Soledad, una tímida niña preadolescente cree que es invisible para su familia, sus compañeras de clase, incluso para su profesora. Durante una excursión del colegio, se queda rezagada y cruza una puerta que la llevará hasta una estancia en la que encuentra a cuatro adultos sentados en círculo y contando historias en una atmósfera de irrealidad y misterio. De pie frente a ellos, Soledad percibe una ligera amenaza con tintes sexuales, pero siente curiosidad y decide permanecer allí y ver adónde lleva este misterioso cuarteto. A través de las historias del Señor Formas, la Señora Lefó, el Señor Obispo y la Señora Güín, Soledad va despojándose de su identidad mientras desafía al círculo literario descifrando las claves ocultas en sus enigmáticas narraciones. José Carlos Somoza recrea un ambiente de novela gótica y de terror, de suspense creciente, una red de historias perturbadoras que se abren como cajas prodigiosas para descubrir otros mundos, unidos por la presencia constante del pecado, la tentación, la lascivia, el mal. Libre de culpa, Soledad tendrá que atreverse a imaginar su propia historia para cerrar el círculo de Tetrammeron.

José Carlos Somoza

Tetrammeron

Título original: Tetrammeron

José Carlos Somoza, Abril 2012.

Ilustraciones: Shutterstock

Diseño/retoque portada: Shutterstock

Editor original: SEIX BARRAL, S. A

ISBN: 978-84-322-1418-9

Depósito legal: B. 7.734 — 2012

Impreso en España

Talleres Dédalo Offset, S. L., Madrid

Preimpresión: La Nueva Edimac, S. L., Barcelona

 

Este libro es una caja de color caoba con una cerradura dorada en el centro.

Dentro de ella hay muchas cajas más. Es posible que quieras abrirlas todas en este mismo instante. Si lo haces, llegarás a la última antes de tiempo y verás su interior.

Pero debo advertirte algo: eso, sin estar preparado, puede ser peligroso.

La caja final se halla al final porque debe abrirse después de haber examinado cuidadosamente todas las anteriores. No digas luego que no te avisé.

Ahora, toma la llave de la caja color caoba y ábrela.

En su interior, otra, esta vez de marfil, adornada con delicadas filigranas. Sobre la tapa, un nombre: «Soledad.»

Tiene doce años. Su pelo es negro ondulado y se riza en las puntas. Lo lleva largo, por debajo de los hombros, y reluce de habérselo lavado con su champú preferido. De figura delgada, casi huesuda, la piel tiene algunos arañazos de caídas. Los ojos son grandes, de color gris; los labios, cuando se fruncen, semejan un corazón. Este es el primer año que usa sujetador, y se observa los pequeños senos en el espejo con curiosidad. Le han crecido, pero el pubis sigue sin vello bajo las bragas. Por encima se pone la camisa blanca de manga corta recién planchada y la falda gris plisada. Completan su uniforme medias blancas hasta las rodillas, mocasines negros y una chaqueta tan oscura que parece negra, con el plateado escudo del colegio bordado en el bolsillo superior.

Mírala caminar vestida con ese uniforme por el pasillo que da al comedor de su casa. Mírala mientras se sienta a la mesa y su padre, ya perfectamente trajeado, alza los ojos del periódico, y su hermana, cuatro años mayor, se limpia con la servilleta. Óyela decir «buenos días» mientras la criada pone ante sus ojos un tazón de leche donde los escasos cereales de cacao se han organizado en una curiosa línea espiral, como un ciempiés. Obsérvala resoplar cuando recibe la exacta crítica de su hermana.

—Te has levantado tarde.

—Me he levantado a la misma hora que siempre.

—Por eso: tarde. Hoy tienes la excursión a la ermita. El autocar viene antes.

—Ya estoy lista para irme.

—Yo también lo estaría si no desayunara nada.

—Ya vale, vosotras dos —dice su padre—. ¿Cuándo regresas de la excursión, Sol?

—A las... ocho. No, ocho y media.

—El autocar en la puerta —avisa la criada.

Mírala apresurarse en su cuarto, sacar de la mochila los cuadernos que no va a necesitar y meter sus cuentos y lápices; sacar papeles sueltos con anotaciones de grandes letras como «el caballito del diablo NO es la libélula», todo subrayado, y meter un par de bocadillos envueltos en papel de plata y un zumo de naranja en envase de cartón. Mírala despedirse con un beso de su padre, decir adiós a su hermana, cruzar la verja de su casa y subir al autocar.

Nunca regresará de esa excursión, pero, claro, ella aún no lo sabe.

Ahora, abre la caja de marfil y asómate a su interior. A esa oscuridad.

Hay mucho alboroto en el autocar. Tras una hora de viaje, las chaquetas de los uniformes yacen dobladas en las redes portaequipajes, y sus propietarias han cambiado de asiento y forman pequeños grupos. Por el pasillo central se ven rodillas, piernas cruzadas, torsos que se inclinan hacia otros. Reinan los artilugios: Lidia deja que Viviana escuche un mensaje de su móvil; Greta ha abierto una pequeña consola; Alicia y Laura comparten auriculares. Sor Esther no se mueve. Se sienta cerca del conductor, como dormida; apenas puede verse su brazo izquierdo cubierto por la manga del hábito.

Pero nada de cuanto la rodea importa mucho a Soledad, porque ahora sabe que se ha convertido en un fantasma.

Tiene que ser así, pues nadie parece darse cuenta de su presencia.

También ella cambia de asiento y se traslada a la última fila, porque odia el pasillo central. Para ello pasa por encima de los muslos de Yael, que están colocados uno sobre el otro y muestran la piel oscura brillante en su parte más mollar, bajo el borde de la falda. Yael no los retira, sino que sigue hablando con Magali, al otro lado del pasillo, y Soledad ni se molesta en pedirle permiso. Alza una pierna, luego la otra. Algunas rastas de Yael quedan como imantadas a su falda, pero Yael no se inmuta. Soledad ocupa el asiento contiguo al último de la última fila en el lado derecho, donde Eider se agazapa leyendo un libro.

—Hola —dice Soledad, para hacer una prueba.

A Eider le abulta la frente y usa gafas gruesas, lo que podría explicar por qué la apodan «La Hormiga». Su mochila se aplasta contra la ventanilla y sobre sus piernas reposa una bolsa de frutas que parecen duraznos. Del libro solo se ve el título: Cuentos completos, el resto oculto por sus dedos. A Soledad le gustaría leerlos, todos los cuentos le encantan. Es como si Eider despertara de un trance cuando Soledad la saluda.

—¿Qué? —dice.

—Nada. Es que pensé que nadie podía verme.

Esto último lo dice más para sí que para Eider, que de todas formas no le hace caso y sigue concentrada en la lectura. Soledad vuelve a pensar que se ha convertido en fantasma, y la idea le hace tanta gracia que se ríe en voz alta. Se pregunta en qué instante de la excursión pudo acontecer tal prodigio, pero es más fácil saber cuándo los demás comienzan a mirarte que cuándo dejan de hacerlo.

El autocar gime al tomar una comarcal. Varias cabezas se alzan aprovechando la curva, y Soledad las imita. El poste indicador, que semeja saltar huyendo de ella al ritmo del camino pedregoso, dice «Ermita de San...» en un color y con unas letras que proclaman su interés turístico.

—Creo que hemos llegado —comenta Soledad, sin que Eider le responda.

La ermita es grande, mucho más de lo que ella esperaba, pero también ruinosa, y se alza sobre un monte de verdor puro que el sol ilumina de costado. Algunas paredes se han venido abajo y otras carecen de techo. Dos ventanas redondas miran a las niñas como cuencas de cráneo y una gran puerta ojival se abre en el centro.

Surge un silencio sorprendente, casi ensayado, cuando el motor se apaga. Se oyen estridores lejanos, como de pájaros exóticos. Viene el trasiego de chaquetas y mochilas, y sor Esther se pone en pie y ordena que formen una fila, porque quiere contarlas. Las excursionistas van saliendo tras ser señaladas por el dedo delgado y blanco.

—Una... Dos... Tres...

Soledad, adrede, se pone la última, detrás de Eider. Y mientras la fila avanza se le seca la boca con un pensamiento. «No me verá, no me va a contar.» Está extrañamente segura de que, cuando llegue su turno, sor Esther la mirará traspasándola sin que sus pupilas se desplacen para seguirla. Tal idea, de repente, le resulta angustiosa. «No me contará. Soy invisible.» Blanco, redondo e intemporal como la luna, el semblante de sor Esther va llenando su campo visual conforme las últimas compañeras se acercan. Sor Esther tiene el pelo bajo la toca dividido por una raya central que Soledad prolonga imaginariamente por todo su rostro hasta el mentón, hendiéndolo así en dos mitades que casi siempre son simétricas, como si la raya fuese un espejo.

—Treinta y cinco... —Se detiene y señala a Eider—. Treinta y seis...

Soledad aguanta la respiración mientras sor Esther dirige los ojos hacia ella.

—...y treinta y siete.

Y no sabe si alegrarse o entristecerse al comprobar que, después de todo, no es un fantasma. Pasa por delante del conductor, que es un hombre ya mayor, de por lo menos treinta y tantos, y nota su mirada fija en ella. ¡Desde luego que no ha desaparecido! Pero algo en esa mirada la hace sentirse incómoda y se apresura a salir al frío exterior, uniéndose a sus compañeras en lo alto del monte.

Bajo la entrada ojival todo cambia. Hay un soplo de aire que viene de lo oscuro como si lo hiciera del pasado, y huele como el aliento de un viejo. Más allá, una gran puerta entreabierta junto a un letrero que indica los horarios. Las chaquetas son negras en aquel vestíbulo de piedra, y los plateados escudos donde se lee el nombre del colegio —Valdelosa— destellan un poco cuando las chicas se vuelven hacia la luz. Pero pronto todas las chaquetas muestran la espalda rodeando a sor Esther, que recita las últimas instrucciones.

—Hablad en voz baja, respetad todo lo que veáis y no os separéis. Sois treinta y seis, y treinta y seis tenéis que ser a la salida.

Soledad es la única que no sonríe.

—Somos treinta y siete —dice a nadie en concreto, y quizá por eso nadie responde.

Absorta, se queda contemplando la gran oruga negra que forman sus compañeras mientras se deslizan al interior, festoneada de mochilas, caminando sobre decenas de mocasines. Ella, detrás, separada del resto, inerme y asombrada, como un huevo excretado (y olvidado) por la fascinante criatura que acaba de desaparecer.

«Yo era la número treinta y siete... Yo era...»

Al fin da algunos pasos y entra en la oscuridad, que tiene algo de aire inviolado, como el que puede brotar en la exhumación del cuerpo incorrupto de un santo. Distingue paredes agrietadas, siluetas que pueden ser columnas y las estrías de luz y sombra de los uniformes y pierñas de sus compañeras moviéndose a lo lejos, por la sala. A la izquierda ve otra puerta, en un lateral, como de sacristía de iglesia, y sin titubear, presa del pánico, corre hacia ella.

Literalmente, corre.

«Yo era la treinta y siete, pero ya no lo soy... ¡No existo!»

El miedo no la deja pensar. Ni siquiera se pregunta por qué está corriendo, o qué hará si esa puerta no se abre o no vuelve a abrirse una vez ella la cierre tras de sí. La empuja y accede a un grado distinto de tinieblas. Una escalera de caracol se hunde franjeada de bombillas en las paredes. Ella baja los peldaños deslizando la mano por una baranda de hierro forjado que serpentea hacia el fondo. Huye como si algo la persiguiera, horrorizada con la simple idea de regresar con un grupo de seres vivos cuando ella, obviamente, debe de estar muerta. Y tan deprisa baja que no se percata de que las paredes se estrechan y lo que comienza siendo una respetable escalera pierde la baranda y se afila como el extremo de un embudo. Los peldaños se hacen más desafiantes en toda su peligrosa altura, y eso la obliga a ir más despacio.

Al mismo tiempo, empieza a sentirse mejor. Bajar aquella escalera retorcida y mohosa tiene algo provocativo. Cada nuevo recodo promete ser el último, como si toda ella estuviese disfrazada de falsos finales. Soledad salta de peldaño en peldaño ahora. Su corazón empieza a acomodarse al ritmo más pausado de sus pies. Ya no tiene miedo. Incluso sonríe al pensar en las posibles ventajas de ser un fantasma. Recuerda una vez que llegó tarde a clase, abrió la puerta tras llamar quedamente y vio a Elena (no, era Sofía) de pie en la pizarra escribiendo algo. El profesor, junto a la ventana, a contraluz, tan solo asintió sin decir nada, y ella se deslizó como en cámara lenta hacia su asiento mientras todo el mundo la miraba. Se le antoja que es peor, mucho peor, ser mirada por todos que no serlo por nadie, bastante peor parecer algo con demasiada intensidad que desaparecer por completo. Y lo piensa al tiempo que llega al final de la escalera, donde solo destella una bombilla en lo alto de una puerta cerrada.

Es una puerta de color caoba con una cerradura dorada en el centro.

 

Son cuatro.

Podría pensarse que juegan a las cartas, porque se sientan alrededor de una mesa. Pero no hay naipes por ninguna parte. El aire está cargado. Huele a cera de vela, perfume femenino, tabaco.

Los cuatro la miran fijamente.

El susto ha sido mayúsculo. Ella esperaba encontrar cualquier cosa en aquel sótano al final de las tortuosas escaleras, excepto a gente reunida en torno a una mesa. ¡Oh, bueno, desde luego que no lo sabía! Ni siquiera habría intentado abrir la puerta de haberlo sabido. Soledad ha sido educada para no molestar a los adultos. Pero no es culpa suya que la puerta se haya abierto con tanta facilidad, apenas empujándola. Ahora ya es demasiado tarde para fingir que no ha pasado nada. Ha metido la cabeza por la abertura, ellos la han visto.

Y a juzgar por la manera en que la miran, parecen encolerizados.

Se fija primero en la mujer de su derecha. Escuálida, vestida de blanco, con el pelo corto y blanco. Soledad no ha visto a nadie más extraño en toda su vida. Pero no es ella quien habla.

Quien habla en ese momento es la persona sentada después de la mujer de blanco, si contamos en dirección contraria a las agujas del reloj. Es un hombre completamente calvo, fornido, con chaqueta y camisa negras y alzacuello de un absurdo color naranja... ¿o será un efecto de la luz de las velas?

—Es una niña —dice con voz muy suave, impropia de su corpulencia.

Ella se queda inmóvil, aún asomada a la puerta, ojos y boca muy abiertos, como esperando la orden de algún traspunte para pasar al escenario.

—Una niña —asevera, en un tono mucho más grave, el otro hombre, sentado a continuación del primero, de larga melena gris, mostacho y perilla, que la mira con el ojo izquierdo muy abierto y la ceja enarcada, el derecho casi cerrado.

La siguiente mujer lleva un peinado muy raro adornado de flores, y viste algo que desnuda sus hombros y brazos. Se encuentra de espaldas a Soledad y tuerce el cuello para verla.

—Ah —murmura, y de su boca parece escapar un aerosol, pero sin duda es humo.

Hay una pausa bastante larga durante la cual la única que se mueve es esta mujer, que se gira hacia sus compañeros. Soledad puede ver ahora tan solo su gran peinado mientras habla.

—¿Dejamos que se quede? ¿Le hacemos cualquier otra cosa? —Y lo pregunta como si existieran infinitas opciones.

—Debería quedarse, es la tradición —afirma el hombre del alzacuello naranja.

El de la perilla y el mostacho, que sigue mirándola con el ojo muy abierto, ha empezado a sonreír y su voz irradia ahora un claro júbilo.

—Yo le haría cualquier otra cosa.

—Oh, no, señor Formas, esa no es la tradición —objeta el del alzacuello—. Luego quizá podamos divertirnos, no ahora.

—Votemos —exige el aludido.

Soledad sigue asomada a la puerta. No comprende nada de lo que ocurre. No ha entendido ni una palabra. Todo lo que sabe (y esto lo sabe con exactitud) es aquello que no debió hacer. No debió bajar aquellas escaleras, para empezar. No debió empujar la puerta de color caoba. No debió meter la cabeza por la abertura para ver qué había detrás. Aunque de nada le sirve saber todo eso, porque ya no tiene remedio.

Lo único que podría remediarse es su inmovilidad. ¿Por qué no correr escaleras arriba, irse de allí? Pero, de alguna forma, comprende que huir ha dejado de ser una opción. Su presencia ha sido advertida, ha provocado algo que ahora tiene que producir nuevas cosas. Ella misma siente curiosidad. Es como cuando abres un libro por la primera página y comienzas a leer. Ahora necesita saber qué va a ocurrir a continuación.

Y lo que ocurre es que el hombre del alzacuello le sonríe.

—Pasa —la invita.

Por lo visto, ya han votado, pero ella no sabe cómo. No ha visto papeles, ni brazos alzados, y ni siquiera ha oído nada. Ha creído ver un gesto de asentimiento: primero en el hombre del mostacho y la perilla, luego en la mujer del extraño peinado y por último en el del alzacuello. No parece que la mujer de blanco haya hecho otra cosa que mirarla, y ya ni siquiera la mira.

—Pasa —repite el del alzacuello, más firme.

A Soledad le han enseñado a obedecer a los adultos. Con cierta dificultad, porque la puerta es pesada y posee algún tipo de mecanismo que ofrece más resistencia cuanto más se empuja, la abre lo justo para poder entrar. Al soltarla, se cierra a su espalda con un breve crujida

—¿Cómo te llamas? —pregunta, afable, el del alzacuello.

—Soledad.

La voz le sale como si no fuese suya.

—Precioso nombre. Me temo, Soledad, que no hay más sillas, así que tendrás que quedarte de pie.

Parecen aguardar una respuesta por su parte. Una especie de «no se preocupe» o «estoy bien, gracias». Se le ocurre que se trata de una burla, ya que no cree que su comodidad realmente les importe. Sin embargo, no se siente incómoda. Es verdad que la mochila le pesa, pero podría quitársela si quisiera y dejarla en el suelo. Además, el del alzacuello no le ha mentido: la habitación es pequeña, no hay más sillas que esas cuatro, ni más muebles que las sillas y la mesa, que es redonda y de color negro, sobre la cual se alzan cuatro copas negras. Las copas reflejan con suaves curvas la llama de cuatro cirios negros que arden en cada una de las esquinas, sobre sendos zócalos, y han dejado ya elipses de humo en el techo de piedra.

De modo que se queda allí plantada, tras la señora del peinado extraño. Los demás han dejado de prestarle atención. Es como si el problema de su presencia hubiese quedado archivado. El hombre del alzacuello levanta una botella de gollete alargado que ha cogido del suelo y rellena las copas. Soledad oye claramente el gorgoteo mientras el hombre habla.

—Y ahora, señor Formas, si nadie nos interrumpe otra vez, ¿podríamos escuchar su primera historia?

—Con mucho gusto, señor Obispo. —El de la perilla entrelaza las manos.

A Soledad no le gusta su aspecto: despide un extraño aire a bricolaje, como si su rostro hubiese sido repasado con barniz y pintado como el de los títeres, las pobladas cejas, bigote y perilla como púas de cepillo unidas con adhesivo, cada una en su sitio acabando en una inquietante punta. Lo más raro: sus ojos, que brillan como si estuviesen allí más para ser mirados que para mirar. Viste, como el del alzacuello, todo de negro, pero las solapas de su chaqueta reflejan luz como las del esmoquin que a veces usa papá. Y su voz, tan profunda, tan densa.

—Podría titularse «El Espíritu Curie». —Y comienza a contar con lento deleite—: Nunca conocí a Gertrudis ni a Dobbin...

Has abierto la caja de marfil y distingues dentro la silueta de otra más vulgar, de madera barnizada, con un mosaico de pequeñas piedras repujándola de formas muy diversas: trapezoidales, cúbicas, esféricas... Al abrirla, te asalta un repentino olor a cable chamuscado o bombilla quemada.

EL ESPÍRITU CURIE

Nunca conocí a Gertrudis ni a Dobbin, pero mi psicoanalista sí. Un día especialmente frío y gris intercambiamos papeles y fue él quien se tendió en el diván mientras yo me sentaba detrás, escuchándole.

—Un tipo encantador, este Dobbin. Al menos hasta que conoció a Gertrudis. Quizá coincidiste con él alguna vez.

—Nunca.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Mis recuerdos son infalibles.

—Por eso el psicoanálisis no funciona contigo.

Nos reímos. Mi psicoanalista prosiguió:

—Alfredo Dobbin era alto, de cabello pajizo y mandíbula angulosa. Su rostro era uno de esos posteriores a sí mismos, de mayor edad que el dueño. Y tenía la mirada vidriosa, como si buscase algo y, al mismo tiempo, temiera encontrarlo. Le gustaban las camisas azules y los trajes oscuros. Era un psicoanalista de mucho éxito, pero, desgraciadamente, yo lo conocí más como enfermo. De eso tuvo la culpa Gertrudis.

Ella era un caso desesperado. Su familia tenía dinero, y la enviaron a la consulta de Dobbin. La vi solo una vez, en la sala de espera, un día que visité a Dobbin. Era... ¿cómo describirla? Frágil. Frágil, y a la vez fuerte. Baja estatura, piel muy blanca, cabello castaño lacio. A primera vista una mujer joven común y corriente. Pero luego te fijabas en sus ojos grandes y en sus labios abultados y te parecía que tenía un propósito muy claro en esta vida. Era sutil como un espíritu y carnal como una vaca. Semejaba un fantasma corpóreo, como si hubiese pasado a otro nivel de la realidad. Como si no pudieras verla, pero no porque fuese etérea o invisible sino porque no destacaba sobre el conjunto de las cosas, quizá por haberse convertido en otra cosa más.

(«¡Así me he sentido yo en el autocar!», piensa Soledad, intrigada.)

Y siempre hacía lo mismo: llegaba sin saludar, pálida y silenciosa, caminando con esa extraña vaporosidad de fantasma del siglo xix, se echaba en el diván de la consulta de Dobbin y aguardaba a que este hiciera siempre la misma pregunta.

—¿Quién eres hoy?

—Soy Marie Salome Sklodowska. —La misma voz, el mismo acento cultivado con deje francés—. Nací en 1867, en una casa de Varsovia. Mi padre, Wladislaw Sklodowska, era profesor de física y matemáticas en un instituto de la capital, y mi madre, Bronislava, regentaba un pensionado de señoritas en la misma casa en que vivíamos...

Todo formaba parte del mismo ritual, la misma letanía. Sus ojos color gris paloma estaban fijos en el techo mientras hablaba.

—Pero tú no eres esa mujer —objetaba Dobbin—. Te llamas Gertrudis Webber, y naciste...

—Gertrudis Webber ha abandonado este cuerpo, doctor Dobbin —cortaba ella—. Ahora es el espíritu de Ma-rie Curie, de soltera Sklodowska, quien lo habita.

—¿Y por qué? ¿Por qué iba a querer el espíritu de esa científica muerta hace tanto tiempo ocupar tu cuerpo?

—Ya me lo dirá. Sé que tengo una misión que cumplir. Dice mi Espíritu que el mundo solo parece lo que es por fuera, pero que por dentro es algo muy distinto. El mundo se halla corrompido, es blando y está agujereado y repleto de gusanos como un queso fermentado. La radioactividad es la causante de todo, y mi Espíritu está condenado a vagar por el mundo para expiar la culpa por haberla descubierto.

—Al decir «Espíritu» te refieres a Marie Curie...

—No exactamente. Mi Espíritu es el Espíritu Curie, un ente que representa en la Tierra los mismos ideales que ella encarnó en vida: luchar por un mundo más humano. La radioactividad es la enemiga del hombre, doctor Dobbin. Ahora mismo, mientras hablamos, desintegra átomo a átomo el suelo bajo nuestros pies como un ejército de termitas haría con la sentina de un barco. Mi Espíritu es lo único capaz de detenerla.

Alfredo Dobbin la había atendido los primeros días como un profesional. Pero Gertrudis Webber y su lenguaje remoto fueron invadiendo sus pensamientos cita tras cita, hasta convertirse en una obsesión. ¿Por qué? ¡Bueno, quizá había química entre ellos... o radioactividad! Sí, ya sé que es un mal chiste. Lo cierto es que Dobbin llegó a perder la noción del tiempo y alargar sus consultas más de lo pactado, lo cual, en un psicoanalista, me parece mucho más increíble que todo lo que después sucedió.

—¿Se unirá a nuestra causa, doctor Dobbin? —preguntó Gertrudis anhelante un día, desde el diván.

—Tengo que pensármelo, Gertrudis... Todo eso que cuentas...

—Usted no me cree. Piensa que estoy loca.

—No, no... No es eso... Pero podría ser que estuvieras equivocada.

Ella dirigió hacia él sus grandes ojos grises. Por un instante a Dobbin no le pareció imposible que algún espíritu ajeno se removiera inquieto allí dentro.

—Haga que su secretaria se marche pronto mañana —dijo la mujer—. Mi Espíritu le ofrecerá la prueba definitiva a esta misma hora. Buenos días, doctor DobbiiL Gracias por escucharnos.

Alfredo Dobbin pasó aquella noche dando vueltas en la cama, insomne. No sé si te dije que era soltero, Y que su trato con el sexo opuesto había sido solo cortes, cuando no simplemente profesional. No era que creyese a pies juntillas en lo que ella le contaba, sabía que se hallaba enferma pero, desde luego, si Gertrudis decía qoc estaba poseída por el Espíritu Curie, Dobbin lo estaba cada vez más por el Espíritu Gertrudis.

Y al día siguiente su paciente llegó, como siempre, puntual, ascética, envuelta en su aura fin de siécle. Ni siquiera ocupó el diván: se quedó de pie frente a Dobbin. Sus ojos eran como una veta de plata.

—¿Estamos solos, doctor?

Dobbin asintió: deseando complacerla, había dicho a su secretaria que se tomara el día libre.

—La humanidad está en peligro —dijo Gertrudii entonces, implacable, asesinándolo con aquella mirada nublada—. Por eso mi Espíritu ha decidido descorrer d telón y mostrarle parte de la verdad solo a usted: la forma en que la radioactividad devora nuestro mundo con sus dientes gangrenosos...

Dobbin fue a replicar algo, pero en eso notó un escalofrío. Sin embargo, no sentía nada: ni miedo, ni fiebre, ni hormigueos, solo que la piel se le erizaba.

—Marie Curie y su esposo la introdujeron en el mundo —seguía diciendo Gertrudis—, y ahora mi Espíritu busca la manera de librarnos de este mal atroz...

Era como si una mano gigante hubiese dado la vuelta a la habitación y ambos se encontraran cabeza abajo: Dobbin tenía el cabello tieso como un gato furioso, la larga melena castaña de ella se alzaba vibrando como un haz de antenas de coche deportivo.

—La radioactividad ha hecho presa del mundo, doctor Dobbin... —La voz de Gertrudis sonaba más grave y morosa, como a mitad de revoluciones, y poseía un acento extranjero que estremeció a Dobbin—. Vivía incrustada en el mineral, y mi esposo y yo abrimos la puerta de su cárcel y ahora vaga por el aire... Mírela brotar. Siéntala.

Pronto comenzó el olor, que no se parecía a ningún otro que Dobbin hubiese percibido antes. Un olor que te producía una congoja íntima, te fatigaba los músculos y te hacía sudar como una gripe repentina. Un olor que era como oler las mismas velas que ardieron en el funeral de un ser querido.

Las paredes, entonces, se llagaron. Primero fueron manchas que a su vez se abrieron como bocas en medio del papel pintado con motivos azules que decoraba la pulcra consulta de Dobbin. Los óleos, todos de arte abstracto, rezumaron pintura con la paciencia de lava de volcán. En una alacena donde Dobbin guardaba alimentos para los días que no podía salir a almorzar, las latas reventaron y el contenido brotó franjeado de extraños colores, los pepinillos como caramelos de feria, las salchichas como dedos de guante de payaso, el atún como la bandera de algún nuevo país tropical.

—¡Por favor, por favor, por favor! —gritaba Dobbin en medio del caos—. ¿Qué está pasando?

Una imperturbable Gertrudis se acercó a él con semblante severo.

—Es la dueña del mundo, doctor... Los alimentos la hospedan, habita en cada colorante, en los cables de cobre de los circuitos eléctricos, en los seres vivos, en cada metal y mineral... Es la materia de las cosas. ¿Me cree ahora?

Mientras Gertrudis decía esto, sucedió lo más horrible: sus cabellos, rígidos y verticales, comenzaron a desprenderse y cayeron clavándose en punta con peligrosa precisión sobre la alfombra, como agujas de tejer. Al tiempo que miraba esto, Dobbin, horrorizado, sintió como si su cabeza se hubiese convertido en una bandeja de finas copas de champán, y cada vez que la movía volcaba parte de su contenido en forma de cabellos y pelo de las cejas, que saltaban en una lluvia de cristales quebradizos. Por las perneras de sus pantalones se deslizaron los pelos púbicos, retorcidos como la resistencia de una vieja tostadora.

—¡La creo, la creo! —gritó, y sus lágrimas (así me dijo) olían al ácido de una pila de las antiguas. Cayó de rodillas clavándose como un faquir en las tachuelas de sus propios pelos.

—Me alegro. —Con estas palabras de Gertrudis, la catástrofe concluyó.

No del todo, desde luego. Algunas cosas persistieron, e incluso cambiaron para siempre. Al enfriarse, las paredes de la consulta de Dobbin quedaron convertidas en el decorado de una caverna de película de serie B. Dobbin y Gertrudis siguieron calvos y depilados, y los testículos de Dobbin encogieron hasta casi desaparecer, lo que otorgaba un extraño aspecto, como de manatí, a su pene sobresaliendo del pubis terso. Por último, el cerebro de Dobbin también quedó depilado de todas sus ideas previas: cerró la consulta, despidió a su secretaria, dejó el psicoanálisis, se compró un peluquín y se entregó en cuerpo y alma a la causa del Espíritu Curie, ahora te diré cómo.

Y aquí mi amigo psicoanalista tosió e hizo una pausa.

(Hay una pausa también en la narración del señor de la perilla, a quien llaman señor Formas. «Es extraño —piensa Soledad—, me dan pena Dobbin y Gertrudis, pero todo lo que les pasa me parece gracioso.» Sin embargo, nadie ríe. Los otros tres escuchan con grave mutismo.)

—No se separaron el uno del otro a partir de entonces —continuó mi psicoanalista—. Una extraña pareja, Gertrudis Webber y Alfredo Dobbin, ambos calvos, con pelucas, aturdidos y absortos, unidos por el vínculo sagrado de un secreto terrible. Supongo que también estaban enamorados, pero su relación sobrepasaba cualquier afecto común. Eran como dos guerreros, dos cruzados en busca de un pavoroso Grial. Compraron un pequeño apartamento al sur de la ciudad con el dinero de ella y los ahorros de él, y se pusieron a trazar planes. Sabían que la hazaña de librar al mundo de la radioactividad no los llenaría de honores. Probablemente, incluso los destruiría. Pero tenían que hacerlo: ella, por Curie; él, por ella.

Y la empresa no era tan imposible como parecía. Según el Espíritu, la radioactividad también se manifestaba como un espíritu, un Ente que visitaba a la velocidad de la luz, aleatoriamente, una central nuclear del mundo cada día. Por pura coincidencia, en los próximos días, una de las elegidas sería una planta cercana al lugar donde residían.

—Pero ¿qué día? —inquirió Dobbin—. ¿No puede ser más concreto el Espíritu?

—No, debido al principio de incertidumbre de Heisenberg —repuso Gertrudis—. Si sabemos el lugar con exactitud, es imposible conocer el momento. De modo que a partir de mañana tendremos que vigilar día y noche esa central, cariño. En cuanto el Ente la visite, lo sabremos y podremos atraparlo.

—¿Y cómo vamos a destruirlo?

—Eso déjalo en manos del Espíritu —fue la misteriosa respuesta de ella.

Narrar esos días frenéticos resultaba imposible para Dobbin: todo lo que conservaba era el vago recuerdo de haber llegado una noche a las inmediaciones de la central con las pelucas puestas para instalar su campamento en un montículo. Se hacían pasar por una pareja que vivía una especie de amoroso picnic. A partir de entonces, tensas horas de vigilancia por turnos, largas noches a la intemperie (por fortuna, era verano), el miedo atenazándolos cuando veían brillar hasta la más pequeña luz en el complejo... Todo era una prueba de fuego para aquellos campeones. Dobbin afirmaba que resistió debido a dos motivos. Su amor a Gertrudis era el principal, pero no el único. También estaba aquella especie de ideal, el sentimiento que recorre aleatoriamente el pecho de los hombres como el Ente las centrales nucleares, y que en aquel momento había elegido el suyo por azar: el deseo de vivir en un mundo mejor, más hermoso y saludable, donde la vida floreciera como antaño, sin el terrorismo de la química, limpio de las heces eléctricas con las que el hombre lo empuerca todo. Un mundo sin ácidos, ondas, vibraciones, zumbidos, cables, circuitos, filamentos, alimentos de colores o fuegos artificiales. Sin suelos de linóleo, chips de silicio ni hierro forjado. Un mundo donde hasta la muerte fuera una forma de salud.

Dobbin soñaba con ese mundo idóneo mientras vigilaba la cabeza de la cúpula de la central, tan calva como la suya, aquella verruga blanca y pulida, el absceso de hormigón que brotaba de la infección de la Tierra, cuando de pronto, una noche, sucedió. La casualidad hizo que él estuviera de guardia y fuera el primero en verlo, y creyó que era una alucinación provocada por el odio que le inspiraba aquel horrible monumento. Pero cuando despertó a Gertrudis, ella lo vio también.

Antes gris bajo la noche sin luna, la cúpula emitía ahora un ominoso brillo verde fosforescente.

—¡Es ella! —gritó Gertrudis—. ¡El templo! ¡Está en el templo! ¡Vamos, Alfredo, amor mío, vamos!

Corrieron como posesos monte abajo. Solo el destino sabe qué hubiera pasado si algún vigilante llega a sorprenderlos saltando entre las piedras en dirección a la pianta nuclear, ambos calvos (habían olvidado las pelucas atrás), gritando y bañados por la extraña fosforescencia. Pero, fuese por intervención del Espíritu o no, lo cierto era que estaban solos y nadie los vio. Llegaron así i b verja de entrada, y una visión fantasmagórica les estalló en los ojos. Qué fue real y qué producto del inmuno y la tensión es cuestión de opiniones. Tiendo a aeer en la palabra de Dobbin, por mucho que aquí se fragmente y deteriore (imagino que el lenguaje posee su propia radioactividad). Me contó que, al llegar a la verja, ya no había central ni nada que se le pareciese. En su lugar había brotado una arquitectura que podía desafiar los sueños de un Gaudí, un Le Corbusier o un Lloyd Wright. Tendrías que haberle oído balbucir sobre caminos de uranio puro, columnas de carnotita roja y un canal de aguas muertas donde flotaban cadáveres de peces, crustáceos y gaviotas, los ojos ciegos y los cuerpos carbonizados, hasta seres humanos de encías sin dientes, aferrados unos a otros como en ese cuadro de La balsa de Medusa.

Frente al Templo en sí, al pobre Dobbin se le agotaban las palabras. Lo comparaba a un Taj Mahal de radio que estallara y se reconstruyera un millar de veces en el lapso de un parpadeo, produciendo un ruido como de avispas de metal encerradas en un horno caliente. Y hacia él corrió, su amada precediéndole con aquella aura de finales del siglo xix y gritando consignas de guerra.

—¡Vamos, Alfredo! ¡Por la vida! ¡Por la salud!

Lo que encontraron en el centro del maléfico cubil les hizo gritar de nuevo. Tras mucho tiempo ganándome su confianza, Dobbin se atrevió por fin a escribirlo. Aquí está. Leo textualmente. «Bajo un techo atómico que se desintegraba cada milisegundo exacto, extendíase un anfiteatro de butacas de color rojo, numeradas y con luz propia, como los premios de las antiguas máquinas del millón. La numeración iba del 1 al 88, el número atómico del radio, y variaba con cada intermitencia, encendiéndose una butaca cada vez. En el centro del escenario, una especie de trono cuyo respaldo tenía la forma de una rueda de la fortuna, con 88 lucecitas rojas en el borde girando enloquecidamente, y sobre el trono...»

Hasta aquí lo que me escribió. Sobre aquel trono se hallaba el Ente.

¿Y cómo era ese Ente? Dobbin callaba siempre en este punto y se servía de imágenes tomadas de aquí y allí: un niño famélico de África, un aborto en una mesa de operaciones, un árbol tras un incendio.

—Salud, queridos amigos —les dijo el Ente con una voz que era mil voces, o quizá solo ochenta y ocho—. Ya que estáis aquí, ¿os importaría conectar el aire acondicionado? Hace un calor espantoso. —Al abrir la boca, un aceite denso y negro escapaba de ella como un vertido de petróleo.

—¡Ramera de la Babilonia nuclear! —le espetó Gertrudis con fría furia y la voz atronadora del Espíritu Curie—. ¡Morador de los minerales profundos, que un aciago día fuiste invocado a la superficie por quien yo represento! ¡Prepárate para regresar a tu minúscula guarida en la pecblenda!

—¿A quién pretendes expulsar? ¿A todos? —El Ente rió—. ¡Amputad la úlcera y os llevaréis la parte sana del brazo! —Y levantando su calva cabeza clavó en ellos las cuencas llenas de vapores de sus ojos ciegos—. Tengo una mala noticia que daros, capullos: soy parte de la Naturaleza. ¡Parte del mundo y del hombre!

—¡Mientes! —Pero al tiempo que gritaba esto, Gertrudis dio un paso atrás, y por primera vez, Dobbin vio en su rostro signos de indecisión.

—¡De hecho, miraos a vosotros mismos! —rugía aquella lepra sobre el trono—. ¡Hasta vuestros pensamientos son una colección de átomos, y dentro de los átomos, partículas, y dentro de las partículas, energía, y dentro de la energía, yol ¿Queréis exorcizarme de la materia? ¡Queridos míos, la materia soy YO! ¿Destruiréis el barro del que estáis formados? ¿Acaso queréis jugar con vuestras propias cuerdas de títeres? ¡Mira bien en tu interior antes de amar u odiar las cosas, porque yo soy tú!

(Aquello último el señor Formas lo grita como si el cuento hubiese dejado de ser un cuento para convertirse en un discurso. Y mientras, cierra mucho un ojo y abre el otro mirando a Soledad, que da un paso atrás, asustada.)

Sin saber qué hacer, Dobbin se giró hacia su amada y lo que vio lo volvió loco. ¡De los ojos de Gertrudis brotaban también vapores, y su boca vomitaba una pez densa!

—¡Gertrudis...! —la llamó, pero descubrió que se atragantaba. Sus labios escupían la misma viscosidad, su vista se nublaba. Un misericordioso desmayo le ocultó para siempre las abominables visiones de su amada transformándose y del trono, donde los números giraban sobre la horrenda criatura, que ahora lanzaba alaridos de triunfo con el sonido de la explosión de un cargamento de misiles.

La policía los encontró en la consulta de Dobbin un día después. Se habían envenenado con un potingue. Ella tuvo más éxito y estaba en el diván, los ojos grises fijos en el techo como si el origen de su muerte se hallase allí. Él seguía vivo. Luego se repuso y pasó a ser mi paciente. Aunque es cierto que se habían quedado calvos, no existía otra prueba de lo sucedido que la palabra de Dobbin. Podrás pensar que fue una locura contagiada por ella y compartida por él. Pero yo le creí cuando me lo contó. Y desde entonces no puedo evitar pensarlo: mi materia, mi cerebro, mis sentimientos... Un sinfín de átomos, enemigos ocultos que giran en una rueda de la fortuna... ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo poder acabar con algo que está dentro de ti? ¿Qué somos? ¿Qué somos todos?

Y mi psicoanalista, aún tendido en el diván, se llevó las manos a la calva mientras sollozaba.

Olvidé decir que mi psicoanalista es calvo.

(Soledad ríe sin poder evitarlo. Pero pronto comprende que es, ay, un error.)

 

Ay, un error.

La risa se ahoga en su garganta, como si un par de manos la estrangularan.

Todos la miran. La señora del peinado extraño ha vuelto la cabeza hacia ella.

—¿De qué te has reído exactamente? —quiere saber el hombre del alzacuello.

—Me... Me ha parecido un cuento gracioso. —De repente se irrita: ¿por qué no puede reírse si le apetece hacerlo?—. Dobbin y Gertrudis, tan calvos y... al final, ese psicólogo calvo... —Vuelve a reír para mostrar que es una diversión inocente, pero ellos observan su risa como una pieza expuesta en un museo.

—¿Te parecemos graciosos los calvos? —pregunta el del alzacuello en buen tono.

—No, yo...

—¡Si esta niña va a reírse de mis cuentos...! —corta el de la perilla indignado.

—No lo ha entendido, señor Formas —tercia la señora del raro peinado—. La niña no ha entendido su cuento.

—La letra, con sangre entra —sentencia el hombre con una mueca.

—¿Qué edad tienes? —pregunta la señora volviéndose hacia ella.

Soledad cruza con la dama una mirada titubeante. Desde luego, le inspira más confianza que el señor Formas, con sus amenazas y enfados, incluso más que el otro hombre a quien llaman «señor Obispo». Cree que pueden llegar a ser amigas.

—Doce años —dice.

—Es muy joven, señor Formas, muy joven.

—¿Y va usted a ser su mentora?

La señora ignora la pregunta del señor Formas y sigue concentrada en ella.

—Ven —dice—. No te asustes, ven.

Ella se acerca insegura, como si avanzase hacia una enorme pizarra. La señora es delgada y huele a perfume, pero también a tabaco. No es extraño esto último: se lleva un cigarrillo a los labios, su mirada entre los algodones de humo fija en Soledad, la furiosa pavesa apuntando hacia ella. Su vestido la ciñe del pecho a los tobillos y es de un brillante color rojo.

—Dime, ¿qué has entendido del cuento?

Ella busca ayuda con la mirada, pero ¿a quién? ¡Sa valedora más importante es quien está preguntando! Intenta resumir el extraño cuento tal como hace en clase-

—Hay... un espíritu bueno y... un ente que deja calvas a las personas... —De repente, sintiéndose la otra cara de la misma moneda, vuelve a reír insumisa.

—Se ríe —indica el señor Formas, juez acusador que la señala por encima de la mesa, lo cual le provoca usm risa—. Mire, señora... —Y aquí pronuncia el nombre de la señora de rojo. A Soledad le suena a francés. ¿Lef ¿Lafau?—. ¡Se ríe!

Siente los ojos a rebosar de lágrimas, le duele el tómago, no puede parar. Es una risa nerviosa, «mali como la llamaría su hermana. A veces le ocurre. La señora de rojo eleva un bonito hombro mientras fuma y la contempla sin inmutarse, y quizá sin clemencia. Acaso entorna algo los ojos, que son verdes. Las flores de su pelo son amarillas, los bucles rojizos.

—¡Me miran ustedes tan serios que...! —Se detiene ella para tomar aliento—. ¡Como si todo esto fuera la mar de importante!

Nadie dice nada durante el rato que tarda en calmarse. El señor Obispo mira al techo, la señora de rojo fuma, la señora de blanco parece dormida. El primero que reacciona es el señor Formas: se yergue, carraspea antes de hablar. A Soledad le recuerda los dibujos animados donde los malos lanzan una siniestra carcajada tras anunciar el fin de la humanidad. Pero pierde toda diversión al oírlo.

—Quitémosle la ropa, atémosla y cortemos uno a uno todos sus dedos.

Su terror salta como un resorte cuando el señor Formas se levanta de la silla. Mucho más que sus horribles palabras, el solo hecho de verlo erguirse en toda su estatura es lo que quiebra sus escasas seguridades.

—¡No! ¡Socorro! ¡Socorro! —chilla y corre hacia la puerta, que no tiene ningún pomo para tirar de él y no se abre. La golpea con los puños—. ¡Papá! ¡Socorro! ¡Papá!

—Paciencia, señor Formas, es solo una niña —dice la señora de rojo—. Ya que tratamos con una mocita de doce años, seamos adultos nosotros.

—Siéntese, señor Formas, la está asustando —dice el Obispo—. Y tú, niña, cállate.

Soledad obedece a duras penas. Está aterrada, pero descubre que ya lo estaba desde mucho antes y aún no lo sabía. Cuando entró en aquella cámara, cuando le hablaron por primera vez, cuando escuchó el cuento, incluso cuando reía: aterrada. Solo encuentra terror bajo una fina capa de fingimientos que ahora se ha roto como un charco helado bajo una bota. De espaldas a la puerta, las mejillas húmedas, el amargor del llanto en la boca, no sabe si respirar aliviada o temblar más cuando el señor Formas (que, en realidad, no se ha movido de la mesa) vuelve a sentarse digno, seguro de sí. Lo odia, oh Dios, cuánto lo odia. Se lo imagina viviendo en un lugar como el Ente del cuento: un sitio rancio, donde todo se cae a pedazos y solo queda ese tipo en pie, un títere sin vida. Aborrece su falta de sentido del humor, su mirada de un solo ojo que parece decirle: «¡Nada podrás ocultarme!» Es, desde luego, un ser detestable.

La señora de rojo parece comprender lo que piensa.

—Calma, pequeña, el señor Formas ve lo que ve, y nada puede modificarlo. Él es lo que hay. Los demás somos más flexibles. Nadie va a hacerte daño, pero es preciso que escuches mejor el siguiente cuento. No te distraigas, presta atención. Y no te rías indebidamente. Ahora... ¿una sonrisa?

No quiere sonreír, pero se obliga a hacerlo por la señora. Abrazada a sí misma, sintiendo frío pese a su chaqueta, dibuja con los labios una curva mínima, a sabiendas de que resulta seductora. En casa consigue muchas cosas cuando sonríe así. La señora lo aprueba con un gesto.

—¡Pero tendrá que pagar! —exclama el siempre irritante señor Formas—. ¡Pagará por lo que ha hecho! —Mueve el mostacho, vuelve a mirar con un solo ojo, levanta mucho la ceja.

—Perdón, siento haberme reído —murmura ella.

Una sola frase y todo cambia. El señor Formas parece más calmado. No solo eso: feliz. Soledad se apunta un tanto en silencio y piensa que ya conoce bien a este señor. Es fácil contentarlo fingiendo ser ovejita. «Ve lo que ve», ha dicho la señora, lo cual quizá signifique que no ve más allá de sus narices, o de lo que cualquiera podría ver. En parte, papá es así: fácil de indignar o calmar con suaves apariencias. Muy osado en sus amenazas, indefenso ante las alabanzas. Ella sabe cómo tratar a gente como su padre, y sospecha que el señor Formas es igual de contentadizo.

—Pagará, señor Formas —interviene el señor Obispo, conciliador—. Le aseguro que lo haremos a su manera. Pero ahora, ¿por qué no nos deleita con su siguiente historia?

—Me apresuro a ello, señor Obispo. Le gustará: es marítima y horrible. La titulo «El nacimiento de Venus», pero podría llamarla «Sophia»...

EL NACIMIENTO DE VENUS

Sophia, sí. Su nombre me evoca cabelleras de holoturias, espiras de caracolas, cuerpos de equinodermos. Pronunciado con acento en la primera sílaba, «SOphia», parece hermanarse con Safo, Lesbos y Lemnos, desparramarse por el jónico, egeico, premediterráneo mar en que me hallaba.

Porque debo decir que yo estaba con Grigori Fasev clasificando fósiles pelágicos en Pafos, la dulce Pafos del Chipre no ocupado por los turcos, en una villa encaramada sobre la costa.

—Tú, clasifica —me decía Grigori—. Clasifica. No es difícil.

No lo era: alineados en los anaqueles de nuestro cuarto de trabajo se momificaban alcionitos, ámbares, amonitas, belemnitas, ictiolitos, numulites y trilobites sobre tarjetas que proclamaban el Cámbrico, Cretácico, Ordovícico, Jurásico o Pérmico.

—Clasifica —decía Grigori—. Segmentados, no segmentados, braquiópodos, huesos de jibias, conchas...

Grigori sabía que podía confiar en mí para esa tarea: soy como una máquina exacta de pesos y medidas, un microscopio que aisla e identifica. Por eso, cuando nos conocimos por azar en un hotel de París, no tarde a ofrecerme aquel trabajo en Pafos. No me contó que era lo que buscaba, pero tampoco se lo pregunté. Lo que me importaba era que pagaba bien. Su padre, un ruso emigrado a Alemania, había construido un imperio de empresas cuyos beneficios heredó Grigori como único descendiente. Provisto de tal riqueza pero sin deseos de continuar con el negocio familiar, soñaba, cual nuevo Schliemann, con grabar su nombre bajo un hallazgo arqueológico mundial. Además de mí, había contratado a una variable mesnada de hombres-rana griegos (no se fiaba de los turcos), y todas las mañanas traían entre gritos un cargamento de inútiles piedras que arrojaban sobre nuestra mesa como una apuesta estrepitosa. Yo los clasificaba y Grigori los sometía a un riguroso escrutinio.

Por fin, una tarde de sol y datileras, olvidable salvo por las palabras que se pronunciaron, me ofreció algunas pistas sobre su obsesión.

—Afrodita, amigo mío.

—Me suena. ¿No era Venus?

—Venus, Afrodita, Astarté, Ishtar, Astaroth... Llámala como quieras. Su leyenda procede de un culto cretense muy antiguo, y de allí pasó a Citere y el Peloponeso. No tenía un solo aspecto sino múltiples, y aparentemente opuestos. Era la diosa del Amor, pero también la de la Muerte. Melenis, la negra. Escotia o Epitimbria, de las tumbas. Androfona, la matadora de hombres...

—Creo que me gusta más el aspecto tradicional —dije.

—Aquí, en Pafos, se le rindió un culto misterioso y ya olvidado. La sacerdotisa bailaba sobre las rocas de la playa y entregaba su cuerpo a las olas, luego salía renovada, como Venus de la espuma-semen del padre de los dioses... De modo que también está relacionada con el nacimiento, el origen de la vida. —Bonita leyenda.

—Sí, pero en toda leyenda hay significados ocultos, no lo olvides. Unos derivados de otros, un pasillo de significados, un laberinto, y al final, el último, conclusivo, minotáurico... Es a ese significado al que pretendo llegar.

—No dejará de ser un mito, de todas formas —dije entre sorbos de vino chipriota.

Grigori se mesaba la blanca barba con aire enigmático.

—Afrodita no es solo un mito, muchacho, y me propongo demostrarlo.

No tan enigmática era su costumbre de acortar su ya menguada vida con desbaratadas orgías en las tascas de la playa. Allí, entre mujeres armenias, griegas y algunas turcas (en esta ocasión se fiaba bastante más), al soniquete murrio de las bandolinas, Grigori Fasev era capaz de beber y cantar como todos sus ancestros eslavos y germánicos juntos. Lo recuerdo enrojecido como el Eri-treo hasta la raíz de sus blancos cabellos, hablándome horas y horas, no ya sobre Afrodita sino sobre Sophia.

—Sophia... La conocí hace muchos años en Grecia, durante una Nochevieja en El Pireo. Ya sabes: ruegos artificiales, máscaras, sirtakis... Una sola vez, una sola noche, chico, y no he podido olvidarla... ¡Ya no se fabrican mujeres así! —Y concluía, guiñando el ojo a las jóvenes, que no entendían lo que decía—: Soy un soñador. La pasión me perderá.

—Sin duda —convine.

Me habló por primera vez de Sophia ante una muchacha que, según él, se le parecía mucho. Tenía apenas diecinueve años y era de origen grecoturco con una extraña pero magnética mezcla de asiático. Trabajaba en uno de los bares de Pafos como bailarina y ya a su edad poseía cierta experiencia en un teatro de variedades de Atenas. Su sueño era vivir en California. Nos dijo su verdadero nombre, pero ni a Grigori ni a mí nos importó, y le rogamos con Danto de borrachos que nos dejara llamarla «Sophia». Para complacer a Grigori, que la conoció, y a mí, que no.

—Así, «Sooophia»... —Grigori alargaba los labios entre bigote y barba.

Sophia, nombre evocador. Madréporas, trompas de tritón, sus pómulos altos, sepias, el nácar de los moluscos, el torneado de sus muslos, el caparazón del cangrejo, el pareo anudado a sus pechos, la escultura de la Venus Citerea, su cintura corintia, su morenez mediterránea. Ah, y su forma de hablar, repleta de obscenidades imaginarias.

—¿Amigo... de usted? —Me preguntaba señalando a Grigori. Nos entendíamos en inglés, el de ella algo más torcido.

—Puede decirse que sí.

Grigori ya roncaba sobre la mesa, y cuando Sophia se inclinaba sobre él, sus senos de náyade le rozaban las canas.

—Es divertido —agregó—. Está borracho.

—Bebe mucho, en efecto, y no debería hacerlo.

—¿No?

—Padece del corazón. Se lo alivia con pastillas bajo la lengua.

—Nunca le he visto usar la lengua para eso. Lancé una carcajada.

Llevamos al viejo entre los dos hasta el Jeep de Gri-gori, estacionado junto a la arena, y mientras tanto ella seguía preguntando, ya con más confianza.

—¿Qué hacéis?

—¿Qué?

—En Chipre. ¿Turistas? —Ordenamos fósiles.

—Ah —dijo como si lo hubiese comprendido todo de repente. Sostenía a Grigori del sobaco con fuerza inusitada. El viejo balanceaba la cabeza entre ambos como un toro agonizante—. Comentan aquí que ustedes... profesores ricos.

—Él es rico. Profesor no somos ninguno.

—¿Y tú?

—¿Yo?

—Sí. ¿Qué eres? —Yo soy el que ves —respondí. A partir de entonces era costumbre que charláramos cuando Grigori dormía la mona.

(«Qué respuesta tan idiota —piensa Soledad—, pero me la esperaba del señor Formas.» A fin de cuentas, ¿no lo había dicho la señora? «Él ve lo que ve.»)

Y así un día. Y otro. Caracolas de nautilos, cuernos áe Amón, discos de lapas, argonautas, casis, neritas, pompos... Nunca imaginé que por el suelo de los mares exalaran tantas porquerías desordenadas.

—Clasifica —decía Grigori, que a veces me dejaba solo y se encerraba en su despacho como en un camarote a consultar mapas más grandes que él, donde podía uno asomar el morro de Chipre, o a traducir viejos texos leyéndolos en voz alta.

De pronto, una mañana, todo cambió. Los tipos-pez que alquilábamos durante las horas de sol para que nos exhumaran el mar regresaron antes de lo habitual dando extraños gritos que Grigori vertió en un inglés ansioso.

—¡Han encontrado algo! ¡Por nuestras madres, que han encontrado algo! ¡Pero es demasiado grande y frágil, no quieren traerlo sin mi permiso! ¡Vamos a la playa!

Al tiempo que lo decía, estaba subiendo al Jeep. Avistamos, tras un viaje de vértigo, un nido de lanchas de goma en la arena con hombres enlutados de neopre-no. Tres de ellos sostenían algo que parecía un remo basto y desigual hecho de piedra. Grigori saltó del Jeep aún en marcha. Los griegos le festejaron la proeza.

—¡No puede ser! —exclamaba—. ¡Tan grande! ¡Tan enorme!

Lo que yo vi era, tan solo, un objeto de tres metros y medio de largo por unos ochenta centímetros de ancho. Parecía una barra de pan prehistórica. Grigori se puso a bailar y uno de los submarinistas, contagiado de su histeria, alzó aquella cosa gritando algo que hizo a Grigori desternillarse.

—¡Dice que es el mondadientes de Neptuno!

—Pues lo ha usado más de una vez. —Señalé con cierto asco los parásitos glaucos y el cepillo de algas que adornaban sus fosas.

Grigori empezó a dar instrucciones, y el regreso a nuestra casa, por contraste, fue de todo menos veloz, como si trasladáramos a un accidentado a un hospital de montaña. El viejo pasó la tarde en su despacho con su longitudinal fósil. No diré que el tiempo no transcurrió, porque siempre lo hace para quien gusta de medirlo, y cuatro horas de cadáver en una hamaca y uvas chipriotas más tarde oí abrirse una puerta.

—Dios mío —dijo Grigori al verme—. Oh, Dios mío... Le aticé un sorbo a mi copa de vino y miré al viejo con dulzura.

—Aún no he llegado al estado de divinidad, Grigori, pero espera tan solo a que abra otra botella...

—Será mejor que vengas a ver esto.

Fuimos. Lo que vi sobre su mesa de trabajo era el mismo fósil de cuatro horas antes, ahora partido en tres pedazos con un escoplo. Grigori me miraba enrojecido por el sol, la emoción, el esfuerzo y el vino, si es que no son todas ellas una y la misma cosa.

—¿Y? —inquirí, resignado a que me contestaría enseguida.

—Por Dios, ¿no lo ves? —Se indignó—. ¡Un espermatozoide! ¡Un gigantesco espermatozoide fósil!

Cuando logró embalsamar los nervios en alcohol, pudo contarme toda la historia.

—La idea se me ocurrió cuando hallé unos manuscritos en Nicosia. Ya conoces la leyenda del nacimiento de Venus o Afrodita: Urano fue castrado por su hijo Crono con una hoz de pedernal, y este arrojó los genitales de su padre desde el cabo Drépanon, según Hesíodo. El semen se unió a la espuma del Egeo y surgió ella, sobre las valvas de una concha venera. ¡Pero resulta que Hesíodo estaba equivocado en cuanto al lugar! Los manuscritos de Nicosia, copia de otros más antiguos procedentes de Pafos, hablan de un sitio cercano a Chipre, no al cabo Drépanon... Debe de ser una pequeña isla. Hay un poema en clave sobre su localización, intento traducirlo... En uno de sus versos se dice: «En la espuma saltaban las glaucas culebras»... ¿Comprendes? ¡«Glaucas culebras»! ¡Espermatozoides!

—Es decir, que has hallado un espermatozoide de Urano. —Intenté que no sonara por ningún extremo a burla, pero hasta Grigori se rió tras una pausa suspicaz.

—Quiero demostrar que la leyenda del nacimiento de Venus tiene una base real. No me refiero, por supuesto, a una mujer nacida de la espuma, pero sí a algún tipo de hermosísima criatura prehistórica que el mito preservó con el nombre de la diosa del Amor, la Vida y la Muerte. Y si la esperma titánica que anegó los mares chipriotas es real, el cuerpo de esta gran Diosa Madre debe de estar en algún sitio. Quizá... ¿Quién sabe? ¡Quizá se trate realmente de una diosa...!

—Grigori —lo detuve.

—Dime.

Iba a decirle lo obvio, que él no era biólogo y que esa cosa de su despacho podía ser desde un remo fenicio hasta una formación calcárea submarina. Pero me callé al vislumbrar la ferocidad soñadora de su mirada. Ver a alguien ilusionado es como ver pelear a un perro: quédate o márchate, pero nunca lo interrumpas.

—Nada —concluí.

Se irritó. Me apuntó con un dedo artrítico y acusador. —Tú nunca has creído en Afrodita... —Yo creo en Sophia, Grigori.

¿Hasta qué punto no quería percatarse de que no buscaba a Afrodita sino a Sophia, la diosa de aquella sola noche en El Pireo, imborrable y espumeante, que alegraba sus últimos días? Rastreando el mar donde la conoció, Grigori fingía interesarse por el mito cuando en realidad lo que deseaba era recuperar los recuerdos.

Yo hablé con la falsa Sophia al día siguiente. Convencí a Grigori de reanudar nuestras borracheras gemelas, y allí estaba, en la barra del bar, como esperándonos.

—El viejo está loco —le dije en nuestro turno de intimidad, al ritmo de los ronquidos de Grigori. Y le conté toda la historia. Al llegar al hallazgo del espermatozoide fósil, Sophia se echó a reír salpicándome un roción del vino que trasegaba. La disculpé a cambio del espectáculo de danza que me ofrecieron sus pechos bajo el top verde.

—Pobre hombre, ¿no? —dijo y se secó las lágrimas.

—Pobre hombre rico —maticé.

Jugamos un poco a la telepatía de las miradas y seguimos hablando. Aquella noche hablamos mucho, entre pausas del idioma y llamadas gruñonas de Grigori, que despertaba a ratos de su mona para decir «te quiero». Ella entonces lo volvía a matar con copuladores besos de sus jónicos labios y continuábamos. Hablamos hasta que el mar clareó, y solo entonces me marché con el viejo en el Jeep y nuevas ideas en mente.

Lo primero, por supuesto, fue aconsejarle que protegiera su descubrimiento. Si llegaba a oídos del Gobierno chipriota el hallazgo de un espermatozoide de Urano en sus aguas jurisdiccionales, sin duda habría problemas legales.

—Por no mencionar la nociva fama que cobraría todo el asunto —argüí—. Imagínate a turcos, griegos y chipriotas contratando a un ejército de submarinistas para rastrear palmo a palmo la costa en busca de algo más, no sé, el forro del escroto, pongamos por caso. Sería un saqueo en toda regla, Grigori.

—Tienes razón —dijo, ansioso—. ¿Qué podemos hacer?

Me apresuré a tranquilizarle y dejó todo el asunto en mis manos. Solicité, en primer lugar, los servicios de un amable biólogo que certificó, no faltaría más, que aquello era, en efecto, un espermatozoide fósil gigante. Un no menos gentil abogado chipriota puso a nuestra disposición todos los recursos para que el fósil pasara a ser propiedad exclusiva de Grigori o fuese donado a una institución benéfica en caso de fallecimiento. Todo esto resultó fácil usando el dinero del viejo. No lo fue menos contar con la presencia de un profesor experto en griego arcaico que acabó de traducir correctamente los últimos versos del misterioso poema de Nicosia, que decían así:

Contempla en secreto a la Acidalia,

amada de la espuma y las palomas,

sus huellas deja de veneras conchas,

mientras las hijas de Temis la adornan,

y la blanca y áurea Talo la calza

con coturnos allí donde el sol nace,

y la anciana Carpho mide su vestido de

este forma...

Luego, unas cifras desordenadas ante cuya visión Grigori exclamó: «¡Eureka!» Para él, esa era la verdadera clave.

—«Acidalia» es otro nombre para Afrodita —explicó—. «Talo» y «Carpho» son dos estaciones, correspondientes a los solsticios de verano e invierno respectivamente, pero quizá se trate solo de un símbolo ritual... El secreto viene después. Los «coturnos» indican una posición elevada, septentrional. «Allí donde el sol nace» es «hacia el Este». Y los números... ¡una distancia, a la manera de los antiguos navegantes griegos!

—Tienes razón —asentí señalando el mapa—. De acuerdo a esas medidas, al nordeste de donde estamos hay una isla diminuta. ¡Qué casualidad!

Partimos al mediodía siguiente en una lancha que alquilé a un viejo pescador. Una hora después divisamos rocas oscuras, un avispero de gaviotas, un anillo de brumas. Durante el proceso de atraque reparé en lo que considero mi propio y personal descubrimiento: el mar no huele, solo los objetos que moja. Huele la sal, la piel de los tiburones, el interior de las chirlas, el lodo de la playa, las visceras del balate, no el agua, ni la espuma ni la ola. Por lo mismo, Grigori y yo éramos más mar que el mar, mojados como estábamos. La isla, en cambio, no lo era tanto: seca y pedregosa, parecía el destino preferido de las parejas chipriotas en busca de intimidad, y lo demostraban las botellas rotas, las bolsas de patatas fritas y hasta los condones usados que la poblaban. Todo un Templo del Amor, en efecto, pero de dudosa raigambre citerea.

Aun así, el viejo se hallaba entusiasmado:

—¡Ruinas! ¡Allí! —Señaló un juego de pedruscos. Corrió hacia ellos y yo pensé que las ruinas le atraían por afinidad mutua. Mientras las exploraba, le informé de las tristes novedades.

—Lamentablemente, habrá que buscar mejor forma de pasar el tiempo. Acabo de descubrir que el depósito de la lancha tiene un agujero. Maldito turco el que nos la alquiló —agregué, y Grigori colaboró en el insulto—. No podremos regresar.

Me miraba de rodillas sobre las piedras, con ojos agotados, puntiformes. El pelo blanco le hacía aspas con el ventarrón.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

—Bah, no se ha dado el caso de dos náufragos que hayan languidecido meses en una isla a una hora de viaje de las costas de Chipre. Alguien vendrá en algún momento. Además, tenemos todo lo necesario para pasar la tarde, y el clima es excelente. Dediquémonos a vivir. —Y saqué de la nevera de la lancha su vino chipriota preferido.

Poco después el cielo empezó a ennegrecerse con esa lentitud inhumana que le es propia, tras ofrecernos un crepúsculo de obligada imitación en toda escuela de Bellas Artes. Para cuando la noche cayó, esa que ya hemos olvidado debido a la proximidad de interruptores y bombillas, la noche negra del mundo y el mar, inventora de deidades y mitos, Grigori ya estaba borracho. Mientras me dedicaba a medir una y otra vez las dimensiones de nuestro encierro (treinta metros en un cálculo grosero, a razón de medio metro de paso cada segundo, en un recorrido de un minuto), escuchaba al viejo perorar, aferrado a la botella, sentado sobre las ruinas de sí mismo: —¡Mierda de isla! ¡Sucia, llena de latas...! ¿Y la fantasía? ¿Y el misterio? ¿Y los sueños que formaron parte del legado más sagrado de la humanidad? Alguna vez creímos en cosas hermosas, en mitos y leyendas... Alguna vez llegamos a pensar que la verdad era verdad si era bella. ¡Alguna vez, en algún momento perdido, todos los hombres fuimos poetas e inventamos cuentos que luego se hacían reales cuando eran contados! ¿Y ahora? ¿Dónde se ha ido todo eso? Las tinieblas nos rodean y nosotros vivimos sobre condones y botellas de alcohol... —Tras una pausa agregó—: Vacías, además. Yo sonreí en silencio.

(Soledad llora también en silencio. Las palabras de Grigori la emocionan sin saber por qué. Piensa que le hubiese gustado conocer a aquel hombre.)

Los chapoteos los oímos poco después. Estábamos acurrucados compartiendo los restos de la última botella cuando Grigori apartó la cara del círculo de luz de nuestra única linterna.

—¿Has oído?

—¿Qué?

—Me pareció... algo. —Las olas.

—No... Alguien... algo...

—Grigori, estás borracho y nervioso, y sabes que eso no es bueno para tu corazón.

Me aferró el brazo incorporándose.

—¡Estoy volviéndome loco! —clamó hacia el mar—. ¡Completamente loco!

En correspondencia, el mar le devolvió su locura.

Una luz turquesa y espectral definió los contornos de las olas a unos quince metros, pero en la oscuridad parecía sorprendentemente próxima.

Y sobre ella flotaba Venus.

Recuerdo que Grigori se apartó de mí y caminó como niño en Noche de Reyes hacia aquella visión turquesa. No llevaba dados cinco pasos, cuando se desplomó con una mano en el pecho, murió y empezó a llorar.

No me equivoco en el orden. Fue así: primero su rostro se cubrió de color blanco, como si su piel se hubiese hecho de vidrio y permitiera atisbar la calavera que llegamos dentro, los ojos fijos en ese punto vacío que al fin vemos cuando ya no vemos nada, y un instante después sus lágrimas manaron. Era como si el inquilino se hubiese quedado un poco más en el cuerpo deshabitado para llorar por los buenos ratos pasados en su interior. Debo reconocer que yo mismo contemplé aquel otro cuerpo, este completamente vivo, de pie sobre el mar, y pensé: «Androfona, la matadora de hombres.» Por desgracia, la escena acabó de manera mediocre, porque al avanzar un pie Afrodita dio un resbalón y hubo un «pluf» en el agua tan grosero como el sonido de un pedo en una lectura de Keats.

«Caramba, no nos ha salido tan mal», me dije mientras mi Venus salía del mar muerta de risa, peluca y maquillaje ya desprovistos de misterio pero aún desnuda y aún, de algún modo, levemente diosa. No iba a ser difícil conseguir el dinero del viejo una vez presentados los papeles que nos hacían herederos de su fortuna, preparados por uno de mis cómplices, que Grigori mismo había firmado sin leer con la excusa de proteger su fósil; tampoco lo sería borrar todas las pruebas, en particular la balsa con las luces verdes sobre la que mi Sophia, la falsa, la ex actriz de un teatro de variedades, había remado para no ser oída al acercarse a la islita.

Hasta aquí mi historia.

Añadiré que creo que le hicimos un gran favor a Grigori y otro a la verdadera Afrodita. Porque la verdadera Afrodita no existe: es solo espuma, mito, recuerdo, olor del mar que nunca huele por sí mismo, al igual que tampoco existió nunca la verdadera Sophia sino solo la pasión de un hombre y su felicidad al morir. Y si la falsa Afrodita y la falsa Sophia fueron, por un instante, indistinguibles de las reales, que es lo máximo a lo que puede aspirar cualquier fantasía, ¿qué importancia tiene que fueran falsas?

¿Tú qué crees, niña?

 

¡Ella no esperaba una pregunta! Se queda mirando al señor Formas.

—¿Estabas distraída? —dice este último.

—No... ¡No, qué va! ¡Lo escuchaba!

—Entonces, contesta. ¿Qué crees?

Su expresión no es amenazadora, pero sí insistente, como a veces la de papá. A ella ya se le ha olvidado a qué se refiere la pregunta, así que responde como puede.

—Me... Me dio pena ese señor... Grigori.

—Yo lo hice feliz.

A ella le irrita eso. Tiene más cosas que decirle.

—Usted le mintió. Le engañó. ¡Se burló de él!

—Le di más felicidad que toda la que había sentido durante su vida. —El señor Formas habla con calma, en un tono de fría lógica que ella empieza a odiar.

—Pero se burló de él. Y le hizo daño. En el fondo, eso es lo que usted hace. Daño. También se burló de su amigo el psicólogo, y de Gertrudis y Dobbin... Usted no cree en nada ni en nadie.

Cuando acaba de hablar nota calor en la cara. Los cuatro adultos no parecen impresionados por su coraje. La señora de rojo le ha dado la espalda y sigue fumando. El señor Obispo se contempla las manos sobre la mesa. La señora de blanco permanece de perfil, inmóvil. En cuanto al señor Formas, se encoge de hombros —Y eso me hace detestable, ¿no? —Curva los perfectos pelos del mostacho—. Sabía que me odiabas, niña.

Un recuerdo súbito la asalta. Se le antoja que ocurrió hace muchísimo tiempo, en otro siglo. Estaba en clase, sentada en el pupitre, cuando su profesora la llamó y le dijo que su padre vendría a buscarla pronto esa mañana. Papá llegó, en efecto, se la llevó de la mano y durante el viaje en coche le dijo: «Sol, mamá ya no está con nosotros.» Y agregó: «Así es la vida, hija.» O quizá esto lo dijera más tarde, al abrazarla.

Mamá había muerto de cáncer, así era la vida. Papá era rico, y desde que había enviudado varías mujeres iban y venían a su alrededor, así era la vida. La frase de papá martilleaba ahora sus oídos. Así es la vida, ¿quién puede negarlo? Ella ya tiene edad suficiente como para saberlo: nadie, salvo los locos, vive ningún sueño fantástico. Y nadie tiene la culpa, ni su padre ni el señor Formas, ni Gri-gori ni Dobbin. Nadie ha hecho la vida tal como es, la vida se ha hecho a sí misma.

Pensar eso la tranquiliza. Parpadea varias veces antes de hablar en voz baja.

—No, no estoy de acuerdo con usted, pero no le odio... Y por cierto, el mar sí que huele, lo que pasa es que a usted solo le interesa la tierra —añade mirándolo.

—Esta niña es más inteligente de lo que pensamos —dice el Obispo.

—Sea como sea, que pague. —El señor Formas parece haber perdido su apellido, como si la respuesta de ella lo exasperara de algún modo: da un golpe en la mesa con la mano abierta—. ¿O se ha olvidado ya de que cometió una falta antes, señor Obispo?

—No, señor Formas, no me he olvidado. Lo someto al parecer de todos.

—Pobrecita, no abusemos —dice la señora de rojo—. Que sirva el vino, tan solo.

—No, no solo eso, señora... —El señor Formas pronuncia de nuevo aquel nombre francés. Soledad decide llamarla «señora Lefó», como suena. El señor Formas alza un dedo antes de añadir—: Que sirva el vino... y que se quite una prenda.

Soledad siente frío en el estómago.

—Decida cuál, señor Formas —pide el Obispo.

—Acércate, niña.

Se le ocurre que todo pasará pronto si se comporta con naturalidad. A fin de cuentas, el señor Formas no está haciendo otra cosa que seguir burlándose, ¿no? Y si ella no le da motivos para reír, sus burlas se agotarán por sí mismas. De modo que camina hacia la mesa y permanece de pie en el espacio entre este y la señora Lefó. Solo las manos traicionan sus nervios, porque aunque las deja caer a los lados del cuerpo, los dedos de la izquierda se agitan luchando contra un pequeño pellejo del pulgar.

Los ojos del señor Formas la rastrean haciendo una mueca. Su faz nunca le ha parecido más falsa a Soledad como ahora, parecida a la de las marionetas. Por algún motivo, eso no le asusta.

—La chaqueta —dice al fin el tipo—. Que se quite la chaqueta.

—Primero servirá el vino, —El Obispo me hace un gesto.

La botella pasa por encima de la mesa, de la mano del Obispo a la del señor Formas, de la de este a la de ella. Toca el cristal: muy frío, aunque es como si el líquido que contiene estuviese tibio. Como si apoyara la mano sobre una piel helada y húmeda y percibiera el fluir de la sangre debajo. Decide servir primero a la señora Lefó, luego a la de blanco. Debe pasar por detrás de esta última para alcanzar una región hasta entonces inexplorada, junto al Obispo, y al hacerlo la llama de la vela en esa esquina retiembla. Mientras inclina la botella hacia la copa del Obispo percibe algo por primera vez: la mesa no es negra del todo. En su superficie hay dibujada una circunferencia de color plata que alcanza casi hasta el borde y dentro de ella algo así como dos pequeños animales, dos lagartos o salamandras persiguiéndose mutuamente.

Dios sabe lo que significan, si es que significan algo. Ahora lo que le importa es que por detrás del Obispo ya no hay espacio suficiente para pasar, de modo que rehace el camino hasta el señor Formas, que no ha dejado de mirarla en todo el rato.

—La chaqueta —le recuerda el Obispo recuperando la botella que ella le tiende—. Puedes ponerla junto a la mochila.

Avergonzada, quiere mirar al suelo, pero esto solo al principio. Enseguida decide que es mejor enfrentarse directamente a los ojos del señor Formas. Ya no le atemoriza: piensa, incluso, que es un individuo realmente triste. Sus opiniones son vacías como globos. Descubre que siente tanta pena por él que sus burlas no la alcanzan. Se despoja de ellas igual que de la chaqueta. La manga derecha se vuelve sobre sí misma descubriendo el forro blanco. Ella la coloca en su sitio pero reprime el deseo de doblarla con meticulosidad, como hace en casa. La arroja sobre la mochila tal cual, y el escudo plateado del colegio Valdelosa queda bien visible sobre el bolsillo superior, contrastando con la tela casi negra. Luego se frota los brazos desnudos bajo las mangas cortas de la camisa blanca. Para su alegría, aquella especie de pulso silencioso que ha mantenido con el señor Formas parece haber finalizado, y ella es la clara triunfadora. El señor Formas aparta la vista, no sonríe, hasta da la impresión de que deja de ser importante.

—Y ahora, señora Lefó, su primera historia, por favor —indica el Obispo.

—Con mucho gusto.

La señora Lefó expulsa varias bocanadas de humo hacia el techo. Soledad se desplaza un poco a la izquierda para poder verle la cara. La señora le sonríe y ella la imita. ¡Qué diferencia con el antipático del señor Formas! Una mujer comprensiva y afectuosa, una auténtica dama. Aunque lleva la cara toda cubierta de maquillaje, y pese al peinado de cabellos rojizos y flores amarillas, no deja por eso de parecer más natural que su compañero. Su tono de voz, como su perfume, arrebatan. Algo en sus ademanes resulta exagerado cuando habla, pero también hipnótico. Soledad siente mucha curiosidad por conocer su primer cuento.

—Se titula «La decoración» —dice, y comienza—: Hace años, la triple coincidencia de un robo...

Dentro de la caja de madera repujada de piedras encuentras otra de laca roja veteada de azufre. Tócala. Esta caliente pero no quema. No hay llave: su cerradura es sello de lacre. Para abrirla, debes derretir el lacre con una llama. Hazlo. Ligero humo, ya está. No retrocedas ante ese resplandor de fuego.

 

«Yo misma fui un gato.»

Se llamaba Pachito, y era un cruce de algo con algo, ella nunca supo qué. Pero el resultado se estiraba por los pasillos, movía las patitas en el aire si lo ponía boca arriba, tan suave, con aquel pelaje de manchas marrones y aquellos largos y finos bigotes. Y una semana después de que se lo regalaran, enfermó y murió. Al parecer, eso sucedía a veces con los gatitos tan pequeños, que se iban de ka vida como una borra de polvo por la ventana. Ella lo vio morir: estaba echado sobre un cartón de yogures junto a la pared de su cuarto y los ojos, que le parecían dos tazas de café vistas desde arriba, se convirtieron en agujeros. Aún eran negros, pero ya no un color sino un vacío. —No te mueras, Pachito —le dijo ella. Y sin pensárselo dos veces, aprovechando la impresión que le produjo aquel rostro triangular e inmóvil, se sentó frente al escritorio, abrió su cuaderno y comenzó a escribir un cuento donde ella era Pachito, y se estiraba, 9» y peluda, en los pasillos de la casa de una niña llamada Soledad. Poco después escribió otro cuento sobre a madre. Este le salió peor y lo abandonó, pero descubrio que le gustaba contar cosas sobre aquellos seres que ya no estaban. Sobre todo, le gustaba pensar que ella era seres.

«Fui un gato, fui mamá, fui mis abuelos... Soy quien quiero ser en un cuento.»

Ignora por qué recuerda eso cuando la señora Lefó concluye su primera historia: quizá porque, en esta ocasión, a diferencia de esas otras veces, ha sido el personaje quien ha intentado parecerse a ella. Reconoce la familiar sensación de mirar a alguien y pensar que, al mirarlo, también lo está inventando. De esto nunca ha hablado con nadie.

Hay silencio, como casi siempre tras las historias. Nada parece haber cambiado de lugar ni aspecto: el señor Formas, la señora Lefó, la señora de blanco y el señor Obispo siguen allí, en torno a la mesa. Tiene que ser de noche, aunque en aquel sótano iluminado por velas es difícil asegurarse, y no se atreve a preguntar la hora. La excursión habrá terminado ya y su padre debe de estar muy preocupado por ella. O no, a lo mejor nadie la echa de menos. A fin de cuentas, ninguna de las dos opciones modificaría su situación. No puede decirles a los señores de la mesa: «Lo siento, pero me marcho.» Ella les pertenece desde el momento en que abrió aquella puerta y aceptó entrar. Como la decoración de la historia de la señora Lefó: quieta y muda, allí ha de quedarse. Además, los cuentos le gustan cada vez más. Sería maravilloso escucharlos todos.

—Sirve vino, niña —le dice la señora Lefó, que tose un poco.

Soledad se apresura a tomar la botella que el Obispo le entrega. Decide empezar por la señora Lefó, que vuelve a hablar.

—¿Qué te ha parecido la historia?

¡Esa es una pregunta fácil! La dama revela más sutileza y compasión que el bruto del señor Formas. Para recompensarla, Soledad no responde con un simple adjetivo.

—El señor Lupino obtuvo lo que quería. Las nubes de tabaco se desperezan como serpientes de humo.

—¿Y qué era lo que quería el señor Lupino?

Esto se le antoja más difícil. ¡Así que la señora Lefó también puede enredarla, si lo desea!

—No... No lo sé. Ver a esa mujer vestida de esa manera, quizá...

Lo gracioso es que, tanto el señor Formas como el Obispo se toman a pecho la pregunta y responden casi a la vez que ella:

—Obediencia —dice el primero.

—Placer —dice el Obispo.

La señora Lefó los ignora: se concentra en Soledad.

—Lo preguntaré de otro modo. ¿Crees que es bueno o malo lo que obtuvo?

—Es bueno —responde ella sin dudarlo, aunque no sabe por qué.

—Bien. —La señora ha encendido otro cigarrillo—. Veamos qué opinas de mi siguiente historia. Se titula «Jennifer Budoski»...

Soledad escucha mientras acaba de servir: al señor Formas y al Obispo, para regresar sobre sus pasos y rellenar la copa de la señora de blanco, a la que había olvidado momentáneamente, porque nunca habla. Luego pone la botella en la mesa y permanece entre las dos damas. Antes tenía frío, ahora siente calor. La camisa de manga corta se pega a su piel sudada.

Pero eso no le impide seguir escuchando.

JENNIFER BUDOSKI

Allí, en Cavennes, hay historias. En todos los pueblos las hay, pero en Cavennes hay tantas y tan fantásticas que cansan a la verdad, la derrotan por agotamiento. Uno acaba creyendo que la verdad y la mentira no existen en Cavennes. Porque, allí lo saben, ambas son solo dos historias más, intercambiables, y cuando pasa el tiempo suficiente, incluso igual de verídicas.

Por eso fui a Cavennes hace dos inviernos y pasé una noche escuchando historias. La mayoría, claro, sobre Lustucru.

—Lustucru era un chaval despierto, señora —me decía uno de mis mejores informadores, un compadre de piel cenicienta surcada de arrugas, gorra gris y ojos pequeños que bebía sorbitos de un vino inacabable—. De esos buenos mozos que ya no quedan, porque la mayoría se marcha ahora a estudiar a la capital. Pero Lustucru era de los de antes, señora, de los de Cavennes, de los que no emigraban porque les gustaba el pueblo y el campo. Todos los vecinos lo comentaban: qué suerte había tenido su familia con él.

Qué suerte, hasta que vio aquella foto arrugada.

Yo me pregunto, señora, quién demonios la dejaría allí, en mitad del camino entre las acequias. Porque era una página arrancada de una revista, de eso está todo el mundo casi seguro, pero quién la dejaría, y por qué.

A mí me lo contaron unos a quienes otros que lo vieron les contaron esto: que un mediodía ciego de sol, cuando Lustucru regresaba de trabajar en el campo, la suerte quiso que hallara esa hoja arrugada y la recogiera, más que nada porque al pobre chaval no le gustaba que nadie tirase porquerías al camino.

—¡Eh, Lustucru! —lo llamaron sus compañeros.

Pero él no respondió y siguió contemplando aquel papel arrugado y oscuro.

—¿Qué es eso, Lustucru? —le decían—. ¿Qué miras?

Y lo vieron guardarse la hoja en el bolsillo y alejarse de ellos tan callado como un estanque en invierno, señora, o como una piedra pequeña.

Al día siguiente, la madre lo comentaba en la plaza. Hablaba con unos y otros, sin saber muy bien a quién acudir.

—¡Y qué bicho le habrá picado a mi Lustucru! Ayer llega del campo, va y se encierra en el cobertizo, no come en todo el día, le llamo y me dice que no tiene hambre, le pregunto si le duele la cabeza y me dice: «Sí, mamá, me duele la cabeza de tanto sol.» ¡Mira que si se nos enferma ahora!

El padre decía lo mismo, por su lado:

—¡Mira que si se nos pone malo el Lustucru!

Y es que era el único varón, y lo necesitaban para que los ayudase en las faenas. Pero los compañeros de Lustucru le dijeron al padre que no, que no estaba malo, que había visto una hoja suelta de revista y estaba obsesionado.

—Mi Lustucru no lee —dijo el padre.

—Pero es que era una foto —le respondieron—. De una chica, seguro. ¡Está enamorado, el Lustucru! —Y se reían a carcajadas.

El buen hombre no necesitó más burlas para comprenderlo todo. Regresó a casa cabizbajo, sin atreverse siquiera a llamar a su hijo, que seguía en el cobertizo.

—¡Tiene dieciséis años el chaval, y apenas ha visto mundo! —Se lamentaba.

—Sí que ha visto —le discutía su mujer—. Podrá tener dieciséis años, pero ya conoce las revistas, ha oído la radio, ha ido al cine. Te digo que a mi Lustucru le pasa algo.

—Le pase lo que le pase, mañana va al campo o le rompo esa foto —zanjó el padre.

—La culpa es de la chica de la foto —terció la hija, la preferida de la familia, una metomentodo pequeña y revoltosa, de vocecilla aflautada—. ¡Se llama «Yenifebos-ki» y brilla por la noche!

Resulta que la niña había entrado en el cobertizo al anochecer, colándose por un agujero entre las tablas, y se había puesto a espiar a su hermano. Lustucru estaba en calzoncillos sentado en el suelo, mirando la hoja y repitiendo con voz gutural aquel nombre. Ella, que era la reina del universo, empezó a gritarle.

—¡Lustucru, déjame verla! ¡Enséñame a Yenifeboski, Lustucru, o les digo a todos que brilla por la noche!

Lustucru la miró como si no la conociera, repitió una vez más aquel nombre, si es que era eso, y, sin enseñársela, guardó la hoja en el puño y trepó por una escalera hasta la parte más oscura del cobertizo, donde a la niña le daba miedo ir.

—¿Es verdad eso de que brilla de noche? —preguntó el padre.

—¡Sí, sí que brilla! —La niña, al asentir, movía esa larga coleta que a su padre tanto le gustaba—. ¡Brilla como una estrella!

—¡Como una estrella, sí, pero de cine! —les explicó al otro día, con buen humor, don Gaspar, el médico de Cavennes, al que los padres habían llamado para que hablara con Lustucru, un hombrecillo afable y sabio—. Ese es todo el misterio: Lustucru ha encontrado la página de una revista con la foto de una actriz de Hollywood y se ha enamorado. Uno de esos amores imposibles que todos sentimos cuando tenemos su edad. No hay de qué preocuparse, se le irá pasando. Este mundo de hoy día nos tienta cada vez más con visiones falsas y perfectas, y el chico está en la edad de obsesionarse.

Padre, madre e hija lo escuchaban, asombrados ante su sapiencia.

—¿Todo eso se lo ha dicho él? —preguntó el padre.

—No, qué va. Pero los que tenemos ya cierta experiencia sabemos extraer conclusiones, hombre. Al principio, ni siquiera quería dejarme pasar. Yo le decía: «¡Lustucru, abre, que soy yo, don Gaspar!» Y él, nada. Solo repetía aquel nombrajo una y otra vez, hasta que al fin comprendí lo que decía. Sonreí y le dije: «¿Ese es su nombre, Lustucru? ¿Jennifer Budoski?» No respondió, pero al poco rato me abrió la puerta y allí estaba, algo desaliñado y pálido, pero el mismo Lustucru de siempre. «Se llama así, ¿verdad? —le dije—. Ese es el nombre de la chica de la foto, ¿no?» Y él asintió. «¿Quién es? ¿Una actriz? A mí no me suena, pero ya soy viejo y no conozco ni a la mitad de las famosas de hoy ¿Es una actriz de Hollywood?» Y volvió a asentir. Entonces, más tranquila, ganada su confianza, agregué: «Lustucru, hijo, ¿puedo explicarte algo?» Y estuve hablándole media hora. Él me escuchó muy atento. Le dije que no es bueno poner tanta pasión en un sueño. Que las actrices y actores de Hollywood son sueños, que yo había estado enamorado a su edad de una llamada Bette Davis y que si él llegaba a conocer en persona a la tal Jennifer seguro que iba a decepcionarse. Que tener imaginación está muy bien, le dije, pero que hay que poner los pies en la tierra. Añadí que su conducta les preocupaba mucho a ustedes, y le pedí que saliera de su encierro y regresara a la vida. Todo lo aceptó. Ya ven. Dentro de poco volverá a ser el Lustucru de siempre. ¡Si todos los problemas de los jóvenes se resolvieran así!

—Pero la foto brilla en la oscuridad —insistió la niña.

—¡Qué va a brillar, jovencita! ¡Tú tienes más imaginación que tu hermano! —¿Usted la ha visto?

—No, no me la enseñó. Y dudo que deban obligarle a que lo haga. Esa foto es su pequeño e inocente secreto.

Fácil es imaginar la felicidad con que acogieron casi todos, dentro y fuera de la familia, el buen juicio de don Gaspar. Y si digo casi todos quiero decir que no fueron todos. O sea, que había alguien que siguió infeliz, y era la madre. Los que la oyeron en la plaza esa mañana les contaron a otros que luego me contaron a mí que decía:

—Mi Lustucru le ha mentido al doctor.

Lo mismo repetía en casa, hasta que el padre, que ya se había hecho a la idea de recuperar a su hijo para el trabajo, perdió la paciencia.

—¡Qué sabrás tú!

—¡Lo sé de sobra! Mi Lustucru no está enamorado. Recuerda cuando se enamoró de Simone, la de los Jonmet ¡Era otra cosa!

—¡Sabrás más que el médico, tú! —¡Soy su madre y lo conozco! —Entonces, dime, ¿qué le pasa? Durante un rato solo se oyen el agua que cae al fregadero y el restregar del estropajo contra los platos. Un sollozo se une a esos ruidos.

—Algo terrible —dice ella al fin. Pero hasta la madre terminó dándole la razon al doctor cuando esa misma tarde Lustucru abandonó el cobertizo y cenó con la familia. Habló poco, es v pero comió con apetito, y ver comer así a un hijo tranquiliza a cualquier madre. Esa noche la buena madre se sintió tan bien que incluso accedió a los reclamos de su marido, que la deseaba desde hacía días. Y cuentan estaban en mitad de la cosa cuando los gritos los interrumpieron. Eran tan espeluznantes que la casa se día entera. Todos corrieron como muertos en vida el cuarto de Lustucru y hallaron al pobre chico en pelotas encorvado sobre la cama, agarrándose las piernas temblando.

—¡Mamá! —gemía despavorido—. ¡Mamá!;. ¡Mamá!

—¡Mi Lustucru! —gritaba la señora, abr ¡Hijo mío! ¡Mi Lustucru!

Dicen quienes lo supieron que pasó media hora de que el chaval pudiese soltar dos palabras distintas. Tal era la forma en que entrechocaba los dientes que el padre le enrolló una punta de la sábana y se la puso en b para que no se mordiera la lengua. Y cuando pudo hablar, contó algo rarísimo.

Había tenido un sueño, dijo. Soñó que haba Hollywood en un tren, a ver a Jennifer Budoski. Y Hollywood era un campo lleno de estatuas bajo la luna por donde paseaban personas en silencio. Y al mirar a esas personas sintió un escalofrío, porque sus ojos les brillaban como las perlitas de las lágrimas en las tallas de los santos.

Llegado este punto volvió a gritar, y ya todo lo que dijo a partir de entonces no lo entendió nadie. Que las personas se habían quitado la ropa, y ya no eran personas sino perros. Y los perros se tocaban las partes entre sí y se perseguían como una rehala feroz de las que baten los montes, y tenían los cuellos llenos de joyas, los dientes montados como si fuesen falsos, las pezuñas como el azogue de los espejos, el pito como un hongo venenoso y la cosa de las hembras abierta y sangrante como un tajo de navaja en la piel de un bebé. Y de repente tampoco fueron perros, sino algo muy distinto. Algo que nada tenía que ver con animales o personas. Y entre ellos estaba Jennifer Budoski, y al verla él supo que iba a enloquecer. En el mismo, mismísimo momento en que Jennifer Budoski lo mirase, su cerebro se cuajaría como leche pasada y rebosaría agrio por sus orejas. Y por eso kabía despertado gritando.

—Ah, bueno —dijo el padre—. Solo fue un sueño.

Pero hasta él mismo estaba impresionado de oír a Lnstucru contar aquello.

(«Cualquiera lo estaría», piensa Soledad estremecida. «¿Qué clase de sueño fue ese? ¡Ni siquiera soy capaz de repetirlo»)

El pobre Lustucru pasó dormido todo el día siguiente y al caer la noche desapareció. Fue la madre quien lo supo antes que nadie, cuando se levantó de madrugada para asegurarse de que el chaval descansaba tranquilo.

—¡Lustucru! —gritó al descubrir la cama vacía—. ¡Ay, Dios mío!

En la cocina, las puertas de la alacena estaban abiertas y faltaba queso, algo de leche y una hogaza de pan-La puerta de la casa también estaba abierta, y por ella salieron todos, hasta la hermanita, en pijama o camisón.

—¡Lustucru! ¡Lustucru, eh! —lo llamaban.

La noche era negra, porque las nubes escondían la luna, una noche oscura y torpe como un escarabajo.

—¡Se ha ido a «Jólibud»! —dijo la niña llorando.

Fue más tarde, al recoger la sábana caída en su cuarto, cuando la familia halló aquel papel oscuro y do que sin duda Lustucru, antes de huir, había de; atrás. Y cuentan que, desde entonces, la niña pasaba tiempo en clase mirando un punto en la cal cuarteada del techo de la escuela con ojos tan blancos como la pía cal. Que el padre iba al campo pero no trabajaba: quedaba quieto sobre las tierras cosechadas, con laboca muy abierta y babeante. Que la madre, sola en casa, daba y mondaba las patatas con un cuchillo hasta convertirlas en hilos que seguía mondando, y no paraba hasta que era su propio dedo lo que mondaba, y 1uego el hueso. Y si alguien les preguntaba cualquier cosa respondían siempre dos palabras que te sonaban «Jennifer Budoski», aunque puede que no dijeran porque ese nombre se le había ocurrido solo al Gaspar y a ningún otro.

Una noche desaparecieron ellos también. Los nos encontraron la casa vacía pero llena. Quiero que no había nadie pero no parecía faltar nada, solo objeto, ni una pieza de ropa, como si la familia entera se hubiese ido desnuda y unida como los muertos van al cielo.

Por haber, había hasta un papel oscuro y arrugado en lo alto de una pila de leña, en la chimenea, rodeado de fósforos apagados. Era como si hubiesen intentado quemarlo una y otra vez pero nadie se hubiese atrevido a acercarle al fin la llama.

Ni Lustucru ni su familia volvieron a aparecer nunca.

¿Y quiere saber qué pasó con ese papel, señora? Pregúntele a Marcial. Fue él quien lo rescató de la chimenea y lo guardó en un bolsillo. A nadie le dijo lo que contenia ni lo que hizo luego con él. Una noche en que vaciamos muchas botellas, lo tenté.

—Guapa debía de ser la jodida... Esa fulana del papel de Lustucru, ¿eh, Marcial?

Me miró con ojos de loco.

—¿La fulana del papel? ¡Era un papel negro por las dos caras, compadre!

 

Le asusta.

La historia de Lustucru.

Ha leído suficientes cuentos como para saber que cada uno esconde muchos otros en su interior, pero en el caso del de Lustucru esos «otros» no le gustan.

Se queda quieta y en silencio, confiando en que nadie le pregunte.

La esperanza se desvanece pronto. En realidad, todos aguardan su intervención, aunque es la señora Lefó quien lo expresa en voz alta.

—¿Y bien? ¿Qué se te ocurre decir sobre mis dos historias?

—¿Decir?

—Sí. ¿Cómo crees que se relacionan entre sí?

Un móvil de humo flota sobre su cabeza. Es como un ingrávido velo de novia. Parece pasársela bien, la señora. Desde luego, es la que más divertida aparenta estar, con su vestido rojo, sus sonrisas y su tabaco. Y siempre con ese aire soñador de dama acostumbrada a la buena vida, como si en lugar de estar allí, en un sótano mohoso alumbrado con velas, se hallara en alguna playa disfrutando de la brisa. A Soledad se le ocurre una posible respuesta inspirada en aquel pensamiento.

—Es como si Lupino y Lustucru no... no vivieran en el mismo sitio que todos.

—Explícate —pide la señora Lefó.

—No sé... Ven cosas que... que los demás no ven.

La señora parece aceptar la respuesta y lanza otro cono de humo al techo.

—Y esas cosas, ¿crees que existen?

A Soledad le da la sensación de que se debate aferrada a una roca para no caer.

—No, creo que no.

—Pero para ellos son muy importantes, ¿no? Como los cuentos, que pueden hablar de cosas que no existen, pero que resultan importantes para los que los oyen. —Algo así... Sí, algo así... pero... ¡Quizá no debió añadir ese «pero»! Por muy débil que lo soltase, ha obrado a modo de puñetazo sobre la mesa, y todos se inclinan y mueven la cabeza para mirarla con atención.

—¿Pero? —demanda la señora Lefó. —Pero en el cuento de Lupino eso que no existe es bueno... En el de Lustucru, no. Lustucru sufre, y su familia también. Al final es como si todos se volvieran locos. Quiero decir... —Se esfuerza en desovillar el complicado pensamiento—. A veces lo que no existe no es bueno... Y si no lo es, quizá sea mejor quedarnos con lo que existe. Yo escribí una vez un cuento sobre un gatfto y otro sobre mi madre, que habían muerto hacía años... Pero el de mi madre no me gustó y lo dejé. Ahora pienso que lo que existe es que mi madre se ha ido, y por malo que sea eso, siempre será mejor que inventarme otra madre que no me guste.

Hondo silencio. Ni siquiera ella comprende por que ha dicho todo eso. Sucede algo entonces. Lo que sucede podría también pertenecer a la categoría de «cosas que no existen y sin embargo importan», porque a primera vista no ocurre nada, pero ella, que ya los va conociendo, intuye que se opera un cambio profundo. Su respuesta parece haber complacido al Obispo y al señor Formas (quizá también a la señora de blanco, es difícil saberlo sin que lo exprese), y en cambio ha sacado por completo de su paraíso particular a la señora Lefó. La ha despertado, puesto en marcha, como una alarma de reloj. Entreabre los labios, deja ver la pequeña hilera de dientes, por primera vez se olvida de fumar. Soledad retrocede ante su avasalladora mirada.

—¿Y qué? —espeta—. ¡Locos o no, yo me imagino felices a Lupino y Lustucru!

—Yo no.

La dama se encorva acentuando su aspecto de ave exótica. El olor a tabaco hace parpadear a Soledad cuando habla.

—Eres una niña estúpida, ¿lo sabías?

—Usted... me preguntó que...

—¡Sé bien lo que te pregunté! ¡Y sé que eres muy i

Soledad opta por callarse tras un esfuerzo. —¡Lustucru también obtuvo lo que quería! —insiste señora Lefó—. ¡Nadie dice que puedas conseguir las a cambio de nada, niña tonta! Todo cuesta, todo un poco de dolor... Pero ambos obtienen lo que desean, y a eso yo lo llamo felicidad. Ahora sirve idiota.

Agregar esto último ha sido exagerado.

Soledad la ha escuchado hasta entonces, fascinada movimientos de sus manos, su voz fuerte como una guindilla y su inagotable espectáculo. Pero esta grosería la descoloca, la mueve a replicar.

—Ya vale —sisea—. No tiene que insultarme porque yo no opine igual que usted.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Nadie te ha enseñado respeto?

—¡Usted no me respeta a mí! —Oh, bueno, cálmate. —La señora sonríe, repentinamente amistosa—. ¿Vas a enfadarte conmigo? Solo intentaba que comprendieses que en mis cuentos todo el mundo es feliz porque todo el mundo se imagina cosas... Ni siquiera pueden considerarse dramas sino comedias. Y no carecen de belleza. Fuera lo que fuese Jennifer Budoski, ¿no te la imaginas bella?

—¡Me la imagino horrible! Y no me parece que Lus-tucru o su familia fueran felices para nada... Creo que perdieron todo lo que tenían. Eran una familia, y acabaron perdidos. ¡Me dan pena, y también miedo!

Es como si la señora Lefó se hubiese rendido. Incluso mira para otro lado, silenciosa, lanzando suaves suspiros. El cigarrillo entre sus dedos está a punto de consumirse. Soledad se envalentona con esa actitud, decide proseguir la escalada de ira.

—No me gusta usted. Me gustaba antes. ¡Verla y oírla! Tan bonita..., tan distinta. Pero ya no. Porque usted se cree que lo es todo. Y no lo es. '

—¿Has terminado? —La señora se lleva el cigarrillo a los labios, una roja ascua apuntando como un dedo— Yo también —agrega, y abre la mano. El cigarrillo cae aún encendido, y rueda hacia los mocasines de Soledad que se queda mirándolo fijamente mientras la señora dice—: Pero, antes de cederle la palabra al señor Obi debo castigar ese orgullo impropio de una niña educada con otra prenda. ¡Zapatos y calcetines!

El señor Formas y el Obispo, que han asistido a la discusión como estatuas, sonríen ahora. Soledad levanta la vista hacia la señora Lefó, creyendo no haber oído bien. Luego contempla de nuevo el cigarrillo en el suelo, que todavía arde.

—¿A qué esperas? —insiste la dama—. Descalza.

¡Es entonces cuando Soledad cree comprender algo!

La hermosura y los aires de mundo y rebeldía de la señora Lefó la han engañado. En el fondo, es intransigente y veleidosa, incluso cruel. Tal es la verdadera señora Lefó. Desde luego, cuesta más conocerla que al señor Formas. Menuda sorpresa, una dama tan alegre y atractiva, que tanta personalidad irradia, comportándose como una niña caprichosa que pasara en un santiamén de reír y jugar al insulto y la amenaza. ¡Y pensar que ella la había admirado antes por su «finura» y deseaba ser así de mayor!

«¡Pues bien —piensa Soledad—, se equivoca conmigo!»

Podría negarse, pero no quiere. Y ahora menos que nunca. Levanta el pie izquierdo, lo apoya tras quitarse el calcetín, y alza el derecho. Aquí el equilibrio le cuesta más, pero lo logra. El suelo es áspero y frío y la colilla encendida parece una trampa allí colocada, amenazando sus pies desnudos. Sin embargo, la rabia que la llena por dentro arde más que cualquier cigarrillo. Para desahogarse sin provocar otro enfrentamiento, se dedica obsesivamente a doblar los largos calcetines blancos y meterlos dentro de los mocasines, que deposita junto a la chaqueta y la mochila. «¡No me va a dominar! ¡Puedo olvidarme de la señora Lefó!»

Luego regresa frente a ella, que no ha dejado de mirarla todo el rato sonriente, y la reta con los ojos. La sonrisa se esfuma. «No le tengo miedo a tu fuego», piensa, moviendo los dedos de los pies cerca de la colilla humeante. Pero la señora Lefó parece perder toda importancia, y hasta voluntad, como si se apagara al tiempo que su cigarrillo lo hace. Se ha girado de nuevo hasta ponerse de perfil y gesticula hacia el Obispo. —Señor Obispo, su turno.

La curiosidad por lo que contará este hombre la excita, y Soledad pronto se olvida de la molestia de estar descalza. Ello, sobre todo, debido a una razón: es un individuo difícil de clasificar. A diferencia del señor Formas, parece muy agradable, pero a diferencia de la señora Lefó, no se muestra como un amigo maravilloso. Es como si le advirtiera: «Ya sabes que no puedes confiar en mí.» Tiene más bien aspecto de bromista: puede que no sea mala persona, pero tampoco es alguien por quien apostarías que nunca te hará rabiar. Y a esta impresión contribuye su rostro, tan redondo y carnoso, con esa papada que, a ratos, eclipsa el alzacuello color naranja, T esos mofletes que se estremecen como si hiciera continuas gárgaras con algún tipo de líquido. Ahora que fija mejor, Soledad se da cuenta de que su traje y camisa no son realmente negros sino de algún tono de azul, el de un mar nocturno. Y su voz, lejos del brío de la señora Lefó o la rigidez del señor Formas, es parsimoniosa burlona. Habla como si se hallara dando cabezadas final de una fiesta: soñoliento, pero complacido.

—Con mucho gusto. Mi primera historia se «La boda de la señora Boj»... —Y comienza—. A de diciembre se celebra la tradicional fiesta...

¿Ves la pequeña caja azul en el interior de la roja, tan ondulada y brillante? La tocas, y te parece fría y húmeda. La cerradura es de sal, se deshace con agua. Ábrela y mira esa oscura gruta, esos destellos cerúleos.

Y no grites a pesar de lo que veas.

EL NIMBO

Veo oscuridad a través de la mirilla. Huelo a crema hidratante de mango.

—Treinta minutos, padre —me dice el policía abriendo la celda—. Y repito: tenga cuidado con ella.

Penetro en las tinieblas, Biblia y crucifijo en alto. Todo se resume en una figura sentada. Me impresiona por lo que me han contado, pero no percibo en ella nada atemorizador, ni siquiera cuando enciende la luz del flexo en la cama y puedo verla.

—Hombre, el cura.

—Xara —le digo.

—Presente. Espere que le haga sitio. Lo tengo todo lecho un asco.

Aparta de la cama revistas de viajes con fotos de piafas tropicales, un espejo, un peine, un bote de crema te Skin Care de aroma de mango y un protector Sunpro. No entiendo lo del protector solar. Quizá permitan dar paseos al aire libre en una especie de vigilado.

Me siento en una esquina del colchón y la miro. Ni guapa ni fea, pero sí muy joven, bajita y delgada, de pelo azabache. Lleva camiseta blanca, pantalones cortos grises. Está descalza.

—¿Sabe la diferencia entre una hormiga y un escorpión? —me pregunta mientras ocupa un asiento frente a mí.

—El escorpión es más grande y tiene aguijón.

—Esas pueden ser dos diferencias, pero yo le pregunto la diferencia.

Aventuro otras respuestas («El escorpión es venenoso... El escorpión no es un insecto...») y recibo la misma réplica, hasta que caigo en la cuenta de que me está tomando el pelo.

—Me doy por vencido —digo.

—No hay diferencias. Los llamamos «escorpión» y «hormiga», pero podríamos llamarlos «sartén» y «piano de cola», o «cura» y «condenada», y seguirán siendo lo que son y no siendo lo que no son. Así que, ¿qué importa cómo se llamen? Lo que importa es pasarla bien —agrega, juntando las manos tras la nuca.

Consulto el reloj y decido ir al grano.

—Xara, vengo a escuchar tu confesión. Hoy es tu último día: dentro de unos cuantos minutos te pondrán la inyección letal. —Asiente con la cabeza, los ojos cerrados—. Pero no tengo interés en que reces ni nada por el estilo. Solo quiero que me cuentes lo que hiciste y por qué.

—Compuse una canción.

—¿Qué?

—La titulé «Voy por la mañana de mañana». ¿Quiere oírla?

Y antes de que pueda responderle comienza a cantar sin cambiar de postura. Su voz es tan cristalina, tan hermosa, que me paraliza, y por un momento es como si no estuviéramos en aquel antro oscuro aguardando una ejecución sino en un jardín luminoso e intemporal.

Voy por la mañana de mañana,

allí, en el futuro venidero,

haciendo de cada instante

un comienzo de sendero,

uniendo cada presente

en un presente eterno.

[Estribillo]

Allí, donde nada es,

donde aún no pisan mis pies,

en el día que aún no existe,

en la vida que consiste

en saber aprender a morir,

en saber empezar a vivir,

en saber vivir y morir,

sin saber nada de nada...

—Hice lo de siempre —me explica en una sola línea verbal, pasando de la melodía de las notas a las de la prosa—: lo encontré en un parque público y lo llevé a casa. Tenía cinco años, me lo dijo varias veces, supongo que a su familia le gustaba cómo lo decía: «Tengo cico año.» «Pues muy bien, Cico, vamos a jugar», le dije. Le quité la ropa y me desnudé yo también, con la excusa de darnos un baño. Era un niño muy guapo, de largo pelo avellana, que ya necesitaba un buen corte, y grandes azules. Le expliqué que jugaríamos a prisionero. Lo até a la mesa del comedor boca arriba, abierto de como un pollo, y cuando empezó a chillar corté un trozo de su camisa y lo amordacé. Entonces cogí algunos clavos de una caja de herramientas. «Mira, Cico —le dije—, mira lo que tengo.» Le sujeté la cabeza mientras le hundía un clavo en el ojo izquierdo. Se arqueó tanto hacia arriba que solo tocaba la mesa con ka talones y las manos, y gritaba una sola letra: «i». Algo si como «iiiiiiiiii», todo seguido. Se hizo pis y caca, peía» no vomitó. Cuando le hundí el otro ojo sí que vomitó. Entonces tuve que girarle la cabeza, así, para que no atragantara y muriese demasiado pronto. Vivió hora. Yo le limpiaba la sangre de la nariz y la be aguantó una hora entera.

(La narración aterra a Soledad, pero el Obispo cambia de expresión.)

—¿Y entonces?

—Entonces, lo de siempre. —Se encoge de hombros otra vez—. Alguien me vio llevándome al niño en el parque, y me identificaron. La policía me detuvo al dia siguiente, cuando sacaba el cuerpo en una bolsa. Y estoy. —Y sin transición, sigue cantando.

Voy por la mañana de mañana,

allí, en el futuro venidero,

haciendo de cada instante

un comienzo de sendero,

uniendo cada presente

en un presente eterno.

La canción vuelve a calmarme, pero ahora me cansado. Es como si mi cuerpo, al perder tension desarbolara como un barco de velas. Xara sigue cantando cada vez más alto, incluso chasquea los dedos y me invita a unirme en el estribillo, pero esa invitación es precisamente lo que me hace cortarla.

—¿Por qué, Xara? —De repente me angustia pensar que no me queda más tiempo. Pierdo la paciencia y alzo la voz—. ¿Por qué les haces esas cosas a los niños?

—No lo sé. Hormiga y escorpión, ya se lo dije. No se fíe de las palabras.

—¿Te excitas? ¿Es eso? ¿Placer?

Hace un gesto como apartando una mosca.

—Va, ya me lo han preguntado otras veces. Les quito la ropa y me la quito yo para no mancharla. No abuso de ellos. No, señor cura, no siento placer.

—Entonces, ¿por qué?

Mi ansiedad termina por llamarle la atención. Parpadea, sonríe.

—Eh, ¿a qué viene tanto interés por lo que hago? Soy una sádica-psicótica-paranoica-psicopática. ¿Qué más quiere saber?

Comprendo que no puedo poner excusas. Y me anima pensar que quizá acepte colaborar si le digo la verdad.

—Quiero conocer el mal, Xara.

—Oh, eso es fácil —replica—. Yo puedo presentársela.

Su respuesta me desconcierta, pero cuando me dispongo a pedir explicaciones oigo otra voz a mi espalda. —Un minuto, padre.

Doy las gracias y noto que regresa mi ansiedad. Me inclino hacia Xara.

—Dime al menos esto: ¿por qué te han arrestado y sentenciado en cinco ciudades diferentes y nunca han podido ejecutarte?

—Creo que siempre me indultan al final.

—Eso no es cierto: te escapas. ¿Cómo lo haces?

—¿En serio? No lo recuerdo, señor cura.

—¿Que no lo recuerdas? ¿Que te escapas de prisión y no lo recuerdas? ¡Basta de bromas, Xara...!

Ella dice algo pero la puerta se traga la respuesta. Son cinco hombres vestidos como si regresaran de jugar a un deporte bestia: guantes, cascos, hombreras, viseras, gafas protectoras, todos jadeando.

—Es la hora, Xara —anuncia uno—. Apártese, padre.

Pero apenas me dejan tiempo y espacio para obedecer: esquivándome, se echan sobre ella como sobre un caimán, de quien temieras a la vez un mordisco y un coletazo. La inmovilizan con tanta eficacia que incluso uno le golpea la cabeza contra la pared. Descubro que el último no la ha tocado aún: está preparando un artilugio que consiste en un capuchón negro con una especie de correa en la abertura.

—¡Deprisa, deprisa! —le exige el compañero que sujeta a Xara de los brazos. Los otros también le jalean

—¡Joder, vamos!

—¡Rápido!

Y cuando le acercan la capucha sucede.

No parece que nadie lo provoque: es algo natural, como la salida del sol. Una luz despuntando por encima del guante del policía que le aferra la cabeza. De color rojo sangre, al principio es una pequeña linterna, pero se abre y extiende por su pelo como una cola de pavo real nimbando a Xara con artística exactitud.

—¡Demasiado tarde! —grita uno de los policías.

Entonces es como si la realidad fuese una historieta dibujada en una página, y alguien introdujese un dedo lleno de sangre en la viñeta que representa ese instante. o aproximara una llama encendida al centro del dibuja y a partir de ese punto toda la imagen se desgarrara o se fundiera con un ruido de cosa que se arruga. El brillo de la aureola que nimba la cabeza de Xara se hace tan intenso que se vuelve negro, y mis retinas se convierten en un fondo rojo sobre el que arden dos pequeños huevos fritos en el centro. Caigo de rodillas entre olor a sangre caliente.

—Vamos —oigo que dice Xara con calma al cabo de un rato.

Y al abrirlos, mis ojos vuelven a funcionar milagrosamente. Pero qué espectáculo: cinco seres humanos retorcidos y negros como cucarachas envenenadas. Negros los dientes, las encías, hasta la conjuntiva de los párpados. Y Xara sobre ellos, los pies a dos palmos del suelo, aún nimbada por la luz escarlata como una santa de óleo barroco.

—Vamos —repite.

Parpadeo, y de repente estoy sobre una loma de hierba fresca centelleante que corona un valle hasta el horizonte, lleno de árboles y estrechas carreteras. De pie ante mí, Xara viste una veraniega pieza estampada. El cielo es azul sin excepción.

Con ese nuevo «vamos» me invita a seguirla cuesta abajo hasta la carretera más próxima, donde extiende sus bellas líneas un Jaguar descapotable color espejo con neumáticos gruesos como bombos de orquesta y asientos tapizados en piel de tigre. No he acabado de recuperarme del asombro cuando ya me encuentro de pasajero. Xara conduce, y no aparta el pie del acelerador ni la vista de la sinuosa carretera, que el poderoso vehículo parece devorar con las fauces abiertas.

—¿Qué ha pasado? —pregunto—. ¿Cómo hemos salido de la cárcel? ¿Qué era eso que brillaba en tu cabeza?

—No tiene importancia —dice como si contestara a mis tres preguntas a la vez—. ¿Le gusta el rock?. —Presiona un botón y la música estalla, insana, por las cuatro esquinas. Xara sigue el ritmo mientras la inercia nos obliga a seguir otro. Los frenos protestan ante cada curva tomada a espantosa velocidad.

—¿Adonde vamos? —grito desviando la cara ante ¿ azote brutal del viento.

—A verla.

—¿A verla?

—¡Usted quería conocerla!

No comprendo lo que dice, pero el estrépito y la prudencia me hacen no indagar. El Jaguar despeina la selva a ambos lados de la angosta carretera y me tapona h nariz un olor como de tienda naturista abierta por primera vez tras un cierre veraniego. Por encima de palmeras y helechos se adivinan montañas azules. Es como a decorado de algún fondo de acuario. Y de repente tomamos otra curva y he aquí que la veo, inesperada como un regalo.

Es una casa que parece un templo, o viceversa, blanca y rodeada de columnas en lo alto de algún Olimpo selvático. Pero una antena parabólica con el color y la forma de una hostia en el sagrario se alza en el techo pulverizando cualquier ilusión de tiempos griegos.

Cuando Xara detiene el coche al pie de la columna oigo la música. Es samba. El jolgorio viene de la casa. Subimos apresuradamente por una escalera tan vertical como la de una pirámide maya. Al llegar a la cima habría podido contener el aliento, de haberme quedado alguno.

No exagero: la casa es enorme, como un estadio. Frente a ella, la quietud de una laguna muestra su réplica exacta e invertida. Hilos de libélulas y agujas de colibríes tejiendo una atmósfera suave a todo color. Bordeamos la laguna hasta llegar a los escalones del pórtico. Los cuento: son doce. Y en cada peldaño, salvo en uno, moviéndose al frenético ritmo de la samba que estalla alrededor, una bailarina.

Once muchachas en traje de baño, elevadas por el vértigo de los tacones.

De alguna forma, cuando veo a Xara lanzar un grito de alegría y correr hacia ellas, situándose en el escalón vacío mientras se despoja del vestido, comprendo algo.

Doce. El número me suena.

Asciendo por esa escalinata entre cuerpos cimbreantes: la de pelo como oro líquido, la de piel tostada como una Guinness, la de melena índigo, la que parece llevar un tanga formado por cuerdas de violín.

—¡Somos sus seguidoras! —me grita Xara al tiempo que baila, cuando paso junto a ella—. ¡Te está esperando arriba!

Allí está, en efecto. Enmarcada en el grave rectángulo oscuro de la entrada. No es especialmente bella ni alta (ninguna de ellas lo es). Su pelo, largo hasta los talones, es de un asombroso color gris, como el de una anciana, y sin embargo su cara es la de una niña. Lleva un traje de baño azul marino que le queda grande y zapatos de plataforma. Me aguarda con las manos en la cintura, sonriente, y cuando la alcanzo me tiende una.

—Encantada —dice con voz de tiple—. Usted quería conocerme.

La acompaño hasta un salón cuyo tamaño invita a desperdiciar los movimientos. Rodeado de columnas, posee muebles dispares de diseño. Aquí un sofá que semeja ser de laca negra. Allí una tapicería color plumaje de guacamayo. Pero al acercarme aprecio que las cosas no son nuevas, sino que muestran las indelebles huellas del uso: costuras descosidas, molde de cientos de culos sobre los cojines de un tresillo. Sin saber por qué, ver aquellos muebles herrados por el tiempo me atemoriza más que ninguna otra cosa que haya visto hasta ese instante.

Ella recoge las piernas en un diván, clavando las plataformas en el cuero. Yo elijo una butaca que se hunde bajo mi peso soltando nubes de polvo.

—Estoy segura de que está pensando: «Caramba. pues no era para tanto» —dice tras un silencio que emplea en examinarme divertida—. Y tendría razón. No es para tanto. Sobre todo, cuando te acostumbras. Terminamos siendo aburridas.

—No puedo creer que sean aburridas.

Se despeja el pelo de la cara.

—Pase aquí varios meses y verá. ¿Quiere beber o comer algo? —ofrece.

—No, gracias.

—Así que es usted cura.

—Sí.

—También suena aburrido. —Un poco.

Si pudiese vencer mi aprensión la miraría detenidamente, porque lo cierto es que a primera vista no le encuentro nada especial. Tampoco siento otra emoción que la certidumbre de estar allí, el hecho de saber que es ella. Quizá la culpa sea de mis nervios. Me adelanto un poco en la butaca, apoyándome en el borde, y de repente, como suele ocurrirme, me lanzo al vacío sin red de la explicación teórica.

—¿Sabe? Mi principal interés ha sido siempre comprender la existencia del mal. Me obsesiona. La creación podría ser perfecta sin él. O ella. —Sonrío—. ¿Por qué ese lado oscuro de las cosas? No quiero ofenderla con lo de «oscuro». Quiero decir, todo podría ser natural y espontáneo, pero el mal es un artificio, ¿no? Algo forzado...

Me callo porque la veo abrir la boca y los ojos mientras me escucha.

—Bueno, es interesante eso que dice —concluye.

—Gracias.

Tras otra pausa, baja las piernas del diván y carraspea.

—¿Ha visto el jardín de la parte posterior? Tenemos muchas flores. Y los setos están muy bien cortados.

—Ah, estupendo.

—Aquí el gran problema es el agua. Llueve poco. —Desvía la vista hacia las aberturas entre columnas. Por los gestos deduzco que está preocupada con su larguísimo cabello, lo echa hacia atrás, lo alisa, se lo coloca tras las orejas—. Habría que organizar un buen sistema de riego. O sea, autónomo. Ni una sola nube, ya ve. Todos los días así.

Ambos contemplamos el cielo del que poco a poco se evade la luz sin que sepamos cómo, casi de incógnito. Cuando vuelvo a mirarla, ha alzado una rodilla y se la sujeta con ambas manos.

De pronto me siento desconcertado. No puedo explicar qué me sucede. Me asalta la sensación de que me está engañando. Finge, y lo hace muy bien. Nos quedamos un rato observándonos entre parpadeos.

—Me gusta que haya venido —dice al fin.

A mí se me había ocurrido otra frase para quebrar ka terrible pausa, de modo que la suelto casi a la vez.

—Y, dígame, el poder de Xara... ¿Qué es?

—¿El poder de Xara?

—Esa aureola mística de color rojo...

—Oh, es algo que le sucede de vez en cuando. —Se mordisquea una uña—. No hemos estudiado aún el... el fenómeno.

—Pensé al principio en una especie de nimbo de santidad, como el de los apóstoles en los cuadros clásicos —aventuro.

—Sí, sí... ¿Por qué no? Esa es una buena explicación.

De improviso se desliza desde el diván abajo, y el gesto me sobresalta. Pero lo que hace es sentarse en el suelo mientras tamborilea con los dedos sobre la alfombra. Caigo en la cuenta de que está siguiendo el ritmo de la samba. Y ahora me parece que eso es lo que ha estado haciendo desde que empezamos a hablar.

—¿Le gustó lo que hizo Xara? —pregunta entonces, como avergonzada de no prestarme atención.

—¡Fue tan extraordinario! —Me animo—. Algo así como un milagro. Una luz en su cabeza que calcinó a cinco hombres y de repente la trasladó aquí. Pero ella no parecía darle importancia. Ni siquiera recordaba si le había sucedido antes. En teoría, es lógico. Quiero decir, Mal y Bien, antagonistas. —Moví las manos, cada una representando una de las fuerzas—. El Bien tiene santos y milagros. ¿Por qué no el Mal? Lógico.

Ella asiente con la cabeza y reprime un bostezo. Estira los brazos. Se pasa la mano por la cara. Luego la veo quitarse la parte de arriba del traje de baño. Tiene unos senos pequeños de areolas grandes y oscuras.

—Qué calor —dice—. ¿No tiene calor?

—Un poco.

La samba nos llega, impetuosa, y se adueña de los silencios. Desde el suelo, ella mueve el torso, los brazos en alto. Luego me mira y sonríe. Pero algo debe advertir en mi expresión que la hace dejarlo todo, levantarse y volver a ocupar el diván. Se dedica otra vez al pelo, pero en esta ocasión parece seria, incluso molesta.

—Bueno, está usted en su casa, padre. Cualquier cosa que necesite, pídala.

—Seriedad.

—¿Qué?

—Me ha dicho que pida cualquier cosa que necesite. —Yo empiezo a irritarme también. Me tiembla el labio superior—. Necesito seriedad. Espero seriedad.

—¿Seriedad? —repite.

—Sí, seriedad. Por el bien... Es decir, no por el bien de nadie. —Me corrijo—. Estoy acostumbrado a pensar que Él no existe, y que si existe, no es serio. Estoy acostumbrado a considerar que mi propia vida no es seria. Cuando perdí la fe, quise matarme. Solo me lo impidió el deseo de conocer al otro bando. Leí a Nietzsche, a Lautréamont, a Sade. Estudié la ideología nazi y el esta-linismo. ¡Me convencí de que, en este mundo, si hay algo serio, es ustedl Y aquí estoy. Este es el final de mi búsqueda. No quiere explicarme nada, de acuerdo. No quiere ejercer sobre mí su absoluto, casi omnímodo poder, de acuerdo. ¡Pero, al menos, déme seriedad! ¡Hágame ver que todo esto es una farsa y que detrás está usted, acechando mi alma inmortal!

Quedo jadeante, sudoroso, sin saber muy bien qué más decir. Al principio ella frunce el ceño, pero hacia la mitad de mi intervención alisa la frente y baja los ojos.

—Lo siento —dice—. Quizá ha sido un error de Xara. Falsas expectativas. Hablaré con ella.

Lo último tengo que imaginarlo, porque apenas la escucho. La samba nos ensordece Con su caos de anaconda drogada. Alguien ha traído unos enormes bailes hasta las columnas, y ahora algunas de las chicas han empezado a bailar en el salón: quizá eso es lo que hacen al caer la noche. No veo a Xara entre ellas. Cuando miro otra vez hacia delante, compruebo que mi interlocutora se ha olvidado de mí y se ha puesto a bailar con sus «seguidoras». Pa-pa-ra-pá. Pa-pa-ra-pá. Todas siguen el ritmo con la cintura, se vuelven más bellas al moverse.

Yo me quedo allí sentado. Aún sostengo la Biblia y el crucifijo, pero los miro sin interés. Oigo risas, huelo fragancias de gel y cremas. Pienso en el protector solar Sunpro. Pero al alzar de nuevo los ojos veo al niño desnudo con los clavos hundidos en las cuencas sobre unas ojeras de coágulos de sangre. Al bailar, los clavos se le mueven como antenas de insecto.

No es el niño, claro. Es el sangriento atardecer que se divisa a través de las columnas, tan rojo como el nimbo de Xara.

«Me gustaría saber», pienso. Sigo asustado, horriblemente asustado. Ignoro a quién rogar ahora, en quién creer, y eso me aterra. Tanto miedo siento, que al levantarme y ver a Xara bailando de espaldas a mí y mostrando las pequeñas nalgas, no puedo evitar seguir el ritmo. Tengo sesenta y dos años y soy un sacerdote bajito y flaco que padece de piedras en el riñon. Hace milenios que no bailo. Pero en cuanto empiezo, ya no puedo parar: dejo Biblia y crucifijo en el asiento y comienzo a menearme torpemente apoyando un pie, luego el otro.

Xara hace algo entonces: pretende descalzarse, quizá como preámbulo para quitarse toda la ropa de manera insinuante. Pero se desprende del zapato izquierdo demasiado rápido y se demora en repetir el gesto con el derecho, así que, debido a la diferencia de altura entre un pie y otro, pasa algún tiempo cojeando absurdamente, y toda la sensualidad que podría ofrecer la maniobra se esfuma por completo.

Pienso: «Es tonta. Ella, sus apóstoles, todas. Tontas del culo. Pero... ¡qué bien se la pasan!»

Y me uno a ellas entre gritos y risas, y sigo bailando.

 

Soledad no ha entendido la larga historia del Obispo. ¿O las dos historias en una? Y sin embargo...

Se le ocurre que quizá sí la ha entendido, pero, por primera vez desde que está en esa habitación, o desde que se convirtió en fantasma, no puede explicarla.

Con los cuentos del señor Formas y la señora Lefó, veía muy bien las alternativas: lo que había ocurrido con unos personajes le gustaba, con otros no. Pero en la historia —en la historia dentro de la historia— del Obispo no le parece tan clara esa división. ¿Malo? ¿Bueno? ¡Todo es horrible! Y, al mismo tiempo, ella también habría bailado con aquellas chicas en biquini, y le daba la razón al señor Astan cuando decía: «El único obstáculo somos nosotros mismos», y le apenó oír a la nostálgica señora Boj...

¡Eso la confunde! En la historia del Obispo todo parece estar... ¿mezclado? Amor, odio, miedo, alegría, dulzura, rudeza... Como las medicinas que a veces le hacen tomar disueltas en un vaso de agua, un sabor nuevo compuesto de sabores viejos, todas las opciones formando una («Somos la única opción», diría el señor Astan). ¡Hormiga y escorpión revueltos, sin diferencias!

Oh, oh, oh, ¿adonde la lleva eso? No puede dar forma a la nueva pregunta. Se siente como en equilibrio sobre un solo pie. Ella ya sabía que las cosas no son lo que aparentan. Se lo dice papá. Y sor Esther. Las cosas pueden disfrazarse de otras. Una cosa buena puede tener la apariencia de algo malo. Pero debajo es buena. ¿Y si hubiese otro debajo? Quizá mala. ¿Y debajo de eso?

En teoría, la verdad debe de ser la cosa final. Pero no está tan segura. Si todo está mezclado en ese agua insípida e inodora, entonces quizá no haya un «final». ¿O sí?

El silencio se prolonga. ¿Por qué están todos tan callados? Siente miedo de repente, da un paso sin fijarse a dónde y su pie descalzo aplasta un objeto.

—Ay —dice, pero no le ha dolido. Ha sido el susto.

Lo levanta, en equilibrio sobre el otro. Solo una mancha de polvo gris en la planta y un trozo de papel arrugado, adherido un instante a su piel, que se desprende sin ruido. Se había olvidado de la colilla de la señora Lefó. ¡Por suerte, ya estaba apagada!

Cuando alza la vista, todos la están mirando. El señor Formas parece envejecido y se encorva. La expresión de la señora Lefó, que ya no fuma, es una mezcla de «oh, pobrecita» y «¡ojalá te hayas quemado!» La señora de blanco, la más enigmática, la observa sin parpadear. Es el Obispo quien habla.

—¿Ibas a decir algo?

«Quiero irme a casa.» Eso es lo que desea decir. Las palabras acuden ordenadamente a su boca y se dispone a hacerlas sonar con tanta claridad como cuando discute con su hermana. ¡Su hermana! Sí, desea verla con todas sus fuerzas, a su hermana y a papá... ¡Sí, quiere irse! No le gustan los cuentos ya, le dan miedo. Y sin embargo...

—Adelante —la invita, con un gesto de su mano gordezuela, el señor Obispo.

Se fija mejor en el señor Formas y la señora Lefó.

Parece que hayan pasado siglos desde que comenzaron a hablar y la impresionaron con sus cuentos. ¿Y ahora? Míralos, tan callados... ¡Incluso desvían los ojos de ella!

Eso la anima. Ha sido como pisar la colilla apagada, desagradable y a la vez satisfactorio, un obstáculo superado. Es cierto que el hombre llamado «Obispo» es más inquietante que los otros, pero ella está segura de... No, no lo está. Digamos, cree que puede superarlo también. Y si no, le da igual, porque...

—Quiero seguir oyendo cuentos —dice.

Lenta, amplia, la sonrisa se extiende por el rostro del Obispo como una gota de tinta en agua. Casi como si fuese una señal acordada, el ambiente se relaja, los demás adoptan la postura de escuchar una nueva historia.

—¡Bien! —exclama el Obispo—. Me gustan la fuerza, la entrega y... el miedo de esta señorita —agrega guiñándole un ojo y revelando que no se deja engañar por su aparente firmeza—. Pero ahora viene una verdadera prueba para nuestra oyente. Mi segunda y última contribución a la velada, «Corpus Christi», no es apta para iovencitas...

CORPUS CHRISTI

Creerán ustedes que bromeo, pero la estudiante norteamericana Francés Flesh es adorada en forma de fetiche de ébano por varias tribus de la cuenca oriental del lago Turkana.

Comprendo su sorpresa. Yo mismo, testigo del nacimiento del mito, no quedé menos asombrado. Porque, seamos justos, la señorita Flesh, de Minnesota, trece añitos de edad, rizos rubios, ojos grises como el cielo minnesótico y piel de un color que en aquellos parajes solo se atisba en la cima del Kilimanjaro, nada tenía que explicase su ascensión desde teenager de colegio a deidad africana. Ustedes juzgarán: yo me limito a contarles su hagiografía.

En principio, nada habría ocurrido si la señorita Flesh no llega a experimentar la tentación de la ninfa. O si hubiese estimado mejor sus reservas de gasolina. Pero debemos comprenderla: acababa de pelearse con su boyfriend tras un ataque de celos y, repleta de hormonas equívocas, había secuestrado el Jeep del profesor que los puaba en aquel viaje de fin de curso y, alejándose a toda velocidad del lodge de Alia Bay que compartía con sus compañeros y el resto del mundo civilizado, se había internado por carreteras cada vez más intransitables deseando desfogar su llanto entre los baobabs. Sea como fuere, todo se habría resumido en una simple majadería si no llega a interponerse aquel impulso de náyade en conjunción con un depósito de combustible vacío, que convirtió el vehículo en un trasto inservible al cabo de una hora de marcha.

La señorita Flesh, debo añadir, buena turista además de buena americana, se hallaba equipada para resistir el asedio de lo salvaje: camiseta y pantalones cortos, chaleco color caqui, chukka boots de caña alta para protegerse de las púas de las acacias y hasta un salacot, que nunca se ponía porque le quedaba grande. Pero fue ver aquella catarata, que debía de ser más bella que la de Chandler en Shaba, escondida como una hembra de bucero en el hueco de un árbol, y perder toda reserva. Sin pensárselo más, agobiada de calor y mosquitos, se despojó hasta de las botas y se abalanzó entre gritos de felicidad sobre la lluvia diamantífera, engastándose en ella como una figurita de marfil en un collar de plata. ¿Casualidad? ¿Destino cumplido? Dependerá de la fuente que consultemos. Según algunos observadores, la noche anterior se habían vislumbrado estrellas fugaces sobrevolando el Turkana. Pero el reputado biólogo de Isiolo Simón W. Wiltshaffer —bien que habituado a consumir demasiada miraa— anotó en su cuaderno de campo que las supuestas estrellas eran en realidad grullas envueltas en llamas que dejaban tras de sí rastros de humo como disparos de mosquete. Si tal es el caso, quizá se tratara de un signo premonitorio.

Ciñéndonos al suceso: tras echar a correr dando gritos por un motivo que luego se verá, la señorita Flesh acabó resbalando en otra cascada y finalizó su viaje en las redes de los ngongos tendidas a lo largo del río.

—Y eso es todo —gemía, temblando—.;Por favor, sáqueme de aquí!

¿Qué mejor testigo de un evangelio apócrifo que un Obispo? Pues allí estaba yo.

Ignoro igualmente qué clase de azar me hizo pernoctar con los ngongos justo la noche anterior, entre tantas otras que había dedicado a aceptar la hospitalidad de las variopintas tribus africanas en calidad de lo que llamo «misionero inverso»: dejándome invadir por sus ritos y costumbres, participando de sus creencias, cambiando de dioses como de mapa cada cien kilómetros. El caso es que allí me encontraba cuando, al mediodía, los pescadores ngongos regresaron al poblado trayendo la red, que se debatía furiosamente en inglés, y la colgaron de una rama alta.

—Meyan kiyanwa —gritaban.

Yo departía con el jefe bajo la sombra de los techos de cañizo cuando divisé la curiosa pesca. Me acerqué a admirarla. Tenía el aspecto de una colmena gigante con formas adolescentes.

—¡Usted habla mi idioma! —exclamó asomada a los huecos de la red—. ¡Por favor, dígales que me suelten!

—No quieren. Ya lo ha oído: meyan kiyanwa. La consideran una especie piscícola de increíble poder.

—¿Una qué?

—Un pez milagroso —traduje. —¡Dígales que no soy un pez! ¡Maldita sea, dígales...!

—No entiende usted nada, querida niña. Ellos saben que no es usted un pez, están hartos de recibir turistas. Se trata de algo diferente, un ritual.

—¿Me... me van a comer? —Se atragantó.

Rellené mi pipa mientras elegía las palabras. A nuestro alrededor, niños ventrudos como botellas de cristal soplado, apenas una cinta roja en la cintura más vestidos que mi interlocutora, nos señalaban entre risas. Los adultos comenzaban a dispersarse.

—En absoluto —dije—. Verá, es usted tabú para ellos. Se llagarían de úlceras y ronchas por todo el cuerpo si le hincaran el diente a un pez sagrado. Además, estamos en África, no en el Amazonas, señorita... No sé si me dijo su nombre...

—Flesh, Francés Flesh. —Me lo escupió tiritando, como si fuese un insulto.

—Encantado, soy el obispo de Godorna. Pues bien, señorita Flesh, tranquilícese: nadie va a comerse su apellido. —El juego de palabras era facilón y torpe, pero de todas formas solo estaba ella para valorarlo.

—Entonces, ¿qué... qué me harán?

Lejos de calmarse, parecía presa de renovada angustia, los brazos castamente colocados sobre sus propios y pequeños tabúes.

—Tampoco lo que está pensando ahora. Aunque no sea demasiado jovencita para sus costumbres, nadie la tocará. Si no fuesen castos con usted, la hidromiel se emponzoñaría y las abejas huirían hacia otras colmenas lejos del poblado, según la creencia ngongo más común. Usted forma parte de un ritual del que nadie es totalmente responsable. Hubo un suceso real, que fue caer desnuda en las redes de los pescadores, pero en la mitología ngongo se describe otro paso previo, en este caso ficticio: huir de una extraña bestia llamada Wataya, o Tentador...

—¡Dios mío, la vi! ¡Dios mío, la he visto, la he visto!

Fue entonces cuando me lo contó: la discusión con su boyfriend, el viaje en Jeep, la cascada y el monstruo. Según su versión, se encontraba tan a gusto envuelta en aquel líquido primigenio de las cumbres, que cerró los ojos imaginando que nacía de nuevo. Por tanto, no vio al monstruo hasta que no lo tuvo encima.

Aquí debo por fuerza repetir las palabras de la única testigo. Ruego paciencia.

La criatura era del tamaño de un respetable dormitorio de invitados y poseía un par de cuernos anillados como los del órix, piel de color bronce, cuatro patas elefantiásicas y veteadas como el mármol de las columnas vaticanas, alas de azor descomunal y melena de oro batido. Su rostro, aunque alargado y oscuro como el de un ñu, era a medias humano: una expresión de anciano pensativo de luenga barba perlada de las mismas gotas que golpeaban también la pequeña anatomía de la señorita Flesh. Había aparecido así, junto a ella, como un sutil autobús empapado de agua, alzándose sobre sus berni-nianas patas y respirando como el fuelle de un órgano Silbermann.

—Ah —dijo la señorita Flesh.

Hubo un instante de tiempo muerto, como cuando descubrimos en la cama una enorme araña negra que a su vez descubre a un enorme humano blanco, y entre ambos monstruos se opera un intercambio de horror y miradas fijas.

¿Quién puede reprochar a la señorita Flesh lo que hizo a continuación? En mi opinión, correr, dar alaridos y saltar sobre las rocas son, diríase, las conductas menos insanas de todas cuantas puedo imaginar, dadas las circunstancias.

—Eso complica las cosas —le anuncio cuando acaba su fantástica narración—. Sea lo que fuere lo que haya visto, encaja con la creencia de esta pobre gente. Los ngongos, por lo que he podido averiguar, mantienen viva una fe híbrida entre catolicismo y mitos primitivos. Los misioneros han provocado en parte esta confusión: resulta peligroso introducir ideas religiosas foráneas en culturas que creen funcionar con magia, porque de la mezcla puede salir cualquier cosa.

—¿Quiere resumir? —Se desesperaba ella mordiéndose el labio.

—Ya sabe que un símbolo tradicional de la Iglesia católica es el pez. Se entiende con ello un acróstico de «ictyos»: Iesus Christos Theou Soter, es decir, «Jesucristo Hijo de Dios Salvador». A partir del siglo iv, pasó a ser símbolo de la Eucaristía. Recuerde que Pedro, escogido por Jesús, era pescador, y el propio Jesús afirma que lo hará «pescador de hombres». Todo esto agítelo bien y mézclelo con el licor añejo de las creencias precristianas. Por si no lo sabía, el pez es un animal extraño para el hombre primitivo, porque vive en un ambiente en el que nosotros moriríamos y muere en aquel donde nosotros vivimos. Su carne, además, no es propiamente carne, como tampoco lo es el apellido de usted, por mucho que «Flesh» signifique «carne» en inglés. Su condición de animal es discutible para una sociedad que considera a los animales como equivalentes a mamíferos e insectos. De ahí que se haya sacralizado.

—¡Maldita sea, señor profesor! —me espetó ella intentando cambiar de postura en la malla—. ¡No estoy en clase! ¡Estoy colgada de una maldita red!

—A eso voy. Tenga paciencia. Está colgada de una red como la ninfa Dictima, o Dictina, la Britomartis a quien Minos acosó durante nueve meses exactos, el tiempo de un embarazo humano, para acabar cayendo al mar y siendo salvada por la red de unos pescadores, de ahí su nuevo bautismo con el nombre de Dictina, «la de la red». Se preguntará qué relación tiene una creencia cretense con otra africana, pero está probada la concordancia de mitos incluso entre pueblos precolombinos y asiáticos. Observe, además, que Minos se relacionaba con el Minotauro, el hombre toro, y según su descripción, el monstruo que la persiguió en la cascada tenía cuernos y rostro de hombre...

—No me persiguió. Fui yo quien eché a correr como una gilipollas. Y no era un toro, ni un hombre toro. ¡Y estoy harta de su discurso, por favor...!

—Déjeme acabar, que le interesa. —Se balanceaba ella como las culebras que cuelgan en los mercados japoneses. Yo daba lentos paseos por debajo—. Imagine ahora las consecuencias de hablarles a los ngongos de Jesucristo y el pez cristiano. Solo Dios sabe qué raras simbiosis habrán establecido a lo largo de siglos de contaminación cultural entre sus creencias en el Wataya, la ninfa atrapada en la red y la teología católica. Además, si es el Wataya lo que usted vio, tendremos que concluir que el folclor de un puñado de ngongos se halla más cerca de la realidad de lo que... —El repentino chillido me cortó.

—¡Muy interesante la lección, «padre», pero...! —Sus dientes rechinaban.

—Obispo de Godorna —le corregí.

—¡Muy bien, Obispo de lo que sea! ¿Qué tal si empieza a predicar con el ejemplo y me consigue ayuda? Estoy hospedada en Alia Bay, al sur del Turkana...

—Conozco el lugar.

—Puedo darle un par de números de teléfono. Llame a...

pero me detuve—. Por cierto, no creo que pueda conseguirle ropa, pero le traeré una manta esta noche.

—Hijo de puta. —Olvidados ya sus tabúes, verbales y corporales, se aferraba ahora con las dos manos a la red. Me situé en el mejor lugar para contemplar los últimos sin obstáculos—. ¡Se está burlando de mí, viejo cabrón!

—No me burlo, solo me divierto. Un pelo de diferencia, pero diferente. Ea, no se aflija. Haré cuanto pueda por ayudarla.

—¿Adonde va? —gritó horrorizada al ver que me alejaba.

—A saber más.

Si he de creer en su versión, esa noche cuatro leones recorrieron a sus anchas el poblado, debido a que toda la tribu se encontraba en otro sitio (enseguida diré dónde), y acabaron agazapándose bajo la red. Pero la actitud de las bestias no fue amenazadora sino casi científica, porque adoptaron una exacta posición geométrica: uno a las doce, otro a las tres, otro a las seis y el último a las nueve del hipotético círculo horario cuyo centro fuera la señorita Flesh. Ojos como ascuas, lenguas del color de los flamencos en el lago Nakuru y ruidos de mandíbulas distrajeron a nuestra pequeña heroína durante toda la noche, por lo que su insomnio resultó comprensible.

Pero de todo eso me enteré después. A las horas de la felina visita me encontraba con los ngongos en un descampado cerca de la aldea, tan próximo a la hoguera como mi ansiedad me permitía, ya que el fuego me atemoriza como a los monos. Resultaba evidente que la imprevista pesca del día los había puesto nerviosos y necesitaban consultar con el hechicero. Era el tal un viejo delgado y fibroso vestido con una especie de disfraz de tela de tembo o pelos de elefante, los cabellos enaltecidos por un jolgorio de cuentas y pendientes de oreja de buey. Lo vi correr en círculo por entre hombres y mujeres, y de vez en cuando extraer de una cesta artesana negros y panzudos escarabajos para comérselos con una parsimonia calculada. Luego trincaba un odre y tras echar un trago escupía, señalándonos con dedos pintados de blanco:

—Bulan kutoswa ngenuku!

Cada grito era saludado con golpes fuertes de los ngomas.

Mi cortesía étnica me hacía sonreír cuando el bailarín se me acercaba con la boca abierta y una masa de insectos medio masticados aún convulsionando en su interior, y me gritaba, sin duda con pésima pronunciación debido al bocado coleóptero:

—Botswan arukul Botswan aruku!

Debo confesar que en casi todo había mentido a mi inocente espécimen de chica minnesótica recién pescada: el idioma ngongo es una variación lejana del swahili con el que comparte pocas palabras, de modo que apenas podía entenderme con la gente del poblado, mucho menos interceder en favor de nadie. Pero, como el jefe era buen tipo y hablaba algo de swahili e inglés, y siempre que hablaba sonreía, imité su sonrisa durante la repugnante interpretación del hechicero para preguntarle:

—¿Qué hace?

—Nada —me contestó—. Ser así.

La enigmática respuesta me hizo pensar que no me había equivocado del todo al juzgar que los ngongos creían que algo se había puesto en marcha cuando capturaron a la niña, algo que ni ellos ni la niña ni yo podíamos detener o siquiera modificar. Hubiese dado igual que le preguntara sobre un cúmulo de nubes negras en el horizonte o la tormenta que provoca crecidas de ríos y avalanchas de caimanes y barro. «Ser así», me habría dicho. «Inevitable», traduje yo. Pero ¿qué era lo inevitable?

Finalizada la actuación, para alegría de todos los escarabajos supervivientes, los ngomas enmudecidos, la tribu disipada en la noche como solo una tribu negra es capaz de disiparse, regresé a donde se enfriaba mi joven víctima. El espectáculo había durado hasta la madrugada, así que iba preparado para encontrar un triste despojo, y acerté.

—Le traigo un poco de té fuerte y caliente, preparado con mis propias provisiones —le dije—. Al menos, es algo civilizado.

Su voz sonó hueca y rasposa como una emisora mal sintonizada.

—Vayase a la mierda con su té fuerte y caliente.

Cambió de postura con esfuerzo singular, pasando de una imitación fetal a otra. Ya no parecía preocupada por ocultar sus contornos íntimos, pese a que la iluminaba con una linterna, pero yo tampoco lo estaba de observarlos: habíamos alcanzado esa neutralidad antediluviana que los occidentales solo conseguimos tras semanas de vacaciones en un campamento nudista. Me encogí de hombros y cerré el termo con displicencia, pensando que, a fin de cuentas, no era yo quien me había escapado de una excursión para caer en las redes de unos indígenas.

—He traído también repelente antimosquitos —insistí—. Posee la cantidad recomendada de DEET.

Su silencio me confirmó que el repelente no había sido mejor recibido que el té. La tersa y pequeña espalda, cuadriculada por la red, se agitó con los sollozos.

—Señorita Flesh, tranquilícese. Las cosas no pueden ir mejor. El jefe ngongo me ha asegurado que usted no sufrirá daño alguno...

—Miente.

—¡Señorita, soy sacerdote!

—Él le ha mentido a usted, quiero decir —gemía. —No pierda la esperanza.

—¡Sacarme de aquí ayudaría a que no la perdiera! Rodeé la red para observar su rostro mientras lloraba.

—Piense en la aventura que está viviendo... —la animé—. ¡Imagine lo que va a poder contar a sus compañeras de clase en...!

—¿¿No oyó mis gritos, imbécil?? —estalló entonces.

En la pausa sorbió varias veces por la nariz. Ignoré el insulto, porque a esas alturas (nunca mejor dicho) eran comprensibles. Además, me dominaba la curiosidad.

—Para serle franco, no. Me hallaba lejos. ¿Qué le ha pasado?

Me contó lo de los cuatro leones. Antes de que terminara, le brindé mi versión.

—Espero no ofenderla con mi honestidad, pero lo ocurrido nada tiene de extraño. Imagine el fácil bocado que ofrece ahí arriba a cualquier paladar omnívoro. Para ellos, más que cazar, sería como ir a la carnicería... ¡Alégrese, pues, de colgar a esa altura!

—No querían hacerme daño —murmuró, más calmada—. Se quedaron muy quietos en sus posiciones y los cuatro bostezaron a la vez, así. —Abrió una boca respetable y sacó la lengua—. ¡Y dentro de sus bocas había algo que brillaba!

La zoología africana que la señorita Flesh podía conocer no me parecía digna de importancia, pero la escuche con seriedad. Según su testimonio, cada león llevaba en la lengua una especie de piedra preciosa fosforescente. El primero, de color dorado tenue, como una bombilla de bajo consumo; el segundo, un rubí de furioso rojo; el tercero, un topacio de cerúlea iridiscencia; el último, un cuarzo lechoso y delgado como una oblea de pan ácimo recubierta de luciérnagas. —¿Y entonces?

Ella se rascaba las picaduras de mosquito.

—Nada. Se quedaron con la boca abierta y la lengua afuera, como si quisieran que yo cogiese una de aquellas piedras... Luego se marcharon. ¡Por favor, créame!

—Desde luego. —En lo que creía, más bien, era en una mezcla de ignorancia, inocencia y deterioro, este último debido a la prolongada intemperie y la ausencia de alimentos. Tendí mi mano y cogí la suya, trémula. El gesto la hizo llorar de nuevo—. Vamos, vamos, sea fuerte. No perdamos la cabeza. Debemos mantenernos fríos.

—Yo ya estoy lo bastante fría —me replicó, hallando espacio para la broma.

—Le traeré algo para abrigarla.

Naturalmente, las horas pasadas en el huevo enrejado de la red, apretada por el cáñamo, ingrávida y desnuda, la habían devuelto al estado pretérito de la criatura necesitada de progenitor. Pero algo en sus palabras me dio que pensar mientras le pasaba una manta de viaje por entre las aberturas y un poco de té caliente, que por fin aceptó.

—Ánimo —le dije—, y continúe siendo la brava mocita representante del país más poderoso del mundo.

—No sé lo que soy —gimió arrebujándose en la manta—. Creo que estoy muerta.

—No sea amarga.

La llegada del cortejo hizo retroceder a los ibis. A lo lejos, cormoranes conscientes del momento interrumpieron su pesca y se dedicaron a observar desde las rocas al saltarín del tembo y a la figurita yanqui, únicos humanos en el agua ahora que, cumplida su función, la femenina comitiva se había retirado. Él, goteante, las manos abiertas y los brazos en alto, como si se dispusiera a atacar a un caimán; ella, de espaldas al público, los omoplatos cuadriculados en rosa por las huellas de la red, el khanga combado por las pequeñas nalgas y las apenas curvas caderas.

—¿Y ahora? —pregunté al aire. Y el aire me respondió eclipsando el sol tras una nube. Ah, qué momento, oiga. ¡Porque los ibis sagrados remontaron el vuelo entonces, un corro de picos curvos y cuerpos de marfil planeando sobre el hechicero y la señorita Flesh —puntos equidistantes en el interior de aquel círculo vivo—, y, por si esto fuera poco, una prole de cormoranes de moño negro enhebró otro círculo más pequeño, concéntrico al de los ibis!

Observaba yo el prodigio, repasando en vano mis enciclopedias mentales de la naturaleza para hallar alguna explicación, cuando de pronto el hechicero se inclinó y, al incorporarse, abrió una mano sobre los rizos rubios y derramó agua. Exactísima como un reloj de cuco celestial, la nube que ocultaba el sol abrió un párpado de algodón perfecto y un cuchillo de luz cayó desde el cénit clavándose con puntería sobrecogedora en la insignificante figurita de la joven, entre el canto unísono de pájaros y el golpeteo de pies ngongos, que se habían puesto a patear la arena.

—No puedo creerlo. ¿Vio usted todo eso de verdad? —Y más aún, espere. Porque entonces las bandadas de cormoranes e ibis rompieron filas alejándose por caminos opuestos mientras que usted, un péndulo dorado en la vertical de reposo, donde se enterraba la luz del sol, dio media vuelta y nos enfrentó, haciendo que todos los ngongos se arrodillasen en silencio. Dicho sea de paso, también yo me arrodillé cuando la vi, porque, sin desmerecer lo que ahora contemplo, este mediodía estaba usted divina.

—No exagere. —Sonrió.

—No exagero: tan hermosa como una sacerdotisa de Cumas, o quizá como la verdadera ninfa Dictima. Era usted, porque seguía siendo niña y tímida, pero a la vez otra, más madura, subrayada por el rotulador del sol. Y entonces, erguida, encendida como estaba, las piernas separadas bajo el khanga, el agua por las rodillas, un reflejo exacto de usted misma invertido en la laguna, nos gritó esto en inglés: «¡Qué queréis de mí! ¡Basta ya! ¡No soy lo que pensáis! ¡No puedo ayudaros! ¡Es una responsabilidad muy grande! ¡Porque yo no soy nadie\ ¡Nadie!» Eso dijo y salió del agua, caminando con pasos medidos entre el pueblo arrodillado, dejando atrás al hechicero ya callado. Momento que aprovecharon cuatro grandes cigüeñas Marabou de picos rosados como culitos de bebés para bajar en lentas espirales y posarse a sus pies, escoltándola por la arena mientras miraban a unos y otros con ojos como lentejuelas. El batir de sus alas la despeinó, pero usted no hizo amago de quitarse las guedejas de la frente.

—¡No lo recuerdo! —se quejó—. ¡No recuerdo nada!

—Porque no era usted quien estaba allí, sino aquello en que los ngongos pretenden encarnarla. Nada místico, sin embargo, sino mágico. Una magia tan antigua como d Turkana, sacralizada por los misioneros y la ingenuidad de un pueblo. Probablemente le dieron algún bebedizo después de bajarla de la red y la pusieron en trance, algo bastante común entre estos conocedores de hierbas y remedios.

—Es verdad que me encuentro mucho mejor —admitió.

Hablábamos sentados en la tierra, donde también se apoyaba un cabo de vela ardiendo, yo con mi traje de explorador caqui y el alzacuello naranja, Francés Flesh con el ¡changa atado como una toalla de baño burguesa alrededor del pecho, el pelo sucio y apelmazado pero aún dorado a la luz de la vela, y estigmas de barro en sus manos y el empeine de sus pies. La intermitente rueca de la selva zumbaba tejiendo la noche. La choza olía a paja seca y excrementos.

—Esta tarde soñé algo —dijo.

—¿Qué soñó?

—Me encontraba aquí mismo, en el poblado, pero no había nadie. El cielo era de color violeta. De repente escuchaba a alguien llorar. El llanto venía de una choza y era muy triste. Yo quería entrar, y ayudar a quien estuviese sufriendo tanto, pero era como si me diera miedo.

—¿Por qué?

—No lo sé. No me sentía mal, ni bien. Era como si supiera que no pertenecía a eso y debía pasar de largo. Pero si entraba en la choza, entonces sí pertenecería. Y sabía que, cuando perteneciera, me gustaría y podría sobrellevar el peso con gusto, pero seguía sintiendo miedo...

—¿El peso?

—¿Qué?

—Ha dicho que sobrellevaría «el peso con gusto». —Eso tiene que ver con la segunda parte de mi sueño. Porque de repente yo era un pez y estaba en el agua junto a otros. Entonces venía uno enorme y me tragaba, pero yo no sufría porque seguía viviendo dentro de su cuerpo, y allí podía ser feliz, y sabía por qué: porque en el agua las cosas pesan menos. «Así podré llevar la carga», me decía.

Una polilla revoloteaba alrededor de la llama de la vela. La adolescente contemplaba hipnotizada su vuelo suicida.

—¿Qué cree que significa? —preguntó entonces.

—Señorita Flesh, este mundo es un misterio inefable. Nada sabemos de él, nada podemos saber. Nuestros pensamientos son los de los hombres, para quienes no están reservadas las respuestas, solo las preguntas. Somos desconocidos que despertamos un día entre desconocidos y, tras algún tiempo de confusión e indagaciones, volvemos a cerrar los ojos y reanudamos el sueño interrumpido. Usted, una linda y tierna niña de Minnesota, no lo sabía. Eso es todo lo que pasa.

Se frotó los desnudos brazos, como estremecida.

—¿Qué me va a ocurrir?

—No lo sé —dije con sinceridad—. Está prisionera en una red más fuerte que aquella en la que cayó: el mito, las creencias, la fe. Mire esa polilla. Es libre para marcharse, pero algo la hace rondar la llama una y otra vez hasta consumirse. Ayer, usted gritaba llamando a sus padres. Hoy, sería usted capaz de ser madre. Eso es un camino a seguir.

—No quiero ser esa polilla...

—La crisálida, señorita Flesh, no puede elegir; la mariposa, sí.

Me miró un instante y luego volvió a hechizarse con la lenta barbacoa del insecto. El gris de los ojos se le escondía en los párpados como un vaso de agua vaciándose.

—Estoy muerta de sueño. Creo que dormiré un poco. —Hágalo, yo la despertaré.

Pero algo me despertó a mí antes, al amanecer. Un viento sin tregua empujaba pedazos de pueblo hacia el campo, paja, ramas pequeñas, grumos de arena roja, incluso pucheros de barro. Salí de la choza y seguí la dirección de todos los objetos. Así llegué a un claro con una estaca clavada en el centro, y sobre ella, la cabeza del hechicero.

Por obra y gracia del arte y el misterio me horrorizó más su pelo, del que colgaban vértebras de recién nacidos cascabeleando como sonajeros, que la herida reciente del cuello, de donde pendían las inútiles cañerías del aire y la digestión. Tenía los ojos cerrados pero su expresión era casi dulce, como preparada para un beso.

Nada le dije a mi amiguita de aquel hallazgo, cuyo significado todavía se me escapaba. También ella parecía haber perdido la cabeza, aunque de forma harto más sutil. Pasó el día conviviendo con los ngongos, hablándoles a los niños en un inglés que no entendían, sin que ello les impidiera escucharla embelesados, pintándoles vocales o un mapamundi en la arena. Al poco rato se incorporaron las madres, y al mediodía los hombres también la escuchaban. Uno de ellos, incluso, comenzó a tallarla en ébano, figura de la cual saldrían otras muchas. Yo, silencioso evangelista, me percataba de la asombrosa verdad: la estaban creando. La señorita Flesh, confiada en su creciente éxito, se permitía hablarles cada vez con mayor intimidad, ya no de números, palabras o países sino de la triste vida con su riguroso padre, sus deseos de liberarse, sus sueños. Ningún ngongo la entendía, pero todos creían en ella, porque esa es la base de la fe. El mecanismo ritual avanzaba imparable y ellos la creaban a su imagen y semejanza, próxima pero lejana. Al final del día, la fe que todos le depositaban era mayor que ella misma. ¿Qué se necesitaba para que la rueda siguiera girando? Lo adiviné enseguida: que la presencia se retirase para que la fe perdurara.

Decidí advertírselo a la noche siguiente, cuando un grupo de doce hombres enmascarados la llevaron fuera del poblado a compartir alimentos junto al Turkana, en un círculo de doce antorchas. Los seguí, y al acercarme distinguí las máscaras. Muy elaboradas, como toda la artesanía ngongo, imitaban criaturas. Los antropólogos habrían llenado libros con ellas: hiena, estornino, perdiz moteada, guepardo, búfalo, grulla, papión, elefante, cebra, gacela, flamenco rosado, impala. Se hallaban quietos y sentados en círculo, las piernas cruzadas, mientras la señorita Flesh, única comensal de cara descubierta, en khanga rojo, ocupaba su sitio entre ellos y hablaba por los codos.

—Bienvenido, señor Obispo. ¿Le apetece? —Gracias pero no, señorita Flesh. Tengo que decirle algo en privado.

—Puede decirlo aquí mismo —se rió—. Estoy sola. Desde que nos sentamos, ninguno me habla, y estoy segura de que tampoco me oyen ahí, dentro de sus máscaras. Me han abandonado.

—Naturalmente. —Ella se quedó mirándome y agre-gné—: Es parte del ritual.

Empujó su plato de carne con el pie y se levantó, insegura y tímida.

—¿Qué ritual? Esta vez he venido porque he querido. —Y tanto. ¿Recuerda lo que hablamos hace dos días en la choza? Usted ha aceptado su destino, eso también es el rito. Incluso se ha adornado el pelo con ramas, a modo de corona. El hechicero que la recibió aquí en el Turkana y derramó agua sobre usted fue decapitado al día siguiente. Él profetizó su advenimiento mientras se alimentaba de insectos, y el rito exigía su decapitación tras un baile. ¿Le suena? Mire a su alrededor: doce seres contemplándola en silencio mientras cenan. Está sucia de símbolos, amiga mía. Solo falta un detalle para que se convierta en el enigma sagrado que ellos desean.

—¿Cuál es? —me preguntó trémula.

—Morir.

Por un instante pareció como si la niña lloriqueante y colgada de la red amenazase con regresar. Pero luego la vi erguirse, y semejaba haber adquirido proporciones. Las llamas de las antorchas se reflejaban en una anatomía más fuerte.

—Así que, según usted, todo es un puto ritual —dijo.

Asentí.

—Se ha convertido en diosa, y ahora solo le queda subir a los putos cielos.

Nos habíamos apartado de las silenciosas máscaras, más allá de las antorchas. Hablábamos bajo una noche total, el lago Turkana tan negro y vibrante que no parecía sino un extraño fenómeno del espacio que convirtiese la luz en sonidos.

—Me da igual —dijo entonces—. Es como el sueño que le conté: he oído el llanto y quiero entrar en la choza. Deseo cambiar. Quiero ayudar. Son tan pobres y están tan desvalidos por el hambre y las enfermedades... Francés Flesh murió en la red. O mucho antes, en casa, con sus estúpidos padres y sus estúpidos amigos. Quiero ser otra.

—Desde luego, ha perdido por completo su apellido. —Sonreí observando su cuerpo huesudo y fuerte, la línea anoréxica de sus caderas.

—¿Qué ha venido a decirme exactamente?

—Supongo que he venido a decirle que puede huir ahora mismo, evitar este último trance. Conozco un camino seguro desde aquí a Alia Bay. A fin de cuentas, si es usted diosa, puede salvarse a sí misma.

Sonrió en la oscuridad.

—Aléjese de mí, señor Obispo. No me tiente más.

No volvió a hablar. Ni siquiera cuando vimos acercarse en medio de la noche al tropel de ngongos con antorchas y palos. O cuando cerraron un cáñamo sobre su tierno cuello y la llevaron entre salvajes tirones de regreso a la aldea mientras le mostraban fetiches cornudos y le gritaban y escupían. O cuando le arrancaron el khan-ga a golpes de varas e hicieron que sus gritos y los del poblado entero se convirtieran en uno solo y su sangre y su sudor brillaran por igual bajo la luz de los hachones. O cuando la arrastraron, ya agonizante, hacia una elevación del terreno y la dejaron sola mientras todos retrocedían y los cuatro guerreros con máscaras de leones surgían de la espesura y saltaban hacia ella con increíble agilidad.

No llevaban piedras preciosas en la boca, sino machetes brillantes bajo la luna.

Cuando la ordalía finalizó, los ngongos recogieron el cuerpo mutilado, cargándolo sobre parihuelas en procesión solemne encabezada por el jefe hasta las marismas del Turkana. Allí, al amanecer, fue enterrada Francés Flesh, en un rectángulo de barro seco que parecía aguardarla.

Durante tres noches consecutivas se celebraron sendos festines y se devoró la carne de tres cocodrilos enlodados. En cada una de aquellas veladas decliné amablemente la invitación a participar y me retiré a dormir pronto en mi choza.

Por fin, la mañana del cuarto día, llovió.

La tan esperada lluvia, el tierno impacto sobre la tierra reseca. Grandes espejos ovalados en el barro, círculos concéntricos de gotas, franjas de relámpagos asustando a los pájaros de colores y las manadas de cebras de Grant, por las noches convertidas en serpentinas blancas. Y el pueblo ngongo salió de sus chozas y estalló en un solo clamor, como un gorila desafiante.

«Un curioso ritual de lluvia», pensé. «Arcaico, peí» eficaz.»

Ese mismo día decidí marcharme. Me despedí sin ceremonias del jefe y eché a caminar con mi mochila al hombro. Invadido de un presentimiento me dirigí a as estribaciones del Turkana. La lluvia allí se había afinado en delicadas filigranas, el aire olía a algo nuevo y húmedo y los insectos lo cruzaban como agujas de plata.

Francés Flesh estaba sentada junto a su propia tumba horadada desde dentro, mirando el jade inmenso del lago. Su cuerpo despedazado era un amasijo de barro Y porquerías y el otrora rubio cabello se hallaba casi negro de polvo de bejines y raíces.

—Buenos días, Francés —dije.

Se volvió para mirarme. Uno de sus ojos aún en gris, el otro hospedaba gusanos.

—Qué tontería, señor Obispo —dijo roncamente, y a través del tajo de su garganta vi tijeretear las cuerdas vocales. «Tontería» era la palabra exacta. Sonreí.

—Era un ritual de lluvia —constaté—. Solo eso, la-bridado con fe de misioneros y antiguos cultos zombis...

Al menos, usted ha resucitado. ¿Qué va a hacer ahora?

—Subir a los putos cielos, imagino —contestó, también sonriendo. Un escarabajo se posó en su cráneo, se introdujo por una sutura hundida y asomó como una burbuja de petróleo por la órbita vacía. Entretanto, el otro lado de su cara no dejó de sonreír y su único ojo de brillar cada vez más—. Pero les he ayudado a creer en algo, ¿no? Ahora formo parte de sus almas, y eso hace que me sienta como nunca. Cambiada, renovada. He entrado en la choza, y allí viviré para siempre.

—Al oírla, Francés, cualquiera diría que es usted feliz.

—Mi felicidad, señor Obispo, no conoce límites. —Su rostro desgarrado no logró alterar el tono de éxtasis. Levantó su cadáver, que parecía formado de otros muchos, una taracea de lombrices, sangre, ceniza y aire, y lo desplazó cojeando.

Demoró en marcharse del paisaje. Tanto, que había dejado de llover cuando su figura tambaleante se fundió con el azul pavo real del horizonte limpio.

 

El tiempo ha desaparecido.

Como en un espectáculo donde solo hay oscuridad y un escenario con luces, el reloj ha dejado de importar. En la mesa, las lagartijas siguen persiguiéndose.

—Acércate y dime qué has entendido de mis cuentos —le dice.

Ella pasa por detrás de la señora Lefó y el señor Formas, rodeando la mesa. Se le ocurre que la mesa es redonda con el fin de poder ser rodeada. Siente bajo los pies descalzos la irregular piedra del suelo. Es curioso que no haya titubeado al acatar la orden. «Acércate», ha dicho el Obispo, y ella obedece como una pieza de tablero. Se detiene a medio metro, pero da un par de pasos más cuando el Obispo gesticula. Con el codo derecho roza apenas el traje del señor Formas.

—No he entendido nada —declara con sencillez.

Durante un instante no hay reacción, quizá porque lo ha dicho en tono de conocimiento y no de ignorancia. Pero «no hay reacción» no lo define bien. El rostro humano expresa demasiados matices. Un simple arqueo de las cejas del Obispo la inquieta.

—¿Puedes repetir?

—No he entendido sus cuentos, no sé qué significan. Me gusta Francés Flesh. Creo en ella. No creo en otra cosa.

El Obispo deja de mirarla y se concentra en su copa sobre la mesa.

—Son complicados —agrega Soledad.

Enseguida piensa que no ha debido decir esto. Es una excusa. ¡No tiene por qué darlas! Tal como ella lo ve, buscar explicaciones a los cuentos es ya de por sí otro enigma. Ha estado devanándose los sesos con las historias y ahora se ve a sí misma y se siente ridicula. «A veces somos nosotros quienes creamos los problemas que intentamos resolver», recuerda esa frase. Un profesor cuenta esto en su colegio:

«Imagina que recorres un laberinto que tú misma creas cuando caminas. Si no avanzas, nunca hallarás la salida, porque no existirá. Si retrocedes, todo lo que hayas creado se convertirá en un obstáculo. Y si por fin encuentras la salida, ¿qué satisfacción obtendrás, sabiendo que tú eras el único camino?»

Existen dos tipos de soluciones: «No esperes satisfacción alguna, tan solo camina y busca la salida» es la preferida de casi toda la clase. La del profesor resulta más práctica: «Nunca entres en laberintos que no existen.» A ella le gusta más esta, pero hay una tercera que nadie dice, por muy obvia que le parezca. «Si yo soy quien creo el camino, yo soy quien decide cuándo y dónde llegaré a la salida.» De pronto se le ocurre que una línea recta es la mejor solución de todas.

—Así pues, niña... —comienza el Obispo tras una pausa, pero ella lo corta.

—Creo que lo que pasa es que no tienen explicación.

—¿Cómo?

—Que no significan nada. O que significan eso: que no puedes saber lo que significan. Porque... Porque son...

«Laberintos que tú misma construyes.»

—... misteriosos —concluye.

—Misteriosos —repite el Obispo, pensativo.

—La fiesta del señor Astan... La anciana que recuerda su boda... La luz roja en la cabeza de esa chica que escapó de la cárcel... El monstruo que ve la señorita Flesh en la cascada... Su resurrección... —Se apresura a enumerar lo que recuerda para que el Obispo no piense que es otra excusa—. Nada es bueno o malo. Todo es misterio.

—El misterio necesita una solución, niña. —Pero yo no la sé.

El Obispo hace otro gesto. Puede significar: «Ahora quieres tomarme el pelo», o «¡Qué niña más lista!» ¿Quién sabe qué significa? Es propio de los adultos tratar a los niños con gestos ridículos o exagerados. Miradas, palabras, ademanes sutiles: nada de esto es para niños. ¡Tal es el código entre adultos! Y sin embargo, fuera de tales sutilezas, ¿qué saben los adultos realmente? Nadie ha podido explicarle hasta ahora la muerte de mamá. Nadie le asegura que su padre la quiera. A veces piensa que papá la odia, a ella y a su hermana, porque no son mamá y siguen con vida. ¿Es verdad o no? ¿Y los adultos mayores? ¿Acaso son más sabios? ¿No son sus abuelos quienes más repiten: «Nadie entiende la vida»? Pensar eso la anima a añadir:

—Y usted tampoco.

—¿Yo tampoco?

—No. Usted tampoco sabe lo que significan sus cuentos.

—Quieres decir que carecen de explicación.

—Todo tiene una explicación, niña —objeta el señor Formas.

—O si no, puedes inventártela —dice la señora Lefó.

—No quiero decir eso —los hace callar ella, irritada—. Quiero decir que usted tampoco sabe la explicación.

—Oh, sí la sé. Las personas mayores vemos las explicaciones. Las vemos. —El Obispo señala el suelo, como si realmente las estuviese viendo allí puestas—. En los cuentos. Pero son cosas muy, muy malas, que las niñas no podéis... no debéis... conocer. Misterios, sí. Profundos. Algunos nos quitan el sueño. Has de ser mayorcita para...

Y alarga la mano derecha y sus dedos tocan las puntas del pelo negro de Soledad mientras concluye: «...comprenderlos». Ella retrocede. El Obispo es retorcido, decide. Esa es la palabra que mejor le encaja. El señor Formas y la señora Lefó son antipáticos directos, planos. Pero el Obispo se retuerce frente a ti, adopta extrañas posturas. Míralo con su traje negro, o azul oscuro, y so alzacuello de color caramelo de naranja. Su lenguaje es doble, triple, cuádruple. En realidad, trata de adaptarse a ti para engatusarte. Es el peor, el de más edad, el retorcido. Las cosas se retuercen con los años. Como el giro de las lagartijas sobre la mesa. Los adultos no son ni mas ni menos sabios: solo se acoplan mejor, con sus giros, sus torsiones.

«Ah, qué retorcido.»

—Puede ser — replica—, pero usted tampoco lo» comprende. —¿Tú crees?

—Desde luego.

—Muy bien. Si eso piensas...

El Obispo coge la copa y le da vueltas mientras sonríe. Pero ella ya no va a dejarse engañar por esos gestos.

—No lo sabe —insiste—. Solo le gusta que los demás crean que lo sabe.

—Perfecto.

—Y ahora hace como que no le importa lo que digo. Pero sí que le importa. Porque odia que los demás se den cuenta de que usted sabe tanto como ellos, o como yo: o sea, nada. Sus cuentos serán muy misteriosos, ¡pero lo son también para us...!

El movimiento es muy rápido. De repente se queda ciega. Le escuecen las conjuntivas. Tose y respira y vuelve a toser. Incluso traga un poco. Nadie ha dicho nada, nadie la ha defendido. Cuando abre los ojos, se ve el estropicio. No sabe qué la ahoga más: si el adefesio en que se ha convertido o el líquido que la baña. Tiene ya esa conciencia de amor a su propia ropa, a su aspecto.

La camisa es un manchurrón violeta que se pega a su vientre. La falda... Oh, bueno, una cochinada. Aún gotea vino al suelo, donde ella lo pisa y lo nota fresco y pringoso con sus pies descalzos. Se pasa el dorso de las manos por la cara mojada de casi todo: vino, saliva, lágrimas, tan fea como debe parecer ahora... Oye la voz del Obispo desde una cortina de pelo-llanto.

—Lo siento, se me escapó la copa... Lo siento mucho. Creo que debes... —Lo escucha, pero apenas. Se concentra en dejar de llorar y toser—. Por desgracia, debes quitarte esa... Mejor dicho, esas... —A fin de cuentas, no le importa lo que le dice. El Obispo goza humillando a niñas. Ella se esperaba aquella sucia orden de alguien como él.

Camisa y falda. Un día antes se hubiera muerto solo de pensar en la idea de aparecer en ropa interior ante un hombre. Pero ha cambiado. Ha renacido. Es otra. ¿No le ocurrió lo mismo a Francés Flesh?

—Vamos, niña, apresúrate. O mejor, no. Hazlo lentamente.

No le hace caso. Don Retorcido no puede alterarla. Tira de las mangas hacia atrás, porque la camisa parece tan rebelde como ella, y comprende demasiado tarde que se ha dejado un botón sin desabrochar, que ahora cede y cae al suelo. Se contempla las piernas mientras la falda, rígida de humedad, se reúne con el botón y la camisa en el charco bajo sus pies. Por un momento le parece que no son sus piernas: las recordaba menos largas, más gruesas. ¿Tiene sangre en el muslo? No, es vino. Alzando uno y otro pie se libera de ese grillete de algodón empapado, antes una bonita falda gris plisada. Lo empuja todo con el empeine y se le ocurre que, al alejarse de ella, su ropa lo hace en triste silencio, como un perro fiel a quien echara de la habitación.

Más calmada, sorbe por la nariz. Contiene las ganas de escupir el sabor a vino en la boca. Se pasa las manos por la cara, ahora usa las palmas. Ellos parecen aguardar a que acabe. Y ella acaba muy pronto. Se queda quieta, sus ojos enrojecidos fríamente clavados en el Obispo, como preguntándole: «¿Nada más?» No quiere mirar hacia abajo y ver su indefenso sujetador, su vientre húmedo, su pubis de tela. Se siente más desnuda que nunca. No le preocupa, en realidad. Observa al del alzacuello con calma. ¡Qué le importa a ella ese líquido empa-pándola! Ningún líquido del Obispo la asusta ya.

—Y ahora, señora... Si no le importa.

La señora de blanco parece llamarse algo que comienza con W. Quizá «Win». Soledad prefiere llamarla directamente «Güín», con G, como le suena. Tiene un rostro tan extraño que, por un momento, ella no piensa en lo extraño que resulta que no haya hablado hasta ahora, o que su turno se haya saltado en el orden de la mesa. Es una cara delgada y blanca de ojos tan claros que podrían también ser de piel. El pelo es corto y tiene un aspecto frágil y quebradizo, del color de la escarcha. Toda ella ofrece la impresión de que saldría volando con un golpe de viento. Pero cuando habla.

Soledad comprende enseguida que el motivo de su silencio era guardar esa voz.

Una joya solo se muestra en el momento preciso.

La señora Güín es aliento. Sin edad, suave y penetrante como el aroma de una flor en las páginas de un libro: así es el timbre de su garganta.

—Gracias, señor Obispo. Mi primer cuento se titula «Partículas». —Y comienza—: Esta es la conferencia más extraordinaria que he escuchado en mi vida...

¡Y qué podrá contar con esa voz! Soledad pronto se olvida de su humillante estado de «casis»: casi-sin-ropa, casi-empapada, casi-llorando... Hasta la peste a vino deja de incordiarla. La dama de blanco, la señora Güín, la envuelve en el relicario de su palabra, tan dulce, tan suave, que ni siquiera le interesa saber con certeza si esos ojos son de cristal, si será verdad que la señora Güín solo se ve a sí misma, o si se tratará de un muñeco que otra señora Güín maneja desde lejos. Tan solo quiere que no pare de hablar. Seguir oyendo su historia.

Otra caja, más pequeña, en el interior de la azul De un cristal tan transparente que pensarías que no existe Debes soplar para abrirla. Así... Su tapa se desmenuza. Un suave vaho, un invierno en maqueta, diminutamente gélido, se alza desde dentro.

Mira lo que hay ahí, bajo la neblina blanca.

CARBUNCLOS

Hay vidas e historias que comienzan poco antes de terminar.

He aquí la del viejo Tjorn —pelo blanco, nariz afilada, piel tostada, durezas en las manos como mataduras—: despertó aquel día como todos, en su cama blanca, pero algo le hizo decir en voz alta a ese compañero del que no podía prescindir:

—Hoy comienza mi vida.

No era una frase pretenciosa, lo sentía tal como lo dijo. Aunque nada aparentaba tener aquel día de distinto, salvo ser el de nuestra historia. El sol ya cegaba en el horizonte, las gaviotas chillaban, la brisa acosaba el faro, el mar, la playa. El viejo Tjorn comenzaba su rutina. Meter la cabeza por el jersey de lana negra y cuello de tortuga. Pantalones de pana. Café recalentado de la noche anterior. Espuma en las mejillas, la uña de la navaja deslizándose por el rostro. Y fue entonces cuando ese compañero del que no podía prescindir le dijo desde el espejo:

—Claro. Hoy será el último día de mi vida.

Decidió que por eso sentía que su vida comenzaba: porque iba a terminar.

Lo había planeado todo cuidadosamente. Hombre, faltaba escribir algunas, ya saben, palabras de despedida en un bonito papel satinado. Pero ¿para quién? En cuanto a la barca, cubierta de lapas y rígida de algas como estaba, aún serviría. Un pequeño problema sería arrastrarla por la playa. Se notaba más artrítico que de costumbre. Superado ese tramo, todo sería cuestión de remar hasta que la fatiga y las olas le aseguraran que ya era imposible el regreso.

—¿Será cierto que pasa por tus ojos toda tu vida en un instante? —se preguntó mientras tomaba sorbos de café y contemplaba el mar gris desde la altura del faro.

Una neblina se alzaba desde el horizonte como las arrugas de una sábana que alguien alisara de lejos. Al viejo Tjorn le pareció una mortaja.

—Buen día para acabar con el resto —se dijo. Se disponía a bajar desde el mirador del faro cuando lo vio surgir, remoto pero con apariencia de acercarse. Sorprendido, cogió los prismáticos.

El galeón, de amplio velamen, flotaba en la neblina. Todo era una fiesta de color allí: proa arcoiris pintada como un rostro de payaso que semejaba reír cada vez que el tajamar acometía una ola, mascarón como dos enormes piernas de madera que se abrían y cerraban con los balanceos, cuatro tallas de doncella de pelo color limón adornando bauprés y roda, mástiles pintados como pi-ruletas de feria, cordajes y estays como guirnaldas de cucaña.

Raro barco era, Tjorn nunca había visto nave igual.

(Soledad mira al señor Formas. «Ese barco me recuerda un poco a él»)

Pero ya era muy viejo para sorprenderse mucho, y solo dijo: —Bueno.

Descendió los empinados peldaños de la escalera del faro hasta llegar a la playa. Todo era gris ahora que la neblina había alcanzado la costa, gris hierro o gris paloma, hasta su barca, varada al socaire de unas rocas. Pero el galeón, no. Allí seguía, dueño absoluto del color, archipámpano del móvil paisaje. Tjorn continuó mirándolo mientras arrastraba la barca hacia el agua y la emprendía con los remos, fatigado y ansioso. En cada pausa, jadeando, el mismo pensamiento:

—Nunca llegaré.

Y pensando eso, llegó. El barco, como una broma enorme, escorándose a babor. Al soplar por las troneras de colorines, el viento las convertía en escenarios de títeres donde parecía que fuesen a saltar ogros. Por un instante bote y barco jugaron a hundirse y emerger chorreando barbas de ballena por costados y cuadernas. Rió el viejo Tjorn ante la risotada de la nave, tan satisfecha y tan a punto de irse a pique. Pero luego comprendió que, como farero, su deber era advertirles.

Iba a llamar cuando una hilera de farolillos chinos se encendió por toda la borda y desde ésta fue arrojada una escala de cuerda con dulcamaras entrelazadas. Vaivén de brazos agitándose en lo alto. Tjorn se encogió de hombros.

—Tanto da hundirse allí que aquí —decidió.

Los remos, en su balanceo, parecían darle la razón desde el carel.

Subió como pudo y lo recibió entre gritos un carnaval. Guantes de raso, antifaces, trajes de hopalanda fastuosos, pelucas de talco perfumado. El estallido de risas aturdía. Damas como tartas hacían reverencias junto a caballeros con espadines de oro puro. Hebillas de zapatos ardiendo de gemas. Largas boquillas rojas amenazando la piel desnuda. Vino tragado entre hipidos y carcajadas.

(Esto, en cambio, le recuerda a la señora Lefó.)

Una fiesta como una noria desbocada. El viejo Tjorn se tambaleaba de un invitado a otro mientras trataba de hacerse oír.

—Soy el farero de la costa. Mi deber es advertirles que este barco se está hundiendo.

«Hundiendo» pasó de boca en boca como una canción blasfema. Caballeros poco caballerosos palmearon a Tjorn en la espalda. El olor a vino y los ojos brillantes de las máscaras le hicieron pensar en borrachos o locos. Pero era tanta la alegría que Tjorn los perdonaba. «Y mejor morir así que en soledad», concluyó.

Entonces, una risa distinta a su espalda.

Un adolescente. No, un niño. Moreno en todas y cada una de sus partes, como su completa desnudez probaba. El cabello oscuro lleno de vida con el viento. Atado a la cara, un antifaz de seda blanca bordada como un encaje. Labios de color rosa que esbozaban una sonrisa. Quién era, no lo podía saber Tjorn, pero cuando hizo un gesto, el viejo farero lo siguió.

Colombinas y dóminos que jugaban a espadachines con una esgrima torpe llena de desplantes les abrieron paso. Las plumas de un tricornio azotaron a Tjorn al saludar. El niño desnudo se escamoteaba entre el bullicio y él detrás, como podía. En la proa estaban solos. Se escuchaban el campanilleo de los farolillos y el incansable asedio del mar. El sol se ponía: cielo y agua oscuros, un resplandor naranja en medio, en lo alto.

(Oscuro y un punto naranja. Piensa por un momento en el señor Obispo.)

Los tobillos juntos en perfecto equilibrio. La máscara como un pañuelo diciendo adiós. Tjorn no alcanzaba a verle el rostro: solo aquella blancura anónima, el mentón moreno, los labios. Todo en medio del aire y el silencio. «Quítatelo —quiso decirle—, quítate el antifaz.» Pero no se atrevió.

(Y todo eso le recuerda ahora a la señora Güín.)

Lo vio tender la mano derecha. Sobre la palma, cuatro gemas.

No podían ser carbunclos, porque no todos sus colores eran propios de esta piedra, pero al verlas, el viejo Tjorn murmuró:

—Carbunclos.

—Escoge uno —dijo el niño.

Tjorn los miró de nuevo: azul, rojo, negro, blanco. Tomó el azul.

(«¡Qué parecidos a los de los leones y Francés Flesh!»)

Columnas y arcos simétricos perdiéndose en la distancia. Piedras enormes y azules. Más allá, neblina fría. Sin saber dónde se encontraba, Tjorn caminó un rato por aquel corredor impersonal hasta escuchar sonido de botas en su dirección. Uniforme azul, pelo cortado al rape, mirada paralizada. Cuatro soldados marchando a un mismo ritmo, gimnastas alzando los muslos.

Solo cuando se alejaban, Tjorn descubrió que vestía como ellos.

Decidió seguirlos, pero el eco de los pasos marciales se extinguió pronto. Silencio. Había humedad y frío, aunque la chaqueta y los gruesos pantalones abrigaban. Sus botas producían sonidos de cerrojo de fusil al avanzar por el suelo embaldosado. El corredor desapareció en un recodo. Al asomarse, Tjorn halló una puerta de madera y cristal. El ópalo de la niebla proseguía más allá. Las columnas también continuaban, pero ya sin arcos ni capitel. Asió el picaporte.

Un olor acre. Lo reconoció. A muelle, a pescado, a moho, a humo de fábrica. Visitante asiduo de su olfato en la juventud. Por algún motivo le pareció que aquello era el olor de la vieja Europa. De repente supo dónde estaba.

Tras una mesa florecida de papeles, un joven en uniforme azul revisaba documentos. Su cabello estaba tan rapado que parecía tener limaduras de hierro en el cráneo. Las orejas eran grandes y rojas.

—Buenos días.

—Buenos días —contestó el viejo Tjorn.

—Ocúpese de esto en cuanto pueda.

Tjorn cogió el sobre azul que el joven le tendía, pero ni siquiera le echó un vistazo. Por la ventana, detrás del tipo, espirales de humo y neblina entorpecían un sol débil. En su juventud, el mundo que conocía estaba lleno de eso: largas trompas de humo negro, amenazadores cañones apuntando al cielo.

—¿Alguna duda? —preguntó el joven, como enojado.

—Oh, no, ninguna. Es solo que... Ya sé dónde estoy, o creo saberlo. Cuando era joven como usted trabajé en la oficina de una fábrica de los muelles. Conservas de pescado. Olía así. Y en las mesas había tampones y sujetapapeles como esos, y carpetas de cartón cerradas con lazos, y archivadores... Lo que no comprendo son los uniformes.

—Esto es una guerra —dijo el joven mirando a Tjorn como si estuviera loco.

—Yo no he estado en ninguna guerra. Trabajé en una oficina, luego acepté un empleo de farero en la costa...

El joven meneaba la cabeza. Puede que le dijera que no, o que le apenara hablar con un viejo. No considerando necesario discutir, Tjorn salió de la oficina. «Esto debe de ser un sueño —se dijo—. Yo nunca he servido en ningún ejército.» Distinguió la silueta de varios barracones entreverados de niebla. Tambaleándose, se asomó a un ventanuco sin cristales aferrándose al antepecho ennegrecido. Muñecos colgados de las vigas del techo, en fila. Sucios camisones y pantalones a rayas de desvaído color azul. A algunos les faltaban las manos.

Tjorn se dejó caer al quicio del barracón. De repente se sentía muy triste, y empezó a llorar. Las lágrimas partieron la imagen del sobre azul en millares de cristales, y cuando sacó los papeles que contenía ni siquiera pudo leerlos. Se levantó, pero el mundo que veía era una vidriera medieval. Avanzó dando tumbos mientras lloraba. Las botas se hundían hasta la caña en el lodo frío. Dispersos por el barro, grandes y viejos abrigos como pieles de animales cazados. Sobre ellos, cada vez más, alambres de gafas, trozos de periódicos y fotos. El barro haciéndose tan líquido como un pantano. Pedazos de aquella ropa y efectos personales como pecios a la deriva. Sin saber bien por qué, en medio de su angustia, al viejo Tjorn le pareció que sí: había estado en una guerra.

En su juventud hubo vencedores y vencidos, supervivientes e ignorados, hambre y esfuerzo, humo y olor acre. ¿Quién podía afirmar no haber estado nunca en una guerra?

—¡Perdón, Dios mío, perdón! —gritó y cayó al barro.

Al alzar la vista, las infantiles piernas frente a él.

Era de noche y el barco subía por la lenta montaña rusa de las olas.

—Escoge uno. —El antifaz de seda se agitaba como una vela. En la pequeña mano, la piedra roja, la negra y la blanca.

—¿Esto es como un juego? —preguntó Tjorn—. ¿Soñaré otra cosa cuando coja otro?

—Escoge uno —repitió el niño.

Fue tomar la piedra roja y oír sonido de campanas. La plaza, elíptica, era colosal, y la soledad la engrandecía aún más. Rodeándola, columnas como antebrazos y capiteles como manos tendidas al cielo. Una basílica con una cúpula rojiza. Anochecía, pero luces rojas orlaban los contornos. El aire arrastraba fragancias femeninas.

El viejo Tjorn cruzó la plaza frente a un obelisco de altura imposible. En el interior sus pasos resonaban. Todo tan majestuoso que apenas podía percibirlo, como un insecto en la casa de un gigante o una fruta al pie de un árbol. Atravesó salones de paredes cargadas de libros de canto rojo. Temas apologéticos. Griego y latín. Su túnica rojiza ondeaba con los pasos. Tenía un claro destino: al fondo, bajo una bóveda, cuatro columnas rojas en un dosel, un baldaquín poderoso. Se detuvo a medir con la mirada el impresionante decorado. En el infinito superior, cuatro pilastras con cuatro titánicas mujeres envueltas en túnicas rojas y libros abiertos sobre el regazo.

La altura era tanta que mirar era caer a la inversa, presa de una atracción que vencía la gravedad.

Abajo, tras un altar rojo, sobre un solio de pórfido rojizo, bajo una ordenada confusión de palomas dibujadas en el respaldo con forma de rueda de la fortuna,

(«Como el Ente de Dobbin y Gertrudis, en el primer cuento que escuché».)

ella.

Sotana roja abrochada hasta el cuello, sobrepelliz rojiza, manto color rubí. Al pronto le pareció al viejo Tjorn que también capucha, pero es su largo pelo rojo. Entrelazaba las manos en el regazo, largas, de dedos flacos, muy blancas. La mirada era esa tan triste y permanente de las estatuas.

—Hola, Tjorn.

—Hola.

Detuvo sus pasos frente al altar y se quedó mirándola.

—Hay un pequeño problema —dijo ella con languidez prerrafaelita, la bóveda adornándole la voz—. Quieres morir.

Dicho así, bajo aquel dosel de tesoros, con ese suspiro de obra de arte, sonaba casi ridículo, pero Tjorn lo admitió.

—Sí.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros. Nadie le había hecho esa pregunta más veces que él a sí mismo. Y nadie se la haría.

—¿No tienes amigos? ¿Seres a quien amar? —Soledad.

(Soledad parpadea. ¿La señora Güín la ha llamado? Pero la oye proseguir.)

—¿Soledad? —dijo ella.

—Sí. Soy farero. Amo mi soledad. Para mí, es el ser más querido de todos.

—¿Y por qué quieres abandonarla?

—Porque no lo es todo, pero no conozco nada mejor.

—¿Cuántos años llevas en el faro?

—Doce. ¿Le sorprende?

(«Como mi edad.»)

Ignoraba Tjorn el porqué de esa pregunta, ya que ella no había reaccionado.

—¿Doce años sin ver a nadie?

—Visitas indispensables. Nada más.

—Completamente solo durante doce años...

Sintiendo la necesidad de defenderse, Tjorn alzó la voz.

—jLa soledad es maravillosa! Lo único verdaderamente digno de la vida. Tardamos tanto en conocernos... ¿Por qué conocer a los demás antes que a nosotros mismos? Soledad es inventar. Inventar es vivir. Vivir es conocernos.

—¿Y conocernos es matarnos?

—Esa es una pregunta capciosa —repuso Tjorn—. Me he hartado, eso es todo. Un banquete. He devorado hasta los huesos de mi imaginación. Y no me queda pasado: acabo de visitarlo. Es azul y frío, de burócrata. Lleno de muerte y recuerdos malos. No quiero vivir en él, tampoco en el presente. Y ahora sé que carezco de futuro.

—La soledad no lo ha hecho feliz —dice ella tras un gesto de sus manos blancas, el pelo hacia atrás.

—¿Y qué es ser feliz? Nada he conocido en mi vida que me dé felicidad. Todo lo más, una grata sensación de armonía en el conjunto. Un agradable y hermoso vacío mientras invento. —La mirada del viejo Tjorn se pierde por los alrededores. Rodeando el solio, pilares rojos unidos con cuerdas gruesas como estachas—. Está por ver que haya algo en este mundo que me haga decir: he sido feliz. No creo que lo haya en la vida de nadie. Y total, qué. Siempre he creído que todos vivimos en completa soledad.

Un silencio. Ya no la miraba. Estaba habituado a hablar para sí, lo cual equivalía a hablarle a ese compañero de quien nunca podía prescindir.

—Tengo recuerdos malos, pero ¿quién no los tiene a mi edad? Y los buenos, tan inútiles. Ahí metidos, en la memoria, para decirte lo infeliz que eres... Me queda inventar, eso sí. Pero, qué quiere que le diga, estoy harto.

—Entonces, ¿por qué no compartirlo? —Su tono era de tristeza, de igual manera que un licor podía ser amargo y aun así placentero.

—¿Compartir qué?

—Las invenciones.

Tjorn no recordaba haber avanzado mientras hablaba, pero quizá sí lo había hecho, porque ella seguía en el sitial y él se hallaba más cerca. Podía verle la piel blanca de los pómulos, lo único que no era rojo en ese mundo, además de los ojos esmeralda. Una parte del pelo cayendo sobre su pecho. Oler su perfume tan intenso.

—¿A qué se refiere?

—Tetrammeron. —Una ceja se alzó, un suave vello rojizo en la frente—. El círculo de las salamandras.

(Es la segunda vez que Soledad oye ese nombre. Mira la mesa sobre la que se halla dibujado el círculo de dos lagartos persiguiéndose.)

—Nunca me han propuesto eso. —El viejo Tjorn se hallaba confuso. Conocía el Tetrammeron, lo había leído en uno de sus infinitos libros. La sociedad de cuatro cuentacuentos. El grupo que se reunía a narrar historias, año tras año, para siempre. Siempre cuatro: si uno se iba, su puesto debía ser ocupado. Pocos, muy pocos, eran aceptados. Gente poderosa. A Tjorn le daba miedo. ¿Era eso lo que significaba aquel extraño sueño del galeón? ¿Le ofrecían pertenecer al Tetrammeron?

—No quiero deshancar a nadie —balbució—. Menos aún en el Tetrammeron.

—Habrá una baja. Alguien se retirará. Podrías ocupar su puesto. Es mejor que morir. —A ella parecía incomodarle un hombro. Lo acariciaba al hablar, una mano desnuda y blanca puesta sobre esa cascada de seda roja—. Tantas invenciones, ¿para qué? Tanta soledad, tan remota. Tantas historias que compartir, Tjorn. ¿Por qué no contarlas, una a una, para siempre? ¿Qué temes? —Mientras Tjorn pensaba en una palabra para definir su temor ella se levantó. No muy alta, sí delgada. La mano blanca pasó del hombro al botón superior de la sotana—. Te diré lo que temes. La responsabilidad, el cambio, ¿verdad? Ese refugio, esa paz allí, en lo alto de tu torre, iluminada siempre, inventando a solas. Esos doce años. ¿Cómo abandonarlos? —Sotana y sobrepelliz cayeron a sus pies como si solo aquel botón las sujetara. Sorprendente, chocantemente desnuda, pero sus contornos firmes y su pecho apenas pronunciado eran de chico. Acaso dos elevaciones simétricas en el torso—. No quieres revolearte en el barro de los recuerdos. Quieres seguir como estás. Es imprescindible seguir solo. —Después de todo, sus cabellos sí eran una especie de capucha: en ese instante se despojó de ella; rapada, su cabeza como una especie de flor apétala—. Mejor seguir solo, mejor seguir mirando el mar. La ignorancia, ¿no es cierto? —Un paso, otro, bajando del sitial. Ya no era ella. Era el niño. La transformación se había operado en un abrir y cerrar de ojos. El cupido de antifaz bordado se abrazaba a sí mismo mientras bajaba, las caderas haciendo balancear la mirada del viejo Tjorn—. En caso contrario, mejor tomar la cicuta...

Tendió una mano. Dos piedras. El viejo Tjorn eligió la negra.

Dejó de oír su voz pero no de verlo. El niño le dio la espalda. Huesuda, con la línea de las vértebras como el armazón de un barco varado. «Sí, mejor», pensó Tjorn mientras se daba cuenta de que miraba el mar de nuevo desde su cubículo de farero. Había lluvia y estridencia de relámpagos y gaviotas fuera.

Por la tarde, tras su frugal almuerzo, se sentó a meditar en lo que había soñado. Sabía que no había sido un sueño del todo. Le habían ofrecido una de las cuatro sillas. No estaba intranquilo, sin embargo. Veía llover en el mar, a lo lejos, mientras fumaba su pipa. Las nubes de tabaco y cielo se unían para formar una figura, un cuerpo flaco y asexuado con aires de bailarina.

Al llegar la noche le invadió la desazón. Se preguntó si se atrevería. Casi podía anticipar lo que iba a suceder.

Despertaría en algún momento de la madrugada y miraría la puerta de su dormitorio. Sin dejar de mirarla, caminaría hacia ella y la abriría. El niño estaría allí, pálido, mustio, cabellos chorreantes, un charco de huellas a sus pies. Su figura no le diría nada. Él miraría tan solo su antifaz blanco, agitado con el aliento, y la piedra blanca, la única que quedaría en la palma de su mano.

Se preguntó qué ocurriría cuando llegara ese momento.

Se preguntó si cogería la piedra. La última. Si aceptaría ocupar el vacío.

Soledad o Tetrammeron. Qué haría, qué decisión tomaría allí de pie, en las sombras de su cuarto.

EL MONITO

Sucedió en un colegio. No en el mío, uno cualquiera. Una niña de mi edad llamada María. Habría podido ser feliz, porque sus padres la querían, sus compañeras la querían, sus profesores la querían. Pero no lo era. Y ello se debía a que... Bueno, su cosa tenía mucho pelo. Demasiado, quizá.

(El Obispo sonríe. La señora Lefó sonríe.)

Eso, por lo visto, la afeaba cuando se quitaba la ropa. Ella, naturalmente, lo mantenía en secreto, pero un día una compañera la sorprendió y se quedó atónita. Era tan negro y espeso aquello que parecía que manchara. La voz corrió de una a otra niña y todo el colegio lo supo. Que María ocultaba allí un animalito. Un animalito peludo.

(El señor Formas ríe.)

—¡María tiene un monito! —decían. —¡Un monito peludo! —decían. —¡De ojos amarillos y dientes verdes, brrrr! —decían.

La burla llegó a oídos del señor prefecto. Se llamaba Piedad. Señor Piedad, le decían. Yo no tengo la culpa.

(El Obispo ríe. La señora Lefó ríe.)

El señor Piedad decidió que María estaba sufriendo y quiso aliviarla. Así que la citó en su despacho, o más bien en el antedespacho, porque su despacho era grande, y luego la hizo pasar a su despacho-despacho, cerrando todas las puertas, una tras otra, hasta que estuvieron en completo despacho, digo, intimidad. Entonces se sentó junto a ella en el largo sofá bajo una pared de la cual colgaba la colección de fotos de excursiones: a la playa, a monumentos, niñas y niñas allí puestas. Mirándola a los ojos le dijo:

—Te he llamado porque me he enterado de lo que te pasa. No debes darle importancia, María. Carencias vitamínicas: esos son los grandes problemas a vuestra edad. Esto es completamente natural. Tu vello, al parecer, es un poco abundante. Quizá te avergüence, pero no creo que vayas a playas nudistas, ¿verdad? Lo demás son cuentos. No me mires así: cuentos. ¿Quieres comprobarlo? Bájate la falda y las bragas.

No es que María quisiera comprobar nada, pero se sentía tranquila porque estaba con el señor Piedad. Así que tampoco se preocupó cuando él se agachó a verlo y dijo:

—Sí, es abundante, pero completamente normal. ¿Quieres comprobarlo? Espera.

Lo de esperar era porque él era viejo, y ya le costaba bajarse sus propios pantalones, no digamos ponerse a tono. Y todo lo quería hacer a mata caballo, como diría mi padre, empujándola contra el sofá, cogiéndola de aquí y de allí sin importarle que ella chillase «piedad, piedad», porque el señor Piedad se llamaba así para que, llegado ese momento, nadie se intrigara de los gritos y todos creyeran que la niña, simplemente, lo estaba llamando.

(La señora Lefó ríe. El señor Formas ríe.)

Y he aquí que el señor Piedad se hallaba enfrascado en el tema, sordo a las súplicas, cuando sintió un dolor agudísimo en su propia cosa. La sacó, se la miró y, horrorizado, advirtió que tenía la punta como mordida: se veía muy bien la huella roja de unos dientecitos. Soltó una blasfemia.

Y por entre el espeso vello oscuro de María asomó un ser de ojos amarillos y dientes verdes, como una ardilla deforme, que masticaba aún el trozo ensangrentado.

Entonces fue el señor Piedad quien gritó su apellido mientras aquella criatura saltaba desde el cuerpo de María al suyo y continuaba mordiendo. Varios cristales del colegio se rompieron con esos gritos, lo juro.

(El señor Formas se ríe. El Obispo se ríe.)

Había en el despacho unas escaleras hacia el sótano. En la baranda se apoyó María mientras acababa todo: ella, de vestirse; él, de morir. Y mientras, le habló con toda tranquilidad.

—Usted merece morir, porque no ve más allá de sus deseos. Porque cree que los cuentos son solo cuentos. Porque piensa que por dentro somos igual que por fuera. Que el interior es como el exterior. Pero ahora mi interior ha salido, viejo caduco. Y lo devora. ¡Ni siquiera es digno de su apellido!

(Todos ríen.)

María se quedó mirando por la ventana hasta que la criatura acabó. Para entonces, el ser estaba todo cubierto de sangre. María, que lo ve, exclama muy alegre:

—¡Mi primera regla!

Y colorín, colorado.

(Fuertes carcajadas, lágrimas de risa.)

Mira: esto contiene la caja final.

El peligro del que te previne. Pero creo que ya puedes enfrentarte a él.

Abre los ojos y mira.

Un pequeño espejo,

Te refleja a ti.

 

José Carlos Somoza, nació en La Habana, pero sus padres se mudaron a España en 1960 por motivos políticos, donde reside desde entonces. Estudió medicina y psiquiatría y no se dedicó a la literatura por completo hasta 1994. Ha ganado diversos premios por sus novelas, entre ellos La sonrisa vertical por su obra Silencio de Blanca (en 1996), el Café Gijón (en 1998)por su novela La ventana pintada,el Fernando Lara (en 2001 y el premio Hammett de novela negra en 2002 por su novela Clara la penumbra y el premio Ciudad de Torrevieja (en el 2007) por la obra La llave del abismo. Finalista del premio Nadal por su novela Dafne desvanecida en el año 2000 Es socio de honor de Nocte, la Asociación Española de Escritores de Terror.

El autor ha declarado que en novela negra "clásica", sus preferencias van desde El inmortal Sherlock, hasta Dashiell Hammett, quien siempre le gusto más que Raymond Chandler. En la novela negra moderna se decanta por los escritores que mezclan géneros como John Connoly. Entre sus lecturas permanentes está la obra completa de William Shakespeare y la novela "El espía que surgió del frío" de John Le Carré.

El director de cine Jaume Balagueró prepara una adaptación cinematográfica sobre la novela de suspenso La dama número trece, que cuenta la historia de un profesor de literatura en paro, apasionado por la poesía, y a quien constantemente atormentan unas extrañas pesadillas.

El escritor y crítico literario Juan Manuel de Prada ha dicho: "José Carlos Somoza descree del realismo. Su obra, tan brillante y perturbadora, aspira a instaurar una realidad autónoma".

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20/05/2012