Prokop, un ingeniero más bien excéntrico, inventa la krakatita, una sustancia explosiva que libera la energía oculta de la materia y es capaz de arrasar ejércitos y ciudades, pero sufre un accidente en su laboratorio y cae en un estado alucinatorio.

Más tarde, ya recuperado, se da cuenta de que ha revelado sin querer la fórmula de la krakatita a su intrigante colega Tomeš, a quien intentará encontrar. Pero ignora que él mismo y su krakatita se han vuelto objetos de interés para instituciones muy poderosas. Comenzará entonces una carrera contra el tiempo en la que tendrá que enfrentarse a un siniestro directivo, será apresado en un palacio, seducirá a una princesa y se topará con un grupo de anarquistas que desde una emisora pirata bloquea las ondas de toda Europa todos los martes y los viernes a las diez y media de la noche.

«El Hombre jamás será esclavizado por las máquinas si al hombre que maneja las máquinas se le paga lo bastante bien», Karel Čapek.

Karel Čapek

La krakatita

Una fantasía nuclear

 

 

Título original: Krakatit

Fecha de publicación: 1924

Prólogo, traducción y notas: Patricia Gonzalo de Jesús

Primera edición, marzo de 2010

Editorial El Olivo Azul

Colección Narrativas del Olivo Azul

Prólogo

Espionaje, persecuciones, anuncios misteriosos, laboratorios secretos, explosiones, villanos, mujeres fatales, romances imposibles, imágenes oníricas... Podríamos estar describiendo cualquiera de los largometrajes del Dr. Mabuse o de Los espías (Spione, 1928), de Fritz Lang: por la estética, el ritmo y los motivos, no andaríamos muy desencaminados. La trama en torno a un arma de destrucción masiva y el sentido del humor podrían remitirnos incluso a ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964), de Stanley Kubrick, película que algunos estudiosos consideran heredera de la novela que tenemos entre manos. Por no hablar de los guiños a los clichés de la novela policiaca y de detectives, a la novela romántica, al folletín... Quizás estas asociaciones parezcan libérrimas al escribir sobre uno de los más eminentes clásicos de la literatura checa; sin embargo, sospecho que a Karel Čapek (Malé Svatoňovice 1890 - Praga 1938) no le escandalizaría en absoluto que echáramos mano de ellas para referirnos a La krakatita. Y es que la variadísima obra literaria de este prosista, dramaturgo, ensayista, periodista e incluso guionista ocasional para el cine consigue un equilibrio aparentemente imposible entre polos que podrían parecer opuestos: filosofía y humor, compromiso político y arte, alta literatura y géneros literarios «menores».

No abrumaremos al lector con una avalancha de datos bio-bibliográficos sobre Čapek. Es probable que hayan oído hablar de sus obras teatrales de corte utópico-filosófico, como El caso Makropulos (Věc Makropulos, 1922), adaptada por Leoš Janáček para su ópera homónima, o R. U. R. (R. U. R. Rossum's Universal Robots, 1920), en la que acuña, por sugerencia de su hermano Josef y a partir de la palabra checa robota («trabajo físico»), el término «robot» para unos androides que se rebelan contra sus amos, los humanos. Pero, sobre todo, Karel Čapek es conocido en España por sus novelas La fábrica de Absoluto (Továrna na Absolútno, 1922) y La guerra de las salamandras (Válka s mloky, 1936). Como traductora, me resulta curioso que precisamente La krakatita (Krakatit, 1924), la tercera de las novelas antiutópicas de este autor, que constituyen una de las piezas fundamentales de la ciencia ficción europea del siglo XX, haya permanecido inédita hasta ahora.

En efecto, La krakatita es una novela trepidante que combina con maestría el thriller y la filosofía: se trata de una obra que advierte de los posibles excesos y de los conflictos éticos resultantes de los avances científicos (concretamente, el autor anticipa la energía atómica) cuando son puestos al servicio del capitalismo, el militarismo y la política demagógica. Por el tratamiento del tema y por su relativa verosimilitud científica, entronca con otros clásicos de la ciencia ficción como El juicio final (The Crack of Doom, 1895), de Robert Cromie, y El mundo liberado (The World Set Free, 1914), de H. G. Wells, pero sobre todo y más evidentemente con la novela La fábrica de Absoluto, tras la cual comenzó a trabajar Čapek en La krakatita y en la que ya explicaba su teoría de sobre el potencial de la energía apresada en la materia.

Sin embargo, no nos encontramos ante una mera reelaboración del tema, sino con una obra profundamente original por la atmósfera obsesiva e hipnótica que recrea, en la que se funden fantasía y realidad, consciente e inconsciente, y en la que la fuerza explosiva potencial de la materia (incluida la del ser humano) deriva en una espiral que desemboca en un estallido orgiástico de poder, sexualidad, culpa y destrucción. En ella resuenan ecos literarios de muy diversa procedencia, desde los Evangelios, con una recreación de la última tentación de Cristo sobre la montaña por parte de un personaje con el significativo nombre de D'Hemon/Daimon, hasta la irracionalidad kafkiana del castillo de Balttin, pasando por el viaje sin fin de la Odisea y el mito fáustico.

Volviendo a las asociaciones con las que comenzábamos, no es en absoluto sorprendente que La krakatita sea una novela que cuenta con varias adaptaciones cinematográficas (La krakatita —Krakatit—, dirigida en 1948 por Otakár Vávra, y el remake del mismo director, Sol oscuro —Temné slunce—, filmado en 1980): su ritmo narrativo, un lenguaje marcadamente plástico, unos personajes caracterizados al detalle y el dinamismo de sus diálogos la convierten en una perfecta candidata para ello.

No desvelaremos al lector más detalles sobre el argumento y el desenlace de la novela; dejaremos que descubran por sí mismos los secretos de esta misteriosa sustancia llamada krakatita y que se metan en la piel de su inventor, Prokop, para que se pregunten, como él mismo, si sucumbirían al deseo de atravesar límites nunca antes cruzados, de liberar la fuerza que, atrapada, lucha en la oscuridad y espera a que llegue su momento, el momento de explotar en una llama sublime...

Patricia Gonzalo de Jesús

I

Tras el atardecer se espesó la niebla de aquel día desapacible. Te sientes como si te introdujeras a la fuerza en esa inconsistente sustancia húmeda, que se cierra tras de ti sin vuelta atrás. Querrías estar en casa. En casa, junto a tu lámpara, en una caja de cuatro paredes. Nunca te habías sentido tan desvalido.

Prokop se abre camino por la orilla del río. Tiene escalofríos y la frente empapada del sudor de la debilidad; querría sentarse allí, en aquel banco mojado, pero teme a los guardias. Le parece que va haciendo eses; sí, junto a Staroměstské Mlýny alguien dio un rodeo para evitarlo, como a un borracho. Así que en este momento hace acopio de todas sus fuerzas para ir recto. Ahora, ahora camina hacia él un hombre, tiene el sombrero calado hasta los ojos y las solapas subidas. Prokop aprieta los dientes, frunce el ceño, tensa todos sus músculos para pasar por delante de él de modo impecable. Pero, justo un paso antes de alcanzar al peatón, se hace la oscuridad en su cabeza y el mundo entero gira de pronto con él; de repente ve cerca, muy cerca, un par de ojos penetrantes, como si se clavaran en él, choca con el hombro de alguien, deja salir de su boca algo como «disculpe» y se aleja con crispada dignidad. Tras unos cuantos pasos se detiene y mira hacia atrás; aquel hombre está parado y lo mira fijamente. Prokop se recupera y se marcha un poco más rápido; pero no puede evitarlo, debe girarse a mirar de nuevo; y ¡ahá!, ese hombre sigue de pie mirándolo, incluso, con la misma atención, ha sacado la cabeza por encima de las solapas como una tortuga. «Que mire», piensa Prokop intranquilo, «ahora ya ni me voy a dar la vuelta». Y sigue caminando lo mejor que puede; de repente oye pasos a su espalda. El hombre con las solapas subidas va tras él. Le parece que corre. Y Prokop, presa de un terror insoportable, se da a la fuga.

El mundo comenzó a girar de nuevo con él. Jadeante, castañeteando los dientes, se apoyó en un árbol y cerró los ojos. Se encontraba horriblemente mal, temía caer, que le reventara el corazón y le saliera la sangre a borbotones por la boca. Cuando abrió los ojos, vio justo frente a él al hombre de las solapas subidas.

—¿No es usted el ingeniero Prokop? —le preguntó el hombre, obviamente no por primera vez.

—Yo... yo no estaba allí —intentó mentir Prokop.

—¿Dónde? —preguntó el hombre.

—Allí —dijo Prokop, y señaló con la cabeza hacia algún lugar en dirección al barrio de Strahov—. ¿Qué quiere de mí?

—¿Es que no me reconoces? Soy Tomeš. Tomeš, de la politécnica, ¿no caes ahora?

—Tomeš —repitió Prokop, aunque le daba infinitamente igual qué nombre fuera—. Sí, Tomeš, cómo no. ¿Y qué... qué quiere de mí?

El hombre con las solapas subidas cogió a Prokop del brazo.

—Espera, ahora te vas a sentar, ¿entiendes?

—Sí —dijo Prokop, y se dejó llevar a un banco—. Es que yo... no me siento bien, ¿sabe? —de repente dejó caer del bolsillo una mano, vendada con un trapo sucio—. Herido, ¿sabe? Un asunto endiablado.

—¿Y no te duele la cabeza? —dijo el hombre.

—Sí.

—Entonces escucha, Prokop —dijo el hombre—. Ahora tienes fiebre o algo por el estilo. Tienes que ir al hospital, ¿sabes? Estás mal, eso está claro. Pero al menos trata de recordar que nos conocemos. Soy Tomeš. Íbamos juntos a química. ¡Hombre, haz memoria!

—Ya lo sé, Tomeš —dijo Prokop con voz débil—. Ese canalla. ¿Qué le pasa?

—Nada —dijo Tomeš—. Está hablando contigo. Debes irte a la cama, ¿entiendes? ¿Dónde vives?

—Allí —se esforzó en decir Prokop, y señaló hacia algún lugar con la cabeza—. Cerca... cerca de Hybšmonka —de repente intentó levantarse—. ¡No quiero ir allí! ¡No vaya allí! Allí está... allí está...

—¿Qué?

—La krakatita —susurró Prokop.

—¿Qué es eso?

—Nada. No lo diré. Nadie debe ir allí. O... o...

—¿Qué?

—¡Fiuuuuu, bum! —emitió Prokop lanzando la mano a lo alto.

—¿Qué es eso?

—Krakatoe. Kra-ka-tau. Un volcán. Vol-volcán, ¿sabe? Eso me... arrancó el pulgar. No sé qué... —Prokop se detuvo y añadió despacio—: Eso es algo horrible, amigo.

Tomeš miraba con atención, como si esperara algo.

—Así que —empezó a decir tras un instante—, ¿todavía sigues trabajando con explosivos?

—Sigo.

—¿Con éxito?

Prokop emitió algo parecido a una risa.

—¿Querrías saberlo, no? Desgraciadamente, eso no es así de fácil. No es... no es así de fácil —repitió, balanceando la cabeza como borracho—. Amigo, eso por sí mismo, por sí mismo...

—¿Qué?

—La kra-ka-ti-ta. Krakatita. Krrrrrakatita. Y eso por sí mismo... Yo dejé sólo polvo en la mesa, ¿sabes? Lo demás lo amontoné enenen-en una caja. Que-quedó sólo una capa de polvo en la mesa..., y de repente...

—... aquello explotó.

—Explotó. Sólo una capa, sólo el polvo que dejé caer. Ni siquiera se veía. Ahí... la bombilla... un kilómetro más allá. No fue la bombilla. Y yo... en la poltrona, como un tronco. Ya sabes, cansado. Demasiado trabajo. Y de repente... ¡bum! Salí despedido hacia el suelo. Rompió las ventanas y... adiós bombilla. Una detonación como-como cuando estalla un cartucho de lyddita. Una fuerza explosiva horrible. Yo-yo pensé primero que había reventado esa por-porcena... pon- ce... por-ce-lana, polcelana, porcenala, poncelara, rápido, cómo se..., eso blanco, sabes, el aislante, ¿cómo se llama? Si-li-cato de aluminio.

—Porcelana.

—La caja. Pensé que había reventado la caja, del todo. Así que enciendo una cerilla, y la caja está allí entera, está entera, está entera. Y yo... petrificado... hasta que la cerilla me quemó los dedos. Y fuera... a través del campo... a oscuras... hacia la zona de Břenov o Střešovice... Yy en algún sitio se me ocurrió esa palabra. Krakatoe. Krakatita. Kra-ka-ti-ta. Nono, nonono fue así. Al explotar, salgo despedido hacia el suelo y grito krakatita. Krakatita. Después me olvidé de ello. ¿Quién está ahí? ¿Quién... quién es usted?

—Tu compañero Tomeš.

—Tomeš, ahá. ¡Ese desgraciado! Solía pedirme prestados los apuntes de clase. No me devolvió un cuaderno de química. Tomeš, ¿cómo era su nombre?

—Jiří.

—Ya lo sé, Jirka. Tú eres Jirka, ya lo sé. Jirka Tomeš. ¿Dónde tienes el cuaderno? Espera, te voy a decir una cosa. Cuando salte por los aires lo que queda, tendremos problemas. Amigo, eso hará trizas Praga entera. La barrerá. La borrará del mapa, ¡fiu! Cuando salte por los aires esa cajita de porcelana, ¿sabes?

—¿Qué cajita?

—Eres Jirka Tomeš, ya lo sé. Ve a Karlín. A Karlín o a Vysočany, y mira cómo salta por los aires. ¡Corre, corre, rápido!

—¿Por qué?

—Hice un quintal de eso. Un quintal de krakatita. No, quizás... quizás ciento cincuenta gramos. Allí arriba, en aquella cajita de por-ce-lana. Amigo, cuando salte por los aires... Pero espera, eso no es posible, es un sinsentido —farfulló Prokop agarrándose la cabeza.

—¿Y bien?

—¿Por-por-por qué no explotó también en aquella caja? Si el polvo... por sí mismo... Espera, sobre la mesa hay una plancha... plancha... de ci-cinc... ¿Por qué razón explotó en la mesa? Es-pera, calla, calla —murmuró Prokop entre dientes y, tambaleándose, se levantó.

—¿Qué te pasa?

—La krakatita —refunfuñó Prokop, su cuerpo hizo una especie de movimiento de rotación y cayó rodando al suelo desmayado.

II

Lo primero de lo que fue consciente Prokop fue que todo a su alrededor temblaba en un chirriante traqueteo y que alguien lo agarraba con firmeza por la cintura. Tenía un miedo horrible a abrir los ojos; pensaba que todo se iba a precipitar sobre él. Pero como aquello no paraba, abrió los ojos y vio ante sí un rectángulo opaco por el que se desplazaban nebulosos círculos y rayas de luz. No sabía cómo explicarlo; miraba confundido aquellos espectros que iban pasando y dando saltos, entregado pasivamente a todo lo que le pudiera ocurrir. Después comprendió que aquel febril traqueteo eran las ruedas de un carruaje y que fuera iban pasando sólo las farolas en la niebla; y cansado de tanto mirar, cerró de nuevo los ojos y se dejó llevar.

—Ahora te vas a echar —dijo susurrando una voz sobre su cabeza—; te tomarás una aspirina y te sentirás mejor. Por la mañana traeré al doctor a verte, ¿de acuerdo?

—¿Quién está ahí? —preguntó Prokop adormilado.

—Tomeš. Estás en mi casa, Prokop. Tienes fiebre. ¿Dónde te duele?

—En todas partes. La cabeza me da vueltas. Así, ¿sabes...?

—Tú quédate ahí tumbado en silencio. Te prepararé un té y dormirás un rato. Es cosa de la excitación, ¿sabes? Una especie de fiebre nerviosa. Se te pasará de aquí a mañana.

Prokop frunció el ceño en un esfuerzo por recordar.

—Ya sé —dijo tras un instante con preocupación—. Escucha, alguien debería tirar esa caja al agua. Para que no explote.

—No te preocupes. Ahora no hables.

—Y... yo quizás podría sentarme. ¿No peso demasiado?

—No, quédate tumbado.

—... Y tienes mi cuaderno de química —recordó Prokop de repente.

—Sí, te lo daré. Pero ahora tranquilo, ¿me oyes?

—Tengo la cabeza tan pesada...

Entretanto el coche de caballos traqueteaba calle arriba por Ječná. Tomeš silbaba flojito una melodía y miraba por la ventana. Prokop respiraba roncamente emitiendo un gemido apagado. La niebla humedecía las aceras y penetraba incluso por debajo del abrigo con su baba, fría y húmeda; las calles estaban desiertas y era tarde.

—Ya llegamos —dijo Tomeš en voz alta. El coche se puso a traquetear con energías renovadas en la plaza y giró a la derecha—. Espera, Prokop, ¿puedes dar un par de pasos? Te ayudaré.

Con esfuerzo, Tomeš arrastró a su invitado hasta el segundo piso. A Prokop le parecía que era ligero y no tenía peso, y prácticamente se dejó llevar escaleras arriba; pero Tomeš resollaba y se limpiaba el sudor.

—Mira, soy como una pluma —dijo sorprendido Prokop.

—Sí, seguro —rezongó el sofocado Tomeš mientras abría la puerta de su piso.

Prokop se sentía como un niño pequeño mientras Tomeš le quitaba la ropa.

—Mi mamá —comenzó a relatar—, cuando mi mamá, hace ya, hace ya mucho tiempo, papá estaba sentado a la mesa, y mamá me llevaba a la cama, ¿entiendes?

Después, ya en la cama, tapado hasta la barbilla, le castañeteaban los dientes y miraba cómo Tomeš se afanaba junto a la chimenea y encendía rápidamente un fuego. Le entraron ganas de llorar por la emoción, la pena y la debilidad, y farfullaba sin parar; se tranquilizó una vez que tuvo en la frente una compresa fría. En ese momento contempló en silencio la habitación; se podía sentir el olor a tabaco y a mujer.

—Eres un canalla, Tomeš —dijo con seriedad—. Sigues siendo un mujeriego.

Tomeš se volvió hacia él.

—Bueno, ¿y qué?

—Nada. ¿En qué trabajas exactamente?

Tomeš hizo un gesto de desdén con la mano.

—Una miseria, amigo. Estoy sin blanca.

—De juerga.

Tomeš negó con la cabeza.

—Pues es una pena lo que pasa contigo, ¿sabes? —comenzó a decir Prokop con preocupación—. Tú podrías... Mira, yo llevo trabajando ya doce años.

—¿Y qué has conseguido? —objetó Tomeš con displicencia.

—Bueno, algo de vez en cuando. Este año he vendido dextrina explosiva.

—¿Por cuánto?

—Por diez mil. Sabes, no es nada, una bobada. Un petardo de lo más tonto, para una mina. Pero si quisiera...

—¿Te encuentras ya mejor?

—Estupendamente. ¡Yo he descubierto métodos! Amigo, el nitrato de cerio, eso sí que es una bestia apasionada; y el cloro, el cloro, el tricloruro de nitrógeno se inflama con la luz. Enciendes una bombilla, y ¡bum! Pero eso no es nada. Mira —explicó, sacando de repente de debajo de la manta una mano demacrada, horriblemente mutilada—, cuando cojo algo en la mano, yo... siento en su interior el zumbido de los átomos. Exactamente como un hormigueo. Cada sustancia tiene un hormigueo diferente, ¿entiendes?

—No.

—Es la fuerza, ¿sabes? La fuerza de la materia. La materia es extremadamente fuerte. Yo... yo puedo palpar ese bullir en ella. Lo mantiene a raya... con gran esfuerzo. En cuanto abres una grieta en su interior, se desintegra, ¡bum! Todo es una explosión. Cuando se abre una flor, eso es una explosión. Cada pensamiento es una especie de estallido en el cerebro. Cuando me das la mano, siento cómo algo explota en ti. Yo tengo un sentido del tacto extraordinario, amigo. Y oído. Todo emite un zumbido, como los polvos efervescentes. No son otra cosa que pequeñas explosiones. Tengo la cabeza como una olla de grillos... Ratatata, como una ametralladora.

—Bien —dijo Tomeš—, y ahora trágate esta aspirina.

—Sí. Aspirina explosiva. Ácido acetilsalicílico perclorado. Eso no es nada. Amigo, yo he descubierto explosivos exotérmicos. En realidad todas las substancias son explosivos. El agua... el agua es un explosivo. La arcilla... y el aire son explosivos. Las plumas, las plumas del edredón son también un explosivo. ¿Sabes?, por ahora esto sólo tiene significado teórico. Yo he descubierto explosiones atómicas. Yo... yo... yo he llevado a cabo explosiones alfa. Se des-in-te-gra en partículas de carga positiva. Nada de termoquímica. Des-truc-ción. Química destructiva, amigo. Es algo impresionante, Tomeš, puramente científico. Tengo en casa unas tablas... ¡Si tuviera los aparatos! Pero yo sólo tengo ojos... y manos... ¡Ya verás cuando escriba todo esto!

—¿No tienes ganas de dormir?

—Sí. Hoy... estoy... cansado. ¿Y qué has estado haciendo tú todo este tiempo?

—Bueno, nada. La vida.

—La vida es un explosivo, ¿sabes? ¡Bum, una persona nace y se desintegra, bum! Y a nosotros nos parece que tarda dios sabe cuántos años, ¿verdad? Espera, ahora he confundido algo, ¿no?

—Todo en orden, Prokop. Es posible que mañana yo haga bum. O sea, a no ser que tenga dinero. Pero da igual, viejo amigo, tú duerme.

—Yo te podría prestar algo, ¿no quieres?

—Déjalo. No tendrías suficiente. Quizás mi padre... —Tomeš agitó la mano.

—Así que tú todavía tienes padre —dijo Prokop tras un instante con repentina suavidad.

—Pues sí. Doctor en Týnice —Tomeš se levantó y comenzó a pasearse por la habitación—. Es una miseria, amigo, una miseria. Lo tengo crudo, ¡sí! Pero no te preocupes por mí. Yo ya... haré algo. ¡Duerme!

Prokop se tranquilizó. Con los ojos entreabiertos vio cómo Tomeš se sentaba frente a la mesa y revolvía unos papeles. En cierto modo le resultaba dulce oír el crujido de los papeles y el sordo rugido del fuego en la chimenea. El hombre inclinado sobre la mesa apoyó la cabeza en la palma de una mano; quizás ni siquiera respiraba; y a Prokop le parecía que estaba tumbado en su casa y que veía a su hermano mayor, a su hermano Josef, estudiando libros de electrotécnica para hacer mañana un examen. Prokop cayó en un sueño febril.

III

Le pareció oír un estruendo, como el de un sinnúmero de ruedas. «Debe de ser una fábrica», pensó, y corrió escaleras arriba. Sin más ni más se encontró ante unas enormes puertas en las que había una placa de cristal: Plinio. Se alegró una enormidad y pasó al interior.

—¿Está el señor Plinio? —preguntó a una señorita sentada ante una máquina de escribir.

—En seguida viene —dijo la señorita, y en esto se aproximó a él un hombre alto, bien afeitado, vestido con un chaqué y con unas enormes gafas redondas ante sus ojos.

—¿Qué desea? —dijo.

Prokop miró con curiosidad su rostro, extraordinariamente singular. Tenía una bocaza de tipo británico y la frente abombada, llena de prominencias; en la sien una verruga del tamaño de una moneda de veinte céntimos y un mentón como el de un actor de cine.

—¿Usted... usted... no es usted... Plinio?

—Por favor —dijo el hombre alto, y con un gesto seco señaló hacia el interior de su despacho.

—Estoy muy... es para mí... un inmenso honor —tartamudeó Prokop al tomar asiento.

—¿Qué desea? —le interrumpió el hombre alto.

—He desintegrado la materia —anunció Prokop. Plinio no dijo ni mu; sólo jugueteaba con un llavín de acero y cerraba sus pesados párpados tras sus gafas—. En efecto, es del siguiente modo —comenzó a decir Prokop atropelladamente—. Todo se desintegra, ¿no? La materia es frágil. Pero yo haré que se desintegre de golpe, ¡bum! Una explosión, ¿entiende? En pedazos. En moléculas. En átomos. Pero también he desintegrado átomos.

—Es una pena —dijo Plinio circunspecto.

—¿Por qué... una pena?

—Es una pena romper cualquier cosa. Incluso un átomo. Bueno, continúe.

—Yo... desintegraré el átomo. Sé que Rutherford ya... Pero eso fue sólo un muermo con radiación, ¿sabe? No es nada. Eso se debe hacer en masse. Si quiere, haré explotar una tonelada de bismuto; hará saltar en pedazos el mundo entero, pero da igual. ¿Quiere?

—¿Por qué iba usted a hacerlo?

—Es... interesante desde el punto de vista científico —se trabucó Prokop—. Espere, cómo podría... Es... es ex-tre-ma-da-men-te interesante —se agarró la cabeza—. Espere, me va a reventar la ca-be-za; será... desde el punto de vista científico... inmensamente interesante, ¿no? Ahá, ahá —espetó aliviado—, se lo explicaré. La dinamita... la dinamita despedaza la materia en fragmentos, en guijarros, pero el benceno trioxizónico los convierte en polvo; hace tan sólo un pequeño agujero, pero de-desintegra la materia enen-en partículas submicroscópicas, ¿entiende? Eso lo provoca la velocidad de detonación. La materia no tiene tiempo de ceder; ya no puede ni ro-roperse, romperse, ¿sabe? Y yo... yyyo he intensificado la velocidad de detonación. Ozono argónico. Ozono clorargónico. Tetrargón. Y así sucesivamente. Después ni siquiera el aire puede ceder; es igual de rígido que... que una lámina de acero. Se desintegra en moléculas. Y así sucesivamente. Y de pronto... a partir de cierta velocidad... la fuerza de detonación comienza a elevarse de una forma atroz. Crece... cuadráticamente. Me quedo mirando como un idiota. ¿De dónde sale? ¿De de de dónde ha salido de golpe esa energía? —insistía, febril, Prokop—. Dígamelo.

—Bueno, quizás del átomo —propuso Plinio.

—Ahá —anunció Prokop victorioso, y se limpió el sudor—. Ahí está la gracia. Sencillamente del átomo. Hace colisionar los átomos entre sí... y... rrr... rompe la capa beta... y el núcleo no puede sino desintegrarse. Eso es una explosión alfa. ¿Sabe usted quién soy yo? Yo soy la primera persona que ha superado el coeficiente de compresión, caballero. Yo he descubierto la explosión atómica. Yo... yo he extraído tántalo del bismuto. Escuche, ¿sabe usted la cantidad de energía que hay en un gramo de mercurio? Cuatrocientos sesenta y dos millones de kilográmetros. La materia es terriblemente fuerte. La materia es un regimiento que marca el paso: uno, dos, uno, dos; pero dele la orden adecuada y el regimiento se lanzará al ataque, ¡en avant! Eso es una explosión, ¿entiende? ¡Hurra!

Prokop se sobrecogió con su propio grito; sentía palpitaciones en su cabeza hasta tal punto que dejó de comprender lo que estaba ocurriendo.

—Disculpe —dijo desviando la conversación para disimular su desconcierto, y buscó con su mano temblorosa la pitillera—. ¿Fuma usted?

— No.

—Los antiguos romanos ya fumaban —aseguró Prokop, y abrió la pitillera; lo único que había allí eran pesados cartuchos—. Encienda uno —insistió—, es un nobel extra, ligerito —él mismo mordió el extremo de un cartucho de tetril y buscó cerillas—. No es nada —empezó a decir—, pero ¿conoce usted el cristal explosivo? Una pena. Escuche, yo puedo fabricarle papel explosivo. Escribe una carta, alguien la tira al fuego y ¡bum! El edificio entero se desmorona. ¿Quiere?

—¿Para qué? —preguntó Plinio levantando las cejas.

—Porque sí. La fuerza debe salir al exterior. Le diré algo. ¿Si caminara por el techo, qué resultaría de este hecho? Yo, ante todo, hago caso omiso de la teoría de valencias. Se puede hacer todo. ¿Oye cómo truena ahí fuera? Está oyendo crecer la hierba: no es otra cosa que explosiones. Cada semillita es una cápsula explosiva que volará por los aires. ¡Puf!, como un cohete. Y esos idiotas piensan que no existe la tautomería. Yo les mostraré una merotropía tal, que se volverán locos. Pura experiencia de laboratorio, caballero.

Prokop sentía horrorizado que no hacía sino enlazar disparates; quería evitarlo y parloteaba cada vez más rápido, confundiendo el tocino con la velocidad. Plinio asentía, serio, con la cabeza; incluso balanceaba todo su cuerpo cada vez más y más profundamente, como si hiciera reverencias. Prokop farfullaba fórmulas confusas sin poder parar, mirando con los ojos como platos a Plinio, que se balanceaba a una velocidad cada vez mayor, como una máquina. El suelo comenzó a oscilar y elevarse bajo sus pies.

—¡Pero pare ya, hombre! —gritó Prokop aterrorizado, y se despertó.

En vez de ver a Plinio, vio a Tomeš, que, sin apartar la vista de la mesa, gruñó:

—No grites, por favor.

—No estoy gritando —dijo Prokop, y cerró los ojos. Sentía palpitar su cabeza con latidos rápidos y dolorosos.

Le parecía que volaba, como mínimo a la velocidad de la luz; sentía algo así como una opresión en el corazón, pero sólo era la contracción de Lorentz-FitzGerald, se dijo; «debo de estar plano como una tortita». Y de repente se erguían ante él inmensos prismas de cristal; no, eran sólo planos infinitos, perfectamente pulimentados, que se interseccionaban y entrecruzaban en afilados ángulos como modelos cristalográficos; y justo contra una de esas aristas iba lanzado a una velocidad impresionante. «¡Cuidado!», se gritó a sí mismo, ya que en una milésima de segundo iba a estrellarse; pero en ese momento ya se alejaba volando a la velocidad del relámpago, directo hacia el vértice de una inmensa pirámide. Se reflejó como un rayo y fue proyectado hacia una pared de cristal lisa, resbaló por ella, descendió con un silbido hasta un ángulo agudo, centelleando como loco entre sus paredes, fue lanzado hacia atrás contra no sabía bien qué, rebotando de nuevo fue a caer de bruces sobre una aguda arista, pero en el último momento fue relanzado hacia arriba. Estuvo a punto de abrirse la cabeza contra el plano euclídeo del infinito, pero cayó en picado y de cabeza hacia abajo, hacia abajo, hacia la oscuridad: un violento impacto, una dolorosa sacudida en todo el cuerpo, pero en seguida se incorporó de nuevo y emprendió la fuga. Salió pitando por un pasillo laberíntico y escuchó tras de sí las pisadas de sus perseguidores. El pasillo se estrechaba, se encogía, sus paredes se acercaban en un movimiento aterrador e inevitable; y Prokop se hizo delgado como un punzón, contuvo la respiración y corrió como alma que lleva el diablo, presa de un terror desenfrenado, para atravesarlo antes de que las paredes lo aplastaran. Se cerró tras él con un golpe pétreo, mientras él mismo se precipitaba hacia el abismo por una silbante pared de hielo. Un golpe horrible, y perdió la consciencia. Cuando volvió en sí, vio que se encontraba en la más profunda oscuridad; palpó las viscosas paredes de piedra y pidió ayuda a gritos, pero de su boca no salía ni un sonido. Tal era ahí la oscuridad.

Castañeteando los dientes por el terror, fue dando traspiés por el fondo del precipicio. A tientas, encontró un corredor lateral, y se lanzó por él: se trataba en realidad de unas escaleras, y arriba, infinitamente lejos, brillaba una diminuta abertura, como en el pozo de una mina. Así que corrió hacia arriba por infinidad de escalones, horriblemente empinados; pero allí arriba no había más que una plataforma, una endeble plataforma de chapa, chirriante y oscilando sobre una vertiginosa sima, y abajo giraban en espiral unas escaleras sin fin construidas con láminas de metal. En ese momento escuchó a su espalda la respiración jadeante de sus perseguidores. Fuera de sí por el miedo, se lanzó dando vueltas escaleras abajo; tras él, férreas, rechinaban y retumbaban las pisadas de una multitud de enemigos. Y de pronto la escalera de caracol desembocó bruscamente en el vacío. Prokop soltó un aullido, extendió los brazos y, todavía girando como en un remolino, cayó a un abismo sin fondo. La cabeza le daba vueltas, ya ni veía ni oía nada. Con las piernas flojeando, corrió sin saber hacia dónde, atrapado por un terrible y ciego impulso: debía llegar a cierto sitio antes de que fuera tarde. Cada vez más rápido, corría por aquel pasillo sin fin; de cuando en cuando pasaba ante un semáforo en el cual aparecía un número cada vez más alto: 17, 18, 19. De repente comprendió que corría en círculos y que aquellos números marcaban la cantidad de vueltas. 40, 41. Lo invadió un terror insoportable: iba a llegar tarde y no podría salir de allí. Corría a una velocidad frenética, de modo que al pasar junto al semáforo le parecía tan sólo un poste del telégrafo visto desde el tren. ¡Y aún más rápido! Ya ni siquiera pasaba junto al semáforo, más bien se mantenía en el mismo sitio y contaba a la velocidad del rayo miles y decenas de miles de revoluciones, pero no había ni rastro de la salida de aquel pasillo, que era a primera vista recto y brillante como el túnel bajo el Elba de Hamburgo, y, sin embargo, se torcía en círculo. Sollozaba de miedo: ¡es el universo de Einstein, y yo debo llegar antes de que sea tarde! De pronto resonó un grito horrible, y Prokop se quedó petrificado: era la voz de su padre, alguien lo estaba asesinando. De modo que se lanzó a dar vueltas aún más rápido; el semáforo desapareció, se hizo la oscuridad. Prokop palpó a tientas las paredes hasta que encontró una puerta cerrada con llave; tras ella se podían oír unos alaridos desesperados y los golpes de los muebles al caer. Chillando por el terror, Prokop clavó las uñas en la puerta, punzándola y arañándola; la redujo a astillas y encontró tras ella la tan familiar escalinata que cada día lo conducía a casa cuando era pequeño; y en lo más alto se asfixiaba su padre, alguien lo estaba estrangulando y arrastrando por el suelo. Gritando, Prokop voló escaleras arriba: estaba en casa, en el pasillo; vio las jarras y el armario del pan de su madre, y la puerta de la cocina entreabierta, y en el interior su padre emitía los últimos estertores y suplicaba que no lo mataran; alguien le golpeó la cabeza contra el suelo. Quería acudir en su ayuda, pero una fuerza ciega, demencial, lo obligaba a correr en círculos allí, en el pasillo, cada vez más rápido y en círculos, y a reír con estridentes carcajadas, mientras en el interior se extinguían y ahogaban los gemidos de su padre. E incapaz de liberarse de aquel círculo vertiginoso y aberrante, corriendo cada vez más rápido, Prokop bramó con una demencial risa de terror.

En ese momento se despertó, cubierto de sudor y castañeteando los dientes. Tomeš estaba de pie junto a su cabeza y le ponía en la frente, que estaba al rojo vivo, una nueva compresa fría.

—Está bien, está bien —farfulló Prokop—, ya no volveré a dormirme.

Y se quedó tumbado en silencio mirando a Tomeš, sentado junto a la lámpara. «Jirka Tomeš», se dijo, «y, espera, también el compañero Duras, y Honza Buchta, Sudík, Sudík, Sudík, ¿y quién más? Sudík, Trlica, Trlica, Pešek, Jovanovič, Mádr, Holoubek, que llevaba gafas, esa era nuestra clase de química». Dios, ¿y quién era aquél? Ahá, era Vedral, ése cayó en el año dieciséis, y tras él se sentaban Holoubek, Pacosvký, Trlica, Šeba, todo el curso. Y de repente escuchó: «El señor Prokop va a examinarse».

Se asustó lo indecible. En la cátedra estaba sentado el profesor Wald, que se acariciaba la barba con su mano enjuta, como siempre.

—Cuénteme —dijo el catedrático Wald—, ¿qué sabe usted de los explosivos?

—Explosivos, explosivos —comenzó a decir Prokop, nervioso—, su explosividad se basa en que que que súbitamente se desarrolla un gran volumen de gas que que se genera a partir de un volumen de masa explosiva mucho menor... Discúlpeme, no es correcto.

—¿Cómo? —preguntó Wald con severidad.

—Yo yo yo he descubierto la explosión alfa. La explosión, en efecto, se produce por la desintegración del átomo. Las partículas del átomo salen volando... volando...

—Tonterías —le interrumpió el catedrático—. No existen los átomos.

—Existen existen existen —farfulló Prokop—. Por favor, yo yo yo lo demostraré...

—Una teoría obsoleta —gruñó el catedrático—. No existe el átomo, existen sólo gumetales. ¿Sabe usted lo que es un gumetal?

Prokop estaba bañado en sudor por el miedo. No había oído esa palabra en su vida. ¿Gumetal?

—No lo sé —dijo angustiado en voz baja.

—Ya ve usted —dijo secamente Wald—. Y encima se atreve a presentarse al examen. ¿Qué sabe de la krakatita?

Prokop se quedó tremendamente sorprendido.

—La krakatita —susurró— es un... es un explosivo totalmente nuevo que... que hasta ahora...

—¿Qué provoca la ignición? ¿Qué? ¿Qué lo hace explotar?

—Las ondas hertzianas —soltó Prokop con alivio.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque explotó sin más ni más. Porque... porque no había ninguna otra causa. Y porque...

—¿Y bien?

—... su síntesis... la conseguí du-du-durante... una oscilación de alta frecuencia. Por el momento no se puede explicar; pero yo creo que... que fue algún tipo de onda electromagnética.

—Así es. Yo lo sé. Ahora escriba en la pizarra la fórmula química de la krakatita.

Prokop cogió un trozo de tiza y garabateó en la pizarra su fórmula.

—Léala.

Prokop recitó la fórmula en voz alta. Entonces el catedrático Wald se levantó y dijo de repente, con una voz totalmente diferente:

—¿Cómo? ¿Cómo es?

Prokop repitió la fórmula.

—¿Tetrargón? —preguntó el catedrático rápidamente—. ¿Cuánto Pb?

—Dos.

—¿Cómo se fabrica? —preguntó la voz, extrañamente cercana—. ¡El método! ¿Cómo se fabrica? ¿Cómo? ¿... Cómo se fabrica la krakatita?

Prokop abrió los ojos. Inclinado sobre él, con un lápiz y una libreta en la mano, estaba Tomeš, que, conteniendo la respiración, observaba sus labios.

—¿Qué? —farfulló Prokop intranquilo— ¿Qué quieres? ¿Cómo... cómo se hace?

—Estabas soñando algo —dijo Tomeš, y escondió la libreta tras su espalda—. Duerme, hombre, duerme.

IV

Acabo de irme de la lengua, comprendió Prokop con una esquina del cerebro que estaba más despejada. Pero por lo demás le era sumamente indiferente; tan sólo le apetecía dormir, dormir sin parar. Vio una especie de alfombra turca, cuyo diseño se desplazaba, confundía y transformaba sin fin. No era nada importante, y sin embargo en cierto modo lo alteraba; e incluso en sueños deseaba ver de nuevo a Plinio. Se esforzaba por componer su figura; en vez de eso tenía ante sí un rostro abominable, deformado por una mueca, que hacía crujir sus grandes dientes amarillos hasta triturarlos y después escupía los trozos. Quería huir de él; se le ocurrió la palabra «pescador», y ¡vaya!, se le apareció un pescador sobre aguas brumosas y con una red llena de peces; se dijo «andamio», y vio un verdadero andamio, hasta el último ensamblaje y agarradera. Durante largo rato se entretuvo inventando palabras y observando las imágenes proyectadas por ellas; pero después, después ni empleando todas sus fuerzas fue ya capaz de recordar palabra alguna. Puso todo su empeño en encontrar al menos una única palabra o cosa, pero fue inútil; en ese momento el pánico de la impotencia lo empapó de sudor frío. «Tengo que proceder según un método», se propuso; «empezaré de nuevo desde el principio, si no, estoy perdido». Por suerte recordó la palabra «pescador», pero se le apareció un recipiente de arcilla para el queroseno, de un galón, vacío; fue horrible. Se dijo «silla», y surgió con extraña minuciosidad la valla alquitranada de una fábrica, con algo de hierba triste y polvorienta y arcos oxidados. «Esto es una locura», se dijo con gélida lucidez; «esto es, señores, la típica demencia, hiperfábula ugongui dugongui Darwin». En aquel momento ese término técnico le pareció, quién sabe por qué, brutalmente divertido, y soltó una sonora carcajada que casi lo ahoga y que lo despertó.

Estaba totalmente cubierto de sudor y destapado. Miraba con ojos febriles a Tomeš, que se movía apresuradamente por la habitación y metía algunas cosas en una maleta; pero no lo reconoció.

—Escuche, escuche —empezó a decir—, esto es para partirse de risa, escuche, pero espere, tiene que oírlo, escuche...

Quería contarle, como si fuera una broma, aquel extraño término técnico, y le entró la risa antes de tiempo; pero por más que se esforzó, le resultó imposible recordarlo, se puso de mal humor y se calló.

Tomeš se puso un gabán y se caló un gorro; cuando ya estaba cogiendo la maleta, dudó y se sentó en el borde de la cama junto a Prokop.

—Escucha, viejo —dijo con preocupación—, ahora debo irme. A casa de mi padre, a Týnice. Si no me da dinero, entonces... ya no volveré, ¿sabes? Pero no te preocupes. Por la mañana vendrá la portera y te traerá a un médico, ¿de acuerdo?

—¿Qué hora es? —preguntó Prokop indiferente.

—Las cuatro... Las cuatro y cinco minutos. Quizás... ¿no te hace falta nada?

Prokop cerró los ojos, decidido a no interesarse ya por nada en el mundo. Tomeš lo tapó con cuidado, y se hizo el silencio.

De pronto abrió los ojos de par en par. Vio sobre él un techo desconocido; debajo, un adorno también desconocido recorría sus bordes. Alargó la mano para alcanzar su mesilla, pero sólo alcanzó el vacío. Se dio la vuelta sobresaltado, y en vez de su amplia mesa de laboratorio vio una mesita ajena con una lamparilla. Allí donde solía estar la ventana había un armario; donde se encontraba el lavabo, había una puerta. Todo aquello lo confundió tremendamente; no lograba comprender qué le ocurría, dónde se encontraba, y sobreponiéndose al mareo, se sentó en la cama. Poco a poco se dio cuenta de que no estaba en su casa, pero no lograba recordar cómo había llegado hasta allí.

—¿Quién es? —preguntó en voz alta a la buena de dios, moviendo con dificultad la lengua.

—Quiero beber —alzó la voz después de un rato—. ¡Quiero beber!

Reinaba un silencio torturante. Se levantó de la cama y, tambaleándose un poco, fue a buscar agua. En el lavabo encontró una garrafa y bebió de ella con avidez; pero cuando regresaba a la cama se le doblaron las piernas y se sentó en una silla: no podía seguir. Se quedó sentado, quizás durante mucho tiempo; después comenzó a tiritar por el frío, ya que se había empapado con el agua de la garrafa, y sintió pena por sí mismo: estaba en algún lugar y él mismo no sabía dónde, ni siquiera podía alcanzar la cama y estaba solo, confuso y desvalido. En ese momento estalló en un llanto hiposo e infantil.

Cuando se hartó de llorar, sintió que tenía la cabeza algo más despejada. Incluso pudo llegar hasta la cama, y se acostó castañeteando los dientes. Apenas hubo entrado en calor, cayó en un profundo letargo sin sueños.

Cuando se despertó, la persiana estaba subida y dejaba paso a un día gris, y la habitación estaba un poco arreglada; no lograba comprender quién lo había hecho, pero por lo demás se acordaba de todo, de la explosión del día anterior, de Tomeš y de su partida. En cambio le dolía la cabeza de un modo delirante, sentía una opresión en el pecho y lo torturaba una tos desgarradora. «Esto no va bien», se dijo, «esto no va nada bien»; tendría que irse a casa y echarse. Así que se levantó y empezó a vestirse, descansando a ratos. Se sentía como si algo le aplastara el pecho con una presión espantosa. Después se sentó, indiferente a todo y respirando con dificultad.

En ese momento sonó el timbre con un toque corto y suave. A duras penas, recobró fuerzas y fue a abrir. En el umbral, en el pasillo, se encontraba una muchacha joven con el rostro cubierto por un velo.

—¿Vive aquí... el señor Tomeš? —preguntó apresurada y angustiada.

—Por favor —dijo Prokop, y se apartó de su camino; y cuando, vacilando un poco, pasó al interior muy cerca de él, la muchacha exhaló un olor, sutil y encantador, que él inhaló con placer.

Le ofreció asiento junto a la ventana y se sentó a su lado, manteniéndose erguido como buenamente podía. Sintió que por el propio esfuerzo tenía un aspecto severo y rígido, lo que confundía infinitamente tanto a él mismo como a la chica. Bajo el velo, ella se mordía los labios y bajaba la mirada; ¡ay, esa adorable tersura del rostro, ay, esas manos pequeñas y tremendamente agitadas! De repente levantó la mirada, y Prokop contuvo la respiración por el aturdimiento y la admiración; así de hermosa le parecía.

—¿El señor Tomeš no está en casa? —preguntó la muchacha.

—Tomeš se ha marchado —dijo Prokop vacilante—. Esta noche, señorita.

—¿A dónde?

—A Týnice, a casa de su padre.

—Pero, ¿va a volver?

Prokop se encogió de hombros. La joven inclinó la cabeza; sus manos luchaban contra algo.

—¿Y le ha dicho por qué... por qué...?

—Me lo ha dicho.

—¿Y piensa usted que... que lo hará?

—¿Qué, señorita?

—Que se pegará un tiro.

Prokop recordó en un destello que había visto cómo Tomeš guardaba un revólver en la maleta. «Quizás mañana haga bum», lo escuchó de nuevo murmurando entre dientes. No quiso decir nada, pero seguramente tenía una expresión muy seria.

—¡Oh, dios, oh, dios —exclamó la muchacha—, pero esto es horrible! Diga, diga...

—¿Qué, señorita?

—¡Si... si alguien pudiera ir a buscarlo! Si alguien le dijera... si le diera... Entonces no tendría que hacerlo, ¿comprende? Si alguien fuera a buscarlo hoy mismo...

Prokop miraba sus manos, desesperadas, que se iban cerrando con fuerza y elevando.

—Entonces iré allí, señorita —dijo en voz baja—. Casualmente... tengo que hacer un viaje en esa dirección. Si usted quisiera... yo...

La joven levantó la cabeza.

—¿De verdad —exclamó alegre—, usted podría...?

—Yo soy un... viejo amigo suyo, ¿sabe? —explicó Prokop—. Si usted quiere darle algún recado... o enviarle algo... yo de buena gana...

—Dios, es usted muy bueno —suspiró la muchacha.

Prokop se ruborizó ligeramente.

—Es una minucia, señorita —se defendió—. Casualmente... tengo justo ahora tiempo libre... de todas formas quiero ir a alguna parte, y en cualquier caso... —sacudió la mano turbado—. No merece la pena hablar de ello. Haré todo lo que usted quiera.

La joven se sonrojó y rápidamente miró hacia otro lado.

—No sé cómo podría... agradecérselo —dijo confundida—. Siento mucho que... que usted... Pero es tan importante... Y además es usted su amigo... No piense usted que yo misma... —entonces se sobrepuso y clavó sus claros ojos en Prokop—. Debo mandarle algo. De parte de otra persona. No puedo decirle...

—No hace falta —dijo Prokop con rapidez—. Se lo daré, y se acabó. Para mí es un placer poder ayudarla... ayudarlo... ¿Es que está lloviendo? —preguntó de repente mirando el abrigo de piel de la joven, cubierto de gotas.

—Sí, está lloviendo.

—Eso está bien —opinó Prokop; pero estaba pensando en lo agradablemente refrescante que sería si pudiera poner su frente en aquel abrigo.

—No lo tengo aquí —dijo ella al levantarse—. Será sólo un pequeño paquete. Si pudiera usted esperar... Se lo traeré dentro de dos horas.

Prokop, muy rígido, hizo una reverencia; en efecto, temía perder el equilibrio. En la puerta ella se giró y lo miró fijamente.

—Hasta la vista —y desapareció.

Prokop se sentó y cerró los ojos. Las gotitas de lluvia sobre al abrigo, un velo espeso y cuajado de rocío; la voz ahogada, el olor, las manos inquietas en unos guantes estrechos, pequeños; el fresco olor, la mirada clara y perturbadora bajo unas cejas hermosas, firmes. Las manos en el regazo, los blandos pliegues de la falda sobre las fuertes rodillas. ¡Ay, esas pequeñas manos en unos guantes ajustados! El olor, la voz lúgubre y temblorosa, el rostro suave y algo pálido. Prokop apretó los dientes hasta que le tembló la boca. Triste, confusa y valiente. Ojos de un azul grisáceo, ojos limpios y luminosos. ¡Oh, dios, oh, dios, cómo rozaba el velo sus labios!

Prokop dio un grito y abrió los ojos. «Es la chica de Tomeš», se dijo con una furia ciega. «Ella sabía por dónde tenía que pasar, no era la primera vez que estaba aquí. Quizás aquí... justo aquí, en esta habitación...» Prokop, en una agonía insoportable, se clavó las uñas en la palma de la mano. «¡Y yo, como un idiota, me ofrezco a ir a buscarlo! ¡Yo, idiota, yo le voy a llevar una cartita! ¿Qué... qué... qué me importa a mí?».

En ese momento se le ocurrió la idea salvadora. «Huiré a casa, a mi laboratorio, allí arriba. ¡Y ella, que venga aquí! ¡Que haga después lo que quiera! ¡Que... que... que vaya a buscarlo ella misma, si... si le importa...!».

Echó un vistazo a la habitación; vio la cama deshecha, se avergonzó y la hizo, tal como acostumbraba en casa. Después le pareció que no estaba lo suficientemente bien hecha, volvió a hacerla, la igualó y alisó, y después ya ordenó todo por todas partes, limpió, intentó fruncir con estilo las cortinas, tras lo cual se sentó con la cabeza hecha un lío y el pecho aplastado por una dolorosa presión, y esperó.

V

Soñó que atravesaba un enorme huerto. A su alrededor, por todas partes, no hay más que cabezas de repollo, pero no son repollos, más bien cabezas humanas: deformadas por las muecas y viscosas, legañosas y balbuceantes, deformes, acuosas, granulosas y abombadas cabezas humanas; salen de tallos secos y trepan por ellos repugnantes orugas verdes. Pero mira, a través del campo corre hacia él la muchacha del velo en el rostro; se remanga un poco la falda y salta por encima de las cabezas humanas. De debajo de cada una de ellas crecen unas manos desnudas, asombrosamente delgadas y peludas, e intentan agarrarle las piernas y la falda. La muchacha grita, presa de un terror demencial, y se levanta más la falda, por encima de sus fuertes rodillas; descubre sus blancas piernas y se esfuerza por salvar a saltos aquellas manos que intentan echarle la zarpa. Prokop cierra los ojos: no soporta la visión de sus blancas y fuertes piernas, y enloquece de angustia ante la posibilidad de que aquellas cabezas de repollo puedan deshonrarla. Entonces se arroja al suelo y empieza a cortar con una navaja de bolsillo la primera cabeza; ésta chilla como un animal y lanza mordiscos a su mano con unos dientes enormes. Ahora la segunda, la tercera cabeza; Jesús, ¿cuándo segará ese inmenso campo para llegar hasta la muchacha, que lucha allí, en el otro extremo de aquel huerto sin fin? Salta frenético y pisotea aquellas monstruosas cabezas, las aplasta a pisotones, les da patadas; sus piernas se enredan en sus delgadas zarpas, como ventosas, cae, es atrapado, desmembrado, estrangulado, y todo desaparece.

Todo desaparece en un torbellino vertiginoso. Y de repente se oye cerca una voz ahogada: «Le traigo el paquete». Da un respingo y abre los ojos, y ante él, de pie, está la muchachita de Hybšmonka, bizca y embarazada, con el vientre mojado, que le tiende algo envuelto en un trapo húmedo. «No es ella», se estremece de dolor Prokop, y de golpe ve ante él a la vendedora, triste y larguirucha, que con unos palillos de madera le suele estirar los guantes. «No es ella», se resiste Prokop, y ve a una niña abotargada con unas piernecitas raquíticas que... que... ¡que se le ofrece de forma impúdica! «¡Vete de aquí!», grita Prokop, y entonces se le aparece una regadera abandonada en medio de un bancal de coles mustias y cubiertas de caracoles, que no desaparece a pesar de todo su esfuerzo.

En ese momento sonó el timbre, bajo, como el piar de un pajarillo. Prokop se precipitó hacia la puerta y abrió: en el umbral se encontraba la muchacha del velo, que apretaba un paquete contra su pecho y jadeaba.

—Es usted —dijo Prokop en voz baja, y (sin saber por qué) infinitamente conmovido. La joven entró rozándole el hombro; su olor alcanzó a Prokop con un torturante efecto embriagador. Se quedó de pie en medio de la habitación.

—Por favor, no se enfade —dijo en voz baja y como con prisa—, por encargarle esto. Ni siquiera sabe por qué... por qué yo... Si supusiera para usted algún problema...

—Iré —profirió Prokop con voz ronca.

La muchacha clavó en él, muy cerca, sus ojos, serios, limpios.

—No se haga una idea equivocada de mí. Yo sólo tengo miedo de que el señor... de que su amigo haga algo que le... que atormentaría a otra persona hasta el fin de sus días. Yo tengo tanta confianza en usted... Usted lo salvará, ¿verdad?

—Con mucho gusto —dijo Prokop con un hilo de voz algo extraña y temblorosa; hasta tal punto lo enajenaba el entusiasmo—. Señorita, yo... lo que quiera... —desvió la mirada; temía decir alguna inconveniencia, que quizás se oyera cómo le latía el corazón, y se avergonzaba de su torpeza. Su confusión alteró incluso a la muchacha: se ruborizó, no sabía hacia dónde mirar.

—Gracias, se lo agradezco —intentó decir, también con una voz algo insegura, mientras apretaba en la mano un paquete lacrado. Se hizo el silencio, lo que provocó a Prokop un mareo dulce y doloroso. Sintió con escalofrío que la muchacha escrutaba de reojo su cara; y cuando dirigió su mirada hacia ella, vio que miraba al suelo y esperaba, preparándose para poder sostener su mirada. Prokop sintió que debía decir algo para salvar la situación; en vez de eso tan sólo movía los labios mientras le temblaba todo el cuerpo.

Por fin la joven movió una mano y susurró:

—El paquete... —Prokop había olvidado por qué escondía la mano derecha tras la espalda, e intentó coger con ella el grueso sobre. La muchacha palideció y retrocedió—. Está usted herido —exclamó —. ¡Enséñeme la mano! —Prokop la escondió rápidamente.

—No es nada —aseguró de inmediato—, es... es sólo que se me ha inflamado un poco... se me ha inflamado una pequeña herida, ¿sabe?

La chica, lívida, siseó, como si ella misma sintiera el dolor.

—¿Por qué no va al médico? —dijo con brusquedad—. ¡Usted no puede ir a ninguna parte! Yo... ¡mandaré a otra persona!

—Pero si ya se está curando —objetó Prokop, como si le arrebataran algo muy preciado—. De verdad, esto ya está... casi bien, sólo es un arañazo, y, en cualquier caso, es una tontería; ¿por qué no habría de ir? Y además, señorita, en un asunto de este tipo... no puede mandar usted a un extraño, ¿sabe? Pero si ya no me duele, mire —y agitó la mano derecha.

La joven levantó las cejas con severa compasión.

—¡No puede ir! ¿Por qué no me lo dijo? ¡Yo... yo., yo no lo permitiré! No quiero...

Prokop estaba totalmente desilusionado.

—Mire, señorita —soltó ardoroso—, esto, con toda seguridad, no es nada; estoy acostumbrado. Mire, aquí —y le mostró la mano izquierda, en la que le faltaba casi todo el dedo meñique y el nudillo del índice estaba abultado en una cicatriz nudosa—. Son gajes del oficio, ¿sabe? —ni siquiera se fijó en que la muchacha retrocedía, palideciéndole los labios, y le miraba el costurón que tenía en la frente, desde el ojo hasta el nacimiento del pelo—. Se produce una explosión y ya está. Como un soldado. Me levanto y sigo corriendo al ataque, ¿entiende? No me puede pasar nada. Bueno, ¡démelo! —le cogió el paquete de la mano, lo lanzó a lo alto y lo atrapó—. Ningún problema, no señor. Iré como un caballero. ¿Sabe?, yo, yo hace tiempo que no he viajado a ninguna parte. ¿Ha estado en América?

La muchacha callaba y lo miraba con el ceño fruncido.

—Que digan que tienen nuevas teorías —farfulló Prokop febril—; pero espere, yo les enseñaré, cuando salgan a la luz mis cálculos. Es una pena que no entienda usted de esto; yo se lo explicaría, confío en usted, confío en usted, pero en él no. No confíe en él —dijo con insistencia—, tenga cuidado. Es usted tan hermosa —suspiró emocionado—. Allí arriba nunca tengo oportunidad de hablar con nadie. Aquello es sólo una barraca de madera, ¿sabe? ¡Ja, ja, tenía usted tanto miedo de aquellas cabezas! Pero yo no la abandonaré, no pasa nada; no tenga miedo de nada. Yo no la abandonaré.

Ella lo miraba con los ojos fuera de las órbitas por el horror.

—¡Pero usted no puede marcharse!

Prokop se entristeció y languideció.

—No, no debe hacer caso de lo que digo. No he dicho más que tonterías, ¿no? Sólo quería que dejara de pensar en la mano. Que no tuviera miedo. Ya se me ha pasado —se sobrepuso a la emoción, estaba tieso y hosco por la misma concentración—. Iré a Týnice y encontraré a Tomeš. Le daré el paquete y le diré que se lo envía una señorita que conoce. ¿Es correcto?

—Sí —dijo la muchacha titubeando—, pero usted no puede...

Prokop intentó esbozar una sonrisa suplicante; su rostro, grave, lleno de cicatrices, de repente se hizo hermoso.

—Permítame ir —dijo en voz baja—, pero si es... es... por usted.

La joven parpadeó; estaba a punto de echarse a llorar por la intensa emoción. Asintió en silencio y le dio la mano. Él levantó su deforme mano izquierda; ella la miró con curiosidad y se la apretó con fuerza.

—Se lo agradezco tanto —dijo rápidamente—, ¡adiós!

Se paró en la puerta y quiso decir algo; apretaba el pomo con la mano y esperaba...

—¿Tengo que... saludarlo... de su parte? —preguntó Prokop con una media sonrisa.

—No —suspiró y le echó una mirada apresurada—. Hasta la vista.

La puerta se cerró tras ella. Prokop la miró, de repente se sintió mortalmente débil e indispuesto, le daba vueltas la cabeza, y le costó infinito esfuerzo dar un único paso.

VI

En la estación tuvo que esperar una hora y media. Estuvo sentado en el vestíbulo, temblando de frío. La mano herida le palpitaba con un dolor inhumano; cerraba los ojos y entonces le parecía que la mano dolorida crecía, que era tan grande como su cabeza, como una calabaza, como una olla para hervir la colada, y que en toda su extensión se contraía, ardiente, la carne desollada. Aparte de eso estaba mareado hasta la náusea y de la frente le brotaba constantemente el frío sudor de la angustia. No podía mirar las baldosas del vestíbulo, sucias, llenas de escupitajos y de barro, para evitar que se le revolviera el estómago. Se levantó las solapas del abrigo y cayó en un sueño superficial, vencido poco a poco por una infinita indiferencia. Soñó que era de nuevo soldado y que yacía herido a campo abierto; ¿dónde... dónde seguían luchando? En ese momento sonó bruscamente la campana y alguien anunció: «¡Týnice, Duchcov, Moldava, pasajeros al tren!».

Así que ya estaba sentado en el vagón junto a la ventana y lo invadía una alegría desbordante, como si hubiera conseguido engañar a alguien o huir de alguien. «Ahora, amiguito, ya estoy viajando a Týnice y nada me puede detener». Casi soltó una carcajada de júbilo, se repanchingó en su rincón y con enorme agudeza empezó a contemplar a sus compañeros de viaje. Frente a él se sentaban un sastrecillo de cuello delgado, una señora enjuta y morena, y también un individuo con un rostro extrañamente inexpresivo; junto a Prokop, un señor extremadamente gordo, cuya tripa apenas le cabía entre las piernas, y quizás alguien más, eso ya da igual. Prokop no podía mirar por la ventana porque le daba vértigo. Ratata ratata ratata, traqueteaba el tren, todo chirriaba, retumbaba, vibraba por la propia premura. Al sastrecillo se le balanceaba la cabeza a derecha e izquierda, derecha e izquierda. La señora morena, rígida, botaba en su sitio de una forma extraña. El rostro inexpresivo temblaba y se agitaba como un fotograma defectuoso en una película. Y el grueso vecino de asiento..., ése era un montón de gelatina que se bamboleaba, se sacudía, saltaba de un modo tremendamente ridículo. Týnice, Týnice, Týnice, recitaba Prokop con cada una de las revoluciones de las ruedas del tren; ¡más rápido!, ¡más rápido! El tren se caldeaba por la precipitación, hacía calor allí, Prokop sudaba de acaloramiento. El sastrecillo tenía ahora dos cabezas sobre dos cuellos delgados, ambas cabezas temblaban y chocaban una contra otra hasta tintinear como un sonajero. La señora morena seguía brincando en su sitio de un modo burlón y ofensivo; fingía intencionadamente ser un títere de madera. El rostro inexpresivo había desaparecido; en su lugar se sentaba un torso con las manos apoyadas como un peso muerto sobre el regazo; las manos, sin vida, saltaban, pero el torso no tenía cabeza.

Prokop hizo acopio de todas sus fuerzas para poder observar todo bien. Se pellizcó las piernas, pero no sirvió de nada: el tronco seguía sin tener cabeza y se entregaba exangüe al traqueteo del tren. Prokop cayó presa de una horrible angustia; dio un codazo a su grueso compañero de asiento, pero éste sólo se agitó gelatinosamente, y a Prokop le pareció que aquel obeso cuerpo se reía de él sin voz. Ya no podía mirar todo aquello; se giró hacia la ventana, pero allí, como salida de la nada, vio una cara humana. En un principio no supo qué era lo que le resultaba en ella tan chocante; la contempló con los ojos desencajados y se dio cuenta de que era otro Prokop que lo miraba fijamente, con terrorífica atención. «¿Qué quiere?», se horrorizó Prokop. «Dios mío, ¿no habré olvidado el paquete en el piso de Tomeš?» Rápidamente palpó todos los bolsillos y encontró el sobre en el del pecho. Entonces la cara de la ventana sonrió y Prokop sintió un gran alivio. Incluso se atrevió a echar un vistazo al cuerpo sin cabeza; y, ¡vaya!, aquel hombre se había puesto el sobretodo colgado sobre la cabeza y dormía bajo él. A Prokop también le habría gustado hacerlo, pero temía que alguien le robara el sobre lacrado del bolsillo. Sin embargo, el sueño se apoderó de él: estaba insoportablemente cansado; nunca habría podido imaginar que era posible estar tan cansado. Se adormiló, se zafó del sueño con los ojos como platos, para echar de nuevo una cabezada. La señora morena tenía una cabeza botando sobre los hombros y otra que sujetaba en su regazo con ambas manos. Y en lo referente al sastre, en su lugar se sentaba sólo un traje vacío, sin cuerpo, del que asomaba el mazuelo de porcelana de un mortero. Prokop se durmió, pero de repente se despertó sobresaltado con la profunda convicción de estar en Týnice; quizás alguien lo había avisado desde fuera, o el tren había parado.

Se bajó corriendo y vio que ya era de noche. Dos o tres personas se apearon en una estación diminuta y titilante, tras la cual había sólo una oscuridad incierta y nebulosa. Indicaron a Prokop que a Týnice podía ir únicamente en coche de correos, si es que quedaba todavía sitio. El coche de correos no era más que un pescante con un cajón para envíos tras él; y en el pescante ya estaban sentados el cartero y un pasajero.

—Por favor, lléveme a Týnice —dijo Prokop.

El cartero meneó la cabeza con infinita tristeza.

—No puede ser —dijo al instante.

—¿Por qué? ¿Cómo es eso?

—Ya no queda sitio —dijo el cartero con sensatez.

A Prokop se le amontonaron las lágrimas en los ojos de la pena.

—¿Cómo está de lejos... a pie?

El cartero, compasivo, reflexionó.

—Bueno, a una hora —dijo.

—Pero yo... ¡no puedo ir a pie! ¡Debo ir a casa del doctor Tomeš! —protestó Prokop abatido.

El cartero recapacitó.

—¿Es usted... como... paciente?

—Me encuentro mal —musitó Prokop; realmente tiritaba de debilidad y frío.

El cartero caviló y negó con la cabeza.

—Cuando no se puede... —dijo finalmente.

—Yo quepo, yo... si hubiera tan sólo un poquito de espacio, yo...

En el pescante se hizo el silencio. El cartero se rascó el bigote hasta hacerlo crujir. Después, sin decir ni una palabra, se bajó, hizo algo en el tirante y se marchó en silencio hacia la estación. El pasajero sentado en el pescante ni siquiera se movió.

Prokop estaba tan agotado que se tuvo que sentar en el guardarruedas. «No voy a llegar», sintió desesperado; «me quedaré aquí, hasta... hasta que...».

El cartero regresó de la estación con una caja vacía. De algún modo la introdujo en la superficie del pescante y, reflexionando, la observó.

—Bueno, pues siéntese ahí —dijo por fin.

—¿Dónde? —preguntó Prokop.

—Pues... en el pescante.

Prokop se encaramó al pescante de un modo tan sobrenatural que parecía que lo empujaran fuerzas celestiales. El cartero, de nuevo, hizo algo en la correa, se sentó después en la caja con las piernas colgando y cogió las riendas.

—¡Hiii! —dijo.

El caballo no hizo ni un movimiento. Sólo tembló. El cartero azuzó con un suave y gutural «rrr». El caballo sacudió la cola y soltó una sonora ventosidad.

—Rrrrr.

El correo se puso en marcha. Prokop se agarró crispado a la barandilla; sentía que mantenerse en el pescante era algo que sobrepasaba sus fuerzas.

«Rrrrr». Le parecía que aquel canto agudo y rechinante galvanizaba de algún modo al viejo caballo. Corría renqueando, movía la cola y a cada paso soltaba ventosidades perfectamente audibles.

«Rrrrr». Iban por un paseo de árboles desnudos. La oscuridad era negra como la boca del lobo; sólo el tembloroso rayito de luz del faro se arrastraba por el barro. Prokop, con los dedos agarrotados, se aferraba a la barandilla; sentía que había perdido el control de su cuerpo por completo, que no debía caer, que se estaba debilitando sin límite. Alguna que otra ventana iluminada, el paseo, el campo, negro. «Rrrrr». El caballo no paraba de ventosear y trotaba torciendo las patas de un modo rígido y antinatural, como si estuviera muerto hace tiempo.

Prokop miró de soslayo a su compañero de viaje. Era un viejo con el cuello envuelto en una bufanda; masticaba algo sin parar, rumiaba, mascaba y de nuevo lo escupía. Y entonces Prokop recordó que ya había visto antes esa figura. Era aquella cara monstruosa de su sueño, la que crujía sus grandes dientes hasta que quedaban molidos y después escupía los trozos. Era algo extraño y terrorífico.

«Rrrrr». El camino giraba, serpenteaba monte arriba y abajo. Una casa de labor, se oyó a un perro, un hombre pasó por el camino y dijo «buenas noches». Aumentaba el número de casas, avanzaban monte arriba. El correo viró, el agudo «rrrr» cesó repentinamente y el caballo se paró.

—Ahí vive el doctor Tomeš —dijo el cartero.

Prokop quiso decir algo, pero fue incapaz; quería soltar la baranda, pero le resultaba imposible, porque los dedos se le habían agarrotado.

—Bueno, ya hemos llegado —dijo de nuevo el cartero. Poco a poco el calambre fue desapareciendo y Prokop se apeó del pescante. Le temblaba todo el cuerpo. Como de memoria, abrió el portillo y llamó al timbre de la puerta. En el interior un ladrido furioso y una voz joven: «¡Honzík, silencio!». La puerta se abrió, y, moviendo con dificultad la lengua, Prokop preguntó:

—¿Está el doctor en casa?

Silencio durante un instante; después la voz joven dijo:

—Pase.

Prokop se quedó de pie en un cuarto cálido; sobre la mesa una lámpara y la cena, olía a madera de haya. Un hombre mayor con unas gafitas en la frente se levantó de la mesa, se acercó a Prokop y dijo:

—Y bien, ¿qué puedo hacer por usted?

Prokop, frunciendo el ceño, intentó recordar para qué estaba allí.

—Yo... es que... —comenzó—, ¿está su hijo en casa?

El hombre mayor observó atentamente a Prokop.

—No está. ¿Qué le ocurre?

—Jirka... Jiří —balbuceó Prokop—, yo soy... amigo suyo y le traigo... tengo que darle... —sacó del bolsillo el sobre lacrado—. Es... un asunto importante y... y...

—Jirka está en Praga —lo interrumpió el hombre mayor—. ¡Pero, hombre, por lo menos siéntese!

Prokop se sorprendió lo indecible.

—Siempre decía... decía que iba a venir aquí. Yo tengo que darle... —el suelo se tambaleaba bajo él y comenzó a inclinarse.

—Anička, una silla —gritó el anciano con una voz extraña.

Prokop alcanzó a escuchar todavía un grito ahogado antes de caer redondo al suelo. Una oscuridad insondable se cernió sobre él, y después ya no hubo nada.

VII

No había nada. Tan sólo parecía que de cuando en cuando se abría un claro en la niebla: surgía el dibujo de una pared pintada, la moldura tallada de un armario, la esquina de una cortina o el friso del techo; o una cara se inclinaba sobre él, como sobre la boca de un pozo, una cara cuyos rasgos, sin embargo, no podía discernir. Sucedía algo, alguien humedecía de vez en cuando su boca, ardiente, o levantaba su cuerpo inerte, pero todo desaparecía en fragmentos de sueño que iban discurriendo. Eran paisajes, dibujos de alfombras, cálculos diferenciales, esferas de fuego, fórmulas químicas; sólo en ocasiones algo salía a la superficie y se convertía durante un instante en un sueño más nítido, para a continuación volver a desvanecerse en la corriente principal de la inconsciencia.

Finalmente llegó el momento en que volvió en sí. Vio sobre él un techo cálido y seguro con un friso de estuco. Sus ojos encontraron sus propias manos, mortecinamente blancas, sobre una colcha de flores; tras ellas hallaron el borde de la cama, un armario y una puerta blanca: todo agradable, tranquilo y ya familiar. No tenía ni idea de dónde se encontraba; quería reflexionar sobre ello, pero tenía la cabeza insufriblemente débil. Todo comenzó a resultar confuso de nuevo, así que cerró los ojos y descansó en un estado de resignada debilidad.

La puerta chirrió bajito. Prokop abrió los ojos y se sentó en la cama, como si algo lo hubiera impulsado. Y junto a la puerta apareció una muchacha, más bien espigada y rubia, con unos ojos claros y atónitos, la boca medio abierta por la sorpresa, que apretaba contra su pecho una tela de lienzo blanco. Indecisa, no hizo ni un movimiento, agitó sus largas pestañas y su boquita rosada comenzó a sonreír, insegura y con timidez.

Prokop frunció el ceño: buscaba con esfuerzo algo que decir, pero tenía la cabeza totalmente en blanco. Movía los labios sin decir palabra y observaba a la chica con ojos algo severos que intentaban recordar.

Gunumai se, anassa —se le agolparon las palabras en la boca, de repente y casi sin darse cuenta—, ¿theos ny tis e brotos essi? Ei men tis theos essi, toi uranom euryn echusin, Artemidi se ego ge, Dios kure megaloio, eidos te megethos te t'anchista eisko —y así sucesivamente, verso tras verso, brotó el saludo divino con el que Ulises se dirigió a Nausícaa—. Yo te imploro, oh reina, seas diosa o mortal. Si eres una de las deidades que poseen el anchuroso cielo, te hallo muy parecida a Ártemis, hija del gran Zeus, por tu hermosura, por tu grandeza y por tu natural. Y si naciste de los hombres que moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre, tu venerada madre y tus hermanos, pues su alma debe de alegrarse a todas horas intensamente cuando ven a tal retoño salir a las danzas.

La muchacha, sin mover ni un músculo, como petrificada, escuchó aquel saludo en una lengua desconocida; y en su suave frente se acumuló tanta confusión, sus ojos parpadeaban de un modo tan infantil y tan temeroso, que Prokop duplicó el fervor de Ulises arrojado a la orilla, apenas comprendiendo él mismo el sentido de sus palabras.

Keinos d'au per i keri makartatos —recitaba con rapidez—. Y dichosísimo en su corazón, más que otro alguno, quien consiga, descollando por la esplendidez de sus donaciones nupciales, llevarte a su casa como esposa. Que nunca se ofreció a mis ojos mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte.

Sebas m'echei eisoroonta. La joven se ruborizó, como si comprendiera el saludo del héroe griego. Una torpe y encantadora confusión la tenía atada de pies y manos, y Prokop, entrelazando sus manos sobre la colcha, habló como si rezara.

Delo de pote —continuó cada vez más rápido—, solamente una vez vi algo que se te pudiera comparar, en un joven retoño de palmera que creció en Delos, junto al ara de Apolo (estuve allá con numeroso pueblo, en aquel viaje del cual habían de seguirme numerosos males): de suerte que a la vista del retoño, quedéme estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un vástago como aquél. De la misma manera te contemplo con admiración, ¡oh, mujer!, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado por un mal muy grande.

Deidia d'ainos: sí, tenía mucho miedo, pero también la muchacha lo tenía, y apretaba contra su pecho aquella sábana blanca sin apartar los ojos de Prokop, que se apresuraba a expresar su sufrimiento:

—Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de permanencia en el mar, en el cual me vi a merced de las olas y de los veloces torbellinos desde que desamparé la isla Ogygia, y algún numen me ha echado acá, para que padezca nuevas desgracias, que no espero que hayan acabado, antes los dioses deben depararme muchas todavía. —Prokop respiró con dificultad y alzó sus manos, espantosamente demacradas—. ¡Alla, anass', eleaire! Pero tú, ¡oh, reina!, apiádate de mí, ya que eres la primera persona a la que me acerco después de sufrir tantos males y me son desconocidos los hombres que viven en la ciudad y en esta comarca. Muéstrame la población y dame un trapo para atármelo alrededor del cuerpo, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa.

Entonces el rostro de la joven se serenó hasta cierto punto, sus húmedos labios se entreabrieron. Quizás Nausícaa se dispusiera a intervenir, pero Prokop todavía quería bendecirla por esa nubecilla de adorable compasión que sonrosaba sus mejillas.

Soi de theoi tosa doien, hosa fresi sesi menoinas. Y los dioses te concedan cuanto tu corazón anhele: marido, familia y feliz concordia, pues no hay nada mejor ni más útil que cuando gobiernan su casa el marido y la mujer con ánimo acorde, lo cual produce gran pena a sus enemigos y alegría a quienes los quieren, y son ellos quienes más aprecian sus ventajas.

Las últimas palabras de Prokop apenas fueron un susurro. Él mismo entendía con dificultad lo que estaba recitando: brotaba con fluidez y ajeno a su voluntad desde algún rincón desconocido de su memoria. Hacía ya casi veinte años que, a duras penas, se había abierto paso a través de la dulce melodía del canto número seis. Le produjo incluso alivio físico dejarlo fluir libremente; su cabeza ganó en ligereza y claridad, se sentía casi en la gloria en aquella laxa y dulce debilidad, y tembló en sus labios una sonrisa confusa.

La muchacha sonrió, se movió y dijo:

—¿Y bien? —avanzó un pasito y se echó a reír—. ¿Qué es lo que ha dicho?

—No lo sé —dijo Prokop inseguro.

Entonces se abrió de par en par la puerta entreabierta e irrumpió en el cuarto una cosa pequeña y peluda que dio un ladrido y saltó a la cama sobre Prokop.

—¡Honzík —gritó la chica asustada—, abajo!

Pero el perrillo ya estaba lamiéndole la cara a Prokop y, presa de una alegría frenética, se arrebujaba en la colcha. Prokop se echó la mano a la cara para limpiarse, y, pasmado, sintió bajo ella una barba. «Pero qué... qué», tartamudeó, y enmudeció por la sorpresa. El perro empezó a desvariar: mordía con desbordante ternura las manos de Prokop, gañía, bufaba, y, ¡toma!, alcanzó con su húmedo morro incluso el pecho.

—¡Honzík —gritaba la muchacha—, estás loco! ¡Deja al señor! —corrió hacia la cama y cogió al perrillo en sus brazos—. ¡Por Dios, Honzík, eres un tonto!

—Déjelo —pidió Prokop.

—Pero si tiene usted la mano herida —objetó la chica con gran seriedad, estrechando contra su pecho al perro, que luchaba por desasirse.

Prokop miró su mano derecha sin entender. Desde el pulgar y a lo largo de la palma de la mano se extendía una ancha cicatriz, cubierta por una pielecilla nueva, delgada, rojiza, que le provocaba un agradable picor.

—¿Dónde... dónde estoy? —se sorprendió.

—En nuestra casa —dijo ella con una extremada naturalidad que en seguida tranquilizó a Prokop.

—En vuestra casa —repitió con alivio, aunque no tenía la más mínima idea de dónde era eso—. ¿Y durante cuánto tiempo?

—Veinte días. Y todo el tiempo... —la muchacha quiso decir algo, pero se lo calló—. Honzík ha estado durmiendo con usted —añadió rápidamente, y se sonrojó sin saber por qué, mientras mecía al perro como a un niño pequeño—. ¿Lo sabía?

—No lo sabía —intentó recordar Prokop— ¿Es que he estado durmiendo?

—Todo el tiempo —espetó—. Ya era hora de que se fuera despertando —puso al perro en el suelo y se acercó a la cama—. ¿Se encuentra mejor...? ¿Quiere algo?

Prokop negó con la cabeza; no se le ocurría nada que pudiera querer.

—¿Qué hora es? —preguntó inseguro.

—Las diez. No sé qué le está permitido comer; cuando venga papá... Papá se pondrá tan contento... ¿Quiere algo?

—Un espejo —dijo Prokop vacilando.

La muchacha rompió a reír y salió corriendo. A Prokop le zumbaba la cabeza: continuamente intentaba recordar y continuamente se le escapaba todo. Y allí estaba ya la muchacha, diciendo algo y dándole un espejo. Prokop quiso levantar la mano, pero, dios sabe por qué, le resultó imposible. La chica le colocó el mango entre los dedos, pero el espejo cayó sobre la colcha. La muchacha palideció, se inquietó y le puso el espejo ante los ojos. Prokop echó un vistazo: vio una cara con la barba crecida y un rostro casi desconocido. Observaba y no lograba comprender, y le empezaron a temblar los labios.

—Túmbese, túmbese en seguida otra vez —le ordenó una fina vocecilla casi llorosa, y unas rápidas manos le colocaron la almohada. Prokop se echó boca arriba y cerró los ojos. «Sólo voy a echar una cabezadita», pensó, y se hizo el silencio, dulce, profundo.

VIII

Alguien le estaba tirando de la manga. «Vamos, vamos», decía ese alguien, «ya tendríamos que ir despertándonos, ¿no?». Prokop abrió los ojos y vio a un anciano con una calva sonrosada y una barba blanca, gafitas doradas en la frente y una mirada vivaz.

—Deje de dormir, honorable señor —dijo—, ya es suficiente; o se despertará en el otro mundo.

Prokop, sombrío, miró de arriba abajo al anciano. Le apetecía echar una cabezadita.

—¿Qué quiere? —dijo porfiando—. ¿Y... con quién tengo el honor?

El anciano se echó a reír.

—El doctor Tomeš, para servirle. Usted no se ha dignado a reparar en mi existencia hasta ahora, ¿verdad? Pero no se preocupe por eso. Bueno, ¿cómo nos encontramos?

—Prokop —dijo el enfermo con frialdad.

—Bien, bien —respondió el doctor con satisfacción—. Y yo que pensaba que era usted la Bella Durmiente. Y ahora, señor ingeniero —dijo animado—, tenemos que echarle un vistazo. Bueno, no ponga mala cara —le escamoteó el termómetro de debajo de la axila y emitió un leve gruñido—. Treinta y ocho. Hombre de dios, está usted hecho una birria. Tenemos que alimentarlo, ¿verdad? No se mueva.

Prokop sintió en el pecho una suave calva y una oreja fría que lo recorrió de un hombro a otro, del abdomen a la garganta, movimiento acompañado de un confortante refunfuño.

—Bueno, maravilloso —dijo por fin el doctor, y se colocó las gafas ante los ojos—. A la derecha se oye un ruidillo y el corazón... bueno, eso se arreglará, ¿verdad? —se inclinó hacia Prokop, le metió los dedos entre el pelo y, a la vez, con el pulgar, le levantó y le echó hacia atrás un párpado—. Se acabó el dormir, ¿lo hemos entendido? —dijo mientras examinaba algo en las pupilas—. Conseguiremos unos libros y leeremos. Comeremos algo, nos beberemos un vasito de vino y... ¡No se mueva! Que no voy a morderle.

—¿Qué me pasa? —preguntó Prokop con timidez.

El doctor se incorporó.

—Bueno, ahora ya nada. Escuche, ¿cómo llegó usted hasta aquí?

—¿Dónde es aquí?

—Aquí, a Týnice. Le recogimos del suelo y... ¿Pero, hombre, de dónde ha venido?

—No sé. De Praga, ¿no? —recordó Prokop.

El doctor sacudió la cabeza.

—¡En tren desde Praga! ¡Con una inflamación de las meninges! ¿Es que había perdido el juicio? ¿Sabe usted lo que es eso?

—¿Qué?

—Una meningitis. En su variante letárgica. Y además de eso, una pulmonía. Cuarenta grados, ¿eh? Amigo, con algo así uno no se va de excursión. Y sabe que... Bueno, enséñeme en seguida la mano derecha.

—Eso... eso es sólo un rasguño —se defendió Prokop.

—Bonito rasguño. Una infección de la sangre, ¿entiende? Cuando se recupere, le diré que ha sido... que ha sido un burro. Discúlpeme —dijo con digno enfado—, por poco digo algo peor. ¡Una persona con estudios, y no se da cuenta que tiene para tres exitus! ¿Pero cómo pudo mantenerse siquiera en pie?

—No lo sé —susurró Prokop avergonzado.

El doctor quería seguir con la reprimenda, pero rezongó e hizo un gesto con la mano.

—¿Cómo se encuentra? —comenzó con severidad—. Algo atontado, ¿no? Nada de memoria, ¿verdad? Y aquí, aquí un poco —se dio unas palmadas en la frente—, un poco flojo, ¿eh?

Prokop guardó silencio.

—Así que ahora, señor ingeniero —siguió el doctor con el sermón—, no hay que preocuparse por eso. Durará algún tiempo, ¿eh? ¿Me entiende? No puede forzar la cabeza. Nada de pensar. La recuperará... por partes. Sólo un trastorno pasajero, una ligera amnesia, ¿me entiende? Se le pasará por sí solo, ¿eh? ¿Me entiende?

El doctor gritaba, sudaba y se exasperaba, como si discutiera con un sordomudo. Prokop lo observaba con atención y dijo con tranquilidad:

—¿Entonces me quedaré imbécil?

—Pero no, no —se alteró el doctor—. Totalmente descartado. Pero sencillamente... durante algún tiempo... trastorno de la memoria, problemas de concentración, cansancio y síntomas de ese tipo, ¿me entiende? Alteraciones en la coordinación, ¿comprende? Descanso. Tranquilidad. No hacer nada. Honorable señor, dé gracias a Dios por haber sobrevivido.

—Sobrevivido —repitió tras un instante, y se sonó la nariz alegremente en un pañuelo—. Escuche, nunca había tenido un caso como éste. Usted vino con un delirio de aúpa, cayó redondo al suelo, y finis, me despido de ustedes. ¿Qué tenía que hacer con usted? El hospital está lejos, y la chica por usted... esto... lloraba a moco tendido... y al fin y al cabo, vino usted como invitado a visitar... a Jirka, a mi hijo, ¿o no? Así que lo acogimos aquí, ¿me entiende? Bueno, para nosotros no es molestia. Pero nunca había visto a un invitado tan entretenido. ¡Dormir veinte días del tirón, muchas gracias! Mientras mi colega, el jefe médico, le sajaba la mano, ni siquiera se dignó usted a despertarse, ¿eh? Un paciente tranquilo, a fe mía que sí. Bueno, eso ya da igual. Menos mal que ya se ha recuperado, hombre —el doctor se dio unas sonoras palmadas en los muslos—. ¡Diablos, deje ya de dormir! Caballero, eh, caballero, podría usted dormirse ya para toda la eternidad, ¿me oye? ¡Maldita sea, haga un esfuerzo por dominarse un poco! Déjelo ya, ¿me oye?

Prokop asintió con flojedad; sentía que un velo se interponía entre él y la realidad, un velo que lo envolvía todo, lo nublaba y lo silenciaba.

—¡Andula —escuchó en la lejanía una voz agitada—, vino! ¡Trae vino!

Unos pasos rápidos, una conversación que parecía desarrollarse bajo el agua, y el refrescante sabor del vino que le resbalaba garganta abajo. Abrió los ojos y vio a la muchacha inclinada sobre él.

—No puede usted dormir —dijo la muchacha alterada, y sus larguísimas pestañas se agitaron, como cuando late el corazón.

—No lo haré —se disculpó Prokop obediente.

—Se lo ruego, honorable señor —el doctor trasteaba junto a la cama—. Vendrá de la ciudad el jefe médico, de modo extraordinario, para una consulta. Que vea que nosotros los matasanos de pueblo también sabemos algo, ¿o no? Tiene usted que aguantar —con excepcional habilidad levantó a Prokop y le colocó las almohadas tras la espalda—. Así, ahora el señor se quedará sentado; y dejará el sueño hasta después de comer, ¿verdad? Yo tengo que ir a la consulta. Y tú, anda, siéntate aquí y cotorrea; en otras ocasiones hablas por los codos, ¿no? Y si quisiera dormir, llámame; ya me las arreglaré yo con él —se dio la vuelta junto a la puerta y refunfuñó—. Pero... me alegro, ¿entiende? ¿Eh? ¡Así que cuidado!

Los ojos de Prokop se deslizaron hasta la joven. Estaba sentada algo más allá, con las manos en el regazo, y por Dios que no sabía de qué hablar. Entonces levantó la cabeza y entreabrió la boca. Escuchemos qué sale de sus labios; pero por de pronto sólo se avergonzó, se lo calló y bajó aún más la cabeza. Se veían sólo sus largas pestañas, temblando sobre las mejillas.

—Papá es tan brusco —dijo finalmente—. Está tan acostumbrado a gritar... a pelearse... con los pacientes... —el material, por desgracia, se le había acabado. Sin embargo (como caído del cielo) apareció en sus dedos un delantal, que se dejó doblar durante largo rato de múltiples e interesantes formas bajo la atenta ondulación de sus curvas pestañas.

—¿Qué es ese tintineo? —preguntó Prokop tras largo rato.

Ella giró la cabeza hacia la ventana; tenía un hermoso cabello rubio que le iluminaba la frente y un jugoso brillo en sus labios húmedos.

—Son las vacas —dijo con alivio—. Ahí hay una casa de labor, ¿sabe? Esta casa forma parte también de una hacienda. Papá tiene un caballo y un carro... Se llama Fricek.

—¿Quién?

—El caballo. Usted nunca ha estado en Týnice, ¿verdad? Aquí no hay nada. Sólo paseos de árboles y campo... Cuando vivía mamá, aquí era todo más alegre; nuestro Jirka solía venir de visita... Ya hace más de un año que no viene; discutió con papá y... ni siquiera escribe. Ni siquiera se permite hablar de él en casa... ¿Lo ve a menudo?

Prokop negó con la cabeza con decisión. La muchacha suspiró y quedó absorta en sus pensamientos.

—Él es... no sé. Un poco raro. Aquí no hacía otra cosa que pasearse con las manos en los bolsillos y bostezar... Ya sé que aquí no hay nada; pero aun así... Papá también está contento de que se haya quedado en nuestra casa —finalizó de forma rápida y algo inconexa.

Fuera, en alguna parte, comenzó a cacarear, ronco y ridículo, un joven gallo. De repente, allí abajo, estalló una especie de agitación gallinácea: se podía oír un salvaje «co-co-co» y el ladrido del perro, gruñendo victorioso. La joven se levantó de un salto. «¡Honzík persigue a las gallinas!». Pero en seguida se sentó de nuevo, decidida a abandonar a las gallinas a su fortuna. Reinaba un silencio agradable y diáfano.

—No sé de qué hablar —dijo al rato con la más hermosa sencillez—. Le leeré el periódico, ¿quiere?

Prokop sonrió. Allí estaba ella, con el periódico ya en la mano, y atacando con valentía el editorial. El equilibro financiero, los presupuestos del Estado, un crédito en descubierto... La encantadora e insegura vocecilla recitaba sosegada aquellos asuntos infinitamente serios, y Prokop, que sencillamente no la escuchaba, se sintió mejor que si durmiera profundamente.

IX

A Prokop ya le permitían levantarse de la cama durante una horita al día. Por el momento arrastraba las piernas de cualquier manera y, por desgracia, no tenía mucha conversación; le dijeras lo que le dijeras, por lo general respondía con parquedad, a la vez que se disculpaba con una tímida sonrisa.

Digamos, por ejemplo, a mediodía (estamos a principios de abril): suele sentarse en el jardín en un banco. Junto a él el hirsuto terrier Honzík se ríe a mandíbula batiente bajo sus mojados bigotes de inspector, ya que por lo visto está orgulloso de su función de acompañante, y se relame y entorna los ojos de alegría cuando la zurda de Prokop, llena de cicatrices, le acaricia la tibia y peluda cabeza. A esa hora el doctor suele escaparse de la consulta, la gorra de vez en cuando le patina por la tersa calva, se pone en cuclillas y planta verduras; con sus gruesos y cortos dedos deshace los terrones de abono y rellena con cuidado la cama de los brotes jóvenes. Al rato se empieza a irritar y gruñe; ha clavado su pipa en algún lugar del huerto y no logra encontrarla. Entonces Prokop se incorpora y con la perspicacia de un detective (puesto que en la cama lee novelas de detectives) se dirige directamente hacia la pipa extraviada; lo cual aprovecha Honzík para sacudirse con gran alboroto.

A esa hora Anči (pues así, y de ningún modo Andula, desea que la llamen) suele ir a regar el huerto de su padre. En la mano derecha lleva la regadera, la izquierda surca el aire; una llovizna plateada borbotea sobre la joven arcilla, y si aparece Honzík por las inmediaciones, recibe un azote o un coscorrón en su cabeza hueca; entonces empieza a gañir desesperado y busca protección junto a Prokop.

Durante toda la mañana desfilan pacientes por la consulta. Echan gargajos en la sala de espera y callan; cada uno de ellos piensa sólo en su propio sufrimiento. A veces resuena en la consulta un horrible grito cuando el doctor le extrae una muela a algún chiquillo. En esas ocasiones Anči, presa del pánico, se pone también a salvo junto a Prokop; pálida y fuera de sí, agita con angustia sus largas pestañas y espera hasta que pasa el terrible suceso. Finalmente el chico sale corriendo fuera con un lánguido gemido, y Anči se disculpa torpemente por su delicada cobardía.

Algo totalmente diferente es cuando se para frente a la casa del doctor un carro cubierto de paja y dos tipos suben con cuidado por las escaleras a un hombre gravemente herido. Tiene una mano destrozada o una pierna rota o la cabeza reventada por una coz; el sudor frío se agolpa en su frente, horriblemente pálida, y en voz baja, con heroico autocontrol, gime. En toda la casa reina un silencio trágico; en la consulta, sin apenas ruido, se desarrolla algo serio; la gorda y alegre sirvienta camina de puntillas, Anči tiene los ojos llenos de lágrimas y los dedos temblorosos. El doctor entra como un vendaval a la cocina, con un grito pide ron, vino o agua, y su redoblada rudeza oculta una amarga compasión. Y durante todo el día siguiente guarda silencio, y se sulfura, y da portazos.

Pero hay también una gran fiesta, la célebre feria anual del médico de aldea: la vacunación de los niños. Cientos de madres mecen a retoños que berrean, chillan, duermen; llenan la consulta, el pasillo, la cocina y el jardín. Anči anda como loca: querría acunar, mecer y cambiar los pañales a todos esos niños sin dientes, desgañitados y cubiertos de pelusa en un ataque entusiasta de maternidad propio de la diosa Cibeles. Incluso al anciano doctor le brilla la calva de un modo más ostentoso de lo habitual, va sin gafas desde la mañana para no asustar a los críos, y sus ojos nadan en un mar de cansancio y alegría.

En otras ocasiones suena un timbrazo impaciente en medio de la noche. Después rugen junto a la puerta unas voces, el doctor refunfuña y el cochero, Jozef, debe enganchar los caballos. En algún lugar de la aldea, tras un ventanuco iluminado, viene al mundo otro ser humano. El doctor regresa ya por la mañana, cansado pero satisfecho, y apesta a ácido fénico a una distancia de diez pasos; pero así es como más le gusta a Anči.

Además hay aquí otros personajes: la gorda y risueña Nanda en la cocina, que todo el día canta y cascabelea y se dobla de la risa. A continuación el serio cochero Jozef, de bigotes colgantes, historiador; lee continuamente libros de Historia y le gusta exponer, por ejemplo, las Guerras Husitas o los secretos históricos de la provincia. Luego el jardinero de la hacienda, todo un mujeriego, que cada día pasa por el jardín del médico, le vacuna las rosas, corta las ramas y provoca a Nanda peligrosos ataques de risa. También el peludo y alegre Honzík, que ya hemos mencionado antes, que acompaña a Prokop, espanta a las pulgas y a las gallinas, y adora ir en el pescante del carro del médico. Fric es un viejo jamelgo un poco canoso, amigo de los conejos, un caballo sensato y de buen corazón; acariciar su morro tibio y sensible es sencillamente el colmo de la placidez. Por último, el rubicundo ayudante de la finca, enamorado de Anči, la cual, aliada con Nanda, le toma el pelo sin compasión. El capataz de la finca, viejo zorro y granuja, que suele ir a jugar al ajedrez con el doctor; el doctor se indigna, se encoleriza y pierde. Y otros personajes locales, entre los cuales el increíblemente tedioso agrimensor, interesado en política, aburre a Prokop con el derecho que le otorga su condición de colega.

Prokop lee mucho, o finge leer. Su cara, llena de cicatrices y seria, no revela gran cosa, sobre todo acerca de la desesperada lucha secreta que libra con su alterada memoria. Especialmente los últimos años de trabajo han sufrido bastantes desperfectos; las fórmulas y procesos más sencillos están ahí, y Prokop escribe en los márgenes de los libros fórmulas incompletas que afloran en su cabeza cuando menos piensa en ellas. Después se va a jugar con Anči al billar, ya que es un juego en el que no hace falta hablar demasiado. También se apodera de Anči la seca e impenetrable seriedad de Prokop; juega concentrada, apunta frunciendo el ceño con severidad, pero cuando la bola se dirige, como adrede, hacia otra parte, abre la boca sorprendida y con la lengua le indica el camino correcto.

Las noches junto a la lámpara. El que más charla es el doctor, naturalista entusiasta sin conocimientos de ningún tipo. Sobre todo lo fascinan los últimos enigmas del mundo: la radioactividad, la infinitud del espacio, la electricidad, la relatividad, el origen de la materia y de la humanidad. Es un materialista acérrimo, y precisamente por eso siente un misterioso y dulce terror al enfrentarse a cuestiones irresolubles. En ocasiones Prokop no puede contenerse y corrige la ingenuidad, propia de Büchner, de sus opiniones. Entonces el anciano lo escucha con verdadera devoción y comienza a respetar enormemente a Prokop, especialmente en aquellos puntos en los que a él no le alcanza el entendimiento, digamos, por ejemplo, el potencial de resonancia o la física cuántica. Anči simplemente se queda sentada apoyando la barbilla en la mesa; es ya mayor para esta postura, pero evidentemente desde la muerte de su madre se ha olvidado de crecer. Ni siquiera pestañea y mira por turnos, con los ojos como platos, a su padre y a Prokop, y vice versa.

Y las noches, las noches son tranquilas y anchas como en todas partes en el campo. En algunas ocasiones llega del establo el tintineo de una cadena; en otras, a mayor o menor distancia, rompen a ladrar unos perros. Atraviesa el firmamento una estrella fugaz, la lluvia primaveral comienza a susurrar en el jardín o el solitario pozo gotea con un sonido argénteo. El puro y abisal frío sopla a través de una ventana abierta, y uno se va quedando dormido en un sueño beatífico sin ensoñaciones.

X

En fin, las cosas iban mejor; día a día Prokop recobraba la vitalidad, como si la vida regresara a él a pequeños pasos. Sentía tan sólo cierto embotamiento de la cabeza, tenía todavía la sensación de estar un poco como en sueños. No le quedaba sino mostrar su agradecimiento al doctor y continuar por sus propios medios. Una vez intentó anunciarlo después de la cena, pero todos se quedaron callados sin decir esta boca es mía. Y después el anciano doctor cogió a Prokop del brazo y lo condujo a la consulta; tras dar algunos rodeos le espetó con una rudeza no exenta de turbación que no debía marcharse, que era mejor que descansara, que todavía no podía tenerlas todas consigo, en fin, que se quedara y punto. Prokop le llevó la contraria sin demasiada convicción; la verdad era que aún no se sentía recuperado y que en cierto modo se había malacostumbrado. En resumen, ni hablar de marcharse por el momento.

Por las tardes el doctor se encerraba en su consulta.

—Venga alguna vez a sentarse conmigo, ¿no? —dijo a Prokop como de pasada. Prokop lo sorprendió frente a todo tipo de frascos, tarros y polvos—. Sabe, aquí, en este lugar, no hay botica —explicó el doctor—, tengo que fabricar los medicamentos yo mismo —y con sus dedos gruesos y temblorosos se puso a medir la dosis de cierta sustancia en una balanza. Tenía unas manos poco firmes, la balanza botaba y giraba en ellas. El anciano se enfadaba, resoplaba, aparecieron en su nariz gotitas de sudor—. Como no puedo ver como dios manda —disculpó el anciano a sus dedos.

Prokop miró durante un rato, después, sin decir nada, le arrebató la balanza de las manos. Clap, clap, y el medicamento ya estaba pesado al miligramo. Y el segundo, y el tercero. La delicada balanza simplemente bailaba en manos de Prokop.

—Pero mira, mira —se sorprendió el doctor, siguiendo atónito las manos de Prokop, destrozadas, nudosas, con los nudillos deformados, las uñas rotas y unos cortos muñones en lugar de algunos de los dedos—. ¡Hombre, sí que tiene usted unas manos hábiles!

Después de un rato Prokop ya estaba extendiendo un ungüento, contando gotas y calentando tubos de ensayo. El doctor estaba exultante y pegaba etiquetas. En media hora tuvo lista toda la farmacia, e incluso le quedaba un montón de medicamentos en reserva. Y después de unos cuantos días Prokop ya leía con soltura las recetas del doctor y, sin decir palabra, le hacía de farmacéutico. ¡Bon!

Cierto día, al atardecer, el doctor estaba escarbando en un esponjoso bancal del huerto. De repente, un gran golpe en la casa, e inmediatamente después el cristal de las ventanas se desparramó con un tintineo. El doctor se precipitó hacia la casa y en el pasillo se topó con la aterrorizada Anči.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—No lo sé —acertó a decir la muchacha—. Algo en la consulta...

El doctor corrió a la consulta y vio a Prokop a gatas, recogiendo del suelo fragmentos de cristal y papeles.

—¿Pero qué ha estado haciendo aquí? —vociferó el doctor.

—Nada —dijo Prokop, y se levantó con cara de culpabilidad—. Se me ha reventado una probeta.

—¡Pero qué demonios...! —tronó el doctor, y se quedó perplejo: de la mano izquierda de Prokop manaba un hilillo de sangre—. ¿Es que eso le ha arrancado el dedo?

—Es sólo un arañazo —protestó Prokop mientras escondía la zurda tras la espalda.

—¡Enséñemelo! —gritó el anciano doctor arrastrando a Prokop hacia la ventana. La mitad de un dedo colgaba sólo de la piel. El doctor se apresuró hacia el armario por unas tijeras, y junto a la puerta abierta divisó a Anči, pálida como una muerta—. ¿Qué es lo que quieres? —le endosó—. ¡Fuera de aquí! —Anči no se movió; apretaba las manos contra el pecho y su aspecto prometía cada vez más un desmayo.

El doctor volvió junto a Prokop; en primer lugar hizo algo con un trozo de algodón y después sonó un tijeretazo.

—Luz —gritó a Anči. Anči corrió hacia el interruptor y encendió la luz—. Y no te quedes ahí parada —alborotó el anciano, sumergiendo una aguja en queroseno—. ¿Qué tienes tú que hacer aquí? ¡Dame hilo! —Anči fue de un salto al armario y le dio una ampolla con hilo—. ¡Y ahora vete!

Anči miró la espalda de Prokop e hizo algo diferente; se acercó, agarró entre las palmas de sus manos aquella mano herida y la sujetó. En ese momento el doctor se estaba lavando las manos; cuando se giró hacia Anči, estuvo a punto de explotar. En lugar de eso dio un gruñido:

—¡Así, ahora sujeta firmemente! ¡Y más cerca de la luz!

Anči entornó los ojos y sujetó. En los momentos en que no se oía otra cosa que los resoplidos del doctor, se atrevía a levantar la mirada. Abajo, donde estaba trabajando su padre, no había más que sangre y la cosa tenía mala pinta. Echó un vistazo a Prokop; había vuelto la cara y el dolor contraía sus párpados. Anči se estremecía, y se tragaba las lágrimas, y se le revolvía el estómago.

Entretanto la mano de Prokop había crecido: un montón de algodón, batista Billroth y más o menos un kilómetro de venda enrollada; finalmente aquello se convirtió en una enormidad blanca. Anči sujetaba, le temblaban las rodillas, le parecía que aquella horrible operación nunca iba a llegar a su fin. De repente se mareó, y después oyó a su padre decir: «¡Toma, bébete esto en seguida!». Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba sentada en el sillón de la consulta, que su padre le estaba dando un vaso lleno de algún líquido, que tras él estaba Prokop de pie, sonriendo y sujetando contra el pecho la mano vendada, que parecía un enorme capullo.

—Bébetelo de una vez —le urgió el doctor regañándola. Así que se lo tragó y se atragantó; era un coñac mortífero—. Y ahora usted —dijo el doctor ofreciendo un vaso a Prokop. Éste estaba algo pálido y esperaba estoicamente a que le echaran un rapapolvos. Por último bebió el doctor, que carraspeó y soltó—: ¿Qué es lo que ha montado usted aquí exactamente?

—Un experimento —dijo Prokop con la sonrisa torcida del culpable.

—¿Qué? ¿Qué experimento? ¿Un experimento con qué?

—Nada. Sólo... sólo... si se puede hacer algo con cloruro de potasio.

—¿Hacer qué?

—Un explosivo —susurró Prokop con la sumisión de un pecador.

El doctor bajó la mirada hacia la mano vendada.

—¿Y le ha merecido la pena, hombre? Le ha podido arrancar la mano, ¿no? ¿Le duele? Pero le está bien empleado, se lo merece —proclamó encarnizadamente.

—¡Pero papá —dijo Anči—, ahora déjalo!

—Y tú qué tienes que hacer aquí —refunfuñó el doctor mientras la acariciaba con una mano que olía a ácido fénico y yodoformo.

Desde entonces el doctor llevaba la llave de la consulta en el bolsillo. Prokop encargó un paquete de tomos de gran erudición, iba con la mano en cabestrillo y estudiaba todo el día. Ya florecían los cerezos, el follaje joven resplandecía pegajoso al sol, las doradas azucenas echaban pesados capullos. Anči se paseaba por el jardín con su amiga regordeta, ambas se cogieron por la cintura y se rieron; acercaron sus caras rosadas, cuchicheando, se pusieron coloradas de la risa y se besaron.

Después de muchos años Prokop sentía de nuevo bienestar. Se entregaba de un modo animal al sol y entornaba los ojos para escuchar el rumor de su propio cuerpo. Suspiró y se sentó de nuevo a trabajar; pero le apetecía correr, vagar lejos por la región y consagrarse a la intensa alegría de respirar. A veces se encontraba con Anči en casa o en el jardín e intentaba decir algo; Anči lo miraba por el rabillo del ojo y no sabía qué decir; pero tampoco Prokop, y por eso adoptaba un tono gruñón. En resumen, se encontraba mejor, o al menos se sentía más seguro, si estaba solo.

Al estudiar observó que había descuidado muchas cosas: la Ciencia estaba ya en muchas áreas lejos y en otra parte. En algunas ocasiones tenía que volver a orientarse de nuevo; y sobre todo temía recordar su propio trabajo, ya que allí, lo sentía, era donde más se rompía esa continuidad. Trabajaba como una mula o soñaba; soñaba con nuevos procesos de laboratorio, pero a la vez lo atraía el sutil y atrevido cálculo teórico. Y se enfurecía consigo mismo cuando su tosco cerebro era incapaz de partir el fino hilo de un problema. Era consciente de que su «química destructiva» de laboratorio abría las más insólitas perspectivas sobre la teoría de la materia; se daba de bruces con conexiones inesperadas, pero inmediatamente, de nuevo, las pisoteaba con su tardo raciocinio. Malhumorado, daba carpetazo a todo y se sumergía en alguna novela tonta; pero incluso allí lo perseguía su obsesión por el laboratorio: en vez de palabras, no leía más que símbolos químicos; se trataba de fórmulas estrambóticas llenas de elementos desconocidos hasta la fecha que lo inquietaban incluso en sueños.

XI

Aquella noche soñó que estudiaba un doctísimo artículo de The Chemist. Se quedó parado ante la fórmula AnCi sin saber qué hacer con ella; caviló, se mordió los nudillos y de repente comprendió que significaba Anči. Y, mira por dónde, ella estaba ahí y le sonreía con los brazos colocados tras la cabeza; se acercó a ella, la agarró con ambas manos y comenzó a besarla y morderla en la boca. Anči se defendía salvajemente con las rodillas y los codos; él la sujetaba con brutalidad y con una mano le desgarraba el vestido en largas tiras. Ya podía sentir en la palma de las manos su joven carne... Anči se revolvía como una posesa, el cabello sobre su rostro. Ahora, ahora. Súbitamente, desfalleció y se dejó caer. Prokop se abalanzó sobre ella, pero no encontró bajo sus manos más que trapos y vendas; los rasgó, los hizo jirones, trató de desembarazarse de ellos, y se despertó.

Se avergonzaba tremendamente de su sueño; se vistió en silencio, se sentó junto a la ventana y esperó el alba. No hay frontera entre la noche y el día; tan sólo palidece un poco el cielo, y atraviesa el aire una señal que no es ni una luz ni un sonido, pero que ordena a la Naturaleza: «¡despierta!». Entonces comienza la mañana, todavía en medio de la noche. Los gallos rompen a cacarear, los animales se empiezan a mover en sus establos. El cielo palidece hasta adquirir el color del nácar, se ilumina y se sonrosa ligeramente; la primera veta rojiza aparece al Este. «Chírip, chírip, yátiti, pío, ya», chillan y gritan los pájaros, y la persona más madrugadora se dirige antes que nadie a su tarea, a paso ligero.

También el hombre de ciencia se puso manos a la obra. Mordió un lápiz durante largo rato antes de decidirse a escribir las primeras palabras; porque aquello iba a ser algo grande, una recopilación de todos sus experimentos y reflexiones de doce años, un trabajo que le había costado, literalmente, sangre, sudor y lágrimas. No obstante, aquello sería sólo un esbozo, o más bien pura Filosofía de la Física, o un poema, o una profesión de fe. Sería una imagen del mundo construida como una bóveda de números y ecuaciones; sin embargo, esas cifras del orden astronómico medían algo distinto a la altura del firmamento: eran el cálculo de la inestabilidad y de la destrucción de la materia.

«Todo lo que existe es un explosivo en bruto y en potencia; pero sea cual sea su índice de inercia, se trata sólo de una insignificante fracción de su fuerza explosiva. Todo lo que ocurre, la revolución de los planetas y los movimientos telúricos, toda entropía, la propia vida, trabajosa e insaciable, todo esto sólo en la superficie, de un modo imperceptible e inconmensurable, roe y ata esa fuerza explosiva llamada materia. Considerad entonces que este lazo que la ata no es sino una tela de araña sobre las extremidades de un titán durmiente; dadme la fuerza para agujerearla y hará temblar la corteza terrestre, lanzará Júpiter sobre Saturno. Y tú, Humanidad, eres sólo una golondrina que ha pegado laboriosamente su nido bajo el tejado de un polvorín cósmico; gorjeas al sol del amanecer mientras en los toneles que tienes debajo vibra en silencio un terrible potencial explosivo».

Sin embargo, Prokop no escribió estas palabras: eran para él sólo una melodía revelada que daba alas a las pesadas frases de su explicación técnica. Para él había más fantasía en una fórmula desnuda y más belleza deslumbrante en una expresión numérica. Así que escribía su poema mediante símbolos, cifras y la horrible jerga del lenguaje académico.

No bajó a desayunar. Por eso Anči fue a verlo y a llevarle leche. Prokop le dio las gracias y en ese momento recordó su sueño, por lo que no se atrevió a mirarla. Observaba tercamente el rincón; dios sabe cómo fue posible que, a pesar de ello, viera cada uno de los dorados pelillos de sus brazos desnudos: nunca se había fijado así en ellos.

Anči se quedó de pie, muy cerca.

—¿Va a escribir? —preguntó vagamente.

—Sí —murmuró, y pensó qué diría ella si, sin más ni más, pusiera la cabeza sobre su pecho.

—¿Todo el día?

—Todo el día. —«Quizás retroceda extremadamente ofendida; pero tiene unos pechos firmes, pequeños y anchos de los que seguramente ni siquiera es consciente. En fin, ¡qué se le va a hacer!».

—¿Quiere algo?

—No, nada. —«Menuda tontería; querría morderle los brazos o algo así; las mujeres nunca saben cuánto lo importunan a uno».

Anči se encogió de hombros algo ofendida.

—Pues bien —y se marchó.

Prokop se levantó y se puso a pasear por la habitación; se enfadó consigo mismo y con ella, y, sobre todo, dejó de apetecerle escribir. Iba recopilando ideas, pero sencillamente se había atascado. Se puso de mal humor y empezó a caminar enojado, de una pared a otra, con la regularidad de un péndulo. Una hora, otra. Abajo sonaba el tintineo de los platos, estaban poniendo la mesa para la comida. Se sentó de nuevo frente a sus papeles y se sujetó la cabeza con las manos. Al rato apareció la sirvienta, que le traía la comida.

Apenas probó la comida y se arrojó sobre la cama malhumorado. Era obvio que ya estaban hartos de él, que también él estaba hasta las narices de todo aquello y que era hora de marcharse. «Sí, mañana mismo». Hizo algunos planes para su futuro trabajo; por razones que le resultaban desconocidas se sentía avergonzado y azorado, y finalmente se durmió como un tronco. Se despertó ya por la tarde con el alma encenagada y el cuerpo contaminado por una pútrida pereza. Deambuló por la habitación, bostezando, y se disgustó sin razón. Oscureció y ni siquiera encendió la luz.

La sirvienta le trajo la cena. Prokop la dejó enfriar y se puso a escuchar lo que ocurría abajo. Los tenedores tintineaban, el doctor refunfuñaba e inmediatamente después de cenar pegó un portazo y se encerró en su habitación. Se hizo el silencio.

Seguro de que ya no se encontraría con nadie, Prokop salió al jardín. Era una noche templada y clara. Ya estaban floreciendo los lilos y la celinda, la constelación Boötes extendía a lo ancho del cielo sus brazos estelares, reinaba un silencio que el lejano ladrido de un perro hizo aún más profundo. Algo luminoso se apoyaba en una cerca de piedra del jardín. Era Anči.

—Es una noche hermosa, ¿verdad? —dejó salir Prokop de su boca, por decir algo, y se apoyó en la cerca junto a ella. Anči no dijo una palabra, tan sólo giró la cara y sus hombros comenzaron a agitarse de un modo inusual e inquieto.

—Esa es Boötes —murmuró entre dientes Prokop en un esfuerzo comunicativo—. Y sobre ella... está Draco, y Cepheus, y allí está Casiopea, esas cuatro estrellitas juntas. Pero tiene que mirar más arriba.

Anči se dio la vuelta y se enjugó algo alrededor de los ojos.

—Aquella brillante —relataba Prokop vacilante— es Pólux, Beta Geminorum. No se enfade conmigo. Le he parecido un maleducado, ¿verdad? Yo... estaba preocupado, ¿sabe? No se lo tome a pecho.

Anči suspiró profundamente.

—¿Y cuál es... aquélla? —dijo en voz baja, temblorosa—. Aquélla más brillante de abajo.

—Ésa es Sirio, en el Can Mayor. También la llaman Alhabor. Y allí, a la izquierda del todo, Arcturus y Spica. Acaba de pasar una estrella fugaz. ¿La ha visto?

—Sí. ¿Por qué se ha enfadado tanto conmigo esta mañana?

—No me he enfadado. Quizás sea... a veces... un poco grosero; pero es que he tenido una vida dura, sabe, demasiado dura: continuamente solo y... como un centinela perdido. No consigo siquiera hablar correctamente. Hoy quería... quería escribir algo hermoso... una especie de oración científica que cualquiera pudiera entender. Pensé que... que se la podría leer a usted. Y ve, todo en mí se ha secado, uno ya se avergüenza de... enardecerse, como si eso fuera una debilidad. O de decir algo. Uno se endurece, ¿sabe? Ya tengo muchas canas.

—Pero le sientan bien —suspiró Anči. A Prokop le sorprendió ese giro del asunto.

—Bueno, sabe —dijo confuso—, no es agradable. Ya va siendo hora... ya va siendo hora de llevarme la cosecha a casa. ¡Lo que harían otros con lo que yo sé! Y yo no he sacado nada, nada, nada en claro de todo esto. Soy sólo berühmt, célèbre y highly esteemed; y ni siquiera... lo sabe nadie... en este país. Sabe, creo que mis teorías son bastante malas; yo no tengo cabeza para la teoría. Pero lo que he encontrado no es baladí. Mis explosivos exotérmicos... diagramas... y explosiones atómicas... esto tiene algún valor. Y he publicado apenas la décima parte de lo que sé. ¡Lo que harían otros con eso! Yo ya... ni siquiera entiendo sus teorías; son tan sutiles, tan refinadas... y a mí eso sencillamente me confunde. Soy un espíritu de andar por casa. Acérqueme a la nariz cualquier sustancia, y yo olfatearé inmediatamente qué se puede hacer con ella. Pero entender las implicaciones del asunto... teóricas y filosóficas... no soy capaz de hacerlo. Yo conozco... sólo los hechos; yo los llevo a cabo; se trata de mis hechos, ¿entiende? Y sin embargo... yo... yo percibo en ellos cierta verdad; una enorme verdad general... que pondrá todo patas arriba... cuando explote. Pero esta gran verdad... está en los hechos y no en las palabras. ¡Y por eso, por eso debes ir tras los hechos! Hasta cuando, por ejemplo, te arrancan ambas manos...

Anči, apoyada en el murete, apenas respiraba. Nunca hasta entonces se había explayado tanto aquel lunático malhumorado... y, sobre todo, nunca había hablado de sí mismo. Prokop luchaba a duras penas con las palabras; lo sacudía un enorme orgullo, pero también la timidez y el sufrimiento. Y aunque hablara en integrales, Anči comprendía que ante ella estaba teniendo lugar algo totalmente íntimo y lacerante desde el punto de vista humano.

—Pero lo peor, lo peor —refunfuñó Prokop—. A veces... y aquí especialmente... incluso esto, incluso esto me parece absurdo... e inútil. Incluso esa verdad final... absolutamente todo. Nunca antes me lo había parecido. Para qué, con qué objetivo... Quizá sea más sensato resignarse... simplemente resignarse a eso, a todo eso —entonces señaló con la mano algo a su alrededor—. Sencillamente a la vida. Uno no debe ser feliz; eso te ablanda, ¿sabe? Después todo lo demás te parece superfluo, pequeño... y sin sentido. Se consiguen más logros por desesperación. Por tristeza, por soledad, por aturdimiento. Porque nada te basta. Yo solía trabajar como loco. Pero aquí, aquí he empezado a ser feliz. Aquí he sabido que quizás exista... algo mejor que pensar. Aquí uno simplemente vive... y ve que es algo formidable... sólo vivir. Como vuestro Honzík, como un gato, como una gallina. Todos los animales son capaces... y a mí me resulta tan formidable como si hasta ahora no hubiera vivido. Y así... así he perdido por segunda vez doce años.

Su malherida mano derecha, dios sabe cuántas veces suturada, temblaba sobre la cerca. Anči callaba, y en la oscuridad se podían ver sus largas pestañas; apoyó los codos y el pecho en aquella cerca de mampostería y pestañeó a las estrellas. Entonces sonó un susurro entre la maleza, y Anči se asustó hasta tal punto que se arrojó sobre el hombro de Prokop.

—¿Qué ha sido eso?

—Nada, seguramente una garduña; irá al patio, por los pollos.

Anči se quedó inmóvil. Sus jóvenes pechos se apoyaban flexible pero totalmente en la mano derecha de Prokop. Quizás, seguro que ella no era consciente del hecho, pero Prokop era más consciente de ello que de cualquier otra cosa en el mundo; temía mover la mano, ya que, en primer lugar, Anči pensaría que la había colocado allí intencionadamente, y en segundo lugar, cambiaría totalmente de postura. Sin embargo, era curioso que esa circunstancia impidiera que siguiera hablando de sí mismo y de su vida desperdiciada.

—Nunca —tartamudeaba confuso—, nunca había estado tan contento... tan feliz como aquí. Su padre es la mejor persona del mundo, y usted... usted es tan joven...

—Yo pensaba que le parecía... demasiado tonta —dijo Anči en voz baja y llena de felicidad—. Nunca había hablado conmigo de este modo.

—Es verdad, nunca hasta ahora —murmuró Prokop. Ambos enmudecieron. Prokop sentía en la mano la ligera agitación de sus pechos; se quedó helado y contuvo la respiración. También ella, por lo que parecía, contenía la respiración en un sordo redolor, ni siquiera parpadeaba y miraba con los ojos muy abiertos al vacío. «¡Oh, acariciar y abrazar! ¡Oh, el vértigo, el primer roce, el halago instintivo y ardiente! ¿Acaso alguna vez hallaste una aventura más embriagadora que esta inconsciente y entregada intimidad? ¡Flor inclinada, cuerpo temeroso y delicado! ¡Si presintieras la agonizante ternura de estas duras manos masculinas que sin un solo movimiento te acarician y estrechan! Si tú... si... si yo hiciera... y abrazara...».

Anči se enderezó con el más natural de los movimientos. ¡Ah, muchacha, así que tú no te has dado cuenta de nada!

—Buenas noches —dijo Anči en voz baja, con el rostro pálido e inescrutable—. Buenas noches —dijo con la voz un poco ahogada. Anči le dio la mano; le dio su mano izquierda con flojedad, estaba como rota, y miró a otra parte. «¿No es como si ella quisiera demorarse? No, ya se va. Duda; no, se queda parada y rompe en trocitos una hoja. ¿Qué más decir? Buenas noches, Anči, y que duerma mejor que yo».

Porque de ningún modo podía irse a dormir en ese momento. Prokop se dejó caer en el banco y se agarró la cabeza con las manos. «No ha ocurrido nada, nada... hasta tan lejos; sería vergonzoso pensar ahora mismo en dios sabe qué. Anči es pura e inconsciente como un ternerillo, y basta de hablar del asunto; no soy un chaval». Entonces se iluminó una ventana en la planta baja. Era el dormitorio de Anči.

A Prokop le palpitaba el corazón. Sabía que era una vileza mirar allí a hurtadillas; seguro, como invitado no debería hacerlo. Incluso intentó toser (para que ella lo escuchara), pero fallidamente. Se quedó sentado como una lechuza sin poder apartar los ojos de la ventana dorada. Anči pasó, se agachó, comenzó a hacer algo, larga y minuciosamente; ahá, estaba abriendo la cama. Ahora estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia la oscuridad, y puso las manos tras la cabeza: justo así la había visto en su sueño. «Ahora, ahora sería adecuado hacerse oír»; ¿por qué no lo hizo? Ya era tarde para eso. Anči se dio la vuelta, cruzó, allí estaba; pero no, estaba sentada, de espaldas a la ventana, y aparentemente se estaba descalzando con terrible parsimonia y concentración; nunca se sueña mejor que con un zapato en la mano. «Al menos éste sería el momento de desaparecer»; pero en vez de eso se encaramó al banco para ver mejor. Anči se giró, ya no tenía puesto el corpiño; levantó sus brazos desnudos y se quitó las horquillas del peinado. Entonces echó la cabeza hacia atrás, y toda la cabellera se le desparramó por los hombros; la muchacha la sacudió, se echó de golpe toda esa abundante cabellera hacia adelante, por encima de la cabeza, y la trabajó con el peine y el cepillo hasta que se le quedó la cabeza como una cebolla. Era, evidentemente, muy divertido, pues Prokop, sinvergüenza, estaba exultante.

Anči, blanca muñequita, estaba de pie con la cabeza inclinada y se peinaba el pelo en dos trenzas. Tenía los párpados entornados y susurraba algo; se echó a reír, se avergonzó hasta levantar los hombros. Un tirante de la camisa, atención, se deslizó hombro abajo. Anči reflexionaba y se acariciaba el blanco hombro en una especie de voluptuosidad, temblando de frío. El tirante resbaló, de un modo ya alarmante, y se apagó la luz.

Prokop nunca había visto nada más blanco, nada más bonito y más blanco, que aquella ventana iluminada.

XII

Aquella misma mañana temprano la encontró frotando a Honzík en una tina con agua y jabón; el perrillo se sacudía el agua con desesperación, pero Anči no se daba por vencida, lo agarraba por las greñas y lo enjabonaba con pasión, llena de salpicaduras, con el vientre empapado y sonriente.

—¡Cuidado —gritó desde lejos—, le va a salpicar! —tenía el aspecto de una madre joven y entusiasta. ¡Ay, dios, qué sencillo y claro es todo en este soleado mundo!

Prokop tampoco aguantó mucho tiempo holgazaneando. Recordó que no funcionaba el timbre y se puso a reparar la batería. Precisamente estaba rascando el cinc, cuando ella se le acercó en silencio; estaba arremangada hasta el codo y tenía las manos mojadas de la colada.

—¿No irá a explotar? —preguntó con preocupación. Prokop no pudo sino reírse. Ella también se echó a reír y lo salpicó con las jabonaduras; pero en seguida se dispuso, con la cara seria, a limpiarle con el codo una pompa de jabón que tenía en el pelo. «Mira, ayer no se habría atrevido a hacerlo».

Hacia el mediodía Nanda y ella arrastraron la cesta de la colada al jardín: iban a blanquearla. Prokop, agradecido, cerró el libro; no iba a dejar que se peleara con la pesada regadera. Se apoderó de ella y regó la colada: una tupida lluvia cayó con un tamborileo alegre y entusiasta sobre los manteles plegados y sobre las toallas tendidas, blancas como la nieve, y sobre los brazos abiertos de las camisas masculinas; borboteaba, chorreaba y se vertía en fiordos y lagos. Prokop se apresuró a regar también las blancas campanas de las enaguas y otras prendas interesantes, pero Anči le arrebató la regadera y las blanqueó ella misma. Entretanto Prokop ya se había sentado en la hierba, respiraba con placer el olor de la humedad y observaba las hacendosas y hermosas manos de Anči. «Soi de theoi tosa doien», recordó con devoción. «Sebas m'echei eisooronta. Me he quedado atónito al contemplarte».

Anči se sentó a su lado en la hierba. «¿Por qué se le habrá ocurrido?». Entrecerró los ojos, deslumbrada por el sol y alegre, ruborizada y, quién sabe por qué, tan feliz. Arrancó un puñado de hierba fresca y estuvo a punto de lanzarla al pelo de Prokop por hacer una travesura; pero dios sabe por qué, en aquel momento la volvió a abrumar una especie de respetuoso pudor ante aquel héroe domesticado.

—¿Alguna vez ha querido a alguien? —preguntó sin venir a cuento, y miró hacia otro lado. Prokop se rió.

—Sí. Pero también usted se habrá enamorado de alguien.

—Entonces era aún una tonta —exclamó Anči, sonrojándose contra su voluntad.

—¿Un estudiante?

Anči hizo un gesto afirmativo con la cabeza y mordió una hierbecilla.

—No fue nada importante —dijo a continuación—. ¿Y usted?

—Una vez conocí a una muchacha que tenía las mismas pestañas que usted. Puede que se le pareciera. Vendía guantes o algo así.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Cuando fui allí por segunda vez a comprar guantes, ya no estaba.

—¿Y... le gustaba?

—Sí.

— Y... nunca la...

—Nunca. Ahora me fabrica los guantes... el ortopeda.

Anči concentró toda su atención en el suelo.

—¿Por qué siempre esconde las manos cuando está conmigo?

—Porque... porque las tengo tan destrozadas —dijo Prokop, y el pobre se sonrojó.

—Justo eso es tan hermoso —susurró Anči bajando la mirada.

—A comeeeer, a comeeeer —anunció Nanda frente a la casa.

—Dios, ya —suspiró Anči, y se incorporó a regañadientes.

Después de la comida el doctor se echó un rato, sólo un poquito.

—Sabe —se disculpó—, he estado toda la mañana trabajando como una mula —y en seguida empezó a roncar con regularidad y diligencia. Se sonrieron mutuamente con los ojos y salieron de puntillas; incluso en el jardín hablaban en voz baja, como si veneraran su profundo sueño.

Prokop tuvo que hablar acerca de su vida. Dónde nació y dónde creció, que había estado hasta en América, qué penurias había pasado, qué había hecho y dónde. Le resultaba agradable repetirse a sí mismo toda su vida; porque, para su sorpresa, había sido más tortuosa y extraña de lo que él mismo hubiera pensado. Y todavía obviaba muchas cosas; sobre todo, bueno, sobre todo acerca de ciertos asuntos sentimentales, ya que, en primer lugar, no tenían tanta importancia, y en segundo lugar, como es sabido, todo hombre tiene algo que callar. Anči estaba silenciosa como una tumba; le parecía cómico y extraño que Prokop hubiera sido también un niño y un muchacho y, en general, algo distinto a ese hombre gruñón y excéntrico junto al cual se sentía tan desazonada e insignificante. Ahora ya no le daría miedo tocarlo, hacerle el nudo de la corbata, peinarle el pelo o cualquier otra cosa. Y, por primera vez, vio en él su ancha nariz, sus toscos y severos labios, sus ojos, entreverados con venas rojas, hoscos. Todo eso le parecía a Anči extremadamente raro.

Y ahora le había llegado a ella el turno de relatar su vida. Estaba abriendo la boca y tomando aire, cuando rompió a reír. Reconocedlo, ¿qué se puede decir de una vida en blanco, y más aún a alguien que una vez estuvo sepultado durante doce horas, que había estado en la guerra, en América y quién sabe dónde más? «Yo no sé nada», dijo con sinceridad. Y bien, decidme, ¿no es semejante «nada» tan valioso como la experiencia de un hombre?

Era ya entrada la tarde cuando iban recorriendo juntos un sendero recalentado por el sol. Prokop callaba y Anči escuchaba. Anči acariciaba con la mano la cresta de las espigas.

Anči lo rozaba con el brazo, ralentizaba el paso, se quedaba parada; después aligeraba el paso de nuevo, caminaba dos pasos por delante de él y arrancaba espigas, empujada por una especie de necesidad de destruir algo. Esta soleada soledad, a la larga, los abrumó e inquietó; «no hemos debido venir aquí», pensaban ambos en secreto, y empujados por una angustiosa desazón hilvanaron una conversación vana, deslavazada.

Por fin, ahí estaba la meta, un humilladero entre dos viejos tilos; era ya una hora avanzada cuando los pastores comenzaron a cantar. Había allí un asiento para los peregrinos; se sentaron y el silencio de ambos se hizo aún más profundo. Una mujer se arrodilló frente al humilladero y comenzó a rezar, seguramente por su familia. Apenas se hubo marchado, Anči se levantó y se arrodilló en su lugar. Había en ello algo infinita e intrínsecamente femenino; Prokop se sintió como un niño al lado de la madura sencillez de ese gesto primitivo y sagrado. Anči por fin se levantó, seria y madura, decidida a algo, resignada a algo; como si supiera algo, como si llevara algo en su interior, abrumada, pensativa, dios sabe por qué tan cambiada. Respondía sólo con monosílabos, con una voz dulce y tenebrosa, cuando al atardecer arrastraron sus pasos hacia casa por el caminillo.

No dijo nada durante la cena, tampoco lo hizo Prokop; seguramente pensaban en el momento en que el anciano se iría a leer el periódico. El anciano refunfuñaba y los escrutaba a través de las gafas; «amigo, algo aquí no... esto... no parece estar en orden». La situación se estaba alargando ya de un modo incómodo, cuando sonó el timbre y un hombre proveniente de algún lugar del valle de Sedmidolí o del pueblo de Lhota pidió al doctor que atendiera un parto. El anciano doctor no estaba precisamente contento, incluso olvidó la reprimenda. Con la bolsa de instrumental para el parto en la mano, aún dudó junto a la puerta y ordenó secamente: «Vete a dormir, Anči».

Sin decir palabra se incorporó y recogió la mesa. Estuvo un rato, largo rato, en la cocina. Prokop fumaba nervioso y se disponía a irse. Entonces regresó ella, pálida, como si tuviera escalofríos, y dijo con heroico autocontrol: «¿No quiere jugar al billar?». Eso significaba: hoy no va a haber jardín ni nada que se le parezca.

En fin, fue una partida rematadamente mala; especialmente Anči estaba agarrotada, golpeaba las bolas a ciegas, se olvidaba de jugar y a duras penas contestaba. Y cuando en una ocasión Anči se disponía a ejecutar la más sencilla de las jugadas, Prokop le mostró cómo llevarla a cabo: efecto a la derecha, coger el taco abajo, y listo; mientras tanto (sólo para guiar la mano de la muchacha) puso su mano sobre la de ella. En ese momento Anči, brusca, hosca, lo miró a la cara, arrojó el taco al suelo y huyó.

«Y bien, ¿qué puedo hacer?». Prokop caminaba de un lado a otro por el salón, fumaba enojado. «Bah, una chica extraña. ¿Pero por qué me confunde a mí mismo? Su estúpida boca, sus ojos claros, demasiado juntos, su rostro suave y ardiente... Bueno, uno no es al fin y al cabo de piedra. ¿Es que es un pecado acariciar la cara, besar, acariciar, ay, esas mejillas sonrosadas, y bendecir ese cabello, ese cabello, ese delicadísimo pelo en su joven nuca (uno no es de piedra)? ¿Acariciarla, besarla, estrecharla en mis manos, cubrirla de besos con devoción y sutileza? Tonterías», se malhumoró Prokop; «soy un viejo idiota; cómo no me da vergüenza: apenas una niña que ni siquiera piensa en..., ni siquiera piensa...». Bien; Prokop se las arregló solo con la tentación, pero no de forma inmediata; podríais verlo de pie frente al espejo, mordiéndose los labios hasta hacerse sangre, contando y apelando a sus años, apesadumbrado y triste.

«Vete a dormir, solterón, ve; te acabas de ahorrar el bochorno de que una chiquilla boba se ría de ti, y ese éxito merece la pena». Más o menos decidido, Prokop subió las escaleras hacia su dormitorio; sólo le preocupaba el hecho de que para ir hasta allí tenía que pasar por delante de la habitación de Anči. Caminaba de puntillas: «quizás ya esté dormida, criatura». Y de repente se detuvo con el corazón latiendo desbocado. «Esa puerta... Anči... está entreabierta. No está cerrada y, tras ella, sólo oscuridad. ¿Qué es eso?». Entonces escuchó en el interior un ruido semejante a un gemido.

Algo lo impulsaba a precipitarse hacia allí, hacia la puerta; pero algo más fuerte lo empujó a galopar escaleras abajo, hacia el jardín. Se quedó de pie en la oscura espesura y se puso la mano sobre el corazón, que le latía alarmado. «¡Por dios, menos mal que no he ido a verla! Anči con toda seguridad estará arrodillada... medio desnuda... ahogando su llanto en el edredón. ¿Por qué? No lo sé; pero si entrara... Bueno, ¿quién sabe lo que podría ocurrir? Nada; me pondría de rodillas junto a ella y le suplicaría que no llorara. Acariciaría, acariciaría su suave pelo, su pelo ya suelto... ¡Oh, dios! ¿Por qué dejaría la puerta abierta?».

¡Vaya! Una clara sombra se deslizó fuera de la casa y se dirigió al jardín. Era Anči: no se había desvestido ni tenía el pelo suelto, pero sujetaba sus sienes entre las manos, para enfriar con ellas su ardorosa frente, e hipaba todavía el último eco de su llanto. Pasó junto a Prokop como si no lo hubiera visto, pero le dejó sitio a su lado derecho; no oía, no veía y no se defendió cuando él la agarró por el brazo y la condujo a un banco.

Prokop estaba escogiendo las palabras para tranquilizarla («¡maldita sea! ¿acerca de qué?»), cuando de repente, ¡zas!, se encontró sobre su hombro con la cabeza de Anči, que volvió a estallar en un llanto convulso, y que en medio de los sollozos y del moqueo respondió que «no era nada». Prokop la rodeó con sus brazos, como si fuera su tío, y sin saber qué otra cosa hacer, empezó a murmurar algo así como que era buena y muy amable; ante lo cual los sollozos se deshicieron en largos suspiros (podía sentir bajo la axila su ardiente humedad) y se tranquilizó. ¡Oh, noche, ser celestial, tú alivias los corazones angustiados y desatas las lenguas torpes! ¡Elevas, bendices, das alas a los corazones que laten en silencio, corazones acongojados y taciturnos! ¡Das de beber de tu inmensidad a los sedientos! En cierto punto del espacio, insignificante, en algún lugar entre la Estrella Polar y la Cruz del Sur, entre el Centauro y la Lira, estaba teniendo lugar un hecho emocionante: un hombre, de repente, se sintió como el único defensor y el padre de ese rostro cubierto de lágrimas, le acarició la cabeza y dijo... ¿qué fue exactamente? Que era tan feliz, tan feliz, que quería tanto, tantísimo, a la que hipaba y moqueaba sobre su hombro, que nunca se marcharía de allí...

—No sé cómo se me ha pasado por la cabeza —sollozaba y suspiraba Anči—. Yo... yo tenía tantas ganas de... hablar con usted...

—¿Y por qué estaba llorando? —murmuró Prokop.

—Porque había pasado ya tanto tiempo... y no había venido —resonó la sorprendente respuesta. Algo se debilitó en Prokop, quizás su voluntad.

—Usted... usted me... ¿quiere? —consiguió decir Prokop a duras penas, y se le escapó un gallo, como si fuera un adolescente de catorce años. La cabeza hundida bajo su brazo hizo un gesto afirmativo, enérgico y sin reservas.

—Puede que... tuviera que haber ido a buscarla —susurró Prokop anonadado. La cabeza se sacudió, dando a entender que no.

—Aquí... me siento mejor —dijo Anči con un hilo de voz después de un rato—. ¡Esto es tan hermoso!

Quizá nadie logre comprender qué hay de hermoso en un áspero abrigo de caballero que apesta a tabaco y a humanidad, pero Anči hundió su cara en él y por nada del mundo la habría girado hacia las estrellas: era tan feliz en aquel oscuro y profundo refugio... Su cabello hacía cosquillas en la nariz a Prokop y emanaba un aroma encantador. Prokop le acariciaba los hombros encogidos, acariciaba su joven nuca y su pecho, y encontraba sólo una trémula entrega. Entonces, olvidándose de todo, se abalanzó sobre su rostro e intentó besar sus húmedos labios. Pero vaya, Anči se resistía, se quedó rígida por el horror y empezó a balbucear: «no, no, no»; y ocultó la cara en el abrigo de Prokop, que podía sentir cómo latía el corazón alarmado de la joven. Prokop comprendió de golpe que era su primer beso.

Se avergonzó de sí mismo, se enterneció profundamente y no se atrevió más que a acariciarle el pelo: «Esto está permitido, esto está permitido. ¡Por dios, pero si es todavía una cría y una tontuela! Y ahora ya ni una palabra, ni una, que pueda herir la inaudita inocencia de esta blanca ternerilla. ¡Ni un pensamiento para intentar explicar groseramente los confusos impulsos de esta noche!». Ciertamente no sabía lo que estaba diciendo: tenía una cadencia torpe, como de oso, y carecía por completo de sintaxis; trataba alternativamente de las estrellas, el amor, Dios, esa hermosa noche y cierta ópera, cuyo nombre y argumento Prokop no lograba recordar por mucho que lo intentara, pero cuyos violines y voces resonaban en él con un efecto embriagador. A ratos le parecía que Anči se estaba quedando dormida, de modo que se calló hasta que sintió de nuevo en el hombro el feliz aliento de su adormecida atención.

Finalmente Anči se incorporó, cruzó las manos en su regazo y se quedó pensativa.

—Yo ni siquiera sé, no sé —dijo con dulzura—, ni siquiera me parece posible.

Una estrella atravesó el cielo con una brillante estela. Se sentía el aroma de la celinda; ahí dormían las esferas de las peonías, cerradas; una especie de aliento divino susurraba en las copas de los árboles.

—Me gustaría tanto quedarme aquí —murmuró Anči.

Una vez más, Prokop se vio obligado a librar una batalla con la tentación.

—Buenas noches, Anči —profirió—. Si... si volviera su padre. —Anči se levantó obedientemente.

—Buenas noches —dijo ella dudando; así se quedaron, de pie uno frente a otro, sin saber qué hacer o cómo finalizar. Anči estaba pálida, pestañeaba agitada y daba la impresión de que intentaba decidirse a llevar a cabo una heroicidad. Pero cuando Prokop (perdiendo ya definitivamente la cabeza) llevó la mano hacia su codo, se apartó acobardada y emprendió la retirada. Así que caminaron por el sendero del jardín guardando una distancia de por lo menos un metro. Sin embargo, cuando alcanzaron el lugar en que estaba la más oscura de las sombras, era obvio que habían perdido el rumbo, ya que Prokop fue a dar con los dientes contra una frente, besó apresurado una nariz fría y su boca encontró unos labios desesperantemente cerrados. Los horadó con ruda superioridad, casi quebrando el cuello de la muchacha forzó aquellos dientes castañeteantes y besó sin compasión la ardiente humedad de aquella boca abierta que no paraba de gemir. Después Anči se zafó de entre sus brazos, se paró junto a la portezuela del jardín y comenzó a sollozar. Entonces Prokop corrió a tranquilizarla: la acarició, la cubrió de besos en el pelo y la oreja, en el cuello y la espalda, pero no sirvió de nada. Suplicó, giró hacia sí aquella cara húmeda, aquellos ojos húmedos, aquellos labios húmedos que hacían pucheros. Tenía la boca llena del sabor salado de las lágrimas. La besó y la acarició, y de repente se dio cuenta de que ella ya no se defendía, de que se había rendido incondicionalmente y de que más bien lloraba su horrible derrota. Pues bien, de golpe se despertó en Prokop toda su viril caballerosidad: liberó de su abrazo a ese colmo de la desgracia e, infinitamente conmovido, besó sólo aquellos desesperados dedos, empapados en lágrimas y temblorosos. «Así, así está mejor». Pero ella puso de nuevo su cara en una de las toscas zarpas de Prokop y él la besó con un beso húmedo, abrasador, y con su ardiente aliento, y con la pulsación de sus pestañas, cubiertas de lágrimas, sin permitir que la apartara. En ese instante incluso él parpadeó y contuvo la respiración, para no dejar escapar un suspiro por el tormento que le estaba provocando la ternura.

Anči levantó la cabeza. «Buenas noches», dijo en voz baja, y ofreció con total sencillez sus labios. Prokop se inclinó, apenas exhaló sobre ellos un beso, lo más delicado que pudo, y ya ni siquiera se atrevió a acompañarla. Se quedó allí parado, de pie, y se estremeció; a continuación se tranquilizó en el otro extremo del jardín, al cual no podía llegar ni un rayo de luz de la ventana de Anči: se quedó allí parado y parecía que rezaba. En absoluto, no era una oración; era la noche más hermosa de su vida.

XIII

Al amanecer ya no podía aguantar en casa: se propuso ir corriendo a coger flores; después las pondría en la puerta de la alcoba de Anči, y cuando ella saliera... En alas de la alegría, Prokop salió a hurtadillas de la casa como a las cuatro de la madrugada. Señores, aquello era una maravilla; todas las flores centelleaban como si fueran ojos (ella tiene grandes ojos tranquilos de ternero) (tiene unas pestañas tan largas) (ahora está durmiendo; tiene unos párpados ovalados y delicados como los huevos de una paloma) (dios, si pudiera conocer sus sueños) (si tiene las manos cruzadas sobre el pecho, se moverán al ritmo de su respiración; pero si las tiene bajo la cabeza, seguro que se le ha levantado la manga y se verá su codo, ese redondel áspero y rosado) (la otra mañana dijo que dormía todavía en una cama infantil de hierro forjado) (dijo que en septiembre cumplirá los diecinueve) (tiene en el cuello una marca de nacimiento) (cómo es posible que me quiera, es tan extraño), verdaderamente nada es comparable a la belleza de una mañana de verano, pero Prokop miraba al suelo, sonreía, si es que era capaz de hacerlo, y deambuló entre paréntesis hasta el río. Allí descubrió (aunque en la otra orilla) unos nenúfares; desdeñando todo peligro se desvistió, se lanzó al espeso limo del remanso, se hizo un corte en la pierna con una caña traicionera y regresó con los brazos llenos de nenúfares. El nenúfar es una flor poética, pero emana agua sucia de sus gruesos tallos. Así que Prokop corrió a casa con su poético botín y pensó con qué podría hacer un envoltorio digno de su ramo. Ahá, en el banco que había frente a la casa el doctor había olvidado el número del día anterior de Politika. Prokop lo desgarró con entusiasmo, pasando completamente por alto cierta movilización en los Balcanes, e incluso el hecho de que se tambaleaba un ministerio y de que alguien, en un recuadro negro, había muerto y era llorado por toda la nación, y envolvió con él los peciolos mojados. Cuando después se dispuso a mirar con orgullo su obra, le dio un vuelco el corazón. En efecto, en el envoltorio hecho de papel de periódico encontró una palabra. Era KRAKATITA.

Durante unos instantes la observó sin creer lo que veían sus propios ojos. Después deshizo a una velocidad escalofriante el envoltorio de periódico, esparciendo la exquisitez de los nenúfares por el suelo, y finalmente encontró este anuncio: «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson, edif. correos». Nada más. Prokop se frotó los ojos y leyó de nuevo: «Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson». Pero por todos los demonios... ¿quién era ese Carson? Y cómo sabía, cáspita, cómo podía saber... Prokop leyó por quincuagésima vez el misterioso anuncio: «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección». Y después: «Carson, edif. correos». De aquello no se podía deducir nada más.

Prokop estaba sentado como si hubiera recibido un mazazo. «¿Por qué, por qué tuve que coger ese condenado periódico?», relampagueó con desesperación en su cabeza. ¿Cómo es que estaba eso ahí? «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección». El ingeniero P., eso significaba Prokop; y la krakatita, ése era justo aquel maldito lugar, ese lugar de su cerebro que estaba empañado, ese grave tumor, eso en lo que no se atrevía a pensar, con lo que iba dándose cabezazos contra la pared, lo que ya no tenía nombre... ¿Cómo es que estaba ahí? «¡KRAKATITA!». A Prokop se le salieron los ojos de las órbitas por el impacto. De repente vio... cierta sal plúmbea, y de golpe se desenrolló la confusa película de su recuerdo: una larguísima, furiosa lucha en el laboratorio con esa pesada, ruda, apática sustancia; una porquería de experimentos sin salida, en los que fallaba todo; su tacto corrosivo cuando, iracundo, la deshacía y trituraba con los dedos; su sabor cáustico y el humo acre; el cansancio que le hacía dormirse en la silla, la vergüenza, la obstinación, y repentinamente (quizás en un sueño), la idea definitiva, un experimento paradójico y milagrosamente sencillo, un truco físico que hasta entonces no había utilizado. Vio unas finas agujas blancas que finalmente introdujo en una caja de porcelana, convencido de que al día siguiente explotaría sin problemas cuando la encendiera dentro de una zanja de tierra, allí en el campo, donde estaba su muy ilegal área de pruebas. Vio el sillón de su laboratorio, del que asomaban estopa y alambres; y hacia él dirigió sus pasos como un perro cansado, y obviamente se quedó dormido, ya que había una oscuridad total cuando, en medio de una espantosa explosión y del ruido de los cristales, se desplomó en el suelo con sillón incluido. Después apareció aquel súbito dolor en la mano derecha, pues algo se la había hecho pedazos. Y después... después...

Prokop frunció el ceño por los recuerdos, dolorosamente inesperados. «Es verdad, aquí está esta cicatriz que atraviesa mi mano. Y después intenté encender la luz, pero las bombillas habían reventado. Luego empecé a palpar todo, a tientas, para descubrir qué es lo que había pasado: la mesa estaba llena de cascos, y ahí, donde estaba trabajando, había una chapa de cinc arrancada de la mesa, retorcida y totalmente achicharrada, y una tabla de roble rajada, como si la hubiera alcanzado un rayo. Y después encontré esa caja de porcelana, y estaba entera, y sólo entonces me asusté. Eso, sí, eso, en efecto, era la krakatita. Y después...».

Prokop ya no podía aguantar sentado; pasó por encima de los nenúfares esparcidos por el suelo y corrió por el jardín mordiéndose los dedos, totalmente agitados. «Luego corrí hacia alguna parte, a través del campo, de los sembrados, caí desplomado unas cuantas veces, dios, ¿dónde ocurrió exactamente?». Allí se cortaba definitivamente la secuencia de recuerdos; lo único que era indudable era aquel horrible dolor bajo los huesos frontales y cierto incidente con la policía.

«Luego hablé con Jirka Tomeš y fuimos a su casa; no, fui allí en carruaje. Estaba enfermo y él me atendió. Jirka es buena persona. Por dios, ¿qué ocurrió a continuación? Jirka Tomeš dijo que venía aquí, a casa de su padre, pero no ha venido. Veamos, esto es extraño; mientras yo estaba durmiendo o... En ese momento sonó un timbrazo corto y delicado; fui a abrir, y en el umbral había una muchacha con la cara cubierta por un velo».

Prokop soltó un gemido y se cubrió el rostro con las manos. Ni siquiera era consciente de que estaba sentado en el banco donde esa misma noche se había visto obligado a acariciar y apaciguar a otra persona. «"¿Vive aquí el señor Tomeš?", preguntó sofocada. Seguramente había venido corriendo, tenía el abrigo de piel cubierto de gotas de lluvia, y de repente, de repente levantó la mirada...».

El sufrimiento casi hizo aullar a Prokop. La estaba viendo como si hubiera sido ayer: sus manos, manos pequeñas en unos guantes ajustados, el rocío de su respiración sobre el grueso velo, su mirada limpia y llena de pesar; hermosa, triste y valerosa. «Usted lo salvará, ¿verdad?». Ella lo miró muy de cerca con ojos serios, perturbadores, apretujando en sus manos un paquete, un abultado sobre lacrado varias veces; lo apretaba contra el pecho con sus manos agitadas e intentaba controlarse por todos los medios...

Prokop se sintió como si lo hubieran golpeado en la cara. «¿Dónde he metido ese paquete? Sea quien sea esa chica, le prometí que se lo entregaría a Tomeš. Durante mi enfermedad... he olvidado todo; o... más bien... no quería pensar en ello. Pero ahora... Ahora hay que encontrarlo, eso está claro».

De un salto, salió corriendo a su habitación y desparramó el contenido de los cajones. «No está, no está, no aparece por ninguna parte». Por vigésima vez cogió sus cuatro bártulos, carta por carta, uno por uno; después se sentó en medio de aquel horrible desorden como sobre las ruinas de Jerusalén, y se exprimió la cabeza. Bien lo cogió el doctor, bien Anči, o bien la risueña Nanda; no cabía otra posibilidad. Cuando dedujo esto de un modo tan incontrovertible como detectivesco, sintió cierto malestar, cierta confusión, y, como en un sueño, se dirigió a la chimenea, metió la mano muy dentro y sacó... el paquete extraviado. Tenía la indefinida sensación de que lo había puesto allí él mismo, en algún momento, cuando todavía no estaba... totalmente sano. Recordaba vagamente que en aquel estado de desfallecimiento y delirio lo tuvo constantemente en la cama y que ardía en cólera cuando se lo quitaban; y que, a la vez, le tenía un miedo terrible, porque asociaba a él una intranquilidad y una angustia torturantes. Evidentemente lo escondió allí de sí mismo, con la astucia de un loco, para tener tranquilidad. Por otra parte, el diablo sabrá de los misterios del subconsciente. Ahora lo tenía ante él, ese sobre grueso atado con cuerda y con cinco lacres, y en él estaba escrito: «Para el señor Jiří Tomeš». Intentó deducir algo más personal de aquella escritura madura y firme, pero en vez de eso vio a la chica del velo estrujando el paquete entre sus temblorosos dedos (ahora, ahora levanta la mirada de nuevo...). Olisqueó ansioso el paquete: desprendía un olor débil y remoto.

Lo colocó en la mesa y dio vueltas a su alrededor. Tenía muchísimas ganas de saber qué había en el interior, bajo los cinco lacres; seguro que era un secreto importante, alguna situación decisiva y acuciante. Sin embargo ella dijo que... que lo hacía por otra persona; pero estaba tan inquieta... Ella, ni más ni menos, ella amaba a Tomeš: era algo increíble. «Tomeš es un rufián», constató con hosca rabia; «siempre tuvo suerte con las mujeres, el muy cínico. Bien, lo encontraré y le entregaré este romántico envío; y después, se acabó...». De repente ató cabos: ¡había algún tipo de relación entre Tomeš y ese, cómo se llamaba, ese condenado Carson! «Nadie tenía ni tiene conocimiento de la krakatita; sólo Tomeš, Jirka, la ha descubierto dios sabe cómo...». Una nueva escena se intercaló espontáneamente en la confusa película de su memoria: de algún modo él, Prokop, farfullaba en medio de la fiebre (se trataba seguramente del piso de Tomeš), y él, Jirka, se inclinaba sobre Prokop y apuntaba en un cuaderno. «¡Seguro, sin duda, era mi fórmula! ¡Me fui de la lengua, me lo sonsacó, me lo robó y se lo vendió al tal Carson!». Prokop se quedó anonadado ante semejante ruindad. «¡Dios, y a ese individuo le ha tocado en suerte una chica así! Si hay algo en el mundo que está claro, es lo siguiente: ¡que es imprescindible salvarla, cueste lo que cueste! Bien, en primer lugar debo encontrar al ladrón de Tomeš; le daré el paquete lacrado y, de paso, le partiré los dientes. Además, lo tendré en mis manos: tendrá que decirme el nombre y la dirección de esa muchacha y comprometerse... No; nada de promesas por parte de semejante canalla. Pero iré a verla y le contaré todo. Y después desapareceré de su vista para siempre».

Satisfecho con esta caballerosa decisión, Prokop se puso en pie frente al funesto sobre. ¡Ay, si pudiera saber sólo eso, sólo una cosa, si era la amante de Tomeš! De nuevo la vio de pie, hermosa y fuerte; ni con una mirada, ni con un parpadeo hizo ella entonces alusión al pecaminoso lecho de Tomeš. ¿Es posible que unos ojos mientan así, que mientan así esos ojos?

Entonces, tras sisear por el sufrimiento, rompió el lacre, cortó el cordel y rasgó el sobre. Dentro encontró billetes y una carta.

XIV

Mientras tanto el doctor Tomeš estaba sentado frente al desayuno, resoplando y rezongando tras un parto difícil; al mismo tiempo, lanzaba a Anči miradas inquisitivas y descontentas. Anči estaba sentada sin decir ni pío, no comía, no bebía, no creía lo que veían sus ojos: que Prokop todavía no hubiera dado señales de vida. Le temblaban los labios; parecía que estaban a punto de saltársele las lágrimas. Entonces entró Prokop con un ímpetu innecesario: estaba pálido y no podía ni sentarse de la prisa que llevaba. Apenas saludó, echó un vistazo a Anči, como si ni siquiera la conociera, y preguntó al momento con acalorada impaciencia: «¿Dónde está ahora su Jirka?». El doctor se dio la vuelta estupefacto:

—¿Cómo dice?

—¿Dónde está ahora su hijo? —repitió Prokop fulminándolo con una mirada obstinada.

—¿Y yo qué sé? —gruñó el doctor—. No quiero saber nada de él.

—¿Está en Praga? —insistió Prokop cerrando los puños. El doctor guardó silencio, pero algo en su interior comenzó a funcionar de repente.

—Tengo que hablar con él —murmuró Prokop—. Tengo que hacerlo, ¿me oye? Tengo que encontrarlo, ahora mismo, ¡en seguida! ¿Dónde está?

El doctor rumiaba con la mandíbula y se dirigió a la puerta.

—¿Dónde está? ¿Dónde vive?

—¡No lo sé! —gritó el doctor con una voz extraña, y dio un portazo.

Prokop se giró hacia Anči. Permanecía sentada, rígida, y tenía sus enormes ojos fijos en el vacío.

—Anči —farfulló Prokop de un modo escalofriante—, debe decirme dónde está Jirka. Yo... debo encontrarlo, ¿sabe? Se trata... de un asunto... En resumen, se trata de ciertos asuntos... Yo... Lea esto —dijo apresuradamente, y le puso delante de los ojos aquel pedazo de periódico arrugado. Anči, sin embargo, sólo veía una especie de círculos.

—Es uno de mis descubrimientos, ¿entiende? —explicó nervioso—. Me están buscando, un tal Hanson... ¿Dónde está Jiří?

—No lo sabemos —susurró Anči—. Hace dos... hace dos años que no nos escribe...

—Ay —exclamó Prokop, y estrujó el periódico con ira. La muchacha se quedó de piedra; sus ojos se iban haciendo cada vez más grandes y a través de su boca entreabierta se escaparon unas palabras confusamente desconsoladas. Prokop quería que se lo tragara la tierra.

—Anči —Prokop rompió por fin el angustioso silencio—, volveré. Yo... en unos cuantos días... Esto es un asunto importante. Uno... tiene que pensar al fin y al cabo... en su profesión. Y tiene, sabe, ciertas... ciertas obligaciones... —(¡Dios, vaya forma de meter la pata!)—. Entienda que... Sencillamente tengo que hacerlo —gritó de repente—. Preferiría morir a no ir, ¿entiende?

Anči hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza. Ay, si la hubiera inclinado más, su cabeza habría, ¡bum!, caído sobre la mesa en medio de un sonoro llanto; pero de aquel modo sólo se le llenaron los ojos de lágrimas, y lo demás podía tragárselo.

—Anči —murmuró Prokop—, ni siquiera voy a despedirme; mire, no merece la pena; en una semana, en un mes estaré aquí de nuevo... Bueno, mire... —no podía mirarla; estaba sentada como ausente, con los brazos desmadejados, la mirada perdida y la nariz hinchada por el llanto reprimido; daba pena verla—. Anči —intentó de nuevo, y otra vez se dio por vencido. Aquel último instante junto a la puerta le pareció interminable: tenía la sensación de que debía decir o hacer algo más, pero en lugar de eso alcanzó a pronunciar algo como «hasta la vista», y se marchó a hurtadillas.

Como un ladrón, de puntillas, abandonó la casa. Todavía dudó junto la puerta tras la cual había dejado a Anči. En el interior reinaba un silencio que lo atenazaba con inefable tormento. En la puerta de la casa se detuvo como aquél que ha olvidado algo, y regresó de puntillas a la cocina. Gracias a dios, Nanda no estaba allí; se dirigió a la estantería.«... ATI-TA!... dirección. Carson, edif. correos». Eso es lo que ponía en un trozo de periódico que la alegre Nanda había recortado en punta para el estante. Dejó allí un buen puñado de dinero a cambio de todo su servicio, y desapareció. Prokop, Prokop, ¡así no se comporta una persona que pretende regresar en una semana!

«Va va-mos, va va-mos» , recitaba rítmicamente el tren. Pero a la impaciencia del ser humano no le basta su estrepitosa, traqueteante velocidad; la impaciencia del ser humano se revuelve desesperada, saca una y otra vez el reloj y da patadas a su alrededor, presa del baile de San Vito que produce el nerviosismo. Uno, dos, tres, cuatro: los postes de telégrafos. Árboles, campo, árboles, la casa del guarda, árboles, talud, talud, cerca y campo. Las once horas y diecisiete minutos. Campos de remolacha, mujeres con delantales azules, una casa, un perro al que se le ha metido en la cabeza adelantar al tren, campo, campo, campo. Las once horas y diecisiete minutos. Dios, ¿es que se ha detenido el tiempo? Mejor no pensar en ello, cerrar los ojos y contar hasta mil, recitar el padrenuestro o fórmulas químicas. «¡Va va-mos, va va-mos!». Las once horas y dieciocho minutos. Dios, ¿qué puedo hacer?

Prokop se sobresaltó. «KRAKATITA», le llamó tanto la atención que se asustó. ¿Dónde? Ahá, el viajero de enfrente leía el periódico, y en la última página estaba, de nuevo, aquel anuncio. «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson, edif. correos». «Que me deje en paz ese tal señor Carson», pensó el ingeniero P.; sin embargo en la siguiente estación pidió todos los periódicos que engendraba esa bendita nación. Estaba en todos, y en todos se decía lo mismo: «¡KRAKATITA! Se ruega al ingeniero P. que indique...». «¡Por todos los diablos, esto es busca y captura! ¿Para qué me necesitan, si Tomeš ya se lo ha vendido?».

Pero en vez de resolver ese misterio, que era esencial, iba fijándose en si lo estaban vigilando. Sacó, quizá ya por centésima vez, el consabido sobre rasgado. Con todo tipo de rodeos, que le provocaban el intenso placer de la demora, después de sopesarlo y darle vueltas en distintas direcciones, extrajo de nuevo de su interior, abarrotado de dinero, aquella carta, aquella valiosísima carta escrita con una letra madura y enérgica. «Señor Tomeš», leyó de nuevo con avidez, «no hago esto por usted, sino por mi hermana. Está como loca desde el día en que le envió usted aquella horrenda carta. Quiso vender todos sus vestidos y joyas para enviarle dinero; tuve que contenerla para que no llevara a cabo algo que después no podría ocultar a su marido. Lo que le envío es dinero de mi propio bolsillo; sé que lo aceptará sin innecesarias vacilaciones, y le ruego que no me lo agradezca. L.». Y después, añadido apresuradamente: «¡Por dios santo, deje ya en paz a M.! Le ha dado todo lo que tiene; le ha dado más de lo que a ella misma le pertenecía. Me estremezco al pensar lo que ocurrirá si sale esto a la luz. ¡Se lo ruego por lo que más quiera, no abuse de la inmensa influencia que tiene sobre ella! Sería demasiado vil que usted...». El resto de la frase había sido tachado, y a continuación seguía una posdata: «Dé las gracias de mi parte al amigo que le entrega esto. Fue inolvidablemente amable conmigo en el momento en el que más ayuda necesitaba».

El exceso de felicidad aplastó a Prokop. ¡De modo que no era la amante de Tomeš! ¡Y no tenía a nadie en quien poder apoyarse! ¡Una joven valiente y generosa; había conseguido cuarenta mil coronas para proteger a su hermana de... obviamente de la ignominia! «Estas cuarenta mil coronas han salido del banco; aún están provistas de la faja, tal y como las recogió... ¡Demonios!, ¿por qué en la faja no consta el nombre del banco? Y esas otras diez mil a saber de dónde las ha sacado, y cómo; porque entre ellas hay billetes sueltos, miserables y sucias monedas de cinco coronas, papelajos que se caen a trozos venidos de dios sabe qué manos, dinero arrugado sacado de monederos femeninos; ¡dios, qué enervante búsqueda ha debido costarle hasta conseguir este puñado de dinero! "Fue inolvidablemente amable conmigo..."». En aquel instante Prokop hizo pedazos a Tomeš, vil miserable sin escrúpulos; pero a la vez, en cierto modo, le perdonaba todo... ¡porque ella no era su amante! No era la amante de Tomeš: eso, no obstante, no significaba en absoluto que fuera el más puro y perfecto ángel celestial; y entonces se sintió como si una herida desconocida cicatrizara en su corazón, brusca y dolorosamente.

Sí, tenía que encontrarla. «Tengo ante todo que... ante todo que devolverle este dinero que le pertenece (ni siquiera se avergonzó de un subterfugio tan transparente) y decirle que... que en resumen... que puede contar conmigo, en lo relativo a Tomeš y para cualquier otra cosa... "Fue inolvidablemente amable conmigo"». Prokop incluso entrelazó sus manos: «Dios, todo lo que estoy dispuesto a hacer para merecer esas palabras... ¡Oh, oh, este tren va tan despacio!».

XV

En cuanto se apeó del tren en Praga, se apresuró al piso de Tomeš. Se detuvo aturdido junto al Museo Nacional: ¡demonios!, ¿dónde vivía Tomeš exactamente? «Fui hasta allí, sí, tiritando debido a los escalofríos, por la carretera que pasa junto al Museo. ¿Pero desde dónde? ¿Desde qué calle?». Enfurecido e imprecando, Prokop vagó alrededor del Museo, buscando la dirección más probable. No encontró nada y se dirigió a la jefatura de policía, al departamento de información. «Jiří Tomeš», hojeaba el oficial, cubierto de polvo, en los libros. «Ingeniero Tomeš, Jiří, eso es en Smíchov, en tal y tal calle». Parecía que se trataba de su antigua dirección. Sin embargo, Prokop voló hasta Smíchov, a la calle tal y tal. El casero hizo un gesto negativo con la cabeza cuando le preguntó por Jiří Tomeš. «Pues el susodicho vivió aquí, pero hace ya más de un año; dónde vive ahora, eso no lo sabe nadie; por otra parte dejó aquí todo tipo de deudas...».

Desolado, Prokop se metió en un café. «¡KRAKATITA!», le llamó la atención en la última página del periódico. «Se ruega al ingeniero P. que indique su dirección. Carson, edif. correos». «Bien, seguro que sabe algo de Tomeš ese tal Carson: está claro, hay alguna relación entre ellos. Pues bien, aquí está la nota: "Carson, edificio de correos. Venga mañana al mediodía al café tal y tal. Ing. Prokop"». Nada más escribirlo, le vino a la cabeza otra idea: las deudas. Se levantó y corrió al juzgado, departamento de impagados. Y mira por dónde, allí conocían sobradamente bien la dirección del señor Tomeš: una montaña de citaciones devueltas, requerimientos judiciales y similares. Pero parecía que Tomeš, Jiří había desaparecido sin dejar rastro y, sobre todo, sin dar cuenta de su dirección actual. Aun así, Prokop salió corriendo a la nueva dirección. La casera, una vez refrescada su memoria con la conveniente remuneración, en seguida reconoció a Prokop, que en cierta ocasión había pasado allí la noche. También largó de buena gana que el señor ingeniero Tomeš era un timador y un rufián; que justo aquella noche se marchó y lo dejó allí, al caballero, a cargo de la casera; que ella subió tres veces a preguntar si necesitaba algo, pero que él, el caballero, estaba continuamente durmiendo y hablaba en sueños, y que después, por la tarde, desapareció. «¿Y, digo yo, dónde andará el señor Tomeš? Vaya, se marchó aquel día y dejó todo aquí, y todavía no ha regresado; tan sólo envió dinero desde algún lugar del extranjero, pero ya debe otra vez este trimestre. Se dice que venderán en subasta pública sus enseres si no se presenta de aquí a final de mes. Dicen que se endeudó por una cantidad de casi un cuarto de millón, bueno, y huyó». Prokop sometió a aquella maravillosa mujer al interrogatorio crucial: si sabía algo de una señorita que por lo visto tenía relación con Tomeš, que solía venir por aquí, etc. La casera no sabía, a fin de cuentas, nada: «En lo referente a mujeres, venían por aquí unas veinte, de las que llevaban velo en el rostro y de otras, pintarrajeadas y de todo tipo; ya le digo, era una vergüenza para toda la calle». Así que Prokop le pagó el trimestre que se le debía de su propio bolsillo, y a cambio recibió la llave del piso de Tomeš.

Se podía sentir allí cierto olor a moho, propio de un piso que llevaba sin ser habitado largo tiempo, y casi a muerto. Por primera vez, Prokop percibió los extraños lujos del lugar en el que luchó contra la fiebre. Por todas partes cortinas persas y cojines iraníes, o a saber de dónde, en las paredes desnudos y tapices, un orient y butacas, un tocador de cantante de opereta y una bañera de prostituta de lujo, una mezcla de suntuosidad y vulgaridad, lujuria y abandono. Y allí, en medio de toda aquella porquería, había estado entonces ella, apretando el paquete contra su pecho. «Clava su mirada limpia, afligida, en el suelo, y entonces, dios mío, la levanta con una confianza valerosa y pura... ¡Por dios, qué pensaría de mí al encontrarme en este antro! Tengo que encontrarla, al menos... al menos para devolverle su dinero; aunque no se tratara de otra cosa, de algo más importante... ¡Sencillamente, es imprescindible encontrarla!».

Eso se decía fácilmente; pero, ¿cómo? Prokop se mordía los labios mientras le daba vueltas a la cabeza con empeño. «Si por lo menos supiera dónde buscar a Jirka», se decía. Finalmente dio con un montón de correspondencia que esperaba a Tomeš. En su mayoría eran, como era obvio, cartas de negocios, evidentemente todo facturas. Después unas cuantas cartas personales a las que dio vueltas y que olisqueó indeciso. «Quizás, quizás en alguna de ellas haya una pista, una dirección o cualquier dato que me pueda conducir a él... ¡o a ella!». Se resistía heroicamente a la tentación de abrir siquiera una de las cartas; pero estaba tan solo allí, tras aquellas ventanas mugrientas, y todo en aquel lugar exhalaba cierta bajeza, abyecta y llena de secretismo. Entonces, tragándose rápidamente todas las dudas, Prokop rompió los sobres y leyó una carta tras otra. Una factura por las alfombras persas, las flores, tres máquinas de escribir; una carta muy enérgica requiriéndole que abonase la mercancía dada a comisión; una misteriosa transacción relativa a caballos, divisas extranjeras y veinte vagones de leña en algún lugar de Kremnica. Prokop no creía lo que veían sus ojos: por lo que ponía en esos papeles, Tomeš era un contrabandista de altos vuelos, o un viajante de alfombras persas, o un especulador de divisas, o más bien las tres cosas a la vez. Aparte de eso, comerciaba con automóviles, permisos de exportación, mobiliario de oficina y, por lo visto, con todo lo imaginable. En una de las cartas se trataba un asunto de unos dos millones, mientras que en otra, pringosa y escrita a lápiz, se amenazaba con una denuncia por obtener mediante engaño una antigüedad («un cuatrilátero antiguo heredado de mi abuelo»). Globalmente aquello tenía el aspecto de una serie de estafas, fraudes, permisos de exportación falsificados y otros artículos del código penal, si es que Prokop lo había comprendido bien. Era totalmente fascinante que no se hubiera descubierto el pastel.

Un abogado comunicaba brevemente que la empresa tal y tal había presentado una denuncia contra el señor Tomeš por un fraude de cuarenta mil coronas; se ruega al señor Tomeš que por su propio interés se presente en la oficina, etc. Prokop se horrorizó: «Cuando todo esto salga a la luz, ¿hasta dónde salpicará la ignominia de estas inconfesables vilezas?». Recordó la tranquila casa de Týnice y a la que allí había quedado, desesperada y dispuesta a salvar a aquel hombre. Así que cogió toda esa correspondencia de negocios firmada por Tomeš y corrió a quemarla en la chimenea. Estaba llena de papeles carbonizados. Por lo visto el propio Tomeš simplificó sus asuntos de esa manera antes de marcharse.

Bien, ésos eran los papeles de negocios; quedaban todavía unas cuantas cartas personales, suaves o embadurnadas de un modo lamentable, y Prokop dudaba de nuevo ante ellas debatiéndose en un acuciante sentimiento de pudor. «Por todos los demonios, ¿qué otra cosa puedo hacer?». Aunque lo ahogaba la vergüenza, abrió precipitadamente los demás sobres. Aquí un par de acarameladas confidencias, cariño, recuerdo, un nuevo encuentro, y basta. Cierta Anna Chvalová informa, con conmovedoras faltas de ortografía, de que Jeníček ha muerto «de un sarpullido». En esta otra alguien advierte que sabe «algo que podría interesar a la policía», pero que accedería a hablar del tema y que el señor Tomeš «con seguridad sabe el precio que tiene la discreción»; añade una alusión a «esa casa en la calle Břet, donde el señor Tomeš sabe a quién buscar para que no se destape el asunto». En otra algo sobre cierto negocio, la venta de unas obligaciones, firmado «Tu Rosa». La misma Rosa informa de que su marido se ha ido. La misma letra que en el número 1, una carta franqueada en un balneario: nada más que tonterías sentimentales, erotismo decadente de una rubia madura y entrada en carnes, edulcorada con ayes, reproches y apreciaciones estéticas, y mucho «querido mío» y «salvaje mío» y horrores similares. A Prokop se le revolvía el estómago al leerlo. Una carta en alemán, la letra G., un negocio de divisas, vende esos papeles, erwarte Dich, P. S. Achtung, K. aus Hamburg eingetroffen. La misma G., una carta ofendida y precipitada, un gélido trato de usted, devuelva esos diez mil, sonst wird K. dahinterkommen, ehem. Prokop se moría de vergüenza al penetrar en la perfumada penumbra de aquellos asuntos de faldas, pero ya no se podía detener. Finalmente cuatro cartas firmadas por M.: cartas lacrimosas, febriles y embarazosas que emanaban una historia difícil y apasionada de amor ciego, asfixiante y esclavizante. Había en ellas súplicas insistentes, mucho arrastrarse por el polvo, incriminaciones desesperadas, proposiciones espantosas y una aún más espantosa autoflagelación; referencias a los hijos, al marido, la oferta de un nuevo préstamo, alusiones poco claras y la más que clara miseria de una mujer zarandeada por el amor. ¡Aquella era entonces su hermana! Prokop se sintió como si viera ante sí la boca burlona y cruel, los ojos penetrantes, la cabeza de Tomeš, señorial y altiva, aplomada, segura de sí misma: le habría dado un puñetazo. Pero no había servido de nada: aquel amor femenino, lamentablemente al desnudo, no le dijo ni lo más mínimo sobre... sobre aquella otra que por el momento no tenía nombre para él y a la cual tenía la obligación de buscar.

No quedaba por tanto otra salida que encontrar a Tomeš.

XVI

Encontrar a Tomeš: ¡hombre, como si eso fuera tan fácil! Prokop realizó una inspección general de todo el piso. Revolvió todos los armarios y cajones, sin encontrar (aparte de facturas viejas y polvorientas, cartas de amor, fotografías y otras porquerías de soltero) nada que iluminara en modo alguno el caso de Tomeš. Pero al fin y al cabo, si alguien tiene un peso tan grande sobre su conciencia, consigue desaparecer de forma radical.

Interrogó de nuevo a la casera; recogió una riada de todo tipo de cotilleos, pero nada que lo pusiera sobre la pista. Fue a ver al casero para descubrir desde qué lugar del extranjero había enviado Tomeš ese dinero. Tuvo que escuchar el sermón del viejete, arisco y bastante desagradable, que sufría todo tipo de catarros y maldecía la depravación de los jóvenes caballeros de hoy en día. Como premio a su paciencia sobrehumana recibió finalmente sólo el dato de que dicho dinero no lo envió el señor Tomeš, sino más bien un cambista a cuenta de un banco de Dresde auf Befehl des Herrn Tomeš. Corrió a ver al abogado, que tenía, como se reveló anteriormente, cierto asunto pendiente con el desaparecido. El abogado se escudó inútilmente en el secreto profesional, pero cuando a Prokop se le escapó, del modo más tonto, que debía entregarle un dinero al señor Tomeš, el abogado renació y le pidió que lo depositara en sus manos; a Prokop le costó mucho trabajo desembarazarse de él. Eso le enseñó la lección de no hacer pesquisas sobre Tomeš con gente que había tenido negocios con él.

Se quedó parado en la siguiente esquina: ¿qué iba a hacer ahora? Sólo quedaba Carson. Una incógnita que sabía algo y quería algo. Bien, entonces Carson. Prokop palpó la carta que había en su bolsillo, que había olvidado mandar, y se apresuró a correos.

Pero al llegar al buzón dejó caer la mano. «Carson, Carson... Pero ése tiene interés en algo que... tampoco es una minucia. ¡Demonios!, ese tipo sabe algo de la krakatita y se trae algo entre manos... Vaya, dios sabe qué. Evidentemente Tomeš no lo sabe todo; o no quiso venderlo todo; o exige condiciones indecentes, y yo, estúpido, le voy a salir más barato. Así parecen estar las cosas. Pero (y en ese momento Prokop se horrorizó por primera vez del alcance que tenía el tema), ¿es que es posible sacarse krakatita de la manga? Ante todo habría que saber rematadamente bien qué es lo que se está haciendo y para qué sirve, cómo manejarla y un largo etcétera. La krakatita, buen hombre, no es rapé o polvos de talco para niños. Y en segundo lugar, quizás se trate... de un rapé demasiado potente para este mundo. Imaginemos la que se podría armar con ella..., digamos, por ejemplo, en una guerra». Prokop empezó a sentir incluso angustia por el asunto. «¿Qué diablo ha traído hasta aquí a ese maldito Carson? Por dios santo, debe evitarse a cualquier precio que...».

Prokop se sujetó la cabeza de tal manera que incluso la gente paraba para mirarlo. Pero, ¡por dios, si había dejado allí arriba, en su laboratorio de Hybšmonka, en una caja de porcelana, casi ciento cincuenta gramos de krakatita! O sea, suficiente para arrasar, no sé, ¡todo el distrito! Se quedó petrificado por el horror, y después salió al galope hacia el tranvía: ¡como si ahora importara ese par de minutos! Pasó un infierno mientras el tranvía se arrastraba hasta la otra orilla; después abordó al trote la ladera del barrio de Košíře y voló hasta su caseta. Estaba cerrada con llave, y Prokop buscó inútilmente en los bolsillos algo similar a una llave. Al atardecer echó un vistazo a su alrededor, como un ladrón, rompió el cristal de la ventana, abrió el pestillo y se coló en la casa por la ventana.

Apenas hubo encendido una cerilla, ya pudo comprobar que le habían desvalijado la casa del modo más metódico. En efecto, habían dejado el edredón y ese tipo de trastos; pero todos los frascos, botes y tubos de ensayo, las trituradoras de piedra, los morteros, las probetas y el instrumental, las espátulas y la balanza, toda su primitiva cocina química, todo lo que contenía sustancias experimentales, todo en lo que podía quedar algún residuo o capa de productos químicos, todo había desaparecido. Ni rastro de la caja de porcelana llena de krakatita. Abrió de un tirón el cajón de la mesa: todas sus notas y apuntes, cada fragmento de papel garabateado, hasta el más mínimo recuerdo de esos doce años de experimentos, todo lo había guardado allí. Incluso habían rascado del suelo las manchas y huellas de su trabajo, y su bata de laboratorio, esa saya vieja, manchada, totalmente costrosa por los compuestos químicos, había desaparecido. Se le hizo un nudo en la garganta por un acceso de llanto. «¡Así que esto, esto es lo que me han hecho!».

Se quedó sentado hasta bien entrada la noche en su catre militar, observando rígido el laboratorio expoliado. A ratos se consolaba pensando que quizás recordaría todo lo que había escrito a lo largo de esos doce años en sus apuntes; pero cuando cogía a bulto alguno de los experimentos e intentaba repetirlo de memoria en su cabeza, era incapaz de avanzar, a pesar de hacer esfuerzos desesperados. Se mordió los nudillos deshechos y gimió.

De repente lo despertó el ruido de una llave. Era ya de día; entró en el laboratorio, como si tal cosa, un extraño que se dirigió directamente a la mesa. Estaba ahí sentado, con el sombrero en la cabeza, refunfuñando y raspando con cuidado el cinc de la mesa. Prokop se incorporó en el catre y exclamó: «¡Hombre!, ¿qué hace usted aquí?». El hombre se giró, tremendamente sorprendido, y miró a Prokop sin decir palabra.

—¿Qué hace usted aquí? —repitió Prokop airado. El tipo no dijo ni mu; para mejorar aún más las cosas, se puso unas gafas y clavó la mirada en Prokop con gran interés.

Prokop crujía los dientes, porque ya se estaba cocinando en su interior un insulto horrible. Pero en ese momento el rostro de aquella personilla se iluminó con un gesto afable, se levantó con ímpetu de la silla y adquirió de repente el aspecto de un perrillo que mueve el rabo de alegría.

—Carson —dijo presuroso, y continuó en alemán—: ¡Dios mío, me alegra que haya vuelto! ¿Ha leído usted mi anuncio?

—Sí —respondió Prokop en un pesado alemán con fuerte acento—. ¿Y qué es lo que está buscando?

—A usted —dijo el invitado, contento a más no poder—. ¿Sabe que le llevo buscando ya seis semanas? Todos los periódicos, todas las agencias de detectives, ¡jaja, caballero! ¿Qué me responde a eso? ¡Caray, vaya si me alegro! ¿Qué tal le va? ¿Recuperado?

—¿Por qué me ha robado? —preguntó Prokop ceñudo.

—¿Perdón?

—¡Por qué me ha robado!

—Pero señor ingeniero —dijo el felicísimo hombrecillo sin titubear y sin inmutarse por la regañina—. ¿Cómo puede decir eso? ¡Robar! ¡Carson! ¡Es algo fabuloso, jajaja!

—Me ha robado —repitió Prokop obstinado.

—Nanana —protestó el señor Carson—. Lo he guardado. Tiene todo en depósito. Caballero, ¿cómo pudo dejar todo aquí tirado? Alguien se lo podría robar, ¿no? ¿Qué? Claro que podría, caballero. Robar, vender, publicar, ¿verdad? Está claro, caballero. Podría. Pero yo se lo he guardado, ¿entiende? Palabra de honor. Por eso le he estado buscando. Le devolveré todo. Todo. Es decir... —añadió vacilante, y clavó en Prokop, a través de las brillantes gafas, su mirada acerada—. O sea... si es usted razonable. Pero llegaremos a un acuerdo, ¿no es cierto? —añadió rápidamente—. Debe usted habilitarse. Una carrera fulgurante. Explosiones atómicas, fisión de elementos, cosas increíbles. ¡La Ciencia, ante todo la Ciencia! Llegaremos a un acuerdo, ¿verdad? Palabra de honor, se le devolverá todo. Sí.

Prokop callaba, aturdido por aquella avalancha de palabras, mientras el señor Carson agitaba los brazos y daba vueltas por el laboratorio resplandeciente de alegría.

—Todo, le he guardado todo —parloteaba con vivacidad—. Cada viruta del suelo. Clasificado, guardado, con etiquetas, sellado. Jaja, podía haber huido con todo, ¿no? Pero yo soy un hombre honrado, caballero. Le devolveré todo. Tenemos que ponernos de acuerdo. Pregúntele a Carson. Danés de nacimiento, antes profesor titular en Copenhague. También hacía Ciencia, la divina Ciencia. ¿Cómo dijo Schiller? «Dem einem ist sie... ist sie...» No sé, pero es algo sobre la Ciencia; es la monda, ¿verdad? Bueno, no me dé aún las gracias. Más tarde. Sí.

A Prokop ni siquiera se le había pasado por la cabeza darle las gracias, pero el señor Carson estaba exultante, como un benefactor feliz.

—Yo en su lugar —farfulló entusiasmado—, en su lugar organizaría...

—¿Dónde está Tomeš ahora? —lo interrumpió Prokop. El señor Carson le echó una mirada inquisitiva.

—Bueno —dijo entre dientes con precaución—, nosotros no sabemos nada de él. Eh, qué... —cambió de conversación con rapidez—. Organice... organice el laboratorio más grande del mundo. Los mejores aparatos. Un instituto internacional de química destructiva. Tiene razón, la cátedra es una estupidez. Recitar antiguallas, ¿o no? Una pérdida de tiempo. Organícese al estilo americano. Un enorme instituto, un batallón de ayudantes, todo lo que quiera. Por el dinero no debe preocuparse. Punto. ¿Dónde va a desayunar? Me encantaría invitarle.

—¿Qué es lo que quiere? —se le escapó a Prokop.

Entonces el señor Carson se sentó junto a él en el catre, lo cogió de la mano con gran efusividad y dijo de repente con una voz totalmente distinta: «No se alarme. Puede ganar un montón de millones».

XVII

Prokop, estupefacto, levantó la mirada hacia el señor Carson. Para su sorpresa, ahora ya no tenía esa cara de perrillo, radiante por la satisfacción: todo en aquel hombrecillo fervoroso se había vuelto serio y severo, los ojos quedaron ocultos tras sus pesados párpados y sólo a ratos conseguían abrirse paso con un corte opaco.

—No sea tonto —profirió contundente—. Véndanos la krakatita y asunto concluido.

—¿Cómo puede saber...? —susurró Prokop.

—Se lo contaré todo. Palabra de honor, todo. Vino a visitarnos el señor Tomeš. Trajo los ciento cincuenta gramos y la fórmula. Por desgracia no trajo el método de fabricación. Ni él ni nuestros químicos han sido capaces de descubrir cómo producirla. Es algún tipo de truco, ¿verdad?

—Sí.

—Hum. Quizás lo descubran sin su ayuda.

—No lo descubrirán.

—El señor Tomeš... sabe algo, pero se anda con secretismos. Ha trabajado en nuestro laboratorio a puerta cerrada. Es un químico terriblemente malo, pero más astuto que usted. Al menos no se va de la lengua acerca de lo que sabe. ¿Por qué se lo dijo? Es un inútil, sólo sirve para sacar anticipos. Tenía que haber venido usted mismo.

—Yo no lo mandé en mi nombre —gruñó Prokop.

—Ahá —exclamó Carson—, tremendamente interesante. Vino a vernos ese señor Tomeš...

—¿A quién, exactamente?

—A nosotros. Las fábricas de Balttin. ¿Las conoce?

—No.

—Una empresa extranjera. Increíblemente moderna. Un laboratorio experimental para nuevos explosivos. Fabricamos keramit, metilnitrato, cristal amarillo y ese tipo de cosas. Principalmente para el ejército. Patentes secretas. Usted nos venderá la krakatita, ¿verdad?

—No. ¿Y Tomeš está allí con ustedes?

—Ahá, el señor Tomeš. Espere, es la monda. El tipo viene a vernos y dice: tengo un recado de mi amigo Prokop, un genio de la química. Murió en mis brazos y con el último aliento, jaja, me reveló... Jajaja, increíble, ¿verdad?

Prokop sonrió sólo de medio lado.

—¿Y Tomeš sigue hasta ahora... en Balttin?

—Espere. Es comprensible, primero lo retuvimos... por espionaje. Vienen muchos a nuestro laboratorio, ¿sabe? Y esa sustancia, la krakatita, la enviamos a analizar.

—¿Resultado?

Carson levantó los brazos hacia el cielo.

—¡Fa-fabuloso!

—¿Cuál es su velocidad de detonación? ¿Qué Q han encontrado? ¿Qué t? ¡Cifras!

El señor Carson dejó caer los brazos, que resonaron con una palmada, y abrió como platos los ojos, asombrado.

—¡Hombre, cómo que cifras! El primer experimento... un cincuenta por ciento de almidón... y el dinamómetro saltó en pedazos. Un ingeniero y dos técnicos de laboratorio... también en pedazos. ¿Se lo puede creer? Experimento número dos: prueba del bloque de plomo de Trauzl, noventa por ciento de vaselina, y ¡bum! Se llevó por delante el techo y un operario muerto; del bloque quedaron sólo restos carbonizados. Así que se pusieron con ello los militares; se rieron de nosotros... diciendo que éramos unos inútiles... como un herrero de pueblo. Les entregamos un poco; lo metieron en un cañón, con carbón vegetal machacado. Un resultado impresionante. Siete cañoneros y el capitán... Después encontraron una pierna a tres kilómetros de distancia. Doce muertos en dos días, ahí tiene las cifras, ¡jaja! Fabuloso, ¿eh?

Prokop intentó decir algo, pero se lo calló. Doce muertos en dos días, ¡diablos! El señor Carson se acariciaba las rodillas y estaba radiante.

—El tercer día lo dejamos. Sabe, la impresión que se da es terrible cuando... cuando hay tantos casos así. Sólo fluidificamos la krakatita... unos treinta gramos... en glicerina y similares. El cerdo del técnico de laboratorio se dejaría la espátula olvidada por ahí, y por la noche, cuando el laboratorio estaba cerrado con llave...

—... explotó —prorrumpió Prokop.

—Sí. A las diez treinta y cinco. El laboratorio quedó hecho astillas, además de eso otros dos edificios... Se llevó consigo unas tres toneladas de metilnitrato Probst... Resumiendo, unos sesenta muertos, en fin. Ya se sabe, una investigación exhaustiva, etc., etc. Resultó que no había nadie en el laboratorio, que por lo visto explotó...

—... por sí misma —completó la frase Prokop, casi sin respirar.

—Sí. ¿A usted también?

Prokop hizo un lóbrego gesto afirmativo con la cabeza.

—Ya ve —dijo el señor Carson rápidamente—. No es ninguna tontería. Una sustancia tremendamente peligrosa. Véndanosla, y asunto concluido, se la quita de encima. ¿Qué iba a hacer usted con eso?

—¿Y qué va a hacer usted? —dijo entre dientes Prokop.

—Nosotros ya... nosotros estamos equipados para ello. Señor, un par de muertos... Pero sería una pena perderlo a usted.

—Pero la krakatita que había en la caja de porcelana no explotó —señaló Prokop pensando con empeño.

—Gracias a dios, no. ¡Qué va!

—Y ocurrió de noche —siguió reflexionando Prokop.

—A las diez y treinta y cinco. Exactamente.

—Y esa espátula con krakatita estaba encima de una placa de cinc... de metal —afirmó Prokop.

—Eso no tiene nada que ver —balbució el hombrecillo algo confuso; se mordía los labios y se puso a pasearse por el laboratorio—. Seguramente... seguramente fue la oxidación —llegó a la conclusión tras un instante—. Algún proceso químico. La mezcla con glicerina tampoco explotó.

—Porque no es conductora —farfulló Prokop—. O no puede ionizar, no sé.

El señor Carson se detuvo ante él con las manos en la espalda.

—Es usted muy agudo —reconoció—. Debería usted ganar mucho dinero. Sería una pena que se quedara aquí.

—¿Sigue Tomeš en Balttin? —preguntó Prokop, controlándose con todas sus fuerzas para que pareciera que le era indiferente.

Al señor Carson le brillaron los ojos tras las gafas.

—Lo tenemos a la vista —dijo elusivo—. Seguro que no va a volver aquí. Venga con nosotros... quizás lo encuentre, ya que tanto le in-te-re-sa —silabeó con énfasis.

—¿Dónde está? —repitió Prokop con obstinación, dando a entender que en caso contrario no hablaría. El señor Carson agitó los brazos como un pájaro.

—Bueno, huyó —añadió, ante la mirada atónita de Prokop.

—¿Huyó?

—Se esfumó. Una vigilancia insuficiente, condenadamente listo. Se comprometió a desarrollar la krakatita hasta el final. Lo intentó... unas seis semanas. Nos costó una barbaridad de dinero. Después desapareció, el muy desgraciado. No sabría qué hacer, ¿no? Es un inútil.

—¿Y dónde está?

El señor Carson se inclinó hacia Prokop.

—Desgraciado. Ahora le ofrecerá la krakatita a otro país.

Y además les ha llevado también nuestro metilnitrato, el bribón. Han picado el anzuelo, ahora trabaja para ellos.

—¿Dónde?

—No me está permitido decirlo. Por mi honor, no puedo. Y cuando puso pies en polvorosa, fui a, jaja, a visitar su tumba. Piedad, ¿no? Era usted un genio de la química, y aquí no lo conoce nadie. Eso sí que me llevó trabajo, amigo. Tuve que poner anuncios como loco. Está claro que se dieron cuenta... los otros, ¿sabe? ¿Me entiende?

—No.

—Entonces venga a echar un vistazo —dijo presto el señor Carson, y se dirigió a la pared de enfrente—. Aquí —dijo dando golpecitos en un tablón.

—¿Qué es eso?

—Una bala. Alguien estuvo aquí.

—¿Y quién le disparó?

—Yo, quién si no. Si usted se hubiera colado aquí... por la ventana... hace unos catorce días, quizás alguien le hubiera... encañonado sin compasión.

—¿Quién?

—Eso da igual, este u otro país. Aquí, amigo, se han ido turnando grandes potencias. Y usted, mientras tanto, jaja, pescando en algún sitio, ¿eh? ¡Un tipo fabuloso! Pero escuche, querido —dijo de repente con preocupación—, mejor que no se le ocurra ir por ahí solo. Nunca, a ningún sitio, ¿entiende?

—¡Tonterías!

—Espere. No se trata de soldados de infantería. Es gente que pasa muy desapercibida. Hoy en día estas cosas se hacen... con muchísima discreción —el señor Carson se detuvo junto a la ventana y tamborileó en el cristal—. No tiene ni idea de la cantidad de cartas que recibí en respuesta al anuncio. Me escribieron unos seis Prokop... ¡Venga rápido a echar un vistazo!

Prokop se acercó a la ventana.

—¿Qué ocurre?

El señor Carson simplemente señaló con su corto dedo hacia la carretera. Un joven en velocípedo, en una lucha desesperada por mantener el equilibrio, iba haciendo eses, mientras cada una de las ruedas mostraba una terca inclinación por ir en dirección opuesta. El señor Carson dirigió a Prokop una mirada interrogante.

—Estará aprendiendo a montar —estimó Prokop inseguro.

—Es un torpe de marca mayor, ¿verdad? —dijo Carson, y abrió la ventana—. ¡Bob! —El joven de la bicicleta se quedó clavado en el sitio.

Yessr.

Go to the town for our car!

Yessr —y pisando los pedales, el joven ciclista salió pitando hacia la ciudad. El señor Carson se apartó de la ventana.

—Irlandés. Un chico muy resuelto. ¿Qué quería decir? Ahá. En fin, que se dirigieron a mí seis Prokop... Reuniones en diversos lugares, sobre todo por la noche... la monda, ¿eh? Lea esta nota.

«Venga mañana a las diez de la noche a mi laboratorio, ing. Prokop», leyó Prokop como en un sueño.

—Pero si esta letra... es casi... ¡idéntica a la mía!

—Ya ve —se rió a carcajadas Carson—. Amigo, esto es un campo de minas. ¡Venda la krakatita y quédese tranquilo!

Prokop negó con la cabeza. El señor Carson le dirigió una mirada penetrante, insistente.

—Puede pedir... digamos... veinte millones. Véndanos la krakatita.

—No.

—Le devolveremos todo. Veinte millones. ¡Hombre, véndala!

—No —dijo Prokop a duras penas—. No quiero tener nada que ver... con sus guerras. No quiero.

—¿Qué tenemos aquí? Un químico genial que... ¡vive en una caseta hecha de tablones! ¡Compatriotas!: eso no existe. Una gran persona no tiene compatriotas. ¡No se ande con remilgos! Véndala y...

—No quiero.

El señor Carson se metió las manos en los bolsillos y bostezó.

—¡Guerras! ¿Piensa que va a evitarlas? ¡Bah! Venda y no se preocupe de nada. Usted es un erudito... ¿Qué le importan a usted los demás? ¡Guerras! Venga, no sea ridículo. Mientras los hombres tengan uñas y dientes...

—No la venderé —murmuró Prokop entre dientes. El señor Carson se encogió de hombros.

—Como quiera. Ya lo descubriremos nosotros solos. O Tomeš. Da lo mismo.

Durante un momento se hizo el silencio.

—A mí me da igual —dijo por fin Carson—. Si le resulta más agradable, iremos con ella a Francia, a Inglaterra, a donde quiera, incluso a China. Nosotros dos, ¿sabe? Allí nadie nos pagaría. Sería usted un idiota si la vendiera por veinte millones. Confíe en Carson. ¿Y bien?

Prokop negó rotundamente con la cabeza.

—Tiene carácter —sentenció el señor Carson con admiración—. Tiene todo mi respeto. Es algo que me encanta. Escuche, le diré algo. El más absoluto secreto. Sellémoslo con un apretón de manos.

—No voy a preguntar por sus secretos —gruñó Prokop.

—Bravo. Un hombre discreto. Es usted de los míos, caballero.

XVIII

El señor Carson se sentó y encendió un grueso cigarro, mientras tanto cavilaba con ahínco.

—Jaja —dijo tras un instante—. Así que a usted también le explotó aquí. ¿Cuándo fue? Fecha.

—... Ya no me acuerdo.

—¿Día de la semana?

—... No lo sé. Creo que... dos días después del domingo.

—Así que el martes. ¿Y a qué hora?

—Más o menos... algo después de las diez de la noche.

—Correcto —el señor Carson, pensativo, exhaló el humo—. A nosotros nos explotó por primera vez... como usted gusta decir, «por sí misma»,... el martes a las diez y treinta y cinco. ¿Vio usted algo cuando ocurrió?

—No. Estaba durmiendo.

—Ahá. También explotó el viernes, alrededor de las diez y media. El martes y el viernes. Lo hemos comprobado —explicó ante la mirada aturdida de Prokop—. Dejamos sobre la mesa un miligramo de krakatita y lo vigilamos día y noche. Explotó el martes y el viernes, a las diez y media. Siete veces. Una vez también el lunes, a las diez y veintinueve. Sí.

Prokop se limitó a quedarse pasmado en silencio.

—Entonces una chispa azul recorre la krakatita —añadió el señor Carson ensimismado— y luego explota.

Se hizo un silencio tal, que Prokop podía escuchar el tictac del reloj de Carson.

—Jaja —dijo en voz baja el señor Carson y pasó la mano con desesperación por su mata de cabello pelirrojo.

—¿Qué quiere decir? —estalló Prokop. El señor Carson tan sólo se encogió de hombros.

—¿Y usted? —dijo Carson— ¿Qué pensó usted cuando aquello... «por sí mismo»... le explotó? ¿Y bien?

—Nada —dijo elusivo Prokop—. No he reflexionado sobre ello... durante tanto tiempo. —El señor Carson ladró algo ofensivo—. Es decir —se corrigió Prokop—, entonces se me ocurrió que podrían ser... quizás... las ondas electromagnéticas.

—Ahá. Las ondas electromagnéticas. Nosotros también lo habíamos pensado. Una idea estupenda, pero estúpida. Por desgracia, absolutamente estúpida. Sí. —Ahora Prokop estaba realmente desconcertado—. Ante todo —reflexionó Carson—, las ondas no pululan por el mundo sólo los martes y los viernes a las diez y media, ¿no? Y en segundo lugar, hombre, se le podía haber ocurrido que hicimos el experimento de inmediato. Con onda corta, onda larga, con todas las ondas habidas y por haber. Y su krakatita no hizo con ellas ni esto —señaló algo minúsculo en su uña—. Pero el martes y el viernes... a las diez y media... se le mete en la cabeza explotar «por sí misma». ¿Y sabe qué más? —Prokop no tenía ni idea—. Además esto. Desde hace algún tiempo... medio año aproximadamente... las estaciones sin hilos europeas tienen un cabreo terrible. Sabe, algo interfiere en sus comunicaciones. Con total regularidad. Casualmente... siempre los martes y los viernes a las diez y media de la noche. ¿Qué me dice?

Prokop no dijo nada, sólo se frotó la frente.

—Pues sí, los martes y los viernes. Llaman a este fenómeno «borrado de comunicaciones». Los telegrafistas empiezan a oír un chisporroteo, y ahí lo tienes: los chicos se vuelven locos. Penoso, ¿verdad? —El señor Carson se quitó las gafas y se puso a limpiarlas con gran ceremonia—. Primero... primero pensaron que eran tormentas magnéticas o algo así. Pero cuando vieron que tenía un horario... regular... los martes y viernes... Resumiendo, Marconi, TSF, Transradio y los ministerios de correos y marina, de comercio, de interior y de no sé cuántas cosas más pagarán veinte mil libras al listillo que resuelva el rompecabezas. —El señor Carson se puso de nuevo las gafas y observó con curiosidad—. Se cree que existe una estación ilegal que se divierte borrando comunicaciones. Una idiotez, ¿no? ¡Una estación privada que, así porque sí, por hacer la gracia, envía como mínimo cien kilovatios al aire! ¡Pff! —Carson escupió.

—Los martes y los viernes —dijo Prokop—, o sea, simultáneamente... a la vez...

—Extraño, ¿verdad? —dijo con una mueca el señor Carson—. Lo tengo apuntado, caballero: el martes día tal, a las diez y treinta y cinco y unos cuantos segundos, interferencia en todas las estaciones desde Reval, etc., etc. Y a nosotros, en ese mismo segundo, nos explota «por sí misma», como a usted le gusta decir, cierta cantidad de su krakatita. ¿Eh? ¿Qué? Detto el siguiente viernes a las diez y veintisiete y algunos segundos, interferencia y explosión. Item el siguiente martes a las diez y media, explosión e interferencia. Etcétera. Excepcionalmente, en contra del horario, también hubo interferencias una vez el lunes a las diez y veintinueve treinta segundos. Detto explosión. Hace clic al segundo. Ocho veces de ocho. Divertido, ¿eh? ¿Qué opina al respecto?

—No... no sé —masculló Prokop.

—Entonces le diré una cosa más —soltó el señor Carson después de reflexionar largo rato—. El señor Tomeš trabajaba con nosotros. Es un inútil, pero sabe algo. El señor Tomeš se hizo instalar un generador de alta frecuencia y nos cerró la puerta en las narices. Canalla. En mi vida había escuchado que en la química ortodoxa se trabajara con máquinas de alta frecuencia, ¿verdad? ¿Qué me dice?

—Bueno... en absoluto —dijo a modo de evasiva Prokop, mirando intranquilo a su propio generador electrógeno seminuevo, colocado en un rincón. El señor Carson cazó al vuelo esa mirada.

—Hum —dijo—, usted también tiene aquí ese juguetito, ¿eh? Bonito transformador. ¿Cuánto le costó? —Prokop frunció el ceño, pero Carson se regodeaba en silencio—. Creo —dijo con creciente felicidad—, que sería algo fabuloso si se consiguiera en alguna sustancia... digamos con ayuda de alta frecuencia... en un campo disruptivo o similar... hacer vibrar, resquebrajar, liberar la estructura interna de tal modo que bastara con dar un golpecillo desde lejos... con ciertas ondas... descargas... oscilaciones o el diablo sabe qué, para que esa sustancia se desintegrase, ¿verdad? ¡Bum! ¡A distancia! ¿Qué me dice? —Prokop no dijo nada, y el señor Carson, chupando con deleite el cigarro, se cebaba en él—. Yo no soy electricista, ¿sabe? —comenzó a decir al momento—. A mí me lo ha explicado un científico, pero que me ahorquen si lo he entendido. El hombre me vino con electrones, iones, cuantos elementales o como se llamen; y finalmente ese iluminado de la cátedra sentenció que, en resumen, no era posible en absoluto. ¡Amigo, se ha lucido! Ha hecho usted algo que, según eminencias de fama mundial, no es posible...

Así que yo lo he interpretado a mi manera —continuó—, con una teoría de andar por casa. Pongamos que a alguien se le mete en la cabeza... fabricar un compuesto inestable... a partir de cierta sal metálica. Dicha sal es una bribona: no hay modo de combinarla, ¿verdad? Así que ese químico lo intenta de todos los modos posibles... como loco. Y entonces digamos que recuerda que en el número de enero de The Chemist se hablaba de que dicha sal flegmática era un radioconductor fabuloso... un detector de ondas eléctricas. Se le ocurre una idea. Una idea tonta y genial: que quizás consiguiera mejorarle el humor a esa maldita sal mediante ondas eléctricas, ¿no? Despertarla, hacerla bailar, sacudirla como un edredón, ¿verdad? Ja, las mejores ideas se le ocurren a uno a partir de tonterías. Así que se agencia un ridículo transformadorcillo y se pone a ello. Qué hizo exactamente es por ahora un secreto, pero al fin y al cabo... consigue el ansiado compuesto. Que me lleven los demonios, lo consigue. Seguramente lo amalgamó mediante esa oscilación. Amigo, que a mi edad tenga que ponerme a estudiar Física... Estoy metiendo la pata, ¿eh?

Prokop murmuró algo totalmente incomprensible.

—Da igual —sentenció Carson tranquilamente—. Mientras siga aguantando sin descomponerse. Soy un idiota, yo me imagino que la sustancia adquirió una estructura electromagnética o algo así. Si se alterara de algún modo, entonces... se desintegraría, ¿verdad? Por suerte, unas diez mil estaciones de radio oficiales y unos cientos de estaciones ilegales mantienen en la atmósfera de nuestro país un clima electromagnético, un... eh... eh... balneario de oscilaciones que parece hecho a medida para esa estructura. Así que aguanta sin descomponerse... —El señor Carson se quedó pensativo un momento—. Y ahora —comenzó de nuevo—, ahora imagine que un diablo de otro mundo o un sinvergüenza de éste cuenta con los medios para alterar a la perfección las ondas electromagnéticas. Sencillamente borrarlas, o algo así. Imagine que (dios sabe por qué) monta el numerito de forma regular los martes y los viernes a las diez y media de la noche. En ese mismo minuto, en ese mismo segundo, se alteran en todo el mundo las comunicaciones sin hilos. Pero en ese mismo minuto y en ese mismo segundo parece que también ocurre algo en esa... sustancia lábil, si es que no se encuentra aislada..., pongamos por ejemplo en... en una caja de porcelana. Algo se modifica en ella... De algún modo se produce en ella un chasquido, y se... se...

—... desintegra —exclamó Prokop.

—Sí, se desintegra. Explota. Interesante, ¿verdad? Un señor muy sabio me lo explicó. ¡Cáspita!, ¿cómo dijo? Que... que por lo visto...

Prokop se levantó de un salto y agarró al señor Carson del abrigo.

—Escuche —tartamudeó Prokop, visiblemente alterado—, entonces si... la krakatita... se esparciera, por ejemplo, aquí... o donde fuera... simplemente por el suelo...

—... entonces el próximo martes o viernes a las diez y media saltaría por los aires. Ja. Pero hombre, que me está estrangulando.

Prokop soltó a Carson y recorrió la habitación mordiéndose los dedos horrorizado.

—Está claro —musitó—, ¡está claro! Nadie debe fa-fabri-car kra-kraka...

—Aparte del señor Tomeš —objetó Carson escéptico.

—¡Déjeme en paz! —exclamó Prokop en un arranque—, ¡Ése no descubrirá el método!

—Bueno —consideró el señor Carson con ciertas dudas—, yo no sé cuánto le contó usted del asunto.

Prokop se detuvo como si lo hubieran clavado al suelo.

—Imagine —sermoneó febril—, imagine por ejemplo... ¡unnna ggguerra! El que tenga en sus manos la krakatita podría... podría... cuando quisiera...

—Por el momento sólo los martes y los viernes.

—... hacer saltar por los aires... ciudades enteras... ejércitos enteros... ¡todo! Basta... basta co-con es-esparcir... ¿Puede imaginárselo?

—Puedo. Fabuloso.

—Y por eso... por el bien de la humanidad... nunca... ¡no la venderé nunca!

—Por el bien de la humanidad —refunfuñó el señor Carson—. Sabe, por el bien de la humanidad sería más importante llegar al meollo de... de...

—¿De qué?

—De esa condenada estación de anarquistas.

XIX

—Por tanto usted piensa —balbució Prokop—, que... que quizás...

—Por tanto nosotros sabemos —lo interrumpió Carson—, que en el mundo hay estaciones emisoras y receptoras desconocidas. Que de forma regular, los martes y los viernes, seguramente dicen algo muy distinto a «buenas noches». Que disponen de unas fuentes de energía desconocidas hasta el momento por nosotros, descargas, oscilaciones, chispas, rayos o algo endiablado y... y, en resumen, imposible de detener. O de algún tipo de antiondas, antioscilaciones o cómo demonios llamarlo; algo que sencillamente interrumpe o borra nuestras ondas, ¿entiende? —El señor Carson echó un vistazo al laboratorio—. Ahá —dijo, y echó mano a un trozo de tiza—, o esto es así —dijo mientras pintaba en el suelo con la tiza una flecha que medía más o menos medio codo—, o así —y entre tanto cubrió de tiza un tablón entero, dentro del cual borró, con el dedo lleno de saliva, una línea oscura—. Así o así, ¿entiende? En positivo o en negativo. O bien emiten unas ondas nuevas a nuestro medio, o bien lanzan a nuestro ambiente, vibrante, radiotelegrafiado de parte a parte, pausas artificiales, ¿comprende? Se puede trabajar de las dos maneras... sin nuestro control. Ambas son por el momento... técnica y físicamente... un absoluto misterio. ¡Diablos —gritó el señor Carson en un súbito arranque de ira, y arrojó la tiza, que quedó pulverizada—, esto es demasiado! Emitir gracias a fuerzas desconocidas radiotelegramas secretos dirigidos a un destinatario misterioso! ¿Quién lo estará haciendo? ¿Qué cree usted?

—Quizás los marcianos —se sintió obligado a bromear Prokop; pero, en realidad, no tenía ganas de bromas. El señor Carson le lanzó una mirada asesina, pero después se echó a reír con un relincho totalmente caballuno.

—Digamos que los marcianos. ¡Fabuloso! Digamos que sí, maestro. Pero digamos que más bien alguien procedente de la Tierra. Digamos que alguna potencia terrícola envía instrucciones secretas. Digamos que tiene razones tremendamente poderosas para querer evitar que la controlen. Digamos que es una especie de... servicio u organización internacional o el diablo sabe qué, y que tiene a su disposición fuerzas desconocidas, estaciones secretas y quién sabe qué más. En cualquier caso... en cualquier caso, la humanidad tiene derecho a interesarse por esos telegramas secretos, ¿no? Tanto si los envían desde el infierno como desde Marte. Es simplemente... de interés para la sociedad. Puede usted pensar... Bueno, seguramente, caballero, seguramente no serán radiotelegramas sobre Caperucita Roja. No. —El señor Carson se puso a recorrer la habitación—. Sobre todo es seguro —reflexionaba en voz alta—, que dicha estación de emisión... se encuentra en algún lugar de Europa Central, aproximadamente en medio del círculo en que se producen esas interferencias, ¿verdad? Es relativamente débil, puesto que emite sólo por la noche. ¡Maldición, eso es aún peor! La torre Eiffel o la torre de transmisión de Nauen se encuentran fácilmente, ¿no? Caballero —exclamó de repente, y se quedó clavado—, imagine que en el mismo ombligo de Europa existe y se prepara algo raro. Tiene ramificaciones, tiene sus propias oficinas, mantiene una sociedad secreta. Tiene medios técnicos que nos son desconocidos, fuentes de energía secretas, y, ¡para que lo sepa —gritó el señor Carson—, tiene la krakatita! ¡Sí!

Prokop, fuera de sí, dio un salto.

—¿Có-cómo que...?

—La krakatita. Noventa gramos y treinta y cinco decigramos. Todo lo que nos quedaba.

—¿Qué hicieron con ello? —se enfureció Prokop.

—Experimentos. Ahorrábamos krakatita como... como si fuera un bien muy preciado. Y una noche...

—¿Qué?

—Desapareció. Con caja de porcelana incluida.

—¿Robada?

—Sí.

—¿Y quién... quién...?

—Por supuesto, los marcianos —dijo haciendo una mueca el señor Carson—. Por desgracia con la ayuda terrícola de un técnico de laboratorio que se ha esfumado. Naturalmente, con la cajita de porcelana.

—¿Cuándo ocurrió?

—Bueno, justo antes de que me enviaran aquí, a buscarlo a usted. Un hombre inteligente, ese sajón. No dejó ni el polvillo. Sabe, por eso he venido.

—¿Y usted cree que ha llegado a manos de esos... esos desconocidos? —El señor Carson sólo resopló—. ¿Cómo lo sabe?

—Se lo aseguro. Escuche —dijo el señor Carson balanceándose sobre sus cortas piernecillas—, ¿tengo aspecto de ser un cobarde?

—N-no.

—Pues le diré que esto me asusta. Palabra de honor, es para hacérselo encima. La krakatita... es una cosa condenada. Esa estación desconocida es aún peor. Y si ambas cosas cayeran en las mismas manos, entonces... con todos mis respetos: entonces el señor Carson hace las maletas y se marcha con los antropófagos de Tasmania. Sabe, no me gustaría ver el fin de Europa.

Prokop sólo podía retorcerse las manos entre las rodillas.

—Dios, dios —susurraba para sí mismo.

—Pues sí —opinó Carson—. Tan sólo me sorprende, sabe, que hasta ahora no haya saltado por los aires... algo grande. Basta con que se apriete una palanca en algún lugar... y a un par de miles de kilómetros de distancia... ¡bum! Y ya está. ¿A qué están esperando todavía?

—Está claro —dijo Prokop febril—. No se debe permitir que la krakatita cambie de manos. Y Tomeš, se debe impedir que Tomeš...

—El señor Tomeš —objetó rápidamente Carson—, venderá la krakatita al mismísimo diablo, si se la paga. En estos momentos el señor Tomeš es uno de los mayores peligros mundiales.

—¡Maldita sea! —musitó Prokop desesperado—. Entonces, ¿qué vamos a hacer?

El señor Carson mantuvo un largo silencio.

—Está claro —dijo finalmente—. La krakatita debe cambiar de manos.

—¡Nnno! ¡Nunca!

—Debe cambiar de manos. Sencillamente por el hecho de que es... la clave para descifrar el misterio. Es más que urgente, caballero. Por todos los diablos, entréguesela a quien quiera, pero no dé más rodeos. Désela a los suizos, o a la federación de solteronas o a la bruja Piruja; se devanarán los sesos durante medio año antes de comprender que usted no está loco. O dénosla a nosotros. En Balttin ya han construido una máquina, sabe, un aparato receptor. Imagínese... explosiones infinitamente rápidas de partículas microscópicas de krakatita. El detonador es una corriente desconocida. En cuanto allí, en algún sitio, la conecten, se desencadenará todo el asunto: trrr ta ta trrr trrr ta trrr ta ta ta. Y ya está. Se descifra, y punto. ¡Si tan sólo tuviéramos krakatita!

—No se la daré —dijo con dificultad Prokop, cubierto de sudor frío—. No le creo. Ustedes... ustedes fabricarían la krakatita sólo para sí mismos.

El señor Carson tan sólo elevó una comisura de los labios.

—Bueno —dijo—, si se trata únicamente de eso... Podemos convocar para usted a las Naciones Unidas, a la Unión Postal Universal, al Congreso Eucarístico o a quién diablos quiera. Para que su alma quede en paz. Yo soy danés y hago caso omiso de la política. Sí. Y usted va a dejar la krakatita en manos de una comisión internacional. ¿Qué le pasa?

—Yo... he estado enfermo durante mucho tiempo —se disculpó Prokop, de repente lívido como la muerte—. Aún no me... encuentro... bien. Y... y... no he comido en dos días.

—Es la debilidad —dijo el señor Carson. Se sentó junto a él y lo sujetó por los hombros—. Se le pasará en seguida. Vendrá a Balttin. Es una tierra muy saludable. Después puede ir a buscar al señor Tomeš. Estará podrido de dinero. Será a big man. ¿Y bien?

—Sí —susurró Prokop como un niño pequeño, y se dejó acunar ligeramente.

—Así, así. Demasiada tensión, ¿sabe? No es nada. Lo más importante... lo más importante es el futuro. Amigo, las ha pasado canutas, ¿eh? Es usted un valiente. Hala, ya va todo mejor. —El señor Carson fumaba pensativo—. Un futuro increíblemente fabuloso. Ganará un montón de dinero. A mí me dará el diez por ciento, ¿de acuerdo? Es ya una costumbre en el ámbito internacional. Carson también necesita...

Un automóvil dio un bocinazo delante de la caseta.

—Bien, aleluya —dijo aliviado el señor Carson—, aquí está el coche. Venga, caballero, nos vamos.

—¿A dónde?

—De momento, a comer.

XX

Al día siguiente, Prokop se despertó con una tremenda pesadez de cabeza. Al principio no era capaz de comprender dónde se encontraba; esperaba oír el cloqueo de las gallinas o el sonoro ladrido de Honzík. Poco a poco fue dándose cuenta de que ya no estaba en Týnice, de que estaba acostado en el hotel al que el señor Carson lo había trasladado, ebrio hasta perder la consciencia, borracho, bramando como un animal. Pero apenas dejó correr sobre su cabeza una corriente de agua fría, recordó todo el día anterior y, de la vergüenza, habría querido que se lo tragara la tierra.

Ya durante la comida estuvieron bebiendo, pero sólo un poco, sólo lo suficiente como para que ambos se pusieran rojos y se pasearan en coche por algún lugar de los bosques de Sázava o quién sabe dónde, para que se les evaporara el alcohol de la cabeza. Entretanto Prokop largaba sin pausa, mientras el señor Carson mascaba el cigarro y asentía con la cabeza. «Será usted a big man». A big man, a big man, resonaba en la cabeza de Prokop como una campana. «¡Cáspita, si me viera rodeado de esa gloria... la mujer del velo!». Ufano, se hinchó tanto ante Carson que estaba a punto de explotar; pero éste sólo hacía gestos afirmativos con la cabeza como un mandarín y azuzaba su orgullo desenfrenado. Prokop no salió volando del coche por el enardecimiento de puro milagro; por lo visto, explicaba sus ideas sobre el instituto internacional de química destructiva, el socialismo, el matrimonio, la educación de los hijos y todo tipo de despropósitos.

Pero por la tarde comenzó de verdad el asunto. Sólo dios sabe todos los sitios en los que estuvieron bebiendo. Fue un horror: Carson pagaba rondas a todos los desconocidos, enrojecido, lustroso, con el sombrero aplastado, mientras que unas chicas bailaban, alguien rompía vasos y Prokop, gimoteando, confesaba a Carson su horroroso amor hacia aquella mujer que no conocía. Al recordarlo, Prokop se agarró la cabeza por el bochorno y el dolor.

Después, mientras gritaba «krakatita», lo metieron en el coche. El diablo sabe a dónde lo llevarían; iban a toda velocidad por carreteras interminables. Junto a Prokop brincaba un fueguecillo rojizo, seguramente era el señor Carson con su cigarro, que hipaba «¡más rápido, Bob!», o algo por el estilo. De pronto, en una curva, se precipitaron hacia ellos dos luces deslumbrantes, un par de voces pegaron un aullido, el coche derrapó hacia un lado y Prokop cayó de morros en la hierba, con lo que se espabiló hasta tal punto, que comenzó a percibir lo que estaba ocurriendo. Unas cuantas voces discutían frenéticas y se reprochaban su embriaguez mutuamente; el señor Carson echaba pestes que daba miedo y gruñía «ahora tendremos que regresar», tras lo cual introdujeron con mil miramientos a Prokop, como herido más grave, en aquel otro coche, el señor Carson se sentó junto a él y regresaron, mientras Bob se quedaba junto al coche accidentado. A mitad de camino el herido grave comenzó a cantar y a alborotar, y justo antes de llegar a Praga le entró sed de nuevo. Tuvieron que recorrer aún unos cuantos locales antes de conseguir callarlo.

Con hosca desgana, Prokop estudió en el espejo su cara desollada. Le interrumpió aquella vergonzosa visión el recepcionista del hotel, que (con las correspondientes disculpas) le trajo el impreso de registro para que lo rellenara. Prokop completó sus datos personales con la esperanza de que con eso el asunto estuviera zanjado. Pero apenas hubo leído su nombre y profesión, el recepcionista recobró visiblemente los bríos y pidió a Prokop que no se marchara aún; que un señor extranjero había pedido que le telefonearan inmediatamente desde el hotel si por un casual el señor ingeniero Prokop tuviera a bien alojarse allí. Si, por tanto, el señor ingeniero se lo permitía, etc., etc. El señor ingeniero estaba tan furioso consigo mismo que habría permitido incluso que le cortaran el cuello. Así que se sentó y esperó, resignado pasivamente a su dolor de cabeza. Después de un cuarto de hora el recepcionista estaba de vuelta y le entregaba una tarjeta de visita. En ella se leía:

SIR REGINALD CARSON

Col. B. A., M. R. A., M. P., D. S. etc.

President of Marconi's Wireless Co

LONDON

—Traiga aquí —ordenó Prokop, y en lo más profundo de su alma se extrañó lo indecible por el hecho de que el bueno de Carson no le hubiera comunicado, ya ayer, sus apabullantes títulos y que hoy viniera con semejantes ambages. Aparte de eso, tenía cierta curiosidad por saber qué aspecto tenía el señor Carson tras aquella noche infame. Pero entonces se le salieron los ojos de las órbitas, increíblemente sorprendido. Por la puerta entraba un caballero totalmente desconocido, un codo mayor que el señor Carson del día anterior.

Very glad to see you —dijo lentamente el gentleman desconocido, inclinándose más o menos como si fuera un poste de telégrafo—. Sir Reginald Carson —se presentó, mientras buscaba con la mirada una silla.

Prokop profirió un sonido indefinido y le señaló la silla. El gentleman se sentó en ángulo recto y se dispuso a quitarse con gran ceremonia unos espléndidos guantes de piel de ciervo. Era un caballero muy alto y extremadamente serio, con una cara caballuna planchada en rígidos pliegues; en la corbata un enorme ópalo indio, en la cadenita de oro un camafeo antiguo, pies gigantescos de jugador de golf, en resumen, un lord por los cuatro costados. Prokop, estupefacto, guardaba silencio.

—Usted dirá —dijo finalmente, cuando el silencio se hizo insoportablemente largo. El gentleman no tenía prisa en absoluto.

—Sin duda —dijo por fin en inglés—, sin duda le sorprendería encontrar en los periódicos mi aviso. Supongo que es usted el ingeniero Prokop, autor de... eh... unos artículos muy interesantes acerca de sustancias explosivas.

Prokop asintió en silencio.

—Es un placer —dijo el señor Carson sin apresurarse en modo alguno—. Le he estado buscando por cierto asunto de gran interés científico e importancia práctica para nuestra compañía, Marconi's Wireless, de la cual tengo el honor de ser presidente, y no menos importante para la Unión Internacional de Telegrafía Sin Hilos, la cual me ha concedido el inmerecido honor de elegirme como secretario general de la misma. Sin duda le sorprenderá —continuó medio ahogado por tan larga frase—, que estas respetadas sociedades me hayan enviado a visitarle, dado que sus excelentes trabajos pertenecen a un campo totalmente distinto. Permítame —y al pronunciar estas palabras el señor Carson abrió su maletín de piel de cocodrilo, del que sacó unos papeles, una libreta y un lápiz amarillo—. A lo largo de unos nueve meses —comenzó despacio, y se puso unos anteojos dorados para observar los papeles—, las estaciones de radio europeas han venido comprobando...

—Disculpe —lo interrumpió Prokop, incapaz ya de contenerse—, entonces, ¿esos anuncios los puso usted?

—Sin duda. Pues bien, han venido comprobando de forma regular unas interferencias...

—...los martes y los viernes, lo sé. ¿Quién le ha hablado de la krakatita?

—Habría llegado a ese tema yo mismo —dijo el respetable lord con cierto tono de reproche—. Well, me saltaré los detalles, ya que supongo que está usted informado hasta cierto punto de nuestras dificultades y de... eh... y...

—...y de la conspiración secreta a nivel mundial, ¿no?

El señor Carson abrió como platos sus ojos de color azul claro.

—Le ruego que me disculpe, ¿qué conspiración?

—Bueno, esos misteriosos radiotelegramas nocturnos, la organización secreta que los emite... —el señor Reginald Carson lo detuvo.

—Fantasías —dijo con conmiseración—, nada más que fantasías. Ya lo sé, lo sugirió incluso el Daily News cuando nuestra empresa ofreció una recompensa relativamente considerable...

—Lo sé —dijo rápidamente Prokop, temiendo que el lord se pusiera a hablar largo y tendido sobre el tema.

—Sí. Un despropósito. El asunto tiene un trasfondo puramente comercial. Alguien tiene interés en generar desconfianza hacia nuestras estaciones de radio, ¿entiende? Quiere socavar la confianza de la sociedad en nuestra compañía. Por desgracia, nuestros receptores y... eh... radioconductores no son capaces de descubrir el extraño tipo de ondas que provoca esas interferencias. Y puesto que nos han llegado noticias de que tiene en su poder cierta sustancia o compuesto químico que reacciona de un modo muy, muy notable ante dichas interferencias...

—¿Noticias de quién?

—De su colaborador, el señor... eh... el señor Tomeš. Mister Tomeš, ¿verdad? —El pausado gentleman sacó de entre sus papeles una carta—. «Dear sir —leía con cierto esfuerzo—, leo en el periódico que ofrecen una recompensa, et cetera. Dado que en la actualidad me resulta imposible alejarme de Balttin, donde trabajo en cierto descubrimiento, y un asunto de semejante alcance no se puede solucionar por escrito, le ruego que mande buscar en Praga a mi amigo y colaborador durante largos años, Mr Ing. Prokop, que tiene en su poder una sustancia recién descubierta, la krakatita, un tetrargón de cierta sal metálica, cuya síntesis se lleva a cabo bajo los efectos específicos de una corriente de alta frecuencia. La krakatita reacciona, como demuestran precisos experimentos, con una fuerte explosión ante las ondas desconocidas que provocan las interferencias, de lo cual se deduce por sí misma la relevancia que tienen dichas ondas para la investigación. En vista de la importancia del asunto, presupongo, por mi parte y por la de mi amigo, que la recompensa que ofrecen se incrementará sus-sustancialmente... —el señor Carson se atragantó—. Eso es, en resumen, todo —dijo—. Sobre la recompensa hablaríamos por separado». Firmado, Mr Tomeš, en Balttin.

—Hum —dijo Prokop con serias sospechas—, que una noticia tan privada... tan poco fiable... tan fantástica haya impulsado a la empresa Marconi...

Beg your pardon —objetó el alto caballero—, por supuesto, nos han llegado noticias muy precisas sobre ciertos experimentos en Balttin...

—Ahá, de cierto técnico de laboratorio sajón, ¿verdad?

—No. De nuestro propio representante. Se lo leo en seguida. —El señor Carson se puso de nuevo a buscar entre sus papeles—. Aquí está. «Dear sir, las estaciones locales no consiguen solucionar las conocidas interferencias. Los experimentos que se han llevado a cabo elevando la fuerza de emisión han fracasado por completo. He recibido información confidencial pero fiable de que el instituto militar de Balttin ha conseguido una determinada cantidad de cierta sustancia...». —Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Prokop, y entró un camarero con una tarjeta de visita.

—Un caballero ruega...

En la tarjeta se podía leer:

ING. CARSON, Balttin

—Que pase —ordenó Prokop, sintiendo una súbita animación e ignorando directamente las señales de protesta por parte de sir Carson.

A continuación entró el señor Carson del día anterior, con la cara totalmente devastada por la falta de sueño, que se dirigió hacia Prokop emitiendo sonidos de alegría.

XXI

—Espere —lo detuvo Prokop—. Permítanme que les presente. Ingeniero Carson, sir Reginald Carson.

Sir Carson dio un respingo, pero permaneció sentado con inmutable dignidad. Por el contrario, el ingeniero Carson, perplejo, dio un silbido y se dejó caer en una silla como una persona a la que le flaquean las piernas. Prokop se apoyó en la puerta y se regodeó mirando a ambos caballeros con una malicia desbocada.

—¿Y bien? —preguntó finalmente.

Sir Carson se puso a colocar sus papeles en el maletín.

—Sin duda —dijo pausadamente—, será mejor que le visite en otro momento...

—Tenga la bondad de quedarse —lo interrumpió Prokop—. Discúlpenme, caballeros, ¿no son ustedes, por casualidad, familia?

—En absoluto —dijo el ingeniero Carson—. Más bien al contrario.

—Entonces, ¿cuál de ustedes es realmente Carson?

No contestó ninguno de los dos; la situación era realmente incómoda.

—Pida a ese señor —dijo con brusquedad sir Reginald—, que le enseñe sus papeles.

—Claro que sí —le espetó el ingeniero Carson—, pero después del caballero preopinante. Sí.

—¿Y quién de ustedes puso el anuncio?

—Yo —anunció sin vacilación el ingeniero Carson—. Fue idea mía, caballero. Y hago constar que incluso en nuestro ramo es de una vileza inaudita subirse gratis al carro de la idea de otra persona. Sí.

—Si me permite —sir Reginald se giró hacia Prokop con auténtica indignación moral—, esto ya es el colmo. ¡Qué impresión habría dado si hubiera salido un anuncio más con otro nombre! Simplemente tuve que aceptar el hecho de cómo lo había llevado a cabo ese caballero de ahí.

—Ahá —arremetió combativo el señor Carson—, y por eso este caballero se apropió también de mi nombre, ¿sabe?

—Simplemente hago notar —protestó sir Reginald—, que ese señor de ahí no se llama en absoluto Carson.

—¿Y cómo se llama entonces? —inquirió apresuradamente Prokop.

—... No lo sé con exactitud —dijo entre dientes el lord con desdén.

—Carson —Prokop se dirigió al ingeniero—, ¿y quién es este caballero?

—La competencia —dijo con amargo sentido del humor el señor Carson—. Es el caballero que, mediante cartas falsas, ha estado intentando atraerme a todo tipo de lugares. Seguramente quería presentarme allí a gente muy agradable.

—A la policía militar local, disculpe —musitó sir Reginald.

El ingeniero los fulminó con una mirada maligna y tosió a modo de advertencia: «Por favor, no hablen de esto. En caso contrario...».

—¿Quieren los caballeros explicarse mutuamente algo más? —dijo Prokop con una mueca desde la puerta.

—No, nada más —dijo, muy digno, sir Reginald; hasta ese momento no había considerado al otro Carson digno de dedicarle siquiera una mirada.

—Entonces —comenzó Prokop—, ante todo les agradezco su visita. En segundo lugar me provoca una gran alegría que la krakatita se encuentre en buenas manos, es decir, en las mías. Ya que si tuvieran ustedes la más mínima esperanza de conseguirla por otros medios, yo no sería una persona a la que se buscara con tanto ahínco, ¿verdad? Les estoy inmensamente agradecido por esta información involuntaria.

—No cante victoria todavía —gruñó el señor Carson—. Queda...

—¿... él? —dijo Prokop señalando a sir Reginald.

El señor Carson negó con la cabeza.

—¡Qué va! Un tercero en discordia desconocido.

—Disculpe —dijo Prokop casi ofendido—, no creerá que voy a tragarme nada de lo que me contó ayer.

El señor Carson se encogió de hombros.

—De acuerdo, como quiera.

—Y en tercer lugar —continuó Prokop—, les rogaría que me dijeran dónde está Tomeš.

—Pero si ya le he dicho —saltó el señor Carson—, que no me está permitido... Venga a Balttin, y asunto concluido.

—Entonces usted, caballero —Prokop se dirigió a sir Reginald.

Beg your pardon —profirió el alto gentleman—, pero eso me lo reservo para mí mismo.

—Entonces, en cuarto lugar, les ruego encarecidamente que no se devoren el uno al otro. Yo, entretanto, voy...

—A la policía —sugirió sir Reginald—. Totalmente correcto.

—Me alegro de que esté de acuerdo. Disculpen que les encierre aquí mientras tanto.

—Oh, por favor —dijo el lord educadamente, mientras el señor Carson hacía un intento desesperado de protesta.

Con gran alivio, Prokop cerró tras de sí la puerta con llave, y además colocó junto a ella a dos mozos del hotel, tras lo cual corrió a la comisaría más cercana, pues consideraba adecuado ofrecer allí algún tipo de explicación. Resultó que la cuestión no era tan sencilla: puesto que no podía acusar a ambos extranjeros al menos de robar unas cucharillas de plata o de jugar al bacará, le costó mucho trabajo disipar las dudas del oficial de policía, que, evidentemente, lo tomó por un chiflado. Finalmente (quizás para que lo dejara ya en paz) le asignó a Prokop un agente de paisano, un personaje muy ajado y taciturno. Cuando llegaron al hotel, encontraron a los dos mozos apuntalados valientemente en la puerta ante el gran tumulto de todo tipo de personal. Prokop abrió y el agente, tras resoplar por la nariz, entró tranquilamente al interior, como si hubiera ido a comprarse unos tirantes. La habitación estaba vacía. Los dos señores Carson habían desaparecido.

El taciturno personaje tan sólo echó un vistazo, e inmediatamente se dirigió hacia el cuarto de baño, el cual Prokop había olvidado por completo. Había allí una ventana abierta de par en par hacia un patio interior, y en la pared opuesta un ventanuco, forzado, que daba al retrete. El taciturno personaje enfiló hacia el retrete. Éste desembocaba en otro pasillo, estaba cerrado con llave y la llave había desaparecido. El agente hurgó en la cerradura con una ganzúa y abrió: estaba vacío, únicamente había huellas de pisadas en el asiento del retrete. El silencioso personaje cerró de nuevo todo y dijo que mandaría llamar al señor comisario.

El señor comisario, un hombrecillo muy vivo y famoso criminalista, se personó allí inmediatamente. Exprimió a Prokop al menos durante dos horas, intentando descubrir a toda costa qué asuntos se traía entre manos con aquellos dos caballeros. Parecía que tenía mil ganas de encerrar al menos a Prokop, que durante ese tiempo había caído en grandes contradicciones en sus propias declaraciones sobre su relación con ambos extranjeros. Después interrogó al recepcionista y a los mozos, y exhortó enérgicamente a Prokop a presentarse a las seis en la jefatura de policía; hasta aquel momento sería mejor que ni se moviera del hotel.

El resto del día lo pasó Prokop corriendo por la habitación y pensando horrorizado en que seguramente lo encerrarían; porque ¿qué explicación podía dar, si no tenía intención de hablar de la krakatita por nada en el mundo? «Sólo el diablo sabe cuánto tiempo puede durar la prisión preventiva; y así, en vez de poder buscarla a ella, a aquella desconocida del velo...». Prokop tenía los ojos llenos de lágrimas; se sentía débil y flojo, hasta el punto de avergonzarse. Sin embargo, justo antes de las seis se armó de todo su valor y se encaminó a la jefatura de policía.

Lo condujeron en seguida a un despacho con gruesas alfombras, sillones de piel y grandes cajas con cigarros (era el despacho del jefe de policía). Frente al escritorio Prokop halló una enorme espalda de boxeador inclinada sobre unos papeles, una espalda que despertó en él, a primera vista, pavor y sumisión.

—Tome asiento, señor ingeniero —dijo la espalda afablemente, secó algo y se giró hacia Prokop con una cara no menos monumental, adecuadamente acomodada sobre un cuello de bisonte. Un caballero robusto estudió durante un segundo a Prokop y dijo—: Señor ingeniero, no voy a obligarle a contarme lo que, por razones sin duda prudentes, tiene la intención de reservarse. Conozco su trabajo. Creo que en este caso se trata de alguno de sus explosivos.

—Sí.

—El asunto seguramente tiene cierta relevancia... digamos militar.

—Sí.

El robusto caballero se levantó y dio la mano a Prokop.

—Tan sólo quería agradecerle, señor ingeniero, que no se lo haya vendido a agentes extranjeros.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿Los han capturado? —soltó a bocajarro Prokop.

—¿Por qué? —sonrió el caballero—. No tenemos derecho a hacerlo. Mientras se trate de un secreto exclusivamente suyo y en ningún caso de nuestro ejército...

Prokop cazó al vuelo el leve reproche y titubeó.

—Este asunto... aún no está maduro...

—Le creo. Confío en usted —dijo el poderoso caballero, dándole de nuevo la mano.

Eso fue todo.

XXII

«Debo actuar según un plan», se propuso Prokop. Bien, de este modo, tras una más que larga deliberación y las más descabelladas ideas, se decidió por el siguiente plan...

Antes que nada, puso en días alternos y en todos los periódicos importantes el siguiente anuncio: «Señor Jiří Tomeš. El portador del paquete con la mano herida ruega a la dama del velo que indique su dirección. Muy importante. Razón "40.000" a ag. anunc. Grégr». Esa forma de redactar el mensaje le pareció muy astuta; sin embargo no era seguro que una joven dama leyera el periódico en absoluto, y la sección de anuncios por palabras en especial. «Bueno, ¿quién sabe? El azar es poderoso».

Por otra parte, en lugar del azar concurrían circunstancias que era posible prever, pero en las que Prokop no había pensado previamente. En efecto, a la agencia de anuncios señalada llegó un buen montón de correspondencia, sólo que en su mayoría se trataba de facturas, requerimientos de pago, amenazas y groserías dirigidas al ilocalizable Tomeš; o «Se ordena al señor Jiří Tomeš que en su propio interés indique su dirección. Resolución con número de registro...» y similares. Aparte de eso merodeaba por la oficina de la agencia de anuncios cierto hombre macilento que, cuando Prokop recogió la correspondencia, se le acercó y le preguntó dónde vivía el señor Jiří Tomeš. Prokop se despachó con él todo lo groseramente que las circunstancias permitían, pero el señor macilento sacó a relucir la placa de policía y recomendó enérgicamente a Prokop que no hiciera tonterías. Y es que se trataba en ese caso de cierta estafa y de otros asuntos turbios. Prokop logró convencer al enjuto caballero de que ante todo él mismo necesitaba saber dónde se encontraba el señor Tomeš. No obstante, después de aquel incidente y de estudiar minuciosamente toda la correspondencia recibida, su confianza en que el anuncio diera sus frutos disminuyó de forma considerable. En realidad, también a los siguientes anuncios iban llegando cada vez menos respuestas, que, en cambio, eran cada vez más amenazantes.

En segundo lugar acudió a una agencia de detectives privada. Allí explicó que estaba buscando a una muchacha desconocida con velo, e intentó describirla. Estuvieron dispuestos a proporcionarle información reservada acerca de ella en el caso de que revelara su domicilio o su nombre. Así que no le quedó más remedio que marcharse con las manos vacías.

En tercer lugar tuvo una idea genial. En el sobre de marras, que no soltaba ni de día ni de noche, había, aparte de billetes de menor valor, treinta billetes de mil provistos de una cinta, como es costumbre en los bancos al pagar grandes sumas de dinero. No constaba en ella el nombre del banco, pero al menos era más que probable que la muchacha la hubiera cobrado en alguna institución financiera el mismo día en que él, Prokop, se marchó con el dinero a Týnice. Bien, ahora sólo hacía falta saber la fecha exacta, y después bastaría recorrer todos los bancos de Praga y solicitar que le indicaran el nombre de la persona que aquel día había retirado treinta mil coronas o algo más. Sí, tenía que saber la fecha exacta. Prokop era nebulosamente consciente de que la krakatita explotó un martes, más o menos (dos días antes había sido domingo o fiesta), así que la muchacha probablemente retiró el dinero un miércoles. Sin embargo, Prokop no estaba seguro de la semana ni del mes: pudo haber sido en marzo o en febrero. Con enorme esfuerzo intentó hacer memoria o calcular cuándo había podido ocurrir; sin embargo, todos los cálculos se detenían en el punto en el que no era capaz de determinar durante cuánto tiempo había estado enfermo. Bien, ¡pero seguro que en casa de Tomeš, en Týnice, sabían en qué semana había aparecido en su casa! Deslumbrado por esta esperanza mandó un telegrama al anciano doctor Tomeš: «Comunique fecha en que llegué a su casa. Prokop». Apenas hubo enviado el mensaje, se arrepintió de haberlo hecho, ya que sentía, de un modo que lo atormentaba, que no se había portado bien con ellos. En realidad, de todos modos, nunca llegó respuesta alguna. Cuando ya estaba dispuesto a soltar ese hilo, se le ocurrió que quizás recordara ese día la casera de Jirka Tomeš. Fue volando a su casa; no obstante, la casera afirmaba que aquello ocurrió un sábado. Prokop estaba desesperado; pero entonces le llegó una carta escrita con letra grande y esmerada de colegiala aplicada, en la que se decía que había llegado a Týnice tal y tal día, pero que «papá no puede saber que le he escrito».

Nada más. Firmada, Anči. A Prokop, dios sabe por qué, se le partía el corazón ante esas dos líneas.

En fin, con la fecha, tan afortunadamente obtenida, corrió al primer banco: ¿podrían decirle quién recogió tal día en esa caja, digamos, treinta mil coronas? Hicieron un gesto de desaprobación con la cabeza: por lo visto no era costumbre ni estaba permitido en absoluto. Pero cuando vieron lo apesadumbrado que estaba, fueron a consultar a alguien y después le preguntaron de qué cuenta se había retirado el dinero, o al menos si fueron retirados con cartilla, de una cuenta corriente, con cheque o a crédito. Prokop no tenía la más mínima idea. Además, le dijeron, quizás la persona en cuestión únicamente vendió allí unos valores; en ese caso su nombre ni siquiera tenía por qué estar en los libros de registro. Y cuando por fin Prokop les confesó que no sabía si quiera si aquel dinero se había cobrado en ese banco o en otro cualquiera, se echaron a reír y le preguntaron si pretendía recorrer con esa pregunta las doscientas cincuenta o más instituciones financieras, filiales y oficinas de cambio que había en Praga. De modo que la genial idea de Prokop fracasó estrepitosamente.

Quedaba ya tan sólo una cuarta posibilidad: que la encontrara por casualidad. Y en esa casualidad se esforzó Prokop por introducir un cierto método: dividió un mapa de Praga en sectores y fue rastreando paulatinamente una sección tras otra, corriendo de la mañana a la noche. Un día calculó con cuánta gente se encontraba, de este modo, al cabo del día, y el resultado fue la cifra total de casi cuarenta mil. Por tanto, teniendo en cuenta el número total de habitantes de toda Praga, tenía una probabilidad entre veinte de ver a la que andaba buscando.

Pero incluso esa probabilidad tan pequeña era una gran esperanza. Había calles y lugares, por delante de otros, en los que a priori parecía más verosímil que ella viviera o por los que ella pasara: calles con acacias en flor, majestuosas plazas antiguas, rincones íntimos de vida profunda y austera.

Decididamente no era posible que frecuentara aquellas calles ruidosas y lúgubres por las cuales uno pasa sólo apresuradamente; ni la aridez rectilínea de aquellas casas de vecindad sin rostro, ni la suciedad ni los escombros de la decrepitud. Sin embargo, ¿por qué no podría vivir justo tras aquellos grandes ventanales, tras los que contenía la respiración un umbrío y delicado silencio? Admirado, vagando como en sueños, Prokop fue descubriendo, por primera vez en su vida, todo lo que había en aquella ciudad en la que había pasado tantos años. Dios, cuántos lugares hermosos, en los que transcurre la vida, tranquila y madura, y te seduce cuando estás distraído: ponte límites, ponte límites a ti mismo.

Innumerables veces se precipitó Prokop tras jóvenes damas que, en la distancia y en dios sabe qué, le recordaban a la que había visto tan sólo dos veces; corría tras ellas con el corazón latiendo desbocado: ¡y si fuera ella! Y nadie podrá decirnos si era cuestión de clarividencia o de olfato: siempre se trataba de mujeres desconocidas, pero hermosas y tristes, encerradas en sí mismas y escudadas tras una especie de inaccesibilidad. En cierta ocasión ya estaba casi seguro de que era ella; se le hizo un nudo en la garganta, hasta tal punto que tuvo que detenerse para tomar aire. En ese momento la mujer en cuestión se subió al tranvía y se marchó. Después de aquello, hizo guardia durante tres días en aquella parada, pero ya no la vio.

Lo peor eran las noches en las que, cansado hasta la extenuación, se retorcía las manos entre las rodillas y se esforzaba por urdir un nuevo plan detectivesco. «Dios, nunca abandonaré su búsqueda. Estoy obsesionado, de acuerdo: soy un desequilibrado, un idiota y un maníaco; pero nunca abandonaré. Cuanto más se me escapa, más intenso es. Simplemente... es... el destino, o lo que sea».

Una vez se despertó en medio de la noche, y de repente tuvo irremediablemente claro que así no la iba a encontrar en la vida; que tenía que levantarse y encontrar a Jirka Tomeš, que la conocía y estaba obligado a hablarle de ella. Así que se vistió en mitad de la noche, no podía esperar a la mañana. No estaba preparado para los incomprensibles problemas y demoras para gestionar el pasaporte; tampoco entendía qué era lo que querían de él, y se enfurecía y entristecía en una impaciencia febril. Por fin, por fin, una noche, un tren expreso lo condujo más allá de la frontera. ¡Conque, en primer lugar, a Balttin!

«Ahora se resolverá todo», sintió Prokop.

XXIII

Todo se resolvió, por desgracia, de un modo diferente al que tenía pensado.

En efecto, su plan consistía en buscar en Balttin al mismo que se había hecho pasar ante él por Carson y decirle, más o menos, lo siguiente: «Una cosa a cambio de otra, no me interesa el dinero. Usted me conduce inmediatamente hasta Jiří Tomeš, con el que tengo asuntos que tratar, y a cambio les entrego un buen explosivo, pongamos, por ejemplo, fulminato de yodo con una detonación garantizada de unos once mil metros por segundo, o, allá usted, cierto ácido metálico de treinta mil, caballero, y haga con él lo que quiera». Estarían totalmente locos si no accedieran a un negocio semejante.

La fábrica de Balttin no le pareció por su aspecto exterior demasiado grande. Se sobresaltó un poco cuando encontró, en lugar de un portero, una guardia del ejército. Le preguntó por el señor Carson (¡... maldita sea, si ese tipo no se llama así!), pero el soldadito no dijo ni pío y lo condujo con su bayoneta hasta el sargento primero. Éste no dijo mucho más y condujo a Prokop hasta el oficial. «No conozco a ningún ingeniero Carson aquí», dijo el oficial, y ¿qué decía el caballero que quería de él? Prokop anunció que realmente quería hablar con el señor Tomeš. Aquello tuvo sobre el oficial un efecto tal, que mandó llamar al comandante. El comandante, un hombre obeso y asmático, se dispuso a interrogar a fondo a Prokop para descubrir quién era y qué había venido a hacer allí. En ese momento había ya en la oficina unos cinco militares que miraban de arriba a abajo a Prokop, hasta el punto de que éste comenzó a sudar. Era obvio que esperaban a alguien a quien, mientras tanto, habían telefoneado. Cuando aquel alguien entró como un vendaval, resultó que era el señor Carson; lo trataban con el título de director, pero su verdadero nombre Prokop no lo descubriría nunca. Gritó de alegría cuando avistó a Prokop, y afirmó que lo estaban esperando, etc., etc. En seguida mandó telefonear «a palacio» para que prepararan las habitaciones de invitados «de caballeros», cogió a Prokop por el brazo y lo paseó por el complejo balttiniano. Resultó que lo que Prokop había tomado por una fábrica era sólo el edificio del cuartel y el parque de bomberos, junto a la entrada. Desde allí una calzada conducía a través de un túnel hasta un terraplén cubierto de plantas, de unos diez metros de alto. El señor Carson llevó a Prokop arriba, y sólo entonces se hizo Prokop una idea aproximada de lo que eran las fábricas balttinianas: toda una ciudad de almacenes de munición señalizados mediante números y letras, montecillos recubiertos de hierba, que por lo visto eran depósitos, un poco más allá una estación de carga y descarga con rampas y grúas, y tras ella unos edificios totalmente negros y unas casetas de tablones.

—¿Ve aquel bosque? —señaló el señor Carson hacia el horizonte—. Tras él están los laboratorios de experimentación, ¿sabe? Y allí, donde se encuentran esos montículos de tierra, está el campo de tiro. Sí. Y allí, en el parque, está el palacio. Se va a quedar de piedra cuando le enseñe los laboratorios. Son la bomba, lo más moderno. Y ahora vayamos a palacio.

El señor Carson parloteaba alegremente, pero no dijo nada sobre lo que había ocurrido o sobre lo que iba a ocurrir. Fueron a través del parque, le señalaba aquí un valioso tipo de Amorphoyhallus, allí cierta variedad japonesa del cerezo; y ahí se podía ver ya el palacio balttiniano, todo cubierto de enredadera. Junto a la entrada esperaba un anciano silencioso y delicado con guantes blancos, llamado Paul, que condujo a Prokop directamente a sus «aposentos de caballero». Prokop no se había alojado en un sitio semejante en toda su vida: entarimado, estilo imperio inglés, todo antiguo y de gran valor, hasta el punto de que temía sentarse. Y antes de que pudiera lavarse, allí estaba Paul con huevos, una botella de vino y una copa temblorosa. Lo colocó todo en la mesa con gran delicadeza, como si estuviera sirviendo a una princesita. Bajo las ventanas se extendía un patio recubierto de arena dorada. Allí, un caballerizo con botas de caña alta entrenaba con riendas largas a un gran caballo ruano. Junto a él, de pie, se encontraba una esbelta muchacha morena; con los ojos entornados seguía el galope del caballo y daba breves órdenes, tras lo cual se arrodilló y empezó a palpar los cascos del caballo.

El señor Carson entró de nuevo como un vendaval; por lo visto tenía que presentar a Prokop al director general. Lo acompañó por un largo pasillo blanco con las paredes cubiertas de cornamentas y bordeado de sillas negras talladas. Un lechuguino sonrosado con guantes blancos abrió una puerta ante ellos, el señor Carson empujó a Prokop al interior, a una especie de sala de recepción, y se cerró la puerta. Junto a un escritorio había un anciano alto, erguido de forma extraña, como si acabaran de sacarlo del armario y de prepararlo para el recibimiento.

—El señor ingeniero Prokop, Su Alteza Serenísima —dijo el señor Carson—. El príncipe Hagen-Balttin.

A Prokop se le agrió el gesto y sacudió con enojo la cabeza; evidentemente ese movimiento era lo que consideraba una reverencia.

—Sea... usted... bienvenido —dijo el príncipe Hagen dándole la mano. Prokop sacudió de nuevo la cabeza—. Es-pero que... esté... a gusto... con nosotros —continuó el príncipe, y Prokop se percató de que estaba afectado de hemiplejía—. Tenga... la bondad... de honrar-nos... con su pre-sencia... en la mesa —dijo el príncipe con evidente preocupación por que no se le cayera la dentadura postiza. Prokop no paraba de mover los pies con nerviosismo.

—Tenga la bondad de disculparme, Alteza —empezó a decir por fin —, pero no puedo entretenerme aquí; yo... yo debo hoy mismo...

—Imposible, sencillamente imposible —prorrumpió el señor Carson a su espalda.

—Debo despedirme hoy mismo —repitió Prokop con tozudez—. Tan sólo quería... pedirles que me dijeran dónde está Tomeš. Llegado el caso... estaría dispuesto a ofrecerles a cambio... llegado el caso...

—¿Cómo? —exclamó el príncipe, mirando con los ojos fuera de las órbitas al señor Carson y sumido en el más absoluto desconcierto—. ¿Qué... quiere?

—Deje eso por el momento —susurró el señor Carson al oído de Prokop—. El señor Prokop tan sólo quiere decir, Alteza, que no estaba preparado para su invitación. No importa —se dirigió con viveza a Prokop—. Lo he dispuesto todo. Hoy se celebrará un déjeuner en el césped, así que... nada de traje negro; puede acudir tal y como está. He telegrafiado para que venga un sastre; no hay de qué preocuparse, caballero. Mañana todo estará en orden. Sí.

Ahora era Prokop el que tenía los ojos como platos.

—¿Cómo que un sastre? ¿Qué significa esto?

—Será... un gran honor... para no-sotros —el príncipe dio por terminada la conversación y extendió hacia Prokop unos dedos cadavéricos.

—¿Qué significa esto? —Prokop ardía en cólera en el pasillo y agarró a Carson por el brazo—. Oiga, hable ahora o...

El señor Carson se echó a reír a carcajadas y se zafó de él como un raterillo.

—¿O? ¿Qué o? —se reía mientras huía y brincaba como un balón—. Si me pilla, le contaré todo. Le doy mi palabra de honor.

—Bufón —bramó Prokop enfurecido, y echó a correr tras él. El señor Carson, riendo a mandíbula batiente, voló escaleras abajo y se escabulló tras una fila de caballeros con armadura hacia el parque; allí se puso a gesticular en el césped, evidentemente haciendo burla a Prokop.

—Y bien —gritaba—, ¿qué es lo que me va a hacer?

—Voy a hacerlo papilla —Prokop entró en erupción y se abalanzó sobre él con todo su peso. Carson chillaba de gozo y saltaba por el césped zigzagueando como una liebre.

—Rápido —daba gritos de júbilo—, aquí estoy —y ya se le había escapado de nuevo a Prokop de las manos y estaba haciendo «cucú» desde detrás del tronco de un árbol.

Prokop, en silencio, salió pitando tras él con los puños apretados, serio y aterrador como Áyax. Jadeaba, ya casi sin aliento, cuando de repente, al echar un vistazo, se dio cuenta de que desde la escalinata de palacio, con los ojos entornados, seguía su carrera la amazona morena. Se avergonzó lo indecible, se detuvo y en cierto modo se asustó, no fuera a ser que ahora esa muchacha se acercara a tocarle los cascos.

El señor Carson, repentinamente serio, caminó lentamente hacia él con las manos en los bolsillos y dijo en tono amistoso:

—Entrena poco. No debería pasarse el día sentado. Hay que ejercitar el corazón. Sí. ¡Aah —profirió exultante—, nuestra soberana, haholihoo! La hija del viejo —añadió en voz baja—. La princesa Wille, es decir, Wilhelmina Adelhaida Maud, etc., etc. Una chica interesante, veintiocho años, una amazona excepcional. Debo presentársela —dijo en voz alta, y arrastró a Prokop, que se resistía, hasta la muchacha—. Su Alteza, princesa —llamó desde lejos—, aquí le presento (hasta cierto punto en contra de su voluntad) a nuestro invitado. El ingeniero Prokop. Una persona terriblemente iracunda. Quiere matarme.

—Buenos días —dijo la princesa, y se dirigió al señor Carson—: ¿Sabe que Whirlwind tiene una cuartilla inflamada?

—Pero por dios —se horrorizó el señor Carson—. ¡Pobre princesa!

—¿Juega al tenis?

Prokop frunció el ceño y ni siquiera se dio cuenta de que aquello iba dirigido a él.

—No juega —respondió Carson en su lugar, dándole un codazo en las costillas—. Tiene que probar. La princesa perdió contra Lenglen sólo por un set, ¿verdad?

—Porque estaba jugando con el sol de cara —objetó la princesa, algo ofendida—. ¿A qué juega usted?

Prokop seguía sin darse cuenta de que aquello iba dirigido a él.

—El señor ingeniero es científico —soltó Carson emocionado—. Ha descubierto la explosión atómica y cosas por el estilo. Un genio increíble, en serio. En comparación con él, nosotros somos meros pinches de cocina. Hacemos puré de patatas y similares. Pero aquí él —y el señor Carson silbó de admiración—. Sencillamente es un mago. Si usted quiere, extraerá hidrógeno del bismuto. Sí, señor.

Los ojos grises de la princesa echaron un vistazo, a través de su rendija, a Prokop, que estaba allí plantado, totalmente abochornado y furioso con Carson.

—Muy interesante —dijo la princesa, mirando ya hacia otro lado—. Dígale que me instruya en alguna ocasión. Entonces, hasta la vista, al mediodía, ¿cierto?

Prokop hizo una reverencia casi a tiempo, y el señor Carson lo arrastró al parque.

—De raza —reconoció—. Esa mujer es de raza. Orgullosa, ¿eh? Espere a conocerla más a fondo.

Prokop se detuvo.

—Escuche, Carson, para que no se confunda. No tengo intención de conocer a nadie más a fondo. Me iré hoy o mañana, ¿entiende?

El señor Carson mordisqueba una hoja, como si tal cosa.

—Es una pena —dijo—. Esto es muy bonito. Bueno, qué se le va a hacer.

—Resumiendo, dígame dónde está Tomeš...

—Cuando se marche de aquí. ¿Qué tal le ha caído el viejo?

—A mí qué más me da —refunfuñó Prokop.

—Pues sí. Una pieza de anticuario, para funciones representativas. Por desgracia, tiene ataques de apoplejía regularmente, una vez por semana. Pero Wille es una muchacha fabulosa. También está Egon, un zángano, dieciocho años. Ambos huérfanos. Además los invitados, su primo el príncipe Suwalski, todo tipo de mandamases del ejército, Rohlauf, von Graun, sabe, del Jockey Club, y el doctor Krafft, su preceptor, y ese tipo de compañía. Hoy por la noche debe venir a conocernos. Una velada con cerveza, nada de aristócratas, sólo nuestros ingenieros y similares, ¿sabe? Allí, en mi casa de campo. Es en su honor.

—Carson —dijo Prokop con severidad—. Quiero hablar con usted antes de marcharme.

—Eso no corre prisa. Descanse, y asunto concluido. Bueno, yo debo irme a trabajar. Puede hacer lo que se le antoje. Nada de formalidades. Si quiere darse un baño, allí hay un estanque. Nada, nada, más tarde. Póngase cómodo. Sí.

Y desapareció.

XXIV

Prokop vagaba por el parque, contrariado por todo y bostezando somnoliento. Extrañado por lo que pudieran querer de él, analizaba con desagrado sus zapatos, similares a botas militares, y sus pantalones gastados. Sumido en estos pensamientos, no se metió de milagro en mitad de la cancha de tenis en la que la princesa jugaba con dos pisaverdes vestidos de blanco. Se apartó con rapidez y marchó en la dirección en la que, suponía, se encontraba el final del parque. Pues bien, en aquel lado el parque terminaba en una especie de terraza: una balaustrada de piedra y, perpendicular hacia abajo, un muro de unos doce metros de altura. Era posible deleitarse con la vista de pinares y del soldadito que se paseaba debajo con la bayoneta calada.

Prokop se dirigió hacia el lado en el que el parque descendía en desnivel. Encontró allí un estanque con baños, pero, venciendo la tentación de pegarse un chapuzón, se adentró en un hermoso bosquecillo de abedules. Y, vaya, allí había sólo una cerca de listones y, junto a un caminillo medio cubierto de matas, una portezuela; ni siquiera estaba cerrada y se podía salir fuera, al pinar. Deambuló en silencio por las resbaladizas agujas de pino hasta el borde del bosque. Y, maldición, allí había una alambrada de al menos cuatro metros de alto. ¿Cómo sería de resistente la valla? Lo comprobó con precaución, tanto con las manos como con los pies, hasta que advirtió que sus movimientos eran observados con interés por el soldadito de la bayoneta desde el otro lado de la valla.

—Hace bochorno aquí, ¿eh? —dijo Prokop disimulando.

—No está permitido pasar por aquí —dijo el soldado; de modo que Prokop giró sobre sus talones y caminó a lo largo del resto de la valla. El pinar se transformó en un añojal, y tras él había unos cuantos cobertizos y establos; evidentemente era una casa solariega. Se asomó por encima de la cerca, y en ese momento estalló en el interior un estruendo horrible, gañidos y ladridos, y una docena de dogos, bloodhounds y pastores alemanes se precipitaron sobre la cerca. Cuatro pares de ojos desconfiados observaban tras cuatro puertas. Prokop, por si acaso, saludó e intentó continuar su camino, pero un mozo de cuadra salió corriendo tras él y le dijo «no está permitido pasar por aquí», tras lo cual lo condujo de vuelta hasta la portezuela que daba paso al bosque de abedules.

Todo esto malhumoró mucho a Prokop. «Carson debe decirme por dónde se sale», se propuso; «no soy un canario al que se pueda tener encerrado en una jaula». Evitó con un rodeo la cancha de tenis y se dirigió al camino del parque por el que Carson lo había llevado arriba, a palacio. Sólo que en ese momento se interpuso en su camino un tipo con una gorra plana, que parecía salido de una película, preguntando a dónde quería ir el caballero.

—Afuera —dijo Prokop lacónico.

—Pero «no está permitido pasar por aquí» —le explicó el hombre de la gorra—. Por aquí se va a los almacenes de munición, y el que quiere tener acceso a ellos debe tener un laissez-passer de dirección. Por otra parte, la salida directamente al exterior desde palacio está ahí detrás, volviendo por el camino principal y a la izquierda, por favor.

Así que Prokop tomó el camino principal y a la izquierda, por favor, hasta llegar a unas grandes puertas enrejadas. El viejecito que hacía de guarda fue a abrirle.

—Si me permite la tarjeta...

—¿Qué tarjeta?

—El pase.

—¿Qué pase?

—El papel con el permiso para salir fuera.

Prokop montó en cólera.

—¿Es que estoy en chirona?

El abuelo se encogió de hombros afligido.

—Disculpe, me han dado hoy la orden.

«Pobre hombre», pensó Prokop, «¡como si tú pudieras detener a nadie! Un solo golpe con la mano, así, y...».

De una ventana de la casa del guarda asomó una cara conocida, extremadamente parecida a la de Bob. Prokop no alcanzó a terminar de formular su pensamiento, se dio media vuelta y remoloneó de vuelta a palacio. «Por todos los diablos», se dijo, «sí que se andan con rodeos extraños; casi parece que tengan aquí prisionero a uno. Bien, discutiré el asunto con Carson. Ante todo, me importa un bledo su hospitalidad y no acudiré a la comida; no voy a sentarme con los señoritingos que en la cancha de tenis se reían a mis espaldas...». Indignado a más no poder, Prokop se marchó a los aposentos que le habían sido asignados, se dejó caer sobre una vieja chaise longue que crujió bajo su peso y se entregó a su enfado. Después de un rato el señor Paul llamó a su puerta y preguntó, afable y solícito, si el señor iba a acudir al déjeuner.

—No —bufó Prokop.

El señor Paul hizo una reverencia y desapareció. Al instante, regresó de nuevo empujando ante sí una mesa con ruedas cubierta de copas, frágil porcelana y plata.

—Disculpe, ¿qué vino desea? —preguntó con delicadeza. Prokop farfulló algo como que le dejaran en paz.

El señor Paul se fue de puntillas hacia la puerta y allí cogió de unas blancas zarpas una enorme sopera. «Consommé de tortue», susurró con cuidado, y sirvió a Prokop, tras lo cual la sopera desapareció de nuevo entre las blancas garras. Por ese mismo camino llegaron el pescado, el asado, las ensaladas, cosas que Prokop no había comido en su vida y que ni siquiera tenía mucha idea de cómo se comían, antes de que alcanzara a tener reparos de manifestar cualquier tipo de vacilación. Para su sorpresa, su enfado se fue desvaneciendo.

—Siéntese —ordenó a Paul, catando con la nariz y el paladar un vino blanquecino algo amargo. El señor Paul se inclinó con cuidado, sin embargo se quedó de pie—. Escuche, Paul —continuó Prokop—, ¿cree que me tienen aquí prisionero?

El señor Paul se encogió de hombros respetuosamente.

—No puedo saberlo, señor.

—¿Por dónde puedo salir de aquí?

El señor Paul reflexionó durante un instante.

—Por el camino principal, señor, y luego a la izquierda. ¿Desea café el señor?

—Bueno, puede ser. —Prokop se quemó la garganta con un moca soberbio mientras el señor Paul le acercaba todos los aromas de Arabia en una caja de cigarros y un encendedor de plata—. Escuche, Paul —comenzó de nuevo Prokop mordiendo el extremo de un puro—, muchas gracias. ¿No habrá conocido usted aquí a un tal Tomeš?

El señor Paul volvió los ojos hacia el cielo esforzándose por recordar.

—No lo conozco, señor.

—¿Cuántos soldados hay aquí?

El señor Paul reflexionó e hizo la cuenta.

—En la guardia principal, unos doscientos. Es la infantería. Después la guardia de campo, de ésos no sé cuántos hay. En Balttin-Dortum un escuadrón de húsares. En el campo de tiro de Balttin-Dikkeln, cañoneros, su número varía.

—¿Por qué hay guardia de campo?

—Señor, aquí se ha declarado el estado de guerra. Por la fábrica de munición.

—Ahá. ¿Y se hace vigilancia sólo a su alrededor?

—Allí están sólo las patrullas, señor. La cadena está más allá, tras el bosque.

—¿Qué cadena?

—La zona de vigilancia, señor. Allí no se permite el paso.

—Y si alguien quisiera marcharse...

—Debe tener un permiso de la comandancia de campo. ¿Desea el señor algo más?

—No, gracias.

Prokop se tiró en la chaise longue con la voluptuosidad un sultán ahíto. «Ya veremos», se dijo, «por el momento esto no está tan mal». Quería sopesarlo todo, pero en vez de eso le vino a la memoria el modo en que Carson saltaba ante él. «¿Es que no voy a ser capaz de alcanzarlo?», se le ocurrió, y echó a correr tras él. Bastó un salto de cinco metros; pero entonces Carson alzó el vuelo como un grillo y atravesó con facilidad un grupo de arbustos. Prokop dio un zapatazo en el suelo y echó a volar tras él. Apenas había separado los pies del suelo y ya estaba volando sobre la cima de los matorrales. Un nuevo impulso, y ya estaba volando rumbo a ninguna parte, sin preocuparse más por Carson. Se elevaba entre los árboles, ligero y libre como un pájaro. Intentó hacer unos cuantos movimientos de natación con las piernas, y, vaya, ascendía. Le encantó. Con enérgicas brazadas remontó en una espiral vertical. Bajo sus pies, como un mapa dibujado con esmero, se extendía el parque de palacio con sus pabellones, prados y caminos serpenteantes; se podía distinguir la cancha de tenis, el estanque, el tejado del palacio, el bosque de abedules. Allí estaba aquella casa solariega de los perros, y el pinar, y la alambrada, y a la derecha comenzaban ya los almacenes de municiones, y tras ellos un muro alto. Prokop se dirigió por el aire hacia la parte del parque en la que aún no había estado. Por el camino descubrió que lo que había tomado por una terraza era en realidad la antigua fortificación del castillo, un robusto baluarte con un matacán y un foso, en otro tiempo, evidentemente, comunicado con el estanque.

Sobre todo le interesaba la parte del parque que se encontraba entre la salida principal y el baluarte: había allí caminillos cubiertos de hierbajos y matorrales silvestres, una muralla de tan sólo unos tres metros y bajo ella un vertedero o basura; más allá un huerto y a su alrededor un muro en estado ruinoso, en el que había una portezuela verde; tras la puerta, la carretera. «Miraré allí», se dijo Prokop, y descendió lentamente. Sin embargo, en ese momento acababa de salir a la carretera un escuadrón de caballería con los sables desenvainados, directamente hacia él. Prokop encogió las piernas hasta la barbilla para que no se las cortaran, pero al hacerlo tomó un impulso vertical tal, que salió volando hacia las alturas como una flecha. Cuando miró de nuevo hacia abajo, vio todo chiquitito como en un mapa: allí abajo, en la carretera, iba y venía una minúscula batería de tiro, un cañón brillante apuntó hacia arriba, expulsó una nubecilla blanca, y, ¡bum!, el primer proyectil pasó volando por encima de la cabeza de Prokop. «Están probando puntería», le pareció a Prokop, y comenzó a dar rápidas brazadas para avanzar. ¡Bum!, el segundo proyectil le pasó silbando a Prokop delante de sus narices. Prokop se batió en retirada tan rápido como le fue posible. ¡Bum!, el tercer disparo le partió bruscamente las alas, Prokop cayó en picado hacia el suelo, y se despertó. Alguien llamaba a la puerta.

—Pase —gritó Prokop, y se levantó de un salto sin comprender bien dónde se encontraba.

Entró un hombre canoso, de aspecto refinado, vestido de negro, que hizo una profunda reverencia. Prokop se quedó de pie y esperó a que el distinguido caballero le dirigiera la palabra.

—Drehbein —dijo el ministro (¡por lo menos!), y se inclinó de nuevo.

Prokop hizo una reverencia no menos profunda.

—Prokop —se presentó—. ¿En qué puedo servirle?

—Si tuviera la amabilidad de quedarse un momento de pie.

—Como guste —profirió Prokop en voz baja, pasmado ante lo que fuera a ocurrirle.

El hombre de pelo canoso estudió a Prokop entrecerrando los ojos; incluso dio una vuelta a su alrededor y se abstrajo observando su espalda.

—Si tuviera la amabilidad de erguirse un poco.

Prokop se enderezó como un soldado. «Por todos los diablos, qué...».

—Si me permite —dijo el hombre, arrodillándose ante Prokop.

—¿Qué es lo que pretende? —exclamó Prokop reculando.

—Tomarle las medidas —había sacado ya del faldón un metro enrollado y se disponía a medir la pernera del pantalón de Prokop. Prokop retrocedió hasta la ventana.

—Déjelo, ¿eh? —le espetó irritado—. Yo no he encargado ningún traje.

—Ya he recibido órdenes —señaló el caballero respetuosamente.

—Escuche —dijo Prokop conteniéndose—, váyase a ... ¡No quiero ningún traje y punto! ¿Me ha comprendido?

—Disculpe —asintió el señor Drehbein, se agachó delante de Prokop, le levantó el borde del chaleco y estiró del extremo inferior de los pantalones—. Un par de centímetros más —hizo notar levantándose—. Si me permite... —E introdujo las manos bajo los brazos de Prokop con aire de entendido—. Demasiado suelto.

—Está bien —rezongó Prokop, y le dio la espalda.

—Gracias —hizo saber el caballero, y le alisó un pliegue de la espalda. Prokop se dio la vuelta furioso.

—Oiga, quíteme las manos de encima o...

—Disculpe —se excusó el caballero, abrazándolo blandamente alrededor de la cintura; y antes de que Prokop pudiera siquiera derribarlo, le apretó la trabilla del chaleco, se echó hacia atrás y con la cabeza inclinada hacia un lado examinó el talle de Prokop—. Así es como tiene que estar —observó con total satisfacción, e hizo una profunda reverencia—. Tengo el honor de despedirme de usted.

—Vete al cuerno —gritó Prokop mientras Drehbein se marchaba—, mañana ya no estaré aquí —terminó para sí mismo, tras lo cual, airado, repasó la habitación de uno a otro rincón. «Al carajo. ¿Es que esta gente cree que me voy a pasar aquí medio año?».

En ese momento llamaron a la puerta y entró el señor Carson con cara de inocente. Prokop se detuvo con las manos a la espalda y lo miró de arriba abajo con ojos sombríos.

—Dígame —dijo con brusquedad—, ¿quién es usted en realidad?

El señor Carson ni siquiera pestañeó, cruzó los brazos sobre el pecho y se inclinó como si fuera un turco.

—Príncipe Aladino —dijo—, soy un genio, tu esclavo. Dame una orden, cumpliré todos tus deseos. Querría dormir, ¿eh? Bueno, su señoría, ¿le gusta esto?

—Una barbaridad —opinó Prokop con amargura—. Tan sólo me gustaría saber si estoy prisionero, y con qué derecho.

—¿Prisionero? —se asombró el señor Carson—. Por dios, ¿es que alguien le ha impedido el paso al parque?

—No, del parque al exterior.

El señor Carson meneó la cabeza compasivo.

—Qué desagradable, ¿no? Siento muchísimo que no esté a gusto. ¿Se ha bañado en el estanque?

—No. ¿Por dónde se sale?

—Dios mío, por la puerta principal. Todo recto y después a la izquierda...

—Y allí se enseña el pase, ¿no? Sólo que yo no tengo ninguno.

—Es una pena —observó el señor Carson—. Los alrededores son muy bonitos.

—Sobre todo muy vigilados.

—Muy vigilados —asintió el señor Carson—. Lo ha expresado a la perfección.

—Escuche —explotó Prokop, hinchándosele la frente por el enfado—, ¿cree que es agradable encontrarse cada diez pasos con una bayoneta o una alambrada?

—¿Y eso dónde? —se extrañó el señor Carson.

—Por todas partes en los límites del parque.

—¿Y qué diablos lo ha llevado a los límites del parque? Puede caminar por dentro, y asunto concluido.

—Entonces, ¿estoy prisionero?

—¡Dios me libre! Para que no me olvide, aquí está su identificación. Un laisser-passez para la fábrica, ¿sabe? Por si quisiera echarle un vistazo, por un casual.

Prokop cogió la identificación y se sorprendió: en ella había una fotografía obviamente tomada ese mismo día.

—¿Y con esto puedo salir al exterior?

—Eso no —se apresuró a decir el señor Carson—. Eso no se lo recomendaría. En absoluto. Tenga cuidado, ¿eh? Venga a echar un vistazo —dijo desde la ventana.

—¿Qué ocurre?

—Egon está aprendiendo a boxear. ¡Toma, le ha dado! Ése es von Graun, ¿sabe? ¡Jaja, este chico tiene coraje!

Prokop miró con repugnancia hacia el patio, donde un joven medio desnudo, sangrando por la boca y la nariz, gimiendo de dolor y de rabia, se abalanzaba una y otra vez sobre su rival, mayor que él, para salir volando al instante, aún más ensangrentado y en un estado aún más lamentable que antes. Lo que le repugnaba especialmente era que además divisó al anciano príncipe en una silla de ruedas, riéndose a pleno pulmón, y a la princesa Wille, charlando tranquilamente con un adonis estupendo. Finalmente Egon cayó a la arena, totalmente aturdido, y dejó que le acabara de sangrar la nariz.

—Bestias —farfulló Prokop dirigiéndose a nadie en concreto y cerrando los puños.

—Aquí no puede ser usted tan sensible —le informó Carson—. Fuerte disciplina. Una vida... como en el servicio militar. No mimamos a nadie —resaltó con tanto énfasis que parecía una amenaza.

—Carson —dijo Prokop muy serio—, ¿estoy aquí... en cierto modo... encarcelado?

—¡Qué va! Está simplemente en una empresa vigilada. Estar en una fábrica de pólvora no es como estar en el barbero, ¿verdad? Tiene que adaptarse.

—Me iré mañana —reventó Prokop.

—Jaja —rió el señor Carson dándole unas palmaditas en el estómago—. ¡Es un bromista fabuloso! Entonces nos acompañará esta noche, ¿eh?

—¡No iré a ninguna parte! ¿Dónde está Tomeš?

—¿Qué? Ahá, su querido Tomeš. Bueno, por el momento está muy lejos. Esta es la llave de su laboratorio. Nadie le interrumpirá. Es una lástima que yo no tenga tiempo libre.

—Carson —quiso detenerlo Prokop, pero se quedó en un gesto tan autoritario que no se atrevió a hacer nada más, y el señor Carson se escurrió fuera, silbando como un canario amaestrado.

Prokop se dirigió con su documento identificativo a la entrada principal. El anciano guarda lo estudió e hizo un gesto negativo con la cabeza: por lo visto esa tarjeta era válida tan sólo para la salida C, por la que se iba al laboratorio. Prokop caminó hasta la salida C; el tipo de la gorra plana, el que parecía salido de una película, revisó la identificación y le indicó: por ahí, todo recto, después el tercer camino perpendicular en dirección norte. Prokop, sin embargo, tomó el primer camino hacia el sur, pero después de dar cinco pasos lo detuvo un guardia: de vuelta y el tercer camino a la izquierda. Prokop ignoró el tercer camino a la izquierda y siguió recto a través de un prado; al instante le dieron caza tres hombres: por ahí no estaba permitido pasar. Fue entonces obedientemente por el tercer camino hacia el norte, y cuando pensaba que ya no lo estarían vigilando, se adentró entre los almacenes de municiones. Allí lo interceptó un soldado con bayoneta y lo informó de que tenía que ir por otro lado, al cruce VII, camino N 6. Prokop tentó a la suerte en cada cruce: en todos ellos lo detuvieron y lo mandaron al camino VII, N 6. Finalmente entró en razón y entendió que el documento mecanografiado con las letras «C 3 n. w. F. H. A. VII, N 6. Bar. V, 7. ¡S. b.!» tenía un sentido secreto e irrevocable al que se veía obligado a someterse a pies juntillas.

Fue, por tanto, por donde le habían marcado el camino. Allí ya no había almacenes de munición, sino pequeñas edificaciones de cemento numeradas, evidentemente laboratorios de experimentación o similares, dispersos entre taludes de arena y pinares. Su camino se desvió hacia la casa, totalmente aislada, V, 7, y hacia ella se dirigió. En la puerta había un rótulo de latón: «Ing. Prokop». Prokop abrió la cerradura con la llave que le había dado Carson y pasó al interior.

Había allí un laboratorio de explosivos equipado de un modo ejemplar, tan moderno y completo que a Prokop se le cortó la respiración por la alegría propia de un experto. Su vieja bata colgaba de un clavo, en un rincón había un catre militar, como en Praga, y en los anaqueles de un escritorio lujosamente abastecido reposaban, ordenados con esmero y catalogados, todos sus artículos impresos y sus notas escritas a mano.

XXV

Habían pasado seis meses desde que Prokop tuvo un recipiente químico en sus manos por última vez.

Inspeccionó los aparatos uno a uno: encontró allí todo lo que hubiera podido soñar, brillante, flamante y expuesto en un orden meticuloso. Contaba con una biblioteca de manuales y libros especializados, una enorme estantería con sustancias químicas, un armario para el instrumental delicado, una cabina insonorizada para explosiones experimentales, una cámara con transformadores, aparatos de experimentación que ni siquiera conocía. Había revisado apenas la mitad de aquellos maravillosos prodigios, cuando, obedeciendo a una idea repentina, se lanzó hacia el estante por una sal de bario, ácido nítrico y alguna que otra cosa, y comenzó un experimento durante el cual consiguió chamuscarse un dedo, hacer explotar un tubo de ensayo y quemarse el abrigo hasta hacer un agujero en él. Entonces, satisfecho, se sentó frente al escritorio y garabateó dos o tres notas.

Después se dispuso de nuevo a curiosear por el laboratorio. Le recordaba un poco a una perfumería recién instalada (estaba demasiado ordenada), pero bastó con echar mano a esto y aquello para que todo estuviera desperdigado a su gusto: así, ahora tenía una atmósfera más íntima. En medio del más febril de los trabajos se detuvo desconcertado: «¡Ahá!», se dijo. «¡Con esto pretenden que caiga en su trampa! Dentro de un rato vendrá Carson y empezará a runrunear: será usted a big man, y tal y cual».

Se sentó malhumorado en el catre y esperó. Cuando vio que no venía nadie, se acercó como un ladrón a la mesa y jugueteó de nuevo con la sal de bario. «Al fin y al cabo ésta será la última vez que venga por aquí», se tranquilizó a sí mismo. El experimento salió perfecto: explotó emitiendo una larga llama y la campana de vidrio de la balanza de precisión reventó. «Me va a caer una buena», el corazón le dio un vuelco por el sentimiento de culpabilidad cuando vio el alcance de los desperfectos, y se marchó a hurtadillas del laboratorio como un colegial que ha roto un cristal. Fuera estaba ya anocheciendo y lloviznaba. Diez pasos más allá del edificio se encontraba la patrulla militar.

Prokop se dirigió lentamente hacia palacio por el camino por el que había venido. En el parque no se veía ni un alma, una ligera lluvia caía susurrante sobre las copas de los árboles, en palacio habían encendido las luces y un piano tronaba en la penumbra con orgullo victorioso. Prokop se encaminó hacia la parte desierta del parque, entre la salida principal y la terraza. Estaba cubierta de malas hierbas hasta el punto de ser intransitable. Prokop se hundió en la maleza húmeda como un jabato, escuchando a ratos y abriéndose paso de nuevo por la crepitante espesura. Allí estaba, por fin, el límite de aquella jungla, donde los matorrales se inclinaban por encima de la antigua muralla, de no más de tres metros de altura en aquel lugar. Prokop se agarró al ramaje que sobresalía para bajar por él; pero las ramas se partieron con un fuerte chasquido bajo su peso, excesivo, como cuando se dispara una pistola, y Prokop fue a caer con gran estrépito sobre un montón de basura. Se quedó sentado con el corazón latiéndole a cien por hora: «Ahora vendrá alguien a detenerme». No se oía sino el rumor de la lluvia. De modo que se incorporó y trató de buscar el muro de la portezuela verde como si la hubiera visto en un sueño.

Y así fue, a excepción de una circunstancia: que la portezuela estaba entreabierta. Se inquietó: o bien alguien acababa de salir por ella, o bien iba a volver. En cualquiera de los dos casos, había alguien cerca. Entonces, ¿qué podía hacer? Prokop tomó una decisión rápida, dio un puntapié a la puerta y salió resuelto a la carretera. Y ciertamente había allí un hombre no demasiado grande con una gabardina, merodeando y fumando en pipa. Así que se quedaron de pie, uno frente a otro, algo confusos, sin saber qué hacer ni quién lo haría primero. Pero comenzó Prokop, más rápido de reflejos. Tras escoger con la rapidez del rayo y entre varias posibilidades la vía de la violencia, se abalanzó sobre el hombre de la pipa, y con una testarada de fuerza bruta, como un carnero, lo hizo caer inmediatamente al barro. Entonces lo inmovilizó contra el suelo sujetándolo por el pecho y los codos, ligeramente asombrado y sin saber qué hacer con él a continuación: no podía estrangularlo como a una gallina... El hombre que se encontraba bajo él ni siquiera soltó la pipa, y evidentemente estaba esperando.

—Ríndete —resopló Prokop, pero en ese instante recibió un rodillazo en la tripa y un puñetazo en la mandíbula, y rodó hasta una zanja.

Se levantó, aguardando un nuevo golpe, pero el hombre de la pipa se quedó tranquilamente en la carretera, observándolo.

—¿Más? —dijo entre dientes. Prokop negó con la cabeza. Entonces aquel tipo se puso a limpiarle el traje con un pañuelo horriblemente sucio.

—Barro —señaló, y lo frotó del modo más radical—. ¿Regresamos? —dijo finalmente, y señaló la portezuela verde. Prokop asintió débilmente. El hombre de la pipa lo condujo entonces de vuelta hasta la vieja muralla y se agachó, apoyando las manos en las rodillas—. Trepe —ordenó secamente. Prokop se subió a sus hombros, el hombre se irguió y exclamó—: ¡Hop!

Prokop se agarró a una rama que sobresalía y se encaramó a la muralla. Estaba a punto de echarse a llorar de vergüenza.

Y además, además de todo eso: cuando subía a hurtadillas por las escaleras de palacio hacia su habitación «de caballero», lleno de arañazos y de hinchazones, cubierto de barro, en un estado lamentable y humillado, se encontró con la princesa Wille. Prokop intentó fingir que no era él o que no la conocía, o algo por el estilo; en resumen, no la saludó y corrió hacia arriba como un monumento de barro. Y mientras pasaba como una exhalación junto a ella, captó su mirada, asombrada, altiva, verdaderamente insultante. Prokop se detuvo como si lo hubieran golpeado.

—Espere —gritó y bajó corriendo hasta ella, la frente a punto de estallar como resultado de la ira—. Vaya —gritó—, y dígales que... que me importan un bledo y... que no permitiré que me encierren, ¿entiende? No lo permitiré —voceó, y golpeó la barandilla con los puños hasta hacerla temblar, tras lo cual voló de nuevo hacia el parque dejando tras de sí a la princesa, pálida y totalmente petrificada.

Unos cuantos segundos después, alguien cubierto de barro hasta el punto de ser irreconocible irrumpió en casa del guarda, volcó la mesa de roble sobre el anciano, que estaba cenando, agarró a Bob por el cuello y empezó a estrangularlo oprimiéndole la cabeza contra la pared de tal modo, que le cercenó la mitad del cuero cabelludo y lo dejó fuera de juego. Tras esto, se apoderó de la llave, abrió el portón y corrió al exterior. Allí se dio de bruces con el soldado que hacía guardia, que inmediatamente dio un grito de advertencia y sacó el fusil. Pero antes de que pudiera disparar, aquel alguien comenzó a forcejear con él, le arrancó el fusil de las manos y le rompió la clavícula con la culata. Sin embargo, en ese momento acudieron corriendo dos centinelas más; la oscura silueta les arrojó el fusil y salió corriendo de nuevo hacia el parque.

Casi en ese mismo instante, fue atacado el centinela nocturno de la salida C: de buenas a primeras, alguien negro y enorme le empezó a endilgar golpes espantosos en la mandíbula. El centinela, un gigante rubio, extremadamente sorprendido, aguantó un rato antes de que se le ocurriera silbar. Entonces ese alguien, con horribles imprecaciones, lo soltó y corrió de nuevo al tenebroso parque. Después se dio la alarma a los refuerzos y numerosas patrullas se pusieron a recorrer el parque.

Más o menos a media noche, alguien demolió la balaustrada de la terraza del parque y arrojó piedras de diez kilos a la guardia que pasaba por debajo, a una profundidad de diez metros. Un soldado disparó, ante lo cual vomitaron desde lo alto un montón de insultos de carácter político, y se hizo el silencio. En aquel instante llegó de Dikkeln la caballería que había sido requerida; al mismo tiempo, toda la guarnición balttiniana ensartaba la maleza con sus bayonetas. En palacio hacía tiempo que nadie dormía. A la una encontraron en la cancha de tenis a un soldado inconsciente y sin fusil. Poco después comenzó un tiroteo breve, pero intenso, en el bosquecillo de abedules; gracias a dios nadie resultó herido. El señor Carson, cariacontecido, mandó a casa a la princesa Wille, quien temblando, seguramente por el frío de la noche, se había aventurado, dios sabe por qué, al campo de batalla; pero la princesa, con los ojos desencajados de un modo extraño, pidió que tuviera la amabilidad de disculparla. El señor Carson se encogió de hombros y la dejó con sus locuras.

Aunque en palacio había una marabunta de gente, alguien salido de los matorrales se puso a golpear metódicamente las ventanas de palacio. Se produjo un revuelo, ya que al mismo tiempo sonaron dos o tres disparos de fusil en la carretera. El señor Carson parecía estar tremendamente alarmado.

Entretanto la princesa, sin decir esta boca es mía, avanzó por un caminillo de hayas rojizas. De repente se abalanzó sobre ella una enorme figura negra, se paró ante ella, la amenazó con los puños y farfulló algo como que aquello era una vergüenza y un escándalo; después se sumergió en la maleza, que crepitaba y se sacudía con la pesada humedad de la lluvia. La princesa regresó y detuvo a la patrulla: allí no había nadie. Sus ojos se habían agrandado y brillaban como si tuviera fiebre. Al rato estalló un tiroteo desde los matorrales que estaban detrás del estanque; por el sonido, eran escopetas de perdigones. El señor Carson empezó a despotricar para que aquellos palurdos de la casa solariega no se mezclaran en el asunto, o les pegaría un tirón de orejas. A esas alturas aún no sabía que alguien había apedreado allí a un espléndido dogo danés.

Después del alba encontraron a Prokop profundamente dormido en una tumbona del pabellón japonés. Estaba increíblemente rasguñado y embarrado, y el traje le colgaba hecho jirones; en la frente tenía un chichón del tamaño de un puño y el pelo lleno de pegotes de sangre. El señor Carson meneó la cabeza al ver al héroe de la noche durmiendo. Después se aproximó el señor Paul y cubrió cuidadosamente al durmiente, que no paraba de roncar, con una cálida manta; luego trajo también una jofaina con agua y una toalla, ropa limpia y un flamante traje deportivo del señor Drehbein, y se marchó de puntillas.

Tan sólo dos hombres vestidos de civil, discretos, con revólveres en el bolsillo trasero, se pasearon hasta la mañana por los alrededores del pabellón japonés con el rostro desenfadado del que contempla la salida del sol.

XXVI

Prokop estaba expectante: quién sabía lo que podía seguir a aquella noche. No la siguió nada, o más bien lo siguió aquel hombre de la pipa (el único al que Prokop en cierto modo temía). Aquel hombre se llamaba Holz, un nombre que decía muy poco acerca de su carácter esencialmente silencioso y vigilante. Se moviera a donde se moviera Prokop, iba unos cinco pasos detrás de él; esto irritaba hasta la exasperación a Prokop, que lo torturaba todo el día de las formas más refinadas: por ejemplo, correteaba de arriba abajo, una y otra vez, por un sendero corto, cincuenta y cien veces, con la esperanza de que el señor Holz se hartara de estar dando media vuelta cada veinte pasos; el señor Holz, sin embargo, no se hartaba. Así que Prokop echaba a correr y recorría tres veces el perímetro del parque; el señor Holz corría en silencio tras él y ni siquiera dejaba de exhalar nubecillas de humo, mientras que Prokop se sofocaba hasta que su respiración se convertía en apenas un silbido.

El señor Carson no hizo acto de presencia aquel día; por lo visto estaba enfadado. Hacia el atardecer Prokop se levantó y caminó hasta el laboratorio, acompañado, claro está, de su sombra silenciosa. En el edificio del laboratorio quiso cerrar la puerta con llave, pero el señor Holz introdujo un pie entre la puerta y la jamba y entró tras él. Y como en el vestíbulo estaba preparado un sillón, estaba claro que el señor Holz no se iba a mover de allí. En fin, pues bien. Prokop estaba fabricando algo misterioso en el laboratorio; mientras tanto el señor Holz emitía ronquidos secos y cortos en el vestíbulo. Hacia las dos de la mañana Prokop impregnó un cordón con petróleo, lo encendió y corrió al exterior tan rápido como pudo. El señor Holz se levantó del sillón inmediatamente y lo persiguió. Después de un centenar de pasos Prokop se tiró a una zanja con la cara pegada al suelo; el señor Holz se quedó parado ante él y encendió la pipa. Prokop levantó la cabeza y quiso decirle algo, pero se lo calló, porque recordó que, por principio, no hablaba con Holz; en lugar de eso alargó el brazo y le golpeó las piernas.

—¡Cuidado! —gritó, y en ese instante retumbó en el laboratorio una gran explosión, volaron esquirlas de piedra y cristal, que pasaron silbando sobre sus cabezas. Prokop se levantó, se limpió, mal que bien, y salió corriendo de allí, seguido del señor Holz. Para entonces ya habían acudido los centinelas y un coche de bomberos.

Ésa fue la primera advertencia dirigida al señor Carson. Si no acudía ahora a negociar, ocurrirían cosas peores.

El señor Carson no acudió; en vez de una visita llegó un nuevo documento identificativo, por lo visto para otro edificio de experimentación. Prokop montó en cólera. «Bien», dijo, «en esta ocasión les demostraré de lo que soy capaz». Fue a paso ligero a su nuevo laboratorio, escogiendo mentalmente la forma más contundente de expresar su protesta; se decidió por una potasa explosiva que estallaba con el agua. Sin embargo, al llegar al nuevo edificio dejó caer los brazos impotente: «¡Maldición, ese Carson es peor que el diablo!».

Y es que con el laboratorio lindaban unas casitas, aparentemente para los vigilantes de la fábrica; en el jardincillo escarbaban una docena de niños, y una joven madre tranquilizaba a un berreante animalillo pelirrojo. Cuando vio la mirada iracunda de Prokop, se detuvo y dejó de cantar.

—Buenas tardes —rezongó Prokop, y arrastró sus pasos de vuelta, con los puños cerrados. El señor Holz, cinco pasos detrás de él.

De camino a palacio encontró a la princesa a caballo con toda una cabalgata de oficiales. Se apartó a un lado del camino, pero la princesa, al galope, giró el caballo hacia él.

—Si quiere dar una vuelta —dijo con rapidez, y una oleada de sangre atravesó su oscuro rostro—, Premier está a su disposición.

Prokop retrocedió ante el bailarín Whirlwind. No había montado a caballo en toda su vida, pero no lo reconocería por nada del mundo.

—Gracias —dijo Prokop—, no hace falta... dulcificar... mi encierro.

La princesa frunció el ceño; estaba fuera de lugar hablar sobre esa cuestión precisamente con ella. No obstante, se controló y dijo, condensando sutilmente un reproche y una invitación:

—No olvide que en palacio es usted mi huésped.

—Creo que no lo merezco —musitó Prokop con obstinación, observando precavido cada movimiento del nervioso caballo.

La princesa, irritada, sacudió una pierna; Whirlwind resopló y se encabritó.

—No le tenga miedo —dejó caer Wille con una risita burlona.

Prokop se malhumoró y golpeó al caballo en el morro; la princesa cogió la fusta, como si quisiera azotarlo en la mano. A Prokop se le subió toda la sangre a la cabeza.

—Cuidado —chilló Prokop y clavó los ojos, enrojecidos, en los de la princesa, que despedían chispas. Pero los oficiales estaban observando la incómoda escena y galoparon hasta la princesa.

—Eh, ¿qué está ocurriendo? —exclamó el que cabalgaba al frente, sobre una yegua negra, y arreó el caballo directamente hacia Prokop. Prokop vio sobre sí la testa del caballo, de modo que lo agarró por el bocado y tiró de él hacia un lado con todas sus fuerzas. El caballo relinchó de dolor y se encabritó, danzando sobre las patas traseras, mientras el oficial volaba hasta los brazos del imperturbable señor Holz. Dos sables resplandecieron al sol; pero allí estaba, sobre el tembloroso Whirlwind, la princesa, que apartó hacia atrás a los oficiales con la ijada del caballo.

—¡Déjenlo —ordenó—, es mi invitado! —al mismo tiempo azotó a Prokop con una mirada sombría y añadió—: Además le dan miedo los caballos. Les presentaré, caballeros. Teniente Rohlauf. Ingeniero Prokop. Príncipe Suwalski. Von Graun. El asunto ya está solucionado, ¿verdad? Rohlauf, al caballo, nos vamos. Premier está a su disposición, caballero. Recuerde que está usted aquí sólo como un invitado. ¡Hasta la vista!

La fusta atravesó el aire con un silbido prometedor, Whirlwind se giró haciendo saltar la arena y la cabalgata desapareció en una curva del camino; tan sólo Rohlauf hizo bailar el caballo alrededor de Prokop, lo abrasó con una mirada colérica y profirió con voz entrecortada por la ira:

—¡Será un placer, caballero!

Prokop se dio la vuelta, fue a su habitación y cerró con llave. Después de dos horas una larga carta peregrinó desde la habitación «de caballero» hasta dirección sobre las ancianas piernas de Paul. A continuación el señor Carson corrió a ver a Prokop con el ceño severamente fruncido; con un gesto autoritario echó a Holz, que cabeceaba tranquilo en una silla delante de la habitación, y pasó al interior.

El señor Holz se sentó entonces delante de palacio y encendió la pipa. Dentro estalló un griterío horrible, pero eso no concernía a Holz en absoluto; como la pipa no tiraba, la desenroscó y, con el estilo de un especialista, la alargó con una caña. De la habitación «de caballero» salían los gruñidos de dos tigres enzarzados: uno rugía y el otro echaba espumarajos, se oía un golpe de algún mueble, durante un instante se hacía el silencio y de nuevo resonaban los horribles gritos de Prokop. Acudieron corriendo los jardineros, pero el señor Holz los dispersó con un golpe de mano y se puso a soplar por la cánula. Los bramidos de arriba se intensificaron, ambos tigres rugían y arremetían con gruñidos furiosos. El señor Paul salió corriendo de palacio, blanco como una pared, elevando los ojos hacia el cielo con gesto despavorido. En ese instante pasó al trote la princesa con su séquito; cuando escuchó la que se había armado en el ala de invitados de palacio, soltó una risa nerviosa y azotó de un modo totalmente innecesario a Whirlwind con la fusta. Después el griterío se apaciguó relativamente; se podía oír el rapapolvo de Prokop, que amenazaba y golpeaba la mesa con el puño. Lo interrumpía una voz tajante que apercibía y ordenaba; Prokop se desgañitaba con acaloradas protestas, pero la voz cortante respondía en voz baja y resuelta.

—¿Con qué derecho? —gritaba la voz de Prokop. La voz autoritaria explicaba algo con terrible y sereno encarecimiento—. Pero entonces, entiende, entonces saltarán todos por los aires —tronó Prokop, y se desencadenó de nuevo una barahúnda tan horrible que el señor Holz se guardó de golpe la pipa en el bolsillo y echó a correr hacia palacio. Pero otra vez se hizo el silencio; tan sólo se oía aquella voz tajante que daba órdenes y soltaba frases de modo concluyente, acompañada de refunfuños siniestros y amenazantes; era como cuando se dictan las condiciones de un armisticio. Aún se reavivaron en dos ocasiones los gritos desaforados de Prokop, pero la voz tajante ya no se enfurecía; parecía que estaba seguro de lo que decía.

Poco después de la una y media, el señor Carson salió de la habitación de Prokop, amoratado y lustroso por el sudor, jadeante y ceñudo, y corrió ligero a los aposentos de la princesa. Diez minutos después, el señor Paul, temblando de respeto, anunció a Prokop, que se mordía los labios y los dedos en su cuarto: «Su Alteza».

Entró la princesa en traje de noche, con una palidez cenicienta y con el ceño fruncido por el resentimiento. Prokop salió a su encuentro y quiso, según parecía, decir algo; pero la princesa lo detuvo con un gesto de su mano, lleno de altivez y repugnancia, y dijo con voz desdeñosa:

—Caballero... vengo a... disculparme por aquella escena. No tenía intención de azotarle. Lo lamento infinitamente. —Prokop se ruborizó e hizo un nuevo intento de decir algo, pero la princesa continuó hablando—: El teniente Rohlauf se marchará hoy. El príncipe le suplica que en alguna ocasión nos honre con su presencia en nuestra mesa. Olvide ese incidente. Hasta la vista —le dio la mano apresuradamente; Prokop apenas tocó sus dedos. Estaban muy fríos y como exánimes.

XXVII

En fin, tras la tempestad con Carson era como si se hubiera despejado el ambiente. Prokop anunció que se escaparía cuando tuviera la más mínima oportunidad, pero dio su palabra de honor de que hasta aquel momento renunciaría a todo tipo de violencia y amenazas. A cambio, el señor Holz fue desplazado a una distancia de quince pasos y se permitió a Prokop moverse libremente en su compañía en un radio de cuatro kilómetros, de siete de la mañana a siete de la noche, dormir en el laboratorio y comer donde le apeteciera. Por otra parte, Carson le había colocado justo al lado del laboratorio a una mujer con dos niños, casualmente la viuda del obrero que había muerto durante la explosión de la krakatita, como una especie de garantía moral contra cualquier tipo de (digamos) imprudencia. Aparte de eso, se pagaba a Prokop un sueldo significativo en oro y se dejaba a su voluntad que por el momento se entretuviera u ocupara su tiempo como se le antojara.

El primer día después de ese acuerdo lo pasó Prokop estudiando el terreno, de todos los modos posibles, en cuatro kilómetros a la redonda en lo concerniente a las posibilidades de huida. Eran prácticamente nulas, en vista de la zona de vigilancia, que funcionaba de una forma sencillamente fabulosa. Prokop ingenió unos cuantos métodos para matar a Holz; por desgracia, se enteró de que aquel tipejo adusto y fastidioso alimentaba a cinco hijos y, además de eso, a su madre y a una hermana tullida, y que encima había pasado tres años en la cárcel por homicidio. Esas circunstancias no eran demasiado alentadoras.

Era en cierto modo un consuelo para Prokop el hecho de que se hubiera encariñado con él de forma entregada, casi apasionada, el señor Paul, mayordomo retirado, inmensamente feliz de tener a quién atender, ya que al delicado anciano le mortificaba ser considerado demasiado lento para servir a la mesa del príncipe. En ocasiones Prokop llegaba incluso a desesperarse por sus embarazosas y respetuosas atenciones. Además se había pegado literalmente a Prokop el doctor Krafft, el mentor de Egon, un hombre pelirrojo como un zorro que había pasado muchas penalidades en la vida; era inusualmente culto, un poco teósofo y, para colmo, el más inocente de los idealistas que uno se pueda imaginar. Se acercaba a Prokop lleno de pudor y lo admiraba sin límite, puesto que lo tenía, como mínimo, por un genio. Efectivamente, hacía tiempo que conocía los artículos académicos de Prokop, e incluso había construido en base a ellos una explicación teosófica del círculo inferior, o para decirlo de un modo más sencillo, de la materia. Aparte de esto era pacifista y un pelmazo, como todos los que tienen ideas demasiado elevadas.

Prokop finalmente se aburrió de vagar sin rumbo a lo largo de la zona vigilada, y regresaba cada vez más frecuentemente al laboratorio para trabajar en sus asuntos. Estudiaba sus antiguas anotaciones y completaba muchas lagunas; fabricó y destruyó de nuevo una serie de explosivos que confirmaban sus hipótesis más atrevidas. Era casi feliz en aquellos días; no obstante, por la noche..., por la noche rehuía a la gente y se dejaba llevar por la nostalgia bajo la tranquila vigilancia del señor Holz, mirando las nubes, las estrellas y el ancho horizonte.

Una cosa más lo tenía ocupado, para su sorpresa: tan pronto como oía el estruendo de los cascos de los caballos, se acercaba a la ventana y observaba a los jinetes, ya fuera el caballerizo, un oficial o la princesa (con la que no hablaba desde aquel día), y con los ojos entornados por la atención estudiaba cómo se hacía. Advirtió que el jinete, en realidad, no está sentado tal cual en la montura, sino que más bien se mantiene hasta cierto punto de pie sobre los estribos; que no trabaja con el trasero, sino más bien con las rodillas; que no es pasivo como un saco de patatas que se agita al ritmo del galope del caballo, sino que más bien capta activamente su periodicidad. Todo esto es quizás muy sencillo en la práctica, pero para un observador con formación de ingeniero es un mecanismo extremadamente intrincado, sobre todo en cuanto el caballo empieza a encabritarse, o a cocear, o a bailar temblando con noble y susceptible timidez. Prokop estudió todo aquello durante largo tiempo, escondido tras la cortina de la ventana; y una hermosa mañana ordenó a Paul que le ensillaran a Premier.

El señor Paul se quedó sobrecogido; le explicó que Premier era un jaco fogoso y poco montado, horriblemente arisco, sin embargo Prokop repitió la orden lacónicamente. Tenía el traje de montar preparado en el armario; se lo puso con un ligero sentimiento de vanidad y se dirigió al patio. Allí estaba ya Premier, bailoteando y arrastrando tras él al caballerizo, que lo tenía agarrado por el hocico. Como había visto hacer a otros, Prokop tranquilizó al caballo acariciándole los ollares y la frente. El rocín se calmó un poco, pero las patas no paraban de moverse sobre la arena dorada. Prokop se acercó a él por el costado con astucia; estaba a punto de alcanzar el estribo con el pie, cuando Premier, rápido como el rayo, dio un golpe con la pata trasera bajo él y apartó la grupa, de tal modo que Prokop apenas tuvo tiempo de apartarse de un salto. El caballerizo soltó una risilla ahogada. Aquello bastó para que Prokop se lanzara al ataque hacia los ijares del caballo; sin saber cómo, introdujo la punta del pie en el estribo y salió disparado. Durante los siguientes instantes no supo bien lo que estaba ocurriendo: todo daba vueltas, alguien gritó; Prokop tenía un pie en el aire, mientras que el otro estaba enredado de un modo imposible en el estribo. Entonces Prokop cayó pesadamente sobre la silla de montar y cerró las rodillas con todas sus fuerzas. Eso le hizo recuperar la consciencia justo en el momento en que Premier levantaba la grupa como loco; Prokop se colocó rápidamente hacia atrás, recibió un nuevo impacto y tiró convulso de las riendas. Como resultado el animal se irguió sobre las patas traseras como un mástil; Prokop apretó las piernas como si fueran unas tenazas y puso la cara entre las orejas del caballo, cuidándose mucho de no abrazarse a su cuello, ya que temía parecer ridículo. En realidad estaba agarrado sólo con las rodillas. Premier aterrizó de nuevo sobre las cuatro patas y comenzó a girar como una peonza; Prokop aprovechó esto para meter la punta del otro pie en el estribo.

—No lo oprima de ese modo —gritó el caballerizo, pero Prokop se alegró de tener al caballo entre las rodillas. El rocín, más por desesperación que por maldad, intentaba derribar a su extraño jinete; giraba y coceaba hasta hacer saltar la arena, y todo el personal de cocina salió corriendo al patio a contemplar aquel circo salvaje. Prokop alcanzó a ver al señor Paul, que angustiado apretaba una servilleta contra los labios; el doctor Krafft salió como una exhalación, su cabeza pelirroja brillando al sol, y poniendo en riesgo su vida, quiso sujetar a Premier del bocado.

—¡Déjelo! —gritó Prokop en un acceso de orgullo desenfrenado, y espoleó al rocín en los ijares. ¡Dios todopoderoso! Premier, al cual nunca le había ocurrido algo semejante, salió del patio lanzado como una flecha y voló hacia el parque. Prokop encogió la cabeza entre los hombros, contando con caer más en redondo cuando saliera volando; por lo demás estaba de pie sobre los estribos, inclinado hacia delante, remedando involuntariamente a un jockey de carreras. Cuando pasó corriendo de esta guisa junto a la cancha de tenis, avistó allí a unas cuantas figuras blancas; en ese momento la fanfarronería se apoderó de él y comenzó a azotar con la fusta el anca de Premier. Entonces el cerril jaco perdió la cabeza por completo; tras unos cuantos saltos desagradables de costado, se sentó sobre la grupa y pareció amansarse, pero en vez de eso salió corriendo entre los parterres como trastornado. Prokop comprendió que todo dependía de mantenerle la cabeza alzada, si no quería que ambos cayeran dando una voltereta en un terreno tan inseguro, así que se colgó de la brida y tiró. Premier se encabritó, cubierto de repente de sudor, y sin más ni más comenzó a galopar con sensatez. Era la victoria.

Prokop se sintió tremendamente aliviado; ahora por fin podía experimentar lo que había estudiado tan minuciosamente, es decir, la academia del jinete sobre la silla. El tembloroso caballo atendía a las riendas que era una maravilla, y Prokop, orgulloso como un divo, lo hacía girar por los serpenteantes caminos del parque, dirigiéndose de vuelta hacia la cancha de tenis. Ya podía ver a la princesa tras la maleza, con la raqueta en la mano, y espoleó a Premier para que galopara. Entonces la princesa chasqueó la lengua, Premier se elevó en el aire y voló hacia ella a través de los matorrales como una flecha; y Prokop, que no estaba preparado en absoluto para semejante universidad, salió disparado de los estribos y fue a caer, por encima de la cabeza del caballo, en la hierba. En aquel momento sintió que algo crujía, y al segundo se le nublaron los sentidos por el dolor.

Cuando recuperó la consciencia, vio a la princesa y a tres hombres en la actitud desconcertada de aquél que no sabe si reírse de una broma que ha salido bien o ir corriendo a prestar su ayuda. Prokop se apoyó sobre los codos e intentó mover la pierna izquierda, que reposaba bajo él torcida de un modo extraño. La princesa se acercó con una mirada interrogante y un poco alarmada.

—Bien —dijo Prokop con dureza—, ahora me ha roto la pierna —Estaba sufriendo horriblemente y tenía la cabeza aturdida por la conmoción; pese a ello intentó levantarse. Cuando volvió en sí, estaba recostado en el regazo de la princesa y Wille le enjugaba la frente sudorosa con un pañuelo de olor penetrante. Más allá del espantoso dolor en la pierna, estaba como medio en sueños—. Dónde está... el caballo —balbuceó, y se puso a gemir cuando dos jardineros lo colocaron en un banco que habían traído y lo llevaron a palacio.

El señor Paul habría querido transformarse en cualquier cosa: en un ángel, en una hermana de la caridad o en su propia madre. Corría, arreglaba la almohada que tenía Prokop bajo la cabeza y dejaba caer gotas de coñac en su boca; después se empeñó en sentarse junto a la cama, y Prokop le apretaba la mano cuando arreciaban las ráfagas de dolor, reconfortado por el tacto de aquella blanda y frágil mano de anciano. El doctor Krafft se quedó de pie junto a la pierna con los ojos llenos de lágrimas, e incluso el señor Holz, claramente conmovido, cortó los pantalones de montar de Prokop y le humedeció el muslo con paños fríos. Prokop gemía en voz baja y a ratos sonreía a Krafft o al señor Paul con sus labios azulados.

Entonces entró corriendo el médico del regimiento, poco mejor que un carnicero, acompañado de su ayudante, y sin grandes ambages se lanzó sobre la pierna de Prokop.

—Hmsí —dijo—, una fractura múltiple del fémur, etcétera, etcétera; al menos seis semanas en cama, oiga. —Cogió dos chapas; iba a comenzar la parte penosa del asunto—. Estírele la pierna —ordenó el carnicero al ayudante; pero el señor Holz apartó respetuosamente al descompuesto novato y agarró él mismo la extremidad fracturada con toda su fuerza bruta, fibrosa. Prokop mordió la almohada para no rugir de dolor como un animal, y buscó con la mirada la cara atormentada del señor Paul, en la que se reflejaba su propio dolor—. Un poco más —canturreó por lo bajo el doctor palpando la fractura. Holz tiraba en silencio y con firmeza. Krafft se escapó tartamudeando, presa de la desesperación. Entonces el carnicero apretó con rapidez y habilidad las chapas, mientras farfullaba que al día siguiente escayolaría esa condenada pierna.

Por fin había acabado todo. Dolía de una forma monstruosa y la pierna estirada yacía como inerte, pero al menos el carnicero se había marchado; tan sólo pasaba de puntillas el señor Paul que, rezongando con sus blandos labios, lo cuidaba como si aliviara a un mártir.

En ese momento acudió a toda prisa el señor Carson en coche, y subiendo los escalones de cuatro en cuatro voló a los aposentos de Prokop. La habitación se llenó de su estruendosa presencia; inmediatamente se creó un ambiente más alegre y, en cierto modo, animoso. El señor Carson parloteaba sin ton ni son para reconfortarlo, y de repente acarició a Prokop tímida y amistosamente en su hirsuta cabeza; Prokop perdonó entonces a su enconado enemigo y tirano el noventa por ciento de su maldad. El señor Carson pasó como un vendaval. Luego se oyó cómo avanzaba por el pasillo algo pesado, las puertas se abrieron de par en par y dos lacayos con manos blancas hicieron entrar al príncipe hemipléjico. El príncipe, ya desde la puerta, agitaba una mano, increíblemente macilenta y alargada, no fuera a ser que Prokop, de forma milagrosa y por efecto del respeto debido a su persona, se levantara y saliera al encuentro de Su Alteza; después dejó que lo acomodaran y pronunció unas cuantas frases del más benevolente interés.

Apenas se esfumó aquella aparición, alguien llamó a la puerta; el señor Paul cuchicheó con una doncella. A continuación entró la princesa: aún llevaba puestas las ropas de jugar al tenis, y en su cara morena cierta reticencia y arrepentimiento; en efecto, venía a disculparse de forma voluntaria por su horrible fechoría. Pero antes de que pudiera pronunciar siquiera una palabra, el rostro rudo, de piel tosca, de Prokop se iluminó con una sonrisa infantil.

—¿Entonces qué? —dijo orgulloso el paciente—. ¿Me dan miedo los caballos o no?

La princesa se ruborizó de un modo que nadie habría esperado de ella, hasta el punto de que a ella misma le pesó y la llenó de confusión. Sin embargo se controló, y de repente se transformó en una distinguida anfitriona: anunció que vendría un cirujano, y le preguntó a Prokop qué deseaba comer, leer, etc. Además ordenó a Paul que dos veces al día le diera el parte médico, alisó algo en la almohada, como de lejos, y se marchó con una leve inclinación de cabeza.

Cuando al rato llegó el famoso cirujano en coche, tuvo que esperar unas cuantas horas, por más que meneara la cabeza. Y es que el señor ingeniero Prokop había tenido a bien quedarse profundamente dormido.

XXVIII

Como es comprensible, el famoso cirujano no apreció demasiado el trabajo del matasanos del ejército: distendió de nuevo las fracturas de Prokop y finalmente lo enyesó todo, añadiendo que la extremidad izquierda quedaría probablemente tullida.

Para Prokop comenzaron unos días gloriosos y ociosos. Krafft le leía a Swedenborg y el señor Paul anuarios familiares; la princesa, por su parte, hizo rodear el lecho del mártir con hermosos volúmenes de literatura universal. Finalmente Prokop se aburrió hasta de los anuarios y comenzó a dictar a Krafft una obra sistemática sobre química destructiva. A quien cobró más afición (para su sorpresa) fue a Carson, cuya insolencia y desconsideración le infundían respeto, dado que advirtió tras ellas planes megalómanos y el desquiciado fanatismo de un militarista internacional radical. El señor Paul estaba en la cumbre de la beatitud; ahora era indispensable de la mañana a la noche y podía servir con cada respiración y cada pasito de sus renqueantes piernas.

«Yaces oprimido por la materia, igual que un tronco derribado. Pero, ¿es que no sientes el chisporroteo de fuerzas horribles y desconocidas en esa materia inmóvil que te tiene atrapado? Reposas sobre almohadas de pluma cargadas de una fuerza mayor que la de un barril de dinamita; tu cuerpo es un explosivo aletargado, y, temblorosa, incluso la mano ajada de Paul encierra una fuerza explosiva en potencia mayor que una cápsula de melinita. Descansas inmóvil en medio de un océano de fuerzas inconmensurables, aún por descomponer, por extraer: lo que hay a tu alrededor no son paredes tranquilas, gente silenciosa ni susurrantes copas de árboles, sino un arsenal de munición, una fábrica de pólvora cósmica preparada para una terrible acción. Golpeas la materia con los nudillos como si repasaras toneles de ecrasita, comprobando si están llenos».

Las manos de Prokop se volvieron transparentes por la inmovilidad, pero a cambio adquirieron un extraño sentido del tacto: sentían y calculaban el potencial de detonación de todo lo que tocaban. Un cuerpo joven tenía una enorme tensión explosiva; por el contrario el doctor Krafft, entusiasta e idealista, tenía unas propiedades explosivas relativamente escasas, mientras que el índice de explosividad de Carson se acercaba al de la tetranitroanilina. Y Prokop recordaba con una sacudida el tacto frío de las manos de la princesa, que le había revelado la monstruosa fuerza explosiva de aquella altiva amazona. Prokop se devanaba los sesos intentando averiguar si la energía explosiva potencial de un organismo dependía de la presencia de alguna sustancia enzimática, o de otro tipo, o de la estructura química del mismo núcleo celular, que es un cartucho par excellence. Sea como fuere: le gustaría ver cómo explotaría aquella arrogante muchacha morena.

El señor Paul ya paseaba a Prokop en una silla de ruedas por el parque; el señor Holz estaba ahora de más, pero se afanaba, ya que habían descubierto en él un enorme talento como masajista y Prokop sentía que de sus recios dedos manaba una fuerza explosiva benéfica. Si la princesa se encontraba con el paciente en el parque, cruzaba con él un par de palabras con una educación impecable y medida con precisión. Prokop, para su desesperación, nunca lograría comprender cómo se hacía: él mismo era bien demasiado grosero bien demasiado comunicativo. El resto del mundo veía en Prokop a un lunático; eso les daba derecho a no tomárselo en serio, y a él la libertad de ser tan maleducado con ellos como un estibador. En una ocasión la princesa tuvo la amabilidad de pasar a verlo con todo su séquito; dejó de pie a los caballeros, se sentó junto a Prokop y le preguntó por su trabajo. Prokop, en su afán por complacerla lo más posible, se enfrascó en una explicación tan técnica como si tuviera una conferencia en un congreso internacional de químicos. El príncipe Suwalski y otro cousin comenzaron a darse codazos y a reírse, ante lo cual Prokop se enfureció y la tomó con ellos: no les contaría nada. Todas las miradas se volvieron hacia Su Alteza, dado que a ella correspondía poner en su sitio a aquel vil plebeyo; pero la princesa sonrió pacientemente y envió a los caballeros a jugar al tenis. Mientras observaba cómo se marchaban con los párpados entornados, casi cerrados, Prokop la escudriñaba de soslayo; ciertamente era la primera vez que se fijaba bien en ella. Era fuerte, delgada, con un exceso de pigmento en la piel, no precisamente bella: pechos pequeños, piernas cruzadas, espléndidas manos de linaje, en su orgullosa frente una cicatriz, ojos furtivos y feroces, bajo la nariz afilada una oscura pelusilla, unos labios soberbios y duros. En fin, sí, en realidad casi bonita. ¿Cómo serían sus ojos en realidad? En ese momento los clavó en él, y la turbación se apoderó de Prokop.

—Dicen que puede usted descubrir el carácter de una persona con sólo tocarla —dijo rápidamente—. Me lo ha contado Krafft —Prokop se rió ante semejante explicación femenina de su peculiar quimiotaxia.

—Pues sí —dijo—, puedo sentir cuánta fuerza tiene cada cosa; no es nada importante. —La princesa inmediatamente dirigió su mirada a la mano de Prokop y, a continuación, a su alrededor: allí no había nadie—. Enséñemela —murmuró Prokop extendiendo la palma de su mano, cubierta de cicatrices.

La princesa puso sobre ella la suave punta de sus dedos: un relámpago recorrió a Prokop, el corazón le latía con fuerza, y de repente se le pasó por la cabeza, de un modo absurdo: «¿Qué pasaría si cerrara la mano?». Y ya estaba amasando y aplastando en su tosca zarpa la carne firme, ardiente, de la mano de la princesa. Un vértigo embriagador le inundó la cabeza. Aún podía ver que la princesa tenía los ojos cerrados y que siseaba con la boca entreabierta; después él mismo cerró los ojos y, apretando los dientes, se hundió en una espiral de oscuridad. Su mano peleaba acalorada y salvajemente con aquellos dedos delgados, adherentes, que intentaban desprenderse de él, que se retorcían como serpientes, que le clavaban las uñas en la piel y que de nuevo, desnudos, crispados, se pegaron a la carne de Prokop. A éste le castañeteaban los dientes de placer; los trémulos dedos le irritaban la muñeca de un modo infernal, empezó a ver círculos rojos, de repente sintió una súbita y abrasadora presión, y la estrecha mano se le escapó de la suya propia. Aturdido, Prokop abrió sus ebrios párpados; la cabeza le retumbaba con fuertes palpitaciones. Vio de nuevo, con asombro, el jardín verde y dorado, y tuvo que entrecerrar los ojos, deslumbrado por la luz del día. La princesa tenía el rostro gris como la ceniza y se mordía los labios con sus afilados dientes; en el rabillo de sus ojos brillaba algo así como una aversión sin límite.

—¿Y bien? —dijo con sequedad.

—Virginal, insensible, lujuriosa, iracunda y orgullosa... seca como la yesca, como la yesca... y malvada; usted es malvada. Es usted cáustica por su crueldad, y rencorosa, y no tiene corazón. Es malvada, y está llena de pasión, hasta reventar. Intocable, codiciosa, dura, dura consigo misma, hielo y fuego, fuego y hielo... —La princesa asintió en silencio: sí—. ... No es buena con nadie ni para nada. Arrogante, impulsiva a más no poder, incapaz de amar, venenosa y ardiente... incandescente... abrasada por el fuego, mientras todo a su alrededor se hiela.

—Debo ser dura conmigo misma —susurró la princesa—. Usted no sabe... usted no sabe... —Hizo un ademán con la mano y se levantó—. Muchas gracias. Le enviaré a Paul.

Una vez descargada su ofendida amargura personal, Prokop empezó a tener una opinión más amable sobre la princesa; incluso lo atormentaba que ahora ella lo evitara. Se preparó para decirle en cuanto tuviera ocasión algo cordial, pero esa ocasión ya no se presentó.

Llegó a palacio el príncipe Rohn, también llamado mon oncle Charles, hermano de la difunta princesa, un trotamundos culto y exquisito, amateur de todo lo posible e imposible, très grand artiste, como decían, que incluso había escrito unas cuantas novelas históricas, pero por lo demás una persona extremadamente agradable. Sentía especial simpatía hacia Prokop y pasaba junto a él horas y horas. La compañía del gentil caballero benefició mucho a Prokop: se desbastó y comprendió que en el mundo había también otras cosas aparte de la química destructiva. Oncle Charles era un libro de anécdotas personificado; a Prokop le gustaba desviar la conversación hacia la princesa y escuchaba con interés lo mala, alocada, orgullosa y magnánima que solía ser aquella muchacha que una vez disparó a su maître de danse y que en otra ocasión quiso que le cortaran un trozo de piel para trasplantárselo a una niñera que se había quemado; cuando se lo prohibieron, rompió del enfado une vitrine de cristal valiosísimo. Le bon oncle también arrastró al zángano de Egon a visitar a Prokop y se lo puso al muchacho como ejemplo (a Prokop) con tantos elogios, que el pobre Prokop enrojeció tanto como el joven Egon.

Después de cinco semanas ya caminaba con muletas; volvió a ir cada vez más frecuentemente al laboratorio y a trabajar como poseso hasta que sentía de nuevo dolor en la pierna, de modo que de camino a casa iba colgado, literalmente, del brazo del atento Holz. El señor Carson estaba exultante al ver a Prokop tan mesurado y trabajador, y a veces hacía alusión a dónde descansaba en paz la krakatita, aun cuando ése era un asunto del que Prokop no quería saber nada.

Una noche hubo en palacio una soirée de gala; pues bien, para aquella velada Prokop preparó su coup. La princesa estaba con un grupo de generales y diplomáticos cuando se abrió la puerta y entró (sin muletas) el prisionero rebelde, honrando por primera vez el ala perteneciente al príncipe con su visita. Oncle Charles y Carson corrieron a su encuentro; la princesa, por el contrario, tan sólo le echó una rápida mirada inquisitiva por encima de la cabeza del embajador chino. Prokop pensó que se acercaría a recibirlo; pero cuando vio que se paraba a hablar con dos señoritas algo mayores escotadas hasta el ombligo, se malhumoró y retrocedió hasta un rincón, poco dispuesto a inclinarse ante las extraordinarias personalidades a las que lo presentaba Carson con el título de «célebre erudito», «nuestro famoso invitado», etcétera. Por lo que parecía, el señor Carson se había hecho cargo allí del papel de Holz, porque no se apartaba de Prokop ni un paso. Cuanto más tiempo pasaba, Prokop se aburría con mayor desesperación; se abrió camino hasta un rincón y maldijo al mundo entero. La princesa estaba hablando entonces con unos gerifaltes, uno de ellos era incluso almirante y el otro un pez gordo extranjero; la princesa miró apresuradamente hacia el lado en el que se encontraba, ceñudo, Prokop, pero en aquel momento se acercó a ella un heredero de cierto trono desaparecido y se la llevó al extremo opuesto.

—Bueno, yo me voy a casa —gruñó Prokop, y decidió en lo más profundo de su oscura alma que en tres días haría una nueva tentativa de huida. En ese instante apareció frente a él la princesa y le dio la mano.

—Me alegra que ya se haya recuperado.

A Prokop le traicionó toda la buena educación que le había enseñado oncle Charles. Hizo un pesado movimiento de brazos (que pretendía ser una reverencia) y dijo con voz de oso:

—Pensé que ni siquiera me veía.

El señor Carson había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra. La princesa llevaba un enorme escote, lo que desconcertaba a Prokop; no sabía a dónde mirar, pero veía su firme carne atezada, con una capa de polvo cosmético, y sentía su penetrante aroma.

—He oído que ha vuelto a trabajar —dijo la princesa—. ¿Qué está haciendo ahora?

—Bueno, de todo un poco —se cortó Prokop—, en general nada importante. —¡Oye!, había llegado la ocasión de reparar su rudeza... o sea, aquel insulto de la mano. Pero ¿qué demonios se podía decir que fuera especialmente cordial? —Si usted quisiera —murmuró—, podría hacer... un experimento... con su maquillaje.

—¿Qué experimento?

—Un explosivo. Lo tiene sobre su cuerpo... Quizás pudiera dispararse un cañón con él —La princesa se rió.

—¡No sabía que el maquillaje fuera un explosivo!

—Todo es un explosivo... cuando se sabe manipular correctamente. Usted misma...

—¿Qué?

—Nada. Una explosión latente. Es usted terriblemente explosiva.

—Si alguien me sabe manipular correctamente —se rió la princesa, volviendo a ponerse seria de repente—. Malvada, insensible, iracunda, codiciosa y orgullosa, ¿no es así?

—Una muchacha que está dispuesta a dejar que le arranquen la piel... para una ancianita... —La princesa se ruborizó.

—¿Quién se lo ha dicho?

Mon oncle Charles —dejó escapar Prokop. La princesa se quedó rígida, alejándose de repente a una distancia de cien millas.

—Ah, el príncipe Rohn —lo corrigió con sequedad—. El príncipe Rohn habla demasiado. Me alegra que se encuentre usted all right. —Una leve inclinación de cabeza y Wille atravesó flotando la sala al lado de un caballero de uniforme, dejando a Prokop enfurecido en su rincón.

Sin embargo, a la mañana siguiente el señor Paul trajo a Prokop algo como si fuera una reliquia, algo que, decía, había traído la doncella de la princesa. Era una cajita de polvo trigueño, de penetrante aroma.

XXIX

A Prokop lo excitaba y lo inquietaba aquella intensa fragancia femenina cuando trabajaba inclinado sobre la cajita de maquillaje; se sentía como si la princesa estuviera en el laboratorio y se le asomara por encima del hombro.

En su ignorancia de solterón no había intuido antes que el maquillaje sólo era en realidad polvo de almidón; evidentemente lo había tomado por un colorante terroso. Bien, el almidón es una sustancia fabulosa, por ejemplo, para la fluidificación de explosivos demasiado potentes, porque es en esencia inerte e inactivo; aún peor si se tiene que convertir en un explosivo. Ahora sencillamente no sabía qué hacer con él; se aplastaba la frente con las manos, acosado por el penetrante aroma de la princesa, y no abandonaba el laboratorio ni siquiera de noche.

Aquellos que lo apreciaban dejaron de visitarlo, porque les ocultaba su trabajo e, impaciente, la tomaba con ellos sin parar de pensar en el maldito maquillaje. Por todos los diablos, ¿qué más podía probar? Después de cinco días empezaron a aclarársele las ideas: estudió febrilmente las nitroaminas aromáticas, tras lo cual se enfrascó en tediosos procesos de síntesis que no había hecho en su vida. Y después, una noche, allí estaba, ante él, intacto en cuanto a su aspecto y de penetrante aroma: un polvo marronáceo que olía como la piel de una mujer madura.

Se tendió en el catre, molido de cansancio. Soñó que veía un cartel con el rótulo «Powderita, el mejor maquillaje explosivo para la piel»; en el cartel estaba dibujada la princesa, que le sacaba la lengua. Quiso apartarse, pero del cartel salieron dos brazos morenos desnudos que, como una medusa, lo arrastraban hacia él. Entonces sacó del bolsillo un machete y los cortó como un salchichón. Después se horrorizó de haber cometido un asesinato y huyó por una calle en la que había vivido hace años. Había allí parado un coche traqueteante, y se metió dentro de un salto, gritando: «¡Arranque, rápido!». El coche se puso en marcha, y fue entonces cuando se dio cuenta de que al volante estaba sentada la princesa, con un casco de cuero en la cabeza que nunca le había visto puesto. En una curva del camino alguien se interpuso ante el coche, obviamente para que se detuviera; un grito inhumano, la rueda pasó por encima de algo blando dando un bote, y Prokop se despertó.

Palpó que tenía fiebre, de modo que se levantó y buscó por el laboratorio algo con efectos curativos. No encontró nada más que alcohol puro; pegó un buen lingotazo, se quemó la boca y la garganta y fue de nuevo a tumbarse con la cabeza dándole vueltas. Soñó un poco más con fórmulas, flores, Anči y el confuso viaje en tren; después todo se desvaneció en un profundo letargo.

Por la mañana consiguió permiso para iniciar en el campo de pruebas una explosión experimental, lo cual provocó a Carson una alegría descontrolada. Prokop pidió que participara cierto técnico de laboratorio y él mismo supervisó que el pasillo de experimentación estuviera excavado en piedra arenisca y lo más lejos posible de palacio, en una parte del campo de pruebas en la que ni siquiera había tendido eléctrico, así que fue necesario poner una mecha corriente. Cuando estuvo todo preparado, mandó decir a la princesa que a las cuatro saltaría por los aires su cajita de maquillaje. Después encomendó personalmente a Carson que desalojara los edificios cercanos e impidiera el acceso en un radio de un kilómetro; además pidió que, por esta vez y bajo palabra de honor, se le librara de Holz. Aunque el señor Carson opinaba que era mucho ruido para pocas nueces, accedió a todo lo que le pidió Prokop.

Poco antes de las cuatro, Prokop llevó la cajita de maquillaje a la galería de pruebas con sus propias manos, olisqueó por última vez el aroma de la princesa con cierta avidez y enterró la caja en el hoyo. Luego colocó debajo de ella una cápsula de mercurio y ató un cordón Bickford medido para cinco minutos; tras esto se arrellanó al lado y esperó con un reloj en la mano hasta que faltaran cinco minutos para las cuatro.

Ahahá, ahora le demostraría, ahora le demostraría a esa señoritinga arrogante de lo que era capaz. Bueno, sería una explosión como dios manda, diferente a esos petardos experimentales de Bíla Hora, donde encima se tenía que esconder del guarda. Sería un estallido festivo y libre, una columna de fuego hasta el cielo, una hermosa fuerza, un gran trueno; se abriría el firmamento con la fuerza del fuego, y la chispa avivada por la mano del hombre...

Las cuatro menos cinco. Prokop prendió rápidamente la mecha y salió pitando de allí con el reloj en la mano, cojeando levemente. «Menos tres minutos; maldición, más rápido». Dos minutos. Y entonces, a su derecha, avistó a la princesa, que se dirigía hacia la galería de pruebas acompañada del señor Carson. Se quedó petrificado por el terror durante un instante y pegó un grito de aviso: el señor Carson se detuvo, pero la princesa, sin volverse siquiera, continuó avanzando. Carson trotó tras ella, obviamente intentando convencerla de que volviera. Sobreponiéndose a un súbito dolor en la pierna, Prokop corrió hacia ellos.

—¡Al suelo! —rugió—. ¡Por todos los diablos, al suelo! —Su rostro era tan aterrador y furibundo que el señor Carson palideció, pegó dos grandes saltos y se metió en una profunda zanja. La princesa seguía caminando; ya no estaba más que a doscientos pasos de la galería. Prokop estrelló el reloj contra el suelo y corrió a toda prisa tras ella—. ¡Al suelo! —chilló, agarrándola por el brazo. La princesa se giró de golpe y lo observó de arriba abajo con una mirada atónita: cómo se atrevía. Y entonces Prokop la derribó al suelo con ambos puños y cayó sobre ella con todo su peso.

Aquel cuerpo delgado, firme, comenzó a revolverse bajo él. «Serpiente», susurró Prokop, y jadeando inmovilizó a la princesa contra el suelo con toda la fuerza de su pecho. El cuerpo se arqueó bajo él y se escurrió hacia un lado; sin embargo, sorprendentemente, de la boca cerrada de la princesa no salió ni un sonido, tan sólo su respiración, entrecortada, rápida, por la encendida lucha. Prokop introdujo su rodilla entre las de ella para que no se le escabullera y le tapó los oídos con las manos cuando le relampagueó en la cabeza que con la explosión podrían reventarle los tímpanos. Unas afiladas uñas se le clavaron en la nuca, y sintió en la cara el furioso mordisco de cuatro colmillos, como de una comadreja. «Bestia», resopló Prokop, e intentó quitarse de encima al animal que le había hincado el diente. Sin embargo, ella, como adherida, no lo permitió, y de su garganta salió un grito ahogado; su cuerpo ondeaba y se revolvía como crispado. Aquel conocido aroma penetrante embriagó a Prokop; su corazón comenzó a latir desbocado, y en aquel momento quiso huir de un salto, sin pensar ya en la explosión, que debía de tener lugar en los siguientes segundos. Pero en aquel instante sintió que las rodillas forcejeantes estrechaban y ceñían una de sus piernas, dos brazos abrazaron convulsos su cabeza y su cuello, y en su rostro sintió el húmedo, ardiente, tembloroso roce de unos labios y una lengua. Gimió por el miedo y buscó con su boca los labios de la princesa. Entonces sonó el estruendo de una horrible explosión, una columna de arcilla y piedras salió disparada del interior de la tierra. Algo golpeó bruscamente a Prokop en la nuca, pero ni si quiera se dio cuenta, porque en ese instante se había hundido en la abrasadora humedad de aquella boca sin respiración y besaba aquellos labios, lengua, dientes, aquella boca abierta y gimiente. Aquel cuerpo flexible de repente flaqueó bajo su peso y se estremeció en largas oleadas. Vio, o quizás sólo se lo pareció, que el señor Carson se levantó y echó un vistazo, pero se tiró atropelladamente al suelo de nuevo. Aquellos dedos temblorosos hacían cosquillas a Prokop en el cuello con insoportable y salvaje placer; la boca enronquecida cubría su cara y sus ojos con besos diminutos, vibrantes, mientras Prokop se embebía con avidez del palpitante ardor de aquel fragante cuello. «Cariño, cariño», cosquilleaba y ardía en sus oídos el fogoso, húmedo susurro; unos delicados dedos se hundían en su cabello, el cuerpo exangüe se tensó y se adhirió a él en toda su extensión durante largo rato, y Prokop selló el manantial de aquella boca con un beso gimiente y sin fin.

«¡Sssh!». Tras ser apartado con el codo, Prokop se levantó de un salto y se frotó la frente como borracho. La princesa se sentó y se arregló el pelo.

—Deme la mano —ordenó con brusquedad. Miró a su alrededor apresuradamente y arrimó rápido a su ardorosa mejilla la mano brindada; de pronto la apartó de ella, se levantó, se quedó rígida y con los ojos como platos miró al vacío. Prokop llegó a angustiarse, quería abalanzarse sobre ella: la princesa sacudía los brazos con nerviosismo, como si arrojara algo; se mordía los labios con fuerza. Sólo entonces se acordó de Carson; lo encontró algo más allá, tumbado de espaldas (pero ya fuera de la zanja) y guiñando alegremente los ojos mientras miraba el cielo azul.

—¿Ya ha terminado? —dijo aún tumbado, y se giró mientras daba vueltas a los pulgares sobre el estómago, como en un molinillo—. Es que me dan un miedo terrible estas cosas. ¿Puedo levantarme ya? —Se levantó de un salto y se sacudió como un perro—. Una explosión fabulosa —dijo entusiasmado, y, como si tal cosa, guiñó un ojo a la princesa. La princesa se dio la vuelta; tenía una palidez aceitunada, pero estaba muy entera y controlada.

—¿Eso ha sido todo? —preguntó la princesa con indiferencia.

—¡Señor todopoderoso —empezó la cháchara el señor Carson—, como si no fuera suficiente! ¡Por Dios, una única caja de maquillaje! Caballero, es usted un hechicero que ha pactado con el diablo, el señor de los infiernos o quien sea. ¿Cómo? Sí, sí. El rey de la materia. Princesa, aquí tiene al rey —dejó caer en una evidente indirecta, y continuó acelerado—: Un genio, ¿verdad? Una persona única. Nosotros somos una verdadera nulidad, por mi honor. ¿Qué nombre le ha puesto?

El embriagado Prokop recuperó el juicio.

—Que lo bautice la princesa —dijo, feliz de haberse atrevido hasta tal punto—. Es... suyo.

La princesa se estremeció.

—Llámelo, por ejemplo, vicit —murmuró ásperamente.

—¿Cómo? —cazó al vuelo el señor Carson—. Ahá, vicit. Significa «venció», ¿verdad? ¡Princesa, es usted un genio! ¡Vicit! ¡Descomunal, jaja! ¡Hurra!

A Prokop no pudo sino pasársele por la cabeza una etimología diferente, atroz. Vitium. Le vice. El vicio. Miró con espanto a la princesa, pero en su rostro, inexpresivo, era imposible leer respuesta alguna.

XXX

El señor Carson corría delante hacia el lugar de la explosión. La princesa (obviamente adrede) se rezagó; Prokop pensó que quería decirle algo, pero ella sólo señaló su cara con el dedo: cuidado, ahí... Prokop se tocó rápidamente la cara: encontró en ella las huellas ensangrentadas de su mordisco, de modo que tomó un puñado de tierra y se la restregó por las mejillas, como si durante la explosión lo hubiera alcanzado un terrón.

La galería se había ahondado como un cráter de unos cinco metros de diámetro; era difícil calcular la fuerza explosiva, pero Carson dedujo que tendría cinco veces la potencia de la oxiliquita. «Interesante sustancia», aprobó, «pero para usos prácticos demasiado potente». En general, el señor Carson condujo la charla con facilidad, deslizándose a través de grietas alarmantes en la conversación; y cuando en el camino de vuelta, con un entusiasmo algo ostensible, se despidió alegando que aún tenía que hacer esto y aquello, cayó sobre Prokop un peso terrible: ¿de qué podía hablar ahora? Dios sabe por qué, le parecía que no podía mencionar ni una palabra acerca de aquel brutal y tétrico acontecimiento, cuando tuvo lugar la explosión y «el firmamento se abrió con la fuerza del fuego». Hervía en él el sentimiento amargo y desagradable de que la princesa lo había despachado con frialdad, como a un lacayo con el que... con el que... Cerró los puños de repugnancia y rumió algo totalmente intrascendente, probablemente sobre caballos; las palabras se le atascaban en la garganta, y la princesa, a todas luces, aceleraba el paso para llegar cuanto antes a palacio. Prokop cojeaba ostensiblemente, pero no dejaba que ella se diera cuenta. En el parque intentó despedirse, sin embargo la princesa giró por un camino secundario. La siguió vacilante; entonces ella se aferró a su brazo, inclinó la cabeza hacia atrás y le ofreció sus ávidos labios.

El perrillo pequinés de la princesa, Toy, olisqueó desde algún sitio a su ama y, dando gañidos de alegría, voló hacia ella a través de los macizos de flores y los matorrales. «¡Ahí está, jaja! ¿Pero qué es esto?». El perrillo estaba aterrado: «El Gran Misántropo la está zarandeando, se muerden, se bambolean en una lucha silenciosa y furiosa. Ahá, la Ama ha perdido, deja caer las manos y yace gimiendo en los brazos del Misántropo, que ahora la está estrangulando». Y Toy empezó a gritar «¡Socorro! ¡Socorro!» en su idioma, perruno o chino. La princesa se zafó de los brazos de Prokop.

—Incluso el perro, incluso el perro —se echó a reír nerviosa—. ¡Vamos!

A Prokop le daba vueltas la cabeza, le costó dar unos cuantos pasos. La princesa lo cogió del brazo (¡estás loca! ¿qué pasaría si alguien..?), lo arrastraba, pero las piernas le fallaban; clavaba los dedos en su brazo, parecía que tenía ganas de lastimarlo, siseaba, fruncía el ceño, sus ojos se hundieron en la oscuridad. Y, de repente, con un ronco gemido, voló al cuello de Prokop, hasta el punto de que éste se tambaleó, y buscó su boca. Prokop la trituraba con los brazos y los dientes; un largo abrazo sin aliento, y el cuerpo, tenso como un arco, desfalleció, se desplomó, cayó blando e impotente. La princesa descansaba sobre el pecho de Prokop con los ojos cerrados y balbuceaba dulces sílabas sin sentido, dejaba que le asolaran el rostro y el cuello con besos arrebatados y los devolvía, ebria y como sin ser consciente de sí misma: en el pelo, en la oreja, en los hombros, embriagada, dócil, al borde del desfallecimiento, infinitamente tierna, sumisa como una muñeca de trapo y quizás, dios, quizás, en aquel instante, dichosa por una felicidad inenarrable e indefensa. ¡Oh, dios, qué sonrisa, qué temblorosa y hermosísima sonrisa en unos labios silenciosamente absorbentes!

La princesa abrió los ojos; los abrió de par en par y se desenmarañó con brusquedad de sus brazos. Estaban de pie a dos pasos de la avenida principal. Recorrió su rostro con la palma de las manos como aquél que despierta de un sueño; ella se apartó insegura y apoyó la frente en el tronco de un roble. Apenas la dejó escapar de sus zarpas, a Prokop se le encogió el corazón con dudas nauseabundas, humillantes: «Soy, cristo, soy para ella un siervo con el que... está claro... da rienda suelta a su pasión, por diversión, en... en... en un momento de locura, en el que... en el que se apoderó de ella la soledad. Ahora me dará la patada, como a un perro, para en otro momento, de nuevo... algún otro...». Se acercó a ella y, con brutalidad, puso su manaza sobre el hombro de la princesa. Ella se dio la vuelta con mansedumbre, con una sonrisa tímida, casi temerosa y servil.

—No, no —empezó a susurrar con las manos entrelazadas—, por favor, ya no...

A Prokop se le partió el corazón por un súbito exceso de ternura.

—¿Cuándo —murmuró—, cuándo volveré a verla?

—Mañana, mañana —susurró angustiada, y retrocedió hacia palacio—. Tenemos que irnos. Aquí no es posible...

—Mañana, ¿dónde? —insistió Prokop.

—Mañana —repitió nerviosa; iba haciéndose un ovillo mientras se apresuraba sin decir palabra. Le dio la mano frente a palacio—. Adiós. —Sus dedos se entrelazaron ardorosos; sin darse cuenta, Prokop la atrajo hacia sí—. No puedes, ahora no puedes —musitó, y lo atravesó con una mirada encendida en llamas.

La explosión experimental de vicit no produjo más daños significativos. Únicamente derribó unas cuantas chimeneas en los edificios cercanos y reventaron los cristales de algunas ventanas por la presión del aire. También estallaron las grandes vidrieras de los aposentos del príncipe Hagen; en aquel momento el hemipléjico se irguió con dificultad y, en posición de firmes, como un soldado, esperó la siguiente catástrofe.

La congregación del ala de caballeros estaba sentada, tras acabar de cenar, frente a un café solo, cuando entró Prokop, buscando directamente a la princesa con la mirada; ya no podía soportar la tortura de la duda, que lo consumía. La princesa palideció, pero el jovial tío Rohn en seguida se dirigió a Prokop y lo felicitó por el excelente resultado, etc., etc. Incluso el arrogante Suwalski preguntaba con interés si era verdad que el caballero podía convertir cualquier cosa en un explosivo. «Pongamos, por ejemplo, azúcar corriente», repetía sin parar, y se quedó atónito cuando Prokop farfulló que se disparaba con azúcar hacía ya tiempo, durante la Gran Guerra. Durante algún tiempo Prokop fue el centro de atención; pero tartamudeaba, soslayaba todas las preguntas y, por dios, era incapaz de comprender las miradas alentadoras de la princesa: sólo las cazaba al vuelo con los ojos inyectados en sangre y terrorífica atención. La princesa estaba como sobre ascuas.

En fin, después la conversación fue por otros derroteros, y a Prokop le pareció que nadie le prestaba atención; aquellas personas se entendían tan bien, charlaban con tanta facilidad, con alusiones e inmenso interés por cosas sobre las que él no entendía nada o en las que directamente no veía nada fascinante. Incluso la princesa había recobrado nueva vida. «Mira, tiene mil cosas más en común con esos caballeretes que contigo». Se puso de mal humor, no sabía qué hacer con las manos, aquello hervía en su interior con una furia ciega. Posó la taza de café con tanta brusquedad, que se partió.

La princesa clavó en él una mirada tremebunda, pero el encantador oncle Charles salvó la situación empezando un relato sobre un capitán de barco que era capaz de hacer pedazos con sus dedos una botella de cerveza. Un obeso cousin afirmó que él también podía conseguirlo. Entonces mandaron traer botellas de cerveza vacías, y uno tras otro, en medio de sonoras exclamaciones, probaron suerte. Eran pesadas botellas de cristal negro: ninguna reventó.

—Ahora usted —ordenó la princesa con una rápida mirada a Prokop.

—No lo conseguiré —refunfuñó Prokop, pero la princesa levantó las cejas de un modo tan... tan autoritario... Prokop se levantó y agarró la botella por el cuello. Estaba de pie, inmóvil, no se retorcía por el esfuerzo como todos los demás; sólo se le hinchaba la musculatura de la cara, que parecía a punto de estallar. Parecía un hombre primitivo preparado para matar a alguien con una maza corta: ceñudo, con la boca torcida por el esfuerzo y el rostro como atravesado por gruesos músculos; la espalda encorvada, como si fuera a blandir la botella en un ataque propio de un gorila; los ojos, inyectados en sangre, fijos en la princesa. Se hizo el silencio. La princesa se incorporó con la mirada clavada en él; los dientes apretados tras unos labios tensos, en su rostro aceitunado resaltaban los tendones, fruncía el ceño y respiraba con agitación, como por un terrible esfuerzo físico. Así, de pie, frente a frente, con los ojos clavados el uno en el otro y el rostro crispado, como dos feroces adversarios, las convulsiones recorrían simultáneamente sus cuerpos, de la cabeza a los pies. Nadie se atrevía siquiera a respirar; tan sólo se oía el ronco carraspeo de dos personas. Entonces algo crujió, reventó el cristal y el culo de la botella tintineó hecho pedazos en el suelo.

El primero que se recuperó fue mon oncle Charles; dio un paso titubeante a la derecha y otro a la izquierda, pero después se precipitó hacia la princesa.

—Minka, pero Minka —susurró apresuradamente, e hizo que se sentara, sofocada y casi desmayada, en un sillón. Se arrodilló ante ella y, haciendo uso de todas sus fuerzas, le abrió los puños, cerrados como en una convulsión; tenía las palmas de las manos llenas de sangre, por cómo se había clavado las uñas en la carne—. Quítenle esa botella de la mano —ordenó inmediatamente le bon prince, y apalancó, uno detrás de otro, los dedos de la princesa.

El príncipe Suwalski se repuso. «¡Bravo!», voceó, y comenzó a dar sonoros aplausos. Von Graun ya había agarrado la mano derecha de Prokop, que hasta ese momento trituraba los crujientes pedazos de cristal, y casi tuvo que arrancarle los dedos agarrotados. «¡Agua!», gritó; el obeso cousin buscó algo, desconcertado; echó mano de un tapete que humedeció con agua y se lo puso a Prokop en la cabeza.

—Ahahah —dejó escapar Prokop con alivio. La convulsión iba cediendo, pero en su cabeza todavía se arremolinaba un torbellino de sangre propio de una apoplejía, y las piernas le temblaban tanto por la debilidad, que sólo alcanzó a deslizarse sobre una silla.

Oncle Charles masajeó sobre sus rodillas los dedos encorvados, sudorosos y trémulos de la princesa.

—Éste es un juego peligroso —rezongó, mientras la princesa, totalmente agotada, jadeaba con dificultad. En sus labios, sin embargo, temblaba una sonrisa embelesada, delirantemente victoriosa.

—Usted lo ha ayudado —exclamó el grueso cousin—, eso es lo que ha ocurrido.

La princesa se levantó, arrastrando a duras penas las piernas.

—Los caballeros sabrán disculparme —dijo débilmente. Miró a Prokop con ojos pletóricos y resplandecientes hasta que, aterrada porque alguien pudiera darse cuenta, se marchó apoyada en su tío Rohn.

Y bien, después hubo que celebrar de algún modo el éxito de Prokop; al fin y al cabo eran jóvenes bienintencionados a los que les encantaba fanfarronear de sus heroicidades. Prokop había subido varios niveles en su escalafón particular por el hecho de haber reventado una botella y ser capaz después de beber una cantidad increíble de vino y licor sin caer redondo bajo la mesa. A las tres de la madrugada el príncipe Suwalski lo besó, festivo, y el cousin obeso, casi con lágrimas en los ojos, comenzó a tutearlo; después empezaron a saltar por encima de las sillas y a armar un jaleo horroroso. Prokop sonreía y tenía la cabeza como en las nubes; pero cuando intentaron llevarlo a visitar a cierta chica balttiniana, se desembarazó de ellos y proclamó que eran unos borrachuzos y que él se iba a dormir.

No obstante, en vez de hacer lo que era más sensato, se encaminó hacia el umbrío parque y durante largo rato, infinitamente largo, observó la oscura fachada principal del palacio buscando cierta ventana. El señor Holz daba cabezadas quince pasos más allá, apoyado en un árbol.

XXXI

Al día siguiente llovió. Prokop corría por el parque, enfurecido porque ese día seguramente no vería a la princesa. No obstante, ella salió corriendo bajo la lluvia, con la cabeza descubierta, y se apresuró hacia él.

—Sólo cinco minutos, sólo cinco minutos —susurró jadeante, y ofreció sus labios para que la besara. Pero fue entonces cuando avistó al señor Holz—. ¿Quién es ese hombre? —Prokop echó un rápido vistazo.

—¿Quién? —Ya estaba tan acostumbrado a su sombra personal, que ni siquiera se percataba su continua proximidad—. Es... mi vigilante, ¿sabe?

La princesa no tuvo más que dirigir a Holz sus autoritarios ojos; Holz se guardó inmediatamente la pipa y se largó un trecho más allá.

—Ven —murmuró la princesa, arrastrando a Prokop hacia un pabellón. Allí estaban, sentados, sin atreverse a besarse, porque el señor Holz se estaba mojando bajo la lluvia en los alrededores del pabellón—. La mano —ordenó en voz baja la princesa, y entrelazó sus febriles dedos con los nudosos, destrozados muñones de Prokop—. Amor mío, amor mío —lo agasajó, para espetarle a continuación con severidad—: No puedes mirarme así en presencia de los demás. Después no sé lo que hago. Ya verás, ya verás, un día te saltaré al cuello y será un bochorno, ¡oh, dios! —La princesa se estremeció—. ¿Fuisteis ayer a ver a las chicas? —preguntó de pronto—. No puedes, ahora eres mío. Querido, querido, esto es tan difícil para mí... ¿Por qué callas? He venido a decirte que debes ser cauto. Mon oncle Charles ya está ojo avizor... ¡Ayer estuviste magnífico! —por su boca hablaba una atropellada impaciencia—, ¿Siguen vigilándote? ¿En todas partes? ¿Incluso en el laboratorio? ¡Ah, c'est bête! Ayer, cuando rompiste aquella taza, habría ido a besarte. Te enfureciste de un modo tan espléndido... ¿Recuerdas aquella vez, por la noche, en que te zafaste de la cadena? En aquella ocasión te seguí como ciega, como ciega...

—Princesa —la interrumpió Prokop con voz ronca—, debe decirme una cosa... O bien todo esto... es... el capricho de una dama distinguida, o... —La princesa soltó su mano.

—¿O qué?

Prokop dirigió hacia ella una mirada desesperada.

—O bien sólo está jugando conmigo...

—¿O? —alargó la frase con evidente placer al torturarlo.

—O me... hasta cierto punto...

—... ama, ¿no? Escucha —dijo; colocó las manos detrás de la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados—, cuando en determinado momento me pareció que... que me estaba enamorando de ti, ¿sabes?, enamorando de verdad, hasta el tuétano, como una loca, entonces, en aquella ocasión, intenté... destruirte. —Chasqueó la lengua como aquella vez a Premier—. Nunca podría perdonarte si me enamorara de ti.

—¡Está mintiendo —gritó Prokop airado—, ahora está mintiendo! No soportaría... no soportaría la idea de que esto fuera... sólo... una aventura. ¡No es usted tan perversa! ¡No es verdad!

—Entonces, si lo sabes —dijo la princesa en voz baja y seria—, ¿por qué demonios me lo preguntas?

—Quiero oírlo —farfulló Prokop— quiero que lo digas... directamente... que me digas qué soy para ti. ¡Eso, eso es lo que quiero oír!

La princesa negó con la cabeza.

—Tengo que saberlo —rechinó los dientes Prokop—, si no... si no...

La princesa sonrió levemente y colocó su mano en el puño de Prokop.

—No, por favor, no quieras, no quieras que te lo diga.

—¿Por qué?

—Entonces tendrías demasiado poder sobre mí —dijo en voz muy baja, y Prokop tembló de alegría.

Fuera, el señor Holz tuvo un traicionero acceso de tos, y, a lo lejos, se vislumbraba entre las ramas la silueta del tío Rohn.

—Lo ves, ya me anda buscando —susurró la princesa—. No puedes venir a vernos por la noche. —Se quedaron en silencio mientras se estrechaban las manos. La lluvia caía murmurando sobre el tejado del pabellón y los hacía temblar con el frescor del rocío—. Amor mío, amor mío —susurraba la princesa, acercando su mejilla a Prokop—. ¿Quién eres tú? Narigudo, colérico, todo erizado... Dicen que eres un gran científico. ¿Por qué no eres un príncipe?

Prokop se estremeció. Ella rozó el brazo de Prokop con su mejilla.

—Ya te has enfadado de nuevo. Pero tú me llamaste a mí bestia y cosas aún peores. Ves, tú no me vas a endulzar lo que hago... y lo que voy a hacer... Amor mío —se le apagó la voz y acercó su mano a la cara de Prokop.

Él se inclinó hacia los labios de la princesa; sabían a la angustia del arrepentimiento. En medio del rumor de la lluvia se acercaron los pasos del señor Holz.

«¡Es imposible, imposible!». Durante todo el día Prokop estuvo apesadumbrado y acechaba allí donde pudiera verla. «No puedes venir a vernos por la noche». «Está claro, no perteneces a su séquito; se siente más cómoda entre esos patanes encopetados». Era de lo más extraño: en lo más hondo de su corazón Prokop se aseguraba a sí mismo que en realidad no la quería, pero tenía unos celos delirantes, torturantes, estaba lleno de ira y humillación. Por la noche se puso a merodear por el parque bajo la lluvia y a pensar en que la princesa, en ese preciso momento, estaba sentada a la mesa, frente a la cena, resplandeciente, en medio de la alegría y la fiesta; se sentía como un perro sarnoso al que habían echado de una patada bajo la lluvia. El mayor sufrimiento en la vida es el ultraje.

«Ahora mismo voy a poner fin a esto», decidió. Corrió a casa, se puso rápidamente el traje negro e irrumpió en el salón como el día anterior. La princesa estaba sentada, como descompuesta: apenas vio a Prokop, empezó a palpitarle el corazón y sus labios se ablandaron con una sonrisa de felicidad. El resto de los jóvenes lo recibió con una amistosa exclamación; tan sólo oncle Charles se comportaba de un modo exageradamente cortés. La mirada de la princesa le dio un aviso: ¡ten cuidado! Apenas hablaba, algo sorprendida e inmóvil, y sin embargo encontró la ocasión de introducir en la mano de Prokop un papelillo arrugado. «Amor mío, amor mío», garabateó a lápiz en letras mayúsculas, «¿qué es lo que has hecho? Vete». Estrujó el papel. «No, princesa, me quedaré aquí; me produce un gran deleite observar tus confianzas con esos idiotas perfumados». La princesa lo recompensó por esa celosa tozudez con una mirada exultante. Comenzó a mofarse de Suwalski, de Graun, de todos sus caballeros; estaba siendo malvada, cruel, impertinente, y se reía de ellos sin compasión. De cuando en cuando miraba apresuradamente a Prokop, para comprobar si estaba satisfecho con semejante hecatombe de galanes que había puesto a sus pies. El señorito no estaba satisfecho; se puso de mal humor y, con la mirada, le suplicó cinco minutos de conversación en privado. Entonces ella se levantó y lo condujo hacia un cuadro.

—Ten sentido común, por lo que más quieras —musitó intranquila; se puso de puntillas y lo besó cálidamente en ese consabido lugar de la cara. Prokop se agarrotó del susto que le produjo semejante diablura; pero nadie la había visto, ni siquiera oncle Rohn, que por lo demás observaba todo con ojos inteligentes y tristes.

Nada más, no ocurrió nada más aquel día. Y sin embargo Prokop se revolvía en su cama mordiendo las almohadas; y en la otra ala de palacio alguien no durmió en toda la noche.

Por la mañana Paul trajo una carta de olor penetrante; no dijo de parte de quién. «Querido», escribía, «hoy no te veré; no sé qué voy a hacer. Somos muy poco discretos; por favor, sé más sensato que yo. (Varias líneas tachadas). No puedes pasearte frente a palacio, te echarán con cajas destempladas. Por favor, haz algo para que te liberen de ese incordio de vigilante. He pasado una mala noche; tengo un aspecto horrible, no quiero que me veas hoy. No vengas a vernos, mon oncle Charles ya está dejando caer indirectas. Le he gritado y no me hablo con él; me irrita que tenga tantísima razón... Amor mío, aconséjame: acabo de echar a mi doncella; me han informado de que tiene una aventura con el caballerizo y que lo visita. No puedo tolerarlo; la habría abofeteado cuando me lo estaba confesando. Era hermosa y lloraba, y yo me regodeaba viendo cómo le caían las lágrimas; imagínate, nunca había visto de cerca cómo se forma una lágrima, salta, se desliza rápidamente, se detiene y, después, la alcanza otra. Yo no sé llorar; cuando era pequeña, gritaba hasta ponerme morada, pero no me caía ni una lágrima. La eché durante una hora; la aborrecía, me daba escalofríos verla ante mí. Tienes razón, soy malvada y estallo de ira; pero, ¿por qué a ella le está permitido todo? Querido, por favor, intercede por ella; permitiré que regrese y haré con ella lo que quieras, tan sólo con ver que eres capaz de perdonar semejantes cosas a una mujer. Lo ves, soy malvada y, además de eso, envidiosa. No sé controlar mi cólera; querría verte, pero ahora no puedo. No debes escribirme. Besos».

Mientras leía esto, en la otra ala de palacio tronaba un piano con salvajes escalas de tonos. Prokop escribió: «Usted no me ama, lo he comprendido. Se inventa pretextos absurdos, no quiere comprometerse, se ha cansado de torturar a un hombre que no se le ha impuesto. Entendí esta relación de otro modo; me avergüenzo por ello y comprendo que quiere ponerle fin. Si no acude esta tarde al pabellón japonés, me daré por aludido y haré lo que esté en mi mano para no incomodarla más».

Prokop se sintió aliviado; no estaba acostumbrado a escribir cartas amorosas, y le pareció que aquello estaba escrito a la perfección y con suficiente cordialidad. El señor Paul corrió a entregarla; el sonido del piano en la otra ala se cortó en seco y se hizo el silencio.

Entretanto Prokop corrió a buscar a Carson. Lo encontró junto a los almacenes y fue directamente al grano: pidió que, bajo palabra de honor, le permitiera moverse sin Holz, y afirmó que estaba dispuesto a hacer cualquier tipo de juramento de que no intentaría huir hasta próximo aviso. El señor Carson gesticuló significativamente:

—Pero por supuesto, ¿por qué no? Volará libre como un pájaro, jaja, a donde quiera y cuando quiera, si hace una pequeñez, claro: vender la krakatita.

Prokop se enfureció:

—Le he dado vicit, ¿qué más quiere? Oiga, le he dicho que no le entregaré la krakatita, ¡ni aunque me cortaran la cabeza!

El señor Carson se encogió de hombros y se disculpó: en ese caso no se podía hacer nada, ya que aquél que tenía bajo su sombrero la krakatita era un enemigo público, más terrible que un asesino en serie y, en resumen, un caso típico de detención provisional.

—Deshágase de la krakatita, y asunto concluido —propuso—. Saldrá ganando. En caso contrario... en caso contrario se valorará la conveniencia de trasladarlo a otra parte.

Prokop, que ya estaba a punto de lanzar un grito de guerra, se contuvo; farfulló que se lo pensaría y corrió a casa. «Quizás encuentre allí la respuesta a mi carta», se regocijó; pero allí no había nada.

Por la tarde Prokop inició su larga espera en el pabellón japonés. Hasta las cuatro creció en él una esperanza impaciente, anhelante: «Ahora, ahora, en cualquier momento tiene que estar al llegar la princesita». A las cuatro ya no aguantaba más sentado; recorría el pabellón como un jaguar en su jaula, estaba dispuesto a abrazar las rodillas de la princesa, tiritaba de entusiasmo y de miedo. El señor Holz se retiró discretamente a los matorrales. Hacia las cinco comenzó a apoderarse de nuestro caballero la abominable opresión del desencanto; sin embargo, en ese momento se le ocurrió: «Quizás venga ya cuando haya oscurecido; es comprensible, ¡cuando haya oscurecido!». Sonreía y susurraba palabras tiernas. Tras el palacio se ponía el sol, en medio del oro del otoño; los árboles, ralos, se silueteaban afilados e inmóviles, se oía incluso el crujido de un escarabajo en el follaje caído. Y, antes de que pudiera darse cuenta, se suavizó la luminosa hora del dorado atardecer. En el verdoso firmamento comenzó a chispear el lucero; he ahí el toque de oración del cosmos. La tierra se sumió en la penumbra bajo el pálido cielo. Un murciélago zigzagueaba sinuosamente. En algún lugar, más allá del parque, se oía el umbrío tintineo de las esquilas del ganado; eran las vacas, que regresaban oliendo a leche tibia. En palacio una o dos ventanas fueron atravesadas por la luz. ¿Cómo? ¿Ya había oscurecido? «Estrellas del firmamento, acaso os ha contemplado en pocas ocasiones este hombre atónito entre el tomillo? ¿Acaso se ha dirigido a vosotras en pocas ocasiones el hombre? ¿Acaso ha sufrido y esperado en pocas ocasiones? ¿Y acaso no ha sollozado alguna vez bajo su cruz?».

El señor Holz salió de la oscuridad.

—¿Podemos irnos?

—No.

«Apurar, apurar hasta la mañana mi humillación; porque, sí, es seguro que no va a venir. Que así sea. Pero ahora es necesario apurar una amargura en cuyo fondo se encuentra la certeza; atiborrarse de dolor; apilar, amontonar el sufrimiento y la vergüenza para retorcerse como un gusano y embrutecerse del dolor. Temblaste de alegría; entrégate ahora al dolor, porque él es el narcótico del que pena. Es de noche, ya es de noche; y ella no va a venir».

Una tremenda alegría atravesó el corazón de Prokop: «Ella sabe que la estoy esperando aquí (o debería saberlo); saldrá a hurtadillas por la noche, cuando todos estén durmiendo, y volará hacia mí con los brazos abiertos y los labios llenos de la savia de los besos; apretaré mis labios contra los suyos y no diremos ni una palabra mientras bebemos de nuestras bocas una confesión inefable. Y ella vendrá, pálida, a oscuras, temblando por el gélido sobrecogimiento de la alegría, y me entregará sus amargos labios; y ella saldrá de la más oscura noche...». En palacio apagaban las luces.

El señor Holz estaba plantado justo delante del pabellón con las manos en los bolsillos. Su fatigada silueta decía: «Ya ha sido suficiente». Pero aquél que en el pabellón, con una sonrisa de locura y odio, pisoteaba la última chispa de esperanza alargaba el tiempo durante unos cuantos minutos de desesperación más; porque el último minuto de espera significaría el Fin de Todo.

En la lejana ciudad sonaron las campanadas de media noche. Es decir, el fin de todo. A través del parque, Prokop se apresuró a casa; dios sabe por qué tenía ahora tanta prisa. Corría cabizbajo, y, cinco pasos por detrás de él, trotaba, bostezando, el señor Holz.

XXXII

El fin de todo: era casi un alivio, o por lo menos algo seguro y exento de dudas; y Prokop se aferró a ello con la persistencia de un bulldog. «Bien, es el fin, ya no hay nada que temer. La princesa no acudió intencionadamente. Basta, con esta bofetada basta; así que es el fin». Estaba sentado en un sillón, incapaz de levantarse, emborrachándose una y otra vez con su humillación. «Un siervo al que han dado la patada. Sin escrúpulos, presuntuosa, sin sentimientos. Seguramente me ha abandonado por uno de sus galanes. Bien, he perdido; mejor».

Con cada paso que se oía en el pasillo Prokop levantaba la cabeza presa de un desazonado suspense: «Quizás traigan una carta... No, nada. Ni siquiera merezco una disculpa suya. Es el fin».

El señor Paul se acercó diez veces, arrastrando los pies y con una pesarosa incógnita en sus ojos claros: ¿deseaba algo el caballero? No, Paul, nada en absoluto.

—Espere, ¿no tiene una carta para mí? —El señor Paul negó con la cabeza—. De acuerdo, puede irse.

Un aguijón de hielo se solidificó en el pecho de Prokop. Ese vacío, eso era el fin. Incluso si se abriera la puerta y apareciera ella, diría: fin. «Amor mío, amor mío», la oía susurrar Prokop antes de prorrumpir desesperado: «¿Por qué me ha humillado así? Si fuera usted una doncella, le perdonaría su altivez; pero a una princesa no se le perdona. ¿Me oye? ¡Es el fin, el fin!».

El señor Paul empujó la puerta.

—¿Desea algo el señor?

Prokop se asustó; ciertamente había gritado las últimas palabras:

—No, Paul. ¿No tiene para mí alguna carta?

El señor Paul meneó la cabeza en señal de negación.

El día se espesó como una aborrecible tela de araña; ya era de noche. En el pasillo susurraban unas voces; el señor Paul arrastró los pies hasta Prokop con alegre premura:

—La carta, aquí está la carta —susurró triunfante—, ¿enciendo la luz?

—No. —Prokop aplastó entre los dedos el delgado sobre y olisqueó su perfume, ya familiar, como si quisiera descubrir mediante el olfato lo que había en su interior. El aguijón de hielo se hundió aún más profundamente. «¿Por qué escribe ya de noche? Porque sencillamente me ordena: no puede venir a vernos, y punto. Bien, princesa, que así sea; si es el fin, entonces fin». Prokop se levantó de un salto, encontró a oscuras un sobre en blanco e introdujo en él la carta sin abrir.

—¡Paul, Paul! Lléveselo inmediatamente a Su Alteza.

Apenas hubo desaparecido Paul, quiso llamarlo para que regresara; pero ya era tarde, y Prokop se dio cuenta, abatido, de que lo que acababa de hacer era, sin vuelta atrás, el Fin de Todo. Se arrojó entonces a la cama, ahogando en las almohadas algo que de forma incontrolada pugnaba por salir de su boca.

Acudió el señor Krafft, probablemente alarmado por Paul, que intentó por todos los medios tranquilizar o distraer a aquel hombre consumido por la angustia. Prokop ordenó que le trajeran whisky, bebió e impostó alegría; Krafft sorbía un refresco y le daba la razón en todo, aunque fueran asuntos totalmente inconciliables con su pelirrojo idealismo. Prokop maldecía, blasfemaba, se revolcaba en expresiones brutales y de lo más viles, como si sintiera satisfacción al mancillar todo, escupir, pisotear, profanar. Vomitaba losas de imprecaciones y atrocidades, rebosaba obscenidades, prácticamente arrancaba las entrañas a las mujeres y las agasajaba con las más horribles palabras que se puedan pronunciar. El señor Krafft, sudando de espanto, daba la razón en silencio al furibundo genio. Pero incluso Prokop agotó su vehemencia, se quedó sin palabras, se entristeció y bebió hasta que tuvo suficiente; después se tumbó vestido en la cama, bamboleándose como un barco, y contempló con ojos desorbitados la turbulenta oscuridad.

Por la mañana despertó descompuesto y con náuseas, y se trasladó definitivamente al laboratorio. No hacía nada, tan sólo deambulaba por la habitación y daba patadas a una esponja. Después tuvo una idea: mezcló un explosivo potente e inestable y lo envió a dirección con la esperanza de que se produjera una buena catástrofe. No ocurrió nada; Prokop se dejó caer en el catre y durmió treinta y seis horas ininterrumpidamente.

Se despertó como si fuera otra persona: frío como el hielo, lúcido, insensible; en cierto modo le era mortalmente indiferente lo que había ocurrido. Comenzó a trabajar de nuevo, obstinada y metódicamente, en las explosiones producidas por la descomposición de átomos; dedujo teóricamente un nivel de potencia explosiva tan espeluznante que se le ponía la piel de gallina ante lo asombroso de las fuerzas entre las que vivimos.

En cierta ocasión, en medio de sus cálculos, se sintió abrumado por una ligera inquietud. «Estoy algo cansado», se dijo, y salió a tomar un rato el aire, sin sombrero. Sin darse cuenta, se dirigió a palacio; corrió mecánicamente escaleras arriba y caminó por el pasillo hacia sus antiguos aposentos «de caballero». Paul no estaba en la silla de costumbre. Prokop pasó al interior. Todo estaba como lo había dejado; pero en el aire flotaba el familiar, penetrante aroma de la princesa. «Tonterías», se dijo, «será la sugestión; he inhalado durante demasiado tiempo los olores acres del laboratorio». Y sin embargo la situación lo irritaba de un modo torturante.

Se sentó un rato y se quedó extrañado: qué lejos parecía ya todo aquello. Reinaba el silencio, el silencio vespertino de palacio. ¿Acaso había cambiado algo? Escuchó pasos amortiguados en el pasillo; quizás fuera Paul. Salió. Era la princesa.

La sorpresa y un sentimiento cercano al pánico la arrojaron contra la pared. Ahora estaba allí, de pie, lívida, con los ojos fuera de las órbitas, la boca torcida como en una oleada de dolor, hasta el punto de que se podía ver la carne coralina de sus encías. ¿Qué estaba buscando en el ala de invitados? «Seguramente va al cuarto de Suwalski», se le ocurrió a Prokop de golpe, y algo se desgarró en su interior. Dio un paso, como si se quisiera abalanzar sobre ella, pero no hizo sino emitir un bramido gutural y huir al exterior. «¿Eran esas las manos que se habían acercado a él? ¡No puedes mirar atrás! ¡Fuera, fuera de aquí!».

Ya lejos de palacio, en el terreno baldío del campo de tiro, Prokop hundió su rostro en la arcilla y la piedra. Y es que sólo una cosa es peor que el dolor de la humillación: el tormento del odio. Diez pasos más allá estaba sentado, serio y concentrado, el señor Holz.

La noche que vino a continuación fue asfixiante y angustiosa, excepcionalmente negra; se preparaba una tormenta. En esos momentos la gente está extrañamente irritable y es incapaz de decidir en modo alguno su destino, ya que es una hora aciaga.

Hacia las once Prokop salió por la puerta del laboratorio y golpeó con una silla al adormecido Holz, aturdiéndolo hasta tal punto que pudo huir y desaparecer en la oscuridad de la noche. Un rato después se oyeron dos disparos junto a la estación de carga. En un punto bajo del horizonte cayeron unos relámpagos terribles; después la oscuridad se hizo aún mayor. Pero de lo alto del terraplén, junto a la entrada, salió volando un cortante haz de luz de color verde claro que se movía alrededor de la estación; enfocaba los vagones, las rampas, los montones de carbón, y luego sorprendió a una figura negra que corría, regateaba, caía al suelo para desaparecer otra vez en las sombras. Ahora huía entre los edificios hacia el parque; unas cuantas siluetas se lanzaron a perseguirla. El foco giró hacia palacio; de nuevo dos disparos de aviso, la figura que huía se adentró en la maleza.

Poco después se oyó un tintineo en la ventana del dormitorio de la princesa; ésta se levantó de un salto y abrió. Voló entonces al interior una hoja de papel arrugada con una piedrecilla en su interior como peso. En una de las caras habían garabateado algo sencillamente ilegible con un lápiz roto; en la otra cara había cálculos apretujados escritos con letra muy pequeña. La princesa se puso apresuradamente un vestido, pero entonces retumbó un disparo más allá del estanque; por el sonido, había sido a bocajarro. Con los dedos agarrotados, la princesa abrochaba a duras penas los corchetes del vestido, mientras que la doncella, como una cabra enloquecida, temblaba bajo el edredón del miedo que le producía el tiroteo. Antes de que la princesa alcanzara a salir, vio a través de la ventana que dos soldados arrastraban a una silueta negra; rugía como un león e intentaba zafarse, así que no estaba herido.

En el horizonte relampagueaban unas anchas llamas amarillas, pero todavía no se había descargado la tormenta que despejaría el ambiente.

Prokop, desilusionado, se sumergió de cabeza en el trabajo de laboratorio, o al menos se obligaba a ello. Hacía un momento que se acababa de ir Carson; estaba gélidamente airado y anunció con toda claridad que en vista de todo lo ocurrido el señor Prokop sería transferido lo antes posible a otra parte, a un lugar más seguro; si las cosas no funcionaban por las buenas, tendrían que funcionar por las malas. En fin, daba igual; ya nada tenía importancia. Un tubo de ensayo reventó en los dedos de Prokop.

En el vestíbulo descansaba el señor Holz con la cabeza vendada. Prokop le puso delante de las narices un par de billetes de mil al herido, pero éste no los aceptó. «Bueno, qué se le va a hacer, que haga lo que quiera. Ser trasladado a otro sitio... Que así sea. ¡Malditos tubos de ensayo! Se rompen uno detrás de otro...».

Un rumor en el vestíbulo, como cuando alguien se despereza del sopor. «Será otra visita, Krafft o quien sea». Prokop ni siquiera se apartó del hornillo cuando chirrió la puerta. «Amor mío, amor mío», sonó un susurro desde la puerta. Prokop vaciló, se agarró a la mesa y se dio la vuelta como en un sueño. La princesa estaba apoyada en una jamba, pálida, con los ojos tenebrosamente fijos, y apretaba los puños contra el pecho, quizás para sobreponerse al latido de su corazón.

Se acercó a ella con el cuerpo tembloroso, rozó con los dedos sus mejillas y sus brazos, como si no pudiera creer que era ella. Ella le puso los dedos, fríos y trémulos, en los labios. Prokop abrió de golpe la puerta y echó una ojeada al vestíbulo. El señor Holz había desaparecido.

XXXIII

Estaba sentada en el catre como petrificada, con las rodillas pegadas a la barbilla, el pelo enredado cayendo en mechones sobre su rostro y las manos entrelazadas en la nuca como en un espasmo. Horrorizándose de lo que había hecho, Prokop le echó la cabeza hacia atrás, le besó las rodillas, las manos, el pelo, se arrastró por el suelo, musitó súplicas y arrullos; la princesa ni veía ni oía. Le pareció que ella se estremecía de asco cada vez que la tocaba; el pelo se le pegaba a la frente con el sudor de la angustia, de modo que corrió hacia la toma de agua y dejó caer sobre su cabeza un chorro de agua fría.

La princesa se levantó en silencio y se acercó al espejo. Prokop fue hacia ella de puntillas, en un intento por sorprenderla; pero entonces vio en el espejo cómo ella se observaba a sí misma con una expresión de repugnancia tan feroz, espeluznante y desesperada, que lo aterró. Giró la cabeza para mirarlo y se abalanzó sobre él.

—¿Soy fea? ¿Te repugno? ¡Qué es lo que he hecho, qué es lo que he hecho! —Arrimó su mejilla al pecho de Prokop, como si se quisiera esconder—. Soy una tonta, ¿verdad? Ya lo sé... ya sé que te he decepcionado. Pero no debes despreciarme, ¿sabes? —Se hundía en el rostro de Prokop como una niña arrepentida—. ¿Verdad que ya no intentarás escaparte? Haré lo que sea, enséñame todo lo que quieras, ¿sabes?, como si fuera tu esposa. Amor mío, amor mío, no me dejes ahora pensando: me volveré otra vez insufrible, si vuelvo a pensar me quedaré como petrificada; no tienes ni idea de las cosas que se me pasan por la cabeza. No, no me dejes ahora... —Clavaba sus dedos temblorosos en la nuca de Prokop; él le levantó la cabeza y la besó mascullando emocionado todo tipo de cosas. Se sonrojó y embelleció—. ¿Soy fea? —susurraba entre un beso y otro, radiante y embelesada—. Me gustaría ser hermosa sólo para ti. ¿Sabes por qué he venido? Esperaba que me mataras.

—Y si... —murmuró Prokop meciéndola en sus brazos—, si hubieras sospechado esto..., lo que ha ocurrido, ¿habrías venido?

La princesa asintió con la cabeza.

—Soy terrible, ¿verdad? ¡Cómo puedes pensar eso de mí! Pero no te voy a dejar pensar, —Prokop la abrazó y la levantó—. No, no —suplicó defendiéndose de él; sin embargo, después descansó sobre él con los ojos anegados y con sus dulces dedos se abrió paso por las greñas del pesado cráneo de Prokop—. Amor mío, amor mío —exhalaba su húmedo aliento en la cara de su amado—, ¡cómo me has torturado estos últimos días! ¿Me...? —no llegó a decir la palabra «quieres».

Él asintió fervorosamente.

—¿Y tú?

—Sí. Ya deberías saberlo. ¿Sabes quién eres? Eres el más hermoso de los hombres narigudos y feos. Tienes los ojos inyectados en sangre como un perro San Bernardo. ¿Es del trabajo? Quizás no serías tan agradable si fueras príncipe. ¡Ay, suéltame ya! —Se le escabulló y fue a peinarse frente al espejo. Se miró con ojos inquisidores y después ejecutó ante el espejo una profunda reverencia palaciega—. Ésa es la princesa —dijo señalando su propia imagen—, y ésta —añadió sin cambiar de tono y girando el dedo hacia su pecho—, es simplemente tu chica. Ya ves. ¿No habrías pensado que tienes a una princesa?

Prokop se estremeció como si hubiera recibido un mazazo.

—¿Qué quieres decir? —exclamó, y golpeó la mesa con los puños hasta hacer tintinear el cristal roto.

—Debes escoger, o una princesa o una chica normal. A la princesa no la puedes tener; la puedes adorar en la distancia, pero nunca le besarás las manos, y no le preguntarás a sus ojos si te quiere. A una princesa no le está permitido; tiene a sus espaldas mil años de pureza de sangre. ¿No sabes que éramos soberanos? Ay, tú no sabes nada; pero debes saber al menos que una princesa está en una montaña de cristal que no puedes alcanzar. Pero a una mujer corriente, a esta chica morena ordinaria, la puedes tener; acerca la mano: es tuya, como un objeto cualquiera. Bien, así que escoge cuál es la que quieres de estas dos.

A Prokop le dieron escalofríos.

—La princesa —consiguió decir con dificultad.

Ella se le acercó y lo besó, seria, en la cara.

—Eres mío, ¿verdad? ¡Amor mío! Ya ves, tienes una princesa. ¿Así que a pesar de todo estás orgulloso de que sea una princesa? ¡Ves qué cosas tan horrendas tiene que hacer una princesa para que alguien se pavonee un par de días! Un par de días, un par de semanas; una princesa ni siquiera puede pedir que sea para siempre. Lo sé, lo sé: desde el instante en que me viste por primera vez, querías a la princesa; por rabia, por megalomanía masculina o por lo que fuera, ¿verdad? Por eso me odiabas tanto, porque me deseabas; y yo he corrido hacia ti. ¿Piensas que lo lamento? Al contrario, estoy orgullosa de haberlo llevado a cabo. Es una gran hazaña, ¿verdad?, lanzarse así, a lo loco; ser princesa, ser virgen, y venir... venir sola...

Sus palabras espantaban a Prokop.

—Calla —le pidió, y la tomó en sus manos temblorosas—. No puedo igualarme... a usted... por mi origen...

—¿Cómo has dicho? ¿Igualarte? ¿Acaso piensas que si fueras un príncipe habría venido a tu laboratorio? Oh, si quisieras que te tratara como a un igual, no podría... estar en tu cuarto... así —chilló extendiendo sus brazos desnudos—. Ésa es la horrible diferencia, ¿lo entiendes?

Prokop dejó caer las manos.

—No ha debido decir eso —rechinó los dientes Prokop mientras retrocedía. Ella se abrazó a su cuello.

—¡Amor mío, amor mío, no me dejes hablar! ¿Es que te he reprochado algo? He venido... sola... porque querías huir o hacer que te mataran, no lo sé; cualquier chica lo habría... ¿Crees que no tenía que haberlo hecho? ¡Dime! ¿He hecho mal...? Lo ves —susurró estremeciéndose—, lo ves, ¡tú tampoco lo sabes!

—¡Espera! —gritó Prokop, se zafó de ella y empezó a medir la habitación con grandes pasos; una repentina esperanza lo acababa de ofuscar—. ¿Confías en mí? ¿Crees que soy capaz de conseguir algo? Soy capaz de trabajar a destajo. Nunca he pensado en la fama; pero si quisieras... ¡Trabajaría con todas mis fuerzas! ¿Sabías que... a Darwin lo acompañó a la tumba un séquito de duques? Si quisieras, haría... haría cosas increíbles. Soy capaz de trabajar... Puedo cambiar la superficie de la Tierra. Dame diez años y verás, verás...

Parecía que ella ni siquiera lo estaba escuchando.

—Si fueras un príncipe, te bastaría con que te mirara, con que te diera la mano, y sabrías, creerías, no tendrías por qué dudar... No habría que demostrarte... de un modo tan horrible como he tenido que hacerlo yo, ¿sabes? ¡Diez años! ¿Podrías creerme durante diez días? ¡Ni siquiera diez días! Dentro de diez minutos todo te parecerá poco; dentro de diez minutos te pondrás de mal humor, mi amor, y te enfurecerás porque la princesa ya no te quiere..., porque es una princesa y tú no eres un príncipe, ¿verdad? Y tú demuéstraselo, loca, desgraciada, convéncelo, si es que puedes; ninguna muestra de amor será lo suficientemente grande, ninguna humillación lo suficientemente inhumana... Corre tras él, entrégate, haz más que cualquier otra chica, ya no sé qué hacer, ¡yo ya no sé qué hacer! ¿Qué voy a hacer contigo? —Se aproximó a él y le ofreció sus labios—. Y bien, ¿me creerás durante diez años? —Prokop, entre sollozos, la agarró bruscamente—. Qué se le va a hacer ya —susurró la princesa mientras le acariciaba el pelo—. También forcejeas con la cadena, ¿verdad? Y sin embargo no me cambiaría... no me cambiaría por la que era antes. Amor mío, amor mío, sé que me vas a abandonar. —La princesa se quebró en sus manos; Prokop la levantó y descerrajó con violentos besos sus labios cerrados a cal y canto.

La princesa descansaba con los ojos cerrados, apenas respirando; y Prokop, inclinado sobre ella, con el corazón en un puño, escrutaba el universo insondable de aquel rostro agitado, tenso. Se desasió de él como quien se despierta sobresaltado de un sueño.

—¿Qué es todo eso que tienes en esas botellas? ¿Es venenoso? —Inspeccionó sus estantes e instrumentos—. Dame un veneno.

—¿Por qué?

—Por si quisieran llevarme de aquí.

Prokop se inquietó al ver la seriedad de su rostro, y, para engañarla, dosificó tiza lavada en una pequeña caja; pero entre tanto ella misma había dado con el arsénico cristalizado.

—¡No cojas eso! —gritó, pero ella ya lo había guardado en su bolso.

—Así que puedes llegar a ser famoso —dijo en voz baja—. Ves, yo ni siquiera había pensado en eso. ¿Dices que a Darwin lo llevaron unos condes? ¿Cuáles?

—Bueno, eso no importa.

Ella lo besó en la cara.

—¡Eres un encanto! ¿Cómo no va a importar?

—En fin, entonces... el conde de Argyll y... el conde de Devonshire —rezongó.

—¡De verdad! —Reflexionó sobre ello hasta el punto de que se le formaron arrugas en la frente—. No habría dicho nunca que los científicos son tan... Y tú me lo has dicho como de pasada. ¡Ven! —Le tocó el pecho y los hombros, como si fueran algo nuevo—. ¿Y tú? ¿Tú también podrías...? ¿Seguro?

—Bueno, espera a mi entierro.

—Ay, si eso fuera a ocurrir en seguida —dijo distraída la princesa con ingenua crueldad—. Serías terriblemente hermoso, si fueras famoso. ¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti?

—No.

—Yo tampoco —dijo pensativa, y regresó a él con un beso—. Ahora ya no lo sé. Ahora, si fueras quien tú quisieras y como tú quisieras... —La princesa hizo un gesto de impotencia con los hombros—. Esto es, simplemente, para siempre, ¿lo sabes?

Prokop se quedó estupefacto ante semejante severidad monógama. La princesa estaba de pie frente a él, tapada hasta los ojos con una piel de zorro plateado, y lo miraba con ojos centelleantes, laxos, en aquella hora crepuscular.

—Oh —suspiró de repente, y se deslizó al borde de una silla—, me tiemblan las piernas. —Se las acarició y frotó con inocente procacidad—. ¿Cómo voy a montar a caballo? Acércate, amor mío, acércate para que te vea. Mon oncle Charles no está aquí hoy, e incluso si estuviera... Ya me da igual. —Se levantó y lo besó—. Adiós. —Se detuvo en la puerta, dudó y volvió junto a él—. Mátame, por favor —dijo con los brazos desfallecidos a los lados—, ¡mátame!

Prokop la atrajo hacia sí con la palma de sus manos.

—¿Por qué?

—Para no tener que irme de aquí... y para no tener que volver nunca más, nunca más, aquí.

Él le susurró al oído:

—... ¿Mañana?

La princesa le dirigió una mirada e inclinó con pasividad la cabeza; fue..., a pesar de todo, una respuesta afirmativa.

Prokop salió un buen rato después de ella y se adentró en un anochecer oscuro como la boca de un lobo. Cien pasos más allá, alguien se levantó del suelo y se limpió el traje con la manga. El taciturno señor Holz.

XXXIV

Cuando acudió a la cena, incrédulo y alerta, a duras penas la reconoció, de lo hermosa que estaba. Ella sentía su mirada, llena de admiración y celos, una mirada que la bañaba de la cabeza a los pies, así que comenzó a resplandecer y se entregó a sus ojos con tal despreocupación hacia los demás que Prokop se estremeció.

Había allí un nuevo invitado, llamado d'Hémon, algo así como un diplomático: un hombre de tipo mongoloide, belfos amoratados y un bigotillo negro encima. Aquel caballero era obviamente ducho en Química Física: Becquerel, Planck, Niels Bohr, Millikan y nombres similares salían con fluidez de su boca; conocía a Prokop por sus estudios y estaba enormemente interesado en su trabajo. Prokop se dejó llevar, pegó la hebra, se olvidó por un instante de contemplar a la princesa, lo que le valió encajar bajo la mesa tal patada en la espinilla que le hizo sisear de dolor y, por poco, devolvérsela a la princesa; a modo de insulto recibió una llameante mirada de celos. En aquel momento se vio obligado a responder a una estúpida pregunta del príncipe Suwalski acerca de lo que era aquella energía de la que no paraban de hablar, así que cogió un azucarero, lanzó a la princesa una mirada indignada, como si se lo quisiera tirar a la cabeza, y explicó que, si se lograra desarrollar y descargar a la vez toda la energía contenida en ese objeto, saltaría por los aires el Montblanc, Chamonix incluido; pero no era posible.

—Usted lo logrará —anunció d'Hémon con concisión y seriedad.

La princesa inclinó todo su cuerpo sobre la mesa.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Que él lo logrará —repitió el señor d'Hémon con total seguridad.

—Ya ves —dijo la princesa en voz alta, y se sentó con aire victorioso.

Prokop se sonrojó y no se atrevió a mirarla.

—¿Y cuando lo haga —preguntó ansiosa—, será muy famoso? ¿Como Darwin?

—Cuando lo logre —dijo el señor d'Hémon sin dudar—, los reyes considerarán un honor llevar una de las puntas de su manta fúnebre. Si es que existe todavía algún rey.

—Tonterías —refunfuñó Prokop, pero la princesa estaba enardecida por una alegría inexpresable. Prokop por nada del mundo le hubiera dirigido una mirada; masculló algo, todo ruborizado, y, presa de la confusión, aplastó entre sus dedos terrones de azúcar. Finalmente se atrevió a levantar la mirada; la princesa lo observaba de lleno, con apabullante arrobo.

—¿Me? —dejó caer a media voz desde el otro lado de la mesa. Lo comprendió perfectamente: ¿me quieres? Pero hizo como si no lo hubiera oído, y se puso a mirar precipitadamente al mantel. «Por dios, esta chica está loca o lo hace adrede...»—. ¿Me? —llegó volando del otro lado de la mesa aún más alto y con más insistencia. Asintió de prisa y la miró con ojos embriagados de alegría. Por suerte, en medio de la conversación general, a todos se les pasó por alto; tan sólo el señor d'Hémon tenía una expresión demasiado discreta y ausente.

La conversación derivaba de aquí para allá, y de pronto el señor d'Hémon, un hombre a todas luces ducho en todo tipo de temas, empezó a exponer a von Graun su árbol genealógico hasta el siglo trece. La princesa se inmiscuyó en la conversación con enorme interés; y entonces el nuevo invitado comenzó a enumerar a los antepasados de la princesa como de corrido.

—Es suficiente —exclamó la princesa cuando hubo alcanzado el año 1007 (año en que el primer Hagen fundó la baronía Pechorski en Estonia, tras asesinar allí a alguien), puesto que los geneálogos no habían sido capaces de remontarse a épocas más lejanas en absoluto. Pero el señor d'Hémon continuó: este Hagen o Agn el Manco era, como se podía demostrar, un príncipe tártaro, que fue hecho cautivo durante una incursión a la región de Kamsk. La historiografía persa mencionaba a Agan Khan, que era hijo de Giw Khan, rey de los turcomenos, los uzbekos, los sart y los kirguises, que a su vez era hijo de Weiwush, que a su vez era hijo de Litai Khan el Conquistador. Este «emperador» Li-Tai estaba documentado en fuentes chinas como soberano de Turkmenistán, Zungaria, Altai y el Tíbet occidental hasta la región de Kashgar, la cual incendió tras asesinar a unas cincuenta mil personas, entre ellas al gobernador chino, alrededor de cuya cabeza ordenó apretar una soga mojada hasta que reventó como una nuez. Sobre los antepasados de Li-Tai no se tenían noticias, al menos mientras no fueran accesibles los archivos de Lhasa. Su hijo Weiwush, algo salvaje incluso para los estándares mongoles, fue apaleado hasta la muerte en Kara Butak con las varas que sostenían las tiendas. Su hijo Giw Khan saqueó Jiva y arrasó todo el territorio hasta Itil, es decir, Astrakhan, donde se hizo famoso por hacer que le sacaran los ojos a dos mil personas, atarlas de una cuerda y arrojarlas a las estepas de Kubán. Agan Khan siguió sus pasos realizando incursiones hasta la zona de Bolgar, o sea, el actual Simbirsk, donde en algún momento fue hecho prisionero, se le amputó la mano derecha y se le retuvo como rehén hasta el momento en que logró huir al Báltico, entre los livonios chuds que habitaban la región. Allí fue bautizado por el obispo alemán Gotilla o Gutilla y, seguramente por fervor religioso, ensartó en el cementerio de Verro al heredero de los Pechorski, de dieciséis años, tras lo cual tomó a su hermana por esposa. Mediante la bigamia, también documentada, redondeó más tarde sus dominios hasta el lago Peipus. Consúltense para ello las Crónicas de Nikifor, donde ya se lo denominaba «knjaz Agen», mientras que en una inscripción de Ösel se le daba el título de «rex Aagen». Sus sucesores, finalizó el señor d'Hémon en voz baja, fueron expulsados, pero en modo alguno destronados. Tras esto se levantó, hizo una reverencia, y se quedó de pie.

No se pueden ni imaginar la sensación que causó aquello. La princesa bebía cada palabra que salía de la boca de d'Hémon, como si aquella serie de matarifes tártaros fuera el más fantástico descubrimiento del mundo. Prokop la contemplaba con estupor: ni siquiera pestañeó cuando mencionaron la extracción de los dos mil pares de ojos. Inconscientemente, observó los rasgos tártaros de su rostro. Era hermosísima: se estiró y se encerró en sí misma con gesto autoritario; de repente había tal distancia entre ella y todos los demás, que todos se irguieron como en un dîner palaciego y ya ni no hicieron siquiera un movimiento, con los ojos fijos en ella. Prokop tenía mil ganas de aporrear la mesa, decir una zafiedad, interrumpir esa escena estupefaciente y desconcertante. La princesa estaba sentada con la mirada baja, como si esperara algo, y por su suave frente pasó, como un relámpago, algo semejante a la impaciencia: «Y bien, ¿ya?». Los caballeros intercambiaban miradas interrogantes entre sí, también con el enhiesto señor d'Hémon, y comenzaron, uno tras otro, a levantarse. Prokop se levantó también, sin saber qué era lo que estaba ocurriendo. Por todos los diablos, ¿qué significaba aquello? Todos estaban de pie, tiesos como postes, con las manos pegadas a la costura del pantalón, y miraban a la princesa; sólo entonces la princesa levantó los ojos e hizo un gesto con la cabeza, como el que agradece que lo saluden o da permiso para sentarse. Efectivamente, todos se sentaron, y al sentarse de nuevo, Prokop comprendió con asombro que aquello había sido un juramento de fidelidad al soberano. De pronto lo caló un embarazoso enojo: «¡Dios, en qué clase de comedia he participado! ¿Cómo es posible? ¿Cómo no rompen en carcajadas ante esta broma? ¿Cómo pueden concebir que alguien se tome en serio semejante mamarrachada?».

Ya estaba llenando de aire sus pulmones para soltar una risa homérica junto con los primeros (por dios, ¿no es esto sólo una broma?), cuando se incorporó la princesa. Todos se levantaron de golpe, incluso Prokop, firmemente convencido de que iba a romperse el hielo. La princesa echó un vistazo a su alrededor y clavó los ojos en su obeso cousin: éste avanzó dos o tres pasos hacia ella, con los brazos colgando, algo inclinado hacia adelante, horriblemente ridículo. Gracias a dios, aquello era sólo una broma. La princesa habló un instante con él y le hizo una seña con la cabeza; el grueso cousin se inclinó y retrocedió. La princesa dirigió su mirada a Suwalski: el príncipe se acercó, respondió, bromeó con el respeto debido; la princesa se echó a reír e inclinó la cabeza. ¿Es que todo aquello iba en serio? La princesa entonces fijó suavemente la mirada en Prokop; pero Prokop no se movió. Los caballeros de pusieron de puntillas y lo miraron tensos. La princesa le hizo una seña con los ojos: no se movió. La princesa se dirigió a un anciano mayor de artillería, manco, que estaba cubierto de medallas como Cibeles de pezones. El mayor se estaba poniendo derecho y haciendo tintinear así las medallas sobre él, cuando la princesa, con un pequeño giro, se colocó de pie justo al lado de Prokop.

—Amor mío, amor mío —dijo en voz baja pero clara—, ¿me...? Ya estás frunciendo de nuevo el ceño. Me gustaría besarte.

—Princesa —murmuró Prokop—, ¿qué significa esta farsa?

—No grites de ese modo. Esto es más serio de lo que te puedas imaginar. ¿Sabías que ahora querrán entregarme en matrimonio? —La princesa tembló de horror—. Amor mío, desaparece ahora mismo de aquí. Ve a la tercera habitación del pasillo y espérame allí. Debo verte.

—Escuche —Prokop intentó decir algo, pero ella ya estaba haciendo aquella seña con la cabeza y dirigiéndose con fluidez hacia el anciano mayor.

Prokop no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. ¿Esas cosas ocurrían de verdad? ¿No era aquello una actuación pactada para divertirse? ¿Aquella gente se tomaba en serio su papel? El gordo cousin lo cogió del brazo y lo arrastró discretamente hacia un lado.

—¿Sabe usted lo que esto significa? —susurró irritado—. Al viejo Hagen le dará una apoplejía si se entera. ¡Estirpe real! ¿Ha visto usted a ese sucesor al trono? Iba a celebrarse una boda, pero se canceló. Ese hombre, ese hombre ha sido sin duda enviado... ¡Jesús, qué línea sucesoria!

Prokop se escabulló.

—Disculpe —farfulló; salió al pasillo a duras penas, lo menos torpemente posible, y entró en la tercera habitación. Era una especie de rincón de té con luces tenues, todo lacados, porcelana roja, pinturas kakemono y naderías semejantes. Prokop se paseaba por el cuarto con las manos tras la espalda y refunfuñaba en aquel saloncito en miniatura como una mosca de la carne que se da cabezazos contra el cristal de una ventana. «Maldita sea, algo ha cambiado; por un par de piojosos carniceros tártaros de los que una persona decente se avergonzaría... ¡Bonitos orígenes, muchas gracias, no los deseo para mí mismo! Y por un par de hunos esos idiotas se estremecen, se caen de espaldas, y ella, ella misma...». La mosca de la carne se detuvo sin aliento. «Ahora vendrá... la princesa tártara, y dirá: "Amor mío, amor mío, ha llegado el fin de nuestra historia; ten en cuenta que la bisnieta de Li-Tai Khan no puede amar al hijo de un zapatero"». Clac, clac, escuchó en su cabeza el martillo de su padre, y le pareció que le llegaba el olor pesado, a curtiente, de la piel y la vergonzosa peste de la pez de zapatero; y su madre, de pie con un mandil azul, pobrecilla, toda roja, inclinada sobre el hornillo...

La mosca de la carne empezó a zumbar de un modo salvaje. «¡Está claro, princesa! ¡dónde, dónde tienes la cabeza, hombre! Ahora te arrodillarás, si es que viene, golpearás tu frente contra el suelo y dirás: "Tenga compasión, princesa tártara; no la volveré a importunar con mi presencia"».

En el salón de té flotaba el sutil aroma de los membrillos y una luz mortecina y suave: la desesperada mosca se daba cabezazos contra el cristal y gemía con una voz casi humana. «¿Dónde tenías la cabeza, estúpido?».

La princesa entró furtivamente en la habitación. Junto a la puerta alargó la mano hacia el interruptor y apagó la luz; y en la oscuridad Prokop sintió una mano que tocó ligeramente su cara y le abrazó el cuello. Estrechó a la princesa en sus brazos: era tan grácil, casi incorpórea, que la tocó con temor, igual que se toca algo frágil y delicado como una tela de araña. La princesa le soplaba en el rostro besos etéreos y susurraba palabras incomprensibles; sus intangibles caricias le ponían a Prokop el vello de punta. Algo sacudió aquel frágil cuerpo, la mano que sujetaba el cuello de Prokop se aferró aún más y unos labios tibios se desplazaron por su boca, como si hablaran sin voz y de un modo insistente. Una ola interminable, toda una marea de sacudidas se apoderó de Prokop, cada vez más fuerte. La princesa acercó hacia sí la cabeza de Prokop, estrechó contra él su pecho y sus rodillas, lo rodeó con ambos brazos, apretó su boca contra la de él; un horrible, doloroso estrechamiento, demoledor y mudo, un entrechocar de dientes, el gemido de un hombre que se ahoga. Se tambalearon en un abrazo convulso, enajenado. ¡No desasirse! ¡Perder el aliento! ¡Fundirse o morir! La princesa gimió y se quebró impotente; aflojó las terribles tenazas que eran sus brazos, se liberó del abrazo, se bamboleó como ebria, sacó del escote un pañuelo y se limpió los labios de saliva o de sangre. Y sin decir una palabra, entró en la habitación contigua, que estaba iluminada.

Con la cabeza a punto de explotar, Prokop se quedó a oscuras. Aquel último abrazo le había parecido una despedida.

XXXV

El obeso cousin tenía razón: al anciano Hagen le dio una apoplejía de la alegría, pero no acabó con él. Yacía exánime rodeado de doctores y se esforzaba por abrir el ojo izquierdo.

Se llamó a toda prisa a oncle Rohn y al resto de los familiares; el anciano príncipe seguía intentando levantar el párpado izquierdo para mirar a su hija y decirle algo con su único ojo con vida.

La princesa salió corriendo con el pelo suelto, tal y como estaba en la cama, y se apresuró a ver a Prokop, que desde la mañana rondaba por el parque. Sin preocuparse lo más mínimo por Holz, lo besó apresurada y se colgó de él; tan sólo hizo referencia a su padre y a oncle Charles como de pasada, enfrascada en algo, distraída y tierna. Le estrechó el brazo y se acurrucó junto a él, para quedarse de nuevo ausente y pensativa. Empezó a criticar y a bromear sobre la dinastía tártara... de un modo un poco corrosivo; azotó a Prokop con una mirada incisiva y desvió la conversación por otros derroteros, por ejemplo a la velada del día anterior.

—Estuve dudando hasta el último momento si ir a verte. ¿Sabes que tengo casi treinta años? Cuando tenía quince me enamoré de nuestro capellán, con locura. Fui a confesarme con él para verlo de cerca, y como me avergonzaba decir que había robado o mentido, le confesé que había fornicado; no sabía lo que eso significaba, al pobre le costó mucho trabajo disuadirme de ello. Ahora no podría confesarme con él —finalizó en voz baja, y una cierta amargura deformó sus labios.

A Prokop le inquietaba el continuo autoanálisis de la princesa; en él vislumbraba una angustiosa tendencia auto-punitiva. Intentó buscar otros temas, pero cayó en la cuenta, para su horror, de que si no hablaban de amor no tenían de qué hablar. Estaban de pie en el bastión; para la princesa fue en cierto modo un alivio regresar, recordar, contar pequeñas confidencias sobre sí misma.

—Poco después de aquella confesión tuvimos en palacio un profesor de baile que se enamoró de mi institutriz, una mujerona gorda. Yo lo descubrí y... los vi, ¿sabes? Aquello me repugnó, ¡oh!, pero los observé y... No podía comprender aquello. Pero luego, en una ocasión, mientras bailábamos, lo entendí de golpe, cuando me estrechó contra él. Después ya no se le permitió ponerme la mano encima; incluso... le... disparé con una carabina. Tuvieron que echarlos a los dos.

»En aquella época... en aquella época lo pasaba fatal con las matemáticas. No me entraban en la cabeza, ¿sabes? Me daba clases un mal profesor, un famoso científico; los científicos sois todos extraños. Me ponía un problema y miraba el reloj; en una hora tenía que estar resuelto. Y cuando me quedaban sólo cinco minutos, cuatro minutos, tres minutos, y yo aún no tenía nada, me... palpitaba el corazón, y tenía... una sensación horrible... —Clavó los dedos en el brazo de Prokop y siseó—. Después ya estaba incluso deseando ver aquel reloj.

»A los diecinueve años me prometieron en matrimonio; no lo sabías, ¿verdad? Y como ya estaba al tanto de todo lo que había que saber, mi prometido tuvo que jurarme que nunca me tocaría. Dos años después cayó en África. Monté tales escándalos (por romanticismo, o quién sabe por qué) que después no me obligaron a casarme nunca más. Creía que con eso lo tenía todo resuelto.

»Ves, entonces en realidad me estaba obligando a mí misma, me estaba obligando a creer que le debía algo y que incluso después de su muerte tenía que ser fiel a la palabra que le había dado; al final hasta me parecía que lo había amado. Ahora veo que fingí todo eso ante mí misma, y que no sentía nada más, nada más que una estúpida decepción.

»Vaya, ¿no es extraño que te tenga que contar estas cosas sobre mí? Sabes, es tan agradable decirse todo sin pudor; a uno le dan hasta escalofríos, como si se quitara la ropa.

»Cuando llegaste, se me ocurrió, a primera vista, que eras como aquel profesor de matemáticas. Incluso te tenía miedo, mi amor. Ahora me pondrá otro problema, me decía sobrecogida, y ya empezaba a palpitarme el corazón.

»Los caballos, los caballos, eso es algo que siempre me ha hecho perder el sentido. Cuando tenía un caballo pensaba que no necesitaba un amor. Y cabalgaba como loca.

»Siempre me ha parecido que el amor, sabes, es algo vulgar y... terriblemente feo. Ves, ahora ya no me lo parece; y eso es precisamente lo que me aterra y humilla. Pero, a cambio, incluso me alegra ser como cualquier otra. Cuando era pequeña tenía miedo al agua. Me enseñaron a nadar en tierra, pero no me acercaba al estanque; me imaginaba que allí habría arañas. Y un día se apoderó de mí el valor, o la desesperación: cerré los ojos, me persigné y salté. No hace falta que te cuente lo orgullosa que estaba después; como si hubiera hecho bien un examen, como si lo supiera todo, como si hubiera cambiado por completo. Como si justo entonces me hubiera hecho adulta... Amor mío, amor mío, olvidé persignarme.

Al atardecer fue al laboratorio, inquieta y abrumada. Cuando la estrechó en sus brazos, tartamudeó aterrorizada: «Ha abierto el ojo, ha abierto el ojo, ¡oh!». Tenía en mente al anciano Hagen. Por la tarde (y es que Prokop había estado acechando como loco) la princesa tuvo una larga conversación con oncle Rohn, pero no quiso hablar de ello. Incluso parecía que ansiaba eludir algo; se abalanzó sobre Prokop en un abrazo anhelante y entregado, como si quisiera emborracharse a cualquier precio hasta perder la consciencia. Finalmente se quedó rígida, con los ojos cerrados, débil como una anciana decrépita; Prokop pensó que dormía, pero entonces empezó a murmurar:

—Amor, amor mío, voy a hacer algo, voy a hacer algo espantoso; pero después, después no puedes abandonarme. Júralo, júramelo —dijo entre dientes con ferocidad, y se levantó de un salto; pero inmediatamente se controló—. Ay, no. ¿Qué podrías jurarme? Las cartas me han dicho que te marcharás. Si quieres hacerlo, hazlo, hazlo ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Prokop, como es comprensible, explotó como una bomba: que si quería deshacerse de él, que si se le había subido a la cabeza su orgullo tártaro, y tal y cual. Ella se enfureció y le gritó que era ruin y brutal, que se lo prohibía, que... que...; pero apenas salieron esas palabras de su boca, ya estaba colgada entre lamentos del cuello de Prokop, abatida y arrepentida.

—Soy como un animal, ¿verdad? No era mi intención. Lo ves, una princesa nunca grita; frunce el ceño, se da la vuelta, y punto, es suficiente. Pero a ti te grito como... como si fuera tu esposa. Mátame, por favor. Espera, te demostraré que yo también sería capaz... —Lo soltó y de golpe, tal y como estaba, empezó a ordenar el laboratorio; incluso humedeció un trapo en el grifo y se puso de rodillas a limpiar el suelo. Obviamente, se suponía que era una penitencia, pero por alguna razón le cogió el gusto, se puso contenta, se afanó con el trapo por el suelo y tarareó una canción que le había oído a las sirvientas, Cuando te vayas a dormir o algo parecido. Prokop intentó levantarla del suelo—. No, espera —se resistió—, un poco más por allí—. Y se metió con el trapo debajo de la mesa.

—Por favor, ven aquí —se oyó después de un rato una voz asombrada que venía de debajo de la mesa. Mascullando con cierto reparo, la siguió. La princesa estaba en cuclillas, abrazándose las rodillas—. No, sólo mira cómo es la mesa por abajo. Yo no lo había visto nunca. ¿Por qué es así? —La princesa le puso la mano, aterida por el trapo húmedo, en la cara—. Hum, estoy fría, ¿verdad? Tú estás hecho de una forma tan tosca como la mesa por debajo; eso es lo más hermoso de ti. Otros..., a otras personas las he visto por encima, ¿sabes?, por su lado pulido, desbastado; pero tú, tú eres a primera vista viga y hendidura y todo lo que mantiene a un ser humano entero, ¿sabes? Cuando se te recorre con los dedos, a uno se le clavan astillas; pero a la vez estás tan hermosa y honradamente hecho... Uno empieza a ver las cosas de otro modo y... con mayor seriedad que por ese lado pulimentado. Eso eres tú. —Se acurrucó a su lado, como un viejo amigo—. Piensa que estamos, por ejemplo, en una tienda de campaña, o en una cabaña —murmuraba como obnubilada—. Yo nunca pude jugar con chicos; pero algunas veces... en secreto... iba a buscar a los chicos del jardinero, y trepaba con ellos por los árboles o por encima las vallas... Después, en casa, se extrañaban de que tuviera las medias rasgadas. Y cuando desaparecía y corría a buscarlos, me palpitaba el corazón por el miedo de una forma tan hermosa... Cuando voy a buscarte, tengo exactamente el mismo miedo, tan hermoso, de entonces.

»Ahora estoy tan bien escondida —canturreaba feliz, con la cabeza apoyada en las rodillas—. Nada puede alcanzarme aquí. Yo también estoy del revés, como esta mesa; una mujer corriente que no piensa en nada y sólo se mece... ¿Por qué se siente uno tan bien en un escondrijo? Ya ves, ahora sé lo que es la felicidad; hay que cerrar los ojos... y hacerse pequeño... minúsculo... inencontrable...

Prokop la acunaba suavemente y le acariciaba la cabellera suelta, pero sus ojos estaban abiertos de par en par y fijos en el vacío, por encima de la cabeza de la princesa. Ella giró el rostro bruscamente hacia él.

—¿Qué estabas pensando?

Prokop apartó la mirada con timidez. No podía decirle en ningún caso que había visto ante él a la princesa tártara en toda su gloria, a una criatura con un orgullo majestuoso y afectado, y que el hecho de que fuera aquélla a la que incluso ahora..., a la que en el sufrimiento y el anhelo...

—Nada, nada —gruñó a ese hatillo sumiso y feliz que estaba sobre sus rodillas, y acarició su rostro aceitunado, que se encendió con amor apasionado.

XXXVI

Habría hecho mejor si aquella noche no hubiera ido, pero acudió precisamente porque ella se lo había prohibido. Oncle Charles fue muy, pero que muy amable con él; por desgracia vio cómo la pareja, en una ocasión tremendamente inoportuna y evidente, se cogía de la mano; incluso agarró el monóculo para verlo mejor. Después la princesa apartó la mano y se sonrojó como una colegiala. Oncle se acercó a ella y le susurró algo mientras se la llevaba de allí. Luego ya no volvió; Rohn regresó, hizo como si no hubiera pasado nada y se puso a hablar con Prokop, sondeando muy discretamente en lugares sensibles. Prokop se contuvo de un modo inusualmente heroico, no reveló nada, lo cual tranquilizó al amable tío: si bien no en cuanto al contenido, al menos en cuanto a las formas.

—En público es imprescindible ser muy, muy cauteloso —dijo por fin, dando así a la vez una reprimenda y un consejo. Prokop sintió un gran alivio cuando lo dejó inmediatamente después, reflexionando sobre el alcance de estas últimas palabras.

Lo peor era que, según todos los indicios, se andaba cociendo algo; sobre todo los familiares de más edad estaban a punto de estallar de gravedad.

Cuando, por la mañana, Prokop rodeaba el palacio, la doncella se acercó a él y, jadeante, le comunicó que debía ir al bosquecillo de abedules. Se dirigió hacia allí y esperó durante largo rato. Finalmente llegó la princesa, corriendo con largos y hermosos pasos de Diana.

—Escóndete —susurró rápidamente—, oncle me sigue.

Huyeron cogidos de la mano y desaparecieron en el espeso follaje del negro saúco; el señor Holz, oteando en vano entre la espesura, se metió abnegado entre las ortigas. Ya se podía ver el sombrero claro de oncle Rohn; caminaba ligero y miraba a derecha e izquierda. A la princesa le centelleaban los ojos como a un joven fauno; en el ramaje olía a humedad y a moho, los sigilosos insectos entretejían ramitas y raíces, se encontraban como en una jungla. Y sin esperar siquiera a que pasara el peligro, la princesa acercó hacia sí la cabeza de Prokop. Saboreó aquellos besos entre los dientes, como si fueran bayas de serbal o cornejo, amargos y sabrosos frutos; era un entretenimiento, un juego, una evasión, un placer tan nuevo y sorprendente, que se sentían como si se vieran por primera vez.

Aquel día ella no fue a visitarlo. Fuera de sí por todo tipo de sospechas, se apresuró a palacio; la princesa lo estaba esperando mientras caminaba con un brazo alrededor del cuello de Egon. En cuanto lo vio, dejó plantado a Egon y se acercó a Prokop, pálida, sobrecogida, sobreponiéndose a una especie de desesperación.

Oncle ya sabe que estuve en tu laboratorio —dijo—. ¡Dios mío, qué va a pasar! Creo que te sacarán de aquí. Ahora no te muevas, nos mira desde la ventana. Estuvo hablando por la tarde con ese... con ese... —Un escalofrío recorrió su cuerpo—. Con el director, ¿sabes? Discutieron... Oncle quería que, sencillamente, te dejaran libre, que te permitieran huir. El director se enfureció, no quiere oír hablar de eso. Dice que te trasladarán a otra parte... Amor mío, espérame aquí esta noche; saldré, huiré, huiré...

En efecto, la princesa acudió; llegó corriendo sin aliento, sollozando con ojos secos e hinchados.

—Mañana, mañana —quiso decir algo más, pero en ese momento se posó sobre su hombro una mano fuerte y amable. Era oncle Rohn.

—Ve a casa, Minka —ordenó sin réplica posible—, Y usted espere aquí —se dirigió a Prokop, y tras pasar el brazo por encima de los hombros de la princesa, se la llevó a la fuerza a casa. Después de un rato salió y agarró a Prokop del brazo—. Amigo mío —dijo sin rastro de enfado, digiriendo una cierta tristeza—, entiendo incluso demasiado bien a los jóvenes, y... siento simpatía por vosotros. —Al decir aquello hizo un gesto de desesperación con la mano—. Ha ocurrido algo que no debería haber ocurrido. Sin embargo no quiero y... ni siquiera puedo reprenderos. Al contrario, reconozco que... por supuesto... —Por supuesto aquello era un mal comienzo, y le bon prince tanteó en busca de otro—. Querido amigo, le aprecio y... de verdad que siento... un gran afecto por usted. Es usted un hombre honesto... y genial, algo que pocas veces va de la mano. Hay pocas personas a las que haya cobrado un cariño semejante... Sé que llegará usted muy lejos —exclamó con alivio—. ¿Cree usted en mis buenas intenciones hacia usted?

—En absoluto —dijo Prokop quedamente, temiendo caer en una trampa. La confusión se apoderó de le bon oncle.

—Lo siento mucho, muchísimo —tartamudeó—. Para lo que pretendía proponerle sería necesario... sí... una confianza mutua total...

Mon prince —lo interrumpió Prokop respetuosamente—, como sabe, no me encuentro aquí en la envidiable situación de un hombre libre. Creo que en estas circunstancias no tengo razones para confiar demasiado...

—Sí —suspiró oncle Rohn satisfecho por el giro que había dado la conversación—. Tiene toda la razón. ¿Se refiere a su..., eh, al vergonzoso hecho de que está aquí vigilado? Ya ve, precisamente de eso quería hablar con usted. Querido amigo, en lo que a mí respecta... Desde el principio... y con indignación... he condenado ese método... para retenerlo en la fábrica. Es ilegal, brutal, y... teniendo en consideración su relevancia, directamente inaudito. He emprendido una serie de pasos... Ya me entiende, con anterioridad —añadió rápidamente—. Intervine incluso ante los más altos cargos, pero... entre las autoridades, debido a ciertas tensiones en el ámbito internacional..., ha cundido el pánico. Está usted aquí... confinado bajo la acusación de espionaje. No se puede hacer nada, a no ser —y mon prince se inclinó hacia el oído de Prokop—, a no ser que lograra huir. Confíe en mí, yo le proporcionaré los medios. Le doy mi palabra de honor.

—¿Qué medios? —sugirió Prokop sin comprometerse a nada.

—Sencillamente... lo haré yo solo. Lo llevaré en mi propio coche y... a mí no pueden retenerme aquí, ¿entiende? Lo demás lo resolveremos más tarde. ¿Cuándo quiere marcharse?

—Disculpe, pero no quiero marcharme de ningún modo —respondió Prokop con seguridad.

—¿Por qué? —espetó oncle Charles.

—Ante todo... no quiero que usted, mon prince, se arriesgue de semejante forma. Un hombre de su reputación...

—¿Y en segundo lugar?

—En segundo lugar, empieza a gustarme estar aquí.

—¿Y algo más?

—Nada más —sonrió Prokop, y soportó la mirada escrutadora, seria, del príncipe.

—Escuche —dijo oncle Rohn tras un instante—, no quería decirle esto. Dentro de uno o dos días será trasladado a otro sitio, a una fortaleza. Todavía acusado de espionaje. No puede usted imaginarse... ¡Amigo mío, huya, huya rápido, ahora que aún hay tiempo!

—¿Es eso cierto?

—Palabra de honor.

—Entonces... entonces le agradezco que me lo haya advertido a tiempo.

—¿Qué va a hacer?

—En fin, me prepararé para ello —anunció Prokop con encarnizamiento—. Mon prince, ¿podría avisarles de que... no será... tan fácil?

—¿Có-có-cómo? ¿Disculpe? —tartamudeó oncle Charles.

Prokop giró la mano en el aire provocando un zumbido y lanzó un objeto imaginario ante él. «Bum», exclamó. Oncle Rohn se estremeció.

—¿Intentará defenderse?

Prokop no dijo nada; se quedó de pie con las manos en los bolsillos, frunció el ceño de un modo horrible y reflexionó. Oncle Charles, paliducho y decrépito en la oscuridad de la noche, se acercó a él.

—¿La... la ama hasta tal punto? —dijo, casi atragantándose de emoción o de admiración. Prokop no respondió—. La ama —repitió Rohn, y lo abrazó—. Sea fuerte. ¡Abandónela, márchese! ¡Esto no puede continuar así, compréndalo, compréndalo de una vez! ¿A dónde nos llevaría esto? Por favor, por dios, compadézcase de ella, ahórrele el escándalo. ¿Es que piensa que podría ser su esposa? Quizás le ame, pero... es demasiado orgullosa; si tuviera que renunciar al título de princesa... ¡Oh, es imposible, imposible! No quiero saber lo que ha habido entre vosotros, pero ¡márchese si la quiere! ¡Márchese, rápido, márchese esta misma noche! En nombre del amor, márchate, amigo; te conjuro, te lo ruego en su nombre; la harías la mujer más feliz del mundo... ¿No te basta con eso? ¡Protégela, ya que ella misma no es capaz de protegerse? ¿La amas? ¡Entonces sacrifícate por ella!

Prokop estaba de pie, inmóvil, con la frente inclinada como un carnero, pero le bon prince sentía que, en su interior, aquel tronco negro y tosco se estaba convirtiendo en astillas y restallando de dolor. La compasión le oprimía el corazón, pero todavía tenía reservada un arma; no le quedaba otra salida, tuvo que desenfundarla.

—Es orgullosa, fantástica, ambiciosa hasta la locura; desde su infancia ha sido así. Ahora se nos han entregado documentos de valor incalculable: es una princesa de estirpe comparable a cualquier familia real. Tú no entiendes lo que significa esto para ella. Para ella y para nosotros. Quizás son prejuicios, pero... son nuestra vida. Prokop, la princesa se casará. Su esposo será un gran duque sin trono; es un hombre bueno y sin iniciativa, pero ella, ella luchará por la corona, porque la lucha constituye su carácter, su misión, su orgullo... Ahora se abre ante ella todo lo que había soñado. Sólo tú te interpones entre ella y... su futuro. Pero la princesa ya se ha decidido, y no hace más que mortificarse con remordimientos...

—¡Ahahá —rompió a gritar Prokop—, ¿así que ésas tenemos? ¿Y... y tú crees que ahora, ahora, transigiré? ¡Entonces espera!

Y antes de que oncle Rohn se repusiera, Prokop ya había desaparecido en la oscuridad y corría hacia el laboratorio. Tras él, en silencio, el señor Holz.

XXXVII

Cuando llegó al laboratorio intentó cerrarle a Holz la puerta en las narices para hacerse fuerte en el interior, pero el señor Holz consiguió susurrar a tiempo: «La princesa».

—¿Qué ocurre? —Prokop se volvió Prokop hacia él rápidamente.

—Ha tenido a bien ordenarme que me quede con usted.

Prokop fue incapaz de contener una alegre sorpresa.

—¿Te ha sobornado?

El señor Holz negó con la cabeza y su cara apergaminada sonrió por primera vez.

—Me dio la mano —dijo con respeto—. Le prometí que no le ocurriría nada.

—Bien. ¿Tienes una pistola? Ahora vas a vigilar la puerta. No puede pasar nadie, ¿entiendes?

El señor Holz asintió, y Prokop llevó a cabo un rápido reconocimiento estratégico de todo el laboratorio para comprobar su inexpugnabilidad. Medianamente satisfecho, colocó sobre la mesa distintas latas, botes y cajas de metal que tenía a mano, y descubrió, con no poca alegría, un montón de clavos. Entonces se puso a trabajar.

Por la mañana el señor Carson, como si no pasara nada, fue paseando al laboratorio de Prokop. Éste lo vio desde lejos, sin abrigo, practicando el lanzamiento de piedra frente a un edificio.

—¡Un deporte muy sano! —gritó alegre en la lejanía.

Prokop se puso el abrigo de prisa.

—Sano y útil —respondió de buena gana—. Y bien, ¿qué quería decirme?

Los bolsillos de su abrigo abultaban una barbaridad y se oían chasquidos en su interior.

—¿Qué tiene en los bolsillos? —preguntó Carson despreocupado.

—Un ácido de cloro —dijo Prokop—. Cloro explosivo y asfixiante.

—Hum. ¿Por qué lo lleva en los bolsillos?

—Porque sí, por diversión. ¿Quiere decirme algo?

—Ahora ya nada. Por el momento será mejor que nada —dijo el señor Carson inquieto y manteniéndose relativamente lejos—. ¿Y qué más tiene en esas... en esas cajas?

—Clavos. Y esto —sacó de un bolsillo del pantalón una cajita de vaselina y se la enseñó—, es benceno tetraoxizónico, una novedad dernier cri. ¿Eh?

—No debería agitarlo tanto —opinó el señor Carson retrocediendo aún más—. ¿Desea usted algo?

—¿Desear algo? —dijo Prokop con amabilidad—. Me gustaría que LES comunicara una cosa de mi parte. Que, ante todo, no me voy a ir de aquí.

—Bien, es comprensible. ¿Algo más?

—Y que si alguien, imprudentemente, me quisiera poner la mano encima... o si alguien quisiera atacarme innecesariamente... Espero que no tenga la intención de dejar que me asesinen.

—De ningún modo. Palabra de honor.

—Puede acercarse.

—¿No saltará por los aires?

—Tendré cuidado. Quería decirle también que nadie debe colarse en mi fortaleza cuando yo no esté allí. En la puerta hay un cordón explosivo. Pero preste atención, hombre: detrás de usted hay una trampa.

—¿Explosiva?

—Sólo de perclorato de diazobenceno. Debe alertar a la gente. Aquí no hay nada que buscar, ¿verdad? Además, tengo razones... para sentirme amenazado. Me gustaría que ordenara a ese Holz que me protegiera personalmente... de toda intrusión. Con un arma en la mano.

—Eso no —rezongó Carson—. Holz será trasladado.

—De eso nada —protestó Prokop—, me da miedo quedarme solo, ¿sabe? Ordéneselo amablemente. —Mientras tanto se acercaba muy prometedoramente a Carson, repiqueteando, como si estuviera hecho de lata y clavos.

—En fin, así se hará —dijo en seguida Carson—. Holz, custodiará al señor ingeniero. Si alguien quisiera hacerle daño... Maldición, haga lo que quiera. ¿Desea algo más?

—De momento no. Si se me ocurriera algo, iré a buscarle.

—Mis respetos —gruñó el señor Carson, e inmediatamente se puso a salvo fuera de la zona de peligro. Pero no había hecho más que llegar a su despacho y telefonear a todas partes con las órdenes más necesarias, cuando se oyó un repiqueteo en el pasillo y Prokop chocó contra la puerta, cargado de latas-bomba hasta tal punto que las costuras estaban a punto de reventarle.

—Escuche —espetó Prokop, pálido por la ira—, ¿quién diablos ha dado la orden de que no se me deje entrar al parque? O retira esa orden de inmediato o...

—Va a quedarse un poco más lejos, ¿eh? —soltó Carson agarrándose al escritorio—. ¿A mí qué demonios me importa su... su parque? Váyase a...

—Espere —lo detuvo Prokop, y se obligó a sí mismo a explicarlo pacientemente—: Supongamos que hay circunstancias en las que... en las que a alguien le da exactamente igual lo que pueda pasar —gritó de pronto—, ¿entiende? —Crujiendo y repiqueteando se abalanzó sobre el calendario de pared—. ¡Martes, hoy es martes! Y aquí, aquí tengo... —Rebuscó febrilmente en los bolsillos hasta encontrar una jabonera de porcelana atada de un modo bastante precario con una cuerda—. Por el momento, cincuenta gramos. ¿Sabe qué es esto?

—¿Krakatita? ¿Nos la ha traído? —profirió el señor Carson en voz baja y con la cara iluminada por una súbita esperanza—. Entonces... entonces... a pesar de todo...

—Entonces nada —hizo una mueca Prokop, y volvió a meter la jabonera en el bolsillo—, pero si me busca las cosquillas, entonces... entonces podría esparcirla por donde me pareciera, ¿verdad? ¿Y bien?

—¿Y bien? —repitió Carson de un modo mecánico, absolutamente abatido.

—Bueno, disponga que desaparezca ese palurdo de la entrada. Quiero, decididamente, darme un paseo por el parque.

El señor Carson escudriñó rápidamente a Prokop, y después escupió al suelo.

—¡Vaya —sentenció convencido—, he hecho las cosas del modo más estúpido!

—Efectivamente —coincidió Prokop—. Pero a mí tampoco se me ocurrió antes que tenía este as en la manga. ¿Y bien?

Carson se encogió de hombros.

—Por el momento... ¡Señor, si es una nadería! Me alegro muchísimo de poder concedérsela. Le doy mi palabra, me alegro una enormidad. ¿Y usted qué? ¿Nos dará esos cincuenta gramos?

—No. Los eliminaré yo mismo; pero... antes quiero comprobar que sigue en pie nuestro antiguo acuerdo. Libertad de movimientos, etc., ¿eh? ¿Recuerda?

—Nuestro antiguo acuerdo —refunfuñó el señor Carson—. Al diablo con nuestro antiguo acuerdo. Entonces aún no estaba... Entonces aún no tenía una relación...

Prokop pegó un salto sobre él hasta hacer tintinear las latas.

—¿Qué es lo que ha dicho? ¿Qué es lo que no tenía?

—Nada, nada —se apresuró a decir Carson, parpadeando rápidamente—. Yo no sé nada. No tengo ningún interés en sus asuntos privados. Si se quiere pasear por el parque, es cosa suya, ¿o no? Pero por el amor de dios, váyase ya y...

—Escuche —dijo Prokop con suspicacia—, no se le ocurra cortar la corriente eléctrica de mi laboratorio. De lo contrario yo...

—De acuerdo, de acuerdo —le aseguró Carson—. Statu quo, ¿eh? Mucha suerte... Uf, malnacido —añadió abrumado cuando Prokop ya había salido por la puerta.

Haciendo restallar el metal, Prokop se dirigió al parque, pesado y macizo como un obús. Delante de palacio había un grupo de caballeros; nada más avistarlo, iniciaron el repliegue a la desbandada, obviamente ya informados sobre aquel poderoso explosivo y armado, y sus espaldas expresaron la más profunda indignación por «tener que aguantar algo así». Por allí iban el señor Krafft y Egon, llevando a cabo el método de enseñanza peripatético; al ver a Prokop, Krafft dejó plantado a Egon y corrió hacia él.

—¿Puede darme la mano? —preguntó, mientras se sonrojaba ante su propia heroicidad—. Ahora seguramente me despedirán —dijo con orgullo. Por Krafft se enteró de que en palacio se había corrido la voz, a la velocidad del rayo, de que él, Prokop, era un anarquista; y en vista de que justo esa noche tenían que recibir a cierto heredero al trono... En resumen, querían telegrafiar a Su Alteza para que retrasara su llegada; justo en ese momento estaba teniendo lugar un gran consejo familiar.

Prokop se dio media vuelta y fue a palacio. Dos ayudas de cámara que se encontraban en el pasillo se desperdigaron al verlo y se pegaron a la pared horrorizados, dejando pasar sin decir palabra al chirriante invasor armado. En el gran salón estaba reunido el consejo; oncle Rohn se paseaba cariacontecido, los familiares de mayor edad estaban terriblemente indignados ante la perversidad de los anarquistas, el obeso cousin callaba y otro caballero proponía acalorado que se mandara directamente al ejército contra aquel desequilibrado: o se rendía, o lo acribillarían a tiros. En ese momento se abrió la puerta y Prokop, tintineando, entró en tromba en el salón. Buscó con la mirada a la princesa: no estaba allí. Y mientras todos quedaban petrificados por el miedo y se levantaban esperando lo peor, dijo a Rohn con voz ronca:

—Vengo a decirles que al sucesor no le ocurrirá nada. Ahora ya lo sabes. —Hizo una inclinación de cabeza y se alejó con vigor, como la estatua de un comendador.

XXXVIII

El pasillo estaba vacío. Caminó todo lo sigilosamente que pudo hasta los aposentos de la princesa y esperó delante de la puerta, inmóvil como uno de los caballeros con armadura del vestíbulo de abajo. Salió la doncella, que emitió un grito horripilante, como si hubiera visto un fantasma, y desapareció tras la puerta. Después de un rato la abrió, bastante descompuesta, y retrocediendo le hizo indicaciones, sin decir una palabra, para que entrara, tras lo cual desapareció lo más rápidamente posible. La princesa salió a su encuentro a duras penas: iba cubierta con una larga capa; era obvio que había saltado tal cual de la cama, tenía el pelo mojado y pegado sobre la frente, como si acabara de quitarse una compresa fría, y tenía una palidez cenicienta y de bastante mal aspecto. Se le colgó del cuello y elevó hacia él sus labios, agrietados por la fiebre.

—Eres un encanto —susurró adormecida—. Tengo la cabeza a punto de explotar por la migraña, ¡oh, dios! Dicen que llevas los bolsillos llenos de bombas. Yo no te tengo miedo. Ahora vete, estoy horrible. Iré a verte al mediodía; no iré a comer, diré que no me encuentro bien. Vete. —Rozó la boca de Prokop con los labios, doloridos, pelados, y se cubrió la cara, para que no pudiera verla.

Escoltado por el señor Holz, regresó al laboratorio. Todo aquél con el que se cruzaba se detenía, escurría el bulto, prefería apartarse de un salto a la cuneta. Se puso a trabajar de nuevo como un poseso: mezclaba sustancias que a nadie se le ocurriría mezclar en la convicción, ciega y sin fisuras, de que aquello era un explosivo. Llenaba con ellas botellas, cajas de cerillas, latas de conservas, todo lo que tenía a mano. Tenía llena la mesa, el alféizar de la ventana y el suelo; lo sobrepasó, ya no tenía dónde colocarse. Poco después del mediodía la princesa entró a hurtadillas en el laboratorio, cubierta con un velo y enfundada en una capa hasta la nariz. Prokop corrió hacia ella para abrazarla, pero ella lo apartó.

—No, no, hoy estoy horrible. Por favor, trabaja; yo te miraré.

Se sentó en el borde de una silla, justo en medio del terrible arsenal de explosivos oxizónicos. Prokop, apretando los labios, pesó y mezcló algo con rapidez; aquella mezcla emitió un siseo y un olor ácido. Después la filtró con infinita atención. La princesa lo contemplada con las manos inmóviles y la mirada ardiente. Ambos tenían en mente que ese día llegaba el heredero al trono.

Prokop buscó con la mirada algo en el estante de compuestos químicos. La princesa se levantó, alzó ligeramente el velo, se abrazó a su cuello y apretó firmemente sus secos labios contra la boca de Prokop. Se tambalearon entre aquel mar de botellas que contenían inestable benceno oxizónico y aterradores fulminatos, como una pareja muda y convulsa; pero ella lo apartó de nuevo y tomó asiento mientras se embozaba. Aún más rápido, ante la mirada vigilante de la princesa, Prokop reanudó el trabajo, como un panadero que amasa el pan: aquello sería la sustancia más diabólica que jamás hubiera fabricado el hombre; un material irritable, un aceite furibundo y horriblemente sensible, todo irascibilidad y exaltación. Y eso otro, transparente como el agua, volátil como el éter, eso sería definitivo: algo atroz, explosivo y veleidoso, la más fulminante brutalidad. Echó un vistazo para comprobar dónde podía colocar una botella llena de aquella sustancia innominada. La princesa sonrió, se la arrebató de las manos y se la guardó en el regazo, sujetándola entre sus manos.

Fuera, el señor Holz gritó a alguien: «¡Alto!». Prokop corrió al exterior. Era oncle Rohn, que se encontraba considerablemente cerca de una trampa explosiva. Prokop se aproximó a él.

—¿Qué es lo que anda buscando?

—A Minka —dijo oncle Charles con mansedumbre—, no se encuentra bien, y por eso...

Prokop torció la boca.

—Vaya a por ella —dijo, y lo acompañó al interior del laboratorio.

—Ah, oncle Charles —le dio la bienvenida la princesa con amabilidad—. Ven a mirar, es tremendamente interesante.

Oncle Rohn echó una mirada escudriñadora a la princesa y a la habitación, y se sintió aliviado.

—No debiste hacerlo, Minka —dijo a modo de reprimenda.

—¿Por qué no? —objetó ingenuamente.

Oncle Charles miró desconcertado a Prokop.

—Porque... porque tienes fiebre.

—Aquí me siento mejor —dijo ella tranquilamente.

—No debiste hacerlo en absoluto... —dijo le bon prince cariacontecido con un hilo de voz.

Mon oncle, sabes que siempre hago lo que quiero —finalizó ella de forma irrevocable la escena familiar, mientras Prokop retiraba de una silla cajas rellenas de un compuesto diazónico fulminante.

—Tome asiento —invitó a Rohn educadamente.

Oncle Charles no parecía entusiasmado con toda aquella situación.

—¿No te estamos estorbando... estorbándote en tu trabajo? —preguntó a Prokop vagamente.

—De ningún modo —dijo Prokop aplastando entre los dedos arena filtrante.

—¿Qué estás haciendo?

—Explosivos. Perdona, la botella —se dirigió a la princesa.

Ella se la entregó con un «toma» provocativo y sin rodeos. Oncle Rohn dio un respingo, como si lo hubieran pinchado; pero entonces lo fascinó el apresurado pero infinitamente cauteloso esmero con que Prokop destilaba un líquido transparente sobre un montoncito de arena. Carraspeó y preguntó:

—¿Qué es lo que provoca la ignición?

— Una sacudida —respondió Prokop, que continuó contando gotas.

Oncle Charles se giró hacia la princesa.

—Si tienes miedo, oncle —dijo ella con sequedad—, no tienes por qué esperarme.

El príncipe se sentó resignado y dio un golpecito con el bastón a una lata de melocotones de California.

—¿Qué es esto?

—Es una granada de mano —explicó Prokop—. Hexani-trofenilmetil- nitramina y tuercas. Sopéselo.

Oncle Rohn quedó perplejo.

—¿No sería quizás... adecuado... tener un poco más de cautela? —preguntó mientras hacía girar entre los dedos una caja de cerillas que había cogido de la mesa.

—Sin duda —estuvo de acuerdo Prokop, y le arrebató la caja de la mano—. Esto es cloruro de argón. No juegue con ello.

Oncle Charles frunció el ceño.

—Todo esto me da la impresión ligeramente desagradable... de que me está intentando intimidar —observó con aspereza.

Prokop tiró la caja sobre la mesa.

—Ah, ¿sí? Yo, por mi parte, me sentí intimidado cuando me amenazasteis con trasladarme a una fortaleza.

—... Puedo decir —dijo Rohn tras tragarse esa réplica—, que este comportamiento... no me impresiona lo más mínimo.

—Pero a mí me impresiona de un modo tremendo —sentenció la princesa.

—¿Temes que pergeñe algo? —se dirigió a ella le bon prince.

—Espero que pergeñe algo —dijo esperanzada—. ¿Crees que no lo conseguiría?

—No tengo la menor duda —le espetó Rohn—. ¿Nos vamos ya?

—No. Me gustaría ayudarle.

Entretanto Prokop doblaba con los dedos una cucharilla metálica.

—¿Para qué es eso? —preguntó ella con curiosidad.

—Se me han acabado los clavos —rezongó—. No tengo con qué llenar las bombas. —Echó un vistazo a su alrededor buscando algún objeto de metal. Entonces la princesa se puso de pie, se sonrojó, se quitó apresuradamente un guante y se sacó de un dedo un anillo de oro.

—Coge esto —dijo en voz baja, totalmente ruborizada y bajando la mirada. Prokop lo aceptó estremecido; aquello era casi una ceremonia... como unos esponsales. Vaciló mientras sopesaba el anillo en la palma de su mano. La princesa alzó los ojos hacia él con una pregunta insistente y fervorosa; Prokop, muy serio, asintió y colocó el anillo en el fondo de una caja de latón.

Oncle Rohn guiñó con preocupación y profunda tristeza sus ojos aviares de poeta.

—Ahora podemos irnos —murmuró la princesa.

Al atardecer llegó el heredero al trono en cuestión. Junto a la entrada, la compañía de honor, el anuncio, la servidumbre en fila, y ese tipo de protocolos; tanto el parque como el palacio con iluminación de gala. Prokop estaba sentado en un montículo delante del laboratorio y contemplaba con ojos adustos el palacio. No pasaba nadie por allí; reinaba el silencio y la oscuridad, tan sólo brillaba el palacio con intensos haces de luz. Prokop suspiró profundamente y se levantó.

—¿A palacio? —preguntó el señor Holz, y pasó un revólver de uno de sus bolsillos del pantalón a un bolsillo de su perenne gabardina.

Atravesaron el parque, ya a oscuras. En dos o tres ocasiones retrocedió ante ellos una silueta que se adentró en la espesura; unos cincuenta pasos tras ellos se oían continuamente unas pisadas sobre el follaje caído, pero por lo demás estaba desierto, crudamente desierto. Tan sólo un ala de palacio llameaba a través de los grandes ventanales dorados.

Era otoño, ya era otoño. ¿Acaso en Týnice el pozo aún goteaba con un sonido argénteo? ¿Ni siquiera soplaba el viento, y sin embargo se oía un frío murmullo sobre el suelo o entre los árboles? En el cielo, con una estela rojiza, cayó una estrella.

Unos cuantos caballeros con frac: mira qué estupendos y felices; apenas habían salido a la superficie de la escalinata de palacio, parloteando, fumando, riéndose, y ya estaban regresando al interior. Prokop estaba sentado, inmóvil, en un banco, dando vueltas con los dedos a una caja de latón. De vez en cuando lo hacía sonar, como un niño su sonajero. En el interior, una cucharilla rota, un anillo y la sustancia innominada.

El señor Holz se acercó con timidez.

—Ella no puede venir hoy —dijo con parquedad.

—Ya lo sé.

En el ala de invitados se iluminaron las ventanas. Aquella fila eran «los aposentos del príncipe». Luego brilló todo el palacio, etéreo y calado como un sueño. Allí se podía encontrar todo: riquezas inauditas, belleza, ambición, y gloria, y dignidad, condecoraciones sobre el pecho, placeres, el arte de vivir, sutileza, ingenio, aplomo. Como si fueran personas diferentes... personas diferentes a nosotros...

Como un niño obstinado, Prokop hacía sonar su sonajero. Poco a poco se iban apagando las luces; aún estaba iluminada aquélla, la de Rohn, y ésa roja, en la que está el dormitorio de la princesa. Oncle Rohn abrió las contraventanas y aspiró el frescor nocturno; después se paseó de la puerta a la ventana, de la puerta a la ventana, una y otra vez. Tras la ventana de la princesa, con las cortinas corridas, no se movía ni una sombra.

Incluso oncle Rohn había apagado ya la luz; únicamente resplandecía aquella ventana rojiza. «¿Encontrará el pensamiento humano un camino? ¿Cruzará y se abrirá paso a la fuerza a través de esos cien metros de espacio silente para alcanzar el cerebro vigilante de otra persona? ¿Qué recado debo enviarte, princesa tártara? Duerme, ya es otoño; y si existe algún dios, que acaricie tu ardorosa frente».

La ventana roja se apagó.

XXXIX

Por la mañana decidió no ir al parque; sospechaba, con razón, que sería una molestia. Se situó en un paraje relativamente angosto y semidesértico en el que se encontraba un camino directo de palacio a los laboratorios, perforado a través de una antigua muralla cubierta de vegetación. Se encaramó a la muralla, desde donde, medio escondido, podía ver un ángulo del palacio y un pequeño segmento del parque. Le gustó el sitio; enterró allí unas cuantas de sus granadas de mano y observó por turnos el parque, un cárabo apresurado y unos gorriones sobre unas ramitas que se balanceaban. En determinado momento se posó allí incluso un petirrojo, y Prokop observó sin aliento su rubicundo cuello; pió, sacudió la cola y frrr, desapareció.

Abajo, en el parque, la princesa caminaba acompañada de un hombre alto, joven; tras ellos, a una respetuosa distancia, un grupo de caballeros. La princesa miró hacia un lado y agitó la mano, como si sujetara con ella una vara y azotara con ella la arena. No se veía más.

Bastante tiempo después apareció oncle Rohn con el obeso cousin. Después, de nuevo, nada. ¿Merecía entonces la pena estar allí sentado?

Era casi mediodía. De repente, tras la esquina del palacio, emergió la princesa, que se dirigió directamente hacia el lugar en el que estaba Prokop.

—¿Estás aquí? —llamó a media voz—. Ven, abajo a la izquierda.

Prokop descendió por la ladera y se abrió paso a través de la espesura por la izquierda. Había allí, junto al muro, un vertedero con todo tipo de trastos: aros oxidados, recipientes de hojalata agujereados, cilindros destrozados, roñosos y nauseabundos despojos; dios sabe de dónde habían salido semejantes cosas en un palacio principesco. Y ante aquel miserable montón estaba la princesa, lozana y hermosa, mordiéndose un dedo de un modo infantil.

—Aquí venía cuando me enfadaba, cuando era pequeña —dijo—. Nadie conoce este sitio. ¿Te gusta?

Se dio cuenta de que la apenaría si no lo elogiaba.

—Sí, me gusta —dijo con rapidez.

A la princesa se le iluminó el rostro; abrazó el cuello de Prokop.

—¡Amor mío! Me ponía en la cabeza un recipiente de hojalata, sabes, como si fuera una corona, y jugaba conmigo misma a ser una princesa soberana. «¿Su Alteza Real la princesa ordena algo?». «Engancha el tiro de seis caballos, me marcho a Zahur». Sabes, Zahur era mi reino imaginario. ¡Zahur, Zahur! Amor mío, ¿existe algo así en el mundo? ¡Venga, huyamos a Zahur! Descúbrelo para mí, tú sabes tanto... —Nunca había estado tan lozana y animada como aquel día; Prokop llegó incluso a tener celos, a albergar en él una sospecha abrasadora. La agarró y quiso estrecharla entre sus brazos—. No —se resistió la princesa—, déjame, sé sensato. Eres Próspero, príncipe de Zahur, y te has disfrazado de hechicero para raptarme o ponerme a prueba, no sé. Pero vendrá por mí el príncipe Rhizopod, del reino Alitsuri-Filitsuri-Tintili-Rhododendron, un hombre tan repugnante, tan repugnante, que tiene un cirio en lugar de nariz y las manos frías, ¡uh! Y ya está a punto de tomarme por esposa cuando entras tú y dices: «Soy el hechicero Próspero, príncipe heredero de Zahur». Y mon oncle Metastasio se abalanzará sobre tu cuello, y comenzarán a sonar las campanas y las alarmas, empezarán a disparar... —Prokop comprendió perfectamente que el encantador parloteo de la princesa relataba algo muy, muy serio; se guardó de interrumpirla. Ella lo tenía asido por el cuello y frotaba sus fragantes mejillas y sus labios contra la cara rugosa de Prokop—. O espera, yo soy la princesa de Zahur y tú eres el Prokopokopak el Grande, rey de los espíritus. Pero yo estoy encantada, me echaron una maldición, «ore ore belene, magot malista manigolene», y por eso tendré por esposo a un pez, un pez con ojos de pez y manos de pez y todo el cuerpo de pez, que me llevará a su castillo de pez. Pero entonces llegará volando Prokopokopak el Grande con su capa de viento y me raptará... Adiós —terminó de improviso, y besó a Prokop en los labios. Todavía sonreía, resplandeciente y sonrosada como nunca, cuando lo dejó, ceñudo, sobre las ruinas herrumbrosas de Zahur. «Por todos los diablos, ¿qué significaba aquello? Está pidiéndome que la ayude, eso está claro; está sucumbiendo a la presión y espera que yo... ¡que la salve! Dios, ¿qué puedo hacer?».

Meditabundo, Prokop arrastró sus pasos hasta el laboratorio. Era evidente... ya no quedaba otra salida que el Gran Ataque. Pero, ¿dónde iniciarlo? Ya estaba junto a la puerta, metiendo la mano en el bolsillo para coger la llave, cuando quedó estupefacto y comenzó a soltar barbaridades. El portón exterior de su edificio había sido bloqueado con barras de metal transversales a modo de trancas. Las sacudió como frenético, pero no se movieron ni un ápice.

En la puerta había una hoja de papel en la que habían escrito a máquina: «Por orden de las autoridades civiles se clausura este edificio por almacenamiento ilícito de sustancias explosivas sin las medidas de seguridad establecidas en la ley, párrafos 216 y 217d, letra F del Código Penal y Real Decreto 63.507/1889». Firma ilegible. Debajo, escrito a lápiz: «Hasta nuevo aviso, se asigna al señor ing. Prokop para su alojamiento una habitación en casa del guarda Gerstensen, garita III».

El señor Holz examinó las barras con aire profesional, pero finalmente se limitó a silbar y a meter las manos en los bolsillos; sencillamente no se podía hacer nada. Prokop, enardecido por la ira al rojo blanco, rodeó el edificio: las trampas explosivas habían sido eliminadas por los zapadores; en todas las ventanas, como siempre, rejas. Hizo un cálculo rápido de sus recursos bélicos: dos bombas no demasiado potentes desperdigadas por los bolsillos, cuatro granadas algo más grandes enterradas en la muralla de Zahur; era poco para una operación aceptable. Fuera de sí por el enfado corrió al despacho del maldito Carson. «Espera, miserable, ¡voy a ajustar cuentas contigo!». Pero apenas hubo llegado, le anunció un lacayo: «El director no se encuentra aquí y no va a venir». Prokop lo apartó de un empujón e irrumpió en el despacho. Carson no estaba allí. Recorrió a la carrera todos los despachos, haciendo cundir el pánico entre todos los oficinistas de la fábrica, hasta la última señorita que atendía el teléfono. Ni rastro de Carson.

Prokop fue al galope hasta la muralla de Zahur para poner a buen recaudo al menos su munición. Y, ¡vaya!, toda la muralla, jungla de maleza y vertedero incluidos, estaba rodeada de estacas que sujetaban una alambrada: una verdadera cortadura según las ordenanzas militares. Intentó desenrollar la alambrada; aunque le sangraban las manos, no consiguió nada en absoluto. Gimiendo de ira y sin reparar en nada, se escurrió entre los alambres hacia el interior; descubrió que sus cuatro granadas habían sido desenterradas y habían desaparecido. Estuvo a punto de llorar de impotencia. Para empeorar aún más las cosas, comenzó a caer una llovizna pegajosa. Se abrió paso de vuelta, con las ropas rasgadas en jirones y las manos y el rostro ensangrentados, y corrió como una exhalación a palacio, quizás para encontrar allí a la princesa, a Rohn o al heredero, quién sabe.

En el vestíbulo se interpuso en su camino un gigante rubio, dispuesto a dejarse incluso despedazar. Prokop sacó una de sus latas explosivas y la hizo sonar a modo de aviso. El gigante parpadeó, pero no se apartó; de repente se precipitó hacia el frente y aferró a Prokop alrededor de los hombros. Holz, con todas sus fuerzas, le golpeó los dedos con el revólver; el gigante lanzó un rugido y soltó a Prokop. Tres hombres que se abalanzaron sobre él (como si hubieran surgido del suelo) dudaron un instante, pero dos de ellos, de prisa, volvieron la espalda hacia la pared: Prokop con la mano levantada y una caja en ella para lanzarla a los pies del primero que se moviera, y Holz (en ese momento ya irremediablemente sublevado) encañonándolos con el revólver. Y contra ellos tres hombres pálidos, ligeramente inclinados hacia adelante, los tres con un revólver en la mano; aquello iba a ser la de San Quintín. Prokop realizó un movimiento estratégico hacia la escalera. Los cuatro hombres empezaron a retroceder hacia ese lado; alguien, por detrás, se dio a la fuga. Reinaba un silencio espeluznante. «No disparéis», susurró alguien en tono cortante. Prokop podía escuchar el tic-tac de su reloj. En el piso de arriba resonaban voces alegres; allí nadie sabía nada. Y como la salida ya estaba despejada, Prokop reculó hacia la puerta, cubierto por Holz. Los cuatro hombres junto a la escalera permanecieron inmóviles, como si fueran tallas de madera. Y Prokop salió de palacio.

Seguía cayendo una llovizna fría y desagradable. ¿Qué podía hacer ahora? Analizó rápidamente la situación. Se le ocurrió construirse una fortaleza acuática en la piscina del estanque, pero desde allí no podía ver el palacio. Tomando una decisión repentina, Prokop corrió a la casita del guarda; Holz tras él. Entraron atropelladamente al interior justo cuando el anciano guarda estaba almorzando. Era incapaz de comprender que lo estaban sacando de allí «por la fuerza y bajo amenaza de muerte»; meneó la cabeza y fue a denunciarlo a palacio. Prokop estaba sumamente satisfecho con la posición conquistada; cerró a cal y canto las rejas del parque que daban al exterior y acabó de comerse con considerable apetito el almuerzo del anciano. Después reunió todo lo que en la caseta se asemejaba a un producto químico, como carbón, sal, azúcar, cola, pintura al óleo reseca y otros tesoros por el estilo, y especuló qué se podía hacer con aquello. Holz, mientras tanto, ora vigilaba, ora transformaba las ventanas en troneras, lo que en vista de sus cuatro cartuchos de balas de seis milímetros era un poco exagerado. Prokop organizó su laboratorio en el hornillo de la cocina; aquello apestaba, pero a pesar de todo finalmente logró convertirlo en un explosivo algo rudimentario.

El bando enemigo no emprendió ningún ataque; obviamente no quería que se produjera un escándalo en presencia de tan distinguido invitado. Prokop se devanaba los sesos pensando en cómo podría sitiar el castillo; aunque había cortado la línea telefónica, quedaban todavía tres puertas de entrada, sin contar el camino de la muralla de Zahur hacia la fábrica. De modo que abandonó (muy a su pesar) el plan de poner cerco al palacio por todos los flancos.

No paraba de llover. La ventana de la princesa se abrió; una figura clara escribía grandes letras en el aire con la mano. Prokop no fue capaz de descifrarlas, sin embargo se colocó delante de la casa y escribió a su vez en el aire mensajes de ánimo, agitando los brazos como aspas de molino. Al atardecer llegó corriendo hasta la sede de los sublevados el doctor Krafft; en su noble ardor olvidó traer consigo cualquier tipo de arma, así que aquel refuerzo era, más bien, sólo de tipo moral.

Por la tarde se acercó, a duras penas, el señor Paul, que trajo en una cesta una magnífica cena fría y gran cantidad de vino tinto y champán; aseguró que nadie lo había enviado. A pesar de todo, Prokop le dio el recado (sin especificar para quién) de que le daba las gracias y de que no se rendiría. Durante aquella cena heroica el doctor Krafft se propuso, por primera vez, tomar vino, quizás para demostrar su hombría; en su lugar, el resultado fue un beatífico mutismo de lunático. Entretanto Prokop y el señor Holz se pusieron a cantar canciones militares. Cada uno de ellos cantaba en su propio idioma, e incluso canciones totalmente diferentes, pero en la lejanía, especialmente a oscuras, en medio del rumor de la llovizna, se fundían en una armonía atroz y lúgubre.

Alguien en palacio abrió la ventana para escucharlos; después intentó acompañarlos al piano en la distancia, pero degeneró en la Heroica y más tarde en un aporreo incongruente. Cuando el palacio quedó sumido en la oscuridad, Holz atrancó la puerta con una inmensa barricada, y los tres héroes conciliaron el sueño. Los despertó sólo el enérgico golpeteo del señor Paul en la puerta cuando, a la mañana siguiente, les llevó tres cafés que había derramado cuidadosamente sobre la bandeja.

XL

Seguía lloviendo. El obeso cousin, con el pañuelo blanco del mediador, fue a proponer a Prokop que desistiera, que le devolverían su laboratorio, etc., etc. Prokop anunció que no iba a marcharse de allí a menos que lo hicieran saltar por los aires, pero ¡que antes haría algo que sería digno de verse! El cousin regresó con aquella tétrica amenaza; en palacio, por lo visto, no llevaban muy bien que el acceso particular a palacio estuviera bloqueado, pero no quisieron armar ningún revuelo con el asunto.

El doctor Krafft, pacifista, rebosaba propuestas beligerantes y descabelladas: interrumpir el tendido eléctrico del palacio, cortarles las cañerías, fabricar un gas asfixiante y liberarlo en palacio. Holz encontró un periódico atrasado; sacó unos lentes de su bolsillo secreto y leyó durante todo el día, lo que le daba un aire tremendamente parecido al de un profesor universitario. Prokop se aburría de un modo incontenible; ardía en deseos de llevar a cabo una gran hazaña, pero no sabía cómo. Finalmente dejó a Holz vigilando la casita y fue con Krafft al parque.

En el parque no se veía a nadie; las fuerzas enemigas seguramente estaban concentradas en palacio. Rodeó el palacio hasta el flanco en el que se encontraban los cobertizos y las cuadras.

—¿Dónde está Whirlwind? —preguntó de repente. Krafft le señaló un ventanuco que estaba a una altura de unos tres metros—. Apóyese —susurró Prokop; se encaramó a su espalda y se puso de pie sobre sus hombros para mirar al interior. Krafft no se cayó de milagro bajo su peso. Y encima estaba como bailando sobre sus hombros... ¿Qué andaba haciendo ahí arriba? Un pesado marco cayó al suelo, de la pared se desprendió arenilla, y de repente la carga se aupó. Krafft, asombrado, levantó la cabeza y casi pegó un grito: sobre él se zarandeaban dos largas piernas que desaparecieron por el ventanuco.

En ese preciso momento, la princesa estaba dando a Whirlwind una rodaja de pan mientras contemplaba pensativa sus hermosos ojos oscuros, cuando de repente escuchó un ruido en la ventana. En la penumbra de la tibia caballeriza vio la tan familiar mano magullada, que arrancaba la rejilla de alambre del ventanuco de la cuadra. Se tapó la boca con las manos para no gritar.

Con las manos y la cabeza por delante, Prokop descendió hasta el lomo de Whirlwind; de un salto, allí estaba, algo desollado pero entero. Jadeante, hizo un intento de sonrisa.

—Silencio —se horrorizó la princesa, ya que el caballerizo se encontraba junto a la puerta, para colgarse inmediatamente del cuello de Prokop—. ¡Prokopokopak!

Él señaló la ventana.

—¡Por aquí, fuera, deprisa!

—¿A dónde? —murmuró la princesa mientras lo besaba con cariño.

—A la caseta del guarda.

—¡Tonto! ¿Cuántos estáis allí?

—Tres.

—Lo ves, ¡no va a funcionar! —La princesa le acarició la cara—. No te preocupes.

Prokop reflexionó rápidamente de qué otro modo llevársela. Pero en medio de aquella penumbra el olor a caballo resultaba en cierto modo excitante; se les iluminaron los ojos y se embriagaron el uno del otro en un beso anhelante. La princesa cayó rendida al segundo; retrocedió resollando con agitación: «¡Vete de aquí! ¡Vete!». Estaban el uno frente al otro, temblando, sintiendo que la pasión que se había apoderado de ellos no era pura. Prokop se dio la vuelta y giró un travesaño de la caballeriza hasta arrancarlo; tan sólo así consiguió dominarse hasta cierto punto. Se giró hacia ella; vio que estaba desgarrando con los dientes su pañuelo para hacerlo jirones. La princesa apretó sus labios bruscamente contra los de Prokop y sin mediar palabra le entregó el pañuelo a modo de recompensa o como recuerdo. Él, por su parte, besó el entablado en el lugar preciso en el que reposaba la estremecida mano de la princesa. Nunca se habían amado tan desenfrenadamente como en aquel momento, en el que no podían siquiera dirigirse la palabra y temían apenas rozarse. En el patio rechinaron unos pasos sobre la arena; la princesa hizo una señal con la cabeza, Prokop se subió de un salto al lomo del caballo, se agarró a un gancho del techo y con los pies por delante se deslizó al exterior por el ventanuco. Cuando aterrizó en el suelo, el doctor Krafft lo abrazó alborozado.

—Le ha cortado los tendones a los caballos, ¿verdad? —murmuró sediento de sangre; seguramente consideraba que esa acción era una medida legítima en tiempos de guerra.

Prokop corrió en silencio hasta la caseta del guarda, aguijoneado por su preocupación por Holz. Ya en la distancia se dio cuenta de un hecho espantoso: dos hombres estaban de pie ante la puerta de entrada, el jardinero enterraba en la tierra removida las señales de lucha, la verja del portón estaba entreabierta y Holz había desaparecido; y uno de los hombres tenía una mano vendada con un pañuelo, parecía que porque Holz lo había mordido.

Prokop se replegó hacia el parque, adusto y taciturno. El doctor Krafft pensó que su comandante urdía un nuevo plan bélico, y no lo interrumpió. Prokop, respirando con dificultad, se sentó en un tocón y se sumió en la observación de los harapos de encaje hechos jirones. Por el camino apareció un peón que empujaba una carretilla llena de hojas barridas del suelo. Krafft, presa de la sospecha, se abalanzó sobre él y lo molió a palos; en la refriega perdió los lentes, y no era capaz de encontrarlo sin ellos puestos, de modo que tomó la carretilla como botín ganado en el campo de batalla y se apresuró a llevársela a su caudillo.

—Ha huido —anunció; sus ojos miopes llameaban victoriosos.

Prokop tan sólo emitió un gruñido mientras seguía revolviendo la blanda blancura que ondeaba en sus dedos. Krafft estaba ocupado con la carretilla, sin saber bien para qué podía servir aquel trofeo; finalmente se le ocurrió darle la vuelta, y exclamó exultante:

—¡Te puedes sentar encima!

Prokop se incorporó y se dirigió al estanque; el doctor Krafft iba tras él con carretilla incluida, puede que para transportar a futuros heridos. Ocuparon una piscina construida sobre pilotes por encima del agua. Prokop rodeó las casetas. La más grande era la de la princesa; habían quedado allí un espejo y un peine con unos cuantos cabellos arrancados, un par de horquillas, un albornoz de felpa y unas sandalias, íntimas menudencias abandonadas. Impidió el paso a Krafft y ocupó junto con él la caseta para caballeros que había al otro lado. Krafft estaba pletórico: ahora tenían incluso una flota compuesta de dos patines, una canoa y una barca panzuda, que era en cierto modo su acorazado. Prokop paseó durante largo rato y en silencio por la cubierta de la piscina sobre el estanque gris; después desapareció en la caseta de la princesa, se sentó en su sillón, tomó entre sus brazos el albornoz de felpa y hundió en él la cara. El doctor Krafft, que a pesar de su increíble incapacidad visual tenía ciertas sospechas sobre el secreto de Prokop, fue deferente con sus sentimientos: dio vueltas por el cuarto de baño de puntillas, achicó el agua de la nave de combate abombada con una olla y se procuró los remos correspondientes. Halló en sí mismo un gran talento militar; se atrevió a ir a la orilla y acarreó a la piscina piedras de todos los calibres, incluso rocas de diez kilos arrancadas de la represa; después se puso a demoler, tabla a tabla, el puentecillo que unía tierra firme con la piscina; al final los unían a tierra sólo dos vigas desnudas. De los tablones que fue arrancando consiguió material para condenar la entrada y, aparte de eso, unos valiosísimos clavos oxidados que incrustó en las palas de los remos con las puntas hacia afuera. De este modo vio la luz un arma aterradora y realmente mortífera. Una vez hubo organizado todo aquello y comprobado que estaba bien, le habría gustado alardear de ello ante el comandante; éste, sin embargo, estaba encerrado en la caseta de la princesa y parecía que ni siquiera respiraba, del silencio que reinaba en ella. Allí estaba el doctor Krafft, de pie ante la superficie grisácea del estanque, que chapoteaba con un sonido frío y quedo; en algunas ocasiones se oía un gorgoteo al saltar un pez, en otras el rumor de los juncos. El doctor Krafft comenzó a sentirse angustiado por aquella soledad.

Carraspeó ante la caseta del jefe y de vez en cuando decía unas palabras a media voz para atraer su atención. Por fin, Prokop salió con los labios apretados y una mirada extraña en los ojos. Krafft lo guió por la nueva fortaleza, le mostró todo, le demostró incluso lo lejos que lanzaba las piedras a los enemigos, aunque al hacerlo por poco cayó volando al agua. Prokop no dijo nada, pero le pasó el brazo por los hombros y lo besó en la mejilla; y el doctor Krafft, todo rojo de alegría, habría hecho de buena gana diez veces más de lo que había hecho hasta ese momento.

Se sentaron en un banco junto al agua, en el que solía tomar el sol la princesa trigueña. Al oeste se habían levantado las nubes y asomaba un firmamento infinitamente lejano, de un dorado algo enfermizo; el estanque entero se encendió, resplandeció, se enterneció con un brillo pálido y conmovedor. El doctor Krafft empezó a desarrollar una flamante teoría sobre la guerra eterna, la prevalencia de la fuerza, la salvación del mundo a través del heroísmo; estaba en total discordancia con la torturante melancolía de aquel atardecer otoñal, pero por suerte el doctor Krafft era corto de vista y, aparte de eso, idealista, y como consecuencia de ello sencillamente ajeno a las circunstancias que lo rodeaban. Independientemente de la belleza cósmica de aquel instante, ambos sentían frío y hambre.

Pero allí, en tierra firme, con pasitos cortos y apresurados, se aproximaba el señor Paul con una cesta al brazo, oteaba a derecha e izquierda y de vez en cuando gritaba con su vocecilla de anciano: «¡Cucú! ¡Cucú!». Prokop se acercó a él en su acorazado; quería saber por todos los medios quién lo había enviado con la cesta.

—Nadie, señor —aseguró el anciano—; pero mi hija, Alžbeta, es el ama de llaves. —Por poco se pone a contar la vida y milagros de su hija Alžbeta, pero Prokop le acarició el pelo canoso y le dio el recado, para alguien innominado, de que no le faltaban ni salud ni fuerzas.

Aquel día el doctor Krafft bebió prácticamente solo, parloteó, filosofó y de nuevo mandó al diablo toda la Filosofía: los actos, decía, los actos lo son todo. Prokop temblaba en el banco de la princesa y miraba continuamente una estrella (dios sabe por qué eligió precisamente aquélla), la anaranjada Betelgeuse, en la constelación de Orión. No era cierto que no le faltara salud: sentía unos pinchazos extraños en los mismos lugares en los que se oían ruidos y rumores antaño en Týnice, le daba vueltas la cabeza y tiritaba derrotado por la fiebre. Cuando después intentó decir algo, se le trabó la lengua y tartamudeó de tal modo que al doctor Krafft se le pasó la borrachera y se inquietó sobremanera. Rápidamente acostó a Prokop en el sillón de la caseta, lo tapó con todo lo posible, incluso con el albornoz plisado de la princesa, y le puso en la frente una servilleta humedecida que cambiaba periódicamente. Prokop aseguraba que era un catarro; hacia medianoche concilio el sueño y empezó a farfullar, perseguido por sueños aterradores.

XLI

A la mañana siguiente Krafft se despertó con el «cucú» de Paul; estuvo a punto de pegar un brinco, pero estaba completamente agarrotado, porque había pasado toda la noche helado y había dormido retorcido como un perro. Cuando finalmente consiguió reunir fuerzas, vio que Prokop había desaparecido y que una barquichuela de su flotilla se mecía junto a la orilla. Sintió una gran preocupación por su líder; habría partido en su busca, pero temía abandonar la fortaleza que tan perfectamente había construido. Así que mejoró en ella lo que aún era posible y oteó con sus ojos miopes en busca de Prokop.

Mientras tanto Prokop, que se había despertado como roto y con un regusto fangoso en la boca, friolero y algo aturdido, estaba ya desde hacía rato en el parque, en lo alto de la copa de un viejo roble desde donde se podía ver el frontal de palacio. La cabeza le daba vueltas, estaba firmemente agarrado a una rama, no podía mirar directamente hacia abajo porque se habría desplomado por el vértigo.

Parecía que aquella parte del parque ya se consideraba segura. Incluso los familiares de más edad se atrevían a salir al menos a la escalinata de palacio: los caballeros se paseaban en grupos de dos o tres. Una cabalgata de caballeros trotaba por el camino principal. Por su parte, en la entrada revoloteaba el anciano guarda. Después de las diez salió la mismísima princesa acompañada del heredero al trono y se dirigió hacia el pabellón japonés. A Prokop le dio un vuelco el corazón, le pareció que iba a caer de cabeza; crispado, se abrazó a una rama y empezó a temblar como una hoja. Nadie los seguía; muy al contrario, todos desalojaron el parque inmediatamente y se mantuvieron en la zona que estaba delante de palacio. Seguramente se trataba de algo así como la conversación definitiva. Prokop se mordió los labios para no dar un grito. La conversación duró largo rato, no sabía si una o cinco horas. Y entonces salió corriendo de allí el heredero, solo, rojo y con los puños apretados. Los notables que se encontraban frente a palacio se dispersaron y empezaron a retroceder como si le hicieran sitio. El heredero, sin mirar a izquierda ni a derecha, corrió escaleras arriba; allí le salió al paso oncle Rohn, sin sombrero, y hablaron durante un instante. Le bon prince se pasó la mano por la frente y ambos se alejaron. La nobleza frente a palacio se fue reagrupando, juntando las cabezas entre sí y marchándose a hurtadillas en grupos. Por delante del castillo pasaron cinco automóviles.

Prokop, agarrándose a una rama, descendió de la corona del roble y cayó pesadamente sobre el suelo. Intentó correr raudo hacia el pabellón japonés, pero le resultaba incluso cómico el hecho de no poder controlar las piernas. Avanzaba dando traspiés, como si caminara a través de una masa nebulosa, incapaz de encontrar aquel pabellón; los objetos se mezclaban y confundían ante sus ojos. Finalmente lo encontró: allí estaba la princesa, sentada, susurrando algo para sí misma con labios severos y agitando en el aire una varilla. Hizo acopio de todas sus fuerzas para llegar hasta ella entero. Ella se levantó y marchó a su encuentro:

—Te estaba esperando.

Prokop se acercó y por poco chocó contra ella, dado que la veía como si estuviera a una gran distancia. Le puso una mano sobre el hombro, erguido de un modo extraño y algo tambaleante, y empezó a mover los labios: creía que estaba hablando. Ella también empezó a hablar, pero no la entendía. Todo se desarrollaba como bajo el agua. Entonces se oyeron las sirenas y las bocinas de los coches que partían.

La princesa se estremeció como si se le hubieran doblado las rodillas. Prokop veía un rostro pálido y borroso en el que flotaban dos orificios oscuros.

—Es el fin —escuchó Prokop con total claridad cerca de él—, es el final. Amor mío, amor mío, ¡lo he echado de aquí!

Si hubiera estado en plena posesión de sus sentidos, habría visto que la princesa era como una talla de marfil, rígida y hermosa como una mártir en el momento álgido de su sacrificio. Prokop parpadeó sobreponiéndose al temblor sincopal de sus propias pestañas y le pareció que el suelo bajo sus pies se elevaba para darse la vuelta. La princesa se sujetó la frente con las manos y empezó a bambolearse. Quería caer rendida en sus brazos para que la sostuviera, para que la sujetara, agotada como estaba por una heroicidad excesiva, pero él se le adelantó y cayó sin emitir ningún sonido junto a los pies de la princesa; se desplomó, informe, como si fuera sólo un montón de trapos y cuerdas.

No perdió el sentido; sus ojos deambulaban sin comprender en modo alguno dónde estaba y qué estaba ocurriendo. Le pareció que alguien lo incorporaba en medio de alaridos de terror; quiso contribuir en algo, pero le resultó imposible.

—Es sólo... la entropía —dijo; le parecía que con esa frase expresaba perfectamente la naturaleza de la situación, y la repitió varias veces. Después algo se desparramó en el interior de su cabeza con un zumbido como el de un azud. Su cabeza se escurrió pesada de entre los dedos temblorosos de la princesa y se golpeó contra el suelo. La princesa se levantó de un salto, como loca, y corrió por ayuda.

Se daba cuenta vagamente de lo que estaba ocurriendo: sintió que tres personas lo levantaban y lo remolcaban despacio, como si fuera de plomo; escuchó sus pesados pasos arrastrándose y su respiración agitada; y le extrañó que no pudieran llevárselo tal cual, en las manos, como un muñeco de trapo. Durante todo ese tiempo alguien le cogía la mano; se giró y reconoció a la princesa.

—Es usted muy bueno, Paul —le dijo a la princesa agradecido. Después se produjo un tumulto confuso, jadeante: lo subían por las escaleras, pero a Prokop le parecía que caían con él girando en espiral por un abismo—. No se agolpen de esta forma —murmuró justo antes de que la cabeza empezara a darle vueltas de tal modo que dejó de percibir lo que ocurría a su alrededor.

Cuando abrió los ojos, vio que estaba de nuevo tumbado en la habitación para caballeros y que Paul lo desvestía con manos temblorosas. Junto al cabecero de la cama estaba la princesa, con los ojos abiertos de par en par, como dos ruedas. Prokop estaba totalmente confuso.

—Me he caído del caballo, ¿verdad? —balbució con dificultad— Usted... usted estaba... usted estaba presente, ¿verdad? Bum, ex-explosión. Litrogli... nitrogri... micro... Ce hache dos o ene o dos. Frac-tura múl-ti-ple. De tomo y lomo, como un caballo. —Calló cuando sintió en la frente una mano delgada y fría. Después vio a aquel doctor carnicero y clavó las uñas en los dedos gélidos de un desconocido—. No quiero —gimió, temiendo que le empezara a doler; pero el carnicero tan sólo colocó la cabeza en su pecho, asfixiándolo, asfixiándolo como si pesara un quintal. En medio de la angustia avistó por encima de él dos ojos oscuros y acongojados que lo fascinaron.

El carnicero se incorporó y le dijo a alguien que se encontraba detrás:

—Neumonía y gripe. Llévense a Su Alteza, es contagiosa. —Alguien respondió como debajo del agua, y el doctor contestó—: Si llega a producirse la supuración pleuropulmonar, entonces... entonces... —Prokop comprendió que estaba perdido y que iba a morir; pero le era totalmente indiferente: nunca se había imaginado que fuera tan sencillo—. Cuarenta con siete —dijo el doctor.

Prokop tenía un único deseo: que lo dejaran dormir hasta que muriera. Pero en vez de eso lo envolvieron en algo frío, ¡oh, oh! Al final empezaron a susurrar. Prokop cerró los ojos y no quiso saber nada más.

Cuando se despertó había ante él dos hombres ancianos vestidos de negro. Se sentía increíblemente ligero.

—Buenos días —dijo mientras intentaba levantarse.

—No debe usted moverse —dijo uno de los caballeros mientras lo empujaba suavemente contra las almohadas. Prokop, obediente, se quedó tumbado.

—Pero ya estoy mejor, ¿verdad? —preguntó contento.

—Está claro —murmuró el otro señor con escepticismo—, pero tiene que estarse quieto. Tranquilo, ¿entiende?

—¿Dónde está Holz? —se le ocurrió a Prokop de repente.

—Aquí —llegó una voz desde un rincón, y a los pies de la cama apareció el señor Holz con un horrible rasguño y un hematoma en la cara, pero por lo demás seco y enjuto como siempre. Y tras él, por dios, estaba Krafft, Krafft, al que había olvidado en la piscina; tenía los ojos hinchados y rojos, como si hubiera estado llorando tres días. ¿Qué le habría pasado? Prokop le sonrió para confortarlo. El señor Paul caminó de puntillas hasta la cama sosteniendo una servilleta sobre los labios. Prokop estaba contento de que todos se encontraran allí; sus ojos revolotearon por la habitación, y tras la espalda de los dos hombres de negro encontraron a la princesa. Estaba pálida como la muerte y miraba a Prokop con ojos penetrantes y sombríos que lo aterraron de un modo incomprensible.

—Ya no me pasa nada —susurró Prokop como si se disculpara.

La princesa preguntó con la mirada a uno de los hombres, que, resignado, asintió. Se acercó entonces a la cama.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó en voz baja—. Amor mío, amor mío, ¿de verdad te encuentras mejor?

—Sí —dijo con cierta inseguridad, algo angustiado por la conducta sobrecogida de todo el mundo—. Casi totalmente bien, sólo... sólo... —La mirada fija de la princesa lo llenó de confusión y casi de desazón; le sobrevino cierto malestar y opresión.

—¿Quieres algo? —preguntó la princesa inclinándose sobre él.

Prokop sintió un terror desenfrenado en su mirada.

—Dormir —susurró para evitar esa mirada.

Ella miró inquisitiva a los dos hombres. Uno de ellos asintió levemente y la observó con una gravedad tan... tan extraña. Comprendió y su lividez se hizo aún mayor.

—Entonces duerme —consiguió decir la princesa con un nudo en la garganta, y se giró hacia la pared. Prokop echó un vistazo a su alrededor con extrañeza. El señor Paul tenía la servilleta metida en la boca, Holz estaba tieso como un soldado y parpadeaba, y Krafft simplemente lloraba, apoyando la frente en el armario y moqueando como un niño con un berrinche.

—¡Pero qué...! —exclamó Prokop, e intentó incorporarse; sin embargo, uno de los hombres le puso en la frente una mano tan blanda y bondadosa, tan reconfortante e incluso sagrada al tacto, que en seguida se tranquilizó y suspiró beatíficamente. Se durmió de forma casi inmediata.

Se despertó con un fino hilillo de semiconsciencia. Lucía sólo la lámpara que había sobre la mesilla de noche, y al lado de la cama estaba sentada la princesa, con un vestido negro, que lo observaba con ojos brillantes, maléficos. Prokop cerró rápidamente los párpados para no verlos, tal era la angustia que le provocaban.

—Querido, ¿cómo te encuentras?

—¿Qué hora es? —preguntó somnoliento.

—Las dos.

—¿Del mediodía?

—De la noche.

—Ya —se sorprendió sin saber bien por qué, y continuó urdiendo el quebradizo hilo del sueño. De vez en cuando entreabría el ojo en una rendija y echaba un vistazo a la princesa para dormirse de nuevo. ¿Por qué no dejaba de mirarlo de ese modo? En una ocasión ella le humedeció los labios con una cucharada de vino; Prokop se lo tragó y farfulló algo. Finalmente cayó en un sueño embotado e inconsciente.

Volvió en sí cuando uno de los hombres de negro pegó la oreja a su pecho para escuchar cuidadosamente. Otros cinco estaban de pie a su alrededor.

—Increíble —murmuró el hombre de negro—. Tiene un corazón de hierro.

—¿Voy a morirme? —preguntó Prokop a bocajarro. El hombre de negro por poco pegó un respingo por la sorpresa.

—Ya veremos —dijo—. Si ha pasado de esta noche... ¿Cuánto tiempo llevaba con esto?

—¿Con qué? —se extrañó Prokop.

El hombre de negro hizo un gesto con la mano.

—Tranquilidad —dijo—, sólo tranquilidad.

Prokop, que acaso se sentía infinitamente mal, hizo una mueca: cuando los doctores no sabían qué hacer, siempre recetaban tranquilidad. Pero el de las manos bondadosas dijo:

—Debe confiar en que se recuperará. La fe hace milagros.

XLII

Se despertó del sueño sobresaltado, cubierto y empapado de un terrible sudor. ¿Dónde... dónde estaba? El techo sobre él se bamboleaba y se ondulaba; nonono, caía, descendía en espiral, se deslizaba lentamente como una enorme prensa hidráulica. Prokop quería gritar, pero era incapaz; y el techo ya estaba tan abajo que podía distinguir una mosca transparente que se había posado en él, un grano de arena en el revoque, cada irregularidad de la pintura. Cada vez estaba más abajo; Prokop lo miraba con un horror que le cortaba la respiración, incapaz de emitir más que un sonido ronco. La luz se apagó; reinaba una profunda oscuridad: ahora lo aplastaría. Prokop ya podía sentir el techo rozando sus pelos erizados, y empezó a gemir sin voz. Ahahá, encontró a tientas la puerta, la empujó y se precipitó al exterior: también allí reinaba la oscuridad, pero no era oscuridad, era una niebla negra como la boca del lobo, una niebla tan espesa que no podía respirar y que se asfixiaba, sollozando de terror. «Ahora me ahogará», se horrorizó, y huyó pisoteando a-a-algunos cu-cuerpos vivos que todavía se retorcían. Se inclinó, alargó los brazos y sintió bajo su mano un pecho joven y grande. «Es... es... es... Anči», se alarmó, y palpó su cabeza; pero en lugar de la cabeza aquello tenía un plato, un plato de po-porcelana lleno de algo pegajoso y esponjoso, como unos pulmones bovinos. Se apoderó de él un pavor rayano en la náusea e intentó apartar las manos, pero aquello se le había pegado, se restregaba, se adhería y reptaba por sus brazos. Era la krakatita, una sepia húmeda y gelatinosa con los ojos brillantes de la princesa, que estaban clavados en él con una mirada apasionada y enamorada. Se deslizaba por su cuerpo desnudo buscando dónde asentar su obsceno, chorreante trasero. Prokop no podía respirar, luchaba con ella, hincaba los dedos en aquella dúctil sustancia viscosa, y, finalmente, volvió en sí.

Inclinado sobre él estaba el señor Paul, que le estaba poniendo sobre el pecho una compresa fría.

—¿Dónde... dónde... dónde está Anči? —masculló Prokop con alivio mientras cerraba los ojos. Paf, paf, paf, corría jadeante a través de un sembrado; no sabía a dónde iba con tanta prisa, pero corría como alma que lleva el diablo, hasta el punto de que el corazón le latía de un modo tantantan delirante..., y habría querido soltar el alarido de angustia que llegaría después. Y allí estaba aquella casa, sólo que no tenía puerta ni ventanas, únicamente un reloj en lo alto, que marcaba las cuatro menos cinco. Prokop supo de repente que cuando el minutero marcara la hora en punto, toda Praga saltaría por los aires. «¿Quién me ha quitado la krakatita?», bramó Prokop. Intentó trepar por la pared para detener la manilla del reloj en el último minuto; brincaba y clavaba las uñas en el revoque, pero se escurría hacia abajo dejando en la pared unos arañazos alargados. Aullando de terror, voló a buscar ayuda. Dio con las caballerizas; allí estaban la princesa y Carson, que hacían el amor con movimientos entrecortados, mecánicos, como dos muñecos sobre una estufa, impulsados por el aire caliente. Cuando se percataron de la presencia de Prokop, se cogieron de la mano y comenzaron a dar saltitos, rápido, rápido, cada vez más rápido.

Prokop levantó los ojos y vio a la princesa, inclinada sobre él con los labios apretados y los ojos llenos de angustia.

—Animales —musitó con lúgubre inquina, y a continuación cerró los ojos. El corazón le palpitaba a la misma velocidad desquiciada a la que aquellos dos bailoteaban. Los ojos le escocían por el sudor, cuyo sabor salado podía sentir en su boca; tenía la lengua adherida al paladar y la garganta pegajosa por la sequedad de la sed.

—¿Quieres algo? —preguntó la princesa muy, muy cerca.

Prokop sacudió la cabeza a modo de negación. La princesa pensó que estaba durmiendo otra vez, pero tras un instante se oyó de nuevo su voz ronca:

—¿Dónde está el sobre? —La princesa supuso que sólo estaba farfullando en sueños y no respondió—. ¿Dónde está el sobre? —repitió frunciendo el ceño imperiosamente.

—Aquí está, aquí —dijo de inmediato la princesa, introduciéndole entre los dedos el primer pedazo de papel que tenía a mano. Prokop lo estrujó con brusquedad y lo tiró.

—Éste no es. Yo... yo quiero mi sobre. Yo... yo... yo quiero mi sobre.

Repetía aquella frase sin parar, enfurecido, de modo que la princesa llamó a Paul. Paul recordó cierto sobre abultado, mugriento y atado con una cuerda. ¿Dónde estaba? ¡Rápido! Lo encontró en la mesilla de noche: ¡allí estaba, ahá! Prokop se aferró a él con ambas manos y lo apretujó contra el pecho; se tranquilizó y se durmió como un tronco. A las tres horas estaba cubierto otra vez de abundante sudor, tan debilitado que apenas podía respirar. La princesa alarmó al consejo médico. La temperatura había disminuido, ciento siete pulsaciones, el pulso filiforme; pretendían inyectarle alcanfor sin más demora, pero el médico rural del lugar, que se sentía provinciano y cohibido entre aquellas eminencias, dijo que él nunca despertaba a los pacientes.

—Así al menos duermen durante el exitus, ¿no? —murmuró un famoso especialista—. Está en lo correcto.

La princesa, totalmente abatida, fue a echarse durante una hora cuando le aseguraron que era inminente, etcétera, etcétera; y junto al paciente quedó el doctor Krafft, tras prometerle a la princesa que en una hora le enviaría un recado explicándole lo que había ocurrido y cómo se encontraba. No le envió ningún recado, por lo que la princesa, intranquila, fue a echar un vistazo. Encontró a Krafft de pie en medio de la habitación, agitando los brazos y soltando un sermón sobre la telepatía, apelando a Richet, a James y a dios sabe quién más. Prokop lo escuchaba con ojos serenos y de vez en cuando lo azuzaba con las objeciones propias de un incrédulo cientifista y limitado.

—Lo he resucitado, princesa —gritaba Krafft olvidándose de todo—. He concentrado toda mi voluntad en su curación; he... he hecho así con las manos sobre él, ¿sabe? Emanación de fuerza ódica. Pero es agotador, ¡uf! Estoy hecho polvo — anunció, y se bebió de golpe un vaso entero de queroseno para lavar las vendas, confundiéndolo seguramente con vino, tal era su emoción ante el éxito obtenido—. Diga —gritó—, ¿le he sanado o no?

—Me ha sanado —dijo Prokop con afable ironía.

El doctor Krafft se derrumbó sobre un sillón.

—No creía que tuviera un aura tan intensa —suspiró satisfecho—. ¿Quiere que le imponga de nuevo las manos?

La princesa miraba alternativamente a uno y a otro boquiabierta, se ruborizó por completo, empezó a reírse, de repente se le empañaron los ojos, acarició el cráneo pelirrojo de Krafft y salió corriendo.

—Las mujeres no resisten nada —constató orgulloso Krafft—. ¿Ve?, yo estoy la mar de tranquilo. Podía sentir cómo emanaba el fluido de mis dedos. Seguro que se puede fotografiar, ¿sabe?, como ultraradiación.

Llegaron las eminencias; ante todo echaron de allí a Krafft, a pesar de sus protestas, y tomaron de nuevo la temperatura, el pulso y todo lo posible. La temperatura algo más alta, el pulso noventa y seis, el paciente tenía apetito; vaya, era un giro considerable. Tras esto las eminencias se trasladaron a la otra ala de palacio, donde también hacían falta, puesto que la princesa ardía en una fiebre de casi cuarenta grados, derrumbada del todo tras sesenta horas de vigilia; aparte de eso una fuerte anemia y una serie de enfermedades, incluido un foco de tuberculosis descuidado.

Un día después, Prokop ya estaba sentado en la cama y recibía visitas con gran solemnidad. La aristocracia se fue retirando, tan sólo el obeso cousin remoloneaba, aburrido y deshecho en suspiros. Acudió corriendo Carson, algo azorado, pero todo salió bien: Prokop no hizo referencia a nada de lo ocurrido, y finalmente Carson le espetó que aquellos horribles explosivos que Prokop había estado fabricando en los últimos días habían resultado ser, tras experimentar con ellos, tan explosivos como el serrín; en resumen... en resumen, Prokop debía de tener una fiebre de aúpa cuando los elaboró. El paciente recibió la noticia con tranquilidad, y después de un rato se echó a reír.

—Ya ve —dijo con buena intención—, a pesar de eso conseguí asustarles de lo lindo.

—Pues sí —reconoció Carson de buena gana—. En la vida había temido así por mí mismo y por la fábrica.

Krafft se arrastró hasta allí lívido y abatido. Aquella noche la había pasado celebrando su milagroso fluido con grandes libaciones de vino, y ahora estaba en un estado atroz. Se lamentó de haber ahogado toda su fuerza ódica, y se hizo el propósito de atenerse, desde aquel mismo momento, a la ascesis india según los preceptos del yoga.

Fue a verlo también oncle Charles, fue très aimable y refinadamente reservado. Prokop le estaba agradecido, ya que le bon prince había logrado encontrar un tono agradable, como el de hacía un mes, le trataba de usted y relataba de forma amena sus experiencias. Tan sólo cuando la conversación hacía referencia, remotamente, a la princesa, se cernía sobre ellos una cierta turbación.

Mientras tanto, en la otra ala, la princesa tosía con una tos seca y dolorosa, y recibía cada media hora a Paul, que estaba obligado a contarle lo que hacía Prokop, qué había comido, quién estaba en su cuarto.

Aún regresaron las fiebres con sus pesadillas. Prokop veía un oscuro cobertizo con infinitas hileras de barriles llenos de krakatita; delante del cobertizo se paseaba un soldadito armado, de aquí para allá, de aquí para allá. Nada más, pero era aterrador. O soñaba que estaba de nuevo en la guerra: ante él campos inmensos cubiertos de cadáveres. Todos estaban muertos, también él, que se había quedado pegado al suelo por el hielo. El señor Carson avanzaba trastabillando por encima de los cadáveres, iba echando pestes entre dientes y mirando impaciente el reloj. Por el lado contrario, con sacudidas y aspavientos, se acercaba el tullido Hagen; se abría paso sorprendentemente rápido, brincaba como un saltamontes y chirriaba con cada uno de sus convulsos movimientos. Carson lo saludó indolente y le dijo algo. Prokop aguzó el oído; en vano, dado que no pudo escuchar ni una palabra. Quizás se lo llevaría el viento. Hagen señaló con su larguísima y esquelética mano hacia el horizonte. ¿De qué estarían hablando? Hagen se giró, introdujo la mano en la boca y extrajo de ella una dentadura equina amarilla con mandíbula incluida; en lugar de boca tenía un hundido agujero negro que se reía con mudas carcajadas. Con la otra mano se desencajó de la cuenca un enorme globo ocular, y, sosteniéndolo entre los dedos, lo colocó muy cerca del rostro de los caídos. La dentadura amarilla, que tenía en la otra mano, comenzó a contar, graznando: «Diecisiete mil ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés». Prokop no podía darse la vuelta porque estaba muerto. El horripilante globo ocular, cubierto de sangre, clavó su mirada por encima del rostro de Prokop; la dentadura de caballo graznó «diecisiete mil ciento veintinueve», y chasqueó los dientes. Entonces Hagen se perdió ya en la distancia, sin parar de contar, y apareció saltando sobre los cadáveres la princesa, con la falda arremangada de forma impúdica, muy por encima del filo de sus medias. Se aproximó a Prokop agitando en su mano un bunchuk tártaro, como si fuera una fusta. Se detuvo ante Prokop, le empezó a hacer cosquillas en la nariz con el bunchuk y a darle pataditas con la punta del pie en la cabeza, como si comprobara si estaba muerto. Le chorreaba la sangre por la cara a pesar de que estaba realmente muerto, tan muerto que sentía dentro de sí el corazón congelado por completo. Sin embargo, no podía soportar mirar las esbeltas piernas de la princesa.

—Amor mío, amor mío —susurraba mientras dejaba caer la falda con un movimiento lento, se arrodillaba junto a la cabeza de Prokop y recorría su pecho con las palmas de las manos, suavemente.

De repente la princesa le arrebató del bolsillo el sobre abultado y atado con un cordel, se levantó de un salto, lo rompió en pedazos con saña y lo lanzó al aire. Después, con los brazos extendidos, comenzó a dar vueltas sobre sí misma y a girar, a girar pisoteando a los muertos, hasta esfumarse en la oscuridad de la noche.

XLIII

No había visto a la princesa desde que ella estaba en cama; únicamente le había enviado, a diario, unas cuantas cartas, breves y apasionadas, que callaban más de lo que decían. Sabía por Paul que estaba algo enferma pero que había vuelto a pasear por sus aposentos. Prokop no podía entender por qué no venía a visitarlo; él mismo estaba ya fuera de la cama y esperaba que lo llamara para verlo al menos durante un minuto.

No sabía que ella entretanto escupía sangre debido a la caverna tuberculosa que se le había abierto, con carácter agudo. La princesa no se lo había escrito; parecía que la aterraba que pudiera resultarle repugnante, que las huellas de sus antiguos besos pudieran quemar los labios de Prokop. Pero sobre todo, sobre todo, se horrorizaba al pensar que no podría contenerse y que lo besaría incluso ahora, con esos labios febriles. Prokop no sospechaba que en sus propios esputos los doctores habían encontrado indicios de infección, lo cual había llevado a la princesa a la desesperación por la culpabilidad y la angustia. No sabía absolutamente nada, lo enfurecía que dieran tantos rodeos, cuando ya casi se sentía recuperado, y lo estremecía un gélido espanto cuando pasaba otro día sin que la princesa manifestara ningún deseo de verlo. «Se ha cansado de mí», se le ocurrió; «nunca he sido para ella más que un capricho pasajero». Sospechaba de ella por todo tipo de cosas, no quería humillarse insistiendo él mismo en concertar un encuentro, apenas le escribía y simplemente esperaba sentado en el sillón, con las manos y los pies medio congelados, a que ella llegara, a que le mandara un recado, a que ocurriera algo.

En los días soleados tenía ya permitido salir a pasear por el parque otoñal, sentarse al sol envuelto en mantas. Le gustaría deshacerse de ellas y vagar junto al estanque con sus oscuros pensamientos, pero siempre estaba allí Krafft, o Paul, o Holz, o el propio Rohn, el afable y meditabundo poeta Charles, que tenía algo en la punta de la lengua, algo que nunca llegó a decir. En lugar de ello reflexionaba sobre la Ciencia, sobre el talento individual, sobre el éxito y el heroísmo, y miles de cosas más. Prokop lo escuchaba a medias; tenía la impresión de que le bon prince hacía un esfuerzo extraordinario por atraer su atención, dios sabría por qué, hacia un elevado sentimiento de ambición.

Sin más ni más, recibió una nota confusa de parte de la princesa, en la que le pedía que se cuidara y que no fuera tímido; y a continuación Rohn trajo a su cuarto a un anciano lacónico en el que todo delataba su condición de oficial vestido de civil. El caballero de pocas palabras hizo unas cuantas preguntas a Prokop sobre lo que tenía planeado hacer en el futuro. Prokop, algo molesto por el tono, respondió con brusquedad y aires de gran señor que se disponía a sacar provecho de sus descubrimientos.

—¿Descubrimientos de carácter militar?

—No soy militar.

—¿Su edad?

—Treinta y ocho.

—¿Ocupación?

—Ninguna. ¿Y la suya?

La confusión se apoderó del seco caballero.

—¿Tiene usted intención de vender sus descubrimientos?

—No. —Sentía que estaba siendo interrogado e investigado de forma oficial. Aquello lo aburría, cincelaba respuestas breves y sólo de cuando en cuando se dignaba a dejar caer una pizca de su erudición o un puñado de cálculos de balística, al ver que aquello causaba a Rohn una extraña alegría. Ciertamente, le bon prince tenía el rostro iluminado y no paraba de mirar al caballero como preguntándole: «Y bien, ¿qué me dice de este prodigio?». El caballero lacónico, sin embargo, no dijo nada, y por fin se despidió amablemente.

Al día siguiente, por la mañana temprano, llegó Carson a toda prisa, frotándose las manos emocionado y con aspecto tremendamente serio. No paraba de parlotear sin ton ni son y de sondearlo. Dejaba caer palabrillas imprecisas, como «futuro», «carrera» o «éxito fabuloso»; no quiso decir más, y Prokop, por su parte, tampoco quiso preguntar. Después llegó una carta de la princesa, escrita en un tono grave y extraño: «Prokop, hoy te verás obligado a tomar una decisión. Yo ya la he tomado y no lo lamento. Prokop, en estos últimos instantes te aseguro que te amo y que te esperaré el tiempo que haga falta. Aunque tuviéramos que distanciarnos durante un tiempo (y así debe ser, porque tu esposa no puede ser tu amante), aunque nos separaran durante años, seré tu obediente prometida. Sólo el mero hecho de serlo, sólo eso, supone tal felicidad para mí, que no puedo expresarlo con palabras. Camino por la habitación como ebria y balbuceo tu nombre. Amor mío, amor mío, no puedes ni imaginar lo infeliz que he sido desde el momento en que nos ha ocurrido esto. Y ahora haz lo necesario para que pueda llamarme de verdad Tu W.».

Prokop no comprendía aquello muy bien; lo leyó un sinnúmero de veces y sencillamente no podía creer que la princesa quisiera decir, sencilla y llanamente... Quiso echar a correr hacia su cuarto, pero la una terrible confusión lo paralizaba. «Quizá sea sólo un estallido de emociones femenino que no se debe tomar al pie de la letra y que no alcanzo a comprender en absoluto. ¿Qué sabes tú de ella?». Mientras meditaba, vino a visitarlo oncle Charles acompañado de Carson. Ambos tenían un aire tan... oficial y ceremonioso que a Prokop le dio un vuelco el corazón: «Vienen a decirme que me trasladan a la fortaleza; la princesa ha tramado algo y no tiene buena pinta». Buscó un arma con la mirada, por si se llegara a la violencia; escogió un pisapapeles de mármol y tomó asiento, sobreponiéndose a las palpitaciones de su corazón.

Oncle Rohn miraba a Carson, y Carson a Rohn, ambos preguntándose mutuamente sin palabras quién iba a empezar. De modo que comenzó oncle Rohn.

—Lo que le vamos a decir es... hasta cierto punto... indudable... —Se trataba de las famosas divagaciones de Rohn; pero en seguida recuperó fuerzas y afrontó la cuestión con valentía—: Querido amigo, lo que le vamos a decir es un asunto muy serio y... que requiere la mayor discreción. No revierte únicamente en tu interés que lo lleves a cabo... más bien al contrario... En resumen, ha sido en primer lugar idea de ella y... en lo que a mí respecta, después de madurarla... Por otra parte, a ella no se le pueden marcar límites: es terca... y apasionada. Aparte de este hecho, por lo que parece, se le ha metido en la cabeza... Resumiendo, es mejor para ambas partes encontrar una salida digna —soltó con alivio—. El señor director te lo explicará.

Carson, o sea, el señor director, se puso las gafas, despacio y ceremonioso; tenía un aspecto inquietantemente grave, totalmente diferente al que había tenido hasta ahora.

—Es un honor para mí —comenzó—, transmitirle los deseos... de nuestras élites militares de que ingrese en el cuerpo de nuestro ejército. Es decir, por supuesto a los servicios técnicos especializados que siguen la misma dirección de trabajo que usted, y esto de forma inmediata y con rango, por decirlo de algún modo... Quiero decir que no es en absoluto costumbre activar en el ejercicio militar (salvo en caso de enfrentamiento bélico) a especialistas civiles, pero en nuestro caso (en vista de que la situación actual no se diferencia demasiado de una guerra), teniendo en cuenta su relevancia, realmente extraordinaria, y en las circunstancias actuales aún más acentuada, y... considerando de modo individual su situación, excepcional, o por decirlo con más precisión, sus... sus compromisos, sumamente personales...

—¿Qué compromisos? —lo interrumpió Prokop con voz ronca.

—Bueno —balbuceó Carson algo turbado—, quiero decir... su interés, su relación...

—Yo no les he confesado ningún tipo de interés —lo despachó Prokop bruscamente.

—Jaja —le espetó el señor Carson como reanimado por esa grosería—, está claro que no; tampoco ha hecho falta. Amiguito, tampoco hemos hecho gala de ello aquí arriba, ¿verdad? Claro que no. Sencillamente consideraciones personales, y punto. Una intervención influyente, ¿sabe? Además de eso es usted extranjero... Pero incluso este tema se ha solucionado —añadió de inmediato—. Basta con que presente la solicitud para que se le conceda la ciudadanía de nuestro estado.

—Ahá.

—¿Qué ha querido decir?

—Nada, sólo ahá.

—Ahá. Y eso es todo, ¿no? Decía que basta con presentar una solicitud oficial y... aparte de eso... Bueno, comprenderá que... que hacen falta ciertas garantías, ¿no? Debe hacer algo para merecer el honor que se le otorga... por sus servicios extraordinarios, ¿verdad? Se da por hecho que... que entregará a la comandancia de nuestro ejército... ¿Entiende?, que le entregará... —Se hizo un silencio aterrador. Le bon prince miraba por la ventana, los ojos de Carson desaparecieron tras el centelleo de los lentes, y Prokop tenía el corazón aprisionado por la angustia—. ... Es decir, que le entregará... simplemente entregará... —tartamudeó Carson, respirando a duras penas por la tensión.

—¿Qué?

Carson escribió una K mayúscula en el aire con uno de sus dedos.

—Nada más —suspiró aliviado—. Al día siguiente recibirá un decreto... su nombramiento en el cargo extraordinario de capitán del cuerpo de ingenieros zapadores... destinado a Balttin. Y listo. Sí.

—Es decir, sólo capitán por el momento —intervino oncle Charles—. No hemos podido conseguir más. Pero nos han garantizado que tan pronto como se declare una guerra, de modo inesperado...

—O sea, en un año —espetó Carson—, como mucho en un año.

—... tan pronto como se declare la guerra (sea cuando sea y contra quien sea) serás nombrado general del cuerpo de ingenieros zapadores... con el rango de general de caballería, y si por un casual cambiara (a consecuencia de la guerra) el sistema de gobierno, se le añadirá el título de Excelencia y... en resumen, en primer lugar, de barón. También en este sentido... se nos han dado... garantías desde los más altos cargos.

—¿Y quién les ha dicho que estaría dispuesto a hacerlo? —dijo Prokop, frío como el hielo.

—Pero por dios —exclamó Carson—, ¿quién no querría? A mí me han prometido el título de caballero. A mí estas cosas me dan igual; no lo hago por mí, lo hago por el mundo. Pero para usted esto tendría un significado especial.

—Entonces, ¿ustedes piensan —dijo Prokop muy despacio—, que les voy a entregar la krakatita así como así?

El señor Carson estuvo a punto de estallar, pero oncle Charles lo contuvo.

—Estamos convencidos —empezó a decir, muy serio—, de que harás lo que esté en tu mano o que... en todo caso... estarás dispuesto a sacrificar lo que haga falta para proteger a la princesa Hagen de esta situación ilícita... e insostenible. En circunstancias excepcionales... la princesa puede conceder su mano a un militar. Tan pronto como seas capitán, se regularizará vuestra relación..., un compromiso rigurosamente secreto; la princesa, sin embargo, se marchará y regresará cuando... cuando sea posible solicitar a un miembro de la familia real que sea su testigo de boda. Hasta ese momento... hasta ese momento depende de ti merecer un matrimonio del que seáis dignos tanto tú como la princesa. Dame la mano. No tienes que tomar ahora una decisión. Piensa detenidamente qué es lo que quieres hacer, cuál es tu obligación y qué has de sacrificar por ella. Podría apelar a tu ambición, pero le hablo sólo a tu corazón. Prokop, ella está sufriendo por encima de sus fuerzas y ha sacrificado por amor más que ninguna otra mujer. Tú también has sufrido; Prokop, tú sufres por tu conciencia. Pero no te presionaré, porque confío en ti. Sopésalo bien, y luego hazme saber...

El señor Carson asentía, verdadera y profundamente conmovido.

—Así es —dijo—. Aunque yo sólo sea un idiota, un viejo canalla, debo decir que... que... Ya se lo dije, esta mujer es de raza. Dios santo, uno puede verlo en seguida... —Se golpeó el pecho con el puño, sobre su corazón, y parpadeó emocionado—. Amigo, le estrangularía si... si no fuera digno de...

Prokop ya no lo escuchaba; se levantó de un salto y empezó a recorrer la habitación con el rostro crispado y descompuesto.

—Así que... así que debo hacerlo, ¿verdad? —decía entre dientes con voz ronca—. ¿Así que debo hacerlo? Bien, entonces, si debo hacerlo... ¡Me han cogido desprevenido! Yo no quería...

Oncle Rohn se levantó y le puso la mano en el hombro suavemente.

—Prokop —dijo—, has de decidir por ti mismo. No te acuciaremos: arregla cuentas con la parte mejor que hay en ti; apela a Dios, al amor, a tu conciencia o a tu honor. Tan sólo recuerda que no se trata únicamente de ti, sino también de la que te ama hasta tal punto que está dispuesta... a actuar... —Agitó la mano en un gesto de impotencia—. ¡Vámonos!

XLIV

Era un día encapotado y desapacible. La princesa tosía, tenía escalofríos y estaba ardiendo otra vez, presa de la fiebre, pero no era capaz de quedarse en la cama: esperaba la respuesta de Prokop. Echó un vistazo a través de la ventana para comprobar si había salido, y llamó de nuevo a Paul. Otra vez lo mismo: el señor ingeniero paseaba por su cuarto. ¿Y no decía nada? No, no decía nada. La princesa se paseaba de una pared a otra, arrastrándose, como si quisiera acompañar a Prokop; y de nuevo se sentaba y balanceaba todo su cuerpo para anestesiar aquella inquietud que le provocaba escalofríos.

¡Oh, ya no podía soportarlo! De golpe, se puso a escribirle una larga carta; le suplicaba que la tomara por esposa sin entregar nada a cambio, ninguno de sus secretos, nada de krakatita; le aseguraba que ella entraría en su vida y que sería su sierva, ocurriera lo que ocurriera. «Te amo tanto», escribía, «que ningún sacrificio que hiciera por ti sería suficiente. Sométeme a prueba, sé pobre y desconocido; me marcharé contigo como tu esposa, y nunca jamás podré regresar al mundo que he abandonado. Sé que me amas sólo un poco y en un rincón indeciso de tu corazón, pero te acostumbrarás a mí. He sido orgullosa, malvada e impulsiva. Pero he cambiado; camino entre mis antiguas posesiones como ajena a ellas, he dejado de ser...». Lo leyó y lo rompió en pedazos, entre sollozos ahogados. Era de noche, y seguían sin llegar noticias de Prokop.

«Quizás solicite audiencia él mismo», se le ocurrió a la princesa, y en un arranque de impaciencia mandó que la vistieran con traje de noche. Estaba de pie, disgustada, ante un enorme espejo, examinándose con ojos febriles, terriblemente insatisfecha con el peinado, con el vestido, con todo lo habido y por haber. Cubría sus mejillas calenturientas con capas y más capas de maquillaje, sentía escalofríos en sus brazos desnudos, se acicalaba con joyas: tenía la impresión de ser fea, insufrible y torpe.

—¿No ha venido Paul? —preguntaba cada dos por tres. Por fin llegó: nada nuevo; el señor Prokop estaba sentado a oscuras y no permitía que se encendiera la luz.

Era ya tarde; la princesa, infinitamente cansada, sentada frente al espejo, con el maquillaje descascarillándose en sus incandescentes mejillas, cenicienta, tenía las manos rígidas.

—Desvísteme —ordenó débilmente a la doncella. La muchacha, lozana y de aspecto bovino, le quitaba una joya tras otra, le desabrochó el vestido y le puso un peignoir. Y justo cuando se disponía a peinar su cabellera suelta, Prokop entró atropelladamente por la puerta sin ser anunciado. La princesa se quedó estupefacta y palideció aún más.

—Vete, Marie —murmuró, y cerró el peignoir sobre su pecho consumido—. ¿Por qué... has... venido?

Prokop se apoyó en el armario, lívido y con los ojos inyectados en sangre.

—Entonces —dijo ahogadamente—, éste era vuestro plan, ¿verdad? ¡Me habéis tendido una buena trampa!

La princesa se levantó como si la hubieran golpeado.

—¿Qué... qué... qué estás diciendo?

Prokop hizo rechinar los dientes.

—Sé muy bien lo que estoy diciendo. O sea, que se trataba de eso: de que... de que os entregara la krakatita, ¿verdad? Ellos preparan una guerra, y usted, ¡usted —dio un grito sordo—, usted es su herramienta! ¡Usted, con su amor! ¡Usted, con su matrimonio! ¡Usted, espía! Y yo, yo tenía que tragarme el anzuelo para que vosotros asesinarais, para que os vengarais...

La princesa se deslizó hasta el borde de la silla con los ojos, espantados, fuera de las órbitas; un terrible llanto sin lágrimas quebrantó su cuerpo. Prokop quiso abalanzarse sobre ella, pero la princesa lo detuvo haciendo un gesto con su rígida mano.

—¿Quién es usted? —masculló Prokop entre dientes—. ¿Es usted una princesa? ¿Quién la ha contratado? ¡Miserable, hazte cargo de que pretendías asesinar a miles y miles de personas, de que estabas ayudando a que borraran del mapa ciudades enteras y a que nuestro mundo, nuestro (y no vuestro) mundo fuera destruido! ¡Destruido, hecho pedazos, exterminado! ¿Por qué lo has hecho? —gritaba; cayó de rodillas y se arrastró hacia ella—. ¿Qué es lo que querías hacer?

La princesa se incorporó con el rostro atenazado por el horror y la repulsión, y retrocedió ante él. Prokop puso su cara en el sitio en el que ella había estado sentada y se echó a llorar con un llanto pesado, rudo, varonil. Ella estuvo a punto de agacharse junto a él, pero se dominó y se alejó aún más, apretando contra el pecho sus manos, retorcidas en un calambre.

—Así que, ¡eso —susurró—, eso es lo que piensas!

Un dolor encarnizado ahogaba a Prokop.

—¿Sabes acaso —gritó—, lo que es una guerra? ¿Sabes lo que es la krakatita? ¿Nunca se te ha ocurrido que soy una persona? ¡Y... y... te detesto! ¡Por eso fui amable contigo! Si entregara la krakatita, se acabaría todo de una vez; la princesa huiría y yo, yo... —Se levantó de un salto golpeándose la cabeza con los puños—. ¡Yo ya he deseado hacerlo! Un millón de vidas a cambio de... de... de... ¿Qué? ¿Le parece poco? ¡Dos millones de muertos! ¡Diez millones de muertos! Eso... eso... eso ya es un buen lote incluso para una princesa, ¿no? ¡Por eso ya merece la pena rebajarse un poco! ¡Seré imbécil! ¡Aaah —aulló—, puaj! ¡Me horroriza usted!

Tenía un aspecto terrible y monstruoso, con espumarajos alrededor de la boca, el rostro abotargado y los ojos de un desequilibrado, que vagaban en el nistagmo de la demencia. La princesa se arrimó a la pared, lívida, con los ojos desencajados y los labios torcidos por el terror.

—¡Vete —chilló—, vete de aquí!

—No temas —dijo Prokop ronqueando—, no voy a matarte. Siempre me has aterrado; incluso cuando..., incluso cuando eras mía, me horrorizabas y no podía confiar en ti... ni por un segundo. Y sin embargo, sin embargo te... No voy a matarte. Sé... sé bien lo que hago. Yo... yo... —Buscó algo, agarró un frasco de agua de colonia, derramó un buen chorro sobre sus manos y se lavó la frente—. ¡Ah, ah —suspiró—, ah, ahá! ¡No temas! No... no...

Se calmó un poco, se desplomó sobre una silla y se agarró la cabeza con las manos.

—Entonces —comenzó a decir de nuevo—, entonces... entonces podemos charlar, ¿verdad? Ya ve, estoy tranquilo. Ni siquiera... ni siquiera me tiemblan los dedos... —Alzó una mano para demostrarlo; temblaba que daba miedo mirarla—. Podemos... sin interrupciones, ¿verdad? Ya estoy completamente tranquilo. Puede adecentarse. Entonces... su tío me ha dicho que... que estoy obligado... que es una cuestión de honor facilitarle... subsanar... subsanar este desliz, y que por tanto debo... sencillamente debo... merecer un título... venderme para pagar... el sacrificio que usted... —La princesa hizo un esfuerzo, pálida como la muerte, para decir algo—. Espere —la detuvo—. Aún no he... Todos ustedes pensaban... y tienen su propio concepto del honor. Pues están muy equivocados. Yo no soy un caballero. Yo soy... hijo de un zapatero. Eso no importa, pero... soy un paria, ¿entiende? Un hombre bajo y ruin. No tengo honra. Podéis expulsarme como a un maleante, o trasladarme a la fortaleza. No lo haré. No os daré la krakatita. Podéis pensar..., quizás, que soy vil. Podría contarles... lo que pienso acerca de la guerra. Yo estuve en la guerra... vi los gases asfixiantes... y sé de lo que es capaz la gente. No os daré la krakatita. ¿Para qué voy a perder el tiempo explicándoselo? No lo entendería; es usted, simplemente, una princesa tártara, y demasiado en lo alto... Sólo quiero decirle que no lo haré, y que le agradezco humildemente el honor... Por otra parte, ya estoy prometido; aún no la conozco, pero nos hemos prometido... Ésta es otra de mis canalladas. Lamento no haber... sido en absoluto digno de su sacrificio.

La princesa se quedó de pie, como petrificada, clavando las uñas en la pared. Reinaba un silencio cruel, tan sólo se oía el rechinar de sus arañazos en medio de aquel insoportable mutismo. Prokop se incorporó a duras penas y con lentitud.

—¿Quiere decir algo?

—No —suspiró la princesa con los ojos obstinadamente fijos en el vacío. Estaba delgada como un muchacho en su peignoir entreabierto; Prokop se habría arrastrado por el suelo para besar sus trémulas rodillas. Se acercó a ella con las manos entrelazadas.

—Princesa —dijo con un nudo en la garganta—, ahora me deportarán... acusado de espionaje o algo por el estilo. Ya no intentaré defenderme. Ocurra lo que ocurra; estoy preparado. Sé que ya no la volveré a ver. ¿No va a decirme nada antes de que me marche?

Los labios de la princesa temblaban, pero no llegó a pronunciar palabra. ¡Oh, dios! ¿Por qué miraba así al vacío? Se acercó a ella.

—La he amado —salió de su boca—, la he amado más de lo que sería capaz de expresar con palabras. Soy un hombre bajo y tosco; pero ahora puedo decirle que... que la he amado de un modo diferente... y más. La tomé... me aferré a usted con la angustia de que no era mía, de que se me escaparía. Quise asegurarme... Nunca fui capaz de creerlo, y por eso... —Sin saber qué hacer, puso su mano en el hombro de la princesa; ella se estremeció bajo la fina tela del peignoir—. La he amado... hasta la desesperación...

Ella dirigió la mirada hacia Prokop.

—Amor mío —susurró la princesa, y una mortecina oleada de sangre recorrió su pálido rostro. Prokop se inclinó inmediatamente y besó sus labios temblorosos; ella no se resistió.

—¡Cómo puede ser, cómo puede ser —crujió Prokop los dientes—, que incluso ahora te amo! —Con sus extrañas zarpas la arrancó de la pared y la estrechó en sus brazos. Ella se sacudió con tanta violencia que, si él se lo hubiera permitido, se habría arrojado al suelo. Pero Prokop la agarró aún más firmemente, tambaleándose por la salvaje resistencia de la princesa. Se retorcía con los dientes apretados y las manos, crispadas, pegadas al pecho; el cabello, que ella mordía para acallar un grito, caía sobre su rostro; apartaba a Prokop, doblada por la cintura y revolviéndose como si sufriera un ataque de epilepsia. Aquello era absurdo y monstruoso. El único hecho del que era consciente Prokop era que no podía dejarla caer al suelo ni tumbar una silla, y que... que... ¿Qué haría si se le escabullera? ... Seguramente se le caería la cara de vergüenza. La arrastró hacia sí y hundió los labios en su melena suelta: encontró una frente afiebrada. La princesa apartó la cara con repugnancia e intentó desesperadamente aflojar las tenazas de los brazos de Prokop.

—La entregaré, entregaré la krakatita —escuchó Prokop su propia voz con estremecimiento—. La entregaré, ¿me oyes? ¡Entregaré todo! Una guerra, una nueva guerra, más millones de muertos. A mí... a mí... a mí me da todo igual. ¿Es lo que quieres? Pronuncia una sola palabra... ¡Te estoy diciendo que entregaré la krakatita! Te lo juro, yo... yo te jjju... Te amo, ¿me oyes? Que... que... ¡que sea lo que dios quiera! Y... y. si tuviera que perecer el mundo entero... ¡Te amo!

—Suéltame —gimió la princesa mientras se revolvía.

—No puedo —sollozó Prokop con el rostro hundido en su cabello—. Soy el más miserable de los hombres. He traicionado al mundo entero, a toda la humanidad. ¡Escúpeme a la cara, pero no me eches! ¿Por qué no puedo abandonarte? Entregaré la krakatita, ¿me oyes? He dado mi palabra. Pero ahora, ¡ahora déjame olvidar! ¿Dónde... dónde está tu boca? ¡Soy un canalla, pero bésame! Estoy per-perdi...

Comenzó a tambalearse como si fuera a caer. En ese momento la princesa pudo zafarse de él, braceando en el vacío; entonces giró la cabeza, se echó el pelo hacia atrás y le ofreció sus labios. Él la tomó en sus brazos, rígida y pasiva; besó su boca cerrada, sus ardientes mejillas, su cuello, sus ojos. Prokop sollozaba roncamente, y ella no se resistía, se dejaba llevar. Aterrado por la inerte pasividad de la princesa, la soltó mientras retrocedía. Ella se bamboleó, se pasó la mano por la frente, sonrió de un modo lastimero... y se abrazó a su cuello.

XLV

Permanecieron despiertos, acurrucados el uno junto al otro, con los ojos abiertos de par en par, contemplando la penumbra. Prokop podía sentir el corazón de la princesa latiendo febril. Ella no pronunció ni una palabra durante esas horas; lo besaba insaciable para desasirse de nuevo, colocaba un pañuelo entre sus labios y los de Prokop, como si temiera respirar sobre ellos. Ahora había vuelto la cabeza y miraba afiebrada la oscuridad...

Prokop se sentó y se abrazó las rodillas. «Sí, perdido, capturado en una trampa, esposado; he caído en manos de los filisteos. Y ahora que ocurra lo que tenga que ocurrir. Dejarás un arma en manos de individuos que harán uso de ella. Miles y miles de personas morirán. Así que mira, ¿no es eso que se extiende ante ti un campo infinito sembrado de ruinas? Esto solía ser una iglesia, y esto una casa; esto era una persona. Horrible es la fuerza y malvado todo lo que surge de ella. Maldita sea la fuerza, alma malvada y sin redención. Como la krakatita, como yo, como yo mismo».

»Creativa, laboriosa debilidad humana, todas las obras buenas y honradas vienen de ti; tu trabajo es ligar y unir, combinar las partes y mantener lo que está unido. ¡Maldita sea la mano que libera la fuerza! ¡Maldito sea aquél que altera el vínculo que ata a los elementos! La humanidad no es más que una barquichuela en medio de un océano de fuerzas; y tú, tú desencadenas tempestades nunca antes vistas...».

»Sí, yo desencadeno tempestades nunca antes vistas; entregaré la krakatita, elemento desatado, y se hará pedazos la barquichuela de la humanidad. Miles y miles de personas morirán. Naciones enteras serán exterminadas y ciudades borradas de la superficie de la tierra; no habrá límites para aquél que tenga en sus manos esta arma y depravación en su corazón. Tú lo has hecho posible. Qué espantosa es la pasión, krakatita del corazón humano; y malvado es todo lo que surge de ella».

Miró a la princesa... sin odio, desgarrado por un amor intranquilo y por la compasión. ¿En qué estaría pensando ella ahora, tan rígida y absorta? Se inclinó y la besó en un hombro. «Por esto es por lo que entrego la krakatita; la entregaré y me marcharé de aquí para no ser testigo del horror y la vergüenza de mi derrota. Pagaré un precio espantoso a cambio de mi amor, y me marcharé...».

Se estremeció de impotencia: «¿Es que me dejarán marchar? ¿Para qué les serviría la krakatita si puedo revelarle sus secretos a otros? ¡Aah, por eso me quieren atar de pies y manos para toda la vida! ¡Aah, por eso he de entregarles mi alma y mi cuerpo! Aquí, aquí permanecerás, encadenado con los grilletes de la pasión, y te estremecerás de horror ante esta mujer por toda la eternidad; te revolverás en un amor execrable e inventarás armas infernales... y serás su siervo...».

La princesa se giró hacia él con una mirada sin vida. Prokop estaba sentado sin mover un músculo; por su rostro rudo, tosco, se deslizaban las lágrimas. La princesa se incorporó apoyándose sobre los codos y observó los ojos de Prokop, obsesivos, dolorosamente inquisitivos; él no se dio cuenta, entornó los ojos y agonizó en la indolencia de la derrota. La princesa, entonces, se levantó sin hacer ruido, encendió una luz junto a su tocador y comenzó a vestirse.

Sobresaltado, volvió en sí con el chasquido que se produjo al dejar caer un peine. Observó con asombro cómo la princesa levantaba con ambas manos su melena suelta y la retorcía.

—Mañana... mañana la entregaré —susurró Prokop.

Ella no respondió; tenía las horquillas entre los labios y enrollaba con habilidad el cabello en un espeso casquete. Él no perdía detalle de cada uno de sus movimientos: la princesa se apresuraba febril, después se detenía de nuevo y miraba al suelo, luego asentía otra vez con la cabeza y se arreglaba aún más deprisa. Entonces se incorporó, se miró de cerca en el espejo, con atención, cubrió su rostro con maquillaje: como si allí no hubiera nadie más. Marchó a la habitación de al lado y regresó a medio vestir, metiéndose la falda por la cabeza. Volvió a tomar asiento y empezó a reflexionar, meciendo el cuerpo; después hizo un gesto afirmativo con la cabeza y pasó al guardarropa contiguo.

Prokop se levantó y se acercó en silencio al tocador de la princesa. ¡Dios, qué de cosas extrañas y delicadas! Frascos de esencias, bastoncitos, polvos, cremas, un sinnúmero de fruslerías... Así que he aquí el oficio artesano de las mujeres: ojos, sonrisa, aroma, un aroma intenso e insinuante... Los muñones de sus dedos temblaban excitados sobre aquellos objetos frágiles y misteriosos, como si tocaran algo prohibido.

La princesa entró por la puerta con un abrigo de cuero y un casco, también de cuero, en la cabeza, enfundándose unos enormes guantes.

—Prepárate —dijo la princesa en un tono inexpresivo—, nos vamos.

—¿A dónde?

—A donde quieras. Prepara lo que necesites, pero aprisa, ¡aprisa!

—¿Qué significa esto?

—Deja de preguntar. Ya no puedes quedarte aquí, ¿sabes? Ellos no te dejarán marchar tan fácilmente. ¿Vienes?

—¿Durante... durante cuánto tiempo?

—Para siempre.

A Prokop se le desbocó el corazón.

—No... no... ¡no me marcharé!

La princesa se aproximó a él y lo besó en la cara.

—Debes hacerlo —dijo en voz baja—. Te lo explicaré cuando estemos ya fuera. Ven a la entrada principal de palacio, pero rápido, mientras aún sea de noche. Ahora vete, ¡vete!

Prokop regresó a su cuarto como en un sueño; arrambló con todos sus papeles, sus valiosísimos apuntes incompletos, y echó un rápido vistazo: «¿Eso es todo? No, no me marcharé», se le pasó como un relámpago por la cabeza; dejó los papeles y corrió al exterior. Allí lo esperaba un enorme coche con las luces apagadas, que emitía un runruneo amortiguado; la princesa ya estaba sentada frente al volante.

—Rápido, rápido —murmuró—. ¿Está abierta la puerta principal?

—Sí —gruñó el chófer, medio dormido, mientras cerraba el capó.

Una sombra rodeó en la distancia el coche y se detuvo en medio de la oscuridad. Prokop se acercó a las puertas abiertas.

—Princesa —musitó—, he... decidido que... voy a entregar todo... y... voy a quedarme.

Ella no lo estaba escuchando; inclinada hacia delante, contemplaba fijamente el lugar en el que aquella sombra se había fundido con la oscuridad.

—Rápido —dijo de repente en voz baja; agarró a Prokop del brazo y lo arrastró al interior del coche, a su lado.

Y con un único golpe de palanca, el coche se puso en marcha. En aquel mismo instante se iluminó en palacio una ventana, y la sombra salió como una flecha de la oscuridad.

—¡Alto! —gritó, y se interpuso delante del coche: era Holz.

—¡Apártate! —chilló la princesa, que cerró los ojos y pisó el acelerador a fondo. Prokop levantó los brazos espantado: se oyó un bramido inhumano, la rueda pasó botando por encima de algo blando. Prokop estuvo a punto de saltar del coche, pero en ese momento el coche derrapó hacia un lado en el recodo de la entrada, haciendo que la puerta se cerrara por sí misma con gran estruendo, y aceleró de forma salvaje hacia la oscuridad. Se giró aterrado hacia la princesa; apenas la reconocía con aquel casco de cuero, la cara inclinada por encima del volante.

—¿Qué es lo que ha hecho? —exclamó.

—Cállate —siseó con brusquedad, todavía inclinada hacia delante.

Prokop distinguió en la distancia tres siluetas en medio de la carretera blanquecina. La princesa aminoró la marcha y se detuvo justo a su lado: era una patrulla militar.

—¿Por qué no tiene las luces encendidas? —la reprendió un soldado—. ¿Quién es usted?

—La princesa.

Los soldados saludaron colocando su mano junto al sombrero y se apartaron.

—¿Contraseña?

—Krakatita.

—Si tuviera la amabilidad de encender las luces. ¿Quién tiene el honor de ir con usted? El permiso, por favor.

—En seguida —dijo la princesa sin inmutarse y metiendo primera. El coche se puso en marcha con una sacudida; los soldados apenas tuvieron tiempo de apartarse de un salto.

—¡No disparéis! —gritó uno de ellos mientras el coche salía disparado hacia la oscuridad. En una curva la princesa giró rápidamente y condujo casi en sentido contrario. Se detuvo con suavidad ante las barreras levadizas que cortaban la carretera. Dos soldados se aproximaron al coche.

—¿Quién está de servicio? —preguntó la princesa con sequedad.

—El teniente Rohlauf —anunció un soldado.

—¡Avíselo!

El teniente Rohlauf salió corriendo de la garita abotonándose el uniforme.

—Buenas noches, Rohlauf —dijo amablemente—. ¿Qué tal está? Por favor, déjeme abrir.

Rohlauf se quedó de pie, muy respetuoso, pero escrutando receloso a Prokop.

—Con mucho gusto, pero... ¿tiene permiso el caballero?

La princesa se echó a reír.

—Se trata sólo de una apuesta, Rohlauf. Ir y volver a Brogel en treinta y cinco minutos. ¿No me cree? No me irá a hundir la apuesta... —Le dio la mano desde el coche tras quitarse rápidamente el guante—. Hasta la vista, ¿sí? Ya nos volveremos a ver en alguna ocasión.

Rohlauf entrechocó los talones y le besó la mano haciendo una profunda inclinación; los soldados levantaron las barreras y el coche se puso en marcha.

—¡Hasta la vista! —gritó la princesa mirando atrás.

Se precipitaron por una avenida sin fin. Aquí y allá centelleaba una lucecilla, en una aldea se oía el llanto de un niño, tras una valla un perro ladraba furioso al vertiginoso automóvil sin luces.

—¡Qué es lo que ha hecho! —gritó Prokop—. ¿Sabía que Holz tiene cinco hijos y una hermana tullida? Su vida... ¡vale diez veces más que la mía y la tuya! ¿Qué es lo que has hecho?

La princesa no respondió; prestaba atención a la carretera con el ceño fruncido y apretando los dientes, irguiéndose en ocasiones para ver mejor.

—¿A dónde quieres ir? —preguntó de repente en un cruce que se elevaba sobre aquella campiña sumida en un profundo sueño.

—Al infierno —hizo rechinar los dientes.

La princesa detuvo el coche y se volvió hacia él con gesto serio:

—¡No digas eso! ¿Es que crees que no me han entrado ganas cientos de veces de estrellarnos los dos contra un muro? No creas, iríamos ambos al infierno. Ahora sé bien que existe el infierno. ¿A dónde quieres ir?

—Quiero... estar contigo.

Ella negó con la cabeza.

—No es posible. ¿Acaso no recuerdas lo que dijiste? Tú ya te has prometido y... quieres salvar el mundo de algo espantoso. Así que hazlo. Debes tener tu conciencia tranquila; de lo contrario... de lo contrario te transformas en un ser malvado. Y yo ya no puedo... —Acarició el volante con la mano—. ¿A dónde quieres ir? ¿Dónde está tu casa?

Prokop la agarró por las muñecas con todas sus fuerzas.

—¡Ha-has matado a Holz! ¿Es que no sabes...?

—¿Crees acaso que yo no lo he sentido? Era como si los huesos se rompieran con un chasquido en mi interior; no dejo de verlo, delante de mí, y yo, sin dejar de conducir el coche hacia él, y entonces se interpone en mi camino... —Un temblor recorrió el cuerpo de la princesa—. Entonces, ¿por dónde? ¿A la derecha o a la izquierda?

—Así que, ¿esto es el fin? —preguntó en voz baja.

Ella asintió con la cabeza:

—Así que esto es el fin.

Prokop abrió la puerta, salió del coche y se colocó delante de las ruedas.

—Adelante —dijo con voz ronca—. Atropéllame.

Ella hizo retroceder el coche dos pasos.

—Ven, debemos continuar. Te acercaré al menos hasta la frontera. ¿A dónde quieres ir?

—De vuelta —crujió los dientes—, de vuelta, contigo.

—Conmigo es imposible... ni hacia adelante ni de vuelta. ¿Es que no me has entendido? Debo hacer esto para que veas, para que estés seguro de que te amaba. ¿Crees que soportaría escuchar una vez más lo que me has dicho? No puedes regresar: o bien te verías obligado a entregar lo que... ni quieres ni debes entregar, o bien te trasladarían, y yo... —Dejó caer las manos sobre su regazo—. Lo ves, yo también he pensado en ello, en marcharme contigo... hacia adelante. Sería capaz, seguro que sería capaz, pero... Tú ya estás prometido; ve con ella. Vaya, nunca se me ocurrió preguntarte acerca de eso. Cuando una es princesa, piensa que está sola en el mundo. ¿La quieres? —Prokop la miró con ojos atormentados; a pesar de todo le resultaba imposible negar... —. Lo ves... —suspiró la princesa—. ¡Ni siquiera sabes mentir, amor mío! Pero compréndeme, cuando puse en orden mi cabeza... ¿Qué he sido para ti? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Pensabas en ella cuando me amabas? ¡Cómo debía de horrorizarte! No, no digas nada; no me arrebates la fuerza para decir estas últimas palabras. —Empezó a retorcerse las manos—. ¡Yo te amaba! ¡Te amaba tanto, querido, que... que habría hecho lo que fuera... y aún más... Pero tú, tú dudabas de ello de un modo tan espantoso, que finalmente has quebrantado también mi fe. ¿Te amo? No lo sé. Sería capaz de clavarme un cuchillo en el pecho ahora, al verte aquí, y querría morir, pero, ¿te amo? Ya... ya no lo sé. Y cuando... esta última vez... me estrechaste entre tus brazos, sentí... algo funesto en mí... y en ti. Olvida mis besos; eran... eran... impuros —dijo con un hilo de voz casi inaudible—. Debemos separarnos.

La princesa no lo miraba, no escuchó su respuesta. Pero, vaya, le temblaban los párpados, bajo ellos se estaba formando una lágrima que saltó, se deslizó rápidamente, se detuvo; y después la siguió otra. Lloraba sin emitir ni un solo sonido, con las manos sobre el volante. Cuando Prokop intentó acercarse a ella, retrocedió un trecho.

—Ya no eres Prokopokopak —susurró—, eres desgraciado, un hombre desgraciado. Mira, forcejeas con la cadena... como yo. Lo que nos unía era... un vínculo aciago; y sin embargo, cuando uno lo arranca, se siente... se siente como si todo su interior se marchara con él, incluso el corazón, incluso el alma... ¿Puede tener uno el alma pura cuando se queda tan vacío y yermo? —Las lágrimas brotaban aún más torrencialmente—. Te amaba, y ahora ya no te veré más. Apártate, apártate de mi camino, yo voy a dar la vuelta.

Prokop se quedó inmóvil, como petrificado. La princesa acercó el coche hasta él.

—Adiós, Prokop —dijo en voz baja, y emprendió el camino de vuelta por la carretera. Prokop echó a correr tras ella. Ella se deslizaba conduciendo marcha atrás el coche, más rápido, más rápido, cada vez más rápido; era como si fuera desapareciendo poco a poco.

XLVI

Se detuvo y, estremeciéndose de horror, aguzó el oído por si escuchaba el estrépito del coche al estrellarse en alguna curva de la carretera. ¿No era aquello el violento zumbido del motor en la distancia? ¿No era aquello el silencio terrible y mortal del fin? Fuera de sí, Prokop corrió tras ella por la carretera. Bajó corriendo la curva, hasta el pie de la cuesta: ni rastro del coche. Corrió de nuevo hacia arriba, buscando por las laderas; descendía arrastrándose, destrozándose las manos, hasta donde avistaba algo oscuro o algo brillante: era la maleza, o una piedra; y se encaramaba de nuevo hasta la carretera, dando trompicones, clavando la mirada en la oscuridad por si... por si hubiera en algún sitio un montón de chatarra, y bajo él...

Estaba de nuevo arriba, junto al cruce; justo allí se había ido perdiendo la princesa en la oscuridad. Se sentó en un hito. Silencio, un profundo silencio. «Frías estrellas de la madrugada, ¿ha pasado volando por algún sitio el oscuro meteoro de un coche? ¿Cómo es que no se oye nada, no canta ni un pájaro, no ladra ni un perro en la aldea, nada da señal de vida?». Todo había quedado inerte en medio del solemne silencio de la muerte. «Así que esto es el fin, el silencioso y glacial y tenebroso fin de todo: el vacío redondeado por la oscuridad y el silencio; el vacío, estancado y gélido. ¿En qué rincón podría esconderme para llenarlo con mi dolor? ¡Ojalá os empañarais, ojalá fuera el fin del mundo! Se abrirá la tierra, y en medio del estruendo producido por la fuerza hablará el Señor: "Te llevo de vuelta, criatura débil y doliente; tu alma era impura y has desencadenado fuerzas malignas. Mi amada criatura, te haré una cama a partir de la nada"».

Prokop empezó a temblar bajo la corona de espinas del cosmos. «De modo que nada significa el sufrimiento del hombre, que no tiene valor alguno; es un ovillo insignificante, una trémula burbuja en el fondo del vacío. Bien, bien; dices que el mundo es infinito, pero, ¡ojalá me muera!».

Al Este palideció el firmamento, clareaban gélidas la carretera y las rocas. «Mira, rodadas de coche, rodadas en el polvo inerte». Prokop se incorporó, rígido y aturdido, y se puso en marcha. Cuesta abajo, en dirección a Balttin.

Caminó sin pausa. Un pueblo, un paseo de serbales, un puentecillo sobre un río silencioso y oscuro. La niebla se estaba levantando y velaba el sol; de nuevo un día gris y frío, tejados rojos, un rojo rebaño de vacas. ¿A qué distancia podía estar Balttin? A sesenta o setenta kilómetros. Hojas secas, nada más que hojas secas.

Después del mediodía se sentó en un montón de gravilla; no podía continuar. Pasaba por allí un carro de labranza; el campesino se detuvo y miró a aquel hombre abatido.

—¿Quiere que lo lleve?

Prokop asintió agradecido y se sentó junto a él sin decir palabra. El carro se detuvo en una pequeña ciudad.

—Bueno, pues ya hemos llegado —dijo el campesino—. ¿A dónde se dirige exactamente?

Prokop se bajó y siguió caminando. ¿A qué distancia podía estar Balttin?

Empezó a llover, pero Prokop era incapaz de continuar y se sentó en la barandilla de un puente; por debajo pasaba un riachuelo, furibundo y espumeante. Por el lado contrario se aproximaba a toda velocidad un coche que aminoró la marcha en el puente y se detuvo; salió de él un caballero con un abrigo de piel de cabra que se dirigió a Prokop.

—¿De dónde ha salido? —Era el señor d'Hémon; cubría sus ojos tártaros con unas gafas de conducir, lo que le daba el aspecto de un enorme insecto peludo—. Voy a Balttin; le están buscando.

—¿A qué distancia está Balttin? —murmuró Prokop.

—A cuarenta kilómetros. ¿Para qué quiere ir allí? Han dictado una orden de arresto contra usted. Venga, le llevaré.

Prokop sacudió la cabeza a modo de negación.

—La princesa se ha marchado —dijo el señor d'Hémon en voz baja—. Esta mañana, con oncle Rohn. Sobre todo para que se olvide... cierto... asunto desagradable relacionado con un atropello...

—¿Ha muerto? —exclamó Prokop.

—Por el momento, no. Y en segundo lugar la princesa, como quizás ya sabe, está gravemente enferma de tuberculosis. Se la llevan a algún lugar de Italia.

—¿A dónde?

—No lo sé. Nadie lo sabe.

Prokop se levantó y empezó a tambalearse.

—Así que... así que...

—¿Viene conmigo?

—No-no sé. ¿A dónde?

—A donde quiera.

—Yo... yo querría... ir a Italia.

—Venga —el señor d'Hémon ayudó a Prokop a subir al coche, lo tapó con una piel y cerró dando un portazo. El coche se puso en marcha.

De nuevo se desplegaba ante él el paisaje, pero de un modo extraño, como en sueños y marcha atrás: la ciudad, el paseo de álamos, la gravilla, el puente, los serbales coralinos, el pueblo. El coche serpenteaba cuesta arriba resoplando, y allí estaba el cruce en el que se habían despedido. Prokop se incorporó y estuvo a punto de bajar del coche, pero el señor d'Hémon lo arrastró al interior, pisó el acelerador y metió cuarta.

Prokop cerró los ojos; ya no iban por la carretera, se habían elevado por el aire y volaban. El viento azotaba su rostro; podía sentir los golpes húmedos de las nubes, como si fueran trapos. Las explosiones del motor se fundían en un prolongado y profundo rugido. Abajo seguramente se estaría curvando la superficie de la tierra; pero Prokop temía abrir los ojos: no quería ver de nuevo aquellas avenidas flotantes. ¡Más rápido! ¡Perder el aliento! ¡Aún más rápido! Un cerco de horror y vértigo le oprimía el pecho; ya no podía respirar y tiritaba del placer que le producía aquella demencial caída en picado a través del espacio. El coche se deslizaba arriba y abajo; en algún lugar bajo sus pies se oía el griterío de la gente y el aullido de un perro. En otras ocasiones giraba, inclinado casi de lado, como si dieran vueltas en un torbellino. Y de nuevo, de nuevo vuelo en línea recta, velocidad en estado puro, la terrible y estrepitosa tiritera de la chirriante cuerda del arco del horizonte.

Abrió los ojos. Era un atardecer nebuloso; filas de luces se abrían paso en la penumbra, emergían las luces de una fábrica. El señor d'Hémon enredó el coche a través de una madeja de calles, deslizándose por unos suburbios semejantes a unas ruinas, para salir de nuevo a campo abierto. El coche arrastraba ante sí las largas antenas de las luces, palpando los excrementos, el barro, las piedras; silbaba en las curvas, explotaba en un cañoneo ininterrumpido y se precipitaba por la larga banda que conformaba la carretera, como si la fuera enrollando. A derecha e izquierda zigzagueaba un angosto valle entre las montañas; el coche penetraba en él, desaparecía en los bosques, ascendía en espiral con estruendo y descendía en picado hacia otro valle. Un pueblo exhalaba discos de luz en la espesa niebla. El coche pasaba volando, rugiendo y arrojando tras de sí borbotones de chispas, se inclinaba, se deslizaba, giraba en espiral hacia arriba, arriba, arriba, saltaba por encima de algo y caía. ¡Stop!

Se detuvieron en medio de la más tenebrosa oscuridad. No, había allí una casita. El señor d'Hémon se apeó entre gruñidos, llamó a la puerta en intercambió unas palabras con algunas personas. Después de un rato regresó con una regadera de agua que vertió sobre el siseante refrigerador del coche; a la luz deslumbrante de los focos parecía, con su abrigo de piel, un diablo salido de un cuento infantil. Rodeó el coche, palpó los neumáticos, levantó el capó y dijo algo. Prokop se adormeció debido al extremo cansancio. Después se apoderó de nuevo de él aquel rítmico traqueteo sin fin. Dormía en un rincón del coche y durante horas no fue consciente de nada, de nada más que aquel vaivén traqueteante. Se despertó cuando el coche se detuvo ante un hotel iluminado, en el aire cortante de las montañas, entre placas de nieve. Volvió en sí, totalmente entumecido y derrengado.

—Esto... esto no es Italia —tartamudeó sorprendido.

—Todavía no —dijo el señor d'Hémon—. Pero ahora venga a comer algo.

Condujo a Prokop, cegado por tanta luz, hasta un comedor individual: un mantel blanco como la nieve, plata, calor, un camarero que parecía un embajador. El señor d'Hémon ni siquiera se sentó; se paseaba por el comedor y se miraba las yemas de los dedos. Prokop, aturdido y somnoliento, se dejó caer en una silla; le era totalmente indiferente comer o no comer. Sin embargo, sorbió un consomé caliente, hurgó en un par de platos de comida, sujetando a duras penas el tenedor, giró entre sus dedos una copa de vino y se achicharró las entrañas con el ardiente amargor del café. El señor d'Hémon no se sentó en absoluto; seguía paseándose por la habitación e ingiriendo unos cuantos bocados sobre la marcha. Cuando Prokop estuvo listo, le dio un puro y se lo encendió.

—Bien —dijo—, y ahora al grano. Desde este mismo instante —empezó a decir mientras se paseaba—, seré para usted sencillamente... el camarada Daimon. Le introduciré en nuestro círculo, no está lejos de aquí. No debe tomárselos muy en serio: son en parte desperados, proscritos y fugitivos barridos de todos los confines del mundo, en parte idealistas, palabreros, diletantes que pretenden salvar el mundo y doctrinarios. No debe hacer preguntas sobre el programa; son mero material que ponemos en juego..., en nuestro juego. Lo importante es que podemos poner a su disposición una organización internacional, ramificada y hasta ahora secreta, que tiene células en todas partes. Nuestro único programa es la acción directa. Para ello nos ganaremos a todos sin excepción; en cualquier caso, ya la están pidiendo a gritos, como un juguete nuevo. Por lo demás, «la nueva línea de acción» y «la destrucción dentro de las cabezas» tendrá para ellos un encanto irresistible; después de los primeros éxitos le seguirán como ovejas, especialmente si elimina de la cúpula directiva a aquéllos que yo le indique.

Hablaba con suavidad, como un orador experimentado, es decir, pensando entretanto en algo diferente, y con una seguridad apabullante que no dejaba lugar al rechazo o a las dudas. A Prokop le pareció que ya lo había escuchado antes.

—Su situación es única —continuó hablando sin dejar de caminar por la habitación—. Ha rechazado la oferta de un gobierno; ha actuado usted como un hombre sensato. ¿Qué puedo prometerle yo en comparación con lo que puede coger usted mismo? Estaría usted loco si dejara escapar de sus manos esa sustancia. Tiene en sus manos el instrumento que le permitirá borrar de la faz de la tierra a todas las potencias mundiales. Yo le facilitaré un préstamo ilimitado. ¿Quiere cincuenta o cien millones de libras? Puede tenerlas en una semana. A mí me basta con que sea usted hasta ahora el propietario exclusivo de la krakatita. Por el momento tenemos en poder de nuestra gente noventa y cinco gramos; se los trajo ese camarada sajón de Balttin. Pero esos idiotas no tienen ni idea de sus conocimientos químicos. La guardan como una reliquia en una cajita de porcelana y unas tres veces por semana están a punto de liarse a palos por decidir qué edificio del mundo van a hacer saltar por los aires con ella. Pero ya los escuchará. Por esa parte no tiene nada que temer. En Balttin no ha quedado ni pizca de krakatita. Parece que el señor Tomeš está a punto de abandonar sus experimentos...

—¿Dónde está Jirka... Jirka Tomeš? —dejó escapar Prokop.

—En la fábrica de explosivos de Grottup. Allí ya están más que hartos de él y de sus eternas promesas. Y si por un casual finalmente diera con la fórmula, no podrá alegrarse por mucho tiempo. Eso se lo garantizo yo. Resumiendo, la krakatita la tendrá en su poder únicamente usted, y no se la entregará a nadie. Tendrá a su disposición material humano y todas las ramificaciones de nuestra organización. Yo le daré una imprenta que pago de mi bolsillo. Y, finalmente, estará a su servicio lo que los periódicos llaman «estación de radio secreta», o sea, nuestra estación de radiocomunicaciones sin hilo ilegal, que mediante las llamadas antiondas o chispas extintoras provocará la desintegración de su krakatita desde una distancia de dos mil, e incluso tres mil kilómetros. Ésas son sus cartas. ¿Va a jugar la partida?

—¿Qué... qué... qué quiere decir con eso? —dijo Prokop—. ¿Qué se supone que tengo que hacer con eso?

El camarada Daimon se quedó quieto y miró fijamente a Prokop.

—Hará usted lo que quiera. Hará grandes cosas. ¿Quién más podría darle órdenes?

XLVII

Daimon acercó una silla a Prokop y se sentó.

—Sí —empezó a decir ensimismado—, es incluso incomprensible. En toda la historia no ha existido un caso análogo al poder que usted tiene en sus manos. Conquistará el mundo con un puñado de personas, como Cortés conquistó América. No, ése no es el ejemplo adecuado. Con la krakatita y la estación tendrá en jaque al mundo entero. Es extraño, pero es así. Basta un puñado de polvo blanco, y en el segundo establecido volará por los aires lo que usted ordene. ¿Quién podría evitarlo? De facto, es usted el amo absoluto del mundo. Podrá dar órdenes sin que lo vea nadie. Es gracioso: puede usted bombardear desde aquí, me da igual, Portugal, o Suecia; en tres o cuatro días suplicarán la paz, y usted establecerá las compensaciones, las leyes, las fronteras, lo que se le ocurra. En estos instantes existe una única potencia, y es usted mismo.

¿Cree que estoy exagerando? Tengo aquí a unos chicos muy diligentes capaces de todo. Declare la guerra a Francia, por hacer la gracia. A media noche saltarán por los aires los ministerios, el Banque de France, correos, las centrales eléctricas, las estaciones de trenes y unos cuantos cuarteles. La noche siguiente el aeropuerto, los arsenales, los puentes ferroviarios, las fábricas de munición, los puertos, los faros y las carreteras. Por ahora tengo sólo siete aviones. Puede esparcir la krakatita por donde le plazca; después se conectará la estación, y hecho. ¿Qué? ¿No quiere probar?

Prokop se sentía como en un sueño.

—¡No! ¿Por qué habría de hacerlo?

Daimon se encogió de hombros.

—Porque puede. La fuerza... debe salir al exterior. ¿Debe hacerlo por usted un gobierno cuando puede llevarlo a cabo usted mismo? Yo sé todo lo que es capaz de lograr; en algún momento tendremos que empezar, para hacer el experimento. Le garantizo que le cogerá el gusto. ¿Quiere ser el soberano absoluto del mundo? Bien. ¿Quiere acabar con el mundo? Así sea. ¿Quiere concederle la gracia de obligarlo a aceptar la paz eterna, a Dios, un nuevo orden, la revolución, lo que sea? ¿Por qué no? Tan sólo póngase a ello, el programa es lo de menos; acabará haciendo únicamente aquello a lo que le obliguen las circunstancias creadas por usted mismo. Puede usted destruir bancos, reyes, el industrialismo, los ejércitos, la injusticia eterna o lo que le apetezca; total, ya se verá luego cómo se desarrollan las cosas. Empiece con cualquier cosa; luego todo funcionará por sí mismo. No busque analogías en la historia, no pregunte qué es lo que le está permitido. Su situación no tiene parangón: ni Gengis Khan ni Napoleón le dirán qué es lo que debe hacer ni dónde están los límites. Nadie puede aconsejarle; nadie puede hacerse una idea de lo desenfrenado de su poder. Debe permanecer solo si es que quiere llegar hasta el límite. No permita que se le acerque nadie que quiera imponerle unos límites o una dirección.

—¿Ni siquiera usted, Daimon? —dijo Prokop lleno de suspicacia.

—Ni siquiera yo. Yo estoy del lado de la fuerza. Soy viejo, experimentado y rico; no necesito más que el mero hecho de que ocurra algo y se precipite en la dirección que uno le marca. Mi viejo corazón se alegrará ante lo que usted acometa. Imagine lo más hermoso, lo más atrevido, lo más paradisíaco e impóngaselo al mundo con el derecho que le otorga su poder: esa visión ya me compensa el estar a su servicio.

—Deme la mano, Daimon —dijo Prokop lleno de recelo.

—No, le quemaría —sonrió Daimon—. Tengo una fiebre antigua, arcaica. ¿Qué es lo que quería decirle? Sí, la única opción de la fuerza es la violencia. La fuerza es la capacidad de imprimir movimiento a las cosas; al fin y al cabo no va a evitar que gire todo lo que le rodea. Acostúmbrese a eso por anticipado. Valore a las personas sólo como instrumentos del pensamiento que se le meta en la cabeza. Usted quiere hacer un bien que es irrealizable; como resultado de ello, se convertirá en una persona muy cruel. No se detenga ante nada, si quiere que triunfen grandes ideales. Por otra parte, incluso eso llegará de forma espontánea. Ahora le parece que es superior a sus fuerzas reinar (no sé en qué forma) sobre la tierra. Así sea. Pero no es superior a las fuerzas de sus instrumentos; su poder alcanza más allá que cualquier reflexión lúcida.

Organícese de tal forma que sea independiente de todo. Hoy mismo le propondré como candidato a la presidencia de la comisión de inteligencia. De este modo, en la práctica tendrá en sus manos la estación extintora, que, por otra parte, se ha instalado en un edificio que es de mi propiedad. Dentro de un momento verá a nuestros ridículos camaradas; no los alarme con grandes planes. Están preparados para verle y le acogerán con entusiasmo. Les dirigirá unas cuantas frases sobre el bien de la humanidad o sobre lo que le dé la gana; en cualquier caso aquello degenerará en un caos de opiniones, más conocido como convicción política.

Decida usted mismo si asestará los primeros golpes en una dirección política o económica: es decir, si bombardeará primero edificios militares o fábricas y rutas de comunicación. La primera es más efectista, la segunda tiene mayor profundidad de alcance. Puede iniciar un ataque generalizado, global, o puede escoger un sector radial; elija una devastación anónima o una declaración de guerra pública y obviamente descabellada. No conozco sus gustos; por otra parte la forma no es lo importante, basta con que demuestre su poder. Es usted el juez supremo del mundo; juzgue a quien le plazca, nuestra gente ejecutará su sentencia. No cuente vidas; trabaja usted a lo grande, y en el mundo hay miles de millones de vidas.

Mire, yo soy industrial, periodista, banquero, político, todo lo que usted quiera; en resumen, estoy acostumbrado a calcular, a observar las circunstancias y a especular con posibilidades limitadas. Justo por eso debo decirle (y éste es el único consejo que le daré antes de que asuma el poder): no calcule y no mire hacia atrás. En cuanto miras hacia atrás una vez, te conviertes en una estatua llorosa, como la mujer de Lot. Yo soy la razón y el cálculo; cuando miro hacia arriba, me gustaría diluirme en la sinrazón y lo incalculable. Todo lo que existe desciende irremediablemente desde el caos de lo ilimitado hacia la nada, pasando por el cálculo; toda gran fuerza es contraria a esta caída descendente; toda grandeza quiere convertirse en inconmensurabilidad. Toda fuerza que no desborda las antiguas fronteras ha sido malgastada. Se ha puesto en sus manos el poder de llevar a cabo cosas inconmensurables; ¿es usted digno de él o quiere hacer una chapuza? Yo, perro viejo, le digo: piense en hazañas descabelladas y desmesuradas, en dimensiones sin precedentes, en plusmarcas disparatadas de poder humano; la realidad le negará entre el cincuenta y el ochenta por ciento de todo gran plan, pero lo que quede será aún inconmensurable. Intente lo imposible para realizar al menos una posibilidad desconocida. Usted sabe lo grande que es la experimentación; de acuerdo, a todos los gobernantes del mundo les aterroriza la idea de tener que probar a hacer algo de otro modo, inaudito y opuesto; nada es más conservador que el gobierno del hombre. Usted será la primera persona del mundo que pueda tomar el mundo entero por su laboratorio. Ésta es la suprema tentación en la cima de la montaña: no te estoy dando todo lo que hay a tus pies para disfrute y placer del poder; se te ha dado para que lo conquistes, para que lo transformes y pruebes algo mejor que este miserable y cruel mundo. El mundo necesita, una y otra vez, un creador; pero un creador que no sea el amo y el soberano supremo es sólo un loco. Sus pensamientos serán órdenes; sus sueños serán cambios históricos. Incluso si no levantara más que su monumento, merece la pena. Acepte lo que es suyo.

Y ahora, vayámonos. Nos esperan.

XLVIII

Daimon encendió el motor y subió al coche.

—Llegaremos en seguida.

El coche descendía de la Montaña de la Tentación y se dirigía hacia un ancho valle; volaba a través de la silente noche, se coló a través de un tranquilo paso de montaña y se detuvo ante una espaciosa casa de madera entre alisos: tenía el aspecto de un antiguo molino. Daimon se apeó del coche y condujo a Prokop hacia una escalinata de madera; pero allí se interpuso en su camino un individuo con las solapas levantadas.

—¿Contraseña? —preguntó.

—¡Chitón! —bramó Daimon, y se quitó las gafas de conducir.

El individuo se apartó y Daimon corrió escaleras arriba. Entraron en un gran cuarto de techo bajo que parecía un aula escolar: dos filas de bancos, un podio, una tarima y una pizarra; sólo que aquello estaba lleno de humo, miasmas y gritos. Los bancos estaban repletos de gente con el sombrero puesto: todos discutían, en el podio chillaba un patilargo de barba pelirroja, tras la tarima, de pie, estaba un enjuto anciano quisquilloso que tocaba una campana furibundo. Daimon fue directamente al podio y se subió a él.

—¡Camaradas! —gritó, y su voz sonó de un modo inhumano, como la de una gaviota—. Os he traído a alguien. El camarada Krakatita.

Se hizo el silencio. Prokop se sentía atrapado y manoseado sin miramientos por cincuenta pares de ojos. Como si estuviera soñando, subió al podio y, sin ver nada, echó un vistazo a la habitación llena de humo.

—Krakatita, Krakatita. —Abajo se oía un zumbido que fue aumentando para convertirse en un grito—: ¡Krakatita! ¡Krakatita! ¡Krakatita!

De pie ante Prokop, una muchacha encantadoramente desgreñada le daba la mano:

—¡Salud, camarada!

Un breve pero caluroso apretón de manos, un ardor en los ojos que lo prometía todo; pero ya había allí otras veinte manos más: toscas, firmes y consumidas por el ardor, de una fría humedad y espirituales. Prokop se sentía atrapado en una cadena de manos que se lo iban pasando y apropiándose de él. «¡Krakatita, Krakatita!».

El anciano quisquilloso tocaba la campana como loco. Como aquello no ayudaba en absoluto, se abalanzó sobre Prokop y zarandeó su mano; tenía una mano consumida y enjuta, como de pergamino, y tras sus gafillas de zapatero resplandecía una enorme alegría. La multitud rugió de emoción y se calmó.

—Camaradas —habló el anciano—, habéis dado la bienvenida al camarada Krakatita... con espontánea alegría..., con espontánea e intensa alegría que... que quisiera expresar también desde el cargo de la presidencia. Sé bienvenido entre nosotros, camarada Krakatita. Damos también la bienvenida a nuestro presidente Daimon... y le damos las gracias. Ruego al camarada Krakatita que tome asiento... como invitado... en el podio presidencial. Los delegados, que den su opinión acerca de si debo presidir la reunión yo... o el presidente Daimon.

—¡Daimon!

—¡Mazaud!

—¡Daimon!

—¡Mazaud! ¡Mazaud!

—Al diablo con sus formalidades, Mazaud —bramó Daimon—. Presida y punto.

—La reunión continúa —gritó el anciano—. Tiene la palabra el delegado Peters.

El hombre de barba pelirroja tomó de nuevo la palabra; por lo que parecía, atacaba al Labour Party inglés, pero nadie lo escuchaba. Todos los ojos estaban fijos, de un modo casi material, en Prokop. Allí, en el rincón, los grandes ojos delirantes de un tuberculoso; la desorbitada mirada azulada de un tiparraco bigotudo; las gafas redondas y brillantes de un profesor que lo examinaba; unos ojillos peludos de erizo pestañeando desde una enorme maraña de pelos grises; ojos escrutadores, hostiles, hundidos, infantiles, benditos y abyectos. Prokop se deslizaba con la mirada por los bancos, que estaban de bote en bote, y se apartaba como si se quemara. Se topó con la mirada de la joven desgreñada; ésta se arqueó como si se dejara caer sobre un edredón, con un gesto ondulante e inconfundible. Fijó su mirada en una extraña cabeza calva, bajo la cual colgaba un abrigo estrecho: imposible saber si aquella criatura tenía veinte o cincuenta años; pero mientras resolvía el problema, la cabeza se llenó de arrugas con una amplia, entusiasta y agraciada sonrisa. Una mirada inquietaba a Prokop de forma obsesiva; la buscó entre todas las demás, pero no la encontró.

El delegado Peters finalizó su intervención entre tartamudeos y desapareció, todo ruborizado, en un banco. Todos los ojos asediaron a Prokop con una tensa e imperiosa expectación. El anciano Mazaud farfulló alguna formalidad y se inclinó hacia Daimon. Se hizo un silencio sin aliento, y Prokop se levantó sin saber lo que hacía.

—Tiene la palabra el camarada Krakatita —anunció Mazaud frotándose sus enjutas manitas.

Prokop echó un vistazo a su alrededor con ojos ebrios: «¿Qué es lo que debo hacer? ¿Hablar? ¿Por qué? ¿Quién es esta gente?...». Se topó con los ojos de ciervo del tísico, con el severo e inquisidor brillo de las gafas, con los ojos pestañeantes, con ojos curiosos y ajenos, con la mirada resplandeciente y complaciente de la hermosa muchacha. Prokop abrió su boca sacrílega, ardorosa, de la propia atención. En el primer banco el hombrecillo calvo y arrugado esperaba suspenso sus palabras con ojos extáticos. Le sonrió complacido.

—Amigos —comenzó en voz baja y como en un sueño—, la pasada noche... pagué un precio altísimo. Viví... y perdí... —Hizo acopio de todas sus fuerzas—. En ocasiones uno experimenta... un dolor tal, que... que ya no es sólo suyo. Entonces abres los ojos y comienzas a ver. El cosmos se sumió en la oscuridad y la tierra contiene el aliento atormentada. El mundo debe ser redimido. El hombre no podría soportar su dolor si lo sufriera él solo. Todos vosotros habéis pasado un infierno, todos vosotros... —Echó un vistazo a la sala; todo se fundía en una especie de vegetación submarina que brillaba con luz tenue—. ¿Dónde tenéis guardada la krakatita? —preguntó de repente irritado—. ¿Dónde la habéis metido?

El anciano Mazaud levantó con cautela la reliquia de porcelana y se la puso a Prokop en las manos. Era la misma caja que había dejado hace ya tiempo en su laboratorio de Hybšmonka. Abrió la tapa y escarbó con los dedos en el polvillo granulado, lo frotó, lo desmenuzó, lo olfateó, se puso una pizca en la lengua; reconoció su amargor astringente, intenso, y lo mordisqueó con placer.

—Está bien —dijo en voz muy baja, y apretó la valiosísima sustancia entre las palmas de sus manos, como si se estuviera calentando con ella las manos ateridas—. Eres tú —murmuró a media voz—. Te conozco: eres un elemento explosivo. Llegará tu momento, y lo liberarás todo. Está bien. —Levantó los ojos de debajo de sus cejas, vacilante—. ¿Qué queréis saber? Yo entiendo sólo de dos cosas: de las estrellas y de química. Son hermosas... la extensión infinita del tiempo, el orden y la estabilidad eternos, la aritmética divina del universo. Os digo que... no hay nada más hermoso. ¿Pero qué son las leyes vigentes de la eternidad? Llegará tu momento, y explotarás; liberarás amor, dolor, pensamiento, no sé. Tu mayor grandeza y tu mayor fuerza serán tan sólo un instante. Tú, tú no estás comprendido en el orden infinito ni incluido en un millón de años luz, y por eso... ¡por eso tu nada merece la pena! Explota con una llama sublime. ¿Te sientes encerrada? Entonces haz pedazos tu mortero y destruye la roca. Haz sitio para tu único instante. Está bien. —Él mismo no alcanzaba a comprender con claridad lo que estaba diciendo; pero lo espoleaba el oscuro impulso de expresar algo que inmediatamente se le escapó de nuevo—. Yo... sólo hago química. Conozco la materia y... me entiendo con ella; eso es todo. La materia se desmigaja en el aire y en el agua: se desintegra, fermenta, se pudre, arde, absorbe oxígeno o se descompone, pero nunca, escuchadme bien, nunca libera en el proceso todo lo que contiene. Incluso si recorriera todo el ciclo, si un polvillo de tierra se encarnara en una planta y en carne viva y se convirtiera en una célula pensante del cerebro de Newton, y muriera con él y se descompusiera de nuevo, incluso entonces, no habría liberado todo. Pero obligadla,... a la fuerza, a saltar en pedazos y desatarse: mirad, ha explotado en una milésima de segundo; ahora, ahora, por primera vez, ha hecho uso de toda su capacidad. Quizás ni siquiera estaba durmiendo; únicamente estaba aprisionada y se asfixiaba, luchaba en la oscuridad y esperaba a que llegara su momento. ¡De liberar todo! Es su derecho. Yo, yo también he de liberar todo. ¿Es que sólo puedo desintegrarme y esperar... fermentar impuro... y hacerme migajas sin liberar nunca... de repente... a un hombre completo? Prefiero... para eso prefiero, en un único momento cumbre..., y a pesar de todo... Porque yo creo que está bien liberarlo todo. Sea bueno o malo. Todo está entremezclado en mi interior: lo bueno, y lo malo, y lo sublime. Todo aquél que está vivo hace el bien y el mal, como si se desmenuzara. Yo he hecho lo uno y lo otro; pero ahora... debo liberar lo sublime. Ésa es la redención del hombre. No se encuentra en ninguna de las cosas que he hecho; está enmarañado en mi interior... como en el interior de una piedra. De modo que debo hacerme pedazos... mediante el poder... del mismo modo que se hace pedazos un cartucho. Y no voy a preguntar qué es lo que hago saltar por los aires en el proceso. Porque existía la necesidad... yo tenía la necesidad de liberar lo sublime.

Luchaba con las palabras, se esforzaba por abarcar algo inefable; lo perdía al pronunciar cada palabra. Fruncía el ceño e intentaba deducir de la cara de sus oyentes si por casualidad habían captado el sentido de aquello que era imposible expresar de otro modo. Encontró una simpatía deslumbrante en los limpios ojos del tuberculoso y un esfuerzo de concentración en los abismados ojos azules del gigante barbudo de atrás; el arrugado personajillo bebía sus palabras con la entrega sin límites del creyente y la hermosa muchacha las recibía, medio tumbada, con eróticas sacudidas de su cuerpo. En cambio el resto de los rostros lo miraban ausentes, ajenos, con curiosidad o con creciente indiferencia. «¿Para qué demonios estoy hablando?».

—He vivido —continuó vacilante y hasta cierto punto ya enardecido—, he vivido todo... lo que un hombre puede vivir. ¿Por qué os lo digo? Porque eso no es suficiente para mí. Porque... aún no me he redimido; lo sublime no estaba allí. Está... hundido en el interior del hombre igual que la fuerza en la materia. Debes alterar la materia para que libere su fuerza. Uno debe desencadenarse, y alterar, y hacer pedazos, para liberar la llama más sublime. Aah, eso sería... eso sería demasiado, si ni siquiera entonces encontrara que... que había alcanzado... que... que...

Se atascó, se malhumoró, tiró la caja de krakatita a la tarima y se sentó.

XLIX

Durante un instante se hizo un silencio embarazoso.

—¿Eso es todo? —se alzó de en medio de los bancos una voz burlona.

—Eso es todo —gruñó Prokop disgustado.

—No lo es —dijo Daimon mientras se ponía en pie—. El camarada Krakatita suponía que los delegados tenían la buena voluntad de comprender...

—¡Oho! —se escuchó un refunfuño en medio del gentío.

—Sí. El delegado Mezierski debe tener paciencia hasta que acabe de hablar. El camarada Krakatita nos ha contado, de forma metafórica, que es necesario —y en ese momento la voz de Daimon sonó de nuevo como el graznido de un pájaro—, que es necesario iniciar la revolución sin tener en cuenta la teoría de las etapas; una revolución destructiva y explosiva en la que la humanidad liberará lo más sublime que se esconde en su interior. El hombre debe saltar en pedazos para liberarlo todo. La sociedad debe saltar en pedazos para encontrar en su interior el bien más alto. Vosotros habéis estado aquí discutiendo acerca del bien más alto para la humanidad durante años. El camarada Krakatita nos ha enseñado que basta con inducir una explosión en la humanidad para que se alce a mucha mayor altura de lo que pretendían prescribir vuestros debates; sin mirar atrás, a lo que se ha destruido en el proceso. Y yo digo que el camarada Krakatita tiene razón.

—¡Sí, la tiene, la tiene! —De repente se desataron los gritos y los aplausos—. ¡Krakatita! ¡Krakatita!

—¡Silencio! —los acalló Daimon—. Y sus palabras tienen un peso aún mayor en tanto que son respaldadas por el poder efectivo de producir esa explosión. El camarada Krakatita no es un hombre de palabras, sino de hechos. Ha venido para encomendarnos la acción directa. Yo os digo que será algo más espantoso que cualquier cosa que nadie haya osado soñar. Y estallará hoy, mañana, dentro de una semana...

Sus palabras fueron eclipsadas por una barahúnda indescriptible. Una oleada de gente se arrastró de los bancos al podio y rodeó a Prokop. Lo abrazaban, le tiraban de los brazos sin parar de gritar: «¡Krakatita! ¡Krakatita!». La hermosa muchacha de pelo suelto luchaba salvajemente para abrirse paso a través de la maraña de gente. Lanzada hacia delante por los empujones, pegó su pecho a Prokop. Éste intentó apartarla, pero ella lo abrazó y susurró unas palabras febriles en una lengua extranjera. Mientras tanto, en el borde del podio, el hombre de gafas explicaba despacio y en voz baja a los asientos vacíos que teóricamente no era admisible hacer deducciones sociológicas a partir de la naturaleza inorgánica. «¡Krakatita! ¡Krakatita!», rugía la multitud. Todos estaban de pie; Mazaud agitaba la campana como si fuera el pregonero; y de repente se encaramó a la tarima un joven de pelo negro que, muy alto, por encima de todos, empezó a agitar en sus manos, levantadas, la caja de krakatita.

—¡Silencio! —gritó— ¡Y todos abajo! ¡O la arrojaré a vuestros pies!

De golpe se hizo el silencio; el tropel se bajó del podio deslizándose y comenzó a retroceder. En lo alto permanecieron tan sólo Mazaud, con la campana en la mano, confuso e indeciso, Daimon, apoyado contra la pizarra, y Prokop, del que colgaba todavía aquella ménade de cabello oscuro.

—Rosso —se oyeron algunas voces—. ¡Abatidlo! ¡Rosso, abajo!

El joven en lo alto de la tarima los recorrió con una mirada que llameaba salvaje.

—¡Que nadie se mueva! Mezierski quiere dispararme. La voy a lanzar —bramó, y empezó a dar vueltas a la caja.

La multitud retrocedía gruñendo como fieras irritadas. Dos o tres personas levantaron los brazos, otros siguieron su ejemplo. Hubo un momento de silencio opresivo.

—Baja de ahí —rompió a gritar el anciano Mazaud—. ¿Quién te ha cedido la palabra?

—Voy a lanzarla —amenazó Rosso, tenso como un arco.

—Esto va contra el reglamento —se enfureció Mazaud—. Protesto y... renuncio al cargo de presidente.— Arrojó la campana al suelo y descendió del podio.

—Bravo, Mazaud —se oyó una voz irónica.

—Tú has colaborado a ello.

—¡Silencio! —gritó Rosso mientras se apartaba el pelo de la frente—. Tengo la palabra. El camarada Krakatita nos ha dicho: «Llegará tu momento, y explotarás; haz sitio para tu único momento...». Bien, yo me he tomado esas palabras a pecho.

—¡No quería decir eso!

—¡Viva la krakatita!

Alguien empezó a silbar. Daimon agarró a Prokop del codo y lo arrastró hacia una puertecilla que había tras la pizarra.

—Podéis silbar —continuó Rosso en tono sardónico—. Ninguno de vosotros gritó cuando se plantó ante vosotros ese señor extranjero y... e hizo sitio para su momento. ¿Por qué no debería probarlo otra persona?

—Eso es cierto —dijo una voz serena.

La hermosa joven se puso delante de Prokop para cubrirlo con su cuerpo. Él intentó apartarla.

—¡No es cierto! —dijo la muchacha con los ojos incendiados en llamas—. Él... él es...

—Cállate —siseó Daimon.

—Dar órdenes puede hacerlo cualquiera —dijo Rosso de un modo escalofriante—. Mientras yo tenga esto en mis manos, las órdenes las daré yo. Me da igual si salgo de aquí o no. ¡Nadie puede salir de aquí! ¡Galeasso, vigila la puerta! Así, ahora vamos a charlar un rato.

—Sí, ahora vamos a charlar un rato —se oyó decir a Daimon con acritud.

Rosso se volvió hacia él a la velocidad del rayo, pero en aquel instante se abalanzó sobre él desde los bancos el gigante de ojos azules, con la cabeza inclinada como un carnero; y antes de que Rosso pudiera darse la vuelta, lo agarró de las piernas y lo hizo caer. Rosso cayó volando cabeza abajo de la cátedra. En medio de un silencio espeluznante se pudo oír el golpe y el crujido de la cabeza al caer sobre el entarimado. La tapa de la caja de porcelana cayó rodando del podio y se coló bajo los bancos.

Prokop se precipitó sobre aquel cuerpo sin vida; en el pecho de Rosso, en su rostro, por el suelo, en los charcos de sangre, por todas partes estaba esparcido el polvillo blanco de la krakatita. Daimon lo retuvo. Entonces se desató un griterío y unas cuantas personas corrieron hasta el podio.

—¡No pisen la krakatita, explotará! —ordenó un hombre desgañitado; pero aquellas personas ya se habían arrojado al suelo y recogían el polvo blanco en cajas de cerillas, se peleaban, se revolvían en una amalgama sobre el suelo.

—¡Atranquen la puerta! —gritó alguien.

La luz se apagó. En ese momento Daimon abrió de una patada la puerta que había tras la pizarra y arrastró a Prokop hacia la oscuridad.

Encendió una linterna de bolsillo. Aquello era un cuchitril sin ventanas: mesas amontonadas unas encima de otras, posavasos para las cervezas, ropas mohosas. Rápidamente arrastró a Prokop hacia delante: el acre agujero negro del pasillo, unas escaleras estrechas y oscuras que descendían. En las escaleras les dio alcance la muchacha desgreñada. «Voy con vosotros», susurró mientras clavaba los dedos en el brazo de Prokop.

Daimon salió a un patio, haciendo oscilar ante él un círculo de luz; la oscuridad era abisal. Abatió la portilla de la entrada y corrió a toda prisa hacia la carretera; y antes de que Prokop alcanzara el coche, mientras intentaba desembarazarse de la joven, el motor ya runruneaba y Daimon estaba de un salto frente al volante.

—¡Rápido!

Prokop corrió hacia el coche; la muchacha tras él. El coche dio una sacudida y se adentró volando en la oscuridad. Hacía un frío gélido; la joven temblaba dentro de su ligero vestido, de modo que Prokop la envolvió en un abrigo de piel y él se apartó al otro rincón. El coche iba a toda velocidad por un camino de tierra espantoso, se zarandeaba de un lado a otro, el motor fallaba para, inmediatamente después, volver a coger velocidad. Prokop se estaba helando y se apartaba cada vez que un envite del coche lo lanzaba hacia la muchacha acurrucada. Ella se deslizó hacia Prokop.

—Tienes frío, ¿verdad? —susurró; abrió el abrigo de piel y envolvió a Prokop en él arrastrándolo hacia sí—. Entra en calor —dijo en voz muy baja y con una cosquilleante risa; y pegó su cuerpo al de Prokop: estaba caliente y esponjoso, como si estuviera desnuda. Su pelo suelto exhalaba un aroma fogoso y salvaje, le hacía cosquillas en la cara y le cegaba los ojos. Ella le hablaba, muy cerca, en un idioma extranjero; repetía lo mismo en voz cada vez más y más baja, atrapaba suavemente el pabellón de la oreja de Prokop entre sus dientes castañeteantes. De repente la encontró tumbada sobre su pecho; la muchacha se introdujo en su boca con un beso vicioso, experimentado, húmedo. La apartó con rudeza. Ella se incorporó extrañada, se sentó algo más lejos ofendida y con una sacudida de hombros se quitó de encima el abrigo. Como soplaba un viento helado, Prokop levantó el abrigo y lo colocó de nuevo sobre los hombros de la muchacha, que se meneó enfadada, se volvió a quitar el abrigo de piel como llevando la contraria y lo dejó hecho un revoltijo en el fondo del coche.

—Como quiera —rezongó Prokop, y se dio la vuelta.

El coche salió de nuevo a una carretera asfaltada y se lanzó a una velocidad vertiginosa. De Daimon no se veía más que la espalda, erizada con los pelos de cabra. Prokop se ahogaba con el viento frío; echó un vistazo a la chica, que se había enrollado el pelo alrededor del cuello y tiritaba de frío en su ligero vestidito. A Prokop le dio lástima: cogió de nuevo el abrigo y se lo echó por encima; ella lo apartó, rebelándose irritada, así que Prokop la envolvió en el abrigo, cabeza y todo incluida, como un paquete, y la inmovilizó con los brazos.

—¡Ni se te ocurra moverte!

—¿Qué? ¿Ya la está montando otra vez? —dejó caer Daimon como si tal cosa desde el volante—. Bueno, pues puedes...

Prokop hizo como si no hubiera oído su cinismo, pero el paquete que tenía en los brazos comenzó a reírse por lo bajo.

—Es una buena chica —continuó Daimon indiferente—. Tu padre era escritor, ¿verdad?

El paquete asintió; y Daimon mencionó a Prokop un nombre tan famoso, tan ilustre e irreprochable, que Prokop se quedó petrificado y sin querer aflojó su rudo abrazo. El paquete comenzó a agitarse y se aupó en su regazo; de debajo del abrigo asomaban dos piernas hermosas, pecaminosas, que se mecían de un modo infantil en el aire. Pasó el abrigo de piel por encima de ellas para que no se congelara. Ella lo tomó seguramente por un juego: se ahogaba en una risa silenciosa y daba pataditas con las piernas. La abrazó lo más abajo que pudo; de nuevo emergió una pletórica mano de muchacha que le invadió el rostro en un juego alocado y erótico: le tiraba del pelo, le hacía cosquillas en el cuello, conquistaba con los dedos los labios cerrados de Prokop. Al final la dejó hacer. Ella le rozó la frente, descubrió que estaba arrugada en un gesto severo y se quedó inmóvil, como si se hubiera quemado: su mano se había convertido en una timorata patita infantil que no sabía lo que le estaba permitido hacer. A hurtadillas, se acercó de nuevo a la cara de Prokop, la tocó, se apartó, volvió a tocarla, la acarició y, con delicadeza, tímidamente, se posó en su tosca mejilla. Dentro del abrigo se oyó un profundo suspiro y no hubo ni un movimiento más.

El coche rodó a través de una ciudad durmiente y descendió hacia campo abierto.

—Y bien —se giró Daimon—, ¿qué dice de nuestros cantaradas?

—Más bajo —murmuró inmóvil Prokop—, se ha quedado dormida.

L

El coche se detuvo en un valle oscuro y boscoso. Prokop distinguió en la oscuridad unas torres de extracción y escombreras.

—Bueno, ya hemos llegado —murmuró Daimon—. Ésta es mi mina de metal y mi siderúrgica; nada del otro mundo. En fin, ¡baje!

—¿La dejo aquí? —preguntó Prokop en voz baja.

—¿A quién? Ahá, a su beldad. Despiértela, nos quedamos aquí.

Prokop se apeó con cuidado llevándola en sus brazos.

—¿Dónde la pongo?

Daimon abrió la cerradura de una casa siniestra.

—¿Cómo? Espere, tengo aquí varias habitaciones. Puede dejarla... Ya los acompaño yo hasta allí.

Encendió la luz y los condujo por fríos pasillos de oficinas; finalmente entró por una puerta y giró el interruptor. Era una espantosa habitación sin ventilar, con una cama deshecha y la persiana echada.

—Ahá —murmuró Daimon—, parece que ha pasado la noche aquí... un conocido. Esto no es muy bonito, ¿no? En fin, como la casa de un solterón. Déjela ahí, en la cama.

Prokop descargó el paquete, que descansaba en silencio. Daimon se paseaba y se frotaba las manos.

—Ahora iremos a nuestra estación. Está arriba, en la colina, a diez minutos de aquí. ¿O quiere quedarse aquí? —Se acercó a la muchacha dormida, desabrochó la cremallera del abrigo y descubrió sus piernas hasta por encima de las rodillas—. Es hermosa, ¿ve? Qué pena que yo sea tan viejo.

Prokop frunció el ceño y le tapó las piernas.

—Muéstreme su estación —dijo lacónico.

Los labios de Daimon se contrajeron en una risilla burlona.

—Vamos.

Lo llevó al patio. Había luz en la sala de máquinas, las máquinas resoplaban, por el patio merodeaba un fogonero arremangado que fumaba en pipa. Un teleférico con cabinas de metal conducía a la parte de arriba de la ladera, y su estructura se dibujaba inerte como el lomo de un lagarto.

—Tuve que cerrar tres túneles —explicaba Daimon—. No sale rentable. Ya la habría vendido hace tiempo, si no fuera por la estación. Venga por aquí.

Se puso a subir por un empinado sendero, colina arriba a través del bosque. Prokop lo seguía sólo gracias al ruido que producía: estaba oscuro como la boca del lobo y de cuando en cuando caía rodando de los abetos algún goterón. Daimon se detuvo jadeante.

—Ya soy viejo —dijo—, no tengo los pulmones que tenía antes. Dependo de la gente cada vez más... Hoy no hay nadie en la estación; el camarada telegrafista se ha quedado allí, con ellos... Da igual. ¡Venga!

La cima de la colina estaba llena de socavones, como un campo de batalla: torres de extracción abandonadas, alambres, enormes escombreras vacías... Y en lo más alto de la escombrera más grande, una caseta de madera con antenas.

—Esa es... la estación —resopló sofocado Daimon—. Está construida... sobre cuarenta mil toneladas de magnetita. Un condensador natural, ¿entiende? Toda la colina... es una enorme red de cables. Algún día se lo explicaré con más detalle. Ayúdeme a subir.

Se encaramaron por la inestable escombrera; un pesado cascote se deslizó con estrépito bajo sus pies. Pero, por fin, ahí, ahí estaba la estación...

Prokop se quedó helado sin creer lo que veían sus ojos: ¡pero si era igual que su laboratorio, allí, en casa, en el campo, sobre Hybšmonka! Esa puerta sin pintar, un par de tablas de un color más claro de la última reparación, los nudos de la madera que parecían ojos... Pasmado, palpó las jambas: ¡allí estaba ese clavo torcido y oxidado que él mismo clavó en cierta ocasión!

—¿De dónde ha salido todo esto? —exclamó excitado.

—¿Qué?

—Esta caseta.

—Está aquí desde hace años —dijo Daimon con indiferencia—. ¿Qué le ha dado con ella?

—Nada. —Prokop recorrió toda la casita palpando las paredes y las ventanas. Sí, allí estaba esa grieta, la madera rajada, el vidrio roto en la ventana, el agujero del nudo que se había caído, sin duda, tapado por dentro con papel. Recorrió con su mano temblorosa aquellos penosos detalles que le eran tan familiares. Todo era como había sido, todo...

—Y bien —dijo Daimon—, ¿ya ha acabado la inspección? Abra, tiene usted la llave.

Prokop hurgó con la mano en el bolsillo. Ciertamente, tenía la llave de su antiguo laboratorio... allí, en casa. La introdujo en el candado, abrió y pasó al interior; y (como en casa) alargó mecánicamente la mano a la izquierda y giró el interruptor, que en vez de botón tenía un clavo (como en casa). Daimon entró tras él. «Dios, ahí está mi catre, todavía sin hacer, mi lavabo, la jarra mellada en un borde, la esponja, la toalla, todo...». Se giró hacia un rincón: ahí estaba la vieja estufa, con el tubo que había reparado con alambre, la caja de carbonilla; y ahí el sillón roto, con las patas que se caían, del que asomaban estopa y alambres retorcidos; allí estaba esa tachuela en el suelo, y aquí el tablón quemado, y el armario, el armario de la ropa... Lo abrió: en su interior se balanceaban unos pantalones deslucidos.

—No es que esto sea una maravilla —hizo notar Daimon—. Nuestro telegrafista es algo..., bueno, extravagante. ¿Qué me dice de los aparatos?

Prokop se giró hacia la mesa como en un sueño. «No, esto no estaba aquí, nonono, éste no es su sitio». En lugar del instrumental químico había, en un extremo de la mesa, una adocenada estación de radio sacada de un barco con los auriculares conectados, un aparato receptor, condensadores, un variómetro, un regulador, bajo la mesa un vulgar transformador; y en el otro extremo...

—Ahí está la estación normal —explicó Daimon—, para las conexiones corrientes. Ésa otra es nuestra estación extintora. Con ella emitimos antiondas, contracorrientes, tormentas magnéticas artificiales o como lo quiera llamar. Éste es nuestro secreto. ¿Sabe cómo funciona?

—No. —Prokop echó un vistazo superficial a aquellos aparatos, que no se parecían en absoluto a nada que conociera. Tenían un montón de resistencias, una especie de rejilla de alambre, algo parecido a un tubo catódico, unas bobinas aisladas o similares, un extraño radioconductor, un relé y un panel con varios contactos; no tenía ni idea de qué era aquello. Dejó el aparato y miró al techo para comprobar si estaba allí aquel extraño dibujo en la madera que tenía en casa y que le recordaba siempre a la cabeza de un anciano. Sí, allí, allí, allí estaba. Y ahí aquel espejito con una esquina rota...

—¿Qué me dice del aparato? —preguntó Daimon.

—Es... eh... un prototipo, ¿verdad? Todavía es demasiado complejo. —Sus ojos se posaron en una fotografía que estaba apoyada en una especie de bobina de inducción. La cogió: era el rostro embriagador de una muchacha—. ¿Quién es? —preguntó ronco.

Daimon lo miró por encima del hombro.

—¿Es que no la reconoce? Es su beldad, la que ha traído en brazos. Una chica preciosa, ¿verdad?

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Daimon hizo una mueca.

—Bueno, creo que nuestro telegrafista la adora. ¿No le apetece encender aquel contacto grande? El de la palanca... Es ese hombrecillo lleno de arrugas, ¿no lo vio? Estaba sentado en el primer banco.

Prokop arrojó la fotografía sobre la mesa y encendió el contacto. Una chispa azulada recorrió la rejilla de alambre. Daimon jugueteó con los dedos en el panel; entonces todo el aparato empezó a destellar con cortas llamaradas azules.

—Así —dijo Daimon satisfecho y en voz baja mientras miraba inmóvil los destellos chisporroteantes.

Prokop agarró la foto con sus manos febriles. «Pues sí, está claro, es la chica de ahí abajo; de eso no hay duda. Pero si... si llevara un velo, y un abrigo de piel, un abrigo de piel cubierto de rocío y subido hasta la boca... y guantes...». Prokop apretó los dientes. ¡No era posible que se parecieran tanto! Cerró bien los ojos para perseguir una huidiza visión: veía de nuevo a la muchacha del velo, que apretaba contra su pecho el sobre lacrado y ahora, ahora le dirigía una mirada pura y desesperada...

Fuera de sí por la emoción, comparaba el retrato con la figura que ya se había desvanecido. «¡Cielos!, ¿qué aspecto tenía? Pero si no lo sé», se sobresaltó. «Tan sólo sé que iba embozada y que era hermosa. Era hermosa e iba embozada, y nada más; no vi nada más. Y esto, este retrato de aquí, estos grandes ojos y esta boca seria y delicada, ¿esto es ésa... ésa... ésa que duerme ahí abajo? Ésa tiene la boca abierta, la boca abierta y pecaminosa, y el pelo suelto, y no mira de este modo tan... tan... El velo cubierto de rocío le tapaba los ojos. No, es absurdo; ésta no es en absoluto esa chica de ahí abajo, ni siquiera se le parece. Éste es el rostro de la mujer del velo, que vino presa de la aflicción y la angustia; su frente está serena y sus ojos ensombrecidos por el dolor; y el velo se adhiere a sus labios, un grueso velo cubierto por el rocío de su aliento... ¡Por qué no lo levantó entonces para que pudiera reconocerla!».

—Venga, le enseñaré algo —escuchó la voz de Daimon, que arrastró a Prokop al exterior. Estaban de pie en lo alto de una escombrera: bajo sus pies la superficie de la tierra, oscura y durmiente, que se extendía hasta el infinito—. Mire hacia allá —dijo Daimon, y señaló el horizonte con la mano—. ¿No ve nada?

—Nada. No, allí veo una lucecilla. Un tenue resplandor.

—¿Sabe lo que es?

Resonó un leve rumor, como si se removiera el viento en medio del remanso nocturno.

—Listo —anunció Daimon solemnemente, y se quitó la gorra—. Good night, camaradas.

Prokop se giró hacia él interrogante.

—¿No lo entiende? —dijo Daimon—. Acaba de llegarnos volando el sonido de la explosión. Cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro. Exactamente dos minutos y medio.

—¿Qué explosión?

—La krakatita. Esos idiotas la metieron en cajas de cerillas. Creo que ya nos dejarán tranquilos. Convocaremos una nueva junta... habrá un nuevo comité...

—Usted... los ha...

Daimon asintió.

—No se podía trabajar con ellos. Seguro que estuvieron discutiendo hasta el último momento sobre la táctica. Parece que se ha declarado un incendio. —En el horizonte sólo se veía un débil resplandor rojizo—. También se quedó allí el inventor de nuestra estación. Se quedaron todos. Así que ahora se hará cargo del asunto usted solo... Mire, escuche, qué silencio. Y, sin embargo, desde aquí, desde estos hilos, azota el espacio un cañonazo mudo y preciso. Acabamos de detener todas las comunicaciones sin hilos, los telegrafistas van a empezar a escuchar una crepitación en los oídos, ¡crac!, ¡crac! Que rabien. Mientras tanto el señor Tomeš, en algún lugar de Grottup, se afana por completar la fórmula de la krakatita... Nunca lo conseguirá. ¡Y aunque lo hiciera! En el momento en que completara la síntesis bajo sus manos, sería el fin... Así que trabaja, querida estación, chisporrotea en silencio y bombardea el universo entero. Nadie, nadie aparte de usted será el dueño de la krakatita. Ahora es usted, usted solo, el único... —Le puso la mano sobre el hombro y señaló en silencio a su alrededor: todo el mundo. Había una oscuridad desértica y vacía de estrellas; únicamente, muy bajo en el horizonte, resplandecía una riada de fuego.

—¡Ah!, estoy cansado —bostezó Daimon—. Ha sido un día de aúpa. Vayamos abajo.

LI

Daimon se apresuró a llegar a casa.

—¿Dónde está exactamente Grottup? —inquirió Prokop de buenas a primeras cuando hubieron llegado abajo.

—Venga —dijo Daimon—, se lo enseñaré.— Lo condujo a uno de los despachos de la fábrica, junto a un mapa colgado en la pared—. Ahí —señaló con una enorme uña sobre el mapa, subrayando un pequeño redondel—. ¿No quiere beber algo? Le ayudará a entrar en calor. —Sirvió en dos vasos, uno para él y otro para Prokop, un líquido oscuro como la pez—. Salud.

Prokop se echó la copichuela al coleto y se atragantó: aquello era como hierro incandescente y amargo como la quinina. La cabeza le daba vueltas con un vértigo desmesurado.

—¿No quiere más? —Daimon enseñó sus dientes amarillentos—. Es una pena. No quiere tener abandonada a su preciosidad, ¿eh? —Bebía un vaso tras otro. Sus ojos resplandecían con un brillo verdoso; quería charlar, pero la lengua se le había entumecido—. Escuche, es usted un valiente —proclamó—. Mañana se pondrá manos a la obra. El viejo Daimon hará todo lo que se le pase a usted por la cabeza. —Se incorporó agarrotado y le hizo una reverencia inclinándose hasta la cintura—. Así que todo en orden. Y ahora... es-espere... —Empezó a mezclar todos los idiomas del mundo; hasta donde entendió Prokop, eran las más soeces obscenidades. Finalmente canturreó una cancioncilla absurda, se sacudió como si le hubiera dado un ataque de epilepsia y perdió el conocimiento; de la boca le emergió una espuma amarilla.

—¡Eh! ¿Qué le ocurre? —gritó Prokop mientras lo zarandeaba.

Daimon abrió con dificultad e idiotizado sus ojos vidriosos.

—¿Qué... qué ocurre? —balbuceó; se incorporó un poco y se estremeció—. Ahá, me... me he... No es nada. —Se frotó la frente y bostezó de modo convulso—. Sssí, le acompañaré a su habitación, ¿eh? —Tenía un feo color amarillo y todo su rostro tártaro se había deshinchado como un globo. Se tambaleó inseguro, como si sus extremidades se hubieran agarrotado—. Así que venga.

Fue directamente a la habitación en la que habían dejado durmiendo a la muchacha.

—¡Aah! —gritó junto a la puerta—, nuestra belleza se ha despertado. Adelante.

Estaba agachada junto a la estufa; por lo visto, acababa de encender el fuego, y contemplaba la llama crepitante.

—Mira cómo lo ha ordenado todo —murmuró Daimon a modo de reconocimiento. Ciertamente, la habitación estaba ventilada y el vergonzoso desorden que había en ella, para su sorpresa, había desaparecido; reinaba una atmósfera agradable y sin pretensiones, como en un hogar tranquilo.

—Veamos lo que consigues —se sorprendió Daimon—. Chica, deberías sentar ya la cabeza. —La muchacha se levantó, increíblemente ruborizada y turbada—. Bueno, pero no te alarmes —se rió burlón Daimon—. Entonces, te gusta el camarada, ¿verdad?

—Sí —dijo ella con sencillez, y fue a cerrar la ventana y la persiana. La estufa exhalaba un cálido vaho en la luminosa habitación.

—Chicos, tenéis esto precioso —se deleitó Daimon mientras se calentaba las manos junto a la estufa—. Me quedaría aquí encantado.

—Vete de una vez —le espetó rápidamente la muchacha.

Sejčas, palomita —se rió a mandíbula batiente Daimon—. Me... me angustia estar sin compañía. Mira, tu amigo no dice ni pío. Espera, que yo lo animo.

Ella se encolerizó súbitamente.

—¡No vas a animarlo a nada! ¡Que se quede como quiera!

Daimon levantó sus espesas cejas exagerando la sorpresa.

—¿Cómo? ¿Cómo? No te habrás ena-enamo...

—¿Y a ti qué te importa? —lo interrumpió con un centelleo en los ojos—. ¿Quién te necesita aquí?

Daimon se reía en voz baja, apoyado en la estufa.

—¡Si supieras lo bien que te sienta! Chica, chica, ¿también a ti te ha llegado tu turno, de verdad? ¡Déjame verte! —Intentó cogerle la barbilla; ella se apartó palideciendo por la ira y enseñando los dientes.

—¿Cómo? ¿Quieres morderme? ¿Pero con quién estuviste ayer, que estás tan...? Ahá, ya lo sé. Con Rosso, ¿verdad?

—¡No es verdad! —gritó la muchacha con la voz llorosa.

—Déjela —dijo Prokop con aspereza.

—Bueno, bueno, pero si no pasa nada —rezongó Daimon—. Mejor no os molesto, ¿verdad? Buenas noches, chicos. —Retrocedió y se pegó a la pared; y antes de que Prokop levantara la mirada, ya había desaparecido.

Prokop acercó una silla hacia la rugiente estufa y contempló la llama; ni si quiera se volvió a mirar a la muchacha. Oyó cómo se paseaba por la habitación, titubeante, de puntillas, cerró la puerta con llave y enderezó algo. Ya no sabía qué hacer; se quedó de pie, callada... «Es extraño el poder de la llama y de las aguas que fluyen: uno se queda embelesado mirándolas, narcotizado, paralizado. Uno ya no piensa, no sabe, no recuerda, pero tiene lugar en su interior todo lo que ha vivido, todo lo que ha vivido, sin forma y sin tiempo».

Se escuchó un el clic de un zapatito al caer; luego otro: seguramente la joven se estaba descalzando. «Ve a dormir, muchacha. Cuando concibes el sueño, te miraré para comprobar a quién te pareces». Pasó, muy silenciosa, y se detuvo: estaba enderezando algo otra vez. Dios sabe por qué quería tener el cuarto tan bonito y tan limpio. Y, de repente, la joven se arrodilló ante él y alargó sus hermosas manos hacia los pies de Prokop.

—Te quitaré las botas, ¿quieres? —dijo en voz baja.

Prokop tomó la cabeza de la chica entre sus manos y la giró hacia sí. Hermosa, dócil y extrañamente seria.

—¿Conocías a Tomeš? —preguntó enronquecido. Ella reflexionó y negó con la cabeza.

—¡No mientas! Tú eres... tú eres... ¿Tienes una hermana casada?

—No —se zafó bruscamente de sus manos—. ¿Por qué habría de mentirte? Te diré todo, a propósito, para que sepas... a-a propósito... Soy una perdida. —Hundió la cara en las rodillas de Prokop—. Todos me..., to-dos, para que lo sepas...

—¿También Daimon?

La muchacha no respondió, sólo se estremeció.

—Puedes echarme de una patada, soy... ¡Ooh! No me toques. Soy... Si tú supieras... —Se quedó totalmente rígida.

—Déjalo ya —gritó Prokop atormentado, y le alzó la cara a la fuerza. Los ojos de la muchacha estaban abiertos de par en par por la angustia y la desesperación. Prokop la soltó y gimió. La semejanza era tal que se atragantó—. Cállate, al menos cállate —murmuró con un nudo en la garganta. Ella hundió de nuevo su rostro en el regazo de Prokop.

—Déjame, tengo que contarlo todo... Empecé cuando tenía trece años... —Él le tapó la boca con la mano; ella se la mordía y farfullaba su horrible confesión a través de los dedos.

—¡Silencio! —gritó Prokop; pero aquello salía atropelladamente de la boca de la muchacha, le castañeteaban los dientes y tiritaba, hablaba, tartamudeaba... A duras penas consiguió que se callara.

—¡Ooh! —sollozó—, si supieras... lo que... ¡lo que hace... la gente! Y todos, todos han sido tan brutos conmigo... ¡Como si no fuera siquiera... un animal, o una piedra!

—Basta —dijo Prokop con un hilo de voz y fuera de sí; y sin saber qué hacer, le acarició la cabeza con los temblorosos muñones de sus dedos. Ella suspiró, ya serena, y se quedó inmóvil; Prokop podía sentir su ardiente aliento y los latidos de su cuello. La muchacha comenzó a reírse bajito.

—Tú creías que estaba dormida... en el coche. No lo estaba, yo... yo tan sólo fingía, adrede... y esperaba a que empezaras... como los demás. Al fin y al cabo sabías lo que soy y cómo soy... Y... tú sólo ponías mala cara y me sujetabas como si fuera una niña pequeña, como si... fuera... una reliquia... —Se le saltaban las lágrimas en medio de la risa—. Yo me puse tan contenta de repente, no sé por qué, como nunca, como nunca... y orgullosa... y me avergonzaba terriblemente, pero... a la vez me sentía en la gloria... —Con los labios hiposos le besaba las rodillas—. Usted... usted ni siquiera me despertó... y me dejó... como una reliquia... y me tapó las piernas, y no dijo nada... —Rompió en sollozos definitivamente—. Yo, yo le serviré, permítame, permítame... Le quitaré las botas... Por favor, por favor, ¡no se enfade conmigo por fingir que dormía! Por favor...

Prokop intentó levantarle la cabeza; ella le besaba las manos.

—¡Por dios, no llore! —exclamó.

—¿Quién? —Se irguió sorprendida, y dejó de llorar—. ¿Por qué me trata de usted?

Prokop le levantó la cara; ella se resistía con todas sus fuerzas y se clavaba en sus rodillas.

—No, no. —Castañeteaba los dientes de horror y de risa— . Estoy hecha un cuadro. No... no le gustaría —dijo con un hilillo de voz mientras escondía su rostro lloroso—. ¡Como... tardó tanto... en venir! Yo le serviré y le escribiré las cartas... Aprenderé a escribir a máquina; sé cinco idiomas... ¿Va a echarme? Como tardaba tanto en venir, estuve pensando en to-todo lo que yo haría... Y él me lo ha estropeado; hablaba como si yo... como si fuera una... Y no es cierto... Ya-ya le he contado todo. Seré... Haré lo que diga... Quiero ser decente...

—¡Levántese, por favor!

La muchacha se sentó sobre los talones, colocó las manos en el regazo y lo miraba como extasiada. Ahora... ya no se parecía a la mujer del velo; recordó a la sollozante Anči.

—Deje de llorar —murmuró enternecido e inseguro.

—Es usted hermoso —suspiró ella con admiración. Prokop se sonrojó y farfulló sin saber bien qué.

—Váyase a dormir. —Se atragantó y acarició la fogosa mejilla de la joven.

—¿No le repugno? —preguntó ruborizada.

—No, en absoluto. —Ella estaba inmóvil y lo miraba con ojos llenos de inquietud, de modo que Prokop se inclinó hacia ella y la besó. La muchacha se sonrojó y le devolvió el beso de modo confuso y torpe, como si besara por primera vez—. Ve a dormir, ve —farfulló turbado—, yo todavía... debo... meditar algo.

Ella se levantó obedientemente y empezó a desvestirse en silencio. Prokop se sentó en un rincón para no interrumpirla. La muchacha se quitaba el vestido sin pudor, pero también sin la más mínima frivolidad, con sencillez y naturalidad, como una mujer en su hogar. Sin apresurarse, desabrochaba los botones y desataba los lazos, doblaba la ropa interior, deslizaba lentamente las medias por sus piernas, fuertes y hermosas. Se quedó pensativa, miró al suelo y empezó a jugar como una niña con los largos, intachables dedos de sus pies; miró a Prokop, se rió con ruborizada alegría y susurró: «No estoy haciendo ruido».

Prokop, en su rincón, se estremecía sin apenas respirar: «Pero si es otra vez ella, la muchacha del velo. Ese cuerpo fuerte, adulto y bello es el suyo; de ese modo tan serio y tan hermoso se quitaba una prenda tras otra; así caía su cabello sobre sus serenos hombros; así, justo así se acariciaba, pensativa y encogida, sus carnosos y opacos brazos; y así, así...». Cerró los ojos con el corazón desbocado. «¿Acaso no la viste en una ocasión, al cerrar los ojos en la más absoluta soledad, cómo de pie, ante la apacible lámpara del hogar, volvía hacia ti el rostro y decía algo que no llegaste a oír? ¿Acaso entonces, retorciéndote las manos entre las rodillas, no vislumbraste, bajo tus párpados cerrados, el movimiento de su mano, un movimiento sencillo y grácil, que contenía toda la reposada y silenciosa alegría de un hogar? Una vez se te apareció, estaba de espaldas a ti con la cabeza inclinada sobre algo; y en otra ocasión la viste leyendo bajo una lámpara en la noche. ¿Es esto acaso sólo la continuación? ¿Desaparecería todo esto si abriera los ojos, y no quedaría más que la soledad?».

Abrió los ojos. La muchacha estaba tumbada en la cama, tapada hasta la barbilla y con los ojos clavados en él, poseída por un amor sumiso. Prokop se acercó a ella, se inclinó sobre su cara, estudió sus rasgos con repentina e impaciente atención. Ella le dirigió una mirada interrogante y le hizo un hueco a su lado.

—No, no —murmuró él, y la besó suavemente en la frente—. Duerme. —Ella cerró obediente los ojos y parecía no respirar apenas.

Regresó de puntillas a su rincón. «No, no se parece», confirmó. Le pareció que la muchacha lo miraba por la rendija de sus párpados entreabiertos; aquello lo estaba torturando, no podía siquiera pensar. Se puso de mal humor, giró la cabeza, y finalmente se levantó de un salto y fue a mirarla de puntillas. Tenía los ojos cerrados, apenas se percibía su respiración; era agraciada y afectuosa.

—Duerme —susurró. Ella hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza. Prokop apagó la luz y regresó a tientas y de puntillas a su rincón junto a la ventana.

Tras un rato que le pareció eterno y angustioso, se acercó sigilosamente a la puerta, como un ladrón. ¿Se despertaría? Vacilante, con la mano sobre el pomo de la puerta, con el corazón latiendo desbocado, abrió y salió a hurtadillas al patio.

Aún era de noche. Prokop miró a su alrededor, entre las escombreras, y trepó por la valla. Cayó al suelo, se sacudió, y buscó la carretera.

Apenas podía ver la carretera. Prokop echó un vistazo por los alrededores, temblando de frío. «¿A dónde, a dónde? ¿A Balttin?».

Dio unos cuantos pasos y se detuvo. De pie, miró al suelo. «Entonces, ¿a Balttin?». Sollozó con un llanto rudo y sin lágrimas y se dio media vuelta.

«¡A Grottup!».

LII

Los caminos del mundo se retuercen de un modo curioso. Si sumaras todos tus pasos y tus viajes, ¡qué intrincado dibujo resultaría! Porque con nuestros pasos dibujamos nuestro propio mapa de la tierra.

Era ya de noche cuando Prokop se plantó ante la valla enrejada de la fábrica grottupiana. Era un extenso campo lleno de edificios, iluminado por las nebulosas esferas de farolas arqueadas. Todavía había luz en una o dos ventanas. Prokop introdujo la cabeza entre los barrotes de la verja y gritó: «¡Hola!». Se acercó un portero, o un vigilante.

—¿Qué es lo que quiere? No se puede pasar al interior.

—Disculpe, ¿está todavía ahí el ingeniero Tomeš?

—¿Qué quiere de él?

—Debo hablar con él.

—... El señor Tomeš está aún en el laboratorio. No puede hablar con él.

—Dígale... dígale que le está esperando su amigo Prokop..., que tiene que darle algo.

—Aléjese de la verja —refunfuñó el hombre, y llamó a alguien.

Después de un cuarto de hora llegó corriendo a la verja alguien con una larga bata blanca.

—¿Eres tú, Tomeš? —lo llamó Prokop a media voz.

—No, soy el técnico de laboratorio. El señor ingeniero no puede acudir. El señor ingeniero tiene entre manos un trabajo importante. ¿Qué es lo que desea?

—Debo hablar con él sin falta.

El técnico, un hombrecillo corpulento y vivaz, se encogió de hombros.

—Disculpe, es imposible. El señor Tomeš hoy no puede ni por un segundo...

—¿Están fabricando la krakatita?

El técnico resopló con desconfianza.

—¿A usted qué le importa?

—Tengo que... prevenirle de algo. Debo entregarle algo.

—Puede dármelo a mí. Yo se lo llevaré.

—No, yo... se lo daré únicamente a él. Dígale...

—Entonces se lo puede quedar. —El hombre con la bata blanca dio media vuelta y se marchó.

—¡Espere! —lo llamó Prokop—. Dele esto. Comuníquele... comuníquele... —Sacó del bolsillo el famoso sobre abultado y se lo dio a través de la verja. El técnico lo cogió entre sus dedos con suspicacia, y Prokop se sintió como si acabara de romper algo—. Dígale que... que lo estoy esperando aquí, que le ruego que... ¡que venga!

—Se lo daré —dijo cortante el técnico, y se marchó.

Prokop se sentó en un guardarruedas. Al otro lado de la verja se erguía una sombra silenciosa que lo vigilaba. Era una noche húmeda: las ramas desnudas se extendían entre la niebla, pegajosa y fría. Después de un cuarto de hora alguien se acercó a la valla; era un chico pálido y trasnochado con la cara como un requesón.

—El señor ingeniero le manda el recado de que se lo agradece en el alma, que no puede venir, y que no hace falta que se quede esperando —lo despachó mecánicamente.

—Espere —dijo entre dientes Prokop con impaciencia—. Dígale que tengo que hablar con él. Que... que está en juego su vida. Y que le daré todo lo que quiera si... si me manda el nombre y la dirección de la dama de parte de la cual era el sobre que le he traído. ¿Me ha entendido?

—El señor ingeniero sólo ha dado el recado de que se lo agradece muchísimo —repitió somnoliento el chico—, y que no hace falta que se quede esperando...

—¡Al diablo! —Prokop hizo rechinar los dientes—. Dígale que venga, en caso contrario no me moveré de aquí. Y que detenga el trabajo, o... o esto saltará por los aires, ¿me entiende?

—Disculpe —dijo el chico, obtuso.

—¡Que... que venga! Que me dé esa dirección, sólo la dirección, y... que después le dejaré todo, ¿lo ha entendido?

—Sí, disculpe.

—Entonces váyase, váyase rápido, por todos...

Esperó acuciado por una impaciencia escalofriante. «¿No es eso... no es eso el sonido de unos pasos en el interior?». Se le vino a la mente la imagen de Daimon, ceñudo, con sus labios violáceos torcidos, contemplando las chispas azules de su estación de radio. ¡Y ese imbécil de Tomeš que no venía! «Está tramando algo allí, allí, donde brilla esa ventana iluminada, y no sabe que está siendo bombardeado, que con manos presurosas está activando una mina bajo sus propios pies... ¿No es eso el sonido de unos pasos? No viene nadie».

Una fuerte tos sacudió a Prokop. «¡Te daré todo, demente, tan sólo con venir a decirme su nombre! Ya no quiero nada; no quiero más que encontrarla. ¡Renunciaré a todo, déjame sólo una única cosa!». Contemplaba fijamente el vacío: ahí estaba, embozada en su velo, junto a sus pies hojas secas, pálida y extrañamente seria en esta adormecida oscuridad. Las manos juntas sobre el pecho (ya no tenía el sobre) y clavaba en él sus profundos ojos. La fría llovizna le perlaba el velo y el abrigo de piel. «Fue usted inolvidablemente amable conmigo», dijo en voz baja y ahogada. Prokop levantó los brazos hacia ella; lo quebró una tos furibunda. «¡Ooh!, ¿cómo es que no viene nadie?». Se abalanzó sobre la verja para saltarla.

—Quédese ahí quieto, o disparo —gritó la sombra tras la valla—. ¿Qué es lo que quiere?

Prokop soltó la verja.

—Por favor —ronqueó desesperado—, ... dígale al señor Tomeš... dígale...

—Dígaselo usted mismo —lo interrumpió la voz sin demasiada lógica—; pero váyase ya.

Prokop se sentó en el guardarruedas. «Puede que Tomeš venga cuando fracase de nuevo. Seguro, seguro que es incapaz de descubrir cómo fabricar la krakatita. Después vendrá él mismo y me hará llamar...». Estaba sentado, encorvado como un suplicante.

—Escuche —dijo—, le daré... diez mil si... si me deja entrar.

—Haré que lo arresten —gruñó la voz, abrupta y sin posibilidad de réplica.

—Yo... yo... —tartamudeó Prokop—, yo sólo quiero saber la dirección, ¿sabe? Yo sólo quiero... saber... ¡Le daré todo si me la facilita! Usted... usted está casado y tiene hijos, pero yo... yo estoy solo... y sólo quiero encontrar...

—¡Cállese! —increpó la voz—. Está usted borracho.

Prokop se calló y meció su cuerpo sentado en el guardarruedas. «Debo esperar», pensó ofuscado. «¿Por qué no viene nadie? Le daré todo, incluso la krakatita, incluso todo lo demás, sólo con que... "Fue usted inolvidablemente amable conmigo". No, dios me libre: yo soy un hombre malvado. Pero usted, usted ha despertado en mi alma el sentimiento de la amabilidad. Habría hecho cualquier cosa cuando me miró; lo ve, por eso estoy aquí. Lo más hermoso de usted es que tiene sobre mí el poder de hacer que la sirva. Por eso, me oye, ¡por eso debo amarla!».

—¿Qué es lo que le ocurre ahora? —echaba pestes la voz al otro lado de la valla—. ¿Se va a callar de una vez?

Prokop se levantó.

—Por favor, por favor, dígale...

—¡Le voy a echar los perros!

Una figura blanca se acercó morosa a la valla con el ascua encendida de un cigarrillo.

—¿Eres tú, Tomeš? —llamó Prokop.

—No. ¿Aún está usted aquí? —Era el técnico—. Pero hombre, está usted loco.

—Disculpe, ¿va a venir Tomeš?

—No tiene la más mínima intención —dijo el técnico despectivamente—. No le necesita. En un cuarto de hora tendremos lista la krakatita, y después, ¡gloria victoria!, después me emborracharé.

—Por favor, dígale que... ¡que me dé esa dirección!

—Eso ya se lo ha comunicado el chaval —dijo despreciativo el técnico—. El señor ingeniero ha dicho que le zurzan. No va a dejar a medias el trabajo, ¿no? Ahora, cuando está en lo mejor. En realidad ya lo tenemos, y ahora sólo..., y listo.

Prokop emitió un grito de terror.

—¡Corra a decirle... rápido... que no conecte las ondas de alta frecuencia! ¡Que se detenga! ¡O... o sucederá algo...! ¡Corra, aprisa! Él no sabe... él... él no sabe que Daimon... ¡Por dios, deténgalo!

—Ja —el técnico soltó una risa corta—. El señor Tomeš sabe bien lo que tiene que hacer. Y usted... —En ese momento voló a través de la verja la colilla encendida—. ¡Buenas noches!

Prokop saltó hacia la valla.

—¡Manos arriba! —bramó en el interior la voz; y a continuación sonó el penetrante pitido del silbato del vigilante. Prokop se dio a la fuga.

Corrió por la carretera, saltó la cuneta y corrió por un prado mullido; iba dando trompicones por los sembrados, cayó, se levantó, y siguió corriendo. Se detuvo con el corazón latiéndole como loco. A su alrededor sólo niebla y campos desiertos. «Ahora ya no me atraparán». Aguzó el oído: reinaba el silencio, sólo se escuchaba su respiración jadeante. «Pero, ¿y si... y si salta Grottup por los aires?». Se agarró la cabeza y siguió corriendo; se resbaló en una profunda hondonada, salió de ella arrastrándose a duras penas, y saltó, renqueante, a través de los campos arados. Se reavivó el dolor de la antigua fractura y unas agudas punzadas asediaban su pecho. Era incapaz de continuar; se sentó en un frío lindero y contempló Grottup, brillando brumosa con sus farolas arqueadas. Parecía una isla de luz en medio de unas tinieblas sin fin.

Reinaba un silencio estremecedor, asfixiante; y sin embargo en un radio de miles y miles de kilómetros se estaba desarrollando un ataque terrible y sin descanso: Daimon, en su Montaña Magnética, dirigía un bombardeo ininterrumpido sobre el mundo entero, sigiloso como un espectro. Con oscilaciones de varias millas, las ondas se abrían camino volando por el espacio para interceptar y aniquilar cualquier resto de krakatita sobre la superficie de la tierra. Y allí, en la profundidad de la noche, en medio de aquella pálida inundación de luz, estaba trabajando un hombre contumaz, desequilibrado, inclinado sobre un misterioso proceso de transformación...

—¡Tomeš, cuidado! —gritó Prokop; pero su voz se perdió en la oscuridad como cuando una mano infantil arroja una piedra a un pozo.

Se levantó de un salto, temblando de miedo y de frío, y huyó lejos, simplemente lejos de Grottup. Se empantanó en un cenagal y se detuvo: ¿eso no había sido una explosión? No, silencio. En un nuevo ramalazo de pánico, Prokop corrió cuesta arriba, tropezó, se dejó caer de rodillas, volvió a ponerse en pie de un salto y siguió corriendo. Desapareció en la maleza: iba a tientas, se abría paso a ciegas, se escurrió y cayó al suelo; se levantó, se enjugó el sudor con las manos ensangrentadas y siguió huyendo.

En medio de un campo encontró un objeto claro. Lo palpó: era una cruz derribada. Respirando con dificultad, se sentó en la peana vacía. La nebulosa riada sobre Grottup estaba ya lejos, muy lejos en el horizonte: era sólo un débil resplandor sobre la tierra. Prokop dejó escapar un profundo suspiro de alivio: nada, silencio; así que el experimento de Tomeš quizás hubiera fracasado y no tendría lugar aquella hecatombe. Escuchó acongojado en la distancia: nada, sólo el frío goteo del agua en un arroyo subterráneo; nada, sólo los latidos de tu corazón...

En aquel momento se alzó sobre Grottup una enorme masa negra. Todo se sumió en la oscuridad; un segundo después, como si se hubiera desgarrado aquella oscuridad, se elevó una columna de fuego que llameó de un modo espantoso y expulsó una muralla ciclópea de humo. Sopló una ensordecedora ráfaga de viento, algo chasqueó, los árboles susurraron con un crujido, y ¡zas!, un latigazo atroz, un fragor, un golpe atronador y un estruendo. La tierra temblaba y en el aire se arremolinaban de un modo demencial las hojas arrancadas. Jadeante, agarrándose con ambas manos a la peana de la cruz para no salir volando, Prokop miró aquella chisporroteante fragua con los ojos fuera de las órbitas. Y se abrirá la tierra con la fuerza del fuego, y en medio del estruendo del trueno hablará el Señor.

Un impacto tras otro; salieron un segundo y un tercer macizo de humo, que se abrieron con un relámpago rojo. Después resplandeció una tercera explosión, aún más terrible: parecía que había alcanzado los almacenes. Una masa llameante voló hacia el cielo, estalló y cayó como una lluvia de chispas en ignición. Como en un golpe de viento, llegó un estruendo demoledor que se transformó en un tiroteo ininterrumpido; eran los misiles incendiarios, que explotaban en los almacenes y crepitaban como las chispas que surgen al golpear un martillo. Se desparramó el fuego color escarlata del incendio, que crujía «tata rrratata», con golpes secos como un nido de ametralladoras. Se oyeron la cuarta y quinta explosión, con el rugido estruendoso de un obús. El incendio sobrevoló ambas partes: estaba ardiendo casi la mitad del horizonte. Fue entonces cuando llegó volando hasta allí el desesperado crujido del bosque grottupiano, que había sido talado, que, sin embargo, fue acallado por las ráfagas de cañonazos de los almacenes en llamas. Una sexta explosión se abrió con un fuerte y bronco estallido; parecía trinitrocresol. A continuación bramó más profundamente, con el tono de un bajo, el estallido de unos barriles de nitrato de amonio. Un inmenso proyectil llameante salió volando como un rayo en mitad del firmamento; una gran llama se elevó, se extinguió y saltó un trecho más allá. Después de unos segundos tronó un golpe y retumbó una sacudida atronadora. Durante un instante, un silencio en medio del cual se podía oír el crepitar de las llamas, como cuando se parte la leña. Un nuevo estrépito, y sobre la fábrica grottupiana de repente se alzó una llama, dejando sólo un resplandor raso: la ciudad de Grottup ardía en una súbita llamarada flotante.

Paralizado por el terror, Prokop se levantó y se marchó de allí dando traspiés.

LIII

Corrió por la carretera respirando con dificultad; pasó la cima de una colina y huyó hacia un valle. La riada de fuego se iba perdiendo tras él. Desaparecían los objetos y las sombras cubiertos por una niebla que iba fluyendo; era como si todo se alejara flotando de un modo lánguido e inmaterial y fuera arrastrado por un río sin límites en el que ni salpicaban las olas ni gritaba la gaviota. Lo aterró el sonido de sus propios pasos en aquel silencioso e infinito fluir de todo. En aquel momento aminoró la marcha, ahogó sus pasos y caminó insonoro hacia la lechosa oscuridad.

En la carretera, ante él, refulgía una lucecita; intentó esquivarla, se detuvo y vaciló. Una lámpara sobre la mesa, el fueguecillo de una estufa, un farol que vigila el camino; una mariposa nocturna, atormentada, agitaba las alas en su interior, delante de aquella lucecilla titilante. Prokop se acercó con morosidad, como si no se atreviera. Se quedó parado, se calentó en la distancia con aquel trémulo fueguecillo, se acercó un poco más, temiendo que lo echaran de nuevo. Se detuvo algo más allá. Era un carro con una cubierta de lona; en la lanza colgaba un farol encendido que proyectaba temblorosos haces de luz sobre un caballo blanco, sobre las piedras blancas, y sobre los blancos troncos de los abedules junto al camino. El caballito tenía en el morro un saquito de tela basta y, con la cabeza inclinada, ronzaba la avena; tenía la crin plateada y nunca le habían cortado la cola. Y junto a su cabeza estaba un anciano menudo; tenía la barba blanca y el cabello plateado, y era tan crudamente claro como la lona del carro; movía los pies en el sitio, pensativo, decía algunas palabras y extendía entre sus dedos la blanca crin del caballo.

En un momento determinado se giró, miró hacia la oscuridad sin ver nada y preguntó con una vocecilla vacilante:

—¿Eres tú, Prokop? Ven, ya te estaba esperando.

A Prokop no le extrañó, sólo sintió un alivio inconmensurable.

—Ya voy —suspiró—, ¡es que he tenido que correr tanto!

El abuelito se acercó a él y tocó su abrigo.

—Estás todo mojado —dijo en tono de reproche—. Encima te vas a acatarrar.

—Abuelo —soltó Prokop—, ¿sabes que Grottup ha saltado por los aires?

El ancianito meneó la cabeza apenado.

—¡Y cuánta gente mató aquella vez! Estás reventado, ¿verdad? Siéntate en el pescante, que yo te llevo. —Trotó hacia el caballo y le desató despacio el saquito de avena—. Jía, jía, ya es suficiente —siseó—. Nos vamos, ha venido un invitado.

—¿Qué es lo que lleva debajo de la lona? —preguntó Prokop.

El viejecillo se volvió hacia él y se rió.

—El mundo —dijo—. ¿Todavía no has visto el mundo?

—No.

—Entonces te lo enseñaré, espera. —Metió el saquito de avena en el carro y se puso a aflojar la lona por un lado sin prisa ninguna. La apartó, y bajo ella apareció una caja con una mirilla de cristal—. Espera —repitió, y se puso a buscar algo en el suelo; cogió una ramita, se sentó en cuclillas junto al candil y la prendió, todo ello con calma y minuciosidad—. Así, arde bien, arde —animó a la ramita, y protegiéndola con la palma de la mano corrió con pasitos cortos hacia la caja; levantó la tapa y encendió una lamparita que había en su interior—. Yo uso aceite —explicó—. Algunos ya iluminan con acetileno, pero... el acetileno te achicharra los ojos. Y además es una cosa que..., explota y la has liado; y encima puede lastimar a alguien. Y el aceite..., es como en una iglesia. —Se inclinó sobre la ventanita y guiñó sus ojos apagados para mirar el interior—. Se puede ver bastante. Es hermoso —susurró emocionado—. Ven a mirar. Pero tienes que agacharte para hacerte... pequeñito... como los niños. Así.

Prokop se agachó hacia la mirilla.

—Ése es el templo griego de Hera en Agrigento —empezó a recitar el anciano con seriedad—, en la isla de Sicilia, está dedicado a Dios, o sea, a Juno Lacinia. Mira esas columnas. Están hechas de piezas tan grandes que encima de cada una de sus piedras podría comer una familia entera. Figúrate el trabajo que acarrea eso. ¿Sigo girando? ... Panorama desde la montaña Penegal, en los Alpes, cuando se pone el sol. La nieve se enciende con una luz tan hermosa y tan extraña como la de aquí. Es la luz de los Alpes, y esa montaña se llama Latemar. ¿Sigo? ... Ésa es la ciudad sagrada de Benarés; ese río es también sagrado y purifica los pecados. Miles de personas han encontrado aquí lo que estaban buscando.

Eran dibujos pintados con detalle, con cuidado, y coloreados a mano; los colores habían palidecido un poco, el papel amarilleaba, pero se conservaba la alegre viveza del azul, el verde y el amarillo, y las chaquetas rojas de la gente, y el nítido color celeste del firmamento; y cada hierbecilla estaba dibujada con amor y atención.

—Ese río sagrado es el Ganges —añadió el anciano con veneración, y giró la manivela—. Y esto es Zahur, el castillo más hermoso del mundo.

Prokop se adhirió literalmente a la ventanita. Vio un castillo espléndido con gráciles cúpulas, altas palmeras y un surtidor azul. Una figurilla diminuta con una pluma en el turbante, una chaqueta color escarlata, unos pantalones bombachos amarillos y un sable tártaro saludaba con una inclinación hasta el suelo a una dama con un vestido blanco, que llevaba de las bridas a un caballo que piafaba.

—¿Dónde... dónde está Zahur? —murmuró Prokop.

El viejecito se encogió de hombros.

—Por ahí, en algún sitio —dijo ambiguamente—, en el lugar más hermoso. Algunos lo encuentran y otros no. ¿Sigo girando?

—Todavía no.

El anciano ahuecó el ala algo más allá y acarició un anca al caballo.

—Espera, sísísí espera —explicaba en voz baja—. Tenemos que mostrárselo, ¿sabes? Para que se ponga contento.

—Gire, abuelo —le pidió Prokop estremecido. A continuación vinieron el puerto de Hamburgo, el Kremlin, un paisaje polar con la aurora boreal, el volcán Krakatau, el puente de Brooklyn, la catedral de Notre-Dame, una aldea de aborígenes de Borneo, la casita de Darwin en Down, una estación de radio sin hilos en Poldhu, una calle de Shangai, las cataratas Victoria, el castillo de Pernštýn, unas torres petrolíferas en Bakú.

—Y ésta es aquella explosión en Grottup —explicó en ancianito; en el dibujo daban vueltas grandes volutas de humo rosado que eran impulsadas hasta el cénit por una llama de color azufrado. En medio del humo y de las llamas colgaban de un modo imposible cuerpos humanos destrozados—. Perecieron en ella más de cinco mil personas. Fue una gran catástrofe —dijo con un hilo de voz el anciano—. Y éste es el último dibujo. Y bien, ¿has visto el mundo?

—No, no lo he visto —refunfuñó Prokop aturdido.

El anciano meneó la cabeza decepcionado.

—Tú quieres ver demasiado. Tendrás que vivir durante mucho tiempo. —Apagó de un soplo la lamparita de la mirilla y, hablando entre dientes despacio, tiró de la lona—. Siéntate en el pescante, nos vamos. —Retiró el saco con el que estaba tapado el caballito y se lo colocó a Prokop en los hombros—. Para que no tengas frío —dijo al sentarse junto a él; cogió las riendas y silbó bajito. El caballito avanzó a un trote moderado—. ¡Jía! Sísí rocín —canturreó el abuelo.

Iba pasando una avenida de álamos y serbales, cabañas cubiertas por una colcha de niebla, un paraje durmiente y tranquilo.

—Abuelo —se le escapó a Prokop—, ¿por qué me ha ocurrido todo esto?

—¿Cómo?

—¿Por qué me han ocurrido tantas cosas?

El anciano reflexionó.

—Sólo lo parece —dijo finalmente—. Lo que uno se encuentra proviene de su propio interior. Simplemente se desenrolla fuera de ti como un ovillo.

—Eso no es verdad —protestó Prokop—. ¿Por qué me topé con la princesa? Abuelo, usted... usted quizás me conoce. Pero si yo estaba buscando... a la otra, ¿no? Y sin embargo, ocurrió. ¿Por qué? ¡Dígamelo!

El anciano caviló mientras mascullaba con sus blandos labios.

—Fue por tu orgullo —dijo pausado—. A veces le ocurren estas cosas a la gente, sin saber cómo, pero era algo que estaba en su interior. Y empieza a agitar lo que está a su alrededor... —Se lo demostró con la fusta, de tal modo que el caballito se asustó y empezó a correr—. Prrr, ¿qué?, ¿qué? —se dirigió con una vocecilla fina al caballo—. Lo ves, esto es justo lo que ocurre cuando una persona joven se revuelve; todo se desboca con él. Y tampoco hace falta realizar grandes hazañas. Siéntate y presta atención al camino; vas a llegar igual.

—Abuelo —se lamentó Prokop entrecerrando los ojos de dolor—, ¿he actuado mal?

—Mal y bien —dijo el viejo con prudencia—. Has hecho daño a la gente. Si hubieras tenido sentido común, no lo habrías hecho; se debe usar el sentido común, y uno debe pensar para qué sirve cada cosa. Por ejemplo... puedes quemar un billete de cien o pagar lo que debes; si lo quemas, parece algo más grande a primera vista, pero... Lo mismo ocurre con las mujeres —añadió inesperadamente.

—¿He actuado mal?

—¿Cómo?

—¿He sido malvado?

—... No tenías el alma pura. Uno... debe pensar más que sentir. Y tú te abalanzabas sobre todo como disparado.

—Abuelo, eso lo hizo la krakatita.

—¿Cómo?

—Yo... hice un descubrimiento... y a partir de eso...

—Si eso no hubiera estado en tu interior, tampoco habría estado en tu descubrimiento. Todo lo que hace uno sale de su interior. Espera, ahora reflexiona; ahora piensa e intenta recordar de qué está hecho ese invento tuyo y cómo se fabrica. Piénsalo bien y, sólo después, di lo que sabes. ¡Jía!, sísísí, ¡psst!

El carro traqueteaba por el camino, que se encontraba en un estado lamentable. El rocín blanco entrelazaba diligente sus patas en un trote bamboleante y ancestral. La luz bailaba por el suelo, por los árboles, por las piedras. El ancianito botaba en el pescante y canturreaba en voz baja. Prokop se frotó la frente con fuerza.

—Abuelo —susurró.

—¿Y bien?

—¡Ya no lo sé!

—¿Cómo?

Yo... ¡ya no sé... cómo... se fabrica., la krakatita!

—Lo ves —dijo el anciano con satisfacción—. A pesar de todo has descubierto algo.

LIV

Prokop se sentía como si viajaran a través de la apacible campiña de su infancia, pero había demasiada niebla: la lucecilla apenas alcanzaba el borde del camino con oscilaciones parpadeantes; a ambos lados de la carretera la luz era desconocida y taciturna.

—Jojojot —se oyó al abuelo, y el caballito penetró desde la carretera directamente en aquel mundo empañado, mudo. Las ruedas se hundían en la blanda hierba. Prokop distinguió una vaguada, a ambos lados un bosquecillo sin hojas y un hermoso prado entre ellos.

—Prrr —gritó el viejecillo, y se apeó despacio del pescante—. Levántate —dijo—, ya hemos llegado. —Sin prisa, desabrochó el tirante—. Sabes, nadie va a venir a buscarnos aquí.

—¿Quién?

—... Los guardias. Reconozco que tiene que guardarse un orden... pero ellos siempre andan pidiendo no sé qué papeles... y permisos... y que de dónde vienes, y a dónde vas... Si yo ni siquiera entiendo de eso. —Desenganchó al caballo y lo confortó en voz baja—: Y tú calla, te daré un trozo de pan.

Prokop, entumecido por el viaje, se bajó del pescante.

—¿Dónde estamos?

—Ahí, donde está esa cabaña —dijo el anciano de modo indefinido—. Dormirás y te levantarás como nuevo. —Cogió el farol de la pértiga e iluminó la pequeña caseta de madera: era algo así como un henar, pero viejo, ruinoso y ladeado—. Y yo voy a hacer fuego —dijo en tono cantarín—, y te haré un té, y cuando hayas sudado te encontrarás bien de nuevo. —Envolvió a Prokop en un saco y colocó delante de él el candil—. Espera a que traiga leña. Siéntate ahí. —Ya se estaba yendo, cuando se le ocurrió algo; hurgó en el bolsillo y miró interrogante a Prokop.

—¿Qué ocurre, abuelo?

—Yo... no sé... pero si quisieras... Yo soy también astrólogo. —Sacó la mano del bolsillo y le mostró algo: de entre sus dedos asomaba un ratoncito blanco con ojillos como rubíes—. Ya lo sé —balbuceó rápidamente—, tú no crees en estas cosas, pero... este ratoncillo es muy bonito... ¿Lo quieres?

—Sí.

—Eso está bien —se alegró el viejo—. Sh-sh-sh, pe-que-ña, ¡hop! —Extendió la mano, y el ratoncillo blanco subió presto, a todo correr, por la manga hasta el hombro, olisqueó suavemente su oreja peluda y se escondió en la solapa del cuello.

—Es precioso —suspiró Prokop.

El anciano estaba pletórico.

—Espera a ver lo que sabe hacer. —Y ya estaba corriendo hacia el carro, en el que anduvo rebuscando para regresar con una caja llena de tarjetas alineadas. Agitó la caja y miró al vacío con sus ojillos iluminados y abiertos como platos.

—Muéstrale, ratoncito, muéstrale cuál es su amor. —Chifló entre dientes, como un murciélago.

El ratón dio un salto, descendió por la manga y brincó a la caja. Prokop, conteniendo la respiración, no perdía detalle de cómo sus rosadas patitas buscaban entre las tarjetas. Agarró una entre sus dientecillos e intentó sacarla: por alguna razón no había forma de que saliera, así que sacudió la cabeza y cogió la que estaba justo al lado; la arrastró hasta que asomó entre las demás, se sentó sobre sus patas traseras y se empezó a morder sus diminutas zarpas.

—Pues éste es tu amor —susurró el viejo emocionado—. Cógelo.

Prokop extrajo la tarjeta que había sacado el ratón y se inclinó aprisa hacia la luz. Era la fotografía de la muchacha..., la del pelo suelto; tenía su hermoso pecho desnudo, y, ahí, esos ojos apasionados, abisales... Prokop la reconoció.

—Abuelo —sollozó—, ¡no es ésta!

—A ver —se extrañó el anciano, y le arrebató la tarjeta de la mano—. Ah-ah, es una pena —musitó pesaroso—. ¡Una chica así! Lala, Lilith, no es ésta, nanana, ¡chis, chis, pe-que-ña! —Volvió a introducir el dibujo y a silbar bajito. El ratoncillo miró hacia atrás con sus pupilas del color del rubí, agarró otra vez la misma tarjeta de antes con los dientes y sacudió la cabeza: no, imposible. Extrajo la de al lado y empezó a rascarse.

Prokop cogió el dibujo: era Anči, una imagen campestre; no sabía qué hacer con las manos, llevaba puesto su traje de domingo y estaba ahí de pie, de un modo tan bonito y tan bobo...

—No es ésta —murmuró Prokop.

El abuelo le quitó el dibujo, lo acarició y pareció que le decía algo; dirigió la vista hacia Prokop, con descontento, con tristeza, y volvió a silbar bajito.

—¿Está enfadado?

El viejo no decía nada y miraba pensativo al ratón. Intentaba extraer otra vez aquella tarjeta que estaba enganchada: no, era imposible. El ratón se sacudió y sacó la punta de la tarjeta contigua. Era un retrato de la princesa. Prokop soltó un gemido y lo dejó caer al suelo.

El viejo se agachó en silencio y recogió el dibujo.

—Lo haré yo mismo, lo haré yo mismo —dijo Prokop con voz ronca, y acercó precipitadamente la mano hacia la caja.

El abuelo detuvo su mano:

—¡Eso no está permitido!

—Pero ella... ella está ahí —dijo Prokop entre dientes—, ¡ahí está la definitiva!

—Ah-ah, ahí está todo el mundo —dijo el viejo acariciando su caja—. Y ahora te daré tu carta astral. —Emitió un leve silbido: el ratoncito se escurrió manga abajo, sacó una tarjeta verde y regresó inmediatamente, como una flecha; por lo visto Prokop la había asustado—. Léela —dijo el viejecillo mientras cerraba cuidadosamente la caja—. Mientras tanto voy a traer leña; y ya no te preocupes más. —Acarició al caballito, colocó la caja en el fondo del carro y se dirigió al bosquecillo. Su abrigo claro de tela basta flotaba en la oscuridad; el pequeño rocín lo seguía con la mirada, meneó la cabeza y salió tras él—. ¡Ijaja! —se oyó cantar al abuelo—, ¿quieres venir conmigo? ¡Ah-ah, aquí está! ¡Joti, jotijot, pe-que-ño!

Se esfumaron en la oscuridad, y Prokop recordó que tenía la tarjeta verde: «Su carta astral», leyó junto a una llama parpadeante. «Es usted una persona noble, de buen corazón, y descuella en su profesión por su erudición. Se verá obligado a soportar muchas tribulaciones, pero si se guarda de la impetuosidad y de la arrogancia, se ganará el respeto de sus vecinos y una posición destacada. Perderá muchas cosas, pero será recompensado más adelante. Sus días de mala suerte son el martes y el viernes. Saturno en conj. b. b. Martis. DEO GRATIAS».

El viejecito emergió de la oscuridad con los brazos cargados de ramitas; y tras él, la blanca cabeza del caballo.

—¿Y bien? —preguntó expectante, con cierto pudor propio del autor—. ¿La has leído? ¿Es una buena carta astral?

—Lo es, abuelo.

—Pues ya ves —respiró aliviado el viejecillo con satisfacción—. Todo saldrá bien. Bueno, gracias a dios, esperemos que así sea. —Dejó en el suelo el montón de leña y, murmurando alegremente, encendió una pequeña hoguera frente a la cabaña. De nuevo estaba afanándose en el carro; trajo un perol y trotó por agua—. En seguida, en seguida estará listo —murmuró diligente—. Hierve, hierve, tenemos un invitado. —Correteaba como un ama de casa sobreexcitada. En seguida regresó con el pan, y, olisqueándolo con placer, desenvolvió un trozo de tocino—. Y la sal, la sal. —Se dio una palmada en la frente y corrió de nuevo al carro. Finalmente se arrellanó junto al fuego, dio a Prokop una porción más grande y se puso a masticar despacio cada bocado.

A Prokop se le metía el humo en los ojos: lagrimeaba mientras comía; y el abuelo le daba uno de cada dos bocados al caballito, que inclinaba sobre él la brillante estrella de su frente. Y justo entonces, de pronto, Prokop lo reconoció en medio del velo de sus lágrimas: ¡pero si era aquel rostro avejentado, lleno de arrugas, que siempre veía en el techo de madera de su laboratorio! ¡Anda que no lo había contemplado veces mientras se iba quedando dormido! Y por la mañana, cuando se despertaba, ya no se distinguía, eran sólo nudos en la madera, y años, y humedad, y polvo...

El viejecillo sonrió.

—¿Te ha gustado? ¡Ah-ah, ya está poniendo mala cara otra vez! ¡Pero bueno! —Se inclinó sobre el perol—. Ya está hirviendo. —Se levantó con dificultad y fue cojeando hasta el carro; al momento estaba de vuelta con unas tazas—. Venga, sujeta esto.

Prokop cogió una taza; tenía dibujadas unas nomeolvides que festoneaban un nombre escrito en letras doradas: «Ludmila». Lo leyó veinte veces, y se le saltaron las lágrimas.

—Abuelo —murmuró—, ¿es... éste... su nombre?

El anciano lo miró con ojos tristes, afables.

—Para que lo sepas —dijo en voz baja—, sí.

—Y..., ¿la encontraré algún día?

El viejecito no dijo nada; tan sólo parpadeó rápidamente.

—Trae —dijo vacilante—, te serviré.

Con una mano temblorosa, Prokop acercó la taza, y el anciano le sirvió con cuidado té negro.

—Bebe —dijo dulcemente—, antes de que se te enfríe.

—Gra-gra-gracias —sollozó Prokop, y bebió un sorbo de aquella acre infusión.

El viejo se acariciaba pensativo su largo cabello.

—Es amargo —dijo lentamente—, muy amargo, ¿verdad? ¿No quieres un poco de azúcar?

Prokop meneó la cabeza, aquello le atenazaba la boca con la amargura de las lágrimas, pero por su pecho se derramaba un confortante calor. El viejecito sorbía ruidosamente de su taza.

—Pues mira —dijo para desviar la conversación hacia otra parte—, lo que tengo yo pintado. —Le dio su taza; tenía dibujados un ancla, un corazón y una cruz—. Son la fe, el amor y la esperanza. Venga, no llores más. —Estaba de pie frente a la hoguera con las manos entrelazadas—. Querido amigo —dijo en voz baja—, ya no llevarás a cabo lo más sublime ni liberarás todo. Estuviste a punto de romperte en pedazos por la propia intensidad de la fuerza; pero te quedarás enterito, y no vas a salvar ni a destruir el mundo. Muchas cosas quedarán encerradas dentro de ti, como el fuego dentro de una estufa; bueno, de acuerdo, has sacrificado eso. Quisiste llevar a cabo cosas demasiado grandes, pero harás cosas pequeñas. Así está bien.

Prokop se agachó ante el fuego sin atreverse a levantar la mirada; supo entonces que le hablaba Dios Padre.

—Así está bien —susurró.

—Así está bien. Harás cosas buenas para la humanidad. El que mira a lo más alto aparta su mirada de la gente. En vez de eso, tú trabajarás para ellos.

—Así está bien —suspiró Prokop de rodillas.

—Bueno, ya ves —dijo el viejecito complacido, y se sentó en cuclillas—. Mira, ¿para qué sirve esa...? ¿Cómo dices que has llamado a ese descubrimiento tuyo?

Prokop levantó la cabeza.

—Yo... ya lo he olvidado.

—Da igual —lo consoló el anciano—. A cambio descubrirás otras cosas. Espera, ¿qué quería decir? Ahá. ¿Para qué una explosión tan grande? Podrías hacer daño a alguien. Pero busca e investiga; quizá descubras..., bueno, por ejemplo una especie de pof, pof, pof —le mostró el viejecito resoplando con sus blandas mejillas—, ¿ves? Algo que hiciera sólo puf, puf ... e impulsara un objeto para que la gente pudiera trabajar mejor. ¿Entiendes?

—Quiere decir —musitó Prokop—, un combustible barato, ¿no?

—Sí, barato, barato —aprobó el anciano alborozado—. Para que fuera de gran utilidad. Y para que también diera luz, y calentara, ¿sabes?

—Espere —caviló Prokop—, yo no sé... Habría que probar... desde el otro extremo.

—Justo eso. Probar desde el otro extremo, y listo. Pues ya ves, ya tienes qué hacer. Pero ahora deja eso, mañana será otro día. Te prepararé la cama. —Se levantó y fue al trote hasta el carro—. Jato, jot, pe-que-ño —canturreó—, vamos a dormir. —Regresó con un esponjoso edredón bajo la barbilla—. Venga, ven —dijo, cogió el farol y entró en el pequeño cobertizo de madera—. Bueno, hay paja de sobra —murmuró mientras hacía la cama—, para los tres. Gracias a dios.

Prokop se sentó en la paja.

—Abuelo —exclamó abriendo los ojos como platos—, ¡mire!

—¡Qué ocurre!

—Ahí, en los tablones. —En cada tablón del cobertizo estaba escrita con tiza una letra mayúscula, y Prokop leía en medio de las titilantes oscilaciones del candil: K... R... A... K... A... T...

—No es nada, no es nada —farfulló el ancianito en tono tranquilizador, y borró inmediatamente las letras con la gorra—. Ya ha desaparecido. Acuéstate, yo te taparé con el saco. Así.

Se puso de pie junto a la puerta:

—Dadada pe-que-ño —dijo en tono cantarín y tembloroso; y el caballo introdujo a través de la puerta su hermosa frente plateada y frotó su morro contra el abrigo del anciano—. Venga, entra, entra —le ordenó el viejo—, y échate.

El rocín entró, escarbó con los cascos junto a la pared opuesta y dobló las rodillas.

—Yo me acostaré después entre vosotros dos —dijo el viejecito—; sentirás la respiración del caballo y estarás calentito, sí.

Se sentó en silencio en la puerta; tras ella todavía brillaban en medio de la oscuridad las brasas del fuego, que se iba extinguiendo, y se podían ver los ojos del caballo, dulces, sabios, que se giraban hacia él afectuosos. Y el anciano susurraba algo para sí mismo, musitaba y balanceaba la cabeza.

A Prokop se le llenaron los ojos de lágrimas por una ternura heladora. «Pero si es... ¡pero si es mi difunto padre!», le vino a la cabeza. «¡Dios, cómo ha envejecido! Su cuello no es ya más que pellejo...».

—Prokop, ¿estás dormido? —susurró el anciano.

—No —respondió Prokop, estremecido de amor.

Entonces el viejecito empezó a entonar suavemente una canción queda y extraña: «Lala jou, dadada pan, binkili bunkili jou ta ta...».

Prokop se sumió por fin en un tranquilo y fortificante descanso libre de sueños.

Notas a la traducción

No hemos creído necesario aturdir a nuestros lectores con una edición anotada exhaustiva que incluiría decenas de datos sobre Geografía, Filosofía, Medicina, Historia de la Ciencia, teorías del átomo, Física cuántica, Teosofía y fórmulas químicas, muchas de ellas completamente inverosímiles y fruto de la imaginación del autor (no es de extrañar si tenemos en cuenta que el protagonista de la novela, según sus propias palabras, es de la opinión de que hay que hacer caso omiso de la teoría de valencias y de que todo es posible). Dejamos a la voluntad y la curiosidad del lector comprobar estos datos, al fin y al cabo fácilmente encontrables en cualquier enciclopedia en los casos en que son reales, y nos limitaremos a aclarar sólo algunas citas y ciertos extranjerismos, que hemos mantenido tal y como aparecían en el texto original, en alemán (al.), francés (fr.), inglés (ingl.), italiano (it.), japonés (jap.), latín (lat.) o ruso (ru.).

Para no hacer farragosa la lectura de la novela, hemos decidido prescindir de las notas al pie y agruparlas en estas páginas finales, por capítulos y de forma secuencial. En aquellos casos en que el autor ha usado una palabra o expresión repetidamente, se incluye en aquel capítulo en que aparece por primera vez.

Capítulo III

En masse. (Fr.) En masa.

¡En avant! (Fr.) ¡Adelante!

Capítulo VII

El saludo de Ulises a Nausícaa, correspondiente al canto sexto de la Odisea, aparece en la versión de Antonio López Eire: Homero, Odisea. Madrid, Espasa Calpe, 1991.

Capítulo VIII

Exitus. (Lat. exitus letalis) Término médico que significa literalmente «salida mortal» y que se utiliza, especialmente en medicina forense, para cerrar una historia clínica cuando la enfermedad ha desembocado en muerte.

Finis. (Lat.) Fin.

Capítulo X

¡Bon! (Fr.) ¡Bueno!

Capítulo XI

Berühmt. (Al.) Célebre, eminente.

Célèbre. (Fr.) Célebre, famoso.

Highly esteemed. (Ingl.) Muy respetado.

Capítulo XV

Erwarte Dich, P. S. Achtung, K. aus Hamburg eingetroffen. (Al.) Te espero, P.D. Atención, ha llegado K. de Hamburgo.

Sonst wird K. dahinterkommen. (Al.) Si no, K. lo descubrirá.

Capítulo XVI

Auf Befehl des Herrn Tomeš. (Al.) Por orden del señor Tomeš.

«Dem einem ist sie... ist sie...». (Al.) «Para uno ella es... ella es...». Probablemente se refiere a la siguiente cita de Friedrich Schiller acerca de la Ciencia: «Para uno es la diosa sublime y grandilocuente, para el otro una vaca eficiente, que lo provee de mantequilla». («Dem einen ist sie die hehre erhabene Göttin, dem anderen eine tüchtige Kuh, die ihn mit Butter versorgt»).

Capítulo XVII

Yessr. (Ingl. Yes, sir) Sí, señor.

Go to the town for our car! (Ingl.) ¡Ve a la ciudad a buscar nuestro coche!

Capítulo XVIII

Detto, ditto. (It., ingl.) Lo mismo, igual, ítem.

Item. (Lat.) ítem más.

Capítulo XIX

A big man. (Ingl.) Un gran hombre, un triunfador.

Capítulo XX

Very glad to see you. (Ingl.) Encantado de verle.

Gentleman. (Ingl.) Caballero.

Well. (Ingl.) Bien.

Dear sir. (Ingl.) Estimado señor.

Beg your pardon. (Ingl.) Le ruego que me disculpe.

Capítulo XXIII

Déjeuner. (Fr.) Almuerzo.

Jockey Club. (Ingl.) Club de Hípica.

Capítulo XXIV

Bloodhound. (Ingl.) Perro sabueso.

Laissez-passer. (Fr.) Salvoconducto.

Chaise longue. (Fr.) Diván.

Consommé de tortue. (Fr.) Consomé de tortuga.

Capítulo XXVII

Jockey. (Ingl.) Jinete.

Capítulo XXVIII

Par excellence. (Fr.) Por excelencia.

Cousin. (Fr.) Primo.

(Mon) oncle. (Fr.) (Mi) tío.

Amateur. (Fr.) Aficionado.

Très grand artiste. (Fr.) Grandísimo artista.

Maître de danse. (Fr.) Profesor de baile.

Une vitrine. (Fr.) Una vitrina.

Le bon oncle. (Fr.) El buen tío.

Soirée. (Fr.) Velada, fiesta.

Coup. (Fr.) Golpe, jugada.

All right. (Ingl.) Bien.

Capítulo XXX

Le bon prince. (Fr.) El buen príncipe.

Capítulo XXI

¡C'est bête! (Fr.) ¡Qué tontería!

Capítulo XXXIV

Knjaz. (Ru.) Príncipe.

Rex. (Lat.) Rey.

Dîner. (Fr.) Cena.

Kakemono (Jap.) También llamado kakejiku. Tipo de pintura japonesa, realizada sobre rollos de pergamino pensados para ser contemplados en sentido vertical (al contrario que el makimono, que es horizontal) y que pueden ser colgados de las paredes como decoración de interiores.

Capítulo XXXVI

Le bon oncle. (Fr.) El buen tío.

Mon prince. (Fr.) Mi príncipe.

Capítulo XXXVII

Dernier cri. (Fr.) Último grito.

Statu quo. (Lat.) Término utilizado en diplomacia para expresar la situación vigente en un determinado momento.

Capítulo XLII

Très aimable. (Fr.) Muy amable.

Bunchuk. Insignia rematada con pelo de yak o caballo y que culmina en un tridente, bola o media luna, utilizado como bandera por tribus nómadas euroasiáticas y, entre los siglos XII y XVIII, como símbolo de poder por los khanes de Mongolia y Crimea, los sultanes turcos, los atamanes ucranianos, etc.

Capítulo XLIV

Peignoir. (Fr.) Salto de cama.

Capítulo XLVI

¡Stop! (Ingl.) ¡Alto!

Desperado. (Ing.) Criminal, fugitivo.

Capítulo XLVII

De facto. (Lat.) De hecho.

Banque de France. (Fr.) Banco de Francia.

Capítulo XLVIII

Labour Party. (Ingl.) Partido laborista.

Capítulo L

Good night. (Ingl.) Buenas noches.

Capítulo LI

Sejčas. (Ru.) Ahora.

Capítulo LII

¡Gloria victoria! (Lat.) Sic en el original.

Capítulo LIV

Deo gratias. (Lat.) Gracias a Dios.