos enérgicamente sobre el fuego.
—Hummm… Comenzaba a pensar que nunca más sentiría el placer de la tibieza. Duncan, eres todo un maestro…
El sacerdote revolvió la cacerolita y se puso a hurgar en una de las alforjas.
—Amigo, no sabes cuan cerca hemos estado de quedarnos sin fuego. Entre la madera mojada y el tener que encontrar un lugar desde el cual no pudiera verse el fuego afuera… ¿Qué era esta sala?
—Creo que el refectorio —Morgan sacó unos puñados de ramas secas de un bolso seco y las apiló cerca del fuego—. A la derecha estaban las cocinas, los establos y las celdas de descanso de los monjes. No recordaba que estuviesen en tan mal estado. Debe de haber habido duros inviernos desde la última vez que vine. —Se frotó las manos y echó el aliento sobre ellas—. ¿Habrá alguna posibilidad de avivar más el fuego?
Duncan contuvo una risilla y destapó una botella de vino.
—No. Salvo que quieras que todos los habitantes de Dhassa se enteren de nuestra presencia. Te lo aseguro: me costó un trabajo de mil demonios encontrar un sitio apropiado para un fueguecito de pena como éste. Date por satisfecho.
Morgan se rió.
—Agradezco tu lógica. No tengo ninguna intención de que me rebanen el gaznate o de que me retuerzan el cuello.
Contempló cómo Duncan vertía vino en dos pequeños tazones de cobre y dejaba caer una pequeña piedra ardiente en cada uno de ellos. Los guijarros sisearon y arrojaron humo al caer dentro del vino frío. Morgan agregó:
—Ahora que recuerdo, los dhassanos tienen formas muy extrañas de tratar a los espías, especialmente cuando son deryni.
—Dispénsame de los detalles —se apresuró a decir Duncan. Extrajo las piedras de los tazones y tendió uno a su primo—. Ten, bebe esto. Es lo último que nos queda del vino de Fianna.
Morgan se dejó caer a un lado del fogón y bebió el vino caliente y fuerte, que le entibió las entrañas.
—¡Qué lástima que en Dhassa no beban esto! No hay nada como el vino de Fianna cuando uno está cansado y tiene frío. Me da náuseas sólo pensar en el brebaje que tendremos que tragar durante los próximos días.
—Supones, obviamente, que viviremos varios días más —sonrió Duncan—. Y que los santos dhassanos no te reconocerán hasta que lleguemos donde nuestros estimados arzobispos. —Se reclinó contra la pared para saborear el licor—. ¿Sabes que, según se cuenta, los dhassanos usan cerveza en los sacramentos, por lo malo que es el vino?
—¿Es un mal chiste?
—No. Me lo han contado fuentes fidelísimas. Usan cerveza sacramental. —Se inclinó para revolver el guisado—. ¿Listo para comer?
Un cuarto de hora más tarde, habían encontrado los lugares más secos donde echar sus sacos de dormir, y se disponían al descanso. Duncan trataba de leer su breviario a la luz moribunda. Morgan se quitó la espada y se sentó en cuclillas, frente a la oscuridad. El viento silbaba por entre las ruinas y se confundía con el sonido cada vez más débil de la lluvia. Cerca, en la penumbra, Morgan escuchaba el rascar de las herraduras sobre los adoquines, en el sector de los establos. En la distancia, un ave nocturna trinó una vez y luego calló. Morgan contempló los rescoldos débiles durante unos minutos. Entonces, bruscamente, se puso de pie y se envolvió en el manto.
—Creo que daré un corto paseo —murmuró, mientras se abrochaba la capa y se alejaba del fuego.
—¿Algún problema?
Morgan se miró incómodo las botas y meneó la cabeza.
—Brion y yo solíamos cabalgar por estas montañas, años atrás. Eso es todo. De pronto, me vi ante muchos recuerdos.
—Te comprendo.
Se cubrió la cabeza con la capucha y se alejó lentamente del círculo de lumbre hacia la húmeda oscuridad del lugar. Pensó vagamente en Brion, sin atreverse todavía a dar rienda a los muchos recuerdos que le evocaba ese sitio. Se encontró, por fin, de pie bajo el techo abierto y calcinado de la vieja capilla. Miró a su alrededor, como sorprendido, pues no había pensado dirigirse hacia allí.
Tiempo atrás, debió de haber sido una gran capilla. La pared derecha y gran parte del presbiterio se habían desmoronado, bien por el incendio, bien por el paso de los años. Pero, aunque las últimas astillas de cristal habían caído hacía mucho tiempo de las altas claraboyas, el lugar seguía conservando un cierto olor a santidad. Ni siquiera la matanza sacrilega de hermanos deryni en este mismo recinto había podido destruir la calma que Morgan siempre asociaba con la tierra consagrada.
Miró hacia el área del altar en ruinas, casi imaginando que podría distinguir manchas más oscuras sobre los peldaños, y agitó la cabeza ante su propia fantasía. Los monjes deryni que habían muerto allí llevaban dos siglos de desaparición y su sangre había sido arrastrada por las innumerables lluvias torrenciales que barrieron las montañas durante tantos otoños y tantas primaveras. Si los monjes embrujaron acaso el templo de San Neot, como sugerían las leyendas del lugar, habían hallado la paz hacía muchísimo tiempo.
Se volvió y paseó por un pórtico que seguía en pie, en la parte posterior de la nave en ruinas. Y sonrió al ver que la escalinata que iba hasta el campanario todavía podía usarse, aunque en los bordes parecía derruida. Comenzó a ascender, siempre cerca de la pared exterior y posando el pie con cuidado. Estaba oscuro y los peldaños parecían cubiertos de escombros. Entonces, al llegar al primer descanso, avanzó lentamente por la pared externa hasta la ventana, se envolvió bien con el manto y se sentó.
Miró en derredor por el sitio oscuro y se preguntó cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que estuviera sentado en ese mismo lugar. ¿Diez años? ¿Veinte?
No, se dijo. Habían pasado catorce años y unos meses.
Alzó los pies y los pasó al lado opuesto de la jamba del ventanal, con las rodillas encogidas contra el pecho, y recordó.
Era otoño. Principios de noviembre. Ese año, el otoño se había demorado y él y Brion habían salido bien temprano de Coroth, con el fin de realizar una de sus frecuentes excursiones a la campiña antes de que el mal tiempo se avecinara. Era un día límpido y fresco, que comenzaba a teñirse con las primeras promesas del invierno. Brion exhibía su habitual buen humor. Así, cuando le sugirió a Morgan que le enseñara las viejas ruinas, el joven noble deryni no pudo sino aceptar.
Por entonces, Morgan ya no era el escudero de Brion. El año anterior, durante la batalla con los Marluk, Morgan había demostrado su hombría al lado de Brion. Además, ya tenía quince años; había traspasado el límite para la edad legal, que imponían las leyes de Gwynedd, y era duque de Corwyn por propio derecho.
Cabalgaba al lado de Brion sobre un corcel de guerra brioso, negro azabache, y lucía el Grifo esmeralda de Corwyn en su cota negra de cuero, en lugar de la librea carmesí de Brion. Sus caballos resoplaron y rebufaron satisfechos cuando los jinetes tironearon de las riendas ante el pórtico de la vieja capilla.
—Vaya, mira esto —exclamó Brion. Llevó a su semental blanco hasta el portal y se protegió los ojos con una mano enguantada para atisbar en el interior—. Alaric, las escalinatas que conducen ai campanario parecen en buen estado. Subamos a mirar.
Hizo retroceder al corcel unos pasos y saltó de la silla. Dejó caer las riendas de cuero rojo, para que el animal pudiera pastar mientras ellos exploraban. Morgan desmontó y siguió a Brion hacia el templo en ruinas.
—En su época, éste debe de haber sido un lugar importante —calculó Brion, mientras trepaba por una viga caída y se abría paso por entre los escombros—. ¿Cuántos habrán vivido aquí? ¿Qué crees?
—¿En todo el monasterio? Calculo que unos doscientos o trescientos monjes, majestad. Es decir, contando a los hermanos ordenados, a los sirvientes y a los estudiantes. Si mal no recuerdo, en la Orden eran más de cien.
Brion ascendió los primeros peldaños de la escalera. A cada pisada, sus botas lanzaban a volar trocitos de piedra y argamasa. Su brillante atuendo de montar, de cuero rojo, imponía un destello carmesí contra el gris marchito de la torre, y su gorro de caza escarlata terminaba en una pluma blanca que aleteaba alegremente sobre su hombro con cada paso. En un momento, la bota resbaló sobre la piedra y casi lo hizo caer. Lanzó un gruñido, pero no tardó en reponerse y proseguir.
—Tened cuidado de en dónde pisáis, majestad —le gritó Morgan, con ojos vigilantes—. Recordad que estas escaleras tienen más de cuatro siglos. ¡Si ceden, Gwynedd se quedará sin rey!
—Ja! ¡Te preocupas demasiado, Alaric! —exclamó Brion. Llegó al primer descanso y cruzó hasta la ventana—. Mira por aquí. Se ve la mitad del camino hasta Coroth.
Morgan llegó a su lado. Brion limpió de escombros el alféizar y barrió los restos de vidrio con su mano enguantada. Entonces, se sentó cómodamente y apoyó una bota contra el lado opuesto de la jamba.
—¡Mira eso! —le dijo, señalando las montañas, que se alzaban al norte, con su fusta de montar—. Otro mes más y ya estarán cubiertas de nieve. Y serán tan hermosas entonces, vestidas de blanco, como ahora, cuando el primer fuego de la escarcha calcina sus prados…
Morgan sonrió y se reclinó contra la jamba de la ventana.
—En esta época debe de haber buena caza allí, majestad. ¿Estáis seguro de que no deseáis permanecer un poco más en Coroth?
—Ay, Alaric, sabes que no puedo —se lamentó Brion con un movimiento resignado de sus hombros—. El deber llama con voz sonora y persistente. Si no regreso a Rhemuth en una semana, los lores de mi consejo comenzarán a chillar como una horda de mujeres al borde del ataque de nervios. Y no creo que piensen que el Marluk ha muerto realmente y que ya no estamos en guerra. Y, además, está Jehana…
Sí, además está Jehana…, pensó Morgan entonces.
Por un instante, se permitió recordar la imagen de la joven reina de cabellos bermejos y, luego, desechó la idea de su mente. Toda esperanza de relación cortés entre él y Jehana había muerto el día en que ella supo que él era deryni. Jamás se lo perdonaría; y eso era algo que Morgan no podía cambiar, por mucho que lo intentara. No tenía sentido extenderse en el tema. No haría más que evocar en Brion el desencanto que el monarca no podía controlar. Sólo le recordaría que entre su reina y su mejor amigo no cabía más que el resentimiento y el desprecio.
Morgan se inclinó sobre la pierna estirada de Brion para contemplar a través de la ventana.
—Mirad, majestad… —dijo, para cambiar de tema—. Al-Derah encontró un poco de hierba que escapó a la escarcha.
Brion bajó la vista. Allí, el caballo azabache de Morgan tironeaba afanosamente una mata de césped verde que asomaba a veinte pasos de la base de la torre. El semental de Brion se encontraba unos metros a la derecha, satisfecho con olisquear desanimado un retazo de hierba quemada por el frío, con una herradura bien plantada sobre la rienda de cuero rojo.
Brion rió con desdén y se reclinó contra la ventana. Cruzó los brazos sobre el pecho.
—¡Hummm! ¡Ese Kedrach es un imbécil! A veces, me pregunto cómo hará para encontrar su propia nariz. Uno pensaría que semejante bestia podría tener los sesos suficientes para levantar la pezuña y poder moverse. Cree que está atado.
—Yo os dije que no comprarais caballos de Llannedd, majestad —rió Morgan—, pero vos no quisisteis escucharme. Los llannedditas buscan criar corceles veloces y de buen aspecto, pero no se preocupan mucho por la inteligencia. Ahora, en cambio, los caballos de R'Kassi…
—¡Silencio! —ordenó Brion con fingida indignación—. Me haces sentir inferior. Y un rey jamás debe perder su superioridad…
Morgan trató de contener una risilla y volvió los ojos a la planicie. Se acercaban unos seis jinetes. Tocó ligeramente el codo de Brion, mientras sus reflejos se alertaban al instante.
—¡Brion!
Los dos otearon la lejanía y distinguieron un estandarte con el león púrpura de Brion en manos del que iba a la vanguardia. A su lado cabalgaba una figura robusta, vestida de naranja brillante, que sólo podía ser lord Ewan, el poderoso duque de Claibourne. Ewan debió de haber visto el destello carmesí de Brion en la ventana, pues se detuvo bruscamente sobre los estribos y lanzó un estruendoso aullido bélico antes de que él y su comitiva se abalanzaran hacia la torre.
—¿Qué demonios…? —murmuró Brion. Se puso de pie y vio que Ewan y sus compañeros se detenían en una nube de polvo.
—¡Majestad! —aulló Ewan, con los ojos brillantes de regocijo. Su barba y sus cabellos rojos flamearon en el viento, como el estandarte que blandía en lo alto, triunfal—. ¡Majestad, tenéis un hijo! ¡Y el trono de Gwynedd, su nuevo heredero!
—¡Un hijo! —Brion contuvo el aliento y dejó caer la mandíbula por el asombro—. ¡Dios mío! ¡Pero si aún faltaba otro mes! —sus ojos se encendieron de alborozo—. ¡Un hijo! Alaric, ¿has oído? —gritó. Lo agarró por los brazos y se puso a bailotear alrededor de él en semicírculo—. ¡Soy padre! ¡Tengo un hijo!
Soltó a Morgan y miró jubiloso a través de la ventana a su escolta alborotada. Volvió a gritar:
—¡Tengo un hijo varón!
Echó a volar escaleras abajo, mientras Morgan trataba de pisarle los talones, y su voz reverberó por las ruinas como un himno de dicha:
—¡Un hijo varón! ¡Un hijo! Alaric, ¿has oído? ¡Tengo un hijo!
Morgan suspiró profundamente y se restregó el rostro con las manos. No quería que el pesar lo sobrecogiera. Una vez más reclinó la espalda contra la jamba. Todo eso había sucedido muchos años atrás. Ese Alaric de antaño, mitad niño, mitad hombre, era lord general de los ejércitos reales y un poderoso señor feudal por propio derecho, aunque algo alicaído en ese momento. Brion dormía en la tumba de sus antepasados, bajo la catedral de Rhemuth, víctima de un asesinato por obra de magia que ni siquiera Morgan había podido impedir.
Y el hijo de Brion… ese hijo por el que tanto había clamado Brion entonces, tenía ya catorce años. Era un hombre y reinaba sobre Gwynedd.
Morgan recorrió la planicie con la mirada, como habían hecho Brion y él tantos años atrás. Imaginó ver una vez más a los jinetes, que atravesaban la distancia, y llevó los ojos al cielo brumoso de la noche. Una luna gibosa asomaba al este. El manto de nubes se aclaró a su alrededor lo bastante como para que pudieran atravesarlo las pocas estrellas brillantes. Y Morgan las contempló largo rato, paladeando la serenidad nocturna, antes de poner los pies en el suelo y regresar junto a Duncan.
Ya era tarde. Su primo debía de estar inquietándose por su ausencia. Y el día, con su panorama de subterfugios y arzobispos tercos, no tardaría en asomar.
Descendió los escalones, esta vez con paso más seguro porque la luna arrojaba su luz sobre las ruinas, y se encaminó por la puerta, que seguía en pie, para acortar camino a través de la nave. No habría llegado a la mitad del trayecto cuando sus ojos captaron un débil destello de luz en un rincón lejano de la nave. Allí, a la izquierda del altar en ruinas.
Se detuvo, helado, volvió la cabeza hacia la luz y frunció el ceño: el resplandor se negaba a desaparecer.
Capítulo XI
Del norte desperté uno, y vendrá; del nacimiento del sol llamará en mi nombre; y hollará príncipes como lodo y como pisa el barro el alfarero.
Isaías, 41:25
Morgan se detuvo, absolutamente inmóvil, durante quizá veinte segundos. Sus defensas deryni se erigieron automáticamente en busca de la menor señal de peligro. La luna alumbraba con palidez y las sombras caían largas, pero, decididamente, había algo brillante en la oscuridad que reinaba a su izquierda. Pensó en llamar, pues podía tratarse de Duncan. Decidió no hacerlo. Sus sentidos alertados ya tendrían que haberlo identificado, de haber sido él. Alguien acechaba en las sombras, mas no era Duncan.
Con cautela y deseando haber cogido la espada, Morgan avanzó sigilosamente a través de la nave con el fin de investigar, palpando la pared exterior con los dedos para deslizarse por el pasillo del presbiterio. Al moverse, perdió de vista el destello, y entonces vio que en ese rincón de las ruinas no había nada fuera de lo común. Pero a Morgan se le había despertado la curiosidad.
¿Qué podía haber brillado tanto después de todos esos años? ¿Un fragmento de cristal? ¿Algún reflejo errante de la luna sobre un charco de agua? ¿O algo más siniestro?
Se oyó un ligero sonido escurridizo en dirección al altar ruinoso. Morgan giró sobre sus talones y se detuvo inmóvil, con el estilete preparado en la mano. Eso no había sido su imaginación ni un reflejo de la luna sobre el agua. ¡Allí había algo!
Morgan aguardó, con la vista y el oído aguzados, casi esperando que la forma espectral de algún espíritu monacal muerto desde antaño surgiera del altar desmoronado. Había decidido que sus nervios le estaban jugando una mala pasada cuando una inmensa rata gris asomó de pronto bajo un lecho de escombros y se encaminó directamente hacia él.
Morgan lanzó un murmullo de sorpresa y saltó para alejarse de la ruta del animal. Mientras la rata huía, suspiró y lanzó una risilla apenas audible. Volvió a mirar hacia el altar en ruinas, regañándose por su estupidez, y retomó la marcha por el pasillo.
El rincón que había atraído originalmente la atención de Morgan conservaba todavía parte del tejado, pero el suelo era irregular y se encontraba cubierto de escombros. En la pared trasera, alguien habían erigido un estrecho anaquel como una especie de altar, que mantenía aún su forma, aunque los bordes se veían golpeados por pesadas descargas y derribos. En el nicho que se abría en la pared, detrás de la piedra, había descansado una figura de mármol.
Del conjunto, sólo quedaban los pies de la estatua, la losa resquebrajada y unos restos de piedra y de cristal, como mudas reliquias de esa jornada atroz en que los rebeldes saquearon el monasterio, dos siglos atrás. Morgan sonrió cuando su mirada se posó sobre los pies. Se preguntó quién habría sido el santo infortunado cuyas sandalias todavía recorrían los sueños perturbados del lugar. Entonces, sus ojos fueron a parar a una incrustación de cristal plateado que aún seguía fija a la base donde se apoyaban los pies. Supo que había encontrado la fuente de la extraña luz.
En la losa partida se veían restos de plata y rubí. Eran fragmentos de un mosaico destrozado que, una vez, había cubierto el pedestal, directamente por encima del altarcillo. Los saqueadores habían destruido también eso, como las estatuas, los vitrales de las altas ventanas, los suelos de mármol y baldosas, los preciosos adornos del altar…
Morgan buscó su estilete para retirar el escurridizo fragmento de cristal, pero se detuvo. Devolvió el cuchillo a la vaina de la muñeca y meneó la cabeza. Ese único resto de plata que seguía aferrado a su sitio original había desafiado a los rebeldes, a los tiempos, a las fuerzas naturales. ¿Podía decir lo mismo de sus fieles humanos el santo desconocido, en cuyo honor había erigido el cristal?
Morgan consideró que no. Ni siquiera quedaba su identidad. ¿O sí?
Morgan frunció los labios, pensativo, y deslizó los dedos por la maltrecha losa del altar. Luego, se inclinó para inspeccionarla más de cerca. Como había sospechado, en la piedra quedaban restos de letras talladas. Sus volutas intrincadas casi habían sido destruidas también por la furia centenaria de los saqueadores. Las primeras dos palabras podían leerse, con un poco de imaginación: JUBILANTE DEO. Era la retórica tradicional para ese tipo de altares. Pero la palabra siguiente y la otra estaban muy deterioradas. Pudo rastrear las letras S… CTV… Probablemente, significase sanctus, santo. Pero la última, el nombre de la imagen venerada… Reconoció una C inicial, luego, una A y una S, casi irreconocible, al final. CA… S. ¿Camberas? ¿San Camber?
Morgan exhaló un suspiro y se irguió, atónito. Otra vez san Camber, el patrono de la magia deryni. Con razón los saqueadores se habían ensañado tanto con él. Todavía le sorprendía que hubiese quedado siquiera eso.
Retrocedió unos pasos y miró a su alrededor, distraídamente, deseando tener más tiempo para explorar. Si, de veras, ese rincón de la iglesia había sido consagrado a san Camber, había buenas posibilidades de que cerca de allí hubiese un Portal de Transferencia. Desde luego, aunque aún funcionara —lo cual era dudoso después de tantos años de desuso— no tenía adonde ir con él. Los únicos portales de transferencia que conocía quedaban en Rhemuth; uno, en el estudio de Duncan y el otro en la sacristía de la catedral. Y, por cierto, no deseaba ir allí. Dhassa era su destino.
De todas formas, probablemente fuese una idea ridicula. Aunque pudiera dar con el Portal, seguramente habría sido destruido mucho tiempo atrás. Y tampoco tenía tiempo para ponerse a buscar.
Contuvo un bostezo, echó un último vistazo a su alrededor, saludó informalmente a san Camber y se dirigió despacio hacia el sitio donde habían hecho el fogón. Al día siguiente, muchas preguntas tendrían respuesta, cuando se enfrentaran a la Curia de Gwynedd. De momento, había empezado a llover de nuevo. Tal vez eso lo ayudase a dormir.
En cambio, para Paul de Gendas esa noche no habría sueño.
No muy lejos de donde Morgan y Duncan dormían, Paul oteó el camino bajo la violenta lluvia, y redujo el galope al paso al acercarse al campamento de Warin de Grey, oculto entre las montañas. Su caballo exhausto resoplaba con fuerza y arrojaba largas plumas de vapor al frío aire de la noche. Paul, empapado de barro y agua hasta los huesos, se quitó el sombrero de pico y se irguió sobre la silla de montar; se aproximaba al primer puesto de guardia.
El movimiento valió la pena. Los centinelas, con los faroles encapuchados, intentaron materializarse de la oscuridad para hacerle frente pero, al reconocerlo, regresaron de inmediato a las sombras. Por delante, un canal de antorchas indicaba las pálidas siluetas de las tiendas de campaña bajo la llovizna. Y mientras Paul se acercaba a la primera de ellas, en el borde del campamento, un joven con el mismo emblema del halcón que llevaba él se le acercó corriendo para hacerse cargo del caballo, frotándose los ojos de sueño y contemplando al jinete con aire inquisidor.
Paul lo saludó con un gesto mientras descendía del animal y recorrió con ojos impacientes el área iluminada por las antorchas. Se enfundó en el manto empapado.
—¿Warin todavía está en vela? —preguntó Paul, apartándose el cabello mojado del rostro antes de volver a colocarse el sombrero.
Cuando Paul formuló su pregunta, un hombre mayor, de botas altas y manto encapuchado, se le acercó. Asintió gravemente a Paul y le hizo señas al joven para que se alejara con el caballo cansado.
—Warin está en una conferencia, Paul. Pidió que no se lo molestara.
—¿En una conferencia? —Paul se quitó los guantes húmedos y comenzó a caminar por el sendero fangoso hacia el centro del campamento—. ¿Con quién? Sea quien fuere, creo que Warin querrá escuchar lo que acabo de descubrir.
—¿Aun a riesgo de ofender al arzobispo Loris? —preguntó el hombre mayor, enarcando una ceja y sonriendo de satisfacción al ver que Paul se volvía, estupefacto—. Creo que el buen arzobispo apoyará nuestra causa, Paul.
—¿Loris está aquí?
Paul lanzó una carcajada de incredulidad. Una sonrisa le abrió el rostro demacrado, de oreja a oreja. Luego, golpeó con entusiasmo a su camarada en la espalda.
—Amigo mío, no tienes ni idea de la buena fortuna que nos acompaña esta noche. ¡Ahora sé que Warin acogerá con agrado las noticias que le traigo!
—Entonces, comprendéis mi posición —decía Loris—. Ya que Morgan ha rehusado ceder y arrepentirse de sus herejías, me veo obligado a considerar el Interdicto.
—La acción que os proponéis me es muy clara —afirmó Warin con frialdad—. Privaréis a todo Corwyn del solaz de la religión y condenaréis a almas inocentes al sufrimiento y, quizás, a la condena eterna sin el beneficio de los sacramentos —se miró las manos unidas—. Todos estamos de acuerdo en que Morgan debe ser detenido, arzobispo, pero no puedo aprobar vuestros métodos.
Warin estaba sentado en una banqueta plegable de campaña y un manto de tono ambarino, orlado en pieles, lo protegía del frío. Frente a él, un fuego bien atizado ardía en el centro de la tienda, en el único sector del suelo que no se veía cubierto de alfombras o de gruesas lonas. Loris, con el manto de Borgoña salpicado y húmedo tras el viaje, se sentaba en una silla plegable de cuero, a la derecha de Warin. Era la que el cabecilla rebelde solía reservarse para sí. Detrás de Loris estaba la banqueta de monseñor Gorony, con severo atuendo negro clerical y las manos ocultas en los pliegues de las mangas. Acababa de regresar de su misión a las tierras del obispo Tolliver y escuchaba la conversación con rostro inescrutable.
Warin entrelazó sus largos dedos y descansó los brazos ligeramente sobre las rodillas. Después, miró con aire ceñudo la alfombra sobre la que se posaban sus pantuflas.
—¿Hay algo que pueda decir para disuadiros de vuestra acción, eminencia?
Loris hizo un gesto impotente y meneó la cabeza con solemnidad.
—He intentado cuanto se me pudo ocurrir, pero su obispo, Tolliver, no ha cooperado mucho. Si hubiera excomulgado a Morgan, como le pedí, la situación actual habría podido evitarse. Ahora, debo reunir a la Curia y…
Se interrumpió al ver que la lona que cubría la entrada de la tienda era vuelta a un lado para dejar paso a un hombre, sucio de barro, que lucía el emblema del halcón sobre su manto salpicado. El hombre se quitó el sombrero empapado y saludó, llevándose el puño derecho al corazón. A continuación, bajó la cabeza con aire de disculpa en dirección a Loris y a Gorony. Warin miró distraídamente y frunció el ceño al reconocer al recién llegado, pero se puso de pie de inmediato y fue hasta la entrada, donde el hombre lo aguardaba.
—¿Qué sucede, Paul? —preguntó Warin, mientras se pasaba una mano por el cabello desordenado y conducía a Paul hasta la misma puerta—. Le dije a Michael que no deseaba interrupciones mientras el arzobispo estuviera aquí.
—No creo que os importe esta interrupción; en especial, cuando escuchéis las noticias, señor —dijo Paul, conteniendo una sonrisa y manteniendo baja la voz para que Loris no pudiese oír—. He visto a Morgan en el camino a San Torín, antes del crepúsculo. Él y un compañero acamparon en las ruinas del viejo monasterio de San Neot.
Warin sujetó a Paul por los hombros y lo miró, azorado.
—¿Estás seguro? —obviamente, la noticia lo había excitado. Sus ojos brillaron, en busca de los de Paul—. Oh, Dios mío. ¡En nuestras propias manos! —murmuró casi para sus adentros.
—Supongo que va camino de Dhassa, señor —sonrió Paul—. Quizá podamos disponer una recepción adecuada…
Los ojos de Warin lanzaron centellas. Se volvió para mirar a Loris.
—¿Oísteis eso, eminencia? ¡Han visto a Morgan en el monasterio de San Neot, rumbo a Dhassa!
—¿Qué? —Loris se puso de pie, bruscamente, con el rostro rojo de furia—. ¿Morgan, rumbo a Dhassa? ¡Debemos detenerlo!
Warin parecía no haberlo oído. Iba y venía por la alfombra, agitado y con los ojos negros y concentrados mostrando un aire ensimismado.
—¿Me habéis oído, Warin? —insistió Loris, observándolo con mirada extraña, mientras el cabecilla no dejaba de moverse por la tienda—. Es algún truco deryni que ha tramado para engañarnos. Piensa perturbar la sesión que la Curia mantendrá mañana. Con su astucia deryni, es capaz de convencer a algunos de mis arzobispos de su inocencia. ¡Sé que no piensa someterse a mi autoridad!
Warin negó con la cabeza. Una sonrisa jugueteaba en su rostro. Continuó andando.
—No, eminencia, yo tampoco creo que quiera someterse. Pero no tengo intención de dejar que perturbe a vuestra Curia. Tal vez sea hora de que nos encontremos frente a frente Morgan y yo. Quizá sea momento de descubrir qué poderes son más fuertes: las brujerías malditas o el poder del Señor. —Se volvió al hombre que esperaba en la puerta—. Paul, prepara un grupo de quince hombres para que me acompañen a San Torín antes del amanecer.
—Sí, señor —asintió Paul.
—Y, cuando Su Eminencia se marche, no quiero que se me vuelva a molestar, a menos que sea absolutamente indispensable. ¿Comprendido?
Paul volvió a inclinarse en reverencia y salió de la tienda para cumplir con el encargo de Warin. Loris miraba al cabecilla con expresión perpleja.
—No creo haber comprendido —dijo Loris, mientras se sentaba nuevamente, dispuesto a aguardar hasta que se le diera una explicación satisfactoria—. Supongo que no estaréis pensando en atacar a Morgan.
—Llevo muchos meses aguardando la oportunidad de enfrentarme al deryni, eminencia —repuso Warin, mirando al arzobispo profundamente—. En San Torín, lugar por el que deberá pasar para llegar a Dhassa, habrá un modo en que podré sorprenderlo y hasta hacerlo cautivo. En el peor de los casos, creo que podremos disuadirlo de que no interfiera en vuestra Curia. Y en el mejor, bueno, quizá ya no tengáis que volver a preocuparos por este peculiar deryni.
Loris lanzó un gruñido desdeñoso y comenzó a plegar la tela del manto, entre sus dedos nerviosos.
—¿Mataríais a Morgan sin darle oportunidad de arrepentirse de sus pecados?
—Dudo que en el más allá exista esperanza para los de su sangre, eminencia —afirmó Warin amargamente—. Los deryni han sido esbirros de Satán desde la creación. No creo que la salvación esté dentro de sus posibilidades.
—Quizá no —convino Loris, y se puso de pie para enfrentarse al cabecilla rebelde con sus duros ojos azules—. Pero no creo que nos corresponda tomar esa decisión. Al menos debe dársele a Morgan la oportunidad de arrepentirse. No negaría ese derecho ni al mismo demonio, pese a las muchas razones que yo pueda tener para odiar a Morgan. La eternidad es demasiado tiempo para condenar a un hombre.
—¿Lo estáis defendiendo, arzobispo? —preguntó Warin con cautela—. Si no lo destruyo mientras tengo la ocasión, tal vez luego sea demasiado tarde. ¿Acaso debemos darle al diablo una segunda oportunidad? ¿Acaso se expone uno deliberadamente a su poder cuando le es posible evitarlo? Creo que alguien dijo una vez: «Evitad la ocasión del pecado.»
Por primera vez desde que entraron, Gorony se aclaró la garganta y llamó la atención de Loris.
—¿Podría hablar, eminencia?
—¿Qué sucede, Gorony?
—Si vuestra eminencia me lo permite, hay una forma de que Morgan quede reducido a la inofensividad hasta que podamos evaluar el valor de su alma. Podría impedírsele usar sus poderes hasta que decidiéramos la mejor forma de encargarnos de él.
Warin frunció el ceño y observó a monseñor Gorony con ojos suspicaces.
—¿Y cuál sería?
Gorony miró a Loris y luego, prosiguió:
—Existe una droga, a la que los deryní llaman merasha, que sólo ejerce su poder contra los de su estirpe. Enturbia sus pensamientos y los hace incapaces de utilizar sus oscuros poderes hasta que el efecto de la droga se desvanece. Si pudiésemos conseguir un poco de merasha, ¿no sería propicio emplearlo para inmovilizar a Morgan?
—¿Una droga deryni? —Loris frunció las cejas, concentrado, y objetó—: No me gusta nada, Gorony…
—¡Ni a mí! —espetó Warin con vehemencia—. No comerciaré con trucos deryni para atrapar a Morgan. Eso haría de mí alguien tan ruin como él.
—Si su eminencia me lo permite —prosiguió Gorony con paciencia—, estamos tratando con un enemigo nada ortodoxo. A veces, uno debe usar métodos poco ortodoxos para derrotar a quien también lo es. Después de todo, sería realmente por una buena causa…
—Eso es cierto, Warin —convino el arzobispo con cautela—. Y, materialmente, reduciría los riesgos. Gorony, ¿cómo propone que le administremos la droga? No creerá que Morgan se quedará de brazos cruzados, esperando a que se la demos a beber o a que se utilice algún otro subterfugio…
Gorony sonrió y su rostro benigno e inescrutable adquirió un matiz ligeramente diabólico.
—Dejad eso en mis manos, eminencia. Warin ha hablado de escoger el templo de San Torín como punto de emboscada. Estoy de acuerdo con él. Con el permiso de vuestra eminencia, partiré de inmediato para conseguir el merasha, y luego seguiré rumbo al encuentro con Warin y sus hombres en el santuario, al amanecer. Hay cierto hermano que nos ayudará a tender la trampa. Vos, eminencia, regresaréis a Dhassa sin demora, para poder preparar la sesión de la Curia que tendrá lugar mañana. Si, por alguna casualidad, no triunfamos, quedaréis obligado a proseguir con los procedimientos del Interdicto.
Loris consideró la propuesta, ponderó todas las consecuencias y miró de soslayo al cabecilla rebelde.
—¿Y bien, Warin? —preguntó, enarcando una ceja inquisidora—. ¿Qué decís? Gorony se quedará para asistiros en la captura de Morgan, permanecerá para escuchar su confesión, si decide arrepentirse, y luego lo dejará en vuestras manos, para que hagáis con él lo que mejor os parezca. Si cualquiera de vosotros dos tiene éxito, no habrá necesidad de decretar el Interdicto sobre Corwyn. Gozaréis del mérito por haber evitado la catástrofe sobre Corwyn y podréis, seguramente, ser aclamado como su nuevo regente. Y yo…, yo me veré libre de la necesidad de someter un ducado entero a la censura de la Iglesia sólo por el mal de un único hombre. Después de todo, el bienestar espiritual del pueblo es mi principal preocupación.
Warin contempló el suelo pensativamente unos minutos, después manifestó su acuerdo con parsimonia.
—Muy bien, eminencia. Si decís que no sufriré deshonra por usar la droga deryni para capturar a Morgan, me veo obligado a aceptar vuestra palabra. Después de todo, vos sois Primado de Gwynedd y debo acatar vuestra autoridad en tales cuestiones, para poder seguir siendo un verdadero hijo de la Iglesia.
Loris se puso de pie y asintió con aprobación.
—Sois muy sabio, hijo mío —repuso, y le indicó a Gorony que se retiraban—. Oraré por su triunfo.
Extendió la sortija con el sello de amatista y Warin, tras una ligera pausa, se hincó de rodillas para llevar los labios a la sortija. Pero cuando el rebelde se puso de pie, sus ojos estaban borrascosos, y mantuvo la vista esquiva al acompañar a Loris hasta la puerta.
—El Señor sea con vos, Warin —murmuró Loris, trazando una bendición con la mano antes de retirarse.
A continuación desapareció. Tras permanecer unos instantes en la entrada, Warin se volvió y recorrió el interior de la tienda: las rústicas paredes de lona, el amplio lecho de campaña cubierto con un pellejo gris, la silla plegable y la banqueta al lado del fuego, el baúl forrado en piel contra la pared opuesta, el severo reclinatorio de madera en un rincón… Sus tablas duras y gastadas refulgían bajo la lumbre del fuego.
Warin fue lentamente hacia el reclinatorio y tocó una gruesa cruz de plata ensartada en una cadena que pendía sobre el madero donde se posaban los brazos. Su mano se cerró en un espasmo alrededor del crucifijo plateado.
¿He hecho bien, Señor?, se llevó la cruz y la cadena al pecho y entrecerró los ojos. ¿Realmente tengo razones para emplear ayuda deryni con el fin de lograr tu propósito? ¿O he hecho concesiones a tu honor en mi avidez por complacerte?
Se dejó caer de rodillas sobre el duro reclinatorio de madera y hundió la cabeza entre las manos. La fría cadena de plata se deslizó a través de sus dedos.
Ayúdame, oh, Señor, te lo suplico. Ayúdame a saber qué hacer mañana cuando me enfrente a tu enemigo…
Capítulo XII
Cuando viniere, como una destrucción, lo que teméis..
Proverbios, 1:27
Morgan y Duncan llevaban casi tres horas cabalgando cuando atravesaron los límites meridionales del Paso de Gunury. El día era límpido y brillante, aunque algo fresco, y los caballos trotaban a paso seguro en el aire vivificante de la mañana. Olían agua por delante, ya que el lago Jashan se extendía al otro lado de los árboles que rodeaban el templo de San Torín, a menos de un kilómetro. Los jinetes, descansados tras el largo viaje de la jornada anterior, observaban ociosamente la campiña al cabalgar; cada uno inmerso en sus disquisiciones privadas sobre lo que el día les depararía.
La región de la frontera donde se extendía Dhassa, rodeada de montañas, era una zona forestal, cubierta de grandes árboles y de numerosas especies salvajes; pero, curiosamente, con escasos afloramientos de roca nativa. En realidad, las tierras altas descansaban sobre una lengua rocosa; y en algunas partes la piedra se imponía y ninguna vegetación lograba crecer. Pero eso ocurría en las planicies más elevadas de la región montañosa, por encima de la línea de bosques, y, en esos sitios, el hombre no se atrevía a morar.
Así, el pueblo de Dhassa había construido sus hogares y sus aldeas con madera, pues allí la había de sobra y de mucha variedad, y la humedad del aire montañoso ponía freno a la proliferación del fuego. Aun el templo, ante el cual pronto se detendrían Morgan y su primo, estaba erigido de madera. Madera de todos los tonos y texturas que la región podía ofrecer. Por otra parte, se trataba de un elemento totalmente apropiado para ese lugar, pues Torín había sido un santo de los bosques.
Cómo habría hecho Torín para ganarse la santidad era otra cuestión. Poco se conocía sobre san Torín de Dhassa y abundaban las leyendas; muchas de ellas, de origen dudoso. Se sabía que había vivido unos cincuenta años antes de la Restauración, durante la cúspide del poder deryni en el Interregno. Se creía que era descendiente de una familia pobre pero noble de grandes cazadores, cuyos hijos varones, tradicionalmente, habían sido, por herencia, guardianes de las vastas zonas forestales del norte. Pero poco más se sabía con certeza.
También se decía que había ejercido dominio sobre las bestias del bosque que custodiaba, y que había obrado numerosos milagros.
Corría el rumor de que, en cierta ocasión, salvó la vida de un legendario rey de Gwynedd mientras eí monarca cazaba en predios boscosos reales, una borrascosa mañana de octubre. Pero nadie mencionaba de qué modo lo había hecho.
Así y todo, san Torín había sido adoptado como patrono de Dhassa poco después de su muerte. Su veneración pasó a ser parte integrante de la vida de ese pueblo montañés. Las mujeres eran eximidas de este culto en particular; ellas tenían su propia santa Ethelburga que intercedía en su beneficio. Pero todo hombre adulto que quisiese entrar en la ciudad de Dhassa desde el sur, debía primero peregrinar al templo de San Torín. Allí se le entregaba un emblema de peltre bruñido para llevar en el sombrero, lo que le identificaba como uno de los fieles. Sólo entonces, tras ofrecer los respetos a san Torin, uno podía acercarse a los boteros que transportaban a los transeúntes por el ancho lago Jashan, rumbo a Dhassa.
Eludir la peregrinación significaba augurarse una mala acogida, por usar un eufemismo. Aunque uno pudiera sobornar al botero para que lo cruzase —no había otra forma de rodear el lago—, ningún hostelero ni tabernero osaría atender a nadie que no llevara el riguroso emblema de peregrino. Era casi seguro que todo intento ulterior de realizar asuntos serios en la ciudad, encontraría igual resistencia. Los dhassanos tomaban muy a pecho el culto a su santo patrón y, cuando se corría la voz de que, por la ciudad, vagaban viajeros sin el debido grado de piedad, las presiones no tardaban en hacerse sentir. En consecuencia, era muy infrecuente que un viajero ignorase la visita al templo de San Torín.
El sector de espera, al que Morgan y Duncan llevaron sus caballos, era húmedo y herbáceo: una franja pequeña y limitada de tierra, fuera del camino principal, donde los visitantes podían descansar, hacer pacer los caballos o prepararse para ofrecer sus respetos a san Torín. Una estatua rústica de madera añosa que representaba la imagen del santo de los bosques custodiaba el extremo lejano del claro, con los brazos extendidos en bendición. Los árboles inmensos y de ramas vencidas por el peso tendían sus extremos sarmentosos sobre las cabezas de los peregrinos.
En el claro había varios peregrinos más. Los emblemas que llevaban en el sombrero indicaban que ya habían cumplido con la peregrinación y que sólo pasaban por allí para descansar. Al otro lado, un hombre menudo vestido con atuendo de caza, similar al de Morgan y Duncan, se descubrió la cabeza y entró por la puerta exterior del templo.
Morgan y Duncan desmontaron y aseguraron sus caballos a una anilla de hierro que había en una pared baja de piedra. Se dispusieron a aguardar su turno. Morgan se aflojó la correa, que le sujetaba la gorra por debajo del mentón, e inclinó su rubia cabeza para aflojar la tensión del cuello. Quería quitarse el sombrero; pero sí lo hacía corría el riesgo de revelar su identidad y no podía afrontar semejante peligro si quería llegar a tiempo a la Curia de los arzobispos. Pocos hombres de la estatura de Morgan lucían una cabellera tan dorada, por lo que no se atrevió a mostrarla.
Duncan miró a los viajeros que descansaban en el lado opuesto del claro, luego dejó que sus ojos regresaran a la fachada del santuario mientras se inclinaba ligeramente hacia su primo.
—Qué curiosa la forma en que usan la madera en estos lares —señaló con voz grave—. La capilla casi parece crecer del suelo, como si no hubiera sido construida por manos humanas, sino que hubiese brotado igual que un hongo.
Morgan contuvo una risilla y miró en derredor para ver si algún otro peregrino había reparado en él.
—Esta mañana tu imaginación vuela, primo —le regañó de buen humor, casi sin mover los labios—. Los dhassanos han gozado de renombre por su talento como talladores desde hace siglos.
—Será asi —convino Duncan—, pero este lugar tiene algo extraño… ¿No lo sientes?
—Sólo la misma aura de santidad que rodea cualquier sitio sagrado —replicó Morgan, mirando a su primo de soslayo—. En realidad, quizás haya menos aire de santidad que lo acostumbrado. ¿Estás seguro de que no te asaltan cargos de conciencia eclesiástica?
Duncan resopló imperceptiblemente con desdén.
—Eres imposible. ¿Lo sabias? ¿Alguien te lo había dicho ya?
—Muy a menudo y con sorprendente frecuencia —admitió Morgan con una sonrisa. Con disimulo, volvió a pasear la mirada por el claro para ver si llamaban la atención, luego se acercó más a Duncan, con una expresión más seria—. A propósito —murmuró, apenas moviendo los labios—, olvidé contarte lo del susto que tuve ayer por la noche.
—¿Qué?
—Parece ser que el altar lateral que había en el templo de San Neot fue consagrado a san Camber. Durante unos momentos, cuando estuve allí, temí estar ante una nueva aparición.
Duncan controló el impulso de girarse para mirar a su primo a los ojos.
—¿Y? ¿Qué sucedió? —preguntó, esforzándose por hablar en voz baja.
—Sorprendí a una rata —reveló Morgan—, Fuera de eso, temo que fue un caso de nervios. Como ves, no estás solo.
Advirtió un movimiento en el camino, que atrajo su atención, y le dio un codazo en las costillas a Duncan.
Dos jinetes acababan de virar por la curva. Probablemente, la atención de Morgan fue atraída por el hecho de que no venían a lomos, sino andando. Los dos llevaban idéntica librea de azul real y blanco y, mientras Morgan y Duncan observaban, vieron venir a un segundo par y después a otro y a un cuarto.
En total, contaron seis parejas de jinetes, antes de que apareciera un pequeño carruaje por la curva: un coche de paneles azules, entre los bastidores de madera oscura, tirado por cuatro ruanos iguales, con plumas y atuendos azules y blancos. Esa mañana de primavera, la sola presencia de los hombres armados y con librea habría llamado lo bastante la atención en un camino fangoso de Dhassa, pero la aparición del lujoso coche sólo confirmó la primera impresión: alguien de importancia se dirigía a la ciudad. Considerando el rango neutral de Dhassa, podía tratarse de cualquiera.
Mientras el coche y el séquito se acercaban, el peregrino salió del templo y regresó, exhibiendo en el gorro el brillante emblema de Torín, que refulgía contra el cuero. Como Morgan no mostraba señales de disponerse a ser el siguiente, Duncan desprendió su espada y la colgó del fuste de la silla de montar. A continuación, se encaminó con paso enérgico hacia el santuario. En el templo de San Torín no podía entrar nadie que llevase armas.
Los jinetes habían llegado casi a la altura de Morgan. Mientras marchaban, vio el brillo de las cotas de satén, oyó el tintineo ahogado de la malla bajo los tabardos y el resonar de los arneses, las espuelas y las embocaduras.
Al pasar por delante del claro de espera, los corceles se enterraron en el fango hasta las rodillas. Entonces, el coche dio un brinco y se detuvo, con una rueda encajada en el lodo, sin que los animales pudieran sacarlo de allí.
El conductor la emprendió a latigazos y a gritos, aunque no blasfemó, lo cual extrañó a Morgan. Un par de jinetes tomó las riendas de los caballos delanteros e intentó moverlos hacia delante, pero infructuosamente. El coche estaba atascado.
Morgan saltó del muro al que se había encaramado y miró atentamente a la procesión detenida. Sabía que se vería obligado a acudir en su ayuda. Los jinetes de librea satinada no querrían enlodarse para liberar el coche, si había parroquianos que pudieran hacerlo por ellos. Y, ante los ojos de todos, ese día, el duque de Corwyn era un simple cazador. Debía actuar como tal.
—Vosotros, allí —gritó uno de ellos, mientras movía el caballo hacia Morgan y los demás viajeros, y hacía gestos con la fusta de montar—. Venid a echar una mano al carruaje de milady.
Conque era el coche de una dama… Con razón el jinete no había imprecado a las bestias.
Con una reverencia deferente, Morgan corrió hasta la rueda y apoyó el hombro por detrás de ella. La empujó con todas sus fuerzas, pero el carruaje no se movió. Otro hombre se apoyó debajo de Morgan, contra la rueda, y se preparó para el empellón, mientras varios otros se sumaban del otro lado.
El jinete se acercó al conductor y gritó:
—Cuando dé la orden, afloja las riendas y da un ligero latigazo a los caballos. Y vosotros, empujad a la vez. ¿Listo, conductor?
El hombre asintió y alzó el látigo. Morgan respiró hondo.
—¡Ahora!
Los caballos tiraron, Morgan y sus camaradas empujaron con todas sus fuerzas y la rueda se tensó. Entonces, el coche comenzó a trepar lentamente fuera del hoyo. El conductor dejó que el carruaje avanzara unos pocos metros y frenó. El jinete que llevaba la voz cantante retrocedió unos pasos hacia Morgan y el resto de los peregrinos.
—Su señoría os está agradecido a todos —exclamó el hombre, levantando la fusta en amistoso saludo.
Morgan y los demás peregrinos se inclinaron en reverencia.
—Y su señoría desea sumar su agradecimiento en persona —dijo una voz ligera y musical desde el interior del vehículo.
Sobresaltado, Morgan levantó la vista y se encontró con los ojos más azules que hubiese visto jamás, sobre un rostro niveo y acorazonado de belleza sin parangón. El rostro iba envuelto en una tenue nube de cabello rojizo dorado, que a ambos lados parecía formar dos alas de fuego, para unirse por detrás en un tocado en forma de coronilla. La nariz era pequeña y ligeramente respingada y la boca, amplia y generosa, teñida con un rubor que, por derecho, sólo podía haber pertenecido a una rosa.
Esos ojos azules e increíbles se posaron en los suyos apenas un instante. Lo suficiente para que el recuerdo del semblante quedara grabado para siempre en su memoria. Luego, el tiempo siguió su curso y Morgan, algo recobrado, pudo retroceder y esbozar una torpe reverencia. Recordó, justo a tiempo, que no debía ser el cortés y educado lord Alaric Morgan y cambió las palabras que se disponía a pronunciar.
—Servirla a usted es un placer para Alain el cazador, milady —murmuró, tratando sin éxito de no volver a buscarla con la mirada.
El jinete principal se aclaró la garganta e intervino, posando la punta de la fusta sobre el hombro de Morgan suavemente, pero con firmeza.
—Eso será todo, cazador —su voz había adoptado ese dejo de autoridad que teme ser usurpada—. Su señoría está impaciente por seguir el camino.
—Desde luego, buen señor —murmuró Morgan, apartándose del carruaje, pero sin quitar totalmente los ojos de la dama—. Dios la bendiga, milady.
Cuando la dama asintió mudamente y comenzó a refugiarse tras las cortinas de nuevo, por debajo de la ventana asomó una cabecita, de cabello rojo y desordenado, para mirar a Morgan con los ojos muy abiertos. La dama meneó la cabeza y musitó algo al oído del pequeño, sonrió a Morgan y ambos desaparecieron de la vista. Y Morgan también lanzó una sonrisa, mientras el carruaje se ponía en marcha y continuó andando por el camino. Duncan salió del templo y volvió a sujetarse la espada alrededor de la cintura. Llevaba un emblema de Torín, sujeto a la gorra de cazador. Con un suspiro, Morgan regresó a los caballos para quitarse el arma. A continuación, con paso resuelto, cruzó el ancho patio para ingresar en la antecámara del templo.
La sala era diminuta y estaba en penumbras. Cuando Morgan entró en ella, observó la talla intrincada que cubría las paredes por ambos lados, notó el resonar hueco del suelo, recubierto de tablillas de madera, bajo el peso de sus botas. En el extremo opuesto de la sala había una doble puerta pesadamente tallada, que conducía al templo mismo. Y detrás de la verja de madera, a su derecha, había alguien. Morgan miró en esa dirección e hizo una reverencia con la cabeza.
Ese debía de ser el monje que siempre vigilaba en la antecámara; con el fin de oír las confesiones de los penitentes, que deseaban descargar el peso de su alma, y para oficiar como centinela del templo y cerciorarse de que sólo un peregrino desarmado entrara cada vez.
—Dios sea contigo, santo hermano —musitó Morgan, en lo que confío fuese su tono más piadoso.
—Y contigo y los tuyos —repuso el monje, con un susurro cascado.
Morgan hizo una corta reverencia para agradecer la bendición, y fue hasta la doble puerta. Al posar sus manos sobre el pomo de la puerta oyó que el monje cambiaba de posición en su casilla de madera. Se le ocurrió que quizás hubiera apresurado las cosas. Se volvió para mirar en dirección al hombre, esperando no haber suscitado un interés indebido, y el monje se aclaró la garganta.
—¿Deseas el consuelo de la bendición, hijo? —aventuró la voz, esperanzada.
Morgan comenzó a menear la cabeza para trasponer el portal, cuando se detuvo, mirando hacia la casilla. Tal vez, en efecto, hubiese olvidado algo. En las comisuras de su boca asomó una mínima sonrisa. Llevó la mano al cinturón y extrajo una pequeña moneda de oro.
—No, buen hermano, te lo agradezco —dijo, controlando el deseo de sonreír—. Pero toma, por tu gentil ofrecimiento.
Con un movimiento deliberadamente torpe e incómodo, fue hasta la reja de madera y dejó la moneda en una pequeña ranura. Mientras se volvía hacia la puerta, oyó el suave tintineo de la moneda que caía en una lata, y un suspiro de alivio no muy bien disimulado.
—Ve en paz, hijo —oyó que el monje murmuraba al verlo trasponer la puerta—. Que encuentres lo que buscas.
Morgan cerró la puerta tras su paso y dejó que sus ojos se adaptaran a la luz aún más tenue. El templo de San Torín no era particularmente impresionante. Morgan los conocía mayores y más espléndidos, erigidos en memoria de personajes mucho más santos y augustos que el ignoto y anónimo santo de los bosques; pero había un cierto encanto que casi conmovió a Morgan.
En primer lugar, la capilla estaba construida íntegramente de madera. Las paredes y el techo eran de vigas obtenidas de los árboles. El altar era una inmensa losa tomada de algún roble gigante. Hasta el suelo estaba formado de delgadas planchas de muchas clases y texturas de madera, con la incrustación de un impactante cabrio y un dibujo de cruces. Las paredes eran de tablones rústicos y representaban escenas crudamente talladas, de tamaño natural, sobre las estaciones de la cruz. Y la alta bóveda del techo se encontraba surcada de vigas y de ilustraciones religiosas.
Pero lo que más impresionó a Morgan, sin embargo, fue el frontal de la capilla. El artesano que realizó la pared posterior del altar había sido un auténtico artista, sin lugar a dudas, que conocía hasta la última variedad de madera de la región y que sabía la mejor forma de exhibir sus virtudes y de contrastarlas con las demás. Desde los lados, partían franjas incrustadas que se unían como en una vertiente por detrás del crucifijo, simbolizando quizá la vida eterna que aguardaba por delante. A la izquierda, la estatua de san Torín había sido tallada de una única rama nudosa de roble. Y, en nítido contraste, se erigía el crucifijo ante el altar, de madera oscura. La figura de Cristo había sido tallada en otra muy clara. Rígidos, formales, los miembros superiores se hallaban estirados, formando una «T» perfecta. La cabeza, erguida, miraba al frente. Era un rey imponente, no un hombre que sufría colgando de una cruz.
Morgan decidió que no le agradaba la fría representación del Señor. Le quitaba toda su humanidad, y casi desvanecía el aire de vida y de calidez que creaban las paredes vivientes. Ni aun el brillo de la lámpara azul de vigilia y las luces votivas, ni el baño dorado de las velas que ofrendaban los peregrinos, lograban atenuar el semblante frío e implacable del Rey de los Cielos.
Morgan hundió los dedos, distraído, en una fuente de agua bendita que había a la derecha de las puertas y se persignó al comenzar su marcha por la estrecha nave. Su inicial impresión de serenidad había sido quebrada por un escrutinio más cercano de la capilla y, en su lugar, sentía ahora una extraña inquietud. Echó de menos el movimiento de la espada en la cadera. Ansiaba la hora de abandonar ese sitio.
Se detuvo ante una mesita que había en el centro de la nave, encendió un cirio amarillento que debía llevar hasta el frontal de la capilla y dejar en el altar. Cuando el pabilo quedó encendido, su mente voló momentáneamente a los cabellos de la mujer que viajaba en el carruaje. Bajo la luz del sol, habían sido del mismo color. Entonces, se formó la llama y fue hora de seguir adelante.
La puerta de la cerca que daba al altar estaba cerrada. Morgan dejó caer una rodilla y ofreció sus respetos al altar mientras buscaba el picaporte tras de la cerca. Detrás de ella, ardían las velas de los demás peregrinos, ante la imagen del santo. Morgan se puso de píe cuando la manija cedió con un ruido metálico. Al retirar la mano, se raspó el dorso contra algo agudo o filoso que lo hizo sangrar. Se llevó la herida a la boca y, al trasponer la puerta, pensó que era un sitio extraño para algo tan puntiagudo.
Se inclinó para examinar más de cerca, frotando aún la mano herida. Y, entonces, todo el recinto comenzó a dar vueltas. Antes de que pudiera erguirse siquiera, se sintió arrastrado hacia un torbellino donde se confundían todos los colores del tiempo.
«¡Merasha!», clamó su mente.
Debía de haber estado sobre la manija de la cerca. ¡Y fue él mismo quien se lo llevó a la boca! Peor aún, no se encontró luchando tan sólo contra el efecto adormecedor del merasha que embotaba sus sentidos deryni, sino contra otra presencia que se imponía sobre su conciencia. Contra una fuerza imponente que amenazaba con rodearlo y sumirlo en la nada.
Se apoyó sobre las manos y las rodillas y luchó por escapar, pero, en ese mismo momento, temió que fuese demasiado tarde y que el ataque hubiese sido muy repentino y la droga, excesivamente potente.
Entonces, sintió que una inmensa mano se abalanzaba contra él; que una mano colmaba el recinto y que, mientras se cerraba sobre él, extinguía la luz débil y trémula.
Mientras el dolor consumía su mente, trató de llamar a Duncan; trató, en un esfuerzo final, de sacudir esa fuerza siniestra que lo superaba. Pero de nada le sirvió. Aunque le parecía que sus gritos podían despedazar el firmamento, una parte distinta de él sabía que también ellos estaban siendo devorados por esa criatura.
Se sintió caer y, al sumirse en el vacío, se dio cuenta de que su clamor era mudo y helado.
Y después vino la oscuridad.
Y el olvido.
Capítulo XIII
Caminos […] que descienden a las cámaras de la muerte.
Proverbios, 7:27
En el cuarto de hora transcurrido desde que Morgan entrara al templo de San Torín, el cielo se había oscurecido notablemente. El claro estaba vacío. Sólo quedaban Duncan, los tres caballos y un viento, húmedo y opresivo, que revolvía el cabello castaño del sacerdote y soplaba las largas crines del percherón sobre el rostro del animal, mientras Duncan tironeaba de su pata trasera izquierda. Finalmente, el caballo levantó la pata y el sacerdote sujetó la herradura sobre su regazo. Valiéndose de la cruz de su daga como pico, retiró los últimos restos de fango. En el horizonte reverberó un trueno, como presagiando otra tormenta, y Duncan miró hacia el templo con impaciencia mientras proseguía con su trabajo.
¿Qué estaría haciendo Alaric que se retrasaba tanto? Debía de haber salido mucho tiempo atrás. ¿Y si hubiera tenido algún problema?
Posó la pezuña del animal sobre el suelo y retrocedió un paso. Luego, guardó la daga en la vaina que llevaba dentro de la bota.
No era propio de Alaric tardar tanto. Su primo no era un hombre falto de piedad religiosa, pero tampoco pasaría semejante tiempo en un oscuro templo de campiña cuando toda la Curia de Gwynedd se disponía a reunirse para deliberar en contra de él.
Duncan frunció el ceño y se reclinó contra la carga del percherón. A través de las ancas del animal, observaba la capilla. Se quitó el sombrero de cuero y jugueteó con el emblema de Torín, que llevaba pinchado, e hizo girar el gorro entre los dedos. Tal vez algo hubiera marchado mal. Quizá debería ir a ver…
Con un movimiento resuelto, Duncan se aplastó la gorra contra la cabeza y empezó a andar hacia la capilla. Pero lo pensó mejor y decidió desatar primero los caballos. Quizá tuviesen que emprender una rápida huida. Luego, cruzó el patio hacia el templo. Cuando entró en la antecámara, alcanzó a ver un apresurado movimiento de sorpresa detrás de la reja y la voz cascada del monje se dirigió a él de inmediato.
—No puedes entrar en este sitio con armas. Lo sabes. Es tierra consagrada.
Duncan frunció el ceño. No deseaba ofender a los pobladores del lugar, pero tampoco pensaba entrar desarmado, dadas las circunstancias. Si Alaric se encontraba en problemas, Duncan quizá tuviera que luchar por los dos. Su mano izquierda se dirigió casi inconscientemente a la empuñadura del arma.
—Busco al hombre que entró después de mí, hace un rato. ¿Lo has visto?
Y el hombre repuso, apresuradamente:
—Nadie ha entrado desde que tú partiste. Ahora, ¿querrás marcharte con tu acero ofensivo o tendré que pedir ayuda?
Duncan miró a través de la reja con ojos penetrantes y, de pronto, sospechó de los aires del monje. Dijo, con cautela:
—¿Intentas decirme que no viste entrar a un hombre vestido con traje de caza y sombrero marrón?
—Te lo he dicho, aquí no hay nadie. Ahora, vete.
Los labios de Duncan se apretaron en una línea severa y delgada.
—En tal caso, no te molestará que me fije con mis propios ojos —señaló fríamente. Fue hasta la doble puerta y la abrió de un empellón.
Oyó un grito indignado mientras cerraba la puerta después de entrar, pero ignoró las protestas ahogadas del sacerdote. Aplicó sus sentidos deryni y los proyectó a su alrededor en busca de peligro, hasta donde se atrevió. Entonces, tornó a recorrer la nave central con paso veloz. Como había dicho el monje, en la pequeña capilla no se veía a nadie; al menos, en ese momento. Pero, si sólo había una entrada y una salida, ¿adonde podría haber ido Alaric?
Duncan se acercó al sector del altar y examinó el sitio con suspicacia. Evocó cada detalle con su memoria deryni. No había más velas en el altar, aunque una, quebrada y extinguida, yacía sobre el suelo, cerca de los escalones. No recordaba haberla visto antes. Pero la cerca… ¿había estado cerrada cuando él entró?
Decididamente, no.
Pero ¿por qué razón Alaric podría haberla cerrado?
Corrección: ¿Habría cerrado esa puerta Alaric? En caso afirmativo, ¿por qué?
Volvió la mirada a las puertas y las vio cerrarse suavemente. Alcanzó a vislumbrar una figura enjuta y tonsurada, con hábito marrón, que se alejaba de su vista.
¡Conque el monjecillo lo había estado espiando! Probablemente regresaría con los prometidos refuerzos de un momento a otro…
Duncan regresó al altar y se inclinó por encima de la cerca para alcanzar el picaporte. Al hacerlo, sus ojos se posaron sobre algo que, sin duda, antes no había estado allí. Atónito, se detuvo.
Era un ajado sombrero de cacería, de cuero marrón, con una correa para sujetarlo por el mentón, y yacía, aplastado y abandonado, contra el fondo de la verja, del otro lado.
¿Sería el de Alaric?
Mientras una fría sospecha comenzaba a asomar en su mente, Duncan tendió la mano para cogerlo pero, a mitad de camino, su brazo se detuvo: la manga había quedado atrapada al rozar el picaporte. Se inclinó cuidadosamente para inspeccionarla y detectó la pequeña protuberancia aguda que le había enganchado la ropa. Soltó la manga y retiró la mano. Entonces, volvió a asomarse para mirar más de cerca. Con precaución, dejó que sus poderes examinaran el picaporte.
¡Merasha!
Su mente retrocedió violentamente ante el encuentro. De sus poros, rompió a brotar un sudor helado. Sólo con dificultad, pudo controlar el temblor y evitar huir a la carrera. Se dejó caer sobre una rodilla y se posó contra la cerca, mientras se obligaba a respirar hondo para serenarse.
Merasha. Ahora lo comprendía todo: la cerca cerrada, el gorro, el picaporte…
Con los ojos de su imaginación revivió la escena: Alaric, que se acercaba al altar, igual que Duncan, con una vela encendida en la mano; buscaba detrás de la cerca el picaporte oculto, alerta a los peligros más obvios que el sitio pudiera ocultar, sin jamás soñar que esa simple manija contenía la traición más atroz: el puntiagudo picaporte que rasgaba la piel desnuda en lugar de la manga y que lanzaba a correr la droga entumecedora por el cuerpo desprevenido.
Después, alguien aguardaba en el silencio de la emboscada, para atacar las defensas del noble deryni, ya debilitadas por el merasha, y llevarlo así donde lo esperaba vaya uno a saber qué oscuro destino.
Duncan tragó con fuerza y miró a sus espaldas. De pronto, fue consciente de que podía haber repetido la suerte de su primo por muy poco. Tendría que darse prisa. El monjecillo enfadado volvería con refuerzos en cualquier momento. Pero, antes de abandonar ese sitio, debía intentar establecer contacto con Alaric. A menos que encontrara algún indicio del paradero de su primo, no tenía la menor idea de dónde buscarlo. ¿Cómo podría haber salido de allí?
Se enjugó la frente húmeda contra el hombro, se inclinó y tomó el gorro de cuero de entre los barrotes de la cerca. Despejó la mente y dejó que los sentidos se proyectaran a su alrededor. Sintió el aura del dolor, de la confusión, de la oscuridad que cada vez se cernía con más fuerza. Estrechó el sombrero contra su pecho y alcanzó a captar la angustia que debió de haber embargado a su primo para que arrojara el sombrero de su cabeza atormentada.
Extendió luego la proyección de sus sentidos hacia fuera. Tocó brevemente los pensamientos anónimos, que parpadeaban en la mente de cada transeúnte del camino. Sintió que soldados de alguna clase se aproximaban con intenciones claras, aunque no pudo saber de qué tenor. Advirtió la negrura siniestra de una presencia que sólo podía ser el monjecillo, con la mente poblada de ira hacia el intruso que había profanado su preciado templo.
Y algo más: el monje había visto a Alaric. ¡Y no lo había visto partir, ni había esperado a verlo!
Duncan interrumpió su trance con un estremecimiento y se dejó caer desolado contra la cerca del altar. Tendría que salir de allí. El monje, evidentemente, había tomado parte en la suerte corrida por Alaric y regresaría con soldados de un minuto a otro. Y si Duncan pensaba ser de ayuda a Alaric en el futuro, no podía permitirse que le hiciesen prisionero.
Con un suspiro, Duncan alzó la cabeza y recorrió el área del presbiterio una última vez. Debía marcharse. Y en ese mismo momento.
Pero ¿dónde estaba Alaric?
Estaba tendido sobre el vientre, con el pómulo derecho apretado contra una superficie dura y fría, cubierta con algo áspero y de olor fuerte. Y la primera consciencia que recuperó al despertar fue la del dolor. Un dolor palpitante que comenzó en la punta de los pies y se localizaba en algún lugar detrás de sus ojos.
Los tenía cerrados y no parecía tener siquiera las fuerzas suficientes para abrirlos aún. Pero la consciencia volvía, lentamente; y, con cada latido de su corazón, un centenar de filosas agujas se enterraba en su cabeza, para hacer casi imposible la más mínima concentración.
Cerró los ojos con más firmeza e intentó cerrar las puertas al dolor. Trató de centrar toda su atención en mover alguna parte pequeña de su cuerpo. Movió los dedos de las manos —creyó que estaban a su derecha— y sintió un roce de heno y tierra entre los dedos.
¿Estaría en algún lugar abierto?
Mientras se lo preguntaba, notó que el dolor había cedido un poco en la región posterior a las cuencas de los ojos, lo que le animó a intentar abrirlos. Para su sorpresa, los ojos le obedecieron; aunque, por un instante, creyó estar ciego.
Entonces, vio su mano izquierda, a pocos centímetros de su nariz, descansando sobre… ¿el suelo? ¿Cubierta de heno? Comprendió que no estaba ciego, sólo en una habitación a oscuras; que un pliegue de su manto había caído parcialmente sobre su rostro y que le obstruía la vista. Cuando sus sentidos adormecidos se adaptaron a este descubrimiento, pudo extender su mirada más allá de la mano. Trató de enfocar los ojos, sin mover otra parte de su cuerpo, y vio que podía distinguir formas de luz y de sombras. En su mayoría de lo último.
Se encontraba en lo que debía de ser una inmensa cámara o recinto, todo de madera. Su campo de visión era muy estrecho si no cambiaba de posición, pero lo que veía desde allí era una pared de arcos altos y profundos, tenuemente iluminada por la sombría luz de unas antorchas, sujetas en grilletes de hierro negro. En cada arco, lejos, dentro de los nichos, pudo distinguir apenas una figura alta e inmóvil que se erguía vagamente amenazadora en la sombra; cada una, armada con una lanza y un escudo oval con un oscuro emblema heráldico. Parpadeó y volvió a mirar, tratando de leer el blasón, y entonces comprendió que se trataba de estatuas.
¿Dónde estaría?
Intentó incorporarse, aunque demasiado apresuradamente, como no tardó en comprender. Creyó que ponía los codos bajo el cuerpo y en realidad llegó a levantar la cabeza unos centímetros del suelo; pero entonces una oleada de náuseas invadió su mente, que empezó a girar en un torbellino enloquecido, peor que todo lo anterior. Se acunó la cabeza entre las manos, tratando de sofocar el mareo. Finalmente, a través de la niebla, pudo reconocer el síntoma contra el que luchaba: los efectos entumecedores del merasha.
El recuerdo le atravesó en un segundo. Había sido en la cerca del altar. Cayó en una trampa como un atolondrado aprendiz. Y el sabor pastoso que le adormecía la lengua indicaba que seguía bajo la influencia de la droga y que, fuese cual fuere su situación en ese momento, no podría valerse de sus poderes para escapar de ella.
Ya conocía el origen de sus síntomas. Pero vio que, al menos, podía manipular las manifestaciones físicas hasta cierto punto, controlar el adormecimiento, detener algo del vértigo que lo poseía. Con cuidado, levantó la cabeza unos centímetros para ver fugazmente un manto de lana negra a su derecha, a quince centímetros de donde había posado la cabeza. Sus ojos fueron de un lado a otro: más botas, largos mantos que barrían el suelo cubierto de heno, puntas de espadas desenvainadas. Supo que estaba en peligro, que tenia que ponerse de pie.
Cada movimiento de sus miembros fue una tortura, pero obligó a su cuerpo a la obediencia; lentamente, se apoyó sobre los codos y luego sobre manos y rodillas. Al erguirse, se concentró en la bota plantada ante su rostro. Alzó también los ojos, sabiendo que sería demasiada fortuna encontrar una bota vacía.
De la bota asomaba una pierna; al lado, había otra pierna, calzada con una bota idéntica. Ambos miembros se unían en un cuerpo de atuendo gris. En el campo visual de Morgan, irrumpió el emblema de un halcón sobre un torso y, al alzar la mirada hacia los ojos negros y penetrantes que lo miraban, con. intensidad, el espíritu de Morgan desmayó. Estaba condenado, sin duda.
Pues el hombre que llevaba el halcón sólo podía ser Warin.
Duncan comenzó a girar sobre sus talones para abandonar la capilla y entonces, se detuvo una vez más para examinar el área del presbiterio.
Todavía quedaba una pregunta sin responder. En cierto sentido, no había evaluado toda la información de que disponía y que podría salvar la vida de Alaric, pese a todo. Esa vela que había visto al regresar al santuario, ¿dónde estaba?
Se inclinó para mirar por encima de la cerca una vez más. Duncan vio que el cirio yacía junto a los escalones, a la izquierda de la alfombra central. Inició un movimiento hacia el picaporte, recordó el peligro que le acechaba allí y decidió, en cambio, pasar la pierna al otro lado del vallado. Miró nerviosamente hacia la doble puerta, se acurrucó al lado de la vela y estudió su posición. Tendió un dedo cauteloso para moverla.
Como había sospechado, la vela seguía tibia y la cerca que rodeaba el pabilo aún no había cuajado por completo. Todavía podía percibir pálidamente la angustia de Alaric que impregnaba el cirio, y un ligero indicio del dolor y el terror que lo embargaron el instante final, antes de soltarla.
¡Maldición! Todo esto señalaba en una dirección que se le había pasado por alto. Lo sabía. Alaric debió de haber estado de ese lado de la valla. La puerta de la cerca tuvo que haberse abierto: la vela yacía demasiado próxima al altar para haber llegado hasta allí rodando. Pero ¿adonde habría ido Alaric desde allí?
Escrutó el suelo que rodeaba la vela y notó las gruesas gotas de cera que habían chorreado sobre los tablones de madera. Un fino hilo de cera amarillenta conducía desde el cirio hasta un punto a la izquierda de la alfombra que se acercaba al altar. La cera se veía aplastada y rasgada, en ese sitio, como si alguien hubiera pisado sobre ella antes de que hubiese tenido tiempo de secarse. Y una de las gotas, de cierto tamaño, cerca del borde de la alfombra, tenía una débil grieta vertical. Casi como si…
Los ojos de Duncan se abrieron, con una idea repentina. Se inclinó para mirar más de cerca. ¿Podría ser que hubiese una abertura en el suelo? ¿Una línea que no fuera parte del intrincado dibujo del suelo, sino que corriese por el borde de la alfombra hasta el altar?
Caminó de rodillas hasta el otro borde de la alfombra, enviando una mirada de disculpas al altar por su conducta inapropiada, y escudriñó el relieve del suelo en el lado opuesto.
¡Sí! No cabía duda: desde la puerta del presbiterio hasta el primer peldaño del altar corría una delgada línea por toda la longitud de la alfombra, más pronunciada que las demás junturas que formaban el suelo. Y allí donde la alfombra se prolongaba en la porción que cubría los escalones parecía haber una costura.
¿Habría unapuerta-trampa bajo la alfombra?
Regresó, reptando hasta el lado izquierdo, y examinó la fisura una vez más. Sí, la cera había sido rajada después de secarse, no antes. De este lado de la resquebrajadura era más fina, como si un lado de la rendija hubiese descendido para regresar luego a su primera posición.
Casi sin creer que pudiese ser posible, Duncan cerró los ojos y extendió sus sentidos por la alfombra, en un intento de percibir lo que había debajo. Tuvo la impresión de un espacio que se abría, de un laberinto de rampas en espiral y de pasillos descendentes de madera lustrada, por los cuales un hombre, aun inconsciente, podría deslizarse rumbo a Dios sabría dónde. Y el mecanismo que controlaba la puerta… era un cuadrado apenas visible en el suelo intrincado, directamente a la izquierda de la alfombra, aunque percibió que no era el único punto de control.
Duncan se puso de pie y miró la alfombra y el cuadrado. Podría abrir el mecanismo con mucha facilidad. Un duro puntapié en el cuadrado tal vez bastase. Pero ¿realmente conduciría el pasadizo hasta Alaric? En tal caso, ¿seguiría con vida su primo? Era poco realista imaginar que los raptores, quienesquiera que fuesen, no hubiesen estado esperándole cuando Alaric cayó al fondo. Y, si Alaric había recibido una dosis importante de merasha —nada parecía indicar lo contrario—, pasarían horas antes de que pudiese volver a emplear sus facultades deryni. Por otra parte, si Duncan bajaba, armado y en pleno uso de sus poderes —que no eran desdeñables—, tal vez Alaric tuviese alguna posibilidad de salvar la vida.
Duncan miró una vez más a su alrededor y se decidió. Tendría que ser sumamente cauteloso. Debía caer sobre el sitio al que daba la trampa con la espada desenvainada, listo para defenderse tras su aparición. Sin embargo, quedaba la cuestión del laberinto. No tenía idea de su extensión ni de las vueltas que daría antes de desembocar en su extremo final. Si no tenía cuidado, bien podía acabar atravesado por su propia espada…
Palpó pensativamente la empuñadura del arma e inclinó la vaina hacia arriba, bajo el brazo izquierdo, con el mango hacia abajo. Esa posición, dentro de la vaina y con la hoja sujeta en su sitio por la mano diestra, bastaría hasta que llegara a destino. Después, un rápido movimiento y…
Oyó sonidos en la antecámara y supo que debía actuar deprisa si deseaba evitar una confrontación con el monjecillo traicionero. Afirmó bien la espada, descargó un puntapié sobre el cuadrado y se acurrucó en medio de la alfombra. Sintió que el suelo cedía bajo su peso. Alcanzó a ver que las pesadas puertas de la capilla se abrían de par en par con un rechinar de goznes y distinguió al monjecillo, ya no tan pequeño, recortado contra el marco junto a tres soldados armados.
Entonces, se sintió caer por la oscuridad, con la espada sujeta a un lado, cada vez más deprisa rumbo a peligros ignotos.
Un par de manos poderosas pusieron a Morgan rudamente de pie y lo inmovilizaron. Le doblaron los brazos por detrás y le engancharon el cuello casi hasta asfixiarlo. Al principio, opuso resistencia, un poco para probar la fortaleza de sus captores y otro tanto para intentar huir. Pero unos golpes en los ríñones y en las ingles lo pusieron enseguida de rodillas, doblado por el dolor. La presión adormecedora en el cuello lo devolvió casi a la inconsciencia. Sintió que se quedaba sin aliento.
Ahogando un gemido, Morgan cerró los ojos y se obligó a relajarse en manos de sus captores y. mientras los hombres lo forzaban a ponerse de pie una vez más, deseó que el dolor desapareciera. Era evidente que no tenía esperanzas de poder ganar una contienda física mientras perdurara el efecto entumecedor de la droga. Hasta entonces, tampoco podría fiarse de sus poderes. Y, con respecto a las facultades del pensamiento…, ¡ja!, ni siquiera podía pensar en ese momento. Sería interesante ver si, después de todo, lograba salvar algo de semejante catástrofe.
Abrió los ojos y trató de conservar la calma y de evaluar la gravedad de la situación en tanto se lo permitieran sus sentidos deteriorados.
En la sala había unos diez hombres armados: cuatro lo sostenían en su poder y el resto formaba un semicírculo ante sus ojos, con las armas listas para el ataque. Detrás de él, había una fuente de luz. Tal vez una puerta que diese al exterior. El resplandor se reflejaba en las espadas y en los yelmos de los hombres que lo vigilaban. Dos de ellos sostenían también antorchas en lo alto. La luz anaranjada se derramaba a su alrededor a modo de manto feroz. Entre esos dos, se erguía Warin y otro hombre, con atuendo eclesiástico, a quien Morgan creyó reconocer. Ninguno había dicho una sola palabra durante el forcejeo. Warin contemplaba a su prisionero con mirada impasible.
—Conque éste es Morgan… —dijo por fin, sin ningún asomo de emoción en la voz—. Hemos conseguido poner a raya al herético deryni…
Warin cruzó los brazos a la altura del pecho y volvió a caminar alrededor de Morgan. Lo estudió de pies a cabeza, mientras sus botas barrían el heno suelto a cada pisada. Debido al brazo que lo aferraba del cuello, Morgan no podía ver a Warin; pero, de haber tenido la posibilidad, tampoco habría dado esa satisfacción al cabecilla rebelde. Además, su atención se centraba en el clérigo. El descubrimiento de su identidad había traído consigo una helada sospecha.
Si Morgan no recordaba mal, el sacerdote era un tal Lawrence Gorony, un monseñor vinculado con la oficina del arzobispo Loris. Si tal era el caso, Morgan estaba en peores problemas de los que había imaginado. Sólo podía significar que los arzobispos habían otorgado algún reconocimiento a Warin y que estaban dispuestos a apoyar la campaña del cabecilla rebelde.
Y también representaba otro peligro más inmediato, pues la presencia de Gorony en esa emboscada —y no de alguno de sus superiores de mayor rango— tal vez indicase que los arzobispos preferían no quedar involucrados en la suerte de Morgan y que, después de dar una fachada sacramental a su captura, quisiesen entregarlo a la autoridad de Warin.
Este jamás había sugerido otra cosa que no fuera la muerte para los de su estirpe. La misión de Warin, según él mismo creía, era destruir a los deryni, por arrepentidos que pudiesen mostrarse. No parecía muy dispuesto a dejar que Morgan, el paladín de los deryni ante sus ojos, escapara a la suerte que merecían sus congéneres.
Morgan controló un estremecimiento (y se admiró mentalmente por haber sido capaz); después, arriesgó una mirada a Warin mientras el cabecilla rebelde regresaba a su sitio inicial. Los ojos de Warin eran fríos, severos y negros como el azabache. Se dirigió a su cautivo:
—No perderé tiempo, deryni. ¿Tienes algo que decir antes de que pronuncie juicio contra ti?
—¿Pronunciar juicio…? —estalló Morgan, consternado. Entonces advirtió que su boca había repetido en voz alta las palabras, concebidas por su mente, y trató de encubrir el temor y la indignación que habían suscitado en él.
¡Khadasa! ¿Habría recibido una dosis tan potente de merasha que ya ni siquiera podía controlar la lengua? Debía tener cuidado y ganar tiempo a toda costa para que el efecto se desvaneciera y su mente volviera a funcionar normalmente.
Aun mientras lo pensaba, comprendía que debía darse por satisfecho si lograba sobrevivir los próximos minutos sin delatarse por completo. Se preguntaba dónde estaría Duncan. Su primo debía de estar buscándolo a esas alturas, pero, desde luego, no tenía idea de dónde podría estar. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Además, tal vez ni siquiera se encontrase en el templo de San Torín. No se atrevía a esperar que Duncan lo rescatase. Si tan sólo pudiera resistir o fingir hasta que recuperara los poderes…
—¿Ibas a hablar, deryni? —dijo Warin, mientras observaba a Morgan y comenzaba a darse cuenta de que llevaba las de ganar.
Morgan se obligó a lanzar una sonrisa desolada y trató de asentir, pero el brazo que lo aferraba por el cuello era fuerte y llevaba un brazal de malla.
Sentía que los eslabones de metal se le hundían en la garganta con cada tensión del centinela.
—Señor, me tenéis en desventaja… —aventuró con voz temblorosa—. Me conocéis, más yo no sé quién sois vos. ¿Podría preguntar…?
—Soy tu juez, deryni —replicó Warin con sequedad, interrumpiéndolo en mitad de la frase y estudiándolo con deliberada frialdad—. El Señor me ha encomendado la misión de liberar la tierra de tu raza para siempre. Tu muerte será un importante paso en el logro de esta noble tarea.
—Ahora ya sé quién eres —la voz de Morgan había adquirido algo de firmeza, pero sus rodillas vacilaron con el esfuerzo de la concentración. Trató esta vez, con éxito, de dar a sus palabras un tono ligero—. Eres ese Warin que ha estado asolando mis fincas del norte e incendiando los cultivos. Entiendo que también has quemado a varias personas, lo que no parece estar de acuerdo con tu benévola imagen, debo decir.
—A veces es necesario provocar algunas muertes —repuso Warin con impertinencia, sin dejarse intimidar—. Por cierto, lo es la tuya. No obstante, te aseguraré algo: contra mi mejor juicio, prometí que tendrías la oportunidad de arrepentirte de tus pecados y de buscar así la absolución antes de morir. Personalmente, pienso que es una pérdida de tiempo para los de tu sangre; pero el arzobispo Loris no concuerda conmigo. Si te arrepientes, monseñor Gorony escuchará tu salvación e intentará salvar tu alma.
Morgan dirigió su mirada a Gorony y frunció el ceño. A su mente acudió un recurso para ganar tiempo.
—Temo que te has apresurado a sacar conclusiones, amigo —dijo, pensativo—. Si te hubieras tomado la molestia de preguntar, antes de tender la celada, habrías sabido que me dirigía a Dhassa para someterme a la autoridad del arzobispo. Ya había decidido renunciar a mis poderes y llevar una vida de penitencia.
Los ojos negros de Warin se entrecerraron, astutamente.
—Lo veo muy poco probable. Por todo lo que he oído, el gran Morgan jamás renunciará a sus poderes ni se someterá a la penitencia.
Morgan intentó encogerse de hombros y pudo notar con alivio que su guardián había aflojado la presión del brazo.
—Estoy en tu poder, Warin —era la verdad y daba peso a la mentira que acababa de pronunciar y a las que agregaría en caso de ser necesario—. Como te habrá dicho quien procuró la droga deryni, estoy totalmente indefenso bajo los efectos del merasha. No sólo me veo privado de mis arcanos poderes, sino que carezco de coordinación física. Tampoco creo que pueda mentirte en mi estado, aunque quisiera.
Eso no era cierto, pues, como Morgan había descubierto al decir el primer embuste, bajo el influjo del merasha era totalmente capaz de mentir. Habría que ver si Warin le creería…
Warin frunció el ceño y pisoteó un manojo de heno bajo la bota. Meneó la cabeza y repuso:
—No comprendo qué esperas ganar, Morgan. En este momento, nada puede salvar tu vida. En pocos instantes, morirás en la hoguera. ¿Por qué agravas tus pecados perjurando ante la proximidad misma de la muerte?
¡La hoguera!, pensó Morgan, con el rostro demudado. ¿Me quemarán vivo como a un hereje, sin siquiera darme una oportunidad de defenderme?
—Te he dicho que pensaba someterme a la autoridad del arzobispo —insistió Morgan, con un asomo de incredulidad en la voz—. ¿No me permitirás realizar mi propósito?
—Esa posibilidad ya no está dentro de tus derechos —afirmó Warin, impertérrito—. Has tenido muchas ocasiones de enmendar tu vida y no las has sabido aprovechar. Ya te has condenado. Si deseas salvar tu alma, donde, te aseguro, anidan los peores peligros, te sugiero lo hagas ahora, mientras aún me quede paciencia. Monseñor Gorony escuchará tu confesión, si deseas dirigirte a él.
Morgan desvió su atención a Gorony.
—Monseñor, ¿vais a permitir esto? ¿Permaneceréis de brazos cruzados, presenciando una ejecución sin el debido juicio?
—Mis únicas órdenes son las de prestar ayuda espiritual a vuestra alma, Morgan; ése fue el acuerdo. Después, perteneceréis a Warin.
—¡Yo no pertenezco a nadie, sacerdote! —espetó Morgan, con los ojos grises desbordantes de ira—. ¡Y no creo que el arzobispo tenga conocimiento de esta grave injusticia!
—¡La justicia no es para los de vuestra clase! —repuso Gorony. Su rostro había adquirido una expresión oscura y maléfica bajo la luz de las antorchas—. Ahora bien, ¿os confesaréis o no?
Morgan se humedeció los labios y se propinó un puntapié mentalmente por haberse dejado llevar por la ira. Los desplantes no le conducirían a ningún sitio. Lo veía muy claramente. Warin y el sacerdote estaban ciegos de odio hacia algo que no comprendían. Nada de lo que pudiera decir o hacer surtiría ningún efecto. Sólo, quizás, el de apresurar la ejecución, si no tenía cuidado. ¡Debía ganar tiempo!
Bajó los ojos e hizo un esfuerzo visible por adoptar su expresión más contrita. Tal vez pudiera alargar los minutos. Debía de haber cientos de cosas que podría confesar a lo largo de treinta años de vida. Y, si no recordaba muchas, sabría inventar más de una.
—Pido disculpas —dijo, inclinando la cabeza—. Me he mostrado imprudente, como tantas veces en el pasado. ¿Se me permitirá tener confesión en privado o debo hablar delante de todos?
Warin resopló con divertido desdén:
—Basta de bromas. Gorony, ¿estáis preparado para escuchar la confesión de este hombre?
Gorony sacó una estrecha estola púrpura de la manga del hábito y se la llevó a los labios para colocársela alrededor del cuello.
—¿Deseas confesarte, hijo? —murmuró formalmente, eludiendo la mirada y dando un paso hacia Morgan.
Morgan tragó saliva y movió la cabeza afirmativamente. Sus captores se postraron de rodillas y lo arrastraron al suelo consigo. Le quitaron el brazo del cuello y Morgan volvió a tragar saliva, aliviado, antes de inclinar la cabeza. Trató de flexionar la muñeca izquierda, a modo de ensayo, al acomodarse sobre las rodillas —lo cual le fue difícil por lo agarrotados que tenía los miembros— y, para su sorpresa, sintió la presión familiar del frío acero a lo largo del antebrazo: su fiel estilete, que los hombres no habían detectado bajo la cota de malla. Aparentemente, no se habían tomado la molestia de cachearlo. ¡Imbéciles!, pensó triunfal mientras se disponía a hablar. Eso también significaba que no había estado mucho tiempo inconsciente. Quizá, si no le quedaba otra salida, pudiese acabar con un par de esos fanáticos cuando llegara la hora. Parecía que, en efecto, no habría escapatoria.
—Perdóname, padre, porque he pecado —murmuró, volviendo su atención a Gorony, quien permanecía de pie ante él—. Éstas son mis faltas.
Antes de que Morgan pudiese siquiera tomar aire para comenzar la enumeración, se oyó un inesperado trueno en las vigas del techo. Todas las cabezas se volvieron hacia arriba para mirar incrédulas y en ese momento apareció por una estrecha abertura una esbelta figura vestida con atuendo de caza marrón, que fue a sentar su trasero sobre el heno, allí donde Morgan había recuperado la consciencia momentos atrás.
¡Duncan!
El sacerdote se puso de pie de un salto y, tras desenvainar la espada a toda velocidad, abrió un tajo en la rodilla desprotegida de uno de los guardianes de Morgan. El hombre gritó y cayó al suelo, sujetándose la pierna en un grito de agonía. Al mismo tiempo, Morgan se abalanzó a la izquierda con todo su peso, arrastrando al suelo a dos de los captores. Un cuarto hombre, que trataba de esgrimir una defensa ante la doble ofensiva, intentó desenvainar para proteger a su camarada caído antes de que Duncan volviera a atacar. Pero su indecisión le valió la vida: Duncan lo despedazó antes de que pudiera retirar la espada de la vaina. El recinto se convirtió en un caos, cuando los hombres de Warin se recuperaron de la sorpresa y respondieron al ataque.
Duncan peleó con gusto. La espada y la daga respondían presurosas en ambas manos como si fueran prolongaciones de su cuerpo. Morgan, desde el suelo y aún aferrado por dos de sus anteriores custodios, arrojó furiosos puntapiés a uno de ellos, que intentaba incorporarse. La caída angustiosa del hombre puso fuera de guardia el otro lo suficiente para que Morgan pudiera desenvainar su estilete y acabar con él. Después, Morgan se encontró gritando salvajemente y descargando la daga contra otro atacante que había aparecido de la nada para abalanzarse sobre él, arma en mano.
Mientras forcejeaba para quitarle la daga al otro, apenas alcanzó a ver a Duncan, que se desplazaba y luchaba ferozmente contra media docena de espadachines. Pensó entonces que no tendrían posibilidades de resistir contra tantos adversarios.
Y entonces, la áspera voz de Gorony atravesó el caos reinante con una orden imperiosa:
—¡Matadlos! ¡Que el diablo se los lleve! ¡Acabad con los dos!
Capítulo XIV
¿Dónde yace la sabiduría suprema del hombre? En no lastimar a otro cuando se tiene el poder de hacerlo.
San Teílo
Duncan forcejeó y luchó, atacó y se defendió, pugnando por mantener a raya a sus atacantes. Mientras impedía el avance de uno con su larga daga en la izquierda, lanzó un puntapié con fuerza para desarmar a otro. Pero aún no había podido consolidar su ventaja cuando otros cuatro espadachines reemplazaron al que había perdido el arma. Un lance bien medido penetró en su guardia, en el flanco derecho, y lo habría matado de no ser porque la cota de malla desvió el golpe. Y, antes de que pudiera recuperarse de eso, otro le arrojó una antorcha encendida al rostro.
Se inclinó y resbaló en un charco de sangre. Afortunadamente pues cuando cayó, un golpe de espadón silbó por el sitio donde segundos antes había estado su cabeza. De haber dado en el blanco, lo habría decapitado sin ninguna duda. La caída lo hizo rodar y se puso de pie con un poderoso cabezazo ascendente que casi destrozó las entrañas a uno. Entonces, atravesó al que sostenía la antorcha con un lance desesperado que también hirió a otro. Una vertiente de sangre brotó del cuello del hombre, casi decapitado, y bañó a Duncan y a sus atacantes en una lluvia carmesí. En ese momento, la antorcha cayó de los dedos inertes y prendió en llamas la pila de heno ensangrentado.
El hedor de la sangre quemada ardió en las narices de Duncan, quien trató de sofocar el fuego a pisotones. Pero le fue imposible, en tanto los ataques proseguían. Al apartarse del fuego y de las espadas, casi tropezó contra Morgan y otro guardia que forcejeaba con él. Los dos luchaban en el suelo, el uno tratando de asfixiar al otro, pero el hombre de Warin estaba encaramado sobre su primo. Morgan, todavía bajo los efectos de la droga, llevaba la peor parte.
Duncan arrojó a un agresor contra la hoja de otro atacante y levantó la espada para despedazar a! que amenazaba a Morgan. Pero entonces alguien aferró por detrás el brazo con que sostenía la espada, y le enganchó el cuello para arquearle la espalda. Dando impulso al brazo derecho, Duncan lo descargó en un corto arco lateral contra el estómago de Warin y lo envió al suelo, sin aliento. Sintió que una daga resbalaba inofensivamente por el espaldar de malla que lo protegía y, por fin, se inclinó con todas sus fuerzas para hacer volar a su atacante por encima de la cabeza hasta hacerlo caer por delante. Era Gorony.
Controlando un gesto de disgusto, Duncan tomó a Gorony por el cuello del hábito y le dobló la mano que sostenía la daga hasta que el obispo la soltó con un grito de angustia. Sacudió a Gorony con rudeza para ponerlo de pie y lo utilizó como escudo para repeler cualquier ataque por delante, mientras le enganchaba el cuello con un brazo para obligarlo a obedecer. Los dos hombres de Warin que quedaban con vida retrocedieron.
—¡Deteneos! —ladró Duncan, llevando la espada a la garganta de Gorony—. Un paso más y lo mataré.
Los hombres se detuvieron y miraron a Warin en busca de órdenes, pero el cabecilla rebelde seguía tratando de recuperar el aliento sobre el heno ensangrentado. No estaba en condiciones de dar órdenes. El de la pierna herida había reptado hasta otro, en peor estado aún, y trataba de detener la sangre de sus heridas. Pero, en el recinto, no se advertían más movimientos que el de las llamas, que se alimentaban vorazmente de la paja, a sus espaldas. Duncan, cargando con su reacio rehén, caminó de soslayo hacia Morgan y vio a su primo, montado a horcajadas sobre un agresor inconsciente. Con exhausto frenesí, golpeaba la cabeza sangrienta del hombre contra el suelo de madera.
¿Se había vuelto loco?
—¡Alaric! —murmuró, sin atreverse a apartar los ojos de los hombres de Warin por más de dos segundos—. ¡Alaric, detente! ¡Vamos! ¡Largo de aquí!
Morgan se detuvo y, de pronto, pareció volver a tomar consciencia de la situación. Miró a Duncan, sorprendido, y volvió los ojos a la figura deforme que sostenía bajo su cuerpo. La razón retornó en una oleada instantánea. Horrorizado, se frotó las manos contra las piernas.
—¡Ah, Dios mío! —musitó. Se puso de pie, casi tambaleante, y se apoyó en el hombro de Duncan, meneando la cabeza—. Dios, no era necesario. ¿Qué he hecho?
—No hay tiempo para eso. Quiero que salgamos de aquí —dijo Duncan, viendo que las llamas crecían tras los hombres de Warin. Se encaminó hacia la puerta arrastrando a su escudo humano—. Y estos nobles caballeros no intentarán detenernos, porque matar a un sacerdote es un asunto muy grave. Casi tan grave como matar a dos.
—¡Tú ya no eres sacerdote! —dijo Gorony, intentando aflojar la presión del brazo de Duncan contra su cuello—. ¡Eres un traidor a la Santa Iglesia! ¡Cuando Su Eminencia se entere de esto…!
—¡Sí! ¡Estoy seguro de que Su Excelencia tomará las medidas apropiadas! —dijo Duncan con impaciencia. Mientras él y Morgan llegaban a la sólida puerta de rejas, lanzó una mirada vigilante a los hombres de Warin—. Alaric, ¿puedes abrir esta puerta?
Era una puerta pesada, ornamentada, con una reja de barrotes de hierro en lo alto y atrancada con una gruesa viga de roble, sujeta en unos soportes de hierro negro. Morgan luchó por levantar la tranca; el esfuerzo le arrancó un gruñido, pero, por fin, logró quitar la columna de su lugar. Sin embargo, cuando aplicó sus fuerzas contra la puerta vio que nada sucedía. Mientras Duncan miraba hacia atrás para ver qué los demoraba, Warin se puso de pie con movimientos temblorosos. Fue socorrido por sus dos guardias sobrevivientes y avanzó lentamente hacia ellos.
—De nada servirá —dijo con la respiración aún agitada—. La puerta está cerrada con pestillo.
—Entonces abridla —ordenó— o lo mataré —su espada volvió a la garganta de Gorony y el sacerdote gimió.
Warin se detuvo a unos cinco metros de Duncan y sonrió, al abrir los brazos en un gesto impotente.
—Ah, pero no puedo abrirla. El hermano Balmoric la cerró por fuera, cumpliendo mis órdenes. Gorony será vuestro salvoconducto, señor, pero Balmoric es el mío. No creo que podáis escapar, después de todo.
Señaló el fuego, a sus espaldas, y a Duncan se le estrujó el corazón. Las llamas crecían a paso raudo, ensañándose con los antiguos maderos que formaban las paredes de la celda y lamiendo la vieja pintura de las cornisas y de las molduras ornamentadas. Cuando el techo fuera presa de las llamas, lo cual no tardaría en ocurrir, éstas podrían abrirse paso fácilmente hasta el santuario mismo. El lugar sería un infierno.
—Llamad a Balmoric —le aconsejó Duncan tranquilamente, hincando la hoja contra el cuello de Gorony.
Warin meneó la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Si nosotros morimos, también moriréis vosotros —adujo Duncan.
Warin sonrió.
—Ah, valdría la pena…
Duncan miró a Morgan fugazmente.
—¿Cómo te sientes?
—Hum, magnífico —susurró Morgan. Tragó saliva con fuerza y se agarró a los barrotes para no perder la consciencia—. Duncan, ¿recuerdas lo que hice una vez con una puerta cerrada con pestillo?
—No seas ridículo. No estás en condiciones de…
Duncan se interrumpió y bajó la vista. Comprendió a qué se refería Morgan. La única posibilidad que tenían era que Duncan empleara sus poderes deryni para abrir el cerrojo. Y hacerlo en presencia de Gorony significaría revelar su identidad deryni para siempre. Tal como le había anticipado la visión en el camino, llegaba la hora de hacer una elección. Estaba ante ella.
Miró a Morgan y asintió lentamente.
—¿Puedes encargarte de nuestro amigo?
Señaló a Gorony con el mentón y Morgan repuso afirmativamente.
—Muy bien.
Transfirió a Gorony a manos de Morgan. Duncan le dio su larga daga y devolvió la espada a la vaina. Enarcó una ceja inquisidora a Morgan por si su primo podría sujetar bien al obispo, pero Morgan parecía poder controlar la situación. Duncan adivinó lo que el esfuerzo debía de estar costándole a Alaric en su situación, pero no vio otro modo. Con un suspiro de resignación, volvió su atención a la puerta.
La madera le resultó cálida y tersa al tacto. Miró sobre la rejilla superior y adivinó a qué altura debía de encontrarse el cerrojo. Posó las manos ligeramente allí donde estaría el pestillo, cerró los ojos y dejó que su consciencia rodeara el mecanismo. Comenzó a sentir el funcionamiento interior. Al trabajar, la frente se le cubrió de sudor y las manos se le humedecieron, pero no tardó en oírse un ruido metálico desde el otro lado de la puerta, seguido por otro y otro. Miró hacia atrás, a Warin y sus hombres, que observaban estupefactos, y luego dio un fuerte empellón a la puerta. Los goznes cedieron y la hoja se abrió.
—¡Dios mío, es uno de ellos! —murmuró Gorony, con el rostro demudado, mientras cerraba los ojos con fuerza—. ¡Una serpiente deryni en el mismo seno de la Iglesia!
—Cállate, Gorony, o te atravesaré — le ordenó Morgan en voz baja.
Gorony abrió los ojos instantáneamente al sentir que la daga le pinchaba el cuello, pero no dijo otra palabra. Mas no sucedió lo mismo con Warin.
—¿Deryni? El señor os destruya por esto, ¡engendros de Satán! Su venganza os alcanzará y…
—Salgamos de aquí —musitó Duncan por lo bajo. Tomó a Gorony y empujó a su primo por la puerta mientras Warin y sus hombres pugnaban por salir—. Ve hasta los caballos y ponte en marcha. Yo te alcanzaré.
Mientras Morgan comenzaba a trepar una corta ladera hacia la entrada principal del templo, Duncan arrastró a Gorony, entre las protestas del obispo, al otro lado de la puerta y la cerró por detrás. Accionó el mecanismo mentalmente para volver a cerrarla. Warin y sus hombres se abalanzaron de inmediato contra los barrotes para mirar. Warin estalló en imprecaciones, mientras Duncan urgía a Gorony a ascender la ladera.
Casi en la cima, Duncan encontró a su primo derrumbado sobre el suelo: miraba, con expresión desencajada por el horror, una alta pira dispuesta en el suelo, entre montones de leña y de heno. Alrededor de la estaca colgaban grilletes, listos para aferrar a la víctima involuntaria. Ante el rostro fascinado de Morgan, una antorcha humeaba y flameaba en el viento.
—¡Alaric, larguémonos de aquí!
—Debemos quemarla, Duncan.
Ante las protestas de Duncan, Morgan comenzó a moverse hacia la antorcha, reptando penosamente sobre manos y rodillas para llegar a la tea encendida. Con una mueca de indecisión, Duncan miró sobre su hombro al templo, volvió los ojos a Alaric e hizo girar violentamente a Gorony para mirarlo de frente.
—Voy a dejarte escapar, Gorony. No porque merezcas vivir, sino porque ese hombre me necesita más de lo que yo necesito vengarme por lo que le has hecho. ¡Ahora, largo de aquí, antes de que me arrepienta!
Con un empellón, lanzó a Gorony de bruces sobre la rampa inclinada y recorrió el trecho que lo separaba de su primo. Morgan había llegado a la antorcha y luchaba por arrastrarla por el suelo, con los ojos brillantes por el esfuerzo. Con un grito, Duncan arrancó la tea de las manos de su primo y la arrojó a la leña que rodeaba la estaca. Miró sólo por un instante la madera que comenzaba a arder. Sostuvo a Morgan pasando su hombro por debajo de su brazo, y lo ayudó a ponerse de pie. Los dos se lanzaron a recorrer el tramo restante con paso vacilante.
A la derecha, el monje Balmoric y un puñado de soldados a pie corrían por la rampa hacia la puerta de la celda junto con Gorony. Uno intentó salir para capturar a los dos fugitivos, pero Balmoric hizo una breve señal con la mano y espetó una orden que Duncan no llegó a escuchar. El hombre regresó al pie de la ladera.
El templo ardía. Entre la confusión, Morgan y Duncan llegaron por fin a los animales. Mientras el humo asomaba por encima del santuario, alimentado por los inmensos cimientos que sostenían la estructura, Duncan descargó a su primo sobre la silla de montar y le envolvió las riendas en la mano. A continuación, saltó sobre su propia montura. Guiando a su corcel sólo con la presión de las rodillas, encabezó la marcha para alejarse del patio de San Torín, mientras los cascos alborotados lanzaban una lluvia de fango sobre los transeúntes que pasaban bajo los brazos abiertos del santo. Morgan galopaba a la zaga, unos metros atrás, aferrado,del cuello de su caballo con desesperación después de tamaña prueba, con los ojos cerrados. Duncan volvió la mirada hacia atrás y vio que el templo de San Torín era devorado por las llamas y que una negra columna de humo se elevaba hacia los grises cúmulos. Alcanzó a distinguir las siluetas furiosas de Warin y de Gorony, recortadas contra el resplandor, que levantaban los puños contra los fugitivos deryni. No hubo persecución.
Con una risilla amarga, Duncan se inclinó sobre el cuello del caballo, para recuperar las riendas que colgaban, y frenó ligeramente con la intención de que el corcel de Morgan pudiera adelantarse. Su primo no estaba en condiciones de cabalgar y mucho menos de tomar decisiones de importancia. Pero Duncan estaba seguro de que estaría de acuerdo en que lo mejor para ellos sería acudir donde Kelson lo antes posible. Cuando las noticias de esa mañana llegaran a oídos del arzobispo, Kelson probablemente fuese el siguiente blanco de la censura eclesiástica. Duncan sabía que Alaric querría estar al lado del joven cuando sucediera.
Desde luego, no tenía sentido pensar en dirigirse a la Curia de Dhassa después de lo acontecido. Casi con certeza ambos serían excomulgados y proscritos antes de que cayera el sol. Tampoco podrían retornar a Corwyn sanos y salvos. Cuando el Interdicto cayera —y de eso ya quedaba poca duda—, se desencadenaría la guerra civil en el ducado. Y Alaric no estaría en condiciones de hacerse cargo de eso durante varios días, por lo menos.
Duncan se acercó para tomar las riendas del otro caballo, y espoleó al suyo mientras un trueno resonó ominosamente. Alaric tendría que descansar de un momento a otro. Quizás en el monasterio de San Neot, donde habían acampado la noche anterior. En realidad, si la suerte los acompañaba, tal vez Duncan pudiera encontrar un Portal de Transferencia entre las ruinas. Alaric había mencionado un altar erigido a san Camber. Tal vez allí cerca hubiese un Portal. Si daban con él, podría ahorrarles más de un día de cabalgada a Rhemuth, morada de Kelson.
Comenzó a caer una lluvia torrencial; el firmamento oscuro se encendió de rayos. Resignado a viajar bajo el agua, Duncan se acomodó en la silla para soportar una dura travesía y mantuvo un ojo vigilante sobre su primo.
Cabalgarían con tormenta en más de un sentido. En corto tiempo, Gorony contaría a los arzobispos la captura y la huida de Morgan y la forma en que Duncan Howard McLain había acudido en su rescate. Y revelaría que el mismo monseñor McLain, confesor del rey y otrora prometedora estrella de la jerarquía eclesiástica inferior, era un hechicero deryni.
Aborrecía el solo pensar en lo que Loris diría al descubrirlo.
—¡Lo excomulgaré! ¡Los excomulgaré a ambos! —gritaba Loris—. ¡Qué falso, impostor, canalla! ¡Lo expulsaré de la Orden!
Cuando la noticia llegó, Loris, Corrigan y varios de sus asistentes y amanuenses, así como gran parte del clero de Gwynedd, estaban informalmente reunidos en la sala de estar del obispo de Dhassa. Monseñor Gorony, con el hábito tinto de sangre y chorreando lodo, había entrado tambaleante en el salón a media tarde, para arrojarse al suelo, de rodillas, a los pies de Loris. Mientras el clero escuchaba con espanto cada vez mayor, Gorony fue volcando el relato de las peripecias que les deparara la mañana: la captura frustrada, su peligro personal, la perfidia de esos dos deryni, llamados Morgan y McLain.
Sí, estaba seguro de que el camarada de Morgan había sido Duncan McLain. El sacerdote suspendido sabía incluso que lo habían reconocido; llamó a Gorony por su nombre ¡y llegó al colmo de amenazarlo con una muerte sacrilega si se negaba a obedecer!
Al escuchar eso, Loris estalló. Dio rienda suelta a su ira contra Morgan, contra Duncan, contra los deryni y contra las circunstancias en general. Corrigan y el resto del clero se sumaron a su diatriba y la indignación fue tal que hasta habría podido palparse en el aire. A partir de entonces, los comentarios prosiguieron en grupos pequeños y vehementes. Aunque las evaluaciones diferían en algún punto, todos concordaban en que había que adoptar una medida adecuada.
El obispo Cardiel, en cuyos recintos había estallado el debate, lanzó una mirada de soslayo al otro lado de la sala, donde se encontraban su colega Arilan, y volvió su atención a una acalorada discusión entre el anciano Carsten de Meara y Creoda de Carbury. Arilan asintió para sus adentros y contuvo una fugaz sonrisa, mientras prosiguió escrutando a Loris y a Corrigan en acción.
Cardiel tenía cuarenta y un años y Arilan, treinta y ocho. Eran los dos obispos más jóvenes de Gwynedd. A ellos, les seguía Tolliver de Coroth, el obispo de Morgan, con cincuenta. El resto del grupo se integraba principalmente con miembros de sesenta años.
Pero, además de la edad, había al menos otra diferencia importante que separaba a Cardiel y a Arilan de los demás obispos presentes. Los miembros más jóvenes de la Curia encontraban casi divertido el exabrupto improcedente de Loris. No les hacía gracia la amenaza que formulaba; ambos sentían oculta simpatía por el general deryni que tan bien había protegido a su rey durante la crisis de la coronación el otoño pasado. Y, en una época, Duncan McLain había sido un prometedor pupilo del feroz obispo Arilan. Tampoco los alegraba ese «Warin» de quien Gorony hiciera mención. A ninguno le agradaba la idea de que un fanático religioso antideryni anduviera suelto por la campiña haciendo de las suyas. En cierto sentido, los irritaba que Loris hubiera tenido la petulancia de pronunciarse con respecto al movimiento de Warin, aunque hubiese sido en forma privada.
Pero, por otra parte, era divertido que el inefable Morgan una vez más hubiese podido hacer quedar a Loris como un imbécil. Cardiel era un observador relativamente externo, por pertenecer al obispado de Dhassa, tradicionalmente neutral. Él tenía sólo un interés académico en saber si Loris era realmente un idiota o no. Pero Arilan sabía que lo era y saboreaba con gusto tamaña prueba en público. El joven obispo auxiliar de Rhemuth había tenido que vérselas con lo que consideraba fanática imbecilidad de Loris, demasiadas veces, para dejarse intimidar por el hecho de que Loris fuese primado de Gwynedd. Tal vez lo que Gwynedd necesitase fuese un nuevo primado.
Arilan no se engañaba con esperanzas vanas de ser ese próximo hombre. Sabía mejor que nadie que era joven y que carecía de experiencia. Pero el erudito Bradene de Grecotha o Ifor de Marbury o hasta el mismo De Lacey de Stavenham serian mucho mejores arzobispos de Valoret que Edmunt Loris. Y, con respecto al colega de Loris y superior de Arilan, el petulante Patrick Corrigan…, bueno, tal vez el arzobispado de Rhemuth necesitase también sangre nueva. Y eso no necesariamente estaba fuera del alcance de Arilan.
Por fin, Loris logró dominar su cólera y cesar de gritar. Se puso de pie en su sitio y levantó ambas manos para imponer silencio. Poco a poco, los clérigos abandonaron el griterío y ocuparon sus lugares. Los sacerdotes más jóvenes y los amanuenses que servían a los obispos se acercaron a sus superiores para escuchar lo que el arzobispo iba a decir. Se hizo un silencio sepulcral. Sólo se oyó la respiración trabajosa del viejo obispo Carsten.
Loris inclinó la cabeza y se aclaró la garganta. Después, levantó la vista. Recorrió la asamblea con los ojos, el porte erguido compuesto. Hablaría como primado de Gwynedd.
—Mis lores, os pedímos vuestra indulgencia por nuestro reciente exabrupto. Como sin duda comprendéis, la herejía deryni ha representado para nosotros un interés especial durante muchos años. Francamente, no nos sorprenden los actos de Morgan. En verdad, podríamos haberlos predicho. Pero descubrir que un integrante de nuestro clero, hijo de una noble familia y miembro del obispado, es… —se obligó decir la palabra sin eufemismos— deryni… —tragó la ira antes de proseguir.
»Nuevamente pedimos disculpas por nuestro exceso de emoción, mis lores. Ahora, mientras la razón vuelve a sus carriles y seguimos contemplando lo que significa para la Iglesia de Gwynedd el descubrimiento de semejante engaño en nuestro mismo seno, vemos que no nos queda más que una forma de proceder en este sentido, al menos con el sacerdote herético McLain. Hablamos de la excomunión; excomunión, degradación del sacerdocio y, si la Curia lo permite, ejecución, como corresponde a un herético traidor deryni.
»Comprendemos que las sanciones segunda y tercera requieren una legislación onerosa, en términos de tiempo para este augusto cuerpo, y estamos perfectamente dispuestos a iniciar los procedimientos pertinentes —sus agudos ojos azules recorrieron el recinto—. Pero corresponde a nuestra jurisdicción, como primado de Gwynedd, declarar que Duncan Howard McLain y su infame primo Alaric Anthony Morgan sean anatematizados. El arzobispo Corrigan, nuestro hermano de Rhemuth y superior inmediato de McLain, nos apoya en esta declaración. Esperamos que aquellos de vosotros que lo creáis conveniente os unáis a nosostros para el rito de la excomunión esta noche, después de Completas.
Se oyó un murmullo de conversación alrededor de la sala, pero Loris lo detuvo con tono severo:
—Sobre este asunto no podrá haber cuestiones de conciencia, mis lores. Morgan y McLain, en el día de hoy, han asesinado de la forma más inicua a hijos buenos y fieles de la Iglesia; han amenazado de muerte a nuestro servidor, monseñor Gorony, sacerdote ordenado; han empleado magia vil y prohibida en un lugar consagrado. Si miramos retrospectivamente, tal vez hasta debamos inferir que McLain probablemente sea responsable de gran parte de lo acontecido el otoño pasado, durante la coronación de nuestro amado rey Kelson; por todo esto, Morgan y él comparten doble culpa. —Su mirada recorrió la sala una vez más—. ¿Hay algún desacuerdo? Si es así, sentios libres de hablar.
Nadie lo hizo.
—Muy bien, entonces —asintió Loris—. Podemos esperar que todos vosotros asistáis esta noche a los ritos de la excomunión. Mañana decidiremos qué otra medida, si es necesario, debemos adoptar en relación con este asunto específico. Además, volveremos a debatir qué debe hacerse con el ducado de Corwyn, sobre el cual rige Morgan. Tal vez todavía debamos imponer el Interdicto del que hablamos hoy. Hasta esta noche, mis lores.
Con una corta reverencia, Loris se marchó de la sala seguido por Corrigan, el padre Hugh de Berry —amanuense de Corrigan— y medía docena de escribientes y ayudantes. No bien la puerta se cerró tras su paso, el resto de los clérigos estalló en una acalorada conversación como la anterior.
—¿Arilan?
El obispo Arilan, que seguía la conversación entre los obispos Bradene y Tolliver, levantó la vista al oír su nombre entre el bullicio. Vio que Cardiel le hacía señas desde el lado opuesto del recinto. Se alejó de sus dos mayores y pugnó por abrirse paso entre la turba de prelados iracundos y de escribientes que rodeaban al obispo anfitrión. Se inclinó formalmente.
—¿Mi lord Cardiel deseaba verme?
Cardiel devolvió la reverencia sin pestañear.
—Había pensado retirarme a mi capilla privada para meditar sobre la grave crisis que se ha cernido sobre nosotros, mi lord Arilan —gritó al oído del otro para hacerse oír—. Se me ocurrió que tal vez quisierais acompañarme. Imagino que la capilla de la Curia será ocupada por nuestros muchos hermanos mayores…
Arilan contuvo una sonrisa e inclinó la cabeza gentilmente, mientras despedía con un gesto a sus amanuenses.
—Sería un alto honor para mí, milord. Y tal vez nuestras oraciones unidas sirvan para menguar la ira del Señor contra nuestro hermano Duncan. Condenar a un sacerdote de Dios, aunque fuere deryni, es un asunto que requiere una escrupulosa consideración. ¿No lo creéis así?
—Estamos en todo de acuerdo, hermano —asintió Cardiel, mientras se alejaban de la sala por una puerta privada—. Creo que también podríamos meditar sobre los méritos de este sujeto, Warin, a quien monseñor Gorony mencionó en su informe algo apresurado. ¿No coincidís conmigo?
Cambiaron severos gestos de cabeza a modo de saludo con un par de monjes que venían por el pasillo, y luego entraron en la capilla privada, recluida y aislada de ruidos que había mencionado el obispo de Dhassa. Las puertas se cerraron y Arilan, por fin, dejó escapar una sonrisa. Se reclinó informalmente contra la puerta, mientras Cardiel encendía una vela a su lado.
—En realidad, Warin no es el problema, como sabrás —dijo Arilan, entrecerrando los ojos al ver que la vela ardía—. Pero mientras conversamos de ello, sugeriría que estudiáramos con cuidado esta idea del Interdicto que Loris parece decidido a imponernos. No veo de qué modo podremos negar nuestro apoyo a la excomunión y permanecer en buena posición ante la Curia. Los hechos están ahí y Morgan y McLain son, al menos según las normas, culpables de lo que se los acusa. Pero rechazo totalmente el plan del Interdicto, a menos que el pueblo de Corwyn se niegue a aceptar la excomunión de su duque.
Cardiel lanzó un suspiro desdeñoso, fue hasta el frontal de la capilla y acercó la vela a un par de candelabros que había sobre el altar.
—No creo que pueda apoyar el Interdicto aun entonces, Denis. Francamente, estoy convencido de que lo único que hicieron Morgan y Duncan fue defenderse. Y, para mi forma de pensar, incluso el mal inherente a la magia deryni es muy cuestionable.
—Es bueno que sólo me lo digas a mí —sonrió Arilan. Recorrió el corto pasillo para aproximarse a Cardiel—. No creo que te comprendan los demás miembros de la Curia.
—Pero tú sí —repuso Cardiel con confianza. Miró la lámpara votiva roja que pendía del techo y señaló hacia ella—. Y también comprende Él, a quien hemos encendido esa luz. Por ahora, somos tres.
Arilan volvió a sonreír y se postró en el banco de delante.
—Es suficiente —repuso—. Analicemos ahora cómo conseguir que se nos sumen más y qué deberemos hacer y decir para cambiar los planes de Loris cuando llegue el momento.
Capítulo XV
Los seres humanos destruyen lo que no comprenden.
Monje deryni desconocido
Aún llovía cuando Duncan y Morgan salieron de las montañas. En el oeste asomaban relámpagos que aclaraban el crepúsculo, y retumbaba el eco de los truenos entre los picos de las montañas. El viento aullaba por entre las ruinas del monasterio de San Neot y descargaba la lluvia como látigo contra la antigua roca gris y los maderos chamuscados, mientras los dos jinetes surcaban el patio en ruinas.
Duncan miró la penumbra con los ojos entrecerrados y se retiró la capucha de la cabeza. A su derecha, Morgan permanecía acurrucado sobre la silla de montar, con los dedos enguantados cerrados sobre el pomo de la montura y los párpados caídos. El movimiento del caballo lo hacía bambolearse. Había caído inconsciente unas horas atrás. Un piadoso sopor lo adormeció para que no sintiera la fatiga del arduo viaje, pero Duncan sabía que su primo no resistiría mucho tiempo más sin descansar. Gracias a Dios que, por fin, habían llegado a un refugio.
Duncan condujo su caballo por las riendas hasta el rincón protegido, donde Morgan y él habían pasado la noche anterior. Morgan se meció en la silla y despertó sobresaltado cuando los anímales se detuvieron. Duncan saltó al suelo y los ojos de su primo recorrieron el lugar sin comprender.
—¿Dónde estamos? ¿Por qué nos detenemos?
Duncan pasó la cabeza por debajo del cuello del animal y se acercó a Morgan.
—Tranquilo. Estamos en el santuario de San Neot —sujetó a Morgan por los hombros y lo ayudó a salir de la silla—. Voy a dejarte aquí para que descanses mientras doy un paseo. En algún lugar debe de haber un Portal de Transferencia. Podríamos usarlo para llegar a Rhemuth, si aún funciona.
—Te ayudaré a buscarlo —farfulló Morgan, con voz pastosa. Mientras Duncan lo conducía al rincón más seco del lugar, estuvo a punto de caerse—. Probablemente, esté cerca del altar dedicado a Camber que te mencioné.
Duncan ayudó a Morgan a tenderse sobre el suelo. Se acomodó a su lado y meneó la cabeza.
—Si está aquí, podré encontrarlo —repuso, y empujó a su primo contra la pared—. Mientras tanto, dormirás como se debe.
—Un momento —protestó Morgan, mientras trataba en vano de sentarse—. No merodearás por ahí mientras yo duermo…
Duncan sonrió indulgente, pero siguió sosteniéndolo con firmeza contra la pared. Negó con la cabeza una vez más.
—Me temo que haré exactamente eso, amigo. Esta vez no tienes voz ni voto en este asunto. No te me opongas o tendré que dormirte por la fuerza.
—¿Ah, sí? No me digas… —musitó Morgan, petulante, mientras se reclinaba contra la pared con un suspiro.
—Ya lo creo que sí. Relájate.
Morgan cerró los ojos. Duncan se quitó los guantes y los guardó dentro de su túnica. Unió las manos un instante, para prepararse, miró a su primo y se concentró, con los ojos celestes ensimismados. A continuación, puso ambas manos ante las sienes de Morgan y apoyó los dedos sobre la piel.
—Duerme, Alaric —susurró—. Duerme, profundamente, sin sueños que te perturben. Deja que el descanso barra la fatiga y restituya tus fuerzas.
Se dejó hundir en un profundo contacto mental según la silenciosa técnica deryni y prosiguió:
Duerme profundamente, hermano. Duerme sin temor. No estaré lejos.
La respiración de Morgan se tornó regular, lenta; los apuestos rasgos se destensaron. Después, cayó en un sueño profundo y tranquilo. Duncan soltó las manos y lo observó un instante, satisfecho de ver que su primo no despertaría hasta su regreso. Se puso de pie y tomó una manta de su silla de montar para abrigar el cuerpo dormido.
Era hora de ir a por el Portal de Transferencia.
Duncan se detuvo en el umbral de la capilla en ruinas. Recorrió el lugar con la vista cansada. Aunque la noche se aproximaba, la lluvia había menguado y podían verse los muros medio caídos que se erigían contra el cielo ensombrecido. A su izquierda, donde aún quedaban fragmentos del techo, las ventanas de la claraboya en ruinas lo miraban con las cuencas vacías de sus ojos. Los vitrales esplendorosos habían caído antaño, en la destrucción general que había hecho presa del lugar. Se encendieron unos relámpagos, que alumbraron la capilla otrora orgullosa como si fuera el día. Duncan fue hasta el altar principal y el presbiterio. Sobre el suelo hundido, la lluvia había formado pequeños charcos. Cuando algún relámpago o rayo surcaba el firmamento, sobre sus superficies se reflejaban pequeños destellos de luz. El viento silbaba entre las ruinas, gimiendo su protesta por la pretérita ignominia.
Duncan llegó hasta el pie de la escalinata que conducía al altar y se detuvo. Imaginó cómo debió de haber sido en los días de esplendor del monasterio, cuando bajo sus muros se reunían cien monjes deryni e innumerables maestros y nobles estudiantes.
En aquellos días, las procesiones se acercarían al altar con reverencia y las voces cantarían loas entre el humo dulzón del incienso y el fulgor de las velas enceradas. Casi podía sentirlo.
Introibo ad altare Dei… Ascenderé al altar de Dios…
Un relámpago surcó el cielo, iluminó la vana fantasía de Duncan y lo obligó a reírse de sí mismo. Remontó los peldaños del altar, fue hasta el ara y posó suavemente sus manos sobre ella. Se preguntó cuántas otras manos, consagradas como las suyas, habrían descansado allí en el pasado. Los ojos de su mente imaginaron el esplendor del lugar en épocas en que el altar era sagrado. Inclinó la cabeza y se postró, en señal de respeto por los tiempos pretéritos.
Entonces, estalló un trueno que lo hizo alejarse del lugar. Tenía otros asuntos entre manos.
Su misión era encontrar un Portal de Transferencia deryni, localizar un lugar mágico entre las ruinas de un monasterio deryni destruido mucho tiempo atrás, y esperar que aún funcionaría, después de dos siglos.
Si él hubiese sido el arquitecto de la capilla, cuatrocientos años atrás, ¿en dónde habría erigido un Portal de Transferencia? ¿Serían las normas de construcción semejantes a las que habían seguido los arquitectos de los portales que Morgan y él conocían? ¿Cuántos portales habría en los Once Reinos? ¿Alguien lo sabría?
Bueno, Duncan sólo sabía de dos. Uno en su estudio, originalmente construido para que el confesor del rey, tradicionalmente deryni en las viejas épocas, tuviera acceso inmediato a la catedral. Y el segundo Portal estaba en la sacristía de la catedral. Era un simple platillo de metal dispuesto en el suelo, debajo de la alfombra de la capilla donde se guardaban las vestiduras. Después de todo, uno nunca podía predecir cuándo sería necesario llamar a las puertas del cielo con oraciones y súplicas para el rey. O, al menos, eso habían creído los antiguos.
Con que regresábamos a la pregunta inicial. ¿En qué lugar del monasterio de San Neot podría haber un Portal de Transferencia?
Duncan recorrió la nave a izquierda y derecha y, siguiendo un impulso, giró en esta última dirección y se abrió camino entre los restos de suelo destruido. Alaric había hablado de un altar a san Camber a la izquierda del presbiterio, hacia donde él se dirigía. Quizá la respuesta estuviese allí. San Camber era el patrono de la magia deryni. ¿Qué mejor lugar para un Portal de Transferencia que actuaba por medios mágicos?
Del altar quedaba poco. Sólo había sido una losa estrecha que salía de la pared, a modo de anaquel. Los golpes habían derruido el borde de la losa de mármol de tal suerte que las letras eran casi ilegibles. Pero Duncan alcanzó a rastrear el Jubilante Deo al comienzo de la inscripción y su imaginación le ayudó a completar el nombre: Sanctus Camberus. El nicho, rematado en un arco, seguía ofreciendo morada a los pies del santo deryni.
Los dedos de Duncan acariciaron la derruida losa. Se volvió para observar las ruinas desde su posición, pero, al cabo de un instante, meneó la cabeza. Allí no encontraría ningún Portal de Transferencia. Era un lugar demasiado abierto. Pese a la aceptación general de la magia que había existido antes y durante el Interregno, cuando el monasterio fue erigido, los arquitectos deryni de San Neot nunca habrían situado un Portal de Transferencia ante los ojos fascinados de cualquier visitante. No era el modo deryni de proceder.
No, debía de estar en algún sitio más recluido. Tal vez cerca; pues se habría creído que la presencia de san Camber podía ofrecer cierta protección, pero no a la vista de todo el mundo.
Entonces, ¿dónde?
Se volvió para mirar de frente el diminuto altar, y escrutó las paredes a cada lado, en busca de una abertura que condujese a las celdas y a las pequeñas capillas que debía de haber debajo. La encontró: era una ruinosa puerta, medio enterrada bajo maderos caídos y piedras ladeadas. Sin más prolegómenos, apartó los escombros y abrió un hoyo lo bastante amplio para reptar a través de él. Asomó por el otro lado y se vio en una pequeña cámara elevada que sólo podía haber sido la sacristía. Terminó de pasar el cuerpo y se enderezó con cautela. Agachó la cabeza para no darse contra las bajas vigas que habían caído cuando el incendio. El suelo estaba cubierto de piedras, de madera podrida y de vidrios despedazados. Pero, en la pared distante, había restos de un altar de marfil, fragmentos de cajones, de muebles y de guardarropa. Duncan recorrió el recinto con ojos expertos y parpadeó cuando un rayo particularmente brillante encendió el firmamento.
¿En qué parte de este lugar habrían ocultado un Portal los antiguos? Y, entre la destrucción imponente que señalaban las ruinas, ¿habría sobrevivido algo?
Con un puntapié hizo a un lado los escombros y avanzó por la cámara. Duncan cerró los ojos y se restregó la frente con el dorso de una mano, exhausto. Trató de abrir la mente para que pudiera recibir los restos de cualquier impresión.
¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro!
La cabeza de Duncan saltó, sobrecogida de alarma. Se arrojó de bruces sobre el suelo, con la espada a medio desenvainar. Volvió a estallar un rayo y extrañas sombras deformes se lanzaron a perseguirse por las paredes derruidas; pero aparte de Duncan, no había nadie en la sacristía. Se irguió con sigilo, volvió la espada a la funda y prosiguió buscando la fuente de peligro.
¿Habría imaginado la voz?
No.
En tal caso, ¿podría haber sido una voz mental? ¿Creada por los antiguos amos deryni del monasterio?
Regresó con cautela a su posición anterior, al lado del altar sagrado, y volvió a cerrar los ojos. Se entregó a la concentración. Esta vez, se preparó para escuchar la voz y le resultó menos escalofriante. Sin ninguna duda, era un sonido mental.
¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro! Sólo he quedado yo, de cien hermanos, para intentar, ya desfalleciente, destruir este Portal antes de que sea profanado. Amigo, mantente alerta. Protégete, deryni. Los seres humanos destruyen lo que no comprenden. Venerado san Camber, defiéndenos del horror de tanto mal!
Duncan abrió los ojos; miró en derredor y volvió a intentarlo.
¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro! Sólo he quedado yo…
Duncan interrumpió el contacto y suspiró.
Conque allí estaba. Era un mensaje legado por el último deryni que resistió en este lugar. Y había intentado destruir el Portal con sus últimas fuerzas. ¿Habría tenido éxito?
Se puso en cuclillas y estudió el suelo sobre el que había estado de pie. Retiró la daga de su bota y apartó los escombros. Como sospechara, se veía el débil contorno de un cuadrado, trazado en el suelo, quizá de un metro de lado. Como el de la catedral. Probablemente hubiese sido cubierto por una alfombra en otros tiempos, pero, desde luego, todo eso había sido destruido siglos atrás. Y con respecto al Portal…
Envainó la daga y posó las manos suavemente sobre el cuadrado. Extendió sus poderes, con el afán desesperado de sentir el cosquilleo opresivo que anunciaba la transferencia.
Nada.
Volvió a intentarlo y, esta vez, alcanzó a captar una débil oleada de negrura, de dolor: el comienzo del mensaje que ya había escuchado.
Y, luego, otra vez la nada. El Portal, estaba destruido. El último deryni había logrado su propósito.
Con un suspiro, Duncan se puso de pie y miró a su alrededor una vez más; se restregó las manos contra los muslos. Así pues, tendrían que ir a Rhemuth a lomos de caballo; si el Portal estaba destruido, no les quedaba opción. Y después, quizá tuvieran que continuar hasta Culdi, pues Kelson debía viajar hasta allí en esos días para la boda de Bronwyn y de Kevin.
En fin, ¿qué podía hacer si no? Despertaría a Alaric y, una vez más, volverían a partir. Con suerte, llegarían a Rhemuth a la noche siguiente, lejos de cualquiera que los persiguiese.
Las campanas tañeron un sonido ahogado y opaco mientras los obispos entraban en la catedral de San Andrés en Dhassa. La noche era límpida, fresca y llevaba el matiz de la nueva escarcha. Mientras los hombres se congregaban dentro del recinto, diminutos cristales de hielo formaban remolinos entre las ráfagas de viento. Dos jóvenes sacerdotes repartían largos cirios, que los obispos encendían en una lámpara de la nave. Las llamas se agitaban con la corriente que silbaba a través de las puertas abiertas y su danza formaba extraños dibujos de lumbre sobre los hábitos oscuros y escarchados de los prelados.
Los obispos avanzaron por las naves para ocupar sus lugares en el coro: se formaron dos hileras irregulares de hombres sin rostro, con las manos coronadas de fuego. Mientras las campanas ahogadas terminaban de tañer, un amanuense se dispuso a contar las cabezas sin disimulo, para confirmar la presencia de todos los que debían asistir. Desapareció por la nave oscurecida y cerró las puertas enormes con un estruendo hueco. Tres velas regresaron por la nave de la izquierda: era el asistente, que se unía a los otros, acompañado por dos sacerdotes. Se produjo una breve pausa, alguien tosió y varios deslizaron los pies por el suelo. A continuación, se abrió una puerta lateral y apareció Loris.
Esa noche, había decidido vestir con toda su pompa eclesiástica. Llevaba una capa consistorial negra y plateada y, sobre la cabeza, una mitra engastada de joyas. En la mano izquierda, sostenía resueltamente el báculo de plata. Avanzó por el crucero y se volvió al coro. El arzobispo Corrigan y el obispo Tolliver lo acompañaban, a diestra y siniestra, y, por detrás, venía el obispo Cardiel. Un joven cruciferario portaba la pesada cruz de plata del arzobispo por delante del grupo, que pasó entre ambas hileras de clérigos.
Loris y su séquito llegaron a los escalones iniciales del santuario y se detuvieron para ofrecer, con reverencia, sus respetos al altar. Mientras Cardiel iba hacia la derecha y tomaba cuatro velas de manos de un monje que aguardaba, miró a Arilan de soslayo, con ojos pesarosos. Regresó a su sitio, al lado de Tolliver, para entregar las velas. Con la llama de la suya encendió la de Tolliver, y después las de Loris y Corrigan. Cuando se encendió el cirio del primado de Gwynedd, éste dio un paso adelante y se irguió cuan alto era. Sus ojos azules recorrieron a los monjes congregados, con mirada helada e imperiosa.
—Este es el texto del instrumento de excomunión —anunció—. Escuchad y prestad atención:
»"Considerando que Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn, señor de Coroth, Lord General de los Ejércitos Reales y Paladín del Rey, y monseñor Duncan Howard McLain, sacerdote suspendido por la Iglesia, han abominado y hecho escarnio reiterada y voluntariamente de los dictados de la Santa Iglesia;
»Y considerando que los mencionados Alaric y Duncan han asesinado en el día de hoy a hijos inocentes de la Iglesia y amenazado con muerte sacrilega a la persona de un consagrado sacerdote de Dios, obligándolo a presenciar viles y heréticos actos de magia;
»Y considerando que los mencionados Alaric y Duncan han provocado la profanación del templo de San Torín, mediante el empleo proscrito de magia, y causado su destrucción y que han empleado reiteradamente la magia prohibida durante el pasado;
»Y considerando que los mencionados Alaric y Duncan no han mostrado disposición a confesar sus pecados y corregir su conducta;
»Yo, Edmund Loris, arzobispo de Valoret y Primado de Gwynedd, en nombre de todo el clero de la Curia de Gwynedd, anatematizo a los mencionados Alaric Anthony Morgan y Duncan Howard McLain. Los apartamos del rebaño de la Santa Iglesia de Dios. Los expulsamos de la congregación de los justos.
»Que la ira del Juez Celestial descienda sobre ellos. Que los fieles se aparten de ellos. Que las Puertas del Cielo se cierren ante ellos y ante cualquiera que acuda en su socorro.
»Que ningún hombre temeroso de Dios los reciba, alimente o refugie durante la noche, so pena de ser anatematizado. Que ningún sacerdote les administre los sacramentos mientras vivan ni asista a sus funerales cuando muertos. Malditos sean en morada; malditos sean en los campos; maldita sea su comida y su bebida y todo cuanto posean.
»Los declaramos excomulgados, los arrojamos a la oscuridad exterior junto a Lucifer y a todos sus ángeles caídos. Los contamos entre los tres veces malditos, sin esperanza de salvación. Los abominamos con la eterna maldición y los condenamos con el perpetuo anatema. Que su luz se extinga en la bruma de la oscuridad. ¡Que así sea!"
—¡Que así sea! —entonó la asamblea.
Loris tomó el cirio que tenía delante, lo invirtió con el pabilo hacia el suelo y lo arrojó para que la llama se extinguiera. Y después, en un solo movimiento, los obispos y el clero reunidos hicieron lo mismo.
Se oyó un ruido de velas que caían como ladrillos huecos, y, cuando las candelas murieron se hizo la oscuridad.
Salvo por una vela que siguió ardiendo, desafiante sobre las baldosas del suelo.
Y nadie pudo decir de qué manos cayó.
Capítulo XVI
Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo, porque fuerte es como la muerte el amor, duro como el sepulcro el celo, sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama.
Cantar de los Cantares, 8:6
—¡Atrápame si puedes! —lo desafió Bronwyn.
Con un guiño seductor, salió corriendo por el sendero del jardín seguida por una nube de cabello dorado, mientras las faldas azules se le arrebujaban graciosamente entre las largas piernas.
Cuando Kevin la vio salir de un salto, intentó cogerla del brazo, falló y se lanzó tras ella con una risa feliz. La espada tañía contra las botas y amenazaba con hacerlo trastabillar a cada paso, pero tales minucias no lo iban a detener; sostuvo la espada alegremente con una mano mientras la perseguía por la hierba.
Era un día hermoso, el sol brillaba con tenue tibieza y Bronwyn y Kevin acababan de regresar de un paseo a caballo por las verdes colinas de Culdi. Retozaron por el prado como dos crios traviesos, corrieron y se contornearon entre los árboles y estatuas de los formales jardines durante un cuarto de hora. Kevin hizo las veces de cazador y Bronwyn, de la presa. Por fin, Kevin logró atrapar a Bronwyn detrás de una fuentecilla, la reconvino con un dedo confiado y echaron a correr en círculo a su alrededor, entre risas y más risas.
Fue Bronwyn quien, por último, acabó con la tregua. Sacó la lengua en un gesto desafiante y se lanzó a correr en busca de un refugio cuando resbaló en la hierba y cayó sobre una rodilla al alejarse de la fuente. Kevin, aprovechando la ventaja, saltó a su lado y la envolvió con sus brazos. El impulso la llevó hasta el suelo, donde el joven se inclinó para robarle un beso. Mientras ella descansaba en sus brazos y abría sus labios bajo los de él, Kevin se dejó llevar por el ímpetu extasiado del momento. Hasta que oyó a alguien que se aclaraba la garganta, incómodo, tras él.
Kevin se detuvo en mitad del beso y abrió los ojos, sabiendo que alguien los miraba. Concluyó su muestra de amor y se apartó de Bronwyn. Vio que los ojos de la joven se abrían desmesurados, al advertir a su espectador, y que Bronwyn contenía una risilla. Entonces, Kevin alzó la vista y se topó con el rostro de su padre. El duque Jared sonreía con indulgencia.
—Pensé que podría encontraros aquí —dijo el padre, al advertir la sonrisa avergonzada de Kevin—. Ponte de pie y saluda a tus huéspedes, Kevin.
Mientras Kevin se ponía de pie y tendía la mano a Bronwyn para ayudarla a incorporarse, vio que Jared no estaba solo. Con él venían lord Deveril, el mayordomo del duque —que contenía una sonrisa—, y el arquitecto Rimmell, serio como un cadáver. También se encontraban Kelson, Derry y el duque Ewan, siempre con su barba roja. Kelson, con su atuendo de viaje de cuero carmesí, parecía contento pese al galope bajo el viento. Los saludó con una sonrisa y los novios repusieron con reverencias. Entonces, se apartó a un lado y reveló a un séptimo visitante: un hombrecillo nervioso, con el cabello oscuro y un estridente atuendo rosa y violeta; sólo podía tratarse del gran trovador Gwydion. Un laúd de vientre redondeado pendía de la espalda del músico por un cordel dorado. El diapasón se veía lustrado por el incesante roce de los dedos. Los ojos negros del trovador brillaron intensamente al examinar a la joven pareja.
Kevin miró a Kelson y le devolvió la sonrisa.
—Bien venido a Culdi, majestad —le saludó, mientras se sacudía la hierba del traje y envolvía a los demás en un gesto de salutación—. Nos honráis con vuestra presencia.
—Por el contrario, es Gwydion quien nos honra a todos, mi lord Kevin —sonrió Kelson—. Y, si quisierais presentarlo a vuestra prometida, creo que ella podría convencerlo de que esta tarde nos brinde una improvisada actuación.
Gwydion se inclinó ante Kelson con agradecida reverencia; Kevin sonrió y tomó la mano de Bronwyn.
—Bronwyn, quisiera que conocieses al incomparable Gwydion ap Plenneth, de cuya maestría con el laúd y el canto ya habéis oído. Maestro Gwydion, lady Bronwyn de Morgan, mi futura desposada. Por lo que sabía de su reputación, ella insistió para que convenciera a Alaric de que lo enviase…
—Mi graciosa dama… —irrumpió Gwydion. Se quitó el vibrante gorro rosa con un floreo y sus largas mangas barrieron la hierba—. Por haber espiado tan exquisita belleza, me habría arriesgado incluso a la ira de su noble hermano —se inclinó y le besó la mano—. Perdonadme, dama prodigiosa, si pierdo el habla ante vuestra presencia.
Bronwyn sonrió complacida y bajó los ojos, mientras un delicado rubor le teñía las mejillas.
—Creo que este juglar tiene modos muy cortesanos, Kevin. Maestro Gwydion, ¿de veras consentiríais en interpretar para nosotros esta tarde? Hemos aguardado mucho tiempo para poder escuchar vuestras canciones.
Gwydion sonrió y dobló el cuerpo en otra reverencia.
—Vuestros deseos son órdenes, milady —repuso con gestos pomposos—. Y, como este jardín es un recreo tan hermoso y parece ser un lugar propicio para las canciones que me agradaría tocar, ¿por qué no nos entregamos a las beldades pródigas de la Naturaleza, que nos ha dado el Señor, y nos solazamos aquí mismo?
—¿Majestad? —preguntó Bronwyn.
—Ha venido a tocar para vos, milady —replicó Kelson, con una sonrisa, y cruzó los brazos sobre el pecho al ver su regocijo—. Si lo deseáis aquí, en el jardín será.
—¡Oh, sí!
Con una corta reverencia, Gwydion señaló la hierba que lindaba con la fuente e invitó a su público a sentarse. Mientras tomaba el instrumento y se sentaba en el borde de la fuente, Kevin se quitó el manto de cabalgar y lo tendió en el césped. Bronwyn se tendió sobre la prenda y ocultó las piernas bajo la falda con satisfacción mientras Derry, Deveril y Ewan se acomodaban a su alrededor. Kevin iba a sentarse al lado de la dama cuando vio que Kelson buscaba su mirada. Le dejó el lugar a su padre y se apartó del grupo, en compañía del rey. Mientras, Gwydion acarició las cuerdas y comenzó a afinar delicadamente el instrumento. El auditorio escuchaba con embeleso la explicación de la tonada que se disponía a cantar.
Kelson observó al grupo dispuesto sobre la hierba, y se volvió otra vez hacia Kevin. Tenía el rostro serio y pensativo.
—¿Habéis tenido noticias de vuestro hermano durante las semanas pasadas, milord?
Parecía dirigirse con tono desenvuelto, aunque Kevin sintió tensársele el cuerpo y que se obligaba a controlar la aprensión.
—Habláis como si tampoco vos supierais nada de él, majestad —observó con cautela—. ¿No ha estado con vos?
—No, durante la última semana y media —repuso Kelson—. Hace diez días recibimos cierta información al respecto de que Duncan sería suspendido y convocado ante el tribunal eclesiástico de Rhemuth. Desde luego, no había nada que pudiésemos hacer sobre la suspensión. Es una cuestión puramente religiosa entre Duncan y su superior. Pero Duncan, Nigel y yo convinimos en que no debía presentarse ante el tribunal.
Kelson se detuvo para mirarse las puntas de las botas de cuero antes de continuar.
—Y al mismo tiempo, otro asunto llegó a nuestro conocimiento. Quizá de naturaleza más grave que la suspensión de Duncan. Loris y Corrigan planean decretar el Interdicto sobre Corwyn. Es su medio para vengarse de Morgan y finalizar la controversia que ha dividido a los Once Reinos desde hace dos siglos. O, al menos, eso creen los arzobispos. En tales circunstancias, Duncan creyó que su lugar estaba al lado de Alaric, tanto para informarle de los planes del Interdicto como para alejarse de la jurisdicción eclesiástica de Loris. Cuando lord Derry los dejó, hace cuatro días, ambos estaban bien, pero se disponían a marchar a Dhassa para apelar personalmente ante la Curia contra el Interdicto. Y desde entonces no hemos tenido noticias.
Kevin frunció el ceñó.
—¿Suspensión e Interdicto? ¿Hubo algún otro problema mientras me ausenté de la Corte?
Kelson lanzó una sonrisa lúgubre.
—Bueno, ya que lo preguntáis os diré que sí. En las colinas, al norte de Corwyn, se está alzando una fuerza rebelde, dispuesta a iniciar una guerra santa contra los deryni. Por supuesto, el hecho de que se decrete el Interdicto favorecerá sus planes enormemente. Y Wencit de Torenth pondrá sitio a Cardosa en cualquier momento. Fuera de eso, todo marcha estupendamente. Vuestro estimado hermano me pidió que mantuviera la calma y que esperara el momento oportuno para no provocar disturbios hasta que él y Morgan hubiesen regresado y pudiesen darme consejo. Tiene razón, desde luego. Pese a mi posición y a mi poder, sigo siendo muy joven en muchos sentidos y él lo sabe. Sé que estoy mostrándome muy candido con vos, Kevin, mas me resulta difícil sentarme de brazos cruzados.
Kevin asintió lentamente y miró por encima del hombro hacia el lugar donde Gwydion cantaba. No distinguía la letra, pero la melodía flotaba sobre el sereno aire primaveral, pura y dulce.ovió los pies en la hierba, con los brazos cruzados sobre el pecho, y bajó los ojos.
—Supongo que los demás no saben esto.
—Derry lo sabe todo y Gwydion sospecha lo que ignora; pero los demás, no. Os agradecería que no revelarais la situación. En este momento, su aflicción no aliviará las cosas y no quiero estropear vuestra celebración de bodas más de lo que ya lo he hecho.
Kevin sonrió ligeramente.
—Gracias por contármelo, majestad. No diré nada al resto. Y, si hay algo que pueda hacer para ayudaros, sabéis que mi espada y mi fortuna están a vuestras órdenes.
—No me habría fiado de vos de no saber que erais digno de mi confianza —repuso Kelson—. Venid. Regresemos para escuchar a Gwydion. Se supone que es vuestra celebración, después de todo.
—Ah, milady —decía Gwydion cuando regresaron—. La modestia es apropiada en una dama, pero permitidme que os entretenga un momento más. Lord Alaric se ha jactado tanto de la habilidad que tenéis con el laúd… ¿Por qué no enviáis a alguien a buscar el instrumento?
—¿Kevin?
Antes de que Kevin pudiese responder, Rimmell se puso de pie y se inclinó ligeramente.
—Permítame el honor, milady —se ofreció, tratando de no dejar ver su ansiedad—. Lord Kevin ya se ha perdido una canción; no sería apropiado que dejase de escuchar la segunda.
—¿Milady? —interrogó Gwydion.
—Ah, muy bien —accedió Bronwyn—. Mary Elizabeth sabe dónde guardo el laúd, Rimmell. Podéis decirle que os he enviado yo a buscarlo.
—Sí, milady.
Gwydion rasgueó las cuerdas, moduladas en tono menor, y arrancó un acorde mientras Rimmell se alejaba.
—«Un fiel sirviente es un sincero y valioso tesoro» —citó, mientras acariciaba las cuerdas y paseaba la mirada por su auditorio, con una sonrisa satisfecha—. Y, mientras aguardamos, quisiera entonar otra canción. Esta vez una tonada de amor, dedicada a la feliz pareja.
Desgranó unos compases introductorios y comenzó a tocar.
En los oídos de Rimmell resonaban las notas de la nueva canción de Gwydion mientras recorría el patio del palacio a toda prisa. No había querido que Bronwyn se quedase allí junto a Kevin para escuchar canciones de amor; tenía pocas ocasiones de estar en su presencia y de poder mirarla sin hacerse notar, pero nunca tendría mejor oportunidad que ésta para colocar el hechizo que Bethane le había dado. En ese momento, las damas de compañía de Bronwyn descansarían en sus aposentos durante un par de horas. Y la próxima persona que entraría, después de que él se marchase, sería seguramente la misma lady Bronwyn.
Ascendió los escalones hasta llegar al nivel de la terraza y de la recámara. Se llevó la mano al pecho y sintió que el corazón le palpitaba contra el estuche que Bethane le diera el día anterior. En pocas horas, todo habría terminado y Bronwyn sería suya. No podía creer que su sueño se convirtiera en realidad.
Vaciló y miró a su alrededor con aire culpable antes de entrar en la recámara, pues sus órdenes habían sido buscar a Mary Elizabeth; pero nadie lo había visto acercarse. Los aposentos también estaban vacíos. Vio que el laúd de Bronwyn pendía de un gancho de madera, en la pared de al lado de la cama, pero ignoró el instrumento. Primero debía encontrar un sitio donde dejar el cristal. Un lugar que Bronwyn no advirtiera hasta que fuese demasiado tarde y el conjuro hubiera surtido efecto.
Decidió que el sitio debía ser el tocador. Fue hasta allí y retiró el estuche. Sin duda, toda mujer acudía a su tocador no bien entraba en la recámara, especialmente si había estado fuera gran parte del día. Y sobre el mueble había otros objetos brillantes. Ayudarían a camuflar el cristal intruso.
Dejó el estuche sobre el tocador, con delicadeza. Comenzó a soltar las correas que lo cerraban y se detuvo al recordar que sólo tendría unos segundos para escapar del embrujo. Fue hasta el gancho, tomó el laúd, se lo echó al hombro y volvió al tocador. Aflojó las tiras del estuche y dejó el frío cristal, rojo y azul, sobre la superficie del mueble.
Con el corazón en la boca, Rimmell recogió el estuche de cuero y huyó hacia la puerta. Sólo se detuvo para recuperar la compostura, con la mano sobre el picaporte. Atinó a echar una última mirada al tocador desde allí, pero no vio señales del resplandor azulado entre los demás objetos. Silbando una marcha triunfal, desanduvo sus pasos por la terraza hacia el jardín, con el laúd a la espalda. Mientras caminaba, extrajo con cuidado el relicario de su túnica, lo abrió y contempló el retrato con ojos enamorados. Lo cerró con un mínimo ruido metálico y lo devolvió a la túnica con un suspiro. Al acercarse al grupo, escuchó la canción de Gwydion, que flotaba en el aire tibio.
Gentil dama, escucha la plegaria que, ferviente, en mis labios te reclama; mientras mi osada súplica te ruega, henchido, tu corazón se conmueva.
Que tu mirada no oculte su desdén, si me rechazas, perjuro yo seré;
¿quién puede vivir, deshecho el corazón, sin gozar de los favores de tu amor?
Una hora después, Bronwyn se detenía en el pasillo que conducía a su recámara para sonreír a Kevin que posaba los labios sobre su mano.
—¿En media hora? —susurró ella.
—En media hora —convino él, solemne—. Y, si te retrasas —agregó con una sonrisa—, vendré a vestirte con mis propias manos.
Bronwyn frunció la nariz en un mohín travieso y seductor.
—Dos días más, Kevin McLain —se mofó ella—. Sobrevivirás hasta entonces.
—¿De veras lo crees? —murmuró él. La estrechó contra su cuerpo y la miró con pasión fingida a medias.
Bronwyn se rió, lo abrazó fugazmente y se soltó para ir a la puerta entreabierta.
—En media hora —lo reconvino—. Y te recuerdo que más te vale no llegar tarde, pues, de lo contrario, iré a vestirte con mis propias manos.
—¡Hazlo! —oyó la respuesta entusiasta de Kevin mientras cerraba la puerta.
Bronwyn hizo una pirueta graciosa y acunó el laúd contra su pecho mientras echaba a andar por la recámara. Se sentía exultante por estar viva y por ser amada. Se detuvo ante su tocador, entonando unos compases de la última canción de Gwydion, e inclinó el torso para contemplarse en el espejo y arreglar una hebra de cabello rebelde que asomaba en su frente. Cuando intentó erguirse, el hechizo artero comenzó a actuar.
Bronwyn se tambaleó y se aferró del borde del tocador en busca de apoyo. No había podido posar los pies con firmeza cuando una segunda oleada la envolvió. En su desesperada lucha por mantener la consciencia, dejó que el laúd se deslizara por sus dedos entumecidos y cayera al suelo. El diapasón se partió con el impacto y una de las cuerdas saltó de la clavija como un tenso resorte.
El sonido bastó para poner en acción sus sentidos deryni. Mientras su mente exterior giraba, en un vértigo, trató de analizar la situación. Sus ojos buscaron como perdidos algo que le indicara el origen del ataque y llegaron a detectar el cristal azul que vibraba entre las alhajas de su tocador.
Magia, aulló su mente. Ay, Dios mío, ¿quién me ha hecho esta maldad?
—¡Kevin! ¡Kevin! —alcanzó a gritar.
Kevin no había tenido tiempo de alejarse mucho. Oyó los gritos aterrorizados de Bronwyn y rompió a correr por la galería. Se abalanzó contra la puerta, que cedió sin resistencia, e irrumpió en la recámara casi tambaleándose. Pero, al ver la escena, se detuvo horrorizado.
Bronwyn había caído de rodillas al lado del tocador. Las manos, de blancos nudillos, se sujetaban al borde del mueble. El objeto de su mirada despavorida era un extraño cristal azul que refulgía y palpitaba entre las joyas y otros adornos. Mientras Kevin la observaba, Bronwyn tendió la mano lentamente hacia el objeto para tocarlo, al tiempo que sus labios se movían, en una muda repetición del nombre de su prometido.
Kevin McLain actuó. Con un grito sin palabras y sin otro pensamiento que el de alejar ese cristal de su amada Bronwyn, Kevin la apartó a un lado y tomó el objeto del tocador con ambas manos, para lanzarlo a través del ventanal abierto, lo más lejos que pudiera de la recámara.
Pero nunca llegaría a hacerlo. El conjuro era maligno y poderoso e irresistible para un humano como Kevin. En realidad, mortal. Cuando Kevin levantó el cristal, se detuvo en mitad del movimiento, mientras una expresión atroz de miedo y de dolor le atravesaba los rasgos. En ese mismo instante, Bronwyn comprendió lo que había hecho y trató de quitarle el objeto, esperando que su sangre deryni pudiese darle la inmunidad de la cual Kevin carecía. Pero, al tocarlo, también ella quedó transfigurada y el cristal comenzó a pulsar violentamente con el redoble de sus corazones unidos.
Entonces, ambos fueron devorados por un destello de dura luz blanca que iluminó hasta el último rincón de la recámara. Su brillo barrió las alfombras y el aire mismo y atravesó los gritos que reverberaron por el palacio hasta que la luz blanca se desvaneció.
Luego, se hizo el silencio. Duró hasta que los guardias irrumpieron en el recinto, en respuesta de los gritos, y se detuvieron espantados ante la visión que presenciaban. Mientras retrocedían confusos, Kelson apareció en alocada carrera y se detuvo ante la puerta, seguido por Derry.
—¡Atrás, todos! —ordenó Kelson, mientras miraba con los ojos desorbitados el interior de la recámara y hacía señas de que los demás se apartasen—. ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Alguien está obrando magia!
Los guardias obedecieron. Kelson se internó cautelosamente en el lugar y abrió los brazos a ambos lados, mientras sus labios trazaban un contrahechizo. Cuando terminó las palabras, la luz estalló débilmente en el centro de la habitación y se extinguió. Kelson se mordió los labios y cerró los ojos por unos breves momentos para controlar su creciente aprensión. Luego, se obligó a aproximarse.
Los jóvenes yacían tendidos cerca de las puertas abiertas de la terraza. Kevin, de espaldas; Bronwyn, con el rostro hundido en el pecho y el cabello dorado revuelto sobre la faz. Los brazos del joven se abrían a ambos lados, ennegrecidos, y las manos se veían chamuscadas por la terrible energía que había intentado sofocar. El manto de los McLain, sujeto a su hombro, caía por un extremo sobre la mano inerte. No había señales de vida.
Tragando saliva con dificultad, Kelson se dejó caer de rodillas al lado de la pareja y tendió la mano para tocar los cuerpos. El rostro se le contrajo al sentir el brazo de Kevin y el cabello sedoso de Bronwyn. Después, se acuclilló e inclinó la cabeza con profunda congoja, mientras posaba las manos impotentes sobre las piernas. Ya nadie podría hacer nada por los dos amantes.
Al ver el gesto desolado de Kelson, Derry, los guardias y lord Deveril comenzaron a entrar en la recámara, mudos y atónitos ante la inesperada tragedia. El rostro de lord Deveril palideció, al ver los cuerpos tendidos. Luego, se volvió a empujones para tratar de detener la irrupción del duque Jared entre el gentío que crecía. Llegó tarde.
—¿Qué ha sucedido, Dev? —susurró Jared, que estiraba el cuello para espiar por detrás de su mayordomo—. ¿Le ha sucedido algo a Bronwyn?
—¡No entréis, señor, por favor!
—Déjame pasar, Dev. Quiero ver qué ha… ¡Oh. Dios mío! ¡Es mi hijo! ¡Por todos los cielos, son ambos!
Mientras los guardias se abrían para dar paso a Jared, Rimmell llegó y logró acercarse al final de la multitud. Y, al ver lo que había acontecido, contuvo el aliento y se llevó un puño a la boca abierta. Un violento espasmo se apoderó de él mientras su mano se cerraba convulsivamente sobre el relicario de filigrana. Temió desesperadamente caer desvanecido allí mismo.
¡Ay, Dios mío! ¿Qué he hecho? Nada debía terminar de este modo. Nada de esto debía suceder. ¡Santísimo Dios, que no sea cierto! ¡Han muerto! ¡Mi lady Bronwyn ha muerto!
Mientras más y más guardias y cortesanos irrumpían en la sala, Rimmell trató de aplastarse contra la pared y de confundirse entre las piedras; trató de apartar los ojos de la aterradora escena, mas no pudo. Entonces, se dejó caer de rodillas y rompió a sollozar con amarga desesperación, sin notar que el relicario de filigrana le producía cortes en las manos al retorcerlas en angustiada congoja.
Lady Margaret llegó con Gwydion. Se puso pálida al ver los cuerpos e iba a desmayarse cuando se sobrepuso y fue hasta su esposo, inmóvil y ausente entre los dos. Lo rodeó con sus brazos y se abrazó a él, sin palabras, durante un minuto interminable. Después, lo condujo suavemente a las puertas de la terraza y lo volvió de espaldas, para que no siguiera contemplando aquello que le desgarraba el corazón. Suavemente, la mujer les dijo a los cadáveres unas palabras que nadie pudo escuchar.
Gwydion cogió el laúd abandonado de Bronwyn y miró en silencio el diapasón partido y la caja aplastada en la caída. Fue lentamente hasta Kelson y observó sin comentarios al monarca, quien se quitó el manto escarlata y lo tendió sobre ambos jóvenes. El trovador percutió con aire ausente una de las cuerdas que quedaban sanas y la nota retumbó discordante en el silencio. Kelson levantó la vista, sobresaltado.
—Me temo que este laúd no volverá a sonar, majestad —murmuró Gwydion con tristeza. Se hincó de rodillas al lado de Kelson para dejar el laúd en la mano de Bronwyn—. Nadie podrá repararlo, tampoco…
Kelson apartó la mirada, sabiendo que Gwydion no se refería al instrumento. El juglar dejó que sus dedos delicados acariciaran el laúd por última vez y unió las manos.
—¿Podría preguntar cómo sucedió, majestad?
Kelson se encogió de hombros, desolado.
—Alguien puso un cristal jérraman en la recámara, Gwydion. Eso, de por sí, no habría sido tan terrible, los jerramanes pueden usarse con muchos fines; algunos, benéficos. Tal vez hayas oído hablar de ellos en las viejas baladas que cantas.
Su voz vaciló al continuar.
—Pero éste no era benéfico. Al menos, no lo fue cuando un ser humano como Kevin entró en escena. Sola, Bronwyn habría podido superar el hechizo, fuera cual fuere su intención. Aunque su instrucción no era suficiente, tenía el poder. Pero debió de gritar o de llamar y, sin duda, Kevin acudió en su ayuda. El poder de Bronwyn no bastó para salvar a ambos y, por fin, perecieron los dos.
—¿No podría…?
Kelson cortó la conversación con una mirada de alerta y se puso de pie: el anciano padre Anselm, capellán del castillo de Culdi, acababa de sumarse, con su blanca sotana, a Jared y a Margaret. El joven rey se inclinó respetuosamente al ver que Anselm se acercaba con los afligidos padres, y dio un paso atrás para dejarlos arrodillarse al lado de los cuerpos. Se persignó cuando Anselm comenzó su plegaria. Después, se retiró, indicando a Gwydion que lo siguiera.
—Gwydion, Derry, apartemos a los espectadores innecesarios. La familia desea un poco de intimidad en este momento.
Los hombres obedecieron las órdenes de Kelson y, amablemente, fueron conduciendo a soldados y llorosas damas de compañía fuera de la recámara. Finalmente, Derry dio con Rimmell. El arquitecto permanecía de rodillas en un rincón, gimiendo en voz baja. Los sollozos le sacudían la blanca cabellera y, mientras el cuerpo se mecía atrás y adelante, una fina cadena de oro se bamboleaba a través de sus dedos entrelazados. Derry le tocó el hombro y Rimmell alzó la vista, sorprendido. Tenía los ojos enrojecidos y anegados en llanto. Derry no estaba acostumbrado a tratar con hombres histéricos. Para distraerlo de su aflicción, reparó en la cadena de oro y la tomó como excusa.
Al ver que Derry le agarraba la muñeca, Rimmell trató de apartarse, con los ojos fuera de las órbitas, y se puso de pie con vacilación. Su resistencia no hizo más que aumentar el interés de Derry y el joven lord de la Frontera renovó su afán por abrirle la mano.
—Vamos, Rimmell, sólo quiero ver qué es… —dijo Derry, algo irritado al ver que Rimmell se oponía a su esfuerzo—. Vaya, es un relicario… ¿Dónde lo…?
El relicario se deslizó de las manos de Rimmell y cayó al suelo. Cuando Derry fue a recogerlo, el resorte que lo cerraba se abrió. Le lanzó una mirada de rigor y ya se disponía a devolvérselo al arquitecto cuando reconoció la imagen del retrato y contuvo el aliento.
—¡Khadasa, es milady!
Al escuchar la imprecación de Derry, Kelson se volvió con el ceño fruncido, dispuesto a reconvenirlo por su inoportuna blasfemia. Sin embargo, al ver la expresión atónita en el rostro del joven, fue hasta él y tomó el relicario. En el mismo instante en que reconocía el retrato, lady Margaret vio la alhaja y se abalanzó sobre el brazo del rey, horrorizada.
—¿Dónde encontrasteis eso, majestad?
—¿Esto? —Kelson parecía confundido—. Vaya, aparentemente lo tenía Rimmell, milady. Aunque no puedo imaginar cómo llegó a hacerse con él.
La mano temblorosa de Margaret tomó el relicario. La mujer cerró los ojos un instante cuando el metal se posó sobre su piel. Miró el retrato un segundo y se lo llevó al pecho con un gemido.
Tragó saliva con dificultad y preguntó:
—¿Dónde…, dónde conseguisteis esto, Rimmell?
—Milady, yo…
—Bronwyn le regaló este relicario a Kevin el día de su compromiso. ¿De dónde lo habéis sacado?
Con un aullido desesperado, Rimmell se arrojó a los pies de la dama y se aferró a sus faldas tartamudeando una súplica. Su blanca cabellera se sacudía mientras el hombre desahogaba su pesar.
—¡Ay, mi querida señora, por favor, creedme! ¡Nunca quise que esto sucediera! —sollozó—. ¡La amaba tanto! Sólo quería su amor a cambio. ¡Seguramente vos comprenderéis lo que es el amor!
Margaret lanzó un gemido estremecedor y horrorizado, al comprender lo que significaban las palabras de Rimmell. Derry y varios otros guardias sujetaron al arquitecto por los brazos y lo obligaron a soltar las faldas de lady Margaret. Jared, que había observado la conversación sin comprender, murmuró una vez el nombre de su hijo muerto, pero no pudo pronunciar otro sonido ni dar un solo paso.
—¡Tú! —exclamó Kelson, sin creer lo que acababa de oír—. ¿Tú pusiste el jérraman, Rimmell?
—¡Ay, majestad, debéis creerme! —balbució Rimmell, mientras sacudía la cabeza con gestos implorantes—. Sólo debió haber sido un conjuro de amor. Doña Bethane dijo que…
—¿Doña Bethane? —espetó Kelson. Aferró a Rimmell de los cabellos y le alzó la cabeza de un tirón para mirarlo a los ojos—. Esto fue obra de magia deryni, Rimmell. Lo sé porque tuve que anular lo que aún quedaba después de haber surtido su efecto. ¿Quién es esa tal doña Bethane de la que hablas? ¿Una mujer deryni?
—No sé si es deryni, majestad —tartamudeó Rimmell. Su rostro se contrajo de dolor—. Doña Bethane vive en las colinas, al norte de la ciudad, en… en una cueva. Los aldeanos dicen que es una santa y que, a menudo, prepara filtros de amor y otros favores a cambio de alimentos y… oro —tragó saliva y cerró los ojos con fuerza—. Sólo quería que Bronwyn me amara, majestad. Además, doña Bethane siempre ha usado magia sencilla…
—¡La magia sencilla no mata! —Kelson casi escupió las palabras en su rostro. De pronto, soltó los cabellos de Rimmell y se restregó las manos contra las piernas—. Tú eres responsable de estas muertes, Rimmell. ¡Tanto como si hubieras hecho la magia con tus propias manos y los hubieras visto quemarse en vida!
—¡Lo mataré! —gritó Jared. Se abalanzó contra un guardia y le quitó la espada—. ¡Dios es mi testigo! ¡Morirá por su villanía!
Cuando se arrojaba sobre Rimmell como un rayo, con los ojos extraviados y la espada en alto, Margaret lanzó un aullido y se interpuso entre los dos. Derry y un capitán de la guardia sujetaron el brazo de Jared y lo obligaron a bajar el arma; Margaret se agarró a su pecho con sollozos incesantes, pero Jared siguió debatiéndose y gritando:
—¡Quitad las manos de mí, necios! ¡Lo mataré! ¡Margaret, ha asesinado a mi hijo! ¡No interfieras!
—¡No, Jared! ¿No crees que ya habido suficientes muertes? Al menos, aguarda a que se calme tu ira. ¡Majestad, no le permitáis hacerlo! ¡Os lo suplico!
—¡Basta ya! ¡A todos os lo digo!
Las palabras de Kelson atravesaron el griterío como una espada y produjeron un silencio instantáneo. Sólo prosiguieron los sollozos desolados de Rimmell. Todos los ojos se volvieron hacia el joven monarca. Kelson dejó que su mirada severa se posara sobre los rostros expectantes. Al volverse a Derry, era el fiel retrato de su padre.
—Suelta a Jared.
—¿Majestad? —Derry lo miró incrédulo y lady Margaret volvió los ojos horrorizados al rey.
—Te he dicho que lo sueltes, Derry —repitió Kelson con firmeza—. Creo que la orden ha sido muy clara.
Con un gesto intrigado de asentimiento, Derry dejó en libertad el brazo de Jared y retrocedió un paso, para tomar a lady Margaret por los hombros e impedir que interviniese. Margaret miró con todo su horror a Jared, quien levantó la espada una vez más y avanzó hacia Rimmell.
—¡Majestad, os lo suplico! ¡No dejéis que Jared lo mate! ¡Haz que…!
—¡No! ¡Dejad que acabe conmigo, majestad! —clamó Rimmell, mientras meneaba la cabeza y cerraba los ojos, resignado—. No merezco piedad. ¡Soy un hombre perverso e indigno de continuar viviendo! ¡Matadme, señor! ¡He destruido a la mujer que amo! ¡Dadme una muerte horrenda! ¡Merezco sufrir!
Jared se detuvo y la mirada de extravío desapareció de sus ojos. Se irguió, bajó la espada que llevaba en la mano y contempló la cabeza gacha de Rimmell. Miró a Kelson, al rostro tenso y ansioso de Margaret y dejó que la espada cayera al suelo con un estruendo metálico. Apartó el cuerpo, asqueado.
—¿Lord Fergus? —llamó, mientras observaba serenamente los jardines a través de la puerta.
De la multitud asomó un hombre corpulento que llevaba un tahalí de mando inferior. Bajó la cabeza con reverencia. Tenía expresión grave y resuelta y lanzó al servil Rimmell una profunda mirada de desprecio.
—¿Señor?
—Este hombre es un asesino confeso. Quiero su cabeza sobre el Portal del Traidor en una hora. ¿Has comprendido?
Los ojos de Fergus relucieron triunfales mientras inclinaba la cabeza.
—Sí, excelencia.
—Muy bien. Antes de que te marches del jardín, Fergus, veré la evidencia de tu trabajo.
Fergus volvió a asentir.
—Comprendido.
—Ve, entonces.
Con una breve reverencia, Fergus señaló a un par de sus hombres para que custodiaran al prisionero y comenzó a caminar hacia las puertas de la terraza. Mientras los soldados lo seguían, Rimmell murmuraba:
—Merezco morir… La he matado. Merezco morir…
Fergus extrajo el espadón de su vaina de cuero. Jared aguardó a que desaparecieran y avanzó con paso vacilante hacia los dos jóvenes inertes. Se hincó de rodillas y, tras apartar el manto escarlata, acarició los cabellos dorados que dormían sobre el pecho de Kevin. Margaret miró incrédula a los soldados que partían con el prisionero, miró a su esposo y a Anselm, de rodillas al lado de la pareja. Luego se dirigió a Kelson mientras se retorcía las manos.
—Majestad, no debéis permitir esto. El hombre es culpable, qué duda cabe, nadie lo negaría; pero decapitarlo a sangre fría…
—Es la ejecución del duque Jared, milady. No me pidáis que intervenga.
—Pero, majestad, vos sois el rey. Podéis…
—No he venido aquí como rey, sino como invitado a una boda —la interrumpió Kelson y posó su mirada de acero sobre Margaret, sin apartar los ojos de ella—. No usurparía la autoridad del duque Jared en su propia casa.
—Pero, majestad…
—Entiendo los motivos de Jared, milady —repuso Kelson con firmeza, mientras miraba al duque acuclillado—. Ha perdido a un hijo. Yo aún no soy padre y ojalá nunca lo sea si las fuerzas de la oscuridad deparan a mis hijos igual destino. Pero creo comprender sus sentimientos. He perdido a un padre y a muchos más seres queridos. No creo que la angustia sea muy distinta.
—Pero…
Se oyó un sobrecogedor golpe seco desde la tenaza y la metálica descarga del acero contra las losas de piedra. El rostro de Margaret perdió el color. Se aproximaron unos pasos mesurados a las puertas de la terraza. Entonces apareció lord Fergus ante el ventanal, sosteniendo un bulto pesado y chorreante que pendía de una mata blanca y salpicada de rojo. Era la cabeza de Rimmell.
Jared levantó la cabeza impasivamente mientras Fergus exhibía el trofeo en lo alto. Sólo sus manos, que se abrían y cerraban sobre los pliegues del manto escarlata, revelaban las emociones que sacudían su corazón. Después, su faz volvió a quedar impertérrita y le indicó al verdugo que se retirara. Fergus hizo una reverencia y desapareció, dejando tras de sí una huella roja que tragaron las blancas baldosas. Entonces, Jared volvió a bajar la vista sobre los dos jóvenes que yacían bajo el manto.
—«La venganza es mía, dijo el Señor» —murmuró el padre Anselm con voz ligeramente impostada. Miró al duque.
—Y yo he vengado a mis hijos —susurró Jared, que tendió una mano temblorosa para posarla sobre el hombro de Kevin—. A mi hijo, a mi amada futura nuera… Ahora dormiréis juntos para siempre, como deseasteis. Pero, por mi alma y por todo lo que atesoro, jamás soñé que el sepulcro sería vuestro tálamo nupcial. Creía que os vería desposados dentro de dos días.
Se le quebró la voz y rompió a llorar con espasmos secos y violentos que doblaron de congoja su orgulloso cuerpo maduro. Con un sollozo ahogado, Margaret corrió al lado de su esposo y se arrodilló junto a él. Sin palabras, meció la cabeza del hombre contra su pecho y lloró a su lado. Kelson los miró y su memoria evocó por un instante la angustia y la desesperación que debían de estar sintiendo. Tras un gesto de impotencia, le hizo señas a Derry para que lo siguiese.
—Hay que cumplir una misión. Por derecho, me corresponde a mí —murmuró Kelson—. Pero no quiero dejar solo a lord Jared en este momento. ¿Querrías emprenderla en mi lugar, Derry?
El joven asintió con seriedad.
—Sabéis que sí, majestad. ¿Qué queréis que haga?
—Ve a las colinas y encuentra a esta doña Bethane. Si es deryni, podrías correr peligro. Pero sé que no temes a la magia. Eres el único aquí en quien podría delegar la tarea.
Derry hizo una reverencia.
—Será un honor, majestad.
Kelson paseó la mirada por la recámara, fue hasta un rincón e indicó a Derry que lo acompañara. Los guardias y las damas se habían retirado y sólo seguían junto a la familia, Gwydion, lord Deveril y unos pocos sirvientes selectos. Las oraciones del padre Anselm se perdieron en el silencio cuando Kelson miró a Derry a los ojos.
—Ahora, te pido esto como amigo y no como rey —dijo Kelson en voz baja—. Te lo pido como creo que lo haría Morgan: dándote plena libertad para que te niegues si así lo prefieres.
—Pide, entonces, Kelson —replicó Derry serenamente, sin apartar la mirada de los ojos de su rey.
Kelson asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Me permitirías que te otorgara una protección oculta antes de que partieses rumbo a esa Bethane? Dudo en enviarte contra ella sin las debidas defensas.
Derry bajó la vista, pensativo, y su mano derecha fue hasta el pecho, donde descansaba el medallón de Camber que Morgan le había concedido. Meditó un instante acerca de las palabras de Kelson y tiró de la cadena para que la medalla asomara por fuera de su túnica. La tomó entre sus manos.
—No soy totalmente lego en las artes mágicas, majestad. Esta medalla fue instrumento de un aleccionamiento impartido por Morgan. Al parecer, san Camber también ofrece su protección a los humanos.
Kelson miró la medalla con ojos sagaces, y luego contempló a Derry.
—¿Podría tocarla? Tal vez mi poder pueda aumentar los que ya tienes…
Derry asintió y Kelson tomó el medallón entre sus manos. Lo miró concentradamente unos segundos y, después, posó su mano derecha ligeramente sobre el hombro de Derry. En su mano izquierda seguía sosteniendo la medalla.
—Relájate y cierra los ojos como te ensenó Morgan —le indicó Kelson—. Abre tus pensamientos a mí…
Derry obedeció y el rey se humedeció los labios. Comenzó a concentrarse y, alrededor del medallón que sostenía, empezó a formarse un aura púrpura. A medida que el conjuro de Kelson fue mezclándose con el de Morgan, el carmesí se fundió con el resplandor verde. Después, la luz murió y Kelson dejó caer las manos con un suspiro. El medallón volvió a refulgir su brillo plateado contra la túnica azul de Derry.
—Bueno, eso al menos te ayudará —dijo Kelson con una media sonrisa, mientras miraba el medallón—. ¿Estás seguro de que no tienes sangre deryni, Derry?
—Ni una gota, majestad. Creo que Morgan también está intrigado sobre esa cuestión. —Sonrió, bajó la vista y su rostro volvió a la seriedad—. ¿Y qué se sabe de Morgan, majestad? ¿No habría que hacerle saber lo sucedido?
Kelson meneó la cabeza.
—¿De qué serviría? ¿Eso lo haría llegar antes? Ya debe de estar cabalgando rumbo a Culdi, sin duda. Una vez más, llegará tarde a la escena de la muerte, como cuando falleció mi padre. Al menos que su travesía no sea atormentada esta vez.
—Muy bien, majestad. Y, si encuentro a esa Bethane y logro capturarla, ¿debo traerla hasta aquí?
—Sí. Quiero saber qué parte le cabe en todo esto. Pero ten cuidado. Ya ha cometido un error en su magia, adrede o accidentalmente. Si hay que elegir, te prefiero vivo a ti antes que a ella.
—Sé cuidar de mí mismo —sonrió Derry.
—Eso me han dicho —replicó Kelson y, muy a su pesar, dejó escapar de sus labios una pálida sonrisa—. Será mejor que vayas ya.
—De inmediato, majestad.
Y, mientras Derry desaparecía para cumplir el cometido del joven rey, Kelson se volvió una vez más para contemplar la escena del dolor. El padre Anselm seguía de rodillas con la familia y los sirvientes de la casa, junto a los cuerpos de los jóvenes. Su voz musitaba a través del recinto las eternas palabras de la letanía:
«Kyrie eleison.»
«Chnste eleison.»
«Kyrie eleison.»
«Pater noster, qui es in coelis…»
Kelson se hincó sobre una rodilla y dejó que las familiares frases lo arrastraran, como aquella otra vez en que se postrara ante el cuerpo de un hombre en los campos de Candor Rhea. En aquella ocasión, el difunto había sido Brion, también caído sin sospecharlo por medio de magia artera. Y, en ese momento, las palabras le deparaban el mismo escaso consuelo que cinco meses atrás, en la planicie arrasada por los vientos.
«Oh, Señor, concédeles eterno descanso. Y que la luz perpetua brille sobre ellos.»
Kelson contuvo un bostezo y se puso de pie. Salió a hurtadillas de la recámara para escapar del murmullo de la muerte. Volvería a escuchar nuevamente las palabras en dos días más y, entonces, no le serían más fáciles de aceptar que en ese instante.
Volvió a preguntarse si alguna vez lo serían.
Capítulo XVII
Porque preciso es que haya entre vosotros aún herejías, para que los que son probados se manifiesten entre vosotros.
Primera a los Corintios, 11:19
Se acercaba la noche de ese día fatal. Kelson lloraba a sus muertos, Morgan y Duncan cabalgaban sin saberlo hacia el lugar del duelo y la Curia de Gwynedd seguía en sesión.
Loris había reunido a sus obispos en el gran salón de la Curia, en el centro del palacio episcopal, no lejos de donde él y sus colegas habían cumplido el ritual de la excomunión la noche anterior. Pero aunque la sesión se había iniciado poco después del alba, sin más que un breve descanso para el almuerzo a mediodía y para la atención de las necesidades personales, el debate proseguía, no más cerca de su resolución que cuando había comenzado.
La principal razón de este aparente estancamiento se centraba en la persona de dos hombres: Ralf Tolliver y Wolfram de Blanet, uno de los doce obispos itinerantes de Gwynedd que no tenían sede fija. Tolliver había abierto el disenso no bien inaugurada la sesión; después de todo, la amenaza de Interdicto se cernía sobre su diócesis. Pero quien, finalmente, planteó la cuestión sin ambages fue Wolfram.
El áspero y anciano prelado había llegado a mediados de la sesión matinal, con siete de sus colegas a la zaga, y se sorprendió al descubrir que se estaba considerando con seriedad el tema deInterdicto. Había hecho una entrada ruidosa —como siempre hacen los obispos itinerantes y mal educados, habrían dicho sus enemigos— y, sin darle más vueltas, se declaró irremisiblemente contrario a la sanción que Loris pensaba promover contra Corwyn. El duque de Corwyn, como Arilan y Cardiel convinieran el día anterior, merecía sin duda censura de cierto tenor por las acciones cometidas en el templo de San Torín; lo mismo que su primo deryni, quien durante tantos años se había enmascarado tras sus hábitos de sacerdote. Pero castigar a todo un ducado por los pecados de su señor feudal, especialmente cuando ese amo ya había sido penado… ¡Vaya, era un exceso mayúsculo!
El comentario encendió el debate. Cardiel y Arilan, esperando descubrir hasta dónde pensaba llegar el airado Wolfram, se mantuvieron en silencio durante gran parte del debate, cuidándose de no decir nada que pudiera atarlos de manos antes de que fuese el momento. Pero ambos comprendían que Wolfram de Blanet podía ser usado como elemento desencadenante del apoyo de los demás… si sabían medir bien los tiempos. Sencillamente, lo que debían hacer era allanar el camino.
Arillan cruzó sus delgados dedos sobre la mesa que tenía ante sí y recorrió la asamblea con la vista, mientras el viejo obispo Carsten hablaba sin parar sobre cierto oscuro punto de la ley canónica que se refería al objeto de la discusión.
De más estaba decir que Wolfram apoyaría a cualquiera que se opusiese al Interdicto, lo cual significaba que podría contarse con que seguiría la iniciativa de Cardiel cuando llegara el momento. De los siete colegas sin diócesis fija que acompañaban a Wolfram, Siward y el simplón de Gilbert con probabilidad se sumasen. Tres más apoyarían a Loris y los otros dos se mostraban indecisos. De los obispos mayores, Bradene e Ifor permanecerían escrupulosamente neutrales. Para saberlo, bastaba con mirarles los rostros a medida que escuchaban las posiciones. Pero De Lacey y Creoda seguirían a Loris, como lo haría el resollante viejo Carsten. Corrigan, por supuesto, era hombre de Loris desde el comienzo. Sólo quedaba Tolliver entre los obispos mayores. Por fortuna, sabían bien de qué lado se inclinaban sus lealtades.
Eso daba un total de ocho en favor del Interdicto; cuatro, neutrales; y seis, en contra. No eran cifras muy impactantes, según entendía Arilan, ya que no podía contarse con que los cuatro neutrales permanecieran en su indecisión. En todo caso, probablemente no rompiesen relaciones con la Curia lo cual, en la práctica, hacía un total de doce contra seis, a menos que alguien tuviese el coraje de mantenerse firme en su neutralidad. Si los seis se obstinaban en su postura, se estarían separando de la Iglesia, en una especie de excomunión impuesta por sí mismos; probablemente, para bien.
Arilan recorrió la mesa con la vista. Tenía forma de herradura. Loris estaba sentado en mitad de los brazos. Captó la mirada de Cardiel. El obispo asintió casi imperceptiblemente y volvió su atención a las observaciones finales de Carsten. Cuando el viejo obispo ocupó su lugar, Cardiel se puso de pie. Era hora de que intervinieran.
—Señor arzobispo.
La voz de Cardiel, aunque grave, atravesó el murmullo de la discusión. Las palabras de Carsten habían suscitado comentarios y las cabezas se volvían hacia la pata de la herradura donde él se sentaba. Cardiel aguardó en silencio, con los nudillos ligeramente posados sobre la mesa hasta que los disidentes fueron sentándose y serenándose poco a poco. A continuación, se inclinó en dirección a Loris.
—¿Podría hablar, eminencia?
—Muy bien.
Cardiel dio las gracias, con una inclinación hacia el arzobispo.
—Gracias, milord. He estado escuchando esta polémica discusión entre hermanos cristianos durante toda una jornada y, como obispo anfitrión, quisiera formular una observación.
Loris frunció el ceño.
—Ya os hemos dado anuencia para hablar, obispo Cardiel —su voz contenía un dejo de irritación… y de sospecha.
Cardiel reprimió una sonrisa y dejó que su mirada recorriera la asamblea. Notó las posiciones de sus principales objetivos y, al pasar, tocó las miradas de Arilan y de Tolliver. El padre Hugh, secretario de Corrigan, levantó expectante la mirada del pergamino donde trazaba sus notas ante la pausa de Cardiel y, cuando el obispo tomó aire para hablar, volvió a bajar la cabeza.
—Señores obispos, hermanos… —comenzó fríamente—. Os hablo esta noche como hermano, como amigo, pero también como anfitrión de esta Curia. Durante gran parte de la jornada, me he mantenido en silencio, porque el obispo de Dhassa debe, en la mayoría de los asuntos, permanecer cautamente neutral, con el fin de no influir sobre los de menor rango. Pero creo que las cosas han llegado a un punto en el que ya me es imposible mantener el silencio y en que debo hablar o, si no, traicionar la fe que asumí cuando fui consagrado obispo.
Sus ojos recorrieron la congregación y sintió que la mirada de Loris le estaba midiendo. Hugh garabateaba furiosamente y el cabello lacio le caía sobre los ojos al tomar notas. Pero todos los demás miraban atentamente a Cardiel.
—Permítaseme decir, en mi condición jerárquica oficial y esperando que el padre Hugh esté anotando todo esto, que también yo me opongo al Interdicto que nuestro hermano de Valoret ha propuesto decretar sobre Corwyn.
—¿Qué?
—¿Os habéis vuelto loco, Cardiel?
—¡Perdió el sano juicio!
Cardiel aguardó pacientemente y observó a los que protestaban hasta que regresaron a sus asientos. Los dedos de Loris se curvaron sobre los brazos de la silla, aunque su expresión se mantuvo impasible y serena. Cardiel alzó las manos para pedir silencio y, cuando se produjo, volvió a pasear la mirada sobre los asambleístas.
—No es una decisión tomada con ligereza, hermanos. He meditado y orado sobre esta cuestión durante muchos días, desde que tuve la primera noticia de lo que Loris pensaba proponer ante la Curia. Y el debate que he presenciado hoy no ha hecho sino confirmar mi posición.
»Decretar el Interdicto sobre Corwyn es un error. El único a quien tal medida puede damnificar ya ha partido de Corwyn, según las últimas informaciones. La noche anterior, recibió las consecuencias de vuestra censura personal, cuando le excomulgasteis a él y a su primo.
—Tú apoyaste la excomunión, Cardiel —lo interrumpió Corrigan—. Si mal no recuerdo, la condonaste con tu presencia en la procesión, junto a mí y junto al arzobispo Loris. Como Tolliver, el propio obispo de Morgan.
—Eso hice —replicó Cardiel, firmemente—. Como ya se ha inscrito en la ley canónica, Morgan y McLain fueron debidamente proscritos. Y así deberán permanecer hasta que puedan aportar pruebas de que no son culpables de los cargos del edicto o hasta que puedan justificar sus actos ante esta asamblea. La excomunión no es lo que nos aflige.
—Entonces, ¿qué os aflige, Cardiel? —preguntó uno de los obispos itinerantes—. Si estáis de acuerdo en que Morgan y el sacerdote son culpables de los cargos, entonces…
—Yo no he formulado ningún juicio al respecto de su culpa o de su inocencia moral, milord. En verdad, han cometido los actos descritos en la excomunión que se leyó ayer por la noche en alta voz. Pero aquí estamos hablando de una proscripción para todo un ducado, proscripción para miles de personas que se verán cruelmente privadas de los sacramentos de la sagrada Iglesia por las acciones de su duque. No es justo.
—Eso impondrá justicia al perverso… —comenzó Loris.
—¡No es justo! —reiteró Cardiel y golpeó la palma de su mano contra la mesa para subrayar su firmeza—. ¡No lo he de condonar! ¡Además, si persistís en advocar la sanción del Interdicto, me retiraré de esta asamblea!
—¡Hacedlo, entonces! —exclamó Loris, de pie en su sitio y con el rostro encarnado—. ¡Si creéis que podéis intimidarme con amenazas de retirar vuestro apoyo a esta Curia, os equivocáis! Dhassa no es la única ciudad de los Once Reinos. Si la Curia no se reúne aquí, sencillamente encontrará otro lugar. O bien, pronto Dhassa tendrá un nuevo obispo.
—¡Tal vez la que necesite un nuevo obispo sea Valoret! —irrumpió Wolfram, poniéndose de pie y lanzando una furibunda mirada a Loris—. Y, en lo que a mí respecta, milord, no tengo diócesis con cuya pérdida podáis amenazarme. Mientras viva, seguiré siendo obispo. Y ni vos ni ningún otro hombre podréis quitarme lo que me fue otorgado por Dios. ¡Cardiel, os sigo a vos!
—¡Es una locura! —estalló Loris—. ¿Creéis que dos de vosotros podéis desafiar a esta Curia?
—Entre nosotros hay más de dos, milord —se oyó la voz de Arilan, quien se puso de pie junto con Tolliver para dirigirse al lado de Cardiel.
Corrigan alzó las manos con exasperación.
—¡Ay, Señor, líbranos de los hombres que defienden causas! ¿O es que ahora seremos aleccionados por nuestros hermanos menores?
—Tengo más años que Nuestro Señor cuando reprendió a los escribas y a los fariseos —le replicó Arilan con frialdad.
—¿Siward? ¿Gilbert? ¿Estáis con nosotros? ¿O con Loris?
Los dos se miraron, posaron la vista sobre Wolfram y se pusieron de pie.
—Con vos, milord —repuso Siward—. No nos agrada hablar de Interdicto.
—¿Os agrada más la rebelión? —masculló Loris—. Sabéis que, si hacéis esto, podría suspenderos a todos. Podría incluso excomulgaros.
—¿Por desobedecer? —replicó Arilan con desdén—. No creo que eso sea razón suficiente para el anatema, señor arzobispo. Con respecto a la suspensión, sí. Eso está dentro de vuestras prerrogativas. Pero nuestros actos no se verán afectados por vuestras palabras. Y proseguiremos administrando los sacramentos a las personas que dependan de nosotros.
—¡Esto es una locura! —murmuró Carsten, posando la vista sobre todos—. ¿Qué podéis ganar con ello?
—Mantener nuestra conciencia de fe, milord —repuso Tolliver— y poder decir que intentamos preservar los derechos de los rebaños que el Señor nos encomendó cuidar. No aceptaremos que todo un ducado sea puesto bajo el Interdicto por los actos de uno o dos hombres.
—¡Lo veréis! ¡Aquí y ahora! —rugió Loris—. Padre Hugh, ¿está listo para la firma el instrumento del Interdicto?
El rostro de Hugh perdió el color al mirar a Loris. Desde hacía unos minutos, no tomaba notas. Extrajo un pergamino del final de la pila y se lo tendió a Loris.
—Ahora bien —comenzó Loris, tomando la pluma de Hugh y poniendo su nombre con una florida rúbrica sobre el pliego—. Por la presente, declaro bajo Interdicto al ducado de Corwyn, con todas sus ciudades y habitantes, hasta que el duque Alaric Morgan y su primo deryni, lord Duncan McLain, sean sometidos a custodia y queden a disposición de la Curia. ¿Quién firmará conmigo?
—Yo lo haré —dijo Corrigan, quien se abrió paso hasta Loris y tomó la pluma.
—También yo —agregó De Lacey.
Cardiel observó en silencio mientras la firma de Corrigan raspaba el pergamino.
—¿Habéis pensado en lo que el rey dirá cuando sepa de vuestras acciones, Loris? —preguntó.
—¡El rey es un crío impotente! —replicó Loris—. No se opondrá a todo el clero de Gwynedd, siendo cierto que su propia condición suscita tantas sospechas. También él acatará el Interdicto.
—¿Ah, sí? —intervino Arilan, inclinándose sobre la mesa en un gesto desafiante—. No fue tan impotente cuando asumió el control del Consejo de la Regencia en el otoño pasado, cuando liberó a Morgan y designó a Derry contra vuestras protestas. Ni fue impotente cuando derrotó a la hechicera Charissa para conservar su trono. ¡En realidad, recuerdo que en esa ocasión el impotente fuisteis vos, milord!
Loris enrojeció y miró agudamente a De Lacey, quien se había detenido con la pluma posada sobre el pergamino para escuchar a Arilan.
—Firma, De Lacey —murmuró, y volvió la mirada a Arilan—. Ya veremos cuántos apoyan a este joven rebelde y cuántos se ponen del lado de la verdad.
Mientras De Lacey firmaba, ocho de los demás obispos fueron hasta Loris para sentarse y sumar sus firmas al documento. Cuando todos terminaron, sólo Bradene permaneció en su lugar. Loris miró a Bradene y frunció el ceño, pero comenzó a sonreír cuando vio que éste se ponía de pie lentamente y hacía una ligera reverencia.
—Me pongo de pie, señor arzobispo —dijo serenamente—, mas no firmo vuestro documento.
Cardiel y Arilan cambiaron miradas de sorpresa. ¿Acaso el gran erudito de Grecotha se pondría de su lado?
—Ni puedo unirme a estos estimados caballeros que están a mi derecha —continuó Bradene—. Pues, si bien no apoyo el Interdicto por razones que me son propias, tampoco puedo avenirme a formar alianza con hombres que romperían sus lazos con la Curia y la destruirían; que es precisamente lo que sucederá si el obispo Cardiel y sus colegas cumplen su amenaza de desacatar los decretos de esta asamblea.
—Entonces, ¿qué proponéis hacer, milord? —preguntó Tolliver.
Bradene se encogió de hombros.
—Debo abstenerme. Y, como en este caso la abstención es inútil a ambas partes, me retiraré a mi comunidad escolástica de Grecotha para orar por todos vosotros.
—Bradene… —comenzó Loris.
—No, Edmund. No cambiaré mi parecer. No te preocupes, no seré una molestia para ti.
Y, mientras toda la congregación miraba atónita, Bradene se inclinó para saludar a ambas partes y salió por la puerta. Cuando ésta se cerró tras su paso, Loris se volvió para lanzar una mirada furiosa a Cardiel. Batía la mandíbula con ira al avanzar lentamente alrededor de la pata de herradura hasta los seis obispos rebeldes.
—Os suspenderé a todos no bien estén listos los papeles, Cardiel. De ningún modo permitiré que este ataque a mi autoridad quede sin castigo.
—Preparad vuestros papeles, Loris —lo retó Cardiel y sostuvo su mirada furiosa, posando ambas manos sobre la mesa—. Sin mayoría en la Curia que firme, ni vuestras suspensiones ni vuestro interdicto son más que eso: papeles.
—Once obispos… —comenzó Loris.
—Once sobre veintidós no constituyen mayoría —señaló Arilan—. De los once que no hemos firmado, seis estamos aquí para oponernos a vos y jamás firmaremos. Uno se ha negado a seguir vuestro juego y los otros cuatro son obispos itinerantes sin diócesis fija, que se encuentran en algún lugar de los Once Reinos guiando a sus rebaños. Os llevará semanas encontrar a uno siquiera y más semanas poder convencerlo de que firme.
—Eso no me preocupa —susurró Loris—. Once o doce, hace poca diferencia. Esta Curia os considerará expulsados, la gente buscará a Morgan y nos lo entregará no bien sea posible. Y eso, después de todo, es el propósito de esta acción desde el comienzo.
—¿Estáis seguro de que no es encender una nueva guerra santa contra los deryni, arzobispo? —sugirió Tolliver—. Negadlo si queréis, pero vos y yo sabemos que cuando Warin de Grey sepa lo del Interdicto, y lo sabrá enseguida si de vos depende, lanzará contra los deryni la guerra más sangrienta que este reino haya visto en doscientos años. ¡Y tendrá vuestra anuencia!
—¡Estáis loco si creéis eso!
—¿De veras? —continuó Tolliver—. ¿No fuisteis vos quien nos contasteis vuestro encuentro con este tal Warin y que le habíais dado permiso para disponer de Morgan como quisiese? ¿No fuisteis vos quien…?
—¡No es lo que creéis! Warin es un…
—Warin es un fanático que odia a los deryni, exactamente igual que vos —estalló Arilan—. Sólo os diferencia el grado. A él lo perturba, como a vos, el hecho de que, bajo el gobierno del duque Alaric, Corwyn se haya convertido en un refugio para los deryni y que muchos deryni, algunos huyendo de vuestras persecuciones en Valoret, hayan encontrado un paraíso en Corwyn donde poder vivir tranquilamente y sin ser molestados. No creo que se crucen de brazos a ver cómo los exterminan, igual que en el pasado, Loris.
—¡No soy ningún carnicero! —espetó Loris—. No actúo sin buena causa. Pero Warin tiene razón. La escoria deryni debe ser eliminada de la tierra. Les concederemos la vida, pero sus poderes malignos deberán ser confinados a la oscuridad exterior. Deben renunciar a sus poderes y quedar impedidos de volver a usarlos.
—¿Puede el hombre común hacer esa sutil distinción entre los deryni, Loris? —preguntó Cardiel con vehemencia—. Warin les dirá a sus hombres que maten y él matará. Cuando llegue el momento, ¿podrá discernir entre los apóstatas deryni que han renunciado a sus poderes y aquellos que rehusan abandonar su estirpe?
—No ocurrirá así —protestó Loris—. Warin obedecerá mis…
—¡Largaos de aquí! —ordenó Cardiel—. ¡Largaos, antes de que olvide que soy sacerdote y haga algo de lo que luego me pueda lamentar! ¡Me causáis repugnancia, Loris!
—¡Osaríais…!
—¡Dije que os largarais!
Loris asintió con la cabeza lentamente. Sus ojos azules refulgieron como brasas heladas en su cabeza blanca.
—En tal caso, será la guerra —sentenció en un murmullo—. Y todos los que se sumen al enemigo serán contados entre sus filas. No nos queda alternativa.
—Loris, si es necesario os haré echar a puntapiés. Tolliver: vos, Wolfram, Siward y Gilbert, cercioraos de que se marchen. Decid a los guardias que los quiero fuera de aquí a medianoche, como muy tarde. Y custodiadlos.
—¡Con placer! —replicó Wolfram.
Con el rostro blanco de ira, rígido y conteniendo toda reacción, Loris giró sobre sus talones y volvió a cruzar el salón a grandes zancadas, seguido por sus obispos, los clérigos y los cuatro obispos disidentes de Cardiel. Cuando las puertas se cerraron, sólo quedaron Cardiel, Arilan y Hugh; este último, acurrucado en la silla desde la cual había seguido toda la conversación, con la cabeza gacha por el temor. Arilan fue el primero en notar su presencia. Le hizo señas a Cardiel para que le siguiera mientras corría hasta Hugh, al final de la mesa.
—¿Se queda para espiar, padre Hugh? —preguntó tranquilamente. Tomó a Hugh del brazo y lo hizo poner de pie con firmeza, pero sin violencia.
Hugh mantuvo la mirada baja y retorció un pliegue de su sotana mientras se observaba los dedos en las sandalias.
—No soy ningún espía, milord —dijo con voz apenas audible—. Yo… deseo unirme a vosotros.
Arilan miró a su camarada y Cardiel cruzó los brazos cautelosamente sobre el pecho.
—¿Y qué motiva este repentino cambio de parecer, padre? Desde hace unos años, sois secretario del arzobispo Corrigan…
—No es un cambio de parecer, eminencia. Al menos, no es reciente. La semana pasada, cuando descubrí que Loris y Corrigan pensaban decretar el Interdicto, advertí a Su Majestad del plan. Le prometí que permanecería en mi puesto para ver qué más podía averiguar. Después de lo de hoy, ya no podría quedarme más tiempo allí.
—Creo comprender —sonrió Cardiel—. ¿Denis? ¿Te fiarías de él?
Arilan sonrió.
—Pienso que sí.
—De acuerdo —Cardiel tendió su mano—. Bien venido a nuestro grupo, padre Hugh. No somos muchos, pero, como dicen los salmistas, nuestra fe es poderosa. Tal vez podáis darnos alguna idea de lo que Loris y Corrigan traman hacer a continuación. Vuestra ayuda nos será muy valiosa.
—En todo lo que pueda ayudaros, eminencia, estoy a vuestra disposición —murmuró Hugh, e inclinó la cabeza hacia el anillo de Cardiel—. Gracias.
—Nada de ceremonias —sonrió Cardiel—. Tenemos cosas más importanes que hacer. Ve a buscar a mi secretario, el padre Evans. Os necesitaremos a ambos en un cuarto de hora. Tenemos correspondencia urgente que despachar.
—Desde luego, eminencia —sonrió Hugh. Se inclinó y se marchó de la sala.
Cardiel suspiró y se hundió en una silla vacía. Cerró los ojos, se frotó la frente con aire cansado y alzó los ojos hacia Arilan. El obispo más joven se había encaramado sobre el borde de la mesa y sonreía a Cardiel con una mirada de triste resignación.
—Bueno, ahora sí que la hemos hecho, amigo. Hemos dividido la Iglesia en dos, en vísperas de una guerra.
Cardiel lanzó una risilla desdeñosa y suspiró, extenuado.
—Guerra contra Wencit de Torenth y revueltas internas. Si crees que no tendremos suficiente con ello…
Arilan se encogió de hombros.
—No podía evitarse. Pero siento lástima por Kelson. Será el próximo blanco de las persecuciones de Loris. Después de todo, es medio deryni, igual que Morgan, a lo cual hay que sumar los poderes adicionales que le legó su padre.
—Eso significa sencillamente que en Kelson hay prueba viviente de lo puro y benéfico que puede ser un deryni —acotó Cardiel. Suspiró, entrelazó los dedos por detrás de la nuca y miró al techo—. ¿Qué opinas sobre los deryni, Denis? ¿Crees que son realmente malignos, como sostiene Loris?
Arilan sonrió ligeramente.
—Creo que existen deryni perversos, como sucede en cualquier familia. No creo que Kelson, Morgan o Duncan sean malas personas, si a eso te referías.
—Hummm. Sólo me lo preguntaba. Es la primera vez que logro arrancar de ti una respuesta frontal sobre el tema —se volvió para guiñarle un ojo a Arilan—. Si no te conociera mejor, a veces habría jurado que eras deryni…
Arilan se rió, complacido, y le dio una palmada a Cardiel en el hombro.
—Thomas, se te ocurren las ideas más extrañas. Ven. Será mejor que pongamos manos a la obra o los auténticos deryni acudirán a golpear a nuestras puertas.
Cardiel meneó la cabeza y se puso de pie.
—Dios no lo permita —concluyó.
Capítulo XVIII
Estáte ahora en tus encantamientos y con la multitud de tus agüeros, en los cuales te fatigaste desde tu niñez…
Isaías, 47:12
Faltaban apenas unas horas para la alborada del segundo día, cuando Morgan y Duncan vieron asomar la silueta de la ciudad de Culdi. Llevaban veinticuatro horas cabalgando sin cesar, tras un breve alto en Rhemuth para confirmar que Kelson había partido antes que ellos.
Nigel, en ausencia de su joven sobrino, manejaba en la capital los asuntos del reino, y se sorprendió ante el relato que Duncan hizo de la debacle de Dhassa y convino en que la única línea de acción que les quedaba era llevar la mala nueva a Kelson lo antes posible. Cuando el rey recibiese noticias oficiales del episodio de San Torín, probablemente en forma de decreto o de nota de excomunión por parte de la Curia de Dhassa, Kelson arriesgaría demasiado con sólo recibir a los dos deryni fugitivos. Mientras tanto, Nigel aumentaría el reclutamiento de tropas para la campaña venidera y prepararía el ejército para las primeras maniobras. Si la crisis local continuaba agravándose en el sudeste, tal vez fuesen necesarios los regimientos para sofocar la revuelta interna. Gwynedd estaba a un paso de la guerra civil.
Así, Morgan y Duncan habían continuado su travesía hacia Culdi, sin sospechar lo que la ciudad les depararía además de un joven monarca afligido. Cuando tiraron de las riendas ante los portones principales de la ciudad bajo el frío y la negrura de la madrugada, mientras sus ojos se acomodaban a la luz de las paredes amuralladas, un centinela de guardia abrió una mirilla y los examinó con mirada suspicaz. Después de tres días de cabalgar, los dos hombres detenidos ante las murallas no parecían pertenecer a la clase de sujetos que un guardia dejaría entrar a altas horas de la madrugada en una ciudad amurallada.
—¿Quién busca ser admitido en la ciudad de Culdi antes de que asome el sol? Identificaos o enfrentad el juicio de la ciudad.
—Somos el duque Alaric Morgan y Duncan McLain y venimos a ver al rey —anunció Duncan en voz grave—. Abrid sin demora, por favor. Llevamos prisa.
El centinela cambió unas palabras a media voz con otra persona a quien Duncan no pudo ver y, luego, se asomó de nuevo e hizo un movimiento de cabeza.
—Retroceded, por favor, señores. El capitán viene en camino.
Morgan y Duncan retrocedieron los corceles unos pasos y se acomodaron en las sillas de montar. Morgan levantó la vista hacia las murallas y vio que una cabeza blanca coronaba un pico, sobre la puerta. Frunció el ceño y tocó el codo de Duncan. Dirigió su atención a ese descubrimiento con un gesto de la cabeza y Duncan siguió la indicación.
—Pensaba que esa ejecución sólo se deparaba a los traidores —observó Morgan, estudiando la cabeza con curiosidad—. Tampoco lleva mucho tiempo allí. Tiene que haber sucedido de dos días a esta parte.
Duncan frunció el entrecejo y se encogió de hombros.
—No lo reconozco. Parece muy joven, pese al cabello blanco. Me pregunto qué habrá hecho.
Se oyó un chirrido de goznes de acero y un chocar de cadenas: estaban levantando los barrotes que cerraban la entrada, mientras una puerta se abría de par en par en la mitad de los inmensos portones de madera que había por detrás. La puertecilla apenas permitía el paso de un hombre a lomos de caballo. Morgan miró a Duncan con suma intriga pues, al menos en su memoria, no era lo acostumbrado recibir visitantes por una puertecilla auxiliar. Por otra parte, era la primera vez que intentaba entrar en la ciudad antes del amanecer. Y no se veían señales de peligro al otro lado de la puerta. Morgan ya había recuperado el uso de sus poderes y no detectaba ningún indicio de traición.
Duncan guió su caballo a través de la puertecilla para entrar en un pequeño patio posterior; Morgan lo siguió. Dentro, dos centinelas con mantos oscuros estaban montados a caballo, con antorchas en las manos. Mantenían frenados a los animales ante Duncan y Morgan. Un capitán de guardia que lucía la insignia del Cuerpo distinguido de Kelson llegó y tomó las riendas del caballo de Morgan.
—Bien venidos a Culdi, excelencia y monseñor McLain —saludó con una reverencia. Mientras se movía para evitar que el caballo de Morgan lo pisara mantuvo la mirada esquiva—. Estos hombres os escoltarán.
El hombre soltó el corcel de Morgan y dio un paso atrás. Indicó a los guardianes que les procedieran y Morgan volvió a fruncir el ceño. En el pequeño patio había muy poca luz; sólo alumbraban el lugar las mezquinas antorchas, pero Morgan creyó haber visto un crespón negro en el brazo del hombre, sobre el codo. Era muy extraño que alguien del servicio personal de Kelson llevara duelo en público. Se preguntó quién habría muerto.
La escolta montada partió con las antorchas en lo alto, y Morgan y Duncan urgieron a sus cansados caballos a que la siguieran. Las calles de Culdi estaban vacías a esas horas de la madrugada y los cascos resonaron sobre los adoquines y las baldosas de las callejas serpenteantes. Por fin, llegaron a la entrada principal del castillo, donde fueron admitidos de inmediato, no bien los centinelas vieron la escolta. Pero cuando Morgan y Duncan levantaron la vista hacia los aposentos donde debía de alojarse el rey, allí donde siempre se hospedaba cuando visitaba Culdi, los sorprendió encontrar luces encendidas en las ventanas, cuando aún faltaba una hora para el amanecer.
Eso sí que era extraño. ¿Qué podía haber despertado al rey a hora tan temprana? Morgan y Duncan sabían que el joven era un dormilón empedernido y que jamás habría aceptado levantarse durante la noche, a menos que algo realmente urgente hubiese requerido su atención. ¿Qué estaría sucediendo?
Tiraron de las riendas y desmontaron. A la izquierda, un mozo de cuadra llevaba a pie un caballo cansado y envuelto en un paño. Iba mascullando y meneando la cabeza con disgusto cada vez que debía detenerse para frotar las piernas del animal con sus manos. El caballo mismo parecía a punto de desfallecer.
En ese caballo debe de haber venido un mensajero, pensó Morgan. Un mensajero con noticias para Kelson, que no podían esperar. Por eso las velas estarían ardiendo en la recámara.
Mientras devoraban los peldaños, Morgan lanzó una mirada a su primo y comprendió que él había llegado a la misma conclusión. Un viejo lacayo, que ambos hombres reconocieron de sus días de infancia, se inclinó y los dejó pasar. Indicó a dos jóvenes pajes que iluminaran el camino de los recién llegados hasta el piso superior. Era un hombre de Jared; durante toda su vida había sido un fiel sirviente de los McLain y, no obstante, tampoco parecía dispuesto a hablar o a sostener su mirada. Y también llevaba el crespón negro en el brazo.
¿Quién habrá muerto?, se preguntó Morgan, mientras una fría sospecha le helaba el corazón. ¡Por favor, que no haya sido el rey!
Miró a Duncan con ojos angustiados y subió la escalera de tres en tres peldaños. Su primo le pisaba los talones. Ambos conocían el camino, pues el castillo de Culdi había sido testigo familiar de sus diabluras infantiles. Morgan llegó primero a la puerta y se lanzó sobre el picaporte. La pesada hoja de madera se abrió con ímpetu para estrellarse contra la pared.
Kelson estaba sentado ante un escritorio, cerca de las ventanas, en bata de cama. Llevaba la cabellera desordenada y tenía un aspecto desgreñado que le deslucía el rostro. El escritorio estaba atiborrado de velas, cuya luz bailoteó sobre él al abrirse la puerta. El rey escribía febrilmente en un pergamino, mientras estudiaba un documento que había sobre la mesa, ante sus ojos. Detrás de él y a su izquierda, se encontraba Derry, de pie, con una bata azul apresuradamente enfundada por todo atuendo. Se inclinaba sobre el hombro de Kelson para señalar una parte del pergamino. Exhausto, un joven escudero yacía tendido sobre un cojín cerca del fuego, llevaba los hombros cubiertos por uno de los mantos púrpura de Kelson. Miraba las llamas con ojos ausentes y bebía una copa de vino caliente, mientras dos pajes le quitaban las botas y trataban de hacerle comer un bocado.
Cuando la puerta se abrió, Kelson levantó la vista y sus ojos se abrieron más aún al ver que se trataba de Morgan y de Duncan. Todos los ojos salieron disparados hacia la puerta al verlos entrar, Kelson se puso de pie y dejó la pluma sobre la mesa. Derry retrocedió un paso y observó en silencio. La luz de las velas era escasa, pero bastaba para saber que algo muy grave estaba sucediendo.
El rey hizo un gesto a los pajes y al escudero para que se marchasen. No se movió hasta que las puertas se hubieron cerrado. Sólo entonces rodeó el escritorio y se apoyó desoladamente contra el borde que daba a la puerta. Nadie había dicho una sola palabra hasta entonces. Morgan miró a Derry en primer lugar y después a Kelson.
—¿Qué sucede, Kelson?
Kelson se miró las puntas de las pantuflas. Rehuía la mirada de Morgan.
—No es fácil deciros esto, Alaric, padre Duncan. Será mejor que os sentéis.
Mientras Derry acercaba unas sillas, Morgan y Duncan cambiaron miradas de aprensión. Finalmente se sentaron. Derry permaneció en su lugar, de pie al lado de la silla de Kelson, con el rostro impenetrable. Morgan devolvió su atención al rey y éste suspiró.
—Ante todo, esto —comenzó el joven, mientras señalaba con un gesto el pergamino que yacía sobre la mesa—. No sé qué habéis hecho en el templo de San Torín (el padre Hugh no menciona detalles), pero creo que no os sorprenderá saber que ambos habéis sido excomulgados.
Morgan y Duncan cambiaron nuevas miradas y el sacerdote asintió.
—¿Fue Loris?
—Fue toda la Curia de Gwynedd.
Duncan se echó hacia atrás y suspiró.
—No puedo decir que me sorprenda. Gorony debe de haberles dicho cualquier cosa. Supongo que mencionan el hecho de que haya revelado mi condición deryni…
—Todo está aquí —confirmó Kelson, señalando el pergamino con un vago gesto.
Morgan frunció el ceño y se reclinó en la silla. Estudió a Kelson con ojos sagaces.
—Hay algo que no nos has dicho, Kelson. Algo que sabías antes de recibir ese mensaje. ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Por qué los criados llevan crespones de duelo? ¿De quién era la cabeza que había en el portón de la entrada?
—El hombre se llamaba Rimmell —informó Kelson, sin mirar de frente a Morgan—. Tal vez lo recuerdes, padre Duncan…
—Sí. Era el arquitecto de mi padre —asintió Duncan—. Pero ¿qué hizo? Sólo se suele decapitar a los traidores.
—Se enamoró de tu hermana, Alaric —murmuró Kelson—. Fue a buscar a una bruja en las colinas para que preparara un hechizo de amor que la ligara con él. Sólo que el hechizo se hizo mal, y, en lugar de enamorarla de Rimmell…, acabó con ella.
—¿Bronwyn ha muerto?
Kelson asintió con pesar. Añadió:
—Y Kevin. Los dos.
—¡Ay, Dios mío! —la voz de Duncan se quebró al hundir la cabeza entre las manos.
Morgan, estupefacto, llevó la mano al hombro de Duncan, en un gesto ausente que pretendía consolarlo, y se desplomó contra el respaldo de la silla.
—¿Bronwyn ha muerto? ¿Por obra de magia?
—Fue un cristal jérraman —explicó Kelson con voz grave—. Sola, podría haber superado los efectos. No había sido hecho con gran maestría. Pero al ser concebido para una mujer deryni, ningún humano habría podido resistir su influjo y Kevin estaba allí cuando comenzó a actuar. Fue hace dos días. El funeral será hoy. Te habría enviado un mensajero de no haber sabido que estaríais ya en camino. Al menos, quise evitarte la travesía angustiada que viviste cuando la muerte de mi padre.
Morgan meneó la cabeza, incrédulo.
—No tiene sentido… Bronwyn tendría que haber podido… ¿Quién es esa bruja que Rimmell fue a buscar? ¿Era deryni?
Derry se adelantó e inclinó la cabeza comprensivamente.
—No lo sabemos con certeza, milord. Gwydion y yo pasamos el resto de esa tarde y todo el día de ayer rastreando las colinas por donde Rimmell dijo que estaría, pero no hallamos nada.
—En parte es culpa mía —agregó Kelson—. Tendría que haber interrogado a Rimmell más intensamente. O leerle la mente. En ese momento, lo único que pude pensar fue que…
Se oyó un golpe en la puerta. Kelson alzó la vista.
—¿Quién es?
—Jared, majestad.
Kelson miró a Morgan y a Duncan, cruzó hasta la puerta y dejó pasar al duque. Morgan se puso de pie y fue, con paso ausente, hasta la ventana que había detrás del escritorio de Kelson. Sus ojos atravesaron el cristal para contemplar el cielo que se aclaraba al este. Duncan estaba acurrucado en su silla; la vista, fija en el suelo; las manos, aferradas a las rodillas. Levantó los ojos, con expresión acongojada, al escuchar la voz de su padre, se compuso y se puso de pie para ver la puerta cuando su padre entrara.
En los pocos días pasados, Jared había envejecido años. Su cabello, antes siempre inmaculado, aparecía descuidado y con más canas de las que Duncan recordaba. El pesado manto marrón, con cuello y puños de piel, no hacía sino acentuar las nuevas arrugas de su rostro afligido y sumaba más años a un cuerpo que, en ese momento, parecía incapaz de sostenerlos.
Sus ojos se posaron fugazmente sobre los de Duncan, mientras cruzaba la habitación y luego se apartaron de él. No quería derrumbarse en presencia de su hijo. Sus manos se retorcían inquietas dentro de las largas mangas de terciopelo.
—Yo… estaba con él cuando anunciaron que habías llegado, Duncan. No podía dormir…
—Lo sé. En tu lugar tampoco yo sería capaz.
Kelson había regresado a la mesa. Estaba de pie, al lado de Morgan. Jared lo miró antes de volverse hacia su hijo.
—¿Podría pedirte un favor, Duncan?
—Todos los que quieras —replicó Duncan.
—¿Podrías presidir el Réquiem de tu hermano, hoy por la mañana?
Duncan bajó la vista, sorprendido por la pregunta. Aparentemente, Jared no tenía noticias de la suspensión y, mucho menos, de la excomunión; pues en caso contrario no lo habría pedido. Un sacerdote suspendido no debía ejercer los poderes de sus órdenes sagradas. Y uno excomulgado…
Miró a Kelson para confirmar sus sospechas sobre Jared. Deliberadamente, Kelson puso el pergamino boca abajo sobre la mesa y movió la cabeza en un gesto imperceptible.
Conque Jared aún no lo sabía… Entonces, los únicos que en Culdi conocían la situación se encontraban en esa habitación.
Pero Duncan sí lo sabía. Desde luego, hasta que la nota oficial de excomunión llegase de Dhassa, el hecho podía tratarse como si fuera un rumor y, por lo tanto, no lo obligaba, aunque Duncan sabía que no era así. Pero la suspensión… Bueno, ni siquiera eso invalidaría los sacramentos administrados por Duncan. La suspensión no privaba a un sacerdote de su autoridad eclesiástica, sino de su derecho a ejercerla. Y si escogía desafiar la suspensión y llevar a cabo sus deberes sacerdotales… era un asunto entre Dios y él mismo.
Duncan tragó saliva y miró a Jared. Rodeó a su padre por los hombros con un brazo para consolarlo y darle su afecto.
—Claro que lo haré, padre —dijo lentamente—. ¿Por qué no vamos a ver juntos a Kevin ahora?
Jared asintió y cerró los párpados en un intento de contener las lágrimas. Duncan miró a Morgan y a Kelson. Al ver que el rey asentía, el sacerdote inclinó la cabeza y se marchó hacia la puerta. Derry atrajo la mirada de Kelson y, con una ceja enarcada, preguntó en silencio si también él debía retirarse. Kelson le indicó que sí y Derry siguió a los otros dos, para cerrar la puerta suavemente tras su paso. Kelson y Morgan se quedaron a solas en la recámara.
Kelson observó a Morgan un instante, desde atrás, y se inclinó para soplar las velas que ardían sobre el escritorio. El cielo se aclaraba cada vez más, a medida que rayaba el alba. La luz que entraba por las ventanas era suficiente para discernir vagas sombras y rasgos. Kelson se inclinó sobre el alféizar de la ventana, al lado de Morgan, y contempló la ciudad, con las manos en los bolsillos de su manto, sin mirar al general a los ojos. No encontraba palabras para hablar de Bronwyn.
—Como os disteis prisa, tenemos unas horas antes de que supuestamente hayas debido regresar. ¿Por qué no descansas?
Morgan pareció no haberle oído.
—Ha sido como un mal sueño, príncipe. Los tres días pasados han sido peores que cualquier otra cosa que haya tenido que soportar. Casi tan malos como cuando falleció tu padre y, tal vez, peores en muchos sentidos. No dejo de pensar que despertaré y que las cosas no podrían ser peores, pero inevitablemente se agravan a cada instante.
Kelson bajó la vista y comenzó a hablar. Lo afligía ver a su mentor en tal desazón, pero Morgan continuó casi como si Kelson no estuviera allí:
—Cuando la noticia oficial de la excomunión llegue, quedarás obligado a no recibirnos, Kelson. so pena de sufrir la excomunión en tu propia persona. Ni debes aceptar nuestra ayuda en ningún sentido, por la misma razón. Y, si el Interdicto cae sobre Corwyn, lo cual es casi seguro, ni siquiera podré prometerte el apoyo de mis tropas. En realidad, puede que te enfrentes a una guerra civil. No sé qué decirte…
Kelson se apartó del alféizar y posó la mano sobre el codo de Morgan, para indicarle la cama que había en el extremo opuesto de la recámara.
—No te preocupes por eso ahora. Estás exhausto y necesitas descansar. ¿Por qué no te acuestas unas horas? Yo te despertaré cuando sea el momento. Luego podremos decidir qué hacer.
Morgan asintió y se dejó caer en la cama. Desabrochó la espada, que se deslizó hasta el suelo mientras él se desplomaba sobre el colchón. Por fin, habló de Bronwyn.
—Era tan joven, Kelson… —murmuró. Kelson le soltó el manto del cuello y se lo quitó de los hombros—. Y Kevin… Él ni siquiera era deryni y tuvo que morir también. Todo por culpa de este odio insensato, de esta necesidad de diferenciarnos.
Se estiró sobre la cama y cerró los ojos brevemente. Luego, miró con aire exhausto el dosel de brocado que se extendía sobre su cabeza.
—La oscuridad se cierne más cada día, Kelson —murmuró, obligándose a relajarse—. Proviene de todas partes y a un mismo tiempo. Y lo único que intenta contenerla somos tú, Duncan y yo…
Mientras se hundía en el sueño, Kelson lo contempló con inquietud. Cuando estuvo seguro de que Morgan dormía, se sentó en el borde del lecho. Estudió el rostro del general durante un largo rato, mientras sostenía contra el pecho la capa de cuero enlodada y sucia tras el largo viaje. Luego, tendió la mano con sigilo para posarla sobre la frente de Morgan. Despejó su mente, cerró los ojos y extendió sus sentidos sobre su amigo.
Fatiga… Dolor… Pesar… Las primeras noticias que llegaron cuando Duncan llegó a Coroth… El peligro del Interdicto inminente y la aflicción de Morgan por su pueblo… La osada expedición de Derry… El intento de asesinato y la congoja por la muerte del joven Richard FitzWilliam… El informe de Derry sobre Warin y la curación milagrosa… Los recuerdos sobre Brion y el orgullo de éste el día que Kelson nació… La pesquisa escalofriante e infructuosa por la capilla en ruinas…
El episodio del monasterio de San Torín… El engaño, la traición, el caos y la negrura que se cernían sobre él… Recuerdos muy difusos… El terror de despertar, totalmente impotente, en las garras del merasha, de saberse cautivo de alguien que ha jurado exterminarle a uno y a sus congéneres… La huida, la interminable travesía en medio del sopor, envuelto en la bruma misericordiosa de la inconsciencia, mientras el pensamiento y las facultades retornaban poco a poco… Y, entonces, la desolación ante la pérdida de una hermana amada, de un primo querido… Y el sueño, el olvido piadoso, al menos, por pocas horas… Seguro… A salvo…
Con un estremecimiento, Kelson retiró mente y mano y abrió los ojos. Morgan dormía pacíficamente, tendido de espaldas en el centro de la amplia cama real, lejos de todo. Kelson se puso de pie y sacudió el manto de viaje. Extinguió las velas que ardían al lado de la cama y regresó a su escritorio.
Las horas siguientes no serían fáciles para nadie y, mucho menos, para Morgan y Duncan. Pero, mientras tanto, debía proseguir la labor de intentar mantener el orden ante el caos venidero. En ese momento, Morgan no podía ayudarlo y tenía que ser fuerte.
Miró por última vez a Morgan, que dormía, y se sentó ante el escritorio. Tomó el documento que había encima, lo volvió de cara a él, cogió la pluma y el pergamino en el cual habían estado trabajando él y Derry cuando Morgan llegó.
Nigel debía ser informado de todo este penoso asunto. Debía saber de las muertes de Bronwyn y Kevin, de la excomunión, del peligro que se cernía en dos frentes cuando el Interdicto fuese decretado. Porque Wencit de Torenth no aguardaría a que Gwynedd resolviera sus asuntos internos. El guerrero deryni se aprovecharía astutamente de la confusión reinante en Gwynedd y de la amenaza de una guerra santa.
Kelson suspiró y volvió a leer la carta. Eran malas nuevas, por mucho cuidado que uno pusiera al relatarlas. No había otra forma de comenzar que no fuera por el principio.
Duncan estaba solo, de rodillas, en la pequeña capilla adyacente a la iglesia de San Teilo, mirando la llama de una lámpara votiva al lado del pequeño altar. Se sentía descansado; había empleado los métodos deryni para extinguir la fatiga hasta donde se atrevió y le habían procurado el alivio que necesitaba. Pero, aunque se había aseado y rasurado y vestía de nuevo su atuendo sacerdotal, su corazón no lo acompañaba en los actos que debía realizar a continuación. Ya no tenía derecho a llevar la estola negra y la casulla de seda que debía ponerse para celebrar la misa.
Celebrar, pensó con ironía. Había más de una razón para sentirse reacio a llevarlas. Sabía, en lo íntimo de su mente, que quizá no hubiera una próxima vez y que tal vez nunca más pudiera participar en los sacramentos de la Iglesia, que habían constituido su existencia durante veintinueve años.
Inclinó la cabeza y trató de rezar, mas las palabras no acudieron a su llamada. Mejor dicho, acudieron pero rodaron por su mente como frases sin sentido, incapaces de prodigar consuelo. ¿Quién hubiera imaginado que él depositaría a su propio hermano y a la hermana de Morgan en la tumba? ¿Quién hubiera pensado que eso podía suceder?
Oyó que la puerta se abría suavemente tras él y volvió la cabeza. El viejo padre Anselm estaba de pie en la entrada, con su sotana y su sobrepelliz blancos, la cabeza inclinada como disculpa por haber perturbado a Duncan. Miró el vestidor al lado de Duncan, la casulla de seda negra sobre la percha, a la espera, y miró a Duncan.
—No deseo apresuraros, monseñor, pero ya es la hora. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudaros?
Duncan meneó la cabeza y se volvió de frente al altar.
—¿Estás listo para comenzar?
—La familia está en su sitio y la procesión, formada. Tenéis unos minutos más.
Duncan inclinó la cabeza y cerró los ojos.
—Gracias. Iré allí directamente.
Oyó que la puerta se cerraba en silencio y levantó la cabeza. La figura que pendía sobre el altar era un Dios amante y benefactor, estaba seguro de ello. Comprendería lo que Duncan se disponía a hacer y por qué, por esa vez, debía desobedecer a la autoridad eclesiástica. Seguramente no juzgaría a Duncan con excesiva severidad.
Con un suspiro, se puso de pie y tomó la estola negra de su percha, se la llevó a los labios y la pasó por encima de la cabeza. Aseguró los extremos cruzados bajo el cordón de seda que le sujetaba la cintura. Después se puso la casulla y arregló los extremos para que cayeran en su debido lugar. Hizo una pausa y se contempló durante un largo instante. Acarició la cruz de contornos plateados, pesadamente bordada sobre el frente de seda negra. Luego se inclinó hacia el altar y fue hasta la puerta, para unirse a la procesión.
Esta vez, todo debía ser perfecto: una perfecta ofrenda en la que, probablemente, sería su última ocasión.
Morgan estaba sentado, como ausente, en el segundo banco, detrás de los ataúdes. A su derecha, Kelson. A su izquierda, Jared y Margaret, todos de negro. Detrás, se encontraban Derry, Gwydion, una hueste de consejeros y de vasallos del duque Jared y otros miembros de la casa ducal. Más atrás todas las personas de Culdi que podían caber en la pequeña iglesia. Tanto Bronwyn como Kevin habían sido bien amados por el pueblo de Culdi, que lloraba sus muertes al igual que su familia.
Afuera, la mañana era soleada, pero rodeada de bruma. En el aire mordía el último frío del invierno. En el interior, la iglesia de San Teilo aparecía oscura, solemne, fantasmal. En lugar de las velas nupciales que habrían ardido, si todo hubiera sido distinto, bailoteaba la triste lumbre de los cirios funerarios.
Las gruesas candelas sepulcrales derramaban su luz a ambos lados de los dos ataúdes dispuestos en el centro del crucero, cubiertos por sudarios de terciopelo negro. Sobre cada féretro, en la tela negra, los escudos pintados de la dos familias. Morgan se obligó a describir mentalmente cada emblema heráldico, a modo de condolido recuerdo para los que yacían debajo.
El de los McLain: argén, tres rosas gules, dos, una; azur, como color principal, y un león durmiente argén. Todo, rematado por la marca cadente de Kevin: un lambel argén de tres puntas.
El de los Morgan (a Morgan se le hizo un nudo en la garganta, pero se obligó a seguir): Sable, un grifo segrante sinople y, dentro, un doble trechor flor y contraflor ora, todo, sobre un losange en lugar de un escudo. Para Bronwyn.
A Morgan se le nubló la vista. Se obligó a mirar detrás de los féretros, a las velas que ardían sobre el altar, guiñando y resplandeciendo contra la plata de los candelabros y de los ornamentos del altar. Pero los paños eran negros y negro era lo que rodeaba las figuras plateadas. Cuando el coro comenzó a entonar el cántico de entrada, Morgan no encontró modo de convencerse de que todo eso era otra cosa; de que no era un funeral.
Comenzó la procesión eclesiástica: el turiferario de casulla y sobrepelliz meciendo el incienso humeante; el cruciferario con la cruz procesional rodeada de negro; los monaguillos cargando candelabros de plata relucientes. Luego, los monjes de la iglesia de San Teilo, con hábito, sobrepelliz y negras estolas de duelo. Y Duncan, quien celebraría la misa, blanca la tez bajo el atuendo negro y plata.
Cuando la procesión llegó al presbiterio, se bifurcó para que el obispo celebrante pudiera acercarse al altar. Morgan observaba con sopor, mientras sus labios respondían sin pensar a la liturgia que iniciaba su primo.
Introibo al altare Dei. «Ascenderé al altar de Dios».
Morgan se dejó caer de rodillas y hundió el rostro en las manos; no quería presenciar los ritos finales de los que había amado. Sólo unas semanas atrás, Bronwyn había gozado de la vida, dichosa ante su próximo casamiento con Kevin. Ahora, yacía inerte en la flor de su juventud, tronchada por la magia de alguien de su propia raza…
Morgan no sentía mucho agrado por sí mismo en ese momentó. No sentía agrado por los deryní ni por sus poderes. Lamentó profundamente que la mitad de la sangre que corría por sus venas proviniese de esa raza maldita.
¿Por qué todo debía ser así? ¿Por qué había que ocultar la estirpe deryni prohibida y sentir vergüenza de los propios poderes? ¿Por qué había que aprender a esconderlos, hasta el punto de que, generaciones depués, los poderes continuaran, pero ya sin la sabiduría de emplearlos correctamente? El poder deryni aparecía a veces en manos de practicantes seniles y extraviados que se valían de ellos como de cualquier otra cosa, sin sospechar siquiera que sus facultades provenían de un linaje noble y rancio, de hombres llamados deryni.
Así, una vieja mujer deryni, demente y senil, tal vez ignorante de sus poderes u obligada a sublimarlos, había intentado conjurar un simple hechizo para saciar la fiebre de amor de un joven desesperado y, en lugar de ello, había asesinado.
Pero eso tampoco era lo peor. De todos los problemas que tendrían que enfrentar en las semanas y meses venideros, cada uno de ellos podía hallar sus orígenes en la misma cuestión deryni. La naturaleza deryni había enemistado a la Iglesia con la magia durante tres siglos y ahora parecía desencadenar una guerra santa en el peor de los momentos. La naturaleza deryni y el violento odio que suscitaba en el hombre común habían conducido a Warin de Grey a sentirse elegido para destruir a los deryni, comenzando por Alaric Morgan. Y eso los conducía al desastroso episodio de San Torín, que culminaba con su excomunión y la de Duncan.
La naturaleza deryni había determinado la crisis de la coronación de Kelson el otoño anterior, cuando la hechicera Charissa retó al joven rey para «recuperar» el trono que, en su opinión, su padre deryni habría debido ocupar. También había conducido a Kelson a asumir los poderes de su padre, otorgados por deryni, para detenerla, y había llevado a que Jehana, la feroz y leal madre del rey Kelson, no se detuviera en su afán de protegerlo del mal que creía inherente a los deryni, sin saber que ella misma pertenecía a una familia deryni de nobilísimo cuño.
¿Y quién podía decir que la guerra inminente contra Wencit de Torenth no se relacionaba con la cuestión deryní? ¿Acaso Wencit no era un poderoso noble deryni, nacido con todos los poderes de su antigua raza en una tierra que aceptaba su magia? ¿Y no se decía que estaba aliándose con otros deryni y que alimentaba los temores del hombre común sobre un surgimiento de poder deryni en el este, lo que podría conducir otra vez a una dictadura como la que se había visto tres siglos atrás, en detrimento de los pobladores humanos?
Con todo, ya sea que uno creyese en el mal inherente a los deryni o no, era una época muy difícil para los de esa estirpe. Era un momento muy duro para reconocerse públicamente como miembro de ese linaje. En ese mismo instante, si Morgan hubiese tenido oportunidad, bien podría haberse visto tentado a arrancar su parte deryni y ser un simple humano; a negar sus poderes y a renunciar a ellos de por vida, como exigía Loris.
Morgan alzó la cabeza y trató de recuperar la cordura. Se obligó a escuchar a Duncan, quien proseguía con el ritual de la misa.
Comprendió que acababa de mostrarse muy egoísta durante los últimos minutos. Él no era el único deryni que sufría la agonía de su corazón. ¿Y Duncan? ¿Contra qué ángel debía de estar debatiéndose, para desobedecer una excomunión y presentarse con su atuendo y en sus funciones sacerdotales?
Morgan estaba demasiado perturbado para tratar de aprehender los sentimientos de Duncan, en lo que bien podía ser su última actuación litúrgica. Además, jamás habría osado penetrar en el dolor privado de su primo. Pero, si lo pensaba, no le cabía la menor duda de que, durante esa misa terrible, Duncan debía de estar soportando la misma pena que él. Hasta ese día, la Iglesia había sido el hogar de Duncan. En ese momento, se encontraba desobedeciendo a esa Iglesia, aunque sólo lo supieran Morgan, Kelson y Derry, para rendir su postrero homenaje de amor y respeto a su hermano y a su prima inertes. A Duncan también debía de estar siéndole difícil aceptar su sangre deryni.
—Agnus Dei, qui tollts peccata mundi, miserere nobis —entonaba el sacerdote. «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.»
Morgan inclinó la cabeza y repitió las palabras en un susurro junto con la congregación, aunque no podía hallar consuelo en la letanía. Pasaría mucho tiempo hasta que pudiera reconciliar lo que había sucedido en esos días con la voluntad del Señor; mucho tiempo, antes de que pudiera sentir otra vez la certeza de que había algo bueno en los poderes que había llevado durante toda su vida. En ese momento, la responsabilidad por la suerte que habían corrido Bronwyn y Kevin pesaba gravemente sobre su corazón.
—Domine, non sum dignus…
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.»
La misa proseguía interminablemente, pero Morgan la escuchaba sin pensar. La fatiga, la zozobra, el sopor y un sinfín de emociones más mezquinas rompían como olas contra su mente. Con cierta sorpresa, se encontró de pie, del otro lado de la verja que rodeaba la cripta, con los demás, bajo la iglesia de San Teilo. Y supo que la cerca se había cerrado detrás de Bronwyn y Kevin por última vez.
Miró a su alrededor y advirtió que la congregación se dispersaba y que los pocos miembros de la casa y de la familia que habían presenciado el entierro se alejaban en grupos pequeños. Kelson estaba junto al duque Jared y lady Margaret, pero Derry apareció a su lado y, al ver que Morgan levantaba la vista, lo saludó con un gesto solidario.
—¿No creéis que deberíais descansar, milord? Han sido días muy largos para vos y, dentro de pocas horas, ya no tendréis oportunidad de reposar.
Morgan cerró los ojos y se frotó la frente con el dorso de la mano enguantada, como si con ello borrara la congoja de las tristes horas, y meneó la cabeza.
—Hazme el favor de excusarme ante los demás, Derry. Necesito unos minutos de soledad.
—Sí, señor.
Mientras Derry lo miraba con aflicción, Morgan se alejó de los deudos y buscó los jardines palaciegos que rodeaban la iglesia. Vagó sin ser visto por los caminos de grava hasta llegar, por fin, a la capilla de su madre. Empujó las puertas de madera y se internó en el lugar.
Hacía mucho tiempo que no visitaba el santuario, no recordaba bien cuánto. La capilla seguía siendo un refugio luminoso, brillante y fresco. Alguien había abierto la claraboya de vitrales que se extendía sobre el sepulcro de su madre para que la tibia luz del sol inundara la efigie de alabastro con sus pródigos rayos de oro.
La visión evocó en él recuerdos más felices. Esa siempre había sido su hora predilecta para acudir a la tumba de su madre. Recordaba venir de niño junto con Bronwyn y con la tía Vera para ofrendar flores a los pies de la efigie. No olvidaba las historias prodigiosas y bellísimas que su tía les contaba sobre lady Alyce de Corwyn de Morgan. Entonces, como en ese momento, sintió que su madre nunca los había dejado, en realidad, y que su presencia permanecía para observar a Morgan y a Bronwyn mientras jugaban en la capilla y en los jardines aledaños.
Recordaba otras veces, más silenciosas, en que prefería sentarse a solas en el frío santurio de la capilla, cuando el mundo le resultara demasiado intolerable, u otras en que se tendía de espaldas en el lecho de colores que arrojaba la luz a través de los vitrales que coronaban el sepulcro y oía el ritmo de su propio aliento, el rumor del viento entre las hojas y la quietud de su alma. En cierto sentido, el recuerdo le trajo un poco de paz. De pronto, no pudo evitar preguntárselo: ¿sabría su madre que su única hija yacía en una tumba de piedra, no lejos de allí?
La ancha cerca de bronce que rodeaba el sepulcro brillaba bajo la luz del sol. Morgan dejó que sus manos descansaran allí un largo rato mientras inclinaba la cabeza con pesar. Luego, retiró el gancho de la cadena que cerraba la reja en un extremo y pasó al otro lado. La cadena se deslizó pesadamente sobre el suelo de mármol. Al deslizar suavemente un dedo por la mano tallada de la efigie, reparó en que alguien canturreaba acongojado en el jardín.
Era una melodía familiar, una de las baladas más hermosas de Gwydion pero, cuando cerró los ojos para escuchar, notó que la voz agregaba nuevas palabras a la letras. Palabras que nunca antes había oído. Después de un instante, reconoció la voz de Gwydion, que se mezclaba con el rico son de su laúd en una dorada conjunción de espléndida belleza. Pero, en la voz de Gwydion, había algo fuera de lo normal esa vez y Morgan tardó unos instantes en comprender que el juglar lloraba.
No pudo distinguir toda la letra. La rítmica balada se perdía a menudo entre los sollozos de Gwydion. Pero allí donde fallaba la voz del cantor, los dedos hábiles llenaban el vacío, suplantando el fraseo con tierno cuidado.
Era una canción sobre la primavera y sobre la guerra. Hablaba de una doncella rubia que le había robado el corazón y que ya no estaba, de un noble joven que osó amarla y que hubo de morir. Vendría el dolor, cantaba el poeta, pues la guerra era ciega y se llevaba a los inocentes y a quienes la libraban. Y si viniera la muerte, el hombre debería tomarse el tiempo de llorar a sus caídos. Sólo el dolor daba sentido a las muertes y hacía que la victoria final fuese una genuina necesidad.
Morgan contuvo el aliento, al estuchar la canción de Gwydion, e inclinó la cabeza sobre la tumba de su madre. El trovador tenía razón. Estaban librando una guerra y muchos más morirían antes de que acabase la batalla. Era necesario, para que la Luz prevaleciera y la Oscuridad fuese derrotada.
Pero los que luchaban nunca debían olvidar por qué contendían contra la Oscuridad ni que el precio de la victoria a menudo se medía en lágrimas humanas. Y también éstas eran necesarias: para lavar el pesar y la culpa, para liberar el corazón y dejar que la parte humana clamara su zozobra.
Abrió los ojos y miró la luz del sol. Entonces, dejó que el hueco vacío lo invadiera y sintió que la amarga pérdida le sembraba un nudo en la garganta.
Bronwyn, Kevin, el amado Brion, a quien amara como a un padre y como a un hermano, el joven Richard FitzWilliam… Todos habían caído, víctimas del insensato y demente conflicto que, aún entonces, se negaba a concluir.
Pero ahora, ahora que la pausa en la tempestad había dado un fugaz respiro para seguir soportando la furia de los vientos, el hombre debía llorar por fin y hallar sosiego a sus fantasmas.
La luz dorada se agitó ante sus ojos y la visión se le nubló. Y esta vez no intentó detener las lágrimas que le socavaron las mejillas. Tardó unos minutos en comprender que el trovador se había ido y que unos pasos se acercaban por el camino de pedregullo.
Los oyó venir mucho antes de que llegaran a la puerta. Supo que lo buscaban a él. Cuando la puerta se abrió con vacilación, ya había tenido tiempo de componerse y de recrear el rostro que había de mostrar al mundo. Tomó una profunda bocanada de aire para templarse y se giró. Encontró a Kelson recortado contra el marco brillante de la puerta, a un mensajero enlodado y con una túnica roja, a Jared, Ewan, Derry y un puñado de consejeros militares, que componían el séquito. Todos mantuvieron una respetuosa distancia, mientras el joven monarca se internaba en la capilla. En la mano de Kelson, colgaba un pergamino muchas veces plegado, del que pendían numerosos sellos.
—La Curia de Dhassa se ha dividido a raíz del pronunciamiento del Interdicto, Morgan —le anunció el rey, midiendo a Morgan con cautela—. Los obispos Cardiel, Arilan, Tolliver y tres más se han separado de Loris, en oposición al decreto de Interdicto, y se disponen a encontrarse con nosotros en Dhassa dentro de quince días. Arilan cree poder reclutar un ejército de cincuenta mil hombres a finales de este mes.
Morgan bajó la vista y se volvió a un lado, mientras apretujaba los dedos enguantados con inquietud.
—Es buena nueva, mi príncipe…
—Sí, lo es —reconoció Kelson, y frunció ligeramente el ceño ante la breve respuesta. Dio unos pasos hacia su general—. ¿Crees que osarían enfrentarse a Warin? Y, en tal caso, ¿piensas que Jared y Ewan podrían contener a Wencit en el norte si nosotros debemos acudir en socorro de los obispos rebeldes?
—No lo sé, mi príncipe —dijo Morgan en voz baja. Levantó la cabeza para contemplar distraídamente la ventana abierta y el firmamento que se extendía por detrás—. Dudo que Arilan se lance abiertamente contra Warin. Hacerlo, en efecto, sería reconocer que la Iglesia ha mantenido una postura errónea con respecto a la magia durante dos siglos y que la cruzada de Warin contra los deryni constituye una equivocación. No creo que ninguno de nuestros obispos esté dispuesto a ir tan lejos. Ni siquiera Arilan.
Kelson aguardó, creyendo que Morgan agregaría algo más, pero el joven general pareció darse por satisfecho con sus pocas palabras.
—Bueno, ¿qué sugieres? —preguntó Kelson, con impaciencia—. La facción de Afilan ha expresado su deseo de ayudarnos. Morgan, ¡necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir!
Morgan bajó los ojos, incómodo. No quería recordarle a Kelson el motivo de su vacilación. Si el joven rey continuaba apoyando a Duncan y a él mismo, todo Gwynedd caería bajo el Interdicto antes de que los arzobispos terminasen sus debates. No podía permitir que…
—¡Morgan! ¡Estoy esperando!
—Perdona, majestad, pero no tendrías que estar preguntándome todo esto. Ni siquiera debería estar yo aquí. No puedo permitir que pongas en riesgo tu posición al relacionarte con alguien que…
—¡Basta ya con eso! —susurró Kelson, mientras sacudía a Morgan de un brazo y lo miraba con irritación—. Todavía la Curia no se ha pronunciado oficialmente con respecto a vuestra excomunión. Y, hasta entonces e incluso después, no pienso perder tus servicios sólo por el decreto de un arzobispo imbécil. ¡Maldición, Morgan! ¡Haz lo que te digo! ¡Te necesito!
Morgan parpadeó estupefacto un segundo ante el estallido del joven. Por un instante creyó tener ante sí al rey Brion, amonestando a un torpe paje. Tragó saliva, bajó la vista y comprendió cuan cerca había estado de arruinar la seguridad de Kelson, en aras de su autoconmiseración. Comprendió también que Kelson advertía el peligro inminente y que estaba dispuesto a aceptarlo. Miró sus borrascosos ojos grises y vio la familiar mirada de determinación que nunca antes había visto en el joven. Morgan supo que jamás volvería a considerarlo un niño.
—Eres hijo de tu padre, príncipe —musitó—. Perdóname por olvidarlo, aun por un instante —se detuvo—. ¿Comprendes lo que significa tu decisión, Kelson?
Kelson asintió solemnemente.
—Significa que mi confianza en ti es absoluta —confirmó con serenidad—, aunque diez mil arzobispos conspiren en contra de ti. Significa que ambos somos deryni y que debemos luchar juntos, tal como combatisteis mi padre y tú. ¿Te quedarás, Alaric? ¿Capearás la tormenta a mi lado?
Morgan sonrió lentamente y asintió.
—Muy bien, mi príncipe. Éstas son mis recomendaciones. Usa las tropas de Arilan para proteger la frontera nordeste de Corwyn contra los ejércitos de Wencit. Allí hay un peligro evidente. No necesitan comprometerse más con respecto a la cuestión deryni.
»En cuanto a Corwyn, si estalla la guerra civil, utiliza las tropas de Nigel. Tu tío es un hombre amado y respetado en los Once Reinos. Su nombre no ha sido manchado por razones de estirpe.
»Y, con respecto al norte —miró a Jared y sonrió, confiado—, creo que los duques Jared y Ewan podrán defendernos debidamente en ese frente. También puede reclutarse al conde de Marley. Eso siempre nos deja en reserva las tropas Haldane de choque, en cualquier caso que las necesitemos. ¿Qué piensas, príncipe?
Kelson sonrió, soltó el brazo de Morgan y le dio una palmada en el hombro, con entusiasmo.
—Bueno, hombre, eso quería escuchar. Jared, Derry, Deveril, venid aquí, por favor. Debemos enviar despachos a Nigel y a los obispos rebeldes dentro de una hora. Morgan, ¿tú vienes?
—Enseguida, príncipe. Quiero esperar a Duncan.
—Comprendo. Cuando gustes.
Mientras Kelson y el resto partían, Morgan volvió sobre sus pasos y retornó a la iglesia de San Teilo. Caminó con sigilo, para no perturbar a los pocos deudos que aún oraban en el silencio, y fue hasta la nave del crucero y recorrió la galería hasta llegar a la sacristía, donde sabía que encontraría a Duncan. Se detuvo y miró por la puerta entreabierta.
Su primo estaba solo en la estancia. Se había quitado el atuendo sacerdotal y anudaba la pechera de un sencillo jubón de cuero, de espaldas a la puerta. Al terminar con los lazos, buscó la espada y el cinturón, que descansaban sobre una mesa, cerca de él. Su movimiento hizo tambalear las vestiduras que pendían de la percha, a su derecha. La estola de seda cayó de su lugar. Duncan se detuvo, helado, al ver que se deslizaba hasta el suelo, y se inclinó lentamente para recogerla. Se irguió y permaneció inmóvil unos segundos, con la estola entre los dedos rígidos y, tras llevársela a los labios, la devolvió a su lugar. El bordado de plata reflejó la luz de un alto ventanal en ese mismo momento, Morgan entró tranquilamente en la sala y se reclinó contra la jamba de la puerta.
—Duele más de lo que creías, ¿verdad? —le dijo en voz baja.
Duncan tensó la espalda un segundo y luego inclinó la cabeza.
—No sé qué creía, Alaric. Tal vez pensaba que la respuesta me llegaría por sí misma y que ello haría más fácil la separación. Pero no es así.
—Imagino que no.
Duncan suspiró y tomó el cinturón de la espada. Se volvió para mirar a Morgan, mientras lo abrochaba alrededor de su cintura esbelta.
—Bueno, y ahora ¿qué? ¿Adonde va uno cuando es deryni, la Iglesia lo excomulga y el rey lo exilia?
—¿Quién habló de exilio?
Duncan recogió su manto y se lo echó por encima de los hombros. Frunció el ceño y miró hacia abajo, mientras manipulaba el broche.
—Vamos, tienes que ser realista. No esperarás que lo diga expresamente, ¿verdad? Ambos sabemos que no puede permitirnos estar aquí cuando la Iglesia nos ha excomulgado. Si los arzobispos lo supieran, harían lo mismo con él.
El cierre del broche sonó con un ruido firme. Morgan sonrió.
—Pero es probable que acaben haciéndolo de todos modos. En las actuales circunstancias, en realidad, Kelson no tiene mucho que perder.
—¿No mucho qué…? —repitió Duncan sorprendido al comprender lo que significaban las palabras de Morgan—. Ya ha decidido correr el riesgo, ¿eh? —buscó una confirmación en el rostro de su primo. Morgan asintió—. ¿Y no le importa? —seguía sin poder creer lo que escuchaba.
Morgan sonrió de nuevo.
—Sí le importa. Pero sabe reconocer las prioridades, Duncan. Y está dispuesto a correr el riesgo, quiere que nos quedemos.
Duncan miró a su primo un largo rato, y luego movió la cabeza lentamente, asintiendo.
—Tendremos que luchar con probabilidades muy remotas de triunfar. No sé si te das cuenta… —comentó, dubitativo.
—Somos deryni. Esa siempre ha sido nuestra realidad.
Duncan paseó una última mirada en derredor de la capilla. Dejó que sus ojos se demoraran sobre el altar, sobre las vestimentas de seda que pendían de las perchas y, luego, avanzó lentamente hacia Morgan para unírsele ante la puerta.
Sin volver la mirada atrás, le dijo:
—Estoy preparado.
—En tal caso, vayamos a buscar a Kelson —concluyó Morgan, con una sonrisa—. Nuestro rey deryni nos necesita.