La Persistencia de la Visión, que mereció en 1978 los premios Hugo y Nebula, encabeza esta selección de relatos de John Varley.
Esta genial novela corta ha sido considerada por la crítica mundial como uno de los mejores relatos de ciencia ficción publicados en la última década. Una obra extraordinariamente poética sobre una comunidad de sordociegos y la forma en que han sabido crearse, en un lugar apartado del desierto, su propia sociedad.
El presente volumen se completa con otros tres relatos del autor que son una muestra fehaciente del porqué John Varley se ha situado a la cabeza de los nuevos valores del género.
Contiene los siguientes relatos:
•La Persistencia de la Visión
•En el Cuenco
•Cantad, Bailad
•Perdido en el Banco de Memoria
La persistencia de la visión
John Varley
Título original: The Persistence of Vision
Traducción: Domingo Santos
© 1978 by John Varley
© 1984 Martínez Roca
ISBN: 84-270-0848-1
Dedicado a Anet
Prólogo
En los más de cincuenta años de historia «pública» que lleva la ciencia ficción, el género ha sufrido multitud de profundos e importantes cambios. Hugo Gernsback lo concibió como una forma de novelar la proyección al futuro de las inquietudes correspondientes a una época de glorificación de la técnica, y su propia novela Ralph 124C 41+, una mediocridad literariamente hablando, es un compendio de las supuestas maravillas tecnológicas que el hombre iba a encontrar en el siglo XXVII. La poca enjundia de gran parte de los autores que se adscribieron al género en sus inicios, su desprecio o ignorancia de la auténtica ciencia de la época, su propensión a asombrar al lector con maravillas científicas tan sorprendentes como inverosímiles, su despreocupación, en fin, en marcar una clara línea divisoria entre lo cierto, lo probable y lo imposible, hicieron que el género perdiera pronto verosimilitud y cayera en un profundo abismo de improbabilidad, donde el lector desconfiaba de todo lo que leía, aunque se emocionara o se divirtiera con ello, y lo aceptaba como un mero cuento de hadas, una fábula con un trasfondo más o menos seudotecnológico.
Luego llegó Campbell. John Wood Campbell, Jr., nacido en 1910, graduado en física en 1932 por la Universidad Duke y el Instituto de Tecnología de Massachusetts, y aficionado a la ciencia ficción desde su juventud, accedió a la dirección literaria de la revista de ciencia ficción Astounding Stories en 1937, puesto que mantuvo hasta su muerte, ocurrida en 1971. Él fue quien inició la «era Campbell», el período más glorioso de la historia del género, tanto por la calidad de las obras producidas como de los autores que las producían. Un par de años después de hacerse cargo de Astounding Stories, había «descubierto» y llevado a la celebridad a autores tales como Isaac Asimov, Robert A. Heinlein, A. E. van Vogt, Theodore Sturgeon, Clifford D. Simak, L. Sprague de Camp, Lester del Rey, Jack Williamson... Empezaba lo que luego sería calificado como la primera «edad de oro» de la ciencia ficción. Campbell fue claro desde un principio en sus exigencias. La ciencia ficción no tenía por qué limitarse a «instruir deleitando», no necesitaba ser un vulgarizador de la ciencia al uso por medio de la dramatización de los logros científicos de la humanidad. Pero tampoco tenía que ser un camelo, no bastaban unas cuantas palabras rimbombantes de aspecto seudocientífico y unas difusas explicaciones seudoteóricas para dar verosimilitud a una trama. Los relatos de ciencia ficción que publicaba tenían que tener una sólida base científica, y al igual que a ningún autor se le ocurriría plantear la acción de su relato en un planeta cuadrado, por aquello de las leyes de la mecánica celeste, tampoco podía basar su acción en entelequias quizá algo más sofisticadas pero igualmente imposibles desde un punto de vista científico. No basta con ponerle un nombre extravagante a un arma o a un aparato para darle verosimilitud. Hay que justificar de forma plausible su existencia.
La «era Campbell» de la ciencia ficción vio una dignificación del género gracias a una exigencia inflexible e insobornable de calidad. Calidad temática y estilística: los relatos tenían que tener una trama coherente y estar bien contados a nivel literario; y calidad científica: la ciencia y la técnica no tenían que formar necesariamente la base del relato, pero si lo hacían, si intervenían en él, tenían que ser coherentes y, por muy osadas que fueran las especulaciones, debían poseer una base real. Es bien conocida la historia del relato de Cleve Cartmill Deadline, publicado en 1944, y que motivó una visita de las fuerzas de seguridad norteamericanas a la redacción de Campbell para averiguar cómo habían podido filtrarse secretos atómicos militares, puesto que el relato describía con toda precisión la explosión de una bomba atómica (incidentalmente, aunque el episodio sea menos conocido, el escritor Philip Wylie recibió una visita similar en 1945, a resultas de la cual fue prohibida la publicación de dos historietas de Superman que tocaban idéntico tema).
Pero como suele ocurrir normalmente, todo se deteriora. La edad de oro de la ciencia ficción, la «era de Campbell», ocupó prácticamente toda la década de los cuarenta. Al inicio de los cincuenta, el deterioro se había establecido ya firmemente. El éxito de aquella ciencia ficción de calidad que había aportado autores tales como Asimov, Heinlein y Van Vogt (el trío más importante de aquella década), y otros como Henry Kuttner, Eric Frank Russell, etc., había traído su inevitable secuela: otros editores, ávidos de buenas ventas pero menos escrupulosos, autores poco preparados buscando únicamente el beneficio inmediato, inundaron el mercado con productos que pretendían imitar a los grandes maestros pero que no tenían ni su calidad literaria ni su verosimilitud científica. La década de los cincuenta (presidida por otro lado por la guerra fría y la amenaza de la espada de Damocles atómica) vio una proliferación de una ciencia ficción serie B que cumplía los requisitos de atraer, inquietar y mantener en vilo al lector, pero cuyos productos no alcanzaban la altura suficiente como para ser calificados de «obras literarias». La proliferación de revistas y colecciones de novelas de ciencia ficción de principios de aquella década fue un fenómeno artificial, que podía mantenerse un cierto tiempo pero que estaba inevitablemente abocado al fracaso.
Los años sesenta vieron pues, también inevitablemente, una catarsis. Los planteamientos de Campbell ya no eran válidos tras más de veinte años, y la gente buscaba algo más. La nouvelle vague del cine francés dio en cierto modo la pauta para esa transformación, y proporcionó también el nombre, new wave, nueva ola, aunque algunos han preferido llamarla new thing, nueva cosa. La historia es cíclica, y esta nueva tendencia tuvo también su profeta, sustituto de Campbell, en la persona de Michael Moorcock, y su revista, sustituta de Astounding, en la revista inglesa New Worlds. Frente a los postulados de Campbell, la new wave pretendía alcanzar sus metas por vía de la experimentación literaria. No importaba la ciencia, no importaba la lógica: importaba únicamente crear un estado emocional en el lector. Los máximos imponentes de esta etapa son dos escritores británicos, Brian W. Aldiss y J. G. Ballard, aunque por supuesto hubo muchos más, el propio Moorcock, y una cierta cantidad de autores norteamericanos que durante un tiempo vivieron y escribieron en Inglaterra, adscribiéndose a esa corriente: James Sallis, Thomas Disch, John Sladek, Samuel R. Delany (uno de los primeros escritores de éxito de ciencia ficción de raza negra). La nueva corriente pronto fue adoptada también por otros escritores estadounidenses, principalmente Harlan Ellison y Robert Silverberg, el cual había empezado su carrera siendo un escritor «tradicional» y muy prolífico, así como algunos nuevos valores que veían difícil su salida al rígido mercado «normal» de la ciencia ficción norteamericana, entre los que cabe destacar como uno de los más importantes a Norman Spinrad.
La new wave fue un revulsivo que horrorizó a los más conservadores aficionados a la ciencia ficción, pero que acercó el género a las corrientes principales de la literatura general. De pronto, aquellos que hasta entonces habían despreciado la ciencia ficción descubrieron que era algo más que las historias de marcianos que habían creído en su juventud. Autores como Anthony Burgess (La naranja mecánica), Kurt Vonnegut, Jr. (Matadero cinco), los propios Aldiss (A cabeza descalza) y Ballard (Playa terminal, Bilenio, y que irrumpiría en la siguiente década con obras como Crash, La isla de cemento y Rascacielos, que no hay que confundir con la novela y la película del mismo título basada en ella), o Norman Spinrad (Incordie a Jack Barron), se alejaron de los esquemas tradicionales de la ciencia ficción para ir al encuentro de nuevos horizontes. Fueron aceptados tanto dentro como fuera del género.
Se ha dicho a menudo que la new wave se consumió, murió, a principios de la década de los setenta. En realidad fue asimilada. Pasada la novedad que la distinguía con un marchamo de espectacularidad, en la década de los setenta las obras que apenas unos años antes hubieran sido calificadas como pertenecientes a dicha corriente (las novelas de Ballard antes citadas, Todos sobre Zanzíbar, de Brunner, y sus secuelas El rebaño ciego y El jinete en la onda del shock, así como La quinta cabeza de Cerbero, de Gene Wolfe, sólo por citar algunas) fueron aceptadas como obras «normales» de ciencia ficción. Surgieron nuevos autores que hubieran podido ser encasillados en esta línea y que sin embargo no lo fueron ya, como James Tiptree, Jr., Gardner Dozois, Barry Malzberg... El género se estabilizó.
Lo cierto es que, si bien se dice que la ciencia ficción es el único género que va por delante de su tiempo, la realidad es que, como todos los demás géneros literarios, va a remolque de su tiempo. La era de la glorificación del maquinismo vio nacer las obras de «aventuras científicas» de Verne y sus seguidores; los años treinta reflejaron la gran confianza de la humanidad en el desarrollo científico que iba a resolver todos los problemas del mundo, y más; las novelas de terribles invasiones espaciales y las ucronías pesimistas mostraron la angustia de la guerra fría y la posibilidad de una invasión comunista; las incontables obras posatómicas señalaron el peligro de una guerra nuclear. Los años setenta se caracterizaron por el derrumbamiento de todos los sueños de grandeza de la civilización occidental a causa de la crisis de la energía, y por la concienciación de que el equilibrio ecológico de la Tierra es muy precario y la humanidad lleva años empeñada obcecadamente en destruirlo. La ciencia ficción tenía que hacerse eco de esas inquietudes, y así lo hizo.
Y siguiendo el tortuoso camino de toda esta evolución, llegamos a los años ochenta. Una década que se está caracterizando por una curiosa ambivalencia: por un lado el desencanto ante el rumbo que están siguiendo los asuntos de la humanidad, frente al cual el ciudadano medio se siente totalmente impotente, y por otro la esperanza de que como en tantas otras ocasiones sobreviviremos a todas las pruebas, quizá algo maltrechos pero también más purificados (¿qué significa si no la esperanza casi mística en la llegada de la era de Acuario?). Esta ambivalencia ha hecho que la ciencia ficción de los últimos años se decante hacia dos vertientes distintas pero en cierto modo complementarias: por un lado un resurgimiento de la imaginación, de ir nuevamente en busca de ese «sentido de la maravilla» que presidió el género en su edad de oro y que parecía haberse perdido ante los problemas más inmediatos; y por otro lado la convicción de que, pese a todo, el hombre seguirá adelante y, por encima de todos los recortes presupuestarios en los programas espaciales de todos los países, al final llegaremos a las estrellas. Quizá distintos, quizá renqueantes, quizá sufriendo, pero llegaremos.
En estas nuevas corrientes se inscriben la mayor parte de los nuevos escritores que, como Ursula K. Le Guin, Joan Vinge, Tanith Lee, C. J. Cherryh (es curiosa la profusión de nombres de mujer entre los nuevos grandes valores) buscan, junto con la profundidad temática y la exactitud científica, una gran dosis de fantasía e imaginación.
En este último apartado cabe incluir con pleno derecho, y como uno de los nombres más importantes, a John Varley. Nacido en la década de los cuarenta (como Cherryh, como Vinge, como Lee), pertenece a la generación de escritores que empezaron a publicar a mediados de los años setenta y han visto confirmado su talento y su éxito a caballo entre las dos décadas. Varley, un hombre al que no le gusta que se hable de él («son mis obras quienes tienen que hablar de mí», dice), ha conseguido situarse en muy pocos años, y con una obra más bien escasa, a la cabeza de esta nueva tendencia que aúna una sólida base científica con una gran imaginación y una profunda preocupación por el hombre y sus problemas. Su primera novela, The Ophiuchi Hotline (incongruentemente titulada en español Y mañana serán clones), obtuvo un resonante éxito en todo el mundo, y marca la pauta de lo que es y representa toda la obra de este autor.
Porque, al contrario de otros muchos autores, que se dedican a imaginar universos distintos para cada una de sus obras, Varley ha preferido crear un futuro, su futuro, en el cual ha situado la mayor parte de su obra. Es un futuro distante unos quinientos años de nuestro hoy, en el cual la humanidad ha sido exiliada de nuestro planeta por unos «Invasores» que aparecen sólo como un antecedente y una nebulosa referencia, tan inmensamente superiores a nosotros como indiferentes a la raza humana, que a raíz de este exilio se ha esparcido por todo el sistema solar.
Pero lo más importante de ese futuro que nos presenta Varley es el hecho de que el hombre ha evolucionado enormemente con respecto a como lo conocemos hoy en día, como sin duda tendrá que hacerlo para adaptarse a sus nuevos entornos, creando toda una nueva tecnología no ya sólo para sobrevivir, sino incluso para vivir en ellos. El trasfondo de esa sociedad futura, que se repite recurrentemente en gran parte de los relatos de Varley, es uno de los principales atractivos de toda su obra. En El paso del agujero negro, por ejemplo, entramos por primera vez en contacto con la línea ofiuca, que unos años más tarde daría a Varley el tema de fondo para escribir su primera novela, citada un poco más arriba. Esa sociedad futura en que la medicina se ha unido con la mecánica para crear la medicánica, en la que el hombre manipula su propio cuerpo y registra periódicamente todos sus recuerdos como forma de alcanzar una seudoinmortalidad, esa Luna en la que se ha querido recrear el ambiente de la perdida Tierra por medio de la reproducción en inmensas cavernas artificiales de los paisajes terrestres, a los que se les ha dado el evocador nombre de disneylandias, esa forma de adaptarse a los ambientes hostiles no protegiéndose engorrosamente con artilugios mecánicos sino adaptando los propios cuerpos, crean un aura de verosimilitud que hace que los escenarios de los relatos sean reales, vivan en nuestro interior a medida que progresamos en su lectura.
Y por encima de todo está el hombre. Varley, que posee una formación científica lo bastante amplia como para hacer creíble, a la luz de los últimos descubrimientos, el Venus que nos describe en En el cuenco, posee igualmente una formación humanista lo bastante intensa como para preocuparse ante todo por los hombres que poblarán su universo. Esa deliciosa pareja simbiótica de Cantad, bailad, Barnum y Bailey, no sólo son el resultado de un profundo estudio analítico sobre las posibilidades de simbiosis hombre-planta para enfrentarse al mundo hostil de los anillos de Saturno, sino que constituyen uno de los personajes más atractivos de la ciencia ficción que he leído últimamente, y he leído mucha.
Como atractivos son para el lector los problemas con que deben enfrentarse los personajes de Varley. Desde las joyas estallantes de En el cuenco (sin olvidar esa deliciosa y maligna niñita que es Ascua) hasta las aventuras de Fingal dentro de un ordenador en Perdido en el banco de memoria, todas las situaciones que nos plantea Varley van inconmensurablemente más allá de los esquemas habituales de los relatos de ciencia ficción. En Varley, siguiendo la evolución lógica de esa trayectoria de la ciencia ficción que he descrito al principio, lo importante de un relato no es ya la acción en sí, el crear una aventura clásica que tenga planteamiento, nudo y desenlace, sino el recrear un ambiente que le permita desarrollar su particular visión de un mundo futuro que puede ser, con mucha probabilidad, el futuro de la raza humana, haya o no esa pretendida y nebulosa «Invasión», probablemente mero recurso literario para arrojar al hombre a la aventura de otros planetas. A Varley, como hombre de nuestro tiempo que es, no le importa la simple aventura, sino el examinar los posibles futuros de la humanidad, y las reacciones de esta humanidad ante dichos futuros.
Y dentro de la obra de Varley (que recientemente se ha enriquecido con una nueva novela, Titán, en la que abunda en los anteriores planteamientos, y que constituye el primer volumen de una trilogía que se complementa con otras dos obras, Hechicera y Demon [Demonio], esta última aún no publicada en español), una auténtica joya: la que da título a esta selección de cuatro de sus mejores relatos. La persistencia de la visión se aparta de ese universo que he descrito y que tan querido le es a Varley. Se aparta en realidad de todo lo que he leído últimamente en ciencia ficción. De hecho, mucha gente ha afirmado que ni siquiera es ciencia ficción (pero, pregunto yo, ¿dónde se hallan los límites de lo que es ciencia ficción?). Esa aventura de una comunidad de sordociegos que busca y encuentra su camino siguiendo unas vías distintas a las de la humanidad normal es a mi juicio una de las obras más emotivas escritas en la última década en el ámbito de toda la literatura mundial. Una vez más, basándose en un profundo conocimiento científico, Varley da rienda suelta a su imaginación, y lleva a cabo un sensacional estudio de la naturaleza humana en su enfrentamiento a lo que la gente común denomina «la adversidad». El hecho de que esta historia recibiera los premios Hugo y Nebula al mejor relato de ciencia ficción en 1979 es sólo el reconocimiento de su inusitada calidad. Es probable que Varley, todavía en los inicios de su brillante carrera, nos dé otros y más numerosos ejemplos de su buen hacer literario. Pero aunque no lo hiciera, su obra anterior, las novelas y relatos antes citados, y en especial esta última historia, bastan para situarle como una de las personalidades más originales y excelentes de la presente década.
Domingo Santos
La persistencia de la visión
Era el año de la cuarta no-depresión. Hacía poco que me había unido a las filas de los desempleados. El Presidente me había dicho que no debía tener miedo a nada excepto al mismo miedo. Por una vez, le tomé la palabra, de manera que me eché la mochila al hombro y salí en dirección a California.
No era el único. La economía mundial se había estado retorciendo como una serpiente sobre las brasas durante los últimos veinte años, desde comienzos de los setenta. Nos hallábamos en un ciclo de sube-y-baja que parecía no tener fin. Había barrido el sentimiento de seguridad que la nación había obtenido tan dolorosamente durante los dorados años posteriores a los treinta. La gente estaba acostumbrada al hecho de que podía ser rica un año y apuntarse a la cola de los desocupados al siguiente. Yo me apunté en esta última en el ochenta y uno, y de nuevo en el ochenta y ocho. Esta vez decidí utilizar mi libertad para ver el mundo. Mi idea era la de embarcarme para el Japón. Con mis cuarenta y siete años, quizá no tuviera otra ocasión de mostrarme irresponsable.
Era a finales del verano. Levantando el pulgar a lo largo de la interestatal, olvidaría con relativa facilidad que había disturbios allá abajo, en Chicago, a causa de la comida. Por las noches dormía en mi saco, miraba las estrellas y escuchaba los grillos.
Tuve que andar la mayor parte del camino de Chicago a Des Moines. Mis pies se endurecieron tras unos cuantos días de horribles ampollas. Los conductores que se detenían eran escasos, en parte debido a la competencia de otros autostopistas, y, en parte, debido a los tiempos que vivíamos. Los conductores locales no se mostraban demasiado ansiosos de recoger a la gente de la ciudad, de quienes habían oído comentar que la mayoría eran asesinos en potencia, enloquecidos por el hambre. En una ocasión me dieron una buena paliza y me aconsejaron que nunca volviera a Sheffield, Illinois.
Pero, de manera gradual, aprendí a vivir en la carretera. Había empezado con una pequeña reserva de latas de conserva recibidas de la seguridad social, y cuando se acabaron, descubrí que era posible hacerse emplear, a cambio de un poco de comida, en muchas de las granjas que había a lo largo de la carretera.
Algunos de esos trabajos eran duros, otros tan sólo un toma y daca profundamente arraigado en la mente de algunas personas que creían que no debía darse algo por nada. Muy pocas comidas eran gratis, en la mesa familiar, con los nietos sentados alrededor mientras el abuelo o la abuela contaban las historias, muchas veces repetidas, de lo que había sido la Gran Depresión del 29, cuando la gente no temía echarle una mano al compañero que estaba tocando fondo. Descubrí que cuanto mayor era la persona, más probabilidades había de que te escuchara con simpatía. Ése es uno de los muchos trucos que aprendes. Y los más ancianos eran los que te daban las cosas con mayor facilidad, a condición tan sólo de que te sentaras y les escucharas un poco. Me convertí en un auténtico maestro.
El autostop mejoró algo una vez pasado Des Moines; luego, empeoró a medida que me acercaba a los campos de refugiados que bordeaban la Franja China. Hacía tan sólo cinco años desde el desastre, ¿lo recuerdan?, cuando un reactor nuclear de Omaha estalló y una masa de uranio y plutonio en fusión empezó a abrirse camino por el suelo en dirección a China, extendiendo una franja de radiactividad de seiscientos kilómetros a impulsos del viento. La mayor parte de Kansas City, Missouri, vivía aún en una ciudad hecha de barracones de hojalata y de madera contrachapada mientras aguardaban a que la ciudad fuera habitable de nuevo.
Los refugiados formaban un grupo trágico. La solidaridad inicial que la gente muestra tras un gran desastre hacía tiempo que se había desvanecido en el letargo y la desilusión de las personas desplazadas. Muchas de ellas no harían sino entrar y salir de los hospitales durante el resto de sus vidas. Para empeorar las cosas, la gente del lugar les odiaba, les temían, no querían ningún contacto con ellos. Les consideraban como a parias modernos, impuros. Sus hijos eran evitados. Cada campo tenía tan sólo un número para identificarlo, pero la población local los llamaba a todos Ciudades Geiger.
Di un largo rodeo hasta Little Rock para evitar cruzar la Franja, aunque era segura a condición de que no permanecieras demasiado tiempo en ella. La Guardia Nacional me entregó un distintivo de paria —un dosímetro—. y erré de una Ciudad Geiger a la siguiente. La gente se mostraba lastimosamente amigable apenas daba uno el primer paso, y siempre dormí a cubierto. La comida era gratis en los comedores de la comunidad.
Una vez en Little Rock, descubrí que la aversión a recoger extraños —que podían estar contaminados por la «enfermedad de la radiación»— desaparecía, y avancé rápidamente a través de Arkansas, Oklahoma y Texas. Trabajé un poco aquí y allá, pero la mayor parte de las etapas eran largas. Todo lo que vi de Texas fue a través de la ventanilla de un coche.
Estaba un poco cansado de todo eso cuando llegué a Nuevo México. Decidí caminar. Por aquel entonces estaba menos interesado en California que en el viaje en sí. Dejé las carreteras y anduve campo traviesa, donde no había cercas que me detuvieran. Descubrí que no era fácil, ni en Nuevo México, alejarse de los indicios de la civilización.
Allá por los sesenta, Taos era el centro de los experimentos culturales de modos de vida alternativos. Muchas comunas y cooperativas erigidas durante aquel tiempo en las colinas circundantes se habían ido al garete en unos pocos meses, o años, pero unas pocas habían sobrevivido. En los últimos años, cualquier grupo con una nueva teoría acerca de la vida y con el anhelo de ponerla a prueba había gravitado hacia aquella parte de Nuevo México. Como resultado de todo ello, el lugar estaba repleto de desvencijados molinos de viento, paneles solares, domos geodésicos, matrimonios de grupo, nudistas, filósofos, teóricos, mesías, ermitaños, y más locos de los que debería haber.
Taos era algo grande. Podía penetrar en la mayor parte de las comunas y quedarme allí un día o una semana, comiendo arroz orgánico y judías y bebiendo leche de cabra. Cuando estaba cansado de la caminata en cualquier dirección, me llevaban hasta otra. Allí, tanto me podía ser ofrecida una noche de plegarias y cánticos como una orgía ritual. Algunos de los grupos poseían establos inmaculados con ordeñadoras automáticas para multitud de vacas. Otros no tenían ni siquiera letrinas; se limitaban a acuclillarse en cualquier sitio. En algunos, los miembros iban vestidos como monjes, o como cuáqueros de la Pennsylvania primitiva. Más allá iban desnudos y con todo el pelo del cuerpo afeitado, y pintados de color violeta. Había sendos grupos exclusivos masculinos y femeninos. En la mayor parte de los primeros me pedían que me quedara; en los segundos, las respuestas iban desde el ofrecimiento de una cama para la noche y una buena conversación hasta el recibimiento a punta de fusil detrás de una cerca de alambre con espinos.
Intenté no enjuiciar a nadie. Aquella gente estaba haciendo algo importante, todos ellos. Se dedicaban a probar formas de no tener que vivir en Chicago de nuevo. Aquello me maravillaba. Yo había pensado que Chicago era algo inevitable, como la diarrea.
Eso no quiere decir que todos ellos tuvieran éxito en su empeño. Algunos hacían que Chicago pareciera un Shangri-la. Un grupo parecía creer que volver a la naturaleza consistía en dormir en una pocilga y comer unos alimentos que un carroñero desdeñaría tocar. Muchos estaban obviamente sentenciados. No dejarían tras de sí más que un grupo de barracas vacías y el recuerdo del cólera.
Así que el lugar no era el paraíso; le faltaba mucho para ello. Pero había algunos éxitos. Uno o dos grupos se hallaban allí desde el sesenta y tres o el sesenta y cuatro, e iban ya por su tercera generación. Me sentí algo decepcionado al comprobar que la mayoría de ellos estaba constituida por aquellos que menos se habían apartado de las normas de comportamiento establecidas, aunque algunas de las diferencias podían resultar sorprendentes. Supongo que los experimentos más radicales eran los que menos probabilidades tenían de dar fruto.
Estuve allí todo el invierno. Nadie se sorprendía de volver a verme. Parece que mucha gente acudía a Taos a comprar cosas. Rara vez me quedaba más de tres semanas en un mismo sitio, y siempre colabora en las tareas. Hice muchos amigos y adquirí habilidades que iban a servirme si proseguía apartándome de las carreteras. Me tentó la idea de quedarme en una de aquellas comunidades para siempre. Como no llegaba a tomar una decisión, me aconsejaron que no me apresurara. Pedía ir a California y luego volver. Parecían seguros de que eso era lo que haría.
Así, cuando la primavera llegó, me encaminé hacia el oeste, a través de las colinas. Permanecí alejado de las carreteras, durmiendo al aire libre. Varias noches descansé en otras comunas, hasta que empezaron a volverse raras, y luego desaparecieron. El campo no era tan hermoso como antes.
Por fin, tres días de andadura después de haber abandonado la última comuna, llegué ante un muro.
En 1964, una epidemia de sarampión alemán, o rubéola, se produjo en Estados Unidos. Esta es una de las enfermedades infecciosas más benignas. La única ocasión que se convierte en un problema es cuando la contrae una mujer que se halla en los cuatro primeros meses de embrazo. Entonces, pasa al feto, el cual desarrolla una serie de complicaciones. Estas complicaciones incluyen sordera, ceguera y lesiones cerebrales.
En 1964, en los días anteriores a que el aborto se convirtiera en algo al alcance de todo el mundo, no había nada que hacer al respecto. Muchas mujeres embarazadas contrajeron la rubéola y dieron a luz a sus hijos. Cinco mil niños sordos y ciegos nacieron en un año. La incidencia anual media de niños carentes de visión y oído al mismo tiempo suele ser de ciento cuarenta en Estados Unidos.
En 1970, todos aquellos cinco mil Helen Keller potenciales tenían seis años. Muy pronto fue visible que había escasez de Ana Sullivan. Antes, los niños sordos y ciegos podían ser internados en las pocas instituciones especiales existentes.
Era un problema. No todo el mundo está capacitado para ocuparse de un niño sordomudociego. No puedes pedirle que se calle cuando llora; ni razonar con él, decirle que su lloros te están volviendo loco. Algunos padres cayeron en profundas depresiones nerviosas cuando intentaron tener a sus hijos en casa.
Muchos de los cinco mil niños eran subnormales profundos, y resultaba virtualmente imposible comunicarse con ellos, aun en el caso de que alguien lo hubiera intentado. La mayoría terminó encerrada en los centenares de anónimas instituciones y hospitales para niños «especiales». Eran metidos en la cama, y limpiados una vez al día por unas pocas enfermeras sobrecargadas de trabajo, y, por lo general, se les dejaba completa libertad; se les dejaba que languidecieran libremente en su propio universo oscuro, tranquilo, privado. ¿Quién podía decir que aquello fuera malo para ellos? Ninguno se había quejado.
Muchos niños cuyos cerebros no habían resultado afectados fueron encerrados también entre los subnormales debido a que eran incapaces de decirle a nadie que ellos estaban allí, que existían tras sus ojos ciegos. Fracasaron en las series de tests táctiles, sin comprender que era su suerte lo que dependía de ello cuando se les pedía que introdujeran espiguillas redondas en agujeros cuadrados al compás del tictac de un reloj que no podían ver ni oír. Como resultado de todo ello, pasaron el resto de sus vidas en una cama, y ninguno se quejó tampoco. Para protestar, uno debe ser consciente de la posibilidad de algo mejor. El poder usar el lenguaje ayuda también.
Se descubrió que varios cientos de los niños tenían un coeficiente intelectual que entraba dentro del margen de la normalidad. Hubo nuevas historias sobre ellos cuando llegaron a la pubertad y se reveló que había bastante gente preparada como para manejarles de la forma conveniente. Se gastó dinero, se adiestraron profesores. Los gastos de educación se mantendrían durante un período de tiempo específico, hasta que los chicos hubieran crecido, y las cosas volvieran a la normalidad, y todos se felicitarían mutuamente por haberse resuelto de modo satisfactorio un arduo problema.
Y, por supuesto, todo funcionó a la perfección. Hay medios de comunicarse e instruir a tales niños. Implican paciencia, amor y dedicación, y los profesores emplearon todo ello en su trabajo. Todos los graduados en estas escuelas especiales las abandonaron sabiendo expresarse con las manos. Algunos incluso sabían hablar. Unos pocos podían escribir. La mayoría de ellos abandonaron las instituciones para ir a vivir con sus padres u otros familiares; o si ninguna de las dos cosas era posible, recibieron consejos y ayuda de las propias instituciones para poder integrarse en la sociedad. Las opciones eran limitadas, por supuesto, pero la gente puede vivir existencias satisfactorias incluso bajo los más severos impedimentos. No todos, pero la mayoría de los graduados fueron tan felices con su destino como razonablemente podía esperarse. Algunos llegaron casi a alcanzar el estado de paz casi mística de su modelo, Helen Keller. Otros se volvieron amargados e introvertidos. Unos pocos tuvieron que ser internados en asilos, donde se convirtieron en indistinguibles de aquellos otros de su grupo que habían pasado allí sus últimos veinte años. Sin embargo, las cosas fueron bien para la mayoría.
Pero entre el grupo, como en todos los grupos, había algunos inadaptados. Tendían a localizarse entre los más brillantes, el diez por ciento que tenía los coeficientes intelectuales más altos. Aunque ésta no era una regla fija. Algunos habían obtenido resultados en los tests que no tenían nada de sorprendente, y, sin embargo, se veían contagiados por el ansia de hacer algo, de cambiar las cosas, de agitar la nave. En un grupo de cinco mil personas se puede estar seguro de encontrar unos pocos genios, artistas, soñadores, agitadores, individualistas, líderes, forjadores: unos pocos maníacos gloriosos.
Y había alguien entre ellos que hubiera podido llegar a presidente, de no ser por el hecho de que, además de ciega y sordomuda, era una mujer. Era lista, pero no entraba en la categoría de los genios. Era una soñadora, una fuerza creativa, una innovadora. Era quien había soñado con la libertad. Pero no edificaba castillos en el aire. Había soñado con aquello, y estaba decidida a convertirlo en realidad.
El muro, hecho de piedras cuidadosamente encajadas, tenía un metro y medio de alto. Se hallaba fuera de lugar en relación con todo lo que había visto en Nuevo México, aunque había sido construido con roca de la zona. Uno no construye ese tipo de muro en aquel sitio, y utiliza alambre de espino si necesita cercar algo, aunque, por lo general, la mayoría de la gente no utiliza nada en absoluto. En cierto modo, parecía algo trasplantado de Nueva Inglaterra.
Era lo bastante macizo como para no atreverme a saltarlo. Había cruzado muchas cercas de alambre de espino en mis viajes, sin meterme en ningún problema por ello, aunque había tenido alguna que otra discusión con varios rancheros. La mayoría de ellos se limitaban a decirme que me largara de allí, pero sin que la cosa llegara a mayores. Aquello era diferente. Decidí rodearlo. Debido a la configuración del terreno, no podía decir hasta dónde se extendía; pero tenía tiempo.
En lo alto del siguiente promontorio vi que no tendría que ir muy lejos. El muro giraba en ángulo recto justo delante. Miré por encima de él y pude ver algunas edificaciones. La mayor parte de ellas eran domos, las ubicuas estructuras utilizadas por todas las comunidades debido a la combinación de su facilidad de construcción y su durabilidad. Había ovejas tras el muro, y unas pocas vacas. Pastaban en un césped tan verde que sentí deseos de saltar el muro y revolcarme en él. El muro rodeaba un rectángulo de verdor. Fuera, donde yo estaba, tan sólo crecían matojos y salvia. Aquella gente tenía acceso al agua de riego del río Grande.
Di la vuelta a la esquina y seguí el muro de nuevo.
Vi al hombre a caballo casi al mismo tiempo que él me divisaba a mí.
Estaba algo más lejos, en la parte exterior del muro, y dio media vuelta para cabalgar en mi dirección.
Era un hombre de tez oscura y rasgos angulosos, vestido con un mono de dril, botas y un sombrero Stetson gris bastante deteriorado. Tal vez se trataba de un navajo. No sé mucho acerca de los indios, pero había oído que aquéllas eran sus tierras.
—Hola —dije cuando se detuvo. Me miraba con fijeza—. ¿Estoy en su territorio?
—Territorio tribal —dijo—. Aja, está usted en él.
—No he visto ninguna señal.
Se encogió de hombros.
—Bueno, amigo. No parece un ladrón de ganado. —Me sonrió. Sus dientes eran largos, manchados de tabaco—. ¿Acampará aquí esta noche?
—Sí. ¿Hasta dónde se extiende su..., esto..., su territorio tribal? ¿Puedo haberlo abandonado antes de la noche?
Meneó gravemente la cabeza.
—No. Todavía se encontrará en él mañana. De acuerdo. Si enciende fuego, vaya con cuidado ¿eh?
Sonrió de nuevo, y empezó a alejarse.
—¡Oiga! —dije—, ¿qué es este lugar?
Hice un gesto hacia el muro, y él regresó junto a mí. Su caballo levantó una polvareda.
—¿Por qué lo pregunta?
Parecía un poco suspicaz.
—No sé. Sólo curiosidad. Se ve distinto de otros lugares que he visto por aquí. Este muro...
Frunció el ceño.
—Maldito muro... —Luego se encogió de hombros. Pensé que no iba a decir nada más. Sin embargo, prosiguió—: Esa gente..., debemos velar por ella, ¿entiende? Quizá no estemos de acuerdo con lo que hacen. Pero no es fácil para ellos, ¿sabe?
Me miró, como si esperase algo. Nunca he podido acostumbrarme a la forma de hablar de esos lacónicos tipos del Oeste. Siempre he tenido la sensación de que mis frases eran demasiado largas. Abrevian sus pensamientos a base de gruñidos y de encogerse de hombros y omiten partes de su discurso, de modo que siempre he tenido la sensación de ser un tipo plomo del Este cuando hablo con ellos.
—¿Reciben huéspedes? —pregunté—. Pienso que tal vez podría pasar la noche aquí.
Se encogió de hombros de nuevo, y en esta ocasión fue un gesto completamente distinto.
—Quizá. Todos ellos son ciegos, y sordomudos, ¿sabe?
Y aquélla fue toda la conversación que pude mantener en un solo día. Hizo un sonido cloqueante y se alejó al galope.
Seguí el muro hasta que llegué a un sucio camino que serpenteaba siguiendo el arroyo y atravesaba el muro. Había una puerta de madera, pero estaba abierta. Me pregunté para qué se habrían tomado la molestia de levantar el muro si no lo cerraban. Luego vi los raíles de un tren de vía estrecha que surgían por la puerta, trazaban un círculo y se cerraban sobre sí mismos. Había un pequeño apartadero que corría a lo largo de la pared exterior durante unos pocos metros.
Permanecí inmóvil por unos instantes. No sé lo que me hizo tomar una decisión. Pienso que estaba un poco cansado de dormir al aire libre, y ansiaba tomar una comida casera. El sol se hallaba ya cerca del horizonte. Hacia el oeste el paisaje seguía siendo igual a sí mismo. Si la carretera hubiera estado a la vista, es probable que me hubiera dirigido hacia allí y habría hecho autostop. Pero giré en dirección opuesta y penetré en el recinto.
Anduve entre los raíles. Había una cerca de madera a cada lado de la vía, hecha con maderos horizontales, como un corral. Las ovejas pastaban a un lado. Había un perro ovejero de raza shetland, que irguió las orejas y me siguió con la mirada cuando pasé, pero no acudió cuando silbé.
Calculé unos ochocientos metros hasta el grupo de edificios que tenía enfrente. Había cuatro o cinco domos hechos con un material transparente, como invernaderos, y varios edificios cuadrados convencionales. Dos molinos de viento giraban perezosamente con la ligera brisa. También pude ver varias baterías solares para calentar el agua. Eran construcciones planas de cristal y madera, colocadas de tal modo que podían girar para seguir al sol. Ahora estaban casi verticales, interceptando los oblicuos rayos del atardecer. Había unos pocos árboles, que enmarcaban lo que parecía un huerto.
Casi a mitad de camino pasé bajo un puentecillo de madera. Trazaba un arco sobre la vía, dando acceso de los pastos del Este a los pastos del Oeste. «¿Qué hay de malo en una simple puerta?», me pregunté.
Luego vi algo que avanzaba por la vía en dirección a mí. Viajaba sobre los raíles y casi no producía ruido. Me detuve y aguardé.
Era una especie de vagoneta minera de arrastre convertida, del tipo de las que extraen las cargas de carbón del fondo de las minas. Iba accionada por baterías, y había llegado casi junto a mí antes de que pudiera oír su ruido. Un hombre pequeño la conducía.
Arrastraba un cochecito tras él y cantaba en voz tan alta como le era posible, sin ningún sentido del tono en absoluto.
Seguía acercándose, a una velocidad de unos ocho kilómetros por hora, con una mano tendida hacia fuera, como si indicara que iba a girar a la izquierda. Me di cuenta de lo que hacía en realidad cuando ya estaba casi sobre mí. No iba a detenerse. Contaba los postes de la empalizada con la mano. Trepé por la cerca justo a tiempo. No había más de quince centímetros de holgura entre el tren y la cerca, a ambos lados. La palma de su mano tocó mi pierna mientras yo me aplastaba contra la cerca, y se detuvo de pronto.
Saltó de la vagoneta y me sujetó, y pensé que me había metido en problemas. Pero parecía preocupado, no furioso, y sus manos me palparon de arriba abajo, intentando descubrir si estaba herido. Yo me sentía azorado. No por el examen, sino porque me había comportado como un estúpido. El indio había dicho que allí todos eran ciegos y sordos, pero debo confesar que no me lo había creído demasiado.
Pareció henchido de alivio cuando conseguí hacerle comprender que me encontraba perfectamente. Con gestos elocuentes me explicó que no debía permanecer en la vía. Indicó que saltara al otro lado de la cerca y continuara a través de los campos. Lo repitió varias veces para asegurarse de que yo lo comprendía, y luego se aferró a mí mientras yo trepaba a fin de asegurarse de que había salido de su camino. Tendió los brazos sobre la cerca y me sujetó por los hombros, sonriéndome. Señaló hacia la vía y agitó la cabeza en un gesto negativo, luego señaló a los edificios y asintió. Tocó mi cabeza y sonrió cuando yo asentí. Subió al vehículo de nuevo y lo puso en marcha, asintiendo todo el tiempo, mientras señalaba hacia el lugar donde deseaba que yo fuera.
Dudé acerca de qué hacer. La mayor parte de mí decía: «Da media vuelta, cruza de nuevo el muro a través de los pastos y marcha hacia las colinas». Aquella gente probablemente no me querría por los alrededores. Dudaba de mi capacidad para comunicarme con ellos, y quizá a ellos no les agradara mi presencia. Por otra parte, me sentía fascinado. ¿Y quién no? Deseaba ver cómo se las arreglaban. Seguía sin creer que todos ellos fueran sordos y ciegos. No parecía posible.
El perro ovejero olisqueaba mis pantalones. Bajé la mirada hacia él y retrocedió, luego se me acercó de nuevo con suavidad mientras yo le tendía la mano, con la palma abierta. La olisqueó, y la lamió. Le palmeé la cabeza, y él regresó a sus ovejas.
Me volví hacia los edificios.
La primera cuestión a tener en cuenta fue el dinero.
Ninguno de los estudiantes sabía mucho al respecto por experiencia propia, pero la biblioteca estaba llena de libros en braille. Empezaron a leerlos.
Una de las primeras cosas que se evidenciaron fue que, cuando se mencionaba el dinero, los abogados nunca estaban demasiado lejos. Los estudiantes escribieron cartas. Por las respuestas, seleccionaron un abogado y le contrataron.
Por aquel entonces, estaban en una escuela de Pennsylvania. Los pupilos originales de las escuelas especiales, quinientos en total, se habían visto reducidos a unos setenta a medida que la gente abandonaba dichos centros para ir a vivir con algún pariente o buscar otras soluciones a sus problemas especiales. De esos setenta, algunos tenían lugar a donde ir pero en los cuales no deseaban vivir; otros tenían pocas alternativas. Sus padres o estaban muertos o no les interesaba tenerles con ellos. Así, los setenta habían sido reagrupados de todas las escuelas del contorno a una sola mientras se estudiaban las posibles formas de ocuparse de ellos. Las autoridades tenían planes, pero los estudiantes les pararon los pies.
Cada uno de ellos era titular de una pensión anual garantizada desde 1980. Pero como estaban bajo la custodia del gobierno, ninguno había recibido nada. Enviaron a su abogado a entablar una demanda. Volvió con una resolución de que no tenían derecho a nada. Apelaron, y ganaron. La cantidad tuvo que ser pagada con carácter retroactivo, con sus correspondientes intereses, y representó una suma respetable. Dieron las gracias a su abogado y buscaron un agente inmobiliario. Mientras tanto, seguían con sus estudios.
Estudiaron acerca de las comunidades de Nuevo México, y dieron instrucciones a su agente para que les buscase algo por allí. Éste firmó un contrato de arriendo a perpetuidad de un terreno perteneciente al pueblo navajo. Se informaron acerca del lugar, y comprobaron que iban a necesitar gran cantidad de agua para convertirlo en productivo de la forma que deseaban.
Se dividieron en grupos para investigar qué iban a necesitar a fin de convertirse en autosuficientes.
El agua podía ser obtenida si sacaban un ramal de los canales que la conducían de las reservas del río Grande hasta los terrenos en reconversión del Sur. Podía conseguirse dinero federal para el proyecto a través de una laberíntica red que implicaba al Departamento de Salud, Educación y Bienestar Social, al de Agricultura, y a la Oficina de Asuntos Indios. Terminaron pagando muy poco por las obras.
El terreno era árido. Necesitarían simientes a fin de utilizarlas para criar ovejas con técnicas de pastos al aire libre. El coste de las simientes podía ser subvencionado por el programa de Colonización Rural. Tras de lo cual, plantarían tréboles para enriquecer el suelo con todos los nitratos que desearan.
Había técnicas disponibles para crear una granja ecológica, sin preocuparse de fertilizantes ni pesticidas. Todo era reciclado. En esencia, uno pone luz solar y agua por un lado, y recoge lana, peces, vegetales, manzanas, miel y huevos por el otro. No se utiliza más que la tierra, y se la regenera inyectando de nuevo todos los desechos reciclados al suelo. No estaban interesados en negocios agrícolas a base de enormes cosechas obtenidas con la utilización de grandes cosechadoras mecánicas y siembras aéreas. Ni siquiera deseaban obtener beneficios. Lo único que querían era ser autosuficientes.
Los detalles se multiplicaron. Su líder, la mujer que había tenido la idea original y hecho lo necesario para ponerla en práctica, enfrentándose a los enormes obstáculos, era una dinamo llamada Janet Reilly. Sin saber nada de las técnicas que generales y ejecutivos emplean para la consecución de amplios objetivos, las inventó por sí misma y las adaptó a las peculiares necesidades y limitaciones de su grupo. Asignó equipos especializados para la resolución de cada aspecto de su proyecto: leyes, ciencias, planificación social, diseño, compras, logística, construcción. En cada ocasión, ella era la única persona que lo sabía todo acerca de lo que estaba ocurriendo. Lo llevaba en su mente, sin notas de ningún tipo.
Fue en el campo de la planificación social donde se mostró como una visionaria, y no sólo como una soberbia organizadora. Su idea no era conseguir un lugar donde pudiera llevar una vida que fuera una ciega y sorda imitación de sus semejantes no afligidos por su desgracia. Deseaba un nuevo comienzo completo, una forma de vivir que fuera por y para los sordomudociegos, una forma de vivir que no aceptara ninguna convención. Examinó todas las instituciones sociales humanas, desde el matrimonio hasta el escándalo público, para ver de qué modo estaban relacionadas con sus necesidades y las de sus amigos. Era consciente del peligro de tal enfoque, pero aquello no la asustaba. Su Equipo Social estudió cada variante de grupo que había intentado en alguna ocasión crear su propio estilo de vida, y le entregó sus informes acerca de cómo y por qué habían fracasado o tenido éxito. Ella filtró esa información a través de su propia experiencia para ver cómo funcionaría con su poco habitual grupo, con su propia gama de necesidades y anhelos.
Los detalles eran interminables. Contrataron a una arquitecta para que trasladara sus ideas a planos en braille. Los planos fueron evolucionando de manera gradual. Gastaron más dinero. Se inició la construcción, supervisada sobre la marcha por su arquitecta, quien se sintió tan fascinada por el proyecto que no cobró sus servicios. Era un logro importante, ya que necesitaban a alguien allí en quien confiar. Es la única forma en que puede hacerse realidad algo a tanta distancia.
Cuando todo estuvo listo para que se trasladaran, tropezaron con los problemas burocráticos. Lo habían previsto, pero fue un retraso. Los servicios sociales cargaron las tintas afirmando que dudaban de la viabilidad del proyecto. Cuando se hizo evidente que ningún razonamiento iba a detenerles, los engranajes se pusieron en movimiento, y el resultado fue una orden prohibiéndoles, en su propio bien, abandonar la escuela. Por aquel entonces, todos ellos tenían ya veintiún años, pero fueron juzgados como incompetentes mentales para regir sus propios asuntos. Apelaron.
Por fortuna, aún tenían a su abogado. Este también se había sentido cautivado por la insensata visión, y se preparó para la gran batalla en su favor. Tuvo éxito en hacer promulgar una resolución referente a los derechos de las personas sometidas a tutela institucional, refrendada más tarde por la Corte Suprema, que tendría grandes repercusiones en los hospitales estatales y comarcales. Al darse cuenta de los problemas que se estaban creando con los miles de pacientes bajo condiciones inadecuadas en todo el país, los servicios sociales se batieron en retirada.
Por aquel entonces era la primavera de 1986, un año después de la fecha que se había fijado como meta. Una parte de su simiente se había perdido, a falta del trébol que debía prevenir la erosión. Era ya demasiado tarde para iniciar de nuevo la sementera, y empezaban a andar faltos de dinero. Sin embargo, se trasladaron a Nuevo México e iniciaron la agotadora tarea de ponerlo todo en marcha. Eran cincuenta y cinco, con nueve niños de edades comprendidas entre los tres y los seis años.
No sé lo que yo esperaba. Recuerdo que todo resultaba sorprendente quizá porque todo era tan normal o quizá porque todo era tan distinto. Ninguna de mis idiotas conjeturas acerca de cómo podía ser un lugar como aquél se reveló cierta. Y, por supuesto, yo no conocía la historia del lugar; la supe más tarde, recogida a fragmentos.
Me sorprendió ver luces en algunos de los edificios. Lo primero que yo había asumido era que ellos no las necesitaban para nada. Eso es un ejemplo de algo tan normal que me sorprendió.
En cuanto a las diferencias, lo primero que llamó mi atención fue la cerca alrededor de las vías del ferrocarril. Tenía un interés personal en ella, pues había estado casi a punto de resultar lesionado por ese motivo. Me esforcé en comprenderla, aunque sólo fuera a quedarme una noche allí.
La cerca de madera que encerraba los raíles a lo largo de su camino hasta la puerta continuaba por el otro lado hasta una especie de cochera donde los raíles trazaban otro círculo cerrado como el que había fuera del muro. Toda la línea estaba protegida por la doble cerca. El único acceso era una plataforma de carga en la cochera, y la puerta al exterior. Aquello tenía sentido. La única forma en que una persona sordomudo-ciega podía operar un medio de transporte como aquél era con la seguridad de que no encontraría obstáculo alguno en su camino. Esa gente jamás andaría por la línea férrea; no había ningún medio que pudiera avisarles de que un tren se acercaba.
Había gente que se movía a mi alrededor en el crepúsculo, a medida que avanzaba hacia el grupo de edificios. No parecieron darse cuenta de mi presencia, como yo esperaba. Avanzaban aprisa; algunos de ellos iban casi corriendo. Me detuve, y miré a mi alrededor para evitar que alguien tropezara conmigo. Tenía que comprender cómo lo hacían para no chocar entre sí antes de atreverme a proseguir mi avance.
Me incliné hacia el suelo y lo examiné. La luz era bastante mala, pero vi, de inmediato, que el área estaba llena de pistas de cemento que se entrecruzaban. Cada una de las pistas aparecía grabada con un dibujo diferente formando ranuras hechas antes de que el material se hubiera secado..., líneas, ondulaciones, depresiones, bandas rugosas o lisas. Me di cuenta de que la gente que iba más aprisa avanzaba sólo por esas pistas, y que todos ellos iban descalzos. No había ninguna dificultad en ver que se trataba de alguna especie de esquema de tráfico que era leído con los pies. Me levanté. No necesitaba saber cómo funcionaba. Era suficiente con saber lo que era y mantenerme alejado de las pistas.
La gente no tenía nada de particular. Algunos de los que se cruzaban conmigo no iban vestidos, pero ya estaba acostumbrado a aquello. Los había de todos los tamaños y configuraciones; no obstante, todos parecían tener la misma edad excepto los niños. De no ser por el hecho de que no se detenían a charlar entre sí, o de que ni siquiera se saludaban con un gesto al cruzarse, nunca hubiera dicho que eran ciegos. Les observé cuando llegaban a las intersecciones de las distintas pistas —no comprendía cómo se daban cuenta de que llegaban a ellas, pero pensé en varias explicaciones—, y disminuían su marcha al cruzarlas. Era un sistema maravilloso.
Empecé a pensar en abordar a alguien. Llevaba más de media hora allí, como un intruso. Creo que tenía una falsa idea de la vulnerabilidad de aquella gente; me sentía como un ladrón.
Anduve durante un minuto al lado de una mujer. Avanzaba muy decidida, con los ojos fijos hacia adelante, o al menos eso parecía. Captó algo, quizá mis pasos. Disminuyó un poco la marcha, y toqué su hombro, sin saber qué otra cosa hacer. Ella se detuvo al instante y se volvió hacia mí. Sus ojos estaban abiertos pero eran inexpresivos. Sus manos estuvieron de inmediato sobre mí, palpó mi rostro, mi pecho, mis manos: sus dedos recorrieron mis ropas. En mi mente no había ninguna duda de que ella me había reconocido como a un extraño, tal vez desde mi primera palmada en su hombro. Pero me sonrió, cálida, y me abrazó. Sus manos eran muy delicadas y acogedoras. Resultaba curioso, ya que se veían callosas por el trabajo duro. Pero se notaban sensitivas.
Ella me hizo comprender —al señalar hacia el edificio, mientras hacía signos de comer con una imaginaria cuchara, y tocaba un número en su reloj— que la cena iba a ser servida dentro de una hora, y que yo estaba invitado. Asentí y sonreí entre sus manos; ella me besó en la mejilla y se apresuró a seguir su camino.
Bien. La cosa no estaba tan mal. Me había preocupado acerca de mi habilidad para comunicarme. Más tarde descubrí que ella había aprendido mucho más sobre mí de lo que yo le había dicho.
No tenía ninguna prisa en dirigirme al comedor o lo que fuera, así que vagabundeé un poco por la creciente oscuridad contemplando sus dominios. Vi al pequeño shetland conduciendo a las ovejas al redil para la noche. Las llevó expertamente hasta la abierta puerta sin necesitar de ninguna instrucción, y uno de los residentes la cerró y aseguró después. El hombre se inclinó luego y rascó la cabeza del perro, y recibió un lametón en la mano como respuesta. Realizadas sus tareas nocturnas, el perro acudió a la carrera hasta mí y se puso a olisquear las perneras de mi pantalón. No se apartó de mí durante el resto de la velada.
Todo el mundo parecía estar tan ocupado que me sorprendí al ver a una mujer sentada en una cerca, sin hacer nada. Me acerqué a ella.
Cuando estuve a su lado, vi que era más joven de lo que yo había pensado. Tenía trece años, supe más tarde. Iba desnuda. La toqué en el hombro, y ella saltó de la cerca y realizó la misma rutina que la otra mujer, tocándome por todos lados sin ninguna inhibición. Tomó mi mano, y sentí sus dedos, que se movían con rapidez sobre mi palma. No podía comprender lo que me decía, pero sabía de qué se trataba. Me alcé de hombros, e intenté otros gestos para indicarle que no sabía hablar el lenguaje de las manos. Ella asintió, tomando mi rostro entre sus manos.
Me preguntó si iba a quedarme a cenar. Le aseguré que iba a hacerlo. Me preguntó si era universitario. Y si ustedes piensan que es fácil responder con sólo movimientos corporales, inténtenlo. Sin embargo, había tanta gracia y flexibilidad en sus movimientos, era tan rápida en captar la mímica de mis respuestas, que resultaba algo maravilloso contemplarla. Era diálogo y ballet al mismo tiempo.
Le dije que no venía de ninguna universidad, y me esforcé en intentar explicarle un poco lo que hacía y cómo había llegado hasta allí. Ella me escuchó con las manos, rascándose gráficamente la cabeza cuando fracasaba en hacer claras mis explicaciones. Durante todo el tiempo, la sonrisa de su rostro se hacía más y más amplia, y se reía en silencio de mis payasadas. Todo aquello mientras permanecía muy cerca de mí, tocándome. Al final, se puso las manos en las caderas.
—Creo que necesitas mucha práctica aún —dijo—, pero si te es lo mismo, ¿podíamos hablar un poco de palabra ahora? Me estás agotando.
Di un salto como si hubiera sido picado por una avispa. Aquellos toqueteos que uno podía considerar naturales en una chica sordomudociega me parecieron repentinamente fuera de lugar. Retrocedí un poco, pero sus manos volvieron hacia mí. Ella pareció asombrada, luego sus manos leyeron el problema.
—Lo siento —dijo—. Creías que yo era sordomudociega. Si lo hubiera sabido, te lo habría dicho en seguida.
—Pensaba que todo el mundo aquí lo era.
—Sólo los padres. Yo soy uno de los hijos. Todos nosotros vemos y oímos a la perfección. No te pongas nervioso. Si no te gusta que te toquen, vas a pasarlo mal aquí. Relájate, no voy a hacerte ningún daño.
Y mantuvo sus manos moviéndose sobre mí, principalmente en mi rostro. En aquel momento yo no comprendía, pero aquello parecía no poseer ninguna connotación sexual. En realidad me equivocaba, pero no resultaba evidente.
—Necesitas que te muestre las reglas —dijo, y echó a andar hacia los domos.
Sujetaba mi mano y andaba cerca de mí. Su otra mano seguía moviéndose hacia mi rostro cada vez que yo hablaba.
—En primer lugar, mantente alejado de las pistas de cemento. Es ahí donde...
—Ya lo había supuesto.
—¿De veras? ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
Sus manos buscaron otra vez mi rostro con renovado interés. Casi era oscuro.
—Menos de una hora. He estado a punto de hacerme atropellar por vuestro tren.
Ella se echó a reír, luego pidió disculpas y dijo que sabía que aquello no resultaba divertido para mí.
Yo repuse que era divertido para mí ahora, aunque no había sabido apreciarlo en su momento. Ella dijo que había un cartel de advertencia en la puerta, pero yo había sido lo bastante desafortunado como para llegar cuando la puerta estaba abierta —se abría automáticamente, por control remoto, en el momento en que un tren se ponía en marcha—, y yo no lo había visto.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté, mientras nos acercábamos a las suaves luces amarillas procedentes del comedor.
Su mano se movió en la mía. luego, se detuvo.
—Oh, no lo sé. Tengo uno; de hecho, tengo varios. Pero son en lenguaje corporal. Soy... Rosa. Creo que puede traducirse por Rosa.
Había una historia tras aquello. Ella había sido el primer niño nacido de los estudiantes de la escuela. Sabían que los bebés eran siempre descritos como de color rosado, así que simplemente la habían llamado Rosa. Para ellos era tan sólo algo rosa. Cuando entramos en el edificio, pude ver que su nombre era visualmente de lo más inexacto. Uno de sus progenitores era negro. Oscuro el tono de su piel, ojos azules y el cabello ensortijado, más claro que la piel. Tenía la nariz ancha, pero los labios delgados.
Ella no me preguntó mi nombre, así que no se lo dije. Nadie me lo preguntó oralmente durante todo el tiempo que permanecí allí. Me llamaron de varias maneras en lenguaje corporal, y cuando me llamaban verbalmente, tan sólo decían: «Eh, tú». El lenguaje hablado no era su fuerte.
El comedor era un edificio rectangular hecho de ladrillos. Se hallaba conectado con uno de los domos grandes. Tenía una débil iluminación. Luego supe que las luces habían sido encendidas sólo por mí. Los niños no las necesitaban para nada excepto para leer. Seguí sujetando la mano de Rosa, feliz por tener un guía. Mantuve mis ojos y mis oídos abiertos.
—Aquí no usamos formalidades —dijo Rosa. Su voz sonaba incómodamente fuerte en la amplia estancia. Nadie más hablaba; tan sólo se oían los sonidos de los movimientos y las respiraciones. Algunos de los niños alzaron la vista—. Luego haremos las presentaciones. Ahora, considérate parte de la familia, y nada más. La gente querrá tocarte más tarde, y podrás hablarles. Deja tus ropas en la parte de afuera de la puerta si quieres.
No tenía ningún problema con aquello. Todo el mundo iba desnudo allí, y a mí me resultaba muy fácil por aquel entonces acomodarme a las costumbres de mis anfitriones. Uno se quita los zapatos en el Japón, las ropas en Taos. ¿Cuál es la diferencia?
Bueno, realmente había una. Aquí todo el mundo se tocaba sin cesar. Se tocaban los unos a los otros, tan rutinariamente como nosotros nos miramos. Todos tocaban primero mi rostro, luego me seguían tocando por todas partes de mi cuerpo con lo que parecía la inocencia más total. Como siempre, no era exactamente tal como parecía. No era inocente, ni tampoco el tratamiento habitual que se otorgaban los unos a los otros. Se tocaban mutuamente los genitales mucho más de lo que tocaban los míos. No querían que me asustara. Eran muy educados con los extraños.
Había una mesa larga y baja, con la gente sentada en el suelo a su alrededor. Rosa me condujo hasta ella.
—¿Ves las zonas despejadas del suelo? Permanece alejado de ellas. No pongas nada en ellas. Son para ir de un lado a otro. Nunca cambies nada de sitio. Muebles, me refiero. Esos cambios deben ser decididos en las reuniones plenarias, a fin de que todo el mundo lo sepa. Las cosas pequeñas tampoco. Si coges algo, vuelve a dejarlo exactamente donde estaba.
—Entiendo.
Trajeron boles y fuentes de comida de la adjunta cocina. Los dejaron sobre la mesa, y los comensales empezaron a palparlos. Comían con los dedos, sin platos, y lo hacían lenta y voluptuosamente. Olían largo rato las cosas antes de decidirse a tomar un pedazo. Comer era un acto muy sensual para aquella gente.
Eran unos cocineros extraordinarios. Nunca, ni antes ni después, he comido tan bien como lo hice en Keller. (Ése es mi nombre para aquel lugar, en lenguaje hablado, aunque su nombre en corporal era algo muy parecido. Cuando yo lo llamaba Keller, todo el mundo sabía de qué hablaba.) Utilizaban productos excelentes y frescos como materia prima, algo que es difícil de encontrar en las ciudades, y los cocinaban con maestría e imaginación. No había nada parecido en ninguna cocina estatal que yo hubiera probado antes. Improvisaban, y casi nunca cocinaban la misma cosa dos veces de la misma forma.
Me senté entre Rosa y el hombre que había estado a punto de atropellarme. Me atiborré desvergonzadamente. Aquello estaba tan lejos del correoso buey y de la cartulina orgánica desecada que comía normalmente que me resultó imposible resistirme. Me entretuve saboreándolo, pero, pese a todo, yo terminé antes que todos los demás. Les observé mientras me echaba un poco hacia atrás en mi posición sentada y me preguntaba si tanta comida iba a sentarme mal (no fue así, gracias a Dios). Se daban la comida los unos a los otros, a veces levantándose y rodeando la mesa para ofrecer un bocado especial a un amigo del otro lado. Yo también era alimentado de la misma forma por la mayoría de ellos, y estaba ya a punto de estallar cuando aprendí una escueta frase en lenguaje táctil, diciendo que estaba lleno a rebosar. Aprendí de Rosa que una forma amistosa de rechazar algo era ofrecer uno algo a su vez.
De momento, yo no tenía otra cosa que hacer más que darle de comer a Rosa y mirar a los demás. Empecé a ser más observador. Había creído que comían en soledad, pero pronto me di cuenta de que una viva conversación fluía de un lado a otro de la mesa. Las manos eran rápidas, se movían casi demasiado rápidas como para verlas. Se movían en las palmas de los demás, en los hombros, piernas, brazos, vientres; en todas las partes de cuerpo. Observé con sorpresa cómo una ristra de carcajadas brotaba como fichas de dominó cayendo una tras otra de un extremo al otro de la mesa a medida que una ocurrencia pasaba de mano en mano. Era rápido. Si miraba con atención, podía ver cómo los pensamientos se movían, alcanzando a una persona, siendo transmitidos mientras una respuesta llegaba en dirección opuesta y era transmitida a su vez, lo que originaba otras réplicas a todo lo largo de la hilera y se movían de uno a otro lado. Era como un oleaje, como agua.
Resultaba bastante sucio. Compréndanlo: cuando uno come con los dedos y habla con las manos, lo más probable es que se manche. Pero a nadie parecía importarle. A mí, desde luego, no me preocupaba. Estaba demasiado imbuido en mi sensación de sentirme, en cierto modo, algo aparte. Rosa me hablaba, pero yo estaba empezando a comprender lo que suponía ser sordo. Aquellas gentes eran amigables y parecía que yo les caía bien, pero no podían hacer nada al respecto. Nos veíamos en la imposibilidad de comunicarnos.
Después salimos fuera todos juntos, excepto el equipo encargado de la limpieza, y tomamos un baño bajo una batería de duchas de donde brotaba un agua muy fría. Le dije a Rosa que quería ayudar con la limpieza de los platos, pero ella me respondió que lo único que haría sería molestar. No podía hacer nada en Keller hasta que aprendiera sus formas muy específicas de hacer las cosas. Ella parecía dar por sentado que iba a quedarme el tiempo suficiente como para aprenderlo.
Volvimos a entrar en el edificio para secarnos, lo cual hicieron con su habitual camaradería de perritos juguetones, convirtiéndolo en un juego, secándose los unos a los otros, y luego penetramos en el domo.
El interior era cálido, cálido y oscuro. La luz penetraba por el pasillo que conducía al comedor, pero no bastaba para apagar el brillo de las estrellas que se filtraba a través del mosaico de paneles triangulares sobre nuestras cabezas. Era casi como estar al aire libre.
Rosa se apresuró a hacerme partícipe de la etiqueta que se debía observar dentro del domo. No era difícil de seguir, pero yo seguía replegado sobre mí a fin de evitar un tropezón con alguien si entraba en una pista de circulación.
Mis falsas interpretaciones me ganaban de nuevo. No había el menor sonido excepto el suave roce de carne contra carne, así que pensé que estaba metido en una orgía. Había participado en otras antes, en otras comunas, y se parecían mucho a ésta. Rápidamente me di cuenta de que estaba equivocado, y sólo más tarde descubrí que había estado en lo cierto. En un sentido.
Lo que invalidaba mis ideas por completo era el simple hecho de que la conversación de grupo entre aquella gente tenía que parecer una orgía. Las observaciones más sutiles que hice más tarde indicaron que cuando un centenar de cuerpos desnudos se rozan, se frotan, se besan, se acarician, todo al mismo tiempo, ¿cuál es el punto que señala la diferencia? No había ninguna diferencia.
Debo hacer constar que utilizo la palabra «orgía» sólo en el sentido de dar una idea general de mucha gente en íntimo contacto. No me gusta la palabra, está demasiado llena de connotaciones. Pero yo mismo aceptaba esas connotaciones por aquel tiempo, así que me sentí aliviado de ver que no se trataba de una orgía. Aquellas en las que había participado habían sido tediosas e impersonales, y yo esperaba algo mejor de aquella gente.
Muchos se abrieron camino entre la multitud para venir hacia mí y reunirse conmigo. Nunca más de uno a la vez; eran constantemente conscientes de las circunstancias y aguardaban su turno para hablarme. Por supuesto, no me di cuenta de ello entonces.
Rosa se sentó conmigo para traducirme los pensamientos más complicados. Finalmente fui usando cada vez menos las palabras, a medida que captaba el espíritu de la visión y de la comprensión táctiles. Ninguno parecía conocerme realmente hasta que habían tocado cada parte de mi cuerpo, así que sus manos estaban todo el tiempo sobre mí. Tímidamente, hice lo mismo.
Con todo ese tocar, rápidamente entré en erección, lo cual no dejó de azorarme. Me reprendí a mí mismo por ser incapaz de contener mis respuestas sexuales, por no operar al mismo plano intelectual que suponía ellos utilizaban, cuando me di cuenta con una cierta impresión de que la pareja que se hallaba a mi lado estaba haciendo el amor. Llevaban haciéndolo durante al menos los últimos diez minutos en realidad, y había parecido algo tan natural dentro del esquema de lo que sucedía, que lo había observado sin haberlo observado en realidad.
Tan pronto me di cuenta de ello, me pregunté si era así realmente. ¿Estaban haciendo el amor? Sus movimientos eran muy lentos y la luz, mala. Pero ella tenía las piernas separadas y alzadas, y él estaba sobre ella, al menos de eso estaba seguro. Era una idiotez, pero debía saberlo. Necesitaba descubrir de qué demonios se trataba. ¿Cómo puede uno ofrecer las respuestas sociales si ignora la situación?
Yo era muy sensible al comportamiento social tras los varios meses que había pasado en las distintas comunidades. Me había convertido en un adepto y rezado las plegarias antes de cenar en una, cantado el Hare Krishna en otra, y unido alegremente al nudismo en otra más. Se dice: «A donde fueres, haz lo que vieres», y si uno no se puede adaptar, es mejor que no vaya. Me arrodillaría en La Meca, eructaría tras las comidas, brindaría por todo lo que se me propusiera, comería arroz orgánico y felicitaría al cocinero: pero para hacer todo eso correctamente, uno necesita conocer las costumbres. Allí creía conocerlas, pero había tenido que cambiar de opinión tres veces en pocos minutos.
Estaban haciendo el amor, en el sentido de que él la penetraba. Se hallaban también profundamente absortos el uno en el otro. Sus manos aleteaban como mariposas por el otro cuerpo, cargadas de significados que yo no podía ver o sentir. Pero estaban siendo tocados —y tocaban— por mucha otra gente a su alrededor. Hablaban con toda esa gente, incluso si el mensaje era algo tan simple como una palmada en la frente o en el brazo.
Rosa se dio cuenta de lo que atraía mi atención. Estaba más o menos enroscada en torno a mí, sin hacer en realidad nada que yo pudiera considerar provocativo. Simplemente, no podía decidir. Parecía tan inocente..., y, sin embargo, no lo era.
—Son... y... —dijo (los puntos suspensivos indican una serie de movimientos de su mano contra mi palma).
Nunca aprendí un sonido o una palabra que indicara un nombre para ninguno de ellos, excepto Rosa, y no puedo reproducir los nombres corporales que tenían. Rosa se estiró un poco y tocó con el pie a la mujer. Esta sonrió, sujetó el pie de Rosa, y sus dedos se movieron.
—A... le gustaría hablar contigo más tarde —me dijo Rosa—. Después de que termine de hablar con... Te encontraste con ella antes, ¿recuerdas? Dice que le gustan tus manos.
Ahora todo esto suena estúpido, lo sé. También me sonó estúpido entonces. Me di cuenta de que el significado que ella le daba a la palabra «hablar» y el significado que yo le daba estaban a kilómetros de distancia. Hablar, para ella, significaba un complejo intercambio que implicaba todas las partes del cuerpo. Ella podía leer palabras o emociones en cada contracción de mis músculos, como un detector de mentiras. El sonido era una ínfima parte de la comunicación; algo que utilizaba para comunicarme con los de fuera. Rosa hablaba con todo su ser.
Apenas había captado la mitad del significado de todo aquello, pero incluso así bastaba para cambiar mi opinión con respecto a aquella gente por entero. Ellos hablaban con sus cuerpos. No lo hacían sólo con las manos, como yo había pensado. Cualquier parte del cuerpo en contacto con cualquier otro era comunicación, a veces de un tipo muy simple y básico —piénsese en la bombilla de McLuhan como el medio básico de información—, quizá no diciendo más que «estoy aquí». Pero hablar era hablar, y si la conversación evolucionaba hasta un punto en el que necesitabas hablarle a otro con tus genitales, eso era simplemente una parte más de la conversación. Lo que yo deseaba saber era: ¿qué estaban diciendo? Sabía, incluso en aquel fugaz instante de realización, que había allí mucho más de lo que yo podía captar. Seguro, dirán ustedes. Sabemos lo que es hablar con tu amante con todo tu cuerpo cuando haces el amor. No es ninguna idea nueva. Por supuesto que no, pero piensen en lo maravillosa que es esa forma de hablar, incluso para alguien que no está primariamente orientado a la comunicación táctil. ¿Pueden ustedes desarrollar su pensamiento a partir de ahí, o están condenados a ser unos gusanos de tierra que se esfuerzan en pensar en puestas de sol?
Mientras me sucedía todo eso, había una mujer que estaba tomando conocimiento de mi cuerpo. Sus manos se hallaban sobre mí, en mis muslos, cuando me sentí eyacular. Fue una enorme sorpresa para mí, pero para nadie más. Durante varios minutos, había estado diciéndole a todo el mundo a mi alrededor, por medio de los signos que ellos podían notar con sus manos, que aquello iba a ocurrir. Casi podía comprenderles mientras transmitían tiernos pensamientos hacia mí. De todos modos, capté su sustancia, si no sus palabras. Me sentí terriblemente embarazado tan sólo durante un instante; luego, todo pasó, y dejó lugar a una tranquila aceptación. Era muy intensa. Durante mucho rato no pude recuperar el aliento.
La mujer que había sido la causa de todo tocó mis labios con sus dedos. El toque fue lento, pero significativo, estuve seguro de ello. Luego, se mezcló con el resto del grupo.
—¿Qué ha querido decirme? —pregunté a Rosa.
Ella me sonrió.
—Ya lo sabes, por supuesto. Si dejaras de hablar con la boca...
En esencia, significaba: «Qué bueno para ti». También puede traducirse por: «Qué bueno para mí». Y «mí», en este sentido, significa todos nosotros. El organismo.
Supe que debía quedarme y aprender a hablar.
La comunidad tuvo sus altos y sus bajos. En general, ya los esperaban, pero no sabían qué forma iban a adoptar.
El invierno mató a la mayor parte de los árboles frutales. Los reemplazaron con especies híbridas. Perdieron gran parte de la sementera y el estiércol con los vendavales, debido a que el trébol no había tenido tiempo de arraigar lo suficiente. Su programa había sido completamente alterado por las acciones judiciales, y en realidad las cosas no empezaron hasta pasado más de un año.
Todos los peces murieron. Usaron sus cuerpos como fertilizantes y estudiaron qué era lo que podía haber ido mal. Estaban utilizando una ecología en tres estadios del tipo puesto a punto por los Nueve Alquimistas en los años setenta. Consistía en tres estanques protegidos por domos; uno con peces, otro con conchas trituradas y bacterias en una sección y algas en otra, y un tercero estaba lleno de dafnias. El agua que se llevaba los desechos de los peces del primer estanque era bombeada a través de las conchas y las bacterias, que eliminaban sus toxinas y convertían el amoníaco que contenían en fertilizante para las algas. El agua de las algas era bombeada al tercer estanque para alimentar a las dafnias. Luego, dafnias y algas eran bombeadas a su vez al estanque de los peces como alimento, y se utilizaba el agua enriquecida para fertilizar las plantas de invernadero de todos los domos.
Comprobaron el agua y los abonos y descubrieron que algunas sustancias químicas se desprendían de las impurezas de las conchas y se concentraban a lo largo de la cadena alimentaria. Tras una cuidadosa limpieza, volvieron a empezar y todo fue bien. Pero habían perdido su primera cosecha.
Nunca llegaron a tener hambre. Como tampoco frío; había suficiente luz solar a lo largo del año como para proporcionar energía para las bombas y el ciclo alimentario y para calentar sus viviendas. Habían edificado todas sus instalaciones semienterradas, a fin de aprovechar los poderes de calefacción y refrigeración de las corrientes de convección. Pero tuvieron que gastar parte de su capital. El primer año cerraron el ejercicio con pérdidas.
Uno de sus edificios se incendió durante el primer invierno. Dos hombres y una niña resultaron muertos cuando un sistema automático de irrigación antiincendios funcionó mal. Fue un shock para todos ellos. Habían pensado que las cosas funcionarían tal como esperaban. Ninguno de ellos sabía mucho acerca de la publicidad de las casas comerciales, acerca de sus estimaciones frente a las realidades. Descubrieron que varias de sus instalaciones no concordaban con las especificaciones, e instituyeron un programa de revisiones periódicas sobre todo. Aprendieron a desarmar y a reparar cualquier cosa de la granja. Si algo contenía componentes electrónicos demasiado complejos para ellos, lo arrancaban y lo sustituían por algo más sencillo.
A nivel social, sus progresos fueron mucho más alentadores. Janet había decidido, juiciosa, que tan sólo habría dos objetivos irrenunciables e inmediatos en el campo de sus relaciones. El primero era que ella se negaba a ser su presidente, jefe o comandante supremo. Desde el principio había comprendido que era necesaria una personalidad dirigente para llevar a cabo los planes, comprar la infraestructura y dar un sentido de finalidad a sus vagos deseos de una alternativa. Pero una vez en la tierra prometida, renunció. Desde ese momento funcionarían como un comunismo democrático. Si eso fallaba, adoptarían un nuevo enfoque. Cualquier cosa menos una dictadura con ella a la cabeza. No deseaba tomar parte en eso.
El segundo principio era no aceptar nada. Nunca había existido una comunidad de sordomudociegos que funcionara por sí misma. No tenían esperanzas de satisfacer a los demás, no necesitaban vivir como aquellos que veían hacían. Estaban solos. No tenían a nadie para decirles «eso no se hace».
No tenían una idea muy clara de su sociedad, como tampoco la tenían de cualquier otra. Se habían visto forzados a introducirse en un molde que no se correspondía a sus necesidades, pero, más allá de eso, no sabían nada. Buscarían un comportamiento que tuviera sentido para ellos, las cosas morales que se supone deben hacer los sordomudociegos. Comprendían los fundamentos básicos de la moral: que nada es moral para siempre y que cualquier cosa es moral bajo las circunstancias adecuadas. Todo es cuestión de contexto social. Estaban empezando desde cero, con una hoja en blanco; no tenían modelos que seguir.
A finales del segundo año tenían su contexto. Lo modificaban continuamente, pero el esquema básico estaba trazado. Se conocían a sí mismos y sabían lo que eran como nunca antes habían sido capaces de saberlo en la escuela. Se definieron a sí mismos en sus propios términos.
Pasé mi primer día en Keller en la escuela. Era un paso obvio y necesario. Tenía que aprender a hablar con las manos.
Rosa era amable y muy paciente. Aprendí el alfabeto básico y practiqué duro con él. Por la tarde, ella se negó a hablarme, me obligó a hablar con las manos. Transigía tan sólo cuando yo me ponía muy firme, y, finalmente, ni siquiera entonces. Al tercer día, ya ni siquiera pronunciaba una palabra.
Eso no quiere decir que, de pronto, yo hablara de un modo fluido con las manos. En absoluto. A finales del primer día conocía el alfabeto y podía hacerme entender con harto trabajo. No era tan bueno leyendo las palabras deletreadas en mi propia palma. Durante mucho tiempo, tuve que mirar la mano para ver qué era lo que me deletreaban. Pero como cualquier otro lenguaje, llega un momento en que empiezas a pensar en él. Yo hablo con fluidez el francés, y puedo recordar mi sorpresa cuando al fin alcancé el punto en que ya no traducía mis pensamientos antes de hablar. Alcancé ese punto en Keller a las dos semanas aproximadamente.
Recuerdo una de las últimas cosas que le pregunté a Rosa en lenguaje oral. Era algo que me preocupaba.
—Rosa, ¿soy bienvenido aquí?
—Llevas aquí tres días. ¿Te sientes rechazado?
—No, no es eso. Creo que sólo necesito saber cuál es vuestra política con respecto a la gente del exterior. ¿Durante cuánto tiempo seré bienvenido?
Ella frunció el ceño. Fue evidente que se trataba de una pregunta nueva para ella.
—Bueno, en realidad hasta que la mayoría de nosotros decidamos que te vayas. Pero eso no ha ocurrido nunca. Nadie ha permanecido aquí mucho más de unos pocos días. Nunca hemos tenido que trazarnos una política acerca de qué hacer, por ejemplo, si alguien que ve y oye decide unirse a nosotros. Nadie lo ha hecho hasta ahora, pero supongo que puede ocurrir. Mi opinión es que no lo aceptarían. Son muy independientes y orgullosos de su libertad, aunque tú tal vez no te hayas dado cuenta de ello. Sin embargo, mientras sigas considerándote como un huésped, probablemente podrás quedarte veinte años o más.
—Hablas de «ellos». ¿Tú no te incluyes en el grupo?
Por primera vez pareció un poco insegura. Me hubiera gustado haber sido mejor en la lectura del lenguaje corporal en aquel momento. Creo que mis manos habrían podido decirme montones de cosas acerca de lo que ella pensaba.
—Por supuesto —dijo—. Los niños forman parte del grupo. Nos gusta el grupo. Te aseguro que no desearía vivir en ningún otro lugar, por lo que conozco del exterior.
—No te lo reprocho. —Había cosas que me hubiera gustado preguntar también; sin embargo, no sabía aún lo suficiente para hacer las preguntas adecuadas—. Pero ¿nunca ha resultado un problema el hecho de que vosotros veáis mientras ninguno de vuestros padres puede? ¿No se sienten... resentidos en cierto modo?
Esa vez se echó a reír.
—Oh, no. En absoluto. Son demasiado independientes para eso. Ya lo has visto. No nos necesitan para nada que no puedan hacer por sí mismos. Formamos parte de una familia. Hacemos las mismas cosas que ellos. Y no les importa. El que nosotros veamos, quiero decir. Y oigamos. Mira a tu alrededor, ¿acaso tengo alguna ventaja especial debido a que puedo ver adonde voy?
Hube de admitir que no la tenía. Sin embargo, seguía teniendo el atisbo de algo que ella no me decía.
—Sé lo que te preocupa. Acerca de quedarte aquí.
Volvía de nuevo a mi pregunta original; había estado divagando.
—¿Qué?
—No te sientes que formas parte de la vida cotidiana. No participas, no compartes las tareas. Eres muy consciente de ello y desearías hacer tu parte. Se te nota.
Había leído correctamente en mí, como siempre, y lo admití.
—Y no serás capaz hasta que puedas hablar con todo el mundo. Así que volvamos a nuestras lecciones. Tus dedos son aún muy torpes.
Había mucho trabajo por hacer. Debía aprender a tomármelo con calma. Eran trabajadores lentos y metódicos, cometían pocos errores, y no les importaba que un trabajo ocupara todo el día si quedaba bien hecho. Cuando yo hacía mi labor solo, no tenía que preocuparme al respecto: barrer, recoger manzanas, limpiar los jardines. Pero si se hacía en equipo, debía aprender un nuevo ritmo. La visión capacita a una persona para ejecutar muchos aspectos de un trabajo tan sólo mediante una simple ojeada. Una persona ciega realizará los diversos aspectos de un trabajo uno por uno. Todo debe ser verificado por el tacto. Sin embargo, ante un banco de trabajo, podían ser mucho más rápidos que yo. Y hacerme sentir que yo estaba trabajando con los dedos de los pies, en lugar de con los de las manos.
Nunca sugerí que pudiera hacer alguna cosa con más rapidez que ellos gracias a mi vista o a mi oído. Sin duda, me hubieran respondido que me metiera en mis propios asuntos. Aceptar la ayuda de una persona dotada de la vista era el primer paso para la dependencia, y, después de todo, ellos seguirían allí con los mismos trabajos cuando yo me hubiera ido.
Eso me hacía pensar de nuevo en los niños. Empezaba a sentir la convicción de que había una corriente subterránea de resentimiento, quizá inconsciente, entre padres e hijos. Era obvio que existía una gran cantidad de amor entre ellos, pero ¿cómo podían los niños dejar de sentir el rechazo de su talento? Ése era, al menos, mi razonamiento.
Me adapté rápidamente a la rutina. Era tratado ni mejor ni peor que cualquier otro, lo cual era satisfactorio para mí. Aunque nunca llegara a formar parte del grupo, ni siquiera pese a que yo lo deseara, no había absolutamente ningún indicio de que no fuera un miembro completo. Así era precisamente como trataban a sus huéspedes; como a uno más de sus miembros.
La vida resultaba mucho más satisfactoria de lo que había sido nunca en las ciudades. Aquella paz bucólica no era atributo único de Keller, pero la gente de allí la recibía como una ayuda generosa. La tierra bajo los pies descalzos es algo que nunca se podrá sentir en un parque de la ciudad.
La vida cotidiana era ajetreada y satisfactoria. Había pollos y cerdos que alimentar, abejas y ovejas a las que cuidar, peces que pescar, vacas que ordeñar. Todo el mundo trabajaba: hombres, mujeres y niños. Todos parecían ser capaces de cualquier cosa sin esfuerzo aparente. Daban la sensación de saber lo que debían hacer cuando se necesitaba hacer algo. Uno podría pensar en ello como en una máquina bien engrasada, pero nunca me ha gustado esa metáfora, en especial relacionada con la gente. Pienso en Keller como en un organismo. Cualquier grupo esencial lo es, pero éste funcionaba. La mayor parte de las demás comunidades que yo había visitado mostraban flagrantes lagunas. Las cosas no se hacían porque todos estaban demasiado borrachos, o no se preocupaban, o no veían la necesidad de hacerlo antes que cualquier otra cosa. Ese tipo de ignorancia conduce al tifus y a la erosión del suelo, y a la gente helándose hasta morir, y a las invasiones de asistentes sociales que se llevan a los hijos. Yo había visto cómo ocurría.
Allí no. Tenían una buena imagen del mundo tal como es, no las rosadas malinterpretaciones que dan pie a los utopistas para elaborar sus ensoñaciones. Hacían los trabajos que era necesario hacer.
Nunca podría detallar todas las tuercas y los tornillos (de nuevo la metáfora de la máquina) gracias a los cuales el conjunto funcionaba. Sólo las lagunas del ciclo de los peces ya eran lo bastante complicadas como para desconcertarme. Maté una araña en uno de los invernaderos, y luego descubrí que había sido colocada allí para que se comiera a una clase específica de insectos depredadores de las plantas. Igual podía decirse de las ranas. Había insectos en el agua que mataban a otros insectos; llegué al extremo de que temía aplastar una cachipolla sin consentimiento previo.
A medida que transcurrían los días, me iban contando algo de la historia del lugar. Se habían cometido errores, aunque sorprendentemente pocos. Uno de ellos había ocurrido en el área de la defensa. Era algo que no habían previsto al principio, debido a no saber mucho acerca de la brutalidad y la violencia desenfrenadas que llegan incluso a los rincones más apartados. Las armas eran la elección lógica y preferida en cualquier lugar, pero allí estaban más allá de sus capacidades.
Una noche, apareció una furgoneta llena de hombres que habían bebido demasiado. Habían oído hablar de aquel lugar en la ciudad. Se quedaron allí dos días, tras cortar las líneas telefónicas, y violaron a la mayoría de las mujeres.
Una vez la invasión se hubo ido, discutieron todas las posibles opciones, y eligieron la orgánica. Compraron cinco perros pastores alemanes. No las desgraciadas bestias psicóticas que son vendidas en el mercado como «perros de ataque», sino perros entrenados especialmente por una firma recomendada por la policía de Albuquerque. Fueron adiestrados como lazarillos y perros policías a un tiempo. Eran inofensivos a menos que un extraño mostrara indicios agresivos, en cuyo caso, habían sido adiestrados no para desarmar, sino para saltarle a la garganta.
Funcionó, como la mayor parte de sus soluciones. La segunda invasión de desalmados dio como resultado dos muertos y tres heridos graves, todos ellos del otro bando. Como precaución suplementaria en caso de un ataque combinado, contrataron a un ex marine para que les enseñara los fundamentos de la lucha cuerpo a cuerpo, incluidos los golpes sucios. Dejaron de ser inocentes muchachitos.
Había tres soberbias comidas al día. Y también tiempo libre. No todo era trabajo. Tenían tiempo para ir con un amigo a sentarse sobre la hierba bajo un árbol, normalmente al atardecer, antes de la gran cena. También para que alguien interrumpiera su trabajo por unos pocos minutos, para compartir algún momento especial. Recuerdo haber sido tomado de la mano por una mujer —a la que llamaré Alta-con-los-ojos-verdes—, y conducido hasta un lugar donde las setas estaban creciendo en un espacio resguardado detrás del establo. Reptamos hasta allí hasta que nuestros rostros casi se hundieron en el estiércol: tomamos unas cuantas, y las olimos. Ella me enseñó a escogerlas. Pocas semanas atrás hubiera pensado que así arruinábamos su belleza, pero, después de todo, su belleza era sólo visual. Yo empezaba a desconfiar realmente de ese sentido nuestro, tan alejado de la esencia misma de los objetos. Ella me mostró que también había belleza en su tacto y en su olor, después de que, en apariencia, las hubiéramos destruido. Luego corrimos hasta la cocina con la cosecha recogida en su delantal. Aquella noche fueron más sabrosas aún al gusto.
Y recuerdo a un hombre —al que llamaré Calvo— que me trajo un madero, cepillado por él y su mujer en la carpintería. Toqué su suavidad y lo olí, y tuve que convenir con él en que era algo realmente bueno.
Y tras la cena, la Unión.
Durante mi tercera semana allí tuve una indicación de mi status en el grupo. Fue la primera prueba auténtica de lo que yo significaba para ellos. Nada especial, creo. Deseaba verles a todos ellos como a mis amigos, y supongo que me sentía un poco trastornado ante la idea de que cualquiera que llegara vagando hasta allí iba a ser tratado de la misma forma que yo. Era algo pueril e injusto con ellos, y sólo más tarde fui consciente de mi absurdo resentimiento.
Había estado transportando agua en un cubo hasta el campo donde acababa de ser plantado un árbol. Había una manguera para ello, pero la tenían ocupada en el otro extremo de la aldea. El árbol no se hallaba dentro del radio de acción del riego automático y se secaba. Yo le llevaba agua hasta que hallaran otra solución.
Hacía calor, era el mediodía. Llené el cubo de agua en una toma, cerca de la fragua. Dejé el cubo en el suelo tras de mí, y metí la cabeza bajo el chorro. Llevaba una camisa de algodón que me había desabrochado. El agua, al caer de mis cabellos y empapar mi camisa, era un alivio. Permanecí allí refrescándome durante casi un minuto.
Hubo el ruido de un choque detrás de mí, y golpeé mi cabeza contra la toma de agua al levantarla con excesiva rapidez. Me volví y vi a una mujer tendida en el suelo, con el rostro en el suelo. Se volvía lentamente mientras se agarraba la rodilla. Me di cuenta, con un sentimiento de desmoralización, de que había tropezado con el cubo que yo había dejado descuidadamente en la pista de cemento de alta velocidad. Piensen en ello: andan ustedes con rapidez por un sendero que creen libre de todo obstáculo, y, de repente, se encuentran tendidos en el suelo. Su sistema funcionaba sólo con confianza, y ésta debía ser total; todo el mundo debía ser responsable de sus actos en todo momento. Yo había sido aceptado en razón de esta misma confianza que con tanto descuido había traicionado. Me sentí enfermo.
Tenía un feo corte en la rodilla izquierda, por el que manaba la sangre en abundancia, lo palpó con sus manos, sentada en el suelo, y empezó a gritar. Fue algo extraño, doloroso. Las lágrimas brotaron de sus ojos, luego empezó a golpear el suelo con los puños, gimiendo: «¡Huy, huy, huy!» a cada golpe. Estaba rabiosa, y tenía todo el derecho.
Encontró el cubo en el momento en que yo llegaba vacilante a su lado. Se aferró a mi mano y siguió brazo arriba hasta mi rostro. Tanteó mi rostro, llorando todo el tiempo; luego se limpió la nariz y se puso en pie. Echó a andar hacia uno de los edificios. Cojeaba ligeramente.
Me dejé caer sentado al suelo, sintiéndome fatal. No sabía qué hacer.
Uno de los hombres vino a mi encuentro. Era «Hombretón». Yo le llamaba así por ser el más alto y fornido de todo Keller. No era ninguna especie de policía, supe más tarde; había sido el primero con quien la mujer se había topado. Tomó mi mano y palpó mi rostro. Vi las lágrimas brotar de sus ojos cuando captó las emociones que cruzaban por mí. Me pidió que fuera dentro con él.
Había sido convocada una reunión de emergencia. Podía llamarse algo así como un jurado. Se encontraba formado por todos los que estaban disponibles en aquel momento, incluidos algunos niños. Eran diez o doce. Todos parecían muy tristes. La mujer a la que yo había lastimado se encontraba allí, y era consolada por tres o cuatro personas. La llamaré «Cicatriz», a causa de la apreciable señal que le quedó en la rodilla desde entonces.
Ninguno dejaba de decirme —con las manos, ya entienden— cuánto lo lamentaba por mí. Me palmeaban y me acariciaban, intentando animarme un poco.
Rosa llegó al instante. Había sido llamada para actuar como traductora si era necesario. Puesto que se trataba de un proceso formal, era necesario que se aseguraran de que yo comprendía todo lo que estaba ocurriendo. Fue hacia «Cicatriz» y lloró un momento con ella, luego vino hacia mí y me abrazó con fuerza, diciéndome con sus manos lo triste que se sentía por lo que había ocurrido. Mentalmente, yo hacía las maletas. No parecía haber ninguna salida excepto expulsarme.
Luego, todos nos sentamos en el suelo. Estábamos muy juntos, en círculo. El juicio empezó.
La mayor parte de él se realizó en lenguaje táctil, con Rosa limitándose a pronunciar algunas pocas palabras aquí y allá. Yo apenas sabía quién decía qué, pero no tenía demasiada importancia. Era el grupo el que hablaba como una sola persona. Ninguna afirmación llegaba hasta mí antes de convertirse en un consenso total.
—Estás acusado de haber violado las reglas —dijo el grupo— y de haber sido causante de un daño a (la mujer a la que yo llamo «Cicatriz»). ¿Estás en desacuerdo con eso? ¿Hay algún otro hecho que debamos conocer?
—No —respondí—. Soy responsable. Ha sido una negligencia por mi parte.
—Comprendemos. Simpatizamos contigo en tus remordimientos, los cuales son evidentes para todos nosotros. Pero la negligencia es una violación. ¿Puedes entenderlo? Ésa es la infracción por la cual...
Marcaron una serie de señales en lenguaje táctil abreviado.
—¿Qué es eso? —pregunté a Rosa.
—Eh... ¿Compareces ante nosotros? ¿Eres sometido a juicio?
Se encogió de hombros, no satisfecha con su interpretación.
—Sí. Entiendo.
—Puesto que los hechos no han sido impugnados, se admite que eres culpable. —«Responsable», susurró Rosa en mi oído—. Retírate unos instantes mientras tomamos una decisión.
Me aparté y permanecí de pie junto a la pared. Me esforcé en no mirar hacia ellos mientras discutían por medio de sus manos unidas. Sentía un nudo en la garganta que me impedía tragar. Luego se me pidió que volviera a mi sitio en el círculo.
—La sanción por tu delito está establecida por la costumbre. De no haber sido así, hubiéramos preferido obrar de otra manera. Tienes la posibilidad de elegir entre aceptar el castigo previsto al caso, y lavar así la ofensa, o renunciar a nuestra jurisdicción y abandonar este lugar. ¿Cuál es tu elección?
Hice que Rosa me lo repitiera, pues era muy importante que yo supiera qué me estaban ofreciendo. Cuando estuve seguro de que lo había interpretado bien, acepté su castigo sin ninguna vacilación. Les estaba muy agradecido de que me ofrecieran una alternativa.
—Muy bien. Has elegido ser tratado como trataríamos a uno de nosotros que hubiera cometido la misma acción. Acompáñanos.
Todos se me acercaron. Nadie me dijo qué era lo que iba a ocurrir a continuación. Me empujaban con suavidad y firmeza hacia delante desde otras direcciones.
«Cicatriz» estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, más o menos en el centro del grupo. Lloraba de nuevo, y también lloraba yo, creo. Es difícil recordarlo. Me encontré tendido boca abajo sobre sus rodillas. Y ella empezó a zurrarme fuertemente en las nalgas.
Nunca se me ha ocurrido pensar que aquello fuera increíble o extraño. Seguía de forma natural el desarrollo de la situación. Todos me sujetaban y me acariciaban, inscribiendo su apoyo en mis palmas, piernas, cuello y mejillas. Todos llorábamos. Era un momento difícil que debía ser afrontado por todo el grupo. Llegaron algunos más y se unieron a nosotros. Yo comprendí que aquel castigo me llegaba de todos, aunque sólo la persona agraviada, «Cicatriz», lo llevara materialmente a término. Ésa era una de las formas en que la había herido, más allá del hecho de haberle lesionado una rodilla. La había enfrentado con la obligación de administrarme un correctivo, y por eso sollozaba con tanto dolor, no por su herida, sino por el dolor de saber que debía golpearme.
Más tarde, Rosa me dijo que fue «Cicatriz» quien había solicitado que me dieran la opción de quedarme. Algunos deseaban que fuera expulsado sin más trámite, pero ella me hizo el honor de considerar que yo era lo bastante buena persona como para merecer que ambos, ella y yo, pasáramos por aquella prueba. Si ustedes no pueden comprender esto, es que no han captado el sentimiento de comunidad que emanaba de aquella gente.
Aquello duró largo tiempo. Fue muy doloroso, pero no cruel. No era una humillación primaria. Había algo de eso, por supuesto. Pero, en esencia, era una lección práctica planteada en los términos más directos. Cada uno de ellos había pasado por lo mismo durante los primeros meses, pero no recientemente. Uno aprendía de ello, créanme.
Más tarde, pensé mucho en todo aquello. Intenté pensar en qué otra cosa podrían haber hecho. Zurrarle en el trasero a una persona adulta es realmente insólito, pero esa idea no se me ocurrió hasta mucho tiempo después de que todo hubiera ocurrido. Parecía algo tan natural mientras sucedía que ni siquiera podía pensar en aquellos momentos en lo insólito de la situación.
Actuaban de un modo semejante con los niños, pero con el castigo más suave y corto. La responsabilidad era menor para los más jóvenes. Los adultos no concedían tanta importancia a un chichón o una rodilla lastimada mientras los niños aprendían.
Pero cuando uno alcanzaba lo que ellos consideraban la edad adulta —lo cual ocurría cuando una mayoría de adultos consideraba que uno la había alcanzado o cuando uno mismo asumía ese privilegio—, entonces, la sanción se hacía realmente seria.
Había un castigo, más duro aún, reservado para las reincidencias o los actos efectuados con premeditación. No se utilizaba a menudo. Consistía en el «Ostracismo». Nadie quería tocarte durante un período específico de tiempo. Cuando me lo contaron, consideré que era un castigo en extremo severo. No necesité que me lo aclarasen.
No sé cómo explicarlo con exactitud, pero aquel correctivo que recibí me fue administrado con tanto amor que no me sentí humillado. «Me duele tanto como a ti.» «Lo hago por tu propio bien.» «Te quiero, por eso te golpeo.» Me estaban haciendo comprender esos viejos clichés, por medio de sus actos.
Cuando terminó, todos lloramos juntos. Pero la alegría volvió pronto. Abracé a «Cicatriz» y nos dijimos cuánto lamentábamos lo que había ocurrido. Nos hablamos —hicimos el amor, si lo prefieren—, y besé su rodilla y ayudé a curarla.
Pasamos el resto del día juntos, aliviando nuestro dolor.
A medida que el lenguaje de las manos me resultaba más fluido, «la venda se me caía de los ojos». Cada día descubría un nuevo matiz de significados que hasta entonces se me había escapado; era como pelar una cebolla y descubrir que había otra piel bajo la que acababas de quitar. Cada vez creía que había llegado al corazón, sólo para descubrir que existía otra capa que hasta entonces no había podido ver.
Yo pensé que aprender el lenguaje táctil era la clave para comunicarme con ellos. Me equivoqué. El lenguaje táctil era un lenguaje para niños. Durante largo tiempo, fui un niño que ni siquiera sabía decir bu-bu correctamente. Imaginen mi sorpresa cuando, aprendidas las palabras, descubrí que había una sintaxis, conjunciones, partes de la oración, nombres, verbos, tiempos, concordancias, y el subjuntivo. Yo chapoteaba en una charca dejada por la marea a orillas del océano Pacífico.
Por lenguaje táctil, entiendo el Alfabeto Manual Internacional. Cualquiera puede aprenderlo en unas pocas horas o días. Pero cuando uno habla oralmente con otro, ¿lo hace deletreando cada palabra? ¿Va usted letra a letra cuando lee esto? No, usted capta palabras como entidades, oye grupos de sonidos y ve grupos de letras como una Gestalt con significado propio.
Todos en Keller mostraban un interés absorbente por el lenguaje. Cada uno conocía varias lenguas —lenguas habladas—, y podían leerlas y transcribirlas a lenguaje táctil con fluidez.
Cuando aún eran niños habían comprendido el hecho de que, para los sordomudociegos, el lenguaje táctil era una forma de hablar a los demás. Entre ellos resultaba demasiado engorroso. Era como el Código Morse: útil cuando uno está limitado en sus medios de transmitir información, pero no un código idóneo en cualquier circunstancia. Sus formas de hablarse entre sí eran mucho más cercanas a nuestro sistema de comunicación escrita o verbal, y —¿me atreveré a decirlo?— mejores.
Lo descubrí despacio: primero, al darme cuenta de que aunque podía deletrear muy rápidamente con mis manos, siempre tardaba mucho más tiempo en decir algo que el que cualquiera de ellos empleaba. Lo cual no podía ser explicado por diferencias de habilidad. Así que pedí que me enseñaran el lenguaje abreviado. Me sumergí en él, esta vez con todo el mundo —no sólo Rosa— para enseñármelo.
Fue duro. Podían decir cualquier palabra en no importa qué lengua con no más de dos posiciones de la mano. Supe que era un proyecto que me llevaría años, no días. Uno aprende el alfabeto, y con ello está en posesión de todas las herramientas que necesita para formar cualquier palabra existente. Ésa es la gran ventaja de disponer de una lengua escrita y hablada basada en el mismo conjunto de símbolos. El lenguaje abreviado no tenía ningún punto en común con ella. No compartía nada de la linealidad del lenguaje táctil común; no era una codificación para el inglés o para cualquier otro lenguaje; no compartía construcción o vocabulario con ninguna otra lengua. Había sido conformado en su totalidad por los residentes de Keller, de acuerdo con sus necesidades. Cada palabra era algo que aprender y memorizar con independencia de su equivalente en el lenguaje táctil.
Durante meses me senté en las Uniones después de la cena para decir frases como «Yo amo "Cicatriz" mucho mucho bien», mientras oleadas de conversaciones fluían y circulaban y daban vueltas en torno a mí, rozándome apenas. Pero insistí, y los niños tuvieron una paciencia infinita conmigo. Fui aprendiendo de forma gradual. A partir de aquí, el resto de conversaciones que reproduzca se produjeron en lenguaje táctil o abreviado, limitados en cada ocasión por mi capacidad de hablar con fluidez. Desde el día de mi castigo, no volví a hablar, ni me hablaron, oralmente nunca más.
Estaba tomando una lección de lenguaje corporal con Rosa. Sí, hacíamos el amor. Había necesitado unas cuantas semanas para darme cuenta de que era un ser sexual, de que sus caricias, que yo me obstinaba en considerar inocentes —como yo definía la inocencia en aquel momento— eran y no eran inocentes a un tiempo. Ella consideraba como algo natural el que su conversación con mi pene por medio de sus manos condujera a otro tipo de conversación. Aunque estaba aún a medio camino de la pubertad, era considerada como una adulta en todos los aspectos, y aceptada como tal. El condicionamiento cultural me había cegado, no permitiéndome ver lo que ella decía.
Así que hablábamos mucho. Con Rosa comprendía las palabras y la música del cuerpo mucho mejor que con cualquier otra. Ella cantaba una canción realmente desinhibida con sus caderas y sus manos, libre de culpa, abierta y franca con el descubrimiento de cada nota que tocaba.
—No me has hablado mucho de ti —decía—. ¿Qué es lo que hacías fuera?
No quiero dar la impresión de que nuestro diálogo estaba formado por frases, como es representado aquí. Empleábamos el lenguaje corporal, sudando y jadeándonos mutuamente. El mensaje surgía de manos, pies, bocas.
No pude ir más allá del signo para el pronombre de primera persona del singular; y luego callé.
¿Cómo podía hablarle de mi vida en Chicago? ¿Debía hacerle partícipe de mi temprana ambición de ser escritor, y de que no había funcionado? ¿Y por qué? ¿Falta de talento, o de motivación? Podía hablarle de mi profesión, que si uno profundiza un poco no es más que un trajinar de papeles carente de sentido, excepto para engrosar el Producto Nacional Bruto; o hablarle de los éxitos y fracasos económicos que me habían llevado hasta Keller cuando ninguna otra cosa podía impedirme el deslizarme suave y placenteramente por la pendiente de la vida. O de la soledad de tener cuarenta y siete años y no haber encontrado nunca a nadie que me amara, nadie que mereciese ser amado en compensación. De ser una persona desplazada en una sociedad de acero inoxidable. Las aventuras de una noche, la bebida, el trabajo de nueve a cinco, la Chicago Transit Authority, los cines de sesión continua, los partidos de fútbol por televisión, las píldoras para dormir, la torre John Hancock, donde las ventanas no se abren nunca para que no respires el smog o saltes por ellas. Ése era yo, ¿no?
—Entiendo —dijo ella.
—Voy de un lado a otro —continué y, de repente, me di cuenta de que era verdad.
—Entiendo —repitió.
Era un signo diferente para lo mismo de antes. Todo estaba en el contexto. Había oído y comprendido las dos partes de mí mismo, conocía la parte que había sido, la otra parte que deseaba ser.
Yacía sobre mí, con una mano deslizándose sobre mi rostro con suavidad para captar el rápido juego de emociones mientras pensaba en mi vida por primera vez desde hacía años. Y suspiró y me mordisqueó, juguetona, la oreja cuando mi rostro le dijo que, por primera vez desde que podía recordar, me sentía feliz. No que era feliz, sino que lo sentía de verdad. Uno no puede mentir en lenguaje corporal, al igual que tus glándulas sudoríparas no pueden mentirle a un polígrafo.
Observé que la habitación estaba inusitadamente vacía. Pregunté con mi habitual torpeza, y supe que tan sólo los niños se encontraban allí.
—¿Dónde están los demás? —pregunté.
—Todos fuera. *** —dijo.
Fue exactamente así: tres secas palmadas en mi pecho con los dedos separados. Teniendo en cuenta que la configuración de los dedos significaba «forma del verbo, gerundio», eso quería decir que todos estaban fuera, ***ndo. No es necesario decir que aquello no me ayudaba mucho.
Pero su lenguaje corporal me había dicho algo más. Pude leerlo mucho mejor de lo que nunca había sido capaz de leer. Ella se sentía preocupada y triste. Su cuerpo decía algo así como: «¿Por qué no puedo estar con ellos? ¿Por qué no puedo (olor-sabor-tacto-oído-vista) sentir con ellos?». Eso es exactamente lo que decía. De nuevo, yo no confiaba lo suficiente en mi capacidad de comprensión como para aceptar esa interpretación. Intentaba obligar a mis prejuicios a adaptarse a admitir que ella y los demás niños estaban resentidos hacia sus padres por algún motivo, debido a mi convencimiento de que tenía que ser así. Debían sentirse superiores en cierto modo, debían sentirse menospreciados.
Tras una breve búsqueda por la zona, hallé a los adultos fuera, en los pastos del norte. Todos los padres, ninguno de los hijos. Estaban de pie, y formaban un grupo sin ningún objetivo aparente. No era una circunferencia, aunque se le aproximaba. Si había allí alguna organización, ésta residía en el hecho de que todos mantenían casi idéntica distancia en relación a los demás.
Los perros pastores alemanes y el shetland estaban también allí fuera, sentados en la fría hierba frente al grupo de gente. Sus orejas erguidas, no se movían.
Empecé a avanzar hacia la gente. Me detuve al darme cuenta de su concentración. Se tocaban, pero sus manos no se movían. El silencio de ver a todas aquellas personas, que siempre estaban en movimiento, en una actitud tan quieta me desconcertaba.
Les observé durante una hora al menos. Me senté con los perros, rascándoles la cabeza tras las orejas. No me respondieron con los lametones que los perros suelen dar para demostrar hasta qué punto les gusta que les rasques de esta manera, sino que toda su atención era atraída por el grupo que tenían delante.
Poco a poco me fui dando cuenta de que el grupo se movía. Lo hacía con gran lentitud, apenas un paso aquí y otro allí, espaciados. El corro se abría, pero, de tal modo, que la distancia entre los componentes seguía constante. Como el universo en expansión, donde todas las galaxias se alejan las unas de las otras. Sus brazos estaban extendidos ahora; se tocaban sólo con la punta de los dedos, con la estructura de un enrejado cristalino.
Finalmente, dejaron de tocarse. Vi sus dedos tendiéndose en vano para cubrir distancias que estaban más allá de su alcance. Y seguían abriéndose de modo uniforme. Uno de los perros pastores empezó a lloriquear débilmente. Sentí que el cabello de la nuca se me erizaba. «El frío del exterior», me dije.
Cerré los ojos, soñoliento de repente.
Los abrí otra vez, sobresaltado. Luego me obligué a cerrarlos de nuevo. Los grillos chirriaban a mi alrededor.
Había algo en la oscuridad tras mis globos oculares. Tenía la sensación de que si conseguía girar mis ojos en redondo podría verlo con facilidad; pero se me escapaba del mismo modo que hace la visión periférica cuando lees unos titulares. Si había algo realmente, era imposible captarlo, y mucho menos describirlo. Estuvo rondándome durante unos instantes mientras los perros gimoteaban más fuerte; pero no pude conseguir enfocarlo. La mejor comparación en la que puedo pensar es en la sensación que experimenta del sol un ciego en un día nublado.
Abrí los ojos de nuevo.
Rosa estaba de pie allí, a mi lado. Permanecía con los ojos cerrados, y se tapaba los oídos con las manos. Tenía la boca abierta, y hablaba en silencio. Tras ella había algunos de los otros niños. Todos hacían lo mismo.
Una cualidad de la noche cambió. La gente del grupo estaba ahora a unos treinta centímetros de distancia de sus compañeros, y de repente, el esquema se rompió. Todos vacilaron por un instante, luego se echaron a reír con esa fantasmagórica e irresistible risa que las personas sordas utilizan para expresar su alegría. Se dejaron caer sobre la hierba y se sujetaron el vientre, rodando por el suelo y riendo a carcajadas.
Rosa reía también. Y yo, para mi sorpresa. Reí hasta que mi rostro y mandíbulas empezaron a dolerme, como recordaba que me había ocurrido algunas veces cuando había fumado yerba.
Y eso era el estar ***ndo.
Me doy cuenta de que tan sólo he ofrecido una visión superficial de Keller. Y hay algunas cosas de las que debo hablar, si no quiero dejar constancia de una visión errónea.
Las ropas, por ejemplo. Casi todos ellos llevaban algo encima la mayor parte del tiempo. Rosa era la única que parecía temperamentalmente opuesta a la ropa. Nunca llevaba nada puesto.
Nadie se ponía algo parecido a unos pantalones. Las ropas eran amplias y sueltas: túnicas, camisas, echarpes, etc. Muchos hombres llevaban cosas que podían calificarse como ropas de mujer. Sólo eran más confortables.
Muchas de esas ropas estaban casi raídas. Por lo general, eran a base de seda y terciopelo, o algo igualmente suave al tacto. El atuendo tipo de Keller era una túnica japonesa de seda, bordada a mano con dragones, llenas de agujeros, descosidos y manchas de té y de tomate por todas partes, y con la que recorrían los establos sin importar el lodo y las inmundicias que se pegaban a su parte inferior. Al final del día era lavada, sin importar tampoco que los colores destiñeran.
Creo que tampoco, he mencionado la homosexualidad. Pueden atribuir a mi condicionamiento anterior el que mis dos relaciones más profundas en Keller fueran con mujeres: Rosa y «Cicatriz». No he dicho nada al respecto debido a que no sé cómo presentarlo. Hablaba del mismo modo con hombres que con mujeres, en los mismo términos. Sorprendentemente, tuve muy pocos problemas en ser afectuoso con otros hombres.
No puedo pensar que los habitantes de Keller fueran bisexuales, aunque clínicamente lo fueran. Era algo mucho más profundo que eso. Incapaces de reconocer un concepto tan emponzoñado como el tabú de la homosexualidad, ésa fue una de las primeras cosas que aprendieron. Si ustedes distinguen la homosexualidad de la heterosexualidad están haciendo dos partes de la raza humana. Ellos eran pansexuales; no podían separar el sexo del resto de sus vidas. Ni siquiera tenían una palabra en lenguaje abreviado que pudiera traducirse directamente al castellano como «sexo». Había palabras para masculino y femenino en una variedad infinita, y palabras para grados y variedades de experiencias físicas que son imposibles de expresar en castellano, pero todas ellas incluían otros aspectos del mundo de la experiencia; ninguna encajonaba lo que nosotros llamamos «sexo» en su propio discreto cubículo.
Hay otra cuestión a la que no he dado respuesta. Y necesita ser respondida, debido a que me la planteé a mí mismo poco después de mi llegada. Se refiere a la necesidad de la comunidad en primer lugar. ¿Tenía que ser forzosamente así? ¿No hubiera sido mejor que se ajustara a nuestra forma de vivir?
No todo era una paz idílica. Ya he hablado de invasiones y violaciones. Podía ocurrir de nuevo, en especial si las bandas de vagabundos que merodeaban en torno a las ciudades empezaban a vagabundear de verdad. Un grupo lo bastante numeroso de motoristas podía terminar con ellos en una sola noche.
Luego estaban las constantes trabas legales también. Casi una vez al año, los asistentes sociales aparecían por Keller e intentaban llevarse a los niños. Habían sido acusados de todos los delitos posibles, desde abusos contra la infancia hasta contribuir a la delincuencia. Tales acusaciones no habían ido nunca demasiado lejos, pero sin lugar a dudas podían hacerlo cualquier día.
Y después de todo, hay sofisticados aparatos en el mercado que permiten a las personas ciegas y sordas ver y oír un poco. Podían haber requerido la ayuda de algunos de ellos.
Me encontré en una ocasión con una mujer sordomudociega en Berkeley. Voto por Keller.
En cuanto a esos aparatos...
Hay una máquina de ver en la biblioteca de Keller. Utiliza una cámara de televisión y una computadora que hace vibrar una serie de agujas metálicas colocadas muy juntas. Utilizándola, uno puede captar al tacto la imagen en movimiento hacia la cual está enfocada la cámara. Es pequeña y ligera, capaz de ser llevada encima con las agujas sensoras tocando la espalda de uno. Cuesta unos treinta y cinco mil dólares.
La descubrí en un rincón de la biblioteca. Pasé un dedo por ella, y dejé un rastro brillante al eliminar la densa capa de polvo que la cubría.
Otras personas entraron y se fueron; yo me quedé.
Keller no tenía tantos visitantes como los otros lugares donde yo había estado. Se hallaba muy aislado.
Un hombre apareció un mediodía, miró a su alrededor, y se fue sin pronunciar una sola palabra.
Dos chicas, dos fugitivas de California de dieciséis años, aparecieron una noche. Se desnudaron para cenar y se escandalizaron cuando supieron que yo podía ver. Rosa las asustó. Aquellas pobres chicas tenían que vivir mucho todavía para alcanzar el nivel de sofisticación de Rosa. Pero quizá ella tampoco se hubiera sentido segura de sí misma en California. Se fueron al día siguiente, sin saber con exactitud si habían asistido a una orgía o no. Todos aquellos toqueteos sin entrar directamente en el asunto eran de veras extraños.
Había una encantadora pareja de Santa Fe que actuaba como una especie de intermediario entre Keller y su abogado. Tenían un chico de nueve años que parloteaba incesantemente en lenguaje táctil con los otros chicos. Venían casi cada dos semanas y se quedaban algunos días, tostándose al sol y participando cada noche en la Unión. Hablaban en lenguaje abreviado con cierta vacilación y tuvieron la cortesía de no dirigirse nunca a mí verbalmente.
Algunos de los indios acudían a vernos a intervalos regulares. Su comportamiento era casi siempre agresivamente chauvinista. Permanecían vestidos todo el tiempo con sus téjanos y botas. Pero resultaba evidente que experimentaban un gran respeto hacia aquella gente, aunque les parecían extraños. Hacían negocios con la comunidad. Eran los navajos quienes cargaban en camiones todos los productos que se dejaban cada día junto a la puerta, los vendían, y se quedaban un tanto por ciento del producto. Se sentaban y conferenciaban en lenguaje de símbolos trazados en las manos de sus interlocutores. Rosa decía que eran escrupulosamente honestos en sus tratos.
Y una vez por semana, todos los padres se reunían en el campo y ***ban.
Cada vez yo mejoraba en lenguaje corporal y abreviado. Hacía cinco meses que había emprendido mi camino, y el invierno se acercaba. Aún no me había enfrentado con mis deseos, no había pensado, en realidad, qué deseaba hacer con el resto de mi vida. Creo que la costumbre de dejarme arrastrar siempre por la corriente era demasiado fuerte en mí. Estaba allí, y por naturaleza propia me sentía incapaz de decidir irme o hacer frente al problema de si deseaba quedarme por largo, largo tiempo.
Luego algo sucedió.
Durante mucho tiempo pensé que tenía que ver con la situación económica en el exterior. En Keller eran conscientes del mundo que existía afuera. Sabían que el aislamiento y la ignorancia de los problemas que podían ser desechados fácilmente como no relevantes para ellos era algo peligroso, así que se suscribieron a la edición braille del New York Times, y la mayoría de ellos lo leía. Tenían un aparato de televisión que era conectado una vez al mes al menos. Los chicos lo veían y luego se lo contaban a sus padres.
Así eran conscientes de que la no-depresión se estaba moviendo lentamente hacia una espiral inflacionista más normal. Se creaban nuevos puestos de trabajo, el dinero volvía a fluir. Cuando más tarde me hallé de nuevo en el exterior, creí que ésa era la razón.
Pero la auténtica era más compleja. Tenía que ver con pelar la cebolla del lenguaje abreviado para descubrir que había otra capa debajo.
Había aprendido el lenguaje táctil en unas pocas lecciones sencillas. Luego descubrí el lenguaje corporal y el abreviado, y me di cuenta de que sería mucho más duro de aprender. A lo largo de cinco meses de constante inmersión, que es la única forma de aprender un lenguaje, había alcanzado el nivel equivalente de un niño de cinco a seis años en lenguaje abreviado. Sabía que podía llegar a dominarlo: necesitaba tiempo. El lenguaje corporal era otro asunto. Uno no puede medir sus progresos con tanta facilidad con el lenguaje corporal. Era un lenguaje variable y altamente impersonal, que evolucionaba de acuerdo con la persona, el tiempo, el humor. Pero estaba aprendiendo.
Luego descubrí el «Toque». Ésa es la mejor forma en que puedo describirlo con una única palabra en castellano. Lo que ellos llamaban su cuarto estadio del lenguaje variaba de día en día, tal como intentaré explicar.
Lo descubrí cuando intentaba localizar a Janet Reilly. Por aquel entonces, conocí la historia de Keller, y ella figuraba en un lugar muy importante en todos los relatos. Conocía a todo el mundo en Keller, pero no podía hallarla por parte alguna. Conocía a todos por nombres tales como «Cicatriz», «La-que-le-falta-un-diente-delantero» y el «Hombre-de-pelo-rizado». Eran nombres en lenguaje abreviado que yo mismo les había dado, y ellos los aceptaban sin preguntas. Habían abolido sus nombres exteriores en la comunidad. No significaban nada para ellos; no decían nada ni describían nada.
Al principio, supuse que era mi imperfecto dominio del lenguaje abreviado lo que me hacía incapaz de formular la pregunta correcta acerca de Janet Reilly. Luego me di cuenta de que no me lo decían deliberadamente. Supe el porqué, y lo acepté, y no volví a pensar en ello. El nombre de Janet Reilly describía lo que ella había sido en el exterior, y una de sus condiciones para llevar a término todo el proyecto era que ella no sería nadie especial en el interior. Se mezcló con el grupo y desapareció. No quería ser hallada. Correcto.
Pero en el transcurso de mi investigación me di cuenta de que ninguno de los miembros de la comunidad tenía un nombre específico. Rosa, por ejemplo, no tenía menos de ciento cincuenta nombres, uno para cada uno de los miembros de la comunidad. Cada nombre era un nombre contextual que contaba la historia de la relación de Rosa con una persona en particular. Mis sencillos nombres, basados en descripciones físicas, eran aceptados como los nombres que un niño aplicaría a la gente. Los niños aún no habían aprendido a ir más allá de las capas superficiales y utilizaban nombres que hablaban de ellos mismos, de sus vidas, y de sus relaciones con los demás.
Lo que confundía las cosas aún más era que los nombres evolucionaban de un día a otro. Aquél fue mi primer vislumbre del «Toque», y me hizo estremecer. Era una cuestión de permutaciones. Tan sólo el primer desarrollo sencillo del problema implicaba el que no había menos de trece mil nombres en uso, y no duraban lo suficiente como para permitirme memorizarlos. Si Rosa me hablaba de «Calvo», por ejemplo, utilizaba el nombre «Toque» que tenía para él, modificado por el hecho de que era a mí a quien estaba hablando y no a «Piernicorto».
Luego, las profundidades abismales de aquello que no acababa de captar se abrieron ante mí, y de repente, me hallé sin aliento por el miedo a las alturas.
El «Toque» era lo que ellos hablaban entre sí. Una increíble mezcla de los otros tres lenguajes que yo había aprendido, y su esencia estribaba en que jamás era el mismo. Yo podía hablar con ellos en lenguaje abreviado, que era la auténtica base del «Toque», y ser consciente al mismo tiempo de las corrientes del «Toque» moviéndose bajo mi superficie.
Era un lenguaje de inventar lenguajes. Cada cual hablaba su propio dialecto debido a que cada cual hablaba con un instrumento distinto: un cuerpo distinto y un abanico de experiencias vitales distinto. Todo lo modificaba. No podía permanecer inmóvil.
Se sentaban en la Unión e inventaban un cuerpo completo de respuestas «Toque» en una noche; idiomáticas, personales, totalmente desnudas en su honestidad. Y lo utilizaban tan sólo como un ladrillo que les serviría para levantar el edificio del lenguaje de la noche siguiente.
Yo no estaba seguro de si deseaba una tal desnudez. Me había contemplado a mí mismo hacía poco y no me había sentido satisfecho con lo observado. La realización de que cada uno de ellos sabía más al respecto que yo mismo, porque mi honesto cuerpo había dicho lo que mi asustada mente no deseaba revelar, era algo estremecedor. Estaba desnudo bajo los focos del Carnegie Hall, y todas las escabrosas pesadillas que había tenido a lo largo de mi vida me perseguían. El hecho de que todos ellos me amaran con todas mis imperfecciones no era suficiente. Deseaba esconderme en lo más profundo de un oscuro armario con todas mis pústulas y dejar que supuraran.
Hubiera podido superar ese terror. A todas luces, Rosa intentaba ayudarme. Me dijo que tan sólo sufriría durante un tiempo, que me acostumbraría muy pronto a vivir mi vida con mis más tenebrosas emociones escritas en letras de fuego sobre mi frente. Dijo también que el «Toque» no era tan duro como parecía al principio. Una vez hubiera aprendido bien el lenguaje abreviado y el corporal, el «Toque» fluiría de forma natural a partir de ellos, como la savia asciende por un árbol. Sería algo inevitable, algo que me sucedería sin demasiado esfuerzo por mi parte.
Casi la creí. Pero se traicionó a sí misma. No, no. No fue así; sin embargo, su íntima preocupación acerca del ***ar me convenció de que si conseguía llegar hasta allí, lo único que lograría sería estrellar mi dura cabeza contra el siguiente barrote de la escala.
Ahora tengo una definición ligeramente mejor. No una que pueda trasladar con mayor facilidad a nuestra lengua, intento que quizá sólo conseguiría reforzar mi nebulosa idea de lo que aquello era.
—Es la forma de tocar sin tocar —dijo Rosa, su cuerpo agitado locamente en un intento de hacerme compartir su propia imperfecta concepción de lo que era, e impedida por mi analfabetismo.
Su cuerpo negaba la verdad de su definición en lenguaje abreviado, y, al mismo tiempo, admitía que ella, para mí, tampoco sabía qué era exactamente.
Es el don gracias al cual uno puede expandirse a partir de la eterna oscuridad y silencio hacia algo más.
Y de nuevo su cuerpo lo negaba. Golpeaba el suelo con exasperación.
—Es un atributo del permanecer en la eterna oscuridad y el silencio, el tocar a otros. Todo lo que sé con seguridad es que la vista y el oído lo imposibilitan o lo oscurecen. Cuando me rodeo de silencio y oscuridad tanto como me es posible puedo ser consciente de sus contornos, pero la visión de la mente persiste. Esa puerta está cerrada para mí, y para los niños.
El verbo «tocar» en la primera parte de su intento de definición era una amalgama del «Toque», tomada de sus recuerdos de mí y de lo que le había comunicado de mis experiencias. Implicaba y rememoraba el olor y el tacto de las setas arrancadas sobre la blanda tierra detrás del establo con «Alta-con-los-ojos-verdes», aquella que me hizo comprender y sentir la esencia de los objetos. También contenía referencias de nuestro lenguaje corporal cuando penetraba en la húmeda oscuridad de su cuerpo y ella me hacía compartir lo que sentía al recibirme. Todo eso en una sola palabra.
Pensé en ello durante largo tiempo. ¿De qué servía sufrir la desnudez del «Toque», tan sólo para alcanzar el nivel de frustrada ceguera mencionado por Rosa?
¿Qué era lo que me empujaba a huir del único lugar en mi vida donde me había sentido feliz?
En primer lugar, un convencimiento que había tardado mucho en llegar, y que puede ser resumido por: «Pero ¿qué demonios hago aquí?». Una pregunta que sólo podía ser respondida con otra pregunta: «¿Qué demonios haré si me voy?».
Yo era el único visitante, el único en siete años, que había permanecido en Keller más tiempo que unos pocos días. Aquello me hacía pensar. No era lo bastante fuerte ni tenía la suficiente confianza en la opinión de mí mismo como para ver que todo era debido a un defecto en mí, no en ellos. Obviamente, yo me sentía satisfecho, complacido demasiado pronto, como para ver los defectos que ellos habían visto en mí.
No existían defectos ni en la gente de Keller ni en su sistema. No, yo les amaba y respetaba como para pensar eso. Desde luego, habían ido mucho más lejos que cualquiera en este imperfecto mundo en dirección a una forma sana y racional de existencia sin guerras y con un mínimo de política. En definitiva, esos dos viejos dinosaurios son las dos únicas formas que han descubierto los seres humanos para convertirse en animales sociales. Sí, puedo ver la guerra como una forma de vivir con otros; imponiéndole nuestra voluntad al adversario en términos tan claros que el oponente no tenga otra solución que someterse, morir, o saltarse la tapa de los sesos. Y si ésa es una forma de solucionar algo, antes prefiero vivir sin soluciones. La política me parece mucho mejor. Lo único bueno que tiene en ocasiones es sustituir la conversación por los puñetazos.
Keller era un organismo: una nueva forma de relacionarse, y parecía funcionar. No lo planteo como una solución a los problemas del mundo. Es posible que sólo pueda funcionar para un grupo con unos intereses comunes tan imperativos y tan raros como la sordera y la ceguera. No puedo pensar en otro grupo cuyas necesidades sean tan interdependientes.
Las células del organismo cooperaban de maravilla. El organismo era fuerte, floreciente, y poseía todos los atributos que siempre había visto utilizar para definir la vida, excepto la habilidad de reproducirse. Ése podía ser su defecto fatal, si es que existía alguno. De hecho, vi que las semillas de algo se desarrollaban en los niños.
La fuerza del organismo era la comunicación. No hay dudas al respecto. Sin los elaborados e imposibles de falsificar mecanismos para la comunicación puestos en marcha en Keller, se hubieran destruido a sí mismos a causa de la mezquindad, los celos, el sentido de la posesión y otra docena de defectos humanos «innatos».
La Unión nocturna era la base del organismo. Allí, tras la cena, y, hasta que el momento de ir a dormir llegaba, todos hablaban en un lenguaje que era incapaz de mentir. Si se incubaba algún problema, se presentaba por sí mismo y era resuelto de forma casi automática. ¿Celos? ¿Resentimiento? ¿Algún pequeño sentimiento supurante que se estaba cultivando? Uno no podía esconderlo en la Unión, y muy pronto todos estaban alrededor para extirpar la enfermedad a base de amor. Actuaban como los glóbulos blancos, arracimándose entorno a una célula enferma, no para destruirla sino para curarla. Parecía no existir ningún problema que no pudiera ser resuelto si era atacado a tiempo, y con el «Toque», los vecinos de uno lo veían incluso antes de que uno mismo se diera cuenta, y ya estaban trabajando para corregir lo que no funcionaba bien, sanar la herida, hacer que uno se sintiera a gusto para que pudiera reírse de ello. Había muchas risas en las Uniones.
Durante un tiempo pensé que estaba sintiéndome posesivo con relación a Rosa. Sé que fue un poco al principio. Rosa era mi amiga especial, la que me había ayudado desde el principio, la que durante varios días había sido mi única interlocutora posible. Sus manos me habían enseñado el lenguaje táctil. Sé que sentí asomos de territorialidad la primera vez que ella permaneció sobre mis rodillas mientras otro hombre le hacía el amor. Pero si había una señal que los de Keller podían descifrar era ésa. Fue como un timbre de alarma en Rosa, en el hombre, y en todos los hombres y mujeres a mi alrededor. Se apresuraron a calmarme, a consolarme, a decirme en todos los lenguajes que todo iba bien, que era normal, que no tenía por qué sentirme avergonzado. Luego, el hombre en cuestión empezó a hacerme el amor a mí. No Rosa, sino el hombre. Un antropólogo observador podría tener tema para toda una tesis. ¿Han visto ustedes la película sobre el comportamiento social de los babuinos? Los perros también lo hacen. Y muchos mamíferos machos. Cuando los machos libran batallas por la supremacía, muchas veces, el más débil invalida la agresión al someterse, girando el rabo y renunciando. Yo nunca me sentí tan invalidado como cuando aquel hombre renunció al objeto de nuestra querella —Rosa— y desvió su atención hacia mí. ¿Qué podía yo hacer? Todo lo que había hecho era risible, y me reí, y pronto todos nos reíamos y aquél fue el fin de la territorialidad.
Así es en esencia como se resuelven la mayor parte de los problemas de la «naturaleza humana» en Keller. Algo parecido a un arte marcial oriental; cedes, dejas que el impulso de tu atacante le haga perder el equilibrio por la fuerza misma de la agresión. Haces esa misma maniobra hasta que el contrario se da cuenta de que su empuje inicial no era adecuado, que era estúpido poner tanto impulso cuando no tenía ninguna resistencia ante él. Muy pronto ya no es Tarzan de los monos, sino Charles Chaplin. Y se echa a reír.
Así que no era ni Rosa y su cuerpo encantador, ni mi toma de conciencia de que ella nunca podría ser totalmente mía para que yo pudiera encerrarla en mi caverna y defenderla con una tibia en la mano. Si yo hubiera persistido con esa mentalidad habría aparecido a sus ojos tan atractivo como una sanguijuela del Amazonas, y eso era un incentivo para confundir a los behavioristas y superarles.
Así que volví a esa gente que había visitado Keller y se había ido. ¿Qué habían visto ellos que yo no podía ver?
Bueno, era algo más bien ostensible. Yo no formaba parte del organismo, no importaba lo bien que el organismo se comportara conmigo. Por otro lado, tampoco tenía esperanzas de llegar a formar parte de él alguna vez. Rosa lo había dicho en la primera semana. Lo sentía en sí misma, en un grado menor. Ella no podía ***ar, aunque ese hecho no bastase para hacerla abandonar Keller. Me lo había dicho en lenguaje táctil y confirmado en lenguaje corporal. Si yo me iba, sería sin ella.
Al intentar situarme en el exterior y mirar hacia allí, me sentía casi miserable. ¿Qué intentaba hacer? ¿Acaso mi finalidad en la vida era convertirme en parte de una comunidad de sordomudociegos? En aquellos momentos me sentía tan deprimido que pensaba en todo aquello como en algo denigrante, pese a las evidencias de todo lo contrario. Debería estar en el mundo real, donde la gente real vivía, no entre aquellos fenómenos de la naturaleza.
Aparté rápidamente aquellos pensamientos. No estaba fuera de mí, por completo, tan sólo rozaba los límites de la insania. Aquella gente eran los mejores amigos que nunca había tenido, quizá los únicos. El que estuviera tan confundido como para pensar aquello de ellos, incluso durante un segundo, me preocupaba más que cualquier otra cosa. Es posible que fuera eso lo que me empujara finalmente a una decisión. Veía un futuro de creciente desilusión y de esperanzas no realizadas. A menos que aceptara que me reventaran ojos y oídos, siempre estaría de lado de fuera. Yo sería el ciego y sordo. Yo sería el fenómeno. Y no quería ser un fenómeno.
Ellos sabían que había decidido abandonarles antes de que yo mismo lo supiera. Mis últimos días se convirtieron en un largo adiós, con un cariñoso adiós implícito en cada palabra con que me tocaban. No estaba triste, en realidad, y ellos tampoco. Era maravilloso, como todo lo que hacían. Decían adiós con la exacta mezcla de nostalgia y de la-vida-debe-continuar, y esperamos-poder-tocarte-de-nuevo.
La realidad del «Toque» arañaba los bordes de mi mente. No era algo malo, tal como Rosa había dicho. En uno o dos años, hubiera podido dominarlo.
Pero ya había tomado mi decisión. Volvía al surco de la vida seguido durante tanto tiempo. Pero ¿por qué, una vez decidido lo que debía hacer, tenía miedo de volver a examinar mi decisión? Quizá debido a que la decisión original me había costado tanto que no deseaba volver a pasar por ello.
Me fui discretamente por la noche, en dirección a la carretera y a California. Estaban fuera, en los campos, de nuevo en pie, formando aquel círculo. Las puntas de sus dedos estaban más separadas que nunca. Los perros y los niños se mantenían apartados a su alrededor, como parias en un banquete. Era difícil decir quién parecía más ávido y asombrado.
Las experiencias en Keller no omitieron dejar sus marcas en mí. Era incapaz de vivir tal como lo había hecho antes. Durante un tiempo pensé que, simplemente, no podía vivir, pero lo hice. Estaba demasiado acostumbrado a vivir como para dar el paso decisivo de terminar con mi vida. Esperaría. La vida me había aportado algo agradable: quizá me proporcionara algo más.
Me convertí en escritor. Observé que mis facultades para la comunicación eran mejores que antes. O quizá ahora las poseía por vez primera. De cualquier modo, mis escritos eran coherentes y se vendían. Escribí lo que deseaba escribir, y no tenía miedo de pasar hambre. Tomaba las cosas tal como venían.
Atravesé la no-depresión del 97, cuando el paro alcanzó un veinte por ciento y el gobierno lo ignoró una vez más como un fenómeno pasajero. Finalmente, el fenómeno pasó, dejando el índice de paro un poco más alto de como había quedado la vez anterior, y la anterior a ésa. Otro millón de personas sin empleo fue creado, sin nada mejor que hacer que vagar por las calles para causar disturbios, volcar coches, ataques al corazón, asesinatos, disparos, incendios, bombas y tumultos: la infinita inventiva del teatro de la calle. Nunca había motivos de aburrimiento.
No me hice rico, pero solía vivir bien. Ésa es una enfermedad social, cuyos síntomas son la habilidad de ignorar el hecho de que tu sociedad está acumulando pústulas supurantes y su cerebro está siendo roído por gusanos radiactivos. Tenía un hermoso apartamento en el condado de Marin, fuera de la vista de las torretas erizadas de ametralladoras. Disponía de coche, en una época en que eso comenzaba a ser un lujo.
Había llegado a la conclusión de que mi vida no estaba destinada a ser todo lo que yo había deseado que fuera. Todos aceptamos algún tipo de compromiso, razonaba, y si uno lleva sus expectativas demasiado alto, está condenado a la desilusión. Me daba cuenta de que había colocado mi techo demasiado «alto», pero no sabía qué hacer al respecto. Llevaba mi carga con una mezcla de cinismo y optimismo que parecía ser la mejor mixtura para mí. Al menos hacía que mi motor siguiera funcionando.
Fui incluso a Japón, como había deseado hacer en primer lugar.
No encontré a nadie para compartir mi vida. Para eso sólo estaba Rosa. Rosa y toda su familia, y nos hallábamos separados por un abismo que no me atrevía a cruzar. Ni siquiera osaba pensar demasiado en ella. Hubiera podido resultar muy peligroso para mi equilibrio. Vivía con el, y me decía a mí mismo que así debían ser las cosas. Solitario.
Los años pasaron como un tractor oruga en Dacha, hasta el penúltimo día del milenio.
San Francisco organizaba un gran festejo para celebrar el año 2000. ¿Qué importaba que la ciudad estuviera desmoronándose lentamente, que la civilización fuera desintegrándose en la histeria? ¡Tengamos nuestra fiesta!
El ultimo día de 1999, me detuve en el Dique Golden Gate. El sol se hundía en el Pacífico, en Japón, que había vuelto a ser el mismo de siempre pero cuadriculado y compartimentado por los neosamurai. Tras de mí, los primeros estallidos de los fuegos artificiales celebrando el holocausto disfrazado como una festividad rivalizaban con las llamas de los primeros edificios incendiados a medida que los olvidados sociales y económicos celebraban el acontecimiento a su propia manera. La ciudad se estremecía bajo el peso de la miseria, ansiosa de deslizarse a lo largo de las líneas de fractura de alguna falla de San Andrés subcortical. Bombas atómicas en órbita resplandecían en mi mente, en algún lugar, allá en lo alto, dispuestas a plantar hongos cuando se hubieran agotado todas las demás posibilidades.
Pensé en Rosa.
Me descubrí a mí mismo a través del desierto de Nevada, sudando, aferrado al volante. Lloraba intensamente pero sin ningún sonido, como había aprendido a hacer en Keller.
¿Puede uno volver?
El coche apto sólo para ciudad saltaba en los baches de la sucia carretera. El vehículo se caía a pedazos. No había sido construido para ese tipo de viaje. El cielo empezaba a iluminarse por el este. Era el alba de un nuevo milenio. Apreté con mayor dureza el pedal del acelerador y el coche se encabritó, salvaje. No me importaba. No iba a conducir de regreso por esa misma carretera, nunca más. De una forma o de otra, iba allí para quedarme.
Alcancé el muro y respiré aliviado. Los últimos cien kilómetros habían sido una pesadilla en la que me preguntaba si no habría sido todo un sueño. Toqué la fría realidad del muro y aquello me calmó. Una ligera capa de nieve lo cubría todo, gris a la primera luz del amanecer. Les vi en la distancia. Todos ellos, afuera en el campo, allá donde les había dejado. No, estaba equivocado. Sólo los niños. ¿Por qué me habían parecido tantos al principio?
Rosa estaba allí. La reconocí de inmediato, a pesar de que nunca la había visto con ropas de invierno. Era más alta, estaba más llena. Debía de tener diecinueve años. Había un niño pequeño que jugaba con la nieve a sus pies, y acunaba a otro niño en sus brazos. Me dirigí hacia ella y hablé en su mano.
Se volvió hacia mí, su rostro radiante con la bienvenida, los ojos mirando con una fijeza que jamás había visto. Sus manos aletearon sobre mí y sus ojos no se movieron.
—Te toco, te doy la bienvenida —dijeron sus manos—. Me hubiese gustado que hubieras venido unos pocos minutos antes. ¿Por qué te fuiste, cariño? ¿Por qué has estado fuera tanto tiempo?
Sus ojos eran piedras en su cabeza. Estaba ciega. Estaba sorda. Todos los niños lo estaban. No, el niño de Rosa sentado a mis pies me miraba con una sonrisa.
—¿Dónde están los demás? —pregunté cuando hube recuperado el aliento—. ¿«Cicatriz»? ¿«Calvo»? ¿«Ojosverdes»? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué te ha sucedido a ti?
Sentí que me tambaleaba al borde del ataque cardíaco o del colapso nervioso o algo así. Mi realidad estaba en peligro de disolverse.
—Se han ido —dijo.
La palabra se me escapó, pero el contexto recordaba el Mary Celeste y Roanoke, Virginia. La forma en que ella usaba la palabra ido era compleja. Era como algo que había dicho antes; inaccesible, una fuente de frustración como la que me había hecho salir corriendo de Keller. Sin embargo, su palabra hablaba de algo que ella no poseía aún pero que estaba a su alcance. No había tristeza en ella.
—¿Ido?
—Sí. No sé donde. Son felices. Ellos ***ron. Fue glorioso. Sólo pudimos rozar una parte de ello.
Sentí que mi corazón martilleaba al ritmo del último tren al alejarse de la estación. Mis pies resonaban en las traviesas, mientras el convoy se perdía entre la niebla. ¿Dónde estaban los Brigadoon de ayer? Nunca había oído un cuento de hadas en el cual se pudiera regresar al país encantado. Te despiertas, y descubres que la oportunidad ha pasado. Te has quedado atrás. ¡Imbécil! Sólo hay una oportunidad; ésa es la moraleja, ¿no?
Las manos de Rosa reían en torno a mi rostro.
—Toma esta parte de mí que-habla-de-boca-a-pezón —dijo, y me tendió a su hija—. Voy a hacerte un regalo.
Levantó el brazo, y tocó ligeramente mis oídos con sus fríos dedos. El sonido del viento se detuvo, y cuando sus manos descendieron de nuevo no volvió nunca más. Tocó mis ojos, la luz desapareció, y ya no vi más.
Vivimos en los maravillosos silencio y oscuridad.
En el cuenco
Nunca se les ocurra comprar nada en un banco de órganos de segunda mano. Y un buen consejo también: no se pertrechen para un viaje a Venus hasta que hayan llegado a Venus.
Ahora lamento no haber esperado. Pero mientras estaba de compras en Coprates, unas pocas semanas antes de mis vacaciones, entré en aquella pequeña tienda, y me hablaron de aquel infraojo que tenían a un precio muy interesante. En aquel momento hubiera debido preguntarme qué hacía un infraojo en Marte.
Piensen un poco en ello. Nadie lleva infraojos en Marte. Si uno desea ver por la noche, es mucho más barato comprarse un rastreascopio. De esa forma puedes quitártelo cuando sale el sol. De modo que aquel ojo debía de haber vuelto de Venus con un turista. Y no había forma de decir cuánto tiempo llevaba en aquel local hasta que aquel viejo tipo de palabras convincentes me lo metió bajo la nariz, diciendo que había pertenecido a una encantadora vieja institutriz que nunca... Oh, bueno. Probablemente habrán oído ustedes algo así antes.
¡Si tan sólo la maldita cosa se hubiera estropeado antes de abandonar Venusburg! Ya conocen ustedes Venusburg: una ciudad de humeantes pantanos y malos hoteles donde uno corre el peligro de ser embaucado mientras pasea por cualquier calle, puede perder una fortuna en las mesas de juego, comprar cualquier placer del universo conocido, cazar los monstruos prehistóricos que se revuelcan por las fétidas ciénagas que encuentras apenas salir de la ciudad. Entonces, deberían saber que tras la jornada laboral —cuando se apagan todos los holos y el lugar se convierte en una colmena ordinaria de domos plateados agrupándose en la oscuridad a una temperatura de cuatrocientos veinticinco grados y una presión suficiente como para darte sinusitis con tal sólo pensar en ella; cuando cierran todas las deslumbrantes tiendas para turistas— uno no encuentra ningún problema en hallar una de las muchas agencias en torno al espaciopuerto y someterse a una operación medicánica. Aceptan dinero marciano. La Solar Express Card es válida. Simplemente hay que entrar, ni siquiera te hacen esperar.
Sin embargo...
Había tomado el dirigible diario que parte de Venusburg unas pocas horas después de mi llegada, feliz como una almeja, mi infraojo trabajando maravillosamente. Cuando aterricé en Cui-Cui, empecé a tener los primeros atisbos de trastornos. Nada lo bastante importante como para preocuparse por ello; simplemente, un muy ligero velo en la visión periférica del lado derecho. No le di importancia. Tenía tres horas de estancia en Cui-Cui antes de que el dirigible partiera para Última Oportunidad. Deseaba echar un vistazo a mi alrededor. No tenía intención de malgastar mis pocas horas en una tienda de órganos haciendo reparar mi ojo. Si seguía causándome problemas cuando llegara a Última Oportunidad, entonces me ocuparía del problema.
Cui-Cui era más de mi agrado que Venusburg. La sensación allí era de más naturalidad. En las calles de Venusburg uno tenía una posibilidad entre diez de encontrarse con un auténtico ser humano; todo lo demás es un holo puesto allí para dar un poco de sabor al ambiente y conseguir que las calles no parezcan tan vacías. Pronto me cansé de los petimetres de llamativos trajes que me salían por todas partes intentando venderme chicos y chicas de todas las edades. ¿Para qué? Intenten simplemente tocar a una de esas hermosas personas.
En Cui-Cui, la relación estaba muy próxima al cincuenta por ciento. Y la atmósfera no era de decadente corrupción sino de esforzada frontera. Las calles estaban convincentemente embarradas, y las fachadas de madera de las casas habían sido construidas con buen gusto. No era que me gustaran demasiado los dragones de dieciocho patas y ojos pedunculados que constantemente aparecían por todas partes, pero comprendo que son un recuerdo al tipo que dio su nombre a la ciudad. Todo eso está bien, pero dudo de que al tipo en cuestión le hubiera gustado que una de esas malditas cosas caminara a su través como un tanque de doce toneladas hecho de impalpable polvo.
Apenas tuve tiempo de «humedecer» mis pies en los «charcos» antes de que el dirigible estuviera listo para partir de nuevo. Y los problemas de mi ojo parecían haber desaparecido. Así que me embarqué para Última Oportunidad.
Hubiera debido tener en cuenta el significado del nombre de la ciudad. Y tuve oportunidades para ello. Una vez allí, efectué mis últimas compras de pertrechos antes de adentrarme en la maleza. Tenía intención de dirigirme a un lugar donde no se encuentra una estación de aire en cada esquina, de modo que decidí que podía utilizar un porteador.
Quizá ustedes no hayan visto nunca ninguno. Son la respuesta de la ciencia moderna a la mochila. O quizá a la reata de mulas, aunque en plena acción recuerdan más bien a los porteadores de los safaris (de ahí su nombre) de las viejas películas, avanzando estólidamente detrás del Cazador Blanco con los fardos de pertrechos sobre sus cabezas. La cosa consiste en un par de piernas metálicas exactamente igual de largas que las tuyas, con todo el equipo apilado encima, y un cordón umbilical conectando todo el conjunto a la parte inferior de tu columna vertebral. Todo ello te proporciona la posibilidad de vivir en la superficie durante cuatro semanas en vez de los cinco días que te permite tu pulmón venusiano.
El médico que me vendió el mío me hizo tender allí sobre su mesa, la espalda abierta, para instalar los tubos que llevarían el aire de los depósitos del porteador a mi pulmón venusiano. Era una estupenda oportunidad de pedirle que le diera un vistazo a mi ojo. Probablemente lo hubiera hecho, puesto que mientras estaba efectuando las conexiones inspeccionó y comprobó mi pulmón sin cobrarme nada por ello. Quiso saber dónde lo había comprado, y le dije que en Marte. Se echó a reír y dijo que le parecía en correcto estado de funcionamiento. Me advirtió que nunca dejara que el nivel de oxígeno en el pulmón descendiera demasiado, que lo cargara siempre antes de abandonar un domo presurizado, incluso aunque saliera tan sólo por unos pocos minutos. Le aseguré que sabía todo eso y que iría con mucho cuidado. De modo que empalmó los nervios a la terminal mecánica en la parte inferior de mi espalda, y conectó el porteador a ella. Lo comprobó desde todos los ángulos, y me dijo que el trabajo estaba listo.
Y no le pedí que le echara un vistazo a mi ojo. Simplemente no pensé en ello. Por aquel entonces aún no había salido a la superficie, y no había tenido ocasión de comprobarlo en pleno funcionamiento. Oh, las cosas tenían un aspecto un tanto diferente, incluso bajo luz visible. Había colores distintos y muy pocas sombras, y la imagen que obtenía del infraojo era mucho más imprecisa que la del otro ojo. Podía cerrar un ojo, luego el otro, y ver una auténtica diferencia. Pero no pensaba demasiado en ello.
De modo que subí al dirigible al día siguiente para el vuelo semanal previsto a Lodestone, una ciudad minera situada en las proximidades del desierto Fahrenheit. Aunque la forma en que la gente era capaz de distinguir un desierto de cualquier otra cosa en Venus era algo que seguía siendo todavía un misterio para mí. Me irrité cuando descubrí que, aunque el dirigible iba tan sólo a la mitad de su capacidad, tenía que pagar dos billetes: uno por mí y el otro por mi porteador. Por unos instantes pensé en llevar aquella maldita cosa sobre mis rodillas, pero desistí tras un experimento de diez minutos en la sala de espera. Estaba llena de aristas vivas y de ángulos agudos, y el viaje iba a ser largo. Así que pagué. Pero el gasto extra hizo un gran agujero en mi presupuesto.
A partir de Cui-Cui, las etapas eran más cortas y más difíciles. Cui-Cui se halla a dos mil kilómetros de Venusburg, y a otros mil de Lodestone. A partir de ahí el servicio de pasajeros es irregular. De todos modos, descubrí cómo definían los venusianos un desierto. Un desierto es un lugar no habitado todavía por seres humanos. Mientras siguiera siendo capaz de abordar un dirigible en servicio regular, todavía no era el desierto.
De dirigible en dirigible, llegué a un pequeño lugar llamado Prosperidad; población: setenta y cinco seres humanos y una nutria. Creí que la nutria era un holo jugueteando en el estanque de la plaza central. El lugar no parecía lo suficientemente próspero como para permitirse el lujo de un auténtico estanque como aquél con auténtica agua. Pero lo era. Era una ciudad de paso donde acudían a aprovisionarse los prospectores. Comprendí que una ciudad como aquella podía desaparecer de la noche a la mañana si los prospectores se trasladaban a otro sitio. Los propietarios de las tiendas se limitarían a empacar sus cosas y se irían a donde fuera. La relación entre las cosas que uno ve en una ciudad fronteriza y lo que realmente son suele estar en un ciento a uno.
Supe con considerable alivio que los únicos dirigibles que podía tomar desde Prosperidad se encaminaban precisamente en la dirección de donde yo había venido. No había ninguna comunicación con el otro lado. Me alegró saberlo, y que ya no me quedaba otra cosa que hacer más que contratar un guía y adentrarme en el desierto. Entonces mi ojo dejó de funcionar por completo.
Recuerdo que me sentí irritado; no, más que irritado. Estaba realmente furioso. Pero todavía seguía considerándolo como un contratiempo, no como un desastre. Se trataba tan sólo de perder un poco de tiempo y gastar un poco más de dinero.
Rápidamente me di cuenta de que las cosas eran muy distintas. Pregunté al vendedor de los billetes (se hallaba en un saloon-drugstore-galerías; no había estación en Prosperidad) dónde podía encontrar a alguien que me vendiera e instalara un infraojo. Se echó a reír.
—No va a encontrar a nadie aquí, hermano —dijo—. Nunca hemos tenido a nadie que se dedique a esas cosas. Había un médico en Ellsworth, a tres paradas de aquí en el dirigible local, pero se trasladó a Venusburg hace un año. Lo más cerca que podrá encontrar algo es en Última Oportunidad.
Aquello me sorprendió. Sabía que me estaba dirigiendo hacia las tierras muertas, pero nunca se me había ocurrido que existiera algún lugar en donde pudiera faltar algo tan básico como un médico. No vender servicios medicánicos era casi como no vender comida o aire. La gente podía morir realmente allí. Me pregunté si el gobierno planetario sabía algo de aquella escandalosa situación.
Lo supiera o no, me di cuenta de que remitirle una carta airada al respecto no iba a servirme de nada. Estaba atrapado. Hice unos rápidos cálculos mentales, y pronto descubrí que el costo de volar de regreso a Última Oportunidad y comprar un nuevo ojo me dejaría sin el dinero suficiente para regresar a Prosperidad y volver luego de nuevo a Venusburg. Mis vacaciones iban a verse estropeadas simplemente por haber querido ahorrarme algo de dinero comprando un ojo usado.
—¿Qué es lo que le ocurre a su ojo? —me preguntó el hombre.
—¿Eh? Oh, no lo sé. Quiero decir, simplemente dejó de funcionar. Estoy ciego de él, ése es el problema. —Viendo la forma en que miraba mi ojo, me agarré a aquel clavo ardiendo—. Oiga, ¿no sabrá usted algo de infraojos, por casualidad?
Agitó la cabeza y me sonrió desconsoladamente.
—No. Sólo un poco de aquí y de allá. Estaba pensando si serían los músculos los que le estaban causando problemas; un mal rastreo o algo así...
—No. La visión ha desaparecido por completo.
—Lástima. Me da la impresión de que se trata de un nervio roto. No me atrevería a tocar jamás algo así. Entienda, a lo máximo que me atrevo es a algunas chapuzas. —Hizo chasquear su lengua con simpatía—. ¿Quiere usted ese billete de vuelta a Última Oportunidad?
En aquel momento no sabía exactamente lo que quería. Llevaba dos años planeando aquel viaje. Estuve a punto de comprar el billete; luego me dije: qué diablos. Estaba allí, y al menos echaría una mirada al lugar antes de decidir qué hacer. Quizá hubiera alguien por allí que pudiera ayudarme. Me volví para preguntarle al empleado si conocía a alguien, pero me respondió antes de que yo pudiera decir nada.
—No deseo darle demasiadas esperanzas —dijo, frotándose la barbilla con una enorme mano—. Según tengo entendido, no hay nada menos seguro que eso, pero...
—Bien, ¿de qué se trata?
—Bueno, hay una chica que vive por aquí y que está medio loca con todo lo relativo a la medicánica. Siempre está trasteando por ahí, haciendo cosas extrañas para la gente, arreglándose con lo que tiene; ya conoce usted el tipo. El problema es que sus métodos son más bien autodidactas, de modo que puede terminar usted peor de lo que había empezado.
—No sé cómo —dije—. No funciona en absoluto; ¿qué puede hacer ella para que quede peor?
Se alzó de hombros.
—Eso es cosa suya. Probablemente la encontrará haraganeando por la plaza. Si no está allí, pregunte en los bares. Se llama Ascua. Lleva siempre a una nutría consigo, como si fuera un gatito. Pero la reconocerá apenas la vea.
Encontrar a Ascua no fue ningún problema. Me limité a regresar a la plaza, y allí estaba, sentada en el borde de piedra de la fuente. Estaba agitando sus pies en el agua. Su nutria estaba jugando en un pequeño tobogán, y parecía inmensamente feliz de haber encontrado la única masa de agua al aire libre en un radio de un millar de kilómetros.
—¿Eres Ascua? —pregunté, sentándome a su lado.
Alzó la vista hacia mí, con una de esas inquietantes miradas que los venusianos saben dirigir a los extranjeros. Ello es debido a que poseen un ojo azul o marrón, mientras que el otro es completamente rojo, sin nada de blanco. Ese era también mi aspecto, pero yo no tenía por qué mirar a mis propios ojos.
—¿Y qué si lo soy?
Su edad aparente eran diez u once años. Tuve la sensación de que probablemente ésa era su auténtica edad. Pero puesto que se suponía que era hábil en medicánica, era posible que yo estuviera equivocado. Había trabajado un poco sobre sí misma, pero naturalmente no había forma alguna de decir hasta qué punto lo había hecho. En su mayor parte parecía tratarse de un trabajo cosmético. No tenía ni un solo pelo sobre la cabeza. Lo había reemplazado con un penacho de plumas que le caían constantemente sobre los ojos. Su cuero cabelludo había sido trasplantado a las pantorrillas y antebrazos, y el pelo allí era una larga cascada rubia. Por los contornos de su rostro estaba seguro de que su cráneo era una masa de ganchos de anclaje y masilla ósea a partir de la cual había modelado la infraestructura que le permitiera reflejar el rostro que deseaba llevar.
—Me han dicho que sabes algo de medicánica. ¿Sabes?, este ojo ha...
Se echó a reír.
—No sé quién puede haberte contado eso. Sé todo lo que hay que saber sobre medicina. No soy ninguna chapucera. Vamos, Malibú.
Hizo ademán de ponerse en pie, y la nutria nos miró al uno y a la otra. Creo que no sentía el menor deseo de abandonar el estanque.
—Espera un momento. Lamentaría haber herido tus sentimientos. Puesto que no sé nada acerca de ti, admitiré que tienes que saber más al respecto que ninguna otra persona en la ciudad.
Volvió a sentarse, y finalmente me sonrió.
—Así que estás en problemas, ¿eh? Es o yo o nadie. Déjame adivinar: estás de vacaciones, eso resulta obvio. Y o bien el tiempo o bien el dinero te impiden regresar a Última Oportunidad para que te hagan una reparación profesional. —Me miró de arriba abajo—. Diría que se trata del dinero.
—Acertaste. ¿Puedes ayudarme?
—Eso depende.
Se acercó más a mí y escrutó mi infraojo. Apoyó sus manos en mis mejillas para mantener mi cabeza quieta. Yo no podía hacer otra cosa que mirarla directamente al rostro. No había cicatrices visibles en él; al menos era lo bastante buena como para eso. Sus caninos superiores eran aproximadamente unos cinco milímetros más largos que el resto de sus dientes.
—No te muevas. ¿Dónde compraste eso?
—En Marte.
—Lo imaginé. Es un Escrutatinieblas, fabricado por la Northern Bio. Un modelo barato; se lo venden principalmente a los turistas. Debe de tener unos diez o doce años de antigüedad.
—¿Es el nervio? El tipo habló de...
—No. —Se echó hacia atrás y siguió chapoteando con sus pies en el agua—. Es la retina. El lado derecho se ha desprendido y ha caído en la fóvea. Probablemente no fue bien instalada desde un principio. No hacen esas cosas para que duren más de un año.
Suspiré y palmeé mis rodillas con ambas manos. Me puse en pie, le tendí la mano.
—Bueno, supongo que será eso. Gracias por tu ayuda.
Pareció sorprendida.
—¿Adonde vas?
—Vuelvo a Última Oportunidad, y luego a Marte, a querellarme contra un cierto banco de órganos. Hay leyes para ese tipo de cosas en Marte.
—Aquí también. Pero ¿por qué volver? Yo te lo arreglaré.
Estábamos en su taller, que era a la vez su dormitorio y su cocina. Era un simple domo sin ni siquiera un holo. Era relajante, tras todas aquellas casas estilo rancho que parecían estar de moda en Prosperidad. No quiero parecer chauvinista, y me doy cuenta de que los venusianos necesitan alguna especie de estímulo visual, viviendo como lo hacen en un desierto cubierto de nubes. Sin embargo, nunca me ha gustado esa tendencia a la ilusión. El vecino de Ascua vivía en una réplica perfecta del palacio de Versalles. Ella me dijo que cuando él desconectaba su generador holo sus auténticas posesiones hubieran cabido en una mochila. Incluido el generador holo.
—¿Qué es lo que te ha traído a Venus?
—Turismo.
Me miró por el rabillo del ojo mientras restregaba mi rostro con un anestésico nervioso. Yo estaba tendido en el suelo, puesto que no había muebles en la habitación excepto unas cuantas mesas de trabajo.
—Muy bien. Pero no acuden demasiados turistas hasta tan lejos. Si no es asunto mío, simplemente dímelo.
—No es asunto tuyo.
Se envaró en su asiento.
—Muy bien. Arréglate tú mismo el ojo.
Aguardó, con una semisonrisa en el rostro. Finalmente, yo también me vi forzado a sonreír. Volvió a su trabajo, seleccionando un instrumento en forma de cucharilla de un revuelto montón junto a sus rodillas.
—Soy un geólogo aficionado —dije—. En realidad, un cazador de rocas. Trabajo en una oficina, y los fines de semana me voy al campo y busco por ahí. Creo que las rocas son una excusa para sacarme de mi medio ambiente habitual.
Ella extrajo el ojo de su órbita y metió expertamente un dedo para soltar la conexión metálica que lo unía al nervio óptico. Alzó el globo ocular hacia la luz y observó sus lentes.
—Puedes levantarte. Échate un poco de esto en la órbita y parpadea unas cuantas veces.
Hice lo que me indicaba y la seguí a su banco de trabajo.
Se sentó en un taburete y examinó el ojo más de cerca. Luego le clavó una jeringa y extrajo el humor acuoso, convirtiéndolo en algo parecido a un huevo de tortuga secado al sol. Lo abrió y empezó a hurgar cuidadosamente. Los largos cabellos de sus antebrazos no dejaban de molestarla en su trabajo, de modo que se los ató con unas bandas de caucho.
—Un cazador de rocas —murmuró para sí misma—. Seguro que has venido aquí para echar una mirada a las joyas estallantes.
—Exacto. Como he dicho, soy tan sólo un geólogo aficionado. Pero leí acerca de ellas, y vi una en una ocasión en una joyería en Pobos. De modo que ahorré un poco de dinero y vine a Venus para intentar descubrir una de ellas por mí mismo.
—Eso no tendría que ser ningún problema. Son las gemas más fáciles de encontrar de todo el universo conocido. Una lástima. Porque la gente de ahí afuera espera hacerse rica con ellas. —Se alzó de hombros—. No es que no pueda sacarse algo de dinero con ellas. Pero no la fortuna que todo el mundo espera obtener. Curioso; son tan raras como acostumbraban a serlo los diamantes, más aún, no pueden ser duplicadas en el laboratorio como los diamantes. Oh, supongo que sí podrían fabricarse, pero de una forma terriblemente complicada.
Estaba utilizando un pequeño utensilio para volver a fijar la retina desprendida en la superficie trasera del ojo.
—Prosigue.
—¿Eh?
—¿Por qué no pueden hacerlas en el laboratorio?
Se echó a reír.
—Realmente eres un geólogo aficionado. Como he dicho, podrían, pero sería demasiado caro. En su composición entran un montón de elementos distintos. Una gran cantidad de aluminio, tengo entendido. Eso es lo que vuelve rojos a los rubíes, ¿no?
—Sí.
—Son las otras impurezas las que las hacen tan hermosas. Tienes que formarlas bajo altas presiones y temperaturas, y son tan inestables que generalmente estallan antes de que consigas la mezcla adecuada. Así que resulta mucho más barato ir ahí afuera y recogerlas.
—Y el único lugar donde pueden recogerse es en medio del desierto Fahrenheit.
—Exacto.
Parecía haber terminado con su trabajo. Se levantó para examinar su obra con ojo crítico. Frunció el ceño, luego selló la incisión que había hecho y volvió a meter el líquido. Montó el ojo en un calibrador y lo apuntó con un láser, luego meneó la cabeza al leer algunas cifras en una pantalla junto al láser.
—Funciona —dijo—. Pero te vendieron un buen trasto. El iris está hecho una porquería. Es una elipse, con una excentricidad de cero coma veinticuatro. Y empeorará con el tiempo. ¿Ves esa decoloración amarronada en el lado izquierdo? Es una descomposición progresiva del tejido muscular, con toxinas acumulándose en él. Y dentro de cuatro meses sufrirás cataratas.
No sabía de qué estaba hablando, pero fruncí los labios mientras lo hacía.
—Pero ¿cuánto tiempo durará?
Me sonrió presuntuosamente.
—¿Estás pidiendo una garantía de seis meses? Lo siento, no soy miembro de la Asociación Médica Venusiana. Pero aunque este compromiso no tiene nada de legal, creo que puedo asegurarte que funcionará al menos durante ese tiempo. Quizá.
—Parece que no te comprometes mucho.
—Es la práctica. Nosotros los futuros médicos siempre tenemos que ir con cuidado con respecto a las demandas judiciales. Tiéndete aquí y volveré a ponértelo.
—Lo que me estaba preguntando es si será seguro pasar cuatro semanas en el desierto con este ojo —dije, mientras ella conectaba de nuevo el ojo y volvía a instalarlo en su órbita.
—No —dijo rápidamente, y sentí una tremenda decepción—. No, con ningún ojo —añadió rápidamente—. No si vas solo.
—Entiendo. Pero ¿crees que el ojo resistirá?
—Oh, seguro. Quien no resistirá serás tú. Por eso vas a tomar al pie de la letra mi extraordinaria oferta de que me contrates como tu guía a través del desierto.
Me eché a reír.
—¿Estás hablando en serio? Lo siento, pero ésa va a ser una expedición solitaria. Así la planeé desde un principio. Porque para eso salgo a buscar rocas en primer lugar: para estar solo. —Saqué mi tarjeta de crédito del bolsillo—. Ahora, ¿cuánto te debo?
No estaba escuchándome, sino que permanecía con la barbilla apoyada en la mano, con aire pensativo.
—Sale ahí afuera para estar solo, ¿has oído eso, Malibú? —la nutria alzó la vista hacia ella desde el lugar donde se encontraba en el suelo—. Ahora considérame a mí, por ejemplo. A mí, que sé desde todos lados lo que es estar sola. Son las multitudes y las grandes ciudades lo que más añoro. ¿No crees, vieja compañera?
La nutria siguió mirándola, obviamente dispuesta a asentir a cualquier cosa.
—Supongo que sí —dije—. ¿Están bien cien marcos? Es más o menos la mitad de lo que me hubiera pedido un médico titulado pero, como ya te he dicho, voy un poco justo de dinero.
—¿No vas a llevarme contigo como guía? ¿Es tu última palabra?
—No. Es mi última palabra. Escucha, no se trata de ti, es simplemente que...
—Lo sé. Deseas estar solo. No tienes que pagarme nada. Vamos, Malibú. —Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Luego se volvió en redondo—. Nos veremos —dijo, y me hizo un guiño.
No necesité mucho tiempo para comprender lo que significaba aquel guiño. Puedo ver lo obvio a la tercera o cuarta tentativa.
El hecho era que Prosperidad se sentía considerablemente desconcertada por la presencia de un turista en sus calles. No había ni una sola agencia de alquileres ni un hotel en toda la ciudad. Había esperado algo así, pero no había imaginado que fuera tan difícil encontrar a alguien dispuesto a alquilarme su bicicielo particular si el precio era adecuado. Había estado reservando una buena cantidad de dinero en efectivo en previsión de unas exigencias exorbitantes por parte de la gente de allí a este respecto. Estaba seguro de que a la gente local le encantaría estafar un poco a un turista.
Pero ésa no era su intención. Casi todo el mundo poseía una bicicielo y absolutamente ninguno de los que la poseían tenía la menor intención de alquilarla. Era una necesidad para todo aquel que trabajara fuera de la ciudad, lo cual era el caso de casi todo el mundo, y eran difíciles de conseguir. Los dirigibles de carga eran casi tan irregulares como el servicio de pasajeros. Todas las personas que rechazaron mi oferta me hicieron una útil sugerencia. Como he dicho, después de la cuarta o la quinta de tales sugerencias me hallé de nuevo en la plaza de la ciudad. Ella estaba sentada exactamente en el mismo sitio donde la había encontrado la primera vez, agitando sus pies en el agua. Malibú nunca parecía cansarse del tobogán.
—Sí —dijo sin alzar la vista—. Resulta que tengo una bicicielo por alquilar.
Me sentía exasperado, pero tenía que disimularlo. Me tenía acorralado por la proverbial espada contra la proverbial pared.
—¿Acaso te pasas todo el día haraganeando por aquí? —pregunté—. La gente me dice que te pregunte a ti acerca de una bicicielo y me dice que te encontraré aquí, casi como si tú y esta fuente fueseis una sola cosa. ¿Qué más haces?
Me clavó una altanera mirada.
—Reparo ojos para turistas tontos. También efectúo intervenciones corporales para cualquiera de la ciudad a tan sólo el doble del precio que les costaría en Última Oportunidad. Y lo hago estupendamente bien también, aunque esos patanes sean los últimos en admitirlo. No dudo que el señor Lamara, el vendedor de billetes, te habrá contado escandalosas mentiras acerca de mis habilidades. Se sienten irritados de que yo saque ventaja del ahorro en dinero y tiempo que les representa no tener que acudir a Última Oportunidad y pagar únicamente precios hinchados en vez de los precios escandalosos que les cobro yo.
Tuve que echarme a reír, aunque estaba seguro de que a mí también iba a cobrarme precios exorbitantes. Sabía emplear bien la técnica.
—¿Cuántos años tienes?
Hice la pregunta sin pretenderlo, luego casi me mordí la lengua. Lo último que desea una chica orgullosa e independiente es discutir su edad. Pero me sorprendió.
—En tiempo meramente cronológico, once años terrestres. Eso representa un poco más de seis de vuestros años. En tiempo real, interno, por supuesto no tengo ninguna edad.
—Por supuesto. Ahora, en lo relativo a esa bici...
—Por supuesto. Pero no he respondido a tu anterior pregunta. Lo que haga además de permanecer sentada aquí es irrelevante, porque mientras estoy sentada aquí me dedico a contemplar la eternidad. Me sumerjo en mi ombligo, esperando llegar a conocer la auténtica profundidad del seno. En pocas palabras, realizo mis ejercicios yoga. —Miró pensativamente por encima del agua a su animalito de compañía—. Además, es el único estanque en un millar de kilómetros.
Me sonrió y se dejó caer plana sobre el agua. La cortó como la hoja de un cuchillo y avanzó hacia la nutria, que empezó a lanzar una alegre sucesión de ladridos.
Cuando salió cerca del centro del estanque, fuera del surtidor y las cascadas, la llamé.
—¿Qué hay de la bici?
Se llevó una mano formando copa a su oído, pese a que estaba tan sólo a quince metros de distancia.
—¡Digo que qué hay de la bici!
—No puedo oírte —gritó—. Tendrás que venir hasta aquí.
Me metí en el estanque, gruñendo para mí mismo. Me estaba dando cuenta de que su precio incluía algo más que dinero.
—No sé nadar —le advertí.
—No te preocupes, en ningún lado es más profundo que aquí.
El agua me llegaba hasta el pecho. Avancé forcejeando hasta allí, andando de puntillas, me agarré a una de las volutas de la fuente, me subí a ella, y me senté en el húmedo mármol venusiano con el agua chorreando de mis piernas.
Ascua estaba sentada en el fondo del tobogán, agitando sus pies en el agua. El agua que se deslizaba en cascada por la roca trazaba un arco en torno a la corona de plumas de su cabeza. Perlas de agua se deslizaban y caían por ellas. Una vez más me hizo sonreír. Si pudiera venderse el encanto, sería rica. ¿De qué estoy hablando? Nadie vende nunca nada excepto encanto, de una forma u otra. Me dominé antes de que intentara venderme los polos norte y sur. En un abrir y cerrar de ojos fui capaz de verla de nuevo como la pilluela astuta y avariciosa que era.
—Mil millones de marcos solares a la hora, ni un penique menos —dijo con aquella suave y pequeña boquita.
Era inútil negociar algo como aquello.
—¿Me has hecho venir hasta aquí para oír eso? Realmente, me has decepcionado. No te imaginaba capaz de tomar el pelo de esa manera. Creí que podíamos llegar a un acuerdo. Yo...
—Bueno, si esa oferta no te resulta satisfactoria, probemos esta otra. Completamente gratis, excepto el oxígeno, la comida y el agua.
Esperó, agitando el agua con los pies.
Por supuesto, había un truco en todo aquello. En un destello intuitivo a escala realmente cósmica, una iluminación digna de un Einstein, vi el cebo. Ella se dio cuenta de que lo había captado, se dio cuenta también de que no me gustaba, y me sonrió con todos sus dientes. De modo que una vez más, y no iba a ser la última, me vi ante la alternativa: o estrangularla, o devolverle la sonrisa. Sonreí. No sé cómo, pero tenía esa rara habilidad de hacer que sus oponentes reaccionaran como si no estuviera apretándoles las clavijas.
—¿Crees en el amor a primera vista? —le pregunté, esperando pillarla con la guardia baja.
No hubo ninguna posibilidad.
—Una estúpida sensiblería, a lo sumo —dijo—. No me has impresionado, señor...
—Kiku.
—Encantador. ¿Un nombre marciano?
—Supongo que sí. Nunca pensé realmente en él. No soy rico, Ascua.
—Por supuesto que no. No te hubieras puesto en mis manos si lo fueras.
—Entonces ¿qué es lo que te atrae de mí? ¿Por qué estás tan decidida, a irte conmigo, cuando todo lo que te pido es que me alquiles tu bici? Si yo fuera tan irresistible, me hubiera dado cuenta.
—Oh, no sé —dijo ella, alzando una de sus cejas—. Hay algo en ti que encuentro absolutamente fascinante. Incluso irresistible.
Hizo ademán de desmayarse.
—¿Puedes decirme lo que es?
Meneó la cabeza.
—Deja que sea mi pequeño secreto por el momento.
Empezaba a sospechar que se sentía atraída por la configuración de mi cuello..., ideal para clavar sus dientes en él y chuparme toda la sangre. Decidí dejarlo correr. Quizá me contara más en los siguientes días. Porque al parecer iba a haber otros días, muchos de ellos.
—¿Cuándo estarás lista para partir?
—Preparé las cosas inmediatamente después de volver a ponerte el ojo. Podemos irnos ahora mismo.
Venus es algo espectral. He pensado y pensado en ello, y ésa es la mejor forma en que puedo describirlo.
Es espectral en parte debido a la forma en que lo ves. Tu ojo derecho —el que ve lo que llamamos luz visible— te muestra únicamente un pequeño círculo de luz que es iluminado por tu linterna manual. Ocasionalmente se capta un resplandeciente foco de metal en fusión allá a lo lejos, pero es lo bastante impreciso como para poder verlo con precisión. Tu infraojo atraviesa esas sombras y te proporciona una imagen borrosa de lo que hay más allá de la luz de tu linterna, pero la mayoría de las veces preferiría ser ciego.
No hay ninguna forma de describir correctamente cómo afecta esa dicotomía a tu mente. Un ojo te dice que todo lo que hay más allá de un cierto punto son sombras, mientras el otro te muestra lo que hay en esas sombras. Ascua dice que al cabo de un tiempo tu cerebro puede mezclar las dos imágenes tan fácilmente como lo hace con la visión binocular. Yo nunca llegué a alcanzar ese punto. Durante toda mi estancia no dejé de intentar reconciliar las dos imágenes.
No me gusta hallarme en el fondo de un cuenco de un millar de kilómetros de diámetro. Porque eso es lo que ves. No importa cuan alto subas o cuan lejos vayas, siempre sigues estando en el fondo de ese cuenco. Es algo que tiene que ver con la curvatura de los rayos luminosos en la densa atmósfera, si comprendo correctamente a Ascua.
Luego, está el sol. Cuando llegué era de noche, lo cual significa que el sol era una aplastada elipse colgando justo encima del horizonte al este, por donde había surgido hacía no sé cuántas semanas. No me pidan que lo explique. Todo lo que sé es que el sol nunca se pone en Venus. Nunca, no importa donde estés. Se limita a hacerse cada vez más plano y más plano, y a la vez más ancho y más ancho, hasta que se aplasta definitivamente al norte o al sur, depende de donde uno esté, convirtiéndose en una línea plana y brillante de luz que es empujada hacia el oeste, donde empezará a surgir de nuevo al cabo de unas pocas semanas.
Ascua dice que en el ecuador se convierte en un círculo perfecto durante una décima de segundo cuando se halla exactamente en la vertical. Como las luces de un colosal estadio. Todo eso ocurre por encima del borde del cuenco donde uno se halla, aproximadamente a unos diez grados por encima del horizonte teórico. Es otro efecto de la refracción.
Uno no ve nada de eso con el ojo izquierdo. Como ya he dicho, las nubes retienen prácticamente toda la luz visible. Todo lo ves con el ojo derecho. El color en que lo ves lo he definido como infraazul.
Todo está tranquilo. Empiezas a echar de menos el sonido de tu propia respiración, y si piensas demasiado en ello, terminas preguntándote por qué no estás respirando. Tú lo sabes, por supuesto, pero no tu metencéfalo, que es el que te proporciona la sensación. A él y a tu sistema nervioso autónomo no les importa que tu pulmón venusiano esté goteando oxígeno directamente a tu torrente sanguíneo; esos circuitos no están hechos para comprender las cosas; son primitivos y muy desconfiados de los progresos científicos. De modo que me sentía abrumado por una sensación de sofoco, que supongo debía de ser la venganza de mi médula espinal.
También me sentía nervioso acerca de la temperatura y la presión. Era una tontería, lo sé. Marte me mataría del mismo modo sin un traje, y mucho más lenta y dolorosamente.
Si mi traje fallaba aquí, dudaba que llegara a sentir nada. Era sólo la idea de esa increíble presión siendo mantenida a un milímetro de distancia de mi frágil piel por un campo de fuerza que, físicamente hablando, ni siquiera estaba allí. O al menos eso es lo que me dijo Ascua. Es probable que estuviera intentando tomarme el pelo. Quiero decir, las líneas de fuerza magnética no son tangibles, pero están ahí, ¿no?
Aparté aquellos pensamientos de mi mente. Ascua estaba allí, y ella sabía acerca de todas esas cosas.
Lo que ella no pudo explicarme adecuadamente fue por qué una bicicielo no tiene motor. Pensé mucho acerca de ello, sentado en el sillín y pedaleando como un condenado sin nada que ver excepto las plateadas nalgas de Ascua.
Ella tenía una bici tándem, lo cual significa cuatro sillines; dos para nosotros y dos para nuestros porteadores. Me senté detrás de Ascua, y los porteadores se sentaron en dos sillines a nuestra derecha. Puesto que ellos reproducían los movimientos de nuestras piernas con exactamente la misma fuerza que aplicábamos nosotros, disponíamos de una bicicielo accionada por la energía de cuatro seres humanos.
—Ni aunque me fuera la vida en ello puedo llegar a imaginar que sea tan difícil montar un motor en esta cosa y utilizar algo del excedente de energía de nuestros generadores —dije en nuestro primer día fuera.
—No hay nada extraño en ello, perezoso —dijo ella sin volverse—. Acepta mi consejo como medico novato; esto es mucho mejor para ti. Si usas los músculos que llevas encima, te durarán mucho más. Te harán sentirte mucho más saludable y te mantendrán alejado de las garras de los codiciosos médicos. Lo sé. La mitad de mi trabajo consiste en rebanar grasa de culos adiposos y extirpar varices de piernas. Incluso aquí afuera, la gente no utiliza sus piernas más de veinte años antes de tenerlas listas para un cambio. Es una pura pérdida.
—Creo que yo también hubiera debido cambiármelas antes de que nos fuéramos. Estoy hecho polvo. ¿No llevamos pedaleando ya todo un día?
Hizo chasquear desaprobadoramente su lengua, pero accionó un control y empezó a soltar gas caliente del globo que colgaba sobre nuestras cabezas. Las paletas direccionales situadas a nuestros lados se inclinaron, e iniciamos una lenta espiral descendente hacia el suelo.
Aterrizamos en el fondo del cuenco..., mi primera experiencia al respecto, puesto que todas mis anteriores visiones de Venus habían sido desde el aire, donde el espectáculo no es tan aparente. Me quedé allí parado, mirando y rascándome la cabeza, mientras Ascua montaba la tienda y deshinchaba del todo el globo.
Los venusianos utilizan campos nulos prácticamente para todo. Antes que intentar elaborar una tecnología que pueda soportar las temperaturas y las presiones extremas, lo rodean todo con un campo nulo y se olvidan de ello. El globo en la bicicielo no era sino un campo estándar globular con una discontinuidad en el fondo para el calentador de aire. El cuerpo de la bicicielo estaba protegido con el mismo tipo de campo que llevábamos Ascua y yo, el tipo que envuelve las superficies a la distancia correspondiente, sin tocarlas. La tienda era un campo hemisférico con un suelo plano.
Eso simplificaba un montón de cosas. Las esclusas de aire, por ejemplo. Lo que hacíamos era simplemente entrar en la tienda. Los campos de nuestros trajes se desvanecían cuando eran absorbidos por el de la tienda. Para salir, únicamente era necesario cruzar de nuevo la pared, y el traje volvía a formarse a tu alrededor.
Me dejé caer en el suelo e intenté apagar mi linterna de mano. Para mi sorpresa, descubrí que no estaba hecha para ser apagada. Ascua conectó el fuego de acampada y se dio cuenta de mi desconcierto.
—Sí, es un derroche —admitió—. Hay algo en los venusianos que les hace odiar el apagar la luz. No descubrirás un solo interruptor en todo el planeta. Puede que no te lo creas, pero me sentí tontamente sorprendida hace unos años, cuando oí hablar por primera vez de los interruptores de luz. Era una idea que nunca se me había ocurrido. ¿Te das cuenta de lo provinciana que soy?
Aquello no sonaba propio de ella. Observé su rostro buscando indicios de lo que la había motivado a formular aquella afirmación, pero no pude descubrir nada. Estaba sentada frente al fuego de acampada con Malibú en su regazo, componiéndose sus plumas.
Hice un gesto hacia el fuego, que era un maravillosamente ejecutado holo de un crepitante y chisporroteante fuego de leña con un quemador oculto en el centro de él.
—¿No es un toque un poco excéntrico? ¿Por qué no has traído una casa exótica, como las de la ciudad?
—Me gusta el fuego. No me gustan las casas ficticias.
—¿Por qué no?
Se alzó de hombros. Estaba pensando en otras cosas. Intenté otro enfoque.
—¿A tu madre no le importa que te vayas al desierto con desconocidos?
Me clavó una mirada que no pude interpretar.
—¿Cómo quieres que lo sepa? No vivo con ella. Estoy emancipada. Creo que ella está en Venusburg.
Obviamente acababa de tocar un punto delicado, así que fui cauteloso.
—¿Choque de personalidades?
Se alzó de nuevo de hombros, sin desear seguir por aquel camino.
—No. Bueno, sí, en cierto sentido. Ella no quería emigrar de Venus. Yo deseaba irme y ella deseaba quedarse. Nuestros intereses no coincidían. Así que cada cual siguió su camino. Yo estoy siguiendo mi camino para conseguir un pasaje fuera del planeta.
—¿Cuánto te falta todavía?
—Menos de lo que puedes llegar a pensar.
Parecía estar sopesando algo en su mente, como si me estuviera midiendo. Podía oír los engranajes rechinar y las campanillas de la caja registradora resonar mientras estudiaba mi rostro. Luego sentí que el encanto surgía de nuevo, como el parpadear de uno de esos inexistentes conmutadores de la luz.
—Sí, estoy más cerca que nunca de abandonar Venus. Dentro de unas pocas semanas estaré lista. Tan pronto como volvamos con algunas joyas estallantes. Porque tú vas a adoptarme.
Creo que ya estaba empezando a acostumbrarme a ella. No me sentí impresionado por aquello, aunque no era nada parecido a lo que había esperado oír. Había estado pensando vagamente en las joyas estallantes. Ella recogería algunas junto conmigo, las vendería, y con el dinero conseguido se compraría un billete para salir del planeta.
Eso era estúpido, por supuesto. Ella no me necesitaba a mí para conseguir joyas estallantes. Ella era el guía, no yo, y aquélla era su bicicielo. Podía conseguir tantas joyas como deseara, y probablemente ya las tenía. Aquel proyecto tenía que tener algo que ver conmigo personalmente, como había comprendido allá en la ciudad y luego había olvidado. Había algo que deseaba de mí.
—¿Por eso querías ir conmigo? ¿Es ésa la fatal atracción? No te comprendo.
—Tu pasaporte. Estoy enamorada de tu pasaporte. En la línea señalada «nacionalidad» dice: «Marte». En la correspondiente a la edad dice, oh..., unos setenta y tres.
Se había equivocado en un año, aunque conservo la apariencia de los treinta. —¿Y?
—Y, mi querido Kiku, te hallas visitando un planeta que está adentrándose a tientas en la Edad de Piedra. Un planeta medieval, señor Kiku, que establece la mayoría de edad a los trece años..., una cifra caprichosa y arbitraria, estoy segura de que estarás de acuerdo conmigo. Las leyes de este planeta afirman que algunos derechos de los ciudadanos libres les son negados a los ciudadanos menores de edad. Entre esos derechos están la libertad, la persecución de la felicidad, ¡y la posibilidad de salir de este maldito lugar!
Me sorprendió con su furia, apareciendo tan bruscamente tras la fachada de su habitual y divertida locuacidad. Tenía los puños apretados. Malibú, sentada en su regazo, alzó tristemente la vista hacia su amiga, luego la volvió hacia mí.
Pero volvió a alegrarse rápidamente y saltó en pie para preparar la cena. Se negó a responder a mis preguntas. El tema había quedado zanjado por aquel día.
Al día siguiente estaba dispuesto a dar media vuelta. ¿Saben ustedes lo que es tener piernas de palo? Imagino que no; si les gusta eso —quiero decir el esfuerzo físico intenso—, probablemente serán de esos tipos saludables que se mantienen siempre en forma. Yo no estaba en forma, y tenía la sensación de que iba a morirme. Por un momento de pánico pensé que estaba muriéndome.
Afortunadamente, Ascua había previsto todo aquello. Sabía que yo era un jinete de escritorio, y sabía también en qué malas condiciones físicas suelen estar los marcianos. Añadido al sedentario estilo de vida de la mayor parte de la gente moderna, nosotros los marcianos tenemos más problemas físicos que la mayoría debido a que la gravedad de Marte no nos presenta muchos desafíos, aunque lo intentemos denodadamente. Los músculos de mis piernas eran puros fideos.
Me administró un masaje al viejo estilo y una inyección de un producto de última moda que eliminó todas las toxinas acumuladas. En una hora empecé a sentir un vacilante interés por el viaje. De modo que ella me sentó en la bici y empezamos a pedalear otra etapa del viaje.
Aquí no hay ninguna forma de medir el paso del tiempo. El sol se hace más plano y más ancho, pero el proceso es demasiado largo para que uno pueda apreciarlo. En algún momento de aquel día cruzamos un tributario del río Reynoldswrap. Apareció como una línea brillante en mi ojo derecho, como un indolente y encostrado semiglaciar en mi izquierda. Aluminio fundido, me dijo ella. Malibú sabía de qué se trataba, y ladró lastimeramente para que nos detuviéramos y poder juguetear un poco. Ascua no se lo permitió.
Uno no puede perderse en Venus, no si sigues pudiendo ver. El río había sido visible desde que abandonamos Prosperidad, aunque yo no había sabido de qué se trataba. Podíamos seguir viendo la ciudad detrás de nosotros y la hilera de montañas frente a nosotros, e incluso el desierto. Se hallaba a poca altura en la ladera del cuenco. Ascua dijo que eso significaba que nos quedaban todavía unos tres días de viaje para llegar a él. Se necesita práctica para juzgar las distancias. Ascua no dejaba de intentar mostrarme Venusburg, que se hallaba a varios miles de kilómetros detrás de nosotros. Decía que era fácilmente visible como un pequeño punto en un día claro. Yo nunca conseguí divisarlo.
Hablamos mucho mientras pedaleábamos. No había ninguna otra cosa que hacer, y además era divertido hablar con ella. Me contó más detalles de su plan para abandonar Venus, y me llenó la cabeza con sus ingenuas ideas acerca del aspecto de los demás planetas.
Se trataba de una sutil campaña de ventas. Empezamos con una defensa de su loco plan. En un determinado momento, se convirtió en una afirmación. Ella dio por sentado que yo iba a adoptarla y a llevarla a Marte conmigo. Casi llegué a creérmelo a medias.
Al cuarto día empecé a observar que el cuenco iba haciéndose más alto delante de nosotros. No sabía qué era lo que causaba el fenómeno hasta que Ascua ordenó un alto y nos quedamos colgados allí en el aire. Nos enfrentábamos a una sólida línea de roca que ascendía en pendiente hasta un punto situado a unos cincuenta metros más arriba de donde nos encontrábamos.
—¿Qué ocurre? —pregunté, agradeciendo el descanso.
—Las montañas son más altas —dijo enfáticamente—. Vayamos hacia la derecha y veamos si podemos encontrar un paso.
—¿Más altas? ¿De qué estás hablando?
—Más altas. Ya sabes, más grandes, llegando hasta más arriba que la última vez que vine aquí, habiendo aumentado ligeramente su magnitud de elevación, habiendo ascendido...
—Conozco la definición de altura —dije—. Pero ¿por qué? ¿Estás segura?
—Naturalmente que estoy segura. El calentador de aire del globo está a tope; hemos subido tan alto como nos es posible. La última vez que pasé por aquí pude cruzarlas sin ningún problema. Pero hoy no.
—¿Por qué?
—Condensación. La topografía puede variar enormemente aquí. Algunos metales y rocas están en estado de fusión en Venus. Entran en ebullición en un día cálido y luego se condensan en las cimas de las montañas cuando desciende la temperatura. Luego se funden de nuevo cuando vuelve a hacer calor, y fluyen hacia los valles.
—¿Quieres decir que me has traído aquí en mitad del invierno?
Me lanzó una marchita mirada.
—Tú eres quien vino en invierno. Además, es de noche, y ni siquiera es medianoche todavía. No creí que las montañas fueran tan altas antes de otra semana.
—¿Podemos rodearlas?
Observó críticamente la ladera.
—Hay un paso permanente a unos quinientos kilómetros al este. Pero eso nos llevará otra semana. ¿Lo deseas?
—¿Cuál es la alternativa?
—Estacionar la bicicielo aquí y continuar a pie. El desierto se halla inmediatamente al otro lado. Con un poco de suerte veremos nuestras primeras joyas hoy.
Me estaba dando cuenta de que conocía tremendamente poco Venus, y no estaba en condiciones de tomar ninguna buena decisión. Finalmente tuve que admitirme a mí mismo que era una suerte tener a Ascua conmigo para sacarme de problemas.
—Está bien. Haremos lo que tú creas mejor.
—Perfecto. Directamente a la izquierda, y aparcaremos.
Trabamos la bicicielo con una larga cuerda de aleación de tungsteno. La razón de aquello, supe luego, era impedir que resultara enterrada en el caso de que se produjera más condensación mientras nosotros estábamos allí. Flotó al extremo del cable con sus calentadores a fondo. Y empezamos a trepar por la montaña.
Cincuenta metros no parecen mucho. Y no lo son, al nivel del suelo. Pero inténtenlos subir alguna vez en una ladera de setenta y cinco grados. Afortunadamente para nosotros, Ascua había venido preparada con equipo alpino. Fue clavando pitones aquí y allá, y nos mantuvo unidos con cuerdas y poleas. Yo la seguía, yendo un poco detrás de su porteador. Era sorprendente ver aquella cosa avanzar tras ella en su ascensión, colocando sus pies exactamente en los mismos lugares en que lo había hecho ella. Detrás de mí, mi propio porteador estaba haciendo lo mismo con respecto a mí. Luego estaba Malibú, yendo arriba y abajo, retrocediendo para ver nuestro progreso, volviendo a la cima y parloteando acerca de lo que había al otro lado.
No creo que un montañero experimentado tuviera muchos problemas para efectuar aquella ascensión. Personalmente, yo hubiera preferido dejarme deslizar montaña abajo y abandonar. Lo hubiera hecho, pero Ascua seguía tirando de mí hacia arriba. No creo haberme sentido nunca tan cansado como en el momento en que alcanzamos la cima y nos quedamos allí mirando al desierto.
Ascua señaló delante de nosotros.
—Ahí hay una de las joyas desarrollándose en estos momentos —dijo.
—¿Dónde? —pregunté, no demasiado interesado.
No podía ver nada.
—Te la has perdido. Era más abajo. Nunca se forman a esta altura. No te preocupes, cada vez podrás ver más y más.
Empezamos a bajar. No fue demasiado difícil. Ascua me mostró cómo hacerlo sentándose en un lugar liso y dejándose resbalar. Malibú estaba cerca de ella, por detrás, chillando alegremente mientras saltaba y rodaba por la deslizante superficie de roca. Vi a Ascua tropezar y dar una voltereta en el aire y caer de cabeza. Su traje ya se había puesto rígido. Continuó ladera abajo dando volteretas, congelada en una posición medio sentada.
La seguí ladera abajo de la misma forma. No me hacía mucha gracia la idea de ir rebotando así, pero menos todavía me gustaba un lento y agotador descenso. Y no era demasiado malo. No sientes mucho una vez tu traje se congela a causa de un impacto. Se expande ligeramente alejándose de tu piel y se vuelve más duro que el metal, acolchándote de cualquier cosa menos de los golpes más fuertes, que pueden hacer que el cerebro golpee contra la caja craneana y te produzca heridas internas. Pero nunca fuimos tan aprisa como para que se presentara ese peligro.
Ascua me ayudó en el fondo cuando mi traje se descongeló. Parecía como si el descenso le hubiera encantado. A mí no. Una de las volteretas parecía haberme golpeado ligeramente la espalda. No le dije nada al respecto, pero cuando eché a andar tras ella el dolor me hizo chirriar los dientes a cada paso.
—¿Dónde vives en Marte? —me preguntó alegremente.
—¿En? Oh, en Coprates. En la ladera norte del cañón.
—Sí, ya sé. Háblame de allí. ¿Dónde vives exactamente? ¿Tienes un apartamento en la superficie, o estás metido bajo tierra? Me muero de ansias de conocer el lugar.
Estaba agotando mis nervios. Quizá tan sólo fuera el dolor en la espalda.
—¿Qué es lo que te hace pensar que vas a venir conmigo?
—Por supuesto que voy a ir contigo. Tú dijiste, hace poco...
—No dije nada acerca de eso. Si lo hubiera grabado podría probártelo. No, nuestras conversaciones durante estos últimos días han sido una serie de monólogos. Tú me hablabas de lo que te divertirías cuando llegáramos a Marte, y yo simplemente gruñía algo. Porque no tengo el valor, o no tenía el valor, de decirte lo atolondrado que era tu proyecto.
Creo que finalmente conseguí que aquello la alanceara. Al menos, no dijo nada durante un rato. Estaba dándose cuenta de que había ido demasiado lejos y había vendido su botín de guerra antes de que la batalla hubiera sido ganada.
—¿Qué hay de atolondrado en él? —preguntó finalmente.
—Todo.
—No, explícate mejor, cuéntamelo.
—¿Qué te hace pensar que quiero una hija?
Pareció aliviada.
—Oh, no te preocupes por eso. No seré ningún problema para ti. Tan pronto como aterricemos, puedes presentar los papeles de la anulación. No me opondré. De hecho, puedo firmar un compromiso de aceptación de no oponerme a nada antes de que me adoptes. Esto es estrictamente un acuerdo comercial, Kiku. No tienes que preocuparte acerca de tener que convertirte en una madre para mí. No necesito ninguna. No...
—¿Qué te hace pensar que es simplemente un acuerdo comercial para mí? —estallé— . Quizá esté anticuado. Quizá tenga ideas extrañas. Pero no entraré en una adopción de conveniencia. Ya tuve a mi propio hijo, y fui un buen padre. No te adoptaré simplemente para que puedas irte a Marte. Es mi última palabra.
Ella estaba estudiando mi rostro. Creo que se dio cuenta de que pensaba realmente lo que decía.
—Puedo ofrecerte veinte mil marcos.
Tragué saliva.
—¿Cómo has conseguido tal cantidad de dinero?
—Te dije que he estado chupándoles la sangre a la buena gente de Prosperidad. ¿Cómo demonios puedo gastarme ese dinero aquí? He estado poniéndolo a un lado en previsión de una emergencia como ésta. Para poder enfrentarme a un insensible Neanderthal como tú con extrañas ideas acerca de lo correcto y lo incorrecto que...
—Ya es suficiente.
Me avergüenza confesarlo, pero me sentí tentado. Es desagradable descubrir que lo que siempre has considerado como escrúpulos morales de pronto resultan no ser tan importantes frente a un buen fajo de billetes. Pero me vi auxiliado por el dolor de espalda y el mal humor que éste me produjo.
—Piensas que puedes comprarme. Bien, no estoy en venta. Creo que estás equivocada.
—Entonces maldita sea, Kiku, vete al infierno.
Pateó el suelo con los pies, y su porteador coreó su gesto. Iba a enviarme al diablo, pero una explosión nos interrumpió en el momento en que sus pies pateaban el suelo.
Como he dicho, hasta entonces todo había estado en silencio. No hay nada de viento, ningún animal, casi nada que pueda producir algún ruido en Venus. Pero cuando se produce algún ruido, presten atención. Esa densa atmósfera es asesina. Creí que mi cabeza iba a estallar. Las olas de sonido golpearon contra nuestros trajes, haciendo que se pusieran parcialmente rígidos. Lo único que nos salvó de la sordera fue el milímetro de aire a baja presión entre el campo del traje y nuestros tímpanos. Amortiguo lo bastante el choque como para que sus consecuencias se limitaran a un breve zumbar en nuestros oídos.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
Ascua se sentó en el suelo. Se sujetó la cabeza, indiferente a todo excepto a su propia decepción.
—Una joya estallante —dijo—. Por ese lado.
Señaló, y pude ver un débil resplandor aproximadamente a un kilómetro de distancia. Hubo docenas de pequeños puntos de luz —infraazul— desparramándose a partir del punto de la explosión.
—¿Quieres decir que has desencadenado eso simplemente pateando el suelo?
Se alzó de hombros.
—Son inestables. Están llenas de nitroglicerina, o al menos eso es lo que todo el mundo supone.
—Bueno, vayamos a recoger los pedazos.
—Adelante, ve.
Se reclinó blandamente contra mí. Y se quedó así, indiferente a todo lo que yo pudiera decirle. Cuando finalmente se puso en pie, los puntos luminosos habían desaparecido, se habían enfriado. Ya nunca los encontraríamos. No volvió a dirigirme la palabra mientras proseguíamos nuestro descenso hacia el valle. Durante todo el resto del día nos vimos acompañados por distantes explosiones.
No hablamos mucho durante el día siguiente. Ella intentó varias veces reabrir las negociaciones, pero le hice saber muy claramente que mi decisión había sido tomada. Le hice notar que había alquilado su bicicielo y sus servicios de acuerdo con los términos que ella misma había establecido. Absolutamente gratis, había dicho, excepto los pertrechos, por los cuales había pagado lo necesario. No se había mencionado en ningún momento la adopción. En caso contrario, le aseguré, hubiera rechazado el trato del mismo modo que lo estaba haciendo ahora. Lo creí incluso.
A partir de entonces, la mañana después de nuestra discusión, ella pareció desinteresarse completamente del viaje. Se limitó a quedarse sentada allí en la tienda mientras yo preparaba el desayuno. Cuando llegó el momento de partir, se enfurruñó y dijo que no estaba dispuesta a ir en busca de las joyas estallantes, que se quedaría allí a menos que diéramos media vuelta y regresáramos.
Después que le recordé nuestro contrato verbal, se puso en pie reluctantemente. No le gustaba, pero era fiel a su palabra.
Dedicarse a la caza de joyas estallantes resultó ser un buen anticlímax. Había tenido visiones de explorar el lugar durante días enteros. Luego, el excitante momento de encontrar una. ¡Eureka!, había gritado. La realidad no tenía nada que ver con eso. Así es como te dedicas a la caza de joyas estallantes: das un fuerte talonazo en el suelo, aguardas unos cuantos segundos, luego avanzas un poco y vuelves a dar otro talonazo. Cuando ves y oyes una explosión, caminas hacia el lugar donde se ha producido y recoges los fragmentos. Los encontrarás esparcidos por todas partes, brillando en la banda de los infrarrojos por el calor de la explosión. Es casi como si hubiera flechas de neón señalándolos. Una gran aventura.
Cuando encontrábamos uno, lo recogíamos y lo metíamos en un enfriador montado en nuestros porteadores. Las joyas son formadas por la presión de la explosión, pero algunas partes de ellas son volátiles a las temperaturas de Venus. Esos elementos hierven y no te dejan al cabo de tres horas más que un polvo gris a menos que los enfríes convenientemente. No sé por qué duraban tanto tiempo. Cuando las recogíamos estaban considerablemente más calientes que el aire, de modo que hubieran debido fundirse de inmediato.
Ascua dijo que era la impacción de su estructura cristalina lo que proporcionaba a las joyas su fuerza temporal para resistir a las temperaturas. Las cosas reaccionan de modo distinto a las temperaturas y presiones extremas de Venus. A medida que se enfriaban, su estructura se debilitaba y se producía una progresiva degradación. Por eso resultaba tan importante recogerlas tan pronto como fuera posible después de la explosión para obtener unas gemas sin taras.
Pasamos todo el día dedicados a aquello. Finalmente hubimos recogido aproximadamente diez kilos de gemas, que iban del tamaño de un guisante al de una manzana.
Me senté junto al fuego de campaña y las examiné aquella noche. Noche según mi reloj, al menos. Otra cosa que estaba empezando a echar de menos era el ciclo de veinticuatro horas de la noche y el día. Y también las lunas. Me hubiera alegrado considerablemente descubrir a Deimos o Phobos aquella noche. Pero el sol seguía aplastado allá contra el horizonte, avanzando lentamente hacia el norte, preparándose para su transición al cielo matutino.
Las joyas eran hermosas, eso es algo que tengo que decir en su favor. Eran de un color rojo vinoso, teñidas de marrón. Pero cuando la luz incidía sobre ellas en un ángulo adecuado, no había forma de predecir cuál iba a ser su aspecto. Casi todas las gemas en bruto estaban recubiertas por una costra que enmascaraba todo su esplendor. Experimenté rascando algunas de ellas. Lo que aparecía debajo de aquella pátina era una superficie inconcreta que resplandecía incluso a la luz de una vela. Ascua me mostró cómo colgarlas de una cuerda y golpearlas. Entonces sonaban como campanillas, y de tanto en tanto una de ellas perdía todas las imperfecciones y surgía como un perfecto octaedro.
Aquel día estaba cocinándome mi propia comida. Ascua había cocinado desde un principio, pero ya no parecía interesada en seguir adulándome.
—Fui contratada como guía —señaló, con un veneno considerable en la voz—. El Webster define la palabra «guía» como...
—Sé lo que es un guía.
—...y no dice nada acerca de cocinar. ¿Quieres casarte conmigo?
—No.
La pregunta ni siquiera me sorprendió.
—¿Las mismas razones?
—Sí. No voy a entrar en un acuerdo como ése tan a la ligera. Además, eres demasiado joven.
—La edad legal es de doce años. Tendré doce años dentro de una semana.
—Sigues siendo demasiado joven. En Marte deberías tener catorce.
—Vaya dogmatismo. No estarás bromeando, ¿verdad? ¿De veras que son catorce?
Aquello era típico de su falta de información acerca del lugar donde quería ir tan desesperadamente. No sé dónde había obtenido todas aquellas ideas acerca de Marte. Finalmente, llegué a la conclusión de que se las había forjado soñando despierta.
Comimos en silencio la comida que yo había preparado, jugueteando con nuestra colección de joyas. Estimé que había conseguido aproximadamente un millar de marcos en piedras en bruto. Y estaba empezando a sentirme cansado del ambiente venusiano. Decidí pasar otro día recolectando, y luego regresar en busca de nuestra bicicielo. Probablemente sería un alivio para los dos. Ascua podría empezar a preparar trampas para el siguiente turista estúpido que llegara a la ciudad, o incluso dirigirse a Venusburg e intentar una ampliación de su negocio.
Cuando pensé en aquello, me pregunté por qué demonios ella seguiría aún allí. Si disponía del dinero suficiente para pagar el tremendo soborno que me había ofrecido, ¿por qué no se había trasladado a la ciudad, donde los turistas pululaban como moscas? Iba a preguntárselo, cuando ella se dirigió hacia mí y se sentó muy cerca.
—¿Te gustaría hacer el amor? —preguntó.
Ya había tenido suficientes propuestas. Me eché a reír, me puse en pie, y crucé la pared de la tienda.
Una vez estuve fuera, lo lamenté. Mi espalda me dolía terriblemente, y demasiado tarde recordé que mi colchón hinchable no podía pasar a través de la pared de la tienda. Si intentaba sacarlo de alguna manera, ardería. Pero no podía regresar después de haber salido de aquel modo. Me sentí atrapado. Quizá no podía pensar correctamente debido al dolor de espalda; no lo sé. De todos modos, busqué un lugar que parecía lo bastante liso y me tendí en él. No puedo decir que fuera tan suave como había parecido.
Me despertó una punzada de dolor. Sin siquiera intentarlo supe que si me movía un cuchillo se clavaría en mi espalda. Naturalmente, no me sentía en absoluto ansioso de intentarlo.
Mi brazo descansaba sobre algo blando. Giré la cabeza —confirmando mis sospechas acerca del cuchillo— y vi que se trataba de Ascua. Estaba dormida, tendida boca arriba. Malibú se hallaba acurrucada junto a su brazo.
Era una muñeca plateada, con la boca abierta y una expresión de relajada vulnerabilidad en el rostro. Sentí que una sonrisa florecía en mis labios, idéntica a aquellas que ella había sabido arrancarme allá abajo en Prosperidad. Me pregunté por qué la habría tratado tan mal. Al menos tenía la impresión aquella mañana de que la había tratado muy mal. De acuerdo, ella me había utilizado y me había engañado, y parecía dispuesta a seguir utilizándome de nuevo. Pero ¿por qué la había tratado mal? ¿Por qué la había hecho sufrir? No podía pensar en nada en aquel momento. Decidí pedirle disculpas cuando despertara e intentar empezar de nuevo. Quizá incluso pudiéramos llegar a alguna especie de acuerdo respecto al asunto de su adopción. Y mientras estaba en ello, ¿por qué no podía decidirme y pedirle que le echara una mirada a mi espalda? Ni siquiera se lo había mencionado, probablemente para no sentirme más en deuda con ella. Estaba seguro de que ella no aceptaría un pago en dinero. Querría cobrar en carne.
Estaba a punto de despertarla, pero entonces se me ocurrió mirar hacia el otro lado. Había algo allí. Casi estuve a punto de no reconocer de qué se trataba.
Estaba a unos tres metros de distancia, creciendo en la hendedura entre dos rocas. Era globular, de medio metro de diámetro, y brillaba con un débil color rojizo. Parecía como gelatina blanda.
Era una joya estallante, antes de estallar.
Tuve miedo de hablar, luego recordé que el hablar no podía afectar la atmósfera a mi alrededor y no podía desencadenar la explosión. Tenía un transmisor de radio en mi garganta y un receptor en mi oído. Así es como uno habla en Venus; subvocalizas, y la gente puede oírte.
Moviéndome muy cautelosamente, me incliné sobre Ascua y le di unos suaves golpecitos en el hombro.
Se despertó tranquilamente, se desperezó, e hizo ademán de levantarse.
—No te muevas —dije, en lo que esperaba fuera un susurro.
Es difícil conseguirlo cuando estás subvocalizando, pero deseaba darle la impresión de que algo iba mal.
Ella se alertó, pero no se movió.
—Mira a tu derecha —dije—. Muévete muy lentamente. No arañes el suelo ni nada parecido. No sé qué hacer.
Miró, no dijo nada.
—No eres tú el único, Kiku —susurró finalmente—. Éste es un caso del que nunca he oído hablar.
—¿Cómo se ha producido?
—Debe de haberse formado durante la noche. Nadie sabe mucho acerca de cómo se forman o cuánto tiempo necesitan para ello. Nadie ha estado nunca más cerca de quinientos metros de una. Siempre estallan antes de que uno pueda llegar más cerca. Incluso las vibraciones del propulsor de una bici la harán estallar antes de que llegues lo bastante cerca como para verla.
—Entonces ¿qué debemos hacer?
Me miró. Es difícil leer expresiones en un rostro reflectante, pero creo que estaba asustada. Sé que yo sí lo estaba.
—Yo diría que sentarnos y quedarnos quietos.
—¿Hasta qué punto es peligroso eso?
—Hermano, no lo sé. Cuando ese monstruo reviente hará un buen «bang». Nuestros trajes nos protegerán de la mayor parte de ello. Pero la onda de choque nos levantará y nos acelerará muy rápidos. Ese tipo de seca aceleración puede causarnos algunas lesiones internas. Como mínimo diría que una buena contusión.
Tragué saliva.
—Entonces...
—Limítate a quedarte sentado y quieto. Estoy pensando.
De modo que eso fue lo que hice. Me quedé allí congelado, con un cuchillo ardiente clavado en algún lugar de mi espalda. Supe que llegaría un momento en que debería agitarme.
La maldita cosa se estaba moviendo.
Parpadeé, temeroso de frotarme los ojos, y miré de nuevo. No, no se estaba moviendo. No exteriormente, al menos. Era más bien como el movimiento que se puede ver en el interior de una célula viva bajo un microscopio. Flujos internos, intercambio de fluidos de acá para allá. Miré, y me sentí hipnotizado.
Había mundos en la joya. Allí estaba el antiguo Barsoom de los relatos fantásticos de mi infancia; allí estaba la Tierra Media, con sus taciturnos castillos y sus bosques sensitivos. La joya era una ventana a algo inimaginable, un lugar donde no había preguntas ni emociones sino una enorme conciencia. Era un lugar oscuro y húmedo pero sin amenaza. Estaba creciendo, y sin embargo era ya completo desde que había iniciado su existencia. Era mayor que esa bola de caliente barro llamada Venus, y tenía sus raíces profundamente enterradas en el corazón del planeta. No había ningún rincón del universo que no pudiera alcanzar.
Era consciente de mi presencia. Sentí su contacto y no experimenté ninguna sorpresa. Me examinó de pasada, pero se mostró totalmente desinteresada. No hice ninguna pregunta. Ella ya me conocía, siempre me había conocido.
Sentí una abrumadora atracción. La cosa no estaba ejerciendo ninguna influencia sobre mí; la atracción era un anhelo dentro de mí mismo. Tendía hacia una realización que la joya poseía y que yo sabía que jamás iba a conseguir. La vida sería siempre una serie de misterios para mí. En cuanto a la joya, no era otra cosa que conciencia. La conciencia de todo.
Aparté mis ojos en el último instante posible. Estaba cubierto de sudor, y sabía que iba a volver a mirar dentro de un momento. Aquello era la cosa más hermosa que jamás hubiera visto.
—Kiku, escúchame.
—¿Qué?
Recordé a Ascua como si estuviera a una distancia inconmensurable.
—Escucha. Despierta. No mires a esa cosa.
—Ascua, ¿ves algo? ¿Sientes algo?
—Veo algo. Yo... no quiero hablar de ello. No puedo hablar de ello. Despierta, Kiku, y no vuelvas a mirar.
Tuve la impresión de que yo era ya una estatua de sal; así que ¿por qué no mirar atrás? Sabía que mi vida nunca volvería a ser como había sido. Era como una especie de conversión religiosa involuntaria, como si de repente supiera que el universo era algo para todos. El universo era una hermosa caja ribeteada de seda para mostrar la joya que acababa de tener ante mis ojos.
—Kiku, esa cosa hubiera debido estallar ya. Nosotros no deberíamos estar ahora aquí. Me moví cuando desperté. En una ocasión intenté atrapar una antes de que estallara y logré llegar a quinientos metros de ella. Posaba mis pies en el suelo tan suavemente que parecía estar caminando sobre agua, y sin embargo estalló. De modo que esa cosa no puede estar aquí.
—Estupendo —dije—. Pero ¿cómo encaja eso con el hecho de que está aquí?
—De acuerdo, de acuerdo, está aquí. Pero no debe de estar terminada. No debe de tener todavía el suficiente nitro como para estallar. Quizá podamos escapar.
Volví a mirar a la joya, luego aparté de nuevo la vista. Era como si mis ojos estuvieran clavados a ella mediante bandas elásticas; se estiraban lo bastante como para permitirme apartarlos, pero siempre tiraban de vuelta a ella.
—No estoy seguro de desearlo.
—Lo sé —susurró Ascua—. Yo..., resiste, no vuelvas a mirar. Tenemos que irnos.
—Escucha —dije, mirándola con un esfuerzo de voluntad—. Quizá uno de nosotros pueda marcharse. Quizá los dos. Pero lo más importante es que tú no resultes herida. Si yo resulto herido, tú puedes curarme. Si tú resultas herida, lo más probable es que mueras; y si ambos resultamos heridos, los dos estaremos muertos.
—Sí. ¿Y?
—Yo soy quien está más cerca de la joya. Tú empieza a retroceder, y luego yo te seguiré. Te cubriré de lo más fuerte del estallido, si se produce. ¿Qué te parece?
—No me gusta demasiado.
Pero pensó en ello, y no encontró fallos en mi razonamiento. Creo que no le gustaba el ser protegida en vez de actuar como la heroína. Infantil, pero lógico. Demostró su madurez aceptando lo inevitable.
—De acuerdo. Intentaré alejarme diez metros de ella. Te lo haré saber cuando llegue allí, y entonces puedes retroceder tú. Creo que podremos sobrevivir a diez metros de aquí.
—Veinte.
—Pero..., oh, de acuerdo. Veinte. Buena suerte, Kiku. Creo que te quiero. —Hizo una pausa—. ¿Kiku?
—¿Qué ocurre? Ya deberías estar moviéndote. No sabemos cuanto tiempo más permanecerá estable.
—Lo sé. Pero tengo que decirte esto. Mi ofrecimiento de la pasada noche, ese que te puso tan furioso...
—¿Sí?
—Bueno, no pretendía ser un soborno. Quiero decir, como los veinte mil marcos. Simplemente, yo..., bueno, todavía no sé mucho acerca de esas cosas. Supongo que no elegí el momento adecuado.
—Sí, pero no te preocupes por eso. Muévete.
Lo hizo, centímetro a centímetro. Fue una suerte que ninguno de los dos tuviera que preocuparse por retener el aliento. Creo que la tensión lo hubiera hecho insoportable.
Miré de nuevo la joya. No podía evitarlo. Estaba ante el altar de una iglesia cósmica cuando la oí llamarme. No sé que clase de poder utilizó para alcanzarme allí donde yo me hallaba. Estaba llorando.
—Kiku, por favor, escúchame.
—¿Eh? Oh, ¿qué ocurre?
Sollozó aliviada.
—Oh, Cristo, llevo una hora llamándote. Por favor, ven. Aquí, ya me he alejado lo suficiente.
Mi cabeza estaba llena de brumas.
—Oh, Ascua, no hay prisa. Deseo echar otra mirada aún, tan sólo un minuto más. Espera.
—¡No! Si no empiezas a retroceder ahora mismo, voy a regresar y te llevaré a rastras.
—No puedes... Oh, de acuerdo. Ahora voy.
La miré allí donde se hallaba, sentada sobre las rodillas. Malibú estaba a su lado. La pequeña nutria miraba en mi dirección. Le devolví la mirada y di un deslizante paso, resbalando sobre la espalda. Ahora no era momento de pensar en mi espalda.
Retrocedí dos metros, luego tres. Tuve que pararme para descansar. Miré a la joya, luego de nuevo a Ascua. Era difícil decir cuál de las dos cosas me atraía más fuertemente. Creo que debí de alcanzar un punto de equilibrio. No podía moverme en ninguna de las dos direcciones.
Entonces una pequeña flecha plateada se lanzó contra mí, corriendo tan rápido como le era posible. Llegó a mi lado, y siguió corriendo.
—¡Malibú! —gritó Ascua.
Me volví. La nutria parecía más feliz de lo que nunca la hubiera visto, incluso en el tobogán del estanque, en la ciudad. Saltó, directamente hacia la joya.
Recuperar la conciencia fue un proceso muy gradual. No había ninguna línea divisoria entre los diversos estados de conciencia, por dos razones: estaba sordo, y estaba ciego. Así que no pude decir cuándo pasé de los sueños a la realidad; la mezcla era demasiado uniforme, no se apreciaba ningún cambio lo bastante nítido como para apreciarlo.
No recuerdo haberme dado cuenta de que estaba sordo y ciego.
No recuerdo haberme dado cuenta del lenguaje de signos con la mano que Ascua utilizó para hablarme. El primer momento racional que puedo recordar es cuando Ascua me hizo partícipe de sus planes para regresar a Prosperidad.
Le dije que hiciera lo que creyera que era mejor, que el control estaba a su cargo. Me sentí desolado al darme cuenta de que no me hallaba allí donde creía hallarme. Había estado soñando con Barsoom. Tenía la impresión de haberme convertido en una joya estallante y estar aguardando en una especie de indiferente éxtasis el momento de la explosión.
Ella trabajó en mi ojo izquierdo y consiguió restaurar algo de su visión. Podía ver brumosamente las cosas que estaban a un metro de mi rostro. Todo lo demás eran sombras. Al menos Ascua era capaz de escribir cosas en hojas de papel y mantenerlas ante mi rostro para que las viera. Eso hacía las cosas más rápidas. Supe que ella también estaba sorda. Y Malibú estaba muerta. O debía estarlo. La había puesto en el enfriador y creía que tal vez pudiera restaurarla cuando regresáramos. Si no, siempre podía fabricar otra nutria.
Le dije lo de mi espalda. Se mostró impresionada cuando supo que me había hecho daño en el descenso de la montaña, pero tuvo el suficiente buen sentido para no censurarme por ello. No tuvo mucho trabajo para arreglarlo. Era tan sólo un disco astillado, me dijo.
Sería tedioso describir nuestro viaje de regreso. Fue difícil, puesto que ninguno de los dos sabíamos mucho acerca de la ceguera. Pero conseguí adaptarme muy rápidamente. Ser llevado de la mano es bastante fácil, y después del primer día tropezaba tan sólo muy ocasionalmente. Al segundo día escalamos las montañas, y mi porteador empezó a fallar. Ascua lo desechó, y nos arreglamos únicamente con el suyo. Eso trajo sus problemas, ya que yo sólo podía conectármelo cuando estaba completamente inmóvil, puesto que el suyo estaba hecho para una persona mucho más baja. Si intentaba caminar con él, caía rápidamente detrás de mí y me hacía perder el equilibrio.
Luego estuvo el problema de instalarme en la bicicielo y pedalear. No tenía nada que hacer excepto pedalear. Las conversaciones de nuestro viaje de ida me faltaban. Me faltaba la joya estallante. Me pregunté si alguna vez conseguiría recomponer mi vida sin ella.
Pero los recuerdos se habían ido desvaneciendo cuando llegamos de vuelta a Prosperidad. No creo que la mente humana pueda contener realmente algo de tal magnitud. Al cabo de unas horas estaba desapareciendo lentamente de mí, del mismo modo que desaparece un sueño por la mañana al despertar. Me resultaba difícil recordar qué era lo que había sido tan sublime en la experiencia. En la actualidad no puedo hablar de ella más que en enigmas. No me quedan sino sombras. Me siento como una lombriz de tierra que hubiera visto una puesta de sol y no tuviera ningún lugar en su memoria donde guardar aquel recuerdo.
Una vez en la ciudad fue asunto simple para Ascua restablecer nuestro oído. El único problema hasta entonces había sido que no llevaba tímpanos de repuesto en su maletín de primeros auxilios.
—Fue una negligencia —me dijo—. Ahora que lo pienso, resulta obvio que la lesión más probable que pueda sufrir uno a causa del estallido de una joya sea un tímpano reventado. La verdad, no pensé en ello.
—No te preocupes. Lo hiciste estupendamente.
Me sonrió.
—¿Sí, lo hice, de veras?
La visión fue un problema más peliagudo. No disponía de ojos de recambio, y nadie en la ciudad estaba dispuesto a venderle uno de los suyos a ningún precio. Me dio uno de los suyos como medida temporal. Conservó su infraojo y se puso un parche sobre el otro. Aquello le daba un aspecto más bien feroz. Me dijo que me comprara otro en Venusburg, puesto que nuestro tipo sanguíneo no era muy compatible. Mi cuerpo terminaría rechazándolo en el término de unas tres semanas.
Llegó el día de la partida semanal del dirigible a Última Oportunidad. Estábamos sentados en el taller de Ascua, el uno frente al otro, con las piernas cruzadas y el montón de joyas restallantes entre nosotros.
Parecían horribles. Oh, no habían cambiado. Incluso las habíamos pulido hasta que brillaban tres veces más de lo que lo habían hecho allá en el fuego de acampada de nuestra tienda. Pero ahora podíamos verlas como los podridos, amarillentos y rotos fragmentos de huesos que eran. No habíamos dicho a nadie lo que habíamos visto allá en el desierto Fahrenheit. No había ninguna forma de comprobarlo, y toda nuestra experiencia había sido puramente subjetiva. Nada que pudiera resistir a un análisis de laboratorio. Éramos los únicos que conocíamos su auténtica naturaleza. Probablemente seguiríamos siendo siempre los únicos. ¿Qué podíamos decirles a los demás?
—¿Qué crees que va a ocurrir? —pregunté.
Me miró vivamente.
—Creo que ya lo sabes.
—Sí.
Fueran lo que fuesen, fuera cual fuese la forma en que sobrevivían y se reproducían, lo único que sabíamos con seguridad era que no podían sobrevivir en un radio de un centenar de kilómetros de una ciudad. En un tiempo había habido joyas estallantes en el lugar mismo donde estábamos sentados ahora. Pero los humanos deben expandirse. Una vez más, no sabíamos qué era lo que estábamos destruyendo.
No podía quedarme con las joyas. Me sentía como un devorador de cadáveres. Intenté dárselas a Ascua, pero ella tampoco las quería.
—¿No deberíamos decírselo a alguien? —preguntó Ascua.
—Seguro. Dile a quienquiera lo que quieras. Pero no esperes que la gente empiece a caminar de puntillas hasta que puedas probarles algo. Y quizá ni siquiera entonces.
—Bueno, parece que yo sí que voy a andar de puntillas durante muchos años. Me siento absolutamente incapaz de dar una patada al suelo.
Me sentí desconcertado.
—¿Por qué? Estarás en Marte. No creo que las vibraciones puedan llegar hasta tan lejos.
Se me quedó mirando.
—¿Qué quieres decir?
Hubo una breve confusión; luego me encontré disculpándome profusamente ante ella, y ella estaba riendo y diciéndome la clase de rata asquerosa que yo era, luego echándose atrás y diciéndome que podía gastarle aquel tipo de bromas cada vez que quisiera.
Era un malentendido. Yo creía honestamente que le había hablado acerca de mi cambio de opinión mientras estaba sordo y ciego. Debió de haber sido algún sueño, porque ella no sabía nada, y había supuesto que mi respuesta era un «no» definitivo. No había hablado de adopción desde la explosión.
—Me sentía incapaz de seguir atosigándote, después de lo que habías hecho por mí —dijo, conteniendo el aliento a causa de la excitación—. Te debo mucho, quizá la vida. Y te utilicé desvergonzadamente la primera vez que llegaste aquí.
Lo negué, y le expliqué que había creído que ella no hablaba del asunto porque creía que ya estaba arreglado.
—¿Cuándo cambiaste de opinión? —preguntó.
Lo pensé.
—Primero creí que era cuando tú te preocupaste tanto de mí cuando me sentía tan impotente. Ahora sin embargo puedo recordar cuándo fue. Fue poco después de que saliera de la tienda aquella última noche y me tendiera en el suelo.
Ella no pudo encontrar nada que decir al respecto. Se limitó a mirarme con ojos radiantes. Empecé a preguntarme qué tipo de papeles iba a firmar cuando llegáramos a Venusburg: ¿un contrato de adopción, o de matrimonio?
No me preocupaba. Son las incertidumbres como ésa las que hacen la vida interesante. Nos pusimos en pie al unísono, dejando el montón de joyas en el suelo. Caminando suavemente, nos dirigimos a toda prisa a tomar el dirigible.
Cantad, bailad
Dirigiéndose hacia su cita orbital con Jano, Barnum y Bailey se tropezaron con una gigantesca y pulsante nota negra. Su cola medía sus buenos cinco kilómetros de longitud. La nota en sí tenía un kilómetro de diámetro, y resplandecía con una débil luz turquesa. Giraba pesadamente sobre su eje cuando se aproximaron a ella.
—Éste debe de ser el lugar —dijo Barnum a Bailey.
—Control de aproximación de Jano a Barnum y Bailey —llegó una voz desde el vacío— . Encontrarán el cable de arrastre en la siguiente revolución. Deberían ver el indicador visual dentro de unos pocos minutos.
Barnum bajó la mirada hacia la irregular bola de roca y hielo que giraba lentamente a sus pies y que era Jano, el más interior de los satélites de Saturno. Algo estaba ascendiendo hacia ellos más allá de la curva del horizonte. No pasó mucho tiempo hasta hacerse visible de modo que pudieran identificar lo que era. Barnum lanzó una buena risotada.
—¿Es tuyo, o de ellos? —preguntó a Bailey.
Bailey resopló.
—De ellos. ¿Crees que soy tan estúpido como para eso?
El objeto que se alzaba por detrás de la curva del satélite era una red de cazar mariposas de diez kilómetros de longitud. Tras ella había un largo y flotante cable formando un gigantesco lazo. Bailey resopló de nuevo, pero aplicó los vectores necesarios para situarse en posición a fin de ser sujetado por aquella cosa ridícula.
—Vamos, Bailey —le pinchó Barnum—. Lo que pasa es que te sientes celoso por no haber pensado primero en ello.
—Quizá sí —concedió el simb—. De todos modos, agárrate el sombrero, porque posiblemente va a producirse alguna que otra sacudida.
La ilusión estaba llevada hasta tan lejos como resultaba práctico, pero Barnum observó que el primer tirón de la deceleración se inició antes de lo que uno hubiera esperado si la transparente red hubiera sido algo más que una ilusión. La fuerza fue creciendo gradualmente a medida que el campo electromagnético se aferraba al anillo de metal que había sujetado en torno a su cintura. Duró durante aproximadamente un minuto. Cuando se soltó, Jano ya no parecía girar sobre sí mismo bajo ellos. Estaba acercándose.
—Escucha eso —dijo Bailey.
La cabeza de Barnum estaba llena de música. Era una exuberante melodía, interpretada por los chillones, flatulentos, pero atrayentes tonos de un saxofón, un ritmo sincopado que ninguno de los dos pudo identificar. Cambiaron de posición, y entonces pudieron distinguir la localización de Puertas de Nácar, el único asentamiento humano en Jano. Era fácil de descubrir debido a las oscilantes y flotantes oleadas musicales que brotaban del lugar como hilos paralelos de tela de araña.
La gente que gobernaba Puertas de Nácar era un barril de risas. Todas las estructuras reales que formaban la parte de las instalaciones que emergían del suelo estaban ocultas bajo extravagantes proyecciones holográficas. Todo el lugar parecía un cruce entre la pesadilla de un niño en el país de los caramelos y una de las primeras películas de dibujos animados de Walt Disney.
Dominando la ciudad había un gigantesco órgano de vapor con tubos de mil metros de altura. Había quince de ellos, y todos estaban saltando y agitándose al compás de la música del saxofón. Se agazapaban como si se prepararan para inspirar profundamente, luego volvían a erguirse, emitiendo un coloreado anillo de humo. Los edificios que Barnum sabía que en realidad eran funcionales, semiesferas sin el menor interés, tenían la apariencia de casas cuadradas con jardineras llenas de flores en las ventanas y ojos de cartón mirando por las puertas. Temblaban y oscilaban como si estuvieran hechas de gelatina.
—¿No crees que se pasan un poco? —preguntó Bailey.
—Depende de tus gustos. Es encantador, a su propio estilo pueblerino.
Derivaron por el laberinto como de espaguetis hecho de líneas de pentagrama, barras, semicorcheas, pausas, anillos de humo y música ensordecedora. Surcaron a través de una insustancial corchea, y Bailey eliminó su velocidad residual con los chorros. Se posaron ligeramente en la casi imperceptible gravedad y se abrieron paso hacia uno de los sonrientes edificios.
Llegar hasta la entrada del edificio fue toda una experiencia. Barnum había pulsado un botón señalado: CICLO ESTANCO y éste había desaparecido de entre sus manos, convirtiéndose en un pequeño rostro que les miraba sonriente. Un chiste práctico. La esclusa se había abierto de todos modos, activada por su presencia. En el interior, Puertas de Nácar no era tan extravagante. Los corredores se parecían decentemente a corredores, y los suelos eran sólidos y grises.
—De todos modos estaré al tanto —advirtió sombríamente Bailey—. Esos tipos son unos bromistas de lo más extravagante. Su idea de algo que les haga soltar una buena carcajada puede ser hacer un agujero en el suelo y cubrirlo con un holo. Vigila donde pones los pies.
—Vamos, no seas tan pesimista. Tú eres capaz de descubrir algo así, ¿no?
Bailey no respondió, y Barnum no insistió. Sabía el origen de la intranquilidad del simb y su desagrado hacia la estación de Jano. Bailey deseaba terminar sus asuntos tan pronto como fuera posible y regresar al Anillo, donde se sentía útil. Aquí, en un corredor lleno de oxígeno, Bailey era físicamente innecesario.
La función de Bailey en el equipo simbiótico de Barnum y Bailey era proporcionar un entorno de comida, oxígeno y agua al humano, Barnum. A la recíproca, Barnum proporcionaba comida, anhídrido carbónico y agua a Bailey. Barnum era un humano, sin nada digno de notar físicamente excepto una alteración quirúrgica en las rodillas que las hacía doblarse hacia afuera en vez de hacia delante, y el desmesurado tamaño de las manos, llamadas peds, que crecían de sus tobillos allí donde hubieran debido estar sus pies. Bailey, por otra parte, no tenía absolutamente nada de humano.
Estrictamente hablando, Bailey ni siquiera era un «él». Bailey era una planta, y Barnum pensaba en él en masculino únicamente porque la voz en la cabeza de Barnum —el único medio de comunicación de Bailey— sonaba masculina. Bailey no tenía forma definida. Existía envolviendo a Barnum y formando parte de su configuración. Se extendía por el canal alimentario de Barnum, desde la boca y a lo largo de todo el camino digestivo hasta emerger por el ano, atravesándolo como una aguja. Juntos, el equipo tenía la apariencia de un ser humano enfundado en un traje especial informe, con una cabeza bulbosa, una cintura estrecha y unas caderas hinchadas. Una mujer ridículamente exagerada, si lo prefieren así.
—Podrías empezar a respirar de nuevo —dijo Bailey.
—¿Para qué? Lo haré cuando necesite hablar con alguien que no esté emparejado con un simb. Mientras tanto, ¿por qué preocuparme?
—Simplemente, pensé que te gustaría volver a acostumbrarte a ello.
—Oh, muy bien. Si crees que es necesario...
De modo que Bailey fue retirando gradualmente las partes de él que llenaban los pulmones y la garganta de Barnum, liberando su aparato vocal y dejándolo en condiciones de hacer lo que no había hecho desde hacía diez años. Barnum tosió cuando el aire penetró en su garganta. ¡Era frío! Bueno, al menos lo parecía, aunque realmente se hallaba a la temperatura estándar de veintidós grados. No estaba acostumbrado a aquello. Su diafragma se estremeció una vez, luego inició la tarea de respirar como si su médula jamás hubiera sido desconectada.
—Ya está —dijo en voz alta, sorprendido por el sonido de su propia voz—. ¿Satisfecho?
—Nunca hace daño efectuar una pequeña prueba.
—Vamos a dejar las cosas bien claras, ¿quieres? Yo no deseaba venir aquí más que tú, pero sabes que teníamos que hacerlo. ¿Vas a darme problemas con ello hasta que nos vayamos? Se supone que somos un equipo, ¿recuerdas?
Hubo un suspiro de su compañero.
—Lo siento, pero eso somos precisamente. Se supone que formamos un equipo, y allá afuera en el Anillo eso es precisamente lo que somos. Ninguno de los dos es nada sin el otro. Pero aquí soy simplemente algo que tienes que acarrear contigo a todas partes. No puedo caminar, no puedo hablar; me revelo como el vegetal que soy en realidad.
Barnum estaba acostumbrado a los periódicos ataques de inseguridad del simb. En el Anillo nunca habían ido demasiado lejos. Pero cuando entraban en un campo gravitatorio Bailey recordaba lo poco efectivo que era como ser.
—Aquí puedes respirar por ti mismo —prosiguió Bailey—. Puedes ver por ti mismo si yo descubro tus ojos. A propósito, ¿quieres...?
—No seas estúpido. ¿Por qué iba a utilizar mis ojos cuando tú puedes proporcionarme una imagen mejor de la que conseguiría por mí mismo?
—En el Anillo eso es cierto. Pero aquí todos mis sentidos extra no son sino exceso de masa. ¿Qué utilidad tiene para ti un display de velocidad ajustada aquí, donde la cosa más alejada que puedo captar está a veinte metros de distancia, y es estacionaria?
—Eh, oye. ¿Quieres que demos media vuelta y no crucemos esa esclusa? Podemos hacerlo. Lo haré si esto ha de representar un trauma para ti.
Hubo un largo silencio, y Barnum se sintió inundado por una cálida sensación de disculpa que le dejó con sus giradas rodillas temblando.
—No hay necesidad de disculparse —prosiguió, con un tono más suave—. Te comprendo. Esto es algo que tenemos que hacer juntos, como todo lo demás, tanto lo bueno como lo malo.
—Te quiero, Barnum.
—Y yo a ti, tonto.
La placa en la puerta decía:
TIMBALES Y RAGTIME
AGENTES MUSICALES
Barnum y Bailey vacilaron ante la puerta.
—¿Qué se supone que debemos hacer, llamar? —preguntó Barnum en voz alta—. Hace tanto tiempo que he olvidado cómo se hace...
—Simplemente, doblas los dedos hasta formar un puño y...
—No me refiero a eso. —Se echó a reír, apartando a un lado su momentáneo nerviosismo—. He olvidado las reglas de cortesía de la sociedad humana. Bueno, lo que hacen en todos esos videos que hemos visto siempre.
Llamó a la puerta, y ésta se abrió por sí misma al segundo golpe.
Había un hombre sentado tras un escritorio, con los pies desnudos puestos sobre él. Barnum estaba preparado para el shock de ver a otro ser humano, uno que no estuviera rodeado por un simb, puesto que se había cruzado con varios en su camino hasta las oficinas de Timbales y Ragtime. Pero aún se sentía impresionado por la poca familiaridad del espectáculo. El hombre pareció darse cuenta de ello e hizo silenciosamente un gesto hacia una silla. Se sentó en ella, pensando que en aquella baja gravedad no era realmente necesario. Pero en cierto modo se sintió agradecido. El hombre no dijo nada durante un rato, dándole a Barnum tiempo de acomodarse y ordenar sus pensamientos. Barnum pasó aquel tiempo estudiando cuidadosamente al hombre.
Varias cosas eran evidentes en él; la más llamativa, que no era un hombre a la moda. Los zapatos se habían extinguido virtualmente desde haría más de un siglo, por la sencilla razón de que no se caminaba nunca sobre nada que no fueran suelos acolchados. Sin embargo, la última moda decretaba Que Se Llevasen Zapatos.
El hombre parecía joven, habiendo detenido su crecimiento por los alrededores de los veinte años. Iba vestido con un traje holo, una ilusión generada de fluentes colores que se negaban a permanecer en un mismo sitio o tomar una forma definida. Bajo el traje era posible que fuera desnudo, pero Barnum no podía decirlo.
—Usted es Barnum y Bailey, ¿no? —preguntó el hombre.
—Sí. ¿Y usted es Timbales?
—Ragtime. Timbales vendrá más tarde. Me alegra conocerle. ¿Ha tenido algún problema para llegar hasta aquí? Creo que dijo que ésta era su primera visita.
—Sí, así es. No hemos tenido ningún problema. Y gracias, incidentalmente, por el transporte gratis.
El hombre agitó una mano.
—No se preocupe por eso. Forma parte de los gastos generales. Corremos el riesgo de que sea usted lo bastante bueno como para reembolsarnos varias veces los gastos. Acertamos las veces suficientes como para no perder dinero con ello. La mayoría de ustedes ahí afuera no pueden permitirse el trasladarse a Jano, así que ¿qué otra cosa podemos hacer? Tendríamos que ir hasta ustedes. Resulta más barato hacerlo de este modo.
—Sí, supongo que sí.
Permaneció de nuevo en silencio. Se dio cuenta de que su garganta estaba empezando a dolerle por el desacostumbrado esfuerzo de hablar. Apenas pensó en ello sintió a Bailey entrar en acción. El filamento interno que se había retraído surgió de su estómago y lubrificó su laringe. El dolor desapareció cuando las terminaciones nerviosas fueron suprimidas. «De todos modos —se dijo a sí mismo—, todo esto está en tu cabeza.»
—¿Quién le recomendó a nosotros? —preguntó Ragtime.
—¿Quién...? Oh, fue..., ¿quién fue, Bailey?
Se dio cuenta demasiado tarde de que había hablado en voz alta. No había deseado hacerlo; tuvo la vaga sensación de que debía de ser poco educado hablar uno a su simb de ese modo. Ragtime no oiría la respuesta, por supuesto.
—Fue Antígona —informó Bailey.
—Gracias —dijo Barnum, en silencio esta vez—. Un hombre llamado Antígona —le dijo a Ragtime en alta voz.
El otro anotó aquel dato, y volvió a alzar la vista, sonriente.
—Bien, ahora, ¿qué es lo que desea mostrarnos?
Barnum estaba a punto de describirle su obra a Ragtime cuando la puerta se abrió de golpe y una mujer entró volando. Literalmente: cruzó el umbral, se agarró a la puerta con su ped izquierdo y la cerró de golpe con un solo movimiento, luego giró en el aire para besar el suelo con la punta de los dedos, utilizándolos para frenar su velocidad hasta detenerse frente al escritorio, inclinarse sobre él y hablarle excitadamente a Ragtime. Barnum se sorprendió de que tuviera peds en vez de pies; había creído que no se usaban en Puertas de Nácar. Hacían que uno caminase de un modo extraño. Pero ella no parecía interesada en caminar.
—¡Espera a oír lo que Myers ha hecho ahora! —dijo, casi levitando en su entusiasmo. Los dedos de sus peds arañaron la moqueta mientras hablaba—. Ha realineado los sensores de los ganglios anteriores derechos, y no creerás lo que eso le ha hecho a...
—Tenemos un cliente, Timbales.
Ella se volvió y vio al par simb-humano sentado a su lado. Se llevó una mano a la boca como para imponerse silencio, pero tras ella estaba riendo. Se dirigió hacia ellos (no se puede decir que caminase a baja gravedad; parecía avanzar sobre la punta de dos dedos de cada uno de sus peds, y eso hacía que pareciera como si flotara). Llegó junto a ellos y les tendió la mano.
Llevaba un traje holo como el de Ragtime, pero en vez de llevar el proyector en torno a su cintura, como él, lo llevaba montado en un anillo. Cuando extendía la mano, el generador holo tenía que compensar tejiendo más largos y delgados hilos de luz en torno a su cuerpo. Parecía una explosión de colores pastel, y dejaba su cuerpo apenas cubierto. Lo que Barnum vio podía haber sido una muchacha de dieciséis años: esbelta, caderas estrechas y pechos pequeños, y dos trenzas rubias que le llegaban hasta la cintura. Pero sus movimientos desmentían esa primera impresión. No había nada de torpeza juvenil en ellos.
—Soy Timbales —dijo, estrechando su mano.
Bailey fue tomado por sorpresa y no supo si desenguantar su mano o no. Así que lo que ella estrechó fue la mano de Barnum cubierta por el acolchado de tres centímetros de Bailey. No pareció importarle.
—Usted debe de ser Barnum y Bailey. ¿Sabe quién fue el primigenio Barnum y Bailey?
—Sí, la gente que construyó ese gran órgano suyo de ahí fuera.
Ella se echó a reír.
—El lugar es una especie de circo, realmente, hasta que uno se acostumbra a él. Rag me ha dicho que tiene algo que vendernos.
—Espero que sí.
—Ha acudido al lugar correcto. Rag es el lado comercial de la compañía; yo soy el talento. Así que es a mí a quien tiene que vender. Supongo que no tendrá nada escrito.
Barnum hizo una mueca, luego recordó que ella no podía ver nada excepto una lisa superficie verde con un agujero en la parte correspondiente a la boca. Se necesitaba un cierto tiempo para acostumbrarse a tratar con la gente de nuevo.
—Ni siquiera sé leer música.
Ella suspiró, pero no pareció defraudada.
—Lo supuse. Tan pocos de ustedes los anillenses lo hacen... Honestamente, si pudiera imaginar qué es lo que los convierte a todos ustedes en artistas, me haría rica.
—La única forma de hacer eso es acudir al Anillo y verlo por sí misma.
—Desde luego —dijo ella, un poco azarada.
Apartó la vista de la cosa informe sentada en el sillón. La única forma de descubrir la magia de una vida en el Anillo era ir allí, y la única forma de hacer eso era adoptar un simb. Perder para siempre la individualidad y convertirse en parte de un equipo. No mucha gente podía hacerlo.
—Será mejor que empecemos —dijo ella, palmeándose los muslos para disimular su azoramiento—. El auditorio está al otro lado de esa puerta.
La siguió a una habitación débilmente iluminada que parecía estar semienterrada en papeles. No se había dado cuenta de que los negocios requirieran tanto papeleo. Su política al respecto parecía ser irlos apilando y, cuando la pila era demasiado alta y caía hacia un lado, patearla a un rincón. Las partituras crujieron bajo sus peds mientras la seguía a la esquina de la habitación donde estaba el teclado del sintetizador, bajo una lámpara. El resto de la habitación estaba en sombras, pero las teclas relucían brillantes en su antigua disposición de blancos y negros alternos.
Timbales se quitó el anillo y se sentó ante el teclado.
—Ese maldito holo me molesta —explicó—. No puedo ver las teclas.
Barnum observó por primera vez que había otro teclado en el suelo, entre las sombras, y que los peds de la mujer estaban posados en él. Se preguntó si aquélla sería la única razón para los peds. Después de haberla visto andar, lo dudaba.
Ella permaneció allí sentada inmóvil por un momento, luego alzó la vista hacia él, expectante.
—Hábleme de ello —dijo en un susurro. Él no supo qué decir.
—¿Hablarle de ello? ¿Simplemente hablarle? Ella se echó a reír y se relajó de nuevo, con las manos en el regazo.
—Estaba bromeando. Pero tenemos que sacar la música de su cabeza y meterla en esa cinta de alguna manera. ¿Cómo lo prefiere? He oído decir que en una ocasión una sinfonía de Beethoven fue escrita en inglés, con cada nota y cada acorde descritos con detalle. No puedo imaginar para qué querría nadie eso, pero se hizo. El resultado fue un libro más bien grueso. Podemos hacerlo de esa forma. O seguramente usted será capaz de pensar en alguna otra.
Él guardó silencio. Hasta que ella se sentó ante el teclado, no había pensado realmente en aquella parte del asunto. Él conocía su música, la conocía hasta la última semifusa. Pero ¿cómo exteriorizarla?
—¿Cuál es la primera nota? —preguntó de pronto ella. Se sintió avergonzado de nuevo.
—Ni siquiera conozco los nombres de las notas —confesó. Ella no se mostró sorprendida.
—Cántela.
—Yo... nunca he intentado cantarla.
—Inténtelo ahora.
Se sentó muy erguida, mirándole con una amistosa sonrisa, no instándole sino animándole.
—Puedo oírla —dijo él, desesperadamente—. Cada nota, cada disonancia... ¿Es ésa la palabra correcta?
Ella sonrió.
—Es una palabra correcta, pero no sé si conoce usted lo que significa. Es la calidad de sonido producida cuando las vibraciones no se mezclan armoniosamente: un discorde, un acorde no agradable a nivel sónico. Como esto. —Y pulsó varias teclas juntas, probó algunas otras, luego jugueteó con las clavijas montadas encima del teclado hasta que las dos notas fueron tan sólo unas cuantas vibraciones dispersas oscilando sinuosamente—. No gustan automáticamente al oído, pero en el contexto adecuado pueden hacer que uno se envare y trabe conocimiento con ellas. ¿Es su música discordante?
—En algunos momentos. ¿Es eso malo?
—En absoluto. Usado de modo adecuado es..., bueno, no agradable exactamente... —Abrió los brazos, impotente—. Hablar de música es un asunto más bien frustrante, en el mejor de los casos. Cantarla es mucho mejor. ¿Va usted a cantar para mí, amor, o debo intentar chapotear a través de sus descripciones?
Vacilantemente, él cantó las primeras tres notas de su pieza, sabiendo que no sonaban en absoluto como la orquesta que resonaba en su cabeza, pero desesperado por intentar algo. Ella las recogió, tocando los tres tonos no modulados en el sintetizador: tres sonidos puros que eran hermosos, pero carentes de vida y a años luz de lo que él deseaba.
—No, no, ha de ser más rico.
—De acuerdo, tocaré lo que yo creo que es más rico, y veremos si hablamos el mismo idioma.
Accionó varias clavijas y tocó las tres notas de nuevo, esta vez dándoles la modulación de un contrabajo.
—Eso se acerca un poco más. Pero sigue sin serlo exactamente.
—No desespere —dijo ella, agitando su mano hacia el banco de diales que tenía delante—. Cada uno de ésos producirá un efecto diferente, aislados o en combinación. Estoy convenientemente informada de que las permutaciones son infinitas. Así que en algún lugar de ahí encontraremos su melodía. Ahora: ¿en qué sentido debemos ir, por aquí, o por este lado?
Girando la clavija hacia un lado hizo que el sonido se volviera más agudo; girándola hacia el otro lado, lo hizo más resonante, con un asomo de trompetas.
Él se envaró. Se estaba acercando un poco más, pero todavía faltaba la riqueza de los sonidos que había en su cerebro. Hizo que ella girara la clavija hacia uno y otro lado, finalmente la fijó en el lugar que más se acercaba a su melodía fantasmal. Ella probó otra clavija, y el resultado fue una mayor aproximación aún. Pero seguía faltando algo.
Sintiéndose más y más atraído, Barnum se dio cuenta de que estaba de pie tras ella, inclinándose por encima de su hombro mientras ella probaba otra clavija. Aquello era más cerca aún, pero...
Febrilmente, se sentó a su lado en el banco y tendió la mano hacia la clavija. La ajustó cuidadosamente, luego se dio cuenta de lo que había hecho.
—¿Le importa? —preguntó—. Es mucho más fácil sentarme aquí y ajustarlas yo mismo.
Ella le dio una palmada en el hombro.
—No sea tonto. —Se echó a reír—. Llevo al menos quince minutos intentando conseguir que se siente aquí. ¿Cree usted que yo puedo realizar todo esto por mí misma? Esa historia sobre Beethoven era mentira.
—¿Qué debemos hacer, entonces?
—Lo que usted tiene que hacer es manejar esta máquina, conmigo aquí para ayudarle y para decirle cómo conseguir lo que desea. Cuando usted lo haya conseguido, yo lo tocaré por usted. Créame, he hecho esto las suficientes veces como para saber que usted puede sentarse aquí y describírmelo. Ahora, ¡cante!
Cantó. Ocho horas más tarde, Ragtime acudió silenciosamente a la habitación y puso una bandeja con bocadillos y un termo de café en una mesa a su lado. Barnum estaba todavía cantando, y el sintetizador estaba cantando con él.
Barnum emergió braceando de su niebla creativa, consciente de algo que colgaba en su campo de visión, interfiriendo con su vista del teclado. Algo blanco y humeante, al extremo de un largo...
Era una taza de café, sujeta por la mano de Timbales. Miró al rostro de ella, y ella, con tacto, no dijo nada.
Desde que habían empezado a trabajar en el sintetizador, Barnum y Bailey se habían fundido virtualmente en un solo ser. Eso era adecuado, puesto que la música que Barnum estaba intentando vender era el producto de sus mentes unidas. Les pertenecía a ambos. Ahora se separó un poco de su compañero, lo suficiente para que el hablar con él fuera algo más que hablar consigo mismo.
—¿Qué te parece, Bailey? ¿Debo beber un poco?
—No veo por qué no. He tenido que gastar una buena cantidad de vapor de agua para mantenerte fresco en este lugar. Un poco de reaprovisionamiento me irá bien.
—Escucha, ¿por qué no te desenrollas de mis manos? Me resultará mucho más fácil manejar esos controles; me proporcionará una manipulación más precisa, ¿comprendes? Además, no estoy seguro de que sea educado estrechar la mano de ella sin tocar realmente su carne.
Bailey no dijo nada, pero su fluido cuerpo se retiró rápidamente de las manos de Barnum. Barnum alcanzó la taza que le era ofrecida, sobresaltándose ante la poco familiar sensación de calor de sus propias terminaciones nerviosas. Timbales no se dio cuenta de la discusión: había durado tan sólo un segundo.
La sensación fue explosiva cuando el líquido bajó por su garganta. Jadeó, y Timbales pareció preocupada.
—Tómeselo con calma, amigo. Tiene que poner de nuevo sus nervios en forma para algo tan caliente como eso.
Tomó un cuidadoso sorbo y se volvió otra vez hacia el tablero. Barnum dejó su taza y se unió a ella. Pero parecía el momento adecuado para un descanso, y no consiguió volver a enfrascarse en la música. Ella se dio cuenta de aquello y se relajó, tomando un bocadillo y comiéndoselo como si se estuviera muriendo de hambre.
—Se está muriendo de hambre, tonto —le dijo Bailey—. O al menos tiene mucha. No ha comido nada desde hace ocho horas, y ella no dispone de un simb que recicle sus deshechos en comida y se la vaya metiendo gota a gota en las venas. Así que tiene hambre. ¿Recuerdas?
—Recuerdo. Lo había olvidado. —Miró al montón de bocadillos—. Me pregunto qué sensación me daría comerme uno de ésos.
—Algo así.
La boca de Barnum se llenó con el sabor de una ensalada de atún metida en un bocadillo de pan integral. Bailey producía ese truco, como todos los demás, estimulando directamente el sistema sensorial. Era capaz de producir sin ningún problema sensaciones nuevas por completo simplemente conectando un sector del cerebro de Barnum con otro. Si Barnum deseaba saber cuál era el sabor de un bocadillo de atún, Bailey podía hacer que ese sabor inundara su boca.
—Perfecto. Y no voy a protestar de que no he sentido la presión del bocadillo contra los dientes, porque sé que también puedes producir eso. Y todas las sensaciones de masticarlo y de tragarlo, y muchas más aún. Sin embargo —añadió, y sus pensamientos tomaron una dirección que no estaba seguro de que a Bailey le gustara—, me pregunto si no será educado comer uno de ellos.
—¿A qué vienen todas esas repentinas preocupaciones por la educación? —estalló Bailey—. Cómelo si quieres, pero jamás comprenderé el por qué. Conviértete en un carnívoro animal, y que te aproveche.
—Tranquilo, tranquilo —se burló Barnum, con una cierta ternura—. No te pongas nervioso, muchacho. No voy a hacer nada sin ti. Pero tenemos que entendernos con esta gente. Tan sólo estoy intentando ser diplomático.
—Cómelo entonces —suspiró Bailey—. Arruinarás mis esquemas ecológicos durante meses... ¿Qué voy a hacer con toda esa proteína extra? Pero ¿por qué iba a preocuparte eso a ti?
Barnum se echó a reír silenciosamente. Sabía que Bailey podía hacer lo que quisiera con aquellas proteínas: ingerirlas, refinarlas, quemarlas, o simplemente guardarlas y expulsarlas a la primera oportunidad. Tendió una mano hacia uno de los bocadillos, y sintió la gruesa sustancia de la piel de Bailey retirarse de su rostro cuando se lo llevó a la boca.
Había esperado que la luz incrementara su brillo, pero no ocurrió así. Estaba utilizando sus propias retinas para ver con ellas por primera vez en años, pero no era diferente de las imágenes inducidas al córtex que Bailey le había estado mostrando durante todo aquel tiempo.
—Tiene usted un hermoso rostro —dijo Timbales, con la boca llena de un mordisco de su bocadillo—. Imaginé que sería así. Hizo un buen retrato de sí mismo.
—¿Lo hice? —preguntó Barnum, intrigado—. ¿Qué quiere decir?
—Su música. Lo refleja a usted. Oh, no veo en sus ojos todo lo que he visto en su música, pero nunca ocurre así. El resto de ello es Bailey, su amigo. Y no puedo leer su expresión.
—No, imagino que no puede. Pero ¿puede decir algo acerca de él?
Ella se lo pensó, luego se volvió hacia el teclado. Interpretó un tema que les había preocupado hacía algunas horas, lo tocó un poco más rápido y con sutiles alteraciones en su tonalidad. Era un fragmento alegre, con el asomo de algo que estaba un poco más allá del alcance de la mano.
—Ése es Bailey. Está preocupado por algo. Si la experiencia me sirve de algo, le preocupa estar aquí, en Puertas de Nácar. A los simbs no les gusta venir aquí, o ir a cualquier otro sitio donde haya gravedad. Eso les hace sentirse innecesarios.
—¿Oyes eso? —preguntó Barnum a su silencioso compañero.
—Hummm.
—Y eso resulta tan estúpido... —prosiguió ella—. No lo sé de primera mano, evidentemente, pero he conocido y he hablado con un montón de parejas simb. Por lo que puedo ver, el lazo entre un humano y un simb es..., bien, hace que una gata muriendo por defender a sus gatitos parezca un caso de afecto casual. Supongo que usted sabe de eso mucho más de lo que yo pueda decir, ¿no?
—Lo ha expresado usted muy bien —dijo Barnum.
Bailey emitió un gruñido de aprobación, una tímida sonrisa mental.
—Me ha ganado, comedor de carne —comentó—. Cerraré la boca y dejaré que vosotros dos habléis sin meter por medio mis inseguridades carentes de base.
—Lo ha tranquilizado usted —le dijo Barnum a Timbales, alegremente—. Incluso ha conseguido que haga chistes sobre sí mismo. Eso no es un cumplido pequeño precisamente, porque él se toma muy en serio a sí mismo.
—Eso no es justo —protestó Bailey—, puedo defenderme yo mismo.
—Creí que habías dicho que ibas a quedarte tranquilo.
El trabajo prosiguió sin problemas, aunque se iba prolongando más de lo que a Bailey le hubiera gustado. Después de tres días de transcribir, la música estaba empezando a tomar forma. Llegó un momento en que Timbales podía apretar un botón y hacer que la máquina tocara por sí misma: era mucho más que la simple armazón melódica del primer día, pero aún necesitaba los toques finales.
—¿Qué le parece Cantata contrapuntual? —preguntó Timbales.
—¿Qué?
—Como título. Tiene que tener un título. He estado pensando en ello, y he imaginado ése. Encaja, porque la pieza es muy métrica en su construcción: tensa, rítmica, rígida. Pero sin embargo tiene un poderoso contrapunto en los instrumentos de viento.
—Es en la parte de los agudos, ¿no?
—Sí. ¿Qué piensa de ello?
—Bailey quiere saber qué es una cantata.
Timbales se alzó de hombros, pero adoptó una expresión culpable.
—A decir verdad, elegí esa palabra por simple aliteración. Quizá como un argumento de venta. En realidad, una cantata es cantada, y usted no tiene nada parecido a voces en esto. ¿Está seguro de no querer incluir ninguna?
Barnum lo pensó.
—No.
—Es su decisión, por supuesto.
Pareció estar a punto de decir algo, pero cambió de opinión.
—Mire, no me preocupa mucho el título —dijo Barnum—. Llamarla así ¿ayudará a vender?
—Puede.
—Entonces haga lo que le parezca.
—Gracias. Tengo a Rag trabajando en alguna publicidad preliminar. Los dos creemos que hay posibilidades. A él le ha gustado el título, y es muy bueno sabiendo qué vender. Además, también le gusta la pieza.
—¿Cuánto falta antes de que lo tengamos todo preparado?
—No demasiado. Otros dos días. ¿Empieza a sentirse cansado de ello?
—Un poco. Me gustaría volver al Anillo. Y a Bailey también.
—Eso significa que no vamos a verle durante diez años. Éste va a ser un negocio lento. Desarrollar un nuevo talento lleva eternidades.
—¿Por qué trabaja usted en eso?
Ella se lo pensó.
—Supongo que porque me gusta la música, y Jano es el lugar donde ha nacido y se ha desarrollado la música más innovadora en el sistema. Nadie puede competir con ustedes, los del Anillo.
Estuvo a punto de preguntarle por qué ella no se emparejaba con un simb para hacerse al menos una idea de lo que era aquello. Pero algo le retuvo, algún tabú no expresado que ella había establecido; o quizá fuera él. A decir verdad, no podía comprender por qué no se emparejaban todos con un simb. Parecía la única forma sana de vivir. Pero sabía que había mucha gente que consideraba aquella idea poco atrayente, por no decir repugnante.
Tras la cuarta sesión de grabación, Timbales se relajó tocando el sintetizador para la pareja. Sabían que era buena en ello, y su opinión quedó confirmada por el virtuosismo que desplegó en el teclado.
Timbales había hecho un estudio sobre la historia musical. Podía interpretar a Bach o a Beethoven tan fácilmente como las obras de los compositores modernos como Barnum. Tocó el primer movimiento de la Octava Sinfonía de Beethoven. Con sus dos manos y sus dos peds no tenía ningún problema en conseguir una reproducción exacta de toda una orquesta sinfónica. Pero no se limitaba tan sólo a eso. La música se apartaba imperceptiblemente de las cuerdas tradicionales, hacia los sonidos más concretos que tan sólo los instrumentos electrónicos podían producir.
Siguió con algo de Ravel que Barnum jamás había oído, luego con una composición de juventud de Riker. Después de eso, lo divirtió con algunos rags de Joplin y una marcha de John Philip Sousa. En ésta no se tomó ninguna licencia, tocándola con la exacta instrumentación indicada por el compositor.
Luego pasó a otra marcha. Ésta era increíblemente viva, llena de fugas cromáticas que se elevaban y descendían. La tocó con una precisión en los bajos que los antiguos músicos jamás hubieran alcanzado. Barnum recordó los viejos filmes que había visto cuando niño, filmes llenos de rugientes leones en jaulas y elefantes adornados con plumas.
—¿Qué era eso? —preguntó cuando ella hubo terminado.
—Es curioso que me lo pregunte, señor Barnum. Era una vieja marcha circense titulada Truenos y relámpagos. O según la llamaban algunos, La entrada de los gladiadores. Hay cierta confusión entre los estudiosos. Algunos dicen que tenía un tercer título, La favorita de Barnum y Bailey, pero la mayoría piensan que ésa era otra. De ser así, se ha perdido, y es una lástima. Pero todo el mundo está seguro de que ésta le gustaba también a Barnum y Bailey. ¿Qué piensa usted de ello?
—Me gusta. ¿Podría tocarla de nuevo?
Lo hizo, y luego una tercera vez, porque Bailey quería asegurarse de que quedaba grabada en la memoria de Barnum cuando desearan volver a tocarla más tarde.
Timbales apagó la máquina y apoyó los codos en el teclado.
—Cuando vuelva —dijo—, ¿por qué no intenta introducir una parte de sinapticón en su próxima obra?
—¿Qué es un sinapticón?
Ella se lo quedó mirando, sin creer lo que acababa de oír, luego su expresión cambió a otra de regocijo.
—¿De veras no lo sabe? Entonces tiene que aprender algo.
Y se precipitó hacia su escritorio, tomó algo con sus peds, y regresó dando saltitos al sintetizador. Era una pequeña caja negra con una correa y un cable con un enchufe a un lado. Se volvió de espaldas a él y se apartó el pelo de la base del cráneo.
—¿Quiere conectarme, por favor? —pidió.
Barnum vio la pequeña toma de enchufe dorada enterrada entre su pelo, del tipo que permitía a uno conectarse directamente con un ordenador. Insertó el enchufe en ella, y Timbales se colgó la caja en torno al cuello. Era severamente funcional, y su aspecto era de algo construido por un aficionado, con señales de herramientas por todas partes y zonas en que había perdido la pintura. Daba la impresión de que cada día era necesario repararla.
—Todavía está en proceso de desarrollo —dijo ella—. Myers..., es el tipo que lo inventó..., ha estado trasteando con él, añadiéndole cosas. Cuando lo tengamos a punto lo comercializaremos como un collar. Los circuitos pueden compactarse mucho más. El primero tenía un cable que lo conectaba a un altavoz, lo cual entorpecía mucho mi estilo. Pero éste tiene un transmisor. Verá lo que quiero decir. Venga, aquí no tenemos espacio.
Se abrió paso hacia la oficina exterior, y conectó un gran altavoz instalado contra la pared.
—Lo que hace esto es traducir los movimientos corporales en música —dijo, deteniéndose en medio de la habitación, con las manos en los costados—. Mide las tensiones en la red nerviosa del cuerpo, las amplifica, y..., bueno, le mostraré lo que quiero decir. Esta posición es nula; no produce ningún sonido.
Estaba de pie, erguida pero relajada, los peds juntos, las manos a los costados, la cabeza ligeramente baja.
Alzó el brazo frente a sí, tendiendo la mano, y el altavoz a sus espaldas emitió un sonido que ascendió a lo largo de la escala, terminando en un acorde cuando sus dedos se cerraron sobre la invisible nota que flotaba en el aire. Dobló la rodilla, y una suave nota grave inundó el lugar, reforzándose cuando ella tensó los músculos de los muslos. Añadió más armónicos con la otra mano, luego reclinó bruscamente el cuerpo a un lado, haciendo estallar el sonido en una cascada de acordes. Barnum permanecía sentado muy erguido, sintiendo que un estremecimiento le recorría la columna vertebral y el vello de los brazos.
Timbales no le veía. Se hallaba perdida en un mundo que existía ligeramente desfasado con el real, un mundo donde la danza era música y su cuerpo era el instrumento. Sus parpadeos se convertían en un staccato que puntuaba las frases, y su respiración proporcionaba una sólida base rítmica para las redes de sonido que sus brazos, piernas y dedos estaban tejiendo.
Para Barnum y Bailey la belleza de todo aquello residía en la perfecta concordancia de movimiento y sonido. La pareja había creído que aquello era simplemente una novedad, que ella iba a tener que sudar para retorcer su cuerpo de forma extraña y no natural a fin de alcanzar las notas que deseaba. Pero no era así. Cada elemento modelaba al otro. Tanto música como danza eran improvisadas sobre el terreno, no estaban subordinadas a ninguna regla excepto las propias internas de ella.
Cuando finalmente se detuvo, balanceándose sobre las puntas de los peds y dejando que el sonido muriera hasta desaparecer, Barnum se sentía casi aturdido. Y se sorprendió al oír el sonido de aplausos. Se dio cuenta de que eran sus propias manos, pero no era él quien las hacía aplaudir. Era Bailey. Bailey nunca antes había tomado el control motor.
Tenían que conseguir todos los detalles. Bailey se sentía abrumado por la nueva forma de arte, y se notaba tan impaciente por hacer preguntas por medio de Barnum que casi estuvo a punto de tomar prestadas por unos momentos las cuerdas vocales de éste.
Timbales se sintió sorprendida ante aquel grado de entusiasmo. Era una gran defensora del sinapticón, pero no había encontrado mucho éxito en sus esfuerzos por popularizarlo. Tenía sus limitaciones, y era considerado como una moda interesante pero pasajera.
—¿Qué limitaciones? —preguntó Bailey y vocalizó Barnum.
—Básicamente, necesita un ambiente de caída libre para ser del todo efectivo. Hay tonos residuales que no pueden ser eliminados cuando uno se halla bajo la influencia de la gravedad, incluso en Jano. Y aquí no puedo estar el tiempo suficiente en el aire. Evidentemente, usted no se ha dado cuenta, pero he sido incapaz de introducir muchas variaciones bajo estas condiciones.
Barnum vio inmediatamente algo.
—Entonces yo debería conseguir uno. De esa forma podré tocar mientras voy de un lado para otro por el Anillo.
Timbales se apartó un mechón de cabellos de delante de los ojos. Estaba cubierta de sudor a causa de su actuación de quince minutos, y tenía el rostro encendido. Barnum apenas oyó su respuesta, estaba demasiado fascinado por la armonía de movimiento en aquel simple gesto. Y el sinapticón estaba desconectado.
—Quizá pueda conseguirlo. Sin embargo, yo de usted esperaría. —Barnum estaba a punto de preguntarle por qué, pero ella prosiguió rápidamente—: Todavía no es un instrumento exacto, pero estamos trabajando en él, perfeccionándolo a cada día que pasa. Parte del problema reside en que se necesita un entrenamiento especial para operarlo de modo que produzca algo más que ruido blanco. No fui estrictamente sincera con usted cuando le dije cómo funcionaba.
—¿Cómo?
—Bueno, dije que medía las tensiones en los nervios y los traducía. ¿Dónde están la mayor parte de los nervios en el cuerpo?
Entonces, Barnum comprendió.
—En el cerebro.
—Exacto. Así que el estado de ánimo es mucho más importante aquí que en la mayor parte de la música. ¿Ha trabajado usted alguna vez con un aparato de ondas alfa? Escuchando una nota, uno puede controlar algunas funciones del cerebro. Necesita práctica. El cerebro proporciona el almacenamiento de notas para el sinapticón, modula toda la composición. Si uno no consigue el control, todo lo que sale es ruido.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando con él?
—Unos tres años.
Mientras Barnum y Bailey estuvieron trabajando con ella, Timbales tuvo que ajustar su ciclo de día y noche para encajarlo a los procesos biológicos de ellos. La pareja pasaba los períodos de luz solar tendidos en la cocina municipal de Jano.
La cocina era una servicio gratuito proporcionado por la comunidad, un servicio que valía lo que costaba, puesto que sin él los humanos emparejados hubieran encontrado que les era imposible permanecer en Jano durante más de unos pocos días. Era una llanura construida por medio de bulldozers, de tres kilómetros cuadrados, y dividida en secciones cuadradas de un centenar de metros de lado. A Barnum y a Bailey no acabó de gustarles —a ninguna de las parejas simb les gustaba—, pero era lo mejor que podía conseguirse en un campo gravitatorio.
Ninguna ecología en circuito cerrado es completamente cerrada. El mismo calor no puede ser vuelto a usar indefinidamente, como puede hacerse con los materiales de base. Hay que ir añadiendo más calor, la energía tiene que ser bombeada en el sistema en algún lugar para posibilitar que el componente planta de la pareja simb sintetice los hidratos de carbono necesarios para el componente animal. Bailey podía utilizar parte del calor de bajo nivel generado cuando el cuerpo de Barnum descomponía esas moléculas, pero ese proceso conduciría muy pronto a un fracaso ecológico.
La solución del simb era la fotosíntesis, como cualquier otra planta, aunque las sustancias químicas que Bailey utilizaba para ello tenían tan sólo un vago parecido a la clorofila. La fotosíntesis requiere una gran cantidad de superficie vegetal, mucha más de la disponible en una superficie del tamaño de un ser humano. Y la intensidad de la luz del sol en la órbita de Saturno era tan sólo una centésima parte de la que había en la Tierra.
Barnum caminó cuidadosamente a lo largo de una de las líneas blancas del emparrillado. A derecha e izquierda, algunos humanos se hallaban reclinados en el centro de los grandes cuadrados. Estaban envueltos únicamente con la capa más fina del simb; el resto de la masa del simb se hallaba esparcida en una especie de sábana delgadísima, casi invisible excepto como un ligero resplandor en el plano suelo. En el espacio, los simb formaban su girasol girando lentamente y dejando que la fuerza centrífuga diera forma al largo órgano parabólico. Aquí yacía inerte en el suelo, desplegado por los dispositivos mecánicos en las esquinas del cuadrado. Los simb no poseían la musculatura necesaria para hacer eso por sí mismos.
Ninguna parte de su estancia en Jano les hacía añorar tanto el Anillo como la cocina. Barnum se reclinó en mitad de un cuadrado vacío y dejó que los garfios mecánicos se aferraran por sí mismos al tegumento externo de Bailey. Empezaron a tirar, lentamente, y Bailey fue extendido.
En el Anillo nunca estaban a más de diez kilómetros de la Mitad Superior. Podían derivar hasta allá arriba y desplegar el girasol, quedarse allí durmiendo unas cuantas horas, luego utilizar la ligera presión para regresar de nuevo a las partes en sombras del Anillo. Era algo magnífico; no se trataba exactamente de dormir, no existía nada parecido en la experiencia humana. Era una conciencia vegetal, una comunión consciente y simple con el universo, libre del proceso de pensar.
Barnum gruñó ahora mientras el girasol era estirado por el suelo a su alrededor. Aunque la fase de absorción de energía de su existencia no era sueño, varios días de intentar realizarla bajo gravedad habían dejado a Barnum con unos síntomas muy parecidos a los de la falta de sueño. Los dos se estaban volviendo irritables. Estaban ansiosos por regresar a la ingravidez.
Sintió la agradable letargia reptar sobre él. Junto a él, Bailey estaba extendiendo poderosas raicillas en la desnuda piedra, utilizando compuestos ácidos para disgregarla y obtener las pequeñas cantidades de masa de reemplazo que la pareja necesitaba.
—Así pues, ¿cuándo nos vamos? —preguntó suavemente Bailey.
—Cualquier día, a partir de ahora. Cualquier día.
Barnum se sentía soñoliento. Podía sentir el sol empezando a calentar el fluido en el girasol de Bailey. Era como una margarita inclinando perezosamente su tallo en unos verdes pastos.
—Creo que no necesito señalarlo, pero la transcripción ha quedado completada. No tenemos ninguna necesidad de quedarnos.
—Lo sé.
Aquella noche, Timbales danzó de nuevo. Lo hizo lentamente, sin ninguno de los saltos y tumultuosos crescendos de la primera vez. Y lenta, casi imperceptiblemente, una melodía empezó a insinuarse. Cambiando una y otra vez; acelerando aquí, retardándose allí. Sin ser nunca completamente melódica, como en una grabación, pero correcta pese a todo. Había sido compuesta para cuerdas, metales y varios otros instrumentos, pero no había escrita ninguna parte para timbal. Ella debía transponer su propio instrumento. La melodía era también contrapuntual.
Cuando hubo terminado, les habló de su concierto de más éxito, el que casi había conquistado al público. Había sido un dúo; ella y su pareja actuando sobre el mismo sinapticón mientras hacían el amor.
El primero y segundo movimientos fueron bien recibidos.
—Cuando llegamos al final —recordó, irónicamente—, y de pronto perdimos de vista las armonías y lo que surgía del sinapticón..., bueno, un crítico mencionó que parecía «la agonía y la muerte de una hiena». Me temo que nosotros no lo oímos.
—¿Quién era él? ¿Ragtime?
Ella se echó a reír.
—¿Él? No, él no sabe nada de música. Hace muy bien el amor, pero no al compás del tres por cuatro. Era Myers, el muchacho que inventó el sinapticón. Pero es más un ingeniero que un músico. No he encontrado realmente una buena pareja para eso, y de todos modos no podría volver a ofrecerlo en público. Aquellas críticas aún me duelen.
—Pero yo tenía la idea de que usted consideraba que las condiciones ideales para crear música con el sinapticón eran un dúo, en caída libre, haciendo el amor.
Ella se echó a reír.
—¿Yo dije eso?
Permaneció largo tiempo en silencio.
—Quizá sea cierto —concedió finalmente. Suspiró—. La naturaleza del instrumento es tal que la música más impactante se produce cuando el cuerpo se halla más sintonizado con su entorno, y no puedo pensar en un momento mejor que cuando estoy acercándome al orgasmo.
—¿Por qué no funciona, entonces?
—Quizá no debería decir esto, pero fue Myers quien lo estropeó. Se excitó, de lo cual se trata precisamente, por supuesto, pero no pudo controlarlo. Ahí estaba yo, afinada como un Stradivarius, sintiendo arpas celestiales tocando dentro de mí, ¡y él empezó a acometer como si estuviera tocando un ritmo de jungla en una chicharra! No voy a intentarlo de nuevo. Seguiré limitándome al ballet tradicional como hice anoche.
—Timbales —dijo bruscamente Barnum—, yo puedo hacer el amor al ritmo de tres por cuatro.
Ella se levantó y se puso a pasear por la estancia, mirándole de tanto en tanto. Él no podía ver a través de los ojos de ella, pero se sintió incómodamente consciente de que ella estaba viendo una grotesca masa informe y verde con un rostro humano clavado en su parte superior. Sintió una punzada de resentimiento por la apariencia exterior de Bailey. ¿Por qué ella no podía verle a él? Estaba allí dentro, enterrado en vida. Por primera vez se sintió casi prisionero. Bailey se retiró ligeramente, apartándose de aquella sensación.
—¿Es eso una invitación? —preguntó ella.
—Sí.
—Pero usted no tiene un sinapticón.
—Bailey y yo hablamos de ello. Él cree que puede funcionar como uno. Después de todo, hace casi lo mismo a cada segundo de nuestras vidas. Tiene mucha práctica en reacondicionar los impulsos nerviosos, tanto en mi cerebro como en mi cuerpo. Más o menos vive en mi sistema nervioso.
Ella permaneció en silencio durante un momento.
—¿Dice usted que puede hacer música... y hacer que se oiga, sin ningún instrumento en absoluto? ¿Bailey puede hacer eso por usted?
—Desde luego. Sólo que nunca se nos ocurrió hacer pasar los movimientos corporales por la parte auditiva del cerebro. Eso es lo que está haciendo usted.
Ella abrió la boca para decir algo, luego volvió a cerrarla de nuevo. Pareció indecisa acerca de lo que debía hacer.
—Timbales, ¿por qué no se empareja usted y viene al Anillo? Espere un minuto; termine de oírme. Me dijo usted que mi música era estupenda y que creía incluso que podía venderse. ¿Cómo hice yo eso? ¿Ha pensado alguna vez en ello?
—He pensado mucho en ello —murmuró ella, apartando la vista de él.
—Cuando vine aquí ni siquiera conocía los nombres de las notas que estaban en mi cabeza. Era ignorante. Sigo sin saber mucho todavía. Pero escribo música. Y usted, usted sabe más de música que nadie a quien yo haya conocido nunca; a usted le gusta, usted la interpreta con belleza y habilidad. Ahora bien, ¿qué puede crear?
—He estado escribiendo cosas —dijo ella, a la defensiva—. Oh, de acuerdo. No eran demasiado buenas. Parece que mi talento no va en esa dirección.
—Sin embargo, yo soy la prueba de que no lo necesita. Yo no escribí esa música; ni tampoco lo hizo Bailey. La observamos y la oímos desarrollarse a todo nuestro alrededor. No puede imaginar usted cómo es ahí afuera. Es toda la música que uno haya oído jamás.
A primera vista parecía lógico que gran parte del mejor arte en el sistema surgiera de los Anillos de Saturno. Hasta que la humanidad alcanzara Beta de la Lira o más lejos aún, no se encontraría un lugar más hermoso donde vivir. Seguramente un artista podría extraer una inagotable inspiración de los paisajes que se ven en el Anillo. Pero los artistas son raros. ¿Cómo podía el Anillo producir arte en todos los humanos que vivían allí?
La vida artística del sistema solar se había visto dominada por los anillenses desde haría más de un siglo. Si hubiera sido la escala heroica de los Anillos y su soberbia belleza el causante de ello, uno hubiera podido esperar que el arte produjera principalmente obras de naturaleza heroica y hermosas en tono y en ejecución. Pero ése no había sido nunca el caso. La pintura, poesía, literatura y música de los anillenses cubrían toda la extensión de la experiencia humana, y luego iban un paso más allá.
Un hombre o una mujer llegaban a Jano por cualquiera de una gran variedad de razones, decididos a abandonar su vida anterior y formar pareja con un simb. Aproximadamente una docena de personas partían de esa forma cada día, para no volver a oírse hablar más de ellos por espacio de una década. Constituían un muestrario representativo de la raza, yendo desde los competentes a los incapaces, y encontrándose entre ellos gente amable y gente cruel. Había genios entre ellos, e idiotas. Eran exactamente tan jóvenes, viejos, bondadosos, egoístas, con talento, inútiles, vulnerables y falibles como dentro de cualquier muestreo de la humanidad al azar. Pocos de ellos poseían algún entrenamiento o inclinación en el campo de la pintura, la música o la literatura.
Algunos de ellos morían. Los Anillos, después de todo, eran un lugar difícil. Esas personas no tenían forma de aprender cómo sobrevivir allí afuera excepto intentándolo y consiguiéndolo. Pero la mayoría volvían. Y volvían con cuadros, canciones e historias.
Las agencias artísticas eran la única industria en Jano. Se necesitaba un tipo especial de agente, porque pocos anillenses podían entrar en la oficina de un representante y presentar un trabajo terminado del tipo que fuera. Un agente literario era quien tenía el trabajo más fácil. Pero un agente musical tenía que estar preparado para enseñar algunos rudimentos de música al compositor, que no sabía absolutamente nada de la escritura musical.
No obstante, las recompensas eran grandes. El arte aníllense era estadísticamente unas diez veces más fácil de vender que el arte de cualquier otra parte del sistema. Mejor aún, el agente recibía casi todos los beneficios en vez de una comisión, y los artistas nunca reclamaban más de lo que recibían. Los anillenses no podían darle gran uso al dinero. A menudo, un agente podía retirarse con los beneficios de una sola venta con éxito.
Pero la cuestión fundamental del porqué los anillenses producían arte seguía sin respuesta.
Barnum tampoco lo sabía. Tenía algunas ideas, parcialmente confirmadas por Bailey. Era algo que tenía que ver con la fusión de las mentes humana y simb. Un aníllense era más que un humano, y sin embargo seguía siendo humano. Cuando se combinaba con un simb, se creaba algo más. Era algo que no estaba bajo su control. La mejor forma en que Barnum había sido capaz de explicárselo a sí mismo era diciendo que aquel encuentro de dos tipos distintos de mente creaba una tensión en su punto de unión. Era como la suma de amplitudes cuando dos ondas se unían. Esa tensión era mental, y se encarnaba con los símbolos que flotaban por ahí esperando ser recogidos por la mente humana. Tenía que utilizar símbolos humanos porque la vida intelectual de un simb empieza en el momento en que entra en contacto con un cerebro humano. El simb no tiene cerebro propio, y tiene que utilizar el cerebro humano a tiempo compartido.
Barnum y Bailey no se preocupaban acerca de la fuente de su inspiración. Timbales se preocupaba enormemente por ello. Se sentía agraviada por el hecho de que la musa que siempre la había eludido a ella visitara de forma tan indiscriminada a las parejas humano-simb. Reconocía ante tales parejas que creía que eso no era justo, pero se negaba a darles ninguna respuesta cuando le preguntaban por qué ella no se decidía a dar el paso emparejándose también.
Ahora, Barnum y Bailey le estaban ofreciendo una alternativa, una forma de captar lo que era estar emparejada sin dar realmente el paso definitivo.
Al final, su curiosidad venció a su cautela. Aceptó hacer el amor con ellos, con Bailey funcionando como un sinapticón viviente.
Barnum y Bailey llegaron al apartamento de Timbales, y ella les abrió la puerta. Una vez dentro, discó que todo el mobiliario desapareciera en el suelo, dejando una enorme habitación desnuda de paredes blancas.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó con un hilo de voz.
Barnum adelantó un brazo y cogió su mano, que se fundió en la sustancia de Bailey.
—Déme la otra mano. —Ella lo hizo, y observó estoicamente cómo la verde sustancia trepaba por sus manos y brazos—. No lo mire —aconsejó Barnum, y ella obedeció.
Barnum sintió aire a su alrededor cuando Bailey empezó a crear una atmósfera en su interior y a hincharla como un globo. La esfera verde se hizo más grande, ocultando por completo a Barnum y absorbiendo gradualmente a Timbales. En cinco minutos el informe globo verde llenó toda la habitación.
—Nunca había visto nada parecido —dijo ella, mientras él seguía sujetando sus manos.
—Normalmente sólo lo hacemos en el espacio.
—¿Qué viene a continuación?
—Simplemente permanezca inmóvil.
Timbales lo vio mirar por encima del hombro de ella, y empezó a volverse para mirar también. Luego se lo pensó mejor y se tensó, sabiendo lo que iba a ocurrir.
Un delgado zarcillo se había formado en la superficie interna del simb, y tanteaba su camino hacia la terminal de ordenador en la nuca de la mujer. Ella se estremeció cuando la tocó, luego se relajó cuando penetró en la terminal.
—¿Cómo va el contacto? —preguntó Barnum a Bailey.
—Un momento. Todavía estoy explorando.
El simb se había deslizado entre los microscópicos contactos de la terminal y estaba siguiendo la red de filamentos que se extendía a través del cerebro de ella. Al alcanzar el final de uno de ellos, Bailey sondeó un poco más allá, buscando el lugar exacto que tan bien conocía en Barnum.
—Esto es ligeramente distinto —dijo a Barnum—. Tendré que hacer algunas pruebas para estar seguro de hallarme en los lugares correctos.
Timbales se agitó, luego miró horrorizada hacia sus propios brazos y piernas que se movían sin su volición.
—¡Dígale que pare esto! —chilló, luego jadeó cuando Bailey recorrió rápidamente una serie de puntos memosensoriales.
En una casi instantánea sucesión experimentó el aroma de flores de azahar, el vacío de la matriz, un embarazoso incidente cuando niña, su primera caída libre. Sintió el sabor de una comida tomada hacía quince años. Era como girar el dial de una radio a través de las frecuencias, obteniendo fragmentos de un millar de canciones sin ninguna relación entre sí, y pese a ello ser capaz de oír cada una de ellas enteramente. Duró menos de un segundo y la dejó débil. Pero la debilidad era ilusoria también, y se recuperó y se encontró entre los brazos de Barnum.
—Haga que pare esto —pidió, separándose de él.
—Ya ha terminado —dijo Barnum.
—Bueno, casi —dijo Bailey. El resto del proceso fue conducido al nivel consciente de ella—. Estoy conectado —dijo a Barnum—. Pero no puedo garantizar cuan bien va a funcionar. No fui construido para ese tipo de cosas, ya sabes. Necesito un punto de entrada más grande que esa terminal, como el que instalé en la parte superior de tu cráneo.
—¿Hay algún peligro para ella?
—No, pero existe la posibilidad de una sobrecarga que me haga pararlo todo. Va a haber mucha circulación por ese pequeño zarcillo, y no puedo estar seguro de que resista.
—Bien, lo haremos lo mejor que podamos.
Se miraron el uno a la otra. Timbales estaba tensa y con los ojos vidriosos.
—¿Qué viene a continuación? —preguntó de nuevo, clavando sus peds en la delgada pero elástica y cálida superficie de Bailey.
—Esperaba que iniciase usted los primeros compases. Déme una pauta que pueda seguir. Usted ya lo hizo una vez, aunque no funcionara.
—De acuerdo. Coja mis manos...
Barnum no tenía ni idea de cómo iba a empezar la composición. Ella eligió un tempo muy contenido. No era tampoco un himno; de hecho, al principio no tenía tempo en absoluto. Era un poema musical libre. Ella se movía con una lentitud glacial que no tenía nada de la liberada sexualidad que él había esperado. Barnum observó, y oyó desarrollarse una profunda sonoridad de fondo, y supo que era el despertar de la conciencia en su propia mente. Era su primera respuesta.
Gradualmente, mientras ella empezaba a avanzar en su dirección, él intentó algunos movimientos. Su música se añadió a la de ella, pero permaneció separada y no se armonizó. Estaban sentados en distintas habitaciones, oyéndose el uno al otro a través de las paredes.
Ella adelantó el brazo y acarició la pierna de él con la yema de los dedos. Su mano fue ascendiendo lentamente a lo largo del cuerpo de él, y el sonido fue como de uñas rascando contra una pizarra. Retumbó en los oídos de Barnum, raspó en todos sus músculos, retorció sus nervios. Lo dejó tembloroso, pero siguió con la danza.
Ella le tocó de nuevo, y el tema se repitió. Una tercera vez, con el mismo resultado. Se relajó, comprendiendo que él formaba parte de la música de ella, por áspera que fuera. Él era la tensión de ella.
Se arrodilló frente a ella y apoyó sus manos en la cintura de Timbales. Ella se volvió, lentamente, haciendo un sonido como una oxidada plancha de metal siendo arrastrada sobre un suelo de cemento. Siguió girando, y el tono empezó a modularse y a adquirir un ritmo. Resonó, sincopado, como en función de los latidos de sus corazones. Gradualmente, las tonalidades empezaron a suavizarse y a mezclarse. La piel de Timbales brilló sudorosa cuando empezó a girar más aprisa. Luego, a una señal que nunca recibió conscientemente, Barnum la alzó en el aire, y los sonidos cayeron en cascada a su alrededor mientras se abrazaban. Ella agitó alegremente las piernas contra las de él, y sus sonidos se combinaron con la atronadora protesta de bajo de los anudados músculos de las piernas de Barnum, hasta producir una aérea serie de cromatismos. Alcanzó un crescendo que era imposible de sostener, luego fue disminuyendo cuando las piernas de ella tocaron el suelo y se dejaron caer el uno en brazos del otro. Los sonidos se murmuraron los unos a los otros, en suspenso, mientras ellos, abrazados, recuperaban el aliento.
—Ahora estamos armonizados, por fin —susurró Timbales.
El simb-sinapticón recogió los impulsos nerviosos en su boca, oídos y lengua mientras ella decía y oía esto, y los mezcló con los impulsos de los oídos de Barnum. El resultado fue una evanescente serie de arpegios construidos en torno a cada palabra y que resonó a su alrededor durante minutos. Ella se echó a reír al oírlo, y aquello fue música aunque sin acompañamiento.
La música no se había interrumpido ni un solo momento. Seguía ocupando el espacio en torno a ellos, acumulándose en charcos oscuros a sus pies y pulsando en un allegretto diminuendo junto con su silbante respiración.
—Se está haciendo oscuro —susurró ella, temerosa de desafiar la intensidad del sonido si hablaba en voz alta. Sus palabras se entretejieron en torno a la cabeza de Barnum cuando éste alzó los ojos para mirar a su alrededor—. Hay cosas moviéndose ahí afuera —prosiguió.
El tempo se incrementó ligeramente cuando las siluetas oscuras que captó sobre la oscuridad hicieron latir más aprisa su corazón.
—Los sonidos están tomando forma —dijo Barnum—. No les tema. Todo está en su mente.
—No estoy segura de querer ver tan profundo en mi mente.
Cuando se inició el segundo movimiento, las estrellas empezaron a aparecer por encima de sus cabezas. Timbales estaba tendida boca arriba sobre una superficie que empezaba a ceder bajo ella, como arena o algún líquido espeso. Ella lo aceptó. Dejó que se amoldara a sus omóplatos mientras las manos de Barnum conjuraban la música de su cuerpo. Encontró puñados de puras y campanilleantes notas, libres de timbre o resonancias, existiendo por sí mismas. Apoyando sus labios sobre ella, él sorbió una bocanada de acordes que expelió uno a uno, arracimándolos como un enjambre de abejas en torno a las palabras sin sentido que pronunciaba, y creando cambio tras cambio en los armónicos de su voz.
Ella tendió los brazos por encima de la cabeza y exhibió los dientes, aferrando puñados de arena que ahora era tan real a su contacto como lo era su propio cuerpo. Allí estaba la sexualidad que Barnum había buscado. Impúdica y libidinosa como una diosa en el panteón hindú, su cuerpo gritaba como un clarinete de Dixieland, y los sonidos atrapados en las ramas por encima de sus cabezas ondulaban y chasqueaban como telas sacudidas por el viento. Riendo, ella llevó las manos delante del rostro y contempló los destellos de fuego azul y blanco que chisporroteaban por entre sus dedos. Los destellos se precipitaron hacia Barnum, haciéndole resplandecer allí donde le tocaban.
El universo que estaban visitando era un universo extraordinariamente cooperativo. Cuando los destellos saltaban de los dedos de Timbales hacia el oscuro cielo estriado de nubes, rayos de luz caían agitados de vuelta a ella. Era algo impresionante, pero no aterrador. Timbales sabía que eran producciones de la mente de Bailey. Pero le gustaban. Cuando los tornados se formaron sobre ella y giraron en una alocada danza en torno a su cabeza, también le gustaron.
La tormenta que estaba gestándose se aceleró a medida que el tempo de su música se aceleraba, en una perfecta concordancia. Gradualmente, Timbales perdió conciencia de lo que estaba ocurriendo. El fuego en su cuerpo era transformado en locura: un piano bajando alocadamente una colina o un arpa siendo utilizada como trampolín. Allí estaba la ebria soledad de un trombón de varas siendo tocado en el fondo de un pozo. Pasó su lengua por la mejilla de él, y hubo el sonido de gotas de aceite cayendo sobre un pequeño tambor. Barnum buscó la entrada a la sala de conciertos, y sonó como una colisión de clavicordios.
Luego alguien desconectó el motor del portabobinas y la cinta fue disminuyendo su velocidad ante la cabeza lectora mientras ellos descansaban. La música resonaba insistentemente a su alrededor, recordándoles que aquello sólo podía ser un breve intervalo, que estaban dominados por fuerzas más allá de ellos mismos. Lo aceptaron, Timbales sentada ligeramente sobre los muslos de Barnum, cara a él, dejándose acunar entre sus brazos.
—¿Por qué la pausa? —preguntó, y se sintió encantada de ver las palabras escapar de su boca no como sonido, sino como caracteres impresos.
Acarició las pequeñas letras mientras descendían flotando al suelo.
—Bailey lo pidió —dijo Barnum, también en letras impresas—. Sus circuitos están sobrecargados.
Sus palabras orbitaron dos veces en torno a su cabeza, luego se desvanecieron.
—¿Y por qué esta tipografía aérea?
—Para no estropear la música con más palabras.
Ella asintió, y apoyó de nuevo su cabeza en el hombro de él.
Barnum era feliz. Palmeó suavemente la espalda de ella, produciendo un cálido e indistinto rumor. Modeló los contornos del sonido con la punta de sus dedos. Viviendo en el Anillo, estaba acostumbrado a la sensación de triunfo sobre algo infinitamente enorme. Con la ayuda de Bailey podía disminuir la escala del gigantesco Anillo hasta situarlo dentro de los límites del alcance de una mente humana. Pero nada de lo que había experimentado rivalizaba con la sensación de poder que sentía acariciando a Timbales y obteniendo música.
Una brisa empezó a alzarse en torno a ellos. Agitó las hojas de los árboles que se arqueaban sobre sus cabezas. Los amantes habían permanecido plantados en el suelo durante lo más fuerte de la tormenta; ahora la brisa los alzó por el aire y los arrastró hacia las grises nubes.
Timbales no se dio cuenta de ello. Cuando abrió los ojos, todo lo que supo fue que se hallaban de nuevo en el limbo, solos con la música. Y la música estaba empezando a tomar definitivamente forma.
El último movimiento fue a la vez más armonioso y menos variado. Finalmente, estaban en armonía, obedeciendo a la batuta del mismo director de orquesta. La pieza que estaban improvisando era jubilosa. Ruidosa y amplia, con señales de convertirse en wagneriana. Pero en algún lugar los dioses estaban riendo.
Timbales se dejó arrastrar por ella, permitió convertirse en ella. Barnum estaba simplemente reforzando la melodía, contentándose con proporcionar alguna apoyatura ocasional, el detalle preciso que impedía que se convirtiera en algo demasiado grave.
Las nubes empezaron a dispersarse, revelando lentamente la nueva ilusión que Bailey había llevado hasta ellos. Era imprecisa. Pero enorme. Timbales abrió los ojos y vio.
...la visión de la Mitad Superior, sólo unos cuantos kilómetros por encima del plano de los Anillos. Bajo ella había una infinita superficie dorada, y sobre ella estaban las estrellas. Sus ojos fueron atraídos hacia el plano, allá abajo... Era delgado. Insustancial. Uno podía ver directamente a través de él. Escudando sus ojos del resplandor del sol (e introduciendo un melancólico tema menor en la música), escrutó la girante maravilla que le habían traído hasta allí para que pudiera verla, y sus oídos se llenaron con el clamor de su no expresado miedo, mientras Bailey la hacía ascender hacia ella. Había estrellas allí abajo, a todo su alrededor, y avanzando hacia ella, y ella estaba moviéndose por entre ellas, y estaban empezando a girar, y...
...la superficie interna de Bailey. Por encima de sus cegados ojos, un delgado zarcillo verde, roto, se retiraba agitándose hacia la pared. Desapareció.
—Quemado —dijo Bailey.
—¿Estás bien? —le preguntó Barnum.
—Estoy bien. Pero se ha quemado. Tú lo sentiste. Te advertí que la conexión podía no resistir todo el tráfico.
—Nunca esperamos tal intensidad —le consoló Barnum.
Agitó la cabeza, intentando aclarar el recuerdo de aquel horrible momento. Él tenía sus miedos, pero evidentemente no fobias. Nada lo había angustiado nunca de la forma en que los Anillos habían angustiado a Timbales. Agradecido, sintió a Bailey deslizar aquel dolor a un rincón apartado de su mente, donde no tuviera necesidad de contemplarlo. Tendría mucho tiempo para eso más tarde, en las largas y silenciosas órbitas que muy pronto estarían siguiendo...
Timbales estaba sentada sobre sus talones, desconcertada, pero empezando a sonreír. Barnum deseó que Bailey pudiera proporcionarle un informe del estado mental de la mujer, pero la conexión se había roto. ¿Shock? Había olvidado los síntomas.
—Tendré que descubrirlo por mí mismo —le dijo a Bailey.
—Me parece que está perfectamente —dijo éste—. Yo estaba calmándola cuando el contacto se rompió. Puede que no recuerde gran cosa.
Así era. Afortunadamente, ella recordaba la felicidad, pero tan sólo tenía una vaga impresión del miedo al final. No deseaba contemplarlo, lo cual también era bueno. No tenía ninguna necesidad de ser atormentada o perseguida por el recuerdo de algo que nunca podría conseguir.
Hicieron el amor allí en el interior de Bailey. Fue algo tranquilo y profundo, y duró mucho tiempo. Todas las heridas persistentes que pudieran haber quedado fueron curándose en aquel suave silencio tan sólo punteado por la música de sus respiraciones.
Luego Bailey se replegó lentamente en torno a Barnum, contrayendo su universo a una dimensión humana y excluyendo para siempre a Timbales.
Fue un momento penoso para ellos. Barnum y Bailey debían ser catapultados en una hora. Los tres sabían que Timbales nunca podría seguirles, pero no hablaban de ello. Prometieron seguir siendo amigos, aunque sabían que aquélla era una promesa hueca.
Timbales llevaba su liquidación, que tendió a Barnum.
—Dos mil, menos novecientos noventa y cinco por las píldoras.
Dejó caer la docena de pequeñas píldoras en la otra mano de Barnum. Contenían los microelementos que la pareja no podía conseguir en los Anillos, la única razón por la que podían necesitar visitar Jano.
—¿Es suficiente? —preguntó Timbales con ansiedad.
Barnum miró la hoja de papel. Tenía que pensar mucho para recordar lo importante que era el dinero para los seres humanos. Tenía muy poca utilidad para él. Su cuenta bancaria le proporcionaría la provisión de píldoras necesaria para un millar de años, si conseguía vivir tanto tiempo, aunque nunca regresara a Jano para vender otra canción. Y comprendió ahora por qué había tan poca gente que volviera una segunda vez a Jano. Las parejas simb y los humanos no podían mezclarse. El único terreno común entre ellos era el arte, e incluso en él los simples humanos eran movidos por ambiciones económicas desconocidas para las parejas.
—Por supuesto, está bien —dijo, y echó a un lado el papel—. Es más de lo que necesito.
Timbales pareció aliviada.
—Lo sabía, por supuesto —dijo, sintiéndose culpable—. Pero siempre me siento como una explotadora. No es mucho. Rag dice que ésta puede ser realmente un impacto y hacernos ricos. Y eso es todo lo que va a recibir usted por ella.
Barnum sabía eso, y no le importaba.
—Realmente es todo lo que necesito —repitió—. Ya he sido pagado con la única moneda que realmente tiene valor para mí, el privilegio de haberla conocido a usted. Después de aquello, se fueron.
La cuenta atrás no fue muy larga. Los operadores del cañón tendían a meter a las parejas en la máquina como si fueran ganado. Pero Barnum y Bailey tuvieron tiempo suficiente, en su dilatado lempo particular, para hablar de Timbales.
—¿Por qué? —preguntó Barnum en un momento determinado—. ¿Por qué ella? ¿De dónde procede ese miedo?
—Vi algunas cosas —dijo Bailey, pensativamente—. Estuve a punto de sondear un poco más, pero luego me odié a mí mismo por ello. Decidí dejarla sola con sus traumas íntimos.
La cuenta atrás estaba tictaqueando lentamente hacia el momento del disparo, y una música suave y baja empezó a sonar en los oídos de Barnum.
—¿Sigues queriéndola? —preguntó éste.
—Más que nunca.
—Yo también. Es algo hermoso, y duele también. Supongo que lo superaremos. Pero a partir de ahora, será mejor que mantengamos nuestro mundo a una escala que podamos manejar. ¿Qué es esa música, por cierto?
—Un adiós —dijo Bailey. Aceleró el ritmo vital de los dos hasta que pudieron oírla claramente—. Viene por la radio. Es una marcha circense.
Barnum no había reconocido todavía la melodía cuando sintió el suave pero creciente empuje del cañón acelerándole en el tubo. Se echó a reír, y los dos salieron disparados del enorme tubo de cobre del órgano de Puertas de Nácar. Hicieron un agujero a través de un gigantesco anillo de humo naranja, acompañados por los compases de Truenos y relámpagos.
Perdido en el banco de memoria
Era día de escuela en el disneylandia de Kenia. Cinco niños de nueve años estaban visitando con su maestro la sección de medicánica, donde Fingal se hallaba tendido en la mesa de grabación, la parte superior de su cráneo quitada, mirándoles por medio de un espejo. Fingal estaba de mal humor (de ahí su viaje al disneylandia), y hubiera pasado muy bien sin los niños. El maestro estaba haciendo todo lo que podía, pero ¿quién puede controlar a cinco niños de nueve años?
—¿Para qué es el gran cable verde, maestro? —preguntó una niñita, alzando una mano dudosamente limpia y tocando el cerebro de Fingal allí donde el cable principal de grabación se hundía en la terminal empotrada.
—Lupus, ya te he dicho que no toques nada. Y mírate, ni siquiera te has lavado las manos.
El maestro tomó la mano de la niña y la apartó.
—Pero ¿qué importa eso? Usted nos dijo ayer que la razón por la que no hay que preocuparse hoy en día por la suciedad como se preocupaban antes es porque ya no es suciedad.
—Estoy seguro de que no te dije exactamente eso. Lo que dije fue que cuando los humanos se vieron obligados a salir fuera de la Tierra, aprovecharon la ocasión para eliminar a todos los gérmenes nocivos. Cuando quedaron solamente tres mil personas vivas en la Luna, después de la Ocupación, nos resultó fácil esterilizarlo todo. Por eso la médica no necesita llevar guantes como acostumbraban a hacer antes los cirujanos, o ni siquiera lavarse las manos. No hay peligro de infección. Pero no es educado. No deseamos que ese señor crea que no estamos siendo educados con él, simplemente porque su sistema nervioso está desconectado y no puede hacer nada al respecto, ¿no?
—No, maestro.
—¿Qué es un cirujano?
—¿Qué es una infección?
Fingal hubiera deseado que los pequeños monstruitos hubieran elegido otro día para su lección, pero como muy bien había dicho el maestro, él podía hacer muy poco al respecto. La médica había desviado su control motor al ordenador mientras éste efectuaba el registro. Estaba paralizado. Observó al niño pequeño que llevaba un bastón tallado, y esperó que no se le ocurriera clavárselo en el cerebelo. Fingal estaba asegurado, pero ¿quién quiere problemas?
—Todos vosotros, retroceded un poco, para que la médica pueda hacer su trabajo. Así está mejor. Ahora, ¿quién puede decirme qué es ese gran cable verde? ¿Destry?
Destry confesó que no sabía nada al respecto, ni le importaba, y que lo único que quería era salir de allí y jugar a la pelota. El maestro lo olvidó y siguió con los demás.
—El hilo verde es el electrodo principal de sondeo —dijo—, está unido a una serie de cables muy finos en la cabeza del hombre, como los que tenéis vosotros, y que son implantados tras el nacimiento. ¿Puede alguien decirme cómo se efectúa un registro?
La niñita de las manos sucias fue quien respondió:
—Haciendo nudos en una cuerda.
El maestro se echó a reír, pero no la médica. Había oído ya aquello antes. El maestro también, por supuesto, pero para eso era maestro. Tenía la paciencia necesaria para tratar con los niños, una rara cualidad que cada vez poseían menos personas.
—No, eso es simplemente una analogía. ¿Todos sabéis decir «analogía»?
—Analogía —repitieron a coro.
—Estupendo. Lo que yo os he dicho es que las cadenas de AFFN son muy parecidas a cuerdas llenas de nudos. Si cada milímetro está codificado y cada nudo tiene un significado, uno puede escribir palabras sobre una cuerda haciendo nudos en ella. Eso es lo que hace la máquina con el AFFN. Ahora... ¿puede explicarme alguien lo que significa AFFN?
—Ácido Ferro-Foto-Nucleico —dijo la niñita, que parecía ser el genio de la clase.
—Correcto, Lupus. Es una variante del ADN, y puede ser anudado mediante campos magnéticos y luz, y activado mediante cambios químicos. Lo que está haciendo ahora la médica es hilvanar largas tiras de AFFN en los pequeños tubos que se hallan en el cerebro del hombre. Cuando eso esté hecho, conectará la máquina y la corriente empezará a hacer nudos. ¿Y qué ocurrirá entonces?
—Todos sus recuerdos pasarán al cubo memoria —dijo Lupus.
—Exacto, pero es un poco más complicado que eso. ¿Recordáis lo que os dije acerca de un código desdoblado? ¿El tipo que tiene dos partes, ninguna de las cuales sirve para nada sin la otra? Imaginad dos de las hebras, cada una con un montón de nudos en ella. Bien, intentáis leer una de ellas con vuestro decodificador, y descubrís que no tiene el menor sentido. Eso es debido a que quien la escribió utilizó dos hebras, con nudos hechos en distintos lugares. Solamente adquieren sentido cuando las colocas una al lado de la otra y las lees así, juntas. Así es como funciona este decodificador, pero la médica utiliza veinticinco hebras. Cuando todas ellas están anudadas de la forma correcta y colocadas en aberturas adecuadas en ese cubo de ahí —dijo señalando al cubo rosa sobre el banco de trabajo de la médica—, contendrán todos los recuerdos y la personalidad de este hombre. En cierto sentido, todo él estará en el cubo, pero él no lo sabrá, porque hoy estará siendo un león africano.
Aquello excitó a los niños, que hubieran preferido mucho más pasearse por la sabana de Kenya que oír cómo se tomaba un multiholo. Cuando se tranquilizaron el maestro prosiguió, utilizando analogías que eran cada vez más forzadas:
—Cuando las hebras se hallan en... niños, prestad atención. Cuando se hallan en el cubo, una corriente las mantiene en su lugar. Lo que tenemos entonces es un multiholo. ¿Puede decirme alguien por qué no podemos simplemente tomar una grabación de lo que está ocurriendo en el cerebro de este hombre, y utilizarla?
Por una vez, fue uno de los chicos quien respondió:
—Porque la memoria no es..., ¿cuál es la palabra?
—Secuencial.
—Ajá, eso es. Sus recuerdos están almacenados un poco por todas partes en su cerebro, y no hay forma de hacer una selección. Por eso este registro toma una imagen de la totalidad, como un holograma. ¿Significa eso que uno puede cortar el cubo por la mitad, y conseguir así dos personas?
—No, pero ésa es una buena pregunta. No se trata de ese tipo de holograma. Es algo como..., como cuando tú aprietas tu mano contra un bloque de arcilla, pero en cuatro dimensiones. Si rompes una parte de la arcilla una vez se ha secado, pierdes parte de la información, ¿de acuerdo? Bien, esto es algo parecido. No se puede ver la huella de la impresión porque es demasiado pequeña, pero todo lo que ese hombre haya hecho, visto, oído y pensado en toda su vida está en el cubo.
—¿Quieren apartarse un poco hacia atrás? —solicitó la médica. Los niños en el espejo sobre la cabeza de Fingal retrocedieron, convirtiéndose en algo más que simples cabezas cortadas al nivel de los hombros. La médica ajustó la última hebra de AFFN suspendida en el córtex de Fingal según las estrictas normas de tolerancia especificadas por el ordenador.
—Me gustará ser médico cuando sea mayor —dijo uno de los chicos.
—Creía que deseabas ir a la universidad y estudiar para ser un científico.
—Bueno, quizá. Pero tengo un amigo que me está enseñando medicánica. Parece mucho más fácil.
—Será mejor que te quedes en la escuela, Destry. Estoy seguro que tus padres desearán que hagas algo por ti mismo.
La médica estaba echando humo silenciosamente. Sabía que no debía hablar; la educación era un asunto serio, y la interferencia con la labor de un maestro traía consigo una buena reprimenda. Pero se mostró obviamente complacida cuando la clase le dio las gracias y cruzó la puerta, dejando sucias huellas de pisadas tras ellos.
Accionó un interruptor con más brusquedad de la necesaria, y Fingal descubrió que podía respirar y mover los músculos de la cabeza.
—Sucios y engreídos graduados universitarios... —dijo la mujer— ¿Qué demonios hay de malo en tener las manos sucias, me pregunto?
Se secó la sangre de las manos con su blusón azul.
—Los maestros son los peores —dijo Fingal.
—Tiene usted toda la razón. Bueno, ser médica no es nada de lo que una deba avergonzarse. De acuerdo, no he ido a la universidad, ¿y qué? Puedo hacer mi trabajo, y puedo ver lo que he hecho cuando he terminado. Siempre me gustó el trabajo manual. ¿Sabe usted que la de médico era una de las profesiones más respetadas?
—¿De verás?
—Se lo aseguro. Tenían que ir a la universidad durante años y años, y se hinchaban de ganar dinero, puede creerme.
Fingal no dijo nada, pensando que debía de estar exagerando. ¿Qué había que fuera tan difícil en la medicina? Sólo un poco de sentido mecánico y una mano firme, eso era todo lo que se necesitaba. Gran parte del mantenimiento de su propio cuerpo lo efectuaba él mismo, dejando a la consulta únicamente el trabajo importante. Y eso era una buena cosa, vistos los precios que cargaban. De todos modos, no era el tipo de cuestión que uno podía discutir mientras se hallaba tendido indefenso en una mesa.
—De acuerdo, ya está listo.
La médica extrajo los módulos que contenían el invisible AFFN y los introdujo en la solución de desarrollo. Volvió a colocar el cráneo de Fingal en su sitio y apretó los tornillos encajados en el hueso. Le devolvió el control motor mientras volvía a soldar en su lugar el cuero cabelludo. Fingal se desperezó y bostezó. Siempre sentía sueño en la consulta del médico; no sabía por qué.
—¿Eso es todo por hoy, señor? Tenemos una promoción en cambio de sangre, y puesto que está usted aquí en vez de hallarse paseando por el parque, tal vez podría...
—No, gracias. Ya la cambié hace un año. ¿No ha leído usted mi historial?
Ella tomó la tarjeta y le echó una ojeada.
—Ah, sí, lo hizo. Estupendo. Puede usted levantarse, señor Fingal.
Hizo una anotación en la tarjeta y volvió a dejarla sobre la mesa. En aquel momento se abrió la puerta y un pequeño rostro asomó.
—Olvidé el bastón —dijo el chico.
Entró y empezó a mirar debajo de los muebles, ante la irritación de la médica. Intentó ignorarlo mientras tomaba nota del resto de la información que necesitaba.
—¿Y va a usted a experimentar sus vacaciones ahora, o esperará hasta que su doble haya terminado y se las transmita?
—¿Eh? Oh, quiere decir... Sí, entiendo. No, entraré directamente en el animal. Mi psiquiatra me aconsejó que viniera aquí a causa de los nervios, así que no me va a hacer ningún bien esperar ahora, ¿no?
—No, supongo que no. Así que usted dormirá aquí mientras su doble se pasea por el parque... ¡Eh, tú! —Se volvió para enfrentarse con el muchacho, que estaba metiendo la nariz en cosas de las que debía permanecer alejado. Lo agarró y lo apartó—. O encuentras en un minuto lo que has venido a buscar, o te echo de aquí, ¿entiendes?
El chico prosiguió su búsqueda, riéndose a escondidas y mirando hacia cosas más interesantes que la búsqueda de su bastón.
La médica hizo una comprobaciones en la tarjeta, echó un vistazo a los números luminosos de la uña de su pulgar, y descubrió que ya casi era la hora del cambio de turno. Conectó el tubo memoria por medio de una máquina a una terminal en la parte de atrás de la cabeza de Fingal.
—Usted nunca había hecho antes, ¿verdad? Su finalidad es evitar las lagunas, que a veces pueden resultar desconcertantes. El cubo está casi listo, pero ahora añadiré los últimos diez minutos a registro al mismo tiempo que lo pongo a dormir. De esa forma no experimentará usted ninguna desorientación, pasará del estado de sueño a la plena conciencia de hallarse en el cuerpo de un león. Su cuerpo será trasladado a una de nuestras salas de durmientes mientras usted esté fuera. No hay nada de qué preocuparse.
Fingal no estaba preocupado, solamente cansado y tenso. Deseaba que todo aquello hubiera terminado ya y no tener que seguir hablando y hablando del asunto. Y deseaba que el chico dejara de dar golpes con su bastón a la pata de la mesa. Se preguntó si su dolor de cabeza también sería transferido al león.
Ella lo desconectó.
Trasladaron su cuerpo, y llevaron su cubo memoria a la sala de instalaciones. La médica echó al chico al corredor y desconectó todos los instrumentos de la sala de grabación. Tenía una cita, e iba ya retrasada.
Los empleados del disneylandia de Kenya instalaron el cubo en una caja de metal injertada en el cráneo de una leona africana adulta. Debido a la estructura social de los leones, los propietarios cargaban un suplemento por el uso de un cuerpo macho, pero a Fingal no le importaba el sexo.
Un corto viaje por un ferrocarril subterráneo con el cuerpo lleno de sedantes de la leona-Fingal, y ésta fue depositada bajo el cegador sol de la sabana de Kenya. Fingal despertó, olisqueó el aire, y se sintió inmediatamente mejor.
El disneylandia de Kenya era un ambiente total enterrado a unos veinte kilómetros por debajo del Mare Moscoviense, en la cara lejana de la Luna. Era aproximadamente circular, con un radio de doscientos kilómetros. Desde el suelo hasta el «cielo» había dos kilómetros, excepto por encima de la réplica a tamaño natural del Kilimanjaro, donde formaba una especie de cúpula para permitir que las nubes se formaran de una forma realista sobre su cima cubierta de nieve.
La ilusión era irreprochable. La curva del suelo era consistente con la curvatura de la Tierra, de modo que el horizonte era mucho más distante que cualquier cosa a la que Fingal estuviera acostumbrado. Los árboles eran auténticos, y también todos los animales. Por la noche un astrónomo hubiera necesitado un espectroscopio para distinguir las estrellas de las auténticas.
Fingal, por supuesto, no era capaz de descubrir ningún fallo. Ni tampoco deseaba hacerlo. Los colores eran extraños, pero eso procedía de las limitaciones de la óptica felina. Los sonidos eran mucho más vívidos, del mismo modo que los olores. Si hubiera pensado el ello, se habría dado cuenta de que la gravedad era demasiado débil para Kenya. Pero no estaba pensando en ello; había acudido allí para evitar todo eso.
El tiempo era gloriosamente cálido. La reseca hierba no hacía ningún sonido mientras caminaba sobre ella con patas acolchadas. Olió a antílope, a ñu y a... ¿babuino? Sintió retortijones de hambre, pero realmente no deseaba cazar. Sin embargo, se dio cuenta de que el cuerpo de la leona tomaba la delantera.
Fingal se hallaba en extraña posición. Controlaba a la leona, pero sólo relativamente. Podía guiarla hacia donde deseaba ir, pero no tenía nada que decir respecto a sus comportamientos instintivos. Era un peón, del mismo modo que lo era la leona. En cierto sentido, él era la leona; cuando deseaba alzar una pata o dar media vuelta, simplemente lo hacía. El control motor era completo. Era grandioso caminar sobre cuatro patas, y hacerlo tan fácilmente como respirar. Pero el olor del antílope seguía un camino directo desde la nariz al cerebro inferior, conectaba con los retortijones de hambre e iniciaba automáticamente la caza.
La guía decía que había que rendirse a ello. Luchar no le haría ningún bien, y podía frustrarle. Si uno pagaba por ser un león, debía leer el capítulo de «Cosas que hay que hacer», a fin de ser realmente un león, y no limitarse a llevar el cuerpo de un león y ver un poco el paisaje.
Fingal no estaba seguro de que aquello fuera a gustarle cuando avanzó a favor del viento en dirección al antílope y se agazapó detrás de unos matorrales secos. Se lo preguntó mientras examinaba la docena o así de animales que pastaban apenas a unos pocos metros de él, seleccionando a los más pequeños, a los débiles y a los jóvenes con ojo predador. Quizás debiera darles la espalda y seguir su camino. Aquellas hermosas criaturas no estaban causándole ningún daño. La parte Fingal de él deseaba admirarlas, no devorarlas.
Pero antes de que se diera cuenta siquiera de lo que había ocurrido, estaba erguido triunfante sobre el sangrante cuerpo de un pequeño antílope. Los otros eran apenas rastros polvorientos en la distancia.
¡Había sido increíble!
La leona era rápida, pero sus movimientos apenas alcanzaban la cámara lenta con relación a los del antílope. Su única ventaja residía en la sorpresa, la confusión , y el ataque brusco y repentino. Una cabeza se había alzado; algunas orejas habían aleteado hacia los matorrales donde se estaba ocultando, y él había estallado. Diez segundos de furioso esfuerzo y sus dientes se habían clavado en una suave garganta, había sentido el sabor de la sangre brotando a chorro y las agónicas patadas de las patas traseras bajo sus garras. Respiraba pesadamente y la sangre martilleaba en sus venas. Sólo había una forma de liberar la tensión.
Echó la cabeza hacia atrás y rugió su sed de sangre.
Al terminar la semana ya estaba harto de leones. Aquella vida no valía la pena por unos pocos minutos de borrachera asesina. Era una vida de interminables persecuciones, incontables fracasos, luego un lamentable debatirse para conseguir unos cuantos bocados de su propia presa. Descubrió muy a su pesar que aquella leona estaba muy abajo en la jerarquía de los de su clase. Cuando trajo su presa a su manada —él no sabía por qué lo había hecho, pero la leona sí parecía saberlo—, le fue robada de inmediato. Él/ella se sentó a un lado, impotente, y observó al dominante macho tomar su parte, seguido por el resto de la manada. Cuatro horas más tarde le dejaron tan sólo unos tristes despojos, y aún éstos tuvo que disputárselos a los buitres y a las hienas. Entonces comprendió el porqué del suplemento. Los machos lo tenían todo más fácil.
Pero tuvo que admitir que valía la pena. Se sintió mejor; su psiquiatra había tenido razón. Era bueno abandonar los insaciables ordenadores de su oficina durante una semana para dedicarse a vivir. No había que tomar complicadas decisiones allí fuera. Si tenía alguna duda, escuchaba sus instintos. Sólo que la próxima vez escogería un elefante. Los había estado observando. Todos los demás animales los dejaban tranquilos, y podía ver por qué. Ser un macho solitario, libre de vagar por donde quisiera, con la comida al alcance de su trompa en la rama más cercana...
Estaba pensando todavía en aquello cuando el equipo de recogida acudió a por él.
Se despertó con la vaga sensación de que algo estaba mal. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Nada parecía estar fuera de lugar. No había nadie en la habitación con él. Sacudió la cabeza para aclarársela.
Aquello no le hizo ningún bien. Seguía habiendo algo que iba mal. Intentó recordar cómo había ido a parar allí, y se rió de sí mismo ¡Su propio dormitorio! ¿Qué había de extraordinario en ello?
Pero ¿acaso no había ido de vacaciones, un viaje de fin de semana? Recordó haber sido un león, comer carne cruda de antílope, ser arrastrado con la manada, luchar con las demás hembras y perder, y retirarse para gruñir aparte para sí mismo/a.
Naturalmente, debería haber recuperado su conciencia humana en la sección médica del disneylandia. No podía recordarlo. Alargó la mano hacia su teléfono, sin saber a quién deseaba llamar. A su psiquiatra, quizá, o a la oficina de Kenya.
—Lo siento, señor Fingal —le dijo el teléfono— Esta línea no está disponible para llamadas al exterior. Si usted...
—¿Por qué no? —preguntó irritado y confuso— He pagado mi factura.
—Eso no corresponde a nuestro departamento, señor Fingal. Y por favor, no interrumpa. Ya es bastante difícil mantener la comunicación con usted. Estoy debilitándome, pero el mensaje proseguirá si mira usted a su derecha.
La voz y el fuerte zumbido que la acompañaban se desvanecieron. El teléfono estaba muerto.
Fingal miró a su derecha y se sobresaltó. Allí había una mano, una mano de mujer, escribiendo en la pared. La mano desaparecía a la altura de la muñeca.
«Mene, mene», escribió, en finas letras de fuego. Luego la mano se agitó irritadamente y borró aquello con el pulgar. La pared quedó como tiznada de hollín allí dónde habían estado las letras.
«Está usted proyectando, señor Fingal —escribió la mano, grabando rápidamente las palabras con una manicurada uña—. Esto es lo que usted esperaba ver. —La mano subrayó la palabra "esperaba" tres veces—. Por favor, coopere, aclare su mente, y vea lo que está escrito aquí, o no vamos a llegar a ninguna... Maldita sea, ya casi he agotado este soporte.»
Y realmente lo había agotado. La escritura llenaba toda la pared, y la mano estaba ahora rozando el suelo. La aparición fue escribiendo cada vez más y más pequeño, en un esfuerzo por hacer caber todo el mensaje.
Fingal tenía un excelente control de la realidad, según su psiquiatra. Se aferraba fuertemente a esa evaluación como si fuera un talismán mientras se inclinaba hacia la pared para leer la última frase.
«Mire en su librería —escribió la mano— El título es Orientación en su mundo de fantasía.»
Fingal sabía que no tenía aquel libro, pero no podía pensar en nada mejor que hacer.
Su teléfono no funcionaba, y si estaba sufriendo una crisis psicótica, no creía que fuera prudente salir al corredor público hasta tener alguna idea de lo que estaba ocurriendo.
Encontró el libro con bastante facilidad. En realidad era un folleto, con una portada chillona. Se trataba del tipo de cosa que había visto en las oficinas exteriores del disneylandia de Kenya, un folleto publicitario. En la parte interior de la contracubierta decía:
«Publicado bajo los auspicios del ordenador de Kenya; A. Joachim, operadora». Lo abrió, y empezó a leer.
Capítulo Primero
¿Dónde estoy?
Probablemente en estos momentos se estará usted preguntando dónde está.
Ésa es una reacción enteramente sana y normal, señor Fingal. Cualquiera se preguntaría, enfrentado a lo que parecen ser manifestaciones paranormales, si su control de la realidad se ha visto debilitado. O, en lenguaje sencillo: «¿Estoy loco, o qué?»
No, señor Fingal, no está loco. Pero tampoco se halla usted, como probablemente pensará, sentado en su cama, leyendo un libro. Todo está en su mente. Se halla usted todavía en el disneylandia de Kenya. Más específicamente, está contenido en el cubo memoria que tomamos de usted antes de que iniciara su fin de semana en la sabana. Entienda, se ha producido un tremendo error.
Capítulo Segundo
¿Qué ha ocurrido?
Eso es lo que nos gustaría saber, señor Fingal. Pero esto es lo que sabemos ya: su cuerpo fue colocado en un lugar erróneo. No hay por qué preocuparse, estamos haciendo todo lo posible por localizarlo y descubrir cómo pudo ocurrir algo así, pero eso toma un poco de tiempo. Quizá sea un pobre consuelo, pero esto nunca había ocurrido antes en los últimos setenta y cinco años que llevamos operando, y tan pronto descubramos qué es lo que ha ocurrido esta vez, puede estar usted seguro de que tomaremos todas las medidas para que no vuelva a producirse de nuevo. Estamos siguiendo varias pistas a la vez, y puede estar tranquilo de que su cuerpo le será devuelto intacto tan pronto como lo localicemos.
En estos momentos se encuentra usted despierto y consciente porque hemos incorporado su cubo memoria a los bancos de nuestro ordenador H-210, uno de los más sofisticados sistemas de holomemoria disponibles en estos momentos. Entienda, existen algunos problemas.
Capítulo Tercero
¿Qué problemas?
Es difícil plantearlos en términos que pueda usted entender, pero déjenos intentarlo, ¿de acuerdo?
El soporte que utilizamos para grabar sus recuerdos no es el mismo que usted probablemente utilizó como seguro contra una muerte accidental. Como debe de saber, ese sistema almacenará sus recuerdos durante mas de veinte años sin la menor degradación ni perdida de información, y es muy caro. El sistema que utilizamos nosotros es uno temporal, bueno para un periodo de dos, cinco, catorce o veintiocho días, según lo que se prolongue su estancia. Sus recuerdos son colocados en el cubo, donde puede que usted crea que permanecerán estáticos y sin cambios, del mismo modo que lo hacen en su registro del seguro. Si ha pensado así, está equivocado, señor Fingal. Piense en ello. Si usted muere, su banco fabricará inmediatamente un clon del plasma que usted almacenó junto con su cubo memoria. En seis meses, sus recuerdos serán introducidos en el clon y usted despertará, faltándole los recuerdos que su cuerpo fue acumulando a partir del momento de su último registro. Quizás eso ya le ha ocurrido a usted. Si es así, sabrá sin duda del shock de despertar del proceso de registro para oírse decir que han pasado tres o cuatro años, y que en ese tiempo usted ha resultado muerto.
En cualquier caso, el proceso que utilizamos nosotros es acumulativo, o de otro modo no tendría ninguna utilidad para usted. El cubo que instalamos en el animal africano elegido por usted es capaz de añadir los recuerdos de su estancia en Kenya al cubo memoria. Cuando su visita ha terminado, esos recuerdos son grabados en su cerebro, y usted abandona el disneylandia con las excitantes, educativas y refrescantes experiencias que ha vivido como animal, aunque su cuerpo nunca haya abandonado nuestra sala de durmientes. Llamamos a este proceso «doppling» del alemán doppelganger (fantasma, doble).
Ahora, vayamos a los problemas de que hemos hablado. Pensó que nunca íbamos a llegar a ellos, ¿verdad?
En primer lugar, puesto que usted se registró para una estancia de fin de semana, la médica naturalmente utilizó uno de los cubos de dos días, como establecen nuestras tarifas de excursión. Esos cubos poseen un factor de seguridad, pero no son demasiado estables después del tercer día, en la mejor de las condiciones. Una vez transcurrido ese tiempo, el cubo puede empezar a deteriorarse. Por supuesto, nosotros esperábamos tenerlo a usted instalado en su cuerpo antes de eso. Además, está el problema del almacenaje. Puesto que esos cubos de memoria acumulativa se supone que están en uso durante todo el tiempo en que sus recuerdos están almacenados en ellos, presentan algunos problemas cuando nos encontramos en la situación en que nos hallamos ahora. ¿Me sigue, señor Fingal? Aunque el cubo ha agotado ya su capacidad de funcionar en coexistencia con un anfitrión vivo, como la leona que usted acaba de abandonar, es preciso mantenerlo en constante actividad o se producirá pérdida de información. Estoy seguro de que usted no deseará que esto ocurra, ¿verdad? Por supuesto que no. Así que lo que hemos hecho ha sido «meterlo» en nuestro ordenador, que lo mantendrá despierto y en buena salud, y protegido contra la dispersión de sus nexos memorísticos. No voy a entrar en detalles al respecto; digamos simplemente que la dispersión no es algo que a usted le gustaría que ocurriera.
Capítulo Cuarto
¿Y qué resulta de todo esto, eh?
Me alegro que haya usted hecho esa pregunta. (Porque usted ha hecho esa pregunta, señor Fingal. Este folleto forma parte del proceso analógico que le explicaré un poco más adelante.)
Vivir en un ordenador no significa que usted pueda simplemente saltar dentro y esperar retener la compatibilidad con la imagen del mundo que resulta tan necesaria para un comportamiento equilibrado en esta compleja sociedad. Ha sido probado, así que puede creer en nuestra palabra. O mejor dicho, en mi palabra. ¿Permite que me presente? Soy Apollonia Joachim, Operadora de Primera Clase del ordenador Protegedatos de nuestra sociedad de auxilios informáticos. Es probable que no haya oído hablar nunca de nosotros, aunque trabaje usted en el campo de los ordenadores.
Puesto que no puede usted limitarse a permanecer consciente en el desconcertante y fluctuante mundo que pasa por la realidad en un sistema de datos, su mente, en cooperación con un programa analógico que yo he alimentado al ordenador, interpreta las cosas de forma que parezcan seguras y confortables. El mundo que ve usted a su alrededor es una ficción de su imaginación. Por supuesto, le parece real, puesto que procede de la misma parte de la mente que normalmente utiliza usted para interpretar la realidad. Si deseáramos ponernos filosóficos al respecto, probablemente podríamos estar discutiendo todo el día acerca de lo que constituye la realidad, y preguntarnos por qué lo que está percibiendo usted ahora es menos real que lo que está acostumbrado a percibir. Pero no vamos a entrar en ello, ¿de acuerdo?.
El mundo seguirá funcionando verosímilmente en la misma forma en que está usted acostumbrado a que funcione. Aunque no será exactamente lo mismo. Las pesadillas, por ejemplo. Señor Fingal, espero que no sea usted del tipo nervioso, porque sus pesadillas pueden cobrar vida allí donde está usted. Le parecerá completamente reales. Deberá usted evitarlas si le es posible, porque pueden dañarle realmente. Le hablaré mas detenidamente de ello luego, si lo cree necesario. Por ahora, será mejor que no se preocupe.
Capítulo Quinto
¿Qué debo hacer ahora?
Le aconsejo que continúe con sus actividades normales. No se alarme ante nada fuera de lo habitual.
Por un lado, yo solamente puedo comunicarme con usted por medio de fenómenos paranormales. Entienda, cada vez que un mensaje mío es alimentado al ordenador, llega hasta usted de una forma que su cerebro no es capaz de asimilar. Naturalmente, su cerebro lo clasifica como un acontecimiento no habitual, y encarna la comunicación de la forma más sorprendente. La mayor parte de las cosas extrañas que ve usted, si permanece tranquilo y no permite que sus propios miedos salgan del armario para perseguirle, comprobará que soy yo. Aparte de eso, le anticipo que su mundo parecerá, sonará, olerá y sabrá completamente normal. He hablado con su psiquiatra. Él me asegura que su captación del mundo real es fuerte. Así que manténgase firme. Estamos trabajando intensamente para sacarle de ahí.
Capítulo Sexto
¡Socorro!
Sí, vamos a ayudarle. Es realmente desafortunado que haya ocurrido esto, y por supuesto vamos a devolverle de inmediato todo su dinero. Además, el abogado de Kenya desea que le pregunte si el depósito de una cantidad importante para responder de futuros perjuicios sería algo digno de discutir con usted. Puede pensar acerca de ello; no hay prisa.
En el interín, encontraré formas de responder a sus preguntas. Cuanto más luche su mente por normalizar mis comunicaciones, transformándolas en cosas a las que esté familiarizado, más complicada resultará mi tarea. Ésa es a la vez su mayor fuerza —la habilidad de su mente de transformar el mundo del ordenador, que inconscientemente rechaza, a conceptos que le son familiares— y mi mayor handicap. Búsqueme en las hojas de té, en los carteles, en la holovisión; ¡en todas partes! Puede resultar algo excitante si se dedica con pasión a ello.
Mientras tanto, si ha recibido este mensaje, puede responderme llenando el cupón que va unido a él y echándolo en el tubo del correo. Su respuesta estará probablemente esperándole en la oficina. ¡Buena suerte!
¡Sí! He recibido su mensaje y estoy interesado en las excitantes oportunidades en el campo de ¡vivir en un ordenador! Por favor, envíeme, sin ningún compromiso ni cargo por mi parte, su excitante catálogo diciéndome cómo puedo avanzar ¡hacia el enorme y maravilloso mundo exterior!
Nombre.......................
Dirección.....................
Identificación..............
Fingal resistió a la tentación de pellizcarse. Si lo que decía el folleto era cierto —y podía creer en ello—, le dolería y no se despertaría. De todos modos, se pellizcó. Le dolió.
Si comprendía bien aquello, todo a su alrededor era producto de su imaginación. En algún lugar, había una mujer sentada ante una entrada de computador, hablándole en lenguaje normal, el cual llegaba hasta su cerebro en forma de impulsos electrónicos que él no podía aceptar como tales y que por lo tanto transformaba en símbolos más familiares. Estaba analogizando como un loco. Se preguntó si habría adquirido aquel vicio de su profesor, si las analogías eran contagiosas.
—¿Qué demonios hay de malo en una simple voz en el aire? —se preguntó en voz alta.
No obtuvo respuesta, y en cierto modo se alegró de ello. Ya había suficientes misterios por ahora. Y pensándolo bien, una voz en el aire probablemente haría que se le cayeran los pantalones de miedo.
Decidió que su cerebro tenía que saber lo que estaba ocurriendo. Después de todo, aquella mano le había sorprendido pero no le había asustado. Podía verla, y creía más en su sentido de la vista que en voces en el aire, un signo clásico de locura, si es que alguna vez había habido alguno.
Se levantó y se dirigió a la pared. Las letras de fuego habían desaparecido, pero el tizne de lo borrado seguía todavía allí. Lo olisqueó: carbón. Palpó el ordinario papel del folleto, rompió un trozo de una esquina, se lo llevó a la boca y lo masticó. Sabía a papel.
Se sentó y llenó el cupón, y lo echó en el tubo de correo.
Fingal no se irritó acerca de todo aquello hasta que se encontró en su oficina. Era una persona tranquila, a la que le costaba montar en cólera. Pero finalmente alcanzó el punto en el que tenía que decir algo.
Todo había sido tan normal que sintió deseos de echarse a reír. Todos sus amigos y conocidos estaban allí, haciendo exactamente lo que había esperado que estuvieran haciendo. Lo que le sorprendió y le dejó perplejo fue el número y variedad de segundones, de personajes secundarios que intervenían en su comedia interior. Los extras que su mente había elaborado llenaban los pasillos, como aquel hombre al que no conocía y que lo había empujado en el tubo yendo al trabajo, se había disculpado y había desaparecido, presumiblemente a la profundidades de su imaginación.
No había nada que pudiera hacer para expresar públicamente su irritación excepto comprobar toda aquella absurda situación. Una duda barrenaba su mente: quizá todo lo ocurrido aquella mañana no fuera más que una fuga, un deslizamiento temporal al país de los sueños. Quizá nunca había ido a Kenya, después de todo, y su mente le estaba gastando bromas. ¿Para llevarle hasta allí, o para mantenerle aparte? No lo sabía, pero tendría tiempo de ocuparse de ello si la prueba le fallaba.
Se puso en pie ante su terminal, que estaba en la tercera columna de la decimoquinta hilera de otros terminales idénticos, cada uno de los cuales provisto de su diligente operador. Alzó las manos y silbó. Todo el mundo alzó la vista.
—No creo en vosotros —chilló.
Tomó un montón de cintas de su terminal y las arrojó a Felicia Nahum, que se hallaba en la terminal más inmediata a la suya. Felicia era una buena amiga suya, y mostró la actitud adecuada cuando las cintas la golpearon. Luego se fundió. Fingal miró a su alrededor en la habitación, y vio que todo se había inmovilizado, como cuando uno para una película.
Se sentó y recorrió con los dedos el teclado de su terminal. El corazón le latía fuertemente, y tenía el rostro enrojecido. Por un horrible momento tuvo la impresión de que estaba equivocado. Empezó a tranquilizarse, alzando la vista cada pocos segundos para asegurarse de que el mundo se había detenido realmente.
Al cabo de tres minutos estaba cubierto de un sudor frío. ¿Qué demonios había probado? ¿Que esa mañana había sido real, o que estaba realmente loco? Comprendió que nunca sería capaz de verificar los postulados bajo los cuales vivía.
Una línea impresa parpadeó en la pantalla de su terminal.
—Pero ¿cómo ha podido hacer eso, señor Fingal?
—¿Señorita Joachim? —gritó, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está usted? Tengo miedo.
—No debe tenerlo —imprimió la terminal—. Tranquilícese. Posee usted un fuerte sentido de la realidad, ¿recuerda? Piense en esto: incluso antes de hoy, ¿cómo podía estar seguro de que el mundo que veía no era el resultado de ilusiones catatónicas? ¿Entiende lo que quiero decir? La pregunta «¿Qué es la realidad?», en último término, una pregunta sin respuesta. Todos debemos aceptar hasta cierto punto lo que vemos y lo que se nos dice, y vivir con un conjunto de suposiciones incomprobadas e incomprobables. Le pido que acepte usted el escenario que le ofrecí esta mañana porque, sentada aquí en la sala del ordenador donde usted no puede verme, mi imagen del mundo me dice que es el auténtico escenario. Por otra parte, usted puede creer que estoy creándome ilusiones a mí misma, que no hay nada en el cubo rosado que estoy viendo y que usted es un elemento más en mi sueño. ¿Le hace esto sentirse más cómodo?
—No —murmuró, avergonzado de sí mismo—. Entiendo lo que quiere decir. Aunque yo esté loco, me sentiré más cómodo si sigo la corriente que si intento resistirme.
—Perfecto, señor Fingal. Si necesita usted más ilustraciones, puede imaginarse a sí mismo aprisionado por una camisa de fuerza. Quizás haya en este preciso momento algunos técnicos trabajando para rectificar su condición, y estén haciéndole pasar por este psicodrama como primer paso para ello. ¿Le resulta eso más atractivo?
—No, creo que no.
—El asunto es que se trata de una suposición tan razonable como el conjunto de hechos que le he brindado esta mañana. Pero lo más importante es que debe usted comportarse del mismo modo, sea cual sea la verdad. ¿Comprende? Luchar contra ello en un caso sólo le traerá problemas, y en el otro impedirá su tratamiento. Me doy cuenta de que le estoy pidiendo que acepte sin más mi palabra. Y eso es todo lo que puedo darle.
—La creo —dijo Fingal—. Ahora, ¿puede usted empezar de nuevo desde el principio?
—Ya le he dicho que no tengo control sobre su mundo. De hecho, resulta un obstáculo considerable para mí el tener que hablar con usted por estos medios tan sorprendentes. Pero las cosas se arreglarán por sí solas tan pronto como usted les deje hacerlo. Mire a su alrededor.
Lo hizo, y vio y oyó la actividad normal de la oficina. Felicia estaba allí en el escritorio, como si nada hubiera ocurrido. No había ocurrido nada. Sí, algo había ocurrido, después de todo. Las cintas estaban esparcidas por el suelo cerca de su escritorio, allí donde habían caído. Se habían desenrollado y estaban enredadas.
Fue a recogerlas, y entonces se dio cuenta de que no estaban tan enredadas como había pensado. Deletreó un mensaje en la forma en que estaban mezcladas.
—Va usted por buen camino —decía el mensaje.
Durante tres semanas, Fingal se comportó como un buen chico. Sus compañeros de trabajo, si hubieran sido gente real, tal vez hubieran observado una cierta reserva en él, y su vida social en su hogar se había visto drásticamente recortada. Por lo demás, se comportaba exactamente como si todo el mundo a su alrededor fuera real.
Pero su paciencia tenía límites. Había sido tensada durante mucho más tiempo del que había esperado. Empezó a inquietarse ante su terminal, a dejar vagar su mente. Alimentar información a un ordenador podía ser frustrante, ingrato y, en pocas palabras, embrutecedor. Era lo que había estado sintiendo ya antes de su viaje a Kenya; había sido la causa de su viaje a Kenya. Tenía sesenta y ocho años, con siglos por delante, y estaba enjaezado a una rutina ferromagnética. Una larga vida puede ser una bendición relativa cuando uno siente el aburrimiento reptar en su interior.
Lo que más le abrumaba era el creciente desagrado que sentía ante su trabajo. Ya era bastante malo cuando se limitaba a sentarse en una auténtica oficina con dos centenares de auténticas personas, arrojando irreales datos a las fauces de un ordenador aún más irreal para sus sentidos. Pero ahora era mucho peor, puesto que sabía que los datos que introducía en él no tenían el menor significado para nadie excepto para él mismo, no eran sino una terapia ocupacional creada por su mente y por un programa de ordenador para mantenerlo ocupado mientras Apollonia Joachim buscaba su cuerpo.
Por primera vez en su vida empezó a pulsar algunos botones por sí mismo. Bajo un estrés algo más ligero hubiera acudido a toda prisa a ver a su psiquiatra, la solución aprobada y perfectamente normal que cualquiera hubiera elegido. Aquí, sabía que el resultado no sería sino una charla consigo mismo. No conseguía ver las ventajas de un procedimiento psicoanalítico tan idealizado; por otra parte, nunca había creído realmente que un psiquiatra hiciera algo más que escuchar.
Su propia vida empezó a cambiar cuando comenzó a irritarse con su jefa. Ésta le señaló que su coeficiente de errores estaba aumentando, y le sugirió que se enmendara o que empezara a buscar algún otro empleo.
Aquello lo encolerizó. Había sido un buen trabajador durante veinticinco años. ¿Por qué tenía ella que adoptar esa actitud cuando él estaba atravesando una mala racha de una o dos semanas?
Luego se encolerizó aún más cuando pensó que su jefa era tan sólo una proyección de su propia mente. ¿Por qué debía permitir que le tratara de aquel modo?
—No deseo oír nada de eso —dijo—. Déjeme solo. Mejor aún, auménteme el sueldo.
—Fingal —dijo ella rápidamente—, estas últimas semanas ha sido usted un orgullo para nuestra sección. Voy a concederle un aumento.
—Gracias. Ahora márchese.
Ella lo hizo, disolviéndose en el tenue aire. Aquello le hizo sentir que aquel era realmente su gran día. Se reclinó en su asiento y pensó en su situación por primera vez desde que era joven.
No le gustó lo que pensó.
En mitad de sus meditaciones, la pantalla de su ordenador se iluminó de nuevo.
—Cuidado, Fingal —leyó—. Ese camino conduce a la catatonia.
Tomó en serio la advertencia, aunque no pretendía abusar de su recién descubierto poder. No veía por qué un uso juicioso de él de tanto en cuanto podía hacer daño a nadie. Se estiró y bostezó enormemente. Miró a su alrededor, odiando de pronto la oficina, con sus hileras de trabajadores, indistinguibles de sus terminales. ¿Por qué no tomarse el día libre?
Cediendo a un repentino impulso, se levantó y caminó los pocos pasos que le separaban de la terminal de Felicia.
—¿Por qué no vamos a mi casa y hacemos el amor? —le preguntó.
Ella le miró sorprendida, y él sonrió. La joven estaba casi tan desconcertada como cuando él le había arrojado las cintas.
—¿Es una broma? ¿En mitad del día? Tienes un trabajo que hacer, ya sabes. ¿Deseas que nos echen a los dos?
Él meneó lentamente la cabeza.
—Ésa no es una respuesta aceptable.
Ella se detuvo, y rebobinó desde aquel punto. Él la oyó repetir sus últimas frases al revés, luego sonrió.
—Seguro, ¿por qué no? —dijo.
Luego, Felicia se fue del mismo modo ligeramente desconcertante en que su jefa se había ido antes, fundiéndose en el aire. Fingal se quedó sentado inmóvil en su cama, preguntándose qué hacer consigo mismo. Tenía la impresión de que iniciaba un mal camino si pretendía construir él mismo su propio mundo.
Su teléfono sonó.
—Tiene usted todo la razón —dijo una voz de mujer, obviamente irritada con él.
Se sentó envarado.
—¿Apollonia?
—La señorita Joachim para usted, Fingal. No puedo hablar mucho rato; esto representa un tremendo esfuerzo para mí. Pero escúcheme, y escúcheme bien. Su ombligo es muy profundo, Fingal. Desde el lugar en que está usted ahora, es un pozo cuyo fondo ni siquiera puedo ver. Si cae dentro de él, no puedo garantizarle que pueda sacarle luego.
—Pero ¿tengo que tomarlo todo tal como es? ¿No se me permite hacer mejoras?
—No bromee. Eso no eran mejoras, sino pura pereza. No era otra cosa que masturbación, y aunque no hay ningún mal en ello, si lo hace con exclusión de todo lo demás, su mente se encerrará en sí misma. Está usted en grave peligro de excluir al universo externo de su realidad.
—Pero yo creía que no había universo externo para mí aquí donde estoy.
—Casi cierto. Sin embargo, estoy alimentándole con estímulos externos a fin de mantenerlo en actividad. Además, es la actitud lo que cuenta. Usted nunca ha tenido problemas en encontrar compañía sexual; ¿por qué se siente impulsado ahora a alterar las condiciones?
—No lo sé —admitió—. Como usted ha dicho, pereza, supongo.
—Exacto. Mire, si desea abandonar su trabajo, es usted libre de hacerlo. Si piensa en serio acerca de mejoras, hay oportunidades disponibles para usted aquí. Búsquelas. Mire a su alrededor, explore. Pero no intente mezclarse en cosas que no comprende. Ahora tengo que irme. Le escribiré una carta si puedo, y me explicaré un poco más.
—¡Espere! ¿Qué hay de mi cuerpo? ¿Han hecho algún progreso?
—Sí, han descubierto cómo ocurrió. Parece que...
Su voz se desvaneció, y él colgó el teléfono.
Al día siguiente recibió una carta explicando lo que se sabía hasta entonces. Al parecer, todo el lío había sido resultado de la visita del maestro a la sección de medicánica el día de su registro. Más específicamente, se debía al regreso del muchachito después de que los otros se hubieran ido. Ahora estaban seguros de que había trasteado con la tarjeta de ruta que decía a los ayudantes lo que había que hacer con el cuerpo de Fingal. En vez de trasladarlo a la sala de durmientes, que correspondía a la tarjeta verde, lo habían enviado a algún lugar —nadie sabía todavía adónde— para un cambio de sexo, lo cual correspondía a la tarjeta azul. La médica, en su prisa por irse a casa para su cita, no se había dado cuenta del cambio. Ahora el cuerpo podía estar en cualquiera de los varios cientos de consultas médicas en la Luna. Estaban buscándolo, y también al muchachito.
Fingal dejó a un lado la carta y pensó intensamente.
La señorita Joachim había dicho que había oportunidades para él en los bancos de memoria. Había dicho también que no todo lo que veía eran sus propias proyecciones. Estaba recibiendo, era capaz de recibir, estímulos externos. ¿Por qué era eso? ¿Porque sin ellos tendría tendencia a moverse al azar, o por alguna otra razón? Deseó que la carta hubiera sido más explícita en ese punto.
Mientras tanto, ¿qué hacer?
Repentinamente lo supo. Deseaba aprender acerca de ordenadores. Deseaba saber qué los hacía funcionar, experimentar una sensación de poder sobre ellos. Y esa sensación se acentuaba cuando pensaba que virtualmente era un prisionero dentro de uno de ellos. Era como un trabajador en una línea de montaje. Todo el día realizando el mismo trabajo, tomando pequeñas piezas de una cinta rodante e instalándolas en un montaje más grande. Un día, al trabajador se le ocurre preguntarse quién coloca las piezas en la cinta rodante. ¿De dónde proceden? ¿Cómo son hechas? ¿Qué ocurre después de que él las ha instalado?
Se preguntó por qué no había pensado en ello antes.
La oficina de admisiones del Instituto Técnico de la Luna estaba atestada. Le tendieron un formulario y le dijeron que lo llenara. Parecía deprimente. Los espacios para «experiencia anterior» y «grados de aptitud» estaban casi en blanco cuando hubo terminado con ellos. En su conjunto, el resultado no parecía muy prometedor. Regresó al escritorio y tendió el formulario al hombre sentado tras la terminal.
El hombre metió los datos del formulario en el ordenador, el cual rápidamente decidió que Fingal no poseía talento para ser un reparador de ordenadores. Empezaba a darse la vuelta cuando sus ojos repararon en un gran cartel situado detrás del hombre. Estaba allí en la pared cuando había llegado, pero no lo había leído.
LA LUNA NECESITA TÉCNICOS ORDENADORES.
ESO SIGNIFICA
¡QUE LE NECESITA A USTED, SEÑOR FINGAL!
¿Está usted insatisfecho con su actual empleo? ¿Tiene la impresión de que se merece algo mejor? Entonces hoy puede ser su día de suerte. Ha venido usted al lugar correcto, y si atrapa esta oportunidad de oro verá que se le abren puertas que hasta ahora habían estado cerradas para usted.
Actúe, señor Fingal. Ésta es la ocasión. ¿Quién es capaz de juzgar sobre usted? Simplemente, tome este bolígrafo y llene la solicitud, rellenando tan sólo las casillas que usted desee.
¡Sea grande, sea osado! La suerte está echada, y se halla usted camino de GRANDES BENEFICIOS!
El secretario no dijo nada fuera de lo normal cuando Fingal regresó al escritorio una segunda vez, y ni siquiera parpadeó cuando el ordenador decidió que era elegible para el curso acelerado.
Al principio no fue fácil. En realidad tenía pocas aptitudes para la electrónica, pero la aptitud es algo caprichoso. Su personalidad matriz era tan flexible ahora como lo sería en cualquier otro momento de su vida. Un pequeño esfuerzo en el instante adecuado representaría un gran paso hacia su perfeccionamiento. No dejaba de decirse a sí mismo que todo aquello que era y que hacía de él lo que era estaba grabado en aquel pequeño tubo conectado al ordenador, y que si era cuidadoso podía mejorarlo.
No radicalmente, le dijo la señorita Joachim en una larga y útil carta a finales de la semana. Aquello conduciría a una completa disrupción de la matriz AFFN y a la catatonia, que en ese caso sería distinguible de la muerte tan sólo por el filo de un cabello.
Pensó mucho en la muerte mientras ahondaba en los libros. Se hallaba en una extraña posición. El ser conocido como Fingal no moriría en ninguna de las posibles salidas de aquella aventura. Por una parte, su cuerpo se hallaba camino de un cambio sexual, y era difícil imaginar que lo que pudiera ocurrirle fuera susceptible de matarlo. Quienquiera que lo tuviera en custodia ahora cuidaría de él tan bien como podrían hacerlo los médicos de la sala de durmientes. Si Apollonia no tenía éxito en su intento de mantenerlo consciente y cuerdo en el banco de memoria, simplemente despertaría sin recordar nada del tiempo que había permanecido dormido sobre la mesa.
Si, por alguna improbable concatenación de circunstancias, su cuerpo era dejado morir, tenía un registro de su póliza de seguros a salvo en la caja fuerte de su banco. El registro tenía tres años de antigüedad. Despertaría en el cuerpo clónico recién desarrollado sin saber nada de lo ocurrido en los últimos tres años, y tendría una fantástica historia que oír cuando le pusieran al día.
Pero nada de aquello le importaba. Los humanos son una especie ligada al tiempo, y que existen en un eterno ahora. El futuro fluye a través de ellos y se convierte en el pasado, pero es siempre el presente el que cuenta. El Fingal de hace tres años no era el Fingal en el banco de memoria. De hecho, la inmortalidad por medio del registro de recuerdos era una pobre solución. La encrucijada tridimensional que era el Fingal de ahora se comportaría siempre como si su vida dependiera de sus actos, porque sentiría el dolor de la muerte si le ocurría a él. Era un pequeño consuelo para un hombre moribundo saber que volvería a ponerse en pie, algunos años más joven y menos sabio. Si Fingal se perdía ahí afuera, moriría, puesto que con el registro de la memoria era tres personas: la que vivía ahora, la perdida en algún lugar de la Luna, y la persona potencial en la caja fuerte del banco. En realidad no eran sino parientes próximos.
Todo el mundo sabía eso, pero era tan infinitamente mejor que la otra alternativa que poca gente lo rechazaba. Intentaban no pensar en ello, y generalmente lo conseguían. Se hacían grabar nuevos registros tan a menudo como podían permitírselo. Lanzaban un suspiro de alivio cuando se tendían sobre la mesa para hacerse grabar otro registro, sabiendo que otro trozo de sus vidas estaba seguro para siempre. Pero aguardaban nerviosos el despertar, temiendo que les dijeran que habían transcurrido veinte años porque habían muerto en algún momento después de la grabación y había habido que empezar todo de nuevo. Podían ocurrir muchas cosas en veinte años. La persona en el nuevo cuerpo clónico podía tener que enfrentarse a un hijo que no había visto nunca, a un nuevo cónyuge o a la terrible noticia de que su empleo estaba ahora a cargo de una máquina.
De modo que Fingal se tomó en serio las advertencias de la señorita Joachim. La muerte era la muerte, y aunque uno podía burlarla, la muerte aún seguía siendo la que reía la última. En vez de arrancarte de golpe toda tu vida, la muerte exigía ahora tan sólo un pequeño porcentaje, pero bajo muchos aspectos era el porcentaje más importante.
Se inscribió en varios cursos. Siempre que le fue posible, tomó aquellos que estaban disponibles telefónicamente, de modo que no necesitara salir de su habitación. Encargaba la comida y los artículos de primera necesidad por teléfono, y pagaba las facturas simplemente mirándolas y deseando que dejaran de existir. Aquello hubiera podido ser intensamente aburrido o locamente interesante. Después de todo era un mundo de sueños, ¿y quién no piensa en retirarse a la fantasía de tanto en tanto? Fingal lo pensaba realmente, pero reprimió con firmeza la idea cuando le llegó. Pretendía salirse de aquel sueño.
Por un lado, echaba de menos la compañía de otra gente. Aguardaba las cartas semanales de Apollonia (ella le había permitido que le llamara por su nombre de pila) con una extenuante pasión, y devoraba cada una de sus palabras. Su archivo de estas cartas crecía. En los momentos en que se sentía más solo tomaba una de estas cartas al azar y la leía una y otra vez.
Siguiendo el consejo de ella, abandonaba regularmente el apartamento y vagaba por los alrededores más o menos al azar. Durante esas salidas le sucedían alocadas aventuras. Literalmente. Apollonia lo bombardeaba con estímulos exteriores durante esas ocasiones, y podían ser cualquier cosa, desde La maldición de la momia hasta Murieron con las botas puestas con su reparto original. Él no se cansaba de las películas. Simplemente echaba a andar por los corredores públicos y abría una puerta al azar. Detrás podían estar las minas del rey Salomón o el harén del sultán. Lo aceptaba todo estoicamente. Era incapaz de obtener ningún placer con el sexo. Sabía que era un ejercicio de una sola mano, y aquello hacía desaparecer toda excitación.
Su único placer brotaba de los estudios. Leía todo lo que caía en sus manos sobre la ciencia de los ordenadores, y conseguía situarse el primero de su clase. Y a medida que iba aprendiendo, se le ocurrió aplicar sus conocimientos a su propia situación.
Empezó a ver cosas a su alrededor que hasta entonces le habían aparecido veladas. Empezaba a distinguir atisbos de la realidad a través de sus ilusiones. Cada vez más a menudo, alzaba la vista y veía la débil sombra del mundo real de flujos electrónicos y de oscilantes circuitos donde vivía. Aquello lo asustó al principio. Le preguntó a Apollonia al respecto en uno de sus ilusorios recorridos, esta vez a Coney Island a mediados del siglo XX. Le gustaba aquel lugar. Podía tenderse en la arena y hablarle a las olas. Sobre su cabeza, un avión escribía con humo las respuestas a sus preguntas. Ignoró concienzudamente al brontosaurio que alborotaba con estrépito a su derecha.
—¿Qué significa, oh Diosa de la Transistoria, cuando empiezo a ver diagramas de circuitos en las paredes de mi apartamento? ¿Exceso de trabajo?
—Significa que la ilusión está debilitándose progresivamente —deletreó el avión durante la siguiente media hora—. Se está adaptando usted a la realidad que hasta ahora ha estado negando. Eso puede representar problemas, pero estamos a punto de encontrar el rastro de su cuerpo. Pronto lo encontraremos y podremos sacarle de ahí.
Todo aquello fue demasiado para el avión. El sol se había puesto ya, el brontosaurio era el vencedor, y al avión se le había agotado el combustible. Picó en espirales hacia el océano, y las multitudes se agolparon cerca del agua para presenciar el rescate. Fingal se levantó y se dirigió al paseo de tablas de madera que seguía la línea de la playa.
Allí había un enorme cartel publicitario. Entrelazó los dedos a la espalda y leyó.
—Lamento el retraso. Como estaba diciendo, casi lo hemos conseguido. Concédanos algunos meses más. Uno de nuestros agentes cree que localizará la consulta médica en cuestión en el término de una semana. A partir de ahí todo irá rápidamente. Por el momento, evite esos lugares en donde puede ver los circuitos. Eso no es bueno para usted, crea en mi palabra.
Fingal evitó los circuitos durante tanto tiempo como le fue posible. Terminó sus primeros cursos en la ciencia de los ordenadores y se inscribió en la sección intermedia. Transcurrieron seis meses.
Sus estudios se hacían cada vez más fáciles. Su velocidad de lectura iba incrementándose de forma fantástica. Descubrió que era más ventajoso para él acudir a una biblioteca compuesta por volúmenes que por cintas. Podía tomar un volumen de la estantería, hojearlo rápidamente, y aprender todo lo que había en él. Ahora sabía lo suficiente como para comprender que estaba adquiriendo la habilidad de conectar directamente con el conocimiento almacenado en el ordenador, pasando por encima de sus sentidos. Los libros que tenía en sus manos eran simplemente los análogos sensitivos del teclado de la terminal. Apollonia se mostraba nerviosa acerca de ello, pero lo permitía continuar. Pasó rápidamente por el grado intermedio y se inscribió en las clases superiores.
Pero estaba rodeado de cables. Estaban por todas lados hacia donde mirara, en las venillas que salpicaban el rostro de un hombre, en el plato de patatas fritas que encargaba para almorzar, en las huellas de sus propias palmas, sobreimpresos sobre el aparente desorden de unos cabellos rubios revueltos a su lado sobre la almohada.
Los cables eran analogías de analogías. Había poco cableado en los modernos ordenadores. En su mayor parte estaban constituidos por circuitos moleculares que o bien estaban encajados en una red cristalina, o bien estaban reproducidos fotográficamente en una pequeña lámina de silicona. Visualmente, eran difíciles de imaginar, de modo que era su mente la que creaba esos complejos diagramas de circuitos que servían para la misma finalidad, pero que él podía experimentar de forma directa.
Un día ya no pudo resistir más. Estaba en el cuarto de baño, en el lugar tradicional para ponderar lo imponderable. Su mente vagaba, especulando acerca de la necesidad de evacuar el contenido de sus entrañas, preguntándose si valía la pena eliminar la necesidad de eliminar. El dedo gordo de su pie estaba siguiendo ociosamente el esquema de un circuito impreso incorporado al embaldosado suelo.
Los sanitarios empezaron a desbordarse, no de agua sino de monedas. En algún lugar resonaban alegremente timbres. Saltó en pie y contempló alucinado cómo su cuarto de baño se llenaba de dinero.
Fue consciente de una sutil alteración en el tono de los timbres. Cambiaron del alegre campanilleo de una máquina tragaperras a un tañido funerario. Miró apresuradamente a su alrededor en busca de una manifestación. Sabía que Apollonia debía de estar furiosa.
Lo estaba. Su mano apareció y empezó a escribir en la pared. Esta vez estaba escribiendo con la sangre de él. Goteaba amenazadoramente de todas las palabras.
—¿Qué está haciendo? —escribió la mano, y una vez escrito eso siguió adelante— Le dije que dejara tranquilos esos cables. Es probable que haya borrado todos los asientos contables de Kenya. Puede que pasen meses antes de que podamos volver a ponerlos en orden.
—Bueno, ¿y a mí qué me importa? —estalló—. ¿Qué han hecho ellos por mí últimamente? Es Increíble que a estas alturas no hayan localizado mi cuerpo. Ha pasado ya todo un año.
La mano se crispó en un puño. Luego lo aferró por la garganta y apretó fuertemente hasta que sus ojos se desorbitaron. Después se relajó lentamente. Cuando Fingal pudo ver de nuevo con claridad, retrocedió con circunspección.
La mano se agitó nerviosamente, tabaleó sus dedos en el suelo. Luego volvió a la pared.
—Lo siento —escribió—. Supongo que estoy muy cansada. Espere un momento.
Aguardó, más agitado de lo que nunca recordara desde que empezara su odisea. «No hay nada como una dosis de dolor —reflexionó—, para que te des cuenta de lo que puede ocurrirte.»
La pared con las letras de sangre se disolvió lentamente en un panorama celestial. Mientras observaba, las nubes pasaron por delante de su punto de observación para fundirse maravillosamente con los dorados rayos del sol. Oyó una música de órgano procedente de tubos del tamaño de secoyas.
Sintió deseos de aplaudir. Era tan excesivo, y sin embargo tan convincente... En el centro de la torbellineante masa de blanca bruma apareció un ángel. Iba provisto de alas y de un halo, pero le faltaba la tradicional ropa blanca. Iba desnudo, mejor dicho, desnuda, puesto que su sexo era femenino, y el cabello flotaba a su alrededor como si se hallara debajo del agua.
El ángel levitó hasta él, caminando sobre las torbellineantes nubes, y le tendió dos tablillas de piedra. Fingal apartó sus ojos de la aparición y miró las tablillas.
No trastearás con cosas que no comprendas.
—De acuerdo, prometo no hacerlo —le dijo al ángel—. Apollonia. ¿es usted? Quiero decir, ¿es realmente usted?
—Lea los mandamientos, Fingal. Esto me resulta tremendamente difícil.
Volvió a mirar las tablillas.
No interferirás en los sistemas hardware de la Corporación de Kenya, puesto que Kenya no indemnizará a quien se tome libertades con las cosas que son propiedad suya.
No explorarás los límites de tu prisión. Confía en la Corporación de Kenya para salir de ella.
No alterarás ningún programa.
No te preocuparás acerca de la localización de tu cuerpo, porque ya ha sido encontrado, la ayuda está en camino, la caballería ha llegado, todo está bajo mano.
Encontrarás a una persona conocida, alta y bien parecida, que te guiará para hacerte salir de esta terrible situación.
Permanecerás abierto a nuevas instrucciones.
Alzó la vista y le alegró comprobar que el ángel seguía allí.
—Obedeceré, lo prometo. Pero ¿dónde está mi cuerpo, y por qué ha costado tanto encontrarlo? ¿Puede... ?
—Sepa que aparecer ante usted en estas encarnaciones es terriblemente agotador, señor Fingal. Estoy sufriendo tensiones cuya naturaleza no tengo tiempo de revelarle. Ensille su caballo, aguarde, y muy pronto verá la luz al otro lado del túnel.
—Espere, no se vaya.
Ella empezaba ya a disolverse.
—No puedo demorarme.
—Pero... Apollonia, todo esto es encantador, pero ¿por qué tiene que aparecérseme usted siempre de esa forma tan absurda? ¿Por qué toda esta parafernalia? ¿Qué hay de malo en las cartas?
Ella miró a su alrededor a las nubes, los rayos del sol, las tablillas en las manos de Fingal, y el cuerpo del hombre, como si lo viera todo por primera vez. Echó la cabeza hacia atrás y rió como una orquesta sinfónica. Era algo casi demasiado hermoso como para que Fingal pudiera soportarlo.
—¿Yo? —dijo ella, despojándose de sus atributos angélicos—. ¿Yo? Yo no elijo las visiones, Fingal. Se lo dije, es su cabeza, yo simplemente paso a través de ella. —Enarcó las cejas—. Y realmente, señor, no tenía la menor idea de que albergara usted esos sentimientos hacia mí. ¿Se trata de un amor de adolescencia?
Y desapareció, excepto su sonrisa.
La sonrisa le atormentó durante días enteros. Se sintió disgustado consigo mismo al respecto. Odiaba ver que una metáfora como aquella le abrumaba. Llegó a la conclusión de que su mente era una analogizadora más bien inepta.
Pero todo tenía su finalidad. La sonrisa le obligó a contemplar sus propios sentimientos. Estaba enamorado, desesperadamente, ridículamente, como un quinceañero. Sacó todas las viejas cartas de ella y las leyó de nuevo, buscando las palabras mágicas que podían haberle infligido aquello. Porque todo aquello era estúpido. Él nunca la había conocido excepto bajo circunstancias figurativas. La única vez que la había visto, la mayor parte de lo que vio era producto de su propia mente.
No había ningún indicio en las cartas. La mayor parte de ellas eran tan impersonales como un libro de texto, aunque tendían a ser más bien prolijas. Amistosas, sí; pero ¿íntimas, poéticas, intuitivas, reveladoras? No. Era absolutamente imposible descubrir en ellas algo que pudiera calificarse como amor, ni siquiera como pasión quinceañera.
Se dedicó a sus estudios con renovado vigor, aguardando la siguiente comunicación. Transcurrieron las semanas sin una palabra siquiera. Llamó a la oficina de correos varias veces, puso anuncios personales en todos los periódicos en que pudo pensar, escribió mensajes en las paredes de los edificios públicos, metió notas en las botellas y las arrojó a la basura, alquiló vallas publicitarias, compró tiempo de publicidad en televisión. Le gritó a las vacías paredes de su apartamento, paró a la gente que se cruzaba con él por la calle, golpeó utilizando el código Morse todas las cañerías, hizo circular rumores por las tabernas, hizo imprimir y difundir folletos por todo el sistema solar. Intentó todos los medios en que pudo pensar, y no consiguió contactar con ella. Estaba solo.
Consideró la posibilidad de que estuviera muerto. En su actual situación, era difícil decirlo con seguridad. Lo abandonó como algo imposible de verificar. Todo aquello ya era lo bastante incierto como para intentar adivinar de qué lado de la dicotomía vida/muerte estaba viviendo. Además, cuanto más pensaba en el hecho de existir sólo como impulsos electrónicos en un conjunto de macromoléculas en el interior de un sistema de datos, más asustado se sentía. Había sobrevivido durante tanto tiempo gracias a que había evitado tales pensamientos.
Las pesadillas se apoderaron de él, se alojaron permanentemente en su apartamento. Constituyeron una fuerte decepción, y confirmaron su conclusión de que su imaginación no era tan vívida como debiera. Estaban constituidas por el infantil hombre del saco, el tipo de apariciones que podían asustarle cuando se le aparecían vagamente entre las brumas pesadillescas, pero que resultaban casi risibles cuando se exponían a la plena luz de la consciencia. Había una enorme y charlatana serpiente burdamente bosquejada, creada sobre la base del dibujo que un niño haría de una serpiente. Una compañía constructora de juguetes habría hecho un trabajo mejor. Había un hombre lobo que el único temor que causaba a Fingal era la posibilidad de llenarle toda la alfombra de pelos. Había una mujer que consistía básicamente en pechos y genitales, residuo de su adolescencia, sospechaba. Gruñía embarazado cada vez que la veía. Puede que en otros tiempos se hubiera visto dominado por tales infantilismos, pero habría preferido que sus huellas hubieran quedado enterradas para siempre.
Los pateaba constantemente al corredor, pero se deslizaban dentro de su apartamento por las noches como unos parientes pobres. Hablaban incesantemente, y siempre acerca de él. ¡Las cosas que sabían! Parecían tener una opinión muy baja de él. La serpiente expresaba a menudo la opinión de que Fingal nunca llegaría a ningún sitio debido a que había aceptado con demasiada docilidad los resultados de los test de aptitud que le habían hecho cuando niño. Eso dolía, pero el mejor remedio contra ello era estudiar con mayor concentración.
Finalmente llegó una carta. Hizo una mueca tan pronto como la abrió. El inicio bastaba para saber que no iba a gustarle.
Querido señor Fingal:
Esta vez no voy a disculparme por mi retraso. Parece que la mayor parte de mis manifestaciones han incluido una disculpa, y creo que esta vez me merezco un descanso. No puedo estar siempre a la escucha. Tengo también mi propia vida.
Tengo entendido que se ha comportado usted de forma ejemplar desde la última vez que hablé con usted. Ignoró usted el funcionamiento interno del ordenador, exactamente como yo le dije. No he sido totalmente franca con usted, y le explicaré mis razones.
La relación entre usted y el ordenador es, y siempre lo ha sido, de doble sentido. Nuestro mayor temor en este lado ha sido que empezara a interferir con los trabajos del ordenador, lo cual habría causado grandes problemas a todo el mundo. O que se volviera loco furioso, y que en uno de sus ataques destruyera todo el sistema de datos. Lo instalamos a usted en el ordenador como una necesidad humana, porque habría muerto si no lo hubiéramos hecho, aunque eso hubiera representado para usted únicamente la pérdida de dos días de recuerdos. Sin embargo, uno de los negocios de Kenya es vender recuerdos, y los recuerdos de sus clientes son sagrados para ellos. Fue un error de la Corporación de Kenya lo que lo trajo aquí, así que decidimos que teníamos que hacer todo lo posible por usted.
Pero nuestras operaciones de este lado corrían un gran riesgo debido a su presencia.
En una ocasión, hace seis meses, se enredó usted en el sector de control de clima del ordenador, y desencadenó una tormenta sobre el Kilimanjaro que todavía no ha podido ser controlada totalmente. Perdimos varios animales.
He tenido que enfrentarme con el Consejo Directivo para mantenerlo a usted ahí, y varias veces el programa estuvo a punto de ser interrumpido. Ya sabe usted lo que eso significa.
Ahora me he sincerado con usted. Deseaba hacerlo desde el principio, pero a la gente que dirige las cosas por aquí les preocupaba el que usted pudiera empezar a hacer tonterías movido por un espíritu vindicativo si conocía todos los hechos, así que decidieron no decírselo. Puede usted hacer todavía mucho daño antes de que podamos sacarlo de ahí. Ahora tengo a los directores mordiéndose las uñas por encima de mi hombro mientras le transmito esto. Por favor, no cause problemas.
Pasemos a otro punto.
Desde un principio tuve miedo de que lo que ha ocurrido llegara a ocurrir. Durante más de un año he sido su único contacto con el mundo exterior. He sido la única otra persona en su universo. Hubiera tenido que ser una persona extremadamente fría, odiosa, horrible —lo cual no soy— para que no se sintiera atraído hacia mí bajo tales circunstancias. Está sufriendo una intensa privación sensorial, y es bien conocido que cualquiera en tal estado se vuelve sugestionable, maleable, y solitario. Ha volcado sus sentimientos hacia mí como la única persona a la que podía aferrarse.
He intentado evitar cualquier tipo de intimidad con usted por esa razón, para mantener las cosas en un estricto plano de impersonalidad. Pero cedí durante uno de sus periodos de desesperación. Y usted leyó en mis cartas algunas cosas que no estaban en ellas. Recuerde, incluso a través de un medio impreso es su mente la que controla lo que ve. Su censor ha dejado pasar lo que desea ver, y quizá incluso ha añadido algunas cosas por sí mismo. Estoy a su merced. Es probable que usted haya estado leyendo esas cartas como una apasionada afirmación de amor. He utilizado todos los refuerzos posibles que conozco para asegurarme de que este mensaje le llegaba a través de un canal prioritario y no resultaba deformado. Yo no, repito, no le correspondo. Usted comprenderá por qué, al menos en parte, cuando consigamos sacarle de ahí.
Nunca resultaría, señor Fingal. Renuncie a ello.
APOLLONIA JOACHIM
Fingal se graduó el primero de su clase. Terminó los estudios requeridos para obtener el título durante la larga semana que siguió a la carta de Apollonia. Fue una amarga victoria para él, pero se aferró furiosamente a ella mientras subía al estrado para recibir el título. Al menos había sacado el mayor provecho de su situación, al menos no se había limitado a dejar que las ruedas de la máquina lo trituraran como a cualquier buen empleado.
Adelantó el brazo para estrechar la mano del rector de la universidad y vio que esa mano se transformaba. Alzó la vista, y observó que la barbuda silueta envuelta en su ropaje universitario oscilaba y se convertía en una mujer alta, uniformada. Con un acceso de alegría, supo quién era. Luego la alegría se convirtió en cenizas en su boca, y las escupió rápidamente.
—Siempre supe que se ahogaría usted con una forma de expresión —dijo ella, riendo tensamente.
—Así que está usted aquí —dijo él.
No podía creerlo. La miró torpemente, sujetando su mano y el diploma con idéntica tenacidad. Era alta, como había dicho la profecía, y hermosa. Su cabello corto coronaba un rostro competente, y el cuerpo bajo el uniforme era musculoso. El uniforme estaba abierto en el escote, y arrugado. Tenía ojeras, y sus ojos estaban enrojecidos. Vaciló ligeramente sobre sus pies.
—Estoy aquí, sí. ¿Está usted dispuesto a volver? —Se volvió hacia los estudiantes reunidos— ¿Qué pensáis, muchachos? ¿Creéis que merece volver?
Parecieron volverse locos, aplaudiendo y gritando vivas y lanzando capirotes al aire. Fingal se volvió aturdidamente para mirarles, empezando a darse cuenta de algo. Bajó la vista hacia el diploma.
—No sé —dijo—. No sé. ¿De vuelta a trabajar a la sala de datos?
Ella le dio una palmada en la espalda.
—No, se lo prometo.
—Pero ¿cómo puede ser diferente? He llegado a pensar en este trozo de papel como en algo... real. ¡Real! ¿Cómo puedo haberme engañado de esa manera? ¿Por qué lo he aceptado?
—Yo le estuve ayudando todo el tiempo —dijo ella—. Pero no todo era un juego. Realmente aprendió usted todas las cosas que aprendió. No desaparecerán cuando regrese. Eso que tiene usted en la mano es imaginario, por supuesto, pero ¿quién cree que imprime los auténticos diplomas? Se haya usted registrado allí donde importa, en el ordenador, como habiendo superado los cursos. Obtendrá un auténtico diploma cuando regrese.
Fingal vaciló. Había una tentadora visión en su cabeza. Llevaba allí más de un año, y en realidad no había explotado la naturaleza del lugar. Quizá ese asunto de morir en el banco de memoria fuera todo él una estupidez, otra mentira inventada para mantenerle a él en su sitio. En ese caso, podía quedarse allí y satisfacer sus más locos deseos, convertirse en el rey del universo sin ninguna oposición, nadar en placeres que ningún emperador hubiera imaginado nunca. Cualquier cosa que deseara podría conseguirla allí, absolutamente cualquier cosa.
Y de hecho tenía la impresión de que podía ganar la partida. Había observado muchas cosas acerca de aquel lugar, y ahora poseía el conocimiento de la tecnología del ordenador para ayudarle. Podía deslizarse por allí dentro y evitar los intentos de ellos de borrarle, incluso sobrevivir si retiraban su cubo programándose a sí mismo en otras partes del ordenador. Podía hacerlo.
Con una súbita inspiración, se dio cuenta entonces de que no sentía el deseo suficiente para quedarse allí dentro, en su ombligo. En realidad, tan solo sentía un deseo importante, y ella estaba desvaneciéndose lentamente. Se disolvía, y estaba siendo reemplazada de nuevo por el viejo rector.
—¿Viene? —preguntó ella.
—Sí.
Era tan sencillo como eso. La tribuna, el rector, los estudiantes y la sala desaparecieron, y surgió la sala del ordenador en Kenya. Sólo Apollonia seguía constante. él mantuvo sujeta su mano hasta que todo se estabilizó.
—Uf —dijo ella, y se llevó una mano a la nuca.
Extrajo un cable de la conexión en la parte de atrás de su cabeza y se derrumbó en una silla. Alguien extrajo un cable similar de la nuca de Fingal, y finalmente se halló libre del ordenador.
Apollonia tendió una mano hacia una humeante taza de café sobre la mesa repleta de tazas vacías.
—Ha sido usted difícil —dijo—. Por un momento pensé que iba a quedarse. Ya sucedió una vez. No es usted el primero al que le pasa esto, pero no será más allá del vigésimo. Este es un campo inexplorado, peligroso.
—¿De veras? —dijo él—. ¿No se estará usted burlando?
Ella se echó a reír.
—No. Ahora puedo decirle la verdad. Es peligroso. Nadie ha sobrevivido nunca más de tres horas en ese tipo de cubo, conectado a un ordenador. Usted ha resistido seis. Tiene usted una fuerte imagen del mundo.
Ella le había estado observando para ver cómo reaccionaba a aquello. No se sorprendió al ver que lo aceptaba fácilmente.
—Hubiera tenido que saberlo —dijo él—. Hubiera debido pensar en ello. Fueron sólo seis horas aquí fuera, y más de un año para mí. Los ordenadores piensan rápido. ¿Por qué no me di cuenta de ello?
—Yo ayudé a que no lo viera —admitió ella—. Como la forma en que lo incité para que no se preguntara acerca del porqué estaba estudiando tan intensamente. Esas dos órdenes trabajaron mucho mejor que algunas de las otras órdenes que le di.
Bostezó de nuevo, un bostezo que pareció eterno.
—Mire, fue bastante duro para mí mantener el contacto con usted durante seis horas ininterrumpidas. Nadie lo había hecho antes; puede ser terriblemente agotador. Así que ambos hemos conseguido algo de lo que podemos estar orgullosos.
Le sonrió, pero su sonrisa se borró cuando él no se la devolvió.
—No adopte esa expresión tan dolida, Fingal. ¿Cuál es su nombre de pila? Lo sabía, pero lo borré en los primeros momentos.
—¿Importa?
—No lo sé. Seguro que tiene usted que comprender por qué no me he enamorado de usted, aunque sea usted una persona a la que una puede perfectamente querer. No he tenido tiempo. Han sido seis horas muy largas, pero pese a todo han sido sólo seis horas. ¿Qué puedo hacer por usted?
El rostro de Fingal estaba atravesando una serie de cambios a medida que asimilaba todo aquello. Las cosas no estaban tan mal, después de todo.
—Podría venir a cenar conmigo —dijo.
—Ya estoy ligada sentimentalmente a otra persona, tengo que advertírselo.
—Pero puede venir a cenar igualmente conmigo. No se ha dado cuenta de mi nueva determinación. En realidad, soy otra persona.
Ella se echó a reír cálidamente y se levantó. Tomó la mano de Fingal.
—¿Sabe?, es posible que incluso tenga usted éxito. Eso sí, no vuelva a ponerme alas, ¿de acuerdo? Nunca va a conseguir nada de ese modo.
—Se lo prometo. Ya he tenido bastante de visiones... para el resto de mi vida.
Autorizaciones
La persistencia de la visión («The Persistence of Vision»). Copyright © 1978 by Mercury Press, Inc. Originalmente publicado en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, marzo de 1978.
En el cuenco («In the Bowl»). Copyright © 1975 by Mercury Press, Inc. Originalmente publicado en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, diciembre de 1975.
Cantad, bailad («Gotta Sing, Gotta Dance»). Copyright ©1976 by UPD Publishing Corp. Originalmente publicado en Galaxy, julio de 1976.
Perdido en el banco de memoria («Overdrawn at the Memory Bank»). Copyright © 1976 by UPD Publishing Corp. Originalmente publicado en Galaxy, mayo de 1976.