Una misteriosa enfermedad que ataca sólo a los hombres ha sembrado el terror y la destrucción a escala planetaria. Las mujeres se hacen con todo el poder. Su objetivo: consentir a los varones sobrevivientes en una legión de esclavos asexuados. La explicación, esta fórmula escrita por la mano de un moribundo: 23 X + Jerry Sohl demuestra una notable capacidad de anticipación en esta obra, escrita en 1952, donde plantea temas que son hoy de rigurosa actualidad: terrorismo de minorías militantes, procreación por vía no sexual, etc.

Jerry Sohl

Las Haploides

Título original: The Haploids,

publicado por Rinehart & Co., Inc., Nueva York, 1952.

Published by agreement with Scott Meredith Literary Ageucy, Inc., N. Y.

Traducción de Francisco Blanco

© 1952 by Jerry Sohl

© 1979, Ediciones Martínez Roca, S. A.

Avda. José Antonio, 774, 7.°, Barcelona-13

ISBN 84-270-0498-2

Depósito legal: B. 10.446 — 1979

Impreso por Romanyá/Valis, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)

Impreso en España — Printed in Spain

Al doctor Wayne Wantland,

que creó la primera haploide.

1

Se podía oírlo y se preguntaba de qué sección del hospital podían provenir los alaridos. Pero cuando el ascensor se detuvo en su piso y se abrió la puerta los gritos del hombre irrumpieron en el corredor.

—¡No dejen que me lleven! ¡Por favor! ¡No los dejen! ¡Por favor!

Era una voz aterrorizada. Aquellas palabras y el tremendo volumen en que fueron pronunciadas impresionaron profundamente a Gibson Travis. ¿A qué podía deberse semejante temor?

Pensó que tal vez se trataba de un recién operado. Pero en ese caso no era probable que los médicos le hubieran permitido gritar de aquel modo por los pasillos mientras era conducido a su habitación. Hubiera sido una pésima propaganda para ellos y rebajaría la moral de los internos. Tampoco parecía que se tratase de un accidentado; una dosis de morfina o de cualquier otro sedante hubiera bastado para calmarlo. Si estaba majareta no tendría por qué encontrarse allí; había otros lugares para esa clase de enfermos.

Travis apagó el cigarrillo en el cenicero que estaba cerca de su cama, caminó hasta la puerta abierta de la habitación y se asomó para ver qué sucedía.

Media docena de asistentes habían agarrado a un anciano por los brazos y las piernas. El hombre gritaba y se agitaba cuando lo colocaron en la camilla para transportarlo por el corredor. Gibson Travis estaba tan inquieto por los alaridos que lanzaba el viejo, que no observó su piel. Pero cuando el grupo pasó frente a su puerta vio que el cuerpo del hombre presentaba innumerables manchas de color gris.

Travis entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama. Le temblaba la mano mientras encendía otro cigarrillo. Poco después los gritos cesaron y Travis pudo volver a descansar. Se preguntaba cómo habrían reaccionado los demás pacientes del piso. ¿Qué clase de medicina podría curar la veteada piel de aquel viejo? En algunas partes aparecían manchas de color marrón rojizo; en otras el matiz era azulado. Se estremeció al recordarlo. ¿Cáncer? ¿Soriasis? ¿Impétigo? Si era cáncer, ya no tenía salvación. Travis nunca había visto un canceroso; pensó con asombro en lo aislado que se encuentra un enfermo de cáncer de la vista de la gente. Más bien descartaba que fuera soriasis o impétigo, ya que había tenido oportunidad de ver casos de ambas enfermedades.

Estaba tratando de recordar a los enfermos de esas dolencias que había conocido a lo largo de sus treinta años de vida, cuando entró Hal Cable en la habitación.

—Supongo que estoy arriesgando mi vida al entrar aquí —dijo Hal mientras arrimaba una silla, resoplando aún por el esfuerzo de subir los tres tramos de escalera hasta el piso de Travis—. Dijiste que no querías ver a nadie.

—Eso fue lo que aconsejó el doctor —dijo Travis sonriendo—. Pero me alegro de que alguien se haya animado a venir después de nueve días en el hospital.

—Bueno —gruñó Hal, hundiendo sus cien kilos de peso en la silla—. ¿Cuándo sales?

—El doctor dijo que puedo irme mañana por la mañana.

Travis lo miraba inquisitivamente.

—¿Has venido sólo por amistad... o por alguna otra razón?

En vez de contestar, Hal sacó un cigarrillo.

—¿Fumas?

Travis asintió. El visitante golpeó el extremo de su cigarrillo y prosiguió:

—¿Cómo te ha ido?

—¡Bah! Tú ya conoces como es esto. ¿Quién me reemplazó?

—Cline escogió a Gilberts. Tiene condiciones y, además, ese espíritu inquieto que le gusta tanto a Cline.

—¿Cómo están los muchachos?

—Muy bien.

Hal paseó la mirada por la habitación.

—No está mal para un hospital. Cortinas, persianas, estanterías, radio, teléfono...

—No está conectado.

—Para que Cline no pueda dar contigo, supongo.

—Ya sabía que buscabas algo más. Habla.

Hal dejó caer la ceniza de su cigarrillo en el cenicero y luego se quedó mirando el extremo encendido.

—Cline quiere que vuelvas. No le hace ninguna gracia que te hayas tomado este año de permiso sin consultarle.

—¡Ah! Era por eso...

Travis se hundió entre las almohadas.

—Puedes volver y decirle al señor director...

—No le diré nada —interrumpió Hal—. Él quiere que vayas a verle.

—Mira, Hal —dijo Travis, incorporándose nuevamente—, en otras profesiones se puede conseguir esta clase de excedencia; no veo por qué no existe en el periodismo. He trabajado durante diez años en el «Star» gozando solamente de las vacaciones anuales. ¡Hombre, ya tengo treinta años! Es hora de que comience a pensar en serio.

—Pero tú tienes éxito, Travis: un artículo cada dos días, comentarios radiofónicos...

Travis movió la cabeza.

—Supongo que te parece muy raro todo esto, Hal, pero no soy como tú. Es cierto que me gusta mi trabajo. Empecé muy joven como chico de recados y me sentí feliz hasta el momento en que comencé a desear algo más. Luego me empeñé y llegué a ser cronista. Ahora me dedico a escribir artículos. Siempre me sentí atraído por el trabajo, pero hay algo más, algo que me falta...

—¿Qué quieres hacer ahora?

—No sé, Hal. No lo sé. He estado enloquecido con la sinusitis, pero con los diez días de hospital y la penicilina todo pasó, afortunadamente. No, Hal, deseo algo más y durante este año de excedencia me dedicaré a descubrir qué es.

—¿Tal vez quisieras ser director?

Travis se rió.

—Qué cosas se te ocurren, Hal. El viejo Cline será director hasta pudrirse.

—¿Gerente, entonces?

—No.

Travis fijó su mirada ensimismada en un rincón de la habitación.

—Me sorprendió descubrir que no quiero ser director. No sé por qué. Tengo que encontrar a qué deseo dedicarme. No puedo seguir de aquí para allá, sin un objetivo, sin una meta.

—¡Aja, aja! ¿Por qué no vas y le repites eso a Cline?

—No hay necesidad. Parsons me dio permiso para retirarme este año. Tú puedes decírselo.

—No le gustará.

—Peor para él.

—Está bien, está bien...

Hal se levantó y sacudió la ceniza de su americana.

—Tengo que volver al cuarto oscuro y terminar un trabajo retrasado. Tomaré un taxi.

Travis estiró las piernas sobre la cama.

—Te acompaño hasta abajo.

Se puso la bata y las zapatillas.

—¡Qué curioso! —dijo Hal, mientras atravesaban el corredor.

—¿Qué?

—Tú dices que tienes problemas. ¡Qué harías si tuvieras tantas preocupaciones como yo!

—¿Cuáles, por ejemplo?

—Enseñar fotografía a los niños. Tenemos un nuevo grupo. Son terribles, créeme.

—Siempre te consideré un hombre paciente, Hal. ¿Desde cuándo te pones nervioso?

—No es que me ponga nervioso. Fíjate... Dos de ellos, por ejemplo, colocaron la placa encima de un obturador abierto. Velaron toda la película. ¡Algo tan elemental! Es imposible hacerles entender nada. Todo el trabajo recae sobre nosotros.

—Eso desmoraliza.

—Mucho peor... ¿Adonde piensas ir este año? ¿Seguirás viendo a los muchachos?

—Aún no lo he decidido... Pero hay algo, Hal.

—¿Sí?

Se detuvieron cerca de la escalera.

—Si te necesito te llamaré. ¿De acuerdo?

—Como tú quieras, Trav.

—Exactamente. Quizá tenga que verte, quizá no.

—¿Estás disgustado, acaso?

—Claro que no, Hal. Probablemente, te llamaré muy pronto.

—De acuerdo.

Hal Cable bajó las escaleras.

Al regresar a su habitación, le sobrecogió la quietud del corredor. El pasillo estaba vacío, pero al fondo se veía luz, en la sala de enfermeras. Sobre el suelo de linóleo se reflejaban algunos rayos, que una de las puertas, entreabierta, dejaba escapar; el resto del pasillo estaba en sombras.

Se percibía un olor característico, mezcla de éter, alcohol y formalina. Había oído decir a algunas personas que los hospitales se volvían desagradables a causa de ese olor, que les recordaba los días allí transcurridos. Pero a Gibson Travis no le molestaba. Simplemente, era parte del Union City Hospital. Su experiencia olfativa se limitaba al periódico. Nunca había estado enfermo; tampoco lo estaba realmente ahora. Sólo debía tener paciencia cuando le inyectaban, regularmente, la penicilina. Ni siquiera eso era muy desagradable. El ejército le había vuelto inmune a las agujas hipodérmicas.

Mientras caminaba, iba pensando qué haría durante el tiempo de su permiso. Tenía que encontrarse a sí mismo, afrontar la realidad, encontrar un objetivo o una forma de vida verdadera. ¿Acaso necesitaba una mujer? Esta idea le hizo sonreír. Las mujeres no constituían un problema para él. Quizás hubiera querido realmente a alguna, pero no lo suficiente como para resignarse a pasar en su compañía las veinticuatro horas del día. La mayoría de ellas eran bastante vanidosas y dudaba que existiera un solo caso en que fuera posible una entrega mutua. No, no era una mujer lo que buscaba. ¿Otro trabajo? ¿Algo que le absorbiera? Esto se aproximaba más...

Iba tan ensimismado que no advirtió que ya había dejado atrás la puerta de su cuarto. En vez de regresar, siguió caminando en dirección a la sala de enfermeras. Ni la señora Nelson, la jefa, ni la señorita Pease, se encontraban allí. Travis no se detuvo; caminó por el corredor lateral, sin dejar de mirar al interior de las habitaciones. Casi todas estaban ocupadas: un hombre leía, una anciana se peinaba, una joven dormía...

Se detuvo ante la habitación 326; allí se encontraba el anciano que media hora antes llegara dando gritos. Respiraba penosamente, pero tenía los ojos abiertos. Había alguien más en la habitación, pues se escuchaba ruido de vasos o instrumentos, pero Travis no podía ver quién era.

La piel del anciano parecía aún más oscura y sobre ella se destacaban las manchas rojizas. Ahora se advertían también unas ronchas de color púrpura en el cuello. Travis pensó que viviría muy poco. Deseaba que no sufriera.

Travis continuó su paseo por el corredor, pero ahora sentía muy poca curiosidad por los otros enfermos; la imagen del rostro anciano había quedado grabada en su mente. Era un rostro agradable; de mandíbula fuerte y cabellos blancos. Mientras repasaba la escena, se le ocurrió que el hombre debía estar inconsciente, pues sus ojos vidriosos permanecían fijos en el techo y su labio superior, algo levantado, dejaba ver los dientes. Desde el pasillo, se oía el sonido de su dificultosa respiración. Travis dio media vuelta y apuró el paso hasta llegar a su habitación.

Cuando estaba junto a la puerta, vio que un médico interno, el pelirrojo doctor Collins, se acercaba con gran prisa; casi lo atropello.

—Perdone —dijo el médico—. No le había visto.

—No se preocupe, doctor —contestó Travis.

Juntos se encaminaron al vestíbulo.

—¿Cómo está el viejecito?

El médico lo miró inquisitivamente.

—Regular —dijo.

—¿Qué tiene?

—No sé.

—Mire —dijo Travis—. No soy más que un paciente. Mañana vuelvo a mi casa. Es casi seguro que no entenderé nada aunque me lo explique. Dudaba si sería cáncer.

—No creo —replicó el interno—. Parece que nadie sabe bien lo que es. Creo que su pregunta está contestada.

—¿De dónde lo ha traído?

—Yo no tengo nada que ver con él. Me dijeron que la policía lo encontró desnudo en la calle.

Se detuvieron junto a la sala de enfermeras. El médico colgó la cartilla de observación.

—Me parece que está loco —dijo Travis.

El médico frunció los labios.

—Hace unos minutos no tenía nada de loco.

—¿No?

—Debe disculparme. Tengo que seguir atendiendo a mis pacientes.

El doctor se alejó y Travis volvió a su habitación; encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. Afuera, en el jardín, se veían los últimos visitantes que subían a sus automóviles y se iban. Pensó que muchos de ellos venían, quizá, por última vez, pues podía suceder que su amigo o pariente no llegara a pasar la noche. Podría ser que muy pronto viniera un automóvil trayendo al hermano, a la mujer o a alguien relacionado con el anciano que se estaba muriendo en la habitación 326. Para ellos, la escena sería terrible.

Mientras observaba el parque del hospital, vio llegar a gran velocidad un enorme coche de color negro. Frenó bruscamente a pocos centímetros de una reja de hierro y se apagaron sus luces. En seguida salió de su interior una joven. Abrió su cartera, a la luz de uno de los faroles, y pareció satisfecha con lo que vio adentro de ésta; luego se dirigió, caminando, hacia la entrada de las ambulancias.

Desapareció bajo uno de los arcos. Travis aún se preguntaba hacia dónde iría cuando oyó un sonido que le hizo volverse hacia la puerta. Alguien subía rápidamente las escaleras. Se asomó. Le parecía que estaba procediendo como una mujer; últimamente se hallaba muy interesado en lo que hacían sus vecinos.

Oyó que llegaba al último escalón y vio a la joven que acababa de bajar del auto. Ella vaciló un momento y dirigió la mirada en dirección opuesta a Travis; éste se introdujo en su habitación. Cuando escuchó el apurado taconeo que se alejaba, volvió a mirar.

La muchacha llevaba sombrero azul y vestido negro. Sobre el cuello resplandecía su rubia cabellera. Travis advirtió, con agrado, que su talle era delicado, sus piernas finas y bien proporcionadas. Si fuera tan linda de frente...

La joven llegó al extremo del corredor, mirando dentro de Mas habitaciones, a medida que pasaba. Luego dio media vuelta "y caminó en dirección a Travis. Éste ahogó un silbido. De frente era tan hermosa como de espaldas. Su insolente sombrerito enmarcaba un rostro ovalado, de delicado mentón, blanca garganta y con los labios más bonitos que Travis viera en su vida.

Intentó retirarse a su habitación, pero no pudo resistir al encanto de aquella muchacha que no iba vestida de blanco como todas las del hospital; antes de que atinara a hacerlo, la chica ya estaba junto a él.

Pero la joven se hallaba tan ensimismada que no advirtió su presencia hasta el último momento. Cuando posó la mirada en Travis, éste observó que estaba preocupada. Sus ojos azules no demostraban curiosidad ni simpatía. Parecía estar muy lejos de allí. El saludo que Travis iba a pronunciar se ahogó en su garganta.

—¿Puedo ayudarla? —se oyó decir a sí mismo.

Ella le miró un instante y en seguida desvió la vista hacia el interior de la habitación. Satisfecha, sin duda, al comprobar que estaba vacía, se alejó de Travis sin pronunciar palabra.

Él la observaba mientras caminaba dirigiéndose al vestíbulo. No se detuvo al pasar frente a la sala de enfermeras, a pesar de que la señora Nelson y la señorita Pease se asomaron a la puerta para mirarla. Cambiaron algunas palabras en voz baja. La joven dobló por el corredor.

La curiosidad insatisfecha de Travis hizo que la siguiera. Al pasar junto a las enfermeras, las saludó apresuradamente.

La muchacha había desaparecido, Travis recorrió, agitado, el pasillo. Aunque miraba adentro de todas las habitaciones, tenía la sensación de que era inútil, pues algo le decía que ella estaba en la habitación 326.

Así era, en efecto.

Entró en la habitación, pero la joven no reparó en su presencia, tan atenta estaba a lo que estaba haciendo. Había abierto su bolso y buscaba algo en su interior. Travis, perplejo, vio que sacaba una aguja hipodérmica y se dirigía hacia la cama del enfermo.

Se asombró al ver que el viejo se daba la vuelta para mirar a la joven. Abrió desmesuradamente los ojos y trató de articular palabras. Sólo consiguió producir un susurro ronco, incomprensible.

La muchacha vaciló un instante. En seguida colocó la mano debajo del brazo del anciano y lo atrajo hacia sí para clavarle la aguja. En ese momento, Travis se lanzó sobre ella. Golpeó la mano que sostenía la jeringa, pero, a pesar de que la chica estaba desprevenida, no consiguió hacérsela caer. La joven se zafó y corrió por la habitación, perseguida por Travis. Éste pudo observar la repugnancia y el odio que mostraban aquellos brillantes ojos azules. Con un rápido giro, consiguió colocarse a espaldas de Travis; empuñaba la jeringa como si fuera una daga.

Travis la atajó con el antebrazo; se apoderó de su mano y sólo la soltó un momento después, cuando ella hundió sus dientes en la muñeca del joven. Entonces Travis, con un brusco manotazo, le hizo soltar la jeringa, que después de describir un arco en el aire se estrelló contra el suelo.

El dolor producido por el mordisco y los bruscos movimientos de la joven le exasperaron. La tomó con fuerza del brazo y decidió mantenerla en esa posición hasta que dejara de patear y arañar, y se tranquilizara. De pronto, un golpe punzante dirigido con el fino tacón del zapato al filo de la tibia, le hizo exhalar un grito de dolor. Ella sólo necesitaba que Travis aflojara un instante sus músculos. Entonces se desprendió de la presa y casi cayó al suelo al precipitarse fuera de la habitación.

Travis sentía tal dolor en la pierna que apenas podía mantenerse de pie. Se acercó, renqueando, hasta la puerta, en el momento en que las dos enfermeras se acercaban corriendo.

—Esa muchacha... —comenzó a decir, tratando de deshacerse de las enfermeras.

—¡Señor Travis!

La señorita Pease le tomó del brazo y le impidió el paso con su cuerpo.

—Debería estar en su habitación. ¿Qué hace aquí, por amor de Dios?

—¡Por favor! ¡Déjenme apresar a esa muchacha! —gritaba, tratando de zafarse de los brazos de la enfermera y abrirse paso.

Corrió hasta la esquina del pasillo, pero ya la joven había desaparecido por el otro corredor. Siempre renqueando, se precipitó hacia la escalera; no se oía ruido de pasos. Volvió tan rápido como pudo a su habitación y, a través de la ventana vio que la joven corría apresuradamente en dirección a su automóvil. Ya no tenía esperanzas de alcanzarla.

2

Sentía una extraña sensación de júbilo, que parecía originarse en la boca del estómago y extenderse hasta la punta de los dedos, hasta las uñas, y a la cabeza. No era nada nuevo para Travis; ya lo había experimentado varias veces mientras trabajaba en el periódico. Eso significaba que se hallaba cerca de algo que le gustaría hacer y que no se sentiría satisfecho hasta que no lograra una respuesta a sus dudas.

Siempre consideró esta sensación de la manera más científica posible. La había seguido desde que nacía en el estómago y luego se dispersaba por todo el cuerpo, lo mismo que cuando se toma whisky. Pero nunca supo cuáles eran los fenómenos orgánicos que se producían, qué glándulas volcaban su contenido en la sangre o qué cambios tenían lugar dentro de su cuerpo. Una vez consultó a un siquiatra. Éste le miró con desconfianza y, desde entonces, no volvió a mencionar aquella sensación ni a consultar a nadie más.

Pero ahora estaba algo preocupado. Generalmente esa sensación se limitaba a sus relatos periodísticos. Por ejemplo, en ocasiones todos los redactores tenían que presentar sugerencias sobre la forma de publicar una serie de artículos sobre Dutch McCoy. Dutch era el rey de los jugadores de Union City.

El director pedía un voluntario que tuviera una idea original. La misma sensación de júbilo le sobrevenía a Travis cuando se le ocurría una de esas ideas.

—Yo me ocuparé del trabajo sobre Dutch —dijo Travis a Cline.

—¿Qué dices? —rugió Cline—. Sólo he dicho que necesito una idea.

—Creo que la tengo.

—Ojalá sea buena —prosiguió Cline—. ¿De qué se trata?

—Hagamos que el mismo Dutch escriba el relato y se ocupe también de las ilustraciones.

El pesado puño de Cline cayó con fuerza sobre el escritorio. Nadie reparó especialmente en ese acto.

—¡Que Dutch escriba tu artículo necrológico, querrás decir! ¿Es que tienes aserrín en la cabeza?

—No dispongo de todo el día, Cline —dijo Travis—. Tengo que terminar un trabajo, ¿recuerdas? No me interesa lo que tú pienses de mis facultades mentales. Sólo quiero saber cuándo comienzo y para cuándo lo necesitas...

Su experiencia de diez años en el periódico —igual a la del mismo director— le daba a Travis cierto derecho para emplear algunos principios elementales de sicología práctica con un hombre como Cline, de genio tan particular.

El director Cline suspiró largamente y con todas sus fuerzas.

—Está bien —dijo—. Escribe tu parte y dinos para cuándo tendremos el resto.

Era en esos momentos cuando el júbilo estallaba en su estómago y se extendía por todo su cuerpo. Reía al recordar lo fácil que había resultado todo.

—¿Qué anda buscando ahora el gran Narigón? —dijo Dutch McCoy—. Y hablando de narices, parece que la tuya está bastante limpia, muchacho.

—Por lo menos, procuro que lo esté —dijo Travis, sentándose en el escritorio del hombre importante—. ¿Qué te parece si trabajamos juntos un rato?

Dutch fijó sus ojos redondos y negros en Travis; denotaban desconfianza:

—¿De qué se trata?

—Me han encargado algo muy difícil, Dutch.

—¡Aja! ¿Y qué tengo que ver con eso?

—Está relacionado con usted... Mi tarea es usted mismo.

Al principio, los ojos de Dutch se ensombrecieron, su labio superior se levantó un poco y Travis esperó una explosión de ira. Pero aquellos ojos redondeados se suavizaron y le miraron con curiosidad.

—¿Y por qué yo?

—Porque usted es todo un personaje.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién dice eso?

—Lo dice el periódico «Star».

Finalmente Dutch aceptó la proposición. Él mismo hizo todas las sugerencias; prácticamente fue él quien escribió el artículo. Era muy natural: Dutch era de esa clase de hombres a los que les gusta emprender cualquier cosa. Cuando terminaron, encargó doscientos ejemplares del periódico y una docena de epígrafes para cada fotografía que, por orden suya, serían tomadas por Hal Cable.

La ansiedad que sentía Travis antes de realizar el trabajo era como una especie de desafío. Travis sabía que para conseguirlo tenía que usar su cerebro. Ahora que lo había logrado volvía a sentirse como si flotara.. De pie, en pijama y bata, junto a la ventana de su habitación en el hospital, veía desaparecer la luz de los faros a medida que el automóvil de la joven se alejaba por el camino. Otra vez sentía algo semejante a un desafío. No se trataba, exactamente, de una crónica periodística... Y no necesitaba obtener un «sí» para acometer la tarea. Era inútil que intentara alejar la idea de su mente. Tenía que hacer algo. Llega un anciano al hospital. Por alguna razón, no pueden Mantenerlo tranquilo. Parece mal de la cabeza. Por fin, lo introducen en una habitación y lo dejan inconsciente de un golpe; sólo así se explica que se haya callado instantáneamente. ¿Qué había dicho el médico interno? Que lo encontraron desnudo en la calle. Un policía le detuvo; luego llamaron al hospital. Él no, puede decir nada a nadie, pero no deja de gritar que no se lo «vuelvan a llevar». Tiene manchas grises en la piel, que después se vuelve más oscura y aparecen algunas motas rojizas y purpúreas.

Sin duda, nadie sabe de dónde ha venido. Nadie viene a verlo. Los médicos tratan de averiguar qué mal le aqueja. Al menos, eso es lo que podría deducirse, ya que el médico interno dijo que no habían podido diagnosticar inmediatamente la enfermedad del anciano.

Luego llega la muchacha. ¿Cómo sabe ella que el viejo está en el hospital? Tiene una aguja hipodérmica y sabe usarla. Quiere matar al anciano. Ahora, veamos: ¿por qué una linda joven como ella quiere matar a un viejo que casi ha sido olvidado? ¿Por qué miró a Travis con tanto odio? ¿Por qué luchó con él de aquel modo encarnizado?

Travis movía la cabeza, tratando de contestar estas preguntas. Luego, se retiró de la ventana y caminó hasta la puerta. Todas las luces de los cuartos que daban al corredor estaban apagadas, excepto la suya. La apagó y se encaminó hacia el vestíbulo. Estaba excepcionalmente tranquilo y no se veía ninguna enfermera en la sala.

Siguió adelante. Sólo se oía el ruido de sus pasos. Giró por el pasillo y se dirigió a la habitación del anciano. Quizá se hubiera despertado. O, tal vez, la joven se habría olvidado de algo que serviría para identificarla.

Cuando llegó a la habitación 326 encontró a las dos enfermeras, muy atareadas, limpiando y ordenando las cosas que allí se encontraban.

—Señor Travis —dijo la de más edad, la señora Nelson—, esta noche podría ser la última que usted pasa en el hospital, pero no lo será si no vuelve inmediatamente a su habitación.

La más joven, la señorita Pease, arrojaba los restos de la jeringa rota a un cubo.

—¿Cómo está el viejo...? —comenzó a decir, cuando advirtió de pronto, con gran asombro, que habían extendido una sábana sobre el cuerpo del anciano, tapándole el rostro.

—Está muerto —dijo la señora Nelson—. Murió hace pocos minutos.

—¡Qué lástima! —exclamó Travis, dando un rápido vistazo a la habitación—. Seguramente fue aquella muchacha la causante de su muerte. Se puso muy nervioso cuando vio que ella iba a inyectarle algo.

—La señorita Pease y yo estábamos muy ocupadas cuando pasó la joven cerca de nuestra sala —dijo la señora Nelson—. Debimos haberla detenido. A propósito... El doctor Collins necesita hablarle.

—¿De qué se trata?

—Le dimos cuenta de lo sucedido con la joven. Y le dijimos dónde podía encontrarle a usted.

Travis se acercó al lecho del anciano muerto.

—¿Me permite? —dijo.

—Si puede soportarlo...

Ambas mujeres le miraban mientras levantaba la sábana. La piel del viejo había adquirido un color negro, tan negro como el carbón. Las zonas rojizas se habían dilatado y, en algunos lugares, se abrían como si fueran heridas. No pudo resistir más que unos pocos segundos. Dejó caer la sábana.

Al salir de la habitación, Travis vio al doctor Collins que venía caminando por el corredor.

—Usted no se encontraba en su habitación —dijo el joven médico—. ¿Qué hacía en la trescientos veintiséis?

—Sólo quería ver cómo seguía el viejo.

Se encaminaron hacia la habitación de Travis.-Ya he mandado llamar a la policía y al juez de primera instancia —dijo el doctor Collins—. Ellos querrán hablar con usted.

—Tendrían que conversar con la joven y no conmigo —opinó Travis.

—La señora Nelson dijo algo acerca de una muchacha y de una jeringa. ¿Qué significa todo eso?

Llegaron a la habitación de Travis. Éste sacó un cigarrillo y ofreció otro al médico.

—¿Qué quiere que le explique? —dijo Collins.

Travis se sentó en un lado de la cama, dejando que sus pies se balancearan.

—He tenido oportunidad de conocer a muchísimos médicos, Collins —dijo—. Mi trabajo consistía en obtener datos e informaciones para crónicas periodísticas. Sólo muy pocos parecían dispuestos a colaborar en seguida. Si mal no recuerdo, hace pocas horas le hice algunas preguntas acerca de ese viejo, y usted apenas me respondió.

El doctor Collins se sentó en la silla, apoyando sus lustrosos zapatos negros sobre la cama.

—Ustedes tienen su código, Travis; nosotros también tenemos el nuestro. En realidad, no sé absolutamente nada sobre la joven que le preocupa. ¿Por qué no comienza contándome lo que usted sabe?

—Hace un rato afirmó que el anciano había tenido un momento de lucidez.

—No debí haberlo dicho. Por otra parte, es todo lo que sé.

—Bien, hagamos un trato. Yo le cuento todo lo que sé de la muchacha y usted, a cambio, me dirá algo más sobre el muerto.

El médico movió la cabeza.

—No debiera hacer un trato de esta clase, pero, en vista de las circunstancias, transigiré. Sí, en verdad tuvo un momento de lucidez, si es que puede llamársele así. Pero temo que su lucidez haya sido bastante precaria.

El doctor Collins extrajo un pedazo de papel del bolsillo superior de su chaqueta.

—Cuando entré en la habitación trescientos veintiséis, minutos antes de tropezar con usted en el pasillo, encontré al viejo tratando de sentarse. Créalo o no. Cuando me vio, comenzó a murmurar algo. Su mirada era implorante. Me señalaba el bolsillo superior de mi chaqueta, del que asomaba un sobre y la estilográfica.

»Saqué el sobre y la pluma y se los alcancé. Comenzó a dibujar algo sobre el papel, pero sus movimientos eran muy lentos. Insistió varias veces. Yo le ayudé a incorporarse para que pudiera manejar la pluma con más facilidad. Hizo esta figura y estos números. Había comenzado a dibujar algo más cuando se desplomó hacia delante y su respiración se volvió dificultosa. Lo recosté nuevamente, tomé el sobre y me fui. Estaba tratando de descifrar su significado, al salir de la habitación, y tropecé con usted.

—Déjeme verlo.

El doctor Collins le alargó el papel. Contenía un dibujo que se parecía a un círculo. Por lo visto, había sido el primer intento del hombre, ya que de todos los puntos del contorno de esa figura salían líneas desordenadas en varias direcciones.

Al otro lado del sobre podía verse la misma figura pero más definida. No obstante, el círculo no era completamente redondo y la línea de su circunferencia se interrumpía en algunos trozos. En el centro del mismo había escrito «23X». El dibujo era más o menos así:

—Es semejante a la tecla de una máquina de escribir, o a raqueta de tenis — dijo Travis.

—Si lo miramos en esa posición, así es. Es decir, si la cruz va en la parte inferior. Supongo que es de este modo como se debe mirar el dibujo.

—¿Qué deduce de esto?

El doctor Collins se encogió de hombros: — No voy más lejos que usted. He visto muchos símbolos parecidos a éste que se usan en botánica y en biología. Cuando era niño, la astronomía me enloquecía. También me recuerda un poco a los signos que emplea esta ciencia. Sin embargo, no logro interpretarlo. Tendría que estudiarlo. Travis le devolvió el sobre.

—¿Aún no sabe por qué murió?

—No sabía que existiera una enfermedad capaz de atacar al cuerpo en esa forma — dijo el doctor Collins —. La verdad es que no tengo autoridad en la materia. Acabo de salir de la universidad. Sé que hay afecciones muy parecidas, pero no tan intensas como ésta. No comprendo cómo puede haber vivido tanto tiempo. Pero usted prometió hablarme acerca de la muchacha.

—Temo desilusionarle — dijo Travis, poniendo un pie en el suelo —. Estaba junto a la ventana cuando ella llegó en su automóvil. Parecía terriblemente apurada. Cuando salió del coche, buscó algo en su cartera y en seguida entró al edificio. La oí subir las escaleras. Salí a la puerta y la observé. Era bastante bonita. Estaba a punto de decirle una galantería, cuando se acercó rápidamente a la puerta de mi habitación y miró adentro para ver si había alguien. Más tarde, descubrí que buscaba al anciano. La seguí y llegué a la habitación trescientos veintiséis en el momento en que iba a inyectarle el contenido de la jeringa. Todo parecía muy sospechoso. Por eso la interrumpí. En lugar de darme alguna explicación, ella comenzó a luchar conmigo.

Estaba furiosa. Traté de arrebatarle la jeringa, pero no podía contenerla. Me dio un puntapié en la espinilla.

Travis se arremangó el pantalón del pijama. Justo en el centro de la espinilla se veía un gran cardenal.

—Salí de la habitación, pero ya era demasiado tarde. Luego subió a su automóvil y se alejó rápidamente.

—Estaba tratando de matarle.

—¿Usted cree?

—Me lo imagino. He recogido un fragmento de la jeringa para hacerlo analizar. ¿Qué otra razón podría tener para encontrarse aquí? Lo único que no comprendo es por qué trataba ella de evitar que el viejo hablara.

—Su sospecha es tan aceptable como la mía —replicó Travis.

El fuerte sol matinal atravesaba las ventanas de la oficina del capitán. Travis, que lo había soportado durante una hora, decidió correr la silla y ponerse fuera del alcance de los rayos solares.

Las espesas cejas del capitán Tomkins se fruncían mientras pensaba. Con la pipa en la boca, miraba atentamente al periodista.

—Esta joven... —dijo el capitán de policía—. No acabo de figurármela. ¿Qué aspecto tenía?

Travis se llevó el cigarrillo a la boca. Exhaló el humo con lentitud y se quedó observándolo mientras se disipaba.

—Me llegaba aproximadamente por el hombro. Tenía unas piernas perfectas y un cuerpo hermoso como un cuadro. Cabellos rubios que le caían sobre los hombros. Ojos azules y rasgos delicados. Llevaba un sombrerito de color azul y un vestido oscuro, ceñido a la cintura. No era precisamente una adolescente; diría que tiene alrededor de veintidós años.

El capitán se acomodó en su sillón giratorio. Sus ojos estaban fijos en los de Travis.

—Bien plantada, ¿eh?

—Exactamente. Tenía verdadera atracción.

—Como las chicas que a usted le gusta cortejar, según tengo entendido.

—¿A qué se refiere?

—Mire, Travis —dijo el capitán—. Hace mucho tiempo que le conozco. Durante diez años consecutivos sólo ha estado dándonos preocupaciones. Como aquella época en que se ocupó del asunto de Dutch McCoy. A causa de eso, el público nos volvió locos pidiéndonos que lo encerráramos. Dutch es bastante inteligente; no podíamos achacarle nada. Y para nosotros es imposible proceder si no hay cargos concretos. Ni una sola persona se quejó al fiscal; en cambio no dejaban de llamarnos para decirnos que teníamos que intervenir. Ahora, usted está sentado aquí, y me dice algo acerca de una muchacha que viene a apuñalar a un viejo con una jeringa cargada con..., ¿con qué era? Sulfato de estricnina. ¡Diablos!, a nadie se le ocurriría perseguir a una joven por un pasillo, entrar en la habitación y evitar un asesinato si no conociera de antemano el motivo por el cual ella se encontraba allí. Usted debía saber cuál era el objeto de la visita de la muchacha.

—Usted tuvo la idea de interrogarme acerca de la joven. Usted y Dwight O'Brien.

—Un juez tiene que comprobar todos los detalles. El doctor Collins le habló a O'Brien sobre la chica.

Travis se levantó, caminó hasta la ventana y miró afuera. Había automóviles policiales junto al edificio. La escena le recordaba la vista que tenía desde la habitación del hospital, de donde había salido aquella mañana después de la autopsia.

—Ya le he dicho todo lo que sé, capitán. La vi llegar en el automóvil, la seguí hasta la habitación porque me inspiró curiosidad.. Había llegado después de la hora en que se marchan todas las visitas. Además, parecía muy preocupada. Y, por último, era endiabladamente hermosa y no había visto una dama como ella en los diez días de hospital.

—Bien, no queremos presionarle, por supuesto —dijo el capitán, sacudiendo la ceniza de su pipa—. No hay ninguna razón para hacerlo. Es, simplemente, un intento de asesinato, y hasta ahora sólo conocemos la descripción que usted nos hizo de lo sucedido en la habitación. Seguiremos investigando. Tendrá que presentarse como testigo ante el jurado que convoque el juez cuando se realice el interrogatorio.

—Hay algo que no comprendo, capitán —dijo Travis, apartándose de la ventana y dejando su cigarrillo en el cenicero del escritorio—. ¿Qué necesidad tiene O'Brien de preparar un interrogatorio? La muchacha no consiguió matar al viejo.

—No, es verdad. Pero nadie ha podido averiguar la causa de su muerte.

—Más difícil resultaría saber cómo vivía. ¿Le ha visto usted?

—Estuve allí esta mañana. Parecía un caso difícil. Los médicos llenaban formularios y fichas. Oí decir a alguien que lo presentarían en el congreso de la Asociación Médica como uno de los casos más raros del año.

—Yo me imaginé que padecía cáncer o algo por el estilo —dijo Travis—. Su piel estaba desintegrándose por todas partes.

Travis dio media vuelta para salir, pero se giró de nuevo y dijo:

—Sólo dos cosas más. ¿Han tomado las huellas digitales del individuo?

—No pudimos sacarle huellas buenas a causa del estado de su piel. Sin embargo, ello no significa que en Washington no puedan identificarlo.

—¿Y qué opina del dibujo que hizo en el papel? Supongo que el doctor Collins se lo ha mostrado.

El capitán Tomkins suspiró, y abrió el cajón de su escritorio.

—Ustedes son realmente cargantes, ¿verdad? Seguramente se debe a la forma en que los entrenan. Bueno, ya que no hablo para la prensa, le diré lo que quiere.

Revisó las hojas que extrajo del cajón.

—Anoche hemos sacado a muchas personas de la cama. Varios profesores, un astrólogo, un historiador, un químico, un astrónomo, un biólogo, un ingeniero... A todos ellos les hemos mostrado el dibujo.

—¿Y bien?

—Es uno de los símbolos que representan a Venus...

—¡Aja! Naves interplanetarias, etcétera, etcétera. El viejo fue la primera víctima de una nueva y terrible enfermedad traída a la Tierra por los habitantes de Venus.

—¿Prefiere hacerse el gracioso u oír lo que dice aquí?

El capitán había dejado los papeles sobre el escritorio y le miraba fijamente.

—Muy bien, capitán. Le pido disculpas. No volveré a interrumpirle. Solamente me imaginaba lo que el «Star» podría hacer con una historia como ésa.

—Es mejor que no vea a ninguno del «Star» mezclado en este asunto, porque le costará la cabeza. Además, el dibujo tiene muchísimos otros significados.

Volvió a levantar los papeles.

—Es el símbolo de Venus, la diosa. El dibujo representa un atributo de Venus, el espejo, según uno de los profesores. También es el símbolo del viernes. Ayer era lunes. En botánica significa una flor femenina, un pistilo, una planta fértil o una planta de flores de ese tipo. En biología también significa algo femenino. Si lo hubiera dibujado invertido, representaría un organismo masculino, una célula o un órgano. Y otro ha dicho que si estuviera lo de arriba hacia abajo sería un Ankh o algo parecido a una cruz ansata, un antiguo símbolo egipcio representativo de la vida; luego, los coptos de Egipto lo emplearon como símbolo de la cristiandad.

—¿Nadie ha podido interpretar los números y la equis?

—Nadie sabe a qué atenerse al respecto.

—Según parece —dijo Travis—, significa el comienzo de una guerra interplanetaria, o que el viejo enfermó un viernes, o que sufrió el contagio de una flor, o que una mujer lo mató, o que recibió la maldición de una tumba egipcia.

—Exacto, y todas las interpretaciones son posibles.

—Por supuesto. En todo caso, la imitación es muy buena.

—Nada de imitaciones, Travis.

—Muy bien, capitán, nada de imitaciones.

Travis salió de la oficina del capitán de policía y se dirigió al escritorio del sargento.

—Hola, Travis —dijo el sargento Webster—. ¿Dónde se ha estado escondiendo? Hacía meses que no le veía.

—No me verá durante un año —dijo Travis—. Estoy de permiso.

—Entonces, ¿qué hace por aquí?

—Necesito hacer solamente una consulta.

—¿Qué quiere?

—¿Podría mostrarme los mensajes que fueron transmitidos ayer por los coches de la policía?

El sargento entró en el cuarto de la radio y volvió con varias hojas de papel que tendió a Travis. Éste paseó la mirada a lo largo del extenso comunicado. Había toda clase de despachos: detener borrachos, intervenir en una pelea, dirigir el tránsito, prestar escolta a un cortejo fúnebre... Allí estaba, por fin, lo que quería:

5.33 de la tarde. Automóvil 302. Dirigirse a Ridgeway y Leland. Hombre desnudo.

Un poco más adelante, en la misma página, se veía otra cita al respecto:

5.42 de la tarde. Thompson, del automóvil 302, encontró un hombre desnudo; mal de la cabeza y enfermo. Llevado al Union City Hospital.

No había otras referencias sobre aquel hombre. Travis devolvió los papeles al sargento, dándole las gracias. Salió del departamento de policía y se encaminó hacia la intersección de la avenida Ridgeway y la calle Leland.

Tomó un ómnibus que le dejó en la calle Leland. Desde allí tuvo que caminar tres manzanas hasta Ridgeway. Era un barrio industrial y aquella avenida delimitaba la zona residencial y la fabril, aunque también se veían algunas casas entre las fábricas. En el lado residencial de la avenida Ridgeway, en una esquina, había una pequeña tienda. Hacia allí se dirigió Travis.

Una corpulenta mujer salió de la parte posterior del edificio.

—¿Qué desea, señor?

Tenía un leve acento extranjero, pero Travis no hubiera podido identificarlo.

—¿Sabe algo acerca de un viejo que detuvo aquí la policía, ayer por la tarde? —preguntó.

—Sólo sé que tendrían que arrojarlo a un calabozo. ¡Un hombre que anda así por la calle! ¡Sin ninguna decencia! ¡Corriendo y gritando de esa forma!

—¿Hacia dónde corría?

La mujer retiró un grasiento mechón de pelo negro de su frente.

—Tomó por Ridgeway, hacia abajo. Gritaba como si tuviera el demonio dentro. De pronto calló y se desplomó. Entonces llamé a la policía. Vi que Lila lo estaba mirando, desde la acera de enfrente.

Travis no había reparado en la niña que había salido de la trastienda y estaba de pie junto al mostrador, mirándolo con gran curiosidad.

—¿Por qué quiere saber tantas cosas sobre ese hombre? —preguntó la mujer.

—Tengo que averiguar de dónde es.

—Yo lo sé, yo lo sé —exclamó la pequeña, con excitación.

—¡Cállate antes de que te dé un golpe, Lila! —La mujer se volvió hacia Travis y le dijo—: Ella no sabe nada, señor.

—Quizás haya visto algo —sugirió éste suavemente. —Ya le he dicho que no. Vete adentro, Lila, y juega. Como la niña no se movía, la mujer le dio un cachete en la cabeza.

—Te dije que entraras, inútil. La pequeña salió corriendo.

Travis sacó su cartera y puso un billete de cinco dólares sobre el mostrador.

—¿Quiere comprar algo? —Más datos.

La mujer miraba el dinero con codicia. Se limpió las manos en el delantal, pero no recogió el billete.

—Mejor será que vuelva a guardar eso, señor. No quiero complicaciones. Váyase.

Travis recogió el dinero.

—Gracias, de todos modos —dijo, dirigiendo una ansiosa mirada hacia el interior de la tienda, antes de salir. No se veía a la niña por ninguna parte.

Era un brillante día estival. Travis aspiró grandes bocanadas de aire al salir. «Hasta ahora estamos en las mismas», pensó. Pero la mujer había dicho que el viejo corría por Ridgeway hacia abajo y su hija estaba en la acera, frente a la tienda, desde donde pudo verlo. Eso significaba que se alejó del almacén por la avenida Ridgeway abajo y que debía haber llegado de la dirección opuesta. Travis comenzó a caminar en esa dirección. En aquel lado de la calle estaban alineadas varias casitas, bastante bien cuidadas; por el otro, se veía una alambrada que delimitaba el terreno de una gran planta industrial. Continuó caminando, mientras se preguntaba de qué lugar cercano podría haber salido aquel hombre. De pronto, apareció corriendo una criatura. Era Lila.

—Sígame, señor —dijo—. Yo sé de dónde vino ese hombre. Le vi salir de uno de aquellos edificios.

Señaló un grupo de edificios a la vuelta de la esquina, en la calle siguiente.

Travis la siguió hasta la esquina. La calle se llamaba Winthrop. Doblaron y cruzaron Ridgeway. En la mitad de la manzana, Lila se detuvo. Volvió sus grandes ojos negros hacia Travis y, sonriendo maliciosamente, dijo: —Salió de aquel edificio. Señalaba una construcción de dos pisos, situada entre dos solares. Más allá, se veían dos edificios de ladrillo que parecían depósitos de mercancías.

—Gracias, preciosa —dijo Travis. Sacó una moneda de veinticinco centavos de su bolsillo y se la tendió—. Es para ti.

La chica miró primero la moneda y luego la tomó.

—El otro hombre me dio medio dólar.

—¿El otro hombre? ¿Qué hombre?

La impaciencia que denotaba la voz de Travis la atemorizó y, rápidamente, se escabulló. Él no hizo nada para detenerla. Se preguntaba qué habría querido decir. Luego, comenzó a examinar el edificio.

El número 1722 de la calle Winthrop correspondía a un edificio bastante viejo, de ladrillo. Las ventanas del sótano habían desaparecido, pero todas las demás estaban intactas. Parecían muy limpias y brillantes, pero, con todo, era imposible mirar a través de ellas. Una escalera de madera subía hasta el porche y una puerta que daba a una especie de pasillo que podía verse desde la calle.

Se acercó. Subió la escalera. La manija de la puerta estaba reluciente, pero se veía que la habían tocado poco antes. Se abrió fácilmente. Ya adentro, dudó entre subir por la escalera que conducía al segundo piso o abrir la puerta del primero.

En los dos buzones que estaban en la pared no figuraban los nombres de los inquilinos. Golpeó directamente en la puerta, pues no encontró el timbre. No hubo respuesta. Trató de abrir la puerta y lo consiguió.

La casa estaba vacía. El piso se hallaba cubierto de escombros. Entró para examinarlo mejor. Había pedazos de vidrio, alambres metálicos y un sinnúmero de desechos que parecían provenir de un laboratorio. Había en el aire un leve olor acre que le recordó vagamente los experimentos de las clases de química en la escuela secundaria.

Caminaba aplastando el vidrio con sus pies. En la primera habitación, junto a la entrada, encontró algunas botellas de gran tamaño, intactas, pero también había tubos de ensayo, probetas comunes y algunas probetas graduadas, rotas, diseminadas por el suelo. En el comedor descubrió varias cajas y ficheros que no se veían desde la otra pieza. Contenían libros y diversos objetos de laboratorio. Junto a uno de los ficheros había un pulverizador.

La cocina era un laberinto de cables; algunos aún enrollados, otros diseminados desordenadamente por el suelo. Entre ellos, podían verse los restos de algunos aparatos eléctricos destrozados; un ohmiómetro, un soldador, varios tubos de radio y otros que Travis desconocía.

Una probeta mucho más grande que se encontraba en el fregadero de la cocina atrajo su atención. Sus paredes estaban parcialmente cubiertas con polvo de yeso y se distinguían claramente sobre ellas unas impresiones digitales que parecían muy recientes. Algo se iluminó en la mente de Travis. Miró nuevamente el suelo y observó que había huellas de pisadas, grandes pisadas.

Por ello no se sorprendió cuando la puerta de la cocina se abrió y apareció el capitán Tomkins.

—¿Le molesta que le pregunte qué hace usted aquí, señor Travis? —dijo el capitán.

—No, de ninguna manera —respondió Travis—. Llegué del mismo modo que usted. La única diferencia consiste en que usted le dio medio dólar a la chica, con lo cual dejó sentado un peligroso precedente; la pequeña Lila esperaba que yo también le diera cincuenta centavos.

3

—Me acaba de decir cómo lo ha hecho para venir hasta aquí. Ahora dígame por qué ha venido —dijo el capitán Tomkins.

Travis dio un puntapié a una retorta rota que rodó por el suelo, brillando como si atravesara una zona iluminada.

—Sólo por curiosidad, capitán.

Como vio que el policía no iba a conformarse con una respuesta tan simple, prosiguió:

—Mire, capitán. Yo estoy en el hospital cuando traen al viejo. Estoy allí cuando llega la muchacha y trata de matarlo. Hace diez años que vengo haciendo crónicas sobre política, a veces sobre crímenes. He entrevistado a famosos hombres de negocios. Durante diez largos años, alguien ha estado dándome órdenes. Ahora quiero arreglármelas solo. No tengo que dar cuentas a nadie. Por eso estoy aquí. Tengo tantos deseos de aclarar este asunto como usted.

El capitán atravesó la cocina y se dirigió al comedor.

—Quizás usted tenga razón, Travis. Pero todo su trabajo es inútil. Nada tiene que hacer aquí. Éste es un asunto que concierne a la policía.

—¿Cuándo llegó aquí, capitán?

El capitán se detuvo junto a uno de los cajones con libros. Levantó algunos y miró sus títulos. Los cambió a otro cajón que estaba vacío.

—Llegamos esta mañana temprano. Los muchachos fueron a recorrer el edificio. Los ficheros están vacíos, pero hay muchas impresiones digitales. Ya sabremos a quiénes pertenecen. Mi ayudante me avisó que usted estaba en el almacén y yo salí a la calle. Mac está afuera, en el coche patrulla. Debí haber esperado un poco para ver qué hacía usted. Mire qué título más raro —prosiguió el capitán, señalando un libro que tenía entre sus manos—: Die Neuen Vererbungsgesetze. Debe de ser alemán. Hay muchos en ese idioma. Quisiera saber qué significa todo esto.

—En una época estudié alemán —dijo Travis—, pero ya no recuerdo casi nada. ¿Qué hay en el piso de arriba?

—Alojamientos. Sólo han dejado algunas sillas, mesas y colchones. Suponemos que quienes vivían aquí se mudaron anoche. Quizá pensaron que al viejo le había atacado la peste y ellos tendrían que pagar el pato. Aquí hay otro título raro: Narco-análysis. A juzgar por los precios de estos libros, los que vivían aquí deben ser adinerados. Hay libros de fisiología, biología, algunos de botánica y unos pocos sobre electrónica. Este piso me recuerda la época de la implantación de la ley seca, cuando allanábamos una casita de aspecto inocente y nos encontrábamos con toda una destilería en la planta baja. Pero, ¿a qué se dedicaban aquí?

—Me gustaría saberlo —dijo Travis.

El capitán encendió su pipa.

—Venga —dijo, acercándose a la cocina—. Los cables eléctricos que provenían del exterior estaban unidos a una máquina que se hallaba colocada en este lugar. Por las marcas que ha dejado sobre el suelo puede deducirse que era pesada. Deben haber trabajado intensamente y con gran rapidez para sacar todas las cosas de aquí. Afuera hay huellas de un camión. Las estamos examinando.

Travis reparó en algo blanco que sobresalía de un cubo de basura. Se agachó y recogió una ficha. Se la guardó en el bolsillo sin que el capitán lo advirtiera. Luego observó que en la pared, cerca de la cocina, había algunos signos escritos.

—¿Sabe qué significa esto, capitán?

—Cosas de radio, me parece. Hilos, circuitos, lámparas... Se ve que trataron de borrarlo. Como no resultaba fácil, arrancaron el papel de la pared y en algunas partes consiguieron eliminar el diseño. Esto nos demuestra que podría ser importante averiguar el significado de estos diagramas. Esta tarde vendrá a echarles un vistazo una persona de la universidad.

El capitán volvió a entrar en la cocina y prosiguió:

—Sin duda se dedicaban a una actividad ilegal. De lo contrario, no se comprende la prisa que tuvieron en huir.

—Pero, ¿qué tendría que ver aquella jovencita con todo esto?

El capitán se volvió y miro a Travis.

—Muy linda, Travis, pero peligrosa. Yo no confiaría en una muchacha así, sea cual fuere el motivo que haya tenido para desembarazarse del viejo.

Continuó mirando a Travis, como si estudiara sus expresiones. Luego dijo:

—Tengo algo más para mostrarle.

Lo condujo hacia la parte posterior de la cocina, donde se encontraba la puerta que llevaba al sótano. Bajaron las escaleras.

En el sótano el desorden era mucho más impresionante que en la planta baja. Desparramados por el suelo se veían fragmentos de cajas rotas y libros. Junto a la abertura de la salamandra se amontonaban restos de cosas que habían sido rápidamente quemadas.

—¿Ha visto aquel rincón? —preguntó el capitán Tomkins, señalando uno de los lugares más sucios y oscuros del sótano.

—Ahí no hay nada —replicó Travis.

—Exactamente. Ahora no hay nada. ¿Sabe lo que había cuando llegamos esta mañana?

—¿Cómo diablos podría saberlo?

—Muy bien, no se impaciente. No es ése mi propósito..., aunque no sé por qué estoy perdiendo el tiempo contándole estas cosas.

—Prosiga. ¿Qué había ahí?

—Un hombre muerto.

—¿Quién era?

—Un vagabundo. Se llamaba Chester Grimes. Lo encerramos en varias ocasiones. Pasó con regularidad por el tribunal de faltas, y estuvo uno o dos meses en la cárcel, por vagancia.

Siempre estaba borracho. No podemos imaginarnos cómo se mezcló con esta gente.

—Eso no es raro, ¿verdad? El tipo coge una curda y la duerme aquí..., sólo que éste es su último sueño. Quizá los que vivían aquí ni siquiera se fijaron en él y no tuvieron más remedio que dejarlo cuando empezaron la mudanza.

El capitán movió la cabeza.

—Usted no comprende. Posiblemente no me he expresado con claridad. Ese individuo tenía la piel de un color gris oscuro y se estaba volviendo negra. Estaba cubierto de manchas rojas, y alrededor del cuello y en el pecho tenía grandes ampollas. ¿Le recuerda a alguien?

Travis respiró profundamente.

—¡Al otro!

—Exactamente. Chester Grimes. Domicilio desconocido. Hacía dos o tres meses que no lo veíamos. Sus huellas digitales eran tan irreconocibles como las del viejo del hospital, a causa de cierto proceso que se produjo en su piel. No obstante, pudieron identificarlo. El sargento de la sección de identificación tuvo que trabajar bastante. Este hombre y el viejo del hospital parecen haber servido como conejos de Indias en algún terrible experimento. Al principio, creí que eran ellos mismos los que estaban experimentando, pero, sin duda, Grimes era incapaz de eso. Además, siempre estaba demasiado borracho. Recuerde que el viejo del hospital gritaba incesantemente y pedía que no volvieran a llevárselo.

—Podía haber estado mal de la cabeza.

Ambos se sobresaltaron al oír el ruido de vidrios rotos encima de sus cabezas. El capitán subió apresuradamente las escaleras. Travis iba detrás de él.

No encontraron a nadie arriba y tampoco vieron nada extraño puesto que el piso ya estaba sembrado de vidrios rotos. Pero el capitán advirtió que los cristales de la ventana también se habían quebrado. Se acercó para observar mejor y en ese momento tuvo que arrojarse al suelo, pues se desprendieron de la ventana nuevos fragmentos de vidrio.

Al mismo tiempo se oyó un golpe seco en la pared y Travis, que también se había arrodillado, percibió un agujero redondo y negro en la superficie empapelada.

—Viene de allí —dijo el capitán, señalando con la cabeza en dirección al depósito que quedaba junto al terreno baldío—. Vi que se asomaba una persona y hacía fuego. ¿Dónde diablos estará Mac?

Como respondiendo a su pregunta, se abrió la puerta posterior y apareció el ayudante revólver en mano.

—Guarda ese condenado trasto y agáchate, Mac —dijo el capitán Tomkins—. Los disparos vienen del edificio de al lado. Vuelve al automóvil y comunícate con la jefatura. Yo saldré por delante.

El capitán dejó la pipa y se arrastró por el suelo hasta el vestíbulo. Travis le seguía y, juntos, se abrieron paso a través de los restos diseminados por el suelo hacia la puerta de la calle. Salieron al exterior.

Travis estaba maravillado del temple del capitán de policía, quien, sin vacilar, sacó su revólver y echó a correr por la acera en dirección al otro edificio. A Travis no le agradaba la idea de convertirse en blanco de las balas, pero una vez que comenzó a correr detrás del capitán ya no se atrevió a detenerse.

Llegaron al edificio, el cual ostentaba un cartel que decía: «morris número 3». El capitán Tomkins intentó abrir la puerta, que se encontraba al nivel de la acera, pero estaba cerrada. Entonces, rompió el vidrio de la ventana con la culata de su revólver, introdujo el brazo y abrió la puerta.

Poco después, estaban dentro de la casa y subían las escaleras.

—Los disparos provenían del primer piso —dijo el capitán, mientras subía los escalones de dos en dos.

Parecía indudable que arriba les esperaba alguien dispuesto a atacarles. El respeto que Travis sentía por el valor del capitán se acrecentó cuando vio que llegaba al final de la escalera, abría la puerta y entraba sin vacilar.

Travis, como siempre, le siguió. Encontró al capitán de pie en el centro de una gran habitación. No había nadie más. La ventana estaba abierta.

—No han dejado absolutamente nada —dijo el capitán, recorriendo el suelo con la mirada.

Travis estaba mirando por la ventana cuando advirtió que por una de las ventanas de la casa que acababan de dejar salía un brillo rojizo. Un instante después, se produjo una explosión seguida de una densa humareda. No tuvo ni tiempo de contar lo que había visto al capitán, quien en el mismo momento descubrió también que el edificio comenzaba a incendiarse.

—¡Malditos! —murmuró el capitán—. Nos quitaron de en medio.

Bajaron apresuradamente las escaleras y atravesaron el terreno baldío hasta llegar junto al coche patrulla.

—Ya he avisado a la jefatura —dijo Mac al capitán, mientras salía del coche—. Están en camino. Iba a ver qué hacían ustedes en esa otra casa, cuando oí la explosión. Entré en el automóvil y llamé por radio a Joe para decirle que avisara a los bomberos.

—Será mejor que nos vayamos de aquí con el coche —dijo el capitán Tomkins—. Vamos, Travis.

Subieron los tres al coche y retrocedieron hasta la avenida. Vieron entonces que comenzaban a llegar los bomberos y numerosos vehículos policiales.

—Jefatura llamando al coche número veintidós —se oyó decir por la radio—. ¿Qué sucede allí?

—Yo contestaré —dijo el capitán Tomkins tomando el micrófono—. Habla Tomkins. El laboratorio donde encontramos a Grimes esta mañana está convertido en una gran hoguera. Hace un momento estábamos allí, pero salimos después de oír unos disparos que provenían de un edificio vecino. Alguien debe haberse introducido para provocar el fuego. No me explico cómo no lo vimos.

—Seguramente había allí algo que no querían que descubriéramos —dijo más tarde el capitán—. Bueno, Travis, creo que volveré a la oficina. ¿Usted va hacia el centro o prefiere quedarse a pescar algún otro trabajito de detective? Si son ésas sus ambiciones, puede ingresar por un año en la policía. Pero seguramente no podrá pasar el examen físico.

—Gracias por el cumplido, capitán. No, prefiero quedarme por aquí, si usted no se opone.

El capitán esperó a que bajara y luego partió a toda velocidad. Travis se mezcló con la multitud que presenciaba el incendio frente al edificio. Era evidente que los bomberos no podrían evitar su destrucción. Muchos de ellos estaban ocupados en proteger con sus mangueras los terrenos y los edificios limítrofes. Ya se había desplomado el techo y las paredes se inclinaban, formando un precario ángulo mientras las llamas las devoraban.

Si la casa ocultaba algún secreto, éste se había perdido irremisiblemente. Travis advirtió que había varios fotógrafos en el lugar; dos de ellos eran del «Star». Estaban tan ocupados que no le vieron. Le invadió un siniestro placer al reflexionar que era la primera vez en muchos años que podía contemplar un suceso sin necesidad de informar sobre él. Consideró esta circunstancia como un buen augurio para su año de vacaciones.

Pero, en realidad, no era tarea fácil comenzar así aquel año. ¿Cómo podía andar vagando en torno a un misterio que tenía desconcertada a la misma policía? Mientras miraba el incendio, recordaba la repulsión que le inspiraron siempre los entremetidos y los curiosos, atraídos morbosamente por sucesos sensacionales y sangrientos. Detestaba tener que estar presente para informar a un periódico y nunca pudo comprender cómo una persona en sus cabales podía abrirse paso entre una multitud para llegar junto a un muerto o a un moribundo. Sin duda, estos acontecimientos actuaban como un imán. Atraían a ciertos individuos como si fueran moscas.

Esto no significaba que Travis no pudiera gozar con el espectáculo de un gran incendio. Los incendios eran muy diferentes. Una vez que el fuego ha comenzado, se inicia una especie de juego. Los bomberos juegan en el equipo opuesto al de las llamas. Por lo general, los bomberos vencen rápidamente, puesto que están equipados para apagar científicamente el fuego. Pero en este caso, una vez que el viejo edificio comenzó a arder, los bomberos sólo pudieron dedicarse a defender del incendio a los edificios vecinos. Además, parecía que alguien hubiera colocado una sustancia muy inflamable en su interior, a juzgar por la forma en que se quemaron las ventanas —con gran desprendimiento de humo y producción de llamas— en el momento en que Travis y el capitán se hallaban en el almacén.

Echó un vistazo a la multitud. Algunos estaban transfigurados, otros abrían la boca, otros miraban con fascinación... También había quienes permanecían impasibles.

Travis pensó que quizá el promotor del incendio estuviera mezclado entre los observadores. Pero recordó que fue una mujer la que trató de matar al anciano... al primer anciano. Tal vez ella provocó el incendio para ocultar. ¿qué? ¿Un piso salpicado de escombros? ¿Un diagrama dibujado en la pared? ¿Una Caja llena de libros de texto y unas marcas en el suelo que delataban la existencia de una máquina?

Estos pensamientos le hicieron recordar la ficha que había recogido en el cubo de basura. La cogió para mirarla. Decía:

turner rosalee. Dept. 32. Avenida Prospect 1917

Normal N.° R Serie N.° 17 432

12-2-30 Local 18 Union City 13

Empleo: Higgins Development Co.

232 Drexler Drive, U. C.

Se preguntaba si esa ficha pertenecía a aquella muchacha. Por el momento, sólo era una pieza más del rompecabezas. Pero, al menos, era algo definido. Podría buscarla. O tal vez sería más conveniente romper la ficha y olvidar todo este asunto. Finalmente, se guardó la cartulina en el bolsillo.

El fuego comenzaba a disminuir bajo la acción del agua a presión. Algunos mirones, satisfechos por el éxito de los bomberos, se alejaban. Entre ellos iba Travis.

Mientras caminaba, trataba de reconstruir todo el asunto. Tenía que tomar una decisión. Si insistía en descubrir el misterio por sus propios medios, quizás iría a parar al departamento de policía. El capitán Tomkins ya le había insinuado que ellos no podían perder el tiempo con un periodista..., un periodista holgazán que quería entremeterse en el asunto.

¿Qué papel desempeñaba Travis en todo aquello? Fue una mera coincidencia que se encontrara en el hospital en el momento en que traían al anciano. Su curiosidad le hizo seguir a la joven y descubrir el atentado. Si no la hubiera seguido, quizás ella habría realizado su tarea sin que nadie lo advirtiera.

Deseaba desesperadamente encontrarse a sí mismo durante aquel año. «Descubrir un misterio como éste no es encontrarse a sí mismo —pensó—. Armar un rompecabezas no es hacer frente a los problemas de la vida. Por el contrario, es una evasión.» ¿Debía entonces evadirse y dedicarse a investigar el misterio?

Caminaba meneando la cabeza. Al cruzar la calle, una mujer pasó por su lado; en su rostro se dibujó un gesto de compasión. Decidió que no se mezclaría en el asunto. «Si hay gente que anda con jeringas llenas de estricnina y se dedica a quemar edificios, peor para ellos.» Travis quería deshacerse de esta preocupación.

«Tal vez debiera largarme de esta ciudad —pensó—. Hacia Chicago o Nueva York... O quizás a las playas de Florida y tratar de organizar mi vida. Pero no puedo irme inmediatamente. Debo prestar declaración como testigo en el caso de la muerte del viejo.»

Cuando llegó a su apartamento ya estaba decidido. El capitán Tomkins podía quedar a cargo del caso después del interrogatorio. Y aunque estuviese mezclada aquella muchacha, él pensaba retirarse.

Se sirvió un coñac, conectó la radio y sintonizó un programa de música bailable, se acomodó en un mullido sillón y acercó una silla para apoyar en ella los pies.

«Esto es vida —se dijo—. Seguiré así hasta hartarme, hasta que encuentre lo que quiero hacer. Nada de Cline ni de otros directores. Ni pensar en Hal Cable... Pero Hal es un buen chico. Pero no tendría que acostumbrarme a salir con él constantemente y trasnochar en su compañía. Entonces, ¿qué hará? Su inseparable amigo Gibson Travis se va por un año. Sí, señor, durante un año no existirán Dutch McCoy, ni el capitán Tomkins, ni las innumerables personas que conozco, desde el alcalde para abajo.»

Fue a la cocina y se sirvió otro coñac. Al volver a su habitación se detuvo para contemplar su figura en el gran espejo del guardarropa abierto de par en par.

—Mírate —se dijo, levantando la copa y bebiendo un trago.

Más de un metro ochenta de estatura. Cabello negro. Las muchachas admiraban su pelo y él se lo cuidaba bastante. Ojos negros... No, no eran realmente negros sino que parecían serlo desde lejos; eran una mezcla de marrón y azul oscuro con algunas manchitas negras. Buena contextura. Estaba orgulloso de su físico, que le había prestado tan buenos servicios durante la época de estudiante. Carreras, fútbol... No, pensó que no podía quejarse de su cuerpo. Pero el cerebro... En su rostro se esbozó una sonrisa. Fue a sentarse nuevamente en el sillón.

Tras haber bebido unos cuantos tragos se sentía estupendamente bien. Salió a pasear y cuando volvió a su casa ya no recordaba a los dos viejos, ni a la muchacha de la jeringa, ni a la casa incendiada.

El timbre del teléfono le despertó de un hermoso sueño: se hallaba gozando de las delicias del sol en una playa desierta. Pero estaba acostumbrado a esos despertares bruscos. Se puso al teléfono.

—Hola.

—¿Travis? —preguntó una voz ronca.

—Sí.

—Cline al habla.

—Ya lo sé. Hace diez años que vengo escuchando tu voz. ¿Qué diablos quieres? ¿Acaso no podéis hacer el periódico sin mí?

Sofocó un bostezo.

—Estamos trabajando mejor desde que te fuiste.

—Entonces, ¿por qué me molestas?

—La noticia eres tú, querido.

—¿Ah, sí? ¡Maldición!

—Escucha, Travis. Elmer Sedges irá a tu casa inmediatamente. Esperaba que te pusieras al teléfono para salir volando. ¿Estas preparado para un reportaje, compañero?

—Te equivocas, Cline. Cuando Elmer llegue, ya me habré ido.

—Oye, Travis, por favor. Según el jefe Riley, tú luchaste con una muchacha que intentaba matar al viejo, en el hospital.

—Sin comentarios.

La voz de Cline parecía más nerviosa.

—Espera un minuto, Travis. Si la policía no tiene inconveniente en hablar, no veo por qué habrías de tenerlo tú. Sé razonable. Esta es la oportunidad que necesitabas para aparecer legítimamente en el periódico.

—No antes de que me saquen una fotografía.

—¿Quieres una fotografía? ¿Crees que bromeo?

—No, me imagino que no bromeas. Pero oye, Cline, he decidido no meterme en el asunto.

—Pero figuras en la lista de testigos de O'Brien.

—Me limitare a prestar declaración. Luego pienso irme de aquí. Hace un minuto soñaba que estaba tumbado en una playa, tomando el sol.

—Seguramente, andas detrás de alguien con faldas. Te conozco bastante bien.

—Vete al diablo.

—No te ofendas. ¿Qué sabes de este asunto? Los muchachos que fueron a ver el incendio me dijeron que tú estabas también. ¿Qué hacías, entonces?

Travis se preguntaba si la policía habría informado a Cline acerca de la relación que existía entre el incendio y el viejo del hospital.

—Fui porque me gusta seguir a los coches de los bomberos —replico Travis.

—Es imposible sacarte nada, ¿eh? Déjate de bromas. ¿Qué piensas de todo esto?

—¿Esperas que te dé mi opinión? Pierdes el tiempo.

—Muy bien, hombre inteligente. Quizá tú seas el próximo.

—¿Quizás yo sea el próximo? ¡Qué cosas dices! Aquel tipo podía ser mi padre.

—¿A quién te refieres?

—Al viejo del hospital.

—Bravo, Travis, suelta las noticias.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que aquel tipo era el primero, ¿no?

—¡Ah! Entonces estabas enterado solamente del caso de Chester Grimes, ¿verdad?

—De Chester Grimes y de otros tres...

—Un momento, Cline. Yo no sé nada acerca de esos tres.

—¿Cómo es posible? Entonces te pondré al tanto. Hay tres doctores que informaron sobre casos semejantes al del viejo y al de Grimes. Todos se quejaban de vértigos, fiebre y una sensación de abatimiento. Nada raro, ya que podría tratarse de gripe o muchas otras cosas. Pero los médicos no pudieron dar un diagnóstico. Esta mañana han llevado a los tres al hospital. Allí son cuidadosamente observados.

—Creo que estás desorbitando las cosas, Cline. A partir de ahora, cualquiera que enferme y los médicos no puedan diagnosticar su mal... ¡Ya está! Es el mismo mal que se manifestó por primera vez en el anciano.

—Espera, aún no he terminado. Después de efectuadas las autopsias de los cadáveres del viejo y de Chester Grimes, el departamento de Salud Pública ha intervenido en el asunto. Médicos expertos han examinado los restos y varias universidades piensan enviar especialistas. El departamento de Salud Pública advirtió a los facultativos sobre la posibilidad de que se haya difundido entre nosotros una nueva enfermedad, una especie de plaga... Una plaga negra.

—Por el amor de Dios, yo...

—Tranquilízate. Escucha: esas tres personas, cuya piel estaba inflamada, fueron llevadas al hospital... ¿Te he dicho ya algo sobre la piel? Bueno, prosigo. Los colocaron en un pabellón especial en el Unión City Hospital, para evitar el contagio. Según los últimos informes de esta mañana, a pesar de los cuidados de los médicos y de las transfusiones, la piel de los tres ha adquirido un color levemente grisáceo.

Travis emitió un silbido de sorpresa.

—Acabas de referirte a esta mañana. ¿Acaso ya es de día? —¿Por qué no miras por la ventana?

—No alcanzo a verla desde aquí. Pasé una mala noche.

—Ya veo dónde vas a ir a parar con tu año de permiso. Bueno, para que lo sepas, ya son las diez de la mañana.

—Gracias. ¿Por qué no me das esos nombres? Los tres están en el hospital... Quizá conozca a alguno de ellos.

—No lo creo. Espera un momento.

Al otro lado de la línea se oyó un susurro. Luego surgió de nuevo la voz de Cline.

—Aquí están. Son Tony Sansona, calle Willard, uno, tres, uno, uno; Jeb (supongo que es Jebedías..., tenemos que comprobar ese nombre) Tobías, avenida Ridgeway, dos, uno, uno, dos, y Matías Kronansky, calle Leland, siete, uno, uno.

Travis anotó los nombres.

—Oye, Travis, no seas malo y quédate a esperar a Elmer.

—Al diablo con Elmer. Si en verdad hay una plaga, éste es el mejor momento para irme de la ciudad.

—¡No te irás en un momento así!

—Quizá no lo haga, Cline. Pero no me culpes si no estoy aquí cuando llegue Elmer. Se me acaba de ocurrir algo. Tengo que trabajar...

—Cuéntame algo.

—Llamaré por teléfono si descubro algo interesante.

Colgó el receptor.

Plaga. La muerte negra. A Travis no le parecía posible. ¿No era ésa una enfermedad transmitida por las ratas en épocas pasadas? Seguramente, con las modernas cañerías, sistemas de alcantarillado y la higiene actual... No, tenía que ser algo distinto. Quizás algo que se fabricaba en el edificio incendiado. Tal vez las personas que originaron la plaga, o lo que fuera, habían prendido fuego al edificio pensando que de ese modo destruirían los gérmenes. ¡Pero era demasiado tarde! La plaga ya se había extendido..., y un hombre llamado Gibson Travis y un oficial de policía, el capitán Tomkins, sin olvidar a Mac, el chófer, y todos los que se acercaron al edificio, podían estar contaminados.

El pánico se apoderó de Travis. Tenía que cuidarse. ¡Diablos!, no estaba enfermo... todavía.

De pronto, recordó su decisión de abandonar el esclarecimiento del misterio. Pensó en que era curioso cómo las cosas adquieren diferente aspecto a la luz del día. ¿Cómo había expresado Shakespeare este pensamiento? «Así la firmeza de una resolución puede debilitarse con la pálida sombra de un pensamiento...»

Pensó que si era capaz de realizar algo útil durante su año de excedencia, debía dedicarse a esclarecer el caso del anciano del hospital, el de Chester Grimes y el de las otras tres personas que se hallaban enfermas.

—Lo primero que debo hacer —decidió— es ir a la oficina de impuestos y averiguar un dato muy importante.

4

La oficina de impuestos se encontraba en la planta baja de un edificio municipal, junto a los lavatorios públicos y a los almacenes del Estado. Estaba situada al final de una oscura galería y sobre la puerta se leía «impuestos municipales».

Aquella oficina estaba al tanto de todo lo que sucedía dentro de la ciudad. Detrás de su puerta había archivadores de épocas tan diversas que bastarían para ilustrar una historia de la industria de los archivadores. A medida que la ciudad crecía se agregaban nuevos archivos. Cuando Travis pasó al interior de la oficina encontró, efectivamente, toda clase de ficheros; los había antiguos, muy adornados, con letras redondeadas; también estaban representados los más modernos, de metal gris y tiradores cromados.

Hiram Peaslip, el tasador, tenía mucho en común con su oficina. Era una reliquia, pero una reliquia que vivía en el mundo Contemporáneo. Hiram conocía la historia de la ciudad y la de una gran cantidad de personas que la habitaban. Precisamente por eso, resultaba rarísimo que no tuviera el registro del número 1722 de la calle Winthrop. Y más curioso todavía que no supiera a quién pertenecía.

—¿Por qué no vuelve a mirarlo, señor Peaslip? —le urgió Travis—. Debería existir algún dato al respecto. Quizás el tesorero conserve algún recibo.

El señor Peaslip movió la cabeza.

—El señor Adams ordena alfabéticamente todos los recibos. Debe creerme, señor Travis. No está aquí.

Peaslip tosió. A Travis le pareció que lo hacía con cierto nerviosismo.

—Nunca he utilizado un sistema de fichero como éste —dijo Travis—. ¿Por qué no me deja probar? Quizás encuentre lo que busco.

—No puedo permitírselo, señor Travis —dijo Peaslip retorciéndose las manos—. Sencillamente, es imposible.

—¿Olvida usted, señor Peaslip, que los libros de tasación municipal son de propiedad pública?

Travis hizo un movimiento como para dirigirse a los archivos, que se hallaban un poco más allá, detrás de una puerta giratoria.

Peaslip se interpuso.

—No puede entrar. ¿Quiere ocasionarme dificultades? Quédese donde está, hasta que yo pregunte al alcalde si...

—Suba a buscar al alcalde y mientras usted vaya estoy seguro de que encontraré lo que busco.

—Entonces, lo llamaré desde aquí.

—Está usted interfiriendo mis derechos de ciudadano —dijo Travis—. Me quejaré al fiscal.

Los acuosos ojos de Peaslip se humedecieron y su rostro empalideció. Se restregaba las manos con mayor nerviosismo que al principio.

—Por favor, señor Travis. No complique más las cosas. Por favor, váyase.

—Mire, Hiram, yo no quiero causarle dificultades. Sólo necesito saber quién es el dueño de la casa de la calle Winthrop, número uno, siete, dos, dos.

Peaslip se mordía los labios. Miraba a Travis con desconfianza.

—Muy bien —masculló—. Yo..., yo se lo diré, pero prométame que no se lo contará a nadie. Es... ese lugar... era propiedad... se quemó, ¿sabe?, ayer, era...

—Al grano, señor Peaslip. No tengo tiempo que perder.

El tasador municipal se pasó la lengua por los labios.

—No debería decírselo. Esa casa pertenece al señor McCoy.

—¡Dutch McCoy!

El tasador asintió.

—Un millón de gracias, señor Peaslip —dijo Travis—. No se preocupe. Quédese tranquilo, pues no le ocasionaré dificultades. ¿Puedo usar su teléfono? Debo hacer una llamada, pero no tiene nada que ver con Dutch McCoy. ¿Tiene un plano de la ciudad?

Peaslip le extendió, con manos temblorosas, un plano de la ciudad. Travis buscó las tres direcciones: Willard, 1311; avenida Ridgeway, 2112; y Leland, 711. Gruñó desilusionado al comprobar que las direcciones, con excepción de la avenida Ridgeway, se hallaban a varias manzanas de distancia del número 1722 de la calle Winthrop. Tomó el teléfono y marcó el número del «Star». Pidió que le pusieran con la sección de fotografía, —¿Hal?

—¡Hola! ¡El hijo pródigo!

—No tan pronto, Hal. Mira, tengo un trabajo para el que necesito tu colaboración. —¿Quieres que te preste dinero?

—Nada de eso. Hablo en serio. —Bueno, bueno. Te escucho.

Travis le explicó que, a pesar de que había decidido abandonar la investigación del misterio del anciano, los tres nuevos casos le habían hecho cambiar de idea.

—¿Para quién trabajas? Diablos, Trav no es de los que trabajan por nada. Siempre has pensado en ti mismo.

—¿Tú crees? Bueno, quizás haya cambiado. Quizá me hayan hecho cambiar un viejo muerto y completamente negro y un vagabundo, y ahora otras tres personas que se encuentran en la misma situación.

—Oí decir que también estaba complicada una chica. ¡Qué suerte tienes! Me contaron que tuviste que luchar con ella. ¿Has aprendido alguna presa nueva? —Siempre tan chistoso. ¿Quieres ayudarme o no?

—Bueno, bueno. ¿Qué tengo que hacer? —¿Puedes salir esta tarde?

—Claro que sí.

—Te invitaré a todas las copas que quieras si vas a ver a alguien de la familia de Tony Sansona en la calle Willard, número uno, tres, uno, uno. ¿Me comprendes? Y también a casa de Matías Kronansky, que vive en Leland, número siete, uno, uno. Del otro individuo me ocuparé yo mismo.

—Éstos son los tipos que están en el Union Hospital. Tienen..., no sé lo que es.

—Y se me acaba de ocurrir algo más, Hal... ¡Son todos hombres!

—¿Bromeas? ¿Qué esperabas, entonces? ¿Una rubia? —No..., fue una ocurrencia, nada más. —¿Qué es lo que tengo que buscar, Trav?

—A eso iba. Quiero saber si Sansona o Kronansky han rondado el número uno, siete, dos, dos de la calle Winthrop... Ya sabes..., el laboratorio que se incendió.

—Lo leí esta mañana en el periódico. También vi que te nombraban.

—No tuve tiempo de leerlo.

—¿Cuándo y adonde puedo llamarte por teléfono? Tal vez debiéramos concretar un sitio para vernos; así podré cobrarme las copas que me ofreces.

—Escucha. ¿Recuerdas aquella taberna que queda en la calle Empire? Se llama El Muchacho Risueño.

—¿Esa porquería?

—Queda cerca del lugar que nos interesa.

—Allí la mejor bebida sólo vale dos centavos.

—Entonces te invitaré a dos rondas. Nos encontraremos allí, por ejemplo a las cinco de la tarde. ¿Qué te parece?

—Bien, de acuerdo... Hasta luego.

Travis se despidió de Hiram Peaslip que había estado escuchando atentamente la conversación. Sólo obtuvo una especie de gruñido como respuesta. Salió de la oficina.

En el quiosco de la esquina compró un ejemplar del «Star». Allí leyó el relato de las dos misteriosas muertes y de su encuentro con una hermosa rubia que se proponía asesinar a un anciano. En cambio, no se citaban los tres nuevos casos. Se encaminó hacia la oficina de Dutch McCoy.

El célebre tahúr dirigía sus negocios desde una modesta oficina del centro... Al menos, para el visitante común tenía ese aspecto de modestia. Pero Travis conocía bien sus micrófonos, sus lugares ocultos que servían para espiar a los clientes y las puertas a prueba de balas.

Los jóvenes elegantes, de cabello lustroso, mirada de sabueso y prominentes sobaqueras, no le pusieron dificultades. Pasó junto a ellos y entró rápidamente en el despacho de Dutch.

—¡Phillips Gibbs! —gruñó Dutch desde su escritorio, tendiéndole una mano pequeña y gorda—. Aquí está el que todo lo sabe, todo lo ve y todo lo cuenta. Siéntese y tome un cigarro.

—No, gracias.

Travis se sentó.

—¿En qué puedo servirle, amigo mío?

—Se lo voy a explicar en pocas palabras, Dutch. ¿Qué puede decirme del edificio que se incendió ayer en la calle Winthrop uno, siete, dos, dos?

Dutch no pareció sorprenderse por la pregunta.

—¿Qué puedo decirle? —preguntó con calma.

—¿Era de su propiedad el laboratorio que se quemó?

—¡Qué gracioso...! La policía me hizo la misma pregunta esta misma mañana. Le diré lo que les contesté a ellos. No, no era mío ese laboratorio.

—Entonces, ¿de quién era?

Dutch meneó la cabeza. —No tengo la menor idea. —Pero usted era el dueño de la casa.

—Está hablando como un policía. Por supuesto, yo la arrendaba... Ellos también me preguntaron a quién se la alquilaba, y yo les contesté que eso era asunto mío.

—¿A quién alquilaba la casa?

—Travis, ya sabe que yo le aprecio. —Dutch encendió un cigarro y prosiguió—: ¿Y sabe algo más? Se lo voy a decir: no sé nada más.

Travis se levantó. —¡Eso no es una respuesta!

—No estoy acostumbrado a que me hablen en ese tono —dijo Dutch en voz cortante.

—Si hay alguien en esta ciudad que sabe todo lo que pasa, es usted. ¿Cómo va a hacerme creer que no conoce a la persona a quien alquilaba su propia casa?

—Muy bien, Travis —dijo Dutch, volcando la ceniza de su cigarro en un cenicero—. Voy a decirle lo que pasó: recibo una llamada telefónica. Es una mujer. Está enterada de que yo tengo esa casa desocupada. Me pregunta si quiero alquilarla. Yo le contesto: «De acuerdo». Ella pregunta: «¿Cuánto?» Como no me agrada el timbre de su voz, le respondo: «Mil dólares por mes». La mujer agrega: «Mañana recibirá seis mil dólares por correo. Nos mudaremos la próxima semana». Yo le digo: «Trato hecho». Al día siguiente recibo la cantidad estipulada en billetes de cien dólares. ¿Qué diablos me importa todo lo demás? Nunca fui a ver la casa desde entonces.

—Gracias, Dutch —dijo Travis—. ¿Cuánto tiempo hace de esto?

Dutch reflexionó unos instantes.

—Fue hace seis meses. —Gracias nuevamente, Dutch.

—¿Me cree? —preguntó Dutch, mirándole con llaneza.

Travis no podía saber si le había mentido o no, pero se sintió predispuesto a creerle. —Sí, le creo. —Usted es un buen chico. Me inspira simpatía.

Travis estaba acostumbrado a conducir uno de los automóviles del «Star»; ahora se veía obligado a elegir entre un taxi y un autobús. Como quería economizar, tomó un autobús que le llevó hasta el otro extremo de la ciudad, como el día anterior. Buscaba la casa de Jeb Tobías en la avenida Ridgeway, 2112, la misma avenida que había visitado veinticuatro horas antes. Comprobó que se hallaba a pocas manzanas de distancia del almacén donde vivía la pequeña Lila.

La casa de Tobías era modesta. La pintura fresca y las ventanas relucientes denotaban un buen cuidado doméstico. La hierba del sendero parecía haber sido cortada pocos días antes y, junto a la calle, se extendían una empalizada baja y un cerco de arbustos recién podados.

La señora Tobías abrió la puerta. Sus ojos azules estaban velados por las lágrimas y tenía en desorden los cabellos semicanosos.

Travis se presentó y ella le franqueó la entrada, aunque no parecía tener ganas de hablar del asunto.

—Ni siquiera me dejan que lo vea —se quejó—. Jeb está completamente solo en el hospital. En veinte años, es la primera vez que nos separamos. Mandé a los chicos a casa de mi hermana con la esperanza de que me permitieran traerlo aquí. Le juro que yo podría atenderlo tan bien como ellos.

Travis tuvo especial cuidado en no referirse al tipo de dolencia que aquejaba al marido de aquella mujer. En cambio, le preguntó si él había estado alguna vez cerca de la calle Winthrop, 1722.

—¿ Calle Winthrop? —preguntó ella frunciendo el ceño—. ¿Por qué? Queda a una manzana de aquí. ¿Qué número ha dicho...?

—Quizás este dato le ayude a recordar. Se encuentra junto una especie de almacén que tiene en la fachada un rótulo que dice: «Morris número seis».

—¿«Morris número seis»? ¡Allí trabaja mi marido! Unos días va a la fábrica de enfrente, y otros debe ir al almacén. En la fábrica trabaja como obrero, pero en el almacén es una especie de capataz... En realidad, no sé exactamente qué hace en ese almacén.

—¿Sabe si su esposo visitó alguna vez la casa situada junto al solar, en la calle Winthrop, uno, siete, dos, dos? Da precisamente al oeste del almacén.

La señora Tobías sacudió la cabeza.

—Jeb es un hombre muy correcto. Se dedica a su trabajo y no le gusta el chismorreo. No, nunca le he visto salir para nada del almacén. El señor Sargent, su patrón, dice de él que: es uno de los obreros más leales que tiene en la fábrica...

La mujer continuó hablando acerca de su marido; Travis la escuchaba por amabilidad, ya que parecía haber olvidado momentáneamente la enfermedad de éste. Cuando la mujer terminó, el periodista le dio las gracias y se despidió.

Eran cerca de las cinco de la tarde, hora de su cita con Hal Cable. Como la taberna quedaba cerca de allí, decidió hacer el recorrido a pie.

Los hechos parecían haberse aclarado bastante. Muere un anciano. Luego muere un vagabundo. Ambos estuvieron en la casa de la calle Winthrop. Más tarde enferman otros tres. Uno de ellos trabajaba cerca de allí. ¿Visitó también éste la casa lindante al almacén? No parecía probable que los gérmenes hubieran salido del laboratorio y llegado hasta el almacén, enfermando de este modo a uno de los obreros.

Si los gérmenes —si es que realmente eran gérmenes— podían expandirse hasta una distancia semejante, con toda seguridad Travis, el capitán Tomkins y media docena más de personas enfermarían de un momento a otro. Los microbios necesitan un tiempo de incubación: cinco, seis, catorce días. Sólo había un fragmento del rompecabezas que aún no estaba situado. Era la muchacha rubia. Si el viejo estaba destinado a morir, ¿qué interés tenía ella en precipitar su fallecimiento? Si tanto le preocupaba matar a aquel anciano, ¿por qué no mató a Tobías, Sansona y Kronansky? Quizás en aquel mismo momento recorría el pabellón donde se encontraban esos hombres. Pero en ese caso se exponía al contagio... O quizás ya había padecido la enfermedad, o yacía muerta en algún desván ignorado.

Se estremeció al imaginar aquellos hermosos ojos cerrados por la muerte, las bonitas piernas ennegrecidas, el cuello, blanco y suave, teñido de gris y con manchas purpúreas...

Entró en la taberna.

Buscó a Hal pero no lo vio. Como faltaban aún cinco minutos para las cinco, decidió telefonear amistosamente al capitán Tomkins, que debía encontrarse todavía en su oficina. Fue a la cabina y marcó el número del policía.

—Sigue metido en eso, ¿eh? —dijo el capitán.

—Me han interesado ciertos aspectos del caso, capitán.

—¿Una rubia de unos veintidós años?

—Algo más que eso. Se me ocurrió que podría prestar algún servicio. Espero no interferir en sus investigaciones.

—No se preocupe por eso. Si llega a molestarme le eliminaremos a tiempo. Hay reporteros a carretadas. ¿Qué se propone ahora?

—Quisiera saber si lograron identificar al viejo.

—Voy a decírselo por tratarse de usted. En Washington no figuran sus datos. ¿Recuerda las huellas digitales que tomaron en la casa de la calle Winthrop? Las huellas que aparecían en la superficie de las probetas y de los objetos metálicos... Tampoco han podido determinar a quién pertenecen. Por lo visto, estos criminales no son conocidos. El jefe Riley y yo conversamos con los hombres que estuvieron allí aquella mañana. Suponemos que el lugar era una especie de central manufacturera de algún producto desconocido. Nos dijeron que la máquina debía de servir para soldar y que entre los desperdicios diseminados por el suelo encontraron filamentos de acero, como si hubieran cortado allí láminas metálicas. Luego está el vagabundo. Seguimos la pista de Grimes desde que dejó la penitenciaria del Estado hasta hace dos meses, cuando desapareció de la ciudad. La autopsia reveló las mismas causas que provocaron la muerte del viejo. Hasta ahora los médicos están confusos.

—He oído decir que van a venir algunos médicos oficiales, capitán.

—Sí, los del departamento de Salud Pública. Salieron esta tarde en avión. ¿Quiere saber algo más?

—He estado haciendo algunas exploraciones. Me enteré de que Jeb Tobías, uno de los enfermos, trabajaba en el depósito de donde salieron los disparos.

—No habíamos pensado en eso. Muchas gracias.

—También descubrí que Dutch McCoy es el dueño de la casa incendiada.

—Ya lo comprobé yo mismo esta mañana. Como de costumbre, Dutch no quiso decir una palabra.

—Le llamaré si consigo más datos.

—Si se siente enfermo, avíseme. Recuerde que también nosotros estuvimos en esa casa, Travis.

—¡Ah, sí! ¿Cómo se encuentra?

—Hasta ahora muy bien. Pero hay media docena de personas que no se sienten tan bien.

—¿Media docena de personas? ¿Qué significa esto, capitán?

—¿No se ha enterado? Esta tarde se produjeron seis nuevos casos. Ahora hay nueve en el hospital.

Travis sintió náuseas.

—Gracias, capitán —dijo—. Gracias por el dato. Hasta luego.

Hal Cable entró en la taberna poco después de las cinco y se dirigió a la cabina telefónica donde se encontraba Travis.

—¡Ah, me diste un trabajo difícil! —dijo, resoplando y enjugando su frente sudorosa con el pañuelo—. Ya veo por qué no te ocupaste tú mismo de esto. ¡Uf, qué calor!

Hal se quitó el sombrero y lo colocó encima de una silla.

—Y bien, ¿qué descubriste?

Hal levantó la mano en señal de protesta.

—Espera un minuto. ¿Dónde está el trago que me prometiste?

—Primero habla.

—Diablos, ya te contaré. Bebamos antes.

—¿Eres alcohólico?

—No he tomado nada todavía.

—Entonces, de acuerdo.

Travis ordenó un whisky y un ginger ale.

—Veamos ahora.

—Bueno, primero fui a la casa de Sansona, en la calle Willard. La señora Sansona estaba muy nerviosa a causa de que no le permitían siquiera ver a su marido. ¡Tendrías que haber oído lo que decía la gente del hospital!

—No te mandé para escuchar.

—Bueno, bueno. Ya oirás lo que deseas. Parece que Tony, su marido, trabaja para la compañía industrial Morris. Su trabajo consiste en ayudar a un operario en un almacén que queda justo al lado de la dirección de la calle Winthrop que tú me diste.

—Tal como suponía. Seguramente trabaja para Jeb Tobías. Éste es capataz o algo parecido en el almacén, adonde va en días alternos. Es uno de los que están internados en el hospital.

—En cuanto a Kronansky, el de la calle Leland... Casi me resultaba imposible comprender lo que decía su mujer. Es polaca y, según me pareció, hablaba bastante acerca del hospital. También dijo que no le permitieron entrar a ver a su marido.

Hal Cable vació su copa y prosiguió.

—Parece que Kronansky se fue de la casa hace algunos días y vivía con su hija en la calle Archer número uno, siete, uno, ocho. ¿Sabes dónde queda?

—No. ¿Tenía alguna conexión con el almacén?

—Ninguna. Vivía con su hija..., a costa de ella, me parece. No trabajaba.

—¿Cómo se contagió, entonces?

—Iba a decírtelo. La calle Archer queda al norte de la calle Winthrop.

—¡Comprendo!

—Muy bien. ¿Qué tal si tomamos otro traguito?

Bebieron otra copa.

—¿Qué deduces de todo esto, Hal?

—Que los tres hombres deben de haber entrado en la casa de la calle Winthrop...

—Pero, ¿para qué? Hay algunas novedades. Se conocen seis nuevos casos. Los llevaron esta tarde al hospital. Me lo acaba de decir el capitán Tomkins.

—Cuando venía hacia aquí, pasaba una ambulancia a toda velocidad. Quizá se haya producido otro caso más.

—Mal asunto, Hal —dijo Travis sombríamente, mirando el fondo de su copa.

—Está ocurriendo algo incomprensible. Dutch McCoy, y esto es estrictamente confidencial, me habló de una mujer a quien nunca ha visto, le alquiló la casa por seis meses a razón de mil dólares mensuales y ella le pagó por adelantado con billetes de cien dólares.

—Veamos, ¿por qué esa mujer alquiló una casa semejante por tanto dinero? Sólo se me ocurre una cosa; pero no había razones para incendiarla.

—No, hay que profundizar más todavía. Ya tenemos los datos; sólo hay que compaginarlos. ¿Has conseguido tener la tarde libre?

—Dejé a Hayden en mi lugar. Tengo todo el tiempo libre. ¿Vamos a comer?

—Pero no aquí.

—Claro que no. Vamos al Manor.

Travis aceptó. Tomaron una copa más y salieron del Muchacho Risueño. Eran las seis de la tarde y el tránsito había disminuido.

—Dejé el coche en la esquina —dijo Hal—. No había forma de aparcarlo. ¿Quieres esperarme aquí?

—Por supuesto. Me gusta que me sirvan bien.

—¿Ah, sí? Pues a mí no me gusta servir. Vamos a pie.

Caminaron juntos calle abajo y pasaron frente a una sastrería, una peluquería y un pequeño restaurante repleto de gente.

Al llegar a la esquina, una muchacha rubia les cortó el paso. Era algo más baja que Travis. Una joven hermosa con las piernas más bonitas del mundo. Era aquella muchacha que tenía tan buen aspecto de frente como de espaldas. Sólo había dos cosas desagradables en ella en aquel momento. La primera: sus Ojos expresaban odio. La segunda: llevaba un revólver en la mano.

La muchacha, Travis y Hal Cable quedaron paralizados, como si estuvieran dentro de un cuadro. Luego la escena se animó; ella dio media vuelta y echó a correr por la calle, en dirección a un callejón. Travis y Hal la persiguieron.

Cuando la alcanzaron, ella comenzó a girar en torno a los dos hombres, empuñando el arma.

—La usaré —dijo con firmeza—. La usaré si se acercan. Ahora den media vuelta y váyanse.

Los dos hombres no quisieron poner a prueba los nervios de la joven rubia y obedecieron. Después de caminar algunos pasos, Travis se volvió, pero no vio a la muchacha. Él y Hal se lanzaron de nuevo en su persecución. La joven corría por la avenida, revólver en mano. Cuando se volvió y comprobó que la seguían, les disparó. El proyectil levantó un poco de polvo en el pavimento, rebotó y pasó por encima de sus cabezas. Travis y Hal se agacharon para ocultarse.

—¡Era la rubia! —dijo Travis.

—Vaya. Conservas bonitas amistades —comentó Hal, respirando con dificultad.

—Sí... Este asunto se está volviendo cada vez más raro. ¿Por qué querría matarme?

—No quiere. De lo contrario lo hubiera hecho.

—Entonces, ¿por qué simuló toda esta escena?

—Para asustarte, probablemente. Escucha, desde que salí del ejército no había hecho tanto ejercicio como hoy.

Hal seguía agitado.

—Vamos al Manor.

—Sigo pensando que es una chica bonita.

—Sí, sí. Especialmente para casarte con ella. Nunca sabrías cuándo va a jugarte una mala pasada.

—Debe sucederle algo raro. No parece la clase de chica que va por ahí con un arma en la mano.

—Sin duda tú no eres el tipo de hombre sobre quien piensa descargarla.

—Quisiera estar convencido de ello.

5

—Escucha —dijo Hal Cable, mientras masticaba un pedazo de carne, moviendo el tenedor en el aire—, aquella muchacha no tenía intenciones de matarte. Es parte del juego. Para que te enteres de que es mejor no mezclarse en este asunto.

Terminó de masticar lo que tenía en la boca y cortó otro trozo de carne.

—¿Quién puede tener interés en que me aparte? —preguntó Travis.

—Posiblemente Dutch McCoy. ¿Acaso no descubriste que es el dueño de la casa? Te engañó con el cuento de la dama que quería alquilársela. Debe de estar metido en algo y tú te inmiscuyes demasiado..., eso es todo.

—Dutch no se ocuparía de montar un laboratorio. Él usa los números, la política, los dados... Son medios más simples y más efectivos.

—Está bien, está bien... —Hal cortó un trozo de carne—. Como quieras...

Siguieron comiendo en silencio. Cuando terminaron la carne, pidieron postre y luego café. Después Travis encendió un cigarrillo. Hal fumaba cigarros.

—Conoces todos los hechos y sigues pensando que el culpable es Dutch McCoy —dijo Travis—. No niego que tengas derecho a expresar tu opinión. Pero me parece raro que Dutch, que tiene otras cosas que hacer, se ocupe de montar un laboratorio.

—No comprendo por qué no dejas este asunto —dijo Hal secamente—. Querías tomarte un largo descanso, ¿verdad? Desde luego lo tendrás si vuelve a aparecer esa chica... Tratar de aclarar esto es como ponerse delante de un automóvil en marcha. Te iría mucho mejor que volvieres a trabajar para Cline y te limitaras a preguntar a la policía la evolución de este enigma.

—No, Hal. Me ocurre algo muy especial. Este caso es un verdadero estímulo para mí y quicio seguirlo hasta el final.

—Tu final, querrás decir. Estuviste en aquella casa. Podrías estar contagiado. Si hay nueve enfermos, tú podrías ser el próximo.

Travis sonrió.

—Y quizá también tú te expones en este mismo momento al estar cerca de mí.

Hal echó una nube de humo por la boca.

—Tienes sentido del humor...

—Mira, Hal —dijo Travis seriamente—. Hemos hablado con las esposas de los tres hombres que internaron primero en el hospital. No pudimos enterarnos de si estuvieron en la casa de la calle Winthrop. Pero ahora podremos descubrirlo...

—¡Podremos descubrirlo! —dijo Hal enardecido—. ¿Desde cuándo tengo algo que ver en esta investigación? Lo de esta tarde ha sido un favor especial. Tengo un empleo, ¿recuerdas?

—De acuerdo, amigo... Hablaré en primera persona. Si pudiera conversar con los hombres que están en el hospital conseguiría datos de primera mano. Es muy importante saber si entraron o no en la casa. Si lo hicieron, deben saber qué había en su interior y a qué se dedicaban sus ocupantes.

—¿Y si no estuvieron allí?

- Deben haber entrado. No es posible que los microbios se hayan expandido por todo el barrio. No, deben haber estado en la casa algún momento...

—Entonces piensas visitar a esos individuos. ¿Y qué me dices de la muchacha? ¿No estás dispuesto a informar que la misma chica que trató de matar al viejo te apuntó con un revólver?

—¿Y si lo hiciera? ¿Sabes lo que diría el capitán Tomkins?

—Claro que sí. Diría que fue una lástima que no descargara el arma sobre ti.

—O algo parecido. No contaré nada de lo sucedido con la muchacha. Quizá vuelva a encontrarla algún día. Tal vez entonces haya cambiado...

Hal se quitó el cigarro de la boca y miró significativamente a su amigo.

—¿Sabes qué pienso? Pienso que te gustaría volver a encontrarla, que sientes atracción por ella, que...

—Tienes razón en lo primero y en lo segundo, Hal. En cuanto a lo tercero, fuera lo que fuere, probablemente te equivocarías.

Más tarde, Hal estacionaba el automóvil en la parte posterior del Union City Hospital.

—Sigo pensando que tu idea no es tan buena —dijo—. Ya te has expuesto una vez a los gérmenes cuando fuiste a la casa. Ahora quieres arriesgarte de nuevo.

—Necesito saber tres cosas —dijo Travis mientras abría la puerta del automóvil—. Primera: ¿estuvieron en la casa? Segunda: ¿por qué? Tercera: ¿qué vieron?

—Adelante, entonces... Puedes seguir mezclándote con toda esa gente contaminada. En cuanto a mí, sólo tengo que llevarte hasta tu casa, eso es todo.

—¿No piensas entrar?

Hal movió la cabeza.

—Quiero terminar mi cigarro. Tengo para una media hora, más o menos.

Travis cruzó la puerta de entrada para las ambulancias. Allí se encontró con un agente de policía a quien no conocía.

—¿Qué sucede? —preguntó Travis.

—Aquí hay algunos enfermos especiales. ¿Qué desea?

—Quiero ver al doctor Collins.

El policía descolgó el teléfono.

—Aquí hay alguien que quiere ver al doctor Collins —dijo. Luego, volviéndose hacia Travis, le preguntó—: ¿Su nombre?

—¿Es necesario que lo diga?

—Usted quiere verle, ¿verdad?

—Gibson Travis.

El policía pasó el dato. Se oía el susurro de una voz al aparato, pero Travis no podía entender lo que decía.

—Sí, señor —dijo el policía, y colgó el teléfono. Entonces se volvió a Travis—: Tiene que ir a la habitación diez.

—¿Encontraré allí al doctor Collins?

—Por favor, no pregunte tanto y vaya a la habitación diez.

—¿Por qué no me contesta? ¿De qué se trata?

—La habitación diez está en el primer piso, a la izquierda.

Travis subió las escaleras. Después de pasar por una puerta giratoria de vidrio, se encontró con otro policía.

—Pero, dígame: ¿Qué es esto? ¿Un hospital o una cárcel?

—¿Adónde va?

—Su compañero me dijo que fuera a la habitación número diez.

—¿A la diez? No puede entrar allí.

—Gracias.

Travis comenzó a caminar por el pasillo.

—¡Espere! ¿Adónde va?

Travis se detuvo.

—Trato de salir por el corredor principal. Me acabo de dar cuenta de que no es hora de visitas.

—Quizá sea mejor que vayamos a la habitación diez.

—Bueno, si lo cree conveniente, acompáñeme. Pero creo que puedo encontrarla solo. No soy ciego ni estoy imposibilitado...

—De todos modos, quiero ver si entra allí.

El policía le acompañó por el pasillo. Pasaron por una puerta que daba a una especie de vestíbulo con otra puerta. Travis la golpeó.

—¿Sí?

—¿Esperaba a este hombre, señor?

—Oh, sí. ¿Es usted Gibson Travis?

Travis asintió.

—Entre, entonces.

Travis entró en una habitación llena de humo de tabaco. Media docena de hombres dejaron de conversar cuando él entró. Luego se sentaron y le dirigieron miradas interrogadoras. El doctor Collins no estaba allí.

—Creo que me he equivocado —se disculpó Travis—. Yo buscaba al doctor Collins. No quiero interrumpir la reunión de ustedes.

—Siéntese, Travis —dijo el hombre de las cejas espesas—. Yo soy el doctor Stone, médico interno del hospital. El doctor Collins está arriba, muy ocupado.

Tomó a Travis del brazo y le invitó a sentarse.

—Éste es el señor Travis, caballeros. Señor Travis, le presento a los doctores Seabright, Shearing, Witkowski, Wilhelm y Leaf. El doctor Seabright es del departamento local de Salud Pública, los doctores Shearing y Witkowski son miembros del cuerpo médico de este hospital, y los doctores Wilhelm y Leaf pertenecen al departamento nacional de Salud Pública.

Travis saludó a cada uno de ellos. Ninguno le pareció especialmente simpático, salvo, quizás, el doctor Leaf; en su rostro se dibujaba una leve sonrisa. A Travis le disgustaron los ojos negros y brillantes del doctor Wilhelm; tampoco le agradaba su ceño fruncido ni la expresión de su boca. Wilhelm fue el que habló primero.

—¿Así que usted vio a la joven? —dijo—. ¿Qué papel desempeña ella en este asunto?

—No comprendo...

—Vamos, señor Travis. Hemos estado buscándole toda la tarde. El capitán Tomkins dijo que usted la vio. ¿Qué aspecto tiene...? Bah, no importa; en realidad sólo queremos saber qué datos tiene usted de ella.

—No sé absolutamente nada.

—Entonces, ¿qué opina sobre el dibujo?

—¿Qué dibujo?

—El que encontraron en la casa de la calle Winthrop —gruñó—. ¿Se da cuenta, joven, de que estamos frente a una epidemia? El capitán Tomkins nos dijo que usted estaba con él en la casa cuando se declaró el incendio. También dijo que usted le mostró el diagrama. Y ahora no sabe de qué le estoy hablando. ¡Creo que nos está mintiendo!

Travis se levantó.

—Está mezclando las cosas, doctor Wilhelm. No tengo por qué contestar a sus preguntas. No esperaba que un representante del departamento nacional de Salud Pública...

—Él tiene razón, doctor —dijo el doctor Leaf—. Todos nosotros estamos demasiado nerviosos. Hemos trabajado tanto en este asunto...

—Señor Travis —dijo el doctor Wilhelm aproximándose—. ¿Ha observado el diagrama dibujado sobre la pared de aquella casa?

—Ahora que me habla de otra manera, le contestaré. Sí, señor.

—Temo que no puede explicarnos nada acerca de su significado.

—No, lo siento. Entiendo poco de electricidad...

—Tampoco saben de electricidad el capitán Tomkins, ni los demás que estuvieron ayer en la casa, antes de que se quemara. Nadie tiene ojos, nadie tiene memoria...

—Lo siento. Yo no me gradué en física nuclear, doctor Wilhelm —replicó Travis.

—¿Por qué dice eso? —Wilhelm era un hombre fornido. Mientras hacía esta pregunta se situó a un palmo de Travis.

—No sé qué pretende usted de mí —contestó Travis—. Sólo he venido aquí para ver al doctor Collins.

—No estoy seguro de que no sepa nada —dijo el doctor Wilhelm—. ¿Por qué quiere ver al doctor Collins?

—Bueno, si es necesario, le diré que deseaba conversar con algunos pacientes.

—¿Acaso por curiosidad morbosa?

—No. Necesito saber si alguno de ellos estuvo en la casa de la calle Winthrop.

El doctor Leaf se acercó.

—Creo que puedo contestarle a esa pregunta. Hemos interrogado a los doce enfermos..., a los que todavía pueden responder. Ninguno entró en la casa.

—¿Así que ahora hay doce casos? Entonces, ¿cómo explica usted...?

—Venga y le mostraré algo —dijo el doctor Leaf dirigiéndose a la puerta—. Volveré en seguida, caballeros.

El doctor Leaf y Travis salieron de la habitación.

—No se ofenda por la actitud del doctor Wilhelm, señor Travis —dijo Leaf mientras caminaban por el pasillo—. Él es el responsable de este asunto y debe informar al Gobierno..., el cual no acepta informes negativos.

—Supongo que tendrá muchas preocupaciones.

—Si se tratara de algo tan simple como un virus... Los virus son partículas de materia formadas por una parte inerte y una parte con vida, demasiado pequeños para ser vistos con los microscopios comunes, capaces de atravesar los filtros más delicados. Están constituidos por diminutas moléculas de proteína, los compuestos más delicados que existen en la naturaleza, y un ácido nucleico. Si estos virus atacan al mismo tiempo todas las células del cuerpo humano, como parece ocurrir en estos casos, podrían consumirlas y reproducirse al mismo tiempo. Cada uno de los pacientes que tenemos arriba sería un campo excelente para alimentar a miles de millones de virus. Estos virus no poseen sistema respiratorio ni circulatorio. No responden a los estímulos. Es ridículo que le hable de esta manera. Es probable que lo que nos preocupa actualmente no haya sido originado por un virus, pero, si lo fuera, sabríamos contra qué estamos luchando. En eso estamos.

Se detuvieron frente al control de admisiones. A un lado había un gran mapa de la ciudad, Union City, cubierto con un vidrio.

—Observe todos estos puntos negros que hemos marcado —dijo el doctor Leaf—. Aquí está la casa de la calle Winthrop —continuó, señalando un punto rojo—. Ahora mire de nuevo los puntos negros.

Travis estudió el mapa. Doce puntos negros, a distancia de una manzana y media aproximadamente, rodeaban, en varias direcciones, al punto rojo.

—Están distribuidos en un área pequeña alrededor de la casa —se aventuró a decir.

—Así es. En todas direcciones. Por ello se descarta la posibilidad de que las bacterias hayan sido transportadas por el viento, los desagües u otros medios de transporte, incluyendo los animales, insectos, moscas, etcétera, que hubieran llegado a una mayor distancia de su fuente originaria.

—Entonces, ¿a qué se podría achacar una distribución semejante? —preguntó Travis.

El doctor Leaf sonrió. Era un hombre de mediana edad y no muy corpulento, a quien cualquiera podría confundir con un próspero comerciante o con un banquero. Sus ojos chispeaban de inteligencia; su perpetua sonrisa se contagiaba a los demás.

—El doctor Wilhelm se puso muy nervioso cuando usted mencionó la física nuclear, porque acabábamos de hablar sobre eso antes de que usted llegase. Él tenía la esperanza de que usted podría recordar algo del diagrama, ya que el capitán Tomkins y los demás no lo lograron. El capitán de policía no sabía si usted entiende algo de electricidad. El doctor Wilhelm le pidió al agente que le hiciera pasar apenas llegara...

—He venido con una sola idea en la mente; y me encuentro con todo esto. ¿A qué se debe semejante despliegue de policías?

El doctor Leaf se acercó a un sofá del vestíbulo y se sentó. Ofreció un cigarrillo a Travis.

—Hasta que sepamos algo más sobre esta enfermedad debemos andar con cuidado. Hemos impedido la entrada de toda persona ajena al hospital, hasta a los periodistas. A propósito, tengo entendido que usted también lo es.

—Pero actualmente me encuentro en situación de excedencia.

—Hace un momento el doctor Wilhelm decía que él debiera de haberse retirado, como tenía planeado. Así no se hubiera visto comprometido en este asunto. Eso es muy comprensible para nosotros, pero no para Springfield, que siempre exige y espera resultados.

—Exactamente igual que en el periódico.

—Bien —dijo el doctor Leaf—, he mencionado la palabra virus. Comúnmente, una enfermedad ataca alguna área especifica o provoca una combinación de síntomas; y a veces se manifiesta como una erupción cutánea general, como en las enfermedades infantiles. Sin embargo, en este caso parece proceder arbitrariamente. Ataca a un hombre tanto por dentro como por fuera. El doctor Wilhelm piensa que quizá la gente de ese laboratorio trabajaba con materiales radiactivos. Quizá los investigadores no advirtieron los efectos mortales que esas radiaciones podrían provocar; lo destruyeron todo cuando enfermó el primer anciano. Es ilegal trabajar con materiales radiactivos. Razón de más para destruirlo todo y luego incendiar la casa. Es probable que el viejo sea uno de los implicados.

—¿Entonces suponen que se trata de radiaciones?

—Eso parece más razonable que inventar un nuevo virus mortal. Nosotros reconstruimos los hechos de la siguiente manera: el viejo está experimentando; recibe así la mayor proporción de rayos a causa de su proximidad a la fuente; cae enfermo por efecto de la exposición. La gente del vecindario sólo enfermará más tarde, ya que está alejada del lugar de los experimentos. ¿Le parece lógico?

Travis hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Si se trata de radiaciones, ¿por qué los médicos no pudieron diagnosticarlo inmediatamente? Deben de saber bastante sobre el tema.

—Parecen radiaciones de un tipo desconocido —dijo el doctor Leaf—. Los dos hombres muertos y los que ahora se encuentran en el hospital no evidenciaron síntomas de radiaciones venenosas. Les administramos hexametafosfato, el antídoto para el envenenamiento por uranio, con la esperanza de que experimentaran alguna mejoría. No registramos ningún efecto. La única razón es que la radiación no es venenosa.

—¿La detectaron los contadores Geiger-Müller?

—Hicimos funcionar un contador en la casa incendiada y también aquí arriba, en el pabellón donde se encuentran los doce hombres. No evidenciaron la menor radiación.

—¿Qué sucede, entonces?

El doctor Leaf se encogió de hombros.

—Me resulta imposible contestar a su pregunta. El micrótomo nos ha revelado que todas las células del cuerpo de los dos hombres que murieron han sufrido el mismo grado de degeneración. La biopsia de los pacientes que aún se hallan con vida, muestra una degeneración similar, aunque no tan avanzada. Es como si el sol los hubiera quemado por fuera y por dentro al mismo tiempo. Como un aparato de diatermia. No se conoce ningún agente capaz de producir un proceso de este tipo.

Permanecieron silenciosos unos minutos. Luego Travis preguntó:

—¿Qué les ocurrirá a los hombres que están enfermos?

—Morirán. Los tres primeros que llegaron deben de haber muerto ya.

—¿Vio usted el diagrama que dibujó el primer paciente?

El doctor Leaf sonrió.

—Sí. Todos lo vimos y tuvimos una discusión al respecto. Piense un poco; alguien se contagia con esta enfermedad; siente que se vuelve loco; el dolor es terrible. Tengo entendido que al anciano le administraron una fuerte dosis de morfina y, aun así, no fue suficiente para calmarlo mientras lo trasladaban a la habitación. Veamos, ¿qué pensaría usted de lo que un hombre en ese estado ha dibujado?

—El doctor Collins dijo que en aquel momento parecía bastante consciente.

—Oh, no quiero que me interprete mal. En el dibujo puede estar la clave de todo el problema. No lo niego. Todos lo hemos considerado bajo ese aspecto. Según el doctor Wilhelm, es un símbolo fálico. Otros creen que es una clave, la dirección de alguna casa o algo que el individuo soñó. Reconocemos, por supuesto, que tendría un significado científico si el hombre era en realidad un investigador. Significa hembra. Pero, ¿hembra de qué? Hemos estudiado flores, insectos y animales tratando de localizar alguna clase del orden 23X, tal como escribió en el interior del círculo. Pero no hemos encontrado nada revelador.

—Usted dijo que el anciano podría ser el autor del experimento, el que recibió la dosis mayor de radiaciones. ¿Y qué me dice de quienes destruyeron el laboratorio?

—Sus ayudantes tuvieron, posiblemente, mejor suerte —dijo el doctor Leaf—. Hay muchas cosas raras en este caso... No sé qué pensar. Tampoco están más seguros que yo el doctor Wilhelm y los demás.

Travis arrojó su cigarrillo al suelo. Cayó junto a sus pies.

—Perdone que se lo diga, doctor, pero mi fe en la medicina ha decaído mucho. Si media docena de doctores que tendrían que entender algo de esto no resuelven el problema, ¿quién podría hacerlo, entonces?

—No haga una acusación tan general contra la medicina, señor Travis. Nosotros, los médicos, somos los primeros en admitir que es básico en nuestra profesión conocer las causas de las anomalías que se producen en un cuerpo humano. Pero no siempre logramos averiguar por qué muere un hombre. Hay numerosos misterios en el laboratorio, sobre la mesa de disección, bajo la lente del microscopio. Lo más probable es que la solución de este asunto esté delante de nuestras narices y que sea algo muy simple...

—¿Qué le parece si le hago algunas sugerencias? —preguntó Travis.

El doctor Leaf sonrió.

—Me agradará oír lo que usted pueda decirme. ¿Quién sabe? Quizás usted acierte con la solución.

—Probablemente no acertaré, doctor Leaf —dijo Travis—. Tengo ciertas dudas sobre un aspecto de la cuestión.

—¿Cuáles son?

—He pensado varias veces en ello. Numerosas mujeres viven en el barrio de la calle Winthrop uno, siete, dos, dos, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué ninguna ha caído enferma?

—Ya hemos discutido este asunto. Es tan misterioso como el resto del asunto.

—¿Ha pensado en la posibilidad de que en el cuerpo femenino haya alguna sustancia que las inmunice?

—Sí, desde luego. Podrían ser hormonas femeninas. Ya hemos inyectado estas hormonas a algunos de los pacientes, pero no experimentaron ningún cambio positivo.

—¿Qué puede decirme acerca del tejido afectado? Se vuelve gris, luego negro y aparecen esas ampollas rojas y manchas de color púrpura. ¿Mueren las células en esos lugares?

—Hemos examinado la piel, tal como le dije. Parece como si las células no quisieran seguir viviendo. Realizan sus funciones en forma imperfecta, esperando la muerte. Y la muerte llega, por cierto. Quizás esas células no puedan producir ya cantidades suficientes de los materiales que necesitan para realizar sus metabolismos. Van muriendo lentamente y producen las ampollas y las manchas purpúreas sin ningún control, del mismo modo que el cáncer ocasiona algunas veces una forma de melanomatosis que va acompañada por una pigmentación oscura de la piel. Pero esto es mucho más profundo... Creo que debo volver allá —dijo bruscamente el doctor Leaf, quitándose el cigarrillo de la boca—. Ya que usted no recuerda nada acerca del diagrama o de la muchacha, no necesita volver conmigo.

Se levantó.

—Muchas gracias, doctor. Un amigo me espera. Será mejor que me vaya.

Los dos hombres caminaron por el corredor hasta llegar a la habitación diez. Entonces, el doctor Leaf dijo a Travis:

—Usted parece estar interesado en este asunto. Si tiene alguna idea o encuentra algo interesante, avísenos, por favor.

Le tendió la mano, sonriendo. Travis se la estrechó, prometiéndole que lo haría.

Cuando volvió al automóvil, Hal le acosó a preguntas. Travis le refirió detalladamente todas las conversaciones mientras se dirigían a su apartamento.

—Así que estás dispuesto a continuar el juego, ¿eh? —comentó Hal.

Travis le miró.

—Por la forma en que hablas me haces sospechar que estás complicado en este asunto, Hal.

—Sí, por supuesto. Me sobra tiempo, ¿verdad? Creo que estás loco. ¿Para qué está la policía? Los más importantes facultativos de Springfield han venido para ocuparse del asunto, pero nadie ha efectuado aún progresos reales. ¿Te crees capaz de hacer algo?

—Aún no lo he intentado. Hasta ahora sólo he sido un inocente observador.

—Sí, un inocente observador..., pero esta tarde casi te pegan un balazo en la pierna.

—El incidente de esta tarde me ha decidido a continuar investigando este caso.

Hal gruñó. Detuvo el automóvil frente al apartamento de Travis.

—¿Por dónde comenzarás?

—Oh, tengo un par de ideas —contestó Travis, señalando la ficha que tenía en su bolsillo.

—Llámame cuando me necesites.

—Gracias, compañero —dijo Travis, saltando fuera del vehículo y cerrando la puerta.

Hal se alejó en el automóvil.

Travis entró en la casa. Su mente estaba rebosante de pensamientos acerca de aquellos doce hombres moribundos, con la piel veteada de gris, que yacían en el Union City Hospital; virus, radiaciones y células aniquiladas.

¿Cuál era la respuesta? Recordó que Arrowsmith habría sido capaz de montar un laboratorio con un microscopio y un palillo de dientes. «Bueno —pensó—, yo no sabría qué hacer con el microscopio, pero, en cambio, manejaría bastante bien el palillo de dientes. Conozco algo de lógica, y la ciencia es, ante todo, sentido común.» Recordó una frase de Albert Einstein: «La ciencia toda no es más que el refinamiento de la actividad mental cotidiana».

Él era incapaz de razonar tan bien como cualquier hombre de ciencia, siguió reflexionando. La diferencia estribaba en que el científico posee un mayor acopio de datos. Experimentó aquella familiar sensación de júbilo por haberse decidido a continuar investigando. Hasta el momento no le había ido tan mal... Además, en su bolsillo guardaba una ficha que podría ayudarle a descubrir algo.

Tomó el ascensor para subir a su apartamento. Rosalee Turner. Un bonito nombre. Se preguntaba cómo sería. Decidió buscarla al día siguiente mientras se encontrara trabajando en aquella sociedad de desarrollo, en Drexler Drive.

Bostezó mientras introducía la llave en la cerradura de la puerta. Entró en la habitación. Percibió un rápido y brusco movimiento a través de la puerta entreabierta. Los músculos se le pusieron tensos y se le erizaron los pelos de la nuca.

Empujó la puerta con fuerza. Se arrojó al suelo y luego se abalanzó contra la persona que se encontraba allí.

6

Travis embistió golpeando. Su brazo alcanzó al otro y oyó el ruido metálico producido por un objeto que después de golpear contra la pared cayó al suelo. Ni siquiera tuvo tiempo de pensar si sería un revólver, pues toda su atención estaba concentrada en la forma de dar al intruso un puñetazo que le dejara fuera de combate.

Su puño pasó rozando un rostro que apenas era visible a la escasa luz que se filtraba del vestíbulo; luego chocó contra su cuerpo. Travis se apoderó de los brazos del otro, impidiéndole actuar... Entonces descubrió que era una mujer. Una ráfaga de colonia perfumada la traicionaba.

Sin soltarla, caminó hasta la pared para encender la luz. Vio entonces que era la rubia del hospital, la joven que disparó contra él en el callejón. La empujó y ella avanzó unos pasos dando traspiés, mientras Travis recogía el arma del suelo y la encañonaba.

Cerró la puerta de un puntapié. Era la misma y hermosa rubia que tenía el corazón endurecido. No llevaba sombrero ni abrigo. El vestido bien confeccionado acentuaba su fina cintura. Ella lo miraba desafiante; su labio superior sobresalía un poco, afianzando su seguridad. Tenía algo que la distinguía de todas las demás mujeres que Travis había conocido. Quizá le parecía excepcional porque no le daba cuartel; tan decidida estaba a realizar lo que se proponía, aunque costara la vida de un hombre: Travis. Nunca se había sentido tan odiado.

—Siéntese —le ordenó, señalando con el revólver una silla.

—Gracias, prefiero estar de pie —contestó ella.

Su voz era vibrante y bien modulada.

—Como prefiera —dijo Travis, hundiéndose en un sillón—. ¿Qué se propone?

—Sinceramente, nada más que matarlo —respondió ella con calma.

—¿Por qué quiere matarme? ¿No bastan ya los otros?

—Usted es mi caso favorito. Realizaré mi proyecto a pesar de lo que pueda ocurrirme ahora.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué va a sucederle ahora?

—Usted llamará a la policía.

—Exactamente, nena. Pero creo que antes tenemos que conversar un poco para resolver nuestras pequeñas diferencias.

—Nuestras diferencias no son pequeñas. Usted es el único... No, son dos en realidad los que saben que estuve en el hospital.

Travis se quedó perplejo.

—¿Y lo admite?

—Usted y un hombre llamado Hal Cable son mis dos casos especiales.

Travis abrió el revólver, lo descargó y se guardó las balas en el bolsillo.

—No pienso seguir toda la noche con esto en la mano —dijo mirando el arma—. Parece nuevo.

—No ha sido estrenado, si le interesa saberlo.

—Probablemente ahora nunca lo será —dijo arrojando el revólver sobre la mesa.

—Parece estar muy seguro.

Travis se inclinó hacia delante.

—Veamos, preciosa —dijo—, ¿qué significa todo esto? ¿Por qué trató de matar al viejo?

—¿Pretende que se lo diga? —dijo ella, sonriendo con sorna.

—Usted podría decírmelo, ya que dentro de un rato tendrá que explicárselo todo a la policía. Me gustaría ser el primero en escucharlo; eso es todo.

—No diré absolutamente nada a la policía.

—¿Qué relación tiene el anciano que murió con los otros hombres enfermos?

Ella le miró sarcásticamente, pero no contestó.

Travis se levantó y, dirigiéndose hasta donde se hallaba la joven, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su traje, pero ella le dio un tirón.

—¿Qué hace usted? —dijo la muchacha con enojo.

—¡Cállese! —contestó Travis, cogiéndole un brazo y doblándoselo contra la espalda.

—¡Me está torciendo el brazo!

—Se lo soltaré después de que haya revisado sus bolsillos.

La joven forcejeaba, pero no pudo impedir que Travis revisara los dos bolsillos de su traje. En uno de ellos encontró un pequeño monedero adornado con cuentecillas.

—¡Ahora siéntese! —dijo, empujándola con fuerza hacia el sofá.

La rubia cayó sobre el diván. Luego se enderezó. No le sacaba a Travis la vista de encima. Éste se dirigió hasta la puerta, la cerró con llave y volvió junto al sofá. Comenzó a abrir el monedero.

—No encontrará nada ahí —dijo la joven.

—¿No?

Travis volcó el contenido sobre el sofá. Había un lápiz de labios, un espejo, una polvera, una billetera, cigarrillos, un encendedor. Abrió la billetera. Contenía dos billetes de diez dólares, un dólar suelto, algunas monedas, un carnet de seguridad social a nombre de Betty Garner, un permiso de conducir al mismo nombre, con domicilio en la calle Praire, 1822 Oeste, Union City, Illinois.

—Así que usted se llama Betty, ¿eh? Betty Garner. Bonito nombre.

—Usted se cree muy sagaz —dijo ella cruzando sus bien modeladas piernas y mirando en otra dirección.

—Betty —repitió él lentamente—. Alguien la interrogará tarde o temprano. ¿Cómo es posible que una muchacha como usted haya podido mezclarse en este asunto?

—Gracias por el cumplido. Me abstengo de hacer comentarios.

—¿Cuánto paga Dutch McCoy para eliminarme?

Ella le miró con expresión divertida.

—¿Eliminarle? Vaya una palabra rara. Hace años que no oigo un término semejante. ¿No le parece que es un poco melodramático?

Travis examinó el permiso de conducir.

—Usted trata de parecer mayor, pero aquí dice que tiene sólo veintidós años. ¿Qué clase de padres tiene, Betty, que le permitieron meterse en un lío tan grande?

—Por favor, no mezcle en esto a mis padres.

—Un punto flaco, ¿eh?

Travis sacó una libretita del bolsillo superior de su chaqueta, la abrió por una página en blanco, se acercó a la joven y comenzó a dibujar. Al principio ella no le prestó atención; pero Mego echó una mirada, en el momento en que Travis terminaba de dibujar un círculo apoyado en la parte superior de una cruz, en el interior del cual estaba escrito: «23X».

Ella le arrebató la libreta y rompió la hoja. Había temor en su mirada. Su rostro estaba pálido; tenía los ojos muy abiertos y la respiración muy agitada.

—¿Qué es lo que usted sabe? —le preguntó la joven, horrorizada.

—Bastante.

Ella se mordía el labio superior. Le miraba muy preocupada mientras en su mano crujía el arrugado papel.

—Usted no puede saberlo —dijo la muchacha en voz baja.

—¿No? ¿Por qué? —preguntó Travis, sonriendo maliciosamente.

—Si lo supiera no estaría ahí sentado —replicó ella.

—¿Dónde estaría entonces?

La rodeó con el brazo.

—Oh, no lo sé. —Ella se llevó la mano a la frente—. Déjeme pensarlo. Usted..., usted me hizo poner nerviosa.

—¿Yo la he puesto nerviosa? —sonrió Travis—. Usted me ha puesto nervioso a mí. Primero en el hospital, luego en la calle y ahora aquí, en mi apartamento. ¡Y usted cree que soy yo el causante de sus nervios!

Travis apoyó las manos sobre los hombros de la joven.

—¿Por qué no me lo cuenta todo?

Ella movió la cabeza.

—¿Por qué no disparó su revólver cuando Hal y yo salimos de la taberna?

—No sé. Yo... Yo...

Travis estaba muy cerca de la joven. Podía apreciar la turbación en sus ojos, el temblor de sus hermosos labios, el halo de luz que rodeaba sus cabellos rubios.

De pronto, la estrechó contra él, respondiendo a una imperiosa necesidad que le inundaba. Sus labios se encontraron.

Ella inmediatamente se puso rígida y comenzó a arañarle y a golpearle con la punta de los zapatos. Pero Travis no la soltaba ni despegaba sus labios de los de la joven. Ella cedió pronto y dejó caer los brazos, como vencida. Pero no dijo una palabra.

Cuando Travis la soltó, la muchacha se recostó sobre el sofá, mirándole sorprendida.

—Yo..., yo —balbuceó temblando—, yo no pensé que sería así...

—Es usted muy hermosa —dijo él, inclinándose, como si fuera a estrecharla nuevamente.

—¡No! —gritó ella—. Por favor, no vuelva a hacerlo.

Se levantó del sofá y caminó por la habitación.

—¡Qué he hecho! —exclamó.

—¿Qué ha hecho? Ahora se pone melodramática. ¡Qué ha hecho! Tiene gracia —gruñó Travis.

Ella le miraba seriamente.

—Ya sé por qué no le maté esta tarde. Usted tiene algo, señor Travis... —Frunció el ceño y prosiguió—: Pero no sabe nada acerca de ese símbolo, ¿verdad? No, no debe saberlo, porque...

—¿Por qué?

Ella se encogió de hombros, resignadamente, y se sentó en un sillón.

—Ya me habían prevenido que podía suceder algo así. Pero no me imaginaba...

Parecía estar hablándose a sí misma.

—Jamás he conocido a una muchacha que hablase de un modo tan raro —afirmó Travis—. Jamás termina sus frases. ¿Qué significa todo eso?

—No puedo decírselo.

—Veamos, entonces, ¿qué puede contarme?

—Sólo una cosa —dijo ella seriamente—. Puedo darle un consejo. No sé por qué lo hago, pero me sale del corazón. Suicídese.

—¡Que me suicide! —dijo Travis sonriendo—. ¿Está loca?

—Ahora que le he dado el consejo —dijo ella con frialdad—, ¿por qué no llama a la policía tal como me anunció? Estoy preparada.

La joven evitaba la mirada de Travis.

Ahora le tocaba a él estar confundido. Si llamaba a la policía, perdería a la muchacha y también la posibilidad de obtener algún dato. Ya la había interrogado sin éxito, aunque ella no pudo evitar una reacción frente al dibujo del símbolo.

—¿Qué pasó en la calle Winthrop, uno, siete, dos, dos, Betty?

—Llame a la policía.

—¿Cómo puede usted ser tan indiferente cuando hay doce hombres muñéndose en el Union City Hospital?

No respondió. Travis siguió preguntándole.

—¿Conoce algo acerca de los virus?

Ella permaneció muda.

—¿Y sobre radiaciones?

Entonces le miró intensamente.

—Es absurdo, señor Travis, que siga haciéndome estas preguntas —dijo con calma—. No le responderé. Es mejor que llame a la policía.

La muchacha había recuperado su compostura anterior y su actitud desafiante.

—La policía posee métodos eficaces para obtener informaciones.

—Quizás yo tenga un método para no hablar.

—Muy segura de sí misma, ¿verdad?

—Tengo razones para estarlo.

Travis se levantó, dirigiéndose al teléfono. En realidad, estaba simulando, tratando de ganar tiempo. Además, le interesaba saber qué haría ella cuando él marcara el número de la policía.

Mientras pensaba en ello, dio la espalda a la chica un solo instante pero fue suficiente. Oyó un crujido y, al mismo tiempo, pudo ver un brazo que arrojaba algo metálico y brillante por el aire. Se maldijo por haberse descuidado durante aquel instante. Luego, dentro de su cabeza se produjo una especie de explosión luminosa, seguida por la más completa oscuridad.

Cuando Travis despertó, se encontró tendido sobre el suelo de su apartamento. Las luces estaban encendidas. Sentía un zumbido en los oídos y, al tratar de incorporarse, su cabeza comenzó a trepidar como una lavadora en funcionamiento.

No terminaba de reprocharse su estupidez. En tantos años de periodismo nunca le había sucedido nada semejante. Tuvo que soportar amenazas, empujones, bofetadas, patadas, maldiciones, insultos, arañazos... pero nunca lo desmayaron de un golpe.

Cuando consiguió incorporarse, se maravilló de estar aún con vida. La muchacha había hablado en serio..., de eso no había duda. Dijo que él y Hal constituían sus «casos favoritos». Fue hasta la cocina y se sirvió una bebida fuerte. Al pasar junto al espejo, se detuvo un momento para contemplarse.

—Hijo de mala madre —dijo a su imagen en el espejo.

Sentía el golpe que había recibido en la cabeza. Al palparse esa zona con los dedos experimentó un dolor terrible en todo el cuerpo.

¿Por qué no le había matado? De pronto recordó que ella le había dicho en cierto momento que él «tenía algo» que la detenía. Quizás estaba enamorada. Gruñó de rabia. Vaya forma de comenzar un romance, con un golpe en la cabeza. ¿Con qué le habría golpeado? Volvió a la habitación y buscó el arma.

Luego recordó el resplandor metálico. Buscó el revólver, pero había desaparecido. Hurgó en su bolsillo. No encontró las balas; eran lo único que le faltaba.

—¡Condenada criatura! —exclamó.

Volvió a la cocina y se sirvió otra copa. Miró al reloj. Las tres de la madrugada. No podía hacer nada a aquella hora.

¿Qué papel desempeñaba la muchacha? ¿Qué significaba el símbolo? ¡El condenado asunto iba volviéndose grotesco! Pero parecía evidente que el anciano estaba lúcido cuando lo dibujó.

Apuró su copa y se acostó.

A la mañana siguiente le despertó el timbre del teléfono. Era el capitán Tomkins. Dijo que el jefe de policía, Ward Riley, y el coronel Dwight O'Brien necesitaban verle. Travis tomó rápidamente el desayuno y se dirigió al juzgado.

—El capitán Tomkins me avisó que debía presentarme aquí —dijo Travis al sargento Webster—. Parece que el jefe y el juez desean verme.

—Aguarde un momento, señor Travis.

Travis tomó asiento en un banco y se puso a hojear el «Star» del jueves por la mañana. Por él supo que cuatro de los hombres que fueran internados el miércoles en el hospital habían muerto.

Sansone, Tobías y Kronansky eran tres de los muertos, tal como lo había predicho el doctor Leaf. El cuarto era un hombre llamado Rills que, evidentemente, llegó después. Travis pensó en sus viudas; ojalá lo tomaran con resignación.

Aunque la noticia de la epidemia y el anuncio de las seis muertes ocupaba un lugar importante en la primera página, Travis se complació al ver que el "Star" no exageraba las proporciones de los hechos, ya que una cosa semejante podría causar pánico entre la población. Los relatos eran sobrios, pero describían exactamente los sucesos. Las fotografías del doctor Leaf y del doctor Wilhelm producían un efecto tranquilizador.

El «Star» insinuaba que el foco epidémico sería rápidamente localizado, ya que la oficina de Salud Pública local había solicitado la intervención del departamento nacional.

Travis se sintió confortado al leer que no se habían registrado nuevos casos hasta el cierre de la edición del jueves, a las tres de la mañana, o sea a la hora en que volvió en sí después de haber sido golpeado. Se frotó instintivamente el chichón que tenía en la cabeza.

El periódico publicaba una extensa crónica sobre lo ocurrido y una entrevista al doctor Leaf efectuada por Donald Gilberts. Si Travis no hubiera estado con permiso, probablemente le habría tocado hacerla a él. Al final, el doctor Leaf daba su opinión acerca de la teoría de los virus, en contra de la teoría radiactiva. Se rió para sus adentros. La situación debía ser seria. De otro modo, el doctor Leaf no hubiera concedido una entrevista a la prensa.

Una voz le volvió a la realidad.

—¿Todavía está Travis?

—Sí, capitán —replicó el sargento Webster—. Está esperando afuera.

La puerta de la oficina del jefe se abrió y apareció el capitán Tomkins.

—Pase, Travis —dijo.

Travis dejó el periódico y entró en el amplio despacho del jefe de policía. Ya conocía a Riley, hombre alto y pesado, de cabello canoso, que solía usar gafas, salvo cuando hablaba en las ceremonias de graduación de los cadetes y en la fiesta del 4 de julio. También conocía al juez O'Brien, un hombre enjuto y demacrado, completamente calvo, de nariz larga y fina, ojos grises y dientes irregulares. Mascaba en todo momento un pedazo de tabaco. O'Brien se parecía exactamente a la imagen convencional de un juez de primera instancia. El capitán Tomkins también estaba presente. Travis vio, por último, al doctor Leaf, con su oblicua sonrisa habitual.

—Me imagino que usted conoce a todo el mundo, señor Travis —dijo el jefe.

Hizo un gesto de asentimiento:

—Sí, anoche conocí al doctor Leaf.

—Entonces, no hacen falta preámbulos.

Todos tomaron asiento y Travis encendió un cigarrillo.

El policía prosiguió:

—O'Brien ha decidido que no necesita su ayuda para la investigación porque cree que la muchacha no tiene nada que ver con la muerte del anciano. ¿Es así, Dwight?

—Sí —dijo O'Brien—. Ella puede haber tenido alguna participación en los acontecimientos que culminaron en su muerte, pero no es la causa directa.

—Pero usted está todavía complicado en el asunto —continuó el jefe—. Usted se encontraba allí cuando la muchacha llegó, según me han informado, y también estuvo en la casa.

—Es verdad.

—Entonces, ¿tendría inconveniente en hacer su declaración?

—Al contrario.

—Creo que lo que usted nos va a decir puede orientarnos; quizá nos proporcione una clave por medio de algún dato que para usted carezca de importancia. Tengo interés en que se deje constancia de todo lo que usted recuerde sobre este caso, desde el principio hasta este momento. ¿Tiene algo que objetar? ¿ Travis aceptó.

—Me han dicho que el «Star» le ha concedido un año de excedencia. Después de dar su testimonio podrá alejarse de la Capital durante todo el tiempo que desee. ¿Ha decidido adonde irá?

—Todavía no —admitió Travis—. Todo esto me ha dejado aturrullado.

—Una rubia, jefe —intervino el capitán Tomkins—. ¿No recuerda su pelea con la muchacha rubia, en el hospital?

Todos rieron, a excepción de Travis.

—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó éste—. En el «Star» mencionan cuatro fallecimientos.

—Dos más esta mañana —dijo el doctor Leaf—. Ahora el total asciende a ocho.

Travis inclinó tristemente la cabeza.

—Supongo que no hay esperanzas...

—Aunque sea un lugar común, señor Travis, mientras hay vida, hay esperanza —dijo el doctor—; pero los otros cuatro parecen condenados a seguir el mismo camino. Es curioso que no se presenten casos benignos. El que enferma, está condenado. A menos que aparezca algo que no se nos haya ocurrido hasta ahora.

—Usted recibió esta mañana un informe de Chicago, ¿no es así, doctor Leaf? —preguntó el jefe.

El doctor asintió y dijo:

—Han hecho experimentos completos con los tejidos. Se diría que existen más motivos para pensar en una forma de radiación que en un virus, porque es evidente que todas las células se muestran afectadas en el mismo grado. El examen demostró que, sea lo que sea, estimula la actividad de la célula más allá de lo normal, destruyendo los genes y cromosomas en cualquier estado de evolución.

—Pero ninguna mujer... —se apresuró a decir el capitán Tomkins.

—Ya sé lo que iba a decir —prosiguió gravemente el doctor Leaf—. En efecto, ninguna mujer ha sido afectada. Ahora bien, caballeros, una célula es una cosa extremadamente compleja. La diferencia principal entre las células de un hombre y las de una mujer dependen de sus valores productivos, de las sustancias que segregan; su actividad glandular productora de hormonas, por ejemplo. Este proceso debe estar relacionado con lo sexual, pues las células femeninas y las masculinas cumplen sus funciones ordinarias de la misma manera. ¿Cuáles son las células masculinas atacadas en este caso? La respuesta sigue siendo una incógnita, aunque todos, en el hospital, formulamos algunas teorías al respecto. Ahora es, sobre todo, un asunto de eliminación. Terminaremos por averiguarlo.

Encogió los hombros y añadió más amablemente:

—Y una vez descubierto, no sé lo que haremos. Tal vez no sea más que el principio.

—Me hace pensar en una especie de cáncer —dijo O'Brien tomando un trozo de tabaco—. Un doctor me explicó algo así en cierta ocasión.

—Sí —replicó el doctor Leaf—, hay semejanza con el cáncer porque en este caso también las células son afectadas y mueren; pero algunas de ellas se inflaman y producen esas manchas rojas y purpúreas que nos han llamado la atención. Hay cientos de agentes químicos capaces de iniciar procesos cancerosos. Hasta los rayos del sol, recibidos con exceso, pueden producir un cáncer de la piel. El aire que respiramos contiene miasmas que, al parecer, pueden causar el cáncer. Las impurezas producen, en las áreas sensitivas, una irritación que altera el funcionamiento de las células, y los enzimas, esos miles de catalizadores químicos que gobiernan el crecimiento, y la química de la célula misma son afectados.

Mientras el doctor hablaba, Travis, distraídamente, se acarició la cabeza, y al encontrarse con la dura protuberancia que se le había formado, retiró la mano con presteza.

El doctor Leaf observó su movimiento y se acercó a él.

—Vaya. Tiene un feo chichón; no debe descuidarlo.

—¿Qué le ha ocurrido, Travis? —inquirió el jefe con interés.

—Bueno —dijo Travis—, no era mi intención decírselo, pero ya que viene al caso les confieso que me lo hizo la rubia que mencionó el capitán Tomkins. Me golpeó con un revólver.

—¿Por qué no refirió antes este hecho? —preguntó el capitán Tomkins, malhumorado.

—Para no perder la oportunidad de conseguir una información real. Ella me esperaba anoche, cuando volví a mi casa. Se había apostado detrás de la puerta con un arma.

A continuación hizo un resumen de lo sucedido con la muchacha.

—Se llama Betty Garner, ¿eh? —subrayó el capitán, anotando el nombre en su libreta—. ¿Cuál es su domicilio?

Travis se lo dijo.

—¿Por qué no llama a una patrulla y hace vigilar la casa? —intervino el jefe.

El capitán tomó el teléfono y dio la orden.

Una voz contestó: «Imposible comunicarnos con la patrulla que acaba de salir. Hay un desperfecto en la radio. El mecánico viene hacia aquí».

El capitán colgó el receptor con impaciencia y dijo:

—Saldremos nosotros. Me parece que tenemos que seguir en esta dirección.

—Yo me figuraba que lo sucedido anoche quedaría estrictamente entre la chica y yo —objetó Travis.

—Entonces, acompáñenos —dijo el capitán, sonriendo—; les cederemos a usted y a ella el asiento de atrás.

Poco después, Tomkins y Travis salieron en un coche patrulla que recorrió velozmente la avenida en dirección al extremo oeste de la ciudad, hasta llegar a una zona urbana en transformación. Los viejos y severos edificios habían sido desplazados y surgían nuevas construcciones blancas, de un solo piso y líneas modernas.

Cruzaron a toda prisa West Prairie, dejaron atrás praderas bien cuidadas, senderos pavimentados y bloques de pisos deshabitados. Los números pares estaban en el lado norte: 1600, 1700, 1800, 1802, 1806, 1810, 1812, 1818, 1820, 1824.

—¡Eh! —gritó Travis—, lo hemos perdido.

El capitán Tomkins se giró desde su asiento delantero y le dijo sonriendo:

—Puede estar seguro; y usted es el responsable. El mil ochocientos veintidós no existe.

7

Travis pasó el resto de la mañana en el juzgado relatando ante un taquígrafo todo lo que sabía sobre el caso desde su comienzo. Sólo omitió declarar que tenía una ficha en su bolsillo con el nombre de Rosalee Turner. Quería investigar por su cuenta.

Después del almuerzo se dirigió al edificio del «Star», entro en un bar situado enfrente del periódico y desde allí telefoneó al laboratorio fotográfico.

—¡Hola!

—Sí... ¿Quién es?

—¿Pretendes hacerme creer que no conoces mi voz? Quizás haya retornado a la adolescencia...

—Escucha, Trav, no tengo tiempo para bromear. Estoy seriamente preocupado.

—¿Tienes tiempo para tomar una cerveza?

—¡Demonios! Supongo que sí, pero tendré que regresar en seguida...

—Muy bien. Te espero en Harold Place, al otro lado de la calle.

Hal Cable llegó instantes después, sudoroso, nervioso, con una colilla apagada en la boca.

—¿Qué te sucede? —inquirió Travis.

—¡Cómo se me complican las cosas!

Hal se sentó en la barra y se pasó la mano húmeda por el rostro.

—Algo así me has dicho por teléfono.

—Sí, estoy realmente muy preocupado. ¿Recuerdas que te hablé de los carretes y de la calidad del celuloide?

—Sí, creo que me lo contaste en el hospital. ¿Qué ocurrió?

—Ahora viene el desenlace —dijo Hal tétricamente—: ¡La película! Toda la película salió mal. ¡Puedes imaginártelo! Hemos usado una docena de rollos, todos perdidos. Abres una nueva caja, revelas una foto... no hay nada que hacer; ¡todo velado! —Apretó los puños—. Creo que podría asesinar al individuo que nos vendió la película... ¡Y pensar que encargué semejante cantidad! Tal como está la situación internacional, se me había ocurrido que podrían racionar el material...

Pidieron unas cervezas.

—Entonces no vas a querer oír lo que tengo que decirte —dijo Travis—. Sólo servirá para aumentar tu aflicción.

—Habla ya. Nada en el mundo podrá hacer que me sienta peor.

—Formas parte de un proyecto.

—No me interesa. Aunque sea bonita.

—Se trata de aquella chica con quien tuve una refriega en el hospital.

—¿La que nos amenazó en la calle con un revólver?

—Ha prometido que se la vamos a pagar..., tú y yo.

—¿De veras? —dijo Hal empinando su jarra—. ¿Y por qué?

—Porque le has visto la cara.

—Tú también la viste.

—Lo sé. Anoche casi me rompió la testa.

Travis informó a Hal de los últimos acontecimientos.

—Nunca debí haberte ofrecido mi ayuda —suspiró Hal—. Ahora me persigue una rubia. Podría ser agradable, pero no me gusta que ande con un revólver.

—Estás tan complicado en esto como yo.

—Es una situación endemoniada. Escucha, la próxima vez que veas a esa chica le comunicas que he abandonado la trinchera. No quiero que me den un trastazo... —De pronto, Hal se animó—. ¿Y si fuera una solución? Podría ser la manera de librarme de mis terribles problemas. ¡Imagina el escándalo que se armará cuando se enteren de que la película no sirve!

—¿No puedes reclamar y exigir que te envíen material en buenas condiciones? No esperarán que el «Star» pague un material averiado.

—Quizá. ¿Pero qué material utilizo mientras tanto? Hayden anda por ahí tratando de conseguir buena película en los comercios de fotografía. Cline está a punto de pegarse un tiro. Todo es un desastre. En cuanto a los grabadores...

—¿Los grabadores?

Hal engulló su cerveza y movió la cabeza.

—La empresa también les envió película inservible. No puedo entenderlo. Toda la remesa llegó hace pocos días. ¡Qué agallas demuestra poseer esta compañía! «Mercancía embalada por el empleado número tal..., remesa verificada por el número cual...» ¿Para qué tanta historia si el material no sirve?

—Te compadezco —dijo Travis—, pero de un modo u otro te las arreglarás.

—Ojalá pudiese creerlo —dijo Hal encendiendo lo que restaba de su cigarro.

Llamó al camarero.

—Tráiganos otro par de cervezas. ¿No retransmiten el partido de béisbol?

El camarero se balanceó sobre sus pies mostrando cierto embarazo.

—Esperaba que de un momento a otro alguien me hiciese esa pregunta —dijo morosamente—. El televisor no funciona.

—¿Está estropeado? ¿Qué tiene?

—Véalo usted mismo —dijo el camarero dirigiéndose al aparato que estaba en un rincón del local—. Todas las tardes esto se llena de clientes. Se sientan, miran y toman cerveza. Pero hoy no. ¿Quién va a venir para mirar esto?

La pantalla pareció estallar bajo una confusión de sombras y nubes que se perseguían, interceptadas por una forma dentada que giraba como un torbellino. El sonido era un crujido áspero, chillón y zumbante.

—Ya ves —dijo Travis volviéndose hacia Hal—, siempre hay alguien más desdichado que uno.

—No le va tan mal como a mí. Hay una enorme diferencia.

—Puede ser. Pero, para aumentar aún más tu dolor, voy a pedirte el coche por unas horas.

—Bien, bien —dijo Hal—, toma todo lo que tengo. Si no estoy vivo cuando regreses, puedes quedarte con él.

Registró sus bolsillos y sacó las llaves.

—Está aparcado frente a la puerta sur del «Star» —continuó—. ¿Qué piensas hacer?

—Quiero proteger a una muchacha.

—Una muchacha, ¿eh? —Hal bebió su segunda cerveza—. Bueno, no creo que puedas tener grandes complicaciones a media tarde. ¿Podrás estar de vuelta a las cinco?

—Haré lo posible.

Se levantaron de sus asientos y avanzaron hacia la puerta.

—Mañana tendré el televisor en condiciones —les dijo el camarero cuando salían.

—No se preocupe; dudo de que mañana esté vivo —dijo Hal.

Travis se dirigió en el automóvil de Hal Cable hacia el este de la ciudad. Pasó por un barrio industrial, un parque y una zona poblada de árboles en la que se levantaban algunas casas, antiguas mansiones. Recorrió una ancha calle bajo una enramada de olmos que formaban un techo natural, y, al finalizar la hilera de árboles, irrumpió a la luz del sol.

En cuanto vio los anuncios de Higgins Development Co., a un lado de la carretera, aminoró la marcha. Un cartel indicaba Drexler Drive, una calle curva recientemente pavimentada que dividía un grupo de inmuebles en venta. Travis se internó en ella; al pasar vio postes con banderines luciendo la inscripción «Higgins» y algunos solares con un gran letrero que decía «VENdido» en letras rojas, clavado en el centro del terreno.

Era una zona muy vasta y en algunos de los bloques se veían huellas del trabajo comenzado, zanjas y cimientos. Algunos automóviles recorrían el lugar. Un grupo de gente que observaba un bloque se detuvo y miró a Travis con curiosidad.

Se dirigió a un edificio de un solo piso, situado varios bloques más abajo de la carretera. Pensó que si su suposición era correcta, Rosalee Turner debía encontrarse en aquel local. Travis dejó el coche en un aparcamiento próximo a la entrada; en la puerta había una placa donde podía leerse «oficina», en grandes caracteres.

La oficina constaba de una pieza única, muy grande, con varios escritorios. Cerca de la puerta había una baranda divisoria de madera. A Travis le recordó una ordenada oficina militar, y pensó que el Higgins Development Co. debía de haberse instalado con saldos del ejército. En la oficina sólo había una joven que escribía a máquina. Cuando Travis entró, ella levantó la cabeza:

—¿Puedo serle útil en algo? —preguntó con aire protector.

—¿Es usted Rosalee Turner? —inquirió él, quitándose el sombrero y aproximándose a la baranda.

—Sí. ¿Qué desea?

La señorita Turner tenía cabellos rojizos, ojos verdes y una suave piel de melocotón. Por lo que podía apreciar, estaba muy bien proporcionada. Pero cuando la miró por segunda vez observó en sus ojos una fría vaguedad, un atisbo de indiferencia que le disgustó. Era bonita, pero su belleza tenía algo glacial. Intuía que no era lo que él había esperado, pero no podía perder el tiempo en analizar sus sentimientos.

—Me dijeron que preguntara por usted —mintió Travis—. ¿Quedan aún algunos buenos solares?

—El señor Forrest volverá dentro de quince minutos. Acaba de salir con un cliente. ¿Quién le ha dado mi nombre?

—Un amigo. Compró un terreno aquí y pensó que usted podría quizá darme datos interesantes sobre precios y todo lo demás. No tengo mucho dinero y quisiera hacer una buena compra.

—El señor Forrest es el encargado de las ventas —dijo la joven—. Siéntese y aguarde un momento, por favor.

—Gracias.

Se sentó en un banco, junto a la baranda, y trató de continuar la conversación.

—Esto parece un lugar muy bonito...

La empleada le miró con desconfianza.

—Ya lo creo. Los clientes del señor Higgins y del señor Forrest son numerosos y se muestran satisfechos.

—¿Cuándo iniciaron la venta de los terrenos?

—Hace pocos meses. Al comenzar la primavera.

—¿Desde cuándo está usted trabajando aquí?

Ahora los ojos verdes mostraban interés, un interés taimado. Como no respondía, Travis continuó:

—Oh, es una pregunta sin importancia. Como usted se ha referido al señor Forrest, me ha parecido que hace poco tiempo que trabaja aquí, por lo que carece de autoridad para atenderme personalmente.

—Para su información, sólo soy una empleada. No intervengo para nada en la venta de los terrenos.

Travis sonrió:

—Pensé que una joven bonita como usted podría hacer algo más que el simple trabajo burocrático.

—¿Qué quiere decir? —repuso ella con visible hostilidad.

—No se ofenda, señorita —se apresuró a decir Travis—. Si he dicho que es bonita es porque la veo así.

—Gracias.

Había un deje de gratitud en su voz. La chica volvió a su trabajo.

—Viste usted con mucho gusto —dijo Travis con decisión.

—Procuro ser agradable.

—¿Usted misma se hace los vestidos?

La muchacha se volvió para mirarle.

—Por favor... El señor Forrest llegará de un momento a otro. Tengo que hacer mi trabajo.

—Discúlpeme. Pensaba que si usted misma se cose los vestidos, lo hace con una gran habilidad.

—¿Es usted, por casualidad, miembro del Club de los Cumplidos? ¿O se dedica a practicar «Cómo ganar amigos y causar buena impresión en sociedad» o algo por el estilo? Le repito que soy del todo ajena a la venta de los solares.

Travis continuó sonriente.

—Usted no cree en mi sinceridad, eso es todo. Pero soy sincero.

—Gracias.

—A propósito del Club de los Cumplidos, ¿usted pertenece a algún club?

—No.

—¿No se reunía usted, por casualidad, con otros socios, en la calle Winthrop, número uno, siete, dos, dos?

La vista de la joven se apartó de los papeles al lado de la máquina. Miró a Travis sin pestañear.

—Creo que he encontrado su carnet de socia —dijo sacándose del bolsillo la ficha de Rosalee—. ¿Dónde diablos está situado el número dieciocho?

—No lo hallaría aunque se lo dijese —contestó ella con cautela.

—Aquí dice que su número de ficha es diecisiete mil cuatrocientos treinta y dos.

La joven se levantó, le dio la espalda y se dirigió a la ventana.

—Rosalee, ¿cómo fue destruido el pequeño local del club?

Ella se volvió para mirarle, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Señor Travis, sería usted un caso bastante divertido si no resultara tan patético —observó con gran calma.

Al oír su nombre, Travis se sobresaltó.

—¿No se da cuenta de que le estaba esperando? —añadió ella—. Debe pensar que somos rematadamente tontos.

—¿Somos?

—Usted no puede apreciar ni comprender lo que yo podría decirle. Pero tal como están las cosas, y teniendo en cuenta lo ocurrido desde esta mañana, lo mismo da. Y ahora, váyase, por favor.

La señorita Turner regresó a su escritorio.

—¿Por qué da lo mismo? —exclamó Travis—. Si usted estaba enterada de lo que sucedía en esa casa de la calle Winthrop, es tan culpable como cualquiera de ellos. ¿También a usted le da lo mismo que doce hombres lo estén pagando con la vida?

—No se equivoca —dijo la señorita Turner bruscamente—. No me importa en absoluto.

—Entonces usted no es humana.

—¿Usted cree? ¿Y qué soy, según su opinión?

—Quisiera saberlo. ¿Cómo ha podido permanecer tecleando en su máquina durante estos dos días mientras un hombre tras otro llegaban al hospital con ese mal terrible contraído a consecuencia de algo que ocurría en la casa de la calle Winthrop? No, no puedo creer que sea humana.

—¡Qué necio es usted, señor Travis! Juzga al mundo desde su punto de vista; yo lo juzgo desde el mío.

—¿Carece usted en absoluto de compasión, de piedad, de sentimientos?

Travis se había puesto en pie.

—Sí, tengo sentimientos. Muchos sentimientos y tan profundos como los suyos. —Sus ojos relampagueaban y miraba a Travis con desafío—. Procedo de acuerdo con lo que me parece bien. Y estoy dispuesta a arriesgarlo todo por un ideal.

—Ningún ideal puede justificar la muerte de una docena de inocentes —dijo Travis acaloradamente.

—¡No hay hombres inocentes!

—¿Pero qué le pasa? ¿La han dejado plantada en alguna ocasión?

—No sea ridículo.

—¿También le parece ridículo que llame a la policía para entregarla?

—Sigue comportándose en forma ridícula.

- Ellos no son ridículos. Consideran que el asunto es grave.

—De este modo no conseguirían nada.

—Usted no va a ser muy popular.

La señorita Turner soltó un bufido. De repente, se hizo la calma en la oficina. Podían oír voces lejanas que venían del exterior y, a veces, el ruido de un coche que pasaba. Sonó el timbre del teléfono y ambos saltaron a la vez. La joven respondió:

—Para usted —dijo con extrañeza, tendiéndole el aparato.

Travis lo tomó, tan sorprendido como ella.

—Habla con Betty Garner —susurró la voz—. No profiera exclamaciones ni deje saber quién soy. Es muy peligroso para mí, ¿comprende?

—Sí, Linda —repuso Travis, prestándose al juego.

Observó que la señorita Turner se había retirado cortésmente a la ventana.

—Tengo una idea, Travis —dijo Betty—. Quiero hablar con usted a solas. Tengo que confiarle algo muy importante. No quiero intervenciones de la policía ni nada parecido. ¿Me da su palabra?

—Sí, Linda.

—Bueno, no comente nada. Vaya a su apartamento; le espero allí. Y ahora no me pregunte nada, se lo ruego. Travis..., es algo de vida o muerte. ¿Vendrá en seguida?

—Sí, Linda.

Ella se despidió y él colgó el receptor.

La señorita Turner se apartó de la ventana y le miró con frialdad.

Travis no se tomó la molestia de dirigirle la palabra. Dio media vuelta y salió.

Mientras se dirigía a su apartamento, Travis procuraba borrar de su mente la impresión causada por los glaciales ojos de la muchacha. Pensaba que no era posible encontrar dos seres más distintos que Betty Garner y Rosalee Turner. Betty parecía igualmente inteligente, pero había en ella oleadas de calor, de amistad, de buen humor. Rosalee era como una flor hermosa y mórbida, un ser con vida, pero sin corazón. ¿Cómo podía permanecer indiferente ante la muerte de todos aquellos desdichados?

Le admiraba que Betty supiera dónde se hallaba, pero comprendió que no era tan difícil para ella enterarse, porque el grupo vigilaba los hechos que concernían a la casa de Winthrop; posiblemente habrían prevenido también a Rosalee sobre su visita. Pero lo curioso del caso era que él no había comunicado a nadie, ni siquiera a Hal Cable, adonde se dirigía.

Una cuestión de vida o muerte, había dicho Betty. Fuera lo que fuese, era por lo menos un paso adelante. Por un momento tuvo la idea de llamar a la policía para contar con su apoyo en el apartamento o en sus alrededores; pero había aceptado las condiciones propuestas por Betty y le había dado su palabra. «Quizás yo sea rematadamente tonto —pensó—, pero me parece una deslealtad proceder de otro modo.» Además, deseaba creer en ella, deseaba que fuera digna de confianza.

Entró en el apartamento; Betty no había llegado aún. Esta vez, por lo menos, la entrevista no se iniciaba a culatazos. No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando un suave golpecito resonó en la puerta. Era Betty.

Entró en la habitación, miró en derredor y sus ojos se iluminaron con agradecimiento cuando vio que no había nadie más.

—Le agradezco su confianza —dijo sentándose en el sofá—. En estos momentos mi, conducta puede parecer sospechosa. Me costó mucho salir y telefonearle. Y aún más difícil me resultó salir para encontrarme con usted.

—¿Quiénes sospechan de ti? —preguntó Travis, acercándose a ella.

—Hay cosas que puedo decir y otras que no. No puedo contestar a esa pregunta.

—Me hablas como a un niño, como si no se pudiera confiar en mí. ¿Por qué no eres franca conmigo?

—No me explico por qué estoy actuando en esta forma —dijo ella mordiéndose el labio inferior, rojo y carnoso—. O quizá lo sé y no tengo otra solución. Ésta es la última vez que puedo ayudarle, es la última vez que le veré.

—¿Por qué?

Travis tomó sus manos entre las suyas; ella las retiró.

—Se trata de una organización muy meticulosa —dijo la joven desviando la mirada— Estoy segura de que nadie fuera de ella tiene la menor idea de su existencia. Son pocas las cosas que nos incumben a cada una de nosotras. Si estoy aquí es por una sola razón: para cumplir con mi deber. Por eso nuestra situación es tan peligrosa.

Le miró con sus ojos brillantes.

—Se supone que he venido para matarle.

—Anoche estuviste a punto de conseguirlo —dijo él tristemente, acariciando la protuberancia de su cráneo.

—Lo lamento —dijo ella—. La verdad es que no pude hacerlo. Quizá... quizá no pueda matar a nadie. Pero esto no significa que no crea en nuestro plan. Sólo usted es la excepción. Usted solamente. Ningún otro ser viviente...

Él volvió a asirle las manos y esta vez ella no le rechazó.

—Anoche, cuando le golpeé con el revólver, revisé sus bolsillos y encontré las balas. Encontré también la ficha que había hallado en la casa de la calle Winthrop. Sabíamos que faltaba y fue ésta una de las razones por las que se decidió quemar la casa. Era fácil deducir que haría una visita a Rosalee uno de estos días, si ya no la había efectuado. Fue una suerte que no entregara la ficha a la policía.

—¿Para esto me has citado? —preguntó Travis.

—No. —Estrechó sus manos, se inclinó hacia él sin darse cuenta de lo que hacía, como si sostuviera una lucha interna, y "sus ojos suplicaron—. No, no fue por esta razón. Es porque no quiero que le suceda nada malo.

Sus grandes ojos azules le miraban, implorantes. Él la tomó en sus brazos y cubrió de apasionados besos sus labios, sus mejillas, su cuello, y el tibio aliento de la joven le enardeció. Pero;Betty se desprendió con la misma prontitud con que había cedido.

—No, no —dijo suavemente, pero con resolución—, no seamos insensatos. Esto es imposible.

—No es imposible —afirmó Travis, atrayéndola hacia sí.

La tibieza de su cuerpo, su pecho agitado, sus mejillas inflamadas, aceleraban el pulso de Travis, que sentía crecer el deseo de estrecharla nuevamente en sus brazos.

—Querido, querido... —dijo ella, suavemente. Y continuó—: Es curioso. Nunca pensé que podría decir querido a un hombre. Me enseñaron a ahogar el sentimiento. No soñaba... —Betty se apartó un poco. Sus ojos brillaban, tenía el rostro encendido, jadeaba—. Travis, me pones en un aprieto... Vine a decirte que debes irte de Union City. ¿No comprendes que estás en peligro?

No puedo soportar la idea de que tú te quedes aquí...

—¿Por qué? —preguntó él, algo fastidiado por sus altibajos de frialdad y de pasión.

—Estoy ofreciéndote una oportunidad para salvar tu vida —dijo la joven—. Estás en peligro de muerte. En peligro de... Es aún peor que la muerte...

—¿Qué quieres decir? Dijiste que yo formaba parte de tus «planes especiales», pero no sabía que alguien más estuviera tratando de cercarme.

—No es eso.

Los ojos de Betty estaban empañados en lágrimas. Se volvió a Travis y hundió la cabeza en su hombro.

—No quisiera verte... —sollozó—, así..., con la piel grisácea, como los otros hombres...

Los cabellos de la joven le rozaban el cuello; sentía latir su corazón. ¿Qué querría decir? ¿Por qué tendría que sucederle lo mismo que a los otros?

La tomó por los hombros y, mirándola fijamente, le dijo:

—Betty, debo de ser muy poco inteligente, pero no comprendo lo que dices.

Ella se acurrucó nuevamente entre sus brazos.

—Soy la persona más desgraciada del mundo. Yo creía en algo; le dediqué mi vida y todos mis pensamientos. Y ahora... ¿Por qué tiene que ocurrir esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —exclamó golpeando con el puño el hombro de Travis.

Él sacó un pañuelo de su bolsillo y enjugó las lágrimas de la muchacha.

Betty parecía entonces una niñita, una adolescente, tal como la podía haber conocido a los dieciséis años. Una criatura espontánea, llena de asombro, de congojas y de amor.

—Me estoy comportando como una perfecta tonta, ¿verdad? —dijo sollozando—. Nunca en mi vida me he sentido más ridícula. Lo primero que debería haber hecho es matarte. Entonces no hubiera sabido cómo es esto... No me hubiera preocupado por ti.

—¿Por qué te preocupas por mí?

—A causa de mis sentimientos. He experimentado algo que los de mi clase nunca podrían...

—¿Tu clase?

Ella se había levantado y estiraba su vestido con la mano.

—¿Es de veras tan hermoso estar casada y besarse así? ¿Y tener hijos? ¿Ser madre? ¿Cuidar la casa?

—¿Estás mal de la cabeza? —dijo Travis, levantándose y aproximándose a ella—. Por supuesto, es muy hermoso. ¿Dónde has pasado tu vida? ¿No habías pensado nunca así?

Ella le apartó un poco.

—No, nunca lo había pensado.

—¡Condenada muchacha! —exclamó Travis.

De pronto ella recuperó su actitud anterior.

—Siéntate, Travis. Tengo que decirte algo y no quiero que estés cerca de mí. No podría decírtelo...

Su voz era serena y segura. Parecía haber recuperado el control de sí misma.

—Te dije por teléfono que era un asunto de vida o muerte —prosiguió la joven—. No mentía. Se trata de tu vida. No quiero que suceda, pero tu muerte parece inevitable.

—¿De qué estás hablando? Todos moriremos, ciertamente.

—Pero tú morirás antes de tiempo. Podrías salvarte temporalmente. Debes elegir entre irte de Union City o suicidarte.

Travis se apartó.

—Estás loca —dijo exasperado—. Acabas de estar entre mis brazos y quieres que me suicide. ¿Qué manera de razonar es ésa?

—¡Sólo trato de pensar en ti! —dijo apenada.

—Tienes una lógica espantosamente extraña. Si piensas tanto en mí sería mejor que me dijeras todo lo que sabes acerca de los doce hombres muertos, de la epidemia, de la casa de la calle Winthrop, de Rosalee Turner, de tu intervención en este asunto.

—No puedo decírtelo —dijo ella, apartándose bruscamente—. Estoy arriesgando mi propia vida al estar aquí, conversando contigo.

—Eso es lo quedices. ¿Acaso puedo creerlo? ¿Sólo por que tú lo afirmas?

—Podrías ver pronto muy claro todo esto —dijo firmemente—. Pero no lo conseguirás si te empeñas en quedarte en esta ciudad.

Travis se pasó la mano por el cabello y se sentó en una silla. Parecía que la joven estaba diciendo la verdad. Si había venido a salvarle la vida, ¿cómo podía seguir dudando? La miró.

—¿Dices que si no me voy de aquí moriré?

—Exactamente.

—Muy bien. Me iré, pero con una condición.

Ella frunció el ceño.

—¿Cuál?

—Que tú vengas conmigo Por un instante, la respiración de la muchacha se aceleró, apareció en sus ojos un destello de deseo y un repentino rubor le invadió el rostro. Pero inmediatamente volvió a mostrar su acostumbrada calma.

—No hay nada en el mundo que desee tanto, Travis —dijo suavemente—. Pero no te conviene que yo vaya contigo.

—Entonces me quedo.

—Pues eres un loco —dijo con voz aguda la joven.

Se quedó mirándole, incrédula, como esperando que él cambiara de opinión.

Entonces dio media vuelta y, antes de que Travis pudiera evitarlo; salió de la habitación. Se oyó el taconeo de sus zapatos mientras se alejaba por el pasillo.

8

Rosalee Turner alineó a los hombres contra la pared de color púrpura. Tenía en la mano un arma provista de varias ruedecillas y dispositivos. Apuntó a un hombre. Apretó el gatillo y salieron del arma unos rayos delgados. El hombre se volvió gris, luego ennegreció, y cayó al suelo sin vida. Rosalee reía como una loca. Accionó nuevamente el arma. «Debo detenerla —pensó Travis—. Debo matarla antes de que extermine a todos estos hombres.»

De pronto, Betty Garner se interpuso entre él y la escena. Se aproximaba; sonreía y movía seductoramente los labios. Travis advirtió que su vestido, transparente, apenas ocultaba su cuerpo. Parecía estar próximo a la locura.

Travis no podía moverse. Aunque estaba maniatado, luchaba por liberarse. Todo era inútil. Repentinamente, la cabeza de Betty ocultó la escena de los hombres que se desplomaban. Una luz que provenía de un lugar desconocido hizo brillar sus cabellos. Se formó un halo alrededor de su cabeza. Sus ojos centelleaban, traviesos.

Luego le besó apasionadamente. Al acariciarle, le decía:

™ —No mires, querido. No te preocupes por ella. Rosalee es una mala muchacha. Te desataré y nos iremos.

Ella susurraba en su oído y Travis podía sentir la proximidad de sus labios y de su aliento.

—Sólo pensaremos en nosotros... Tú y yo...

El timbre del teléfono deshizo el sueño, como si fuera una burbuja. Estaba en su cama; conservaba todavía la emoción del encuentro soñado. Le hervía la sangre. La deseaba aún con más intensidad. Aquella sensación fue desvaneciéndose lentamente, mientras él despertaba a la realidad.

—¿Travis?

Contestó con un balbuceo.

—Cline al habla. Escucha, Travis. Gilberts ha enfermado y nuestros asuntos se están descuidando. Te necesitamos. ¿No podrías echarnos una mano?

Travis se pasó la mano por la cara.

—Así que eso no marcha bien sin mí, ¿verdad?

—Podría entrenar a media docena de muchachos nuevos si los encontrara —dijo Cline—, pero es difícil. Supongo que habrás oído hablar de lo que sucede con la película.

—Sí. Cable me lo contó ayer.

—Entonces, escucha: hay el mismo problema en toda la ciudad. No hay una sola película en buenas condiciones. Está ocurriendo algo difícil de comprender. Además, ¿no sabes lo que pasa con la radio y la televisión? Las interferencias son terribles.

—No lo sabía.

—Y eso también ocurre en todas partes —dijo Cline con voz ronca—. Comenzó ayer a las diez de la mañana. Nadie ha podido escuchar un programa de radio ni ver la televisión hasta ahora. Las emisoras han dejado de transmitir.

—Parece que existe alguna relación.

—Seguro que la hay. Contaba con que tú te ocuparías de descubrirla.

—Sabes muy bien, Cline, que estoy trabajando por mi cuenta.

—Muy bien —asintió Cline, aliviado—. Sigue trabajando solo, si lo prefieres. Pero podrías telefonearme de vez en cuando. No es necesario que vengas a la redacción o pierdas el tiempo escribiendo a máquina. Encargaré a otro de eso..., o lo haré yo mismo si es necesario.

—Cline —dijo Travis fríamente—, estaba en mi derecho cuando dejé el trabajo. Parsons dijo que podía hacerlo. Te quedaba todo el resto del personal. En este momento yo podría estar en Moscú. ¿Qué habrías hecho, entonces?

—Pero estás aquí —replicó el director—. Y aún más, estás trabajando en este asunto. Después de todo, participas en esto desde el comienzo, ¿recuerdas?

—¿Cómo podría olvidarlo? ¡Si hubiera salido un día antes del hospital!

—Pero no fue así. Y ahora estás verdaderamente interesado en el caso. ¿No te estimula trabajar sabiendo que lo haces también para nosotros?

—Hasta ahora me estaba desenvolviendo muy bien solo. Me gusta trabajar así. Si comenzara a trabajar de nuevo para el «Star» todo sería distinto para mí.

—Travis, ¿no significa nada para ti que yo esté pidiéndote ayuda?

—Claro que sí, Cline.

Travis encendió un cigarrillo.

—¿No significa nada para ti que el «Star» te haya alimentado durante diez años, Travis? No se pueden tirar así como así diez años por la ventana.

—Escucha, Cline. Acabo de levantarme. Dame tiempo para pensarlo.

—Bravo, muchacho. Pero piénsalo rápidamente. Te necesitamos.

Una idea se abría paso en la mente de Travis. Recordó la llegada del anciano al hospital, cuando él aún se encontraba internado. Era el lunes por la noche y el hombre gritaba desesperadamente.

Travis tomó a toda prisa su desayuno y luego consultó la guía telefónica. Sólo había una probabilidad de que su idea fuera acertada, y dependía de la veracidad de Betty y de las insinuaciones de Rosalee. La señorita Turner se había referido a algo ocurrido «esta mañana»; dijo que después de aquello ya nada importaba... Ayer fue jueves. «Aquello» había comenzado el jueves por la mañana. Y los receptores de radio y televisión comenzaron a funcionar mal el jueves a las diez de la mañana. Entonces recordó el televisor del bar. Además, Hal Cable le había contado que las películas se velaron el jueves por la mañana.

Entonces Travis tuvo siniestros pensamientos. Cuando preguntó a Hal si habían tenido inconvenientes con las películas en ocasiones anteriores, la respuesta fue afirmativa. Travis recordaba que dijo algo al respecto cuando fue a visitarle al hospital para decirle que Cline deseaba que volviera. El mismo día que llegó el viejo dando alaridos. Los hechos concordaban.

Encontró lo que estaba buscando en las páginas amarillas de la guía telefónica. Un taller de reparación de aparatos de radio. Escogió el que quedaba más cerca de su casa y fue caminando hasta allí. Estaba cerrado. Entró en un drugstore y consultó otra dirección en la guía. Se encaminó hacia el nuevo taller. El local estaba abierto. Entró.

Un hombre alto, vestido con un mono de mecánico, estaba sentado con los pies encima de un escritorio.

—Vaya, por fin llega un cliente —dijo a modo de saludo.

—¿No tiene clientes? —preguntó Travis.

El hombre señaló el teléfono.

—Tengo tantos que he preferido descolgar el aparato —dijo—. Desde ayer por la mañana todo el mundo llama para que les arreglemos sus receptores de radio. Me he pasado casi toda la mañana yendo de un lado a otro para recogerlos y ahora están todos ahí, en el otro cuarto. Los he revisado y me ha sorprendido encontrarlos en perfecto estado. Algo debe impedir la recepción de las ondas.

—¿Qué se le ocurre a usted? —preguntó Travis, apoyándose sobre el mostrador.

El mecánico se encogió de hombros.

—Manchas solares o algo parecido. Ya me parecía demasiado extraña tal cantidad de trabajo junto... Ahora estoy esperando a que todo esto se aclare y retiren los aparatos. ¿En qué puedo servirle?

—Sólo he venido en busca de información —dijo Travis—. ¿Ha ocurrido algo así otras veces?

El mecánico negó con la cabeza.

—No. No recuerdo nada parecido. A veces alguien nos llama para que vayamos a recoger un aparato de radio que no funciona. Cuando lo traemos al taller funciona perfectamente; por lo general se trata de una lámpara floja y basta agitar el aparato para que el contacto vuelva a establecerse. Por eso, lo primero que hago es ajustar las lámparas y golpear un poco la caja para ver si funciona.

—¿Y el lunes pasado? ¿Tuvo algún trabajo de esa clase?

—¿El lunes? —El hombre se rascó la cabeza—. Déjeme pensar...

Abrió un cajón y extrajo un libro. Mientras lo hojeaba repetía:

—Lunes, lunes... Sí..., aquí está. Sí; hubo tres casos parecidos el lunes. Pero no les presté mayor atención. Los clientes nos dijeron que habían traído sus aparatos el domingo, pero nosotros teníamos cerrado el taller. Cuando los conectamos funcionaban perfectamente.

—Ahora viene la pregunta más importante —dijo Travis—. ¿De dónde han traído estos aparatos?

El hombre le miró inquisitivamente.

—¿Y por qué le interesa saberlo?

—Estoy tratando de relacionar estos hechos con los sucesos de hoy. Su información podría ser de gran ayuda.

—Muy bien. Pero déjeme ver. Aquí están las direcciones: calle Willard, uno, tres, cero, cero; Winthrop, uno, seis, tres, cinco; y avenida Ridgeway, dos, uno, uno, cero.

Alzó la cabeza para mirar a Travis y prosiguió:

—Pero no veo qué tiene esto que ver con lo que ocurre desde ayer. Cuando probamos aquí los aparatos funcionaban muy bien.

Travis tomó nota de las direcciones.

—¿Tiene teléfono?

El mecánico, totalmente confundido, señaló el teléfono descolgado.

—Gracias —dijo Travis—. Lo había olvidado.

Colgó el receptor, luego volvió a levantarlo y marcó el número del «Star». Preguntó por Hal Cable.

—Hal —dijo—, soy Travis.

—Hola. Me parece que Cline te anda buscando.

—No importa... En primer lugar, muchas gracias por el coche. ¿Estaba todo en condiciones?

—Sí, sí. ¿Qué te sucede?

—Escucha. ¿Recuerdas que me contaste algo acerca de esas películas que se velaron el lunes pasado cuando fuiste a visitarme al Union City Hospital?

—¿Si lo recuerdo? ¿Cómo podría olvidarlo?

—Muy bien. Ahora escucha. ¿Dónde tomaron las fotografías los muchachos ese día?

—Aja, ya me imagino lo que te traes entre manos... Me parece que era en la zona oeste de la ciudad. Sí, ahora recuerdo que uno de ellos fue a un orfanato que se encuentra en esa zona y fotografió un...

—Eso no interesa. ¿Y los demás?

—Déjame pensar... Sí, Winters también fue hacia el oeste, al campo de deportes. Y Hayden fue... Diablos, no puedo recordarlo.

—¿Podría haber ido alguno de ellos a fotografiar cerca de la casa de la calle Winthrop, la que se incendió?

—Espera un minuto... Sí, sí; estuvieron a unas dos manzanas de distancia, en la calle Leland. Dime, Travis, ¿crees que hay alguna relación en todo esto?

—Claro que la hay. Ahora tengo que irme...

Colgó el receptor y salió en busca de un taxi. Pidió que lo llevara a la jefatura de policía.

—¡Travis! —exclamó el capitán Tomkins cuando le vio entrar en su oficina—. Me alegro de verle. Qué incómodo es estar sin radio ni televisión, ¿no le parece? ¡Condenadas manchas solares! Uno no sabe lo que valen las cosas hasta que le faltan.

—¿Quiere decir que hasta ahora a nadie se le ha ocurrido relacionar las interferencias con las películas veladas? —preguntó Travis.

—¿Películas veladas? ¿De qué está usted hablando?

—¿Tiene a mano una de esas cámaras fotográficas que usan ustedes?

—Por supuesto, pero...

—Así se enterará inmediatamente. Todas las películas se están velando, o se velan cuando se procede al revelado.

El capitán Tomkins se golpeó el mentón.

—Esto sí que es interesante.

—Sin duda —continuó Travis—. Pero sólo le he contado la mitad.

Entonces explicó al capitán cómo interpretar el hecho de que las películas del «Star» se hubieran velado el mismo día que se descompusieron los aparatos de radio en la vecindad de la casa de la calle Winthrop.

—Entonces, quiere decir... ¡Dios mío! —exclamó el capitán Tomkins mirándole fijamente—. Quiere decir que la radiación ¡ha aumentado de intensidad!

—Exactamente —dijo Travis—. A ver qué le parece mi interpretación: esto comenzó el domingo en la casa de la calle Winthrop. Los receptores de radio funcionan mal, pero la gente no puede enviarlos a reparar puesto que es domingo. Sólo reciben interferencias los aparatos próximos a la casa... En cambio, ahora parecen haberse extendido por todas partes. El lunes, Hal Cable, jefe de fotografía del «Star», envía a dos de sus ayudantes más inexpertos a tomar fotos. ¿Qué sucede? La película se vela..., pero también les ocurre lo mismo a otros dos fotógrafos expertos que van a tomar fotos en las proximidades de la casa incendiada. La radiación las ha arruinado.

«Todo esto continúa durante el lunes. Ese día, por la noche, cuando me encuentro en el Union City Hospital, traen al viejo. El anciano se desgañita gritando. Descubrimos que estuvo en la calle Winthrop y recibió radiación. Luego le sucede lo mismo a Chester Grimes. A éste lo hallamos dentro de la casa. Habría muerto probablemente al mismo tiempo o antes que el otro anciano. Pasan dos días. El miércoles por la mañana comienzan a llegar más enfermos al hospital y tienen que aislarlos en un pabellón especial. Pero la plaga parece estar limitada a una pequeña área, ya que son apenas doce los enfermos. En estos momentos, se está extendiendo por toda la ciudad. Ayer por la mañana, cuando estuve con usted en la oficina del jefe, su aparato de radio no funcionaba. Eran las diez de la mañana. Hoy estamos a viernes. Si no me equivoco, muy pronto se llenarán de enfermos los hospitales, capitán.

El capitán se quedó con la boca abierta y las hirsutas cejas contraídas, en actitud meditativa. Trataba de comprender. Su palidez era impresionante.

—En este mismo instante —continuó Travis— las radiaciones nos rodean, comienzan a ejercer su siniestro influjo. Es necesario que hagamos algo. Pero antes debo decirle algunas cosas que hasta ahora no le he contado.

Travis le mostró la ficha que había encontrado en la casa siniestrada y le habló de su entrevista con Rosalee Turner. También le refirió sus conversaciones con Betty y su advertencia acerca de algo muy terrible que podía acaecerle si no se iba de la ciudad.

—¿Por qué? —exclamó el capitán—. ¿Por qué?

El capitán permaneció unos segundos inmóvil paralizado por la angustia. Pero en seguida comenzó a actuar frenéticamente. Apretó todos los timbres que tenía en el escritorio. Entraron seis policías.

Dio a uno de ellos la dirección de la casa de Rosalee Turner. A otro, la dirección de su oficina. Explicó a cada uno de los hombres lo que debía hacer, llamó al jefe y conversó con él durante unos minutos, y luego salió de la oficina cogiendo a Travis por el brazo.

Se dirigieron velozmente al Union City Hospital, haciendo sonar la sirena del coche patrulla. Al llegar, se encaminaron al despacho del doctor Stone. Allí estaban los doctores Leaf y Wilhelm. En pocos minutos les relataron sus últimas impresiones acerca del desarrollo de los hechos. Los médicos palidecieron sin poder articular palabra.

Finalmente, el doctor Leaf rompió el silencio.

—¡Obra de locos! —dijo jadeando—. ¿A quién se le habrá ocurrido algo semejante?

—No creo que se trate de un loco, doctor —dijo Travis—. Al principio pensé que podría tratarse de Dutch McCoy, un aventurero de los negocios. Pero ahora me consta que no es él. Caballeros, me arriesgo a decirles que las responsables de todo esto son mujeres.

—¡Mujeres! —repitió incrédulamente el doctor Wilhelm—. Pero, ¿por qué dice eso, señor Travis?

Estaba mucho más amable que durante su entrevista anterior.

—Una mujer le alquiló la casa a Dutch McCoy durante seis meses, por seis mil dólares, a razón de mil dólares mensuales.

—¡Diablos, Travis! —dijo el capitán Tomkins, sorprendido—. ¡Usted no me había dicho esto!

—Sin duda me olvidé de contárselo hace un momento... Y detrás de todo este asunto aparecen dos mujeres. Insisto: hasta ahora no tenemos la pista de ningún hombre.

—¿Podrían ser, acaso, agentes de alguna potencia extranjera? —preguntó el doctor Leaf.

Travis hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No. Ninguna de las dos muchachas tiene acento extranjero. Además, me parece que hace bastante tiempo que están mezcladas en esto.

—¿Qué incentivos podrían tener? —inquirió el doctor Leaf.

—No podemos perder el tiempo haciendo conjeturas —dijo Travis—. Es más importante encontrar, la causa de las radiaciones y tratar de suprimirlas.

—Eso es más fácil de decir que de hacer, señor Travis —dijo el doctor Stone.

—Así que eran radiaciones —dijo el doctor Wilhelm sombríamente.

—Pero, ¿cómo interrumpir el proceso radiactivo? —agregó el capitán Tomkins.

—Recuerdo cómo procedían en un hospital donde yo trabajé hace algunos años —comentó el doctor Leaf—. Al principio, algunas personas que vivían cerca del hospital se quejaban por el mal funcionamiento de sus aparatos de televisión. Cada vez que hacíamos funcionar nuestra máquina de diatermia, una ancha faja de líneas luminosas atravesaba la pantalla de los televisores. Como nosotros ignorábamos el efecto producido por el aparato, no tomábamos ninguna medida. Finalmente, un vendedor de televisores de la zona, en vista de la escasez de compradores, reclamó a la emisora. Ésta, a su vez, informó a la Comisión Federal de Comunicaciones. Uno o dos meses después, enviaron un camión provisto de un equipo detector que hizo un recorrido general. En seguida localizaron el centro perturbador en el hospital. Nos dijeron que teníamos que blindar la máquina de diatermia o tomar alguna otra medida para evitar las interferencias. Si era necesario, tendríamos que adquirir una nueva máquina. Tengo entendido que ahora vienen completamente protegidas, de modo que ya no ocasionan interferencias. —Entonces —dijo el doctor Stone—, debemos llamar a la Dirección Federal de Comunicaciones y pedirles que traten de localizar el centro perturbador.

—No tenemos tiempo —dijo Travis—. Es necesario actuar inmediatamente. Esta misma noche o mañana temprano comenzarán a llegar los enfermos con la piel oscurecida y se irán muriendo paulatinamente.

—Quizá tengamos que evacuar la ciudad —dijo el doctor Wilhelm.

—Sería inútil —replicó el doctor Stone—. Todo lo que ha dicho el señor Travis es, probablemente, exacto y casi no hay duda de que ocurrirá tal como lo prevé, pero ¿quién creería en ello? ¡Se produciría una enorme confusión! La gente enloquecería tratando de escapar. No, esa solución no sirve. De ese modo habrían más muertes que si se quedaran aquí a enfrentarse con el problema de la mejor manera posible. —Entonces, ¿cómo piensa darles la noticia? —No podemos usar la radio.

—Las familias numerosas no podrán abandonar sus hogares —dijo el capitán Tomkins, gravemente.

—Podríamos dar la noticia al «Star» y a los demás diarios —declaró Travis—. Pero, aun así, sería demasiado tarde. Si no he comprendido mal, el doctor Leaf acaba de decir que la Dirección de Comunicaciones tardó uno o dos meses en localizar la máquina de diatermia. ¿Qué podemos hacer?

—Veamos —dijo el doctor. Leaf—, ¿qué nos sugiere usted?

—En esta ciudad hay una gran cantidad de radioaficionados. Lo sé porque en cierta ocasión me ocupé de ese tema para un reportaje. Admito que no sé nada de electricidad ni de radio, pero creo que estos jóvenes conocen bien la materia. Quizás ellos podrían localizar la máquina que estamos buscando.

—Podemos agruparlos y dar a cada uno de ellos una zona de la ciudad para investigar —sugirió el capitán Tomkins.

—¿No les parece que nos olvidamos de algo, caballeros? —dijo el doctor Stone con calma—. Estamos todos aquí discurriendo acaloradamente sobre la forma de evacuar la ciudad, pero de momento no llega ni un solo paciente nuevo al hospital. Sin duda, está ocurriendo ahora lo mismo que sucedió el lunes, pero parece como si la radiación fuera menos intensa, o bien se trata de otro tipo de radiación. Quiero decir que no tenemos la seguridad de que esto vaya a tener consecuencias tan graves.

—No, pero es mejor estar preparado para lo peor —dijo Travis—. Recuerde que conozco a las dos muchachas; he visto el brillo de sus ojos... No hay duda de que se traen algo entre manos. Estas radiaciones tienen una finalidad. Sugiero que actuemos sin pérdida de tiempo. Si luego no ocurre nada, al menos habremos estado preparados para hacer frente a lo que pueda suceder.

—Estoy de acuerdo con el señor Travis —dijo el doctor Leaf.

—Yo también —agregó el doctor Wilhelm.

El capitán Tomkins asintió.

En aquel momento sonó el timbre del teléfono. El doctor Stone contestó.

—Es para usted, capitán —dijo extendiendo el receptor al policía.

—Sí, señor alcalde —dijo el capitán. Permaneció unos minutos a la escucha y luego colgó el aparato.

—El alcalde Barnston dice que hay que aclarar este asunto cuanto antes —explicó el capitán—. Pone a nuestra disposición todos los recursos a su alcance para extirpar la causa de las radiaciones. Ah..., quiere hablar con usted, Travis, cuando salga de aquí.

Diez minutos después Travis llegaba al despacho del alcalde Harvey Barnston. Era un hombre corpulento, apuesto, de sienes plateadas. Tenía un aspecto impresionante cuando vestía de etiqueta en las ocasiones señaladas. Pero ahora parecía muy preocupado.

—Es probable que presenciemos graves acontecimientos si llega a suceder lo que usted prevé —dijo el alcalde en tono sombrío—. En ese caso, habrá que hacer alguna declaración e informar al público sobre lo que ocurre. Usted podría entonces ocuparse de eso. ¿Lo haría?

—Desde luego, señor Barnston —dijo Travis—. Aunque espero, como usted, que no sea necesario. De todos modos, quisiera tener el privilegio de continuar realizando mis propias investigaciones.

—Me parece que usted ya tiene la clave de este asunto. Su deseo es muy lógico; quizás estemos todavía a tiempo de detener la plaga. No quiero verle encerrado entre cuatro paredes, pero le ruego que cuando se encuentre cerca de aquí, venga a verme. Otra cosa, Travis —añadió el alcalde con verdadera emoción—. Sepa que si consigue tener éxito en esta empresa, toda la ciudad le estará agradecida... Por supuesto, siempre que suceda lo que usted predice.

—Comprendo, señor alcalde.

El jefe de policía Riley dio unos golpes en la puerta y entró en el despacho sin esperar respuesta.

—Varios radioaficionados están instalando equipos especializados en un local cercano —informó—. He enviado al capitán Tomkins, con dos patrullas, para ayudarlos. ¡Ah!, Travis, esa muchacha, Rosalee Turner, de la que usted habló con el capitán Tomkins, no se ha presentado hoy en su oficina. Además, parece que ha cambiado de domicilio.

—Gracias, Riley —expresó Travis—. Era de esperar algo semejante. ¿Me permite que acompañe a la patrulla?

—Por supuesto —replicó el jefe—. Pero debe apurarse. Los dos coches acaban de salir. Si corre aún podrá alcanzarlos.

—Hasta luego —dijo Travis mientras salía de la oficina.

9

—Le presento a Bill Skelley —dijo el capitán Tomkins, señalando a un hombre alto y huesudo, a quien Travis reconoció como el radiotécnico al que había visto por la mañana.

—Parece que mis datos les han sido útiles —dijo Bill, mientras llevaba un cable al camión estacionado frente al taller de reparaciones.

- Así es —contestó Travis.

—Los que están en el camión son Thornton Rhoades, a quien llamamos Thorny, y Bob Donn —dijo Bill, señalando a los dos hombres que trasladaban el equipo de radio al vehículo.

Ambos saludaron a Travis.

—¿Estamos listos, capitán?

—Estamos esperándoles —repuso el capitán Tomkins—. Si no se oponen, iré en la parte trasera del camión. Los tres hombres que van en cada coche patrulla ya saben lo que tienen que hacer.

El capitán subió al camión, con Travis y Bill. Thorny conducía. Poco después, el camión que transportaba un equipo de radio, flanqueado por los dos coches de la policía se dirigió hacia el centro de la ciudad. El capitán, Travis y Bill se agarraban de los costados del vehículo, que iba sorteando el tráfico ayudado por las sirenas de los coches patrulla. A cada salto del camión, Travis contemplaba el equipo, rogando que soportara mejor que él las peripecias del viaje.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó a gritos.

—Hacia el campo —replicó Bill—. Aquí hay demasiados edificios y antenas.

Travis echó un vistazo al equipo: algunas baterías, un sistema de altavoces y una antena circular. Estaba montado en una caja que le permitía moverse en cualquier dirección. Cuando llegaron a la avenida que conducía a las afueras de la ciudad, el camión suavizó su marcha y entonces pudieron hablar en un tono más normal.

—¿Para qué sirve esa antena redonda? —preguntó Travis.

—Es un circuito rotativo —contestó Bill—. Un detector corriente de ondas. Cuando lleguemos a nuestro destino lo haremos funcionar. Las líneas de fuerza, esa interferencia que estamos buscando, cortarán el circuito, produciendo energía eléctrica. Afortunadamente, la onda que nos preocupa es una onda polarizada verticalmente.

Travis asintió.

—Eso está bien, ¿verdad?

—Sucede lo mismo que cuando se envuelve un imán con un alambre y se consigue de este modo encender una lámpara —explicó Bill—. Pero nuestra corriente es más débil y tendremos que amplificarla. Haremos girar el circuito hasta obtener una señal máxima y otra mínima. Una aguja indicadora nos señalará de qué dirección proviene.

Travis asintió de nuevo.

—Observe cuando comencemos. Thorny y Bob se colocarán auriculares para detectar la interferencia. Pero también usamos un tubo de rayos catódicos. ¿Ve esa célula eléctrica? —Señaló una abertura redonda en el amplificador—. Sirve para indicar el máximo y el mínimo.

»Tal vez tendremos que cambiar la extensión del circuito, si tropezamos con dificultades, pero a juzgar por el tipo de ondas, confío en que no las tendremos. La interferencia parece estar producida simplemente por una fuente de alta tensión. Es probable que se manifieste en toda la amplitud de la banda, porque ya lo hemos comprobado en las bandas de radiodifusión, televisión y frecuencia modulada. Sabemos que se extiende desde los cien kilociclos hasta los mil megaciclos, cubriendo la totalidad del espectro, ya sea directa o armónicamente. Creo que nadie ha tratado de comprobar estos datos.

—Una vez que está en las cercanías de una onda, ¿resulta fácil localizarla? —preguntó el capitán Tomkins.

—Ése es el gran problema. Si obtenemos una línea clara y definida y sabemos que sólo existe una fuente, podemos situarla rápidamente con mucha aproximación, en un radio que abarque una o dos casas. En caso contrario, necesitaríamos explorar una zona bastante extensa.

El camión y los dos coches patrulla avanzaron rugiendo hasta que llegaron a un lugar en el fin del límite de velocidad. Se detuvieron a un lado de la carretera y los radiotécnicos se pusieron a trabajar.

Travis observaba el circuito rotativo que brillaba a la luz del sol, mientras giraba lentamente alrededor de su eje. Thorny y Bob escuchaban atentamente con sus auriculares. Cuando la célula eléctrica se cerró, ambos alzaron los brazos.

—Ya está —dijo Thorny.

Bill Skelley desplegó un plano de la ciudad y lo extendió sobre el suelo del camión. Mientras Bob buscaba la dirección con un cuadrante, Bill trazaba una línea que iba de un extremo al otro, pasando por el mismo corazón de la ciudad.

Pocos minutos después, los tres vehículos se ponían nuevamente en movimiento, levantando una nube de polvo antes de entrar nuevamente en el asfalto. Avanzaron aproximadamente kilómetro y medio hacia el oeste de la ciudad, luego doblaron en dirección norte, y desembocaron en otra carretera hormigonada.

—Por ahora vamos bien —dijo Bill, que se unió a Travis y al capitán Tomkins, en la parte posterior del camión—. No hay desviaciones, ni efectos nocturnos, ni cuadraturas. En la marina era muy diferente. Nunca hacíamos observaciones en un día soleado. Siempre con el peor tiempo.

Travis advirtió que Bill hablaba más consigo mismo que con ellos, de modo que prefirió no hacer comentarios.

Varios kilómetros más adelante el camión detectó otra interferencia de alto voltaje, y los técnicos procedieron con la misma eficacia. Una tercera lectura mostró que la línea, después de atravesar un camino lateral, se desviaba hacia el este.

Bill sonrió cuando Bob le dictó los números. Trazó la tercera línea y exclamó:

—¡Creo que ya lo tenemos!

El capitán Tomkins y Travis se arrodillaron para observar el mapa con mayor comodidad. El otro técnico los imitó.

—¿Ven? Las tres líneas se cortan exactamente aquí —dijo Bill, señalando un punto sobre el mapa.

—Queda en la calle Wright, justo en la mitad de la manzana comprendida entre Major y Hennepin, en el mismo centro del distrito comercial.

—Ahí hay un almacén, ¿verdad? —preguntó Bob.

—Me parece que tiene razón —contestó Travis.

—Y bien, ¿qué hacemos aquí? —terció el capitán Tomkins—. Vamos inmediatamente hacia ese lugar.

Regresaron a la ciudad sin hacer sonar las sirenas. Los tres vehículos entraron en la calle Wright y luego continuaron lentamente su marcha hacia Major, por donde giraron y siguieron hasta llegar a un callejón. Avanzaron un poco más y se detuvieron.

Los seis policías que ocupaban los dos automóviles se acercaron al camión. Los técnicos, Travis y el capitán Tomkins bajaron.

—Johnson, Barwinkle y Evans que vigilen la parte delantera del edificio —ordenó Tomkins—. Los demás, ocúpense de la parte posterior.

—¿Qué es lo que estamos buscando, capitán?

—Supongo que nos interesa encontrar una especie de emisora de radio, ¿no es cierto, Bill? —preguntó el capitán Tomkins.

—Algo semejante —replicó Bill—. Observe si hay aparatos o instalaciones de aspecto poco común. Si tiene dudas, pregúntenos.

La entrada del edificio señalado en el mapa y situado en el callejón, estaba obstruida por una gran cantidad de bidones con desperdicios, cubos de basura y materiales de derribo que se extendían en la pequeña zona situada detrás del almacén. Una desvencijada escalera de madera surgía de la planta baja, cerca de la entrada trasera.

El capitán Tomkins envió a tres policías a la parte frontal y los demás se dirigieron a la parte posterior. Uno de ellos se apostó cerca de la entrada para evitar que alguien entrara al edificio.

La parte trasera del almacén estaba bastante ordenada. Había allí las acostumbradas cajas de embalaje, mostradores, recipientes para contener mercancías y estantes con géneros diversos. También había una máquina de picar carne y una mesa con materiales expuestos.

Travis observaba minuciosamente los movimientos de Bill, el cual se fijaba en todos los detalles, pero el técnico no descubrió allí nada anormal.

Entonces el policía llamado Johnson asomó la cabeza por una de las puertas frontales.

—¿Han encontrado algo por ahí? —preguntó el capitán Tomkins.

—Absolutamente nada, capitán.

El grupo salió por la puerta posterior y subió por las escaleras hacia el primer piso. El capitán de la policía franqueó la puerta sin vacilar.

Era la cocina de un apartamento. Sorprendieron allí a una mujer de cabellos grises que estaba lavando platos. Ella dejó lentamente el plato que lavaba, se secó las manos con una toalla, apartó un mechón de pelo que le caía sobre la oreja y miró a los intrusos con sincera sorpresa.

—Discúlpenos, señora —dijo el capitán Tomkins—. Estamos buscando algo.

—¿Algo? —preguntó temblando la mujer—. ¿Qué ha hecho Roscoe?

—Roscoe no ha hecho nada malo —repuso el capitán—. ¿Es su marido?

—Sí. Me han asustado... ¿Qué desean?

—Queremos echar un vistazo. ¿Quién vive aquí?

—Nosotros, con una chica. Nadie más.

—¿Nosotros? ¿Quiénes son?

—Roscoe y yo. El señor y la señora Tredding.

—¿Y la chica?

—Se llama Alice Gilburton. Es encantadora. No creo que esté metida en algún lío.

—¿Me permite que dé una ojeada?

—Por supuesto. Pero, ¿qué están buscando?

—Si lo encontramos, le explicaremos de qué se trata.

Los hombres recorrieron el apartamento inspeccionándolo de un modo superficial. En la habitación delantera se encontraron con los agentes que venían del otro lado del edificio. Entonces el grupo se puso a trabajar individualmente, examinando la instalación eléctrica, el sofá, la radio y las vitrinas del comedor.

A Travis le parecía que estaba procediendo algo tontamente. La casa parecía un hogar corriente y era ridículo pensar que pudiera encerrar algo capaz de perturbar a toda una ciudad.

Pasaron a la cocina. No dejaron un mueble sin revisar. La señora Tredding los seguía, frotándose nerviosamente las manos; ayudaba algunas veces, pero más bien estorbaba con su charla ininterrumpida sobre asuntos domésticos.

—No encontrarán nada en ese jarrón —dijo—. Es un regalo de mi tía Marta. No se nos ocurriría guardar ahí nada que la policía tuviera interés en encontrar.

—¿Quién ocupa esa habitación? —preguntó el capitán Tomkins, señalando una puerta cerrada.

—Es la habitación de Alice. Pero no podrán entrar ahí.

—¿No? ¿Por qué?

—A Alice no le gustaría. No deja que nadie entre. Siempre cierra la puerta con llave.

—Ah, ¿sí?

—Es una muchacha muy tímida. Se molestaría muchísimo si supiera que alguien ha entrado en su cuarto...especialmente si lo hiciera Roscoe. Ella y Roscoe no se llevan bien.

—Déme la llave. Tendremos que abrirla.

—No, no puede hacer eso. Además, Alice tiene las dos llaves. Hizo que le entregara todas las llaves cuando vino aquí, hace un año.

—Creo que entonces tendremos de derribarla, señora Tredding —dijo el capitán.

—¡No lo permitiré!

Las manos de la señora Tredding no cesaban de moverse y su mirada expresaba un gran temor. Balbuceó nerviosamente algo que ninguno pudo comprender. Dos de los policías golpearon la puerta con sus hombros hasta que se abrió con un ruido de madera astillada. La señora Tredding ocultó el rostro entre sus manos.

La habitación era decepcionante. Estaba tan limpia que resultaba imposible descubrir una mota de polvo en ningún sitio. Un impecable cubrecama de color verde se extendía sobre el lecho; encima de la cómoda había un tapete marrón. Las cortinas eran transparentes, primorosas. Por segunda vez, desde que entrara en el apartamento, Travis se sintió muy molesto. Seguramente los demás experimentaron la misma incomodidad, pues vacilaron antes de entrar en la habitación.

Bill se adelantó el primero. Abrió los cajones de la cómoda; luego se dirigió hacia el ropero. En cuanto lo abrió dijo con sencillez:

—Aquí está.

Se agachó para ver algo que estaba sobre el suelo del guardarropa.

Era una caja cuya forma recordaba la de una maleta, pero era metálica y tenía una abertura en cada lado, por donde se distinguía el resplandor de una lamparilla. Todos se acercaron para observar el objeto. Los dedos de Bill trabajaban velozmente tratando de descubrir la conexión principal. Al mover el aparato, advirtió que su base estaba unida al suelo por medio de dos alambres conductores.

De un tirón, los desconectó. Instantáneamente la lucecita se extinguió. Bill alzó la caja y la colocó sobre la cama.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó el capitán Tomkins.

Bill no contestó. Comenzó a palpar la tapa superior, consiguiendo levantarla finalmente. No pudo contener un silbido.

—Alice es incapaz de hacer mal a nadie —dijo la señora Tredding.

—¿Tiene un receptor de radio, señora Tredding? —preguntó Bill.

—No funciona. No funciona desde ayer por la mañana. Nadie quiere venir a arreglarlo.

Uno de los policías trajo un pequeño receptor. Bill lo enchufó.

—No oirá absolutamente nada —dijo la señora Tredding—. Sólo se escucha un zumbido constante.

En pocos instantes la radio se calentó. Pero era imposible escuchar nada. Bill hacía girar los mandos, pero únicamente conseguía sintonizar muy mal algunas emisoras lejanas.

—Ya lo tenemos —dijo Bill—. Por fin hemos encontrado la causa de todos estos inconvenientes.

—Señora Tredding —dijo el capitán Tomkins avanzando hacia la confundida mujer—, ¿dónde trabaja Alice Gilburton?

—En la compañía Acmé Furnace. Es secretaria.

—Johnson —dijo el capitán, dirigiéndose al policía—, vaya con otros tres hombres y traigan a esa muchacha para que la interroguemos. Barwinkle y Jones, quédense aquí para acompañar a la señora Tredding. La muchacha podría aparecer en cualquier momento. No le permitan usar el teléfono ni comunicarse con el exterior.

Aunque apenas había transcurrido la mitad de la tarde, el taller de reparación de radios estaba ya casi a oscuras. Llegaba la débil luz de una lámpara eléctrica colocada sobre la mesa de trabajo; además, penetraban algunos rayos de sol por la única ventana, situada en la parte trasera del local y también por debajo de una puerta que separaba el taller de la oficina que daba a la calle.

La luz eléctrica iluminaba un círculo de rostros: el capitán Tomkins, Gibson Travis, Bill Skelley, Thorny Rhoades, Bob Donn y el doctor Leaf, a quien localizaron en el hospital. Todos contemplaban fascinados cómo Bill desmontaba algunas piezas del equipo que contenía la caja metálica y las colocaba sobre un banco.

—Como les iba diciendo —explicó Bill—, este aparato parece un generador Van de Graaff de juguete. El silbido que escucharon cuando comencé a destornillar esta pieza se debió a un escape de gas que se hallaba a cierta presión.

Extrajo una parte del aparato y, sonriendo, prosiguió:

—Sí. Miren esto. ¿Ven? Hay una envoltura de material aislante en el interior. Al ser bombardeado con electrones adquiere una carga eléctrica. Se halla ajustado a esta esfera de metal por el otro extremo y, a medida que el cinturón aislante se mueve, sin duda a una velocidad enorme, la carga pasa al interior del aparato. Es un dispositivo asombroso. El gas a presión permite crear rápidamente una carga tremenda dentro del aparato, que podrá suministrar una fuente permanente de iones al tubo de rayos X.

—Es increíble —susurró el doctor Leaf—. Es del todo increíble. ¿Cómo puede trabajar así un aparatito de este tamaño? He visto máquinas semejantes en el hospital y en laboratorios de investigación; hasta he manejado yo mismo alguna de ellas, pero este tubo de rayos X tiene sólo veinticinco centímetros de largo. Los que yo conozco tienen por lo menos tres metros.

—¿Recuerdan los primeros aparatos de radio? —preguntó Bill—. Ahora son completamente distintos. Reconozco que esto es, sin duda, algo especial. Ni siquiera podría decir con qué material están hechas algunas piezas. El cinturón aislante, que ordinariamente se hace con seda, parece confeccionado con un material aún mejor. Además, ¿ven esos pequeños ganchos para recoger la carga?... Indiscutiblemente no conocemos nada semejante, a juzgar por los efectos que ha producido sobre los receptores de radio durante las últimas veinticuatro horas.

—Estoy tratando de calcular el voltaje, Bill —dijo Bob—. ¿Cuántos voltios dirías tú que necesita esta máquina?

—Para poseer un poder semejante, debería tener más de un millón de voltios.

—¡Con un tubo tan pequeño! —exclamó Thorny.

—Miren lo que hay en el extremo del tubo —comentó Bill—. Es un pequeño motor de inducción; nunca vi uno tan diminuto y tan perfecto. Posiblemente es lo que hace girar a gran velocidad el tungsteno insertado en el ánodo. Pero no..., no podría ser tungsteno; debe ser algo mucho más resistente, ya que el tungsteno no resistiría tantos choques de electrones. El pequeño motor, al girar, actúa como distribuidor de la radiación. Y, hablando de radiaciones, quizá sea imposible medirlas, a causa del voltaje que debe tener.

—¿Qué significan esos discos que rodean al tubo por arriba y por abajo? —preguntó Travis.

—Son para unificar el voltaje, ¿verdad, Bill? —inquirió Bob.

—Creo que sí. Hacen que la tensión se distribuya en forma regular a lo largo del tubo. Por lo que veo, también están construidos de un material diferente.

—Muy bien, Bill —dijo el capitán Tomkins—. Todos hemos observado ya el aparato. Pero, ¿qué significa? ¿para qué sirve?

—Es una mera suposición, capitán —dijo Bill—, pero ya que estamos jugando a plantear hipótesis, le propondré la mía: creo que este pequeño aparato puede irradiar al exterior rayos gamma de longitud de onda mucho menor que la conocida; diría que sobrepasa ampliamente el campo conocido de los rayos X, o sea, un cuatrillón de megaciclos. Me imagino que una longitud de onda tan pequeña debe resultar imposible de medir; la estimaría en unas tres centísimas a quince milésimas de unidades Angstrom en el espectro electromagnético, junto a los rayos cósmicos. Ya saben que en tales magnitudes es posible hablar de una creación de materia. Creo que todo esto debe estar bastante relacionado.

—Perdonen mi ignorancia —dijo Travis—. Me gustaría saber qué es una unidad Angstrom.

—Es una medida igual a la cienmillonésima parte de un centímetro. Cuanto mayor es el valor de la unidad, tanto mayor es la longitud de onda. Por ejemplo, los rayos que podemos ver a simple vista oscilan entre siete mil seiscientas y tres mil ochocientas unidades Angstrom. Los que sobrepasan el valor máximo se denominan infrarrojos; los más cortos son los ultravioleta.

El doctor Leaf se agitó nerviosamente.

—Aunque comprendo a grandes rasgos el sentido de este aparato —dijo—, no por eso me produce menos horror. Es como si alguien tomara una máquina productora de rayos X y la hiciera funcionar ante la gente que camina por la calle. Pero esto es mucho peor, pues no sabemos nada acerca del tipo de radiación que produce Sólo conocemos sus efectos.

—¿Podría usted explicarnos eso? —preguntó el capitán Tomkins.

—Con mucho gusto. En medicina se usan rayos comprendidos entre una y quince centésimas de unidades Angstrom, yendo de los más largos a los más cortos. Los rayos gamma, emitidos por el radio y oíros cuerpos radiactivos, poseen una longitud de onda que varía entre cuatro y siete centésimas de unidades Angstrom, sobrepasando a los rayos X de pequeña longitud de onda. Esto —dijo, señalando la caja de metal— funciona en otro sentido y resulta imposible comprender lo que sucede en su interior.., aunque hayamos tenido abundantes pruebas durante esta semana.

—Si me permite —dijo Bill—, agregaré que la teoría de los quanta estableció una correspondencia entre cada radiación de una longitud de onda y cierto número de voltios. Las radiaciones visibles y las ultravioleta corresponden a muy pocos voltios; en cambio, los rayos X representan cientos de millones de voltios. Para provocar un rayo gamma, es necesario emplear potenciales que sobrepasen el millón de voltios. Lo que nosotros detectábamos con nuestro equipo no eran los rayos gamma, sino la interferencia causada por un voltaje tan elevado.

Levantó la caja y la dejó caer. El metal sonó a hojalata. —¿Ven? Ni siquiera trataron de protegerla con una armadura adecuada. Les debe de haber resultado imposible conseguir algo mejor y se arriesgaron a hacerla funcionar así. Lo ideal, por supuesto, hubiera sido que la armadura sólo dejara pasar los rayos gamma... o lo que sea. A causa de este pequeño fallo hemos podido localizar el aparato.

—Esto no me gusta nada —dijo el doctor Leaf—. Si hemos encontrado un aparato, es posible que tengan varios más.

—Lo que no comprendo es qué tipo de organización se esconde detrás de este asunto —dijo Travis—. ¿Qué motivos tiene una chica encantadora, como dice la señora Tredding, para ocultar semejante artefacto en su habitación? El capitán Tomkins encendió su pipa.

—Aquí debe haber algo más de lo que se ve a simple vista. Seis mil dólares por seis meses alcanzan para alquilar un edificio completo. Si han colocado el aparato en esta habitación es porque no afecta a las mujeres. Esto me hace pensar en las derivaciones internacionales de este caso.

—Estoy muy preocupado por la acción de la radiación —dijo el doctor Leaf—. Por lo general —agregó— la radiación es selectiva; ataca intensamente ciertas áreas y deja intactas otras. Es lo que sucede con los rayos X, que afectan a aquellas células que se desarrollan rápidamente, como las cancerosas. El fundamento,de la terapia de rayos X radica precisamente en este hecho. Pero los rayos producidos por este aparato atacan sin discriminación; o al menos, así me lo parece. Estoy por creer que esta máquina es la misma que comenzó a usarse moderadamente en la calle Winthrop.

Llamaron a la puerta. El capitán Tomkins se acercó a abrirla y uno de los patrulleros entró en la habitación.

—Encontraron a Alice Gilburton, capitán —dijo—. Se había encerrado en el tocador. —Muy bien.

El capitán Tomkins, Travis y el doctor Leaf salieron apresuradamente del taller de reparaciones.

Cuando llegaron al departamento de policía, el capitán Tomkins pidió que llevaran a la muchacha a su despacho.

Al poco rato se presentó el sargento Webster. Su rostro estaba pálido.

—Creo que está muerta, capitán —dijo.

En una celda destinada a mujeres detenidas, el doctor Leaf examinaba a la muchacha que se encontraba tendida sobre un catre. Irradiaba juventud, tenía el cabello negro y rasgos delicados, pero su mirada estaba extraviada.

—No se le nota el pulso —dijo.

Abrió la boca de la joven y extrajo algo que mostró a Tomkins y a Travis. Eran fragmentos de una cápsula de plástico rosáceo.

- No me recuerda el olor de ninguna sustancia conocida —dijo el doctor Leaf—. Sin embargo, podría ser cualquier cosa.

Tomó una sábana de un estante y cubrió el cuerpo de la muchacha.

—Sea lo que fuere —continuó el médico—, era tan grande su fe en lo que estaba haciendo, que prefirió morir antes que revelar su secreto.

En aquel momento se acercó nuevamente el sargento Webster.

—Vuelvo a traer malas noticias —dijo al capitán—. Acabo de recibir una llamada del Union City Hospital. Han llevado a un nuevo enfermo; igual que los otros, tiene la piel grisácea. Se llama Roscoe Tredding.

Bill Skelley entró en ese mismo instante, presa de gran agitación.

—Capitán Tomkins —gritó, casi sin aliento—. Thorny... Usted conoce a Thorny. Se sintió enfermo y cuando quiso abandonar el taller apenas pudo llegar hasta la puerta. Allí yace... Se le ha puesto la piel de color gris.

Travis sintió que el estómago le daba un vuelco. Ahora sí que comenzaba lo peor.

—¡Capitán Tomkins!

Estas palabras fueron pronunciadas por el alcalde, que se acercaba a grandes zancadas por el corredor.

—Estaba escuchando la radio —prosiguió— y de repente volvió a oírse el mismo zumbido de antes. Pero ahora mucho más fuerte. ¿Ya han encontrado la causa? ¿O están todavía experimentando?

—Señor Barnston —dijo el capitán lentamente; le llevó a un rincón y comenzó a explicarle lo que sucedía.

Travis se sintió enfermo. No era su cuerpo lo que le molestaba, sino sus pensamientos. Temía por la suerte de la ciudad indefensa, por aquella ciudad que ciertas mujeres, o los hombres que las dirigían, querían aniquilar.

Una ciudad sin hombres no podría subsistir... ¿O tal vez podría? Trató de imaginar un mundo semejante, pero no lo consiguió.

Travis se dirigió, como en sueños, hacia el despacho del capitán. Ya estaba allí el doctor Leaf.

—... es una cuestión de tiempo.

Fue todo lo que Travis comprendió de lo que el doctor Leaf decía al policía.

Afuera podía oírse el silbido de un tren, y el zumbido de un avión que surcaba los aires. Eran los ruidos característicos de una ciudad en movimiento, que llegaban a través de las ventanas y las puertas, de una ciudad condenada.

Ellos conocían el secreto. Una sencilla caja de metal que desconcertaba a los pocos que la habían visto. Pero muy pronto, antes de que pudieran adoptar las medidas necesarias, otras cajas semejantes comenzarían a funcionar. Si pudieran descubrirlas una tras otra... Pero todos estarían muertos antes de que lo consiguieran.

«Quizá debiera haber escuchado a Betty —pensó—. No estaría ya en esta ciudad. Pero ya es demasiado tarde.»

Se dirigió al teléfono y marcó el número del «Star». Pidió hablar con Cline.

—Hola, soy Travis —dijo.

—¿Dónde te encuentras? —preguntó la voz ronca de Cline—. Acabamos de saber que están llegando más víctimas de la peste a todos los hospitales. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué estás haciendo en este momento?

—Debería estar redactando mi nota necrológica —respondió Travis—. Y tú tendrías que hacer lo mismo.

—Espera un momento. ¿Hablas seriamente?

—Nunca en mi vida he hablado más en serio, Cline. Tengo que decirte algo. Debemos pensar en la forma de dar la noticia en el periódico. Ahora lo más importante será lo que pueda decir el «Star». Lo más importante para cada uno de los habitantes de esta ciudad.

Cline prestó atención mientras Travis le relataba todo lo que sabía. Cline dijo finalmente, con serenidad:

—Parece..., parece que esto es el fin..., de todos nosotros, Travis.

Travis nunca le había oído hablar tan gravemente.

—Pero quisiera decirte una sola cosa —prosiguió—. Es algo terrible, pero... ¿Recuerdas cuando comenzó ayer la interferencia?

—Sí.

—Pasé telegráficamente esta información a Chicago. Apareció en algunos periódicos, y ahora, por lo que puedo apreciar, veo que le han prestado atención.

—¿Qué sucede?

—Sólo esto, Travis: hace media hora he recibido un mensaje de Chicago a través del teletipo. Parece que hay interferencias en toda la ciudad. Deseaban saber si ya hemos encontrado las causas.

10

—Muy bien —carraspeó el alcalde, mientras mascaba la colilla de un cigarro—. ¡Veamos su informe!

Bill Skelley consultó una hoja de anotaciones y dijo:

—Hemos reclutado sesenta y tres radiotécnicos, familiarizados todos con el uso de los equipos detectores de ondas. Los hemos distribuido en veinte camiones, y ha partido ya la mayor parte de ellos. Comenzamos con setenta hombres, pero seis se contagiaron de esa enfermedad y el séptimo no se presentó.

La habitación estaba saturada de humo de tabaco. La sala de consultas donde se encontraban era un hervidero; los mensajeros entraban y salían apresuradamente. Se había instalado un equipo telefónico, en un lado de la sala, y los operadores estaban muy atareados anotando nombres y direcciones que entregaban inmediatamente a los encargados de las ambulancias.

Doce ambulancias pertenecientes a los cinco hospitales con que contaba la ciudad habían trabajado sin descanso desde la tarde anterior. Se llamó a los empresarios de pompas fúnebres y sus vehículos se dispusieron para operación de emergencia.

En un extremo de la sala, un hombre marcaba números en una pizarra. A las ocho de la noche, el total anotado era de 316. En otro lugar, un empleado clavaba alfileres rojos sobre un plano de la ciudad.

—Pronto estarán llenos todos los hospitales —dijo el alcalde—. Tendremos que habilitar los cuarteles. ¿Ya escribió su artículo para el «Star», Travis? Travis asintió.

—Cline ya lo tiene en su poder. Le dije que todos los radiotécnicos de la ciudad están, tratando de localizar los aparatos. Se ha pedido la colaboración de mujeres voluntarias para desempeñar importantes tareas en sustitución de los hombres. Cada cual debe efectuar la búsqueda de las máquinas emisoras de ondas dentro de la zona donde vive. Pensamos hacer una edición extra —dijo, mirando el reloj colgado en la pared—. Debe estar saliendo en este momento. Se ha planeado distribuir los periódicos por medio de mensajeros, esta misma noche, no sólo a los suscriptores, sino a toda la población. El «Courier» se ha comprometido a lanzar la próxima edición extra.

—Perfecto —exclamó el alcalde—. Será una buena manera de comunicarse con el pueblo, a pesar de que no tenemos radio.

Miró el gran plano de la ciudad y continuó: —La plaga parece concentrarse alrededor del almacén de la calle Wright. Pero fíjese cómo se extienden los puntos rojos a una gran distancia de allí.

El doctor Leaf meneó tristemente la cabeza. —Creo que este asunto está perdido, alcalde. Deben estar funcionando ya otros aparatos. Sólo se está a salvo fuera de la ciudad, y eso si uno no está ya contaminado.

—Debe funcionar en la misma forma que la frecuencia modulada y la televisión —explicó Bill Skelley—. Llega hasta el horizonte. Colóquese en el horizonte y no se contaminará.

—Quizá los técnicos puedan localizar los aparatos que comiencen a funcionar —dijo el alcalde, esperanzado.

—Es mucho más difícil localizar las fuentes de emisiones cuando hay más de una —agregó Bill.

Riley, el jefe de policía, entró en la sala y se sentó junto a los demás hombres. Apretaba entre sus manos un montón de papeles.

—Hemos recibido un telegrama del FBI. Envían hombres aquí y a Chicago —dijo—. Tienen ya un informe completo sobre lo que sucede. Ha habido violación de leyes federales. De otro modo, sería un asunto meramente local.

Extendió varias hojas a Travis y prosiguió diciendo: —A usted podría interesarle esto, Travis. Son solicitudes de informes de los servicios de prensa, llamadas telefónicas de los periódicos y revistas que no pude contestar. Algunos han enviado ya cronistas por avión. Les advertí acerca del peligro que corren. En Chicago cunde la desesperación a pesar de que no se han producido aún víctimas. Los periódicos de Chicago que hemos recibido esta tarde se ocupan de todo esto en primera plana, y tratan de preparar a la población.

Eligió otra hoja y prosiguió:

—Tengo una comunicación de South Bend, Indiana. Parece que allí ha comenzado también la interferencia. Quieren saber de qué se trata. Me supo muy mal decírselo, pero lo hice. Ya han tomado medidas, según tengo entendido. Acabo de comunicarme telefónicamente con el equipo que trabaja en Chicago. También recibimos un mensaje del departamento nacional de Salud Pública. Sugiere toda clase de medidas preventivas. Por supuesto, estas sugerencias se hicieron antes de que descubriéramos la causa de este mal. Y también habló el gobernador. Le expliqué que el honor le correspondía a usted, Travis.

—Parece que enviará algunas unidades de la guardia nacional —dijo el alcalde.

El capitán Tomkins, que había estado supervisando el trabajo de los operadores telefónicos, se acercó.

—Doctor Leaf, el doctor Wilhelm quiere verle inmediatamente —anunció—. Acaba de llamar, pero no ha querido esperar a que le avisáramos a usted.

El doctor Leaf se levantó.

—¿No sabe para qué me necesita?

Travis salió detrás de él.

—¿Me permite acompañarle?

—Sí, por supuesto.

Subieron al automóvil del doctor y se dirigieron al hospital. Durante el trayecto pudieron apreciar la gravedad de los acontecimientos. Las calles estaban prácticamente desiertas. De vez en cuando cruzaba alguna ambulancia, un automóvil a toda velocidad o un coche fúnebre; no se veían turismos y menos aún transeúntes.

«Esto prueba que las noticias son veloces como el rayo», pensó Travis. Advirtió que los pocos peatones que caminaban apresuradamente por las calles, no desviaban siquiera su mirada a derecha o a izquierda. También comprobó, apesadumbrado, que la excepción a la regla la constituían los bares. Estaban repletos. La gente ya sentía la necesidad de olvidar algo que pocas horas antes ignoraba; por el sólo hecho de ser hombres, estaban expuestos al influjo de malignas radiaciones, imposibles de detectar por medio de la vista, el oído o el olfato; estaban expuestos a algo invisible que los perseguía para envolverlos y darles muerte. En cuanto a las mujeres, todas tenían un marido, un padre o un hermano; alguien amenazado.

Los hombres se apretujaban a la expectativa, preguntándose si resultarían víctimas de la plaga. Habían oído hablar de ella, aunque no la conocían todavía de cerca. Si supieran qué era..., quizá no estarían reunidos de aquel modo. Permanecerían con sus familias. Pero no querían atemorizar a los suyos y pretendían que aquella noche era como cualquier otra, aunque en el fondo de sus pensamientos estuvieran buscando una solución. Todos habían oído hablar de la peste. Quizás alguno recordaba lo que leyó el miércoles en los periódicos, cuando se afirmaba que el departamento de Salud Pública dominaba la situación. Pero esta noche se anunciaba que no era así... Otros tal vez se enteraron de lo que ocurría por medio de un amigo.

También había mucha gente que aún no sabía nada. Para ellos todo aquello no era todavía más que un zumbido molesto en su aparato de radio. Pero si tenían teléfono, ya se enterarían.

A medida que se aproximaban al Union City Hospital, el tránsito se volvía más intenso. Se veían innumerables vehículos estacionados en sus cercanías y había gente que se encaminaba hacia la entrada del edificio.

Algunos policías dirigían el tránsito de vehículos alrededor del hospital. El doctor Leaf tuvo que mostrar su tarjeta de identificación para que lo dejaran pasar. Estacionó el automóvil en el patio y, junto con Travis, flanquearon la puerta de entrada.

La gente se agolpaba en los corredores. Las enfermeras se desplazaban con rapidez sin detenerse a contestar las preguntas que les formulaban algunas personas ansiosas. El vestíbulo principal se hallaba repleto. Travis y el doctor Leaf se abrieron paso hasta el consultorio del doctor Stone. Éste se encontraba solo en la habitación.

Sentado frente a su escritorio, con la corbata desanudada, estudiaba una página llena de cifras. Levantó la vista; su rostro estaba pálido, macilento, y tenía los ojos nublados.

—Están alojados en los pasillos de los pisos tercero y cuarto —dijo el doctor Stone con expresión fatigada—. Ahora los estamos instalando en el vestíbulo del segundo piso. Luego habilitaremos el primer piso, si alcanzan las camas. ¿Cómo están ustedes?

Se estrecharon las manos.

—¿Y el doctor Wilhelm? —preguntó el doctor Leaf.

El rostro del doctor Stone se ensombreció.

—Me pidió que me comunicara con usted, doctor Leaf. Ha estado trabajando sin descanso desde el miércoles. Vaya a verle. Se encuentra en el cuarto piso. Le di una habitación..., una sala auxiliar de operaciones que no necesitamos por ahora. Dice que seguirá trabajando allí... hasta el final.

—¿Hasta el final? —repitió el doctor Leaf—. ¿Qué quiere usted decir?

—Si aún no lo sabe, se enterará inmediatamente. Está en la habitación cuatrocientos treinta y cuatro. Ha caído enfermo. Salieron del consultorio y subieron las escaleras. Entraron en la habitación cuatrocientos treinta y cuatro. Allí estaba el doctor Wilhelm, el corpulento doctor Wilhelm, tendido en una cama. Tenía a mano una libreta de notas y varios libros de texto. Su piel había adquirido el característico matiz grisáceo.

—Me alegra verle —dijo al doctor Leaf—. Siéntese. Cuánto me alegro de que hayan llegado antes de que...

Los dientes le rechinaron cuando trató de incorporarse.

—Acuéstese —ordenó el doctor Leaf, ayudándole a recostarse nuevamente.

—Ahora puedo observarlo dentro de mi cuerpo —dijo el doctor Wilhelm—. Me parece percibirlo en cada una de mis células. —Trató de esbozar una sonrisa y continuó—: Creo que he averiguado algo.

Hizo un movimiento y miró a Travis con hostilidad. Luego agregó:

—Déme un trago, doctor.

Travis le alcanzó rápidamente el vaso que se encontraba sobre la mesa. El doctor le miró con fijeza, tomó el vaso y bebió su contenido.

—Si sigue rondando por aquí, señor Travis, usted también caerá muy pronto.

—Travis se halla perfectamente bien —observó el doctor Leaf—. ¿Qué ha podido descubrir?

—Es el cromosoma Y, doctor.

—¿El Y? —inquirió el doctor Leaf—. Ah, ya comprendo.

—La descripción que usted hizo de la máquina...

El doctor Wilhelm hizo rechinar nuevamente los dientes, como si le punzara un dolor agudo. Se humedeció los labios con la punta de la lengua y continuó:

—¿Recuerda que usted me llamó?

—Sí. Le llamé esta tarde a última hora y le conté el descubrimiento del aparato.

—Estuve pensando en eso durante una hora, hasta que pude relacionar las distintas partes de este asunto —dijo Wilhelm, mordiéndose los labios—. Y llegué a la conclusión de que solamente podían ser los cromosomas Y. Los rayos gamma tienen una longitud de onda suficientemente corta como para destruir a los cromosomas Y; en cambio, no influyen sobre los cromosomas X, porque entonces resultarían afectadas también las mujeres.

—Debe de tener razón —dijo el doctor Leaf—. No se me había ocurrido... En realidad, había pensado en algo semejante, pero no le di esa interpretación. Debe ser como usted dice.

Presa de gran agitación, el doctor Leaf continuó:

—Usted lo ha descubierto, doctor Wilhelm.

—¿Para qué nos sirve ahora? —reflexionó este último.

Cerró los ojos y respiró profundamente.

—¿Qué es el cromosoma Y? —preguntó Travis.

El doctor Leaf hizo un gesto a Travis y ambos salieron de la habitación, dejando al doctor Wilhelm sobre su cama, retorciéndose de dolor.

Cuando estuvieron en el corredor, el doctor Leaf le explicó:

—Cada célula de nuestro cuerpo contiene cuarenta y ocho cromosomas —dijo—. Cuarenta y seis de ellos son los llamados autosomas, para diferenciarlos de los cromosomas determinantes del sexo, los cromosomas X e Y. El cuadragésimo séptimo es el cromosoma X, y el cuadragésimo octavo es el Y.

—El doctor Wilhelm dijo algo acerca de que las mujeres no resultarían afectadas —comenzó a decir Travis.

—Exactamente —explicó el doctor Leaf—. ¿Recuerda que le dije que existía una diferencia muy pequeña entre ambos sexos, aparte de las obvias diferencias de constitución física?

Travis asintió.

—Bien. Las mujeres tienen cuarenta y seis autosomas; el número cuarenta y siete es el cromosoma X. En el hombre pasa exactamente lo mismo. La diferencia está en que el cromosoma cuarenta y ocho, en vez de ser también X, como en la mujer, es Y. Cuando una persona nace, sucede lo siguiente: la ovogénesis materna, creación de un óvulo, se produce cuando una célula cuarenta y seis XX se fragmenta en dos. Es lo que llamamos un proceso de mitosis o de reducción por división. El huevo resulta así formado por la mitad de una célula cuarenta y seis XX, o sea veintitrés XX, que es también una célula completa. En el padre, la célula cuarenta y seis XY, la célula masculina, origina dos espermatozoides al dividirse por reducción. Uno es el veintitrés X, y el otro el veintitrés Y. Cuando los millares de espermatozoides veintitrés X y veintitrés Y convergen hacia el óvulo, y logra introducirse en él un veintitrés Y, al unirse con el veintitrés X de la madre forma un cuarenta y seis XY, origen de una persona de sexo masculino. Si se unen dos veintitrés X, el sexo del nuevo ser será el femenino. El cuarenta y seis XY así formado continua dividiéndose hasta el nacimiento de la criatura y este proceso sigue durante toda su vida, bajo el control de los genes.

Travis sonrió.

—Tal como usted lo dice, parece extraordinariamente simple.

De repente, recordó aquel dibujo circular, en cuyo interior estaban escritos los signos 23X. ¡El espejo de Venus! ¡El diagrama dibujado por el anciano!

—¡Doctor Leaf! —exclamó—. ¿Recuerda aquel diagrama que dibujó la primera víctima? Allí estaba escrito veintitrés X. ¿No tendrá algo que ver con esto?

La mirada del doctor Leaf se fijó sobre Travis durante unos segundos. Luego sus ojos se iluminaron lentamente.

—Tiene razón —dijo, como si comprendiera de pronto—. El primer caso. El doctor Collins, aquel médico interno... ¡Sí, recuerdo!

Y luego, pensativo, agregó:

—Es curioso, pero entonces no se me ocurrió darle esta interpretación a veintitrés X. ¿Por qué habría escrito aquel viejo algo semejante?

—Parece difícil que quisiera significar que un óvulo hubiera sido la causa de su enfermedad —dijo Travis.

—A no ser que se refiriera a su origen.

—Por lo que acaba de explicarme, doctor, deduzco que en ese caso le hubiera resultado más fácil dibujar sencillamente una Y.

—No, no —replicó el doctor, frunciendo el entrecejo—. También dibujó un círculo. Eso significa hembra. Pero hembra tiene cuarenta y seis XX cromosomas.

Parecía que el doctor estuviera hablando consigo mismo.

—Salvo que..., salvo que...

—Y en cuanto a Betty Garner —dijo Travis—, ¿no le han contado que le mostré el dibujo? Al verlo, palideció. Quería saber a toda costa de dónde lo había sacado.

—Se me acaba de ocurrir algo, Travis —dijo el doctor Leaf—. Pero no puede ser. Es imposible que...

—¿Qué, doctor Leaf?

—Un haploide. Sería posible, si se tratara de plantas o de ciertos animales. Pero no. Debe de tratarse de algo distinto.

La pequeña figura del doctor iba y venía por el corredor; estaba totalmente abstraído.

—Si fuera exacto...

—¿Qué es un haploide, doctor? —le interrumpió Travis.

—Usted es un diploide —replicó el doctor, y agregó rápidamente—: No se ofenda. Sólo quiere decir que cada célula de su cuerpo está compuesta de pares de cromosomas. En cada célula, veinticuatro pares. Una parte proviene de su madre y la otra, de su padre. Quizás usted podría existir aunque tuviera sólo una de esas partes. O tal vez no. Pero en una mujer, podría darse el caso. Sería una mujer haploide. Una mujer creada solamente con un tipo de cromosomas. Es lo que se conoce con el nombre de partenogénesis. Puede experimentarse en biología, pero hasta el momento, nadie lo ha ensayado con seres humanos. Tendrían entonces veintitrés X, en lugar de cuarenta y seis XX. Y eso siempre que no existieran genes «en blanco», pues en tal caso podría faltar un brazo, o una pierna, o el cerebro.

—No alcanzo a comprender —dijo Travis.

En vez de contestarle, el doctor Leaf regresó a la habitación donde se encontraba el doctor Wilhelm. Travis le siguió. Al llegar a la puerta, vieron que dormía, pero su sueño era muy intranquilo. También notaron que su piel era más oscura que unos momentos antes.

El doctor Leaf se dirigió a un armario brillante. Abrió la puerta y miró detenidamente los instrumentos que se hallaban en su interior. Tomó varios y se los guardó en el bolsillo. Luego, de uno de los estantes superiores, retiró un microscopio cubierto con una funda de material plástico.

—No vale la pena que le despertemos ahora —dijo el doctor Leaf—. Venga conmigo. Tendremos que trabajar. Debo descubrir si aquel diagrama quería significar una mujer haploide.

La misma persona que momentos antes parecía lenta, metódica y más inclinada al pensamiento que a la acción, se transformó en un ser rebosante de energía. Enfundó el microscopio y salieron al corredor. Se abrieron paso entre las camas, sobre las cuales reposaban hombres atacados por la enfermedad, en distintos grados de evolución. Algunos respiraban dificultosamente; otros, tenían la mirada inexpresiva, fija en el techo; otros gemían y se retorcían, igual que el doctor Wilhelm. Había uno que lanzaba carcajadas, como si hubiera perdido la razón.

«¿Cómo es posible que un ser humano pueda inferirle a otro un daño semejante?», se preguntaba Travis. Pero recordó que había visto cosas tan terribles como aquélla durante la guerra. Hombres destrozados por las granadas, hombres aplastados como insectos por los tanques gigantescos. Había visto cómo una mina explosiva transformaba a un hombre en un idiota delirante y le quitaba todo deseo de vivir.

¿Y qué decir de la bomba atómica? Algunos sostienen que es necesaria, pero no hay que olvidar que es una creación del hombre para ser usada contra los demás hombres. ¿Existen otras armas de destrucción más terribles que ésta? Sí, hay una peor. Una pequeña caja negra, que contiene en su interior una máquina infernal. Un pequeño tubo...

¡El hombre es inhumano para con los demás hombres! ¿La civilización aprenderá algún día? ¿O la guerra y el matarse mutuamente es inherente a la naturaleza misma? ¿Es acaso algo necesario? ¿Podría extinguirse biológicamente el hombre si no saciara ese instinto que le induce a exterminar a sus congéneres? Pero entonces, ¿para qué tiene un cerebro que le permite razonar y comprender lo terrible que sería semejante destrucción?

Cuando llegaron a la planta baja comprobaron que había aumentado notablemente la cantidad de enfermos. El gran vestíbulo del hospital se hallaba repleto de hombres con la piel grisácea, y ya no había lugar donde instalarlos. Algunos se quejaban, tendidos sobre el suelo. Otros ocupaban sillas. Sus rostros eran inexpresivos y sus miradas desesperadas. Las mujeres se agolpaban alrededor de sus familiares y lloraban, dejando oír ahogados sollozos.

El doctor Leaf y Travis salieron del hospital y se encaminaron al automóvil del médico. Sólo cuando estuvieron en la calle, notaron el cambio que se había producido.

No había policías, y las calles estaban a oscuras. Sólo se distinguían las luces del hospital. Las casas estaban también envueltas en sombras.

Circulaban escasos vehículos, a gran velocidad. Algunos hombres y mujeres corrían desesperados.

—Algo debe de haber ocurrido —dijo el doctor—. Se han apagado las luces de la ciudad. Nos costará bastante llegar hasta el juzgado.

El automóvil arrancó lentamente.

—¡Cuidado! —gritó Travis, poco después.

El doctor frenó ruidosamente el vehículo que se detuvo a pocos centímetros de un hombre que se hallaba tendido sobre el pavimento. Descendieron.

—Ayúdenme —gimió el hombre—. Estoy enfermo.

Consiguió incorporarse a medias, iluminado por los faros del coche. Su rostro había adquirido un color gris plomizo; tenía los labios violáceos y los ojos dilatados, con un brillo que los destacaba en medio de aquella piel oscurecida.

—¿Qué podemos hacer para ayudarle, compañero? —dijo Travis.

—Mátenme —repuso el hombre—. Quiero morir.

—¡Allí hay un automóvil!

Las voces provenían de un lugar oscuro, hacia la mitad de la manzana. Tres hombres se acercaron corriendo, pasaron junto a ellos y subieron al vehículo del doctor.

Travis, confundido por ese extraño suceso, tardó algunos segundos en reaccionar. Se aferró entonces al pasamanos de la puerta del coche, antes de que tuvieran tiempo de cerrarla, y tiró de ella con tanta fuerza que derribó a un hombre sobre el pavimento.

Travis se movió rápidamente para abalanzarse sobre otro de los intrusos que ya se había situado frente al volante. En el mismo momento el doctor abrió la otra portezuela, logrando desplazarlo de aquel lugar.

El tercer hombre se arrojó sobre el doctor Leaf y comenzó a forcejear, golpeándole al mismo tiempo. Travis apretó la cabeza de su contrincante contra el tablero de mandos, y el hombre, con la espalda arqueada contra el suelo, se hallaba en una posición desventajosa. Finalmente, perdió las fuerzas y quedó inmóvil.

Travis lo arrastró fuera del automóvil, sacó las llaves y se acercó para ayudar al doctor, que rodaba por el suelo con su adversario.

Pero no llegó a acercarse, pues el primero de los hombres le saltó encima, por la espalda. Se revolcaron sobre el pavimento. Travis sintió que el hombre le apretaba el cuello y le impedía respirar. Entonces le golpeó con el codo y el otro tuvo que aflojar la presión, lo cual dio tiempo a Travis para zafarse del brazo que le oprimía la garganta y arrojar a cierta distancia a su enemigo. Se incorporó e inmediatamente se abalanzó sobre aquel hombre, sujetándolo contra el suelo, mientras le torcía el brazo detrás de la espalda para impedirle cualquier movimiento.

Los dos que luchaban abrazados a pocos pasos de distancia acababan de separarse. Uno de ellos quedó tendido sobre la calle, mientras el otro se incorporaba dificultosamente. Travis reconoció al doctor Leaf.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Travis al hombre, que lanzaba juramentos debajo de su cuerpo.

—Sólo queríamos el automóvil —respondió, jadeando—. Queríamos... huir de la ciudad..., huir de la peste.

—Váyase caminando, entonces —dijo Travis, empujándole.

Entonces oyeron otro impresionante alarido, seguido de ruido de pasos que se aproximaban corriendo desde la oscuridad. Travis y el doctor Leaf subieron rápidamente al coche. Travis empuñó el volante y el doctor aseguró las puertas por dentro.

Retrocedió unos metros con el vehículo y luego avanzó, pasando junto al hombre caído sobre el pavimento.

—Pobre diablo —dijo el doctor, que se hallaba muy agitado.

En aquel mismo instante varios hombres se encaramaron al automóvil. Uno de ellos golpeó la ventanilla, a la altura de la cabeza de Travis, con un objeto pesado. El vidrio se rompió. Travis puso la segunda marcha y apretó el acelerador, alejándose del lugar. El hombre no se desprendió, a pesar de esta maniobra; entonces Travis bajó la ventanilla, apretó bruscamente el freno y empujó al mismo tiempo al individuo, que cayó sobre la acera.

—La población está alborotada. Tienen miedo. No saben qué hacer. Quieren alejarse de la ciudad y ni siquiera disponen de un automóvil. Quizá nosotros haríamos lo mismo.

Se oyó un disparo. Una bala, que pasó a través de una ventanilla, perforó el parabrisas dejando un orificio perfectamente redondo. Travis volvió a apretar el acelerador.

Al doblar las esquinas veían grupos de hombres que la luz de las farolas ponía al descubierto. Algunos corrían detrás del automóvil, tratando de detenerlo. Otros intentaban obstaculizar el camino con sus cuerpos, y Travis los atropello al tratar de abrirse paso.

Otros espectáculos eran horribles. Se veían hombres tirados sobre el pavimento, y en varias ocasiones Travis tuvo que maniobrar para no pisarlos. Era evidente que algunos de ellos habían sido asesinados; la sangre lo atestiguaba. Pero hubiera resultado muy difícil saber si fueron víctimas de los automóviles que pasaban a toda velocidad, de una pelea, o de algún disparo de arma de fuego.

De vez en cuando se veían mujeres. En cierto momento pasaron junto a un grupo que agredía a una mujer y ésta lanzaba agudos gritos. También abundaban los borrachos. Habían sido destrozados muchos escaparates de tiendas y el pillaje había comenzado.

—Basta apagar las luces para que el hombre vuelva a la barbarie —filosofó el doctor Leaf.

También encontraron varios automóviles destrozados. Al llegar a una esquina, vieron a un grupo de personas que habían colocado un obstáculo en el camino, con la intención de apoderarse de algún vehículo cuyo conductor viniera desprevenido; sólo lograron escapar gracias a la destreza con que Travis manejaba el volante.

Una escena le hizo hervir la sangre. Sus manos se crisparon en el volante. Una familia completa yacía muerta en una zanja.

—¡Dios nos ayude! —murmuró el doctor Leaf, al pasar junto al horripilante espectáculo.

Tardaron más de media hora para llegar al juzgado. Allí todo parecía más soportable; las luces resplandecían todavía.

Estaban buscando un lugar para aparcar el coche cuando aparecieron dos mujeres corpulentas que llevaban sendos revólveres en sus manos. Ostentaban en sus blusas placas de la policía.

—Soy el doctor Leaf —explicó el doctor—. Éste es el señor Travis. Queremos hablar con el alcalde.

A pesar de que las dos mujeres les miraron con desconfianza, les permitieron pasar.

—Gracias a Dios, ustedes están bien —dijo el alcalde cuando los vio entrar a la sala de consultas—. ¡Creía que yo era el único que quedaba con vida!

Se levantó, adelantándose para recibirlos. Luego continuó:

—El infierno se ha desencadenado sobre esta ciudad. ¡Pero escuchen!

Sonreía mientras señalaba una radio que se hallaba sobre la mesa. Podía oírse una música suave.

—No puedo comunicarme con Chicago, pero esa música llega de alguna parte. ¡Ya no se oye el zumbido!

Sólo había mujeres custodiando la sala. Todas llevaban el distintivo policial y pistoleras, con su revólver respectivo, en la cintura. Otras mujeres se ocupaban de responder a las llamadas telefónicas.

—Tuvimos que emplear mujeres, como pueden ver —dijo el alcalde—. Le estuve esperando, Travis, pero luego llamé por teléfono a los periódicos para explicar que estábamos cortando la corriente eléctrica en toda la ciudad, con excepción de los hospitales, la central del agua y los edificios públicos. Las mujeres que hemos reclutado se encuentran en este momento patrullando por esos lugares.

—¿No han tenido éxito los radiotécnicos? —preguntó el doctor Leaf.

El alcalde negó con la cabeza.

—Todo sucedió repentinamente. Algunos llegaron a enviar informes, pero luego se paralizó todo. Probablemente deben de haber enfermado y quizá se encuentren hospitalizados en este momento. Entonces decidí que había que cortar la corriente eléctrica. No podrían funcionar las máquinas. No escucharíamos ningún zumbido. Pero parece que fue demasiado tarde.

—¿Dónde está el capitán Tomkins? —preguntó Travis—. ¿Y el jefe Riley?

—Se fueron, como los demás —respondió el alcalde con tristeza—. Quisiera comprender todo esto. Los vi cuando caían a mi alrededor. El sargento Webster fue el último.

Travis miró el plano de la ciudad. Estaba cubierto de centenares de alfileres rojos; el hombre que estaba encargado de colocarlos también había partido. El último total era de tres mil quinientos sesenta y siete. Después, nadie siguió marcando.

—Las calles están repletas de hombres enloquecidos —dijo Travis—. Tuvimos suerte en poder llegar hasta aquí desde el hospital.

—Ya lo sé. Me lo contaron.

El alcalde enjugó su frente con un pañuelo y prosiguió:

—Hemos equipado más de veinte patrullas de mujeres con revólveres, gases lacrimógenos y fusiles. Ahora se encuentran vigilando la ciudad; están encargadas de restaurar en lo posible el orden y la ley.

El alcalde se volvió hacia una joven de unos veinticinco años que se hallaba junto a la batería de teléfonos.

—Señorita Hanson...

La muchacha se acercó.

—Le presento a la señorita Mary Hanson, nuestra nueva jefa de policía. La hemos nombrado en vista de que todos los hombres capaces están imposibilitados. Señorita Hanson, le presento al doctor Leaf, del departamento de Salud Pública, y a Gibson Travis, del «Star», que ha estado colaborando con nosotros.

La señorita Hanson respondió con una sonrisa, dejando al descubierto una hilera de dientes perfectos. Luego volvió junto a las jóvenes que atendían los teléfonos.

—El «Courier» piensa imprimir una edición extra para explicar el oscurecimiento de la ciudad; pero necesita una cantidad suficiente de hombres que manejen las máquinas impresoras. El periódico será distribuido por medio de mensajeros. Habrá que ver cuántos hay disponibles, ya que los jovencitos son tan vulnerables como los hombres. Lo mejor será emplear niñas para este trabajo.

—Señor alcalde —interrumpió el doctor Leaf—. ¿Todavía se encuentra el cuerpo de aquella muchacha llamada Alice Gilburton en la sección de mujeres?

El alcalde se rascó la cabeza y respondió:

—Me parece que sí. Creo que nadie debe haber tenido tiempo para sacarla de allí hasta este momento. ¿Por qué me lo pregunta?

—Venga con nosotros —dijo el doctor Leaf—. Esto promete ser muy interesante. ¿No ha oído hablar de las haploides, alcalde?

—No, me parece que no. ¿Qué son las haploides?

—Pronto podré mostrarle una —dijo el doctor Leaf—. Creo que no me equivoco.

El doctor recogió su equipo, que estaba en el automóvil, y todos se encaminaron hacia las celdas de prevención del ayuntamiento y entraron en la sección de las mujeres.

Al entrar en la celda donde estaba el cadáver de la muchacha, el doctor Leaf levantó la sábana. Sólo encontró almohadas debajo.

11

—Es curioso —dijo el doctor Leaf—. En medio de semejante desbarajuste, ¿quién pudo haber tenido tiempo para retirar el cuerpo de esta muchacha y poner almohadas en su lugar?

—En cierto modo es una prueba, ¿verdad, doctor? —dijo Travis.

—¿Prueba de qué? —interrogó el alcalde.

—Esto prueba que aquel anciano que murió en el Union City Hospital, la primera víctima de la plaga, sabía lo que estaba sucediendo —explicó el doctor Leaf—. Él dibujó un símbolo representativo de una mujer haploide, una mujer estructuralmente semejante a todas sus congéneres, pero con cierta diferencia biológica, cierta diferencia en la organización celular.

—Pero usted acaba de decir que una mujer haploide es igual a cualquier otra mujer... —comenzó a decir el alcalde.

—Exteriormente, sí —contestó el doctor Leaf—, pero, por dentro, sólo Dios sabe cuan diferente puede ser de las demás.

La señorita Mary Hanson entró en la celda.

—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó.

—Sí, Mary —dijo el mayor—. ¿Vio usted entrar a alguien en esta celda? Ha desaparecido el cadáver de la joven que estaba aquí.

Ella movió la cabeza.

—Ni siquiera sabía que había un cadáver en este lugar.

A Travis le invadió en aquel instante la antigua sensación que solía experimentar en algunas ocasiones; una punzada en el estómago que le corrió por todo el cuerpo, hasta la cabeza. Había algo en el tono de voz de la muchacha que le puso en guardia. Fue como una corazonada. Un resplandor en las sombras.

—¿Cómo ha sabido que estábamos aquí? —preguntó Travis a bocajarro.

La muchacha que ostentaba el distintivo de capitán cambió ligeramente de posición y respondió:

—Oí voces; no sabía qué ocurría.

Travis observó que ella miraba fijamente la envoltura que contenía el microscopio del doctor Leaf. ¿Sabría lo que se hallaba bajo aquella cubierta?

—¿Es usted una haploide? —le preguntó súbitamente.

Los ojos de la joven relampaguearon durante una fracción de segundo.

—¿Qué es una haploide? —preguntó ella lenta y cautelosamente. Travis pensó que había demasiada lentitud, una excesiva cautela, en su respuesta.

—No importa —dijo el alcalde—. Vamonos; debemos investigar este incidente.

Abandonaron la celda de prevención y volvieron a la sala de consultas. A Travis le pareció muy significativo que Mary Hanson cerrara la puerta tras ellos. Sus músculos se pusieron tensos.

—¿Qué quería hacer usted con el cuerpo de esa tal Alicia? —preguntó el alcalde al doctor Leaf.

—He traído un microscopio del hospital —contestó el doctor Leaf—. Pensaba extraer una porción de su piel para observarla con el microscopio; coloreando la muestra hubiéramos podido saber cuántos cromosomas tienen sus células. Pero ahora volvemos a estar como al principio.

En su rostro se dibujó la típica sonrisa tan característica de su fisonomía; sin embargo, tenía los hombros hundidos y la mirada cansada. Travis imaginó que el doctor Leaf había puesto sus esperanzas en el examen del cadáver de la muchacha.

—¿Qué quería averiguar, doctor?

Era nuevamente la joven capitana de policía. Tomó asiento frente a la mesa, muy cerca del microscopio del doctor.

Súbitamente el alcalde golpeó la mesa con el puño.

—¿Quién apagó mi radio?

—La han desenchufado —dijo Travis, levantándose para conectarla nuevamente.

—No la conecte, por favor —dijo la señorita Hanson.

Travis se volvió hacia ella, sorprendido.

—¿Por qué no?

—Es necesario que ese receptor esté encendido —dijo el alcalde con firmeza—. En caso contrario no sabríamos cuándo vuelven a funcionar esas condenadas máquinas.

—Entorpece el trabajo de las telefonistas —dijo Mary Hanson—. Creía que era mejor vigilar el buen funcionamiento de los teléfonos. Han estado trabajando ininterrumpidamente durante muchas horas. La radio...

—¡Maldición! Conecte la radio —exigió el alcalde.

—Muy bien —contestó la joven—. Lo haré.

Arrebató el enchufe de las manos de Travis e iba a colocarlo, pero tropezó y cayó pesadamente sobre la mesa, empujando la radio, que se estrelló contra el suelo.

—¡Oh! Dios mío —gritó el alcalde.

—Lo siento —dijo la muchacha—. Ha sido un accidente.

—¿De veras? —preguntó Travis, levantándose—. Señorita haploide.

—Le ruego que deje de llamarme de esa manera —dijo la joven, muy acalorada—. O, por lo menos, explíqueme qué significado tiene ese término.

—Bien sabe lo que significa.

—Puede estar seguro de que lo ignoro.

—Fue un accidente, Travis —dijo el alcalde—. Estaba muy nerviosa y tropezó. Pero hay una forma de comprobar que efectivamente no es una haploide.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Ella... Bueno, es igual que cualquier otra joven —agregó, tratando de disculparla—. Por lo que he podido apreciar, se comporta normalmente. Suelo juzgar acertadamente la naturaleza de las personas.

—No es una cuestión de naturaleza, alcalde Barnston —dijo Travis—. Nosotros debemos comprobar si es o no es una haploide. ¿Tendría algo que objetar, señorita Hanson, si el doctor Leaf extrajera un pequeño fragmento de su piel para examinarlo al microscopio?

—No le dolerá —dijo el doctor Leaf—. Así podremos aclarar esta duda.

—No tengo por qué prestarme a algo semejante —dijo la joven con evidente desagrado—. Me presenté como voluntaria para realizar este trabajo. Pensé que era una manera de manifestar mi patriotismo. Y ahora ustedes me acusan de ser una..., una haploide o qué sé yo.

—Es la única forma de aclarar esta cuestión —dijo Travis—. Después no tendrá que soportar injustas acusaciones.

—Bueno —dijo la joven, sentándose—. ¿Qué debo hacer?

Travis la miraba fijamente mientras el doctor Leaf explicaba a la joven que le extraería una pequeñísima porción de tejido epidérmico de la oreja y que, antes de examinarlo al microscopio, debía colorearlo.

Travis creyó observar que su respiración era algo más agitada de lo que podría esperarse de una joven en tales circunstancias. Además, no parecía escuchar realmente al doctor; tenía una expresión inquieta en la mirada y parpadeaba con frecuencia, como si buscara una forma de resolver rápidamente la situación en que se hallaba.

Todos guardaron silencio mientras el doctor Leaf cortaba un pequeño filamento de piel de su oreja. Lo colocó sobre el portaobjetos y le echó encima unas gotas de colorante. Inmediatamente llevó el vidrio al microscopio y se preparaba para mirar a través de la lente cuando la joven se levantó empuñando su revólver.

—Entrégueme ese preparado, por favor —dijo.

Se hizo un pesado silencio en la habitación. Todas las miradas convergieron en la joven. Las telefonistas se giraron y se incorporaron lentamente. El doctor, inclinado sobre el microscopio, las miró. El alcalde parecía sorprendido. Travis estaba dominado por una gran excitación.

La muchacha se acercó, tomó el portaobjetos y lo arrojó al suelo, pisoteándolo después.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó suavemente el alcalde Barnston.

—Aquí ocurre algo raro —dijo ella—. Todos los hombres han muerto, salvo ustedes tres. Hace muy pocos minutos el sargento Webster sufrió un ataque y rodó por la escalera. Fue el último. —La joven frunció el ceño, como si sospechara algo—. ¿Cómo puedo saber si ustedes tres no son los responsables de todo esto y echan las culpas a alguien llamado haploide...?

—¿Por qué ha hecho caer la radio? —preguntó Travis.

—Fue un accidente —contestó Mary Hanson, colocándose detrás de ellos—. Ahora caminen en dirección a la puerta. Por favor, chicas, ¿puede una de vosotras abrir la puerta?

Los tres hombres se encaminaron hacia la puerta de la habitación. Una de las telefonistas se adelantó a abrirla. Salieron al pasillo, vigilados por Mary Hanson, quien les obligó a avanzar hacia la sala de prevención.

—¿Adónde nos lleva? —preguntó el alcalde.

—Pasarán las pocas horas de vida que les quedan en la celda donde murió Alice Gilburton —dijo ella.

—Creíamos que no conocía su nombre —explicó Travis.

La muchacha no contestó.

Mientras caminaban por el pasillo en dirección a los calabozos pasaron junto a una escalera que conducía al piso principal del ayuntamiento. Bruscamente, Travis se arrojó al suelo.

—¡Levántese! ¡Está loco! —gritó la joven, acercándose y dándole puntapiés.

—Yo... no puedo —balbuceó Travis—. Es la...

Lanzó un gemido y ocultó el rostro entre las manos.

La muchacha se acercó para obligarle a levantar la cabeza, tirándole de los cabellos. Entonces Travis extendió rápidamente un brazo, rodeó las piernas de la joven y le hizo perder el equilibrio. Ella cayó al suelo y el arma rodó por el pasillo. Los tres hombres se abalanzaron para recogerla. Travis la cogió.

—¡Detenedlos! —exclamó la muchacha, tratando de incorporarse.

Varias mujeres aparecieron por la puerta abierta de la sala. Travis, el doctor Leaf y el alcalde Barnston bajaron las escaleras saltando de tres en tres los escalones. Cuando llegaron al piso inferior, salió una mujer de una oficina. Iba a disparar el arma que llevaba en la mano, pero Travis de un salto se colocó junto a ella impidiendo que se moviera.

Entonces oyeron disparos que provenían del piso de arriba. Travis escuchó un gemido y al volverse vio al alcalde Barnston que se desplomaba pesadamente sobre el suelo. Travis y el doctor Leaf no se detuvieron para ayudarle. En pocos instantes estuvieron fuera del edificio; los vidrios de las puertas caían.hechos añicos bajo las balas.

Una mujer policía se acercó a grandes zancadas y subió las escaleras para averiguar la causa del tumulto. Antes de que tuviera tiempo de decidir lo que debía hacer, los dos hombres habían desaparecido entre las sombras de la noche.

Corrieron en la oscuridad y dejaron atrás varios bloques de casas antes de detenerse para tomar aliento.

Los envolvió la quietud de la ciudad. Era como una sábana de sombras que ocultaba las luces y los sonidos; de tanto en tanto se veían algunas formas iluminadas por la casi imperceptible luz de la noche.

Eran hombres muertos. Muertos o moribundos. Una vez iniciado, el flagelo había sido inexorable; en vez de disminuir la intensidad de sus efectos, se había extendido en círculos concéntricos, cada vez más amplios, que tenían como centro el almacén desde donde emanaban los mortíferos rayos de la máquina de Alice Gilburton.

Ni siquiera habían tenido tiempo de seguirle la pista y descubrir su verdadero origen, antes de que los hombres comenzaran a caer, primero uno a uno, y luego en cantidades cada vez mayores.

Travis deseaba fumar un cigarrillo mientras se acurrucaba con el doctor junto a una pared de ladrillos, a cierta distancia de los disparos, que se percibían confusamente a lo lejos. Pero no se atrevió ni siquiera a encender un fósforo.

—Eran haploides o, al menos, la mayoría lo eran— suspiró el doctor Leaf.

—Yo tuve esa sensación desde el mismo instante en que fijé la mirada en Mary Hanson —dijo Travis—. Si ella y algunas otras mujeres que se encontraban allí eran haploides, debían tener un objetivo específico. Quisiera saber por qué estamos aún con vida.

—No lo sé.

—Quizá no seamos verdaderos hombres, después de todo...

El doctor emitió un gruñido como respuesta.

—Ella se zafó rápidamente —dijo el doctor al cabo de unos minutos—. No dejó que yo hiciera la comprobación. Al proceder de ese modo se traicionó, pero de todos modos carecemos de pruebas concretas. Me gustaría saber cuántas mujeres entre todas aquéllas eran haploides.

Antes de que Travis pudiera contestar, oyeron el ruido de un automóvil que se aproximaba. Poco después vieron reflejarse en el escaparate de una tienda, al otro lado de la calle, los faros de un coche que doblaba la esquina.

Los dos hombres se apretaron contra la pared y contuvieron la respiración mientras el automóvil volvía a acelerar la marcha después de dar la vuelta a la esquina. Pasó por la calle donde estaban los dos hombres, y cuando llegó a su altura pudieron ver que viajaban en él varias mujeres. De pronto, cuando parecía que se alejaban, una de las mujeres disparó contra ellos algo que parecía un rayo luminoso. Los frenos del automóvil chirriaron.

—¡La patrulla haploide!

El doctor y Travis abandonaron su escondite y echaron a correr.

Las ruedas del vehículo chirriaron al detenerse bruscamente. El conductor volvió a acelerar en seguida, retrocedió y giró para avanzar a toda velocidad en dirección contraría.

Los fugitivos eran fácilmente visibles a la potente luz de los faros delanteros. Sus sombras describían amplios giros frente a ellos, a medida que se aproximaban a la esquina de la calle. Las balas pasaban silbando a su lado cuando doblaron la esquina. El ruido de los disparos hacía tintinear los cristales de las ventanas.

El automóvil giró a toda velocidad y avanzó por la calle, persiguiendo a los dos hombres. Los neumáticos chirriaban sobre el pavimento.

«Esto es el fin —pensó Travis—, a menos que...» El doctor debió de haber tenido el mismo pensamiento, pues se dirigió hacia la puerta de una planta baja y la abrió. Los dos se abalanzaron a la escalera y subieron los peldaños de tres en tres. Entonces oyeron el frenazo del vehículo al detenerse en la calle. La puerta se volvió a abrir detrás de ellos.

Travis, que ya estaba en el último peldaño, se volvió para mirar. Entonces vio una silueta que se recortaba en el marco de la puerta, a la luz de los faros del automóvil detenido afuera. Apuntó con el revólver que había recogido del suelo en el juzgado. Tuvo un momento de indecisión. «No dispares contra una mujer», le decía una voz interior. Pero apretó el gatillo. La mujer se desplomó. En seguida aparecieron otras mujeres.

Los dos hombres huyeron por el corredor. Al pasar junto a las puertas de las habitaciones que lo flanqueaban observaron las pequeñas aberturas luminosas de las cerraduras. Era una luz muy tenue; debían ser velas que sustituían a la luz eléctrica. Llegaron a la parte posterior del edificio y bajaron por una desvencijada escalera que los condujo nuevamente a la calle.

—Por aquí —dijo Travis, al ver que el doctor se disponía a correr en la misma dirección por la que habían llegado. Atravesaron un pasaje y desembocaron en otra calle. Siguieron huyendo desesperadamente.

Cuando se detuvieron para tomar aliento estaban ya lejos del paseo. Estaban en una calle con varias tiendas cuyas fachadas habían sido prácticamente destrozadas. Entraron en un comercio a través del cristal roto de un escaparate y se escondieron detrás de un mostrador para descansar.

Vieron iluminarse varías veces el techo de la tienda, al pasar los automóviles por la calle. También, en cierto momento, alguien exploró desde afuera, con una linterna, el interior del local. Pero nadie entró. Era tan completo el silencio que podía percibirse el rumor producido por el menor movimiento de los fugitivos.

Permanecieron en la oscuridad durante largo rato tratando de planear adonde dirigirse. Decidieron que debían abandonar aquel lugar antes de que amaneciera. Si las haploides dominaban realmente la situación, ellos no podían quedarse allí. Era necesario prevenir a las otras ciudades e informar acerca de lo sucedido en Union City.

—Si pudiéramos llegar hasta el edificio del «Star» —dijo Travis—, por lo menos estaríamos en condiciones de hacer algo. —¿Hacer qué?

—El «Star» forma parte de una cadena telefotográfica que se extiende desde Nueva York hasta Chicago y abarca en su circuito las principales ciudades del país, incluyendo las de la zona oeste. Si fuera posible llegar hasta allí podríamos comunicarnos con ellas, usando la línea de transmisión de las telefotos.

—Es una buena idea —dijo el doctor Leaf—. ¿Qué estamos esperando, entonces? Vamos al «Star».

Travis y el doctor Leaf salieron a la calle, que en aquel momento aparecía desierta como por arte de magia. Ya no se veían patrullas enemigas. Tuvieron que pasar por encima de los cadáveres, flanquear vehículos destrozados y sortear tramos de la calle cubiertos de cascotes y fragmentos de vidrio. Varias veces se cruzaron con otros transeúntes que caminaban sin rumbo, pero tanto unos como otros huyeron rápidamente antes de llegar a enfrentarse.

En cierto momento encontraron a un hombre que caminaba y hablaba consigo mismo en voz alta, como si rezara; se mezclaban con sus palabras balbuceos ininteligibles. Ni siquiera vio a los dos hombres cuando pasaron por su lado. También hallaron a otro individuo que, sentado en el bordillo de la acera, fumaba tranquilamente un cigarrillo. No se movió ni pronunció palabra cuando Travis y el doctor Leaf se acercaron.

—¿Qué hace usted? —le preguntó Travis, guardando una prudente distancia.

El hombre se quitó el cigarrillo de la boca. El tenue brillo de la brasa le iluminó el rostro.

—Estoy esperando a la muerte. Sólo falto yo —dijo riéndose—. ¿Por qué no me mata usted? Vamos. Máteme si quiere. No me importa.

—¿Se siente enfermo? —preguntó el doctor Leaf. —No, todavía no. Pero he visto cómo caían todos los demás —explicó riendo nuevamente—. La muerte está jugando al escondite conmigo. Pero a mí no me engaña. Ya he visto cómo acostumbra a golpear. Uno está perfectamente y cree que no le va a pasar nada, y al minuto siguiente la piel se vuelve gris y la muerte no tarda en llegar.

—Nosotros estamos aún con vida —dijo Travis—. Quizá no muramos. Tal vez usted no muera.

—¿Es usted la muerte? ¿Ha venido a llevarme? Estoy preparado. Lléveme, por favor —dijo el hombre, incorporándose—. Lléveme ahora, por favor. Ya no quiero esperar más.

El hombre se adelantó hacia ellos. Travis y el doctor Leaf retrocedieron, alejándose de él hasta que quedó ocultó entre las sombras. Cuando veían acercarse un automóvil, huían a refugiarse en alguna tienda abandonada. Se encontraban muy cerca del edificio del «Star» cuando un coche, al doblar una esquina, iluminó la silueta de un hombre que caminaba en dirección a ellos.

Era un anciano. Cuando vio la luz echó a correr, pero una lluvia de disparos que provenían del vehículo lo derribó. Permaneció allí, temblando sobre la acera, mientras el automóvil se alejaba.

—No irá a decirme, Travis, que esas mujeres no son haploides —dijo el doctor Leaf.

—No se lo discuto, doctor —dijo Travis, mientras empujaba suavemente la puerta principal del edificio del «Star»—. No creo que mujeres normales puedan hacer algo semejante.

La puerta se abrió.

—Adelante —dijo Travis.

Subieron juntos las escaleras de mármol del edificio del «Star». Sus pasos leves y sigilosos parecían resonar como truenos. Travis tropezó contra un bulto. Era un cuerpo humano. No quiso ver de quién eran los restos. Siguieron subiendo.

Llegaron al primer piso y Travis dijo:

—En el laboratorio fotográfico hay algunas linternas. Déjeme pasar primero.

Siguieron por un pasillo y entraron en el laboratorio fotográfico. Travis se dirigió decididamente hacia un armario y sacó dos linternas. Encendió una de ellas para probarla y se sorprendió al descubrir un hombre sentado en una silla. Las dos linternas se clavaron en él.

—¡Hal Cable! —gritó Travis.

Allí estaba el jefe de fotógrafos del «Star». Su cuerpo estaba ennegrecido y lleno de úlceras. Tenía aún los ojos abiertos y había dos vasos de whisky vacíos a su lado. Travis se sintió desfallecer.

—Pobre Hal —dijo, apartando la cara para no verlo.

—¿Era amigo suyo? —preguntó el doctor Leaf.

—Sí. Mi mejor amigo.

Salieron al corredor. Mientras caminaban, cubrían la linterna con la mano, dejando pasar la luz mínima para iluminar el camino.

La sala de redacción estaba totalmente desordenada. Había papeles por todas partes. Varios hombres, ennegrecidos, yacían en el suelo. Otra persona, a quien Travis conocía tan bien como a sí mismo, se hallaba tendida sobre el suelo de la sala. Era el director, Cline.

Travis no quiso acercarse.

—Vamos a los teletipos —dijo Travis.

El doctor Leaf le siguió hasta la estancia con paredes de vidrio donde se encontraban los teletipos.

Apenas entraron en la sala, Travis se alegró al percibir un sonido familiar. Un golpecito muy apagado. Levantó la tapa de una de las máquinas y la colocó suavemente en el suelo. Alumbró entonces con su linterna y pudo observar el rápido movimiento hacia atrás y hacia delante de la palanca de transmisión.

—Siguen transmitiendo desde Chicago —dijo.

Arrancó el último mensaje que estaba registrado en el teletipo. Extendió el papel sobre el suelo.

—Dejaron de trabajar poco después de las diez y dos minutos de la noche —dijo el doctor Leaf, después de examinar la hoja a la luz de la linterna.

—¿Cómo lo sabe?

—Éste fue el último mensaje.

Juntos leyeron el papel:

Noticia de última hora (urgente):

chicago. (AP) Misteriosas radiaciones que interfieren las ondas de radio y televisión se han registrado esta mañana y amenazan acabar con toda la población masculina de Chicago, a menos que la Comisión Federal de Comunicaciones logre descubrir los centros transmisores.

Las últimas noticias de Union City revelan que más de un millar de residentes de esa castigada ciudad han muerto esta noche después de haber estado expuestos, durante dos días, a las mortales radiaciones.

Un centenar de patrullas, varias de las cuales trabajan con técnicos locales, alistadas por el Gobierno federal, recorren la ciudad de Chicago tratando de localizar las misteriosas cajas negras de donde, según se cree, emanan las ondas.

Aunque los acontecimientos se están desarrollando aquí del mismo modo que en Union City, hasta ahora el Comité de Defensa de Emergencia, que desde esta mañana se ha hecho cargo de la crítica situación, no ha revelado la aparición de ningún caso semejante a los registrados en aquella ciudad como consecuencia de la plaga.

El Comité de Emergencia comunicó a las nueve de la noche que se dará orden de evacuar la ciudad en caso de que las patrullas no lograran localizar todas las fuentes de emisión de las ondas.

El mismo Comité informó de que todas las compañías eléctricas de Chicago deberán cortar la corriente energética que alimenta las máquinas e industrias urbanas si no se encuentran las emisoras de ondas en las próximas horas.

A las seis de la tarde se emitió un comunicado pidiendo a la población que se retirara a sus hogares. Solamente las patrullas de radiotécnicos, coches de la policía y vehículos de emergencia tienen permiso para transitar libremente.

La orden dada a las seis de la tarde se basó en las noticias recibidas de Union City acerca de la naturaleza de las ondas. Se cree que atacan las células masculinas.

Los periódicos de Chicago están imprimiendo ediciones extra que serán distribuidas casa por casa para informar a toda la población y difundir las órdenes necesarias. Numerosos voluntarios prestan servicios en la central telefónica para explicar brevemente las órdenes a las personas que, por la distancia a que se encuentran, no podrán recibir los periódicos.

Las unidades femeninas del ejército destinadas en Union City han recibido órdenes de dirigirse a Chicago.

Se han registrado radiaciones en Nueva York, Columbus, Minneapolis, Pittsburg, San Francisco, Los Ángeles y Washington, D.C., a última hora de esta mañana. Hasta ahora se han registrado radiaciones en más de cien ciudades.

La población masculina de las ciudades más pequeñas se dirige en masa hacia el campo, donde parecen encontrarse a salvo de las emanaciones.

Portavoz militar. 10.02 horas.

¿Qué hora es? —preguntó Travis.

El doctor alumbró su reloj de pulsera.

—Son las doce y diez.

—Si las radiaciones comenzaron esta mañana en Chicago, no debe de ser aún demasiado crítica la situación. Seguirán transmitiendo.

Travis fue a un rincón de la sala y levantó el teléfono especial para telefotografías.

—Este teléfono funciona a pesar de que se ha interrumpido la corriente eléctrica en la ciudad —explicó—. Chicago, Union City. Chicago, Union City —llamó.

—¡Union City! —repitió, sorprendida, una voz del otro lado del aparato—. ¿Qué diablos ha sucedido ahí? Hemos estado tratando de comunicarnos durante toda la noche. ¿Quién habla?

—Gibson Travis. Le hablo desde el «Star».-Yo soy Burton. Esto está convertido en un infierno. Las patrullas de técnicos ya han localizado una gran cantidad de esas cajas, pero aún no las tienen todas. Encontraron a varias muchachas que las transportaban. ¡Imagínese! ¡Muchachas! Dijeron que alguien les pagaba para que hicieran eso y que ellas no sabían ni siquiera de qué se trataba. Pero, prosiga: ¿qué pasa en Union City?

—Esas jóvenes... —comenzó a decir Travis.

—Siempre el mismo Travis, ¿eh? —se rió Burton—. Siempre preocupado por las niñas.

—Escuche, Burton, este asunto es muy serio.

—Por supuesto. Dígame, ¿qué ha pasado ahí, Travis? La última voz que escuchamos fue la de Cline. Nos dijo que los hombres estaban muriendo como moscas. ¿Es posible que estas radiaciones sean tan mortíferas?

—Deben de haber quedado muy pocos hombres en Union City —explicó Travis—. Se ha interrumpido la corriente eléctrica, pero eso no les ha impedido seguir emitiendo las ondas desde algunos edificios.

—¿Quiénes han muerto? ¿Hay alguna persona importante?

—¿Alguien importante? Escuche, Burton, le estoy diciendo que todos han muerto. El alcalde Barnston, el jefe de policía Riley, el capitán Tomkins, Cline, Hal Cable...

—¡Por el amor de Dios! ¿Cable también?

—Sí. Todos ellos.

—¿Está bromeando? No puedo creerlo...

—Burton, quiero decirle algo acerca de esas jóvenes.

—Muy bien, diga.

Travis no pudo continuar. Sintió una presión, como si un dedo le tocara la espalda. Una mujer, que le apuntaba con un revólver, le dijo a pocos centímetros de su oído:

—Deje el aparato.

Travis depositó lentamente el teléfono en su lugar. Luego se volvió. El doctor Leaf estaba cerca, con el rostro iluminado por la luz de una linterna. Luego la luz se desvió para alumbrar a Travis.

—Tenemos órdenes de llevarnos a todos los supervivientes —susurró la mujer—. No comprendo por qué no nos dejan matarlos.

—¿No han matado aún a suficientes hombres?

Ella le golpeó en la cara.

—¡Cállese! —ordenó la mujer—. Ahora, camine. Una chica irá delante con una linterna y otras le seguirán. Es indudable que usted y algunos otros están inmunizados. ¡Camine!

A Travis le dio un vuelvo el corazón. Hasta entonces no se le había ocurrido pensar en algo semejante. ¡Inmunizados! Por un instante sintió que le envolvía una ola de optimismo, pero muy pronto desapareció esa sensación. Si por alguna razón las haploides se habían propuesto matar hombres inocentes, no iban a dejarlos vivos a ellos dos.

Salieron a la calle. Un automóvil, con el motor en marcha, estaba estacionado frente al edificio. Travis se detuvo un momento, en espera de órdenes; el doctor Leaf estaba a su lado.

—No se queden ahí como un par de estatuas. Suban atrás.

Esa voz... Travis la había escuchado antes. Mientras subía al coche, recordó los rasgos de la joven que iba en el asiento delantero.

—Hola, Rosalee —le dijo.

La joven se volvió, sorprendida.

—¡Váyase al diablo! —gritó ella.

—¡Silencio! —ordenó la mujer que subió inmediatamente.

El vehículo se puso en marcha. Recorrieron las calles de la ciudad, esquivando los bultos diseminados por doquier y aumentando la velocidad en los tramos despejados.

Travis pensó que se dirigían al juzgado, pero no fue así; al llegar a la calle por donde deberían haber girado, pasaron de largo.

El automóvil cruzó varias avenidas y luego enfiló una calle ancha que daba a una autopista. Dejaron atrás las últimas casas de la ciudad y aceleraron la marcha, pues el camino estaba ahora libre de obstáculos.

Veinte minutos después, el coche se internó en un camino flanqueado por espesos arbustos. Pasaron bajo una arcada blanca, en la que podía leerse: «sanatorio faircrest».

Luego siguieron avanzando por un camino muy tortuoso, que les condujo finalmente hasta un parque que rodeaba un gran edificio que parecía un hospital.

Las jóvenes bajaron del automóvil y, empuñando sendos revólveres, obligaron a Travis y al doctor Leaf a caminar delante de ellas. No se dirigieron a la entrada principal: atravesaron el parque andando sobre el húmedo césped hasta llegar a un sendero lateral que los llevó a la parte posterior del edificio. Avanzaron aún algunos pasos y las mujeres les señalaron unos escalones. Los dos hombres descendieron por ellos. Una de las jóvenes se adelantó y abrió una puerta que daba a una habitación amplia y bien iluminada.

Travis y el doctor Leaf fueron obligados a entrar bruscamente y la puerta se cerró tras ellos.

12

Había numerosos hombres en la habitación. Algunos permanecían aislados y otros formaban grupos; unos estaban de pie, otros sentados. Todos miraron con curiosidad a los recién llegados.

Se encontraban en un sótano que servía de almacén y lavadero. En las paredes, sobre el nivel del suelo del jardín, había ventanas con barrotes y, frente a la entrada, en el lado opuesto, Travis y el doctor Leaf pudieron distinguir otra puerta. Había gran cantidad de cajones, algunos vacíos y otros llenos, colocados junto a las paredes, dejando libre el centro de la habitación.

Algunos hombres estaban sentados encima de los cajones; otros se apoyaban en una larga pica que ocupaba todo un lado de la habitación. Había también algunas sillas viejas, un raído colchón y varios muebles y artefactos cubiertos con fundas. La única luz de la habitación provenía de una lamparilla colgada del techo, que proyectaba extrañas sombras.

Travis y el doctor Leaf se acercaron a la pica y se sentaron sobre el reborde de madera que sobresalía de su parte inferior. La situación era embarazosa.

—¡Eh, Travis! ¡Doctor Leaf! —oyeron que alguien gritaba de pronto.

Travis volvió la cabeza y pudo distinguir a uno de los hombres tendidos sobre el colchón que en aquel momento le hacía señas.

—¡Bill Skelley! ¡Le creíamos muerto!

Bill se levantó y fue al encuentro de su amigo. Se estrecharon las manos.

—¡Qué alentador resulta encontrar a alguien conocido! —dijo Bill, con una amplia sonrisa en su rostro juvenil.

Estrechó la mano del doctor y luego les presentó a los demás ocupantes de la habitación.

—Les presento a McClintock, Charlie McClintock.

—Encantado de conocerle —dijo Charlie.

—Éstos son Marvin Peters, y Powers... Gus. ¿No es así?... Y Tonny Webb y... No recuerdo su nombre.

—Perry Williams.

—Gracias. Como pueden darse cuenta, hace pocas horas que estamos juntos. Este señor es McNulty, Jacob McNulty, y Margano, Kleiburne y Stone... Y aquí está también el pequeño Bobby Covington.

Les presentó a un muchacho de unos doce años, que les tendía la mano.

En pocos minutos los dos nuevos prisioneros saludaron a los demás ocupantes de la estancia. Había veinte hombres y dos muchachos; veinticuatro varones, incluyendo a Travis y el doctor Leaf. Todos se sentaron nuevamente. Algunos trataron de dormir y otros reanudaron las conversaciones interrumpidas por la llegada de los dos últimos.

—¿Cómo andan las cosas afuera? —preguntó Bill, tomando asiento junto a Travis en el reborde de la pica, mientras le tendía un paquete de cigarrillos.

—¡No pueden ir peor! —contestó Travis, aceptando el cigarrillo.

Mientras fumaba, relató a Bill lo que sabía acerca de la hipótesis del doctor Wilhelm, el estado de las calles, las jóvenes del juzgado y su intento de avisar a la Associated Press, de Chicago, para que tuvieran cuidado con las muchachas que llevaban aquellas extrañas cajas.

—Ahora veo claramente que la máquina de la calle Winthrop no operaba con la intensidad máxima —dijo el doctor Leaf minutos más tarde, en medio de la animada conversación que se suscitó en seguida—. Afectó solamente a las personas que vivían en las cercanías, y sus efectos se desarrollaron lentamente. La máquina hallada en la habitación de la muchacha era más mortífera, como demuestran los desastres ocurridos en la ciudad. Pensábamos que tendríamos más tiempo para actuar, pero nos equivocamos por completo.

—Nosotros creímos lo mismo —dijo Bill—. Yo pensaba que tendríamos tiempo suficiente para localizar todas las misteriosas cajas. Todos los radiotécnicos que salieron en los camiones con los equipos detectores enfermaron, uno tras otro. Al ver que nos quedábamos sin personal, yo mismo ocupé un camión y empecé a trabajar. Ya había descubierto dos máquinas, cuando un grupo de mujeres que iban dentro de un coche patrulla me detuvieron. Eran alrededor de las nueve y media. Me encerraron en una comisaría, con otros hombres. Traté de explicar a esas mujeres que yo no era un delincuente y que estaba tratando de localizar las peligrosas radiaciones. Pero ellas se rieron. Una de ellas pegaba bastante fuerte —agregó Bill, mientras se frotaba la barbilla—. Los otros detenidos iban muriendo paulatinamente. Esperaba que me tocara la misma suerte, pero no fue así. Transcurrió media hora larga antes de que regresaran las mujeres. Parecían sorprendidas al ver que aún estaba vivo. Estuvieron deliberando, para decidir qué hacían conmigo. Luego me trajeron aquí.

Encendió un cigarrillo y prosiguió:

—Oí la explicación que usted daba acerca de esas mujeres, las haploides. Para mí no se diferencian en nada de las demás mujeres.

—Exteriormente son iguales —dijo el doctor Leaf—. Se diferencian sólo por su estructura celular. Tienen los mismos pensamientos, los mismos órganos, todo igual, hasta las mismas ambiciones. Temo que hayan sido sus ambiciones las responsables de todo esto. Yo supongo que ellas se consideran a sí mismas como algo nuevo (en realidad lo son) y quizá superior. Me parece que se han propuesto eliminar todos los cromosomas Y que existen en el mundo y, por consiguiente, a todo el género masculino.

—Parece razonable —dijo Bill, restregándose la barbilla—. Aclara la explicación del doctor Wilhelm acerca de los cromosomas Y. Pero, ¿qué sucede entonces con nuestros cromosomas Y? ¿Cómo explica el hecho de que no hayamos sido afectados?

El doctor Leaf movió la cabeza.

—Quizá sea una cuestión de tiempo. O tal vez, cuando conozcamos la razón de nuestra inmunidad, nos parecerá algo muy sencillo, del mismo modo que al principio nos parecía increíble que una simple radiación pudiera ocasionar semejantes estragos.

Travis echó un vistazo a su alrededor.

—Hemos quedado veinticuatro supervivientes en una ciudad de sesenta mil habitantes. Parece imposible que no hayamos muerto como los demás; pero aquí estamos. Quizás en cada uno de nosotros existe un germen salvador. ¿Si pudiéramos saber qué es?

El hombre llamado Charlie McClintock se volvió hacia Travis.

—Esas mujeres también quieren saberlo —dijo—. No tengo ninguna duda. Me he enterado de que los primeros hombres que llegaron aquí fueron sometidos a un cuidadoso examen. ¿Qué me ha dicho acerca de eso, Margano?

Margano, un hombre de pelo negro, que estaba recostado sobre el colchón, levantó la cabeza.

—Fui el primero —dijo—. Cuando llegué, me desnudaron y comenzó la revisión.

El doctor Leaf se mostró muy interesado. —¿Qué le hicieron entonces?

Margano se sentó.

—Me pesaron, me tomaron la presión sanguínea, como en el ejército. Anotaron mi estatura, me hicieron radiografías y tuve que orinar en un frasco. Eso no me gustó nada. Las condenadas muchachas estaban allí mirándome —agregó, sonriendo con embarazo.

Varios hombres rieron.

—¿Le hicieron algo más? —insistió el doctor.

Margano estaba pensativo; se rascaba la nariz y miraba el techo con el ceño fruncido.

—Sí. Creo que sí. Ah, ya recuerdo... Me hicieron un análisis de sangre. Me auscultaron y me examinaron los dientes. Una de las chicas me colocó un aparato en la boca y me exploró la garganta. Me parece que eso fue todo. No... Hay algo más. Me cortaron un pedacito de piel de la oreja —agregó, alzando su mano y tocando una tela adhesiva que tenía sobre la oreja.

El doctor Leaf sonrió.

—Pensaban que usted podía ser también un haploide, ¿eh?

—Sí. Ya les oí antes, cuando hablaban de ello. Había una mujer de guardia en el piso de arriba, mientras me inspeccionaban. Parecía la jefa del grupo. Todas brincaban cuando ella abría la boca para decir algo. La llamaban doctora Gonner, o algo parecido.

—¿Gonner? —preguntó Travis asombrado—. ¿No sería Garner?

—Sí —asintió Margano—. Eso mismo.

—Era una rubia así de alta —dijo, haciendo un movimiento con el brazo—, hermoso rostro, bien formada y...

—Me parece que se equivoca —contestó Margano sonriendo—. Ésta era todo lo contrario. Era una mujer de cierta edad y cabellos grises. Tenía los ojos grises más terroríficos que he visto en mi vida. Parecía capaz de atravesarlo a uno con la mirada.

El doctor Leaf se acomodó en el reborde de madera.

—Esos exámenes que le hicieron no significan nada. Son habituales —dijo el médico.

—A mí no me examinaron —dijo Charlie McClintock—. Sólo me hicieron un análisis de sangre.

Varios hombres afirmaron a coro que con ellos también se habían limitado a un análisis.

—Espere un momento —dijo Travis, poniéndose de pie—. Usted fue el primero, ¿verdad, Margano?

Margano asintió.

—¿Quién fue el segundo?

Marvin Peters hizo un gesto.

—¿Qué clase de revisión le hicieron? —preguntó Travis.

—Igual que a Margano.

—¿Quién fue el tercero?

Kleiburne levantó la mano.

—Me encontraron frente a la taberna El Barril de Cerveza. Cuando vi que todos los compañeros iban apagándose como lamparillas, decidí terminar mis días con tanto alcohol en el cuerpo como pudiera soportar. Apenas había comenzado a beber cuando me detuvieron; me llevaron en uno de sus coches patrulla y me arrojaron al sótano de la biblioteca, junto con muchos otros hombres. Sólo nosotros dos, McNulty y yo, sobrevivimos. Los restantes se contagiaron. Luego volvieron las muchachas y nos sacaron de allí. Si hubiéramos sido más inteligentes, habríamos simulado estar muertos. Estoy seguro de que otros procedieron así. Luego nos trajeron aquí —prosiguió— y comenzaron a examinarnos, lo mismo que a Margano y McClintock. Cuando iban por la mitad del examen, vino esa vieja ramera de cabellos grises y les dijo: «No importa lo demás, chicas. Sólo me interesa el análisis de sangre». Eso fue todo.

—El cuarto fue usted, McNulty, ¿verdad? ¿Y el quinto?

Stone levantó la mano.

—Sólo examen de sangre.

—¿El sexto?

Gus Powers tosió.

—Lo mismo.

—¿El séptimo?

Perry Williams alzó el brazo.

—A mí no me hicieron nada. Sólo me encerraron aquí.

A ninguno de los restantes les habían hecho análisis de sangre.

—Muy bien, doctor Leaf —dijo Travis—. ¿Llega usted a las mismas conclusiones que yo?

—Creo que sí —respondió el doctor Leaf, muy excitado—. Al principio revisaron cuidadosamente a cada uno de los hombres, pues ignoraban la razón de su resistencia al mal. Luego deben haber encontrado algo. En la sangre... La vieja pidió entonces que hicieran otros dos análisis, para estar del todo segura. Luego ya no necesitaron seguir la investigación.

—¿Qué puede ser, entonces? —preguntó Bill.

—Tenemos la explicación aquí mismo. ¿A qué grupo sanguíneo pertenece usted, Margano?

—Cuando estaba en el ejército me dieron una tarjeta que decía AB.

—Muy bien. ¿Y el suyo, Kleiburne?

—AB.

—¿Peters?

—Creo que AB.

—¿McNulty?

—No sé.

—¿Y el suyo, Stone?

—Grupo AB. ¿Podría ser diferente?

—Está claro, ¿verdad? ¿Hay alguno que no pertenezca al grupo sanguíneo AB?

No se alzó ninguna mano.

—Entonces, eso es —dijo el doctor Leaf—. Algo muy lógico. Estamos de suerte.

—¿Suerte? —preguntó Travis—. ¿Qué quiere decir? El doctor se ajustó los.lentes y sonrió con su mueca característica.

—Permítanme que les explique. Los cromosomas Y, como los otros cromosomas, están formados por largos collares de genes, apretados como pequeños discos. Algo semejante a una pila de monedas. Todos los cromosomas Y que contienen genes A, B u O de la sangre, son sensibles a las radiaciones gamma, tal como ya se lo he explicado. Pues bien, en las células existen también, además de los cromosomas Y y los otros cuarenta y siete cromosomas, ciertas sustancias producidas por los genes y que llevan el nombre de antígenos. Comúnmente, estos antígenos no actúan como protectores, pero la combinación de los antígenos producidos por los genes A y B en el grupo sanguíneo AB, produce entre otras cosas los antígenos que nos inmunizan a todos los que nos encontramos en esta habitación contra las radiaciones que resultaron mortíferas para las demás personas. Los antígenos son simplemente hidrocarburos nitrogenados, pero no podría decir qué clase de coraza forman contra estas emanaciones. Debemos estarles agradecidos por lo que hacen. No hay duda de que las hormonas femeninas, la crebiozona y otras sustancias que hemos ensayado, no podían tener ninguna acción.

—¿Por qué ha dicho que teníamos suerte? —preguntó impaciente Bill Skelley.

—Eso es precisamente lo que iba a explicar ahora —dijo el doctor—. El grupo sanguíneo AB podría ser inmune, del mismo modo que aquellas personas que carecen de algún gen específico del gusto y no pueden paladear ciertas sustancias como la feniltio-carbamida, o FTC. Algunos llegan a notar su sabor amargo, otros no. Veamos ahora por qué tenemos suerte. ¿Recuerda la población de Union City, Travis?

—Unas sesenta mil personas.

—Entonces tenemos suerte. Suponiendo que la mitad pertenezca al sexo femenino, y si no recuerdo mal las cifras, todavía debe de haber alrededor de mil ochocientos hombres vivos en Union City.

—¡Imposible! —estalló Travis—. No vimos a nadie.

—No. Hablo seriamente. El grupo sanguíneo AB es un grupo raro. Si mal no recuerdo, alrededor del seis por ciento de la población de Estados Unidos pertenece a ese grupo, lo cual quiere decir que unos mil ochocientos hombres pueden estar escondidos en la ciudad. Por supuesto, algunos deben ser ancianos, otros niños. Y supongo que algunos no habrán nacido todavía. Pero constituyen un núcleo para luchar contra el mal, si en realidad hubieran sobrevivido.

—Un núcleo que en este momento está oculto en los edificios y cuyos componentes pueden, en cualquier instante, ser detenidos por las haploides o morir bajo sus disparos. Usted recordará la forma en que procedió la patrulla haploide con aquel viejo que encontraron en la calle.

—Es verdad —dijo el doctor—. Deben de estar escondidos porque ignoran lo que está sucediendo. ¡Si pudiéramos informarles!

—Sí —dijo McClintock—. Podemos salir a decírselo. Avisen a las chicas que pensamos salir a dar un paseíto.

—¡Diablos! No podemos salir de esta habitación —dijo Bill—. Hay guardias apostadas, con armas, por todas partes.

—No perdamos las esperanzas —dijo Travis—. Quizá se nos ocurra alguna solución.

La puerta del sótano se abrió bruscamente, con gran estrépito, golpeando contra la pared. Una mano pálida la contuvo, evitando que rebotara. En el umbral se dibujó la figura de una mujer alta, de cabellos grises; había en sus ojos centelleantes una expresión de loca hilaridad; los labios, con las comisuras caídas hacia abajo, daban a su rostro delgado una expresión desdeñosa. Tenía las cejas muy pobladas y la cabeza orgullosamente erguida. Llevaba el cabello peinado a estilo Pompadour y su cutis era extremadamente pálido. Tenía una apariencia ascética. Llevaba una bata blanca, como los médicos, y las jóvenes que se hallaban detrás de ella iban igualmente ataviadas y armadas.

Travis pensó que Margano tenía razón. Los ojos de aquella mujer eran terroríficos. ¡De modo que estaban frente a la doctora Garner! ¡Aquella mirada capaz de atravesar a un hombre! Travis sintió un hormigueo en la columna vertebral cuando su mirada se posó un instante sobre él. Se preguntaba si era posible que Betty fuera su hija.

—Entonces usted cree, Travis, que se le ocurrirá algo... —comenzó a decir. Sus labios dibujaron una mueca sarcástica y prosiguió—: ¿Y cuándo le parece que sucederá eso?

Un hombre flaco se destacó entonces del grupo. Travis no podía recordar su nombre. Su aspecto era desaliñado; seguramente hacía mucho tiempo que no se alimentaba bien. Travis observó que los otros también tenían ese aire desnutrido. El hombre se dirigió a ella con nerviosidad:

—Por favor, señora —dijo con voz ronca—, permítame que regrese. Me trajeron aquí cuando iba a la farmacia en busca de una medicina para mi esposa. Mi esposa está enferma.

La mujer le dio una bofetada. El hombre cayó de rodillas.

—¡Por favor, por favor! —suplicó—. Sólo pido clemencia para mi mujer. Va a morir.

Rompió en sollozos con la cabeza entre las manos.

La doctora Garner le asestó una patada que lo derribó al suelo. Quedó tendido e inmóvil.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó ella—. Saquen de aquí a este viejo llorón. Lo primero que hará en cuanto se recobre será ponerse a vomitar.

Travis sintió una terrible tensión en sus músculos. Sus puños se habían crispado de tal modo que sentía el dolor producido por las uñas al clavarse en las palmas de las manos. La sangre se agolpaba en su cabeza.

Algunos hombres avanzaron unos pasos.

—Quieto, muchacho —susurró el doctor Leaf al oído de Travis.

Sonaron dos disparos. El hombre que yacía en el suelo se irguió y se retorció bajo el impacto de las balas. Sonó otro disparo y el viejo quedó inmóvil.

Dos mujeres entraron en la habitación y lo arrastraron afuera, dejando un largo y brillante rastro de color carmesí.

—Buena sangre AB —dijo la mujer, escudriñando los rostros a su alrededor—. Una sangre maravillosa, según tenemos entendido.

Luego se dirigió directamente al doctor Leaf.

—Conozco su interesante opinión sobre los antígenos. Esto parece una novela de espionaje. Quizá le divierta saber que aquí tenemos instalados micrófonos ocultos, lo que nos ha permitido escuchar todas sus conversaciones. Antes enviábamos aquí a los pacientes, cuando ya no sabíamos qué hacer con ellos. —Sonrió con dulzura—. Algunas cosas que decían de nosotras no dejarían de sorprenderle.

La mujer dio unos pasos por la habitación sin apartar la vista de los hombres.

—El factor X en nuestra pequeña ecuación —prosiguió—.

Esto es lo que son ustedes. De acuerdo con las afirmaciones del doctor Leaf, debería haber muchos otros como ustedes en la ciudad. Pues bien, aunque haya más como ustedes, ¿qué podríamos temer? —Se detuvo en el centro de la sala—. No se preocupen demasiado por la suerte que les espera. Mañana todos habrán muerto. Y como ahora saben por qué causa sobreviven, sepan, también, que ya no traeremos aquí a ningún otro de los suyos. Los estamos eliminando en donde los encontramos. Si les preocupa saber qué método vamos a utilizar para eliminarles, todavía no lo hemos decidido. Quizás alguno de los presentes pueda sugerirnos algo al respecto. ¿Qué opina, doctor? ¿No tiene algo para proponernos, alguna preferencia?

El doctor no contestó. Ella se puso a su lado.

—Usted aparenta cierta inteligencia y equilibrio. —Se volvió a Travis y continuó—: Tal vez les agradaría a ustedes dos ver un verdadero laboratorio, adelantado en muchos años a nuestro tiempo. Ustedes, por supuesto, no vivirán para ver la culminación, el poderío de una raza de haploides...

—Entonces, es verdad...

—Usted lo ha dicho, doctor. En efecto, es verdad. Síganme. Me resulta interesante explicárselo. Existe la remota posibilidad de que incluso unos seres como ustedes dos alcancen a apreciar lo que voy a mostrarles.

Se dirigió a la salida, seguida por Travis y el doctor Leaf. Al llegar a la puerta se apartó para que ellos franquearan primero el umbral. Dos guardias femeninos armados de fusiles se apostaron a cada lado.

—No hace falta tanta precaución —dijo la doctora Garner—. Creo que son inofensivos. Es suficiente con que nos escolten a prudente distancia. Si cualquiera de los dos esboza el menor gesto de rebeldía, actúen sin perder tiempo, pero si se portan bien, permítanles alguna libertad de movimientos.

Los tres se instalaron ante la mesa de trabajo de la doctora Garner, como si se tratara de una consulta habitual; la única diferencia eran las dos guardianas junto a la puerta. Los muebles eran lujosos y la habitación estaba iluminada por una suave luz indirecta. Sobre la mesa había una bandeja con servicios de té y galletas.

—Los he traído aquí en primer lugar porque pensé que era preciso proporcionarles alguna información previa. ¿Un terrón o dos, doctor Leaf?

—Sin azúcar, por favor.

—Un solo terrón —dijo Travis.

La mujer agitó su té.

—¿Recuerda al doctor Tisdial, doctor?

—¿Tisdial? —El doctor reflexionó unos segundos y dijo de pronto—: Creo que sí. Era un biólogo de renombre, en Eckert, si no me equívoco. Un genético.

La doctora Garner sonrió.

—Tiene buena memoria. Sí, el doctor Tisdial se dedicó a la enseñanza durante muchos años, en Eckert. Era un hombre relativamente joven cuando le conocí. Fui discípula suya.

La doctora miraba a lo lejos, con un deje de suave añoranza en sus ojos habitualmente tan duros.

—Yo lo admiraba y él me distinguía. Cuando me gradué, me propuso que fuera su secretaria. Llegué más lejos aún: llegué a ser su esposa.

Bebió unos sorbos de té.

—El doctor Tisdial y yo éramos muy felices. Pasábamos días enteros en el laboratorio, trabajando juntos. Me enseñaba todo lo que sabía. Era una inteligencia superior.

Dejó la taza sobre la mesa. Una expresión extraña y ausente apareció en su mirada.

—Yo tenía un hermano. Era muy joven, muy cariñoso..., indefenso. Se llamaba Ronny, Ronny Garner. Era rubio, bien parecido..., yo quería que él tuviera todo lo que podía desear en este mundo y hacía lo posible para contribuir a que lo consiguiese. Era un artista. Pintaba los cuadros más hermosos que he visto en mi vida. Desde muy niño fue un talento. Siempre estaba pintando algo para mí. Me llamaba Kitty, pues mi nombre verdadero es Catherine. «Kitty, aquí tengo un cuadro para ti», solía decirme. Yo le adoraba.

Bajó la mirada hasta fijarla en sus interlocutores; había perdido su expresión de suavidad. Era muy curiosa la propiedad que poseían sus ojos de aclararse y fulgurar sobre el fondo gris de la pupila y el negro del iris, en medio de la córnea muy blanca: parecían, así, ojos de alucinada.

La doctora prosiguió con su relato.

—Luego, el ejército. Se lo llevaron. La noche antes de partir, Ronny vino a casa y me dijo: «Kitty, yo no quiero ir. No quiero matar a nadie. Amo a todo el mundo. Amo a todos los seres vivientes». Sollozó recostado en mi hombro y procuré consolarlo. Llegó el doctor Tisdial y nos encontró así; Ronny, con la cabeza en mi hombro, lloraba desesperado. El doctor Tisdial no pudo comprender. Cuando quise defenderle, dijo secamente: «Alguien tiene que ir a matar al Kaiser». Quise hacerle ver que el caso de Ronny era muy especial, pero me interrumpió diciendo: «Tus palabras me producen una gran desilusión». Desde ese momento, todas las cosas tomaron otro cariz entre el doctor Tisdial y yo.

En el despacho de la doctora reinaba el silencio. Sólo se oía su respiración. Sus ojos se empequeñecieron y chispearon.

—Ronny partió a la mañana siguiente. Nunca olvidaré su rostro sensible y trágico. Murió tres semanas después, en un campamento. Murió porque no pudo adaptarse a la locura de este mundo. Entonces tomé una resolución; los hombres y toda su locura debían desaparecer. Durante centurias los hombres habían sido la causa de todas las guerras, de toda la sangre derramada, de todo el dolor y el sufrimiento de cada madre y hermana que había visto partir a su hijo o hermano para que lo mataran o para matar y volver al hogar cubierto de medallas. Había que acabar con esto y yo podía hacerlo. Poseía un instrumento para destruir a ese macho que trajo la desdicha a sí mismo y a las hembras. ¿Qué podría hacer una mujer mientras existiese el hombre? Él era el fuerte; sólo por medio de traiciones y trampas la mujer alcanzaba sus fines. Y esto debía terminar. Si, para desaparecer, el hombre debía pasar por miles de agonías, ese sería su castigo por las agonías que había causado a su madre.

Su rostro se iluminó con una expresión enajenada, mientras proseguía acaloradamente:

—Había que dar paso a una raza nueva. Había que transformar las leyes fundamentales. ¿Por qué razón una mujer y un hombre tenían que unirse para que naciera un hijo? Yo cambiaría esta ley básica. Prescindiría del hombre. Destruiría la piedra de escándalo de nuestra civilización. Los músculos varoniles serían reemplazados por motores y palancas. Y crearía una raza de haploides. Una raza sin la vejación del sexo y sus múltiples frustraciones. Una raza sin partos. Una raza cuya única meta sería su propio progreso hasta el fin de los tiempos. Una raza única, sin barreras de color, herencia o credo, nacida para gobernarse sola, trabajar para sí y perfeccionarse. Una raza de supermujeres de la cual esto es sólo el comienzo.

Calló y clavó una mirada amenazante primero en Travis y luego en el doctor Leaf. En sus rostros no había el menor atisbo de burla o de horror. Continuó:

—Ustedes me preguntarán cómo era posible realizar mi plan. La respuesta me la proporcionó el doctor Tisdial. Poco a poco obtuve detalles de los experimentos realizados por él y de sus ideas acerca de lo que me interesaba saber. Más adelante descubrió lo que yo me proponía y me ayudó a experimentar por puro interés científico. Pero nunca volvimos a ser los mismos después de la noche en que Ronny se despidió.

Al llegar a este punto, la doctora rompió a reír.

—Recientemente he leído los resultados del «asombroso experimento» del doctor Gregory Pincus acerca de una técnica para la ovulación múltiple. Ya en mil novecientos dieciséis el doctor Tisdial y yo perfeccionábamos los detalles de la famosa novedad. Pero no habíamos salido a contarlo. Era una especie de afición personal. Inyectábamos determinadas hormonas y los ovarios aumentaban considerablemente el número de óvulos. El paso siguiente consistía en apoderarse de los óvulos de la madre. Lo resolvimos muy pronto. Fue una simple operación mecánica. La máxima dificultad consistía en el almacenamiento de los huevos. El secreto está en obtener una temperatura cercana al cero absoluto. A este fin, construirnos juntos tina de las primeras congeladoras de este tipo.

—¡Extraordinario! —exclamó el doctor Leaf.

La doctora Garner sonrió con indulgencia.

—Es algo más, doctor, como pronto comprobará. En realidad, no había motivos para creer que un óvulo no podía desarrollarse dentro de la mujer adulta sin intervención de la célula masculina. La única función del espermatozoide es estimular el proceso de crecimiento en cuanto penetra en el citoplasma. La preñez de las vírgenes no es una novedad, no necesito señalarlo. Señor Travis, usted también habrá leído algo acerca de la reproducción de los erizos y estrellas de mar, los gusanos, los caracoles e incluso las ranas; recordará que no necesitan la fertilización por medio de un macho. Los pequeños huérfanos de padre son tan robustos como los que brotaron de cualquier otra manera. ¿Cuál es la contribución del esperma masculino? El cromosoma X restante, o un cromosoma Y y los veintitrés que conocemos. No son imprescindibles. En realidad, el macho juega la parte débil. Los machos son el sexo débil, y no sólo antes del nacimiento. El doctor lo sabe perfectamente y cualquier biólogo se lo confirmará. Son más susceptibles de enfermar o perecer, a menudo fracasan, mueren inmediatamente antes o después de nacer o llegan al mundo con alguna tara. Son más numerosos los espermatozoides del grupo Y que llegan al óvulo que los del grupo X. Ganan la primera carrera, crean un macho, pero, a través de la vida, pierden. En el primer momento, surgen con ventaja frente a las hembras. La balanza de las hormonas tiene mucho quehacer para conservar el equilibrio.

La doctora Garner sorbió su taza de té.

—La historia continúa: muy pronto descubrió el doctor Tisdial que mi interés por la partenogénesis no era algo pasajero. No estaba de acuerdo con mis experimentos sobre la placenta artificial: yo estimulaba el desarrollo del óvulo con un súbito descenso de temperatura, al mismo tiempo que taladraba el citoplasma con una aguja afilada; una delicada operación, dicho sea de paso, en la que habíamos adquirido rara maestría. Nos sepa ramos en mil novecientos veinte e instalé mi propio laboratorio para continuar con mi sistema. Él siguió su camino, yo seguí el mío. Señores, me ocupaba en la producción de haploides. Se desarrollaban por centenas, por millares. Siguen desarrollándose en la actualidad. El doctor Tisdial vino a verme hace unos meses, interesado por alguna noticia sobre mis trabajos que leyó en una revista médica. De vez en cuando me veo obligada a vender inventos e ideas para pagar los gastos de mi experimentación. Se presentó, pues, amistosamente y, según sus propias palabras, quedó estupefacto. Imagínense la situación, señores —prosiguió, frunciendo los labios y con un fulgor de odio en los ojos—: la mente de un hombre «estupefacto» ante la posibilidad de un mundo mejor. La mente de ese mismo hombre a quien la imagen de la guerra no perturbaba. La mente de un hombre que colaboró en la producción de la bomba atómica. Jamás un hombre podría justificar mi acción. Como el doctor se puso en contra, sólo podía defenderme encerrándolo para que no estropeara mis planes, que ya llevaban veinte años de incesante labor. Lo encerré bajo llave. Al fin consiguió escapar. Corrió a la ciudad y me encontró en la casa de la calle Winthrop. Allí fue donde produjimos miles de esas cajas negras de metal. Pero ocurrió un accidente: al manejar una de las máquinas, lo que puso en peligro el material, recibió una dosis fatal de radiaciones. Fuera de sí, huyó a la calle. Tuvimos que desmantelar la casa rápidamente y luego la incendiamos.

—¡Entonces era el doctor Tisdial! —comentó Travis—. Fue el primer paciente.

—Era, en efecto, el doctor Tisdial —dijo ella sin ninguna emoción.

13

El sanatorio Faircrest era un edificio blanco en forma de T: la parte frontal era amplia y los pabellones que ocupaban la parte posterior formaban una larga línea perpendicular. El grupo se dirigió hacia aquella sección mientras la doctora Garner les mostraba sus aspectos interesantes como si fueran visitantes distinguidos.

—En la actualidad destinamos la parte delantera a los convalecientes —dijo—. Centenares de enfermos nerviosos y mentales han encontrado aquí reposo, salud y esperanza. Es un maravilloso lugar de descanso, un verdadero hogar. Ha sido un negocio excelente. Pero el ala posterior del sanatorio nada tiene que ver con la frontal, como verán.

Recorrieron un corredor intensamente iluminado, flanqueado por una serie de cubículos anchos separados de la galería exterior por ventanales que abarcaban del suelo al techo. Numerosas mujeres vestidas de blanco trabajaban allí; unas inclinadas sobre diseños y diagramas, otras con relucientes equipos de laboratorio. Algunas manejaban aparatos electrónicos: instrumentos eléctricos con diales, llaves, tubos y alambres. Parecían sorprendidas ante la presencia de los dos hombres.

La doctora explicó:

—Hace unos años tuvimos que transformar algunos de estos pequeños laboratorios en oficinas, a causa del incremento de nuestras actividades en todo el mundo. Todas las noticias sobre nuestras haploides se reciben aquí.

La doctora introdujo una llave en la cerradura. La gruesa puerta de metal se deslizó lentamente y les envolvió una ráfaga de aire caliente. Frente a ellos había un ancho tabique de vidrio doble. A cada lado del tabique se veía una puerta. Detrás del vidrio, extendidas hasta la pared que se hallaba a quince metros de distancia, se veía una gran cantidad de retortas de vidrio, de tamaños escalonados. Llenaban la amplia estancia, dejando un estrecho espacio entre ellas.

—Para empezar colocamos el óvulo fertilizado artificialmente en la retorta más pequeña —continuó explicando la doctora Garner—. Dentro de la retorta tenemos una solución fisiológica salina que equivale, por sus componentes químicos, a los fluidos del organismo humano. Mientras las células se desarrollan, mantenemos la presión osmótica correcta, así como la de difusión.

La segmentación se produce casi al instante. Como pueden observar, la célula se sumerge rápidamente en la porción más densa de la solución, como lo haría en la pared uterina. Recibe continuamente el fluido vital de la placenta y muy pronto comienza a absorber su alimento. A medida que transferimos las células de las retortas menores a las de mayor tamaño, se puede ver el corazón que late, los rudimentos del sistema nervioso, los brotes que se convierten en miembros. Después de transcurridos tantos años, el espectáculo de la creación aún me maravilla.

Los ojos de la doctora brillaban de entusiasmo.

—Como ocurre en el seno de una verdadera madre, el embrión de haploide no está unido a su madre material. Están separados por un tejido membranoso: la placenta. El embrión recibe alimento y oxígeno de la solución preparada por nosotros y arroja allí sus residuos. Cuando llega la hora del nacimiento, simplemente sacamos el bebé de su retorta, le damos las palmadas de rigor, y una nueva haploide ha llegado al mundo. Cada una recibe un nombre y el número de su serie. También se registra el lugar de su nacimiento, pues hay varios laboratorios semejantes en diferentes zonas del país. Aunque ningún laboratorio puede compararse con el nuestro.

—¡Qué lamentable! —exclamó el doctor Leaf—. ¡Qué lamentable que semejante talento no haya servido para algo constructivo!

—No esperaba comprensión ni simpatía, doctor, puesto que se trata de eliminar el sexo al que usted pertenece.

—¡Qué iniquidad! ¡Y pensar que su talento podría beneficiar a la humanidad!

—¿Humanidad? En efecto, humanidad. Con ustedes, los hombres, ocurre lo de siempre: todo gira alrededor suyo. Hasta las palabras. Hasta el apellido del hombre es algo que la mujer debe llevar durante una parte de su vida. Han subyugado a las mujeres desde el principio de los tiempos; a las mujeres que constituimos el elemento principal de la especie.

—Fue una necesidad —intervino Travis—. En tiempos prehistóricos, la existencia familiar dependía del fuerte brazo del hombre.

—Sí. Pero el brazo ya no es indispensable —replicó la doctora—. Ahora poseemos máquinas para realizar las faenas más pesadas.

—Su pensamiento carece de lógica —interrumpió el doctor Leaf—. No sólo el brazo del hombre venció a la mujer, sino la maternidad. ¿Qué podía hacer para subsistir la mujer embarazada?

—El embarazo no es una desventaja —repuso la mujer— con excepción, quizá, del último mes. Ni siquiera en ese período, probablemente. Por desgracia, las mujeres permitieron que las mimaran demasiado. Pero no habrá más embarazos, salvo en casos muy especiales; tal vez sea conveniente en alguna ocasión desarrollar haploides en el seno de otras haploides...

—Pero, aniquilar así..., matar sin discriminación...

—No sea ingenuo, doctor. Usted mismo, en su laboratorio, ha causado más de una muerte. Esto es sólo la supervivencia de los más aptos. —Sus ojos relampaguearon con fanático ardor—: Y nosotras somos las más aptas. Ustedes son los débiles. Ustedes habrían acabado con todos nosotros, ustedes y sus bombas atómicas. Estamos salvando la civilización amenazada por la locura de la guerra.

El doctor Leaf enrojeció, pero permaneció silencioso ante la excitación de la mujer, que iba en aumento.

—¿Qué sucede después? —preguntó Travis desviando la atención hacia los receptáculos escalonados—. ¿Qué sucede cuando la niña ha nacido? ¿Adónde va? ¿Quién se ocupa de la crianza?

La doctora se volvió hacia ellos:

—Tenemos guarderías. Y luego, tarde o temprano, la mayor parte de las niñas encuentran padres adoptivos. Tenemos un registro con todos los datos y cuando la niña está en edad de comprenderlo, acudimos a ella y le decimos la verdad. Lo hacemos entre los quince y los dieciocho años, de acuerdo con su temperamento. Es curioso, la mayor parte de ellas tienen muy temprano la sospecha de no ser igual a las demás muchachas.

—Suponiendo que la joven no simpatice con los planes concebidos por ustedes —dijo el doctor Leaf—, ¿qué ocurre?

La mujer sonrió.

—Hay varias alternativas. El suicidio, para empezar. Si ella no tiene el valor necesario, nos ocupamos nosotros de hacerla desaparecer sin dejar rastro. Ahora bien, si la joven forma parte de una familia importante de la que se puede obtener dinero o considerable ayuda de algún otro orden, recurrimos al menticidio.

—¿Menticidio? —exclamó Travis—. ¿Qué es eso?

—Es un término inventado por la doctora Joost A. M. Meerloo. Consiste en una inyección sintética de nuestros pensamientos y palabras a las personas que deseamos controlar. Destruye la libertad de pensamiento y convierte sus inviolables procesos mentales en instrumentos mecánicos útiles y serviles. A primera vista parece algo extremadamente técnico; es un arma de la psiquiatría moderna. Se obtiene mediante la repetición exhaustiva de una idea, de un pensamiento bajo coacción. De esta manera la mente se resiste a aceptar cualquier otro tipo de realidad que aquella que le inculca la persona que está sojuzgándola. Hasta el momento no ha fallado en ningún caso.

—Y sin duda estas muchachas habrán vivido en nuestro mundo como seres humanos normales durante mucho tiempo —dijo Travis—. Pueden tener ahora treinta y dos años, ¿no es así?

—Así es; algunas tienen esa edad. Pero han sido preparadas durante este período para actuar en el momento necesario. Nosotras creíamos que el hombre se destruiría a sí mismo con la guerra, pero todavía no ha sido así. Su destrucción se retrasa más de lo que suponíamos. Además hay que adelantarse a los acontecimientos porque la guerra planeada por el hombre moderno amenaza aniquilarnos juntamente con ellos. Nuestras cajitas negras aceleran los hechos. Todas las haploides de los alrededores están actualmente equipadas y sólo esperan nuestro aviso para utilizarlas. Olvidaba algo más que, sin duda, les interesará. Una haploide no puede tener hijos; sólo se puede efectuar en ella la inseminación artificial; es decir, puede ser dueña de un óvulo activado con anticipación; pero a causa del proceso que han sufrido sus ovarios, sus cromosomas veintitrés X se dividen en células de once X y doce X cromosomas, que rechazarán la célula del esperma veintitrés X o veintitrés Y. Es, por lo tanto, estéril. No obstante, la haploide puede contraer matrimonio, si lo desea.

—¿Cómo puede ser posible tal cosa?

—Para una haploide verdadera, el sexo es solamente una función innecesaria y estúpida que realizará hasta que llegue la hora de su emancipación total. En realidad, una haploide encontrará muy poco placer en la realización de un acto semejante, puesto que se la ha condicionado para que odie al hombre y para que mire hacia el futuro con la certeza de verse un día liberada de sus cadenas y de ver a los hombres reducidos al nivel de inferioridad que les corresponde.

La doctora se echó a reír y prosiguió:

—¿A qué atribuyen ustedes la escasa natalidad de hoy en día? Muchas mujeres que aparentan buscar desesperadamente la causa de su esterilidad, no son más que haploides que buscan pretextos para una adopción. Deben someterse a sus deberes conyugales hasta que por fin el marido, para satisfacer su maternidad frustrada, les permite adoptar un niño. Es una haploide lo que adoptará, por supuesto. La esposa haploide está de acuerdo con nosotras, desde luego. Nos ayudan a resolver el problema de las adopciones. ¿Y no les ha llamado nunca la atención la cantidad de jóvenes hermosas que prefieren permanecer solteras? Su odio hacia los hombres es tal que les impide casarse para guardar las apariencias o para colaborar por medio de la adopción de una haploide. Su apasionado sentimiento las exime de todo compromiso. Son las mejores haploides: sólo viven para la hora de la libertad, la libertad de construir el nuevo mundo que han soñado. Esta fecha se avecina. Los hombres de sangre AB no son un obstáculo serio. Simplemente, los exterminaremos.

—¿Qué harán con las mujeres normales? —preguntó Travis.

—¿Qué haremos con ellas? —repuso la doctora con violencia—. ¿Qué haremos con esas blandas criaturas? ¡Ustedes las llevaron a ese estado! Pues bien, una vez desterrada la raza masculina, podrán ser madres, si es ése su anhelo. Les inocularemos un óvulo fertilizado o fertilizaremos uno suyo y les daremos los medios para que lo hagan vivir. La hija haploide será la imagen de su madre. Si algunas mujeres se oponen a nuestro plan, habrá que eliminarlas. Si su reacción fuese más enérgica de lo necesario, las liquidaremos también. Este asunto no me preocupa. Después de haber sido reducidas por los hombres, a semejante grado de debilidad, nos seguirán como corderos.

El doctor había entreabierto la puerta que comunicaba con el corredor, y Travis respiró con alivio el aire fresco, limpio y saludable que provenía de afuera. La conversación empezaba a producirle náuseas. Ella avanzó hacia el vestíbulo y se detuvo ante una ventana. Señaló un muro de porcelana y cromo.

—Aquí dentro —dijo— conservamos en su temperatura correspondiente unidades que fueron obtenidas muchos años atrás. Tenemos óvulos de mujeres desarrollados hace más de veinte años en una suspensión adecuada. Billones de óvulos. Nunca podremos desaparecer.

Desde el fondo del corredor llegó un sonido característico que Travis reconoció inmediatamente. Eran teletipos. La doctora observó su interés por saber para qué los usaban.

—Es nuestro centro de comunicaciones —dijo entrando en la habitación.

El doctor y Travis la siguieron. Era una habitación espaciosa en la que había varios escritorios, teletipos y varias mujeres. Fueron recibidos con las acostumbradas miradas hostiles de las atareadas haploides.

—Todo en regla, chicas —dijo la doctora Garner con voz tranquilizadora.

Avanzó hasta una mesa alargada en la que se apilaban numerosos informes telegráficos. Tomó algunos al azar.

—La oficina de Chicago informa que la Comisión Federal de Comunicaciones se ha visto obligada a interrumpir la nueva instalación de maquinaria para rayos gamma. Las autoridades han cortado la electricidad, pero nuestras compañeras son capaces de ponerlas en marcha con la ayuda de baterías o generadores portátiles. En cuanto los hombres empiecen a agonizar, iniciarán el servicio de haploides voluntarias, como siempre. Aquí es donde se lucen las haploides. Siempre habrá voluntarias. Millares de haploides voluntarias están listas para realizar su misión en cuanto el azote se cierne sobre las ciudades.

La doctora Garner rió una vez más y depositó el informe junto a los otros.

—¿Se dan cuenta de que en este momento hay medio millón de haploides de dieciocho a treinta años desparramadas por todo el mundo? En los únicos países donde no hemos penetrado todavía es en Rusia y en algunos de sus países satélites. ¿Qué probabilidades puede tener el hombre de salvarse? —Señaló el informe con un gesto y continuó—: Hace un momento me reí porque aquí nos notifican que Estados Unidos ha aplazado el proyecto de ensayar una nueva y terrible arma que puede destruir un país entero en una fracción de segundo. Alegan el peligro que esto significa para todos, pero es una mentira evidente. Estados Unidos teme un ataque de Rusia en un momento en que nuestra población masculina disminuye a ojos vista. Que Rusia ataque; la destruiremos también.

—Doctora Garner —dijo el doctor Leaf—, ¿qué sucede cuando descubren a alguna de ustedes? Cuando, por ejemplo, Alice Gilburton cayó en manos de la policía, se envenenó con una droga que no se pudo encontrar...

—Sí, doctor Leaf, tomó empitenal, un producto de nuestros laboratorios. Cada haploide lleva consigo una pequeña ampolla para utilizarla si se ve en una situación difícil. Así consigue una muerte rápida y sin sufrimiento.

Una joven irrumpió en la habitación y casi tropezó con el grupo. La doctora Garner la miró con dureza.

—¡Señorita Pease! —exclamó Travis.

Era la enfermera que había conocido en el hospital, la que trabajaba a las órdenes de la inspectora Nelson.

—Ustedes se conocen, según parece...

—Sí, doctora —dijo la muchacha, enrojeciendo—, me vi forzada a interceptar su camino cuando se dirigía a la habitación del doctor Tisdial en persecución de Betty.

—¡Ni más ni menos! —gritó Travis—. ¡Usted se interpuso en mi camino!

—Había olvidado ese asunto —dijo la doctora observando a Travis con renovado interés—. Usted es el que podía delatar a mi hija. Yo la había enviado en su busca...

—¿Su hija?

—Una haploide —dijo la doctora con tono inflexible—. De la generación de mil novecientos veintinueve. ¿Dónde se encuentra? —preguntó a la señorita Pease.

—Creo que se encuentra en el archivo.

—Dígale que venga, por favor.

Betty salió de un cuartito pequeño frente a la oficina de comunicaciones. Se quedó inmóvil al encontrarse con Travis.

«Qué hermosa está con su vestido blanco», fue el primer pensamiento de Travis. Pero inmediatamente le dio un vuelco el corazón. ¡Una haploide! Haploide o no, era una joven encantadora cuya vista regocijaba su corazón. «¡Cómo puede ser una haploide con esos ojos, ese maravilloso cabello dorado, esos labios rojos!», se decía para sus adentros.

Enseguida reaccionó. ¿Qué importaba, después de todo? De acuerdo con los planes de la doctora muy pronto dejaría de existir. A menos de que la joven persistiera en su deseo de ayudarle.

—¿Conoces al señor Travis? —preguntó la madre.

—Desde luego —contestó Betty sin dejar traslucir el menor sentimiento.

La doctora sonrió ligeramente mirando fijamente a su hija.

—Ahora puede que ideemos juntas un método conveniente para acabar con él y sus amigos.

—Me parece muy bien —dijo Betty con frialdad.

—No hablemos de ello aquí —dijo la doctora Garner—. Lo estudiaremos cuando regresemos al despacho.

Betty, los dos hombres, la doctora y las guardianas que les escoltaban salieron de nuevo al corredor. De pronto, una joven salió precipitadamente de la oficina de comunicaciones y llamó a la doctora.

—Un momento —dijo ésta—. Ustedes sigan.

El grupo caminó lentamente por el corredor; los hombres iban delante, las guardianas los seguían de cerca y Betty Garner marchaba a un lado. Caminaba muy erguida y reconcentrada. Permanecía en silencio.

¿En qué estaba pensando? Travis trataba de adivinarlo. ¿Intentaría salvarlos? ¿Habría terminado por convencerse de que, realmente, las haploides iniciaban un mundo nuevo y mejor? Si tenía la menor oportunidad, intentaría saberlo, antes de que regresara la doctora.

Al llegar a la puerta del despacho la miró. Los ojos de Betty permanecían impávidos.

—¿Podría hablar a solas contigo, Betty? —preguntó.

Ella le miró con severidad.

—No creo que sea necesario.

—Se trata de algo que es preciso que sepas.

Se detuvo, dubitativa. Luego se volvió hacia las guardianas:

—Voy a hablar con el señor Travis. Los demás que esperen aquí.

Mientras entraban en el escritorio, el corazón de Travis latía violentamente. Ella cerró la puerta mientras él la estaba contemplando.

—Ya sé lo que quieres —dijo ella antes de que él despegara los labios—. Esperas ayuda de mi parte. Es imposible.

Él hizo ademán de aproximarse, pero ella se refugió detrás del escritorio.

—Por favor —dijo—, dejemos esto. Estoy de acuerdo con todo. Admito que tu presencia me ha impresionado, pues, francamente, creí que no volvería a verte nunca más. No me explico cómo has sobrevivido. Me han hablado del grupo sanguíneo AB. Nuestra tarea se complica.

—Pero, Betty, tú eres muy distinta de esta gente. He visto ternura en tu mirada. Tienes una naturaleza dulce y noble. No puedes, en conciencia, participar en una empresa como ésta.

—¿Qué sabes tú si puedo o no participar? —Sus ojos azules relampagueaban—. Apenas me conoces.

—Sé que eres una haploide, si a eso te refieres. Pero no me importa. ¿No significa nada para ti que te quiera a pesar de todo?

—¡Qué fácil es hacer discursos! —dijo ella con impertinencia—. ¡Qué fácil, cuando nos va en ello la vida!

Travis suspiró.

—No pensaba en eso ahora. Sólo pienso en que si me quisieras, comprenderías. No se debe ir en contra de las leyes de la naturaleza.

—¿Quién eres tú para opinar sobre las leyes de la naturaleza? —replicó la muchacha—. La doctora Garner tiene razón. Tú y los nombres como tú son los que nos conducirán al exterminio con su insensatez y su vanidad.

—No voy a negar que las guerras son una plaga de nuestra civilización. Pero hasta entre las hormigas existe la guerra.

—Y dices que nuestro programa es contrario a las leyes de la naturaleza. Supongo que si tienes un ataque de apendicitis, querrás que te extirpen el apéndice infectado. No, Travis, los hombres son una maldición sobre la tierra. Constituyen la parte enferma de sus habitantes.

—Repites las palabras de la doctora. No puedo entender cómo te han convencido de semejante patraña.

—Será una patraña para ti —dijo Betty con seriedad—. Para mí no, por cierto. No puedes opinar sobre el asunto porque eres hombre, y, por lo tanto, uno de los perjudicados.

Las mejillas de la joven se colorearon intensamente, y Travis, al verlo, se animó.

—No crees en lo que estás diciendo —declaró con seguridad.

Ella le miró. Sus labios se mantenían firmemente apretados, pero no se leía en sus ojos la misma determinación.

Travis rodeó la mesa, abrazó a la chica con furia y la besó.

Nuevamente se encontraba ella en sus brazos, estrechándose contra él.

—Travis —susurró—, me acordaba de ti, rezaba por ti... Estás vivo, ¡gracias a Dios! Recordaba tus caricias...

—Yo tampoco podía olvidarte —dijo él cariñosamente—. ¿Por qué no me seguiste cuando te lo pedí?

- Me hubieran encontrado rápidamente. ¡Oh! Ignoras hasta qué punto están organizadas... Nos hubieran encontrado en seguida para matarnos.

Él aflojó el brazo y, expresó:

—¿Cómo nos arreglaremos para salir de aquí?

Ella sacudió la cabeza, apesadumbrada, y dijo:

—Mantengo lo que te dije al principio: no te ayudaré.-¿Cómo puedes hablar así? ¡Por Dios!

—¡Oh, Travis! —exclamó la joven, con cansancio—. Tú no puedes saber cuánto significa para mí la doctora. Y esto es su vida. Ha pasado toda su vida esperando lo que va a tener lugar esta noche. No puedo traicionarla.

Travis la separó de sí para hablarle mejor:

—Querida mía, la doctora no está en su sano juicio, ¿no te das cuenta?

—No importa. Siempre ha sido buena conmigo. Ella cree sinceramente en su obra.

—Pero es una obra personal surgida de su delirio, con la cual obtiene beneficios egoístas, que mantiene por medio del terror y con unas leyes crueles hasta para las mismas haploides que ha creado. ¿Acaso crees que el mundo mejoraría si su sistema triunfara?

—¡Oh! ¡No sé, no puedo saberlo!

Betty se apretaba las sienes con las manos como si quisiera evitar hasta el sonido de su propia voz:

—He reflexionado tanto como me ha sido posible y no puedo resolver nada.

—¿Crees que las haploides llegarán a ser felices en un mundo sin hombres? ¿No temes que lleguen a lamentar una decisión que privará a la Tierra del género masculino?

—A veces algunas compañeras hablan sobre esto, te lo confieso —dijo Betty—. Algunas tienen dudas. Pero todo se lo debemos a la doctora Garner: ella nos trajo al mundo, por ella vivimos y hemos crecido. Ella es nuestro jefe.

—Un jefe que legislará con mano férrea. ¿Y crees acaso que la guerra y la lucha concluirán cuando sólo perdure una raza única, la raza de las haploides? —Travis sacudió la cabeza—. No lo creo. Cada mujer, haploide o no, tiene en su ser elementos varoniles suficientes para engendrar conflictos.

La estrechó nuevamente en sus brazos y prosiguió:

—¿Comprendes que no estoy pensando en nosotros solamente? Pienso en toda la humanidad, incluyendo a las haploides. Todos podríamos ser felices.

Ella le interrumpió.

—Pretendes que me convierta en una traidora. Nunca haré tal cosa.

—Muy bien —dijo Travis con calor—. Entre tanto, millones de personas sufrirán atrozmente. Niños nacidos de padres enloquecidos que se cubrirán de manchas rojas y se volverán grises, cancerosos como aquel viejo...

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡No puedo soportarlo!

—¿Los has visto? ¿Conoces su tortura? ¡Oh!, dejemos a los hombres: pensemos en los chicos que corretean con tirachinas, que van a hacer recados para su madre, que juegan; en todos los muchachitos de ojos brillantes, llenos de esperanza, en la inocencia de sus corazones y su mente. Éstos son los seres vivos que destruye la doctora; no pensemos en los hombres... Por supuesto, los hombres padecen también. Pero es peor aún para los niños. Los niños no entienden. Las niñas verán sufrir a sus hermanitos en la cuna, con el rostro y las manos grises, respirando dificultosamente, implorando auxilio con la mirada. Las madres y hermanas, impotentes, sólo podrán esperar la muerte del pequeño desdichado.

—¡Oh, Travis! —Betty se había refugiado en sus brazos y apoyaba la cabeza en su hombro—. Es horrible, lo sé.

—Está en tus manos salvarlos —dijo él con dulzura, acariciando su cabello—. Debes hacerlo por ellos, por los niños, por las madres, por los padres.

Aflojó otra vez el abrazo y ella permaneció con la cabeza baja; sus largos y rubios cabellos rozaban el brazo de Travis.

Entonces se abrió la puerta del despacho y Travis se apartó rápidamente de la joven.

—La doctora Garner —anunció una de las guardianas. Tras ella entraron otra guardiana y el doctor Leaf, el cual miraba a Travis con curiosidad, sin decir nada. Betty se sentó en una silla próxima al escritorio. Travis, a su vez, tomó asiento y encendió un cigarrillo.

La doctora Garner entró a grandes pasos y ocupó su sitio ante la mesa.

—Tengo el gusto de comunicarles que hemos recibido de Chicago los primeros informes positivos —dijo—. Los hombres están enloquecidos. —Se frotó las manos con satisfacción—: En este momento otras ciudades populosas se encuentran en idéntica situación. Primero les mataremos a todos ustedes y después nos desplazaremos hacia las regiones de menor densidad de población.

Consultó su reloj.

—Son las dos y veinte. Pronto llegará el día. —Dirigió miradas de triunfo, primero hacia Travis y luego hacia el doctor—. Recuerdo una promesa que les hice y que debo cumplir esta mañana. Ahora las guardianas les acompañarán nuevamente a su celda. Betty y yo tenemos que conversar, ¿no es cierto, Betty? El grupo sanguíneo AB no puede ser invulnerable a todos los ataques. En último extremo se puede recurrir a algo tan contundente como un disparo.

14

Aquel sótano inspiraba una lúgubre sensación, provocada por las estrechas hendiduras que servían de ventanas, los crujidos de las puertas y la luz mortecina de la lamparilla. Se diría que las haploides habían inventado una radiación especial que producía la depresión del espíritu y originaba un sentimiento de desesperanza. Los hombres permanecían tendidos en el suelo, hablaban poco y tenían la mirada perdida, manteniéndose en un estado de postración y abatimiento.

Ya no se jugaba a las cartas, nadie contaba chistes ni se esforzaba por levantar el ánimo son una palabra de aliento. Travis y el doctor refirieron lo que habían visto y oído. Todos estaban de acuerdo en que las haploides, disciplinadamente organizadas, los liquidarían en cuanto tuvieran deseos de hacerlo. La única novedad era que la doctora parecía dispuesta a cumplir su promesa aquella misma mañana.

Aunque Travis había luchado sin descanso para no decaer moralmente, acabó también por sucumbir y se encontró muy pronto con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. En su cabeza se mezclaban las escenas vividas durante las últimas horas. Su sensación de peligro inminente, su muerte próxima, la urgencia de escapar, el recuerdo de los labios de Betty, el impulso de hacer saber a la gente que existían haploides, las escenas en las calles de la capital, el alcalde Bernston desplomándose con la boca abierta para proferir la palabra que no alcanzó a pronunciar... Todo esto se arremolinaba en su cerebro, se confundía, se volvía casi incoherente.

«Hace una semana me hallaba cómodamente en un hospital —se decía—. Después de diez años de tensión nerviosa y experiencia periodística, estaba sometido a un tratamiento para acabar con mi sinusitis. No había oído hablar jamás de una haploide. Mi única preocupación consistía en buscar la mejor manera de utilizar mi excedencia. Y bien, las haploides decidieron que no hubiese permiso para mí. Parece que esto no va a prolongarse mucho más.»

Su inquietud iba en aumento ante la perspectiva de que las radiaciones hubiesen llegado a Chicago y las demás ciudades mencionadas por la doctora Garner sin haber podido interrumpirlas o prevenir a la población. Ignorante del siniestro proyecto que Gibson Travis y el doctor Leaf acababan de conocer, el mundo entero sería violentamente desgarrado.

Ahora Travis estaba enterado de que las haploides intentaban exterminar hasta el último de los hombres para que ningún macho pudiese entorpecer su plan. Desarrollarían una civilización de incubadora, nacida de los óvulos de las retortas o de las haploides. Los óvulos almacenados y científicamente conservados mantendrían la vida en el universo durante millares de años.

Procuró representarse visualmente ese mundo. Allí los hombres serían entes desconocidos. Suponiendo que las haploides permitieran que se estudiase la historia del pasado, ¿qué pensarían las generaciones futuras de la raza masculina? Y si en alguna parte del globo sobrevivía por casualidad un grupo de hombres, ¡qué furor provocaría su aparición en medio de las haploides! Serían considerados monstruos anatómicos, desagradables anacronismos. Después de varios milenios de evolución, la sola idea de unirse con seres semejantes parecería una aberración.

—Opto por intentarlo —dijo alguien en voz baja.

Travis despertó de su ensueño, miró en su derredor y vio a Bill Skelley conversando con un pequeño grupo. Se acercó y preguntó, también quedamente:

—¿Por qué opta usted?

—Por un intento de fuga. Si esta mujer está decidida a cumplir su palabra, si estamos condenados a morir esta mañana, yo intentaría escapar.

—Quizá sea esto lo que están esperando las haploides para hacernos caer en una trampa. Quizás esté previsto por la doctora y favorezca su plan —dijo el doctor.

—Pero si nos unimos y escapamos de aquí, uno, tal vez, consiga salvarse —señaló Bill.

—Es una leve probabilidad —dijo Travis—. Y una vez en libertad, ¿qué hará el superviviente?

—Si fuese yo, correría sin detenerme hasta la salida y trataría de llegar a Fostoria, a cincuenta kilómetros de aquí. Allí tengo un amigo dueño de una de las emisoras de aficionados más potentes del país. Tan pronto como la noticia se propagara...

—Pero —dijo Travis—, ¿si es otro el que escapa?

Bill sacudió la cabeza.

—Entonces no sé. Otro también puede transmitir el mensaje y explicar a mi amigo la urgencia de la situación.

—¿Y su amigo creerá lo que le dice un desconocido?

—Tal vez no. Pero es probable que sepa algo de lo que ocurre.

No iban a actuar impulsivamente. Permanecieron sombríos, a pesar del proyecto.

Travis miró el reloj. Eran las tres y media. Pensó que en verano amanecía a las cinco y media o las seis; nunca se había fijado en ello especialmente, aunque estuviese despierto a esa hora.

En aquel momento estalló un grito.

—¡No puedo soportarlo!

Era Perry Williams. Estaba de pie, apretándose la cabeza con las manos.

—¡Que nos maten de una vez! Esta espera es inaguantable. Todos los días, en la ciudad, esperando la muerte... Esperaba y no llegaba nunca... Casi enloquecí de angustia... La capacidad de aguante tiene un límite... ¡No puedo más, no puedo soportarlo un minuto más!

Travis se acercó a él y lo sacudió por los hombros.

—¡Déjeme! ¡Déjeme o le mato! —exclamó el hombre agitando los brazos frenéticamente.

Travis lo soltó. Perry Williams se volvió y lanzó un puñetazo que alcanzó a Travis en la mandíbula. Travis encajó el golpe y lo devolvió con la misma violencia. El hombre cayó a sus pies y quedó inmóvil.

—Comprendo su actitud —murmuró Charlie McClintock—. ¡Yo estoy tan aterrorizado como él!

Otros hombres asintieron.

—¡Ojalá alguien me pusiera a mí también fuera de combate!

Algunos se echaron a reír.

—Bill tiene razón —dijo Travis sin perder la serenidad—. Hay que hacer algo. Todos enloqueceremos si permanecemos sentados sin hacer nada. Vamos a planear la huida.

Los hombres se reunieron en círculo bajo la lámpara. Después de unos momentos de discusión se pusieron de acuerdo: uno de ellos simularía sentirse súbitamente enfermo. Los demás armarían un estrepitoso escándalo, golpeando las vigas y gritando, hasta que, forzosamente, algunas haploides hicieran su aparición. Entonces los prisioneros se lanzarían sobre ellas.

—Algunos pereceremos en el ataque —dijo Travis—, otros no. Nos apoderaremos de sus armas. Una vez armados habremos dado un paso muy importante. Todos los que puedan, escaparán por la primera salida que se les presente. Seguiremos adelante mientras podamos. Los que logren salir deberán dispersarse y reunirse más tarde en el lugar que indique Bill. Bill, dinos dónde está ese sitio.

—En casa de Ernie Somers —dijo Bill en voz baja—. Hay que recorrer unos cincuenta kilómetros por la carretera hacia el sur. Verán su nombre en el buzón junto a la puerta. Es una gran casa de campo pintada de blanco que se halla en la cima de una colina a unos cien metros del camino. Decidle que vais de mi parte y contadle todo lo que sabéis; así él podrá difundir las noticias. Es verdad que le será imposible ir a las ciudades que ya han sido tomadas por las haploides, pero, en cambio, podrá ponerse en contacto con otros lugares más alejados.

—Debe difundir especialmente la noticia de que todos los hombres de grupo sanguíneo AB son inmunes —agregó el doctor Leaf—. Y que estos hombres podrán enfrentarse a las haploides.

—No quisiera decepcionaros —dijo Charlie McClintock—, pero me parece que ninguno de nosotros logrará salir de aquí.

—Tal vez no —comentó Bill con seriedad—, pero es mejor estar a la ofensiva que a la defensiva.

El deseo de entrar en acción disminuyó cuando los hombres volvieron a ocupar sus lugares en el sótano y cada uno sopesó sus probabilidades de tener éxito con el plan.

De pronto, oyeron un golpe en una de las ventanas. Aunque fue muy apagado, todos los hombres se levantaron y se miraron unos a otros, sorprendidos. Travis se acercó a la ventana enrejada. Entonces pudo ver que había una persona acurrucada en el pequeño hueco, frente a la ventana. También vio una pierna, un muslo. Era una pierna muy hermosa. El corazón le dio un vuelco. Rápidamente abrió las contraventanas. Betty Garner acercó todo lo posible su cabeza a las rejas y le hizo señas para que no hablara.

—Yo... he cambiado de idea, Travis —susurró ella—. Vine a darte esto —dijo tendiéndole una pistola a través de las rejas—. La saqué del depósito de armas.

La chica le entregó otras cuatro pistolas.

—Es todo lo que pude traer —le explicó.

—¡Bravo, Betty! —exclamó Travis—. Si conseguimos avisar al mundo de lo que nos proponemos, tu nombre no será olvidado.

—Me siento mejor desde que decidí ayudarles —dijo ella—. Fue como..., como si estuviera completamente limpia por primera vez en mucho tiempo. ¿Qué piensan hacer?

—Simularemos que ha estallado un motín aquí abajo. Entonces vendrán ellas... ¿Tienes una llave?

—Sí, tengo una llave. Será mejor que no arméis jaleo. La he cogido del llavero que hay arriba. —Pasó la llave a través de la reja—. Ahora tienes que hacer lo siguiente: divide a los hombres en dos grupos y estad preparados. Hay dos camiones en el garaje que está a unos treinta metros de este edificio. Cada camión puede transportar a dos hombres en la cabina y diez en la caja. Yo conduciré uno de ellos hasta la puerta. El primer grupo deberá salir en ese momento y correr hacia el otro camión que está en el garaje. Quiero que vayas en mi vehículo, Travis —añadió sonriendo—. Aquí está la llave del otro camión. Dispones de cinco minutos.

Betty se levantó y desapareció.

Travis cerró la ventana y se volvió hacia sus compañeros para explicarles lo que debían hacer. En pocos minutos estuvieron divididos en dos grupos. Travis entregó tres pistolas al segundo grupo y dos al primero. Él iría con Betty, en el asiento delantero, y llevarían un arma. Entregó otra a Bill Skelley, quien, junto con el doctor Leaf, los dos muchachos y los seis hombres de más edad, debía subir en la parte posterior del primer camión. El segundo grupo, a las órdenes de Charlie McClintock, se apoderaría del otro camión.

La esperanza, que había permanecido adormecida hasta entonces, brillaba en los ojos de todos. Travis se detuvo junto a la puerta; colocó la llave en la cerradura para abrirla rápidamente cuando oyera detenerse afuera el camión. Cada uno ocupó su lugar. Los que tenían armas en la mano las apretaban con firmeza; sus facciones y todo su cuerpo revelaban una extraordinaria tensión. Parecían estatuas. No cruzaron ni una sola palabra. Los hombres contuvieron la respiración cuando oyeron el ruido de un camión que se ponía en movimiento a cierta distancia. El motor se caló dos o tres veces; luego arrancó. Cada vez parecía más cerca de la entrada del sótano.

¿Sería una trampa? ¿Tal vez un acuerdo entre Betty y la doctora Garner para exterminarlos? Travis hizo rechinar los dientes. Quería convencerse de que no podía ser una trampa, que no debía pensar de aquel modo.

El camión se detuvo junto a la puerta. El motor parecía rugir como el de un tractor, tan cerca estaba de los hombres. Travis hizo girar la llave y abrió la puerta. No se veían mujeres en el jardín. El primer grupo salió corriendo. No se oyeron disparos.

Cuando Travis iba a salir con su grupo, aparecieron tres haploides por la otra puerta del sótano; todas iban armadas.

Perry Williams se abalanzó hacia la puerta exterior. Una de las haploides, esbozando una sonrisa de triunfo, apretó el gatillo. Perry se tambaleó, chocó contra el marco de la puerta y cayó al suelo.

—¡Locos! —dijo la haploide acercándose a los hombres.

Los que habían permanecido inmóviles, se pusieron de pronto en movimiento. Las haploides habían confiado demasiado en sí mismas y no se fijaron en las armas que empuñaban algunos de sus contrincantes. Cuando reaccionaron ya era muy tarde.

Los hombres atacaron e hicieron rodar por el suelo la pistola de una de las haploides. Pero ellas peleaban como fieras. Sonó un tiro. Luego otro. McNulty, uno de los más viejos, se apretó un brazo; en su rostro se dibujó una mueca de dolor. Bill, con la humeante automática en la mano, miraba fascinado caer a una haploide.

Travis luchaba con la joven que había disparado contra Perry Williams. Era una robusta morena que usaba los dientes y las uñas para defenderse. También sabía utilizar la pistola para causar con ella el mayor daño posible. Todo lo que Travis podía hacer era esquivar los golpes.

Le resultaba extraño luchar contra una mujer. En realidad, le sublevaba tener que hacerlo. Sólo el pensamiento de sus ambiciones, de la sangre que ya habían derramado y de su propia vida le animaba a seguir luchando.

Ambos cayeron al suelo y allí continuaron la pelea. La joven lanzaba violentos insultos mientras luchaba. Travis le agarró por los cabellos y, con todas sus fuerzas, hizo que golpeara su cabeza contra el suelo de cemento. La mujer quedó inmóvil.

Los tres hombres más viejos atacaron a la tercera haploide. En pocos minutos lograron eliminarla; en seguida se unieron a los demás compañeros que ya estaban junto a la puerta.

Travis, que respiraba con dificultad, se hizo a un lado mientras todos iban saliendo y trepaban al camión. Cuando vio desaparecer al último de los hombres, se apresuró, abrió la puerta delantera del vehículo y saltó adentro. Allí estaba Betty; tenía una automática sobre la falda, sus manos estaban apoyadas firmemente en el volante y miraba preocupada hacia el edificio. Cuando Travis subió a la cabina, se pusieron en marcha.

Se oyeron más disparos. Travis se giró para mirar a través de la pequeña ventana que comunicaba con la parte posterior del vehículo. Todos contemplaban la escena que se desarrollaba afuera. De pronto, una luz les dejó cegados. Observaron que varias mujeres salían del sanatorio. Empuñaban pistolas y se dirigían hacia el garaje.

Se habían apoderado de otro camión y los perseguían.

—Más rápido, más rápido —decía Travis.

El camión donde iban sus compañeros avanzaba pesadamente, rodeado por las haploides que disparaban contra ellos. De pronto el vehículo se paró. Descendieron los hombres que lo ocupaban y, desparramándose rápidamente por el camino, descargaron sus tres automáticas sobre las haploides. Varias muchachas cayeron. Pero también los hombres iban desplomándose uno tras uno. El camión que conducía Betty giró al llegar a uno de los extremos del gran edificio y perdieron a los demás de vista.

—¡Travis! —gritó Betty.

Él se giró y pudo ver un grupo de unas diez haploides que emergían de la puerta principal del sanatorio y empuñaban rifles y automáticas. Corrían velozmente hacia el punto en que el camino describía una curva. Travis advirtió que las mujeres llegarían a la curva antes que ellos. Entonces decidió aproximarse al grupo que se hallaba ya en medio del camino. Las haploides tenían las armas preparadas para disparar en cualquier momento; sus rostros expresaban confianza en sí mismas. Cuando estuvo muy cerca de ellas, Travis hizo sonar el claxon. Sucedió lo que él esperaba. Por acción refleja, las haploides se turbaron durante unos instante y les falló la puntería. Dispararon una lluvia de balas sobre Travis y sus acompañantes, pero una sola pasó cerca; después de agujerear el parabrisas se incrustó en la chapa metálica de la cabina.

A unos tres metros del grupo Travis abrió fuego, a través de la ventanilla abierta. Una de las mujeres cayó. Las otras no se movieron. Betty agachó la cabeza; sus manos seguían firmes sobre el volante y tenía el pie sobre el acelerador. El camión se lanzó sobre el grupo de mujeres, arrojándolas al borde del camino. Travis miró hacia atrás; las haploides habían quedado tendidas e inmóviles sobre el pedregullo.

El camino seguía en dirección al edificio, dentro de los terrenos del sanatorio, luego describía una curva y desembocaba en la autopista. Ahora el camión se desplazaba más velozmente. Seguían pasando algunas balas cerca de los fugitivos. Una de ellas alcanzó el camión, a pocos centímetros de la cabeza de Travis. Se volvió para mirar. Una bala de rifle estaba incrustada allí.

Betty seguía en el volante. Giró bruscamente hacia el sur, haciendo chirriar los neumáticos del camión. El rápido giro lanzó al lado opuesto a los hombres que viajaban en la caja del camión. Betty aceleró aún más. El viento silbaba con fuerza a través de las ventanillas.

—El otro camión no ha podido escapar —dijo Travis, dejando un momento la pistola sobre sus piernas.

—Estoy segura de que nos seguirán —dijo Betty—. Cogerán coches particulares. Ahora tenemos que salir de este camino.

Travis abrió la ventanilla que comunicaba con la parte posterior del vehículo.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó.

—McNulty tiene mal el brazo —dijo Bill Skelley—. Los demás están bien.

—¿Quiénes son los que van ahí? —volvió a preguntar Travis, estirándose para mirar a través de la ventanilla. Pero no pudo ver nada debido a la oscuridad que reinaba en la caja del vehículo.

—Los dos chicos, Bobby Covington y Dick Wetzel —contestó Bill—. Además, están Marvin Peter y Gus Powers. Kleiburne y Stone se encuentran justo debajo de la ventanilla, a tu lado. El doctor Leaf está curándole el brazo a McNulty. Ah..., falta Margano. Casi me olvido de él. Está sentado a mi lado.

—¿Tienen algún cojín ahí delante?

Travis reconoció la voz del doctor Leaf, el cual añadió:

—Aquí hay demasiado zarandeo para McNulty.

Travis le pasó, a través de la ventana, el pequeño cojín de cuero que se hallaba debajo del asiento delantero.

—¿No crees que deberíamos tomar un camino lateral, Travis? —sugirió Bill—. Seguramente nos seguirán, y si nos quedamos aquí nos van a sorprender con toda facilidad.

—Precisamente estábamos hablando de eso, Bill.

—Si no me equivoco, aún no hemos pasado frente a una iglesia blanca. Allí, a la izquierda, hay un camino de grava. Es mejor seguirlo. Al cabo de unos dos kilómetros encontraremos otro camino de grava paralelo a éste, que va directamente a Fostoria. Solía usarlo cuando había mucho tráfico.

—Entonces lo tomaremos. Mantened los ojos bien abiertos; es posible que nos persigan.

Travis se enderezó, después de cerrar la ventanilla.

—¿Quieres que conduzca?

—Ahora no es conveniente detenerse —dijo Betty—. La doctora Garner debe de estar pisándonos los talones.

En realidad, no había ninguna razón para que Travis tomara el volante. Betty conducía el camión como un veterano. Apretaba el acelerador a fondo; los neumáticos producían un constante chirrido sobre el asfalto, mientras el velocímetro indicaba que iban a más de cien por hora. Las manos de Betty estaban tensas sobre el volante, los nudillos completamente blancos. A la pálida luz del tablero de mandos, Travis percibió el brillo de sus rubios cabellos. Tenía un perfil casi angelical. La nariz, ligeramente respingona, una encantadora barbilla, los labios carnosos. ¡Qué contraste con las otras haploides que había visto, con excepción, quizá, de Rosalee Turner!

Oyeron un fuerte golpeteo en la ventanilla de atrás. Travis se giró. Bill tenía la cara pegada contra el vidrio. Abrió la ventana.

—Se acerca un automóvil a toda velocidad —dijo Bill—. Todavía nos falta bastante para llegar a la curva.

—Somos los únicos en la carretera —dijo Betty—. Deben de habernos visto girar.

—Tenemos que decidirnos entre hacerles frente en marcha o escondernos en algún recodo —dijo Bill—. Si seguimos un poco más encontraremos una curva muy cerrada y un sendero. Si consiguiéramos llegar hasta allí, podríamos girar y esperar que ellas pasen de largo.

—Vamos a intentarlo, Bill —dijo Travis—. A toda velocidad, Betty.

Travis miró hacia atrás y pudo distinguir los faros de un vehículo que se acercaba por el camino; debía estar a un kilómetro y medio de distancia. A veces desaparecía tras la cortina de polvo que levantaba el camión. Pero cuando volvía a aparecer, estaba cada vez más próximo.

—Ya hemos llegado al camino —gritó Bill—. Ahora hay una curva a la derecha y luego el sendero. Girad aquí.

Betty disminuyó la velocidad para tomar la curva. Luego entró en el sendero oculto entre los árboles, a unos treinta metros de la carretera, y frenó. Apagó los faros y paró el motor.

Inmediatamente, los hombres bajaron del camión y se reunieron en la parte posterior. Pocos minutos después oyeron el zumbido de un automóvil que se acercaba por la curva, y sus faros iluminaron por un instante la fronda. Travis y sus compañeros se arrojaron cuerpo a tierra. Vieron el automóvil cuando pasó frente al extremo del sendero. Iba a toda velocidad y vibraba poderosamente.

—¡Al camión! —dijo Travis.

Todos subieron al vehículo. Betty sugirió a Travis que tomara el volante. Travis hizo girar el vehículo y se dirigió hacia el camino principal. Casi habían llegado, cuando otro automóvil apareció en la curva y pasó a toda velocidad. Travis no perdió ni un minuto. Puso el motor en marcha y el camión avanzó, con los neumáticos escupiendo grava, hasta la carretera. Continuaron en la dirección por donde habían venido.

—El segundo coche está girando —gritó Bill—. ¡Más rápido!

Travis tomó la curva y aumentó la velocidad en el tramo recto; luego la disminuyó para doblar hacia el sur; finalmente, volvió a acelerar. No era suficiente. Por los retrovisores podía ver los faros de un automóvil que se acercaba rápidamente.

Cuando se encontraron a unos veinte metros de distancia, los perseguidores abrieron fuego. Los muchachos del camión respondieron con la única pistola que tenían. Betty abrió la ventanilla y les pasó su automática y la de Travis para que se defendieran mejor. Entonces comenzó en serio el tiroteo. Una bala perforó la ventanilla. El proyectil pasó de largo, atravesando también el parabrisas. De pronto, las luces del automóvil que los perseguía viraron bruscamente. Los hombres del camión lanzaron gritos de alegría. Los faros desaparecieron.

Bill se asomó nuevamente a la ventanilla.

—Ningún herido —dijo—. Me pareció que esos automóviles llevaban largas antenas. ¿Es posible, Betty?

—Sí, Bill —contestó Betty—. La doctora Garner piensa en todo. Seguramente estaban transmitiendo nuestra posición a los otros vehículos.

—Y el otro automóvil estará encima de nosotros dentro de un minuto —dijo Travis.

—Podemos girar en una infinidad de lugares —dijo Bill, mirando hacia atrás para ver si se acercaban los coches. Luego continuó—: Sugiero que doblemos por cualquiera de estos caminos laterales y nos detengamos para ocultarnos durante un rato. No nos falta mucho para llegar a la casa de Ernie Somers, pero puede que no tengamos tanta suerte si nos encontramos con otro coche... ¿Por qué no buscas un buen camino lateral, Travis?

—De acuerdo.

Travis disminuyó ligeramente la velocidad y se introdujo por un camino lateral. Después de avanzar un trecho, se desvió hacia otro camino. Luego siguió serpenteando a medida que se adentraban en la zona arbolada. Finalmente, tomaron una curva que los condujo a un frondoso bosque. Las ramas y arbustos rozaban los costados del camión. Continuaron hasta llegar a una bifurcación, pero ambos senderos eran igualmente intransitables a causa de la densa vegetación. Allí se detuvieron.

El silencio era impresionante. Con los faros apagados, contemplaron el bosque, que parecía mágico bajo el cielo sin luna. Sólo había luz suficiente para distinguir los árboles que semejaban negros y erguidos pilares sosteniendo un cielo cubierto de estrellas.

—Podéis bajar —dijo Travis a los de atrás—, pero no os alejéis mucho del camión. Y tened las armas preparadas.

Betty y Travis se unieron al grupo que se hallaba al lado del vehículo. Pensando en que sus perseguidores tal vez estaban recorriendo todos los caminos, incluso los laterales, resolvieron que lo mejor sería permanecer allí por lo menos durante quince minutos; tenían la esperanza de que las haploides iniciaran la búsqueda por otros lugares.

—Mejor sería seguir adelante —comentó el doctor Leaf—, pero ya que tenemos la oportunidad, descansaremos un rato.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Travis, rodeando con su brazo la cintura de Betty, que apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Supongo que las radiaciones tardan unas treinta y seis horas en alcanzar su máxima intensidad. Usted recordará que las emanaciones comenzaron en Union City el jueves, alrededor de las diez de la mañana y el viernes por la noche comenzaron a afectar a los hombres. A las diez de la noche, muchos ya habían muerto o estaban moribundos. A medianoche, el desastre era casi completo.

—El informe que vimos en el teletipo del «Star» decía que las emanaciones comenzaron en Chicago el viernes por la mañana —comentó Travis—. De acuerdo con eso, ellos habrán tenido todavía un margen de tiempo para ponerse a salvo.

—Sí. Pero tendríamos que prevenirles... Hoy es sábado; deberíamos avisarles antes de las seis de la tarde, antes de que ocurra algo realmente serio.

Mientras hablaban podían ver el vaho de su aliento a la pálida luz. Hacía frío y Travis notaba que Betty estaba temblando, pero no tenía nada con que abrigarla.

—En caso de que otra ciudad hubiera sido afectada, lo habríamos leído en el informe, ¿verdad, Travis? —preguntó el doctor Leaf—. ¿Qué puede decirnos, Betty? Usted se encontraba en la sala de comunicaciones, en el sanatorio.

—Chicago fue la primera ciudad atacada, después de Union City —respondió ella—. Pero en este momento están recibiendo radiaciones todas las grandes ciudades.

Como la joven seguía temblando, Travis la llevó a la cabina del camión, donde la temperatura era menos fría. Se sentó junto a ella. Betty se acurrucó entre sus brazos y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—¿En qué piensas? —le preguntó Betty en voz baja.

—¡Qué hermosa eres!

—No debes decir eso.

—Ya lo sé. Pero sucede que estoy enamorado de ti.

- De una haploide —dijo ella tristemente.

—¿Qué diferencia hay? Tú y yo nos casaremos.

—¿Te gustan los niños? —preguntó Betty.

—Por supuesto. ¿Y a ti?

Ella le miró sorprendida.

—Supongo que sabes...

—Sí. Ya lo sé. Quiero que olvides todas esas cosas. Hay muchísimas mujeres que no pueden tener hijos y no son haploides. En caso de que nos casáramos y alguno de nosotros fuera estéril...

—¿Adoptaríamos otros niños?

—Exactamente. Tú serías una maravillosa madre.

Travis sintió que una lágrima de Betty le humedecía la mano, —Toma —dijo, extendiéndole su pañuelo —, no está muy limpio pero creo que te hará falta.

Ella se sonó la nariz.

—No sé por qué te amo. Ninguna haploide de las que conozco ama a un hombre. Pero yo te quise desde el mismo instante en que te vi en el Union City Hospital, cuando fui a liberar al doctor Tisdial de su penosa existencia.

—La doctora Garner dijo que el doctor Tisdial era su esposo, que riñó con él y cuando volvió después de varios años, se mostró muy disgustado por lo que su mujer estaba haciendo. Entonces ella lo encerró en el sanatorio.

—Ese relato es exacto sólo en parte —dijo Betty—. Mi madre... Siempre he llamado mamá a la doctora Garner, y consideraba al doctor Tisdial como mi padre, puesto que ellos me Criaron. Pues bien, mi madre tenía pérdidas temporales de la memoria. Entonces no parecía la misma persona. Quizá tengas razón... Quizá no esté en sus cabales.

—Ella me habló acerca de su hermano. Betty asintió.

—Eso debe de haberla trastornado. Le hemos oído contar ese episodio una y mil veces. Lo relata muy bien... Las muchachas se impresionan mucho y eso contribuye a que vean las cosas tal como ella quiere que las vean.

Travis aceptó el cigarrillo que Betty le ofrecía. —¿Por qué dices que no era absolutamente exacto lo que ella afirmó del doctor Tisdial?

Betty suspiró y se apoyó contra Travis.

—Ella se imagina que él la abandonó alrededor de mil novecientos veinte, cuando había comenzado a producir las haploides. Fue entonces cuando la doctora Garner empezó a usar su nombre de soltera. En realidad, él nunca la dejó. Estuvo junto a ella constantemente. Era su marido y sentía verdadero cariño por ella. En algunas épocas eran muy felices, pero eso duraba muy poco, pues a menudo tenían violentas peleas. Papá y yo solíamos conversar largamente. Él estaba seguro de que lograría convencerla. Papá y yo nos queríamos mucho... Creo que él llegó a pensar que su mujer no estaba bien de la cabeza, pero la quería demasiado para internarla en un sanatorio. Por otra parte, las criaturas que ella estaba produciendo debían tener un hogar. Toda su felicidad estaba cifrada en el trabajo que realizaba con las haploides. El doctor Tisdial trató repetidas veces de desviar su actividad en otra dirección, pero ella no se rendía. Hacia el final ella le trataba de un modo ruin.

Betty volvió a sonarse la nariz, se frotó los ojos y prosiguió su relato.

—Cuando ella inventó la máquina radiactiva, el doctor Tisdial se decidió a actuar. Le dijo que si no la destruía y renunciaba a sus planes, avisaría a la policía. Ella lo encerró en el Sanatorio; mientras tanto, se dedicaba a fabricar los primeros aparatos en Union City. Muchas haploides trabajaban allí..., vivían en el piso de arriba. Yo le visitaba a menudo; le habían recluido en la misma habitación del sótano donde os encerraron a vosotros. Había envejecido; estaba muy triste y resignado. Siempre me pedía que le contara las últimas noticias. Un día observé un resplandor peculiar en sus ojos. Luego supe que se había escapado. Mamá estaba fuera de sí, pues pensaba que quizás habría ido a avisar a la policía. Varias compañeras y yo misma pasamos largas horas buscándole. Había ido a la casa de la calle Winthrop para tratar de destruir las máquinas. Llegó demasiado tarde, pues la mayor parte había sido distribuida ya por todo el país.

Las lágrimas le inundaban los ojos. Hizo una pausa y continuó:

—Enloqueció cuando lo encerraron en el piso de arriba. Tenían a otro hombre encerrado en el sótano. No recuerdo su nombre...

—Chester Grimes.

—¿Cómo lo sabes?

—La policía lo averiguó por sus huellas digitales. Prosigue.

—Bueno. Un día, al doctor Tisdial se le ocurrió probar uno de los aparatos que estaban arriba. Era un emisor de ondas radiactivas. No funcionaba muy bien. No obstante, él lo accionó. Luego ya sabes lo que le ocurrió. En cuanto a Grimes, enloqueció de dolor, comenzó a correr de un lado a otro por el sótano, mientras su piel se tornaba gris. Ellas descubrieron lo que pasaba y detuvieron la máquina, pero el daño ya estaba hecho. Como el trabajo estaba casi terminado, decidieron desmantelar el laboratorio esa misma noche. La policía sorprendió a varias muchachas mientras realizaban esta tarea durante la mañana siguiente. Pudieron salir sin ser vistas, pero debieron prender fuego a la casa, pues habían dejado algunas cosas dentro.

—Allí encontré la ficha de Rosalee Turner —dijo Travis—. Luego fui a buscarla a su oficina.

—Mi madre se enteró de ello. Pero la primera vez que oyó hablar de ti fue cuando peleaste conmigo en el hospital. Gladys Pease, la enfermera, se lo contó. Entonces me encargó de que te eliminara; dijo que todo había ocurrido por mi culpa. No sabía lo que yo sentía por ti. Ni siquiera yo lo sabía entonces.

Se acercó aún más a Travis y le acarició el antebrazo. Luego continuó:

—Me alegro de no haberlo hecho. Cuando te encontré aquella vez en la calle me di cuenta de que no sería capaz de matarte; sin embargo, volví a intentarlo en tu apartamento. No eras el único en mi lista; también figuraba tu amigo, Hal Cable. Él también me vio. Por lo visto, fracasé en mis intentos de asesinato.

—Pero no podrías decir lo mismo de tus compañeras —dijo Travis gravemente—. Han matado a Hal Cable con las radiaciones.

—Ya lo suponía —dijo ella en voz baja—. Todo esto es espantoso. No puedo comprender cómo antes estuve convencida de que sería la solución para todos los problemas mundiales. Lo que voy a decir no es nuevo, pero dos cosas malas no dan una buena. Los hombres son malos, pero lo es igualmente el sueño de las haploides. Quizá, dentro de algunos siglos, la humanidad habrá progresado y desaparecerán las guerras.

—Has mencionado al doctor Tisdial —dijo Travis—. ¿Por qué tratabas de matarlo?

—Discutí con la doctora Garner acerca de él. Yo opinaba que si estaba sufriendo tanto como Chester Grimes, debía tener el privilegio de morir rápidamente en vez de seguir soportando el dolor horrible producido por la radiación. Quizá mi madre se haya enternecido en ese momento. Aceptó. La señorita Pease nos telefoneó desde el hospital apenas lo llevaron allí.

—Fue él quien nos dio la pista de las haploides.

—¿El doctor Tisdial? ¿Quieres decir que estaba consciente?

—Tenía la conciencia suficiente para dibujar un símbolo representativo de la mujer con los signos veintitrés X en su interior, que entregó a un médico interno, el doctor Collins. ¿Recuerdas que cuando viniste a mi apartamento te lo mostré? Nos costó descifrarlo; tardamos varios días.

—Temían que hubieras encontrado algo importante; la doctora Garner se mostró muy enfadada cuando supo que no te había matado. Me preocupaba que ella descubriese mis sentimientos hacia ti. Tuve verdaderas dificultades para advertirte de que te fueras de la ciudad. En esos momentos, Alice Gilburton y otras recibían las instrucciones finales para comenzar el ataque. Todas las haploides estaban alerta para apoderarse de la ciudad tan pronto como los hombres comenzaran a morir. Y yo no constituía una excepción.

—¿Qué sucedió con el cadáver de Alice Gilburton?

—Mary Hanson, que fue designada jefe de policía por el alcalde, nos informaba telefónicamente desde el ayuntamiento. La doctora Garner le ordenó que se deshiciera del cuerpo de Alice por si a alguien se le ocurría examinarla. El alcalde ordenó que cortaran la corriente eléctrica en todos los edificios excepto los públicos. Las haploides que se habían enrolado como voluntarias hicieron funcionar las máquinas radiactivas en los edificios públicos. El mismo procedimiento debía ser empleado en todo el país. Union City solamente serviría de modelo.

15

El camión se abrió paso a toda velocidad a través de una niebla densa que se levantaba lentamente de los lugares bajos, en el campo. En el este, el color negro del cielo nocturno había dado paso al azul, y acababa de aparecer un débil tinte amarillento. Las alargadas nubes matinales que flotaban sobre el horizonte iban cambiando de tonalidad.

Había dos inconvenientes: la reserva de combustible estaba casi agotada y el turismo que los perseguía permanecía fuera del alcance de las balas.

—Creo que conseguiremos llegar —dijo Bill Skelley a través de la ventana abierta del camión—. Ahora hay que girar y seguir un poco más por el camino del oeste. A la izquierda, antes de llegar al camino pavimentado, está la casa de Ernie Somer.

Travis aminoró la marcha para tomar la curva y dobló por el camino lateral. Vio por el retrovisor que el otro automóvil hacía la misma maniobra.

El camión se internó por el sendero que conducía hasta la casa de Somers, un edificio blanco de dos plantas situado a bastante distancia del camino. Travis dirigió el camión hacia la puerta posterior de la casa. Frenó. Todos bajaron rápidamente. Bill golpeó la puerta con energía. Travis vio que el coche di las haploides se detenía en la carretera, a la entrada del sendero. Los hombres se sorprendieron al ver que la puerta se abría casi instantáneamente. Con cierta vacilación, la señora Somers apareció en el umbral. Bill empujó la puerta.

—¿Dónde está Ernie? —preguntó.

—Arriba —replicó, azorada, la señora Somers.

—No tengo tiempo para explicarle —dijo Bill, haciéndola pasar a la cocina—. Estamos en una situación difícil.

Cuando estuvo dentro, se volvió hacia el grupo que había quedado afuera y les dijo:

—Adelante. Travis, explíquele a la señora por qué estamos aquí.

Bill desapareció. Se oyeron sus recios pasos en la escalera. Travis indicó a McNulty que vigilara el automóvil de las haploides mientras él y el doctor Leaf atendían a la señora Somers, la cual seguía demudada en presencia de aquellos extraños que se habían apoderado de su casa.

Pero resultó que la señora Somers ya estaba enterada de algo y Travis reparó, por primera vez, que llevaba puesto un vestido y no un camisón. La dueña de la casa les explicó que Ernie se había instalado frente a su equipo de radioaficionado, el viernes por la noche, después de la cena, y que desde entonces no se había movido de allí. Ella le había acompañado casi constantemente. Ernie seguía comunicándose con las emisoras de todo el país desde su habitación en el primer piso, —Tenemos noticias de todas partes del país —dijo ella—.

Hay algunas interferencias. En varias ciudades se han producido alborotos. Cunden los rumores acerca de lo sucedido en Union City. Piden que todos los hombres de la ciudad...

—Afuera hay otro automóvil —gritó McNulty desde la ventana de la cocina.

Travis y algunos de sus compañeros se acercaron corriendo hasta la ventana. Vieron que descendían varias haploides del segundo vehículo, mientras aparecía un tercer automóvil, que venía de la carretera.

—Será mejor que subamos —dijo Travis—. Quedaos algunos abajo y vigilad a las haploides.

—¿Cómo llama usted a esas mujeres? —preguntó la señora Somers a Travis mientras éste se encaminaba hacia la escalera, con Betty y el doctor Leaf.

—Haploides, señora Somers. Muy pronto oirá hablar de ellas.

Encontraron allí a Bill Skelley que hablaba con un hombre de edad mediana y aspecto somnoliento.

—Ha estado transmitiendo toda la noche —dijo Bill.

—Ya lo sabemos —contestó Travis—. ¿Hay algún radioaficionado de esta zona que esté atento a las llamadas?

Ernie se rascó la cabeza.

—Sí. Está Judd Taylor. Vive en la ciudad. He hablado varias veces con él esta noche. ¿Por qué me lo pregunta? —¿Le ha referido Bill algo acerca de las haploides? —¡Oh, sí!... Él quería que hiciera una llamada de auxilio —dijo Ernie, sonriendo con embarazo—. Pero yo no puedo hacer eso; perdería mi licencia. Si se tratara de un desastre... —¡Dios santo, Ernie! —estalló Bill—. Estuve tratando... —Esto es peor que un desastre —dijo Travis gravemente—. Es la vida o la muerte del género masculino..., nada más que eso.

—Pero no comprendo...

—Escucha, Ernie —dijo Bill—. Hemos sido camaradas durante muchos años...

—Espera un momento, Bill —interrumpió Travis—. Ernie, en el camino, frente a esta casa, hay unas veinte mujeres que preferirían matarnos antes que dejarnos transmitir este mensaje. Son haploides, mujeres haploides que se proponen hacer desaparecer hasta el último varón de la superficie de la Tierra. Los hombres que han venido con nosotros, en el camión, estaban condenados a muerte por ellas; pudimos escapar gracias a la ayuda de Betty Garner..., esta señorita. Pero creo que hay algo más importante todavía que ese mensaje cuya transmisión Bill le ha pedido: la llamada que yo desearía hacer a Judd Taylor. Es necesario decirle que reúna la mayor cantidad posible de hombres que aún estén con vida en la ciudad y que los envíe con armas hacia aquí. Si usted no quiere hacerlo, Bill lo transmitirá. Necesitaremos ayuda con urgencia.

—Muy bien —dijo Ernie, sin mucha convicción—, pero a Judd le parecerá muy cómico que solicitemos ayuda para luchar contra mujeres. Pienso que no lo tomará en serio.

—Si no le cree, déjeme hablarle... —dijo Bill—. Me parece que nos presentaron una vez.

—Lo que dicen es totalmente cierto, señora Somers —dijo Betty—. Nada detendrá a esas mujeres.

—¡Por qué me habré hecho radioaficionado! —exclamó Ernie con resignación—. Debiera haber continuado trabajando con mi equipo bacteriológico, en el sótano.

Consiguió comunicación con Judd Taylor. Al principio, éste se resistía a creer lo que Ernie Somers le decía, pero, gracias a la intervención de Travis, Betty Garner, Bill y el doctor Leaf, terminó convenciéndose.

La conversación se interrumpió.

—Las haploides han cortado los cables eléctricos —gritó McNulty desde abajo.

Los que estaban en el cuarto de la radio se acercaron corriendo a una ventana. Llegaron a tiempo para ver a una haploide en el momento en que bajaba de uno de los tres postes eléctricos que suministraban corriente a la casa; los alambres cortados se balanceaban cerca del camión, y sus extremos de cobre rozaban el césped.

—Ahí tienen la confirmación —dijo Travis a Ernie—. Ahora sólo les falta venir y detenernos.

—Deben haber visto la antena —dijo Bill—. O quizá la localizaron por medio de los receptores que tienen en sus vehículos. De todos modos, ya nos han agarrado.

—Oh, no... Todavía no —declaró Ernie frunciendo el ceño y apretando los labios con terquedad—. En el sótano tenemos un generador portátil que el club de radioaficionados emplea cuando instala su campamento. Pero antes de que Bill y yo vayamos a traerlo, es necesario cuidar un pequeño detalle.

Se volvió hacia su mujer y dijo:

—Maybelle, ¿podrías darnos las armas? Parece que vamos a tener líos.

La señora Somers, con el rostro pálido y desencajado, bajó las escaleras junto con su marido y Bill Skelley. Mientras los dos hombres se ocupaban de poner el equipo en condiciones, la señora Somers sacó dos pistolas automáticas 45, tres escopetas, un rifle de caza 30-30 y otro 22. Como ya tenían cuatro automáticas, cada hombre pudo proveerse de un arma.

—Son recuerdos del ejército —dijo ella.

Travis situó a McNulty en el cuarto de estar, junto a la ventana que daba al sur; Kleiburne, también en el mismo lugar, vigilaba la ventana este. Margano se hallaba en la cocina, custodiando la ventana norte, con un rifle en la mano. Stone se apostó, con una automática, junto a la ventana de la sala que daba al oeste.

En los dormitorios del primer piso estaban Bobby Covington con una escopeta y Dick Wetzel con otra, ambos en la misma habitación. Powers y Peters ocupaban los dos dormitorios restantes; tenían en su poder armas similares.

Travis mandó a Betty y a la señora Somers al cuarto de la "radio, en el primer piso, junto con el doctor Leaf. Luego, empuñando el arma, Travis se dirigió hacia la ventana norte donde se encontraba Margano para ver qué sucedía por aquel lado.

Había una media docena de vehículos de haploides en el camino. Las mujeres estaban agrupadas, en conciliábulo, alrededor de uno de los automóviles.

De pronto, se giraron y miraron hacia la casa. Una de ellas se separó del grupo y comenzó a caminar en dirección al edificio, bajo el brillante sol matinal.

—Que nadie dispare —dijo Travis en voz alta para que lo oyeran todos los que se hallaban en el edificio—. Veamos qué quiere.

A mitad de camino la haploide se detuvo. Era una hermosa muchacha; llevaba una pistola en su funda y tenía los brazos entrelazados a la altura del pecho, en actitud desafiante.

—Todos sus amigos han muerto —gritó ella—. Si no salen, atacaremos. Si aceptan, les prometemos un juicio justo. En caso contrario, deberán sufrir las consecuencias.

—¿Un juicio justo con las haploides? —gritó Margano—. ¡No nos haga reír!

—¿Salen o no? —preguntó, enfadada, la muchacha.

—¡No salimos, así se os lleve el diablo! —le contestó Margano, haciéndole burla con la mano.

Se oyó un disparo de rifle. La bala golpeó contra el marco de la ventana, junto a la cabeza de Margano. Las astillas de madera cayeron al suelo. La muchacha dio media vuelta y echó a correr. En seguida las haploides volvieron a conferenciar. Luego, mientras Travis iba de un lugar a otro, revisando las municiones y cerrando las puertas con llave, se oyó un altavoz instalado junto a los vehículos de las haploides.

—Gibson Travis —dijo la voz—. Le habla la doctora Garner. Lo que la joven acaba de decir es del todo exacto. Les daremos la oportunidad de tener un juicio justo. En realidad, no tendría por qué hacerlo, ya que ustedes son impotentes para defenderse; sólo les queda morir de hambre, encerrados ahí. Si salen y se rinden, incluso Betty, les prometo que tendrán libertad para ir donde quieran y hacer lo que les parezca. No suelo hacer promesas. Pero cuando prometo algo, lo cumplo. ¿Qué contesta?

—¿Qué clase de trampa nos está tendiendo? —gritó Travis.

—¡Eh...! —chilló Margano—. Supongo que no le habrá convencido, ¿verdad?

—¡No, diablos! —respondió Travis—. Estoy tratando de ganar tiempo.

La respuesta no tardó en llegar.

—Tendrán toda la libertad que deseen, tal como acabo de prometerles. Pero deberán someterse a una sencilla operación que los volverá estériles.

—Pretende continuar entonces sus planes de aniquilación —replicó Travis.

—Rehúso discutir eso con usted. Estoy haciéndoles un ofrecimiento. ¿Qué contestan?

Margano apuntó con su 30-30. El estallido fue ensordecedor. A Travis le pareció que el disparo había hecho blanco contra la ventanilla de un coche haploide, pero los resultados no pudieron ser más caóticos. Las haploides se desbandaron en todas direcciones, en busca de refugio. En pocos instantes todas se ocultaron.

Las haploides permanecieron inmóviles. El luminoso sol de la mañana seguía bañando alegremente el prado, los árboles, los graneros y el ganado que pastaba en un campo vecino. Los pájaros gorjeaban en los árboles; una ardilla pasó corriendo por el césped; las abejas estaban libando laboriosamente en las flores próximas a las ventanas. Los minutos pasaban y los dos radiotécnicos, agobiados por el peso del generador portátil, lo llevaron finalmente al cuarto de la radio. Travis volvió a pasar revista a McNulty, Kleiburne y Stone, que se hallaban en la planta baja.

—Piensan dejarnos morir de hambre, tal como dijeron —dijo Margano.

—Quizá —dijo Travis—. Pero muy pronto podremos lanzar al aire nuestro mensaje. El doctor Leaf está alerta para transmitir apenas conecten el aparato.

Tal como Travis preveía, el ruido producido por el generador portátil indicó el comienzo de una nueva ofensiva por parte de las haploides. Empezaron a surgir sus cabezas en las proximidades del lugar en que se hallaban estacionados los automóviles.

De pronto se inició el tiroteo. En rápida sucesión, los cristales de las ventanas que miraban al norte cayeron hechos añicos al suelo. Luego les tocó el turno a los espejos, batería de cocina, vasos, platos...

—Cada una de esas condenadas debe tener un rifle —dijo Travis desde su refugio.

—Parece que no les gusta nada nuestro generador —dijo Margano, sonriendo. Al sonreír dejaba al descubierto un diente de oro que Travis no le había visto antes.

Los disparos se interrumpieron un momento. Travis se arriesgó a echar un vistazo a través de la ventana. Entonces vio algo blanco que se movía junto a los automóviles. Hizo un disparo. Un intenso tiroteo se desencadenó como respuesta. Al dar en el marco de la ventana, las balas producían una verdadera lluvia de astillas que caía sobre la cabeza de Travis. Luego volvió a quedar todo en silencio. Podía oírse fácilmente el zumbido del generador de corriente eléctrica, en el piso de arriba.

—¡Travis! —gritaron desde el último peldaño de las escaleras. Era Gus Powers—. Están moviéndose furtivamente. Me parece que tratan de rodear la casa.

—Gracias —dijo Travis—. Vuelve a tu sitio y ahorra las balas hasta que se hallen suficientemente cerca, si se deciden a atacarnos.

—Sin duda eso es lo que harán —dijo Margano.

—Así parece.

Travis inspeccionó su automática, asegurándose de que funcionaba bien.

Afuera se oyó el claxon de un automóvil. Inmediatamente se oyeron gritos que anunciaban el avance de las haploides. Travis miró a través de la ventana de Margano y comprobó que se aproximaban desde todas direcciones. No corrían. Avanzaban despacio de un escondite a otro, pero lo hacían sin vacilar. No disparaban.

Luego volvió a sonar el claxon. Las haploides abandonaron sus refugios y corrieron hacia la casa. Los que estaban dentro empezaron a disparar sobre ellas. Varias cayeron, pero eran tantas que podían mantener, a pesar de las bajas, un semicírculo alrededor del edificio. No se detuvieron. Lanzaban agudos gritos mientras se aproximaban. Blandían sus rifles en el aire. En sus rostros sombríos brillaba una mirada impetuosa.

Aunque la mañana era fresca, Travis sudaba mientras apuntaba y veía caer una a una a las haploides. El rostro de Margano se contraía cada vez que disparaba. Las haploides llegaron hasta la casa. La primera que se introdujo a través de la ventana recibió un culetazo del arma de Travis, el cual empujó luego el cuerpo al exterior.

Pero en seguida entró otra, lastimándose al pasar entre los vidrios rotos. Margano acometió contra ella. Cuando apareció la tercera, Travis le lanzó un golpe lateral, pero falló.

Ella se levantó y apuntó con el rifle. Travis, con un rápido movimiento, cayó sobre ella y ambos rodaron por el suelo. Mientras forcejeaban, la muchacha lanzaba feroces juramentos. Travis la levantó en vilo, tratando de que soltara el arma. Luego la dejó caer. Ella quedó inconsciente.

Travis se incorporó rápidamente y se dirigió al lugar donde se hallaba Kleiburne, a quien podía ver a través de la puerta de la sala de estar, luchando con una haploide.

Antes de que Travis pudiera intervenir, otra haploide se deslizó por la ventana a espaldas de Kleiburne y golpeó a éste con su rifle. McNulty, a quien Travis había creído muerto al verlo tendido en el suelo, se incorporó de pronto y, de un golpe, dejó fuera de combate a la mujer que había atacado a Kleiburne. En aquel momento se oyó una detonación de rifle desde la ventana y Kleiburne y McNulty se desplomaron; al golpear contra la alfombra, sus cabezas produjeron un ruido sordo.

Las haploides actuaban ahora con más rapidez. Travis y Margano, que había vencido a su contrincante, corrieron por la cocina, atravesaron la sala y llegaron a la escalera. Allí encontraron a Stone que disparaba contra todas las cabezas que aparecían por la ventana.

—¡Son demasiadas! —gritó Travis a Stone mientras Margano y él pasaban de largo—. Vamos arriba.

Los tres subieron rápidamente las escaleras sin dejar de hacer fuego. Mientras lo hacían, Travis tuvo el extraño pensamiento de que los escalones crujían a su paso.

Cuando casi habían llegado al piso superior, apareció una haploide al pie de la escalera y, con fría y sorprendente puntería, a pesar de la lluvia de disparos que le llegaban, hizo fuego. Alcanzó a Stone en la cabeza. El hombre lanzó un grito sofocado, se tambaleó hacia delante y se desplomó luego lentamente. La muchacha, que a su vez fue alcanzada por una media docena de balas, cayó de rodillas, como si fuera a recibir el cuerpo de Stone. Luego se desplomó hacia delante, chocando con el cuerpo de Stone que rodaba pesadamente por las escaleras.

—Dentro de un minuto volveremos a tenerlas encima —musitó con desesperación Margano al llegar al final de la vieja escalera.

—Si nos introducimos en los dormitorios podremos vigilar la escalera —dijo Travis—. Kleiburne y Powers..., allí. Margano, con Peters, en el otro. Yo me quedaré con los dos chicos.

Desde los lugares que habían elegido, todos podían vigilar perfectamente las escaleras. Permanecían expectantes, conteniendo la respiración y empuñando firmemente sus armas. Desde abajo, una ráfaga de aire les hacía llegar el fuerte olor de la pólvora: un olor acre, significativo, que incitaba a contraer los músculos del dedo junto al gatillo.

Se oyó un leve ruido en la planta de abajo; un sonido semejante al que haría un ratón al moverse entre un montón de papeles. Luego oyeron más ruidos... Era el débil zumbido del generador en el cuarto de la radio. Pero nadie subió las escaleras.

—Se acerca un automóvil —gritó Bobby Covington desde la ventana de la habitación donde se encontraba Travis.

—Más haploides —balbuceó Travis—. Vienen para asegurarse de la victoria.

—¡No...! ¡Son hombres!

—¡Hombres! —exclamó Travis, aproximándose a la ventana—. ¿Estás seguro de que no son haploides, muchacho?

—Parecen muy tranquilos —dijo preocupado Dick Wetzel, el otro jovencito, que también estaba junto a la ventana. Se han bajado y permanecen cerca de sus coches, en la carretera. Miran hacia aquí.

—Ahora están saltando la verja —exclamó Bobby con excitación.

—Grítales que tengan cuidado —ordenó Travis.

Pero no fue necesario. De la planta baja de la casa salieron algunos disparos. Luego surgieron gritos del grupo de hombres que se acercaba. Travis llegó a la ventana justo a tiempo para ver a los hombres que se dispersaban. Al oír los disparos y los gritos, los compañeros que se hallaban en el primer piso acudieron a la habitación de Travis ya que ellos no tenían ninguna ventana en la parte oeste.

—¡Nos ha salvado la caballería de los Estados Unidos! —dijo Margano en tono de hastío.

—Son los hombres de Judd Taylor —exclamó Travis con agradecimiento—. Pensé que no nos creería. Espero que vengan armados.

Como para desvanecer esta duda, los hombres que se hallaban entre la casa y la verja abrieron fuego contra el edificio, protegiéndose detrás de los setos y los árboles. Los que estaban junto a las ventanas agacharon sus cabezas. Desde la planta baja empezaron a responder a los disparos.

—Vamos abajo —dijo Travis, levantándose—. Entre ellos y nosotros podremos cercarles.

El grupo que estaba en la habitación se mostró dispuesto a seguir a Travis. Todos se apiñaron detrás de él. Pero Travis se detuvo en medio de la estancia: la doctora Garner estaba junto a la puerta, sosteniendo una pistola automática en la mano derecha. Sus ojos resplandecían de furia; tenía el rostro enrojecido y los cabellos en desorden. Respiraba dificultosamente.

—¡Tiren eso!

Como ellos no cumplieron inmediatamente lo que pedía, repitió la orden.

—¡Tiren las armas! ¡Rápido!

Todos obedecieron.

—Ahora salgan por esta puerta. Que nadie haga un movimiento sospechoso... ¡Caminen!

El grupo no tuvo más alternativa que obedecer, y pasó al lado de la mujer.

—Vayan al cuarto de la radio. De prisa.

Los que estaban trabajando en el cuarto de la radio levantaron la cabeza cuando Travis entró seguido por sus compañeros.

—¿Todo ha terminado? —preguntó Betty, corriendo hacia él. Luego se detuvo al ver su expresión y observar la entrada de los demás hombres. Quedó completamente turbada. Cuando vio a la doctora Garner, se acercó, palpitante, hacia ella.

—Atrás, Betty —gritó la doctora Garner apretando los dientes—. Hemos perdido la batalla en el piso de abajo, pero no pienso perder también ésta. ¡Apártate! —exclamó avanzando un paso.

—¡Estás loca, mamá! —gritó Betty—. ¿Qué sacarás ahora con matarnos?

—Eres igual que tu padre...

—Querrás decir el doctor Tisdial...

—Tu padre. Una haploide hubiera sido leal. Pero tú tienes el sello de tu padre.

Los dedos de Betty se aferraron a la madera; tenía los nudillos completamente pálidos. Fijó sus ojos atónitos en el rostro de la doctora Garner.

—¿Vas a apartarte? —dijo la doctora con voz terminante.

Pero Betty no se movió.

El dedo de la doctora Garner se dispuso a apretar el gatillo. Travis contenía la respiración y apretaba los dientes como si aquel segundo se extendiera hasta durar largos minutos. Los disparos que, pocos momentos antes, se habían oído con tanta frecuencia en la planta baja, iban espaciándose... En aquel momento crucial parecían haber cesado por completo.

De repente se oyeron unos golpes secos. No eran tiros, sino pisadas..., pisadas de hombres en las escaleras..., de muchos hombres.

Los ojos de la doctora Garner se dilataron mientras el ruido de las pisadas se acercaba. Se volvió lentamente y miró hacia la escalera. Su mirada se cargó de odio. Empuñó con más fuerza su pistola e hizo fuego.

Le respondieron varios disparos. Las balas pasaron silbando junto a ella. Luego la hirieron en un costado..., en el otro... Resoplaba. Sus mejillas se hundieron. Disparó su arma sin puntería...

Luego todo cesó.

La doctora Garner, primero airada, luego sorprendida, con la mirada extraviada y la boca torcida, se desplomó.

Travis tomó a Betty por los hombros para que apartara su mirada de aquella escena. Estrechó su cuerpo tembloroso contra el suyo.

El doctor Leaf levantó la vista del microscopio de Ernie Somers. Una antigua sonrisa resplandecía en su rostro. Le brillaban los ojos.

—Veo cuarenta y ocho cromosomas —dijo—. ¿Quiere mirar?

Travis sonrió.

—Creo en su palabra, doctor.

—¡Querido! —gritó Betty, volviéndose hacia Travis y tomándole la cabeza entre sus manos.

Él la besó.

El doctor Leaf apartó el microscopio.

—Nuestro trabajo acaba de empezar —dijo—. Si cree que será capaz de resistir durante algún tiempo, se lo explicaré todo.

Travis y Betty tomaron asiento junto a la mesa. Aún no habían finalizado las operaciones de limpieza y había un gran ajetreo en toda la casa. Los hombres de Judd siempre se habían mostrado serviciales y ahora, como buenos vecinos, ayudaban a restaurar el orden en la casa sitiada.

—Transmitimos la llamada de auxilio —dijo el doctor Leaf—. La Comisión Federal de Comunicaciones registró la llamada. Era un lugar denominado Grand Island, me parece. Ernie lo sabe. Bueno, el caso es que se comunicaron con Washington —dijo encendiendo su pipa y aspirando con fruición el humo—, pero no era exactamente Washington. Cuando comenzaron allí las radiaciones, el presidente y todos los funcionarios del Gobierno se trasladaron al sur del Potomac, según tengo entendido.

»En estos momentos se está analizando la sangre de todos los ciudadanos varones de Estados Unidos. Todos los que pertenezcan al grupo sanguíneo AB deben alistarse en el ejército para luchar contra las haploides. En cuanto a las mujeres, serán sometidas a una biopsia. Las haploides serán segregadas; aún ignoro lo que piensan hacer con ellas. Los hombres del grupo AB ocuparán las ciudades e instalarán en ellas oficinas de control. ¡Pobres de las mujeres que no posean carnet de control! Ah... Hay algo más —dijo el doctor, revolviendo unos papeles que estaban sobre la mesa—. Ernie copió esto a máquina. Son las órdenes para las compañías, tal como le fueron transmitidas.

—¿Qué clase de compañías? —preguntó Travis.

—Querido amigo —dijo el doctor Leaf, riendo entre dientes—. Piensan nombrarle general del ejército de los hombres AB.

—¡General!

—Sí. Ahora levante la mano y repita después de mí... Y luego usted puede hacer lo mismo conmigo. También soy general, como puede suponer.

—Pero...

—No tenemos tiempo que perder —dijo el doctor consultando su reloj—. De acuerdo con nuestra conversación radiofónica, el avión del ejército llegará dentro de veinte minutos.

—¡Travis! —dijo Betty, apenada—. ¡No pensarás dejarme ahora...!

—Señorita Garner —dijo, sonriendo, el doctor—, no existen reglas por lo que respecta a las esposas de los generales. Estoy seguro de que podrá ir con él..., si él la ama.

—¡Sí, me ama!

—Me parece que no tendré dificultad en decidir qué haré durante este año —añadió Travis radiante de alegría.

—¿Por qué no dices años, querido?

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05/02/2012