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La Confederación de sistemas libres vive tiempos difíciles. Las primeras medidas decretadas por Eos Biln, su nuevo presidente, han levantado los recelos del sistema Telura, corazón industrial de la Unión. Sus habitantes ven peligrar el acomodado estatus económico que conservan desde hace siglos, y no van a permanecer impasibles ante las pretensiones del nuevo mandatario.
Meldivén y Lérad, dos transportistas arruinados que luchan contra el banco para evitar la pérdida de su nave, se ven envueltos en el conflicto, tomando un papel mucho más activo del deseado. Por eso, cuando se comprometieron a llevar un cargamento de cerveza desde el sistema Telura, en trece saltos, tendrían que haber adivinado que algo saldría mal.
CAPÍTULO 1
La profesión de transportista tiene poco de mágico. Eso que ven en los holocines no son más que embustes. Seguro que los directores de esas películas estúpidas jamás han puesto sus pies en un carguero espacial. La aventura y la posibilidad de visitar otros planetas es pura charlatanería. La vida en el transporte de mercancías es dura, y a nadie se la recomiendo. Cuando tenía once años, me encantaba ese tipo de películas. Yo soñaba con ser algún día dueño de mi propia nave, surcar la galaxia a la velocidad de la luz y vivir aventuras excitantes. Abandoné mis estudios de biología molecular y me puse a trabajar con Mabe Godda, un sinvergüenza que nos pagaba una miseria por quince horas diarias de jornada. Ese bandido está ahora hecho de oro. En cambio, mi socio Lérad y yo estamos arruinados. En diez años de profesión, ni hemos ganado una fortuna ni el carguero es nuestro del todo. Al banco también le pertenece, y nos ha enviado recientes notificaciones para recordarnos lo que ocurrirá si no saldamos el préstamo que pedimos para comprarlo.
Acudimos a la sede del Sindicato con la vaga esperanza de tener un golpe de suerte y reunir algo de efectivo para acallar al banco, aunque sabíamos demasiado bien que lo único que encontraríamos sería lo que otros transportistas habrían rechazado. Presentarse en el Sindicato a buscar trabajo es como quien va a la oficina del desempleo: no te dan empleo ni dinero, pero te hacen perder el tiempo.
Ciertamente, no era nuestro mes de la suerte, aunque yo diría que tampoco era nuestro año de la suerte. Cada vez es más difícil cobrar a los clientes. Nuestra cartera de morosos aumentaba peligrosamente, y sin fondos para aguantar, sobrevivir es mucho más difícil que salir ileso de un ataque de bípedos Mannissi hambrientos. Y si están pensando que los Mannissi son unos animales amistosos y dóciles, es porque sólo los han visto en zoológicos y sus cuidadores los alimentan bien. Una vez transportamos una manada al sistema Fewr Kana. Los Mannissi no habían probado bocado en varios días. Deberían habérnoslo advertido al cargarlos, pero no lo hicieron. Espero enterarme algún día quién fue el responsable, porque cuando lo sepa me compraré un bípedo, lo tendré enjaulado y hambriento durante una buena temporada, y luego lo esconderé en el dormitorio de ese canalla.
—Eh, Mel —dijo Lérad—. Mira quién va por ahí.
Me giré. Era Lubián, nuestro antiguo socio. Tener a Lubián cerca era indicio de que tendríamos problemas.
—Haremos como si no lo hubiésemos visto —murmuré—. Nosotros, a lo nuestro.
Nos acercamos a un mostrador. Una recepcionista contemplaba absorta un programa de holovisión.
—Creo que Arnie tiene algo para vosotros —dijo la mujer—. Eh, Mel, estás más gordo desde la última vez que te vi.
—Gracias —la secretaria no se distinguía por su buen tacto, pensé.
—Espero que Arnie os convenza. Lleva dos semanas buscando mercantes libres y todos han rechazado. El último ha sido Lubián. Miradlo, por ahí va.
—Ya lo hemos visto —contestó Lérad—. Me alegra saber que también está sin trabajo.
—No exactamente. Ha venido a cobrar el importe de un flete, y Arnie quería pescarlo para... bueno, será mejor que vayáis a su despacho.
Entramos al ascensor. El panel del fondo se tornó transparente, ofreciéndonos una imagen aérea de Dricon, la capital confederal. Rascacielos inmensos, cúpulas majestuosas, naves espaciales surcando las nubes con orgulloso porte. El espectáculo era perfecto, si no fuese porque sabíamos que el edificio del Sindicato sólo tiene tres plantas, y no está ubicado precisamente en una zona elevada de la ciudad. La asociación del transporte independiente carece de fondos para pagar unas oficinas en alguno de esos gigantes de cristacero, de modo que, como consolación, a alguien se le ocurrió instalar un tripanorama en el ascensor.
Arnie estaba tras su escritorio con unos pliegos de papel, elaborando objetos de curiosos contornos. Soltó un bufido —no sé si de fastidio por haberlo interrumpido o de alivio al vernos aparecer, aunque sospecho que fue esto último— y dio los últimos toques a una especie de camello que tenía entre manos.
—Bonito camello —dije, aunque en realidad era horrible.
—¿Bromeas? Es una burra. Aún me falta pegarle las orejas.
—¿Y esa joroba de aquí?
—Es una burra gemaniana, ignorante.
—Si eso es una burra gemaniana, yo soy presbítero Zanista —dijo Lérad—. Las gemanianas no tienen joroba, sino dos placas sacras para defenderse de los depredadores.
Arnie frunció el ceño. Ocultó el engendro en el cajón, junto con un mazo de papeles.
—Lo sé. Estaba poniendo a prueba vuestros conocimientos —dijo. Era una burda excusa que no nos convenció.
—Sabemos bastante de bichos —alardeó Lérad, saboreando prematuramente su pequeña victoria.
—Lo sé. Por eso quería hablar con vosotros.
—Maldita sea. Otra vez no.
—Me temo que no hay otra cosa mejor —Arnie sonrió, y se volvió hacia la pantalla del ordenador—. El cobro del flete es seguro. El cliente ya ha pagado.
—¿Por anticipado? —el recelo de Lérad era fruto de la experiencia.
—Sí. Naturalmente, no podréis tocar esos fondos hasta que hayáis descargado la mercancía en el punto de destino.
—Qué hay del seguro.
—¿Qué seguro?
—No pretenderás que transportemos más bichos sin una buena póliza.
—Eso es asunto de la aseguradora de vuestro carguero. El cliente...
—Nuestra compañía no cubre los daños producidos por mercancía que tenga patas y dientes.
—Tenéis que arriesgaros si queréis el encargo. El zoológico me ha prometido que los animales irán en jaulas especialmente diseñadas para evitar percances. Un viaje rutinario, a mi juicio. Dinero fresco y fácil.
—Si es tan fácil, ¿por qué lo ha rechazado Lubián?
—¿Cómo sabéis que se lo he ofrecido a...? Entiendo. La secretaria se ha ido de la lengua —Arnie se encogió de hombros—. El trabajo está mal hoy día, vosotros lo sabéis. Las grandes intercompañías se llevan la mayor tajada de este negocio. A los mercantes independientes sólo os dejan las migajas.
—Antes que volver a transportar bichos, prefiero picar piedra durante una estación en Wonsa —dijo Lérad, sin mucha convicción.
—Los hongos voraces de Wonsa acabarían con vosotros antes de que hubieseis picado la primera piedra.
—Búscate a otros primos, Arnie.
—El flete es de sesenta mil argentales.
—¿Deducido tu porcentaje?
—Sesenta mil limpios. Yo mismo llevaría a esos simpáticos animalillos, si poseyese un carguero. Bueno, qué decís, no sois novatos. Ya habéis hecho esto antes. Por lo que he oído, os hace falta el dinero.
Arnie estaba ansioso de que aceptáramos. Si no conseguía nadie que transportase los animales, él no cobraría su porcentaje y tendría que devolver el dinero del flete pagado por adelantado.
—Necesitaremos un anticipo de treinta mil —dije—. Es lo justo.
—Las instrucciones del cliente fueron muy precisas. Nada de pagos hasta la entrega de la mercancía.
—Pues dile a tu cliente que transporte esos bichos él mismo —replicó Lérad, dirigiéndose a la puerta.
—Esperad, de acuerdo, os daré lo que pedís —Arnie había cedido con demasiada facilidad—; pero no debería hacerlo. Me estoy comprometiendo personalmente. Si el cargamento no es entregado intacto al destinatario, me pedirán cuentas a mí. Me estoy arriesgando mucho.
—¿Arriesgando? Tú te limitas a hacer de intermediario y cobras tu comisión sin salir de este despacho. Somos nosotros los que correremos el riesgo.
—Cualquier daño a los ejemplares será deducido de vuestra parte —nos entregó una tarjeta transparente—. Bien, aquí está cuanto necesitáis saber. El punto de carga se encuentra en Panadis Cove. Buena suerte.
Cogí la tarjeta. Arnie se mostró visiblemente satisfecho. Su porcentaje estaba a salvo, y por el interés que se había tomado en el asunto, debía ser un porcentaje escandaloso.
En la planta baja del Sindicato encontramos a Lubián. Iba acompañado de Neio, su copiloto rudeario. Lubián había roto una costumbre secular en el mundo de los transportistas: asociarse con un alienígena. En teoría no debe ser así, pues las discriminaciones entre especies inteligentes fueron abolidas por el tratado de cooperación Larman. Cualquier alienígena puede acceder en igualdad de condiciones con un humano a cualquier puesto de trabajo, excepto a cargos políticos o militares. Pero una cosa son los tratados y otra la práctica. Rudearios, drillines o arbineos no son bien recibidos en ninguna parte, y los transportistas respetamos esta costumbre más que nadie.
El socio de Lubián nos miró con ojos de tiburón asesino, sacudió su hocico ratonil y emitió un chillido sostenido, como un murciélago enojado. Con sus largos y famélicos dedos se rascó las prominencias pilosas de sus orejas. Miró a su despreciable colega, y luego pulsó los botones de su ordenador de pulsera. A saber qué extrañas ideas corrían por su enrevesada mente. El comportamiento de los rudearios siempre me ha desconcertado.
—Larga vida y prosperidad a los porteadores estelares más afortunados de la galaxia —dijo un sonriente Lubián que abría los brazos con un gesto tan falso como sus palabras.
—Te has enterado pronto de que hemos aceptado —respondió Lérad.
—Vosotros estáis acostumbrado a ese tipo de trabajos. Transportar animales es vuestra especialidad. Debe ser excitante.
—No tanto como partirte a ti la cara, cretino.
Lubián rió, y Neio siguió lanzando sus chillidos de murciélago, verdaderamente irritantes.
—Comprendo por qué te asociaste con una rata —dijo Lérad—. Sois de la misma calaña.
—No creas que me ofendes llamándome rata —le contestó el rudeario, con el falsete típico de los su especie—. Los humanos no sabéis respetar lo que es diferente. Aún no me explico cómo os habéis podido expandir tanto por la galaxia. Carecéis de la madurez necesaria.
—Pues si no te gusta cómo somos, vuélvete a tu casa —atacó Lérad—. Aquí sobras.
—Tengo tanto derecho a estar aquí como tú. Y si no te callas...
—¿Qué?
—Te denunciaré por comportamiento hostil y xenófobo.
—Maldito espantajo, ¿pero qué te has creído? Ahora verás.
—Cálmate —sujeté a Lérad—. Neio tiene razón. El tratado Larman lo protege.
—Al diablo con el tratado. Esta rata presuntuosa no se reirá delante de mis narices.
—Raza violenta y primitiva —provocó Neio—. La mutación genética que os concedió la inteligencia nunca debió producirse.
—Bueno, basta ya —dijo Lubián, sintiéndose abarcado por las descalificaciones del rudeario—. Mel y Lérad son compañeros nuestros, y debemos procurar llevarnos bien. Todos pertenecemos al mismo gremio.
—Déjate de hipocresías y piérdete —le cortó Lérad—. No queremos saber nada de ti.
—¿Todavía estáis enfadados por lo de Norasai III? Pero si fue una broma sin importancia. No tenéis sentido del humor.
—Si averiar el propulsor cuántico en medio de un ataque de piratas es una broma sin importancia, te aseguro que carecemos por completo de sentido del humor.
—Yo no lo averié. Vuestra computadora se volvió loca, eso es todo. Entró en un bucle lógico y se fue al garete. ¿Cómo iba yo a saber que había piratas cerca?
—Claro, tú qué ibas a saber.
—Eso no hubiera sucedido si el ordenador de vuestro carguero tuviese células de aceleración sincrónica. Sólo un cascajo anticuado como ése caería en un bucle lógico. Introduje unos parámetros de distorsión desde mi nave para comprobar la reacción de la computadora. Por desgracia, en ese momento aparecieron los piratas.
—Qué desafortunada coincidencia —dijo Lérad—. Si no te conociéramos, hasta podrías llegar a convencernos.
—Mi intención no era más que demostraros la vulnerabilidad de Poderosa. Lo único que tiene vuestra nave de poderoso es el nombre.
—Salimos ilesos del ataque a pesar de no contar con la potencia del generador. Tú, en cambio, saliste huyendo como una rata —Lérad observó maliciosamente al rudeario, pero éste no reaccionó.
—Limemos nuestras asperezas con un apretón de manos y una copa en el bar. Vamos.
Lérad rechazó el gesto. Lubián estaba tramando algo, y lo sabíamos. La cordialidad no era una de sus virtudes. Neio intercambió una mirada con su socio y pulsó un botón en su ordenador de pulsera. Otro chillido más.
—¿Qué demonios se supone que estás haciendo? —dijo Lérad.
—Métete en tus asuntos, primate —replicó el rudeario.
Nos largamos de allí y sin pérdida de tiempo nos dirigimos al puerto espacial Presidente Olden. Se hallaba en estudio una moción de la Asamblea para reemplazar el nombre por el de Presidente Mauris. Es el consabido baile de denominaciones cuando cambia el gobierno. El nuevo partido en el poder, en sintonía con la ideología del legendario Mauris Radllo, pretendía eliminar todos los símbolos del anterior régimen. El presidente Olden ha sido durante decenios un personaje venerado por el pueblo, cuya memoria nadie ha osado mancillar. Considerado como el "padre" de la Confederación, Olden Alio puso los cimientos necesarios para que el sistema republicano de su predecesor, el autoritario Mauris, no se viniese abajo tras la desaparición de su líder. De no ser por Olden, la república de Mauris se habría disgregado en una pléyade de sistemas autocráticos, y hoy seríamos pasto de drillines y rudearios.
Pero lo que hasta la fecha había sido un hecho histórico indiscutido, el nuevo gobierno surgido de las urnas lo estaba poniendo en cuestión. Mauris Radllo era ahora elogiado, mientras que a Olden se le criticaba duramente, considerándole un hombre débil sin carisma, vendido a los poderes económicos y a la avidez de ciertos políticos levantiscos de la periferia. Se dice que la Confederación fue una componenda entre los gobiernos locales, las omnipotentes intercompañías y la camarilla que rodeaba a Olden, incapaz de establecer una cohesión fuerte entre los sistemas de la República tras la muerte de Mauris. Cada cual sacó su porción de pastel, y hoy se duda quién gobierna realmente en el territorio de la Confederación, si la administración o las Intercompañías.
Por lo que a mí respecta, me traía sin cuidado la rehabilitación de tales o cuales dirigentes o el cambio de nombre del espaciopuerto, siempre que no subiesen las tasas por atraque. Pero se rumoreaba que iban a elevarse al doble. El gobierno, que muchos asesores financieros sí tenía, pero que estaba sin un argental, no cesaba en su avidez recaudatoria. Me pregunto para qué quieren tantos economistas, si cuando llegan al poder hacen todos lo mismo.
Poderosa nos esperaba en el muelle siete, ansiosa por abandonar la monotonía del complejo espacial y calentar motores. Había estado demasiado tiempo en dique seco, y necesitaría un repaso a fondo para ponerla a punto. Lérad comprobó en una terminal que Arnie nos había transferido los treinta mil del anticipio, y con esa confortable tranquilidad compramos lo necesario para acondicionar el carguero. Nos esperaba un viaje largo y problemático. Lo normal era confiar la puesta a punto al personal de mantenimiento, pero a nosotros no nos sobraba el dinero para malgastarlo de esa forma.
—Revisaremos los sistemas de protección de la nave. No quiero que Lubián nos vuelva a fastidiar cuando estemos allí arriba con las bodegas llenas de bichos.
—De acuerdo —manipulé los controles del monitor auxiliar—. El sistema navegante me comunica que ha solucionado el problema de los bucles, a través de la base de datos del puerto. Tenemos un adeudo en nuestra cuenta de ochenta argentales con cincuenta, por la adquisición de un programa de protección.
—Ladrones. Debemos encontrar una forma de acceder a la base de datos sin pagar. Ox Orne dice que sabe cómo hacerlo.
—Cambiaron las rutinas de acceso hace dos días. No creo que ahora pudiese.
Lérad introdujo en el ordenador de Poderosa la tarjeta que nos dio Arnie.
—Panadis Cove es el punto de origen —dijo mi amigo—. Pero el de destino es Dekoan VII. Por el sistema Dekoan pululan a placer piratas y agentes del fisco.
—No llevamos una carga valiosa para ellos. De todos modos, si se atreven a abrir las bodegas, nos arreglaremos para soltar a los animales más peligrosos.
—Preferiría llevar protección durante este viaje. Esto me da mala espina —Lérad marcó un número en la consola del hipercanal—. Quizá Ox quiera venir con nosotros —el ruido de la estática taquiónica se prolongó durante un par de minutos, hasta establecer el enlace. El mofletudo rostro de Ox apareció en pantalla.
—¿Qué mosca os ha picado, idiotas? —dijo Ox, con un grasiento bocadillo entre las manos—. Estaba en mitad de mi almuerzo.
—Mel y yo nos preguntábamos si querrías darte una vuelta con nosotros por Dekoan.
—¿Dekoan? No, gracias. Ninguna de mis rutas pasa por allí cerca, y además, no quiero que me confisquen el cargamento esos buitres de aduanas. Tengo un encargo urgente que servir para pasado mañana, y prefiero no correr riesgos. Habla con Andrich. Tal vez quiera acompañarte.
—Lo haré. Oye, Ox, ¿de qué es ese bocadillo?
—De ajo, alcaparras y manteca.
—Tu paladar es tan exquisito como siempre —Lérad cortó la comunicación y marcó otro número—. Cobardes. Seguro que Andrich tampoco querrá.
—Tendremos que hacer este viaje solos —vaticiné.
—Les hemos acompañado a ellos otras veces, y gratis.
—Los inspectores de Dekoan tienen fama de ser implacables. Pero a nosotros se limitarán a revisar la carga con un haz de exploración y ni siquiera nos pararán. Saben a qué se exponen —la pantalla se iluminó—. Hola, Dana. Estás espléndida.
—Lo mismo digo, Mel — contestó Dana—. Aunque te vendría bien un poco de ejercicio.
—Eres la segunda que me lo dice esta mañana. ¿Está Andrich por ahí?
—¡Hola, tíos! —Andrich apareció en pantalla—. Hace tiempo que no nos vemos. Tenemos que quedar un día de estos a tomar algo.
—Vamos a Dekoan. Nos gustaría tener tu nave cerca, por si acaso.
—Bueno, verás, pasé por ese sistema hace una semana. Chico, no me gustaría volver por allí. ¿Qué tipo de mercancía llevaréis?
—Animales para un zoo.
—Yo os podría conseguir algo mejor.
—Ya nos hemos comprometido para este transporte —alegué—. Hemos cobrado un anticipo.
—Está bien, hablaremos en otro momento de eso. Nos veremos dentro de siete días, en el sitio de siempre.
—De acuerdo, Andrich. Oye, ¿qué os ocurrió en Dekoan?
—Nos dejaron sin blanca. Si pasáis por allí, sacarán brillo a vuestras bodegas. Os dejarán como vinisteis al mundo.
—Me gustaría estar cerca cuando eso ocurra —dijo Dana, provocadora.
—En fin, me temo que debemos hacer unas cuantas reparaciones en nuestra nave —se excusó nuevamente Andrich—. Perdimos los estabilizadores al pasar cerca de un vórtice de iones en Polanis Alfa.
—Embustero, en Polanis Alfa no hay vórtices de iones —le espetó Lérad.
—Pues yo te aseguro que ahora sí, ¿verdad, Dana?
—Deberíamos acompañarles —dijo la mujer, echándose hacia atrás su melena negra con un gesto bien explícito—. Son nuestros amigos.
—Dana... —intentó objetar Andrich.
—Y Lérad tiene razón: en Polanis Alfa no hay vórtices. Eres un necio inventando pretextos.
—Encantadora muchacha, ¿no creéis? —dirigiéndose a Dana, Andrich añadió entre dientes—: Ya hablaremos luego tú y yo —se volvió a la pantalla—. Os deseo suerte, y no olvidéis la cita dentro de siete días. Hasta luego.
—Ten amigos para esto —murmuró Lérad, apagando el monitor—. La próxima vez que nos pidan ayuda los mandaremos al cuerno.
—Voy a echar un vistazo a las bodegas —anuncié—. Recuerdo que hay un par de puertas que no cierran bien.
Bajé a la cubierta C. El interior de la nave estaba lleno de polvo y hojas de palmera balniana, restos del último cargamento que servimos. Deberíamos haberlo limpiado todo hace semanas, pero siempre lo dejábamos de un día para otro. Confié en que a los animales que íbamos a transportar les gustase la palmera balniana, porque a menos que el cliente nos diese bolsas de pienso para alimentarlos, no comerían otra cosa durante el viaje.
Fui excesivamente optimista al decir que había dos puertas que no cerraban bien. En realidad, no había ninguna que cerrase correctamente, y aunque eso no supone ningún problema si se transporta cargamento normal, la cuestión se complica si hay que alojar allí dentro a seres vivos. Abrí el panel de la bodega C-4 y soplé un poco. Brotó una nube de polvo. El conmutador de acceso no hacía buen contacto. Lo limpié, ajusté un par de placas que amenazaban con soltarse y luego atornillé el panel en su sitio. La cerradura emitió un chasquido oxidado, pero funcionó. Sé que está mal que yo lo diga, pero tengo una mano de oro arreglando circuitos. No se puede hablar lo mismo de mi socio, que es un patán titulado.
—¿Has acabado ya con esas puertas? —me dijo Lérad por el microtrans.
—He terminado de ajustar una cerradura. Están peor de lo que yo creía.
—Pues date prisa, porque dentro de dos horas comienzan a regir las nuevas tasas por amarre, y van a aplicar la subida con efectos retroactivos.
—¿Dos horas? Pero si la subida aún se encuentra en estudio.
—Tus noticias están anticuadas. Administración del puerto me comunica que tendremos que depositar una fianza de quinientos si seguimos aquí dentro de dos horas.
—Haré lo que pueda —desatornillé otro panel—, pero tendrás que arreglar el generador cuántico tú solo.
—Te crees imprescindible ¿eh? Escucha, nene. Tú ocúpate de las puertas y déjame a mí el trabajo de especialistas.
—Me parece que las cerraduras podrían esperar. No son urgentes, y en cambio el genera... —no obtuve respuesta. Lérad había cortado la comunicación.
Acabé con mis puertas antes de lo previsto. En cambio, Lérad aún seguía en la sala de máquinas intentando calibrar el sistema de deriva, que había desajustado al hacer mal una soldadura.
—El plazo para despegar se acerca —dije muy ufano, entrando en la sala.
—Los daños que nos causaron los piratas fueron más serios de lo que pensábamos.
—Quizá, pero no recuerdo que el sistema de deriva resultase afectado. Sólo lo fue el generador.
—Se produjo una sobrecarga aquí y aquí —Lérad señaló vagamente dos puntos de un panel de circuitería.
—¿Y cómo lo pretendes arreglar?
—Había pensado en acoplar una célula de alimentación a este acumulador —el tono de Lérad era menos arrogante, señal de qe estaba a punto de claudicar. Se quitó el visor amplificador y se enjugó el sudor de la frente—. Vamos, tío listo, ya que has terminado tu trabajo facilón, ayúdame a ensamblar estas piezas.
—Si acoplases una célula de alimentación donde tú dices, sobrecalentarías la placa y la cortacircuitarías —le arrebaté el instrumental y apliqué una pequeña descarga de energía a un condensador—. Alcánzame la caja de repuestos, por favor.
—Toma, sabelotodo.
Abrí la caja. Un par de figuras negruzcas reptaron por las paredes metálicas.
—¿Pero qué demonios?
—Vamos, Mel, no te van a comer. Esos gusanos iban entre las hojas de palmera balniana.
—Sí, y mira lo que han hecho con los repuestos —saqué un zócalo de oscilación. Estaba cubierto de moco verde—. Tendrás que limpiar las piezas de la caja una por una mientras sigo trabajando.
—Querrás decir que tendremos que limpiarlas.
—No hay inconveniente, pero será imposible que termine de arreglar lo que tú has estropeado antes de que nos suban las tasas —me incliné sobre la unidad de transducción—. Recuerda que la subida es con efectos retroactivos.
—Malditas palmeras. Ni siquiera nos han pagado todavía el precio del transporte —Lérad cogió con aprensión un trapo y la primera pieza—. Esos tipos de Tirras nos deben una buena pasta. Tendremos que acercarnos por allí a cobrarles. Lástima que nos pille lejos de nuestra próxima ruta, porque si no, cogería a Uman Merinai del pescuezo y... puajjj, esto es asqueroso, Mel, realmente asqueroso, y huele peor que un drillín tras una semana sin bañarse.
—Calla y limpia, o no saldremos de Dricon en la vida.
Una sirena de aviso comenzó a zumbar intermitentemente.
—¿Y ahora qué pasa? —dije, tratando de adivinar qué nuevo circuito se había fundido.
—Es la computadora. Tenemos una llamada.
—Iré a ver quién es.
—No, Mel, tú sigue con lo tuyo —Lérad tiró el paño, aliviado por poder escabullirse de la limpieza de mocos.
—Espera, si es una llamada, que la computadora la pase a esta sala.
Demasiado tarde. Mi socio ya se había ido, y presentí que no regresaría en un buen rato.
Para ser sincero, no era necesario que volviese. Lo único que yo necesitaba de la caja de repuestos era un par de piezas que ya estaban limpias, pero quería fastidiar a Lérad un poco.
Verifiqué los arreglos en la consola de operaciones. El ordenador confirmó todos los sistemas. Aún me había sobrado media hora antes de que las nuevas tarifas del espaciopuerto entrasen en vigor. Me dirigí hacia la cabina de mandos y encontré a Lérad discutiendo con la telepantalla. Un individuo moreno de gestos amanerados agitaba las manos sin cesar, no sé si para enseñarnos la docena de anillos que cubrían sus dedos o para batir aire hacia su rostro de eunuco sofocado.
—Le repito, señor, que mi cliente es el tenedor legítimo del crédito hipotecario. Puedo transmitirles una copia de las cédulas de cesión, firmadas por el banco y por el señor Godda.
—¿Quién es? —pregunté.
—Un picapleitos —contestó Lérad—. ¿Es que no se nota?
—Presumo que el hombre que le acompaña es el señor Meldivén Avrai —dijo el eunuco. Asentí con la cabeza—. Mi nombre es Vern Loan, y soy el abogado de Su Señoría, el ilustrísimo parlamentario Mabe Godda.
—Sí, la cara de este soplacausas y la de Godda se parecen mucho —dijo Lérad, escupiendo una cáscara de semilla.
—Le ruego que cuide su lenguaje. Mi cliente es un miembro de la Asamblea Confederal y merece el máximo respeto.
—Está bien, déjale que se explique —rogué.
—Gracias —el abogado se tranquilizó ligeramente—. Le comunicaba a su irascible socio que la hipoteca que pesa sobre la nave propiedad de ustedes, número de serie HF-5844214251, ha cambiado de titular. El señor Mabe Godda compró legalmente en el mercado financiero el crédito que garantiza la hipoteca, y que de acuerdo con la póliza del préstamo que ustedes concertaron con el Banco Mibantik, asciende al día de hoy a ocho millones seiscientos cincuenta mil doscientos veinte argentales, intereses incluidos.
—¿Tanto? —exclamó Lérad—. No puede ser, tiene que haber algún error.
—Me temo que han descuidado sus obligaciones últimamente —dijo el abogado con una sonrisa perversa—. En fin, mi cliente está interesado en saber cuándo le pagarán.
—Godda tendrá que esperar —respondió mi socio—. Ahora no tenemos fondos suficientes.
—Ésa es una excusa bastante inconcreta —el abogado meneó la cabeza—. No creo que a mi cliente le satisfaga.
—El banco no nos ha notificado la cesión de la hipoteca —alegué.
—No era necesario. De acuerdo con el contrato que firmaron con Mibantik, el banco se reservaba el derecho de vender su crédito sin comunicación previa al deudor.
Era sospechoso, muy sospechoso que precisamente Mabe Godda hubiera adquirido el crédito al banco. Se suponía que aquel granuja se habría informado de nuestra situación económica antes de realizar la operación. Nadie en su sano juicio compraría un crédito de más de ocho millones de argentales a sabiendas de que el deudor no podía pagar.
Eso nos dejaba sólo una alternativa: Godda pretendía ejecutar la hipoteca para quitarnos la nave. Era evidente que Poderosa no valía ocho millones, pero también resultaba obvio que Godda no habría comprado el crédito al banco por ocho millones, sino por mucho menos. Además, Godda deseaba desde hace tiempo vengarse de nosotros. No sé si he mencionado antes que ese tipo era un negrero que nos tuvo trabajando el doble del horario permitido por una miseria, durante nuestros primeros años en la profesión. Cuando conseguimos independizarnos, arrebatamos a Godda varios de sus mejores clientes, aprovechando la experiencia adquirida y algunos datos confidenciales que le sustrajimos. No crean que fuimos unos alumnos desagradecidos. Lo único que hicimos fue pagarle con la misma moneda que él utilizaba con todo el mundo. Para que se hagan una idea de quién es este individuo, baste con mencionar que engañaba a sus propios padres. Godda y sus progenitores ostentaban un tercio del negocio cada uno. Lo primero que nos enseñó a Lérad, a Lubián y a mí fue a falsear contabilidades, para que en la distribución mensual de beneficios su parte quintuplicase la de sus padres, unas personas inocentes y amabilísimas que vivían totalmente ajenas a los trapicheos de su miserable hijo. Si edificó su fortuna con semejantes cimientos, no era de extrañar que hubiese llegado al Parlamento Confederal.
—Nadie nos quitará esta nave —dije.
—Estoy seguro de que podremos evitar ese desenlace —comentó el abogado con voz meliflua, pero sus palabras no sonaban sinceras.
—Dígale a Godda que le pagaremos treinta mil dentro de una semana —aseguró Lérad.
—Eso es muy poco.
—No tenemos más.
—Se lo haré saber, pero me temo que no les concederá un aplazamiento.
—Hablaremos con él —insistió mi socio.
—¿Para qué? —intervine—. No nos escuchará.
—Su señoría ilustrísima está siempre muy ocupado —dijo el letrado—. No les recibirá sin cita previa. Si piensan realizarle alguna proposición, háganmela saber y yo se la transmitiré.
—Cállese, no estoy hablando con usted —le cortó Lérad.
—Ni siquiera nos dejará pasar a su casa —advertí—. Ir a verle es perder el tiempo.
—Su compañero demuestra mejor juicio que usted —comenzó el abogado, pero Lérad apagó la telepantalla.
—Tenemos que intentarlo —me dijo mi socio—. He oído que anda escaso de naves.
—Claro, por eso quiere apropiarse de Poderosa.
—¿De qué le sirve nuestro carguero sin buenos pilotos? Godda tiene el personal justo, para ahorrarse salarios. Necesitará alguien que conozca esta nave para poder tripularla.
—Aunque le propusiésemos hacer algún trabajo para él, no se fiaría de nosotros —observé—. Yo en su lugar tampoco me fiaría.
—Sé que anda mezclado en negocios que le están haciendo ganar mucho dinero. Sería cuestión de ver qué puede ofrecernos.
—Cuenta con que serán ilegales. No, Lérad, es mejor que no le veamos.
—¡Pues claro que serán ilegales! ¿Acaso has olvidado cómo empezamos en esta profesión? No intentes escudarte tras tus escrúpulos de provinciano, porque por culpa de hacer remilgos a operaciones interesantes estamos ahora transportando bichos. Se ha hecho muy tarde. Tenemos que largarnos de aquí.
Iniciamos la secuencia de despegue. Los controles de vuelo se colocaron en verde, y un potente chorro de plasma surgió de las toberas. Poderosa se elevó con vacilación hacia el contaminado cielo de Dricon. Al abandonar la órbita del planeta, la computadora nos indicó que el acelerador cuántico se hallaba disponible para vuelo hiperlumínico, una vez que nos hubiésemos alejado lo suficiente de la estrella.
—Arreglaste esa avería demasiado pronto —dijo Lérad—. Seguro que no cogiste ni una sola pieza de la caja de repuestos.
Simulé no haberle oído. En el monitor de derrota apareció un mapa estelar, con la ruta a seguir destacada en rojo. Panadis Cove, un punto intermitente en el enjambre de soles, se hallaba a cuarenta y dos parsecs de distancia.
Dos horas después, nos habíamos apartado lo suficiente del sol de Dricon para poder saltar.
—Cuenta atrás de trescientos segundos —anuncié—. Calculados vectores de reentrada en posición cero siete veintitrés.
—Necesito una lectura de planos ortogonales y potencia cuántica máxima.
—En pantalla tres.
—Querías hacerme limpiar de babas verdes todas las piezas —advirtió Lérad—. Ten cuidado antes de acostarte, Mel, porque puedes encontrarte en la cama una sorpresa viscosa y desagradable.
—No sé de qué me estás hablando.
—Mentiroso —Lérad se inclinó sobre los paneles—. Echa un vistazo a esos indicadores. Parece que la cubierta A pierde presión.
—Es por culpa del refrigerante que compraste en el puerto. Ya me extrañaba a mí que nos diesen seis bombonas por el precio de tres.
—¿Y qué esperabas? Hay que ahorrar hasta el último argental. Si queremos recuperarnos y salir de la ruina, tendremos que ver a Godda en cuanto acabemos este viaje.
—Pretende hundirnos. No sacaremos nada de él.
—Los negocios son los negocios. Si le somos útiles, dejará a un lado la antipatía que tú supones que nos tiene y accederá a escucharnos. Además, no puede hundirnos más de lo que estamos.
La computadora nos pidió confirmación para conectar la propulsión cuántica. Panadis Cove se hallaba a nuestro alcance, a unos pocos segundos de tiempo subjetivo. Si el salto concluía con éxito, claro.
—Allá vamos —Lérad confirmó la activación.
El espacio fluctuó a nuestro alrededor como un océano embravecido. Caímos por un pozo sin fondo, una ilusión óptica debida a los campos de distorsión que creaba la impulsión cuántica. Durante un tiempo infinitesimal no íbamos a estar en ninguna parte. Penetraríamos por uno de los poros del tejido espaciotemporal y eso nos haría desaparecer del mundo físico, antes de emerger en el punto de destino casi en el mismo instante. Si no entienden mis explicaciones, yo tampoco. Llevo diez años en esto y todavía no comprendo cómo se puede desaparecer del espacio, dejar de existir aunque sólo sea durante un nanosegundo, y emerger de nuevo como si tal cosa. Los físicos aseguran que la estructura del universo es como un colador, pero yo no creo en explicaciones tan simplistas. Y no me pregunten cómo se siente uno cuando deja de existir, porque un nanosegundo es un tiempo demasiado breve para disfrutar de la experiencia. Qué absurdo, si se deja de existir, ¿cómo vas a contar después lo que no has visto?
Las pantallas de navegación anunciaron que el salto había concluido con éxito. Panadis Cove, un mundo mustio y poco atractivo para hacer turismo, nos daba la bienvenida.
La patrulla de aduanas nos informó del peaje que debíamos pagar por haber entrado en su jurisdicción.
CAPÍTULO 2
La carga de los animales nos dio pocos problemas. Las jaulas eran sólidas, y de su manipulación se encargó personal especializado. El individuo que nos firmó la carta de porte se mostró muy amistoso con nosotros. No podía disimular su alivio por quitarse a aquellas bestias inmundas de encima. Contemplé las jaulas desde una prudente distancia y traté de imaginar qué clase de público pagaría por ver semejantes engendros. Le pregunté al encargado si habían comido todos antes de embarcar, y me respondió que sí. Pero por el aspecto que tenían, diríase que no habían visto un filete desde hacía meses. Los animales se agitaban con inquietante furia en el interior de sus jaulas, y algunos ejemplares tanteaban con las garras el sistema electrónico de cierre.
—Estúpido —dijo Lérad a una especie de topo, que no paraba de gruñirnos desde que nos había echado el ojo—. Jamás podrás salir de la jaula por ti mismo.
—No tientes la suerte —advertí—. Ese topo no parece estar para provocaciones.
—Se llaman redones —dijo el encargado—. Son muy susceptibles. No deberían irritarles.
Lérad cogió un hierro y golpeó los barrotes de la jaula. A los topos se les erizó el pelaje y comenzaron a gritar histéricamente. El redón que mi socio había insultado sacó las uñas y le enseñó los dientes, grandes como puñales.
—Tiene buena dentadura —observó Lérad.
—Cuidado con asesino. Es el jefe de la manada y no aguanta bromas —dijo el hombre.
El redón sacó la zarpa por entre los barrotes y se la enseñó a Lérad, para que comprobase el filo de sus uñas.
—Un animalucho presumido —Lérad, se acercó a la jaula—. No me das miedo, chaval —el redón agitó con virulencia las zarpas, en un intento inútil por agarrarlo.
—Los animales y usted no congenian bien.
—Me gusta azuzarlos. Es una forma de mostrarles el sitio que les corresponde.
—En algunos lugares los emplean como guardianes —explicó el encargado—. La domesticación es una labor peligrosa y requiere paciencia, pero si se consigue, el resultado es un animal obediente con su amo e implacable con el enemigo.
—Yo no veo que sean tan fieros. Excepto este ejemplar, los demás dan la impresión de ser unos blandengues.
—Las apariencias engañan —advirtió el hombre—. Por pacíficos que parezcan, nunca le de la espalda a un redón. En su estado salvaje son unos animales traicioneros.
Quedaban todavía tres jaulas por cargar en Poderosa. Nos acercamos a la que contenía una clase de ardillas de gran tamaño. Los animales cuchichearon entre sí y uno de ellos, de pecho colorado, nos señaló con su mano dotada de seis diminutos dedos y un pulgar oponible.
—Son animales nocturnos. Se les conoce como constructoras de las praderas —explicó el encargado—. Deberían de ver algunos de sus laberintos de madera. Son sorprendentes.
—Más bien tendrían que llamarlas chismosas —observó Lérad—. Juraría que están murmurando acerca de nosotros.
La ardilla del pecho colorado dio un salto hacia los barrotes. Miró fijamente a mi amigo y le dijo:
—Ceno cada noche chulos como tú.
—¿Qué ha dicho? —Lérad dio un respingo— ¿Habéis escuchado lo mismo que yo? Lo último que me faltaba por oír era que una ardilla me insulte.
—Se me olvidaba —intervino rápidamente el encargado—. Las constructoras de las praderas son como loros. Pueden imitar la voz humana y poseen una memoria prodigiosa.
—No nos advirtieron que transportaríamos especímenes inteligentes —protestó Lérad.
—Las constructoras no son seres inteligentes. Se limitan a repetir lo que oyen. La frase que ha pronunciado debió escucharla de uno de sus cuidadores.
—Parecía demasiado específica —mi socio desconfiaba—. Me aludía directamente.
—Simple casualidad. Las constructoras pronuncian frases al azar, pero no comprenden lo que dicen.
—¡La comida que sirven aquí es pura bazofia! —chilló la ardilla.
—La culpa es de ese desgraciado de Brayn —respondió otra, que mordisqueaba pacíficamente unas hojas resecas en el fondo de la jaula—. Nos quita parte de la paga para gastársela en putas.
—Tengo ganas de que al lameculos de Brayn lo manden al sistema Hidris de una vez. Aquí ya nos ha robado suficiente.
El animal de pecho colorado saltó hacia las hojas y las ardillas se enzarzaron en una pelea.
—Sí que tienen buena memoria estas chismosas —confirmó Lérad—. Hasta son capaces de reproducir una conversación. Por cierto, ¿quién es ese Brayn?
El encargado enrojeció de vergüenza.
• • • • •
Nos alejábamos de Panadis Cove a velocidad de escape gravitacional. El viaje hacia Dekoan VII sería largo. Había que realizar varios saltos complicados y la computadora necesitaba mucho tiempo para procesar los datos. En la cabina de mando, Lérad y yo aún nos desternillábamos de risa al recordar la cara de Brayn, puesto en evidencia por las constructoras de las praderas. Había que tener mucho cuidado con lo que se hablaba delante de aquellos animales. Además de memorizar los diálogos, también los reproducían como en una verdadera conversación. Comunicamos a Arnie que todo iba sin novedad, y que fuese preparando los treinta mil argentales que nos quedaban por cobrar. Luego, y mientras el ordenador hacía el trabajo duro de astrogación, nos dedicamos a jugar unas partidas de cazadrillines. El juego estaba oficialmente prohibido por ser discriminatorio y atentar contra los derechos civiles de la especie, pero en la práctica las autoridades fomentaban su difusión. Si han tratado alguna vez con uno de estos seres de papada oscilante y lengua tumefacta, estarán de acuerdo conmigo en que nada mejor que una buena cacería electrónica para descargar contra ellos la agresividad acumulada. Y no me juzguen mal. El tratado Larman de cooperación fue firmado hace cincuenta años, bajo el mandato del presidente Olden, para apaciguar los ánimos en una galaxia hirviente de conflictos. Sus detractores lo criticaron porque Olden hizo demasiadas concesiones a las otras especies a cambio de nada. No sé si el tratado Larman sirvió para algo. Quizá se evitó una confrontación general, pero las disputas y escaramuzas no han cesado desde entonces. No se puede obligar al pueblo a tratar como iguales a los que hace apenas medio siglo eran nuestros peores enemigos.
Los drillines aparecían en pantalla y se movían endiabladamente rápido, tratando de huir. Cuando se les acorralaba, no se defendían con rayos láser o proyectiles de fragmentación, sino con salivazos que lanzaban a larga distancia con notable puntería. Si un escupitajo te alcanzaba, la energía de tu escudo se reducía un tercio. A la segunda flema, tu blindaje se colocaba en punto crítico y al tercer impacto eras destruido. Un circuito odorífero emitía un tufo insoportable cada vez que un salivazo nos impactaba, confiriendo a la lucha mayor realismo.
—Has dejado escapar al gordo que venía por la izquierda —advirtió Lérad—. Ahora nos cogerá por detrás.
—Tú ocúpate de ése del fondo. Yo seguiré al que se nos ha escapado a lomos del tapir.
Mientras giraba los mandos para cubrir la espalda de mi compañero, me pregunté cómo nos representarían los drillines en sus juegos. Su sadismo dejaría seguramente en mantillas a nuestras inocentes cacerías.
El jinete que había elegido como blanco descabalgó de su montura para poder apuntar bien, y acumuló saliva en su bocaza preparándose para escupirme. Erré en el disparo y abatí al tapir, que se desplomó con un gruñido iracundo. Matar tapires no daba puntos; además, se desperdiciaban disparos.
La flema me pasó rozando. Era verdosa, grande y consistente. El circuito odorífero me transmitió una ráfaga nauseabunda que por fortuna se desvaneció rápidamente. Si hubiera acertado, me habría matado. Dirigí el punto de mira hacia el drillín, pero éste se ocultó tras una roca cubierta de moho y volví a fallar. Me quedaban dos disparos.
—Mira que eres torpe —dijo Lérad—. Ya me he cargado a tres y tú aún estás con ése.
El drillín alzó ligeramente la cabeza por encima de la roca. La punta de su cráneo en forma de pera sobresalía tentadoramente, invitándome a gastar otro disparo. En esa posición era difícil acertarle y él lo sabía. Yo, en cambio, me hallaba al descubierto, sumamente vulnerable a los salivazos.
—¡A la derecha! —gritó Lérad.
Me agaché demasiado tarde. Un compañero acudió en ayuda de su congénere y consiguió alcanzarme en el hombro. El tufo hizo caer de rodillas a mi personaje. El drillín jinete salió de su escondite y me remató con un escupitajo tan denso como no había visto nunca. Agradecí que la partida hubiese terminado para mí.
Supongo que llevarán un rato preguntándose cuándo van a escaparse los animales que cargamos en Panadis Cove. Bueno, ahora llega el momento, pero no se apresuren en echarme la culpa, porque les recuerdo que antes de partir arreglé las cerraduras, y de no ser por alguien —quizá un operario de Panadis Cove— que manipuló las claves internas de las compuertas, no se habrían escapado. El caso es que mientras nosotros perdíamos el tiempo matando drillines de pega, una mano negra se entretenía en desactivar por control remoto los sellos de unas cuantas bodegas.
—¡A tu espalda, a tu espalda! —volvió a gritar Lérad.
—El juego ha terminado —dije—. ¿Es que no has visto que me han matado?
Mi socio me indicó con el dedo que mirase. Me di lentamente la vuelta. Y allí estaba. Plantado en la puerta, erguido sobre sus cuartos traseros, un redón adulto nos observaba con ojos de codicia, anticipando en su imaginación el festín que se daría a costa de nuestras carnes. El endemoniado topo abrió sus fauces, y no puedo decir que ese gesto me resultase indiferente porque mentiría. No olvidaba las advertencias de Brayn, y por la cara que ponía Lérad, deduje que él tampoco.
En la cabina de mandos no teníamos más pistolas láser que las que usamos en el juego, y no servían de mucho ante el ataque de bestias reales. El redón estudió sus posibilidades. Presumiendo erróneamente que nos haría trizas al primer bocado, se abalanzó sobre nosotros con excesiva precipitación. Lérad saltó hacia el techo, se asió de un grueso cable, y con sus pesadas botas de piel de zorra diniltiana golpeó en los hocicos al redón, lanzándolo fuera de la cabina.
—Aprovecha la ocasión para ir a la armería —apremió Lérad—. Yo me encerraré aquí hasta que vuelvas.
Salí al pasillo. El redón refunfuñó cuando pasé por su lado, pero no estaba en condiciones de atacarme. Lérad debía haberle partido varios colmillos, porque sangraba en abundancia por la boca. Corrí hasta las escaleras más próximas que conducían a la cubierta superior. Por los pasillos oía cloqueos, rugidos, graznidos, chillidos y otros sonidos poco gratificantes.
En el cruce de corredores que debía pasar antes de alcanzar la escalerilla escuché un sonido de pisadas presurosas, que se acercaban por todas direcciones. Tenía que arriesgarme. Sin mirar siquiera, corrí hacia la escala metálica y me apresuré a subir lo más deprisa que pude. Sentí las pisadas a mi espalda, un torpe plaf plaf, como el ruido de unas chanclas. Algo tiraba de mis pantalones dificultándome la subida. Agité las piernas para sacudírmelo, pero el animal era duro y no estaba dispuesto a soltarme. Ya sólo me faltaban tres peldaños para llegar a la cubierta A. El tejido de mis pantalones —que por cierto, había estrenado hace apenas un mes— empezó a ceder. Eché un vistazo hacia abajo y vi algo parecido a una avestruz enana, que me había atenazado tercamente la pantorrilla.
Otra avestruz me estaba esperando al final de la escalerilla, y en cuanto vio asomar mis manos, empezó a picoteármelas como una condenada. Logré desembarazarme de la que se había enganchado a mi pierna, y acto seguido repartí puntapiés a diestro y siniestro a las que me esperaban arriba. Las avestruces enanas podían tener un pico enorme, pero al menos no estaba lleno de dientes. Gracias a eso pude enfrentarme cómodamente con ellas y darles su merecido por haber roto mis pantalones nuevos. Los animales salieron huyendo, graznando de dolor. Los que se habían quedado en la cubierta inferior no podían subir por la estrecha escalera. Me asomé por el hueco y vi una docena de cráneos mondos moviéndose nerviosamente. Alzaron a un tiempo los picos al oírme. Eran unos seres escandalosos. Comenzaron a gritar y a hacer castañetear sus enormes picos de pato, retándome para que bajase. Conté por lo menos una docena de cabezas. Cogí un tornillo que encontré por allí y lo arrojé contra los plumíferos, acertando a uno en pleno cogote. El animal chilló, enfurecido, pero a excepción de quejarse no podía hacer mucho más.
Llegué a la puerta de la armería y tecleé el código de acceso. La cerradura no mostraba signos externos de haber sido alterada, aunque yo no me fiaba. El interior de la habitación parecía en orden. Cogí dos pistolas láser, cuatro unidades de recarga, y por si eso fallaba, un par de buenos cuchillos. Sin embargo, antes de salir caí en la cuenta de que si nos liquidábamos a parte de nuestra mercancía, no cobraríamos el flete. Arnie fue muy explícito al respecto. Nos quedaríamos sin los treinta mil que aún nos faltaban por cobrar, y además tendríamos que devolver el anticipo percibido. Movido por estas reflexiones, añadí a mi arsenal un rifle paralizador con su correspondiente unidad de repuesto, y lo coloqué todo en una canana que me ceñí al pecho.
Dos constructoras de las praderas me esperaban a la salida.
Las ardillas no daban signos de inquietud al ver las armas. Una, la del pecho colorado, avanzó un paso y me miró fijamente.
—Ceno cada noche chulos como tú —dijo.
El animal no era tan inteligente como había supuesto, después de todo. Lo aparté de un puntapié y seguí mi camino.
—Ya estamos hartos de que ese cerdo se quede con nuestro dinero —dijo otra—. Démosle su merecido.
Las dos ardillas saltaron sobre mi espalda, mordiéndome en el cuello. Malditas bestezuelas, quizás había juzgado su estupidez con ligereza. Agarrándolas de la cola, las arrojé contra la pared con fuerza, pero los animales se las ingeniaron para enderezar su cuerpo durante el vuelo, de modo que amortiguaron el golpe con las patas y cayeron al suelo sin un rasguño.
—Vas a pagar esto que acabas de hacer —dijo el ejemplar del pecho rojo. Me estremecí. Se suponía que no eran seres inteligentes, pero aquello que había dicho no podía ser una frase dicha al azar.
—Lo siento, pero la conversación ha terminado —les lancé una ráfaga paralizadora. Logré aturdirlas, aunque mi dicha iba a durar poco: un solenoide del dispositivo de disparo se sobrecalentó y el rifle empezó a echar humo. Dios, estos trastos siempre se estropean cuando vas a echar mano de ellos; y el único rifle que estaba en buen estado era el que había cogido.
Me quité el arma de la canana y medité sobre cómo regresar a la cabina de mandos. No podía bajar por donde había venido. Me estarían esperando las avestruces enanas, y probablemente también una manada de redones hambrientos. Lo mejor sería utilizar los conductos de ventilación del techo. Me arrastraría por los túneles y desembocaría en la cabina de mando. Ya sé que es una idea poco original, pero no se me ocurrió otra mejor. En teoría, parecía sencillo.
En la práctica, no lo fue tanto. Los túneles del aire estaban llenos de porquería. No los habíamos limpiado desde que compramos la nave, y de eso hacía ya varios años. Otra desagradable sorpresa fue el hallazgo de líquenes fosforescentes, que se adherían a mis ropas y entraban en reacción con el tejido sintético de mis depauperados pantalones. Utilizar los conductos del aire había sido un grave error, pues además de embadurnarme hasta las cejas de polvo, carbonilla, líquenes y toda clase de pequeños parásitos, en lugar de regresar a la cabina de pilotaje aparecí en la parte opuesta de la nave, tan desorientado como un Pajuh en medio del desierto. Había tomado el camino equivocado en una bifurcación, y desemboqué en una gran bodega donde un par de osos con cuernos se hallaban enzarzados en una batalla feroz. Caí justo encima del lomo del más corpulento. El monstruo pegó un brinco y me despidió contra una pared. Cojeando, pero por mis propios medios, pude salir del recinto antes de que las bestias reparasen de nuevo en mí. Los osos cornudos se hallaban demasiado ocupados solucionando sus diferencias como para prestarme atención, lo cual me brindó la oportunidad de sellar la puerta de la bodega y fundir los cables con un disparo de láser. Para volver a abrirla se necesitaría sustituir las conexiones. O reventarla a empujones. Si los osos se empeñaban, saldrían fácilmente de allí dando unos cuantos cabezazos a la compuerta. Mejor no pensar en ello.
La algarabía de todo un zoo disfrutando de su primer día libre se dejaba sentir en cada dependencia de Poderosa. Arrastrando mi pie izquierdo, proseguí mi penosa andadura hacia la cabina de mandos, que ahora se me antojaba a una distancia infinita. Un pajarraco me pasó rozando y se perdió en la oscuridad del corredor. Peligros ocultos y alimañas con garras y dientes me acechaban desde los rincones. En cada cruce de pasillos, me preparaba con la pistola para asar a cualquier bicho que intentase sorprenderme. Al diablo con la carga. Mi vida valía mucho más que sesenta mil argentales.
Llegué a mi destino más pronto de lo que calculé, friendo por el camino a un par de puercoespines babosa que me salieron al encuentro. Otros animales, conscientes de que yo iba bien armado, eludieron sabiamente el enfrentamiento, pero no los puercoespines, que confiaban con optimismo en su coraza de espinas envenenadas. Pegados al techo, esperaban que pasase por debajo de ellos para lanzarse sobre mí, pero los abatí una décima de segundo antes de que lograsen su objetivo. Otros cuantos que se hallaban por las cercanías huyeron como sabandijas al contemplar la masacre.
Un redón montaba guardia delante de la puerta de la cabina de mandos, y al verme me lanzó un gruñido de advertencia. Le respondí con una descarga de energía. Mi moral recuperaba sus niveles de costumbre. Volvía a tener el control de la situación.
—¿Qué te ha pasado? —me dijo Lérad.
—Oh, sólo unos pequeños rasguños. Tuve que enfrentarme a un grupo de gorilas mabús en la cubierta A, pero pude con ellos.
—Y esos mordiscos del cuello ¿también te lo hicieron los gorilas mabús?
—Sí, ejem, será mejor que sellemos este compartimiento y nos demos prisa para llegar a Dekoan VII. Toma —le lancé una de las pistolas—. Las necesitaremos. Alguien ha manipulado las claves de las cerraduras.
—¿Por qué te has traído una pistola nada más, Mel? ¿Qué hay de la tuya?
—La llevo en la canana, no te preocupes —me palpé el cinto, pero no la encontré.
Detrás mío escuché el siseo de una puerta que se abría.
—Cada noche ceno chulos como tú.
—Otra vez no —suspiré.
—Brayn, puerco, he venido a cobrar lo que me debes.
La ardilla del pecho colorado nos amenazaba con la pistola láser, que me había hurtado con elogiable habilidad en la escaramuza de la armería.
—Vale, vale, te daremos una ración extra de hojas secas, pero dame ese chisme —Lérad dio un paso hacia ella. La constructora de las praderas alzó el arma, consciente del poder que encerraba aquel artefacto.
—Quiero el dinero ahora. Basta ya de excusas —insistió la ardilla.
—Bueno, ya me he hartado de juegos, chismosa.
—¡Espera!
—¿De qué tienes miedo, Mel? Ese roedor no sabe utilizar una pistola láser. Lo único que quiere es jugar con nosotr...
Un brevísimo fogonazo convirtió en cenizas nuestra máquina más preciada: la del café con ron.
—Esos mordiscos del cuello no te los dieron los gorilas mabús —dijo Lérad.
—Si me hubieran mordido los gorilas, me habrían decapitado.
La ardilla se paseó por la estancia, dando pequeños saltitos. De un brinco se encaramó al asiento del copiloto y se inclinó sobre la consola de navegación.
—¡No toques eso, desgraciada! —gritó Lérad. La ardilla pulsó el gatillo del arma, y esta vez voló el armario donde guardábamos nuestra provisión de tabaco. La constructora de las praderas le había cogido el gusto a su nuevo juguete.
—Habrá que probar otra táctica —busqué en mis bolsillos algo de comida. Encontré media tableta de chocolate—. Eh, nena, mira lo que tengo para ti.
—Idiota, es vegetariana —me espetó Lérad.
La ardilla ignoró mi chocolate, pero se sintió atraída por el olor del tabaco quemado y se acercó a los restos del armario, a curiosear. Sería su perdición.
Mi socio aprovechó ese momento para dispararle. No acertó, pero consiguió que el animal se asustase y soltase el arma. La ardilla corrió a refugiarse bajo el asiento del copiloto.
—Brayn, tengo pruebas de que nos estás estafando —el animal continuaba repitiendo la perorata de siempre—. Hablé con una fulana del barrio sur. A tu esposa va a interesarle mucho lo que yo sé.
Surgieron chispas del panel de mandos. La ardilla andaba zarceando en los cables. Había encontrado una nueva diversión para fastidiarnos, y desde su posición no podíamos disparar contra ella sin dañar también la consola de control.
La habitación quedó a oscuras unos segundos, al tiempo que se escuchaba un chillido. Cuando las luces de emergencia se activaron, nos agachamos a ver qué había ocurrido con nuestro intruso. Adivinan bien: la constructora de las praderas se había electrocutado.
—Esta ardilla chismosa ha pasado por fin a mejor vida —corroboró Lérad al sacarla de su escondite—. Pediremos una indemnización a Brayn por no advertirnos que era inteligente. Si no nos paga, le amenazaremos con divulgar lo que nos ha contado la ardilla.
—Alguien nos ha gastado una mala pasada —dije—. Un empleado de Brayn debió manipular los conmutadores de las bodegas mientras estábamos en tierra.
—Ha sido Lubián, ese sinvergüenza. O él, o la rata de su socio.
—No vi ningún rudeario entre los empleados.
—Tendrán un contacto en Panadis Cove.
Las disputas entre Lubián y nosotros venían de antiguo. Cuando decidimos independizarnos de Mabe Godda, alquilamos entre los tres nuestro primer carguero y fundamos una pequeña sociedad. No fue fácil encontrar una nave, ya que nadie estaba dispuesto a alquilar cargueros a los novatos; además, Godda usó su influencia contra nosotros para evitarlo. Pero al final conseguimos el arriendo de una nave roñosa, que nosotros libramos del desguace, y nos pusimos a trabajar. El primer error que cometimos fue confiar a Lubián la parte administrativa del negocio, como la contabilidad y la tesorería. El segundo error, no haberlo estrangulado cuando nos dimos cuenta de que nos estaba robando.
Lubián demostró que había asimilado con provecho los trucos marrulleros que Godda le enseñó. En las rendiciones de cuentas semanales nos iba escamoteando un poco cada vez; luego, ese poco se fue incrementando con el tiempo, y llegó un momento en que lo quería todo para él. Lo demandamos judicialmente, pero Lubián no había dejado rastro alguno de sus defraudaciones, y la causa se sobreseyó por falta de pruebas sin llegar a juicio. No conforme con eso, Lubián contraatacó y nos demandó por denuncia falsa, solicitando daños y perjuicios por haber mancillado su buen nombre. Sí, como lo oyen. El juez nos condenó a pagarle diez mil argentales por haberle excluido de la sociedad sin causa legítima, y cinco mil más por daños morales. Aquello fue demasiado. Lubián se reía delante de nuestras narices y aún teníamos que pagarle. La situación era insostenible. Había que dar a Lubián un buen escarmiento.
Después de lo que nos había hecho, era lógico que nadie quisiese juntarse con aquel facineroso. Así, Lubián no tuvo más remedio que asociarse con la rata de Neio. A nadie le gustó ver pasearse a un rudeario por la sede del Sindicato, y Lubián fue muy criticado por tal motivo. Aprovechamos el clima de malestar existente para llevar a cabo nuestra venganza.
Misteriosamente, comenzaron a circular de mano en mano unas fotos que mostraban a Lubián en posturas impúdicas con el rudeario. El sexo con alienígenas es todavía un tabú en nuestra sociedad. Llevamos relativamente poco tiempo conviviendo con otras especies inteligentes y aún no nos hemos acostumbrado a su presencia. Por este motivo las fotos fueron muy celebradas entre nuestros colegas. La falsificación era de impecable factura —nuestro buen dinero nos había costado—, y Lubián no pudo demostrar que estaban trucadas hasta meses más tarde, cuando ya todo el mundo lo consideraba un depravado, indigno de pertenecer al Sindicato, y le volvían la espalda.
Lubián acudió a un abogado, el mismo que le hizo ganar el pleito contra nosotros, pero en esta ocasión no pudo hacer nada, porque nos preocupamos bien de no dejar una sola pista que nos señalase como autores de las fotos. Si se atrevía a denunciarnos sin pruebas, que se atuviese a las consecuencias. Pero Lubián no nos denunció; en lugar de eso esperó pacientemente a que llegase la ocasión para sacarse la espina. Creímos que provocando la avería de nuestro propulsor cuántico en Norasai III se daría por satisfecho, pero estábamos equivocados. Si algo conocíamos de Lubián era que jamás se daba por satisfecho.
Golpes enérgicos se escuchaban tras la compuerta. Pensé en los osos cornudos. Si se escapaban de la bodega y encontraban el camino a la cabina de mandos, se acabó. Eso si antes no abrían un agujero en el casco y salíamos todos despedidos al espacio por la descompresión. Me imaginé a redones, chismosas, avestruces y osos cornudos girando en torno a Poderosa. Un verdadero espectáculo circense.
—Aquí dentro estamos seguros —opiné yo—. Supongo.
Lérad miró con recelo la puerta. No confiábamos mucho en su resistencia. Nuestro carguero no estaba hecho precisamente con los mejores materiales.
—Me sentiría más tranquilo si hubiésemos llegado ya al zoo de Dekoan —comentó Lérad.
—Podríamos adelantar el salto. Consulta la computadora.
—Veamos...¿Qué demonios es esto?
—¿El qué? —presentí que los osos habían entrado en el cuarto de máquinas, haciendo puré los generadores.
—Fallo en el cuarto de máquinas. Los acumuladores pierden potencia. Tú tienes la culpa, Mel. Tú y tus chapuzas. ¿Qué vamos a hacer ahora? El generador cuántico se ha vuelto a averiar y tenemos la nave llena de bichos —la compuerta vibró inquietantemente.
—Espera —conecté la cámara de televisión de la sala de popa. El cuarto de máquinas estaba tranquilo. Ningún animal correteaba por allí—. No lo entiendo.
—¿No lo entiendes, bellaco? Yo sí que lo entiendo. Haces cuatro remiendos en la maquinaria y encima te las das de genio de la electrónica. Un pocero lo habría hecho mejor.
—Algo no encaja. Comprobé la reparación en la consola de operaciones antes de salir de Dricon.
—Menuda comprobación, tío listo.
—Mira en la pantalla. Allí se mueve algo —activé el zoom de la cámara—. Unas minúsculas formas reptantes se destacaron entre las conexiones—. Ahí lo tienes. Los gusanos que encontramos en la caja de herramientas se están comiendo los cables.
—¿Qué? —Lérad miró incrédulo la pantalla—. Es igual, tú sigues teniendo la culpa por no haber cerrado la caja cuando acabaste.
—El caso es que alguien tendrá que ir a la sala de máquinas y empalmar los cables. Ya que soy tan torpe, confío en tu habilidad para esa tarea.
—¿Estás de broma? No voy a ir hasta la sala de máquinas con lo que nos espera fuera.
—Pues alguien tendrá que hacerlo.
—Tú, Mel, tú tendrás que hacerlo. Eres el único que está capacitado para reparar la maquinaria. Yo me haría un lío con los cables y soldaría el que no es.
—Pero si acabas de decir...
—No importa lo que acabo de decir. Eres el culpable y debes hacer el trabajo.
—Me niego a abrir la puerta.
—No tienes por qué abrirla —Lérad señaló la rejilla de ventilación—. Date prisa. Los redones están hambrientos.
—Me perdí la última vez que usé las conducciones de aire. No encontraría el camino.
—Descuida —Lérad obtuvo del ordenador un plano de los túneles de refrigeración—. Con esto no te perderás, amigo.
Nuevos golpes en la puerta nos recordaron que disponíamos del tiempo justo. Discutir acerca de quién debía ir a la sala de máquinas era un lujo que no podíamos permitirnos. Además, Lérad estaba en lo cierto: su ineptitud en la electrónica era un hecho suficientemente demostrado. Sería más que probable que mi torpe amigo cometiese alguna equivocación y provocase el incendio del generador.
—Yo iré —decidido, me encaramé a la rejilla del aire y solté los tornillos de sujeción—. Para esta tarea no se puede confiar en ti, manazas.
—Estoy de acuerdo —convino Lérad, sonriente—. Pero te olvidas de un pequeño detalle.
—Cuál.
—La pistola láser. No pretenderás llevártela y dejarme aquí desarmado. La cabina de control es el punto neurálgico de la nave. La puerta no aguantará mucho, y si los animales consiguen entrar, destrozarán la computadora.
—Apáñatelas como puedas. Yo también necesito el arma. Claro, que si prefieres ir tú a la sala de máquinas, por mí encantado.
—Bueno, bueno, llévatela. Pero antes podías cambiarte de pantalones. Vas hecho un desastre.
Me palpé los pantalones. Los líquenes habían practicado óvalos y círculos perfectos de diferentes tamaños. Para ser simplemente líquenes, tenían una idea bien definida acerca de cómo estropear una prenda con estilo.
—No voy a una fiesta de etiqueta.
—Yo lo decía por los animales. Algunos podrían, em... acalorarse al verte con esa pinta.
—Vete al diablo, Lérad.
Me introduje en el conducto del aire. Tardé poco tiempo en lamentar haber ignorado el consejo de mi amigo y no haberme cubierto, aunque sólo fuese con trapos. Y no crean que me encontré en los túneles con algún animal libidinoso, nada de eso.
Se trataba de un picor intenso que ascendía lentamente por mis piernas.
CAPÍTULO 3
La cura fue como una tortura drillín. Se supone que en siglo XXV, la medicina debería tener remedio contra un simple sarpullido, pero lo cierto fue que las pomadas y las medicinas que me recetaron no consiguieron que pudiese sentarme durante mucho tiempo sin que sintiera un escozor terrible. No les comentaré cómo quedó mi trasero después del ataque de los líquenes, porque supongo que no estarán interesados en escuchar detalles sórdidos, pero les aseguro que los hongos voraces de Wonsa son una caricia amistosa comparado con lo que sufrí en mis propias carnes. Ignoro cómo llegaron a parar los líquenes a los conductos del aire. Lo más probable es que se tratase de restos de esporas de cargamentos anteriores.
Bien, si les estoy contando esto, habrán deducido que conseguimos llegar a nuestro destino sin que los redones lograran hincarnos el diente. Los encargados del zoo de Dekoan nos amenazaron con no autorizar el pago del resto del flete, tras comprobar con el conocimiento de embarque que faltaban algunos animales; pero bastó una llamada a Brayn para que éste diese su visto bueno sin ningún impedimento. Las ardillas chismosas resultaron más útiles que una póliza de seguro a todo evento.
Las autoridades aduaneras tampoco nos azuzaron demasiado. Revisaron la carga desde bien lejos con un haz explorador y estimaron sabiamente que sería mejor no acercarse. Los muy canallas ni siquiera atendieron nuestra llamada de auxilio. Les pilló por sorpresa que alguien se dirigiese a ellos para pedirles algo, cuando únicamente estaban acostumbrados a recibir, y que esa petición consistiese en lo que todas las naves que llegaban al sistema se empeñaban en evitar: el abordaje de una patrulla armada. Nos abandonaron a nuestra suerte con la esperanza de que las bestias nos devoraran, y así poder irradiar la nave con neutrones para matar la carga y apoderarse cómodamente del carguero.
Pero no les dimos esa alegría. Con dinero fresco en el bolsillo, pagamos en Dekoan una limpieza a fondo de la nave y reparamos los destrozos que las belicosas criaturas habían causado. Poderosa no parecía la misma cuando los robots acabaron su tarea. Incluso olía bien por dentro, extraña sensación a la que nos costó habituarnos. También compramos un robot auxiliar que ayudara en las reparaciones y que mantuviese la nave en un estado decente. Tenía un aspecto de araña poco atractivo, pero cumplía sus funciones con diligencia y era capaz de subir a los lugares más inaccesibles gracias a sus patas articuladas.
Lérad se empeñó en regresar a Dricon para hablar con Mabe Godda. No sé por qué motivo, pero mi compañero insistía en su creencia equivocada de que aquel filibustero metido a político nos concedería un aplazamiento en el pago. Mi socio sugirió que le entregásemos la mitad de lo ganado en este viaje, como prueba de que pensábamos pagar. No me agradaba tener que dar treinta mil argentales para aplacar la avidez de aquella piraña, con lo que nos había costado ganarlos. Godda jamás se hartaba, y cuanto más le ofreciésemos, más querría. Pero como además habíamos quedado con Andrich en Dricon para hablar acerca de un trabajo que nos iba a proponer, accedí a volver a la infecta y populosa capital de la Confederación.
A mediados del siglo XXII, los excesos del gobierno central terrestre levantaron una oleada de protestas en la república colonial que con rapidez se expandía por la galaxia. En aquella época, el viaje hiperespacial era una empresa peligrosa que se cobró numerosas víctimas. Los motores cuánticos estallaban al menor error en el cálculo del salto, y una sola explosión era capaz de crear una discontinuidad en el espacio-tiempo que, a modo de un poderoso atractor, absorbía cuanto se encontrase a su alrededor. Si una escuadra saltaba al hiperespacio y explotaba el generador de una fragata, toda la escuadra desaparecía en un instante. ¿Adónde iban? Nadie lo sabía. Tal vez a ninguna parte.
Los colonos de la periferia no estaban muy contentos con el trato que recibían del gobierno terrestre, autoritario y poco amigo de hacer concesiones. Como ya ha ocurrido otras veces a lo largo de la historia, los colonos intentaron independizarse. Contaban a su favor la distancia que les separaba del sistema solar, y los peligros que encerraba el viaje interestelar. Aparte, idearon algunos trucos creativos para mantener a raya a los buques que conseguían llegar a sus mundos, como los distorsionadores de masa, que creaban pequeños "poros" en la curvatura espacial. Cuando una nave, al efectuar un salto, reingresaba al espacio normal, su curso se desviaba hacia el poro y era proyectada a diez mil años luz de distancia. Las probabilidades de que el motor cuántico estallase durante esta operación era altísima, de ahí que atacar las colonias de la frontera fuese una operación suicida.
Tras una guerra que duró tres años, se firmó la paz después de arduas negociaciones, en las que cada parte se vio obligada a ceder en sus pretensiones. Y como testimonio de que la situación iba a cambiar, la capital de la república fue trasladada a Dricon, un planeta situado en el eje de las principales rutas comerciales.
Un siglo después, Mauris Radllo volvería a dar otra vuelta de tuerca de autoritarismo, en esta ocasión con mayor fortuna. Durante el mandato de Mauris, la república disfrutó de una relativa paz, si bien las tensiones se manifestarían con efectos retardados en una serie de luchas intestinas que alcanzaron su máximo apogeo a la muerte del presidente. Luego vendría Olden y su idea de una Confederación de sistemas libres. Pero sigamos con lo que les estaba contando.
Godda accedió a recibirnos sin cita previa, en contra de lo que su abogado nos había asegurado, lo cual me daba mucho que pensar. Sospeché que Lérad me estaba ocultando algo, y no debía ser nada bueno si estaba relacionado con aquel truhán.
Un mayordomo nos condujo a una sala circular ricamente adornada con espejos multicolores y maderas nobles. Nos preguntó si queríamos tomar algo. Yo rehusé, pero Lérad pidió té con pastas. Un reloj de pared marcó las nueve en punto, hora local de Dricon.
—Su ilustrísima les recibirá enseguida —dijo el mayordomo, sirviendo el té a Lérad con profesional elegancia—. ¿Desea un poco de leche, señor?
—No, gracias, puede retirarse.
El mayordomo hizo una reverencia y se marchó.
—Qué pingüino tan servicial —observó Lérad—. ¿Has visto su traje? Godda debe haberlo robado de un museo —señaló con un gesto vago los espejos multicolores, añadiendo:— junto con todo lo demás.
—No necesita robarlo. Ahora puede comprar un museo entero, o los que le plazcan.
El reloj marcó las once, y Godda seguía sin aparecer. Lérad llamó al mayordomo.
—¿Desea algo el señor?
—Sí, nos dijo que su jefe no tardaría en venir, y ya han pasado dos horas.
—Le ruego que me disculpe, pero su ilustrísima ha debido atender un asunto relacionado con la Asamblea que no admitía demora. Le serviré otra taza de té.
—A cualquier cosa le llaman té aquí —masculló Lérad—. No tomaré nada. Dígale a Godda que tenemos prisa.
El mayordomo se fue, esta vez sin reverencias. Godda no nos recibió hasta pasada la una del mediodía. Nos había hecho esperar cuatro horas, seguramente para nada.
El despacho del mercader guardaba la misma línea ostentosa que el resto de su residencia. Un escritorio de mármol duano en forma de media luna presidía la estancia, grande como un salón de baile. Del techo colgaba una lámpara de siete brazos, adornada con orlas de cristales y prismas de diamante. Según el ángulo en que se la contemplase, el aspecto de la lámpara cambiaba. Los muebles eran un combinado de diversas épocas, desde un armario Luis XV o una mesita toscana, hasta un tresillo Nobi Gleaner de finales del siglo XXIII. Tomamos asiento en unos sillones de piel de bilassai, especie en vías de extinción del planeta Amnas, una rareza cuya captura estaba rigurosamente prohibida. En el mercado negro alcanzaba precios astronómicos.
—¿Te gustan mis sillones, Meldivén? —preguntó Godda, satisfecho de que hubiese reparado en una de las piezas más caras de su imponente despacho.
—La caza del bilassai está castigada con la cárcel —contesté secamente.
Godda sonrió, remarcando las arrugas que surcaban su rostro sesentón. Los prismas de la lámpara arrancaron un destello a su calva, lustrada con ungüentos exóticos quizá con la vana esperanza de que le volviese a crecer el cabello. Godda padecía una enfermedad capilar congénita, que le había dejado sin un pelo en todo el cuerpo. Había recurrido a los mejores médicos y probado injertos, tratamientos de microestimulación e inoculaciones subcutáneas; pero no habían dado resultado.
—La prohibición rige únicamente en Amnas —dijo nuestro anfitrión—. Allí tienen mentalidad pueblerina. ¿Qué importa un bilassai más o menos, comparado con la infinitud del espacio?
El muro sur se desvaneció, y una imagen tridimensional de la espiral galáctica lo reemplazó. Soles y nebulosas giraban lentamente en torno al resplandeciente y masivo centro, una agrupación de estrellas apiñadas como un racimo de uvas.
—Meldivén, en la Vía Láctea hay tantos seres vivos merecedores de nuestra atención, que ciertamente la piel de un bilassai es una causa demasiado trivial para luchar por ella.
—Supongo, ilustrísima, que su cargo de parlamentario confederal le permite observar la realidad desde una perspectiva superior.
—Advierto cinismo en tus palabras —Godda me miró fríamente.
—No le haga caso —intervino Lérad—. A mí me gustan mucho estos sillones. Y tiene usted razón, qué importan unos cuantos bilassai más o menos. Esos animales nacieron para tapizar con su piel sillones como éste.
—Malinterpretáis mis palabras. Me refería a la cantidad de sufrimiento que existe en nuestra sociedad. Cientos de miles de seres humanos mueren cada día en nuestra galaxia. Enfermedades, hambre, guerras. Para toda esa gente desgraciada, la vida no merece la pena.
Es evidente que tú no te encuentras entre ellos, pensé.
—Por eso hablaba de la insignificancia de los bilassai, comparados con la tragedia diaria que se vive en los mundos confederados. Como parlamentario, hago lo que está en mi mano para aumentar el bienestar de nuestros infortunados ciudadanos; aunque lamentablemente no es mucho. La máxima de Eos Biln, nuestro nuevo presidente, es luchar por una sociedad donde la igualdad y la justicia social prevalezcan sobre los privilegios. Los ciudadanos deben ser iguales en derechos y obligaciones, con independencia del lugar donde nazcan —la Vía Láctea fue sustituida por una imagen de un suburbio cualquiera. Niños desnutridos, basura, chozas destartaladas, barro y podredumbre por las vías—. Esto que veis aquí es un barrio marginal de Tirras. Quiero erradicar todo eso, sustituirlo por viviendas dignas y limpias, con las dotaciones y servicios que cualquier ciudadano se merece, al margen de sus recursos económicos.
Sorprendente. Las elecciones habían concluido hace tres meses. ¿A quién quería engañar Godda con aquel discurso? No vi a ningún posible votante por allí cerca. A lo mejor sufría de ramalazos de verborrea electoral de vez en cuando.
—Será una empresa que me costará mucho dinero. En fin, soy un sentimental.
Godda se dirigió hacia el holograma, que había invadido el centro de la sala, y ahora ofrecía una panorámica del suburbio desde el aire. El político se agachó con dificultad a causa de su voluminoso vientre, fruto de sus incontables excesos gastronómicos, y frotó con la palma de la mano los techos de las chozas. Éstas se esfumaron. De los solares nacían resplandecientes edificios que cobraban forma de acuerdo con las manipulaciones de Godda. Un toque aquí, y la cúpula de una torre era modificada; un roce con el dedo allá, y dos columnas de acero ascendían al cielo poblándose de ventanas y luces. El suburbio fue reemplazado en pocos segundos por edificios de apartamentos, jardines y zonas de esparcimiento.
—Tiene usted un corazón de oro —dijo Lérad—. Me enorgullece saber que es miembro de la Asamblea. Con hombres como usted, el destino de la galaxia está en buenas manos.
—Gracias, gracias —Godda inclinó levemente su calva.
—Conocemos su espíritu magnánimo, su sensibilidad hacia los problemas de los demás. Por eso hemos venido a verle.
—Sé a qué habéis venido. Queréis un aplazamiento en el préstamo.
—Antes que nada debe saber que si existieron algunas diferencias que nos enfrentaron en el pasado, están olvidadas. Completamente olvidadas.
—Tu socio calla. ¿Debo interpretar su silencio como asentimiento, o como un signo de hostilidad?
—Suscribo la opinión de Lérad —dije muy a mi pesar.
—No suena convincente —Godda se frotó su gruesa y colorada nariz. Pulsó un botón y el holograma desapareció—. Pero estaría dispuesto a concederos un aplazamiento, a cambio de que realicéis unos cuantos transportes para mí. ¿Habéis oído hablar de los neuros?
—Según tengo entendido, son ilegales —adelanté.
—Meldivén, deberías haberte dedicado a otra profesión —Godda suspiró con fastidio—. En este mundo, lo que hoy es ilegal, mañana puede dejar de serlo, y desde mi perspectiva superior en la Asamblea creo estar más capacitado que tú para asegurarlo.
Lérad me hizo un gesto para que me callase.
—Cierto que los neuros están prohibidos, de momento, pero se trata de meros papeleos administrativos —continuó Godda—; ya sabéis, controles de calidad y detalles por el estilo. Sospecho que algunas intercompañías están presionando al departamento de Sanidad para que retrase el visto bueno, pero el avance de la ciencia es imparable, y los neuros serán legales dentro de poco —el político se retrepó en su sillón, observándonos con suficiencia—. Os estaréis preguntando qué tiene que ver mi charla acerca del sufrimiento de los pobres con los neuros.
—Sí, es una relación intrigante —murmuré, intuyendo adónde pretendía llegar aquel mezquino.
—La ciencia tiene el deber de mitigar el dolor humano. Desde el Acta de libertades civiles firmada en el año 2269, el comercio de drogas es legal. Los asamblearios de la época elevaron a derecho cívico fundamental el de abusar del propio cuerpo.
Que incluía también el de envenenarlo. Esa era la argumentación oficial, pensé, pero la causa de fondo fue otra: el gobierno estaba sin blanca —más o menos como ahora; los administradores públicos no suelen ser buenos gestores—. Dado que el tráfico de drogas movía sumas de dinero muy apetecibles y estaba fuera del control policial, los dirigentes decidieron hacerse con el monopolio. Los precios en los mercados subterráneos se desplomaron y el gobierno se convirtió en el proveedor exclusivo. Si creen que con esos ingresos extra, las arcas públicas se llenaron y las ganancias revirtieron en beneficio de la sociedad, entonces les recomiendo la lectura de la Guía de saqueadores, políticos y tunantes de Cyrus Tanes, que les abrirá los ojos a una nueva realidad. Unos años más tarde, los tribunales anularon el monopolio al dictaminar que restringía la libre competencia. Las intercompañías privadas se repartieron desde entonces el sabroso pastel. Y ahora venía el argumento de Godda. Si las drogas eran legales desde hacía dos siglos, ¿por qué no los neuros?
—Los inductores neurales son el fin del dolor —decía Godda—, y harán más soportable la existencia a muchos ciudadanos. Del tamaño de una cabeza de alfiler, se implantan en el córtex y desde allí pueden modificar toda la química del cerebro. No hay que introducir en el organismo sustancias extrañas: el neuro se encarga de fabricar las drogas partiendo de la química cerebral. Nuestra cabeza es una eficiente planta procesadora de estimulantes. ¿Para qué comprar drogas, si nuestro propio cerebro puede sintetizarlas?
—Pasará a la historia como el hombre que erradicó el sufrimiento de la especie humana —ironicé.
—Ríete, Meldivén, pero un día te arrepentirás de lo que acabas de decir.
—El departamento confederal de Sanidad castiga duramente la venta de neuros —dijo Lérad—. Es un negocio arriesgado.
—En vuestra situación no podéis elegir. Debo realizar un transporte de pienso al sistema Coshanis. Recogeréis el cargamento y lo llevaréis a su destino. No hacéis preguntas y todos saldremos ganando. Si os portáis bien, contaré con vosotros para próximos encargos.
—¿Y si no lo hacemos? —pregunté.
—Una pregunta superflua, Meldivén. Esperaba más de tu inteligencia.
—No sé por quién nos ha tomado, Godda, pero por lo que a mí respecta, no tengo la menor intención de exponerme a una condena de diez años de cárcel por transportar esa basura.
—¡Mel! —exclamó mi socio.
Godda, imperturbable, se acariciaba con parsimonia su narizota. Nos recorrió con la mirada, consciente de su superioridad. Paladeaba la entrevista como un buen vino. Primero agitaba la copa y luego inspiraba profundamente el aroma. Habíamos venido a verle para rogarle, para ponernos de rodillas y suplicarle que no nos quitase la nave. Godda nos proponía a cambio un trato inaceptable, y su disfrute se incrementaba al comprobar que estábamos divididos. Ahora comprendía por qué había comprado el crédito al banco Mibantik. Lo había adquirido para humillarnos.
—Quizás tengas razón, Meldivén —dijo el político, tras un silencio prolongado—. Puede que los neuros sean basura, pero es una basura necesaria. La sociedad la necesita para sobrevivir en este mundo de injusticias. En fin —miró su reloj—. Otros asuntos me reclaman. Disculpad.
El mayordomo nos aguardaba con la puerta del despacho abierta.
• • • • •
—¡Eres estúpido! ¡Un condenado estúpido! ¿Qué vamos a hacer ahora, eh? Cuando nos quedemos sin nave, vete pensando de qué vamos a vivir.
Lérad siguió vociferando el resto del día. Habíamos dejado pasar nuestra única oportunidad de evitar la subasta de Poderosa. Ahora, era cuestión de tiempo que nos llegase la notificación judicial.
—Hay trabajos que como transportistas no podemos aceptar —argüía yo, intentando que entrase en razón—. Y entre ellos están los que infringen decretos del Consejo Confederal.
—¿Y qué? Los consejeros derogarán el decreto de prohibición en cuanto el fabricante de los neuros les ceda un porcentaje de las ventas. Mel, parece mentira que no sepas cómo funcionan las cosas en Dricon. Godda tenía razón, lo que hoy se prohíbe, mañana se permite. El dinero es la única ley que se respeta en la Confederación.
—Tengo otras razones para no aceptar. Se trata de los neuros. Se están dando casos de gente que muere de hemorragia cerebral por culpa de ellos.
—Habladurías. De cualquier modo, a nosotros no nos concierne. Recuerda el Acta de libertades civiles: toda persona mayor de edad tiene derecho a disponer de su propio cuerpo y a adquirir libremente los medios que desee para su satisfacción personal...
—...siempre que no vulnere los derechos de otro ser humano. Recuerdo el artículo, Lérad. Y también recuerdo que, unos meses antes de aprobar el Acta, se rebajó la mayoría de edad a los catorce años.
—Los jóvenes maduran antes con las modernas técnicas educativas.
—Pues yo pienso que lo hicieron para incrementar los beneficios en el monopolio estatal de drogas. No, Lérad, me niego a participar en este tipo de negocios.
—Alguien hará el transporte en lugar de nosotros. Godda encontrará otra tripulación que aceptará.
—Será su problema.
—Te equivocas, Mel. Es nuestro problema, y de nadie más.
—Falta por ver si nos quitan la nave. Podemos dilatar el procedimiento judicial uno o dos años, si contratamos a un buen abogado. Habremos encontrado otro carguero para cuando nos lo subasten, aunque sea de alquiler.
No convencí a mi socio. Lérad tenía una visión más pragmática de la situación, y había algo de cierto en sus palabras. Es posible que yo no valiese para el oficio, pero no quería verme involucrado en un tráfico que podía acabar con la vida de seres inocentes. También desconfiaba de Godda. Aún en el supuesto de que nos plegásemos a sus deseos, aquel canalla podía ejecutar la hipoteca y apoderarse de nuestro carguero.
Agité mi combinado de fresas tarkas y confié en que Andrich no se hubiese olvidado de nuestra cita. La silla del bar era dura, y el cojín hinchable que había comprado para mitigar el escozor de mis posaderas perdía aire. En el bar había poco público. Un robot ambulante rastreaba con sus sensores a posibles clientes. Pese a que ocupábamos una de las mesas del fondo, el robot nos captó al instante y se dirigió directamente a nosotros.
—Felicidades, caballeros. He traído conmigo lo que ustedes necesitan —el robot abrió un contenedor cuadrado situado en su vientre—. Observen esta maravilla: un detector de moneda falsa. Puede reconocer doscientos tipos de monedas o billetes, y detectar alteraciones en las fichas de créditos de uso común.
—Lárgate —rechazó Lérad.
—Denme una moneda, por favor. Les haré una demostración. No pierden nada con esto. Mis detectores son muy apreciados entre los hombres de negocios. Si lo prueban, no se arrepentirán.
Le entregué una moneda de cinco argentales. El robot depositó encima un sensor cuadrado. El detector dijo:
—Emisión del año 2415, legítima y sin limaduras.
—Claro que es legítima —dije—. Eso ya lo sabía.
El robot nos mostró dos monedas, de veinte y doce argentales.
—¿Podría decirme cuál de las dos es la falsa, caballero?
—La de doce —señalé, tras un somero examen—. Es una falsificación muy burda. No necesito sensores para saberlo.
—La moneda de doce argentales es legítima —anunció el sensor—, aunque ha sufrido un serio desgaste por el uso. En cambio, la de veinte ha sido falsificada, y por gente que no conoce su oficio. En el reverso se detectan incorrecciones notables en el proceso de estampación; los perfiles del emblema confederal se desdibujan y la aleación empleada contiene impurezas que confieren a la moneda un brillo apagado. En el anverso, la acuñación demuestra su confección cochambrosa con mayor evidencia, ya que el cuello del presidente Olden carece de nuez y...
—Ya me he dado cuenta de que le faltaba la nuez —mentí—. Dije que la de doce era falsa para probar el sensor.
—¿Entonces? —preguntó el robot, esperanzado por la posibilidad de realizar una venta.
—Para saber que es falsa no me hacía falta tu chisme. Tengo ojos para eso.
—Con todos los respetos, señor, creo que se equivocó al elegir la moneda y ahora no quiere reconocerlo.
—Márchate de aquí, insolente.
Andrich y Dana asomaron por la puerta. Por fin nos libraríamos del pelmazo electrónico.
—Felicidades, simpática pareja, porque tengo lo que necesitan —el robot no se daba por vencido y había empezado el asedio de los recién llegados—. Para usted, bella señora, tengo una diadema de cromatina que cambiará el color de su pelo sin necesidad de teñirlo. Lleva incorporado un polarizador de luz reflejada que...
—Estoy satisfecha con el color de mi pelo —dijo Dana, sacudiéndose su melena azabache.
—En ese caso, seguro que le interesará mi depilador exclusivo, que elimina para siempre el vello y le ahorrará un sinnúmero de incomodidades.
—¿Vello? ¿Acaso tengo yo vello en la cara? —Dana se acercó al robot, amenazante.
—¡Gug, gug!
Rufián, el perro auriga de Ox Orne, acababa de llegar y ladraba a su manera al robot, enseñando los dientes. Ox empujó con su barriga al vendedor electrónico y le advirtió:
—Si dentro de cinco segundos continúas en este local, me haré con tus tripas una parrilla para asar chuletas.
La amenaza surtió efecto. Ox, Dana y Andrich se sentaron a la mesa. El camarero trajo cervezas y aperitivos. Ox pidió un par de tostadas con salsa de ajo.
—Puajj —Dana se tapó la nariz mientras Orne untaba su tostada. La salsa estaba aderezada con especias y picante. El estómago de Ox no debía ser humano para tolerar aquella mezcla.
—¿A qué viene ese almohadón en el asiento, Mel? —observó Andrich.
Como me temía, no había logrado que el cojín pasase inadvertido. Su color morado llamaba demasiado la atención.
—Estas sillas tienen el asiento muy duro —expliqué.
—Se le pegaron unos líquenes en el culo —dijo Lérad.
Esperé pacientemente a que las risas cesaran para desviar la atención a otro asunto. Lérad se estaba mofando de mí en represalia por haber rechazado la oferta de Godda. Pregunté a Andrich qué era lo que nos tenía que ofrecer.
—Esto —levantó su jarra de cerveza.
—¿Un brindis? —no comprendía sus intenciones.
—Cerveza, Mel —aclaró Andrich—. Hay que transportar varias toneladas de cerveza Jabraen y material de construcción a Loderenai, un planeta de la frontera.
—Parece que los colonos están sedientos —observó Lérad.
—Cargaremos en el sistema Telura —prosiguió Andrich. Rufián emitió una especie de berrido al oír aquel nombre—. Allí se encuentra la fábrica de cerveza y los almacenes de componentes de autoensamblaje. Realizaremos el viaje en trece saltos. Tenemos que cubrir una distancia muy grande. Pasaremos cerca de púlsares y condensaciones nebulares, así que tened cuidado con los cálculos de astrogación.
—¿Cuidado con los cálculos? —rió Lérad—. Vamos, Andrich, sólo trece saltos y a estas alturas nos dices que hay que tener cuidado. No somos principiantes.
—Me he enterado de que vuestra computadora cayó en un bucle lógico cerca de Norasai III.
—Lubián lo provocó.
—Deberíais haber estado prevenidos.
—Hemos arreglado el fallo. No volverá a suceder.
—Andrich tiene razón —intervino Dana—. Tenéis que modernizar vuestros equipos, o seréis presa fácil de cualquier cobrador de impuestos.
—Os he dicho que lo hemos arreglado —repitió Lérad—. Bueno, dinos cuál será nuestra parte.
—Veintinueve mil quinientos.
—Eso es una miseria.
—A mí me parece suficiente —intervine—. Loderenai está en una zona pacífica, y los puertos de Telura no causan problemas de aduanas.
Rufián rugió de nuevo, atrayendo nuestra atención.
—Qué le pasa a tu condenado perro —protestó Dana.
—Creo que no le gusta que vayamos a Telura —aclaró Ox. El pelaje del can se erizó súbitamente—. Ya sabéis cómo se ponen los aurigas en febrero.
—No, no sabemos cómo se ponen los aurigas en febrero —dijo Dana—. ¿Es algo importante? Porque si no lo es, prefiero que nos ahorres otra de tus charlas.
—Está relacionado con la posición de las lunas del planeta de los aurigas —explicó Ox—. En el mes de febrero, las mareas provocan alteraciones en el organismo de su fauna. Se vuelven, como lo diría yo, raros.
—Estamos en Dricon y aquí no hay lunas. Pamplinas.
—Bueno, puede que se trate de un proceso cíclico que les ocurre en febrero, con independencia de que se encuentren en su planeta; pero la verdad es que Rufián se pone muy raro durante este mes.
—¿Qué quieres decir con que se vuelven raros? —se interesó Andrich.
—Verás —Ox apuró su cerveza, satisfecho por haber picado nuestra curiosidad—. Hace un año, por estas fechas, estaba haciendo unas revisiones en mi nave y pasé por delante de un cuadro electrónico. Rufián se puso a ladrar como una fiera. Comprobé el cuadro, pero lo encontré todo en orden, y pensé que sería una de las manías de mi perro. ¿Os he contado que una noche me lo encontré encima de mí? Yo estaba durmiendo en la cama y de pronto lo vi plantado encima mío. El pelo le brillaba en la oscuridad y...
—Ox.
—Está bien, a lo que iba. Un par de días más tarde se incendió el cuadro electrónico. Rufián había olido el humo del incendio dos días antes de que se produjese.
—Imposible —rechazó Dana—. Te explicaré lo que pasó. Una rata pasaba por allí cuando tú cruzabas por delante del cuadro. Tu perro la vio y nada más.
—En mi nave no hay ratas.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Mentira —negaba Ox—. Y aunque así fuese, ¿cómo explicas lo del incendio? Se quemó precisamente el panel electrónico en el que mi perro se había parado.
—Casualidad.
—Es posible que hubiera un escape de gas cerca del panel —dijo Andrich—. Tú no te percataste, pero el perro sí. Dos días después saltó una chispa en el cuadro y el gas se inflamó.
—Pues yo estoy de acuerdo con Ox —intervino Lérad—. Y sostengo que su perro nos intenta advertir que no viajemos a Telura.
Rufián berreó con ganas. El animal se había convertido en el centro de la reunión, haciéndonos olvidar el motivo que nos había congregado.
—Total, para la miseria que vamos a cobrar no merece la pena correr riesgos —continuaba mi socio.
—Se comenta que hay movimiento de tropas en el sistema —señaló Ox—. Corren rumores de que el general Boro está desplegando la flota telurana con el pretexto de unas maniobras.
—Si lo hace, es que tiene autorización del almirantazgo —dijo Lérad—. Ya sabéis que la armada de Telura es una de las pocas que Dricon controla ferreamente.
Como muchos de ustedes recordarán, Boro empezó a ser conocido a raíz de la batalla de Antares, en la que logró una victoria fulminante frente a un brote separatista que pretendía independizarse de la Confederación. Después de aquella hazaña fue ascendido a general y destinado a Telura, el sistema más próspero y rico de la Unión; pero lo que aparentemente era una recompensa a los ojos de los ciudadanos, significó para Boro una humillación, puesto que al tiempo que se firmaba su nombramiento se recortaban sustancialmente sus poderes, condicionándose cualquier decisión suya a la aprobación del mando central de Dricon. De un plumazo suprimieron casi todas sus competencias, convirtiéndole de hecho en un títere del alto almirantazgo, sin capacidad de decisión autónoma.
Sus superiores no debían confiar mucho en él cuando lo trataron de esa manera. ¿Por qué? Se dice que Boro desobedeció órdenes durante el conflicto de Antares. Dricon no podía degradarle después de la victoria, así que lo ascendió. Boro no tardó en comprender que la recompensa era sólo nominal.
—Vamos, vais a decir ahora que os acobardan unas maniobras rutinarias —opiné.
—Las maniobras no, pero la reacción de Dricon sí —subrayó Lérad.
—Estáis hablando en hipótesis —insistí—. Hemos pasado por situaciones peores. Aquí no va a pasar nada.
—Me preocupa nuestro nuevo presidente —dijo Andrich—. Telura siempre ha sido uno de los sistemas más prósperos de la Confederación, y Dricon quiere ahora igualarlo con el resto. No renunciarán a sus privilegios. Telura luchará por conservarlos.
—Es un asunto que como transportistas no nos importa —declaré—. A nosotros se nos paga por llevar mercancías de un lado a otro. Limitémonos a eso.
—Yo soy de Telura —dijo Dana—. Y me concierne cuanto allí ocurra.
—Perdona, no quería ofenderte.
—No me has ofendido. Por mi parte, estoy dispuesta a ir.
—Bien, ya somos dos. ¿Andrich?
—Claro. Yo os he propuesto el viaje.
—Yo también iré —dijo Ox.
Rufián emitió un berrido de protesta. Lérad guardó silencio.
—Con la abstención de Lérad y el voto en contra del perro, iremos a por las cervezas —anuncié—. Los sedientos colonos de la frontera nos esperan.
• • • • •
La historia de Telura es tan antigua como la colonización estelar. Los riesgos de los viajes hiperespaciales y el costo de la expansión, que superaba con creces los magros recursos de los gobiernos, forzaron a éstos a asociarse con las intercompañías para que la labor colonizadora pudiese seguir adelante. Se concedió a las empresas generosas concesiones sobre los mundos descubiertos, exenciones fiscales y privilegios que rebasaban en muchas ocasiones el terreno económico para adentrarse en el político. Las intercompañías se convirtieron así en los artífices de la expansión, en el motor de la colonización a través de la galaxia. Pero como bien saben ustedes, no se hace un favor a cambio de nada. Las intercompañías fueron adquiriendo cada vez más y más poder, hasta el extremo de que al morir Mauris Radllo, forzaron un cambio del sistema político para consolidar sus imperios comerciales.
Telura es un buen ejemplo de lo que les relato. Considerada desde los inicios de la colonización como el paradigma de la libertad, este sistema se convirtió en poco tiempo en un potente centro económico equiparable a Dricon, al que superaba en muchos aspectos. Mientras en otros lugares de la Confederación se moría la gente de hambre, los basureros de Telura se llenaban de aparatos de tecnología punta, desechados por anticuados al cabo de dos meses de uso.
Nuestro presidente Biln había decidido acabar con este panorama. Sus intenciones entraban en conflicto con los tratados Olden, pilar jurídico de la Confederación; pero Biln no se arredraba ante tratados para llevar a cabo sus reformas. Había diseñado una nueva Unión al estilo de la vieja república de Mauris, en la que el poder de las intercompañías sufriría recortes importantes. Como primera medida, Biln inmovilizó el diez por ciento de sus fondos en concepto de "garantías por empréstitos y obligaciones contractuales". Esta jerga oscura trataba de encubrir lo que en realidad era una expoliación descarada de la décima parte del capital de las grandes empresas. Después de otras actuaciones del presidente igualmente polémicas, las intercompañías se convencieron de que su diez por ciento no les sería devuelto jamás; o por lo menos, mientras Biln continuase en el poder.
Ironías de la historia, el gobierno local de Telura recurría al general Boro, conocido por haber aplastado sin piedad a los independentistas de Antares, para desafiar a Dricon. Y Boro se había prestado a ese juego. ¿Rencor del general? ¿Deseos de vengarse por la marginación de que había sido objeto? Teníamos motivos suficientes para inquietarnos cuando emprendimos el viaje.
Aterrizamos en Aproann, el cuarto planeta del sistema telurano, sin percances dignos de mención. No encontramos buques de guerra ni patrullas que nos dieran el alto. Telura estaba en calma. La información de Ox no se veía respaldada por los hechos, en principio. Si la flota del general estaba de maniobras, había elegido otra zona para enseñar los dientes a Dricon.
Fui el encargado de ir a la fábrica de cerveza Jabraen para gestionar la operación. Lérad no quiso bajar y se quedó en Poderosa, con no sé qué excusa relacionada con los controles de deriva. Todavía estaba enfadado conmigo. Ox, Andrich y Dana se ocuparon del material de construcción solicitado por los colonos.
Pronto me alegré de que Lérad no me hubiese acompañado. Una bella pelirroja salió a recibirme a la puerta de la fábrica. Tenía unos veinticinco años, ojos azules, labios muy sugerentes y sonrisa arrebatadora. Me tendió la mano.
—Bienvenido a Jabraen. Me llamo Soane Mosna.
—Meldivén Avrai, pero puede llamarme Mel, a secas.
—Me han comunicado que viene a recoger un cargamento de cerveza para los clientes de Loderenai, ¿cierto?
—Así es.
Soane me invitó a pasar a su despacho. Los vetustos retratos de antiguos propietarios de la factoría cubrían las paredes. Me detuve ante un anciano de pobladas patillas que me miraba con severidad, siguiéndome con la vista aunque yo variase el ángulo de visión.
—Era mi abuelo —dijo Soane—. Creo que desea decirle algo.
Froté el marco sensible del retrato. El anciano movió los labios:
—La tradición y el trabajo constante son los ingredientes básicos de una buena cerveza —el retrato enmudeció. Decepcionante. Había visto lienzos animados mucho mejores que ése.
—¿No le intranquiliza trabajar con tantos antepasados mirándola? —pregunté.
—Estoy acostumbrada —contestó Soane, hojeando una carpeta—. Nos complace que la colonia de Loderenai haya escogido nuestra cerveza para aprovisionarse. Jabraen es una factoría pequeña, pero nuestros productos son apreciados más allá de los circuitos habituales de distribución —la mujer alzó la vista de los papeles—. El sindicato del transporte independiente me ha dado buenas referencias de ustedes.
—Puede confiar en nosotros.
—Loderenai está al otro lado de la galaxia. No me gustaría que la carga fuese interceptada.
—Hemos estudiado la ruta y es segura. El cargamento llegará a los colonos, se lo garantizo.
—¿Ha probado alguna vez nuestros productos?
—La verdad, no —dije, confiando en que me ofrecería de beber, pues estaba sediento.
El retrato de uno de los bisabuelos de Soane se deslizó a un lado, dejando al descubierto una alacena bien provista de manjares. Su visión me recordó que no había probado bocado desde que partimos de Dricon.
Soane me ofreció una jarra espumosa y bandejas rebosantes de exóticas delicias. Lérad no podía imaginarse lo que se estaba perdiendo. Probé unos pequeños gusanos salados con sabor a calamar, de gusto exquisito. Pregunté a la mujer cómo se llamaban.
—Baecina marginatus es su nombre científico. Los fabricamos a partir del ADN de anélidos importados de Tirras. Mediante la clonación conseguimos abaratar el coste final, y además podemos añadirles sabores.
—¿Y esas bolitas verdes de ahí?
—Hormigas basat confitadas. Pruébelas, son crujientes y dulces. Acompañan bien a la cerveza, aunque yo recomiendo tomarlas con licor o vino espumoso. Sin embargo, el producto del que nos sentimos más orgullosos, aparte de la cerveza, son estas cortezas —alzó una hoja verde que partió en dos; derramándose un fluido cremoso—. Obsérvelas, parecen verdura, pero no lo son. Se trata de un híbrido de vegetal y carne, fruto de nuestro laboratorio genético.
Mordí una corteza. El fluido, tibio y agradable, inundó mi paladar.
—¿El líquido es una variedad de savia? —quise saber.
—No, es el tejido interno del híbrido. Se licúa a causa del tratamiento a que se someten las hojas en la fábrica. Verá, estamos buscando agentes que abran mercado a nuestra gama de artículos. Jabraen elaboraba exclusivamente cerveza hasta hace poco, pero la competencia nos obliga a renovarnos. Había pensado que usted, debido a su profesión, podría ser un buen agente para nuestra firma.
—Sería interesante. Se lo comentaré a mi socio.
—Les ofrezco un diez por ciento inicial sobre las ventas que consigan, y cinco puntos adicionales si consolidan una cartera de clientes solventes que sea nutrida.
—La solvencia no es algo que podamos garantizarle.
Soane me miró con sus cautivadores ojos azules.
—Lo sé —sonrió, y quedé prendado de ella.
• • • • •
—¿Qué traes en esas bolsas? —refunfuñó Lérad al verme pasar a la cabina de mandos cargado de envoltorios.
—Gusanos salados, cortezas híbridas y hormigas basat confitadas.
—¿Y se puede saber dónde lo has comprado? No nos sobra el dinero para ir gastándolo en cochinadas.
—Me los ha regalado la mujer que me atendió en la fábrica. Se llama Soane, una pelirroja guapísima. Te agradezco que te hayas quedado a bordo.
Lérad guardó silencio, simulando concentrarse en un indicador angular.
—Los autómatas oruga terminarán de cargar la cerveza dentro de quince minutos —anuncié—. ¿Hay noticias de Andrich y los demás?
—Hace tiempo que acabaron. Te estábamos esperando. Para firmar cuatro papeles no necesitabas seis horas y media.
—La fábrica está lejos del espaciopuerto y... bien, tuvimos problemas de tráfico.
—Ya —Lérad abrió una bolsa de gusanos y se llevó a la boca un puñado—. Saben a calamar.
—Soane me ha ofrecido el quince por ciento de comisión sobre las ventas que realicemos para ella.
—¿Hablas en serio? ¿Te parece bien que nos dediquemos a vender confitura de hormigas, sólo porque te ha gustado una pelirroja? ¿Qué ha pasado con tu dignidad comercial, Mel?
—No sé qué hay de indigno en vender hormigas, si nos pagan como es debido.
—Olvídame —mi socio escupió una hebra de tabaco—. Date una vuelta por las bodegas, a ver cómo van los autómatas.
Lérad no tenía remedio. Me ocupé de supervisar la carga de la cerveza, y luego contacté con el grupo. Andrich y Ox habían acabado hace escasos minutos. Era falso que me hubieran estado esperando.
El planeta Aproann quedó atrás. Introduje en el ordenador las coordenadas para el cálculo del primer salto. Debíamos cruzar la órbita de los mundos exteriores a aceleración máxima, antes de activar el generador cuántico. Si lo hacíamos antes, corríamos el riesgo de ser atraídos por uno de los gigantes gaseosos de Telura, productores de perniciosas ondulaciones gravitacionales para la navegación.
Me pregunté por qué debíamos hacer el viaje hasta Loderenai en trece saltos. Ya podían haber sido doce, o catorce. Estarán pensando que soy un estúpido supersticioso, y me hubiera gustado darles a ustedes la razón. Eso habría significado que el viaje a la frontera se desarrolló conforme a lo previsto.
Nada más lejos de la realidad. Los colonos iban a tener dificultades en recibir su provisión de cerveza. Lo supe en cuanto una patrulla de la policía nos advirtió por el canal de emergencia que nos preparásemos para ser abordados.
CAPÍTULO 4
Incomprensiblemente, Lérad activó el generador cuántico. En lugar de obedecer a la policía, pretendía que huyésemos, lanzando a Poderosa a un salto prematuro que tenía muchas probabilidades de fracasar.
—¿Te has vuelto loco? —protesté—. Si saltamos ahora, iremos a parar directamente al núcleo de helio de uno de los planetas gaseosos.
—Será mejor destino que si nos coge la policía —Lérad ignoró mis protestas e inició la secuencia de preentrada.
—No conozco a nadie que haya ido a la cárcel por transportar cerveza. Nuestros papeles están en regla.
—Me han delatado —murmuró mi amigo; un comentario enigmático que no me infundía demasiada tranquilidad.
—Empieza a explicarme detenidamente en qué lío te has metido, Lérad.
—Ahora no tengo tiempo para explicaciones.
Caímos en el pozo hiperespacial. El fuselaje del carguero crujía sospechosamente, primer indicio de que empezaban los problemas. La computadora nos advirtió que estábamos siendo atraídos por una gran masa planetaria. El generador cuántico se sobrecalentaba.
—Ese refrigerante barato que compraste de oferta nos va a hacer saltar por los aires —observé—. Mira el indicador de temperatura.
—Entonces te sugiero que vayas al cuarto de máquinas y te pongas a soplar a los motores.
—El fuselaje está cediendo por la presión gravítica. Esto tiene muy mal aspecto.
—¿De verdad? Tendré que tomar decisiones drásticas. Veamos. Aceleraremos a potencia máxima para contrarrestar la atracción del planeta.
—No dará resultado. Estamos cayendo en el pozo, y cualquier impulso cinético que imprimamos con propulsión...
El túnel se esfumó mágicamente, dejando paso al campo de estrellas del espacio convencional. Todo ocurrió tan rápido que apenas nos dio tiempo a reaccionar.
—¿Decías?
—Es increíble —leí la pantalla de navegación—. O la computadora se ha vuelto loca, o hemos abandonado Telura.
—Bien, no veo ningún gigante gaseoso por aquí cerca, así que debe ser eso último.
—Y si no estamos en Telura, ¿dónde diablos nos encontramos? Esta carta estelar me resulta desconocida —solicité información del banco de datos—. Sector Umoni TRX-241. Es poco esclarecedor.
—Amplía la carta, mentecato.
Transformé el cristal panorámico de la cabina en un mapa tridimensional. El sector Umoni se hallaba poco poblado de objetos estelares. Los escasos soles existentes carecían de sistemas planetarios. Estábamos en mitad de un desierto espacial.
—¿Qué es esa mancha de allí? —Lérad señaló una zona sombreada en el centro del mapa.
—Una bahía negra. Será mejor no acercarnos a ella.
—Oh, oh, tenemos visita.
El escáner había detectado una astronave que acababa de emerger del hiperespacio.
—Nos han seguido —farfulló Lérad—. La policía no se da por vencida.
—El generador está demasiado caliente para intentar otro salto. Se incendiará si lo volvemos a utilizar.
La patrulla nos disparó un par de ráfagas láser.
—No intenten escapar —advirtió una voz por la radio—. Entréguense o serán destruidos sin contemplaciones.
Lérad puso rumbo hacia la bahía negra.
—Si entramos en la bahía, es posible que no volvamos a salir —dije.
—No tenemos otra alternativa.
Otra descarga de energía hirió el flanco izquierdo de Poderosa, destruyendo un estabilizador atmosférico.
—Una vez que entremos, la poli perderá nuestro rastro —explicó Lérad—. Dentro de la bahía no funcionan sus haces de exploración ni sus sistemas de guía.
—Tampoco para nosotros. Y ya sabes que el campo electromagnético de la bahía interferirá en el funcionamiento de los ordenadores; en especial de los nuestros. Andrich tenía razón al aconsejarnos que modernizásemos los equipos.
—Es tarde para ir de compras.
La bahía negra se acercaba, amenazadora, a velocidad creciente. La policía nos hizo una última advertencia:
—No permitiremos que escapen con la carga.
Ciertamente, tenían muy poca paciencia.
—Hemos pagado derechos de tránsito y tenemos la documentación en regla —contesté, para ganar tiempo—. No pueden detenernos por transportar cerveza.
—No se haga el listo —me respondió la voz—. Llevan a bordo neuros escondidos en contenedores de forraje. Presenciamos la operación.
—Se confunde de nave. Le repito que sólo llevamos cerveza a bordo —miré a Lérad y corté el audio—. Están un error, ¿verdad?
Mi socio rehuyó la mirada. Ahora lo entendía. Lérad había llegado a un acuerdo a mis espaldas con Mabe Godda, y aprovechó en Aproann mi ausencia de la nave para subir a bordo los neuros.
—Puedo explicártelo, Mel.
—Fantástico. Nos has metido en un buen lío. Como teníamos pocas preocupaciones, lo único que nos faltaba era que la policía nos fichase como traficantes de tecnología prohibida. ¿Sabes que pueden quitarnos la licencia de transportes por esto?
—Eso será si nos cogen, y yo no tengo intención de dejarme atrapar. De momento, lo único que podrían probar es que subí a bordo cinco contenedores de forraje para el ganado. Lo demás serían conjeturas que no aguantarían ante un tribunal.
—Pero hemos huido. Si no tuviésemos qué temer, deberíamos haber permitido el registro.
—Desobediencia leve a agentes de la autoridad, y multa de quinientos argentales, como mucho. Es lo que le pusieron a Ox por saltarse un control fronterizo en el sistema Varnis Alirian.
Las partículas cargadas magnéticamente que vagaban por la bahía comenzaron a envolvernos en un abrazo siniestro. Entrar en una zona de materia oscura era internarse en arenas movedizas. En el pasado, muchas naves habían perdido el control al adentrarse en bahías como aquella, y quedaban atrapadas en su interior, condenadas a vagar sin rumbo para siempre. En teoría, esto no tenía por qué ocurrir con los sistemas de navegación actuales. Pero en la práctica, no conocía a nadie que hubiese hecho la prueba.
Permanecer allí dentro producía una sensación extraña. Las partículas impedían el paso de la luz y de la mayoría de señales del espectro. Su interior daba una idea de lo que significaba la palabra vacío, en su sentido literal. Las pocas estrellas que albergaba el sector Umoni habían desaparecido como por ensalmo, dejándonos en la negrura más absoluta.
—El tamaño de la mancha es desconocido —dije—. Igual es de diez años luz de diámetro.
—Diez años luz, qué tontería —Lérad examinó las pantallas de detección: ni rastro de la patrulla—. Este lugar parece tranquilo.
—No cantes victoria tan pronto. Podríamos tener a la policía a dos kilómetros de popa y no enterarnos hasta que se nos echen encima. El escáner no funciona aquí dentro.
—Habrá que ir con los ojos bien abiertos.
—Godda nos la ha jugado bien. Te embaucó para que transportases los neuros, cuando en realidad te estaba tendiendo una trampa. Desde el principio supe que no tenía intención de concedernos un aplazamiento del préstamo; pero por lo que se ve, no se da por satisfecho con quitarnos la nave. También quiere que nos quiten la licencia. Lo ha planeado muy bien.
—Quizá no sea él. Podría tratarse de Lubián.
—Qué dices. Lubián ni siquiera sabía de nuestra entrevista con Godda.
—De acuerdo, Mel, lo siento. Ya sé que he cometido un error, pero lo hice para salvar nuestra nave. Poderosa es todo lo que tenemos. Si la perdemos... escucha, ¿qué ha sido eso?
—Una vibración en el casco. Nos han encontrado.
—Los disparos no suenan así. Creo que esta bahía está más llena de lo que pensábamos.
—Los detectores dan negativo; aunque eso no supone ninguna garantía.
—Debemos tener algo rondando por aquí cerca. Emplearemos telemetría de resonancia escalar. Se utiliza para distancias muy cortas, pero nos servirá.
El sensor telemétrico detectó una forma sólida a estribor, a sesenta metros de distancia.
—Ahí lo tenemos —dijo Lérad.
—¿El qué?
—No lo sé. Parece que no es un asteroide. Tiene una forma geométrica alargada.
—Seguramente se trata de una nave perdida.
—Hmm, sí. Posiblemente será eso —Lérad se hizo una imagen mental de los tesoros que podría albergar el interior del pecio, y la imagen debió complacerle mucho, a tenor de su expresión avariciosa—. Deberíamos echar un vistazo. Me da en la nariz que hoy va a ser nuestro día de suerte.
—Debes estar resfriado, Lérad. De día de suerte, nada.
—Piensa lo que podemos encontrar allí dentro. Imagínate que fuese una nave mercante llena de minerales valiosos. Con lo que sacásemos de su venta nos haríamos ricos.
—Ni siquiera sabemos si es una nave espacial.
—¿Y tú qué te crees que es, un árbol de navidad? —mi socio se inclinó sobre la pantalla de telemetría, concentrado en la información que confusamente ofrecía el monitor—. Vaya, acabo de localizar una compuerta de entrada. Acoplaré Poderosa a esa escotilla y entraremos a la nave con trajes presurizados.
—Precipitado. Y arriesgado.
—Los tripulantes de esa nave, si es que alguna vez los tuvo, debieron morir hace años. Qué va a ser arriesgado, gallina.
Media hora después nos encontrábamos resollando en las escafandras de nuestros trajes espaciales, aguardando en el túnel de enlace a que se encendiese la luz verde para pasar al pecio. Nos acompañaba el robot araña que compramos en Dekoan VII, equipado con herramientas y unidades de energía. La esclusa siseó y el aire del túnel escapó al exterior. La luz verde se había activado. El foco delantero del robot se encendió.
El analizador de aire indicaba que la nave había perdido su presión interior. Se detectaban moléculas de argón y flúor en escasas concentraciones; tal vez fugas de algún depósito roto. El suelo estaba construido por planchas metálicas rectangulares, cubiertas de una capa de óxido.
—Tenemos que buscar el puente de mando —dijo Lérad—. El problema es por dónde empezar. Esto es enorme.
—Si el sensor no me engaña, doscientos ochenta metros de eslora.
Cerca de la entrada encontramos un objeto sospechosamente familiar.
—Una lata vacía de cerdo en salsa arishi. Fabricada por Corporación Nutralime hace cinco años —alcé el recipiente. Era un envase corriente, con su dispositivo de autocalentamiento al abrir la tapa. Hacía tiempo que en las conservas no figuraba la fecha de caducidad. Se asumía que los alimentos aguantarían perfectamente durante generaciones sin perder una de sus vitaminas y proteínas.
—No te entretengas, Mel. Tenemos mucho camino que recorrer.
Unos pasos más adelante hallamos una caja de conmutadores empotrada en la pared. Los conmutadores eran de un diseño muy primitivo, con transistores que sólo recordaba haberlos visto en las vitrinas de los museos de tecnología. Sin embargo, la lata tenía apenas cinco años de antigüedad. Algo no encajaba.
—¿Por qué te paras ahora?
—Mira los transistores.
—Ya los estoy mirando. ¿Y qué? Están oxidados y en mal estado. Nadie pagaría un argental por ellos.
—Salvo un coleccionista de antigüedades. Son de la época precolonial, quizá de finales del siglo XXI.
—Nos los llevaremos, por si acaso. Pero yo creo que son chatarra.
Guardé un par en el robot, no con la pretensión de venderlos, sino para analizarlos más tarde y corroborar mis estimaciones.
Entramos en una habitación de techo abovedado. Los signos de deterioro eran aquí más notorios. Paneles arrancados, cables, papeles y desperdicios por el suelo. La bóveda tenía señales de fisuras en varias zonas, al parecer causadas por disparos de proyectil.
—Aquí ha tenido lugar una batalla campal —observó Lérad.
Encontramos lo que se asemejaba a una terminal de ordenador, dotada de doce monitores de televisión que ocupaban una amplia zona de la pared este. Desde ahí debían controlarse otras dependencias de la nave. Probé los mandos de la consola, pero no respondieron. Saqué del robot una unidad de energía y la conecté a lo que creí que sería la toma de alimentación del ordenador. Los monitores se iluminaron fugazmente y explotaron a un tiempo.
—¡Qué has hecho, pedazo de asno! —me gritó Lérad— ¡Te has cargado el panel de control de la nave!
—Los circuitos estaban mal. No había otra forma de hacer que funcionaran.
—Has organizado una buena. Si había alguna posibilidad de remolcar este trasto fuera de la bahía, la hemos perdido.
—Buscaremos en otras habitaciones. Quizá encontremos otra sala como ésta.
—Sí, pero seré yo quien me encargue del robot. Mantén tus manazas lejos del instrumental.
Registramos la sala a fondo, sin resultado. Nuestra araña mecánica trepó ágilmente por las paredes hacia la bóveda, en búsqueda de algún dato acerca de los constructores del buque. Encontró un servomotor que movía una antena parabólica de comunicaciones, adosada al otro lado del casco.
—Aquí no hay más que ver. Vámonos.
La araña bajó, obediente, con el servomotor enganchado en uno de sus garfios, y nos entregó su hallazgo. Después de echarle un vistazo, Lérad lo arrojó al suelo.
El pasillo que surgía de la habitación nos condujo a una intersección de galerías. El robot emitió un pitido de alarma. Había detectado materia orgánica.
—¿Dónde, dónde? —apremió Lérad. El robot señaló con una de sus patas hacia el corredor de la izquierda. Sacamos nuestras armas.
El pasillo se hallaba desierto. Nuestras linternas horadaban la oscuridad en todas direcciones, nerviosas, sin localizar nada, pero la araña continuaba emitiendo insistentes pitidos de aviso.
Llegamos al final del pasillo. Había una llave manual oculta en la pared. Lérad la giró dos veces y se abrió una puerta que conducía a otra habitación. Entonces descubrimos el enigma.
Tendido boca arriba en el suelo, hallamos el cadáver de un hombre.
El cuerpo no presentaba exteriormente signos de violencia. Iba vestido con traje presurizado, pero sin escafandra. Le quitamos el traje y descubrimos entre sus ropas una agenda electrónica, una ficha de créditos y algunos efectos personales de escaso interés. Pertenecían a un tal Elan Fewate, nacido en el año 2389.
—Será un miembro de la tripulación —dijo Lérad.
—No. Piratas —aseguré—. Debieron encontrar la nave a la deriva y entraron a saquearla. La lata de carne era de ellos. Aún debía haber aire en el interior del casco cuando abordaron este buque. No se habrían podido comer la comida sin quitarse antes la escafandra.
—Brillante, amigo. Pero tu talento deductivo nos sirve de bien poco después de haberte cargado la sala de monitores.
—Piensa un poco con la cabeza, en lugar de con el bolsillo, Lérad. Si esta nave ha sido saqueada, es inútil seguir buscando. Lo que hubiera de valor se lo habrán llevado los piratas.
—Tal vez hayan pasado algo por alto. Ya que estamos aquí, lo exploraremos todo.
—Hemos encontrado una persona muerta y no sabemos de qué ha fallecido. Deberíamos...
—Mel, lo único vivo que hay aquí somos tú y yo.
—¿Quién habla de seres vivos? Esta nave podría estar repleta de robots programados para defender su territorio frente a cualquier intrusión.
—Si fuese así, a estas alturas nos los habríamos encontrado.
—Puede que nos hayan preparado una emboscada más adelante.
—Bah —Lérad se guardó la ficha de créditos del infortunado Elan Fewate, y continuamos nuestro camino.
Los piratas habían dejado su marca en cada rincón. Suciedad, desorden y circuitos carbonizados eran el monótono panorama que nos encontrábamos por habitaciones y pasillos. Daba la impresión de que la nave hubiese sido víctima de varias oleadas de furia rapiñadora. El robot araña, que nos precedía, agitaba frenéticamente sus antenas en busca de cualquier signo de actividad electrónica o humana; pero el interior del pecio estaba más muerto que Elan Fewate. Y ni rastro de las riquezas que mi socio se afanaba en buscar. Estábamos perdiendo el tiempo, y corriendo un gran peligro. Cabía la posibilidad de que la policía se hubiese internado en la bahía negra para buscarnos, y si encontraban a Poderosa, aprovecharían nuestra ausencia para tomar el control del carguero. La codicia de Lérad nos conduciría directamente a la cárcel.
Las luces del robot destellaron. La araña agitó sus patas, nerviosa, advirtiéndonos que había encontrado algo.
—Otro cadáver —dijo Lérad.
—No. Esta vez se trata de materia orgánica viva. Detrás de esta sección de corredor.
Lérad se volvió. Disimulada en el pasillo hallamos una puerta, cerrada, sin mecanismo manual de apertura.
—Tiene que haber alguna forma de abrirla —tanteamos por las paredes, en busca de botones o ranuras para llaves magnéticas. Encontramos un pequeño micrófono en un lateral de la puerta.
—El mecanismo de apertura debe funcionar mediante una orden verbal —observó Lérad—. Pero sin fluido eléctrico no se abrirá.
—Podríamos activarlo por inducción electromagnética, colocando una placa draime encima. Si el identificador vocal se compone de membranas de sonido, eso bastará.
—Las membranas de sonido no se utilizan desde hace siglos.
—Lo sé. Por eso tiene que funcionar.
Colocamos la placa draime. El micrófono emitió chasquidos y ruidos de interferencia. Parecía que estaba dando resultado.
—Tenemos que averiguar la clave de apertura —apunté.
—Voz no reconocida. Acceso denegado —dijo el micrófono en un dialecto peculiar, pero comprensible.
—La araña nos la encontrará —declaró Lérad—. Aunque para eso tendremos que desarmar el panel y localizar la memoria de sonido.
—Voz no reconocida. Acceso denegado —reiteró el aparato.
—Quita la placa draime de ahí —dijo Lérad—. Este micrófono me pone nervioso.
—He llamado al servicio de seguridad. Su modo de proceder es irregul... —la voz enmudeció.
Empleamos unos minutos en localizar las memorias que nos interesaban. Nuestro robot acopló un brazo extensible al aparato y comenzó a procesar la información.
Tres cuartos de hora más tarde, seguía procesando datos.
—Jamás conseguirá encontrar la clave —dijo Lérad—. Este robot es demasiado lento.
—Dale tiempo. No está acostumbrado a trabajar en código binario.
—Una simple clave sonora de un trasto anticuado como éste no debería ser una dificultad para la araña.
El robot nos pidió que guardásemos silencio, alegando que nuestra conversación perturbaba los cálculos de modulación de onda que estaba realizando.
—Vaya, encima nos pide que nos callemos porque le estamos distrayendo —mi socio desenfundó su arma—. Voy a abrir esta condenada puerta a mi manera.
—Estate quieto, Lérad. ¿No ves que casi lo ha conseguido?
La araña nos requirió por segunda vez para que cerrásemos la boca. Tal vez no fuese muy útil, pero se tomaba su trabajo muy en serio.
La extensión articulada del robot se retrajo hacia el vientre. Volvimos a colocar la placa draime encima del micrófono. Del sintetizador de voz de la araña brotó la siguiente frase:
—En caso de duda ten la lengua muda.
El sistema de seguridad reconoció el registro fónico. La puerta se abrió.
—¿Dónde has aprendido esa frase? —Lérad miró a la araña, intrigado, y se encogió de hombros.
Penetramos en la habitación con el robot delante. Si se escapaba algún tiro, él lo recibiría primero. La sala era un laboratorio. Había matraces, retortas y complicados instrumentos en mesas de trabajo y estantes. Me incliné sobre un microscopio para examinar una muestra montada en el portaobjetos, pero la pila de energía se había descargado y no pude ver nada. Junto al microscopio encontré una hoja de papel manuscrita. A la luz de la linterna leí:
El análisis del tejido extraído de la protoforma meníngea revela una transmisión acelerada de los impulsos electroquímicos, lo que invita a concluir que la actividad sináptica del subcórtex se está desarrollando conforme a lo previsto. La velocidad de duplicación de las células está siendo controlada mediante una modificación del ARN transferente, aunque se han detectado fallos en la acción de la endonucleasa, consistentes en...
Una mancha de café o de aceite interrumpía la frase. El científico que había escrito el documento no era excesivamente cuidadoso en la conservación de sus trabajos.
Registré los cajones y encontré diversos apuntes redactados en la misma terminología. También hallé una microficha, protegida por un estuche plástico. Se lo di todo al robot para que lo guardase. Tal vez fuese útil más adelante.
La araña se dirigió hacia una serie de nichos que había en la pared del fondo, cubiertos por cristales opacos, y señaló el del extremo izquierdo con una pata acusadora. Se necesitaba una tarjeta magnética para alzar las protecciones. El robot podría abrirlas si le concedíamos el tiempo necesario, pero Lérad se impacientaba. Reguló el láser a mediana potencia, para no dañar lo que hubiera dentro, y con un disparo hizo añicos el cristal.
En una cubeta de plástico encontramos una forma ameboide de color gris. Al iluminarla, el ser cobró actividad. Su cuerpo gelatinoso se volvió transparente. Pequeños corpúsculos iridiscentes danzaban por su interior.
—Fototropismo —comenté.
—¿Fotoqué?
—Reacción a la luz.
—Ya sé que aprobaste un curso de biología molecular, pero no hace falta que presumas conmigo.
Un líquido escarlata comenzó a recorrer las cavidades internas del ser. La ameba se expandía y menguaba de tamaño. Nuestra presencia, o la luz del robot, la excitaba.
—Bueno, no puede ser muy diferente a nosotros —observó Lérad—. Su sangre es roja.
—Veamos qué hay en las demás urnas —cogí la pistola láser y desintegré las restantes lunas de protección. Los nichos estaban vacíos—. A lo mejor los piratas se llevaron los ejemplares que había aquí.
—Lo que significa que debieron considerarlos valiosos.
—Dejemos la ameba donde está. Probablemente se trata de un experimento fallido.
—¿Y si no lo fuera? Mel, para arrojarlo por la esclusa de los desperdicios siempre estamos a tiempo. Piensa lo que un exobiólogo nos podría pagar por este ejemplar. Imagina el dinero que ganaríamos.
—Debió existir una razón para que dejasen aquí este espécimen.
—Ya irían muy cargados con otras cosas, qué se yo.
—Recuerda el cadáver que hemos encontrado, Lérad. Podría guardar relación con la ameba.
—Siempre estás igual. Nos hemos habituado a transportar bichos de todas clases. ¿Qué peligro puede representar esta pacífica ameba para nosotros?
—A primera vista ninguno, pero nunca se sabe.
—Peros, peros. Nos la llevaremos.
La ameba pesaba lo suyo, unos veinte kilos sin incluir la cubeta de transporte. Hubiéramos preferido que nuestra versátil araña la transportase por nosotros, pero no convenía sobrecargarla. Aunque lenta procesando datos, nos había sido útil y no queríamos reventarla. Y dado que Lérad se había empeñado en que nos llevásemos la ameba, a él le tocó cargar con ella. Recogí las notas que encontré; quizás nos revelasen qué hacía aquella forma viscosa. Necesitaríamos saberlo si pretendíamos vendérsela a alguien.
El generador se había enfriado lo suficiente para que pudiésemos utilizarlo de nuevo. Realizar un salto en el interior de una bahía negra es como lanzarse a oscuras por una carretera a mil por hora. La bahía podía estar llena de naves a la deriva, y si encontrábamos alguna, o el más mínimo trozo de chatarra en la trayectoria de preentrada al pozo cuántico, Poderosa se convertiría en una magnífica explosión de antimateria. De todos modos, salir a ciegas de la bahía no era mejor solución, y a velocidad ordinaria podríamos emplear meses, o incluso años.
Al no disponer de puntos de referencia que darle al ordenador, simulamos una posición ficticia de nuestra nave en el sector Umoni, y a partir de ahí calculamos un hipotético vector de salida. No teníamos idea del rumbo que seguiríamos; ni siquiera de si seguiríamos algún rumbo.
La actividad del generador hizo vibrar el casco. Antes de que supiésemos qué ocurría, estábamos cayendo en las profundidades del abismo.
CAPÍTULO 5
Afloramos a veinte parsecs de distancia del sector Umoni. Habíamos burlado definitivamente la persecución policial, así que podríamos continuar con tranquilidad nuestro trayecto hacia Loderenai para entregar la cerveza a los colonos. Nos comunicamos a través de un canal codificado con Ox y Andrich para contarles lo ocurrido, y luego programamos el sistema de astrogación para que recalculase todos los parámetros de salto. Llegaríamos a la frontera con un poco de retraso, pero llegaríamos, y eso era lo importante.
Ya más calmadamente, revisamos en la seguridad de nuestro carguero la documentación obtenida del laboratorio. Mis escasos conocimientos de biología molecular me sirvieron de poca ayuda: la mayoría de las anotaciones me resultaron incomprensibles. No tenía muy claro si nuestra ameba era la protoforma a que se referían los documentos o si por el contrario no tenía nada que ver con ellos. El ser era bastante soso, y a menos que recibiese un estímulo de luz directo no daba signos de estar vivo. Casi todo el tiempo permanecía en letargo, convertido en una masa amorfa gris, sin actividad visible. Cada vez estaba más convencido de que se trataba de un desecho de laboratorio, que por algún motivo no había sido destruido a su tiempo.
El análisis de los transistores traídos de la nave confirmó mi impresión de que databan de la época precolonial, lo que fue corroborado también con la microficha que encontramos entre los papeles. Ésta llevaba inscrita la fecha de grabación, 3 de enero de 2118, y otros datos de interés tales como el número de serie y nombre de la astronave, Nivar I. El contenido de la ficha parecía un informe rutinario que iba a transmitirse a La Tierra, citándose varias veces un nombre enigmático, Sigma Yuntaar. Nuestro ordenador nos aclaró que así se llamaba un cúmulo globular extragaláctico, a quinientos años luz de las nubes de Magallanes.
Nuestra llegada a Loderenai fue muy bien recibida por los colonos, en su mayoría trabajadores cualificados ocupados en la construcción de un complejo siderúrgico y viviendas para futuros emigrantes. Loderenai contaba con una base científica y un pequeño destacamento militar que les protegía de indeseables. En el planeta se notaba un cierto clima de opulencia, especialmente manifestado en las instalaciones de recreo. Recibimos con puntualidad nuestra parte del flete y una gratificación extra, a pesar de que llegamos con dos días de retraso. Los colonos estaban tan apartados de la civilización que recibían con agrado cualquier visita.
Enseñamos la protoforma, o como se llamase aquella cosa gris, a nuestros amigos, en torno a unas jarras de cerveza Jabraen. La ameba no llamó mucho la atención, excepto la del perro auriga, que no paraba de ladrar. El pelo de Rufián se erizó y había cambiado a un tono rojo oscuro. Los aurigas suelen manifestar sus emociones con cambios en el color del pelaje, pero nunca habíamos visto a Rufián tan colorado.
—¿Qué come? —preguntó Ox, lanzando una mirada de repudio a la ameba.
—No lo sé —contesté—. Ni siquiera sabemos si necesita alimentarse.
—¿Y qué hace?
—Tampoco lo sabemos. Tal vez no haga nada.
—Oh, seguro que hará algo. ¿Habéis probado a darle algo de beber? Parece estar llena de líquido.
—No hemos tenido tiempo de hacer experimentos.
—A lo mejor le gusta la cerveza —Ox inclinó su jarra sobre el contenedor de la ameba. Unas cuantas gotas cayeron sobre la protoforma.
La ameba reaccionó. Los puntos iridiscentes de su interior se encendieron como diminutos soles. El ser se contraía y expandía, como si se estuviese ahogando.
—¿Qué le has hecho? —Lérad se levantó de la mesa.
—Pero si sólo he derramado unas gotas. Mirad cómo se mueve ese montón de gelatina. Puede que le guste la bebida.
—¡Estúpido! No conocemos su metabolismo y a ti se te ocurre echarle cerveza encima. ¡Podrías matarla!
—Venga ya —la sonrisa de Ox se desvaneció de su cara cuando advirtió que su perro se hallaba en el suelo retorciéndose de dolor.
Rufián agitaba inútilmente sus patas en el aire, implorando ayuda a su amo con gemidos lastimeros. Ox se arrodilló junto al animal. Las narices del can se llenaron de un fluido viscoso.
—¡Qué le está haciendo esa cosa a mi perro, maldita sea! —gritó Ox, furioso.
—Se habrá resfriado —dijo Lérad sin inmutarse—. ¿No ves que está moqueando?
—Haz que se esté quieta. Hazlo o... la estrujaré como una esponja.
—Pareces idiota, Ox. ¿Cómo quieres que la pare? ¿Dándole unos azotes?
Ox se llevó la mano a su arma. Lérad le detuvo.
—¿Por qué supones que nuestra ameba le ha hecho algo a tu asqueroso perro, pedazo de bruto? Si Rufián se retuerce en el suelo es a causa de las tostadas de ajo que tú le das de comer.
—Quítame las manos de encima. Voy a freír a ese bicho ahora mismo.
—Eh, compórtate —dijo Dana, sujetando también a Ox—. Lérad no tiene la culpa.
—¡Le está haciendo algo! ¿Es que no lo veis?
—Vamos, tanto jaleo porque tu perro moquea un poco —Lérad tuvo que aferrar a Ox por detrás con todas sus fuerzas, cogiéndolo por debajo de las axilas, para evitar que el gordinflón se abalanzase sobre la ameba.
Rufián había dejado de moverse. Se irguió con dificultad y acercándose con paso vacilante a su dueño, se frotó el pelo contra sus pantorrillas, gimiendo más de susto que de dolor. Sus fosas nasales habían dejado de manar.
—¿Ves? Tu perro ya se ha calmado.
—Llevaos esa inmundicia fuera de aquí —Ox tranquilizó al perro con caricias y palabras extrañas que le susurraba en las orejas.
—No vuelvas a meterte con nuestra ameba. Ya has visto cómo las gasta —se burló Lérad.
—Yo que vosotros me andaría con cuidado —intervino Andrich—. Si es capaz de torturar a un perro sin tocarle, imaginad lo que os puede hacer si le caéis mal.
Lérad miró con recelo la protoforma, que se había encogido a la mitad de su tamaño y volvía a su estado de inactividad habitual.
—Os recomiendo que la llevéis a un laboratorio —sugirió Andrich—. Podría ser peligrosa.
—¿Estás insinuando que la regalemos? ¿Con lo que nos costó encontrarla?
—Yo no insinúo nada, pero es evidente que puede causar daño a un ser vivo si se le antoja.
—Estáis sacando conclusiones erróneas —rechazó Lérad—. Para mí, lo único que sucede que el chucho está enfermo, y necesita que lo vea un veterinario. No me extraña, si vive en el interior de la pocilga de nave de Ox.
—Mucho cuidado con lo que dices —amenazó el aludido, alzando un puño.
—Bestia, no me extraña que ningún copiloto aguante contigo una semana —replicó Lérad, sin dejarse intimidar—. Ni siquiera tu robot navegante te aguanta. Por eso le rompiste las piernas: para evitar que huyera.
—Eso no es cierto. Se cayó de una escalera cuando reparaba un filtro de aire.
—Basta ya —intervine—. Me he enterado de que en este planeta hay una base científica. Llevaremos al perro y a la ameba para que los examinen. Antes de devolverla a Poderosa quiero saber qué es exactamente, y a qué especie pertenece.
Ox y Lérad estuvieron de acuerdo. Fuimos a la base con la protoforma, y aceptaron gustosamente el ejemplar. Se quedaron con él un par de días para estudiarlo, y entretanto sometieron a Rufián a un completo chequeo, que dio resultado negativo. Al animal no le pasaba nada. Si acaso, estaba un poco raquítico y falto de vitaminas, pero eso era normal entre los aurigas domésticos, que solían pecar de endebles.
Transcurridos los dos días, volvimos a los laboratorios para recoger nuestra ameba y enterarnos de los resultados. Nos atendió un hombre de mirada desconfiada que se presentó como biólogo marino, con un bigotito delicadamente recortado que no cesaba de acariciar. Nos estrechó las manos cariñosamente, quizá demasiado cariñosamente, y nos mostró su despacho acristalado, orientado al destacamento militar de Loderenai. El hombre señaló las instalaciones fortificadas con desprecio.
—Esta semana han aterrizado tres naves de guerra más y un buque cisterna —dijo—. Los militares están metiendo las narices por todas partes.
—¿Vienen de Dricon? —pregunté.
—Claro. No sé de dónde iban a venir. La Confederación está reforzando sus posiciones estratégicas en la frontera; pero Loderenai es un planeta que no causa problemas. Llevo aquí ocho años y el único incidente serio que hemos tenido fue que el jefe se emborrachó hace tres estaciones y tumbó de un puñetazo al supervisor de mantenimiento.
—¿No hay mundos drillines cerca de aquí?
—Sí, pero no se meten en nuestros asuntos. En realidad, el destacamento militar no nos hace ninguna falta. Mantenemos buenas relaciones con los drillines, a los que cambiamos de vez en cuando bebidas de contrabando por minerales. Las comodidades que ustedes habrán notado en la colonia nos las hemos proporcionado nosotros. Dricon nos habría olvidado hace tiempo si no fuese porque Loderenai se encuentra en una posición militar estratégica. Más allá de la nebulosa Alflis Gamma se extiende el sector Coralia, todavía virgen. La Confederación no tiene un argental para colonizar Coralia, pero quiere impedir que otras especies se adueñen del sector. En fin, quién entiende a esos tipos del gobierno.
—Nos gustaría que nos devolviese la ameba —dijo Lérad, que prestaba poco interés a las críticas del científico.
—Ah, sí —el hombre abrió un armario de cristal y colocó la pesada forma gris encima de una mesa de trabajo—. Bien, aquí la tienen.
—¿Qué ha averiguado? —pregunté.
—No pertenece a ninguna especie conocida. He encontrado marcadores enzimáticos en su estructura genética. Por lo que he analizado, se trata de un producto de laboratorio.
—¿Ofrece algún peligro? —dije, sin revelar lo que le había ocurrido al perro de Ox.
—Es muy probable que le crezca morro y dientes y les muerda el trasero —el biólogo rió, pero ni Lérad ni yo celebramos su ocurrencia—. Verán, lo más probable es que conserve su fisonomía actual. Que yo sepa, mi consejo es que la tiren a la basura o que la donen a alguna institución científica.
Estaba claro que el biólogo pretendía que le regalásemos la ameba. Sin consultar a Lérad, sabía que éste no daría su aprobación.
—Su valor histológico es muy pobre. Si lo desean, le administraré una descarga que destruirá sus centros nerviosos. Será un instante.
—Nos la llevaremos.
—Es un ser estúpido, créanme —el científico cogió unas pinzas y un arco voltaico. Se produjo un chasquido, brotando del aparato una luz azul. La ameba se estremeció.
—Me apresó un dedo mientras analizaba su citoplasma —el hombre se acercó a la ameba, con el arco luminoso en ristre.
—Entonces no será tan estúpida —le detuve.
—Déjeme que efectúe una punción en...
—No la toque. Se lo advierto.
—Está bien, está bien. ¿Saben? Disponemos de un pequeño fondo para adquisiciones. Les ofrezco doscientos por el ejemplar.
—Gracias, pero nos lo llevamos —rechacé.
—¿Te has vuelto loco? —exclamó Lérad—. Señor, dénos quinientos y es suyo.
—Humm... el espécimen no los vale.
—Claro que no —dije—. Vámonos.
—Bueno, bueno, esperen un momento. Trescientos.
—No está en venta —cogí la cubeta.
—¿Que? —exclamó Lérad—. ¿Sabes lo que estás diciendo, Mel? ¿Para qué diablos queremos ese bicho? ¿Acaso vas a casarte con él?
—La gente tiene gustos raros, pero a mí no me pidan que haga de padrino —rió el biólogo.
—Te lo explicaré después, Lérad. Vámonos.
El científico guardó su arco voltaico y nos acompañó a la salida, acariciándose su bigotito. Mi socio estaba furioso. Contempló con odio la protoforma y luego me miró a mí, esperando la explicación que le debía. Lo cierto es que no tenía ninguna explicación convincente. Salimos de la base y deposité la cubeta en el suelo, para recuperar el aliento.
—Llévala tú otro rato, anda.
—Y un cuerno, Mel. Será mejor que hables de una vez, y que lo que vayas a decir me convenza.
—Verás, tengo la impresión de que nuestra ameba vale mucho más que los quinientos argentales que le pedías a ese individuo. ¿No te has dado cuenta de que el bicho entendía nuestra conversación?
—No.
—Cuando el tipo del bigote encendió el arco voltaico, la ameba se encogió.
—Un acto reflejo. Tú mismo dijiste que era fototrópica. La luz le hizo reaccionar.
—Hay algo en este ser que no sé qué es, pero tiene algo especial, y cometeríamos un error si nos desprendiésemos de él. Deberíamos averiguar más datos acerca de la nave Nivar I, donde la encontramos. Buscaremos todo lo relacionado con ella y con el cúmulo Sigma Yuntaar.
—¿Qué te hace pensar que desperdiciaré mi precioso tiempo por un montón de gelatina?
—La ameba es inteligente.
—¡Ja! No me hagas reír.
—Estoy casi seguro. Recuerda lo que le hizo a Rufián. Ahora sabemos que el perro no estaba enfermo.
—Tampoco sano. El veterinario nos dijo que padecía anemia.
—Los aurigas son así. Estoy pensando en la historia del incendio que nos contó Ox. El perro podría haber establecido contacto con la ameba.
—¿Te refieres a un contacto psíquico?
—Sí. Además, me parece que ha intentado comunicarse también conmigo.
Lérad alzó las cejas, escéptico.
—¿Que eso ha intentado comunicarse contigo? —señaló la forma gris, que descansaba plácidamente en el recipiente.
—En efecto.
—¿Y qué te dice? ¿Te susurra al oído palabras de amor?
—La comunicación no se establece por motivos que ignoro. Noto que quiere decirme algo, pero no puede.
—Desengáñate, no eres su tipo. Le presentaremos otra ameba y verás como se entienden.
—Deja de bromear, e imagina lo que nos podrían pagar por ella si estuviese en lo cierto.
—Bueno... —Lérad se representó en su mente aquella perspectiva—. Supongo que no perderíamos nada con intentarlo.
—El mejor lugar donde podríamos iniciar nuestra búsqueda es en la biblioteca central de Dricon. Si allí no encontramos la información que nos interesa, difícilmente la hallaremos en otro lugar.
A Dricon había que volver de todas formas. Teníamos pendiente de abono una factura por los daños sufridos en el último transporte de animales, que el zoo de Dekoan se negaba a pagar. Aunque las posibilidades de que se nos reintegrasen los gastos eran remotas, presionaríamos en el Sindicato para que gestionasen el cobro. No permitiríamos que Arnie se embolsase su comisión sin haber levantado su trasero de la silla. Sobre todo, después de lo que el mío estaba padeciendo por culpa de los líquenes.
• • • • •
La biblioteca central de Dricon era el centro de sabiduría más importante de la galaxia, si descontamos el compilador gestáltico de los drillines. Parece mentira que una especie mezquina como la drillín nos supere en tecnología informática. Según dicen, el compilador gestáltico es una computadora orgánica autoconsciente. Los usuarios no se comunican con ella mediante terminales de ordenador, sino a través de transductores cerebrales. Se puede acceder a distintos niveles de las bases de datos gestáltica mediante el pensamiento, como si se horadaran las capas de una cebolla. Los niveles superiores son de acceso general, mientras que los más profundos están reservados a la clase dirigente y a determinados científicos.
En Dricon no tenemos nada de eso. La sala de consultas de la biblioteca central no estaba dotada de cascos de transducción, sino de centenares de fríos terminales, dispuestos en un vasto entramado de hileras paralelas. A pesar del elevado número de puestos de consulta, tuvimos que esperar más de una hora a que se quedase uno vacío.
—Bienvenidos al servicio de información de la Biblioteca Central —leímos en la pantalla que nos habían asignado—. Por favor, inserte su ficha de créditos en la ranura.
—Creí que la consulta era un servicio gratuito —dijo Lérad.
—Pues creíste mal —introduje a regañadientes mi tarjeta.
—Saldo insuficiente, señor —mostraba la pantalla.
—Dame la tuya —pedí a mi socio.
—¿La mía? —Lérad me entregó la ficha de créditos de Elan Fewate, el pirata que habíamos encontrado muerto en la bahía negra.
—Su tiempo de acceso es de veinte minutos. Solicite información, señor Fewate.
—Pídele un registro de toda la información referente a Nivar I —dijo Lérad.
Tecleé "Nivar I", y esperé.
—¿A qué Nivar se refiere? —pidió la pantalla.
Introduje la palabra "nave espacial" y el código de serie.
—¿De dónde han sacado esa información? —preguntó el aparato.
—Eso no te concierne —exclamó Lérad—. Somos nosotros los que hacemos las preguntas.
Un anciano que operaba en el terminal de nuestra izquierda nos pidió silencio.
—Lo siento, pero sin una autorización especial no puedo revelarles esa información —dijo el terminal.
—¿Quién nos la puede dar? —tecleé.
—El departamento de defensa de la Confederación. Yo podría ayudarles si me dicen cómo han conseguido el código de serie.
—No se lo digas —me previno Lérad—. Esta máquina trata de engañarnos.
Tecleé en el ordenador "Sigma Yuntaar".
—Cúmulo globular extragaláctico, a 500 años luz de las nubes de Magallanes —apareció un mapa estelar que indicaba la posición del cúmulo.
—¿Guarda alguna relación Sigma Yuntaar con Nivar I?
—Pudiera ser —fue la frase enigmática que apareció en pantalla.
—Menuda respuesta. Este trasto no para de limpiarnos argentales de la ficha, y sólo para darnos respuestas vagas —protestó Lérad.
—¿Era el punto de destino de la nave? —tecleé.
—¿Qué nave? —la máquina se hacía la ignorante.
—Nivar I. Sabemos que es una nave espacial.
—¿Formaba usted parte de la tripulación, señor Fewate?
—No exactamente —respondí, después de pensar una contestación que no me comprometiese.
—El departamento de defensa estaría muy interesado en esa información que se resiste a darme, señor Fewate —la frase encerraba una amenaza que no había que pasar por alto.
—Encontramos la nave a la deriva. Pensábamos informar a las autoridades.
—Pero no lo ha hecho.
Saqué la ficha de créditos y nos marchamos de la sala de terminales. No era prudente continuar delante de aquel ordenador quisquilloso.
—Tu idea de venir a la biblioteca ha sido magnífica —dijo Lérad—. Ese trasto nos ha limado la mitad del saldo de Fewate, y lo único que hemos conseguido es que probablemente haya dado parte de nosotros al departamento de defensa.
—¿Y qué? —repliqué—. Habrá dado parte de Elan Fewate. Que vayan a interrogarlo a la bahía negra. No lo encontrarán muy hablador.
—Hay que pensar en desembarazarse como sea de la ameba. No me gusta. Presiento que nos causará problemas.
—Se la ofreceremos a Arnie. El nos podría encontrar comprador.
—Tampoco me gusta Arnie.
—Entonces la arrojaremos a una bodega de la nave y nos olvidaremos de ella.
—Disculpad —una joven de unos veintitantos años se nos acercó. Llevaba bajo el brazo una carpeta con papeles y un ordenador barato, de los que usan los estudiantes para tomar apuntes—. Ya sé que no es asunto mío, pero os estuve observando cuando entrasteis en la sala de consulta.
—Tienes razón, nena —dijo Lérad ásperamente—. No es asunto tuyo.
—Veréis, estudio exobiología en la universidad politécnica del distrito. Creo que habíais solicitado información acerca de Nivar I.
—Sí. ¿Sabes algo?
—La nave formaba parte de una expedición que se envió a principios del siglo XXII al cúmulo Sigma Yuntaar. Se perdió contacto con Nivar I a los seis meses de su lanzamiento.
—¿Cuál era el objeto de la expedición?
—Experimentación genética. La misión resultó un fracaso. El secreto militar fue levantado hace cincuenta años.
—Cincuenta años... —masculló Lérad—. El ordenador nos estaba engañando. La información no estaba clasificada.
—Se necesita el carné de investigador para acceder a ella. En cierto modo, no os mentía.
—Pero tú no necesitaste autorización del departamento de defensa para sacarte el carné.
—Por supuesto. Lo pedí por conducto de la universidad y me lo concedieron. Lo necesito para preparar mi tesis doctoral.
—Lo sabía, Mel. El ordenador nos estaba tirando de la lengua a cambio de una información que está al alcance de cualquier estudiante.
—¿De qué versará tu tesis doctoral? —me interesé.
—Técnicas de ingeniería genética de finales de la época precolonial. Es un período histórico oscuro, en el que se realizaron progresos notables. A diferencia de otros campos de la ciencia, la genética entró en retroceso a mediados del siglo XXII, a causa de una legislación muy restrictiva. Algunos de los logros de aquella época sería difícil que se alcanzasen ahora.
—Por eso te fijaste en nosotros cuando oíste el nombre de Nivar I.
—Sí. Los datos de que dispone la biblioteca son incompletos, pero hay motivos para sospechar que Nivar I era un laboratorio de simbióticos.
—¿Simbióticos? —preguntamos al unísono.
—Seres creados mediante el ensamblaje de sectores de ADN. Su genoma contiene información recombinada de diversas configuraciones.
—Explícate más claro, nena —pidió Lérad—. Somos profanos.
—Las células germinales contienen información polimórfica. Eso quiere decir que el ser puede adoptar cualquier configuración que se encuentre dentro de su mapa genético.
—¿Quieres decir que un simbiótico podría adquirir cualquier forma?
—El ser no debería mutar por sí solo si esa capacidad no le ha sido conferida, pero aún estoy estudiando el diseño de células germinales que utilizaban los científicos precoloniales. Si pudiese analizar un ejemplar de aquella época, me sería de gran ayuda.
La estudiante había oído nuestra conversación sobre la ameba, y rápidamente había atado cabos.
—Más aún si el ejemplar estuviese vivo —sugerí.
—Desde luego —los ojos de la muchacha adquirieron un brillo de excitación.
—Nada aguanta vivo tanto tiempo —rechazó Lérad—. Es una lástima. En fin, tenemos que irnos.
Miré a Lérad, pero comprendí que no tenía intención de entregar la ameba a una principiante para que hiciese experimentos.
—Si me necesitáis para cualquier cosa, estaré encantada de ayudaros —la muchacha nos escribió una nota.
—Denit Garben —leí—. Teléfono 231.542.343
—Vivo en la avenida Sanon Norte, 523, a diez minutos de aquí.
—Yo me llamo Meldivén Avrai. Mel, para los amigos —por el rabillo del ojo vi cómo Lérad me lanzaba una mirada suspicaz—. Gracias, Denit. Te llamaremos.
La mujer se alejó por la galería, perdiéndose entre una multitud de estudiantes.
—Podías intentar ser algo más amable —dije.
—Olvídate de ella —me respondió Lérad—. Esa estudiante sólo nos creará dificultades.
—Iré a verla esta tarde.
—Como quieras. Pero la ameba se quedará en Poderosa.
—Hace cinco minutos decías que había que desembarazarse de ella.
—Eso era hace cinco minutos. Ahora pienso de otra forma. Esperaremos.
—¿Esperar a qué?
—A que cambie. La estudiante dijo que Nivar I era un laboratorio de simbióticos. Cabe suponer que nuestro invitado se transformará en un ser completamente distinto.
—¿Y si no cambia?
—Entonces serás libre para regalársela a la Garben, si no hemos encontrado antes comprador.
Se había hecho la hora de comer. De la biblioteca nos dirigimos a un restaurante que prometía en su fachada precios económicos. Resultó un tugurio de mala muerte en el que sólo nos sirvieron bazofia: pasta de algas amarga, chuletas de ñac albino duras como el mármol, y de postre fermentos de piñocotón agrios. Como remate, de precios económicos nada. Tomamos nota del restaurante para no volver por allí jamás.
Lérad se marchó a la sede del Sindicato a fin de hablar con Arnie. Yo, en cambio, decidí quitarme el mal sabor de boca de la comida con un café en casa de Denit; pero antes me pasé por Poderosa y recogí los papeles que encontré en la bahía negra. Confiaba en que ella supiera interpretar lo que decían.
Denit compartía el apartamento con otra compañera, pero en aquel momento estaba sola. Me pasó a su estudio, decorado con esculturas de animales.
—¿Dónde los has comprado? —me detuve ante un pequeño elefante rosado, de aspecto juguetón.
—Cógelo.
Tomé el elefante entre mis manos. Descubrí su tacto esponjoso, suave.
—Apriétalo más, vamos.
El elefante perdió su textura sólida. Daba la sensación de que se fundía entre las yemas de los dedos, produciendo un hormigueo agradable y alegre. Sí, han leído bien; ya sé que es difícil imaginar que un hormigueo pueda ser alegre, pero así fue. El elefante se había convertido en un conjunto de emociones, de sensaciones placenteras que se transmitían a través de los centros nerviosos de mis manos hasta el cerebro. Daba la impresión de que el elefante se complacía por haberlo tocado, y mostraba su contento con una oleada de calidez. Devolví la figura a Denit y el hormigueo desapareció.
—Prueba con ésta —me ofreció un violín en miniatura.
El pequeño instrumento cobró vida entre mis dedos, y no piensen que yo soy un virtuoso de la música. El violín había despertado de su letargo emitiendo una melodía intensa y armoniosa, que me recorrió la epidermis con un torrente avasallador de notas musicales. La percepción sonora no se canalizaba a través del oído, sino mediante estímulos eléctricos que el córtex cerebral se encargaba de modular. Si oír sin oídos era ya toda una experiencia, más lo fue cuando percibí que la melodía encerraba algo más que música. Había pasión, fuerza, dulzura, felicidad, sensaciones que en lugar de alternarse, se sobreponían al torrente musical formando un único flujo que recorría mis nervios con energía.
—Los he creado yo —dijo Denit.
—Creí que estudiabas exobiología.
—Sí —acarició el violín y lo oprimió unos segundos contra su pecho—. Es un nuevo material de polímeros. Su capacidad de almacenamiento de información es asombrosa.
—Ahora recuerdo haber leído algo de ese material.
—La presión táctil es suficiente para liberar la información que contiene el polímero. En teoría, es posible grabar cualquier estímulo en su estructura molecular.
—Incluso sentimientos.
—Los sentimientos son a fin de cuentas una suma de combinaciones electroquímicas.
—Tengo entendido que la grabación en este nuevo material es poco fiable.
—Se trata de una tecnología nueva. Pasarán algunos años hasta que se aplique a la industria en general. Por ahora, es idónea para fabricar sensibles.
—¿Cómo has dicho?
—Así se llaman los objetos como el violín que has tocado.
—Y sin tener idea de música —bromeé—. Debe ser una afición cara.
—Trabajo de auxiliar en un laboratorio para costearme la tesis. Y estas figuras.
—No estarás encargada de martirizar a conejillos de indias.
—Mel, la experimentación con animales se abandonó hace décadas.
—Cierto, lo había olvidado.
—Ahora utilizamos cultivos biológicos y protoformas orgánicas.
La palabra protoformas me recordó la carpeta de papeles que había traído bajo el brazo.
—Tengo aquí algo que te interesará —abrí la carpeta—. Encontramos estos documentos en Nivar I.
—¿En serio? —las manos de Denit temblaron de emoción al coger los papeles.
—Son auténticos —afirmé—. Puedes quedártelos para estudiarlos. Tengo una copia.
—Gracias. ¿Dónde hallasteis la nave?
—En el interior de una bahía negra —Denit parecía no comprender—. Es una zona del espacio de materia oscura, peligrosa para la navegación. Los sistemas de guía fallan, y los ordenadores suelen resultar dañados. Nivar I era un modelo antiguo. Por eso la bahía la atrapó.
—¿Encontrasteis seres vivos en la nave?
—Una especie de ameba gigante. Si a tu universidad le interesase adquirirla, podríamos negociar su venta.
—Eso es estupendo. Mm, ¿está viva?
—A ratos. La mayoría del tiempo demuestra tanta actividad como una piedra; pero reacciona cuando se la incordia un poco.
—Tu amigo dio a entender que...
—No hagas caso a Lérad. Se cree que la ameba es sólo suya.
—¿Sois socios?
—Al cincuenta por ciento. Nos dedicamos al transporte de mercancías.
—Debe ser apasionante.
—¿El qué?
—Estar siempre allí arriba, entre las estrellas; conocer otras culturas.
—Quizá lo fuese al principio —o ni siquiera al principio, pensé, recordando fugazmente los tiempos de esclavitud con Godda—, pero en el fondo es una profesión rutinaria. Y cansada. Puedo pasarme varios meses sin visitar mi casa.
—¿Vives en Dricon?
—No. Soy de Acidalia. A doce parsecs de aquí.
—La única vez que dejé Dricon fue para trasladarme a la estación orbital Conimed —dijo Denit, con una sombra en su voz—. Iban a operar a mi madre.
—Vaya. Lo siento.
—No lo sientas. La operación fue bien.
—Al menos has estado allí arriba. Otros no pueden contar lo mismo.
—Lo tuyo es diferente. En realidad eres un exobiólogo práctico, con mucha más experiencia que yo en formas de vida alienígenas.
—No me envidies —dije, y mis posaderas podían dar fe de ello; pero no quería abrumar a Denit con padecimientos personales.
—La universidad quiere patrocinar un asentamiento científico en el planeta Tendriss. Me gustaría ir allí, pero quizá el proyecto sea aplazado después del incidente de Rean.
—¿Qué ha ocurrido?
—Han dado un boletín urgente por la holovisión. Un convoy militar de la Confederación ha sido atacado cerca de la luna de Rean.
—Los drillines vuelven a la carga —aseguré—. Sabía que el tratado Larman tenía los días contados.
—No se trata de drillines. Los atacantes han sido del sistema Telura.
—¿Telura? ¿Por qué iban a hacer una cosa así? Es precisamente lo que Dricon busca, una excusa para intervenir en el sistema.
Denit se encogió de hombros.
—Es posible —dijo—. Ya nadie puede estar tranquilo. Las noticias afirman que la flota de Telura lleva meses reforzando sus efectivos. El general Boro ha propuesto a la asamblea local una orden de movilización de sus reservistas.
—Espera un ataque, es eso.
—Desconozco cuáles son las verdaderas intenciones de Boro o de nuestro presidente Biln, pero me temo lo peor —me cogió la mano—. Mel, tengo miedo.
Yo también lo tenía.
CAPÍTULO 6
Me reuní con Lérad en la puerta del Sindicato. Como era de prever, Arnie había dejado bien claro que no movería un dedo para reclamar indemnizaciones al zoo de Dekoan VII. Ni siquiera se animó cuando Lérad le ofreció retribuirle por la gestión. Brayn se había quejado de nuestra actuación, acusándonos de chantajistas y de haber incumplido lo pactado en el contrato de transporte. En lugar de pagar indemnizaciones, pretendía que le devolviésemos parte de lo cobrado.
Pero no todo fueron malas noticias. Arnie nos había conseguido otro encargo, y esta vez no tenía nada que ver con animales. Consistía en transportar una partida de tubos Brena al planeta Tirras, para ser utilizados en construcciones subterráneas. El viaje nos venía bien, porque en Tirras vivía uno de nuestros clientes más conflictivos, Uman Merinai, que nos debía un transporte de balnianas. Merinai siempre terminaba pagando, pero había que tener con él mucha paciencia. Arnie nos advirtió que en el caso de que no consiguiésemos nuevos encargos y quisiésemos ganar dinero rápido y fácil, preguntásemos por Toe Morisán en cualquier bar de Tirras. Aquello me sonaba a negocios turbios, pero por si acaso, anoté el nombre de Morisán. Quizá fuera conveniente hacerle una visita.
Antes de partir repostamos combustible y reparamos el sistema de refrigeración del generador cuántico, que había resultado seriamente dañado. La torre de control del espaciopuerto no nos autorizó el despegue hasta la mañana siguiente, alegando problemas de control de tráfico. Con las nuevas tarifas por estadía, a las autoridades portuarias les interesaba prolongar la estancia de las naves alegando cualquier pretexto, para incrementar la recaudación. Aquella noche, sin embargo, detectamos una intensa actividad en las pistas de despegue, y vimos naves militares de gran tonelaje surcar el cielo nocturno de Dricon con un ruido atronador. Los pájaros de la guerra estaban emprendiendo el vuelo, y su aleteo estremecía a los millones de ciudadanos de la ciudad, que contemplaban con nerviosismo las luces de posición de la maquinaria bélica, elevándose hacia las estrellas con mortíferas intenciones.
A pesar de ello, la vida discurría como siempre en la metrópoli y las calles de Dricon exhibían el dinamismo de costumbre. Teníamos la noche libre, y había que disfrutarla al máximo por lo que pudiese pasar al día siguiente. Denit me había regalado el violín en miniatura como recuerdo, y nos prometimos que seguiríamos en contacto. Lérad no había variado su actitud de desconfianza hacia la mujer, y me preguntó si le había revelado el emplazamiento de Nivar I. Mi socio sospechaba que Denit era una agente del gobierno, y que la historia que nos había contado acerca de la tesis doctoral era una patraña. A través de la computadora de Poderosa pedimos información a la universidad politécnica, para averiguar si Denit estaba matriculada en el centro. La respuesta fue afirmativa. Todos los datos que nos había contado la joven eran ciertos.
Le mostré a mi amigo el violín sensible, pero no le hizo mucha gracia; no sé si porque en sus manos desafinaba, o porque sentía envidia de mi suerte con las mujeres.
—Si quieres saber lo que es la escultura sensible, iremos esta noche a Lukonar Say —me dijo—. Conozco al portero. Nos dejará pasar.
—Ese lugar es peligroso. Hubo un altercado el mes pasado y murieron dos clientes en una reyerta.
—Tonterías. Lo que no encuentres en Lukonar Say no lo verás en otro lugar de la galaxia.
Fuimos a aquella cafetería, o lo que fuese. Un individuo musculoso de dos metros de alto y nariz escarpada nos pidió los pases para entrar. Lérad dijo:
—Hay grandes narices que no huelen bien las perdices.
—El día que encuentre al tipo que se le ocurrió la contraseña le partiré la cara —respondió el vigilante.
—Conviene que te arregles las napias, Tum. Sé de un cirujano que te operaría por menos de cincuenta pavos.
—Yo también. Pero no me pondría en manos de esos carniceros por nada del mundo. Pasad.
Ya en el interior, y sin que el portero pudiera oírnos, Lérad dijo:
—Tum no es un tipo muy despierto. Le rompieron las narices en una pelea, que él empezó porque no le habían dado propina. Su jefe ideó la contraseña para reírse de él.
—¿Y por qué sigue trabajando aquí?
—Neurodependencia.
—¿Qué?
El ruido de ambiente ahogaba nuestras palabras. El local estaba oscuro y lleno de vapor estimulante. Compré en la barra una pastilla para neutralizar los efectos del vapor y observé el entorno. Lukonar Say era una mezcla de sala de juegos, bar espectáculo y lugar de alterne. Al fondo del local existía un escenario iluminado con luces rojas. Formas etéreas se dejaban entrever entre la cortina de humo que inundaba el entarimado, duendes invocados por dudosos sortilegios que danzaban una extraño baile de sombras y contrastes. Para aquella velada estaba anunciada la actuación de un psíquico, el profesor Naum. Seguramente un impostor, pues nadie que quisiese conservar su reputación pondría sus pies en Lukonar Say.
Entonces la vi. Al otro extremo de la barra, la pelirroja de la fábrica de cerveza se estaba tomando una copa.
Lérad me arrastró del brazo hacia puerta vidriera, que conducía a una sala más despejada y silenciosa: la exposición de esculturas sensibles.
—He visto a la pelirroja de la cerveza Jabraen. Allí fuera.
—Y qué. Estará de negocios.
—Este lugar no es propio de ella —me asomé por la puerta vidriera, pero ya no la veía.
—Las mujeres están llenas de sorpresas, Mel. Nunca son lo que parecen —añadió, en alusión a Denit Garben.
Nos acercamos a las esculturas, de claras connotaciones sexuales. Empezaba a comprender por qué Lérad me había traído a Lukonar.
—Déjame una moneda de veinticinco —pidió mi socio—. No tengo cambio.
—Yo tampoco llevo suelto. Vete a la barra y que te cambien.
Lérad gruñó y murmuró una imprecación, pero salió a la sala a por monedas. Aproveché su ausencia para recorrer la exposición de esculturas. La mayoría alcanzaban del tamaño de una persona, y sus formas provocativas eran lo suficientemente explícitas para que nadie se llamase a engaño. Me detuve frente a una de apariencia distinta, una esfera colocada encima de un pedestal. Miré a mi alrededor. Un hombre maduro se hallaba fundido con una forma plástica de mujer. El polímero rodeaba al hombre por completo, como si el calor de su cuerpo hubiese derretido el material en un abrazo de empatía pura. Los gemidos del individuo, aunque amortiguados por la estructura deformada del sensible, eran perfectamente audibles; pero no parecía que el hombre estuviese disfrutando mucho. Más bien, daba la impresión de que se hallaba al límite de sus fuerzas. El sensible lo estaba devorando, exprimiendo sus energías como un limón.
Descontando aquel individuo, no había otros clientes en la sala. Volví a concentrarme en la esfera. ¿Qué haría? La toqué con cautela, pero únicamente sentí un tacto rígido y frío. Había que introducir una moneda para que la escultura se activase.
Saqué la moneda. Había mentido a Lérad: tenía una de veinticinco. La acerqué a la ranura, pero antes de introducirla volví a mirar al hombre. Estas máquinas debían ser ilegales. Por eso sólo se las encontraba en lugares como Lukonar Say.
La moneda se deslizó hacia el interior del mecanismo. Así mis manos a las abrazaderas que había a ambos lados de la esfera y cerré los ojos.
Lo siguiente que recuerdo es que me aparecí en el lavabo de caballeros, con la cabeza debajo del grifo y Lérad, a mi lado, exhibiendo una sonrisa sardónica.
—Está visto que no se te puede sacar una noche de juerga.
Sacudí la cabeza. El olor pestilente de los sanitarios consiguió que tomase conciencia de dónde estaba.
—Sufriste un espasmo límbico. Tu cerebro se saturó de percepciones sensoriales. Suele pasarle a los novatos.
—¿De qué me estás hablando? —me sequé la cabeza con una toalla mientras recordaba mi última percepción, agarrado las abrazaderas.
—Los violines de la Garben son una cosa, pero los sensibles de este lugar son algo muy distinto.
—No quiero oír hablar más de sensibles —me tomé un vaso de agua. Tenía la boca seca y la lengua hinchada.
—Necesitas un trago. El combinado de la casa te curará la resaca del espasmo.
Al instante siguiente me encontré subido a un taburete de la barra, frente a un brebaje verde que sabía a rayos.
—Bébetelo rápido —me aconsejó Lérad—. Verás cómo te desciende la hinchazón de la lengua.
Giré el taburete lentamente. Las formas etéreas del escenario habían desaparecido, y los altavoces de la sala anunciaban que la actuación del profesor Naum era inminente.
—No me apetece oír a charlatanes ahora —dije—. Vámonos —me levanté torpemente.
La pelirroja se encontraba a diez metros de mí, con un maletín en la mano.
—Espera —rectifiqué—. Nos quedamos.
Lérad miró en la misma dirección que yo y cabeceó con un gesto elocuente.
—Comprendo —murmuró.
Le hice una seña a la mujer. La pelirroja se acercó.
—¿Soane Mosna? —pregunté—. ¿Se acuerda de mí?
—Sí —dijo ella, tras un instante de vacilación—. Es usted Meldivén. El que llevó aquel cargamento a Loderenai.
Lérad tosió a mis espaldas.
—Disculpe, mi socio Lérad Yeldir.
—Encantado de conocerla —Lérad besó la mano a Soane—. Mel me ha hablado mucho de usted, pero nunca había imaginado que fuera tan hermosa.
Miré a Lérad con recelo. Se estaba tomando demasiadas libertades.
—¿Qué le trae por Dricon? —dijo mi socio—. ¿Asuntos de negocios?
—Algo así —Soane miraba el escenario con intranquilidad.
—Este tugurio no es el mejor sitio para hacer negocios, y menos yendo usted sola. Si me permite sugerirle...
—Disculpen, regreso enseguida.
La mujer se marchó. Lérad y yo intercambiamos una mirada de confusión.
—¿Qué mosca le habrá picado? —se preguntó mi amigo.
—La estabas acosando —tomé otro trago del brebaje verde, que ya me parecía menos amargo—. Esa chica tiene clase. No creo que se junte con cualquiera.
Un joven apareció en el escenario, rodeado de una columna de humo. Se trataba del profesor Naum, poderoso psíquico dotado de facultades extrasensoriales, según pregonó el presentador del espectáculo. Naum hizo algunos trucos mágicos de pobre factura, y luego aseguró al público que era capaz de adivinar el número del contrato de abono a la red eléctrica de cualquiera de los presentes. Demasiado rebuscado, pensé. Un voluntario alzó la mano. El gurú le preguntó el nombre y de dónde era, y luego concentró su mirada en el sujeto, supuestamente para leer en su mente la información que había prometido revelar. Con esfuerzo, el profesor anunció:
—Su código de contrato... su código de contrato es AGDV-541254879. Su factura de luz del mes pasado ascendió a 212,5 argentales.
El espectador confirmó estos datos y se sentó, estupefacto. Aplausos. Pero yo no me lo creía. Era poco probable que el espectador supiese de memoria su número de abono a la red eléctrica. Estaba claro que se hallaba en combinación con el falso mentalista.
—¿Algún otro voluntario? —el profesor se paseaba por la tarima, escudriñando el público.
Levanté la mano.
—Meldivén Avrai, de Acidalia. Quiero que adivine mi número de teléfono.
Naum realizó un gesto de contrariedad. Lo había pillado.
—125.487.998 —dijo tras un largo silencio—. Tiene pendiente de pago una deuda con la compañía telefónica de 845 argentales.
—Es cierto —reconocí. Los aplausos crecieron.
El profesor Naum siguió leyendo la mente de otros voluntarios y reveló los datos más heterogéneos, como el número de hijos, la fecha de nacimiento o los resultados de la última revisión médica. Tenía que haber algún truco. Para empezar, era sospechoso que hubiese que facilitar siempre el nombre completo y el planeta de procedencia. Pero con esos datos era imposible adivinar la información que Naum revelaba. ¿Cuál sería su secreto?
Dos policías entraron en la sala y señalaron al mago. Antes de que el profesor pudiese escabullirse, uno de los agentes le estaba encañonando con una pistola mientras el otro subía al escenario y le colocaba un sello magnético alrededor de las muñecas. Con aquellas esposas le sería prácticamente imposible huir. El prisionero podía caminar, pero en el caso de que intentase darse a la fuga corriendo, el sello magnético detectaría el cambio del ritmo cardíaco y propinaría al evasor una descarga eléctrica que lo dejaría sin ganas de nuevas aventuras.
—Deberíamos irnos —observé—. Aquí va a haber bronca.
Por una vez, Lérad estuvo de acuerdo conmigo. En la puerta de Lukonar Say vimos aparcado un solo coche de policía. El profesor Naum debía ser un timador poco conocido para merecer la atención de una escasa patrulla.
Dado que no pensábamos malgastar el dinero en un hotel, llamamos a un aerotaxi para que nos condujese al espaciopuerto. Dormiríamos en nuestra nave y al amanecer despegaríamos hacia Tirras, si la torre de control nos autorizaba la partida.
Cuando el aerotaxi maniobraba para posarse en el suelo, la pelirroja salió del bar y se dirigió con premura hacia nosotros.
—Disculpen, tengo prisa y no conozco la ciudad. ¿Les importaría que compartiese con ustedes el taxi?
—Será un placer —dijo Lérad, cediéndole el paso al vehículo. La portezuela se abrió con un chasquido herrumbroso.
—¿Destino? —solicitó el sistema de guía del taxi.
—Nosotros al espaciopuerto —me volví hacia la mujer—. ¿Y usted?
—Emm, sí, yo también voy allí.
El artefacto se elevó pesadamente, renqueando. Las luces de los rascacielos de Dricon pasaban a nuestro lado como almas en pena. El vehículo subió setenta metros de altitud con infinito esfuerzo. Por la ventanilla me fijé en que el alerón izquierdo estaba suelto.
Una sacudida nos arrojó contra el asiento delantero. El taxi murmuró una disculpa.
—¿No sabes conducir, cretino trasto?
—Turbulencias —se excusó el aparato—. Diferencias de presión, producidas por fluctuaciones en el gradiente térmico.
—Este cascajo tiene menos estabilidad que Mel cuando bebe dos copas. ¡Eeh! —Lérad señaló un punto en el cielo de plexiglás del vehículo—. ¡Mirad!
Un crucero de combate Draming estaba pasando por encima de nosotros, haciendo crujir el endeble fuselaje del taxi. El aspecto del navío estelar, con todas sus luces interiores brillando como un espectáculo de feria, era imponente.
—El crucero no ha podido despegar del espaciopuerto —dijo Lérad—. Naves de semejante envergadura no se ven por las instalaciones civiles.
—En Dricon hay muchas bases militares —comenté—. Habrá partido de alguna de ellas.
Silenciosa y observadora, Soane miraba con temor la gigantesca astronave sin realizar comentarios.
—Hoy es una mala noche para hacer negocios —señalé el maletín de la mujer—. Tal y como se están poniendo las cosas, los pedidos de mercancía a Telura van a escasear. Su fábrica de cerveza notará... —Soane se llevó el índice a los labios, indicándome que me callase.
Empecé a relacionar mentalmente la presencia de la mujer con la detención del profesor Naum.
—¿Decía usted? —se interesó el taxi.
—No hablaba contigo —respondí.
—Pueden expresarse en el interior de este vehículo con entera libertad. Industrias Aerotec garantiza el secreto de sus conversaciones.
Miré a Soane. Ésta negaba con la cabeza.
—¿Puedes establecer un enlace con control del puerto? —intuía que tendríamos que anticipar nuestro despegue antes del amanecer.
—Desde luego, señor —el taxi llamó al espaciopuerto. El microteléfono daba el tono de ocupado—. Todas las líneas están saturadas, señor, incluidas las telemáticas.
—¿Para qué quieres llamar a la torre de control? —inquirió Lérad—. ¿Es que no sabes cómo está el tráfico esta noche?
Las luces del espaciopuerto se divisaban en la lejanía. El taxi disminuyó la altitud y los estabilizadores comidos por el óxido chirriaron de un modo alarmante. Industrias Aerotec quizá garantizase la intimidad de sus clientes, pero no se gastaba un argental en su seguridad.
—Sesenta y siete con cincuenta, por favor —dijo el taxi, cuando aquella chatarra volante se posó bruscamente en el suelo, para alivio nuestro.
Rebusqué en los bolsillos. Mi última moneda me la había gastado en la esfera sensible, y en cuanto a mi ficha personal de créditos, era mejor olvidarse de ella.
—Lérad, paga tú. Estoy sin blanca.
—Eso dijiste cuando te pedí veinticinco pavos en el bar.
Las puertas del vehículo no se abrían. El aparato estaba programado para tener encerrados a los clientes hasta que abonasen el viaje, o viniese la policía.
—Saca la tarjeta de Fewate —apremié—. Aún le queda saldo.
—Eso era antes de pagar las copas en Lukonar Say.
—Caballeros, les advierto que cada diez segundos de espera, su deuda se incrementa —se impacientó el taxi.
—Yo pagaré —Soane depositó el dinero en la trampilla de recaudación. Las puertas del taxi se abrieron con un siseo hidráulico.
—Disculpe, pero andamos un poco justos de efectivo este mes —dijo Lérad—. Reparaciones, suministros, ya sabe. Poderosa es como un niño. Requiere cuidados constantes.
—Se refiere a su nave —dijo Soane.
—Sí. Está en el muelle nueve. ¿Quiere verla?
—Algo más que eso. Quisiera pedirles un favor. He perdido el billete del vuelo hacia Telura que tenía que coger mañana a las ocho, y me han comunicado en la recepción que no podrán conseguirme una plaza hasta dentro de un mes. La cuestión es que por circunstancias imprevistas, me urge salir esta misma noche. Les pagaré lo que me pidan.
—Nuestro carguero no está acondicionado para pasajeros —circunstancias imprevistas, pensé. Desde luego que sí. Soane estaba metida en un lío y quería largarse de Dricon a toda prisa.
—Les ofrezco quinientos.
—Seguro que encontraremos un hueco para nuestra hermosa huésped —terció Lérad—. Venga conmigo. Le enseñaré la astronave.
—¿No crees que estás yendo un poco deprisa? —me volví hacia la mujer—. Antes de aceptarla como pasajera, debería clarificar con nosotros su situación.
Soane miraba nerviosamente a uno y otro lado. Divisó una pareja de guardias de seguridad que salían de una zona de descarga. Los guardias ni siquiera se dirigían hacia nosotros, pero su presencia intranquilizó a la mujer.
—Les contaré cuanto quieran saber dentro de su nave.
—Aunque la aceptásemos, no podríamos despegar hasta la madrugada.
—En Dricon, todo se consigue con dinero —Soane me entregó cinco billetes de doscientos argentales—. Les pago el pasaje por anticipado. El resto es para, bueno, ya saben.
Lérad la acompañó a la nave, mientras a mí me tocó bregar con un funcionario del espaciopuerto que tenía muy malas pulgas. Había trabajado un par de horas extras a su jornada laboral y ya se sabe, el pobre no estaba acostumbrado a esos esfuerzos. Claro que en cuanto vio asomar los billetes de mi cartera, su hostilidad se transformó en amables maneras, y pronto llegamos a un acuerdo.
Conseguí una autorización de despegue por trescientos cincuenta argentales, aparte de las tasas. Con ello obtenía un beneficio de ciento cincuenta argentales limpios para mi peculio. Mientras me dirigía al muelle, medité si merecería la pena correr el riesgo. Nadie paga tanto dinero si no tiene poderosas razones para largarse. Soane no parecía de la clase de personas que se meten en líos; pero como Lérad decía, las apariencias engañan.
Que sucediera lo que tuviese que suceder; ya me había gastado trescientos cincuenta en conseguir el permiso de despegue y era tarde para arrepentirse.
Encontré a los dos en la cabina de mandos. Lérad se deshacía en detalles, explicando minuciosamente cada control del panel.
—¿Podemos despegar? —me preguntó Soane, ansiosa, al verme pasar.
—Podemos. Se nos ha concedido una ventana de salida para dentro de tres minutos y medio. Váyase acomodando en el sillón auxiliar.
—Iniciada secuencia de calentamiento de los impulsores principales —anunció Lérad—. Alcanzaremos potencia suficiente dentro de ciento noventa segundos.
—Perfecto. ¿Cómo van nuestras reservas de plasma?
—Habrá que repostar en Noldrau, donde pararemos para cargar los tubos Brena.
—Se me olvidaba decírselo, Soane. No podemos dirigirnos a Telura directamente. Tenemos compromisos urgentes que atender.
Una verdad a medias. Aunque el transporte de tubos Brena era un encargo relativamente urgente, podía aguardar a que regresásemos de Telura.
—Descuiden. No tengo prisa en volver a mi sistema.
Di más bien que no tienes intención de volver, pensé.
—¿Lo dice por lo del incidente de Rean?
—En parte sí —la pelirroja no se prodigaba en explicaciones.
—Sé que es una indiscreción por mi parte, pero ¿qué guarda en ese maletín?
—Un ordenador.
—Mel, deja de molestar a nuestra pasajera. Ya ha pagado el precio del viaje.
—¿Le importaría que echase un vistazo?
—Torre de control comunica que nos preparemos para el despegue —me advirtió Lérad—. Deja de meterte en lo que no me importa.
Soane abrió el maletín. Contenía un ordenador.
—Algo grande para los modelos actuales —observé.
Y también más pesado. Como comprobaría posteriormente.
CAPÍTULO 7
Cargamos los tubos Brena en Noldrau, conforme a lo previsto, y llenamos los depósitos de combustible plasmático. El generador cuántico volvía a hacer de las suyas. Fue necesario revisar todo el sistema de refrigeración y acoplarle dos placas adicionales de disipación térmica. Aún así, sabíamos que tarde o temprano tendríamos que reemplazar el generador por otro nuevo. El sistema de aceleración neutrínica presentaba daños permanentes. No podíamos estar a expensas de que fallase en mitad de un salto y convirtiese a Poderosa en un resplandor de antimateria.
Fijamos rumbo a Tirras. El viaje sería más lento de lo habitual, dado que había que esperar dos horas entre salto y salto para dar tiempo a que se enfriase el generador. Los problemas comenzaron en cuanto abandonamos la órbita de Noldrau. La computadora denunciaba una incompatibilidad entre la controladora informática de la unidad aceleradora de neutrinos y los disipadores. Empezábamos bien. Sin la autorización de la computadora, no podíamos iniciar el primer salto. Desmonté las placas, revisé la circuitería cable por cable y las volví a montar, pero el ordenador seguía señalando error en la configuración del sistema.
Soane nos ofreció su ayuda. Para nuestra sorpresa, arregló el problema en dos minutos sin moverse siquiera de la cabina de mandos, tecleando unas cuantas instrucciones en la consola principal.
—Su computadora debería haber solucionado el fallo por sí misma —dijo la mujer—. Quizá sea debido a que el programa de depuración de errores tiene algunos defectos.
—Por favor, Soane, deja de tratarnos de usted —señaló Lérad—. Ya que vas a estar con nosotros una temporada, es mejor que reduzcamos las distancias —subrayó, con gesto socarrón.
¿Una temporada? Alcé las cejas. ¿De qué habían estado hablando mientras yo me hallaba en la sala de máquinas con los disipadores?
—Creo que los dos me debéis una explicación —dije.
—Soane no podrá volver a Telura en un tiempo.
—Todavía no me ha dicho por qué —aduje.
—La policía me persigue —contestó la mujer.
—Empiezo a comprender. Y dime, Soane, ¿tiene eso algo que ver con ese tal profesor Naum que vimos en el bar?
—Es mi hermano.
—Su nombre verdadero es Travin Mosna —aclaró Lérad—. Se dedica a los trucos de magia.
—Y ella es su ayudante —afirmé.
Soane asintió.
—Mi hermano anda metido en los juegos de azar —explicó la mujer—. Bueno, digamos que es un jugador empedernido. De no ser por mi ayuda, alguien lo habría liquidado hace tiempo.
—Y la forma de recaudar dinero es mediante la magia —aventuré—. Creí que te dedicabas al negocio de la cerveza.
—A eso me dedico. Pero Travin es como un crío. Siempre está comprometiéndome para que le ayude a pagar sus deudas.
—Desde que salimos de Lukonar Say no he parado de preguntarme cómo hizo el truco de la adivinación. Porque era un truco, ¿verdad?
—Fue un número inofensivo. Pero no creáis que lo detuvieron por eso.
—¿Cómo lo hizo?
—Secreto profesional.
—Si vas a acompañarnos, no deberá haber secretos entre nosotros. Acuérdate de que si no estás entre rejas ahora es gracias a que te sacamos de Dricon.
—¡Mel! —exclamó Lérad.
—Quiero saber cómo lo hizo —insistí—. Y también cuál es la verdadera función de su maletín. Concierne a la seguridad de la nave.
—De acuerdo, lo diré —Soane carraspeó—. Pero tenéis que darme vuestra palabra de que no se lo contaréis a nadie.
—Tienes nuestra palabra.
—Bien, es un truco relativamente simple. Mi hermano Travin lleva implantado un microrreceptor subcutáneo cerca la oreja izquierda. Cuando un espectador formula una pregunta, como por ejemplo, que adivine su número de teléfono, yo busco el nombre de esa persona en mi ordenador, y transmito la respuesta al microrreceptor de Travin.
—¿Y tienes acceso a los datos privados de cualquier individuo?
—La mayoría de la información que revela mi hermano es de libre acceso. De todos modos, tengo mis propios sistemas para sortear las claves de protección de datos.
—Háblame de tu ordenador.
—¿Qué te hace sospechar que es diferente?
—Su tamaño —cogí el maletín—. Y su peso. No se fabrican armatostes así desde hace siglos.
—Mel, echa un vistazo a la pantalla tres —dijo Lérad.
—¿Qué quieres ahora?
—Nuestro segundo huésped. Míralo.
La pantalla tres ofrecía una visión de la bodega donde guardábamos la ameba. Aquella cosa estaba cambiando.
—Iremos a ver qué sucede —cogí la pistola láser—. Soane, te aconsejo que te quedes aquí.
—¿Qué ocurre?
—Nada importante. Lérad, acompáñame. Y coge tu arma.
—Dijiste que no habría secretos entre nosotros —protestó ella.
—Será mejor que te quedes aquí por tu propia seguridad —apagué la pantalla tres y conecté el circuito de seguridad contra intrusos, para impedir que fisgase en nuestra ausencia.
—Hablaremos en otro momento, nena —dijo Lérad—. Ese bicho puede ser peligroso.
Soane se encogió de hombros.
Salimos al corredor. Lérad me dirigió una mirada furibunda. No le gustaba el trato que yo le brindaba a nuestra pasajera.
—Podías intentar ser algo más amable con ella.
—No sé, pero esa frase me suena —observé.
—Lo de Denit Garben es diferente.
—¿Diferente? ¿Por qué es diferente?
—Porque... bueno, porque es diferente —Lérad se puso a pensar—. Denit no tiene un argental, mientras que Soane posee una fábrica y está forrada de pasta. ¿Captas la diferencia?
—Cierto que posee una fábrica, pero no deduzcas por eso que es millonaria. Si tuviese dinero, no se rebajaría a realizar trucos de feria con su hermano. Lo más probable es que tenga más deudas que dinero.
—No sabes lo que esconde en su maletín —sonrió Lérad.
—¿Tú sí?
—Tengo una idea aproximada. He oído hablar de las ondas de interferencia que usan ciertos estafadores para desplumar a sus clientes.
—Razón de más para desconfiar de ella.
—Mel, pareces estúpido. ¿Qué va a quitarnos Soane, si estamos sin blanca?
—Nuestra cuenta mancomunada aún posee fondos.
—Se necesita visión de futuro para prosperar en esta vida, y tú eres un miope incorregible. Por fortuna para ti, además de visión tengo un olfato finísimo. Me da en la nariz que esta preciosa pelirroja va a sacarnos de la ruina.
—Cada vez que dices eso me echo a temblar, Lérad. Tienes peor olfato que el matón de Lukonar Say.
—Pasaré por alto tu comentario, porque sé que los celos te están devorando por dentro.
—¿Celos? ¿De qué me hablas?
—Vamos, Mel, no disimules. Reconoce que Soane se ha fijado en mí desde el primer momento.
—Eso no es cierto. Y aunque así fuese, me trae sin cuidado, ¿te enteras? A mí sólo me importa la seguridad de esta nave.
—Pues cuando volviste de la fábrica de cerveza cargado de bolsas de patatitas no pensabas lo mismo.
—Era diferente.
—¿Diferente? ¿Por qué es diferente?
—Deja de repetir a cada momento mis expresiones, por favor.
Llegamos a la bodega donde guardábamos la ameba. Tecleé el código de acceso y desenfundé el arma. Sabía que aquel organismo nos iba a traer complicaciones.
—Eh, Mel, sólo es un montón de gelatina. ¿Adónde vas con esa pistola?
—Era un montón de gelatina. Ahora no sabemos en qué puede haberse convertido.
—Yo no la vi muy diferente desde el monitor. Quiero decir, que no le habían crecido dientes, ni tentáculos, ni...
La puerta siseó al abrirse. En el centro de la sala encontramos una masa informe de carne de unos treinta centímetros de altura, que había desbordado la cubeta de transporte. Se hallaba envuelta en un pegajoso velo semitransparente. Venas azules y grises destacaban en el interior de aquel organismo en plena ebullición vital. El fluido citoplasmático se había expandido, transformándose en circunvoluciones de tejido y pequeños coágulos sanguíneos de forma estrellada.
—Una crisálida —dije—. La ameba es un simbiótico. Denit estaba en lo cierto. El ser tiene capacidad de mutación.
—Sabía que habíamos encontrado una mina en la bahía negra. Este montón de carne pringosa debe valer una fortuna.
—Deberíamos decírselo a Denit.
—Ni hablar —se opuso Lérad, tajante—. Podría ser una agente del gobierno. Por si lo has olvidado, te recuerdo que las leyes de la navegación nos obligan a dar cuenta a las autoridades de nuestro hallazgo.
—Si es por eso, no te preocupes. Denit ya lo sabe.
—¿Qué es lo que sabe? —Lérad frunció el ceño.
—Que llevamos esta cosa a bordo. Le entregué la documentación que encontré en el laboratorio de Nivar I.
Mi socio sacudió la cabeza sin decir una palabra. Me dio la impresión de que se estaba resignando ante los hechos consumados, pero fue una impresión falsa, porque lo único que hizo fue acumular energías para el contraataque.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho? —gritó de improviso—. Denit te invita a tomar café, y a cambio tú le entregas gratis una información que podría valer miles de argentales.
—Me quedé con una copia.
—Y lo peor no es eso. A estas horas es posible que el departamento de seguridad confederal haya alertado a todos los puertos para que nos requisen la nave en cuanto aterricemos.
—Exageras. Denit sólo es una estudiante que está preparando su tesis doctoral.
—A mí qué me importa su tesis.
—Pero a mí sí.
Lérad me dirigió una sonrisa torcida.
—Oh, claro, ya entiendo.
—Yo encontré esos documentos —repliqué—. En cierto modo me pertenecen, y puedo decidir qué hacer con ellos.
El simbiótico se removió en su crisálida, produciendo un sonido peculiar, como el de agua hirviendo.
—No me digas que sientes aprecio por este engendro —añadí—. Un grano lleno de pus tendría mejor aspecto.
—Hablando de granos, deberías haberle contado a Denit tu experiencia con los líquenes —rió Lérad—. Tal vez ella encuentre un remedio a los males de tus nalgas.
Regresamos a la cabina de mandos. Soane Mosna nos esperaba con una expresión divertida.
—¿Cuál fue esa experiencia con los líquenes? —me preguntó ella nada más pasar.
Hice caso omiso a su pregunta y revisé la pantalla tres. El código de seguridad contra intrusos seguía activado. En teoría, Soane no podía haberse enterado de nuestra conversación con el circuito protector conectado. Sólo Lérad y yo conocíamos la clave para desactivarlo.
—Vuestro sistema de seguridad es rudimentario —aclaró ella, adelantándose a mi pregunta—. Hasta un niño podría entrar en la computadora central y sustraeros información.
—Así que has estado fisgando.
—No pude resistirme, lo siento. Os pido disculpas.
—Y seguro que en vez de limitarte a mirar por la pantalla tres, has estado siguiéndonos a través del sistema de monitores de la nave.
—Sólo he oído algunos comentarios acerca de la cosa que tenéis en la bodega, palabra —pero antes de que acabase la frase, sabía que Soane estaba mintiendo. Había escuchado todo cuanto dijimos acerca de ella.
—No vuelvas a trastear en nuestra computadora sin permiso.
El maletín de la mujer emitió un zumbido intermitente.
—Una llamada —dijo Soane.
—Será tu hermano Travin desde la cárcel —respondí sin misericordia.
La mujer desplegó el aparato. En la pantalla de su ordenador apareció el rostro enjuto de un anciano de pelo blanco, que estuvo hablando con Soane por espacio de diez minutos.
—Mi tío Nafidias —dijo ella al finalizar la conversación.
—¿Le has contado lo que le ha ocurrido a tu hermano?
—Es mejor que no lo sepa. Mi tío no sospecha en lo que está metido Travin.
—En lo que tú y Travin estáis metidos —corregí—. ¿Y vuestros padres? ¿Tampoco se lo dirán?
—Murieron cuando yo tenía doce años.
—Lo siento.
—Mi tío nos tomó a su cuidado desde entonces. Estoy preocupada por él. Su salud ha empeorado.
—En el monitor aparecía bastante pálido.
—Sufre delirios místicos. Ahora está en Tirras, visitando una iglesia de la Congregación Omnius que han saqueado hace poco. Afortunadamente vamos hacia Tirras. Así tendré oportunidad de verle.
—Congregación Omnius —hice memoria—. No me suena ese nombre. ¿Y tú, Lérad?
—Es una secta relativista basada en la doctrina de Joll, un teólogo de finales del XXI.
—Mi tío Naf está obsesionado en expandir la doctrina de la Congregación a través de la galaxia. Desde que ingresó en la iglesia hace años, no ha parado de viajar. Su cuerpo ya no puede aguantar tanto movimiento.
Soane había conseguido apartar nuestra atención del pesado maletín, que ahora reposaba cerrado junto a sus pies. Insistí nuevamente en que nos revelase qué otras utilidades tenía, aparte de la de servir de ordenador. Ella nos ofreció un trato:
—Dejadme ver el organismo que ocultáis en la bodega. Entonces os mostraré algo interesante.
—Pero si ya lo has visto por la pantalla.
—La imagen de vuestra cámara deja mucho que desear. El enfoque automático no funciona bien.
—De acuerdo, de acuerdo. Trato hecho.
Volvimos a la bodega. Soane se acercó al ser, abrió el maletín y desplegó un par de antenas.
—Está caliente —dijo, tocando la crisálida—. Y late.
—¿Qué va a salir de ahí? —dije—. ¿Puedes averiguarlo?
—Mediré su actividad orgánica. Parece que está a punto de eclosionar.
La cosa se estaba expandiendo. Su fluido interno bullía con un rugido estruendoso, a punto de estallar.
—Ten cuidado —advirtió Lérad—. Estás demasiado cerca. Apártate un poco.
—Detecto n-variables mutágenas de artrópodos en rápida sucesión.
—¿Qué significa eso de n-variables? —miré con inquietud al simbiótico.
—Es lo que trato de determinar —Soane se acarició el mentón, pensativa—. Sí, pudiera ser. Tendría sentido. ¡Mirad! El tejido se oscurece.
El ser tembló de nuevo. La crisálida se había vuelto negra, y se estaba hinchando como un globo.
—¿Qué has averiguado? Vamos, dínoslo.
—Artrópodos. Podría tratarse de un artrópodo. Posiblemente un insecto.
La crisálida reventó, bañándonos con un líquido sanguinoliento repugnante. Del interior surgió una forma alada de ojos facetados, que nos miraba con interés.
El insecto tenía más de dos metros de altura y cuatro patas delanteras, que agitaba convulsivamente. Abrió sus fauces. Dos poderosas mandíbulas se abrieron y cerraron con un chasquido inquietante.
Lérad disparó contra el monstruo, pero el láser no surtió ningún efecto. La piel del insecto absorbía los disparos de energía.
Necesitábamos armas de proyectiles. Corrí a la salida. La puerta se había cerrado y los conmutadores de apertura no funcionaban.
—¡Mel, ayúdame!
El insecto había alzado a Lérad con dos de sus cuatro patas y lo sostenía a la altura de las mandíbulas. Destruí la cerradura con el láser, pero la puerta seguía sin ceder un milímetro. Estábamos condenados.
Me arrojé contra el insecto para intentar liberar a mi amigo. Una de las patas me golpeó en el abdomen, arrojándome al suelo.
La rejilla de ventilación. Si conseguía encaramarme allí arriba, podría llegar a la armería y conseguir un rifle de proyectiles. Me subí encima de unos contenedores y desplacé el panel metálico del techo. Lérad había dejado de gritar. Su cabeza estaba envuelta por un pellejo azul, segregado por las mandíbulas del monstruo.
Noté un tacto frío y húmedo en el tobillo. El insecto no me iba a dejar marchar tan fácilmente. Aferré un saliente de la rejilla, tratando de impulsarme hacia arriba, pero fue inútil. Una fuerza descomunal me arrastraba hacia abajo, hacia las fauces de aquello. Comprendí que cualquier resistencia sería estéril.
Y caí.
Soane cerró el maletín, riendo.
—Fin de la demostración —dijo.
El insecto había desaparecido. La crisálida permanecía intacta.
—¿Qué clase de truco es éste? —respondí. Me percaté de que la puerta de la bodega estaba abierta—. ¿Adónde ha ido?
—A ningún sitio. Era una alucinación hipnagógica.
—Explícate mejor —dije—. ¿Qué es una alucinación hipnagógica?
—El maletín lleva oculto en su estructura un hipnagón, un activador de los centros de inhibición de la corteza cerebral. El sujeto se vuelve sumamente sugestionable cuando se le somete al influjo de este aparato. Con el córtex inhibido, una persona puede ver o hacer cualquier cosa que el operador le proponga. Recordad que cuando os sugerí que la crisálida estaba a punto de eclosionar, empezasteis a notar cómo se hinchaba. Mencioné que podría surgir un insecto, y eso fue precisamente lo que visteis. Durante unos minutos os he tenido en mis manos. Podría haber hecho con vosotros lo que hubiese querido.
—Había oído hablar de las ondas de interferencia —dijo Lérad—. Pero no me imaginaba algo así. Ese monstruo era real. Podía tocarlo.
—Las ondas de interferencia quedaron anticuadas hace años —explicó Soane—, pero se basan en el mismo principio. Los hipnagones poseen un campo focal expandido que puede abarcar un grupo numeroso de personas. Varias docenas, varios centenares, depende del equipo, aunque el efecto decrece cuanto más grande es el grupo. El hipnagón tampoco es totalmente fiable: existen personas que desarrollan una resistencia natural a la inhibición de su córtex, y no surte efectos en algunas especies alienígenas.
—Sería interesante poseer uno de estos chismes —observó Lérad. ¿Cuánto te costó?
—Travin lo consiguió no sé cómo. Creo que estafó a alguien. Pero os aconsejo que os olvidéis de los hipnagones.
—¿Por qué?
—Si te pillan con uno, te encierran. La última vez que lo utilizamos fue hace un mes en Nai Froda, durante un espectáculo. Travin convirtió a un espectador en morsa, le hizo que se arrastrase por el escenario emitiendo gruñidos, luego lo transformó en pingüino y le obligó a introducirse en una pequeña piscina de agua fría, para jugar con un balón.
—¿Y nadie del público notó el engaño? —pregunté.
—Nadie, y el espectador menos. Excepto nosotros, que portábamos collares de desfase de onda para protegernos, el resto de personas de la sala contempló a aquel sujeto transformado en animal, haciendo gansadas en el escenario. Por desgracia, las cámaras de seguridad del local carecen de cerebro, y lo filmaron todo tal como ocurrió realmente.
—Oh, oh —dijo Lérad—. Un fallo. Deberíais haberlo previsto.
—El espectador que hizo el pingüino vio la grabación al acabar la función, y no le hizo gracia saber que había estado haciendo el payaso delante de más de cien personas. Nos denunció a la policía.
—Hay gente que carece de sentido del humor —rió Lérad—. Total, por hacer un rato el pingüino...
—Me parece una acusación poco consistente para detener a Travin —opiné—. Si mal no recuerdo, Nai Froda está a cinco años luz de Dricon. La policía no se toma tantas molestias para detener al autor de una broma pesada.
—Ya os he dicho que tener un hipnagón es delito. Es un aparato peligroso. Por eso está prohibido —aseguraba Soane, pero había poca convicción en sus palabras.
La pelirroja nos estaba ocultando información deliberadamente.
CAPÍTULO 8
En los inicios de la colonización estelar, el gobierno tuvo que recurrir a todo tipo de componendas para sostener la expansión. Virtualmente en bancarrota, los políticos decidieron pactar con las intercompañías y concederles importantes privilegios antes de que el enorme pastel que representaban los miles de mundos colonizables fuese a parar a otras bocas hambrientas. Aún no se conoce a ciencia cierta la cantidad de pactos subterráneos que se firmaron por aquel entonces, si bien sus efectos todavía los estamos pagando los ciudadanos hoy en día.
Uno de aquellos acuerdos fue el referente a Tirras, mundo inhóspito de temperaturas extremas, que oscilaban entre cien grados a la sombra por el día y sesenta bajo cero por la noche. El planeta, bautizado con un nombre equívoco quizá para hacer creer a inversores incautos que era similar a la Tierra, no habría despertado la codicia de las autoridades de no ser por los yacimientos de ganadio que se encontraron en su subsuelo. Los técnicos gubernamentales se lanzaron como aves de rapiña sobre el mundo, para evaluar las riquezas que podrían extraer de sus entrañas. El desengaño fue mayúsculo cuando al hacer números, se dieron cuenta de que el ganadio se encontraba a una profundidad enorme, rozando el manto de magma, y que el coste necesario para hacerlo aflorar no hacía rentable la operación.
La intercompañía Danon Asociados, descubridora del planeta, se hizo con la concesión para explotarlo. A cambio, el gobierno recibió una cantidad de dinero jamás confesada, pero que debió ser enorme, ya que además de cubrir algunos agujeros, bastó para que el ministro de la energía y varios secretarios de la Unión Terrestre dejaran sus cargos y gozasen de una nueva percepción de la existencia en un remoto planeta tropical, viviendo en la más insultante opulencia hasta que el partido de la oposición llegó al poder diez años después y confiscó sus bienes. Que por cierto, pasaron con el máximo sigilo al disfrute privado del nuevo ministro de la energía y de sus lacayos.
Danon Asociados era inmune a los cambios de gobierno, estaba por encima de ellos. Sabía manejar a los políticos, y las prerrogativas que obtuvo por este trato privilegiado fueron notables. Convirtió a Tirras en su sede de operaciones, consiguiendo un estatuto especial que prácticamente le dejaba fuera de las leyes que se aplicaban en el resto de la Unión. En Tirras sólo mandaba Danon, y ni el ejército ni la inspección fiscal osaban rebasar el área de seguridad orbital. Con el tiempo, aquel mundo se convirtió en un pozo de podredumbre, donde la escoria de la galaxia encontró el lugar ideal para realizar negocios sin ningún control de la administración. En Tirras, todo estaba permitido, podía ejercerse cualquier actividad sin molestias gubernamentales, siempre que se pagase el correspondiente tributo a los administradores de Danon Asociados.
Los excrementos atraen a las moscas, y la delgada franja ecuatorial del planeta que Danon convirtió en habitable atrajo a tantas moscas y moscones que, en unas pocas décadas, Tirras fue conocido como el centro del mercado negro más importante de la Confederación. La única regla que debían respetar los que se establecían allí consistía en el pago de una compensación mensual a la intercompañía, cuyo importe era mucho menor que los impuestos que se satisfacían en cualquier otra parte de la Unión. A cambio, Danon Asociados garantizaba inmunidad mercantil: ningún funcionario de la Confederación se entrometería en los negocios de los ciudadanos de Tirras, fueran del género que fuesen. No es de extrañar que con estas condiciones, la franja ecuatorial de Tirras se convirtiese en poco tiempo en el paraíso del trapicheo y la mangancia.
Después de haberles puesto en antecedentes, comprenderán por qué los más roñosos, marrulleros y tunantes de nuestros clientes vivían en Tirras, prosperando como cardos dalanos surgidos del estiércol. Y cuidado con ellos, porque en este planeta es inútil acudir a la policía. Para evitar disputas entre comerciantes, cada cual se protege como mejor puede. Los que no tienen mercenarios en nómina, contratan los servicios de brigadas parapoliciales equipadas con los últimos adelantos técnicos. En contra de lo que pudiera esperarse, los choques entre brigadas a sueldo son mínimos. Los policías de fortuna poseen su propio espíritu corporativo, y no suelen atacar a otros compañeros a menos que el cliente pague una cantidad realmente tentadora. Aún así, no crean que carecen totalmente de entrañas. Es costumbre escrupulosamente respetada que en caso de muerte, el diez por ciento de los honorarios se destine a las viudas. En cierto modo, es admirable ver cómo el caos tiene su propia tendencia a la organización. Muchos profetizaron que un mundo sin leyes sucumbiría por la voracidad de sus habitantes. Se equivocaron. Tirras había sobrevivido, y aunque hay que reconocer que sus moradores no poseen eso que llaman conciencia cívica, habían convertido aquel mundo en uno de los centros de comercio de mayor actividad de la galaxia. Resulta chocante que las autoridades hayan dejado crecer a este engendro de la incivilización. Danon Asociados había jugado bien sus cartas. Es un mérito que hay que reconocerle.
Mencioné antes que la intercompañía había logrado hacer habitable una franja en el ecuador. Que eso sea así no significa que por las calles de Tirras se respire un frescor primaveral. La banda de temperaturas se había reducido en la zona protegida entre 40 grados a la sombra por el día y 35 bajo cero por la noche. La vida nocturna estaba reservada a los afortunados que poseían trajes anticongelación. En cualquier caso, en Tirras hay poco que ver, y la luz solar no alegra precisamente el panorama.
Tuvimos ocasión de comprobarlo al posarnos en la pista del espaciopuerto. El sol, en pleno cenit, más que darnos la bienvenida nos aplastó cual vulgares cucarachas, como si tratase de vengarse de una afrenta personal. Sin embargo, el genio de los mercaderes había previsto la solución a tal contingencia, pues nada más pisar suelo nos asaltó un vendedor de sombreros charros de ala ancha, con sistema de refrigeración incorporado para prevenir la insolación. El aspecto que teníamos con los sombreros era ridículo, pero despedían un frescor muy agradable a través de microventiladores ocultos en el tejido.
En cualquier caso, por las calles no vimos a ningún transeúnte con sombreros charros. Pensamos que debían estar acostumbrados al calor, pero cuando llevábamos veinte minutos de camino, nos dimos cuenta de cuál era el motivo. Los ventiladores comenzaron a fallar, y en lugar de aire frío, despedían un chorro caliente asfixiante. El sombrero de Lérad sufrió un cortocircuito en el cableado de ventilación y el tejido se incendió. Mi socio estuvo a punto de perder las pestañas, pero todo quedó en el susto y en un ligero chamuscado de cabello. Después de aquel percance, los sombreros charros acabaron su efímera existencia en un contenedor de basura. Habíamos puesto el pie en Tirras y ya habíamos sido objeto del primer timo.
Entregamos los tubos Brena en un almacén de un distrito fabril. Nuestros robots porteadores los descargaron en un almacén oscuro y sórdido, donde había bidones con tentáculos fosforescentes flotando en líquido superconductor, miembros translúcidos en el interior de peceras, despidiendo chispazos de energía, y algas trepadoras de apariencia poco amistosa confinadas en vitrinas de flúor. Parecía un lugar de desecho de material seudoorgánico, que me recordó el laboratorio de la bahía negra, con la diferencia de que aquel almacén tenía un aspecto mucho más inquietante.
Un drillín gordo y arisco nos selló el recibo de entrega, y pretendió darnos en pago un cheque rígido conformado por un banco desconocido. Aceptar en Tirras un cheque como pago equivale a olvidarse para siempre de cobrarlo, a menos que contratásemos a una brigada policial, lo cual no es muy aconsejable por lo elevado de sus honorarios. Increpamos al drillín y le amenazamos con retirar la mercancía si no nos pagaba en efectivo. El alienígena entreabrió sus fauces en una sonrisa sardónica, y señaló una de las peceras.
—Largo de aquí, primates. El cheque es bueno. Estáis insultando la honorabilidad de esta empresa.
—Soane, espéranos fuera —dijo Lérad—. Creo que vamos a tener un pequeño cambio de impresiones con nuestro cliente.
—Pierdes el tiempo si pretendes ir a la policía —observó el drillín, agitando su doble papada con un gesto desafiante. Su cráneo en forma de pera brilló a la luz de una gastada bombilla con un destello siniestro.
—No nos tomaremos esa molestia —aseguró Lérad. Soane se marchó, ante la mirada indiferente del ser.
Dos ojos brillantes nos acechaban en la oscuridad. Una respiración ronca, pesada, se acercaba a nosotros desde las profundidades del almacén. Oímos un gruñido terrible.
—Haz que ese bicho que nos está vigilando se vuelva por donde ha venido —dijo Lérad.
El drillín contestó con un eructo de desprecio.
—¿Y si no lo hago?
Lérad pegó una patada a la vitrina de las algas. El flúor se desparramó en una nube de vapor blanco. Mi socio aprovechó la sorpresa del drillín para coger un vidrio del suelo y colocárselo en el cuello.
—Entonces, tu papada sebosa sufrirá una pequeña caricia.
Una gota de grasa se deslizó por el cráneo del drillín. Para esta especie, la papada posee un significado peculiar. Si es gorda y colgante, es signo de altura social, distinción y belleza, y encierra ciertas connotaciones sexuales que no alcanzo a comprender muy bien. Si es pequeña o no existe, el individuo es mirado por sus semejantes por encima del hombro, como un vulgar gusano.
La respiración de aquello que nos acechaba aumentó de ritmo. Los ojos llameaban en la oscuridad como dos teas encendidas, a tan sólo dos metros de nosotros. Lérad presionó el vidrio contra la papada del drillín. Éste emitió un grito agudo, convenciéndose de que la parte más preciada de su integridad se hallaba en serio peligro.
—Os pagaré, os pagaré —el drillín dio un chillido agudo y el monstruo de ojos brillantes se marchó. Lérad retiró el vidrio—.Pero formularé una queja ante el sindicato de transportes por el trato vejatorio de que he sido objeto. Me abonaréis el contenedor de fluorita hasta el último argental. Voy a hundiros. Conseguiré que os echen del sindicato. Estáis acabados.
—Claro, claro —Lérad se guardó los billetes que el drillín le entregaba de mala gana—. Cursa esa protesta, amigo. Tus quejas serán atendidas.
—¡Largo de aquí| No quiero volver a veros, ladrones, delincuentes, matones del tres al cuarto, ¡fuera!
Salimos del almacén. Lérad, todavía con la sonrisa en los labios, miraba al drillin con desafío. En cuanto traspasamos el umbral, una pesada puerta de metal se cerró tras nosotros.
—Los robots porteadores —dije—. Se han quedado dentro.
—¡Maldita sea, sabía que ese correoso tramaba algo!
—La culpa es tuya. Le apretaste demasiado.
—¿Problemas? —se interesó Soane.
—Qué va —respondió Lérad—. Sólo que un drillín de dos papadas nos ha mangado tres robots.
A medio metro de nuestra posición se produjo una explosión de humo. Nos tapamos la nariz, conteniendo una arcada. El humo generaba un hedor insoportable.
—¡Bombas fétidas! —dijo Lérad—. ¡Huyamos!
Un grupo de tres individuos armados nos perseguía. El drillín había avisado a una brigada privada de policía para darnos un escarmiento, y de paso asegurarse de que no intentaríamos recobrar nuestros porteadores.
La segunda bomba fétida cayó delante de nosotros. Atravesamos la cortina de humo a ciegas, mareados por el tufo de los proyectiles. Los drillines utilizaban métodos de persecución poco ortodoxos.
Nuestros perseguidores no tardaron en pasar de los proyectiles fétidos pasaron a formas de agresión más contundentes. Una descarga láser impactó en uno de los numerosos contenedores abandonados que había por los alrededores del almacén. El contenedor aún guardaba restos de sustancia inflamable, pues se desintegró con una explosión que nos arrojó contra una montaña de chatarra. Desgraciadamente, nuestras pistolas se habían tenido que quedar a bordo de Poderosa, ya que estaba estrictamente prohibido entrar en Tirras con armas. Singular norma que tenía su explicación en el deseo de los comerciantes locales de obligar a los extranjeros a comprárselas a ellos.
Habíamos descuidado nuestra seguridad. Debíamos haber sido precavidos y haber comprado un par de desintegradores en el mismo espaciopuerto, pero nos confiamos demasiado pensando que el encargo de los tubos Brena no traería problemas. Ahora comprendo por qué Arnie nos lo concedió con tanta facilidad.
Trepamos por la montaña de chatarra. Los policías se acercaban, gruñendo imprecaciones. Dos de ellos eran drillines, bastante gordos para andar de carreras. Farfullaron al ver que habíamos alcanzado la cima de la chatarra, y evaluaron durante unos segundos las posibilidades que tenían de subir para darnos alcance. Uno de ellos disparó contra nosotros, haciendo trizas la carcasa de un aeroconvertible oxidado, cuyos restos cayeron sobre los estúpidos drillines. Les arrojamos todo lo que encontramos a mano y luego salimos corriendo, escabulléndonos en el interior de una planta de refinado de ganadio que había por allí cerca.
—¿Hacéis esto siempre que os intentan pagar con un cheque? —inquirió Soane.
—En Tirras, si te entregan un cheque ya puedes ir pegándolo en un álbum —respondió Lérad—. Hemos visitado este planeta otras veces. Sabemos de qué estamos hablando.
—En teoría, las leyes de la Confederación deberían regir aquí, pero en la práctica, Danon Asociados es quien dicta las normas —expliqué.
—Entonces, ¿por qué seguís viniendo a Tirras?
—La necesidad obliga —dijo Lérad—. Después de presionar un poco a los clientes para que paguen, terminan saldando sus deudas. Hablando de presionar, tenemos que hacer una visita al bastardo de Uman Merinai. Nos debe el cargamento de palmeras balnianas.
—Antes habrá que pensar una forma de recuperar los robots, ¿no crees? —le recordé, y volviéndome a Soane, añadí—: Tienes que ayudarnos.
—¿Y qué quieres que haga yo? ¿Volver al almacén y pedir que me los devuelvan?
—Se me había ocurrido algo mejor. Deberás abrir el cierre electrónico del portón de entrada para que los robots se escapen. Están programados para encontrar el camino de regreso.
—No soy una vulgar ladrona. Carezco de experiencia en cierres electrónicos. Por lo general llevan un sistema de seguridad servomecánico que bloquea los cojinetes de deslizamiento si se manipula el...
—Yo diría que estás bastante enterada del tema —dije—. Necesitamos esos robots. Por favor.
El líquido hirviente del ganadio fundido cayendo de una tolva distrajo nuestra atención. Unas tenazas hidráulicas se deslizaron por un raíl del techo y bajaron para apresar los lingotes incandescentes que vomitaba el horno de fundición. La planta se iluminó con un fulgor amarillo mientras ascendía uno de los lingotes a veinte metros de altura.
—Está bien —concedió Soane—. Pero lo haremos de noche, y vosotros vendréis conmigo.
—Por supuesto, nena —dijo Lérad—. No pensarás que pretendíamos que lo hicieses sola.
—Aquí hace mucho calor —dijo Soane—. Vamos a tomar algo. Estoy deshidratada.
—Buena idea. Iremos a refrescar el gaznate al Antro de Odi. Allí conseguiremos armas y gafas de visión nocturna —Lérad miró pensativo el líquido incandescente que surgía de la tolva—. Y un par de bombas térmicas para derretir el portón, por si acaso. El Antro de Odi está muy bien surtido.
Sí que lo estaba. En aquel bar se podía comprar desde un láser de bolsillo hasta una plataforma volante lanzadora de misiles. Más que un bar, el antro era un zoco de compraventa donde se podía adquirir prácticamente cualquier cosa. El bar era punto habitual de encuentro de comerciantes, donde se discutían y cerraban los negocios más sucios y carroñeros. Por algo la entrada al bar estaba presidida por el retrato de un grajo rodilo, repulsivo pajarraco muy abundante en Tirras, que se alimenta de cadáveres y basura que encuentra por las calles.
Mientras le daba vueltas a mi combinado de raíces de comporga, me acordé del consejo que nos había dado Arnie. Si queríamos ganar dinero rápido y fácil, debíamos preguntar por Toe Morisán en cualquier bar de Tirras. Bien, estábamos en un bar. No perdíamos nada con intentarlo. Traté de localizar alguna cara conocida, pero no vi ninguna que me sonara familiar. Los clientes estaban reunidos en pequeños corros, donde discutían sus asuntos aislados por pantallas invisibles de protección acústica. Aunque me situase al lado de uno de los corrillos, lo único que escucharía sería murmullos distorsionados por el campo de aislamiento sonoro.
El jugo de las raíces incrementó la sensación de calor que tenía. Dejé a Lérad hablando animadamente con Soane en torno a un plato de tripas especiadas de aspecto sospechoso, y me dirigí a los aseos. Mientras me enjuagaba la boca y escupía el resto de una raíz que se me había incrustado entre dos muelas, escuché un gemido.
Me volví rápidamente. Estaba solo en el aseo. Cerré el grifo y guardé silencio. Un sonido extraño de piezas mecánicas giratorias surgía detrás de una puerta entreabierta. Aguijoneado por la curiosidad, me acerqué a investigar. La puerta comunicaba con una especie de quirófano, aunque no lo reconocí precisamente por la asepsia, porque allí había de todo menos limpieza: frascos vacíos de medicamentos, papeles, colillas de tabaco tiradas por los suelos. El cristal de una vitrina de instrumental estaba remendado por tiras de cinta adhesiva. Si supe que aquella habitación era un quirófano fue porque vi a un hombre tendido en una camilla, y un individuo al lado con una bata cochambrosa, otrora blanca, que manipulaba una jeringuilla hipodérmica bajo unos focos.
El paciente dormía, o por lo menos ya no protestaba. El supuesto cirujano pulsó un botón de una consola, y la camilla se introdujo en el interior de un tambor, tal vez un escáner toroidal. Alcancé a distinguir cómo aparecía en una pantalla la imagen del un cerebro coloreado en tonos brillantes. El tipo de la bata encendió un cigarrillo y miró con desgana el monitor. La camilla se retiró del tambor. Entre calada y calada, el individuo extrajo de un cajón un instrumento punzante parecido a una pistola para vacunar caballos, y la colocó en un brazo robot. El brazo se acercó al cráneo del paciente con el terrorífico instrumento en ristre, y practicó una microincisión en el parietal izquierdo. El médico, o lo que fuera, se acercó a inspeccionar. Limpió con algodón una gota de sangre que manaba de la incisión y se volvió hacia el monitor.
La pantalla emitía un aviso intermitente de alarma. Las curvas vitales del paciente aparecieron en rojo, vibrando a un ritmo frenético. El presunto médico se puso nervioso. Se le cayó el cigarro y empezó a abrir cajones, buscando algo para reanimar al enfermo. Sin pensárselo dos veces, le inyectó el contenido de una jeringuilla en la arteria carótida, con la intención de reactivar la actividad cardiovascular. Antes de que tuviese tiempo de aplicar un masaje electrocardíaco, las curvas vitales del paciente se transformaron en cinco líneas paralelas. El pentagrama luminoso se había quedado abruptamente sin notas.
El médico se marchó a pedir ayuda. Regresó con un compañero de aspecto desaliñado, con ojeras y barba de tres días, que observó el pentagrama plano bostezando y frotándose los ojos. Al rato se inclinó sobre el fallecido, como si acabase de reparar en su presencia.
—Idiota —le decía al compañero de la bata—. Lo has matado.
—¿Que yo lo he mat...? Pero si únicamente...
—Si no le hubieses clavado esta inyección en el cuello, aún seguiría con vida. Quizá convertido en vegetal —murmuró, cuando al pulsar un botón, el pentagrama fue reemplazado por la imagen del cerebro del difunto—, pero con vida. Qué diablos, te pagó, ¿verdad?
—Claro —el otro sacó un fajo de billetes plateados—. Mira.
—¿Y la documentación?
Su compañero buscó en uno de los cajones.
—La tengo.
El tipo de las ojeras se la arrebató y examinó minuciosamente las cédulas de identidad del muerto.
—El equipo que tenemos aquí es una cochambre —dijo—. Se nos muere uno de cada diez.
—Sé de lugares peores.
—¿Sí? Pues yo no. Este cuarto está hecha un asco.
—¿Conoces otra clínica que cobre menos de noventa pavos por un implante de neuro?
—Eh, Mart, esto no es una clínica. Es una pocilga.
—Mira, no puedo dedicarme yo sólo a las operaciones y también mantener limpio el local. Se supone que llevamos este negocio a medias, pero siempre me toca a mí todo el trabajo. No es justo.
—Cierra el pico —el tipo ojeroso le dio la vuelta a una tarjeta plastificada del fallecido—. El fiambre era de Jano-Wel. No tenía familia —sacudió la cabeza—. No comprendo cómo esta gente viene hasta aquí a operarse. Deben estar locos.
—O desesperados. Aunque sobrevivan a la operación, la palmarán después. No aguantan más de cinco años. El neuro desequilibra la química cortical. Las neuronas degeneran rápidamente.
—Aguantarían más si no abusasen del aparato.
—No pueden controlarlo. Una vez que lo llevan dentro de la cabeza, lo utilizan constantemente.
—Bien, incineraremos el cadáver —el tipo ojeroso palpó el abdomen del muerto, pensativo—. Aunque sería mejor meterlo en la cámara. Parece un tipo sano. ¿Has examinado su ficha sanitaria?
No pude seguir observando y regresé al bar. Encontré a Eal Brenian, un conocido traficante de tecnología, sentado a nuestra mesa. El plato de tripas especiadas aún estaba allí encima. Lérad pinchó un trozo de carne, pero detuve el curso de su tenedor y le advertí que no comiera más.
Brenian se echó a reír.
—Tu socio está pálido, Lérad. Debe haber echado un vistazo a la trastienda.
Lérad nos miró alternativamente al traficante y a mí. Sostuvo la tripa delante de sus ojos unos segundos, y decidió finalmente dejar el tenedor en el plato.
—Tienen un matadero allí dentro —señalé los aseos.
—Vamos, vamos —dijo Brenian—, es un quirófano para el implante de neuros. Odi reconvirtió su almacén de bebidas al comprobar el éxito que están alcanzando los inductores neurales.
—De acuerdo, Eal, pero ¿qué hacen con los que mueren en la mesa de operaciones? —inquirí—. ¿Me lo quieres explicar?
—Incinerarlos, naturalmente. Odi es un bribón y un sinvergüenza, pero todavía debe velar por su reputación. No se le ocurriría hacer —Brenian miró a Soane de soslayo— eso que insinúas.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Lérad, apartando el plato de tripas. Había perdido definitivamente el interés por la carne.
—Los neuros son el negocio del siglo, amigos. Al Antro de Odi acude gente de todas partes a que le metan esos biointegrados en la sesera. Una caja de placer como la cabeza de un alfiler, pero de una capacidad infinita. Es capaz de sintetizar cualquier estimulante a partir de las sustancias de tu propio organismo. Nada más natural.
—¿Acaso llevas uno? —pregunté.
—Yo los vendo, pero es norma de la casa no probar el género.
—Mabe Godda nos propuso trabajar para él en ese negocio —dijo Lérad.
—Godda se abastece en Tirras. Aquí posee Ludosens su fábrica secreta. Creo que está escondida en algún lugar del desierto, a cien metros de profundidad.
—¿Para qué tantas precauciones? —aduje—. Se supone que en Tirras nadie va a meterse con ellos.
—Hay muchas personas interesadas en conocer el proceso de fabricación. Hasta el mismo general Boro anda metido en esto. No sé para qué los querrá, pero se rumorea que está negociando con Morn Doralus, uno de los directivos de Ludosens, para producir neuros en Telura.
—Difícilmente podrá hacerlo ahora. Las cosas se han puesto feas para Boro —observé.
Brenian se limitó a afirmar con la cabeza. Recordé el consejo de Arnie acerca de preguntar por Toe Morisán. Brenian debía saber quién era.
—Es delegado de Danon Asociados —me respondió—. ¿Quieres hablar con él?
—Un amigo nos lo recomendó para conseguir trabajo.
—Toca mucho la rama inmobiliaria. Esos tipos son los peores, creedme. Va a echar abajo un barrio de este distrito para construir un complejo de rascacielos de lujo. A los habitantes del barrio los echará a la calle a cambio de cuatro argentales, y si pueden pagar un alquiler, les proporcionará colmenas del subsuelo. Es inútil protestar, porque Danon es la dueña del planeta.
—Godda nos mencionó algo —acudieron a mi memoria los hologramas de las edificaciones que el mercader nos exhibió en su despacho, vanagloriándose de que construía viviendas para los humildes.
—Godda y Morisán son uña y carne —aclaró Brenian—. Seguramente aquél también participa en el proyecto.
Si eran uña y carne, la posibilidad de hacer tratos con Morisán dejaba de ser atractiva, medité.
—Tengo un pariente en el barrio que van a demoler —prosiguió el traficante—. La política de Danon Asociados es esconder la miseria bajo tierra. La compañía alega que allí abajo estarán muy bien protegidos de las temperaturas extremas, pero las colmenas son una trampa mortal. A los que no pagan el alquiler les cortan el suministro de aire. Y esos miserables de Danon lo hacen de noche. ¿Comprendéis? Aprovechan que los inquilinos duermen para cortarles el aire. Este planeta es un asco —Brenian engulló de un bocado una tripa fría. Los tres lo miramos con aprensión—. Pero no os preocupéis, Morisán no os necesita para esa labor.
—¿Entonces?
El traficante carraspeó con una tos elocuente.
—No pagaremos por esa información —aseguré—. Lo que busca Morisán son naves para transportar neuros. Lo mismo que Godda.
—Te equivocas —negó Brenian—. Según mis noticias, necesita pilotos experimentados para un negocio relativamente legal. Desde cierto punto de vista, diríase que heroico.
Brenian calló. No hablaría más sin recibir una compensación adecuada.
Le entregamos una moneda de cien. Brenian se la guardó rápidamente, con movimiento felino. Garabateó una dirección al dorso de una tarjeta.
—Aquí vive. Decidle que vais de mi parte.
—¿Cuál es el negocio? —insistí.
—Por cien cochinos argentales no esperarás que... —Lérad hizo ademán de cogerlo del cuello—. Tranquilos, era una broma. Veréis, no conozco mucho el tema, pero sé que Toe Morisán está reclutando cargueros con fines militares. Ha llegado a un acuerdo con Boro. Vuestro trabajo consistiría en el transporte de vituallas. Pagan muy bien.
—¿Tal como está ahora la situación? —dije—. Vimos despegar de Dricon a un crucero de combate Draming. Boro atacó un convoy de la Confederación cerca de la luna de Rean. Ese crucero Draming se dirige a estas horas al sistema Telura, junto con un montón de naves de guerra, para castigar al general.
—Lo de la luna de Rean es mentira —replicó Brenian—. No hubo ataque alguno. La inteligencia militar de Dricon se inventó ese embuste para justificar una acción de represalia.
—La holovisión emitió escenas de la batalla —intervino Soane—. Vi un transporte de la Confederación partiéndose en dos y una nave cisterna convertida en una bola de fuego.
—Imágenes sintéticas. Todo es falso. Se pueden consumir semanas, incluso meses, en demostrar que la filmación es un fraude, pero para entonces sería demasiado tarde para Boro.
—No sé —vacilé—. Es arriesgado colaborar con el enemigo. Nos acusarían de traición si nos cogieran.
—El único traidor que hay en este momento es Eos Biln —afirmó Brenian—. Está obrando al margen de los tratados Olden. Quiere abolir la autonomía de los sistemas confederados para imponer un gobierno en el que él detentará el poder absoluto.
—Vaya, vaya, quién te ha visto y quién te ve —dijo Lérad—. No sabía que te interesase tanto la política.
—No me interesa, salvo que interfiera en mis negocios. El presidente Biln ha asegurado que ningún planeta de la nueva Unión quedará fuera de sus leyes.
—¿Eso es malo? —alcé las cejas—. Yo diría que es una buena noticia.
—Para mí no. Si Biln toca este planeta, se nos acabará el negocio.
—Antes has dicho que Tirras es un asco, Eal.
—Biln puede convertirlo en un lugar peor.
—Por mal que lo hiciese, este mundo mejoraría —dije—. Sin embargo, creo que Biln dejará en paz a Tirras, igual que los presidentes que le precedieron. Ni siquiera Mauris Radllo se atrevió a ajustarle las cuentas a Danon Asociados.
—Danon financió la campaña electoral de Mauris —contestó Brenian—. Eso lo sabe cualquiera.
—Los directivos de la compañía se las arreglarán para que todo siga como siempre —alegué.
—Tal vez, pero de momento están apoyando a Boro. Si Telura cae, Danon también lo hará.
—El que caerá será Eos Biln —vaticiné—. Cuando Danon se ha decidido a apostar por Boro, es porque ha visto las cartas de las dos partes y sabe quién ganará la partida. La compañía tiene mucha experiencia a sus espaldas para jugar a la ligera.
—Precisamente. Por eso, si vais a ver a Toe Morisán, habréis hecho la elección acertada.
—Eal tiene razón —convino Lérad—. La compañía debe saber muy bien lo que se lleva entre manos. La Confederación ha pasado por otras crisis, y el imperio de Danon Asociados ha sobrevivido a todas.
—Es cierto. Elegiréis desde el primer momento el bando ganador —insistió Brenian—. Colaboraréis por la defensa de los tratados Olden, nuestra última garantía de libertad. Seréis unos héroes.
—Lo discutiremos mi socio y yo en otro momento —concluí—. Necesitamos armas, Eal. Pistolas láser, gafas de visión nocturna y un par de bombas térmicas.
—¿Vais a dar un golpe esta noche?
—No es asunto tuyo.
—Necesitaréis trajes aislantes para el frío. Se os helarían las venas si se os ocurre salir sin protección.
—No nos hacen falta —dijo Lérad—. En la nave tenemos trajes presurizados.
—De ambiente extravehicular —advirtió Brenian—. No os servirán en Tirras. Os limitarán mucho la movilidad, y eso es un detalle importante si en un momento dado tenéis que salir corriendo —nos miró con un brillo de inteligencia en los ojos—. Nuestros trajes aislantes son de una pieza y permiten una libertad total de movimientos. Apenas notaréis que los lleváis puestos.
—Si fallan... —dije, recordando lo que nos había pasado con los sombreros charros.
—Sabéis dónde localizarme. No me conviene vender un producto de mala calidad. Yo también tengo que cuidar mi reputación.
—Está bien —concedió Lérad—. Consíguenos tres.
Entró al bar un anciano de pelo blanco, rostro enjuto y enfermizo. Se plantó delante de nuestra mesa y, con los brazos en jarras, dirigió a Soane un gesto reprobatorio. El anciano vestía una túnica azul manchada de arena, y sandalias. Colgado del cuello llevaba el amuleto de la iglesia de Omnius, una espiral rodeada de rayos solares.
—Sabía que te encontraría en un lugar como éste —dijo el anciano con voz cansada.
—Tío Naf, tienes muy mal aspecto —dijo Soane.
—¿Y tu hermano? No lo veo por aquí.
—Bueno, sufrimos un pequeño contratiempo. Se quedó en Dricon, aclarando un malentendido con las autoridades.
Nafidias Mosna la miró de hito en hito.
—Éstos son Mel y Lérad —dijo Soane—. Los hombres que se ofrecieron a llevarme.
—¿A llevarte adónde?
—A Telura, naturalmente. Pero primero tuvieron que venir a Tirras a servir un encargo. Son comerciantes.
—Humm. Es más lógico que hubieses vuelto a la fábrica en una línea regular de pasajeros.
—No había billetes. Te lo explicaré luego.
—Yo a usted le conozco —Nafidias señaló a Brenian acusadoramente.
—Mire, abuelo, a mí déjeme en paz —replicó el traficante.
—Este antro de perversión es un ejemplo más de la depravación moral que invade la galaxia. El triunfo del caos se acerca. ¡Arrepentíos! Vuestra alma aún puede salvarse.
—Yo me largo —Brenian se levantó—. Decidme dónde os hospedáis y os llevaré allí vuestro encargo.
Al otro lado de la acera había un destartalado hotel que no tenía pinta de ser caro.
—Allí enfrente —señalé.
—¿El hotel Delario? —Brenian parecía sorprendido.
—Sí. ¿Qué ocurre?
—No, nada. Bueno, hasta la vista.
El traficante desapareció. Miré nuevamente al otro lado de la calle. La fachada del hotel necesitaba arreglos urgentes, y algunas ventanas tenían los cristales rotos. Quizá no había sido una elección acertada.
—Está bien, sobrina —Nafidias ocupó la silla que Brenian había dejado vacante—. Si estos caballeros nos lo permiten, creo que tú y yo tenemos mucho de qué hablar.
CAPÍTULO 9
La iglesia que la Congregación poseía en Tirras había sido objeto de asalto tres veces en lo que iba de mes. El tío de Soane insistió en enseñárnosla, albergando la equivocada esperanza de que seríamos presas fáciles para convertirnos a su religión. Su credo combinaba teorías de la física con postulados teocéntricos, donde Omnius, una fuerza espiritual que pretendía ser el equivalente de Dios, constituía la base de su doctrina.
La Congregación de Omnius, sin embargo, no era más que una de las miles de sectas místicas que se habían extendido por la galaxia. Nafidias Mosna, un patético y enfermo sacerdote, había dedicado gran parte de su vida a predicar la fe de Omnius a través de docenas de planetas. El trabajo había acabado con su energía, y total para nada. Su última meta había sido establecer una iglesia estable en Tirras, pero subestimó la infame catadura moral de sus habitantes. En las últimas cuatro semanas, la iglesia de la Congregación había sido más frecuentada para saquear sus pertenencias que para asistir a los ritos.
Varios bancos de la iglesia estaban rotos, y la mayoría, rayados con inscripciones poco edificantes. No había una sola vidriera que no hubiera recibido una pedrada. Los sacerdotes de la iglesia habían decidido tapar las ventanas con plásticos a prueba de gamberros. Aunque ofrecían una apariencia poco vistosa, resultaban más seguros. A cada lado del altar vimos un nicho vacío de unos dos metros de alto. Nafidias nos contó que un grupo de delincuentes había asaltado la iglesia la noche anterior, y como ya quedaban pocas cosas que llevarse, decidieron robar las esculturas religiosas que servían de ornamento al altar. Si aguantaron tanto tiempo en la iglesia fue porque pesaban tonelada y media cada una. Los ladrones las habían sacado con un robot elevador, destruyendo previamente el pilar de hormigón que las anclaba al suelo. Cada vez, las bandas venían mejor equipadas.
Una ráfaga de viento penetró en la iglesia, lanzándonos a la cara el olor de la podredumbre. Aquel aroma repelente se olía nada más poner el pie en el planeta, pero sus habitantes estaban habituados y no lo detectaban. Era el almizcle de la violencia, una mezcla indefinible pero imposible de olvidar cuando se olía por primera vez. Para aderezar su intensidad, un grajo rodilo asomó por la puerta y sacudió sus plumaje gris, manchado de carroña. El animal, de más de un metro de altura, entró en la iglesia con solemnidad, a pasos lentos y separados, aunque sus vocación religiosa era más que cuestionable. Se paró en mitad del pasillo y nos miró con sus ojos vacíos. El ave, además de alimentarse de cadáveres, tenía cierta tendencia a atacar a personas vivas cuando la actividad de la corona solar se hallaba en su punto álgido. Lo cual sucedía cada tres semanas aproximadamente.
Probablemente no hayan visto nunca uno de estos animales. Son tan repulsivos que pocos zoológicos los exhiben. Les llaman grajos porque su graznido recuerda a los cuervos, pero ahí acaban las similitudes. El iris no posee pigmentación, de modo que los ojos parece que están en blanco. Nunca sabes realmente cuándo te miran, y eso es peligroso si se te acercan demasiado. En lugar de pico, tienen un morro afilado lleno de dientes, con un endurecimiento piloso en la punta que utilizan para desentrañar a sus víctimas. Dicen que un engendro así no pudo ser obra de la naturaleza, sino fruto de algún oscuro experimento genético. No sé qué hay de cierto en eso, pero lo que sí me consta es que los grajos poseen una extraordinaria resistencia que les hace inmunes a venenos, aerosoles y demás productos químicos que se han lanzado contra ellos para exterminarlos. En una ocasión se probó a echarlos de la ciudad mediante ultrasonidos, pero lo único que se consiguió fue que durante una semana, las calles de Tirras se poblasen de murciélagos atraídos por la señal acústica, que sembraron la inquietud entre la población. Hoy, los grajos se han integrado plenamente en el paisaje urbano y son respetados por los ciudadanos, quienes no suelen entrometerse en sus asuntos. Son aves muy susceptibles: si se les importuna mientras comen, saltan sobre ti y te despedazan. Es mejor permitir que se alimenten de la carroña antes que despertar su apetito de carne fresca.
El grajo giró la cabeza hacia mí. Aunque no podía asegurarlo, sabía que me estaba observando. Su mirada era como la de un espectro, vacía, sin vida; pero no había que dejarse engañar: aquel grajo estaba muy vivo, y su gordura era expresiva de que el alimento no le faltaba. Eché de menos una pistola láser. Caminar desarmado por Tirras es como ir desnudo. Debíamos haber esperado en el hotel a que Brenian nos llevase las armas. En la iglesia estábamos indefensos, y las oraciones del tío Naf iban a servirnos de poco frente a las fauces depredadoras del animal.
—No me extraña que saqueen esta iglesia continuamente —dijo Lérad—. Mire el aspecto que tienen sus feligreses.
—¿Por dónde ha entrado? —dijo Nafidias, frunciendo el ceño.
—Por la puerta —informó Soane—. Está abierta.
—Ave inmunda —Nafidias agitó los brazos para espantar al pájaro—. ¡Largo!
Pero el grajo no tenía la menor intención de irse. De un salto se acomodó en un banco de la segunda fila, atento a nuestras yugulares, que a sus ojos presentaban un aspecto delicioso.
—Ser abominable, éste lugar no es para ti. ¡Fuera! —el grajo se sacudió el polvo del plumaje y bostezó—. Soane, échalo de aquí.
—¿Yo? ¿Y cómo quieres que lo eche? —replicó la mujer, sorprendida por la petición de su tío.
—No sé, haz lo que se te ocurra —Nafidias entró en una capilla que había junto al altar y se puso a hablar con un sacerdote, para quitarse de enmedio.
—Va a atacarnos —anuncié—. Huele nuestra sangre.
—Somos tres —observó Lérad—. Ese pajarraco no se atreverá a acercarse más.
El grajo se subió al respaldo del banco. Sus garras tabletearon en la madera con un ritmo desquiciante. Era su forma de atormentar a las víctimas antes de atacar.
—¿Con qué podríamos atizarle? —dije—. Este pajarraco se impacienta.
—Vuestros cinturones —dijo Soane—. Rápido.
La mujer tuvo una buena idea. Cuando el grajo se abalanzó sobre nosotros, recibió dos latigazos por la parte de la hebilla en plena cabeza. Aprovechamos su aturdimiento para inmovilizarlo. Lérad se encargó de sujetarle las patas y yo de ahogarlo con una de las correas. El ave emitió un graznido de agonía. Su cuerpo se convulsionó presa del dolor, sus ojos se tiñeron de rojo. Había sido demasiado fácil. El grajo merecía otra oportunidad.
Aflojé la presión de la correa.
—Suéltalo —pedí a Lérad.
—¿Qué dices? ¿Ahora que lo tenemos?
—No volverá a atacarnos. Es sólo un animal.
—Un animal carnívoro —contestó Lérad—. Al que le gusta la carne humana.
—Suéltalo —pidió Soane—. Mel tiene razón. Ataca para sobrevivir. Es su forma de vida.
El ave imploró clemencia. Sus ojos vacíos cobraron vida durante un instante por efecto del agolpamiento de la sangre, y nos dirigió una mirada lastimera. Lérad liberó al animal, que inmediatamente emprendió un rápido vuelo de huida, esparciendo por la iglesia una nueva vaharada de carne putrefacta.
—Es un ser de la entropía —dijo Nafidias, saliendo de la capilla con un sacerdote—. Habéis cometido un error perdonándole la vida.
—Buscaba su sustento —contesté, tratando de adivinar por qué se refería el tío de Soane a la entropía—. No hacía nada intrínsecamente malo.
—La maldad y bondad son conceptos relativos —respondió el otro sacerdote, un hombre de ojos saltones y barba recortada—, manejados con frivolidad en el pasado por muchas religiones para justificar una pretendida moral. No existen seres intrínsecamente malos o buenos, porque éstos son valores humanos, y por tanto relativos.
—El padre Rect tiene razón —convino Nafidias—. Nuestra Congregación busca valores de referencia absolutos para el ser humano que le conduzcan a la auténtica verdad, al margen de creencias de moda o consideraciones éticas pasajeras.
—¿Y los han encontrado? —alcé una ceja, escéptico.
—Construcción y destrucción, orden y caos, creación y extinción; dos fuerzas antiguas como el universo, porque son el universo mismo —Nafidias respiraba entrecortadamente, aquejado de un pequeño ataque de asma.
—Necesitas que te vea un médico —dijo Soane.
—No es nada, me encuentro bien —Nafidias se echó a la boca una píldora verde—. Cada día que pasa, la entropía nos gana terreno. Aquí, en Tirras, el avance es más evidente. Contemplad esta iglesia. Hace dos meses era un lugar para la meditación, un centro vivo donde todos reflexionábamos en armonía acerca de los misterios de Omnius. Ahora, el caos se ha adueñado de nuestra iglesia. Ya no acuden fieles. Los grajos campan por sus respetos entre la basura, y ¿qué podemos hacer por evitarlo?
—Sugiero que adecenten la iglesia un poco —dijo Lérad.
—Nos hemos quedado sin dinero.
—Eso sí es un problema.
—Y sin fieles.
—Entonces están luchando por una causa perdida —concluyó Lérad—. No pueden frenar el avance de la degradación. No aquí, en Tirras. La entropía no se combate con oraciones.
—Lérad, por favor —le hice un gesto para que se callase.
—Déjale, Meldivén. Tu amigo tiene razón. Quizá hemos sido hasta ahora demasiado pasivos. Únicamente... —Nafidias comenzó a toser—, perdón, únicamente construyendo se puede reponer lo que se destruye, pero contamos con pocas manos para construir —Nafidias extendió las suyas, arrugadas y flacas—, y están en lamentables condiciones.
—Tendremos que dejar la iglesia y vendérsela a Morisán —dijo el padre Rect—. Lleva meses presionándonos para que nos vayamos.
—¿Toe Morisán?
—Sí. Derribará la iglesia para edificar un complejo fabril en esta zona —explicó Rect.
—Pero eso no contradice sus creencias —dijo Lérad—. Destruir para construir encima. Deberían vender.
—No lo comprendes —intervino Nafidias—. Morisán no sólo es un destructor de cosas. También es un destructor de almas. Esta iglesia es físicamente un montón de ladrillos, pero su valor espiritual es mucho más alto. Morisán destruye, y no le importa si alguien queda sepultado bajo los escombros. Lo único que quiere es dinero. La construcción sin propósito conduce al colapso social, y con ello al caos. Recuerda lo que ocurrió en La Tierra a finales de la época precolonial.
—No deberían rendirse. Haga un llamamiento a sus fieles —propuse—. Ellos les ayudarán.
—La competencia entre religiones es feroz —dijo el padre Rect, sombrío—. Otros credos montan espectáculos fastuosos para atraerse clientela. En realidad, son unos estafadores. Simulan milagros para sacar dinero a los incautos. Mediante trucos de magia logran falsas apariciones y otros fenómenos sobrenaturales. Creo que utilizan órdenes posthipnóticas para que los asistentes contribuyan al sostenimiento de la iglesia. Después de oír a uno de esos impostores, los fieles van a sus casas y les entregan todo su dinero. Es indignante.
—¿Asistió usted a uno de esos ritos? —quise saber, mirando de reojo a Soane.
—Una vez.
—Dígame qué fue lo que vio.
—Un coro de querubines volando en torno a un trono dorado rodeado de nubes. En el trono había un anciano de barbas blancas muy largas, que me hablaba.
—¿Precisamente a usted?
—Sí. Me dijo que había muchas personas sufriendo mucho, y que yo debía realizar un donativo para ellas. Al salir de la iglesia me di cuenta de que no llevaba un argental en el bolsillo. Se los había entregado todos al pastor que dirigía aquel espectáculo blasfemo.
—Quizá recuerde el aspecto que tenía.
—Bueno, era joven, de unos veinticinco o treinta años. Vestía una túnica blanca, y aseguraba poseer el don divino de leer las mentes.
—¿Por qué haces esas preguntas? —inquirió Nafidias.
—Creo que he visto a ese tipo hace poco.
—Esa gente debería estar en la cárcel —Nafidias fue presa nuevamente de un acceso de tos. Sus pulmones subían y bajaban como un fuelle estropeado, produciendo un sonido sibilante.
—Me parece que justamente es ahí donde ha ido a parar —apunté.
—Me alegro —sonrió Nafidias, recuperándose un poco—. Y espero que sea por una buena temporada.
No te alegrarías tanto si supieses que es tu sobrino, pensé.
El comunicador de pulsera de Lérad emitió un zumbido.
—Llamada de Poderosa —dijo mi socio—. El abogado de Godda, Vern Loan, nos ha dejado un mensaje. Tengo dificultades para recibirlo. La señal de radio me llega con distorsiones.
—Iremos al hotel, y desde allí recuperaremos el mensaje con un terminal de comunicaciones.
—Presiento que Vern Loan no tiene buenas noticias para vosotros —anunció Nafidias.
—Naf, es usted un tipo listo —dijo Lérad—. Andando.
El padre Rect cerró los portones de entrada cuando salimos de la iglesia. Soane nos pidió que su tío pudiese acompañarnos. No se atrevía a dejarlo solo, después del estado en que se hallaba.
Brenian nos estaba esperando en el vestíbulo del hotel Delario. Nos entregó el pedido y revisó el dinero que le entregamos con un detector de moneda falsa. Los traficantes desconfían hasta de su sombra. Viendo que todo era correcto, nos explicó el funcionamiento de las bombas térmicas y nos deseó suerte, marchándose hacia el Antro de Odi.
El robot recepcionista nos dio la bienvenida con una inclinación ceremoniosa. En un pómulo se apreciaba el surco que una bala había realizado en la seudocarne. Le faltaba el ojo izquierdo, y se le notaba ligeramente encorvado hacia delante.
—Sus habitaciones están listas. ¿Se alojarán cuatro? Hicieron una reserva para tres.
—El padre Nafidias compartirá habitación con la muchacha —dijo Lérad.
—Por favor, no me llames padre.
—Perdone, tío Naf.
—No me refería a eso. Quiero decir que... —Nafidias se puso a toser—. Olvídalo.
—Señor, debería recibir tratamiento médico —dijo el robot—. Por suerte, poseo conocimientos especializados en la materia. Antes de este trabajo, presté servicios en el hospital central de Jai-Kilowa. No es por presumir, pero realmente tengo ojo clínico para las enfermedades.
—¿Sí? —Lérad contempló al robot, con expresión burlona—. Pues no será con el izquierdo.
—Quizá deseen acudir a un médico, aunque sinceramente no se lo recomiendo. Tirras posee los peores profesionales en Medicina de la Confederación. Si acuden a alguno, les aconsejo que examinen previamente sus antecedentes penales.
—Creo que dice la verdad —declaré, al recordar lo que había visto en la trastienda del Antro de Odi.
Dejamos a Soane y a su tío con el robot, y nos dirigimos a una terminal para contactar con el ordenador de Poderosa. El abogado de Godda nos había llamado para notificarnos la fecha de la subasta de la nave. Sería dentro de un mes, en un tribunal hipotecario de Dricon. Podríamos asistir si queríamos, aunque ya nos anticipaba que nos ahorrásemos la molestia, porque a menos que pagásemos los más de ocho millones de argentales que debíamos, Godda se quedaría con el carguero. Además, nos advertía que el juez había decretado el depósito cautelar de la nave, y que debíamos entregarla en el plazo de una semana en un almacén judicial de Dricon. De lo contrario, incurriríamos en desobediencia al tribunal y se cursaría orden de busca y captura contra nosotros.
Esta vez, Godda iba en serio. De nada había servido nuestro intento de reconciliarnos con él. Quería nuestra nave, sí, pero lo que más le apetecía era dejarnos en la ruina. O mejor aún, meternos entre rejas.
Teníamos una semana de plazo para pensar en algo; de lo contrario nos convertiríamos en fugitivos de la justicia. Lérad sugirió cambiar los códigos de control de Poderosa para evitar que fuésemos interceptados por patrullas de la policía. Soane nos podría ayudar a hacerlo. Sería cuestión de conseguir el código de alguna nave entregada para el desguace, pero cuyo registro siguiese vigente en los archivos de la Administración. Necesitaríamos también reemplazar la holoplaca de identificación que facilitaba la agencia confederal de navegación estelar, y que iba soldada en un panel de estribor. Eso sin contar con la documentación falsa que debíamos procurarnos tanto de la nave como de nuestra propia identidad. En fin, sumando dos años de cárcel por cada operación, nos enfrentábamos a una condena de más de doce años por falsificación, alzamiento de bienes y desobediencia al juez. Poderosa no merecía pagar un precio tan alto.
Fuimos al Antro de Odi a tomar un trago y aclarar ideas. Lérad habló con Brenian y un par de falsificadores profesionales, acerca de cuánto nos costaría una holoplaca naval y papeles falsos. El precio nos hizo reflexionar sobre la conveniencia de barajar otras alternativas. Miré el fondo de mi combinado de raíces de comporga, esperando encontrar en los filamentos de la bebida la solución al problema. Pero allí sólo había raíces, y un vaso no demasiado limpio. El Antro de Odi era un sitio poco indicado para encontrar soluciones.
Tres combinados más tarde, el aspecto del bar y de sus clientes ya no me parecía tan mezquino. Una condena de doce años, al fin y al cabo, no era el fin del mundo. Con la mente embotada por el efecto de la bebida, decidimos que era hora de regresar al hotel, si es que podía llamarse así al chamizo en que nos habíamos metido.
El sol se ocultaba en el horizonte. La temperatura en la calle descendía rápidamente. Una pareja de grajos rodilos que picoteaban en un cubo de basura emprendieron el vuelo, buscando refugio antes de que la noche se cerniera sobre la ciudad. Los transeúntes apretaban el paso, frotándose manos y brazos para combatir el frío y dirigiéndose a toda prisa a sus viviendas. Dentro de un rato, sólo podría salirse a la calle con trajes anticongelación. Eso me recordó que teníamos que recuperar nuestros robots porteadores. Pero con los combinados de comporga en el estómago, no me apetecía lo más mínimo enfundarme en un traje y enfrentarme a la cruda noche Tirrana para recobrar tres malditos robots.
Encontramos a Soane en el vestíbulo, contemplando un holocubo de esparcimiento. La pelirroja me dirigió una mirada de reprobación.
—¿Por qué tuviste que hacerle esas preguntas al padre Rect? —me espetó.
—Quería estar seguro.
—¿Seguro de qué?
—De que no eres la ejecutiva inocente que aparentabas ser.
—Mi tío sospecha que fue Travin quien embaucó a toda esa gente. Naturalmente, he tenido que negarlo, pero sé que no me cree.
—Algún día lo sabrá. Y también averiguará que tú acompañabas a tu hermano.
—Fuimos estúpidos. No debimos haber utilizado el hipnagón aquí.
—¿Sabe que Travin está en la cárcel?
—Todavía no. Supongo que tendré que decírselo.
—No veo al tío Naf por aquí —dijo Lérad, mirando a uno y otro lado—. ¿Dónde se ha metido?
—El mec recepcionista le ha estado reconociendo esta tarde. Ahora duerme en su habitación. El efecto del sedante no desaparecerá hasta mañana.
—¿Es grave lo que tiene?
—Dirinitis recurrente —dijo el recepcionista, saliendo detrás del mostrador—. Y un deterioro sensible de la mucosa gástrica.
—¿Dónde te habías escondido? —pregunté.
—Comprobaba la caja de la jornada —explicó el robot.
—Pero si somos los únicos clientes de este...hotel.
—Es cierto. Por eso hoy he acabado pronto.
—Ni una palabra de lo que has oído —le advirtió Soane—. ¿Entendido?
—Descuide, señorita. Su tío no se enterará.
—Eh, explícanos qué es eso de la dirinitis recurrente —dijo Lérad—. Suena a enfermedad contagiosa.
—En absoluto, señor. Se trata de una dolencia hereditaria que afecta al aparato respiratorio y al sistema nervioso. Puede manifestarse a cualquier edad, aunque los pacientes seniles son más vulnerables a sus efectos. Sus síntomas son fatiga muscular, expectoración y ataques de asma. Se repondrá en unos días con la medicación adecuada y mucho descanso.
—Bien. Tengo sed —Lérad se repasó los labios con la lengua—. Esa bebida que nos han servido en el Antro me ha dejado la boca reseca. Tráenos unos vasos de agua, por favor.
—Enseguida, señor.
El robot se marchó, presto a cumplir el encargo.
—Ya se ha puesto el sol —Lérad bajó la voz—. Tenemos que ponernos los trajes y marcharnos al almacén.
—¿Es absolutamente necesario? —protesté—. Qué más da tres robots, si Godda nos quitará la nave dentro de una semana.
—Aún no nos la ha quitado, y yo no pienso entregársela a ese cerdo por las buenas. Si la quiere, tendrá que venir a buscarla.
—Deberíais acudir a un abogado —sugirió Soane—. Conozco uno bastante competente. Se llama Frede Baenese. Nos ha librado de la cárcel en varias ocasiones.
—Buena idea —asentí.
—No será tan competente cuando tu hermano todavía sigue entre rejas.
—Está estudiando el caso. Me ha dicho que vaya a verlo mañana.
—Iremos contigo —dije—. Nada perdemos con intentarlo.
—¿Nada? —exclamó Lérad—. Los picapleitos cobran hasta por respirar. Nos sacará el dinero y después dirá que no ha conseguido paralizar la subasta.
—Necesitamos ganar tiempo. Hay que conseguir como sea que la orden de incautación de la nave se anule.
—Frede lo conseguirá —aseguró Soane—. Y no os preocupéis por sus honorarios; creo que podréis llegar a un entendimiento con él.
—Ejem, ejem.
El robot recepcionista nos tendió los vasos de agua que Lérad le había pedido.
—Disculpen, pero no he podido evitar que mis sensores acústicos captaran parte de la conversación.
—¿También sabes de leyes? —Lérad le arrebató uno de los vasos.
—Siempre me ha gustado aprender un poco de todo. La especialización funcional me parece un craso error. Limita nuestra capacidad de comprensión de otras facetas del saber. Sin ánimo de ser presuntuoso, poseo una sólida formación humanística que abarca las letras, el arte y la filosofía, y que con mucho gusto pongo a su disposición desde ahora mismo.
—¿Tienes alguna sugerencia? —murmuró Lérad, bebiendo un sorbo—. No quiero que el poco dinero que nos queda vaya a parar a los bolsillos de un abogaducho de Tirras.
—Bueno, desconozco los detalles del caso, y sin más información sería difícil, por no decir imposible, emitir un dictamen fundado —el robot estaba ávido de chismes.
—Le debemos dinero a una persona, y va a quitarnos la nave —explicó escuetamente Lérad.
—Eso ya lo deduje de lo que capté de su conversación.
—Dinos tu consejo de una vez. Tenemos prisa.
—Como quieran. Doy por sentado que la reclamación es justa, esto es, que deben efectivamente ese dinero, y que existe una hipoteca constituida con arreglo a las leyes. En ese caso, pueden realizar una impugnación formal ante la Alta Cámara de garantías civiles y recursos jurisdiccionales, solicitando amparo.
—¿Y qué vamos a alegar en esa Alta Cámara?
—Las alegaciones son lo de menos. Defectos procesales es lo más habitual, aunque si quieren que la causa sufra un retraso ostensible...
—¿Qué? Vamos, continúa.
—No sé si debería darles ese consejo, sinceramente.
—Nos interesa mucho tu consejo —dijo Lérad, con voz persuasiva, apelando a la vanidad del mec.
—Como deseen —el robot estaba visiblemente complacido por haber acaparado nuestra atención—; pero deben prometerme que jamás revelarán que he sido yo quien se lo ha contado.
—Prometido.
—Verán ustedes, cuando trabajaba de asistente en el hospital central de Jai-Kilowa, tuve una desagradable experiencia con un sujeto que...
—Al grano.
—Disculpe —dijo el robot en tono ofendido—, pero usted ha insistido en que siguiese hablando.
Lérad se calló a su pesar, aunque notaba sus deseos de lanzarse sobre el pretencioso recepcionista y desmontarlo pieza a pieza.
—Como decía, cuando trabajaba en Jai-Kilowa, un médico realmente torpe al que habían expedientado por vasectomizar a un paciente que debía ser operado de un quiste inguinal, me robó del centro y me reprogramó para que le fuese fiel y no le denunciase a la policía. Aquel médico vino a Tirras y abrió una consulta de trasplantes de órganos.
—Puedes saltarte esa parte —dije, temiendo lo que describiría a continuación.
—Bien, aquel médico era un incompetente y un borracho, pero tenía cierta habilidad con la falsificación de documentos. Se especializó en expedir certificados falsos, y me utilizaba a mí para sus fines deleznables. Debido a ello, adquirí algunos conocimientos en falsificación, pero eso entraba en conflicto con mis parámetros de conducta primaria, que el médico no había conseguido borrar por completo. Por eso agradecí que una noche, mi dueño me cambiase en mitad de uno de sus habituales episodios ebrios por una caja de wisnebra Padun gran reserva.
—Hizo un buen negocio —observó Lérad, pero el robot ignoró el comentario y siguió con su plática.
—Experimenté un gran regocijo cuando supe que la wisnebra Padun estaba adulterada con agua perfumada. Se lo merecía.
—Una historia interesante —dije—, pero aún no nos has dicho cómo evitar la subasta.
—Deben procurarse certificados que acrediten que la deuda está pagada. El tribunal suspenderá la subasta y estudiará la documentación que presenten. Si la falsificación está bien hecha, la causa será archivada.
—Y si no, iremos a la cárcel.
—Probablemente.
—Gracias por el consejo, pero ya teníamos en mente algo parecido.
—Subamos a las habitaciones —Lérad consultó su crono—. Tenemos que probarnos los trajes.
Los peldaños de las escaleras protestaban como si los estuviésemos apaleando. En las paredes, grises y desconchadas, había manchas de sangre seca, resto del aplastamiento de mosquitos arpón con un zapato. Era fácil identificar tanto la huella que había dejado el zapato como los infortunados insectos, reconocibles por su tamaño y su temible trompetilla que desgarra la zona que pica.
No se puede decir que nuestra habitación se hallase en un estado de conservación mejor. El mobiliario era anticuado y estaba cubierto de polvo. La habitación carecía de ventanas, lo que garantizaba en teoría que los mosquitos arpones no realizarían una incursión nocturna. Para compensar la falta de vistas exteriores, existía un mural panorámico que ofrecía la imagen de las olas lamiendo una playa desierta. Lástima que la imagen estuviese desenfocada y que en lugar del rumor de las olas, se escuchase un zumbido sordo que invitaba poco a contemplar el paisaje. Giramos el mando selector de imágenes, y el mar fue reemplazado por un zoológico con todo tipo de rugidos y chillidos.
—Ya está bien de bichos —Lérad golpeó en la base del proyector. Regresó la playa desenfocada y el zumbido sordo.
Abrimos el paquete que Brenian nos había traído. El traficante nos había asegurado que los trajes eran cómodos, pero me daba la impresión de que lo íbamos a pasar mal con aquella protección.
—Mi cabeza no cabe aquí dentro —dije, sacando una miniescafandra.
—Deja de protestar —Lérad se introdujo en la indumentaria de goma. El tejido, pese a su aspecto elástico, era rígido y estrecho.
—¿Y esto nos protegerá del frío? —me metí a duras penas en el traje.
—Quizá no —Lérad bufó para subirse la cremallera del pecho—, pero no me negarás que nos da un aspecto más delgado.
—Lo harás estallar cuando te agaches para abrocharte las botas.
—Brenian podía haberme traído algo que fuese de mi talla. Y esta maldita goma, uff, huele a diablos.
Lérad no era el único que tenía dificultades de cintura. La cremallera de mi traje se negaba a subir.
—Está atascada —dije.
—Sí, en tu barriga.
—¿Insinúas que estoy gordo?
—No lo insinúo, Mel. Lo afirmo.
Soane llamó a nuestra puerta.
—Vaya, has tardado poco en vestirte —observé.
—El traje no me ha causado problemas —la pelirroja nos miró detenidamente—. Ya veo que vosotros no podéis decir lo mismo.
—Te sugiero que te guardes ese comentario que estás pensando —la previne.
—Sí, porque serías la tercera mujer en lo que va de semana que llama gordo a Mel —rió Lérad.
—La verdad es que estáis los dos muy cómicos con los trajes.
—¿Has oído? —me volví hacia Lérad—. Ha dicho los dos.
—Bueno, bueno, es hora de irnos —dijo mi socio—. Revisemos el equipo. Pantallas de visión nocturna, pistolas láser, bombas térmicas...
—Y el ordenador —Soane alzó su maletín.
—Claro, el ordenador de nuestra inocente ejecutiva —dije con sarcasmo—. Con un hipnagón incorporado para estafar a los crédulos.
—Fue idea de mi hermano —se excusó Soane—. Lo perseguían por deudas de juego. Necesitaba el dinero.
—Nosotros también lo necesitamos. Y no se nos ocurriría hacer algo así. ¿Verdad, Lérad? —mi socio puso cara de circunstancia—. ¿Verdad, Lérad?
—Claro. Jamás se nos ocurriría hacer algo así.
—Sé que estuvo mal, pero tampoco estafamos mucho a cada feligrés. Unos cuantos argentales por cabeza, eso fue todo. El padre Rect exageraba. Además, les dimos un espectáculo que no olvidarán. Es justo que paguen por eso.
—Explícaselo a tu tío —señalé a su espalda.
Soane se giró rápidamente, creyendo que Nafidias se había despertado. Pero los ronquidos que surgían de la habitación de enfrente indicaban que el tío Naf descansaba en el más plácido de los sueños.
—Vaya susto me has dado —dijo ella.
—Algún día lo sabrá.
—Baja la voz, por favor.
Nos ajustamos las pantallas de visión nocturna en las miniescafandras y salimos a la calle. La noche había caído como una losa sobre la ciudad. Los únicos sonidos que percibíamos eran nuestro propio resuello y algún que otro esporádico vehículo aéreo, cruzando sobre nuestras cabezas. La temperatura en el interior de los trajes se mantenía constante, o al menos así lo indicaba el sensor de la visera, pero la sensación de que se me estaban congelando los dedos de los pies me merecía más fiabilidad que cualquier indicador luminoso.
—¿Qué te pasa, Mel? —dijo Lérad—. Ni que estuvieras helado.
—Los pulgares de mis pies se están agarrotando.
—Imaginaciones tuyas. Yo no noto nada.
—Revisa el cierre de tus botas —sugirió Soane—. Tal vez se ha despegado el adhesivo.
Intenté agacharme, pero antes de que pudiese tocar las botas, la presión del elástico contra mis posaderas me recordó cierto episodio infausto en los conductos de ventilación de Poderosa. Apreté los dientes para no gritar por el escozor que sentía.
—¿Qué te ocurre? —me preguntó Soane.
—¡Ahh! Es el maldito lumbago. ¿Serías tan amable de comprobar los cierres? No puedo agacharme.
Soane así lo hizo, bajo la mirada burlona de Lérad, quien sin embargo evitó realizar alguna de sus inoportunas observaciones.
—No habías apretado bien las hebillas de sujeción —dijo la mujer.
—Mis pulgares te dan las gracias —sonreí.
—Di de mi parte a tus agradecidos pulgares que se pongan en marcha —rezongó Lérad—. Notarás cómo pronto entran en calor.
Tras un buen rato de marcha llegamos a la zona del almacén. El lugar se hallaba desierto y silencioso, a excepción del horno de fundición de ganadio, cuya cadena automatizada continuaba la producción de lingotes sin cesar. Las pantallas de visión nocturna no detectaban movimientos de vigilantes por las cercanías. Bajamos por un terraplén de escombros hasta el camino que conducía al almacén. Nuestras armas estaban listas para disparar a cualquier cosa que se moviese, pero todo parecía en calma.
Llegamos a la puerta de entrada. Soane desplegó el maletín mientras nosotros realizábamos un empalme en el sistema eléctrico para colocar un cable de conexión con el ordenador. Se escuchó un débil pitido.
—La unidad está escaneando los algoritmos de protección, en busca de un agujero —explicó Soane.
—No olvides anular el sistema de alarma y las cámaras contra intrusos —advirtió Lérad.
—Una patrulla aérea sobrevuela la zona —dijo Soane.
—¿Lo has averiguado con el aparato?
—No. Lo estoy viendo. ¡Agachaos!
Un vehículo de turbina ventral pasó por encima de la factoría de ganadio, alejándose hacia el sur. Nuevamente apreté los dientes.
—¿Otra vez el lumbago, Mel? —dijo Lérad.
—Cállate, estúpido. La patrulla podría detectarnos.
—Se ha marchado —dijo Soane—. No volverá hasta dentro de quince minutos.
—¿Cómo lo sabes con tanta exactitud?
—Lo acabo de leer —Soane señaló el ordenador. Se escuchó otro pitido—. Ya está.
La puerta de metal se deslizó a un lado.
—Vía libre.
—Démonos prisa —apremié—. Sólo disponemos de quince minutos.
Los gusanos de las peceras se removieron en sus contenedores a nuestro paso, despidiendo una luz fosforescente que en la oscuridad brillaba con la intensidad de un letrero luminoso.
Saqué del bolsillo el mando de control remoto de los robots, y pulsé la señal de llamada. Nuestros porteadores no aparecieron.
—Deben haber cambiado el código de control. Soane, tienes que averiguarlo.
—Eso me llevará tiempo —la mujer enchufó el ordenador a una conexión informática y nosotros, mientras tanto, buscamos a los robots por el almacén. La organización era de lo más anárquica. Restos de embalajes se amontonaban con mercancía nueva y material de construcción.
—Para qué demonios querrán esos gusanos —dije.
—He oído que algunas especies producen oxígeno —comentó Lérad.
—No me gustaría respirar el aire que producen. Seguro que el oxígeno contiene impurezas y no se molestan en depurarlo.
—Claro que contiene impurezas. ¿Por dónde te crees que arrojan el oxígeno esos gusanos, Mel?
Contemplé la pecera. Una burbuja de gas acababa de formarse en el extremo bulboso de uno de los seres.
—Lo he encontrado —dijo Soane—. Déjame el mando a distancia. Introduciré el nuevo código.
Poco después, nuestros tres robots emergían de las tinieblas con paso vacilante.
—Nueve minutos —Lérad consultó su crono—. No está mal, Soane. Larguémonos.
Un profundo gruñido turbó el silencio del almacén.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Soane, inquieta.
—Nada. Vámonos.
Dos ojos centelleaban en la oscuridad. El gruñido se transformó en un ronquido bestial. Disparamos contra una sombra que se movía, pero no conseguimos acertarle. La cosa se había escondido en algún rincón, fuera de nuestro alcance.
—Creo que hemos despertado al perro guardián —dijo Lérad.
—Eso no es un perro —señalé una ristra de dientes caninos que se cernía sobre nosotros—. ¡Cuidado!
El animal erró por poco. Disparamos hacia el lugar donde había aterrizado, pero se había esfumado misteriosamente. No éramos lo bastante rápidos para él.
—¿Dónde está? —quise saber.
—No lo sé ni me importa —dijo Lérad—. Vámonos de aquí.
Una pila de cajas se derrumbó delante nuestro, bloqueándonos la salida. La respiración de la bestia se hizo más intensa. Casi podíamos sentir su aliento en nuestros rostros; aunque seguíamos sin verla.
—¡Detrás tuyo! —me gritó Lérad.
De un empujón fui lanzado hacia las cajas, pero para mi desgracia no aterricé en blando, sino en el duro suelo de cemento. Algo áspero me golpeó el rostro salvajemente. Lérad no tardó en caer de bruces cerca de mí, tras un breve forcejeo con el monstruo en el que no resultó muy bien parado. Era como revivir la pesadilla del hipnagón. El monstruo nos tenía a su merced. Nos había atrapado con una facilidad pasmosa.
La respiración del ser se aceleraba. Oíamos su ritmo cardíaco, el latido frenético de un corazón desbocado, el flujo de jugos gástricos preparándose para digerir la inesperada cena. Debía hallarse frente a nosotros, pero el condenado seguía sin dejarse ver. O nuestras pantallas de visión nocturnas eran una basura, o la bestia poseía un sistema de camuflaje natural que lo hacía prácticamente invisible. En cualquier caso, pronto nos daría lo mismo.
El ser chilló. Dos de nuestros robots porteadores lo habían sujetado con sus articulaciones prensiles, y la bestia intentaba zafarse de ellos revolviéndose y pegando zarpazos en el aire. Soane aprovechó la distracción del monstruo para dispararle. Tuvo que realizar una segunda descarga láser para que el cuerpo se derrumbara con un ruido pesado. Lo había matado.
—No sé qué haríais sin mí —sonrió la mujer—. ¿Pero qué hacéis aún tendidos? ¿Necesitáis que yo os levante?
—Deja de hacerte la chistosa —gruñí, intentando incorporarme sin éxito—. Está bien, tú ganas, dame la mano.
—Vaya con el lumbago —observó Lérad—. El mec recepcionista debería hacerte una revisión a fondo.
Pero no sería a mí solo, reí para mis adentros, al ver la expresión de Lérad cuando se levantó.
CAPÍTULO 10
La bestia nos había causado más heridas de las que pensábamos. Nuestros trajes anticongelación tenían serios daños, y como resultado, varias zonas de la piel habían quedado expuestas a la dureza de la noche tirrana. El mec recepcionista se prestó a atendernos personalmente, pero por diversas razones preferimos que fuese Soane quien nos curase. No obstante, noté que Lérad exageraba sus dolencias para acaparar la atención de la mujer. Me daba la impresión de que Soane era consciente de la estratagema, pero a pesar de ello no parecía incomodarla. Es más, juraría que curar a mi socio la divertía; y eso era lo que me preocupaba. Lérad, por motivos obvios, disfrutaba mucho de aquella situación.
—¿Cómo va tu lumbago? —me dijo Soane, mientras limpiaba con desinfectante un arañazo en la mejilla de Lérad.
—El dolor se me ha pasado al estómago —respondí—. Noto cómo se me hincha la piel en esta zona.
—Quejica —intervino Lérad—. Hace un rato que te ha curado y no te quejabas del vientre.
—Ha sido un dolor repentino —mentí—. Me duele muchísimo.
—No le hagas caso —dijo Lérad a Soane—. La única molestia de vientre que tiene es la señal que el traje de goma le ha dejado en su panza —Soane le apretó una gasa empapada de antiséptico en la mejilla—. ¡Ayy!
—La bestia me golpeó en el estómago —insistí—. Y me retorció el brazo. Creo que se me está entumeciendo —puse cara de sufrimiento—. Ha debido dañarme algún nervio. Quizá se me pasaría con un masaje.
—Lo que tienes es cuento —afirmó Lérad—. Cuidado con mi mejilla, nena. Duele.
—Claro que duele —Soane cogió un tubo de crema de regeneración cutánea.
—Espera, ¿es absolutamente necesario ese potingue?
—Si quieres curarte, sí —la mujer extendió una capa por las zonas del cuerpo que habían quedado expuestas al frío. La crema formó una espuma hirviente en la piel. Mi socio lagrimeaba de dolor. Gocé viéndolo sufrir.
—El cauterizador —le advertí a Soane—. La rodilla de Lérad tiene un aspecto muy feo.
—Déjalo, no importa —mi socio miraba con temor el aparato que la pelirroja, atendiendo mi sugerencia, le acercaba a la rodilla.
—Es necesario, Lérad —musitó Soane; no me gustó nada el tono suave y tierno de aquellas palabras. Claro, que la sonrisa de complacencia de mi amigo se desvaneció pronto, en cuanto notó el contacto del cauterizador en su rodilla—. Ya está. Ahora, a descansar.
—¿Y mi brazo? —protesté.
—¿En qué quedamos? —dijo Lérad— Antes te estabas quejando del estómago.
—Me duelen ambas cosas —miré a Soane, implorando ayuda.
—En lesiones internas poco puedo hacer —contestó ella—. Llamaré al mec para que te eche un vistazo.
Golpes de llamada en la puerta.
—Perdonen —asomó el robot—. Quería saber si el cauterizador les ha sido útil. Lleva un tiempo sin usarse y...
—Muy útil, sí, como asador de carne —replicó Lérad—. Ya que estás aquí, dale unos masajes en el brazo a Mel. Dice que le duele.
—Para eso tengo un acupuntor eléctrico que administra microcorrientes en los nudos nerviosos.
—No te molestes, ya se me pasa el dolor —rechacé, imaginando un artefacto de múltiples agujas acribillando mi carne.
—¿Lo ves, Soane? Es un mentiroso.
—Te recomiendo que pruebes el acupuntor con Lérad —sugerí al mec—. Mis sufrimientos no son nada comparados con los de mi amigo.
—Ni lo intentes —Lérad extendió un dedo amenazante hacia el robot.
—Tengo una gran destreza en el manejo de ese instrumento. Quizá no les he mencionado que antes de este empleo trabajé en el hospital de Jai-Kilowa.
—Sí lo has mencionado —dijo Lérad, aburrido—. Por cierto, ¿qué cara puso ese tipo al que vasectomizasteis por error?
—¿Vasectomía? ¿Cómo lo saben? —la memoria cibernética del robot dejaba mucho que desear.
—Olvídalo. Mel se queja continuamente de lumbago —Lérad rió maliciosamente—. Prueba el acupuntor con él.
—No es lumbago, señor. Lo que padece es una irritación infecciosa en los glúte...
—Cállate —le corté, y para desviar la atención de mis castigadas posaderas, añadí—: Mencionaste que tu antiguo dueño montó una clínica de trasplantes. ¿También implantaba neuros?
—Ocasionalmente —respondió el robot—. Fue una experiencia desagradable. Los inductores neurales provocan a medio plazo una degeneración encefálica. El sujeto muere en un plazo de cinco años, quizá menos. Al perder el control de la administración de impulsos, se produce una sobrecarga en el sistema límbico con pérdida de la polaridad nerviosa —el robot hizo una pausa—. No estarán pensando en operarse.
—Desde luego que no.
—En el Antro de Odi practican implantes por noventa argentales —comentó el mec—. Conozco a ese par de carniceros. Ni siquiera son cirujanos.
—Gracias, gracias, pero no queremos profundizar en detalles —dijo Lérad—. Puedes marcharte.
—Como deseen —el robot abrió la puerta—. ¿Saben? Ahora me acuerdo. Le sentó bastante mal.
—¿El qué?
—La vasectomía. En realidad, también le extirpamos el quiste inguinal sin ningún cargo, pero el paciente mostró su malestar de una forma airada.
—Desde luego, hoy día la gente protesta por cualquier cosa —ironizó Lérad—. Vamos, vete.
El robot se marchó, dejándonos por fin en paz.
—Visitas para mañana —relató mi socio—. Primero, cobrar a Uman Merinai el cargamento de palmeras balnianas que nos debe.
—No creo que pague por las buenas —indiqué—. Tal vez debiéramos acudir a los servicios de una brigada.
—¿Pagar a una banda de matones? Ni hablar. Merinai pagará, te lo aseguro. Sólo hay que saber mostrarse persuasivo con él —miró de reojo a Soane.
—¿En qué estás pensando? —inquirió la mujer, intuyendo que los planes de Lérad la englobaban.
—En tu maravilloso artefacto.
—Me niego a utilizar el hipnagón —replicó Soane categóricamente—. Me ha causado ya suficientes disgustos.
—Preciosa, te ofreciste a colaborar, ¿recuerdas?
—Os eché una mano para recuperar los robots, pero lo que me pedís ahora es distinto.
—Déjame pensar —Lérad se frotó la barbilla—. Tu tío Naf duerme en la habitación de enfrente.
—¡No te atreverás!
—Eh, eh, nena, tranquila. Jamás se me ocurriría contarle a Naf tu, ejem, secreto.
—Merinai pagará de una forma u otra —tercié—, pero no metas a Soane en esto.
—Si quiere que admitamos a su tío a bordo de Poderosa, tendrá que hacer algo a cambio. Porque eso es lo que pretendes, ¿verdad, Soane? No dejarás abandonado a tu tío en este basurero, después de haber visto en qué estado de salud se encuentra.
—Eso se llama chantaje —protestó la mujer.
—Es posible. Pero nosotros no robamos a la gente. Nos limitamos a coger lo que es nuestro.
Soane guardó silencio.
—Así me gusta. Mañana por la mañana iremos a visitar a Merinai. Luego, veremos qué se cuenta Toe Morisán.
—Antes tenemos que hablar con el abogado de Soane —dije.
—Bueno —Lérad se encogió de hombros—, pero no servirá de nada.
—Me voy —Soane se levantó.
—Espera, ¿y estos vendajes? —rezongó Lérad—. Aún no has acabado.
—Llama al mec —la mujer se marchó dando un portazo.
Lérad se quedó mirando la puerta, con una sonrisa cínica en el semblante.
—Me gustan las mujeres con temperamento.
—Mañana se irá con su tío y no la volveremos a ver.
—Qué poco conoces a las mujeres, Mel. Se quedará con nosotros y hará lo que le digamos. No tiene otro sitio donde ir.
—Quizá, pero no puede quedarse con nosotros para siempre.
—¿Por qué no? —mi socio se tendió en la cama, con una sonrisa beatífica—. Tengo grandes planes para ella.
• • • • •
Lérad no me los explicó, pero daba lo mismo. Conociendo sus peculiares procesos mentales, sabía que ya se había gastado con su imaginación el dinero que supuestamente íbamos a ganar utilizando el hipnagón. Pero si hacerse rico con el maravilloso artefacto era tan fácil como Lérad creía, Soane no estaría saltando de planeta en planeta en la nave de unos extraños, huyendo de la policía. Sería de esperar que contase con su propia nave y tripulación, sin tener que mendigar favores a nadie. Después de haber visto el aspecto de su tío, más parecido a un pordiosero tísico que un anciano venerable, puedo asegurarles que si algo poseía la familia Mosna en abundancia no era dinero, sino deudas. Y de eso teníamos nosotros de sobra.
Llamamos a Uman Merinai a su oficina. El mestizo, como así le llaman por su ascendencia mitad humana, mitad rudearia, apenas nos dedicó unos segundos de su tiempo. Y lo que nos respondió no nos pillaba de sorpresa. Merinai no estaba dispuesto a pagar voluntariamente, de modo que habría que ir a cobrarle. Con la ayuda de Soane.
Merinai había montado un negocio de licores afrodisíacos que le rendía pingües beneficios. Problemas con el departamento de salud confederal le obligaron a trasladar su negocio a Tirras. Corrían rumores de que una docena de personas murió en Nai Froda durante una bacanal, en la que se consumió licor elaborado por el mestizo. Se cuenta que el brebaje condujo a un desenfreno sexual incontrolado que se transformó en locura salvaje. Merinai, lejos de dedicarse a desmentir la historia, se esforzó en demostrar que era cierta, en cuanto comprobó que los pedidos de afrodisíacos comenzaban a llegar en masa a su negocio. Hizo circular holofotos —presuntamente sacadas por la policía en el lugar de los hechos a la mañana siguiente— que mostraban a las víctimas en posturas realmente increíbles; y aseguró que las víctimas no habían fallecido porque el brebaje estuviese adulterado, sino debido a paro cardíaco. El mestizo presumía de que sus licores conducían a quien los bebiese al límite de su resistencia. Personalmente, no me creo una palabra de Merinai y sus historias. Por eso, si están considerando adquirir una botella al mestizo, les recomiendo que lo mediten dos veces.
Merinai nos recibió de malos modos. Torció su morro ratonil y nos echó a la cara el humo pestilente de su cigarro.
—Os vuelvo a repetir que no puedo pagaros. Esperad a la próxima estación.
—Eso nos dijiste la anterior estación —replicó Lérad—. Queremos el dinero ahora. No admitiremos más demoras.
—¿No? —el mestizo emitió un chillido de diversión—. Qué miedo —se giró hacia Soane—. ¿Quién es ésta?
—Nuestra secretaria. Vamos, nena, recuérdale a Merinai lo que nos debe.
Era la señal convenida para que activase el hipnagón. Soane pulsó un interruptor disimulado en un lateral del maletín.
—Ciento veinte mil trescientos quince, intereses incluidos —informó la mujer.
—¿Intereses? —rió el mestizo—. Yo no pago intereses. Nunca los he pagado.
—Una mala costumbre que vas a corregir —Lérad se acercó a Merinai—. Y además nos indemnizarás por todas las molestias que nos has causado.
—Buena broma, Lérad, pero en Tirras no tenemos día de los inocentes.
Miramos a Soane. La mujer se encogió de hombros. Algo no funcionaba.
—¿Estáis intentando un nuevo truco? —el mestizo observaba con recelo el maletín.
—Has agotado nuestra paciencia —amenazó Lérad, tratando de infundir seguridad a sus palabras—. Páganos, o atente a las consecuencias.
El mestizo pulsó un intercomunicador.
—Os diré una cosa: no pagaré ahora ni nunca el cargamento de palmeras balnianas. Las hojas estaban infectadas con sargojo verde. Tuve que quemarlas.
—Eso es falso.
—Apenas pude aprovechar el cinco por ciento para la maceración —Merinai nos estaba entreteniendo mientras venían sus guardias de seguridad.
—Vámonos —dije.
Lérad consultó con la mirada a Soane. La pelirroja aprobó mi consejo.
Demasiado tarde. Dos hombres musculosos irrumpieron en la sala como un huracán, impidiéndonos la salida.
—Veamos qué contiene ese maletín —ordenó el mestizo. Uno de los guardias se lo arrebató a Soane y lo depositó en la mesa de su jefe.
—Seguro que estos dos caballeros tienen asuntos más importantes que hacer —anunció Soane, volviéndose hacia los guardias—. Escúchenme: un individuo pretende entrar en estos momentos en el edificio, sin autorización, y la entrada se ha quedado desprotegida.
Nos quedamos mirándola, extrañados. ¿De qué estaba hablando?
—Váyanse —ordenó Soane—. Son necesarios allí. Y no regresen hasta dentro de una hora.
Los guardias asintieron torpemente y se dieron media vuelta, dispuestos a cumplir la orden.
—Que no se vayan aún —los ojos de Lérad destellaron de alegría. Se acercó a la mujer y le cuchicheó algo en el oído.
—¿Qué hacéis ahí, pasmados? —chilló el mestizo—. ¡Despedazadlos!
—Decidle a vuestro jefe que no sea rácano, y que pague lo que debe —dijo Soane.
—Jefe, no sea rácano y pague lo que debe —contestaron al unísono los guardias.
—¿Qué le habéis hecho a mis hombres? —Merinai se puso nervioso e hizo ademán de pulsar el botón del intercomunicador. Lérad lo detuvo.
—Tranquilo, mestizo. Atiende el consejo de tus gorilas y no te ocurrirá nada.
Merinai se rascó su hocico ratonil. Pensaba.
• • • • •
El champán corrió con profusión en nuestra habitación del hotel. El moroso había saldado su deuda, y además habíamos conseguido que sus propios vigilantes nos escoltasen hasta un lugar seguro, en el que Soane les ordenó regresar con su patrón y olvidar todo lo sucedido. El hipnagón había sido un éxito. Había fallado con Merinai, de acuerdo, pero fue a causa de su ascendencia mestiza. Las mentes alienígenas no caían con facilidad en el campo de sugestión hipnótica del aparato. En realidad, Merinai nos había hecho un favor llamando a los guardias. Gracias a la feliz ocurrencia de Lérad, lo que podía haber acabado en una paliza se convirtió en una diversión única. Merinai, coaccionado por los matones que debían protegerle, había satisfecho hasta el último argental, intereses incluidos.
Convertimos al robot recepcionista en nuestro camarero particular, disfrutando de una comida opípara en la que no reparamos en gastos. Marisco de Circinus, chuletas braseadas de ornix y pescado blanco de los mares de Pynaedes constituyeron los platos fuertes del banquete. Soane, aunque reticente al principio, tampoco tardó mucho en amoldarse a la situación y disfrutar de los manjares. Sus críticas las reservó para los postres, cuando habíamos acabado con todas las bandejas y nos reclinábamos en las sillas a causa de nuestros estómagos grávidos.
—Fue demasiado arriesgado —decía—. No volveré a hacerlo.
—¿Arriesgado? —Lérad se reprimió un eructo por la presencia de la mujer—. Yo diría que ha sido una experiencia fructífera.
—Si los guardias hubiesen sido rudearios, a estas horas estaríais cubiertos por una sábana en un depósito.
—Estaríamos —corrigió Lérad—. Pero si lo de estar bajo una sábana te hace ilusión, creo que podríamos arreglarlo tú y yo.
—Ignóralo —advertí—. El champán y los gambones de Fomalhaut le hacen decir tonterías.
—No soy el único que se ha hartado de gambones —replicó Lérad.
Golpes en la puerta.
—El mec con el café —anuncié—. Anda, Lérad, ábrele tú.
—Déjalo, no me apetece tomar café, ni soportar otro discurso del recepcionista acerca de su experiencia como maître de hotel en Gudurán III.
Los golpes se reprodujeron.
—¡Vete! Tomaremos el café más tarde.
—¿Soane Mosna? —dijo una voz grave al otro lado de la puerta.
—Ése no es timbre del robot —murmuró mi socio, que se puso en pie de un salto y alcanzó el desintegrador. Me hizo una seña y nos apostamos a ambos lados de la puerta. Lérad giró el pomo de la puerta.
—Por fin te encuentro, Soane. He estado dand...
El extraño se encontró con un láser en cada sien. Enmudeció de repente.
—Frede —exclamó Soane—. No te esperaba tan pronto.
—Sí... ya... no hace falta que lo jures —tartamudeó el hombre.
El recién llegado tenía varias contusiones en el rostro, y la ropa manchada de sangre.
—¡Pero qué te ha pasado! Bajad las armas. Es Frede Baenese, mi abogado.
—¿Y qué hace aquí? —Lérad miró al intruso con recelo.
—Ella me llamó —Baenese abrazó a Soane y le dio un prolongado beso—. Hace tiempo que no nos veíamos, cielo.
—Em, te presento a estos amigos —Soane se zafó del abogado—. Meldivén y Lérad.
—Sí, esos transportistas de que me hablaste —dijo Baenese con un asomo de desprecio—. ¿Qué hacen aquí contigo?
—Comer —Lérad señaló las fuentes vacías—. Has llegado tarde. Lástima.
—¿Quién te ha hecho esto? —Soane hizo sentar al abogado y le quitó la camisa ensangrentada.
—Un cliente tuvo un pequeño cambio de impresiones conmigo —Baenese cogió una de las uvas saladas que habían quedado en un plato.
—Deja esa uva en la fuente —advirtió Lérad—. Es nuestra.
—De acuerdo, de acuerdo —Baenese devolvió rápidamente la uva al plato.
—Te limpiaré las heridas. Enseguida vuelvo —Soane se marchó.
Baenese se nos quedó mirando. En su rostro comenzaba a formarse una sonrisa.
—Parece que no he sido el único al que le han dado una paliza —dijo.
—Te conviene estar callado, picapleitos —le espetó Lérad.
—Soane me comentó vuestro problema. He estado estudiando el caso, y me parece que podría conseguir la nulidad del procedimiento de ejecución sumaria.
—¿Eso significa paralizar la subasta de Poderosa? —inquirí.
—Por supuesto.
—Está faroleando —dijo Lérad—. Este tipejo quiere algo de nosotros.
—Tal vez —Baenese cogió la uva, desafiante, y al ver que no realizábamos ningún comentario, la mordió con delectación. El jugo se derramó por la comisura de sus labios.
Soane regresó con el botiquín de curas. Habían zurrado a Baenese de lo lindo. Presentaba hematomas por todo el cuerpo. Debían haberlo apaleado entre varios.
—¿Por qué te han hecho esto? —Soane le entregó una camisa limpia—. Ha debido ser una pandilla de salvajes.
—Es largo de explicar. Ya te lo contaré otro día —Baenese se colocó torpemente la camisa—. Me duele todo el cuerpo.
—Tenemos un acupuntor eléctrico para el dolor —ofreció Lérad—. Mano de santo, abogado. Te lo digo yo.
—Gracias, pero me tomaré un calmante —Baenese intuía las turbias intenciones de mi socio—. He localizado a tu hermano, Soane. Se encuentra en una prisión confederal clase Beta de Dricon.
—¿Has hablado con él?
—Muy poco. Se le acusa de veintidós delitos de estafa, falsedad y abuso de la credulidad ajena. Haré lo que pueda, pero me temo que tiene para largo.
—¿Qué posibilidades hay?
—No demasiadas. El juez encargado del caso se niega a ponerle una fianza. Es una suerte que no te pillasen a ti también.
—Se lo debo a Mel y a Lérad. Ellos me sacaron de Lukonar Say.
Baenese observó el maletín que Soane había dejado encima de la mesa.
—¿Utilizasteis en Lukonar el hipnagón?
Soane negó con la cabeza.
—Alguien debió reconocernos y avisó a la policía.
—Mal asunto —Baenese cogió la última uva salada que quedaba—. Empezáis a ser conocidos. Eso os limita mucho la capacidad de movimientos. Deberías realizarte una transformación facial.
—¿Es necesario? Estoy muy a gusto con mi cara.
—Yo también estoy a gusto con tu cara —Baenese nos miró de soslayo—. Pero es por tu propia seguridad. Un amigo mío realiza injertos dactilares. Te cambiaremos las huellas y arreglaremos tu patrón retiniano para engañar a los láseres lectores. Esto será lo más difícil.
—Soy alérgica a las biolentillas.
—Podemos alterar tu fondo ocular con microcirujía.
—Nadie tocará los ojos de mi sobrina, degenerado.
Nafidias Mosna entró en la habitación, enfurecido.
—¿Ya te has levantado? —balbuceó Soane, sorprendida—. Deberías...
—Sabía que me estabas engañando —dijo Nafidias, que respiraba con dificultad—. ¿Crees que podías ocultarme que fuisteis Travin y tú los que estafasteis a esa pobre gente con trucos de circo? ¿Crees acaso que el padre Rect no os reconoció?
—Yo... si lo sabías... si sabías que...
—Esperaba que me lo contases tú —Nafidias se paseó por la habitación, mirándolo todo. Contempló las bandejas vacías y añadió, ceñudo—: Veo que me he perdido una fiesta.
—Dormías —se excusó Soane.
—Hace rato que estoy despierto —Nafidias tosió.
—Pues has hecho mal. Todavía debes seguir descansando.
—Sé cuidar de mí mismo, sobrina —Nafidias intentaba seguir hablando, pero su rostro se congestionaba. Su pecho subía y bajaba espasmódicamente.
Ayudamos a Soane a llevar a su tío a la otra habitación. El mec subió enseguida y se quedó al cuidado del anciano, junto con la mujer. El robot nos aconsejó que los dejásemos solos durante unas horas. Aprovechamos la ocasión para bajar al Antro de Odi y tomar un trago.
—Ese viejo achacoso siempre tiene que meterse donde no le llaman —dijo Baenese, frente a un vaso de néctar de Sandhai.
—Parece que no os lleváis muy bien —comentó Lérad—. Te llamó degenerado.
—Llama degenerado a cualquiera que no comulgue con su iglesia de Omnius. Está loco.
—Hablemos de negocios —intervine—. Si consigues paralizar la subasta, ¿cuáles serán tus honorarios?
—Pero si no tenéis un argental.
—Aún poseemos algo de efectivo.
—El dinero es lo de menos. Veréis, por razones que no vienen al caso, me interesa desaparecer un tiempo de la circulación. No me fío de las líneas comerciales. Soane me ha comentado que vuestro carguero es seguro.
—¿Quién te persigue? —quise saber.
—Un cliente. Pero preferiría no aburriros con mis historias.
—Abúrrenos —dijo Lérad—. O de lo contrario no pondrás los pies en Poderosa.
—Prometedme antes que no se lo contaréis a Soane.
—Eh, picapleitos, no estás en condiciones de formular exigencias.
Baenese se bebió de un trago la mitad de su néctar de Sandhai.
—Está fuerte —se limpió los labios con la manga—. Veréis, han puesto precio a mi cabeza.
—¿Cuánto pagan? —Lérad abrió los ojos.
—Estoy hablando en serio. Defendí hace unos meses a un mafioso en un pleito por homicidio; pero los familiares de la víctima me ofrecieron pagarme el doble si les revelaba lo que mi cliente me había contado.
—Eso es violación del secreto profesional —dije.
—También fueron ochenta mil machacantes que me embolsé limpios de polvo y paja. Al fin y al cabo, el mafioso era culpable. Lo condenaron a veinte años de trabajos forzados en una mina de Lupus Mayor. Hice un favor a la justicia.
—Pero ahora te buscan.
—Sí —Baenese señaló las heridas de su rostro—. Y no atienden a razones. Esta vez escapé por los pelos, aunque la próxima no tendré tanta suerte.
—Pensé que habías hecho algo peor —comenté—. Una violación del secreto profesional no parece grave, si a cambio ese asesino está en la cárcel.
—Bien dicho, Meldivén —sonrió Baenese—. Veo que empezamos a entendernos.
—Sabandija, ¿y quién nos garantiza que tú no nos traicionarás? —le espetó Lérad—. Puedes hacernos creer que estás ayudándonos, y luego venderte a Godda.
—¿De qué me sirve el dinero si no puedo disfrutarlo? Ahora no estoy seguro en ninguna parte, y en Tirras menos aún. El mafioso tiene más amigos de los que creía. Necesito esconderme una temporada, arreglar unos cuantos papeles y cambiar de identidad. Vosotros confiáis en mí y yo confío en vosotros. Tampoco tengo garantías de que no me entregaréis a esos rufianes para cobrar la recompensa. Es un pacto recíproco.
—Podríamos probar —declaré—. Si consigue paralizar la subasta, permitiremos que continúe con nosotros. Y si no...
—Si os fallo, me dejáis en el primer puerto en que aterricéis. Es un trato justo.
—Sí, es justo —afirmé—. ¿Qué opinas, Lérad?
—Esta víbora no sabe lo que es la justicia. Sólo entiende de dinero.
—Está de acuerdo —le dije a Baenese.
—Al diablo —gruñó mi socio—. Me voy a ver a Morisán. Hablaré con él y luego nos largaremos de Tirras. Aquí ya no hay nada que hacer.
—Conozco a Toe Morisán —mencionó el abogado—. Fue cliente mío.
—¿A cuántos ha matado? —inquirió Lérad.
—A nadie, que yo sepa. Antes de venir a Tirras, fue tesorero del departamento de derechos pasivos en el sistema Gadana. Se quedaba con el 0,1 por ciento de la paga de los mutilados de guerra. El sistema Gadana resultó muy castigado en el conflicto con los drillines. Os puede parecer que el 0,1 es un porcentaje pequeño, pero si consideráis la cantidad de mutilados que hay en el sistema Gadana, os haréis una idea del dinero que ganó mi cliente mientras fue tesorero.
—¿Y habiendo hecho eso es delegado de Danon?
—Aquí, eso es una nota favorable que demuestra perspicacia financiera —Baenese nos entregó una de sus tarjetas de plástico indestructible—. Si vais a verle, mostrársela.
—El espíritu corporativo de las hienas —respondió Lérad, quien sin embargo aceptó la tarjeta—. Le daremos recuerdos de tu parte.
—Bueno, pero no le digáis dónde estoy.
—Creí que era amigo tuyo.
—Y lo es —Baenese miró desconfiadamente a su alrededor—. Pero es mejor ser precavido.
CAPÍTULO 11
No conozco los hábitos sociales de las hienas, pero me parece que cuando has visto a una, las demás son todas iguales. Esa fue la impresión que me causó Toe Morisán presidiendo su imponente despacho de espejos polícromos, sentado como un rey en su trono, mirándonos con un aire de suficiencia que apestaba a cieno. Morisán y Godda tal vez no se parecían en el físico; éste era calvo, gordo, sesentón; en cambio Morisán no pasaba de los treinta y cinco, era de complexión atlética y gozaba de una saludable cabellera negra que le llegaba hasta los hombros. Pero las diferencias acababan ahí, porque tanto uno como otro habían edificado sus fortunas mediante la cuestionable afición de apropiarse de los bienes ajenos. Y ninguno de los dos tenía el recato de ocultar sus riquezas; al contrario, alardeaban de ellas en sus mansiones para admiración y envidia de cualquiera que fuese a visitarles.
Al menos, Morisán tuvo la delicadeza de hacernos esperar poco tiempo. Apreciaba el trabajo de los comerciantes independientes, o eso decía. A su espalda, la pared se transformó en el anagrama tridimensional de Danon Asociados, un dodecaedro inscrito en una esfera planetaria.
—Admiro su profesión —decía Morisán, con una sonrisa almibarada—. Sin la iniciativa privada, la Confederación se habría hundido hace décadas. Los políticos se suceden, los gobiernos cambian, pero la galaxia sigue unida. ¿Por qué? Gracias al comercio. Es el cemento que da estabilidad al sistema. La política está bien para guardar las apariencias, pero Dricon no pueden ir a ningún lado sin nosotros. Ustedes lo saben, yo lo sé; sin embargo ¿lo sabe el presidente Biln?
Morisán nos contempló con interés, esperando una respuesta.
—Lo único que Biln sabe es subir los impuestos —contesté, intuyendo la respuesta que quería oír—. Como las tasas de los espaciopuertos, por ejemplo.
—Nuestro presidente es una amenaza para el comercio —afirmó Morisán—. Intenta destruir el sistema que tanto tiempo ha funcionado con éxito. Quiere aniquilar la iniciativa privada. Pretende reunir un poder absoluto, arrogarse facultades que ninguno de sus antecesores ha ostentado nunca. No podemos consentirlo —el anagrama de Danon fue sustituido por un campo de estrellas—. Imagino que están al tanto de las últimas noticias que llegan de Dricon.
—Algo hemos oído —asentí.
—El presidente se ha inventado una excusa para atacar Telura. El suceso de Rean es un montaje. No hubo ningún asalto a fuerzas confederales.
—No nos interesa la política —dijo Lérad—. Somos comerciantes. Nuestro sindicato nos recomendó que hablásemos con usted. Se nos mencionó que habría dinero fácil y rápido, y por eso hemos venido.
—Me gusta la gente franca —dijo Morisán—. Iré directamente al grano. Estoy contratando navíos mercantes para transporte de vituallas y material militar.
—¿Danon Asociados tiene su propia flota de guerra? —exclamó Lérad, sorprendido.
—Este asunto no tiene que ver con Danon. Es, digámoslo así, particular. Yo actúo de intermediario.
—¿Entonces, para quién trabajaríamos?
—Para el general Boro.
Morisán dejó planear el eco de sus palabras, observando nuestra reacción. Dado que Brenian ya nos había puesto sobre aviso, no nos sorprendió.
—Tal como se desenvuelven los acontecimientos, resulta bastante arriesgado trabajar para Boro —dije.
—Pasear por Tirras es más arriesgado, créanme. Se les proporcionará escolta militar hasta su destino. La probabilidad de que el convoy sea interceptado por una patrulla confederal es ridícula.
—A mí sólo me interesa una cosa —dijo Lérad—: cuánto nos pagarán.
—Da gusto hacer tratos con ustedes —Morisán se arrellanó en el sillón, y se puso a juguetear con una pequeña bola de hueso que había sobre el escritorio—. ¿Saben qué es esto? Es un cráneo de macaco enano de Tankei —abrió una caja de alabastro. Contenía una docena de pequeñas calaveras, perfectamente ordenadas y pulidas—. Las especies de macaco enano rondan el centenar. Éstas de aquí son una pequeña muestra de mi colección. Me ha costado años formarla —añadió con orgullo—. Han llegado a ofrecerme hasta un millón por ella, pero les tengo afecto —palmeó la caja con cariño—. Bien, ¿por dónde iba?
—El dinero —le recordó Lérad.
—Ah, sí —el cartapacio de Morisán se transformó en una pantalla de ordenador. El ejecutivo observó atentamente las cifras que fluían ante sus ojos—. Su primer trabajo consistirá en realizar un transporte al planeta Diir. El combustible corre a cargo del cliente. Veinte mil por adelantado, y sesenta mil a cobrar en destino.
—¿Qué ocurre si nuestra nave resulta atacada? —pregunté—. ¿Quién pagará los daños?
—En el hipotético e improbable caso de que eso sucediese, existe una póliza de seguros que cubre los riesgos. Pero para eso llevarán escolta. La nave no sufrirá daño alguno.
—Me parece razonable —aprobó Lérad.
—Disculpe, Morisán, no es que desconfíe, pero antes de aceptar nos gustaría saber qué tipo de escolta vamos a llevar —dije.
—Cazas Hawin con dispositivo radial de camuflaje. El convoy irá protegido por un campo de invisibilidad a los sistemas de detección enemigos. Telura posee la tecnología más avanzada en este aspecto. Escuchen —Morisán se inclinó hacia nosotros—: no tienen por qué preocuparse de su seguridad. Para eso están los muchachos de Boro. Ellos les protegerán.
—Perfecto —dijo Lérad—. ¿Cuándo partimos?
—Hoy mismo. Es posible que encuentren caras conocidas en el espaciopuerto. Son muchos los mercantes independientes que han acudido a trabajar para nosotros.
—Me pregunto qué nos ocurrirá si elegimos el bando perdedor —dije.
Morisán acarició el cráneo de macaco. No necesitábamos explicaciones adicionales.
• • • • •
El hecho de encontrarnos a Ox Orne, Andrich y Dana en el espaciopuerto nos tranquilizó ligeramente. Siempre es grato encontrarse con los amigos, y más si estás a punto de embarcarte en un viaje del que no sabes cómo vas a salir. Pese a las seguridades de Morisán, prefería las anticuadas baterías láser de Ox a los modernísimos cazas que se suponía nos darían escolta. Bueno, lo de modernos es un decir, porque con echarles por encima un vistazo se notaba que aquellos Hawin se habían quedado obsoletos hace lustros. Y en cuanto a los dispositivos de camuflaje, lo de que el campo de invisibilidad abarcaba todo el convoy era un cuento que se inventó Morisán. Los cazas sólo se protegían a sí mismos, y estaba por ver que fuesen indetectables a los sensores enemigos.
Frede Baenese se puso desde el primer momento a trabajar en nuestro caso. Más le valía, pues ni a Lérad ni a mí nos caía simpático. Tendría que demostrar rápidamente que era útil si quería permanecer en nuestra nave. El abogado realizó varias llamadas a unos colegas de Dricon para que se personaran ante el tribunal y consiguiesen una transcripción del procedimiento que Godda había iniciado contra nosotros. Dentro de un par de días, recibiríamos por subéter los datos. Mientras tanto, Baenese dedicaría su tiempo a consultar jurisprudencia.
El estado de Nafidias no había mejorado. El tío de Soane se pasaba el día durmiendo, y las veces que estaba despierto era un martirio para nosotros. Se le había metido entre ceja y ceja la idea de convertirnos a su credo. Aprovechando que estábamos en mitad del espacio y no podíamos huir, nos laceraba con charlas interminables acerca de la naturaleza absoluta de Omnius, la filosofía del profeta Joll y las propiedades de la leche de cabra Jaana para la meditación relativista. A Baenese se le ocurrió comentar que a él no le gustaba la leche de cabra. Nafidias le dirigió una mirada glacial y le respondió con un insulto que ya le habíamos oído decir antes:
—Cállate, degenerado.
El abogado no volvió a interrumpirlo. Y así, el tío Naf continuó su plática hasta que se quedó dormido por puro agotamiento.
En un momento de la charla, Lérad se las había ingeniado para escabullirse, bajo la excusa de ir a revisar los controles de deriva. Me lo encontré hablando por vídeo con Dana.
—Hola, Mel —me saludó la mujer—. ¿Qué tal está esa cosa que tenéis encerrada en la bodega?
—No sabría qué decirte. Parece haber entrado en un proceso de metamorfosis. Lleva varios días rodeada de una crisálida.
—Me entran escalofríos de imaginar qué puede salir de ahí —dijo Dana—. ¿Por qué no la tiráis por la escotilla de los desperdicios? Sería lo mejor.
—¿Con lo que nos costó encontrarla? —intervino Lérad—. No sabes de qué estás hablando.
—De acuerdo, pero ¿qué hace?
—Lo sabremos cuando el simbiótico finalice su transformación —aventuré—. Suponiendo que se esté transformando.
—Y suponiendo que sea un simbiótico —dijo Dana—. Por cierto, ¿qué demonios es un simbiótico?
—¡Él qué sabe! —exclamó Lérad—. Escuchó la palabra de una estudiante de biología de Dricon.
—Un simbiótico es un ser con el genoma recombinado —expliqué—. Doy por supuesto que sabéis lo que significa eso.
Dana frunció el ceño.
—Tranquila, él tampoco lo sabe —aseguró Lérad.
—Para que os hagáis una idea, pequeños ignorantes, un simbiótico es un híbrido —aclaré—. Aunque tampoco en sentido estricto.
—Cuando se pone así, es insoportable —masculló Lérad.
—Digamos que un simbio puede convertirse en varios seres diferentes, mientras sus células estén en el estado de mitosis embrionaria. Por inducción externa se puede obligar al embrión a que se desarrolle siguiendo uno u otro camino, dentro de los límites de su código genético. Es como tener un montón de barro para moldear. Podemos convertirlo en un jarrón, en un florero o en un pisapapeles.
—Quedaría muy decorativo un florero en vuestra nave —rió Dana—. Le daría un toque hogareño.
—De esa masa de carne habría para varios floreros —convino Lérad.
Soane entró corriendo en la cabina de mandos.
—¡Venid! ¡A mi tío le está ocurriendo algo!
—¿Otro ataque de asma? —dijo Lérad.
—Ojalá fuera eso.
Salimos al pasillo y nos topamos con Baenese. El abogado estaba pálido.
—¿Y la salida? Yo me largo de aquí —decía, angustiado.
—Por allí —Lérad le señaló el corredor de la derecha, que conducía efectivamente a una escotilla de despresurización.
—No seas estúpido, Frede —le dije—. Estamos en una nave espacial. Ahí fuera sólo encontrarás el vacío.
—Yo..., sí, claro, es verdad —Baenese se quedó en la cabina de mandos—. Me sentaré aquí a... a... dios santo...
—Cuidado con lo que haces, picapleitos —le advirtió Lérad—. Ni se te ocurra tocar un botón.
Soane nos condujo a la sala de descanso. Allí no había nadie.
—Vaya, se ha marchado —dijo Lérad con decepción—. Habrá que buscarlo por toda la nave.
Soane negó con la cabeza, y señaló el techo.
Pegado a la rejilla de ventilación como una lapa, Nafidias Mosna nos miraba con ojos serenos, rodeado de un aura de color azul intenso.
—Pero qué infiernos —Lérad abrió la boca, aunque para ser sinceros, yo también la abrí; y no volví a cerrarla hasta un buen rato después—. El viejo está más ágil de lo que creía.
El cuerpo de Nafidias bajó del techo lentamente. Fue rotando hasta que quedó en posición vertical, suspendido en el aire a escasos centímetros del suelo.
—¿Qué nueva broma es esta, Soane? No tiene gracia.
—Esto no es una alucinación, Lérad. Es real.
—Tu tío lleva oculto un generador de antigravedad, eso es —mi socio se puso a registrar la indumentaria de Nafidias.
—Lérad... —intenté advertirle.
—Tiene que estar en alguna parte. Pero ¿dónde?
—¡Lérad!
—¡Qué!
—No existen generadores tan pequeños. Es imposible que pueda llevar uno encima.
—Haz caso a Meldivén —dijo Nafidias. Sus pies se posaron en el suelo. El aura azul desapareció.
—A mí no me engañan —insistía Lérad—. Aquí hay truco. ¿Que quieres hacerme creer, Soane? ¿Que tu tío ha levitado por la gracia divina?
—Por la gracia de Omnius —afirmó Naf, y de su expresión se adivinaba que hablaba en serio—. Necesito glucosa —dijo de improviso.
—Tu tío ha perdido la cabeza —Lérad se volvió hacia Soane—. Está desvariando.
—Necesito glucosa —repitió Nafidias en tono exigente. Alrededor de su cabeza comenzó a formarse un halo rojizo.
—Calma, calma, le traeré la glucosa —Lérad se fue a la cocina.
Nafidias nos contempló como a unos extranjeros. Parecía tener dificultad para reconocernos. El anciano estaba perdiendo la memoria.
—Soane, acércate —rogó.
—Te pondrás bien —dijo la mujer—. Te llevaremos a un hospital en cuanto lleguemos a Diir.
—No lo entiendes —Nafidias suspiró y alzó las manos—. Jamás me he sentido tan bien. Éste es el momento que había estado esperado. Durante todos estos años lo he deseado, y ahora, aquí, he encontrado lo que buscaba.
—¿Qué es lo que has encontrado?
—A Omnius. Lo he visto. He visto su luz.
En efecto, Nafidias había perdido la cabeza. Pero ¿cómo había conseguido levitar? ¿Y el aura azul? Si se trataba de un plan gestado por Soane y su tío para convertirnos en víctimas de alguna estafa, iban listos.
—La glucosa que ha pedido —Lérad enseñó al anciano un par de pastillas.
—Disuélvelas en agua.
—En agua —Lérad escudriñó el semblante del anciano, inexpresivo como una pared. Suponiendo que nos negásemos a obedecerle, ¿cómo reaccionaría? ¿Nos dejaría suspendidos boca abajo, como una res en el matadero? Lérad decidió no tentar la suerte—. Desde luego, en agua, qué despistado soy —llenó un vaso del suministrador de bebidas.
—Otro más, por favor.
—Los que usted quiera.
Nafidias los cogió con cuidado, observando cómo la glucosa se diluía en el agua.
—¿Forma esto parte de un rito? —inquirió mi socio—. ¿Una consagración religiosa?
—La glucosa es El Alimento —dijo Nafidias solemnemente, y salió de la sala portando en cada mano un vaso.
Le seguimos. El anciano se dirigió a la bodega del simbiótico. Se suponía que ignoraba dónde se encontraba la criatura, dado que ni siquiera le habíamos mencionado su existencia. Bueno, ahora que lo pensaba, Soane sí lo sabía. Ella podía habérselo contado.
La crisálida, o lo que fuese aquel pellejo que recubría al ser, se había secado y vuelto negra. En el interior latía una forma viva. La metamorfosis se había completado.
Entre Soane y yo desprendimos la cubierta seca, mientras Lérad, alejado unos metros, vigilaba con el láser preparado.
—Baja esa pistola —dijo Nafidias—. Es inofensivo.
—Yo piloto esta nave, y decido qué es inofensivo y qué no.
Nafidias, sorprendido por la respuesta, clavó sus ojos en los de Lérad. Éste contuvo la respiración, pero sostuvo el arma firmemente. Mi socio no dudaría en fulminar al anciano si realizaba un movimiento sospechoso. Sin embargo, Nafidias se cuidó mucho de intentar cualquier artimaña. Comprendiendo la amenaza que significaba el láser, desvió su atención hacia el organismo.
El simbiótico, liberado de su crisálida, había quedado al descubierto.
Y lo que vimos nos dejó desconcertados, porque aquella criatura no se parecía a nada que hubiésemos visto antes. Carecía de cabeza, tronco o articulaciones. No tenía patas para andar ni ojos para ver. Era simplemente una masa de carne surcada de circunvoluciones, una especie de cerebro gigante que latía.
El anciano se arrodilló junto a la forma y vertió sobre ella el agua con glucosa.
—Alimento —dijo.
—A las neuronas les encanta la glucosa —apunté.
—¡Neuronas! —exclamó Lérad—. ¿Cómo sabes que esa cosa es un cerebro?
—No lo sé. Pero se le parece.
—El parecido no es suficiente. Se quedará aquí encerrada, hasta que decidamos qué hacer con ella —Lérad me indicó que saliese al pasillo, y en voz baja añadió—: deberíamos despresurizar la bodega. Mataremos a ese bicho en un santiamén
—Tal vez la falta de presión no lo mate.
—Entonces esperaremos a que Nafidias se duerma, y arrojaremos el simbiótico por la escotilla de los desperdicios.
—Bueno, pero no conviene precipitarse. Todavía ignoramos qué es. Deberíamos ir a Dricon para que lo estudiase Denit Garben.
—¿Y llevarlo a bordo mientras tanto? Mel, tú has visto cómo Nafidias flotaba delante de nuestros propios ojos. Ese bicho tiene la culpa.
—Precisamente por eso quiero que Denit lo analice. Para arrojarlo al espacio siempre estamos a tiempo, Lérad. Sabemos que puede hacer levitar a una persona a distancia. Imagínate qué otras cosas podría conseguir.
—Salvo que sepa fabricar argentales de curso legal, preferiría no pensar en lo que es capaz de hacer. Lo que me importa ahora es salvar la piel.
—Vaya, así que te has vuelto prudente. ¿Dónde has dejado tu espíritu de riesgo?
—No me gusta la forma en que Nafidias me mira. Es inquietante.
—A ti se te ocurrió rescatar al simbiótico de la bahía negra, recuérdalo.
—Sí, pero ese viejo loco no iba en el trato.
—Baja la voz. Van a oírnos —me asomé a la bodega—. Soane, si hay alguna novedad, avísanos. Volvemos a la cabina de control.
Baenese nos recibió con nerviosismo. Aún le duraba la cara de susto.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Habéis conseguido bajarle?
—Sí, y Nafidias está bastante enojado porque has escurrido el bulto, picapleitos —respondió Lérad—. Enciérrate en tu camarote y no salgas hasta que se apacigüe, o te pondrá a orear boca abajo durante una semana.
Baenese siguió nuestro consejo, y se marchó como alma que lleva el diablo.
—Nos hemos librado de él por un buen rato —sonrió Lérad.
—Tal vez deberíamos dejar a Soane y a su tío en Diir —sugerí—. Nos ahorraríamos complicaciones. A ella le busca la policía, y en cuanto a él...
—Estoy de acuerdo en apear al viejo en cuanto toquemos tierra. Pero Soane es nuestra salvación. Imagínate si hiciésemos una visita a Godda con el hipnagón, y le obligásemos a que nos firme un documento acreditando que le hemos pagado el préstamo.
—Demasiado fácil. Godda no es estúpido. Sería como meterse en la boca del lobo.
El monitor de comunicaciones emitió una señal.
—¿Dónde estabais? —dijo Dana—. ¿Tenéis problemas con vuestro florero?
—Necesitaba que lo regasen un poco —declaró Lérad—. Con agua azucarada.
Dana lo miró con extrañeza, sin saber si mi socio estaba hablando en broma o en serio.
—Ox quiere veros. Ha tratado de llamaros antes, pero no estabais.
En otra pantalla apareció el rostro de Ox Orne, con la barbilla manchada de ajo.
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo en vuestra nave? Rufián se ha puesto como un loco.
—Y a nosotros qué nos cuentas —dijo Lérad—. Serán los pulgones. Prueba a darle un buen enjabonado.
—Escucha, capullo, mi perro no tiene pulgas. ¿Qué te has creído?
—Bueno, bueno —intervine—. Ox, explícanos qué le pasa a Rufián.
—Está hecho un histérico. He tenido que encerrarlo en el cuarto de la limpieza.
—Sería el lugar idóneo —se burló Lérad—, suponiendo que en tu nave hubiese algo parecido a un cuarto de limpieza.
—Ojalá pudiera meter a Rufián en tu carguero, porque te iba a arrancar de un bocado las...
—Está bien, cálmate —intercedí de nuevo—. ¿Por qué supones que tenemos nosotros la culpa?.
—Lo sé. Sois los responsables. Vosotros y esa ameba que lleváis a bordo. Recordad lo que le hizo a mi perro cuando se encontró con él.
—Tú la azuzaste —replicó mi socio—. Le vertiste cerveza encima.
—Lérad, ¿quieres dejar de pinchar por un momento? Dejemos que Ox se explique.
—Gracias, Mel —Ox carraspeó—. Creo que Dana sigue en el otro canal escuchando.
—Sí, estoy aquí. ¿Qué pasa? —dijo Dana.
—Me gustaría que no nos oyese. En fin, ya me entendéis.
—No te entendemos —dijo Dana, molesta porque se le intentase escamotear información interesante—. Yo también quiero enterarme de lo que sucede.
—Dana, corta la comunicación —exigió Ox—. Lo que tengo que decir es algo personal.
La mujer farfulló un exabrupto, pero cerró el canal.
—Ya puedes hablar —indiqué.
—Sí, ejem, como os decía, Rufián se abalanzó sobre mí —Ox se puso colorado—. Pero en realidad no pretendía atacarme.
—Entonces, ¿cuáles eran sus intenciones?
—Ejem, en fin, intentaba, bueno, intentaba eso que estáis pensando.
—Habla claro, Ox. No estarás insinuando que...
—Exactamente —el gordinflón bajó la vista, avergonzado.
Mi socio estalló en carcajadas.
—Sabía que los aurigas eran raros, pero hasta ese extremo, vamos —decía Lérad, entre risas—. Ox, tú no despertarías ni la líbido de un perro.
—Cuidado con lo que dices, imbécil.
—¿Estás hablando en serio? —dije, sin poder reprimir reírme también.
—Maldita sea, Mel, ¿crees que permitiría que os burlaseis de mí si fuese mentira? Ese jodido perro está fuera de control.
—Un momento —medité—. El sistema límbico.
—¿Qué cochinada es esa? —gruñó Ox, receloso.
—El sistema límbico, claro. Lérad, acuérdate de lo que me pasó en Lukonar Say.
—El tahúr averiguó tu descubierto de 845 argentales con la telefónica.
—No. El espasmo límbico. Toqué aquella escultura sensible, y perdí el conocimiento.
—¿De qué estáis hablando? —protestó Ox.
—De neuronas, creo —dijo Lérad.
—Reactividad emocional, eso es. El sistema límbico es el responsable de estímulos como el placer o el sexo.
—Bueno, y qué —los ladridos de Rufián se escuchaban débilmente a través del altavoz—. Lo único que sé es que mi perro quiere guerra, y que vosotros tenéis algo que ver —Ox dirigió una mirada asesina hacia Lérad.
—Es posible que nuestro simbiótico haya estimulado accidentalmente el sistema límbico de Rufián —aventuré.
—Pero nosotros estamos más cerca del bicho que ese perro sarnoso —objetó Lérad—. Y no nos ha ocurrido nada.
—A Nafidias sí le ha ocurrido algo.
—¿El qué? —preguntó Ox.
—Vigila a Rufián. Hablaremos de esto más tarde —corté la comunicación—. Es mejor no irse de la lengua. Ox podría revelar a los militares la presencia del simbio.
—Ya sabe que lo tenemos —me recordó Lérad.
—Pero ignora lo que le ha pasado a Nafidias. Y es mejor que siga sin saberlo.
—Por cierto, veamos qué están haciendo —Lérad encendió el monitor de la bodega—. Se han ido.
Regresamos a la sala de descanso. El anciano se encontraba charlando apaciblemente con su sobrina, como si nada hubiese pasado.
—¿Se encuentra mejor? —pregunté.
—Jamás me he sentido mejor en mi vida —dijo Nafidias.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Adelante, Meldivén, pregunta lo que desees.
—¿Cómo consiguió subir hasta allí arriba?
Nafidias alzó la vista hacia el techo.
—Yo no subí. Él me subió. Fue Su Señal.
—No pretenderá hacernos creer que el simbiótico es su dios —dijo Lérad.
—Omnius carece de existencia corpórea. La criatura es un mero intermediario de su voluntad.
—¿Le ha hablado? —quise saber.
—Hablar no es la palabra. Oigo murmullos en mi mente, pero son abstracciones, conceptos poco definidos que fluctúan, que se agitan como las olas en el mar —Nafidias me miró fijamente—. Ha intentado comunicarse contigo, Meldivén.
—Pero no resultó —reconocí.
Nafidias realizó un leve movimiento de afirmación.
—Ahora comprendo por qué fuisteis a Tirras —dijo—. La criatura os envió.
—¿Qué? —exclamó Lérad—. Teníamos que servir un pedido de tubos Brena. Nos encontramos con usted por casualidad.
—La casualidad no existe en este universo. Todo tiene un por qué. Acción y reacción, causa y efecto. Vosotros me encontrasteis porque la criatura lo quiso.
—¿Cómo sabe eso? ¿Se lo ha comunicado ella?
—Lo sé.
Tuve una visión fugaz del cadáver de aquel pirata que hallamos en la bahía negra. No tenía signos externos de violencia. ¿Podía haberlo matado uno de esos simbióticos del laboratorio? Y si fuese así ¿por qué la ameba nos permitió a nosotros sacarla de la nave? Quizás juzgó que le seríamos útiles. Quizás nos había dirigido a su antojo sin que nosotros lo supiésemos, como afirmaba el anciano. El encuentro de Soane en Lukonar Say, el viaje a Tirras, todo podría explicarse como parte del plan del ser para llevarnos hasta Nafidias Mosna.
Pero qué estaba pensando, eso no tenía sentido. El anciano desvariaba. Por un simple truco de magia que debía tener una explicación sencilla, estaba tratando de contagiarnos sus supersticiones religiosas. Nafidias se creía lo bastante importante para hacerse acreedor de la atención de aquella misteriosa deidad llamada Omnius. Un viejo chiflado aseguraba ser el centro del universo, y nosotros le hacíamos caso porque había levantado los pies del suelo unos cuantos centímetros. ¿Acaso no se conoce ya la antigravedad? Nafidias y su equívoca sobrina escenificaban un espectáculo circense y nosotros nos lo tragábamos como bobos. Encontraríamos la explicación. Era cuestión de tiempo.
—Soane, ¿sabes lo que Meldivén piensa de nosotros? Que somos unos farsantes —dijo Nafidias.
—No sé de dónde saca usted esas conclusiones —dije, perplejo. Casualidad. Era imposible que el viejo pudiese leerme el pensamiento.
—Ya te dije que la casualidad no existe —declaró Nafidias.
Di un respingo. De modo que era telépata.
—Acabo de descubrir esta facultad —declaró el anciano, respondiendo a mi pensamiento—. El poder de Omnius es infinito.
—¿Sabe, Nafidias? Creo que tendrá que limitar su facultad recién adquirida, si desea que nuestras relaciones transcurran de una forma pacífica. Como podrá suponer, ni a Lérad ni a mí nos agradaría que nos leyesen la mente. Nuestros pensamientos son sólo nuestros. A usted no le interesan.
El tío de Soane nos miró con aire complacido. Se sentía el elegido, y disfrutaba con ello. Paladeaba aquel momento, la demostración de sus habilidades recién adquiridas, proporcionadas por una babosa gigante transformada en cerebro. Dudoso honor ser el elegido de una babosa.
—Está bien. Puedo cerrar los ojos y no ver, puedo tapar mis oídos y no oír. Si así lo deseáis, os doy mi palabra de que no volveré a prestar atención a vuestros pensamientos.
El elegido. Pero, ¿para qué? Nafidias era la antítesis de una persona saludable. Estaba viejo, achacoso, le quedaba poco tiempo de vida. ¿Quién iba a elegirle a él, un triste predicador de una secta relativista a cuyas misas acudían los grajos? Caprichosa inteligencia la que había realizado semejante elección.
—Imagino que esa deidad suya le habrá hecho saber lo que quiere de usted —dijo Lérad, escéptico.
—Cada persona viene al mundo para algo —respondió Nafidias—. Tú, Meldivén, Soane. Podemos pasarnos la vida entera dando palos de ciego sin saber por qué estamos aquí. Hasta hoy, yo sólo daba palos de ciego, pero ahora lo veo todo claro.
—¿Qué es lo que ve claro? —inquirió Lérad.
—Mi misión. He sido elegido para salvar a la raza humana del desastre.
—Bueno, si es sólo eso...Me tenía asustado.
—Lérad, tu irreverencia pagana insulta a Omnius. Por favor, no despiertes su ira.
Mi socio captó la amenaza implícita, y guardó silencio.
—No me creéis, pero eso carece de importancia —afirmó Nafidias—. Lo que tiene que ser, será.
—Oiga, Nafidias, ¿a qué desastre se refiere? —quise saber—. ¿A la guerra entre la Confederación y Telura?
El anciano alzó las cejas.
—¿Dónde te habías metido, Frede? —dijo.
El abogado asomaba tímidamente por la puerta, indeciso.
—Vamos, pasa —rogó Nafidias—. No me he comido a nadie todavía.
—Perdonen si interrumpo algo —dijo Baenese, adoptando un tono extremadamente respetuoso.
—Ven, siéntate.
—Gracias —Baenese tomó asiento, guardando una distancia prudencial respecto al anciano—. ¿Sigue enfadado conmigo?
—Yo no estoy enfadado contigo. ¿Por qué debería estarlo?
Baenese miró a Lérad, confuso.
—¡Claro! —exclamó el abogado—. ¿Por qué debería estarlo?
—Frede, ¿no te han dicho alguna vez que eres un cretino? —le espetó Nafidias.
—Sí, bueno, quiero decir, lo que quería decir... por supuesto que no —Baenese se sonrojó.
—Déjale en paz, tío —dijo Soane—. Está asustado.
Nafidias miró fijamente a los ojos del abogado.
—Sí. Está asustado. Pero no sientas compasión por esta escoria. No la merece.
—Señor Mosna, iba a hablarnos de un desastre —le recordé—. La misión para la que había sido elegido.
—Mi mente siente confusión. Las oleadas de pensamientos vienen y van. Es como un torbellino, un gigantesco torbellino que gira y gira. Y en el fondo, en el fondo veo un túnel. Más allá del tiempo, más allá de este tiempo, ocurrirá algo pavoroso. La humanidad se estremecerá ante...
La nave sufrió una sacudida. El expendedor de bebidas cayó al suelo. Soane perdió el equilibrio y fue a parar a los brazos de Baenese.
—Creo que ya nos estamos estremeciendo —sonrió el abogado.
—Quítame las manos de encima —protestó la mujer.
Las alarmas comenzaron a ulular.
—¡Nos están atacando! —exclamó Lérad—. ¡Mel, rápido! ¡A la cabina de control!
CAPÍTULO 12
Como habíamos temido, el viaje iba a ser cualquier cosa menos tranquilo. Una docena de cazas de la Confederación nos habían interceptado, y estaban abriendo fuego contra el convoy. Nuestros escudos deflectores se levantaron automáticamente al recibir el primer impacto, pero no consiguieron evitar que Poderosa resultase dañada en el flanco de estribor. La escolta del convoy respondió con prontitud al ataque. Uno de los cazas confederales se convirtió en una brillante bola de luz, al ser alcanzado por un rayo de energía. Sin embargo, los atacantes superaban con creces a los cazas Hawin que nos escoltaban, y el hostigamiento se transformó pronto en un verdadero infierno, en el que cada carguero debía escapar como pudiese de la oleada de láseres que vomitaban indiscriminadamente sobre nosotros.
La nave que nos precedía a medio kilómetro de distancia estalló en llamas. Su escudo se había sobrecargado hasta el punto de que los generadores de impulso cuántico habían reventado. El sistema de dispersión térmica del carguero no logró contener la avalancha de los depredadores de la Confederación. Durante unos segundos, el espacio se transformó en una explosión de fuego azul. Toe Morisán se había mostrado demasiado amable con nosotros. Ahora comprendíamos por qué.
—Se os acercan dos cazas por detrás —nos advirtió Ox por la radio. El canal de televisión había quedado inoperativo.
—Cúbrenos —dijo Lérad—. Voy a darles caña a esos cerdos.
Poderosa se alzó en un peligroso viraje de sesenta grados. Dos rayos de energía pasaron rozando por la zona ventral. Nuestros autocañones giraron sobre sus plataformas, tratando de localizar el blanco.
—¡Le he dado a uno! —gritó Ox—. Le he atizado en el impulsor principal. Mirad cómo da vueltas el condenado.
—Ox, Lérad, tengo a dos pegados a mí —dijo Dana—. Nuestro escudo no aguantará mucho.
—Tranquila, vamos para allá —respondió Lérad.
Un Hawin se partió en dos cerca de nuestra posición. La onda expansiva proyectó los restos del fuselaje contra Poderosa, como una salvaje granizada.
—Tengo otro detrás, pero maldita sea ¿dónde se ha metido? —gruñó Lérad.
—El escáner no lo detecta —dije, consultando las lecturas de los instrumentos.
—Ox, ¿lo ves?
El techo sufrió una fuerte sacudida.
—Lo tenéis encima.
—Acabamos de comprobarlo.
Los autocañones giraban como locos, sin lograr encontrar un solo blanco.
—Mel, pasa a manual el dispositivo de disparo. Tendremos que apuntar a ciegas.
Conecté la retícula visual de localización de objetivos. La pantalla no detectaba enemigos cerca. El caza perseguidor se había hecho invisible a nuestros escáneres. Apunté a la posición donde suponía que se encontraba el caza y pulsé el botón de disparo. Fallé.
—Lérad, Ox, ¿vais a venir de una vez? —pidió Dana—. Mierda, me han dado.
—Te tengo en pantalla —respondió mi socio—. Ahí va esa.
Una descarga de energía acertó en uno de los atacantes. La nave estalló.
—¡Muy bien! —agradeció Dana—. Así me gusta.
—Cuidado a babor, nena.
—Ya lo he visto, ya lo he visto.
—Vira a estribor, ¡rápido!
—Mi impulsor lateral está dañado. No puedo... —uno de los estabilizadores de Dana se desprendió de la nave. En un vuelo atmosférico habría tenido consecuencias fatales. Pero estábamos en el espacio, y un estabilizador de menos no significaba de momento demasiados problemas. Ya los tendría Dana cuando intentase penetrar en la atmósfera del planeta Diir. Si es que llegábamos con vida.
El caza que continuaba hostigándonos encima nuestro se hizo repentinamente visible en el escáner. Uno de mis disparos al azar había dañado su dispositivo de camuflaje. Apreté el botón, pero erré por un milímetro. El piloto tuvo tiempo de reaccionar. Imprimiendo un impulso vertical a sus toberas, se alejó de nosotros.
—Se ha ido —anuncié.
—No lo pierdas de vista. Podría volver.
—Dana, ¿cómo van esos moscones?
—Ox me ha quitado uno de encima. Diablos, tengo otro debajo, y mi escudo está al rojo.
—Aguanta un poco —dijo Lérad—. Si pudiera verte sólo un segundo, cobarde, sólo un segundo.
Una explosión cercana de un Hawin hizo resaltar en el escáner la posición del atacante. Fue apenas un instante, pero nos bastó. El fuego concentrado de Ox y el nuestro barrió de la existencia al piloto.
—Vía libre —informó Lérad—. Salta ahora, Dana. Nos reuniremos contigo en el punto de destino.
—No tengo energía suficiente. El mantenimiento del escudo nos han dejado secos. Además, no podemos aterrizar en el planeta sin ayuda.
—Eh, mirad, el fuego ha cesado —dijo Ox—. Los atacantes se han ido.
Era cierto. Los supervivientes de la patrulla confederal se habían retirado. No debía ser muy numerosa. Unos cuantos más y habrían acabado con nosotros.
—Alerta a todas las naves —dijo una voz de mando por radio—. Es posible que haya una nave nodriza por aquí cerca. Preparen sus equipos para entrada en pozo cuántico dentro de doscientos noventa segundos.
—¡No podemos saltar ahora! —dijo Lérad—. El carguero de Dana tiene dificultades.
—Arréglenselas como puedan —respondió la voz—. No nos arriesgaremos a sufrir otro ataque.
—¿Qué? No pueden hacerle eso, bastardos, hijos de... Ha cortado.
—Dana, ¿cuánto tardaréis en conectar una unidad de energía auxiliar al generador? —pregunté.
—Treinta minutos, quizás más.
—Mel, Ox, iros de aquí —era la voz de Andrich—. Dana y yo sabremos apañarnos.
—Ni hablar —respondió Ox—. Yo no voy a dejaros colgados.
—Nosotros tampoco —afirmó Lérad.
—Perderéis el flete —objetó Andrich.
—Si no pagan, tiraremos el cargamento al espacio —dijo Lérad—. Ellos perderán más. Descuida, Andrich; por aquí cerca no hay ninguna nave nodriza. Esos soldaditos de Telura están cagados de miedo. Acoplad la célula auxiliar y no os preocupéis de nada más.
—De acuerdo.
El resto del convoy se alejó de nosotros. Unos minutos después, desaparecieron del continuo espacial con un fogonazo. Habían entrado en el pozo hiperespacial.
—¿Cómo sabes que no hay una nave nodriza por aquí cerca? —pregunté a mi socio.
—No lo sé. Pero aunque la hubiese, habrán detectado ya el salto del convoy. Lo más probable es que no vuelvan por aquí. Supondrán que nos hemos ido todos.
—Me pregunto cómo haremos para que Dana y Andrich aterricen en Diir. Habrá que transferir el cargamento en la órbita del planeta.
—Nuestras bodegas están repletas. Tendremos que remolcarlos.
—Sí, es una buena idea —contemplé el escáner de largo alcance, en busca de cualquier signo indicador de naves espaciales—. ¿Sabes, Lérad? Este encargo me parecía demasiado fácil. Nadie paga tanto por transportar contenedores de alimentos.
—Creo que lo que llevamos en las bodegas no son alimentos —dijo Lérad.
—Deberíamos echar un vistazo.
—Olvídalo. Si abrimos uno, se darán cuenta cuando los entreguemos.
—Lérad...
—Qué.
—Tengo el presentimiento de que el conflicto con Telura va a ser algo más que una crisis pasajera.
—Quizás —mi socio se encogió de hombros—. Pero hace tiempo que aprendí a no preocuparme por los acontecimientos que no puedo controlar. Hay que aceptar las cosas como vienen; y si es posible, procurar sacar partido de la situación.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes estar tan campante, mientras ahí fuera se mata la gente?
Lérad me miró fijamente.
—Escucha, Mel, preferiría que no estuviese sucediendo todo esto. Pero ni tú ni yo podemos detenerlo. Es como una tormenta. ¿Te preocuparías por una maldita tormenta? No puedes pararla. Está fuera de tus posibilidades.
—Acuérdate de lo que dijo Nafidias acerca del desastre.
—Ese vejestorio está loco.
—Algo me dice que está en lo cierto.
—¿Y él va a salvar a la humanidad de la guerra? Vamos, Mel, no me hagas reír.
—Últimamente nos están sucediendo cosas muy raras. No paro de pensar que Nafidias tuviese razón, que fuésemos un instrumento en manos del simbiótico.
—Despresurizaré la bodega y asunto arreglado.
—¡No!
—¿Pero qué diablos te pasa, Mel?
—Estaré en la sala de descanso. No tengo las ideas claras. Avísame si hay alguna novedad.
Encontré a Nafidias absorto en un largo monólogo. Soane, con ojos soñolientos, reprimía un bostezo; mientras que Baenese asentía de vez en cuando, más por temor al anciano que por interés ante lo que decía.
—Todo tiene su momento y todo cuanto se hace debajo del sol tiene su tiempo. Hay tiempo de destruir y tiempo de edificar, tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de callar y tiempo de hablar, tiempo de amar y tiempo de aborrecer.
—Excelente pensamiento —dije—. ¿De Oman Drialne?
—Eclesiastés, tres. ¿Has leído la biblia?
—Poco. En esta profesión no se dispone de mucho tiempo libre.
—La historia del hombre es una espiral, sólo da vueltas y vueltas, no evoluciona. Los progresos materiales son aparentes, porque en nuestro interior seguimos siendo los mismos que hace cien mil años. Nuestra historia no sigue una dirección decidida, no puede proyectarse al infinito, es unidimensional espiritualmente. La historia siempre se repite.
—¿Qué va a ocurrir ahora? ¿Lo sabe usted?
—Una pregunta interesante. Los acontecimientos sociales se reproducen con diversas variantes, pero en realidad volvemos al punto de partida. ¿Quieres saber qué sucederá ahora? ¿Se destruirá nuestra civilización a sí misma, será su puesto ocupado por otras especies, o conseguirá vencer sus propias limitaciones? Si la humanidad se autodestruye, significará que no es la más idónea para seguir ocupando un hueco entre las estrellas.
—Su contestación es algo imprecisa —alegué.
—Sí —Nafidias me dirigió una mirada profunda. Suspiró—. Hay tiempo de guerra y tiempo de paz; tiempo de matar, tiempo de curar; tiempo de buscar y tiempo de perder. Mi tiempo ha llegado. Es tiempo de buscar.
—¿Buscar, el qué?
—Conocimiento. Sabiduría. Necesito ir a Dricon.
—Dricon se ha convertido en un lugar peligroso.
—La biblioteca central. Debo ir allí.
—Soane, explícaselo tú.
—Mel tiene razón —dijo la mujer—. Debes comprenderlo, tío: Dricon estará atestado de fuerzas militares.
—Nadie nos detendrá. No hay ningún motivo.
—Nafidias, en las guerras no se necesitan motivos —le advertí.
—Cierto —concedió—. La humanidad no aprende de las guerras para construir la paz: las estudia para preparar otras guerras. Pero aún así, debo ir.
—¿Puedo hablar un momento contigo, Mel? —dijo Soane. Salimos al pasillo—. Mi tío no es el mismo de antes. Esa cosa lo ha cambiado.
—Lo sé.
—Pero no podemos arriesgarnos a volver a Dricon. La policía me busca. Me detendrían.
—Bueno, creo que en este momento la policía tiene asuntos más importantes de qué ocuparse. He oído que han reforzado la vigilancia en torno a los edificios públicos de Dricon. Y en Dricon hay muchos edificios públicos. ¿Quién perdería el tiempo en detener a una simple ratera? Con perdón.
—Perdonado —dijo Soane, con acento de disgusto.
—Conozco a Denit Garben, una exobióloga que nos podría ayudar. Sabe algo acerca de la procedencia del simbiótico. Ella podría examinar a tu tío y averiguar qué le está ocurriendo. De hecho, había pensado... será mejor que nos alejemos un poco de aquí. Acompáñame.
Nos dirigimos a la sala de máquinas, el punto más alejado de la zona de descanso. Desconecté el sistema de audio y vídeo de vigilancia, y cerré el compartimiento con la puerta antirradiación de veinte centímetros de espesor, prevista para aislar el generador del resto de la nave en caso de accidente.
—¿Crees que servirán de algo tantas precauciones? —inquirió Soane, escéptica.
—Mejor estas precauciones que ninguna. Había pensando en dejar a tu tío bajo el cuidado de la universidad durante una temporada. Se ha convertido en una amenaza potencial para todos. Mientras no sepamos más datos acerca de su relación con el simbio, es conveniente que se mantenga alejado de nosotros.
—¿Quieres que lo entreguemos a una oscura universidad para que experimenten con él como un conejillo de indias? ¿Es eso lo que quieres?
—Así, expresado con esas palabras...
—Mi tío no accederá a quedarse en Dricon.
—Pues no continuará en esta nave hasta que yo no averigüe exactamente qué le está sucediendo.
—¿Acaso es culpa suya? ¿Cómo quieres que supiese que teníais esa cosa a bordo?
—Tengo el presentimiento de que ya lo sabía. El simbiótico se lo tuvo que comunicar de alguna forma.
—No puedes hablar en serio.
—Nafidias te llamó mientras íbamos camino de Tirras, recuérdalo. Él se puso en contacto contigo. Quizá no fuese consciente de ello, pero nos buscaba. Soane, hay algo que aún no te he dicho. El simbio formaba parte de un experimento secreto que se realizó a principios del siglo XXII. Todavía ignoramos cuáles eran los objetivos del experimento, y eso es lo que me inquieta. En la nave donde hallamos a la criatura encontramos un hombre muerto.
—¿Y crees que el ser lo mató?
—El cuerpo carecía de signos externos de violencia. Es posible que lo matase sin tocarlo.
—Entonces, deberíamos deshacernos del simbio.
—No podemos. Tiene acceso a nuestras mentes. Es imposible engañarle. Sea quien fuese el que lo creó, ideó una criatura extraordinaria. Si intentásemos despresurizar la bodega, como pretende mi socio, nos mataría.
—Si tiene acceso a nuestras mentes, quiere decir que se está enterando de esta conversación.
—Probablemente, o tal vez no. Quizá capte los pensamientos como meras abstracciones, y necesite a tu tío para comprender totalmente una conversación. Pero existen sentimientos para los que no necesita intérprete. Debe haber desarrollado un instinto especial de supervivencia, que le mantiene a salvo de cualquier peligro.
—Eso nos coloca a todos en inferioridad de condiciones.
—A todos, excepto a Nafidias. Parece que la criatura y tu tío se compenetran muy bien. Si hay alguien entre nosotros que podría desembarazarse del simbio, sería él. Pero por lo que hemos visto, es mejor que no le mencionemos la idea. Está convencido de que la criatura es una especie de deidad que lo ha elegido a él para salvar a la humanidad.
—¿Y si tuviese razón, Mel? ¿Y si el simbio supiese lo que va a ocurrir? Es capaz de hacer levitar a mi tío. Quién sabe cuáles serán sus límites. A lo mejor puede ver el futuro; y si interferimos en sus planes, pondríamos en peligro la supervivencia de la raza humana.
—Yo también he estado pensando en eso —un pitido de aviso nos interrumpió. Pulsé el botón del intercomunicador—. ¿Qué ocurre?
—Eso es lo que yo me pregunto —era la voz de Lérad—. ¿Por qué has desconectado la cámara de vigilancia de la sala de máquinas?
—Estoy con Soane.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué motivo te has encerrado con ella a solas?
—Quería hablar sin que nos escuchasen.
—Humm —Lérad guardó silencio unos segundos—. Ven a la cabina de control. Ha sucedido algo.
—Voy para allá —la pesada puerta antirradiación se abrió con un rumor de engranajes desgastados—. Continuaremos esta conversación en otro momento, Soane.
Encontré a mi socio con las piernas extendidas sobre la consola de mandos, mascando tabaco negro de aragia y jugando una partida videocinemática de las ocas guerreras.
—¿Qué ocurre? —quise saber.
—¡Salta, condenada! —gruñó Lérad aferrando los mandos. Una oca de torpes andares acababa de encaramarse a una pila de paja, e intentaba atrapar con el pico un racimo de plátanos.
—Me dijiste que había sucedido algo.
—¿De veras? —rió Lérad. Puesto que la oca no alcanzaba el racimo, mi amigo alargó la longitud del cuello del ave, que engulló las frutas con un cua cua de satisfacción—. Vaya, he hecho trampa. ¿Ves?, me han penalizado.
Apagué el juego.
—Me has hecho venir para nada.
Lérad escupió una hebra de tabaco. Sonrió burlonamente.
—Sí.
—Eres un estúpido. Me había encerrado en la sala de máquinas para que Nafidias no pudiese oírnos.
—No esperarás que me trague ese cuento. El tío Naf es capaz de leer tu mente —Lérad alzó una ceja—. Yo sé por qué la metiste en la sala del generador.
—Nafidias prometió no leer nuestra mente sin permiso.
—¿Vas a confiar en la palabra de un loco? Deja de hacerte el ingenuo —Lérad se inclinó sobre el panel de control—. He estado realizando una evaluación de daños. Tendremos que esperar a llegar a Diir para arreglar el fuselaje, pero hay unas cuantas reparaciones que sería mejor empezar cuanto antes. Dos condensadores de la cubierta A han resultado dañados.
—A mí qué me cuentas. Ve tú a repararlos.
—Yo no domino la electrónica como tú. Vamos, Mel, tú eres el único que sabe repararlos. Eres un manitas muy competente —rió.
—Claro, y mientras yo me pringo de grasa, tú te quedas aquí jugando a las ocas guerreras.
—Alguien tiene que quedarse aquí por si los sensores detectan algo. Acércate —señaló uno de los indicadores de flujo perimétrico—. Sin esos condensadores en marcha, el escudo caerá en el próximo ataque.
—Olvídame.
Salí de la cabina de control. Iba a regresar a la sala de descanso, pero me lo pensé mejor. No tenía ánimos de soportar otro discurso existencial de Nafidias Mosna, de modo que subí a la cubierta A y eché un vistazo. Lérad estaba en lo cierto. Los condensadores se encontraban prácticamente inservibles. Busqué otros nuevos en el almacén de repuestos, pero sólo encontré uno, y en un estado nada satisfactorio. Tuve que quitar las células de unas baterías de plasma que encontré y soldarlas a los condensadores averiados. Aún así, éstos seguían sin funcionar. Comprobé electrónicamente los circuitos. Los errores aparecieron por todas partes. Iba a tener trabajo para rato.
—¿Puedo ayudar en algo?
Me volví. Era Frede Baenese.
—No —respondí—. A menos que tengas idea de cómo acoplar células de baterías de plasma a los circuitos de estos condensadores de flujo y hacer que funcionen.
—Me temo que ésa no es mi especialidad. Pero en una ocasión defendí a un cliente acusado de homicidio culposo. Comercializaba unos procesadores en mal estado que explotaban cuando alcanzaban cierta temperatura.
—¿Para qué se utilizaban esos procesadores? —dije mientras trataba de quitar una esquirla de metal que se había quedado atascada en una conexión.
—Para narcisos faciales. Rejuvenecen el rostro y broncean la piel mediante pigmentación. Si funcionan bien, claro, porque la cara de los infelices que utilizaron los narcisos quedaron demasiado bronceadas.
—Y salió absuelto, supongo.
—Por supuesto. Conseguí que le endilgaran el muerto a un empleado de la cadena de montaje. El pobre no tenía ninguna culpa, pero me enteré de que padecía el mal de Orin. A él le daba lo mismo: sólo le quedaban dos años de vida. Las palmó en la cárcel.
—¿Cómo que le daba lo mismo? ¿Acaso se lo llegasteis a preguntar?
—Bueno... —Baenese carraspeó—. En la cárcel se le procuró una vida cómoda. Mi cliente se ocupó de que tuviese una celda confortable y que comiese caliente todos los días. De acuerdo, murió en la cárcel, pero creo que murió feliz.
—Enternecedor —hice mal una soldadura y saltaron chispas del panel—. Baenese, eres despreciable.
—Eh, cuidado con eso. Vas a provocar un incendio.
—Entiendo por qué Nafidias te llama degenerado.
—Yo defiendo a quien me paga. Lo mismo me da quién sea. Defendí a Soane y a su hermano, y ahora voy a defenderos a vosotros. Es un trabajo como otro cualquiera.
—Por cierto, ¿cómo va lo nuestro?
—Mañana recibiré por subéter el resto de datos que necesito. He estado consultando jurisprudencia y creo que hay posibilidades, pero sin un estudio completo del procedimiento no puedo garantizaros el éxito.
—Antes de embarcar estabas convencido de ganar. Espero que esas posibilidades se transformen pronto en hechos —conseguí a duras penas acoplar la célula a un condensador. Aparentemente funcionaba.
—Descuida, soy un profesional.
—Me pregunto cómo se te daría en tu primer caso.
—Fue una violación. Nadie quería defender al acusado.
—¿Por qué?
—Era drillín.
—Creía que el tratado Larman prohíbe ese tipo de discriminación.
—Todos los letrados de oficio se apartaron del caso con una u otra excusa. Hasta que me tocó a mí. Fue mi oportunidad para darme a conocer. Le dije al drillín que conseguiría su libertad por sesenta mil pavos; y si fallaba, no le cobraría nada.
—Pero los abogados de oficio no cobran al cliente.
—Si quieres una buena defensa, tienes que pagar. Si no pagas, eres carne de presidio. El drillín sabía esta gran verdad. Confió en mí.
—Entiendo —sacudí la cabeza.
—Dejó embarazada a la víctima. La prueba de cargo fundamental era el análisis biológico de la sangre de mi defendido. Soborné al encargado del laboratorio y sustituí las muestras tomadas al drillín por otras. Entonces pedí un contraanálisis y demostré que mi cliente era inocente. Después de ese caso me llovieron los clientes, así que me decidí a fundar mi propio bufete.
—¿Qué te dijo la mujer violada cuando acabó el juicio?
—Había fallecido dos días antes. El feto le devoró las entrañas.
—Degenerado es un calificativo demasiado dulce para ti.
—Mel, en mi profesión he de defender a toda clase de gentuza. Si tuviese que pararme a pensar en lo que han hecho, no defendería a nadie. El acusado tiene derecho a la mejor defensa que se le pueda conseguir. Las implicaciones éticas hay que dejarlas al margen. Yo vendo mis servicios al que mejor me pague, igual que tú, o Lérad. ¿Qué hay de malo en eso? Es la ley del mercado.
El intercom emitió un zumbido. Era Lérad.
—¿Cómo van esas reparaciones? —me preguntó.
—He arreglado uno de los condensadores.
—Nos vamos. Andrich y Dana me acaban de comunicar que ya han conseguido acoplar la unidad auxiliar de energía al generador. Están listos para el salto.
—¿Indicios de intrusos?
—El sensor de ondas gravitacionales detectó una ligera perturbación a medio parsec de distancia.
—Mal asunto.
—Probablemente se trate de un error de lectura. O de una erupción solar. En esa dirección se encuentra la pareja estelar Delta Procionis. La enana blanca describe una órbita cerrada sobre Procionis, y es posible...
—Ve iniciando la secuencia de preentrada a la singularidad cuántica. Cuanto antes nos vayamos de aquí, mejor.
—Estoy en ello. Ah, Mel, se me olvidaba. Ox ha llamado. Dice que Rufián está haciendo cosas muy raras en el cuarto de la limpieza.
—¿Cosas muy raras?
—Le pregunté si es que había pedido un baño con agua y jabón, pero parece que no es eso.
—Luego hablamos —me volví hacia Baenese—. Regresa a la sala de descanso, y que todos se abrochen las correas de inercia.
CAPÍTULO 13
Diir era un mundo mustio y gris, una roca perdida en la inmensidad del espacio que por motivos poco claros, había despertado la atención del gobierno de Telura. Quizá era precisamente esa falta de atractivo lo que lo hacía apetecible. Diir estaba enclavado en un sector estelar muerto, compuesto por gigantes rojas sin sistemas planetarios. Ni una sola ruta comercial cruzaba sus inmediaciones. El punto habitado más cercano era Lonu Balldria, una colonia minera a más de noventa años luz de distancia. Durante mucho tiempo, Diir estuvo habitado únicamente por los latricchi, una especie aborigen semiinteligente que elaboraba una variedad de queso verde de sabor horrible. Se cuenta que los primeros humanos que pisaron el planeta fueron invitados por los amistosos latricchi a una comida donde el queso verde era el plato principal. No sé si lo latricchi tenían conciencia de que su queso era vomitivo y por eso lo sirvieron deliberadamente; ahora sabemos que una expedición arbinea visitó Diir antes que los humanos y jamás regresó al planeta. Lo cierto es que los latricchi no volvieron a ser molestados hasta veinte años después, cuando un industrial peletero se asentó en el planeta para fabricar bolsos con la piel de sus habitantes. El negocio le duró poco, pues pronto se percató de que los bolsos despedían un desagradable olor a podrido. Los latricchi, después de elevar una queja a la Comisión para la Protección de Bioformas Inteligentes y Ecosistemas Vírgenes —queja que después de ser convenientemente registrada, se perdió entre el maremagno de solicitudes sin resolver—, decidieron defenderse contra el peletero con la única arma que tenían: el queso verde. Y aunque los latricchi no tenían un paladar tan malo para que adorasen el producto lácteo que elaboraban, convirtieron la ingesta de queso en una cuestión de supervivencia de la especie; así, abandonaron su dieta de hojas secas y bayas, y se dedicaron a consumir queso con auténtica fruición. El peletero lo intentó todo, lavado de pieles, baño de esencias y otros trucos ingeniosos para desprender el aroma a podrido de los bolsos; pero fue en vano. Recogió los trastos y se marchó de Diir.
Por desgracia para los latricchi, el regocijo general duró poco. A alguien de Telura se le ocurrió instalar allí una pequeña colonia permanente, con la única pretensión de que el planeta no pudiese ser reclamado después por drillines o rudearios. Los latricchi, que tampoco poseen una inteligencia muy brillante, intentaron de nuevo el arma del queso rancio; pero claro, esta vez no les funcionó. Y aunque disfrazaron el queso con confituras y mermelada de hierbas, los nuevos colonos tenían pleno conocimiento de lo que le había sucedido al peletero, y no se dejaron seducir por la amabilidad de los nativos.
Que yo sepa, es la primera vez en la historia que la comida es utilizada como arma de guerra. He oído hablar de las bombas fétidas, que evidentemente no son lo mismo, y de la utilización en la edad media a los soldados que morían en el campo de batalla como proyectiles. Se dejaba a los cadáveres unos días al sol hasta que se ponían maduros, y luego se los lanzaba en catapultas al interior de los castillos. Supongo que un bombardeo con queso verde latricchi produciría efectos similares. Perdonen, me estoy apartando de la historia.
El descenso al planeta resultó problemático, al carecer de ayuda para remolcar el carguero de Andrich y Dana. No encontramos patrullas, radiobalizas, ni nada. La órbita de Diir estaba completamente vacía. Tampoco detectamos señales de satélites artificiales, ondas electromagnéticas o cualquier otro indicio de tecnología; nuestras pantallas estaban en blanco, ni siquiera captaban las habituales interferencias de la chatarra espacial a la deriva. Eso podía significar dos cosas: que Diir era un emplazamiento sin valor para el gobierno de Telura, o que poseía tanta importancia que los militares se habían tomado muchas molestias para pasar desapercibidos.
Supusimos que sería esto último, y que al aterrizar en Diir encontraríamos fábricas de cruceros de combate, baterías planetarias de defensa y cañones de protones. Pero Diir, ya lo he dicho antes, era una roca, un erial sin gracia flotando en el espacio. Y estaba desierto. O eso nos indicaban los sensores que escudriñaban la superficie. El único signo de civilización que figuraba en los mapas se llamaba El Pueblo, situado en una meseta de aspecto desolado del hemisferio sur. Los colonos, con buen criterio, no habían perdido el tiempo pensando nombres para su asentamiento. La única población que había en el planeta era ésa, y probablemente no se fundarían más en el futuro. ¿Para qué llamarla Nueva Cetus, Hesperia Nova o Cronium dos? Con El Pueblo era suficiente, y nadie iba a confundirse.
Un latricchi de ojos vivarachos nos dio la bienvenida. Iba vestido con un collar de flores de papel y una pequeña bolsa de tela ceñida a la cintura. Su rostro era como el de un muñeco de juguete, y la complexión recordaba a un cerdito que caminase de puntillas. Era cómico verlo andar, inclinarse y hacer reverencias. Cuando te dirigía su mirada candorosa, uno pensaba que era imposible que aquel animal fuese capaz de hacer daño a alguien. Su sola presencia infundía afecto, ganas de cogerlo como a un niño —aunque pesaba más de noventa kilos— y jugar con él. Cuando vio bajar al abogado, el latricchi se puso a dar vueltas en derredor suyo y a olisquearle. Sonrió, Baenese le devolvió la sonrisa, y el latricchi sacó de la bolsa de tela una especie de fruta roja. Sabíamos que era queso verde disfrazado de caramelo, pero el abogado no debía saberlo, porque aceptó el presente de buen grado. Lérad reprimió una carcajada.
—¿Buzcan alojamiento? —dijo el latricchi con su lengua de trapo—. Lez conzeguiré uno por trez argentalez.
—Y dicen que los latricchi son tontos —murmuró Lérad—. Gracias por tu interés, pero no estaremos en este pueblo fantasma mucho tiempo.
A corta distancia escuchamos unos ladridos familiares, seguidos de las imprecaciones de su dueño.
—¡Diablos, echadme una mano! —Ox se hallaba en la pasarela de su nave, intentando meter al perro auriga en una caja de transporte—. ¡Rufián se ha vuelto loco!
El latricchi, al escuchar los ladridos, se puso a cuatro patas y salió corriendo con notable agilidad.
—¿Para qué has sacado a tu chucho del cuarto de limpieza? —preguntó Lérad.
—Quiero que lo vea un veterinario.
—Seguro. Para que le quite los pulgones.
—No quiero decirte lo que te pasará si este perro se me escapa —Ox consiguió colocar a Rufián un bozal.
Le ayudamos a encerrar a Rufián en una caja con agujeros. El animal gimoteó cuando su dueño echó el cerrojo a la jaula. Su pelo viraba entre el escarlata y el naranja.
—¿Ese perro es suyo? —dijo Nafidias, que en ese momento bajaba por la rampa de Poderosa.
—¡No se acerque! —gritó Ox. La caja se elevó unos centímetros del suelo—. ¡Sujetadla!
Nafidias, confuso, se detuvo en la rampa, sin saber si debía bajar o regresar a la nave.
—Soane, es conveniente que tu tío, Baenese y tú os quedéis en el interior del carguero —advertí—. Estaremos pronto de vuelta.
La mujer asintió. La caja se volvió a posar en el suelo en cuanto Nafidias desapareció en el interior de la nave.
—Encárgate de tu chucho —le dijo Lérad a Ox—. Yo voy a averiguar dónde hay que entregar el cargamento. Dana, Andrich, ¿me acompañáis?
—Antes tenemos que soldar un nuevo estabilizador —dijo Dana.
Ox se encogió de hombros.
—Mel, acompáñame tú. No me fío del auriga.
Entramos en El Pueblo. Las casas, menos de una veintena, eran de dos plantas, todas de piedra pintada de amarillo chillón. Me pregunté por qué los colonos habían elegido un color tan extravagante para sus casas. El aislamiento prolongado en aquel lugar solitario les debía haber afectado el cerebro.
Tuve ocasión de confirmar este extremo cuando preguntamos a un transeúnte por un veterinario. El hombre, escuálido y taciturno, nos miró de hito en hito.
—¿Para qué querríamos aquí un veterinario? No tenemos ganado, no tenemos animales domésticos. Lo único que hay aquí son esos malditos latricchi —escupió en el suelo—. ¿Acaso llevan uno en esa caja?
—Es mi perro —aclaró Ox.
—¿Y qué hacen aquí con un perro? En El Pueblo está prohibido tener perros —el individuo se agachó para observar a través de los respiraderos. Rufián gruñó.
—Verá, es que venimos de paso.
—A Diir no se puede venir de paso. Estamos rodeados por noventa años luz de desierto estelar. ¿Me toma por estúpido?
—Mi amigo no pretendía ofenderle —dije.
—Ustedes dos empiezan a hartarme —el transeúnte cerró los ojos unos segundos. Súbitamente los abrió—. ¿Aún siguen aquí?
—Vámonos —requerí a Ox. Doblamos una esquina y perdimos de vista al individuo.
—Vaya tipo raro —suspiró Ox.
—Sí. Me gustaría saber por qué todas las casas están pintadas de amarillo chillón.
—Es posible que se trate de algún tipo de terapia de grupo.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Dicen que a rocas como Diir se suele mandar a gente mal de la azotea.
En la fachada de una casa encontramos una placa dorada con la inscripción: "Wan Sorewán, sanador colegiado".
—Podríamos probar aquí —indiqué—. Debe ser lo más aproximado a un médico que encontremos en El Pueblo.
—Ese nombre es ridículo —dijo Ox—. No voy a poner a Rufián en manos de un tipo que se llame Wan Sorewán.
—Como quieras; pero si no pasas a la consulta, yo me marcho. No pienso perder el tiempo dando vueltas por aquí.
El auriga se agitó en su estrecho confinamiento, recordándonos que continuaba allí, y que se estaba impacientando.
—Está bien, entremos —concedió Ox a regañadientes—. Pero el nombre del matasanos me da mala espina.
La consulta estaba vacía. Una película de polvo cubría los sillones de la sala de espera. El doctor Sorewán tenía poco agobio de pacientes.
—Parece abandonado —dijo Ox—. Vámonos.
—Espera. He oído un ruido.
Un latricchi asomó por detrás de una puerta.
—¿Qué dezean? —gorjeó, frotándose la nariz.
—Mi perro está enfermo —respondió Ox.
El latricchi cabeceó y sacó un recipiente de plástico de la bolsa de tela que llevaba atada a su cintura.
—Hezez —entregó el frasco a Ox.
—¿Cómo dices?
—Hezez.
—Creo que quiere decir heces —aclaré—. Excrementos.
El latricchi asintió vigorosamente.
—¿Qué pasa con las heces? —preguntó Ox, receloso.
—Hezez de zu perro. Análiziz zientífico de laz hezez.
—Pero si no sabes lo que le pasa.
—Análiziz zientífico de laz hezez —insistió el latricchi—. Análiziz zientífico.
—Bueno, bueno —Ox miró a Rufián—. ¿Y si mi perro no tiene ganas?
—Hay tiempo —dijo lacónicamente el latricchi.
Ox abrió la caja y colocó el recipiente junto a Rufián.
—Quiero que lo llenes —le ordenó, extendiendo un dedo hacia el can.
—¿Tu crees que te hará caso? —pregunté—. No podemos perder aquí todo el día.
—Hay tiempo —repitió el latricchi.
—Querríamos hablar antes con el doctor Sorewán, para explicarle lo que le sucede a mi perro —pidió Ox.
—Ez inútil. Zin hezez, no hay diagnóztico.
—Aún así, dile que queremos verle.
—¿Tienen zita con el doztor?
—¿Una cita? Que yo vea, aquí sólo estamos nosotros.
El latricchi sacó unas hojas de papel rosa de su bolso de tela.
—Rellénenlaz.
Ox las miró, ceñudo.
—Pero si no tiene casillas impresas, ni texto. Están en blanco.
—Por ezo deben rellenarlaz.
Ox se quedó sin saber qué responder.
—Deben rellenarlaz —insistió el latricchi.
—Las rellenaremos, pero dile al doctor Sorewán que tenemos prisa.
—Hay tiempo.
Ox bufó de fastidio, garabateó algo en el papel y se lo devolvió al latricchi. Éste negó con la cabeza.
—La otra hoja.
—Yo sólo vengo de acompañante —alegué.
—No discutas, Mel. Haz lo que te pide.
Escribí en el papel lo primero que me pasó por la cabeza y se lo entregué al latricchi. Éste miró ensimismado la caligrafía y entró al despacho del doctor Sorewán, muy contento.
—¿Qué es lo que has escrito?
—Conforme vas andando, te vas cansando —hice una mueca.
—Pues no sé por qué has escrito eso. Hemos aterrizado a doscientos metros de aquí, y francamente...
—Es una táctica psicológica, Ox. Cuando Sorewán lea la nota, quedará intrigado por su significado y nos hará pasar inmediatamente.
Ox echó un vistazo al recipiente de las heces. Seguía vacío.
—Eso espero.
Transcurrió más de media hora, y naturalmente Sorewán no daba señales de vida. Empecé a temer que, de después de haber leído la nota, se negase a recibirnos. Bien pensado, no había sido buena idea escribir aquello. Podía creer que nos estábamos burlando de él.
Y entonces se produjo el milagro. Ox sacó lleno el frasco de plástico, exhibiendo una sonrisa de triunfo.
—Puaff, qué peste —me tapé la nariz—. Apártalo.
El latricchi apareció por detrás de la puerta y olfateó el ambiente.
—Hezez —dijo.
—Sí. Aquí están las malditas heces. ¿Podemos entrar ya?
—El doztor Zorewán lez ezpera.
Encontramos al galeno tras un escritorio, inmóvil como una estatua. Iba ataviado con una bata blanca inmaculada y unos guantes del mismo color. Los necesitaría, pensé. Ox depositó el frasco encima de la mesa y se retiró un par de metros.
—La deyección —señaló Sorewán—. Magnífico.
Sacó un plato hondo de un archivador y lo colocó encima de la mesa. Sólo nos faltaba que se pusiese a comer ahora.
—¿Conocen los fundamentos básicos de la coprología? —preguntó Sorewán, sin alzar la vista del plato hondo.
—Análisis científico de las heces —dijo Ox, recordando la machacona frase del latricchi.
—Me complace que mis clientes tengan una cultura elevada —Sorewán vació el contenido del frasco en el plato.
—Pero ¿qué va a hacer? —exclamé.
—Examinar estas deposiciones. En los excrementos se contienen los secretos del ser humano. Son como un libro abierto para mí. Analizo las heces y descubro sus vidas. Es una labor fascinante.
Sorewán contemplaba, absorto, las manchas y dibujos que las heces habían formado en el plato. Luego entrelazó las manos, como si se dispusiese a orar, y alzó la cabeza.
—He terminado el análisis —dijo—. Exceso de lípidos e hidratos de carbono; una alimentación caótica. Fumador de tabaco barato. Riesgo de enfermedades coronarias. Tuvo una infancia difícil —señaló a Ox—. Pertenecen a usted.
—Pues no.
—Vaya, qué contrariedad —murmuró el doctor, ligeramente turbado—. Entonces, a usted.
Negué con la cabeza y señalé la caja.
—¿Qué tienen ahí dentro? —interrogó el doctor.
Rufián emitió un gruñido de respuesta.
—Si se hubiese leído la nota que le escribí, sabría que los excrementos son de mi perro —le espetó Ox.
—La nota... —Sorewán se frotó la barbilla—. Ah, claro. Son cosas de mi ayudante. A Boris le divierte coleccionar notas. Pero yo no las necesito.
—¿Cómo es que tiene un latricchi de ayudante? —quise saber.
—¿Lo dice por la leyenda del queso verde? —rió el doctor—. Vamos, no creerá en serio que una táctica tan ingenua sirvió para ahuyentar a los colonos.
—Es lo que siempre se ha dicho de Diir —dije.
—Hay dos razones por las que este planeta aún no ha sido explotado. La primera, porque aquí no hay yacimientos, plantas exóticas, o lagos de guridio. Este mundo carece de interés comercial, y está demasiado aislado para que alguien se tome la molestia de colonizarlo.
—¿Y la segunda?
—La segunda razón, porque Diir está maldito.
Ox intercambió conmigo una mirada atónita. Era el colmo. Estábamos malgastando el tiempo lastimosamente.
—Sé lo que están pensando, que he perdido el juicio.
—Verá, habíamos venido para que reconociese a mi perro auriga —dijo Ox.
—En Diir está prohibido tener perros.
—Lo sabemos. Ya nos vamos. Disculpe las molestias.
La caja de transporte se elevó misteriosamente unos centímetros del suelo.
—¡Ajá! —exclamó Sorewán—. La disfunción límbica. Así que eso es lo que les ha traído a mi consulta.
—No le entretenemos más —Ox se dirigió hacia la caja.
—Un momento —le detuve.
Sorewán había mencionado "disfunción límbica". ¿Acaso era un médico de verdad, o había dicho aquello por puro azar? Ya que estábamos allí, podríamos averiguarlo.
—Háblenos de esa disfunción —rogué.
—Tiene múltiples manifestaciones, y la etiología es aún desconocida. Pero suele desencadenar ciertos fenómenos que desde el punto de vista científico carecen de explicación.
Me pregunté cuál sería el significado de la palabra científico para Sorewán, después de haber oído sus conclusiones tras su particular análisis de las heces. Lo de la dieta caótica y el exceso de lípidos lo había deducido Sorewán mirando a Ox, creyendo por error que los excrementos eran suyos. Pero lo de la infancia difícil era una especulación, imposible de suponer por muy avanzada que estuviese la coprología, si es que ésta existía en realidad.
—Rufián es un perro auriga —dijo Ox—. ¿Sabe lo que eso significa?
—Bah, leyendas, habladurías. La imaginación da pábulo a historias increíbles. Pero les aseguro que este planeta está maldito. Sin embargo, he de reconocer que me desconcierta que su animal se haya contagiado tan pronto.
—Empezó a mostrar un comportamiento extraño antes de aterrizar —dijo Ox—. De hecho, ya estaba mal antes del primer hipersalto.
—Un caso peculiar —Sorewán se acercó a la caja—. Quisiera verlo.
Alzamos la tapa. Rufián saltó hacia el cuello del doctor. Afortunadamente, el bozal remedió una tragedia. Lejos de asustarse, Sorewán sujetó la cara del perro y le examinó los ojos con una pequeña linterna.
—No hay duda. Padece de disfunción límbica.
—¿Sin haberle mirado el cerebro con un tomógrafo? —objeté.
—Amigo mío, en Diir no disfrutamos de semejantes adelantos.
—Sorewán, no se lo tome a mal, pero me gustaría saber a qué se dedicaba usted antes de ejercer de sanador.
—Era supervisor médico del ejército. Me dieron de baja hace tres años. Psicosis esquizoide fue el diagnóstico.
Ox había dado en el blanco: aquel planeta era un manicomio. Enviaban allí a tarados mentales para quitárselos de enmedio. A menos que...
—Disculpe mi curiosidad, doctor, pero ¿cuánto hace que llegó a Diir?
—Cuatro años y medio.
—¿Y en todo ese tiempo no ha abandonado el planeta?
—En efecto. Fui asignado para una misión secreta, pero he olvidado en qué consistía. La base todavía continúa aquí, en el subsuelo. Está cerca de El Pueblo. De vez en cuando sobrevuelan naves por la zona.
—Gente mala. No ze azerquen a eze zitio.
El latricchi había entrado a la consulta sigilosamente, sin que ninguno de nosotros lo advirtiésemos.
—Hagan caso a Boris —sonrió el doctor—. Sabe de lo que está hablando.
—Muy inteligente para lo que se cuenta de los de su especie —opiné.
—Otra leyenda negra. Los latricchi son seres sensibles, simpáticos y muy agradecidos. Pero también son sagaces, y pueden realizar operaciones matemáticas sencillas.
—Graziaz, doztor Zorewán —dijo el latricchi.
—¿Lo ven? Son un encanto. Y fáciles de contentar. Se conforman con un puñado de bayas al día —de pronto, Sorewán se nos quedó mirando fijamente—. Ustedes son extranjeros.
—Somos mercantes. Tenemos que entregar un cargamento por cuenta de Telura.
—Pertenecen a la base, ¿verdad? Han venido aquí para evaluarme e informar a sus superiores acerca de lo que sé —el doctor se levantó con brusquedad—. ¡Espías!
—Le aseguro que no tenemos nada que ver con la base. Pertenecemos al sindicato de transportistas y...
—Doztor —el latricchi agitó los brazos—, yo loz vi aterrizar en la ezplanada.
—¿Y qué?
—Ze han eztraviado. No zon de aquí.
—Haga caso a Boris —sugerí—. Sabe de lo que está hablando.
—Enséñenme su documentación —se la enseñamos—. Parece auténtica.
—Lo es.
—Oh, perdonen mi comportamiento. Por favor, acepten mis más sinceras excusas. Boris, trae unas limonadas a estos caballeros.
Las fluctuaciones de ánimo del doctor Sorewán eran alarmantes. Estábamos allí nosotros dos, encerrados en el despacho de un médico esquizoide, y el único que podía echarnos una mano, Rufián, se hallaba amordazado con un bozal en una caja. Había sido un error entrar en la consulta.
—Aceptamos sus excusas, doctor, pero tenemos que irnos.
—¡No! —chilló Sorewán, y el grito nos inmovilizó a los dos en los asientos—. Por favor, no se vayan —añadió, con voz amable—. ¿Les he asustado?
—Qué va —negó Ox; advertí cómo sus dientes castañeteaban.
—Es tan insólito recibir visitantes, quiero decir, auténticos visitantes, que me pongo un poco nervioso. Boris, las limonadas.
—Enzeguida.
—En El Pueblo nos conocemos todos, ya saben. Por lo general acuden pocos pacientes a mi consulta. Creo que no confían en mí —añadió, sombrío.
—Es usted un profesional excelente —dije, confiando en que si halagaba su vanidad, conseguiría calmarlo.
—¿En serio? —los ojos de Sorewán brillaron con un destello de felicidad, pero volvieron a oscurecerse—. No pueden saber qué clase de profesional soy, si son extranjeros, como aseguran.
—Eso es algo que se nota en cuanto se habla con usted —me apresuré a añadir—. Su porte, su exactitud verbal, su modo de sujetar al perro. En cuanto cogió a Rufián y le examinó los ojos, pensé: hemos acudido a la persona idónea. Este hombre sabe lo que se hace.
—Qué alegría oír eso. Pero me equivoqué en el análisis coprológico —Sorewán agachó la cabeza.
—En absoluto —dijo Ox, captando mis intenciones—. Rufián come lo mismo que yo. Tiene exceso de grasas, le falla la circulación, y además le gustan las bolas de tabaco.
Boris regresó con la limonada. Hubiéramos preferido no probarla, pero Sorewán nos vigilaba atentamente, y habría sido un insulto a su hospitalidad hacerle un desprecio. ¿Cuándo demonios iba a llamarnos Lérad por el microtrans? Quedé con él en que nos llamaría cuando tuviese novedades. Igual lo habían capturado las fuerzas vivas de El Pueblo.
—Tengo un remedio para la dolencia del perro —Sorewán nos mostró un frasco de pastillas marrones—. Es una medicación sintomática; no cura el desequilibrio límbico, pero ayuda a disminuir sus manifestaciones. Sesenta argentales, por favor. La limonada es un detalle de la casa.
—Gracias —murmuró Ox, entregándole el dinero—. Ahora debemos irnos.
Sorewán asintió con un leve movimiento de cabeza. Ox cogió la caja y enfilamos la salida sin demora. Pero antes de marcharnos, mi curiosidad reclamaba formular una última pregunta:
—¿Guarda algún recuerdo de su estancia en la base? ¿Aunque sea uno sin importancia?
—No —dijo Sorewán con pesadumbre—. Bueno, sí, aunque más que un recuerdo es, quiero decir, no sé cómo calificarlo. Fue una sensación desagradable. Una especie de zarcillos recorriéndome la cabeza, penetrando en mi cerebro. Sentí una especie de picor intenso, un picor frío. Es difícil de describir.
El microtrans zumbó.
—Mel, estamos descargando. Ven enseguida.
—Es Lérad —le dije a Ox—. Ha habido suerte.
—Tengan cuidado —nos advirtió Sorewán—. Los zarcillos pican, pero es imposible rascarse.
—A menoz que ze abra el cráneo —apostilló el latricchi—. Entonzez, el picor dezapareze.
CAPÍTULO 14
—¿Cómo os habéis fiado de la palabra de un latricchi? —dije, intentando espantar a la vaca muona que se había cruzado en el sendero.
—Ez allí. Ze lo azeguro.
El latricchi señalaba una granja lechera. También había un pequeño corral con gallinas y pollos zanquilargos, que armaron gran escándalo al ver a nuestros robots porteadores aproximarse con la carga.
—El ejército de Telura anda escaso de personal para darnos la bienvenida —me dijo Lérad, sarcástico.
—No le veo la gracia. Deberíamos dar media vuelta y marcharnos. Lo que nos ha insinuado el doctor Sorewán acerca de la base es para pensárselo dos veces.
—¿Y el cargamento? ¿Qué se supone que vamos a hacer con él?
—Al diablo con el cargamento.
—Mel, por si aún no lo sabes, lo que hemos transportado hasta aquí es material de guerra. Si se nos ocurre quedarnos con él, seríamos acusados de traición.
—¿Cómo sabes que es material de guerra? Toe Morisán nos aseguró que transportaríamos vituallas.
Un anciano de rostro cuarteado por el sol, que caminaba ayudado por un bastón metálico, salió al corral a recibirnos.
—¡Eh, ustedes! Quédense donde están.
El latricchi que nos guiaba se adelantó unos pasos, y cuchicheó algo al oído del granjero.
—Está bien, que pasen dentro los robots con la carga.
—Espere —dijo Lérad—. Antes tienen que pagarnos. Ése es el trato.
El anciano desapareció en el interior de la granja.
—Vaya ocurrencia, ocultar una base en una granja lechera —comentó Ox.
—Sí, es el truco de camuflaje más gastado del ejército —convino Lérad—. Sería el primer blanco que el enemigo escogería para bombardear.
Una vaca muona despidió contra nosotros una nube de vapor verde, al abrir la boca para mugir. El hedor era insufrible.
—Estoy imaginándome cómo las estará pasando el abogado, después de hincarle el diente al queso del latricchi —rió Lérad.
—Deberíamos habérselo advertido. Si se pone enfermo, no podrá ocuparse de nuestro caso.
—Es cierto, Mel, no había reparado en eso —admitió Lérad—. Bah, que se fastidie. A Soane no le quita los ojos de encima un momento. Ahora que lo pienso, el picapleitos debería habernos acompañado. Lo hemos dejado a solas con la pelirroja.
—Nafidias está con ellos.
—Durmiendo, seguro. Se pasa el día en la cama.
El granjero apareció de nuevo, señalándonos con el bastón.
—¡Ustedes dos! Pasarán en representación de los demás, junto con los robots.
No sabía si pasar en lugar de nuestros amigos era un privilegio. Sentí a mis espaldas el suspiro de alivio de Ox. Las advertencias del doctor Sorewán aún resonaban en nuestros tímpanos.
—¿Qué te pasa, Mel? —Lérad me miró extrañado—. Van a pagarnos, no a convertirnos en filetes.
—Lo sé. Es que... este lugar me produce picores —me rasqué instintivamente la cabeza.
—Imaginaciones tuyas.
El interior de la granja no tenía nada de particular. Sacos de pienso, fardos de paja y contenedores de leche rezumando un aroma agrio. Por lo demás, estaba bastante sucio.
—¿Venden esta leche a alguien? —preguntó Lérad—. Huele que apesta.
—¿Y a usted que le importa lo que hacemos con la leche? —le espetó el granjero.
—Tiene usted mucha razón. En realidad me importa un comino, puesto que...
—A callar —el granjero quitó un par de fardos de paja de una pared, dejando al descubierto una puerta metálica. Giró un volante y la puerta se deslizó a un lado.
—Entren con los robots y pregunten por el controlador Zoi.
La puerta comunicaba con un corredor tubular descendente de unos cinco metros de diámetro, que se iluminó cuando entramos en él. En las paredes se advertían acanaladuras similares a las de los raíles magnéticos; posiblemente circulaban por allí cápsulas de transporte para facilitar el desplazamiento de la mercancía que llegaba a la base.
El túnel desembocaba en un recinto abovedado. Un grupo de latricchi estaban abriendo unos contenedores hexagonales que alguien acababa de descargar allí.
—Por fin han llegado. ¿Dónde se habían metido? Llevamos esperándoles hace horas.
Un hombre de semblante hosco salió detrás de una consola de mandos.
—Usted debe ser Zoi —dije.
—Sí, soy el controlador Zoi, ¿Por qué me mira con esa cara? ¿Le divierte mi nombre? Vamos confiese. Sé lo que está pensando.
Y yo que soñaba con encontrar al menos una persona, una sola persona cuerda en aquel mundo.
—Espero que tengan una buena excusa para justificar su retraso. El resto de naves del convoy descargó en Diir hace horas y ya se han ido. Ustedes son los únicos que quedaban.
—Una de nuestras naves tuvo problemas —explicó Lérad—. El jefe de la escolta se negó a esperar y partió sin nosotros. Por cierto, a causa del ataque hemos sufrido unos daños que tendrán que abonarnos, de acuerdo con lo estipulado.
—Claro, vienen con retraso y todavía exigiendo —el controlador echó un vistazo a nuestros robots—. Que dejen la mercancía ahí mismo. Nosotros la colocaremos después.
—El dinero.
—Antes de pagar he de comprobar que la carga ha llegado en buenas condiciones —el controlador hizo una seña a dos latricchi que había por allí, quienes se acercaron con una máquina provista de antenas y parrillas delanteras.
—Para eso tendría que abrir todos los contenedores.
—Hay tiempo —dijo uno de los latricchi, subiendo a lo alto de un gran cajón.
El techo se derrumbó sobre la cabeza del latricchi.
Las sirenas de alarma comenzaron a ulular. El controlador tiró al suelo el parte de comprobación que sostenía entre las manos y se quedó mirando como un idiota el montón de cascotes que había sepultado al latricchi. Parte del túnel de entrada se desplomó, levantando una gran polvareda. Estábamos atrapados.
—¡Ataque aéreo! ¡Todo el personal a sus puestos! —advertía una voz por los altavoces.
—Lo sabía. El truco de la granja lechera es el más viejo del ejército —rezongó Lérad—. Hay que salir de aquí como sea.
El controlador, presa del pánico, huyó por unas escaleras que descendían a otro nivel inferior. La escalera era demasiado angosta para que nuestros robots porteadores pudieran bajar. La estancia sufrió otra sacudida y el techo se resquebrajó.
—Sigámosle —dijo Lérad.
Fue poner el pie en la escalera y oír un estrépito colosal a nuestras espaldas. Varias explosiones en cadena nos arrojaron rodando por los peldaños. La luz de servicio del corredor sufrió un apagón repentino; pero afortunadamente, la iluminación de emergencia se activó al cabo de unos segundos. Los robots y el cargamento habían quedado sepultados bajo toneladas de escombros.
En el nivel inferior, la situación no era mucho más halagüeña. Las cañerías de las paredes reventaban. Cables en cortocircuito levantaban chispas, y en algunas zonas de los corredores ya se estaban iniciando incendios.
—¿De quién fue la idea de trabajar para Telura? —farfulló Lérad, que acababa de ser bañado por el chorro a presión de una fuga de agua.
—Tuya, supongo.
El sistema antiincendios se puso en funcionamiento al detectar la presencia de llamas. Surgieron surtidores de agua por todos lados, que nos dejaron completamente empapados. Las paredes vibraban como una cazuela a la que se estuviese golpeando con un palo. Ahora comprendo cómo debe sentirse un huevo en una olla de agua hirviendo.
—¡Por aquí, vamos!
Lérad había encontrado otras escaleras descendentes. El plan de ir adentrándose en las profundidades de aquel laberinto no es que fuese especialmente bueno, pero era el único que teníamos. Además, las personas que corrían despavoridas por los pasillos hacían exactamente lo mismo que nosotros; y había que presumir que si ése era su centro de trabajo, debían saber lo que estaban haciendo.
El siguiente subnivel conservaba aún su estructura íntegra, y las cargas de profundidad con que nos hostigaban desde la superficie no habían llegado a causar graves daños. Esto resultaba relativamente tranquilizador, pero a menos que localizásemos una salida de emergencia que nos condujese de nuevo al exterior, de poco nos iba a servir adentrarnos en esa ratonera, donde moriríamos abrasados si un proyectil de fusión conseguía horadar las capas de plastiacero que aislaban el complejo subterráneo.
Todavía a aquella profundidad, las sacudidas de las bombas se dejaban sentir con aterradora crudeza. Recordé la señal que el sensor de ondas gravitacionales había detectado cuando todavía nos hallábamos en el espacio. No eran perturbaciones causadas por la pareja estelar Delta Procionis, como creía Lérad. En realidad, el sensor había captado un crucero de la Confederación emergiendo del pozo cuántico. Hubiera podido destruirnos de haberlo deseado, pero prefirió mantenerse discretamente apartado de nosotros, observando nuestras maniobras.
El crucero nos había seguido hasta Diir. Tal vez si hubiésemos partido al mismo tiempo que el resto del convoy, el ataque podría haberse evitado. Lo cual nos convertía en responsables directos de los hechos.
—¡Eh, ayúdenme a levantar esto!
Un hombre de bata blanca intentaba liberar a su compañero, que había quedado aprisionado bajo un mueble.
—El único archivador que hay en el laboratorio tenía que caerme precisamente a mí —se quejaba el herido—. Ay, me debo haber fracturado la columna.
—Deja de quejarte, Roni. Por favor, levanten cada uno de una esquina.
—¡Cuidado, cuidado!
—No le hagan caso. Una, dos, tres, ahora.
Retiramos el archivador. El hombre se incorporó trabajosamente. Se había dislocado un hombro, pero por lo demás, estaba bien.
—Gracias —el lesionado se quedó mirando nuestros trajes—. ¿Y sus placas de identificación?
—No tenemos —dije—. Estábamos descargando en el primer nivel de este subterráneo cuando el techo se desplomó.
—¿Dónde está la salida de emergencia? —preguntó Lérad.
—Existe una galería en esta planta que conduce a la superficie. El túnel tiene cinco kilómetros de longitud. Encontrarán indicaciones por los pasillos.
La sala estaba dividida en dos por una mampara transparente. Al otro lado vimos seis camillas, todas ocupadas.
—Los heridos han empezado a llegar pronto —señalé hacia la mampara.
—¿Cómo dice? —se extrañó el tal Roni—. Ah, claro, los heridos. Sí, llegan muy pronto a la clínica.
Estaba mintiendo. Aquello no era una clínica, ni los que había en las camillas se hallaban heridos.
—Buscaremos la salida de emergencia —dije—. Ustedes también deberían marcharse.
—Alguien tiene que cuidar de esta pobre gente —contestó el hombre—. Nuestro deber es atenderlos como se merecen. No podemos abandonarlos cuando más nos necesitan.
Las luces de emergencia parpadearon. En la estancia se escuchó un crujido siniestro.
—Pues serás tú quien te quedes, Roni —dijo su compañero—. Yo me largo.
—Bien pensado... iré a buscar a una enfermera. Se nos ha agotado el plasma.
Los dos hombres abandonaron la sala, perdiéndose entre la multitud que huía del ataque.
—Vámonos —dijo Lérad—. Marchémonos antes de que esto se derrumbe.
—Aguarda un momento —pasé a la zona de las camillas. Los pacientes estaban inconscientes o durmiendo. Uno de ellos tenía los ojos abiertos de par en par, con la vista fija en la luz del techo. Le pasé la mano por delante, pero no reaccionó.
—Deja de curiosear, Mel, y vámonos.
—¿Has visto esta consola? Qué aspecto tan extraño. Me pregunto para qué servirán los botones.
—No se te ocurra tocarlos.
Pulsé un botón rojo. Los seis cuerpos que había en las camillas sufrieron una convulsión.
—Interesante.
—Has provocado un electroshock, imprudente. Podrías haberlos matado.
Una puerta adyacente comunicaba con un quirófano. Aunque su aspecto era aséptico y pulcro, el quirófano me recordaba aquel que encontré en la trastienda del Antro de Odi. Podría ser que los pacientes estuviesen esperando un implante de neuro, o que acabasen de salir de la operación y se estuviesen recuperando de la anestesia. Si se suponía que los neuros eran ilegales, ¿por qué el gobierno de Telura se los implantaba a su propia gente?
Pero el quirófano iba a depararnos más sorpresas. En el interior de unos nichos transparentes de la pared, encontramos unas formas ameboides que nos resultaron familiares.
La habitación tembló. Las paredes se resquebrajaban y unos cuantos cascotes cayeron en el suelo impoluto del quirófano. Lérad me sacó casi a rastras de allí. En la antesala, los pacientes continuaban en su estado de letargo, ajenos a cuanto acontecía a su alrededor. Quizás pulsando algún control de la consola consiguiese despertarlos, pero había más de treinta botones, y desgraciadamente no había tiempo para probarlos todos.
Nos encaminamos hacia la salida de emergencia. La estructura del nivel estaba cediendo, y pronto aplastaría cuanto allí se encontrase. Un robot que transportaba bombonas de gas inflamable quedó despanzurrado cuando una viga le cayó encima. Las bombonas estallaron, creando una bola de fuego que recorrió el pasillo de extremo a extremo. Pudimos evitarla refugiándonos tras una puerta, pero otros no tuvieron igual suerte, y ardieron como antorchas en las tinieblas de aquel laberinto monstruoso.
Abriéndonos paso entre cadáveres y escombros, conseguimos llegar a la galería de salida. Era un túnel idéntico al que tuvimos que atravesar para llegar a la bóveda de descarga. En ese momento se estaban cerrando las puertas de la cápsula de salvamento. Intentamos alcanzarla demasiado tarde. La cápsula fue proyectada por levitación electromagnética hacia profundidades desconocidas. Nos habían dejado en tierra.
—¿Y ahora qué? —exclamó Lérad—. Era nuestra última posibilidad de salir de este infierno.
En el túnel reverberaban las explosiones con una acústica perfecta. Y no sólo eso; también los gritos de la gente, el trasiego de maquinaria pesada y las fugas de agua. Solo era cuestión de tiempo que el túnel de evacuación también quedase cegado.
—Podemos empezar a correr —sugerí—. Pero este túnel tiene cinco kilómetros, y se derrumbará antes de que alcancemos la salida.
Para corroborar mis palabras, la estructura tubular comenzó a crujir sospechosamente.
Un robot que tripulaba un vehículo de transporte penetró en el túnel. El robot nos pidió con malas formas que nos apartásemos.
—Quítense de enmedio. He de llevar estos geocompresores a la superficie. Tengo prioridad absoluta. Son aparatos de valor incalculable.
Al instante siguiente, el robot estaba en el suelo y nosotros al volante. Cuatro hombres que acababan de entrar en el túnel despejaron de geocompresores la plataforma de carga y subieron a bordo. El robot, en un inútil intento por detenernos, se colocó delante del vehículo, pero Lérad no tuvo misericordia con él y pisó el acelerador. Ahí acabó su temeraria resistencia.
—¡El túnel se desintegra! —dijo uno de los hombres encaramados a la plataforma—. ¡Dense prisa!
—Este trasto no puede correr más —contestó Lérad, observando el indicador de velocidad: no subía por encima de los cuarenta kilómetros por hora.
—Maldito biónico —murmuró otro—. Daba más importancia a cuatro cochinos compresores que a nuestras vidas.
—Que se pudra. Quien lo programó es un hijo de perra —aseguró otra voz—. Seguro que fue un Meprof.
—¿Qué quiere decir Meprof? —pregunté.
—Meritorios profesionales; o lameculos, como prefiera. Trabajan el doble de la jornada para ganarse un ascenso. Algunos ni siquiera cobran por trabajar. Lo hacen gratis, ¿sabe? Trabajan gratis en esta cloaca. Son unos bastardos.
—Por culpa de ellos, nos han revisado las tablas de productividad —dijo otro—. Este lugar se ha hecho insoportable. Me alegro de que todo esto se vaya al carajo.
Una placa metálica de la estructura se desprendió a nuestro paso, golpeando la parte trasera del vehículo. Nuestros pasajeros gritaron, alarmados.
—¡Acelere, acelere!
—Voy a la velocidad máxima —dijo Lérad—. El vehículo va con sobrecarga. No está diseñado para soportar tanto peso.
—¿Qué insinúa, amigo? Nosotros tenemos tanto derecho como ustedes a ir montados en este trasto.
—Si sobra alguien, son ellos —se alzó otra voz de protesta—. Además, no saben conducir el vehículo. Echémosles. A este paso, jamás llegaremos con vida a la superficie.
Me volví hacia ellos, apuntándoles con una pistola láser.
—Quietos, o empezaré a aligerar peso por mi cuenta.
El indicador bajó de cuarenta a treinta y cinco kilómetros por hora. Sin embargo, esta vez no hubo protestas de los demás pasajeros. La pendiente hacia arriba ya era claramente perceptible. El motor del vehículo se resentía por el esfuerzo a que le estábamos sometiendo. Cabía la posibilidad de que si la inclinación de la pendiente se hacía mayor, el transporte fuese incapaz de remontarla. El túnel había sido diseñado para la circulación de cápsulas magnéticas, no para servir de carretera. Y puestos a imaginar situaciones catastróficas, podíamos chocar con la cápsula de salvamento cuando ésta iniciase su retorno. Quizá deberíamos haber esperado su regreso en lugar de aventurarnos seis personas a bordo de un vehículo que ofrecía pocas garantías.
Ciertamente, volver a ver la luz del día se nos antojaba cada vez un objetivo más alejado de la realidad.
Continuamos el trayecto en silencio. Nadie se atrevía a hablar, y nuestros pasajeros, intimidados por el cañón de mi pistola, menos aún. Ruidos extraños en los que preferíamos no pensar continuaban llegando hasta nosotros, amplificados por el revestimiento metálico y la particular acústica del túnel. Pero al menos había un dato tranquilizador: los ruidos sólo nos llegaban por detrás. Eso significaba que el camino que teníamos delante estaba despejado.
Una ráfaga de aire fresco azotó nuestros rostros. Allá a lo lejos, un punto de claridad se filtraba entre la negrura.
—¡Estamos llegando! —corearon los pasajeros.
—Salvados —suspiré—. Menos mal. Por un momento pensé... ¿qué es ese silbido?
—Es la corriente de aire que viene del exterior —dijo Lérad.
El silbido se hacía más agudo e intenso. No parecía una corriente de aire.
—Lérad, frena. ¡Frena!
La luz no resultó ser el final del túnel, sino el foco delantero de la cápsula de salvamento, que venía de regreso.
—¡Todos fuera!
Nos arrojamos del transporte en marcha. El silbido se transformó en una vibración infernal. Tendidos boca abajo, esperamos a que la cápsula pasase por encima nuestro. Escuchamos un impacto seguido de una pequeña explosión, producida unos metros más adelante. El vehículo se había hecho trizas al chocar contra el frontal de la cápsula.
Ahora nos tocaba a nosotros.
Fue como un vendaval, sólo puedo decir eso; tan brusco que cuando quisimos darnos cuenta, ya se alejaba hacia las entrañas del complejo.
—¿Hay algún herido? —preguntó Lérad.
Se escucharon algunas protestas y juramentos, pero no parecía haber ningún lesionado.
—Tendremos que continuar a pie. Debemos estar a punto de alcanzar la salida.
Y así fue. Cien metros más adelante, la luz del sol nos bañó con una calidez embriagadora.
Allá a lo lejos, donde debía estar la granja lechera, se alzaba una columna de humo. Los cazabombarderos de la Confederación que habían participado en el ataque levantaban el vuelo, dirigiéndose al punto de encuentro orbital donde les aguardaría la nave nodriza.
—Lo han arrasado —dijo uno de los obreros, observando el humo espeso—. Lo han arrasado todo.
—No —dijo otro—. El Pueblo sigue intacto. Mirad.
El pequeño grupo de casas aún continuaba en pie. La Confederación, por algún motivo especial, había respetado la colonia.
CAPÍTULO 15
Pero todo no iban a ser malas noticias. Ox, Dana, Andrich y Rufián habían huido a tiempo cuando vieron aparecer el primer caza en el horizonte. Por otra parte, fue también un alivio comprobar que nuestras naves estaban intactas. Quizá los atacantes tenían demasiada prisa en bombardear la base y por eso nos dejaron en paz. Después de todo, éramos personal civil y nuestra presencia en Diir era puramente ocasional. Y breve, pues nos marchamos del planeta en cuanto pusimos el pie en Poderosa. Tras aquella nefasta experiencia, decidimos no hacer más tratos con Toe Morisán.
Podíamos despedirnos de cobrar el flete y de que nos pagasen los daños. Baenese había intentado ponerse en contacto subetérico con la compañía de seguros Gran Consorcio InterProtect, Corporación Estelar que, de acuerdo con las cláusulas del conocimiento de embarque, debía responder de los daños y perjuicios; y había comprobado que la sede social del "Gran Consorcio InterProtect" era una oficina alquilada de veinte metros cuadrados, situada en uno de los peores barrios de Tirras, y su patrimonio social ascendía a la desorbitada cifra de noventa argentales con cincuenta. Morisán nos había engañado como a vulgares principiantes.
Ox Orne y su perro partieron rumbo al sistema Lan-Pabaq, para cubrir un transporte de suministros electrónicos. Dana y Andrich decidieron irse a Telura. Dana había nacido en ese sistema, y quería sacar a su familia de allí si es que aún estaba a tiempo. Tal como estaba la situación, era descabellado adentrarse en Telura, pero no hubo forma de disuadirla.
En realidad, el destino que nosotros habíamos elegido tampoco era mucho mejor.
Aunque si nos parábamos a reflexionar, todo el territorio controlado por la Confederación era campo minado. Las distancias representaban un problema relativo, desde que se inventaron los generadores cuánticos. Cien años luz eran un problema insalvable hace dos o tres siglos, pero en la actualidad apenas bastaban unos cuantos cálculos de astrogación y cálculo de masas para superarlo. La Vía Láctea había dejado de ser el espacio infinito e insondable que anonadaba a nuestros antepasados. Hoy, era un patio de vecinos mal avenidos, y los lugares completamente seguros no existían. Si el conflicto se extendía, ningún planeta de la Unión se libraría de los efectos de la guerra.
Mientras introducíamos en la computadora las coordenadas de Dricon, escuchamos las noticias. El gobierno de Telura, en reunión extraordinaria, había proclamado la independencia. Los tratados Olden habían sido denunciados, y tanto Telura como los gobernadores de su zona de influencia no reconocerían a partir de ese momento la autoridad de la Confederación ni sus leyes. Si bien en la práctica la guerra ya se había desatado, la declaración de independencia significaba el reconocimiento formal de los hechos, y por ende, la negativa a cualquier intento de arreglo pacífico del conflicto.
De nuevo, como había sucedido en tantas ocasiones a lo largo de la historia, los políticos conducían a la humanidad al borde del desastre. No tenían suficiente esquilmando al erario público, enriqueciéndose a costa de los contribuyentes o repartiendo prebendas entre sus familiares y amigos. Ahora querían arrebatar a los ciudadanos su derecho más preciado: la vida. Si ninguna guerra es justificable, la guerra civil es la más abominable de todas. Al menos, en el conflicto contra los drillines defendíamos aquello que era nuestro. Pero en una guerra entre humanos, la amenaza no proviene de drillines o rudearios, sino del hombre. Es él quien tiene que defenderse de sí mismo. Quizá Nafidias acertó al decir que el hombre no era digno de ocupar un lugar entre las estrellas. Que se sepa, la provocación de guerras entre seres de la misma especie es una cualidad exclusiva de la humanidad. Hemos llegado a las estrellas, hemos terraformado mundos e inventado máquinas prodigiosas; pero en lo que de verdad importa, aún nos encontramos en la edad de piedra.
—¿Cómo pudo timarnos de esa manera? —farfullaba Lérad, indignado—. Deberíamos haber comprobado antes de firmar que InterProtect era una compañía fantasma.
El computador de vectores de torsión presentaba los cálculos para el próximo salto. Habíamos rebasado la zona de heliopausa del sistema Diir y penetrábamos en el espacio profundo, libres de perturbaciones gravitacionales.
—Lamentarse es perder el tiempo —contesté—. Baenese me ha aconsejado que demandemos a Morisán por maquinación fraudulenta. Deberíamos considerarlo.
—Morisán es delegado de Danon Asociados. Mientras permanezca en Tirras, es intocable. Demandarle sí que es perder el tiempo. Yo había pensado en otras formas de arreglar cuentas.
—Que pasan por utilizar el hipnagón de Soane.
—Ya que lo mencionas...
—Morisán es un pez demasiado gordo para pescar. Igual que Godda.
—Si no utilizamos la caña, no pescaremos peces.
—Peces como Morisán podrían devorarnos.
—Entonces, olvídate de la demanda. Los consejos de Baenese sólo servirán para que malgastemos el dinero. Por cierto, ¿dónde estará el picapleitos ahora? ¿Habrá salido ya del retrete?
Habíamos dado a cada pasajero un chip de control, con el pretexto de que así los encontraríamos fácilmente si se perdían al salir fuera de la nave. En realidad, lo que perseguíamos era tenerlos localizados en el interior del carguero e impedir que entrasen a dependencias no autorizadas. Después de las peligrosas habilidades que había revelado Nafidias, ninguna precaución era baldía.
—Todavía sigue allí metido —rió Lérad, observando el plano electrónico de la cubierta principal. En los aseos destellaba el punto que identificaba al abogado—. El queso verde le ha sentado como un tiro.
—Claro, y mientras siga pegado a la taza del retrete, no estará con Soane.
—Eh, eh, tú también podrías haberle advertido que no se comiese la fruta del latricchi. Mira —señaló la pantalla—. El tío Naf sigue durmiendo en la cama. Tanto mejor. Así no causará problemas.
—Sí —recordé la clínica con aquellos individuos en las camillas—. ¿Para qué crees que utilizaban la máquina?
—¿Qué máquina?
—La consola que encontramos en el laboratorio de la base. Acuérdate de lo que sucedió cuando pulsé el botón rojo.
—Supongo que serviría para algún tipo de control mental. Estimulan ciertas zonas del cerebro y obtienen reacciones, actos reflejos, qué sé yo.
—Las amebas estaban en la sala de al lado. Me gustaría saber cómo llegaron hasta allí.
—Tal vez los piratas se llevaron unos cuantos ejemplares de la nave que encontramos en la bahía negra.
—Demasiada casualidad, Lérad. ¿Precisamente íbamos a encontrarlos allí? Yo creo más bien que los piratas vendieron a Boro las amebas, y éste ha conseguido clonarlas. Lo cual significaría que los especímenes del quirófano no procedían directamente de la bahía negra. Eran copias genéticas. Puede que existan cientos de simbióticos clónicos esparcidos por la galaxia; quizá miles. Por eso no sería extraño que hubiésemos encontrado unos cuantos en la base de Diir.
—Humm. Eso tiene sentido.
—Miles de simbióticos, ¿te das cuentas? Denit Garben me dijo que poseen un genoma recombinado. Podrían transformarse en cualquier cosa que entre dentro de su mapa genético. Son seres polimórficos.
—Bah, qué puede saber esa colegiala de seres polimórficos y simbióticos, si jamás se ha topado con ninguno.
—Imagínate lo que ocurriría si se los utilizase con fines militares. Boro tiene ahora la ocasión perfecta para probar su nueva arma.
—Suponiendo que tenga algo para probar, Mel. Quizá no sea tan fácil manipular a esos bichos. Quizá sea el simbiótico quien te manipule a ti.
—Es verdad, podrían ser un arma de doble filo —observé la pantalla del computador—. Luz verde para el salto, Lérad. Vectores de torsión completados.
—Espero que el generador no se vuelva a calentar. Cruza los dedos, nene.
La singularidad cuántica se expandió ante nosotros como un pozo infinito. Taquiones y partículas ultralumínicas deformaban el espacio hasta plegarlo sobre sí mismo. Por muchos saltos que llevásemos a nuestras espaldas, es difícil acostumbrarse a esa sensación de caída hacia un vacío inexistente.
Emergimos en el exterior del sistema Tanshana, con una desviación de un grado respecto a las coordenadas previstas, pero el generador no parecía haberse resentido. Aún teníamos un largo camino que recorrer para llegar a Dricon.
—Vaya, el picapleitos ya ha salido del retrete —dijo Lérad—. Míralo, ahora está junto a Soane. Veamos de qué están hablando —conectó el circuito de vídeo de la sala de descanso.
—Quiero que sepas que a partir de ahora será diferente —decía Baenese—. Ya no soy el mismo de antes.
—Frede, mi tío nunca te perdonará que te apoderases de la fábrica de cerveza —respondió Soane.
—Lo hice por ti. Por nosotros. Yo haré crecer la marca Jabraen.
—Te has aprovechado de mi hermano. Le quitaste su parte de la factoría. Ahora él no tiene nada. Ha perdido lo único que le quedaba.
—He sacado a Travin de muchos apuros. De no ser por mí, hace tiempo que estaría en la cárcel.
—Frede, mi hermano ya está en la cárcel, y no he visto que te desvivas para sacarlo de allí.
—Vaya tipejo —comenté—. Preferiría ver el canal de noticias.
—Calla —me cortó Lérad.
—Es una conversación privada. No nos importa lo que...
Frede había rodeado a Soane con los brazos. La mujer intentaba zafarse del abrazo.
—Esto es demasiado. Voy para allá —Lérad se marchó.
Apagué el monitor. No estaba interesado en presenciar escenas sentimentales.
Iba a sintonizar el canal de noticias; pero en lugar de eso, mis dedos marcaron el número de videófono de Denit Garben.
La pantalla se pobló de interferencias. Una figura borrosa apareció en el monitor. Establecer comunicaciones a larga distancia era un verdadero fastidio, y más aún considerando que pocas cosas funcionaban bien en Poderosa después del ataque de los cazas Hawin.
El ordenador trató electrónicamente la señal para suprimir las interferencias. Poco a poco, el rostro de Denit Garben fue aclarándose en pantalla.
—¿Quién llama? —preguntó la mujer.
—Soy Mel, Meldivén Avrai. ¿Me recuerdas? Nos conocimos en la biblioteca.
—Hola Mel, esperaba tu llamada. Tengo problemas con tu transmisión. Recibo muy mal la imagen.
—Estamos en ruta hacia Dricon. Llevo algo para ti.
—¿El qué? —dijo Denit, excitada.
—Se trata de nuestro amigo el simbiótico. Ha cambiado.
—Vaya, qué interesante. ¿En qué sentido ha cambiado?
—Verás, aún no sé si para mal o para bien. Externamente es un amasijo de carne arrugada, como un cerebro grande. Se alimenta de un caldo de glucosa que le prepara Nafidias.
—No recuerdo a nadie que se llame Nafidias.
—Ya te lo presentaré. Verás, desde que se completó la metamorfosis, Nafidias se está comportando de una forma, digamos, particular.
Le expliqué detenidamente lo sucedido, incluido el hallazgo de los especímenes en Diir.
—Lo que me dices tiene toda las trazas de ser experimentos de psiónica —comentó Denit—. Deben utilizar a los simbióticos para amplificar el potencial psíquico del ser humano. Hasta ahora, todas las pruebas en ese sentido han fracasado. Oficialmente están prohibidas: los pacientes enloquecen, se vuelven esquizofrénicos, neuróticos. Es lamentable que todavía sigan haciendo ese tipo de experimentos.
—El médico de Diir era un enfermo mental —dije—. Él mismo lo reconoció. Sufre psicosis esquizoide. Era supervisor médico de la base hasta que le dieron de baja. Está convencido de que examinando las heces fecales puede descubrir los secretos de una persona.
—Bien, en cierto sentido lleva razón.
—Le dijo a mi compañero que había tenido una infancia difícil, ¡y la muestra ni siquiera era suya! Pertenecía a su perro. Al principio creí que Diir era un lugar de exilio para lunáticos, pero cuando Sorewán nos confesó que había llegado al planeta hace cuatro años y medio... ¿te das cuenta? Llevan todo ese tiempo experimentando con su propia gente. Cuatro años y medio —hice memoria—, todo coincide.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando abordamos Nivar I, la nave de la bahía negra, encontramos una lata vacía de cerdo en salsa arishi.
—¿Y qué tiene que ver el cerdo con esto? Personalmente, no me gusta la salsa arishi, pero no veo la relación.
—La lata había sido fabricada por Corporación Nutralime hace cinco años. Pertenecía a los piratas que saquearon la nave.
—Ya entiendo. Vendieron los simbióticos a los militares, y éstos iniciaron los experimentos.
—Sí, Denit, y me gustaría saber qué objetivo tenía Nivar I.
—Su destino era el cúmulo extragaláctico Sigma Yuntaar.
—Me refiero a su propósito. ¿Por qué elegirían un lugar tan alejado? Podrían haber mandado la nave a un sitio más cercano.
—Esa información debe estar en alguna parte, en archivos secretos del Departamento de Defensa. En cualquier caso, fuera de nuestro alcance.
—¿No podrías encontrarla en los bancos de datos de la biblioteca?
—Ni siquiera con un carné especial de investigador, y mucho menos ahora. Las autoridades se han vuelto paranoicas a causa del conflicto con Telura. Cualquier intento de acceso a información clasificada llamaría la atención del programa centinela. Te detendrían y te llevarían a dependencias policiales para interrogarte. Podrían tenerte allí durante meses, aplicándote la nueva legislación que el presidente Biln ha aprobado. En realidad, corréis un gran peligro viniendo a Dricon en estos momentos.
—Lo sé, pero tú eres la única que puede averiguar lo que le ocurre a Nafidias. Además...
—Además, qué.
—Hay otra razón por la que quiero ir a Dricon.
La mujer guardó silencio. Seguramente estaba meditando lo que trataba de insinuarle.
—Deseo volver a verte, Denit.
—Bueno, supongo que estarás recibiendo mi imagen por el hipercanal. Yo no recibo la tuya, pero debe ser por culpa de mi receptor.
—Quiero decir, verte de verdad.
La pantalla se pobló de interferencias, que el ordenador no lograba corregir. Denit me respondió algo, pero los sonidos eran ininteligibles, incluso usando el demodulador fónico. Intenté reanudar la transmisión aumentando la potencia de emisión, pero sólo conseguí intensificar el ruido de fondo. Había perdido el enlace.
Era una locura ir a Dricon, Denit estaba en lo cierto. Entonces, ¿por qué nos dirigíamos hacia allí? Yo quería volver a verla, había empezado a sentir una atracción especial hacia ella desde que estuvimos en su apartamento de la avenida Sanon. Pero otra zona de mi cerebro se negaba a aceptar esa justificación. ¿Nos estaba empujando algo hacia Dricon, sin saberlo? ¿Era el simbiótico tan hábil que nos manipulaba a su antojo sin que nosotros lo advirtiésemos? Nafidias quería ir a Dricon, y apenas discutimos su deseo. Si ahora variásemos el rumbo, ¿cómo reaccionaría? Puede que no pasase nada, o puede que nos colocase a los dos cabeza abajo hasta que reanudásemos el viaje. Teníamos que pensar una forma de desembarazarnos del simbio y de Naf al llegar a Dricon. Denit podría administrarles una droga y adormecer momentáneamente sus facultades psíquicas. Pero qué tontería, Nafidias podía leernos el pensamiento. Sabría nuestras intenciones antes de que hubiésemos mirado siquiera el frasco de anestésico.
Me dirigí hacia la sala de descanso, esforzándome en poner mi mente en blanco para que Nafidias no captase mis intenciones.
—Está demostrado que ese profeta suyo llamado Joll era un mutante —discutía Baenese—. Y suponiendo que todos aquellos milagros que se le atribuyen fueran ciertos...
—Son ciertos —replicó Nafidias—. Oh, hola, Meldivén.
—Continúen, no quiero interrumpirles —me serví un refresco y elegí el extremo de la mesa más alejado del anciano para sentarme.
—Tal vez los genes de Joll fuesen excepcionales —prosiguió Nafidias—, pero precisamente por eso, Omnius le dotó de un entendimiento superior. Sus lóbulos frontales habían alcanzado un desarrollo fuera de lo corriente. Gracias a su capacidad intelectual logró comprender el sentido de la Creación, se acercó a Él y entendió Su mensaje. Ninguno de nosotros podríamos haberlo comprendido con nuestros limitados cerebros. "El que busca al Señor acepta la disciplina, y el que a Él acude es escuchado". "Escúchame, hijo mío, y no me desoigas, y al fin verás confirmadas mis palabras."
—Está como una cabra —murmuró Baenese.
—¿Qué has dicho? —le espetó Soane.
—Que ésta es su palabra. La palabra divina, que Joll comprendió.
—Creí haber escuchado algo sobre una cabra —Soane lo miró con acidez.
—Yo también —dijo Nafidias, muy serio.
—Pues he dicho palabra.
—Ha dicho "está como una cabra" —dijo Lérad—. Lo he oído perfectamente.
Baenese dirigió una mirada asesina hacia Lérad. Éste le respondió con una sonrisa burlona.
—Tu mente no tiene secretos para mí —dijo Nafidias—. Conozco tu condición mezquina, Frede. Tu padre no merecía tener un hijo así. A veces, la naturaleza se manifiesta de un modo cruel.
Nafidias relató que el primer abogado de los Mosna fue Caolan Baenese, padre de Frede, un anciano venerable y recto. La familia Mosna confiaba plenamente en Caolan, pero al morir éste, el bufete fue heredado por su hijo. Frede no tenía nada en común con su padre, excepto el apellido. Caolan era honrado; Frede, un sinvergüenza. Pronto se ganó fama de revientapleitos y le llovieron los clientes, los casos que apestaban tanto que ningún otro colega aceptaba —aunque hay quien dice que los abogados duermen con una pinza en las narices—. A fuerza de estar en contacto con la inmundicia, se convirtió en un carroñero.
Frede no tardó en hacer amistad con Travin Mosna, en quien veía un alma gemela. Pero el hermano de Soane era mucho menos inteligente que Baenese, y éste se aprovechó de tal circunstancia para incrementar su peculio. Las pérdidas en el juego llevaron a Travin a grandes aprietos. Baenese le sacó de ellos, pero a cambio exigió algunas contrapartidas, y poco a poco fue consiguiendo más acciones de la fábrica Jabraen. Su próximo paso sería convertir la fábrica en una agencia inmobiliaria. Conociendo los antecedentes del abogado, era fácil suponer que muchos clientes serían embaucados adquiriendo propiedades inexistentes o parcelas en mitad del desierto.
—¿Qué va a hacerme? —replicó Baenese, desafiante— ¿Convertirme en rana? ¿Desintegrarme? ¿Hacer que arda mi corazón?
—Para eso necesitarías tener corazón —dijo Nafidias.
—Muy bueno —aplaudió Lérad.
—Le diré lo que opino de su iglesia de Omnius: la religión la inventaron los pobres para que les sirviese de consuelo —Baenese aguardó la reacción del anciano, y viendo que no replicaba, se envalentonó—. La justicia divina y la vida después de la muerte son creencias de la época precolonial. Yo no voy a esperar a morirme para vivir mejor. Un muerto ya no puede sentir nada.
—Frede, no sabes lo que estás diciendo.
—Y tampoco aguardaré a que un ser superior que no veo por ninguna parte se acuerde de Frede Baenese para solucionar sus problemas. La única ayuda que he encontrado en mi vida es la de mis propias manos.
—Me cuesta reconocerlo, pero en eso último el picapleitos lleva razón —convino Lérad.
—Nafidias —intervine para cambiar de tema— ¿habla la criatura con usted?
—Hablar no es la palabra exacta. Es una inteligencia pura. No utiliza el lenguaje como nosotros.
—Pero le pidió que fuésemos a Dricon.
—Sentí el deseo de ir a la biblioteca central de Dricon. Ella no me lo pidió. Yo lo deseé.
Nafidias era incapaz de diferenciar sus deseos de los del simbiótico. ¿Hasta qué punto se había apoderado esa cosa de su mente? ¿Cuáles serían sus propósitos? Fue un gran error penetrar en la bahía negra y recoger el espécimen. Además de poner en peligro nuestras vidas, estábamos arriesgando también las de Nafidias, Soane, e incluso la de aquel despreciable leguleyo. Quizás acabaríamos todos en un laboratorio militar de Dricon, inmovilizados en camillas y rodeados de sondas, con el simbio en el compartimiento contiguo controlando nuestras mentes. Y puestos a imaginar ideas nefastas, tal vez Denit Garben era agente del gobierno y estaba esperando ansiosamente nuestra llegada para darnos caza. Sin embargo, sería ilógico que desease capturarnos y que al tiempo me aconsejase que no fuésemos a Dricon. A menos, naturalmente, que estuviera disimulando para que no sospechase de ella.
—Te veo preocupado —me dijo Nafidias.
—Prometió que no leería nuestras mentes —respondí.
—Y no lo he hecho. La preocupación se lee en tu rostro.
—Es por la guerra con Telura. ¿Podría pronosticar cómo acabará?
—Mal. Todas las guerras acaban mal. Muerte, destrucción, caos. El triunfo de la entropía.
—¿Ganará Dricon, o Telura?
—Eso es un detalle irrelevante.
Nafidias era muy aficionado a las frases solemnes, pero cuando se le formulaba una pregunta concreta, eludía la respuesta.
—Dijo que había sido elegido para salvar a la humanidad del desastre. ¿Cómo piensa cumplir su misión? —me esforcé en que mi pregunta no sonase como una burla.
—Sí, eso —dijo el abogado, en tono sarcástico—. ¿Qué va a hacer para parar la guerra? ¿Darle unos azotes a Eos Biln? ¿O se limitará a quedarse aquí a rezar por nosotros?
Nafidias dirigió a Baenese una mirada insondable, como si estuviese horadando el interior de su alma. Quizá estuviese haciendo exactamente eso. El abogado dejó de sonreír.
—Más allá de este tiempo... —el anciano entrelazó las manos y agachó la cabeza, concentrándose— la humanidad temblará. El cosmos temblará. Este conflicto es apenas una riña entre niños malcriados. Lo peor aún ha de venir.
—¿Quiere decir que después de esta guerra habrá otra mucho mayor? —pregunté.
—Ojalá fuese una guerra. Tengo una misión que cumplir, en efecto, pero no podéis imaginar cuál es.
Nafidias guardó silencio unos segundos. Nadie se atrevió a interrumpirle.
—Debo salvar el universo.
CAPÍTULO 16
La primera radiobaliza de control apareció en nuestras pantallas. Acabábamos de entrar en el sistema solar de Dricon. En cuanto franqueamos la frontera exterior, un haz sondeador identificó nuestra nave y nos concedió vía libre. Estábamos preparados para huir si surgía cualquier problema, pero por lo visto, las autoridades de Telura aún no habían cursado contra nosotros una orden de busca y captura confederal por haber burlado hace dos semanas una patrulla de la policía. Y si la habían cursado, en Dricon no debía tener valor alguno.
Nuestros códigos de matrícula del Sindicato seguían siendo plenamente válidos. Lo comprobamos llamando a Arnie para averiguar si se había presentado alguna denuncia contra nosotros en las últimas semanas. Arnie nos contestó que lo único que había recibido era una comunicación del tribunal hipotecario, refiriendo que Poderosa estaba sujeta a procedimiento judicial, y que no podíamos vender la nave sin autorización previa. También nos advirtió que se había recibido otra comunicación, esta vez de la Alta Cámara de garantías civiles y recursos jurisdiccionales, suspendiendo durante veinte días la ejecución de la subasta. Baenese había cumplido su palabra. Veinte días no era mucho tiempo, pero nos daba un respiro para planear una nueva estrategia. O huir.
Durante las maniobras de aproximación a Dricon captamos la presencia de numerosas unidades militares. Fragatas, destructores, cruceros, cazabombarderos, una completa exhibición del poderío militar de la Confederación patrullando por el sistema, con sus baterías dispuestas a abrir fuego al menor signo extraño. En realidad, habíamos incurrido en alta traición cuando aceptamos realizar un transporte al planeta Diir. Regresar a Dricon y pasearnos por delante de aquellos mortíferos aparatos era un riesgo demasiado grande que quizá no debiéramos haber corrido, pero sirvió para comprobar que nuestro carguero no levantaba sospechas. Éramos libres de movernos por el territorio de la Confederación como nos viniese en gana. Nuestra pequeña colaboración con el enemigo no había tenido consecuencias en ese sentido. De momento.
Dos nuevas estaciones de tránsito orbitaban en torno a Dricon. Estaban destinadas a estrechar el control sobre cualquier vehículo que quisiese entrar o salir del planeta, y a abastecer en órbita a cruceros pesados de refuerzo, enviados para defender la capital confederal. Nuestro carguero fue escaneado con un haz de profundidad más preciso, diseñado para detectar material bélico o microbombas de Tadio que intentasen ser introducidas clandestinamente en el planeta. Una sola microbomba de Tadio bastaría para arrasar por completo la península de Argana y matar a decenas de millones de personas. Y se rumoreaba que existían proyectiles de implosión térmica, capaces de iniciar la fusión del núcleo de un planeta.
Tuvimos que esperar más de media hora hasta que se nos autorizó el aterrizaje en el espaciopuerto rebautizado como Presidente Mauris. Aparte de una nueva subida de las tasas y del aumento de la vigilancia policial, poco había cambiado en él desde nuestra última visita. Al ver tantos policías rondando por allí, Soane dijo que se quedaría en el interior de Poderosa, para no arriesgarse a correr la misma suerte de su hermano. Baenese se ofreció a quedarse con ella para hacerle compañía, pero Lérad se negó por motivos obvios; así que mandamos al picapleitos a los tribunales, para que trabajase un poco en nuestro caso y de paso nos dejase en paz, mientras solucionábamos nuestros propios asuntos.
Llamé a Denit Garben en cuanto entramos en la terminal de pasajeros. La mujer no estaba en su apartamento. Le dejé un mensaje para que llamase al número de mi intercom de pulsera. Luego, Lérad y yo nos dirigimos a la biblioteca central, acompañados de Nafidias.
Habíamos dejado al simbiótico en la nave. Nafidias no quería separarse de él, pero aunque el viejo era de una tozudez desesperante, comprendió que aparte de que resultaba poco discreto desplazar aquella pesada mole de carne por las calles de la ciudad, la policía nos impediría sin duda sacarlo del espaciopuerto. Es más, nos sometería a todos a cuarentena hasta que identificasen qué era aquella cosa. Y una vez que lo averiguasen, podíamos despedirnos del simbiótico.
El acceso a la biblioteca estaba ferreamente vigilado. Robots y guardias de seguridad controlaban a cada persona que entraba o salía. Hace apenas dos días, un atentado contra la oficina de patentes de la Confederación había hecho saltar por los aires dos manzanas de casas, en aquel mismo sector de la ciudad.
—Documentación —nos pidió un agente uniformado.
El vigilante pasó nuestras cédulas de identificación por un terminal de datos.
—Transportistas —murmuró el agente, con desprecio—. ¿Qué se os ha perdido aquí? Este lugar no es para vosotros.
—Ellos son transportistas; yo no —respondió Nafidias.
—¿De qué asilo te has escapado, abuelo? Esto es un centro público, y tú pareces un pordiosero.
—Quítate de enmedio, cretino —dijo Lérad—. Tenemos derecho a entrar aquí. Tú comes de los impuestos que pagamos.
—¿Qué has dicho? —el agente hizo una seña a un robot negro de dos metros de alto, que se hallaba en el interior del complejo—. Se te va a caer el pelo, amigo.
—Mira como tiemblo —le espetó Lérad.
—Qué sucede —el robot había llegado.
—Desacato a agente de la autoridad. Este palurdo me ha llamado cretino —explicó el vigilante.
—Hemos sido objeto de un trato vejatorio por parte de este individuo, que intentaba negarnos el acceso a la institución —alegó Lérad—. Pagamos nuestros impuestos y...
—Usted queda detenido. Los demás pueden entrar —zanjó el robot, sin más explicaciones.
—¿Qué? ¡No puede hacerme eso! Exijo un abogado ¡Tengo mis derechos!
—No los tiene. En aplicación del artículo 945 A del decreto antisubversión, quedará arrestado durante un período máximo de cuarenta días, mientras se decide acerca de su situación personal.
—¡Cuarenta días! Pero si sólo le he dicho cretino.
—Así que lo reconoce. En ese caso, serán tres meses en un centro penitenciario clase Beta.
—Nafidias, haga algo —murmuré al oído del anciano.
—Tu amigo es un bocazas —me respondió en voz baja.
—Desde luego que lo es —afirmó el vigilante—. Tendrá suerte si no lo embarcan hoy mismo al sistema Deneb.
—¿Qué pasa en el sistema Deneb? —pregunté.
—Basta de charla —el robot asió a Lérad del brazo.
—Naf, maldita sea, haga algo —rogué.
—Eso, haga algo —pidió Lérad—. Cuelgue a este robot negro boca abajo, por lo que más quiera.
La máquina, indiferente, arrastró a Lérad hacia la puerta.
—Tres meses por llamar cretino a ese mamarracho... no puedo creerlo —rezongó mi socio.
—Seis meses. Tres por lo de cretino, y tres por lo de mamarracho —rió el vigilante—. Que te diviertas en Deneb, amigo.
—Alto.
Denit Garben apareció en el umbral de la puerta. El robot se inclinó respetuosamente hacia ella.
—Yo me haré cargo del prisionero.
—¿Asume la responsabilidad, doctora?
—Es un rufián de poca monta.
—Disculpe, doctora —se acercó el vigilante—, pero este individuo ha cometido dos faltas graves y merece ser castigado.
—Tendrá un castigo, pero a su debido tiempo. Estos caballeros vienen invitados por la universidad de Dricon, y se les debe proporcionar toda clase de facilidades. Sigan con su trabajo, por favor.
El robot se retiró hacia unas escaleras del interior. En cuanto al guardia, refunfuñó una imprecación y volvió al terminal de datos.
—Así que eres doctora —silbé—. Y yo que creía que eras una estudiante que preparaba su tesis de fin de carrera.
—Te lo explicaré más tarde, Mel.
Entramos en un ascensor.
—Ya sabía yo que era agente del gobierno —dijo Lérad—. Nos has conducido a una trampa, Mel.
—Sigue hablando así, y volverás a meterte en líos —le advirtió Denit.
—¿Es una amenaza?
—Es un consejo. Todas las dependencias de este edificio están monitorizadas —señaló una célula en el techo del ascensor.
—Dice la verdad —afirmó Nafidias.
—Oh, dice la verdad —se burló Lérad—. El gran brujo ha hablado. Ahora me siento más tranquilo. Sus poderes brillan por su ausencia, abuelo. Han estado a punto de mandarme seis meses de vacaciones a una prisión de Deneb, y usted no ha movido un dedo para evitarlo.
—Tu torpeza sólo es superada por tu temeridad.
—Debíamos haberle dejado en Tirras, viejo chocho.
—Basta ya, Lérad —tercié—. ¿No ves que está enfermo?
Nafidias tosió un par de veces, para recordarnos su afección asmática.
—Está fingiendo, Mel.
El ascensor se detuvo en la sexta planta.
—Ahí lo tiene, abuelo, todo para usted —Lérad señaló con el brazo una estancia inmensa, dotada de cientos de puestos informáticos de consulta.
—Necesitará algún dinero —declaró Denit—. ¿Su ficha de créditos tiene saldo? No importa, use la mía.
Nafidias tomó la ficha y se alejó hacia el mostrador de los bibliotecarios, para solicitar el uso de un ordenador.
—Mi recuperador de llamadas me transmitió vuestro mensaje —explicó la mujer—. Supuse que vendríais aquí.
—Denit, tú y yo tenemos mucho de qué hablar —dije.
En el mostrador, uno de los bibliotecarios discutía con Nafidias.
—¿Un casco de transferencia empática? ¿Para qué lo quiere? Usted no es drillín.
—Eso es evidente —le contestó Nafidias sin inmutarse.
—Pero no le servirá de nada —arguyó el bibliotecario—. Usted necesita un monitor de consulta. El casco...
—Si el viejo no llama la atención, no se queda tranquilo —comentó Lérad.
—Tú podrías darle clases en eso —apuntó Denit.
—Para ser espía del gobierno, eres bastante mordaz.
—Me sorprende tu capacidad de realizar juicios equivocados. No soy una espía. Y si lo fuera, un espía puede ser tan mordaz como cualquier persona.
El bibliotecario se encogió de hombros, entregó a Nafidias el casco de transferencia y le indicó el puesto informático que debía ocupar.
—Todavía no sé qué es lo que quiere consultar —confesé.
—Se cree el Mesías —dijo Lérad—. Sufre de ideas megalómanas.
Un bibliotecario se acercó a nosotros.
—Hagan el favor de aguardar en la sala de espera. Están entorpeciendo el paso.
Salimos fuera y nos sentamos en unas butacas duras y descoloridas por el uso. Encima de una mesita había un decorativo modelo tridimensional de la molécula de la clorofila, que ascendía hacia el techo como una enredadera. Al tocar uno de los átomos de carbono, los enlaces variaron de configuración y surgieron nuevos racimos de colores. La molécula de clorofila se convirtió en un tramo de la doble hélice del ácido desoxirribonucleico.
—Un pasatiempo muy cultural, pero aburrido —observó Lérad.
—Habladme de esas ideas megalómanas —rogó Denit.
—Bah. El viejo asegura que ha sido elegido para salvar el universo. Demencia senil. En mi opinión, debería estar en un manicomio.
—Si fuese un loco senil, tu estarías ahora camino de Deneb —dijo Denit—. No me he tomado tantas molestias por vosotros si creyese que Nafidias ha perdido la razón —la mujer sacó del bolsillo un aparato del tamaño de una moneda de cien—. Genera una pantalla de protección acústica —explicó.
—Todos los traficantes las usan —observó Lérad.
—¿Qué tratas de insinuar?
—No le hagas caso, Denit —advertí.
—Debería haber dejado que te arrestasen.
—Si quieres, aún puedo bajar y entregarme, doctora —Lérad imitó la reverencia que había hecho el robot negro.
—¿Lo harías? Vamos, repítelo, y aceptaré tu ofrecimiento.
Lérad guardó silencio.
—Cuando Nafidias haya terminado su consulta, iremos al laboratorio de neurología de la universidad —declaró Denit—. Quiero saber qué está pasando en el interior de su cerebro.
—Y si nos negamos, supongo que llamarás al robot negro —comenté, sombrío.
—¿Por qué dices eso? ¿Piensas que yo haría algo así?
—Claro que lo piensa —intervino Lérad—. Y yo también.
—Denit, nos has engañado. Te hiciste pasar por una estudiante que estaba realizando su tesis. Confirmamos la información en el banco de datos de la universidad, pero ya veo que tu ficha era falsa.
—Todo tiene una explicación, Mel.
—La inocente estudiante que realizaba esculturas sensibles en sus horas libres. Debí haberlo sospechado. Se necesita un equipo muy caro para poder elaborarlas, un equipo que no está al alcance de un simple estudiante.
—De acuerdo, lo reconozco, os mentí —Denit sacudió la cabeza—. Cuando vinisteis a la biblioteca por primera vez y empezasteis a hacer preguntas al terminal acerca de Nivar I, se me comunicó lo que ocurría.
—¿Por qué tú? —pregunté.
—Muy sencillo. Era la persona cualificada que estaba más cerca.
—No te creo. Dime para quién trabajas.
—Ya lo sabéis, para la universidad. Soy doctora en exobiología y neurología.
—Y el robot se inclina cuando pasas por su lado —Lérad hizo una mueca—. Venga ya.
—En realidad no debería deciros esto, pero... —Denit pulsó un diminuto control del distorsionador acústico.
—¿Qué haces?
—Activando un nivel adicional de protección. Veréis, desde que el presidente Biln llegó al poder, los científicos de la universidad hemos sido de alguna manera, como lo expresaría... militarizados, eso es. Biln está obsesionado por la tecnología bélica. Creo que lleva planeando la guerra contra Telura desde antes de las elecciones. Toda la investigación ha sido reconducida hacia aplicaciones militares. Se me asignó un cargo especial en el departamento de defensa, con el objetivo de desarrollar nuevas tecnologías en el campo de la biónica. Yo podría haber ordenado que os detuviesen si hubiese querido.
—Oh, muchas gracias —ironizó Lérad.
—Pero soy enemiga de los métodos violentos.
—Es un gesto que te honra.
—Sinceramente, Lérad, creo que no te tomas en serio lo que digo. Si no hubiese sido por mí, vuestra nave habría sido confiscada por el gobierno hace semanas.
—Ya te hemos dado las gracias —Lérad se levantó—. Ahora ¿podemos irnos?
—No. Y harías mejor en sentarte hasta que Nafidias salga por esa puerta. El servicio de seguridad del edificio se ha fijado en vosotros. Si intentáis huir ahora...
—Nos mandarán a Deneb.
Denit asintió.
—El proyecto Sigma Yuntaar sigue siendo un misterio para nosotros —explicó la doctora—. Es fascinante que hayamos encontrado un espécimen vivo. La tecnología genética de aquella época estaba en ciertos aspectos más avanzada que la nuestra, aunque creo que hallaron la configuración genética correcta del simbio por casualidad. Con el análisis de ese organismo, recuperaremos el retraso perdido.
—Demasiado tarde. Os han cogido la delantera —apunté.
—¡Mel! ¡Cállate!
—¿Quién nos la ha cogido? —se interesó Denit.
—El enemigo.
—Sabemos que el general Boro tiene algunos simbióticos en su poder; pero según nuestros informes, lo que posee son protoformas.
—Te refieres al bicho antes de cambiar —dijo Lérad.
—Exactamente. En su estado ameboide, apena se manifiestan sus cualidades de interacción cortical.
—Muy interesante, pero ¿qué significa?
Nafidias Mosna salió en ese momento, con ojos vidriosos y aspecto cansado.
—El bibliotecario jefe quiere hablar con usted —le indicó a Denit.
—Ahora vuelvo —la mujer entró a la sala.
—Vámonos; si nos damos prisa, podemos alcanzar la salida antes de que regrese —apremió Lérad.
Pero Denit no nos quitaba el ojo de encima mientras hablaba con el bibliotecario. Intentar huir sólo serviría para irritarla, y por otra parte, los robots controladores debían estar ya avisados para impedírnoslo.
La mujer regresó enseguida. Hacía bien en no fiarse de nosotros.
—¡Dos millones de gigawobls de información! —exclamó—. ¿Sabe lo que esto va a costar a mi departamento?
—Usted me autorizó a usar su ficha de créditos —se excusó Nafidias.
—Es imposible que haya podido acceder a semejante cantidad de datos durante el tiempo que ha utilizado el terminal.
—Usé un casco de transferencia.
—El cerebro humano no puede utilizar... —Denit se interrumpió.
—¿Qué le ocurre, señorita?
—Claro, el cerebro humano. Señor Mosna, le ruego que me acompañe a la universidad. Tenemos que hacerle algunos análisis.
—Perfecto —dijo Lérad, encantado de perder de vista al anciano—. ¿Podemos irnos ya?
—Sí, pero no podréis despegar hasta que se os autorice. Mel, me gustaría que vinieses conmigo al laboratorio.
—Ya lo has oído, socio —dije—. Piérdete.
—Iré a tomar un trago a Lukonar Say, con permiso del robot negro —murmuró Lérad, hosco—. No soporto a esta sabelotodo.
Mi amigo desapareció en el interior del ascensor.
—Señor Mosna, ¿qué es lo que ha consultado? —inquirió Denit.
—Todo —Nafidias se sentó en uno de los sillones descoloridos—. Me encuentro muy cansado.
—Antes de entrar se encontraba perfectamente.
—Antes era antes. Ahora es ahora —Nafidias entrecerró los ojos.
—Si se duerme, no despertará en horas —advertí.
—¿Ha sacado alguna conclusión de su consulta? —preguntó Denit.
—Les deprimiría conocer mi conclusión —el anciano exhaló un suspiro. Sus pulmones emitieron un ruido cavernoso.
—Queremos conocerla, es muy importante para nosotros. Vamos, díganosla.
Nafidias miró a la mujer con semblante abatido. Con un esfuerzo infinito, declaró:
—La humanidad será incapaz de contener el gran desastre. Estamos condenados. El universo morirá.
• • • • •
Los jardines de la universidad politécnica estaban poblados de estudiantes, muchos de ellos tendidos en la hierba, que disfrutaban de una cálida tarde de verano. Pequeños robots jardineros se encargaban de que los setos mostraran un aspecto saludable, quitando las malas hierbas y pulverizando sustancias nutritivas sobre variadas plantas exóticas. Un ave de cuello largo se paró en el alféizar de la ventana y comenzó a golpear el cristal con el pico.
—Ponga un biointegrado en su vida y volará como los pájaros —dijo el ave.
—Fuera de aquí, largo —golpeé el cristal con los nudillos para asustarlo.
—Un simple neuroimplante y será feliz para siempre.
Bajé la persiana de golpe. El pájaro levantó el vuelo, pero no fue lo bastante rápido. Le rompí una de sus alas mecánicas. A través de otra ventana observé cómo giraba sin control en el aire soltando chispas, hasta que cayó al suelo y sus plumas falsas se incendiaron. Un eficiente robot jardinero reunió los restos desperdigados del pajarraco y los arrojó a un contenedor de basura.
Alarmante. Hasta los pájaros hacían propaganda de los neuros. Y todos aquellos estudiantes eran clientes potenciales de la letal mercancía. Una vez realizado el implante, los más afortunados morirían dentro de cinco años; aunque la mayoría lo harían antes. Dos o tres años era el término medio.
Denit Garben salió del laboratorio, con una carpeta electrónica bajo el brazo. Su rostro reflejaba preocupación.
—¿Se ha despertado ya? —pregunté.
—No —Denit señaló la ventana— ¿Por qué has bajado la persiana?
—Un pájaro mecánico pretendía venderme un neuro.
—Están por todas partes. El gobierno hace la vista gorda. Después de todo, es cuestión de tiempo que los legalicen. El Acta de libertades civiles no se opone a su uso, y en el departamento de salud están considerando levantar las restricciones.
—Algo sucede, ¿verdad? —la miré a los ojos—. Dime qué es.
—Nafidias no puede permanecer separado del simbio durante mucho tiempo. Es virtualmente imposible. Moriría.
—Explícate mejor.
—El simbiótico ha establecido un lazo sináptico con Nafidias. Según los resultados de los tomógrafos, el cerebro del anciano ha experimentado un cambio radical, pero depende íntimamente del organismo.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Depende. De momento, parece que es bueno. Las neuronas de Nafidias están funcionando con la química del simbio. Han adoptado un esquema metabólico más eficaz. He identificado una repolarización alternativa de iones proteicos que, combinada con la secreción de nuevas sustancias transmisoras, dan como resultado que aumente el flujo neuronal de datos. Después de analizar las muestras del tejido extraído del simbio, he comprobado que coinciden con la sustancia encefálica de Nafidias. El organismo lo ha cambiado, y todavía no sabemos hasta qué punto.
—O con qué propósito —apunté.
—Suponiendo que el organismo pueda concebir propósitos y juicios lógicos.
—Que desconozcamos su lógica no significa que carezca de ella.
—He descubierto otro cambio en el cerebro de Nafidias. Ven.
Denit me condujo a la habitación donde el anciano dormía junto al simbiótico. Agentes del gobierno habían trasladado al ser hasta la universidad aquella misma mañana. La masa de carne no manifestó signos de percibir nuestra presencia.
—¿Nos estarán oyendo? —pregunté.
—Sus percepciones sensoriales han quedado bloqueadas temporalmente. Ambos se encuentran bajo una potente anestesia. Es la única forma de mantener bajo control su enorme potencial psiónico. Mel, tienen que quedarse aquí. No sabes lo importante que es para nosotros.
—Di mejor para el presidente Eos Biln.
—Pasarán años antes de que sepamos darles una utilidad. Te garantizo que el simbio no será empleado como arma en esta guerra. Para mí y para el resto de mis compañeros, su estudio encierra un significado radicalmente distinto. Éste es el primer paso en el nacimiento de un nuevo ser humano. En el futuro seremos totalmente libres, nos desligaremos del plano físico, ninguna barrera será infranqueable para nosotros. La glucosa será nuestro único alimento, no agotaremos los recursos naturales ni deterioraremos el entorno. Los viajes interestelares se quedarán obsoletos: viajaremos a la velocidad del pensamiento. Observa esto —en una pantalla apareció una imagen tridimensional en colores que variaban de tonalidades.
—¿Qué es?
—El cerebro de Nafidias se expande. Entiéndeme, no es que aumente de tamaño, sino que el simbio le ha enseñado la forma de utilizar su capacidad al máximo. Absorbió dos millones de gigawobls en cuestión de minutos. Puede utilizar cascos de transferencia empática, algo imposible para un cerebro humano.
—¿Me estás diciendo que Nafidias ya no es humano?
—Te estoy diciendo que dentro de cien o doscientos años, todos seremos como él.
—Pues menudo avance —miré con repugnancia la masa cerebral que reposaba junto a Nafidias—. Si esto es el futuro que le espera a la humanidad, preferiría conservar mi propio cuerpo, con todas sus limitaciones y desventajas.
—Rechazas lo que no comprendes. ¿Cómo puedes juzgar una nueva forma de vida, cuando apenas sabes nada de ella?
—Esa cosa puede leer nuestros pensamientos. Si los simbios son el final de la evolución, la humanidad perderá su intimidad, el vecino sabrá todo lo que pasa por tu cabeza. El Estado lo sabrá. Imagina que un loco como Eos Biln tenga semejante poder en sus manos. Podría usar simbióticos para controlar a la gente; así sabría lo que piensa el pueblo y eliminaría a los que le fuesen hostiles antes siquiera de que hubiesen hecho nada. No haría falta cometer un delito, bastaría con imaginarlo. ¿Es eso lo que quieres, Denit? ¿Es eso lo que nos espera a la raza humana? Del simio al simbio. Francamente, preferiría seguir siendo un simio evolucionado.
Denit no respondió. Estaba logrando que recapacitase.
—No te dejes llevar por el entusiasmo —continué—. Considera el peligro que corremos todos si este ejemplar cae en manos de Biln. Nafidias se refirió con insistencia a una catástrofe que sucederá en el futuro. Tal vez se trate de esto. Tenemos en nuestras manos un poder que no estamos preparados para utilizar. Con la galaxia poblada de simbióticos, quién sabe lo que sucederá. Tal vez no sea el principio de una nueva etapa evolutiva, sino el final de todas. El fin de la raza humana.
Me acerqué a la mujer. Denit vaciló.
—Mel, has colocado bajo mis hombros una responsabilidad tremenda.
—De lo que hagas ahora depende el futuro de la humanidad. Sé que no vas a defraudarme.
—No lo sabes. No puedes saberlo.
—Sí. Lo sé.
La besé, o ella me besó primero. Bueno, qué más da. Durante un prolongado momento, fue como si una burbuja temporal nos hubiese rodeado a ambos; lo demás era un marco irreal y borroso, el universo se había quedado atrás, sólo existíamos ella y yo. Al diablo los simbióticos, aquel instante era para nosotros más importante.
Pero la burbuja se rompió en cuanto Nafidias pegó un fuerte ronquido, que nos devolvió de nuevo a la poco romántica realidad de un laboratorio que olía a desinfectante.
—Medita sobre lo que te he dicho, Denit. Ahora debo irme.
—Vuelve pronto. Cuando lo de Telura haya pasado.
—Volveré. Estaremos en contacto —le entregué una tarjeta con el código videofónico de nuestro carguero—. Llámame cuando quieras. Y si las cosas empiezan a ponerse feas en Dricon, siempre podemos hacerte un hueco en Poderosa y sacarte de aquí.
—Gracias. Te llamaré.
Fuera, los estudiantes seguían disfrutando de una soleada tarde sin nubes, en el apacible frescor de la hierba. Quién pudiera estar en su lugar. Me agaché para coger una pluma chamuscada que el robot limpiador había pasado por alto. Material sintético de la peor calidad. Me asomé al contenedor de basura y tiré la pluma. De entre los papeles surgió un pico entreabierto. Una voz agonizante me dijo:
—¿Por qué me ha destruido? Yo sólo quería ayudarle.
El pájaro artificial consiguió que me sintiese culpable.
• • • • •
—Por fin has vuelto. Creí que te ibas a quedar a vivir con ella.
Lérad escupió una hebra de tabaco y me miró con curiosidad.
—Parece que le gustas —dijo.
—Imaginaciones tuyas.
—No le habrás dado nuestro código videofónico ¿verdad? Para que te llame y te susurre palabras de amor.
—Eso a ti qué te importa.
—Desde luego, pero si respondieses a una de sus llamadas, podrían localizar nuestra fuente de emisión con taquiogoniómetros. En una situación de guerra como la que vivimos, eso sería muy peligroso.
—No le he dado ningún código —mentí—. Pero aunque así fuese...
—Se lo has dado.
—Aunque así fuese, Poderosa es un carguero mercante y carece de interés militar.
Lérad negó con la cabeza. Activó el plano de localización de pasajeros.
—Nafidias no ha regresado contigo.
—Se ha quedado en la universidad, con el simbiótico.
—¿Voluntariamente?
—Denit los anestesió para impedir que escapasen.
—Me parece perfecto. Entonces ya podemos irnos. He cargado en las bodegas una tonelada de ortoclasas para llevar a Isal Mado. Arnie me ha dicho que allí necesitan cargueros para cubrir transportes a la periferia. La información me ha costado doscientos pavos, pero creo que vale la pena —mi socio abrió el circuito de radio—. Torre de control, torre de control, aquí carguero interestelar HF— 5844214251. Solicito permiso para despegar.
—Aquí torre de control. Un momento, verifico información —una pausa—. Tienen concedida una ventana de despegue para dentro de siete minutos. Transmito coordenadas.
—¿Ha regresado Baenese? —pregunté.
—Está con Soane, en la sala de descanso —dijo Lérad con desagrado—. Me ha pagado el importe de una semana más por adelantado. Pensaba quedarse en Dricon, pero después de ver el ambiente ha cambiado de opinión. Comprueba la presurización del casco. Rampa de acceso cerrada.
Un mensaje parpadeante avisaba que la rampa se estaba abriendo.
—¿Qué ocurre? —gruñó Lérad—. Si acabo de cerrarla.
—Intrusos a bordo —señalé la pantalla.
—Maldita sea, ¡es Nafidias! ¡Y vuelve con ese bicho!
—Ignición en toberas. Lérad, no deberías haber activado la propulsión principal. Todavía nos faltan siete minutos.
—Yo no he activado nada.
El casco vibraba. Nos estábamos levantando del suelo.
—Torre de control a carguero HF, ¿qué se supone que están haciendo?
—Dígamelo usted —respondió Lérad.
—Su ventana de despegue no está disponible todavía. Quédense donde están.
—Nos gustaría mucho, pero estamos perdiendo el control de la nave —Lérad cogió el micrófono del intercom—. ¡¡Nafidias!! ¡Venga ahora mismo a la cabina de control!
Poderosa ya se había elevado cincuenta metros de la pista de aterrizaje. Un vehículo aéreo pasó a escasos centímetros de los estabilizadores de estribor, a punto de colisionar con nosotros.
—Este viejo fósil me las pagará. Lo tiraré yo mismo por la escotilla en cuanto lo agarre.
—Torre de control a carguero HF. Les hago una última advertencia. Vuelvan a la pista, o serán detenidos por violación de las leyes de seguridad portuaria.
Lérad apagó la radio.
—Esto acaba de empezar —dijo—. Mira: la computadora de derrota ha fijado un nuevo rumbo por su cuenta.
—Planeta Rialnan. Eso queda fuera del territorio de la Confederación.
—Claro, como que es un mundo drillín.
El espaciopuerto había quedado reducido al tamaño de un minúsculo punto. Estábamos ascendiendo a una velocidad de vértigo.
—Coordenadas de salto fijadas —leyó mi socio, estupefacto—. ¡La computadora está calculando los vectores de torsión! Santo cielo, no podemos saltar tan cerca de una masa planetaria. ¡Nafidias, dónde demonios se ha metido!
El escáner detectó tres interceptores armados, que se aproximaban a nosotros por la cola.
—Nos tendrán a tiro dentro de un minuto —anuncié.
Dricon se había convertido en una esfera verdeazulada que menguaba por momentos de tamaño, pero aún estaba lo bastante cerca para impedir nuestra huida. La distorsión gravitacional hacía casi imposible cualquier intento de activar el generador cuántico.
La nave recibió el primer impacto en un frontal de proa.
—¡Dijiste un minuto, y sólo han pasado quince segundos!
—Ese disparo no procede de los interceptores —señalé un punto parpadeante en el escáner—. Algo nos intenta cerrar el paso ahí delante.
—No hay escapatoria, Mel. Jamás debimos volver a Dricon. Al final, ni tu querida amiga nos librará de una buena temporada en Deneb.
—El generador cuántico acumula toda la potencia disponible para el salto. Nuestros escudos están bajando. Si recibimos otro impacto, te aseguro que no iremos a Deneb.
—Qué gran consuelo —sonrió Lérad sin ganas.
Los interceptores redujeron distancias. Poderosa estaba acorralada. Nuestro ordenador identificó a la nave que nos había disparado: se trataba de un crucero confederal de combate. El imponente navío transfería energía a sus baterías láser, dispuesto para un nuevo disparo. Denit, buena la has organizado, pensé; no deberías haber dejado escapar a Nafidias y al simbio. Y yo que te había convencido precisamente para que los liberases. De haber sabido que iban a mandar a toda la flota en nuestra persecución, habría mantenido la boca cerrada. Ahora comprendía el valor que tenía nuestro simbiótico para Eos Biln. Antes de permitir que escapásemos y arriesgarse a que entregásemos el simbio a Telura, prefería destruirnos.
¿Y Denit? ¿Qué destino correría por haberlos liberado? Había firmado su sentencia de muerte. Los dos la habíamos firmado. Íbamos a encontrar el mismo final por culpa de una masa arrugada de carne.
El crucero y los interceptores desaparecieron.
Pequeñas esferas rojas y naranjas flotaban a mi alrededor. Traté de asirlas, pero al intentarlo descubrí que mis manos se habían convertido en un flujo de radiación. Dos contornos difusos, extrañamente palmeados, desprendían un débil campo corpuscular. Miré mis piernas, pero apenas distinguí una nebulosa alargada que giraba. Mi cuerpo se desintegraba. Tensiones electromagnéticas, fuerzas centrífugas en pugna con energías disgregadoras, átomos danzando en una realidad imposible. El universo era energía pura, corrientes que se movían en la infinitud del espacio, penetrando por poros invisibles, emergiendo más allá, fotones que destellaban en la negrura, pequeños látigos de luz agitándose como serpientes nerviosas. ¿Había dejado de existir? ¿Era eso una parte del submundo cuántico, estábamos dentro del pozo, o acaso habíamos abandonado nuestro continuo espaciotemporal para transformarnos en una nube de fotones?
Abrí los ojos. La cabina de mandos mostraba su aspecto habitual. Me examiné las manos: tenían el aspecto de siempre, y mis piernas continuaban donde recordaba que debían estar. Suspiré aliviado. Convertirse en fotón no es que sea una experiencia desagradable, pero sinceramente, uno aspira a algo más en esta vida.
—Nos acercamos a Rialnan —dijo una voz cascada.
Me volví. Nafidias estaba en la cabina de control, operando en la consola de instrumentos como si la nave fuese suya.
—¿Dónde estoy? —Lérad recobraba la conciencia— ¡Usted!
—Cálmate, ya ha pasado todo.
—Vuelvo del infierno y la primera cara que me encuentro es la suya. ¿Qué he hecho yo para merecer este castigo? ¡Quite las manos de esa consola!
—Comprendo tu irritación, Lérad, pero...
—Cállese. Estoy harto de usted, ¿entiende?
Lérad estudió el mapa estelar de localización. Correspondía efectivamente al sector donde se hallaba Rialnan.
—¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? —le espetó Lérad al anciano—. Teníamos Dricon detrás nuestro antes del salto.
Nafidias guardó silencio.
—¿Es que está sordo? Le he hecho una pregunta.
—Me dijiste que me callase.
—Escuche, viejo, no trate de hacerse el listo conmigo.
—¿Queréis dejar de discutir de una vez? —intervine—. A ver, Nafidias, explíquese.
—Leí la mente de la doctora Garben, y supe lo que querían hacer con nosotros, de modo que escapé con la criatura.
—Pero estaba bajo anestesia —objeté.
—Conseguí anular sus efectos. Cogí un transporte y regresé al espaciopuerto. Tuve que programar el ordenador de la nave para que despegase de inmediato. Si hubiésemos esperado un minuto más, la seguridad del espaciopuerto nos habría detenido.
—¿Programó el ordenador sin tocarlo? —inquirió Lérad, ceñudo.
—Es algo complicado de explicar. Leí en la mente de la doctora que Meldivén le había entregado el código de comunicaciones de esta nave.
—¡Lo sabía! —exclamó mi socio.
—Me serví del código para hacer desde la universidad una llamada falsa, y así me introduje en el centro lógico de computación de Poderosa a través de los circuitos de enlace externo. Vuestros sistemas de protección son rudimentarios. Cualquiera podría programar la autodestrucción de la nave desde un computador portátil que tuviese un enlace con vuestro centro lógico.
—Su sobrina a su lado es una principiante —observé.
—Adquirí algunos conocimientos interesantes durante mi visita a la biblioteca.
—¿Por qué ha elegido Rialnan como punto de destino?
—Aún me quedan conocimientos por adquirir. En Rialnan se encuentra el compilador gestáltico drillín.
—¿Y no se le ha ocurrido pensar, en su infinita sabiduría, que podríamos haber muerto durante el salto? —le acusó Lérad.
—Existían ciertas probabilidades de éxito, siempre que se imprimiese el impulso exacto en el momento exacto y se realizase un cálculo primoroso de las variables concurrentes.
—No sé a qué llama usted un cálculo primoroso.
—Una masa planetaria hace extremadamente arriesgado un hipersalto, pero no lo convierte en imposible. Durante la batalla de Fenec, el alto mando planteó una nueva estrategia que sorprendió al enemigo. Siete fragatas habían quedado aisladas de la flota en las proximidades del planeta. Las fuerzas atacantes las superaban en número; aparentemente no tenían escapatoria, estaban acorraladas, pero...
—Es suficiente —bufó Lérad.
—Nafidias, sigo sin comprender su obsesión por acumular conocimientos. ¿Se los pide la criatura?
—Meldivén, el conocimiento es el alimento del alma. Debemos estar preparados para cuando llegue el desastre. Tal vez así podamos evitarlo.
—¿Cuándo sucederá?
—No lo sé.
—¿Cómo sabremos reconocerlo cuando llegue?
—Las estrellas morirán.
—Las profecías del apocalipsis son tan viejas como la religión —desdeñó Lérad—. No crea que nos asusta. Seguramente su adorado profeta Joll también creía que el final de los tiempos estaba próximo en su época.
—He descubierto algunos datos nuevos de Joll realmente desconcertantes —el semblante de Nafidias se ensombreció.
—Baenese mencionó que era un mutante —recordó Lérad.
—Su genoma fue alterado en el laboratorio —relató el anciano—. Pero por un error de manipulación, se le causó una adicción desde el nacimiento a la idurlina dilítica, una droga que como efecto colateral potenció el desarrollo de sus lóbulos frontales. Los médicos advirtieron el defecto, pero en lugar de subsanarlo, prefirieron que Joll creciese con esa tara, y le administraron cápsulas subepidérmicas de idurlina para observar lo que ocurría. Joll desarrolló esquizofrenia paranoide.
—Ha debido ser un golpe muy duro para usted asimilar todo eso —le dije.
—Los médicos podrían haberlo curado, pero juzgaron que tenía más valor para ellos estudiar sus cualidades psíquicas, y continuaron administrándole idurlina dilítica hasta que su cerebro no aguantó más. Joll murió a la edad de treinta y cinco años, de un derrame. Ellos lo mataron.
Soane y el abogado entraron a la cabina.
—¿Qué ha sucedido? —dijo Frede—. He notado como si cada átomo de mi cuerpo se fuese por su lado.
—Eso es porque ya no te aguantan, soplacausas —le espetó Lérad.
—¿Dónde estamos? —preguntó Soane—. ¿Hemos dejado atrás Dricon?
—Sí, nena, tranquilízate; no va a venir la policía a por ti —le respondió mi socio—. Por ahora.
—Hemos entrado en un sector dominado por drillines —informé—. Tu tío nos ha traído hasta aquí por razones poco claras.
—No entiendo.
—Manipuló nuestra computadora de navegación, tesoro —le dijo Lérad—. Y todo haciendo una simple llamada telefónica. Hay que reconocer que el vejete aprende deprisa.
—Todavía no me habéis contado cómo fue la entrevista con esa estudiante.
—De estudiante nada. Es doctora y trabaja para el gobierno —contesté—. Según parece, el simbiótico mantiene una sinapsis inmaterial con el cerebro de tu tío. Ha establecido una íntima interdependencia con él. Denit asegura que el proceso es irreversible.
—Ahora entiendo por qué se llaman simbióticos —murmuró Soane—. Se funden con otras mentes.
—El problema es aún mayor de lo que imaginas. Si Nafidias se separase durante algún tiempo de esa cosa, moriría.
—¿Cuánto es algún tiempo?
—Denit no lo precisó. Unas horas, unos días, quién sabe. La fusión ocasiona un cambio físico permanente en el tejido cerebral.
—Tienes que echar un vistazo a los sistemas de protección, Soane —le pidió Lérad—. Estamos vendidos si cualquiera puede variar nuestro rumbo utilizando la línea de comunicaciones.
—Veré qué puedo hacer.
—Deberías arreglarlo para que nadie pudiese manipular los controles, salvo nosotros.
—Personalizaré el sistema. Necesitaré algunos datos de identidad vuestros: gráfico retiniano, registro fónico, constantes metabólicas, ya sabéis.
Lérad le cedió el asiento. La pelirroja se puso inmediatamente a teclear órdenes en la consola principal. Las pantallas se poblaron de datos y diagramas.
—Veinte días no fue lo acordado —comentó Lérad al abogado—. Nos prometiste que anularías la subasta, y sólo hemos conseguido un aplazamiento de veinte días.
—He hecho lo que he podido. Mabe Godda es un tipo duro de pelar. Intentamos el truco de los documentos falsos, pero no dio resultado.
—Vete pensando en dónde te vas a bajar. Esto no es una línea de pasajeros —Lérad miró a Nafidias de soslayo.
—Aquí pasa algo muy raro.
Soane se había quedado mirando fijamente la pantalla.
—¿Qué ocurre? —Lérad echó un vistazo a los monitores.
—Capto unas interferencias sospechosas —dijo la mujer.
—De qué clase.
—Es difícil de precisar. Yo diría... —Soane activó el escáner de largo alcance— que nos están escuchando. Qué curioso, mirad esta señal. Alguien nos viene siguiendo.
—Naves de la Confederación —anuncié—. Nos han localizado.
—Es una sola nave —observó Soane—. Resulta extraño.
—¿El qué?
—Que venga sola. Además, si fuese de la Confederación, ya nos habría atacado.
—Quizá esté esperando refuerzos.
—Deberíamos irnos de aquí —Soane se volvió hacia su tío—. No podemos arriesgarnos a aterrizar en Rialnan. Sería peligroso.
—Tengo que acceder al compilador gestáltico —dijo Nafidias.
—No es imprescindible.
—Para mí lo es.
—La criatura acumula información indiscriminadamente —comentó Soane—. Tal vez fue diseñada como banco de datos orgánico, con el propósito de almacenar en sus neuronas toda la información de que fuese capaz. ¿No ves que te está utilizando?
—Soane, no trates de interferir en mi misión. Bajaremos a Rialnan, hemos venido aquí para eso. Lérad, tú eres el piloto de esta nave. Te garantizo que no correremos peligro alguno si aterrizamos —el anciano se desprendió de una cadena que llevaba colgada al cuello—. Es un talismán de efridio, su valor supera los ochenta mil argentales. Es lo único que tengo.
—¿Efridio auténtico? —Lérad abrió los ojos.
—Pero... pero no irás en serio a dárselo —protestó Soane—. Tío, ese talismán significa mucho para ti.
—Es un vulgar pedazo de metal. Nada comparado con lo que encontraré en Rialnan.
Lérad introdujo el talismán en nuestro analizador de materiales. El aparato dictaminó que estaba compuesto de efridio puro.
—Acéptalo, hijo. Por todas las molestias que os estoy causando.
Mi socio no necesitó que le repitiesen la oferta y codiciosamente se guardó la joya en el bolsillo, bajo la mirada indignada de la pelirroja.
—¿Sabe, Naf? Aunque este talismán apenas paga una pequeña parte de las molestias ocasionadas, empieza usted a caerme bien.
Las toberas de popa despidieron un chorro incandescente de plasma, impulsando a Poderosa hacia el interior del sector drillín.
Rialnan nos esperaba.
CAPÍTULO 17
Antes de pisar suelo drillín comprobamos las unidades de energía de nuestras pistolas láser. La hostilidad de los seres de papada fofa hacia los humanos es un hecho bien conocido, y es mejor ser precavido cuando se está en su territorio si uno no quiere encontrarse sorpresas. Lérad, Nafidias y yo bajamos a tierra, dejando a Soane y al abogado dentro de la nave, armados y alertas para repeler cualquier intromisión. Si detectaban algún suceso extraño, deberían llamarnos a través de los intercoms. Estaríamos en Rialnan el tiempo imprescindible para que Nafidias realizase sus consultas, y luego partiríamos hacia Isal Mado.
Cerca de la cúpula Consultor, donde se hallaba el compilador gestáltico, había una tienda de compraventa de joyas y antigüedades. Necesitábamos dinero en efectivo. Lérad sugirió vender el talismán de efridio antes de que Soane nos ablandase la conciencia y acabase convenciéndonos de que debíamos devolverlo a su tío por aquello de que era un recuerdo familiar. Sé que están pensando que tenemos el corazón de un caimán, pero la necesidad apremia, y no pueden imaginarse lo que cuesta cada mes mantener un carguero estelar. Qué diablos, podían darnos ochenta mil argentales por el amuleto.
Dejamos a Nafidias en la cúpula Consultor y entramos en la tienda. En el interior flotaba un denso olor a especias y hierbas exóticas, quizá para disimular el aroma rancio que desprendían algunas de las antiguallas que estaban a la venta. Tallas de un gusto abominable, cuerpos incorruptos de animales en frascos al vacío y tapices estereográficos de hilo de drass se mezclaban sin el menor respeto a la sensibilidad del cliente con aparatos de tecnología arcaica, como lenchas arbineas de exploración, magnetoorcas drillines, o licuadoras digitales de la lejana Tierra.
Un drillín decrépito nos observaba detrás de un mostrador hecho con cuerno de mastodonte híbrido. El drillín se sonó ruidosamente la nariz. Su papada se balanceó pendularmente.
—Qué desean —gruñó.
—Échele un vistazo a esto —Lérad abrió el pañuelo donde había envuelto el talismán.
El anciano arrugó la nariz, examinó la joya a la luz de un foco birrioso y cogió de un estante una lente analizadora.
—Parece efridio. Humm —con cuidado, colocó la pieza bajo la lente y pulsó un interruptor. Un haz de luz azul se proyectó sobre la superficie del talismán.
—De primera calidad. Sin vetas ni impurezas, como puede comprobar —subrayó Lérad.
—No está mal —el drillín guardó la lente—. Les daré doce mil.
—¿Doce mil? Esta pieza vale por lo menos ciento cuarenta mil.
—Los objetos sólo valen lo que se esté dispuesto a pagar por ellos. Quince mil doscientos es un precio justo. En Rialnan no encontrarán a nadie que les dé más.
—Antes me lo comería. Ciento veinte mil.
—Váyanse de aquí, están insultando mi inteligencia. Tengo docenas de piezas más valiosas que esta. ¿Qué se ha creído? No pienso darles más de veinte mil.
—Cien, y que el Eterno me fulmine ahora mismo si bajo un argental de esa cifra. Esta hermosa joya perteneció a mi padre, quien la heredó a su vez de su padre. Ha pasado de generación en generación. Mi alma se condenará para siempre si me desprendo de ella.
—Entonces no la venda. Lárguese de mi tienda. Treinta y cinco.
—Ochenta y cinco.
—Lástima que no haya caído fulminado. Cincuenta mil argentales es mi última oferta. Lo toma o lo deja.
—Es un sacrilegio, un deshonor para mi familia —Lérad me consultó al oído—. ¿Aceptamos?
—Trato hecho —dije.
—Que conste que jamás la vendería si no fuese por nuestra angustiada situación económica. Padre —Lérad alzó la cabeza—, espero que algún día me perdones.
El drillín nos entregó el dinero.
—Largo de aquí, sinvergüenzas. No quiero volver a verles por mi tienda.
Nafidias nos estaba esperando a la salida del comercio.
—Qué pronto ha acabado usted —se sorprendió Lérad.
—Si aún no he comenzado.
—¿Entonces?
—Necesito dinero para poder utilizar un transductor cerebral.
—Pues en buen momento a ido usted a pedir. Estamos sin blanca, Naf. Acabamos de comprar combustible para el carguero y nos hemos gastado todo lo que llevábamos.
—Cincuenta mil será suficiente.
—¿Cómo dice? —Lérad dio un respingo.
—Sé que tenéis ese dinero.
—Prometió...
—Sé lo que prometí, pero esto es un caso especial. Lérad, por favor, entrégame el dinero. Os lo devolveré en cuanto pueda.
—Si se lo entrego, no podemos despegar. Los tanques están vacíos.
—Hay combustible suficiente.
—Deje de leer en mi mente, maldita sea.
—Entrégame el dinero.
—Ya sospechaba yo que nos cedía con demasiada facilidad el talismán. Usted nos lo regaló. No tiene ningún derecho sobre él.
Nafidias balbució palabras incomprensibles. Su rostro comenzó a ponerse morado.
—Lérad, dale el dinero, ¡dáselo! —grité, temiendo que el anciano desatase su furia psíquica contra nosotros.
Mi socio sacó la cartera, pero antes de que pudiese extraer el primer billete, Nafidias Mosna se desvaneció y cayó al suelo.
—Sí que se lo ha tomado a pecho —murmuró Lérad.
—Rob...robb... —tartamudeaba Nafidias.
—Trata de decirnos algo —me arrodillé—. ¿Qué le ocurre?
—Robb...o, navvve.
—¡Robo en la nave! ¡Lérad, llama a un taxi! —conecté el intercom—. Soane, soy Mel. ¿Qué pasa ahí?
Silencio.
—Frede, Soane, contestad.
—Rappp...iddo
—Cálmese, se pondrá bien. Ya vamos para allá.
Un aerotaxi se posó junto a nosotros. Trabajosamente, conseguimos meter dentro a Nafidias.
—¿Deztino, zeñorez?
El latricchi se giró, sus ojos saltones vibrando jovialmente.
—Espaciopuerto local. Date prisa.
El taxi despegó con tal furia que nos cortó la respiración.
—¿De qué zoo te has escapado? —farfulló Lérad.
—El gobierno drillín me conzedió azilo. Tengo carné de conduztor claze LICA.
El taxi pasó peligrosamente cerca de un puente que unía dos rascacielos en forma de aguja.
—¿Qué significa LICA, Ligero de Cascos? Prefiero los conductores automáticos, sinceramente.
—Zon máz lentoz. Mi vehículo lez zupera, eztá trucado. Miren.
El latricchi accionó dos cohetes laterales. El taxi salió disparado a la velocidad del rayo. Llegamos al espaciopuerto antes de que lográsemos recobrar el aliento.
Pedimos al latricchi que nos esperase, mientras llevábamos a Nafidias a nuestra nave. Las alarmas de emergencia sonaban cuando llegamos.
Encontramos a Soane y al abogado tendidos en el pasillo. Les tomé el pulso. Estaban inconscientes, pero vivos. Lérad se asomó por la rampa de entrada. Dos sujetos se alejaban de la nave, llevando una gran caja. Cargaron el bulto en un aerodeslizador y se dieron a la fuga. Regresamos al taxi.
—Sigue a ese deslizador —dijo Lérad.
El taxi voló en persecución de los ladrones. Nos habían robado el simbiótico. Cómo lo habían logrado, era un misterio. Quizá le habían lanzado un proyectil anestésico para anular sus defensas psíquicas, como hiciese Denit Garben en el laboratorio. Eso explicaría el repentino desvanecimiento de Nafidias. Si la simbiosis entre ambos era tan íntima como la doctora aseguraba, cualquier agresión realizada contra uno sería experimentada por el otro como si la estuviera sufriendo realmente, aunque les separasen kilómetros de distancia. Nafidias y la criatura se habían convertido, de hecho, en una sola entidad. No podían vivir aislados, eran un organismo único. Si el simbio moría por cualquier causa, Nafidias también moriría.
Uno de los tripulantes del deslizador se asomó por la ventanilla y nos disparó con un cañón láser. Aunque erró el disparo, pudimos verle el rostro perfectamente, y cómo sonreía mientras trataba de conservar el equilibrio ante los vaivenes del vehículo.
Era Lubián.
Deberíamos haberlo sospechado. Lubián nos venía siguiendo desde hacía tiempo; interfirió nuestras comunicaciones y así consiguió enterarse de que llevábamos a bordo una carga sumamente valiosa para el gobierno confederal, por la que estaría dispuesto a matarnos si era necesario. No tomamos las precauciones suficientes cuando nos la jugó en el viaje a Dekoan, manipulando las cerraduras de las jaulas. Lubián era un experto infiltrándose en computadores ajenos. Si hubiésemos invertido un poco más en seguridad, aquello no estaría sucediendo.
—Voy a darle un escarmiento a ese canalla —Lérad quitó la mampara transparente del techo del taxi—. Lubián y el rudeario no irán muy lejos.
Se asomó por el hueco y disparó una ráfaga de láser contra el aerodeslizador. Lubián se escondió rápidamente. El vehículo realizó un picado, internándose en el laberinto de la ciudad.
—¡No los pierdas, latricchi! —advirtió Lérad.
—Ezto lez coztará una buena pazta.
—Te pagaremos, cerdito interesado, pero acelera.
—¿A quién llama zerdito? —replicó el latricchi, ofendido—. No zoy un zerdito.
—Pon en marcha los cohetes auxiliares, y déjate de parloteo.
—Ez ilegal.
—Antes los has utilizado.
—Quería imprezionarlez.
—Ponlos en marcha, o seré yo quien te impresione a ti.
De los cohetes brotaron sendas lenguas flamígeras. El impulso nos aplastó contra los asientos. La distancia que nos separaba de Lubián se redujo sensiblemente.
—Ya lo tengo —Lérad volvió a asomarse al exterior.
El taxi tomó una curva cerrada para evitar la colisión con un voluminoso transporte de pasajeros. Lérad se golpeó contra una ventanilla.
—¡Haré que te retiren la licencia, cerdito!
—¡No zoy ningún zerdito!
Lubián disparó de nuevo. Esta vez afinó mejor la puntería, consiguiendo dañar una de las turbinas ventrales. Por si aquello no nos bastaba, una patrulla volante se acercó a nosotros, haciéndonos señales para que nos detuviéramos.
—Han rebasado el límite máximo de velocidad —nos advertían por la radio—. Deténganse.
—Ignóralos. Pagaremos la multa que te pongan, latricchi.
Un segundo disparo de Lubián impactó en el frontal del taxi. Dos paneles saltaron por los aires, acompañado de un torrente de chispas y humo.
—Noz veremoz.
El latricchi accionó el sistema de expulsión del piloto y fue catapultado hacia arriba. El taxi perdió altura.
—¡Ese pequeño hijo de perra se ha largado! ¡Y sólo su asiento era eyectable!
Lérad saltó sobre el puesto del piloto, intentando enderezar el rumbo, pero los daños eran demasiado graves. El taxi se acercaba al suelo.
Abrimos la puerta del conductor. La patrulla volante se había colocado en vuelo paralelo, empeñada en no dejar escapar a su presa. Por una vez, la policía iba a ser nuestra salvación. Lérad subió al techo del taxi y saltó al otro vehículo. Poco después, me tocó saltar a mí. El taxi, fuera de control, se precipitó contra la fachada de un edificio. La onda expansiva de la explosión rompió sin duda muchos cristales.
—No ha sido culpa nuestra —Lérad se encogió de hombros.
—Humanos —dijo uno de los drillines, apuntándonos con su arma—. Únicamente monos como vosotros podrían causar este destrozo.
Lérad no replicó. Aún recordaba el incidente en Dricon por discutir con el vigilante.
—El jefe se pondrá contento —dijo su compañero—. Hace tiempo que no cogíamos primates.
—Os gustarán nuestras cárceles —rió el conductor—. Y también nuestras sanguijuelas cucaracha.
—¿Sanguijuelas cucaracha? —horripilantes imágenes pasaron por nuestra imaginación.
—La verdad, habríais tenido suerte si os hubieseis estrellado —el drillín hizo chasquear su lengua parda, en un gesto de satisfacción.
—El tratado Larman prohíbe el trato hostil y xenófobo —alegó mi amigo, recordando lo que dijo el socio rudeario de Lubián en cierta ocasión. Por cierto, Lérad no le hizo mucho caso entonces.
—Larman fue un cobarde, Olden también, y el tratado es aquí basura —dijo el drillín conductor—. Vosotros sois basura. Sólo serviréis para que las sanguijuelas engorden.
El vehículo policial pasó bajo una gran arcada. Al final de la avenida se destacaba una mole de vitroacero de contornos amenazadores.
—Aspirad el aire fresco —aconsejó el drillín—. Será vuestra última sensación agradable en largo tiempo.
• • • • •
La celda tenía un aspecto repugnante. Para empezar, ni siquiera parecía una celda, sino el interior del vientre de un animal marino afectado por indigestión. Por el tacto y el olor que desprendía a bilis, dedujimos que la estancia estaba forrada de tejido estomacal vivo: reaccionaba a la presión con un ligero burbujeo y secretaba un líquido amarillo asqueroso. Un extraño bulto del techo iluminaba tétricamente el aposento, confiriéndole una apariencia fantasmal. Alguien se desperezó en una litera mugrienta cuando el carcelero nos arrojó al interior del calabozo. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, rostro hirsuto y ojos legañosos. Llevaba el torso desnudo. Amplias costras le cubrían parte del pecho y brazos.
—Menos mal que tendré compañía —dijo—. Así podré dormir un rato tranquilo.
—¿A qué te refieres? —quise saber.
—A eso —señaló el techo—. Hay que montar guardia para vigilarla.
—Pero si es una lámpara.
—Pareces estúpido. ¿Crees que sería necesario vigilarla si fuese una lámpara?
—Creo que ya sé a qué se refiere —Lérad se colocó bajo el bulto para observarlo mejor.
—Quítate de ahí. Nunca se sabe cuándo puede caer sobre ti. La picadura de las medusas abisales son lo peor que hay en este planeta. Mueres en diez minutos, a menos que te administren un antídoto. Es una agonía terrible, yo lo he visto. Mi anterior compañero se durmió durante su turno de guardia. Cayó sobre él y..., no quiero recordarlo. Los carceleros se negaron a socorrerlo. Dijeron que como no tenía dinero para pagar el antídoto, no se lo daban.
—Terror psicológico. Típico de los drillines.
—Sí, y además sirve para economizar gastos. Las medusas despiden luz propia. Bueno, hasta que tienen que reponer fuerzas.
El ser continuaba completamente inmóvil. Habría pasado por una lámpara estrafalaria, pero ahora que sabíamos su auténtica naturaleza, no podíamos pasar por debajo de él sin que se nos formase un nudo en la garganta.
—Parece que no se entera de que estamos aquí —advirtió el hombre—; sin embargo, lo sabe de sobra.
Inspeccionamos la celda, aunque ciertamente había poco que ver. A cada paso que dábamos, sentíamos un burbujeo debajo de la suela y la adherencia de la secreción amarilla a nuestras botas. Tomamos asiento en el borde de la litera que quedaba vacía.
—Se desplaza lentamente, como un caracol. Puedes pasarte la tarde entera mirándola y creer que no se mueve.
—¿De qué son esas marcas? —señalé las costras que le cubrían el pecho.
—De sanguijuelas cucaracha. Te chupan hasta que se hinchan como balones. Es doloroso, pero lo peor viene después. Es como si un nido de hormigas te comiera la piel por dentro. Y no sabéis como escuecen las heridas.
—Te entiendo —dije, rememorando mi experiencia con los líquenes—. Cuéntanos qué hiciste, por qué te encerraron aquí.
—Me salté un paso de cebra.
—Así que los drillines tienen pasos de cebra. ¿Una costumbre importada?
—Han copiado algunas cosas de nosotros, como los pasos de cebra, el batido de coco o los seriales de holovisión. Llevo en Rialnan dos años y medio. Son malísimos. Prefiero los nuestros.
—¿Los batidos de coco, o los seriales?
—Los seriales.
—Supongo que llevarás aquí dentro poco tiempo —dije, temiendo que la respuesta fuese negativa.
—Seis semanas. Sí, ya sé lo que estáis pensando, seis semanas por saltarse un paso de cebra es un disparate, pero los drillines son así, nos tienen tirria. En cuanto me suelten, me largaré de este planeta y no regresaré nunca más.
Seis semanas. Temblé al imaginar el tiempo que estaríamos encerrados en aquella celda.
—Parece que se ha movido hacia aquí.
—¿Qué? Oh, no te obsesiones con eso. Te acostumbrarás a su presencia. Bueno, contadme por qué os han encerrado.
—Por violar el límite máximo de velocidad y daños en una fachada —respondió Lérad—. El taxi en que viajábamos se estrelló contra un edificio.
—Oh, lo siento amigos, no quiero deprimiros, pero la medusa habrá caído sobre vosotros antes de que volváis a ver la luz del día. Teniendo suerte, estaréis aquí uno o dos años; sin embargo, nadie ha sobrevivido tanto tiempo, que yo sepa.
—Gracias por darnos ánimos. Es reconfortante.
—Aunque podríais salir mucho antes.
—Habla.
—Aparte de gustarles los batidos de coco y los seriales, los drillines han aprendido el significado de la palabra soborno —el hombre bostezó—. Me muero de sueño. Vigilad a la medusa un rato.
—Espera —lo sacudió Lérad—. ¿Cuánto nos costaría salir de aquí?
—Uf, tendríais que untar a media docena de funcionarios.
—Tenemos cincuenta mil argentales.
El hombre se dio media vuelta en la cama y cerró los ojos.
—¿Será suficiente con eso? Di, ¿será suficiente? —pero el hombre se había quedado dormido—. Pues qué bien —gruñó Lérad—. Por culpa de un roñoso talismán de efridio hemos venido a parar aquí. De haber hecho caso a Soane, no habríamos aterrizado en Rialnan.
—Ojalá supiese qué les ha pasado —dije—. Hace más de diez horas que no sabemos nada de ellos. Si tuviésemos los intercoms, podríamos llamarles, pero el drillín de la entrada se quedó con todas nuestras pertenencias.
—Incluida mi cartera —recordó Lérad amargamente.
—Se ha movido. Observa, se ha desplazado dos centímetros a la izquierda.
—¿Quieres dejar de mirarla de una vez, por favor? Vas a conseguir ponerme nervioso.
La luz que despedía la medusa abisal se debilitaba.
—Pronto bajará a reponer energías —anuncié.
Lérad aplastó con la punta de la bota una rugosidad del suelo. Lejos de desaparecer, la rugosidad se infló hasta convertirse en una ampolla purulenta.
—Me gustaría saber a quién se le ocurrió diseñar estas hermosas celdas. Son de lo más agradable que he visto en años.
La ampolla reventó, esparciendo un líquido espeso por la superficie de la bota.
—Espera a ver las sanguijuelas cucaracha —advertí.
Una sección de la pared se contrajo hasta formar un óvalo negro.
—Eh, mandriles, salid.
Un carcelero nos apuntaba con una aguja láser.
—Es la hora de la cena —rió el drillín, haciendo chasquear su lengua parda.
—No tenemos hambre —dijo Lérad.
—Vosotros no, pero ellas sí. Andando los tres.
Nos condujeron a una sala circular decorada con grotescos dibujos de la mitología rialniana. Aunque los dibujos eran horribles, por lo menos se hacían más soportables que la celda biliosa en que nos habían recluido.
En el centro de la sala vimos un recipiente de cristal con siniestras formas vivas que se agitaban inquietantemente.
—La cena ha llegado, pequeñas —dijo el drillín. Las repulsivas criaturas emitieron agudos chillidos de excitación, como si comprendiesen lo que les había dicho.
El carcelero introdujo unas pinzas metálicas en el recipiente. Tragamos saliva. Dos babosas gordas de color púrpura se enroscaron en el metal.
—¿Qué es... que es lo que pretenden? —tartamudeó Lérad.
—Disfrutamos martirizando a los prisioneros —el drillín nos exhibió sus dientes caninos—. Bien, si no hay más preguntas —acercó las pinzas a Lérad— empezaremos el festín.
—Espera, espera, tenemos dinero. Tú pareces un tipo inteligente. Podríamos llegar a un acuerdo económico, ya me entiendes.
—Antes quiero ver cómo las sanguijuelas os chupan la sangre, idiotas.
Los chillidos de los animales eran insoportables. Las sanguijuelas agitaron a pocos centímetros de la cara de Lérad sus extremidades ciliares, excitadas por el olor a carne humana. La frente de mi amigo estaba perlada de sudor.
Una puerta se abrió. Había entrado otro carcelero.
—Este par de monos está de suerte. Tengo una orden de excarcelación inmediata.
—Nada hay inmediato aquí dentro. Podemos aplazar el cumplimiento de la orden —agitó las pinzas.
—Mejor que dejes eso. Hay un abogado por medio que podría causarnos problemas. Ha llamado al cónsul. Diviértete con el otro prisionero, si quieres.
El drillín apartó de mala gana las pinzas. El rostro de Lérad se distendió en una sonrisa de alivio.
Frede Baenese nos aguardaba a la entrada de los calabozos.
—Jamás imaginé que me alegraría tanto de volver a ver tu cara, —dijo Lérad—. ¿Quién ha pagado la fianza?
—Vosotros —Frede nos entregó una lista—. Nos comunicaron vuestra detención. Tuvimos que permitir que se llevasen de Poderosa todo esto.
—Pero, pero, ¡nos han limpiado la nave! Los repuestos, el robot araña y... y la tonelada de ortoclasas que transportábamos a Isal Mado.
—Sus pertenencias —un drillín nos entregó dos bolsas—. Pongan el dedo en el dáctilo y márchense.
—Eh, no tan deprisa —Lérad comprobó sus objetos personales: el dinero había desaparecido—. Mi cartera contenía cincuenta mil pavos.
El drillín cogió a Lérad del cuello.
—Supongo que no insinuará que le hemos robado su dinero.
—Mi cliente no tiene ninguna queja por el trato recibido, ¿verdad, Lérad? —Baenese cogió el pulgar de mi socio y lo apretó contra el dáctilo—. Arreglado, hasta la vista. Vámonos.
Se había hecho de noche. Las dos lunas de Rialnan, en el cenit, iluminaban las calles con un resplandor verdiazul. Un espectáculo digno de contemplar, pero aquel momento era poco indicado para extasiarnos con maravillas celestes.
—¿Sabes lo que nos costará reponer el cargamento de ortoclasas? —gritaba Lérad al abogado—. Estos papudos miserables nos han desvalijado la nave, y tú ni siquiera pestañeas. Bien puedes disponer de lo que no es tuyo.
—No tuve elección. Causasteis daños en un edificio gubernamental, y un latricchi os denunció por destrozarle el taxi. Os acusó de haberle coaccionado para escapar de la policía. Además, qué queréis, esto no es la Confederación. Aquí la seguridad jurídica no existe para los humanos.
—Me he dado cuenta de eso, majadero.
—Dejad la discusión para más tarde —rogué—. Hace horas que no tenemos noticias vuestras, Frede. ¿Cómo se encuentra Soane?
—Bien. Es Nafidias el que está mal. Su sobrina se ha quedado en la nave con él. Llamamos a un médico. Dice que sufre un shock nervioso.
—Os advertimos que tuvieseis cuidado —dijo Lérad—. ¿Por qué no usasteis los intercoms?
—Irradiaron la nave con ondas de paralización medular. Eso les permitió llevarse al simbiótico sin que se defendiera —Baenese consultó su reloj—. Bueno, se nos hace tarde, deberíamos regresar al espaciopuerto. Soane quiere hablar con vosotros.
• • • • •
La pelirroja estaba al pie de la cama de su tío. Nafidias boqueaba, un hilillo de saliva se deslizaba por la comisura de los labios, y sus ojos abiertos miraban al techo como podían haber mirado a cualquier otro sitio. Si la salud del anciano siempre había sido frágil, en aquel momento estaba a punto de hacerse añicos. Todos sabíamos lo que le sucedía, y la suerte que le aguardaba si el simbiótico permanecía alejado de él. Cuánto aguantaría en aquel estado, era un enigma; en cualquier caso, no sería demasiado.
—¿Está consciente? —pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Tú no tienes la culpa —traté de consolarla—. Una irradiación con ondas paralizantes es imposible de detener si el escudo está desactivado.
—Mi tío morirá. Lo sé.
—Tal vez Denit esté equivocada. Quizá la unión no es irreversible. Los médicos podrían llegar a curarle.
—Sólo hay una forma de curarle: trayendo de vuelta al simbio.
—¡Ni hablar! —atajó Lérad—. Esa cosa no volverá a esta nave.
—Empiezo a sospechar que esto es lo que tú deseabas que sucediera —le espetó Soane.
—De qué hablas, nena.
—Nos dejaste a Frede y a mí al cuidado del carguero, sabiendo que seríamos incapaces de defenderlo. Querías que nos quitasen el simbiótico.
—¡Eso es mentira!
—Tú sabías lo del escudo. Y tú también, Mel. De haberlo tenido levantado, nosotros...
—Estás siendo injusta con nosotros —intervine—. Un ataque como el que habéis sufrido era imprevisible. Para empezar, se necesita un equipo altamente sofisticado para poder irradiar toda esta nave, y tener los escudos alzados permanentemente consume mucha energía.
—Sabíais que nos seguían.
—Se acabó —anunció Lérad—. No estoy dispuesto a seguir oyendo más estupideces. Os llevaremos a territorio de la Confederación y abandonaréis la nave en el primer lugar que aterricemos.
—¿Eso me incluye también a mí? —apuntó Baenese en voz baja.
—Por supuesto.
—Sería muy arriesgado volver a la Confederación ahora —alegó Baenese—. La guerra se ha generalizado. Prácticamente ningún sistema está ya a salvo. Las noticias que hemos captado esta tarde por subéter son terribles.
Nafidias agitó las manos, intentando llamar la atención. Soane se inclinó hacia él. El anciano le susurró unas palabras al oído.
—Mi tío os propone un trato.
—Aseguraste que estaba inconsciente —Lérad frunció el ceño.
—Me encuentro mejor —Nafidias se incorporó de la cama con esfuerzo—. He vuelto a sentir Su Presencia. Muy débil, pero la siento.
—¿Cómo ha podido recobrarse tan pronto? —Lérad desconfiaba.
—Ella me ha despertado. Debo reunirme con la criatura antes de que el lazo se rompa. Aún estamos a tiempo.
—Eh, oiga, sé lo que está pensando. Olvídese de tratos. Usted, su sobrina y el picapleitos se apearán en cuanto entremos en territorio de la Unión.
—Conforme.
—Ya estoy harto de sus exigencias y amenazas veladas, de modo que... ¿quiere repetir eso último?
—Conforme.
—Muy bien, Naf, entonces asunto liquidado.
—¿No deseas oír mi oferta, Lérad?
—No.
—Saldaré vuestra deuda. Mabe Godda os dejará en paz para siempre.
—Eso es un farol. Usted no tiene ni para comprarse una túnica nueva.
Nafidias lo miró a los ojos y guardó silencio. Lérad comprendió a qué se estaba refiriendo. En el semblante de mi socio se formó una torva sonrisa.
—Oigamos qué es lo que pide a cambio.
—Llevadme a Archenis Glon y ayudadme a recobrar la criatura.
—Archenis es una estación espacial del sistema Fornax.
—En efecto. Llevadme allí, haced lo que os pido y desapareceré de vuestra vista.
—Pero, tío... —intentó replicar Soane.
—¿Qué garantías tenemos de que cumplirá su palabra, Naf?
—Un miembro de la Congregación de Omnius jamás miente.
—Quisiera garantías tangibles en lugar de palabras.
—Puedo darte en prenda mi túnica. Es la única garantía tangible que tengo.
—Habrá que fiarse de su palabra —dije.
—Sí. No estoy con ánimos para soportar verlo en paños menores.
—He conocido ladrones con una moral más elevada que la tuya, Lérad —declaró Soane.
—Eres libre de irte con esos ladrones cuando quieras. Aquí nadie te retiene.
—Mel, quisiera hablar contigo. A solas —me pidió Soane.
—Vayamos a la cabina de mandos —dije—. Tengo que arreglar los trámites para el despegue.
Los problemas burocráticos con el control del espaciopuerto fueron menores de lo que esperaba, debido en parte al escaso tráfico que presentaba Rialnan en comparación con Dricon. Nos autorizaron la partida de inmediato, quizá para perdernos de vista cuanto antes. Revisé el estado de los motores, la presión del casco y los niveles de plasma. Todo en orden. Lubián no había cometido en nuestra ausencia ninguna fechoría más
—Perdóname, me he comportado como una idiota. Yo... sé que tú no eres como Lérad.
Soane se dejó caer en el asiento del piloto.
—Encontraremos al simbiótico —la animé.
—Es posible —la mujer concentró su vista en el panel de instrumentos, abismada en sus pensamientos—. Esta tarde recibí una llamada de mi hermano, Travin. Lo han soltado.
—Estupendo.
—Hoy mismo partía para Telura, en una operación de castigo. Lo han movilizado. Pero lo peor no es eso.
—¿Volverá a la cárcel cuando termine la guerra?
—Peor aún. Los militares le han implantado un neuro en la cabeza.
CAPÍTULO 18
La situación política en Dricon era crítica. Aparte de la sublevación de Telura, Eos Biln tenía que enfrentarse a varios altos mandos de su ejército que se habían pronunciado en contra de la guerra. Biln los había cesado fulminantemente, pero la actitud de los militares contestatarios había cundido entre las altas jerarquías castrenses. Los ceses habían creado un malestar profundo que no favorecía en absoluto al presidente. Tampoco había que olvidar que Telura y sus sistemas aliados eran un adversario mucho más fuerte de lo que Biln creía. La mayoría de las intercompañías se habían decantado a favor de Telura, y el apoyo no era casual ni gratuito, dado que se les había garantizado el mantenimiento de sus privilegios económicos y una compensación adecuada por su cooperación cuando la guerra terminase.
Sin el apoyo del sector privado, Biln no podría sostener durante mucho tiempo el esfuerzo bélico. Las empresas públicas de suministros y material militar eran insignificantes comparadas con las del sector privado. La alta tecnología se hallaba en manos de las intercompañías; los técnicos, los talleres y todo el apoyo logístico para mantener en funcionamiento las costosas maquinarias de guerra pertenecían a empresas privadas, y las principales factorías se encontraban en el sistema Telura, fuertemente custodiadas. Biln tenía pocas bazas por jugar antes de perder la partida, pero todos nos temíamos que se estuviese guardando un as bajo la manga. Y nadie sabía cuándo iba a utilizarlo.
Travin Mosna, una víctima más de las circunstancias, había sido detenido en el peor momento. El director de la prisión le ofreció conmutarle la pena a cambio de su colaboración en un experimento científico. Investigadores de la Confederación habían diseñado un nuevo inductor neural —basado en el que fabricaba Ludosens— que prometía revolucionar el arte de la guerra; aunque como el experimento era secreto, no supimos en qué sentido la revolucionaría. La habilidad de Travin en sus representaciones teatrales no había pasado inadvertida para las autoridades, quienes sospechaban que el hermano de Soane podía tener poderes psíquicos de extraordinario valor. Travin evaluó erróneamente la situación, y en lugar de deshacer el equívoco, urdió una historia novelesca para encubrir sus estafas y ocultar que utilizaba hipnagones ilegalmente.
Las autoridades no eran estúpidas, sabían que probablemente Travin era un impostor, pero por si acaso decidieron realizarle el implante. Él creyó que saldría ganando con aquel trato; sin embargo, lo primero que recibió fue una orden de embarque en un crucero estelar y un fusil de asalto. Además, llevaba aquello en la cabeza, y aunque Travin no era un individuo de inteligencia privilegiada, sabía que sus superiores lo tendrían a su merced mientras esa diminuta lenteja estuviese clavada en sus sesos. Eso sin contar con el deterioro progresivo que sufrirían sus neuronas a causa del inductor, y que le conducirían a una muerte segura antes de cinco años.
Acudió a mi memoria lo que Nafidias nos relató acerca de Joll y la idurlina dilítica. La droga había potenciado el desarrollo de los lóbulos frontales de Joll. Quizá con los neuros se pretendía conseguir algo similar. Una estimulación adecuada de ciertas zonas del cerebro en algunos sujetos podría desencadenar fenómenos psíquicos de alcance desconocido. Si aquello era efectivamente posible, esta guerra sería la primera ocasión donde ambos contendientes ensayarían la virtualidad de su nueva arma.
Alcance desconocido, me repetí. ¿Y si aquél era el peligro que Nafidias nos había advertido? ¿Estaba la humanidad al borde de la extinción por el uso indiscriminado de facultades psíquicas que apenas se conocían? ¿Se ocasionaría una distorsión en el espacio-tiempo que borraría a nuestra galaxia del universo? Poderes como la telepatía o la levitación eran una broma de colegial comparados con otros que daban escalofríos sólo de pensar en ellos. Una vieja superstición asegura que el mero hecho de pensar en una idea hace que la misma pueda algún día hacerse realidad, por absurda que sea. Personalmente, no creo que con el solo poder del pensamiento se pueda de seleccionar una línea temporal entre la infinitud de futuros posibles, pero ¿y si así fuese? ¿Y si las ideas tuvieran una existencia propia, y nosotros fuésemos simples aparatos de radio, que nos limitásemos a sintonizarlas? ¿Somos nosotros los que tenemos ideas, o son las ideas las que nos tienen a nosotros?
—Carguero estelar a estación Archenis Glon. Solicito autorización para atraque —dijo Lérad.
—Manténganse en órbita hasta nuevo aviso. Comprobaré su identificación.
La estación espacial, de forma cónica, giraba lentamente en la negrura tachonada de estrellas. Archenis era un centro de intercambio comercial poco importante, ideal para todo aquel que persiguiese realizar operaciones discretas y no deseara llamar la atención. Un lugar perfecto para que Lubián se desembarazase del simbiótico sin tener que contestar preguntas inconvenientes.
—Que se prepare ese granuja. Cuando le ponga la manos encima, me haré un collar con sus costillas —murmuraba mi socio.
—Si es que aún sigue vivo —apunté.
—¿Y por qué tendría que haber muerto?
—El simbio logró comunicarse telepáticamente con Nafidias, lo que significa que todavía presenta actividad psíquica. El ser podría haber matado a Lubián.
—Le habrán inyectado litros de sedantes. Seguro que Lubián lo tiene bajo control.
—Eso es suponer mucho. El simbiótico difícilmente puede estar bajo control.
—Archenis a carguero —nos contestaron—. Concedida autorización para atraque en muelle cinco. ¿Van a permanecer en la estación mucho tiempo?
—El justo para resolver un asuntillo sin importancia —dijo Lérad—. ¿Por qué?
—Debo informarles que se han detectado naves de guerra acercándose al sistema Fornax. La dirección de Archenis les aconseja que tomen las medidas de seguridad oportunas. Declinamos cualquier responsabilidad de lo que pueda suceder.
—Gracias por la advertencia. Estaremos poco tiempo —Lérad cerró el transmisor.
El inmenso cono de Archenis Glon llenaba nuestro campo visual. El radiofaro guió a nuestra nave hasta que atravesamos la compuertas de acceso. A partir de ahí, contamos con la ayuda de una esfera robot pulsante que se mantuvo flotando cerca de proa para guiar a la computadora de navegación. Para Archenis Glon, la atención al cliente era lo primero, y detalles como aquel hablaban por sí solos de la competencia del personal de la estación.
Los motores de Poderosa rugieron para estabilizar la nave en la maniobra de descenso al muelle. Un sonido metálico y el siseo de la refrigeración automática de las toberas nos indicaron que el carguero se había posado con éxito.
—Soane, te esperamos fuera —dijo Lérad por el circuito interno—. Y no te olvides del maletín.
El hangar se hallaba desierto, a excepción de una cápsula monoplaza destinada a reparaciones de la estructura, y un par de unidades ciber ocupadas en labores de mantenimiento.
—¿Crees que es una coincidencia que esas naves vengan de camino? —comenté—. Quizás Lubián las ha avisado para que se pasasen a recoger al simbio.
—Mel, estamos en guerra, a ver si te enteras. Las naves militares vienen y van. El sistema Fornax no se reduce a esta estación.
Uno de los ciber se acercó a nosotros.
—Bienvenidos a Archenis Glon, caballeros. Espero que la estancia en el complejo les sea grata y provechosa. Observo que su nave necesita algunos arreglos. Podría ponerla a punto por un precio módico.
—Soane se está retrasando —Lérad miraba con impaciencia la rampa de Poderosa—. Más le vale que salga con el maletín si no quiere líos.
—Mis sensores detectan que sus módulos de transmisión están bastante dañados. Si me permiten...
—Gracias, pero de momento no necesitamos tus servicios —rechacé.
—Como prefiera —la unidad ciber me tendió una tarjeta brillante—. Tenga, es un plano para visitantes. Si se extravían, encontrarán un terminal de información en cada intersección de corredores. Hasta la vista, caballeros.
El ciber se alejó, regresando a sus ocupaciones.
—Es la primera vez que veo a un mec regalar algo —levanté una pestaña de la tarjeta y un holograma de baja calidad se formó en el aire. La imagen era tan borrosa que apenas se distinguían algunos de los niveles superiores del cono.
—Déjamela a mí —Lérad manoseó la tarjeta. El plano se transformó en el anuncio tridimensional de una sala de gravedad cero, donde el público flotaba alegremente entre nubes y remolinos de color—. Lo sabía, sólo es publicidad.
Arrojó la tarjeta al suelo. La sala de caída libre fue sustituida por un individuo de carnes flácidas, que trataba en vano de tocarse la punta de los pies.
—¿Tiene problemas de peso? ¿Está cansado de que le digan gordo?
—Eso va por ti, Mel —ironizó Lérad.
—Nosotros eliminaremos su problema con los lípidos en menos de una hora, gracias a nuestro método patentado de resonancia intracelular —el hombre mantecoso se convirtió en un atractivo joven de vientre plano.
El tacón de mi bota partió por la mitad aquella inmundicia.
—Deberías haber anotado la dirección.
—Te conviene callarte, Lérad.
Soane bajaba por la rampa con el maletín.
—Por fin te dignas en honrarnos con tu presencia —dijo mi socio.
—He bajado con el equipo, pero no significa que vaya a utilizar... —Soane observó de reojo a los ciber— lo que tú sabes.
—Pues si no lo utilizas, deberás emplear tus encantos para capturar a Lubián y a la rata que le acompaña.
—No le hagas caso —tercié, previniendo una explosión de la muchacha—. Lérad tiene acidez de estómago. Eso le afecta a su humor.
—Debe ser una acidez permanente.
—Que se transformará en úlcera si seguís en Poderosa un día más —masculló Lérad, dirigiéndose a la salida del muelle.
En cada nivel había un panel luminoso que señalaba la posición en que nos hallábamos y los principales servicios existentes. La zona de transacciones económicas se encontraba seis pisos más arriba. Era el lugar más lógico para hallar a Lubián. Entramos al ascensor.
—Tu tío debería saber dónde se encuentra el simbio —comentó Lérad—. Si nos acompañara, nos sería de más ayuda que quedándose en la nave.
—No puede levantarse de la cama —respondió Soane, sin pasar por alto el tono reprobatorio usado por mi socio—. El esfuerzo mental que ha realizado para mantener el contacto con el simbio lo ha agotado.
—Distinguidos clientes, me permito recomendarles nuestro servicio exclusivo de sauna al jengibre con emulsiones tonificantes —dijo el ascensor.
—Por el cielo, basta ya.
—Se les nota cansados. Deberían probar nuestros relajantes baños de microvibraciones. En cinco minutos se desprenderán de la fatiga acumulada y podrán iniciar su jornada de negocios con espíritu combativo y audaz. La eliminación de toxinas acumuladas en las células...
—Si hubiésemos subido por las escaleras habríamos llegado ya —protestó Lérad—. Este ascensor va lento adrede.
—Pero si lo que buscan son emociones fuertes, en el nivel 12 encontrarán nuestra sala de tecnodinámica, donde podrán escoger entre un millón de recreaciones sensitivas para hacer realidad sus fantasías.
—Seguiremos tu consejo. Gracias por la información —dije.
Las puertas se abrieron de inmediato.
—Encantado de haberles conocido —se despidió el ascensor.
—Tu habilidad manejando estos chismes me sorprende —observó Lérad.
—Sólo hay que darles la impresión de que su trabajo es útil. Están programados para convencer; si les haces creer que lo han conseguido, te dejan en paz —me volví hacia Soane—. ¿Cierto?
—En algunos casos; pero no existe una regla general.
Tomamos asiento frente a un monitor, a fin de rastrear órdenes de compra o venta que pudiesen llevarnos hasta Lubián. Ni él ni su copiloto rudeario se veían entre el público.
—Fíjate, la cotización del argental ha bajado un cuarenta por ciento a causa de la guerra —dijo Lérad.
—Y el precio de los metales preciosos se ha disparado —leí un gráfico mural—. El oro ha subido un ciento cincuenta por ciento. El platino, el noventa. Y el efridio...
—Trescientos veinte por ciento ¡Es imposible!
—Os está bien empleado —comentó Soane, sin apartar su atención del monitor.
—El drillín nos engañó. Si no lo hubiésemos vendido, ahora seríamos ricos.
—Si dijera que lo siento, mentiría —Soane nos dirigió una sonrisa hiriente.
—Investiga en el terminal y guárdate tus comentarios —farfulló Lérad—. Toma, éste es el número de registro de la nave de Lubián.
Un rato más tarde, Soane daba por concluida la búsqueda.
—Lo único raro que he encontrado es un cargamento de trípedos purasangres, a un precio que no os interesaría adquirir —dijo—. Entre la mercancía declarada no hay nada fuera de lo normal.
—¿Has consultado las llegadas a la estación durante las últimas horas? —inquirió Lérad.
—Archenis no facilita información que pueda comprometer a sus clientes. Efectivamente se lleva un registro, pero es secreto.
—Pues si es información secreta, utiliza tu talento para que deje de serlo. Estás aquí para eso.
—Lo haré para salvar la vida de mi tío —Soane abrió el maletín—, pero no porque tú me lo pidas.
Conectó su ordenador al terminal y alteró los parámetros de protección para evitar que las defensas del programa se activaran. En el monitor apareció un mapa de localización de los muelles. Soane tecleó el número de registro del carguero de Lubián.
—Veremos si da resultado —contuvo la respiración.
—No sucede nada —dijo Lérad.
—Mi sistema experto está buscando un agujero de protección de los datos. El procesamiento de la información requiere tiempo.
—Acabaríamos antes si buscásemos en los muelles uno por uno.
—Lérad, haz el favor de no ponerla más nerviosa —pedí.
—Por mí ya puede empezar —la pelirroja se encogió de hombros—. La estación tiene sesenta niveles, y hay diecisiete puntos de atraque diseminados por toda la estructura. ¿Vas a coger el ascensor, o prefieres usar las escaleras?
Lérad masculló una imprecación.
—Os aconsejo que vayáis a tomar una sauna al jengibre —dijo Soane—. Puedo manejar la situación yo sola.
—Buena idea. Sigamos su consejo, Mel.
—Deja de incordiar —le advertí.
—Siempre la defiendes. ¿De qué lado se supone que estás?
—Del que siempre estoy, del mío.
—Entonces, que se las apañe ella sola. Ya la has oído, no nos necesita. Desembarquemos a Naf y al picapleitos, y marchémonos de Archenis Glon antes de que lleguen los militares.
—¿Militares? —exclamó Soane.
—Se han detectado naves de guerra aproximándose a Fornax —expliqué—. Nos lo comunicó un controlador de la estación.
El plano del muelle doce se dibujó en pantalla. Un punto destellaba intermitentemente. En el margen del monitor aparecieron las características técnicas del aparato, hora de arribada y cargamento declarado. Sin duda era la nave de Lubián, aunque por razones obvias había ocultado que llevaba el simbiótico a bordo.
—Ahí lo tenemos —señaló Lérad—. A por él.
—Aguarda —pidió Soane—. Ya que tengo acceso al muelle, podría aprovechar para demorar su partida unos minutos en el caso de que intentasen huir.
—¿Cómo?
Un fogonazo de energía partió la mesa en dos. Tuvimos el tiempo justo para echarnos al suelo, antes de que el segundo rayo cruzase por encima de nuestras cabezas y destruyese la mesa adyacente. Lubián era un mal tirador y pudimos repeler el ataque. El agresor rodó por el suelo y se ocultó detrás de una columna.
—¿En qué nivel está el muelle doce? —preguntó Lérad.
—Siete pisos más arriba.
—Tenemos que llegar allí antes que Lubián. Mel, cúbreme.
Lérad alcanzó la salida bajo el fuego de protección de mi láser. Una vez dominado aquel punto, fue mi socio quien me prestó cobertura mientras yo corría hacia la puerta. Lubián, parapetado tras la columna, no se atrevía a asomar la nariz.
—Coge el ascensor. Yo subiré por las escaleras.
—¿Y Soane? —pregunté.
La mujer había aprovechado el tiroteo para huir por otra salida que existía al fondo de la sala.
—Si sabe cuidar de ella misma, ésta es la mejor ocasión para que lo demuestre —Lérad desapareció escaleras arriba.
El ascensor me dio la bienvenida con su amabilidad acostumbrada.
—Espero que haya tenido una provechosa jornada de negocios. ¿Desea ya que le lleve a la sala de tecnodinámica?
Maldición. La máquina me había reconocido, y recordaba nuestra conversación.
—Antes debo ir al muelle doce. Es urgente.
Las puertas del ascensor se cerraron.
—Caballero, le noto extremadamente acalorado. Su nerviosismo es contraproducente para su salud. Sin ánimo de ser insidioso, me permito recordarle que disponemos de...
—Tomaré la sauna al jengibre, lo prometo, pero debes subirme ahora mismo al muelle doce.
—Su tensión arterial ha aumentado considerablemente. La presencia de cantidades elevadas de adrenalina en el flujo sanguíneo es perjudicial...
—Súbeme al muelle doce. Por favor.
Jamás creí que tendría que humillarme ante un ascensor para conseguir que cumpliese con su trabajo. Menos mal que al estar solo, no tuve que soportar la vergüenza pública.
El ascensor abrió sus puertas. Pese a todo, había llegado al muelle antes que Lérad. Me felicité por mi habilidad, aunque sabía que el camino de regreso a Poderosa tendría que ser inevitablemente por las escaleras; de lo contrario, el impenitente ascensor me obligaría a tomar un baño de burbujas contra mi voluntad. Tomar otro ascensor no nos serviría de nada: estaban interconectados.
La nave de Lubián reposaba en el centro del hangar, con las luces de posición encendidas y los motores en marcha. Neio, el copiloto rudeario, ya estaba sobre aviso, y lo único que aguardaba para despegar era regreso de su compañero.
Lérad apareció resollando, con el láser en la mano.
—¿Cómo te las has arreglado para llegar antes que yo? —me dijo.
—Sé manejar a las máquinas. Neio está preparándose para largarse —señalé la nave—. Tendremos que entrar por la fuerza para recuperar al simbio.
Un pequeño cañón oculto bajo el carguero vomitó una ráfaga de rayos de energía. El mamparo que había a nuestra espalda quedó reducido a cenizas. El rudeario nos había visto y estaba dándonos la bienvenida a su manera. Corrimos hacia la nave, saliendo fuera del arco de fuego del cañón.
—En este modelo, la escotilla de expulsión de basuras se encuentra arriba —dijo Lérad en voz baja—. Es algo estrecha para entrar, pero será más fácil abrirla que la rampa principal.
Nos subimos encima de la nave. Efectuamos una mala derivación en el panel eléctrico y provocamos un cortocircuito. La escotilla de basuras realizó un amago de apertura, quedándose a medio camino. Cortamos con el láser una barra metálica del casco correspondiente a una conducción de cables, e hicimos palanca con ella. La escotilla cedió y nos metimos dentro de la nave.
Neio nos estaba esperando en la desembocadura del conducto.
—Asalto a mano armada de una propiedad privada —dijo el rudeario, sacudiendo su hocico ratonil—. Es que ya no se respeta nada hoy en día. Os entregaría a las autoridades si tuviese tiempo, pero hemos pensado otros planes para vosotros. ¡Tirad las armas!
—Estás cometiendo un error —le advirtió Lérad—. Devuélvenos lo que nos robasteis y os permitiremos seguir viviendo.
—La sutileza de tu humor es elogiable, pero hoy no estoy para bromas. Os haré una oferta: entregadnos el control de vuestra nave y a cambio os permitiremos quedaros en Archenis Glon.
—Antes la haría explotar —replicó Lérad.
—Poderosa será nuestra antes o después. Lo único que os ha librado de morir es ese nuevo sistema de protección que os ha instalado vuestra amiga; pero encontraremos el modo de desactivarlo. Por cierto, la humana es una mina. Quizá Lubián la convenza para asociarse con nosotros.
—Lo dudo —dijo una voz de mujer.
Soane había entrado en la nave. Todavía llevaba el maletín.
—¿Por dónde has entrado? —exclamó Neio.
—Llamé a la puerta, y se abrió.
—Mmm, has logrado abrir las cerraduras electrónicas sin que saltasen las alarmas. Me gustas. Lubián está deseando conocerte.
—Ya me conoce —sonrió Soane.
—¿Sí? —el rudeario lanzó un gruñido.
—Y se ha quedado realmente impresionado. Sal fuera a comprobarlo.
—Te lo advertí —dijo Lérad—. Con Soane no se juega. Vamos, encanto, demuéstrale lo que eres capaz de hacer.
—Tira el arma —exigió la mujer.
—¿Por qué habría de hacer una idiotez como esa? —le espetó Neio.
—Porque yo te lo ordeno.
El rudeario estalló en carcajadas.
—Otra broma, ¿verdad? Nunca comprenderé el sentido del humor de vuestra especie.
—No es ninguna broma —declaró Soane, pero por el tono de su voz sabíamos que algo iba mal.
Neio dejó de reír. Sus ojos ratoniles se centraron en el maletín de la mujer.
—Dame eso —dijo el rudeario.
—Como quieras —Soane le arrojó el maletín a la cara. Aproveché aquel momento para tirarme contra su vientre. Neio cayó al suelo y entre Lérad y yo le arrebatamos el arma.
—Muy bien, rata sarnosa —Lérad colocó láser junto a su sien—. Ya tenía ganas de cogerte. ¿Y Lubián?
—Ahí fuera, inconsciente —informo Soane.
—El hipnagón no ha funcionado con Neio.
—Os advertí que a muchos alienígenas no les afecta. Pero tenía que arriesgarme.
—Felicidades, encanto. Admito que sabes cuidar de ti misma. Pero ahora tendrás también que cuidar de tu tío. Coge el simbiótico y adiós. Hemos cumplido nuestra parte del trato: recuérdale a tu tío que no se olvide de cumplir la suya.
Las alarmas del muelle se activaron de repente.
—¿Y ahora qué pasa? —Lérad cogió a Neio de las narices, algo que los de su especie no soportaban—. Como hayas avisado a Seguridad, te doraré en tus propias toberas como a un pollo.
—No... no... —gemía Neio. La nariz de un rudeario contiene gran cantidad de nervios, y eso las hace sumamente sensibles a cualquier roce o presión.
—Id a buscar al simbio —dije—. Yo saldré fuera a ver qué sucede.
Cerca de la nave encontré el cuerpo de Lubián tendido boca abajo, inconsciente tal como había asegurado Soane. Él tampoco podía haber accionado las sirenas. Miré a mi alrededor. El muelle estaba desierto, anormalmente desierto, sin un solo ciber a quien preguntar.
Mis dudas iban a despejarse pronto. Las sirenas se silenciaron con brusquedad. Una voz autoritaria tronó por los altavoces:
—A todo el personal de Archenis Glon. Por orden del gobierno independiente de Telura, la estación acaba de ser puesta bajo administración militar. Cualquier intento de resistencia será inmediatamente sofocado. Nadie podrá entrar y salir de las estación hasta nueva orden. Sigan nuestras instrucciones y les garantizamos que no sufrirán daño alguno.
El muelle quedó envuelto en un silencio sepulcral, que no fue quebrado hasta que Soane y Neio bajaron minutos después por la rampa de la nave con el simbiótico, seguidos por Lérad, que apuntaba con el láser a la cabeza del rudeario.
—Ya lo habéis oído. Daos prisa en llevar el simbio a Poderosa —les apremié.
—Me temo que llegaremos tarde —Lérad señaló hacia arriba.
El sonido atronador de cohetes retropropulsores consiguió que todos alzásemos la vista. Un transporte de tropas, con el emblema de las fuerzas teluranas grabado en un lateral, se cernía sobre nuestras cabezas.
CAPÍTULO 19
El anuncio de que Archenis Glon había sido puesta bajo "administración militar" significaba, lisa y llanamente, que tanto las instalaciones como las naves que se hallasen en su interior habían quedado requisadas por las fuerzas de ocupación. Poderosa no constituyó una excepción, y lo único que recibimos a cambio de nuestro carguero fue un recibo en papel barato que nos reconocía un difuso derecho a reclamar la nave cuando la guerra terminase; siempre, claro está, que no hubiese sido destruida en combate y sus servicios no fuesen necesarios para el mando. Después de estudiar el documento, Baenese nos aseguró que la devolución de Poderosa quedaría al libre arbitrio de los militares, quienes tanto podían decidir devolvérnosla como no; y en ambos casos sin derecho alguno por nuestra parte a percibir indemnización.
La dirección de Archenis había radiado una señal de socorro a través del hiperespacio justo antes de que la estación fuese tomada. Tal vez las tropas de la Confederación estuviesen demasiado ocupadas luchando en otros lugares y no prestasen atención a la llamada de auxilio, pero en cualquier caso, el peligro de un ataque al complejo era real, y como sabíamos por experiencia propia, Eos Biln no se andaba con contemplaciones si decidía atacar posiciones enemigas. El presidente preferiría destruir la estación antes que permitir que fuese utilizada como base militar por Telura. La situación no podía ir peor para nosotros.
Perdón, ¿he dicho que no podía ir peor? Miento. Vaya si podía. Y de qué manera.
Por una vez no pudimos echar la culpa a Nafidias. El viejo inició una pequeña mejoría mientras estuvimos en la base, aunque sufrió otra recaída en su enfermedad respiratoria. En cuanto al simbiótico, los soldados se lo llevaron a una de sus naves para estudiarlo, si bien a ruegos de Soane, prometieron que no estaría separado mucho tiempo del anciano. A causa del simbiótico, todos fuimos interrogados y confinados en una dependencia de la estación bajo vigilancia. Pero no eran éstas las dificultades a las que me refería.
Dos días después de la llegada de las tropas, se recibió la orden de partir hacia el sistema Telura. Biln estaba concentrando sus mejores navíos de guerra con la intención de destruir los principales centros neurálgicos de Telura en una operación relámpago. Se comentaba que Biln se había dado cuenta de que iba a perder la guerra, y quería jugárselo todo en una sola baza para calmar a su cúpula militar, nerviosa y desmoralizada por las últimas derrotas, consiguiendo una victoria en el mismo baluarte de la insurrección. Los boletines de guerra que llegaban a Archenis Glon, filtrados por la censura castrense, daban cuenta de fracasos estrepitosos de las fuerzas de Biln en los sectores Hydra, Pictor y Leo Minor. Los partidarios de Telura superaban en número y preparación a los leales a Biln, tenían la mejor tecnología, los mejores pilotos, las naves más veloces. Y estaban sacando el máximo provecho de aquellas ventajas.
El presidente, en un elocuente gesto de autoridad, había disuelto el parlamento confederal y anulado por decreto los tratados Olden. Su idea de nueva Unión implicaba un régimen autocrático donde él ocupaba el vértice del poder. No es que la Asamblea confederal haya servido hasta ahora de mucho, pero el hecho de disolverla había crispado aún más los ánimos de parlamentarios influyentes, hasta aquel momento al lado de Biln, que al ver eliminada de un plumazo la Asamblea empezaron a mirar el futuro con inquietud. Y así, muchos ciudadanos que en su vida habían oído hablar de Olden y de los tratados, comenzaron a pedir a gritos —convenientemente espoleados por los medios de comunicación— la dimisión del presidente y la restauración de la Cámara confederal.
El apoyo popular de Biln decrecía a cada día que pasaba. Esto en sí no le preocupaba en exceso al presidente, siempre que siguiese contando con el respaldo del ejército, pero hasta este apoyo le estaba siendo cuestionado. Y ahí radicaba el peligro. Cuando a un hombre como a Biln se le acorrala, reaccionará mordiendo. Y todavía no conocíamos la amplitud de sus mandíbulas.
De momento, habíamos sufrido una dentellada directa en nuestras carnes, pero justamente del bando opuesto. Poderosa había sido equipada a cargo del gobierno de Telura con nuevos escudos deflectores, un motor cuántico adicional, unidades laterales de impulsión y cañones automáticos capaces de detectar todos los camuflajes conocidos, aparte de otra serie de mejoras de menor entidad, como un par de giróstatos extra o la reforma de los conductos de refrigeración. Pero el cambio más radical consistió en transformar las bodegas de carga en un hospital de campaña. Nuestra nave no iba destinada a entrar en combate, sino que atendería en la retaguardia a los heridos. Fue un consuelo saber que Poderosa no participaría directamente en la refriega, y que al menos serviría para salvar vidas en lugar de aniquilarlas. Pero nos resistíamos a admitir que iban a quitárnosla por las buenas, y que lo único que recibíamos a cambio era un feo papel que tenía menos valor que la promesa de un político. Dado que llevaba impreso el membrete oficial del gobierno telurano en una esquina, tal vez se tratase precisamente de eso.
La intención de los militares era dejarnos en Archenis Glon y llevarse a Telura cuanto les pudiese ser útil. Hasta cierto punto, no nos disgustamos mucho con aquella decisión. Viajar a aquel sistema y meterse en el escenario de una masacre segura no era un plato de nuestro agrado. A fin de cuentas, Poderosa pasaría a ser propiedad de Mabe Godda dentro de unos días. ¿Qué nos importaba la suerte que corriese? Nuestra vida era más importante. Ya alquilaríamos un carguero cuando la guerra hubiese acabado. Tal como se desenvolvía el conflicto, Archenis era un lugar lo bastante alejado de la vorágine militar como para sentirnos relativamente seguros. Y ahora que se iban a marchar las fuerzas teluranas, mejor aún.
Acabábamos de asimilar aquella idea cuando un capitán del destacamento nos llamó a su presencia.
—¿Qué diantres le han hecho a los controles de su carguero? —dijo—. La computadora no obedece nuestras órdenes.
—Está dotada de un sistema de protección imposible de anular —mentí—. Si intentan neutralizarlo, la computadora quedará inservible.
—Supongo que lo que trata de decirme es que su nave sólo obedecerá las órdenes de sus tripulantes —declaró el capitán, ceñudo.
—En efecto.
—Muy listo. Si tuviésemos tiempo, conseguiríamos anular esa protección aunque tuviésemos que reprogramar la computadora, pero se ha producido una emergencia y debemos partir inmediatamente. Tienen suerte.
—Vaya, qué bien —no me lo podía creer, iban a devolvernos la nave. Bendita Soane.
—Su tripulación queda movilizada. Tienen diez minutos para estar en sus puestos. Ya les indicaremos cuándo deben despegar. Quiero un parte de incidencias cada veinte minutos y un informe detallado del funcionamiento del segundo generador cuántico dentro de media hora. ¿Me ha entendido?
Claro que no me lo podía creer. Maldita Soane, maldito el día que le pedimos que personalizase los controles. Nos mandaban a Telura. ¡Directamente al infierno!
—Entonces, ¿por qué dice que tenemos suerte? —preguntó Lérad—. Yo no la veo por ninguna parte.
—Luchar en el bando de Telura es un privilegio.
—El honor de haber sido elegidos para tan glorioso cometido nos abruma —ironizó Lérad—. No somos dignos para esa misión. Preferiríamos quedarnos aquí.
—Sus preferencias me importan un comino. Van a trabajar para nosotros tanto si lo desean como si no. Antes de que se vayan, quiero hacerles una última advertencia —el capitán sonrió ladinamente—. Como precaución, hemos instalado un detonador en el carguero que se acciona por control remoto. Si intentan huir, la nave será destruida.
—Le agradecemos la confianza que deposita en nosotros.
—De nada. Retírense.
Ahora comprenderán por qué mencioné antes que las cosas sí podían ir peor.
Poderosa no parecía la misma por dentro. La transformación en hospital había sido completa: estaba dotada de quirófano, sala de reanimación, centro de organoplastia para trasplantes y decenas de camas para atender a los heridos. El cuadro médico lo componían tres cirujanos y dos sanitarios, pero ninguno de ellos rebasaba la edad de veintidós años. Le pregunté a un cirujano con la cara llena de granos qué experiencia tenía en la profesión. El joven me respondió que aún le faltaba un año para terminar sus estudios. En secreto, todos rezamos para no tener la necesidad de precisar sus servicios.
—¿Es tu primer viaje? —le pregunté al joven.
—Salí de Eresani IV hace nueve días. Hasta entonces no tenía experiencia en una nave de guerra. Bueno... —carraspeó— ni en ninguna otra. Tú eres de la tripulación ¿cierto? Me llamo Lain Bemulle —me estrechó la mano.
—Meldivén Avrai. Creo que a los dos nos han enrolado en este circo contra nuestra voluntad.
—Sí. Los especialistas médicos escasean. Llegaron a Eresani IV y echaron mano de lo que encontraron. Buscaban sobre todo neurólogos, pero sólo atraparon a uno que no supo escabullirse a tiempo.
—¿Por qué neurólogos?
—El enemigo está utilizando radiaciones enloquecedoras, que provocan alucinaciones visuales y episodios epilépticos. Si el paciente recibe tratamiento inmediato puede salvarse, pero unos minutos de retraso derivan en lesiones talámicas irreversibles, tetraplejía, demencia, e incluso la muerte. Poco después de abandonar mi planeta tuvimos la primera emergencia. Apenas sabíamos a lo que nos enfrentábamos, ¡y pretendían que los curásemos!
—Debió ser terrible.
—Más que eso, Meldivén. Quizás no debería contártelo, pero hace unos días analicé con el tomógrafo a un paciente que había recibido radiaciones. Era como si un arado le hubiese pasado por el cerebro. Aquel individuo era ya un vegetal cuando ingresó en quirófano. Los injertos de tejido neuronal que le realizamos sólo sirvieron para empeorar su estado. Es el caso más grave que he visto en estos nueve días, y espero que no vuelva a encontrarme con otro igual en mi vida.
—Se rumorea que el general Boro empleó ese tipo de armas durante la batalla de Antares, para aplastar a los independentistas.
—Conozco poco esa historia, pero me imagino que no tendría escrúpulos en utilizarlas.
—Eso explicaría por qué Antares se rindió con tanta facilidad.
—Meldivén, ahora debo irme. Tenemos que revisar todo el equipo que han cargado a bordo. La unidad de organoplastia funciona mal, y el equipo de soporte vital no reanimaría ni a un perro que se hubiese quedado dormido.
Lain entró en la bodega habilitada como quirófano y se perdió entre la maraña de máquinas. Todo el personal sanitario había trabajado intensivamente en los equipos durante dos días y aún no conseguían que funcionasen decentemente.
Tenía mis dudas de que lo lograsen para cuando los primeros heridos comenzasen a llegar.
Nafidias y el simbiótico recibieron la orden de embarcar en el último momento. No sé cómo se las arregló Naf para conseguirlo, pero allí estaba otra vez. Desembarazarse de ellos iba a ser sumamente difícil.
—Prometió que nos dejaría en paz en cuanto recobrase su bicho —le recordó Lérad.
—Circunstancias de fuerza mayor impiden mi partida —Nafidias se quedó mirándolo fijamente—. Yo también he sido movilizado. Tenía que ir con ellos de todas formas, de modo que solicité del comandante que me concediese viajar junto a mi sobrina.
Soane salió a recibir a su tío.
—¿Qué es lo que te han hecho?
—Nada, no te preocupes. La criatura y yo estamos perfectamente. El comandante ha pedido el asesoramiento de especialistas. Aprovecharán que vamos a Telura para ponerme bajo el estudio de los científicos.
El intercom zumbó. Era el capitán.
—Estoy esperando el parte de incidencias —graznó—. ¿Acaso lo han olvidado?
—Han subido a bordo material sanitario de desecho —contesté—. No hay garantías de que...
—¡Silencio! Eso no es de su incumbencia. Ustedes limítense a la nave. ¿Qué hay del informe sobre el generador que les pedí?
—Estamos en ello.
—De contar con un poco más de tiempo, les aseguro que lo iban a pasar muy mal. Despegaremos dentro de cinco minutos, así que espabilen.
La comunicación se cortó.
—Este capitán empieza a hartarme —dije.
—No eres el único —convino Lérad—. Vamos a la cabina de mandos. Tenemos el tiempo justo para marcharnos.
Una vez en nuestros asientos de pilotaje, mi socio cerró la puerta de la cabina.
—Si hay algo que no soporto es que alguien me dé ordenes sobre lo que tengo que hacer en mi propia nave.
—Admito sugerencias.
—El capitán no tiene intención de hacer explotar el carguero, Mel. Lo del detonador es un cuento.
—Me gustaría que tuvieses razón, pero no podemos arriesgarnos.
—¿Piensas que mataría al personal sanitario para impedirnos huir? ¿Y el equipo que han invertido en acondicionar Poderosa?
—Según me ha comentado un cirujano, se les obligó a alistarse por la fuerza. Su experiencia médica se encuentra muy próxima a cero. Creo que los militares podrían prescindir de ellos sin cargo de conciencia. En cuanto al equipo, probablemente ha sido requisado en alguna parte, y se halla en un estado pésimo. A los militares no les ha costado un argental. Nada perderán si hacen estallar esta nave.
—Una vez despeguemos, nos pondremos a buscar el detonador y no pararemos hasta encontrarlo, o tener la seguridad de que no se encuentra aquí.
—Aunque lo lográsemos, Lérad, nuestras posibilidades de escapar con vida son ínfimas. Las naves de guerra son mas rápidas y no tardarían en darnos alcance.
—Olvidas las mejoras que nos han introducido: un generador auxiliar, giróstatos nuevos, propulsores laterales, y todo eso gratis. El escudo deflector es capaz de parar un ataque intensivo directo, y los autocañones de precisión podrían hacer trizas a cualquier caza que se nos acercase demasiado.
—Pero supón que Telura gana la guerra. Seríamos perseguidos como desertores.
—Está bien, Mel, si prefieres morir como un héroe en Telura por una guerra que ni nos va ni nos viene, adelante. Yo prefiero seguir viviendo, aunque sea como un cobarde. ¿Es que no lo comprendes? Se trata de salvar nuestro pellejo, eso es lo único que importa, y no toda esta mierda que han organizado un par de locos. Oí tu conversación con ese médico lleno de granos. ¿Quieres quedarte tetrapléjico el resto de tu vida? Y no solo tú, también yo, y Soane, recuerda que también ella va a Telura. Vete despidiendo de Denit. Si sales con vida de ésta, ella no querrá saber más de ti. Necesitarás una persona que te ayude a ir de la cama a la silla de ruedas, que te limpie después de comer, que te auxilie a hacer tus necesidades. La verdad, preferiría estar muerto antes que pasar por eso.
No contesté. Mi mente se había poblado de imágenes horripilantes.
—Lealtad, patriotismo, honor, bah. Toda esa palabrería la inventaron los gobiernos para justificar la masacre de sus pueblos. Un héroe muerto sólo sirve para plantar malvas en su tumba. Nuestra vida no tiene precio, Mel, y únicamente nos pertenece a nosotros; no a Eos Biln, ni a Boro, ni al próximo mamarracho que gane las elecciones.
—¡Enciendan motores! —ladró el capitán—. ¡Nos vamos!
El plasma que surgió de las toberas ahogó las reflexiones de Lérad. Poderosa se elevaba hacia la salida del muelle. Rehenes de la guerra, nos dirigíamos como corderos al matadero, hacia un destino previsible y prácticamente inevitable.
Me consolé recordando que nuestro carguero se mantendría en la retaguardia y no participaría en el combate.
• • • • •
Salimos del pozo cuántico a cincuenta mil kilómetros de la frontera del sistema Telura. El generador auxiliar nos había proporcionado mayor precisión en el salto y habíamos alcanzado el punto de emersión calculado por la computadora con un margen de error muy aceptable. Seguimos a la formación de combate en vuelo sublumínico. Si todo iba bien, llegaríamos al planeta Aproann, nuestro primer punto de arribada, dentro de cuatro horas.
Lérad, obsesionado por encontrar el detonador, se puso a buscarlo rabiosamente por toda la nave. Pretendía que lo ayudase yo también, pero argumenté que alguien tenía que quedarse en la cabina para contestar al capitán, que había adquirido la costumbre de importunarnos regularmente. Además, había que radiar cada veinte minutos un parte de incidencias, y rellenar los impresos electrónicos que nos enviaban constantemente para mantenernos ocupados.
Sintonicé el canal de noticias a fin de seguir el curso de los acontecimientos. La censura informativa estaba presente en cualquier emisora que captaba: las victorias de Telura se exageraban en la misma proporción que se magnificaban los fracasos del ejército confederal. Traté de seleccionar algún canal del bando contrario, pero alguien se las había arreglado para interferir cualquier emisión radiada por el enemigo, y no tuve otro remedio que escuchar las noticias desde la versión que daba uno de los contendientes.
Entre los sucesos del día, hubo uno que aunque directamente no estaba relacionado con la guerra, poseía una importancia enigmática:
ORDEN DE EVACUACIÓN EN DUNIOS LAFIA
La aparición misteriosa de una supernova a cinco años luz de Dunios Lafia ha obligado a las autoridades drillines a iniciar la evacuación del planeta. La estrella Gezodar, enclavada en el Sector Diffiuco II, hizo explosión a las diez horas y veinte minutos tiempo sideral, vaporizando los tres planetas inhabitados de su sistema. Fuentes acreditadas han manifestado que Gezodar era una estrella tipo G, carente de la masa suficiente para provocar el colapso gravitatorio que origina el surgimiento de una supernova. Las primeras mediciones de la explosión no han detectado la presencia de núcleos atómicos pesados, tales como carbono, hierro o silicio, que deberían haber sido expulsados con el estallido, según afirman expertos en física nuclear; lo que convierte este suceso en un hecho insólito para la astrofísica.
La frecuencia de aparición de supernovas en nuestra galaxia es de una por siglo aproximadamente, aunque esta regla es poco precisa, ya que la última que se conoce data de la época precolonial y concretamente del año 2062. De acuerdo con...
Interesante. Parecía poco creíble que una supernova apareciese por causas naturales en el momento en que se había desatado una guerra civil en la Confederación. ¿Era aquella la carta que Eos Biln ocultaba bajo la manga? Tal vez, pero si así fuese, podría haberla utilizado ya para destruir el sistema Telura. A menos que Biln quisiese ensayar su nueva arma antes. Y qué mejor lugar para ello que un sistema inhabitado como Gezodar. Bien es cierto que también había sido afectada la población drillín de Dunios Lafia, pero más que una contrariedad, sería una satisfacción para el presidente, quien siempre fue partidario de aniquilar a los drillines antes que firmar un tratado de paz con ellos. Por suerte para la humanidad, no era Biln quien gobernaba por aquella época, sino Olden y su primer ministro Larman. Dunios Lafia quedaría convertido en un mundo yermo cuando los primeros rayos cósmicos hubieran cubierto los cinco años luz que separaban al planeta de Gezodar. Y entonces, los drillines volverían a declararnos la guerra.
La supernova sería el inicio de un nuevo conflicto. Los drillines no tolerarían que uno de sus mundos quedase convertido en un erial. La escalada bélica transformaría la galaxia en una esfera en llamas. Si los drillines conseguían el arma, convertirían también nuestros soles en supernovas. Un observador que se encontrase fuera de la Vía Láctea vería súbitos destellos de luz por todos los brazos de la espiral; un espectáculo fascinante si no significase la destrucción total, el holocausto definitivo. Y de pronto, el núcleo galáctico estallaría, la potencia de millones de soles barrería para siempre cualquier rastro de vida que aún se escondiese en algún recóndito planeta. Todo lo que conocemos sería aniquilado en una explosión magnífica de energía que sería admirada durante mucho tiempo por los habitantes de las galaxias vecinas. Mirarían al cielo y se preguntarían quién habría encendido aquella luz y por qué. Tal vez aprendiesen algún día su significado.
—He encontrado la bomba —Lérad regresó, acalorado.
Las estrellas morirán, había dicho Nafidias. Recordar aquellas palabras me causó escalofríos.
—¿Es que no quieres saber dónde estaba?
—Las estrellas morirán —dije en voz alta, y pedí una copia impresa de la noticia—. Lee esto.
Lérad examinó la nota apresuradamente.
—Dunios Lafia está al otro lado de la galaxia. ¿Qué tiene de especial? Además, es un mundo drillín. Que se fastidien.
—La noticia sugiere que la supernova fue provocada artificialmente.
—Las mediciones pueden ser erróneas, yo qué sé. A lo mejor se trata de un nuevo fenómeno cósmico, como cuando se descubrieron las estrellas de flujo inverso.
—Nafidias tiene que leer esta noticia.
—Eh, espera, no quiero que ese vejestorio venga aquí a ponerme dolor de cabeza. Volviendo al tema del detonador...
Abrí el circuito de comunicación. Nafidias estaba en la sala de quirófanos, ayudando al personal sanitario a ajustar unos equipos.
—¿Le importaría venir a la cabina un momento? Tengo que enseñarle algo.
—Claro, Meldivén. Enseguida voy para allá.
Lérad me miró con el ceño fruncido.
—No sé a qué viene tanta amabilidad. Ese fósil no la merece.
La desagradable cara del capitán apareció en una pantalla.
—He revisado su último informe. La instalación eléctrica presenta deficiencias serias que aquí no se reflejan. Quiero que repasen la nave de cabo a rabo y que comprueben todas las conexiones.
—A la orden —masculló Lérad—. ¿Alguna cosa más?
—Si no lo hacen, les ajustaré las cuentas en cuanto lleguemos a la órbita de Aproann —el rostro del capitán desapareció.
—Qué ganas tengo de mandar al cuerno a ese culo de plomo —dijo Lérad—. Mel, deberías estar más preocupado por tener una bomba a bordo que por cuatro drillines que van a pasarse de tueste a causa de la supernova.
—De acuerdo —suspiré—, dime dónde la encontraste.
—Dentro del segundo generador. Si cometemos un error durante la desactivación, se producirá una reacción de fusión en los motores. El capitán no bromeaba.
—En tal caso, nos olvidaremos del asunto.
—Pero qué dices. He examinado el artefacto. Posee una microcomputadora encargada de controlar el proceso de fusión. La neutralizamos y la bomba jamás explotará.
—¿Y quién se va a encargar de eso?
Nafidias entró a la cabina. Soane le acompañaba.
—Ahí tienes la solución —sonrió Lérad.
—Sea lo que sea lo que estáis tramando, mi respuesta es no —advirtió Soane.
—Entonces moriremos todos —Lérad se encogió de hombros—. Incluido tu amado tío.
—¿Qué sucede? —preguntó Nafidias.
—Tenemos una bomba de fusión oculta en el generador auxiliar —informó mi socio—. La instalaron para asegurarse de que no vamos a huir.
—Una precaución justificada —comentó Soane.
—Tal vez no estés enterada, pero ahí fuera se libra una guerra, y nosotros vamos a morir pronto si no hacemos algo.
—Lo de que vamos a morir es una suposición.
—Una suposición muy probable.
—Y queréis que sea yo quien desactive la bomba —sonrió la mujer—, ¿me equivoco?
—Claro, ya te entiendo, tú eres una patriota; ofrecerías tu vida para defender Telura.
—Lérad, en primer lugar, mi tío y yo somos de Aproann. No veo qué tienes que objetar a que nos neguemos a huir, justo cuando nuestro mundo necesita ayuda. Allí tengo a muchos amigos. Ellos también tienen derecho a vivir, y si nosotros podemos hacer algo por ellos, lo haremos.
Mi amigo cogió el papel impreso y se lo plantó a la mujer delante de los ojos.
—¿Ves esto? ¿Puedes explicarme cómo vas a defenderlos cuando tu estrella se convierta en una supernova? Este sistema solar desaparecerá por completo. Es una posición muy encomiable la tuya, quedarse aquí y resistir hasta el final, pero yo no tengo madera de mártir.
—Tú tienes madera de cobarde.
—Dejadme ver ese papel —Nafidias estudió el impreso detenidamente—. Es extraño, muy extraño —murmuró.
—Me gustaría conocer su opinión —le pedí.
—Debo meditar sobre ello. Es... es un suceso imprevisto.
—¿Quiere decir que no es esto lo que nos advirtió que pasaría? Usted predijo que las estrellas morirían —le recordé—. ¿Acaso la supernova Gezodar no es un ejemplo de que tenía razón?
—Mel, es todo tan confuso que sería incapaz de explicártelo. Veo como una madeja, un millar de hilos entrelazados, y en cada hebra un curso causal diferente. Debo meditar sobre ello —repitió—. Disculpadme —Nafidias se marchó de la cabina, llevándose el papel.
—Siempre que le haces una pregunta directa se sale por las ramas —comentó Lérad.
Baenese entró en la cabina.
—Hola. Me preguntaba qué hacíais aquí reunidos y he venido a curiosear.
—Vete —dijo Lérad—. A menos que seas un experto desactivando bombas, aquí no tienes nada que hacer.
El abogado nos miró interrogativamente.
—El capitán de la formación nos ha colocado un detonador de fusión —le explicó Soane.
—Vaya un capricho —dijo Baenese—. ¿Para qué?
—Para evitar que huyamos, memo —le espetó Lérad.
—Ah —Baenese se rascó la oreja en actitud reflexiva.
—Deberíamos someterlo a votación —propuso mi socio—. Si la mayoría lo decide, nos arriesgaremos y Soane tratará de desactivar la bomba. Abogado, te escuchamos.
—Yo voto por largarnos de aquí cuanto antes. En Telura no se nos ha pedido nada. Técnicamente, esto es un secuestro, y la huida está justificada. Desde el punto de vista jurídico, no se nos puede obligar a arriesgar nuestras vidas. El estatuto de prisioneros de guerra prohíbe expresamente...
—Es suficiente. Yo apoyo al picapleitos.
—Me da igual que lo apoyes, Lérad —dijo Soane—. Podéis estar todos conformes, pero me niego a participar en cualquier plan de huida.
Una señal de alarma destelló en el panel de mandos.
—Alerta a todas las unidades, se acercan naves enemigas. Alcen inmediatamente los escudos y prepárense para repeler el ataque.
—Demasiado tarde —dijo Lérad—. La fiesta va a empezar.
CAPÍTULO 20
El panel sensor se pobló de puntos luminosos que se acercaban a nuestra formación por todas direcciones. No existía vanguardia ni retaguardia; Poderosa quedaría expuesta a los ataques como cualquier otra nave, con la única defensa del nuevo campo de dispersión de energía que los militares habían instalado en nuestro carguero antes de saber que íbamos a tripular la nave nosotros.
Las cámaras emplazadas en el casco no ofrecían de momento otro panorama que los autocañones girando en sus plataformas, con las miras electrónicas a la búsqueda de blancos. Pronto íbamos a saber si su precisión merecía las alabanzas que el capitán les había dedicado.
Dos cazas teluranos se acercaron al carguero para cubrirnos los flancos. Las fuerzas se habían desplegado en un radio de dos mil kilómetros, con el fin de evitar que la onda de choque producida por un proyectil nuclear afectase al resto de las naves; pero también había otra razón: las radiaciones psíquicas a las que se había referido el cirujano. La dispersión de efectivos trataba de evitar que un foco de radiación pudiese afectar a más de una nave, forzando así al enemigo a que dividiese sus fuerzas.
Desde la visual directa de la cabina daba la impresión de que nos habíamos quedado solos y que el comandante había ordenado batirse en retirada abandonándonos a nuestra suerte; pero la tranquilizadora presencia de los cazas apostados en los flancos nos recordaban que todo era una táctica de combate.
El escáner de batalla registró la primera baja.
Un transporte de material había desaparecido. Diez tripulantes y sesenta toneladas de equipos se convirtieron en un poderoso destello de luz tan intenso como breve; apenas surgió y ya se diluía en la negrura del espacio, arrastrando consigo una decena de cuerpos tristemente igualados a nivel molecular con la chatarra desintegrada, que flotarían para siempre en el vacío.
Los autocañones captaron la presencia de tres cuerpos sin identificar aproximándose a Poderosa por estribor. Los cazas que nos protegían se retiraron de los flancos, dirigiéndose al encuentro de los atacantes. La retícula de uno de nuestros cañones centró el primer objetivo. El ordenador incorporado al arma calculó los vectores de aproximación, la distancia, el impulso cinético y otra serie de lindezas; cuando estuvo preparado, disparó una descarga láser. El objetivo estalló con demasiada facilidad, lo que nos hizo recelar. Nadie derriba una nave con un solo disparo de energía, salvo que carezca de escudos y se haya tenido una puntería excepcional para dañar los tanques de combustible; cosa poco probable, ya que éstos suelen ir blindados y es difícil destruirlos al primer impacto.
El blanco había resultado ser una falsa alarma, una sonda cebo para desviar la atención de nuestras defensas. La verdadera amenaza se materializó en nuestras pantallas a quinientos metros de popa, literalmente vomitada del pozo cuántico, y tan cercana a nosotros que la oleada causada por la reentrada en el continuo espaciotemporal hizo bambolearse a Poderosa como un corcho.
Soane y Baenese se habían marchado a la sala de descanso para amarrarse a los asientos de seguridad, hasta que el ataque hubiese pasado. Todo hacía presagiar que íbamos a tener una travesía movida. Los cazas abandonaron los cebos y se lanzaron en pos del objeto que acababa de sorprendernos por la espalda, pero el intruso no les dio oportunidad de ejercitar su puntería. El motor de uno de los cazas se incendió y el piloto perdió el control, alejándose hasta que una chispa de luz segó definitivamente su vida. El segundo aparato esquivó una ráfaga disparada contra él, pero no consiguió evitar que un misil alcanzase sus propulsores traseros.
Nos habíamos quedado sin escolta.
Forzamos los motores para alejarnos de nuestro verdugo. En cuestión de segundos lo dejamos atrás, pero antes de que pudiésemos respirar a gusto comprobamos cómo en lugar de alejarnos del enemigo, nos acercábamos a una gigantesca radioantena montada en una plataforma, que dirigía su parábola hacia nosotros.
Los autocañones dispararon contra la antena. El escudo que la envolvía adquirió una tonalidad verde esmeralda, efecto óptico derivado de la ionización causada por la absorción de energía. La antena no sufrió el menor rasguño.
—Esa parábola no me gusta. Nos tenía a tiro y no nos ha disparado —dijo Lérad.
Poderosa se elevó sobre la plataforma mientras los autocañones continuaban disparando y el escudo verde subía de tono. Rebasamos su posición, pero la antena no giró para enfocar su plato hacia nosotros. Permanecía quieta en su posición.
—Sea lo que sea, no quiero tenerte cerca de mí. Hasta nunca.
Las toberas recibieron suministro extra de plasma. El impulso nos alejó definitivamente de la plataforma.
—¿Crees que nos hemos librado de ella? —me interrogó Lérad.
—El escáner la señala aquí. Si la lectura es correcta, no trata de seguirnos. Permanece donde estaba.
—Eso ya lo veo. En fin, olvidémoslo.
—Lérad, qué te ocurre.
—Me encuentro bien.
—Noto algo raro en tu cara.
—Será que me estoy haciendo viejo.
—Es como si se estuviese oscureciendo.
—Venga ya.
—Sí, tu cara se oscurece. Y está... está...
—Deja de mirarme la cara y concentra tu atención en el escáner.
—¡Alargándose!
—Has abierto la botella de chenjén que guardaba para mi cumpleaños ¿verdad? No tienes remedio. Por cierto, Mel —la voz se había hecho más aguda—, ¿dónde estabas cuando celebré mi último cumpleaños en el centro de minusválidos de Orghai Nora?
El cuerpo de Lérad se desmembró. Cabeza, brazos y piernas de colores flotaban separados del tronco, distorsionados en su forma, como si estuviesen siendo estirados y contraídos. De la cabeza surgió la dentadura que castañeteó frente a mí, arrojándose sobre mi nariz para morderla. Intenté apartarla de un manotazo, pero mi mano atravesó la dentadura limpiamente sin tocarla.
—¿Adónde te llevo? —los miembros se habían vuelto a unir al tronco. La cara de un niño de doce años me miraba con una sonrisa angelical.
—No existes. Sé que eres una alucinación proyectada por la antena.
—Una alucinación bastante viva. Mel, soy tu hermano el mudo, ¿o es que ya no me recuerdas? Me enterraron hace siete años. Tú estabas demasiado ocupado en tus negocios para asistir a mi funeral.
—Los muertos no pueden hablar.
—Aquí tienes la demostración empírica de que estás equivocado. Mis nuevos amigos se han ocupado de devolverme la voz —el niño me mostró su cuello descarnado: las cuerdas vocales vibraban con estridencia—. Tengo un buen futuro de tenor. Lo malo es que la ópera es una pasión de minorías. Pero qué importa, el arte es inmortal.
—¿Qué es lo que quieres?
—Venganza. Me abandonaste cuando más te necesitaba. Me arrumbaste como un trasto en aquella cloaca de Orghai Nora. Tu futuro era más importante que la felicidad de tu hermano inválido. Jamás te sacrificarías por nadie, sólo buscas tu propio provecho. Eres como Lérad, un egoísta.
—Puedes seguir hablando, sé que no eres real. He visto alucinaciones más convincentes que tú.
—Cuando veas a tu querida Denit confinada en una silla de ruedas, verás hasta qué punto puedo resultar convincente.
—No me asustas.
—Su cerebro ha quedado como si le hubiesen pasado un rastrillo por encima. Dricon acaba de sufrir un ataque con gas enloquecedor. Te permitiré vivir para que vayas a verla; así podrás darle de comer con cuchara y limpiarle las manchas de papilla de los labios. Será como una muñeca para ti. Aunque si te resulta un fastidio, limítate a llevarle flores a la clínica una vez al año. No comprenderá el significado de las flores, pero...
—¡Basta!
Las luces de la enfermería me deslumbraron. Me hallaba tendido en una camilla, junto con una veintena de pacientes que gritaban, gemían y se revolvían como posesos. Algunos de ellos estaban atados a sus camas. Por fortuna, mis manos y pies estaban libres, lo que me reconfortó internamente.
Cuando intenté incorporarme, un pinchazo en las sienes me obligó a regresar a la almohada. La cabeza me daba vueltas. Un intenso sabor a almendras amargas inundó mi paladar.
—El durmiente ha despertado —dijo un joven de bata blanca; era Lain Bemulle—. ¿Cómo te encuentras?
—Fatal. Parece que la cabeza me va a estallar.
—Por lo menos eres consciente de que tienes cabeza. La mayoría de los que ves aquí ignoran hasta su nombre. ¿Sabes dónde estás ahora?
—Por las manchas de las paredes, deduzco que me encuentro en una de las bodegas de Poderosa; salvo que el cielo también tenga filtraciones de humedad y necesite una mano de pintura.
—Me alegra que aún conserves el sentido del humor. Te daré un calmante. Te recuperarás pronto.
—Tuve una pesadilla muy extraña. Soñé que mi hermano muerto había resucitado para vengarse.
El médico me entregó un vaso con una píldora blanca.
—Lo sorprendente es que yo nunca he tenido hermanos —dije—. Soy hijo único.
—Quizás los tuviste en una vida anterior —rió Lain.
—No tiene gracia —me tragué la píldora—. ¿Qué les ha ocurrido a los demás?
—Lérad se recobró del shock hace una hora, pero continúa bajo observación.
—Entonces ¿quién se ha encargado de pilotar la nave?
—Una mujer. Se llama Soane. Tú la conoces.
—El ataque a Dricon —recordé—. Ese falso hermano me advirtió de un ataque con gas enloquecedor.
—No tengo noticia de que Dricon haya sufrido un ataque, aunque cualquiera sabe. Disculpa, Mel, tengo otros pacientes que atender. Les diré a tus amigos que te has despertado.
El médico me dejó en compañía de aquellos dementes, que me miraban con ojos desorbitados. Las correas que los sujetaban no ofrecían muchas garantías. En algunos casos, habían sido atados con trozos de tela que cualquiera podría romper si se lo proponía. El tipo de mi izquierda bizqueaba, y la saliva que se deslizaba por su mentón había manchado su sábana. El de la derecha gruñía y enseñaba los dientes como un perro rabioso.
—Teniente de navío Fedel Darrinan. Iba a ser ascendido a capitán, pero ahora yo no le daría la espalda un segundo.
Soane se había sentado al pie de mi cama.
—No te he oído llegar —dije.
—Tus sentidos están todavía embotados. ¿Te encuentras bien?
—Como un tulipán en primavera —suspiré—. Es como si me hubieran estrujado el cerebro con una prensa.
—Hemos recibido docenas de pacientes. La mayoría han sufrido radiaciones psíquicas; nuestra tripulación apenas ha quedado expuesta. El escudo amortiguó la mayor parte de la radiación.
—Me alegro.
—También hemos recibido heridos de otras clases —Soane bajó la mirada—. Travin se encuentra entre ellos.
—¿Muy grave?
—Pulmón izquierdo perforado y el otro lleno de líquido.
—Tenemos una unidad de organoplastia. Se salvará.
—No entiendes; mi hermano es un prisionero de guerra. Fue recogido para ser interrogado, pero la escasez de pulmones sintéticos obliga a que los pocos que quedan se reserven para nuestros soldados. El cirujano me ha advertido que a menos que encuentre un donante dispuesto a ofrecer un pulmón, Travin morirá antes de que lleguemos a Aproann.
—Lo siento.
—Si mi hermano hubiese sido un poco más rápido en Lukonar Say, si hubiese escapado por la salida de emergencia en vez de quedarse plantado encima del escenario, esto jamás habría sucedido.
—La guerra nos ha afectado a todos. Tal vez Travin hubiera podido escapar, pero ¿crees que le habría servido de algo? —señalé a uno de los médicos, que miraba el monitor de las constantes de un paciente—. Ellos no han cometido ningún delito y míralos, están aquí también. Imagina por un momento que el escudo no hubiera podido contener la radiación; ahora estaríamos todos peor que tu hermano. Tal vez Travin encuentre la muerte dentro de poco, tal vez no, pero a esta gente les espera un destino mucho peor. Habrían agradecido que una bala les perforase los pulmones, de haber sabido lo que les aguardaba.
—Siempre hay alguien en peor situación, Mel, y eso no me consuela. Mi hermano va a morir, lo único que me importa ahora es él. Me he ofrecido de donante, pero el médico se ha opuesto a realizar el trasplante. Dice que padezco una enfermedad bronquial hereditaria. Resulta que lo de mi tío viene de familia.
—Yo lo donaré —dijo alguien.
Frede Baenese había entrado a la enfermería.
—Yo lo donaré —repitió el abogado.
—Gracias por tu gesto —dijo la mujer—, pero no puedes arriesgar tu vida para salvar la de mi hermano.
—Soane, hay algo que deberías saber —anunció Baenese.
Ella se volvió lentamente, dirigiéndole una mirada cargada de sospechas.
—Me siento culpable por lo que le ha sucedido a tu hermano —comenzó—. En realidad, yo... cuando te dije que a Travin se le acusaba de veintidós delitos, te mentí. Sólo se formularon contra él cuatro cargos por infracciones de poca monta. Podía haber conseguido su libertad, pero pensé que sería mejor que permaneciese un tiempo a la sombra.
Noté cómo las mejillas de Soane se inflamaban de indignación. Baenese prosiguió:
—Lo sé, soy un monstruo, pero lo hice por ti. Travin te ha hecho mucho daño, imaginé que la cárcel le serviría para que estuviese apartado de ti una temporada. Tú podrías emprender una nueva vida, sin tener que esconderte más de la policía. Podrías dedicarte enteramente a la fábrica de cerveza. Yo había hecho grandes planes para ti, bueno, para nosotros dos. No pude imaginar que a Travin le meterían un neuro en la cabeza, y que luego lo alistarían para la guerra, y que...
—Frede, fuera de mi vista. Tus pulmones deben estar tan negros de ponzoña, que dudo que mi hermano pudiese respirar una décima de segundo con ellos.
—Tienes derecho a recriminarme, pero yo lo hice por tu bien.
—¡¡Fuera!!
El grito consiguió que los pacientes guardasen silencio y se volviesen para mirarnos. Baenese, avergonzado, se marchó de la enfermería.
—Has sido demasiado dura con él —observé—. Deberías haberle dado una oportunidad.
—No quiero hablar de eso —Soane se levantó—. Voy a ver a mi hermano.
Sentí cómo mis párpados se empeñaban en cerrarse. La pastilla comenzaba a surtir efecto. Pronto, la habitación quedó sumida en un mar de brumas y me sumergí nuevamente en las tinieblas del subconsciente.
• • • • •
—Bueno, Meldivén, ya ha pasado todo —Lain Bemulle me retiró una placa de la cabeza—. Tu estado de salud es perfecto.
Me levanté de la camilla. No me hallaba en la enfermería.
—¿Qué es esto?
—Un hospital.
—Eso parece. Pero no reconozco las paredes. Están...
—Demasiado limpias.
—Sí. Quiero decir que parece un hospital auténtico.
—Y lo es. Nos hallamos en la estación orbital de Aproann.
—¿Cuánto tiempo me he pasado durmiendo?
—Veintisiete horas. Vamos, levántate.
Obedecí. Los pinchazos en la cabeza habían desaparecido, al igual que el sabor a almendras amargas en mi paladar.
—Así que resistimos el ataque —dije.
—Los refuerzos llegaron a tiempo. Tuvimos suerte.
—Tengo que regresar a mi nave.
—Hay tiempo para eso —Lain sonrió—. Quizás te gustaría visitar a uno de tus amigos que se encuentra internado. Su nombre es Frede Baenese.
Alcé las cejas.
—¿Internado?
—Le extirpamos un pulmón para trasplantarlo a un paciente, Travin Mosna. La operación fue un éxito. En cuanto llegamos a esta base, conseguimos un pulmón biosintético para el donante. Baenese apenas notará la diferencia.
—Entonces, Travin vivirá.
—Sí, aunque lamentablemente poco podemos hacer respecto al neuro que le fue implantado en el córtex. Pero de momento, podrá llevar una vida normal durante unos años, hasta que su tejido neuronal se degenere. Eso siempre es mejor que nada.
El cirujano me acompañó a la habitación donde Baenese se recuperaba de la operación. Soane y Lérad se encontraban con él.
—Pensábamos que no despertarías nunca —me saludó Lérad—. El día de hoy es único e irrepetible, ¿sabes por qué? Porque he visto a un abogado regalando algo, ¡y no ha pedido nada a cambio!
—Ja, ja, ja —dijo Baenese.
—Nunca olvidaré lo que has hecho por mi hermano —declaró Soane—. Me Había formado una imagen falsa de ti, Frede.
—Tu imagen era verdadera. Lo que hice no tuvo importancia —Baenese trataba de hacerse el humilde.
—Sí que la tuvo. Podías haber muerto en la mesa de operaciones.
—Era un riesgo que merecía la pena correr —dijo el abogado con acento melodramático—. Me sentía culpable por lo que le había ocurrido a tu hermano. Si él hubiese muerto, no habría podido volver a mirarte a la cara.
—Estoy en deuda contigo —reconoció ella.
—Hay una forma de saldar esa deuda —Baenese la cogió de la mano. Soane se inclinó hacia él y se fundieron en un prolongado abrazo.
—El aire climatizado de esta habitación es asfixiante —masculló Lérad—. Voy a salir a tomar un poco el fresco.
—Te acompaño —resolví.
Carros autónomos con medicinas y comidas iban y venían por los pasillos a marcha acelerada. Al fondo del corredor, una vidriera mural permitía observar al planeta Aproann luciendo sus mejores galas.
—Nafidias ha desaparecido —comentó Lérad—. ¿Lo sabías?
—No.
—Le escribió una nota a Soane. Dijo que se marchaba por su propia voluntad, y que no tratásemos de buscarle; una advertencia innecesaria, a mi juicio.
—¿Daba la nota alguna pista de hacia dónde se dirigía?
—Nada. El viejo insistió hasta el último momento en que debía cumplir su misión, y que tenía que ir solo. Robó una nave y se marchó con el simbiótico, burlando los sistemas de vigilancia de la base. Buen viaje lleve.
—Cuántas novedades en veintisiete horas.
—Pues todavía no sabes la más importante. La cúpula militar se ha levantado contra el presidente. Eos Biln ha sido arrestado.
CAPÍTULO 21
Tal vez resultó una coincidencia que Nafidias Mosna se marchase cuando Eos Biln fue derrocado, o tal vez su partida tenía algo que ver con el presidente, pero en cualquier caso, pudimos comprobar que el anciano nos había engañado.
A pocos días de la subasta de Poderosa, nuestras noticias confirmaban las sospechas de que Nafidias se había esfumado sin cumplir su promesa. Pensaba que un anciano venerable que decía creer en Omnius y citaba pasajes de la Biblia, jamás nos mentiría de una forma tan descarada. Pequé de ingenuo. En fin, la vida nos depara sorpresas todos los días.
Sin embargo, todavía no habíamos perdido nuestra nave.
Tras el encarcelamiento de Eos Biln, los militares de la Confederación propusieron un armisticio a Telura. Nadie quería seguir con la guerra, y ambas partes reconocieron que habían cometido errores. Telura anuló su declaración de independencia y se restablecieron los tratados Olden. A cambio, Dricon se comprometió a respetar la autonomía económica que Telura siempre había disfrutado, garantizándose los derechos de las intercompañías. El parlamento confederal, reunido en sesión extraordinaria, decidió nombrar a un presidente provisional hasta la convocatoria de nuevas elecciones. El cargo recayó en Zenia Idria, claramente decantado hacia Telura. Las presiones de las intercompañías, que por razones comprensibles querían asegurarse una persona de su confianza en la presidencia, habían sido determinantes para la elección. Zenia era un individuo poco dado a las aventuras y prefirió dejar las cosas como estaban antes de que Biln lo pusiese todo patas arriba. A la opinión pública se la trató de hacer creer que no había pasado nada, que la guerra había sido culpa de un loco y que cuando éste fue retirado de circulación, los hombres de paz habían recompuesto el desaguisado. Esto era en parte cierto, pero había algo más.
La aparición de la supernova en Dunios Lafia había sido un acontecimiento que los dirigentes no habían ignorado. Dricon sospechaba que Telura tenía una nueva arma, y que estaba en posición de utilizarla en cualquier momento. Telura sospechaba lo mismo de Dricon. Es posible que la aparición de la supernova determinase aquel feliz malentendido, precipitando así el fin de las hostilidades. Nadie quería arriesgarse a sufrir las consecuencias del arma más devastadora que el hombre haya conocido jamás, y cuando se propuso firmar la paz, ningún bando se opuso a ello.
Los tiempos se prometían felices, con la Confederación recompuesta, Biln entre rejas y las intercompañías haciendo y deshaciendo como siempre. Pero la aparición de una segunda supernova en el sistema Winep erizó los cabellos a más de uno.
El presidente Zenia ordenó una investigación. Las conclusiones no podían ser más desconcertantes: la estrella Winep había estallado por causas no naturales. Pero ¿quién era el responsable? La Confederación no poseía la tecnología para ello, y Telura, ya integrada plenamente en su seno, juraba que jamás había experimentado en el campo de las supernovas.
En esta ocasión, la explosión de Winep había arrasado dos planetas poblados por rudearios. Las supernovas amenazaban con provocar otra crisis mucho peor que la que habíamos atravesado, en donde se verían implicados drillines, rudearios y quién sabe cuántas especies más. La situación distaba bastante de ser idílica.
No obstante, para ser sincero debo reconocer que la crisis tuvo ciertas consecuencias positivas para nosotros.
La cotización del argental se había estabilizado, aunque era todavía un cincuenta por ciento inferior a la que mantenía al principio de la guerra. El mando militar de Telura decidió desmovilizar a todo el personal civil, y se nos permitió quedarnos con las mejoras realizadas en Poderosa, como retribución por los servicios prestados. El valor real del carguero había aumentado, mientras que el del argental había disminuido. ¿Me siguen?
Conseguimos que un banco pagase la deuda contraída con Godda y anulase la subasta. Nuestra nave valía ahora mucho más, al nuevo cambio, que los ocho millones de argentales que debíamos originariamente, así que el banco se subrogó en la hipoteca y se convirtió en nuestro nuevo acreedor. Eso sí, nos cuidamos bien de que figurase en el contrato que el acreedor no podría revender el crédito sin nuestro consentimiento. De momento, y mientras pagásemos al banco cada mes los plazos de amortización, continuaríamos siendo propietarios de Poderosa. El problema residía en encontrar dinero para pagar los plazos y además tener lo suficiente para comer. Pero eso es otra historia.
Finalizada la guerra, regresamos a Dricon. Teníamos todavía que solucionar algunos papeles con el banco y contratar una nueva póliza de seguros. Soane y Baenese se habían quedado en Aproann. Frede había prometido relanzar la fábrica de cerveza y ayudar a Soane en el negocio; dentro de un par de meses, firmarían un contrato matrimonial. Esto fue lo que más le dolió a Lérad. Pese a que aparentemente despreciaba a la pelirroja, mi socio albergaba secretas esperanzas respecto a ella; pero el abogado había frustrado sus ambiciones. Baenese había sido muy hábil sacando partido de las circunstancias; nadie, excepto Soane, creía que la experiencia de la guerra lo hubiese reformado. Seguía siendo la sabandija de siempre, y en cuanto hubiese firmado el contrato matrimonial, volvería a ser como antes. En fin, ya no sería un asunto que nos concerniese.
Lo primero que hice al llegar a Dricon fue dirigirme a la universidad. Denit no me había llamado desde la última vez que la vi, lo cual podía tener varias explicaciones, y ninguna de ellas agradable. Temía que le hubiese pasado algo por permitir que Nafidias y el simbio escapasen de su laboratorio. No podía estar en prisión, porque la amnistía decretada por el presidente Zenia había permitido liberar a todos los presos de guerra. Eso reducía las explicaciones de su silencio a un número muy reducido. Como que hubiese perdido mi número de teléfono, o que por alguna razón no quisiese o no pudiese llamar.
Quizá porque estuviese muerta.
Encontré abierta la puerta de su laboratorio. El interior estaba desordenado, había cajas en el suelo llenas de objetos, como si se organizase una mudanza. Aquello me parecía muy extraño.
—Hola, Mel.
Denit salió de una habitación. Llevaba una carpeta de documentos, que depositó en el interior de una caja.
—¿Qué significa todo esto? —pregunté.
—Me voy.
—¿Que te vas? ¿Adónde?
—A Tendriss.
Me froté la barbilla, confuso.
—No entiendo nada.
—Han ocurrido algunas cosas desde la última vez que viniste.
—Temía que te hubiesen hecho daño. Denit, deberías haberme llamado.
—Hubiera sido peor para ti. Te habrían localizado. En cualquier caso, no tuve tiempo. Me formaron expediente disciplinario. He sido apartada de la docencia, pero en realidad no me importa.
—La guerra ha terminado. La sanción debería haber quedado anulada.
—Tal vez —Denit se inclinó para coger un aparato metálico y lo introdujo en la caja—. De todos modos, qué mas da. Siempre deseé irme de este planeta, y ahora me ha surgido la oportunidad. Me he presentado voluntaria para la próxima expedición que partirá pasado mañana.
—No puedo creerlo.
—Pues créelo, porque es cierto.
—Pero Tendriss se encuentra al otro lado de la galaxia, en una zona sin explorar. Nadie transita por ese sector.
—La universidad quiere establecer una colonia científica. La variedad de ecosistemas que existen en aquel mundo es fascinante.
—Si te vas allí, no podrás regresar en mucho tiempo. Tendriss está completamente aislado de las rutas comerciales.
—Bueno, no estaré allí mucho tiempo. Cinco o seis años a lo sumo, y luego...
—¡Seis años!
—Depende de los progresos que realice la colonia.
—No lo entiendo. Dejas aquí toda tu vida y te marchas a un planeta de mala muerte.
—Mi profesión exige ciertos sacrificios.
—No creo que sacrificar los mejores años de tu vida en aras de la ciencia merezca la pena.
—Mel, Tendriss es un paraíso biológico. ¿Sabías que existe un ave con branquias que puede vivir en el aire y en el mar? ¿O crustáceos que cavan túneles subterráneos de kilómetros de largo, bajo el lecho oceánico?
—Y qué. Yo no me pasaría seis años contemplando a un puñado de cangrejos cavando hoyos. En esta galaxia hay espectáculos más importantes que ver.
—Son crustáceos inteligentes. Su organización social es única. Poseen una conciencia grupal más avanzada que la nuestra; no conocen el egoísmo, ni la envidia.
—Claro, sólo son cangrejos.
—Desprecias lo que no comprendes.
—No los desprecio, Denit. Me encantan, acompañados de unas gotas de limón y vino blanco.
—Un día pedirán el ingreso en la Confederación, como miembros asociados.
—Ja. ¿Con qué podrían comerciar? ¿Nos venderían arena, o fundas para las pinzas? No encontrarán demasiados clientes.
—Nos enseñarán algo que posee mucho más valor: la convivencia, el respeto hacia el prójimo.
—Mira, llevo diez años tripulando cargueros y jamás he oído que en Tendriss haya algo que merezca la pena. Esos cangrejos serán unos artistas fabricando hoyos, pero también lo son los topos. Para la gente de a pie, un topo tiene poco que ofrecer, como no sea su piel. Tus cangrejos dejarán de ser maravillosos para ti cuando lleves allí tres meses. Vas a aborrecer el marisco.
Denit me dio la espalda y se dirigió hacia la habitación contigua.
—Crees que soy un egoísta que únicamente piensa en el dinero —exclamé—. Te daré mi opinión sobre tus preciados crustáceos: si los colonos encuentran debajo del lecho oceánico minerales interesantes, ten por seguro que enviarán al carajo a los centollos y a sus portentosos túneles.
—La universidad no es una división científica de Dricon. No la mueve el dinero, sino el conocimiento.
—Sin dinero no hay conocimiento. Sólo con la fuerza de la imaginación no se puede viajar a Tendriss, ni montar una colonia. Alguien financiará vuestra investigación, y sacará tajada de cuanto descubráis.
—Mel, sé que este viaje no significa nada para ti porque estás acostumbrado a ir de un lado para otro, pero yo quiero conocer otros mundos, y... —distraídamente, rozó con el brazo una figura que había en el borde de una mesa. La figura cayó al suelo.
—Vaya, una de tus esculturas sensibles —la recogí. Se trataba de una caracola azul celeste. Me la llevé al oído y una música suave y lejana me transportó por unos momentos a la placidez de una playa bañada por el sol, las olas lamiendo la arena, el aroma de la brisa marina azotándome el rostro—. Es increíble —sacudí la cabeza y le entregué la concha—. ¿Cómo lo consigues?
—Quizás esté equivocada, Mel, pero es un riesgo que he asumido. Prefiero irme allí a quedarme en Dricon.
—No me gustaría perderte.
—Vamos, no digas tonterías.
—Te mereces algo mejor que seis años rodeada de cangrejos. Yo te propondría que te asociases con nosotros, si creyese que el transporte independiente tiene futuro. Pero no lo tiene. No se lo aconsejaría a nadie.
—Tendriss es mi destino, como el comercio es el tuyo, y nada de lo que digas va a cambiar eso.
—Puede que tengas razón —me quedé mirando la concha, pensativo—. No sé por qué, pero antes de venir a Dricon, tenía el presentimiento de que ya te había perdido.
—Volveremos a vernos —sonrió Denit.
—Pero ya no será lo mismo —dije. El microtrans zumbó. Lérad quería saber dónde me había metido—. Tengo que marcharme. Debo solucionar unos asuntos.
—Todavía me faltan dos días para irme.
—Nosotros nos marcharemos de Dricon antes. Estamos gestionando el transporte de un pedido de minerales a Unia Crasis. Si sale bien, partiremos hoy mismo.
—Entonces, supongo que ha llegado la hora de la despedida.
Denit me abrazó, pero fue un contacto frío, sin emoción. Tal vez Denit me guardaba rencor por haber destrozado su carrera. Si yo no la hubiese comprometido con el simbiótico, ella aún conservaría su puesto en la universidad. Yo me había interpuesto en su vida, y la había torcido. En los seis años que le esperaban en Tendriss, aislada de la civilización, conocería algún investigador del que se enamoraría, si es que no se había enamorado ya, y yo pasaría a ser un nebuloso recuerdo en su mente, alejado en el tiempo y en la distancia; una molesta mosca que había ensuciado una vez su expediente inmaculado.
Sólo eso.
• • • • •
La cantina del Sindicato estaba desierta a aquella hora de la tarde. Mi socio y yo necesitábamos la soledad, y un par de combinados del peor matarratas cada uno, para enjugar nuestras penas y rumiar lúgubres pensamientos. Soane había volado con el abogado, y Denit, repentinamente, se había vuelto más helada que un témpano de hielo. Por otra parte, unos clientes de Isal Mado nos reclamaban indemnización por las ortoclasas que nos comprometimos a servirles, y que los drillines nos quitaron en Rialnan a causa del accidente con el taxi. Eso sin mencionar las escandalosas mensualidades que el banco nos había impuesto para aceptar la subrogación de la hipoteca.
El silencio y la paz que reinaba en la cantina fue roto por la aparición de Ox Orne, que entró resollando con su perro auriga y dio un puñetazo en la barra para reclamar una cerveza.
—Os andaba buscando —Ox vació la jarra que le acababan de servir de un trago y pidió otra—. No sabéis la suerte que he tenido. He conseguido un puesto de comandante en Panod Interstelar. Por fin voy a mandar al infierno esta vida de perros —Rufián ladró, como si le hubiese dolido aquella alusión a los de su especie—. Un sueldo fijo y comida caliente.
—Cómo me alegro —murmuró Lérad.
—¿Qué os pasa? Tenéis una cara de funeral.
—Panod Interstelar debe estar muy escasa de personal para contratar a tipos como tú —observó ácidamente mi socio.
—Creí que os alegraría saberlo.
—Nos alegra —dije—. Pero no has escogido el mejor de los momentos para decírnoslo.
—Me compadezco de vosotros. Voy a regalaros a Rufián. Con mi nuevo trabajo no tendré tiempo de cuidarlo, y en las naves de la compañía no admiten animales —sacó una bolsa con alimento para perros—. Esto es lo que come, pero tened cuidado con darle mucho.
—Ni hablar. Llévate a este perruzo de aquí —replicó Lérad.
—Si no os hacéis cargo de él, tendría que llevarlo a la perrera. Para mí sería muy doloroso. Mel, te ruego que lo aceptes. Te hará compañía, es un compañero perfecto, nunca protesta y apenas causa molestias.
Ox me asedió con un montón de consejos acerca de cómo cuidar al perro, apuró su segunda cerveza y se marchó precipitadamente, antes de que tuviese ocasión de contestarle. Me había endosado al chucho con total desfachatez y se había largado. Vaya un amigo.
—Tranquilo, Mel —dijo Lérad—. Si Ox no tiene valor para llevar a este chucho a la perrera, lo haremos nosotros.
Rufián frotó su pelo contra mis piernas, gimoteando. Sus ojos llorosos se encontraron con los míos. Después de aquella mirada, sería imposible que lo dejase abandonado.
—Si te quedas con él, olvídate de meterlo en la nave —me previno—. Será tuyo y solo tuyo, así que piensa lo que haces.
Rufián emitió un gug de inquietud. Mis fosas nasales captaron un ligero tufillo a ajo tierno.
—Este pobre animal no tiene culpa de que su dueño se haya desentendido de él —comenté.
El perro asintió con un ladrido. Sentí un fluido caliente que empapaba la pernera de mis pantalones. Lérad bajó la vista hacia el perro. El semblante de mi socio se convirtió en una mueca sardónica.
—Ahórrate tus comentarios —le advertí.
© José Antonio Suárez
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