La Compañía ha conquistado el Tiempo y la Inmortalidad. Reclutados en todos los siglos de la Historia, armados con todo su conocimiento, mucho más que simples seres humanos, sus agentes saquean en secreto el pasado, reuniendo para ella los frutos del talento del hombre y los recursos de todo el planeta mientras examinan a una humanidad a la que desprecian y preparan un futuro que no están llamados a disfrutar.
La botánica Mendoza, rescatada de niña de las garras de la Inquisición española, es uno de ellos. Un cyborg entrenado por el Dr. Zeus para reconocer y salvar plantas en peligro de extinción que en el futuro puedan ser usadas para fabricar medicinas. Su primera misión es recoger muestras en el jardín de Sir Walter Iden, en la Inglaterra isabelina. Como todos sus camaradas, Mendoza cree estar por encima de los seres humanos entre los que ha sido enviada. Pero por desgracia para ella, se encontrará con el secretario de Sir Walter, Nicholas Harpole, un hombre apasionado cuyas creencias religiosas al borde de la herejía los pondrán a ambos en un terrible peligro.
Capítulo uno
Soy botánica. Voy a escribir la historia de mi vida como ejercicio, para crear una ilusión de voz en este lugar en el que ahora me encuentro, sola. Será una historia larga, porque ha sido un largo camino el que me ha traído hasta aquí, un camino que ha discurrido por la ardiente España y la verde, verde Inglaterra y por tantísimos siglos de Tiempo. Pero la entenderéis mejor si empiezo por contaros lo que aprendí en el colegio.
Había una vez un aquelarre de mercaderes y científicos que querían ganar dinero y ayudar a la especie humana. Inventaron el Viaje en el Tiempo y la Inmortalidad. A mí me enseñaron que el Viaje en el Tiempo fue desarrollado primero y que luego inventaron a los Inmortales para poder enviar gente a los años del pasado.
En realidad fue justo al revés. El proceso de Inmortalidad fue inventado primero. Para probarlo, tuvieron que inventar el Viaje en el Tiempo.
Funcionaba así: enviaban un equipo de médicos al pasado, a 1486, por ejemplo, y elegían a algún nativo afortunado de aquel tiempo y le conferían la inmortalidad. Luego regresaban a su propio tiempo y comprobaban si el sujeto del experimento seguía vivo. ¿Había sobrevivido los novecientos años? ¿Sí? Qué maravilla. ¿Había efectos secundarios? ¿Sí? Ups. Regresaban al tablero de dibujo y luego a 1486 para probar el nuevo y mejorado procedimiento en otro nativo. Luego volvían a casa y comprobaban lo que había ocurrido. ¿Seguía sin ser perfecto? Volvían a probar. Al fin y al cabo, sólo estaban utilizando unos pocos días de su propio tiempo. Los inmortales imperfectos no podían demandarlos y ellos obtenían una cierta satisfacción al averiguar al fin lo que hacía errar a todos esos Holandeses y Judíos.
Pero los experimentos no salían precisamente a la perfección. La Inmortalidad no es para el gran público. Oh, funciona. Dios, vaya si funciona. Pero puede tener varios efectos secundarios indeseables, entre ellos la inestabilidad mental, y existen determinadas restricciones que la vuelven poco práctica para el mercado. Por ejemplo, sólo funciona en niños pequeños con mentes y cuerpos flexibles. No sirve en millonarios de mediana edad, lo cual es una lástima porque son los únicos consumidores que podrían permitirse el proceso.
De modo que este aquelarre (se hacen llamar Dr. Zeus S.A.) desarrolló una versión limitada del proceso y la comercializó como terapia génica avanzada. En esta forma, generó unos ingresos fabulosos y le valió a Dr. Zeus las alabanzas de todo el mundo.
Todo el mundo, claro, salvo los inmortales imperfectos.
Pero hablemos del Viaje en el Tiempo.
De alguna manera, Dr. Zeus inventó un campo de trascendencia temporal. También tenía sus limitaciones. Para empezar, el viaje en el tiempo sólo es posible en dirección al pasado. Puedes regresar al presente cuando has terminado lo que tenías que hacer en el pasado, pero no puedes saltar a tu futuro. Ni averiguar quién va a ganar en la quinta carrera de Santa Anita el 1 de abril de 2375.
En todo caso, Dr. Zeus empezó a experimentar con el campo y descubrió un hecho que en principio podría resultar tranquilizador: no se puede cambiar la Historia. No puedes ir al pasado y salvar a Lincoln pero tampoco puedes eliminar tu propio presente matando por accidente a uno de tus antepasados. Lo repetiré: no se puede cambiar la Historia.
No obstante —y prestad atención ahora, ésta es la parte importante— esta ley sólo se aplica a la Historia registrada. ¿Os dais cuenta de las implicaciones?
No puedes mirar el futuro pero puedes saquear el pasado.
Os lo explicaré un poco mejor. Si la Historia dice que John Jones ganó un millón de dólares en la lotería un día concreto, no puedes ir al pasado y ganar la lotería en su lugar. Pero sí que puedes asegurarte de que John Jones es agente tuyo, comprará el décimo ganador el día señalado y, siguiendo tus instrucciones, invertirá las ganancias en tu beneficio. Desde la posición ventajosa que te ofrece el futuro, puedes indicarle qué inversiones son las más interesantes y qué instituciones financieras son las más sólidas. Resultado: a largo plazo, los dividendos son para ti.
Supongamos que John Jones invirtiera sus ganancias de la lotería en propiedades y le transfiriera esas propiedades a una misteriosa compañía. Supongamos que tienes un ejército entero de John Jones haciendo lo mismo. Si empezases lo bastante atrás en el tiempo y lo siguieras haciendo durante el tiempo necesario, podrías acabar casi siendo el dueño del mundo.
Dr. Zeus lo hizo.
De la noche a la mañana, descubrieron activos que nunca habían sabido que tenían, administrados por añejos bufetes de abogados con instrucciones de entregar los intereses acumulados, un día determinado de 2335, a un “descendiente” del inversor original. Y este dinero no era nada comparado con el montante del activo. Mientras permanecieran dentro del marco de la Historia registrada, tenían la capacidad de preparar las cosas de manera que cada acontecimiento sucedido redundara en beneficio de la Compañía.
Más o menos en este punto, los miembros científicos del aquelarre empezaron a protestar, diciendo que el objetivo de Dr. Zeus parecía haber cambiado. ¿Y no se afirmaba en la Declaración de Intenciones de la Misión algo sobre mejorar la condición de la humanidad? Los miembros mercaderes del aquelarre esbozaron una agradable sonrisa y señalaron que no se puede, al fin y al cabo, cambiar la Historia y que por tanto es limitado el bien que puede hacerse a la especie humana sin ir en contra de esta ley inmutable.
Pero recordad, Amables Lectores, que esta ley sólo se aplica a la Historia registrada. Sus límites se pusieron a prueba con la famosa Biblioteca de Alejandría, quemada hasta los cimientos junto con todos sus libros por un truculento invasor. Técnicamente, la biblioteca no podía salvarse, puesto que los libros de Historia afirman sin el menor asomo de duda que fue destruida. De modo que Dr. Zeus envió a un par de agentes a la biblioteca con equipos de copiado disimulados como tablillas de escritura. Trabajando de noche a lo largo de varios años, lograron microfilmar todos los libros antes de que se produjera el incendio y a continuación regresaron con ellos a 2335.
A pesar de que los libros resultaron ser en su mayor parte obras de artes liberales como poesía y filosofía, cosas que nadie entendía ya, se demostró lo que se pretendía demostrar y de aquel modo se resolvió la paradoja: podía darse la vida a lo que había estado muerto. Podía encontrarse lo que había estado perdido.
A lo largo de los siguientes meses de 2335, empezaron a aparecer en lugares extraños obras de arte de los grandes maestros desconocidas hasta el momento. Guardadas en cajones de plomo en sótanos suizos, escondidas en las cámaras subterráneas de la Biblioteca del Vaticano, ocultas bajo escenas de caza de pintores Victorianos de tercera: Da Vincis y Rodins y Van Goghs por todas partes, sin documentar, sin catalogar pero genuinos en todo caso.
Tomemos el caso de Los Comedores de Col, la primera y desconocida versión de la obra de Van Gogh Los Comedores de Patatas. La Compañía no podía drogar a Van Gogh en su estudio, robar el cuadro y volver con él al futuro: no puede transportarse nada fuera de su propio tiempo. Lo que hizo fue drogar al pobre Vincent, llevarse Los Comedores de Col y recubrirlo con una capa protectora de una sustancia química de gran complejidad, pintarla de negro y entregársela a un fabricante de muebles de Wyoming (antiguos EE.UU.), quien la utilizó para hacer el respaldo de una silla que acabó en un museo de folclore, artes y oficios y fue pasando por otros museos hasta que un esforzado restaurador la examinó con rayos X y se llevó la sorpresa de su vida. Huelga decir que por aquel entonces la silla formaba parte de una colección que era propiedad de Dr. Zeus.
Da la casualidad de que hay montones de cofres y baúles en casas solitarias que nadie registra durante años incontables. Existen edificios que sobreviven a los bombardeos, el fuego y las inundaciones sin que nadie vea jamás lo que se oculta tras sus paredes o bajo sus suelos. Os asombrarían las cosas extrañas que la gente entierra en las tumbas. Haceos con una base de datos de esta clase de escondites y también vosotros podréis entrar en el negocio de los Hallazgos Milagrosos.
¿Y por qué parar aquí? Las obras de arte están muy bien y se les puede sacar mucho beneficio pero lo que el público quiere de verdad son dinosaurios.
No dinosaurios en sentido literal, por supuesto. Todo el mundo sabe lo que pasó cuando trataron de revivir a los dinosaurios... Pero el Romance de la Extinción fue un gran negocio en el siglo xxiv. Para vender un producto, uno no tenía más que ponerle en el envoltorio la foto de algo extinto. Un tigre, por ejemplo. O un gorila. O una ballena. Mortificarse por el pasado era una actitud muy en boga en aquella época. ¿Qué mejor manera de sacarle partido a la nostalgia ecologista que revivir especies supuestamente extintas?
En mayo de 2336 la gente se encontró al abrir el periódico con que se había descubierto una pequeña colonia de palomas torcaces en Islandia, nada menos. En las Navidades de aquel mismo año, se avistaron cuatro ballenas azules junto a la costa de Chile. En marzo de 2337 se encontró un pequeño bosque de álamos de Santa Lucía, una conífera primitiva que se creía extinta desde hacía dos siglos, en un remoto rincón de la República de California. Todo el mundo aplaudió educadamente (la gente nunca se emociona tanto con las plantas como con los animales) pero lo que la noticia no decía era que esa especie de álamo era el único anfitrión conocido de una especie de liquen que posee determinadas propiedades médicas de incalculable valor...
¿Milagros? En absoluto. Dr. Zeus había recogido dos palomas en edad de criar en las proximidades de Nueva York, en el año 1500. Durante casi medio milenio, la especie fue protegida y criada en una instalación que la Compañía poseía en Canadá y cuando llegó el momento se la soltó de nuevo. Y se procedió de manera similar en el caso de las ballenas y los álamos.
Sea como sea, cuando la imaginación popular estaba deslumbrada con todos estos descubrimientos maravillosos, Dr. Zeus reveló la verdad. No toda la verdad, claro y no a todo el mundo; los negocios no funcionaban así en el siglo xxiv. Pero los rumores y las conjeturas fueron tan eficaces como la más llamativa campaña publicitaria y la Compañía no tuvo que pagar un solo centavo por ellos. Empezó a saberse que si uno conocía a las personas apropiadas y podía pagar el precio requerido, podía tener cualquier tesoro del pasado; se podía resucitar a los muertos aun después de llorados.
Los encargos empezaron a llegar.
Coleccionistas obsesivos de arte y literatura. Filántropos que sentían nostalgia por alguna especie desaparecida. Compañías farmacéuticas desesperadas por obtener nuevas fuentes de agentes biológicos. Y gente aún más extraña, con extrañas necesidades y dinero más que de sobra. Sólo hubo unas pocas preguntas.
¿Quién dirigía Dr. Zeus ahora? Ni siquiera sus fundadores estaban seguros. El círculo interno más oculto de dirigentes no hubiera podido decirlo. De repente tenía en sus manos los frutos de la labor llevada a cabo en su beneficio por alguien... Pero, ¿qué alguien? ¿Cuánta gente trabajaba para la Compañía?
Y no sólo eso. ¿Les correspondía ahora la responsabilidad de asegurarse de que la Historia tenía lugar? Algunas especies que habían sido declaradas extintas habían reaparecido en lugares inesperados. ¿Eran proyectos de Dr. Zeus de cuya existencia no habían sido conscientes? Alguien buceó en los archivos de la Compañía y descubrió que el celacanto era un proyecto especial de Dr. Zeus. Y el alce. Y el dodo, el guepardo, el ciervo de Padre David. Y los archivos de la compañía parecían tener el inquietante hábito de expandirse cuando nadie los estaba vigilando.
Y en fin, ¿dónde estaba el personal de apoyo para una operación de semejante tamaño? Además del coste de enviar a los agentes de su época al pasado y traerlos desde allí, estaba la cuestión de que los agentes lo odiaban. Decían que era peligroso. Que era sucio. La gente hablaba de forma rara y la ropa era incómoda y la comida era asquerosa. ¿No podía encontrarse a alguien más apropiado para enfrentarse al pasado?
Bueno. ¿Os acordáis de todos aquellos inmortales de los experimentos?
Un equipo del futuro fue enviado a la Prehistoria para construir centros de entrenamiento en lugares desiertos. Salieron a buscar niños neandertales y cromagnones y les afeitaron sus pequeños cráneos y sometieron sus pequeños cuerpos y sus pequeñas mentes al Proceso de Inmortalidad. Los adoctrinaron y les dieron una educación superior. Luego regresaron a su propio tiempo, dejando a los nuevos agentes allí para que expandieran por sí mismos la operación.
¿Y qué era lo que Dr. Zeus tenía ahora? Un equipo de trabajo permanente que no tenía que ser traído y llevado a través del tiempo, que no sufría choques culturales y que nunca, nunca, requería atención médica. O, por expresarlo al modo de la práctica prosa de la Historia Oficial de la Compañía: lentamente, estos agentes trabajarían a lo largo de los siglos para Dr. Zeus, inquebrantables en su lealtad. Al fin y al cabo, se les había hecho el regalo de la Inmortalidad. Sabían que tenían parte del glorioso mundo del futuro. Se les proporcionó toda la literatura y el cine de épocas aún por nacer. El trabajo de sus vidas (el trabajo de sus interminables vidas) era el más noble de todos los imaginables: rescatar las cosas vivientes de la extinción y preservar obras de arte irreemplazables.
¿Quién podría pedir más, diréis?
Ah, pero recordad que la Inmortalidad tenía indeseables efectos secundarios. Tened en cuenta, además, el desconcierto mental que podría provocar el formar parte de un plan tan vasto que nadie lo conociera en su totalidad. Y tened en cuenta también los problemas logísticos asociados: ya somos miles y conforme la operación se expande, se crean más de nosotros. Ninguno de nosotros puede morir. ¿Qué van a hacer con todos cuando finalmente lleguemos a ese glorioso futuro habitado por nuestros creadores?
¿Nos permitirán entrar en sus casas? ¿Nos pagarán un sueldo al fin? ¿Nos darán la bienvenida, de verdad compartirán con nosotros los frutos del trabajo que durante milenios hemos hecho para ellos?
Si habéis estudiado la Historia, ya conocéis la respuesta a esa pregunta.
Así que, ¿por qué no nos rebelamos, como en cualquiera de esas bonitas novelas de ciencia-ficción tan llenas de testosterona, armados con una pistola láser en cada mano? Porque a la larga (y no tenemos otra manera de mirar las cosas) no nos importa. Nada importa salvo nuestro trabajo.
Mira. Mira con unos ojos que nunca pueden cerrarse a lo que los hombres se hacen a sí mismos y a su mundo, era tras era. Los monasterios quemados. Los bosques talados. Los animales cazados hasta la extinción; y también las familias de hombres. Vive unos pocos siglos de estupidez y avaricia humana y aprenderás que los mortales nunca cambian, no más que nosotros.
Debemos continuar con nuestro trabajo porque nadie más lo hará. Ha de contenerse la marea de la muerte. Nada importa excepto nuestro trabajo.
Nada importa.
Excepto nuestro trabajo.
Capítulo dos
Mi nombre, mi edad, el nombre de la aldea en la que nací, son cosas que no puedo decir con certeza. Sé que nací en algún lugar próximo a la gran ciudad de Santiago de Compostela, donde se supone que fue encontrado el cuerpo del Santo Apóstol. Durante la Edad Media los peregrinos acudían en tropel a ver las sagradas reliquias (si sus barcos no naufragaban en el Cabo Finisterre) y regresaban con las conchas colgadas de los sombreros (si no naufragaban en el viaje de vuelta). Allí, en esa ciudad, estableció la Santa Inquisición uno de sus oficios.
Fue también allí, en la enorme catedral, donde la Infanta Catalina, hija de Isabel y Fernando, se detuvo para oír misa de camino a Inglaterra, donde iba a contraer matrimonio con el Príncipe. En la catedral había un incensario de plata pura, grande como un caldero, que describía majestuosos arcos al otro extremo de una cadena; y según se cuenta, durante la misa de la Infanta, la cadena se rompió y el incensario, tras salir despedido y atravesar uno de los ventanales de la iglesia, explotó como una bomba sobre las piedras que pavimentaban la plaza. Algunas personas lo hubieran tomado como un presagio, pero no la Infanta. Reanudó sin titubear su viaje a Inglaterra y acabó casándose con el rey Enrique viii. Lo que demuestra que se debe prestar atención a los presagios.
En cualquier caso, nosotros vivíamos cerca de allí. Mis padres eran flacos y desesperadamente pobres, pero de sangre pura, como no dejaban de asegurarnos; y eso es todo lo que recuerdo sobre ellos. En aquellos tiempos, la pureza de sangre significaba mucho en España. Supongo que para extender el linaje de cristianos viejos de sangre pura, mis padres tuvieron una docena de pequeños, cosa que no tardaron en lamentar puesto que nuestra casa tenía sólo una habitación.
Allí es donde empieza la historia.
Un día de 1541 (todas las fechas son aproximadas) mi madre estaba sentada junto a la puerta, observando con tristeza cómo jugaban sus pequeños cristianos de sangre pura sobre la tierra del patio. Por el camino venían unos hombres a caballo. Todos ellos vestían con mucha distinción y parecían de sangre pura, como nosotros, nada de judíos o moriscos, aunque por supuesto nunca podía saberse con total seguridad. Tiraron de las riendas frente a la puerta y se nos quedaron mirando un momento.
—Buenos días, amables señores —dijo mi madre.
—Buenos días os dé Dios, ama —dijo una mujer alta con el cabello rojizo—. Qué hijos más hermosos tenéis.
—Gracias, gentil señora —dijo mi madre.
—Y cuán numerosos —dijo la dama.
—Sí, gentil señora —dijo mi madre con aire apesadumbrado (bien, al menos dijeron algo parecido, sólo que en el idioma que se utilizaba en la Galicia del siglo xvi).
Mientras tanto los niños habíamos dejado de jugar y estábamos mirando a los recién llegados con la boca abierta. Parecían muy ricos. Recuerdo que la mujer llevaba en la cabeza una de esas cosas que llevan las reinas de los naipes. Ya sabéis.
—¿Es posible —dijo la elegante dama— que tengas aquí más de los que puedes mantener? Tal vez pudieras considerar la idea de alquilar uno de ellos.
Al oírlo, mi madre entornó la mirada con suspicacia. No sabía quiénes eran esas personas. Podían muy bien ser judíos, y todo el mundo sabe que los judíos compran niños cristianos para comérselos. O podían ser agentes de la Iglesia, enviados para ver si podían embargarle las propiedades por ser una de esas personas capaces de venderle sus hijos a los judíos. Podían ser gente de cualquier clase.
—Gentil señora, os lo ruego —dijo—. Tened consideración por los sentimientos de una madre. Cómo iba yo a vender mi propia carne y mi propia sangre, que es la sangre del mismo Cristo, como ya deberíais saber.
—Eso es bien sabido —dijo la dama con voz tranquilizadora.
—De hecho, nosotros descendemos de los godos —añadió mi madre.
—Por supuesto —dijo la dama—. En realidad, la proposición que estaba considerando era completamente honorable. Veréis, mi marido, Don Miguel de Méndez y Mendoza se ahogó con su barco en las rocas de La Coruña y estoy viajando por el país para llevar a cabo un centenar de actos de caridad por el reposo de su alma. Había pensado en tomar una de vuestras hijas como criada en mi casa. Tendría comida y ropa, una virtuosa educación católica y una aceptable dote cuando le llegue la edad de casarse. ¿Qué os parece esta idea?
Chico, mi madre estaba llena de dudas. ¡Justo lo que cualquier Madre Pobre pero Honesta hubiera deseado que le ocurriera! ¡Una boca menos que alimentar sin necesidad de celebrar un funeral! Y sin embargo... estoy segura de que en aquel momento pasaron por su mente las Cien Maneras de Reconocer a un Falso Converso, colgadas por la Inquisición en las plazas de todos los pueblos.
—Tendría que tener alguna seguridad... —dijo con lentitud.
Con una sonrisa luminosa, la dama le ofreció una bolsa, pesada y tintineante, como diría aquél, de oro.
Mi madre tragó saliva y dijo:
—Os ruego que me excuséis, gentil señora, pero estoy segura de que comprenderéis mis vacilaciones.
No iba a decirle, así sin más, “¿Queréis quedaros a cenar? Hay cerdo”.
La dama comprendió a la perfección. En aquellos días los españoles eran conocidos tanto por su desconfianza como por su cortesía. Sacó una cajita de plata que colgaba de su cuello al otro extremo de una cadena.
—Juro por el dedo de Santa Catalina de Alejandría que no soy ni judía ni morisca —declaró. Se inclinó hacia delante y depositó la bolsa en las manos de mi madre. Mi madre la abrió y miró en su interior. Y luego nos miró a nosotros, allí de pie con nuestras boquitas abiertas, suspiró y se encogió de hombros.
—Un trabajo honesto es una buena cosa para una niña —dijo—. Así que, ¿cuál queréis llevaros?
La dama nos miró largo y tendido, como si fuéramos una camada de gatitos, y dijo:
—¿Qué os parece la pelirroja?
Ésa era yo. Aquél fue el primer momento de toda mi vida en el que recuerdo haber sido consciente de mí, de mí sola. Mi madre se me acercó, me cogió de la mano y me llevó hasta la puerta. La dama me sonrió desde lo alto del caballo.
—¿Y tú qué dices, niña? —dijo—. ¿Quieres vivir en una bonita casa, tener hermosos vestidos y comida de sobra?
—Sí —dije sin pestañear—. ¿Y una cama propia para dormir?
Ante lo cual mi madre me dio un pescozón, pero todas esas personas tan elegantes se echaron a reír.
—Sí —dijo la dama—. Me llevaré a ésta.
Así que me llevaron dentro para que me lavara la cara mientras los desconocidos esperaban y mi madre me quitó la asquerosa camisa que llevaba y me puso una limpia. Entonces se inclinó sobre mí para darme un último consejo antes de dejarme ir:
—Si esa gente ha mentido, hija, ve directamente a la Santa Inquisición e informa sobre ellos.
—Sí, mamá —dije.
Luego me sacó fuera y los hombres me subieron al caballo con uno de ellos: olía a cuero y a perfume de almizcle. Nos despedimos y salimos cabalgando a la dorada mañana. ¡Adiós Mamá, Papá, Niños, Casita de Piedra!
No lloré. Sólo tenía cuatro o cinco años pero sabía que iba a vivir una espléndida aventura. ¡Comida y ropa y una cama para mí! Aunque antes de que hubiéramos avanzado muchos kilómetros la dama me explicó con mucho cuidado que lo que le había dicho a mi madre no era del todo cierto: yo no iba a trabajar como criada.
—De hecho, niña, vamos a hacerte un gran honor —me dijo—. Vamos a prometerte en matrimonio con un gran señor. Esto será muy bueno para ti, pues dejarás de ser pobre. Serás una aristócrata.
Sonaba estupendo, salvo porque:
—Soy una niña pequeña. Las niñas grandes se casan, no las pequeñas —señalé.
—Oh, los caballeros casan a sus niños constantemente —dijo la dama con voz serena—. Pequeños príncipes, pequeñas princesas, con dos o tres años ya los casan. Como puedes ver, eso no supone ningún problema.
Cabalgamos durante un buen rato, pasando junto a castillos y picachos, mientras yo meditaba sobre ello.
—Pero yo no soy ninguna princesa —dije al fin.
—Lo serás —me aseguró el hombre que me llevaba consigo. Sus guantes de montar tenían los puños bordados de oro. Aún hoy puedo recordar el dibujo—. En cuanto él se case contigo, lo serás. ¿Ves?
—Oh.
Yo no veía nada. Pero ellos se miraron y sonrieron. Qué grupo más elegante formaban, con sus sonrisas y sus secretos. Miré mi camisa de algodón y mis toscas sandalias y me sentí tan extraña como una espiga de trigo sarraceno en un vaso de lilas.
—¿Por qué se va a casar conmigo ese señor? —quise saber.
—Ya te lo he dicho. Lo hemos arreglado como un acto de caridad —dijo la dama.
—Pero...
—Le gustan las niñas pequeñas —rió uno de ellos, un hombre muy joven que aún no tenía más que una pelusilla encima del labio. Todos los demás le lanzaron miradas terribles y la dama se colocó entre nosotros dos y dijo:
—El también es un hombre muy caritativo. ¡Y la vida va a ser espléndida contigo de ahora en adelante! Llevarás guantes de fina seda y zapatos forrados de vellón de cordero. Tendrás una cama entera para ti sola y sábanas del más suave lino y colchas bordadas con granadas de color rubí y lilas doradas. Tendrás un criado que te acostará en ella cada noche. Las sábanas se llenarán con el plumón blanco de los gansos salvajes que vuelan a Inglaterra en primavera.
Me la quedé mirando.
—¿De qué lugar es señor este señor? —le pregunté al fin.
—De la tierra del verano —dijo la dama—. Más allá de Zaragoza. —Yo no sabía dónde estaba eso—. ¿Quieres que te hable del palacio en el que vas a vivir? El palacio más hermoso de Argentona, que no es decir poco, pues está hecho de bloques de mármol blanco puro veteado de oro. El parque que lo rodea tiene setenta leguas de lado y está lleno de hermosas fuentes y veredas; hay naranjales y estanques con peces dorados y plateados. Hay indios y monos del Nuevo Mundo; hay jardines de rosas. Todo lo que una niña pequeña podría desear.
—Oh —volví a decir.
Y de nuevo se sonrieron ellos por encima de mi cabeza.
Bueno, de aquel modo me tenían flotando en el aire. Pero, claro, en todas las historias que había oído, las pequeñas princesitas tenían grandes problemas. Era cierto que normalmente acudían guapos príncipes a rescatarlas pero siempre había problemas antes de eso y algunas veces duraban cien años.
Mientras tanto, cabalgábamos por verdes montañas. Yo hacía preguntas y ellos se reían. Al caer la noche llegamos a una casa grande, oscura y vieja situada lejos del camino, a la sombra de unos robles, y no había castillos o naranjales a la vista.
Me llevaron al interior de la casa oscura y debo admitir que me di el mayor atracón de tocino y cebollas de toda mi vida, y además yo solita. Pero cuando les pregunté dónde estaba el gran señor, me dijeron que pronto estaría allí; venía desde un país muy lejano y tardaría varios días en llegar. Entones me metieron en la cama, una cama y un cuarto para mí sola —otra promesa mantenida— y a pesar de todas mis dudas me quedé dormida enseguida.
Viví con aquellas personas en aquella casa durante más o menos una semana. Yo tenía la impresión de que había algo extraño en aquel lugar pero, siendo como era una niña campesina, no sabía que era raro que los caballeros vivieran en casas alejadas de los caminos, sin apenas mobiliario, sin criados y sin medios visibles de sustento... al menos en aquel siglo. Tenían comida de la mejor calidad (en mi opinión) y su ropa no estaba raída. No eran nobles empobrecidos; tenían las bolsas llenas de oro y nunca parecía acabárseles.
No trataron de enseñarme oficio alguno. De hecho, lo único que hacía durante todo el día era vagar a mi antojo por la casa vacía, mientras los demás iban y venían haciendo cosas cuya naturaleza se me escapaba. Cada vez se mostraban más esquivos a la hora de responder mis preguntas. Algunas veces me daban respuestas contradictorias, o tan tontas que ni un bebé se las hubiera creído.
Sentada en silencio en lugares desde donde no creían que pudiera oírlos aprendí que en aquella casa estábamos de paso y que no nos quedaríamos demasiado tiempo. La dama del cabello rojo parecía ser la señora; todos le mostraban gran deferencia. Muy pronto habría una especie de fiesta, en un lugar llamado Las Rocas, donde otras personas nos estarían esperando.
Como dice el refrán, el anillo me estaba poniendo el dedo verde.
Entonces, un día, me encontré a solas con el hombre más joven del grupo. Era el único que jugaba conmigo; hablaba tanto que los demás le estaban siempre advirtiendo que guardara silencio. Observando desde la ventana de mi armario, les había visto marchar con la dama aquella mañana. Bajé de la cama y corrí al piso de abajo por las crujientes escaleras.
El joven estaba sentado en el suelo de la cocina. Acababa de abrir una botella de vino y me saludó con un brindis al ver que asomaba la cabeza por la puerta.
—Saludos, pequeña —dijo y dio un largo trago a la botella. Lo mire fijamente. Su jubón tenía pájaros blancos y corazones rojos bordados por todas partes. Los corazones eran de seda y brillaban como caramelos.
—Tengo hambre —le dije.
—Pues come —empujó con el pie una bandeja hacia mí. Tenía pan, queso y rábanos. Cogí una hogaza de pan.
—Es demasiado grande —tiré en vano de la corteza.
Me lanzó la daga rodando sobre el suelo. La cogí con asombro. ¿Acaso no sabía que los niños pequeños no deben jugar con cuchillos? ¿Y si se me ocurría robarle?
Pero logré cortar un poco de pan sin llevarme también un trozo de dedo y me senté allí para comerlo mientras lo observaba detenidamente. El siguió bebiendo vino. Tardé un buen rato en comerme el pan y el queso y para entonces a él le pesaban los párpados y hablaba con voz espesa. Decidí probar suerte y preguntarle de nuevo sobre mi futuro.
—¿Dónde está el marido que se supone que voy a tener, señor? —inquirí.
Al principio no contestó. Entonces soltó una risilla y se puso un dedo a un lado de la nariz, lo que en el lenguaje corporal del siglo xvi equivalía a guiñar un ojo.
—Bueno —dijo—. Señorita, te contaré un gran secreto. Llegó anoche.
—¿Ah, sí? —¡ah, qué vuelco me dio el corazón!—. ¿Dónde está?
—Chst. Chst. Está durmiendo. ¡Si lo despiertas, se enfadará! ¡Bajará y te lanzará un relámpago! ¿Eh? Así que no lo molestes. Además, lo verás dentro de poco.
—¿Cuándo? —quise saber.
—Esta noche —sonrió como un tonto—. A la salida de la luna —y le dio otro trago a la botella. Yo me quedé allí, sentada y enfurruñada. ¡Relámpagos! ¿A quién se creía que estaba engañando?
Se rió para sus adentros durante un buen rato hasta que de repente resbaló de lado por la pared y, tras llegar al suelo, colocó su sombrero a modo de almohada y se echó a dormir como si tal cosa. Yo me dirigí a las escaleras al instante. Tenía que echar una mirada al gran señor. Por los crujientes escalones desnudos, estrechos como los de una escalerilla, subí; dando vueltas y vueltas hasta llegar a lo más alto de la casa.
Al final del pasillo había una puerta. Corrí y la abrí.
No había ningún señor allí, nada de botas de montar ni espada junto a la cama; no había ningún aristócrata de tez pálida contra el lino de la cama. No. Sólo, apoyada en una esquina, la figura de un hombre hecho todo él de gavillas de trigo. Era tan grande como una vida y estaba ataviado con serpentinas de colores, brillante y frívolo como la época de las festividades.
Mientras escribo esto, aún puedo sentir cómo se alzó en mi interior el aullido de la decepción. Entré de puntillas en la habitación —sólo Dios sabe por qué de puntillas, era imposible despertarlo— y lo miré muy de cerca para asegurarme.
Un gran muñeco de paja, eso es lo que era, como esos figurones que se cuelgan para decorar las casas en la época de la cosecha y se queman después. Recordaba haberlos visto. Recordaba que el párroco los había mirado con el ceño fruncido y nos había dicho que eran obra del Diablo.
Había estado llorando en silencio pero me tapé la boca con la mano mientras se Hacía la Luz sobre mí.
Que suenen unos platillos en este momento para dar mayor énfasis dramático. En realidad, a esas alturas reinaba un gran estrépito en el piso de abajo pero yo no oía más que los latidos de mi corazón. Aquellas personas eran brujos. El Diablo les daba poderes y de ahí venía todo el oro. Y, por supuesto, todas las brujas vestían con ropas espléndidas. No, espera, ¿no eran falsos conversos? ¿Eran los judíos los que sacrificaban niños pequeños a ídolos y brujas que los devoraban o al revés? Sea como fuere, tenía que encontrar cuanto antes a la Santa Inquisición.
Me volví y bajé las escaleras arrastrando los pies. Cuando llegué abajo, el pasillo estaba lleno de hombretones con botas y espuelas. Dos de ellos se estaban llevando a rastras al joven de la cocina. Se había vomitado de terror encima del jubón y colgaba inerte de los brazos de los dos. Un individuo de aspecto sombrío se inclinó sobre él y dijo:
—Señor, la Santa Inquisición quiere hablar con vos. Parece que quieren discutir una cuestión de fe.
—¿Sois inquisidores? —inquirí al tiempo que me asomaba por encima de la baranda de la escalera. Todas sus cabezas se volvieron al instante, asombradas.
—Sí —dijo el hombre siniestro.
Con un grito de alivio corrí y me abracé a sus piernas. Se me quedó mirando, estupefacto. Supongo que no debía de encontrarse muy a menudo con reacciones así.
—¡Gracias Santo Inquisidor! —balbuceé—. Estas personas son brujas y van a matarme y hay una cosa horrible en el piso de arriba. ¡Lo había visto y no sabía como encontraros pero estáis aquí! ¡Por favor, salvadme, señor!
Hubo un momento de silencio antes de que se volviera hacia sus hombres y dijera:
—Llevaos a la niña también y registrad la casa.
Bueno, yo no pensé que nada andara mal, ni siquiera cuando me levantaron en vilo y se me llevaron y me subieron a un caballo y me ataron las manos al borrén de la silla. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía que el Santo Oficio no era ningún dechado de delicadeza. Yo les estaba tan agradecida por haberme salvado que no me importó nada de nada. Lo único que tenía que hacer (creía yo) era explicárselo todo a los Inquisidores y ellos entenderían el peligro que había corrido. Todo iría bien. Por supuesto.
Sacaron al joven —ahora estaba llorando— y lo ataron también a un caballo. Luego trajeron un gran fardo que contenía todo lo que habían encontrado en la casa; las serpentinas de colores del hombre de trigo asomaban por un lado.
—¿Veis, señor? —Señalé lo mejor que pude con las manos atadas—. Ésa es la cosa horrible. ¿Van a quemar a este hombre malo? ¿Van a avisar a mi mamá y mi papá?
Pero no me respondieron. Todos montaron; un hombre lo hizo detrás de mí y salieron a galope. Mi corazón volvía a estar brillante y ligero, como antes. ¡Me habían rescatado! ¡Estaba a salvo! ¡Adiós, casa oscura bajo los robles!
Bueno.
Llegamos a la gran ciudad de Santiago avanzada la mañana y entramos en ella por caminos desiertos y calles estrechas en las que no se veía un alma, ni aun en pleno día. Recuerdo una ciudad blanca, toda polvo y toda calor ardiente sobre su piel de piedra: sin gente, supongo, por el calor, pero también porque el Santo Oficio marchaba en secreto y elegía las calles más desiertas. Unas calles que resultaban aún más brillantes por su vaciedad. Dolía de sólo mirarlas.
Pero enseguida pasamos bajo un gran arco, envueltos en el eco de los cascos y bajamos por unas escaleras que conducían a la oscuridad. Y ésa fue la última vez que tuve que preocuparme de que me dolieran los ojos en mucho tiempo.
Me encerraron en una diminuta habitación oscura. Había una especie de cajón de madera en el suelo, lleno de paja, para tenderse; había un orinal de barro para hacer las cosas ahí. Nada más en toda la habitación; ni una triste ventana. La única luz era la que entraba por la rejilla de la puerta.
Allí estaba yo, en las mazmorras de la Inquisición.
Capítulo tres
La verdad es que al principio no fue tan malo. Yo estaba llena de optimismo; me sentaba en la paja y pensaba una vez tras otra todas las cosas que les diría a los Inquisidores cuando mandaran a buscarme —en cualquier momento lo harían, estaba segura— y pintaba con especial dramatismo la escena en la que encontraba el hombre de paja en la habitación del piso de arriba. Y al menos seguía teniendo una cama para mí sola, aunque ésta olía a moho.
Y la verdad es que no me importaba (al principio al menos) que pasaran las horas sin que me trajeran nada que comer. Ya estaba acostumbrada, podría soportarlo. Con papá y mamá, a veces pasábamos un día o dos sin comer. Pero después de haber dormido y despertado tres o cuatro veces, estaba muy sedienta así que me acerqué a la puerta y grité en dirección al ventanuco.
Al cabo de algún rato oí unos pasos, botas parecían, y una narizota se asomó por la rejilla. Se veía un ceño fruncido tras ella.
—Tengo hambre y quiero un poco de agua —le dije a la nariz.
—Cierra el pico —me dijo— o te amordazo.
—Pero quiero algo de comer.
Me aparté un poco de la puerta.
—¿Tienes dinero?
—No.
Parpadeé. ¿Hablaba en serio? Si yo no había tenido un solo maravedí en toda mi vida.
—Entonces pídele a San Fructuoso que te traiga un poco —dijo y se marchó. Me senté y lloré. Después de un rato volví a quedarme dormida en la paja y sólo desperté al oír que se abría la puerta de la celda. Una mano apareció en mitad de una rendija de luz, dejó una jarra de agua en el suelo y se retiró a continuación, antes de que la puerta volviera a cerrarse. Me arrastré hasta el agua y bebí con tanta avidez que me sentó mal y vomité la mitad sobre el suelo.
Después de eso empecé a estar menos contenta. Dormí y desperté y seguía sin haber comida; estaba empezando a sentirme muy rara, muy mal. La siguiente vez que desperté y vi cómo metía la mano el agua, le grité:
—¡Por favor, necesito algo de pan!
La mano vaciló, y una voz replicó:
—Se supone que tu madre ha de pagar por tu comida.
—¡Mi mamá! —Estaba muy excitada—. ¿Está aquí?
—Bueno, sí.
—¡Dile que venga! ¡Deprisa!
La voz se echó a reír y cerró la puerta.
Dormí las siguientes veces muy feliz, impaciente por que mi mamá viniera a sacarme, hasta que la verdad empezó a insinuarse, cuchicheando cosas horribles detrás de su mano como el Diablo de los cuadros. No sé cuánto tiempo llevaba prisionera allí; no veía el sol; el tiempo había alterado su correr conmigo. El Santo Oficio, iba a descubrir, tenía una percepción del tiempo completamente diferente a la del resto del mundo.
Y el tiempo tenía aún algunas jugarretas que hacerme, como ya se verá. El viejo diablo de Cronos.
En algún momento mi puerta se abrió de repente y entró una luz muy brillante. Me froté los ojos y traté de incorporarme. La figura de un hombre apareció en la luz y me miró.
—¿Niña? Levántate y ven conmigo.
—Antes, tráeme algo de comer —grazné mientras le lanzaba una mirada feroz. Dio un paso o dos y se agachó delante de mí. Y aunque sé que tuvo que hablar en la lengua de entonces porque por supuesto yo no hablaba aún el Cine Estándar, juraría ante Dios que recuerdo que dijo:
—Vaya. Estás en mala forma, ¿eh?
—¡No me han dado nada de comer desde que estoy aquí! —traté de gritar.
Se volvió hacia otro hombre, que estaba de pie al otro lado de la puerta.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Su madre, la señora Mendoza, no ha pagado por su sustento.
—¡Ésa no es mi mamá! —exclamé—. ¡Ella me compró a mi mamá! No tengo nada que ver con ella y es una bruja.
—Bueno, ella dice que es tu madre —dijo el primer hombre.
—¡Pues no lo es! Ella es Mala. Yo soy Buena. Es una bruja y ya se lo he dicho a todos y estoy aquí encerrada porque nadie me escucha.
En mi rabia y mi frustración, golpeé el suelo con el puño.
El hombre me observaba con interés. Era menudo, achaparrado y oscuro de tez, como los vizcaínos, y llevaba una barba bien arreglada y corta. Su ropa era de buena calidad pero sobria y un poco sosa.
—Llevas días y días sin nada que comer y estás bastante enfadada, ¿eh? —señaló. Yo estaba tan hambrienta que me limité a mirarlo, incrédula.
Esbozó una especie de sonrisa irónica y se volvió hacia el otro. Hizo un ademán. El segundo hombre le dio la espalda ostentosamente y fijó la vista en la pared de enfrente. El vizcaíno sacó algo que se parecía a un libro del interior de su jubón y de entre sus hojas extrajo una cosa de pequeño tamaño. Con gran destreza la colocó detrás de mi oreja antes de que yo pudiera ver lo que era. Alargué la mano para tocarla pero él me la apartó y dijo:
—No lo toques. Puede que luego te traiga algo de comer pero ahora la Santa Inquisición quiere hablar contigo.
—Bien —dije malhumorada mientras él me ayudaba a levantarme.
—¿Crees que eso es bueno?
Enarcó una ceja.
—Sí. Tengo muchas cosas que contarles.
Asintió con aire pensativo y no dijo nada durante un buen rato, mientras me conducía por interminables pasillos de piedra. Por fin llegamos a una sala grande, muy elegante, con las paredes forradas de madera y el techo muy alto. Me sentía muy bien y no tenía ningún miedo.
Había otros tres hombres en la habitación, mayores que el vizcaíno. Uno de ellos era un sacerdote. Otro vestía de rojo. Del otro, salvo el cabello castaño y el traje vulgar, poco se veía tras el atril en el que estaba escribiendo. Me hicieron sentar en una silla y tomaron asiento en la mesa, frente a mí.
—De modo —dijo el sacerdote— que tú eres la niña Mendoza.
—No, no lo soy —dije.
Con el ceño fruncido:
—¿Puedo preguntar quién eres, entonces? —dijo el hombre de rojo.
—Me raptó esa mala señora y Mendoza es su nombre —dijo—. Es una dama retorcida, malvada, terrible. Y una bruja.
El hombre de rojo parecía interesado. Los otros dos intercambiaron una mirada. El sacerdote se inclinó hacia delante y dijo:
—Niña, dinos la verdad —y aquella primera vez no había nada terrible en la frase, ninguna reverberación ominosa.
Bueno, pues les conté la verdad, la historia entera tal como tantas veces me la había contado a mí misma en la oscuridad. Me encantaba la atención que me estaban prestando. Sólo me interrumpieron una o dos veces, para formular alguna pregunta. Llegué al final bastante contenta y concluí diciendo:
—¿Puedo irme a casa ahora, señores?
No respondieron. El hombre de rojo estaba hojeando unos documentos que había sobre la mesa, frente a él.
—Para mí está bastante claro —dijo—. Mirad esto, el inventario de los bienes confiscados en la casa. Una imagen de Satán hecha de paja. Varias herramientas de brujería. Estrellas pintadas con tiza en el suelo.
—¿Pero cuántas puntas tenían esas estrellas? —preguntó el sacerdote.
—Algunas cinco y otras seis —le concedió el hombre de rojo. El sacerdote esbozó una leve sonrisa. El hombre de rojo prosiguió—. Por consiguiente, en mi opinión, esto es brujería genuina. La mujer y sus confabulados estaban cortejando al poder del Príncipe de las Tinieblas y pretendían sacrificar a esta niña en Sabbath.
—Sí —les confirmé yo.
—Yo no lo creo así —dijo el sacerdote, ignorándome—. Con todo el respeto a su Gracia, el Santo Oficio no cree en supersticiones. Estos son tiempos modernos, señor. Los campesinos creen en la brujería; los nobles depravados juegan a practicarla; pero no es algo que deba temerse.
—¡No pretenderéis negar la evidencia del Malleus Malificorum! —demandó el hombre de rojo. Su cara estaba roja también y sus ojos se habían hinchado un poco.
—La desechamos del todo, señor mío —dijo el sacerdote—. Es decir, pensadlo: mujeres que vuelan montadas en escobas. Sapos que hablan. ¿Qué persona inteligente daría crédito a semejantes majaderías?
—El Obispo, por ejemplo —dijo con tono acalorado el hombre de rojo. La sonrisa ladeada del vizcaíno se ensanchó un poco más y el sacerdote suspiró y apoyó la barbilla en la palma de la mano—. ¿Negáis acaso que aquellos que adoran a Satán pueden invocar demonios para que les concedan poderes? Al alemán, Paracelso, se lo llevó una de estas criaturas, como todo el mundo sabe. Estas cosas han sido presenciadas y probadas, mi buen Inquisidor.
—Camináis sobre territorio teológico inestable, señor mío —el sacerdote apoyó las palmas de las manos sobre la mesa—. Si fuera vos, yo no afirmaría que el Diablo posee poderes iguales a los de Dios.
—Nunca he dicho tal cosa —el hombre de rojo se puso blanco.
—Bien —asintió el sacerdote—. Vayamos al asunto que nos ocupa.
—En todo caso, no deberíamos olvidar que ciertas almas confundidas sí forman cultos que tratan de practicar la brujería —dijo el vizcaíno con aire diplomático. Levanté la mirada hacia él. Esta vez había utilizado un castellano perfecto y culto, sin apenas acento vizcaíno—. Y las pruebas encontradas en esa casa se parecen mucho a las herramientas que suelen utilizar estos cultos.
—Es posible que fueran objetos de significación ocultista —admitió el sacerdote—. Pero hay otros ritos impíos que utilizan, por ejemplo, las estrellas —se volvió hacia mí—. Yo creo que esta niña es una falsa conversa.
Bueno, se me pusieron todos los pelos de punta. No podía articular palabra, de tan asustada como estaba.
—¿Cómo habéis llegado a esa conclusión, señor? —preguntó el vizcaíno con voz intrigada.
—Creo que esa casa era un nido de judíos ocultos —dijo el sacerdote—. Mirad, en todo este inventario no encontraréis un solo objeto de culto cristiano. Los que practican la brujería suelen utilizar crucifijos invertidos, hostias profanadas y cosas parecidas. Su culto se basa en la fe cristiana. Pero los judíos aborrecen esa clase de prácticas. Y luego está la cuestión de que la mujer, Mendoza, ha testificado que la niña es su hija. Os recuerdo que las dos tienen el cabello rojo, como la barba de Judas. Creo que la niña está mintiendo y trata de apartarse de los demás con la esperanza de escapar. Y podéis estar seguros de que ella representa nuestra mejor oportunidad de llegar a la verdad.
Sacudí la cabeza, aturdida. No entendía, ellos no entendían. ¿Y qué significaban todas esas palabras tan importantes? El hombre de rojo parecía bastante alicaído pero logró recobrarse lo bastante para decir (sí, juro que lo hizo):
—No parece judía.
—Ninguno de ellos lo parece ya. —El sacerdote se volvió hacia mí con una sonrisa despectiva—. En su insidia han contraído matrimonios con nuestras familias más nobles y han ensuciado las más puras sangres de España. ¡Hasta aquí en el norte, donde los moros nunca llegaron! Da igual que tenga la tez clara; más posible es que tenga la sangre oscura. Los judíos no están interesados en los honestos hombres libres de España. Ellos quieren viudas nobles, con ricas herencias.
—¡No! —grité—. ¡Yo soy muy pobre! Pero de sangre pura, señor, mi mamá lo dice así, descendemos de los godos. —Fueran quienes fuesen, que desde luego yo no lo sabía, pero seguro que era muy importante.
—Dinos la verdad —dijo el sacerdote.
—¡La estoy diciendo!
—¿Quién es tu madre, si no es la mujer, Mendoza? —preguntó el vizcaíno.
Mi ruina estaba llegando, la consecuencia de una vida transcurrida en mitad de un puñado de niños.
—Vive con mi papá y con los demás. Nuestra casa está hecha de piedras. Tiene un tejado de tejas —balbuceé.
—Pero, ¿cómo se llaman tus padres? —insistió el vizcaíno.
—Papá y mamá —dije.
—¿Cuál es el nombre de tu familia?
Lo miré fijamente, confundida. La verdad era que nuestra casa estaba muy lejos de la aldea y nunca había oído a nadie refiriéndose a mis padres como Señor o Señora Algo. Y mis padres tenían la costumbre de dirigirse el uno al otro como Mamá y Papá o Esposa mía. Muy afectuoso, estoy segura, pero en aquel momento no me servía para nada. Me quedé allí sentada, devanándome los sesos.
El sacerdote golpeó la mesa con las dos manos.
—¿Cómo te llamas? —dijo lentamente.
—¿Hija? —dije al fin. Tenía un largo y sonoro nombre bautismal. Sabía que lo tenía pero no podía recordar cuál era.
—¿Cuál es el nombre de tu pueblo? —intervino el hombre de rojo.
Un recuerdo llegó flotando y me aferré a él con desesperación.
—No es Orense porque mamá es de allí y dice que es mejor y que le gustaría regresar.
—¿Pero dónde vives?
—Ya os lo he dicho, en una casita. Con un muro. Y tenemos una cabra.
Bien, la cosa continuó así durante lo que parecieron horas, registrada hasta la última coma por el arañar silencioso de la pluma que sólo logró establecer que yo era una niña pequeña de origen desconocido y aparentemente sin nombre cristiano. El sacerdote parecía muy excitado, muy feliz. El hombre de rojo estaba que echaba chispas. El vizcaíno parecía fascinado por todo lo que estaba ocurriendo y no hacía más que insistir tratando de sonsacarme detalles, que por supuesto yo desconocía.
Entonces, de improviso, en mitad de una pregunta, se detuvo y me miró fijamente.
—¿Vas a desmayarte?
—¿Qué?
Lo miré sin pestañear. Pero veía luces delante de los ojos.
—La niña no ha comido nada desde que la arrestaron —le explicó a los demás—. Se supuso que era hija de Mendoza y que ésta pagaría por su comida. Pero la cosa no se ha solucionado —lanzó una mirada alentadora al hombre de rojo—. Lo que podría ser un argumento a favor de vuestro punto de vista, mi señor. Sin duda, si la niña fuera su hija de verdad, habría pagado para que le enviaran algo de comer.
—Un mero descuido —objetó el sacerdote—. La mujer ha estado sometida a interrogatorio constante desde que fue arrestada. Una cosa así bien puede haberla olvidado.
—Pero por otro lado, si la historia de la niña es cierta, el Santo Tribunal tiene el deber de proporcionarle comida, asumiendo que es, tal como dice, pobre.
El hombre de rojo dio unos golpecitos con el dedo a los documentos que tenía delante.
El sacerdote lo fulminó con la mirada.
—Aún no hemos determinado que su historia sea cierta en modo alguno.
—Honorables señores —empezó a decir el vizcaíno y en aquel momento me incliné hacia delante y vomité bilis sobre el suelo. Así que el hombre de rojo, que actuaba como representante del Obispo, pudo autorizar un préstamo del Tribunal para que yo pudiera pagarme una comida a base de leche y caldo. El vizcaíno me llevó a una pequeña habitación contigua y me observó mientras la engullía.
Antes de que me bebiera la leche, sacó un frasco del interior de su jubón y vertió algo en ella. La probé.
—Sabe raro —dijo con suspicacia.
—¿Qué esperabas, vino renano? —replicó—. Bebe. Te pondrá fuerte. Y, créeme, vas a necesitar las fuerzas.
Me encogí de hombros. Él se quedó allí, mirándome. No había malicia en él, pero tampoco simpatía ni ninguna otra reacción humana que yo pudiera identificar.
—¿Sabes?, hoy llevan a la mujer, Mendoza, al potro —me dijo—. La están torturando. Para que confiese que es una judía secreta.
¿Estaba tratando de hacerme llorar? Yo le enseñaría. Me encogí de hombros.
Me estudió.
—¿No te preocupa?
—Es una mujer mala. Iba a matarme. Ya os lo dije.
Él se limitó a asentir.
—También tratarán de conseguir que tú confieses que eres judía, ¿sabes?
—Pero yo no soy judía, ya os lo he dicho —dije. Estaba muy cansada—. Si me llevaran con mi mamá, ella se lo diría.
—Pero no sabes dónde está tu mamá. No te acuerdas.
Ya me tenía donde quería. Tuve que pestañear para contener las lágrimas.
—Ven conmigo —dijo y me tendió la mano.
Regresamos a la otra habitación, me hicieron sentar de nuevo y los miré con ferocidad, a todos ellos.
—Niña, dinos la verdad —dijo el sacerdote.
—Ya os he dicho la verdad —dije.
—Si no nos dices la verdad —continuó como si yo no hubiera hablado— te castigaremos con mucha severidad.
—Os he dicho la verdad —gemí.
—¿Eres judía, niña?
—¡No!
—¿Cuándo te enseñaron por vez primera los ritos judíos?
—¿Qué?
—¿Alguna vez has estado dentro de una iglesia cristiana?
—Sí.
—Eso no demuestra nada. —El sacerdote hizo un ademán desdeñoso—. Los judíos van a misa para mofarse de los Sacramentos. Muchos lo han confesado así. ¿Qué credo te han enseñado, niña?
¿Qué era un credo? No dije nada.
—¿Cuántas veces se cambia tu madre de ropa interior?
—Oh, muchas —dije—. No hace más que lavar y lavar, todo el tiempo.
Yo me refería a los muchísimos pañales que andaban secándose entre los arbustos pero él se refería a otra cosa.
—Lava, ¿eh? ¿Y también lava tu comida antes de prepararla?
—A veces.
El sacerdote lanzó una mirada triunfante al hombre de rojo.
—¿Lo veis? A pesar de la edad de la niña y su mendacidad, es posible averiguar ciertas cosas.
Aparentemente había descubierto algo importante. Les miré las caras a todos, tratando de averiguar lo que había hecho. El secretario se levantó para encender un cirio, porque la estancia se estaba llenando de noche. Durante la pausa, se abrió la puerta y entró otro Inquisidor.
—Excelencia —se inclinó—. La mujer Mendoza ha testificado.
—¿Y?
El recién llegado me lanzó una mirada curiosa pero el sacerdote le indicó que prosiguiera.
—Ha confesado que practica la brujería y que le robó la niña a sus auténticos padres.
—¡Lo veis! —grité y el hombre de rojo esbozó una sonrisa abierta.
—También ha confesado, no obstante —continuó el inquisidor— que es una falsa conversa, una morisca, la concubina de Almanzor y la Emperatriz de Moscovia.
Se hizo un silencio tenso.
—Continuad con el interrogatorio —ordenó el sacerdote—. Persuadidla.
El Inquisidor hizo una reverencia y se retiró.
—Siempre ocurre lo mismo —señaló el hombre de rojo.
El sacerdote se volvió de nuevo hacia mí.
—¿Ves lo que les pasa a los mentirosos, niña?
—Sí —dije.
—Creo que no. —Se incorporó—. Será mejor que te lo mostremos.
Se levantaron y el vizcaíno me cogió con fuerza por la muñeca y salimos de la estancia seguidos por el secretario, cargado con su papel y sus utensilios. Recorrimos algunos pasillos hasta llegar a un lugar oscuro que olía mal. Se oían llantos, llantos muy altos. Recuerdo un ventanuco en lo alto de la pared. Lo abrieron y me izaron hasta allí para que pudiera mirar. Estaba oscuro, pero cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude ver carbones candentes... y otras cosas que prefiero no describir.
Me dolían los ojos. Y no podía respirar. El sacerdote acercó su rostro al mío y me dijo:
—Puedes salvar a tu madre. Lo único que tienes que hacer es decirnos la verdad.
Recuerdo haber tratado de apartar su rostro, porque tenía el aliento muy caliente. Sin darme cuenta, miré al vizcaíno. Estaba apoyado contra la pared, observándome, con el rostro inmóvil, la mirada vacía.
No recuerdo lo que dije pero hubiera dicho cualquier cosa para que me apartaran de aquel terrible ventanuco y me dejaran mirar a cualquier otra parte. No volvieron a llevarme a mi celda, sino a otro lugar, un cuarto diminuto. Una silla lo llenaba por entero. Allí me dejaron y se cerró la puerta. Me quede sola en la oscuridad.
Pero no por mucho tiempo. La puerta se abrió un momento y el hombre de rojo me miró. Sus ojos estaban llenos de compasión.
—Reza, pequeña —me dijo—. Acepta a Jesús como Salvador. Busca consuelo en él.
Colgó algo en la parte interior de la puerta y volvió a cerrarla.
Un poco de luz se coló desde alguna parte y una figura emergió nadando de la oscuridad. Era Jesús en la Cruz.
Ahora me gustaría decir algo sobre los estilos en el arte. La iglesia de mi aldea era gótica. Arcos de piedra, nada de yeso, poca ornamentación. Del mismo modo, el mobiliario era rústico y rudimentario porque la nuestra era, después de todo, una parroquia muy pobre. Unos pocos y toscos santos tallados en la piedra de la zona, unas velas humeando en candelabros de piedra. El gran crucifijo de la iglesia era muy antiguo y estaba tallado a golpe de hacha. Se escondía entre las sombras, tras el altar, y entre la oscuridad y la distancia, parecía que estuviera encaramado a un árbol, observándonos con unos ojos muy alertas y amarillentos.
Pero aquel crucifijo, ah, aquél era una cosa cara, delicada y moderna, de Castilla o puede que hasta de Nápoles. Bien hubiera podido ser el crucifijo del propio Obispo. Era tan real como real podía ser una obra hecha por la mano del hombre. Alguien lo había tallado, alguien había lijado y barnizado aquel cuerpo pobre y enjuto con tanto cuidado que todos los huesos y todos los tendones podían distinguirse con precisión, anatómicamente perfectos. Alguien lo había pintado con colores mates, los de las perlas grises o la piel de un moribundo. Y sin olvidar los detalles: las heridas rosas, con una costra de negro como sangre seca en los bordes, igual que las de verdad. El líquido amarillo que resbalaba por la herida del costado. El artista que había reproducido las finas líneas del flagelo debía de haber utilizado un pincel minúsculo, tan fino como una pestaña; sí, y debía de haber estudiado verdugones de verdad en espaldas sudorosas para haber representado con semejante fidelidad las heridas. El cabello enmarañado y la cruel corona de espinos estaban reproducidos con tal veracidad que se veía el barro que apelmazaba los mechones y las brillantes gotas de sangre.
Pero era el rostro, por supuesto, la auténtica obra maestra.
Un rostro inteligente, de ojos grandes y oscuros. Uno podía imaginarse a Cristo riendo, o enfurecido, o dormido. Y por encima de todo, uno podía ver a Dios brillando más allá del hombre.
Tras haberte dado aquello, ese Cristo viviente al que tu corazón anhelaba acudir, el artista empuñaba el cuchillo y lo retorcía. La boca estaba abierta en una mueca de dolor, la agonía desnudaba los dientes. Aquellos ojos oscuros y vivos miraban con desesperación desde el fondo de su sufrimiento y suplicaban, formulaban una pregunta para la que yo no tenía respuesta. Dios estaba siendo asesinado ante mis ojos.
Así pendía frente a mí en la oscuridad, iluminado por un único y débil rayo de sol. Estaba aterrorizada. No podía apartar la mirada, no podía.
—Lo siento, mi Señor Jesús, lo siento, mi Señor Jesús, lo siento, mi Señor Jesús...
—¿Por qué me estás causando tanto dolor? —preguntó mi alucinación con los labios ensangrentados.
—No lo sé, Señor Jesús, lo siento, Señor Jesús. ¿No podríamos sacarte de aquí y llevarte a un barbero cirujano o algo por el estilo?
—No.
—¿Y no podríamos ponerte unas vendas para que te sintieras mejor?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque mi sufrimiento es eterno. Mientras los hombres vivan, deberán pecar. Y mientras pequen, deberé yo desangrarme aquí. Estoy muriendo en el tormento por ti. Tú eres la que me clava estas espinas en la carne con tus pecados.
—¿Pero cuándo he pecado yo?
—En el jardín. Porque pecaste allí, Dios me ha enviado a ser crucificado.
—¡Lo siento! ¡No recuerdo lo que hice en el jardín pero lo siento! ¿Puedes bajar ahora?
—Nunca.
Los fatigados ojos se cerraron un momento. Era tan hermoso, estaba sufriendo tal dolor y yo no había hecho nada para tratar de quitarle los clavos de las manos y los pies. Pero es que Le tenía tanto miedo...
—No es culpa mía —sollocé—. Pero si yo ni siquiera había nacido.
—Eso no importa —me explicó—. Como parte de la raza humana, has nacido al Pecado. Eres una de las hijas de Eva. No puedes evitar el Pecado por mucho que quieras.
—Entonces, ¿haga lo que haga, siempre te dolerá?
Estaba horrorizada.
—Sí.
—¿Quién ha hecho las cosas así?
—Yo. —El sudor brillaba en Su frente—. Acepté este estado para redimiros de todo Pecado.
—No creo que sea una gran idea —le dije—. Deberías regresar al cielo y vivir con los ángeles. ¿Cómo podría ser feliz sabiendo que te duele tanto? No quiero que sufras por mí.
—No te salvarás.
Miré la oscuridad que se extendía a mi alrededor, recordé la celda y la otra habitación.
—Pero yo ya estoy condenada, ¿no? Y al menos así no seguirás estando en esa cruz.
—¿Lo dices de veras?
Me miró muy fijamente.
Lo decía de todo corazón.
Así que Él se encogió de hombros y los clavos abandonaron Sus manos y salieron volando como balas. La corona de espinos salió despedida de su cabeza como una cuerda de arpa al partirse. Sus estigmas se cerraron, se curaron, desaparecieron. Las señales del azote se escondieron debajo de Su piel.
Bajó de la Cruz, Se cubrió con la túnica roja y me saludó con un gesto cortés de la cabeza antes de alejarse caminado por la oscuridad y desaparecer. Yo me dejé caer en la silla, abrumada de alivio. Duró poco.
Las puerta se abrió hacia dentro de repente y la luz me cegó. Mis tres inquisidores se encontraban allí, oscuros como montañas frente a la luz. El sacerdote parecía furioso. Debía de haber averiguado que yo había hablado con Jesús.
—¿Estás dispuesta a contarnos la verdad? —dijo.
—¿Qué? —lo miré y parpadeé. Alargó la mano, me cogió por la muñeca y tiró de mí mientras me retorcía el brazo.
—Hemos sido amables contigo hasta ahora. Pronto tendremos que recurrir a la fuerza si no te arrepientes.
—¡Me arrepiento!
—Entonces dinos la verdad.
—¡Ya lo he hecho!
—No te creemos. Vamos a bajar, ahora mismo, para mostrarte lo que te ocurrirá si no te arrepientes.
Y entonces volvimos a bajar a aquel lugar que olía tan mal. El sacerdote hizo que me sentara y dijo:
—Ahora, dinos la verdad. ¿Eres una judía secreta?
Y por vez primera me pregunté: ¿podía ocurrir que fuera judía sin saberlo? Los judíos eran unos mentirosos, todo el mundo lo decía. Yo me mentía a mí misma de vez en cuando. ¿Podía haberme engañado hasta tal punto? ¿Por eso me sentía tan culpable con respecto al pobre Jesús? ¿Había urdido una historia sobre unos padres cristianos para poder esconder mis crímenes? Tragué saliva y dije:
—Puede que sí. Creo. No lo sé.
—Ya veo —dijo el sacerdote, ahora con suavidad—. Todos lo vemos. Sabemos la verdad. Has sido una niña muy mala por haber esperado tanto para decírnoslo.
Pero yo no le había dicho nada. Me lo quedé mirando, aturdida.
—Lo siento.
—Puedes ahorrarle más dolor a tu madre si nos lo cuentas todo.
Seguí mirándolo sin decir nada. No podía sacar las cosas de mi cabeza así como así. Necesitaba tiempo.
—Pero podemos continuar más tarde —dijo, como si me hubiera leído los pensamientos—. En otro momento. Hasta entonces, puedes pensar en todas las cosas que vas a contarme.
Qué estúpida había sido tratando de esconderle algo a un hombre como aquél.
El vizcaíno se me llevó, de regreso, creo, a mi celda; pero a mitad de camino se detuvo y puso una mano sobre la pared. No había allí ningún picaporte, ninguna palanca que yo pudiera ver y sin embargo sonó un crujido y una pequeña puerta se abrió hacia dentro.
—Ven conmigo —dijo. Entró a toda prisa y tiró de mí. La puerta se cerró tras nosotros.
Entramos en una habitación con mucha luz en la que había otro hombre. Llevaba una especie de abrigo fino y blanco sobre la ropa. Habló con el vizcaíno en una lengua que yo no entendía. Parecía nervioso. Después de que hubieran hablado, el vizcaíno se marchó. Levanté la mirada hacia el hombre del abrigo blanco.
Me quitó los andrajos que llevaba y me lavó la cabeza. Tuvo que maniatarme para hacerlo y yo creí que había llegado el fin. Grité y grité y le dije que se lo contaría todo. No respondió una sola palabra pero la cara se le puso toda roja. Me clavó agujas en la piel. Me sacó sangre con un tubo. Pasó un buen rato examinándome el cráneo con unas herramientas.
Aun ahora, mientras escribo, no soy capaz de reír al recordarlo.
Al cabo de un rato me tapó con una manta y se marchó. Me quedé allí, temblando bajo la intensa luz. Mucho más tarde, la puerta volvió a abrirse y entró el vizcaíno en la habitación. Acercó una silla y se sentó a mi lado.
—Bueno, pequeña Mendoza —dijo—. No lo estás haciendo demasiado bien, ¿verdad?
—¿Vais a quemarme en la hoguera? —le pregunté.
—No, Mendoza, yo no. De hecho, en este momento soy el mejor amigo que tienes en el mundo.
Lo miré llena de desconfianza. Sus ojos negros eran amables, parecían querer congraciarse conmigo pero yo le había visto allí, impasible mientras el sacerdote me martirizaba.
—Yo sé quién es mi amigo —dije—. El hombre del traje rojo. No tú.
—Bueno, por desgracia él no se encuentra aquí en este momento. El Obispo lo ha llamado para echarle una reprimenda. Y, por supuesto, ya sabes que fray Valdeolivas no es tu amigo. Él cree que eres culpable. Yo, por otro lado, sé que eres inocente.
—¿Quieres decir que no soy judía?
Estaba perpleja.
—Por supuesto que no lo eres. No eres más que una niña pequeña que ha sido maltratada sin razón. Yo creo que es injusto. Me gustaría ayudarte, Mendoza.
—Entonces, ¿por qué no detuviste al sacerdote?
—No podía, en ese momento. Su rango en el Santo Oficio es muy superior al mío. Pero mira, te he ocultado aquí; y estoy a punto de ofrecerte algo mucho mejor.
—¿El qué?
Me dio un vuelco el corazón.
—Antes hablemos un poco. —Acercó la silla un poco más—. Ahora ya sabes lo que le pasa a la gente cuando el Santo Oficio los encuentra culpables, ¿verdad?
—Sí —susurré—. Los queman en una gran hoguera.
—Y tú no quieres que te pase eso.
—Oh, no.
—Bien. Pero supongamos que te saco de aquí ahora mismo. Has perdido a tu papá y a tu mamá. ¿Quién se cuidará de ti? ¿Dónde dormirás cuando llegue la noche? —Se me llenaron los ojos de lágrimas y el vizcaíno me dio unas palmaditas tranquilizadoras en la mano—. Da miedo, ¿verdad? Pero, ¿sabes lo que da más miedo aún? Escúchame, Mendoza.
»Saldrías de aquí y puede que te murieras de hambre en una semana o dos, porque no tienes dinero, ¿verdad? ¿No sería eso horrible? ¿Escapar de aquí y morir de todas maneras?
—Sí —dije con los ojos bañados en lágrimas: Nuevos Horizontes en el Terror.
—Pero supongamos que no mueres tan pronto. Supongamos que sobrevives hasta los veinte años. Estaría bien, ¿verdad? Salvo que aún sigue siendo muy difícil permanecer con vida. Tendrás que hacer cosas que no te gustarán, cosas malas quizá. ¿Y si te mata la peste o los soldados? Terrible, terrible.
»Puede que tengas suerte. Puede que llegues a los treinta. Otros diez años. No es mucho, ¿verdad? Pero, ¿sabes lo que pasa cuando llegas a los treinta años? —Me cogió la mano y la sostuvo en alto—. Mira aquí, mira qué piel más bonita y suave. Un día te levantarás por la mañana y habrá dejado de ser suave. Se agrietará y se llenará de arrugas. Y no dejará de empeorar. Y mira, ¿ves estas venas azules que corren por el dorso de tu mano? Un día pensarás: “¿Por qué están tan duras? ¿Y por qué sobresalen tanto mis nudillos?”.
»Sólo cosas pequeñas pero serán más y más cada año que le ganes a la muerte. Los dientes se te empezarán a romper y te dolerán. Enfermarás continuamente. Puede que seas muy bonita cuando crezcas pero tendrás que ver cómo va decayendo tu belleza año tras año. Tu carne se volverá fofa y blanda. Un día verás tu reflejo en alguna parte y verás que la carne se te ha separado de los huesos, y verás fantasmas: el rostro de tu madre o el de tu padre, pero no el tuyo, ya no. Te asustarás mucho.
»¿Sabes lo que pasará entonces, si vives diez años más, u otros diez? Es muy poco tiempo pero, ¿sabes lo que pasará entonces? —se inclinó hacia mí—. ¿Alguna vez has visto a esas ancianas con sus chales blancos que se sientan en el mercado? Sus bocas están sueltas y tiemblan porque han perdido todos los dientes. Están encorvadas como pajarillos y sus dedos están doblados como garras. Algunas de ellas ya no ven. Les duelen todos los huesos y nunca se divierten. Le tienen miedo a la muerte pero cuanto más viven, más enfermas y solas están. Pero hace tiempo, Mendoza, fueron niñas como tú. Y algún día, tú serás igual que ellas.
—¡No!
Rompí a llorar. Soltó las ataduras, me apoyó contra su hombro y me consoló.
—Sí, me temo que sí —continuó—. Si no mueres joven, eso es lo único que podrás esperar. Pero llegará un día en que tu cuerpo sea tan viejo que te mueras. A los muertos les ocurren cosas malas. ¿Has visto un cadáver en la horca? —Lo había visto. Me estremecí contra su cuerpo—. Y si has sido buena, irás al Purgatorio, donde los demonios te torturarán con fuego hasta que hayan quemado todo el Pecado de tu interior. Pero si has sido mala, irás al Infierno. Ya sabes lo que es el Infierno, ya lo has visto. Y es muy difícil no ser malo.
»Pero te estoy diciendo todo esto por una razón. No me gusta aterrorizar a las niñas pequeñas, yo no soy como fray Valdeolivas. Pero tenía que mostrarte lo que significa ser mortal, estar atrapado en la rueda del tiempo. Y no tienes por qué estar atrapada en ella, Mendoza. Hay una salida para ti.
Levanté el rostro y lo miré para ver si estaba mintiendo. Pero no sonreía.
—Me gustaría saber dónde está la salida —dije, consciente por vez primera en mi vida de lo que era quedarse corto con una frase.
—¿Y a quién no? —me sentó en la mesa y me puso la manta alrededor de los hombros—. Pero tú eres una de las afortunadas. Te contaré un secreto, pequeña Mendoza. En realidad no soy un Inquisidor. Soy una especie de espía. Entro en las mazmorras de la Inquisición y rescato a niños pequeños como tú. No a cualquier niño pequeño; si son estúpidos o su cabeza tiene la forma equivocada o le pasa algo a sus cuerpos, no puedo salvarlos. Pero los demás, a los que salvo, se los envío a mi señor, que es un mago muy poderoso...
—¿Un mago?
—Bueno, no es un mago, es un médico. Un médico tan sabio que puede impedir que envejezcas y mueras. No te preocupes, crecerás. No seguirás siendo una niña pequeña toda la vida.
Asentí y me limpié la nariz. Eso estaba muy bien; no quería seguir siendo pequeña para siempre. Los niños llevan vidas miserables.
—¿Qué tengo que hacer, señor?
Se le iluminaron los ojos.
—Trabajarás para el médico. Es el mejor trabajo del mundo, Mendoza: estarás salvando personas y cosas de las garras del tiempo, como yo. ¿Qué me dices?
Pasé las piernas sobre el borde de la mesa y traté de bajar.
—Sacadme de aquí y haré lo que ese médico me diga, señor.
Se echó a reír y llamó a un guardia. Miré al guardia con temor pero el vizcaíno dijo:
—Desgraciadamente, esta niña ha muerto durante el interrogatorio. Pasará algún tiempo hasta que se descubra su cuerpo.
El guardia se limitó a asentir. El vizcaíno se sentó y escribió en una especie de etiqueta, que pegó a continuación en la manta. Entonces sacó un extraño artefacto y me hizo una marca de tinta roja en la mano.
—Ha sido un placer conocerte, Mendoza —dijo—. Ahora, ve con este hombre y él te llevará con mi amigo el médico. Te veré dentro de veinte años, ¿de acuerdo?
—Vamos —me llamó el guardia con un gesto de la cabeza. Entramos en una habitación diminuta que temblaba y vibraba y se estremecía. Tras ella, una puerta daba a un pasillo que parecía extenderse kilómetros y kilómetros. Por lo que ahora sé, así era. Para cuando llegamos al otro lado, el guardia me estaba llevando en brazos; emergimos en una gran caverna, tan grande como un salón de baile, cuyo vasto techo se encontraba muy lejos.
¿Cómo podría recuperar los ojos de aquella criatura primitiva y decir la cosa que vieron? Un cañón de plata. Un pez brillante. Una botella de latón que de alguna manera tenía estancias y ventanas, tachonada de rubíes que parpadeaban sin descanso.
Oh, vaya si lo miré. Allí había también gente vestida de plata. En una esquina había algunos muebles: sillones gruesos, acolchados, y una mesa. A su alrededor se reunían tres niños pequeños, iguales a mí: mantas, etiquetas, sin pelo. Había juguetes sobre la mesa pero los niños no estaban jugando con ellos. Se aferraban unos a otros, en silencio, con los ojos tan abiertos como lechuzas. Dos de ellos habían estado llorando. Con ellos se sentaba una dama que era tan preciosa como se supone que son las Infantas. Los estaba observando con rostro abatido.
El guardia me llevó con ellos. La dama se volvió hacia nosotros, esbozó al instante una brillante sonrisa y se puso en pie.
—Aquí está el último —dijo el guardia.
—Bienvenida, pequeña... —Ladeó la cabeza para leer mi tarjeta—. ¡Mendoza! —exclamó en un español con un acento peculiar—. ¿Estás dispuesta a conocer nuevos amigos y hacer un viaje maravilloso?
—Puede —la miré sin pestañear—. ¿Dónde vamos?
—A Terra Australis. —Tan deprisa como había llegado, la sonrisa desapareció—. Te gustará aquello. Es muy divertido. ¿Quieres sentarte con los demás niños?
Así que la cogí de la mano (olía a flores) y fui a sentarme. Los niños lloraron y se apartaron de mí. Los miré asqueada un momento y luego me volví hacia la mesa y pregunté:
—¿Se pueden coger esos juguetes?
—Por favor. —Se adelantó al instante y me los acercó—. Mira, éste es un burrito y éste un caballo y aquí hay un barco de vela y estos libros tienen bonitas ilustraciones en todas las páginas. ¿Quieres que juguemos juntas?
La miré, horrorizada.
—No, gracias, Señora —dije—. Preferiría mirar los dibujos, si puedo.
Así que me senté y empecé a pasar las páginas de aquellos libros que brillaban tanto que parecían imposibles. Había dibujos de niños observando cómo jugaban otros niños. Niños en jardines llenos de flores. Niños sentados a mesas, pasándose unos a otros abundantes manjares. Niños felices, saludables, risueños. Sin esqueletos ni profetas por ninguna parte.
Los demás me miraban, inmóviles. Al cabo de un rato uno de ellos alargó tímidamente una mano hacia el caballo. Se lo llevó a la boca y le mordió la cabeza. Supongo que estaba nervioso.
La gente vestida de plata corría por todas partes y le hacían cosas al barco con cabos de plata, lo alimentaban o algo así y de repente hubo unos gritos y unas luces verdes empezaron a parpadear junto con las rojas. Dejé el libro y observé, fascinada.
Vino un hombre y le dijo algo a la señora. Ésta se puso en pie al instante.
—¡Vamos, niños y niñas! ¡Es hora de vivir una gran aventura!
Los dos más pequeños se dejaron levantar como sendos zombis diminutos pero el niño del caballo se aferró a los cojines de su asiento y empezó a aullar. La señora tenía los brazos llenos de niños y lo miraba con aspecto impotente.
—¡Cállate, estúpido montón de estiércol! —siseé—. ¿Es que quieres que nos devuelvan con los Inquisidores?
—No te entiende —dijo la señora—. Es un pequeño mixteca.
Vino un hombre y cogió al niño en brazos y se lo llevó con nosotros. Todos entramos en el barco y nos ataron a unos asientos con cinturones. A mí no me importó; al menos, hasta que la caverna se abrió sobre nuestras cabezas y nos elevamos hacia el cielo de la noche. Entonces grité como todos los demás. Adiós, España. Adiós, Jesús. Adiós, raza humana.
Capítulo cuatro
Había dos damas en el barco, la señora preciosa y una mujer menuda con la piel roja, que también era preciosa. Esta última llevaba un pendiente con una serpiente emplumada. Se acercó y le habló con voz tranquilizadora al pequeño mixteca en (supongo) lengua mixteca. Se calmó. Después, la señora preciosa y ella se apoyaron en un armario y hablaron con voz cansina en otra lengua desconocida. Estaban bebiendo algo de unas tazas blancas. Entonces la señora estrujó su taza con la mano y la arrojó a un cubo. Se me acercó y su sonrisa volvió a encenderse.
—¿Cómo estás... eh... Mendoza?
—Bien. —Levanté la mirada hacia ella—. ¿Tenéis algo de comer?
—Sí, os servirán una comida estupenda dentro de pocos minutos. ¿Estás aburrida?
No, yo no, estoy esperando a que el barco se caiga del cielo y nos mate a todos. Sacudí la cabeza y entonces me dijo:
—¿Quieres que te cuente una historia?
—Sí —dije. Así que se puso cómoda entre los cojines que había a mi lado y empezó:
—Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, una reina y un rey viejo y retorcido. El nombre del rey era Tiempo. Una profecía le había asegurado que sus hijos serían más grandes que él. ¿Sabes lo que es una profecía?
Claro que lo sabía. Asentí.
—Y él no quería que llegara a suceder porque era muy retorcido y muy celoso. De modo que el Rey Tiempo hizo una cosa terrible. ¿Sabes lo que hizo?
Podía imaginármelo.
—Cada vez que la reina tenía un hijo, él se lo robaba. Y luego se lo comía entero, como tú te comerías una uva.
Menuda tontería. Primero hubiera tenido que partirlos con la espada. Crucé las manos sobre el regazo y esperé a ver lo que decía a continuación.
—Sí. Es terrible, lo sé, pero la historia tiene un final feliz. Porque, verás, al final a la reina se le ocurrió una manera de engañar al perverso rey. Cuando volvió a tener un hijo, lo escondió y puso entre las sábanas una gran piedra, de modo que el rey se tragó la piedra en su lugar. Al pequeño lo escondió muy lejos, en una isla mágica, donde lo cuidaron unas doncellas preciosas.
»Creció y se convirtió en un héroe cuyo nombre era Niño del Cielo Azul. Era el rey de los relámpagos. ¡Tenía una lanza hecha de rayos! Pero siempre estaba pensando en sus pobres hermanos y hermanas, que estaban atrapados dentro del Rey Tiempo. De modo que en cuanto le fue posible fue a hacerle la guerra al perverso rey.
»¡Oh, fue una batalla aterradora! Contra su hijo, el Rey Tiempo envió a sus años. Eran gigantes aquellos años y lucharon con todas sus fuerzas contra Niño del Cielo Azul. Su hermoso cuerpo se llenó de músculos y su rostro suave se volvió áspero y se cubrió con una barba negra y rizada. Pero al final logró derrotar a los años y lanzó un relámpago al corazón del Tiempo. Tiempo se detuvo en seco. Y se desplomó, vencido.
»Entonces Niño del Cielo Azul lo abrió de arriba abajo y, ¿a qué no sabes lo que pasó? Que salieron de dentro todos sus hermanos y hermanas. Allí estaban todos, vivos de nuevo. Y a pesar de que Niño del Cielo Azul era el más joven de todos, se convirtió en su nuevo rey porque había vencido a Tiempo. Y todos le estaban tan agradecidos que se convirtieron en sus fieles súbditos.
»Esta historia es muy importante y debes recordarla. ¿Te ha gustado?
—Sí —dije—. Yo también me sé una historia. ¿Queréis oírla?
Así que le conté el cuento del hombre que, mientras anda por un camino, tropieza con un cráneo y, para disculparse, lo invita en broma a cenar a su casa y aquella noche el cráneo se presenta en su casa y le corta el cuello en la misma mesa. A la señora no pareció gustarle demasiado.
La otra dama, la de piel roja, también le estaba contando una historia al mixteca. Probablemente algo relacionado con un fratricidio.
Capítulo cinco
Yo no hubiera dicho que Terra Australis era un lugar muy divertido. Era todavía más caluroso que España. Pero, oh, fue maravilloso para todos nosotros.
Cruzamos un montón de agua y volamos sobre una reseca y rojiza tierra, remota y silenciosa. Tomamos tierra tras los altos muros del Recinto de Entrenamiento de Terra Australis 32-1800. Cuando me enrolaron a mí llevaba allí unos quince siglos y habían tenido tiempo de instalar todas las pequeñas comodidades imaginables: aire acondicionado, defensa láser y un piano en el gimnasio. Tras sus colosales muros había jardines y patios de juego y las bóvedas de las frescas aulas subterráneas. Y enfermerías. Y almacenes. De hecho, la mayor parte del complejo era subterránea.
No era muy diferente de cualquier otra escuela privada, salvo porque nadie se iba a casa en vacaciones, por supuesto, y también por lo de la cirugía cerebral.
Eso fue lo primero que nos hicieron al mixteca y a mí y a un par de niños más de nuestra misma estatura y con la cabeza afeitada. Nos hicieron ir a la cama a pesar de que era mediodía, nos llenaron el cuerpo de agujas y lo siguiente que supe fue que había despertado con la cabeza envuelta en vendajes. Luego fue todo distinto, porque nos habían empezado a instalar todo aquel material de alta tecnología en el cuerpo, habían dado comienzo al Proceso por el que dejaríamos ser de niños humanos y mortales y nos convertiríamos en algo completamente diferente. Ahora podía entender a las enfermeras en exceso risueñas que hablaban conmigo. Me traían juguetes con cajas llenas de luces parpadeantes. Yo acertaba: tocaba con el lápiz de luz las imágenes correctas. Un doctor me consideró apta para pasar a la siguiente fase y seguí adelante en la cadena de montaje.
Un día me dieron una ropa muy bonita para que me la pusiera, el uniforme con babero de la clase de los novatos, con el símbolo de la Compañía bordado en el bolsillo, por supuesto. El sombrero que lo acompañaba no se me ajustaba bien en la cabeza vendada, así que fui tras la niñera fingiendo que era una morisca. Me llevó a un gran cuarto.
Me detuve nada más entrar. Había cerca de veinte niños pequeños más, cada uno de ellos de mi estatura, cada uno de ellos vestido como yo y cada uno de ellos con un turbante de vendas. Ahí acababa el parecido. Había niños moros y niños de piel amarilla y niños rojos y marrones. Vi niños pálidos como champiñones. Todos ellos se sentaban en filas formadas por mesas idénticas y la niñera me llevó a una de las mesas que estaba vacía. Vi al niño mixteca, no muy lejos de mí. Me miró los ojos y dijo:
—Me han abierto la cabeza.
—Ya lo sé —dije.
—¿Te han dado pastel?
—Sí.
Entonces unos adultos entraron en la habitación y uno de ellos carraspeó y gritó:
—¡Niños! ¡Atención, por favor!
Todos nos quedamos callados como ratones. Algunos se encogieron.
Eran tres hombretones y estaban sonriendo. La verdad es que eran dignos de verse. Uno de ellos era blanco y vestía como todos los hombres a los que había visto en mi vida, con calzas y jubón. Otro era amarillo y llevaba una preciosa túnica de seda. Y otro era un moro negro, que llevaba un largo caftán. Zurcido en el algodón níveo del caftán y bordado en la túnica de seda y estampado en los botones del jubón se veía el mismo símbolo que yo lucía en el bolsillo de mi uniforme.
Nos dijeron que se llamaban Martín, Kwame y Mareo y que estaban allí para darnos la bienvenida y hablarnos de Dr. Zeus. ¡En la espléndida charla policultural que siguió, descubrí que se había producido la más asombrosa serie de casualidades imaginable! No sólo yo, sino todos los niños que había en aquella habitación eran huérfanos, habían sido secuestrados o abandonados. Cada uno de ellos se enfrentaba a la amenaza de una muerte segura cuando apareció un hombre o una mujer maravilloso que le prometió la vida eterna si se dejaba rescatar. Yo no estaba tan segura de que mi vizcaíno fuera un hombre maravilloso pero desde luego sí que me había rescatado.
Sea como fuere, allí estábamos, todos a salvo, huéspedes de un magnífico héroe llamado Dr. Zeus. Ese doctor era también muy bondadoso y muy inteligente. Quería salvar el mundo entero. Era una lástima que no hubiera podido salvar a nuestras mamás y nuestros papás pero al menos nos había salvado a nosotros y algún día todos viviríamos con él en su reino mágico, que se llamaba el futuro. El futuro estaba muy lejos, sin embargo, de modo que hasta que llegáramos a él, íbamos a pasar el tiempo trabajando como ayudantes del Doctor. Salvaríamos cosas de todas clases para el Doctor, las salvaríamos de la gente malvada y destructiva como ésa que nos había raptado de nuestras casas: salvaríamos libros y preciosas pinturas, animales, flores, y hasta niños pequeños como nosotros mismos. Sería muy fácil hacerlo porque nos haríamos más fuertes y más listos que los pobres y destructivos mortales. Y tendríamos todo el tiempo del mundo para hacer todas esas cosas porque no moriríamos nunca jamás y porque el Dr. Zeus era el Amo del Tiempo.
Una vez que nos hubieron explicado todo esto sonriendo con preciosas, claras y blancas sonrisas, entraron otras personas y nos sirvieron un helado. Si alguno de nosotros no estaba convencido todavía, el helado acabó con sus dudas. Todos decidimos que amábamos al Dr. Zeus.
Después nos condujeron, en dos grandes filas de a uno, al patio de juegos. Estaba en una caverna hecha de cristal blanco, con un agujero en la parte alta que mostraba un disco de cielo azul, como si nos estuviéramos moviendo bajo el campo de visión de un ojo vigilante. Había árboles en aquella caverna y vastos campos verdes para jugar. Había niños grandes jugando a la pelota. Chicos y chicas, todos ellos con el pelo cortado al rape. Nos asustamos al verlos y nos juntamos mucho. Pero entonces nuestras niñeras nos llevaron a nuestra propia zona de juego, que parecía muy segura porque estaba rodeada con una valla muy bonita y muy alta. Había barras y columpios pintados de brillantes colores pero nos dijeron que no podíamos jugar todavía con ellos porque aún se nos tenía que curar la cabeza. De modo que empezamos a pasear muy abatidos y nos miramos unos a otros.
Yo quería ver más de cerca a los niños moros. Seguí a una niña pequeña que se había escondido detrás de las barras para intentar quitarse las vendas.
—¿A ti te dejó Almanzor en la cama? —quise saber.
Me miró como si creyera que estaba loca.
—¿Quién es ése?
—Ya sabes, el que deja niños negros a la gente.
Se encogió de hombros y siguió tirándose de los vendajes. La estudié. No era negra como el hollín sino más bien de color pardo, con puntos cobrizos aquí y allá. Las palmas de sus manos eran tan rosas como las mías. De repente me dijo:
—Tenemos un aspecto horrible con estos gorros. Los odio. Nos parecemos a los Hombres de Humo.
—¿Quiénes?
—Vienen de noche. Montan en animales que huelen muy mal. Mi papá salió con su lanza y le cortaron la cabeza.
—Oh.
—Con este gorro me duele el pelo.
—Ya no tienes pelo —señalé—. Te lo afeitan. Nos lo afeitan a todos.
Parecía enfadada.
—Yo sé que el mío está aquí debajo. Y no quiero llevar este gorro horrible.
—Yo creía que los moriscos llevaban gorros así.
—¿Qué es un morisco?
—Ya lo sabes. —Me había dejado perpleja—. Tú lo eres.
—No, no lo soy —dijo ella con firmeza—. Yo pertenezco al Pueblo de las Arañas. ¿Y tú?
Buena pregunta.
—Creo que soy judía —dije al fin—. Pero puede que no.
—¿Qué es una hubía?
Ladeó la cabeza y me miró. Una venda le caía en un lado.
—Es...
No tenía la menor idea. Ella continuó:
—¿Sabes cómo he llegado aquí? Te lo contaré. Los Hombres del Humo daban vueltas y vueltas a nuestro alrededor, como grandes fantasmas batiendo las alas, y le prendieron fuego a todas nuestras casas. Pero yo salí corriendo y me subí a un árbol. Vinieron perros y se comieron a los muertos. Entonces se hizo de noche y yo desperté en el árbol y Araña estaba en el árbol conmigo. Podía verla, toda negra contra las estrellas.
»Bueno, me dijo, ¿sabes quién está ahí abajo? Perro Huesos Secos. No quieres ir con él, ¿a qué no? Y yo dije no.
»En ese caso, dijo entonces Araña, puedo llevarte lejos de Perro Huesos Secos, si quieres que lo haga. Puedo convertirte en un palo y llevarte conmigo.
»Pero yo le dije Te odio y odio toda Tu magia. Se suponía que debías cuidar de mi papá y de todos los demás. Y, además, ¿qué Te pasa? ¿Por qué has dejado que vinieran esos Hombres de Humo?
»Pero no hizo más que esto... —Se encogió de hombros nuevamente—. Y me dijo, te ayudaré de todas maneras, si tú quieres. Y yo veía a Perro Huesos Secos ahí sentado, bajo el árbol. Podía ver sus ojos ahí mismo. Así que Le dije sí y subimos los dos juntos al Bote del Cielo, no recuerdo cómo. Pero Ella me abandonó, ahora estoy aquí y Ella se ha ido. ¡Y nunca volveré a ser del Pueblo de la Araña! Es mala. —Cerró los diminutos puños—. Y además me han puesto este horrible, horrible sombrero en la cabeza.
—¡No, no, no, querida! —Una niñera nos encontró—. No toques los vendajes. Son buenos para ti —sacó un rollo de cinta de alguna parte y volvió a pegar el extremo suelto, mientras la niña pequeña la miraba con odio—. Y ahora venid con los demás niños. La niñera Uni os enseñará unos dibujos muy bonitos y luego será la hora de los cuentos.
De aquella manera empezó nuestra educación.
No perdieron el tiempo; nos convirtieron en diminutos genios desde el principio. Idiomas, ciencias, trillones de hechos, los aprendíamos tan deprisa como nos los podían suministrar. Lectura rápida, aprendizaje durante el sueño, hipnosis: cuando nuestras modificaciones craneales lo permitieron, empezaron a introducir los bytes directamente en nuestros cerebros. Unos conocimientos enciclopédicos y una memoria perfecta a la edad de seis años. No está mal, ¿eh?
Convertirnos en inmortales fue un proceso más costoso. En nuestra clase teníamos operaciones, igual que los estudiantes normales tienen exámenes parciales, treinta neófitos vendados y gimiendo al unísono en la misma sala. Siempre había algún nuevo simbionte o nanobot o hardware que incorporar o alguna fea parte de nuestra mortalidad que había que extirpar. Pero no recuerdo que nadie mencionara nunca la fea palabra, cyborg.
Tuvimos años y años de Educación Física: no para ponernos en forma, porque ya éramos perfectos, sino para entrenar los nuevos reflejos que nos permitían esquivar un balazo a quemarropa. Terapia de hipnosis para convencernos de que era imposible que envejeciéramos o muriéramos, fármacos para mejorar nuestra capacidad de observación inconsciente, transformaciones celulares que ni siquiera puedo empezar a describir.
¿Puedes formarte una imagen mental de un gimnasio lleno de überkinder, especímenes mecanizados perfectos entrenándose para aplastar con las manos desnudas a los supervillanos del mundo? Bueno, eso es lo que te imaginarías si fueras un estúpido mono mortal. Pero nosotros no éramos tan tontos.
Aplastar cosas es el modo violento que tienen los estúpidos monos mortales de resolver sus problemas. A nosotros nos enseñaron muchas otras maneras de resolver situaciones difíciles: negociación, compromiso, soborno, engaño estratégico, o la simple velocidad para escapar corriendo. Porque claro, que uno sea inmortal sólo significa que uno no puede morir. No significa que no pueda sufrir daño.
Además, no nos crearon para luchar contra villanos, porque no los había. Ninguna nación, creencia o raza era mejor o peor que otra; todas ellas eran imperfectas y estaban igualmente condenadas a sufrir, sobre todo porque eran incapaces de comprender que todas ellas eran casi iguales. Los mortales podían ser despreciables, sí, pero no eran completamente malvados. Disfrutaban matándose unos a otros y a menudo urdían magníficas excusas para hacerlo a gran escala —religiones, teorías económicas, orgullo racial— pero no podíamos condenarlos por ello puesto que formaba parte de su naturaleza mortal y eran demasiado estúpidos para cambiarlo.
No, nuestro trabajo era protegerlos de su propia sed de sangre y (mejor aún) proteger a los demás habitantes de la Tierra de la destrucción sembrada por la naturaleza humana.
Muy noble, ¿verdad? Imagina que te dicen que no importa que sean los moros o los cristianos los que se queden con España. Aún puedo recordar mi perplejidad y mi asombro. Aunque duró bastante poco, claro, porque a esas alturas ya había aprendido la suficiente Historia como para saber que a la larga nunca importa un ápice dónde planta una raza concreta su trasero colectivo. Y además, ¿por qué iba a importarme? Ya no era una de ellos.
Para ser honesta, debo decir que posiblemente no me habría llevado bien con la raza humana, al margen de mi situación. La Compañía no fue la que instaló esta aversión fundamental en mi interior. Puede que fuera la Inquisición. Es muy probable que mi vizcaíno advirtiera esa cualidad en mí y se diera cuenta de que haría que me fuera mucho más fácil darle la espalda a mi mortalidad.
En cualquier caso, mis pruebas de aptitud determinaron que no debía ser uno de los inmortales que trabajaban mucho con los seres humanos. En su lugar, hicieron de mí una experta en botánica. Me convertí en uno de esos alegres y útiles niños que salen en nuestros libros, paseando por un proyecto de jardín con una regadera en la mano, plantando grandes y brillantes flores.
Fue una buena decisión, porque yo amaba con todo el corazón las cosas que crecen. La hoja que se despliega bajo la luz del sol es la única santidad que reconozco. No la he encontrado en la fe de los mortales, ni en su música, ni en sus sueños: está en los campos abiertos, en el verde que mira al cielo. No sé lo que es eso de la santidad, pero está ahí y mira al cielo.
Aunque probablemente esto no sea más que un condicionamiento que la Compañía insufló en mi interior para asegurarse de que sería una buena botánica. Bueno, pues me convertí en una buena botánica. Muy buena.
Capítulo seis
El señor Silanus caminaba frente a la clase. En la pizarra que había a su espalda, unos pocos nombres: masadá, varsovia, jonestown, marte dos.
—De manera que, como hemos visto, ningún credo ha cumplido jamás sus promesas. El mundo nunca se ha convertido en un paraíso. Más bien lo contrario, de hecho: piensen en los millones de millones que han sido asesinados, torturados o encarcelados por esta magnífica idea, esta buena nueva, esta revolución. El visionario que trabaja contra la naturaleza humana para imponerle al mundo su ambicioso sueño es inevitablemente su peor enemigo.
»Ahora bien, ¿quién está en el otro bando? Consideren el trabajo de determinados individuos mortales que se entregan a tareas sencillas. Para ellos no existía la necesidad de levantar ejércitos; no existió la necesidad de revoluciones o baños de sangre; trabajaron por metas realistas con las herramientas que tenían a su disposición. Tuvieron éxito y su trabajo ha supuesto un beneficio para la humanidad.
Borró la pizarra con deleite y escribió un nuevo grupo de nombres: dickens, pasteur, lister, fleming, teresa, muir, kobiar, luong.
—La gente como ésa ha hecho mucho más por aliviar la humana miseria que cualquier profeta o cualquier manifiesto. Estos mortales se cuentan por millones pero no suelen llegar a los libros de Historia. No hacen nada controvertido o ambicioso. Viven sus vidas, contribuyen con su granito de arena de trabajo bien hecho y mueren en silencio en sus camas, sin reconocimiento o recompensa. Normalmente. Pero lo que hacen tiene más valor que los actos de cualquier verdadero creyente.
»Antes de que volvamos a vernos el viernes, lean las biografías de estos mortales y revisen sus vidas. Lean las obras completas de Charles Dickens y asegúrense de poder explicarlas en su contexto histórico. Traten de encontrar más nombres que puedan añadirse a esta lista y estén preparados para explicar por qué los han elegido. ¿Está claro? Pueden marcharse.
Salimos de uno en uno del aula, niños superdotados.
—¿No te parece el hombre más guapo del mundo? —dijo Nancy casi sin aliento mientras retorcía entre los dedos un mechón de cabello de su peluca. No había dejado de intentar que le creciera el pelo. Las dos juramos que nos lo dejaríamos crecer hasta los tobillos cuando los ingenieros dejasen de trastear con nuestros cerebros.
—Desde luego —asentí.
—He oído que estuvo en las Cruzadas para rescatar niños musulmanes. Me apuesto algo a que estaba magnífico con armadura.
Pulsó el botón del ascensor. La puerta se abrió y entramos. Nuestras faldas de aros hicieron que los demás pasajeros tuvieran que apretujarse.
—Yo no trabajaría en Tierra Santa por nada del mundo —afirmé.
Nancy chasqueó la lengua.
—¡Como si tuvieras elección!
—La tengo —dije, orgullosa—. Lo estoy arreglando. Me estoy especializando en flora del Nuevo Mundo para que tengan que enviarme allí. Apenas hay mortales. Y nada de asesinos fanáticos ni celotes.
—¿Y los aztecas?
—Sólo están en una parte del Nuevo Mundo, ¿no? Son dos grandes continentes y hay kilómetros y kilómetros donde los mortales no han puesto nunca el pie. Puedes quedarte Europa para ti.
Ella puso los ojos en blanco.
—Te estás engañando. Hay mortales por todas partes. Tendrás que trabajar con ellos de vez en cuando, ya lo sabes.
—Yo no. De eso nada. El único trabajo de campo que quiero hacer es en los campos vacíos. Paso de repugnantes monos asesinos, muchas gracias.
—Vaya, ahora entiendo por qué no te hiciste antropóloga. Te estás buscando problemas con esa actitud, ¿sabes?
Meneó un dedo frente a mi cara. Tenía razón. Y era bastante más sensata que yo: se había hecho experta en preservación de arte y no tendría que poner el pie en el mundo hasta el siglo xvii. Y entonces se haría pasar por la amante argelina de un adinerado marchante de arte. A mí no me hubiera importado andar tendida en una góndola en algún bonito país civilizado pero, oh, no, yo ya lo tenía todo calculado, ¿verdad?
El ascensor llegó a mi piso.
—Eh, um, ¿puedo cogerte prestado el holo con las imágenes de Quin Shi? Al mío le ha ocurrido algo y tengo que hacer un trabajo sobre él.
—Te lo dejaré en tu cubo. —Las puertas se abrieron con un chasquido metálico—. Adiós, Mendy.
—Adiós, Nancy.
Ah, la vida de una cyborg adolescente.
Tengo en alguna parte una vieja imagen holográfica de mi clase, más agrietada y amarillenta cada año que pasa, en la Fiesta de Comienzo con Picnic y Natación.
Allí estamos todas, una fila de dos alineada en una playa de lo que un día será Queensland, sonriendo felizmente al hológrafo. Nuestros bañadores resultan especialmente feos y pasados de moda. No nos importa, según parece: todas estamos sonriendo, hasta Akira, cuya tartera acaba de recibir el ataque de una gaviota en picado. ¿Por qué no íbamos a estar felices? Veinte niñas de diecisiete años y ni una sola con acné.
Y allí estoy yo, entre Nancy y Roxtli. He ganado la apuesta del pelo: el mío me llega hasta las rodillas mientras que el de Nancy le crece alrededor de la cabeza como una nube negra. Pero ella se ha convertido en una pequeña belleza y yo soy vulgar, vulgar, vulgar. Y estoy llena de pecas. Y soy demasiado alta. Sonríe, Mendoza, entre el sol y el cielo y las algas de aquel día lejano. Si tú supieras...
En cuanto nos llevaron de vuelta y nos quitaron la arena y nos entregaron los diplomas, nos dieron cita con los consejeros profesionales.
Llena de alegría, a primera hora, el día señalado, acudí a su oficina en el ascensor y puse mi tarjeta en la pared. Momentos más tarde, me pidió que entrara.
El consejero era uno de los más mayores. No parecía tener más de veinticinco años, como todos, pero podía saberse el tiempo que alguien llevaba en el servicio por la expresión de su cara. Además, las arrugas de su frente eran más bien pronunciadas. Por lo demás, su apariencia era impecable. Su jubón y sus calzones eran de buen corte y llevaba una gorguera nueva y más grande, que por entonces empezaba a ponerse de moda. Señaló una silla y consultó mi tarjeta.
—Mendoza, Botánica de Nivel Uno. Bien. ¿Cómo te va, Mendoza?
Me estrechó la mano.
—Bien, gracias.
—Estupendo —se reclinó en su silla, que crujió—. Tengo tus datos aquí pero, ¿por qué no me hablas un poco de ti misma?
—Bueno, lo que de verdad, de verdad quiero es ir al Nuevo Mundo —dije al instante—. He realizado un estudio especial sobre las especies de cereales nativas y creo que podría hacer un gran trabajo allí. Y no me importaría ir a las áreas más remotas, de hecho lo preferiría. No me importaría participar en las operaciones de El Dorado o Nuevo Mundo Uno. He oído que también hay cosas interesantes en Florida...
Él pulsaba botones mientras yo hablaba, cosa que me molestaba. Guardé silencio y esperé a que terminara.
Miró por un momento algo que había aparecido en la pantalla. Alargó la mano hacia una pluma, la mojó en el tintero y empezó a escribir en una tarjeta.
—Yo no contaría con ir al Nuevo Mundo por el momento —dijo—. Tu perfil incluye una recomendación para Aclimatación en Europa.
—Oh, Dios.
¿Dos años de incógnito obligatorio entre mortales?
—Eso es lo que dice aquí. Pero no hay por qué molestarse por eso, ¿sabes?
Siguió escribiendo.
—¿Por qué me dan un trabajo así? Me he preparado para el Nuevo Mundo, no para cultivar tulipanes para maníacos religiosos.
—No todos son así —dijo él con voz templada—. La raza mortal tiene sus virtudes.
—Dígamelo a mí. Resulta que me reclutaron en las mazmorras de la Inquisición —dije con tono asqueado. Mi as en la manga. La Hora del Trauma.
—¿De veras? —preguntó—. ¿Has oído hablar del Culto del Gran Carnero?
Por supuesto que sí. Era un movimiento religioso paleolítico cuya principal actividad consistía en tatuarse el cuerpo y masacrar a todos aquellos vecinos que no profesaran su misma fe. Se les daba tan bien el genocidio que estuvieron a punto de exterminar a la raza humana y retrasaron el nacimiento de la civilización diez mil años. Miré su rostro levemente prognato y sentí que se me encendía la sangre.
—Tengo un problema de actitud. No me diga —musité.
—Se puede aprender a vivir entre los mortales —volvió a coger la pluma—. Créeme.
Me quedé allí, humillada, mientras él escribía unas frases en la tarjeta.
—Además, si Dr. Zeus dice que tienes que hacerlo, tienes que hacerlo —continuó—. No te busques líos. Sé razonable, haz lo que se te ordena y en tres años la AE habrá desaparecido de tu ficha. Lo único que tienes que hacer es demostrar que eres capaz de comportarte como un agente cualquiera. En cuanto lo hayas conseguido, serán más receptivos a tus solicitudes de puestos específicos.
Volvió a introducir algo en el ordenador. Mientras él miraba la pantalla, observé su rostro. No podía ver los datos, claro. Ningún agente veía jamás información detallada sobre su futuro: hasta la información que posee la Compañía es a veces incompleta. Ni siquiera las vidas de unas criaturas como nosotros están completamente documentadas. Pero en cualquier caso dije con voz resentida:
—Probablemente lo tenga todo ahí, ¿no? Adonde van a enviarme y si iré o no a Florida y lo que estaré haciendo dentro de noventa años.
—Exacto —asintió—. Probablemente.
—¿Por qué lo llaman consejero?
—Porque puedo contarte cosas que necesitas saber sobre el lugar al que van a enviarte —dijo sin apartar la mirada de la pantalla.
—Bueno, ¿y adonde van a enviarme?
—A Inglaterra.
—¡Inglaterra! —casi grité.
Inglaterra, patria del viejo y grotesco Rey Enrique de las Seis Esposas. De niños habíamos seguido con notable diversión sus payasadas en Acontecimientos Actuales pero cuando finalmente consiguió matarse comiendo, había dejado el país tan arruinado como su despensa. Durante años, las camarillas de la corte se habían rondado unas a otras con cautela, esperando a que el frágil príncipe Eduardo llegara a la madurez. Nosotros sabíamos, por supuesto, que moriría en la adolescencia y sobrevendría otra época de desórdenes civiles.
—¿Por qué me envían a Inglaterra? —sollocé—. ¿No dicen que es un sitio muy, no sé... peligroso? ¿Es que no va a haber un baño de sangre dentro de poco?
—No en el lugar al que te enviamos —me aseguró—. Quieren un botánico allí para un proyecto muy específico. Eres la persona que necesitan. Dentro de poco tendremos la oportunidad de enviar personal a Europa. Formarás parte de un equipo español. Estarás a salvo.
—¿Español? —Entorné la mirada mientras en mi mente empezaba a atar cabos—. Espere un segundo: la hermana de Eduardo, María, va a subir al trono cuando él muera. Ésa es la conexión española. ¿Es de eso de lo que estamos hablando?
—Sí. El lugar será un hervidero de españoles. Podremos introducirte sin ningún problema.
—A mí me parece peligroso.
—¿Crees que te enviaríamos a un sitio que no fuera seguro? —Empezó a revolver los papeles que tenía sobre la mesa—. Además, primero irás a España para preparar tu identidad falsa, y pasarás un año allí. Irás a Inglaterra en el... —se acercó a la pantalla— ...54. No estarás sola. Formarás parte de un equipo y tendréis un facilitador.
Me relajé.
—Mejor. Mientras no tenga que relacionarme personalmente con los monos asesinos.
—Ah, vamos —se reclinó en el asiento—. Al fin y al cabo es Inglaterra. El país de... eh... Dickens.
—Él pertenece a la Era Victoriana.
—Es muy verde. Una campiña preciosa. Yo la he visto en persona. La mejor cerveza del mundo. Y grandes ciudades como York.
—¿Y Londres? —me animé—. ¿Podré ir a Londres?
—Es posible —sonrió—. Puede que hasta llegues a conocer a Shakespeare.
Las fechas zumbaron detrás de mis ojos.
—No nacerá hasta dentro de doce años.
—Bueno, nunca se sabe. Puede que Inglaterra acabe por gustarte. He conocido docenas de agentes que decidieron quedarse en un sitio a pesar de que al principio lo odiaban. Y además, Inglaterra se encamina a una edad de oro, eh... —sus ojos consultaron un instante mi ficha— ...Mendoza. Podrías estar presente desde el principio.
Pensé en ello. Se suponía que Londres era la flor de todas las ciudades, como había dicho Chaucer, una metrópolis increíble en un país por lo demás primitivo. Y puede que ropa de moda, para variar. Bailes nuevos. Una música nueva.
—Puede que no esté tan mal —admití.
—Ya verás. —Sonrió y me tendió un fajo de documentos—. Aquí tienes una lista de holos recomendados y un gráfico de acontecimientos. Puedes estudiarlos en tus horas libres. Los que están marcados con una estrella son obligatorios, los que están subrayados se recomiendan encarecidamente. Te enviarán un equipo de campo dentro de una o dos semanas. Tu salida está prevista para el veinte de julio. Encantado de haberte conocido, Mendoza.
Regresé paseando a mi cuarto. En este momento me hubiera dejado caer en la cama para pensar; en aquella época de corsés y ballenas no se hacían tales cosas. En su lugar, tomé asiento en un banco de madera y examiné la lista de holos recomendados (obligatorios en realidad).
Lo mejor sería empezar con la historia, pensé. Tenía una estrella. Examiné su patrón de acceso y de repente recordé, lo había sabido desde el principio, y dejé que la información me inundara como un agradable baño caliente. Allí estaba el tablero, aquí los jugadores.
Inglaterra era un frío, atrasado, rebelde y pequeño reino. Su rey: Enrique viii, recordado ante todo por sus seis esposas y por los muslos de pollo que aferraban sus gruesas manos. Oh, sí, y por haber expulsado a la Iglesia Católica de Inglaterra, a pesar de haber empezado siendo un buen católico, casado con nuestra vieja amiga Catalina, Infanta de Aragón. Pero años de matrimonio con ella no daban a Enrique el fruto de un hijo y heredero: sólo una hija, María. Además, estaba cansado de Catalina así que se divorció de ella (contra el deseo expreso del Santo Padre) y se casó con la Esposa Número Dos, una fulana de la corte con pretensiones de radical religiosa que se llamaba Ana Bolena. Enrique se montó a su luterano carro al tiempo que se montaba encima de ella y de este modo la Reforma Protestante fue importada a Inglaterra.
Siguiente asalto: Ana Bolena no pudo darle tampoco un heredero, sólo una niña, la Princesa Isabel, de modo que Enrique decapitó a Ana y pasó a la Esposa Número Tres: la devota y pequeñita Jane Seymour quien, como muchos otros de sus súbditos, seguía profesando simpatías a la religión católica. Antes de que muriera llegó a correr el rumor de que Inglaterra estaba a punto de volver al Catolicismo. Pero ella murió, no obstante, justo después de dar a luz al ansiado Príncipe, Eduardo, y cualquier posibilidad de que se produjera una Contrarreforma murió con ella.
Fin del juego: Enrique contrajo matrimonio en rápida sucesión con tres mujeres más, lo que seguro que al Papa no le hizo ninguna gracia. A la muerte de Enrique, el país estaba firmemente en manos de la facción protestante, en especial tras el paso por el poder del conciliábulo de regentes que gobernó para el pequeño y frágil Rey Eduardo.
Siguiente carta del juego: los Herederos Reales, en el orden respectivo que ocupaban por sus derechos al trono. Tres niños muy tiesos con los ojos más fríos de toda la Cristiandad.
El protestante Eduardo, el niño rey, el primero en morir, su remilgado rostro cerrado y plegado para siempre.
La católica María, doncella vieja y triste, con cara de bulldog. Durante largos años fue templando el fuego de su ira mientras veía cómo abusaba el rey de su madre y su Iglesia. Pronto se vengaría a lo grande.
Y la sencilla Isabel, sombría y alerta, desdeñada tanto por católicos como por protestantes por la desgracia de su madre. Astuta y cauta, estaba destinada a sobrevivir a sus hermanos y heredar el trono. En nuestra clase era conocida como uno de los Mortales Ejemplares, allí mismito, junto a Charles Dickens. Odiaba la guerra y el derroche y no le importaba nada lo que la gente creyera mientras la economía marchara bien y nadie tratara de destronarla a ella.
Sí, Isabel. Registré los acontecimientos actuales que tendría que tener en cuenta.
1553, junio. Eduardo agoniza lentamente, envenenado por los partidarios de María. Muere al fin de manera horrible y entonces...
Oh, cielos. Después de un confuso interludio en el que llega a tener lugar un golpe de estado protestante, María Tudor (alias María la Sangrienta) es coronada como reina. Cometería el error de creer que todos sus leales súbditos seguían siendo en el fondo de su corazón buenos católicos, ansiosos por olvidar el desagradable episodio herético impuesto a su padre por La Zorra. Pero, oh, sorpresa, una generación entera se había educado en un protestantismo sincero y no quería saber nada de la vieja fe. Estallarían revueltas y motines y allí me encontré con los nombres Wyatt y Dudley. Desesperada, empezaría a quemar a los disidentes en la hoguera, con lo que se ganaría el odio eterno de su nación entera.
Pero antes de su muerte se casaría con un monarca católico con la esperanza de que (1) la amara y (2) la ayudara a introducir a golpes la Fe Verdadera en los corazones de sus súbditos. Muy ansiosa estaba por conocer el amor. No lo obtuvo de él, ni un jirón; pero en la cuestión religiosa sí que la ayudaría.
Porque iba a casarse con Felipe, el muy católico heredero al trono de España, y cuando éste vino a Inglaterra, se hizo acompañar por sus Inquisidores para prestárselos a su esposa. Un auténtico devoto del Santo Oficio, este Felipe. Ansioso por discutir cuestiones de fe con los protestantes ingleses. Debía de haberse quedado sin judíos para quemar.
Me quedé allí sentada, pestañeando, mientras todo esto se grababa en mi mente. Iban a enviarme con el séquito de Felipe. Con todos esos Inquisidores. Los españoles serían tan populares como una epidemia de peste entre sus anfitriones ingleses y yo sería una de ellos.
Capítulo siete
Era el 21 de julio de 1553. Con la maleta de mimbre aferrado contra el pecho, entré en la sala de embarque.
Detrás de mí, la nave parpadeaba y zumbaba. A mi alrededor había gente vestida con monos de alta tecnología y montada en caballos de tiro. No había nada que testimoniase el paso del tiempo: nada había cambiado salvo yo. Y ahora también a mí me estaba vedado el cambio.
Dejé el equipaje en una banqueta y me senté a su lado. Me quité la cofia y me le puse detrás de la cabeza para que las largas agujas no se me clavaran en el cráneo. Me recliné con cuidado. Estaba aterrorizada.
Aquello era la soleada España, mi tierra natal. Un suelo de hormigón, extendido hasta el otro extremo de la caverna. Tres grandes sofás dispuestos alrededor de una mesita de café. Una fila de máquinas de bebidas. Me hubiera encantado tomarme un café y me pregunté por qué no habría vasos en la mesa. Entonces una voz bramó en la caja metálica que había justo encima de mi cabeza:
—Botánica Mendoza, por favor, preséntese en el mostrador de llegadas.
Me puse en pie y miré a mi alrededor. A no más de tres metros de distancia, una funcionaria que me estaba observando fijamente dejó su micrófono en el mostrador. La fulminé con la mirada y llevé a rastras la maleta hasta allí.
—Aquí estoy.
—Firme, por favor. Su lanzadera de transporte ha llegado.
Firmé. Dejé el estilo en el mostrador y la miré. Se estaba soplando las uñas. Al cabo de un momento levantó la mirada hacia mí, como si estuviera sorprendida de verme todavía allí y dijo:
—Por aquellas escaleras.
Me volví. Las escaleras eran estrechas, empinadas, de hormigón y ascendían hacia la oscuridad. No tenían barandilla. Proferí una imprecación, me agarré los faldones y empecé a subir con esfuerzo. Los primeros escalones estaban llenos de la típica basura que encuentra uno en cualquier zona de tránsito: bolsas de aperitivos, vasos de papel aplastados. Tiempo atrás habían estado pintados de verde. El paso de los viajeros había abierto una vereda en la pintura y le había dado una especie de lustre grasiento al hormigón. El hormigón es una de las pocas cosas que tiene peor aspecto cuando está barnizado.
La luz del final de la escalera estaba apagada. Encontré el panel de acceso tanteando y apoyé contra él la palma de la mano, con la esperanza de que no estuviera roto también. Emitió un zumbido y un crujido pero no apareció ninguna puerta. Me volví para bajar por aquella especie de chimenea que hacía las veces de escalera pero en ese momento oí el suave ruido de una bocanada de aire. La puerta se abrió a mi espalda. Pasé.
Me encontraba sobre una terraza de roca, en la ladera de una montaña. A mi alrededor descansaban grandes peñascos y se abrían acantilados de roca roja. Eran las siete de una cálida tarde de verano y el sol estaba casi oculto tras el horizonte. Aire cálido y denso como la leche, pero claro: podía ver cómo se extendía frente a mí una montaña tras otra hasta alcanzar el horizonte. Allí donde los últimos rayos del crepúsculo incidían sobre ellas, parecían rojas y doradas. Allí donde no, se veían violetas. Unos pocos y severos árboles, pinos en su mayor parte, prestaban su fragancia al aire tranquilo. Estaba conmovida. Nadie me había advertido de que fuera a ser tan hermoso.
Cuando recuperé la calma, empecé a bajar. Tras un recodo en el camino que había más abajo me esperaba un carruaje. Dos caballos enganchados al tiro aguardaban con aire paciente. Un hombrecillo les estaba hablando.
Era el primer mortal que veía desde hacía años. Mi lanzadera de transporte tenía un cochero mortal. ¡Tendría que poner mi vida en las manos de un mortal! Levantó la mirada y me vio. Los ojos se le abrieron.
—Señorita. —Hizo una gran reverencia—. ¡Mil disculpas! ¿Sois Doña Rosa Anzolabéjar? Me han enviado a buscarla.
Aquél era mi nombre falso. Qué suerte que el traje que llevaba fuera tan elegante.
—Soy yo —dije con mi acento castellano más esnob—. Recoged mi equipaje si sois tan amable.
—Al instante, señorita.
Mientras él iba a recoger mi maleta, examiné el vehículo. Un modelo de mediados del xvi, construido según el modelo de un carruaje Conestoga, muy poco elástico. Pero sin defectos estructurales, sin debilidades ni demasiado peso en las ruedas. Pasé a los caballos: las ocho manos bien vendadas, el tiro impecable, animales plácidos y de aspecto saludable que no parecían propensos a caer fulminados en cualquier momento. El mortal cargó con cuidado mi equipaje. Abrió la puerta del carruaje, volvió a inclinarse y extendió una mano para ayudarme.
—Permitidme, señorita.
Tomé su mano con remilgos. Era joven, no había rastro de alcohol o sustancias tóxicas en su sudor, su visión era normal, el pulso y el ritmo cardiaco eran normales y su coordinación muscular estaba por encima de la media. Uno de sus dientes tenía un absceso incipiente pero él no se había dado cuenta aún, de modo que eso no lo distraería. Me ayudó a subir.
—¿Estamos muy lejos o llegaremos antes del anochecer? —pregunté.
—No estamos lejos de la casa de vuestros padres, señorita. Os llevaré allí antes de la salida de la luna.
—Gracias, señor.
Se encaramó de un salto al asiento del cochero y nos pusimos en marcha dando tumbos. Una nube de polvo nos seguía. Empezamos a bajar de las montañas por una vereda sinuosa. Yo escudriñaba los alrededores muy asustada, en busca de bandidos u otras formas de vida inferiores, pero no encontré ninguna, lo cual fue una suerte. Además, mi mortal no había sucumbido aún a ningún ataque homicida ni estaba conduciendo el carruaje con temeridad. Hasta el momento, todo iba bien.
Llegamos luego a una llanura de trigales que se extendía en todas direcciones, desierta. Un solitario molino se alzaba negro contra el amarillo anochecer. ¿Dónde estaban las calles oscuras y retorcidas? ¿Los gritos? ¿Las hogueras con humo lleno de cenizas humanas? Estábamos en tierra mortal, ¿no?
El crepúsculo se pintó de rojo y otra casa apareció en el horizonte. Conforme nos acercábamos, empecé a distinguir gente reunida junto a la entrada. Algunos de ellos eran criados mortales que miraban con aire excitado el carruaje. Otros cuatro eran como yo, un hombre y dos mujeres que esperaban juntos y otro hombre que se encontraba junto a la puerta. Se acercó sonriendo cuando el carruaje se detuvo con una sacudida y me ayudó a descender.
—¡Mi queridísima hija, cuánto placer me proporciona volver a verte! —exclamó mientras abría unos paternales brazos. Hice la reverencia más marcada imaginable y empecé a decir:
—Muy querido y reverenciado padre, es con el máximo de los placeres... —nuestros ojos se cruzaron y me quedé helada. Era el vizcaíno. Pestañeó. Su sonrisa ladeada brilló bajo la barba, como antes— ...que regreso a vuestro amoroso lado —concluí y lo abracé con aparente afecto. Ahora era tan alta como él. Me tomó del brazo y nos dirigimos juntos hacia la casa.
—¿Y cómo has encontrado el convento de las Hermanas del Estudio Perpetuo, hija mía?
—En verdad, padre, es un lugar santo y las buenas hermanas me han enseñado tan bien que estaré eternamente en deuda con ellas. Y con vos. —Le lancé una mirada de reojo. Él se limitó a sonreír y a darme palmaditas en el brazo. Los sirvientes asentían y sonreían y trataban de conseguir que los mirara. Me pregunté si esperarían que les diera una propina.
El vizcaíno hizo un ademán hacia ellos.
—Bueno, aquí está, mi queridísima y casta Doña Rosa. Ya la habéis visto. Tal vez ahora podáis entrar en la casa. —Todos abandonaron el patio, sin dejar de sonreír—. Las novedades los excitan —me dijo en voz baja—. Y aquí, hija mía, está el resto de mi casa. Ésta es tu dueña, Doña Margarita Figueroa. Ésta es mi ama de llaves, la señora Isabel Sánchez. Y éste es mí secretario, Diego López.
Estaban bien elegidos. La dueña parecía formidable, el ama de llaves sumisa y el secretario, miope. En realidad eran una zoóloga de grado siete, una antropóloga cultural y un técnico de sistemas de primera clase.
—Doña Rosa, os damos la bienvenida —dijo el secretario. Todos nos volvimos hacia los criados, que cogieron al fin la indirecta y se alejaron camino abajo.
—¿Te puedes creer que no había relacionado el nombre? —dijo el vizcaíno—. ¡La pequeña Mendoza, tan crecida ya! Bienvenida de nuevo a España. ¿Cómo estás?
—Inmortal —le dije—. Me alegro de volver a verlo. Pero, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué me han enviado a un mortal con el transporte? Me he sobresaltado un poco. ¿El cochero habitual estaba ocupado?
—Oh, no te preocupes por Juan. Él es el cochero habitual, ¿sabes? Empleamos un montón de mortales. Es más barato. ¡Eh, oídme todos, yo reclute a esta chiquilla! Debió de ser hace... ¿cuánto? ¿Quince años? El mundo es un pañuelo, ¿eh?
—Por lo menos ahora sí —dijo la dueña—. Vamos, cariño, pasa y lo celebraremos. Han matado tres gallinas en tu honor.
—Además, tenemos que informarte sobre muchas cosas —dijo el ama de llaves mientras abandonábamos la noche—. ¿Has oído que el pobre rey de Inglaterra ha muerto?
—Sí, eso tengo entendido.
—De modo que María la Sangrienta ocupa el trono ahora y eso ha sido una terrible debacle para los protestantes. La mitad del consejo de regencia está ya en prisión.
Nos llevó hasta una habitación iluminada con velas, donde habían puesto una preciosa mesa para cinco.
—¿Ha matado ya a Lady Jane Payne?
—Grey. Lady Jane Grey, la pequeña pretendiente protestante. No, pero no falta mucho.
—Caramba.
Aquello parecía irreal. Estaba tan nerviosa que mantenía vigilados los alrededores en un radio de tres kilómetros a la redonda, pero la casa era cálida y la gallina estaba riquísima. Le hicimos los honores debidos y mi puesta al día tuvo que esperar a que hubiéramos abierto la segunda botella de vino de Canarias. Mi nuevo padre regresó a la mesa y alzó su copa.
—Por tu primera misión, Mendoza. Porque todo vaya bien.
Todos bebimos. Me aclaré la garganta y dije:
—Gracias. ¿Sabes una cosa? No conozco tu verdadero nombre.
—Ya lo suponía. —Parecía divertido—. El nombre de mi personaje es don Ruy Anzolabéjar pero he utilizado Joseph como nombre verdadero desde hace mucho tiempo. Entre nosotros a la señora Figueroa se la conoce como Nefer, la señora Sánchez se llama Eva y el señor López ha sido Flavius casi desde hace tanto como yo Joseph. —Conforme hablaba, los iba señalando uno a uno con la copa—. Buenos sirvientes para un buen señor. Tú, por supuesto, eres mi única hija, fruto de un matrimonio juvenil, y yo soy un humilde galeno que ha sido ennoblecido como recompensa por ciertos servicios prestados con gran discreción a la Corte. Heredé mi fortuna de un tío que trabajaba para el Santo Oficio, hace años.
—Muy conveniente.
Levanté la copa y Flavius me la llenó.
—En cuanto a las especies de las que debes ocuparte en el patio de atrás —dijo—. Las matrices están ahí arriba pero puedo bajarlas en un par de días.
—¿Voy a cultivar algo?
Miré a Joseph.
—De hecho sí —dijo—. Por el momento. —Abrió su cronofase y lo consultó—. El año que viene marcharemos a Inglaterra para llevar a cabo varias misiones. Tenemos doce meses para prepararnos. Se supone que has de presentarte con una planta exótica como regalo para cierto caballero inglés.
—¿Y cuál es nuestro objetivo allí, por cierto? —dije mientras daba un sorbito de vino con aire desenvuelto y trataba de actuar como en todas las novelas de espías que había leído a lo largo de mi vida.
—¡Ovejas de cara negra! —dijo Nefer con entusiasmo. Era la zoóloga—. Vamos a reunir material genético de la raza original, que no durará mucho más tiempo por aquí. Bueno, yo voy a reunirlo. Tú vas a un sitio llamado... ¿Cómo era, Joseph? ¿Ciudad de Iden?
—El Jardín de Iden —le explicó Joseph—. Una finca campestre en Kent. Una especie de jardín botánico y zoológico privado. El tal Iden es un caballero retirado que colecciona rarezas. Y tiene algunas aún más raras de lo que él cree. Ésa es tu misión. Lo sobornaremos para que nos deje entrar y recoger especímenes. Sería un gesto precioso que te presentaras con un bonito regalo para él. Una planta nueva y llamativa para su colección, quizá. Algo extravagante, exótico, que lo impresione.
—¿Como por ejemplo?
Tomé otro trago de vino. Se subía a la cabeza con facilidad.
—¿Cómo quieres que lo sepa? La botánica eres tú.
—Oh. —Se hizo la luz—. Entiendo. Que improvise. Muy bien, empezaré mañana mismo.
—Perfecto. Tienes un año.
—Pero, ¿de verdad creéis que ese inglés va a dejar que un puñado de españoles entre en su jardín y lo saquee a cambio de una nueva planta? ¿Será suficiente soborno? Creía que los ingleses nos odiaban a todos por culpa de las ejecuciones.
—Relájate. —Joseph abrió las manos—. Le vamos a ofrecer mucho más que un tiesto, puedes estar segura. Todo será buena voluntad y amor fraterno cuando estemos allí, ya lo verás. La cosa ya está arreglada, Mendoza. Ése es el trabajo de un facilitador. Los preparativos del viaje están hechos, ya te pondré al corriente.
—Eso no es del todo cierto. —Eva bajó la copa—. Las negociaciones para la boda no han empezado aún.
—Bah. La Corte lleva años hablando de ello. ¿Te cuento una cosa? Cuando llegaron los correos con la noticia de la muerte de Eduardo, no habían pasado ni cuarenta y ocho horas y tres nobles a los que conozco en persona habían vendido sus tierras, con perros y todo. ¿Y sabes por qué? Porque están seguros de que podrán conseguir unas mucho mejores en Inglaterra y por mucho menos dinero.
—No me extraña que los ingleses estén molestos. —Flavius sacudió la cabeza—. Deja que te diga que no les gustan los invasores.
—Ah, el atractivo de las tierras bárbaras para el hombre civilizado dotado de iniciativa. —Alargó la mano para coger un mondadientes—. Cuando Felipe el apasionado peregrino se haga a la mar, habrá ciento un barcos españoles cruzando el Canal, una especie de Armada matrimonial, con, escucha esto, ocho mil hidalgos depredadores a bordo, por no hablar de los cocineros, confesores, catadores y —hizo un ademán teatral— médicos personales. Entre los cuales yo me contaré. Don Alvarado me ha pedido ya que lo acompañe en esta gran aventura. Es ése al que curé con penicilina, ¿os acordáis? Le dije que iría encantado si podía llevar mi casa conmigo. Y él me dijo que por qué no. Él se lleva a su sastre y a la señora Moreno. El Emperador está todo el día diciendo que no se permitirán mujeres en el viaje, pero nadie lo toma en serio.
—Supongo que llevarás más penicilina —rió Flavius.
—Eh, ésta no será la Armada ésa del desastre, ¿verdad? —preguntó Nefer, repentinamente alarmada.
—Me llaman El Señorito Milagro —murmuró Joseph.
—No, no —aseguró Eva a Nefer—. Aún faltan casi treinta años para eso. ¿Te acuerdas de Fuego sobre Inglaterra, con May Robson como Isabel?
—Y Raymond Massey como Felipe. Con Lawrence Olivier y Vivian Leigh. —Nefer se relajó—. Muy bien.
—¿No es ése el holo en el que queman Atlanta? —le sonrió Flavius. Se volvió hacia mí—. Limpiaré la parte de atrás mañana mismo —me prometió—. La semana que viene a más tardar.
En realidad tardó un mes y Joseph se vio obligado a leerle la cartilla para que lo hiciera. Pero lo cierto es que yo necesitaba tiempo para adaptarme, vaya si lo necesitaba.
Fue una suerte que estuviera representando a una chica tímida recién salida de un convento porque el primer día, cuando los criados mortales llegaron para trabajar en la casa, me escondí en el piso de arriba. Podía olerlos al otro lado de las tablas del suelo. Se encontraban en el mismo edificio que nosotros y tenían a su alcance fuego y objetos afilados y, y... Finalmente Nefer se arremangó las faldas y subió a buscarme mascullando entre dientes.
—¿Quieres bajar de una vez, maldita sea? —Abrió mi puerta de par en par—. Además, son sólo la maldita lavandera y el mozo de cuadra.
—Él tiene un absceso en un diente y en cualquier momento podría empezar a dolerle y provocarle un ataque de furia homicida —le informé mientras levantaba la mirada de mi trabajo—. Y la señora está en un estado emocional muy volátil. Posiblemente premenstrual. También ha sufrido varias contusiones y le duele, lo que podría desencadenar un episodio sicótico.
—Su marido la pegó anoche, eso es todo. —Entró en la habitación—. Créeme, está acostumbrada al dolor. Y además trabaja muy bien.
—Podría estallar en cualquier momento.
—¿Y hacer qué? ¿Perseguirnos con la colada? Mendoza, sé que es tu primera vez pero no puedes dejar que los monos te afecten de esa manera. Sólo son mortales. De hecho, estos son nuestros mortales, autorizados por Seguridad y todo eso. Si no eres capaz de soportar esto, vas a tener graves problemas esta tarde cuando vayamos a misa.
—¿Cuando qué?
—Cuando vayamos a misa —sonrió Nefer—. Como todos los días, llueva o nieve. Un paseo de cinco kilómetros cada vez. Los días de lluvia utilizamos el carruaje. No me digas que no te han informado sobre esto. Somos españoles, ¿lo has olvidado? De hecho, tú lo eres de verdad. Tú precisamente deberías saber ya de qué va la cosa.
—Mierda. —Me llevé las manos a la cara—. En misa estarán por todas partes, a nuestro alrededor.
—Exacto. —Se sentó junto a mi cama—. Mira, Mendoza, en todo el tiempo que llevo en servicio, ¿sabes cuántos maníacos homicidas he visto? Uno. Y pesaba treinta y cinco kilos. Los mortales pueden atacarse entre sí, pero no suponen una gran amenaza para nosotros. Créeme, antes de lo que piensas te habrás acostumbrado a estar entre ellos y descubrirás que en realidad puedes comer con ellos, mantener conversaciones con ellos y, eh... hasta dormir con ellos...
—¡Estás de broma! —Me levanté de un salto. Puede que se hubiese ruborizado pero su tez moruna impedía decirlo con certeza.
—No me refería a eso. Pero... bueno, ya sabes... también pasa, de hecho. Bastante a menudo, si quieres que te diga la verdad...
—¡No puedes estar hablando en serio! ¿Cuántas veces nos lo han dicho? ¡No Practicar Actos Sexuales Recreativos Salvo con Otro Agente!
Nefer miró el suelo, miró el techo, miró por la ventana.
—Los actos sexuales con otros agentes —dijo finalmente, a la pared— son... un poco aburridos. E incómodos. Dime, ¿en qué estás trabajando?
—En mi misión. ¿Qué quieres decir con incómodos?
—Sólo, ya sabes... da un poco de vergüenza. ¿Es el código genético de alguna planta?
—Es maíz. Maíz americano. —Le mostré la pantalla con orgullo—. ¿Ves? Somos españoles, se supone que tenemos acceso a especies nuevas de todas clases en el Nuevo Mundo. Y además, la coloración y el mosaico viral de esta variedad son realmente espectaculares. A ese inglés se le van a salir los ojos de las órbitas. Puedo tener las semillas preparadas para enero.
—Estupendo.
—Y no supondrá ningún peligro para el biosistema local porque no crece bien en Inglaterra y nunca se extenderá allí como fuente de alimentación importante. Para empezar no es demasiado alimenticio.
—¿De veras?
—Sí. El maíz es el más grande de los cereales domesticados pero como fuente de nutrientes es bastante limitado porque tiene una proteína incompleta, ¿ves?
—No me digas.
Estaba a punto de hablarle sobre aminoácidos pero tenía los ojos vidriosos. Bajé la mirada hacia mis cálculos y suspiré.
—Sé todo lo que hay que saber sobre la flora del Nuevo Mundo. Dios, ojalá me hubieran enviado allí.
—Oh, bueno, ya irás uno de estos días —me aseguró Nefer—. La verdad es que a mí tampoco me importaría echarle un vistazo a una llama.
Especialistas. Gente de mente limitada.
Durante la larga, larga caminata de aquel día hasta la iglesia, Nefer y yo charlamos largo y tendido sobre ovejas, si no recuerdo mal. Nos hicimos bastante amigas, pero su único interés en la vida eran los cuadrúpedos con pezuñas y si uno la oía hablar, podía llegar a olvidarse de las Pirámides: la cumbre de los logros de la civilización egipcia había sido la domesticación del asno salvaje. En nuestras interminables caminatas aprendí cosas sobre los búfalos de agua que desde entonces he tratado en vano de olvidar. Hice cuanto pude por darle entrada al maravilloso mundo de los cereales de cuatro lóbulos pero no logré que aquella mirada vidriosa desapareciera de sus ojos.
Sin embargo, los paseos eran obligados porque de ningún modo hubiéramos podido excusar nuestra ausencia de misa. Había que desarrollar unas identidades sólidas en la vecindad. No llegamos a ser muy conocidos, claro; la Compañía no hace las cosas así. Ninguno de sus vecinos hubiera podido contaros demasiadas cosas sobre Don Ruy Anzolabéjar, aparte de que su tío había tenido alguna relación con la Inquisición, y esa palabra era una fórmula mágica para acallar las habladurías. Se sabía que viajaba con frecuencia a la Corte. Pero no había historias sobre artefactos extraños o luces sobrenaturales en nuestras ventanas, sencillamente no las había. Nada de discursos heréticos sobre tolerancia, iluminación o servicios sanitarios. Nos aseguramos de no diferenciarnos en nada de cualquier otra familia española.
Aquel año pasé más tiempo de rodillas que todo el resto de mi vida.
Me acostumbré a la presencia de los mortales. Podía permanecer en misa entre ellos, a pesar de que me bombardeaban los olores de su humanidad: miserias, enfermedades, pasiones, oleadas hormonales, problemas digestivos, éxtasis religiosos. Aprendí a ignorar la patética belleza de su infancia y el horror de su senectud. Y en una ocasión, hubo un joven, un estudiante a juzgar por su corte de pelo y por el aspecto raído de su ropa, que se sentó y me miró con ojos ardientes. Le devolví la mirada, preguntándome qué demonios le ocurría hasta que me hizo una propuesta con palabras sin voz desde el otro lado de la iglesia.
Mi sorpresa y mi estupefacción fueron lo bastante ruidosas como para alertar a Nefer, quien abandonó sus ensueños de bisontes, miró a su alrededor y fulminó al muchacho con la mirada, como una buena dueña. Él apartó los ojos al instante y desapareció después de la Comunión. El incidente, a pesar de ser demasiado tonto como para resultar desagradable, se grabó por alguna razón en mi mente.
Recuerdo que el clima era una pesadilla. La noche clara y apacible en que llegué había sido insólita: la mayoría del tiempo, el viento bramaba sobre campos de trigo de kilómetros de extensión y llenaba el cielo de polvo. Una neblina blanca escondía las montañas y pendía de la atmósfera como un espejo. Desarrollé un tic permanente, un guiño que no mejoraba demasiado mi aspecto, para mantener ese resplandor de horno fuera de mi cráneo. Cuando terminó el verano no remitió el viento; sólo se volvió frío.
Pero algunas veces... Recuerdo el sonido que hacía ese viento al soplar sobre los campos de trigo. Era como el mar. Yo acostumbraba a alejarme paseando, campos y campos allá, hasta que la casa había casi desaparecido y me quedaba allí, entre el trigo crecido, escuchando sin más. El viento empezaba en otra parte y venía sobre mí, suspirando como si trajera voces, llenando de plata las puntas de las espigas.
Entonces llegó la cosecha y vinieron hombres con guadañas y lo segaron todo. Durante algún tiempo permanecieron allí los rastrojos de dulce olor pero el viento no cantaba al soplar sobre ellos y las nieblas de otoño se llenaban de polvo.
Aquel invierno la noticia fue que las cosas empezaban a empeorar para María en Inglaterra. Había anunciado su compromiso con Felipe, nuestro príncipe; los ingleses, como todo el mundo había predicho, estaban furiosos. La rebelión se estaba preparando por todo el país y las simpatías del pueblo no estaban con la pobre y pequeña Lady Jane, la antigua aspirante de los protestantes, sino con Isabel.
Un insólito giro de los acontecimientos. Durante años había sido un cero a la izquierda en la política; ningún noble ambicioso había tratado de utilizarla para impulsar su carrera, puesto que se rumoreaba que era una obsesa de mal gusto, como su madre, la Gran Zorra. Pero de repente nadie recordaba tan desagradables habladurías; los mismos que solían llamarla la Pequeña Zorra la veían ahora como una virtuosa princesa protestante, la única esperanza que le quedaba a la Reforma en Inglaterra. Isabel esbozaba su fría sonrisa y desechaba graciosamente sus insinuaciones: sabía lo que solía ocurrirles a quienes aspiraban al trono. Dio igual. María no confiaba en que no fuera a convertirse en el mascarón de proa de un intento de golpe. Justo antes de Navidad la envió a una finca campestre donde, según se dijo, la princesa empezó a dar señales de envenenamiento...
Después de Navidad llegaron unas lluvias interminables que convirtieron los caminos en barro. Pero eso no era ninguna excusa para faltar a misa; cogíamos el carruaje y corríamos de la puerta hasta él, arremangándonos las faldas para que no se nos mancharan. Sólo Joseph salía a menudo; seguía tendiendo sus redes y urdiendo sus planes en la Corte. El resto de nosotros se acurrucaba alrededor del fuego de la cocina, leyendo novelas o mirando holos o contemplando el paisaje por las ventanas.
Un día un hombre llevó un caballo hasta un extremo del campo más próximo. Lo unció a la vertedera de un arado. Caballo y hombre empezaron a moverse y la tierra se encrespó y rompió tras ellos como una ola. De un lado a otro recorrieron el campo, abriendo una pulcra línea en la tierra y luego dieron la vuelta y volvieron a empezar y así una vez tras otra.
Yo lo observé durante todo el día. Al llegar la noche el campo tenía una urdimbre, como el tejido de mi falda. Al día siguiente llegaron otros hombres y echaron semillas en los surcos. Al día siguiente el campo era un hervidero de pájaros y al siguiente llovió. Ese día planté mis semillas de maíz en la tierra que había preparado para ellas, al otro lado de la tapia del jardín. Ya no habría más heladas, podía saberse con sólo oler y sentir el aire. La tierra era negra y estaba húmeda. De un verde brillante, como llamas, eran las espigas del trigo.
A finales de febrero, vino Joseph de Madrid con la noticia: la rebelión había estallado al fin en Inglaterra y había sido aplastada al punto. Como castigo, María había hecho ejecutar a Lady Jane Grey (a pesar de que aún estaba recluida tras el golpe anterior).
—Bueno, ahí está —señalé desde el lugar junto al fuego en el que estaba tiritando y tratando de encontrarle algún sentido al Tirant lo Blanc—. Sabía que moría en algún momento.
Eva me ofreció un código:
—Lady Jane, Helena Bonham-Carter, Cary Elwes, Patrick Stewart.
—Un acto inútil, me temo. —Joseph se había servido un jerez—. María hubiera preferido acabar con su hermana pero Isabel es demasiado popular entre el pueblo. Ahora la tiene encerrada en Londres, para ver si los envenenadores tienen más suerte que antes. Cuando vea que no es así, la encerrará en la torre para comprobar si los ingleses lo toleran.
—¿Y lo tolerarán?
Nefer movió un peón y Flavius se inclinó hacia delante para estudiar el tablero.
—No. María no se hace idea de lo impopular que es en realidad. Está convencida de que el problema de esta rebelión se limita a Kent.
—¿Kent? —Una alarma sonó en mi interior—. ¿La rebelión es en Kent? ¿No es allí donde me envían?
—Fue en Kent. Fue. Pretérito perfecto —repuso Joseph con voz tranquilizadora—. Para cuando llegues allí, todo se habrá calmado. ¿Crees que te enviaríamos a algún lugar peligroso?
—¿No te parece que eso suena peligroso? —replicó Flavius—. Alguna vez me gustaría encontrar algo que tú considerases peligroso. Todas las veces que me han enviado a alguna parte, me han dicho...
—Calma, amigos. —Joseph levantó las manos—. Al fin y al cabo, no podemos hacer otra cosa que confiar en Dr. Zeus. Puede que nos tiren uno o dos huevos podridos pero nada de palos o piedras, os lo garantizo. Confiad en mí.
—No me hace ninguna gracia la idea de ir a Kent —dije. Con una calma digna de elogio, creo.
Nos observó a todos con mirada de simpatía.
—Lo que tenemos aquí es un problema moral, eso es todo —nos dijo—. Pobres chiquillos, sin un lugar al que ir. Pero resulta que de camino aquí he hecho una paradita en el almacén... —colocó las alforjas empapadas sobre la mesa y empezó a registrarlas— ...donde resulta que acababan de recibir un nuevo cargamento.
Con una sonrisa luminosa, sacó las barritas envueltas en papel de aluminio y nos tiró una a cada uno de nosotros.
—¡Theobromos! —exclamó Eva. Le arranqué el papel a la mía e inhalé su fragancia con avidez. Casi al instante hizo efecto. Era muy potente, casi tan bueno como el Toblerone.
—De Guatemala, primera calidad —nos informó Joseph. Imitó la pose del griego togado de la etiqueta y agitó la mano con aire alegre.
Los campos cambiaron de nuevo. Una niebla pálida y densa había cubierto durante mucho tiempo el suelo; entonces, un día, las espigas del trigo nuevo aparecieron bajo el sol. Más verdes. Más hinchadas. Una sólida alfombra de verdor que se elevaba hacia el cielo. Ya no llovía más y el verde empezó a trocarse por plata conforme el trigo empezaba a entrar en sazón.
Mi maíz estaba muy alto, con espigas grandes como garrotes y brillantes borlas. Yo solía sacar un banco al jardín y me quedaba allí durante horas, observando sin más cómo lo mecía el viento. Nuestros sirvientes aparecían y lo miraban en silencio, pero entonces reparaban en que me encontraba allí, leyendo aparentemente un misal y se marchaban con una reverencia.
Otro día excitante: recibí dos vestidos nuevos para el viaje a Inglaterra. Los trajo un correo de la estación y, una vez desenvueltos, descubrimos que no eran de la altura exacta que imponía la moda del momento, lo que resultaba un fastidio. Uno de ellos era un vestido de labor de tela gruesa y color pardo que parecía una librea de criada. Sin embargo, me proporcionó algo para ponerme aparte del traje de lana, que me sentaba muy bien pero se estaba desgastando a toda prisa.
¿Alguna vez fui esa chica aburrida, ansiosa por recibir trajes nuevos? Tiempo, tiempo, tiempo.
Joseph levantó el cuchillo y contempló el trozo de patata que había pinchado.
—Me encantan las patatas —afirmó—. Con qué impaciencia las esperaba antes de 1492. En aquellos tiempos sólo podías comerlas si te destinaban al Nuevo Mundo. O de vez en cuando, si te las proporcionaban los comisarios de las estaciones de transporte, pero en esos casos venían en puré. Pequeñas montañas batidas de almidón y salsa de carne de color gris.
Estábamos todos sentados y lo mirábamos. En el exterior el viento aullaba sin pausa. Era el mes de junio de 1554. Tomó el pequeño trozo de patata y lo masticó lentamente mientras nos devolvía la mirada.
—Claro que, antes de las Cruzadas —siguió diciendo con la boca llena— la comida era aún peor. Sosa, sosa, sosa. Ni siquiera había canela, salvo en el bizcocho de pan de los comisarios de las estaciones de transporte...
—¿Cuándo nos vamos? —demandó Flavius.
—La semana que viene. En carruaje hasta La Coruña, donde subiremos a bordo del Virgen María. No es un camarote regio... demonios, ni siquiera es un camarote, pero he tirado de algunos hilos y he engrasado algunos bolsillos y creo que viajaremos relativamente a gusto.
—¡Por fin a Inglaterra! —exclamó Eva. Estaba entusiasmada; ya había estado en las Islas Británicas y le gustaba el clima. Por lo que Flavius me dijo, eso era bastante raro entre los agentes. Me acerqué a la ventana y miré por ella con aire miserable.
—La semana que viene, ¿eh? —Flavius sacudió la cabeza—. Las unidades de diado no estarán preparadas para entonces. Las matrices no han terminado de crecer.
—¿Cómo? —Joseph dejó de comer—. ¡Pero si has tenido meses!
—Si las haces crecer mucho tiempo antes de lo necesario, se secan. —Se encogió de hombros—. Tienen que ser frescas.
—Querido amigo. Viejo colega. Consígueme cuatro credenciales en buen estado para llevarme a Inglaterra o yo personalmente me encargaré de que te destinen a Groenlandia durante varias generaciones.
—Puedo intentarlo. No puedo prometer nada.
—¿Os acordáis cuando nos daban cigüeña a todas horas? —intervino Eva tratando de cambiar de tema—. ¿Y cisne? Ya nadie sirve cisne.
—Será mejor que lo prometas. Será mejor que lo pongas por escrito si es necesario, ¿comprendido? —Golpeó la mesa con ambas manos pero Flavius siguió comiendo como si nada. Joseph gruñó y apretó ambos puños en el aire, como si fuera a arrancarse el pelo a tirones. Los demás lo ignoraron. Eva suspiró y reanudó la lectura del Tirant. Lo estaba entendiendo mejor que yo.
—Todo el día en la Corte besando las manos de pisaverdes, ¿y crees que me lo agradecen? Dando tumbos sobre cada maldita roca que hay en el camino entre Madrid y aquí, ¿y acaso les importa? —se lamentó Joseph. La verdad es que lo de las credenciales le traía sin cuidado, sólo estaba haciendo teatro. Lo hacía muy a menudo. Ejercicios isométricos para ejercitar las emociones humanas, creo. En aquel momento no lo comprendía pero desde entonces he aprendido mucho.
Tras golpearse varias veces la cabeza contra la mesa, volvió a coger el cuchillo y continuó:
—En cualquier caso, he enviado varias cartas sobre la cuestión del alojamiento a nuestros Amigos de la Paga. Nef, lo siento, pero tu cambio de destino va a demorarse un poco. Tendrás que venir con nosotros a Kent mientras tanto.
—¡Mierda!
—No te esperan en Northumberland hasta el año que viene. Estoy seguro de que encontrarás algo que hacer en Kent mientras esperas. Así es la vida en el servicio, chica.
Al otro lado de los gruesos y pequeños cristales, las nubes se estaban agolpando en el horizonte. Se acercaba una tormenta y yo quería verla.
—¿Y yo? —quiso saber Flavius—. Se supone que tengo que ir a Londres. Otra vez.
Me cubrí los hombros con un chal y fui a la cocina.
Dios, el viento, cómo batía y cómo obligaba a postrarse a las pequeñas y verdes plantas de mi jardín: estaban aterradas. El maíz se tambaleaba.
Al otro lado de la pequeña tapia, el trigo bailaba con el viento, todo canción y combate. Se movía y se movía, como el mar, con el crujido y el susurro de la seda rígida.
Abrí la puerta de par en par y salí a los campos. Buscaba los surcos con los pies, tratando al principio tan sólo de dejar tras de mí los sonidos de la casa. Oh, pero las nubes que se estaban reuniendo al este eran preciosas. Eran ciudades con cúpulas y explosiones, tamaña violencia pintada con los más suaves colores, rosas y lavandas y un azul inconcebible. Un hogar acogedor para ángeles aullantes armados con espadas de fuego.
Nunca podría acercarme a él, aunque siguiera caminando, aunque él se moviera incesantemente hacia mí por el cielo. Entre el susurro y el fragor y el murmullo del viento venía, y cada espiga de trigo pasaba dando vueltas por debajo de su interminable arco, entre los millones de plantas que asentían a mi alrededor. Los colores de las nubes se hicieron más brillantes. Algo estaba a punto de ocurrir. Yo quería ver cómo ocurría.
El viento era caluroso y olía a naranjos, lejano. Olía a heno recién cortado. Olía a lluvia y a fiebre. ¿Qué iba a pasar?
De repente el viento cesó. Cri-cri, como uno solo los grillos de verano empezaron a cantar. Entonces oí un grito lejano:
—¡Mendoza! ¿Qué demonios estás haciendo?
Me volví hacia ellos con el ceño fruncido. Estaban reunidos junto a la puerta, mirándome llenos de consternación. Me había alejado más de lo que pensaba. Joseph abrió la boca para gritar de nuevo; pero entonces vinieron los relámpagos azules y con ellos el trueno, como barriles rodando escalera abajo. Empezó a llover, unos pocos goterones calientes. Y luego hubo otro destello azul.
Atravesé el kilómetro que me separaba de ellos en cuestión de segundos y me detuve allí, temblando, y me llevaron dentro y cerraron la puerta. Me quedé paralizada en la oscuridad y ellos me miraron sin más, con los rostros cerrados como libros cerrados. Joseph fue el único que dijo algo:
—¿Qué tal si tenemos una pequeña charla, Mendoza? —dijo—. Arriba, en la sala de reconocimiento, ahora.
Dios, qué embarazoso. Tuve que seguirlo al piso de arriba y sentarme mientras él realizaba un chequeo. No dijo una sola palabra mientras lo llevaba a cabo y la negrura de sus ojos no me pasó inadvertida. Tenía el mismo aspecto cuando trabajaba para la Inquisición.
Pero los resultados fueron normales. Se reclinó en su silla, me miró y dejó que un poco de humana irritación asomara a su rostro.
—Bueno, ¿es que querías que te friera? Tu sistema de evaluación de peligros está en perfectas condiciones y ya sabes lo que significan esos malditos cambios meteorológicos. Así que, ¿cuál es tu excusa para haber generado un campo de cromo ahí fuera, eh?
—¡No lo he hecho!
—Sí, sí que lo has hecho, mocosa. Y si crees que de ese modo vas a conseguir que te envíen a la base para ser reparada y te vas a librar de lo de Inglaterra, ya puedes ir olvidándolo.
—¡Te juro que no lo he hecho!
Estaba dolida. También intrigada. ¿Era posible librarse del deber de aquella manera? Joseph vio en mi cara lo que estaba pensando (uno aprende esa clase de cosas trabajando para el Santo Oficio) y sacudió la cabeza con aire sombrío.
—Ni lo pienses. Se supone que no tenemos averías. Dr. Zeus puede disculpar que le grites al lobo una o dos veces pero te castigará. Y no creo que te guste. Y si necesitas reparaciones a estas alturas de tu carrera, es que tienes un verdadero problema. Tampoco creo que te guste la solución para eso.
—Mira, yo sólo quería ver la tormenta. Era muy bonita. No he hecho nada malo. Salí de allí en cuanto se puso realmente peligroso, ¿no? ¿Que suelto un poco de cromo cuando me pongo nerviosa? ¿Cómo iba a saberlo? No figura en mis especificaciones. Debo de haberlo desarrollado después de que me destinaran aquí. Sólo tengo dieciocho años.
Asintió.
—Ocurre de vez en cuando. A la Compañía no le gusta pero ocurre.
—Bueno, si estoy un poco averiada no es culpa mía. Ellos me hicieron. ¿Y si no soy del todo estándar, qué van a hacerme? Soy inmortal.
No sonrió.
—Encontrarán otro modo de utilizarte. La Compañía nunca desperdicia nada. Pero digamos tan sólo que es una perspectiva que no te gustaría.
Aquello era otra cosa. Todos habíamos oído las historias sobre agentes que fallaban.
—¡Mira, las pruebas han salido normales! —dije aterrorizada—. Estoy segura de que estoy bien.
—No me falles, Mendoza —dijo—. Yo te recluté, ¿te acuerdas? De no ser por mí, seguirías en el zoo con todos los demás.
—¿Qué quieres que haga?
Podía sentir que empezaba a sudar. Aquella conversación me provocaba una espeluznante sensación de déjà vu.
—Vigílate. No hagas cosas raras. Pórtate como una buena agente y seguramente no habrá problemas. —Entonces decidió animarse—. Deja que te cuente un secreto: casi todos los agentes que he conocido tenían uno o dos pequeños defectos. La mayoría de ellos puede operar lo suficientemente bien, de modo que no hay problemas. La mayoría.
—¿Y qué me dices de ti? ¿Tienes defectos?
—¿Yo? —sonrió—. Demonios, no. Yo soy la perfección personificada.
Capítulo ocho
El día señalado nos reunimos en la casa, despedimos a los criados y nos pusimos en marcha en el carruaje, kilómetros y kilómetros y horribles kilómetros de baches por España. Tardamos días. Tuvimos problemas con los ejes y con los caballos. Las ventanas eran demasiado pequeñas para ver gran cosa del paisaje, cosa que me alegró cuando atravesamos Galicia porque había temido sentir nostalgia o algo parecido y ahora estaba decidida a ser el agente más resuelto que la Compañía hubiera tenido jamás. Pero lo poco que pude ver de Galicia se parecía muchísimo al resto del país. En su mayor parte no hacía más que dar sacudidas y saltos al otro lado de la ventanilla.
Y entonces llegamos a La Coruña, en la costa, y apestaba.
Apestaba a las vidas de los mortales pero también a las muertes de los peces y a la podredumbre y las grietas de los barquitos. La bulliciosa ciudad de piedra estaba llena, eso es cierto, de luz y de aire y una fuerte brisa hacía ondear los pendones en los mástiles de los barcos y había grandes nubarrones ociosos, blancos como la nieve, en el cielo azul. Pero a pesar de todo, la ciudad apestaba.
Salí del carruaje, lancé una mirada a los pequeños barcos y grité de espanto.
—¿Tenemos que viajar hasta Inglaterra en uno de ésos? —dije, boquiabierta e incrédula. Joseph acercó su cara a la mía.
—Hija —dijo con voz calmada—. Querida. Cuando embarquemos en nuestro barco, repararás al instante en una serie de alarmantes defectos estructurales. Te imploro que no hagas partícipe de ellos a los demás pasajeros, la tripulación o cualquier otra persona que se te pueda pasar por la imaginación porque si lo haces serás enviada al instante al Convento de Nunca Jamás. Tu afectuoso padre habla muy en serio. Para tu tranquilidad espiritual, puedo decirte que es un hecho constatado que el buen barco Virgen María no se hundirá hasta el año de Nuestro Señor de mil quinientos cincuenta y nueve, cuando ni tú ni ningún otro miembro de nuestro grupo esté a bordo. Por todo ello, mi querida hija, es más probable que una botánica no sea arrojada por la borda de camino a la herética isla de Inglaterra si guarda silencio y se muestra discreta.
—Muy bien, muy bien —musité.
—Yo fui la primera vez en galera —comentó Flavius—. Qué miedo pasé.
—Anímate —me dijo Eva—. ¡Mira los cortesanos! ¡Mira qué telas!
Y qué telas eran, en efecto. La crema y nata de la corte del Príncipe se encontraba allí y era como si todos los mercaderes de telas de Catay, Amberes e Italia estuvieran librando una guerra comercial en las calles. Y también los joyeros. ¡Qué tejidos de hilo de oro, qué brocados y qué terciopelos, qué seda bordada, qué satenes! ¡Qué colores! Naranja leonado y mandarina. Primorosa. Sauce. Melocotón. Jengibre. Rayas, bullones y mangas acuchilladas. Jubones y gorgueras. Hombreras y charreteras. Rosas para los zapatos. Allí estaban los jóvenes y brillantes, la nueva generación, no los sombríos y viejos intrigantes de la corte del Emperador.
Había cortesanos paseando sus perrillos. Cortesanos chismorreando y aspirando de cajitas de rape. Cortesanos con calzones de seda mostrando sus pantorrillas a los atentos marineros. Cortesanos dirigiendo la carga de sus pertenencias, lanzando gritos de alarma por sus vinos, sus confites de azúcar, sus vajillas de oro. Un par de ellos, dama y caballero, paseaban ataviados con sendos trajes en diferentes tonos de verde esmeralda bordados de perlas.
—Quiero sus trajes —gemí entre dientes.
—Y yo —replicó Eva con otro gemido.
—En realidad no. ¿Os imagináis los corsés? —señaló Nefer. La miramos con odio.
Joseph nos ignoró mientras recorría el muelle con la mirada en busca de nuestro barco. Dado que lo que se había reunido allí era un auténtico bosque de mástiles y velámenes y que el nombre Virgen María era bastante común en aquellos tiempos, no le estaba resultando nada fácil. Esperamos allí, formando un círculo de protección alrededor de las cajas que contenían nuestro equipo mientras el absurdo carnaval de los mortales discurría a nuestro alrededor. Justo cuando Joseph creía que había localizado nuestra Virgen María entre todas las demás, sonó una fanfarria de trompetas.
Todas las cabezas se volvieron.
Gritando, la gente se apartó.
¡Abrid paso! ¡Abrid paso a su Alteza Real, el elegido entre todos los Príncipes de la Cristiandad, el Muy Católico Felipe, Infante de Aragón, Castilla y Brabante, Rey de Jerusalén, Archiduque de Austria, Duque de Milán y Borgoña, Conde de Habsburgo, Flandes y el Tirol y Defensor de la Fe!
Bum. Todo el mundo cayó de rodillas.
Y yo creo que una nube bien pudo haberse interpuesto delante del sol porque sobrevinieron una oscuridad y un frío repentinos. Era imposible que proviniera del hombre que venía a caballo, entre piqueros y sacerdotes. Ni siquiera vestía de negro. Y sin embargo todos nos volvimos involuntariamente para ver qué proyectaba la gélida sombra que era él.
Pero ahora en serio. ¿Cómo podría haber visto nadie otra cosa que un bello y joven príncipe que acudía a encontrarse con su prometida? Bello, esto es, si a uno le seducía el aspecto de tiburón típico de los Habsburgo. Y era cierto además que la novia a cuyo encuentro acudía no era demasiado hermosa y tenía casi cuarenta años. Así que puede que sí pareciera un poco sombrío. ¿Pero malvado? ¿De veras vimos al mal de los mortales encarnado allí?
De nuestro viaje, cuanto menos se diga, mejor. Nos llevó cosa de una semana. Os diré, no obstante, que hubiera preferido un mes en las mazmorras de la Inquisición que un día bajo aquellos aparejos. En cualquier momento.
No lo bastante pronto, cruzamos el canal.
Inglaterra era una cortina de lluvia de color gris. Cuando se oyó el tronar de las salvas sobre las aguas, todas las mujeres que había bajo cubierta y algunos de los hombres gritaron y se echaron a llorar. Joseph levantó la mirada de la novela de detectives que estaba leyendo.
—Debemos de estar en Southampton Water —señaló—. Probablemente ésos sean los ingleses, que nos advierten que debemos izar las velas.
—La vieja Bretaña —gruñó Flavius.
—¡Quiero verlo! —Eva se puso en pie de un salto—. ¿Alguien más quiere venir?
Yo necesitaba desesperadamente un poco de aire, así que subimos juntas a cubierta y nos asomamos por debajo de un alero.
Llovizna y niebla. Montones de barcos. Algunos navíos flamencos. Hombres gritando sobre el agua. Empezó a llover con más fuerza.
—¡Ahí está Inglaterra! —Eva estaba muy excitada—. ¡Las Arboledas de Amadís!
Agucé la mirada pero no pude distinguir nada. La lluvia picaba de viruela la superficie del mar, resbalaba por las velas y los aparejos. Los marineros nos gritaban al pasar, dándonos a entender que habíamos elegido el peor lugar de todo el barco para mirar.
—Vayamos dentro —le grité a Eva al oído—. Hay demasiada humedad.
Asintió y volvimos a bajar, cuidándonos mucho de levantar las faldas por encima de los charcos de vinos y confites vomitados. Homenaje a Inglaterra.
Tocamos tierra mientras caía una noche aún más lluviosa pero permanecimos a bordo hasta el día siguiente porque los ingleses no nos permitieron desembarcar. Según se nos explicó, los españoles no teníamos permiso para poner el pie en suelo inglés hasta que el propio Felipe recibiera la autorización oficial; y su serena y sombría Majestad estaba postrado en su camarote del Espíritu Santo, aquejado de un terrible mareo. Era el primer indicio que muchos de esos grandes percibían de que se encontraban en un mundo completamente diferente al que conocían. Allí estaba María, ansiosa por ver a su real pretendiente, ¡y aquellos hijos de mercader le estaban diciendo quién podía y quién no podía poner el pie en su propio país!
Al día siguiente el príncipe se había recuperado lo bastante como para salir a recibir a la barcaza dorada de la Reina. Todos nos reunimos en la cubierta para presenciar la escena. Con aire extasiado, Eva farfullaba para sus adentros algo referente a toldillas de popa barnizadas. A través de las capas de lluvia y luz vimos cómo colocaban la barcaza al pairo del Espíritu Santo las formas verdes y blancas que eran sus remeros. Unas pequeñas y rígidas figuras vestidas de escarlata que gesticulaban: éstos debían de ser los señores ingleses. Alguien descendió a la barcaza desde el Espíritu Santo; sombras y oscuridad, una abrupta niebla. Sí, Felipe debía de haber subido a bordo. Unos cañonazos a modo de saludo. Todos nos encogimos sin quererlo.
La barcaza dorada fue llevada hasta la orilla y durante un rato nada ocurrió, de modo que muchos de los que se encontraban en cubierta se aburrieron y volvieron dentro. Eva y yo fuimos las únicas que vimos cómo desembarcaba la pareja y montaba a caballo al llegar a la orilla. Distinguí a Felipe, sobre un potro engalanado con rojos adornos. Entonces todos se encaminaron a galope hacia el interior y juro que vi como una oscuridad que se extendía tras ellos, idéntica al humo de una fogata apagada.
Ésa fue la última vez que vi a Felipe de España pero no, me temo, a su sombra.
No nos permitieron desembarcar hasta el día siguiente y para entonces hubiéramos matado por un poco de tierra firme bajo los pies. Después de horas de espera, conseguimos que alguien nos llevara hasta la orilla junto con nuestro equipaje en medio de una neblina gélida.
—Estamos en julio, maldición —murmuré mientras nos acercábamos al embarcadero—. ¿Es que en este país nunca deja de llover?
Flavius se limitó a reír con tristeza pero Eva dijo:
—El quince de julio fue San Swithin. Los ingleses tienen la creencia de que si llueve entonces, lloverá durante los siguientes cuarenta días.
—Yo diría que llovió ese día, ¿eh? —dijo Nefer mientras escurría una esquina de su chal.
—¡Vaya, vaya! —tronó una voz en inglés mientras llegábamos a tierra con una sacudida—. Dos grandes señores y sus damas recién venidos de España, y todos empapados. ¿Les gusta nuestro clima inglés, grandes caballeros?
Un coro de feas risotadas inglesas siguió a sus palabras y todos levantamos la mirada con aire huraño, pero el que había hablado era uno de los nuestros. Un hombre rubio ataviado con una casulla de cuero con capucha que se encontraba al frente de la multitud, con los brazos en jarras.
Bienvenido al maldito Sherwood también a ti, le transmitió Joseph con amargura.
Cuidado. Esta gente está tan aterrorizada que podría lincharos. Interpretemos esta escena como una comedia, ¿de acuerdo?
¿Comedia? Muy bien. Una ración de golpes y porrazos servida bien caliente. Joseph se plantó delante de la barca y extendió los brazos.
—Por favor, buen inglés, ¿no nos ofreceríais un poco de ayuda para llevar nuestro equipaje hasta la costa? Tenemos mucho oro y os pagaremos bien.
—Sí, desde luego que lo haréis. —Nuestro representante se volvió con una enorme sonrisa hacia los ingleses, quienes nos observaban como buitres—. El oro español es bien recibido por aquí cualquier día del año, ¿no es así, amigos míos?
Todos se echaron a reír y Joseph empezó a subir por la crujiente escalera. Nuestro hombre le tendió una mano para ayudarlo.
—Ay, señor, muchas gracias, muchas...
Dejó de hablar mientras interpretaban su número: el agente, fingiendo ayudarlo, lo derribó y Joseph cayó rodando sobre un charco de barro entre terribles gritos de hispánica indignación. Nefer y Eva se levantaron al instante, deshechas en chillidos agudos y la muchedumbre aulló de placer. Varios soltaron las piedras que habían traído para arrojarnos. No éramos peligrosos: al fin y al cabo sólo éramos unos ridículos extranjeros.
—Oh, señor, habéis resbalado en la porquería de caballo. —El agente acudió en ayuda de Joseph entre grandes muestras de consternación—. Lo lamento de todo corazón. Dejad que os lleve a una magnífica posada que conozco, donde podréis secar vuestro vellón, quiero decir vuestra capa, frente a un buen fuego de carbón de mar. Los precios son muy razonables, señor.
La palabra vellón tuvo un efecto subliminal sobre la muchedumbre y ésta se desperdigó por todo el muelle, donde otros desgraciados españoles estaban tratando de desembarcar.
Buena caída. ¿Estás bien? El agente se inclinó sobre Joseph y le estrechó la mano. Jenofonte, facilitador de séptima clase. Bienvenidos a Inglaterra. Entre ellos y Flavius cargaron nuestro equipaje en un carromato de bueyes, mientras nosotras tiritábamos y mirábamos a nuestro alrededor.
Recuerdo que me asombró lo verde que era todo. Verde eléctrico, brillante verde esmeralda, verde que crecía entre las grietas de la roca y verde que tapizaba los jardines. Ominosos túneles de verdes árboles y prados verdes que se perdían en la distancia haciendo que la vista pestañeara de tan verdes como eran. En España y Australia lo que se decía primavera era en realidad una sedada estación olivácea comparada con aquello y hasta el verde de los trópicos hubiera parecido reseco a su lado. No es de extrañar que los ingleses tengan fama de alborotadores. Deben de pasar toda su vida borrachos de oxígeno puro.
La otra cosa que me impresionó fue el aspecto de los ingleses. Eran las personas más altas que había visto en toda mi vida y todos ellos, lo mismo hombres, mujeres y niños tenían la piel del color de los pétalos de rosa. Me fijé en una anciana con un bebé en los brazos y que nos estaba maldiciendo: su rostro no era menos pálido ni menos rosado que el del niño y sus mejillas sólo eran un poco menos suaves. Yo me sentía cetrina, con mis pecas y mi moreno español.
Subimos como pudimos al carro de bueyes y Jenofonte se nos llevó de allí sin dejar de hablarnos sin palabras. Así supimos que nos llevaba a una casa franca de la Compañía, disimulada como posada. Hubiera podido gritar de alegría cuando nos detuvimos frente a la puerta, con la insignia de la Compañía tallada en el extremo de las vigas. Luego, Jenofonte nos llevó a los aposentos privados del piso de arriba. Por primera vez desde hacía más de un año, vi un baño con agua corriente. Dejo en vuestras manos, seáis quienes seáis, imaginar la bendición que supuso una ducha caliente tras tantos días inefables en las entrañas de un barcucho.
Cuando nos reunimos en la sala de reuniones, más limpios y aseados de lo que estaríamos en mucho tiempo, Jenofonte estaba tomando asiento con una gran bandeja de comida y bebida y nuestras respectivas instrucciones. Nos sentamos mientras nos servia jarras de cerveza tibia y nos las iba pasando.
—Bienvenidos todos. Éste es el típico almuerzo inglés a base de pan con queso y la cerveza del país. La hacemos aquí mismo, por cierto. Creo que es bastante buena. Comed mientras hablamos; todo esto es informal. Bueno, veamos —se aclaró la garganta—. Supongo que habéis oído algunas de las cosas que os gritaba la gente mientras nos dirigíamos hacia aquí.
—Me ha dado la impresión de que no estaban lo que se dice muy felices de vernos —dijo Nefer y se sonó la nariz.
—Sí, eso es bastante exacto. Lo que tenéis que recordar es que os tienen tanto miedo como vosotros a ellos. Técnicamente, la ley está de vuestra parte si uno de ellos os ataca sin razón aunque imagino que a todos se os da bien escurrir el bulto si se produce una situación así. Si venís de España, es posible que esperéis el mismo rigor que allí por parte de las autoridades. Pues no es el caso. Dejando aparte las historias de Robin Hood, si os roban en este país, tendréis dificultades para conseguir ayuda de los alguaciles, así que no os dejéis robar. Sed precavidos. ¿Alguno de vosotros ha estado ya aquí...? Tú sí, ¿no? —Saludó a con un gesto de la cabeza a Flavius, quien se lo devolvió—. Sí, bueno, en ese caso estarás familiarizado con el crimen en Londres. No cometas el error de creer que en el campo estarás más seguro. Aquí sois mucho más visibles, en especial los que tenéis la piel morena. La gente está asustada, es ignorante y supersticiosa así que podrían pintaros una diana en la espalda. Viajad deprisa y mantened la cabeza gacha. De hecho, Londres es bastante cosmopolita en estos tiempos así que es menos probable que os corten el cuello por cuestiones raciales, aunque por supuesto seguís corriendo el riesgo de que lo hagan por vuestra bolsa.
»Bien. Ya es suficiente con respecto al tema de la seguridad. Probad el queso, es el famoso queso de Chesire. Y ahora, si no os importa, abrid vuestras carpetas.
Crujidos y crepitares. Siguió un silencio mientras todos accedíamos a los datos y los integrábamos. A continuación, uno por uno, le tendimos las hojas a Jenofonte, quien las arrojó a la chimenea.
—Rápido y limpio. ¿Alguna pregunta?
—¿Por qué no puedo quedarme en el Cuartel General de Eastcheape? —quiso saber Flavius.
—Porque fue cerrado hace cincuenta años. Según la Historia, recibirá otro uso.
—Maldición.
—¿Quieres decir que no vienes con nosotros?
Miré a Flavius. No es que fuera a echarlo especialmente de menos pero me había acostumbrado a su presencia.
Sacudió la cabeza y Jenofonte se echó a reír.
—Hay demasiado trabajo para él en Londres. Por aquí estamos muy necesitados de técnicos de sistemas en este momento.
Eva había estado sentada con un brillo muy especial en el rostro desde que accediera a sus códigos. Estaba experimentando un deleite tan intenso que se transmitía por el éter. Uno por uno nos volvimos a mirarla y Jenofonte se inclinó hacia ella con una sonrisa.
—Me parece que tenemos una fan de Shakespeare por aquí.
—¡Stratford! —estalló—. ¡Sí! ¿Cuándo salgo?
—Antes tenemos que trabajar un poco con tu identidad y luego, sobre el mes que viene, te enviaremos a conocer a tus “primos” de Arden.
Así que ella también se iba, y a vivir entre mortales. En aquel momento empecé a darme cuenta de lo solitarias que podían llegar a ser nuestras vidas. Había empezado a pensar en el equipo como en una familia y me había acostumbrado a las pequeñas manías de todos sus miembros. Pero no éramos una familia. Bueno, yo era una novata por entonces y no había aprendido aún que así es la vida en el servicio.
—Yo estaré con Joseph y contigo el primer año —me dijo Nefer. Gracias, Nefer. Más discusiones sobre ganado.
A continuación Jenofonte nos dio una larga charla para informarnos sobre la moneda del país, la política y los chismes, el clima (malo), los últimos avances tecnológicos de que podíamos disponer (inadecuados, pensamos todos) y la superioridad de la cerveza inglesa frente a la alemana. Cuando terminó la reunión permanecimos un rato alrededor de los rescoldos de la chimenea y aprendimos juegos de cartas ingleses, porque en el exterior la lluvia seguía cayendo obstinadamente. Aquella noche, mientras me quedaba dormida, estaba pensando en que tendría que ver sí podía encontrar prímulas o mimbres mientras estuviera allí. Y presas. También había leído sobre ellas en las novelas inglesas.
Capítulo nueve
22 de Julio de 1554. Llevaba un año y un día trabajando. Es un espacio de tiempo que aparece en las canciones y los poemas antiguos.
Nos despedimos de Flavius y Eva en la oscuridad del amanecer, antes de marchar a caballo. A él no volví a verlo nunca y a ella sólo una vez, mucho tiempo después, en una sala de espera en otro país. Íbamos en direcciones opuestas y no tuvimos tiempo de hablar.
Y descendimos a la oscuridad, Joseph, Nefer y yo, para subir al famoso metro de la Compañía. Unía todas las partes de la isla en una malla de líneas rectas como vuelos de flecha y los agentes que trabajaban en Inglaterra estaban terriblemente orgullosos de él. Yo pensaba que era horrible pero no había otro modo de llegar de Hampton a Kent a tiempo y además reducía en gran medida nuestras posibilidades de acabar linchados.
Así que recorrimos la oscuridad en una diminuta caja cerrada que corría sobre unos rieles a la velocidad de veintitrés kilómetros por hora. La caja se detuvo con una sacudida en una sala sombría y subimos por unos escalones irregulares, un tramo tras otro, tratando de mantener el equipaje a salvo de los charcos, hasta emerger en el fondo de una cueva.
—Esto es una cueva —dije yo con tono de acusación. El eco me devolvió mis palabras y Joseph y Nefer se limitaron a mirarme. Más allá, en alguna parte, pifió un caballo inquieto y seguimos aquel sonido hasta la luz del día.
De hecho había tres caballos a la entrada de la cueva, todos ellos atados y ensillados y un hombrecillo cetrino que estaba observando sentado la lluvia. Dio un respingo al vernos y retrocedió un paso o dos.
—Akai, chavo. —Joseph le arrojó una bolsa de monedas. El hombre la recogió y se perdió en la lluvia.
—Tres lanzaderas de transporte a nuestra disposición, señoras —dijo Joseph mientras nos guiñaba un ojo.
Así que nos dirigimos a Kent a lomos de tres buenos caballos, con nuestro equipaje y protegidos con las capas de la Compañía preparadas especialmente para aquella lluvia que caía a cada minuto del día. La mayoría del viaje fue para mí una confusión de hojas y agua, así que no puedo deciros si había prímulas junto al camino o no.
Sin embargo, conforme avanzaba el día, salimos a una campiña llana. Campos de lúpulo hasta donde alcanzaba la vista, salpicados aquí y allá de diminutas aldeas, cada una de ellas con su campanario y su bosquecillo. Colinas bajas y onduladas y riachuelos. En algún momento cruzamos un pequeño puente con un traqueteo de cascos y Joseph tiró de las riendas de su montura y dijo:
—Creo que está por aquí, por alguna parte.
En realidad sabía con toda exactitud dónde estaba, la localización estaba impresa en su cerebro, pero no podía resistirse a la tentación de fingir que era real.
—Menudo viajecito, ¿eh señoritas? —señaló con aire risueño—. ¿Preparadas para causar una buena impresión? ¿Estamos metidos en el personaje? Mendoza, ¿tienes la cosa ésa preparada para presentarla?
—El maíz indio —le dije—. Está aquí mismo. Con su preciosa caja y todo.
—Estupendo. Nefer, tienes el velo torcido.
—Muchas gracias. ¿No les sorprenderá vernos aquí tan pronto?
—No. ¿Cómo van a saber que los barcos acaban de arribar? Jenofonte ha estado enviando cartas de mi parte a nuestros anfitriones, de modo que saben que estamos de camino pero no cuándo deben esperarnos. Hay que doblar a la derecha aquí, creo.
Descendimos por un camino verde, rodeado de verdes y ominosos sauces que tapaban casi por completo el gris del cielo. Antes de que hubiéramos recorrido dos kilómetros, los captamos, esperando: tres hombres mortales en un estado de gran excitación. Ni medio kilómetro más adelante aparecieron saliendo de entre los arbustos y se plantaron delante de nosotros, mirándonos. Bloqueaban por completo el camino. Llevaban las piernas desnudas y tenían la piel de color azul a causa del frío. Empuñaban con destreza grandes y puntiagudas horcas. Nos miraban con odio y Nefer y yo nos encogimos tras las capuchas.
Pónganse los gorros de pensar, señoritas, transmitió Joseph. Acto seguido, en un inglés perfecto del sur de Londres, les dijo:
—Buenos días, señores.
—¿Sois españoles? —preguntó uno de ellos. Tenía los dientes muy blancos. Al igual que los demás. Reparé en ello porque los mostraban de manera amenazadora.
—No, gracias a nuestro Señor Jesucristo —dijo Joseph con una sonrisa confiada.
—Pero venían unos españoles —insistió el hombre—. Nos lo ha contado Sir Thomas. Y vienen con monjes para quemarnos a todos.
Sus amigos estaban mirando con mucha atención nuestra ropa y nuestro equipaje.
—Por el miedo a eso mismo, mi familia y yo nos marchamos a Flandes. ¡Esto para el Papa! —y escupió con elegancia, aunque tuvo que esforzarse para no dar a nadie porque estábamos un poco apelotonados en aquel camino.
—Amén —dijo el hombre.
No se movieron.
—Bueno, debemos continuar. Que Jesús os guarde, buenos mozos y que guarde también a Inglaterra. ¡Y que Dios salve a la Princesa Isabel! —exclamó Joseph mientras espoleaba a su caballo. Nos dejaron pasar.
—Tenéis un ingenio muy despierto, padre mío —dije, al tiempo que me sacaba las uñas de la palma de la mano.
—Tacto, eso es lo mío —replicó él—. Y también sentido de la orientación. Aquí estamos.
El camino se abría delante de nosotros. No sé lo que había esperado ver pero desde luego no aquella puerta de hierro forjado de cuatro metros de altura, fantásticamente ornamentada, coronada por pequeños pendones que ondeaban al viento y pequeñas veletas que daban vueltas y, por encima de éstos, varias letras de medio metro de altura y pintadas con brillantes esmaltes que rezaban:
Su Jardín de Iden
Y debajo de ellas, un poco más pequeña, la leyenda:
Aquí Puede Verse el Lugar Donde
Fue Abatido el Desesperado CADE, entre Colimbos
y Otras Maravillas que os Llenarán de Asombro
—Santo cielo —dijo Nicholas.
Junto a la entrada había una pequeña caseta para el portero, casi una barraca hubiera podido decirse, y en su ventana un cartel advertía:
Un Penique por Visita al Gran Jardín de las Maravillas
Al otro lado de la puerta pudimos ver algunas tapias de ladrillos, una avenida de setos recortados con formas geométricas y al final de ésta lo que en su día debía de haber sido la mansión y que ya no conservaba un aspecto demasiado señorial.
Por allí venía hacia nosotros un hombre de librea azul, con un crucifijo del tamaño de una pala alrededor del cuello y con ambas manos extendidas.
—¡Excelencias! ¡Bienvenidos, bienvenidos en nombre del Papa! ¡Oh, que Jesús bendiga a vuestras excelencias!
¿Este tío es uno de los nuestros?, pregunté a Joseph.
No, sólo es un adulador.
—¡Buenos días, amigo! ¿Es ésta entonces la residencia del honorable amigo de España, el señor Walter Iden?
—Aún lo es, sí. Doy gracias a los santos porque no os hayáis encontrado con herejes por el camino —cogió a nuestros caballos por las riendas y nos hizo pasar—. Me llamo Francis Ffrawney y sirvo a Sir Walter Iden y ruego a sus excelencias que me recuerden como un buen amigo y un verdadero creyente. Si necesitáis cualquier cosa mientras estéis aquí...
—En verdad sois un caballero cortés y un hombre piadoso. —Joseph nos sonrió por encima de la cabeza del inglés—. El Papá oirá buenas cosas de vos.
El hombre se puso blanco.
—¡H-hurra! —fue todo lo que alcanzó a decir—. ¿Es cierto, entonces, que habéis venido para espiar a los funestos herejes de Kent e informar al Papa sobre sus andanzas?
—Paz, amigo mío. No soy más que un médico que pretende recoger algunas muestras en el jardín del buen Sir Walter. Aunque no es menos cierto que podrían serme muy útiles —y se inclinó hacia delante mientras decía esto, con un aspecto realmente español, casi se veía cómo brotaba el humo de los autos de fe de su barba— todos aquellos que posean una lengua discreta.
—¡Oh! —dijo Maese Flavius; se puso un poco más blanco, un color poco apropiado en medio de tanto verde. A esas alturas estábamos ya frente a la casa y acudían mozos para ayudarnos. Varios rostros nos observaron desde detrás de las ventanas y algunos se asomaron incluso por encima del alféizar y todas aquellas caras inglesas tan rosadas parecieron llenarse de terror. Dos hombres estaban bajando los escalones de la entrada. El que vestía de forma más ostentosa se adelantó para recibirnos.
—Tengo el placer de estar viendo a mi querido amigo el doctor Ruy Anzolabéjar —dijo con cuidado, insuflando a sus palabras un tono interrogativo apenas audible.
—¡Mi querido amigo! —exclamó Joseph—. ¿Cuántos años han pasado desde que estuvimos en los Siete Patos?
Aquella era la contraseña y Sir Walter se relajó a ojos vista.
No era un hombre demasiado alto para ser inglés pero su presencia se expresaba a través de por lo menos tres tonalidades diferentes y contrastadas en su brillante jubón. Su calzón era de un amarillo vivido, sus zapatos tenían tacón alto y toda su ropa lucía enorme abundancia de bordado de oro. El rostro bastante ordinario que presidía tanta opulencia parecía inteligente. Debía de rozar los sesenta, lo que era todo un logro para un hombre de aquella época.
Todos desmontamos y Joseph se adelantó y lo abrazó.
—¡Mi viejo amigo! Ha pasado tanto tiempo desde nuestra juventud y los tiempos de la fallecida y santificada Reina Catalina. Ah, qué días tan gozosos fueron aquellos, cuando España e Inglaterra eran una en su amistad. No sabéis qué esperanzas tan altas tenemos para la presente unión. Se me llenan los ojos de lágrimas.
De hecho se los limpió con un pañuelo de encaje.
—Y a mí los míos —balbució Sir Walter—. Tenéis un aspecto muy, eh... juvenil.
Todos le habíamos dicho a Joseph que hubiera debido ponerse más tinte gris en el pelo.
—Eso, mi querido amigo, podéis atribuirlo a la influencia de un médico griego al que ya conocéis —lo miró con aire de complicidad— y del que no diremos más por el momento. Pero ahora, permitid que os presente a Doña Margarita Figueroa, una mujer cuya castidad es famosa por toda Valladolid.
Nefer hizo una reverencia. Tenía un aspecto regio.
—Y permitid también que os presente a mi querida hija, Doña Rosa. —Joseph extendió una mano hacia mí e hice una profunda reverencia—. El consuelo de mi madurez y una chiquilla instruida. ¿No es así, hija? Me asistirá en el estudio de vuestro reputado jardín. Hija, entrégale a nuestro excelente anfitrión la humilde bagatela que hemos traído para su colección.
La expresión de Sir Walter se trocó por una de temor y avaricia a un tiempo. Aquello resultaba muy divertido. Con todo el recato y el dramatismo que pude reunir, saqué la bonita caja que había llevado conmigo tanto tiempo. Con un ademán la abrí y mostré su contenido. Sir Walter se quedó sin aliento. Ja, pensé.
Mi maíz indio había sido un verdadero éxito. Una espiga entera descansaba sobre un lecho de granos ya recolectados. Los granos eran gruesos como canicas y de todos los colores: blancos como perlas, amarillos como el oro, rojos como granates, azules como cardenales. Sir Walter alargó una mano temblorosa con el rostro rendido ya a la avaricia. Estaba desesperado por cogerla, se veía. Aquel mortal era un coleccionista de verdad; daría lo que fuera necesario por tener aquella rareza exótica en su jardín, por verla plantada y mostrar cómo crecía y daba extrañas flores. No hubieran podido importarle menos los servicios que se oficiaban en su capilla. El instrumento perfecto. A la Compañía se le daba bien dar con esa clase de personas.
Pero no hubiera sido educado arrancármela de las manos. Logró controlarse.
—¡Cuan rara! ¡He aquí la magnificencia auténtica! Decidme, ¿cómo llamáis a esta cosa?
—Se llama maíz, buen señor, es del Nuevo Mundo —le dije.
—¡El Nuevo Mundo! Tengo una vid de patatas de las Indias, pero no da fruto. Nicholas, a partir de ahora les dirás a los visitantes de a penique que los salvajes de las Indias se alimentan de joyas y les mostrarás luego este Maíz. Y haremos que el maestro Simpson pinte sobre una tabla un mapa del Nuevo Mundo en varios colores, o con algunas figuras de hombres desnudos para señalar que son salvajes...
De nuevo tuvo que controlarse.
—Bella Lady Rosa, sois bienvenida al jardín de Iden. Y vos, buena señora... Lady...
—Margarita —le recordó Joseph.
—Y bien que lo es. Os doy la bienvenida a mi casa, que es pobre, aunque debo decir que mi jardín es un placer que regala la vista de reyes. Nicholas... ah. Amigos míos, este caballero es mi secretario, Maese Harpole. Nicholas, ven aquí.
El segundo hombre se adelantó. Todos estiramos el cuello para mirarlo. Era alto hasta para ser un inglés y con aquella levita negra de erudito que llevaba resultaba verdaderamente colosal. Nos miró con severidad.
Era alto y desgarbado pero sólido de cuerpo, aquel joven; con buenas piernas. Su rostro también era agradable, con pómulos altos y lustrosos y una boca ancha y móvil que sin embargo estaba constantemente fruncida hacia abajo en un gesto de perpetua desaprobación. Tenía una nariz larga con un pequeño corte a la izquierda; sus ojos eran de color azul pálido y, a decir verdad, bastante pequeños, o al menos eso parecían mirándonos así, con toda su gélida dignidad de protestante.
Qué interesante, pensé para mis adentros.
—Maese Harpole —repitió Sir Walter, con una inflexión un poco más marcada en la voz. Maese Harpole hizo una rígida reverencia.
Oh, cómo se movía. Y qué color más fresco tenía su suave piel inglesa.
—Es un placer conoceros, joven —dijo Joseph con alegría—. Sir Walter, ¿podemos ver ese jardín vuestro, cuya fama se ha extendido hasta los más remotos confines de la Moscovia?
Yo sostenía aún la planta en su caja. La cerré junto con mi boca pero no aparté la mirada de Maese Harpole. Le confié la caja a Sir Walter, quien la aceptó con avidez y logró contener su deleite para, en un alarde de modestia, contestar:
—¿Hasta en la Moscovia? Seguramente no. ¡Pero os prometo que os maravillará! Nicholas, adelántate y muéstraselo, como sueles hacer.
Nicholas Harpole extendió su largo brazo ataviado de negro y dijo:
—Amigos, por aquí.
Y a pesar de que estaba siendo tan desagradable como podía, su rica voz vibró en el aire como las notas de un violín.
Así que mientras los mozos llevaban dentro nuestro equipaje, seguí a Maese Harpole hasta una verde confusión de melocotones y prunos y albaricoques y tejos. El resto de nuestro grupo vino también, por supuesto, pero a estas alturas debéis ya de haberos dado cuenta de que por lo que a mí se refería, lo mismo podrían haber sido invisibles.
El primer lugar al que nos llevó estaba rodeado por una alta tapia de ladrillo. En su interior habían plantado acedera, hierbas y unas pocas verduras. En una de las esquinas había un montón de estiércol.
—El jardín propiamente dicho de Alexander Iden, Caballero. Un pariente de nuestro querido Sir Walter —recitó Maese Harpole—. El mismo jardín en el que fue abatido el cobarde Jack Cade, durante el reinado del fallecido Rey Enrique, el sexto de ese nombre. Cayó...
—¡Pero, Nicholas, ésta es la corona y la gloria del paseo, la más importante de nuestras atracciones! ¿No se suponía que había que reservarla para el final, siendo como si dijéramos el pastel y los confites de nuestra visita? —exclamó Sir Walter.
Con notable calma, Nicholas irguió la espalda y cruzó los brazos.
—Suplico vuestra misericordia, Sir Walter. No he hecho más que seguir el paseo de costumbre tal como les es presentado a los visitantes de a penique. ¿Qué os complacería que mostrara a modo de como si dijéramos, el pan y las gachas de nuestro paseo?
Sir Walter le lanzó una mirada escrutadora.
—Doctor Ruy, os contaré cómo fue la cosa. El tal Jack Cade, del que debéis saber que era un rufián cruel y asesino de humilde cuna, venía perseguido por todos los leales ingleses por los muchos y sangrientos crímenes que había cometido contra el santo rey Enrique (que, como supongo sabéis, era un buen hijo de la Iglesia y un amigo fiel del Papa); el susodicho Jack Cade, digo, perseguido por todo Kent, en desesperada astucia escaló esta misma tapia —corrió hasta el muro, puso uno de sus pies sobre los ladrillos y resbaló con torpeza, como si sus suelas estuviesen acolchadas— de este modo y se puso a recoger las verduras que crecían aquí pues el hambre lo había desesperado. En tal situación fue abordado por mi, eh... pariente, el famoso Alexander Iden, por entonces un humilde escudero de Kent, que se topó con él aquí mismo.
—¿De veras? —preguntó Joseph, solícito—. ¿Y qué ocurrió entonces?
—Vaya, pues que lucharon, señor. Al principio el buen escudero no ofreció violencia alguna a Jack Cade y hasta puede que hubiese mostrado un poco de caridad para con el pobre desgraciado hambriento, pero el hombre empezó a jactarse de sus fechorías, fechorías demasiado horripilantes como para relatarlas aquí. Acto seguido, mi pariente empuñó su bastón así y el susodicho Cade blandió su espada así... Nicholas, ¿tú qué piensas, no sería mejor que pusiéramos dos maniquíes aquí, en las mismas posturas de la batalla, uno haciendo de Iden y el otro de Cade? ¿Para explicarlo todo mejor?
—Consultaré a Maese Sampson sobre el coste —dijo Nicholas con voz grave.
—O quizá unas estatuas. Son más caras pero harían un monumento duradero. Bueno, señor, terminada la lucha y tras haber matado violentamente mi antepasado al maldito Cade, le cercenó la cabeza y enterró su innoble cuerpo en un montón de estiércol, para a continuación llevar la cabeza al lecho del rey Enrique, en Londres. Y allí mismo, por aquella gran prueba de lealtad, Iden fue nombrado caballero y recibió mil marcos. ¡Tan grande fue la gratitud del rey! Y aunque la fortuna de la casa de Iden no ha sido constante desde aquel día, mi éxito en el comercio de la lana (un trabajo poco valiente pero honesto, os lo aseguro) me ha proporcionado los medios necesarios para conmemorar como se merece el valor de mi antepasado.
—Estoy abrumado de asombro —dijo Joseph—. ¿Y es ése, entonces, el mismo montón de estiércol en el que yace enterrado el cuerpo de Cade?
—Bueno, en cuanto a eso... —Sir Walter se puso un poco rojo y se volvió hacia Nicholas en busca de socorro—, en cuanto a eso, siendo la que fue la fortuna de la familia...
—La Historia que Sir Walter ha relatado aquí es muy vieja, tiene cien años o más —se explicó Nicholas, suave como la música—. En el discurrir natural del tiempo, el jardín original desapareció, como todas las cosas lo harán bajo la aplastante rueda del Tiempo. Tampoco los descendientes de Sir Alexander, menos favorecidos por la fortuna que su sire, pudieron conservar el lugar al que la familia debía su nombre. Pero cuando Sir Walter llegó a esta tierra decidido a restaurar la grandeza de la familia, personas de buen carácter y mejor condición le aseguraron que éste era el mismo jardín o al menos el lugar en el que aquél había estado. Todo cuanto veis ha sido restaurado. Aquel montón de estiércol, por tanto, ha sido dispuesto allí meramente para vuestra edificación.
Se inclinó ligeramente.
—Así como otras muchas maravillas desconocidas en tiempos de Sir Alexander —intervino Sir Walter—. Mientras que él no cultivaba más que lechugas y cosas propias de un pobre escudero, yo con mi fortuna, he podido reunir una colección tal de maravillas, tanto animales como vegetales, que muy bien podríais exclamar de asombro con sólo verla. Por desgracia, nada tiene ahora su mejor aspecto —añadió con aire compungido—. Por la lluvia, ya sabéis.
—¿Qué queréis que les muestre a continuación, señor? —inquirió Nicholas.
—Oh, mis rosas. No tienen parangón en todo el mundo mis rosas.
Nicholas nos condujo entonces hasta un macizo en el que debían de crecer todas las variedades de rosa que por aquel entonces existían en el mundo junto con un par de mutaciones que probablemente fueran únicas. Me dije para mis adentros que tendría que tomar muestras genéticas de todas ellas.
Pero fue cuando nos dirigíamos a ver algo que Sir Walter tenía en un invernadero y a lo que llamaba El Gran Guisante de África que mi atención se vio distraída de la contemplación de la alargada espalda de Maese Harpole. Mi cabeza se movió hacia un lado como impulsada por un resorte y a punto estuve de chocar con Nicholas. ¡Ilex tormentosum!, le transmití frenéticamente a Joseph. ¡Dios mío, tiene un seto entero de Ilex Tormentosum ahí mismo!
¿Eso es bueno?, preguntó Joseph. Respondí con excitada profanidad.
¿Qué ocurre?, quiso saber Nefer.
—Este seto de aquí es una variedad de acebo, ¿verdad? —inquirió Joseph a Sir Walter como si tal cosa.
—¿Éste? En efecto, señor. No es nuestro acebo inglés sino una variedad que, según he oído, trajo el propio Julio César desde Roma a causa de ciertas propiedades que posee, aunque debo confesar que ignoro cuáles pueden ser. No es tan común como antaño, me temo. De hecho, llevo más de un año sin verlo fuera de aquí.
Oh, menuda suerte. Los farmacéuticos del siglo xxii conservaban tres miserables especímenes de esta planta, fuente de una cura específica para el cáncer de hígado, y allí, delante de nuestros ojos, había un seto entero. Si Sir Walter poseía semejante tesoro botánico, ¿qué otras maravillas podía estar cultivando? Miré con más detenimiento y empecé a encontrarlas por todas partes: Cynoglossum nigra, Oxalis quinquefolia, Calendula albus, Carophyllata montena, Genista purpurea ascendens... Mientras tanto, Nicholas se encaminaba con aire solemne hacia el preciado naranjo de Portingale de Sir Walter, el cilantro de Catay y hasta un palmito de aspecto triste. ¡Tenía meses de trabajo fabuloso por delante!
Pero cuando el cielo se abrió de repente y empezó a verter negros cubos de agua sobre nosotros, tuvimos que dar media vuelta y correr hacia la casa. Sólo Nicholas parecía conocer el camino por aquel laberinto, que hubiera sido difícil de atravesar aun sin la lluvia, la oscuridad, el vuelo entre nuestras piernas de un desesperado pavo real y los sollozos de decepción de Sir Walter.
—¡Aún no habéis visto casi nada! —se lamentó—. Ni una sola de mis maravillas zoológicas. Pero no importa. El tiempo mejorará. Debéis ver mi unicornio de Hind.
Me pregunté qué sería eso pero no durante mucho tiempo. La cabeza me daba vueltas. ¿Quién hubiera pensado que Inglaterra podía ser un país tan encantador?
Entramos corriendo en la casa y los tablones del suelo retumbaron bajo nuestros pies, pero había un fuego generoso encendido en lo que pasaba por ser el gran salón. De hecho era una pequeña mansión bastante modesta pero el escudo de armas de Iden estaba por todas partes.
Todo el mundo se reunió alrededor del fuego, sin aliento después de la carrera. Yo me acerqué disimuladamente a Nicholas Harpole. El calor de la habitación le había prestado algo de color a su tez. Debo rogaros que me creáis cuando digo que no tengo la menor idea de lo que me había ocurrido allá en el jardín. Dios mío, que el corazón puede llegar a ser muy estúpido.
Le dije, en mi mejor latín:
—¿Qué clase de criatura es ese unicornio, joven?
Se enderezó al instante y me miró con una ceja enarcada. Entonces respondió, en un latín aún mejor que el mío:
—No es más que una bestia, como cualquier otra bestia. Y qué apropiado resulta que habléis la lengua de Roma.
—Maese Harpole —dijo Sir Walter abruptamente—. Id a ver si han llevado el equipaje a la habitación de acuerdo a mis órdenes.
—Voy, señor. —Volvió a inclinarse—. Señorita.
Me hizo una reverencia superficial y salió a grandes zancadas de la habitación. Lo miré mientras lo hacía. No pude evitarlo. Olía bien.
Capítulo diez
Maese Harpole no cenó con nosotros, lo cual fue una gran decepción, pero dado que aquella fue nuestra primera comida no preparada por un cocinero de la Compañía con instrucción sanitaria, no importó demasiado: necesité toda mi atención para la cena. El pan era seguro, así como la gallina con salsa de naranjas y limones, pero había una empanada de venado que casi se movía por sí sola, la carne estaba pasada y las natillas eran un caldo de cultivo de bacterias de una variedad sumamente indeseable. Observé con asombro cómo engullía Sir Walter todas esas lindezas. Su organismo debía de haberse acostumbrado.
—¡Amigo mío, qué comida tan espléndida! —Joseph apartó el plato, separó la silla de la mesa, se aflojó el jubón y, por lo demás, trató de disimular el hecho de que apenas había comido un muslo de gallina y una rebanada de pan—. ¡Estoy tan lleno como un salchichón! En España no comemos así.
—En Inglaterra es costumbre cenar copiosamente —dijo Sir Walter con suficiencia. Entonces pareció incomodarse un poco—. Aunque estoy seguro de que en España también disfrutáis de la buena mesa. Y los, em, los viticultores de España hacen los más maravillosos caldos, según he oído.
—Ah, sí, los dulces vinos de España. Ojalá hubiera traído unas botellas conmigo. —Miró a su alrededor y cuando estuvo seguro de que no había criados presentes, se inclinó hacia Sir Walter—. Y ahora, viejo amigo, seré sincero con vos. No temáis por vuestra casa o por los vuestros; he venido a esta tierra, tal como os he dicho, sólo para tomar muestras de vuestro jardín y sin ningún otro propósito. Trabajaremos con discreción y no ofenderemos a hombre alguno. Podéis rezar como os plazca y podéis decir lo que queráis; a mí poco me importa. Sólo os suplico que seáis discreto cuando habléis con otras personas de quienes nos alojamos ahora aquí, y todos estaremos satisfechos, vos, mis señores y yo. No sé si me entendéis, amigo mío.
Sir Walter se inclinó hacia delante hasta que su barba estuvo dentro de las natillas.
—Oh, señor, los de mi casa son hombres leales, leales a mí, y nada charlatanes, salvo uno o dos que por lo demás quieren bien a España. En cuanto al resto, son jóvenes y no recuerdan a la Reina Catalina, que descanse en paz, ni las ofensas que tuvo que sufrir. Temen a España, sí; pero es un miedo que pasará, Dios mediante, cuando la conozcan mejor.
—Vuestro secretario no nos profesa demasiada simpatía, creo.
Joseph miró a hurtadillas.
—¡Un joven, un joven! A decir verdad, es un poco, um... terco con sus lecturas de los Evangelios, pero hará lo que yo le ordene, os lo aseguro.
—Eso es lo que todos los señores desean. Vamos, seremos todos amigos. Mi hija tendrá los días para recorrer vuestro jardín y reunir lo que requiero. Y yo destilaré por las noches tan benéficos licores que purgarán la pesada melancolía y secarán los indeseables humores que vuelven viejos a los hombres.
—El médico griego —susurró el anciano caballero.
—Tal como prometieron mis señores.
Joseph sostuvo la mirada de Sir Walter.
Se hizo un silencio. Entró Maese Ffrawney, lanzó a Joseph una mirada llena de sentimiento y supervisó la retirada de los platos. Yo observaba a Sir Walter y me preguntaba lo que iba a hacer Joseph con él. Hipertensión, arteriosclerosis, gota, caries, coletiasis. Más que de sobra para mantener a un médico ocupado durante mucho tiempo.
—Tendré que pasar todos los días algún tiempo recluido con vos. —Joseph alargó una mano hacia una pera y la examinó. Sacó su daga y empezó a pelarla describiendo una larga espiral—. Quizá vuestro secretario pueda asistir a mi hija en sus labores.
Volví la cabeza hacia él.
—Sin duda tendrán toda clase de temas botánicos que discutir.
Me sonrió y se metió un trozo de pera en la boca.
Argumentando la fatiga del viaje, nos retiramos temprano y nos llevaron hasta nuestros aposentos del segundo piso, sendas y bonitas habitaciones forradas de madera y comunicadas por una puerta. Habían dejado el equipaje en el suelo, aparentemente sin tocarlo; tampoco hubiera resultado peligroso, porque todo lo que se entrega a un agente en misión está camuflado para parecer otra cosa. Hasta el libro de Joseph que contenía los códigos de los holos de El Gran Cine del Siglo xx estaba encuadernado en piel de becerro y tenía fecha de imprenta de 1547.
—Menuda cama, ¿eh? —dijo Nefer mientras se hundía en la enorme cama de cuatro postes—. Me pido el lado de la ventana, Mendoza. Oh, ¿tenemos que hacer eso ahora? —protestó al ver que Joseph sacaba su caja de herramientas y empezaba a montar las credenciales.
—Sí, en efecto. Busca un armarito o algo por el estilo donde podamos integrar esto. Quiero que todo esté instalado y sea invisible antes de que los criados se sientan lo bastante confiados como para empezar a fisgar. Y estoy pensando sobre todo en nuestro muy alto amigo el protestante. Hablando del cual...
Se volvió y me lanzó una mirada de complicidad.
—¿Qué? —demandé.
—Oh, nada. Sólo que pensaba que quizá fuera una buena idea que lo mantuvieras ocupado. Cambia su visión sobre los malvados españoles. Demuéstrale que en realidad somos una pandilla de buenos chicos. Y chicas. ¿Lo coges?
No supe qué contestar. Volví la mirada hacia la credencial que cobraba rápidamente forma entre sus manos. Finalmente Nefer, que había estado tratando de descifrar el significado de un lema bordado en el dosel, captó el fondo de la conversación.
—¡Eh! —exclamó, mientras se incorporaba—. ¡Joseph, en serio!
—¿En serio qué? Ese hombre representa un peligro para la misión. Salta a la vista que desaprueba nuestra presencia aquí. ¿Quieres que entre en la habitación cuando tenga a su jefe abierto como una ostra y le esté instalando cositas brillantes de aspecto raro? No, no. Quiero que el Señor Reforma esté distraído, a ser posible en el jardín con una muñequita española. Y a Mendoza parecen haberle causado un gran efecto sus cualidades personales, si no te importa que te lo diga. —Se volvió hacia mí—. Y además eres joven y saludable y estás llena de hormonas.
Nefer se apoyó contra el cabecero, asqueada y siguió tratando de descifrar el lema. Mientras yo lo observaba, Joseph montó el último panel y levantó la unidad con las dos manos. Al instante, empezó a brillar con un azul transparente. Tras encontrar un arcón de ropa apropiado, colocó la unidad en uno de sus lados y ésta emitió un suave pitido para hacernos saber que la integración se había producido con éxito. Joseph asintió como muestra de satisfacción y se dirigió a su habitación silbando la melodía de “Forty-Second Street”.
En ese momento llamaron a la puerta.
—Pase, por favor.
Nefer se puso en pie de un salto. La puerta se abrió y entró una doncella llevando una palangana y un jarro de gran tamaño lleno de agua caliente.
—El agua para su baño, señoritas —dijo con un hilo de voz y las dejó sobre la credencial. Del bolsillo de su delantal sacó una pastilla de jabón (con aroma a mejorana, menudo lujo) y la depositó junto al agua—. Un hombre le llevará agua a su señoría el doctor —nos informó— pero yo estoy aquí para serviros en todo, traer ropa limpia y cualquier otra cosa que podáis requerir. ¿Hay que enviar algo a la lavandería?
Vaya si lo había, después de semejante viaje.
—Muchas gracias, buena mujer —triné, después de que Nef y yo hubiéramos abierto nuestras respectivos baúles y le hubiéramos hecho entrega de una verdadera montaña de enaguas, calcetines y otras prendas manchadas de barro y malolientes.
—Joan, señorita —replicó, mientras observaba sin demasiado interés cómo iba cobrando forma la montaña. Nuestra ropa era como la de todo el mundo, así que no había nada merecedor de su atención hasta que, en mi entusiasmo, saqué junto con una enagua manchada de agua de pantoque mi copia forrada en piel de becerro del último número de Estilo Inmortal y la arrojé sobre la colada. La revista rebotó una vez en la ropa, cayó al suelo y aterrizó abierta en la página con los últimos holos publicados.
Allí, en grandes letras góticas, se anunciaba a bombo y platillo el lanzamiento de Metrópolis (la versión muda, no la de Spielberg de 2015) con una foto a página completa de María el Robot en todo su metálico esplendor. Alcé una mirada horrorizada hacia la doncella, quien estaba contemplando con ojos transidos de asombro al maléfico mecanismo con forma de mujer. ¡Ohdiosmío!
Nef se aclaró la garganta.
—No temas, buena Joan. Es lo que en España llamamos una dama de hierro. ¿No tenéis por aquí cosas parecidas para castigar a los rufianes? En este libro se muestra un catálogo de castigos para los pecadores —dijo con firmeza al tiempo que recogía la revista y la cerraba con un gesto rápido—. Deberías avergonzarte, Rosa. Los buenos monjes tuvieron que trabajar un año entero para pintar este misal y lo dejas caer sin el menor cuidado.
—Os ruego que me excuséis, Doña Margarita —balbuceé—. Porque, a decir verdad, los buenos monjes pintan como los ángeles.
No te pases.
—Mira, buena Joan, este traje se me ha manchado de barro —Nef se lo entregó—. Por nada del mundo quisiera que se estropease. Pídele a la lavandera que tenga especial cuidado con él.
Y le puso en la palma de la mano una moneda de seis peniques.
La mirada de la doncella pasó a toda prisa entre el dinero y el vestido y en su cabeza la imagen de María el Robot empezó a desvanecerse, reemplazada por la de todas las cosas preciosas que podía comprarse si se guardaba el dinero. Tras haber distraído a Joan con este dilema moral, Nef ocultó la revista en las profundidades de su baúl.
—Eso es todo, Joan —le dijo. Con media reverencia, Joan se agachó para recoger nuestra ropa y salió entre murmullos de agradecimiento.
—¿Qué vamos a hacer? —Me dejé caer sobre uno de los baúles frotándome las manos—. ¿Crees que no se lo va a decir a nadie? ¡No puedo creer lo que he hecho!
—Oh, son cosas que pasan.
Con la mirada puesta en el agua, empezó a desnudarse.
—Pero si en el colegio nos dijeron...
—Que sería el fin del mundo si los monos veían algo anacrónico, ¿verdad? Ya. —Vertió algo de agua, cogió el jabón y empezó a frotarse vigorosamente todo el cuerpo—. O sea, tú sabes que la Historia no puede cambiarse. Así que, ¿qué importa que una doncella ignorante vea algo que no entiende? ¿Qué va a hacer, escribir a los periódicos? Mientras puedas explicar las cosas con una buena historia, no pasa nada.
—¿No crees que me voy a meter en líos?
—Naa. —Empezó a rebuscar en el interior de su baúl hasta que encontró una pequeña toalla de mano—. Porque, ¿sabes una cosa? Hasta cuando nuestras meteduras de pata llegan a los libros de Historia, y ocurre algunas veces, nadie se da cuenta. Bueno, algunas veces sí, pero si tratan de contarlo, los demás piensan que están locos. En este siglo al menos. Así que no te preocupes.
La observé llena de dudas mientras se bañaba.
—¿Pero no deberíamos informar a Joseph?
—Yo no lo haría. —Terminó el baño, abrió la ventana y vació la palangana por ella—. A menos que quieras que te eche una bronca innecesaria.
—La verdad es que no —admití. Permanecí allí sentada, indecisa, un momento, agradecida al consejo de una agente mayor y más experimentada, hasta que se me ocurrió mirar si me había dejado algo de agua caliente.
Aquella primera noche pasé horas despierta en la oscuridad, escuchando. Se oía el repiqueteo de la lluvia sobre las miles de hojas verdes, fuera, en la noche húmeda. La respiración de siete almas mortales, reposadas y atrapadas en sus sueños. Un ratón atareado en la pared de la cocina. Un reloj. Los caballos sumidos en sus sueños animales, en el establo. Pensamientos distantes, caóticos, de animales que estaban más lejos.
Pero él no soñaba. Cuatro paredes más allá y un piso por debajo de mí, podía oír el crujido de una silla de madera cuando cambiaba de postura. Podía oír cómo pasaba las páginas, exactamente una por minuto, página tras página, perfecto como una maquina. Podía oír su respiración y el latir de su colérico corazón.
Capítulo once
A la mañana siguiente preparé mi equipo de trabajo, a pesar de que al otro lado de los cristales plomados seguía sin verse más que una manta de lluvia. Todos habíamos aceptado el hecho de que la lluvia no pararía nunca pero yo no había querido empezar a pensar en trabajar en aquellas condiciones.
Sir Walter estaba sentado en la mesa larga del salón cuando bajamos; estaba tomando su desayuno de huevos con mantequilla y carne frita. Nicholas se sentaba frente a él, aunque no estaba comiendo: parecían haber estado discutiendo. Nicholas tenía los puños apretados y los nudillos blancos. Sir Walter había enrojecido y tenía los ojos ligeramente hinchados. Ambos guardaron silencio cuando entramos en la habitación.
—¡Buenos días, amigos! —exclamó Joseph con desenvoltura—. ¿Es éste el famoso almuerzo matutino de los ingleses? ¿La famosa carne inglesa? —Su mirada se posó sobre los huevos, la carne llena de grasa y la mantequilla y Nefer y yo casi pudimos oír el tintineo de su cabeza mientras evaluaba lo que el colesterol le estaba haciendo a las arterias de Sir Walter.
—Así es, en efecto. —Sir Walter apartó la mirada enfurecida de su secretario—. ¿Queréis que pida más huevos fritos, Doctor Ruy? También tenemos un excelente pastel de venado, frío...
—Creo que no —sonrió Joseph—. Nuestros estómagos españoles no están acostumbrados aún a la abundancia inglesa. Nosotros no comemos apenas antes de mediodía. Quizá un poco de esa excelente cerveza inglesa y una sencilla rebanada de pan blanco. ¿Qué decís, señoras?
Yo estaba consternada. ¿Nada de café? Por supuesto que no. Ni siquiera había té aún. ¿Zumo de naranja?
—He visto unos naranjos excelentes en vuestro jardín —me aventuré a decir con timidez—. Me sentiría muy honrada, señor y muy agradecida, si pudiera probar una de ellas.
—¡Querida señorita, claro que sí! Haré que os preparen un puré de naranja o algo de mermelada, o quizá un plato de clavo y mazapán decorado con piel de naranja, o un postre hecho de naranjas hervidas con batata...
Joseph me estaba mirando y sacudía la cabeza.
—Bastará con una sencilla naranja, sola —balbuceé.
—¿Sola? —Sir Walter parecía incrédulo.
—Mejor en otro momento, hija mía, cuando el buen Sir Walter no tenga que enviar a sus criados en plena tormenta a buscar semejante tontería —me reprendió Joseph.
—Por supuesto, padre mío. Sir Walter, os ruego que disculpéis mi falta de consideración. —Colorada de vergüenza, hice otra reverencia y me senté. Cuando volví a alzar los ojos, me encontré con la gélida mirada de Nicholas Harpole. Los bajé de nuevo al instante.
—No, no, tendremos una nueva costumbre a partir de ahora, un plato de fruta fresca en la mesa —dijo Sir Walter, en un arrebato de galantería—. Según he oído contar, en Sevilla hay naranjales. ¿Hay naranjas en el Nuevo Mundo?
—No, amigo mío. Allí la fruta es diferente a lo que estamos acostumbrados —le dijo Joseph—. Existe, por ejemplo, el aboccado, que se parece a la pera inglesa pero es un poco...
Bla, bla, bla. Permanecí sentada allí, ardiendo de vergüenza. Al cabo de un rato lancé una mirada de soslayo a Maese Harpole. Seguía observándome.
Los criados trajeron nuestra cerveza y nuestro pan y yo cogí los míos, preocupada aún por parecer una adolescente cohibida. Joseph seguía hablando y hablando, tan aburrido que es mejor no extenderse demasiado sobre ello; entonces, de improviso, se hizo la luz en la habitación, como si Dios hubiera abierto un ojo y hubiera mirado por la ventana. Todos tardamos un segundo en darnos cuenta de que era el sol.
—Vaya, mirad, la lluvia ha terminado —señaló Sir Walter—. Lady Rosa podrá tener su naranja, ¿verdad? ¡Y podrá ver mi jardín en todo su esplendor! Te lo ruego, Nicholas, hazle compañía y muéstrale dónde están las naranjas.
Nicholas se levantó para obedecer y lo mismo hice yo, recogiendo al tiempo mi equipo de campo. Y lo mismo hizo Nefer, como la buena dueña que se suponía que era.
—¡Doña Margarita! —dijo Joseph—. Os ruego que os quedéis. Quisiera discutir varias cosas con vos, en privado.
Nefer entornó la mirada y se sentó.
—Señorita —Nicholas hizo un gesto hacia la puerta. En completo silencio salió de la casa y se dirigió al jardín.
Aún había nubarrones en el cielo, abriéndose y rodando unos sobre otros, pero en su mayor parte el cielo era azul. La diferencia resultaba pasmosa. Inglaterra parecía tres veces más grande. El jardín era, aunque parezca imposible, más verde aún; los troncos de las hayas brillaban como si estuvieran hechos de bronce. Cerca de nosotros, en alguna parte, un riachuelo saltaba y castañeteaba. Cantaban los pájaros. Inglaterra estaba agresivamente viva, hasta tal punto que resultaba intimidante.
Para cuando llegamos al naranjo, la hierba mojada nos había empapado los zapatos. Nicholas se detuvo junto al árbol y asumió su más pulida pose de guía turístico.
—La naranja, señorita —me dijo. Busqué una que estuviera madura.
—De veras no pretendía ocasionaros problemas —murmuré—. No me di cuenta de dónde estábamos; en España es costumbre tomar fruta en el desayuno.
—Vuestra España no es nuestra Inglaterra —dijo él.
—Eso es bien cierto. Os suplico mil perdones.
—¿Qué necesidad hay de excusarse? Sir Walter os ha dado permiso para disponer de sus naranjas a voluntad. Tomad por tanto las naranjas y pongamos fin a esto, Madam.
Las hojas verdes goteaban sobre él. Estaba tan perfectamente inmóvil y con tanta compostura y su voz era tan hermosa cuando decía esas cosas tan frías... Arranqué una naranja de un tirón y nos empapé a los dos con la última agua de la lluvia. Él ni siquiera pestañeó pero me observó con aire distante mientras clavaba los pulgares en la piel y dividía la naranja en secciones. No quería dejarse pelar. El zumo resbalaba por mis palmas y corría pegajoso por mis muñecas.
—¿Queréis un poco? —le ofrecí un gajo en un tonto gesto de amabilidad.
Sin pensarlo alargó la mano hacia la fruta que había en la mía; entonces se detuvo y la apartó de una sacudida, con una expresión extraña en el rostro. Se alejó un paso entero de mí.
Lo miré boquiabierta. Entonces comprendí. Mitología cristiana, ¿verdad? Adán y Eva en el Jardín del Paraíso, la primera mujer como tentadora del pecado. Qué simbolismo más sutil. Ahora lo odiaba.
—¡Maleducado y arrogante necio! —exploté—. ¿Creéis que no he leído las Escrituras y no sabré advertir el insulto que contiene vuestra negativa? —Empecé a hablar en griego—. ¿Acaso habéis leído los Evangelios como yo, ignorante patán? —Luego en arameo—. Permitid que os diga, joven caballero, que esto no es el Edén y que vos no sois Adán sino más bien Lucifer en persona, tan lleno como estáis de orgullo, así que no me comparéis a mí con Eva! —Y por fin en hebreo—. ¡Deberíais avergonzaros! Soy una extranjera que acaba de llegar a vuestro país y no os he ofendido en nada. —Y en italiano—. Si tanto odiáis al Papa, por mí podéis escribirle una carta insultante, pero os aseguro que no lo llevo escondido en la falda. —Y a alemán—. ¡Ojalá pudiera estar de regreso en España porque aunque Dios sabe que es una tierra de monstruosa crueldad, al menos en ella la gente tiene modales!
Por supuesto tuve que subrayar mis argumentos arrojándole la naranja. La esquivó haciéndose a un lado sin tanta desenvoltura como si estuviera acostumbrado. La naranja se perdió entre la vegetación y cayó en alguna parte con un ruido suave.
—Lo siento —dije al instante en inglés. Me miró fijamente un segundo antes de recobrarse y se enderezó el birrete en la cabeza.
—Vaya, estoy consternado. Os he entendido, señorita. Habláis ocho lenguas.
—Más —le dije, llena de resentimiento.
—¿De veras? Vaya, eso es una maravilla. ¡Y además conocéis de memoria las Escrituras!
Lo dijo no sin sarcasmo pero al menos se acercó un paso.
—Los pueblos tienen lenguas para proclamar la verdad en España y en todas partes —le dije—. Pero no se atreven a hacerlo. Ni os atreveríais vos, señor mío, si estuvierais allí, no fuera la Inquisición a venir por vos. Y os aseguro que una vez aprendida de ellos una lección de silencio, no la olvidaríais con facilidad.
Estaba pálida y temblando. Efecto de la adrenalina, por supuesto, pero resultó efectivo. Se acercó y me miró los ojos.
—Ahora sí que os suplico que me perdonéis —dijo con cierta torpeza—. Pero si no profesáis amor alguno a vuestra Inquisición, comprenderéis que no queramos verla instalada aquí en Inglaterra.
—Pido a Dios, Maese Harpole, que no tengáis nunca razones tan buenas para odiarla como yo —le dije. Tal cual. ¿Serviría la antigua jugada?
Sirvió. Su hostilidad se esfumó. Me cogió la mano y la apretó. La suya era cálida.
—Vaya, qué terrible necio estoy hecho —dijo—. Venid conmigo, señorita. Otra naranja y recorreremos este jardín mientras luce el sol. ¿Qué os gustaría ver?
Trague saliva.
—Quisiera ver de nuevo el acebo de Julio César —le dije.
Me llevó directamente hasta el seto milagroso. Dejé en el suelo mi equipo de campo (diseñado para parecer una pintoresca cesta de mimbre) y saqué mi cámara holográfica (diseñada para parecer unos lentes con montura de cuerno). Me las llevé a los ojos y empecé a caminar muy despacio delante del seto, registrando imágenes y dando gracias al trabajo por la oportunidad de tranquilizarme que me ofrecía. Nicholas estaba apoyado contra un árbol y me observaba.
—¿Os ha educado vuestro padre? —preguntó al fin.
—Sí. —Arranqué una hoja, la acerqué a las lentes y le di vueltas poco a poco—. Es médico, ¿sabéis?, y hombre muy instruido, además. Soy su única hija y por eso me ha enseñado mucho.
—Ah.
Harpole asintió. Busqué a tientas mi cuchillo (diseñado para parecer un cuchillo) y corté una rama entera para sacar una imagen de ella.
—Posee muchos libros sobre diferentes materias peligrosas que, de ser encontrados, harían que fuera quemado como hereje —inventé. Bueno, en realidad era cierto—. Y, por desgracia, pasó algún tiempo en las mazmorras de la Inquisición.
También era cierto.
—Siento oír eso.
—No lo asesinaron, gracias a Dios; pero cuando salió de aquel lugar era una ruina de hombre —improvisé.
—Se ha recuperado muy bien, entonces. No parece tan viejo —señaló Nicholas.
—Eso es gracias a cierto médico griego del que ha aprendido muchas cosas. Os prometo, señor, que de no ser por él, en este momento estaría en la tumba. —También esto era cierto—. España fue un lugar de gran saber en el pasado, señor, aunque nadie lo diría hoy en día.
Se limitó a asentir.
—¿Habéis leído a Galeno y Averroes, entonces? —dijo. ¿Me estaba tendiendo una trampa?
—Sí. Y también a Avicena, aunque los moros no son hoy tan bien considerados como en el pasado —fingiendo que examinaba las raíces del acebo, clavé un extractor de muestras en la tierra. Lo envolví en la rama y lo guardé todo junto en la cesta. Ni a un metro de distancia reparé en un precioso espécimen de Calendula albans y me acerqué a ella, cámara en ristre. Nicholas me observaba con atención.
—Entonces sabéis lo que es eso —señaló con sombría satisfacción—. Una cosa aún más rara que el naranjo de Portingale del viejo caballero. Sólo que, como apenas echa una pequeña flor pálida, él le escatima sus atenciones.
—“Pero la luz se hizo en la oscuridad y la oscuridad no la comprendió” —cité con suficiencia—. Juan, capítulo uno, versículo cinco. Decidme —y pasé al latín para que nos comprendiéramos mejor—, ¿dónde encuentra Sir Walter plantas tan raras?
—Algunas de ellas las reunió él mismo en sus tiempos mozos. —Su dominio del latín era mayor que el mío—. Y ahora todos saben en esta región que paga un buen precio por cualquier cosa rara o extraña. El resultado es que constantemente acuden a su puerta hombres con terneros de dos cabezas o plantas que han alterado para que parezcan raras. Un hombre se presentó con un cerezo con cascabeles atados a las ramas por medio de alambres y pretendió que creyéramos que eran los frutos naturales del árbol. Algunas veces Sir Walter ha sido engañado y le ha pagado a algún charlatán. No obstante, de vez en cuando aparece alguien con una auténtica maravilla y entonces el viejo necio se la compra por hábito, sin saber de verdad lo que ha adquirido. Así fue como consiguió esta flor.
—¿También habéis estudiado la botánica?
El corazón me dio un brinco.
—No, pero he estudiado lo bastante como para saber que una caléndula blanca es una maravilla mientras que un unicornio es un engaño.
—¿Qué es ese unicornio? Ya lo he oído mencionar tres veces. Pagaría por verlo.
Esbozó una sonrisa desdeñosa, que en su rostro resultaba atractiva. Al menos esta vez el desdén no estaba dirigido a mí.
—Bueno, podéis verlo con vuestros propios ojos. —Extendió la mano derecha y tomó la mía—. Venid, señorita, y no temáis. Es una bestia muy dócil.
Solté su mano con la máxima lentitud. Caminamos por el jardín, entre macizos de flores que alzaban la cabeza incrédula hacia el sol, junto a setos recortados en dibujos tan complejos como los de los azulejos moriscos. Al final de una vereda que discurría entre setos de alheña podada, entrevimos unos flancos de color blanco. Nicholas abrió los brazos y anunció:
—¡El unicornio de Hind!
La cola se apartó de la mata de mejorana que estaba destruyendo y apareció una cabecita que nos lanzó una mirada inquisitiva.
—¡Ay! —exclamé y me incliné para mirar. El animal creyó que tenía algo para él y se acercó a comprobarlo.
—No tembléis, señorita. No os hará ningún daño —dijo Nicholas con la cara muy seria.
—Es una cabra.
La examiné. Era blanca como la leche, le habían pintado de oro las diminutas pezuñas y las yemas de sus cuernos habían sido sometidas a alguna cirugía cruel antes de que le nacieran, seguida por una operación aún más cruel para fundirlas en un solo cuerno retorcido. Pero seguía siendo una dulce y confiada cabritilla.
—¡Una cabra! —Nicholas alzó las manos—. ¿Cómo es posible?
—Señor —lo miré—. Yo nací en España. Reconozco una cabra cuando la veo.
Él se limitó a juntar las manos.
—Vete, cabra. —Le di una palmada en el flanco y el animal se marchó para seguir atacando las plantas—. Y sin embargo, por muy extraño que pueda parecer, sí que existe el unicornio.
—¡No lo creo!
—De veras, sólo que no se parece nada a esto. Es una criatura grande, fea y ruda. Su nombre deriva del griego, rhinoceros.
Asintió.
—Por desgracia, Sir Walter no se sentiría demasiado complacido si descubriera que ha pagado veinte libras y ocho peniques por una cabra.
—¿Por qué decírselo? El sabio Erasmo dice en el Elogio de la Locura que ningún hombre es más feliz que aquel que vive bajo una ilusión.
—Muy cierto. —Sus ojos se encendieron—. ¿Habéis leído a Erasmo? ¿Qué pensáis de su Ichtuophagia?
Gracias a Dios, gracias a Dios que había accedido a la columna de Muy Recomendados.
—Creo que es una extravagancia. Pero a pesar de todo estoy de acuerdo con lo que dice —repliqué con perfecta compostura.
—¿Entonces admitís que para alcanzar la salvación no es necesario comer pescado los días de ayuno?
—Oh, Señor, menudo disparate...
—¿Aunque el Papa lo ordene? —insistió.
—En especial por eso. ¿De verdad creéis que a Dios le importa lo que tomamos para cenar? ¿Cómo podría someterse uno a una religión tan absurda?
Abrió la boca para decir algo pero no llegó a decidirse.
—Carecéis de fe, entonces —dijo al cabo de un momento. Siguió un silencio mientras nos mirábamos el uno al otro—. Tengo un libro excelente que me gustaría que leyerais —dijo al fin.
—¡Ah! ¡Vais a convertirme a la Iglesia de Inglaterra! —exclamé.
Pero eso sólo consiguió agriarle el humor. Se acercó un paso más y se irguió sobre mí en toda su estatura.
—¿La Iglesia de Inglaterra? —gruñó—. ¿Ésa cuyos líderes se retractan ahora como los hipócritas que son?
Debía de rondar los dos metros de altura con el birrete.
—El maldito Consejo le ha vendido este país a España, a cambio del derecho a conservar sus malditas vidas. Northumberland... ¿sabéis quién era?
—El líder de la facción protestante —balbuceé—. Fue él quien coronó reina a Lady Jane Grey.
—Desdichada doncella. Sí, fue él. Y cuando ella cayó, regresó al Catolicismo al instante con la esperanza de conservar la vida. Ella demostró más valor en la muerte. ¿Qué hombre era ése para guiarnos? Pero los que permanecen en la Corte se han cambiado de chaqueta con más sutileza. Permanecen en el Consejo, se conforman. Con la conformidad de los hombres que debieran defenderlas, se conculcan las leyes de nuestro reino. ¿Cómo iba yo a aconsejaros que os unierais a la Iglesia de Inglaterra, señorita, cuando está formada por semejantes canallas?
—¿Qué se ha hecho de todos esos herejes lectores de Biblias de los que tanto hemos oído hablar en España? —pregunté, aturdida por su vehemencia—. ¿Todos esos mercaderes instruidos que discuten sobre la doctrina de la Iglesia?
—Huyeron para vivir entre los germanos —dijo con voz amarga— por seguridad. Y sin embargo, si hubieran tenido el valor de quedarse para luchar por la Fe, ahora todos estaríamos a salvo.
A excepción de los que hubieran muerto luchando por tu fe, pensé.
—Da igual, estoy interesada en ese libro vuestro —dije al fin—. Aunque no haya verdadera fe en Inglaterra.
Me tomó del brazo. Para ser un hombre tan espiritual, podía ser bastante ardiente.
—Señorita, la Fe está aquí —afirmó—. Pero debemos construir iglesias en nuestros corazones, porque todas las que hay en el mundo nos han traicionado.
Aquella sí que era una observación digna de mérito —para un hombre del siglo xvi, prisionero de las percepciones y los prejuicios de los mortales, quiero decir—. Me dejó sumamente impresionada.
—Las instituciones terrenales fracasan porque necesitan poder y oro para pervivir —le expliqué. Graciosamente, diría yo—. El poder y el oro atraen a personas retorcidas y ambiciosas. Las personas retorcidas y ambiciosas corrompen y traicionan. Por tanto, las instituciones terrenas se vuelven corruptas y traicioneras. Las Iglesias, dado que están en el mundo, son instituciones terrenales. Por tanto queda demostrado.
Me miró con una ceja enarcada.
—Muy bien. Y muy cierto, a pesar de que lo habéis repetido como un loro.
¡Un loro! Traté de apartarme pero aún no me había soltado el brazo.
—¿Y dónde habéis visto vos un loro, me gustaría saber? —pregunté con desdén.
—Tenemos varios en el aviario. Sí, también colecciona pájaros. Vamos, decidme, ¿dónde habéis aprendido esas pequeñas perlas de sofística? No en España, desde luego.
¡Sofística!
—No hemos vivido siempre en España —improvisé—. Tuvimos que huir a Francia durante algún tiempo. Tras salir mi padre de los calabozos de la Inquisición.
—¿Qué edad teníais por entonces?
—Cuatro años. ¡Y no era ningún sofisma! Si los filósofos se hubieran parado a pensarlo dos minutos, la humanidad dejaría de erigir necias instituciones terrenales como las Iglesias.
—No necesariamente. Todo el mundo puede ver la enfermedad pero, ¿cuál es el remedio? Decídmelo, hija del galeno. Demostradme la solución que habéis propuesto.
Sus ojos echaban chispas, eran intensos, estaban interesados en mí.
—¿Me estáis pidiendo una solución para el mal del hombre? No le ofrezcáis vuestro corazón a ninguna Iglesia, ningún líder, ninguna idea. Coleccionad plantas raras como Sir Walter; estudiadlas como yo, pero dejad solo al mundo y sus desmanes.
—¡No! Un ermitaño podría hacer eso mismo, o un animal, y la miseria de la humanidad no disminuiría un ápice. Uno debe trabajar por un mundo mejor. —Ahora me estaba sujetando por los dos brazos—. Escuchadme, ¿no debemos combatir el mal de nuestro interior hasta el día lejano en que el ángel con su espada llameante se ablande y vuelva a franquearnos el paso al Paraíso?
Me quedé allí, mirándole la cara, que despedía un brillo de creencia tan glorioso que no se me ocurrió mencionar que su propia Biblia decía específicamente que la gente sólo empeorará, no mejorará, hasta que por fin Dios decida acabar con el mundo entero en una tormenta de sangre y llamas.
No, lo único que podía sentir en aquel momento era admiración. De algún modo él había logrado dar con la verdad. Porque eso de lo que hablaba acabaría por ocurrir, salvo la parte del ángel, por supuesto. La raza humana, asqueada de su propia mortalidad, desarrollaría la tecnología necesaria para crearnos. Y Nosotros, evidentemente, éramos el próximo paso, los seres perfectos, inmortales e infinitamente sabios e inteligentes en los que él creía que acabarían por convertirse los hombres.
No hice el menor caso a su pulso acelerado ni al mío. Me encantaba el sonido de su corazón desbocado.
—Ahora sí que creo que podrías mover montañas con vuestra palabra —le dije boquiabierta—. Casi me habéis persuadido para que me sume a vuestra fe.
Sus ojos no liberaron a los míos.
—Os persuadiré —dijo. Supongo que hubiera debido oír sirenas de alarma en aquel momento, mi corazón hubiera debido correr en busca de refugio.
Pero él era cálido y sólido como luz de sol palpable y yo pensaba algo así como: quiere salvar mi alma. Qué quijotesco, qué extravagante, qué romántico.
Me alisó la cofia.
—Perdonadme —dijo—. Cuando empiezo a hablar, me desboco con facilidad y mis manos se mueven solas.
—No, no.
Pestañeé y sacudí la cabeza.
—Me han azotado por ello y parece ser que acabaré colgado por ello. Venid, ¿estáis bien?
Me levantó la barbilla con la mano y me miró los ojos.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Muy bien!
—Vamos, Lady Rosa. Sigamos con nuestros deberes, tal como se espera de nosotros. Ahora os llevaré a ver un repollo que, según dicen, no tiene igual en todo el mundo.
Resultó ser una sencilla planta de bok choy, aunque cómo había acabado allí suponía para mí un auténtico misterio. Pero había zarzamoras de verdad, creciendo desde el interior de unos jarros dispuestos con astucia en la pared; Nicholas sólo pudo encontrar cuatro moras maduras pero las recogió para mí. Y arrancó muy solícito una rama de Eucalyptus cordata que yo no alcanzaba y esperó con paciencia mientras yo tomaba con todo cuidado muestras de lo que para él debía de ser la más vulgar de las malas hierbas. Me llevó al aviario y sí, en efecto, había loros allí: varios especímenes de Gris de África, media docena de amazónicos variados y hasta uno azul y dorado de Macao que no dejaba de moverse de un lado a otro de su barra. Me guiñó un ojo.
—Bueno días —dijo.
—Buenos días —contesté yo.
—Bueno, al fin hay alguien que da la bienvenida a Inglaterra a una dama española —bromeó Nicholas justo antes de que el loro de Macao dijera algo tan grosero, explícito e imaginativo que me hizo pestañear. El rostro de Nicholas se puso rojo. Era evidente que su español era bastante bueno.
—Lo habéis comprado a un marinero, ¿no? —conjeturé.
Tras recobrarse, Nicholas me miró un momento y entonces los dos nos echamos a reír. Tenía una risa hermosa. Yo no creía que la gente espiritual pudiera reír de aquella manera.
Así que ya veis, nos habíamos hecho buenos amigos cuando regresamos paseando a la casa aquella tarde. Mas al entrar en la casa, vimos a Joseph sentado plácidamente a la cabecera de la larga mesa y Nicholas se puso tenso. Un humor nuevo le cubrió el rostro, como un telón o una neviza.
—Buenos días, hija mía. Buenos días, joven. —Joseph levantó la mirada del libro que estaba leyendo. Tenía una copa de licor y un plato de barquillos apoyados sobre el codo. El fuego, muy alegre, hacía bailar luces en el interior de la bebida.
—Buenos días, caballero. ¿Dónde está mi señor? A esta hora del día acostumbra a estar aquí —dijo Nicholas.
—Le he administrado un purgante —le sonrió Joseph—. Está en mis aposentos. Podéis encontrarlo allí.
Yo hubiera preferido que no pareciera tan cómodo después de lo mucho que me había costado presentarlo como un erudito atormentado.
Nicholas se volvió hacia mí, hizo una leve reverencia y salió. Oí cómo se alejaban sus pasos hacia el interior de la casa.
—¿Un barquillo? —me ofreció Joseph—. Bueno. ¿Me engañan mis cansados ojos o estabais sonriéndoos el uno al otro al entrar?
—Algunas veces me gustaría golpearte.
Dejé con fuerza la cesta sobre la mesa.
—Podrías intentarlo —me informó con voz templada—. Yo me agacharía. Así que, ¿habéis pasado un buen día?
—De hecho sí. —Me senté al otro lado de la mesa—. He recogido algunas muestras magníficas de la ilex, de una vincapervinca casi desconocida y de una caléndula blanca, ¿no es asombroso?
—Notable. —Joseph pasó una página—. Un tipo guapo este Maese Harpole. Alto. Y además parece compartir algunos de tus intereses.
—Déjalo tranquilo. Es buena persona. ¿Vale? ¿Cómo te ha ido con Sir Walter? Es un hombre agradable, ¿verdad?
Joseph asintió.
—Comparativamente. Y está hecho de una pasta muy dura o no hubiera vivido tanto. Lo he retocado un poco. Tengo que ser prudente con las mejoras, pero desde luego el viejo va a notar una mejora en su, em, vida. Ja ja. En ese aspecto el joven me preocupa más.
—¿Es que sólo puedes pensar en eso?
Me levanté para marcharme, muy ofendida.
—Vale, vale. Sólo es mi manera de cuidar de nuestros intereses. Por cierto, te he dejado una lista de los fármacos que quiero que sintetices en la consola de tu credencial. Tiene dos páginas, así que es mejor que empieces cuanto antes.
Me marché de todas maneras, muy ofendida.
Sir Walter reapareció a la hora de la cena, con aspecto pálido y tembloroso, y tomó sólo un poco de pan tostado y una copa de vino renano aguado; pero Joseph contó una serie de anécdotas relacionadas con el rey de Francia y un español que llevaba a una acémila de las riendas. Se le daba tan bien contar historias divertidas que Sir Walter no tardó en estar rojo de risa y profiriendo pequeños aullidos de gozo, como los ladridos de un terrier, mientras las puntas de su bigote apuntaban al cielo. Hasta los criados estaban riéndose disimuladamente.
Nicholas nos acompañó durante la cena por primera vez, muy reservado y con el grado de cortesía que exigía la corrección. Simplemente sonrió al escuchar las anécdotas, a pesar de que todos los demás estaban mondándose de la risa. Pero cuando vio que yo me esforzaba por partir un puñado de avellanas, las cogió y las partió con sus puños, así sin más, y las arrojó entre los dos como si fueran dados. Le miré los ojos. ¿Era correcto que un hombre espiritual como él demostrara su fuerza de aquella manera? Pero claro, tampoco había tenido demasiado sentido mi actuación con los frutos secos, porque de haber querido hubiera podido reducirlos a polvo.
—... así que el hombre de la acémila dijo, “Pero, Vuestra Majestad, por eso precisamente me casé con ella” —terminó Joseph. Sir Walter dio una fuerte palmada sobre la mesa y soltó una carcajada. Joseph, resplandeciente, se reclinó en su asintió y nos observó.
—¿Nefer?
Moví lentamente las lentes Remi, enfocadas en aquel momento sobre las paredes de una célula.
—¿Ahá?
Ella no levantó la mirada de mi revista.
—¿Tú qué piensas de Maese Harpole?
—¿Quién? Oh, el chico alto. Eh, Joseph se ha portado como un capullo esta mañana, ¿no? Al enviarte al jardín a solas con él. Con lo nerviosa que te ponen los mortales.
—Bueno, todo fue bien. De veras. En realidad no es nada malo. ¿Lo has examinado?
—No con mucho detenimiento.
Volvió a dirigir su atención a la revista.
—Está tan... sano. Y perfecto. Se parece mucho a nosotros.
—Su cabeza tiene la forma equivocada.
Algún artículo la tenía interesadísima. Saqué la plaquilla y la procesé para transmitir los datos.
—¿Recuerdas lo que me contaste sobre el sexo recreativo con mortales?
—¿Hm? —dijo y entonces rebobinó, levantó la cabeza y me miró—. Ups. No, yo nunca he dicho nada de eso. Fuera lo que fuese. Escucha, no permitas que Joseph te presione para hacer algo que no quieras hacer. Es perfectamente comprensible que la idea de, eh... ya sabes, te ponga enferma. Puede que dijera alguna cosa un poco retorcida sobre los gustos de ciertas personas pero si fue así sólo lo hice para demostrarte que algunos de nosotros podemos sentirnos muy cómodos entre los mortales. ¿De acuerdo?
—Muy bien, de acuerdo, ¿crees que te sentirías cómoda cerca de un mortal como Nicholas Harpole?
Su frente se arrugó.
—Supongo. Parece bastante limpio.
—Es inteligente. Hasta ahora nunca me había encontrado con un mortal cuyo cerebro funcionara de verdad.
—Menuda sorpresa, ¿eh? —Volvió a concentrarse en la revista—. Vaya, enhorabuena. A este paso, el AE desaparecerá de tu ficha antes de que quieras darte cuenta.
—¿Cómo sabías que hay un AE en mi ficha? —Estaba estupefacta—. Se supone que esas cosas son confidenciales.
Ella se limitó a mirarme con aspecto desolado.
—Lo siento —dijo—. No lo son. Otra gran sorpresa.
—¡Joder!
Introduje otra plaquilla en la credencial, con tanta fuerza que emitió un pitido. Nefer suspiró.
—Trabajas para la Compañía, Mendoza. Así son las cosas.
—Hoy he visto un unicornio —le dije maliciosamente.
—Sir Walter tiene un rinoceronte ahí fuera, ¿eh? —Volvió a enfrascarse en la revista—. Vaya. El mes que viene echan todas las películas de Jason Barrymore en Serie Holo.
A quién le importaba.
Capítulo doce
—No sé nada de vuestra vida, Maese Harpole, ¿sois consciente? —le dije con coquetería. Es difícil ser coqueta mientras tratas de impedir que se te metan en la boca hojas de alcachofa. Los dos estábamos intentando arrancar del barro una raíz especialmente obstinada.
—¿Hm? —dijo y entonces—. ¡Ahá! —mientras la maldita cosa cedía y caía derrotada sobre la hierba. Me agaché para cortar las partes que necesitaba procesar.
—La alcachofa no es un fénix entre las hierbas —dijo Nicholas casi sin aliento mientras se limpiaba las manos.
—¿Perdón?
—Quiero decir que no es una planta rara —señaló en latín.
—No, no es rara, pero es muy buena para tratar ciertos humores de la sangre. —Le quité las espinas—. O eso dice mi padre. Sir Walter tiene problemas con ellos, según me ha contado.
—¿Y vuestro padre también?
—Algunas veces. —Levanté una mirada entornada hacia él—. Ahí lo tenéis. Ya os he vuelto a contar algo sobre mí y vos no me habéis dicho nada. Sabéis muchas más cosas sobre mí que yo sobre vos. Seríais un magnífico espía.
Flirteos en latín. Me sentía bastante orgullosa de mí misma. Me observó con sorpresa.
—Vaya, señorita, por lo que yo sé podría haber un fraile escondido por aquí cerca, escribiendo cada palabra que decimos.
—Sería más probable que os estuviera espiando a vos que a mí, me temo, pero, dado que soy una mujer y propensa por tanto a la curiosidad, debo saberlo todo sobre vos. ¿Dónde nacisteis?
—Hampstead.
—¿Dónde os educasteis?
—Balliol.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—Usar mi ingenio para ganarme el pan.
—Tanta confianza me está mareando. —Cogí la alcachofa—. ¿Así que estudiasteis en Balliol? ¿En Oxford? ¿Y no entrasteis en la Iglesia?
—No. Me faltaba disciplina. Pero un buen amigo me recomendó a Sir Walter, así que le llevo las cuentas y ceno en su mesa y nadie tiene hasta la fecha queja de mí.
Cruzó los brazos de un modo que sugería que la historia había concluido.
—¿Lo habéis apuntado todo, Fray Diego? —grité volviéndome hacia el seto—. Bueno, debéis excusarme, ya sabéis cómo somos las mujeres. Cuando creemos que se nos oculta algo, no paramos hasta descubrirlo.
—Ahora estáis citando a nuestro Chaucer —dijo—. ¿Verdad?
—La Mujer de Bath —admití—. Pero también a Aristóteles.
—Sí. —Me observó y sonrió. Guardé las partes de la alcachofa que necesitaba en una servilleta y observé lo que quedaba de ella, preguntándome si debía tirarla allí para que la limpiara el jardinero. Nicholas dijo—. No estaréis diciendo que aceptáis las opiniones de Aristóteles sobre el sexo femenino.
—¿El qué? ¿Que somos malvadas? La verdad, señor, ¿vos creerías algo así sólo porque lo hubiera dicho un antiguo pagano? Y griego, además.
—Nuestro Señor tuvo varias amigas —observó Nicholas—. Y vivían mujeres entre sus discípulos. Sin pecado, debemos suponer.
Era mi turno de mirarlo con intensidad.
—Supongo —dije—. La cuestión es si el comercio carnal es pecaminoso. ¿Creéis que Jesús era virgen a la edad de treinta y tres años?
Se quedó boquiabierto.
—¿Decís a menudo esa clase de cosas en España? —preguntó al fin.
—No, por supuesto que no. No sería seguro.
—Ni tampoco lo es aquí, y menos con vuestro príncipe en el país. Os lo ruego, pensad antes de hablar.
—Ya lo hago. ¿Es que no estoy a salvo de traiciones con vos?
Se me acercó y habló en griego:
—Si es así, es porque estamos solos en este lugar y no veo peligro alguno en participar en las pequeñas justas intelectuales que me ofrecéis. Pero no hablaría con tanta temeridad delante de nadie más y tampoco debéis hacerlo vos.
—¿Por qué? ¿Creéis que Maese Ffrawney correría a contárselo al obispo más cercano?
Bufó.
—Sin duda. ¡Y entonces vuestro padre tendría muchas cosas que explicar! Lo último que uno esperaría encontrarse en Inglaterra es un hereje español.
—Oh, vaya. —Me levanté de la hierba y me sacudí la falda—. Y yo que esperaba que pudiéramos mantener una discusión sobre la naturaleza del agape. Cuando el término se define como “fiesta del amor”, ¿creéis que se referían...?
—¡Callad! ¡ Callad! ¡ Callad! —Se puso en pie y me tapó la boca con la mano. Lo miré por encima de sus dedos. Apartó la mirada—. Creo que deberían azotar a vuestro padre —dijo al fin. Me aparté de él.
—Para eso tendrían que cogerlo primero —dije.
—Sí, y tengo la impresión de que no sería fácil. Parece el tipo de hombre que sabe desenvolverse con naturalidad en las redes de la ley. Pero en cambio no ha sabido educar a su hija.
—¿Qué queréis decir? ¿Debiera haberme negado educación?
Me sentía insultada.
—En modo alguno. Pero debería haberos enseñado discreción además de griego y arameo, señorita, para impedir que corrierais peligro.
—¿No soy discreta? Sólo con vos me atrevo a decir tales cosas, pues sé que vos nunca me harías ningún daño —dije con un aleteo de las cejas y muerta de ganas por tener un abanico entre las manos.
—¡Y estáis en lo cierto! No soy tan tonto como para buscarme líos con la hija de un hombre que administra purgantes.
Cruzó los brazos y sonrió.
—Es un espadachín muy capaz, debo deciros —le dije cuando hube terminado de reír.
—Sin duda.
—Renombrado por todo Madrid, Valladolid y la Alhambra.
—Por supuesto.
—Mortal con una hoja de acero toledano.
—Y más mortal aún con una dosis de laxante. No, si alguna vez os ofendo, permaneceré cerca de mi orinal, por si la calamidad se abate sobre mí. No debéis tenerme miedo. Pero en el nombre de Dios, señorita, cuidad lo que decís.
Aquella noche estaba de muy buen humor en la credencial, si me permitís que os lo diga; mis dedos volaban sobre las teclas. Sinteticé cuatro dosis de antihipertensivo en el tiempo que Nefer tardó en reparar su mantilla, que había tenido un desgraciado accidente con el dosel de la cama. Se estaba volviendo loca de aburrimiento en Inglaterra, pero yo no. A mí me gustaba estar allí.
Ocurrió que el remedio para el hastío de Nefer llegó a la mañana siguiente, para gran asombro suyo.
El día amaneció oscuro y lluvioso así que todos nos reunimos en el salón para ver cómo engullía Sir Walter su saludable desayuno bajo en colesterol. Al menos Joseph lo estaba mirando, y puede que Nefer también; yo estaba demasiado ocupada intercambiando miradas con Maese Harpole como para prestar mucha atención. Pero entonces entró Francis Ffrawney, todo reverencias y solicitud, y anunció:
—Sir Walter, hay un hombre de aspecto vulgar en la puerta que asegura que trae algunas pertenencias del doctor Ruy y que querría hablar con él.
Todos los ojos se volvieron hacia Joseph.
—¿Qué clase de hombre? —inquirió éste.
—Un mendigo, señor, un pillo con una capucha de cuero que profiere grandes juramentos y asegura que no se moverá de allí si no se le permite tener unas palabras con vos. Debo advertir a vuestra excelencia que muy bien podría ser algún hereje descontento.
—¡Vaya, ese buen hombre! —Joseph se incorporó de un salto fingiendo sorpresa—. Debe de ser el mismo posadero que nos ayudó a desembarcar nuestro equipaje. Debe de haber encontrado el cofre que perdí.
Para mí era toda una sorpresa pero le seguí el juego.
—Cierto, padre, los hombres de Inglaterra son tan honrados como altos.
Más aleteo de pestañas y más suspiros por un buen abanico en dirección a Maese Harpole.
De modo que hicieron pasar a Jenofonte, cubierto de barro y oliendo a caballo, a grandes zancadas y profiriendo juramentos. Se acercó a Joseph y se postró sobre una rodilla con un cofrecillo de madera entre las manos. No era ninguno de los que habíamos traído de España.
—¡Mi buen señor! —dijo—. Apenas había pasado una hora desde vuestra marcha cuando el mozo, Wat, vino corriendo por las escaleras. Y me dijo: “Ese dignatario español ha dejado algo parecido a una caja en su cuarto”. “Eso es asombroso”, dije yo y fui a mirar y tan seguro como que hay Dios que os habíais dejado esto. Y pensé que sin duda sería algo muy importante, lleno de cosas de todas clases que sin duda habrías de necesitar en Inglaterra —generosa pausa para asegurarse de que captábamos la cuestión— y me dije que lo mejor sería venir en persona a traéroslo.
—Que Dios y el buen San Jaime te bendigan tres veces —lo felicitó Joseph—. Démosle algo por su esfuerzo. —Metió la mano en la bolsa y sacó de allí lo que parecía un doblón pero era en realidad una tableta de Theobromos de menta envuelta en papel de aluminio.
—¡Cuánta magnificencia! —exclamó Jenofonte—. Voy a comprarme una vaca con esto, vaya que sí. —Se postró a los pies de Joseph—. Podría besar el cuero cordobés de vuestros zapatos señoría, vaya que sí.
—Vete, buen amigo —lo despidió Joseph. Yo empezaba a preguntarme cuánto tiempo iban a continuar con aquella comedia absurda cuando Maese Ffrawney intervino:
—¿No queréis abrir la caja, señor, para aseguraros de que todos vuestros bienes siguen ahí?
Hubo una pausa incómoda. Joseph y Jenofonte intercambiaron una mirada. Jenofonte se encogió de hombros imperceptiblemente.
—Una idea excelente —admitió Joseph. Tras introducir el código de la invisible cerradura, levantó la tapa.
La caja contenía cosas que aparentaban ser libros pero que no lo eran, un par de cosas que aparentaban ser instrumentos de cirujano pero que no lo eran y lo que parecían ser tres jarros de hierbas medicinales. Debían de ser las herramientas electrónicas y los productos químicos que Joseph necesitaba para tratar a Sir Walter. Apartada con todo cuidado del resto había una pequeña caja ornamental con un par de pájaros dorados, o algo parecido, en la tapa. Joseph la levantó a la luz del fuego y la sonrisa de su rostro escondió el hecho de que no tenía la menor idea de lo que era.
Pero Nicholas se inclinó hacia delante, con el ceño fruncido de puro asombro.
—¡Es una réplica del Arca de la Alianza de los israelitas! —afirmó.
—Sí, por supuesto —asintió Joseph—. Es un, ah... uh... relicario. Alberga un fragmento de la pelvis de Santa María Magdalena. Nunca viajo sin él.
Nicholas se reclinó en su asiento, con una máscara de indignación por rostro. Jenofonte se adelantó y dijo:
—Perdonadme, señor, pero uno de los ángeles parece haberse soltado —alargó la mano y le dio una pequeña vuelta a uno de los ornamentos de la tapa.
Clic.
—kzus, con la cobertura de la boda real. Y parece que la lluvia se está levantando, así que es posible que podamos ver la calle dentro de un minuto o dos. A ver si podemos entrevistar a alguien. Desde donde estoy situado tengo una visión impresionante de la Catedral de Winchester. Veo la decoración floral que ha preparado el ayuntamiento y, créanme, amigos, los vecinos han tenido que trabajar un montón esta noche bajo la lluvia. Y las flores son preciosas. ¿De qué clase son, Justiniano?
Bueno, Decio, aquí dice que son pensamientos y heliotropos y por supuesto las famosas rosas Tudor, rojas y blancas. Amigos, es la hora novecientos y contando en este día de boda real. Estaremos de regreso con vosotros en kzus con las últimas noticias después de un interludio musical. Las notas de una canción de baile llenaron la habitación.
Y Sir Walter siguió tomando su sopa de puerros y Nicholas siguió sentado con los brazos cruzados y la mirada malhumorada puesta en el fuego. Maese Ffrawney seguía mirando el relicario con una conveniente expresión de respeto reverente. No podían oír una sola palabra, por supuesto. Se estaba emitiendo en una frecuencia imposible de captar para el oído de los mortales.
—Deseo ofrecer una ferviente plegaria de agradecimiento. —Nefer se levantó y le arrebató la radio a Joseph de las manos—. Permitid que me marche, señor, para comulgar por algún tiempo con los santos.
Hubiera sido peligroso impedírselo. Joseph le indicó que se marchara y ella subió rauda las escaleras, dejando tras de sí un rastro de música. Joseph se frotó la barba con aire meditabundo. Extendió una mano hacia Jenofonte.
—Te acompañaré a tu caballo, buen amigo. Con vuestro permiso, Sir Walter.
Sir Walter agitó la cuchara hacia ellos para despedirlos. Salieron juntos. Yo me levanté y fui a sentarme con Nicholas. Nos miramos: estaba que echaba chispas. Pero a pesar de todo movió la pierna para acercarla un poco a la mía.
—¡Qué ocasión más jubilosa! —exclamó Maese Ffrawney cuando se dio cuenta de que nadie más iba a hablar—. Ahora es seguro que la buena fortuna y las bendiciones de los santos distinguen a los fieles de esta casa.
—Así sea.
Sir Walter no levantó la mirada de su sopa.
—¡Amén!
Maese Ffrawney miró con toda intención a Nicholas. Nicholas no se movió pero sus ojos se volvieron hacia Maese Ffrawney.
—Me pregunto —dijo con habla lenta y cansina— qué clase de curas milagrosas podrán esperarse de la santa pelvis de la Magdalena.
Oh, qué olor a testosterona. Roja y destellante, la lectura apareció de la nada para mostrarme los cambios experimentados en la química de la sangre de los tres hombres, acompañada por las estadísticas de la posibilidad de un estallido de violencia. Mi cuerpo se estaba ya moviendo por propia iniciativa pero mientras me levantaba para marcharme, toqué a Nicholas en el hombro.
—Maese Harpole —dije con voz temblorosa—. Hay algo que he visto desde la ventana que ha llamado mi atención. ¿Podríais acompañarme a verlo?
Con una última mirada de desprecio a Maese Ffrawney, Nicholas se puso en pie y me siguió fuera de la estancia. Lo llevé hasta una galería del segundo piso, muy lejos del olor a mono, y contemplé desde la ventana el paisaje lluvioso. A lo lejos divisé una cúpula dorada a la que señalar.
—¡Allí! ¿Qué es eso, por favor? —pregunté. Él lo miró por un instante.
—El tejado del aviario.
—Oh. Ya hemos estado allí, ¿verdad? Qué diferente parece desde aquí.
No dijo nada. Yo estaba mirando el suelo.
—No quería que llegarais a las manos con Maese Ffrawney —le expliqué.
—No hubiera sido cosa grave —esbozó una sonrisa amarga—. Le hubiera aplastado esa cabeza de hipócrita.
—La ira es un pecado, ¿no? Entonces debemos alegrarnos de que no hayáis pecado.
Asintió, un poco más calmado, y contempló la tormenta.
—Siento lo de la caja —dije al fin.
—¿Qué, ese Arca de la Alianza? —Se apoyó contra la pared y se volvió para mirarme—. Buen Jesús, señorita, menuda muestra de arrogancia papal. Y vuestro padre es un hombre instruido. La verdad es que cuanto más lo conozco, menos lo comprendo.
—Maese Harpole, no hay ninguna reliquia en esa caja.
—¡No!
Alzó las manos en un gesto de fingido asombro.
—Pero mi padre no se sentía entre gente en la que pudiera confiar y tenía que decir algo. La caja está... —pensé a toda prisa— ... está relacionada con sus estudios. Sus estudios más arcanos.
Nicholas esbozó una sonrisa lenta e incrédula.
—¿Qué? ¿Un mago? Maldición. Pero ¿no habíamos quedado en que nadie cree ya en la brujería?
—Más bien yo diría... —dirigí una mirada hacia el corredor y seguí hablando en griego—. Mi padre ha realizado algunos estudios relacionados con lo que vos podríais llamar alquimia. También matemáticas, y las propiedades de los cuerpos físicos.
—Ah. —De repente, parecía muy interesado—. ¿Queréis decir que es un filósofo hermético? ¿Ha estudiado a Vitrubio?
¿En qué me estaba metiendo? Realicé un acceso rápido y descubrí que estaba hablando de ciencia y tecnología primitivas, en la que en aquel momento sólo ciertas sociedades secretas y hermandades clandestinas estaban interesadas.
—Sí —dije con cautela.
—Entonces os entiendo. —Una suposición le iluminó el rostro—. Vaya, ahora todas las piezas de vuestra historia empiezan a encajar. Su medicina griega, su sufrimiento a manos de la Inquisición... y es evidente que ha estado en la corte del Emperador... y este minucioso modelo del Arca...
Se le abrió la boca. La cerró.
—Vuestro padre es judío —dijo en voz baja.
Recuerdo haber pensado con toda tranquilidad “Menuda tontería” justo antes de que la conmoción me golpeara con todas sus fuerzas. Vi a los hombres y los carbones ardientes de la pequeña habitación. Vi el rostro enfurecido del sacerdote, vi, vi, vi...
Balbuciendo una frenética negativa, empecé a arrancarme la manga, supongo que para mostrar las venas azules que demostraban que no era una chueta. ¿Pensabais que una criatura sofisticada como yo podría soportar unos pocos recuerdos malos? Pues resulta que aquél era el trauma central que Dr. Zeus había utilizado para dar solidez a mi adoctrinamiento, para que recordara siempre por qué trabajaba para ellos. Nunca habían querido curarme. Lo habían introducido en lo más hondo de mi cabeza, la batería que impulsaba mi corazón de máquina.
—Mira, mira...
Con un gran desgarrón de brocado, mi brazo desnudo apareció a la vista. Nicholas lo sujetó y me inmovilizó. Su rostro estaba horrorizado.
—¡Mira! —sollocé.
—¡Rosa!
—Mira... —una luz amarilla dejó de parpadear y un sonido se extinguió. Muy lejos, Joseph regresaba corriendo a la casa, presa del pánico. Nos vio en la ventana. Se detuvo. Nos miró.
Nicholas me había rodeado con los dos brazos y me había abrazado y me había levantado hacia sí. Su cuerpo era muy cálido y en la galería hacía muchísimo frío. Dejé de tiritar. Los sistemas se normalizaron.
—Vuestro padre no fue el único que estuvo en prisión —susurró, mientras me bajaba con cuidado—. También vos...
Algo en mi cara debió de decirle que se detuviera allí. Pero ahora volvía a tener el control de mí misma. Sí. Podía hablar.
—¿Tienes la menor idea —pregunté con tono mortificado— de lo que una acusación infundada como ésa puede suponer en España?
Asintió con lentitud, sin apartar los ojos de mi rostro.
—Podrías tener la sangre tan pura como el mismísimo Emperador, pero si ocurriera que fueras acusado —de nuevo empecé a respirar entrecortadamente—, sólo acusado...
Oímos unos pasos que se aproximaban por las escaleras. Nicholas miró hacia allí y me llevó por un pasillo hasta una escalera más estrecha. Ascendía tan empinada como una escalerilla. Subimos a toda prisa, yo sujetándome los faldones para no caer.
A través de una trampilla situada en la esquina de la pared se accedía a su cuarto. Era espartano y de pequeñas dimensiones y su tejado estaba alto e inclinado.
Había extendido la cama para acomodarla a su gran estatura colocando un baúl a los pies. Había libros apilados en todas las superficies planas. Había una silla junto a la ventana. Había una vela, erguida en medio de goterones de cera fría dejados allí por innumerables horas de lectura.
Me llevó hasta la cama y me sentó en ella y luego me tapó el brazo con la manga desgarrada. Me cubrió los hombros con la manta, por si tenía frío, y luego empezó a mirar en derredor con aspecto desamparado.
—Esperad —dijo al fin—. Volveré al punto.
Bajó las escaleras a toda prisa. Clunk, clunk, clunk, se oían sus pasos al bajar.
Me quedé sentada en su cama. Podía captarlo mientras descendía por la casa, presa de una gran agitación, envuelto en una interferencia cuando alguien le dirigía la palabra. En la radio de Nefer se oía ahora una pavana; no debía de estar pasando gran cosa en la boda real. Joseph se había desplazado treinta metros desde su posición anterior y estaba tratando de comunicarse conmigo.
¿Mendoza?
Vete al infierno.
No, en serio. ¿Estás...?
Sólo estoy avergonzada. Horriblemente avergonzada. Ahora, lárgate.
Se retiró educadamente. ¿Cómo podía volver a mirar a Nicholas a la cara? Era casi sedante tratar de leer los títulos de sus libros, desperdigados como estaban por toda la habitación. Veamos, aquél era el Enchridion Militis Christiani. Predecible. De Servo Arbitrio, predecible también. El Mammon Retorcido, se suponía que éste estaba descatalogado. ¿Cómo había conseguido una copia? El Prólogo a los Romanos, en inglés. Un Preservativo contra el Veneno de Pelagio. Vaya. Había empezado a llorar, pequeñas lágrimas fugaces. Me las sequé con rabia.
Clunk, clunk, clunk, allí estaba de nuevo Nicholas. Traía una pinta de algo humeante y una bola de hilo con una aguja clavada.
—Debo irme —le dije con toda la hispánica dignidad que aún conservaba—. Esto no es apropiado, señor.
—Primero debéis arreglar la manga, no vaya a ser que reparen en ella —dijo—. Y no creo que queráis que lo haga vuestra dueña, entregada como está a sus devociones.
—Es una mujer muy buena y muy estúpida —mentí—. Cree de veras que la caja contiene una reliquia y mi padre no ha creído apropiado sacarla de su error. Tampoco sabe nada de sus estudios privados. Confío, señor, en que no le hablaréis de ello.
—No lo haré. —Se sentó a mi lado y me puso la jarra en la mano—. Y ahora bebeos esto de un trago. Os calmará.
Enhebró con torpeza la aguja.
—¿Qué es?
Miré la bebida.
—Sack y huevos.
Oh, no. Pero el examen no reveló la presencia de ningún patógeno y olía bien, así que lo probé con cuidado. No estaba tan mal; algo así como el ponche de huevo. Bebí un sorbito y observé a Nicholas mientras remendaba mi manga con grandes y torpes puntadas.
—Bueno, Dios sabe que no soy sastre, Rosa, pero esto aguantará hasta que podáis arreglarlo por vos misma. ¿Sabéis manejar una aguja? —preguntó con voz seca.
—Sí.
—Eso está bien. Me complace ver que además de tanto griego, poseéis también alguna habilidad práctica.
—Sois demasiado amable —dije con frialdad.
—La amabilidad es un deber para cualquier buen cristiano, señorita, ¿no lo creéis así? —Siguió hablando en griego—. Escúchame. Lo que me has dicho hoy no lo sabrá nadie. Pero, dicho esto, debo advertiros una vez más de que ocultéis vuestro pasado. Hubiera sido preferible que me dejarais creer que vuestro padre era un agente del Papa que revelarme estos secretos. Creo que sois inocente y deploro vuestros sufrimientos pero aun en Inglaterra hay muchos que os verían arder gustosos. Aunque, Dios mediante, éste no se convertirá en un lugar tan terrible como España.
—España. —Reí en voz alta y tomé otro trago de mi bebida—. Os diré cuál el problema de España, señor. Nosotros leemos las Escrituras. Por ello hemos descubierto, mucho antes que el resto del mundo, que este Dios al que todos servimos es cruel e irracional. Estamos hechos a Su imagen y semejanza, ¿no es así? En España obtenemos placer arrastrándonos sobre los carbones candentes de Su voluntad.
—¡No! —Me tomó la mano—. ¡No creáis nunca semejante cosa! Debéis comprender que Dios es amor.
—¿Debo? —Tomé otro trago—. ¿El mismo Dios que envió unos osos para que devoraran a los niños que se estaban burlando de la calvicie de Su profeta? ¿El mismo Dios que masacró a Sus propios adoradores por tratar de impedir que se profanara el recipiente en el que Lo llevaban? ¿Amor, decís?
El viento sacudía las hojas y un frío torrente de lluvia azotaba la ventana. Permanecimos sentados, mirándolo.
Nicholas habló en voz baja:
—Ésta sí que es la obra del Diablo: no una mujer que rueda por el suelo y escupe sapos sino esto, la desesperación con la que dormís y despertáis.
Me encogí de hombros.
—¿Cómo podría salvaros?
Pero allí, mirad, había lágrimas de verdad en sus ojos. De repente sentí una oleada de afecto y deseé poder consolarlo. Ojalá hubiera podido contarle la verdad. No tenía que preocuparse: yo estaba salvada, era una de las pocas que heredaría de verdad el Mundo que Vendría, en aquel maravilloso y lejano futuro en el que todos los baños darán agua caliente y habrá cines en la luna. Era inmortal, iluminada y perfecta, ¿no? Pero judía no. No, no, absolutamente no, nunca, yo no.
—No temáis por mí —le dije—. Si vuestro Dios es en verdad lo que decís que es, me perdonará. Escapé con vida de las manos de la Inquisición; ¿no he pasado ya el tiempo que me tocaba en el Infierno?
—Yo no soy quien para juzgaros, desde luego —repuso mientras cruzaba los brazos—. Nunca he sufrido tanto como vos. Confío en que mi alma no titubee, si Dios decide ponerme a prueba de ese modo. ¿Y quién puede saber lo que ha de venir?
Qué fría era la tormenta que azotaba las ventanas.
Nicholas bajó las escaleras antes que yo para asegurarse de que nadie me veía abandonando su habitación y me llamó con señas cuando vio que el camino estaba despejado. Se inclinó ante mí, yo hice una reverencia y nos separamos.
Cuando entré en mi cuarto, Nefer estaba mirando la radio, que emitía música litúrgica.
—Te lo has perdido —me dijo—. Se acaban de casar.
—¿Quiénes?
—Felipe y María.
—Menuda dueña estás tú hecha.
Eché los brazos atrás para abrirme el corpiño.
—¿Eh?
—He estado a solas con un hombre en su cuarto y ni siquiera te has enterado —reí entre dientes, aunque con una vocecilla un poco aguda—. Ayúdame a quitarme esto, ¿quieres? Se me ha desgarrado la manga y...
—¿Desgarrada? —Se incorporó al instante—. ¿No habrás...? Creí haber oído...
—Nef, ¿quién te escribe los diálogos? —El trino de mi voz avanzó una nota más hacia Histerismo—. ¡Sí! ¿Ves? Loco de pasión me arrancó la manga. Resulta que le gusta arrancar la ropa.
—Oh, cierra el pico. —Se acercó y me ayudó con los cordones—. Aquí estoy, muerta de aburrimiento durante días y cuando por fin tengo algo interesante que oír...
—Toc, toc —dijo una voz desde el otro lado de la puerta—. Esconded esa ropa interior, chicas. Voy a entrar.
Entra Joseph, sonriendo y sacudiendo el sombrero para quitarle el agua de lluvia.
—Menuda tempestad tenemos ahí fuera. —Me miró los ojos, el sonido del coro cesó y una voz anunció:
Han escuchado el Agnus Dei interpretado por el coro de la Catedral de Winchester. Las cosas parecen bastante tranquilas junto al altar en este momento; Sus Majestades han recibido los Sacramentos y parecen estar rezando. Recordarán que se produjo una cierta conmoción cuando se anunciaron los nuevos títulos del príncipe. Se supone que fueron el regalo de bodas del Emperador, aunque se rumorea entre el pueblo que en realidad se trata de un soborno para conseguir que accediera al matrimonio.
—Sí, toda una perturbación eléctrica —continuó Joseph. Nefer me quitó el corpiño de un tirón y me lo dio. Yo lo apreté contra mi cuerpo, consternada.
—¡Estoy intentando oír la transmisión! —siseó. Joseph alzó las cejas y abrió la puerta que daba a su habitación.
—¿Mendoza?
Hizo un gesto. Lo seguí a su cuarto, al tiempo que volvía a meterme apresuradamente en el corpiño.
—Toma asiento. Sírvete una copa de moscatel. O mejor dicho, no te sirvas una copa de moscatel; ya has estado bebiendo. Yo me tomaré la copa de moscatel y tú puedes decirme por qué estas metabolizando alcohol con un corpiño roto.
—¿De dónde has sacado el moscatel? —pregunté muy calmada mientras me sentaba y juntaba las manos. Sí, estaba controlada por completo.
—Maese Ffrawney lo encontró. Ha estado trayéndome toda clase de cosas para demostrar lo buen católico que es. Vino. Dulces. Chismes. Y ya que hablamos de chismes, ¿quieres hablarle a papá de ello?
Se colocó frente a mí, probó su vino y se sentó.
—Se te da realmente bien ese papel, ¿verdad? —dije, no sin admiración—. Te has convertido en el perfecto Intrigante Español. Pero, ¿qué utilidad le encuentras a los chismorreos locales en un lugar como éste?
—Oh, te sorprenderías. —Se acarició la barba—. Ocurren montones de cosas extrañas y todas ellas están interrelacionadas y uno nunca sabe cuándo va a descubrir algo que le será útil más adelante. Trabajo para Miss Marple de vez en cuando. Pero la mayor parte del tiempo tengo la costumbre de meter las narices en todo por que se supone que el personaje que interpreto es un entrometido. Si soy fiel a todas las costumbres del Doctor Ruy, creo en él y todos los mortales a los que me encuentro creen también en él. La caracterización es muy importante en el transcurso de una misión. Tengo la impresión de que no lo has comprendido aún.
—Claro que sí —dije, acalorada—. Creo que estoy interpretando bastante bien a una adolescente española del Renacimiento.
—No. Tú eres una adolescente española del Renacimiento. Para ti no es un papel, todavía no. Aún tienes que cultivar ese pequeño distanciamiento entre tú y la persona que quieres que vean los mortales. Esa persona es tu máscara; esa persona es la que reacciona a las cosas que te ocurren; tú, tú misma, no te implicas emocionalmente; dejas que el personaje sea el que reaccione para que tú, personalmente, no pierdas el control. Como de manera tan lamentable acaba de ocurrirte hace bien poco.
Sentí que me hervía la sangre de rabia. Él tomó otro sorbo de vino.
—Bien. ¿Qué estaba ocurriendo en la galería con Maese Harpole?
—Fue tu estúpida explicación sobre la radio. ¿Por qué tenías que decir que contenía una reliquia sagrada? ¡Ya sabes lo que piensan los protestantes de esa clase de cosas! Así que le expliqué que en realidad era algo relacionado con tus investigaciones científicas y, ¿sabes una cosa, Don Inteligente? Llegó a la conclusión de que eras un j-j-judío secreto.
Silencio, interrumpido sólo por el zumbido lejano de un obispo que bendecía a Felipe y María.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Joseph al fin—. De modo que por eso se ha excitado tanto la pequeña Mendoza. Vaya por Dios. Qué tipo más listo este Harpole, ¿no? Se le da jodidamente bien advertir toda clase de detallitos sobre la gente y archivarlos en su cabeza. Así que ha construido una teoría sobre nosotros, ¿eh? Ha sumado dos y dos y le han salido cinco pero nadie más en la casa se ha dado cuenta de que había algo que sumar. Éste es precisamente el tipo de mortal que puede poner en peligro una misión. ¿Qué podemos hacer con Maese Harpole, Mendoza?
—¡No lo sé! —gruñí—. ¿Es que el Intrigante Español le va a poner veneno en la cerveza?
—Nada tan tosco como eso. Hablando de bebidas, ¿quién te ha dado el sack?
—Él me lo trajo —murmuré—. Y me cosió la manga.
—Muy bien, ésa es una buena señal. ¿Y se apartó horrorizado al descubrir tu supuesto origen étnico? No, es evidente que no. ¿Qué nos revela todo esto, Mendoza? Piensa.
—Que es brillante y tolerante y humano y está por delante de su tiempo. Es como uno de nosotros.
—Bueno, ahora sabemos lo que tú sientes hacia él. ¿Y él...?
—Le intereso —conjeturé—. Me tiene simpatía.
—Bingo. La vulnerabilidad puede ser muy atractiva. De modo que, ¿qué hacemos con Maese Harpole, Mendoza? Llevo diciendo desde el principio, a mi particular manera tosca y ruidosa con un puntito de placer, que vosotros dos hacéis la pareja perfecta.
—¡Debes de estar loco! Acabo de ponerme en ridículo delante de ese hombre.
—Oh, ya veo. Olvida que lo he mencionado. Oye, siempre he querido preguntarte esto: ¿te acuerdas de cuál era tu nombre mortal?
—¿Qué?
Me sobresalté.
—Tu nombre cuando eras mortal. En Santiago. Nunca supimos si eras tan pequeña que no lo sabías de verdad o si lo sabías pero tenías miedo de decírnoslo.
—La verdad es que no lo sabía.
Me empezó a sudar la frente.
Joseph tomó otro sorbito de vino.
—¿Recuerdas algo? —inquirió.
—¡No!
—Bueno. Supongo que no tenemos que preocuparnos demasiado sobre Maese Harpole. Ahora que sabe que soy un rosacruz, alquimista y cabalista, dejaré algunas pistas aquí y allá para corroborarlo. Cosas que satisfagan sus sospechas, ¿de acuerdo? Y estoy seguro de que las cosas se resolverán por sí solas.
Permanecí en mi habitación los cuatro días siguientes. Llovía sin parar, así que tenía excusa para ello, pero las comidas eran ocasiones embarazosas. Nefer me trajo pan y queso un par de veces; podía oírla escaleras abajo, informándoles de que Doña Rosa estaba indispuesta con aquella monolítica impavidez que era capaz de invocar a voluntad. Manejaba a la perfección su identidad falsa. Joseph estaba en lo cierto: tenía que trabajar más mi personaje.
Pero me sentaba en la cama y contemplaba la lluvia interminable e introducía los códigos de solicitud en la credencial e ignoraba a Joan cuando entraba para limpiar y escuchaba la radio. Había música todo el día, a veces en vivo. Por las tardes había noticias y por las noches un gran talk show: un miembro del personal de la estación tenía una identidad de abogado y había invitado a sus clientes a hablar de sus problemas en una habitación llena de micrófonos. En ocasiones los resultados eran hilarantes. Algunas veces, tendida allí de noche, escuchaba extraños sonidos electrónicos procedentes de la habitación de Sir Walter: Joseph se encontraba allí con su equipo de criptoherramientas, realizando alguna modificación secreta de las entrañas de Sir Walter.
También oía a Nicholas. Sus largas zancadas pasaban a veces por el pasillo y se detenían al otro lado de la puerta antes de seguir su camino. Permanecía despierto hasta tarde, antes de que se escuchara el crujido que hacía su cama cuando se tumbaba. Leía muchísimo. Yo me preguntaba lo que estaría leyendo a cada momento.
La quinta mañana amaneció luminosa y despejada. No había forma de evitarlo: sería un gran día para reunir especímenes raros de petunia o hinojo verde. Bajé las escaleras detrás de Nefer, tratando de pasar lo más inadvertida posible, y claro, como era de esperar, todo el mundo se encontraba en el salón y las cabezas de todos se volvieron hacia mí cuando entré en la sala.
—¡Vaya, bienvenida, Lady Rosa! —Sir Walter se puso en pie y se inclinó—. ¿Volvéis a estar entre nosotros? Confío en que nuestro aire inglés no os haya hecho enfermar.
—No, gracias, señor. Ya estoy recuperada —murmuré.
—¡Excelente! Desayunaréis naranjas a la manera española.
Oh, Dios, había un tazón con diez naranjas frente al lugar que yo solía ocupar en la mesa. Sonreí débilmente.
—Maese Harpole las ha traído en persona esta mañana. Yo pensaba que nunca teníamos más de tres maduras al mismo tiempo pero parece que les gusta este tiempo —continuó Sir Walter. Miré a Nicholas por el rabillo del ojo. Aparté la mirada.
Oye, me transmitió Nefer con tono severo. Esta gente está tratando de ser amable contigo. Compórtate.
Te estás tomando tu papel como dueña muy en serio, ¿no?, repliqué con brusquedad. Pero tenía razón.
—Me temo que no soy merecedora de tantas atenciones, Sir Walter, pero confío en que aceptaréis mi inadecuado agradecimiento por esta abundancia de naranjas.
Me incliné.
De modo que con la daga de mi corpiño empecé a pelarlas una detrás de otra y, mientras los demás se sentaban allí con sus huevos y sus gachas, comí naranjas hasta que me escocieron las comisuras de los labios. Nicholas seguía mirándome pero yo evitaba su mirada.
Justo cuando la comida estaba concluyendo, Maese Ffrawney entró aceleradamente en la estancia.
—Sir Walter, ha llegado un nutrido grupo de hombres a caballo, con la intención de ver el jardín. John les ha cobrado el penique y sólo aguardan un guía... vuestro trabajo, señor mío. —Hizo un gesto orgulloso de cabeza dirigido a Nicholas, quien se puso en pie y lo fulminó con la mirada—. Y han estado en Penshurst Place y parecen gente de alcurnia y noble cuna y... ¿queréis ir, Nicholas? Y un caballero, un tal Maese Darrel de Colehill, ha expresado en particular el deseo de hablar con vos, señor, así que he creído apropiado venir directamente a avisaros.
—Has hecho bien. —Sir Walter se puso en pie presa de gran excitación, con un temblor en las puntas del bigote. Prácticamente corrió hacia la puerta y entonces se detuvo, consciente de la presencia de los españoles en su salón—. Er, Doctor Ruy, las apariencias...
—No digáis una sola palabra, amigo mío —dijo Joseph mientras se ponía en pie con aire majestuoso—. Descubriréis que la discreción española es tan grande como el amor de las españolas por la fruta. ¿Doña Margarita? ¿Hija mía? Retirémonos. Siento urgentes deseos de rezar.
—Mil gracias —resolló Sir Walter y se marchó a toda prisa, seguido por Nicholas. Mientras salían, algo extrañó me llamó la atención.
Sir Walter era más alto.
¿Alzas en los tacones? No, no, era más alto de verdad, superaba con más holgura que antes los hombros de Nicholas y sus movimientos eran más ágiles. Los miré mientras se marchaban con cierto asombro. Los retoques clandestinos de Joseph empezaban a hacer efecto.
—Sí, un día de retiro y meditación nos hará bien a todos. —Escogió una naranja de las pocas que quedaban en el tazón—. Maese Ffrawney —se inclinó hacia él y salió de la estancia. Nefer se levantó y se apresuró a seguirlo, impaciente sin duda por oír las noticias de la mañana. Yo me puse en pie para ir con ellos pero Maese Ffrawney se interpuso en mi camino con aire vacilante e hizo una reverencia.
—Con vuestra venia, Lady Rosa —dijo—. Unas palabras tan sólo y ruego que disculpéis que me tome estas confianzas, pero debo hablaros.
Sentí que el puente de mi nariz se levantaba ligeramente.
—¿Qué os atribula, buen hombre? —dije con graciosa condescendencia.
—Con vuestra venia, señorita, es el hombre de Sir Walter, Nicholas. Abusa de Sir Walter, señorita, a pesar de que éste le profesa gran aprecio. El truhán es un hereje pernicioso y un obstinado lector de los Evangelios.
—Algo de eso había oído —le informé con solemnidad— y ruego a todas horas por su pobre alma. Pero no hace falta que os preocupéis, señor. Somos conscientes de que hay en Inglaterra muchos que adolecen de ese vicio.
—Sí, pero es que el de este hombre no es ningún vicio común, señorita.
Maese Ffrawney miró en derredor con aspecto inquieto. Me acerqué a él, interesada de repente en su historia. Convencido de que Nicholas no acechaba en las proximidades, Maese Ffrawney alargó el cuello y habló apenas con un susurro:
—Debéis saber, señorita, que en los últimos tiempos ha habido mucha apostasía y muchas prácticas perversas similares aquí en Kent. No sólo las nuevas herejías importadas de Alemania, sino también otras muy antiguas. —Bajó la voz un poco más—. Más de las que puedo contar a una doncella virtuosa, pero sí os diré que existía una comunidad de tales sujetos lascivos por estos contornos, personas jóvenes entregadas a la holgazanería, y la herejía y una de ellas, señorita —volvió a mirar a su alrededor— era Nicholas Harpole.
¡Uau!
—Estoy estupefacta y horrorizada —dije.
—Sí, señorita, así es, y a pesar de que estuvo a punto de ser colgado por su propensión a la pelea y la lascivia, tenía amigos en la Universidad que excusaron su comportamiento y lo enviaron aquí, para reposar como una víbora en el regazo de Sir Walter.
Se inclinó hacia delante con los labios apretados, asintiendo.
Yo estaba preparada para morirme de risa allí mismo pero en lugar de hacerlo aferré mi rosario y dije con la máxima gravedad:
—Por Santa María y San José, ¿cómo puede tal cosa ser posible? ¿Estaba entregado a la lujuria de la carne? Debéis comprender que no soy más que una joven inocente y he pasado toda mi vida en compañía de las buenas hermanas y no sé nada sobre las pervertidas prácticas sexuales de los anabaptistas.
Maese Ffrawney retrocedió ante la mera mención de la palabra y ambos nos persignamos.
—Razón de más, gentil señorita, para que os prevenga, pues tenéis que ir con este hombre a solas al jardín. Se rumorea (os ruego me disculpéis) que os han visto en el piso de arriba en su compañía, aunque ningún hombre de bien lo cree. ¡Pero, hacedme caso, cuidaos de ese Harpole!
Qué divertido, qué divertido.
—No temáis, buen hombre, pues atenderé a tan juiciosa advertencia. ¿Quién hubiera creído que era uno de esos pervertidos librepensadores?
—¡Ay, bien decís! Podría contaros tales cosas... Pero ya comprendéis qué clase de criatura es este Harpole, ¿verdad? No os dejéis engañar por la suavidad de su habla o su aspecto educado. Es el mismo Satán personificado.
—Seguiré vuestro consejo —le prometí—. Y ahora debo unirme a mi padre en sus plegarias. Buenos días, señor.
Subí las escaleras a toda prisa y crucé nuestra puerta sin apenas poder contener la risa. Nef estaba sentada en cuclillas en la cama, con expresión tensa. La radio estaba encendida, como de costumbre.
—¡A que no adivinas lo que me acaban de contar! —le dije con voz animada.
—Mendoza, es una entrevista con un mortal que cría vacas rojas de Alderney y como no me dejes oírla, convertiré tu vida en un infierno durante semanas.
—Bueno, perdóname.
Me disponía a salir de la habitación pero en el último momento me detuve. Por alguna razón no me sentía de ánimos para contárselo a Joseph. Así que me dirigí a la ventana y contemplé el brillante día.
Por todo el verde jardín había mortales que iban de acá para allá. El birrete de Nicholas apareció detrás de un seto y avanzó con lentitud a lo largo de éste hasta que emergió el propietario, tan alto en su túnica negra que los visitantes que lo seguían parecían muñecos. Dos damiselas vestidas de seda color borgoña, cuatro caballeretes con sombreros planos y emplumados. Uno de ellos estaba enzarzado en acalorada discusión con Sir Walter. Nicholas señaló un olmo especialmente notable y dijo algo sobre él, y todo el mundo lo miró con atención salvo Sir Walter y el cuarto caballerete. Yo los observaba como una diosa, asomándose desde el Olimpo.
Qué niña más engreída era aquella pequeña Mendoza. Pero también jubilosa, agradecida, llena de reciente confianza e intrigada. Había sabido desde el principio que en Nicholas había más de lo que se veía a primera vista. Un larguirucho apologeta de la Biblia es una cosa, pero un oscuro anarquista secreto de alma torturada, participante activo en orgías religiosas... ¡Bueno!
Mientras observaba a los mortales con una sonría fría y distante, Nicholas levantó de repente la cabeza y miró en dirección a mí. El corazón me dio un vuelco, me aparté de la ventana y retrocedí hasta el centro de la habitación.
No, buen señor, son buenas lecheras mis vacas. Mi Plata no tiene igual a la hora de llenar la jarra. Vaya, podría decir... La transmisión se disolvió en un estallido de estática causada por la distorsión de la frecuencia debida a mis sistemas. Nefer saltó como si le hubiesen pegado un tiro y me lanzó una mirada furibunda.
—Siéntate, maldita sea.
Me senté sumisa en la credencial y saqué los informes sobre análisis de muestras para ponerme a trabajar. Al menos ellos no me provocaban sensaciones inexplicables en la región pélvica.
Capítulo trece
Estábamos a mediados de agosto y era el primer día caluroso desde nuestra llegada. Unas pequeñas y raras plantas se habían dignado florecer, lo que significaba que yo tenía mucho trabajo.
Así que volvía a encontrarme en el jardín, recorriendo el verde laberinto en compañía de Maese Harpole y preguntándome qué podía decir aparte de:
—Decidme, ¿dónde crecen los mejores especímenes de Cochlearia officinalis?
Creo que también él debía de sentir una cierta timidez, porque al fin se aventuró a señalar:
—Por fin la estación calienta, gracias a Dios.
Debía de hacer veintiún grados al sol.
—Creo que en esta Inglaterra vuestra no tenéis más que una estación —dije—. No hay más que una primavera lluviosa durante todo el año. El poeta del Rey Arturo decía que la Isla de Avalon es un país estival, pero yo no lo encuentro así.
Nicholas esbozó una sonrisa ausente.
—No lo habéis entendido, señorita. Esa Isla de Avalon no es Inglaterra sino un país situado al oeste, al otro lado del mar.
—¿Irlanda?
—Tampoco; porque según tengo entendido los salvajes de esa tierra creen en una isla occidental donde las flores nunca se marchitan.
—¿Creéis que se refieren al Nuevo Mundo?
Sacudió la cabeza.
—Han arribado barcos al Nuevo Mundo —dijo en latín—. Y es un lugar terrenal, como Irlanda, sólo que es más grande y sus salvajes llevan plumas en vez de pieles.
El latín se había convertido en el idioma de nuestras conversaciones porque con él no había que estar constantemente desgranando perlas del lenguaje.
—Qué decepción. Seguramente esa Isla Bendita debe de estar en alguna parte —mantuve—. ¿Acaso al oeste del Nuevo Mundo?
Nicholas me miró de soslayo.
—Es un artificio poético —me informó—. Una fantasía, una metáfora sobre el deseo del corazón, que nunca puede colmarse aquí en la Tierra.
—¿Creéis que no existe ningún lugar en la Tierra en el que las flores siempre florecen y siempre hace calor?
Encontré un maravilloso ejemplar de caléndula y me agaché para examinarlo.
—Desde luego, uno puede encontrar un lugar así en el Ecuador. La Isla Bendita del poeta es una tierra en la que no existe el remordimiento humano ni el pecado.
—Ah, vaya, eso sí que es una fantasía, desde luego.
Tomé una rápida imagen holográfica.
—Confiemos en que no —dijo en voz baja.
Corté unas pocas yemas y las guardé en mi cesta.
—Pero ahora me acuerdo. Vos creéis que el hombre derrotará su naturaleza y alcanzará la perfección, aquí en la Tierra. Decidme, ¿cómo esperáis conseguirlo? ¿Qué haréis con la vejez? ¿O con la muerte?
Estaba muy ufana porque pensaba que poseía la respuesta. Pero él se sentó en la hierba, a mi lado, juntó las yemas de los dedos y dijo, con toda seriedad:
—Es evidente. Si los hombres dejan de pecar, no habrá vejez ni muerte.
—¿Cómo? —pregunté sobresaltada mientras dejaba mi paleta en la cesta.
—¿Habéis leído un libro de Miles Coverdale sobre la antigua fe? Sólo un momento. —Sacó un gastado librillo en cuarto de uno de los bolsillos interiores de la túnica y empezó a recorrer sus líneas con el dedo—. Dice, esto es en referencia a la caída de Adán y Eva... dice, parafraseando el inglés, que Dios creó al hombre con un alma inmortal y un cuerpo inmortal y que cuando Adán pecó, su carne se volvió mortal y sólo su alma siguió siendo inmortal. Ahora bien, dado que sabemos que el pecado en cantidad suficiente puede llegar a matar hasta al alma inmortal, ¿no podríamos deducir que la libertad del pecado podría preservar hasta el cuerpo terrenal de manera que durase para siempre? Leed la página, aquí.
Pero yo me limité a mirar la página sin verla. ¡De nuevo había acertado! Los hombres podían derrotar a la muerte, tal como él creía, sólo que la tecnología, y no la gracia, sería el arma.
Aunque, se me ocurrió de pronto, también habíamos acabado con el pecado, ¿no? Y no sólo abandonando el concepto: nosotros los eternos trabajábamos incansablemente por el bien del hombre. Aborrecíamos sus horribles guerras, su política, su codicia, su ignorancia y su derroche. Éramos perfectos. Bueno, no, perfectos no, exactamente, pero... Claro que, define perfecto.
—No es una idea que carezca de precedentes en las Escrituras. —Nicholas volvió a guardar el libro—. El profeta Elias, por ejemplo, fue llevado al cielo en carne y hueso, vivo.
Pero a mí también me habían llevado al cielo en una carroza de fuego. De alguna manera el pensamiento resultaba deprimente. Nada que ver con alma o espíritu: un truco mecánico, un deus ex machina. ¿Eso era yo? ¿Una hija de la máquina? Resulta aterrador el primer momento en que la tierra empieza a vacilar bajo tus pies.
Yo ni siquiera era un ser humano. Y aquel cálido mortal, con su nariz rota y su barbilla sin afeitar, que expresaba con tamaña confianza sus locas ideas, parecía encontrarse de pie en medio de una sala iluminada. Yo estaba fuera, en la gélida oscuridad, junto a una ventana sellada. Pero toqué su mano y él tocó la mía sin apenas darse cuenta. La cerró entre mis dedos y continuó hablando.
—El fin del pecado, por tanto, es el fin de la muerte.
—¿Es que no hay manera de escapar del pecado? —exclamé llena de angustia. ¿Debía permanecer atrapada en la misma conversación toda la vida?
—No para mí. Yo he pecado y sin duda moriré; pero he estado más cerca de la verdadera fe de lo que llegó a estarlo mi padre, y el niño que nazca mañana lo estará más que yo. De modo que mientras cada generación nacida trabaje incansablemente por la perfección del alma, Su Reino acabará inevitablemente por llegar a la Tierra.
Calla, calla, pensé. Era mi propio credo el que estaba expresando y eso me daba un miedo atroz. No había esperanza para él, sin duda iba a morir, pero él no importaba al lado del gran bien. No quería pensar en mi eterno laborar en generaciones de hombres aún por nacer, cuando Nicholas no sería más que polvo olvidado. Quería aspirar el aroma de su cuerpo mortal y escuchar los ritmos de su voz, sin comprender.
—Qué locura es, esa idea —dije—. Vivir para siempre en la Tierra. ¿Dónde iremos todos, decidme, si nadie muere? Lo próximo que vais a decirme es que los hombres viajarán a la luna y las estrellas.
Si empezaba a profetizar sobre viajes espaciales, me pondría a gritar. Pero él se limitó a encogerse de hombres y sonrió.
—Es tan posible como viajar a la Isla de Avalon —dijo—. Porque los hombres habrán de estar libres de pecado antes de poder hacer cualquiera de las dos cosas.
Bueno, al menos sobre eso estaba equivocado.
—Ya basta de tanto hablar del pecado, en el nombre de Dios —le supliqué—. Ahora estamos aquí, en este lugar precioso. ¿No es suficiente? ¿Este jardín y el sol y vos y yo y el pequeño unicornio?
—Pero el sol se pondrá esta noche, Rosa —dijo—. Y nuestras vidas durarán apenas un suspiro. Y los dos sabemos la verdad sobre el unicornio. ¿Qué nos sostendrá, salvo trabajar por el reino eterno?
Trabajo eterno. Dios mío, ¿no podía aquel hombre hablar de alguna otra cosa? ¿Qué sentido tenía ser tan pío con un cuerpo tan bien tallado como el suyo? Con un sollozo de exasperación lo cogí, tenso como estaba y lo besé para hacer que se callara.
Su primera reacción fue devolverme el beso. Lo hacía bien, tomó la iniciativa al instante y sus manos empezaron a hacer las cosas adecuadas. Besaba como un ángel de Dios. Figuraos.
Pero apartó la boca antes de que un solo cordón de mi corpiño estuviera suelto y me apartó de sí.
—No debemos —dijo.
Lo miré, muda de asombro. ¿No podía olvidarlo, fuera lo que fuese? Yo había dejado de temblar y había empezado a sentir calor en mi interior, verdadero calor, hasta en ese armario secreto lleno de fragmentos de cristal y platos rotos. Pero no podía, ¿verdad?, no podía porque Maese Ffrawney o el pobre Sir Walter o incluso algún inesperado turista de a penique podía aparecer en cualquier momento paseando por el jardín. Nicholas debía de haber aprendido a temer el escándalo si lo que se decía de él era cierto. Lo miré compungida y le dije:
—Así que el amor es también un pecado.
—¡No! —Me cogió la mano—. Ante Dios te digo que la carne es inocente. Pero aún eres joven y yo... —Se miró con nostalgia las grandes y finas manos. Las apartó—. Ojalá nunca hubiera pecado —dijo.
Caminamos por el jardín entonces, tal como se esperaba de nosotros y yo pasé todo aquel largo día llenando mi cesta de rarezas, cada una de ellas un sacrificio para salvar su especie de la extinción. El mejor trabajo del mundo, tal como aseguraba mi contrato.
Él no parecía mucho más feliz.
Aquella tarde me despedí de Nicholas en lo alto de las escaleras, me fui a mi habitación y empecé a trabajar en mi credencial, como la buena agente que se suponía que era. Trabajé hasta tarde sin descanso, y Nefer me trajo un plato con una especie de cena. Otorgué la inmortalidad a siete variedades diferentes de polen, tallo, rama, hoja y flor, en beneficio de alguna generación aún no nacida que lo agradecería algún día.
¿O no? ¿Apreciarían la milagrosa supervivencia de siete subespecies raras de una flor común? Seguramente que en el glorioso futuro al que todos nos encaminábamos, tales cosas le importarían a todo el mundo.
Sólo me distraían los pasos de Nefer, caminando de un lado a otro de la habitación. Era raro que se dejase perturbar por algo. Joseph pasó por nuestro cuarto para irse a la cama, alegre y relajado, riendo para sus adentros algún chiste privado. Debía de ser maravilloso encontrar la vida tan divertida.
A las once vino Nef y me dio una palmadita en el hombro.
—Apaga las luces —dijo con voz apagada. Apagué el ultravisor y nos quedamos a solas con la parpadeante luz de la vela para deshacernos mutuamente los nudos del corpiño.
—¿Qué te pasa? —pregunté.
—No hago nada aquí.
Suspiró.
—Oh. Sí, ya me he dado cuenta de eso.
Le deshice el último nudo, le tendí el corpiño y me di la vuelta. Sus dedos empezaron a tirar de los nudos que habían hecho aquella misma mañana.
—No es justo. Podría estar haciendo tantas cosas... Odio estos tiempos muertos, cuando te ves tirada seis meses en mitad de ninguna parte sin misión asignada. Al menos en España había ganado. Desde que llegamos aquí, no he visto más que dos bueyes y tres caballos. Espera y verás, ya te pasará.
—No estoy muy segura. Los animales domésticos escasean en algunas partes pero hay plantas en todos sitios —señalé.
—¡Ja! —Deshizo un lazo de un tirón—. ¿Hasta en el Sahara? ¿Has visto alguna vez una imagen de Nueva York Terminus 2100? ¿O de la Luna? Ni un puto cactus. Espera a pasar diez meses en el Bikkung metropolitano.
Absurdo. Estaba exagerando, sin duda. Aunque estaban los holos de las megalópolis del futuro, monolitos con millones de diminutas ventanas y, ahora que lo pensaba, no recordaba haber visto una sola brizna de hierba en ellos. Pero si eso es lo que el futuro nos depara...
—Nef —le pregunté—. ¿Alguna vez te planteas las cosas?
—¿Qué cosas?
Se quitó la falda y la estructura de alambre se plegó y cayó al suelo con un suave crujido. La llama de la vela bailó.
—Sólo... cosas.
—¿Te refieres a Dr. Zeus?
Me miró como si estuviera loca.
—Bueno, no —mentí.
—O sea, sí, en este momento estoy jodida y algunas de mis misiones han sido en lugares horribles pero el trabajo es, bueno, el trabajo, ¿no? ¿Cómo podría nadie plantearse eso? ¿Quién preferiría estar muerto?
—Sí, claro —dije.
La vela se había apagado y la casa estaba en silencio. Y todas las voces habían callado y todas las horas de trabajo habían terminado. Estaba sola en la oscuridad, sudando, enferma de puro terror por los años eternos.
Nicholas Harpole estaba sentado en su habitación, leyendo. Brillaba como su propia vela a través de las paredes. Podía oír su respiración. Estaba excitado. Eso era, ese cambio en el olor. Cerró el libro. Snap. Apagó la vela. Sst. Se quitó la ropa, un crujido, se metió en la cama.
Mientras él enterraba los pies en la cama para calentarlos, los míos tocaban el suelo helado. Nadie hizo un solo movimiento para detenerme. Salí a hurtadillas de la habitación, crucé el oscuro y largo pasillo, atravesé la casa, amenazada por las sombras que se cernían sobre mí desde todas direcciones. No corrí. Encontré el camino hasta el ático y abrí la portezuela de aquella habitación estrecha y alta en la que dormía.
Estaba sentado en la cama, en mangas de camisa, mirándome. Yo me había quedado de pie, en camisón. Oh, el suelo estaba frío. ¿Qué podía decirle?
—Me he perdido —dije. Ja ja. Pero era cierto.
—Pensad, señorita —susurró Nicholas—. Pensad en vuestro honor. Considerad lo que hacéis.
Pero al mismo tiempo que lo decía se movía para hacerme sitio, apartaba las sábanas con aquellas manos soberbias.
—Da mucho miedo perderse. —Me aproximé—. Y también tengo frío, señor.
—Estarías más caliente en la cama —asintió.
—¿Podéis remediar esta pérdida mía?
Me senté en el borde. Él extendió el brazo en la oscuridad y me atrajo hacia sí.
—Vaya, señorita, os he encontrado. ¿Cómo es entonces que andáis perdida?
Me atrajo más cerca, con un momentáneo respingo cuando mis pies helados tocaron sus muslos, y se inclinó sobre mí para darme un beso. Oh Dios, era muy cálido y su boca sabía bien y su cama olía a libros y a masculinidad y a noches en vela. Estaba desnudo bajo la camisa y yo lo estaba bajo el camisón.
—¡Bienvenida! —Emergió del beso riendo—. Si no hubierais venido aquí, juro que habría sido vuestro eterno y casto amigo, pero mi pobre Fray John no me hubiera dejado dormir tranquilo.
—¿Fray John?
No podía creer lo que oía.
—Vaya, claro. El erguido monje con su capucha que siempre me insta a buscar lugares santos. —Ahora los dos nos estábamos riendo en voz baja—. Quien querría vivir siempre en estado de contemplación en alguna celda estrecha y oscura, quien, um, derrama grandes lágrimas de remordimiento por mis pecados... Quien... quien... oh, al diablo con las metáforas.
Nos besamos con avidez; pero mis miedos no habían desaparecido aún.
—Todo lo que me habían contado es una mentira. —Me aferré a él—. Y he caminado demasiado tiempo por un camino del que no hay regreso, pero debe de haber una manera de dar la vuelta. Debe de haberla. No puedo tomar ese camino, aunque conduce al Paraíso.
No muchos hombres se hubieran preocupado por mi estado espiritual en aquel momento pero Nicholas alzó la cabeza y dijo con seriedad:
—Dulce amor, todos iremos al Paraíso. Aquí, ahora, de esta manera placentera y lánguida con la carne; pero también a través de la gracia. Yo haré que vuelvas a amar a Dios.
—Así que buscas mi alma —murmuré y levanté la mirada hacia él. Aquello era más excitante, más perverso aún que nuestra desnudez. Y me di cuenta de que también a él se le antojaba así: las aletas de su nariz temblaban y se inclinó para besarme, pero esta vez con lentitud y nos pusimos manos a la obra. Me pregunto si el lector avispado habrá supuesto lo que ocurrió a continuación. Si es así, ¿te estás riendo? ¿De veras?
Nuestros cuerpos han sido construidos como santuarios inexpugnables. Estamos entrenados para huir de cualquier amenaza contra su integridad; y si no podemos huir, para luchar. Nuestros sistemas lo ordenan, no podemos evitarlo.
Pero aun ahora aprieto los dientes al acordarme. Se apoyó sobre el codo y me miró, mientras se tocaba con cuidado la mejilla en la que acababa de golpearlo. Tuve que volverme y llorar.
—Posees dos mentes, según parece —señaló, una afirmación tan extravagante y sin embargo tan próxima a la verdad que estuve a punto de ceder a la histeria allí mismo. Me rodeó con sus brazos (hombre valiente) y me apretó contra sus hombros.
—Vamos, vamos, ya está. ¿Es eso todo? Vaya, amor mío, no hay que avergonzarse de temer los primeros pasos de la danza. Dejaremos por ahora los brincos, nada de gallardías saltarinas. No, no. Una lenta pavana será más del agrado de la dama, diría yo. Una danza tranquila, que pueda ser aprendida con facilidad por cualquier damisela. No lo estropearemos con las prisas.
—Mi cuerpo es el que está aterrorizado —traté de explicarle—. No yo.
Pacientemente, me abrazó hasta que mis sollozos cesaron. Entonces se apartó para mirarme los ojos y me dijo:
—Vaya, ¿por qué has jugado conmigo a los juegos de la lascivia? No hubiera querido hacerte daño por nada del mundo, Rosa.
—He venido porque te amo —dije en mi defensa; pero entonces me di cuenta, con un cierto horror jubiloso, de que era cierto—. Nunca había amado a nadie en toda mi vida y estoy aterrorizada.
—La carne es el consuelo de la carne —dijo—. Pero no, creo, el remedio para tus temores.
—No eres tú lo que temo —protesté.
—¿Qué, entonces? —dijo.
Debí de tardar demasiado en dar con una respuesta porque los pensamientos empezaron a agolparse detrás de sus ojos y se volvieron pequeños y suspicaces.
—¿Te ha pedido tu padre que vinieras aquí?
Aquello se acercaba tanto a la verdad que me quedé sin aliento y él interpretó correctamente el indicio. Se le arrugó la frente aún más. Sabía que tenía que intentar arreglarlo, así que dije:
—Me ha aconsejado que os complaciera, señor, lo admito.
—¿Qué clase de hombre enviaría a su hija virgen...? —empezó a bramar.
Me apresuré a intervenir.
—Pero de manera honorable, señor, como corresponde a una doncella. Quiere que me case bien y, preocupado como está por mi bienestar y felicidad, me aconsejó que buscara marido entre los ingleses.
—Por seguridad —murmuró Nicholas.
—Podría ser.
—¿De qué tormenta huye? Está metido en negros manejos, vuestro padre, ¿no es así? Y eso es lo que os enferma y hace palidecer.
Me aferré a él. Que pensara él lo que quisiera. Yo ya no sabía lo que pensaba.
—Es cierto —le susurré al oído—. No quiero parte en su vida. Deja que me quede aquí contigo. Escóndeme, amor.
Soltó un largo suspiro, un sonido colérico y suspicaz, pero sus manos volvieron a moverse sobre mi piel.
—Dime la verdad, Rosa —dijo—. ¿A qué le temes?
—A tantas cosas que las he olvidado todas —dije con voz fatigada—. Pero te he pegado porque temía que me desgarraras y me hicieras sangre.
Soltó una carcajada arrepentida.
—Confío en ser capaz de desatar un lazo con más destreza. ¿Quieres ponerme a prueba, amor mío?
Lo besé en el mismo sitio en el que le había pegado. Con gran cuidado y gentileza empezó de nuevo el juego.
—Alguna orden debiera encargarse de la educación de las vírgenes, para asegurarse de que no llegan a sus manos viejos romances —gruñó con voz complacida—. Pues en éstos leen de aquella doncella que estuvo a punto de morir cuando fue amada por vez primera por su amante o de aquella otra que manchó diecisiete sábanas de lino cuando fue desflorada, desmayada de amor, y yo te aseguro que no es así. Mira, Fray John te dará un pequeño sermón sobre el particular —y empezó a hablar con una vocecilla temblorosa.
—Ahora debes saber, chiquilla, que lo que ocurre entre un hombre y una doncella no es ninguna ordalía sino más bien un placentero intercambio, como bien saben tantísimas muchachas del campo que nunca han perdido ninguna de sus virtudes por hacer el caso debido a un sencillo y bienintencionado príapo. Digo más, que nuestro Señor, que nos ama más allá de toda medida, ha ordenado que este comercio sea de mutuo placer para las dos partes, como bien puede leerse en las Escrituras, allí donde se dice: Oh, que me ofrezca un beso tu boca, porque tus pechos son más dulces que el vino y...
Así que mientras me estremecía en sus brazos, loca de contento y de risa, él aprovechó el momento; con tal cortesía que mi castillo, como si dijéramos, se rindió sin ofrecer más resistencia.
Y como el manzano entre los árboles del bosque, así fue mi amado entre los hijos. Etcétera. ¿Qué no daría yo por recobrar aquella noche, aquélla entre todas mis noches? Lo que daría, ninguna flota alcanzaría a albergarlo en sus bodegas; ninguna caravana de mulas podría llevarlo.
Capítulo catorce
En la mañana aún negra me guió escaleras abajo, y al llegar al último escalón nos abrazamos y besamos y entonces él volvió a subir corriendo a su cuarto.
Cuando finalmente regresé a mi cuarto, el cielo de levante empezaba a iluminarse. Nuestras ventanas daban al este, así que todo se veía resaltado en negro contra ellas; con especial claridad, los postes y las sabanas de la cama, y el perfil egipcio de Nef allí donde se encontraba, sentada y contemplando el amanecer. Se volvió hacia mí.
—¿Estás bien? —preguntó.
Yo sólo sonreí, del modo que una sonríe cuando tienes diecinueve años y es una mañana de verano en Inglaterra y acabas de descubrir el Paraíso en la Tierra. ¿Había estrellas en mis ojos? Supongo que sí. Me acerqué y me senté con cuidado en el borde de la cama.
—¿Sabes una cosa? —le dije—. Durante toda mi vida me han estado alimentando con auténtica basura sobre los mortales. Pues son iguales que nosotros, y algunos de ellos —pausa dramática aquí— son mejores.
El pesar que se pintó en su rostro tenía un millar de años de antigüedad. No lo comprendí, así que lo ignoré.
—He pasado la noche con un hombre que posee el intelecto del mismo Dios —continué sin poder detenerme—. Y un cuerpo a juego. Está iluminado, no conoce el miedo, va setecientos años por delante de su tiempo. Lo único que lo diferencia de ti o de mí es el hardware.
Ella asintió y dijo:
—Vaya...
—La cuestión es que he estado todo este tiempo operando con un increíble complejo de superioridad sobre esta raza que produjo a Caligula y Hitler y otros monstruos como ellos, y he ignorado el hecho de que la misma raza es capaz de producir Da Vincis y Shakespeares. ¿Cómo podemos ser tan arrogantes?
Se encogió ligeramente de hombros y dijo:
—Algunas veces...
—O sea, hay un mundo entero en el que nunca me había parado a pensar. Debe de haber millones de individuos inteligentes y sanos cuyas vidas están tan llenas de significado como las nuestras y si no fuera por los capullos aberrantes que joden a todos los demás, probablemente estarían de camino a la civilización perfecta. Es trágico. Tenemos que ayudarlos. O sea, nos hicieron para eso, ¿no? Provenimos de ellos. En cierto sentido, somos ellos. ¿No?
Qué infinita fue la ironía que se dibujó en la sonrisa de Nef, en aquella millonésima mañana de su vida.
—Sí y no —dijo.
—¿Qué quieres decir? —salté con impaciencia en la cama.
—Ya lo descubrirás.
—Oh, mierda. —Me subí a la cama de un salto y me arrastré hasta mi lado—. No te pongas metafórica conmigo. Y además... ¡Además! ¿Por qué a nadie se le había ocurrido la idea de advertirme sobre lo que ocurre cuando... cuando... por primera vez? ¡Pasé a modo de defensa automático y estuve a punto de hacerle daño!
Por lo menos se encogió.
—Lo siento —dijo—. Creía que lo sabías.
—Bueno, pues no y ha estado a punto de estropearlo todo —dije con aire contrariado, mientras me cubría dando un tirón con la mayor parte de las mantas.
—El hombre ha de ser muy cuidadoso y tú debes relajarte un montón —me explicó.
—Gracias, ya lo he averiguado sola. —Me enterré entre las almohadas—. Y ahora voy a dormir durante horas y horas, no bajaré a desayunar. Puedes decirles lo que quieras.
Hay que decir en su favor que Nef no cogió la vela y la utilizó a modo de garrote contra mi cabeza. Se limitó a suspirar y a salir de la cama para pasar su día número dos millones.
Cuando desperté, estaba tan contenta como si fuera mi cumpleaños y alguien hubiera entrado de puntillas en el cuarto y me hubiera dejado una rosa sobre la almohada.
Bueno, ¿quién quería trabajar después de aquello? Yo no, desde luego, ni Nicholas Harpole, pero el trabajo nos ofrecía la excusa que necesitábamos para salir solos al jardín. Hasta nos favoreció su Dios con un milagro, pues dejó de llover; y eso, que siempre es un milagro en esa maldita tierra verde, lo fue aún más aquel verano en que el Príncipe Nubarrón se encontraba en la isla.
Ahora que llega el momento de hablar de lo que hacíamos juntos, siento cierta renuencia a ponerlo por escrito. Sí, sin la menor duda es dolor lo que siento. Hay una puerta cerrada, ¿lo veis?, con bisagras rojas como una costra de sangre: chirría cuando alguien la abre y trata de volver a cerrarse pero a través de la estrecha rendija puedo ver el color verde.
Hierba crecida en la que nos habíamos tendido, en pleno corazón del laberinto, y las florecillas blancas del seto que despedían un olor dulce, como el del semen. Yo me había llenado la falda de ciruelas damascenas y hacíamos turnos para comerlas y leernos el uno al otro De Inmensa Misericordia Dei. Aun puedo ver la explosión de verde en su ventana, las hojas estivales agolpándose como si estuvieran a punto de saltar sobre nosotros cuando yacíamos desnudos en su cama. Teníamos un plato de moras y un jarro de vino de Renania y él tenía una mandolina sobre el regazo, por decencia, decía; sus grandes manos cerradas sobre los trastes, pulsaba las cuerdas. Había sudor sobre su piel clara. Me enseñaba canciones.
Es muy doloroso, de verdad. Pero necesito recordar la luz de sol teñida de verde que se filtraba en el gran salón, donde nos mirábamos a hurtadillas por encima del desayuno. Su pie buscaba el mío por debajo de la mesa. Pelaba naranjas para mí en grandes serpentinas de oro. Yo las comía para él de formas sugestivas, elocuente con los labios y la lengua. Dios sabe lo que pensarían los criados.
Podéis reíros si queréis de la desnudez de mi corazón pero os diré esto: todas mis horribles expectativas cayeron al suelo como pájaros de piedra. Con cada acto sexual, con cada variación, cedían las capas de miedo para revelar un lugar que nos era común a ambos, un confortable pasatiempo.
No es que la obsesión muriera... Dios, no podíamos quitarnos las manos de encima. ¡Qué encuentros en el laberinto, qué explícitas y apasionadas notas en griego nos dejábamos! Pero se convirtió en algo inocente. O puede que pleno sea mejor palabra. Agradable y normal, como el comer. Sin sensación de pecado. Menudo descubrimiento para mí, ¿eh?
También nos enfrentábamos en juegos mentales, él seguía haciéndome preguntas oblicuas sobre alquimistas y yo contestaba con comentarios casuales sobre las sectas anabaptistas. Discursos estimulantes como contrapunto a nuestros juegos.
Y ya basta de idílicas escenas de sexo. Hicimos lo que hicimos y ahora ya lo sabéis.
Nef estaba encantada, porque ahora tenía la cama para ella sola y podía escuchar la radio hasta la hora que le venía en gana. Es cierto que normalmente lo único que emitían era la predicción del tiempo y un programa nocturno de madrigales a cargo de un popular grupo de castrati; pero esas cosas también os consolarían a vosotros si estuvierais atrapados en un caserón campestre y la única otra mujer que hubiera en el lugar fuera más joven que vosotros y estuviera viviendo una tórrida historia de amor. Joseph hizo algunos comentarios sobre lo estupendo que era el primer amor mortal que uno vivía. Aparte de eso no dijo gran cosa, pues en aquel momento estaba bastante ocupado con otros asuntos.
En agosto, la Reina María y su consorte Felipe se trasladaron a Londres, donde al instante empezaron a caer chuzos de punta sobre los londinenses, quienes a pesar de ello se obstinaron en ofrecer toda clase de elaborados espectáculos para su Sombría Majestad. Recuerdo dónde me encontraba cuando oí cómo descendía flotando la emisión desde la ventana abierta de Nef: en el centro de un claro de setos, en compañía de Nicholas. Estábamos manteniendo una furiosa discusión postcoital sobre Savonarola. Nicholas defendía y yo atacaba.
En septiembre hubo nuevas noticias sobre lo mal que lo estaban pasando nuestros paisanos en Inglaterra. En alguna parte del país había un quejumbroso hidalgo con gonorrea que se preguntaba qué había sido del médico privado por cuyo pasaje había pagado. Cuando le resultaba conveniente, Joseph era capaz de desaparecer en tránsito como un cheque.
Corrían rumores sobre revueltas, sobre barricadas y traiciones imperiales; pero no salió nada de ellos y el sol siguió brillando. No, fue en nuestro propio y luminoso Jardín donde empezaron los problemas.
La gente había advertido que el color regresaba al cabello y la barba de Sir Walter, pero hasta los criados lo habían atribuido al uso de un tinte sencillo, bien que bastante sutil. Cuando empezó a toquetear y pellizcar a las doncellas de la cocina, la servidumbre lo achacó a la menopausia masculina. Chochez, lo llamaron. Pero el día que se derrumbó en la mesa en pleno desayuno, presa de un ataque, nadie supo qué decir.
Nicholas y Maese Ffrawney, Nef y Joseph y el mayordomo y los dos mozos de cocina y yo misma, todos lo miramos horrorizados. Daba patadas. Echaba espumarajos por la boca. Gruñía. Ups, transmitió Joseph. En voz alta, dijo:
—Vaya, sufre de epilepsia. Qué raro que nunca me lo mencionara.
¿Qué quieres decir con Ups?, le pregunté y Nef repitió mis palabras. Nos ignoró mientras Nicholas y él se arrodillaban junto a Sir Walter. Con algún esfuerzo, lograron apartarlo de la mesa para que no se descalabrase e hicieron todas las cosas que se deben hacer para ayudar a un epiléptico. Mientras Nicholas estaba ocupado desabrochando cordones, Joseph partió discretamente una cápsula sobre la pulsante vena de la sien de Sir Walter.
—Nunca había tenido un ataque tan fuerte —dijo Nicholas, boquiabierto, mientras esquivaba un zapato arrojado por los aires.
—Bueno, puede que haya tomado un exceso de algo que aumente los humores sanguíneos en el cerebro —dijo Joseph. Fingió tomarle el pulso—. Anguila, ostras, o acaso pastel de venado. ¿Hmmm?
Pero ahí metió la pata porque su tono era demasiado frívolo y despreocupado. Supongo que estaba terriblemente sorprendido o de otro modo no hubiera cometido un desliz semejante. Y sólo fue un desliz; pero Nicholas lo percibió, a pesar de que al resto de la concurrencia le pasó inadvertido. Dirigió a Joseph una mirada rápida e inquisitiva.
Cuidado, transmití.
Un pequeño error en la dosis, replicó Joseph. Debe de haber vuelto a probar el bacon. Mira que se lo advertí. Sir Walter se convulsionó una última vez y se quedó inmóvil, aparentemente inconsciente. Joseph pidió un cojín y se lo colocó bajo la cabeza con gran cuidado.
—No hay razón para alarmarse, buenas gentes —dijo en voz alta—. Sin duda este afortunado incidente era sólo el resultado de una dieta inmoderada.
Sir Walter abrió los brazos y las piernas y empezó a cantar como un gallo.
—¡Que Dios nos bendiga! —chilló Maese Ffrawney—. ¡Tiene el Diablo dentro!
Tanto él como los mozos de la cocina se persignaron. Lo mismo hicimos Nefer y yo, con cierto retraso. Joseph estaba demasiado ocupado tratando de sujetar sus brazos.
—¡Ya lo tengo! —gritó—. Es una, eh... efusión de bilis melancólica en el hígado. La Condesa de Alcobiella sufría el mismo mal. Por favor, joven amigo, llevémoslo a su cama.
Entre Nicholas y él cargaron a Sir Walter, quien sonreía como un idiota y se debatía entre los dos. Cuando estaban cerca del final de la escalera, el viejo empezó a aullar:
—¡Dookies! ¡Dookies! ¡Dookies!
Yo estaba demasiado aterrada como para reír. Nefer miró los rostros pálidos que la rodeaban y sacó su rosario.
—Recemos —dijo con firmeza—. Roguemos a la Virgen María por Don Walter. Ave María, Gratia plena...
Murmuramos juntas. De vez en cuando levantábamos por un instante la mirada hacia el piso de arriba, del que venían golpes y ruidos. Por fin se hizo el silencio. Tras tres cuartas partes del rosario, Nicholas bajó lentamente las escaleras. Su rostro estaba impávido, muy serio. Corrí hacia él.
—¿Cómo está el buen hombre? —exclamé. Me miró; a continuación se volvió hacia los demás y dijo:
—Por la gracia de Dios, Sir Walter está durmiendo en este momento y su ataque ha pasado. El doctor dice que se pondrá bien —y mientras Nef y los demás reanudaban sus plegarias, me cogió del brazo y me arrastró al exterior.
—¿Qué pasa, en el nombre de Dios? —dije mirándolo. Se alejó cierta distancia de la casa y me miró.
—Acabo de ver algo que no puedo comprender —dijo.
—¡Por Dios, no lo dudo!
Miró a su alrededor antes de replicar en griego:
—Quiero decir, aparte de la extraordinaria visión de un caballero de edad provecta aullando como un cuco delante de toda su casa. No es el primer hombre que enloquece. No, amor mío, cuando llevamos a mi señor a su habitación, le quitamos el jubón para que tu padre pudiera sangrarlo.
»Ahora bien, cuando Sir Walter era joven, sirvió a las órdenes de nuestro rey en Francia y recibió una herida en el campo de batalla (o puede que se la hicieran unos ladrones en una taberna, cierta noche; he oído las dos versiones). Sea como fuere, lo cierto es que tenía una gran cicatriz a lo largo de las costillas.
—Tenía —dije, intranquila.
—Sí. Pretérito imperfecto. Ahora no hay allí más que una pequeña línea rojiza, como un trazo de tinta escarlata. ¿Cómo es esto posible, Rosa?
Aspiré profundamente.
—Bien, ¿y piensas que es brujería? Es medicina, nada más. Todos los charlatanes de feria tienen una pócima que elimina magulladuras y cicatrices. El remedio de mi padre funciona, eso es todo.
Nicholas se relajó un poco.
—Desde luego es un gran remedio para las cicatrices. Mientras no se lleve la vida de Sir Walter junto con ellas, todo irá bien. Ruego que tu padre sepa lo que está haciendo, Rosa, o la gente empezará a murmurar que ha sido un asesinato. Y brujería, muy probablemente, o cualquier otra cosa que se les pase por la imaginación.
¡Mendoza!
¡Estoy ocupada!, transmití.
También yo, y necesito que alguien me pase los instrumentos. Ahora. ¡Ahora mismo!
—Tu consejo no caerá en saco roto —le apreté el brazo—. Iré a advertir a mi padre ahora mismo.
Me siguió con la mirada mientras me recogía la falda y corría de regreso a la casa.
Escaleras arriba y escaleras arriba y las malditas escaleras arriba montando un escándalo, seguida por las miradas de los suspicaces criados. Muy bien, ¿dónde estás?
Aquí. Oí un cerrojo en una puerta cercana y la puerta se abrió lo justo para dejarme pasar. Era una habitación estrecha, parecida a una celda. Una vez dentro, me quedé boquiabierta y retrocedí ante lo que vieron mis ojos, como si me hubieran empujado físicamente hacia la pared.
Sir Walter estaba tendido sobre una mesa cubierta por un tapete de color verde, sonriendo y tan muerto como un pedernal. Tenía que estar muerto: su piel estaba de color gris, su mirada era tan vidriosa como la de una muñeca y le había abierto el pecho, cuyo contenido estaba a la vista. Joseph estaba inclinado sobre la sanguinolenta cavidad, trabajando de forma frenética con pequeñas herramientas. Había órganos por todas partes.
—Oh, Dios mío, lo has matado —dije.
—Cierra la boca y pásame esa caja —siseó Joseph. Demasiado aturdida para discutir, hice lo que me ordenaba: era un componente de baquelita de color rojo del tamaño de una caja de cerillas, del que salían un par de diminutos alambres. Me lo arrancó de las manos y lo introdujo en el pecho del mortal.
—Tenazas —demandó—. ¡Maldito regulador defectuoso!
—¿De verdad crees que puedes revivirlo? —me acerqué un poco más para mirar dentro del agujero mientras Joseph revolvía en su interior de manera frenética. Repugnante.
—Sí. ¡Coge ese hemoestimulador y méteselo por la nariz!
Empecé a reír en voz baja a pesar del horror que sentía. De alguna manera logré encontrar la delgada y puntiaguda herramienta y se la introduje a Sir Walter por encima del bigote. Joseph gruñó.
—¡Más adentro!
De repente, un montón de luces de colores se encendió en el interior de Sir Walter y empezó a parpadear, sobre sus pulmones y su corazón y su hígado, como si sus órganos estuvieran celebrando una fiesta. Era bonito, de una manera horripilante. Uno de los pulgares de Sir Walter empezó a sacudirse de un lado a otro.
—Bien. Estupendo. —Joseph abrió las tenazas, se apoyó con todas sus fuerzas sobre ellas. Algo emitió un ligero “clic” y el parpadeo de las luces se detuvo, reemplazado por un brillo suave y continuado—. Y ahora sácale el hemoestimulador de la nariz.
Obedecí con mucho cuidado y dejé el instrumento sobre un balde de esterilización. Las luces siguieron brillando. Joseph exhaló ruidosamente y empezó a suturar a Sir Walter.
—Si no me necesitas para nada más... —me moví hacia la puerta.
—No, espera un momento. Tu novio ha visto algo que no le cuadraba, ¿verdad?
—¿Te refieres a algo así como cicatrices que desaparecen por sí solas? ¡No es ningún idiota! Pero no te preocupes, ya se lo he explicado. —Me apoyé en la pared y crucé los brazos, sonriendo—. He hecho mi trabajo. Tu pequeño error no dejará sospechas duraderas en su mente.
—No ha sido mi pequeño error, listilla. ¿Ves esto? —arrojó algo al esterilizador. Una pequeña caja de baquelita, idéntica a la primera sólo que cubierta por una fina capa de sangre y tejido—. Defectuoso. Como le ponga las manos encima a Flavius...
—Uau. ¿Qué se supone que hace?
—Se supone que regula la liberación de la tribrantrina pineal 3, no que suelta la dosis de una semana entera de una sola vez.
Alargó la mano hacia el sellador de piel.
—¡No! —Me eché a reír—. ¡No me extraña que se volviera loco! ¡Has tenido suerte de que no se haya subido a un árbol!
Joseph se limitó a lanzarme una mirada furibunda mientras suturaba con nueva carne las heridas de Sir Walter y mi risa fue apagándose. Al cabo de un instante, tuve una idea inquietante.
—Y por cierto, ¿cómo es que le estás dando tribrantina? Pensaba que sólo era para nosotros.
—Es un caso especial. —Dejó el sellador a un lado y cogió el retocador—. Se le puede dar a los mortales y les hace lo mismo que a nosotros. Lo único que pasa es que su organismo no aprende a producirla por sí solo, como el nuestro. Y cuesta una fortuna.
—Pero los volvería inmortales, ¿no?
—No. Pero sus cadáveres tendrían un aspecto magnífico cuando murieran. —Levantó la mirada hacia mí—. Estás pensando en tu novio, ¿eh?
Sir Walter se estremeció y gimió. Sus ojos se habían cerrado. Yo lo miré, mientras el color iba volviendo a su semblante.
—No, en realidad no —mentí.
Joseph apareció a la hora de la cena, grave y solemne como un patriarca de la Iglesia, junto al codo de Sir Walter.
—No, muchas gracias, ahora me encuentro muy bien —dijo Sir Walter mientras se quitaba de encima a todos los presentes—. No ha sido más que un ataque de epilepsia, provocado por una dieta inmoderada. El Doctor Ruy me lo ha explicado todo.
La servidumbre lanzó algunas miradas sombrías en dirección a Joseph pero la verdad era que Sir Walter volvía a parecer tan despabilado como un mozalbete. Alargó el brazo y se acercó una escudilla de berros.
—¿Qué es esto? ¿Berros? Tú, Dick, esto necesita aceite y sal. Alejandro el Grande era propenso a la epilepsia, ¿lo sabíais, señora?
Se volvió hacia Nefer de improviso.
Ella parpadeó. Apenas le había dirigido la palabra hasta aquel momento.
—Vaya... no, señor, no lo sabía.
—Pues así es, señora. Y Julio César también. Y Pompeyo, según creo. —Se acarició la barba con aire complacido mientras uno de los criados aliñaba la ensalada—. Los antiguos, paganos confundidos como eran, lo tenían por una señal de que Júpiter, quien como sabéis era el más principal de sus ídolos, había marcado a un hombre para la grandeza. Por el tuétano de los huesos de Cristo, necio, ¡te he dicho sal! —gritó mientras fulminaba al muchacho con la mirada. Fue un grito profundo y estruendoso, un sonido resonante, muy chocante para el oído, como si viniese de unos pulmones viejos y resecos. El muchacho se encogió. Todos los demás se sobresaltaron.
—Quizá sería sabio no abusar de la sal —le recordó Joseph.
—Bueno, bueno. —Sir Walter cogió unos berros entre el pulgar y el índice y se los metió en la boca. Se limpió la mano en una rebanada de pan y se volvió hacia Nef, sin dejar de masticar—. ¿Dónde estaba? Sí, sí, los grandes tenían a menudo esta marca. O eso creían los romanos. Yo mismo nací con una marca parecida a la lezna de un zapatero en el codo.
—Sin duda una profecía de vuestro penetrante ingenio —sonrió Joseph.
—¡Ja, ja, ja! ¡Aunque debería deciros, Doctor Ruy, que en mis tiempos hice reír a más de uno! Se me tenía por un gran conversador.
Tosió con modestia.
Bueno, pues ahora se había convertido en un plomo. No como mi Nicholas. Le lancé una mirada seductora, pero él estaba observando a Sir Walter con el ceño fruncido. Un momento más tarde reparó en mí y me dio un golpecito cariñoso por debajo de la mesa. A continuación su mirada volvió a apartarse.
—Unos individuos lascivos, estos romanos —prosiguió Sir Walter, mientras desenterraba otro puñado de berros y los engullía—. Tallaron una imagen de su Hercules en una de nuestras colinas de Creta y, um... —Me miró y luego de nuevo a Nef—. Os lo contaré en otra ocasión, señoras. Tomad algunos berros, os lo ruego, son muy buenos. Y ahora, Maese Ffrawney, ¿no había pedido un capón para la mesa? —Casi al instante el muchacho le presentó una gallina asada que descansaba en la mesita lateral—. Aah —exclamó Sir Walter; y mientras se inclinaba hacia delante para coger un muslo, todos oímos con claridad un desgarrón. Se quedó helado.
—Vuestro jubón se ha abierto por detrás, señor —observó Nicholas.
—¿De veras? —Sir Walter se frotó los dedos grasientos sobre los botones delanteros—. Bueno, pues lo siento por él, era una cosa vieja y deshilachada. ¡Encargaré uno nuevo! Nicholas, pide a Maese Fish, el sastre, que venga a verme. Debo tener seis jubones nuevos a la última moda. Lo dejo en tus manos.
Tuvo sus seis nuevos jubones, y también camisas y calzones nuevos; y el sastre se marchó sacudiendo la cabeza porque había tenido que volver a tomar las medidas del cuello y los hombros. Empezaron a correr rumores por la sala de la servidumbre, podéis creerme.
Y aumentaron más aún cuando Sir Walter empezó a dormir con la lavandera. Era una persona solícita y reputada por su limpieza —debía de haberse tomado muy en serio su trabajo— y por sus pechos, que eran como sendas rocas de río. Al cabo de poco tiempo hacía visitas regulares a la crujiente y ancestral cama de Sir Walter, que lucía el escudo de los Iden bordado en las cortinas del dosel. Yo creo que los criados sentían una especie de extraño orgullo por el hecho de que alguien tan anciano como su amo pudiera darse unos achuchones de vez en cuando. Pero lo que de ningún modo aprobaron fue que empezara a flirtear con Nef.
Capítulo quince
Una bonita y luminosa mañana corría yo por una de las calles del laberinto de alheña, tan pintoresca como correspondía al momento: el cabello suelto, las mejillas pintadas de rubor, los ojos destellantes, etcétera. Igual que en el comienzo de un romance histórico. Lo de menos es lo que hubiera estado haciendo. Me topé con un callejón verde y me escondí en su interior. Mi risilla sin aliento y el zumbido de los mosquitos resonaban en mis oídos. Hubo un crujido entre los arbustos y me dispuse a chillar de deleite: pero fue el alargado perfil de Nef el que dobló la esquina.
Adiós a la atmósfera.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —gruñí.
—Esconderme —dijo con aire sombrío.
—Bueno, pues ve a esconderte a otra parte.
—Sshh.
Alargó la mano, escuchamos durante unos pocos segundos pero no oímos nada.
—¿Y de quién te escondes, por cierto? —proseguí entre susurros.
—De Sir Walter.
—¡Estás de broma! —Volví a reír. Me dirigió una mirada que hubiera dejado paralizado a cualquier persona más vieja o menos estúpida.
—Sigue empeñado en llevarme a Dorset a ver ese Hercules. A juzgar por la manera en que sonríe, yo diría que se trata de algo impropio.
—¡Pues claro! Es un desnudo neolítico con un pene de siete metros.
Puso los ojos en blanco.
—¿Por qué yo?
—Porque supone que eres una dama, ¿qué te apuestas? Y con todo lo que Joseph le está haciendo, su imaginación debe de estar llenándose con pensamientos de amor. Apuesto a que se siente como un macho cabrío. Apuesto a que está empezando a lamentar no haberse casado para perpetuar el heroico linaje de los Iden. Y tú eres la única mujer disponible de su mismo estatus social, ¿te das cuenta? ¡Quod erat demostrandum!
Trató de golpearme con el rosario, que era de plata maciza y me hubiera hecho daño de haberme acertado, pero por supuesto no hizo más que pasar zumbando por el espacio que yo había ocupado un nanosegundo antes.
—Mendoza, eres una pervertida.
—¿No te sientes honrada? ¿Cuánto tiempo crees que lleva el viejo sin pensar en otra cosa más que en su jardín?
Se dejó caer sobre la hierba y se sentó allí.
—Es demasiado embarazoso.
—Cierto, pero, ¿no te importaría ir a avergonzarte a otro sitio? Nicholas y yo estamos...
Fue entonces cuando apareció el unicornio. Diminuto y recatado, dobló el recodo mordisqueando margaritas del suelo. Se detuvo al vernos. Nef se incorporó de un salto, con la mirada fija en la criatura.
—¿Qué...? —dijo y yo empecé a explicárselo, pero alargó una mano y la criaturilla salió corriendo hacia ella al instante. La acarició con el hocico y Nef la cogió en brazos—. Pequeñín, ¿qué te pasa?
Sus manos tocaron la retorcida y falsificada cornamenta y soltó un gemido.
—Es el unicornio —le dije sintiéndome un poco incómoda—. Ése del que te he hablado. El placer y el orgullo de Sir Walter. Ya sabes.
—¡Oh, pobrecillo!
Había lágrimas de verdad en sus ojos.
—Verás, alguien cogió un bebé de cabra y le hizo una especie de operación quirúrgica en los cuernos...
—¡Ya veo lo que le hicieron, joder! —Le estaba examinando las pequeñas patas—. Y también le pintaron de dorado las pezuñas. Mira esto, por eso le han crecido así. ¿Qué clase de bastardo le haría eso a una criatura como ésta?
—Alguien que quisiera ganar un poco de dinero. —Me encogí de hombros—. Mira, si eso hace que te sientas mejor, recuerda que por lo menos está brincando feliz en un jardín verde como éste. Si aún fuera una cabra, lo más probable es que a estas alturas hubiera acabado en la barbacoa de alguien. Y no parece que le duela.
—¿Y tú cómo coño lo sabes? —Me lanzó una mirada salvaje—. ¿Te gustaría que te unieran un par de muelas del juicio para que te creciera una sobre la otra?
Qué gráfico. Retrocedí un paso.
—Vale, vale, es una crueldad. Pero, ¿qué podemos hacer al respecto?
—Ya lo verás.
Se levantó con aire sombrío y el unicornio dócil bajo su brazo y se dispuso a marcharse con él.
—Pero no puedes...
Un estrépito. Nicholas atravesó el seto, arremangado ya. Su grito de triunfo fue interrumpido por la mirada feroz de Nef.
—Que Dios os guarde, Madam —carraspeó mientras se quitaba el birrete.
—Buenos días, señor —replicó ella con voz gélida. El unicornio baló. Nefer dio media vuelta y se marchó. Los dos la miramos.
—¿Qué atribula a la dama? —preguntó Nicholas al fin.
—Ha descubierto al unicornio de Sir Walter y la verdad ha azuzado en ella una gran pasión de cólera —le explique.
—¿Caridad para con necias bestias? —Sus ojos empezaron a echar chispas de nuevo—. Bueno, tal vez hubiera debido ser pastora. Dios sabe que como dueña no vale nada.
Y con esas palabras cambiamos de tema y tuvimos gran placer el uno del otro, allí y entonces. Sin embargo, en el fondo de mi mente seguía parpadeando un pequeño piloto rojo. Nunca había visto a Nef enfadada.
Pasó una semana antes de que alguien descubriera lo que pretendía hacer, una semana exacta, y en el transcurso de ese período de siete días, el verano nos abandonó: de la noche a la mañana. Nicholas y yo nos fuimos a dormir sobre las mantas de su cama y despertamos a la mañana siguiente acurrucados debajo de ellas.
Me incorporé perpleja en el aire frío y reseco. Las verdes hojas de la ventana me miraban con asombro. ¿Qué les pasaba? Salí de la cama para verlo. Bordes amarillos por todas partes. La clorofila se rompía y los azúcares florecían. Aparté la mirada. Nicholas me estaba observando con una expresión extraña en el rostro.
—Hace mucho frío —dije—. Y el aire huele a algo.
Asintió.
—El otoño —dijo—. Hora de cubrir con el pabellón el naranjo de Portingale para que no se muera de frío. Regresa a la cama, amor, no vaya a ocurrirte lo mismo.
Volví a acurrucarme a su lado con mucho gusto. Me apretó contra su cuerpo.
—Esta es una tierra de hoja caduca, ¿no? —señalé. Pude sentir cómo, intrigado y divertido, trataba de encontrarle sentido a mi frase y entonces los latidos de su corazón se aceleraron. Se volvió hacia mí y dijo en griego:
—En Inglaterra a los árboles se les caen las hojas, sí. ¿No ocurre así en España?
Respondí con cautela:
—Sí, en España tenemos otoño. Pero no demasiado. Allí donde vivíamos no había muchos árboles. Pinos, más que nada. Así que, ya ves, nunca había presenciado una estación como ésta.
—Creí que habías dicho que también vivisteis en Francia. Y ésa es una tierra con muchos árboles.
—Estuvimos en el sur de Francia —repuse—. En primavera y verano.
—Ah.
Entornó la mirada.
—Y puede que haya estado en Egipto en una ocasión —añadí.
—Egipto.
Una de las comisuras de sus labios se levantó. ¿Mueca burlona o sonrisa?
—Sí. O en Tierra Santa. Recuerdo haber visto grandes mares de arena de pequeña. En el desierto no hay otoño, ¿sabes?
—¿De veras?
—Sí, de veras. —Lo besé y me retorcí para volver a la almohada y la seguridad del inglés. Es un gran idioma para mostrarse evasivo—. Pero no tenemos tiempo de debatir estas cosas, señor. ¡La estación ha cambiado! ¡El invierno está próximo! Las bellotas caerán para los puercos y cada pequeña hierba del campo dará las semillas que le corresponden por imperativo de la naturaleza, señor. La baya del acebo es de color rojo, ¿no? Y debo recoger ejemplos de todas ellas. ¡Deprisa, señor, deprisa!
—Os mostraré la semilla enseguida.
Retrocedió y se irguió como un delfín al coronar una ola.
Cuando bajamos a desayunar, muy satisfechos de nosotros mismos, toda la casa estaba alborotada. Un buen fuego rugía y crepitaba en el hogar. Sir Walter se terminó las gachas y el huevo escalfado y se reclinó en su silla sin dejar de mirar a Nef.
—Creo que éste sería un gran día para salir de caza —afirmó—. ¿Alguna vez habéis asistido a una cacería inglesa, Lady Margarita?
Me volví hacia Nicholas y puse los ojos en blanco.
—Nunca, señor —dijo Nef sin levantar la mirada de su plato de huevos con bacon.
—Tengo entendido que en España no se realizan cacerías. Nuestro sabueso inglés es la única bestia apropiada para estos menesteres, diría yo, y nuestro ciervo rojo es el príncipe de las presas.
—No sé nada de tales cosas —dijo ella con calma, mientras untaba de mantequilla una rebanada de pan.
—Por supuesto, nunca he tenido una propiedad con ciervos. —Sir Walter se volvió hacia la ventana con un suspiro—. Los Iden de antaño, aunque valientes, no eran más que modestos caballeros y carecían de medios.
—¡Vamos, señor, pensad en vuestro antepasado! El viejo Sir Alexander cazaba traidores, ¿no es así? ¿Quién necesitaría cobrarse un ciervo tras haber abatido a ese monstruo de Cade, eh? —dijo Nicholas con voz alegre antes de morder una manzana. Escupió vino.
Pero Sir Walter no se animó demasiado.
—Eso es cierto. Era un hombre valeroso. No obstante, me hubiera gustado...
No llegué a saber lo que le hubiera gustado porque mientras me encontraba allí sentada disfrutando de sus cortesías y necedades mortales, vino desde el jardín un griterío terrible.
Antes de que sonara, se produjo un terrible estallido de olor: dos adultos en un estado extremo de miedo y consternación. Contuve el aliento. Nef levantó los ojos y me miró. Sir Walter seguía parloteando, los finos dientes de Nicholas mordieron la manzana, el criado levantó con silencioso orgullo la tapadera de un plato de pudding. Entonces el griterío llegó también a sus oídos.
—¡Señor! ¡Señor! ¡Qué os roban, que os roban ahora mismo, que saquean vuestra propiedad! —gritó Maese Ffrawney al tiempo que irrumpía en el salón. Traía a uno de los sirvientes del cuello, un viejo carcamal. Nicholas me había dicho que era el cuidador de los animales. El hombre se adelantó con paso tambaleante y cayó de bruces, llorando.
Sir Walter se incorporó de un salto, apestando a alarma:
—¡Habla, hombre! ¿Qué tienes que decir? —demandó. Pero el cuidador no parecía capaz de articular palabra y Maese Ffrawney lo desdeñó con un gesto de impaciencia.
—Parece ser, Sir Walter, que por culpa de la negligencia de este rufián, uno de vuestros mayores tesoros ha sido mutilado. Alguien le ha robado el cuerno a vuestro unicornio.
Un coro de jadeos de asombro se alzó de la concurrencia. Ojos horrorizados se miraron entre sí. Pero no los de Nef, cuya vista estaba al frente. Otro jadeo de asombro y comprensión, esta vez proferido por mi garganta al comprender lo que había ocurrido, fue ahogado por el rugido de Sir Walter.
—¡Dejadme ver! ¿Lo han matado?
No esperó a recibir una respuesta sino que corrió hacia la puerta, seguido muy de cerca por el cuidador, quien ahora estaba sollozando que no era culpa suya; y tras ellos fue el resto de la casa, bajando en pequeños grupos las escaleras bajo el aire fresco y dulce del otoño.
El unicornio estaba atado junto al aviario, dando patadas y balando. Sir Walter cayó de rodillas a su lado y profirió un profundo ululato cuando vio lo que el vándalo le había hecho a la preciosidad zoológica de sus amores. Me abrí camino a empujones para poder ver. Dios, Dios. Le habían cortado el cuerno hasta el mismo cráneo. Con limpieza, tras afeitarle el pelaje. Y le habían cubierto la herida con una pulcra venda de, tan cierto como que estoy viva y respiro, Plástico Quirúrgico.
—¡Mi unicornio de Hind! —gritó Sir Walter—. ¡Mis treinta libras!
—Veinte libras y ocho peniques —dijo Nicholas en voz baja.
—¡No me castiguéis, señor, os lo pido por la Virgen María! —suplicó el cuidador—. Que se me lleven los demonios si alguna vez he faltado a mi puesto. Lo dejé en el corral anoche y cerré la puerta a cal y canto y cuando he llegado esta mañana, ¡estaba así! Que me ciegue Dios si miento.
—¡Serás mentiroso, hidepú, rufián! —Maese Ffrawney volvió a lanzarle una patada pero el cuidador la esquivó—. ¡Bien sabemos que te has guardado el cuerno para ti!
—¡Por Jesús y la corte celestial, amo, que nunca hice tal cosa! —El cuidador se aferró a las rodillas de Sir Walter—. ¿Qué iba yo a hacer con algo así?
—¡Vaya, malandrín, pues venderla por oro! Todo el mundo sabe que el cuerno de un unicornio posee grandes virtudes curativas. Cualquier galeno instruido...
Casi se mordió la lengua de tan deprisa como calló.
Demasiado tarde. Las implicaciones de sus palabras cayeron como una bomba síquica entre los presentes. Frente a mis ojos, el aire se llenó de números rojos, lecturas que indicaban la creciente presión sanguínea de ocho mortales que trataban de atraer mi atención al mismo tiempo. El olor apenas me dejaba respirar. Y por supuesto por allí venía Joseph corriendo, consciente de que algo había ocurrido pero sin saber aún muy bien lo que era. Se detuvo. Todas las cabezas se volvieron hacia él. Los ojos de Sir Walter parecían los de un perro rabioso.
La lectura se salió de la escala. Monos asesinos.
—Español —musitó alguien.
Retrocedí un paso; dentro de muy pocos segundos sería incapaz de resistir el impulso de desaparecer en un parpadeo para reaparecer en un lugar más seguro y mi desaparición dejaría estupefactos a los mortales. Una desgracia, pero no podía impedirlo. Oh, el olor. Una mano se cerró sobre la mía y di un respingo y levanté la mirada hacia los ojos de Nicholas, fríos y cuerdos.
—Doctor Ruy —dijo Sir Walter—. ¿Habéis tenido algo que ver con esto?
Qué lengua más chirriante podía ser el inglés llegado el caso.
Joseph retrocedió un paso. Podía captar el estado de todos los presentes, vio el cráneo vendado de la cabra, me miró los ojos y lo supo. Se volvió hacia Nef, quien permanecía inmóvil y del todo compuesta a mi lado. Hubo un impacto. Me tambaleé. El brazo de Nicholas me rodeó.
Joseph se adelantó un paso y se hincó sobre una rodilla junto a la cabra.
—Nunca, señor. Vaya, esto es cera alemana —dijo.
¿¡Qué!?
Sir Walter parpadeó varias veces.
—¿Cómo decís?
—Esto. —Joseph le dio unas palmaditas al vendaje—. Lo he visto en los Países Bajos. Lo utilizan los barqueros y los ladrones de ganado. En Inglaterra es imposible de encontrar. Algún villano flamenco ha estado aquí, tan seguro como que Dios es nuestro salvador.
—¿Un flamenco?
El cuidador estaba estupefacto.
—Amigo mío, es bien sabido el precio que alcanza en Flandes el cuerno de unicornio, y para qué terribles propósitos se emplea. Sir Walter, mi corazón está enfermo de pesar por vuestra pérdida. Debemos dar gracias a que el villano no haya sacrificado directamente a la pobre bestia, pero podéis estar seguro de que lo único que ha contenido su mano es la certeza de que el cuerno volverá a crecer y la perspectiva de regresar en ese momento para hacerse con un nuevo botín. ¡Debéis tomar precauciones, amigo mío!
Todos sacudieron la cabeza, tratando de averiguar qué demonios estaba diciendo. El índice de violencia estaba bajando. Joseph se volvió hacia John, el portero.
—¿Ha venido en los últimos días algún visitante que pareciera nativo de Flandes? —inquirió con severidad—. ¿U hombres harapientos, posibles soldados de guerras extranjeras?
—Uh... —Joseph abrió la boca. Una idea apareció en su cabeza—. Sí, sí, vi dos hombres así.
—Dos —asintió Joseph—. Ahí lo tenéis, contaba con un cómplice.
—¡Malditos flamencos!
Sir Walter apretó los puños.
—¿Cera alemana? —dijo el cuidador.
Yo cerré los ojos con alivio. Los numeritos desaparecieron, ya no suponían una amenaza. Ahora los mortales sólo estaban confundidos y enfadados. Alguien comentó que había visto a un soldado borracho en la aldea y otro le estaba contando a un tercero lo que su padre solía decir sobre los flamencos. Sir Walter estaba ordenando a gritos que se registrara la propiedad.
Joseph caminó entre ellos hasta Nef. Se miraron. Nuevo impacto. Todo el jardín se torció y se deslizó a un lado, y sus diminutas criaturas que gesticulaban y gritaban de un lado a otro se volvieron de repente planas y lejanas. Erguidos en medio de la efímera realidad había dos colosales nubarrones con bordes afilados como navajas: Joseph y Nefer. Sus palabras eran sonidos por debajo del sonido, un silencio inefablemente violento, una refriega capaz de quebrar el oído interno. Lejos, en una esquina, una pequeña voluta de humo que gritaba y arañaba: yo. El cielo iba a partirse con aquella cólera percusiva. Pero entonces el jardín regresó al tiempo y yo estaba de pie, tapándome los oídos. Joseph y Nefer no se habían movido. Él seguía mirándola y por fin ella apartó la mirada, intimidada, y se alisó un pliegue de la falda.
No eran seres humanos.
—Rosa.
Nicholas me tocó el hombro. Giré sobre mis talones y le rodeé el cuello con las manos. Sin una sola palabra o pregunta se me llevó, buen hombre, lejos de allí, al largo paseo que discurría bajo los rosales. Allí me tendí con la cabeza sobre su regazo, llorando como una necia. Ojalá, ojalá, ojalá hubiera sido una chica mortal.
—Ah, ahí está.
Joseph, al final del paseo. Me apresuré a incorporarme. Se acercó a grandes pasos y se arrodilló en la hierba, a nuestro lado. Nicholas siguió sentado pero enderezó la espalda y cuadró los hombros.
—Mi pobre niña. Este feo asunto te ha perturbado, ya lo veo. Pero no te asustes, hija mía. Te prometo que todo irá bien.
—Eso esperamos todos, señor —dijo Nicholas. Joseph se limitó a sonreír.
—Es un acto de caridad cristiana consolar a mi hija en momentos terribles como éstos. Debo ofreceros mi más profundo agradecimiento, joven.
—Vaya, señor, lo acepto de buen grado —dijo Nicholas con frialdad—. Y debo expresaros mi admiración por vuestro temple: teníais una jauría de sabuesos pisándoos los talones y les habéis hecho frente como el más osado zorro que el Señor haya creado jamás.
La sonrisa de Joseph se encendió bajo la barba. La mirada, por el contrario, era fría y calculadora.
—¡Vamos, vamos, joven, menuda metáfora! Cualquier zorro que hubiera hecho frente a sus enemigos hubiera sido despedazado allí mismo. El zorro posee mayor discreción: posee velocidad, esquiva y finta, conoce mil lugares en los que esconderse.
—Pero deja un rastro apestoso allá donde va, no obstante, y por eso acaba muriendo —añadió Nicholas.
—Se me antoja que tu joven me es hostil, hija mía.
Joseph me miró con una ceja enarcada.
—De ningún modo, señor. —Nicholas me tomó la mano—. Pero siento lastima por las crías del zorro, que mueren junto a él a pesar de no haber robado ni una mala gallina. Ni cuerno de unicornio alguno.
—Mi joven amigo, ¿para qué querría un zorro tal cosa?
—¡Para qué, en verdad, cuando un zorro como ese sabría sin duda diferenciar un unicornio de una cabra!
Joseph pestañeó.
—Así es.
—¡Menuda comedia! Y me hubiera reído, pero ha faltado poco para que fuerais asesinado delante de los ojos de vuestra hija.
Hubo un prolongado silencio.
—Eres un muchacho inteligente. —No me gustaba nada la sonrisa de Joseph. Adoptó una postura más cómoda y su voz cobró un tono cortante como el cristal afilado—. Loquere mihi, puere.
—Facio libens —replicó Nicholas en un latín tan perfecto como el suyo sin un segundo de vacilación—. Senex.
—Posees una mente brillante e inquisitiva. ¿Por qué has vuelto su luz hacia mis asuntos personales?
—Al principio lo hice porque creía que erais una amenaza para mi señor, mi fe y mi nación. Convencido de que no era así, al menos no directamente, seguí haciéndolo entonces porque me enamoré de vuestra hija, cuyos insólitos talentos, notables opiniones y numerosos encantos representan un enigma que me siento obligado a desentrañar. No sólo para conocer la verdad sobre ella sino también para mejor comprender lo que está ocurriendo bajo el techo de Sir Walter.
Se inclinó hacia delante para subrayar esta última afirmación. Joseph parecía muy calmado. Se acarició la barba un momento antes de preguntar:
—¿Y a qué conclusiones has llegado, si puedo preguntarlo?
—Ninguna que queráis oír expresada en alta voz. No juzgaré vuestra vida; pero yo diría que no es muy acorde con el espíritu de vuestra hija. Por consiguiente, he resuelto pediros su mano.
Oh, Dios. Oh, Dios. Qué dulce, pero oh, Dios. Joseph parecía increíblemente divertido.
—A la luz del acuerdo al que parecéis haber llegado por lo que a las noches se refiere, es desde luego una oferta muy generosa, pero me temo que habéis olvidado el hecho de que no soy el único hombre en esta rosaleda cuyo pasado no soportaría un examen cuidadoso.
Nicholas se puso pálido.
—Oh, sí, mi joven amigo, tenéis enemigos. Muy parlanchines. Y vos y yo tenemos algo en común, como podéis ver: también a mí me fascinan los misterios. Sospecho que mis fuentes me han contado sobre vos mucho más que mi hija a vos sobre mí.
—Rosa... —Nicholas se volvió hacia mí. Se pasó la lengua sobre los labios.
—Mi hija, como bien habéis señalado, posee notables opiniones y sin duda no estaría demasiado sorprendida si le hablaran de vuestros íntimos vínculos con un grupo que interpretaba las Sagradas Escrituras de una manera sumamente... original. De hecho, creo que encontraría bastante divertidos los alegatos sobre vuestra resistencia y apetitos. Y, tras haberlos experimentado en sus propias carnes, sería raro que no comprendiera que vuestros encantos personales pudieron atraer no pocos conversos a aquella secta de fama tan funesta.
Nicholas se encogió visiblemente. Se volvió y me cogió por los hombros.
—Rosa. Lo que está diciendo es cierto. Pero yo...
—Lo sé. —Fulminé a Joseph con la mirada—. No me importa.
Me volví, lo rodeé con los brazos y lo besé. El me devolvió el beso, lleno de confusión. Joseph se apoyó en el suelo y nos observó.
—Ahí lo tenéis, amigo mío. ¿Veis? Es de naturaleza compasiva.
Cállate, transmití.
—Pero yo soy algo más cauto. Llamadlo el punto de vista de un viejo zorro si queréis, que observa desde la seguridad de su madriguera cómo se interpone el joven frente a una jauría de sabuesos. Es un zorro valiente, desde luego, pero muy pronto será un zorro muerto.
»Yo no le concedería la mano de mi hija a un necio así. No obstante, confío en que podamos seguir siendo buenos amigos. Buenos días, joven. Hija mía cuando estés suficientemente recuperada, quisiera hablar contigo en privado, pero no hay necesidad inmediata de hacerlo.
Se marchó.
Nicholas estaba horrorizado y yo furiosa, pero os ruego que tengáis en cuenta lo que Joseph acababa de conseguir: mi horror aterrorizado, provocado por la contemplación de la fuerza inhumana que era él en realidad, se había desvanecido; ahora quería matar al pomposo hijo de puta, pero no le tenía miedo. Además, me acababa de ahorrar el mal trago de tener que explicarle a Nicholas por qué no podía casarme con él. Y yo no podía casarme con él, no más de lo que podía creer en Dios, ¿verdad? No era más humana que Joseph.
En cuanto Joseph hubo desaparecido de nuestra vista, Nicholas se aclaró la garganta.
—Rosa.
—¿Qué?
Me volví hacia él, casi irritable. Estaba mirándome fijamente.
—¿Me permites que defienda mi caso?
—No importa. —Me levanté de un salto y empecé a quitarme pétalos de rosa de la falda—. Toda esa cháchara está hecha de mentiras y mala voluntad.
—Mala voluntad sí, pero no mentiras. —Se levantó para seguirme—. Debo confesar que hice todas esas cosas.
—Ya lo sabía. Maese Ffrawney vino a contarme una historia parecida —le anuncié.
Hubo un silencio. Nicholas se golpeó varias veces la palma de la mano con el puño, meditabundo, con mucha fuerza.
—¿Y le creíste, amor mío? —inquirió.
—No lo sé. —Me detuve para mirarle los ojos y por supuesto tuve que echar la cabeza atrás para hacerlo—. ¿Qué debería creer?
—Que no era más que un chiquillo. Que caí entre personas hipócritas, que creía que hablaban con la Palabra de Dios y que las creí a ellas.
Sus labios se fruncieron al recordarlo.
—¿Esa gente no hizo más que predicar la Palabra de Dios?
Me alisé la cofia con la desenvoltura que me era propia.
Apartó la mirada. Se encogió de hombros.
—No.
El silencio volvió a hacerse. Podría haber entrechocado los talones y proferido un chillido.
—Las horribles cosas que se cuentan de, por ejemplo, los anabaptistas... estoy segura de que mi imaginación es mucho más perversa que la verdad.
Le di un golpecito esperanzado.
—Lo dudo. —Parecía abatido—. Me pregunto cuánto tiempo tendré que pagar por haber tenido diecisiete años.
Me pregunté qué aspecto tendría a los diecisiete.
—Habla, amor mío.
Me tomó las manos y me condujo hasta un banco. Aspiró profundamente, sin mirarme los ojos.
—Debes saber, amada, que mi nacimiento fue... oscuro. Y que por ello mi padre no hizo casi nada por mí: me proporcionó un tutor y me envió a la escuela para que, dotado de una educación, pudiera ganarme la vida por mis propios medios y no tuviera que volver a saber de mí.
»Yo reverenciaba a mi tutor como a un padre; porque su erudición era muy grande pero también por esto: hablaba como un apóstol en cuyos oídos se conservase aún el eco de las palabras de Cristo. Me enseñó a leer las Sagradas Escrituras en su lengua original y me mostró por medio de numerosos ejemplos lo mucho que la Iglesia se había extraviado de lo que allí se contaba.
»Mientras las cosas fueron así, fue la luz de mi alma.
»Yo lo llamaba Padre; él me llamaba Hijo; y tenía además varios hijos más, como yo, y no pocas hijas, porque era tutor de muchos niños de buena cuna.
Sí. Podía verlo venir. Me incliné hacia él para tratar de ofrecerle mi simpatía.
—Nos reuníamos en lugares secretos para oír de sus labios la verdadera Palabra de Dios y para discutir con él su significado. Vivíamos como discípulos.
Encuentros secretos, fiestas en las que corría la bebida, todos ellos pendientes hasta de la última palabra del maestro.
—O como Adán había vivido antes de la Caída, en caridad y comunión perfectas. —Volvió a aspirar profundamente—. La serpiente de nuestro Edén se manifestó; y sigue siendo fuente de confusión para mí, y también de amargura, que Dios pudiera dotar de tal modo a un hombre con la gracia del Espíritu Santo y dejarlo al mismo tiempo tan abierto a las acechanzas del Demonio.
—Continúa.
—En lugar de mostrarnos lo que era el amor divino, se dedicó a quitarnos de los ojos el velo que hacía que percibiéramos la gula, la embriaguez y la lujuria como vicios. —Sus labios se fruncieron en una sonrisa despectiva. Dios mío, qué guapo era—. Escucha bien mis palabras, amor mío, en el Edén no hay pecado, pero no estamos en ese lugar. No es fácil que un niño comprenda tan sutil distinción, pero hasta yo empezaba a percibir sus mentiras. Otros las vieron antes que yo. Abandonaron nuestra comunidad y hubo un escándalo.
Ya me lo imaginaba.
—Y desesperé en mi corazón, viendo que nuestro maestro nos había engañado. Hasta yo, por medio de mi ejemplo, había conducido a otros a lánguidos y sucios entretenimientos. Pero me di cuenta de algo más, que lo mismo que había hecho mi maestro lo habían hecho los líderes de la Iglesia, pervirtiendo de un millar de maneras la sencilla verdad.
—Entonces la verdad no puede ser tan sencilla, ¿no? —señalé con voz suave. Pero su rostro estaba sombrío; estaba viviendo su recuerdo.
—¡Es tan sencilla como el ardiente sol! —exclamó.
—Y tan difícil de mirar de frente —dije yo—. Amor mío, este sol que preside el cielo, vivimos por su gracia, pero está bien donde está y nosotros hacemos bien en ocuparnos de nuestros propios asuntos aquí abajo. Trata de mirarlo directamente y te quemarás los ojos.
—Más vale estar ciego para poder llevar la luz a aquellos que nunca la han visto —repuso—. Así que, decidido, salí a las calles y empecé a predicar la Palabra de Dios. Le pedía a los justos de corazón que vivieran tal como nosotros habíamos vivido, sin pecado en un Paraíso de amor, donde la carne no era enemiga del alma.
—Oh, amor mío.
—Me llevaron preso y me azotaron —dijo sin descomponer el rostro—, un muchacho ebrio que vomitaba y blasfemaba obscenidades delante de las multitudes horrorizadas. Me sometieron a los hierros, pero en privado, porque era el hijo de un noble. Y tuvieron que llevárseme de noche a la prisión de otra ciudad para que los vecinos no vinieran a quemarme donde estaba. Pasé algunos meses en prisión mientras hombres buenos acudían a verme y trataban de conseguir que entrara en razón, y por fin consiguieron que el peligro que afrontaba resultara tan evidente que, lleno de terror, me retracté de todas mis anteriores palabras.
»Bueno, mi padre le había prestado algunos servicios al rey. Me dieron ropa y me enviaron lejos de Inglaterra por algún tiempo, mientras el pueblo olvidaba mi desgracia. Y por fin regresé a Kent, donde he vivido todos estos años sin que se me pueda reprochar nada.
—Dando gracias a Dios por seguir respirando —terminé, asombrada. Había estado tan cerca de la muerte como yo.
—Sí —dijo y luego—. ¡No!
Lo miré. Sus ojos se habían entornado y estaban llenos de cólera.
—No —repitió—. Me he asfixiado respirando su aire. Mentí para poder seguir viviendo en este mundo. ¡Yo, que había vivido en el Edén! Para arrastrarme hasta este agujero y no volver a presenciar la verdad nunca más. Ése fue el precio de mi vida: mi alma.
Aquella forma de hablar me inquietaba.
—Pero si te hubieran colgado, nunca me habrías conocido —me reí sin demasiada convicción.
Su mirada volvió a mí. Extendió sus grandes manos y me abrazó.
—Eso de bueno ha tenido, al menos. Y Dios sabe que éste es el primer trabajo honesto que hago en estos siete años.
Ante lo cual, nos fundimos en un beso, pero yo pensé: ¿trabajo?
Antes de que pudiera ponerle voz a mi pregunta, oímos un ruido de pasos y nos separamos dando un respingo, avergonzados. Sir Walter apareció al otro lado del seto, acompañado por dos criados que llevaban sendas horcas.
—¡Nicholas!
—Señor.
Nicholas se levantó e hizo una reverencia. Yo lo saludé a mi vez y Sir Walter me devolvió el saludo con un gesto breve de la cabeza.
—Nicholas, te he estado buscando, debemos registrar los campos de los alrededores.
—Sí, señor. ¿Queréis que reúna a la servidumbre?
—No. Ya lo he hecho yo. Tú ve con Tom y Peter al camino que va a Sevenoaks y buscad por allí. Y piensa en un modo para reparar esto cuando vayas a hablar con Maese Sampson. Un cuerno nuevo, de cera o hueso, para guardar las apariencias.
—Muy bien, señor.
Volvió a inclinarse.
Regresé caminando lentamente a la mansión. Había criados por todas partes, asomándose sobre los setos y registrando las copas de los árboles. Algunos de ellos me lanzaron miradas desconfiadas pero nadie me dijo una sola palabra.
La casa estaba casi vacía. Se oía la radio en la habitación de Nef de modo que me dirigí hacia allí. Nef, por supuesto, no estaba presente. Joseph estaba tendido sobre la cama, leyendo una de sus revistas. Me quedé paralizada en la puerta pero él levantó la mirada con una sonrisa encantadora.
—Mendoza, cariño. Pasa. —Entré y cerré la puerta—. Siento haber tenido que ser tan duro con tu altísimo novio pero supuse que no nos haría ningún mal desviar esa línea de sospechas. Un chico muy inteligente, ¿no? Y qué dominio del latín.
Pasó una página.
—¿Dónde está Nef?
Miré a mi alrededor con aire malhumorado.
—Ahí dentro. —Señaló con la revista—. Dictando su informe al comité disciplinario. Sé buena chica y no la molestes, ¿de acuerdo? Va a estar ahí un buen rato.
Miré la puerta. No se oía nada salvo la radio, que daba música de baile. Me acerqué y bajé el volumen.
—Mira, quería disculparme. —Dejó la revista a un lado—. Nef y yo nos hemos gritado de verdad ahí fuera y me temo que las ondas de choque han debido de llegarte, ¿no? Y sé que eso puede ser muy perturbador para un agente joven, en especial estando en plena misión. Nos dejamos llevar y no deberíamos haberlo hecho. Lo siento. Y ella también.
—Apuesto a que sí.
Volví a mirar la puerta.
—No tanto como debiera. —Su boca adoptó una expresión dura por un momento—. Pero es una buena agente y lleva mucho tiempo haciendo un gran trabajo; la dejarán ir con un azote en las muñecas. Era yo el que tenía que afrontar las consecuencias. Y diría que nos he salvado de ser linchados, ¿no crees? ¿Aún están buscando a esos malvados flamencos?
—De hecho, sí.
—Supongo que tendré que proporcionarles uno. —Se levantó y se dirigió a la ventana—. ¿Ese chico de ahí abajo forma parte del grupo de búsqueda?
Me acerqué a la ventana pero no pude distinguir a nadie entre las hojas. Joseph me puso una mano en el hombro.
—Sé que lo estás pasando mal. Se te nota.
No supe qué decir.
—Te has portado fatal con Nicholas.
—Eso es cierto. Sí, tienes razón. Lo siento de veras. Pero tenía la impresión de que iba a causarme problemas.
—No le gustas.
—Vaya. Y eso que se supone que soy un librepensador víctima de la Inquisición. Bueno, no se puede complacer a todo el mundo. Te has puesto bastante nerviosa cuando me ha pedido tu mano, por cierto. ¿No te había dicho nada?
—No.
Me puse colorada de vergüenza. ¿Por qué no me dejaba sola?
—Sí. Pobre chiquilla. Ha sido una suerte que estuviera ahí para sacarte del apuro. ¡Casarse con un mortal! Aunque se ha hecho algunas veces. Muy pocas. Por supuesto, luego siempre tienes que abandonarlo. O fingir una muerte, o algo por el estilo. Pero sí. Por supuesto, esta vez estaba del todo descartado, así que me alegro de haber estado allí, pero con el siguiente...
Estaba aturdida.
—¿Quieres decir que podría haberle dicho que sí?
—Bueno, en principio, claro. Pero no a este chico. Yo mismo he estado casado en varias ocasiones. A veces resulta útil y de vez en cuando no puedes evitarlo. Pero, créeme, es la cosa más sencilla de remediar que te puedas imaginar.
—Pero... ¿cómo puedes hacerlo? ¿Y si amas de verdad a uno de ellos?
—¿Eso es un problema? Yo también he amado a mujeres mortales. Pero cariño, la cuestión siempre es: que son mortales. Van a morirse. Nicholas va a morir. ¿Quieres estar ahí y ver cómo ocurre o prefieres conservar un bonito recuerdo? Por supuesto, prefieres el recuerdo. Mendoza, es doloroso ver cómo envejecen los mortales. Aún no te haces a la idea.
—En realidad he estado pensando en ello. —Aunque no era cierto; lo estaba inventando desesperadamente en la premura del momento—. Se me ha ocurrido una idea. Nicholas es muy raro, tú mismo lo dijiste, es casi como uno de nosotros. Físicamente es perfecto y te sorprenderían las cosas que dice a veces. Su interpretación de la cosmología cristiana es tan parecida a la verdad que a veces da miedo. Apuesto algo a que podría encajarlo si le contáramos la verdad sobre nosotros.
—No. Ya veo adonde quieres llegar pero no.
—¡Escucha un momento! Sé que no se le puede convertir en uno de nosotros, sé que se supone que no debes utilizar el Proceso en adultos, pero mira lo que estás haciendo con Sir Walter. Y hay mortales que saben de nosotros, que trabajan para nosotros. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo con Nicholas y llevárnoslo con nosotros cuando nos vayamos como una especie de... de...?
—¿Mascota? —bufó Joseph—. Mendoza, podemos estar muy apegados a Fido pero más tarde o más temprano tendrá que irse al cielo de los perros.
—Serás bastardo...
—No. —Me cogió por los brazos—. Cariño. Trata de entenderlo. No cambiaría nada y sólo serviría para que al final sufrieras más. Confía en mí, ya lo he visto otras veces. Me siento responsable de ti, ¿sabes? Te vi en aquella mazmorra de Santiago. Y he visto cómo crecías hasta convertirte en una agente muy buena. En serio, creo que tienes madera para llegar a ser muy buena en tu campo. Sé que en parte todo esto es culpa mía, me pareció un buen modo de solucionar lo del chico y pensé que la experiencia te vendría bien. Pero no me gustaría ver que te quemas antes de tiempo por culpa de una mala relación.
Me aparté de él y me senté sin mirarlo.
—Además —añadió—. Su cráneo no tiene la forma apropiada. —Vino y se sentó a mi lado—. Y otra cosa —continuó—. Creí que te darías cuenta de que a veces es un fanático religioso.
—¡No es ningún fanático religioso!
—¿Ah, no? ¿No te acuerdas de sus afirmaciones sobre mí, sobre que era un ya-sabes-qué secreto? Y toda esa mierda de Jesús, Jesús, Jesús. Debe de volverte loca.
No, por supuesto que eso no era verdad. No.
—Sí, son muy divertidos a su manera. —Se echó hacia atrás con una carcajada arrepentida—. Me acuerdo de uno de los míos. Golly. Era muy dulce, ¿sabes?, y yo estaba loco por ella, pero sentía aquella devoción hacia Ishtar y no había forma de razonar con ella. Tuve que convertirme en un iniciado, seguir la carrera entera. Cuando murió se me partió el corazón, de veras. Pasé semanas arrastrándome de acá para allá, pero por otro lado... era tan estupendo no tener que pintarme el culo de azul ni tener que arrancarle la cabeza a palomas en el templo todas las noches. Sal sólo con ateos, ése es mi consejo.
»Y por cierto —continuó—. ¿Cómo va el trabajo?
—Oh. —Leve pausa incómoda para la señorita, aprovechada para realizar un atento examen del patrón de brocado de mi manga—. Es que... Me había tomado la semana libre, porque ya tengo casi todos los especímenes de la fase estival. Ahora que ha llegado el otoño, tendré que ponerme a trabajar de nuevo.
—Hmmm. ¿Hay alguna posibilidad de que me des una fecha de conclusión preliminar?
—Bueno. —Me aclaré la garganta—. Bueno, quiero realizar un examen completo de las plantas que sobreviven el invierno, por supuesto y luego está la primavera, que nos perdimos porque no llegamos hasta julio, así que... eh... yo diría que hacia abril o mayo.
Han oído al Coro de Eastcheape interpretando Vous Avez Tout Ce Qui Est Mein. Dijo una voz seca sobre un estallido de estática. Interrumpimos la emisión para informarles sobre el Personaje de la Hora, Edward Bonner, el obispo católico de Londres y partidario de la línea dura. Revueltas de menor importancia han seguido a su anuncio de que está iniciando una investigación sobre las conductas y opiniones del clero protestante. Los resultados de una encuesta realizada por uno de nuestros agentes entre los londinenses son los siguientes: el ocho por ciento se negó a pronunciarse, el cincuenta y dos se declaró contrario y el cuarenta por ciento dijo estar a favor de la investigación. Entre el porcentaje que se oponía a ella, la mayor parte cree que se trata de una maniobra encaminada a instituir la Inquisición española en Inglaterra y privar a sus ciudadanos de sus derechos civiles. Se espera que el Consejo celebre una reunión especial esta tarde para discutir el descontento popular. Aún no hemos recibido noticias de nuestro corresponsal en el Consejo pero en cuanto tengamos las actas de la reunión, las transmitiremos en directo. Mientas tanto, se advierte a todos los agentes con identidades españolas de que deben evitar las siguiente áreas municipales...
—Esto sí que es interesante. —Joseph se inclinó sobre la radio y la apagó—. No sabía que hubiera tantos agentes con identidades españolas por aquí. Me pregunto quién más habrá venido con nosotros.
—Dios mío. ¿Es que ni siquiera estás un poco alarmado? —exclamé.
—No. Mira, todo esto se desinflará. El Consejo reprenderá al obispo y éste cerrará la boca por el momento. Apuesto a que en Kent no se enteran hasta dentro de una semana. Confía en mí. —Se puso en pie y se estiró—. Ahora tenemos preocupaciones más acuciantes.
—¿Cómo qué?
—Como hacernos con un trozo de cuerno de cabra deformado de ocho centímetros —dijo.
Capítulo dieciséis
Para asombro de todos, aquel objeto exactamente fue encontrado dos días más tarde en la bolsa de un hombre que flotaba boca abajo en un río de las proximidades. Lo habían golpeado hasta matarlo en la cabeza y los hombros, lo que hacía difícil identificarlo, y sus ropas estaban hechas jirones, a excepción de un chaleco de ante de soldado bastante nuevo.
Francis Ffrawney se apresuró a señalar que aquél debía de ser el ladrón, porque el Doctor Ruy había descrito a un hombre con ese aspecto como probable culpable; sin duda el villano se había peleado con sus malvados cómplices flamencos. Aquella teoría fue aceptada por todos a excepción de Nicholas, quien me lanzó algunas miradas sumamente preocupadas e inquisitivas.
Sin embargo, yo pude devolvérselas con la máxima inocencia porque sabía a la perfección que Joseph no había matado a nadie; la Compañía nunca hubiera permitido tal cosa. Sólo había encontrado un cadáver que ya estaba muerto y lo había utilizado como señuelo.
Al menos, creía que eso era lo que había ocurrido... pero cuando le pregunté a Nef sobre ello, frunció el ceño y se negó a contarme nada. Con Sir Walter, sin embargo, empezó a mostrarse muy solícita; recibía con creciente agrado sus atenciones. Consiguió así que le dejara encargarse del pobre unicornio mutilado durante su convalecencia y el resultado fue que el animal acabó durmiendo en una cestilla junto a su cama. A Joseph casi le da un ataque. Joan, la doncella, empezó a murmurar que ella era una doncella doméstica, no una moza de establo y yo me sentía doblemente contenta por su ausencia.
El tiempo húmedo empezó de nuevo. Durante casi una semana las colinas se tiñeron de oro, los bosques se tornaron susurrantes nubes doradas. Entonces la lluvia se lo llevó todo. De improviso, Inglaterra se cubrió de cielo azul; un cielo gélido, amplio, de un azul pálido, como los ojos de Nicholas.
La primera mañana que la lluvia se tomó un respiro, salimos a dar un paseo por el jardín pero tuvimos que tener mucho cuidado en nuestra alegre caminata a causa del barro y de los resbaladizos montones de hojas mojadas. Cuando nos estábamos acercando al final de la vereda, vimos a un viajero al otro lado, asomando la cabeza por encima de la tapia. Podía vernos a la perfección, de modo que convertimos nuestra carrera en un paseo lento y digno y fingimos que acudíamos a su encuentro.
—El portero no está en su puesto, señor —le dijo Nicholas.
—¡Ya lo veo! —contestó el hombre con exasperación.
—Quiero decir, señor, que no hay visitas cuando empiezan las lluvias —le explicó Nicholas mientras nos acercábamos—. Temo que muchas de las maravillas estén mudando el follaje. Podéis ver el Gran Aviario o el Paseo Histórico. Pero las rosas son una pérdida de tiempo.
—He venido expresamente para ver a Sir Walter Iden —graznó el hombre.
—Oh —dijo Nicholas y dado que para entonces nos encontrábamos en la puerta, sacó el anillo de llaves y dejó entrar al viajero. El caballero pasó y se sacudió la lluvia del sombrero porque justo donde se había parado las ramas de los árboles le habían estado goteando encima de la cabeza. Nos lanzó una mirada furibunda. Yo lo había visto en otra ocasión. Sí, había venido un día del verano pasado, con un grupo.
—Maese Darrel.
Nicholas se inclinó ligeramente. También lo había reconocido.
—Soy yo. —Volvió a ponerse el sombrero en la cabeza—. ¿Tendríais la amabilidad de anunciarme a vuestro señor?
—Al instante, señor. Hay vino caliente y un buen fuego en el salón —dijo Nicholas tratando de aplacarlo. Maese Darrel pareció animarse considerablemente ante la perspectiva y nos encaminamos hacia la casa.
—¿Venís por un asunto de negocios, señor? ¿O por el placer de la compañía de Sir Walter?
—Un poco de ambas cosas, creo —replicó el viajero entre la nubecilla de vaho provocada por su aliento—. Y confío en dulcificar la inclinación de vuestro señor hacia los negocios con un poco de buena charla. ¿Habéis oído las noticias sobre su Gracia la reina?
—Creo que no —respondió Nicholas con cautela. Le cogí el brazo mientras caminábamos. Sabía lo que se avecinaba.
—Bueno, pues espera un hijo.
Nicholas se detuvo allí mismo, boquiabierto. Maese Darrel le lanzó una mirada irónica.
—Ah, así es como Londres recibió la noticia. Luego el pueblo arrojó los sombreros al aire y gritó hurra y bendijo su nombre. Como supongo que haréis vos, señor mío, siendo como sois hombre prudente.
—Pero... —dijo Nicholas.
En aquel momento Sir Walter emergió de la casa y bajó con agilidad las escaleras, dispuesto para dar su paseo de media mañana por el jardín (por prescripción de Joseph). Maese Darrel se lo quedó mirando y esta vez le tocó a él abrir la boca.
—¡Buen Jesús, amigo mío, vuestra barba está roja! ¿Cómo estáis tan joven?
—Es un remedio rejuvenecedor, recomendado por mi médico personal —dijo Sir Walter como si tal cosa—. Venid a correr conmigo, porque no puedo parar, y así os contaré más cosas.
Maese Darrel se sujetó el sombrero y salió jadeando tras él. Yo le apreté la mano a Nicholas.
—Amor mío, alegra esa cara. La reina es vieja. Un niño es imposible.
El horror se estaba aposentando con lentitud en sus ojos.
—Pero si le da un heredero al príncipe de España, es el fin de la libertad de Inglaterra.
—No se lo dará —dije. Caminaba sobre arenas movedizas—. No puede. Yo lo sé, amor mío. Y morirá.
—¿Y si no muere? O, ¿y si muere pero el niño sobrevive? —Nicholas me apretó la mano con fuerza—. ¿Un infante coronado y una Inquisición para velar por su regencia? Eso no debe ocurrir.
Me estaba haciendo daño en la mano. Quería hablarle sobre el tumor de ovarios de María y los síntomas de histeria pero todo lo que pude decir fue:
—Tu Dios no abandonará a Inglaterra. No olvides, amor mío, que la Reina Catalina no dio a luz más que a un vástago vivo y ése fue la princesa María. Todos los demás fueron hijos muertos, ten fe. Reza.
—No puedo rezar por la muerte de un niño —dijo Nicholas enfurecido.
Reflexioné un segundo.
—Escúchame, amor mío. Mi padre se ha ocupado de varios caballeros de la corte del Emperador y les ha oído hablar de lo que está ocurriendo aquí, noticias enviadas por los espías que hay ahora mismo en Inglaterra. Y lo que se dice es que la reina tiene unos períodos menstruales tan irregulares y es tan propensa a hinchazones antinaturales del vientre que dudan que hubiera podido dar a luz a un niño, siquiera en su juventud.
—Y si el Emperador creía eso, ¿por qué envió a su hijo a casarse con la vieja vaca?
Ésa era una buena pregunta.
—No es más que hidropesía —le dije—. Apostaría la vida.
—Apostada está, así como la de todos nosotros —gruñó Nicholas.
Más tarde llegaron hasta nuestros oídos rumores que lo complacieron más: que los españoles estaban abandonando el país por centenares, sin haber conseguido hacer fortuna en aquel país tan poco acogedor, y que su príncipe deseaba amargamente poder ir con ellos. Todo ello era cierto, según nuestro comentarista de radio.
Pero nosotros, pobres españoles, estábamos atrapados en un invierno inglés. Los campos desnudos como un mar gris congelado. El cielo amenazante de color pizarra. Clima de plomo, acero, plata. El olor resultaba opresivo. No me refiero a que hediera, aunque es cierto que había mucha muerte en él y no era el hedor normal de los hombres y las bestias mortales. Era un olor frío y negro. Un olor que necesitaba con urgencia de humo para cubrirlo y de vientos dulces y penetrantes para llevárselo muy lejos.
A la vista el invierno se le antojaba hermoso, en especial si podía contemplarlo desde el otro lado de una gruesa ventana y con un buen fuego a la espalda. Cuanto más desapacible se volvía, más parecían querer los mortales de aquella casa salir y pasear por él, sobre todo después de que empezaran las nieves. No me extraña que las malditas cosas se murieran.
Sí, la nieve no me causó la menor impresión. El primer día que la vi, el Ilex tormentosum estaba dando frutos al fin y tuve que escarbar en el suelo helado para alcanzarlos, protegida con el único vestido que tenía y una capa de Nef que olía a cabra. Por aquellas ramitas afiladas con sus características bayas oblongas me arriesgué a congelarme los dedos y afronté una creciente perturbación atmosférica que hormigueaba en los extremos de mi sistema de sensores. Nicholas, a mi lado con la cesta entre sus manos, parecía perfectamente cómodo con su ropa de costumbre.
—Éste es el mismo acebo que cortamos en verano, lo recuerdo —observó—. ¿Por qué vuelves a recogerlo? ¿Posee la baya alguna propiedad especial?
—Oh, sí. —Pensé en enfermedades aún sin nombre, en países aún por descubrir. ¿Cómo hablarle del Taxol, o de la vinca rosea?—. Una propiedad bendita. El destilado de sus cualidades hará más que engalanar tu casa en Navidades, ya verás. Se dice que la variedad común aleja a las brujas; esta alejará a la mismísima Muerte.
—Una historia probable.
Se cambió la cesta de brazo.
—Bueno, pues es cierta —le gruñí—. ¿Estaría yo aquí fuera con este frío asqueroso si no fuera así?
—Te hace parecer un espíritu. —Me observó con mirada soñadora—. Las hojas tan verdes y las bayas tan rojas y tus pequeñas manos azules y tus muñecas azules y tu carita enfadada y azul. Creo que si te tendiera ahora bajo este verde arbusto, te desvanecerías como una nube de hielo.
—Y entonces Fray John se encontraría solo en el frío.
Me aparté un paso, por si se le ocurría intentarlo. Pero él estaba tan guapo, con el frío sacándole los colores de la buena y cálida sangre bajo la piel... Se inclinó sobre mí y me levantó la barbilla con su cálida mano.
—Bueno, hay que ser prudente —dijo y me besó. Irradiaba tal calor que fue delicioso y yo me apoyé sobre él y hubiéramos podido besarnos y besarnos de aquella manera por toda la eternidad. Yo hubiera podido hacerlo, al menos. Supongo que a él se le habría cansado la espalda. Mientras nos apartábamos para recuperar el aliento, algo cayó planeando entre los dos. Algo seguido por otros muchos algos, blancos y que caían deprisa. Eran idénticos a las virutas de embalaje que se amontonaban cerca de la plataforma de transporte de Terra Australis y a los que solíamos dar patadas. Por supuesto, eso era imposible. Miré con el ceño fruncido aquellas cosas, que ahora estaban cayendo por todas partes y dije:
—¿De dónde han salido todas estas plumas?
Por supuesto comprendí mi error en cuanto una de ellas me tocó la piel desnuda y un segundo más tarde balbuceé:
—¡Está nevando!
Estaba consternada e hice ademán de recoger la cesta. Pero Nicholas la tenía y me estaba mirando con una mezcla de alarma y deleite.
—No sabías lo que era —dijo—. Nunca la habías visto.
—Por supuesto que sí —mentí mientras le arrebataba la cesta. La había visto en películas y periódicos y holos y una vez había hecho un puzzle de cinco mil fichas de un paisaje nevado pero nada de eso me había preparado para la realidad—. Estaba hablando en broma. Vamos, deprisa. Debemos volver a la casa.
—Estás asustada. —Caminaba a mi lado y se inclinó para mirarme—. Amor mío, no es más que nieve.
—En efecto; y hasta en Inglaterra la gente debe de tener el suficiente sentido común para recogerse cuando nieva, ¿no? —Llegué al final del seto y ya no podía ver el jardín; sólo líneas rápidamente oscurecidas por la blanca tormenta. Me entró el pánico—. ¿Dónde está la casa? —exclamé; entonces se encendió mi visión infrarroja y, por supuesto, la casa era la bengala de luz situada a setenta metros al noroeste. Junto a mí, Nicholas resplandecía como un ángel. Alargó la mano hacia mí.
—¡Calma, amor, calma! —me dijo—. Sigue mi mano.
Pero fue su luz lo que seguí hasta regresar a la Casa de Iden. En contra de lo que parecen sugerir la literatura y el arte, 1) la nieve no cae en preciosos copos caleidoscópicos y 2) no cae en silencio. Suena, como la lluvia sólo que más sigilosa.
—Sigues azul —se maravilló Nicholas mientras me ayudaba a quitarme capas de ropa junto a la chimenea del salón—. No mienten cuando dicen que los gentilhombres de España tienen la sangre azul.
En realidad en mi caso se trataba de anticongelante pero lo miré con aire altanero.
—Bueno, espero no volver a helarme la sangre hasta que regrese la primavera. Esta nieve es una horrible maravilla.
—Oh, pero en Inglaterra la nieve es causa de alegría. —Nicholas abrió los brazos en dirección al fuego—. Muchos pasatiempos alegres pueden celebrarse al llegar el oscuro fin de año. Puedes deslizarte sobre la nieve o caminar a través de una capa de nieve que te llega hasta el cuello o levantar una fortificación y librar batallas de nieve. Puedes ir a patinar en estanques helados sin ahogarte, si tienes suerte.
—Tú puedes ir a patinar en estanques helados —le dije con firmeza, y nos besamos, allí mismo, delante de un criado que estaba trayendo troncos al salón, y luego nos separamos. Había arriesgado los dedos por la Ilex tormentosum y tenía que preservarlos para las eras.
La habitación de Nef olía como la capa de Nef, sólo que más.
—¿Cómo está hoy nuestro paciente? —inquirí con la nariz tapada mientras entraba.
—Es el nene más dulce y limpio del mundo —dijo Nef—. Y está mucho mejor, gracias.
Parecía mejor, en efecto, sentado allí en una esquina de la colcha de brocado. Le había quitado el Plástico Quirúrgico de la herida y el pelaje estaba empezando a crecerle de nuevo; los tocones de los cuernos eran dos, tal como había pretendido la naturaleza y no uno, como la fantasía del hombre había demandado.
—Qué bonito —dije sin demasiado entusiasmo—. Oye, ¿te importa que abra una ventana mientras trabajo?
—Sí. —No levantó la mirada de la revista que estaba leyendo—. Está nevando, por si no te has dado cuenta.
Al menos allí dentro hacía calor. Ella odiaba el frío aún más que yo y había encendido un buen fuego en la chimenea. Abrí la credencial y saqué resueltamente las plaquillas con las preparaciones de los especimenes.
—¿Qué estamos oyendo?
Señalé la radio con la cabeza.
—El concierto conmemorativo de Pierre Attaignant —respondió Nef—. Lleva horas.
—O sea, que no me he perdido las noticias.
—No.
—Es la primera vez que veo nevar.
Conecté el sistema de escucha ultrasónica.
—Es ruidoso, ¿verdad?
Han escuchado una nueva serie de danzas, anunció una voz que parecía ligeramente desesperada. Y con eso concluimos el segmento de tarde de nuestro tributo al más prolífico compositor de música de baile de nuestra época. Gracias a los músicos de nuestro estudio, Dorin, Mark, Lucano y Aristeo de Tebas. Y ahora sigamos con las noticias.
Noticia de la hora: la primera nevada de la estación ha caído sobre el sur de Inglaterra. Aquellos de vosotros que estáis estacionados en el norte del país, ya habéis experimentado las inclemencias del tiempo, por supuesto, y se espera más de lo mismo durante las dos siguientes semanas, conforme los climas fríos se asienten sobre Europa meridional. Si estáis teniendo dificultades para recibir la señal, os recomendamos que nos sintonicéis a las 9 de la tarde, cuando se emitirá un programa especial sobre cómo construir antenas amplificadoras con objetos domésticos.
¡bzzzzzzt! Un estallido de interferencia apagó Onda de Noticias Renacimiento.
—Me parece que vas a tener que sintonizar de nuevo —señalé. La señal chirrió y regresó al cabo de un instante.
Boletín de la hora: el nombre que está en boca de todos es el del Cardenal Reginaldo Pole, quien regresa inesperadamente al país tras pasar más de cuarto de siglo en el exilio. Antiguo humanista, este furibundo católico ha estado pidiendo a la reina desde el inicio de su reinado una restauración completa de todos los bienes monásticos confiscados a la Iglesia Católica durante el reinado de Enrique viii. Habida cuenta de que la mayoría de estos bienes se encuentra en la actualidad en manos privadas, se supone que el regreso de Pole galvanizará la resistencia de los miembros del Consejo.
Noticias del continente: la salud del Emperador Carlos continúa empeorando y el príncipe consorte ha expresado su preocupación, pero cualquier posibilidad de regreso ha España ha sido descartada por el momento debido al estado de la reina, que supuestamente se encuentra en el tercer mes de su embarazo. Pero esto no está deteniendo a sus paisanos, por supuesto, y el número de españoles que ha abandonado Inglaterra esta semana asciende a...
—Unos tíos con mucha, mucha suerte —Nef sacudió la cabeza.
—No hablarás en serio. ¿Quieres regresar a España?
La miré con incredulidad.
—Cualquier lugar sería preferible a éste.
—Creía que estabais ansiosos por ir a Northumberland.
—Si pudiera salir de aquí e ir allí, estaría encantada. Lo que detesto es la espera. Confío al menos que haya algunas Albionas Azules con las que trabajar.
—¿Albionas Azules? ¿Es un tipo de cerveza?
—No, boba, es una vaca —dijo, enfadada.
—¿No te preocupan las noticias? —Introduje una plaquilla—. Me refiero a ese brote de fanatismo por todo el país.
—No. ¿A quién le importa lo que hacen los monos? Además, todos sabemos lo que pasa al final.
—Pero no cómo va a pasar. ¿No te parece interesante la política? Aquí está María enfrentada al Consejo. ¿Cómo va a sacar adelante la legislación favorable a los católicos? Sabemos lo que va a pasar, pero de momento no veo el camino. ¿No sientes curiosidad?
—Demonios, no. Si estuviera tan interesada, accedería a una cinta.
—Bueno, yo pienso que es fascinante.
—Hablas como una antropóloga cultural.
Dejó la revista a un lado.
—Vaya, perdona.
—¿Cómo está mi chiquillo? —Se inclinó y cogió al unicornio en brazos—. ¿Cómo estamos? ¡Ya casi es la hora de nuestro programa favorito!
—Tú fuiste la que me dijo que tenía que aprender a relacionarme con los mortales.
—No pretendía que te lo tomaras como una afición. —Empezó a acunar al unicornio—. Me acuerdo cuando no podías ni soportar la idea de venir a Inglaterra. El Nuevo Mundo era lo único de lo que hablabas, mañana, tarde y noche. Has cambiado de idea, ¿verdad?
—Puede —admití—. Inglaterra tiene sus encantos.
—¡Para ti todos! Ya sabemos de qué encantos está hablando, ¿verdad? —le dijo al unicornio—. Es grande y tiene la nariz rota y se parece a un caballo.
—Oh, nada de eso. —Introduje mal una plaquilla y tuve que sacarla de nuevo—. ¿Y dónde irías si tuvieras oportunidad? ¿Si pudieras hacer que Doctor te enviara donde tú quisieras?
—A la India —dijo al instante, con aire nostálgico—. Sin duda. A cualquier lugar de la India. O puede que a Grecia. Grecia está muy bien. —Le dio un beso al unicornio en el morro—. Te gustaría estar allí, ¿a qué sí, carita de azúcar?
—Por favooooooor.
—Calla, calla. —Se incorporó de un salto y subió el volumen—. Es la hora del informe sobre el ganado.
Pero se alzó un nuevo chisporroteo de interferencias, sólo un poco más ruidoso que sus gritos de protesta.
Nevó. Y nevó. El cardenal Pole regresó a Inglaterra y fue recibido con gran ceremonia por la reina y nuestro príncipe. Las cosas empezaron a marchar deprisa y valió la pena aguantar el olor del cuarto de Nef para poder oír las noticias todos los días.
Pobre María. Nuestro príncipe no era un actor demasiado bueno y ella estaba empezando a darse cuenta de que la luna de miel había terminado. Pero el cardenal Pole era simpático y atento y tenía grandes planes para una Contrarreforma católica en su reino.
—Esto es una locura. —Entré en el cuarto de Joseph dejando que Nef siguiera golpeando a la radio y gritando—. No pueden atrasar el reloj treinta años. Nunca lo conseguirán.
—Tú espera. —Joseph sacudió la cabeza. Había empezado a escuchar la radio conmigo, a pesar de la estática provocada por la nieve, mientras la gran opereta se desarrollaba en el reino—. Ya verás. Contarán con ayuda.
—¿Ayuda de quién? El Emperador morirá pronto y el Papa también.
—Ya lo verás. Haz un acceso rápido si no me crees.
No quería hacer eso. Estaba fascinada, quería contemplar cómo se desarrollaba la Historia a su propio ritmo. ¿Por qué arruinarlo pasando a toda velocidad hasta el final? Además, había otras historias a las que prestar atención. Una casa campestre cubierta de nieve posee sus propios juegos a muchos niveles, llenos de intrigas, confrontaciones y recovecos.
Poco a poco, y gracias a los diligentes informes de Joan, todos los habitantes de la casa habían terminado por saber que Nicholas y yo estábamos durmiendo juntos. Maese Ffrawney rehuía mi mirada siempre que estábamos en la misma habitación pero todos los demás parecían bastante aliviados. Los jóvenes coléricos suelen ser incómodos y, según parecía, la práctica regular de la pasión hacía maravillas por el humor de Nicholas. ¿Y qué mejor manera de apagar a un joven fanático que hacer que se enamorase de una bonita chica católica? Hubo algunas cejas enarcadas provocadas por la aparente complacencia de Joseph pero era un extranjero, al fin y al cabo, y la gente estaba siempre demasiado ocupada vigilando los escándalos de los demás como para cuestionarse demasiado las cosas.
La lavandera continuaba frecuentando el lecho de Sir Walter pero conforme la regeneración del anciano caballero iba avanzando, cada vez se prodigaban menos estas visitas. De hecho, empezó a lanzar furibundas miradas de reojo a Nef cuando sus caminos se cruzaban, aunque esto no ocurría demasiado a menudo y, en todo caso, Nef no se daba cuenta. Ahora que lo pienso, es posible que la animosidad de la lavandera no se debiera a los celos. Desde luego a mí no me hubiera gustado tener que lavar sus sábanas, llenas de esencia de unicornio como estaban.
Nef, mientras tanto, continuaba respondiendo a las atenciones de Sir Walter con la calidez justa para poder mantener el unicornio en su cuarto. Flirteaban visiblemente en la mesa y creo que las cosas pasaron a mayores en una o dos ocasiones. Ella estaba interesada en su ganado y él en el noble linaje de ella. Joseph y yo tuvimos que inventarle una larga genealogía de antepasados castellanos y ponerla por escrito para que se la pudiera aprender de memoria, porque improvisar no se le daba demasiado bien. Aunque en cambio era muy buena con la electrónica doméstica.
¡Atroces alaridos en mitad de la noche!
Me levanté dando un respingo y examiné los alrededores en un radio de dos kilómetros a la redonda. Nicholas estaba en pie, mirando. Cuando se alzó una nueva andanada de chillidos en la noche invernal, se acercó a grandes pasos a la puerta y se asomó a la negrura de las escaleras.
—¡Qué, oíd, eh! —estaba gritando alguien en el segundo piso.
—¿Qué ocurre? ¿Ladrones otra vez? —exclamó otro desde más abajo. No hubo respuesta pero los gritos se extinguieron, convertidos en sollozos histéricos y entonces se oyó una segunda voz procedente del mismo lugar, que trataba de calmar a la primera.
—¡Mi señor! —Uno de los criados pasó a grandes zancadas por el descansillo del segundo piso—. ¿Os asesinan? ¿Es el doctor español?
—Quédate aquí, Rosa —me dijo Nicholas. Bajó a toda prisa y enseguida pude oír cómo aporreaba la puerta de Sir Walter—. ¡Sir Walter! ¡Abrid, señor, si podéis!
Yo empecé a tiritar y me cubrí con las mantas. La voz llorosa estaba gimiendo de forma incoherente.
—¡Estaba en la chimenea! ¡Oh, Jesús y Santa María, líbranos del mal, lo he visto!
A lo que la otra voz —vaya, era la de Sir Walter— respondió con un siseo apagado:
—Calma, calma, Alison, calma. ¡No has visto más que un sueño! ¡Chist! ¡Has despertado la casa entera, barragana estúpida!
—¡Pero os digo que era el Diablo! Le he visto las negras alas —chilló la lavandera (porque era ella).
—¡Sir Walter! —Nicholas no podía oír los frenéticos intentos del anciano por calmarla—. ¿En el nombre de Dios, señor, seguís vivo?
—¡Sí! ¡Sí! —gritó Sir Walter, enfadado.
¡Mendoza! Había una forma negra pegada a nuestra diminuta ventana. Estuve a punto de gritar.
—Pero, ¿qué ocurre, señor?
¡Déjame pasar, por el amor de Dios, que me hielo aquí fuera!
—¡No ocurre nada malo! Yo sólo, er... sólo...
Me levanté de un salto y abrí la ventana. El rostro de Nef, inexplicablemente boca abajo, me miraba desde el otro lado.
—¿Señor, os han cogido como rehén? —demandó uno de los criados, que se habían reunido detrás de Nicholas.
—Oh, Dios, nunca podré pasar por ahí —se quejó Nef con los dientes apretados—. ¿Puedes romper el marco?
—¡Nada de eso! —gruñó Sir Walter—. ¡Y ahora regresad a la cama! ¡Nicholas, que se vayan!
—No puedo romper el marco. ¿Cómo iba a explicarlo? —balbuceé—. ¿Y qué estás haciendo ahí fuera?
—Señor, debemos asegurarnos de que todo marcha bien ahí dentro —le explicó Nicholas con voz paciente.
—Vaya...
—¡No! ¡Hay una maldición sobre esta casa! —gimió la lavandera—. He visto al Diablo con mis propios ojos, colgado de la chimenea...
Su voz se apagó, reemplazada por un balido sofocado, como si alguien le estuviera haciendo comer la almohada.
—¡Nef!
La miré boquiabierta mientras, horrorizaba, empezaba a comprender.
—¡Os lo aseguro, todo marcha bien!
Se oyeron sus pasos sobre el suelo. Hubo un crujido mientras el señor abría la puerta y (presumiblemente) asomaba la nariz.
—Era el mejor sitio para la señal —me explicó Nef entre dientes—. He hecho una de esas antenas con un palo de escoba y el alambre de la empuñadura de la vieja espada de Joseph... oh, mierda, tengo los dedos entumecidos...
—¡Ahí lo tenéis! Sigo vivo e ileso. ¡Y ahora, regresad a vuestras camas! —graznó Sir Walter.
—Y, bueno, estaba oscuro, resbalé un poco, y por supuesto no me caí, pero...
Un indeciso murmullo mientras en el piso de abajo empezaban a ser obedecidas las órdenes de Sir Walter. Nicholas, con la voz divertida ahora en lugar de alarmada, preguntó:
—¿No era más que eso? ¿La mujer tenía malos sueños?
Un ruido sordo: la ventana se había abierto en el piso de abajo, al otro lado de la esquina. ¡entra por aquí!, tronó Joseph.
—Fantasías estúpidas —susurró Sir Walter—. La estúpida zorra se levanta para mear y unas sombras la asustan. ¡Eso es todo!
No me grites, transmitió Nef con enfado, pero hizo lo que le ordenaba. Se movió lentamente sobre mi ventana y desapareció. Asomé la cabeza y vi cómo trepaba en diagonal por la pared hasta llegar a la esquina de la casa y entonces la perdí de vista al otro lado.
—Entonces os deseo buenas noches, señor.
Hubo un portazo y pude oír cómo regresaba Nicholas. Cerré la ventana y regresé a la cama de un brinco. Cuando él se metió a mi lado estaba deliciosamente cálido, a pesar de haber pasado un buen rato en un frío pasillo.
La mañana siguiente hubo muchos chismorreos en el cuarto de la servidumbre y numerosas salidas al exterior para observar y señalar la chimenea por la que Su Satánica Majestad podía o no haber estado haciendo ejercicios gimnásticos nocturnos. Por alguna razón nadie reparó en la antena de radio que sobresalía de entre las tejas.
Hubo especulaciones de sobra en referencia a la probable conexión entre Satán y los españoles (¿Acaso había venido para ver si necesitábamos algo?) y no menos miradas gélidas entre Nef y Joseph. Sin embargo, los ingleses están muy acostumbrados a fantasmas y horrores en la estación del hielo y la nieve, así que los habitantes de Iden Hall volvieron a dejar pasar la oportunidad de lincharnos.
Y a partir de entonces empezamos a recibir la señal de radio mucho mejor.
Así que giró el mundo y giró la pequeña rueda de Iden Hall dentro de la gran rueda que era Inglaterra, y el año siguió girando en dirección al solsticio.
Capítulo diecisiete
—Este año debemos celebrar unas espléndidas Navidades, ¿no crees, Nicholas? —dijo Sir Walter durante la cena.
Todos los ojos se volvieron hacia él. Estábamos contemplando a un hombre robusto que no podía pasar de los cuarenta años de edad. Ahora se parecía más a un zorro que a un terrier; su cabello y su barba estaban apenas un poco canosos, o más bien, rubicundos, como se les suelen poner a los pelirrojos. Era más alto, era más grueso y la ropa nueva que llevaba era de mejor gusto y colores más sutiles. Un hombre por completo diferente.
—Como vos deseéis, señor —dijo Nicholas—. Vuestros ingresos lo soportarán.
—Excelente. Creo que me gustaría un banquete, sí, y un poco de baile. Busca a unos músicos. Algo de calidad pero no demasiado pomposo; que haya cornetas y sacabuches, cornos y regales, y un gran guitarrón... ah, y dulzainas también. ¡Quiero que este aburrido salón resuene como un corazón palpitante! Ocúpate de todo, Nicholas.
Nicholas sacó un librillo en octavo y un lápiz y empezó a tomar notas. Yo levanté la mirada de mi plato de sopas de leche. ¿Bailar?
—Quiero... —Sir Walter apoyó un codo en la mesa y se acarició la barba— gente joven a mi alrededor. Avisa a los Ellisey y a los Brockle y a Maese Syssing y a sus hijas, invítalos a todos. Diles que habrá un gran baile estas Navidades en Iden Hall.
No había bailado desde que salí de Terra Australis. Miré esperanzada a Nicholas mientras éste ponía por escrito sus instrucciones.
—Y también quiero máscaras y trajes navideños, todos ellos fantásticos, como los que solía utilizar el rey —recordó Sir Walter lleno de orgullo. Se refería al Viejo Enrique, claro. Por lo que a la memoria de la gran mayoría de los hombres se refería, el desgraciado Eduardo había desaparecido en el vientre mismo de su madre.
—Maese Sampson tiene pinturas y formas para máscaras.
Nicholas escribía sin descanso.
—¡Vaya, muchacho, debe haber algo más que eso! Buen Dios, la gente de esta comarca nunca ha visto nada parecido. El secreto de los bailes de máscaras es que deben tener algún juego o entretenimiento, algún espectáculo. ¡Doctor Ruy! —Se volvió hacia Joseph—. Vos habéis estado en la Corte. Sin duda sabéis a qué me refiero.
—Sí, podéis estar seguro —asintió Joseph—. Hay muchos espectáculos en la Corte del Emperador, algunos de ellos asombrosos de veras.
—¡Exacto! —Sir Walter golpeó la mesa—. ¡Lo que quiero es asombrar a esta gente! Vos sois un médico y un hombre instruido. ¿No podíais, como gesto de amistad, preparar algún divertimento dramático para los invitados?
—Ah. —Joseph pestañeó y luego sonrió—. Mi querido amigo, me hacéis demasiado honor. Sería un placer hacer lo que me pedís, pero mis habilidades son humildes...
—Oh, pero debemos tener un espectáculo, una diversión como las del Emperador, y qué hombre mejor que vos para proporcionárnosla. No, será algo espléndido, no me cabe duda. Y ahora, ¿no podríamos tener alguna sorpresa en la mesa, como un mazapán con forma de algo, o... un barco de vela, o un bosque con ciervos y hombrecillos...?
—¿Y ahora dónde encuentro yo un pastel con forma de cocatriz de un metro de longitud y con el escudo de armas de Iden en el pecho? —dijo Nicholas, exasperado. Apagó la vela y se metió rápidamente en la cama.
—¿No podría hacerlo la cocinera?
Me acurruqué sobre su pecho. Él me rodeó con los brazos y nos tumbamos. Replicó:
—No. Hace hojas de bizcocho para decorar las manzanas asadas; hasta ahí llega su destreza. Él quiere una fantasía digna de la mesa de la reina y me parece que voy a tener que ir a pedirla allí mismo.
Estábamos observando el cuadrado que la luz de la luna dibujaba sobre la pared.
—¿Y por qué contentarse con una cocatriz? —dijo—. Si lo que quiere es dejar a los invitados boquiabiertos, ¿por qué no pedir a la Gran Meretriz de Babilonia montada sobre la Bestia?
Hubo silencio por un momento y entonces él se echó a reír entre dientes.
—Pintada de escarlata y púrpura, con siete alambres clavados en el cuello de la Bestia para mantenerla inmóvil —dijo—. ¡Eso sí que haría que meneasen la lengua!
—Tengo muchas ganas de celebrar esta Navidad inglesa —me moví sobre su cuerpo para mirarlo—. Inglaterra es famosa entre todas las naciones por sus fiestas navideñas.
Aunque por supuesto Dickens no había nacido todavía.
—¿De veras? —Parecía divertido—. ¿No hay teatro de máscaras, bailes y cerveza especiada en Europa?
—El año pasado, en España, estuve rezando en misa hasta medianoche y luego tuve que regresar a casa bajo una llovizna —recordé.
—Alegra entones ese santo corazón, porque en esta tierra no tenemos misa.
Eso me provocó una gran desazón, porque el Parlamento se había reunido ya para restaurar la misa y muy pronto se sabría la noticia por todo el país. Lo habían dicho en la radio aquella mañana. Bueno, lo que no supiera no podría hacerle daño.
—Aunque, desde luego, la plegaria es más apropiada que la embriaguez y la juerga para celebrar el nacimiento de Cristo —continuó con aire meditabundo.
—¡Pero no puedes poner fin a las fiestas navideñas! —protesté y añadí casi al instante—. La primera vez que supe que veníamos a esta tierra, pensé: ¡Al fin podré bailar! Cosa que no he hecho aún, salvo entre las sábanas, contigo.
Sonrió.
—Habrá danzas y dulces pasteles de sobra, amor mío. Como debió de haberlas en Francia cuando eras niña. ¿O no? ¿O fue de Egipto de lo que hablaste la última vez?
—Muy probablemente —dije—. O de la lejana Catay.
—¿Y celebran las Navidades cristianas en Catay?
Acercó su nariz a la mía. Yo me acordé de mi infancia en la base. Celebrábamos una fiesta que era una interpretación liberal de las viejas festividades romanas del solsticio y en Tierra Australis era verano. Recuerdo los horizontes secos, las carreras, las fiestas en la piscina.
—Puedes estar seguro —dije—. Y hay pequeños monos que trepan a los árboles a medianoche para colgar de sus ramas cascabeles navideños.
—Dulce mentirosa.
Rodó sobre mí y pasamos a otras cosas.
—Pase lo que pase, no toquéis el pavo real —dijo Joseph mientras entraba al cuarto—. Acaban de matarlo y lo han colgado y aún falta una semana para la fiesta. —Se volvió hacia mí, entretenida en aquel momento en la credencial, y luego hacia Nef, que estaba peinando al unicornio—. No es que el olor sea muy molesto por el momento —continuó—. Pero para cuando lo sirvan será bacillus en conserva.
—Los estatutos de los Lollardos se han votado hoy —le dije con voz enojada.
—¿Los qué? —dijo y realizó un acceso rápido—. Ah, ya, las leyes contra los protestantes, ¿eh? Decidme, ¿tenéis alguna idea para un baile de máscaras navideño?
—No son sólo leyes contra los protestantes —continué. Estaba enfurecida—. Son estatutos especiales que colocan a los obispos por encima de la ley. Pueden arrestar a la gente, juzgarla, condenarla y ejecutarla... ¡Y los tribunales civiles no pueden interferir! ¡El Parlamento las ha aprobado!
—¿Es que pensabas que eso no podría ocurrir aquí? —sonrió Joseph.
—¡Por el amor de Dios, es una locura! ¡Esta gente está renunciando a sus derechos civiles! ¡Es un paso atrás, hacia la Edad Media!
—Es lo más curioso de las Edades Medias —dijo Joseph—. Regresan una vez tras otra. Los mortales siempre creen que están viviendo los Tiempos Modernos, ¿sabes? Poseen toda esa tecnología tan bonita y aprueban esas leyes tan humanitarias y entonces ocurre algo: hay una crisis económica o la ciencia hace algún descubrimiento que no son capaces de asumir. Y pum, vuelta a quemar judíos y vender astillas de la Vera Cruz. No cometas nunca el error de creer que los mortales quieren vivir en una edad de oro. Odian pensar.
—¡Pero esto no tiene nada que ver con el intelecto! —protesté—. ¡Es una cuestión de supervivencia! ¿No se dan cuenta de que les han entregado un poder absoluto a sus enemigos? Dios mío, ¿dónde está su sentido común?
Joseph y Nef se limitaron a reír, un sonido tan hueco que me entraron ganas de escapar de la habitación. Joseph arrojó el sombrero sobre el poste de la cama más próximo, donde se quedó colgado y dando vueltas.
—¿Crees que esto es malo? Tendrías que haber visto lo que soportaron los ingleses con Enrique viii. Que les follen a esos monos. ¿De verdad no se os ocurre alguna historia jocosa para animar al viejo?
—¿Por qué no adaptas algo de Dickens? —le sugirió Nef—. ¿Quién se va a enterar?
Alargué la mano hacia mi capa.
—Creo que voy a salir un rato.
La nieve nos cubrió por completo y nos aisló de las noticias que corrían de boca en boca; de modo que los mortales prosiguieron con sus preparativos navideños con la máxima alegría y, llenos de bendita ignorancia, decoraron con ramitas de acebo el salón entero.
Yo había esperado que a nosotros, como españoles, se nos pidiera que permaneciéramos apartados durante la mayor parte del tiempo. Me llevé una gran sorpresa: lejos de suponer un estorbo, de repente parecíamos un activo social. Sir Walter planeó bailes españoles y refrigerios españoles y siguió muy confiado esperando alguna extravagancia teatral por parte de Joseph. Cada vez que le preguntaba algo, éste se limitaba a sonreír un poco más y mientras tanto, con creciente desesperación, Nef y yo le dábamos toda clase de ideas. Según recuerdo, en la mejor de todas ellas el Hombre de La Mancha se encontraba con el Fantasma de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras, pero finalmente Joseph urdió por sí mismo algo que requería grandes dosis de cartón y secreto.
Tuvo muchísimo tiempo para prepararlo, al menos. En el siglo xvi, las Navidades se extendían desde el Día de Navidad hasta el 6 de junio. En el futuro, por supuesto, se irían retrasando hasta que empezasen en Noviembre y terminasen en Nochebuena, que era cuando lo celebrábamos en las bases de la Compañía. Yo observé la llegada del solsticio saliendo de la cama para contemplar la salida del rojo sol entre las nubes negras y, aquella noche, celebré su llameante y temprana muerte paseando entre negras ramas desnudas de hojas. Así pasó el misterio, sin que los mortales hubieran dado comienzo a sus celebraciones.
Lo primero que vi el Día de Navidad fue, como no podía ser de otra manera, el Nuevo Testamento. Nicholas lo tenía abierto sobre el pecho y estaba leyendo en silencio el primer capítulo del Evangelio de San Lucas. Bostecé y me estiré. Y me apoyé sobre los codos para mirar las temblorosas letrillas negras. La que estaba leyendo era una historia preciosa, además de sencilla. Cómo extraían de ahí todos aquellos obispos y grandes inquisidores lo que hacían, es algo que se me escapa.
Me tendí de espaldas y observé el perfil de Nicholas mientras leía. Siempre estaba pálido al despertar, como si su sangre fuera remisa a encaramarse a su rostro. Así que a aquella hora del día parecía severo y autocrítico, como tallado en marfil, y sus ojos iluminados recorrían sin descanso la palabra de Dios, y se dilataban sus pupilas cuando algún versículo concreto lo conmovía.
Cerró el libro y refrenó unas lágrimas con un parpadeo. ¿Cómo será creer tantísimo en algo?
Las habitaciones olían a especias, a humo, a ramas verdes recién cortadas y a mortales. Empezaron a llegar después del mediodía, en carruajes arrastrados por grandes caballos que tuvieron a Nef corriendo de ventana en ventana y gritando como una loca. Niños pequeños mortales ataviados con túnicas forradas, adultos pulcramente afeitados, jóvenes con barbas bien recortadas y puntiagudas. Niñas mortales a la última moda. Me di cuenta con desesperación de que mi vestido verde, que había pensado ponerme aquel día, estaba totalmente pasado de moda. Pasé una hora frenética cosiéndole lentejuelas de cristal al traje melocotón para tapar los agujeros de las polillas.
Pero mis tribulaciones eran mínimas comparadas con las escenas que estaban teniendo lugar en la cocina, y en cuanto al gran salón... caramba. Llegó un carromato cargado de músicos y empezó a descargarlos junto con sus instrumentos y por espacio de media hora desesperada nadie supo cómo llevarlos a la galería de los juglares, que llevaba treinta años sin abrirse. Habían empezado a construir un improvisado quiosco en una esquina del salón cuando alguien encontró la llave, en una caja de latón situada en el fondo de una estantería. La mayor parte de los preparativos tuvo que supervisarlos Nicholas, así como un sinfín de pequeños detalles que habían sido olvidados hasta el último minuto. Sir Walter estaba ya demasiado enzarzado en besuqueo de manos y palmeteo de espaldas como para que se le interrumpiera para recordarle que no había especificado si quería que los músicos tocasen antes, durante o después de la fiesta. Así que empezaron hacia las diez de la noche y siguieron tocando, cada vez más fuerte, conforme el nivel de su barril de cerveza iba bajando.
La entrada de los malvados españoles se demoró gracias a mí.
—¡No puedo llevar esto! —grité—. ¡Le he puesto todos los trastos brillantes que tengo y sigue habiendo tres agujeros de polilla en la manga que ni había visto!
—Pues quítale las mangas.
Joseph se estaba mirando la barba en la superficie reflectante de la credencial.
—¿Es que estás loco? Cada una de las señoras que hay abajo tiene un traje con mangas a juego —le dije—. ¡No puedo aparecer como un espantajo delante de todas esas inglesas!
—Pues empieza una nueva moda.
—Si hubieras enviado la solicitud de trajes de campo que te pedí...
—Oh, toma. —Nef se metió en su guardarropa y sacó una cinta rosa, que me ató rápidamente alrededor del brazo—. Mira, así no se darán cuenta.
—El color no pega —me quejé.
—Piensa en él como un detalle que te resalta.
—Y me está cortando la circulación.
—¿Quieres ver cómo se corta una circulación? —Joseph cruzó la habitación con aire amenazante—. Suficientemente difícil va a ser hacer una entrada frente a todos esos monos como para que encima nos hagas llegar tarde.
—¿Queréis cerrar la boca los dos? —demandó Nef. Para ella era fácil decirlo: tenía un precioso vestido color grana que era prácticamente nuevo. Me cogió de la mano, pasó un brazo alrededor del de Joseph y nos arrastró hacia el pasillo—. Cualquiera diría que nunca has estado en una fiesta mortal —se mofó de él.
—Los nervios del artista. Nunca había escrito un divertimento hasta ahora —musitó Joseph. Nos dirigimos hacia la escalera. Había mucha gente por allí.
—Bueno, en realidad no lo has escrito, ¿verdad? —dijo Nef—. Lo copiaste de...
—¡Buenas gentes, demos la bienvenida al muy renombrado Doctor Ruy Ansolebar, médico y erudito de la Corte de Su Muy Graciosa, Serena y Católica Majestad, el Emperador Carlos! —gritó Maese Ffrawney, surgiendo inesperadamente del pie de las escaleras. Nos quedamos paralizados a mitad de paso. Todos los mortales se volvieron y nos miraron.
Sólo la fuerza con la que Nef me sujetaba el brazo impidió que diera media vuelta y huyera corriendo escaleras arriba. Una bocanada de olor me abrumó. Era miedo mortal, y también una buena dosis de odio mortal más pasado que la comida de la fiesta. Más amargo que las agujas de pino. Tan brillantes en su navideña elegancia, los mortales nos observaban con ojos de animales. Y entonces, en un gesto que me perturbó, todos ellos sonrieron casi al tiempo. Los hombres se inclinaron; las mujeres saludaron con reverencias.
—Oh, Maese Ffrawney, me halagáis —dijo Joseph sin el menor rastro de acento español—. Os aseguro, buenas gentes, que no soy más que el viejo amigo de Sir Walter. ¿O no pasamos la niñez juntos?
—Muy cierto, así es —dijo Sir Walter interpretando su papel (por lo que sé, a esas alturas había llegado a creerlo) mientras salía de entre la multitud—. Venid, Don Ruy, hay un moscatel excelente aquí mismo, no creo que lo haya mejor en la mesa del Emperador. Y luego tomaremos unas viandas españolas —anunció a sus invitados.
Eso no contribuyó a apagar el olor. Sin embargo seguimos adelante con pasitos aterrados y los invitados mortales se apartaron de nosotros como si Joseph tuviera pezuñas en lugar de pies.
—Qué aire más festivo tiene todo —señaló con tono alegre.
Y por ahí venía Nicholas con una severa, negra y altísima cabeza protestante, muy por encima de los demás invitados. Me miró a los ojos. Ahora la gente lo estaba mirando y el olor del miedo se afiló de impaciencia. Estaban esperando un choque, pero él me tomó las dos manos y las besó.
—Bienvenida, Lady Rosa. Doctor Ruy, permitid la osadía de llevarme a vuestra hija para tomar una copa de hippocras —y tiró de mí. Los indicadores de la muchedumbre registraron asombro, la tensión empezó a remitir.
—Ja ja ja —traqueteó Joseph—. Sí, adelante. Esta gente joven marcha a besarse en los rincones —le explicó a la multitud.
Ahora todo iba bien. A los mortales les encantan los amantes, en especial si son jóvenes. Todo el mundo abría paso a Nicholas mientras nos dirigimos en busca de una escudilla de ponche.
—Tienes las manos heladas —me dijo entre dientes.
—¿Y cómo podría ser de otra manera entre tantos ingleses? —repliqué—. Si las miradas fueran cañonazos, nos habrían reventado en las escaleras.
—Oh, no temas. —Localizó una jarra de vino humeante y llenó una copa para mí—. ¡Esta gente es la mejor nobleza de Kent! Antes llevarían un jubón pasado de moda que hacerle algún daño a tu padre, que es como decir que jamás se lo harán.
—Bien.
Di un sorbo al vino. Él me observó mientras bebía.
—Sí, tómatelo. Tu rostro está tan pálido como la leche.
—Si se te ocurre alguna otra galantería para aumentar mi confianza, te ruego que me la digas —le espeté en griego.
Pensó un segundo.
—Me gustan las lentejuelas —dijo.
Las palabras clave para aquella fase de la fiesta parecían ser beber y mezclarse, y eso fue lo que hicieron Joseph y Nef mientras los mozos de la cocina montaban las grandes mesas de caballetes en el salón. Lo único que faltaba para convertirlo en un cóctel era una doncella con una bandeja de sándwiches. Cogí a Nicholas del brazo y nos movimos con cuidado por entre los límites de la muchedumbre, tratando de encontrar un lugar tranquilo para hablar. Pero no tardamos en descubrir que era una quimera, pues no menos de cuatro mortales se me acercaron blandiendo sus crucifijos para contarme que sus padres o madres habían sido jardineros o doncellas o contables en la casa de la pobre Reina Catalina.
—Que me aspen, ¿no es éste Nicholas Harpole?
Nicholas se volvió al instante, arrastrándome consigo. Nos encontramos frente a un joven corpulento con una gran barba y de porte tan marcial como el cuero y el acero. Nicholas lo observó con la mirada entornada.
—Y él no me reconoce —añadió el hombre—. Pero yo sí que te reconozco, Nick. ¡Jesús, hombre, soy Tom!
Y le tendió la mano, pero Nicholas apartó la suya como si le hubiera ofrecido una serpiente e irradió tal cólera que estuve a punto de caer al suelo. El otro se limitó a reír.
—¿Qué, aún sigues asustado? Como ves, me he quitado de encima el hedor de las blasfemias de nuestro viejo tutor. Y parece que tú has hecho lo mismo.
—¿Por qué estas aquí? —preguntó Nicholas en voz muy baja.
—Vengo a cortejar. —Sacudió el pulgar en dirección a un grupo de chicas que rodeaba a Sir Walter—. La dulce Anne. No es ninguna Venus, como puedes ver, pero su dote es más que aceptable. Ya es hora de empezar a pensar en tales cosas, ¿eh? Ya no somos niños. —Sus ojos despidieron un destello retorcido—. ¿Cómo era eso...? “Cuando era niño, hablaba como niño...”.
Oh, Nicholas iba a golpearlo. ¡El bigote se estaba contrayendo! Me preparé para ello, pero entonces sus molares entrechocaron como rocas y dijo:
—En el nombre de Cristo, guarda silencio.
—Calma, hombre, nadie puede acusarme aquí. ¿Y quién podría acusarte a ti? A pesar de que te has hecho con la cama más caliente de la casa y un cojín español por añadidura. —Se llevó mis nudillos a los labios—. Señorita, buenos días. Nicholas, siempre has sido un muchacho con gran sentido común. Con un poco de suerte, llevarás el capelo cardenalicio antes de los cuarenta.
Eso fue suficiente. Nicholas cogió a Tom del jubón y lo alzó a la altura de su cara. Yo dije:
—¡Nicholas!
Y Tom:
—Paz, hombre, recuerda.
Y una o dos personas se volvieron y nos miraron. Nicholas lo dejó en el suelo.
—Si he insultado a tu dama, Nick, lo siento. —Se encogió de hombros para enderezar de nuevo el jubón—. Y que Cristo sea mi testigo, no pretendía hacer ningún mal. Pero lo que he dicho en broma, mi corazón lo creía en serio. —Con una sinceridad más deplorable que sus bromas, le puso un brazo en el hombro—. Siempre fuiste el más instruido de nosotros. Hay hombres nuevos en la Corte, Nick, los viejos papistas se mueren y hacen sitio para los jóvenes. Hay beneficios, Nick, hay oro. ¡Está la Dama Fortuna con las piernas abiertas! ¡Ve a la Corte a rondarla, Nick y saldrás mejor parado que el viejo Tom con su fea esposa y sus dos granjas en Kent! —Se volvió hacia el otro lado de la estancia, donde aún seguía su novia y suspiró—. Dios provee a cada hombre de acuerdo a sus dones. Yo sólo tengo una polla; tú tienes una polla y un cerebro. Ve a la Corte, te digo.
Y con un último y melancólico apretón en el hombro de Nicholas se alejó; con lo que se salvó de que le arrancaran la cabeza. Tuve que llevarme a Nicholas a rastras de allí y servirle un trago. Menuda Navidad hasta el momento, ¿eh?
A esas alturas, las mesas estaban ya montadas y dispuestas, así que nos sentaron de acuerdo a nuestra posición y empezaron a servirse los primeros platos con gran ceremonia.
—¡Un plato de pequeñas aves! —anunció Maese Ffrawney desde la puerta. Entraron los pajarillos, pichones posiblemente, asados y montados sobre alas y cabezas de cartón—. ¡Un plato de lucio en gelatina! —exclamó Maese Ffrawney a continuación, y allí entró; un pez reseco de una semana de antigüedad en una salsa que olía a dulces de canela—. ¡Un plato de pastel de puescospín! —anunció el susodicho pastel, traído por un criado que apenas logró llevarlo hasta la mesa.
Y después de eso trajeron un plato de aceitunas de ternera, y un plato de jabalí de Porpentine, y la cabeza del mismo jabalí, espléndida como las de las botellas de ginebra Gordons, con medios limones a modo de ojos dentro de las cavidades oculares. Yo hubiera dado un ojo por un gin-tonic mientras proseguía sin descanso la dulce cabalgata de indigestas delicias.
Trajeron el pavo real. Le habían quitado la piel entera y a continuación, después de asada el ave, se la habían vuelto a poner, con plumas y todo, para que conservara una cierta semblanza de vida. Sólo que no habían sido capaces de arrancar el pequeño esfínter o lo que fuera que mantenía la cola alta y por tanto las plumas se habían vencido penosamente durante el camino de regreso del taller del pollero así que le habían quitado la cola y la habían reemplazado con un gran abanico de cartón al que habían pegado las plumas supervivientes y pintado las que faltaban.
Patos por docenas, gallinas por decenas, agolpadas como sardinas en gigantescos pasteles o apiladas en pequeñas montañas de dorados cuerpos muertos. Combinaciones peculiares de peces y flores. Grandes piezas de roast beef teñidas de azul con zumo de heliotropo para hacer que pareciera venado. Maravillosas tortas de huevo espolvoreadas con canela y azúcar. De hecho, la canela y el azúcar estaban en casi todo.
Una fanfarria sonó para anunciar la llegada de un plato español, una bonita y digestiva receta que le habían sacado a Joseph, y cuando llegó a la mesa todo el mundo se quedó boquiabierto: tenía un aspecto magnífico. Era una especie de arroz pilaf dulce, un gran montículo hecho de arroz, nueces y piñones y rodeado en los bordes de la bandeja por insectos hechos de pasta de almendras.
—¡Arroz a la manera de San Juan Bautista! —anunció Maese Ffrawney con voz triunfante—. ¡Un pudding de Vizcaya!
Siguió un silencio educado mientras todo el mundo trataba de averiguar para qué eran los insectos.
—No recuerdo haber especificado un detalle tan curioso como este —dijo Joseph al fin.
—Disculpadme, señor, pero dijisteis que debíamos tener sirope de langosta para verter sobre la cima, señor, y como no teníamos, la señorita Alison ha preparado langostas de mazapán —explicó el criado—. Es lo mejor que hemos podido hacer.
—La langosta a la que me refería es un árbol de hoja perenne que da unos frutos dulces —le informó Joseph.
—Oh —dijo el muchacho.
Pero el plato fue un gran éxito de todas maneras. A esas alturas los invitados habían bebido tanto hippocras que los bichos les parecieron una ocurrencia divertida y empezaron a hacerlos andar por la mesa hasta que se les cayeron las patitas hechas de mondadientes, o los pusieron sobre los tocados o los escotes de las señoras.
Nicholas no parecía nada divertido. Estaba sentado a mi lado con aspecto peligroso, con un temblor en las comisuras de los labios provocado por el enfado y un brillante rubor en la mejilla provocado por el vino. Le sonreí con timidez pero él siguió mirando el fuego sin pestañear.
Cuando se hizo la primera tregua en el comer y el beber, Sir Walter se puso trabajosamente en pie, mientras se frotaba las manos.
—Y ahora, amigos y vecinos, ¿qué tal algo de diversión?
Hubo gritos de “¡Si!” y risotadas generalizadas y Sir Walter dirigió la mirada hacia Nicholas.
—Nicholas, muchacho, ¿qué tenemos?
—Una pelea de gallos.
Se puso en pie e hizo una señal a unos hombres que esperaban junto a la puerta. A continuación se sentó a mi lado y cruzó los brazos. Entraron dos hombres, cada uno de ellos con un galante pajarillo de brillante cresta. Los sostuvieron en alto para que todos los invitados pudieran verlos y entonces, oh, ¡qué aullidos, qué vítores, qué cantidad de monedas se arrojaron sobre la mesa del banquete!
Me volví hacia Joseph. Miraba hacia delante con una sonrisa en los labios, pero sus ojos estaban completamente vacíos. Nef tenía la mirada puesta en el vaso y no levantó la cabeza. Los hombres dejaron los gallos en el suelo y se apartaron. Los gritos en el salón ganaron intensidad hasta hacerse ensordecedores y lo que vino a continuación fue tan malo como podréis suponer. La sangre salpicaba por todas partes, volaban plumas. Los pajarillos se hicieron trizas mutuamente y uno de ellos estaba ciego antes de que la pelea terminase.
Me recliné en mi silla, temblando, y sentí el brazo de Nicholas a mi alrededor.
—Aguanta, Rosa, y pórtate como una buena española. ¿Qué harías en una corrida de toros? —musitó. Rompí a llorar pero eso al menos logró sacarlo de su malhumor; avergonzado, me dio un beso mientras en el salón reinaba un estrépito de carcajadas y carnicería.
A continuación se sirvió un pastel de lamprea y cazón, mientras los criados limpiaban apresuradamente la sangre. Luego nos deleitaron dos franceses con una exhibición de esgrima. Muy excitante, debo decir, sobre todo porque sus floretes no tenían botón. Pero al menos no se dejaron ciegos el uno al otro.
Luego trajeron nueces y confites y dátiles, por si no habíamos tenido suficientes dulces, y los Cuatro Hermanos Saltarines de Billingsgate vinieron e hicieron unas cuantas acrobacias para divertirnos. Los invitados aplaudieron a rabiar y les arrojaron peniques. Algunas cucharas desaparecieron también en las mangas y los sombreros de los hermanos.
A esas alturas las mesas eran largas avenidas cubiertas de huesos roídos y fragmentos de corteza de pastel, así que Maese Ffrawney nos invitó a dirigirnos a la otra esquina del gran salón. Allí se habían dispuesto mesas para jugar a los naipes y se habían acondicionado rincones para aquellos que, después de comida tan copiosa, se sintieran más inclinados al reposo. Para quienes no compartieran este comprensible deseo, los músicos empezaron a interpretar piezas de baile. ¡Por fin!
Pero nadie se arrancó. La gente permaneció en pie mientras se abría el baile con una bonita y antigua morisca; las cabezas se agitaban con incertidumbre pero ni un solo pie se movía, ni una sola cadera se balanceaba.
No podía soportarlo. Cogí a Nicholas del brazo.
—¿Es así como bailáis en Inglaterra? —exclamé.
Miró a su alrededor.
—Es la costumbre que el señor de la casa abra el baile —me explicó mientras sus ojos se posaban sobre Sir Walter, quien estaba sentado en una mesa participando en una partida de primero con Nef y otra dama.
—¡Sir Walter! ¿No queréis bailar, señor?
—¿Qué? —El caballero levantó la cabeza, miró a su alrededor y se dio cuenta de su despiste—. Oh. —Lanzó una mirada pesarosa a la mano que llevaba pero entonces se le iluminó el rostro—. Nicholas, oficia tú en mi lugar. ¡Adelante, caballeros, este sujeto de elevada estatura será señor en mi lugar por algún tiempo! ¡Seguid sus pasos!
El maestro de los músicos, que había estado esperando una indicación como aquélla todo este tiempo, detuvo la música al punto. Nicholas se levantó horrorizado, con todas las miradas puestas sobre él. Lo tomé de la mano.
La música volvió a empezar y lo arrastré a la danza. En aquellos tiempos, los bailarines se saludaban primero con mucha educación, igual que los duelistas. Un estilizado beso en la mano, el caballero se inclinaba, la dama hacia una reverencia, y adelante con los pasos.
Era una morisca bastante lenta, lo que fue una suerte porque Nicholas llevaba sin bailar... ¿Cuánto? Pero la música lo atrapó y la gracia de su cuerpo regresó a él. Qué maravilla...
Me perturba recordar lo feliz que fui, cómo corrió mi sangre en aquella hora. La música de aquella época estaba aún sazonada con los colores recogidos en el este durante las cruzadas, dotada de un ritmo que no recobraría ni por asomo hasta el rock clásico del siglo xx. Bailar era un acto erótico, formal, y enfebrecidamente sugeren-te. Apenas un contacto de las manos, pero qué tensión más terrible crepitaba entre las yemas. Olvidé aquella terrible Navidad y la comida apestosa: no había más que la música y mi amante, quien bien hubiera podido estar desnudo delante de mí, tan hermoso parecía. Otras parejas se habían animado y estaban siguiendo nuestros pasos. La música sacudía la casa hasta los cimientos; las notas del guitarrón resonaba en las paredes. Irreales en sus contornos, pequeños dramas de todas clases se estaban desarrollando. Allí junto a la ventana, en la partida de primero, Nef estaba desplumando a Sir Walter. Con el rostro perfectamente impasible, aceptó una carta de él.
Y allí junto a los paneles tallados, Joseph estaba rodeado por cuatro o cinco ancianos ansiosos que habían visto bastante de Sir Walter como para saber que, fuera quien fuese el médico que lo trataba, ellos también querían sus servicios. El rostro de Joseph lucía una expresión de blanda disculpa. Oí voces cascadas y ancianas ofreciéndole muchas cosas, muy extrañas algunas de ellas.
Y allí, junto al fuego, el asqueroso Tom estaba hablando con alguien, sonriendo y señalando a Nicholas. Un hombre malvado. Peligroso. Su rostro se puso blanco de repente y se llevó una mano a la garganta y su atribulado amigo tuvo que darle unas palmadas en la espalda. Seguimos bailando.
Una jiga, un tourdion, un saltarello; romanzas de tres en tres, y también alemanas. La noche cayó temprano, negra tras las ventanas. Trajeron velas, y el cuarto se llenó de humo y luz parpadeante. La danza se volvió más sensual, con complicaciones de luces y sombras que se movían.
Se bailaron pavanas. Una pavana es la danza ideal para los amantes, porque es tan lenta que puedes flirtear o hablar sin perder el paso. Mi pavana favorita era “Belle Qui Tient Ma Vie” (la que sale en La Vida Privada de Enrique viii, Romeo y Julieta, la versión de Leslie Howard y Orlando , tanto la versión de 1993 con Tilda Swinton como la de 2150 con Zöe Barrimore) y acababa de empezar cuando Nicholas dijo:
—Tu padre no me ha dado permiso para casarme contigo.
—Lo sé.
¿Y qué importaba eso? Le cogí de la mano, giré, me balanceé. El empezó a hablarme en griego.
—¿Tú qué piensas —se volvió e hizo una reverencia— de las fugas?
Me lo quedé mirando pero no perdí el ritmo. Sí, una buena danza para hablar de estas cosas.
—¿Fugarse? —dije al fin—. Pero, ¿dónde iríamos, amor?
Me cogió la mano y giramos los dos juntos.
—A un lugar seguro.
—¿Conoces alguno?
Guardó silencio mientras recorríamos la habitación de un lado a otro pero cuando nos volvimos de nuevo, dijo:
—A algún lugar en el que no nos conocieran. Ni a ti ni a mí. Tendríamos que dejar Kent.
Tuvo que utilizar el latín para decir esto último y lo llamó el País de los Cantii. Sonaba muy extraño. Tuve una visión fugaz en la que aparecía él pintado de azul y aullando en una carroza, haciendo la vida imposible a Flavius.
—Yo podría enseñar a niños. Podría llevar las cuentas de otro. —Parecía bastante desesperado—. Debe de haber alguna manera en que un hombre pueda alimentar a su mujer. Y a sus hijos.
Me miró de reojo para ver cómo reaccionaba a esto.
—Si Dios quiere que los tenga —dije sin atreverme a mirarlo—. No es el destino de todas las mujeres.
Desde luego no era el mío desde la instalación del simbionte anticonceptivo que llevaba. Hasta entonces le había estado diciendo que tomaba una de las pócimas secretas del Doctor Ruy para no quedarme encinta, pero si nos casábamos, no vería razón...
Si nos casábamos...
Mientras seguíamos bailando, empecé a pensarlo en serio. No era algo inaudito. Joseph lo había admitido. ¿Y si nos escapábamos y nos casábamos?
Cuando llegase el final, podría regresar arrepentida a Dr. Zeus. Conocía lo bastante bien los métodos de la compañía como para evitar que nos cogieran hasta ese día. Después tendría que aceptar las acciones disciplinarias, desde luego, pero habría merecido la pena. Y luego seguiría con mi vida. Podía hacerlo, ¿no? Es decir, si eres inmortal, tienen que tolerarte pecadillos como ése porque, ¿qué van a hacer? ¿Matarte?
Al instante tuve un plan.
—Ya sé lo que podemos hacer —le dije—. Podemos huir al Continente. Inglaterra ya no es lugar seguro. ¡Europa, amor mío, ése es el lugar al que debemos ir! ¡Podríamos ir a Ginebra! Muchos ingleses están exiliados allí y encontrarías trabajo con facilidad. Traduciendo. Enseñando. ¡Lo que sea!
Pero él también lo había estado pensando mientras medía sus pasos para acomodarlos a los míos. Cuando mencioné Ginebra, algo se oscureció en su rostro.
—Corriendo —dijo—. Ocultándose. Como tu padre, viviendo de su astucia. Seríamos pobres y cada año que pasara el miedo de nuestros ojos se haría un poco más grande. No, amor mío, ésa no sería una buena vida. Debo pensar en otra cosa.
Nos volvimos con lentitud. Me incliné. Él se inclinó.
Mendoza, dijo una voz urgente. No lo hagas. Ni lo pienses.
Miré alrededor, sobresaltada y me encontré con la mirada oscura de Joseph. ¿Cómo te atreves a interceptar mi señal?
¿Qué señal?, repuso él. Estás hablando tan alto como la música.
Le di la espalda pero bajé la voz para decir:
—Nicholas, en Suiza estaríamos a salvo. —Cosa que era cierta. Dr. Zeus gobernaba prácticamente el lugar. Bueno, quizá no estuviésemos tan a salvo—. O en Italia. O en Francia. Nicholas, una tormenta negra se está formando sobre Inglaterra. Cualquier bestia estúpida sabe que debe buscar cobijo cuando llega la lluvia. Debemos ir a Europa, amor mío.
—Tus metáforas están mal elegidas. —Se irguió en toda su estatura—. No es una tormenta lo que se aproxima, sino una guerra. Los hombres no buscan cobijo en tiempos de guerra. Luchan. —Miró a Tom con desprecio—. O se rinden.
—Si estuviéramos a salvo en Ginebra —me aventuré— entre tanta gente justa, seguramente podría aprender a confiar en tu Dios.
Me miró con aire desolado.
—O podrías aprender a odiarme por cobarde. Debo salvar tu alma y también la mía y la huida no es el camino. Dame tiempo, amor mío, para pensar en lo que podemos hacer. —Todo mi tiempo es tuyo —le prometí. Y la danza tocó a su fin en lentos pasos finales. No puedo escuchar esa música sin sentirme triste, a pesar de que era mi pavana favorita. Nunca he vuelto a bailarla.
Ahora me doy cuenta de que debí de ser yo quien lo disuadió de la idea. La posibilidad de fugarse no le pareció tan estúpida hasta que la escuchó en labios de otra persona.
No hubiera funcionado, por supuesto.
Después de tantos bailes, la gente empezó a arriar bandera blanca y para entonces las mesas se habían cubierto con sábanas; así que todos regresaron y buscaron sitio para el segundo asalto. Los invitados mortales estaban ahítos de comida y baile y demasiado soñolientos como para andarse con remilgos. Los músicos también estaban cansados y ya casi no tocaban más que piezas de flauta, muy tranquilas y calmantes.
Sólo Joseph y Sir Walter parecían agitados. Los miré con curiosidad. Estaban cuchicheando como si de verdad fueran amigos de toda la vida. Nicholas se levantó y se dirigió hacia ellos y se inclinó. Sir Walter le habló con rapidez al oído. Nicholas escuchó, el rostro impasible; asintió una vez y a continuación se incorporó y salió de la estancia. Me incliné hacia él, tratando de conseguir que me mirara; me dirigió una sonrisa peculiar y desapareció en el cuarto de la servidumbre.
Qué decepcionante. Yo aún tenía ganas de bailar y lo hubiera hecho en cuanto los músicos se animaran. Apoyé la barbilla sobre la palma de la mano y observé cómo cuchicheaban, dormitaban o se atracaban los mortales.
Entonces empezaron a apagarse. No me refiero a que el ánimo decayera, sino que se apagaron... como si fueran lámparas. Empezaron a parpadear ante mis ojos y se volvieron traslúcidos; primero uno y luego otro, todos desaparecieron en el silencio de la luz de las antorchas. Pop, adiós a damita con las mangas almidonadas, en el mismo acto de hablar tapándose la boca con su compañero de mesa. Pop, adiós a un caballero con aspecto de libertino y con grandes bigotes mientras se servía vino de una jarra de cuello alto. Pop, adiós al señor y la señora Preeves, entre bostezo y bostezo. Antes de que pasara mucho tiempo, no quedaba nadie en la sala, sólo mesas, y por fin hasta éstas desaparecieron también. El fuego se volvió tenue y frío y la habitación misma cambió, se hizo pequeña y siniestra y los troncos se ennegrecieron y se retorcieron. Todo el lustre y la decoración desaparecieron.
Fum, el fuego se apagó. Estaba sola bajo una luz fría y azul que entraba por las ventanas. Me volví hacia ellas y vi que estaban distorsionadas porque el plomo se había hinchado y había sacado los cristales de sus engarces. Pero entonces se esfumaron y desaparecieron también, tras demorarse un instante fugaz como las finas líneas grises que atraviesan la cara de la luna. Volví a mirar la habitación pero también ésta había desaparecido; estaba sola en una extensión de nieve que cubría un montón de ruinas y no había casa, no había jardín, sólo luz de luna y árboles oscuros en la distancia.
Me erguí de una sacudida en medio de una multitud de mortales que se felicitaban mutuamente las Navidades. Me llevé a los labios una copa de vino. Mis dientes castañetearon contra el cristal. Sir Walter estaba de pie y alzaba las manos pidiendo silencio; dirigió una gran sonrisa a todos sus invitados.
—¡Mis queridos vecinos! Esta noche habéis disfrutado muchos y raros platos y habéis bailado como se hace en las Cortes. Sí, estoy seguro de que Navidades mejores no se celebran ni en la misma Corte del Emperador...
La puerta del lado opuesto del salón se abrió de par en par y uno de los criados entró corriendo.
—¡Señor! —exclamó—. ¡Qué portentos, qué señales y maravillas! Han avistado un gran ciervo y tenía fuego en los cuernos!
Se hizo un silencio sobresaltado. Entonces empezó el zumbido de comentarios y Sir Walter gritó por encima de todos ellos.
—¿Qué puede esto significar?
Oímos unos pasos pesados y ruidosos y otro criado irrumpió en el salón.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Extraños sucesos tienen lugar esta noche! ¡Había una gran nube flotando sobre el bosque y gritaba con la voz de un hombre!
Antes de que nadie pudiera reaccionar a esto, un tercer criado entró en la estancia.
—¡Qué Cristo nos salve a todos! ¡He visto con mis propios ojos un árbol que estaba ardiendo y sin embargo era verde! ¡Sin duda esto presagia algún suceso aterrador!
Y así era, en efecto, porque en ese momento hubo un tremendo estruendo y las dos puertas del salón se abrieron de par en par. Al mismo tiempo el fuego de la chimenea menguó hasta casi extinguirse y, a pesar de que yo había visto cómo arrojaba Joseph algo en su interior, examiné con nerviosismo y sin poder evitarlo la zona circundante. Algo se estaba acercando y cada paso era un trueno que sacudía la casa. Hubo un estallido de luz desde algún lugar del exterior; proyectó una vasta sombra que reptó sobre la pared y se fue acercando un poco más con cada latido.
Entonces estuvo en el umbral, recortado contra el brillo espectral: la figura de un caballero, inmensamente alto que empuñaba una gran hacha de batalla. Varias personas gritaron. Otro estallido de luz, procedente de una bola de fuego verde que siseó sobre el suelo. Bajo su luz parpadeante pudimos ver cómo penetraba el caballero en la sala con rígidos movimientos.
Su armadura estaba envuelta en hiedra y engalanada aquí y allá con ramitas de acebo. El yelmo era monstruosamente grande y parecía más grande aún por la cornamenta de ciervo que lo coronaba; la cimera estaba bajada y no se le podía ver la cara. Más luces verdes estallaron delante y detrás de él mientras recorría el salón de un lado a otro. Los rostros de los invitados resplandecían como máscaras cuando pasaba a su lado: paralizados en gestos de asombro, terror o risa. Se detuvo justo delante del lugar que Sir Walter ocupaba en la mesa. Las velas ardieron con mayor fuerza entonces, envolviendo a Sir Walter en un halo dorado.
—¿quién es el señor de este lugar? —gritó una gran voz vacía desde el interior del yelmo.
—Soy yo —dijo Sir Walter. Había tratado de parecer digno, pero sólo había conseguido resultar pomposo—. ¿Qué eres tú, aparición, que vienes a perturbar nuestras celebraciones? ¿De dónde has venido y qué has venido a buscar?
—soy un espíritu que no conoce el descanso —bramó la voz—. era tras era vuelvo de nuevo para poner a prueba los corazones de los mortales: desde lo más profundo de las colinas, bajo la luna implacable.
—¡Adelante, espíritu, revélanos tu propósito! —demandó Sir Walter.
El caballero dio un paso al frente y alzó el hacha. Las luces se encendieron al instante; la hoja destelló mientras se elevaba.
—¡lanzo un desafío a esta compañía mortal! ¿quién se atreverá a medir su espada conmigo? ¿quién posee un corazón sin miedo?
Sir Walter se llevó la mano a la empuñadura de la espada.
—¿Quién habrá de aceptar sino el señor de la casa? ¡Acepto tu desafío, fantasma!
—no, señor, no es posible —replicó el caballero—. por leyes más antiguas que los robles que se alzan de la tierra estoy obligado a elegir a mi propio campeón entre tus invitados. ¿quién en este lugar se atreverá a enfrentarse a mí?
Empezó a caminar entre las mesas, volviendo el yelmo a derecha e izquierda.
—¿quién posee un corazón valiente? —exclamó—. ¿quién está dispuesto a arriesgarse?
Nadie respondió, aunque alguien estaba lanzando gritos histéricos. Dios, ¿es que aquella gente no conocía su propia literatura?
Finalmente se detuvo y volvió a levantar el hacha. Muy lentamente la bajó, la bajó, la bajó y señaló a un niño muy pequeño que estaba sentado entre sus padres. La tensión se relajó y los adultos soltaron risillas aliviadas.
—éste será mi oponente —declaró el caballero. El pequeño se encogió y trató de apartarse, los ojos enormes en una carita blanca.
—Vaya, Edward, parece ser que te toca hacer de héroe —bromeó su padre.
Edward sacudió la cabeza, mudo, y se volvió más pequeño aún; pero por toda la sala, fornidos adultos le estaban gritando.
—No puedo, papá —dijo con voz diminuta.
—¿Qué, rufián, no piensas hacerlo?
Su madre alargó la mano y lo cogió con mucha fuerza, lo que hizo que se pusiera en pie con un grito; y su padre lo echó de la mesa, diciendo:
—¡Si eres un cobarde, no te reconozco como hijo!
Siempre me han dado mucha pena los niños mortales.
Bueno, el caballero dejó el hacha y levantó a Edward en el aire, donde éste se quedó sacudiéndose con su traje de fiesta.
—ahora, edward —le explicó el caballero—, debes coger mi hacha —levantó el arma y se la puso al niño en las manos— y yo te ofreceré mi cuello para el golpe. tú serás el verdugo y tratarás de decapitarme.
—¡No quiero! —respondió el niño con voz entrecortada y se alzaron gritos y rechiflas entre los presentes.
—no, edward, debes tener valor. —El caballero se volvió hacia la multitud—. lo que tú debes hacer, todos éstos temen hacerlo.
El griterío remitió en parte. El caballero se volvió de nuevo hacia él.
—golpea sólo una vez —dijo—. con limpieza y premura.
Entonces, con gran lentitud, se inclinó y la enorme cornamenta desgarró el aire en su descenso. Edward profirió un pequeño sonido de terror; pero levantó el hacha temblando de esfuerzo y la dejó caer con todo su peso.
Un crujido, un golpe y una lluvia de chispas. Todas las luces se encendieron al instante y la cabeza del caballero salió despedida y rebotó por el suelo, soltando dulces y chucherías y pequeños pastelillos azucarados. Nicholas se alzó, sonriente y despeinado.
—¡Feliz Navidad, vecinos! —gritó.
Yo reí con tanta fuerza que se me saltaron las lágrimas. A mi alrededor, los mortales aplaudían y vitoreaban. Joseph cerró los ojos, aliviado porque todos los efectos especiales hubieran funcionado a la perfección. El pequeño Edward miró a Nicholas pestañeando. Tras un rápido examen de los adultos, ninguno de los cuales lo estaba vigilando, se agachó y empezó a reunir el botín dentro de su jubón.
Ahora recuerdo al niño con todo detalle pero en aquel momento sólo pude ver a Nicholas en su armadura de cartón. Estaba encantador y tonto y sugerente de una manera extraña. De algún modo todo ello se aleja de mí mientras lo pongo por escrito, como uno de esos fundidos en negro de las películas antiguas. Recuerdo que Nicholas regresó a trompicones a su lugar en la mesa y en medio del clamor reinante nos escabullimos al piso de arriba. Allí hice de escudero, o más bien de paje, y ayudé a mi caballero a quitarse la armadura en la oscuridad. Gozosos pasatiempos navideños siguieron entonces, os lo aseguro, mientras la lana melocotón y el verde caparazón reposaban olvidados en el suelo.
Y sin embrago el primer recuerdo que acude a la memoria cuando pienso en aquel momento es el del rostro cauteloso del niño. Me pregunto quién era y lo que habrá sido de él.
Capítulo dieciocho
La mayor gran sorpresa de la mañana siguiente fue descubrir que la mayoría de los invitados seguía allí.
Caminando con lentitud en los brazos de Nicholas, nuestra primera y soñolienta exploración de la casa reveló que pululaba como una madriguera de escarabajos. Cuando salimos subrepticiamente a la primera luz invernal, vimos filas de improvisados jergones dispuestas a lo largo de la galería, ocupados en su mayor parte por mortales dormidos.
—¿Qué están haciendo aquí? —susurré. Nicholas sacudió la cabeza, asombrado. Al llegar al descansillo de la escalera, nos topamos con Maese Ffrawney, quien subía con una bandeja seguido por Joan, que parecía un poco más consternada de lo habitual. Ffrawney nos sonrió maliciosamente. Nicholas ignoró su mala hiel y señaló en dirección a la galería.
—¿Qué significa eso? —dijo—. ¿Es que esas personas no tienen casa?
—Oh, por supuesto que la tienen. —Maese Ffrawney apoyó la bandeja sobre un poste de la esquina—. Pero la nieve es profunda y el frío amargo, o al menos eso fue lo que sabiamente dijo Sir Walter la pasada noche, cuando había tomado demasiado vino. Además, aseguró a sus muchos amigos que era ya muy tarde y todos los que se encontraban presentes se mostraron de acuerdo. Por último, afirmó que no era ningún mendigo para pedir a sus invitados que se marcharan cuando podía ofrecerles acomodo en su espléndida casa. Por todo lo cual preparamos camas y todos los que aún podían andar fueron a dormir en ellas. Ahora me dirijo a los aposentos de Su Gracia para decirle que la gente que se quedó en la mesa clama pidiendo desayuno.
—¿Acaso cree que esto es el Palacio de Whitehall? —Nicholas estaba horrorizado—. Sus rentas no podrán alimentar a toda esta gente durante todas las Navidades, no puede permitírselo.
—Bueno, sin duda vos hubierais podido explicárselo de haber estado presente. Pero vos os fuisteis a la cama temprano, si no recuerdo mal.
Y me lanzó a mí una mirada enojada.
—Debo hablar con él en privado.
Empezó a subir las escaleras.
—Entonces tendréis que decirle a la jovencita Ashford que salga de su cama.
—¡Oh, dulce Cristo! —Nicholas se detuvo. Retrocedió y recogió la bandeja—. Yo le llevaré esto.
—Como deseéis. —Maese Ffrawney se encogió de hombros y dio media vuelta—. Iré a ver con qué provisiones contamos aún.
Qué triste. Con una mirada de disculpa, Nicholas se marchó. Me dirigí sorteando los cuerpos hasta la habitación de Nef y entré sigilosamente.
Estaban los tres sentados escuchando la radio, Joseph, Nef y el unicornio.
... las consecuencias del Acta de Supremacía fueron tremendas y la propuesta de revocación ha sido recibida por el Consejo como una artimaña. Por supuesto, ignoran hasta dónde llevará a cabo Pole la revocación, Roderick, ¿puedes contarnos la historia desde la Corte?
Bueno, Decius, la influencia del cardenal sobre la reina parece haber sufrido un eclipse en los últimos tiempos, porque a causa de las festividades navideñas la reina y el príncipe consorte pasan más tiempo juntos en público y sus diferencias no son tan evidentes como hasta ahora. Pero el cardenal está haciendo mucho daño en el Parlamento y algunos miembros del Consejo empiezan a hacerse idea de la magnitud de los cambios que pueden empezar a experimentar los derechos religiosos. Sir William Cecil, de hecho...
—Un tipo inteligente. ¿Pastel? —Joseph me tendió un platillo. Lo inspeccioné con cautela y cogí una rebanada.
—¡Ni una de esas personas horribles se ha ido a su casa! —anuncié—. ¿No podíais hacer algo? ¡Se van a comer la casa y la propiedad entera!
—Lo que sea, será. El viejo estaba de lo que podríamos llamar un humor expansivo la pasada noche. Supongo que tendrá que mandar a buscar un poco más de carne.
—Yo gané treinta y siete libras —señaló Nef.
—Bueno, ¿y qué te pareció el espectáculo? —Joseph se inclinó hacia delante y tomó un sorbito de vino—. Menuda pirotecnia, ¿eh? ¿Y los trucos?
—No estuvo mal. Me gustó la piñata especialmente. Lo de Nicholas fue una sorpresa.
—Es tan alto y tiene ese vozarrón... Perfecto para el papel —dijo Joseph. No me gustó su tono pero Nef dijo con aire reflexivo:
—Sir Walter va a necesitar más entretenimientos si toda esta gente se piensa quedar hasta la Noche de Reyes. Apuesto a que podría ganar una fortuna jugando a las cartas.
¿Cómo podían ser tan aburridos unos superseres de miles de años de antigüedad? Me acerqué a la ventana y contemplé la nevada. Apoyé los dedos en la ventana y examiné los alrededores.
Muchas voces pidiendo el desayuno y solicitando conocer la situación del excusado. Voces amargas escaleras abajo, quejándose del trabajo adicional. Maese Ffrawney en la nieve diciendo algo con su aguda vocecilla. Y allí estaba, la voz de Nicholas, suplicando:
—Señor, os digo sin tapujos que estáis derrochando vuestra hacienda. ¿Qué haréis después? ¿De dónde sacaréis más dinero?
—Bueno, con suerte mi fortuna mejorará.
Había un tenue desafío en la voz de Sir Walter.
—En el nombre de Dios, señor, ¿cómo?
—Tengo planes. —Ahora había desesperación—. Estoy dando vueltas en mis pensamientos a varias estratagemas, algunas de las cuales pueden proporcionarme fortuna.
Nicholas irradiaba perplejidad.
—¿Alimentando con pavos reales a Syssings y Preeves durante todas las Navidades?
—Um, no. ¡Pero, Nicholas, debo pensar en mí! He tenido oro durante muchos años y también el buen nombre de mis padres. Pero el mío es aún desconocido, Nicholas. Treinta años he pasado restaurando la gloria de Sir Alexander, asegurándome de que su nombre no fuera olvidado. ¿No es apropiado por tanto que añada ahora mis propias glorias al nombre de Iden?
Hubo una prolongada pausa.
—Si comprendo bien lo que estáis diciendo —dijo Nicholas con cuidado—, buscáis una nueva vida en el mundo. Eso está bien; tenéis talento para el comercio. Yo podría, si lo deseáis, hacer averiguaciones sobre compañías que estén buscando capital y socios mercantiles. Podéis comprar y comerciar para incrementar vuestros ingresos hasta que os permitan vivir con tanta liberalidad como os plazca. ¿Queréis que lo haga una vez que los caminos estén despejados?
—Sí. No. Podría ser, y sin embargo... —la voz de Sir Walter se apagó.
—Señor, habéis tomado una decisión excelente.
—Pero ser un mercader es un peso para mi alma —se quejó Sir Walter—. No es apropiado para un caballero. Sir Alexander ganó su gloria con una espada, al servicio del rey.
—Así es, señor, pero los hombres viven de otra manera en estos tiempos. Cualquier rufián con una pistola puede derribar a un caballero y los torneos ya sólo sirven para divertir al vulgo. ¡Tened sensatez! En estos tiempos los señores obtienen grandes honores gracias a su ingenio y no tengo la menor duda de que vos haréis lo mismo. ¡Sed razonable! Enviad a vuestros vecinos a sus casas y podréis agasajarlos con mayor esplendor otro día.
—Pero les he prometido el almuerzo, Nicholas —dijo Sir Walter con voz miserable.
Nicholas exhaló un largo, largo suspiro.
—Señor, ¿qué vamos a darles de comer? No tenemos más carne. ¿Y quién podría vendernos aves, aunque estuviéramos en disposición de comprarlas? La nieve ha sepultado todos los caminos a vuestras granjas.
Otra pausa prolongada y a continuación un sonido apagado. Sir Walter estaba llorando.
Crac, crac, crac. Nicholas caminaba de un lado a otro, furiosamente.
—Haremos sopas —dijo— con las sobras. Y le pondremos algún condimento raro, o algún color que las haga extrañas. Y les diréis que es un plato de la Corte del Emperador, que es la manera que tienen en España de almorzar con ligereza el día siguiente a un banquete. El Doctor Ruy no os contradirá.
—Podría hacer eso, ¿verdad? —dijo Sir Walter entre lágrimas.
—Sí, y... y... ofrecedles que... no, decidles que el doctor los purgará y sangrará, pues ésa (les diréis también) es la costumbre de la Corte después de un gran festín. Os garantizo que os libraréis enseguida de ellos.
—Tienes cerebro, muchacho, tienes cerebro.
Un bocinazo, mientras Sir Walter se sonaba la nariz en las sábanas.
—Y les prometeréis otra gran fiesta a no tardar demasiado.
—Oh, bien.
—Y así el honor estará servido sin necesidad de arruinar la bolsa.
—Nicholas, me has hecho un gran servicio. Sólo lamento...
Pausa.
—¿Señor?
—Lamento que sientas tanta inclinación por la lectura de los Evangelios. No es propio de estos tiempos, me temo.
Silencio completo. Luego:
—Puedo cortar mi capa para adecuarme a los tiempos, señor, pero no mi conciencia.
Lo había dicho con voz severa.
—Bueno, tampoco es necesario. Te encargaremos ropa nueva, ¿qué me dices? No tan negra. A la gente le recuerda a los luteranos.
—Cuando os podáis permitir ropa nueva, señor, podéis hacer lo que os plazca.
—Lo haré entonces. Vete y envíame a Jack para que me ayude a vestirme.
—Señor.
Nicholas se estaba retirando y volvía por el pasillo ardiendo de furia. Me aparté de la ventana.
—Sir Walter no puede encargar más carne —le dije a Joseph de repente—. No le queda dinero suficiente. Nicholas y él se estaban peleando por ello. ¿No puedes hacer algo para ayudarle? ¿Como prescribirle ayuno por razones médicas?
Joseph suspiró.
—Puedo intentarlo. Hay que afinarlo después de los excesos de la pasada noche. Muy bien, le haré una visita.
—¡Estupendo!
Salí corriendo de la habitación para poder alcanzar a Nicholas en el pasillo.
—¡Amor mío! Mi padre teme que inmoderadas diversiones puedan sentar mal a Sir Walter y puedan estorbar sus cuidadosos tratamientos. Va a aconsejarle que envíe a sus vecinos a casa.
—El señor está ya persuadido de tal extremo, pero si el consejo de tu padre refuerza el argumento, tanto mejor. —Se apoyó contra la pared y cruzó los brazos—. Nunca había oído que la inteligencia y las arrugas fueran de la mano, pero en su caso, a medida que pierde las unas parece perder también la otra.
—Oh, amor. —Lo rodeé con mis brazos, muy triste de verlo apesadumbrado, y él me abrazó. Mientras estábamos allí, llegó un olor flotando por las escaleras, un tufo grasiento y pasado.
—¿Qué hiede de tal forma? —dije con un mohín de asco.
—Pudding de sebo de la pasada noche. Lo fríen para el desayuno —contestó—. Tenemos que sacar a toda esta gente de la casa antes de que nos quedemos sin nada con que alimentarla.
—Podrías hacer un potaje de restos —le dije con voz maliciosa—. Sazónalo con azafrán y diles que es un plato raro de España.
Fue un desliz estúpido. Un agente más viejo y experimentado no lo hubiera cometido. Nicholas me miró con suspicacia en los ojos. Sólo durante un momento pero la sospecha estuvo allí.
—Vaya, eso había resulto hacer —dijo—. ¿Es que escuchas detrás de las puertas, Rosa?
—¡No, amor mío, he estado con mi padre! —Escondí el rostro contra su cuerpo para ocultar mi consternación—. ¡Ten valor, corazón! Todo irá bien.
Todo fue bien, en efecto, gracias a Joseph. Cuando los invitados de Sir Walter se enteraron de que las comidas venideras constituirían en sobras y purgantes, encontraron excelentes excusas para afrontar la profunda nieve y regresar a sus casas. Sólo unos pocos se demoraron, pequeños señores tan empobrecidos que hasta un purgante les parecía atractivo siempre que fuera gratuito. Constituían una demanda menos onerosa para la despensa al tiempo que permitían a Sir Walter seguir haciendo de anfitrión, de modo que todo el mundo estuvo contento. Además, las partes más insólitas de la comida del banquete podían reciclarse interminablemente, mientras el cocinero siguiese recurriendo a la canela para disimular el olor.
Así pasaron con la suficiente alegría los días de Navidad. No había nada que hacer en el jardín; no había invitados a los que llevar de un lado a otro para explicarles cosas; no había más enfebrecidos preparativos de fiesta. Más horas que Nicholas y yo pasamos en su pequeña y severa habitación del ático, donde el frío relativo nos refrescaba de la rigidez del piso de abajo.
Amor mío, amor mío. De noche nos acurrucábamos bajo la manta y leíamos a la luz de su vela, o hablábamos hasta hora muy avanzada. Él nunca cejaba en sus intentos de persuadirme de que necesitaba a Cristo; y yo no podía resistirme a argumentar la necesidad de salvar las vidas de los hombres en lugar de sus almas. Y sin embargo él poseía algunas ideas realmente notables para un hombre de su tiempo, vaya que sí.
Mi único amor. La casa dormía en silencio debajo de nosotros; nuestra pequeña habitación parecía una segregada, el camarote de un barco navegando por el vasto silencio de las estrellas invernales. ¿Cómo podía pensar nadie que mi amante era una insignificante criatura mortal? Él era una criatura inmortal como yo y yacíamos en perfecta armonía en un mundo diminuto hecho de tablones desnudos y polvo, cuero y vellón.
Sólo se puede amar así una vez.
Yo era consciente de una manera vaga de las cosas terribles y portentosas que estaban ocurriendo en el mundo del exterior. Oía fragmentos de las noticias provenientes de la habitación de Nef y de mi programa de cronomemoria empezaban a brotar mensajes de alarma. Parecía lo más sensato ignorarlos, dado que no había nada que pudiera hacer sobre ellos. Uno debería evitar siempre la infelicidad innecesaria. Sobre todo si es un inmortal. Eso nos lo enseñaron en la escuela.
Capítulo diecinueve
El undécimo día de las Navidades, 5 de enero de 1555, desheló. El agua corrió por los canalones como una lluvia descargada de pronto y luego volvió a helar otra vez; pero la nieve había menguado tanto que los caminos volvieron a abrirse y la gente pudo ir de visita la Noche de Reyes.
Nuestros navideños parásitos tuvieron al fin la oportunidad de volver a sus casas. Sin ellos, Iden Hall parecía tan vacío que se antojaba un palacio, y Nicholas y yo tuvimos la oportunidad de explorar la galería de los juglares.
Se accedía a ella a través de un pasillo situado en el tercer piso, por una puerta diminuta y oscura que parecía un armario. Nicholas tuvo que inclinarse mucho para pasar y mi falda me provocó un sinfín de problemas pero una vez que logramos entrar, fue estupendo. Nos incorporamos y contemplamos el gran salón y Nicholas atrajo mi atención hacia unas delicadas tallas que resultaban casi invisibles desde el piso de abajo.
—Rosas rojas —dije—. La rosa roja era el símbolo de los Lancaster en la Guerra de las Rosas, ¿no? No sabía que la casa fuera tan vieja.
—No lo es —sonrió Nicholas—. Pero Sir Alexander era partidario de Lancaster, así que tenemos rosas en su honor. Ningún alma cristiana ha reparado en ellas en estos treinta años. Debo incluirlas en mi lista de Visiones Notables para Mostrar a los Visitantes de a Penique.
Me asomé sobre la barandilla.
—Qué alto está y qué estrecho. Me pregunto cómo han conseguido meter todos los instrumentos aquí. Deben de haber estado sentados unos encima de otros, tratando de tocar.
Nos miramos. Me acerqué a él.
—Recuerdo —señalé— que cuando miré a los músicos, no se veía de ellos más que la cabeza y la parte superior de sus instrumentos.
Nicholas apoyó los codos en la barandilla y me miró de reojo.
—¿Qué lugar mejor que éste —decidí— para una lección sobre la flauta de pico?
—Madam, ¿qué queréis decir? —inquirió Nicholas con su voz más suave. Me lancé sobre él y desaparecimos debajo de la barandilla.
Una puerta se abrió debajo de nosotros y dos pares de pisadas resonaron en el gran salón. Todos nos quedamos inmóviles, salvo Fray John, que agachó la cabeza al punto. Yo estaba a punto de ceder al pánico, pero Nicholas me sujetó del brazo e hizo que me agachara. Seguramente nuestros corazones debían de ser más estruendosos que aquellos pasos sobre vacías despensas.
—Hubiera venido antes pero la nieve lo ha impedido —dijo una voz. Familiar, de alguna manera—. Y, a decir verdad, hay cosas terribles que se han apoderado de mis pensamientos. He cabalgado desde Rochester, como puede que sepáis.
—Sí. Bueno, el tiempo transcurrido ha sido favorable a vuestro caso. Yo también tenía muchas cosas que considerar. —Éste era Sir Walter—. Os diré, Maese Darrel, que he considerado vuestra oferta con nuevos ojos.
¿Maese Darrel? ¿Oferta?
—¿De veras? —La voz se aguzó—. ¿Y qué habéis decidido de ella?
—Me tienta —dijo Sir Walter—. Mentiría si dijera lo contrario.
—Eso es un cambio, en efecto.
—Bueno, bueno; la cosa ha cambiado.
—Ah.
Un crujido mientras se sentaban juntos.
—¿Queréis...? Pediré un poco de sack —dijo Sir Walter y así lo hizo. Permanecieron sentados sin decir palabra mientras un criado les traía el sack y no dijeron nada mientras se marchaba. Sólo después de que la puerta se hubiera cerrado tras él volvieron a hablar.
—Decidme cuánto... —empezó a decir Sir Walter al mismo tiempo que Maese Darrel decía:
—Estoy dispuesto...
Ambos se detuvieron.
—Perdonadme, señor —dijo Maese Darrel.
—No, mil perdones. Hablad, amigo mío.
—Lo que ofrecí, lo sigo ofreciendo: la mitad de la suma en sacos cerrados ahora y el resto cuando las cerezas maduren y los melocotones salgan al mercado, Dios mediante y con la ayuda de la lluvia y el sol. Y aun si eso fallara, tengo lana en el norte y eso es cosa segura. Mencionasteis en una ocasión ciertas estipulaciones...
—En efecto. Debéis conservar el nombre.
—Oh, señor, el nombre lo es todo. De ahí su valor. ¿Quién pagaría un penique por ver el Jardín de Darrel?
Nicholas volvió la cabeza con el ceño fruncido.
—¡Bien! Estoy satisfecho —dijo Sir Walter y hubo un silencio mientras ambos bebían. Sir Walter dejó la jarra en la mesa y dijo:
—No soy hombre para esta clase de vida. Miradme, Maese Darrel. ¿Soy viejo? ¿Estoy postrado? ¿Me falla acaso la memoria?
—Uh... no.
—Si me hubieseis conocido hoy mismo, no habríais dicho que tengo más de treinta años. ¡La medicina griega me ha dado nueva vida! ¿Debo pasarla soñando en este lugar silencioso? ¿O acaso debería renovarla?
Malos sentimientos en la galería de los juglares.
—¿Qué pretendéis hacer?
—Se me antoja que hasta ahora no he atendido a mi propio corazón... Yo creía que este jardín sería mi fama, mis hijos, todo yo. Ahora me doy cuenta de que no es el fin que anhelo. Yo... yo pretendía celebrar una fiesta navideña que diese lustre a mi antiguo linaje. No fue algo tan grande como lo que había imaginado porque mis vecinos no son más que gente rústica, de baja cuna, y yo me veo reducido a ser un pequeño escudero que se preocupa por sus gastos. ¡Estoy hecho para cosas mayores, Maese Darrel!
—¿Y qué remedio hay, señor?
—Ahora mismo vais a oírlo. Iré a Londres, a la Corte. Allí está el poder, allí están los Hombres Nuevos. La venta de estas tierras me proporcionará fondos y con eso y una esposa española de buen linaje a mi lado, no puedo por menos que obtener un buen puesto en la Corte.
—¿Pretendéis casaros, señor?
—Si la dama me da su consentimiento, sí. Hasta el momento me ha mirado con buenos ojos y os confiaré que creo poder albergar esperanzas. Dios sabe que no es muy bonita, pero es joven y sin duda me dará un heredero una vez que...
Estaba hablando de Nefer. Mi asombro al escuchar sus palabras fue tal que inadvertidamente las transmití y un segundo más tarde sentí que tanto ella como Joseph empezaban a escuchar la conversación.
—... y de este modo mi sobrino no tendrá derechos a la herencia.
—La dama es una de vuestros invitados, entonces —dijo Maese Darrel.
—Sí, en cuanto a eso...
La voz de Sir Walter sonaba incómoda.
¿Qué está ocurriendo?, de Nef.
¡Cierra la boca!, de Joseph.
—Hay una cosa que debéis saber —dijo Sir Walter—. Lady Margaret es una especie de niñera, a la manera española, guardiana de la virtud de la muchacha que habéis visto en mi jardín. La muchacha y su padre, el Doctor Ruy, son mis invitados.
—Vuestro amigo de la infancia. Sí, lo recuerdo.
—Sí, bueno, y sin embargo debéis saber...
¡Espera espera espera!, explotó Joseph y oí el eco distante de una carrera por el pasillo.
—Hay ciertos acuerdos que he hecho con el Doctor Ruy. Debe permanecer aquí, junto con su hija, mientras les plazca. Y todo cuanto quieran del jardín, han de tenerlo. Semillas o ramas o plantas enteras y no debéis bajo ningún concepto estorbarlos. No debéis interrogarles sobre nada que podáis ver, por muy extraño que os resulte.
—Esto no me gusta demasiado —dijo Maese Darrel.
—Podría decir más si quisiera —dijo Sir Walter mientras bebía un trago de vino—. De modo que no interfiráis en sus asuntos y haced lo que os pida mientras esté por aquí. Tiene amigos poderosos nuestro Doctor Ruy...
—¿Qué es, un espía de España? —balbució Maese Darrel—. Por la muerte de Cristo, Sir Walter, ¿cómo habéis podido...?
La estupefacción que se pintó en el rostro de Nicholas hace que me encoja incluso ahora.
—No, sus señores han...
—Que Dios os guarde, Sir Walter. He venido expresamente a buscaros. Y que Dios os salve también a vos, señor.
Joseph apareció de la nada, sin siquiera el aliento entrecortado.
Un silencio que chisporroteó como el bacon.
—¡Os presento a Maese Darrel de Colehill! —dijo Sir Walter con un leve carraspeo.
—Ah. A vuestro servicio, señor. Vos sois el caballero que pretende comprar el jardín, ¿no es así?
Un silencio incómodo.
—No le había dicho a nadie... —empezó a decir Sir Walter.
—Salvo a mí. ¿Lo recordáis? Anoche, después de tomar tanto sack. Me temo que habíamos bebido de más. ¿Habéis decidido vender?
—Lo había pensado.
Sir Walter soltó las palabras de una en una, como ratones asustados.
—Habéis, por supuesto, hablado de nuestro acuerdo. Confío, señor, en que comprendáis.
—No, señor.
Muy breve, muy tensa la respuesta.
—Entonces debo explicarme. Pertenezco a una fraternidad de eruditos. Perseguimos el conocimiento de toda clase, para obrar grandes bienes por el hombre. Nuestra hermandad es rica y no tan temerosa de los sacerdotes como debiera, de modo que la Iglesia nos ha puesto bajo interdicto y nos vemos obligados a trabajar en secreto.
—¡Ni una palabra más, hermano! Ya sé de quiénes estáis hablando.
La voz de Maese Darrel se había iluminado considerablemente.
—¿De veras? —dijo Joseph después de una pausa en la que pude oír cómo zumbaban sus ruedas. Se aventuró a añadir—. Entonces, en el nombre del Hijo de la Viuda, no es necesario que diga más.
—Tenéis un amigo en mí, señor.
La voz de Maese Darrel era jovial y se escuchó un fugaz entrechocar de palmas, como si estuvieran intercambiando la señal de una logia o algo por el estilo. Todo el mundo, y quiero decir todo el mundo, se relajó.
—Mis estudios me han traído al jardín de Sir Walter por los raros ejemplares que alberga. —Joseph cogió la pelota y corrió con ella como un ladrón—. Y como podéis ver si dirigís la mirada hacia Sir Walter, he podido detener el natural decaer de su carne. Sólo os pido que me permitáis continuar mis estudios aquí. Os pagaré bien por ese privilegio.
—¿De veras? Entonces todo está bien. Y decidme, ¿podéis... eh... restaurar el crecimiento natural del cabello, la falta del cual en la cabeza de un hombre que aún es joven podría hacer que pareciera mayor que sus años?
—¿Os preocupa la calvicie? Puedo curarla del todo, amigo mío. Podéis consultarme cuando queráis. ¡Pero casi olvido el propósito que me ha traído aquí! Debo recordaros, Sir Walter, que debéis ayunar esta noche. Nada de sack con huevos.
—Si es necesario —gruñó Sir Walter.
—Los amantes adelgazan por amor y eso mismo debéis hacer vos —dijo Maese Darrel—. Decidle a la dama que morís por ella.
—¿Dama?
Educado interés profesional por parte de Joseph.
Sir Walter aspiró hondo.
—Como bien sabéis... Doctor Ruy, he puesto los ojos en Lady Margarita. Aspiro a casarme con ella.
¿Ah, sí?, reaccionó Nef, no con tanta hilaridad como yo hubiera esperado.
—¿De veras? Entonces, señor, que Dios le dé alas a vuestras intenciones. Su dote no se mide en vulgar oro sino en virtud sin tacha, que como bien sabéis es un tesoro mucho más preciado.
—¿No posee, um... tierras ni heredades, entonces? —dijo Sir Walter.
—No en la actualidad, aunque os aseguro que sus abuelos (cristianos viejos todos ellos) lucharon valientemente por la Cruz, colocando la fe por encima del interés personal.
—Oh.
Será mejor que esconda mis treinta y siete libras, pensó Nef.
—Hacedme caso y tomad a la dama por sí misma —dijo Maese Darrel con cierta amargura—. Aún no os he referido todas mis noticias. Una dama española os será más provechosa que seiscientas libras al año si lo que queréis es probar suerte en la Corte en este momento.
—¿A qué os referís?
—Hay grandes noticias en Rochester y todos debemos regocijarnos. Porque, mirad, esta Navidad el Parlamento ha hecho maravillas. Inglaterra se ha arrepentido de sus pecados y ha regresado al seno de Roma. Las Actas del fallecido rey Enrique han sido derogadas una tras otra, la misa ha sido restaurada y por todo ello debemos regocijarnos.
En el gran salón se hizo un silencio estupefacto hasta que al fin Sir Walter dijo:
—¿Sabíais todo eso y venís a mi casa con tanta ligereza a hablar de negocios?
—¿Cómo no hacerlo, señor? ¿Acaso no son grandes noticias? Si nos condujéramos con tristeza, seríamos sospechosos de herejía, ¿no?
—Así es. —Era difícil desvelar el tono de la voz de Sir Walter. Siguió otro silencio y luego dijo—. ¿Entonces volverá a haber monasterios y abadías?
—Así es, podéis tenerlo por seguro.
—¿Y las buenas hermanas volverán a leer el rosario como cuando yo era niño, y volverá a haber grandes pinturas en las iglesias para mostrar las glorias del Paraíso y los tormentos de los condenados?
—Sí, no os quepa duda.
Joseph habló con voz incómoda.
—Como español que soy y leal hijo de la Iglesia, confío, caballeros, en que no recordaréis haberme oído hablar de ninguna hermandad de eruditos.
—Oh, no.
—No, no, señor. En estos días es conveniente tener un español como amigo —dijo Maese Darrel.
—Y desde luego yo me tengo por tal.
La ironía de sus palabras había sido pareja a la del otro.
¿Mendoza, estás bien?, me envió Nef.
—¿Cuánto falta, pensáis, hasta que envíen a los hombres del obispo entre nosotros? —preguntó Sir Walter.
—Se espera que la orden se emita antes de que termine el mes.
—Ah. Tengo algo de tiempo, entonces, para poner mi casa en orden.
Nunca entenderé a los ingleses. Sir Walter había llorado como un niño porque no podía servirles a sus invitados pavo real dos días seguidos; pero ante la noticia de que a su pueblo le habían arrebatado las libertades civiles, se mostraba razonable y calmado.
—Bien. —Maese Darrel apuró su jarra y la dejó sobre la mesa—. Si me lo permitís, señor, me gustaría consultar los libros de contabilidad para formarme una idea de qué ganancias puedo esperar.
—Mi secretario lleva una excelente contabilidad. —Sir Walter se puso en pie—. Vayamos a ver los libros y lo comprobaréis con vuestros propios ojos.
—Yo me despido, caballeros. —Joseph se estaba inclinando—. Debo volver a mis estudios... eh, plegarias. Recordad, Sir Walter, debéis ayunar.
—Sí, sí.
Y salieron todos juntos del salón.
Nicholas y yo nos quedamos sentados en silencio durante varios minutos. Él asentía ligeramente y sus labios se movían pero no brotaba de ellos ningún sonido. Por fin soltó una risilla ahogada.
—Vaya, de modo que este loco mundo se ha puesto de cabeza —dijo.
—¿Cómo han podido? —susurré—. ¿Cómo puede un pueblo ser tan necio?
Nicholas bajó la cabeza hasta las rodillas y se echó a llorar. Sus sollozos resonaron en el gran salón, donde poco tiempo atrás había interpretado al rey del invierno con su armadura de cartón.
Las flechas puedes esquivarlas y para la fiebre hay antibióticos, pero el pesar de los mortales es una desgracia de la que no puedes escapar. Ésta es la traducción de algo muy solemne que me enseñaron en mis tiempos de estudiante. Era, si no recuerdo mal, la primera frase de un estudio sobre el peligro que supone enamorarse de un mortal. El autor comparaba esa situación con tener un miembro gangrenado en un cuerpo por lo demás perfecto e inmortal. Luego se extendía en una pequeña parábola sobre el corazón inmortal como máquina perfecta, maravillosa y equilibrada, diseñada por un maestro con toda clase de protecciones contra la debilidad y el daño... hasta que el necio propietario del corazón decidía unirlo al corazón inferior de una tosca máquina mortal, con lo que comprometía la integridad del diseño superior y exponía al propietario a todas las conmociones, fallos y penurias del modelo inferior.
Los cyborgs tienen también sus Tomases de Aquino, como veis. Aunque desde casi el primer día que estuve entre mortales se me dijo que todo eso eran tonterías y que en realidad era bueno dormir con mortales.
Es importante dar a los agentes jóvenes información correcta, ¿sabéis?
Ya podéis imaginaros que tras ese penoso interludio, Nicholas y yo salimos arrastrándonos de la galería y empezamos a caminar por el pasillo con aspecto deplorable. Él se volvió de repente para mirarme. Tenía los ojos inyectados en sangre e hinchados de tanto llorar. Yo había esperado que estuvieran también confusos; no lo estaban. Había en ellos un lugar claro y frío, un país de hielo que hasta entonces sólo había visto desde lejos. Ahora estaba aquí.
—En esta vida —dijo— debemos estar en guardia.
—Sí —respondí, insegura.
Una música terrible estaba empezando a sonar, anatema para aquella tierra helada; pero entonces se abrió una puerta al otro lado del pasillo y apareció Sir Walter.
—¡Nicholas! —dijo—. Tenemos que hablar ahora mismo.
—Con sumo gusto.
Nicholas se volvió tan deprisa y avanzó sobre Sir Walter tan alto y ominoso que éste se encogió un poco. Entró en la habitación y Nicholas fue tras él.
Yo no sentía el menor deseo de seguirlos y escuchar. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, necesitaba desesperadamente la compañía de los míos.
Este sentimiento duró el tiempo que tardé en llegar al cuarto de Nef. Al abrir la puerta, me encontré a Joseph dando saltos como un diablillo de goma en una cuerda.
—¡Será hijo de puta! ¡Será chimpancé desagradecido y pomposo! ¡Será putrefacto descendiente de una drag queen sajona!
—Ignóralo —dijo Nefer mientras pasaba con aire impávido una página de su revista.
—¿Que lo ignore? —gritó Joseph—. ¿que lo ignore? ¡puedes empezar tú por ignorarme, señorita tutankhamón! ¡sólo estoy tratando de purgar mi sistema de agravios!
Me tapé los oídos con las manos. El unicornio escondió la cabeza en la falda de Nef.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —Joseph continuó saltando con la precisión de un martillo neumático—. ¡Voy a matarlo! ¡Voy a provocarle caries y goteo nasal! ¡Voy a hacer que le ocurra algo dolorosamente embarazoso cada vez que estornude! —Se detuvo, tambaleándose ligeramente y asaltado por una idea repentina—. ¿Dónde está el inferboro negro? ¿Dónde está la nux vomica?
—¿Te preocupa la misión con todo lo que está ocurriendo? —sollocé—. El parlamento se ha vendido al cardenal Pole. La Iglesia va a recuperar todos esos horribles poderes.
—¡Sí, me preocupa la misión y a ti también debería preocuparte! —Joseph se volvió hacia mí—. Está en peligro gracias a nuestro querido Sir Walt. ¿Después de pasar meses limpiándole las arterias éste es el agradecimiento que recibo? Ahora tengo que volver a negociar desde el principio el contrato con el nuevo propietario, lo que le va a costar a la Compañía dinero, lo que se reflejará en mi expediente. Claro que tú podrás seguir recogiendo tus cardomomo o tus acebos o lo que sea, así que ¿qué más te da? Supongo que es demasiado esperar que le ofrezcas a tu pobre facilitador y líder de grupo tus simpatías, tu comprensión y tu comiseración. ¡Pero no, tú no! ¡Tú estás consternada porque los monos se están lanzando cocos los unos a los otros! ¿No te dijimos que los mortales hacían esta clase de cosas? ¿Pero qué coño has aprendido en la escuela? ¿Cómo puedes haber salido de las mazmorras de la Inquisición y seguir sorprendiéndote con esta clase de cosas?
—Sir Walter te ha sorprendido —señaló Nef.
—Jesús, ¿cómo es posible...? —Se dejó caer sobre el banco—. Qué cara. Qué absoluta cara la de este tío. ¡Teníamos un acuerdo! Así que ahora quiere ir a la Corte y meterse en política, ¿eh? Bien, lamentará haberse metido conmigo. Yo no aceptaría esa propuesta de matrimonio si fuera tú, cariño.
—Oh, no lo sé. —Nef dejó la revista y lo miró—. No tengo muchas ganas de ir a la Corte. Puede que consiga convencerlo para que compre un rancho de vacas.
—En Inglaterra no hay ranchos —dije. Ella se encogió de hombros.
—Bueno, tendrás que tenerlo muy vigilado —dijo Joseph con amargura—. El tío no sabe lo que es la lealtad. ¿Te lo puedes creer? Después de haberme dado su palabra de honor. ¿Cómo me ha podido hacer esto a mí? ¡Coño, si se suponía que el jardín era toda su vida!
—Dios mío, ¿es que no te das cuenta de lo que pasa? —le dije—. Lo hinchas a hormonas y Dios sabe qué más, le devuelves la juventud. ¡Y ahora no es sólo la ropa que no le cabe, es su vieja vida la que no le cabe! Por eso quiere un cambio. ¡La culpa es tuya!
—¡Oye! Yo sólo le he dado lo que quería para que él nos diera lo que queríamos. —Me fulminó con la mirada—. Y ese precio era la juventud, lo que demuestra que ya estaba con el gusanillo.
—Creía que el precio era el maíz indio.
—Ése era el precio, oficialmente.
Se miró las uñas.
—¿Qué?
—Niveles burocráticos de realidad —dijo Nef—. No te preocupes por ello.
Los miré, primero a uno, luego al otro.
—¿De verdad... de verdad le hacemos algún bien a la humanidad? —me pregunté por vez primera en mi vida.
—Claro que sí, cariño.
—Pero todo lo que este hombre apreciaba se ha convertido en polvo delante de sus ojos. Antes de que nosotros viniéramos, no le preocupaba envejecer. ¿De verdad teníamos derecho a venir y cambiarlo todo?
—Espera, espera, espera. Espera ahí mismo. No hemos venido y lo hemos cambiado sin su permiso. La tristeza de vivir estaba ya arraigada en su diminuta mente. Nosotros sólo le damos a la gente lo que quiere y normalmente es bueno para ellos. Sólo he hecho lo que cualquier doctor hubiera hecho,
—Si un doctor del siglo xvi tuviera acceso a la tecnología necesaria —añadió Nef.
—Pero no puedes hacer un juicio de valor sobre si debería o no dejar que siguiera siendo un anciano —continuó Joseph—. Aunque este tío supiera todo lo que nosotros sabemos, ¿crees que no hubiera tomado la misma decisión? No ha nacido el mortal que no quiera timar al Padre Tiempo.
—Pero ha tomado la decisión equivocada.
—¿De veras? ¿Vas a decidir tú por él? Eso es una violación de los derechos naturales, niña. No olvides que los mortales poseen libre albedrío. Cambiaron su Paraíso por él y si así lo deciden, pueden enterrarse en estiércol hasta el cuello. A nosotros nos da igual. No estamos aquí para hacerlos felices, no estamos aquí para hacerlos ricos, ni estamos aquí para ayudarlos en el camino a la autorrealización. Estamos aquí para trabajar para la Compañía.
»Hay gente como Sir Walter y Nicholas por todas partes. Pero tu Ilex tormentosum es tan rara que sólo crece en un lugar en todo el mundo. Si no fuera por el trabajo que estás haciendo, se habría extinguido y sabemos que sus propiedades pueden salvar mil millones de vidas humanas. ¿No vale eso, moralmente hablando, la felicidad de un anciano?
—Pero... —Una luz desagradable estaba empezando a encenderse en mi interior—. A causa de lo que hemos hecho, Sir Walter ha decidido venderle el jardín a Maese Darrel. ¿Y si Maese Darrel decide cortar la ilex y reemplazarla con algo más exótico después de que nos hayamos marchado? Entonces la ilex se habría extinguido salvo para la Compañía. Pero Sir Walter nunca hubiera vendido el jardín si no hubiéramos venido a trastear con su cabeza. ¿Qué estamos provocando aquí, cuál es la causa y cuál el efecto? ¿De veras sabe la Compañía lo que está haciendo?
—Por supuesto que sí —dijo Joseph al instante—. Y si empiezas a preocuparte por eso, acabarás por volverte loca. En serio.
—Créelo a pies juntillas, es lo que siempre digo —me dijo Nef—. O sea, sabemos que las cosas acaban como acaban, ¿no? Sabemos que la ilex se extingue porque en el futuro no hay más que la que tiene la Compañía. Así que debemos de haberla salvado nosotros. ¿Para qué plantearse cosas así?
—Créeme, Mendoza, hay mentes mejores que la tuya lidiando con eso.
—Constantemente, cariño. Hazte un favor y no te pongas metafísica.
—En serio.
Así que me aparté del vacío, que de verdad era un vacío muy profundo y muy oscuro y lleno de infelicidad para cualquiera lo bastante necio como para asomarse a él durante demasiado tiempo. ¿Y qué peor destino para un inmortal que la infelicidad?
Joseph se puso en pie.
—Una vez más, el pobre Joseph tiene que sacar la caja de los buenos consejos para ayudar a las jóvenes agentes cuando lo que preferiría es estar llorando sobre su almohada. ¿A alguien le importa? Lo dudo. Voy a tener que servirme un vaso de jerez y acceder a toda la información disponible sobre A) Francmasones y B) Restauración capilar, y luego voy a tener que revisar la operación de microcirugía a que pensaba someter a ese viejo cabrón esta noche. Confío, en serio, confío fervientemente en ser capaz de mantener la mente abierta y calmada. Nada sería peor que conectar por equivocación algunas de sus feas tuberías orgánicas. O, mejor aún, plantarle algunas colonias de enfermedades con un disparador retardado en los músculos del glúteo. Chico, ésa sí que es una idea...
Entró en su cuarto y cerró dando un portazo.
—Qué melodramático se pone a veces.
Nef volvió a recoger su revista.
—¿De veras estás pensando en casarte con Sir Walter? —quise saber.
—Oh, cielos, no —dijo—. Es más o menos guapo... ahora, pero no creo que la Compañía lo autorizase.
—¿Tendrías que pedirle permiso a la Compañía?
—Por supuesto, Mendoza. Para que pudieran ver si la propuesta era favorable para ellos y pudieran analizar si mi calendario de misiones era compatible con una vida en su compañía. Francamente, después de lo que acaba de hacer, no creo que haya una sola posibilidad de que lo aprueben. A Dr. Zeus no le gusta la gente que juega con dos barajas.
—¡No querrás decir que Joseph va a envenenarlo de verdad!
Estaba horrorizada.
—No, no, por supuesto que no. Eso no ocurre casi nunca. —Parecía fascinada con su revista—. Oye, mira esto. ¡Toda la serie de Bogart va a salir en Anillo compatible! Por trece punto siete sólo. ¿No es fabuloso?
—Estupendo —dije con voz cansada.
Pero yo era joven y no había aprendido aún a apreciar la sabiduría de Bogart, en especial por lo que se refiere a la nula importancia de los problemas de tres personillas en este o en cualquier otro mundo loco.
Capítulo veinte
Ya nada volvió a ser lo mismo.
Sir Walter reunió a la servidumbre y les informó primero sobre la venta. El hecho de que su religión acabara de ser cambiada no fue nada para ellos comparado con la pérdida de sus trabajos; además, nunca había sido una casa especialmente devota. Había una capilla privada en Iden Hall, polvorienta y en desuso, que le había proporcionado a Sir Walter y los suyos una excusa para no tener que acudir a la iglesia cada Sabbath.
Ya no sería así. La orden se emitió casi al instante: se celebraría misa en todas las iglesias de todos los pueblos de Inglaterra, con una tasa de asistencia del cien por cien. En cada parroquia se elaboraría un registro con los nombres de las personas que no acudieran y este registro se entregaría a los agentes del obispo, agentes enviados a cada iglesia para verificar la docilidad de su rebaño. Quienquiera que no acudiese a misa sería azotado o recibiría cualquier otro castigo que los agentes creyeran apropiado y luego sería devuelto al cuidado del párroco del pueblo. Aquellas personas que fueran declaradas herejes serían quemados después de un juicio sumarísimo.
¿Simple? ¿Directo? ¿Veis lo fácil que es restaurar la fe en un país? Sólo hace falta ser firme. Ni siquiera había judíos que perseguir.
Bueno, desde luego hubiera funcionado en España. Sin duda en muchas partes de Francia. Pero aquello era Inglaterra, prácticamente la patria de la desobediencia civil. Siempre me ha parecido insólito que el mismo pueblo que inventó el té se haya negado con tanta resolución a dejarse esclavizar.
Así que los ingleses se negaron, al principio, claro, porque por supuesto acabaron por rendirse. En un pueblo un hombre se dio cuenta de que podía saldar una vieja riña con un vecino acusándolo ante los agentes del obispo de tener opiniones heréticas. En otro lugar, un luterano, aterrorizado por la posibilidad de ser traicionado, trató de salvarse confesando y al hacerlo implicó a la mayor parte de su familia y amigos.
La historia de siempre, al menos para los españoles. Daba igual, los ingleses sólo tardaron un poco más en encender las hogueras.
Se decidió que la servidumbre seguiría allí durante varios meses, mientras se arreglaban los detalles legales de la transacción. Durante ese tiempo todo el mundo debía acudir a misa con regularidad, so pena de ser despedido.
Nicholas se negó en redondo. Hubo una escena terrible en la cámara privada de Sir Walter y no sé lo que se dijeron porque subí el volumen de la radio para no oírlo; pero salieron de allí con el acuerdo de que Nicholas se quedaría en Iden Hall el tiempo necesario para preparar el inventario y los registros financieros para la venta.
—No hablaré con nadie salvo que sea indispensable, ni volveré a tratar con el carnicero o el verdulero. Maese Ffrawney se encargará de eso. Tampoco debo acompañar a los visitantes en los Paseos Histórico, Botánico o Zoológico. —Nicholas se detuvo y miró el cielo con los ojos entornados—. Claro que, si este tiempo continúa, no creo que tengamos visitantes en varios meses.
Estábamos paseando por el jardín. Estaba tan feo y tan desnudo como sólo puede ser un jardín inglés en enero; pero olía mejor fuera que en la casa.
Había cambiado, mi Nicholas; se había puesto pálido; aquella falta de sangre de las mañanas lo acompañaba ahora durante todo el día.
—¿Qué vamos a hacer? —suspiré.
—Bueno, no sé lo que vas a hacer tú. A decir verdad, ni siquiera sé muy bien cuál va a ser mi rumbo a partir de ahora —se envolvió las manos en las mangas de la túnica para darse calor—. Debo confiar en Dios.
—Podrías hacerlo en Frankfurt —le sugerí. Me dirigió una mirada fría, llenos de recelo los altos pómulos; hizo que se me alborotara el corazón. Llevaba días tratando de convencerlo de que huyera para ponerse a salvo.
—Aparte del riesgo de ser arrestado —dijo—, está la cuestión de los gastos.
—Eso podría arreglarse —sugerí. Su mirada de desdén se hizo más profunda.
Éste es el momento de recordar los sabios y cuidadosos consejos sobre separaciones, sobre esas hábiles maneras de acelerar el fin. Éste es el momento en que tienes que decirte, y tienes que decirle a él, que es muy natural seguir por caminos separados y que eso no significa ningún fracaso ni significa que lo quieras menos. Toda esa preciosa cháchara de mierda que no oculta más que unos nervios que claman por la liberación. Que Dios te ayude si no acuden estas palabras a tu cabeza y te aferras a la hundida roca de su hombro en el océano de la noche.
—Tu padre debe de estar consternado por la venta de la casa —dijo Nicholas mientras volvía a desviar la mirada.
—Lo está. —Yo no aparté los ojos de su rostro—. Y las nuevas leyes lo asustan. No nos quedaremos mucho más en este lugar.
—¿No? ¿Dónde vais a ir?
—Si fuéramos a Frankfurt, ¿vendrías con nosotros?
—Tu padre no necesita un secretario, creo.
Caminamos por aquel patrón invernal de setos y veredas sin decir una sola palabra más.
Y ahora las noticias. No son buenas, lamento decir: hoy ha sido quemada en Smithfield la primera víctima oficial de la Contrarreforma inglesa. John Rogers, canónigo de San Pablo, renombrado agitador reformista y traductor de la Biblia de Mateo, murió en presencia de su esposa y sus hijos en una ceremonia que duró veinticinco minutos. Este equipo de noticias tenía un agente en la escena y, Diotima, ¿qué puedes contarnos sobre ello?
Bueno, Reg, ya sabes que llevo trabajando bastante tiempo y he asistido a la mayor parte de los sucesos del régimen de los Tudor, pero deja que te diga que esto es algo completamente nuevo. Es comparable a la ejecución de la Condesa de Salisbury...
Tú estabas allí aquel día. ¿Verdad?
En efecto, Reg y, francamente, creo que fue una cosa bastante fea, la mujer corriendo de un lado a otro del cadalso, tratando de escapar. Tuvieron que arrastrarla físicamente hasta el bloque...
Y no deja de ser, eh... interesante que la condesa fuera la madre del Cardenal Pole. ¿Dirías que ese incidente es la motivación de su política actual? ¿Dirías que todo esto es un ajuste de cuentas personal con la Reforma?
Indudablemente, Reg. En todo caso, he estado hoy en la ejecución y quisiera decir una cosa a todos los agentes que me estén escuchando: esta gente son animales. No tengo la menor duda sobre esto. Animales enfermos.
Y ahora teníamos que ir de nuevo a misa, después de meses de feliz negligencia. De nuevo caminatas miserables bajo la lluvia, para entrar en fila en la pintoresca iglesia de una aldea, un edificio de piedra local y atmósfera ártica. Montones de paredes encaladas y desnudas y un sacerdote muy nervioso e imperfecto en su latín. Sólo se podía estar de pie y los miserables fieles, apretados como sardinas en lata, parecían encantados de estarlo. En un lugar prominente junto al púlpito se encontraba un gran libro y podéis apostar algo a que no tenía nada que ver con el Libro de Rezos Comunes. Cerca de él se sentaba un caballero muy alerta, vestido con ropa poco llamativa, que a menudo hablaba con el sacerdote. Después de cada una de esas conferencias, el párroco mezclaba aún más los tiempos y las declinaciones y el caballero tomaba muchas notas en un librillo que guardaba en el jubón.
Por una vez, no estaba aburriéndome en misa. La población mortal de kilómetros a la redonda estaba apelotonada dentro de aquella diminuta y pintoresca iglesia y sobre las oleadas de emoción que emanaban de ella podría haber flotado una armada entera. Nuestra llegada había provocado una bocanada especialmente poderosa, por cierto, como correspondía a unos Malvados Españoles, y en especial después de que se constatara que Sir Walter nos acompañaba con toda su servidumbre salvo un hombre.
—Vaya, Sir Walter, bienvenido —dijo uno de los invitados a la fiesta de Navidad mientras pasábamos a su lado.
—Sí, amigos míos, aquí me tenéis, un hombre tan pío como el que más en Inglaterra —respondió Sir Walter con voz grave y firme.
—No veo a vuestro alto amigo —señaló alguien más.
—No, en efecto. —Sir Walter miró al frente y se persignó—. El pobre está gravemente enfermo.
—Triste. ¿Y se espera que sobreviva?
—Señor mío, no lo sé.
Todo el mundo se volvió e intercambió miradas de complicidad y luego todas ellas se volvieron hacia nosotros, muy frías, como si fuese culpa nuestra.
El desgraciado Canónigo Rogers fue seguido al cadalso por el Obispo John Hooper. La ejecución se emitió en directo desde Gloucester y yo tuve que salir corriendo de la habitación antes de que hubiera terminado. Los verdugos hicieron una chapuza: utilizaron madera húmeda y verde y al final el pobre desgraciado dejó de rezar y tuvo que pedir más fuego porque sólo se le estaban quemando las piernas.
Conforme pasaban los días, se quemó a un carnicero, luego a un barbero, luego a un tejedor y más gente común siguió a todos éstos al fuego. Las prisiones empezaron a llenarse de condenados de todas las posiciones y clases sociales. Es cierto que algunas de las muertes fueron políticas, ajustes de cuentas de antiguos agravios. Pero la mayoría de la gente estaba muriendo por cosas como leer sus Biblias o por escuchar cómo las leían otros.
Los españoles estaban perplejos. En España la Santa Inquisición era un negocio siniestro, promovido por las riquezas que proporcionaba al Santo Oficio la confiscación de los bienes de los condenados. Eso resultaba fácil de comprender: ¿a quién no motivaba el afán de lucro? ¿Pero cómo explicar el brutal celo con el que los condestables de aquel país arrastraban al martirio a aprendices sin un penique en el bolsillo? ¿Y qué pensar de reverendos y ancianos obispos como Punch y Judym que se lanzaban maldiciones desde sus respectivos lados del fuego? Todo era tan personal...
Hasta nuestro príncipe decidió que estaba harto de aquel país de locos y dio la orden de que todos los españoles que permaneciesen aún en él regresaran a España.
Pero eso no supuso una salida para nosotros, españoles sintéticos. Había demasiado que hacer. Hubo otro deshielo y otra lluvia; el agua chorreando y corriendo por todas partes mientras los verdes retoños empezaban a abrirse camino de nuevo hacia el sol. Mi trabajo empezó de nuevo. Ahora solía estar sola en el jardín, pues a Nicholas se le mantenía dentro de la casa. Algunas veces aparecía el viejo jardinero, arrastrando un saco y una pala pero ni me hablaba ni me miraba. Mi aversión por los mortales estaba creciendo tan deprisa como el jardín.
Recogí la flor y el fruto de una manzana que el hombre no volvería a probar durante siglos hasta que fuera —será— descubierta de nuevo en la Provincia de Humboldt. Recogí florecillas salvajes, diminutos retoños de los setos: muy pronto los hombres sólo las verían en tapices, olvidarían sus nombres y llegaría un día en que hasta los mismos setos serían desterrados por una Inglaterra que ya no recordaría lo que eran. Pero después de que las industrias hubieran llegado y desaparecido, las florecillas volverían a arraigar y crecer. Los hombres no advertirían que habían regresado; pero la tierra lo sabría. Ése es el propósito de mi vida.
Ardían hombres; yo rescataba flores.
Todo se estaba aproximando a su conclusión. Nicholas pasaba todo el día con la documentación de la venta, largas horas evaluando inventarios. Había que vender todo el mobiliario; había que vender toda la vajilla. Los estantes de curiosidades y los tapices. Todos los frutos de una vida de diligente recolección habían de ser convertidos en moneda. Si Sir Walter hubiera estado muerto, hubiera resultado muy triste, pero como era él mismo el que estaba vendiendo sus sueños, a nadie le importaba. Nicholas me despertaba musitando en su sueño: “Item, una bandeja italiana. Item, un par de candelabros de bronce con forma de sátiros...”.
Un día, cuando estaba trabajando, alguien entró en su cuarto y se llevó todos sus libros. Vi humo blanco en la ventana de la cocina, olí a papel quemado y jamás hubiera podido imaginar que sus traducciones de San Pablo estaban sirviendo para calentar la comida. Ni tampoco lo hubiera imaginado él hasta que aquella noche abrimos la puerta de su cuarto.
Qué sorpresa. Qué miserable devastación: copos de cera, grumos y cuentas aplanadas de cera de vela cubrían toda la mesa vacía. Alas de polilla. Grandes cuadrados vacíos en el polvo de la mesa y una vela rota tirada en el suelo, arrancada del goteante escondrijo que la había albergado entre dos libros. Pero ningún libro. Toda aquella loca pirámide de pensamiento y discusión había desaparecido.
Nos quedamos allí parados, perplejos bajo la luz de la nueva vela que habíamos traído. Cuando comprendimos que prácticamente todo cuanto Nicholas poseía se encontraba ahora en la cocina, reducido a cenizas, fui yo la que se desplomó y rompió a llorar y quise ir a acusar a alguien. Nicholas estaba demasiado aturdido como para oír mis protestas. Se acercó a la mesa y se quedó mirando el lugar en el que habían descansado sus libros. Había un largo chorretón de cera, un río sólido que se interrumpía de repente. Lo recogió y le dio vueltas bajo la luz, mientras lo examinaba con detenimiento.
Finalmente, dijo:
—¿Por qué estás tan enfurecida?
Yo lo miré entre mis lágrimas.
—¡Han quemado los libros!
Enrojece, Nicholas, por favor, baja las escaleras y coge a Maese Ffrawney por el cuello.
Él sacudió la cabeza.
—Es una señal. Una prueba más. La Palabra de Dios no es ese papel y esa piel de becerro. Sólo las toscas formas que la contenían han sido destruidas. Puede que esto signifique que las amaba demasiado. Puede que pecara de orgullo al tener tantos libros.
Aquellas palabras me atemorizaron. Crucé la habitación hacia él tratando de cerrar físicamente el abismo que estaba abriendo entre nosotros. Había algo brillante en el pedazo de cera que sostenía; lo miré de cerca y vi que era una polilla. Su cuerpo chamuscado estaba atrapado en el congelado curso del río, las patas dobladas y ladeadas y las alas polvorientas hechas jirones y rotas.
Qué fría era aquella habitación.
Debéis entender que yo no podía sentarme allí y mirar sin más. Los mortales pueden hacer poesía de la muerte: tienen que hacerlo. Lo que tiene una cara demasiado horrible de contemplar debe cubrirse con una máscara. Sin embargo los mortales sienten el impulso de arrancar esa máscara, como las chicas estúpidas de las películas de terror, para que el aterrado espectador dé un salto y grite.
Nosotros no somos así. La Muerte Romántica no es para nosotros. Como las cucarachas o como el moho, hay que expulsarla: limpiarla, fregarla, sacarla a la luz. Sucia.
Urdí un plan.
—Joseph. —Abrí su puerta. Me miró sin enfocar; tenía sobre la nariz un anillo de holos hecho con unas lentes y se estaba relajando con una película—. Tenemos que hablar.
—¿Ah, sí? —Suspiró y apagó el holo. Tras plegar las lentes, metió una mano en el calzón y sacó una barrita de Theobromos—. ¿Una dosis de moral? —me ofreció.
—No, gracias.
Se encogió de hombros y empezó a quitarle el papel de aluminio por un lado.
—¿Cuánto tiempo falta para que nos vayamos, Joseph?
—Eso depende de ti, ¿no? Siéntate. ¿Cuánto tiempo falta para que saques del jardín todo lo que tiene valor?
—Unas pocas semanas tan sólo. Para entonces tendré el ciclo de crecimiento del ilex entero y muestras suficientes de todo lo demás para llevar a cabo reconstrucciones completas en el laboratorio.
—Pongamos un mes, entonces. —Se reclinó y se introdujo el extremo de la barrita en la boca—. Antes, si eres capaz, porque por si no has estado prestando atención a las noticias, el resto de los españoles están haciendo las maletas. Sería estupendo que nosotros dos pudiéramos hacer lo mismo. Y además, eso nos ahorraría tener que pagarle a Maese Darrel.
—¿Y qué pasa con Nef?
—Se marcha al cuartel general. Y por fin la van a enviar al norte con una nueva identidad.
—Oh. —Me levanté y empecé a pasear—. Mira, necesito que me hagas un favor.
—¿De veras? —Alzó las cejas—. ¿De qué se trata?
—Salvar a Nicholas.
—Va a morir, Mendoza —dijo Joseph—. Algún día. Todos lo hacen. Ya lo sabes.
—Pero no tiene por qué morir ahora. No mientras aún es joven. No tiene la menor idea del peligro que corre, no atiende a razones y casi me vuelvo loca tratando de convencerlo de que se marche a Zurich o algún otro lugar seguro. No me escucha. Por eso tienes que ayudarme.
—Tengo dotes de persuasión, cariño, pero no se me da tan bien.
—Y una mierda que no. Sé que sí. Sé que eres capaz de vender lo que haga falta.
—Mendoza, la gente tiene que querer salvarse. ¿Tú querías morir en Santiago? No. ¿Sir Walter quería enfermar y morir? No. ¿Entiendes lo que te digo? ¿Qué puedo ofrecerle a ese hombre? A un tío sano y en la flor de la vida como él. No le gusto, no confía en mí y si una criatura joven y hermosa como tú no es capaz de convencerlo de que coja un barco al Continente por su propio bien, tengo la sensación de que yo sólo lograré argumentar en vano.
—No te estoy pidiendo que trates de convencerlo. Mira, lo tengo todo pensado. Dame una droga que lo haga pasar por muerto.
—¿Como en Romeo y Julieta?
Joseph estaba atónito.
—Eso mismo. Le das la droga justo antes de que vayamos a irnos, hacemos el truco del ataúd y nos lo llevamos sin que nadie se entere. Lo mantenemos inconsciente hasta llegar a Europa, lo dejamos en una posada de Zurich, donde despertará con dolor de cabeza y sin saber cómo ha llegado hasta allí. Pero tendrá una bolsa de oro suizo en el bolsillo. Y no volveré a verlo, Joseph, te lo prometo.
—Mendoza, ¿has visto la película? Lo del veneno no salió bien. Hay muchísimas cosas que podrían fallar en tu plan. Podría calcular mal la dosis.
—No.
—Es el plan de una persona desesperada.
—¿Hay alguna razón que impida positivamente que funcione? ¿Eh?
—¿De dónde crees que voy a sacar una droga como ésa? No suelo esconder un caja con cosas así bajo la cama. Oh, ¿un Julieta especial? Sí, espere que coja una dosis.
—Puedes preparar una dosis. Debes de conocer alguna fórmula. Dame una lista con lo que necesites y yo te lo conseguiré todo.
—Mendoza... Lo intentaré, ¿vale? No puedo garantizar nada y no quisiera darte demasiadas esperanzas, pero...
—Tú puedes hacerlo.
Le di un golpe en el hombro y la barrita de Theobromos se le partió y me lanzó una mirada de reproche, pero yo ya estaba saliendo del cuarto, llena de confianza.
Ése era mi plan.
En realidad, era uno de mis planes, pero todos ellos empezaban:
Una vez que haya sacado a Nicholas de aquí...
Capítulo veintiuno
Los días siguieron pasando mientras yo podaba y cavaba y recogía. Sir Walter le hizo su proposición a Nef y fue rechazado con grandes dosis de tacto y encanto. Ella le dijo que era demasiado mayor para él (lo cual era cierto), demasiado pobre y, en cualquier caso, que estaba prometida desde la infancia a un hidalgo de Castilla que había marchado al Nuevo Mundo. Aunque el hidalgo no había regresado nunca, asesinado sin duda por los salvajes en Dios sabe dónde, el honor la obligaba a esperarlo. Aquellas noticias fueron recibidas con gran consternación por Sir Walter pero sus lágrimas fueron en vano. Se resignó; dejo que ella se quedara con el unicornio como prenda de su amor imposible. En todo caso, ahora saltaba a la vista que no era más que una cabra, pues los cuernecillos estaban empezando a crecer con bravura; y de este modo Sir Walter podía ser galante y librarse de un embarazoso asunto al mismo tiempo. Antes de un día se había convencido a sí mismo de que había en Inglaterra aristócratas ricas de sobra para enamorarse de él.
Un día llovió. Y al día siguiente llovió y también al otro. Luego volvió a llover. Aventurarse en el jardín significaba hundirse hasta los tobillos en húmedo moho de hojas (una sustancia que sólo se encuentra en las Islas Británicas, gracias a Dios) de modo que opté por permanecer dentro de la casa y mirar cómo hacía Nicholas el inventario.
La lluvia repiqueteaba contra la casa y la luz entraba gris y acuosa por las ventanas del gran salón. Me senté en la escalera para escapar a las corrientes, con las piernas bien envueltas en los pliegues de la falda, y ayudé a Nicholas con el inventario. Barbilla en mano, lo observé mientras abría la escalera de tijera delante de un enorme armario de curiosidades. Qué desapacible e implacable la luz, mostraba cada hebra suelta de su túnica negra. No le habían encargado una nueva: Sir Walter no estaba para derrochar el dinero.
—Item, la cabeza de un rey de los escotos —anunció.
—¡Será una broma!
Bajé la pluma para verlo.
—Ahí —señaló la estantería más alta y yo levanté la mirada y me encontré con los ojos vacíos de su muy antigua y fallecida majestad. El hombre había muerto joven: había tenido buena dentadura y una gran mata de pelo rojo y una gran barba del mismo color que aún era muy tupida.
—¿Qué está haciendo ahí?
Bajé la mirada y lo anoté en el inventario.
—Bien poca cosa ahora mismo, puedes estar segura. Item, una cabeza de reina. —Alargó los brazos y la bajó para que pudiera verla—. Se supone que es la Reina Ginebra.
—¿Quién lo supone? —reí—. Eso es un cráneo de hombre con una peluca rubia pegada.
Un romano, para ser exactos, de unos cincuenta años de edad y muerto de... ¿plombagina? No. Me adentré un poco más y encontré el diminuto proyectil de pedernal alojado en el interior del cráneo. Pobre viejo centurión. Sólo cabía esperar que mi viaje por Bretaña terminara mejor que el suyo.
—¿Era un hombre? ¿Así que no eran éstos los mechones que acarició la mano de Arturo? Bien, adiós a las dos libras diez peniques de Sir Walter. Debería haberse dado cuenta de que a ese precio no podía ser una cabeza de reina de verdad. Aunque, calma —devolvió la cabeza a su lugar y bajó otra estantería—, hubo un tiempo en que las cabezas de reina estaban de saldo en este país.
»Ahora, Rosa, abre una nueva entrada para Imposturas Papistas... —Se detuvo—. No, ya veo que soy demasiado lento. Alguien ha venido y ha cambiado la tarjeta de esta caja. Escribe en su lugar Sagradas Reliquias Preservadas Milagrosamente de los Últimos Herejes. Item, quince astillas de la Vera Cruz. Item, seis frasquitos de sangre de Cristo, con tapón de plomo. Item, otros seis frascos de lo mismo. Item, un dedo de Santa Winifred. Item, un dedo del pie de San Cuthbert, con un diente de nutria clavado. Item, un diente de San Ascanio.
Bajó de la escalerilla y se sentó a mi lado. Temblaba, atacado por un acceso de risa o llanto.
—Un botín que el mismo Papa envidiaría. Y sin embargo, escucha lo que te digo, Sir Walter las compró a muy buen precio cuando los monasterios fueron secularizados. Durante mucho tiempo hubo ahí dentro una tarjeta en la que se contaba que todas estas falsificaciones habían servido para robar a los honestos ingleses.
—Uno de esos dedos es un hueso de gallina.
Lo rodeé con un brazo. Pero un par de los huesecillos emitían un tenue espectro de radiación de cromo así que era posible que sí fueran verdaderos huesos de santos, después de todo.
Oímos unos pasos. Se abrió una puerta y entró gente en el gran salón. Sir Walter, Joseph y Maese Darrel. Joseph estaba diciendo:
—Ahora, con esta mixtura que he elaborado, debéis daros unas friegas en la cabeza...
Entonces repararon en nuestra presencia. Joseph se encogió de hombros de manera casi imperceptible y Maese Darrel, cortés caballero, me saludó quitándose el sombrero. Pero Sir Walter siguió adelante y dijo:
—¿Cómo, Nicholas, no has terminado aún? Me gustaría que ese inventario estuviera terminado antes de las próximas Navidades, muchacho.
Había sido un anciano encantador. Pero qué bastardo era de joven.
—Me pedisteis que fuera exacto, señor, y hay muchas cosas que inventariar.
—Bien, debes ser preciso. Venid, Maese Darrel, hay aquí auténticas maravillas. ¿Dónde está la espada de Carlomagno, Nicholas?
—¿La espada de Carlomagno?
Nicholas frunció el ceño.
—¿Qué eres tú, un loro? Dime dónde está, muchacho, ¡Ah! Ya la veo. Mirad ahí arriba, Maese Darrel. Es la espada del mismísimo César de los francos. —Señaló una espada montada sobre el cajón, en lo alto de la pared. Nicholas consultó su lista. Sir Walter continuó—. Esta misma espada le fue entregada a nuestro rey, Enrique v, cuando conquistó Inglaterra. Según me han contado, llegó a nuestro país cuando...
—Ésa es la espada de Roldán, señor —dijo Nicholas mientras levantaba la mirada.
—... cuando... ¿Qué?
—Es la espada de Roldán. No la de Carlomagno.
Los ojos de Sir Walter estuvieron a punto de salírsele de las órbitas de puro enfado.
—Creo que conozco mis propias cosas, muchacho. Ésa es la espada de Carlomagno. Roldán tenía un cuerno. Carlomagno tenía una espada.
—Con el debido respeto, señor, el cuerno de Roldan está en el segundo cajón de la galería del este y ésta es la espada de Roldán. Le comprasteis ambos objetos a un buhonero en Wappington. La espada de Carlomagno...
—Por la sangre de Cristo, ¿tendré que demostrártelo? Ya veo que sí.
Con grandes ademanes de impaciencia, Sir Walter cogió la escalerilla y se encaramó a ella. La espada seguía no obstante fuera de su alcance, así que se subió al armario y se puso en pie con cuidado.
—¡Dulce Jesús, señor, tened cuidado! —exclamó Maese Darrel.
—Sí, sí.
Sir Walter se volvió con movimientos inseguros y nos miró a todos: supongo que no pudo resistirse a comprobar cómo se veía el mundo desde allí. Por un instante me pregunté si alcanzaría a ver la galería de los juglares.
Entonces recordó para qué se había subido allí y alargó la mano hacia la espada.
—¡Aquí! Ahora verás...
Pero estaba sujeta sólo con dos clavos de seis peniques y se soltó antes de lo que él había esperado y cayó al suelo. Sir Walter retrocedió de un salto y estuvo a punto de caer al suelo mientras con un siseo la espada se precipitaba sobre el suelo y se clavaba en los tablones. Nicholas miró con desdén. Yo tuve que esconder el rostro entre las manos para no echarme a reír y eso fue todo lo que hice porque Sir Walter se puso tan furioso como un gato allí arriba, a cuatro patas.
—¿Por qué no estaba esto mejor colgado? —exclamó—. ¡Podría haberme matado, so idiota! ¡Y ahora tendremos que mover el armario para recuperar la espada!
—Calma, señor, en otra ocasión —trató de apaciguarlo Maese Darrel—. Estoy seguro de que es la Espada de Carlomagno y ninguna otra.
—¡Hay que sacarla!
—Ya la sacará luego un criado, amigo mío. —Joseph acudió para sujetarle la escalera—. Pero bajad ahora, os lo ruego, no vayáis a caeros.
—La sacaremos ahora y demostraré que...
Temerario en su cólera, Sir Walter volvió a ponerse en pie. Mal movimiento. Perdió el equilibrio y se tambaleó. Para no caer, se arrojó contra la pared. Sus pies empujaron el armario y éste empezó a moverse hacia delante. Grité, y los hombres gritaron también, porque Joseph estaba debajo.
Ahora, una escena a cámara lenta:
Los ojos de Joseph se encontraron con los míos. No era que no pudiese apartarse a tiempo: ambos habíamos recibido la alerta cuando el centro de gravedad había empezado a desplazarse. Hubiera podido estar a salvo a mi lado en la primera fracción de segundo después de que el armario empezara a caer. Pero había dos mortales mirándolo fijamente y habrían visto cómo desaparecía.
Dios mío, ¿qué vas a hacer?
Tratar de arreglarlo. Cruza los dedos.
Mientras empezaban a llover sobre él trozos de santos, Joseph encontró el lugar exacto de menor impulso y más leve impacto; se colocó allí, alzó los brazos y esperó. Craaaaash, el armario cayó sobre él. Un hombre mortal se hubiera roto como una cerilla. Joseph, sin embargo, soportó el peso y se plegó con él, se dobló como un resorte pero no fue aplastado. Nada puede partir nuestros cráneos de cyborgs. boom. Polvo asentándose.
Volvamos al tiempo normal. Sir Walter tirado entre telarañas, con algunas magulladuras, pero sin que nadie le prestara atención porque yo estaba gritando tan alto como para despertar a los muertos y arañando frenéticamente el armario. Al instante, Nicholas y Maese Darrel se colocaron a mi lado y algunos de los criados llegaron corriendo, y entre todos logramos levantar el armario casi un metro. Inmediatamente me deslicé por debajo, destrozando mi falda.
—¡Rosa!
Joseph parecía un cuadro cubista. Desplegó su cuerpo mientras yo me arrastraba hacia él.
¿Daños?
Sácame.
Lo cogí por los hombros y tiré y él. Profirió una imprecación pero logré sacarlo rápidamente. Cuando emergimos, fingió que estaba inconsciente. Arrodillada a su lado, le cogí las manos y empecé a lamentarme en español, mientras la silenciosa conversación continuaba:
¿Daños?
Pequeñas laceraciones en los tejidos, múltiples, sin importancia. Tobillo izquierdo dislocado. Muñeca derecha dislocada. Hombro izquierdo dislocado, separado, hematoma masivo...
Aquí viene Nef.
¿Tienes...?
Sí. ¿Qué dosis?
Seis punto tres.
Junto a mí, Nef se unió al histerismo reinante, mientras cogía el rostro de Joseph entre sus manos y le colocaba discretamente el parche detrás de la oreja.
Mejor. Gracias.
—¡Oh, Jesús! ¿Está muerto?
Sir Walter se puso en pie. Estaba pálido. Yo oía los gritos de Nicholas pidiendo un médico. Joseph volvió la cabeza y gimió débilmente. Nef lanzó un grito de alegría y empezó a rezar. Yo exclamé que era un milagro, bendita sea la Virgen María y San José, etcétera. Nicholas se arrodilló a mi lado.
—Señor, ¿podéis oírme? Hemos mandado a buscar al cirujano. Todo irá bien.
—¿Un cirujano?
Joseph abrió los ojos al instante.
—¡Puede hablar! —Maese Darrel se aproximó—. Maese Doctor, es un milagro que sigáis con vida. Creíamos que os habría aplastado como una manzana.
—No, gracias a Dios —murmuró Joseph—. Pero nada de cirujanos... ¡Os lo ruego!
—Pero, señor, han de ocuparse de vuestras heridas —protestó Nicholas.
—Mi hija se encargará de todo. ¿Acaso no le he enseñado medicina?
Trató de incorporarse y profirió un grito de auténtico dolor.
—Calma, Padre, todo se hará como decís —le aseguré. Nicholas me miró y yo le dirigí mi más suplicante mirada. Así que me ayudó a preparar unas parihuelas con un tapiz y un par de lanzas de cazar osos y llevamos al herido a su habitación. Una vez que estuvo tendido en la cama, Nef hizo salir a todo el mundo del cuarto para que pudiéramos desnudarlo.
Menudo espanto. Parecía un melocotón que se ha embalado mal antes de enviarlo y que luego ha caído al suelo y ha sido pisoteado, una húmeda devastación. Un auténtico campo de floreciente púrpura. Pero mientras nosotros lo observábamos, su cuerpo ya había empezado a curarse. Los hematomas se arrollaron bajo la piel, se extendieron, cambiaron de color, se desvanecieron como nubes en el cielo del amanecer.
—Bonito, ¿verdad? —Nef lo estaba examinando.
—Cierra el pico —gruñó él.
—Oh, lo estás haciendo muy bien. Las dislocaciones se están reparando, ¿verdad? Creo que la hinchazón remite. Pero ese hombro va a darte problemas. Una vez tuve algo parecido y tardó más de una semana en curarse.
—Ya basta —se estremeció Joseph.
—Te haremos un entablillado falso. —Nef se volvió hacia mí—. Puede llevar un cabestrillo para inmovilizarlo. Si estuviéramos en el cuartel general lo repararían ahora mismo, pero aquí... Estas cosas pueden ser terriblemente fastidiosas cuando ocurren en una misión.
Su unicornio andaba de acá para allá, tratando de subirse a la cama.
—¡Llevaos esa cosa de aquí! —gritó Joseph—. Y eso vale también para ese maldito cirujano. Lo último que necesito son sanguijuelas comiéndome vivo.
—Calma, calma, calma.
—¡Me duele, joder!
—No tanto como te dolería si fueras un mortal —señaló Nef.
—Si fuera un mortal, no estaría sintiendo nada porque estaría muerto —le espetó Joseph.
—¿No estás contento? —replicó ella con aire alegre.
Cuando terminamos de entablillarlo, casi todas las magulladuras habían desaparecido. Lo dejé en la cama viendo un holo y salí para ver si podía ayudar a limpiar el desastre del salón. Me encontré con Nicholas al otro lado de la puerta.
—¿Vivirá?
—Sí, alabado sea San James porque ha sido un milagro.
Se me acercó.
—Tú no crees en San James ni en los milagros. Si no hubiera habido milagro y tu padre estuviera muerto, ¿qué harías? ¿Tienes más familia aparte de él? ¿Amigos?
—Ninguno —repliqué—. Si mi padre muriera, estaría sola en esta tierra extranjera. No tengo marido ni parece que vaya a tenerlo.
Se inclinó hacia mí y me besó. Uno de esos besos largos, maravillosos, que te hacen perder el equilibrio. Llevábamos semanas sin besarnos así.
¡Di que vas a venir conmigo! Pero aunque me apretó con fuerza, no lo dijo.
—¿Qué ha sido del armario de las reliquias? —pregunté con voz entrecortada cuando nos separamos para recuperar el aliento.
—Dejemos que Sir Walter revuelva el polvo para buscar su basura —gruñó—. Yo he terminado con él.
Pasé mis brazos alrededor de su cuello y lo abracé con fuerza. Él emitió un sonido áspero y nos escabullimos corriendo a su cuarto.
Estaba segura de que había ganado. La gente que lucha con sus conciencias y vence tiene una mirada especial en la cara, decepción mezclada con alivio. No dicen mucho. Yo creía que el silencio de Nicholas era señal de que había decidido hacer algo que iba en contra de sus creencias.
Pero no dijo que vendría conmigo.
Pasamos el resto del día en su cuarto, entregados a la lascivia. Yo estaba excitada, estaba embriagada. Todo iba a ir bien. Sólo hacía falta que él dijera algo...
La lluvia paró algún tiempo antes del crepúsculo. Se alzó un viento del norte, afilado y frío como el cristal, y desbandó las nubes. Se llevó los jirones hacia el mar, en dirección a un anochecer rojo que destellaba por las ventanas y después hacia unas estrellas de un brillo penetrante.
—Amor mío, deberíamos levantarnos —susurré—. Deben de ser más de las seis. La gente empezará a preguntarse dónde estamos.
—Por mí pueden arder en el infierno —dijo en voz alta. Me sobresalté. Había reinado tal silencio en el cuarto...
—Puede —dije—. Pero yo debo ver en qué estado se encuentra mi padre.
Asintió a eso pero no hizo ademán de levantarse mientras yo empezaba a vestirme. Lo dejé allí, envuelto en la luz del crepúsculo y bajé a la casa.
Ahumada y demasiado caliente: habían encendido los fuegos. Estaban cocinando. Yo tenía un hambre de lobo. Hubiera podido comerme el pastel de Navidad. Puede que aún quedase un poco, burbujeando y evolucionando en una forma de vida nueva en alguna olvidada alacena de la despensa.
No se oía nada al otro lado de la puerta de Nef: la radio estaba apagada. Me asomé para ver qué tal estaba Joseph y lo encontré despierto en la oscuridad.
—¿Dónde está Nef? —dije mientras encendía una vela.
—Abajo, cenando —respondió—. Sírveme un poco de jerez, ¿quieres? ¿Qué tal tres botellas?
Busqué la jarra a mi alrededor y le llené una copa. La cogió y la apuró de un solo trago.
—¿Todavía te duele?
Miré con asombro la copa vacía. Me la tendió para que se la llenara y lo hice.
—Espera a que te pase esto un día, pequeño cyborg. La curación es dolorosa. El dolor y yo nos estamos haciendo viejos amigos. Me invita a ver partidos de fútbol en holo y nos hemos prestado dinero. Viejos amigos. Mierda, sí, claro que me duele.
Volvió a apurar su bebida.
—No deberías beber tanto con el parche.
—No interfiere con su funcionamiento. Es el hombro lo que me está matando. Todo lo demás se ha curado ya. Pero los Pectorales Mayor y Menor y un sinfín de vecinos se han enzarzado en una discusión con el Señor Clavícula. Necesitan un mediador cuanto antes.
—Lo siento de veras. —Me acerqué al fuego y lo aticé—. ¿Quieres que te traiga algo?
—Sólo otra dosis de amontillado. Escucha, creo que esto va a afectar a mi capacidad de, uh... preparar pociones secretas y cosas así...
Sonreí y le llené la copa.
—No te preocupes. Puede que no sea necesario. Creo que ese asunto se va a resolver por sí solo dentro de poco.
—¿De veras? —Me miró con aire interrogativo—. ¿Alguien está empezando a atender a razones? Bueno, me alegro de oírlo. Pero es igual, con el brazo en este estado, no me siento con ganas de hacer el equipaje y marcharme a ninguna parte hasta dentro de por lo menos una semana. Tenlo en cuenta, ¿quieres? Por si alguno de tus planes implica una fuga dramática.
—Eh, cariño, confía en mí.
Sonreí y salí.
Escaleras abajo hacia la luz del fuego. Pensé entonces que era posible que dentro de un mes estuviera en otra ciudad, lejos del humo y lejos de la lluvia y lejos de los oscuros pasillos de Inglaterra. Esto me alegró tanto el corazón que terminé de bajar la escalera bailando y corrí hacia el gran salón.
El mismo cuadro de siempre, más o menos las mismas personas. Francis Ffrawney, erguido con aire importante con su ropa nueva. Ser un sapo viscoso había dado sus frutos, al final. Sir Walter muy tenso e incómodo, de repente, de alguna manera más viejo; a pesar de ello se frotaba la barba implacablemente mientras le decía algo a Nef, quien asentía muy aburrida y movía la cuchara por un plato de alubias guisadas. Sabía escuchar, esa mujer.
Cuando entré, todos se volvieron hacia mí con diferentes grados de desaprobación en la mirada.
—Buenas tardes os dé Dios, caballeros. —Hice una reverencia—. Vengo de ver a mi padre, quien después de dormir un rato ha despertado con un raro apetito. Lo que presagia (como dice Avicena) una pronta recuperación, gracias a Dios. Me gustaría por tanto llevarle unas rebanadas de pan nuevo, algo de caldo caliente, quizá un poco de carne o pollo y una jarra de cerveza caliente...
Nef me miró con una ceja enarcada pero Sir Walter hizo una seña a Maese Ffrawney.
—Encargaos de ello, Francis. Y ahora decidme, Lady Rosa. ¿Está bien vuestro padre? Por nada del mundo querría que le ocurriera desgracia alguna estando en mi casa.
Sentí que una tormenta de risillas se formaba en mi interior.
—Confiad en mí, señor, su milagrosa preservación se debe sin duda a la gran cantidad de reliquias santas que cayeron en profusión sobre él. Sí, sin duda, el dedo de San Etelberto ha debido de ser el que desvió el terrible golpe.
Mendoza, mocosa, cierra el pico.
—¿Vos creéis? Puede ser. —Sir Walter asintió con solemnidad—. Yo mismo he sufrido algunas contusiones y necesito desesperadamente de la sabiduría de vuestro padre. Pero sentaos, chiquilla, y oiréis cómo le he sacado ventaja a Maese Darrel en nuestro pequeño negocio.
Bostezo bostezo bostezo. La pequeña comadreja había incluido en el contrato una cláusula que le permitía conservar una habitación a su disposición en la casa por si se le ocurría ir a visitar Iden Hall: la idea era que, siendo él mismo una especie de celebridad digna de exhibirse, se merecía cama y comida gratis. Ahora comprendía cómo había hecho fortuna en el negocio de la lana. Parecía dispuesto a extenderse sobre el particular durante horas, de modo que cuando Maese Ffrawney regresó con una enorme bandeja, me incorporé de un salto y se la arrebaté.
—Señor, sois demasiado amable. Iré ahora mismo a llevar estas viandas a mi pobre y querido padre. Aunque, a pesar de su aspecto apetitoso, creo que le harán menos bien que vuestras plegarias.
—Bien, rezaremos por él en tal caso —exclamó Sir Walter a mi espalda mientras yo me dirigía a toda velocidad hacia las escaleras. Me detuve el tiempo necesario para hacer una nueva reverencia sin verter una sola gota de cerveza y luego continué corriendo. Subí las escaleras de dos en dos. Pan recién hecho, sí señor. Caldo de capón y el capón asado también. Joseph me miró con ojos nebulosos mientras colocaba la escudilla de caldo a su lado.
—Toma un poco de caldo de pollo —le dije mientras encendía su vela—. Te sentará bien.
—¿Servicio de habitaciones? —me llamó, pero yo ya me había marchado.
Y así al fin de vuelta con Nicholas, quien se había puesto camisa y pantalones y estaba sentado en la cama observando el pequeño cuadrado de cielo nocturno. Dejé la bandeja en la mesa donde hasta hacía poco habían estado sus libros; la llama de la vela bailaba y parpadeaba bajo la corriente.
—La cena —anuncié. Se volvió hacia mí bajo la luz de la vela y mi corazón se encogió de dolor. Fue muy extraño porque aquel sentimiento de amor se llevó toda mi alegría y me dejó tan sólo el deseo de abrazarlo y llorar. Corrí hacia él, sofocando unas lágrimas.
—¿Qué es, Rosa, ha empeorado tu padre?
Me rodeó con los brazos.
—No. —Escondí el rostro contra su cuerpo—. Pero estoy enferma de amores.
—También yo —dijo después de un rato—. ¿Quién va a curarnos?
—Esta fiebre nos es tal como la describen los libros —dije mientras me secaba las lágrimas—. Todo este acaloramiento, toda este pesar debieran haber llegado al principio. A estas alturas deberíamos habernos enfriado y estar libres de dolor.
—Dios quisiera que fuera así —dijo—. Pero todo eso son blasfemias, injurias al amor. Ya basta de hablar así.
Tomamos nuestra pequeña cena acurrucados alrededor de la mesa, mientras la corriente hacía temblar la vela. Fuera el aire se agitaba dando vueltas y vueltas, tratando de encontrar la manera de entrar por la ventana. No hablamos apenas. Yo le observaba mientras comía. A medio vestir y sin afeitar como estaba, parecía disoluto. Me pregunté cómo habría sido de haberlo sido. Hay un sinnúmero de caballeros aventureros por el mundo, bastardos por nacimiento y por inclinación. Lo hubiera amado de todas maneras: más valdría tener a un bribón como Tom que a un mártir justiciero. Al menos no estaríamos sentados en aquella habitación helada, entre los fantasmas de sus libros, en un país aterrador.
Bueno, ¿quién sabía? Puede que en unos meses estuviéramos en otro pequeño cuartucho de vaya usted a saber dónde, compartiendo el pan a la luz de una vela o sin ninguna vela en absoluto. Pero seríamos libres. Y estaríamos juntos.
Hasta que él no aguante más.
Las palabras aparecieron en mi cabeza de forma tan inesperada y discordante que busqué a Joseph, pero no estaba allí. Qué pensamiento más horrible. En el futuro tendría que aprender a mantener esa clase de pensamientos arrinconados en el fondo de mi mente. Nos esperaban por lo menos cuarenta años por delante y todo sería maravilloso, maravilloso. Amor a la carrera por toda la Europa del Renacimiento. Un gran romance, como en las películas. Una gran aventura, que no había hecho más que comenzar.
Al fin Nicholas se apartó de la mesa, cruzó los brazos y me miró.
—Tu padre —dijo—. ¿Cuánto tiempo tendrá que guardar cama para recuperarse?
—Bueno, unos días, sin duda —dije, incómoda. ¿Por qué quería hablar de Joseph, precisamente en aquel momento?—. Sus heridas son graves.
—Y sin embargo no quiere que le atienda más cirujano que tú —musitó. Enarqué las cejas.
—Los galenos tienen mala opinión unos de otros. No confía en otra ciencia que la suya.
—Pero, ¿deberá tenerte a su lado hasta que se recupere?
Ahá.
—No, amor mío, o no habría estado contigo todo este tiempo.
Asintió con aire meditabundo.
—¿Podrías abandonarlo?
Mi alma dio un salto como la llama de la vela. Le miré los ojos sin sonreír y dije:
—Sí.
Después de todo sí que íbamos a fugarnos. Y menuda oportunidad: Joseph lisiado y Nef absorta en sus radios y sus revistas. ¿Cuándo se nos presentaría una ocasión mejor? Aunque aún no había terminado mi trabajo.
Nicholas se levantó y se acercó a la ventana para mirar. El viento era cada vez más fuerte; las negras ramas se agitaban contra las estrellas.
—Bueno —dijo—, no es noche para aventurarse. Hace un frío de muerte y todos los caminos estarán cubiertos de barro.
—No le temo al frío —dije al instante. Él me miró y esbozó una sonrisa irónica.
—Ni yo —dijo—. Pero dejaríamos huellas sobre el barro y nos seguirían.
Oh, claro. Por supuesto.
—El tiempo está demasiado húmedo como para huir. —Vino y se inclinó sobre mí y me cogió las dos manos—. Pero si el viento continúa, secará pronto los caminos. Dentro de dos o tres días, un caballo podría llevar a dos jinetes hasta el mar sin dejar huella de su paso.
Sí, un caballo. Qué necia había sido al pensar en salir corriendo tal como estábamos. Qué listo era a la hora de hacer planes. Ahora estaba claro que todo iba a salir bien.
—¿Tienes miedo? —se me acercó un poco más.
—¿Yo? No.
¿Estaba haciendo mi rostro algo de lo que no me daba cuenta? Sus ojos estaban un poco tristes.
—Mi Rosa es escarlata en ocasiones y en otras es de un blanco pálido. Ven a la cama, dulce amor. Tú descansa, que yo pensaré. Queda un largo camino hasta mañana.
Un largo camino hasta mañana.
Debo terminar esto. Empecé como una especie de terapia y, al igual que tratar de arrancarse de los dientes uno mismo, se vuelve insoportable conforme se acerca la inevitable conclusión. Pero vuelvo a verme de nuevo en aquella habitación, contemplando esa triste vela, aquella niña que esperaba un milagro. Así que terminemos.
Joseph yacía despierto, dolorido, en la oscuridad. El amontillado había sido metabolizado hacía largo rato por su organismo; reducido a azúcar y agua, y ahora estaba despiadadamente consciente. El caldo de capón estaba proporcionándole proteínas e hidratando su tejido vital; pero ni siquiera su defensor más acérrimo hubiera podido afirmar que la sopa de gallina posee propiedades narcóticas.
—A la mierda —se dijo a sí mismo al fin. Apoyándose sobre una sola mano, se quitó la sábana y salió de la cama. Sacó de debajo de ella una pequeña caja de madera, introdujo con torpeza la combinación y extrajo un pequeño estuche de cuero. Lo desenrolló y dispuso sus contenidos sobre la colcha.
Varillas de acero del tamaño de lápices. Todas ellas tenían peculiares mangos y botones y lucecitas parpadeantes. Las estudió durante largo rato y empezó a tararear una canción infantil para sus adentros. Era una canción muy antigua. La había aprendido de niño y era evidente que para él estaba asociada de forma inconsciente a algún recuerdo agradable porque había descubierto que lo ayudaba a sumirse en un suave estado de trance.
Tras más o menos cinco minutos de contemplación, se levantó y paseó por la habitación, con los ojos levemente vidriosos. Su pequeña canción estaba haciendo efecto. Reunió cinco cirios y los llevó hasta el hogar, donde se puso en cuclillas y los acercó al fuego hasta que prendieron. Floreció la luz. Joseph se irguió y ordenó la superficie de su escritorio, introdujo los cirios en copas y los desparramó a su alrededor. Sacó un espejo de su bolsa de viaje y lo colocó frente a la luz. Cuando estuvo satisfecho con los preparativos, sacó la sonda.
El canturreo se había convertido ahora en canto. Con la mano sana recogió los instrumentos y se adelantó para contemplarse en el espejo.
Pulso, lento. Ritmo cardiaco, lento. Respiración, muy lenta y profunda. Su brazo derecho estaba caliente y tenía buen color pero el resto de la piel estaba ahora pálida, sobre todo en el lado izquierdo de su pecho. Apretó el botón de un instrumento y se oyó un siseo, seguido por un fuerte olor a clavo. Dejó el instrumento, cogió otro y se lo aplicó al hombro. No tenía hoja visible pero su piel se abrió en una alargada línea rojiza. Extendió la línea en un semicírculo, adelante y atrás. La piel se fue pelando y expuso la musculatura que había debajo.
No sangraba. Mientras trabajaba, se encendían diminutos destellos de luz verde. El canto tornó palabras, en un idioma olvidado mucho tiempo atrás, palabras sobre unos muchachos con lanzas nuevas que bajaban al río a cazar bisontes y no encontraban más que patos y se los llevaban a sus novias bajo los acantilados, pero ellas no quedaban muy impresionadas y dejaban de desenterrar ajos para ellos...
Reinaba una oscuridad completa donde yo me encontraba, quebrada sólo por el brillo del fuego y los carbones rojos, que resplandecían en los ojos del sacerdote pero no en los de Joseph. Mi vizcaíno observaba desde una esquina. Me dolían los ojos. Y no podía respirar. Traté de levantarme de la silla pero un espino santo me atravesaba las manos. Feliz Navidad. Jesucristo, dijo Joseph; te van a enterrar viva.
—¡Rosa! —La aterradora oscuridad se fundió, reemplazada por el rostro concentrado de Nicholas. Me tenía por las muñecas—. ¡Rosa, en el nombre de Dios!
Sólo su habitación. Sólo Inglaterra fuera de ella, con su viento interminable y las estrellas que recorrían el firmamento a última hora de la noche. Sólo la vela, tan consumida a lo largo de las horas que su gran llama se tambaleaba ahora como un borracho.
—Los Inquisidores —afirmé. Estaba tendida y todo empezó de nuevo al instante, la oscuridad, la asfixia, y con un grito (silencioso, no tenía aliento) luche por volver a incorporarme. Sin más palabras, Nicholas me ayudó a levantar y se quedó a mi lado sobre el frío suelo.
—Camina conmigo.
Tres vueltas alrededor del cuarto y estaba despierta del todo, tiritando en mi camisón empapado de sudor frío.
—No podía despertar —le expliqué. Me ayudó a regresar a la cama y se sentó a mi lado. Mi corazón seguía martillando en el pecho, con tal fuerza que seguro que era capaz de oírlo. Alisó con cuidado la manta y me acarició el cabello. También él estaba tiritando y tenía el rostro retorcido por el remordimiento y la repulsión.
—Has soñado con España.
—Sí. Estaba allí de nuevo. Estaba donde... donde...
Él no me miraba a mí sino a una sombra de la pared.
—Mataron a tu madre.
—¡No era mi madre! —grité llena de pánico.
—¡Sssh! Está bien, está bien. Mira amor, eso fue hace mucho tiempo. Ahora estás a salvo... —y se detuvo, porque la verdad era que no podía decirlo con seguridad. No en aquella Inglaterra. Se levantó para ponerse los pantalones y los zapatos. Yo sólo lo miraba, demasiado exhausta y confundida hasta para moverme. Se dirigió a la puerta y yo protesté y le tendí una mano.
—Espera, amor. Voy a buscarte algún remedio —me prometió.
Joseph, sumido en su trance, captó de repente que había alguien al otro lado de la puerta. Su consciencia exterior empezó a regresar. Envuelto en la luz que emitían cinco cirios de cera, se volvió mientras la puerta se abría.
Me erguí al instante. No había gritado, no estaba teniendo una pesadilla. Pero alguien sí.
Hubo un estrépito horrendo. La puerta se abrió de par en par y una figura se abalanzó sobre mí. Aquello fue demasiado para mis nervios. Parpadeé.
Estaba al otro lado del cuarto, observando cómo caía Nicholas en la cama. Se levantó lentamente, mirándome, asombrado para siempre. Su rostro no tenía color. Sus ojos parecían de cristal. Vino a mí. Volví a parpadear.
Estaba al otro lado de la habitación. Giró sobre sus talones y trató de cogerme.
Estaba de pie en la cama. Vino a por mí.
Estaba en el alfeizar de la ventana. Él saltó.
Estaba en el techo, encajada en el ángulo de la viga, donde ninguna mujer humana hubiese podido situarse.
La persecución terminó allí. Me observó jadeando. Yo también lo observaba, sin respirar ni moverse. Retrocedió un paso y se desplomó.
—Nicholas —dije con un hilo de voz.
Levantó la espalda al instante y fijó la mirada en mí. Retrocedió a rastras hasta llegar junto al cofre que tenía al pie de la cama, lo abrió y rebuscó en su interior nerviosamente. Sacó una espada. De modo que los libros no habían sido sus únicas posesiones.
Jadeando, apoyó la espalda contra el muro y sacó el arma de la vaina. La empuñó con las dos manos, el pomo apoyado sobre las rodillas alzadas, la punta dirigida hacia mí. Ninguno de los dos se movió durante varios minutos, mientras el sonido de su respiración se hacía más tranquilo. Mientras el viento bramaba y amenazaba con irrumpir en la habitación.
—¿Qué eres tú? —dijo al fin.
Cómo responder a semejante pregunta, en semejante posición.
—Vamos, responde, porque debo saberlo.
Su voz era más fuerte.
Aspiré hondo.
—No soy mortal.
—Eso ya lo había supuesto.
Se rió, de veras, con una risa fría y baja. Mientras yo estaba huyendo de él, su rostro había sido como el de un animal, casi irreconocible para mí. Pensé que se había vuelto loco. Pero no era así. Sus ojos eran muy claros ahora y muy, muy duros. Moví un brazo y la punta de la espada se movió hacia mí de una sacudida.
—No, no bajes aquí —dijo con voz severa—. Mientras sigas ahí arriba, no podrás persuadirme de que todo ha sido un sueño. Ni te mataré. ¿Puedo matarte?
—No —le informé.
—No, no con una espada, si eres un espíritu. —Me observó con mirada resulta, dio la vuelta a la espada entre sus manos hasta que la guarda en forma de cruz estuvo hacia mí. Al ver que no me encogía, volvió a darle la vuelta—. ¡Ja! Era una fábula. Tú has llevado crucifijos y has leído los Evangelios conmigo. Como el Diablo en los días antiguos. Pero te conmino, espíritu, dime lo que eres.
—Un espíritu al que se le parte el corazón —dije con voz temblorosa—. Un espíritu que puede sangrar.
Lanzó una mirada a la puerta, nervioso.
—Eso es cierto. Tu carne es palpable, bien lo sé yo. Ay, que Dios se apiade de mí, pues sospechaba lo que eras y a pesar de ello te amaba. Apenas comías de nuestro pan mortal. Nunca habías visto la nieve o la escarcha. Un millar de cosas traicionaban lo que eras y a pesar de todo yo te amaba.
—Aún soy lo que era antes —supliqué.
—Pero el mundo ha cambiado. Lo que he descubierto en esta hora... —Sus ojos se abrieron—. ¡Y pensar que quería salvar tu alma! Y tú buscabas la mía. Señor Dios, ¿por qué me has enviado a esta criatura aterradora?
—Nicholas, deja que baje.
Pero no me respondió. Sólo me observaba boquiabierto mientras una revelación se manifestaba ante él.
—Una vez —dijo— traicioné mi alma por el bien de mi carne pecaminosa. El camino a la expiación ha estado frente a mis ojos todo este tiempo, pero no lo he tomado por amor a ti. Hubiera corrido contigo y me hubiera salvado de nuevo. Mi carne nunca ha sido mi enemiga. ¡Y qué dulces, qué razonables tus argumentos mientras me conducían a la condenación! Jamás hubiera visto yo la trampa, de no habérmela mostrado Dios. ¡Y es lo que ha hecho!
Se puso en pie como mejor pudo, sin apartar la mirada de mí. Su rostro resplandecía, resplandecía de fuego.
—Mi amor, con toda justicia puedo llamarte eso, pues tu fracaso ha sido mi salvación... mi amor, has perdido. Regresa al lugar del que viniste y deja de tentarme.
Creo que esperaba que me desvaneciese, pero corría el riesgo de caer sobre él, tan incómoda era la posición de mis brazos y piernas.
—No puedo irme así como así —supliqué—. Tengo que bajar.
—Entonces seré yo el que se marche. —Se volvió hacia la puerta—. Si puedo. Si puedo salir con vida de esta casa, lo haré. Y luego el camino será claro y estará despejado. ¡Adiós, espíritu!
Se volvió y corrió. Oí cómo se precipitaba a toda prisa hacia las escaleras y entonces empezaron los alaridos: gritos profundos de alarma, lanzados con toda el alma en el más puro español de Castilla. Caí al fin y me arrastré hacia la puerta.
Nef estaba en el pasillo, inamovible como una roca frente a la puerta de Joseph. Sólo llevaba el camisón y el cabello le cubría los hombros. Empuñaba un pequeño candelabro frente a Nicholas, quien estaba tratando de pasar, espada en mano.
—¡Asesino! —aulló ella—. ¡Seductor! ¡Lucifer encarnado!
Y me di cuenta de que las puertas se estaban abriendo y acudía corriendo gente desde todos los rincones de la casa para ver qué ocurría. Nicholas también se percató. Se detuvo un instante y pasó entonces junto a Nef, corrió hasta el extremo de la gran escalera y dio un gran salto desde el último de los escalones. Como una estrella cayó de la luz y yo estaba segura de que la caída lo mataría.
—¡Nicholas! —grité mientras empezaba a correr.
Cayó al suelo con un estrépito que sacudió toda la casa. Corrí a buscarlo pero Nef alargó la mano y me sujetó la muñeca con una presa de hierro.
—Quieta —dijo en voz baja. Y mientras yo me desplomaba sollozando, oí que él se ponía en pie y corría y hubo un estruendo mientras las puertas del gran salón se abrían de par en par. El viento tuvo al fin paso franco a la casa. Regocijado, se elevó dando vueltas por aquel lugar polvoriento, trayendo consigo el olor de una fría mañana.
Capítulo veintidós
La historia se contaba por sí sola. Todo el mundo había asistido a ella. La dueña, resuelta y formidable; la miserable hija, deshecha en lágrimas; el padre, pálido como una sábana, con una terrible herida en el hombro, suplicando —por el honor y el nombre de su familia— que no se dijera nada más sobre aquel lamentable suceso.
Varios de los criados se ofrecieron a salir a caballo en busca de Nicholas, para que pudiera ser llevado ante la justicia y colgado; aunque hubo otros que se encogieron de hombros y escupieron a un lado y susurraron en voz baja que algo terrible estaba destinado a ocurrir en la casa desde el momento en que los españoles habían puesto el pie en ella. Sir Walter dijo que yo era una mala hija y merecía ser azotada. Si el Doctor Ruy lo deseaba, con mucho gusto se encargaría él mismo. El Doctor Ruy le dio las gracias pero declinó graciosamente la oferta.
En cuanto a mí, tenía el plan de permanecer tirada en el pasillo y llorar hasta el fin del mundo. Nef me lo impidió y me arrastró a su cuarto y cerró la puerta tras de sí. A continuación me dirigió una ruidosa andanada de castellanos insultos, para edificación de quienes escuchaban al otro lado de la puerta. Joseph se explicó, se explicó y se explicó. Cuando empezó a hacerse la luz en el exterior, todo el mundo decidió abandonar y regresar a la cama.
—Ha sido mala suerte, cariño, de las peores que he visto en mi vida y eso que he visto mucha mala suerte. Pero, cariño, de todas maneras la relación no hubiera podido prosperar. Nos vamos dentro de poco. A él estaban a punto de quemarlo. De este modo ha habido un escándalo terrible pero al menos nuestra identidad no se ha ido al garete.
La escuché sin decir palabra. Fracasado mi plan de yacer en el suelo, me contentaba con yacer en la cama y llorar hasta el fin del mundo.
—Sé que nada de lo que te diga te ayudará —continuó Nef—. Puede que ahora no lo creas, pero no eres la única persona a la que le ha ocurrido esto, ¿sabes?
Estupendo.
—Y podría haber sido peor. ¿Y si no hubiera salido? ¿Y si hubiera bajado y hubiera atacado a Joseph? Habríamos tenido que matarlo y habríamos tenidos grandes dificultades para ocultarlo. Aunque cuente lo que ha visto, dondequiera que esté ahora, ¿quién va a creerlo? La mitad de los criados están convencidos de haber visto lo que Joseph dice que ha ocurrido, así que estamos a salvo. Tu reputación está un poco empañada pero qué importa. Estarás fuera de aquí antes de un mes.
Yo no podía vivir tanto tiempo.
—Eh, cariño, ¿qué quieres que te diga? —Joseph se encogió de hombros con dificultades a causa de su brazo en cabestrillo—. Debería haber cerrado la puerta. Mi único error. Vale, sí, no debería haber estado reparándome en misión. Pero, ¿alguna vez has tenido que sufrir una reparación de hombro? Trata de vivir con una cosa así durante un mes. Es muy doloroso, aunque ni comparable con lo que sentiría si se me ocurriera la absurda idea de traicionar a la Compañía y huir con un mortal. Y no es que pudieras hacerlo, claro; te meten toda clase de subprogramas para hacer que te traiciones a ti misma si alguna vez tratas de darle la espalda a tu deber. Al fin y al cabo, han invertido una fortuna en ti. Pero eres una buena agente, sé que nunca harías algo así. Dime, ¿mencionó el tío por qué quería bajar corriendo con la espada para tratar de matarme?
No respondí.
—Supongo que pensó que era una especie de... demonio, o algo parecido, ¿no?
Cerré los ojos.
Joan entró en la habitación tan silenciosa como sólo un mortal puede ser mientras yo yacía con los ojos cerrados fingiendo que dormía. No Molestar. Pero no recogió sábanas sucias ni vertió agua, por lo que al cabo de un momento abrí ligeramente los ojos para ver lo que estaba haciendo.
Llevaba un amuleto de alguna clase y lo estaba agitando sobre nuestras cosas: las bolsas, la credencial, hasta las sábanas sucias. Movía los labios en una especie de canto. Se volvió para mirarme y vi que extendía su mano en el antiguo, antiguo gesto contra el mal, los dedos apuntando como los cuernos de un demonio. Luego salió a hurtadillas.
Bueno, ahora lo sabía sin la menor duda: nunca hubiera podido marcharme y dejar a Nicholas en cualquier parte. Me hubiera matado. Me estaba matando.
Dormí y soñé que había regresado. Todo había sido un malentendido: ahora todo estaba bien. De alguna manera había comprendido la verdad sobre mí y la había aceptado. Seguimos haciendo el equipaje para marcharnos a Europa, pero cuando llegaba a la puerta él no estaba conmigo y tenía que volver a buscarlo.
No lograba calentarme. Nada podría calentar la cama. Tampoco sabía qué hacer con mis brazos y piernas mientras dormía.
—Hola —dijo Joseph con voz agradable, mientras entraba en la habitación. Tenía los brazos llenos de ramitas verdes—. A ver si eres capaz de mejorarlo, cabra.
El unicornio se apartó de él pero al cabo de un rato regresó balando para ver si podía conseguir un puñado.
—Uau. Ahora que el tiempo está mejorando, a lo mejor podemos convencer a Nef de que deje a Fluffy fuera. —Soltó las ramitas sobre mi credencial—. Bien. Supongo que te estarás preguntando qué estoy haciendo con todo este follaje. Bueno, no sé si estás de humor para trabajar o algo así pero el jardín no deja de crecer y se me ha ocurrido que quizá pudiera coger unos especímenes yo solo. Lo único que hace falta es cortar hojas y ramas, ¿no? Algo así. Y, oye, qué gran idea acelerar las cosas, pues este país se está volviendo más peligroso a cada día que pasa. Es mejor no presionar a Mendoza, me he dicho. Así que he cogido un par de podadoras y he cortado un puñado de plantas que me parecían interesantes.
Miré lo que había traído. Cortar era una palabra demasiado suave. Me estremecí al pensar en el aspecto que tendrían ahora las plantas.
—Sí, he cogido un poco de todo. Por supuesto, no soy botánico así que no puedo decir qué es importante y qué no lo es pero supuse que si cortaba lo suficiente, daría con algo de lo que necesitamos. Ahora, veamos. ¿Cómo se enciende esta cosa?
Giró algunos diales y la consola se encendió y emitió un pitido de advertencia.
—Ups, no debe de ser así. Me está preguntando si quiero iniciar una sobrecarga. Dejemos que se caliente unos minutos. Puedo aprovechar el tiempo para mirar lo que he traído y ver si hay algo interesante. Creo que esto es algo de ilex de ése, por ejemplo.
Menudo destrozo había hecho. ¿Es que había utilizado los dientes, por el amor de Dios?
—Sí, señor, esto es bastante interesante. Unas hojas muy curiosas y, eh... supongo que esto es una flor o algo por el estilo...
—Déjame ver. —Alargué la mano. Me entregó la rama. Tenía unas inflorescencias de color verde pálido y cerúleo en la base de las hojas—. ¿Tenían esto todas? —pregunté.
—Es posible. No me he fijado. No soy botánico, ya lo sabes.
Maldije en silencio.
—¿Es importante? ¿No será ese importantísimo proceso final del ciclo de crecimiento que hemos estado esperando? Vaya, eso sí que estaría bien. Pero no te preocupes. No te molestes en levantarte. Yo me encargaré. Si consigo que la credencial funcione.
Salí de la cama.
La explicación oficial para los residentes de Iden Hall era que yo estaba haciendo penitencia por mi perverso comportamiento. Debía caminar por el jardín de rodillas, rezando el rosario a todas horas y con mi ceñuda dueña al lado. El tiempo no era lo bastante húmedo y frío como para satisfacer a aquellos que creían que se me debía azotar, pero tendrían que vivir con su decepción.
Por lo que a mí se refiere, estaba fuera de la casa antes de que amaneciera y estuve trabajando hasta que mi aliento se convirtió en humo en la oscuridad del crepúsculo. Nef, que hubiera preferido mil veces estar en su habitación caliente escuchando la radio, estaba en efecto enfadada. Pero tenía que hacer su trabajo, como yo tenía que hacer el mío.
El trabajo encerró mi corazón en otra habitación y tiró la llave, así que no lloré durante todo el día. Sólo al llegar la noche me abrumó el llanto. Las noches eran un infierno.
Acabé con toda la provisión de Theobromos de Joseph. Él suspiro y calló, supongo que porque yo estaba haciendo el trabajo de un mes entero en cuestión de días. La Ilex tormentosum fue atrapada en su ciclo completo, para los bancos de la Compañía. Ahora estaría para siempre al servicio de la humanidad. Pequeñas hierbas del campo y dulces plantas cayeron bajo mi cuchillo para alzarse eternas en alquimia electrónica. Algunas noches, las mejores noches, ni siquiera me iba a la cama; la luz azul del ultravisor me mantenía a salvo de aquel lugar espantoso mientras Nef yacía gruñendo y con una almohada delante de la cara para bloquear la luz.
Siempre había pensado que nos construían perfectos: pero si nos hubieran hecho insomnes y nos hubieran quitado el corazón, cuánto buen trabajo hubiéramos podido hacer.
Tiempo luminoso y más cálido cada vez. El olor de la tierra cambió: el muerto y negro frío se estaba fundiendo. Sopla el viento del norte y miras hacia arriba, a las chimeneas y las copas sin hojas de los árboles, pero sopla el viento del sur y miras hacia abajo, donde todas las cosas despiertan y se extienden verdes bajo la luz del joven sol.
Estaba llevando a cabo los últimos trabajos con las rosas. No eran tan importantes como la ilex; la Rosa pellucida no produciría ninguna cura milagrosa pero en cien años sus características flores habrían desaparecido de todos los jardines de los mortales. Sería descubierta de nuevo en el jardín abandonado de una casa vieja de Oregón, en el siglo xxi. ¿Qué larga cadena de circunstancias orquestadas se remontaría en el tiempo hasta mí, bajo la luz de un día de primavera de 1555?
—Mi programa favorito es dentro de cinco minutos —me informó Nef en tono martirizado. Levanté la mirada, sobrecogida.
—¿Eh?
—Van a hablar de las Rojas de Shropshire —me explicó. Sólo Dios sabía lo que eran las Rojas de Shropshire pero decidí complacerla.
—Nadie te echará de menos aquí. Tengo el rosario a mano. ¿Por qué no vas a oírlo?
—Gracias.
Salió prácticamente disparada. Para ser una mujer tan grande, podía moverse muy deprisa cuando las circunstancias lo requerían. Pero claro, todos nosotros podíamos, ¿no? Seguí podando y examinando, porque tenía mucho trabajo que hacer.
Sentí la llegada de un mortal al jardín. ¿Quién...? Era Maese Ffrawney. Aterrada, saqué mi rosario.
Me arrodillé allí mismo, la viva imagen del arrepentimiento pío, pero él ni siquiera se me acercó. Lo seguí hasta un punto situado a unos tres metros de mí, al otro lado de un denso seto. Allí se detuvo y se sentó y oí que suspiraba. ¿Qué estaría haciendo? Puede que hasta los sicofantes rastreros tuvieran que tomar un poco el sol de vez en cuando. Guardé el rosario.
Acababa de reanudar mi trabajo cuando llegó otro de los pequeños monstruos. Esta vez lo sometí a un examen completo. Era un hombre, desde luego, de unos treinta y cinco años, un metro sesenta y cinco, setenta y cinco kilos, perfil químico... Maese Darrel.
Se dirigía hacia la casa por el camino principal, y no me vería. Me relajé. Cuando llegó a la intersección entre su camino y el lugar en el que Maese Ffrawney estaba sentado, oí que éste se levantaba.
—Buenos días, Maese Darrel.
—Ah. —El otro alteró su rumbo y giró en ángulo recto—. Buenos días os dé Dios, señor. Un tiempo insólito para marzo, ¿no os parece?
—Al tiempo que florece la verdadera fe en Inglaterra, lo hacen también sus campos —respondió Maese Ffrawney—. Eh... ¿venís a ver a Sir Walter?
—Sí, así es.
—Me temo, señor, que está indispuesto.
Un acceso de vergüenza en Maese Ffrawney y también una leve excitación sexual. Sir Walter debía de estar de nuevo con la lavandera.
—Oh. —Un crujido mientras Maese Darrel tomaba asiento—. Bueno, bueno... puede que vos podáis ayudarme. He estado estudiando los libros de contabilidad de la casa y desde entonces he querido hablar con la persona responsable. Habiendo sabido de la desgracia de Maese Harpole... Confío en que nada malo ocurriera a Sir Walter... Habiendo sabido de su desgracia, digo, me preguntaba a qué manos estaban encomendadas ahora las cuentas.
—Yo me he hecho cargo, señor, hasta que podamos encontrar un nuevo secretario. Y debo añadir, señor, que Sir Walter ha resuelto librarse de una vez de ese vil hereje...
—Bien, bien. ¿Así que sois vos quien se encarga ahora de las cuentas? Decidme, ¿cuánto tiempo lleváis en esta casa?
—Doce años, señor.
—¿Y estáis al corriente de cuánto dinero se ha invertido en el mantenimiento del jardín?
—Vaya... sí, sí. Lo estoy. Mejor, debería decir, que el perverso hereje que, cuando no estaba ocupado saciando sus apetitos, polucionaba su corazón con lecturas luteranas.
—Sí, en efecto, pero olvidemos a Maese Harpole por el momento. ¿Os quedaréis en la casa cuando la transacción se realice?
—No, señor, soy hombre de Sir Walter. —El orgullo se hinchó en su pecho como un grano de maíz—. Desea que lo acompañe a la Corte. Ya veis que llevo librea nueva, especial para este propósito.
—Un gran honor. —Velada decepción en la felicitación de Maese Darrel—. Pero os desearía... seré franco con vos, Maese Ffrawney y os haré el servicio de un buen amigo. Os desearía menos honrado y más afortunado.
—No entiendo a qué os referís, señor.
—Maese Ffrawney, suelo acudir a Londres con frecuencia. Sir Walter lleva varios años sin hacerlo. No sabe cómo son las cosas fuera de Kent. No es tan fácil hacer fortuna en la Corte como en el comercio de la lana. He visto más de un buen caballero incapaz de pagar a su sastre. No es necesario que os diga que cuando el señor ayuna, su hombre pasa hambre. No afrontáis un futuro halagüeño, Maese Ffrawney.
—Oh, señor. —Maese Ffrawney parecía completamente alarmado—. Sir Walter es una persona tan liberal y excelente y un hijo de la Iglesia tan fiel que seguramente no le faltarán amigos adinerados en Londres. Y aunque no fuera así, ¿qué remedio hay para mí?
—No temáis, Maese Ffrawney, porque aquí tenéis a un consejero fiel para aconsejaros. Sea cual sea el sueldo que os haya prometido Sir Walter, lo doblo. Seréis mi secretario, en el lugar de ese Harpole que ha desaparecido, y permaneceréis a salvo en esta noble casa. Y (que quede esto entre nosotros) en poco tiempo vuestra fortuna será más lúcida que la de Sir Walter.
Fue en aquel preciso momento cuando Maese Ffrawney cambió de alianza, si la composición química de su sudor había de servir como indicio. Pero quería que le insistieran.
—Señor, ¿debo abandonar a aquél al que con tanta fidelidad y durante tanto tiempo he servido? Y para seros sincero, además, me pagaba con generosidad.
Esta mentira descarada era además un error puesto que, al fin y al cabo, Maese Darrel había tenido acceso a los libros de contabilidad.
—¿Con generosidad, decís? —sonrió Maese Darrel—. Si pensáis que ahora estáis bien pagado, a mí me tendréis por un verdadero Craso. He advertido que Sir Walter ha desembolsado ciertas sumas todo este tiempo por determinadas curiosidades cuya veracidad no puedo sino poner en duda. Para empezar, ese unicornio que todos hemos visto: si un hombre es tan necio como para pagar veinte libras y ocho peniques por una cabra, es un milagro que haya conseguido mantener alejada a la pobreza durante tanto tiempo. La economía será nuestra consigna desde ahora, os digo, y no volveremos a comprar cocatrices ni dragones marinos a ningún buhonero. ¿Y por qué no deberíamos plantar algunas de estas tierras con cosas brillantes, menos raras pero más fáciles de mantener y más gratas a la vista? ¿Y por qué cobrar un penique a la puerta cuando bien podrían cobrarse dos?
Asentí. Tal como yo había pensado, era el fin del jardín que habíamos conocido.
—Tenéis mucha razón, señor —asintió Maese Ffrawney—. A menudo he pensado en el pasado que Sir Walter gastaba sus dineros con poca sabiduría. Pero en esto el responsable fue en gran parte ese Nicholas, debéis saberlo. Bien, no hablaremos más de él. Algún día será llevado ante la justicia y Dios se las verá con él en ese momento.
Una oleada de perplejidad embargó a Maese Darrel.
—¿Será? Pero si ya lo ha sido.
Ahora era Maese Ffrawney el que sentía maravilla y excitación.
—¿Lo han capturado? Creí que se había echado tierra sobre el asunto para proteger la reputación del español. ¿Y lo han colgado?
—¡Colgado! —Maese Darrel estaba frunciendo el ceño—. No, lo han condenado a la hoguera.
Mi corazón había dejado de latir. No oía sus latidos.
—¿La hoguera? ¡No es posible!
—Sí, en Rochester. Jesús, ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Es que no habéis oído que lo cogieron platicando en el mercado de Sevenoaks? Dicen que propalaba herejías como un loco, y no hablo de las simples herejías luteranas, sino de las antiguas... ya sabéis a qué me refiero. ¿También ha hecho algún mal por aquí?
El júbilo de Maese Ffrawney era incandescente. Se extendía por encima del seto. Casi podía sentir cómo se marchitaban y arrollaban las hojas verdes a causa de su intensidad. Procedió a contarle la jugosa historia completa, pero yo no me quedé a escuchar. Había estado recogiendo mis herramientas con todo cuidado. Las metí en la cesta, me puse en pie y me marché.
Salí del jardín. Crucé la fantástica puerta con sus veletas y pendones brillantes y salí al camino que se abría más allá, donde los largos prados se arrastraban hasta la orilla de un río y crecían los sauces llorones. No, eso era el sur. No debía ir en esa dirección. Rochester estaba al norte. Tenía que encontrar un camino que me llevara al norte.
Seguí caminando.
Cuando llevaba recorridos unos ocho kilómetros, se me ocurrió que podían estarlo quemando en aquel mismo momento. Sollozando, empecé a correr.
Capítulo veintitrés
Era un largo camino, cincuenta kilómetros o más. Tuve que vadear ríos. Vi las presas y los mimbres y otros rasgos característicos del paisaje inglés. Atravesé huertas que estaban empezando a envolverse en una neblina de hojas verdes, pero que no habían florecido aún. Atravesé quebradas de marga con pequeños hayedos. Algunas veces corría, otras caminaba. Algunas veces seguía un camino y otras veces atajaba por campos donde pastaban los rebaños de ovejas. Vi ejemplos de Dianthus carolphylus y Cerastium holosteoides y Polygala caeruleis.
Vi ladrones, puede que asesinos. Cerca del anochecer pasé junto a una pequeña aldea y vi algunos hombres reunidos alrededor de un pozo. Recuerdo sus miradas duras en sus rostros barbudos. Supongo que no solían ver jóvenes vestidas con traje español caminando solas al anochecer. No en Cosenton, o lo que quiera que fuese aquello.
Uno de ellos me siguió. Dos kilómetros más adelante, capté su señal. Me estaba siguiendo a toda prisa: su pulso estaba desbocado, estaba excitado. Violación, probablemente, o robo. Escondí el crucifijo dentro del corpiño y busqué un lugar para esconderme. Había árboles cerca, muy densos y muy oscuros, y más oscuros ahora que la noche estaba cayendo. Dejé el camino y me escondí entre ellos. No había más que pájaros que se posaban para pasar la noche. Mientras trepaba a un viejo roble me hice un roto en el vestido, pero a quién le importaba ya, y me senté en una rama con las manos cruzadas sobre el regazo y esperé.
En aquel momento venía el hombre por el camino y lo vi con los infrarrojos, la sangre brillando con rojos destellos entre la ropa. Avanzaba a un medio trote, como un perro pendenciero, y su excitación flotaba a su alrededor como un hedor. Le envié una andanada de aversión. Debía de ser un perro síquico: titubeó y se volvió en el camino e incluso se acercó unos pocos pasos a mi árbol. Inundé su mente de imágenes de violencia, asesinato, baño de sangre. Eso debió de excitarlo porque se acercó aún más. En mi desesperación, conjuré lo sobrenatural: blancos y pegajosos espectros que salieron de entre los árboles con los brazos muy abiertos para atraparlo. Eso bastó. Giró sobre sus talones y volvió corriendo por donde había venido. Me quedé sentada en la rama, temblando, odiando a la raza mortal.
Salvo a Nicholas, por supuesto.
Hubo luna creciente durante varias horas y bajo su luz me abrí paso por la fría Inglaterra, por sus verdes colinas. Al norte, en alguna parte, estaba el mar y a mi izquierda serpenteaba un río en dirección a él, más amplio su lecho a cada meandro. El Medway, ése debía de ser. Sí, Rochester se encontraba en el Medway. El olor del río y la posición de las estrellas me guiaron después de que la luna se hubiera ocultado.
Algunas veces, en la distancia, veía las ventanas iluminadas. Había mortales al otro lado, abrigados tras aquellas ventanas, despiertos a pesar de la hora: sentados haciendo compañía a los enfermos o leyendo solos o tomando cenas tardías de pan y sopas de vino. En cualquier otro momento hubiera pensado en la gente de las habitaciones iluminadas, viviendo los conmovedores detalles de sus pequeñas vidas. Aquella noche no. Pasé a través de la oscuridad con la certeza de que si llamaba a una de esas puertas, si me daban la bienvenida a una de aquellas habitaciones cálidas y brillantes, la luz duraría sólo un momento: luego, como en Navidad, todas las luces se apagarían y me quedaría sola en la oscuridad con el tiempo y su muerte. Mejor seguir caminado en la oscuridad.
La mañana tardó en llegar. Lo primero que vi a su luz grisácea fue que me había estropeado el vestido. Había jirones y rotos y cordones abiertos por todas partes. Y barro y hojas muertas. Una desgracia. Lo segundo que vi fue un castillo erguido sobre una roca junto a un gran meandro del río. Las partes afiladas de un gran edificio que cobijaba asomaban por encima de las murallas: una catedral.
Accedí a toda mi memoria de mapas y literatura. Sí, aquello debía de ser Rochester. Se alzaban volutas de humo desde su interior. Oh, que sea humo de chimenea, inocente humo de chimenea. O un centenar de hombres fumando en pipa. No, pipas no. Faltaban todavía unos años para que el tabaco se convirtiera en un hábito entre los hombres civilizados. ¿Cómo sería vivir, tal como harían algunas generaciones futuras, envuelto en una nube perpetua de humo de hierba? Debía de ser un aroma dulce. Puede que se pareciese al incienso. Una pena lo de los carcinógenos, por supuesto, pero con todos los avances médicos de la era, lo más probable era que se equilibrase la tasa de mortalidad.
Así iba farfullando para mis adentros por el camino que conducía a la ciudad mientras el sol trepaba a lo alto del cielo. No hizo gran cosa por secarme. Ahora me encontraba con mortales por todas partes. Me miraban al pasar a mi lado. O mi ropa estaba en peor estado de lo que creía o no solían ver señoritas por allí.
Una vieja se me acercaba lentamente con una canasta bajo el brazo. Estaba tan consumida como sólo sesenta años de vida mortal podían conseguir pero, Dios mío, qué tez más rosada la suya. Así son los ingleses.
—Buenos días, señora.
—¿Eh?
Levantó la mirada (apenas medía metro cuarenta) y reparó por vez primera en mi presencia. Sus ojos azules se abrieron y me miró con detenimiento.
—¿Venís de aquella ciudad, buena señora?
—¿Eh? Sí.
No me había saludado con una reverencia ni parecía saber muy bien quién era yo, así que se apartó un poco y se alisó el delantal. Yo me llevé la mano al cabello para arreglarlo y me encontré allí con una larga ramita de roble que sobresalía como una antena. Maravilloso.
—Debéis perdonar mi salvaje aspecto, buena señora, pues he sido asaltada por ladrones.
—¿De veras?
Un fugaz arrebato de interés, no simpatía exactamente pero sí un cierto entusiasmo. Se acercó un poco más.
—Tengo que saber, buena mujer, si se ha quemado últimamente algún hombre aquí en Rochester.
Contuve el aliento y esperé.
—No, señorita, pero ocurrirá pronto.
Uf.
—Decidme cuándo, os lo ruego.
—Bueno, mañana mismo, señorita. —Sus ojos me examinaron de arriba abajo—. ¿Sois española?
Debía de ser el corte del vestido.
—Vaya, pues sí —respondí con cautela.
—Entonces no os habéis perdido la fiesta. El hombre no arderá hasta mañana por la mañana.
Se acercó un poco más la cesta y siguió caminando. Yo también lo hice, sintiendo una extraña ligereza en la cabeza. ¿Casi un día entero? Sin duda podía urdir alguna especie de plan.
Rochester era un lugar muy antiguo. Olía a antigüedad. Y mohoso, también. El aire de decadencia procedía posiblemente de las ruinas en las que se estaba convirtiendo a toda prisa una tercera parte de la ciudad. Había sido una ciudad monástica, de modo que la Reforma se había abatido sobre ella como una catástrofe. Parecía tener una calle principal que la atravesaba de un lado a otro sin llevar al viajero a ninguna parte. A ambos lados de ella la ciudad se acurrucaba sobre sí misma, desconfiada y secreta, ciega como un laberinto. Y erguida sobre todo ello con aire amenazante, se alzaba aquella gran catedral que parecía a punto de derrumbarse en cualquier momento. No me gustaban las catedrales. Pero no estaba allí para verla, ¿verdad?
Ahora tantos mortales, en la calle principal y todos ellos mirándome. Un hombre salió de una casa. Parecía importante; su capa estaba forrada de piel.
—Reverendo señor. —Lo saludé con una reverencia mientras me miraba estupefacto—. ¿Podéis decirme dónde tienen al hombre que trajeron de Sevenoaks?
Tardó una eternidad en responder. Vaya, ¿es que nunca había visto a un fantasma español?
—Si os referís a ese funesto hereje, señorita, está preso en la casa del obispo.
Ah. Estábamos llegando a alguna parte. Saqué el crucifijo del pecho. Él miró lo uno o lo otro con ojos desorbitados.
—Os lo suplico, señor, decidme, ¿es un hombre alto sin barba?
—Sí, señorita, lo es. ¿Cómo lo sabéis?
—¡Oh, señor! —Muy bien, me estaba mirando el pecho. Me incliné un poco hacia él y me aproximé—. Lo he buscado durante muchos kilómetros, a través de tierra salvaje como podéis ver, para poder discutir con él sobre la fe verdadera y conseguir que abdique de su error y abrace la salvación.
Encontré el rosario y lo agité frente a él. Parpadeó y replicó:
—Es una gran desgracia, señorita, porque ese hombre se ha reafirmado en su herejía y le van a dar muerte por ello.
Me desmayé. No de verdad, por supuesto; pero así ponía la pelota en su tejado y además me estaban matando los pies. Hubo un estallido de gritos a mi alrededor y me levantaron en vilo y me llevaron a la casa, entre toqueteos disimulados en el trasero y algún que otro tirón a mi crucifijo de oro. Pero ambos se mantuvieron donde estaban. Me revivieron con un poco de acqua vitae y volví en mí pidiendo con voz débil saber dónde me encontraba. Muchos rostros ingleses que me estaban mirando me aseguraron que estaba en la casa del Alcalde y que no tenía que preocuparme porque allí todos eran personas honestas.
Comprobé que seguía teniendo conmigo el crucifijo y el rosario y a continuación busqué el rostro del hombre con el que había hablado antes. Debía de ser el Alcalde de Rochester. Interpreté mi papel para él y lo hice muy bien: lloré por Harpole, le expliqué que había tratado de salvar su alma pero que él había huido de mí, diamantino en su herejía, acaso porque entre nosotros habían existido ciertos sentimientos de ternura que nada tenían que ver con la teología. Creía que podía llevarlo de regreso al seno de la Santa Madre Iglesia. ¿No me darían la oportunidad?
Pero el Alcalde estaba sacudiendo la cabeza.
—Niña, está condenado. Podéis salvar su parte inmortal, sí; pero el truhán ha argüido con tanta frialdad y tanta impudicia y se ha labrado además una reputación tan negra, que nunca lo veréis perdonado. Guardad vuestras lágrimas; la cosa no tiene remedio.
—¡Pero debo verlo!
—Bueno, eso podría arreglarse —dijo una dama, a todas luces la mujer del alcalde—. Pero, ¿quién eres, niña? ¿No eres española? Hola.
—Soy la hija del Doctor Ruy Anzolabéjar —dije, tan orgullosa como si fuera cierto—. Y de la honorable ternura que este hombre y yo hemos compartido, no hablaré aquí; pero someto a vuestro juicio la cuestión de si debe negársele a un alma una última posibilidad de redención que podría suponer su salvación y que podría evitar además que se le rompiera el corazón a una doncella.
El Alcalde y su mujer intercambiaron una mirada. Ella se levantó y les pidió a los presentes que se marcharan. Cuando regresó, el Alcalde dijo con delicadeza:
—Señorita, vuestro propósito es digno de alabanza pero debo deciros que, aunque este es un lugar pío en el que la mayoría del pueblo ama a nuestra reina, nuestro príncipe y a su santidad el Papa, hay ciertas personas viles que han aclamado al tal Harpole como mártir. Esto ha endurecido aún más su villana determinación. Esos rufianes podrían haceros algo si tratarais de disuadirlo.
—Dejadles —dije—. No me importa si puedo salvar su preciosa alma.
Tal cual. El Alcalde se aclaró la garganta.
—Bueno, entonces... entonces tomaréis unos huevos con mantequilla con nosotros y descansaréis de vuestro fatigoso viaje y quizá después de que oscurezca pueda llevaros al lugar en el que lo tienen preso.
—Debo ir ahora —insistí—. ¿Cómo, perder solo un instante el precioso tiempo del que dispongo para convertirlo?
—¡Deberías avergonzarte, esposo! —exclamó la mujer—. Cúbrele los hombros con una capa y llévala por el camino viejo. En los viñedos no habrá nadie que pueda verla.
—Así lo haré. —Le lanzó una mirada indignada—. Y lo hubiera propuesto de no haberte adelantado tú.
Al final fuimos los dos embozados en sendas capas por un laberinto de muros en ruinas y jardines verdes que rodeaba aquella gran catedral. Entramos en el jardín trasero de una gran casa y el Alcalde le explicó mi propósito a siete personas de alcurnia, incluido el propio Obispo Griffin. Como en una película de dibujos animados, toma tras toma, interpreté mi escena tres o cuatro veces. Al fin todos se mostraron de acuerdo en que se debía permitir que intentara salvar el alma del prisionero. De modo que tras una eternidad de tiempo desperdiciado, me encontré delante de una portezuela baja, cuya cerradura estaba abriendo un soldado con armadura.
La llave era vistosa. La cerradura soltó un crujido metálico. Aquellos detalles físicos reclamaban mi atención, los encontraba absolutamente fascinantes porque no tenía la menor idea de por qué había ido a ver a Nicholas ni qué iba a decirle. Pero entré, y él estaba allí.
Estaba sentado, compuesto y en silencio, en un jergón estrecho, el único mueble que había en toda la celda. Se le abrieron mucho los ojos al ver que entraba en compañía del Alcalde, pero ésa fue su única reacción.
El Alcalde le informó con severidad sobre la suerte que iba a correr y le dijo que no merecía que aquella damisela virtuosa viniera a razonar con él pero que, dado que se encontraba allí, había que esperar que la juventud y la virtud lograran lo que no había conseguido la sabiduría y conmovieran el pecaminoso corazón de Nicholas. Se me aseguró que si intentaba cualquier cosa contra mi persona, sólo tenía que gritar. Sería rescatada al instante y aquel mal sujeto lo lamentaría. Tras decir esto, el Alcalde se despidió. La puerta se cerró tras él. Estábamos solos.
Nos miramos en silencio. Nicholas también estaba cubierto de barro y arañazos y además tenía magulladuras por todas partes; pálido, flaco, sucio. Su rostro había cambiado.
—Bienvenido, Espíritu —dijo al fin. También su voz había cambiado.
—¿Puedo sentarme? —le pedí. Entonces me di cuenta de que no había más que la cama para sentarse. Se levantó y me indicó que lo hiciera. Me temblaban las piernas, así que me senté y me quité los zapatos, pues me dolían mucho los pies. Se apoyó en la pared, con los brazos cruzados, observándome.
—¿Cómo puede un espíritu tener los pies tan manchados de barro? —se preguntó.
—¿Crees que he llegado volando? —Lo miré—. Nada de eso. He caminado desde Iden Hall.
—Ah.
Me miró sin pestañear.
—¿Ves? —le enseñé los pies—. No tengo pezuñas.
Una sonrisa vino y se fue, gélida, extraña.
—A decir verdad, me alegro de que hayas venido —dijo—. Este aire mortal estaba cobrando una dulzura que provocaba que mi corazón se enfriase a su deber. Empezaba a preguntarme si había soñado... ya sabes de qué te hablo. Mi determinación empezaba a flaquear. Ahora estás aquí para ponerme a prueba, como una buena amiga, para que vea que no era ningún sueño y que pueda volver a ser fuerte.
No supe qué responderle a todo eso. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Sí —asintió—. Llora, Espíritu. No vacilaré.
—¡Oh, esto es absurdo!
—Yo también podría decirlo pero me ha hecho un gran bien. Antes de que se me abrieran los ojos, creía lo que cualquier hombre débil y sensible: que Dios existía porque así nos lo habían enseñado pero que no hay milagros y nuestro único deber es la caridad terrena. Más aún, creía que no había demonios ni diablos y que la perversión estaba sólo en el corazón del hombre. Pues, ¿quién ha visto nunca una serpiente que hable para tentar a los hombres y apartarlos de Dios? —Qué extraña mirada me dirigió al decir eso. Casi amigable—. Pero, tras haberte conocido, he descubierto la verdad de lo que eres, y se me han abierto los ojos.
Desde luego le había mostrado que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que él soñaba en su filosofía, ¿no? Se dejó caer al suelo y se acurrucó allí.
—Mira lo que has conseguido. Allá donde albergaba dudas, tú me has hecho creer. —Se inclinó hacia delante—. Si no fuera porque no has querido más que apartarme de mi deber, podría pensar que eres un espíritu de naturaleza completamente distinta.
—Así es —dije sin muchas esperanzas.
—Puede que sí —admitió—. Pero lo que eres no puedo yo ni concebirlo. —Hubo otro largo silencio—. ¿Dónde están tus argumentos? —dijo—. ¿Dónde la sutil persuasión? ¿Por qué no me suplicas que mienta, que me retracte y que obtenga la misericordia del Obispo?
—No lo harás —le dije. Estaba tan cansada—. Te matarán y no tengo poder para ayudarte...
Se me quebró la voz. Por hábito, se acercó a mí, con un gesto de consuelo presto, pero se quedó paralizado.
—Ah —dijo—. Esto también es tentación.
Dejé que mi cabeza cayera hacia delante, por exasperación y cansancio. Él volvió a sentarse. Al cabo de un momento, preguntó:
—¿Fuiste mortal alguna vez?
Asentí.
—¿Y estás condenada eternamente?
—No. —Reí—. ¡Sí! Oh, debe ser.
Frunció el ceño.
—¿Qué eras cuando eras mortal?
—Te contaré lo que era. —Lo miré—. Una niña de España. Y por azar, y por mentiras, acabé en los calabozos de la Inquisición. —Eso pareció incomodarlo—. Oh, sí, señor, ¿pensasteis acaso que no era más que una máscara de Satán para engañaros, sin corazón de verdad que pudiera partirse? Aquello que amasteis era muy real. Sufría y todo. Se manchaba los pies de barro y todo.
Se levantó de un salto y se acercó a la ventana y se quedó allí, mirando el exterior.
—¿Nunca has oído hablar —dije, tratando de expresarlo de una manera que él pudiera comprender— de espíritus que no pertenecen al Cielo ni al Infierno?
—Los paganos y los niños muertos —susurró—, que ni están malditos ni se salvan.
—Lo mismo.
Se volvió y me miró con tal miedo en los ojos que me enfurecí. ¿Era supersticioso? ¿Aquel hombre? Apreté los puños.
—Ahora, tras oír que te habían arrestado por dar alaridos en las calles, vine llorando hasta aquí, sin dormir un instante, seguida por un asesino, sin comer, sin descansar y Dios sabe por qué, porque él sabía que dirías que Satán me había enviado para tentarte. ¡Quería salvarte la vida! ¡Pero llego tarde! ¡Ya tienes tu corona de mártir, tu horrible muerte! Oh, podría haberme marchado contigo... podría haberle dado la espalda a mi deber y haber vivido contigo en cualquier calle de Europa, habría leído tus espantosas Escrituras y escuchado tus espantosos sermones y hubiera adorado a tu espantoso Dios...
—¡Basta! —Me tomó por los hombros—. ¡Basta! ¡Basta!
—¡No me digas que pare! —le grité—. Tú hablabas y hablabas...
—Pero si hubiera podido salvarte...
La puerta se abrió de par en par. Ambos nos volvimos, esperando al guardia. Pero no era el guardia. Era Joseph.
—Disculpadme.
Se dirigió directamente hacia nosotros, con aspecto resuelto, y le lanzó un puñetazo a Nicholas. Tuvo que saltar un poco para alcanzarle la mandíbula, pero se la alcanzó y Nicholas salió despedido hacia atrás y chocó contra la pared.
—Mendoza. Sal. Ahora.
Joseph se volvió hacia mí.
Aquello era demasiado. Era terriblemente injusto. Me desplomé sollozando en la cama. Joseph inhaló, enfurecido, y se acercó a la puerta, donde el Alcalde se asomaba con rostro atemorizado.
—Debo hablar en privado con mi hija, según parece. Os suplico que me perdonéis.
Y cerró dando un portazo, bang. Se volvió y me dijo:
—Muy bien, Mendoza. Levántate. He cabalgado cincuenta kilómetros en un caballo muy incomodo y no estoy de humor para tener una discusión. Te has metido en un lío.
—¡No! —grité—. ¡No puedes hacer que me marche ahora!
—¿Ahora? ¿No quieres marcharte ahora? ¿Qué quieres, quedarte hasta que quemen al muchacho?
Nicholas estaba tratando de ponerse en pie y nos miraba de hito en hito, perplejo. El Cine Estándar se parecía lo suficiente al inglés de la época Tudor y entendía algunas de nuestras palabras.
—¡No lo sé! Dios, Dios, ayúdame. ¡No puedo salvarlo!
—¿En qué lengua estáis hablando? —preguntó Nicholas en latín.
—Cierra el pico, imbécil. Oh, y por cierto —continuó en latín mientras se volvía hacia él—, ¿querrías decirme que estabas tratando de hacer en mi cuarto con una espada? Hace falta bastante más que eso para matarme, como ya habrás averiguado.
—No entré en ese cuarto para mataros —dijo Nicholas—. Estaba tratando de salir de la casa sin que me mataran a mí. Fui a vuestra habitación a buscar alguna medicina con que calmar a vuestra hija. Ya sabéis lo que vi cuando abrí la puerta.
—Lo sé. Deberías haber llamado. ¿Eres consciente de que estás muerto?
—Por supuesto —dijo Nicholas con una sombra de su vieja sonrisa desdeñosa—. Pero muerto por una causa justa. Y testificaré la verdad hasta que me quede sin voz.
—¿Vas a denunciarnos al mundo, entonces?
Joseph se llevó la mano a la bolsa, donde guardaba sus frasquitos de cristal. Abrí la boca pero ningún grito salió de ella.
—De ningún modo. ¿Quién iba a creerme? Nadie atiende a los desvaríos de un loco. Daré mejor uso a mi último aliento.
—Muy sabio de tu parte, estoy seguro. —Pero los dedos de Joseph seguían abriendo la bolsa. Nicholas vio el miedo en mis ojos.
—¡No eres su padre! —balbució en inglés—. Aunque apostaría a que eres el mismo demonio que la secuestró de niña y la convirtió en lo que es.
Un silencio mortal. Joseph lo examinó.
—Chico, se te da bien suponer cosas, ¿no? Sólo que si hay algún demonio en esta habitación, eres tú, necio. —Una amargura extraordinaria reptó por su rostro—. Ya te conozco. Te he visto antes, predicador. Era tras era, regresas. Siempre diriges las cruzadas. Tienes esa maldita lengua de miel y los demás acuden en bandada a morir por ti. Tú mueres con ellos, es cierto, porque eres lo bastante estúpido como para creerte tus propias mentiras; pero siempre regresas. Oh, sí te conozco.
Nada de arrancarse los pelos, nada de saltos arriba y abajo. Sólo su voz, dotada de una gravedad inesperada, mientras Nicholas lo miraba, incapaz de comprender.
—¿Piensas que no soy su padre? —tronó Joseph—. ¡La saqué de la tumba y le di vida eterna, y eso es más de lo que tu bonito Dios hubiera hecho! Tú eres el que la sedujo para que creyera que tu miserable culto vale algo, cuando ella sabe que no hay nada que valga menos. Tú eres el que ha hecho que odie lo que es. ¿Cómo se supone que va a seguir viviendo ahora, después de lo que le has hecho a su corazón?
Nicholas no lo entendía y había dejado de escucharlo y me estaba observando a mí, que seguía en la cama, acobardada.
—Así que puedes desobedecerle —dijo con voz suave—. Así que tienes libre albedrío y puedes elegir.
—Mendoza, levántate. Te llevo de aquí.
Pero Nicholas tenía mi mirada prisionera y yo no podía apartar los ojos.
—Quédate conmigo hasta el tormento. Quédate conmigo al final. No podré descansar de otro modo, ni tampoco tú. Lo sabes, amor mío.
Joseph me cogió y me obligó a levantarme.
—Mendoza, vamos a marcharnos en dos magníficos caballos que me han costado muy caros y vamos a dirigirnos hacia el sur. No vamos a quedarnos a presenciar un auto de fe. Venga.
Yo sentía una extraña ligereza en el corazón.
—No puedes obligarme si no quiero, ¿verdad? —le dije a Joseph—. Ya estoy metida en un lío. Me quedo hasta que todo haya terminado. Cuando acabe, volveré contigo y la Compañía podrá hacerme lo que le venga en gana.
Joseph me soltó.
—Podría enseñarte una lección sobre eso —dijo—. Muy bien. —Miró a Nicholas—. Joven, ¿sabes cuántas muertes en la hoguera he tenido que presenciar? Setecientas nueve. Puede que la tuya sea la primera que disfrute. Al menos por eso, muchas gracias.
Abrió la puerta y me llevó consigo.
Lo seguí sin rechistar. Dejé que Joseph me llevara de regreso a la casa del Alcalde, mientras éste nos seguía prácticamente de rodillas sin dejar de repetir que una prima suya se había casado con una de las doncellas de Catalina de Aragón. Aparentemente nos ofreció pasar la noche en su casa, pero la respuesta de Joseph se me escapó porque estaba terriblemente aturdida.
Algo había ocurrido en aquella celda que lo había arreglado todo entre nosotros. Era mi Nicholas el que me había mirado al final y no ese frío y arrogante desconocido.
Una vez en la casa del Alcalde nos llevaron escaleras arriba hasta unos aposentos cómodos y bastante bien amueblados. Nos trajeron comida y vino caliente; agua, y jabón en una jofaina para mí. Observé mientras Joseph hablaba con personas. Se explicó, se disculpó, hizo preparativos y al fin cerró la puerta mientras el Alcalde nos deseaba por última vez una estancia placentera en Rochester.
Se volvió, se apoyó en la puerta y me miró.
—No deberías haber dicho todas esas cosas horribles sobre Nicholas —dije con voz tensa—. No son ciertas. Es algo impropio de ti. ¿Era tras era?
Se llevó las palmas de las manos a las sienes y presionó, como si estuviera tratando de impedir que le estallara el cerebro.
—O sea, ¿es que crees en la reencarnación o qué? —continué.
—¿Qué edad tienes, Mendoza? —preguntó con tremendo autocontrol.
—Diecinueve. Más o menos.
—Diecinueve, ¿eh? —Juntó las manos y empezó a caminar por la habitación—. Jesús, así debe de ser tener una hija de verdad. ¿Pero qué os enseñan a los niños? Por lo que se refiere a la reencarnación, es más real de lo que piensas, listilla. Sólo hay un número limitado de tipos de personalidad entre los mortales. Utilizan los mismos una vez tras otra. Los celotes como tu Nicholas aparecen y aparecen y cada vez que lo hacen, le causan problemas a todo el mundo. Te ha liado el muy hijo de puta. Cuando mañana lo quemen...
—Oh, no lo quemarán —dije con voz soñadora—. Va a retractarse. Por eso quiere que esté allí. Se salvará y entonces, ¿sabes lo que hará? Lo sabe todo sobre nosotros. Y lo entiende... ¿no es increíble? Un mortal capaz de comprender la verdad sobre nosotros. No tendrás elección. Tendrás que reclutarlo. Y darle tribrantina. Y verás que es el mejor trabajador mortal que habremos tenido nunca una vez que le hayamos explicado toda la verdad. ¡Imagina a todo ese intelecto y todo ese celo trabajando para nosotros!
Pero él se apartó de la cama y se sujetó al poste de la cama con las dos manos.
—Mendoza —dijo— puedes dormir en la silla. Yo llevaré tu caballo. Ven ahora conmigo y te prometo que lo arreglaré con la Compañía. Puede que hasta consiga que te envíen al Nuevo Mundo. Hay gente que me debe favores. Por favor, Mendoza. Hazlo por el viejo tío que te sacó de Santiago. No te quedes.
—¿Es que no has oído una sola palabra de lo que te acabo de decir? —exclamé.
Bajó los hombros.
—Será mejor que duermas un poco —dijo.
Aun era de noche cuando abrí los ojos pero desperté al instante. Joseph estaba sentado en una silla, inmóvil, junto a la ventana.
Rochester. Hoy. Nicholas.
—Es primero de abril —dije—. El Día de los Locos.
Joseph asintió.
—Las cinco de la mañana, para ser exactos. ¿Quieres dormir unas pocas horas más?
—No seas estúpido. Tengo que verlo.
Bajé de la cama de un salto y me vestí. Me sentía muy liviana, muy irreal y mi corazón latía furiosamente.
Había pensado que tal vez pudiéramos salir de la cama en silencio, pero cuando bajamos las escaleras, toda la servidumbre del Alcalde estaba despierta y trabajando. Así que nos ofrecieron el desayuno (yo estaba demasiado nerviosa como para comer) y a mí unos cojines junto al fuego mientras el Alcalde se ponía su traje de alcalde, porque por supuesto tenía que acudir al público evento y nosotros, como invitados suyos que éramos, tuvimos que esperarlo. Tardó una eternidad en vestirse. Su mujer revoloteaba a su alrededor, ajustándole el collar de su oficio y el gran sombrero plano con la pluma. Era una pluma de avestruz, que debía de haber llegado desde África pasando por España. ¿No era el mundo un pañuelo en ciertos días?
El cielo estaba encapotado cuando salimos de la casa. Un viento débil se había levantado durante la noche y se había llevado la niebla. El Medway emitía destellos apagados, como si esperase la luz del sol. Las estrellas se iban a la cama, tenues en un cielo pálido como tiza azul. Todas las cosas verdes se volvieron hacia el este, donde se alzaba la luz y empezaba a hacer calor.
La gente, sin embargo, se dirigía al recinto de la catedral. Allí, delante mismo del palacio del obispo, habían erigido la pira. La vi desde lejos antes de saber lo que era. Lo que más me llamó la atención fue el torrente de mortales: salían de cada puerta y de cada calle para dirigirse hacia allí, como las ratas en pos del Flautista. Algunos de ellos nos lanzaron miradas cuando pasamos a su lado. Otros se inclinaron y frenaron su marcha y nos dejaron pasar y se dispusieron detrás de nosotros como si formasen parte de nuestro grupo. Pero todos se parecían.
Y la hoguera. ¿Cómo podría nadie prestarle atención a otra cosa? Estaba negra de brea y se erguía muy recta sobre una plataforma de maderos. Había pequeños montones de astillas apiladas cerca de ella y un perímetro de gradas, sí, llenas de espectadores. Vaya, tenían de todo. Hubiéramos podido estar en España.
Joseph me había cogido la mano y me la apretaba con fuerza. ¿Estaba preocupado? Nos llevaron a nuestros asientos. Asientos de honor en la primera fila, nada menos, aunque entre la multitud se escucharon algunos murmullos contra nosotros. Entonces salieron el obispo y los demás mandatarios de la Iglesia, en solemne procesión. Todo el mundo se puso en pie. Respetuosamente, después de que los religiosos hubieran tomado asiento, todos nos sentamos. Igual que en misa.
Esperamos. El cielo se iluminó un poco. Que dulce viento se había levantado, fresco como sólo puede serlo a primera hora de la mañana.
En mitad de una plegaria conducida por el obispo, sacaron a Nicholas. Se le veía desde muy lejos, como a la pira. Era mucho más alto que sus guardias.
Oh. Estaba vestido sólo con la camisa y el calzón. Indecente en cierto modo. ¿Es que en aquel país no les daban sambenitos a los condenados? Preguntarse eso fue un error, porque trajo a mi memoria un recuerdo olvidado mucho tiempo atrás de figuras que se movían juntas arrastrando los pies, coronadas con gorros picudos cuyas puntas se balanceaban como antenas. Había gritado al verlos. ¿Dónde los había visto? ¿Cuándo? ¿Estaba empapada de sudor frío, como ahora?
Entonces como ahora, la gente se agachó para recoger piedras y empezó a arrojárselas.
Como hombres valientes en mitad de una tormenta, Nicholas y sus centinelas bajaron la cabeza y siguieron adelante. Las piedras rebotaban con estrépito metálico en los cascos de los guardias. Éstos lanzaron maldiciones a la muchedumbre y la amenazaron con las picas. Nicholas hubiera podido aprovechar el momento para huir, pero no lo hizo. Ni siquiera levantó la mirada hasta que una piedra lo golpeó en la cabeza. Mientras levantaba el rostro, sus ojos y los míos se encontraron. Los guardias lo sujetaron y se lo llevaron a rastras. Llegaron a la pira.
De repente se movió, se adelantó hacia la multitud, me tocó, me atrajo a sí. Sólo por un segundo, un segundo fugaz, y entonces los guardias se lo llevaron mientras él gritaba:
—¡Ego te baptismo! ¡In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti! ¡Amen!
Me quedé muda de asombro. Me llevé una mano al rostro. Tenía sangre suya en el rostro, en el pelo. Había una mirada de triunfo desesperado en sus ojos, a pesar de que los guardias lo estaban golpeando con las astas de las picas. Tambaleándose, se dejó llevar a la pira. Se apoyó contra el poste.
¿Qué estaba pasando?
Entonces dejó que lo subieran y lo encadenaran allí. Una gran cadena alrededor del pecho, otra alrededor de las piernas. Tres pequeños barriles de pólvora se subieron y se ataron con él. Luego los guardias bajaron de un salto y empezaron a acercar las astillas y amontonarlas con las picas.
¿Cuándo iban a ofrecerle la oportunidad de retractarse?
El obispo se puso en pie y empezó a dirigirse solemnemente a él, pero Nicholas no estaba escuchando; su mirada estaba fija en mí con una especie de negro deleite y yo me sentía tan estúpida, sentada allí, porque sólo ahora estaba empezando a comprender.
—... para perpetua vergüenza de quienes te criaron, te vistieron y te dieron cobijo. ¿Estás dispuesto a enmendar tus males, hombre, a renunciar a tus errores? Habla, porque tu hora se aproxima —le ordenó el obispo.
Era el momento que Nicholas había estado esperando. Movió la cabeza de un lado a otro mientras se dirigía a la audiencia.
—¡Sí, la hora se aproxima! —gritó—. ¡No sólo mi hora sino también la de Inglaterra, la hora en que todos seréis juzgados delante de Dios! Caballeros, mi pecado ha sido muy grande. ¡Todos lo conocéis bien porque es también el vuestro, y se llama Silencio! ¡Oh, Inglaterra, conocíamos la verdad! ¡Teníamos la piedra para erigir la Nueva Jerusalén! Y ni dijimos esa verdad ni construimos esa ciudad, siendo como éramos hombres prudentes y temerosos. ¡Mira lo que ha sido de nosotros! El Señor ha enviado una plaga de cardenales romanos para beberse nuestra sangre.
—¡Responde! ¿Te retractas? —gritó el obispo.
—¿Que si me retracto? Suplico humildemente vuestra clemencia. Confieso mi pecado. Todos hemos pecado, todos, hombres rectos que guardamos silencio mientras entrabais a rastras en nuestra Inglaterra. ¡Ahora habéis recuperado todo vuestro poder y nos prohibís pronunciar la mismísima Palabra de Dios! ¿Y a quién hemos de culpar sino a nosotros mismos, que os hemos dejado volver? ¡Oh, Inglaterra, tus hijos no llevarán cadenas pero se encadenarán a sí mismos con sus propias manos!
Su voz era hermosa. Oh, Dios, muy hermosa. La gente lo estaba escuchando con la boca abierta y ávida satisfacción en los ojos. Hasta el obispo, a pesar de que su rostro estaba cada vez más púrpura, no quería perderse una palabra, ni una sola palabra.
—¡Bien, yo ya no llevaré más cadenas, caballeros! ¡No volveré a guardar silencio! Sí, sonreíd y decios que ahora estoy encadenado y muy pronto guardaré silencio. Pero no llevo tantos grilletes como vosotros. ¿Cómo será cuando os arrodilléis avergonzados frente a Dios Todopoderoso, cargados con vuestro silencio? Inglaterra, ¿tan querida te es tu carne? ¿Tan terribles son las llamas?
—¡Pronto lo sabrás! —le dijo el obispo y se volvió para dar la orden. Un soldado trajo una antorcha y la arrojó sobre la madera apilada. Yo me lancé hacia delante pero no pude moverme del sitio: se oyó un crujido mientras el músculo se topaba con hueso. Joseph musitó una exclamación a mi lado y me puso la mano en el hombro.
—¡Adelante, encended la pira, porque no arriesgaré el alma alejándome de ella un segundo más! —La voz de Nicholas se alzó como una gran campanada, arrancándole a las primeras bocanadas de humo la atención de la muchedumbre—. ¡Escaparé de la prisión de carne que nos confina a todos!
Y se volvió y me buscó con los ojos y su mirada me atravesó como una espada.
—¡Te pido que derribes el muro de la prisión! ¿Qué si no? ¿Vivirás incontables años en este lugar oscuro y no vendrás jamás al Paraíso? ¿Eres un espíritu y no regresarás al regazo amoroso de Dios? ¡Puedes elegir! Mira, estoy a la puerta de las llamas y te digo que no es más que un pequeño umbral. ¿No te alzarás y caminarás conmigo?
Y me tendió una mano a través del fuego. Pero estaba equivocado: yo no podía elegir. Mis piernas estaban tan sólidamente uncidas al suelo como raíces. Antes hubiera podido levantar la catedral entera sobre mi espalda que caminar hasta él. No tenía libre albedrío.
El fuego se alzó y danzó entre sus dedos extendidos, prendió la amplia manga de la camisa. Cerró los ojos, un momento de agonía. El contacto se interrumpió y yo aparté salvajemente la cara. Estaba atrapada en un círculo de rostros ávidos, rostros extasiados, lo mismo católicos que protestantes. Podía ser un hereje o un mártir para ellos mientras pudieran ver cómo moría. Aquella gente mezquina, aquellos Alcaldes de rostro rosado y aquellas buenas viudas y aquellos honestos mercaderes, se estaban inclinando hacia delante para ver mejor cómo se reducía a cenizas el rostro de un ángel. Aquella gente, cuyos perversos holocaustos habían asombrado hasta a los romanos; se habían convertido en cristianos pero no habían cambiado. Me topé con la negra mirada de Joseph.
Nicholas profirió un grito de agonía y volví a mirarlo. Las llamas eran ahora muy altas.
—¡Espíritu, te conmino, ven conmigo al Paraíso! —Tosió una vez y entonces su voz se alzó más fuerte y más clara que antes—. ¡Yo soy tu esposo y tú eres mi mujer! Soy el mismo que caminaba entre los manzanos cuando tu madre te dio a luz, allí donde tu madre te trajo al mundo! ¡Ven y me quedaré para ti! Oh, Jesús, ten misericordia... oh... oh, jesús, ten misericordia...
Dios no respondió a sus plegarias. La pólvora estalló entonces y lo mató. Se convirtió en una columna de fuego y luz mientras salía el sol sobre Inglaterra.
Cuando la muchedumbre empezó a hacer ruidos de aprecio, Joseph fue al fin capaz de sacarme de allí; y abandonamos aquel lugar.
Capítulo veinticuatro
En algún momento posterior, que no está conectado por el recuerdo a nada que lo anteceda ni lo preceda, yo cabalgaba con Joseph por un camino. Todos los árboles estaban en flor: flores blancas y un dulce aroma por todas partes. Manzanos. Cualquier árbol capaz de dar flor.
Joseph me estaba hablando mientras cabalgábamos.
—Ahora mismo no sientes demasiado —estaba diciendo— porque estás conmocionada. Es un reflejo de autodefensa. Durará algún tiempo. Pero acabarás por volver a sentir y cuando eso ocurra, será muy doloroso. Pero el trabajo te ayudará, Mendoza. Sólo el trabajo se llevará tu dolor. Lo necesitas como la comida, el agua y el aire.
»Yo me encargaré de que no te lo quiten. No ha sido culpa tuya; ha sido una desgracia que ocurriera en tu primera misión.
Tenía razón, la tenía. Yo observaba los detalles de su ropa mientras cabalgábamos, fascinada por los patrones de la tela. Contempló en silencio el camino durante algún tiempo y entonces dijo:
—Sí, puedo taparlo todo. Podemos hacerlo. No te preocupes. Y qué alivio, Mendoza. Todo este maldito asunto ha terminado. Mal, pero ha terminado. Ahora no hay nada que temer, nada que esperar que te pueda partir el corazón. La misión ha sido un éxito y hemos escapado. Un nuevo lugar, nada que te recuerde tu infelicidad.
Oh, sí. Tenía que salir de Inglaterra. Me miró.
—Quizá pueda conseguir que te envíen al Nuevo Mundo. Oye, hay una gran base en la que podrías hacer trabajo de investigación. Es un lugar muy tranquilo y apacible, quizá pueda arreglarlo para que no te den una misión inmediatamente. ¿Qué me dices, Mendoza?
Sí, parecía lo que yo necesitaba.
Se inclinó hacia mí desde su silla.
—¿De acuerdo, Mendoza?
Parpadeé, sorprendida. ¿No le estaba diciendo que sí? Me quitó las riendas de las manos y sacudió la cabeza.
Volvimos a Iden Hall, eso lo recuerdo con mucha claridad. Pensé que me dolería, pero no fue así, porque no era el mismo lugar. Nada me era familiar.
Sólo mi área de trabajo me recibió como una vieja amiga. Me dirigí hacia allí inmediatamente y empecé a guardar mis cosas. Trabajé sin descanso hasta que nos marchamos, eso sí, días, no sé cuántos. Uno de ellos, mientras estaba introduciendo datos, Joseph y Nef me dijeron que había que desmantelar la unidad para guardarla. De modo que cerré la sesión y me dijeron que hiciera el resto del equipaje.
Joan entró cuando estábamos cerrando los baúles, sin duda para asegurarse discretamente de que el número de sábanas seguía siendo el mismo. Nef trató de darle un chelín de propina pero ella apartó la mano como si le hubiera ofrecido una serpiente.
—Gracias, señora, pero no es necesario —le espetó.
—¿Qué es esto? —Nef la miró fijamente—. ¿Es que estás descontenta con nosotros? ¿Acaso no te hemos tratado bien siempre?
—Sí, señora, se diría que sí; pero Dios sabe que esta no es la misma casa que cuando entrasteis en ella y muchas cosas extrañas han ocurrido desde entonces; ¿de quien fueron obra? —Me dirigió una mirada asesina—. Y hace poco quemaron a un mártir en Rochester por su fe, eso dicen, pero yo sé que seguiría vivo si no hubieran jugado con él.
Nef se colocó junto a mí y me cogió el brazo pero yo había encajado el golpe sin pestañear. ¿Por qué encogerse ante la verdad?
—No necesitamos reproches de alguien como tú. —La fulminó con la mirada—. ¡Vete!
—Con mucho gusto —repuso Joan y salió del cuarto.
Cuando vino el criado para ayudarnos a bajar el equipaje, no era ninguno de los que yo conocía. Tampoco vi a ninguno de ellos mientras bajábamos por última vez la escalera, cruzábamos por última vez el gran salón, salíamos al exterior, montábamos y nos marchábamos trotando por el jardín, tal como habíamos llegado. Ni rastro de Sir Walter o Francis Ffrawney. ¿Se habían ido a Londres? Pero eso había sido hacía una eternidad. No miré atrás porque sabía que la casa se había vuelto ya traslúcida y terminaría de desvanecerse si me volvía.
Atravesamos la estrambótica puerta, Joseph, Nef y yo. Justo al otro lado había un campesino tirando de su carreta y nos dirigió una mirada luminosa y expectante cuando llegamos a su lado.
—¿Venís de la casa?
—Sí, buen hombre —replicó Joseph.
—En ese caso traigo una gran maravilla para vosotros, señores. Echad un vistazo señor, sólo un vistazo...
Descendió de un salto y apartó una tela que cubría la parte trasera del carromato. Allí, tendido sobre la paja, descansaba el cráneo entero de un ictiosaurio medio enterrado en una roca.
—¿Lo veis, señor? Es la cabeza del dragón que mató San Jorge. La encontré una noche en una roca, en mi casa. ¿Qué me decís, señor, no vale por lo menos un ángel?
—Sin duda. —Joseph se frotó la barba—. Pero me temo que has venido hasta aquí para nada. Iden Hall ha sido vendida. Ya no hay mercado aquí para cosas como cabezas de dragón.
El hombre se quedó boquiabierto. Profirió un quejido de consternación tal que hasta el unicornio se estremeció y baló entre los brazos de Nef.
—¡No! ¡Lo traigo desde Lyme, señor!
—Triste pero cierto, mi buen amigo. Aunque os diré, hay una posada en el camino a Southampton, regentada por un paisano vuestro de nombre Jenofonte en la que podrían pagaros algo por este cráneo —le ofreció Joseph.
—¡No, nada menos que hasta Southampton! ¡Este viaje ha sido una estupidez, no pienso seguir cargando con la maldita cosa de un lado para otro! —gritó y le dio una patada a la rueda del carro. El caballo se encabritó, el carro resbaló hacia atrás y la cabeza cayó al camino. Rodó pesadamente dando vueltas hasta llegar al borde del terraplén, permaneció allí un segundo en equilibrio y entonces cayó y rodó cada vez a mayor velocidad por las largas y onduladas laderas de Kent. Lo último que vimos es que chocaba con un tronco y salía despedida por los aires, atravesaba un seto y desaparecía al otro lado con gran estrépito. Por lo que yo sabía, siguió rodando.
—Por la mañana lamentaréis haber hecho eso —dijo Joseph al granjero, quien se había marchado hecho una furia.
—¿Cuándo se han arrepentido de algo? —dijo Nef con voz malhumorada.
—Oh, alguna mañana lo harán —dijo Joseph con voz frívola. Y seguimos nuestro camino.
No fue la mañana siguiente, ni ninguna de las que siguieron a ésta.
La pobre Reina María nunca tuvo su bebé, porque por supuesto no era más que un tumor. Pero ella siguió quemando a sus súbditos, con la esperanza de que Dios sacara algún día un niño de alguna parte para ella si seguía cumpliendo Su voluntad con el suficiente celo.
Tampoco logró sacar adelante su Contrarreforma. En noviembre de 1558 murió, en su cama inútil, e Isabel subió al trono. Aquello fue el fin de la Iglesia Católica en Inglaterra. Las ejecuciones cesaron al instante. El Protestantismo fue reinstituido. Inglaterra se precipitó de cabeza hacia su Edad de Oro.
Pero tú te lo perdiste, Nicholas. Deberías haberme escuchado.
Yo también me lo perdí porque seis meses después de salir de Inglaterra estaba bajando de un transporte aéreo en Nuevo Mundo Uno y me encontraba bien, más o menos. Había acudido a terapia, me habían dado medicamentos, me habían dado montones de trajes nuevos y la AE había desaparecido misteriosamente de mi expediente personal. Qué suerte. Y lo mejor de todo, me encontraba en Nueva España.
Empezaba a descubrir que el terminal de transporte era un magnífico indicador del estatus del enclave al que pertenecía. Nuevo Mundo Uno resplandecía: fabulosos murales mayas, pan de oro por todas partes, suelos taraceados. Vagué por la sala de espera, boquiabierta. Una azafata con un fabuloso tocado. Copas de jade en el bar. Obras de arte, por el amor de Dios, montadas en tarimas sobre los altavoces. Un diosecillo con las piernas cruzadas tembló ligeramente cuando se me pidió por ellos que me presentara al instante en el mostrador de llegadas.
El mostrador de llegadas parecía un invernadero. Gruesos cristales azures, terracota, flores cubriendo todas las paredes. Una sonriente mujer vestida de blanco tropical se acercó a la ventanilla. Yo también tenía un traje parecido. Con nuestras faldas de aros parecíamos un par de pasteles de boda.
Pasteles de boda. Novios y novias. Un pensamiento como una tabla suelta en un puente, para esquivar.
—¡Hola! —Una voz musical—. ¿La Botánica Mendoza? ¿Ha tenido un buen vuelo?
—Sí a las dos cosas. ¿Dónde tengo que firmar?
Frunció levemente el ceño.
—Bueno, su coordinador personal espera al otro lado de esa puerta. Pero supongo que primero querrá recoger el equipaje. —Sacó una cartera de precioso diseño y la empujó hacia mí por encima del mostrador—. Quizá prefiera tomarse el Theobromos ahora mismo. Se funde con el sol.
—Hace calor por aquí, ¿eh?
—Estamos en un paraíso tropical —me informó.
—Estupendo. Gracias —le dije. Cogí la carpeta y me encaminé a la salida.
Bonitas puertas. Un bajorrelieve con dos jaguares rampantes luchando entre sí. Cuando estuve lo bastante cerca, los jaguares se apartaron, convertidos en meras siluetas mientras las puertas se abrían. Un estallido de luz blanca se produjo al otro lado de la puerta. Salí. Calor. Luz. Complejos olores y sonidos. Un horizonte grandioso y verde hasta donde alcanzaba la vista, un verde suave y tolerable, en los lindes de un cielo azul transparente con la intensidad de la luz del sol. Hacia el oeste, una ciudad de pirámides rojas y blancas: Nuevo Mundo Uno. Y allí mismo, delante de mí, cuatro mortales y uno de los míos, un hombre. Los mortales, los cuatro, se postraron de rodillas.
—¡Bienvenida, hija de los dioses! —exclamaron.
Los miré boquiabierta y luego al Antiguo. Parecía divertido. Era una visión en blanco: jubón blanco y calzones blancos, piel blanca, casco de conquistador cubierto de tela blanca. Su pelo y su barba afilada eran de un rojo brillante. Esperaba en un carruaje abierto, de esos que arrastran porteadores.
—Bienvenida a Nueva España —dijo.
—¿Quién demonios se supone que es usted? —pregunté.
—Quetzalcoatl —replicó—. O algo parecido.
Los mortales se pusieron en pie y, oh, ellos sí que formaban un cuadro digno de verse, cada uno ataviado de oro y plumas, como un príncipe maya. Sus rostros eran tristes y nobles; tenían altos pómulos, narices curvas y bocas carnosas. Tragué saliva. Me volví hacia el tío del carruaje.
—Botánica Mendoza presentándose —dije. Mi voz no tembló.
—Coordinador Personal Víctor, a su servicio. —Me hizo sitio para que pudiera sentarme a su lado—. Suba, la llevaremos a su suite. Muchacho, recoged el equipaje de la señora.
Mientras nos poníamos en marcha dando brincos, dijo:
—Una protegida de Joseph, ¿eh?
—Sí.
—¿Y acaba de pasar dos años en misión? ¿En el Viejo Mundo? Qué espanto.
—Sí, lo fue.
—La creo. —Se reclinó en su asiento. Pasamos entre árboles de caoba, altos como dioses erguidos—. Bueno, la vida es un poco más apacible por estos contornos. Le gustará. Joseph ha tenido que aprestar algunos botones para traerla aquí. ¿Tiene alguna pregunta a la que pueda responder?
—¿Tienen baños con agua caliente?
Sonrió.
—Y cuatro restaurantes. Y un campo de golf con dieciocho hoyos. Y cócteles que se sirven en el patio principal todas las tardes, a las cuatro. —Consultó su cronofase—. Tenemos tiempo de sobra. Por aquí somos sobre todo estudiosos y disfrutamos de nuestros pequeños rituales.
Uau.
—¿Y qué me dice de...? —Señalé con un gesto a nuestros porteadores mortales, cuyos gorros emplumados subían y bajaban mientras ellos corrían—. ¿No es esto una especie de explotación?
—No, para ellos es un honor y un privilegio. Son todos sacrificios interceptados. De ese modo consiguen convertirse en Sirvientes de los Dioses sin tener que morir. Reclutamos así a la mayoría de nuestro personal mortal. Son los criados más devotos que pueda imaginarse.
—¿Lo dice en serio?
Un muro de estuco rojo apareció ante nosotros y atravesamos las puertas. Víctor me llevó a hacer la visita: acres de césped, fuentes, flores, estanques de lilas, loros. El caos de la jungla del exterior, pero dentro del perímetro de la muralla, controlado y perfectamente maquillado.
—Chicos, Pirámide de Residencia Botánica —les indicó Víctor con un ademán. Se inclinó hacia mí mientras nos llevaban por un bulevar en dirección a un palacio blanco—. Ese edificio rojo es el laboratorio de botánica y los jardines están al otro lado. Las suites residenciales son de primera clase. Hay un economato en el primer piso y lavanderías, aunque me temo que hemos tenido algunas quejas porque los residentes de Botánica han tenido que compartir su piscina y su gimnasio con los de Técnica. Sí, ha habido algunos problemillas con ese asunto. Confío en que no la moleste.
Lo miré de reojo.
—Trataré de soportarlo —dije.
Nos detuvimos delante de la Residencia Botánica y Víctor me acompañó a la oficina del conserje, donde registraron mi patrón retinal. Luego me llevó a mi suite. Cuatro habitaciones, todas para mí sola. Las paredes estaban desnudas y encaladas y allí terminaba toda semejanza con una celda.
—Aquí tenemos un centro completo de entretenimiento. —Abrió con orgullo las puertas de una vasta consola—. Está vinculado a nuestra biblioteca. Unas cuarenta millones de entradas diferentes para elegir. Aquí está el receptor de Radio Maya. El bar por ahí, la sauna aquí. Tiene una cita con el director de su departamento a las 1830.
—Estupendo. —Trabajo al fin—. ¿Dónde está la oficina del director?
—Oh, él se reserva un camarote en El Galeón. —Al ver mi mirada de perplejidad añadió—. Nuestro mejor restaurante. De etiqueta, por supuesto. Si llama al servicio de porteadores desde el vestíbulo, un par de muchachos pueden llevarla allí en diez minutos aunque yo le diría... —bajó ligeramente la voz— ...que lo correcto se considera acudir al cóctel a las cuatro y media exactamente y quedarse hasta las seis y llegar tarde a cenar.
—Oh.
—La etiqueta —me explicó—. Es muy importante aquí.
—Ya veo.
—Estoy seguro de que encajará muy bien entre nosotros. Ahora me retiro y la dejo sola; supongo que querrá abrir sus maletas en privado. Si tiene alguna otra pregunta, lo más probable es que la respuesta se encuentre en la carpeta que le han dado al llegar. Le sugiero que la revise antes de la reunión con el director.
—Así lo haré, gracias.
Se inclinó, hice una reverencia y volví a quedarme sola.
Tardé varias horas en bañarme, vestirme y probar la cama y el receptor de holo. Decidí ir paseando al patio principal. Además, el perfil de los mayas me resultaba desconcertante.
Así que, por supuesto, resultó que todos los camareros eran mayas.
—¿Qué preferiría tomar la Hija del Cielo? —preguntó el mío con toda educación mientras me ponía una servilleta en el codo.
Yo estaba muy nerviosa pero lo miré fijamente. No se parecía en nada, la verdad.
—¿Qué tienes ahí? —señalé su bandeja con un gesto de la cabeza.
—Martini seco con vodka. Tequila on the rocks, ron con soda, ron con tónica y margarita. ¿Puede este esclavo sugerirte la margarita?
—Claro. Gracias.
La dejó en la mesa y desapareció. Me recliné en el asiento y cogí la carpeta. Había una mancha redonda, grasienta y cada vez más grande, en una esquina. Ups. El Theobromos se había fundido. Lo abrí y arranqué la barrita de la primera página para poder leer la información sobre Nuevo Mundo Uno y el calendario de eventos sociales para el año siguiente.
Al cabo de un rato, sin embargo, mis pensamientos empezaron a divagar. La brisa que corría entre los arcos blancos de la plazoleta era muy agradable, así como el chapoteo de la fuente y los sonidos de los pequeños loros verdes que revoloteaban entre las enredaderas en flor. Qué tranquilidad. Podía pasar años y años sentada allí, sin hacer nada. Sí que podía, ¿verdad?
Sólo me di cuenta de que se me habían llenado los ojos de lágrimas cuando advertí una conmoción entre los árboles, más allá del muro del perímetro. Parpadeé y levanté la mirada de nuevo. Había unos monos allí, luchando, gritando y arrojándose fruta podrida unos a otros.
Temblando, alargué la mano hacia mi copa.