En el año 2080, más de 60 años después de una guerra mundial provocada por la crisis económica, el mundo está dominado por las multinacionales. Los países y las ciudades se llaman como marcas: Coca-Cola Light BCN (la antigua Barcelona) o Mar Red Bull (el Mediterráneo). Con frecuencia, la ciencia ficción inventa escenarios futuros en los que podemos reconocer el presente. se erige como una metáfora de nuestro tiempo narrada en primera persona por una periodista de guerra víctima del terrorismo y conocedora de las cloacas del sistema.
El absurdo de ese mundo artificial y violento ocupa un papel central en este relato complejo, estructurado a partir de las perspectivas propias de cada uno de los personajes, que alterna diversos planos de narración y de lenguajes para que el sentido final de la historia siga vivo y oculto hasta sus últimas páginas. Contundente alegato contra cualquier tipo de violencia, cuenta, con modos de novela filosófica de aventuras, cómo la incapacidad de amar vuelve a las personas, o a las sociedades, enfermas.
Juan Sardá
Taksim
Para mi amigo Jesús Visauta,
Visa de toda la vida y lo que queda
Parte cero
La III Guerra Mundial
La superpoblación es el único problema. Si tuviéramos 100 millones de personas en la Tierra —o mejor, 10 millones—, no existiría ningún otro problema.
Dr. Charles A. Hall,
(State University of New York,
College of Environmental Science and Forestry)
Worst Environmental Problem?
A mediados del mes de julio, al Departamento del Tesoro de Estados Unidos solo le quedaban 39.400 millones de dólares en cash (...). Bill Gates cuenta con una fortuna de 56.000 millones de dólares (...). El nivel de efectivo del Tesoro es superado también por el poderío económico de Warren Buffett, con 50.000 millones de dólares, o Larry Ellison, que acumula 41.000 millones de dólares (...).
Al menos 29 compañías superan al Gobierno en su nivel de efectivo (...). Incluso la vapuleada hipotecaria semipública Freddie Mac tiene más dinero que la Casa Blanca.
El Economista (17-7-2011)
Operación Sacrificio Ilimitado
l 13 de abril de 2018, en el punto álgido de una depresión económica sin precedentes en Occidente desde las pestes europeas, una bomba sucia, cuya autoría nadie jamás ha podido probar, explotó en Houston. Perdieron la vida más de trescientas mil personas. De forma casi inmediata, Estados Unidos atacaba Irán, Afganistán y Corea del Norte exterminando a millones de seres humanos. Los chinos, ante el estado de guerra total, lanzaron misiles, que fueron interceptados, a Nueva York y Washington al tiempo que Pakistán invadía Cachemira y arrojaba decenas de bombas atómicas sobre la India, matando a la práctica totalidad de su población. Y de repente, el silencio. Cuando parecía que llegaba una cierta calma o que el mundo se detenía a respirar antes de continuar aniquilándose, el jefe de la Casa Blanca, Marco Rubio, fue asesinado mientras visitaba las ruinas de la ciudad texana. Fue un francotirador solitario contrario a la integración racial; es lo que se dijo, aunque tampoco nunca se pudo probar.
En medio del caos, los progresistas tomaron el poder en Estados Unidos tras un sangriento golpe de Estado en el que fueron ejecutados miles de americanos del Tea Party. Bajo el liderazgo de Barack Obama y Bill Clinton, se formó rápidamente una alianza de «naciones libres» donde estaban la Unión Europea, Gran Bretaña, Suiza, Noruega, Islandia, Croacia, Montenegro, Canadá, Israel, Japón, Corea del Sur, Turquía, Estonia, Bielorrusia, Australia y Nueva Zelanda. En Centroamérica y Sudamérica se libraron fulminantes guerras civiles entre los blancos partidarios del bloque occidental y sus detractores, conflicto que ganaron los primeros. Rusia cometió el error fatal de aliarse con la facción dominada por chinos, árabes y africanos. Solo sobrevivieron aquellos que quedaron cuando no tuvieron más remedio que rendirse.
Acto seguido, las «naciones libres» emprendieron la Operación Sacrificio Ilimitado. Durante un mes, estallaron bombas por todas partes, hubo refugiados, mutilados, escenas de un pavor y una destrucción jamás vistos. Hasta que una letal combinación simultánea de detonaciones atómicas en ciudades chinas, africanas y de Oriente Medio terminó abruptamente con el conflicto. Se calculó que murió aproximadamente la mitad de la población mundial: 3.000 millones de personas. Miles de especies animales y vegetales también desaparecieron. Los científicos lograron devolverlas a la vida cuando llegó la paz con el triunfo de Occidente. Tras la victoria, comenzó la segunda fase de la Operación, en la que fueron ejecutadas sumariamente más de mil millones de personas más hasta llegar a la cifra considerada «ideal» según la doctrina de «supervivencia ecológica» adoptada por las potencias vencedoras, que consideraba la superpoblación como principal causa del conflicto. El Vaticano voló por los aires tras las protestas del Papa.
Entre las ruinas, surgió un nuevo orden mundial con el propósito de que jamás volviera a ocurrir nada semejante. Se decretó el fin del Estado Nación y el capitalismo y las multinacionales, que habían sufragado los costes de la victoria occidental, se repartieron el planeta. Se impuso un statu quo acorde con los «principios fundamentales» del nuevo sistema, el corporativismo, en el que la única religión admitida, el cristianismo, debía comprometerse para evitar la superpoblación. El inglés se estableció como único idioma para las comunicaciones oficiales, relegando a los otros como testimonios del folklore y el legado histórico. Los androides, a los que se denominó robots para dejar clara su inferioridad, comenzaron a ocuparse de todas las tareas pesadas. Así nació una nueva era en la que los ciudadanos se convirtieron en accionistas y su capacidad de decisión dependía de su poder adquisitivo.
Esta historia sucede en el año 2080 cuando, tras sesenta años de paz, los Guerreros de Marte, un oscuro y violentísimo grupo terrorista que reivindica el retorno a los Estados de la antigüedad, la restitución del catolicismo y los derechos de los robots, están amenazando un statu quo que se creía definitivo.
Primera parte
Los desamores robóticos
Si yo hubiese crecido en algún sitio,
allí donde los días son más leves y esbeltas las horas,
te habría inventado grandiosa fiesta,
y no te tendrían así mis manos,
como a veces te tienen, recelosas y duras.
Rainer Maria Rilke,
El libro de horas
1
El monstruo rosa
Jakob le deja atónito llegar a casa y no escuchar cómo Paul lo saluda desde el salón mientras cuelga la chaqueta en el perchero. Todos los días, cuando regresa de la productora, sobre las ocho de la tarde, tras una jornada laboral que nunca dura menos de once horas, su marido le está esperando con una novela en la mano, sentado en el mismo sillón de pelo sintético rosa chillón, que Jakob llama el «monstruo rosa» o el «monstruo peludo» según el día. Y desde allí, lo recibe con un grito. El saludo de Paul, que tiene una voz ronca y estentórea, algunas veces suena fúnebre, otras enfurecido, amoroso o indiferente, pero lo oye claramente: «Hola, Jakob», puede decir, o muchas veces, «Hola, cariño», a veces con un deje irónico en el «cariño», como si se burlara de la palabra pero tampoco pudiera encontrar otra, y por su timbre Jakob puede calibrar el estado de ánimo de su taciturno marido.
Acostumbrado a este ritual, el sigilo del apartamento, situado en el puerto de Coca-Cola Light BCN, le parece clamoroso. Como cuando en un estadio de fútbol de repente se produce un silencio que suena más fuerte que el griterío habitual. Aguza el oído. Algunos días, los menos, a Paul le gusta martirizarlo y ahí está escuchando rock a todo volumen. Lo encuentra dando saltos en el salón ensayando su guitar air enloquecido, a reventar de un público virtual que lo aclama gritando su nombre: «¡Paul, Paul!». Pero tampoco se oye música y es ridículo aguzar el oído, porque en esos casos parecería que se fuera a derrumbar la casa. Jakob se detiene un instante a mirarse en el espejo del recibidor mientras se desanuda la corbata y ensaya un saludo difuso que se acaba pareciendo a un gruñido, por si Paul no lo ha oído entrar. Pero continúa ese ruido ensordecido, ese silencio atroz que le agarrota el espinazo. Se acerca atemorizado al salón para desvelar el misterio.
El mobiliario, salvo algunos toques kitsch, como el infame monstruo rosa, aportados por Paul, que es incapaz de contenerse, está escogido de acuerdo con el gusto de Jakob, más sobrio; el blanco, el ocre, el marrón y el gris dominan una estancia de líneas horizontales con muebles antiguos y cojines orientales. Tan asustado y aturdido está Jakob que ni se acuerda de encender la luz o apagar el cigarrillo en el cenicero del recibidor. A Paul no le gusta verlo fumar y la existencia de ese cenicero es la última frontera que le permite a un hábito que le afea todos los días, martirizándolo. Pero esta vez no hay nadie para echarle en cara su adicción. El monstruo rosa está vacío y Jakob está a punto de pegar un grito.
Vocea su nombre varias veces, pero las palabras rebotan en las paredes solitarias. Lo busca en la cocina, en su cuarto, en el de los invitados, en el despacho e incluso en los lavabos. Consternado, da una orden al ordenador de su cerebro para que le comunique con él, pero antes de que salte el buzón, Jakob tiene la intuición de que será inútil. Se deja caer en el sofá ocre y se frota las sienes para tranquilizarse. Suspira. Abre la boca varias veces, como si la accionara desde el mentón y tratara de destaparse los oídos. El sillón rosa le observa, solitario. Paul, tan macho, tan viril, siente predilección por esa butaca escandalosa, casi fosforito, que a Jakob le hace daño a la vista. La trajo de iPad MHTN, hace cuatro años, poco después de que se trasladaran a este apartamento, y es motivo de disputa constante. Pero Paul no da su brazo a torcer, no está muy claro si por obstinación o por apego al mueble, y a esa hora de la tarde, antes de ver las noticias abrazados, él siempre está allí sentado, esperándole, leyendo una novela.
Revisa sus mensajes, hay más de cuarenta, pero ninguno es de Paul. La perspectiva de escucharlos (o aun peor, de verlos) lo deja tiritando. Se mete en el bar virtual del Facebook pero ningún amigo de Paul o suyo tiene noticias. Llama a la Smith que se ocupa de la casa, Sarah, que disfruta de su única noche libre (¿para qué necesitarán una noche libre los robots?, piensa Jakob), pero parece incluso consternada. También habla con el productor de la teleserie en la que trabaja Paul y con su agente, con el mismo desesperante resultado. Incluso llama al gimnasio. Se imagina a su marido dando vueltas por el supermercado, ese lugar que le gusta tanto. De pronto, se ve a sí mismo de nuevo de pie, buscándolo por todas las habitaciones, incluso dentro de los armarios, deseando con fuerza que aquello sea una broma de mal gusto. Pasa una hora completamente enloquecido revolviendo por toda la casa como quien busca una bufanda y no un marido hasta que, finalmente, cuando está a punto de darse por vencido, Jakob baja al supermercado de la esquina para ver si lo encuentra.
Desde que se instalaron en esa casa, con frecuencia Paul se ha refugiado en el centro comercial cuando había tormenta entre ellos. Por algún motivo insondable (el marido ofrece una explicación relacionada con traumas de la infancia que al productor le parecen una tontería), adora los supermercados y se pasa todos los días un buen rato en ellos, escogiendo los menús caseros que cocinará Sarah y deleitándose en el placer mismo de ver tanta comida junta. Ahí está Jakob, zigzagueando entre los pasillos como un poseído por el diablo, dándose empujones con señores trajeados con carritos y escrutando detrás de los estantes de la sección «carne ecológica» por si aparece el rostro desencajado de Paul, que siempre ha tenido tendencia a sumirse en periodos de tristeza y desencanto no tanto con la vida como consigo mismo, y muchas veces lo sorprende, cuando este cree que no lo ha visto, angustiado en secreto y desvaído en algún rincón del supermercado o alguna vez que lo ha visto, en casa, cuando piensa que él está dormido y Paul se entrega con melancolía a sus tortuosos pensamientos. Pero Paul no está en el supermercado. El Jackson relaciones públicas, que conoce el nombre de todos los clientes habituales y los saluda por su nombre, se lo confirma. «El señor Walker hoy no ha venido aunque estamos deseosos de que nos visite», le comunica con una sonrisa. Jakob aprovecha el viaje y compra madalenas y leche. Ya que está solo, por lo menos se dará el gusto de saltarse la sempiterna dieta.
Jakob regresa a casa cabizbajo y lloroso. Al entrar en el apartamento, se acerca al minibar, se prepara un JB con Coca-Cola, enciende otro cigarrillo sin poder evitar una sonrisa de satisfacción e intenta recordar de nuevo si Paul le ha dicho algo por la mañana sobre sus planes nocturnos. Y recuerda que han acordado pasar una velada tranquila en casa viendo series abrazados en el sofá. Jakob está en un momento cumbre, terminando una película, la película que debe devolverlo a la cima, y llevan varios meses haciendo vida de monjes. Desde que comenzó a trabajar en Sex and Lies, su marido lo ha sometido al habitual acoso cuando está produciendo. Lleva varias semanas comportándose como un policía e incluso le controla el número de copas que bebe en casa, un celo que a Jakob le parece excesivo, pero que también agradece, como un niño pequeño que se regocija viendo a sus padres preocuparse por él.
Por mucho que intenta que su imaginación o su memoria le digan otra cosa, Jakob sabe perfectamente las palabras que se dijeron por la mañana y que estuvo meditando sobre aquel plan tan sencillo y tierno mientras el Smith lo conducía hasta la productora, sintiéndose dichoso. Se vuelve a dejar caer en el monstruo peludo sin darse cuenta de que ese lugar no le corresponde y pasa unos minutos oscilando entre la angustia extrema y la sospecha de si aquella preocupación hiperbólica no delata un carácter afectado e inseguro que le duele ver en sí mismo. Como quien comprueba en cualquier situación de mínima emergencia que es un histérico, que no sabe mantener la calma, que tiene miedo, en suma.
Tras romperse la cabeza durante unos cinco minutos, vuelve a acordarse de los mensajes y aunque ya sabe que no hay ninguno de Paul, se pregunta si alguno tendrá que ver con los misteriosos acontecimientos. Activa su pantalla personal. Sonríe como un actor barato, intentando convencerse de que por fin dará con la clave que está buscando. Trabajo y más trabajo. Gente que pide cosas. Pero no hay nada que le dé ni siquiera una pequeña pista: ninguna invitación para esa noche, ningún evento relacionado con la serie de Paul ni con nada que pueda dar una explicación. Aunque tiene la premonición de que algo terrible está sucediendo, sin darse cuenta se encuentra contestando diligentemente los más de cuarenta asuntos pendientes que se acumulan en su buzón. Jakob puede tragar con los e-mails, pero no soporta los mensajes de voz y mucho menos los hologramas y los vídeos, que su televisor ya ha comenzado a reproducir. Es un detalle que sus colaboradores muchas veces olvidan torturándolo con parlamentos larguísimos. Suele acumularlos durante días en los que se le va haciendo bola y algunas veces termina por pasárselos a su secretaria para que le haga un resumen de lo más importante. La simple idea de escuchar aquellas voces lejanas y monocordes, no digamos de ver los rostros graves de sus subordinados o proveedores, que tienen miedo a su carácter colérico, o incluso los más sonrientes de sus amigos, le genera una angustiosa ansiedad.
El trámite de esos más de cuarenta mensajes, que esta vez sí repasa de arriba abajo, se convierte, por tanto, en un suplicio. La mayoría son una retahíla de problemas menores dichos con timbre severo. Algunos son invitaciones a varias cenas o fiestas, a varias de las cuales jamás podrá asistir porque ya han sucedido. Se divierte, eso sí, viendo a su asistente, el jovencito Mark, un veinteañero con muchísima pluma que lo adora (aunque a Jakob no le resulta atractivo, con un flequillo lacio y una mirada que parece perdida en el vacío, como si no se atreviera a enfocar y prefiriera ver borroso), dar grandes explicaciones sobre un recado que le ha pedido por la mañana para esa misma tarde sabiendo que es imposible. Lo ha visto al mediodía, en la productora, comentarle de forma extensa sus gestiones. Después, en el restaurante de la esquina, sin perder un segundo, describiéndole algún tímido avance. Los mensajes de vídeo se suceden y se le ve cada vez más apurado y asustado, angustiado por si la falta de respuesta de Jakob se debe a un enfado, cada vez más meticuloso en algunas invenciones con las que adornar sus esfuerzos, por otra parte, genuinos.
A pesar del inesperado espectáculo cómico, Jakob de pronto se siente culpable por haber esperado hasta ese día para dar respuesta a cuestiones no vitales pero sí más acuciantes. Durante un rato, se olvida de Paul y se pregunta si su amigo Peter Carson, el actor que protagonizó Your Dementia, estará molesto porque no lo ha felicitado, diez días después, por su primer hijo. Y lo tortura pensar qué demonios le quería proponer Simon Maxwell, porque había hasta cinco hologramas suyos en los que se le veía ansioso por hablar con él. Pensativo, se estira en el sofá ocre, que es el suyo, de cara a la librería y deja que pasen los minutos vagamente, cada vez más perdido y confundido en sus disertaciones contradictorias. Hasta que su mente se queda en blanco y se entretiene haciendo círculos en el aire con las yemas de sus índices mientras canturrea.
Poco a poco, mejora su ánimo. Ya no le preocupa su retraso en algunas respuestas. Al fin y al cabo, es el jefe y está bien hacer sufrir un poco. Se acuerda de su asistente, del jovencito Mark, y sonríe. Y duda si Paul se lo enchufó por feo o por ser su primo. Quiere fumar, pero tiene miedo de que su marido aparezca de un momento a otro y le monte un escándalo.
Vuelve a encender la televisión, pero le aburren las noticias (Apple ha ganado una guerra comercial a Windows y ha recuperado Nueva Orleans, que después de llamarse brevemente Orleans-Excel ha pasado a llamarse Orleans-Safari en honor a su navegador de Internet; Hilton ha comprado los Alpes a Renault y va a construir una campana inmensa que los proteja del cambio climático para que se pueda esquiar todo el año) y le agota el ritmo fugaz de los otros programas: concursos, series de medio pelo como las que protagoniza Paul, el rey indiscutible del género, o espacios en los que se aborda la actualidad, que va desde la ventas de armas hasta cuernos entre famosos, con un punto de vista irónico. Tampoco tiene fuerzas para leer. Así que no se le ocurre gran cosa aparte de volver a repantigarse, canturrear y dibujar círculos en el aire con las yemas de sus índices.
La luz, que penetra a través de los ventanales, se ha ido apagando. Jakob se ha quedado dormido. Se despierta de golpe, tras un sueño corto pero intenso de media hora, en el que Paul lo amenazaba con una pistola mientras él estaba atado a una silla. Como un zombi, se incorpora y se bebe otro JB cola. Se enciende un cigarrillo de forma casi instintiva, preso de una gran ansiedad, y después, cuando ya se ha espabilado, no puede evitar otra vez esa inquietud por ser descubierto en falta. Durante un segundo, desea que Paul no vuelva jamás y que pueda fumar y beber tranquilo en su propia casa el resto de su vida. Pero en el fondo se siente como un niño que da las caladas a su primer pitillo en el baño, espantado por si aparecen sus padres. Aunque en este caso Jakob ni siquiera revive aquella excitación primeriza que no ha olvidado. Porque después de la rabia y el miedo, lo vuelve a acosar una tristeza que comienza a abrumarlo de una forma paralizante.
Aun faltan algunos minutos para que sea noche cerrada y la gente pasea por los muelles en parejas, algunas abrazadas. Hay grupos de amigos adolescentes en la zona de los bancos, de cara al mar, y sendas Yellows flanquean a un viejo en silla de ruedas. Todo parece tan normal, tan hermoso y tan tranquilo, en este día luminoso y feliz de junio en el que los accionistas se preparan con buen ánimo para las vacaciones, que Jakob no logra entender por qué tiene que fallar lo único que nunca falla. El monstruo peludo sigue allí, más ominoso que nunca, ahora que está vacío. Se sienta en él y acaricia aquellos pelos rosas acrílicos, algunos casi tan gordos como espárragos pequeños, como si fuera una prolongación dantesca de la piel de Paul. Desesperado, se coge la cabeza con las manos y lanza un grito tan alarmante que él mismo se queda impresionado.
Jakob es un hombre enamorado. Sabe que si llama a la policía lo tomarán por loco, no ha pasado suficiente tiempo. De todo modos, está convencido de que nadie más salvo la policía puede ayudarle. Paul, sencillamente, nunca desaparece. Siempre está allí. Algunas veces distante e incluso sarcástico. Pero no falla. Sin mucho entusiasmo, se vuelve a meter en el bar del Facebook en busca de los amigos de Paul. El lugar ahora está casi vacío y nadie sabe nada. Todos le tranquilizan, algunos no ocultan que la actitud de Jakob les parece excesiva. Son las diez y media de la noche, se habrá retrasado por algo. ¿Es tan raro? Recapacita de nuevo. Se pregunta por qué siempre se le olvida pedir a su amigo el médico que le dé recetas para comprar calmantes. Se pregunta si tiene marihuana pero recuerda que la terminó hace un par de días, dando subrepticiamente una vuelta a la manzana que justificó ante su marido diciendo que iba a comprar Ibuprofeno. Y esa misma mañana ha devorado el pastelito que, todos los días, le prepara Sarah, siempre tan atenta.
La gente tiene razón, no es tan tarde y Paul aun puede aparecer en cualquier momento. Recapacita. Pero es muy raro. Llama a la Smith y le pide que compre calmantes en una farmacia, que simule que su jefe está al borde del suicidio. Que llore y patalee si es necesario, pero que se los traiga cuando llegue por la mañana, tan temprano como Jakob siempre se la ha encontrado en casa con la cofia al despertarse después de su fatídica noche libre. La Smith, diligente, le dice que no se preocupe. Nadie entiende, salvo la robot, que parece tan angustiada como él, que esa fidelidad de ocho años es al mismo tiempo su cruz y su esperanza. El motivo de su desesperación y quizá el único argumento para evitar pensar en lo peor, que su imaginación catastrofista comienza a ver como inevitable: ha sido abandonado. En un momento de angustia, no tiene más remedio que llamar a su suegra. Le contesta el Roquita, su padre, siempre tan cortés y poco expresivo. Le pide que le pase a su esposa, una mujer nerviosa a la que Jakob sabe que nunca le ha gustado. Su reacción histérica empeora su estado de ánimo. Ambos deciden, como si fueran amigos, esperar por lo menos a la mañana siguiente para tomar alguna decisión.
Jakob vuelve a sentarse en el sofá con la copa en la mano y comienza a llorar como un idiota. La simple idea de pasar una noche sin Paul lo asusta como una reunión con el gerente de Coca-Cola. O peor, como una visita de su madre. Desde que lo conoció, ocho años atrás, jamás ha dudado un segundo de que estarían juntos toda la vida, por mucho que de vez en cuando se monten unas peleas tremendas o que Paul pueda humillarlo hasta límites grotescos. Recuerda de nuevo, aunque esta vez con una sonrisa amarga, que esa misma mañana, mientras conducía hacia su despacho, ha pensado que es el hombre más feliz del mundo. Jakob no solo es el productor de cine más importante de Coca-Cola, también tiene una vida social intensa, ha ganado el dinero suficiente para vivir a todo tren y está casado con un chico guapo e inteligente por el que se siente correspondido, de forma tortuosa y desde luego muy imperfecta, pero correspondido. Solo falta un niño. Ya lo han hablado.
Sin duda, a los 34 años, puede decirse que Jakob lo ha conseguido todo en la vida. Pero en este momento de angustia siente que su felicidad es frágil. Y por primera vez en muchos años tiene ganas de pegarse un tiro. Ese viejo deseo que lo ha acompañado durante toda su infancia y adolescencia. De hecho, todos los días de su vida hasta que apareció Paul, radiante y hermoso, cuando él solo contaba 26 años y el mundo parecía deslizarse hacia la pendiente del abismo definitivo. Como ahora.
2
Su marido es un robot
akob apenas pega ojo por la noche. La ausencia de Paul va adquiriendo a medida que pasan las horas una presencia más física. Como si al aire le faltara algo. De vez en cuando, se da la vuelta para abrazarlo y, al encontrarse con las sábanas vacías, tiene la impresión de que no es que él no esté allí, es que se ha vuelto invisible. Como si hubiera mutado del estado sólido al vaporoso, pero no desaparecido. Se tira todo el rato despertándose cada media hora, sollozando. Como se ha metido en la cama sin cenar, en plena madrugada le entra hambre y pasa dos horas haciendo viajes a la cocina, como un sonámbulo esquizofrénico, donde se atraganta de leche y de madalenas. En su estómago se confunden de forma letal los whiskies con la leche y las pastas, sumándose a una angustia desconocida que le provoca pequeños vómitos. Cuando logra quedarse dormido, a ratos cortos, se rasca las muelas con tanta fuerza que después le duele la mandíbula y le paraliza la mitad del rostro. De todos modos, Jakob siempre ha sido tan sufrido que se niega a ponerse una férula porque él quiere «vivir» la vida, y por eso tampoco toma calmantes ni antidepresivos.
A las siete y media de la madrugada, mientras se agita nervioso en una pesadilla que no puede recordar pero que lo ha dejado despavorido, le llama su suegra, liberándolo de la obligación de dormir. No, Paul no ha vuelto a casa ni sabe nada de él. Una hora después, Thomas Kilmore aparece por la puerta. Se lo anuncia la Smith, Sarah, que ya estaba allí cuando su suegra lo despertó, solícita, llamando a la puerta, como si nunca se hubiera ido, con una taza de leche caliente en una mano y un calmante en la otra. Y poco después, mientras se ducha, aparece el director general de Coca-Cola. Lleva un traje impecablemente planchado y tiene un gesto serio y preocupado, aunque procura parecer amable y seguro de sí mismo. Aun en pijama, preso de una absurda excitación, en un principio a Jakob no se le ocurre pensar en lo insólita que resulta la visita. A pesar de que se mueve en las altas esferas, no está ni mucho menos acostumbrado a que el director general en persona se plante en su casa, y menos a las ocho de la mañana.
La Smith les sirve el desayuno en el salón, y los dos hombres intercambian palabras de cortesía. Poco a poco, Jakob, que al principio está tan sorprendido que no entiende nada, se va dando cuenta de lo extraordinaria que resulta la visita y piensa que el director general ha ido a felicitarle por la buena marcha de su nueva película, Sex and Lies, un thriller erótico de alto voltaje con diálogos intelectuales que Jakob espera que le haga ganar un Oscar. Sonríe, relajado y vanidoso, esperando los elogios que está convencido de merecer. Pero los acontecimientos, enseguida, toman un rumbo absolutamente inesperado:
—He recibido una llamada de la madre de Paul hace un rato. Me ha dicho que tu marido está desaparecido desde ayer por la noche —comienza a hablar Thomas Kilmore, mientras sostiene un zumo de naranja en una mano y un pedazo de piña en la otra. Kilmore es uno de esos apóstoles de la vida sana que Jakob detesta aunque esté casado con uno.
—Así es —dice Jakob atónito, incapaz de conectar a aquella ama de casa con el director general de la compañía. Le molesta que le tutee, porque él se siente incapaz de hacer lo mismo y le parece que es jugar con ventaja.
—¿Cuánto tiempo lleváis juntos? —pregunta el ejecutivo, como si conociera la respuesta.
—Ocho años —contesta Jakob, dubitativo.
Kilmore se queda absorto y elogia la vista sobre el puerto y la decoración. Se ha sentado él solo en el monstruo rosa y Jakob se siente avergonzado. No entiende por qué el director general no habla de su película, que es lo importante, y en cambio quiere hacerse el solidario con sus problemas matrimoniales. Le fastidia profundamente este toque «humano» que quiere darle a su visita, de negocios, porque no puede ser de otra cosa. Menos seguro de sí mismo que antes, se pregunta si el problema será que se ha excedido con el presupuesto y esta vez sí le van a castigar. Pero lo duda, se ha extralimitado con todas sus películas y ya lleva cuatro meses discutiendo con el Product Manager de Cultura y Entretenimiento, con el que ha llegado a un pacto en las últimas semanas. Está dispuesto a volver sobre el asunto del despilfarro, pero quiere ser tajante con la desaparición de Paul, porque está muy dolido pero no quiere dar la impresión de que lo está tanto como para no poder manejar una película de 250 millones de dólares.
—Tenemos que hablar de Paul —insiste Kilmore, que ya no parece tan interesado en contemplar el paisaje.
—Con el debido respeto —dice Jakob—, no entiendo por qué tenemos que hablar de Paul. Paul es mi marido y es asunto mío.
—¿Dónde está? —pregunta Kilmore—. ¿Lo sabes?
—No lo sé. No tengo la menor idea. ¿Y usted? ¿Usted lo sabe?
Jakob enciende un cigarrillo sin pedir permiso. Al fin y al cabo, está en su casa. Agradece el trozo de tarta que le trae la Smith. El director general también quiere un pedazo y se le ofrece uno igual, sin marihuana, perfectamente preparado. La Smith, al contrario que Paul, es su cómplice en todos sus vicios. Los dos hombres se miran en silencio. Jakob, en pijama, con el cabello enmarañado y la cara de una persona a la que le duele la mandíbula y apenas ha dormido en toda la noche, enfrentado a un hombre pulcro que parece un vendedor de seguros con ínfulas que, sin embargo, tiene muchísimo poder. Un hombre que puede decidir su destino con tan solo un chasquido de dedos. Jakob Jones, el rey del universo y la taquilla intercorporativa, de repente reducido a la nada en una mañana de junio en Coca-Cola en la que, por primera vez en toda su vida, no tiene ni idea de dónde está su apostólico marido.
El director general mira fijamente a Jakob y este le devuelve una mirada vacía, abriendo mucho los párpados, tratando de quitarle dramatismo al asunto. Por mucho que lo intenta, es incapaz de concebir en qué tipo de lío se puede haber metido Paul. Su marido puede ser duro de pelar, pero jamás habría puesto en peligro su deslumbrante carrera como galán de culebrones. Jakob recuerda de repente haber defendido en una asamblea de 2078 el plan de marketing de Coca-Cola que pretende darle un toque «humano» al corporativismo y maldice para sus adentros su hipocresía. El mentón cuadrado, el cabello plateado, los ojos castaños y aquel peinado clásico pero moderno de Kilmore le irritan. Tiene la impresión de que el director general, con quien apenas se ha cruzado un par de veces y que por la televisión tiene un aspecto bastante digno, de cerca parece un modelo de anuncio de colonia para adultos. O peor, un Windsor. Lo más terrible es la certeza de que no puede enfrentarse. Al director general no le puede meter una de sus broncas legendarias. Ni de cerca.
—Esto es mucho peor de lo que te imaginas, Jakob —dice Kilmore.
—Treinta millones de dólares no son tantos. La semana pasada llegué a un acuerdo con el Product Manager y me comprometí a que no me pasaría de ahí y lo estoy cumpliendo. La película lo merece.
—No estoy hablando de tu película. Estoy hablando de Paul, Jakob, de Paul. Estoy aquí por él. Olvídate de tu película.
—¿Está muerto? —pregunta Jakob más asombrado que apenado.
—Paul no puede estar muerto porque, en realidad, jamás ha estado vivo. O, por lo menos, no vivo de la misma manera en que lo estamos tú y yo.
Kilmore lanza a Jakob una mirada llena de significado, dándole a entender que acaba de revelar o por lo menos dar una pista fiable del verdadero motivo de su visita. El director general ha terminado con la piña y comienza a pelar el plátano que se quería comer Jakob. Se pregunta si es posible que sea uno de esos programas que hacen bromas a famosos.
—No entiendo qué quiere decir. Puedo asegurarle que, por lo menos hasta ayer por la mañana cuando me despedí de él en la puerta de esta misma casa, Paul estaba vivo.
Kilmore se termina el plátano tranquilamente. Le da un sorbo a su taza de café descafeinado y después de hacer un ademán con las manos abiertas y los dedos extendidos, como dando a entender que no hay nadie a quien se pueda culpar y son cosas de la vida, dice:
—Este momento no tendría que haber llegado nunca, Jakob. Nos enfrentamos a una cuestión de seguridad intercorporativa, a un problema gravísimo. El propio presidente está al tanto de la situación. Espero que te hagas cargo.
—¿Cargo de qué? —grita Jakob, extenuado.
Aparece una mujer con bata que se sienta al lado de Jakob. De un maletín saca una inyección. De forma sumisa, Jakob se arremanga la camisa y deja que le pase un algodón con alcohol para después pincharle. La marihuana del pastel le ha paralizado la otra parte de la mandíbula y lleva ratos notando latigazos en el cerebro. Le vendrá bien un poco de ayuda, quiere tranquilizarse. Jakob entiende, por fin, que está sucediendo algo grave. Aunque, en este momento, tampoco puede imaginar que su vida, jamás, volverá a ser ni remotamente la misma, esa que tan solo un día antes habría asegurado que era tan cierta como el teorema de Pitágoras. Todo cambió, Jakob; todo empeoró. Tu mundo se vino abajo. Nunca volviste a ser el mismo. Porque ese día, de una forma u otra, ya te mataron.
Kilmore le mira cansinamente mientras pela una manzana. Jakob, que se ha comido tres madalenas con chocolate, siente tras el pinchazo cómo una ola de calor invade su cuerpo, recordándole una sensación que no conoce desde que fue adicto a la heroína. Hará de eso unos dieciséis años.
—Diga lo que tenga que decirme pero no perdamos más tiempo, tengo mucho trabajo —suelta Jakob, de repente crecido. Está seguro de que, sea lo que sea lo que ese director general repeinado con pinta de Casandra haya ido a comunicarle, puede arreglarlo. Se siente fuerte y está irritado por la falta de los elogios esperados. Se está dejando la piel por Coca-Cola y el director general sabe tan bien como él que les ha hecho ganar mucho dinero.
Kilmore parece un poco molesto con la urgencia. Le da un sorbo a su zumo de naranja y le dedica una mirada límpida y animosa, como ese padre severo que el día que su hijo se rompe una costilla está dispuesto a perdonar todas las impertinencias.
—En veinte minutos tengo que ir a la productora —insiste Jakob, luchando contra el efecto del calmante y la marihuana—. No voy a dejar mi película a medias por una reyerta matrimonial que ustedes se están tomando demasiado en serio.
—No te preocupes por el trabajo. Hoy no irás. Ni hoy ni mañana. De momento, vamos a darte unas vacaciones. Ya veremos cuándo vuelves a trabajar.
A Kilmore solo le faltó añadir: «Si es que vuelves».
Jakob mira con furia e incredulidad al director general. Coca-Cola y el mundo entero necesitan que vaya esa mañana a trabajar. Está convencido de que esa película lo convertirá en el productor más importante del mundo y le dará, por fin, un Oscar. La enfermera ha desaparecido. A través del ventanal, observa el puerto e intuye que todo va a volver a empezar. Ese abismo que ha sorteado, con altibajos, los últimos años vuelve a abrirse ante él. Es un segundo de lucidez, pero suficiente como para darse cuenta de que no hay marcha atrás. Como cuando te vas a tirar por un tobogán, hay un instante a partir del que ya es imposible arrepentirse. Simplemente caes. Aunque, en este caso, a Jakob lo están empujando. Adiós Jakob. Se te acabó el chollo.
—Escúchame bien, Jakob. Esto no te va a gustar nada.
—Dígame cuanto antes lo que tenga que decirme —repite Jakob con cierta exasperación mientras lucha contra un sueño invencible.
—Como sabes, tú eres una persona muy importante para nosotros. Tus películas no solo han ganado mucho dinero, también han sido fundamentales para la buena imagen de Coca-Cola en el sistema solar. —Aquellos elogios tan esperados solo consiguen irritarle.
—No entiendo dónde está la relación con el problema que estamos tratando.
—Cuando comenzaste a trabajar en la productora, todos sabíamos que tienes mucho talento, pero también que estás... ¿Cómo decirlo? Tú eres el primero en saber que tienes problemas mentales. Problemas graves.
—Hace mucho tiempo de eso, señor Kilmore. Dejé las drogas antes de conocer a Paul. Y en los últimos años solo he tenido dos brotes de esquizofrenia. Está usted pasándose de la raya. —«Nunca mejor dicho», añade para sus adentros.
—La medicación no era suficiente y nosotros te necesitábamos. Sabíamos que no podías estar solo... —continúa hablando Kilmore como si no le hubiera escuchado, haciendo ese gesto con las palmas extendidas de las manos que denota su insignificancia en un mundo en el que solo somos peones del destino—. Decidimos que para mantenerte sobrio y en forma necesitábamos que alguien te controlara todas las horas que fuera posible. Entonces, se nos ocurrió fabricar a Paul, el marido perfecto.
—¿Me está usted diciendo...?
—Paul es un robot. En este caso podríamos hablar de un verdadero androide. Un Windsor Clase A experimental que probamos, precisamente, contigo. Lo que no podíamos imaginar era que... —El director general se queda pensativo, mirando a Jakob con una cierta superioridad que le resulta molesta.
—¿Qué es lo que no podían imaginar?
—Nosotros lo creamos y lo programamos para que te hiciera feliz y evitara que cayeras en alguna de tus inclinaciones —contesta Kilmore, de nuevo como si no hubiera escuchado la pregunta—. Te necesitábamos al cien por cien y, hasta la fecha, el experimento ha funcionado.
Jakob se queda mirando a Kilmore como si ese rostro cuadriculado, casi perfecto, pudiera ofrecerle alguna respuesta. Aunque ha entendido lo que quiere decirle, le resulta imposible creerlo. De pronto, recuerda los brazos fuertes de Paul, sus besos, las horas eternas que han pasado juntos, y no puede creer que todo haya sido mentira. Es imposible.
—No sé qué clase de broma es esta, señor director general. Pero le aseguro que no tiene ninguna gracia.
—¿Tú crees que no tengo nada mejor que hacer que estar aquí a las ocho de la mañana gastándote una broma? Coca-Cola tiene 120 millones de accionistas y 30 millones de robots, a sumar a nuestros cientos de millones de consumidores. Es demasiada gente como para andar perdiendo el tiempo con tonterías. Paul se ha unido a los Guerreros de Marte, y si no lo encontramos a la mayor brevedad, la desgracia puede ser terrible.
3
Consecuencias fatales
uando Jakob despierta, siente que emerge de un pozo de una profundidad atávica. Como si lo arrancaran de las entrañas de la tierra, donde ha permanecido oculto durante años, o hubiera sido desprendido del útero con violencia. Del techo cuelga un ventilador al estilo antiguo que da vueltas. Las persianas están cerradas y pequeños surcos de luz iluminan la estancia. A pesar de la oscuridad, el ambiente le parece caluroso y húmedo. Está metido en la cama de una habitación amplia y lujosa, pero no sabe decir dónde se encuentra. Trata de recordar cómo ha ido a parar allí. No tiene ni la más remota idea. Hace un amago de volver a dormir, pero por mucho que lo intenta no está cansado. Inspecciona aquella habitación enorme decorada de forma exquisita y le asusta encontrarse con su ropa planchada y recogida en el armario. Alguien también ha dejado su ordenador portátil encima del escritorio. En la librería, están no solo sus libros preferidos, también aquellos que lleva años queriendo leer. Encima de la mesa, hay unas flores, fruta, un paquete de tabaco, un mechero y dos gramos de farlopa pura. Jakob echa de menos instintivamente la marihuana. De todos modos, se pregunta por qué habrán dejado droga en su mesilla.
Tiene ganas de estar indignado, pero no recuerda contra qué. Su cabeza es un caos de sensaciones, la mayoría negativas. Se estira en la cama dejándose caer como un tonel y piensa en su nueva película, Sex and Lies. Después, intenta recordar qué ha sucedido las últimas horas en las que estuvo despierto. No lo consigue: su cerebro refleja un paisaje truculento, pero vacío. Siente ese tipo de cansancio perezoso que sobreviene cuando hemos descansado demasiado. Cierra los ojos y se da cuenta de que podría volver a quedarse dormido. Quién sabe. Quizá se despierte en su casa y todo esto sea una extraña pesadilla. Pero se obliga a estar despierto y se traslada a un sofá beis pegado a los ventanales. Abre las persianas y se encuentra con un espectáculo de sol y nubes blancas y gaviotas que le resulta grotesco. Al fondo, hay una playa, como una mancha de arena, y las figuras borrosas de varios bañistas, cuyos contornos parpadean como luces en la oscuridad y se disuelven en el azul luminoso de Red Bull. Y, poco a poco, mientras recupera el equilibrio, le viene todo a la mente: el monstruo rosa, las madalenas y el whisky, la visita de Kilmore y la conversión de Paul en terrorista. Como si en su interior se fuera abriendo un agujero a través del cual pudiera ver el pasado como en una película.
De pronto, se activa un vídeo en el televisor y aparece el Product Manager de Seguridad en persona, Charlie Valance, que lo saluda de forma afectuosa. A Jakob la visión lo deja acongojado. Ha visto muchísimas veces a ese hombre por la televisión. Es un señor mayor, de unos 90 años, de infinitos ojos castaños y escaso pelo que se mantiene saludable como un yogui. Lo ha visto siempre participando en foros internacionales de lucha contra los Guerreros de Marte, hablando en ruedas de prensa con una concisión pragmática y desapasionada, como debe ser un policía, pero con un punto de entusiasmo atlético en su voluntad de capturar a los malhechores. «Los encontraremos», suele decir para terminar sus comparecencias, apretando los dientes y ya recogiendo sus papeles para no perder un segundo en su empeño. Jakob siempre se burlaba del PM de Seguridad en casa, cuando veía las noticias con Paul, quizá el momento más feliz del día. Y le hacía gracia esa coletilla de «Los encontraremos» que algunas veces repetía haciéndose el gracioso con sus colaboradores aunque a nadie le divertía tanto como a él, lo cual le irritaba. Recordó también lo mucho que se rio con Paul con la coletilla y cómo, de repente, la broma dejó de tener gracia aunque él fuera incapaz de dejar de hacerla.
Pero ahí está, el hombre de la televisión y los foros intercorporativos, hablando con él, mostrando un rostro amable y sencillo. Viene de hacer footing por el paseo de Light y aun no se ha sacado una chaqueta con capucha. Se trata, supone Jakob, de darle un toque de normalidad al encuentro. Le fastidia en su ego que el PM de Seguridad no se haya dignado a atenderlo con traje y corbata.
—Amigo Jakob —dice el PM tras dar algunos resoplidos. Se apoya en una barandilla, con vistas sobre Red Bull—. Disculpa mi aspecto, pero quería hablar contigo en cuanto te despertaras. Me imagino que estarás lleno de dudas.
—Buenos días, señor Valance —responde confuso, con una cortesía que le resulta irritante. El PM pertenece a la misma gente que lo ha engañado y traicionado.
—Estoy aquí para pedirte disculpas. Hemos cometido un error terrible y lo siento profundamente. Estamos en deuda contigo, cualquier cosa que quieras o necesites solo tienes que pedirla.
Jakob querría mandar a la mierda al Product Manager, pero un respeto ancestral por el poder se lo impide. Le gustaría saber si el error al que se refiere está relacionado con la simple idea de la fabricación de Paul o con el hecho de que les haya salido terrorista. Cuando por fin acierta a abrir la boca para decir algo, aparece por la puerta la misma enfermera que le puso una inyección en su casa. Lleva el mismo maletín y tiene el mismo rostro inexpresivo de la otra vez. En esta ocasión Jakob detecta enseguida que es un robot. Una Yellow, seguramente, poca cosa. Todo el mundo está acostumbrado a tratarlos a todas horas, y quizá es triste que la mayoría no sepa decir si ha hablado con un ser humano de carne y hueso o un androide. Y eso que los fabrican de forma que se note la diferencia. Salvo el suyo, claro, Paul, un Windsor Clase A Plus. Salen carísimos.
—No quiero molestarte mucho tiempo. Sé que lo estás pasando mal y lo respeto. Así que seré breve. —Mientras el ejecutivo habla, Jakob deja que le pinchen. Le gustaría resistirse, pero sabe que sin drogas el dolor será demasiado profundo, insoportable; o quizá es simplemente que Jakob siempre ha sido un yonqui—. Te hemos mandado a Coca-Cola Zero MNC. Estás en el mejor hotel que tenemos y como podrás comprobar está lleno de chicos y chicas jóvenes y guapos que estarán encantados de conocerte. Queremos que seas todo lo feliz que puedas.
—No estoy para muchas fiestas.
—Bueno, ya veremos. Tú no te prives de nada. Hemos dado unas órdenes muy claras.
—Se lo agradezco, pero con esto no van a conseguir que los perdone. No quiero saber nada de Coca-Cola. Ni siquiera estoy seguro de que vuelva a producir películas. —Enseguida se arrepiente y cambia de tercio—: Y si lo hago, será para otra corporación.
—Date un poco de tiempo —responde el Product Manager con una sonrisa profesional, haciéndose el comprensivo. Tiene unos ojos marrones penetrantes y profundos, como si fueran dos faros en medio de aquel cráneo huesudo—. Lo único que te pido es que si sabes algo de Paul, lo que sea, nos lo comuniques inmediatamente. Intenta recordar, cualquier pista puede ser útil. Si no lo haces por nosotros, hazlo por las vidas que puedes salvar. Los Guerreros de Marte están preparando nuevos atentados y tú puedes ayudarnos a impedirlos. Es una cuestión de vida o muerte.
—No creo que Paul vaya a ponerse en contacto conmigo. Nunca me quiso.
—No pienses en eso ahora.
—Ustedes no pueden encerrarme.
—Y está Martin, claro... —dice el PM como si musitara para sus adentros.
—Martin, claro, yo no tengo nada que ver con eso. Hace más de cinco años que no sé nada de él.
—Nadie lo duda.
—Es rastrero.
El Product Manager de Seguridad no cree oportuno hacerse el enterado. Hace una mueca paternalista y prosigue con su discurso:
—Le hemos dicho a la prensa que Paul ha muerto en un accidente de coche y así lo tiene que seguir pensando tu propia familia —dice—. Queremos confiar en ti. Pero las consecuencias pueden ser fatales. Además, supongo que querrás terminar tu película a tiempo para los Oscar. Para variar, te has pasado de la raya con el presupuesto, pero tenemos esperanzas depositadas en ella. Creemos en tu talento.
El ejecutivo se queda callado y mira de nuevo a Jakob con impostado afecto benévolo:
—Te deseo mucha suerte, Jakob.
—Os odio —grita enfurecido.
El Product Manager ensaya una sonrisa amable, tranquila. Parecía que se iba a despedir, pero aun tiene algo que decir. El toque «humano» inevitable, la humildad carismática del poder. Y le da a su parlamento el tono de un consejo entre amigos:
—Intenta perdonarnos el error y piensa que lo hicimos por tu bien. ¿Tú crees que hubieras podido terminar Wisdom and Fertility en condiciones sin Paul? ¿Y las otras? Reconoce que ha sido una mentira, pero una mentira muy útil. Además, Paul te quería. Los Windsors no son solo cables. —Tras una mirada displicente, añade—: Ahora mismo, el señor White 4/897c se pondrá en contacto contigo para resolver tus dudas Y no olvides que Coca-Cola es tu corporación desde que naciste.
—¿Por qué tengo que hablar con un puto robot? —protesta Jakob, pero el PM no puede oírlo, porque, en su lugar, el señor White lo mira con cara de idiota.
Jakob, como todo el mundo, detesta a los Whites. Le ponen enfermo ese rostro fofo y blandengue, esos ojos saltones como de buena persona y las narices de patata. Todo el mundo sabe que los Whites son los más cabrones, les ponen cara de buenos para que la gente no se asuste tanto con ellos. Suelen ser policías de paisano o recaudadores de impuestos. Son la peste. La compañía le ha puesto varias multas por «maltrato psicológico» al White encargado de controlar las finanzas de la productora.
—Buenos días, señor Jones —se presenta el White—. Primero déjeme decirle que soy un fan absoluto de Wisdom and Fertility y que siempre he defendido que Your Dementia es mejor película de lo que se dijo.
Jakob se lo queda mirando con una sonrisa irónica y desagradable, a punto de partirse de risa o de echarse a llorar de forma histérica.
—Tiene tela que esto me lo diga un robot —suelta Jakob—. Le agradecería que fuéramos directamente al grano. Primera pregunta: ¿Estoy encerrado?
—Defina «encerrado».
—¿Puedo salir de esta habitación?
—De la habitación, sí. Del hotel, no. Y no lo intente. Este es un hotel de lujo de máxima seguridad.
—Ustedes no pueden encerrarme, conozco mis derechos. Yo no he hecho nada.
—Sí que podemos. Usted está ahora bajo el amparo de la ley contra el terrorismo. Con las evidencias que tenemos, podríamos desahuciarlo durante meses en una cárcel de Doritos acusado de cómplice. Sea comprensivo. La corporación está intentando portarse bien con usted y hacerse perdonar el error. Colabore con nosotros y todo irá bien. Si usted nos ayuda, nosotros le devolveremos su vida.
—¿Hasta cuándo tendré que estar aquí?
—Hasta que el Product Manager de Seguridad lo considere oportuno. No puedo decirle.
Jakob hace un gesto de asco, de desprecio y de tristeza. Frunce el ceño y tiene miedo de ponerse a llorar. No quiere llorar delante de un White.
—Déjeme en paz, por favor. No quiero seguir hablando con una máquina.
—Esto es muy serio, señor Jones. Su marido es un terrorista muy peligroso. Estamos en guerra y las órdenes son comportarse como en ella.
—¿Puedo hacer llamadas? —pregunta Jakob, que está atónito.
—Primero tendrá que pedir permiso a una operadora. Por supuesto, tiene estrictamente prohibido contar nada de todo esto. Le sugiero que encienda la televisión para hacerse a la idea de lo que toda Coca-Cola piensa: «Paul Walker, el apuesto actor de televisión, ha muerto en un accidente de tráfico». Nadie, ni su familia, ni siquiera la inmensa mayoría de la policía, sabe la verdad. Cualquier desliz por su parte tendría consecuencias fatales. —Otra vez la expresión fúnebre: «Consecuencias fatales».
—Me están ustedes amenazando.
—La ley solo es una amenaza para quien quiere saltársela. No nos gusta castigar. Pero sí estamos obligados a prevenirle.
El White acerca su rostro adiposo a la cámara y abre y cierra varias veces esos ojos enormes en un gesto amistoso e infantil. Va vestido con una camisa de leñador y unos pantalones de pana, un atuendo totalmente inapropiado para mediados de junio. Su diseño recuerda al del personaje Mario de los videojuegos. Con toda seguridad, piensa Jakob, acongojado pero vanidoso porque la precisión del detalle denota su posición social, en la compañía saben que de pequeño adoraba ese cartucho y pasó horas metiéndose en la piel de aquel ser disfrazado de fontanero que le permitía dar brincos y volar como un pájaro para recoger anillos. De repente, se abre el plano y ve al Mario (un modelo de White que desconoce) en una habitación confortable, bien iluminada, con una alfombra persa y una ventana a través de la que se distingue una montaña nevada. Todo en él está proyectado para inspirar confianza, buen rollo. A Jakob le resulta repugnante. Cada vez detesta más la idea del corporativismo «humano». Ha comenzado a echar de menos la época en la que todo consistía en hacerse cirugía plástica y comprar villas en la playa.
—¿Por qué tengo que hablar con un puto robot? —repite Jakob, de la forma más desagradable posible para que aquel señor White deje de hacerle carantoñas amistosas—. Además, ¿desde dónde coño me habla? ¿Qué tipo de situación ridícula es esa de la nieve y la montaña? ¡Estamos en verano!
—No gana nada insultándome, señor Jones —replica el señor White mientras se aleja de la cámara. Cuando se le puede ver de cuerpo entero, sube y baja los brazos desde la altura de los hombros hasta la cintura varias veces, como si hiciera gimnasia.
—Hijo de puta subnormal robot de mierda lameculos... —carraspea Jakob furioso.
Pero el robot continúa haciendo sus ejercicios gimnásticos, abriendo y cerrando los ojos con parsimonia «bondadosa».
—¿Qué tipo de gente hay en este hotel? —se rinde finalmente Jakob.
—Agentes de la policía de elite, grandes empresarios y criminales multimillonarios. Este sitio está más vigilado y controlado que la Junta de Accionistas de Repsol, pero hay un ambiente muy divertido. Y no se preocupe por las confidencias. Todo el mundo sabe que usted está en situación de secreto corporativo y nadie le preguntará. Aquí la gente viene a pagar algunos pecadillos, pero es una cárcel para millonarios y uno puede pasarlo bien. Salvo los famosos, usted nunca conocerá la identidad de nadie. La discreción, en suma, es la norma. La gente se llama por el nombre y no hace preguntas. Si quiere, puede convertir esta experiencia en una de las mejores de su vida. ¿Alguna pregunta más?
—Sí —dice Jakob—. ¿Por qué quieren drogarme? Ustedes saben que no me sienta bien. Que me costó dejar las drogas.
El White se queda pensativo unos segundos, como si no esperara la pregunta. Sin embargo, con toda la naturalidad, contesta:
—Porque te gustan. Y porque eres libre de tomarlas o no tomarlas. Nadie te obliga. Eres libre, Jakob, ya no tienes obligaciones. Por lo menos de momento.
La televisión se apaga de golpe y la habitación se queda en silencio. Alguien sigiloso ha dejado marihuana en la mesilla de noche para tumbar a un ejército, como si hubieran adivinado sus pensamientos. Quizá ha sido la Yellow que le ha puesto la inyección. Se hace un porro y se queda mirando pensativo el mar Red Bull a través de la ventana. Porque este mar, piensa Jakob, no puede ser otro que el Mediterráneo, como gusta de llamarlo para darse un toque retro. En la confusión de su cabeza, solo tiene una idea clara: la vida es una mierda.
4
Martin Balthazar
l 14 de diciembre de 2076, el día que vio su foto en la portada del periódico, fue uno los peores de su vida. Nunca olvidará la fecha porque solo una semana después estrenaba Your Dementia y siempre entendió aquella desgracia como el preludio fúnebre del fracaso de la película. Ahí estaba Martin Balthazar, su amigo del alma, su querido Marty, con sus gafas postizas, que consideraba un símbolo político, y su barba rala, acusado como terrorista. ¿Martin, terrorista? Siendo honesto, era algo imaginable. Quiero decir que todo el mundo lo decía últimamente, cada vez con mayor insistencia: Martin se está radicalizando, se está volviendo loco. Pero Jakob no quería escuchar; Martin era su mejor amigo desde los 10 años y por mucho que lo intentara se sentía incapaz de reconocer en aquel niño enclenque y resabiado al terrorista que decían los periódicos. Dio un brinco del sofá y estuvo sollozando todo el día. Anuló sus compromisos y le pidió a Paul que se quedara también en casa. Pasó las horas abrazado a su marido, llorando a moco tendido, esquivando las llamadas de su círculo. Todo el mundo estaba horrorizado: «¿Lo has leído? ¡Martin se ha pasado a los Guerreros de Marte! ¡Qué fuerte!». Al día siguiente apareció la policía, pero no dio mucho la lata. El suero de la verdad, que se daba por infalible, además fue concluyente: Jakob no sabía nada.
A Jakob no le sorprendió entonces la parsimonia con la que Paul acogió la noticia. Paul era así, imperturbable; a veces, se veía diciéndole las mismas barbaridades que le soltaba su padre: «¡Tú no tienes sentimientos! ¡Eres malo!», porque Paul era incapaz de ponerse histérico como él y rasgarse las vestiduras cada vez que sucedía cualquier tontería. No le sorprendió entonces, pero ahora sospecha, y si sospecha él, sopesa angustiado, sospechan todos. Martin y Paul se cayeron bien inmediatamente. Cuando iban a la casa de la Costa Fanta era habitual que se perdieran por las rocas y los arrecifes inmersos en conversaciones interminables. A los dos les gustaba leer, eran las personas a las que más quería en el mundo, y aunque tenía celos de aquella complicidad que degeneró, sí, en casi un código secreto entre ambos, hasta cierto punto le parecía natural que, si aquellas dos personas lo querían tanto a él, fuera porque mucho tenían que tener en común. Jakob siempre consideró que no era merecedor de ningún verdadero afecto, así que la conjunción le daba la impresión de ser una casualidad extraordinaria. Claro que Paul no lo quería, se tortura Jakob, ahora, y le da la razón al que fue entonces cuando dudaba incluso de su mejor amigo y su marido.
Había una coincidencia, además, que a Jakob le fascinaba. Cuando estaban con Martin, los dos cambiaban. Cuando estaban solos, se peleaban con frecuencia por motivos políticos y a Jakob le gustaba considerar a Paul más conservador de lo que era él mismo. Sin embargo, ambos se comportaban con el abogado como si fueran sus alumnos. Martin hablaba de corporativismo constantemente y ellos se limitaban a escuchar o discutían sus puntos de vista tímidamente, no está muy claro si entusiasmados con el carisma del ideólogo (que lo tenía) o temerosos de que fuera imposible argumentar contra un hombre tan convencido de sus propias ideas. A Jakob aquella determinación siempre le pareció fascinante y aterradora, y se culpaba a sí mismo por no ser capaz de rebatirle con mayor contundencia. También es verdad que al final, en esos meses en los que todo el mundo andaba quejándose de su fanatismo, discutían muchísimo. Ante su amigo, detectaba otra debilidad. Era famoso en todas partes por las broncas que les metía a los robots. Con Martin delante, se mostraba encantador. Sarah aplaudía cada vez que Balthazar aparecía por la puerta.
Martin y Paul compartían otra cosa, una cierta frialdad que a Jakob le desquiciaba, pero que necesitaba como contrapeso para que el columpio no lo lanzara a la otra punta. Martin era el niño serio y concienzudo que participaba en todos los debates de clase y estaba convencido de que el mundo estaba compuesto fundamentalmente por idiotas. A Jakob nunca dejó de sorprenderle que su amigo estuviera tan sumamente preocupado por el humanismo y fuera desde siempre tan furibundamente anticorporativista, y al mismo tiempo sintiera tan poco apego por los humanos de carne y hueso. De pequeños, Martin y él en parte se querían porque se necesitaban desesperadamente. Jakob montaba unos pollos de mucho cuidado a cada rato y era un cuadro: lloraba en clase, se pegaba con los otros niños cada dos por tres, tenía brotes psicóticos y sin venir a cuento se ponía a gritar o protagonizaba escenas de alto voltaje emocional porque se sentía perpetuamente mal querido por los otros niños y siempre andaba con problemas en casa con una madre que no estaba nunca y un padre que le metía unas broncas descomunales que lo dejaban malherido.
A Martin no le soportaba nadie por motivos completamente distintos. Si Jakob era pura agitación y nervio, Martin parecía un témpano de hielo. Siempre cargando con un libro (de papel, como Dios manda, y lo de Dios también lo decía por fastidiar), su actitud favorita era observar el mundo con una mezcla de displicencia y autosuficencia que escondía, y esto Jakob siempre lo supo y por eso lo quiso, una profunda inseguridad al mismo tiempo que una capacidad brutal para la lealtad para los pocos, poquísimos, que consideraba de los suyos. Y Jakob le siguió en sus delirios ideológicos aunque casi siempre hasta cierto punto. De muy pequeños, a Jakob, cuya principal pasión en la vida era ver culebrones adolescentes, le hacía mucha gracia que su amigo, el único capaz de no darse por enterado cuando tenía un «renuncio», se pasara las horas hablando sobre los problemas de Repsol Oriente (a la que, también por fastidiar, llamaba Turquía) o manifestara su profunda convicción de hacerse cura con sotana, lo cual además de estar prohibido estaba muy mal visto incluso decirlo.
Martin y su padre, además, se caían bien. Los dos opinaban que los robots no servían para nada y que había que volver al Vaticano y casi al feudalismo. A su padre le hacía gracia que aquel niño tan feo (porque Martin de pequeño era feísimo y, por supuesto, estaba contundentemente en contra de la cirugía estética y despreciaba la moda hasta el extremo de ir vestido todos los días de la misma manera), pues eso, le hacía gracia que aquel niño tan feo se supiera todos los nombres de los presidentes corporativos o estuviera versado en asuntos tales como «la magnitud del Genocidio y la responsabilidad criminal del blanco como raza y especie» (Martin tenía origen británico y era lechoso) o «la obligación moral de dar a los negros de los guetos de África el control de todas las corporaciones». Y lo de África también lo decía por fastidiar, porque todo el mundo, incluido su padre, llamaba al continente Hilton-Inn. Pero así era Martin y a Jakob le hacía gracia y, además, era el único que le aguantaba. Y en esta vida hay que tener algún amigo.
En la adolescencia, Martin comenzó a pasar de los discursos a los hechos ante el pasmo y cierto regocijo de Jakob, que no estaba muy convencido pero lo concibió como su venganza personal contra aquellos niños estúpidos corporativistas que le habían amargado la vida con sus improperios desde siempre. Y resultó que ambos amigos, además de raros, eran listos y comenzaron a hacer gala de su ideología subversiva con cierta gracia. Jakob empezó a rodar entonces y juntos parieron piezas de gran éxito en YouTube como La estupidez intrínseca del hombre blanco, ¿Le has preguntado a tu padre qué hizo durante el Genocidio que te han vendido como Sacrificio? o Formas de cargarse el corporativismo, la Yihad es mi amiga (vídeo que les procuró una desagradable reunión con la directora del colegio y cuatro policías). «Madre mía», piensa ahora Jakob, «cómo se me ocurrió hacer algo así», mientras fuma un peta de marihuana mirando Red Bull de reojo con las persianas entrecerradas y recuerda el día que los detuvieron. Las cuatro noches en la cárcel que pasaron juntos y que fueron angustiosamente felices.
El éxito de los vídeos hizo que comenzaran a aglutinar a todos los rebotados del colegio y, de pronto, a los 17 años, resultó que eran populares a su manera. Se reunían todas las tardes en casa de Jakob, que siempre estaba solo, y veían películas antiguas, disertaban sobre literatura y sobre todo se quejaban de todas las desgracias de un corporativismo que, por otra parte, disfrutaban intensamente con una vida ociosa que les permitía al instante cualquier placer, cualquier oportunidad, aunque fuera subversivo. Entonces, Jakob, se murió tu padre y entraste en tu espiral de destrucción y comenzaste a ver menos a Martin porque él seguía leyendo como un poseso refinando su objetivo confeso de cambiar el mundo mientras tú te drogabas en las esquinas más sórdidas de Light BCN, a la que Martin, por supuesto, llamaba Barcelona para fastidiar. Porque Jakob siempre sospechó que en aquella manía de su amigo por cambiar el mundo había algo también de querer tocar los huevos. Lo de la vanidad estaba descontado. Pero en esto también se parecían.
Tras unos años distanciados, volvieron a estar pegados como una lapa cuando Jakob regresó de Toyota TK aparentemente curado de sus adicciones. Comenzó a trabajar en la productora, destacaba y aunque seguía teniendo sus renuncios (como Martin los llamaba desde muy pequeño, «renuncios», con una sonrisa sarcástica y un timbre burlón y agudo pero sin maldad) estaba mucho mejor. Desde entonces hasta que Martin apareció en la portada del periódico acusado de terrorista no pasaba semana en la que no se vieran como mínimo un par de veces. Durante aquellos días de anonimato y distinguida pobreza, el incipiente productor soñaba sus primeras películas. Martin había estudiado derecho y también había cambiado de opinión respecto a los robots. Ahora consideraba que solucionar el maltrato al que eran sometidos formaba parte de su cruzada y trabajaba para un sindicato de Smiths enfermeros que estaban hartos de que los pacientes les propinaran manotazos. Jakob encontró a su amigo de 22 años más relajado y confiado. Quizá menos excesivo. Sus vidas sentimentales, además, eran un desastre. Martin era heterosexual, pero poco apasionado. Sus novias nunca duraban, su causa le tenía demasiado absorto. Y, hasta que apareció Paul, la vida sexual de Jakob se limitaba a robots baratos y lavabos sórdidos. O sea, que estaban solos.
Pasaron los años y resultó que las cosas iban bien. Jakob triunfaba con sus películas. Martin comenzó a salir en los periódicos y las noticias defendiendo siempre causas, algunas más políticamente correctas que otras, como los derechos de los robots o la desaparición de los exorbitantes impuestos que debían pagarse a partir del segundo hijo, reivindicaciones que estaban calando, hasta llegar a la prohibición del aborto, que lo conducía a las puertas del extremismo penalizado. Aunque nunca hablaban de ello, Jakob sabía que su amigo no había llegado a hacerse cura, pero sí asistía a misas católicas clandestinas. En público, se mostraba mucho más suave que en privado. Aunque Martin intentaba mostrarse moderado también en su presencia, muchas veces era incapaz de controlarse. En sus delirios, el amigo musitaba palabras de combate las noches que se emborrachaban en su apartamento decorado con fotos del último Papa y de ciudades exóticas arrasadas en la guerra y un pequeño crucifijo en su mesilla de noche: «Vamos a ir subiendo el volumen», decía con los ojos enrojecidos por el cannabis y la excitación, «empezamos con los enfermeros, seguimos con las señoras de la limpieza y continuaremos con los cristianos y los pocos musulmanes que quedan, que son el hueso duro y esta vez pueden ayudarnos». «Yo maldigo a esta sociedad de mierda en la que es más importante comprar que rezar, en la que todo se mide con dinero y las personas son incapaces de comprometerse con nada». Absorto en sí mismo, declamaba con mirada glacial y esquinada: «Yo maldigo a este mundo sin Dios ni moral en el que solo importa ser rico o la belleza terrenal y juro por lo más sagrado que tarde o temprano los mercaderes que dominan el mundo pagarán por sus crímenes».
Cuando decía estas cosas, Jakob sentía cómo un halo le erizaba el vello y en sus entrañas refulgía la tentación de la pureza, con todos sus rigores, sus placeres y sus prebendas. Era como una luz cegadora y absoluta, la seducción de una pureza que al mismo tiempo podría purificarlo a él, expiándole todos sus pecados y marcándole un camino claro por el que andar sin tropezarse. Detrás del discurso de Balthazar había también un humanismo con el que Jakob, de una forma instintiva y difusa, congeniaba. Sin embargo, sentía un rechazo igualmente instintivo por lo que tenía de fanatismo y de indiscutible porque siempre se había movido mejor en las sombras y en las ambigüedades que en las certezas. Y cuando escuchaba a Martin hablar de esta manera, le aterraba pensar que había dejado de ser un ser humano para convertirse en una pieza de un plan superior meticulosamente preparado por un ente que no alcanzaba a vislumbrar. Jakob se sintió culpable millones de veces, desde que lo encerraron en Patatas Lays todos los días de su vida, de haberse dejado arrastrar hasta esa orilla, como el pusilánime que renuncia a nadar y se limita a dejarse llevar por la corriente, demasiado excitado por el vaivén del torbellino como para comprender.
Y se pregunta y se responde a sí mismo que sí, que no pudo ser de otra manera. Fue Martin quien introdujo a Paul en los Guerreros de Marte durante aquellos largos paseos durante los que Jakob se torturaba pensando que lo estaban poniendo verde y lo traicionarían, porque Jakob siempre pensaba que ambos lo iban a abandonar en un momento u otro. «Al final, quién lo diría, resultó que tenías razón. Quizá no eras tan paranoico». Todo esto lo recuerda y le desagrada, y le llena de cólera y de dolor y recuerda a Martin Balthazar y le recrimina en silencio, musitando palabras de combate, como su amigo en las noches suaves de Light, «Me lo has quitado todo, hijo de puta». Reviviendo esa rivalidad que también, por qué no decirlo, formó siempre parte de su relación.
5
Ha nacido una leyenda
akob enciende la televisión. En un programa están hablando obsesivamente de la muerte de Paul sin tener nada importante que decir. Una tertuliana de aspecto vulgar se lamenta con grandes aspavientos de la «tragedia corporativa». La «gente de la calle» expresa lo triste que se siente. Algunas quinceañeras parecen desoladas. Salen unos adolescentes supermaricas rasgándose las vestiduras. Proponen construirle un templo. Al principio, Jakob mira entre fascinado y aterrorizado el espectáculo, como si le estuviera pasando a otra persona. Una foto enorme de Paul preside la tertulia. Para Jakob, que conoce a su marido mejor que nadie en el mundo, es como si lo viera por primera vez. Intenta reconocer, sin éxito, algún rasgo que delate su naturaleza robótica. Sin duda, es mucho más guapo que la mayoría de la gente. Mucho más guapo que el propio Jakob. Pero eso no basta para comprender que no sea un ser humano.
Proyectan fotos de Paul cuando era un niño, con un enorme flequillo rubio (a Jakob siempre lo ha acongojado esa imagen), plantando unos geranios (todas las señoras del público dicen «Ooooh»), yendo en bicicleta, y acompañado de su querido y carismático padre, el Roquita, en numerosos partidos de fútbol, como jugador o hincha. Lo ve el día de su graduación con un birrete, con sus amigos del instituto de acampada y triunfando como actor adolescente en una serie en la que hace de empollón-pero-guapo-sin-parecerlo. Ahí está, con su cabello dorado con mechones algo más oscuros, haciendo de sex symbol en las nubes, con pinta de pardillo encantador, siempre leyendo un libro o proponiendo un plan en contacto con la naturaleza. Al final de la serie, aparece hecho un macarra. Por fin, ha comprendido que todas esas chicas que lo miran acarameladas no están enamoradas de su forma de recitar a Rilke ni de sus conocimientos de botánica. Por supuesto, no tardan en mostrar fotos de ambos en todos los ángulos posibles, en mil sitios del mundo. Aunque Jakob sigue sin reconocer del todo al hombre con el que ha estado casado en el de la televisión, no puede entender que todo haya sido mentira. Es sencillamente imposible.
A medida que pasa las horas tirado delante de la pantalla, saltando obsesivamente de un canal a otro, buscando donde hablen de Paul, la atmósfera de irrealidad se vuelve más irrespirable. Recuerda la conversación con el director general, en su apartamento de buena mañana, así como recuerda un pinchazo, y luego, la nada. De repente, está en un hotel desconocido, en algún lugar de Zero MNC, encerrado y drogado, como si fuera un delincuente. Hay un significado profundo que no alcanza a descifrar, como si lo que le estuviera sucediendo no fuera tanto una pesadilla, o incluso una broma sin gracia, sino una metáfora, una condensación de todos sus temores reunidos en un solo escenario inverosímil y cruel. Como si fuera el espectador de una de sus películas interactivas, aunque esta haya sido realizada tan solo para destruirlo, en un juego de espejos perverso y cruel.
De pronto, Paul, su tan amado como limitado actor Paul, resulta que es un mito y que, además, está muerto sin estarlo porque se ha vuelto terrorista. El mundo al revés. Siempre ha considerado a su marido un reaccionario, incluso lo ha despreciado íntimamente por aquella manía suya de solucionarlo todo con policías y mano dura (recuerda con una sonrisa amarga cómo lo decía: «¡Pena de muerte!», así, con saña) o sus discursos a favor del corporativismo, la competitividad y el odio a los subsidios. Es cierto que la actitud de Jakob respecto a los androides era mucho más dura que la de Paul, el productor se comportaba con ellos de forma cortante y autoritaria, por no decir iracunda y desagradable. Pero aquella atracción de Paul por las máquinas siempre la achacó no a un indicio de humanidad, sino a su contrario, a que ambos compartían una misma sensibilidad fría y poco refinada.
Alguna vez, pero muy pocas, su marido le recriminó aquel tono maleducado e incluso agresivo que utilizaba con ellos, y con el que se consolaba de los sinsabores de la vida, pero ni siquiera protestaba con demasiada vehemencia. Lo habían hablado, en algún momento de angustia de Jakob por haberse sobrepasado con algún robot en una fiesta o en una cena, creando un clima incómodo, porque comenzaba a estar mal visto, y que lo atormentaría durante días. Paul, sin embargo, que podía ser tan duro, tan inclemente con él, le contestaba que lo entendía porque sabía que era consecuencia de la muerte de su padre, que inconscientemente atribuía a los robots. A Jakob aquella explicación lo sorprendía un poco. Recordaba un rencor adolescente por las máquinas, pero no sentía ya aquella muerte con tanto dolor ni tanta rabia como entonces para explicar su franca antipatía hacia los androides con los que, como todo el mundo, no tenía más remedio que convivir.
Porque la figura de su padre, opresiva y burlona, la iba notando cada vez más difusa y lejana, y aunque algunas veces se compadecía de sí mismo o fantaseaba con la idea de cómo habría sido su vida si no hubiera muerto, culpándolo inconscientemente por haberlo dejado solo todo aquel tiempo, por los años perdidos en los que tuvo que ser rescatado por Angelina primero y Paul después, la mayoría del tiempo sentía una profunda indiferencia, como si aquel hecho luctuoso hubiera sucedido en otro mundo, a otra persona, y no tuviera mayor relevancia que el puro dato biográfico o notarial.
Muchas veces, incluso, sentía una cierta liviandad por haberse sacado el peso de encima, consciente de que su padre jamás le hubiera apoyado en su carrera como cineasta y que eso le hubiera pesado, como tampoco le hubiera gustado, quizá incluso menos, que se casara con un hombre. Su padre había nacido antes de la III Guerra Mundial y le gustaba considerarse un antiguo. Sin embargo, al tiempo que lo veía como una liberación, también se sentía culpable por poder llegar a alegrarse incluso de su muerte. En realidad, esta disparidad de sentimientos tan irreconciliables había llegado a aburrirlo y además le amargaba la vida. Así que decidió, sencillamente, no pensar en su padre. O no mucho. Además, hacerlo significaba enfrentarse quizá a una prueba más dura, el horror ante la sospecha de que se había convertido en una persona igual que él, colérico y amargado, convencido de que libra una batalla sin cuartel contra el odio ajeno. Sí heredó, y lo sabe, aunque lo siente cada vez más atenuado, con rabia y con hartazgo, la oposición a un sistema que no ha hecho más que destruirlos cada vez que han intentado enfrentarse a él. Desde luego, nunca ha tenido muy claro si aquel error de un robot que lo mató no fue, en realidad, lo mejor que podría haberle sucedido.
Aunque ahora, de repente, sí se acuerda de él. Recuerda que de pequeño, como a su madre, le gustaban esos programas de la televisión de cotilleos y celebridades y que a su padre eso le enfurecía cuando lo encontraba atontado delante de una alfombra roja. Desde entonces, no ha podido evitar sentir esa mirada severa y decepcionada posarse sobre él cada vez que se ha sentido atraído por la parte más frívola de la vida. Siempre le irritaron los tertulianos de medio pelo y la escabechina. A Jakob lo que le gustaba era la belleza, en cualquiera de sus formas, y aquellas celebridades, siempre tan bien vestidas, eran quizá la única forma genuina de fulgor a la que podía aspirar el hijo de un Supervisor de Clase B y una madre neurótica y obsesiva que, de todos modos, nunca estaba en casa.
Siente de nuevo la mirada de su padre por encima del cogote, y esta vez la percibe de una forma física y agresiva. Algunas veces, ha visto en la muerte temprana de este (que murió a los 70 años, muy joven para la sociedad corporativa) un indicio de una fatalidad, una señal de que sus cartas estarían por siempre marcadas por la mala suerte. Pero superó sus malas etapas, conoció a Paul y todo se arregló como por arte de magia. Y de repente, ahora que vuelve a estar solo, esa sombra amenazadora se cierne sobre él como si la desaparición de uno hubiera resucitado al otro.
El espectáculo de la muerte en directo de Paul es demasiado truculento como para perdérselo. Y además no solo hablan de Paul, claro, que ha muerto jovencísimo como una estrella del rock, también hablan mucho de él y a Jakob siempre le ha inquietado mucho, muchísimo, lo que digan de él. De todos modos, nota que los programas dedicados a la muerte de Paul, que se multiplican de forma absurda en infinitas tertulias vespertinas, tienen su propio tempo y que este le perjudica. Al principio, en todos los canales, los tertulianos se han mostrado comprensivos con que haya desaparecido. Al rato, sin embargo, alguno ya tiene la indelicadeza de recordar sus «problemas del pasado». Otro sugiere que es terrible que jamás le haya dado una oportunidad en el cine a Paul, confinándolo a él, y a su «inmenso talento», a la televisión. Lo hacen sin maldad, porque también hay que decirlo todo.
Jakob grita en la soledad de su habitación que ha intentado contratar a Paul mil veces, pero que él prefería quedarse donde estaba. Poco a poco, el tono contra él se vuelve más agresivo y tiene que escuchar una retahíla de discursos ofensivos. En un canal, lo acusan de «sucio». Y en otro, de maleducado y borrachuzo. Un empleado suyo, con la voz distorsionada, habla sobre sus «coléricos» cambios de estado de ánimo, y una mujer a la que también se escucha con la voz transformada, una actriz a la que ha hecho millonaria, explica que le intentó meter mano en su propio camerino. No le resulta muy difícil reconocerla porque la historia es cierta. Una tertuliana, que por lo visto era íntima de Paul y a la que Jakob no ha visto jamás salvo fugazmente en uno de esos programas, recrimina a Jakob ser posesivo y excesivo, un vampiro que ha chupado la sangre de su marido para su beneficio personal. De la relación dice, ahora en primer plano, agitando nerviosamente en el aire una mano de dedos puntiagudos enredada en sortijas: «Era un desastre y, de hecho, estaban a punto de divorciarse. Me lo dijo el propio Paul hace dos semanas en mi casa. Llegó hecho unos zorros para consolarse».
Jakob se pregunta, gravemente, si lo que acaba de escuchar es verdad. Es una posibilidad aterradora. Desde luego, es imposible que esa mujer hortera conociera a Paul. Jakob conoce a todos los amigos de Paul, que nunca han sido muchos. Pero es cierto, sin embargo, que dos semanas atrás tuvieron una bronca descomunal y que Paul le amenazó con divorciarse si no se tomaba un año sabático. Y el productor se queda asombrado porque esa mujer de una vulgaridad estratosférica sabe algo que él mismo no había confiado a nadie y se pregunta si no será una mera casualidad. Pura chiripa. De todos modos, los datos, las narrativas y las opiniones son tan dispares, tan confusas, como una cacofonía en la que de repente su matrimonio puede ser tanto un cuento de hadas como un absoluto desastre y ambas opiniones se expresan con tal convicción indignada que poco importa lo que pueda aportar el uno o el otro porque todo se pierde en un torbellino alucinógeno.
Porque, para tranquilidad de su mente paranoica, siempre tan preocupada y atenta a su reputación, y a estar convencido de que es terrible, las tornas comienzan a cambiar. Simon Maxwell, el director de Wisdom and Fertility y su secuela, que se ha trasladado a Hollywood y vive como un marqués dirigiendo una larguísima teleserie sobre un mundo futuro dominado por androides en el que los humanos combaten desde la resistencia, recuerda con emoción el profundo amor de la pareja y la delicadeza de sus sentimientos. También explica que antes de la muerte de Paul había intentado localizarlo para ofrecerle que participara como actor en su serie, pero no lo había encontrado. Jakob suspira, menuda tontería. Con lo preocupado que había estado. Después, para su infinita sorpresa aparece Sarah, muy triste, y recuerda la felicidad que se vivía en la casa, el ambiente de amor y camaradería entre ellos. Jakob casi se pone a llorar.
Hay un momento especialmente intenso que deja a todos con el corazón en un puño. La presentadora, una transexual de unos cincuenta años, cubierta de collares de perlas y vestida de negro como si la viuda fuera ella, dice: «Con lo lejos que ha llegado nuestra civilización en todos los aspectos», declama, con voz afectadísima, «siempre nos sorprende que aun no hayamos podido acabar, de una vez por todas, con la muerte. Además del dolor, sentimos el golpe a nuestro orgullo doblemente cuando la víctima de este fallo médico, la propia muerte, es joven como Paul». Una vez dicho esto, el plató entero estalla en aplausos tras un sentido silencio. Hasta Jakob, que aun está emocionado por la declaración de su Smith, tiene ganas de vitorear a aquella civilización que comienza a resquebrajarse en su misma habitación de hotel.
Por lo visto, las cadenas de televisión han programado un funeral apoteósico. Se espera que al día siguiente miles de adolescentes y fans de todo tipo visiten la capilla ardiente. Una y otra vez insisten en que ha nacido una leyenda. Jakob, asombrado, mira aquella pantalla gigante y se siente diminuto, como un personaje de tragedia antigua víctima de un destino divino y mortuorio. Le gustaría gritar, pero siente que su voz, que comienza a acusar el efecto de los porros y las drogas, ha enmudecido en medio de una escandalera banal e histérica en la que no pinta nada. A medida que se va sintiendo más triste y despojado, se pregunta, con dolor, si piensan matarlo a él también como quizá han hecho con Paul. De momento, ya lo han apartado de su trabajo y de sus amigos. Lo obligan a ver ese espectáculo grotesco en el que lo despellejan por la televisión y le dejan drogas, sabiendo que las consumirá y que eso puede conducirle a la muerte. Y acepta, durante un segundo de tétrica lucidez, que su vida se ha ido al garete. Que todo está perdido.
6
La trampa
uando los programas de tertulia e «informativos» terminan, la cadena pública anuncia que emitirán durante toda la noche los dieciocho capítulos (de veinticinco minutos cada uno) de la serie más popular de Paul: Planet Y. Jakob lamenta la decisión. Su preferida siempre ha sido Family Matters, aquella remilgada serie para niños tontos de 12 años que él veía cuando tenía 19 en la que su marido hacía de empollón-pero-guapo-sin-parecerlo. En la serie, escribía cartas de amor para una chica de la que estaba secretamente enamorado que firmaba su compañero de clase Buddy, tan atlético como tonto. A Jakob, mucho antes de conocer a Paul, le había asombrado aquel programa por la perfección mecánica de su éxito al repetir una fórmula desgastada, una y mil veces repetida, al mismo tiempo hipnótica y cursi. Y siempre le gustó el final, cuando el gusano se convierte en mariposa y de repente aparece Paul con una chaqueta de cuero y una moto, dispuesto a que no le tomen más el pelo. Jakob incluso prefería, mucho antes que Planet Y, que en el fondo consideraba pornografía barata, Long Street. Ambientada en Cabo Hilton, la telenovela contaba las vivencias de unos jóvenes surferos y sus guapas novias en la ciudad africana. La banalidad absoluta volvía a ser la tónica, aunque la serie tenía un cierto tono sombrío y perversamente caricaturesco que fue, a la postre, el motivo de su fracaso. Paul interpretaba a un apuesto y misterioso surfero que jamás se liaba con nadie aunque siempre parecía estar a punto. Y se drogaba, un detalle que Paul detestaba pero que a Jakob siempre le hizo mucha gracia.
Pero la gente lo que quiere es Planet Y, quizá la serie más popular de Coca-Cola de todos los tiempos, y Planet Y es lo que van emitir durante toda la noche. Trata sobre unos pioneros que se instalan en un planeta nuevo. Allí hacen el amor entre ellos y se meten en líos, mientras luchan contra unos bichos horribles que piensan que el planeta es suyo porque lo han visto antes. Al productor siempre le había molestado el mensaje patriotero de una serie que de forma artera y bajo una aparente frivolidad inocente justificaba la Operación Sacrificio Ilimitado, que Jakob nunca dudó que fue el mayor crimen de la historia de la humanidad. Pero los actores tenían la buena costumbre de quedarse sin camiseta con frecuencia, algunos diálogos eran ingeniosos y a Jakob, mucho antes de conocerlo, siempre le hizo gracia el personaje de Paul (que era mucho mejor actor de comedia que dramático), un joven soldado de la corporación despistado y pacifista empeñado inocentemente en establecer lazos culturales con unos extraterrestres sibilinos que solo querían aniquilarlos. Aunque se sintió un poco idiota, Jakob ni siquiera fue capaz de evitar la tentación de comprarse alguna camiseta con la estética de la serie B de los años cincuenta del siglo que el show había puesto de moda, un detalle que siempre ocultó a Paul.
Por respeto, durante la emisión no habría cortes publicitarios. Le pareció una bobada porque Planet Y solo podía entenderse en su verdadera esencia con los dos cortes que le metían cuando estaba en antena. Solo aguantó hasta el capítulo número sesenta. Aquel en el que se habían conocido. A petición del productor de Planet Y, amigo y rival suyo, Jakob accedió a hacer un pequeño cameo como alienígena (quienes, insistía para torturar a su amigo y reivindicar su condición de izquierdista, para él eran los «buenos» y no los idiotas de los humanos), al que mataban vilmente bastante rápido (incluso con saña: el productor perecía derritiéndose en un caldero de ácido sulfúrico que había preparado él mismo para asesinar humanos). Jakob nunca tuvo claro si era una venganza de su colega por haberle arrebatado el liderazgo de audiencia con Supervisor Clase B, tras seis temporadas en la cumbre. Cuando terminaron de rodar, el productor de Wisdom and Fertility y el galán de la tele estuvieron hablando en los camerinos. Y desde entonces no se habían separado. Hasta aquella mañana en la que desayunaron por última vez como si nada.
Cuando llega a ese capítulo crucial de Planet Y (que Jakob no ha visto en años y lo deja profundamente emocionado y apenado), lleva más de doce horas viendo la televisión, escrutando en el rostro de su marido alguna pista de lo que se avecina. Fotograma tras fotograma, Paul siempre tiene el mismo aspecto apuesto y sexi, con esos ojos azules y aquellos músculos perfectos que le provocan delirios, pero cuya naturaleza robótica es incapaz de descubrir. Se le llenan los ojos de lágrimas cuando se ve a sí mismo disfrazado de extraterrestre en ese planeta de iconografía kitsch en el que los árboles tienen infinitas ramas y las casas están pintadas con colores centelleantes. Y al contemplar a Paul una y otra vez, Jakob se siente cada vez más desgraciado.
Piensa en lo tonto que ha sido creyendo que un chico como aquel se pueda haber enamorado de él sin haber estado programado para ello. Observa con desagrado sus piernas hinchadas y sus manos carnosas, su cabello oscuro que siempre ha sido rebelde y la imperfección de su nariz pequeña, como una protuberancia mutante. Mira sus brazos fláccidos y contempla su barriga indomable. Por mucha fruta y ensaladas que se obligue a comer, siempre acaba sucumbiendo a las madalenas con chocolate y las patatas fritas. Y engordando. Todo en él le parece monstruoso comparado con la perfección aria de un marido que en realidad era un espía y una niñera.
Cuando la habitación se queda en silencio, Jakob se echa a reír. Es una risa histérica, estruendosa, que pronto se convierte en un mar de lágrimas. Al cerrar los ojos, su imaginación vuela siempre al mismo punto, la polla de Paul. La recuerda tal y como es, grande, perfecta, no siempre a punto. Comienza a masturbarse pensando en él, pero no puede correrse. Finalmente, se levanta de la cama y se da un baño eterno, catatónico por culpa de las drogas y el dolor. Durante dos horas, no hace otra cosa más que sumergirse en el agua e intentar hacerse pajas. Pero jamás logra terminar. De vez en cuando, se levanta para seguir metiéndose rayas, asumiendo que es incapaz de no demostrar a la corporación lo que ellos quizá quieren demostrarle, que sin Paul se hubiera convertido en un drogadicto estúpido cualquiera, y no en un productor de cine importante. Observa, preguntándose si las cámaras lo estarían filmando, cómola habitación se llena de vapor que se confunde con el humo de los cigarrillos y las burbujas de jabón que zumban por el aire. Se siente sórdido y banal y reconoce en su cólera (que le acosa a ratos, bien por los improperios que le han dedicado por televisión, bien por la rabia de su situación) un fondo de cobardía que le recuerda a su padre y le hace sentirse más miserable y solo que nunca.
Finalmente, en plena madrugada, sale de la bañera y se sienta en un sofá con orejas que da a una ventana que lleva horas con las persianas corridas. Decide abrirlas y divisa la playa en la oscuridad, débilmente iluminada por unas farolas. De pronto, le parece que su habitación, con todas las luces encendidas, es como una atracción de feria y con varios chasquidos apaga la mitad. Tiene una habitación espléndida, de unos cincuenta metros cuadrados. La furia ha dado paso a una tensa calma, se fuma un porro para intentar tranquilizarse aunque solo logra sentirse incluso más desolado.
Recuerda sin querer todas las noches vividas junto a Paul, los flashes de los photo calls, los viajes a la casa de la Costa Fanta en los fines de semana, sus peleas absurdas y larguísimas sobre los más pintorescos temas (una vez estuvieron dos días seguidos poniéndose mala cara porque Paul puso en duda que Jakob leyera a Proust a los 14 años; otra, estuvieron a punto de estrangularse porque Paul explicó, en una cena de amigos, que Jakob se había meado en la cama hasta la preadolescencia); a ratos pidiéndole disculpas en el silencio de su habitación; a otros, reviviendo la tensión que le había producido determinado malentendido. Porque los malentendidos estos habían sido el caldo de cultivo de una relación en la que apenas se dejaron aire el uno al otro, acechándose constantemente y poniendo en duda cada palabra, cada promesa.
No se le ha ocurrido pensar en las llamadas. En realidad, la única persona que le interesa está muerta o poniendo bombas. Activa su ordenador mental y se encuentra con el buzón a reventar de mensajes, que supone de condolencia. Cuenta cuántos tiene, doscientos, para medir su poder y popularidad. De mala gana, más lloroso que antes, los revisa. Sus amigos oscilan entre la compasión y el nerviosismo, la mayoría trata de encontrar unas palabras imposibles. Su asistente llora como si fuera el viudo. Un actor recita, muy serio, un poema de Whitman y una cantante que arruinó la secuela de Wisdom and Fertility le dedica una sentida balada. El más desagradable, por supuesto, es el de su denostada madre. Aquel tono de voz dulzón y vulgar con el que ha crecido lo saca de sus casillas. No duda de que, tarde o temprano, la verá en alguno de esos programas de cotilleo poniéndose algún tipo de medalla. Interpretando de nuevo el papel de madre perfecta que sacó adelante a sus hijos a pesar de las dificultades. A partir de aquí ya no puede más. Nunca ha soportado los mensajes y además le recuerdan que su vida es una mentira. Porque Paul no está muerto. No solo porque lo diga la corporación. Lo sabe, sin más. Lo siente.
Hablar con Angelina se convierte en una tortura. Al marcar su número, una máquina le pide que espere a ser atendido para tener un «mejor servicio». Al cabo de unos minutos, tras escuchar una melodía insoportable, una Jackson o algo peor le pregunta a quién piensa llamar. El permiso se hace esperar más minutos interminables, Jakob cree que le va a estallar la cabeza. Cuando la Jackson vuelve a ponerse en contacto con él, la insulta con vehemencia, pero esta ni se inmuta. Solo le comunica con voz metálica que tiene «cuatro minutos» y que, pasado ese tiempo, la llamada se cortará «tras unos pitidos». Tiene que estar «atento». También le recuerda que una indiscreción tendría «consecuencias fatales».
Le reconforta escuchar al otro lado del teléfono la voz dulce y amable de Angelina. A Jakob le gustaría hacerse el fuerte, pero en cuanto descuelga el teléfono, no puede parar de llorar. Y también le gustaría contarle todo lo que sabe, pero está asustado. Ante el estado terrible de su hermano, Angelina decide que se reunirá con él inmediatamente. Según el papel de cartas, Jakob está en el hotel Patatas Lays (el nombre le parece anticuado, Coca-Cola ha perdido recientemente una guerra comercial con Burger King y la corporación de la hamburguesa se ha anexionado la antigua provincia española de Navarra), pero en Internet el único hotel Patatas Lays está en una estación de esquí, no en Zero. Y Jakob llora, llora desconsoladamente porque aunque su marido no está muerto, la situación es mucho peor porque nunca lo amó y él lo ha perdido todo. Hasta que, de golpe, tras unos pitidos, la llamada se corta. La Jackson, solícita, le pide disculpas.
7
Wisdom and Fertility
a primera vez que oí hablar de Jakob Jones fue en 2072, pocas semanas después de que conociera a Paul haciendo un cameo en Planet Y. Por aquel entonces, Jakob apenas era conocido fuera de Coca-Cola, donde ya había triunfado, a los 24 años, con una serie chistosa, Supervisor Clase B, inspirada en su propio padre. Aun faltaban algunos meses para que Wisdom and Fertility se estrenara y se convirtiera en un fenómeno. Yo era amiga del hermano de Paul, Michael. Estudiamos juntos Filosofía en iPad MHTN. En aquellos tiempos, mi corporación, Apple, era la más poderosa del mundo. No solo había llegado a controlar un setenta por ciento del territorio que antes pertenecía a Estados Unidos, también poseía vastas extensiones en las antiguas China e India y un pellizco del norte de África que había logrado arrebatarle a Hilton. A sumar la extensa colonia en Marte, Plutón y dos pequeños planetas extrasolares. Apple era, además, la corporación más poblada, con casi 300 millones de habitantes, y nuestras universidades eran las mejores del mundo. Así es como conocí al cuñado de Jakob, el hermano humano de Paul.
En la facultad, fuimos uña y carne. Yo era la rara oficial del campus y él, un zumbado. Tenía cinco años más que él porque llegué a la facultad con tres años de retraso, el tiempo que estuve cuidando a mi padre moribundo, y lo conocí cuando él entraba en primero y yo iba por tercero. La diferencia no era tan grande, pero siempre estuve condenada a hacerle de madre. Lo recuerdo doliéndose de oscuras afrentas y planeando venganzas, enredado siempre en odios y enemistades imaginarias que acababa convirtiendo en reales. Paranoico e irascible, cuando conocí a Jakob lo entendí todo: Michael lo odiaba porque eran iguales. A pesar de su carácter dramático y que resultaba agotador hacerle de psiquiatra, yo quería a Michael, que también fue mi novio cuatro meses de espanto, y cuando terminamos los estudios, mantuvimos una correspondencia tortuosa, ya que se empeñaba en continuar explicándome sus miserias con vehemencia.
Y la aparición de Jakob fue apoteósica. Michael siempre había estado fascinado con su hermano, en quien veía todas las cualidades que echaba en cara a los demás no poseer él mismo: belleza física y facilidad para gustar a la gente. Es posible que cualquier novio de Paul le hubiera disgustado, pero Jakob le pareció el peor candidato desde el primer momento. A la noche de conocerlo, me lo describió como «un loco con pinta de paranoico, con el pelo revuelto y una mirada penetrante». A las pocas semanas, fue subiendo el tono para dedicarle todo tipo de insultos, entre los que «feo» y «sucio» eran los más amables.
Así fue también como me enteré de que existía una película llamada Wisdom and Fertility, que Michael me describió como «una memez sobre la Edad Media en la que la corporación, misteriosamente, se está gastando una fortuna. Estuve viendo el otro día algunas secuencias en casa de Paul y se me caía la cara de vergüenza. Es tópica, cursi y superflua. Me dirás, con razón, que suelen triunfar porquerías que reúnen estas características y estoy de acuerdo, el populacho es capaz de cualquier cosa. Pero el populacho tampoco soporta las películas aburridas y lo que está haciendo Jakob duerme a las ovejas. Me da muchísima lástima que mi hermano, que siempre ha sido un hombre cultivado, muestre tanto entusiasmo. Me pregunto, con dolor, hasta dónde llegará esta locura. Por mucho que le intento abrir los ojos, no quiere hacerme caso».
Un par de meses después, la película alcanzó el número uno de la taquilla intercorporativa; Michael estaba fuera de sus casillas: «Resulta que la memez de Jakob (por cierto, se llama así por Jakob Maxwell, ¿te lo puedes creer? ¡Por un puñetero actor de comedias románticas! Aunque lo peor es, no te lo pierdas, ¡que su hermana se llama Angelina por Angelina Jolie!) está triunfando. Hay quien dice que los Guerreros de Marte pueden terminar con nuestra civilización, pero la primera prueba de nuestra decadencia está en el éxito de este engendro». Yo respetaba a Michael, un intelectual de la vieja usanza, amante del periódico y añorador de la tinta, así que es lógico que ni el estreno ni el fenómeno posterior me despertaran demasiado entusiasmo. Además, no solo percibía el comprarme aquella película como una traición a Michael. Wisdom and Fertility ganó muchísimo dinero, es cierto, pero muchos críticos la destrozaron y creí que mi amigo tenía razón salvo en una cosa: el mal gusto del público es inabarcable.
En mi exquisita revista, Visado, de hecho, ni hablamos de ella hasta cuatro meses después, cuando el éxito ya era demasiado grande para obviarlo. El crítico, al que siempre he sospechado que en realidad la película le gustó mucho más de lo que decía, la describió como «la mejor mala superproducción desde la III Guerra Mundial» y fue el máximo beneficio que fui capaz de concederle. Pasaron los años, se estrenó con éxito la secuela, fracasó Your Dementia (para regocijo de Michael) y yo seguía siendo una de las pocas personas del mundo que, cuatro años después de su estreno, no había visto ni Wisdom and Fertility ni ninguna otra película de Jones.
Hasta que finalmente la vi una noche lluviosa de finales de mayo en Big Mac CRC, en la que hacía un bochorno caribeño horroroso y yo estaba desesperada. Aquellas semanas, estaba trabajando en un artículo sobre los suburbios de la capital de McDonald’s (que se habían convertido en los más violentos del mundo), y en aquella ciudad lo único que se podía hacer sin desentonar a partir de las diez de la noche era violar a alguien, quemar un coche o liarse a tiros. Después de pasarme varias noches bebiendo una copa de vino detrás de otra en la habitación del hotel, más sola que la una, escuchando las cintas con las entrevistas, leyendo el periódico o simplemente perdiendo el tiempo, me dije que había llegado el momento de ver la película: la regalaban a cambio de la cena si pagabas el suplemento por comer en la habitación. Al fin y al cabo, me dije, Wisdom and Fertility había sido un fenómeno y, como periodista, estaba incluso obligada a verla. La verdad es que me intrigaba.
La película me dejó de piedra. La tecnología era insuperable. Durante los pillajes de Maurice por los bosques, te dolían los empujones, te asqueaba el mal olor de la gente, la emoción de la delincuencia, la claridad del sol y el ruido de los caballos al trotar, la tierra convirtiéndose en polvo y elevándose en el aire a su paso. Los gritos de guerra de los asaltantes sonaban tan ruidosos y alegres que le penetraban a una el corazón mientras las batallas se libraban con tal fiereza y crueldad que sentías la cercanía de la verdadera muerte y el dolor. Era impresionante. Lo que había hecho Jakob era juntar en una sola superproducción clichés de la Edad Media sin ton ni son, soportados por una trama inspirada en Hamlet y el Dubrovsky de Pushkin. El protagonista, Maurice, lo interpreta un actor de unos 22 años, de ojos verdes y flequillo tupido, se mueve para vengar la muerte de su padre, un aristócrata venido a menos, al que ha asesinado su propio hermano para hacerse con la fortuna de su esposa, que traiciona a su propio marido y echa a su propio hijo de sus tierras y lo deshereda. Cuando parece que se va a producir la reconciliación y el propio Maurice comienza a dudar de sus ominosas sospechas, su madre enferma de gravedad y en el lecho de muerte le manda una carta a su retiro florentino para confirmarle el asesinato tratando de redimirse de sus horribles pecados. Eso sí, no le devuelve la propiedad de su hacienda y sus cientos de siervos.
El malvado es un dictador de caricatura, y no falta una historia romántica. El príncipe destronado, de corazón bondadoso pero sediento de venganza, regresa a Gran Bretaña y se refugia en los bosques de su provincia para dedicarse a robar a los ricos y repartirlo entre su tribu de fieles, antiguos vasallos que adoraban a su padre y lo siguen como a un mesías. En sus correrías asaltando caminos, conoce a una joven de 18 años de hermosos rasgos y corazón delicado. Maurice ignora que se trata de la hija que su peor enemigo tuvo en un anterior matrimonio del que enviudó. Concierta citas secretas con ella y surge un romance en el que la dama juega con ventaja porque, deslumbrada por su reputación de ladrón con un inquebrantable código de honor, ha sido quien ha propiciado el encuentro. Mientras, el protagonista, que sigue consumido por las ansias de venganza, se hace pasar por instructor de su amada cuando soborna al verdadero candidato y lo suplanta con la intención de penetrar en la fortaleza y matar al padre. La sorpresa al descubrir la verdadera identidad de la mujer de sus sueños es mayúscula y el drama está servido. La cinta termina mal a medias: el caballero muere luchando con el padre en una batalla final, pero sus fieles llegan al punto y logran asesinarlo. El señorío, además, regresa a sus dueños originales gracias al hijo que Maurice ha engendrado en su amada, heredera legal del terruño con los campesinos dentro. Todo ello está acompañado por una banda sonora enfática y emocionante que machaca el oído sin descanso y una fotografía chillona y colorista que algunas veces hace daño a la vista.
Tuve la certeza de que la experiencia había sido tan brutal, tan extrañamente reveladora (cuando asistí al lecho de muerte del caballero, fue como si hubiera acudido al funeral de un mejor amigo que no tenía; encontré verdadera poesía en la imagen del niño del final, a pesar de la obviedad de la salida del sol como metáfora de la esperanza, que supe que tendría algún tipo de consecuencia en la realidad inmediata). Wisdom and Fertility tenía la insólita belleza de lo simple y verdadero. Iba directa a la fibra sensible sin rodeos y conseguía atacar membranas muy profundas con una efectividad apabullante. Entendí, de repente, por qué había sido un éxito, y también por qué había quien consideraba a Jakob un vendedor de humo, un fraude artístico disfrazado de modesto productor «comercial», la etiqueta que él mismo se adjudicaba.
Mi admiración se mantuvo inalterable aunque no me gustó tanto la secuela, en la que el niño se convierte en monarca y poco menos que funda la civilización occidental, y me dejó perpleja la falta de ritmo y gracia de Your Dementia, protagonizada por un desequilibrado que se hace pasar por ciego, sordo o parapléjico, según el qué, para su propio beneficio. La película intenta ser políticamente incorrecta y se queda en tonta. De todos modos, quería conocer a Jakob. Fuera como fuera.
8
El espejo
asan tres días infernales. Jakob, finalmente, recibe una llamada de Angelina. La primera que la compañía le filtra desde que fuera sedado y secuestrado en su propio apartamento. Angelina le explica que ha buscado por todas partes y no hay ningún lugar en Coca-Cola Zero MNC que se llame Patatas Lays: ¿dónde está?, ¿por qué es tan difícil siempre hablar con él? Ha intentado comprarse un billete de avión para llegar a la isla de todos modos, con la esperanza de que lo encontrará una vez allí, pero no la han dejado coger el vuelo por razones de «seguridad intercorporativa». Cuando ha regresado a casa, la ha llamado un White parecido al personaje de Super Mario para decirle que está ingresado en un hospital, y no en un hotel, y que no se preocupe, siempre ha sido un hombre sensible y nadie esperaba que fuera a llevar la viudedad de otra manera. Le ha pedido que tenga paciencia y le ha asegurado que Coca-Cola está cuidando a su productor más eminente. Angelina está agitada. Ha pasado muchas horas deambulando por el aeropuerto intentando que la dejaran salir o le dieran una explicación y nunca se ha fiado de los Whites; menos, de los que tienen cara de personaje de videojuego.
Jakob no sabe qué decirle a su hermana y, cuando comienza a inventarse una de sus historias, la llamada se corta de golpe. Descuelga el teléfono y exige a la Jackson que le pase otra vez con ella. Imposible, le contesta con voz sedosa. Si no puede comunicarse con Angelina, quiere hablar con Thomas Kilmore. La Jackson le contesta que no puede hacerlo sin que antes haya pasado por el White que tiene asignado. De todos modos, añade, le parece muy poco probable que pueda hablar con el director general. Jakob insulta a la Jackson por pura rutina, pero esta vez la Jackson no está para perder el tiempo y le cuelga. Apretando un botón, aparece aquel muñeco inspirado en el Super Mario. Le atiende desde una habitación con vistas a una playa caribeña, en traje de baño y chanclas, con una camiseta de promoción de Coca-Cola. Jakob no entiende nada y al principio se queda tan sorprendido con la estampa que no puede ni reaccionar.
—Buenas noches, señor Jones —dice el White, con esa sonrisa franca tan típica suya.
—¿Qué coño pasa con mi hermana? —le replica Jakob, que está para pocas cortesías.
—¿Con su hermana? —pregunta el Mario de mentira abriendo los ojos, como si se esperara cualquier cosa menos eso—. Con su hermana no pasa nada. Está tranquilamente en Toyota TK. Me imagino que celebrando una de sus fiestas.
—Sabe perfectamente de lo que le estoy hablando. Usted mismo acaba de hablar con ella. Tengo derecho a saber dónde estoy y a verla.
—Estamos aplicando la ley, señor.
—Exijo ver a Thomas Kilmore, me tenéis harto con vuestras leyes. Yo no he hecho nada, soy un simple productor de películas. El terrorista era mi marido.
La mención de Kilmore hace que el White frunza el ceño.
—Eso es imposible, Jones. El señor Kilmore está muy ocupado. Y no estamos hablando solo de su marido, también de su mejor amigo. Por no hablar de su historial familiar. Son muchas casualidades. Por no hablar de su historial familiar.
—Exijo ver a Kilmore o me suicido.
—Espere un momento —responde el robot.
Al cabo de una media hora, aparece el director general de Coca-Cola. Al contrario que en su apartamento de Light BCN, su rostro no expresa ninguna amabilidad. Kilmore mira a Jakob con disgusto y le exige concisión.
—Quiero saber dónde estoy —pregunta, con tono desafiante. El productor tampoco está para formalidades.
—Tú no tienes derecho a nada —replica el director general, que enseguida se da cuenta de que está siendo demasiado brusco y corrige el tono—: Lo que quiero decir es que estás bajo el amparo de la ley contra el terrorismo, y eso suspende algunos de tus derechos. Es solo temporal.
Jakob siente cómo la sangre le sube al cerebro, sabe que va a perder el control. Está harto y desesperado y todo le comienza a dar igual. Siente que lo pisotean, que lo machacan, y todos sus demonios lo saludan con una sonrisa sarcástica riéndose de él en su cara. Hay algo que lo supera, que lo destroza, la sensación de siempre de que nadie lo toma en serio, de que lo creen un imbécil. Lo sufrió en el colegio y en la universidad, lo ha sufrido siempre y no está dispuesto a tolerarlo ahora, que es un productor importante.
—Usted es un gilipollas —le dice al director general—. ¿Qué coño tiene que decirme nadie con esa cara de vendedor de seguros? Váyase a la puta mierda.
—¿Sabes con quién estás hablando, Jakob? —le contesta Kilmore sin perder la calma—. ¿Eres consciente de que puedo aplastarte con solo mover un dedo?
Jakob, de repente, se calma. Ahora se siente solo e insignificante, como si hubiera hecho el ridículo en una fiesta y de golpe todo el mundo se hubiera quedado callado señalándole con el dedo. Se pregunta instintivamente de qué manera podría suicidarse en esa habitación de hotel. Piensa en hacer una cuerda para ahorcarse con las cortinas. Lo vio en una película. El director general lo mira compasivo, con un aire de superioridad que lo sigue sacando de quicio, pero ante el que ya no puede hacer nada.
—Escucha, Jakob, hacemos esto por tu bien —dice finalmente Kilmore—. Sabemos que si viene tu hermana le contarás lo que está sucediendo y las consecuencias serían fatales para ambos. Además, enseguida empezaremos con los interrogatorios.
—Esto es injusto. Me están destrozando la vida y no puedo ni protestar.
El director general sonríe. Tiene un as en la manga, hace tiempo que Jakob sabe que tarde o temprano se lo echarán en cara.
—Te recuerdo lo que dijiste en la última asamblea de accionistas. Por si se te ha olvidado.
Jakob se queda en silencio, hirviendo en su propia mala sangre. Y recuerda con dolor aquella tarde de septiembre en la que, enardecido, había defendido la ley antiterrorista que ahora le impide reunirse con su hermana. En aquella decisión había un cálculo, todo el mundo sabe que es de izquierdas y quería transmitir una imagen más dura. Además, quería quitarse de encima a toda costa la sombra de Martin Balthazar, a quien había defendido a capa y espada cuando eran mejores amigos. Tan solo unos días antes, los Guerreros habían matado a ochocientas personas en un partido de béisbol entre las selecciones de Apple y General Motors. Los ánimos estaban más caldeados que nunca. Por nada del mundo Jakob quería que lo asociaran con aquellos asesinos cuyas ideas, en algún momento, Jakob había calibrado, cuando no le habían seducido.
(En realidad, Jakob ambicionaba convertirse en ejecutivo, aunque se guardaba de que se le notara mucho. Aunque, ahora que lo piensa, Paul sí conocía sus fantasías y, si Paul lo sabía, lo sabrían todos).
—Tengo que dejarte, Jakob. Tienes mal aspecto y deberías cuidarte un poco más. Te seguimos dando drogas porque las pides y no podemos negarnos. Pero si no quieres acabar contigo mismo, cambia de hábitos. Nos gustaría que estuvieras en mejor forma para los interrogatorios. Me tengo que ir. Buenas noches.
Y el director general desaparece en un instante sin darle tiempo a Jakob a preguntarle a qué interrogatorios se refiere. Le sorprende que le desee las buenas noches porque ha perdido completamente la noción del tiempo. Las persianas llevan muchas horas cerradas. La habitación huele a tabaco, a marihuana y a sudor.
Intenta calmarse. Abre las persianas, pero la estampa de la playa lo perturba y lo agrede. Aun no es muy tarde y hay gente bebiendo copas. Son figuras diminutas, perdidas en la lejanía de un horizonte inalcanzable. Sabe que podría salir de la habitación, unirse a ellos y agenciarse un Jackson o incluso un Windsor con el que pasar la noche. Pero le fallan las fuerzas. Se estira en el suelo de la habitación, dolorido, destrozado por culpa del efecto de las drogas. Llama a recepción y pide que le suban somníferos. No quiere estar despierto, no quiere estar vivo. Le gustaría tener el valor de matarse, pero sabe que no lo hará. Ni ahora ni nunca. En el fondo, ama demasiado la vida. Su imaginación le recuerda a una de sus películas antes de estar montadas. Un montón de imágenes inconexas, algunas luminosas, otras oscuras, imágenes que no significan nada hasta que él se sienta y les da un sentido. Siempre le ha gustado la fase de montaje, esa sensación de poder, esa ilusión de que de repente las cosas tienen un orden y una justicia poética de los que carecen en la realidad.
Se despierta al cabo de muchas horas y al abrir los ojos siente que el esfuerzo es inhumano. Hace tiempo que es incapaz de distinguir la verdad de la mentira, lo tangible de la fantasía, misión imposible cuando la vida se ha convertido en la pesadilla más disparatada. Se promete a sí mismo que pasará el día en la playa. Que incluso irá al gimnasio. Durante unos minutos, se siente fuerte, capaz de superar cualquier cosa. Comprueba, con satisfacción, que ya no quedan drogas. Pero no puede evitar juntar los restos de marihuana (se siente ridículo a cuatro patas por la habitación, recogiendo restos de hojitas verdes) y mientras la droga penetra por sus pulmones, poco a poco, su voluntad se desvanece y enseguida comprende que no irá al gimnasio ni se bañará en el mar, sino que continuará encerrado padeciendo mal de amores y lamentándose de su mala suerte.
Paul nunca lo ha querido y ha sido todo una farsa. ¿Y qué? Se pregunta. Quizá tiene razón el Product Manager, ha sido una mentira, pero una mentira útil, reconoce. Pero al poco vuelve el lloriqueo. Por mucho que intente convencerse a sí mismo de que Paul es un robot y por tanto no tiene ningún sentido ni el romance ni la ruptura, que nada puede ser juzgado como mérito ni como fracaso, pues todo depende de una fuerza inhumana y extrañamente revelada. Por mucho que lo intenta, Jakob en el fondo cree que, en realidad, Paul lo ha abandonado por algo que puede explicarse con palabras y que es, al fin y al cabo, humano.
Hay un silogismo que lo tortura: si Paul se ha convertido en un terrorista, eso significa que tiene incluso la personalidad suficiente como para rebelarse contra aquellos mismos que lo han creado. Por tanto, podría haberlo tanto amado realmente como haberse aprovechado de él para encubrir sus actividades antisistema. Paul, antisistema, uno de sus más afortunados jugadores. Pero quizá es mejor esa duda que cargarse de un plumazo ocho años de su vida, asumir que todo ha sido como un holograma: puedes verlo, pero no existe.
Y el espejo, el maldito espejo, le devuelve en cada visita una imagen más distorsionada y monstruosa, como si su cuerpo sufriera un proceso de corrupción hiperacelerado. Pero enseguida se da cuenta de que, en realidad, siempre se ha visto a sí mismo de esa manera. Algunas veces, se ha cruzado con aquel ser en una esquina cualquiera de Coca-Cola Light, lo ha mirado fijamente desde unos cristales ahumados y él ha rechazado su mirada, asustado. Otras, lo ha visto escrutándole con aquellos ojos perversos e inmorales que son los suyos y le recordaban de golpe todos sus pecados. Para Jakob, quizá, la verdadera fantasía ha sido creer que era como se veía a sí mismo a través de la mirada de Paul. Y cuando este desapareció, regresó El Otro para quedarse y obligarlo a cambiar de arriba a abajo toda la narrativa de su vida. Como cuando en una película sucede algo que nos obliga a darle la vuelta a lo que hemos visto. Solo que, para Jakob, esa película ha sido su vida.
9
Los fans secretos
erminé el reportaje sobre los suburbios de Big Mac y volví a iPad a toda prisa. En la redacción no estaban contentos con mi trabajo. Explicaba, con cierta displicencia, que los disturbios tenían las mismas causas, incluso la misma narrativa, que los de Fiat de 2076, antes de que se recuperaran con su enésima reinvención del 600, o hace dos en Mattel, cuando se descubrió que habían fabricado millones de Barbies con plástico venenoso y la empresa estuvo a un tris de irse a la quiebra. En cuanto una corporación fracasaba comercialmente, por muy generosos y efectivos que fueran los subsidios, se generaba violencia. La gente necesita trabajar, concluía, una vez más, sin tomarme la molestia de decirlo ni siquiera de otra manera, porque, si no trabaja, se enfrenta al insondable dilema de qué hacer con su tiempo. Además, proseguía, en la sociedad corporativa, donde la pobreza es residual y voluntaria, nadie se conforma con tener las necesidades cubiertas, la lucha de clases repunta con fuerza. El reportaje transmitía mi propio hastío y no aportaba nada realmente nuevo. Yo lo sabía mejor que nadie.
Pedí una semana de vacaciones e informé a mi jefe inmediato de que me iba a Coca-Cola Light BCN para «unos asuntos» y que, ya que estaba, podría tener una larga entrevista con el productor de Wisdom and Fertility, Jakob Jones. Lo dije como de pasada y con la boca pequeña, para que después no me vinieran con que me había aprovechado del nombre de la revista para conocer a un hombre que me interesaba por motivos personales (que desde luego no pasaban por la atracción física, todo el mundo pensaba que era frígida). Yo lo había dicho; si no se habían enterado, culpa suya. Contra pronóstico, incluso se ofrecieron a pagarme el viaje y no descontarme la semana que pensaba pasar en la playa como días libres. Creían que me vendría bien un descanso y les interesaba una entrevista con Jones, que a pesar del fracaso estrepitoso de Your Dementia seguía siendo uno de los nombres más calientes del nuevo cine comercial. Además, detalle importante, todo el mundo sabía que había sido el mejor amigo de Martin Balthazar, el famoso terrorista. El posible sucesor de Talim Yures. Conseguir que hablara de ello por primera vez sería un enorme éxito periodístico que podría redimirme y con el que recuperar mi cetro como experta insaciable sobre los Guerreros de Marte.
De todos modos, después de la bronca por el reportaje de Big Mac CRC, estaba asombrada con aquellas facilidades. Se me pasó por la cabeza que fuera una forma de alejarme y comenzar a pergeñar mi despido. Corrían malos tiempos, se decía que las revistas tenían los días contados y estábamos en pleno recorte de presupuesto. Y en esa época estaba muy perdida, más perdida que nunca. Cuando murió mi hijo, apenas un bebé, seis años atrás, en un atentado en Armani Roma, mi reacción no había sido ejemplar, había sido inhumana. No falté un día al trabajo y nadie me vio derramar una lágrima. Me apliqué con precisión histérica a la tarea de estar la primera en todas las ciudades en que se había cometido un atentado, en no irme a dormir hasta que hubiera hablado con la última superviviente, con el último testigo.
Al principio me forjé la leyenda de ser una justiciera chiflada. Se decía que estaba obsesionada con encontrar al líder de la banda, Talim Yures, conocido como El Ruso, y derrotar yo sola a los Guerreros de Marte. Y es cierto que había algún instinto de venganza, pero no era tan ilusa como para creer que podía terminar, yo sola, con ellos. Sobre todo, sentía la inexplicable necesidad de vivir siempre en una zona de catástrofe, como si no quisiera ver que existía una realidad que permanecía ajena a la sangre, la misma de cientos de millones de personas que nunca habían visto una carnicería de cerca, que simplemente disfrutaban de los logros de la prosperidad corporativa. La realidad de mi ciudad, iPad MHTN, y de mi condición de periodista bien pagada.
Durante tres años había sido una reportera psicótica pero ejemplar. Una autoridad en terrorismo. La única capaz de colarse en las morgues y fotografiar los cadáveres mutilados de las víctimas. La única que había hablado con todos y cada uno de los presos. Mi actitud era obsesiva, pero no agresiva. Defendía el perdón y la reconciliación. Estaba en contra de las torturas e incluso de la cadena perpetua. Me declaré dispuesta a entrevistar al asesino de mi hijo sin rencor. Me esforcé por profundizar e incluso en ser comprensiva con las razones de los Guerreros en mis reportajes. Mi actitud me acabó granjeando más enemigos que amigos. Algunos no soportaban que les destrozara con el mejor argumento posible, mi propio ejemplo, su frase favorita: «¿Cómo reaccionarías si mataran a tu hijo?». Otros veían en mí a una mala madre, una traidora a mi propia feminidad y a la naturaleza entera. Una mujer demasiado trabajadora, en el fondo fría y ambiciosa. Había incluso quien me acusaba de haberme aprovechado del atentado para prosperar. Debería odiar. Y odiaba muchísimo más de lo que nadie imaginaba, pero quería redimirme con una especie de santidad que ofendía más que convencía.
Sin embargo, el último año todo había cambiado. Dejé de ser la mujer sobria de casi siempre, la mujer espartana entregada a la Verdad y el Imperio de la Ley con mayúsculas para comenzar a odiar el periodismo y todo lo que me rodeaba. Comencé a beber. A salir algunas noches sola a los bares de los hoteles caros para conocer a hombres con los que acostarme. Por primera vez en muchos años, desde la época en que cubrí la ola de drogadicción que invadió Apple a finales de los años sesenta, me encontraba a mí misma despertándome en habitaciones ajenas, preguntándome por qué habría terminado gimiendo con un hombre que no me gustaba y cuyo nombre no recordaba. Mi trabajo empeoró de forma notable. Los Guerreros, además, salvo un atentado en Google Live estaban extrañamente inactivos. Nadie podía asegurar si rearmándose o abatidos. Y se notaba mi hastío cuando me tocaba escribir sobre temas que no interesaban.
En la revista no estaban contentos. Alguna vez me habían sugerido «un descanso» que yo no deseaba. No soportaba trabajar, pero tampoco quería verme mano sobre mano en una playa de Windows o McDonald’s, arrastrando por medio mundo mi desconsuelo de mujer neurótica de 38 años que ha perdido un hijo y jamás ha sido capaz de encontrar un marido. Temí que me dieran el pasaporte a Light, un billete de ida que quizá algún día remoto tendría vuelta. Pero resultó que además de la exclusiva de Balthazar y su fama como productor avispado, el director de la revista había sentido lo mismo que yo viendo la película. Aunque jamás nos lo confesamos abiertamente, ambos éramos miembros de una secta secreta entre los nuestros, los exquisitos, la secta de los fans secretos de Wisdom and Fertility (por desgracia, Jakob nunca ha vuelto a estar tan inspirado como a los 26 años). Desde aquella primera vez en el hotel, la había visto varias veces y siempre me dejaba asombrada, conmovida.
Pensé que lo correcto sería explicarle a Michael que entrevistaría a Jakob y pedirle el contacto. Me pasó, escuetamente, su número. No tenía ninguna necesidad. Trabajaba para una revista importante y el productor me habría recibido con alfombra roja, pero lo hice. Aun así, solo nos vimos una vez más. Ni siquiera me saludó cuando nos encontramos en la boda de su hermano, que pasó entera justificándose con todo el mundo, explicando que estaba allí porque quería demasiado a Paul como para hacerle un feo.
10
Ay, madre
stá de muy mal humor, eso queda claro. Ha dicho «Ay, madre» varias veces. «Ay, madre» era muy mala señal. A «Ay, madre» podía seguirle cualquier cosa, como «subnormal» o «maricón de mierda», o una bronca descomunal que podía durar varias horas o incluso días de brutal tensión. A «Ay, madre» le podía seguir un empujón, o irse a la cama sin cenar a las nueve de la noche para que quedara claro que estaba de mal humor porque, una vez más, le habías decepcionado. Como la vida misma. La mañana ya fue tumultuosa, en un hotel en la costa donde habían pasado un fin de semana infernal, cobraban un «fortunón» y era un atraco. El padre, como un hombre, tras insultar de forma vehemente al recepcionista Brown, programado para ser incapaz de quitarse una estúpida sonrisa de la cara, exige hablar con el director. Aparece una mujer de 50 años, una mujer bajita de dientes afilados y cabello corto con flequillo que tiene un aspecto agradable. Una mujer ennegrecida, como muchas que viven todo el año en la costa del Sur, que lleva un collar de corales de colores y un mechón rojizo en el cabello. Jakob puede leerle el pensamiento: «Una pájara», está pensando el padre. Las mujeres se dividen en pájaras, que son las más putas porque no tratan de ir de guapas sino de simpáticas y suelen llevar pelos de colores o collares de fantasía; en pedorras, que son las que tratan de ser profesionales y solo provocan risa con sus vestidos «serios» y sus atributos poco proclives a tomarse las cosas en serio, o las estupendas, que son las que parecen tontas y se prestan a sus galanteos. Tras expresar con contundencia (forma propia de referirse a ese tono de voz que transmite de forma hiperbólica el asco que le produce su interlocutor) a la pobre directora que el hotel es una «puta mierda», que el servicio da «ganas de vomitar» y que son unos ladrones y los va a demandar, consigue que le rebajen un poco el precio y nos podamos largar con una pequeña victoria. Ella, su novia, una que se llama Marta y que estuvo apareciendo y desapareciendo durante años y que al final fue la que más lo aguantó con diferencia, está encantada. Especialmente orgullosa del gesto de desprecio y la mala cara que le ha puesto al maletista Smith.
—Hábrase visto, menudo gilipollas. Le digo que no me coja el bolso y me acerca esa mano adiposa de Smith. Por poco me muero del asco.
El padre gruñe, disgustado, pero relamiéndose aun de su éxito con la directora, se ha ahorrado un pellizco. Ella no está por la labor de bajar la guardia:
—La gente de Zara es asquerosa. Son mala gente, se sabe de toda la vida.
La mirada cómplice, se entienden en su odio, ellos saben de lo que hablan. Los de Zara son gente sin sangre en las venas, lo sabrán ellos, que calan a todo el mundo a la primera; como los robots, por supuesto, a los que profesan un desprecio instintivo con el que quizá tratarían a todo el mundo si no fuera porque en sociedad hay que contenerse. En Zara son codiciosos y malas personas. En Apple son imperialistas y malas personas. En Renault son pretenciosos y malas personas. Incluso en el barrio de al lado del que viven son vagos y malas personas. Los peores, por supuesto, son los rubios, sean de la corporación, la ciudad o la urbanización que sean. El niño se pregunta, muchas veces, a los 12 años, dónde la gente no es mala persona. El mundo debe de ser un lugar terrible en el que vivir, se dice, porque está habitado en su totalidad por malas personas o por robots, que no son ni personas y solo merecen que los maltratemos.
Llega el silencio. Marta se revuelve en el sofá del coche encantada tras una dosis conveniente de mala hostia. Han ganado. Están orgullosos. Jakob, pendiente de su «mierda» de videojuego, ya cree que puede cantar victoria, pero llega el segundo «Ay, madre» del día y a partir de entonces, el niño sabe, la cosa solo puede ir a peor. Se han equivocado de aeropuerto, el correcto está a cuarenta y cinco kilómetros. En Zara son codiciosos, malas personas y no tienen ni puta idea de poner señales. Durante un rato, la ira se concentra en el Smith que les indica que se han equivocado y acto seguido están entretenidos despellejando a los responsables de Tráfico no solo de Zara, que son los peores, sino de todo el mundo corporativo «de mierda». Esta mañana se sienten especialmente justicieros y el niño sabe que tarde o temprano llegará el momento en el que también lo pondrán en su sitio. Antes de la escena en recepción, en el desayuno, ya ha habido un conato importante. El padre, que ya estaba de mal humor, le ha obligado a lavarse las manos porque al parecer estaban sucias. Después, tras ofrecerle un vaso de leche y un donut desangelado como desayuno mientras él disfruta del bufé pantagruélico, lo manda a la habitación a buscar sus gafas, su tabaco, el pañuelo y a comprar en el quiosco dos periódicos. «Papel, por supuesto», su expresión favorita.
Cuando regresa, ha comprado un diario equivocado y se ha olvidado el pañuelo. Llega el primer «Ay, madre» del día. Ella está radiante. «Más que un hijo, me ha salido una abuela», comenta el padre, para su regocijo. «Se nota que ha salido a su madre», añade. Aun no han terminado con sus innumerables bollos cuando lo animan a que vuelva a la habitación y al quiosco a hacer el recado: «Bien, aunque dudo que seas capaz», comenta el padre tras compartir una mirada burlona con Marta. El niño sube y baja, compra el diario y cree que esta vez ha acertado. Y no se ha equivocado, pero el padre coge las cosas con un manotazo de desprecio y ni le mira a la cara, indignado por su ineficacia.
—¿Te pasa algo? —le pregunta con esa expresión burlona al cabo de un rato.
—No, nada.
—¿Quieres más desayuno?
—Me gustaría una palmera.
—Pues no te la has ganado. Pídete un vaso de leche y arreando. Vete a la recepción, que ahora nos bajan las maletas.
Antes de partir, tras saborear su vaso de leche, ella le susurra: «Un poco lento sí eres», así como amablemente. Su padre, por supuesto, ni se digna a despedirse.
Acaba de llegar el segundo «Ay, madre» cuando ya van por el tercero. Se equivoca de autopista y se desvían unos kilómetros. Silencio tenso. El padre gruñe, le da golpes secos al volante y el niño teme que se salgan de la calzada y se maten. Pero no dice nada. Mira su videojuego y se pregunta cuántos «Ay, madre» faltan para que todo aquello acabe siendo culpa suya. No tiene que esperar mucho: cuando recuperan la ruta correcta, hay atasco y con el cuarto «Ay, madre» llega la bronca esperada. Rendido, como un japonés que se enfrenta al haraquiri, el niño deja el videojuego «de mierda» a un lado y se dispone a escuchar cómo lo insultan:
—Me cago en tu puta madre, Jacobo —con ese acento argentino que su padre recupera para las grandes ocasiones—. Me cago en tu puta madre. Si no hubieras tardado tanto esta mañana y no te hubieras liado con las maletas, habríamos salido con tiempo y ahora no me habría perdido.
Lo de que se ha liado con las maletas es la primera vez que lo escucha, pero sabe que incluso es posible que acabe siendo culpable de todo lo que a su padre le ha salido mal en su vida, empezando por el asesinato de sus propios padres en la guerra y terminando con que vayan a recoger tarde a su hermana al aeropuerto. La cantinela sigue hasta que llegan a la terminal, él ofendido porque después de las vacaciones maravillosas que le procura a su hijo es incapaz de hacer un solo recado a derechas y con la alegría y la felicidad que le debería proporcionar «servirlo». Ella se regodea en la escena y tampoco se molesta demasiado en demostrar que está encantada de ver cómo un hombre sabe decirle a su hijo la verdad en estos tiempos en que se les consiente todo a los niños.
Cuando llegan a la terminal, Jakob, que aprieta su videojuego entre sus dedos como una reliquia, cree que la aparición de Angelina suavizará un poco el ambiente. Egoístamente, incluso calibra que si le cae bronca a ella (sin duda, tendrá parte de la culpa en que el padre se haya equivocado de camino y en que en el hotel fueran unos ladrones), él podrá vivir tranquilo saltando por los aires recogiendo anillos disfrazado de fontanero. Pero con la hermana llega el quinto «Ay, madre» y con el quinto «Ay madre», este, la hecatombe. El niño suspira, lo sabe, y se siente como un soldado segundos antes de entrar en Normadía. A partir de ahora, solo queda el infierno, los gritos, los insultos, los castigos y en muchas ocasiones humillaciones más sofisticadas, como dejarlos esperando una hora en medio de la nada para «que se jodan», ahorrarse el dólar del Brown obligándolos a subir todas las maletas cuando lleguen al nuevo hotel o irse a cenar a un restaurante mientras los dejan en la habitación con unas tostadas con mantequilla. Cualquier cosa es posible. El niño respira, cierra los ojos, y al abrirlos sabe que no tendrá escapatoria, que en el mejor de los casos a la mañana siguiente habrá terminado la cólera y el espanto, y en el peor durarán hasta que pueda volver a Light, cinco días más tarde, donde nadie le hace ni caso pero por lo menos no le insultan.
Primero, el gesto de asco al verla aparecer. Segundo, le aparta la cara cuando se acerca a darle un beso. Tercero, «Ay, madre», con los dientes apretados y los ojos desorbitados. La hecatombe. Obliga al niño a cargar con la maleta y cuando se dispone a buscar un carrito le dice que eso es de maricones. Avanzan los cuatro. Marta se debate entre intentar caer un poco bien a los niños y la obediencia debida. Angelina camina desconcertada, sollozando, intentando taparse con una fina chaqueta el vestido lila que ha sido motivo del escándalo. El padre odia el lila, lo detesta. Aun más los vestidos de licra de «pobre» que lleva, cuando él se gasta una millonada para que vaya vestida como una princesa (no importa el detalle de que lleve más de cuatro años sin comprarle nada o equivocándose en Navidad de talla). Él está indignado, destruido en su amor propio, traicionado por su propia sangre, por unos hijos incapaces de pensar en lo mucho que odia el lila. Y odia a su mujer, claro, la «rubia», la monstruosa Vanessa a la que pasa una fortuna y tiene a sus hijos viviendo como unos indigentes, cosa que en el segundo caso es casi cierta.
Entrar en el coche se convierte en un ejercicio de violencia. El padre se mete primero en el coche y hace como que arranca sin esperarles. Los niños no saben si deben abalanzarse sobre la puerta y entrar o asumir su destino con naturalidad y oprobio, como pago justo a sus pecados. El padre se marcha y los deja esperando veinte minutos en el parking. No saben muy bien qué hacer y se entretienen haciéndose masajes. Se hablan lo justo. La madre no está en casa, lleva una semana desaparecida. Papá está peor que nunca. No tienen nada que decirse y temen que si comienzan a pelearse entre ellos todo puede incluso empeorar. Dejarlos tirados en cualquier parte y volver al cabo de un rato es una de sus prácticas favoritas y no les sorprende cuando frena tan cerca de ellos como si fuera a atropellarlos y sin ni siquiera mirarlos a la cara (sigue fiero) les conmina a subir al coche.
Las cosas se calman. Durante el viaje en coche de cinco horas hasta Zara Resort el padre no les dirige la palabra y se entretiene hablando con Marta, que de vez en cuando lanza miradas cómplices a los niños como diciendo: «Ahora ya está, irá todo mejor». El padre no les habla más que en breves ocasiones para preguntar si todo va bien. El niño huye un segundo de su mundo de anillos y brincos para decir que «perfecto», cualquier otra consideración de un plan tan maravilloso sería ofensiva, y ella deja de sollozar y tratando de parecer entera dice que «muy bien, muchas gracias» para volver acto seguido a su universo de mocos y tristezas. Jakob la ve sufrir, pero se concentra obsesivamente en Mario y procura evadirse. La comida se convierte en una sucesión de silencios y de frases escuetas entre ellos: «La madre por supuesto ni se sabe dónde está», «Mírala qué pinta lleva, parece una gitana» o «El niño este ha salido atontado». Están en la misma mesa, pero los «niños» se sientan apartados y de vez en cuando se dirigen a ellos gritándoles como si estuvieran mucho más lejos y no pudieran oír lo que se dicen:
—¿Está buena la hamburguesa o vuestro padre como siempre hace poco por vosotros? —dice él con una risita irónica sin esperar respuesta.
Los niños se miran y hablan de series de televisión. Calculan cuánto tiempo les queda para poder volver a Light, donde muchos días se preguntan si esa noche habrá algo que comer, pero por lo menos no les insulta nadie. Es cierto que la atmósfera es lúgubre y más bien tristona, pero el niño puede leer novelas sin que le molesten (el padre considera las novelas cosa de doncellas) y la niña puede ver teleseries sin que por ello la estén llamando imbécil.
De vez en cuando susurran:
—Está peor que nunca.
—Ojalá se le pase cuando lleguemos.
—Tienes que cambiarte de vestido, ya.
Cuando terminan de comer, el padre y la novia se levantan de golpe y les siguen a unos metros. Han parado en un centro comercial y el padre los lleva a una tienda de Zara, como es costumbre en la corporación. Llegan a una fila de vestidos, escoge uno y se lo tira encima.
Angelina sale del probador y se queja de que el vestido le va un poco grande. El padre coge la talla inferior, se dirige a la caja, lo paga y se lo tira al suelo sin mirarla. Jakob consuela a su hermana, que llora incansablemente. El padre se ha marchado, los espera en el coche mientras ella vuelve a cambiarse. Cuando se reúnen, les vuelve a dedicar una mirada de asco. Tras media hora de cuchicheos entre la pareja, el padre finalmente se gira y les dice:
—Así estás mucho mejor. No sabes la suerte que tienes de tener un padre que se preocupe tanto por ti.
—No tienen ni idea —dice Marta por lo bajini.
Angelina sonríe y disimulando las lágrimas dice: «Gracias».
11
Los interrogatorios
akob no sale de su habitación durante otra semana entera. Pasa muchas horas con la televisión encendida, enganchado al canal de cotilleos de veinticuatro horas. Se justifica con la idea de que solo desea ver a Paul, pero hay algo más. Las horas se deslizan de forma fantasmagórica y tan solo las distintas tonalidades de los rayos que atraviesan los agujeritos de la persiana parecen indicar que el tiempo pasa, porque en su habitación permanece suspendido en un agujero negro en el que se confunden la noche y el día, el sueño y la vigilia. La televisión es lo único que emite luz en todo el cuarto, es un parpadeo iridiscente y psicodélico en el que los colores se confunden y las luces encienden y apagan la estancia como si alguien le diera a un interruptor. Jakob observa a un montón de famosos acudir a estrenos, pasárselo de fábula, hablar de sus amores y sus rupturas y, de vez en cuando, estar hechos una mierda. Le horroriza el recuerdo de su madre haciendo lo mismo cuando él era pequeño. Aun puede sentir la mezcla de odio y desprecio que sentía por aquella costumbre y cómo, al mismo tiempo, no puede evitarlo, ese fulgor lo deja tiritando e hipnotizado.
De vez en cuando, el White aparece en los instantes más inadecuados. Esté haciendo lo que esté haciendo Jakob en ese momento, y aquellos días alcanza unas cotas de miseria y sordidez épicas, el androide jamás le afea su conducta. Al productor aquella indiferencia le enfurece porque realmente aquel señor con nariz de patata y ojos grandes no siente ninguna lástima por él, nada. Lo mismo que Paul ha sentido por él: nada.
Aquella presencia inoportuna e insolente es un recuerdo tenebroso y constante de todo lo malo que hay en su vida, si es que puede considerarse que Jakob tenga algo por lo que estar contento. Además, a pesar de sus tímidos intentos por intimar, al robot lo único que le preocupa es saber si recuerda algún detalle revelador o ha tenido alguna noticia de Paul. Esto último le parece una estupidez gigantesca porque vive encerrado, con las comunicaciones cortadas, y no le cabe ninguna duda de que le graban en vídeo. Y recordar, recuerda muchísimo a Paul, siempre que no consigue que la televisión le despiste aunque sea momentáneamente, pero salvo esos paseos que daba con Martin en la Costa Fanta, Paul solía comportarse como el perfecto corporativista en versión reaccionaria. En ese silencio tenebroso en el que vive sumido, recita con rabia eso de «¡Pena de muerte, pena de muerte!» y le maldice por haberlo engañado, recuerda con rabia que cuando aparecía Martin se le olvidaban todas sus teorías reaccionarias y lo escuchaba sumisamente como a quien se le aparece el mesías. Oscila entre el odio y la autocompasión, y a ratos se entretiene pensando en que el director de Sex and Lies estará destrozando la película mientras él no puede hacer nada.
Una vez comprobado que es imposible establecer ninguna comunicación medianamente amistosa con el Mario de mentira, regresa a sus viejas costumbres: insultarlo, con el mismo resultado, o sea, nulo. El White se limita a acercarse y alejarse de la cámara, abriendo y cerrando esos ojos suyos tan grandes y tan absurdos, con expresión de bondad y parsimonia, que solo consiguen desquiciarlo. Su hermana es motivo de disputa constante. La corporación se niega a que la vea; él insiste de forma cada vez más desesperada. Está convencido de que ella le ayudará a salir del pozo. Nunca hay otra respuesta que no sea «Pronto, estamos trabajando en ello», lo cual le enfurece hasta extremos delirantes. Tampoco le dejan hablar con sus amigos ni con ninguna otra persona, salvo una noche con su madre, lo cual le parece otra forma de torturarlo.
Diez días después de la conversación con Kilmore, cuando Jakob da muestras de haber superado la fase aguda de su depresión, comienzan los interrogatorios. Durante siete días seguidos, el productor es conducido hasta una sala del hotel decorada con tonos pastel que, según le cuenta la propia psicóloga, tiene que ser un lugar para el confort. La sociedad corporativa hace años que ha suprimido la tortura por la práctica razón de que existe una droga, el Temburiol, que fuerza a la gente a decir la verdad. En sus inicios, la droga había creado un verdadero terremoto: la gente lo colaba en las bebidas y lo utilizaba para animar las fiestas, durante un par de años todo el mundo anduvo sincerándose. Se deshicieron muchísimas parejas, amigos de toda la vida dejaron de hablarse, mucha gente perdió su trabajo y cayeron empresarios y profetas. Revistas como la mía nos lo pasamos muy bien publicando portadas con titulares como: «La revolución Temburiol» o «Bienvenidos a una nueva era: la Verdad».
La delincuencia cayó en picado, pero los accionistas andaban traumatizados. La corporación que vendía el elixir, Pfizer, dobló su territorio en tres años y volvió a forrarse con la pastilla que hacía olvidar lo que el Temburiol había mostrado. También comenzaron a detectarse algunos fallos, algunas personas eran inmunes a la pócima y lo peor del asunto es que solo ellas podían saberlo. Finalmente, llegó un punto en el que los conflictos personales alcanzaron tal magnitud que, por aclamación, se prohibió el uso privado de la droga, con bastante éxito, y la gente se acostumbró a hacerse un pinchacito en el brazo con un detector del brebaje antes de cualquier conversación importante. Después del boom de la sinceridad, la inmensa mayoría estaba de acuerdo en que si no lo más moral, por lo menos lo más práctico era poder mentirse como de costumbre. La verdad era demasiado dolorosa incluso para sus más acérrimos defensores.
Jakob comprobó desde muy pronto que el Temburiol no le afectaba. Tras pasarse años mintiendo a sus padres de forma sistemática, estaba convencido de que era inmune a la franqueza. La corporación no lo sabe, pero lo sospecha y le dobla la dosis. El productor no siente nada, pero disimula con bastante acierto los efectos secundarios habituales: los ojos soñolientos, el pulso fláccido, en realidad es como fumarse un porro y eso sí lo conoce a conciencia. Pacta con el Mario que no entren en su vida profesional ni en sus jaleos con los presupuestos y se lo pasa pipa en aquellas sesiones. Jakob no solo necesita consuelo y poder hablar de Paul, siempre le ha gustado disertar sobre sí mismo y las sesiones se lo ponen a tiro. Los interrogatorios, de guante blanco, le brindan la posibilidad de poner el desorden de su mente en perspectiva. Jakob calla lo que sabe, lo calla a conciencia y es completamente sincero respecto a Paul, jamás imaginó que fuera un robot, ni mucho menos que pudiera ser un terrorista. Agradece también que le asignen una psicóloga humana, aunque tampoco pueda asegurarlo porque hace tiempo que quizá es imposible. Y se lo cuenta todo a una mujer de unos cincuenta años, hermosa, de cabello rubio y plateado con profundos ojos grises. Una mujer que da la impresión de ser una gurú del yoga y que lo escucha con ojos bondadosos e incluso se declara fan de sus películas, requisito imprescindible para llevarse bien con Jakob.
Jakob se siente a gusto con la psicóloga que habríadeseado que fuera su madre y recuerda, sesión tras sesión, todos los detalles de su relación con Paul. Recuerda que cuando se conocieron, en el plató de Planet Y, el galán estaba harto de su personaje a pesar del colosal éxito del show. Sí había disfrutado mucho como empollón-más-guapo-de-lo-que-parece y también le gustó al principio aquel papel de soldado sexi despistado y bienintencionado. Pero ya llevaba seis temporadas y la serie, además, le parecía predecible y demasiado subida de tono. Y ahí la psicóloga tiene un hilo del que tirar para configurar el paso del androide a los Guerreros de Marte. Jakob, sin embargo, recuerda nítidamente que Paul jamás ha sido religioso. Nunca le ha escuchado mencionar a Dios o le ha visto leer la Biblia, una moda en determinados ambientes eruditos, y Paul iba de erudito. Era conservador, sin duda, pero ni rezaba ni era puritano, o no de forma escandalosa.
Sí,es cierto, a Paul le molestaba que las mujeres fueran demasiado escotadas y después de Planet Y se negó a rodar escenas de sexo que no pudieran ver los niños de 8 años. Aunque le gustaba darse un aire bohemio que justificara su supuesta condición de artista, la realidad es que Paul hacía vida de burgués y era la que más disfrutaba. Bebía poco, dejó de drogarse del todo cuando se casaron, hacía ya cuatro años, y se levantaba pronto por las mañanas para hacer deporte. Cuando mostraba algún interés por otro hombre, siempre lo hacía por chicos mayores que él, bien asentados. Sin embargo, explica Jakob a la psicóloga, su conservadurismo también se aplicaba a su visión del terrorismo. Había sido él, precisamente, el que había insistido en visitar Repsol Oriente y Paul quien se había negado en rotundo. Discutieron una y mil veces porque su marido incluso estaba a favor de restituir la pena de muerte para los terroristas. Paul, sin duda, se comportaba como un acérrimo defensor de la sociedad corporativa y a Jakob siempre le había dolido que incluso justificara la maldita Operación Sacrificio Ilimitado en que esta se había fundado.
Porque Jakob siempre había sido el antisistema y el subversivo, un papel que ahora le hacía sentirse ridículo. Por ejemplo, a él sí le fascinaban los jovencitos y los macarras, pero es que Paul era jovencito e iba disfrazado de macarra aunque escondiera a un reaccionario detrás de su aspecto rebelde. Lo vestían, en realidad, los estilistas de la productora y lo habían convertido en una reencarnación del eterno adolescente airado, con pantalones estrechos, camisetas de bandas y flequillo abundante. En lo único que concordaba esa imagen con el verdadero Paul es que le gustaba el rock y una de sus aficiones favoritas era el guitar air. Por lo demás, siempre fue un burgués disfrazado de gamberro.
Paul, explica Jakob tumbado en un diván a esa señora con el cabello gris y aspecto de líder new age, se pasaba media vida leyendo y escuchando música y la otra media en el gimnasio. A Jakob le gustaba oler sus calcetines de deporte, verlo llegar a casa con pantalones de Adidas y la camiseta sudada y encargarle chapuzas en casa que hubiera resuelto mejor un carpintero o un fontanero con cara y ojos por el simple hecho de deleitarse en aquella imagen de sempiterna virilidad. Su vida sexual, sin embargo, no era satisfactoria. Jakob siempre andaba como una gata en celo por la casa, dispuesto a hacer el amor en cualquier momento mientras Paul se hacía el despistado.
Claro que cuando tenían sexo solía ser un desastre. A Jakob lo impresionaban demasiado aquellos brazos musculosos y los ojos azules y radiantes, se sentía como una mierda comparado con su novio y para colmo solía correrse antes de tiempo. Al cerrar los ojos, más que el sexo, lo que Jakob echa de menos es la ternura. Porque Paul podía ser la persona más desagradable del mundo, torturarlo durante días con comentarios malévolos sazonados con una sonrisa franca e ingenua que lo hacían indestructible, humillarlo delante de sus amigos o burlarse de sus sueños en un juego perverso en el que Jakob hacía el papel de víctima sufriente pero realizada. Pero estaba la ternura, ay, y esa ternura no la olvidaría nunca porque quizá el que realmente no podía soportar el sexo era él y lo único que de verdad necesitaba era que lo acariciaran y le dijeran cosas bonitas al oído, y eso Paul lo hacía muy bien. Y rememoraba, con lágrimas, los días que se quedaban los dos en la cama durante horas, abrazados como si el mundo fuera a detenerse, durmiendo sin dormir, cogiéndose de la mano con suavidad y tocándose y sintiendo que quizá sí estaban enamorados cuando lo miraba a los ojos y creía perderse en aquella belleza que lo sobrepasaba. Jakob siempre estuvo convencido de que el verdadero amor nunca le sería dado y aquello lo vivía como un milagro.
La psicóloga, que trabaja para el departamento de Inteligencia, aguanta estoicamente los detalles de su relación sentimental; queda claro que la corporación está obsesionada con encontrar pistas que ayuden a encontrar a Paul o sean reveladoras sobre los Guerreros de Marte. Pasan horas y horas hablando sobre los movimientos de su marido cuando se produjo tal o cual atentado y repasan de foma minuciosa cada una de las amistades y conocidos que tenía. A Jakob le aburre y no disimula su desinterés, pero trata de parecer colaborador y atento para que no sospechen de él mismo. La parte más complicada, por supuesto, tiene que ver con su relación con Martin Balthazar. Jakob siempre ha sabido que, de no tener tantos complejos, habríasido un actor estupendo y se siente orgulloso del papel que interpreta: el de devoto de la corporación traicionado no una, sino dos veces. Y no oculta que está convencido de que fue Martin quien introdujo al actor en el grupo terrorista, porque es tan obvio que mentir en eso habría deslegitimado todo lo demás.
Las preguntas sobre lo que la terapeuta llama su «historial familiar» también son largas y prolijas. Jakob se hace el tonto: nunca ha tenido ninguna constancia de la participación de su padre en el Genocidio, todo lo contrario, fue un guerrillero católico aguerrido. La cuestión del «anticorporativismo» de Jakob la introduce muy sutilmente, pero lo machaca: aquellos vídeos del colegio hablando de la Yihad (el productor siente una punzada de dolor cuando los recuerda) o qué decir de sus manifiestos y declaraciones incendiarias en contra del dominio del inglés o de la destrucción de la «diversidad cultural». En el mundo corporativista, cualquier cultura que no fuera la occidental era «exótica» o estaba tan integrada que se consideraba propia. O bien hacías yoga como todo el mundo o preparabas una fiesta árabe y repartías cojines y porros por todas partes con bailarinas del vientre rubias con los ojos azules. Ya nada era auténtico, había escrito en un periódico. Además, insistía la psicóloga, era lógico que siendo hijo de quien era y nieto de ajusticiados por el corporativismo, hubiera sentido algún rencor. Jakob lo negaba vehementemente y proclamaba una y otra vez, quizá de forma sincera por primera vez porque estaba harto de adonde le había llevado lo contrario, su lealtad a Coca-Cola y al sistema que le había dado tantas satisfacciones. «Por favor, yo solo quiero volver a producir películas», decía, en cuanto se sentía acorralado.
Pero a Jakob, en realidad, todo lo que tenga que ver con los Guerreros de Marte le importa un bledo porque en el fondo le da igual que Paul sea o no sea un terrorista. Cuando recuerda que es un androide, llora, llora quedamente y, al cerrar los ojos, se pierde en un vacío cósmico, infinito, de dolor y de rabia. Ni siquiera sus películas, sus amadas películas, le importan ya. Solo quiere saber si Paul, su Paul, lo único bueno que le ha pasado en toda la vida, le ha querido de verdad o ha sido todo mentira.
12
La ópera
akob me citó en su apartamento un jueves de finales de junio a las siete de la tarde. Me recibió vestido con traje y una corbata desanudada. Me abrió la puerta él mismo y me pidió disculpas por el volumen de la música, que hacía prácticamente imposible que nos entendiéramos. Me condujo hasta el salón casi sin dirigirme la palabra y se quedó mirándome con una expresión afectada y al mismo tiempo falsamente familiar, como si entre nosotros hubiera tanta confianza que no hiciera falta andarse con formalidades y apagar la música para recibirme como es debido. Estaba claro que había algo teatral en aquella recepción, una ceremoniosidad que le hacía mayor de sus 30 años en un mundo en el que todos parecían más jóvenes. Lo encontré afeminado y pomposo. Cuando hubo pasado el suficiente tiempo como para que pudiera quedarse sobrecogido por un aria, hizo que la música se apagara de golpe con un chasquido y me dedicó una sonrisa cursi y estúpida. Estaba nervioso. Pretendía ser a la vez amigable y exquisito, pero solo daba la impresión de no saber cómo comportarse con desconocidos.
—¿Te gusta la ópera? —preguntó cuando finalmente se hizo el silencio, tras dar un suspiro que significaba que se sentía capaz de dejar a un lado los profundos sentimientos que acababa de experimentar.
—Sí, pero no puedo considerarme ni mucho menos una experta.
—Yo no tengo ni la más remota idea, estaba tratando de impresionarte. En realidad, me parece un rollo alucinante. ¿Tú qué crees?
Y entonces Jakob irrumpió en una carcajada histérica que me dejó desconcertada y me hizo sentir aun más incómoda. De pronto, parecía un chaval alegre y jovial como cualquier otro. Me acordé de Michael y de lo que me había contado, y me arrepentí de no haberle hecho caso. Paul apareció en ese momento de no se sabe dónde y me dedicó la sonrisa que volvía locas a las cocacoleras. Ver a aquel hombre, del que llevaba años oyendo hablar a mi amigo de la universidad, me dejó impresionada. Había visto en casa algunos capítulos sueltos de alguna de sus series antes de hacer el viaje, y lo encontré exactamente igual que en la televisión: rubio cobrizo, con unos ojos azules inmensos y el cabello ondulado que le caía por la frente, con una sonrisa franca y honesta, como si no tuviera nada que temer en este mundo. Me pregunté si él sabría que era amiga de su hermano, porque a Jakob no se lo había mencionadocuando lo llamé. Tampoco manifesté ningún interés en Balthazar. Sabía que si lo hacía de entrada, me daría con la puerta en las narices.
—¿Ya le has montado el número de la ópera? —le preguntó a su novio con tono socarrón; después, mirándome a mí añadió—: Soy Paul Walker. Disculpa que no te podamos atender en mejores condiciones. Nos acabamos de mudar. —Paul llevaba una sencilla camiseta blanca y unos vaqueros estrechos. Del hombro derecho, colgaba una toalla. Era un chico precioso de 27 años que parecía más joven con una sonrisa luminosa.
Aun aturdida, me fijé por primera vez en el apartamento. El salón debía de tener unos sesenta metros cuadrados y los ventanales daban al puerto de Coca-Cola Light BCN. Aquello tenía que costar una fortuna. Lo impresionante del piso no podía ocultar que, efectivamente, allí no había más que un sofá desvencijado y una mesilla. Paul parecía realmente desolado por las exiguas condiciones, pero no me importaba en absoluto. Había ido a hacer una entrevista y de paso esperaba cotillear un poco, pero no pensaba quedarme a vivir con ellos.
Paul estaba sudoroso aunque olía de perlas y se excusó porque había estado haciendo unos «arreglos» en la cocina. Al parecer, le gustaba hacer chapuzas. Resultaba de lo más encantador. Como en un anuncio.
—Mi hermano me ha hablado mucho de ti —dijo acto seguido. A Jakob se le mutó la expresión, que pasó de ser burlona y autosuficiente a denotar un atisbo de amargura—. Creo que sois buenos amigos.
—Sí, lo somos —contesté yo, que no tenía ganas de hablar del asunto. Michael se había negado a quedar conmigo en Light y yo le odiaba por eso.
—Es todo un personaje, Michael —dijo Paul, con jovialidad—. Un intelectual de la vieja escuela.
—Desde luego que sí —acordé yo, visiblemente incómoda.
Jakob seguía frunciendo el ceño y se creó un silencio desasosegante. Paul, sin embargo, seguía con su toalla colgada del hombro con la misma sonrisa de antes.
—En esta casa leemos tu revista todas las semanas —comentó después de secarse la frente con la toalla—. Especialmente tus artículos. Jakob está obsesionado con los Guerreros de Marte. Espero que no te someta a un interrogatorio.
—¿Ah, sí? —repliqué aun nerviosa por la aparición de Michael en la conversación—. No tenía ni idea. Muchas gracias.
—Precisamente ayer estábamos comentando que echamos de menos más artículos tuyos —añadió Jakob, que se había sentado en el sofá y estaba liando un porro de marihuana, más relajado que antes aunque una sombra de descontento seguía oscureciendo su expresión.
—¿Echáis de menos más artículos míos? —pregunté absurdamente para darme tiempo—. Bueno, parece que los Guerreros de Marte están más calladitos.
—¿Tienes prisa, Marianne? —me preguntó.
—No —contesté yo, dudando.
—Entonces,siéntate tranquilamente y fúmate un porro de marihuana conmigo.
Paul desapareció por donde había venido despidiéndose con modales principescos y Jakob me pasó el porro, que devolví al instante sin dar una calada. Resultó que sí había leído todos mis artículos. Estaba asombrada. Comenzó a repasarlos uno a uno en su iPad: ¿qué había sentido al viajar a Goldman Sachs PRS y conocer a las familias de los chavales que habían muerto en el atentado fundacional de los Guerreros de Marte? ¿Por qué pensaba que Repsol, la antigua Turquía, el país que conocía tan bien gracias a mis reportajes, era el más violento y poco receptivo a la nueva civilización del mundo? ¿Qué se cocía realmente en Marte? ¿Por qué en determinado reportaje había calificado a Yures como un hombre fanático y al mismo tiempo meticuloso y preciso? ¿De dónde había sacado esa información? Así, durante hora y media. Hasta que no pudo evitar mencionar el único atentado que aun no habíamos analizado: ¿en qué había cambiado mi perspectiva periodística e incluso humana sobre el terrorismo tras perder a un hijo? La pregunta me dejó destrozada y no pude contestarla.
Michael había acertado en parte en su descripción. Jakob era más guapo de lo que me había dicho, pero tenía un aspecto ciertamente peculiar (el cabello oscuro muy corto pero enmarañado, una nariz torcida y pequeña, los labios finos y las manos regordetas) en una sociedad en la que todo el mundo había terminado por parecerse demasiado. Para mí, que siempre he detestado los cuerpos y rostros perfectos del corporativismo, tenía el plus de que era uno de los pocos que no se había operado. Me fijé en su mirada, que Michael me había descrito tantas veces con descalificativos, y sí percibí un punto de locura en aquella forma intensa de apuntar a los ojos, como si lo hubiera ensayado delante de un espejo. Tenía, además, un extraño tic y continuamente abría la boca como cuando se te taponan los oídos en un avión antes de aterrizar.
Me escuchaba con atención mientras fumaba porros o le daba sorbos a un vaso de whisky con agua. Jakob se comportaba con una extraña mezcla entre inseguridad y petulancia. Se le notaba atento a cualquier comentario, a cualquier matiz que pudiera revelar un juicio por mi parte sobre su persona, calibraba dónde miraba y cómo, mis gestos o la entonación de mi voz, tanto tratando de averiguar mi personalidad, como el efecto que él me causaba. Estaba genuinamente interesado en mis artículos. Y yo estaba fascinada con el interés que despertaba en aquel chaval que a veces escuchaba con tanta atención mis palabras que a mí me costaba encontrarlas por temor a no estar a la altura de las expectativas que él daba la impresión de depositar en ellas. Aunque me había jurado a mí misma que evitaría ser seducida por Jakob Jones, supe desde el primer momento, o quizá supe cuando vi Wisdom and Fertility, que caería rendida. Y eso fue lo que sucedió aquel día de junio mientras anochecía en el puerto de Light BCN y el olor de la marihuana me dejaba embobada.
Al final, me invitaron a cenar. Jakob me pidió disculpas por no haberme dado ningún material y me prometió una hora de entrevista al cabo de dos días. Me citó en un hotel del centro de la ciudad. Comimos en la cocina, atendidos por una Smith bastante apañada. Jakob y Paul parecían la pareja más enamorada del mundo. Se hacían carantoñas, utilizaban palabras incomprensibles para los demás y se prodigaban mimos constantemente. De todos modos, era evidente que el primero se había convertido en su esclavo, su fiel siervo. Y Paul ejercía, sin reparos, el papel de fuerte de la casa. Controlaba las copas que se bebía, le prohibió fumarse más de dos porros después de cenar y literalmente lo mandó a la cama después de una hora de charla. En medio de aquel festival de atenciones, caricias y gestos de afecto, algo de vez en cuando desentonaba. Paul a veces hablaba de Jakob con un rastro de desprecio, llamaba la atención que utilizara la palabra «este» para referirse a él en su propia presencia: «Si a este lo dejo suelto, esta misma noche se bebe toda la Rioja» o «Este no sabe dar un paso sin un Smith detrás recogiendo las cosas». Jakob hacía como que no se enteraba y continuaba hablando, quizá de forma más inconexa y disparatada. En cualquier caso, parecían muy felices y yo estaba conmocionada. Salí de aquel apartamento pensando que existía un mundo mejor, más bello y verdadero que la tremenda soledad que por aquel entonces padecía. Me encerré en mi habitación de hotel y me puse a llorar. De envidia.
13
Windsor
akob mejora su ánimo durante los interrogatorios, pero continúa drogándose y negándose a abandonar su vida recluida y sórdida. Cuando terminan las sesiones, la actitud del White cambia. Ahora, está preocupado por la deriva de las «vacaciones» de su «invitado». El robot parece olvidar que es un policía y no un relaciones públicas. Claro que hace años que los policías le rompen a la gente la espalda mientras les cuentan que lo hacen por su bien y el de sus hijos. El Mario explica, una tarde achicharrante en la que Jakob ha puesto el aire acondicionado tan fuerte que lleva un jersey de cuello alto, que ha soportado los excesos de Jakob por la lástima que siente por la traumática desaparición de Paul. Ahora, cree llegado el momento de que salga a tomar el aire y disfrute de la playa y la compañía de alguno de los Windsors que trabajan en el hotel. De hecho, avanza el White, esa misma tarde lo visitará uno de ellos para consolarlo y darle un poco de alegría. Lo han elegido cuidadosamente siguiendo sus gustos, complejos y obsesiones, pero si no le gusta, o prefiere la promiscuidad, no tiene más que decirlo. Y si prefiere una mujer, ahí están disponibles. Jakob, insiste una y otra vez el robot, es un invitado de primera categoría de Coca-Cola.
A Jakob, que siempre ha pensado que enamorarse de un robot es de imbéciles, acérrimo enemigo del movimiento «buenrollista», como él mismo lo llama, que promulga que son seres vivos, solo que distintos, le gusta follar con ellos. Sobre todo con los Windsors. Con los humanos se siente desdichado o en falta y los androides le dan seguridad. Le duele aceptar un nuevo regalo de la corporación, pero no tiene más remedio que admitir que la compañía de un chico guapo y cariñoso es lo que necesita, por mucho que esté hecho de cables. El White hace un gesto de satisfacción al ver que no es capaz de rechazar la oferta y al cabo de unas tres horas, que el productor pasa viendo Wisdom and Fertility para darse ánimos, aparece el Windsor asignado. Es un chico de metro setenta, con aspecto de tener unos 22 años, el cabello castaño claro, flequillo lacio e imponente, los ojos verdes y el cuerpo fibrado. Es tan guapo como Paul, pero de una forma distinta. Tiene una sonrisa más fresca que la de su marido, que desde el primer momento fue serio y taciturno salvo cuando se encontraban rodeados de más gente, cuando se comportaba como un encantador de serpientes. Pero Paul tenía una mirada más clara y valiente, menos torva que la de un chico que parece esconder sus ojos detrás de una maraña de pelo. Un chico en el que parecen chocar dos fuerzas contrapuestas, un entusiasmo juvenil con una prudencia antigua. Jakob lo recibe con su jersey de cuello alto en aquella habitación hecha una cochambre con temperatura de nevera. Y desde el primer momento está encantado.
—Si así lo prefieres, podemos ir directos al grano. Me han contado que llevas más de dos semanas sin hacer el amor. Es más de lo que recomienda el departamento de Sanidad—dice el Windsor, a modo de bienvenida, tras observar el buen efecto causado.
Jakob y el Windsor practican sexo durante hora y media. Ambos se corren dos veces, a la vez. El robot tiene que hacer malabarismos para que su cliente se relaje. Como siempre que se acuesta con alguien, Jakob parece que tiene prisa por terminar y su mente parece estar en otra parte. Como si se avergonzara de sí mismo y quisiera resolver el trámite lo más rápidamente posible, sin darle tiempo a su comparsa a darse cuenta de que se ha equivocado de pareja. Cuando el productor ya no tiene más fuerzas, se apoya sobre el pecho del robot y le acaricia la barbilla. A Jakob le gustan los robots porque nunca se quejan de que sea cariñoso o le coja uno de sus «renuncios», en situaciones románticas como esta, léase calambres nerviosos de inseguridad que suelen espantar a los humanos. Toda aquella seguridad agreste que tiene atemorizados a los empleados de la planta 38 del edificio Fanta Limón (donde supone que seguirá estando su productora) se va al traste en cuanto le ponen por delante un rostro bello, un pecho musculado, una actitud convincente. El Windsor tiene las tres cosas. Además, guarda un cierto parecido con el protagonista de Wisdom and Fertility, lo que le produce un extraño placer. Qué predecible soy en mis gustos, en parte se lamenta.
Aunque Jakob sabe que no se enfrenta a un ente humano, que es imposible que cometa algún error porque la máquina está programada para amarlo, lo mira asustado y no deja de maldecir su pelo en el pecho, su barriga más que incipiente o aquellos ojos como de loco disparatado que se le han acentuado tras pasar tantas horas encerrado entre aquellas cuatro paredes consumiendo drogas. En Coca-Cola saben bien lo que hacen, está cautivado como lo estuvo de Paul desde el primer segundo en que lo conoció. Mientras Jakob le propina todo tipo de cariñitos y se acurruca en su cuerpo como si fuera un refugiado que acaba de encontrar una manta tras vagar por el desierto, el Windsor se comporta con displicente naturalidad, sonriéndole de vez en cuando con cierta superioridad que al productor se la pone como una piedra; «Es solo un robot», se repite a sí mismo para tranquilizarse. Pero no puede evitar mirarlo a los ojos directamente, de una forma psicótica, como si quisiera demostrarle firmeza y estuviera dejando en evidencia lo contrario, y decirle todo el rato: «Qué guapo». Asustado.
—¿Tienes alguna idea de quién soy yo? —le pregunta Jakob al cabo de mucho rato.
El Windsor le lanza una mirada irónica y algo distante. Al fin y al cabo, es solo trabajo. ¿Trabajar para qué?, se pregunta Jakob. ¿A cambio de qué?
—La imprescindible. Sé que tengo que enamorarme de ti. De hecho, ya lo estoy.
A Jakob le hace gracia y de pronto gana cierta energía. Se incorpora y comienza a fabricar un peta de maría apoyado sobre el respaldo de la cama:
—¿No te parece un poco rápido? —replica con una sonrisa sarcástica y divertida.
—Voy a la misma velocidad que tú, que eres humano. Nos fabrican para adecuarnos a lo que nos pide la otra persona. Si fueras más frío, te daría sexo durante dos semanas y terminaría por enamorarme si esa fuera la finalidad que me han asignado. Muchas veces, solo tengo que complacer durante una noche. Es instinto mecánico. —El Windsor da todas estas explicaciones de forma cansina, como un dentista contaría cómo sacar una muela.
Jakob mira al robot con perplejidad científica. Desde la revelación de Paul, los androides se han convertido en otra cosa. Su verdadera naturaleza es una obsesión para él.
—¿No te fastidia no ser humano?
El robot se queda mirando a Jakob como si no esperara aquella pregunta, como si fuera demasiado íntima:
—No lo sé, algunas veces. Por la discriminación, y eso.
—¿La discriminación?
—Nos construyen para una sola cosa, y es un coñazo. A mí a veces me gustaría ser arquitecto o músico, por ejemplo. Pero me ha tocado ser chico de compañía. Y bueno, no me quejo. Por lo menos no soy un Jackson o un Smith. No digamos un White. Cuando me deprimo, siempre pienso que por lo menos follo sin parar, sería mucho peor fregar los platos o reparar coches. Claro que nosotros somos más sofisticados, pero también duramos menos. Eso no mola. Tampoco mola no envejecer. Y es muy duro nacer sabiendo el día que vas a morirte.
A Jakob el razonamiento del Windsor le parece de una lógica aplastante y aterradora. Lo mira fijamente y se levanta para darle un beso en la frente, sintiendo una súbita ternura.
—Si así lo deseo, ¿te pasarás conmigo todas las horas posibles?
—Sí, pero no esperes un esclavo. Estoy diseñado para enamorarte, no para servirte. Si piensas que puedes tratarme de forma distinta porque soy un robot, te equivocas. Es imposible para nadie notar la diferencia. Tú dormiste con uno ocho años en la misma cama y jamás lo sospechaste. Estamos muy bien hechos, en serio. —Mientras da esta explicación, el Windsor se ha levantado y se ha puesto un traje de baño y unas chanclas.
A Jakob le sorprende muchísimo que sepa lo de Paul, ese secreto que de ser revelado tendría «consecuencias fatales».
—¿Qué hora es? —pregunta Jakob, sumiso.
—Las seis de la tarde. Y yo creo que ya va siendo hora de que salgas de esta cochambre. Hay que ver cómo tienes la habitación. Si nos damos prisa, aun podremos nadar un poco.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Joshua.
—Es mi nombre favorito... —musita Jakob.
—Evidentemente, esta vez no hay truco —replica Joshua, alegre.
14
Habitación 550
ira, vamos a ir al grano —me dijo Jakob en cuanto me vio aparecer por la puerta—. Yo tengo ganas de hacer el amor contigo y si quieres hacemos la entrevista o lo que hayas venido a hacer aquí para tu revista. Te cuento la historia de mi vida e incluso estoy dispuesto a hablarte de Balthazar. Pero, primero, necesito estar contigo. Lo necesito ya.
Mi primera sorpresa había sido que, en vez de encontrarme a Jakob en el bar del hotel, como habíamos convenido, me tuviera media hora esperándole para que finalmente un botones me comunicara que el señor Jones me recibiría en la habitación 550. Me pareció inadecuado, pero creí que me tendría preparado un numerito como el de la ópera del primer día. Había previsto todo menos aquella proposición tan directa que me lanzó en cuanto entré en la habitación. Parecía verdaderamente agitado. Como si la vida dependiera de que yo accediera a su instinto.
Por supuesto, cedí. Fue un polvo malo. Jakob no se dejaba hacer nada y estaba empeñado en comportarse como si le estuviera haciendo un favor, resultaba irritante. Sin embargo, hacía mucho tiempo que no me sentía deseada por un hombre que no estuviera borracho y lo agradecí. Renacieron sensaciones antiguas, los meses que pasé con el padre de mi hijo, algún pequeño novio ocasional que siempre llevé con discreción y que me había dado la vida. Pero los dos últimos años habían sido muy malos: algún revolcón con aquellos señores de los bares de los hoteles, que yo prefería olvidar al día siguiente cuando me marchaba de puntillas de la habitación angustiada. Además, qué le vamos a hacer, siempre me han gustado los locos. Jakob, desde luego, no era guapo, pero había algo en él, una mezcla entre perro apaleado y cabrón despiadado, que me aterraba y me intrigaba. Cuando una intentaba mirar dentro de sus ojos, se encontraba con dos faros oscuros, como si fueran balas a punto de atravesarte.
—Perdona, he estado fatal —me dijo después de correrse, por supuesto, antes de tiempo.
—Nada, no te preocupes —repliqué ocultando mi frustración.
—Creo que he sido demasiado directo —volvió a disculparse. De repente, parecía verdaderamente apurado, estaba sudando y tenía los ojos como llorosos. Me sentí mal por él y tuve ganas de largarme. Sin embargo, se abalanzó sobre mi pecho y comenzó a acariciarme la barbilla. Era imposible sacárselo de encima.
Estuvimos un rato callados y comencé a ver la situación por el lado cómico. Jakob cerraba los ojos y parecía muy concentrado en algo imposible de adivinar. Continuaba haciendo ese tic tan raro, abriendo de golpe la boca como un tigre que fuera a tragarse un bocado enorme. Aunque al principio aquella actitud tan entregada me había causado irritación, en ese momento comencé a sentir una cierta ternura y me pareció paradójico que el papel maternal pudiera ser mi tabla de salvación. Al fin y al cabo, yo estaba pasando por un verdadero mal momento y aquel chaval era el mismo productor de éxito con el que había estado cenando dos noches antes en su fabuloso apartamento con su novio maravilloso y por el que había sentido una envidia terrible. No sé por qué, todas estas ideas hacían que sobre todo tuviera muchas ganas de reírme mientras Jakob comenzaba a hacer ruidos raros con la boca. Quizá es que simplemente estaba contento.
—Tus artículos son muy buenos, muy buenos —repitió Jakob la letanía de nuestro primer encuentro. Pero un tono demasiado servil hacía que perdiera la gracia y aquel halago me hizo sentir incómoda.
—Calla —le contesté.
Pero él parecía empeñado en seguir con el tema y abrió los ojos como un Smith:
—Me fastidia que la gente se calle los elogios.
—Ya, pero no hace falta repetirlos mil veces.
Se quedó en silencio mirándome a los ojos de esa forma penetrante y antinatural, como si hubiera leído en algún suplemento que es la forma adecuada de mirar a la gente y lo pusiera en práctica de modo excesivamente intenso. Supongo que pretendía darme lástima o algo por el estilo y yo seguía sin entender por qué aquel chico parecía tan terriblemente solo e inseguro. Como periodista, me había dedicado toda la vida a cubrir huelgas violentas, revueltas callejeras y, desde la masacre de Levi’s, los atentados de los Guerreros de Marte, el asunto en el que era una experta a pesar de mi desidia de los últimos meses. En una sociedad como la corporativa, donde casi nadie pasaba hambre, el crimen a pequeña escala era insignificante, la gente se moría a los 120 años y conservaba buena forma casi hasta el final, yo era una de las pocas personas que había visto de cerca mucho sufrimiento. Todo eso me había endurecido. Jamás imaginé que fuera a encontrar ese mismo dolor en un personaje de revista de colorín como el productor Jakob Jones. Era triste y frívolo al mismo tiempo.
—No hemos hablado aun de Wisdom and Fertility, por cierto... —dijo incorporándose. Supongo que creía llegado el momento de ser correspondido en los halagos—. Ni tampoco de las otras películas.
Con Jakob los elogios nunca son suficientes, siempre hace falta que uno le diga de una forma más clara y rotunda lo mucho que le adora. Eso suele provocar que, al final, una tenga ganas de escatimarlos. Pero por aquel entonces yo no lo conocía lo suficiente como para saberlo y me encantó poder explayarme en lo mucho que había disfrutado su película. Jakob me escuchó feliz aunque cuestionaba mis piropos con argumentos que yo también conocía por algunas críticas. Me sorprendió darme cuenta de que él, por sí mismo, era incapaz de verle ningún defecto a sus películas; no solo necesitaba recurrir a argumentos ajenos para atacarlas, ni siquiera estos los recitaba con convicción. Como uno de esos padres imbéciles que creen que sus hijos lo hacen todo bien y repiten en voz baja las censuras de la profesora como intentando convencerse de que esas palabras también pertenecen al mundo real.
—You Wonder va a ser mi mejor película. Ya lo verás —dijo al fin Jakob, cuando no tuvo más remedio que estar de acuerdo en que Wisdom and Fertility es una obra maestra.
—Estoy segura —confirmé con cierta sorna.
Ese día tampoco hicimos la entrevista. Me citó al día siguiente, en su despacho, a las ocho de la tarde. Pasamos un montón de rato en la habitación 550 y se me ha olvidado lo que dijimos. Pero fue bonito. Eso seguro. Yo siempre quise a Jakob, desde que vi Wisdom and Fertility una noche lluviosa en Big Mac. Por eso he escrito este libro, entre otras cosas.
15
Patatas Lays
l salir de su habitación, a Jakob le sorprende mucho que exista el mundo. En el pasillo se topa con unas Smiths con los carritos de la limpieza. Las saluda como ese personaje de Hollywood que se cree el único superviviente de una hecatombe nuclear y al cabo de cincuenta años se encuentra con otro colgado como él. Con una mezcla entre laconismo y asombro. En la habitación, se ha convertido en una especie de ente amorfo que, más que existir, ocupa espacio. Su identidad se ha evaporado en un caos de percepciones ingrávidas. En el espejo del ascensor se contempla durante un buen rato y se queda horrorizado al ver su aspecto descuidado, sus ojeras y su sonrisa triste. Ha engordado y se ha dejado crecer la barba. Es incluso peor de lo que imaginaba. A su lado, el Windsor parece un príncipe. Se siente de nuevo desgraciado y tiene ganas de refugiarse en el desorden bochornoso de su habitación para volver a ser tan etéreo y vacío como una burbuja. Se tambalea y es Joshua quien tiene que cogerle del brazo para que no se caiga al suelo.
—Estás hecho una pena, realmente —dice Joshua sonriente.
A Jakob no le hace ninguna gracia. Cuando llegan a la recepción, que no cree haber visto jamás, el impulso de volver a su cuarto es tan fuerte que da marcha atrás de golpe, como el retroceso de una escopeta antigua. Pero el robot lo agarra fuerte de la mano y atraviesan juntos el lobby. En el saloncito, decorado con muebles de diseño color salmón, hay gente elegante que habla en susurros y parece muy contenta por estar viva. A Jakob le da la impresión de que todo el mundo va muy bien vestido y vuelve a sentirse repugnante y ridículo. Se ha sentido así muchas veces a lo largo de su vida, pero normalmente estaba Paul para consolarlo y hacerle sentir de nuevo orgulloso por algo. Se ha preguntado muchas veces si realmente lo amaba o simplemente utilizaba aquella fama mundana suya y su apostura como escudo de sus complejos. Cuando se plantea la cuestión en esos términos, siempre llega a la conclusión de que ha sido una mezcla de las dos cosas.
Salen al jardín y el sol le resulta terrorífico. No ha cogido las gafas de cristales oscuros, que siempre ha llevado a todas horas porque realmente le agrede la luz desde pequeño y por pose, y le lleva un par de minutos distinguir lo que tiene delante. Al principio, es como si aquella luz cenital inclemente lo difuminara todo. Hay una piscina redonda con una caseta de bebidas en medio. La piscina es muy grande y está plagada de Windsors sonrientes y atléticos repartiendo cócteles. Algunos hombres conversan con robots femeninas mientras otros se dedican a sorber su copa en silencio. Jakob imagina que son presos que llevan mucho tiempo encerrados y están hastiados de vivir como en una película hortera, por muy atractivo que pueda resultar como idea. Las mujeres prefieren ligar acompañadas de sus amigas y sueltan risitas. Los robots están perfectamente identificados porque llevan un traje de baño o biquini con el logo del hotel. Jakob se pregunta por qué Joshua es el único que va vestido como una persona normal.
En la sociedad corporativa la «fealdad» en el sentido tradicional prácticamente ha desaparecido (en Wisdom and Fertility y su secuela Jakob tuvo que gastar una fortuna en maquillaje y retoques digitales para que los extras parecieran campesinos del siglo y no recauchutados ejecutivos de medio pelo de Levi’s, por poner un ejemplo). Basta ir al gimnasio una vez a la semana para estar en forma; una visita al médico de dos horas para tener unas orejas nuevas y la calvicie, como la barba y las gafas de Balthazar, ha terminado por adquirir un significado político cuando no de simple dejadez, de puro pasotismo del sistema. Pero siguen existiendo las diferencias. Aunque la generalización de la cirugía estética y la desaparición de la obesidad debían crear una sociedad más justa y heterogénea, a medida que han ido pasando los años han vuelto a existir los guapos y los feos, aunque ambos conceptos han adquirido un significado completamente distinto. El sueño de una sociedad más igualitaria gracias a la ciencia se ha ido disipando en nuevos códigos y señales que no han hecho más que acentuarla.
Ya no se trata tanto de lo que el azar genético le haya dado a cada uno de forma arbitraria, ni siquiera del esfuerzo individual. Lo que marca estilo es el refinamiento para escoger el rostro. Y están los operados y los no operados. Los primeros, si son guapos, por supuesto, están más cotizados. Y los mejor y peor vestidos, etcétera. Además, impertérrita, hay una gran masa de gente, la inmensa mayoría perteneciente a esas clases que prefieren no trabajar porque tampoco tienen por qué, que se empeña, a pesar de los logros del corporativismo en materia de buen gusto, en seguir siendo fea. Y no es el caso de Jakob, porque no es feo en absoluto, pero no es perfecto y esa perfección, como le sucedía a su padre, le resulta hiriente, casi ofensiva.
Todas esas nuevas diferencias, muchas veces sutiles pero de efectos contundentes, están minando el principio de igualdad entre pares promulgado por el corporativismo, en su extraña mezcla entre comunismo, capitalismo y plutocracia, donde los ciudadanos son literalmente «propietarios» y gestores, en su pequeña o gran parcela, del Estado y responsables del mismo en la medida que, cuanto más dinero ganan, más acciones tienen y, por tanto, adquieren más poder político. La sensación colectiva es que se está volviendo atrás. Algunos lo dicen con alegría, otros con tristeza. La temida lucha de clases rebota, como si la prosperidad, el fulgor de éxito económico de los últimos años, donde casi todo el mundo parecía contento e incluso agradecido por su nivel de vida, se desvaneciera no de golpe, pero sí inexorablemente. La mayoría vive muy bien, pero muchos no se conforman, quieren ser muy ricos. Ya no les basta, ni mucho menos les maravilla, que los robots hagan todos los trabajos pesados o poder consumir energía hasta el éxtasis porque ya no hay ningún miedo de que se agote con una población reducida a un tercio. Y sucede lo contrario, los ricos cada vez son más ricos y la clase media, cada vez más pobre. Cunde el desánimo. La gente, sugieren algunos, quizá está cansada. Y del cansancio, al desconcierto. Como si, de repente, la ruta que hacemos todos los días para ir al trabajo o para volver a casa nos condujera a un nuevo lugar que no habíamos visto antes y, por tanto, no reconocemos.
Mientras, los robots, cada vez más sofisticados, están comenzando a rebelarse aunque entonces, en 2080, la gente no lo sabe porque la conversión de los Windsors al terrorismo sigue siendo secreto corporativo. Surgen, eso sí, pequeñas iniciativas que tienen cada vez más respaldo en determinados sectores que algunos califican de «buenistas», y comienza a ser de buen gusto estar a favor de un trato más cariñoso y afectivo a las máquinas que limpian nuestras casas, recogen nuestras basuras y cuidan de los hijos con una sonrisa mientras los padres trabajan todo el día y viven angustiados por su posición en la vida, en el cosmos de su alma y la zona vip. El mundo perfecto, sin embargo, parece insólitamente arrojado al conflicto y al caos, e incluso a la pobreza. Los columnistas oficiales, que son casi todos, repiten que se vive una «regresión» y, según muchos, el problema es que la gente no ha asumido «la sofisticada perfección del corporativismo». En suma, reina la confusión y los Guerreros de Marte no hacen más que complicar las cosas.
Más allá de la piscina hay un bosque de pinos y encinas que desemboca en una playa de agua turquesa, la misma que Jakob ha visto alguna vez desde su habitación. Hace un calor pegajoso, típico de Zero MNC, aliviado de vez en cuando por una ligera brisa que cuando corre lo deja tiritando. Joshua parece muy alegre y se da un chapuzón. El productor se queda sentado en una hamaca contemplándole bajo la sombra de una falsa palmera construida con hojas de pino y pide una margarita. Maldice de nuevo haberse dejado las gafas de sol y, sin saber muy bien si tiene derecho, le pide al camarero Jackson que se las vaya a buscar a su cuarto. Para su sorpresa, le dice que sí, como si fuera la cosa más normal del mundo. No recuerda dónde las ha dejado. Eso puede ser un problema. Aunque quizá están en el set de bienvenida, porque lleva tres semanas en el hotel y es la primera vez que sale a la playa, noticia insólita que deja al Jackson un tanto trastornado. Sin embargo, el robot, que es un hacha, regresa al cabo de no más de siete minutos con sus propias gafas de siempre, el modelo aviador de Ray Ban, que Jakob no ha visto en ningún momento quizá porque tampoco lo ha necesitado.
Durante la siguiente media hora, Jakob se dedica a vegetar y a emborracharse mientras observa a Joshua dar saltos desde el trampolín como un adolescente. Se siente pesado y triste. Más alejado que nunca de una civilización que en el fondo ama, quizá porque tampoco conoce otra, de rostros sonrientes con cuerpos perfectos y dientes blanquísimos. Echa de menos el mundo de las películas antiguas, en el que había gordos, narices aguileñas, jorobados y hasta calvos, y para verlos no hacía falta visitar las barriadas. Se acuerda de los Guerreros de Marte y se pregunta cómo pudo ser. Se siente culpable porque también sabe que en algún momento no hizo lo correcto, aunque procura olvidarlo. Se pregunta de nuevo cómo Paul ha podido terminar con ellos, si supo alguna vez más cosas de las que le contó. No quiere pensar en eso, y deja que le entre un poco de sueño.
Joshua sale finalmente del agua y se acerca muy serio a Jakob. Se sienta a su lado y arrastra la hamaca un par de metros para que el sol vespertino le dé de lleno. El productor lo mira fascinado mientras resopla y hace pequeños movimientos tácticos para que los rayos choquen de forma directa contra su cuerpo sedoso y apetecible. Jakob ni siquiera se ha quitado su camiseta de promoción de Crimes under Measure, su penúltima película. De pronto, siente odio por un mundo surgido de un Genocidio. Tiene la impresión de que algo terriblemente «humano» ha fallado y deduce que los Guerreros de Marte pueden acabar por ganar la partida. Está seguro de que entre las personas que disfrutan de la playa tiene que haber más gente que, como él, ha terminado por detestarlo todo. Tiene ganas de ser un hombre primitivo y reunirse de nuevo con Paul en una caverna, los dos en taparrabos con los dientes torcidos alimentándose de jabalíes que cazarían ellos mismos.
Aunque no se ha movido de la sombra, está sudando. Se entretiene observando a Joshua, que en la playa se encuentra en su elemento natural. Camina tan tieso que parece que vaya de puntillas. Y su actitud le recuerda a un perro que tuvo, Toby, un pastor alemán que compró al poco de irse a vivir con Paul para tener una excusa para salir a la calle y fumar porros. Cuando iban a la Costa Fanta, el perro se quedaba mucho rato alerta, al final del jardín, en un parterre tras el que caía un peñasco que daba al mar, atento a cualquier sonido o a cualquier peligro, sentado sobre las patas traseras y con las orejas puntiagudas, cambiando de vez en cuando de lugar para cubrir todos los flancos. Y Joshua, que parece que lleve una tabla a la espalda, va de un lado a otro de la orilla y, cuando llega a los extremos, permanece un buen rato quieto y con expresión de estar atento, como si estuviera esperando una señal de los extraterrestres y estuviera obligado a no perder comba. Como si estuviera tratando de sentir intensamente cada pequeño olor, cada pequeña emoción, cada pizca de aire. Y, como Toby, de vez en cuando cae abatido como si de golpe se desplomara agotado de estar tan tieso y tan atento, para sumergirse en una angustia indolente y agitada, preso de extrañas vibraciones y miedos.
Finalmente, la tarde soleada se convierte en un anochecer brumoso en el que las nubes violetas amenazan el horizonte mientras las personas y los androides regresan a sus habitaciones para arreglarse para la cena. Aunque Joshua sigue allí, ahora sobre una roca, alerta. Esperando su mensaje divino.
16
La entrevista
inalmente, entrevisté a Jakob de una forma convencional. Me recibió en su despacho de la planta 38 del edificio Fanta Limón, situado en la otra punta del puerto donde estaba su casa, muy cerca de la montaña de Montjuïc. Su secretaria, una Brown con aspecto de vecina cachonda pero decente, que había nacido llevando un moño castaño y una rebeca naranja, me acompañó hasta él con pasos solícitos. A mi alrededor, un montón de gente hablaba furiosamente por neurotransmisor, iba de un lado a otro con expresión agitada o mantenía reuniones que daban la impresión de ser cruciales y dramáticas alrededor de una pizarra. Había carteles de la nueva película de Jakob, You Wonder, por todas partes.
Jakob parecía excitado, como un niño que va a tocar un solo de flauta el día de fin de curso. Me recibió con una gran sonrisa sin pizca de doble intención. Me hizo sentar delante de su atestado escritorio y me pidió disculpas porque la secretaria tuviera que quedarse con nosotros. Razones de seguridad, adujo. «Al fin y al cabo», añadió con una sonrisa cómplice algo incómoda, «es solo una robot». Me dio la impresión de que a la Brown no le hizo mucha gracia. A través de los ventanales estaba oscureciendo a toda prisa, era una tarde de junio, de luz diáfana y clara. Me pregunté si tendría algún detalle conmigo o todo se quedaría ahí, en una entrevista convencional y un apretón de manos como despedida bajo la atenta mirada de una Brown censuradora.
Yo estaba bastante espesa, no estaba acostumbrada a hablar con cineastas y también decepcionada porque en mis delirios había imaginado que la entrevista volvería a retrasarse por motivos sexuales. Por otra parte, me preguntaba si conseguiría que Jakob me explicara algo sustancioso sobre Balthazar. Sabía que otros periodistas habían tenido que firmar un documento renunciando a preguntar sobre él. Consideraba buena señal que a mí nadie me hubiera dicho nada sobre semejante condición, pero no las tenía todas conmigo. En cualquier caso, estaba incómoda. Jakob, sin embargo, no necesitaba muchas preguntas para hablar por los codos, lo que me lo puso todo mucho más fácil. La mayor parte del rato, para mi desesperación, solo hablamos de cine, Balthazar no llegó hasta el final. Analizando su trabajo, Jones se mostró a ratos brillante y conciso, aunque también excesivamente correcto y vendedor. Tan solo chirriaban ciertos deslices vanidosos un tanto grotescos, y también habría agradecido mayor sinceridad al hablar de su vida privada. La secretaria tomaba notas diligentemente de forma manual.
Por su interés, reproduzco algunos fragmentos de lo que publicó Visado en su número del 14 de julio de 2076.
«Jakob nació un abril de 2046. Proviene de una familia modesta. Su padre, Jacobo, fue durante toda su vida un Supervisor Clase B, encargado de vigilar a apenas unos doce robots en tareas de construcción. El señor Jones murió, a los setenta años, de forma bastante absurda cuando le cayó encima de la cabeza una viga que transportaba una grúa. El productor asegura no guardar rencor: “Por lo que me han contado, fue un error de un Jackson conductor. Eso me hizo entender que no puede haber equivocaciones, que cualquier pequeño detalle puede ser un desastre. Y que debemos permanecer vigilantes de los robots”. La coletilla quizá es crucial, Jones se ha destacado en numerosas ocasiones como un firme defensor de mantener las distancias entre humanos y robots. No es descabellado suponer que en esa postura haya influido enormemente el trauma por su temprana orfandad: “Desde muy pequeño he soñado con mi padre a menudo. Siempre lo veo tal y como aparece en una de las pocos fotos que se conservan. Lleva el uniforme de la empresa y está sonriente. Y tiene ese flequillo, que me obsesiona. Me hubiera gustado heredarlo y no tener estos pelos de loco”».
—¿El flequillo?
—Sí, el flequillo. Ya sé que suena raro, pero ese flequillo era una locura.
—¿Y por qué no hace que le arreglen el pelo para tener uno usted igual?
—Soy demasiado vago. Tampoco voy al gimnasio ni apenas me he operado. Me da un poco de rabia. A veces creo que vivimos en una sociedad de plástico.
—¿Podría explicar alguno de esos sueños con su padre con más detalle?
—¡Desde luego que no!
La figura del padre es trascendental en toda la obra de Jones. La serie que le dio la fama y el reconocimiento, Supervisor Clase B (que en Apple apenas tuvo repercusión), alude directamente a su profesión. Allí vemos a un hombre colérico y amargado que el programa convierte en una extraña figura cómica algo patética porque sus esfuerzos por ser respetado y admirado suelen provocar el efecto contrario. La serie, que tiene un poso de tristeza, trata de conseguir la hilaridad provocando la vergüenza ajena, generando un sentimiento desconcertante en el espectador, sofisticado pero irritante, entre la risa y el dolor. En Wisdom and Fertility un caballero lucha por restituir el honor de su padre; y en la secuela, es el hijo y el nieto quienes se esfuerzan por alcanzar la gloria para cumplir con los sueños de sus antepasados.
Incluso en la fallida Your Dementia, el pícaro protagonista está obsesionado con hacerse rico para demostrar a su padre que no se ha convertido en la calamidad que este le había pronosticado. Jakob está acostumbrado a que le pregunten por ello, y su respuesta suena mecánica y diplomática: «Es evidente que uno deja que su propia biografía se refleje en su obra. Sin duda, hay algo que me recuerda mucho a mi padre en el protagonista de aquella serie. Sin embargo, creo que son procesos inconscientes, nunca me he sentado a escribir una película sobre mi padre o sobre lo que ha significado su ausencia o su legado. Y tengo un grato recuerdo de él. Fue un hombre muy marcado por la III Guerra Mundial, tendría alrededor de 20 años cuando sucedió la catástrofe y, aunque nunca quiso explicármelo, siempre supe que detrás de aquella melancolía suya se escondían vivencias muy duras, muy traumáticas. Perdió a sus padres. Siempre se consideró un perdedor. A mi padre nunca le gustó realmente la sociedad corporativa y, aunque hablaba bien en inglés, le gustaba expresarse en español con acento porteño siempre que podía».
»El señor Jones va con traje y corbata a la última moda y, aunque se nota su esfuerzo por parecer atildado, una mota de café en la camisa lo delata. Cuando se da cuenta de que mi mirada se ha posado sobre el manchurrón, lanza una sonrisa que parece una imitación de la famosa de su marido y se disculpa con un consabido “soy un desastre” que pretende ser seductor. Sin duda, hay algo adolescente en este hombre».
(Por cierto, este último comentario irritó muchísimo a Jakob).
«Sé que algunos dicen —afirma Jones— que hay una nueva generación de cineastas y que van a cambiar las cosas. Yo estoy de acuerdo con ellos. Desde mi productora, Coca-Cola Ultra prod, queremos hacer las cosas de otra manera. El realismo que sintieron millones de espectadores al ver Wisdom and Fertility y su secuela no será nada comparado con lo que van a experimentar con You Wonder. Hace tiempo que digo que el cine tradicional ha muerto. Ya no se trata de ver las películas, se trata de “estar en ellas”, todo el mundo lo tiene claro y nosotros también. Claro que me gusta distinguir entre lo que yo llamo la obra de un autor, en la que el espectador no puede intervenir o, si puede, es de una forma que no altere la trama (por ejemplo, uniéndose a una turba que quiere lapidar a una mujer en un filme de época), de lo que yo considero meros pasatiempos. O sea, cuando el espectador pasa a ser un agente activo del argumento, normalmente con vocación erótica y/o autoafirmativa. Para mí, eso no es cine. Y no digo que no pueda llegar a serlo. Solo digo que, hoy por hoy, no lo es. La labor del artista sigue siendo hacer sentir unas determinadas emociones en el espectador, hasta cierto punto, manipularle».
«Wisdom and Fertility y su secuela no solo han triunfado por sus avances técnicos —afirma Jones, que se ha quitado definitivamente la corbata y parece transido cuando habla de su trabajo—. Ha triunfado porque cuenta una buena historia. Hay que dejar que la gente se emocione. Mientras la rodaba, había quien me decía que estaba resultando demasiado sentimental, que era cursi. Contra viento y marea (el productor parece olvidar que el director de la película es, en teoría, Simon Maxwell) conseguí imponer mi criterio. Como civilización hemos conseguido muchas cosas, pero yo propugno un retorno a los sentimientos. Uno debe llorar si quiere o lo necesita. Aun así, sabía que los críticos me iban a machacar, pero no me importaba porque desde el principio creí en lo que estábamos haciendo (el plural es, en su caso, toda una concesión)».
«Jakob trabaja en un despacho amplio y luminoso, escasamente amueblado con un escritorio tamaño portaaviones, repleto de papeles y revistas en un caos absoluto, dos sillones de cuero y una discreta mesa de reuniones apartada en un rincón. Con una vista imponente sobre el puerto de Coca-Cola Light BCN, el productor afirma que allí están sus raíces:
»—Soy un hijo puro del corporativismo. Mi madre era polaca y fue deportada a Light cuando los traslados. Mi padre llegó de la antigua Argentina, hoy Movistar. Pero yo no conozco otra identidad que la de esta ciudad y el logo para el que trabajo».
«Su profesión de fe por el capitalismo me da pie para introducir el tema de Martin Balthazar. Desde su desaparición y posterior reaparición como ideólogo terrorista, hace un año, Jones se ha negado en la inmensa mayoría de ocasiones a dar una explicación. A los pocos días de la noticia, su oficina emitió un escueto comunicado que rezaba: “Ante la desafortunada revelación de la identidad criminal del exabogado de derechos humanos Martin Balthazar, el señor Jakob Jones quiere afirmar tajantemente que nunca estuvo al tanto de sus actividades ni las aprueba en ningún modo”. Desde entonces, el productor se ha destacado en numerosas ocasiones por enfatizar su lealtad a Coca-Cola e incluso ha suavizado a ojos vistas su discurso, tradicionalmente izquierdista.
»—¿Qué sintió cuando supo que Balthazar llevaba años formando parte de los Guerreros de Marte?».
(En este punto, Jakob y la Brown cruzaron una mirada sucinta que dejaba claro que habían pactado que esta vez sí hablaría. Su discurso, sin embargo, sonó forzado, falto de vida. Oculté este detalle, por lealtad a Jakob y por no quitar méritos a un hecho incuestionable: verdad o mentira, había conseguido que por fin contara algo. No olvidemos que en esa época estaba desesperada por recuperar mi estatus como reportera de primera fila).
»—Hasta la fecha no he querido decir nada sobre ello, o lo mínimo posible —comienza su parlamento el productor, con cierta solemnidad—. Me gustaría hablar primero de sentimientos, más que de política. Y en este punto, es público y notorio que yo quería a Martin como a un hermano. Crecimos juntos. Durante muchos años fue mi único amigo. Admiraba a Marty por su vehemencia, por su convicción de que el mundo puede mejorar. Es un hombre carismático, eso es indudable. Además, supongo que había heredado de mi padre un cierto anticorporativismo que los años me han curado. Eso es inevitable. Pero siempre fuimos muy distintos. Cualquiera que me conozca podrá decírselo. Yo apreciaba en Martin su pasión y sus buenas intenciones, pero sencillamente no estaba de acuerdo con él. Mucho menos en los últimos meses, cuando tomó una deriva muy complicada de entender para mí. Totalmente extrema.
»—Usted firmó muchos manifiestos que él redactó. Apoyó su campaña para promover la libertad religiosa. Le apoyó cuando pidió que se tratara mejor a las minorías étnicas. Le acompañó en aquel mitin por la recuperación de las lenguas anteriores a la guerra.
»—Y no lo apoyé nunca en el tema de los robots —salta rápidamente Jakob—. Y entre Martin y yo había una diferencia fundamental, bueno dos. Primera, obviamente, yo estoy en contra de cualquier tipo de violencia. Segundo, yo no soy religioso, nunca lo he sido. Y la deriva de los últimos meses de Martin complicaba mucho nuestra relación. Él no aprobaba mi homosexualidad, por ejemplo. Mire, yo soy de izquierdas, eso es conocido por todos. Pero Coca-Cola, y el mundo, está lleno de gente que opina que debería legalizarse el catolicismo y abominan de los Guerreros de Marte. La izquierda solo tiene pequeños puntos en común con ellos, luchar por una sociedad menos mercantilizada y más humanitaria con todos. Pero ahí acaba la cosa. Para mí, todo esto ha sido, sobre todo, una tragedia, un disgusto enorme. Por suerte, cuento con el amor de mi novio y tengo un trabajo que me apasiona. La vida te hace fuerte, te guste o no».
Dicho esto, el productor y la Brown volvieron a intercambiar una rápida mirada. Me pregunté si incluso habrían pactado qué diría palabra por palabra. No escribí nada sobre mis sospechas, o más bien diría mi convicción, de que Jakob Jones me había mentido. Aquella sinceridad impostada en temas menores («Es un hombre carismático», etcétera) solo podía ocultar una verdad mucho más compleja. Admitiendo lo obvio, que había sido uña y carne con Balthazar, como si fuera una confesión en toda regla, solo pretendía enmascarar un sentimiento de culpa que percibí enseguida. No escribí nada sobre ello porque me pudo un extraño sentimiento de lealtad que me he recriminado muchas veces porque siempre me ha gustado pensar que al menos soy una buena periodista.
Además, aunque hablamos del asunto, para disgusto de la Brown, en el artículo tampoco hice ninguna mención ni a la antigua adicción a las drogas de Jakob ni a sus muy diversas cóleras de toda índole. Hacia el final de artículo, no había más que algunas frases en las que mencionaba, sin darle mucha importancia, que el productor «había pasado una adolescencia difícil que, en su primera juventud, desembocó en algunos encontronazos con la justicia... y consigo mismo» o que «Jones es famoso en toda Coca-Cola por sus peleas sangrientas con sus colaboradores y sus extrañas costumbres nocturnas». Habría sido mucho más correcto decir, tal cual, que «Jones fue un drogadicto desde los 18 hasta los 21 años, cuando fue rescatado por su hermana, y jamás fue capaz de superar del todo su adicción. Sus borracheras son legendarias del uno al otro confín y su mal comportamiento le ha acarreado tantos enemigos como amigos» o «la mayoría de la gente, en realidad, duda que Jones esté bien de la cabeza. Su reputación de loco precede al personaje».
Ahora me doy cuenta de que escribí sobre él estando enamorada. La objetividad y el amor no se parecen en nada.
17
Los pósteres
uando el sol ha desaparecido del todo, y solo entonces, la extraña pareja se retira de la playa. En la recepción, Jakob pide que le limpien el cuarto mientras dura su cena y sonriendo nervioso le asegura al Windsor, a quien ni le va ni le viene, que, «por lo menos», después podrán ir a su suite. Tiene que pasar un momento por allí para recoger ropa decente con la que presentarse en el restaurante. Joshua se queda esperándolo en la recepción. Al entrar en su estancia y encontrarse aquel espanto, Jakob se da cuenta del estado de miseria humana en el que ha estado vegetando las últimas semanas y tiene la impresión de que ha penetrado en otra dimensión, una que lo conduce hacia el abismo. Coge su ropa, lo único que parece limpio y pulcro en varios metros a la redonda, y se marcha como el criminal que abandona el lugar en el que ha cometido un robo.
El androide vive con el servicio, en una especie de barracón situado a unos quinientos metros del edificio principal. Es una construcción sólida pero basta de tres plantas en la que unos cincuenta robots se apiñan en habitaciones de no más de diez metros cuadrados. A Jakob le sorprende el ambiente como de feria, con la «gente» hablando entre sí con las puertas abiertas, mientras algunos van y vienen con cestos de ropa y otros deambulan en calzoncillos o bragas pasando revista de una habitación a otra, cotilleando en todas partes. Le recuerda a las barriadas de las películas italianas antiguas. La mayoría son Jacksons que se dedican a tareas de vigilancia o Browns de conserjería o Smiths que se dedican a la limpieza. Jakob pregunta a Joshua dónde están los Jacksons Plus apolíneos que ha visto en la piscina, o incluso los Windsors como él. Pero Joshua no responde a su pregunta y le coge de la mano y lo guía hasta un ascensor.
Después de subir dos pisos, llegan a un pequeño distribuidor decorado de forma lujosa con una alfombra dibujada con primorosas escenas primitivas (búfalos y cazadores con lanzas), una mesilla, una lámpara que da una luz verdosa a través de una pantalla sedosa y un póster con una vista de Marte que a Jakob le deja atónito. Desde los atentados, el planeta se ha convertido en un símbolo perverso. Joshua se da cuenta de su sorpresa y le lanza una sonrisa cómplice:
—Lleva aquí desde que me instalé en este hotel. No sé por qué he terminado por acostumbrarme y me fastidiaría que lo quitaran. Supongo que a los demás les pasa lo mismo.
—¿Has estado alguna vez en Marte?
—No.
En la planta de Joshua no hay ni rastro del ambiente ruidoso y arrabalero de abajo. A Jakob le fastidia que la lucha de clases se reproduzca en el mundo de los robots, como si hubieran heredado los mismos defectos de sus creadores. Cuando ve el cuarto, le sorprende y le inquieta que esté decorado con pósteres de estrellas de rock. Reconoce a muchos artistas gracias a su marido. (De pronto, le viene a la mente la imagen de él buscando por toda la casa lectura que llevarse al baño y terminando con alguna de aquellas revistas con músicos en la portada. A Paul, que iba de antiguo, le gustaban las publicaciones de papel porque le gustaba el rock, le gustaba el punk y que un sastre le hiciera con sus manos los pantalones. Por no hablar del guitar air, aquello era tremendo).
Joshua se sienta en la cama y Jakob apoya su cabeza en su regazo.
—Cuéntame cosas de ti.
El androide parece ansioso por hablar:
—Fui fabricado en Honda Civic y trabajé los primeros quince años en otro hotel parecido a este, en Apple. Allí las cosas se hacían más a lo grande. Después me trasladaron a Repsol Oriente, hasta que comenzaron los atentados y me mandaron a Hilton Cabo, la ciudad de la serie de tu marido, Long Street. Solo llevo aquí un par de años y me gusta. Hay buen ambiente, es más relajado.
—¿Cuántos años has vivido?
—Treinta y ocho —contesta el Windsor con una sonrisa—. Estoy hecho un viejo para ser un androide. Me quedan solo doce de vida.
Se quedan en silencio. Joshua se levanta y pone música. Suena una de esas canciones guitarreras que a Paul le gustaban tanto.
—Me paso el día escuchando rock —dice Joshua, repantigándose en la cama—. Soy un fanático de la música desde siempre. Por cierto, ¿quieres una felación?
A Jakob no le apetece ni el sexo ni estar de charla. Tiene ganas de pegarse un baño y se instala en la bañera de Joshua. El androide tiene colgadas fotos de conciertos incluso allí. El productor se pasa horas remojándose y jugando con la espuma, rodeado de hombres con barba y delgadísimos, la última moda, con trajes caros, sin darse cuenta de que está dejando pasar demasiado tiempo. Se siente excitado y al mismo tiempo triste e incapaz de nada. Aunque la perspectiva segura del sexo hace que se le ponga dura enseguida, nota que hay una capa que lo separa del mundo exterior. Un manto invisible que le hace imposible relacionarse verdaderamente con las cosas o las personas. Se siente como los espectadores de su película, pueden sentir en su propia piel las emociones de la pantalla, pero no interactuar en ella. El recuerdo de Paul, que a ratos consigue obviar, regresa de forma violenta y su cabeza se llena de imágenes confusas. A veces, cuando cierra los ojos sin querer, tiene la impresión de que acaba de encender el interruptor del infierno.
Al cabo de una hora, Jakob sale finalmente del baño. El Windsor parece mosqueado. Hojea una revista con un guitarrista en la portada y escucha una canción de punk a todo volumen que desciende en cuanto el productor abre la boca para pedir disculpas. Sin mirarle a la cara, Joshua se mete en el baño dejándolo a solas.
Jakob aprovecha el momento para inspeccionar la habitación. Pero hay poco que ver. Joshua tiene una consola espectacular que sirve para todo como la que hay en todas las casas, algunos libros en las estanterías (biografías de músicos, algo de literatura, un Kama sutra) y un armario bien provisto con ropa a la última moda. La habitación es muy parecida a la que tenía Paul en casa de sus padres cuando le conoció (porque Paul vivió con sus padres hasta que se mudó con él, a los 26 años) y se siente idiota por ser tan previsible. Se entretiene hojeando una revista y enterándose de los próximos macrofestivales de rock, pero enseguida aparece Joshua, desnudo y completamente seco.
—A nosotros el agua no nos moja —dice el androide, mirando divertido con sus ojos verdes centelleantes a Jakob, que siente una mezcla de autodesprecio y deseo.
—¿Y por qué te duchas?
—No nos moja, pero sí nos limpia. Los Windsors somos los únicos robots que nos duchamos.
—A Paul sí le mojaba agua —recuerda Jakob pensativo.
—Paul era un A Plus. Y no es bonito comparar.
El robot tiene cara de malas pulgas. Jakob ha calibrado, por lo que se ve equivocadamente, que su nuevo Windsor sería un poco más manejable que su marido, cuyo carácter mandón y propenso a exigir la perfección lo había mortificado durante ocho años. No está muy seguro de que tenga paciencia para soportar a Joshua. Al fin y al cabo, él no sabía que Paul era un robot; de haberlo sabido, habría presentado una queja. «Esta vez no hay truco», como había dicho el mismo Joshua. Pero el Windsor ya está sonriente de nuevo, así que no tiene oportunidad de montar el número de propietario insatisfecho.
—Venga, vamos, que se nos ha hecho tarde. Pensaba que te habías ahogado en esa bañera.
«Será mamón el robot», piensa Jakob.
18
Michael
alí tensa de la productora de Jakob. Yo creía que nuestro lío del día anterior había significado algo. De hecho, lo único que me agobiaba era su inseguridad, aquella necesidad constante de que le demostraras que estabas a gusto, etcétera. Aunque yo sabía que él jugaba con la ventaja de tener novio, su vulnerabilidad y su deseo de agradarme me habían dado la impresión de que sentía algo por mí. Pero aquellos buenos modales, aquellas respuestas profesionales y eficaces de la entrevista me dejaron destrozada. Por no hablar de aquella confesión sobre Balthazar que en realidad era una coartada. No hubo ni una sola mirada cómplice, ni un solo gesto que delatara que yo era algo más que una periodista o, peor, una fan. Jakob se había comportado como la perfecta celebridad. Solo le faltó dedicarme un autógrafo. Mi vanidad estaba totalmente hundida y mientras bajaba por el ascensor decidí que lo mejor sería meterse en un avión y volver a mi apartamento del Village. Me avergonzaba por mi actitud y por haberme creado expectativas y todo lo que quería era hacer las maletas, escribir el artículo a toda prisa y confiar en que por lo menos las cuatro obviedades que había conseguido sonsacarle sobre su amigo el famoso terrorista justificaran el viaje. De pronto, la posibilidad de volver a encerrarme durante días en la redacción me pareció seductora.
Pero Jakob me llamó al cabo de un par de horas, mientras me arreglaba porque Michael finalmente había accedido a verme. Tenía el tono de voz alegre y de vez en cuando lanzaba risitas y le decía a Paul: «¡Para, para!».
—Disculpa por la frialdad durante la entrevista. Estos Browns ya sabes cómo son. Si se entera de que el otro día estuviste cenando en casa seguro que me cae la bronca. Los adoctrinan para que nos impidan hablar con vosotros fuera de los canales oficiales. Ya sabes (jijiji), la puta paranoia de todas las corporaciones. Es una locura. ¡Para!
—No pasa nada —contesté lacónica, feliz por el cambio de actitud pero al mismo tiempo tan sorprendida que me costaba articular palabra.
—Escucha —siguió Jakob, con sus risitas—. Paul y yo nos vamos a tomar el fin de semana (jijiji) con calma y nos vamos mañana a última hora de la mañana a nuestro refugio de la Costa Fanta. Si te quieres venir con nosotros, encantados.
Hice ver que dudaba:
—No lo tengo muy claro —dije, carraspeando—. Más bien había planeado volver a iPad para solucionar unos asuntos.
—Venga, hombre. Fuiste tú (jijiji) la que dijiste que te apetecía ir a la playa. Te lo estamos poniendo en bandeja. ¡Para, Paul, para ya!
—Está bien.
—Entonces, perfecto —reaccionó Jakob, de pronto poniendo voz de aristócrata—. Mañana a las tres te pasamos a buscar.
Contenta por la invitación, salí de casa con una sonrisa. De pronto, Paul y Jakob ya no eran una pandilla de frívolos que se deleitaban jugando con los sentimientos de una casicuarentona mal follada, sino una pareja encantadora de artistas con los que mantenía una apasionante relación a tres bandas, porque ya me veía deseada y codiciada también por el actor. En este estado de felicidad, me costó hacerme a la idea de que no tenía más remedio que mantener mi cita con Michael aunque hubiera preferido pasar la tarde leyendo el listín telefónico. Lo que en un principio había calculado como un acto de desagravio, quién mejor que Michael para poner a parir durante horas a Jakob, se convertía ahora en un doloroso trance entre otras cosas porque cada vez que veía a mi amigo recordaba a esa estudiante universitaria estrafalaria, estudiosa y aguafiestas que nunca me cayó muy bien.
Vivía en un barrio mucho más modesto que su cuñado, en un apartamento pequeño sin vistas sobre la calle que parecía una ratonera plagada de libros, periódicos, revistas y objetos indescriptibles y altamente inútiles. Yo había insistido en que nos viéramos en un café y, visto su desorden, me pregunté si el motivo de su exigencia de que conociera su casa tenía por objeto confesarme que padecía el síndrome de Diógenes y quería que yo, su psiquiatra más fiel y entregada, lo ayudara en este nuevo desafío.
Había engordado desde la última vez que nos habíamos visto en iPad, dos años atrás, en un congreso sobre Coetzee, su escritor favorito. Comimos a toda prisa en una terraza y Michael parecía extrañamente contento porque había conocido a una mujer, a una alumna de su clase para mayores, con la que estaba acostándose y que pensaba que podía ser su media naranja definitiva. Desde entonces, sus e-mails, cada vez más lacónicos, me habían detallado, con la truculencia habitual, sus conflictos, su rutina y el apocalíptico final de una relación que lo había dejado destrozado. Me pregunté, al ver su rostro hinchado, si no estaría tomando algún tipo de ansiolítico para caballos y sentí una mezcla entre lástima y rechazo. Intentó darme un abrazo muy sentido, pero me lo quité de encima bastante rápido porque nunca he sido mujer de muchos tocamientos.
Me hizo sentar en un pequeño trozo del sillón que despejó tirando al suelo una columna de fascículos sobre la historia del cine en la primera mitad del siglo . Aunque su aspecto delataba a un hombre derrotado y sonriente, como una de esas personas debiluchas que ya solo aspiran a obtener lástima, lo primero que me dijo fue:
—Me has traicionado.
Estuve a punto de contestarle a bocajarro que me había acostado con Jakob y que deseaba intensamente poder hacerlo de nuevo pero me contuve:
—Es trabajo, Michael, trabajo. Me encargaron una entrevista con él y no podía negarme. Además, así tenía ocasión de visitar tu corporación, después de tantos años.
—No me vengas con cuentos, aun lo habrás hecho para verme. Podrías haberte negado. Y encima te gustó Wisdom and Fertility, eso ya me lo has confesado. —Tenía una sonrisa sibilina, como si quisiera quitarle dramatismo a su queja porque en realidad le dolía demasiado.
—Michael, por favor —le dije, tratando de sonar cariñosa, pero tajante.
Nos quedamos los dos en silencio. Se ofreció a darme algo de beber. En la nevera tenía una lata de cerveza y media botella de zumo de naranja, espachurrada por el medio. Le dije que me pusiera un vaso de agua y lo acompañó de unas pastas reblandecidas. Volvimos a mirarnos en silencio.
—¿Qué tal tus clases? —pregunté por decir algo.
Recobró cierta energía, como siempre que tenía oportunidad de criticar algo y sentirse indignado por lo mal que funciona el mundo.
—De mal en peor. Los niños cada día son más tontos. Es imposible hacerles leer. Y después del trauma con Laura dejé las clases de adultos. No quiero más tentaciones.
—¿Y qué haces? —pregunté, un poco sin venir a cuento.
—¿Qué hago de qué?
—¿Qué haces con tu vida? ¿Estás todo el día aquí, solo, leyendo, comiendo estas pastas húmedas y bebiendo a morro tetra bricks de zumo de naranja o qué haces?
Michael se quedó muy sorprendido por que fuera tan directo con él. Sabía que nunca me han gustado los besuqueos, pero estaba acostumbrado a que interpretara el papel de amiga comprensiva y alentadora hasta el último suspiro.
—Me siento muy solo —me dijo, como si me lo echara en cara.
—Yo también —repliqué, de malas pulgas.
Verlo en un estado tan depresivo, tan necesitado de compañía y de afecto me causó una repugnancia tremenda porque, hasta cierto punto, lo que estaba viendo era que mi amigo de la universidad, la única persona con la que había tenido verdadera confianza y algo parecido a un amor, además de un marido que me abandonó enseguida estaba igual de sola y quizá más triste que yo misma, que por lo menos había logrado destacar en mi profesión. Me había costado muy poco ser compasiva y cariñosa una vez cada quince días por correo electrónico, pero ahora que lo tenía delante habría preferido darle una bofetada y marcharme corriendo. Además, me fastidiaba que encima se hubiera hecho el interesante y me hubiera obligado a llamarle varias veces para que accediera a verme, indignado por mi «traición» con Jakob, su enemigo acérrimo.
—¿Qué te ha parecido mi hermano?
—Guapo, simpático, encantador —dije para picarle.
Aquellos adjetivos hicieron que se le erizara la espalda.
—Paul es perfecto —convino—. Perfecto. Fue perfecto desde pequeño. El Roquita le adoraba, mi madre también. Los otros niños. Paul brillaba. Sin embargo, ahora...
—No empecemos.
—No voy a hablarte de Jakob. Creo que ya he dicho suficiente. Pero no voy a callarme que, por su culpa, veo mucho menos de lo que me gustaría a mi hermano. De todos modos, en este asunto, actualmente, hay otros aspectos que me preocupan. Digamos que su insólito noviazgo con el imbécil de Jakob es solo un síntoma, una huella más del crimen que se está perpetrando.
—Dan la impresión de estar muy unidos —proseguí, ofensivamente.
Michael comprendió que no iba a seguirle la cuerda de ninguna manera y cambió de tema, aunque solo aparentemente.
—En tu calidad de experta en los Guerreros de Marte y las cloacas del corporativismo, hay unas preguntas que quería plantearte.
Me alegré de tratar asuntos menos íntimos y le dije:
—Dispara.
Poniendo cara de interesante, de hombre con fuentes del más alto nivel y vetadas para la mayoría, dijo:
—No sé si habrás oído los rumores. Circulan por canales no oficiales y hablan de una revolución de los robots encubierta. Al parecer, decenas, si no cientos de ellos, sobre todo los más avanzados, están formando pequeñas franquicias de los Guerreros de Marte.
La historia de los robots terroristas era casi tan vieja como los propios terroristas, que entonces contaban con ocho años de suicida y exterminadora existencia. Había recibido numerosos e-mails que aseguraban tener pruebas fehacientes de que los Windsors se estaban convirtiendo al credo de Talim Yures. Alguna vez llegué a quedar con esas personas, pero siempre me encontraba con dementes desquiciados que también trataban de convencerme de que el Papa había huido en secreto de la destrucción del Vaticano y planeaba una guerra santa o que Michael Jackson había sido la reencarnación que esperaban los judíos aunque estos no se hubieran dado por aludidos, motivo por el que se había desencadenado la cólera divina en la III Guerra Mundial.
—Los he oído muchas veces —dije, tratando de no parecer excesivamente antipática—. Incluso los he investigado. Más bien me parece que es un bulo.
Michael, sin embargo, estaba muy excitado con el asunto.
—Hay más rumores —añadió, con una sonrisa sibilina que daba fe de su falta de tacto y de amigos—. No sé si has oído hablar del programa Cuerpos Mutilados.
La simple mención de aquellas dos palabras juntas hizo que tuviera ganas de vomitar.
—No creo que sea un tema de conversación en el que quiera entrar.
—Entonces ¿lo sabes?
—Sí, lo sé. Sé que hay gente que dice que los cuerpos de bebés y de niños que han desaparecido después de los atentados están siendo resucitados por algún plan perverso de las corporaciones para crear asesinos en serie. Hay muchas madres que están obsesionadas con que sus hijos están siendo entrenados en algún planeta o en alguna base militar que no aparece en ningún mapa donde crean una nueva raza de humanos con superpoderes. Michael, por Dios, ¿te das cuenta de que yo perdí a un hijo y nunca encontraron su cadáver? ¿Cómo no voy a estar al tanto de estos chismes que circulan por Internet? —Estuve a punto de añadir que los sabía todo el mundo, pero, aunque la visita me resultó incómoda desde el principio, tampoco me gustaba la idea de ser demasiado desagradable. Más bien confiaba en mi excusa previamente pactada de que tenía una cena importante y poder adelantar la hora de la partida el máximo posible.
—¿Y lo crees? —me preguntó, aun fuera de sus casillas, convencido de que por fin tenía una conversación importante sobre un tema en el que cavilaba en sus muchas horas libres y solitarias.
—No, no lo creo. Y me sorprende que lo creas tú, que si no recuerdo mal estabas convencido de que en conspiraciones solo creen los ignorantes que tratan de dar una coartada a su incultura con teorías estrambóticas que los hagan parecer, en realidad, mejor informados. Siempre decías algo así en la universidad cuando alguno salía con lo de que los judíos habían organizado la III Guerra Mundial o existía un ejército de chinos oculto en algún lugar de la tierra que en algún momento dado aniquilaría el planeta con bombas atómicas que lograron rescatar antes del desastre.
—Sí, sí —dijo, más en sus cabales que antes—. Pero hay algo en Paul... No lo sé. Ya sé que todo suena muy extraño, pero siempre he conocido muy bien a mi hermano y sé que últimamente hay algo en él que no es normal, porque quizá, y esto es lo más importante, quizá no ha sido normal nunca.
Estuve a punto de decirle que lo que era realmente insólito es que la misma familia hubiera podido concebir a un hijo tan guapo, atlético, sano e inteligente como Paul y a otro tan desastroso, cínico, asocial y depresivo como él mismo. Sin embargo, yo sabía que Michael no era tonto aunque siempre hubiera sido un fracasado y me intrigó hasta dónde quería llegar.
—Si te digo lo que pienso vas a pensar que estoy loco.
—En cualquier caso, me limitaré a confirmarlo una vez más —repliqué, esta vez sin poder contenerme.
Sin embargo, Michael estaba muy serio y seguía muy excitado, como si por fin pudiera revelarme el secreto que le estaba corroyendo, y no se dio por aludido por mi grosería.
—Creo que Paul es un robot.
—Estás de risa.
—Lo digo totalmente en serio.
—Estás loco, tenías razón. Iba a pensar que estás loco, y es lo que pienso.
—No solo eso —añadió, como si no le importara en absoluto nada de lo que yo le dijera—. Creo que se ha unido a la resistencia de las máquinas.
—¿La resistencia de las máquinas? Querrás decir los Guerreros de Marte. —Esa expresión solo la utilizaban los terroristas y un porcentaje elevado de adolescentes que tenían teorías disparatadas y que veían la vida como un videojuego.
—Efectivamente, los Guerreros de Marte —contestó, muy serio—. Así es como se los conoce en los canales oficiales.
Miré subrepticiamente mi reloj y calculé que en media hora, a las ocho, podría marcharme sin hacerle un desprecio. Pasé el rato escuchándole hablar sobre una página web que había localizado tras mucho trasegar por Internet, envuelto en un mar de sospechas, en la que se relataba la historia de un tal Robert, un chaval de la misma edad de Paul, que a los 24 años había sido informado de su naturaleza robótica y su deuda con la corporación, a la que tenía que servir como agente secreto. Robert, nombre ficticio, se había rebelado contra su destino y escribía ese texto desde un campo de entrenamiento de la «resistencia de las máquinas», cosa que Michael dijo guiñándome un ojo para darme a entender por qué había utilizado esa expresión y lo lejos que había llegado en sus investigaciones. En ese campo, Robert había conocido a otros robots como él que se negaban a ser tratados como esclavos y se rebelaban contra su propia naturaleza.
Descubrir a Robert hizo sentir a Michael como el sediento que encuentra un oasis tras mucho vagar por el desierto o el converso que lee la Biblia y cae de rodillas. Por fin, comprendía lo que era «realmente» su, a pesar de todo, adorado hermano Paul. Estuvo analizando cada momento vivido junto a él y no solo confirmó sus sospechas respecto al hecho de que fuera tan «perfecto» (palabra que me ponía nerviosa porque lo hacía parecer aún más celoso e inestable) desde muy pequeño, sino también, aunque había que fijarse mucho y conocerlo muy bien, lo mecánico de sus movimientos, que resultaban precisos pero limitados, como si dispusiera de un catálogo menos extenso de gestos que los humanos normales y corrientes.
Además, continuaba explicando como poseído por el diablo, Paul últimamente decía cosas raras, como que el corporativismo era una lacra o que la desaparición de la religión pura fue un crimen peor que el Genocidio de la guerra. Teorías subversivas que, además y de forma muy misteriosa, ocultaba ante Jakob, ante el que representaba su tradicional papel nítidamente corporativista. Finalmente, el elemento más concluyente es que era absolutamente imposible, bajo ningún concepto, que su hermano estuviera con Jakob por su propia voluntad y la única manera de explicarse semejante disparate es que, como Robert, estuviera en algún tipo de misión corporativa. Tenía más detalles, pero, en vista de mi prisa, dijo con sarcasmo, había preferido un resumen de lo más importante.
Mientras escuchaba a Michael, sentí una profunda lástima por el viejo prematuro, iluminado y enloquecido en que se había convertido. Rodeado de polvo e hinchado, diciendo tonterías sobre los Guerreros de Marte y planes secretos de las corporaciones, me ofrecía un espejo de la persona que no quería ser nunca, también un cierto estímulo para no rendirme y reinventarme de alguna manera. Pasado el tiempo prudencial para no ser descortés, que superó la media hora, me levanté para marcharme. Pero aun tenía una última cosa que decirme:
—No solo quería que vinieras para hablar de Paul —dijo—. Espero que no hayas pensado que soy un fracasado que a costa de tener demasiado tiempo libre ha acabado teniendo fantasmas.
Era una forma bastante precisa de explicar lo que pensaba. Por eso, su siguiente proposición me dejó estupefacta:
—Quiero que te cases conmigo.
19
Una cena romántica
akob y Joshua recorren el sendero que los separa del restaurante en silencio. Se miran el uno al otro tímidamente, como una pareja de musulmanes antiguos a los que les acaban de presentar a su consorte. El productor está absorto en sus pensamientos y no le apetece ni contar chistes ocurrentes ni, de hecho, abrir la boca. Joshua, por su parte, parece perfectamente feliz e incluso algo inseguro. Como si fuera de verdad. El restaurante está en una plataforma desde la que se divisa la playa en la que titilan como manchas resplandecientes la luz débil de las farolas y, a lo lejos, en medio de un mar en calma, el torreón de vigilancia, para que a nadie se le olvide que están en un paraíso, pero un paraíso vigilado.
Les da mesa un Brown de bigote fino y rasgos Smithoides. Es tarde, las once de la noche, y la sala está medio vacía. Aquí y allá hay humanos con robots que se ríen y beben champán, dando la impresión de estar pasando un buen rato. En algunas mesas también se juntan grupos de hombres y mujeres que hablan en voz baja manteniendo algún tipo de reunión supersecreta. Jakob reconoce en algunos rostros a personas famosas, la mayoría ejecutivos de Coca-Cola y otras corporaciones. En cualquier otra circunstancia, se habría paseado de mesa en mesa presentando sus respetos y dedicándose a lo suyo, trepar. Pero sabe que no está en su mejor momento y tampoco nadie le presta la menor atención. El productor mira a la playa, el mar empuja suavemente las olas sobre la arena. Al ver la sonrisa radiante de Joshua, sus músculos, su camiseta ajustada y sus pantalones cortísimos, le duele no poder disfrutar de verdad de todo aquello. Por mucho que lo intenta, echa de menos a Paul. Lo echa de menos incluso cuando no piensa en él.
—Este es un hotel cojonudo, la verdad —dice Joshua, sentándose a una mesa junto a la barandilla de la plataforma—. En Coca Cola la gente es mucho más discreta que en Estambul, perdón, Gas Propano; allí se montaban unos follones alucinantes a la que se reunían cuatro famosos. Aquí la gente pasa de todo.
Jakob está obsesionado con Repsol desde hace años. Siempre ha fantaseado con la idea de hacer una visita. Una vez le propuso a la corporación hacer una película de acción con mucha sangre y explosiones en el país, pero se negaron en rotundo. Y aunque tiene un amigo en el departamento de Seguridad que le hubiera hecho un visado sin problemas, jamás ha podido cumplir su viejo sueño de pasar unos días allí, de mezclarse en ese caos que describen revistas como Visado, porque Paul nunca ha querido que fueran. Vista la situación, al productor le provoca muchísimo dolor (ese dolor que nos provoca cada pequeño agravio, cada sacrificio y concesión a la persona contraria cuando hemos sido abandonados, multiplicando la humillación y la pérdida) que haya sido tan hipócrita. Abre los ojos y se dispone a escuchar con atención a Joshua:
—Cuéntame cosas de allí, me flipa ese sitio.
—Los turcos están como cabras. Es incomprensible. En ningún país hubo tantos traslados como allí, pero los muy cabrones siempre se las apañan para volver. De hecho, se niegan a aceptar los nuevos nombres. Se ponían muy nerviosos si decías Gas Propano en vez de Estambul o Gasoil en vez de Taksim.
—¿Qué es Taksim?
—Una plaza enorme en lo alto de una colina de Estambul. El lugar más extraño del mundo corporativo.
Se dicen todo tipo de cosas sobre Gas Propano, el sitio más violento del mundo. Jakob está estupefacto con el hecho de que Joshua haya vivido allí. Le ha sorprendido cuando lo ha mencionado en la habitación y, vista su situación, le parece demasiado extraño que, precisamente, el nuevo robot insista en explicar su paso por el país más subversivo del anticorporativismo. En cualquier caso, es la primera persona que conoce que haya vivido en un lugar que en su imaginación se presenta como una especie de infierno maldito y prohibido. Ni siquiera su examante, la periodista especialista en los Guerreros de Marte, ha podido conocerlo demasiado bien sobre el terreno. Entrar es muy difícil para un turista, para los periodistas significa colas absurdas e interminables, papeleos desesperantes que pueden terminar, sin justificación alguna aparente, con una negativa. En los últimos meses, se rumorea incluso que, en medio del caos, Talim Yures podría haberse instalado allí junto a sus secuaces. Es solo un rumor, uno más, entre los miles de rumores sobre la banda armada. Uno más entre los rumores en los que algunos, los más osados, los hastiados, los violentos, querían ver como una señal del principio del fin, o quizá, de una nueva masacre.
—Los tíos se niegan a hablar en inglés como todo el mundo —continúa Joshua, sin darle ninguna importancia a que Jakob parezca sumergido en sus propias disquisiciones—. Es muy fácil perderse porque no se entiende una mierda, claro que al final algo de turco aprendes —prosigue, risueño y concentrado en su relato—: Lo más curioso era que casi todos trabajaban para la corporación, es uno de los sitios con menos iniciativa privada. Vivían como reyes, los cabrones. Pero, al mismo tiempo, estaban todo el día enfadados y de vez en cuando la liaban parda. —Joshua abre mucho los ojos como dando a entender que lo que está explicando es realmente extraordinario—: Había bastantes días en que decretaban el toque de queda absoluto y no nos dejaban salir para nada del hotel. Una noche, uno de mis clientes, un ejecutivo superimportante de Repsol que me había cogido cariño, me sacó del hotel durante unos disturbios y me llevó a dar una vuelta con su coche blindado, que más bien parecía un tanque. Era flipante, había gente quemando cosas por todas partes, la policía dándose de hostias con los chavales, y veías a humanos de quince años desangrándose y a cada rato se oían pequeñas explosiones. Parecía el fin del mundo. ¡Es que los cabrones hasta eran musulmanes! Yo ni sabía que eso existía.
Joshua parece divertido y al mismo tiempo fascinado mientras habla de Repsol Oriente. La perfección corporativa, con sus hileras de casas con sus perfectos jardines, con aquellos frondosos parques y aquella organización prácticamente intachable, en la que casi nunca pasa nada, salvo cuando una corporación quiebra o a todo el mundo, hastiado, le da por drogarse hasta límites enfermizos, tiene algo de inhumano y aburrido, explica Joshua, de repente muy parlanchín. Y Jakob se pregunta de nuevo si Joshua, como Paul, se habrá pasado al lado oscuro y será uno de esos Windsors fuera de control a los que les ha dado por poner bombas. Pero le parece demasiado forzado, demasiada casualidad, y demasiado obvio. Pero de puro obvio, podría ser verdadero, porque si realmente quisieran engañarlo con un robot subversivo, se imagina que este sería más cauto.
—Siempre he querido ir a Estambul. Paul odiaba ese sitio. Creo que lo prohibieron del todo para los turistas cuando el atentado en Toyota TK o en Sony. Eso fue hace unos cinco años, ¿no? —A Jakob le viene un chispazo de él acurrucado en el regazo de Paul viendo las noticias una noche de febrero en la que estaba lloviendo a cántaros, por la época del fracaso de Your Dementia.
—Yo me fui mucho antes, después del primer atentado en Levi’s. Entonces nos evacuaron a casi todos los Windsors.
—Y tú ¿qué opinas de los Guerreros de Marte? ¿Crees que realmente están instalados allí?
—Yo no sé nada de los Guerreros de Marte, no sé por qué me lo preguntas a mí. Nosotros no hablamos de estas cosas. —Joshua tiene una sonrisa incrédula, algo desagradable.
—Bueno, has sido tú el que... —musita Jakob.
Los dos se quedan en silencio, bajo la luz de la luna. El camarero los rescata de su incomodidad. Jakob deja que Joshua escoja menú y se encoge en sus pensamientos turbios. A pesar de todo, ha concebido aquella cena como una pequeña fiesta rematada en polvo. Una pequeña alegría en medio de la catástrofe. Y aquella respuesta esquiva lo ha hundido.
Joshua, en cambio, resplandece; una finísima, ahora sí, capa de sudor cubre su rostro, y sus ojos parecen dos faros verdes, muy abiertos y siempre alertas. Tiene un flequillo tupido y lacio que le llega a la altura de las cejas, y los labios como entumecidos. Cuando se quedan en silencio, sigue tieso, como olfateando la noche, al mismo tiempo sonriente y serio, excitado y sometido a los rigores de algún tipo de misión abrumadora en la que cada movimiento tiene un significado trascendental. Hay algo, sin embargo, realmente desconcertante en este chico, que da la impresión de estar disfrutando con una comedia que por otra parte se toma absolutamente en serio, como un actor que interpreta a su personaje como un chiste privado y cree que nadie más que él se da cuenta. Hasta cierto punto, Joshua da la impresión de querer ser feliz pero estar sometido a un destino irrenunciable que se lo impide de una forma plena. Y de ahí esa media sonrisa, esa media tristeza y ese medio entusiasmo que se mezclan con su aspecto apuesto y galante pero forzado y artificioso. Aunque resplandece, eso es innegable.
—¡Qué buen rollo! —exclama Joshua cuando el camarero se ha marchado, mirando a la bahía.
Jakob intenta recordar la última vez que ha estado de vacaciones. Haciendo un esfuerzo, cree rememorar que, justo después del fracaso estrepitoso de Your Dementia, él y Paul pasaron un mes en Hilton Gardenia. El productor se estaba volviendo a drogar y la corporación lo obligó a marcharse. La actitud solícita de aquellos días de Paul lo conmovió entonces, sobre todo porque era extraordinaria. Ahora se da cuenta de que, en realidad, lo había hecho para que se recuperara y continuara produciendo. En los últimos días, Jakob se ha convertido en un verdadero experto en este tipo de razonamientos autocompasivos. Cada detalle, cada mimo, cada noche que han pasado abrazados o cada mal polvo en realidad han sido pequeños peajes que Paul ha tenido que pasar para mantener la relación viva. Porque si Paul era tan antipático, tan esquivo, tan poco dado en los últimos años a seguirle el rollo, según una expresión que le gustaba mucho, a su tipo de relación preferida, marcada por el drama y la reconciliación y vuelta a empezar, quizá no era, como pensaba Angelina, y él creía secretamente, porque fuera su manera de no dejarse devorar por Jakob, sino porque, quizá, Paul realmente lo detestaba sin más.
Cuando logra dejar de pensar en su exmarido (o su marido a secas), se da cuenta de que Joshua le está hablando:
—No sé si has escuchado las nuevas canciones, tú, empanado, de los Walkers Zombies. Son flipantes. Llevo toda la semana poniéndolas a todas horas.
—¿Tú te has implantado el BrainMusic?
—Lo llevamos de serie —dice el Windsor—. No me jodas que tú eres de los que aun llevas tarjetas de crédito y pasaporte...
—Sí —contesta Jakob con un cierto orgullo—. El móvil sí lo tengo implantado. Y también una tarjeta de emergencia.
—Menos mal —responde Joshua, como si le hubiera ofendido la falta de modernidad—. ¿Y por qué? ¿No te gusta la tecnología?
—No lo sé —dice Jakob, a quien siempre le ha atraído darle un toque subversivo a esa actitud, pero que, dadas las circunstancias (al fin y al cabo, Joshua es un espía de la corporación y él está bajo sospecha), no está muy seguro que sea conveniente—. Tampoco me he operado de nada. No me gusta eso de que te metan cosas por el cuerpo —añade, restando importancia política al asunto.
—Estamos todos controlados —apunta Joshua, que lo ha estado mirando de arriba abajo con esa cara de perplejidad y distancia que Jakob comienza a calibrar—: Por mucho que no te implantes el móvil o las tarjetas, el chip de nacimiento no te lo quita nadie. Y con eso pueden saber muchas cosas.
A Jakob le hace gracia la seriedad de Joshua. Le recuerda a los artículos de la prensa de ultraizquierda, a los que nadie hace caso. La gente está encantada con aquella libertad fundada sobre la máxima, esculpida en centenares de palacios de justicia: «Quien nada malo hace, nada malo ha de temer». Claro que más de uno debe de tener algo que temer, porque desde siempre han proliferado los intercambios de chips, el mercadeo e incluso la chapuza. Durante algunas épocas lo de los chips fue una verdadera juerga. Hasta que llegaron los dichosos Guerreros de Marte y las corporaciones comenzaron a controlarlo todo a rajatabla y se puso más difícil. Claro que los robots, piensa Jakob, son todo chip, los muy cabrones. Así que ellos sí que están supercontrolados. Le reconforta sentirse superior a su nuevo amante, aunque él no sea tan guapo ni de cerca.
—A mí me gusta la gente que no se opera, aunque sean feos —dice Joshua.
—Bueno, pues gracias —replica Jakob, que, como siempre, se toma el comentario por la peor parte (o sea, «Le gusto porque no me he operado pero no porque me encuentre guapo». O peor aun: «No le gusto nada y se ha sacado de la manga el único piropo que se le ha ocurrido»).
Aunque es un elogio, se queda profundamente deprimido. Así es Jakob. Y lo peor es que no se da cuenta de que a Joshua le gusta. Mucho.
20
Muerte en Armani Roma
a noche antes de que me vinieran a recoger la pasé obsesionándome con la idea de que estaba enamorada de Jakob y que había conocido a un verdadero visionario. Y estaba ese novio fabuloso que me resultaba tan atractivo, o más, que el propio Jakob. Estuve horas tirada sobre la alfombra fantaseando con la idea de tirármelos a los dos en el apartamento de la playa, mientras iba bebiendo whiskies con Coca-Cola que se confundían con el sonido de los diálogos y la música estridente de Wisdom and Fertility, que estaba volviendo a ver, lo cual era síntoma de mi psicosis profunda.
Lloraba y lloraba, de soledad y de rabia. Lloraba porque yo, que prácticamente no había bebido una gota de alcohol hasta los 34 años, cuando mi hijo murió en Armani Roma, me había convertido en una borracha. Y lloraba porque el rostro de mi hijo, Joshua, el rostro del hijo que perdí en un atentado miserable y brutal, se me aparecía todas las noches en mis pesadillas y todos los días en la vigilia, desfigurado y destrozado, persiguiéndome como un cadáver que se empeña en no resignarse a su tumba. Algunas noches de miseria como aquella podía sentir físicamente que Joshua no estaba muerto, como si un sexto sentido maternal me indicara que aun vivía. Lo cierto es que jamás encontraron su cadáver.
Había sucedido hacía cuatro años. Dos días antes, los Guerreros de Marte habían puesto una bomba en la Piazza Spagna y habían matado a cuatro personas. Era un atentado menor, un atentado frustrado, planeaban una masacre. Eso dijimos todos. Había tres suicidas. Los tres eran robots, según se supo muchos años más tarde, porque en ese momento las corporaciones ocultaban la conversión de androides en terroristas. Tres suicidas para cuatro muertos. Un fracaso. Yo había estado haciendo un reportaje en el norte, en Fiat Uno, sobre la incesante tasa de criminalidad en la ciudad. La civilizada ciudad se había convertido en un foco de drogas y delincuencia. El fracaso de los carísimos nuevos modelos de avión había traído el desastre, pero sus accionistas se negaban a vender a General Motors, en una espiral de autodestructivo orgullo. Casi todos vivían del subsidio intercorporativo y algunos se lo pasaban tan ricamente asaltando chalés de los pocos ricos que iban quedando o quemando concesionarios. Así que aproveché la cercanía para cubrir aquel atentado menor.
Viajaba con Joshua y una Yellow que lo cuidaba cuando yo no estaba. Joshua era un crío guapo y simpático. Un niño rubio con el pelo rizado de grandes ojos verdes que solo tenía dos años. Había sido un bebé bueno, un bebé que apenas lloraba por las noches y daba poca guerra. Vivíamos los dos en iPad, en mi apartamento atestado de libros y recortes de periódico, sin echar mucho de menos a un padre que me abandonó cuando la criatura solo tenía cuatro meses y que se mantenía convenientemente distante y escrupulosamente puntual en el pago de la pensión. Joshua lo era todo para mí, lo único. Nunca me gustó salir por la noche ni beber ni fumar ni las discotecas ni la vida social. Prefería quedarme en casa leyendo, preparar el trabajo del día siguiente, irme a dormir con el último informativo y despertarme con el primero.
El padre de Joshua también era periodista. Lo conocí en la redacción. Él tenía 24 años y entró como becario. Yo tenía 30 y comenzaba a ser reconocida. Todo ambición desde el principio, mi esfuerzo empezaba a tener una recompensa. Me había pasado cinco años cubriendo los sucesos de iPad, una de las ciudades más ricas y seguras del mundo, así que tuve que echarle mucha imaginación. Bajaba hasta Brooklyn porque una mujer había sufrido un atraco, y ese atraco ocupaba una página entera porque era lo único terrible que había pasado en toda la jornada aunque la mujer no hubiera recibido ni un rasguño. Después, me marchaba a los juzgados y escuchaba cómo un tendero se peleaba con el tendero vecino por competencia desleal con los precios. Y hacía una columna.
Me esmeraba en que las anodinas historias de iPad parecieran interesantes. Daba toques de «color» y entrevistaba a varias personas mientras los demás se limitaban a trasladar la nota de prensa de la policía. Quería convertir mi pequeño hueco en algo más grande y poco a poco lo fui consiguiendo. Una pelea que terminaba a bofetadas a la puerta de un club se convertía en mis manos en melodrama con aires de folletín. Un simple caso de acoso sexual, en un ensayo sobre los restos de la dominación masculina. Hasta que la gente comenzó a drogarse de forma enfermiza y llegó mi gran oportunidad. En una ciudad sin crimen ni pobreza, en una ciudad controlada por miles de cámaras en la que sus accionistas no peleaban por su privacidad, donde todo el mundo parecía feliz, en la que una periodista como yo no pintaba mucho, la gente comenzó a pincharse masivamente, y a morir.
La legalización de las drogas, un elemento fundacional de la sociedad corporativa, había resultado incluso más exitosa de lo que se imaginaba. Las tasas de delincuencia disminuyeron de forma brutal. La política de transparencia total bancaria había dado resultados asombrosos. Grandes fortunas de grandes prohombres, corporaciones enteras de intachable moralidad, rebosaban en millones de dólares provenientes del narcotráfico. Cayeron grupos terroristas y enormes asociaciones mafiosas. Se ahorraron decenas de millones en cárceles y en represión policial. Y las corporaciones llenaban sus arcas con muchísimo dinero de los altos impuestos que cobraban. Para colmo, la gente comenzó a drogarse menos.
Pero en iPad la situación era diferente. Por primera vez en décadas, había quien reclamaba volver a la ilegalización. Chicos jóvenes, de buenas familias, pasaban las horas muertas metiéndose rayas, introduciéndose heroína en las venas y fumando porros hasta reventar. La ciudad abundaba en clubes 24 horas donde la gente se destrozaba. Y comenzaron los muertos y las lágrimas y yo saqué provecho de todo ello, recorriendo aquellos antros que me repugnaban, fotografiando a los chavales en estados tremendos y entrevistando después a sus familias cuando morían. Siempre he sido buena cogiendo a la gente de la mano, haciendo que me expliquen sus secretos más íntimos confortadas por mi sonrisa y mi genuina compasión. Es un don natural que a veces sentía que utilizaba de forma perversa por mi propia ambición personal, como tantas veces me han echado en cara.
(Me recuerdo a mí misma en aquellas discotecas pobladas por chicos jóvenes y guapos de aspecto lúgubre, aterrorizada y al mismo tiempo fascinada con el espectáculo insólito de la degradación humana. Fue entonces cuando comencé a beber de vez en cuando, una costumbre que me asqueaba y frené en seco en cuanto nació Joshua. Ahí estaba, yo sola, no mucho mayor que ellos, pero sintiéndome como su madre, deseando con vehemencia a alguno de aquellos jovencitos suicidas y deambulando de un rincón a otro con una copa en la mano, en medio del ruido infernal de una música que no entendía).
El atentado de Levi’s marcó un antes y un después. Una bomba sucia mató a doce mil personas y el mundo se estremeció como nunca jamás lo había hecho. De pronto, la sociedad perfecta, la sociedad más avanzada que la historia mundial jamás hubiera conocido, una sociedad surgida de un Genocidio que todo el mundo asumía como un mal inevitable, un pequeño sacrificio moral para alcanzar la plenitud, se partía en dos. Y pedí a la revista que me mandaran y allí estaba, en aquella ciudad de provincias situada en Asia pero poblada por millones de blancos como la leche, que había perdido a un 10 por ciento de su población de golpe. Pasé horas y horas recorriendo morgues, entrevistando a ejecutivos y policías, a supervivientes con el rostro desencajado y a familias incapaces de articular dos frases seguidas sin romper a llorar.
Desde entonces, los Guerreros de Marte habían sido cosa mía. Mi vida se dividía entre el escrutinio de aquella monstruosa organización terrorista y una vida social limitada a mi madre, una mujer mayor y autoritaria a la que visitaba una vez por semana para que me diera un rapapolvo, y los e-mails suicidas de Michael, que vivía un turbulento romance con una alumna de la que destacaba, obsesivamente, sus grandes pechos. Hasta que conocí al padre de Joshua, un chico joven ligeramente encorvado, de sagaces ojos medio verdes, medio grises que prefería llevar gafas a operarse como todo el mundo y que disertaba durante el rato que hiciera falta sobre cualquier tema. Además, como yo, detestaba la sociedad corporativa. Aunque ambos admiráramos sus logros, sabíamos que se había fundado en un crimen. Y el crimen, al final, se paga. De todos modos, no duró mucho. Mi hijo tampoco.
21
Joshua se ríe de Jakob
espués de la cena, que deja a Jakob con el ánimo mustio por la frase que Joshua dice como un elogio: «A mí me gustan los que nos se operan», pero que él confunde, en su laberinto, con una censura, se acercan a su suite (a Jakob le gusta decir la «suite» y al androide le hace gracia porque no entiende la necesidad de darse tono). Al abrir la puerta, se encuentra con el mismo desorden que había antes. Piensa en marcharse pitando, dispuesto a meter bronca en recepción y pedir una habitación nueva y limpia para pasar la noche (todo menos dormir en un barracón rodeado de máquinas disfrazadas de seres humanos), pero Joshua, en un movimiento ágil, se cuela cuando se disponía a cerrar la puerta y largarse. Jakob, a quien hace tan solo cuatro horas, cuando lo ha conocido, le ha dado igual el bochorno, porque estaba demasiado excitado y cuando se emociona estos detalles terrenales se le olvidan, ahora le pide que se marchen, pero el robot da la impresión de divertirse mucho husmeando entre la mugre y comentando sus hallazgos.
—Amigo —dice, con una sonrisa de oreja a oreja—, esto sí que no lo había visto nunca. ¡Hay un calzoncillo colgado de una lámpara y colillas en un zapato! ¡Colillas en un zapato!
Jakob gruñe mientras Joshua va descubriendo horribles manchurrones en la moqueta, trozos de comida podrida esparcidos por la cama o una olla con agua repleta de escupitajos en una esquina. Este descubrimiento vuelve a dejarlo visiblemente atónito. Se queda mirándolo un buen rato pensativo, tratando de dilucidar qué pinta una olla con escupitajos en el escritorio.
—Mira que he tenido clientes —continúa Joshua—, pero jamás he visto nada igual. ¿Por qué está la pasta de dientes espachurrada en un cajón abierto y hay un jersey con mierda en el lavabo? ¿No podías limpiarte con el papel de váter como todo el mundo?
Al principio, Jakob se contiene, devorado por la vergüenza. Poco a poco, la rabia va creciendo y siente que vuelve a ser humillado y degradado. La misma horrible sensación que tuvo cuando una agente se atrevió a insultarlo por teléfono después de que despidiera a una de sus estrellas de la segunda parte de Wisdom and Fertility, el mismo odio que aquella vez en la que, yendo con Paul a una gala, el portero le prohibió la entrada mientras hacía reverencias a su marido, o aquella otra en la que, siendo pequeño, toda la clase (profesor incluido) se burló de él cuando, en uno de sus ataques de histeria, se tiró por el suelo como si tuviera arcadas cuando solo se le había pedido que saliera a la pizarra a resolver unas ecuaciones.
Sí, ese mismo sentimiento de ser despreciado y pisoteado, esa misma opresión en el pecho que lo paraliza y le hace tener ganas de morirse o provocar una masacre que había sentido de pequeño cuando su padre se burlaba de sus aficiones o cuando Kilmore lo atendió sin atenderlo, más pendiente de su iPhone que de su vida. Ese desprecio lo había sufrido ocho años seguidos con Paul, siempre Paul, el guapísimo Paul, mientras él pasaba por zumbado talentoso, y no estaba dispuesto a permitírselo a un robot de mierda. A un puto robot crecido que encima estaba destinado a complacerlo.
El drama estalla de forma abrupta cuando Joshua descubre, en una pila de ropa sucia, un montón de kleenex con semen. Primero se queda asombrado, como si hubiera visto al presidente de Apple tirarse un pedo en la presentación de un nuevo modelo de iPad o a Talim Yures aparecer por la puerta, pero el asombro da paso a un asco que no quiere disimular, reduciendo la resistencia mental de Jakob a cero y provocando el inevitable drama. Paul, acostumbrado a estos ataques de agresividad, se habría marchado sin más de la habitación a dar un paseo por el supermercado y habría regresado al cabo de unas horas, seguro de encontrarse a Jakob apergaminado en la cama, sudando y gimoteando perdón, pero Joshua no conoce a Jakob y no sabe cómo reaccionar cuando este se abalanza sobre él como un tigre.
Forcejean un buen rato, Jakob mordiendo con rabia el brazo musculoso de Joshua. Este, asustado y desconcertado, incapaz de usar su fuerza, muy superior, por temor a hacer verdadero daño al hombre que la compañía le ha obligado a amar o, cuando menos, proteger. Entonces, cree odiar de verdad a Jakob, cree sinceramente que todo el afecto o la ternura o incluso el deseo sexual se han evaporado y que a partir de entonces todo será fingimiento, como con tantos otros clientes que ha tenido a lo largo de los años y a los que ha detestado. Finalmente consigue desembarazarse de él y cae de forma accidental en la bañera, haciéndose un tajo en la cabeza. Un hilillo de sangre comienza a brotarle por la frente y, como siempre, Jakob se siente terriblemente culpable y desgraciado, terriblemente parecido a su padre, ese hombre sin sentido del humor, agresivo e hipersusceptible que a la mínima le montaba unos escándalos de campeonato que lo dejaban destrozado.
Joshua se incorpora y comienza a curarse él mismo la herida. Durante un segundo, Jakob se olvida de la disputa, de su propia vergüenza, de su padre, fascinado con la imagen de un robot sangrando, un robot que se pasa una gasa por la cabeza y calibra la longitud del corte como si fuera una persona normal. Y piensa en todas las veces que Paul había hecho cosas de persona normal. En todas las veces en que se había hecho un rasguño en la rodilla o en el codo haciendo surf y volvía a la casa de la Costa Fanta repleto de heridas como un gamberro de doce años. Y aquella imagen de la sangre brotando de la cabeza, aquel reflejo de Joshua en el espejo de su cuarto de baño (repleto de colillas, de inmundicia y de detritus incomprensibles), lo deja fascinado, como si fuera una repetición cruel y tierna de la broma pesada que ha arruinado su vida y lo ha llevado hasta ese hotel, lejos de su casa y de su película y de todas las cosas que ama.
Jakob se arrastra por el suelo a cuatro patas hasta Joshua y abraza sus piernas como si fuera un náufrago en medio del océano que ha encontrado un trozo de madera en el que poder refugiarse, a salvo no solo del mar, también de los otros supervivientes. Comienza a llorar pidiendo disculpas, gimoteando como un borracho que finalmente consigue llegar a casa, se da cuenta de que ha perdido las llaves y no tiene dónde dormir ni dónde caerse muerto, por lo que no tiene más remedio que arrastrarse a la cama del amante que acaba de abandonar con un gesto de despecho. Joshua, mientras, continúa con su eficaz cura y de vez en cuando acaricia el pelo revuelto de Jakob, aunque lo hace como un gesto mecánico porque se siente superado por aquella muestra de debilidad y el asco por el desorden de la habitación se va convirtiendo en algo tangible, como una fruta que de repente se pudre en nuestra boca o como la sensación de cuando damos un sorbo a un vaso de leche cortada.
Finalmente, Joshua termina de curarse y pide a Jakob que se incorpore y deje de montar el número. Los dos hombres se quedan mirando, y ninguno de ellos siente nada. No hay nada en un principio que los una ni nada que pueda unirlos. Pertenecen a mundos distintos y Jakob se pregunta si podría amar de nuevo a alguien y la respuesta es que no, porque sigue queriendo a Paul y recordándolo a todas horas, soñando con él todas las noches, y cuando se dan un abrazo lo que sí siente es una punzada de deseo y de autocompasión que lo deja paralizado, aterido de frío en medio de una estepa demasiado vasta e inalcanzable como para ser comprendida. Y en la sequedad de sus ojos, en el fondo de una soledad compartida, ambos se funden y se dan cuenta de que al fin y al cabo se necesitan, aunque su amor nunca será suficiente. Porque Joshua sabe que jamás aniquilará el fantasma de Paul, y Jakob, que jamás podrá amar a nadie ni nada hasta que resuelva el único misterio que realmente lo angustia: ¿pueden los robots amar? ¿Y él?
Jakob le pide a Joshua que salgan de la habitación y esta vez no puede decirle que no. Dejan atrás el caos y, cuando la puerta se cierra, durante un segundo el productor piensa que ojalá el portazo signifique el principio de una nueva liberación, de una promesa sesgada de redención sin culpa. Pero el olor putrefacto de esa habitación ha penetrado en sus almas y aquella noche, en una habitación nueva que les ofrece el recepcionista, tras sentidas disculpas por no haber cumplido las normas, se quedan dormidos en la misma cama, pero cada uno en una esquina. Sin embargo, en plena madrugada, Joshua, en un gesto que no alcanza a comprender, coge la mano de Jakob y no se despega de ella.
22
El fin de semana / 1
e desperté sobre las once de la mañana envuelta en un mar de confusión. Antes de atreverme a abrir los ojos me sentía incapaz de decir dónde estaba. Cuando por fin me quité las legañas, incluso estuve convencida de que me encontraba en casa de mi abuela, que había muerto hacía quince años. El dolor de cabeza persistente, sin embargo, la realidad física de una resaca tremenda, me hizo darme cuenta de que ni yo era una niña ni estaba en la casa familiar del norte de iPad. Estaba en una habitación de hotel, algo mejor que muchas de las habitaciones de hotel en las que había pasado tantas noches, pero, al fin y al cabo, resacosa y desnuda en una ciudad desconocida, en una cama pensada para dos personas pero en la que, como siempre, dormía yo sola.
Por fin conseguí despertarme y corrí las cortinas. Había oído hablar del calor pegajoso de Light BCN, pero jamás imaginé que lo pudiera encontrar tan desagradable. Por algún motivo, había dormido con el sujetador puesto. Nada más. Fui al baño y me miré en el espejo. Y ahí estaba yo, una mujer rubia con los ojos verdes de 38 años, una mujer que nunca había sido ni guapa ni fea, ni gorda ni delgada, el rostro de una americana normal y corriente, incluso vulgar, una mujer de huesos anchos y caderas amplias que quizá en algún momento había parecido digna y decente, pero que ahora se deslizaba por la suave pendiente de una aterradora necesidad de afecto no correspondida y una cierta dejadez personal. Abatida por una desesperación sin un nombre claro, pero tan real y tan abrumadora como la resaca absurda de una persona adulta que se ha emborrachado a cara de perro en su habitación de hotel mientras pensaba en dos hombres que jamás la amarían.
Era imposible no amar a Paul, con aquella actitud desacomplejada, la de quien no duda de su atractivo, la de quien no se para a cavilar qué pensarán los demás de él, la de quien hace su vida y está convencido de que tiene todo el derecho a hacerla sin pedir permiso. Se comportaba como uno de esos chicos viriles y confiados con los que soñamos las chicas cuando tenemos quince años. Pero tampoco podía dejar de admirar a Jakob, tan distinto a Paul, tan inseguro y al mismo tiempo voraz, entregado en cuerpo y alma a una tortura interior que lo debía de estar consumiendo, mientras hacía unos movimientos extrañísimos con la boca o subía y bajaba las cejas como un muñeco de dibujos animados. Y aunque sentía deseo por el primero, no podía evitar identificarme con el segundo, con aquella necesidad imperiosa de ser amado, absolutamente, en todo momento. Con aquella rabia de quien ante la mediocridad de un mundo sin compasión se refugia en el trabajo como única forma de controlar al menos algo. Un pequeño algo en su vida.
Finalmente, conseguí ducharme y arreglarme para estar a punto cuando me pasaran a recoger. Toda mi ropa cabía en una pequeña maleta y me sentí culpable por no ser como esas mujeres presumidas que gustan a los hombres. Esas mujeres que llevan un baúl repleto vayan donde vayan y que leen las revistas de moda. Esas mujeres que viven en mi barrio de iPad y se pasean por el parque cogidas de la mano de sus hijos pequeños, siempre atentas a una arruga en su vestido, a un gesto poco favorecedor en su rictus. Y quise ser como ellas porque, aunque reconocía en Jakob a un alma gemela, también me preguntaba por qué demonios me habían invitado o qué pintaría yo en la Costa Fanta con dos hombres a los que apenas conocía, dos hombres a los que deseaba y que se amaban entre los que yo me había interpuesto de una forma impetuosa. Y que eran, además, mucho más jóvenes que yo.
Pero la pareja apareció exactamente a la hora convenida y nada en ellos parecía delatar un reproche por la intrusión. Me sonrieron como si me conocieran desde la infancia y todos los viernes, a las dos de la tarde, me vinieran a recoger para pasar juntos el fin de semana en la Costa Fanta. Comimos algo rápido por el camino en un restaurante de comida tradicional y pasamos el rato escuchando a Jakob despotricar sobre un actor que según él estaba arruinando You Wonder. Estaba absolutamente furibundo y le recomendé que tomara un calmante o saliera a la calle a darle patadas a una farola. Cosa que, para mi sorpresa, hizo. Paul y yo nos moríamos de la risa mientras lo mirábamos a través de la ventana atacar a un poste como si se hubiera unido a una turba contra Talim Yures.
—¿Qué opinas de Jakob? —me preguntó Paul, mientras su novio se sentaba en un bordillo y se secaba las lágrimas.
La pregunta me pareció ridícula y estaba segura de que escondía mala intención. Era evidente que no podía contestar otra cosa que lo que dije:
—Es un personaje extraño, pero resulta encantador. Hay algo tierno en él. A las mujeres siempre nos han conmovido estos tipos con aspecto de niño abandonado.
—¿Dirías que te gusta? —preguntó, con una mueca que me resultó desagradable.
—Por supuesto que no —contesté—. Me causa ternura, eso es todo.
Paul se quedó callado, como si calibrara el verdadero significado de mis palabras. Ya no parecía ese chico encantador y jovial, sino ese otro Paul amargo y chulesco del que Jakob me había hablado cuando estuvimos en la habitación 550 y yo no quise creerle.
—¿Hace mucho que estáis juntos?
—Hará unos cuatro años.
—¿Y crees que lo vuestro va en serio?
Paul volvió a mirarme fijamente.
—Toda la vida. Yo pasaré toda la vida con Jakob. Para mí nunca existirá nadie más que él. Nos caes bien y admiramos tus artículos. Pero esto que te acabo de decir es muy importante que lo entiendas cuanto antes mejor.
Su rostro resultaba de pronto atemorizante. Entonces tuve la impresión de que aquel actor de teleseries que todo el mundo en Coca-Cola consideraba tan simpático era incluso capaz de matarme. Aunque quizá ahora es fácil decirlo. Pero sí me acordé de lo que me había dicho Michael, aquel disparate sobre que era un robot que al final resultó ser cierto y que yo, en ese momento, intuí por primera vez aunque sin darle mucha importancia, con un cierto temor, quizá.
Lo que yo suponía un apartamento en realidad era una casa de dos plantas con un jardincillo en la parte trasera que desembocaba en un peñasco que daba a Red Bull, que estaba hermosísimo desde la última limpieza. Llegamos sobre las cuatro y media de la tarde. Lo que había sido un espléndido día, soleado y hermoso, había degenerado en una tarde fría y gris, como el anuncio tenebroso de una debacle. Los hombres estaban cansados y se refugiaron en la habitación. La mía tenía un pequeño balcón con vistas al mar. Yo había dormido más horas de las que necesitaba, así que di un paseo.
Caminé entre encinas y pinos por una carretera serpenteante y llegué hasta un pueblo costero sin playa. Como siempre, lo primero que hice fue acercarme hasta el kiosco. Aunque hubiera nacido, crecido, tenido un hijo y vivido toda mi vida en iPad, me gustaba comprar los periódicos y las revistas, deleitarme en la textura del papel. Los viernes salía a la venta mi propia publicación, Visado, y tenía cierta curiosidad indolente. Por fin habían publicado mi historia sobre Big Mac. La leí en una terraza bebiendo una Coca-Cola, consciente de que había escrito el reportaje para salir del paso y pensando que tanto me daba. Pero el resultado estaba a la altura de mis peores temores: deslavazado, mal escrito, con algunos errores de bulto y descripciones banales sobre el Caribe, hizo que me sintiera avergonzada.
Maldije entonces a mi hijo y a su memoria, recriminándole de forma inconsciente que su muerte me hubiera sumido en el caos mental y la falta de disciplina, por mucho que supiera que su muerte también me había hecho famosa y que esa fama me había dado libertad para ir de un lado a otro del mundo y acceder a fuentes que estaban «impresionadas» por mi coraje. Sin embargo, resultó que yo no era tan dura como me pensaba, y si los primeros cuatro años anduve como una autómata de atentado en atentado, de reportaje en reportaje, en cuanto comenzaron las visitas a los hoteles y los Guerreros se calmaron, todo se había venido abajo. Aquellos meses, estaba dejando de ser una buena profesional, lo único que me había importado a lo largo de toda mi vida además de Joshua. Aunque también, me preguntaba, es posible que este mismo desánimo me hubiera sobrecogido con Joshua vivo, como si ser periodista fuera una de esas profesiones cortas, como la de los futbolistas.
Regresé cabizbaja y entumecida por la carretera serpenteante. Debí de perderme, porque el camino de ida me llevó media hora y el de vuelta hora y media. Cada dos o tres pasos, me detenía jadeante y me preguntaba por qué habría aceptado aquella invitación, en qué tipo de lío absurdo me habría metido. Eché de menos mi apartamento de iPad, en el sur de la isla. Las tiendas de flores y las librerías inmensas de mi barrio. La sigilosa y entristecida rutina de una mujer de treinta y ocho años de caderas anchas y mirada gélida cuyo corazón se había ido secando como una bayeta desgastada. Finalmente, encontré el camino y lo recorrí vacilante, notando a cada paso que mis piernas me impelían a dar marcha atrás, volver al pueblo y encontrar la forma de regresar a Light y de allí coger un avión que me devolviera a iPad y el silencio sepulcral de las estanterías repletas de mi casa. Sin embargo, continué adelante. La tarde metálica daba los primeros síntomas de una noche lluviosa y fría.
En el salón, me crucé con un Smith que llevaba una bandeja con copas vacías y me indicó con esa sonrisa estúpida de los pobres Smiths que los «amos» estaban en el jardín y que me esperaban. Allí están, alrededor de una mesa con el aperitivo, tirados sobre una tumbona. Los dos, cubiertos con una manta como viejos en una residencia de Windows. En el horizonte, solo hay mar; y en el cielo, nubes turbias que anuncian tormenta. Me acerqué a ellos sigilosamente, casi con miedo, y me senté en el borde de la tumbona de Jakob, hice palanca con mi peso y el productor casi se cae al suelo. Jakob hizo toda una comedia con esto, como si quisiera avergonzarme. Tenía dibujada una sonrisa extraña en la cara y estaba nervioso. Los dos exageraron su preocupación por mi desaparición, ansiosos por parecer anfitriones impecables. Di una explicación vaga y oculté que había estado leyendo mi revista, que había tirado en una papelera durante mi largo regreso. Prefería que se quedaran con esa imagen mía de periodista eficiente y talentosa de mis mejores artículos sobre los Guerreros de Marte, no con la de reportera atolondrada y poco rigurosa que transmitía aquel reportaje sobre Big Mac hecho aprisa y corriendo en medio de grandes angustias y copas de whisky. Pero fue en vano:
—Acabo de descargarme el nuevo número de Visado —dijo Jakob.
No obtuvo respuesta. Lo miré muda, esperando a que añadiera algo.
—Creemos que no has sabido sacarle provecho a los disturbios de Big Mac —apuntó Paul—. Y tu historia sobre el atentado en Google Live tampoco estaba a la altura. Estamos preocupados por ti y vamos a cuidarte —añadió con una sonrisa franca y hermosa.
Sin darme cuenta, estaba sujetando la mano de Jakob, que había comenzado a acariciarme, no como un hombre acaricia a una mujer, sino como una madre consuela a un niño que ha perdido el patinete porque se ha ido montaña abajo. Ese contacto me turbó y retiré la mano con un gesto ágil que pretendía ser natural. Mirando fijamente a Paul, dije:
—Os lo agradezco. Todos necesitamos que nos cuiden de vez en cuando.
Ambos se lanzaron una mirada de soslayo, una mirada en la que creí percibir la compasión que sentían por la muerte de mi hijo, la mirada de quienes se sienten culpables y responsables por lo que le ha sucedido a un amigo. Y yo, que no tenía amigos, agradecí aquel gesto de ternura estremeciéndome por dentro. De pronto me sentí menos sola que de costumbre y creí, por un segundo, que habría una posibilidad, aunque solo fuera una, de que pudiera salvarme. Porque yo estaba muerta. Casi tan muerta como mi propio hijo. O incluso peor. Porque él, por lo menos, no sentía nada. Y yo no tenía más remedio que sentir. Y la soledad era tan terrible, tan dolorosa, que algunas veces, cuando alguien me llamaba por mi nombre, Marianne, pensaba que se refería a otra persona. Algunas veces, cuando encontraba mi reflejo en el espejo, me preguntaba quién sería aquella mujer. Y cuando dejaba de verla, pensaba que se habría quedado allí, inmortalizada, mientras yo arrastraba una masa informe y vacía por las calles de iPad o las ciudades masacradas como quien arrastra una maleta pesada repleta de cosas que ya no necesita pero de las que es incapaz de desprenderse.
23
Amenazas cumplidas
a relación con Joshua se vuelve, desde el primer día, casi constante. A Jakob le divierte aquel chico taciturno que oscila entre una jovialidad agotadora y una misteriosa seriedad. Cuando el androide habla de temas serios, adopta un aire tenebroso, como un conspirador. Jakob ha dejado de preocuparse por aquellos arrebatos suyos, en los que, con la mirada clavada en un infinito identificable, emite una opinión definitiva. Con frecuencia, sobre temas intelectuales, porque en Joshua anida un artista sin vocación concreta: toca la guitarra, ha escrito algunos cuentos, fantasea con ser actor y encuentra en sí mismo cierta habilidad para el diseño gráfico y la fotografía. Todo lo relacionado con estos asuntos suele ser producto de frases sentenciosas y solemnes: «Las personas que no entienden el rock son reaccionarias»; «Un buen escritor es el que sufre mientras escribe»; «Una verdadera obra maestra te pregunta quién eres y te deja sin respuesta»; «Los verdaderos artistas son instrumentos del arte»; «Si una persona no sabe quiénes fueron los Kraftwerk, para mí es como si no existiera».
Resulta que Joshua es un talibán del arte. Para él no hay diferencia entre creador y obra y, si esta es virtuosa, su hacedor lógicamente debe serlo. Admira «muchísimo» a los «verdaderos artistas». Porque, según su teoría, la buena literatura o el buen cine son el resultado de un proceso moral que, una vez alcanzado su cénit, convierte al artista en «instrumento del arte» y mero ejecutor de una visión superior de la vida. Esta idea mística y casi beata de lo que Jakob ha llegado a considerar, durante largas épocas, como un trámite doloroso pero necesario para el rosario de efusiones que le producen (elogios en la prensa, fotos en los estrenos, dinero, premios) le despierta cierta hilaridad que debe guardar para sí mismo porque Joshua es susceptible aunque de una forma muy distinta a Paul. Con su marido las peleas se materializaban o este se ponía en plan chulo hasta que él se cansara de poner mala cara. Pero con Joshua los piques se convierten en largos periodos de silencio, en los que Jakob percibe que comparte un mismo trastorno mental con su novio, el de los que siempre están convencidos de que les toman el pelo y se ríen de ellos en secreto. Los que murmuran venganzas y sueñan con ser reivindicados en el último momento.
Aunque a esta zozobra que comprende tan fácilmente se unen otras características que le resultan más inexplicables. El cerebro de Joshua funciona maquinando combinaciones entre elementos contradictorios o indisociables que, en su cabeza, acaban encontrando alguna conexión reveladora de la esencia, absurda, del mundo. Sus bromas, que dice riéndose y muy serio al mismo tiempo, suelen partir de noticias dadaístas que anuncia, con tono de locutor, como «gran exclusiva»: «Una travestí (marcando la i final, porque tiene tendencia a acentuar en la última sílaba) quiere recuperar su polla y no la encuentran. Solicita que le implanten la de su padre, recientemente fallecido de un ataque de asma, que por lo visto tenía un falo de semental». O «La causa del cambio climático es la comida para gatos y tengo datos y pruebas que lo demuestran de una forma tajante e inapelable». Y se embarca en una odisea delirante que relaciona el compuesto químico del sustento felino con el derretimiento de los polos y el agujero de la capa de ozono. Además, algunas veces, lo pesca riéndose cuando piensa que no lo está viendo, y se da cuenta de que Joshua se está riendo de sí mismo como ese actor que mantiene un chiste privado con su personaje. Esa capacidad oculta para reírse de sí mismo contrasta vivamente con un sentido de la decencia y la seriedad que se reflejan en el laconismo de un humor que al productor, a pesar de dejarlo atónito, le hace una cierta gracia subterránea que toca algunas membranas profundas de su propio disparate vital. Esas risas privadas, sin embargo, le intrigan.
Jakob deja de atormentarse por la naturaleza robótica de su inesperado novio y se dedica, cada vez más, a observarlo con cierta distancia irónica que puede permitirse porque está seguro de que el peso de Paul lo aplastará el resto de su vida. Además, no tiene ninguna duda de que Joshua, en realidad, trabaja para el Gobierno y como Paul, su misión es tenerlo controlado. A pesar de los recelos y los prejuicios, lo cierto que su convivencia es agradable. Jakob ha comenzado a trabajar en otro guion, que secretamente está pensando en venderle a Hollywood cuando termine un episodio que, al analizarlo fríamente, le resulta producto de un absurdo malentendido que pronto se resolverá. De hecho, Jakob imagina muchas veces que algún día aparecerá el White para decirle que ya puede marcharse, que todo ha sido una lamentable confusión. Cogerá un avión, llegará a casa y se encontrará a su marido esperándole en el monstruo rosa, con un libro en la mano, y todo volverá a ser como siempre, y Patatas Lays, Joshua y el terrorismo se convertirán en un chute psicodélico que su memoria borrará convenientemente.
Pero las semanas pasan y las fantasías de Jakob no se cumplen. Semanas durante las que sigue imaginando finales felices y lamentándose por las esquinas de su mal de amores e insultando al White. Y aunque nada parece indicar lo contrario, está íntimamente convencido de que más pronto que tarde aparecerá Paul, y se pregunta si este le perdonará la historia con Joshua. A veces, se ríe como un loco de esos que van caminando por la calle al elucubrar sobre una justificación plausible porque sabe que, en este caso, la verdad es mucho más complicada y difícil de creer que cualquier mentira. Lo ahoga la sensación de traición, pero tampoco se siente capaz de renunciar a la compañía de Joshua, que se pasa los días escuchando música rock a todo volumen, una costumbre que extrañamente ayuda a Jakob a estar inspirado, porque está habituado a escribir en casa mientras Paul sube el volumen de esas canciones que le suenan como berridos, pero le dan la sensación de ser un poco más joven (en realidad sí le gusta la ópera y la música clásica, jamás ha entendido la música moderna salvo en una discoteca).
Pasan las horas muertas en la habitación de Jakob, adonde su novio se ha mudado, él escribiendo y el otro con la música o bajando a la playa, de la que regresa feliz como un niño lleno de arena y con la piel reseca por la sal para disponerse, muy serio, a tener una conversación sobre cómo debe ser un «verdadero artista» y a repasar, con una atención casi obsesiva, los avances de Jakob con su guion, del que opina que es muy «entretenido» sin mayores alabanzas, que el cineasta hubiera agradecido, pero que Joshua le niega porque en cuestiones artísticas solo puede decir la verdad, aunque duela. Jakob se ha pasado ocho años echándole la culpa a Paul por su escasa actividad sexual, pero resulta que con Joshua es igual o peor. Con Joshua, por mucho que sepa que es un androide, es incapaz de sentirse seguro, porque no parece un producto, sino una persona.
El trabajo y Joshua son lo único estable. Su cabeza sigue siendo un caos, el mismo de antes de la tragedia, pero sin el apoyo de un marido y de una productora a la que ir a trabajar todos los días. Imagina todo tipo de teorías. Ha decidido cambiar de corporación, aunque antes debe terminar Sex and Lies porque esa película le va a dar un Oscar. Se pregunta si se habrían atrevido a terminarla sin su consentimiento y la respuesta llega cuando, dos meses después de la desaparición de Paul, ve por televisión un tráiler y el anuncio de su estreno. Jakob tiene una pelea tremenda con el White y al final consigue hablar con Kilmore, que vuelve a tirarse toda la conversación consultando su iPhone. El director general le dice que la película pertenece a la compañía y que él es el productor y no el director y que si quería reclamar derechos de autor debería haber tenido los cojones (la palabra «cojones» deja atónito a Jakob, porque nadie dice palabrotas) de firmarla él mismo.
El hotel abarca un territorio inmenso y, salvo las torretas y las vallas electrificadas, que uno no encuentra sino tras mucho caminar, que se convierten en el débil reflejo de una luz en la lejanía cuando la avistan desde el restaurante, es muy difícil darse cuenta de que están encerrados. Poco a poco, van conociendo a gente y teniendo algo parecido a una vida social. En su misma planta vive un juez en horas bajas. Un juez que ha sido famoso en Movistar y que Jakob recuerda bajando y subiendo las escaleras rodeado de flashes. Es un hombre serio, de modales exquisitos, aficionado a la literatura, y cuando este se cansa de estar en su habitación escribiendo o haciéndolo ver, se acerca a visitarlo (el juez, como él, apenas sale al exterior) para debatir el curso de la civilización occidental.
El juez tiene teorías subversivas, y Jakob supone que por este motivo lo han encerrado en Patatas Lays, porque no lo sabe a ciencia cierta. Alguna vez se lo pregunta, pero este se niega a dar ninguna explicación y en su lugar mira melancólicamente a través de la ventana y expresa el dolor que siente por la separación de su mujer e hijos, a los que echa muchísimo de menos, aunque eso no le impide agenciarse a una Jackson de caderas voluptuosas que aparece todos los días puntualmente en su habitación a las ocho de la tarde, momento en el que Jakob desaparece sin más, en parte ya añorando los monólogos surrealistas de Joshua (la última variante es que las historias delirantes estén protagonizadas por personajes famosos: «Gran exclusiva; Charlie Valance recomienda a los accionistas de Coca-Cola que cojan los palos de la fregona y se lancen a las calles a matar Guerreros de Marte» o refranes inverosímiles de su propia cosecha: «Cuando uno se levanta con dolor en los dedos de los pies, lo mejor es hacerse un buen té a la menta y comer un plátano»).
Una tarde, el juez, que ha sido de una discreción absoluta, se muestra de pronto más propenso a confesar algunos secretos, aunque primero quiere saber por qué Jakob está allí y no produciendo aquellas películas que el cineasta intuye desde el principio que aquel hombre desprecia. Y Jakob se lo explica todo. Le explica la noche que pasó solo en su apartamento, la primera noche de soledad en muchos años y los tormentos de su matrimonio. Aunque sabe que no debe hacerlo, es incapaz de contenerse, necesita compartirlo con alguien, y le cuenta la visita de Kilmore y que su marido en realidad no es un hombre, sino un robot, y que se ha pasado al bando terrorista o cuando menos eso es lo que le han dicho. El juez no muestra ningún interés por las cuitas amorosas de Jakob, pero esta última revelación lo saca de su sopor.
—Estamos todos muertos, muertos. Es solo cuestión de tiempo.
Y Jakob se entera de que hace tiempo que las corporaciones saben que está pasando algo extraño con los robots, y que en los últimos meses ya no han sido solo los modelos más avanzados, sino simples Smiths, los que se están pasando al lado oscuro, y que al juez lo han encerrado porque ha tratado de investigar a un misterioso grupo terrorista, una rama ultraviolenta de los Guerreros de Marte que ha puesto una bomba en una guardería, y que al descubrir que estaba formada por androides lo habían trasladado a esa fortaleza de lujo sin ofrecerle mayores explicaciones. Cuando el juez va a dar más detalles, aparece puntual la Jackson de caderas voluptuosas y Jakob regresa a su habitación a escribir su guion, que, trata, precisamente, de androides terroristas. Y esa noche hace el amor con Joshua más excitado que nunca porque su imaginación fantasiosa lo lleva a pensar que, por lo menos, con todo aquello, tiene material para una película sensacional.
Al día siguiente, el juez muere de un ataque al corazón. Y el White con pinta de Mario le deja un mensaje a Jakob: «Si vuelves a hablar, el próximo serás tú».
24
El fin de semana / 2
l Smith, al que Jakob trataba fatal, nos sirvió una cena frugal. Jakob quería adelgazar y todo consistía en verduras y ensaladas. Me preguntaba si comerían como conejos todos los días y por qué, si era así, el actor estaba hecho un pincel y su marido, en cambio, parecía una peonza. Quien estaba magnífico era Paul. Hablaba sin parar con una mezcla de ingenuidad y virilidad estremecedora. Todo en él desprendía tanta vida que era como si aquel mismo momento fuera eterno por su sola presencia. Paul contaba cotilleos sobre la serie que estaba rodando y todos nos moríamos de la risa porque el actor tenía verdadera gracia imitando a la gente.
—Marsha (su compañera de reparto) se pasa el día llorando. Solo deja de gimotear cuando se enciende la cámara. Llora porque ha engordado un kilo y llora porque en una revista han escogido su vestido para una fiesta como el más feo de la semana. Llora cuando el director le dice que repita una escena, y llora porque tiene que hacer dieta y está prohibido comer barritas de chocolate o patatas fritas delante de ella. Cada dos por tres me llama a su camerino y me la encuentro arrebujada en sí misma, con el maquillaje corrido y al borde del ataque de nervios. Y me dice: «Paaaaaaaul», con esa voz atiplada que disimula delante de las cámaras, «Paaaaaaaaaul. Dime que soy guapa y buena actriz. Lo necesito». Esto sucede unas tres o cuatro veces al día. También tenemos al productor, este sí es un caso. Está convencido de que las cámaras dan cáncer y nos controla desde una cabina desde la que da órdenes como un loco al pobre director, un friqui de Apple que se pasa la vida citando a Shakespeare para explicar escenas de una banalidad absoluta. Tiene una habitación para él solo que él llama de disertación y se pasa la vida leyendo un libro de citas famosas que utiliza a cada rato para darle un aire intelectual a la parida que estamos haciendo. Tras una de sus «sesiones de disertación» aparece con el pelo revuelto y nos da una charla sobre literatura rusa para que nos quede claro que, en esa escena, yo descubro que en realidad soy adoptado. Es ridículo.
Jakob lo miraba con tanto amor que yo sentía envidia y al mismo tiempo un deseo terrible por aquel chico de ojos límpidos que llevaba tan solo una camiseta blanca y unos vaqueros para parecer el rey del universo. Desde el primer momento, supe que Paul no podía ser humano, aunque jamás imaginé que fuera un robot. Simplemente, no entendía a qué tipo de criatura me enfrentaba.
La comida escaseaba, pero no el vino. Por primera vez desde que murió mi hijo, cuatro años atrás, estuve riendo sin parar, disfrutando del alcohol y no consolándome con él. A ratos, Jakob se sentaba sobre las rodillas de Paul y se daban besos furtivos (a Jakob entonces le gustaba lanzarme miradas maliciosas). Pero a Paul parecían incomodarle estas muestras de cariño y siempre terminaba por quitárselo de encima. Poco a poco, la conversación, sin embargo, fue adquiriendo un tono más sombrío y el actor consiguió desembarazarse de su novio, que había terminado sentado junto a mí, con cara de susto. Paul estaba excitado por el vino y por los porros de marihuana que Jakob fabricaba de forma industrial y a los que Paul daba caladas furtivas.
—No sé si sabías esta de Jakob —decía Paul, con un brillo de maldad en la mirada que ya había atisbado en el restaurante cuando me dijo que estaría con Jakob «toda la vida» como si me estuviera amenazando—. Una noche nos invitó el Product Manager de Cultura y Entretenimiento, Brad Belkin, a su casa. A Jakob, para variar, se le había olvidado la cita y no había forma de localizarlo. Pasó media hora y no aparecía. Pasó una hora, y tampoco. Finalmente consigo hablar con él y resulta que se le ha olvidado, qué extraño. Como no quería que el jefe se enterara, el tío aparece con la camisa llena de rasguños y una herida en la cara. Tengo que confesar que hasta yo, que de Jakob me puedo imaginar cualquier cosa y no me sorprende, me quedé de piedra. Belkin estaba escandalizado. La tasa de criminalidad de Light BCN es prácticamente cero, un delito cada dos semanas, aunque aun así hay que reconocer que Jakob tiene la habilidad de ser víctima de la mitad. Pero, en fin, esa vez era una mentira. Así que Belkin llama a la policía, que estaba encantada de tener algo que hacer, aunque Jakob insistía en que lo olvidara. Aparece la policía y Jakob se inventa una historia delirante, con esa capacidad suya para salir con excusas rocambolescas, e incluso hace un retrato robot del delincuente. A la mañana siguiente, el rostro del supuesto ladrón aparece en todos los noticieros y a Jakob lo invitan al telediario para que explique la hazaña. Y ahí está el tío, más ancho que largo, contando una trola descomunal y, a mitad de la entrevista, se pone a llorar, ¡a llorar!
La historia tenía su gracia y yo me estaba divirtiendo aunque era evidente que Jakob parecía cada vez más incómodo. De todos modos, Paul estaba preso de una especie de histeria furibunda y no había quien lo parara.
—Esta también es buena. El tío va y coge un avión para ir a iPad. Tenía una reunión con exhibidores para enseñarles las primeras imágenes de la segunda parte de Wisdom and Fertility. Se mete en el avión, que misteriosamente logró no perder, y se da cuenta de que se ha dejado el copión en la productora. Como Jakob no quiere que nadie salvo él toque sus copiones, lo cual es la idea más insensata del mundo porque debería ser al revés, se pone a berrear como un loco cuando el avión está a punto de despegar. La azafata aparece con un calmante suficiente como para tumbar a un ejército de mis fans adolescentes, pero el tío sigue berreando y berreando hasta que por fin consigue que detengan el avión y lo saquen de allí. Una vez en tierra, va a su despacho a recoger el copión. Pero se equivoca de máster, él dice que por el efecto del calmante, aunque vete tú a saber, y lleva a iPad, en un vuelo privado que le cuesta una fortuna, los vídeos de sus escarceos sexuales conmigo en su despacho. Y ahí está el tío, más ancho que largo, con cara de gilipollas, delante de los exhibidores más importantes del mundo, viendo imágenes de cómo folla conmigo. Lo más gracioso es que todos se pusieron a aplaudir, ¡a aplaudir!
Paul continuó explicando el día en que Jakob se quedó dormido en su propio coche yendo al estreno de Your Dementia; la noche en que perdió todas sus tarjetas de crédito y tuvo que ir a recogerlo a doscientos kilómetros de Light, cerca de la frontera con Peugeot-Citroën, en un lugar al que no recordaba cómo había llegado, o la mañana en que confundió su móvil con el de su peluquero y no se dio cuenta hasta cuatro horas más tarde de que no era normal que lo llamaran para pedir hora para una permanente. Jakob, que había estado callado, frunciendo el ceño y con el rostro cada vez más rojo, como si le fuera a estallar, se abalanzó sobre su novio y empezaron a pelearse a puñetazos. Me fui a dormir en algún momento álgido y cuando al día siguiente los encontré en el salón, arrebujados, me largué de la casa sigilosamente.
25
Mamá no está en casa
l padre se los ha llevado a pasar el fin de semana a la playa. Los ha encontrado solos, despavoridos y con cara de refugiados políticos. La madre nadie sabe dónde está. Intentan ocultarlo. Jakob, o Jacobo, como le llama su padre (ese también es su nombre y lleva siendo el de los varones de la familia desde tiempos remotos), dice que la madre ha ido a hacer una entrevista de trabajo. Angelina está enfadada porque quería salir con sus amigas y no tiene ganas de ir a pasar con su padre el fin de semana adondequiera que piense llevarlos. La casa está revuelta por todas partes, como si hubieran entrado unos vándalos y la hubieran saqueado. La cocina está llena de cacharros que llevan días, o semanas, sin lavar y la ropa de los niños está tirada por todas partes. En el salón hay platos con sobras de comida en las estanterías y es visible que sus hijos han hecho de ese lugar su campamento, allí lo tienen todo: sendas mesas portátiles que sirven para comer y para estudiar (si es que estudian alguna vez), mantas arrebujadas en el sofá y ceniceros llenos de colillas que adjudican a la madre pero que Jacobo sabe desde el primer momento que pertenecen a la niña, que va maquillada como una geisha. Cuando el padre entra a buscarlos, tiene la impresión de que llevan solos desde tiempos inmemoriales y se siente como un intruso en un universo en el que la única pauta es el caos.
—¿Y la Smith? —pregunta el padre.
Los niños se miran, sondeándose el uno al otro sobre cuál de los dos piensa mentir.
—Hoy tenía el día libre —contesta Angelina. Que un mes atrás vio cómo partía porque se les había acabado el dinero para pagar la batería. Imagina que estará colgada en alguna tienda de robots de segunda mano y durante un segundo la echa de menos.
Jacobo gruñe y mira a su alrededor hastiado. Siente una enorme lástima por sus hijos y también bastante culpabilidad. Lleva cinco años tratando de ganar su custodia, pero el juez se niega a dársela, entre otras cosas porque los niños le mienten respecto a su madre. Desesperado, acude a la nevera y se encuentra varias bolsas podridas en el congelador y dos latas de cerveza que no entiende al principio qué hacen allí. Coge una y se sienta en el salón. Los niños, por supuesto, no han hecho la maleta. Sale al jardín y llama a su exmujer. Los niños se miran, asustados, sabiendo de antemano que no podrá hablar con ella porque ellos mismos llevan dos semanas llamándola y no han conseguido que les coja el teléfono. Angelina, sigilosamente, comienza a recoger el salón, tratando de sonreír como si fuera una nueva travesura. Jakob se queda paralizado jugando al Super Mario en el salón. Incapaz de mover un músculo, aterrado. Vuela por los aires y recoge anillos mientras su hermana retira platos mugrientos y su padre da vueltas alrededor de sí mismo en el jardín metiéndose y sacándose el móvil del bolsillo.
Reaparece con la cara descompuesta, con el móvil en una mano y la lata de cerveza en la otra.
—¿Dónde está tu hermana?
Jakob no contesta. Continúa saltando por los aires. Cuando parece que el padre va a estallar, aparece Angelina por una esquina, con esa misma sonrisa que utiliza siempre como coartada.
—Vete a cambiar, que vas vestida como una puta. Y haz tu maleta y la de tu hermano.
Jacobo se sienta al lado de Jakob en el salón y apura su cerveza.
—Ve a la nevera y tráeme otra —dice cuando la termina.
Jakob hace lo que le ordenan. Pone la pausa y regresa con la lata. Reanuda el videojuego en modo inmersión total. No quiere saber nada de lo que pasa a su alrededor. Mientras vuela por mundos imaginarios, se mete en túneles y esquiva disparos, se pregunta con rabia por qué ha tenido que aparecer. Eso sí, reconoce que tiene hambre. El sensor de realidad le avisa de que su padre ya no está a su lado y su cuerpo se destensa, durante un rato se siente más tranquilo. Piensa en cosas de niños, en cuántos niveles le quedan para enfrentarse al monstruo final y se imagina qué espectáculo grandioso se encontrará cuando haya terminado el juego. Se pregunta cuándo saldrá la siguiente aventura de Mario y piensa en lo que estará haciendo Martin en ese momento. Lamenta que ese fin de semana no pueda quedar con él y pasar las horas juntos en casa jugando al Mario, masturbándose juntos viendo porno y comiendo pizza. Maldice entre dientes a su padre y el sensor le avisa de lo que requieren.
Regresa a la realidad y allí está su amigo, larguirucho, con el pelo rubio rizado, con la espalda encorvada, la nariz ganchuda y esas gafas que no solucionaban nada porque tenía una vista perfecta y que él consideraba, desde los 12 años, un «símbolo político».
—Me ha abierto tu padre —dice Martin.
—Estaba en inmersión total. El nivel cuatro es un flipe. Vuelas accionado por las aspas del molino.
—Sí, ya sé, una pasada —replica con esa sonrisilla un tanto cínica y altanera que fue siempre su cruz.
—Este fin de semana nos toca ir con nuestro padre —dice Jakob cohibido. Tiene miedo a contrariar a su amigo, a que deje de gustarle.
—Ya lo sé, me acaba de informar. Me ha dicho que si quiero ir con vosotros.
—¿En serio?
—En serio.
—¿Y qué le has dicho?
—Que sí.
Jakob siente como una quemazón que comienza en el rabillo de la columna y termina en la nuca. Por una parte está contento. Por la otra, le asusta que se monte alguna escena de las habituales y el plan termine en tragedia.
—¿Te ha dicho eso?
—Ya sabes que le caigo bien a tu padre.
Jakob asiente, confuso. En ese momento aparece su padre, está sonriente. Como si todo fuera feliz y tranquilo. Respira aliviado. Se pregunta si existe alguna posibilidad de que las cosas salgan bien.
—Avisa a tu hermana —dice Jacobo—. Tenemos que marcharnos o se nos hará muy tarde.
Jakob la encuentra en su cuarto, vestida con unos vaqueros anchos y un jersey rosa que le compró su padre hace mil años y que solo se pone cuando tiene que verlo. Está hecha una furia:
—¿No puedes tener tu puto cuarto más ordenado? ¡Estoy harta de hacerte de chacha!
—Lo siento, Angie. Ya sabes que se enfada si hago cosas «de niñas» —dice el «de niñas» con sarcasmo, tratando de poner de manifiesto su desacuerdo moral. Jakob, sin embargo, se aprovecha de la situación, y lo sabe tan bien como ella.
—No me vengas con cuentos. Te podrías haber levantado y en cambio te has quedado allí con el puto Super Mario.
—Intenta tranquilizarte un poco o ya sabes cómo termina esto.
El padre los está esperando, continúa sonriente. A Jakob le hace gracia cómo su amigo se transforma. En el colegio nadie le soporta y el hecho de verse, de repente, reconocido por alguien hace que se comporte de una manera incluso más pomposa de lo habitual y que se hinche como un orangután. Hay un detalle que le molesta más. Martin tiene tendencia a ponerse tácitamente del lado de su padre en aquella actitud suya de continuo desprecio burlón u honda decepción según su estado de humor. En su presencia, lo mira con la misma distancia irónica, como si ambos compartieran el mismo secreto y al juzgarlos a él y a su hermana se rieran del mismo chiste o se indignaran por la misma falta.
Pasan un momento por casa de Marty para que este recoja su ropa. Viajan en coche hasta la montaña. Es un día desapacible de diciembre, con nubes grises por todas partes y continuos chubascos de granizo. Pero ni el bélico desorden de la casa, ni la desaparición de la madre, ni siquiera la apretada minifalda de Angelina o que Jakob se entregara en cuerpo y alma a su videojuego han logrado que se despegara un solo «Ay madre» de sus labios y el trayecto transcurre con jovialidad incluso. Esa tarde de viernes, Jacobo está contento y diserta largamente sobre el retroceso en la historia de la humanidad que supuso la aparición de lo «políticamente correcto», según él, el principio de todos los males:
—En mis tiempos teníamos moros, negros, chinos, un desastre. Nadie te dirá lo contrario: eran gentuza. Pero Dios dice que tenemos que amar a todos los seres humanos y a mí me merecían un respeto. Con humildad, que también hay que tenerla. Después los mataron a casi todos los hijos de puta y los sustituyeron por robots. A los robots al principio los podías tratar como te diera la gana porque son eso, mierda de robots. Ahí Dios sí que no dice nada porque en la Biblia no aparecen por ninguna parte. Y entonces llegan los gilipollas de antes y dicen que tenemos que ser educados con los putos Smiths o ya no te digo con los Whites, que son los más asquerosos. Ahora ya no puedes decir que los Smiths son cortos o que los Windsors parecen maricones, porque maricones tampoco puedes decirlo si no quieres que se te echen encima.
Martin escucha a Jacobo con devoción. Sabe que es un superviviente del Genocidio, el único de su familia que logró salir con vida, y lo considera un héroe. Ahora, el padre está diciendo:
—¿Qué pasa con los robots? —se pregunta retóricamente, mientras avanzan ya por un puerto de montaña decorado con nieve artificial—. Te voy a decir lo que pasa. Que las mujeres los compran por dos duros y como no se quejan ni se cansan siempre que te gastes una pasta en batería, pues tienen a los niños todo el día con ellos. Todos los niños de este maldito país han crecido en los brazos de una puñetera Smith a la que adoran. Para colmo las putas Smiths solo duran cinco años y cada vez que hay que renovarlas se monta un drama. Todo para que sus madres puedan hacerse las pedorras o las pájaras exhibiendo sus tetas (hace un gesto sarcástico moviendo los hombros arriba y abajo haciendo morritos y tirando el pecho para adelante mientras lo dice), haciéndose las importantes y metiéndose por todas partes.
A Jakob le da rabia que Martin asienta como una mula y recuerda con desagrado las peroratas de su amigo sobre la conveniencia de que las mujeres regresen a sus casas para limpiar pañales y hacer la cena a sus familias.
Por fin llegan al hotel de montaña. Se separan en tres habitaciones. Martin está muy excitado:
—Tu padre es un hombre como Dios manda. Un tío guay.
Están los dos tirados en la cama. A través de la ventana nieva. Jakob se pregunta si es nieve real o artificial y si alguien es capaz de identificarla. Se siente confuso y débil. Está asustado. Sabe que los buenos modos de su padre con Martin pueden cambiar en cualquier momento. Ha palidecido y nota que le resulta difícil moverse con naturalidad, intenta que sus gestos sean lo más neutros posibles, para no causar ningún malestar, pero se siente incómodo dentro de sí mismo, cualquier ruido, cualquier pequeño sobresalto lo saca de sus casillas y le hace dar pequeños gemidos, despavorido, como un hombre que acaba de fugarse de prisión y recorre las calles acongojado pensando que lo van a reconocer de un momento a otro, cuando menos se lo espere.
—¿Me quieres? —le pregunta a su amigo, al borde de las lágrimas.
Martin estaba disertando sobre la maldad intrínseca de lo políticamente correcto cuando se queda callado de golpe al escuchar la pregunta de Jakob. Es lo que llama uno de sus «renuncios», en este caso leve, ya que puede solucionarse de forma sumaria.
—Claro que te quiero. Eres mi mejor amigo —dice con ese tono de superioridad que adopta cuando el otro se pone tierno.
—¿Pase lo que pase?
Martin sonríe.
—Pase lo que pase. ¿Qué va a pasar?
Jakob en el papel de Mario y Martin en el de Luigi pasan una hora volando por los aires y recogiendo anillos. En medio, llama la madre de Jakob.
Jakob: Hola, mamá. (Con desgana).
Madre: ¿Qué ha pasado con la Smith? (Enérgica).
Jakob: No había dinero para pagar la batería. Ese día tú estabas en casa.
Madre: Ya sé lo que pasó. Eso fue hace un mes. La última vez que nos vimos te di doscientos dólares expresamente para que fueras a recuperarla. (Más alterada). ¿Por qué no has ido? ¿Te lo has gastado en video-juegos? ¿En porno? (La madre de Jakob lleva años convencida de que su hijo irremediablemente es un obseso sexual).
Jakob: Se estropeó el calentador —contesta, siendo sincero—. Era o la Smith o bañarse con agua fría. Ya sabes que no soporto el agua fría.
(Martin continúa jugando al videojuego y de vez en cuando choca las manos de su amigo o alza el pulgar completamente ajeno a su conversación).
Madre: ¿Y por qué no me llamaste? ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Querías humillarme delante de tu padre? (Muy, muy alterada).
Jakob: Te llamé, mamá, te llamé mil veces. (Casi llorando).
Silencio.
Madre: Está bien. Acaba de llamarme tu padre y ya sabes cómo habla. Ha sido muy desagradable. ¿No le habrás dicho dónde estaba?
(Jakob no contesta. La pregunta le parece absurda. Es imposible que haya dicho dónde está porque no tiene la más remota idea).
Madre: ¿Qué le has dicho?
Jakob: Que estabas en una entrevista de trabajo.
Madre (después de carraspear): Buena respuesta. Yo le he dicho que he salido un par de días a hacer unas ventas.
(La madre representa de vez en cuando a marcas de colonias caras en perfumerías de provincias).
Jakob: Más o menos concuerda.
(Ambos siempre están de acuerdo en engañar al padre porque Vanessa, por motivos desconocidos, está empeñada en no perder la custodia y Jakob prefiere la anarquía de su soledad a la cólera del padre).
Madre: Está bien, cariño. ¿Qué día volvéis?
Jakob: El domingo por la noche. ¿Estarás?
Madre: Sí, cielo, estaré. Os estaré esperando y podemos ver juntos la tele.
Jakob: Un beso, mamá.
26
La visita de Angelina / 1
os semanas después del ataque cardíaco que mata al juez, cuando Jakob comienza a dar muestras de mejorar su ánimo, el White se presenta una buena mañana de golpe, según es su costumbre, para comunicarle un suceso terrible:
—Tenemos que matarte, Jakob. Lo siento.
Al principio, Jakob no siente nada. Como si llevara todas aquellas semanas de encierro de lujo preparándose para la noticia. Lo único que le fastidia, en un primer momento, es no poder terminar su guion. Por lo demás, piensa que le da igual siempre y cuando no sea una muerte dolorosa, aunque sabe que lo matarán sin hacerle daño, la civilización corporativa es la más avanzada de la historia, como le han repetido desde niño. Quizá haciendo el amor con Joshua, o mientras duerme, cavila.
—¿Cuándo?
—No vamos a matarte físicamente —dice el androide—, no somos animales. Pero sí vamos a matarte socialmente. Dentro de unos días, cuando ya te hayamos operado y tengas un aspecto completamente distinto, anunciaremos tu suicidio. Ya hemos dicho que estás escondido en alguna parte del mundo, sufriendo lo indecible por la muerte de Paul, y a nadie le extrañará. Además, todo el mundo sabe que estás loco. No tendremos que dar demasiadas explicaciones.
A Jakob le duele la brutalidad del Mario: «Todo el mundo sabe que estás loco», pero no puede evitar fantasear con la idea de un nuevo rostro, de una nueva vida. Se imagina a sí mismo viéndose guapo por primera vez, disfrutando de la posibilidad de empezar de nuevo en iPad o en General Motors o en Honda Civic o donde sea y piensa que quizá sea lo mejor, un deseo cumplido: morir sin morir, tener una verdadera segunda oportunidad. Y la idea no le parece tan mal porque también, en parte, cree que con la desaparición de su marido ha muerto un Jakob al que ha conocido pero al que ahora apenas reconoce.
—Está bien —dice el productor, para pasmo del White, que esperaba una reacción histérica.
El robot y el cineasta se quedan en silencio. Como queriendo dar la conversación por terminada aunque ambos sepan que todo resulta demasiado trascendente para solucionarlo de una forma tan simple. La muerte es una cosa muy seria, y lleva mucho trabajo.
—Tendrás una nueva identidad. Y serás diez años más joven. Piensa en todo lo que ganas —dice el robot, con un tono de entusiasmo desvaído; aun no ha asumido que Jakob acepte de forma tan positiva una noticia tan espantosa.
—¿Nadie podrá saber quién soy?
—No.
—¿Ni siquiera mi hermana?
—Ni siquiera. No podrás acercarte a ella nunca más. Sí podrás despedirte.
Jakob siente una ola de alivio y tiene ganas de arrodillarse delante del White y besar su mano. Confirma en sí mismo su teoría de siempre de que la debilidad, sea por inclinación natural o impuesta por los acontecimientos, conduce con frecuencia a la falta de dignidad.
—Vamos a injertarle un recuerdo falso. Ella jamás recordará ni lo que os dijisteis ni lo que sucedió. Vamos a utilizarla como coartada para tu suicidio. Recordará haberte visto en una situación espantosa, profundamente deprimido en una casa que hemos alquilado este fin de semana y que se llama, curiosamente, Patatas Lays.
Jakob, por un momento, se siente feliz. Le da igual morir y volver a nacer. No le importa ser otro porque nunca ha querido ser él mismo y aunque intuye que al nuevo Jakob terminará por despreciarlo tanto como al antiguo le excita la perspectiva. Y la idea de ver a Angelina, aunque sea una última vez, aunque signifique entrar en el juego perverso de la corporación, un juego que le da mucho que pensar porque nunca está seguro de si le dicen la verdad o es todo una metáfora que se le escapa, quiere verla y se siente casi agradecido. De pronto, la vida no le parece tan siniestra. Morir sin morir es una buena idea.
Al cabo de tres días, Angelina aparece en Patatas Lays. Delgada, hermosa y sonriente, como ha sido siempre, no tiene ni idea de dónde se está metiendo. Simplemente piensa que su hermano, el loco de su hermano, se ha refugiado en un hotel de lujo para superar la muerte de Paul, aunque continúa sin entender por qué la ha llamado una sola vez en tantas semanas, por qué no ha querido hablar con sus amigos o, sobre todo, por qué no ha continuado trabajando en su película y ha permitido que se estrene sin terminarla de montar él mismo. Tampoco entiende por qué en la recepción se han quedado con su consola, han desconectado sus conexiones cerebrales y la han advertido de que no podrá comunicarse con el exterior de ninguna manera. Angelina trabaja como relaciones públicas de una firma de moda y ese tipo de secretismos le resultan tan ajenos como a Jakob fregar los platos o pelar una manzana.
Aunque Angelina no entiende nada, tampoco está asustada. No lo está porque no puede ni remotamente imaginar que Paul es un robot que se ha pasado al bando de los terroristas y que su hermano, su hermano el artista, está acogido bajo la ley antiterrorista que él mismo defendió con vehemencia en la asamblea de accionistas (una postura que enfureció a Angelina porque ella cree en la rehabilitación de los delincuentes y en el reparto de la riqueza, y está en contra de la pena de muerte, que algunos reclaman para los terroristas, e incluso muchas veces piensa que habría preferido vivir en la época anterior a la III Guerra Mundial, cuando había chinos y árabes y estos no vivían en campos de refugiados como meros testimonios del pasado). Angelina, a veces, incluso ha estado tentada de darle la razón a los Guerreros de Marte, aunque desprecia su estrategia sanguinaria. Y en secreto ha comenzado a rezar, no a un Dios concreto o tangible, sino a rezar sin más, a un Dios abstracto y todopoderoso, casi tan bueno como ella, para que cuide de su marido, de su futuro bebé y de su hermano, al que adora sin fisuras desde pequeño y por el que se ha partido incluso la cara cuando los demás niños en el colegio lo insultaban.
Angelina siempre fue la preferida. Angelina siempre fue la mimada. Jakob era demasiado raro y estaba demasiado loco y daba demasiados problemas. Ella, en cambio, tan delgada siempre, con un rostro tan hermoso, con sus ojos color avellana y sus labios carnosos y su habilidad para caer bien a la gente o sus buenas notas, era todo satisfacciones. Angelina recuerda cómo, de pequeña, se sentía más culpable que dichosa porque en Navidad siempre tenía el regalo más bonito, porque su madre prefería pasear con ella o llevarla a la peluquería, temerosa de que su hermano montara el pollo. Pero Angelina nunca dudó, como en realidad lo sabían todos, que detrás de aquella locura incomprensible se encontraba la única respuesta verdaderamente humana a una familia en la que el suicidio era quizá la única reacción coherente.
Angelina adora a Jakob y lo ha protegido siempre. Por eso, cuando se lo encuentra con el pelo más revuelto que de costumbre y los ojos saliéndose de las órbitas, vuelve a sentir esa clase de compasión de la que solo son capaces los que tienen un corazón de oro.
27
La cuitas de Paul
uatro meses después de que yo saliera huyendo de la casa de la Costa Fanta, Paul apareció en iPad. Estaba en la redacción, concentrada en editar un texto sobre la guerra comercial entre Hilton y Sheraton en el sur de África, un texto mal escrito y repleto de errores de bulto, cuando me avisaron de que tenía una visita. La recepcionista, una Jackson con la que había salido a comer varias veces porque era la única de toda la revista que no se pasaba el rato intrigando sobre a quién le subirían el sueldo, estaba excitada.
—Pedazo cañón tienes aquí esperándote, guapa.
Salí azorada a recibir a Paul. Era un octubre frío y él, como siempre, iba preparado para que si en algún momento le hacían una foto, sus fans de Coca-Cola no se sintieran decepcionadas: vestía un abrigo tres cuartos al estilo mod, una bufanda de colores y zapatos puntiagudos. A Paul le intrigaba cómo funcionaba una revista y estuvimos dando una vuelta. Era casi la hora de marcharse, aun quedaban tres días para el cierre y los redactores ganduleaban de un lado a otro con una taza de café en la mano y un cigarrillo electrónico en la otra. Entre los periodistas se había vuelto a poner de moda fumar y el local apestaba al vapor que desprendían aquellos cacharros del demonio. Los cigarrillos de nicotina de Jakob, en cambio, me gustaban.
Todos me miraban y cuchicheaban. Desde luego, era imposible que la frígida y amargada de Marianne se hubiera echado novio, y menos un novio con aspecto de playboy que parecía quince años más joven. La vida es injusta, pero no tanto. El director estaba tan impresionado que mandó pasar a Paul a su despacho. Por aquel entonces estaban convencidos de que mis textos habían empeorado porque necesitaba afecto y compañía, y los jefes se esmeraban en dejarme flores en mi mesa o invitarme a cenar a sus apartamentos para que conociera a sus familias. Invitaciones que yo casi siempre rechazaba porque cuando las aceptaba salía aun más deprimida y sintiéndome más sola.
Cuando salimos del edificio, mientras paseábamos por la Quinta Avenida, lo primero que hice fue preguntarle a Paul por qué demonios aparecía así, sin previo aviso. Lo hice de una manera brusca, que es mi forma habitual de comunicarme cuando no estoy haciendo una entrevista, y se quedó un tanto perplejo porque Paul estaba acostumbrado a que todo el mundo estuviera encantado de gozar de su presencia sin pedirle explicaciones.
—¿Te he molestado? —me preguntó, abriendo los párpados, un tanto incrédulo.
—No, no me has molestado en absoluto —respondí—. Es solo que no te esperaba. Bueno, ¿qué te trae por aquí? —repetí la pregunta en un tono mucho más cordial que sonó impostado por la falta de costumbre.
—Me han ofrecido trabajar en una película de Markus Fergan —contestó—. He venido a conocerlo.
Hasta que se mató de sobredosis dos años después, Markus Fergan era el director más exquisito e incomprensible de Apple. Sus películas, que yo disfrutaba odiando, solían consistir en largos monólogos acompañados de imágenes que no tenían nada que ver. Los críticos lo adoraban por su trabajo con el sonido, por su capacidad para crear reacciones contrarias en el espectador: mientras moría alguien, sonaba una canción de cuna, y cuando se producía un nacimiento o los protagonistas se daban un beso, música fúnebre y aterradora. Era supermoderno. De todos modos, era un paso considerable en la carrera de Paul, teniendo en cuenta que este había trabajado toda la vida como galán de culebrones. Una noche compré varios capítulos de su serie más famosa, Planet Y, y la encontré tan tonta como me imaginaba.
—Vaya, felicidades. Pensaba que no estabas interesado en hacer películas.
Paul sonrió y pasó su brazo por mis hombros como si fuéramos viejos amigos.
—Y no lo estoy. Pero mi agente ha dado mucho la lata. Dice que me vendría bien un poco de prestigio. Pero a mí el prestigio me da igual. Ya sé que mis teleseries no son muy buenas, pero a la gente le gustan y a mí eso me hace feliz.
—¿Y vas a aceptar el papel?
No hizo falta decir nada para que se sobreentendiera que, si lo hacía, la reacción de Jakob podía ser furibunda.
—No lo sé... Ya sabes —dijo. Y los dos sabíamos.
Los planes de Paul en iPad eran peculiares. Primero, me rogó que fuéramos a un supermercado nuevo que había leído en una revista que era el mejor del mundo. Yo ni sabía que en Tribeca habían inaugurado un lugar semejante y Paul parecía muy emocionado, admirando los puestos de frutas, los platos preparados o la sección de quesos, y dando vueltas por los pasillos. Me explicó que cuando era pequeño acompañaba a su madre al supermercado y que desde entonces había desarrollado una afinidad especial por ellos porque le daban la impresión de que, además, nunca se iba a morir de hambre. Paul, por lo visto, a los ocho años vio una película en la que se explicaba que en la historia de la humanidad hubo niños que pasaron hambre y desde entonces no ha podido quitarse el susto de que quizá algún día la comida se termine o él no tenga dinero para pagarla. Lo explica muy serio, como si me estuviera haciendo una confidencia poco frecuente.
Después de dar vueltas durante una hora por el supermercado, del que destaca especialmente la sección de pescados y su inabarcable surtido en aceites dentro de la excelente impresión general, me pide que le acompañe a una tienda de muebles pop que recomendaban en la misma revista en la que, con tanto acierto, habían elogiado el supermercado. Aunque Paul en teoría sigue viviendo en la casa que se hizo construir en el jardín de sus padres, cada vez pasa más noches en ese apartamento vacío en el que yo había cenado con ellos una noche cuatro meses atrás y que, por lo visto, sigue desamueblado porque Jakob es incapaz de decidirse por nada. Además, Paul deplora el gusto de su novio por ir vestido de negro y escoger todos los muebles de color marrón u oscuro, como si estuviera construyéndose un sarcófago: «Si lo dejara suelto, acabaría viviendo con las cortinas todo el día echadas en un apartamento sin nada y fumando porros en una esquina lamentándose sobre todos los actos de su vida», resume.
La tienda, en la que alguna vez había comprado alguna lámpara o algún póster, está en un almacén enorme atestado de objetos anteriores a la III Guerra Mundial. A Paul le fascinaba toda la parafernalia kitsch del siglo y, como a mí, le gustaban los libros y las revistas de papel, aunque en su caso con una marcada inclinación por lo hortera que, como su afición por los supermercados, me dejó atónita. En la tienda, donde nos acompañó una Brown que iba apuntando todos los objetos que Paul acumulaba, se interesó por los más chillones y extravagantes: una escobilla para el baño con forma de patito de dibujos animados con unos ojos azules centelleantes construidos con espejuelos; una reproducción de Pato Donald de un metro realizada con un plástico dorado, o un espejo rodeado por bombillas adornadas con pelusilla fucsia.
La estrella fue un sillón rosa, que lo dejó arrebatado, forrado por unos pelos gordos como espárragos pequeños, que daba la impresión de absorberte cuando te sentabas en él, como si penetraras en un bosque surrealista y pudieras refugiarte entre sus ramas. Aunque a ratos parecía feliz por la oportunidad de hacer un poco de turismo y pasear por iPad, que apenas conocía porque nunca había sentido una gran necesidad de viajar hasta que conoció a Jakob y este siempre lo llevaba por Europa o África, se comportaba de forma taciturna. En el supermercado, se quedaba absorto mirando unas latas de conservas de alto standing y tampoco se esforzaba demasiado en disimular que estaba angustiado por algo, con el ceño fruncido y el aire un tanto ausente, como de príncipe destronado. Lo que en Jakob resultaba violento y agitado, en Paul era melancólico y contenido. Tenía el aire de un delicado soñador frustrado por el infortunio.
Fuimos a cenar a un restaurante de pasta y pizza cerca de mi casa. Paul volvía a parecer serio, como si tuviera ganas de hacer confidencias o estuviera en una misión importante. Tuve miedo de que esa vena burlona, esa sonrisa sarcástica que percibí muy someramente la primera noche en su casa y estalló de forma abrupta en Costa Fanta, volviera.
—No me gustó cómo trataste a Jakob. Yo creía que eras un buen chico. Y que lo querías de verdad. De repente, tanta agresividad...
—Ah, ¿fue eso?
—¿Fue eso qué?
—¿Fue eso por lo que te marchaste? —Se quedó en silencio. Le dio un sorbo a su copa de vino y me miró de esa manera en que los hombres miran cuando quieren algo más—. Lo hice porque estaba celoso.
—¿Celoso de qué?
—De ti, supongo. Desde el primer momento supe que te gustaba Jakob.
No había vuelto a saber nada de Jakob desde que su secretaria me mandó un e-mail escuetísimo en su nombre dándome las gracias por el artículo. Es posible que en algún momento sintiera algo por él, pero había regresado a mi vida de redactora solitaria y malas pulgas sin problemas, y ese ligero escozor al que queremos llamar amor apenas revivió pero de forma liviana al recordar su nombre y la tarde que pasamos en la habitación 550. Además, aunque había dejado de ser abstemia para siempre, ya no bebía como una neurótica y volvía a sentirme a gusto en mi piel de mujer puritana y espartana. Y me había salido una oportunidad. Una editorial me ofrecía una fortuna por mis memorias como reportera de guerra y madre de una víctima de un atentado. Estaba pensando en trasladarme a Marrakech OS X, que se había convertido en una colonia de artistas homosexuales millonarios, algo que calibraba, frustrada quizá por Jakob, como la mejor solución para mi urgente necesidad de volver a ser madre.
—Es un hombre interesante —admití, tras unos segundos en los que repasé mis logros de los últimos tiempos—. Pero no sé si tendría la paciencia...
Paul respondió con una risotada a mi comentario.
—Es una persona complicada, eso está claro. Sin embargo... —añadió, tras un toque de suspense—, vamos a casarnos. También estoy aquí, contigo, para invitarte personalmente a nuestra boda, dentro de dos meses.
No estoy muy segura de si supe disimular mi decepción. Era inevitable que hubiera fantaseado con la idea de que Paul había venido a verme para acostarse conmigo. Me sentía dichosa al pensar que podía atraer a un hombre como él. Y supongo que, en algún lugar de mi corazón, albergaba aun algún sentimiento por Jakob y quería mi ración de venganza.
—Bueno —dije, tratando de parecer contenta—. Dichosos los oídos. Por supuesto que no faltaré.
Paul y yo continuamos bebiendo. Aunque había venido a anunciarme su matrimonio, daba la impresión de que lo que quería era explicarme por qué iba a divorciarse. Estaba muy quejoso de Jakob. Se burlaba de ese gesto suyo al abrir la boca, como un pez que da las últimas bocanadas de aire, pero lo hacía sin la amargura ni la chulería de la Costa Fanta, con la tristeza de quien está harto hasta de quejarse. Decía que a Jakob el éxito lo había cambiado, que siempre había sido un chico extraño, pero que había perdido esa ternura y esa fantasía que tenía al principio y que lo veía cada vez más nervioso y que pasaba muchas noches agitándose en una pseudovigilia neurótica, angustiado por cada pequeño gesto, cada decisión insignificante que había hecho a lo largo del día torturándose con la idea de que nunca repetiría los días de éxito y gloria de Wisdom and Fertility y que su vida ya había alcanzado su punto culminante hacía tiempo. Estaba produciendo las películas a la desesperada porque estaba convencido de que en cualquier momento lo iban a apartar del negocio.
—Se pelea con todo el mundo —me contó Paul—. Cuando tú estuviste en casa, estaba furibundo con el protagonista de You Wonder. Lo acabó despidiendo tras unas semanas dramáticas en las que se anduvieron gritando e insultando el uno al otro por todo el plató. La broma costó una fortuna a la empresa. Y ahora anda a tortas con el director porque tiene la manía de no dirigir él las películas y pretender que se haga siempre lo que le da la gana, porque está seguro de que la película, en realidad, es suya. Estamos a finales de octubre y está todo patas arriba. Ha habido que desmantelar toda la campaña para el día de Navidad y posponer el estreno a febrero. Es una locura.
Me dio la impresión de que Paul no tenía muchos amigos y de que hacía tiempo que necesitaba desahogarse. Estaba allí, tan guapo, tan perfecto, con su jersey de cuadros y su camisa granate, con una encantadora barba de dos días, tan joven aun, y me di cuenta de que tanto él como Jakob compartían una misma tristeza, una misma soledad reprimida y elegíaca, como si hubiera una parte de ellos mismos que el uno anulara en el otro y que solo se manifestaba cuando, casualmente, coincidían con alguien más que estaba dispuesto a escucharlos o en los largos ratos que pasaban solos y resentidos porque eran incapaces de terminar la relación aunque se hicieran daño. En parte, ambos trataban de reivindicar, con su buena conducta y con su tristeza, que eran buenos chicos aunque juntos pudieran comportarse como bestias. «Este es mi verdadero yo», decían los dos con cara de cordero degollado, no ese monstruo competitivo que has visto cuando estaba con él, culpable de todas mis ruinas y mis problemas. Aunque es posible que realmente se detestaran, daba la impresión de que no podían vivir el uno sin el otro.
Y fuimos a mi casa e hicimos el amor. Al contrario que Jakob, que daba la impresión de hacer el amor solo, como si estuviera tan concentrado en hacerlo bien que te trataba como a una máquina de entrenamiento, Paul era un virtuoso proporcionando la dosis justa de placer y afecto. Me acordé, mientras me penetraba con rigor profesional, de lo que me había dicho Michael y pensé, con regocijo, que si no era un robot, desde luego era una máquina. Dos semanas después de la boda, recibí un email furibundo de Jakob diciendo que se había enterado y que me odiaba. Estuvo un año sin hablarme.
28
La arrogancia de Balthazar
uando bajan a cenar, el padre, Jacobo I, como le gusta llamarse a sí mismo, medio en broma, medio en serio, olvidando su larga estirpe de Jacobos, los está esperando. Cuando van a sitios finos, como es el caso (el hotel es espléndido, lo cual no es tan habitual), suele adoptar un rictus extraño con los labios (como si se le estirara hacia arriba la parte izquierda de la cara) y sentarse muy tieso. El padre de Jakob es un hombre de sesenta y tantos años muy bien conservado y guapo. Tiene el cabello liso, que lleva con la raya a un lado dejando asomar un pequeño y coqueto tupé en el arco del cabello castaño oscuro que forma un abanico sobre su frente. Los ojos grises, la barbilla prominente y un mentón cuadrado le dan a su aspecto un cierto aspecto de playboy. Está muy serio, con su cara de «fino», vestido con un jersey de cuello largo y pantalones de franela, recortado sobre una inmensa cristalera que da a un bosque de montañas nevadas. Angelina está a su lado, a sus 16 años, ya muy atractiva, con un vestido de gasa rosa barato pero de buen gusto. Como es habitual cuando está con él, sus gestos se vuelven forzados y antinaturales, deseosos no solo de agradar, también de no desagradar. Sabe que por cualquier tontería remotamente susceptible de ser interpretada como una ofensa se puede liar parda. Jakob también lo sabe.
Jakob, a diferencia de Angelina, sin embargo, no es capaz de superar ese miedo cuando no está con él. Angelina sí, ella cambia cuando se rodea de más gente: se ilumina. Desde muy pequeña, tuvo el don de caer bien a la gente, de escucharla y hacerla feliz. Cuando está con los demás, parece literalmente capaz de olvidarse de sí misma, y desde luego no tuvo una vida fácil, de ponerse en la piel del otro y sufrir con él, acompañarle y al mismo tiempo darle ánimos y alegría. Jakob siempre quiso a su hermana como si fuera un ángel, y siempre admiró esa capacidad suya para mostrar su mejor rostro. En él, ese malestar consigo mismo, ese pánico a desagradar, su manifiesta incomodidad con su cuerpo y sus gestos se transformaban en energía negativa, lo que le convertía, o le hacía sentir, como un monstruo. La gente, sus compañeros de clase, sus primos, sus primeros amores, se daban cuenta de que, cuando lo tocaban, era como si le traspasara un calambre. Jakob sabía amar, pero era incapaz de sentirse amado. Angelina, sí. Esa fue siempre la enorme diferencia entre ambos hermanos.
El padre opina que la principal función de las niñas en esta vida es ser «monas» y Angelina es consciente de que la presión sobre ella es doble. Entre sus numerosas prebendas paternales, figura en alta posición la de ser considerado, sin refutación posible, guía espiritual, político, moral y de cualquier cosa de sus hijos. A Jakob, en su calidad de hombre, se le permite, si bien a regañadientes, cierta rebelión (siempre y cuando, claro, no toque ninguno de los temas calientes; dominarlos a la perfección es complicado, requiere incluso dotes para la nigromancia). Angelina, sin embargo, corre el riesgo de expresar una opinión que no esté acorde con la ideología «correcta» y «respetuosa» con «su padre» y caer defenestrada, lo que significaba como mínimo varias horas de mala cara y gestos despectivos de solemne decepción.
Para evitarlo, las conversaciones entre hija y padre se han ido convirtiendo, a medida que esta se hace mayor, en un cúmulo de banalidades y lugares comunes entre los que suele ser habitual que Angelina, directamente, le haga la pelota a Jacobo I sin muchos disimulos (el padre es el único que no se da cuenta porque le parece lo normal). Cuando están los dos hermanos, un observador medianamente atento (su padre estos matices no los captaba, atento a señales delirantes) habría percibido la frecuencia de las miradas de pavor y disgusto del uno al otro cuando pensaban que podría haber dicho algo inconveniente y despertar a la fiera. Manejaban un código secreto de temas considerados tabú y que era mejor no tocar. Desde luego, su madre era el primero. Pedir dinero era el segundo (respuesta habitual: «Solo me queréis por el dinero, no me respetáis en absoluto»), y a partir de estos dos puntales, la lista podía ser tan larga como uno quisiera: vestir de forma adecuada (preferentemente con ropa comprada por él; el problema es que a veces se tiraba años sin comprarles nada, aunque en su imaginación hubiera gastado «fortunas» en ellos, con lo cual se veían en la delicada situación de llevar prendas que en realidad no existían); mostrar entusiasmo e incluso gratitud por recibir el honor de tener que hacerle todos los recados y las tareas pesadas; o, muy importante, mostrarse sonrientes y contentos en todo momento so pena de ser considerados bien unos desagradecidos por no disfrutar de todos los lujos que él ponía a su alcance o unos debiluchos y unos cuentistas sin remedio. Todo ello exigía, por supuesto, mentir muchísimo.
Con los años, Angelina y Jakob creen haber llegado a un cierto dominio de las claves secretas de la cólera de su padre. Por supuesto, no han terminado al cien por cien con las broncas, pero a base de corregirse el uno al otro con miradas de soslayo implacables, patadas debajo de la mesa, pellizcos y todo tipo de señales cuando se percibe un mal camino, además de numerosos y exhaustivos recuentos de temas a no tratar salvo caso de fuerza mayor, el nivel de presión ha bajado. Últimamente, no parece tan «decepcionado» con sus hijos como antaño y estos lo agradecen aunque la incertidumbre les hace sospechar que terminarán por padecer una úlcera a una edad históricamente temprana. En realidad, todas sus disquisiciones sobre el asunto pueden resumirse con la fórmula de que la sumisión absoluta, la total falta de personalidad propia, que se entiende como arrogancia y falta de respeto, es la única respuesta. Jakob se da cuenta de que, en presencia de su padre, se les forma a ambos una ligera joroba que no asoma cuando no están como con él, como si su cuerpo se encogiera sobre sí mismo de manera instintiva como forma de acentuar esa actitud de vasallaje.
El problema, además, es que la furia de los dioses no depende solo de lo que ellos hagan. El padre vive atormentado con la idea de que se burlan de él y le faltan al respeto, no solo sus hijos, sino todo el mundo. Un taxista que no le ríe un chiste, una camarera que no se presta a su habitual coqueteo, una recepcionista que consulta su ordenador y no le mira a la cara mientras le atiende, un amigo que le lleva la contraria, caso mayor, si le demuestra con datos que se está equivocando... La vida con el padre está llena de peligros. A todo ello se le suma la posibilidad, especialmente frecuente durante las cenas con alcohol, en las que le da por recordar su malograda juventud de perdedor de la guerra y que empiezan con llorera interminable y terminan de forma agresiva con un recuento airado de los muchos males de la repugnante sociedad corporativa. Algo en el aire le dice a Jakob, en cuanto se acercan a la mesa y ve una botella de vino medio llena, que todo se presta a uno de esos largos psicodramas en los que insultará y vejará sin descanso a «todos esos hijos de puta que se pasaron al bando enemigo y ahora se han hecho millonarios con traiciones». Al pensar en su amigo Martin, en la vergüenza ajena que le provocará ese espectáculo, tiembla.
En esa época, en los años sesenta, lleva más de una década gobernando la derecha. Durante la guerra, el padre huyó de la casa paterna (esta era la historia oficial) para refugiarse en pisos francos de la resistencia. La guerra fue rápida y letal, y la mayoría de blancos de izquierdas y derechas aceptaron la masacre de indígenas y el triunfo progresista. Por primera vez, ante el pasmo de todos y la alegría de muchos más de los que se hubiera imaginado, se cometía un Genocidio atroz a escala global de dimensiones apocalípticas. La crisis económica interminable de Occidente y el crecimiento imparable de las nuevas potencias, factores sumados a la negativa de ambos a rebajar su consumo energético, habían llevado a la humanidad a una situación insostenible en la que la única solución posible era matarse o sacrificarse. Y había muchos más dispuestos a lo primero que a lo segundo. La guerra tenía dos focos. En los países ricos se libró entre progresistas y liberales. En el mundo, entre los ricos de siempre y los nuevos ricos y los pobres de toda la vida.
La diferencia la marcaba, fundamentalmente, la cuestión católica. Los musulmanes también habrían sido un problema, pero se los cargaron a casi todos, así que la cuestión se arregló sin demasiadas complicaciones. La corriente de pensamiento de izquierdas, conocida como «supervivencia ecológica», que se acabó imponiendo, consideraba al Vaticano culpable de la superpoblación, principal y casi único problema del planeta, y condenaba toda organización religiosa que no cumpliera con los preceptos de la nueva sociedad. Los más despectivos llamaban al nuevo poder mundial «la revuelta de los maricas» por su insistencia en que las iglesias cambiaran su doctrina en este asunto. Benjamin York, escritor del manifiesto «Supervivencia ecológica» esgrimido por la coalición entre Bill Clinton y Barack Obama que tomó el poder al asesinato de Marco Rubio, no en vano era homosexual él mismo y fue un maestro a la hora de agitar el rencor de amplias capas sociales (maricones, mujeres que han abortado, multidivorciados, personajes de mal vivir y etcétera) al utilizar, arteramente, el argumento de que se refundaba el cristianismo para adecuarlo a la modernidad. La iniciativa tuvo un éxito formidable. Se podía follar sin descanso con todo quisqui sin dejar de ser buen cristiano.
En su famoso discurso del 15 de abril de 2018, el copresidente Bill Clinton, en la sede de la ONU, flanqueado por los líderes de las naciones que, en realidad, iban a sobrevivir, dijo cosas como la siguiente: «Occidente está librando, como se profetizó, su armagedón final. Los conflictos latentes de los últimos siglos han llegado a su clímax y en este punto solo cabe nuestra supervivencia o la suya»; «En este momento solemne y luctuoso en la historia de la humanidad, como Comandante en Jefe de la Junta militar de emergencia constituida por las naciones libres, Estados Unidos, la Unión Europea, Gran Bretaña, Suiza, Noruega, Islandia, Croacia, Montenegro, Canadá, Israel, Japón, Corea del Sur, Turquía, Estonia, Bielorrusia, Australia y Nueva Zelanda, confirmo de acuerdo con los poderes que me han sido otorgados que esta misma mañana ha comenzado bajo mis órdenes la operación internacional Sacrificio Ilimitado. En las próximas horas confirmaremos la adhesión de la mayoría de países de Centroamérica y Sudamérica, sometidos a conflictos civiles en los que apoyamos con decisión a los líderes leales a la coalición de países libres. La excepción en el continente son Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, que consideramos enemigos y ante los que actuamos como tales. Las personas de origen occidental que se encuentran repartidas por los diversos territorios hostiles bien como residentes o como turistas están siendo evacuadas a la mayor celeridad. A aquellos que aún no se hayan marchado les exhorto a que lo hagan cuanto antes siguiendo los protocolos establecidos en cada país. Dentro de las fronteras de las naciones aliadas, aquellos ciudadanos que sean potencialmente sospechosos de oponerse a los legítimos intereses de defensa de sus gobiernos están siendo arrestados y deportados a un lugar seguro y secreto. Sus familiares y amigos no deben temer porque respetaremos los derechos humanos dentro de las circunstancias extremas que padecemos. Esta guerra definitiva también significa la muerte del multiculturalismo y la constatación del fracaso de la sociedad global. Contamos con el respaldo decidido y fundamental de las multinacionales que financian los costes de sobrevivir a un ataque sin precedentes a los países aliados, y declaro solemnemente que, a partir de este mismo momento, van a morir millones de personas en la peor tragedia que ha conocido la historia de la humanidad. Este es un día oscuro y triste para todos, esta es una decisión que ningún líder quiere tomar jamás, pero la virulencia sin precedentes de la masacre que podemos evitar no nos deja otra alternativa. Somos nosotros o ellos, y no nos queda otro remedio si queremos sobrevivir»; «Cuando hayamos ganado la guerra, porque la ganaremos, se dará paso a una nueva sociedad mundial que surgirá de una asamblea entre supervivientes. Será, sin duda, el comienzo de una nueva era en la que aprenderemos de nuestros errores y evitaremos, de la forma más enérgica posible, que vuelva a haber superpoblación, la causa última de este conflicto definitivo. No es una cuestión de sí o no, vamos a ser implacables».
Al cabo de dos horas, el Papa de Roma, más muerto que vivo, imploraba desde la plaza de San Pedro que se detuviera la guerra y la locura que se había desatado por todas partes. Para entonces, la III Guerra Mundial ya se había cobrado la vida de cientos de millones de personas. Al día siguiente, el Vaticano explotó en mil pedazos, con el Papa y todos sus obispos dentro. La historia oficial del padre cuenta que asistió a todos estos eventos, atónito, en un piso franco acompañado de sus amigos pijos de la escuela católica lo suficientemente valientes como para no quedarse en casa y esperar que el ejército occidental entrara para matarlos. Planeaban colocar bombas en los nuevos cuarteles militares de la coalición que habían surgido por todas partes y muchos de ellos destacaban como francotiradores en las solitarias calles de Buenos Aires, vacías como si hubiera pasado un tornado, donde se respiraba una atroz calma. Se sabía que reclutaban voluntarios entre las clases más desfavorecidas pagándoles fortunas para que procedieran a la limpieza «ecológica» de los indígenas. Se rumoreaba que unos robots que nadie sabía de dónde habían salido estaban realizando muchas de las tareas de aniquilación porque se consideraba un trabajo «imprescindible» pero «lamentable», más propio de máquinas que de seres humanos. Quienes participaron en la segunda fase de la Operación Sacrificio Ilimitado después fueron considerados poco menos que apestados.
Mientras todo esto sucedía, a una velocidad supersónica, porque se tiraron decenas de bombas atómicas en todo el mundo (ya solo no esconderse en algún refugio era un peligro), mataron a los propios padres de Jacobo un día que pudo ser cualquiera a partir del primer día de la guerra, en el que, a los 20 años, hecho un hombre, se marchara dispuesto a luchar por su querida Iglesia católica. Los mataron sin más. Meses después, cuando el Gobierno Mundial Corporativo (la nueva ONU) aplicó una amnistía a los focos rebeldes que aun iban quedando y él no tuvo más remedio que rendirse, le devolvieron los cuerpos y, aunque le prohibieron enterrarlos con alguna referencia católica, sí le dejaron clavar una cruz cristiana. Y ahí están, en Buenos Aires criando malvas y en Coca-Cola vivos, revolviéndose agitados en la mente turbulenta de su hijo más de cuarenta años después de que los asesinaran a balazos. Durante su clandestinidad, fueron tan numerosas sus hazañas que esperaba, cuando la Iglesia volviera a brillar y se terminara con la «gilipollez» de la sociedad corporativa, que lo hicieran santo.
Jacobo I no cree que la santidad vaya a ser cosa de hoy para mañana. Solo la Historia, y no los espurios intereses de una época codiciosa como la que le ha tocado vivir, sabrán reconocer su sacrificio. Para que ello ocurra, primero tendrá que morirse no solo él, también los vendidos que tratan de legalizar la Iglesia a base de hacer concesiones a los «maricones» que gobiernan el mundo. Irreductibles como siempre, los católicos comienzan a ganar posiciones y espacios de legitimidad cambiando aspectos esenciales de su doctrina. Se impone la teoría de que es mejor rendirse y sobrevivir que desaparecer para siempre. El padre pertenece a esa pequeña minoría, cada vez más pequeña, de inconvencibles. Ha perdido amigos por el camino, no le importa, le dan asco quienes cambian de opinión según la dirección del viento. Para él, cualquier cambio es una derrota y un insulto a su sacrificio y al de algunos otros (no muchos, los hombres de verdad escasean).
Porque él se siente como uno de esos cristianos primitivos a los que devoraban los leones en la antigua Roma y antes de perecer desgarrados tenían «los cojones» suficientes como para proclamar a los cuatro vientos su fe cristiana. Por desgracia, piensa Jakob cuando su padre utiliza el símil, en la sociedad corporativa es terrible no tener los dientes blancos y llevar la camisa planchada, pero a los subversivos no los matan los leones. De hecho, ni los tocan. La policía se limita a disolver las misas católicas ilegales, se monta un poco de follón y luego todos se van a su casa indignados, nada más. Él se siente como un verdadero mártir de la Historia cuya fe algún día será reivindicada por el futuro porque a su valor, no le cabe ninguna duda, se añade su infinita sabiduría: de medicina, arquitectura, música, ingeniería, fontanería, arte, literatura, botánica, historia, geografía, matemáticas, ciencia y, por supuesto, el Gran Tema: Política, lo sabe todo sin discusión alguna, so pena de ser considerado un mal hijo o un ignorante.
A la afrenta de haber perdido la guerra y la traición de sus antiguos correligionarios, se suma otra que termina de enlazarlas y se convierte en un todo indivisible: la de que esos supuestos amigos de arraigado cristianismo, los que siempre había considerado «los suyos», se han hecho ricos o poderosos y él no. A sus sesenta años, las dos actividades más destacadas de su vida profesional han sido trabajar para Coca-Cola como supervisor Clase B en una cadena de montaje con Jacksons y tratar de hacerse rico con todo tipo de negocios que nunca le funcionan, como un fast-food de comida tradicional argentina; una sala de conciertos para bailar tango; una editorial de libros de liderazgo empresarial y etcétera. Su última «apuesta» (le gusta conjugar el verbo «apostar» porque le da la impresión de ser un oráculo capaz de adivinar por dónde corren los vientos) es por el mercado inmobiliario y, por una vez en su vida, acaba de tener un pequeño éxito con unos chalés en la Costa Fanta. Ahora está intentando construir casas en los Pirineos y por eso se ha llevado allí a la familia, y están todos ahora en un restaurante fino. Desde el éxito de los chalés, el padre gasta como un marinero borracho, como si estuviera recuperando a marchas forzadas todo el tiempo perdido andando siempre justo de dinero y gastándose «fortunas» en ropa para sus hijos que, de todos modos, nunca se iban a poner porque no le tienen ningún respeto.
Cuando aparecen Jakob (que se ha puesto ropa cien por cien comprada y por tanto «aprobada» por su padre) y Martin, el padre está dando una de sus lecciones de vida a su hija y se detiene tan solo un instante para hacer la inspección. Parece satisfecho, nunca del todo, claro:
—Menudo careto llevas, Jacobo —le dice, imitando su gesto de abatimiento, bajando el mentón y desdibujando la sonrisa, y acto seguido se ríe. Jakob, sobre todo, está muerto de miedo.
Jakob y Angelina saben que cuando hay invitados (no siempre, claro) suele esforzarse por no montar un espectáculo de ira y, por tanto, ambos predicen, al instante, que la noche se presta a las confesiones; el asesinato de sus padres («vuestros abuelos, de los que no os acordais nunca ni tenéis en cuenta para nada»), la narración interminable de sus gestas clandestinas a favor del Papa y etcétera. Martin, además, tan anticorporativista, con esa vena católica que le ha salido, es sin duda el testigo perfecto. Lo que no adivinan ninguno de los dos es que, por una vez, por una única vez, esa noche el padre les va a contar la verdad.
29
La visita de Angelina / 2
l final de septiembre está siendo tan achicharrante como de costumbre en Red Bull desde que el cambio climático fue un hecho irreversible, a principios de los años sesenta. Mientras dura la visita de Angelina, Jakob le pide a Joshua que se vaya al barracón porque tener un novio no cuadra con el papel de viudo desconsolado que necesita representar. Después se da cuenta de que no quiere que el androide vea lo que va a suceder, el drama catártico y familiar que inevitablemente va a tener lugar. Porque si Angelina lo primero que piensa al ver a su hermano es que simplemente le quiere, Jakob comprende de golpe que pronto estará muerto y que, en realidad, se está despidiendo de la vida que siempre ha tenido, de todo lo que ha amado y todo lo que ha sido. Su propia imagen, su idea de sí mismo, Jakob Jones, con sus éxitos y con sus fracasos, de la que a pesar de todo siempre ha estado orgulloso, aunque solo sea con esa vanidad suya tan pueril y tan ansiosa por agradar, se desvanece en el instante en el que se encuentra con su hermana y comprende, por fin, que todo es mucho más complicado que una simple cirugía estética pagada por la corporación.
Está a punto de decirle que se vaya, que lo deje en paz y vuelva a Toyota TK para cuidar a su marido el ingeniero y montar sus fiestas con gente guapa. En parte, Jakob también quiere consolarse con la idea de que las corporaciones no matan y que ese tipo de historias solo las creen los imbéciles que ven conspiraciones por todas partes y piensan que la III Guerra Mundial la organizaron los judíos para hacerse los dueños de la tierra. Sin embargo, ahora, por fin, empieza a entender que lo que le está sucediendo no es una pesadilla ni una broma, no es una prueba del destino a su carácter, otro de esos conflictos menores que él ha tratado hasta la fecha como cuestiones de vida o muerte, ahora, en este momento, Jakob se da cuenta de que su vida ya no será la misma nunca y que él, muy pronto, estará muerto para su hermana y ya no podrá abrazarla nunca más y eso es casi peor que morir de verdad porque hace poco ya ha perdido a Paul y tiene la impresión de que pronto ya no le quedará nada.
Jakob pasa las primeras veinticuatro horas abrazado a Angelina. La coge con tal fuerza, la agarra con tal furor y llora con tanta intensidad que ella no tiene más remedio que tratarlo como a un bebé, dándole pequeñas caricias y besos en la nuca para que se calme mientras susurra cosas como «tranquilo, pequeño» o «estoy contigo, estoy contigo». Al día siguiente, tras dormir juntos como si fueran amantes (ella llega a temer que intente meterle mano como cuando eran pequeños), Jakob amanece sonriente y animado, y Angelina reconoce enseguida detrás de esa alegría descontrolada la euforia que conoce tan bien y que siempre se ha demostrado mucho más peligrosa que su tristeza. Jakob se agita nervioso por toda la habitación comentando esto y lo otro, elogiando el hotel o el nuevo corte de pelo de su hermana, incapaz de estarse quieto, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior y riendo de forma histérica a la mínima ocurrencia. Le explica historias del hotel y le da las primeras pistas de que algo extraño está sucediendo.
Cuando logra calmarse, Angelina le anuncia que está embarazada y ya está dejando su vida de relaciones públicas y fiestera profesional para dedicarse «como una santa» a cuidar y educar a su descendencia. Sueña con ser una madre atenta y entregada porque sabe perfectamente lo que es tener una madre que nunca recuerda el curso al que van sus hijos, una madre que los dejaba semanas enteras solos en casa con una Smith escacharrada mientras era ella la que tenía que encargarse de preparar los menús, llevar a su hermano al colegio y ocuparse de que tuviera dinero para pagarse el desayuno. No, Angelina no quiere que sus hijos crezcan solos, quiere cuidarlos y mimarlos como nunca lo hicieron con ella y, aunque suene antiguo o desfasado, ya ha solicitado un puesto en la empresa que no la obligue a salir todas las noches y hacerse la simpática con las modelos y los estilistas.
Jakob hace quizá dos años que no la ha visto porque siempre ha andado muy liado y reconoce enseguida esa voz aguda, que comienza como un susurrito de niña pequeña y que se convierte en una melodía envolvente cada vez con una octava más alta. Y también esa forma ingeniosa de expresarse basada en la comparación hiperbólica. Le explica que su matrimonio ha resultado mejor de lo que ella esperaba, aunque «tampoco es que sea una mezcla entre Love Story y Sangre y arena», añade. Se alegra de haberse casado con un ingeniero, con un hombre serio y de costumbres sobrias, que «tampoco es que sea como un pastor de una película de Bergman», pero que equilibra su tendencia a trasnochar y pasar los días en la cama con resaca. Le habla de las fiestas que organiza y de las personas famosas que conoce y cree que Jakob también puede conocer. Cotillean un rato sobre este y aquel adornando sus historias, sintiéndose dichosos y afortunados por moverse en un ambiente exquisito.
Angelina después se entretiene bastante rato con una aventura que tuvo la primavera pasada con un modelo y de cómo este, al verse abandonado, puso en peligro toda su vida: «Como un psicótico, me mandaba mensajes todo el día y yo sentía que casi tenía que pedir protección oficial al programa de testigos encubiertos de la corporación para librarme de él. Pensaba que acabaría escondida como esos mafiosos arrepentidos que terminan con chanclas y un nombre que no reconocen en una isla perdida. Se plantaba con hologramas en casa y me hackeaba el disco duro para darme más recuerdos con él y más placenteros. Menos mal que coincidió con una época en que Curtis estaba instalando una desalinizadora en Halliburton y casi no estaba en casa; pensaba que me estaba volviendo loca y ya me veía caminando por las calles con un cuchillo».
Jakob se da cuenta de que en ese discurso adornado por la exageración y el dramatismo con fines cómicos, además de ser fruto de la inteligencia de Angelina, de esa facilidad suya para resultar graciosa y entretenida que le ha granjeado tantos amigos, también se cuelan pequeños sobresaltos e inseguridades que son restos de su viejo complejo con él. Cuando hace comparaciones con escritores o cantantes, detecta que lo hace temerosa de haberse equivocado y de que su hermano, que de pequeños la corregía si utilizaba mal algún adverbio o la reprendía cuando no se interesaba por algún libro o película japonesa del siglo «imprescindible», se ría de ella como ha hecho tantas veces. Y Jakob se siente terriblemente culpable, pero, al mismo tiempo, es incapaz de dejar de pensar que aunque él nunca tendrá su empatía, efectivamente, es más inteligente y refinado que ella.
Angelina le habla, sobre todo, del hijo que espera y de cómo cree que ese niño, porque será niño, eso ya lo sabe, va a cambiarle la vida, aunque, claro, tampoco es que vaya a convertirse en una de esas señoronas que se pasan la vida siguiendo culebrones y viendo en el canal «Madre moderna» documentales sobre cambiar pañales o la conveniencia de que el bebé escuche a Beethoven desde el útero. Mientras oye hablar a su hermana, la idea de su muerte inminente se le presenta a Jakob cada vez más clara e inevitable, y piensa en ese niño que Angelina lleva en su interior desde hace tres meses, en ese sobrino al que nunca conocerá y se vuelve a quedar pálido, aterido de frío. No tiene más remedio que fumar un porro tras otro, lo cual la disgusta, para que toda su energía no se convierta en algún tipo de furia incontrolable que desencadene algún tipo de drama.
Pero no puede evitarlo. Mientras la oye canturrear y escucha historias que le parecen banales, visto lo dramático de la situación, va estando cada vez más agitado y le pide que se marche. Que coja su maleta de diseño y sus gafas a la última moda y que se vaya pitando del hotel. Quizá aun no es demasiado tarde. Quizá puede salvarse. Jakob quiere morir tranquilo, quiere morir en paz, y está dispuesto a hacer algo insólito en él, como ahorrarle a su hermana una confesión que le causará aun más dolor que salir por la puerta inmediatamente y ser drogada por la corporación, algo que sucederá de todos modos. Pero Angelina se pone a llorar y le dice que no quiere marcharse ni entiende por qué la ha obligado a hacer un vuelo de catorce horas si pensaba despedirla de mala manera a la mañana siguiente. Discuten, gritan y se pelean mientras Angelina, con gimoteos, hace la maleta, siendo la parte más complicada de completar su neceser.
Jakob está de pie y Angelina ya está dispuesta para irse. Lleva unas enormes gafas de sol y llora como una descosida, humillada, ultrajada por ese hermano que nunca ha merecido que le quisiera tanto, por ese loco cuya intensidad de sentimientos no lo redime de su crueldad.
—¡Por favor Jakob, no me eches de esta manera! —le implora.
Jakob, derrotado, le dice que necesita dar una vuelta y pensar en lo que está sucediendo. Balbucea una excusa sobre la muerte de Paul, sobre su duelo, para justificar su arrebato y logra que Angelina se sienta culpable porque quizá ha sido demasiado alegre y entusiasta en su feliz perspectiva de ser madre y tener de vez en cuando aventuras con modelos. Es uno de los últimos días de septiembre. Jakob lleva más de tres meses en Patatas Lays. El sol brilla con tanta intensidad que los contornos se difuminan. La gente disfruta de la playa o la piscina. No está muy seguro de si podrá enfrentarse a Angelina, decirle la verdad. Despedirse de ella será un drama, pero también le duele, muy adentro, confesarle que Paul, al que ella tanto quiso, en realidad fue su novio y después su marido por obligación, porque no tenía más remedio y en realidad era un robot, un juguete. A duras penas es capaz de soportar él solo la vergüenza y la deshonra. Con Joshua se ha dado siempre por asumido que sabía la verdad y han hablado muy poco de ello. Sin embargo, ahora, más que abandonado o triste o solo, se siente humillado, engañado. La persona más patética que jamás haya conocido. Recuerda todas las veces que se ha ufanado con ella de lo muy enamorado que Paul estaba de él, de cómo había logrado convertir su desprecio en pasión arrebatada y de todas las vueltas que le ha dado a las reacciones de Paul sin atreverse jamás a pensar lo que ya es un hecho, que Paul no lo quiso. Que simplemente hacía su trabajo.
Se enciende un cigarrillo y una mezcla entre incredulidad y terror se apodera de él. No lo entiende. Repasa todos los acontecimientos de su vida y se pregunta en qué momento tuvo la culpa de lo que le está sucediendo. Cuándo se decidió que no iba a ganar un Oscar por Sex and Lies y en cambio iba a convertirse en un paria, en un don nadie condenado con suerte a vivir en ese hotel de lujo o a morir en cuanto dejen de pensar que puede serles útil. Y se maldice a sí mismo porque piensa que si no estuviera loco, que si hubiera sido capaz de valerse por sí mismo, la corporación nunca habría tenido la necesidad de crear un marido de mentira para tenerlo controlado. Y acto seguido, como siempre, culpa a sus padres. Sí, concluye, todo es culpa de sus padres. Si no hubiera sido por ellos, nada de esto habría pasado, habría encontrado a un ser humano de carne y hueso y habría hecho sus películas igualmente. Aunque ya nadie puede cambiar eso, porque la suerte está echada y solo quedará el dolor y la rabia. La furia por estar vivo.
Finalmente, regresa a su habitación. Angelina, tan hermosa, tan digna como siempre, ya no llora, pero su rostro sigue expresando una tristeza insondable e infinita. Ahí está, con su maleta y su ropa preciosa, esperándolo en un sillón de cara a la playa, tratando de aparentar una calma quizá imposible, consciente por fin de que su hermano no se ha refugiado en un hotel, de que está sucediendo algo muchísimo más grave y terrible que no entiende y que quizá no entenderá nunca porque sabe que Jakob no le va a decir la verdad. No lo ha hecho nunca y no espera que lo haga ahora, cuando quizá la verdad es más dolorosa de lo que lo ha sido jamás. Sin embargo, dice:
—Quiero saber qué pasa realmente, Jakob. Lo quiero saber ahora mismo. Y por una vez en tu vida quiero que seas honesto.
Jakob no sabe qué contestar. La mira mudo y culpable. Tras hacerlo durante unos segundos que a Angelina se le hacen eternos, Jakob comienza a hablar con voz queda. Y le explica la extraña ausencia, la visita de Kilmore, que Paul se ha convertido en terrorista y todo lo demás salvo quizá lo más importante, que van a matarlo y que las próximas horas serán las últimas que pasen juntos. Angelina lo escucha muy seria, haciendo pequeños movimientos con la cabeza para dar a entender que está interiorizando esa historia tan rara aunque no puede evitar fruncir el ceño. Angelina siempre fue muy amiga de Paul, su infatigable defensora. Le perdonaba sus malos modos y su crueldad con Jakob porque siempre pensó que su hermano era incapaz de amar a nadie que no lo despreciara y que en realidad el actor estaba interpretando el único papel posible para mantenerlo a su lado. Y resulta que se equivocaba, que ni siquiera la paranoia de su hermano (que a lo largo de los años había sufrido por cuernos o traiciones que ella juzgaba descabelladas) alcanzó a imaginar una verdad más dolorosa.
Cuando Jakob termina con su historia, Angelina, que lo ha escuchado muy atenta y a ratos conteniéndose las lágrimas, sonríe, con esa sonrisa del que acaba de ser liberado de una piedra que le aplastaba el pie o de salir de una conferencia de tres horas, agradecido por el final de la agonía.
—No entiendo nada —dice, alterada, aspirando a sacudidas el aire, algo risueña—. Dios mío, Jakob, qué horror. No me puedo creer que esto esté sucediendo.
—Mimitos pelo —le ordena, lo cual significa que Angelina debe pasar la siguiente hora acariciándole aquellos cabellos negros y rebeldes que siempre lo han atormentado.
Cuando terminan con los abrazos y las profusiones de amor, Angelina comienza a comprender que jamás volverá a ver a su hermano y que este secreto, que Paul sea el responsable de la muerte de más de diez mil personas, será extirpado por la corporación de su cabeza en cuanto salga por la puerta y la hagan rememorar que ha pasado el fin de semana contando chistes o buscándolo por toda la isla sin éxito. Y cuando se da cuenta, llora y sus lágrimas caen por el cabello de Jakob y por su nuca.
—Van a matarme, Angelina —le explica él, aun acostado en su regazo—. No físicamente, porque están convencidos de que puedo ayudarles a encontrar a Paul aunque yo no sé cómo; no sé cómo porque vivo encerrado y en realidad apenas salgo de esta habitación porque ya sabes que la playa para colmo me pone nervioso y me hace sentir feo. Pero sí van a matarme socialmente. Simularán mi suicidio y yo renaceré con una nueva identidad y nada de lo que me haya sucedido antes, ninguna de las personas a las que he tratado significarán nada, incluida tú. Viviré escondido en el mejor de los casos.
Angelina aparta su cuerpo de encima y lo mira fijamente. Está rojo como un cangrejo y tiene mucho mejor aspecto que los últimos años que ha pasado con Paul, sobre todo a partir del batacazo de Your Dementia, cuando se convirtió definitivamente en un hombre irritable y angustiado, que siempre parecía estar pensando en otra cosa o deseando estar en otra parte. Angelina había llegado a tomarse a risa que su hermano le contestara el teléfono y le hablara a una velocidad casi incomprensible, abundando en abreviaturas («voy a la produc. y esta noche Fanta», resumía) para no perder el tiempo. Cuando lograba mantener una conversación con él, siempre era para escucharlo quejarse sobre todos los problemas que acumulaba y los odiosos críticos que se empeñaban en no reconocerle ningún mérito. Sin embargo, ahora, aunque parecía desolado por su inminente falsa muerte, daba la impresión de encontrarse extrañamente en paz, como si todo aquello también le hubiera proporcionado unas vacaciones que hacía años que necesitara. Jakob no se da cuenta y Angelina no sabe que, en realidad, lo que le está cambiando es Joshua.
Se miran largamente el uno al otro calibrando, quizá por última vez, sus fuerzas, en esa guerra secreta y esa maraña de rencores con los que han crecido y que han solidificado su relación. Angelina le reprocha por última vez que tuviera que seguir viviendo en su casa de Light BCN hasta los 22 años para hacerse cargo de él porque era incapaz de hacerse un huevo frito o no desperdiciar todo el dinero jugando en el casino, comprando drogas o simplemente tirándolo con una facilidad y empeño que ella nunca entendería. Le recrimina que se liara con su novio en Toyota TK y que, después, cuando se hizo rico y famoso, se alejara tanto de ella porque daba la impresión de no necesitarla. Y le echa en cara que a pesar de lo mucho que ella se ha entregado a él, este jamás haya sido capaz de disimular que se siente intelectualmente superior, que desprecia su mundo de modelos y fiesteros. Aunque sobre todo no puede evitar culparle de que esta última revelación, esta despedida súbita, no es más que el último episodio y traca final de una serie de disparates y disgustos rocambolescos que han convertido amar a Jakob en la experiencia más profunda pero también más dolorosa de su vida.
Ahora que todo ha sido revelado, Jakob se siente en calma. Angelina deja que la abandone la rabia y están los dos abrazados, protegiéndose como lo hicieron de pequeños cuando sus padres convirtieron sus vidas en un infierno y ellos tuvieron que aprender a valerse por sí mismos. Y el rencor se va diluyendo, los agravios, los insultos, los desplantes y las barbaridades que se han dicho y hecho el uno al otro se desvanecen como partículas en el aire. E incluso su adiós definitivo se convierte en algo ligero, volátil, como un sueño.
Y en esas últimas horas de ternura, durante las que Jakob siente que ha obtenido el único perdón que le importa, de pronto recuerda algo que le dijo Paul semanas antes de desaparecer. Una sola palabra que ilumina su cerebro con una claridad nueva llena de fulgor y de esperanza. «Taksim —le dijo Paul sin venir a cuento—: Taksim. Si alguna vez me pasa algo, búscame en Taksim. Porque allí te estaré esperando».
Segunda parte
La muerte del padre
No sientas vergüenza de que te rocen los muertos,
de aquellos muertos que perseveraron
hasta el fin (¿qué quiere decir el fin?).
Cambia tranquilo la mirada con ellos, como
es uso, y no temas que a ti nuestra tristeza
te abrume en exceso y llames entre ellos la atención.
Las grandes palabras, pronunciadas en los tiempos cuando el suceder era aún visible, ya no nos pertenecen.
¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo.
Rainer Maria Rilke,
Réquiem por Wolf, Conde de Kalckreuth
1
La parte de Vanessa
(Descripción del programa Y la vida sigue, emitido un día después de la muerte pública de Jakob)
na sintonía musical alegre y metálica, una melodía simple como la que se le podría ocurrir a cualquiera golpeando con las puntas de los dedos una mesa, ameniza imágenes de famosos de vacaciones o posando en photo calls. También aparecen celebridades de medio pelo que atacan con su bolso a cámaras insolentes o se regodean en la atención que despiertan al llegar a un aeropuerto. Finalmente, el título del programa, Y la vida sigue, se sobreimpresiona sobre un collage formado por rostros populares, algunos conocidos en todas las corporaciones, otros estrictamente en Coca-Cola. Después, de forma dramática, vemos un plató a oscuras. De una plataforma emerge Dalila Carretero, una transexual de cabello corto color azabache en cuyo rostro sobresalen, felinos y absorbentes, unos acuosos ojos violetas que contrastan con la palidez de su piel. Lleva un traje chaqueta negro, al estilo Chanel, y un suntuoso collar de perlas. Está de luto. Un foco la ilumina solo a ella.
—Bienvenidos en esta noche luctuosa —dice Dalila, conmocionada.
Se abre el plano. Sus colaboradores ya han tomado posiciones en sendas hileras a su izquierda y derecha. Siguen en sombras. La cámara se acerca a Dalila y descubrimos su expresión grave, revestida de una profunda tristeza y solemnidad, aunque cuando comienza a hablar notamos en su timbre un deje irónico y en la comisura de sus labios se adivina una sonrisa torcida, dando a entender que en su programa habrá espacio para el dolor, pero también para las dosis de mala baba habitual.
—Hace dos meses y algunas semanas, Coca-Cola entera lloraba la muerte del apuesto Paul Walker, protagonista de Planet Y, hijo del querido y nunca olvidado Roquita y marido de Jakob Jones. Un accidente de tráfico segaba la vida de uno de nuestros actores más talentosos y guapos en la flor de la juventud rompiéndonos el corazón en mil pedazos. Entonces, para nuestra sorpresa, el ínclito productor Jones, su compañero durante ocho años, desaparecía del mapa, preso de un dolor que calibrábamos como indescriptible. Ayer, angustiado por un dolor inhumano, víctima de una maldad que solo al azar cabe achacar, pero que adquiere visos de una conspiración fúnebre, nos enterábamos de que acababa con su propia vida, cumpliendo de forma trágica con una maldición que en unos pocos meses nos ha dejado sin uno de nuestros cineastas más insignes y uno de nuestros actores más alabados. Pocas, poquísimas veces, hemos visto un drama semejante, tanta crueldad en el destino. Hoy, Y la vida sigue será un homenaje al hombre que nos hizo soñar, un tributo a una pareja que ha dejado una huella indeleble en nuestros corazones y que, en este triste día, recordamos con dolor y pasmo. Que comience la función.
El plató entero se ilumina. Podemos reconocer las figuras de los ilustres colaboradores. El público, conmocionado, de pie, estalla en una larga ovación. Ahora, una foto de Jakob y Paul, el día de su boda, ambos con chaqué y sonrientes, preside la comedia. Dalila se levanta de su trono, una diría que está a punto de llorar, parece sumamente afectada, sin embargo, se acerca a su público, su querido público, y ella misma se une a los aplausos con la expresión rota de dolor, sumándose de esta forma tan generosa a las lágrimas que toda Coca-Cola derrama para llorar al hombre que puso su cinematografía en el mapa intercorporativo. Los colaboradores no quieren ser menos y algunos también se levantan. Durante un par de minutos, todo son aplausos hacia la imagen de esos dos hombres cuyas muertes alcanzan el halo épico de las grandes tragedias.
Dalila es esa mujer que dijo en la portada de una revista: «Si yo le digo a los coqueros que llueve y ellos miran por la ventana y hace sol, me creen a mí», una frase que fue muy aplaudida porque todos pensaron que era cierta. Por eso, puede permitirse un gesto autoritario, que da buena fe del poder que ha adquirido sobre su público, ese al que todo se lo debe, ya no digamos sobre los bien pagados periodistas que la acompañan tres veces por semana, y da por terminados los aplausos y las efusiones de golpe y de forma algo antipática, tras recuperar su puesto de vigía. Con voz tranquila pero aun ligeramente temblorosa, da pie a un vídeo que repasa la breve pero fantástica vida de Jakob Jones.
Vemos al productor, regordete, de niño, haciendo sus primeros pinitos como cineasta grabando en vídeo su visita a un parque de atracciones. Es muy pequeño aun y sus padres, vestidos con ropas ya antiguas y pasadas de moda, lo contemplan embelesados mientras, con gesto serio y conciso, capta con su videocámara el vuelo de una paloma. Después, asistimos a una portentosa actuación en el colegio, a los seis años interpreta a un árbol en la función de Navidad. En off, se oye un suspiro del público, que celebra apenado esta ternura infantil. Acto seguido, un Jakob ya adolescente recita una poesía de García Lorca ante un auditorio. Su rostro perdido, sus manos temblorosas, delatan a un joven inseguro, como corresponde a la edad y al acto público, pero quien quiera verlo ya puede encontrar en ello un anticipo de la demencia de Jakob, de su enfermedad mental nunca bien curada.
Hay una elipsis. Se rescatan imágenes de Supervisor Clase B, ese éxito televisivo, hoy un tanto olvidado, que provoca un calambre en la audiencia, que no recordaba que Jones también hubiera producido aquel programa, que estuvo dos temporadas en la cumbre para desaparecer sin dejar rastro en cuanto su creador descubrió el cine y comenzó a abominar de la televisión. Después, el archivo rescata otra secuencia altamente emotiva, la aparición de Jakob en Planet Y interpretando a un malévolo alienígena. Y ahí está el momento en el que su mirada se cruza con la de Paul por primera vez, y todo el mundo escruta sus rostros, buscando esa primeriza chispa de un amor que ya es leyenda. De nuevo, se oyen los aplausos. De pronto, aparece un Jakob ya mayor, un Jakob crecido, que posa, tímido pero feliz, cogido de la mano de Paul, en el photo call del estreno de su primera, y más famosa, película: Wisdom and Fertility. Le suceden imágenes de la misma (el caballero asaltado caminos, el primer encuentro en el bosque con la amada) y resuenan los aplausos del público que agradece, emocionado, el recuerdo de esa cinta, ya mítica, mientras suenan los acordes de su empalagosa melodía.
A partir de aquí, casi todas las imágenes tratan sobre ambos. Jakob y Paul bromean en un talk show nocturno en el que Paul aparece de improviso (cantando, por cierto, una parodia de Grow In To Me, fallido tema principal de la secuela de Wisdom and Fertility, que a Jakob seguro que le hizo tan poca gracia como cualquier broma sobre su trabajo). Ahora pasean por el muelle de Light BCN haciéndose carantoñas para un programa de entrevistas en el que se sinceraron por primera vez sobre su relación. Unas breves imágenes de You Wonder, ese melodrama con argumento inverosímil que estaba rodando cuando lo conocí, da paso a otra imagen rescatada del photo call: la parejita cogida de la mano y mirándose embelesada en el estreno de Crimes under Measure, esa parodia policial que llegó al número uno hasta en Apple o Wal Mart. Los flashes los ciegan, la fama y el éxito los coronan. Coca-Cola, como todo el mundo corporativo, vive extasiado por la celebridad. Ni rastro de Your Dementia, ese olvidable fracaso. Las escenas de la boda vuelven a suscitar el fervor del público: se oyen silbidos, chascarrillos, vivas y vítores. Finalmente, un plano de ambos recortados sobre el horizonte, caminando abrazados rumbo al ocaso, cierra el sentido homenaje que deja a todos con el corazón en un puño. Y después, la publicidad.
El rostro de Dalila Carretero, ahora más relajado, ocupa todo el plano. Ella es la reina, la maestra de ceremonias, la «comunicadora» más querida en Coca-Cola. Con voz gutural y engolada presenta a sus colaboradores. Ahí está Mary François con su cabellera rubia platino y sus ojos suspicaces. Es una mujer escéptica por naturaleza, algunos dirían que incluso mal pensada, que conoce a fondo las debilidades del alma y las flaquezas del destino. A sus más de sesenta años, sus numerosos liftings la han convertido en un pellejo. De tanto estirarse da la impresión de que le falta piel para cubrir un cráneo huesudo y estrecho del que sobresalen, como dos canicas, sendos ojos azules que expresan una incertidumbre alarmada, como si siempre estuviera a punto de avisar a todo el mundo de que la habitación se está quemando o van a tener que salir todos huyendo porque va a haber un bombardeo. No disimula, no está triste y no le importa que no lo parezca. Después de saludar a su jefa de forma cordial, anuncia «grandes revelaciones» a lo largo de las cuatro horas larguísimas que durará el programa. Dalila, impactada, la urge a avanzar algún detalle:
—Tengo información valiosa, muy valiosa, que pone en entredicho la supuesta perfección —la palabra «perfección» la dice con sarcasmo, con retintín— de la pareja Jones-Walker. Ha llegado la hora de que sepamos la verdad.
Dalila frunce el ceño. Ella es una periodista seria, una periodista difícil de convencer, y espera a conocer a fondo las pruebas de su colaboradora antes de dar sus palabras por ciertas. «Después, querida Mary, después te escucharemos». A su lado, Ben Franklin ya está impaciente por hablar. Es un hombre fondón pero coqueto de unos cincuenta años, que lleva una camisa de flores ajustada a punto de reventar y tiene la expresión cordial y un tanto pueril de esas personas acostumbradas a quedar bien con mucha gente todos los días. Lleva un tupé rubio portentoso, recuerdo de esos tiempos de lozanía en los que era uno de los chicos más modernos de todo Coca-Cola, y parece agitado. Él sí está triste y compungido. Dirigiéndose al público, exclama:
—Otro aplauso por Jakob Jones y Paul Walker, otro aplauso más grande si cabe por estas dos leyendas de la cinematografía corporativa.
Pero el público, ya cansado de tanto aplauso, no le sigue como esperaba. Un tanto contrariado, con la expresión amargada que exige la ocasión, vuelve a dirigir la mirada a su jefa y espera instrucciones:
—Tú los conocías, ¿verdad, Ben? Tú eras amigo suyo —dice Dalila, humana.
—Yo los conocía y los quería. Y eran la pareja más encantadora, más compenetrada y hermosa que he visto en muchos años. Mary —y le dedica una mirada rufianesca y desconfiada, incluso indignada—, esta vez, como tantas otras, te estás pasando de lista. ¡Qué desvergonzadas resultan tus calumnias con el cuerpo de Jakob aun caliente!
El público, que comienza a disfrutar, responde con un abucheo seguido de tímidos aplausos. Mary hace un gesto abriendo mucho las piernas y poniendo cara de chula.
—Parece que hay polémica —zanja Dalila con esa sonrisa irónica que tan bien conocen sus fans.
Franklin siempre se ha dedicado a las relaciones públicas y es un experto en el arte de mantener conversaciones que no llevan a ninguna parte pero resultan agradables y poco comprometidas. El paraíso de Ben siempre ha sido una discoteca llena de famosos y gente guapa. Su trabajo consiste en organizar saraos, darle dos besos a todo el mundo, acordarse del nombre de la gente y presentar a personalidades entre sí. A Jakob siempre le hizo mucha gracia su especial habilidad para hacerle compañía a famosas sin novio en actos sociales. Con qué delicadeza las acompañaba al photo call y les lanzaba una mirada cariñosa o les daba un afectuoso apretón en la mano si la famosa de turno estaba en un momento bajo y se le hacía cuesta arriba el posado y la preguntita, muchas veces relacionada con lo que precisamente le estaba amargando la vida (los cuernos del novio que la ha dejado sola en la foto, una hija desequilibrada que se ha plantado en un plató para explicar que su madre no le pasa un duro y la tiene viviendo en la miseria). A Jakob también le divertía mucho verlo recibir a los vips al final de la alfombra roja, y cómo les hacía pequeñas reverencias como un vendedor ambulante turco que ofrece sus mercancías, servil y concienzudamente, o se encargaba de abrirles la puerta del coche si la estrella era extranjera o especialmente codiciada y entonces las reverencias se alargaban toda la alfombra roja, que podía hacerse larguísima para regocijo del productor.
Aunque mucha gente opina que es homosexual, una orientación muy bien vista en el show business, especialmente entre aquellos que se dedican a hacer pequeñas reverencias a las celebrities y decirles que están guapas cuando van emperifolladas, tampoco es un secreto que Franklin lleva veinte años viviendo con una Windsor que jamás lo acompaña a ninguna fiesta ni se deja fotografiar con él. Tiene una voz ululante, como si tuviera un enfisema o un asma galopante, producto de sus costumbres licenciosas. Resulta, sin embargo, como todo en él, amable.
Volver a ver a Franklin me hace recordar el día que lo conocí en Light, una noche de invierno, dos años atrás. Hacía un tiempo desapacible y el frío se calaba en los huesos. Jakob no me perdonó mi polvo con Paul hasta un año más tarde, cuando para mi sorpresa me llamó desde iPad para invitarme a cenar. En contra de lo que me había estado prometiendo desde que me marché, más resignada que indignada, de su casa de la Costa Fanta, reanudamos nuestro idilio, aunque sometido a enormes paréntesis que podían durar entre tres y cuatro meses. Y en uno de esos encuentros esporádicos, una noche en la que Paul estaba en Goldman Sachs perpetrando su atentado, fuimos a cenar por ahí. Por aquel entonces, Crimes under Measure, una farsa policial con mucha acción y una comicidad simple pero graciosa, estaba siendo un enorme éxito de taquilla y Jakob, que aun estaba dolido por su fracaso con Your Dementia, estaba especialmente histérico. Le dolía que los críticos no hubieran reconocido su talento haciendo comedias y, aunque la película había ganado muchísimo dinero, tenía atravesada una reseña en el iPad Times: «Es difícilmente discutible que Jones maneja bien el ritmo de sus películas y, por eso, algunas son tan populares. Pero Crimes under Measure, una crítica anodina y superficial sobre la pérdida de la privacidad del corporativismo, se queda en una sucesión de chistes viejos y vulgares».
A medida que pasaba la noche Jakob estaba más furibundo y agitado. Había llamado esa mañana al director del periódico, pero no le habían dejado hablar con él. Se sentía «indefenso» y desvalido ante una campaña «de acoso y derribo» a su persona. Le pedí que dejara de beber, pero en su lugar me llevó a una fiesta organizada por el tal Franklin en su casa. En la parte más pequeña del salón, el tertuliano había reunido a unos diez amigos, todos ellos relacionados con el cine y algunos famosos, que se drogaban maquinalmente, sin gracia ni entusiasmo. Jakob se pasó las cinco horas que aguanté a su lado despotricando contra Coca-Cola, los críticos, la envidia universal que todo lo corroe y su dificultad para ser comprendido. Todo el mundo estaba de su parte. Jakob ganaba demasiado dinero como para que nadie pudiera llevarle la contraria. Al final, sin haber probado una raya y después de haber terminado con el café de la cocina, me marché, un gesto que Jakob agradeció sin dirigirme una palabra de despedida.
Franklin ahora parece abatido. Su cabello rubio brilla hoy menos y sus ojos están coronados por la sombra oscura de unas dramáticas ojeras.
—A mí me gustaría —dice Franklin, y da la impresión de que es honesto— que por una vez rebajemos el tono y honremos sus películas y a su persona. Porque Jakob era un personaje ciertamente extraño, pero los que lo conocíamos lo queríamos.
Dalila espera que se arme la de San Quintín, pero no tan rápido, y apoya sus buenas intenciones. La siguiente colaboradora ya está gritando antes de que le den su turno:
—Las cosas, claras —exclama una mujer de unos veinte años, de largas uñas y cabellera oscura. Lleva una blusa blanca y unos pantalones de pitillo. Agita una mano de dedos puntiagudos enredada en sortijas.
—Querida Susan —la presenta por fin Dalila—. Tú también conocías a Jakob y Paul. Hoy nos serás más valiosa que nunca.
Susan, como Mary, no da ninguna impresión de estar triste. Todo lo contrario, parece encantada de la vida. Ella es la más guapa y la más joven del grupo. Solo trabaja desde hace un año en Y la vida sigue y la casualidad ha querido que, por segunda vez en pocos meses, vaya a tener un papel estelar.
—Como toda Coca-Cola ya sabe, era amiga de Paul, éramos íntimos. Uña y carne. —Susan es peor comunicadora que Dalila, en una hora fúnebre es incapaz de no dejarse llevar por la excitación de chismorreo floreciente—. Ayer, cuando escuché las noticias, no daba crédito. Mi amiga Mary ha dicho una verdad a medias. No formaban la pareja más perfecta del mundo, desde luego, no traguemos con el cuento de hadas por mucho que un suicidio sea siempre un suicidio. —Esto lo ha dicho mirando al público, buscando su aprobación.
Acaba de establecer los dos ejes sobre los que fijara su discurso, dos sofismas indestructibles, producto de una madurez periodística meteórica: seamos realistas con Jakob aunque tampoco perdamos de vista la tragedia. Pero el público, inmisericorde, no la secunda. Tampoco entiende muy bien qué quiere decir. ¿Está diciendo que al tratarse de un hecho luctuoso va a tener más reparos que cuando se dedicó a insultar a Jakob sin compasión tras la muerte de Paul o que el suicidio no lo redime de haber sido un imbécil? Susan se da cuenta de que necesita ser más contundente, más clara. Y la pujante reportera sabe que puede ser su gran noche porque «como toda Coca-Cola sabe, era íntima de Paul». Lo cual en realidad es mentira y es sabido también por todos, aunque no le importe a nadie, menos a ella, que cada vez que sale el tema se esfuerza en ser más puntillosa y melodramática en los detalles de su relación con el apuesto, y extinto, actor de culebrones.
Ante el mutismo del público, Susan vuelve a dirigirse a Dalila. Eleva el tono, con categoría, quizá también por si toca despertar a alguno de esos viejecitos a quienes traen de los pueblos y llegan allí hechos polvo:
—Porque la verdad, y la demostraré con datos y pruebas, es que Paul fue un gran hombre que se dejó seducir incomprensiblemente por Jakob Jones, un monstruo. Por mucho que hoy sintamos lástima por él.
Ha quedado claro, un suicidio es un suicidio, pero un imbécil es un imbécil haga lo que haga. El público sigue sin saber cómo reaccionar. Se oyen murmullos de incomodidad. ¿Jakob, un monstruo? ¿Un hombre capaz de pegarse un tiro por amor? Algunos no se lo toman a bien y se oyen tímidos abucheos.
—Has hecho una acusación muy dura —señala Dalila con el rostro grave—. Más te vale estar muy segura de lo que dices porque hoy toda Coca-Cola llora, conmocionada, a su productor más importante. —Ahora sí, estallan los aplausos.
Aun quedan dos colaboradores por hacer acto de presencia. El primero es Charlie Fantastic. Es un señor de unos 50 años con el cuerpo esculpido en el gimnasio. Su rostro, a base de calibrar maldades ajenas, ha adquirido una expresión abigarrada como si siempre estuviera a punto de escupir alguna maldad repugnante y certera que le hiciera daño en la lengua. No deja de mascar algo, quizá imaginario, con la boca. Desde su infinita perspicacia, nada espantoso se le escapa. Su actitud es indolente y afeminada. Es famoso por sus trajes de colores y sus constantes cambios en el color de pelo. Esta noche lleva un flequillo lacio y absurdo, como de campeón olímpico de esquí antiguo, tintado de rojo. La actitud de Fantastic es arbitraria y burlona, está sentado de mala manera en el sillón, como si le escandalizaran las pompas fúnebres que se le rinden a Jakob Jones y a Paul Walker, al fin y al cabo, unos «cualquiera», y con su actitud indolente quisiera ponerlo de manifiesto. Aunque ahora pueda parecer excéntrico y maleducado, el público sabe que Fantastic es un hombre exquisito, especialmente ducho en el arte de recordar fechas históricas y marear con citas y anécdotas de alta alcurnia y mucha lectura que son prueba de su sabiduría.
—Querido Charlie —dice Dalila con suavidad—. No te veo muy afectado por la muerte de Jakob Jones.
—Ya sabes lo que pienso —contesta, mirando al techo. Se está conteniendo.
Dalila se detiene un instante, algo irritada. Quizá harta de la frivolidad de su colaborador. En un día como este, de duelo al fin y al cabo. Dos muertos de menos de 35 años. Una gozada. Se crea un silencio. Charlie parece ausente, aburrido, de tanta chabacanez como tiene que soportar en esta vida. Dalila no cederá, no le va a preguntar qué piensa. No va a caer en su chantaje. Si no quiere hablar, si le aburre el tema, al siguiente colaborador. Pero Fantastic no va a dejar pasar la oportunidad. Vete a saber cuándo le volverá a tocar el foco. Y Mary ha anunciado «grandes revelaciones», la competencia puede ser dura. Así que, cuando parece que no va a decir nada, habla:
—A mí Jakob Jones me parecía un hortera. Un hortera de mucho cuidado. Esa película, ¡por Dios! Esa película sobre la Edad Media con los angelitos y las arpas. Eso no pinta nada en la historia de la cinematografía. Hala, ya lo he dicho. —Parece que ha terminado, hace una mueca de disgusto, pero sigue—: Y conste que en parte reconozco que la tragedia es asombrosa. Tiene algo de mentira. ¿Ustedes se lo creen? —pregunta mirando por primera vez al público, aunque sin esperar su respuesta como Franklin o Susan, a él el vulgo le importa un bledo.
Todo el mundo sabe que Louise Madison es una buena mujer. Louise es periodista «de toda la vida». Ha entrevistado a todos los cantantes de música ligera, ha sido invitada en bodas de famosos de muchos ceros y vale tanto por lo que dice como por lo que calla. Alguna vez suelta un rayo certero, un comentario cruel y penetrante que contradice su personaje, pero por lo general se comporta de forma modosa y sincera. Tiene buen corazón, perdona los pecados y por eso los famosos se fían de ella y le abren las puertas de su casa. Si a Franklin no se le escapa una sola fiesta ni un estreno, Madison no se pierde una boda, un parto o un divorcio. A sus sesenta años, tiene aspecto de solemne señorona, aunque es soltera y se rumorea que lesbiana. No llega al luto de Dalila, eso iría en contra de su carácter discreto y amable, ha llegado hasta donde ha llegado por saber siempre en qué posición debía colocarse, un peldaño por debajo y uno por arriba, pero sí va más formal que otros días. Está seria y también parece disgustada.
—Querida Dalila. Yo acompaño en el sentimiento en este momento a la familia de Jakob Jones, a la de Paul Walker, sus amigos y los aficionados a sus series y sus películas, que son millones en Coca-Cola. Hoy es un día triste. Ha muerto un hombre joven, un productor con talento, pocas semanas después de que lo hiciera su marido. Creo que mis queridos compañeros deberían hacer un esfuerzo por contenerse. Llamar a Jones «monstruo» me parece una monstruosidad.
Louise entorna los ojos y suaviza su expresión, que ahora parece compungida pero al mismo tiempo animosa. Y recuerda:
—Era una pareja encantadora. Y Jakob era un hombre asombroso, tan... dinámico y agitado siempre. Querida Mary, hablas de grandes revelaciones y de que no eran una pareja perfecta. Pero ¿qué pareja lo es? Yo sé que se querían. Y tú, Fantastic, siempre con estos aires. Jones nunca fue el preferido de la crítica, pero tiene el corazón del público, que es lo más importante.
Se oyen aplausos, pero antes de que Louise termine ya se advierte rugir indignada a Mary, que, libreta en mano, como si ese cuaderno fuera la prueba definitiva de su valía profesional, alerta que según sus «fuentes de absoluta confianza» Jakob en realidad le ponía los cuernos a Paul con «una conocida periodista de sucesos» (o sea, yo, supongo) y este lo torturaba delante de sus amigos. Louise la mira desdeñosa y prosigue con su discurso. En el público se oyen signos de incomodidad. Al fin y al cabo, Jakob está muerto desde hace menos de veinticuatro horas. Dalila, majestuosa, de luto caro, anuncia varias retransmisiones de homenajes variados y sentimentales, de amigos y amigos sobrevenidos, de críticos de cine leales, de ejecutivos y de personalidades diversas. El programa recupera, aunque sea brevemente, un tono más institucional pero también más cálido.
Cuando regresa la conversación al plató, los invitados discuten durante tres horas interpretando cada uno su propio personaje sin salirse del guion. Fantastic es el desdeñoso, la lengua viperina con un punto de falso buen gusto. También insiste en preguntarse si todo no será un montaje, tesis que a Dalila, amante de cualquier carroña, en este caso no le hace ninguna gracia. Susan recuerda la tarde que pasó con ambos tomando pastas de té cuando apenas llevaban unos meses juntos; la noche del estreno de Your Dementia, cuando Jakob, que llegó tardísimo, salió llorando del cine porque escasearon los aplausos y Paul no soltó un segundo su mano (las imágenes corroboran lo dicho), o esa entrevista en profundidad a Paul en la que este le confesó que quería un hijo con su marido, esa entrevista realizada tan solo seis meses atrás, tiempo que ahora parece una eternidad.
Las grandes revelaciones de Mary se quedan en una sarta de anécdotas menores que decepcionan al público. Ni siquiera está muy segura sobre si Jakob se liaba con una periodista de sucesos o con una presentadora de televisión, pero era periodista y mujer, eso seguro. Susan, por su parte, acusa la falta de tablas y no está muy segura sobre si su tesis de que Jakob es un monstruo es excesiva y trata de suavizar su discurso, lo que hace que hable poco y de forma errática, aunque de vez en cuando se saque alguna anécdota de la chistera, por lo demás vieja, porque ya se explayó cuando murió Paul y montaron un espectáculo parecido. No deja de mirarse sus sortijas y sus largas uñas pintadas de oscuro, agitar su oscura cabellera y contradecirse a sí misma. Franklin se arroga el papel de amigo de la pareja y se dedica al elogio lírico. El público, aunque tiene ganas de aplaudir a Jakob y siente que está viviendo un momento épico porque pocas veces hay tantos muertos famosos encima de la mesa, tampoco quiere aburrirse y, a medida que se impone un tono sentimental, abuchea menos, pero también da menos muestras de estar vivo. El programa, poco a poco, pierde viveza.
De repente, en medio una larguísima y enternecedora anécdota de Franklin sobre un supuesto viaje a Big Mac al que Jakob llevó a Paul con los ojos vendados y una sarta más de caprichos de ricos que dejaron al público un tanto embobado pero ya cansado de tanta grima, Dalila corta en seco a su colaborador (Fantastic grita, en off, «¡Ya era hora de que lo hicieran callar!», el público tiene ganas de aplaudir pero no se atreve). De repente, el rostro de esta transexual de cabello azabache y ojos violeta ocupa toda la pantalla, seria aunque menos grave que antes y anuncia una aparición estelar: Vanessa, la madre de Jakob. La mujer misma que acaba de perder a su yerno y a su hijo con apenas unas semanas de diferencia. Cuando todo el mundo pensaba que el programa languidecía, Dalila vuelve a sorprender a todos acercándose al ojo mismo del huracán de la tragedia.
Aparece una mujer alta, de unos sesenta años que parecen los sesenta de alguien que lucha desesperadamente por resultar más joven, vestida con un traje chaqueta oscuro de cierto buen gusto. La delata, sin embargo, una cierta voluptuosidad incongruente con el drama. Como si fuera una mala actriz interpretando a un personaje bien escrito. Quiere parecer seria, pero un extraño movimiento de cadera antes de acertar a sentarse en el centro del sillón sugiere un trastorno. Muchos deducen que se debe al dolor que atraviesa. Los que conocen mejor a los personajes de la comedia piensan que está borracha porque eso es lo que se dijo de ella cuando murió Paul y ya los despellejaron a todos concienzudamente.
A pesar de su evidente tristeza, su rictus forzado y su semblante grave, sus labios carnosos y su mentón ancho, su melena ostentosa, parecen diseñados para la alegría y la juerga, no para los funerales. Se adivina no solo el dolor, sino también la falta de tablas o de simple costumbre para asumirlo. Aunque ha sido incapaz de evitar la oportunidad estelar que le ofrece el momento. Porque, a pesar de todo, por fin está viviendo su verdadero momento de gloria, su oportunidad para ser popular, querida y admirada o sencillamente de explicarse. Vanessa tiene un extraño brillo en los ojos, como de mujer sensual o adormecida, de mujer que ha deseado una vida de lujos pero conoce muy bien la puerta de servicio.
—Querida Vanessa, es un honor tenerte aquí en este momento tan difícil en el que toda Coca-Cola te apoya y te quiere.
El público aplaude. La madre, emocionada, agradece el gesto cerrando los ojos y extendiendo las palmas de las manos, como si estuviera pidiendo un favor a la virgen, muy concentrada en sí misma. Se mueve en el filo entre una dignidad paródica pero conmovedora y la vulgaridad absoluta. No hace ni veinticuatro horas que ha muerto su hijo, y ahí está, compareciendo en un plató de televisión, cobrando por ello. Su posición moral es dudosa y quizá por ello desprende una energía extraña de incomodidad que resulta un tanto enfermiza. Maquillada y arreglada, bien peinada y con un traje caro. Ahí está Vanessa Margot en el foco de toda Coca-Cola. Por fin.
Los colaboradores callan y es Dalila, la mujer que si dice que llueve y aunque haga sol todo el mundo sale con paraguas, la que entrevista a Vanessa. La presentadora se muestra sutil y cariñosa, como corresponde a una periodista que se enfrenta a una mujer que se acaba de quedar sin hijo. Al principio, la interpretación de Vanessa es bastante correcta. A pesar de su aspecto grande y un tanto agreste, de una melena cobriza que resulta escandalosa y quizá poco adecuada para su edad, habla casi en un susurro y justifica su presencia, modestamente, porque quiere dar las gracias a toda Coca-Cola por las muestras de cariño recibidas. Elige hacer de expiadora del dolor de las masas e incluso Dalila se queda impresionada por su habilidad para encontrar un rol digno dentro de la comedia. Vanessa será las lágrimas y el dolor en estado puro, el rostro latente de esa tragedia ajena que necesitamos ver de vez en cuando para darnos cuenta de que nuestra vida no es tan mala.
Habla de una forma dura, cortante, con un deje de amargura y de contundencia, aunque abunda en motes cariñosos hacia Jakob, al que llama «mi ángel», «mi osito» o «mi puchi». Recuerda numerosas anécdotas de su infancia y adolescencia, relacionadas, en todos los casos, con lo mucho que su hijo la quería a ella, hasta extremos «de locura», y lo dice de forma afectada, como esa mujer apaleada por el destino que también sabe perfectamente lo que es haber sido perseguida y admirada por los hombres. Ofrece como prueba de esas locuras viriles que suscita su propio palmito, que de vez en cuando contempla satisfecha, como si no fuera el suyo y se limitara a admirar una obra de arte, o al que hace continuas alusiones indirectas. Muchas frases comienzan con la coletilla «Para una mujer como yo...», y se sobreentiende que quiere decir para una mujer de una belleza estratosférica, o señala, al recordar esa nueva ocasión en la que Jakob le rindió pleitesía, que «era uno de esos días en los que yo... ya sabe», y lo remata un gesto con la cabeza que quiere transmitir modestia, como ese millonario que asume que le pedirán dinero o ese exitoso director de cine que sabe que los actores le harán la rosca.
Poco a poco, sin embargo, el tono cambia. Aunque alaba la popularidad de su hijo, deja caer que «se dejó enloquecer por el éxito»; ensalza su talento, pero recuerda que estaba amargado por no haber hecho ninguna «verdadera buena película» y explica lo difícil que para ella había sido ocuparse de él en cuanto se fue de casa porque Jakob ni siquiera le devolvía las llamadas cuando se divorció por última vez y era una mujer rota. Nadie la contradice. La escuchan y la comprenden. Envalentonada por el clima de afecto que percibe, y que confunde con que tiene al público ganado para su guerra filial y no con la lástima por su pérdida, su discurso se va encendiendo y va creando un nuevo personaje, el de víctima inocente no solo de su propio atractivo, esa bomba de relojería con la que ha tenido que cargar toda la vida, sino de Jakob, en quien se detiene extensamente al explicar que perdía con frecuencia sus cabales, era agresivo y probablemente, remata, mala persona.
—Ni unas gracias, ni un detalle, ni una dedicatoria en todos esos premios que ganó —está diciendo—. Jakob nunca comprendió lo que significa para una mujer como yo (léase guapa, inteligente y ambiciosa, aunque sobre todo guapa) luchar por la vida. Por desgracia, salió a su padre, que fue un mal hombre.
La transexual, el público, los millones de televidentes huelen la carroña. Fantastic lleva rato agitándose incómodo en la silla. Mary, que las caza al vuelo, ha estado cuchicheando por lo bajini mientras tomaba enérgicas notas en su famosa libreta. Franklin, que se ha peleado muchas veces con esa mujer porque quería colarse en sus fiestas aprovechando el nombre de su hijo, la ha estado mirando con rostro bobalicón, varias veces a punto de llegar a las lágrimas (sentimentalismos que han irritado sobremanera a Fantastic, que capta a los farsantes con una precisión alabada en toda la corporación). Susan, al principio, también ha estado un poco ausente. Inicialmente, aquella presencia indiscutiblemente conmovedora, de una fuerza dramática muy superior a su frágil relación con Paul, le ha dado la impresión de que ponía todavía más en evidencia su decisión de llamar a Jakob un monstruo. Al ser la más guapa, ha decidido suplir su desconcierto haciendo morritos y poniendo cara de escepticismo. Pero en cuanto Vanessa ha comenzado a cargarse a su propio hijo, ha ido ganando en aplomo porque, de repente, cree haber encontrado a una aliada insospechada.
La entrevista de Dalila se termina. Vanessa podría marcharse en este mismo momento y aun habría ganado la partida, aunque de forma pírrica. El público, los televidentes, palpan la tensión. ¿Dejará Dalila que salga de rositas del plató? ¿Sin llevarse, al menos, un reproche, aunque solo sea la pregunta que todo el mundo se hace: qué hace en un plató al día siguiente de perder a un hijo?
Pero Dalila, en realidad, no ha dudado porque sabe que el espectáculo de aquellos charlatanes devorando a la presa es demasiado memorable como para dejarlo correr. Es uno de esos «momentos que son verdadera televisión», como le dice a su marido al llegar a casa, en los que su programa no refleja la actualidad, sino que la crea. Por eso, cuando parece que va a dar paso a la publicidad, o a otro vídeo conmemorativo con imágenes de las películas de Jakob o de una ristra de personalidades expresando su desconsuelo, Dalila se dirige a Vanessa, que gimotea, y con un guiño que todos identifican, ¡por fin!, como el principio de la carnicería, da paso a sus colaboradores.
El primero en hablar es Franklin, que, una vez más, pide un aplauso al público para esta «gran mujer» que nos ha dejado compartir con ella su dolor. Esta vez los aplausos no fallan y su auspiciador, que es el único que parece triste de verdad, sonríe satisfecho y adopta esa actitud servil de cuando hace pequeñas reverencias a los famosos que van a sus fiestas mientras se levanta y la vitorea, dando esos pequeños pases taurinos imaginarios moviendo las palmas extendidas de las manos de izquierda a derecha a la altura de las caderas.
Susan se ha crecido definitivamente en su personaje. No solo ha observado cómo Vanessa se despachaba a gusto con su hijo aunque lo hiciera de manera artera, también ha calibrado por sus gestos y su forma de expresarse que es una embustera. Ella apenas conoció a Paul, pero sí está segura de que en realidad esa madre no sabe nada sobre Jakob porque apenas lo trató por mucho que se haya empeñado en explicar que este de pequeño estaba enamorado de ella y que después ella lo llamaba todas las semanas a pesar de sus desplantes. Y esa farsante no solo ha ido a corroborar su tesis, que Jakob es un monstruo, también puede darle la coartada que necesita para dar credibilidad a su amistad con Paul, que Fantastic ha puesto en duda en el coloquio anterior dejándola en una posición que le resulta cada vez más incómoda.
—Paul me habló muchas veces de ti, de lo mucho que os queríais —dice Susan.
Vanessa se queda perpleja y es incapaz de disimularlo. Siempre ha tenido todos los motivos para pensar que Paul la detestaba; por mucho que lo intentó, le resultó imposible que le hiciera de embajador ante su hijo en aquellas ocasiones, no demasiado infrecuentes, en que lo necesitaba para pedirle dinero. El propio Jakob, que nunca desaprovechaba una oportunidad para ser cruel con ella, le dijo muchas veces que Paul no la podía ni ver. Sin embargo, su vanidad se encarga de hacer creíble lo imposible porque Vanessa, a pesar de no disponer de ningún dato a favor, siempre creyó que Paul secretamente la adoraba, pero que por culpa del rencoroso de Jakob no tenía más remedio que ignorarla. De hecho, más de una vez, Vanessa llegó a temer que en realidad Paul tenía un flechazo con ella y Jakob se lo ocultaba por celos, los malditos celos que siempre ha causado en todo el mundo su elevada presencia. A la madre de Jakob lo que de verdad la sorprende no es la mentira, sino que por primera vez alguien ponga de manifiesto una verdad solo intuida por ella misma.
—Por supuesto que me quería —dice Vanessa, repuesta de la sorpresa—. Me quería muchísimo. Y te agradezco que lo digas, porque Jakob odiaba que Paul y yo estuviéramos unidos e hizo todo lo posible para impedirlo. Me reconforta que lo digas tú, que eras tan amiga suya. Paul sí que era un caballero. ¡Y tan guapo! Nunca entendí por qué se fijó en Jakob. ¡La fama y el dinero, que todo lo pueden!
Susan sonríe, triunfal. El rostro de su enemigo, Fantastic, a base de discernir maldades y pergeñar improperios, ha adquirido una mueca más desagradable y llena de desprecio que nunca, como si tuviera estreñimiento y almorranas y no pudiera ver la hora de descargar la mierda. Tiene una baza que Vanessa desconoce y que puede amenazar su ruina: es amigo de un amigo que fue novio de ella, un ejecutivo de segunda clase con coche oficial a través del que le han llegado graves confidencias.
—Mire, señora —dice Fantastic, que tampoco es idiota y sabe que debe ciertas galanterías, muy pocas, a una mujer que acaba de perder a un hijo—. Todos sabemos que lo está pasando mal y etcétera, etcétera. De todos modos, lo suyo es no tener ninguna dignidad. Primero ha hecho el papel de santa, después el de mártir y finalmente el de parte acusadora. Usted —grita, añadiendo tras una pausa dramática—: ¡Que siempre fue una mala madre!
El plató se queda en un tenso silencio. Comienzan a oírse murmullos. El ambiente está al rojo vivo.
—Fantastic —dice Dalila—, estás hablando con una mujer que está sufriendo una tragedia.
El público aplaude. No porque quiera que Fantastic se calle, sino porque así interviene y aviva la polémica. Están dispuestos a apoyar la causa de Jakob y por extensión de su madre, pero tampoco quieren perderse el espectáculo.
—No, no —dice Vanessa, muy entera, otra vez dura y cortante—. Me alegro que me haga esa acusación a la cara porque si he venido aquí —por fin llega la madre del cordero— es para defenderme de todas las afrentas que tuve que oír con Jakob en vida y las que me cayeron cuando murió Paul. Entonces rechacé mucho dinero —esta palabra la dice siempre con el mismo tono exaltado y sibilino con el que dice «fama» o «éxito», embriagada por su rico sabor pero consciente de las miserias a las que arrastra a la gente, capaz de todo por conseguir lo único que de verdad importa— y si esta vez le he dicho que sí a Dalila es porque quiero que quede clara una cosa: yo fui una buena madre y Jakob fue un mal hijo. No tengo la culpa de que saliera a su padre, un enfermo.
La crudeza de Vanessa deja atónito a todo el mundo. Incluyendo a ella misma, que detecta el clima malsano que se ha generado y ahora parece casi llorosa, a punto de derrumbarse.
—¿Usted también está de acuerdo en que Jakob era un monstruo? —pregunta Susan, cada vez más contenta con la invitada.
—Yo no voy a decir que mi hijo fuera un monstruo —responde Vanessa, aun temblorosa—. Pero sí fue alguien que se olvidó de su madre, de sus raíces, en cuanto tuvo éxito. Un ambicioso. Pero yo le perdono. Le perdono años de abandono y que me tuviera tan poco respeto. Y lo digo delante de toda Coca-Cola, para que quede claro.
Fantastic se ha quedado parcialmente derrotado por el desconcertante perdón de Vanessa, que quizá ha sido muy hábil dándole la vuelta a su acusación. El colaborador en realidad no sabe que la relación de aquella mujer con su hijo fue mucho peor de lo que él sospecha. Porque Vanessa también cuenta con que nadie salvo Paul, que está muerto, o Angelina, que nunca la traicionará, conoce las barbaridades que Jakob le llegó a decir, los desplantes que le hizo, los insultos que le profirió, mucho peores que las pullas que le soltaba de vez en cuando en alguna de aquellas entrevistas «íntimas» en las que se las daba de niño abandonado. Aunque hay una cosa en la que es sincera: ese rencor de Jakob siempre le pareció culpa suya y de su carácter enloquecido y endemoniado. El mismo lloriqueo histérico de ese niño tan pesado que quería estar todo el día pegado a sus faldas y no la dejaba desarrollarse como mujer en la flor de la vida para atosigarla continuamente con sus rocambolescos problemas.
Dalila le hace una mueca de resignación a Fantastic porque parece que Vanessa ha salido airosa del apuro. Mary, sin embargo, ya lleva rato inquieta. Primero mira sus notas, un tesoro, y después se pone las gafas. La piel le cuelga a tiras en su garganta y tiene los dientes un poco amarillentos. Es una mujer que viene del mundo de la noche, una mujer bregada en cocaína, en ácido y en prostitución que ha visto las miserias de la elite menos productiva de Coca-Cola y ha llegado a tertuliana gracias a su vulgaridad sin fisuras. Lleva un traje ajustado de cuero negro con cremalleras.
—Vanessa —dice Mary—, tú y yo nos conocemos. Tú has venido alguna vez por el club, algunas noches. Con aquellos señores ricos que tanto te gustaban, ¿no es así?
—No sabía que nos conociéramos. No soy seguidora suya.
—Vamos a ver, Vanessa, tú sabes de lo que estoy hablando. —Por algún motivo incomprensible, Mary no habla mirando a la cara de su víctima, sino a sus notas, y solo de vez en cuando, tras su gafas caídas, asoman esos ojos saltones para hacer una observación visual irritante.
Vanessa sigue nerviosa. De todos modos, parece expresar una duda sincera, nada en su rostro delata que conozca a Mary de algo.
—Usted —dice Mary, casi gritando— dejó a sus hijos abandonados cuando eran pequeños para irse con otros hombres, ¿es o no es así?
—Eso es falso —niega Vanessa con un susurro, visiblemente alterada.
Mary está desquiciada y ya no mira sus notas, sino que saca su iPad y enseña una entrevista a Jakob. En la misma, se subraya en la pantalla del televisor de millones de hogares, Jakob dice: «Mi madre nunca se ocupó de mí, no quiero saber nada de ella. Me siento como un huérfano».
Vanessa, de repente, cobra una cierta tranquilidad. Casi sonríe.
—Ya he dicho que lo perdono.
—¿Tú lo perdonas? —interroga Mary con sarcasmo—. Guapa, siento que te hayas quedado sin hijo, pero me fío tanto de ti como del coño de mi prima, la puta que me robaba las rayas y a la que tuve que echar de casa hace dos semanas.
(El drama de la prima mentirosa, puta y drogadicta es un personaje habitual del programa cuando no hay nada más candente a la vista).
—Creo que Susan conocía a Jakob, y tú también, Ben. Él era así, un comediante. Le encantaba ese papel de niño huérfano. Me hizo daño al principio, pero después me di cuenta de que cada uno inventa un rol en su vida y si se decidió por este no tengo nada añadir.
—¿Tienes remordimientos? —pregunta Susan, su aliada.
—Lamento no haber tenido suerte en mis negocios. Si me hubiera aprovechado de los hombres para desplumarlos, como hicieron otras, las cosas habrían sido mucho más fáciles. Pero yo realmente me enamoré quizá de las personas equivocadas y no me arrepiento por las cosas vividas. Quizá no pude darle mucho material, pero le di mucho amor, no tengo dudas. De hecho, creo que, si en algo me equivoqué, fue en mimarlo demasiado.
El programa se convierte en una escabechina. Si en la muerte de Paul el villano fue Jakob, a la hora de buscar un nuevo culpable, los tertulianos lo tienen claro. Fantastic explica que su amigo el exnovio de Vanessa le había contado que cuando sus hijos eran unos críos pasaba semanas fuera de casa y «ni siquiera llamaba para preguntar cómo estaban». Mary se muestra bastante convincente recordando que aquella mujer había pasado muchos amaneceres en el after para ricos que regentaba en su casa. Incluso Louise, con toda su carga de prestigio y tan poco sospechosa de tener mala idea, dice que «en honor a la verdad, Jakob a usted le tenía bastante manía». Y de repente hasta Fantastic comienza a encontrarle virtudes a Jakob, aunque solo sea a costa de echárselas en cara a su madre. Jakob «por lo menos» hizo películas, aunque fueran malas, y la historia le dará la razón, pero esa «mujer» a la que miraba pérfidamente no había hecho nada y estaba allí, «cobrando, cobrando». A lo que ella respondía con lágrimas diciendo que su hijo no la había ayudado nada y que había sido una luchadora madre soltera.
Susan es la única que la defiende, pero para insistir en cuánta razón tenía ella misma al decir que Jakob era un idiota, estrategia que a la madre le ha dado muy mal resultado y a la que ahora responde con un gimoteo. Se produce un silencio; el público, que antes había llorado con Vanessa, se siente de pronto incómodo, sometido a la realidad de su manipulación, a su volubilidad. La heroína convertida en culpable. Hundida, exhausta, la madre suelta la primera lágrima sincera de toda la noche. La de una mujer que además de haber perdido a su hijo, también ha perdido, sin darse cuenta, su última posibilidad de redención.
2
La parte de Joshua
(Resumen de entrevistas realizadas el 29 de septiembre de 2080 en Marrakech OS X)
pesar de mi juventud, como androide Windsor Clase A Plus híbrido y agente especial del Gobierno, he visto muchas cosas en mi vida. Fui diseñado para amar, para complacer a hombres y mujeres, hacerles sentir que son atractivos y brillantes. También fui diseñado para espiar e investigar. Soy una bomba sexual al servicio de las corporaciones. Una mantis religiosa escondida detrás de un flequillo y unos músculos. Agazapado tras mi aspecto juvenil, se encuentra uno de los mayores expertos del mundo en infiltrarme en la vida de los demás, en robar sus códigos y reventar sus secretos. Sonrío como si estuviera siempre contento, a ratos tengo un discurso subversivo que les hace pensar que quizá comulgo con mis enemigos, los Guerreros de Marte, o cuando menos flirteo con movimientos de defensa de los derechos de los robots, pero soy un producto puro del corporativismo, uno de sus más eficaces secuaces. Vendo mi cuerpo a cambio de información. Y lo he hecho a conciencia, sin remordimientos, disfrutando cada situación. Nunca fui como esos androides quejicas que quieren ser como los humanos y no se dan cuenta de la suerte que tenemos. Porque nosotros no sufrimos enfermedades ni sabemos lo que es sentirse «perdido» como ellos. Nosotros tenemos una misión y un plazo, y cumplimos con ambos.
He conocido a hombres y mujeres de todo tipo. He tratado con mujeres que traficaban con información corporativa, mujeres que escalaban hasta la cima de sus empresas y se dedicaban a vender secretos a la competencia. Con hombres que fabricaban armas letales y las vendían a ramas oscuras de los Guerreros de Marte, a pequeñas franquicias perdidas en cualquier rincón del planeta que después provocaban masacres. Windsors Plus traidores que comenzaban a reventar las fronteras de las reservas de negros y les daban visados de mano de obra barata para corporaciones con problemas. He hecho el amor con ellos, he convivido con ellos y he sentido el vértigo de poder ser descubierto y asesinado. El vértigo de vivir una vida que no es la tuya, de inventarme cada vez una historia distinta que encajara con la casualidad de habernos cruzado. Pero nunca conocí a un hombre como Jakob Jones, que al principio me pareció un chiste a pesar de la importancia, crucial, de la misión que me encomendaban.
Llegué a Patatas Lays el mismo día que Jakob. Había oído hablar de ese sitio. Una cárcel de oro. Una prisión para vips, un lugar para divertirse en un entorno ultraprotegido de los periodistas y del mundo en general en el que hay mucho sexo, la gente se droga y también se pueden hacer negocios y contactos. Tuve una misión, Suzanne, una mujer que vendía Temburiol de una corporación a otra. Manejaba montones de dinero y se pasaba la vida subida en un avión, el único lugar en el que se sentía protegida. Suzanne había estado en Patatas Lays dos años cuando quiso meterse en el negocio de las armas y el sistema corporativo tuvo que decir basta. Suzanne perdió muchísimos dólares en aquellos dos años en los que no podía viajar por el mundo repartiendo suero de la verdad, y le hicieron pagar una fortuna por la cárcel, pero hablaba maravillas. Me lo pintó como un lugar de ensueño, una prisión, pero también un paraíso. Suzanne, además, estaba muy orgullosa de haber pasado por ahí, un lugar reservado para los delincuentes a gran escala. Sentía que la habían subido de categoría.
Me asignaron una habitación apartado del resto de androides y pasé los primeros días en la playa o en mi habitación, inventando una historia coherente sobre mi vida. Jakob estaba en plena fase depresiva tras el descubrimiento de la verdadera identidad de Paul. Aunque en su caso alcanzara unos grados de sordidez exorbitantes, era una reacción lógica. Decidimos esperar a que pasara la fase aguda para que yo entrara en acción. Pasaron los días y Jakob no mejoraba. Yo estaba ansioso por comenzar a trabajar. El ambiente de Lays no me gustó. Muchos robots trabajaban en el hotel como camareros o limpiando habitaciones. Eran Smiths muy simples, con los que no había conversación. Y los modelos más avanzados, los que vivían en la segunda planta o incluso en la mía, se dedicaban masivamente a la prostitución y eso los había vulgarizado. Me aburría en aquella fortaleza y me intrigaba hasta dónde podía llegar con Jakob. Debo decir que, salvo la primera parte de Wisdom and Fertility, que me entretuvo, sus películas me desagradaron. Especialmente una tal Your Dementia, que encontré sumamente ofensiva.
Los resultados de los interrogatorios fueron un desastre. Jakob se tomó aquello como unas sesiones gratis de psicoanálisis y pasó el tiempo escudriñando hasta el último vestigio de su relación romántica con Paul, lo que era muy emotivo, pero no nos daba un solo dato que pudiera ayudarnos. No era imposible que Jakob realmente no supiera nada, pero teníamos motivos para dudarlo. Según nuestros informes, Paul tenía una relación de fuerte dependencia con su marido. Nunca había llegado a amarlo desde un punto de vista romántico, pero al cabo de los años había desarrollado una sólida fraternidad. Era incapaz de desearlo, pero estaba profundamente convencido de su amor y de su lealtad. Eso es raro de encontrar. Y crea uniones imperfectas pero profundas. Por eso creíamos que Jakob nos estaba ocultando algo. Aunque quizá no de manera consciente, pero seguro que podía aportarnos alguna pista sobre cómo conducirnos hasta uno de los terroristas más peligrosos de los Guerreros de Marte, Paul Walker, el apuesto actor convertido al credo de Talim Yures. Tenía que haber un escondrijo, un lugar predilecto, algo. Además, detectamos en su sangre fuertes dosis de Nelox, el antídoto que batalla contra los efectos del Temburiol. La dosis era antigua, pero no era descartable que continuara actuando aunque lo teníamos drogado como a un caballo. Él mismo nos lo ponía muy fácil con sus adicciones.
¿Hasta qué punto es peligroso Paul Walker?
Como mínimo podemos probar dos atentados organizados por el sujeto Paul Walker. Ambos de gran magnitud. El primero tuvo lugar en 2070 en Armani Roma. El segundo, tres años después en Goldman Sachs PRS. Walker no solo se ha comportado como un terrorista sanguinario, también ha sido muy hábil. Dos atentados en seis años y después, el silencio. Y siempre ha aprovechado un viaje absolutamente justificado. Antes de Armani Roma, nosotros ya sabíamos que algunos androides se estaban pasando al lado oscuro. A la inmensa mayoría los hemos desactivado en cuanto han tenido un pequeño contacto. Ha habido otros que se han escapado o han logrado zafarse de nosotros cuando íbamos a por ellos. Algunos han terminado volando en mil pedazos en cualquier ciudad intercorporativa: en embajadas, en el metro, incluso en guarderías. Pero ninguno ha conseguido engañarnos tanto tiempo como Walker. Sospechamos y lo investigamos después del primer atentado, que usted y yo recordamos demasiado bien, pero nos quedamos en las conjeturas. Nos extrañó que la desgracia volviera a coincidir con su viaje a PRS, pero, una vez más, tuvimos que achacarlo a la casualidad. Porque no teníamos ni una sola prueba. Ni una.
De todos modos, Walker cometió un error. Al final, todo el mundo los comete. Dejó un pequeño rastro mandando un e-mail encriptado desde su propio correo. Las prisas, vaya usted a saber. Detectamos que era el mismo código utilizado por el misterioso cerebro de Armani y Goldman Sachs. Íbamos a detenerlo el mismo día que se esfumó. Quizá nunca sabremos si desapareció por intuición o porque le dieron un chivatazo. La cuestión es que se nos escurrió de las manos. El mensaje que interceptamos, además, no ofrecía apenas datos concretos a los que pudiéramos aferrarnos, pero sí motivos para la alarma. Preparaba nuevos atentados. Hablaba de un cambio geográfico en el centro de operaciones. Todo muy vago y desesperante. Los servicios secretos de las otras corporaciones se pusieron histéricos cuando les dijimos que habíamos despejado la X de Armani y PRS pero que se nos había escapado.
Gracias a Dios, la noticia no llegó a los periódicos, pero el fracaso de Coca-Cola había sido estrepitoso. La presión intercorporativa era muy fuerte. Nuestro prestigio estaba por los suelos. Me sentí afortunado cuando me encargaron esta misión que sigo viendo como crucial para la supervivencia de la sociedad corporativa. Consistía en seducir a Jakob, ganarme su confianza y hacerme pasar por terrorista llegado el momento. Tenía que ofrecerle la oportunidad de escapar de allí, una vez hubiéramos cambiado su rostro y lo hubiéramos matado públicamente. Después, tenía que dejar que me condujera hacia el escondite de Paul. Porque no teníamos ninguna duda de que Jakob lo primero que haría, una vez en libertad, sería buscar a su marido y tratar de resolver la duda que lo estaba corroyendo: ¿lo había amado alguna vez el robot terrorista?
Los interrogatorios no nos ayudaron a localizar a Paul, pero por lo menos sirvieron para que el productor mejorara su ánimo. Detectamos que su frecuencia cardíaca se estabilizó y que comenzaba a fabricar serotonina. Así que por fin tuve la oportunidad de pasar a la acción. Jakob me gustó desde el principio. Mi carrera ha sido corta. Como modelo experimental del programa Cuerpos Mutilados, fui sometido a un proceso de crecimiento intensivo durante varios meses en los que pasé de ser un bebé a ser un joven de 22 años absolutamente sano. Mi cabeza es un ordenador y acumulo miles de datos, de mapas, de cálculos, de imágenes y melodías. Durante tres años fui sometido a un duro entrenamiento para aprender a manejar mis cualidades en tanto que máquina perfecta. Y aunque mi tecnología es insuperable porque soy mitad humano y mitad androide y tengo lo mejor de ambos mundos, hasta la fecha nunca me había gustado ninguna de las personas que me habían asignado. Logré disfrutar del sexo, pero no sentir ninguna emoción. He trabajado en unas veinte misiones, más o menos, para que se haga una idea.
Jakob, sin embargo, era tan distinto que me despertó una enorme curiosidad. Además, aunque yo sabía, porque teníamos controladas sus reacciones neuronales, que él seguía enamorado de Paul, me trataba como si fuera una persona, y eso que era el único de los objetivos con los que había trabajado que conocía de antemano mi naturaleza robótica. Aunque fuera de forma patosa, realmente quería agradarme. Me pareció conmovedor, yo estaba acostumbrado a delincuentes peligrosos, a personas sin moral para las que yo era un juguete. Jakob era distinto. No me amaba, pero sí me deseaba y quería ser mi amigo. Y me gustó porque siempre he preferido a la gente insegura.
¿Diría que se enamoró de él entonces?
No. No en un principio, desde luego. Nuestra relación distaba de ser idílica. Él es ingenioso y simpático, pero puede ser insoportable. Lo conocí, además, en el peor momento. Más allá de cualquier consideración sobre su tendencia al dramatismo, hay que reconocer que su situación era y sigue siendo dramática. Ahí lo tiene, un chaval de 34 años que produce películas a gran escala y está casado con un actor guapo un tanto perverso pero absolutamente leal. Y de repente, se encuentra solo, apartado de la sociedad y de su trabajo, cargando con el peso de asumir que su matrimonio ha sido una farsa, y encerrado en un hotel. Su dramatismo podía ser exasperante, pero yo lo comprendía. De todos modos, es difícil enamorarse de alguien en una situación tan extrema. Solemos enamorarnos de lo que tiene luz, no de lo oscuro. El sexo, además, era un desastre. Jakob folla solo. No sé si me entiende, pero es así: folla solo. Y poco.
Así que me limité a cumplir con mi trabajo y esa simpatía genuina que de todos modos me despertaba me ayudó a hacerlo con mejor ánimo. Poco a poco, sin embargo, Jakob fue superando los peores momentos de su depresión postraumática. Creo que escogí una táctica adecuada basada en una cercanía no invasiva, al mismo tiempo protectora pero burlona. Sabía que Jakob despreciaba la debilidad y, si bajaba la guardia en algún momento, me trituraría. Pasamos muchísimos días en su habitación, él viendo películas, leyendo o escribiendo un guion sobre robots terroristas que analizábamos línea a línea, y yo, a una prudente distancia, escuchaba música rock porque sabía que le ayudaba a concentrarse y nos interesaba que escribiera.
De vez en cuando, bajaba a la playa y hacía wind- surf o esquí acuático. Poco a poco, me iba sintiendo más cómodo en mi papel de androide subversivo y naïf, con un punto rocoso y macho. Muchas veces pienso que nuestro trabajo, el de los agentes especiales, se parece al de los actores. Se trata de plasmar una fantasía y para eso hace falta psicología y capacidad para el fingimiento. En este caso, sin embargo, mi personaje cada vez se iba pareciendo más a cómo soy yo. Porque la ambigüedad de mis sentimientos, que seducía a Jakob, un conquistador nato que no se rinde nunca, no era fingida: por una parte, sentía una enorme distancia profesional, pero, al mismo tiempo, él hasta cierto punto me gustaba. Además, tenía la impresión de que mi peculiar sentido del humor, que me había granjeado numerosas miradas sarcásticas a lo largo de toda mi vida, le hacía verdadera gracia.
El sexo pasó de ser un desastre a ser absolutamente esporádico. Desde luego, saciar sus instintos lúbricos fue una estrategia adecuada al principio, pero estaba claro que lo que aquel chico necesitaba era cariño, sin más. No me considero un tipo especialmente duro, pero confieso que me resultaba un tanto latoso el tener que corresponder de una forma tan continua a aquella necesidad inhumana de afecto, de mimos, de piropos, de atenciones. Poco a poco, notaba que él solicitaba mi presencia cada vez más cerca y, si al principio escuchaba música o leía en la otra punta de la habitación, terminé instalado a su lado, siempre a punto para acariciarle el pelo o darle un beso cuando parecía que estaba a punto de derrumbarse. Habíamos conseguido que dejara de esnifar cocaína, pero fumaba marihuana como para tumbar a un ejército y mi trabajo me llevaba evitar que se pasara las horas en la cama con cara de pasmo mirando al infinito.
De todos modos, llegamos a una rutina bastante agradable dentro de lo tremendo. De vez en cuando tocaba hacer el amor, mal, y eso sí, había de decirle doce veces diarias «Te quiero». Me agobiaba, pero me he visto en situaciones mucho peores. Jakob era pesado pero no era como el traficante de armas de Shell que me penetraba con tal fuerza que pensaba que todos mis circuitos terminarían en el desguace. O aquella espía de Apple que estaba en contra de la ducha y me asqueaba. Poco a poco, además, comenzamos a tener algo parecido a una vida social. Jakob se hizo amigo de un juez que vivía al lado, y allí cometí yo un error imperdonable. El White advertía a Jakob prácticamente a diario sobre las «consecuencias fatales» que tendría una indiscreción por su parte. Y no calibré que pudiera irse de la lengua. Tuve que matar yo mismo al juez y le aseguro que fue bastante desagradable. Allí tuvimos un pequeño aviso de que mi vigilancia tenía que ser más constante. Me convertí en su sombra.
Creíamos que la vida social era buena para Jakob porque era lógico que echara de menos a sus amigos. Hablaba mucho de su hermana, como si ella pudiera salvarle la vida. Poco a poco, fuimos haciendo un pequeño grupo. El funcionamiento de Patatas Lays es bastante sofisticado. Muchos clientes están en régimen de secreto corporativo, así que no pueden desvelar su identidad. En el caso de ser personas famosas, está prohibido preguntarles por el motivo de su visita. Quienes están en régimen abierto sí pueden actuar en su nombre aunque están obligados a seguir la norma de discreción marcada de forma general. Sería largo enumerar todos los protocolos de conducta de un sitio tan especial, pero, para que me entienda, se busca un equilibrio entre el secretismo y el posibilitar ciertos contactos entre las altas esferas oficiales y delictivas. Un marco informal que también sirve como centro de reclusión para los privilegiados. En la sociedad corporativa, el dinero lo es todo. Es nuestra religión.
El contexto social, además, me servía para analizar y comprender mejor el carácter de Jakob. Usted entiende que yo estaba en una misión muy delicada, la más complicada de mi trayectoria. Una misión, además, cuyo éxito, no lo olvide, puede salvar muchas vidas porque sabemos que Paul está planeando nuevos atentados y que tarde o temprano, si no lo cazamos, reaparecerá en forma de bomba sucia en cualquier parte del mundo. Así que mantuve convenientemente vigilado a Jakob en todo momento porque no podíamos permitirnos otro desliz como el del juez. Ese juez tiene familia, amigos, gente que le apoya, nosotros no somos asesinos. No nos gusta matar. Era cuestión de redoblar la vigilancia.
¿No podrían haber drogado al juez y hacerle olvidar lo que le había dicho Jakob, según es la costumbre?
(Joshua sonríe).
Es una pregunta interesante y lo mismo les dije yo a mis superiores. Todo el mundo andaba muy compungido con ese ajusticiamiento. Pero, al parecer, ya había contactado con varios movimientos de apoyo civil de base a los terroristas. Es posible que el episodio acelerara el asesinato porque aquel juez ya estaba sentenciado. Llevaba muchos años dando demasiados problemas. Y lo matamos. Esta es la realidad. Las corporaciones defendemos el bien, pero no somos perfectas.
Disculpe otra pregunta, pero no veo cómo se puede castigar a ningún delincuente en un entorno tan lujoso y privilegiado como el de Patatas Lays.
(Joshua vuele a sonreír).
Los delincuentes que estaban allí era porque podían pagarlo. Tan sencillo como eso. En el sistema corporativo uno va a la cárcel que puede pagar. Y las elites necesitan lugares en los que relacionarse sin que les atosiguen. En determinadas esferas, hay poca diferencia entre un multimillonario limpio y uno sucio, entre una estrella de Hollywood y un narcotraficante de Temburiol a gran escala. Viven en el mismo mundo, en la misma burbuja. Además, a Lays solo se va como recluso una vez. A la siguiente, el destino es mucho peor. Y aun más caro. Espero haber contestado a su pregunta.
Sigo con la historia. A pesar del fracaso con el juez, seguíamos pensando que era imprescindible que Jakob levantara el ánimo y la vida social sería de ayuda. En las cenas, como le he dicho, había unos bufés, unos bufés estupendos, como se puede imaginar. Y todas las noches se formaban grupos en las mesas, algunos espontáneos, otros muy consolidados. En Patatas Lays hay gente que pasa hasta cinco años encerrada. La sala suele estar llena de androides de compañía. Proliferan los hombres y mujeres de 50 años, humanos muy ricos que se dedican a la falsificación o ejecutivos corruptos que han tenido puestos corporativos agarrados a Jacksons. A mí, ya le digo que el ambiente no me gustó desde el principio. A Jakob, sin embargo, que siente una irresistible atracción por lo sórdido, le hizo mucha más gracia.
La primera noche que conseguí que nos uniéramos a algún grupo, Jakob estuvo mirando las mesas largamente hasta que decidió sentarse donde estaba el chico más guapo. Debía de ser una de aquellas pandillas consolidadas, porque se hizo un espeso silencio seguido de varias ojeadas maliciosas. Sin duda, se preguntaban si estaríamos a la altura. Los primeros minutos estuvieron cuchicheando entre ellos, provocando una situación bastante incómoda. Jakob parecía muerto de miedo, como si fueran a condenarle a muerte. Hasta que una de las comensales, una actriz de unos cuarenta años, con el rostro devorado por la cirugía estética, una mujer que había sido bellísima hasta que se quedó con una perpetua expresión de inane perplejidad, se dio cuenta de quién era y decidió echarnos un capote. Iba acompañada de un Windsor como yo, aunque este sí plenamente robótico, que no abrió la boca en toda la noche. Me lo había cruzado varias veces entrando o saliendo de nuestro edificio, y siempre me había saludado con cierta inquina, como si fuera a quitarle el trabajo o algo así.
En aquel grupo todos se dedicaban al show business. Había un productor de Apple, un tío gordo y seboso de larga papada que estaba agarrado a una Jackson transexual. También una periodista, una mujer de unos cuarenta años, ligeramente jorobada y con cara de perpetuo asco a la que habíamos encerrado después de descubrir que llevaba años cobrando de las productoras para escribir buenas críticas. Estaba sola. También había una modelo de unos veinte años, una chica de lánguidos ojos verdes y expresión aterrorizada que los diseñadores de moda llevaban meses considerando que expresaba la modernidad. El objeto de deseo era un chaval joven, de unos veinte años, un actor de teleseries muy parecido a Paul, aunque quizá menos rubio, pero también muy guapo, al que Jakob no le quitaba el ojo de encima. Estaba con su novia, una chica algo mayor, ni guapa ni fea, que parecía nerviosa y pasaba el rato removiendo la comida en el plato. Completaba el panorama un estilista afeminadísimo con un bello rostro barbilampiño que no dejaba de tirarle los trastos al actor, que miraba de forma indolente a todas partes buscando a quien observar sin sentirse observado.
—¿Sois nuevos por aquí, no? —preguntó la actriz cuarentona, con un tono alegre que contrastaba con la gélida recepción—. Este es un grupo estupendo.
—No son nuevos —dijo la periodista—. Hace tiempo que están rondando —añadió, con cajas destempladas.
—Yo también los he visto —dijo el productor.
—Cuánto tiempo —musitó Jakob, que debía de conocerlo.
El productor soltó una risotada y le metió la pezuña a la Jackson. Todos se quedaron en silencio, esperando a que dijéramos algo. Jakob se rascaba la oreja, de esa forma en que se rasca uno cuando no sabe qué hacer consigo mismo. Después hizo uno de esos gestos tan raros que hace con la boca, un gesto como si se le hubieran tapado los oídos.
—Qué noche tan hermosa —dije yo.
—Como todas —comentó la periodista, que seguía de mal humor. O quizá es que había nacido de mal humor.
—No le hagas ni caso —dijo la actriz—. Es una noche maravillosa, sí, señor. Aunque quizá demasiado calurosa. Yo siempre he sido defensora del cambio climático, detesto el frío. Pero hay que ver cómo se nota en Red Bull. —Hizo un gesto afectado de sofoco que pretendía ser simpático y le guiñó un ojo a Jakob.
—Puñeteros ecologistas —maldijo la periodista—. Qué cambio climático ni qué cojones. En Red Bull siempre ha hecho un calor de morirse. Y más en esta isla.
—Yo acabo de hacer una campaña a favor de la piel sintética —comentó la modelo con un suspiro.
—Ha quedado divina —apuntó el estilista.
El actor, que estaba repantigado en la silla y no podía disimular el hastío que le provocaba ser tan guapo y admirado, de pronto cobró vida:
—A mí me llamaron el otro día para hacer un calendario con bichos para ayudar a una fundación que está clonando especies extinguidas. Tela marinera. La cantidad de animales que se perdieron en la Operación Sacrificio Ilimitado. No tenía ni idea. Yo creía que solo se había muerto gente.
La periodista cuarentona estaba sulfurada.
—¿Por qué eres tan tonto, Charlie? ¿Por qué? ¿Qué sabrás tú de la III Guerra Mundial? Nada. Gracias a Dios que tuvimos una III Guerra Mundial.
—Yo a veces me pregunto cómo debía de ser el mundo antes —dijo la modelo, que parecía más animada aunque era incapaz de desterrar de su rostro esa expresión como de espanto y angustia que le había dado tanto éxito.
—Una mierda, así era el mundo antes de la guerra. Una mierda. Estamos ahora mucho mejor que antes —aportó, claro, la crítica corrupta.
—Es evidente que éramos demasiados —opinó el actor, echándole un capote—. Yo tenía mis dudas. Pero o nos volvíamos todos pobres o matábamos a unos cuantos. Aunque pena da. Me pregunto cómo serían los chinos. No ha quedado ni uno. A mí estas cosas también me intrigan.
—¡Los chinos! —exclamó la periodista con desdén—. Los putos chinos eran un asco. Todo el día escupiendo, eran unos maleducados.
—A mí los chinos me la traen al pairo —dijo el productor, que estaba borracho—. Pero las negras... Joder, lo de las negras fue muy fuerte. Las tienen encerradas en África en esos barracones de lujo y no se puede ni entrar. Eso es muy fuerte.
La Jackson, rubia platino, a su lado hizo un arrumaco de falso disgusto y el productor le volvió a meter la zarpa para consolarla.
—Somos lo que somos —dijo la novia del actor con mirada penetrante.
—Qué novia tan tremenda te has buscado, Charlie —apuntó la periodista—. Pero qué tremenda. Somos lo que somos —la imitó, burlándose de ella, abriendo los ojos como platos.
La pobre chica hizo un amago para quejarse, pero su novio se lo impidió con una mirada fulminante.
—De todos modos, yo paso de temas corporativos —aportó el actor—. Me dan dolor de cabeza. Parece que nos va bien, ¿no? Pues eso es lo importante. El resto, a la mierda.
El gordo volvió a morirse de la risa y repitió lo de «a la mierda» con voz cazallera varias veces como si fuera el chiste más gracioso del mundo. La modelo, sin embargo, no estaba de acuerdo:
—Eso es lo que quieren, Charlie. Que seamos así. Monigotes. Que no nos preocupemos por nada. Por cierto, yo también saldré en ese calendario de los animales. Soy mayo, ¿y tú?
—Septiembre —respondió el actor.
—Ha quedado divino —añadió el estilista—. Charlie, estás fantástico con esa foca.
—Una foca, por Dios, qué asco —dijo la periodista.
—Yo estoy de acuerdo con Mayka —aportó la novia con una mirada cómplice—. Yo leo el periódico todos los días. Y Visado. Y tú deberías hacer lo mismo, Charlie, que te estás volviendo un patán.
La cuarentona estaba escandalizada:
—¡Visado! Esa revista de progres millonarios hipócritas y esnobs. ¿Cómo se llama esa periodista? Marianne Garfield. La estrangularía con mis propias manos. Le matan a su bebé de dos años y la tía sigue defendiendo que se encierre a los terroristas. ¡Hipócrita! ¡A la horca con ellos! Como en los viejos tiempos.
Jakob se removió en la silla incómodo. Yo también. Marianne Garfield, usted, es mi madre y eso la corporación nunca me lo ocultó. De hecho, llegado el momento, el pacto era que la acabaría conociendo. Aunque los acontecimientos y la casualidad lo han precipitado.
—Conozco tus críticas —dijo Jakob.
La periodista lo miró de nuevo con desdén.
—Y yo tus películas —contestó, saltándose el protocolo. Jakob tenía una pulsera azul, lo cual significa que estaba prohibido reconocerlo.
En ese momento, un Smith de seguridad se acercó raudo a nuestra mesa.
—¡Amigos! —exclamó animoso—. ¿Qué tal si nos tomamos un pequeño descanso en la discoteca?
Al mismo tiempo, dos Jacksons de dos metros levantaron a la periodista y se la llevaron hacia un lugar desconocido. A nadie pareció importarle mucho salvo a Charlie.
—¡Venga, vamos! —apremió el gordo.
Nunca he disfrutado en las discotecas. Me disgusta el humo de los cigarrillos, me disgusta la música alta y me disgusta ver a la gente borracha. Y, sobre todo, no puedo soportar las drogas que a Jakob le hacen tanta gracia. Mi obligación, de todos modos, era estar a su lado. Me pasé la mitad del tiempo acompañándolo al cuarto de las rayas para que esnifara y la otra mitad sujetándolo para que no se desplomara. Él, de todos modos, estaba arrimado al pobre actor, que no sabía cómo quitárselos de encima a él y al estilista, que merodeaba a su alrededor con cara de circunstancias, como si fuera su guardaespaldas.
—Es Jakob Jones, ¿no? —me preguntó la modelo, que estaba a mi lado.
—No lo sé —contesté.
—Menudo personaje —siguió ella, como si no me hubiera escuchado—. ¿Es verdad que está loco?
—Acabo de conocerlo —respondí, cortante.
—Pobre Paul —continuó, sin importarle nada de lo que yo dijera—. Yo empecé en Planet Y, ¿sabes? Cuando quería ser actriz. Después me di cuenta de que ser modelo es mucho más sencillo y te pagan lo mismo. ¿Tú también eres actor?
—No —contesté—. Soy un Windsor. Trabajo aquí.
Intentaba recordar por qué habíamos encerrado a la modelo, pero no tenía ni idea. Quizá estaba de visita. No perdía de vista a Jakob, que estaba dando la chapa al estilista ante el pasotismo del actor. Su novia hacía cola para pedir una bebida.
—¡Ah, eres un robot! —dijo la modelo, que no podía disimular su decepción—. ¿Te puedo hacer una pregunta?
—Sí, claro.
—¿Los androides tenéis signo del horóscopo?
La pregunta me dejó estupefacto.
—Nunca lo había pensado. Supongo que no.
—Qué pena. Vivir sin saber lo que será de ti. ¡Ni quién eres! Yo creo mucho en el horóscopo. Soy Piscis. Los Piscis somos todos muy artistas. Por eso quise ser actriz. Charlie es Leo, de agosto. Los Leos y los Piscis siempre nos hemos sentido atraídos.
—Sobre todo cuando una es modelo y el otro está tremendo —repliqué, con cierta exasperación. Aquella discoteca me sacaba de quicio. No veía el momento de meterme en la cama aunque eso significara echar uno de esos polvos agónicos con Jakob. Cualquier cosa menos estar allí.
A la modelo el comentario le hizo gracia y lo celebró con un mohín.
—Supongo que tienes razón. Debe de ayudar que esté muy bueno. Me parece que Jakob opina lo mismo.
Ahí estaba Jakob, hablando de nuevo como un poseso con el actor, que miraba a todas partes con expresión de fastidio.
—Me temo que sí.
—¿Te molesta?
—No lo sé —contesté sinceramente.
—Pues a mí sí —dijo ella—. Ya tengo suficiente con la novia esa.¿Por qué se la habrá buscado tan, no sé, normal? ¿Y por qué tendrá siempre los ojos tan abiertos? «Somos lo que somos», menuda frase. Charlie podría estar con quien quisiera.
—Parece buena chica.
La modelo se me quedó mirando de forma tierna. Su expresión ya no era ni angustiada ni terrible. Su mirada, un tanto perdida, eso sí, delataba que ella también había esnifado.
—No pareces un robot. Ni siquiera un Windsor. He conocido a muchos Windsors y son todos iguales. Tú eres distinto.
Era evidente que la modelo estaba ligando conmigo. Era una mujer mucho más bella cuando no se esforzaba en resultar frágil y vulnerable. Ahora, en su mirada verde, brillaba un verdadero halo de melancolía que la hacía misteriosa. Y había algo franco en su sonrisa, una genuina voluntad de ser feliz. La humedad y el calor quizá eran insoportables, pero la noche estaba imbuida de esa pendiente de lujuria y anhelos inconclusos que asociamos al verano. El mundo parecía palpitar con fuerza y sentía a mi alrededor la furia del deseo de las personas que atestaban aquella sala donde la música atronaba como si anunciara el fin del mundo. Jakob, en una esquina, seguía hablando con el actor mientras el estilista, humillado, los observaba desde la barra calculando cuándo podría dar el próximo paso y acercarse a arrebatar el trofeo al «nuevo».
Poco a poco, me fui dejando seducir sin darme cuenta por aquella modelo que se llamaba Laura y hablaba en susurros. La discoteca estaba en un porche inmenso y, guiando sabiamente sus pasos, nos íbamos alejando del ruido. Al cabo de un rato ya estábamos sentados en unas escaleras, mirando las olas crujir contra el embarcadero. A un lado, en la piscina iluminada como un tiovivo, había varias personas desnudas bañándose o magreándose. Laura seguía hablando. Me explicaba que estaba allí porque a su padre, que había sido Product Manager de Exteriores en Coca-Cola, lo habían encerrado después de descubrirse que había robado fondos corporativos para construirse una casa en Hilton Cabo, una finca inmensa con elefantes y cebras que le había sido confiscada antes de que ella pudiera verla. Me habló de su madre, que había sido tan bella como ella hasta que un accidente de coche la dejó desfigurada. La cirugía quizá había hecho milagros, pero echaba de menos aquella belleza suya tan natural, tan espontánea. Y mientras me contaba todas estas cosas yo estaba cada vez más cerca de su aliento. Al principio, nos cogimos de la mano y pude sentir su tacto sedoso, sus dedos diminutos y juguetones entrelazándose con los míos. Acabé perdiendo de vista a Jakob y a la media hora estábamos besándonos suavemente, como dos adolescentes tímidos temerosos de dar un mal paso.
—Nunca he estado con un robot. Pero tú, tú pareces tan distinto...
Quería contarle mi vida. Contarle lo que no había podido contarle a Jakob, al que estaba obligado a mentir. Al fin y al cabo, yo estaba con él por trabajo. Pero esa mentira me estaba comenzando a doler y sentí la necesidad de sincerarme, de enamorarme de alguien con quien no me hubieran obligado. Y estuve a punto de contarle cómo fui rescatado de un escenario en ruinas donde solo había sangre y muerte. Cómo fui recogido por la policía corporativa y trasladado a un hospital donde me devolvieron artificialmente la vida. Los tres años de instrucción, siendo un chaval de 22 años sin infancia, sin recuerdos, una especie de monstruo que siente pero no puede renunciar a su lealtad por la corporación. Somos mejores porque sufrimos y dudamos, pero, al final, no podemos dejar de obedecer órdenes. Pertenecía a una nueva generación de androides: mitad máquinas, mitad humanos, a un selecto grupo de niños criados para ser los mejores agentes del mundo corporativo.
(Joshua se queda en silencio con mirada melancólica. Echa un vistazo a la calle desde el único ventanuco por el que entra aire de la habitación secreta donde se esconden. La ciudad ha amanecido extrañamente inquieta y activa. Por todas partes se oyen ruidos y la gente corre de un lado a otro como si tuviera algo muy importante que hacer).
—Gran exclusiva —dije, en un momento en el que ya estábamos cogidos de la mano y a punto de besarnos—: Paul Walker no está muerto, en realidad es un robot y se ha vuelto terrorista.
La modelo se me quedó mirando como si estuviera loco. Estaba borracha y podía percibir que había llegado al hotel en un estado muy delicado, que toda la historia de su padre el corrupto y etcétera la estaba obligando a enfrentarse a la parte de su vida que menos le gustaba. Y estaba ese actor chulesco y atrevido de la cena, que le gustaba y no le hacía caso. Nos dimos algunos besos cortos con lengua.
Pero de pronto sentí el deber, el deber que me impulsaba a rescatar a Jakob y tenerlo vigilado. Sin darle tregua, me levanté de golpe y volví a la discoteca. El productor ya no estaba con el actor, al que no veía por ninguna parte; estaba en una esquina, derrotado, con los ojos llorosos y el mentón desencajado. Me acerqué a él y pude ver que temblaba.
—¿Dónde te has metido? —me gritó.
—Lo siento. Me he despistado un poco. Hace una noche fantástica.
—¿Por qué tienes tan buena cara? ¿Por qué siempre tienes tan buena cara? Putos androides. Solo os hacen para humillarnos. Para recordarnos a los demás que nunca seremos tan perfectos como vosotros. Os odio.
Cogí a Jakob de las axilas y lo incorporé. Parecía tan lleno de odio y de rabia que pensé que sería capaz de pegarme. En lugar de eso, me abrazó y estuvo gimoteando en mi hombro durante un buen rato. Le pedí que nos marcháramos a la habitación y pasó la noche sollozando viendo videoclips por la televisión, cambiando compulsivamente de canción y esnifando aquellas rayas que cargábamos de Temburiol del demonio. Finalmente, se metió en la cama y me agarró muy fuerte. Me clavó las uñas en el pecho y le pedí que dejara de hacerme daño y de hacerse daño a sí mismo. Nunca olvidaré su perfil recortado en la ventana, sus ojos tristes y sus espasmos. Estaba llorando y de repente se calmó, como un actor que termina una interpretación de la Pasión de Cristo y regresa a casa para acostarse con su querida esposa. Me dio un beso en la boca y se acurrucó sobre mi regazo en posición fetal. Pasamos las siguientes horas juntos, muy abrazados, haciéndonos caricias y entonces supe... Entonces supe que lo quería, por extraño que le parezca. Supe que estaba enamorado y que no pensaba separarme de él, ni mucho menos matarlo, como me habían ordenado. Y aunque él parecía mucho más confuso y derrotado que yo, puedo asegurarle que mi mente era un caos de sentimientos y de emociones. Porque yo jamás había sentido amor por nada ni nadie que no fuera la corporación, como me habían enseñado durante años. Y esa noche fue el principio de algo que nunca terminará salvo con la muerte.
Pasaron los días y las semanas. Poco a poco, Jakob parecía menos angustiado. Incluso dejó que le limitara la ración de porros de marihuana. Me tenía harto aquel olor nauseabundo que me quitaba cualquier energía. También conseguí que me acompañara algún día a la playa y que se metiera en el mar. Me habría gustado que hiciera algún ejercicio o que dejara de comer porquerías, pero él parecía empeñado en mantener algún tipo de rutina autodestructiva. Por las noches, nos habituamos a cenar con los mismos del primer día. Jakob y la periodista cuarentona ligeramente encorvada discutían como posesos y no dejaba de extrañarme que manifestara públicamente ideas tan subversivas. Jakob estaba en contra de la cirugía estética, de la democracia progresiva y en realidad de casi cualquier cosa que tuviera que ver con el corporativismo. Defendía incluso que se juzgara a los «genocidas» de la III Guerra Mundial. Estudiamos sus ideas, cavilamos si era posible que él también perteneciera a los Guerreros de Marte, pero lo descartamos. Llegamos a la conclusión de que aquel odio y aquella radicalidad que provocaron muchos momentos incómodos porque nadie se atrevía a decir en voz alta aquellas barbaridades estaban relacionadas con su situación, con el hecho de que se hubiera quedado sin nada habiéndolo tenido todo.
Mi amor por él, día tras día, iba adquiriendo un matiz más profundo y delicado. Tuve que enseñarle a hacer el amor, a no temblar cuando le tocaba y a disfrutar de sí mismo porque siempre parecía avergonzado de su cuerpo, de su mirada, de su ser mismo. Jakob a veces parecía un discípulo ansioso por aprender y otros me trataba con cajas destempladas, como si se sintiera ofendido porque un androide le diera lecciones. Por las noches, eso sí, mientras dormía, continuaba con aquellos rituales tan inquietantes e incómodos. Rascaba los dientes con tanta fuerza que tuve que ponerle un aparato porque no podía pegar ojo. De pronto, se le escapaba una mano en un gesto nervioso y me daba un manotazo o pasaba las horas en vela, agitándose como una hoja en una ventolera y fumando porros como si su vida dependiera de ello. Y continuaba con su guion, que nos terminó por confirmar que no tenía ni idea ni sobre los Guerreros de Marte ni sobre casi nada relacionado con el hampa, porque aunque la película podría haber sido francamente entretenida, era un pastiche de tópicos e invenciones que delataban tanto su talento como su ignorancia.
En la corporación estaban encantados conmigo, no había descubierto mis verdaderos sentimientos, ni siquiera a Jakob, y ellos casi nunca llegaron a intuirlos. Pensaban que estaba haciendo un gran trabajo y loaban mi capacidad de sacrificio. Yo también aprendí a odiar a aquel White con cara de personaje de videojuego con el que tenía que despachar todos los días. Aquel robot ominoso y frío como el acero que hablaba del hombre al que yo amaba como si fuera un mero instrumento, un desecho humano que solo manteníamos con vida porque podía resultarnos útil llegado el momento. Jakob progresaba, tenía mejor aspecto, ya no se drogaba ni la mitad que antes, incluso pasaba muchos días en un estado de extraña felicidad que se parecía demasiado a la euforia, pero denotaba una indiscutible mejoría. Yo le animaba a que se quisiera más a sí mismo, a que aprendiera a respetarse, porque aquel hombre, ¿sabe?, aquel hombre no se quería ni siquiera un poco. Yo jamás he conocido a alguien con la moral tan baja. Y no tenía nada que ver con Paul, el problema era más profundo. Aquel chico se sentía vacío, como si no existiera, como si no fuera nada. Muchas veces me explicó, en susurros, en plena madrugada, que dudaba de que Paul fuera realmente un terrorista, que estaba convencido de que era una estrategia de Coca-Cola para apartarlo de su cargo y robarle su película, que finalmente se estrenó con críticas fastuosas sin que casi nadie mencionara su nombre.
Más o menos un mes después del episodio con la modelo, que desapareció misteriosamente al cabo de dos días y se pasó las cenas que compartimos mirándome con cara de desprecio, decidimos que había llegado el momento de pasar a una segunda fase. Había llegado la hora de matarlo públicamente, de transformar su rostro y ayudarlo a escapar para que nos guiara hasta Paul. No nos interesaba que odiara aun más a la corporación, así que tuvimos con él el gesto de la visita de su hermana, que también nos daba la oportunidad de injertarle a ella un recuerdo pavoroso, lo que daba una coartada a la tesis del suicidio.
Pasé aquellas horas en que estuvimos separados poniendo mis pensamientos en orden. Me preguntaba si lo que sentía era amor o compasión. Si mi naturaleza humana podía ser más fuerte que años de entrenamiento y los millones de chips que formaban parte indisoluble de mi cuerpo y de mi alma. Había sido programado para defender el corporativismo a costa de mi propia vida. Sin embargo, por primera vez, comencé a entender aquello que siempre odié: que los androides también pueden sentir. Me preguntaba cómo escaparía de aquella situación que me atormentaba, porque yo quería encontrar a Paul y evitar nuevos atentados, nuevas muertes de inocentes, pero también quería salvar a Jakob de una muerte segura y fantaseaba con la idea de pasar el resto de mi vida a su lado, abrazado a sus entrañas. Estuve todo el día en la playa, observando cómo salía el sol y después se ocultaba en el horizonte. Sintiendo primero frío, luego un calor abrasador y luego de nuevo cómo mi piel tiritaba cuando anochecía. Me sentía vivo, sí, por primera vez en toda mi vida, pero también un pronóstico fúnebre me atormentaba. No estaba seguro de si lo que estaba pasando era el fin definitivo o el principio de algo. O, quizá, ambas cosas a la vez.
Aquella noche soñé que Jakob mataba a Angelina. Nunca he creído en supersticiones, en tonterías como que uno puede ver el futuro mientras duerme, pero sí recuerdo aquel sueño tenebroso, el rostro desencajado de mi novio, una poza oscura, los gritos angustiosos de la muchacha y el White con cara de Mario riéndose detrás de mí, con los ojos diabólicos mientras su mandíbula se agitaba de forma cruel y exagerada. Y yo estaba allí, podía verlo todo, el rostro, ahora sí, tan amado de Jakob, dominado por el mismo mal absoluto que nos había llevado hasta allí. Y, de nuevo, las sombras que dan paso a una oscuridad total, mi incapacidad para reaccionar, como si estuviera aprisionado dentro de mi cuerpo, que había comenzado a desmontarse en una habitación pequeña y luminosa a la que había sido trasladado solo para asistir a mi propia muerte. Y Jakob me llamaba a lo lejos, podía oírlo; su voz que me requería desde un agujero infinito en el que se mezclaba con los gritos de horror y de pesadilla de aquella chica a la que había matado. Su propia hermana.
Me desperté envuelto en sudores y, como tantas mañanas, fui el primero en acercarme al desayuno, pocos segundos después de que abrieran. Estaba amaneciendo y el hotel parecía en calma. La noche anterior había habido una fiesta e incluso los más madrugadores se demoraban. Leí el periódico, di un paseo y pude verlos, a Jakob y a Angelina, con aquellos nombres tan absurdos de estrellas de Hollywood desgastadas, bajar por el sendero, ambos con pareo. Ella parecía feliz y relajada, con el cabello liso y corto, cogido en un moño, y él, mucho más serio, taciturno, detrás de ella, cargando con una bolsa con las toallas y la crema bronceadora. Y entonces pensé que mi sueño había sido una premonición, sentí, no sé por qué, pero tuve la certeza absoluta de que ya no habría vuelta atrás y de que, a partir de aquel día, quizá Jakob ya no sería mío, si es que alguna vez lo había sido, porque el dolor, el rencor y el crimen serían demasiado graves y no habría marcha atrás. Todo había terminado antes de que comenzara.
Volví al hotel y al cabo de dos horas vi a Jakob regresar solo. Estuve llamando a su puerta media hora, al principio con golpes suaves; después, cada vez más fuerte, con mayor empeño. En el pasillo no se oía ni un ruido, nada; agucé el oído, pero tampoco llegaba ningún sonido de dentro. Me asusté, pensé que Jakob estaría muerto, que se habría suicidado. Por eso, forcé la puerta y entré de golpe. Lo encontré allí, vomitando en el lavabo, cogido al borde de la bañera con lágrimas en los ojos. Al principio, hizo como si no me viera y continuó vomitando. Lo cogí, lo abracé y lo llené de besos. Yo también estaba llorando y él finalmente se agarró a mí como si fuera lo último que le quedara en este mundo. Estuvo a punto de abrir la boca, pero le dije que se callara, que ya sabía, que no hacía falta que me lo contara. Entonces apareció Angelina, como si hubiera resucitado. Se me quedó mirando con cara de asombro mientras le daba besos a su hermano.
—Vaya. Y tú ¿quién eres?
Jakob me había ordenado que desapareciera aquellos días, pero no parecía enfadado. Hizo las presentaciones, animoso de repente.
—Es mi novio de Patatas Lays. Un gran chico. Dile que te cuente alguna de sus exclusivas.
Angelina sonreía fríamente, quizá molesta porque Jakob le hubiera ocultado mi presencia para abrumarla con desgracias y tragedias.
—¿Vamos a comer los tres o qué? Yo tengo que ducharme.
No dije nada y salimos del lavabo. Jakob se reía como si le hubieran pillado en falta pero se hubiera liberado e insistió en que conociera a su hermana. Por desgracia, ya que habría sido un honor poder profundizar en Angelina Jones, el deber me llamaba y tenía que preparar, precisamente, el injerto en su cerebro de un recuerdo totalmente distinto a lo que había sucedido en esas últimas horas entre ambos. Porque Angelina, aunque yo deducía que ya estaba enterada por Jakob de la increíble verdad, parecía sonriente y ligera y lo mismo podía decirse de mi novio, que estaba radiante y pensé que, quizá, tenía razón cuando insistía tanto en la necesidad de ver a su hermana.
Pero Angelina se fue al día siguiente. Y pasamos las dos noches y los dos días siguientes abrazados, sollozando, queriéndonos a pesar de todo, porque él volvía a estar destruido. Toda aquella fantasía del principio sobre que se despertaría guapo y sus pecados se habrían expiado se le presentaba en su cara más perversa y más real. Pronto, Jakob estaría muerto para el mundo y yo, quizá, seguiría siendo su única conexión entre la persona que había sido y la que iba a ser. Entonces, por cruel o inhumano que parezca, fui feliz. Fui feliz por tenerlo a mi lado y porque sabía que entre nosotros ya se había establecido un lazo irrompible.
Al cabo de dos días, lo operaron. Fue una operación larguísima, interminable. Pasé el rato esperando en la habitación, llamando a cada rato para ver cómo iban las cosas, sin ocultar mi preocupación ni mi nerviosismo. Jakob aun estaba frágil. Tenía miedo de que su corazón fallara. Estaba tan inquieto que sucedió lo lógico, se presentó de improviso el White, en una de aquellas apariciones suyas fantasmagóricas, y me sometió a un interrogatorio, absurdo, cruel, repugnante. Resulta que algo sí habían notado.
—Agente 324, estamos preocupados por usted.
—No tienen ningún motivo para preocuparse —le dije, con cajas destempladas.
—¿Por qué sufre tanto? Usted no es amigo de Jakob Jones. Mucho menos su novio. Usted está en una misión. ¿Es consciente?
—Soy perfectamente consciente.
—Estamos viendo cosas extrañas.
—¿Qué cosas? —pregunté, cada vez más irritado.
—Estamos viéndolo sufrir. Y usted no debe sufrir y mucho menos por Jakob. ¿Qué hacía en su habitación cuando vino Angelina? Me entristece tener que recordarle que tiene que matarlo cuando haya concluido este episodio tan desagradable porque me hace dudar sobre su valía profesional. Limítese a actuar como le han ordenado y déjese de sentimentalismos.
—Cumpliré mi misión a la perfección. Como siempre he hecho.
—Se lo advierto: o deja de estar implicado emocionalmente o le apartaremos. Y ahora, adiós.
La habitación se quedó en silencio. Y sentí algo que tampoco conocía, el odio.
Jakob finalmente salió de la operación vendado como una momia. Le habíamos asignado un aspecto anodino, de persona normal. Fantaseaba con la idea de que le hubiéramos convertido en una especie de modelo y suponía que se sentiría decepcionado al comprobar que no iba a ser ni mucho más guapo ni mucho más feo de lo que había sido. Eso sí, le pusimos su soñado flequillo. Estuve cuidándolo un par de días, y él parecía tan sumiso, tan callado, como si la operación o la despedida de su hermana hubieran aniquilado ese carácter suyo tan agreste y despiadado. No podía fumar porros ni comer esas porquerías con las que disfrutaba sintiendo que se estaba destruyendo, lo cual para mí fue un alivio.
Al cabo de dos días, finalmente, le quitaron las vendas y fue impresionante verlo delante del espejo, observándose con la misma curiosidad y rechazo con que una madre descubre el cadáver destrozado de su hijo. Se palpaba la boca, la nariz, el mentón;se escrutaba en el espejo tratando de descubrir en aquel rostro algún signo, algún rastro, de la persona que había sido. Ya no era moreno, sino rubio, y estaba mucho más delgado que antes. Sus facciones angulosas y su nariz ganchuda habían sido sustituidas por un perfil mucho más simétrico y cuadrado. Tenía aspecto como de eficaz ingeniero y solo sus ojos oscuros y profundos delataban que era el mismo que había sido. Se me quedó mirando y una vez más tuve que consolarlo por aquella decepción. No, no sería el chico atlético y guapísimo que esperaba. Sí un chico de huesos delgados y aspecto erguido, un chaval de 24 años de barbilla estrecha y orejas diminutas.
Después, lo matamos públicamente. Pasé con él muchas horas viendo por televisión su muerte. Fue un calvario. Apareció su madre llorando y la escena fue tremenda. Al principio, la consolaron; después, la machacaron. Algunas personas hablaban bien de Jakob, otras lo ponían a caldo. Pasaron trozos de sus películas y aparecieron algunos críticos que decían que Jakob solo tendría un lugar en la memoria sentimental de su generación, pero que la historia del cine lo borraría de la faz de la tierra. Jakob estaba indignado. De todos modos, incluso su justificada indignación era mucho más solemne y digna que de costumbre. Ya no se agitaba, ya no gritaba ni se quejaba con grandes aspavientos. Por una parte agradecí aquel comedimiento, aquella especie de paz fúnebre que se había apoderado de su alma. Por la otra, me daba cuenta de que Jakob había renunciado a todo lo que amaba. En sus ojos ya no brillaba la furia ni el rencor, pero tampoco la luz ni la esperanza. Parecía un animalillo acorralado y asustado, una víctima que solo espera a que le den el disparo de gracia para terminar con una pesadilla que nunca acaba. Continuaba agarrándose a mí como si fuera lo último que le quedara en este mundo, pero sin desesperación, sin rabia, tan solo con la indignación resignada de quien aguarda la muerte sin molestarse en luchar por la vida. Yo lo miraba enamorado, pero triste.
Teníamos prohibido salir de la habitación. Se suponía que Jakob estaba muerto. En el hotel hubo una pequeña ceremonia para lamentar su suicidio. Pudimos verlo a través de los ventanales. Aquellos delincuentes de altos vuelos, agarrados a sus Jacksons, guardando un minuto de silencio. La periodista encorvada, con la que Jakob había discutido tanto, lloraba. Incluso el actor había abandonado por un rato aquella actitud indolente y miraba al cielo límpido con cara de desconcierto, porque en su vida perfecta y ordenada, plagada de elogios y de privilegios, la muerte y mucho menos el suicidio no tenían cabida. En la fiesta perpetua se había colado un pedazo de tragedia y no estaba muy seguro de cómo asimilar esa repentina tristeza, ese cruento trozo de realidad pura y dura que se había incrustado en medio del paraíso como un cadáver que aparece arrastrado por la orilla en medio de una boda celebrada en una playa.
Una semana después de retirarle las vendas y de su muerte, llegó el momento de pasar a la segunda parte del plan. Jakob se prohibió a sí mismo seguir viendo por televisión cómo le recordaban y continuó escribiendo obsesivamente su guion aunque sabía que no tenía la menor oportunidad de que se hiciera la película. Seguimos analizándolo más por rutina que por tener alguna esperanza de que nos aportara algún dato. Ya no era esa historia divertida llena de persecuciones y misteriosas intrigas, sino algo mucho más triste y sórdido. Él continuaba callado, mirándose en el espejo, tratando de adaptarse a su nuevo rostro o de asumir que todo había terminado y por las noches temblaba menos. Había dejado de consumir drogas y en su lugar pasaba las horas leyendo o mirando melancólicamente a través de los cristales cómo el mar se despeñaba contra el embarcadero o la gente se divertía en la piscina. A mí me trataba con un afecto distante, como si deseara que yo no existiera pero al mismo tiempo fuera incapaz de renunciar a mi compañía. Jakob, más que triste, parecía muerto.
Hasta que un día se lo expliqué. Le expliqué que quería unirme a los Guerreros de Marte y que después de muchos años en el hotel había descubierto la forma de escapar. Se me quedó mirando con una mirada vacía, inexpresiva, como si nada en este mundo pudiera ya sorprenderlo o deprimirlo. Me hizo algunas preguntas técnicas y me preguntó cuál era el plan. Me pidió que fuéramos a Marrakech OS X a encontrarnos con usted, la única persona de la que decía fiarse. Planeamos la huida para el fin de semana, y una mañana de sábado, cuando aun despuntaba el alba, nos pusimos sendos trajes de neopreno y buceamos doscientos metros desde la playa. Convenientemente, había un agujero en la verja y salimos por allí hasta una lancha que conduje hasta Pachá-Coca-Cola IBZ.
Jakob no preguntaba nada, no se quejaba por nada. No le extrañaba que de repente fuera tan sencillo escapar de allí, quizá íntimamente derrotado a la sospecha de que yo era un agente de la corporación y solo le aguardaba la muerte, como un ternero que camina dócil hacia el matadero. En Pachá cogimos un barco y llegamos en unas horas a Coca-Cola del Sur. Allí, fue tan sencillo como alquilar un coche y llegar hasta Marrakech. Y aquí, en esta ciudad, he conocido a mi madre, a usted. Y me debato entre el deber y el amor. Porque quiero salvar a Jakob, pero también encontrar y detener a Walker.
3
La parte de Angelina
(Entrevista realizada el día 28 de octubre de 2080)
ngelina tiene la reconfortante belleza de aquellas personas que no necesitan nada para ser bellas. Me recibe un domingo achicharrante en su casa de Toyota TK. Viste de forma sencilla, con un top rojo de tirantes y unos pantalones vaqueros. Va descalza. Lleva el cabello, muy liso y oscuro, recogido con una pinza. Está embarazada de cuatro meses. Su piel canela contrasta con la palidez cadavérica de Jakob. Vive en un apartamento pequeño pero coqueto, con grandes vistas sobre una avenida de la ciudad en la que refulgen pantallas gigantes y anuncios espectaculares. Su marido está ausente. En algunas fotos enmarcadas aparece un hombre de unos 50 años, de aspecto serio y pulcro, muy distinto al tipo de persona que una supone que frecuenta en su ambiente profesional, una firma de moda para la que trabaja como relaciones públicas. Angelina sonríe cada dos por tres sin que nadie se lo pida. En su caso, no es difícil advertir que ha dado con la profesión más adecuada para sus habilidades: es cortés y simpática de una forma natural y espontánea, como si no se lo propusiera.
Elogia mis zapatos y me felicita por mi combinación de colores: «Deformación profesional», añade, «no puedo evitar fijarme en la ropa de todo el mundo. Y usted tiene muy buen gusto. Es clásico, me gusta». Aunque transmite calidez y simpatía, una paz interior que nada tiene que ver con el extenuante «Sturm und Drang» de su hermano, su mirada delata una profunda y atávica tristeza. Hace solo un mes que Jakob ha muerto y Angelina no ha hablado con ningún periodista.
—Antes de empezar —me dice—, explíqueme un poco mejor de qué va esto. Estoy acostumbrada a hablar con periodistas sobre temas de moda, pero no sobre mi hermano ni mi familia. La he recibido porque en Coca-Cola se están diciendo muchas cosas horribles sobre Jakob. Parece que se ha convertido en carnaza. Me he descargado algunos de sus artículos y usted es una periodista seria, ¿no?
—Como le expliqué por e-mail, estoy escribiendo un reportaje sobre Jakob para Visado, justo estoy empezando. Quizá al final termine siendo un libro. Aún no estoy segura.
—¿Un libro sobre Jakob? —repite—. ¿Y por qué quiere escribir un libro sobre Jakob?
A lo largo de mi vida he conocido a muchos hermanos que se pelean cuando uno tiene éxito. Me pregunto si este será el caso. De todos modos, su mirada tampoco parece sugerir ninguna maldad, más bien una legítima curiosidad.
—Si ha mirado mis artículos, quizá habrá visto que ya escribí sobre él hace tiempo.
—He leído su entrevista. Fue usted muy amable con él. Eso me ha gustado. De todos modos, Apple le quedaba un poco lejos a Jakob. Me han llamado muchos periodistas de Coca-Cola, les he dicho a todos que no. Solo buscaban carnaza. Y yo no voy a darles más, ¿sabe? Yo quería a Paul. Y Jakob también lo quería. Para nosotros, esto es una tragedia. No es un circo.
—Yo no lo veo como un circo.
—Me alegro, porque es terrible lo que hace esa gente con la vida de los demás. De todos modos, sí quiero dar mi versión. No le voy a decir ahora por qué quiero hacerlo, pero sí siento que debo darla. Por lo que pueda pasar. ¿Usted cree que está muerto?
La pregunta me deja de piedra:
—¿Alguien lo duda?
—No lo sé. Hay algo dentro de mí que no termina de creerlo. Mi psicóloga dice que estoy en la fase de negación y es cierto lo que testifiqué: el último fin de semana que pasé con Jakob, dos días antes de que muriera, lo encontré en un estado terrible. Él hablaba todo el rato de suicidarse, pero hay algo que no me cuadra. Quizá simplemente es una intuición, llámelo como quiera.
—¿Se lo ha dicho a la policía?
—Les dije que estaba convencida de que Jakob jamás podría haberse suicidado. Les insistí varias veces cuando vinieron a preguntarme cómo fue aquel último fin de semana.
—¿Y qué hicieron?
—Me asignaron una psicóloga, una señora de cabello gris con aspecto de yogui que me está ayudando a superarlo. Además, como puede comprobar, estoy embarazada. Me encuentro en un estado de gran fragilidad en este momento. Aunque sigo trabajando, no quiero hundirme.
—Encontraron el cadáver. Y usted lo ha visto.
—Es cierto. Quizá me estoy volviendo loca. Pero no dejaré de buscarlo.
Angelina encoge los hombros y cruza las piernas encima del sofá, como si estuviera en una sesión de yoga. Puedo percibir claramente que tiene ganas de hablar.
—¿Le parece bien que empecemos?
—Me parece bien. Dispare.
¿Cómo describiría la relación con su hermano en los últimos meses previos a su muerte?
Jakob y yo siempre hemos sido buenos amigos aunque nuestra relación nunca ha sido fácil. No sé con cuánta gente habrá hablado hasta la fecha...
Usted es la primera persona a la que entrevisto. De todos modos, como le comenté en el bar del Facebook, lo conocí personalmente. Y no me refiero solo al tiempo que duró esa entrevista.
¿Hasta qué punto lo conoció?
Yo diría que bastante.
¿Y le quiere?
Yo diría que sí.
Entonces tendrá una idea de lo que le estoy diciendo. Dudo de que nadie que lo haya tratado pueda contar que la relación ha sido fácil. Jakob fue un hombre complicado. Fue un niño extraño y así siguió siendo toda la vida. Muy inteligente, sin duda, pero muy complicado. Además, como no sé si sabrá, nuestra infancia no fue fácil. Y cuando dos hermanos han vivido experiencias traumáticas en casa, suele suceder que de mayores se evitan porque comparten demasiados recuerdos dolorosos. Hay un libro de Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad, un libro maravilloso que me recomendó Jakob, precisamente, en el que el autor habla de esto. De cómo los hermanos que lo han pasado mal suelen distanciarse de mayores porque lo que quieren es olvidar. Es un instinto absolutamente humano.
De todos modos, lo cierto es que, sobre todo en los últimos años, yo he estado mucho más pendiente de él de lo que él lo ha estado de mí. ¿Sabe? Lo cuidé cuando era pequeño. Entonces sí que me necesitaba a todas horas. Yo era la mayor y mi madre digamos que estaba ocupada en otras cosas, así que tuve que llevar las riendas de la casa. Supongo que siempre lo he visto más como un hijo que como un hermano. Habrá quien le diga que estaba loco, es posible que le cuenten algunas historias tremendas. Ya ha visto esos programas de televisión que solo buscan carnaza. Déjeme decirle, también, que muchas de esas historias no son ciertas. Jakob siempre tuvo la habilidad de despertar envidia en la gente. Siempre decía lo que pensaba y ha sido una persona muy libre. Salvo Martin, nunca conocí a nadie capaz de imponerle lo que tenía que pensar o que hacer. Vivía como si los demás no existieran. Y eso causaba muchos recelos.
(Angelina se mantiene entera, pero también parece continuamente a punto de echarse a llorar).
Dice que siempre ha cuidado de él...
Mire, yo no me fui de casa hasta los 23 años porque tenía que cuidarlo. Nuestro padre murió, como sabrá, cuando Jakob tenía 18 años, yo acababa de cumplir los 20 y ahí seguía para que no estuviera solo. Cuando pensaba que por fin podría hacer mi vida, va y se muere mi padre y entonces le da por hacer más locuras que nunca y volví a posponer mi ansiado traslado a otra corporación para estar con él. Aun así, me marché con el corazón en un puño en un punto en el que pensaba que había mejorado. Nuestros padres se divorciaron cuando éramos muy pequeños y aunque mi padre era un hombre muy difícil, murió en el peor momento, justo cuando estaba comenzando a acercarse a nosotros, y Jakob lo vivió como una tragedia. No me arrepiento de nada, pero lo cierto es que tuve que sacrificar una parte de mi juventud para cuidar de mi hermano. Él lo pasó muy mal entonces. Mi madre por aquella época, en plenos años sesenta, no estaba en Light, se había marchado con uno de sus novios a Windows, y Jakob no tenía a nadie más en el mundo. Así que aguanté a su lado un año y medio más. Después tomé la decisión más difícil de mi vida y me mudé a Toyota TK para trabajar en lo que me gusta, que es la moda.
Imagine, no me fui de casa hasta los 22 años, ¡los 22 años! Hasta entonces estuve cuidándolo como a un niño. Y aun así, Jakob no me perdonó que me marchara. Aunque yo lo llamaba todos los días, lo más habitual era que no me quisiera coger el teléfono. En parte consiguió que me sintiera culpable, pero no estaba dispuesta a seguir sacrificando mi carrera profesional por él. No crea, muchísimas veces me he preguntado si hice bien. Estoy segura de que hay mucha gente que es capaz de valerse por sí misma perfectamente a los 20 años, pero desde luego ese no era Jakob. Al cabo de dos meses supe por mi madre, que había regresado a Light BCN después de su enésima ruptura, que se drogaba muchísimo y que estaba metido en líos constantemente. Jakob siempre ha tenido una extraña habilidad para estar metido en historias rocambolescas. De todos modos, me quedé en Toyota TK y enseguida conocí a un chico con el que comencé a vivir.
Un año o así después de que yo me marchara, mi madre echó a Jakob de casa. Por lo visto, se había buscado un nuevo novio y no quería que su hijo le fastidiara la relación. Esto me lo dijo mi madre, y cuando le pregunté adónde había ido, ella me contestó que no tenía ni idea y que de todos modos ya era mayorcito. Mi padre casi no nos dejó nada de dinero en herencia y yo estaba convencida de que Jakob se lo habría gastado todo en drogas. Por aquel entonces, yo había comenzado a trabajar para la empresa en la que continúo ahora y tenía un sueldo decente, mi novio además era rico y calculé que podría mantener a Jakob. Así que cogí un avión a Light y lo estuve buscando por todas partes para que se viniera a vivir conmigo a Toyota TK. Llevábamos meses sin hablar, pero estaba convencida de que solo yo podía salvarlo. Le cuento todo esto para contestar a su pregunta. Si quiere conocer mi relación con Jakob, le diré que esta se ha basado sobre todo en una cosa: en que yo lo persiguiera para cuidarlo.
Pasaban los días y Jakob no aparecía. Visité a sus amigos, estuve en su universidad y me recorrí todos los tugurios de la ciudad sin éxito. Yo solo tenía dos semanas libres y el tiempo se agotaba. Comenzaba a estar desesperada. Finalmente, localicé a un exnovio suyo, un chaval moreno de ojos límpidos que también estaba enganchado a las drogas. Estaba viviendo en una de esas residencias nauseabundas para yonquis que proliferaban por aquella época. Usted las conocerá bien, he leído los artículos que escribió en Visado sobre el boom de las drogas. El chico me contó que había estado viviendo con Jakob en un cuartucho del puerto y que la relación había terminado porque había tenido una sobredosis y lo habían trasladado allí. Se me partió el alma. Literalmente, se me partió el alma al imaginarme a mi hermano solo y drogado en un cuartucho de mierda en el puerto.
Encontré el cuartucho y encontré a mi hermano. Tuve que esperarlo varias horas, pero finalmente apareció. Estaba delgadísimo y se había reventado los brazos por los pinchazos. Recuerdo que lo abracé y que se abalanzó sobre mí y estuvo llorando muchas horas. Lo llevé conmigo a mi hotel y ahí tuvimos una conversación muy larga. Hablamos de mi madre, él estaba furioso contra ella, me sorprendió que continuara esperando algún gesto por su parte porque mi madre nunca se había ocupado de nosotros y era ridículo suponer que comenzara a hacerlo. Hablamos también de mi padre, y me di cuenta de que Jakob había comenzado a idealizar a un hombre que quizá los últimos meses antes de su muerte había mostrado algún tipo de empatía, pero que siempre lo había machacado. A mi padre nunca le gustó mi hermano. Mi padre siempre quiso tener un hijo sano y fuerte, un hijo normal en todos los sentidos, y no aquel chico tan extraño que lloraba por todo y que siempre andaba metido en problemas.
(A Angelina se le quiebra la voz, pero continúa con su relato).
No quiero ni recordar el tipo de lugar en el que vivía Jakob. Era un edificio abandonado, casi a las afueras de la ciudad, un edificio en ruinas habitado por otros fantasmas como él. La mayoría eran chicos jóvenes, como mi hermano, chicos que podrían haber sido hermosos y felices si no hubieran comenzado a meterse heroína. Y casi lo peor es que ya no lo hacían por adicción, como antes de la III Guerra Mundial, los sistemas de desenganche estaban ya hace quince años muy desarrollados, lo hacían porque querían morirse. Para mí, que siempre he amado la vida, que siempre he procurado ser feliz incluso en las circunstancias más difíciles, aquello era como el infierno, y yo no quería que Jakob se pudriera en el infierno. Me daba igual si mi novio me abandonaba, porque tenía claro que iba a salvar a mi hermano, que me lo iba a llevar conmigo a Toyota TK quisiera o no quisiera, era lo único que me importaba.
(Suena el móvil, Angelina detiene su relato y se ausenta unos minutos para atender la llamada).
Disculpe. ¿Por dónde iba?
Estaba hablando de Jakob cuando tenía 20 años, de su relación con él y de cómo lo intentó convencer para que se fuera a vivir con usted a Toyota TK.
¡Ah, sí! Claro.
Me gustaría que hablara un poco más de su madre. Ha dicho que nunca se ha ocupado de ustedes. Es una acusación muy dura.
¿He dicho eso? (Se queda callada unos segundos). ¿La ha visto por televisión?
Sí, la he visto.
Entonces se hará una idea de lo que le estoy diciendo. Porque me imagino que no habrá creído una palabra de la sarta de embustes que contó ella. Eso de que siempre tuvo debilidad por Jakob y lo bien que se llevaba con Paul. No quiero ni pensar lo que habrá sentido mi pobre hermano al verla. En el caso improbable de que siga vivo, claro (añade, guiñando un ojo). Yo siempre la he defendido, ¿sabe? Siempre la he defendido porque ha sido mi papel. Jakob sentía demasiado odio y rencor por ella, así que a mí me ha tocado hacer de abogada del diablo. Supongo también que justificarla fue una forma de que Jakob sufriera menos, una forma de hacer humano lo inhumano. Pero lo de la televisión... ha sido terrible. Y la forma en que también la han machacado a ella. Carnaza. Hay que reconocer que nunca perderá la capacidad de sorprenderme.
(Aunque de forma muy sutil, es evidente que Angelina no se siente cómoda hablando de su madre).
¿Cómo describiría su carácter?
(Angelina me lanza una mirada algo burlona).
¿Qué quiere que le diga? Le recomiendo que también la entreviste a ella. No se crea ni una palabra de lo que le cuente, pero vaya a entrevistarla y saque sus propias conclusiones.
Me gustaría que usted me contara algo.
Está bien, se lo voy a contar. Mañana le diré por qué se lo voy a contar. Mañana, cuando ya esté a punto de marcharme. Hoy no.
Mire, hay gente en este mundo que no ha nacido para tener hijos, tan sencillo como eso. Y mi madre no ha nacido para tener hijos. Digamos que ella en ningún momento pensó que tener hijos significara hacer algo por ellos. Para eso están los Smiths. Tener hijos, para mi madre, era todo lo contrario, era que sus hijos hicieran algo por ella. Yo definiría su personalidad como narcisista e histérica. Esos son los adjetivos que mejor la definen. Desde luego, narcisista e histérica. Y egoísta, desde luego. Pero también es una mujer, cómo decirlo, una mujer que no quiere ser como las otras, y eso también la dignifica. Mi madre es una de esas personas que se pasan la vida buscando algo que no encuentran en ninguna parte. Jakob la odiaba, pero yo siempre comprendí mejor esa necesidad histérica de llenar un vacío. Porque eso es lo que hacemos todos, en realidad, llenar un vacío.
¿Cuándo se divorciaron sus padres?
Jakob tendría unos seis años. Yo, unos nueve o diez. Más o menos. Él era demasiado pequeño y lo vivió como un drama. Para mí, en cambio, fue una liberación. Desde que tuve uso de razón se llevaron mal, eran insoportables.
¿Qué pasó a partir de entonces?
Nos quedamos a vivir con mi madre. O nos quedamos viviendo solos. Como usted prefiera verlo.
¿Su madre nunca estaba en casa?
Mire, podían pasar dos cosas. A veces, sí estaba en casa. Pero que estuviera o no estuviera dependía de sus tortuosas relaciones con sus novios. Si estaba en casa, era porque no estaba con uno de sus novios. Y si no estaba con uno de sus novios, eso significaba que estaba deprimida. Y si estaba deprimida, había que consolarla durante horas. Te sentaba con ella en la cama y te tenía allí toda la tarde contándote unas historias tremendas. Cuando en alguna película veo cómo una madre intenta ocultar los problemas a su hijo, la típica escena en la que se seca las lágrimas furtivamente para que no las vea, aun hoy me quedo muy sorprendida porque yo no recuerdo haber visto jamás a mi madre ocultarnos un solo problema, todo lo contrario. Éramos su paño de lágrimas.
¿De dónde venían sus problemas?
Siempre se buscaba novios ricos y casados, novios que la trataban fatal pero le compraban muchísimos regalos y que nunca terminaban de dejar a sus mujeres, para desesperación de mi madre. Y así pasaron muchos años, en los que cuando estaba en casa era porque estaba deprimida y, cuando no estaba deprimida, desaparecía durante semanas. Al final, de todos modos, la sensación de abandono era total. Por eso yo tuve que cuidar de mi hermano.
(Angelina detiene su relato y hace un gesto de resignación encogiendo los hombros y abriendo mucho los ojos).
¿Cómo era la relación de su hermano con ella?
(Continúa como si no hubiera escuchado la pregunta).
Mi madre estaba convencida de que todo el mundo estaba enamorado de ella. Hablaba muchísimo sobre lo guapa que era, y lo bien que le quedaban sus vestidos y lo inteligente y refinada que era. Hablaba mucho de eso, de su magnificencia, y de sus depresiones, recuerdo que la palabra «depresión» la utilizaba todo el rato porque estaba casi siempre deprimida. Su otra afición favorita, después de hablar de sí misma, su tema predilecto, por encima de cualquier otra consideración, era poner a parir a todo el mundo. Todo el mundo era poco para ella. Era una virtuosa en el arte de desdeñar a los demás. Aunque, bien mirado, esa forma de criticar a todo el mundo era otra manera sutil de hablar de sí misma. Porque siempre censuraba en los demás virtudes que ella se arrogaba. Ella siempre era mejor, lo habría hecho mejor. No sé por qué hablo en pasado. No ha cambiado nada.
Pero me ha preguntado por su relación con Jakob. Jakob era raro, ya se lo he dicho, raro de cojones, disculpe la expresión. Pero a su manera también era extrañamente brillante y yo creo que mi madre sentía una fascinación por él. Una fascinación que nunca sintió conmigo. Sin embargo, le disgustaba que Jakob diera tantos problemas. De hecho, siempre he pensado, y creo que Jakob lo sabe, que ella no andaba mucho por casa porque la agobiaba su hijo. El mundo de mi madre giraba en torno a su ombligo. Yo cumplía a la perfección sus expectativas porque era mona, no me metía en líos y sonreía. Lo cual nunca me he explicado del todo, porque todo ese dolor, ¿sabe?, todo ese abandono está aquí (se señala el corazón), porque yo siempre he sido la fuerte porque me ha tocado serlo, para mí sonreír es tan difícil como para los demás, pero no he tenido más remedio porque tenía que cuidar de mi hermano.
(Angelina se queda en silencio. Cierra los ojos, parece alterada).
¿Sabe? A mi madre no le terminaba de gustar Jakob, aunque en parte lo admirara, pero estaba convencida, y esto creo que a mi hermano le marcó mucho negativamente, de que él estaba enamorado de ella. Era bastante cómico, porque la vanidad es cómica, pero al mismo tiempo trágico. No es que aquello fuera como una de esas películas mexicanas, pero sí alcanzaba momentos casi sublimes de puro dramático. Mi hermano, sencillamente, a los nueve, y a los siete y a los doce años necesitaba a su madre, y esa necesidad, que ella suplía muy de vez en cuando con una intensidad perturbadora, la confundía con que mi hermano estaba enamorado de ella.
Cada vez que mi hermano reclamaba su presencia de forma histérica, y le aseguro que mi hermano puede ser muy histérico, ella, en vez de darse cuenta de que tenía a sus hijos abandonados, pensaba que es que Jakob, como todo el mundo, había caído en sus redes. A mí me ponía enferma. Pero nunca se dio cuenta de lo ridícula que era, algo de lo que se daba cuenta todo el mundo menos ella, porque en realidad no se daba cuenta de nada. Por eso le fastidiaba Jakob, porque Jakob y sus problemas continuos la obligaban a recapacitar, a plantearse si estaba siendo buena madre, y ella no tenía ganas de pensar en eso. Así que se inventó esa historia de la madre distante y el hijo platónicamente enamorado que encajaba perfectamente con su vanidad y con su difuso, pero quizá inevitable, sentido de culpa.
De todos modos, nadie era inmune a los líos de Jakob. Ni siquiera ella, que se desentendía todo lo que podía. Al final, te acababa salpicando. Porque Jakob siempre ha pensado que yo he sido la favorita y la mimada, y es cierto, pero también soy la que no ha dado problemas y de la que nadie se ha ocupado. Además, Jakob por lo menos me ha tenido a mí, pero ¿yo? Yo no he tenido a nadie. De todos modos, no quiero sentir rencor, porque yo sé lo que es el rencor y por eso he sufrido tanto por mi hermano.
¿Cuál es el origen de su madre?
Ella provenía de una familia modesta. Su padre, mi abuelo, había sido soldado en la guerra y participó en las ejecuciones masivas de una forma u otra y, como todos los que participaron, aunque cumplieran órdenes, fueron apartados del foco porque nadie quería recordar cuántos muertos había necesitado la sociedad corporativa. Era un hombre callado, de costumbres muy estrictas, que se congratulaba de ser polaco y detestaba Coca-Cola y se sentía culpable por haber matado a tanta gente.
Mi madre creció en esa familia, no pobre pero sí modesta y marginada, que tampoco es que estuvieran comiendo cabezas de cerdo ni nada por el estilo o los apedrearan por la calle, pero andaban justitos. Y ella creció soñando que algún día sería una estrella de Hollywood o algo así. Pero no tenía talento para nada, aunque sí belleza, y yo creo que fue esa belleza la misma que la destrozó por dentro. A mí a veces me recuerda a Blanche Dubois, a ese tipo de mujer enloquecida y egoísta, con un punto romántico, que nos seduce pero al mismo tiempo nos aterra. Por eso los hombres siempre han acabado huyendo de ella, porque detrás de ese carácter fantasioso e idealista no hay nada más que una ensoñación, un vacío, porque la vida al final siempre termina mostrando su cara más dura y, cuando rehuimos de ella, nos acabamos convirtiendo en seres solitarios incapaces de amar. Y eso es lo que le pasaba a mi madre, que perseguía un sueño, y en cuanto el sueño mostraba su cara no menos truculenta, porque le encantaba el melodrama, pero sí más rutinaria y gris, más sacrificada y menos intensa, entonces comenzaba a pelearse con el novio, que acababa volviendo con su mujer y dejándola sola. Hasta el siguiente.
Y en esos breves interludios entre novio y novio, siempre marcados por sus terribles problemas económicos, que eran como agujeros negros de dolor y que se convertían en los nuestros, a ratos fuimos felices. Fueron épocas insólitas, espacios cortos de tiempo, pero sí tengo algunos recuerdos gratos. Mi hermano ya sé que no, mi hermano le habría dicho que mi madre es terrible y que es la persona más desgraciada del mundo. Mi hermano siempre la consideró vulgar, y eso para él es lo peor del mundo, y es cierto que en el fondo es una mujer vulgar, con poco corazón, pero sí tengo esos recuerdos gratos. Esos días en que nos reuníamos a ver algún programa de televisión hortera de esos que le gustaban a ella y nos lo pasábamos bien. Fueron momentos, ¿sabe? Yo sé que Jakob en el fondo tenía razón, pero no sé por qué yo la he perdonado y él no.
(Angelina se queda muda unos minutos. Su rostro, enjuto y concentrado mientras hablaba, recupera la normalidad. Poco a poco, parece salir de un trance y su mirada vuelve a ser amable y luminosa. Suena su móvil y vuelve a ausentarse unos minutos).
Tengo que marcharme a una fiesta. Pero aun tenemos media hora. Y es importante que usted conozca todas las caras. Deje que le cuente lo que pasó cuando Jakob se vino a vivir conmigo a Toyota TK. Porque el protagonista es Jakob, ¿no? No mi madre.
Está bien. Quizá mañana continuemos hablando de su madre. Pero cuénteme, por favor, lo que pasó después de que lo rescatara del cuartucho en el puerto.
Mire, Jakob es mi hermano y sé mejor que nadie las cosas que hemos tenido que vivir. Y le aseguro que por mucho que le cuente me quedaré corta. Lo adoro porque es afectuoso, es brillante, es culto y es una persona con corazón, porque Jakob tiene la capacidad de querer a las personas y eso, según mi experiencia, y yo he conocido a muchísima gente porque es mi trabajo, no es tan común. Pero Jakob tiene una parte oscura. Ya le he dicho que quiero dar mi versión. Y si quiere saber cómo era Jakob, tiene que saberlo todo. Lo bueno y lo malo. Y no me refiero a las drogas. Yo no diría que mi hermano es mala persona, ni mucho menos. Pero sí..., ¿cómo decirlo? Como Atila, el rey de los hunos, o un tornado en el Misisipi. Era imposible salir indemne. A ver, no es que fuera el Apocalipsis, pero salías tocada. Eso seguro.
(Medita unos segundos).
De Jakob nunca te podías fiar al cien por cien. Quizá ni siquiera al cincuenta por ciento. A Jakob le gustaba tantear dónde estaba el límite. Él siempre iba a tratar de llegar un paso más allá de la línea que has trazado o de la línea que marca el puro sentido común. Y los dos tuvimos los mismos padres y yo no soy así. Por eso, siempre respeté a Paul. Es cierto que podía ser muy desagradable con Jakob, no sé si lo habrá vivido, pero quizá esa era la única manera de evitar que mi hermano te hiciera una de las suyas. Del mismo modo que a los 18 años sabía que sin mí no podría sobrevivir, no tengo ninguna duda de que sin Paul, tampoco. Él no sabía estar solo. Es peor, no podía. Solo era una bomba de relojería. Cuando conoció a Paul, sentí como una liberación. Eso fue lo que sentí. Que por fin otra persona iba a ocupar mi responsabilidad y dejarme vivir.
(Angelina se queda callada).
No tiene que contarme nada malo sobre Jakob si no quiere.
No se trata de eso. Se trata de que alguien entienda realmente cómo era Jakob. Si va a escribir un libro o un reportaje, o lo que sea, debe entender su verdadera naturaleza. Además, ya han pasado muchos años y a estas alturas no tiene importancia. Deje que le cuente esto.
Lo habíamos dejado en mi habitación de hotel. Me costó muchas horas convencer a Jakob, o más bien le llevó un buen rato asumir que no tenía otro remedio que aceptar mi propuesta de mudarse conmigo. Entre otras cosas, porque estaba sin un duro y estaba claro que mi madre no le iba a permitir volver a casa en ese estado. Fantaseaba con la idea de hacerse chapero y pagarse así las drogas hasta morirse. Un cuadro. De todos modos, al cabo de dos días cogimos un vuelo a Toyota. A las pocas semanas de llegar, el cambio fue fulminante. De repente, parecía otro Jakob. Leía, veía películas, se despertaba pronto y no se saltaba las clases de la universidad. Estaba asombrada.
Además, como le he mencionado, mi novio (cuyo nombre prefiero no recordar) y él hicieron muy buenas migas desde el primer momento. Mi novio también fantaseaba con la idea de ser director de cine. Bueno, con la idea de ser director de cine, músico y profesional del windsurf. Por lo que sé, ha terminado trabajando con su padre como comercial. En fin. Los dos se creían muy importantes y muy interesantes. Se pasaban las horas disertando en el altillo sobre pintura, música y filosofía como si fueran eruditos. A mi ex, especialmente, le gustaba mucho relamerse con la idea de la «imbecilidad» y los «imbéciles», no lo decía con desaire o frustración, sino como ese señorito exquisito que se asombra de la mediocridad del mundo y su vulgar desorden. Había imbéciles por todas partes.
Yo trataba de encontrar algún hueco en sus conversaciones, pero era evidente que consideraban que no estaba a la altura. A mí, una relaciones públicas de una firma de moda, me despreciaban. De hecho, Jakob siempre ha desdeñado la moda, yo tengo la teoría de que en realidad le tenía miedo porque a él la belleza física siempre le provocó como una especie de estado de shock. Puedes ponerlo a cenar con el escritor más importante del mundo, con un catedrático de astrofísica o con el presidente de Apple y no tiene ningún problema, pero en cuanto le presentas a una persona bella, realmente bella, se queda como paralizado. Cuando conocí a Paul, lo que más me sorprendió fue que hubiera sido capaz de dirigirle la palabra.
A lo que íbamos. Mi novio y Jakob se pasaban las horas muertas en aquel altillo filosofando como si fueran los dos grandes sabios de la humanidad. A mí al principio no me importaba, al revés, me alegré de que Jakob por fin tuviera un amigo y además estaba muy preocupada por cómo podía resultar la convivencia. Estaba decidida a romper mi relación si eso implicaba dejar a Jakob solo y que volviera a vivir con los yonquis. Pero después de las largas conversaciones, de las que me sentía cada vez más excluida, comenzaron con los dichosos vídeos. Durante varios meses, vivimos Jakob, el chico, yo y una videocámara. Todo el santo día con la puñetera camarita para arriba y para abajo. A mí me tenían harta. Tenían en mente hacer una película, una película que tratara, precisamente, sobre nosotros. Sobre este extraño matrimonio a tres bandas que nos habíamos montado.
Puede imaginarse lo que sucedió, pero no cómo me enteré. Yo llevaba tiempo sospechando que Jakob y mi novio no se dedicaban solo a hablar de Descartes en la habitación. De todos modos, no los había pillado nunca y en esa época estaba demasiado preocupada por Jakob como para querer indagar más y que se montara una tragedia. Además, estaba muy entretenida con mi trabajo, que me obligaba a acudir a fiestas todos los días. Es posible que tuviera la vida social más intensa de toda la ciudad y a mí eso me hacía sentir muy feliz por frívolo que le parezca. Quizá piense que soy idiota o que quiero demasiado a mi hermano o que no tengo autoestima, pero hasta cierto punto estaba dispuesta a perdonarlo. Además, la relación con mi novio se estaba deteriorando a marchas forzadas y yo sabía que teníamos las horas contadas. En realidad no se había terminado aun porque a los dos nos daba pereza cambiar de vida y la inevitable tristeza que se siente cuando las cosas acaban, por muy desgastadas que estén.
Hasta que un día me anuncian que han alquilado un teatro del centro de la ciudad, todo un teatro, y que piensan estrenar por todo lo alto la película sobre nuestra vida con vistas a encontrar un distribuidor. Jakob apenas tenía cuatro amigos: yo, mi novio y dos colgados de la universidad; y con mi novio, le diré que mi novio se llama Antony, porque qué más da, a estas alturas, aunque no le desvelaré su apellido porque su padre sigue siendo un hombre importante. La cuestión es que entre ambos apenas llegaban a la docena de posibles invitados. Así que me piden que por favor tire de mis contactos para que el evento sea un gran éxito. Jakob parecía tan emocionado con el proyecto que yo estaba totalmente dispuesta a ayudarlos. De todos modos, quería ver antes la película. Pero ellos se negaban porque decían que estaba en fase de montaje y que, en cualquier caso, querían que fuera una sorpresa.
Así que como una idiota decido fiarme de mi hermano y de mi novio y llamo a todo el mundo que conozco. La noche del estreno aquello parecía algo mucho más importante de lo que era. Había incluso prensa cubriendo el evento y Jakob, esto viene de familia, había puesto una alfombra roja y había montado un photo call. El teatro estaba a reventar, no cabía un alma en las butacas. Comienza la película, que era horrenda desde el primer minuto, y todo consiste en las estúpidas conversaciones entre Jakob y Antony. Ahí estaban los dos disertando sobre la sociedad corporativa y sus miserias, creyéndose sumamente subversivos por recitar una sarta de tópicos sobre el materialismo y el consumismo. «Ante todo somos personas», decía Jakob, «no números», como si fuera la publicidad de un banco. «Vivimos un nuevo tipo de fascismo basado en la imagen y el dinero», seguía Antony, que se pasaba dos horas diarias en el gimnasio y estaba forrado.
—¡Cuántos imbéciles —y Antony decía esta palabra con dolor, con angustia— había esta mañana en la plaza! La corporación había organizado una promoción y regalaban tecnología barata. Y allí estaba el imbécil del director general diciendo gilipolleces e inaugurando una escultura. Y todos los imbéciles aplaudiéndolo porque se está cargando la ciudad con su mal gusto y con su imbecilidad. ¡No se puede vivir!
—La mediocridad —le secundaba mi hermano—. Lo mediocre se apodera de la vida pública, gentes inanes que solo piensan en consumir y proseguir con sus vidas miserables, sus trabajos de mierda, sus expectativas burguesas y pueriles. Lo imbécil por todas partes: máquinas que hablan en primera persona; viejas que hacen jogging y tienen sus propias revistas en las que posan sexis; cantantes adolescentes de flequillo espachurrado sobre la frente que persiguen a adolescentes disfrazadas como putas; políticos mediocres y subnormales, que engañan a masas aborregadas que son incapaces de follar con personas porque todo el mundo anda tan acojonado que ya solo follan con robots.
Estaba claro que en aquella película, que por cierto se titulaba Power Trio, yo no pintaba nada. Mi papel consistía en interrumpir inoportunamente sus profundas disertaciones, así como de cortarrollos del asunto. De vez en cuando también aparecía probándome vestidos para una fiesta o llegando a casa medio borracha con los zapatos de tacón en una mano. De lo que se trataba era de demostrar que en la casa había dos mundos, uno entregado a la filosofía y el otro, a la estupidez. O sea, el mío y también el del noventa por ciento de la gente que estaba allí. Al cabo de diez minutos comenzaron a oírse los primeros murmullos en la sala. Jakob, que estaba a mi lado, se agitaba nervioso preguntándose como el lelo vanidoso que siempre ha sido si aquel runrún era de admiración o de disgusto. Porque era evidente, evidentísimo, que era lo segundo. Creo que Antony sí se dio cuenta enseguida del desastre. De los murmullos se pasó a las risas.
Y al cabo de media hora, algunas personas comenzaron a marcharse. Lenta pero inexorablemente, la sala se iba quedando vacía. El bochorno era tremendo. Hasta yo, que estaba lógicamente intrigada por lo que pasaría, tenía ganas de largarme. El aburrimiento era mortal. La película continuaba con las disquisiciones de ambos y de vez en cuando lo más emocionante que pasaba es que se unía algún otro genio, como un amigo de la universidad de Jakob, un chaval rubio con rastas al que en realidad los dos se querían tirar. Al cabo de una hora, más o menos, por fin sucede algo. Jakob y Antony conocen a una chica y los dos se lían con ella. La chica, de todos modos, desaparece bastante rápido y entonces yo cobro un nuevo protagonismo. Salen imágenes de cenas entre los tres, en las que como una idiota me paso el rato abrazando a Antony y haciéndole mimos a Jakob. No queda muy claro si se trata de que yo dé lástima o de que parezca imbécil, como diría Antony.
Al rato, pasa lo obvio. Jakob y Antony se lían. De repente, la película se convierte en una melosa historia de amor entre dos hombres que se quieren pero están separados por una mujer, yo, que es novia de uno y hermana del otro. Los dos protagonistas disertan largamente sobre el conflicto ético que se les plantea. Además, no están seguros de si están enamorados de verdad o lo suyo es una conexión intelectual muy fuerte, ambos convencidos de que son cerebros privilegiados que la casualidad ha reunido. Eso sí, cuando comenzó el rollo picante, los que se quedaron dejaron de toser y de hacer risitas. Todo el mundo me miraba a mí, suponiendo que yo estaba enterada del asunto y que aquello era de lo más moderno aunque la película fuera un espanto. Yo me limitaba a hacer ver que estaba muy concentrada con la trama y trataba de no parecer demasiado sorprendida, guardándome la posibilidad de convertir aquello en una broma arty, ocultando mi dolor y mi desconcierto. En realidad, no tenía ni idea de cuál era la reacción adecuada.
Por supuesto, me sentía humillada. No me sorprendía en absoluto que Jakob y Antony se liaran, pero no podía perdonarles que tuviera que enterarme y lo exhibieran de aquella manera. Su forma de hablar de mí oscilaba entre una falsa compasión y el sentimiento de superioridad. Yo quedaba relegada al papel de hermana y novia devota, ilusa y frívola, más tonta que un zapato. Eso sí, me querían y me necesitaban porque admiraban mi «sencillez» y mi «bondad natural», que contrastaba con aquella perversión suya tan refinada. Descubrí también con la película, que a ratos había rodado el rubio con rastas, que Jakob se seguía drogando y me sentía estúpida por haber llegado a creer, como me decía, que necesitaba más dinero porque tenía que comprar libros para la universidad. Afortunadamente, eso sí, no había muchas escenas de sexo, aunque sí las suficientes como para que me dieran ganas de vomitar. Quizá en el fondo tenían razón, yo tendría que haberlo sabido y además había sido idiota por permitirlo.
(Angelina se me queda mirando. Su tono ha sido sombrío, casi lúgubre, aunque de repente cambia de estado de ánimo y alegre, o casi, anuncia):
Ahora sí que me tengo que marchar. He hablado muchísimo. Como dicen los ejecutivos, ¡última pregunta!
Muy brevemente. ¿Cómo terminó la historia?
La broma les salió mal. Yo me marché antes y les estropeé el final, que consistía en enfocarme y calibrar mi reacción, porque esta, mi reacción, era el final de la historia. Creo que Jakob sencillamente pensó que era ingenioso y me tenía tan poco respeto que creyó que iba a ser divertidísimo sin que importara si yo me sentía humillada. Pero me marché antes de que la película terminara y, cuando yo me levanté, mucha gente también lo hizo, porque al fin y al cabo en ese teatro estaban mis amigos y aquello era de un mal gusto tremendo.
Así que ellos se quedaron bastante solos. Por supuesto, nadie distribuyó aquello ni tuvo la menor repercusión. Mi hermano se pasó años justificando la idiotez diciendo que estaba experimentando con el cine «interactivo». Que lo viera como un experimento fallido, una forma de ensayo y error. Yo lo he perdonado, desde luego, y quizá en esta historia, como en tantas otras, no hay verdadera maldad, pero sí esa falta absoluta de conciencia, de conexión con la realidad, que lo convertía en una persona al mismo tiempo tan distinta a todo el mundo y destructiva. A raíz de eso, corté con mi novio y eché a Jakob de casa y lo mandé de vuelta a Coca-Cola. Y si quiere, mañana seguimos.
4
La parte de Paul
(Resumen de tres capítulos del libro Memorias de un actor terrorista. Mi causa justa, publicado clandestinamente por Paul Walker, en mayo de 2081, dos meses después de ser localizado y asesinado por la policía intercorporativa. La autobiografía fue un gran éxito de ventas)
I. La solidez del Roquita
Tuve una infancia feliz. Fui un niño mimado porque mi hermano, Michael, se sentía muy distinto a nosotros y se pasaba el día haciéndolo notar. A Michael le molestaba que mi madre nos fuera a recoger al colegio con la merienda preparada y se entretuviera hablando con las otras madres sobre nuestros progresos y dificultades; que mi padre se quedara dormido viendo todas las películas y que las conversaciones durante la cena giraran en torno a las competiciones deportivas, que él despreciaba y al resto nos encantaban. En el caso de mi madre, sobre todo, como tema de conversación. De hecho, el verdadero robot de la familia fue siempre él, que se encerraba durante horas en su habitación para leer novelas mientras nosotros hacíamos la vida en común de una familia razonablemente feliz.
Como es sabido, mi padre, George Walker, fue un gran campeón deportivo. A los 11 años fue reclutado para la cantera del equipo de fútbol de Light BCN, uno de los mejores del mundo, y a los 19 ya estaba ganando muchísimo dinero y disputando partidos que veían millones de personas. El público siempre lo quiso por el mismo motivo por el que nunca fue un mito: era modesto y poco expresivo, un hombre de equipo que pocas veces llegaba a la portería pero había dado más pases que nadie a los goleadores. Le hicieron ofertas de otros clubes, pero tuvo una carrera larga y jamás dejó de llevar los colores de Light, su devoción desde la infancia.
No era ni guapo ni feo, ni especialmente brillante ni desde luego codicioso. Mi madre siempre me explicaba que tenía que controlarlo porque daba propinas estratosféricas en los restaurantes, donaba cantidades millonarias a todo tipo de causas después de haber visto un anuncio lacrimógeno y se empeñaba en comprar un coche económico e incómodo aunque pudiera llevarse el mejor de la tienda. Lo recuerdo siempre con los billetes estrujados perdidos por los bolsillos y tratando el dinero como si fuera a atacarle.
De acuerdo con su carácter espartano y poco dado a lo rutilante, se casó con su novia del High School, mi madre, Karen, a los 20 años. Los otros futbolistas habían convertido sus bodas con modelos en espectáculos grotescos con cientos de invitados, pero mis padres se casaron en una ceremonia sencilla a la que invitaron a sus familiares más cercanos, a sus compañeros de equipo y a los pocos amigos que había hecho en el mundo del deporte. Porque mi padre era querido y respetado, pero también era un hombre distante, que parecía muy concentrado en sus propios pensamientos. Nadie recordaba una mala palabra de su parte, pero tampoco una confidencia.
Después de la ceremonia (que tuvo como único detalle pintoresco que los jugadores, todos millonarios y con aspecto de playboy, cantaron «I will always love you» a coro), una modesta cena a la que asistieron cincuenta personas contadas rubricó el compromiso. A la mañana siguiente, mandó una foto del enlace a la prensa como único recuerdo. La misma foto que ha colgado siempre en la entrada de mi casa tamaño cuadro, en la que se ve a mi padre, un hombre robusto, con el cabello oscuro formándole un tímido flequillo en su frente, y a mi madre, rubia, muy joven, con unos ojos azules saltones, cogida de su brazo con una mirada suspicaz y franca. Los dos son bajitos, pero en la foto no se nota.
A la mañana siguiente de la boda, como le gustaba recordar a mi madre, George se levantó a las seis de la mañana y corrió su hora diaria por la playa. Después, pasaron la luna de miel en Cabo Hilton, que consistió, siempre según mi madre, en el Roquita viendo horas y horas de partidos de fútbol en la habitación o bajando al gimnasio para no perder ni un gramo de forma. Al cabo de pocos meses, nació Michael, y seis años después, nací yo. Según la información de la que dispongo, mis padres nunca han sabido que su verdadero hijo fue asesinado en el momento de nacer y sustituido por un androide en la propia cuna. Yo mismo no descubrí mi naturaleza robótica hasta pocos días antes de conocer a Jakob, a los 23 años, cuando mi misión fue finalmente revelada (...).
Mi casa era un santuario a la paz familiar. Además de la foto oficial de la boda, recubierta por un marco de oro en el recibidor, iluminada tenuemente día y noche como si fuera una especie de altar, la decoración abundaba en fotos mías vestido de deportista, de Michael leyendo un libro sobre un falso fondo que simulaba una biblioteca antigua o de los cuatro atemorizados en una curva peligrosa de un parque de atracciones, sonriendo, felices y unidos, a la cámara. Aunque algunas veces me avergonzaba con las visitas, a mí me gustaban aquellos toques kitsch repartidos por toda la casa que recordaban lo mucho que nos queríamos en la familia. Al lado de la televisión, del techo colgaba una serie de platos personalizados con la foto de alguno de nosotros en el borde superior, que conmemoraban con su monumento típico las ciudades de Coca-Cola en las que mi padre había jugado; en la cocina, había un retrato de mi madre pegado con un imán a la nevera, estaba incrustado en un corazón, y por todas partes había colgadas fotos de Michael y mías en un marco dorado como el de la boda, posando con la raya en medio y aspecto angelical, delante de un fondo azul con nubes.
Mi primer recuerdo de infancia nunca he sabido si fue real o tiene que ver con la cantidad de veces que vi aquellas imágenes por televisión. A sus treinta y dos años, cuando yo contaba seis, fuimos todos al campo para ver el último partido de mi padre. El club le preparó una despedida emotiva y abundaban las pancartas cariñosas alusivas a su modestia y su espíritu gregario: «Roquita» lo llamaban por su carácter indestructible, por haber sido siempre el alma del equipo, el jugador conciliador que no dudaba en intervenir en caso de conflicto o de dar un gol a un compañero en horas bajas. Es la única vez que le vi llorar. Mi padre era un hombre sentimental, apegado a la celebración del día de Navidad y el cumpleaños, y a decir frases como «La familia es el fundamento sagrado de mi existencia», pero no era dado a ninguna efusión. Pero esa vez no pudo contenerse. Después del partido, que perdieron, el presidente del club le hizo entrega de un trofeo (que mi padre guardó en el baño, en casa no había ningún rastro evidente de sus éxitos deportivos) y sus compañeros le hicieron el paseo mientras todo el estadio le aclamaba. Y el Roquita no pudo evitar derramar una lágrima.
A la mañana siguiente de la despedida, mi padre comenzó a trabajar con los «chavales» en la cantera como entrenador del equipo infantil, cargo que ostentó hasta mi falsa muerte, cuando, a los 57 años, deprimido, se jubiló. Apenas hablaba de su trabajo en casa porque le daba apuro que nosotros creyéramos que se había encariñado de más de alguno de aquellos jóvenes. Siempre se sintió afortunado por trabajar en el deporte. Le aburría la música (salvo los villancicos, porque decía que le recordaban a su madre, que murió muy joven, y con los que nos torturaba en diciembre), no tenía paciencia para leer un libro, creía que por su parte habría sido pretencioso opinar sobre los problemas del mundo porque ya había gente preparada para ello (más bien tiraba, como mi madre, a la derecha, aunque sin aspavientos) y lo único que en realidad le gustaba era la vida familiar y el deporte. Cuando lo invitaban a alguna fiesta y no podía faltar, siempre llegaba a casa a una hora absurdamente temprana, algunas veces antes que mi madre, con alguna copa de más y se sentaba delante de la televisión, aliviado, a ver el primer partido que echaran.
Michael nunca estuvo cerca de mi padre aunque este jamás mostró ningún signo de debilidad por mí, lo cual me dolía, porque era yo el que le hacía compañía durante las largas tardes que pasábamos entregadas al fútbol. Cuando había partido en Light BCN, lo acompañaba al campo disfrazado de arriba abajo con los colores del equipo y me encantaba pasearme sin que nadie reparara en mí (salvo para hacerme carantoñas) por los vestuarios o el banquillo. Disfrutaba especialmente haciendo el camino que conducía de las entrañas salomónicas del estadio al exterior, donde todo era excitación y ruido. Me imaginaba a mí mismo como a un héroe y pensaba que los gritos me animaban a mí como lo habían hecho al Roquita. Mi padre sufría muchísimo con la suerte del equipo y aun más cuando entraba a jugar alguno de los chavales a los que había entrenado cuidadosamente durante años para ese momento estelar. Pero era un sufrimiento que, como todo en él, resultaba comedido, discreto, poco efusivo (...).
Los fines de semana que Light Futbol Club BCN jugaba fuera de casa, yo era el único miembro de la familia que lo acompañaba. Aquellos viajes cada quince días son quizá los mejores recuerdos de mi infancia. Cuando no viajábamos, se organizaban partidos de fútbol en nuestro jardín a los que acudían muchos niños vecinos. Vivíamos en una casa en los suburbios de Light, una casa no demasiado grande, pero que tenía, eso sí, un jardín gigantesco. Recuerdo vivamente a mi padre resoplando de una punta a otra del campo, organizando el juego y participando alguna vez tímidamente, con un aspecto absolutamente feliz. Muchos niños tenían la esperanza de destacar y ser reclutados para el equipo infantil de Light, por lo que a veces esos partidos que tenían que ser amistosos y amables se convertían en verdaderas competiciones no exentas de cierta agresividad, ya que algunos los vivían con gran ansiedad.
Yo mismo soñaba con convertirme en futbolista y era un jugador notable. Sin embargo, mi padre jamás dio el paso de admitirme en su equipo. Cuando se lo pedía, me daba largas y me explicaba los inconvenientes de «perder la infancia» por el fútbol. Si fuera por él, decía, habría preferido crecer como los demás chicos, ir al colegio y quizá, después, a la universidad. Pero a él lo escogió el fútbol y no tuvo más remedio porque, además, sus padres eran muy pobres y se quedó huérfano de madre muy joven. Lo contaba como quien se justifica, dándole un toque dickensiano a su peripecia. Para mí, de todos modos, fue un trauma hasta que, a los 14 años, rendido, decidí que sería actor. Algunos años más tarde, mi madre me explicó que siempre se negó en redondo a que me convirtiera, según sus propias palabras, «en un monstruito engreído». Y quizá solo hace muy poco he comprendido lo mucho que aquello le dolió al Roquita (...).
Michael odiaba el fútbol hasta el extremo de que cuando tenía que hablar con mi padre y este estaba viendo un partido por la televisión (lo cual era frecuente) cerraba los ojos y se tapaba los oídos salvo para escuchar lo que le decía con el objetivo, en sus propias palabras, de sufrir «la mínima contaminación de contenido vulgar». A mi padre no le molestaba tampoco esta actitud ni que Michael, a los 10 años, llevara también tapones en los oídos en la mesa y se pasara las cenas leyendo un libro. Mi padre opinaba que mi hermano tenía todo el derecho a no compartir la misma pasión futbolística que el resto de la familia y que estaba orgulloso de que fuera a convertirse en un gran intelectual. A mí me sublevaba que el Roquita fuera tan pusilánime y no se encargara de poner a raya a mi hermano. Mi madre sí hacía el papel de policía mala y se enfadaba de vez en cuando con Michael, al que no permitió, para su terrible disgusto, cenar solo en su cuarto desde los 12 años como pretendía.
Cuando me quejaba a mi madre de que mi padre era tan bueno que parecía tonto, me explicaba que le habían pegado de pequeño y que por eso había salido tan miedoso y deseoso de gustar a los demás. Para el Roquita, como mi madre le llamaba a veces para burlarse de ese personaje suyo de buen chico, tener hijos y tratarlos como a duques era una manera de vengarse de su propia infancia, de revertir un orden equivocado de las cosas. De todos modos, Michael lo ponía incluso difícil para alguien como él. Cuando a los 14 años se quitó los tapones y comenzó a intervenir en las conversaciones para meterse con nosotros, resultaba penoso verlo contenerse mientras su hijo lo llamaba «simple» o decía que el mundo del fútbol era un «mundo de idiotas creado para que la gente no piense en las cosas importantes».
Mi madre a veces se divertía en silencio con los improperios que soltaba («¿Qué tal la rodilla de Carlo? ¡Dios mío, la rodilla de Carlo, Carlo!, ¿qué ha pasado hoy con la rodilla de Carlo, papá? El mundo se detiene, se paraliza, la rodilla de Carlo está rota. Vida trágica la tuya»). El que más se enfadaba era yo y allí empezó una etapa turbulenta de peleas con Michael que misteriosamente terminó, de forma casi abrupta, cuando fue a la universidad y yo me convertí en un actor adolescente indiscutiblemente guapo y atractivo, dos cualidades que Michael lamentaba mucho no poseer y que le fascinaban en mí. Michael de pronto comenzó a opinar que yo era «perfecto», una palabra con mucha tradición en la familia (...).
Mi madre, Karen, trabajaba por las mañanas haciendo un voluntariado en una residencia de ancianos. A ella, aunque nunca hiciera la menor ostentación de ello como Michael, también le gustaba mucho la literatura y disfrutaba pasando las mañanas leyendo novelas a grupos de viejecitos. Tanto podía leer a Dostoyevski como best sellers de misterio de tres al cuarto y disfrutar con ambos sin que diera la impresión de que percibiera una diferencia. Mi madre leía sencillamente todo lo que caía en sus manos y lo hacía de manera sumaria, como si ya supiera antes lo que le iba a contar el libro y disfrutara recordándolo. No le gustaba comentar con nosotros sus lecturas (no se sabe muy bien si por considerarlas demasiado íntimas o demasiado triviales), pero, con frecuencia, hablaba de los personajes como si fueran amigos suyos.
Por ejemplo, si mi padre comentaba que el partido del sábado estaba complicado porque en Porcelanosa estaban con los ánimos por las nubes, mi madre decía: «Es lo mismo que le pasa a Eliza, que cree que puede ligarse a cualquier chico porque la han escogido la más guapa de la clase». Y todos sabíamos que Eliza no era una persona real, sino alguien de una novela (...).
Por las mañanas, mi madre nos llevaba a mi hermano y a mí al colegio. Casi todos los días llegábamos justísimos, cuando no tarde, porque solía quedarse dormida, lo que convertía aquellos viajes en una aventura trepidante y carísima porque le ponían cinco multas a la semana por exceso de velocidad. Las rayaduras, choques o accidentes variopintos también eran frecuentes. Después, se iba a una residencia en el Tibidabo a pasar cuatro horas leyendo novelas. Solía encariñarse de algunos viejecitos (que la llamaban en tropel para felicitarla a casa solo en su cumpleaños) y una de nuestras rutinas también se convirtió en asistir a funerales porque algunos eran muy mayores y las bajas eran frecuentes. Michael, siempre tan poco dado a los planes familiares, sin embargo, disfrutaba mucho acompañando a mi madre a los sepelios (...).
Mi madre se deprimía mucho cuando los viejecitos se morían y vivimos de forma dramática el escándalo del Cortex. A principios de los años sesenta, Bayer comenzó a distribuir una nueva pastilla que, según prometía la publicidad, aumentaba veinte años la duración de vida. Otras medicaciones ya habían subido el listón hasta los cien años. El Cortex fue una revolución en la residencia y prácticamente todos los ancianos comenzaron a tomarlo. El medicamento devolvía la vitalidad de una forma que casi todos después juzgaron agotadora, y de repente la residencia comenzó a parecerse a un colegio mayor. Los viejecitos comenzaron a drogarse y a liarse entre sí. Se organizaban fiestas en las habitaciones que duraban horas. Algunos murieron en medio de un viaje de éxtasis o haciendo el amor. Muchos otros, a causa de que el Cortex no alargaba la vida, sino que la acortaba. Fuimos a muchos entierros debidos a aquel medicamento y durante un tiempo mi madre se convirtió en activista para que desmantelaran la corporación de Bayer y la casa estaba llena de banderolas y pegatinas con el eslogan: Cortex mata, Bayer homicida (...).
A mi madre le preocupaba mucho ser una «madre perfecta». Hablaba mucho de que no era una madre perfecta, pero también se castigaba en igual medida por ello. Cuando llegábamos apurados al inicio de las clases se pasaba todo el viaje gritando, de forma un tanto histérica: «¡Ya sé que no soy una madre perfecta, ya sé que no soy una madre perfecta!», para gozo de Michael, que disfrutaba mucho viéndola sufrir tanto. Después, cuando nos recogía por la tarde, teníamos que esperarla porque se entretenía hablando con las otras madres sobre su padecimiento por no ser una madre perfecta y preguntándoles sobre todo tipo de soluciones perfectas para los problemas que le planteaba nuestra educación.
Algunas tardes nos dejaba solos en casa con una Smith programada para ser rigurosa (que mi madre creía que debía consistir, sobre todo, en que hiciéramos construcciones con piezas, leyéramos libros y viéramos poca televisión porque «suficiente veis con vuestro bendito padre») y se marchaba de compras con sus amigas (la mayoría, esposas de otros futbolistas, mujeres muy bellas a las que nunca mezclaba con el Roquita salvo en caso de fuerza mayor). Y cuando se marchaba, siempre se disculpaba con nosotros por no ser una madre perfecta y necesitar un poco de vida social de vez en cuando (...).
Una característica muy marcada que mi madre y yo compartíamos es que a los dos nos fascinaban los supermercados. La acompañaba todos los viernes por la tarde a hacer la compra de la semana y los dos disfrutábamos mucho paseando entre hileras de alimentos, comentando las novedades o los cambios de precio. Después, cuando comencé a vivir con Jakob, solía refugiarme en un supermercado cuando las cosas entre nosotros se ponían realmente feas, lo cual no era tan infrecuente (...).
Karen era una mujer enamorada y una mujer celosa. Aunque nadie podía poner en duda que el matrimonio del Roquita era tan sólido, respetable y decoroso como había sido su carrera deportiva (mi padre, aunque no lo decía, era un hombre muy preocupado por su reputación), ellos se peleaban con cierta frecuencia aunque mi padre lo ponía muy difícil. Mi madre vivía en la perpetua sospecha de que mi padre le ponía los cuernos. Se pasaba el día escudriñando su correo electrónico, sus llamadas, sus movimientos. Lo sometía muchas noches a un tenso interrogatorio (que Michael disfrutaba con su afición de siempre a todo lo que resultara perverso y desagradable) en el que cuestionaba cada pequeño detalle. Mi padre respondía a sus preguntas con una placidez pasmosa, ajeno a la tensión del momento, y era el único que no se alteraba por aquel ritual macabro. La recuerdo vivamente con el rostro descompuesto, en el salón de casa, mientras su marido trataba de mirar de reojo un partido de fútbol o una carrera de motos, preguntándole:
—¿Quién es esa Amanda que te llamó ayer? —Mi madre se había arrogado desde que la conocía el derecho a controlar las llamadas de mi padre sin ocultarlo.
—Es la madre de uno de los chavales, de Mark. —No quería que nosotros supiéramos que había un Mark de 12 años en su vida por el que andaba preocupado o alterado porque mi padre siempre nos decía: los chavales del equipo son trabajo y vosotros mi tesoro. Así que decía el «Mark» dando a entender quién era y por qué no quería que se hablara del tema.
—¿De Mark? —repetía el nombre para darse tiempo—. Ah, sí, de Mark. El que dices que es el niño más brillante que has conocido. ¿Y por qué tienes que hablar con su madre?
Mi padre ya estaba hundido.
—Los chavales más brillantes que he conocido se llaman Paul y Michael y son mis hijos. Mark es simplemente un buen futbolista para la edad que tiene. Y me ha llamado su madre porque está preocupada porque no estudia y solo quiere ser futbolista. Quiere que nos veamos y hablemos de su futuro. ¿Te parece tan raro? —Mi padre estaba exasperado de esa manera suya tan poco efusiva.
La historia de Amanda, que quizá era una mujer sin la menor intención de tirarse a mi padre, que resultó ser una señora muy insistente y soltera (para horror de mi madre) que trabajaba duro haciendo de camarera, un trabajo que ya hacían pocos humanos, que apenas podía pagar a una Smith por horas y que estaba obsesionada con su hijo, la estrella del deporte, podía convertirse en un motivo de escarnio y de tensión durante semanas. Sin venir a cuento, mi madre se acordaba «de Amanda, como de tantas otras» y hablaba de ella dando por supuesto que aquella mujer se había querido cepillar a mi padre y este no habría podido resistirse, porque «los hombres son así, hijos míos, así. Vosotros seréis igual que vuestro padre. Animales». Esto sucedía con relativa frecuencia y, junto con las rarezas de Michael, yo diría que eran los únicos elementos disonantes de la vida familiar (...).
Esta convivencia, desde luego imperfecta pero definitivamente feliz, que parecía eterna, se vio transformada de forma extraordinaria cuando se produjeron dos acontecimientos. El primero, que Michael se fue a estudiar a iPad MHTN, y el segundo, que, tres años después, a mí me seleccionaron para protagonizar una teleserie. Entonces, me hice famoso y bastante rico y me convertí en un huésped en mi propia casa. De todos modos, yo siempre quise mucho a mis padres y me hice construir un pequeño anexo en el jardín para estar solo pero nunca muy lejos. No la abandoné hasta los 27 años, cuando, para mi horror, no tuve más remedio que casarme con Jakob.
II. La revelación robótica
Cuando tratas con Jakob Jones hay una cosa que tienes que tener muy en cuenta: más vale no andarse con ironías. O, incluso, vigila lo que dices porque cualquier cosa puede ser malinterpretada y convertirse en un drama. Jakob es capaz de enfadarse si, antes de un viaje, le dices: «¡Vete con cuidado!». Algunas veces tienes suerte y te contesta con una sonrisa, pero muchas otras pondrá mala cara y te dirá: «No hace falta que me trates como a un niño. No soy tan desastre como tú piensas». Al cabo de dos días, cuando regresa de su viaje, en el que muy fácilmente ha perdido la maleta, ha estampado el coche que ha alquilado o ha llegado tarde a la reunión que suscitó el desplazamiento, lejos de haberse olvidado de que, quizá sin darte cuenta, le has dicho: «¡Vete con cuidado!», habrá estado acumulando el rencor durante horas como quien se va inyectando veneno poco a poco y te lo encontrarás furibundo, preso de un dolor que se adivina profundo y enquistado, y te dirá, muy serio: «Espero que ya no sigas pensando tan mal de mí como cuando me fui y hayas recapacitado».
Al principio, te dirá que el viaje ha sido una maravilla. Que todo ha funcionado de perlas y que no ha sucedido ninguna de las barbaridades que le pronosticaste al decirle que fuera con cuidado. Los primeros días serán duros. Sin saber muy bien por qué, Jakob estará enfadado contigo y con todo el mundo. Con frecuencia, sus escasos comentarios se referirán a abandonar el cine, Light BCN y su vida entera para comenzar en otro sitio una nueva existencia en la que nadie le conozca y no tengan tan mala opinión de él. Muy posiblemente, día tras día se vaya acordando de todas las personas que le han hecho daño a lo largo de su vida. Y sin venir a cuento rememorará a ese profesor que de pequeño se burlaba de él o esa agente que lo insultó por teléfono cuando él despidió a uno de sus actores. Poco a poco, esa actitud rencorosa y macabra irá cediendo para ser sustituida por una especie de servilismo insoportable sazonado de generosas dosis de autocompasión y de terrible tristeza.
Por las noches, cuando vayas a abrazarlo, se apartará de ti y se refugiará en una esquina para seguir castigándose. Es probable que después te despiertes en medio de un profundo sueño porque Jakob, que no ha pegado ojo, ha tropezado al levantarse para hacerse uno de esos porros de maría que se fumaba, sin venir a cuento, a las cuatro de la madrugada, a veces más dormido que despierto. Finalmente, un buen día, con el rostro desencajado y muchas veces en medio de grandes lágrimas, te explicará, por fin, que en el viaje perdió la maleta, estampó el coche o llegó tarde a la reunión superimportante y ahora está en el que probablemente es el peor momento de su vida. Entonces, llega la hora de compadecerlo y recordarle sus logros, so pena que la convivencia se convierta en una tortura interminable. Porque lo más agotador de Jakob no era que se empeñara en hacerse daño, lo peor era lo mucho que sufría por hacérselo. Nunca lo vi disfrutar sufriendo, como a otra gente. Era distinto. Era realmente tristísimo. Por eso Jakob, muchas veces, provocaba tanto rechazo (...).
Descubrir mi naturaleza robótica y conocer a Jakob me cambió, lógicamente, la vida de la forma más insospechada y repentina. Ambas cosas sucedieron bastante rápido. Por aquella época tenía 23 años y mi existencia, sin ser idílica, era indiscutiblemente estupenda. El único punto oscuro es que yo andaba un tanto inquieto porque ya llevaba seis temporadas con Planet Y y quería dejar la serie. Al principio me gustó mi personaje de soldado pacifista, pero notaba que llevaba como mínimo un año utilizando los mismos trucos y repitiendo las mismas gracietas. Muchos compañeros odiaban la serie porque estaban obsesionados con saltar al cine. Nunca fue mi caso. A mí siempre me gustó la televisión y su inmediatez: hoy ruedas y al cabo de una semana emiten el capítulo. Además, disfruto actuando y la televisión te obliga a trabajar todos los días. Nunca me imaginé a mí mismo como uno de esos actores de cine que escogen meticulosamente los proyectos y hacen una película al año. Cuando mi agente insistía en que dejara las series, siempre me preguntaba qué demonios haría con tanto tiempo libre (...).
La fama no me alteró lo más mínimo. De hecho, creo que alteró muchísimo más a Michael, que estaba fascinado con que las chicas gritaran a mi paso y las revistas adolescentes regalaran pósteres en los que yo salía sin camiseta. Desde pequeño fui el niño mono de la clase y estaba acostumbrado a que la gente me tratara bien y quisiera salir conmigo. Así que cuando me hice famoso y el número de personas que me acosaban se multiplicó exponencialmente, lo viví sobre todo como un fastidio. Karen siempre decía que en esto de la poca vanidad había salido a mi padre y es posible que tuviera razón.
Muchas veces me he preguntado qué habría pasado si, de repente, hubiera dejado de ser famoso y admirado. Estoy seguro de que, hasta cierto punto, era un estatus que me causaba adicción. Pero nunca pude comprobar con qué intensidad porque me mantuve desde los 16 años como una estrella de la televisión: sólido, ocasionalmente brillante, pero jamás carismático, como el Roquita. Además, yo también solía hacer de «simpático», aunque en mi caso de simpático con tendencia a quitarse la camiseta, pero no estaba en la onda del actor atormentado y devoto de su arte, sino en la de vecino guapo y sencillo (...).
Otro elemento importante de identificación con mi padre es que siempre he querido formar una familia y que para mí eso siempre ha sido lo más importante. Desde muy pequeño supe que era homosexual, pero eso no me planteó nunca ningún problema. Cuando se lo conté a mis padres, a los 12 años, estuvieron encantados. Además, la sociedad corporativa siempre fue cruel con los afeminados, nunca con los gays. Y yo nunca he tenido pluma: siempre me ha gustado el fútbol, el boxeo y las motos. Mi tono de voz es ronco y mis modales, un tanto agrestes. Jamás me he sentido discriminado, más bien todo lo contrario. En todo esto, Jakob y yo éramos muy distintos. Él estaba traumatizado con haber traicionado a su estirpe o algo por el estilo y se sentía juzgado en todas partes, por todo el mundo.
Sí había una diferencia clara con mi padre y es que a mí el dinero siempre me ha gustado. Si a él le daba igual conducir un coche de tres al cuatro o llevar la camiseta que le regalaban al comprar un lote de mantequilla, yo siempre he disfrutado con la ropa cara, conduciendo coches deportivos y durmiendo en hoteles de cinco estrellas. Es posible que hubiera superado perder la fama, pero estoy seguro de que ser pobre me habría causado un profundo dolor (...).
Para mí el sexo nunca ha sido muy importante. Me sentí bastante decepcionado la primera vez que lo practiqué, a los 16 años, y desde entonces mis esperanzas siempre estuvieron mucho más centradas en encontrar a un chico que me gustara y que yo creyera que fuera apto para ser un buen padre. Cuando me acostaba con alguien, cosa que sucedía pocas veces, lo sometía a un escrupuloso examen en el que, sobre todo, tenía en cuenta que fuera buena persona, compasivo, tuviera paciencia o fuera potencialmente fácil convivir con él. Exactamente las virtudes de las que Jakob carecía. Mi heroína de ficción siempre fue la protagonista de Orgullo y prejuicio (...).
Un buen día, salí del estudio tras una jornada agotadora y me encontré al Product Manager de Seguridad esperándome en la puerta. Yo conocía a aquel hombre por la televisión y siempre me había hecho mucha gracia esa coletilla suya: «Los encontraremos». Que a los dos nos hiciera gracia esta frasecita fue uno de los pocos elementos en común que celebré al conocer a Jakob. Después, se convirtió en una pesadilla porque la estuvo repitiendo durante años. Por aquel entonces, como todo el mundo, yo odiaba a los Guerreros de Marte y esperaba que, efectivamente, los encontraran. Salvo a Jakob, creo que nunca he llegado a odiar a una persona tanto como odié a Valance. Era un señor mayor, de casi noventa años, sin apenas cabello, con unos profundos ojos marrones, delgado y fibroso, aficionado a los trajes caros. Estaba recostado en su coche oficial, con aire de dandi, esperando a que yo saliera.
Como en una película de mafiosos, me invitó a subir al vehículo. Charlie Valance tenía una limusina de diez metros cuadrados con una oficina dentro. A través de los ventanales, la ciudad de Coca-Cola, que recorríamos por un conducto alternativo para el Gobierno, se desdibujaba en las ventanas mientras sobrevolábamos, a veces muy alto, el Eixample en dirección a las afueras, donde estaba su residencia oficial. Valance, enjuto, con unos ojos bondadosos pero penetrantes, un hombre de una vitalidad y energía apabullantes, cercanas a lo irritante en una persona de su edad, estaba sentado en un sillón beis que parecía un platillo volante y me hizo acomodar en un sillón de cuero. En un sofá, en una esquina, una mujer rubia bebía un cóctel y yo tenía la impresión de que me había colado en una fiesta muy privada. La escena tenía algo de surrealista.
El PM me avisó desde el primer momento que se trataba de un asunto «serio», pero que sería buena idea tener una charla amable antes de ir al «núcleo del asunto». Se había enterado de que yo no estaba contento con la serie y sugirió que él quizá podría mover algunas influencias. Me preguntó por mi padre, el Roquita, al que todo el mundo quería tanto, y demostró haberse aprendido bien la lección porque recordó algunos de los partidos más famosos que había disputado. Me dijo que conocía a mi madre, una mujer encantadora, a la que había visitado esa misma mañana para hablar sobre mí y mi influencia entre los jóvenes. Me comentó la buena impresión que le había causado mi casa, en la que se notaba que había tanto afecto. Poco a poco, me daba cuenta de que el PM quería hacer valer, de distintas maneras, lo afortunado que yo había sido siempre. Y en este aspecto, no tenía más remedio que darle la razón.
La mujer que bebía el cóctel resultó ser una «vieja amiga» y su papel era el de corroborar las palabras del ejecutivo. Llevaba un traje de chaqueta muy elegante y todo en ella resultaba encantador y mundano; sin embargo, desprendía una cierta rigidez. Me pregunté si no sería un robot, uno de los nuevos que se parecían tanto a los humanos y a algunos les asustaban tanto. La conversación entre los tres fue cortés y franca, como la de unos amigos que se reúnen y, por casualidad, les da por celebrar la buena suerte que ha tenido uno de ellos.
Finalmente llegamos al departamento de Seguridad, un edificio de estilo neoclásico rodeado de modosos pero coquetos jardines. Valance era famoso por ser un deportista de primera categoría, y era notorio que había llegado a muchos acuerdos después de jugar un partido de fútbol o echar unos hoyos de golf. Me propuso que nadáramos un poco. Al final del complejo departamental había una piscina cubierta con unas vistas espléndidas de Light BCN. Tenía un vestuario individual y todos los elementos que necesitaba. Durante una hora, como dos compinches, estuvimos haciendo carreras que a veces se dejaba ganar y a veces no, en un equilibrio perfecto. Finalmente, con los dos en albornoz, estirados en una tumbona, con un cóctel en la mano, llegó el momento de ir al «núcleo del asunto».
—Querido Paul —arrancó—, como te hemos comentado en el coche Valerie y yo, en el Consejo de Administración tenemos una excelente, ¡excelente!, opinión sobre ti. Como le he dicho a tu madre esta misma mañana, eres un buen ejemplo para la juventud.
Imaginé que iba a pedirme que recorriera los colegios para la enésima campaña sobre la homofobia o alertara sobre el uso de drogas, que estaban permitidas pero sometidas a un bombardeo brutal de publicidad negativa. Estaba dispuesto a decir que sí porque siempre digo que sí y porque, al fin y al cabo, me sentía honrado de que el PM de Seguridad en persona hubiera visitado a mi madre y me hubiera invitado a su mansión oficial para elogiarme. Estábamos cerca de la residencia de ancianos adonde Karen seguía yendo a leer novelas (...).
Era una tarde fría de invierno y, a través de los ventanales, la ciudad oscurecía y se recortaba sobre el ocaso como una maqueta, tan distinta a como había sido, llena de rascacielos y de luces ahora. Red Bull, al final, apenas era una mancha. Valance le estaba dando un sorbo a su cóctel y le pidió al Jackson que nos trajera unos pastelitos. De pronto me hizo una pregunta que jamás habría imaginado.
—¿Qué te ha parecido Valerie?
—Una mujer muy bella. Muy elegante —contesté, dubitativo.
—¿Has notado algo raro en ella?
—No —dije, recordando aquellos movimientos un tanto maquinales, pero no quería ofender a la amiga del PM.
—¿Estás seguro?
—Quizá la he visto un tanto...
—¿Robótica? —preguntó Valance.
—Sí, pero desde un punto de vista humano. No robótica como un Smith.
—Es interesante. Hay una diferencia entre el robótico «humano» o el robótico, digamos, «robótico».
Siempre he sido de palabra fácil, así que tampoco iba a dejar que me tomara demasiado el pelo.
—Salta a la vista que no es lo mismo un robot que un humano con algo de robótico, como podemos decir que tal o cual tiene algo de impostado, o de superficial o de forzado. A veces decimos: este tío se parece a un caballo. Y no por eso pensamos que lo sea.
—¿Y qué opinas de los robots que tienen algo, o mucho, de humano?
—Sé que existen modelos muy avanzados, pero yo creo que hay una diferencia muy importante entre los robots y los humanos. Lo contrario es lo que dicen los Guerreros de Marte. A los que espero que usted encuentre —añadí, sin poder reprimirme; llevaba todo el rato con ganas de hacerle mi imitación de la frase.
—Interesante —dijo el PM.
El Jackson trajo los pastelitos y Valance le dio las gracias de forma jovial, casi excesiva.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué les damos las gracias a los robots?
—Por costumbre y porque si dejáramos de dárselas es posible que tampoco se las diéramos a las verdaderas personas.
—Es una buena respuesta. —Valance sonríe, como un pintor que observa orgulloso su obra colgada en un museo importante o el tonto al que acaba de elogiar el jefe—. Sin embargo, no lo hacemos por los propios robots, sino, por nosotros mismos. Porque, al fin y al cabo, son robots, ¿no?
Me quedé pensativo. Finalmente, contesté:
—No existe nadie en todo el mundo que no tenga aprecio por algún robot. Eso es así de sencillo. Nos encariñamos de ellos como, por ejemplo, nos encariñamos de una manta, de una casa o de un coche.
—Entonces, ¿opinas que no hay ninguna diferencia entre un oso de peluche, por ejemplo, y un robot?
—Hasta cierto punto, no. Pero solemos querer más a los robots porque con ellos interactuamos. Yo siento una enorme simpatía por la Smith que trabaja en casa. Y tenemos un modelo muy simple porque mi madre dice que se pone nerviosa con los robots capaces de mantener conversaciones o escoger vestido.
—¿Te has planteado hasta qué punto, actualmente, algunos humanos son distintos de los robots?
—Muchas veces —dije—. Muchísimas, como todo el mundo. Y nos parecemos en cosas, hacemos cálculos complejos en milésimas, podemos ver en la oscuridad o lo que sucede en nuestro cogote y etcétera pero hay una diferencia fundamental, eso nos lo implantamos, no nacemos con ello. Y hay gente que no lo quiere y vive tan contenta.
Valance, la calva, los ojos grises, el perfil afilado, me miró fijamente y por fin deduje que iba a llegar al «núcleo del asunto». Y que no iba a pedir que sonriera con un condón o me hiciera amigo de un animal clonado en proceso de extinción.
—Eres un robot, Paul. Ha llegado el momento de que lo sepas.
Me reí. Esa fue mi reacción. Me había asustado de verdad y cuando me dijo aquello que sonaba a tontería lo que hice fue reírme. Pero Valance seguía muy serio y poco a poco fui dejando de reír.
—Hace 23 años, cuando naciste, lanzamos una nueva generación de androides: los Windsors Clase A Plus. Queríamos saber hasta qué punto podíamos llegar creando seres humanos artificiales y que nadie, ni siquiera ellos mismos o sus padres, notara jamás la diferencia. Y tú eres uno de ellos y tengo que decir que has sido uno de los más privilegiados y felices.
Estaba en albornoz, estirado en la hamaca con cierta indolencia, creyéndome importante por estar allí, contemplando la belleza de Light y recuerdo ese escalofrío, el vértigo de asomarme al vacío.
—¿Por qué me está contando esto?
—Te lo estoy contando porque es la verdad y porque ha llegado el momento de que cumplas con tu misión. El motivo por el que te creamos. Y ese momento ha llegado, es ahora.
Durante cinco minutos no dijimos nada. Soy actor, sé disimular mis emociones. Y lo que sentía era rabia, rencor, dolor, mucho dolor. Sabía por el rostro de Valance, un mito del antiterrorismo internacional, que no me estaba engañando. Si realmente era un robot, pensaba, habría preferido no haberlo sabido nunca y morir como nací, como un hombre feliz sin ninguna misión ni ningún destino concreto más que hacer series y tener una familia.
—¿Sabes quién es Jakob Jones? —preguntó.
—Sí, lo sé. Es el productor de Supervisor Clase B, la serie que nos ha arrebatado el número uno de audiencia —contesté, apurado.
—¿Y qué te parece la serie?
—Me parece divertida. Sarcástica, pero de una forma sana —mentí de mal humor, nunca me ha gustado el humor basado en la vergüenza ajena.
—Interesante.
Nos volvimos a quedar callados. Me levanté y me dirigí a una barra. Había alcohol para emborrachar a un regimiento. Bebí de golpe un vaso de whisky con hielo. No tenía ganas de regresar a la tumbona y lo observé desde allí, con cierto cinismo, con ese aire un tanto chulesco que Jakob me reprochó tantas veces y que, al mismo tiempo, le ponía tan cachondo.
—Usted se habrá pensado que soy idiota.
—No me gusta pensar de nadie en estos términos.
—Me invita a su piscina y me dice que soy un ejemplo para la juventud y no sé cuántas tonterías más, después me dice que soy un robot y finalmente me pregunta si conozco a Jakob Jones. Me parece que quiero irme a mi casa. Espero que los encuentre, como le gusta decir.
Hice amago de dar media vuelta, pero su voz me detuvo:
—No puedes marcharte, Paul. No hasta que lo sepas todo.
El Jackson, antes tan servil, que había estado haciendo guardia a unos metros de nosotros, me agarró por los hombros con una fuerza inhumana y me llevó a una camilla donde me ató de pies y manos. Valance de repente tenía una espada como de samurái, afilada y peligrosa. En una esquina, apareció un Yellow con bata y un pequeño teléfono móvil que manipulaba como si fuera mi control remoto.
—Que no sienta dolor, pero que sangre —ordenó.
Y Valance empezó a cortarme en pedacitos. Me cercenó los pies y las manos, me hizo tajos en el pecho y en las piernas. Sin embargo, yo no notaba nada. Finalmente, en medio de un charco de sangre, solo quedó mi cabeza. El PM me había descuartizado concienzudamente, sin asomo de placer, pero sin ahorrarse ninguna crueldad. Me observaba secándose la sangre con una toalla que le tendió el Jackson mientras yo lo miraba horrorizado, peguntándome si pasaría el resto de mi vida siendo un cráneo.
—Creo que esta demostración ha sido suficiente, Paul.
Y lo fue. Nunca he sido nada llorica, ni siquiera de pequeño. Jakob lloraba cuando las marcas emitían anuncios dando las gracias a sus consumidores o las cadenas de televisión anunciaban la gala con la nueva programación. Aunque parezca increíble, él lloraba por estas cosas a pesar de que después no derramaba una sola lágrima cuando sucedía algo realmente importante. Pero ese día yo también lloré, lloré muchísimo.
Al cabo de un rato, el mismo Yellow, que parecía muy concentrado en vigilar su control remoto, ordenó que las piezas de mi cuerpo se recompusieran. Por el aire danzaban mi brazo, mi pierna y mi esternón, encajando debajo de mi cabeza como un puzle macabro. Yo seguía sin sentir nada, nada. Incluso con la cabeza cortada tenía la impresión de que podría levantarme y disfrutar de mi naturaleza, especialmente dotada, para dar un paseo o nadar otros largos. Valance, un señor viejísimo, observaba la escena con un aire cansado que contradecía su reputación de hombre atlético e infatigable, inmune a ninguno de los defectos, o incluso las perezas, de la senectud. El Jackson, un modelo bastante avanzado, de mentón cuadrado y aspecto como de mafioso búlgaro, vigilaba impertérrito, en una esquina de la habitación, donde comenzaba a oscurecer por la noche y en la que refulgía, azul y brillante, el agua de la piscina.
Volví a ser yo mismo, con todas mis extremidades y mis órganos en su sitio. La camilla, sin embargo, seguía manchada de sangre. Una Smith muy simple, del modelo de mujer de mediana edad apacible y encantadora que se encontraba en muchas casas, apareció para limpiar aquella carnicería. Yo volvía a estar en traje de baño, atado de pies y manos. Cuando todo estuvo como una patena, el búlgaro me desató y me dio un albornoz para que me cubriera. Ya era noche cerrada y a través de los ventanales la ciudad se había convertido en un montón de manchas luminosas. Por raro que parezca, tuve ganas de tirarme a la piscina y nadar durante horas. Sin embargo, Valance, que a cada segundo que pasaba parecía más agotado, aun no había terminado.
—Estamos preocupados por Jones —dijo el PM—. Sabemos que tiene mucho talento, pero también que necesita que alguien lo vigile. Siempre has sido afortunado y vas a seguir siéndolo. Lo único que te pedimos es que te conviertas en su novio y no te separes de él.
—¿Cuánto tiempo?
—El que creamos oportuno. Eres un agente del Gobierno y tu misión es cumplir órdenes. Quién sabe. Quizá pronto te necesitemos para algo más importante. De momento, haz todo lo posible para que Jones termine sin incidentes su película. No podemos permitirnos un retraso más por culpa de sus desvaríos.
Para mi propia sorpresa, durante algunos meses, aquella misión, vigilar a Jakob, coincidió, efectivamente, con mis deseos. Sin embargo, en un momento que no puedo precisar pero que recuerdo muy nítidamente, dejé de amarlo. Y aunque es posible que si hubiera continuado amando a Jakob no hubiera podido sentir jamás la legítima rabia y rencor que me llevaron a los Guerreros de Marte, también lo es que la especial crudeza de mis circunstancias personales no desvirtúa la verdad objetiva de los elementos de «mi causa justa».
III. Encuentro final
No sé por qué, siempre estuve seguro de que, tarde o temprano, Jakob Jones aparecería. Solo le dije una vez, una, dónde le esperaría, pero si Jones llegó a ser quien fue, también es porque nunca olvidaba un dato verdaderamente importante (...).
Le habían cambiado la cara. Ya no tenía ese rostro un tanto fofo de antes, el cabello revuelto o las piernas rechonchas que intentaba disimular incluso cuando hacíamos el amor. Ahora era un chico unos diez años más joven, rubio, espigado, y aspecto como de persona sencilla, estudiosa y atontada. Sus ojos vulnerables y diabólicos seguían siendo los mismos. Lo descubrí por casualidad. Se paseaba por Taksim mirando de forma atolondrada a uno y otro lado. Llevábamos varias semanas controlando la plaza para preparar el atentado y su figura me llamó la atención enseguida. Reconocí algo familiar, pero no le di mucha importancia. De vez en cuando volvía a encontrármelo en el plano, siempre igual de despistado, de perdido, como si hubiera quedado con alguien a quien no conociera y tuviera que adivinar su identidad en medio de la multitud.
Aquel fideo volvió a aparecer al día siguiente. Ligeramente encorvado, andando sin saber adónde ir, con un mismo aire curioso pero indolente. De pronto, se sienta y hace ese gesto tan característico suyo que al principio no me molestaba pero después llegué a detestar de forma profunda, abre la boca y maúlla, como si tuviera los oídos tapados por la presión. Y lo supe enseguida: era él, era Jakob, y llegaba en el mejor momento posible, cuando más útil podía resultarnos. Me entretuve un rato observándole. Al principio, me dejó fascinado que hubiera convivido con aquella persona durante ocho años de mi vida y que, en apenas unos meses, me hubiera olvidado de él como si nunca hubiera existido. Desde que me marché a toda prisa de Coca-Cola no había pensado en Jakob, solo de vez en cuando aparecía en unos sueños que me dejaban desconcertado y triste al despertar.
Sentí, de pronto, una súbita nostalgia que no imaginaba. Mientras vivimos bajo el mismo techo, solo pensaba en la forma de deshacerme de él, de escaparme lo más lejos posible. Incluso llegué a plantearme, muy seriamente, asesinarlo. Cuando, por motivos inexplicables que adjudiqué a mi maldita naturaleza robótica, me di cuenta de que era incapaz de matarlo, pensé en suicidarme muchas veces, ya que la corporación me había sugerido todo tipo de amenazas si descuidaba mis obligaciones con él. Sin embargo, al reconocerlo, estuve a punto de llorar, como el Roquita el día de su despedida del fútbol. Y me acordé de cuando nos conocimos. Porque Jakob, los primeros meses, fue como descubrir el mundo.
Habían pasado ocho años. Ocho larguísimos años desde aquel primer encuentro. Siguiendo el plan acordado con Valance, me acerqué a su camerino y le felicité por su interpretación de marciano malvado. Tenía unas ojeras enormes y parecía sumamente infeliz. Lo estaban desmaquillando y se miraba a sí mismo en el espejo mientras recobraba su verdadero aspecto. Estaba alterado, y me preguntó:
—¿Tú crees que había mala intención por parte de David al matarme de esta manera?
Yo sabía que sí la había, pero no tenía ganas de meter cizaña. Al fin y al cabo, Jones había arrebatado el número uno de audiencia a Planet Y y me había reído cuando mi productor explicó su forma de vengarse. Todos nos habíamos reído. Además, tenía la secreta esperanza de que me diera un papel en Supervisor Clase B, no porque me entusiasmara la serie, ni mucho menos porque tuviera más éxito que nosotros, sino simplemente porque estaba harto de hacer de soldado bondadoso al que todo el mundo se quería tirar. Me preguntaba, con cierta tristeza, si mi interés por aquel hombre no sería sencillamente el resultado de una orden que había dado el Yellow con su mando a distancia. Pero lo cierto es que me intrigó.
Estuve intentando darle conversación, pero a Jakob solo le preocupaba si David estaba enfadado con él. La maquilladora, una Brown robusta, me miraba con retintín, riendo el mismo chiste del que nos habíamos reído los demás. Pero yo quería estar con Jakob por simple curiosidad, no perpetuar la humillación de haberlo visto morir en un caldo de ácido sulfúrico. Sin embargo, él no estaba muy por la labor. Además de su paranoia, tan desconocida entonces, tan abrumadora e insoportable después, había algo en mí que le inquietaba. Me tenía miedo y se tocaba la oreja, abría la boca de una forma extraña y de vez en cuando se agitaba como si tuviera un escalofrío. Y seguía diciendo cosas como:
—Yo quiero a todo el mundo. No tengo la culpa de que Supervisor sea número uno.
Lo interpreté, equivocadamente, como una muestra de modestia (...).
A los 23 años, seguía viviendo en el jardín de casa de mis padres y jamás me había interesado el sexo ni la fama. Cuando llegaba a casa, después del rodaje, solía cenar con ellos y después ver un partido con el Roquita en chándal. Los fines de semana quedaba con mis amigos del High School, que nunca fueron los más guays ni mucho menos, para hablar de nuestros problemas amorosos, jugar a videojuegos o, los días que estábamos animados, emborracharnos y meternos en el bar del Facebook para hacer ver que ligábamos. Era muy joven y, aunque no me diera mucha cuenta porque no me importaba, era un pardillo de mucho cuidado. Me gustaba leer, como a mi madre, y me interesaba la situación del mundo; sobre todo esperaba fervientemente que aniquilaran a los malditos Guerreros de Marte. Me consideraba una persona feliz, pero no había salido del huevo y conocer a Jakob fue una revelación.
De repente, me vi aceptando invitaciones que había rechazado siempre sin ni siquiera concederles una oportunidad. Y ahí estaba mi nuevo yo, yendo a todos los estrenos y posando en el photo call con Jakob, que disfrutaba muchísimo, los dos, sonrientes, poniendo cara de guapos, y al entrar en la sala saludábamos a diestro y siniestro. Todo era «fabuloso» y «maravilloso». Las primeras semanas de noviazgo, Jakob estaba traumatizado porque hacía poco le habían desvalijado la casa (esto me lo contaron Valance y él mismo al segundo día de conocernos), pero poco a poco fue ganando ánimos y durante algunos meses fue la persona más maravillosa que jamás he conocido. Jakob era feliz, muy feliz, y no solo lo era, también tenía la felicidad de quienes han sido siempre desgraciados y, de repente, se ven tocados por la gracia del amor, de un amor jamás imaginado. Y yo aprendí a disfrutar del placer de ser reconocido y admirado, las prebendas de ser un actor deseado y las numerosas alegrías de la vida mundana (...).
Ordené a uno de nuestros agentes que lo trajera hasta el refugio. Jakob lo siguió sumisamente. Para mi sorpresa, le habían quitado los dos chips: el más evidente, pero también el de reserva, desconocido para la inmensa mayoría de la gente. Al poco, ahí estaba, escuálido, rubio, triste, avergonzado de sí mismo y angustiado como aquella vez que nos encontramos por primera vez, en su camerino, y él trataba de encontrarse guapo en el espejo mientras lo desmaquillaban. No pude evitar mi mirada chulesca y desdeñosa. Había imaginado este momento toda mi vida, el día en el que, por fin, pudiera decirle la verdad, expresarle toda la rabia y todo el odio que me había consumido durante años de forzada convivencia con un hombre al que no soportaba, que me ponía de los nervios cada vez que a la salida de una cena me torturaba durante horas analizando cada uno de sus gestos, de sus palabras y movimientos. «¿Tú crees que le he caído bien a Claire? Pero ¿bien o muy bien? ¿Por qué Brad no me ha reído el chiste? ¿Me tiene manía? ¿Tú crees que Brad me tiene manía?». Así durante ocho años.
La compasión, o la ternura, o incluso el amor que había sentido al verlo merodear por Taksim, buscándome como un perro rastrea a su dueño, había desaparecido, y ahora solo sentía odio, el odio de haber vivido una vida que no quería junto a un hombre a quien no quería.
—¿Me reconoces? —me preguntó solo con verme.
Estábamos en mi despacho privado. Una habitación pequeña plagada de ordenadores y cables, en la que llevaba encerrado exactamente los mismos meses que hacía que no nos veíamos.
—Sí, te reconozco. Eres Jakob Jones. Mi marido.
Jakob hizo uno de sus gestos raros. Parecía que estuviera a punto de marcharse. Pero no podía.
—Me siento mal. Poca cosa comparado contigo —Se miró los brazos, dos alambres, y dijo—: Debería haber ido al gimnasio, pero ya ves, no lo he hecho. Sigo siendo la misma mierda de siempre.
Y entonces supe por qué, en realidad, jamás había amado realmente a Jakob Jones. Ni siquiera en los meses felices con cuyo recuerdo me había estado engañando para hacer más llevadero el tener que despertarme con él todas las mañanas. Porque no soportaba su victimismo, su manía de solucionarlo todo con autocompasión.
—Incluso a estas alturas vas a seguir haciéndote la víctima. Eres penoso, Jakob.
Jakob hizo su gesto raro con la boca, como si se le hubieran tapado los oídos, y me dijo:
—Solo quiero saber si alguna vez me has querido.
—No.
—¿Y entonces? ¡Te daba asco!
—Sí. Me dabas asco.
—¿Y si estabas conmigo porque solo eras un robot, cómo es que has podido hacerte terrorista? A no ser que todo sea una trampa.
—No es una trampa. Realmente soy un robot y realmente soy terrorista. Y realmente no te soportaba. Te diría que lo siento, pero mentiría.
Jakob de repente comenzó a llorar. Nada en él estaba coordinado. Todo descuadraba. Y esa forma de mirarme, esa forma intensa de clavar los ojos en mí, como si me tuviera miedo, hacía que quisiera asesinarle.
—Por Dios, Jakob, deja de montar el número. Hoy no.
Se había caído al suelo y se retorcía en sí mismo como una cucaracha recién pisoteada, a la que solo le falta un último suspiro para dejar de pertenecer al mundo de los vivos. Podría pisarle, podría matarlo, pero aun podía sernos útil, la respuesta a nuestras oraciones.
—Has venido.
—Sí, he venido.
—¿Para qué?
—Para mirarte a los ojos. Porque estoy enamorado de ti.
—¿Y de qué estás enamorado de Jakob? ¿De mi desprecio?
—Quizá.
—Eres patético.
—Seguramente. Pero te amo.
Hacía frío. Era una tarde de diciembre y a través de mi ventana se colaba la humedad del Bósforo. Y sentía cómo algo gélido y físico estaba calando mis huesos porque me negaba a encender la calefacción. Sentía una frialdad acuática pegándose a mi cuerpo formando una película y como pegada a ella, como una segunda piel, la maldad hacia la que había sido arrastrado, el odio hacia Jakob que se había acabado convirtiendo en el odio hacia todo lo demás.
—Yo a ti no te amo, Jakob. No te he amado nunca.
—Pero yo a ti sí.
—En realidad nunca me has conocido ni te has interesado. Siempre has estado demasiado preocupado por ti mismo. Lo único que te gustaba de mí es que fuera guapo y famoso porque esa era tu forma de vengarte del mundo. Tu forma de decir: he ganado.
Estuvimos discutiendo un rato sobre si me había querido de verdad o no. Jakob lloraba, lo que me resultaba muy desagradable. Y poco a poco, me fui dando cuenta, para mi pavor, de que me había convertido en alguien tan lleno de odio como él. Mi única preocupación era matar a gente, a cuanta más mejor, bañarme en una orgía de sangre. Llevaba cinco meses preparando atentados, dando órdenes, regocijándome en la forma de elevar el listón de crueldad de los Guerreros de Marte. Me había estado engañando con la idea de que el mundo es injusto y que yo solo pretendía cambiarlo. Que matar era un mal menor al servicio de un bien mucho más grande: la libertad de los robots, el fin de la estúpida sociedad corporativa. Pero al ver a Jakob, al volver a sentir en mis venas todo el odio que había ido acumulando a lo largo de los años, supe, por fin, que en realidad lo único que quería era vengarme. Y de pronto, el regalo inesperado de su presencia me daba la enorme satisfacción de hacerlo por partida doble.
—Vas a morir, Jakob.
—Lo sé.
—Mañana hay una fiesta en Taksim de Repsol. Una especie de demostración de fuerza. Hemos planeado un atentado y quiero que seas tú el que cargues con los explosivos y hagas que todo vuele por los aires.
Jakob se quedó en silencio. Resultaba extraño verlo con otro aspecto, pero era el mismo. Pueden darnos una cara nueva, pero es imposible cambiar el alma de nadie. Se acercó a mí, un temblor de rechazo, de ira, me agitó; la idea de que quisiera tocarme, besarme o incluso hacer el amor conmigo hacía que tuviera ganas de vomitar. Sin embargo, estaba dispuesto a pasar la noche con él, a concederle un último deseo antes de deleitarme en ver cómo explotaba en aquella plaza inmensa que se convertiría, por siempre jamás, en el símbolo de nuestro poder, en el principio de un mundo nuevo en el que los países dejaran de tener nombres estúpidos como Coca-Cola o Apple y las cosas volvieran, aunque lentamente, a su sitio.
Había dejado de llorar y al notar cómo me erizaba volvió a una esquina y se sentó con las piernas cruzadas. Llevaba una bolsa enorme con marihuana y me pidió permiso para hacerse un porro. Le dije que sí. Cuando vivíamos juntos, lo estuve torturando durante años por su grotesca adicción al cannabis. Pero de repente pensé que echaba de menos aquel olor dulzón y anestesiante.
—Haz lo que quieras, Jakob. Ya no estamos en el piso del puerto.
Cuando hubo terminado de liar el canuto, dijo:
—¿Por qué te has hecho terrorista? No te pega nada.
—Porque tengo unos ideales. Y porque creo que tengo la obligación de hacer algo para que este mundo sea mejor.
—¿Y tus padres? Tú querías mucho a tus padres.
—He escogido un camino que no tiene marcha atrás, Jakob. Los echo mucho de menos, pero creo que estoy haciendo lo correcto.
Hizo un mohín y parecía que fuera a reírse. Dio una calada y estuvo ahogándose.
—Tus putos porros. No sabes lo mucho que llegué a odiarlos.
—Sí lo sé —contestó, divertido aun—. Menuda guerra me diste. Te juro que algunas veces estuve a punto de divorciarme. ¿Te acuerdas de nuestro perro? Toby. Ese que un buen día desapareció del mapa. Solo lo compré para tener una excusa para salir de casa y poder fumar a gusto.
—Menuda confidencia.
—¿Lo mataste tú?
—No, no lo maté yo. —La suposición me indignó. Me dolió mucho perder de vista a Toby. Durante los tres años que vivió con nosotros, fue un consuelo.
Se quedó en silencio, tramando algo.
—Entonces, eras tan desagradable conmigo simplemente porque no me soportabas. Al final tenía yo razón. Angelina tenía la teoría de que era tu forma de neutralizarme. Decía que sabías que yo no respetaba a la gente que realmente me quería y que si te comportabas de forma odiosa era para mantenerme a tu lado.
—Angelina siempre fue una mujer muy inteligente. Digamos que por una parte no te soportaba y por la otra sabía que si me hubiera entregado a ti me habrías despreciado. Al fin y al cabo, mi trabajo era que tú siguieras enamorado de mí. De todos modos, era más fácil ser desagradable que cariñoso.
Me contó lo que había estado haciendo los últimos meses. Me habló de un hotel en Coca-Cola Zero, una especie de prisión para vips, de la visita de Angelina y de las últimas cosas que se dijeron y lo mucho que ella me había querido a mí. También me contó que había conocido a un tal Joshua, un robot que se había enamorado de él y con el que había estado conviviendo. Estaba intentando ponerme celoso y confieso que sentí una cierta rabia porque habría preferido que hubiera estado pudriéndose en el infierno y no follando con un robot. Me ocultó, eso sí, la verdadera identidad de su novio. De haberlo sabido, las cosas habrían sido distintas. Cuando terminó con su historia, que me pareció larguísima, nos quedamos en silencio.
—¿Y nunca echas de menos nuestra vida? Todo lo que teníamos.
—No —contesté sinceramente.
—Yo sí la echo de menos, Paul. Y te he echado mucho de menos a ti. Aunque ahora parezca que todo fue una mierda, yo sé que no lo fue. Porque vivimos cosas...
—¿Qué cosas vivimos, Jakob? ¿Qué cosas? Es todo una fantasía tuya.
—¿Y los primeros meses? ¿Qué me dices de los primeros meses?
—Es posible que tuviéramos alguna temporada buena, no te lo niego. Pero acabé harto, tan harto...
—¿Y qué es lo que te hartaba tanto?
No iba a entrar en su juego.
—¡Hay que ver cómo te gusta! ¿Qué bien te lo pasas, verdad? Qué divertido sería que ahora te contara lo mucho que te odiaba, que repasara todos tus defectos y así nos pasáramos las horas, tú disfrutando mientras te revuelves en el fango. Podrías mortificarte un poco, entrar en esa espiral tuya de destrucción y redención, de destrucción y redención... Siento decepcionarte, pero no voy a hacerlo.
—Mañana estaré muerto —dijo él—. Siempre le he tenido mucho miedo a la muerte, pero ahora no siento nada. Salvo, quizá, un poco de miedo y de lástima porque habría preferido que me confesaras que me amas y quedarme contigo. Pero ya no tengo nada, ni siquiera un rostro en el que pueda reconocerme.
Nos volvimos a quedar en silencio. Nos estuvimos mirando y sonreímos y fue inevitable que recordara tantas cosas al mismo tiempo, tantos arrebatos, tantas peleas, tantas noches en vela pensando en las malditas películas, los despertares perezosos de los fines de semana y las prisas de la semana, cuando le dio por hablar con abreviaturas para hacerlo más rápido o la época en que Your Dementia casi lo hunde y por las noches se pillaba unas borracheras tremendas. Y volvió a sorprenderme que a alguien que había estado tan presente en mi vida, de quien había conocido prácticamente cada paso, cada gesto y respiración, ahora loviera tan distante y lejano como si nunca hubiéramos tenido nada que ver.
—Una última pregunta. ¿Realmente te gustaba aquel puto sofá rosa o solo lo hacías para amargarme la vida?
Solté una carcajada. El monstruo rosa. Qué lejos.
—Me gustaría decir lo contrario porque era un mueble espantoso. Pero me gustaba.
Después de procesar la información, dijo:
—¿Y la música? ¿Aquí también haces guitar air y esas cosas?
—También lo hago, Jakob. No disimulaba todo el rato.
Me pregunté cómo había sido capaz de aguantarlo tantos años si ahora se me hacía difícil incluso la perspectiva de pasar una última noche con él, y me di cuenta de que me acabaron atando la costumbre y el hecho de que jamás hubiera tenido ninguna duda de que Jakob me amaba incluso profundamente. Hasta cierto punto, tuve que reconocerme, no sin cierta sorpresa, que es posible que hubiera sido más feliz de lo que imaginaba, que aquella vida que teníamos, por imperfecta que fuera, por mucho que me lamentara de ella cuando no me veía nadie, había tenido por lo menos la virtud de la honestidad por su parte. De todos modos, si hubiera sido por mí, si no me hubieran obligado a quedarme a su lado, lo cierto es que no habría aguantado; como mucho, seis meses. Y también sentí una cierta gratitud porque hubiera aceptado morir por la causa en Taksim como le había pedido. No concebía un final más hermoso para nuestra relación. De esta manera, por lo menos podría recordarlo como un héroe, y su martirio, servirme como consuelo y pago por los años que sentía como perdidos a su lado, por todo el afecto y el interés que tuve que ponerle.
—Explícame lo que tengo que hacer mañana. Es lo único que quiero saber ahora.
Le expliqué los detalles del plan. Cómo tenía que entrar en la plaza. En qué momento exacto de la mañana tendría que volarse. Cuánta gente moriría, etcétera. Si decidía por su cuenta y riesgo no ejecutar la matanza, lo mataríamos igualmente y mandaríamos a otro suicida. Tras algunos meses de relativa calma, durante los que la corporación había desarrollado una nueva estrategia más sanguinaria que nunca, estábamos preparados para una nueva ofensiva que empezaba en Taksim y continuaba en todas las partes de la ciudad, de la corporación y del planeta. Los Guerreros habíamos aprovechado el aparente silencio para calcular nuestro poder político y desarrollar una nueva estrategia, para fabricar nuevos robots y armas. Su acción, que no debía matar a más de doscientas o, con suerte, trescientas personas, pero muchas de ellas ejecutivos con las manos manchadas de sangre, sería solo el inicio de una escabechina que destruiría por dentro el sistema corporativo. Jakob escuchaba con atención, como si fuera un terrorista de toda la vida y aquello no fuera más que trabajo.
Cuando hube terminado, le dije:
—Si quieres, podemos pasar la noche juntos. Entiéndelo como una especie de recompensa.
Me lanzó una mirada de desdén y, entonces, tomó la única decisión sensata de toda su vida:
—No, Paul. Ya he escuchado todo lo que tenía que escuchar de ti. Y ya hemos hecho el amor muchísimas veces. Quiero morir. Y no me importa morir matando. Ni siquiera me importa hacerle un favor a tus malditos Guerreros de Marte. Quién sabe. Quizá al final tengáis la razón vosotros y todo. Ya los ayudé una vez y voy a volver a hacerlo. Pero esta noche la pasaré con Joshua. Es posible que prefiriera pasarla contigo, no te lo niego, pero él me quiere. Y ese amor es lo único real que he tenido en mi vida.
Le injerté un chip y lo vi marcharse. Se fue con una mochila cargada de explosivos. Al verlo partir, lo único que sentí fue alivio. Ni siquiera nostalgia, alivio, al pensar que al día siguiente, por fin, habría acabado con el episodio más penoso de toda mi vida. Es curioso, porque jamás pensé que Jakob pudiera traicionarme. Sí me preocupaba que se quedara dormido.
5
La parte de Martin Balthazar
ocalizar a Martin Balthazar fue extraordinariamente complicado. Comencé a preparar este libro en el año 2080, poco después de que a Jakob Jones se le diera por muerto oficialmente. Al principio, no tuve muy claro si era una indagación personal, si se convertiría en un reportaje o terminaría siendo un proyecto mucho más ambicioso. Quería saber. Quizá porque también era una forma de explicarme a mí misma, mis relaciones tortuosas con los hombres, una etapa de mi vida que me había afectado profundamente y que había terminado, con tanta muerte prematura e inexplicable, de forma trágica. Todo cambió radicalmente cuando el propio Jones, con un nuevo rostro, pero él mismo, indudablemente, apareció en Marrakech OS X acompañado de un joven apuesto con aires solemnes y al mismo tiempo un tanto cómico, como si estuviera parodiándose también un poco a sí mismo. Fue una noche clara, una noche calurosa de octubre en la que estaba en casa, acurrucada viendo una película, pensando a qué iba a dedicar los próximos años de mi vida. Calibraba cuál de los candidatos de la nutrida comunidad de homosexuales bohemios que vivían en la ciudad podría ser mejor padre. De pronto, sentía, con una fuerza que desconocía desde que me quedé embarazada de Joshua, la necesidad de ser madre, de volver a criar a una persona, de ver cómo crece y de cuidarla. Llegaron los dos de madrugada, agotados, radiantes y felices: Jakob, con un rostro nuevo; a Joshua lo reconocí enseguida. No tuvo que decirme nada. Lo supe, simplemente, lo supe. Aunque bien es cierto que esa certeza tan disparatada también me hizo sentir que volvía a perder el equilibrio.
Se marcharon al cabo de diez días. Los alojé en casa de uno de mis pretendientes, un anticuario finísimo que los mantenía escondidos en un salón oculto al que se accedía por una puerta secreta. Estaba excitadísimo con la idea de darle uso a una triquiñuela que siempre deseó poner en práctica. Los visitaba a diario, y aunque algunos días me inquietaba más que de costumbre notarme vigilada, nunca lograron pillarlos. De todos modos, una prudencia elemental terminó por aconsejar que se marcharan. Los últimos días, dos Jacksons de uniforme me seguían a todas partes sin molestarse en disimular. Se sumaban a los dos habituales, a los que con los años había conseguido zafar y convencerles de que, cuando iba a casa de un amigo, se quedaran en la puerta. Después del encuentro con Balthazar comprendí que la corporación supo desde el principio que estaba en contacto con ellos. Los mantuvieron con vida porque querían saber lo que explicaban, cuáles eran sus planes. Lo que no se esperaban es que desaparecieran sin más de un segundo a otro, como por arte de magia. Nunca he sabido cómo lo hicieron.
La despedida fue fría. Mi hijo me dijo adiós sin lágrimas en los ojos, delatando con ello una vez más su naturaleza semirrobótica. Se marchó sin más, tras un abrazo que siento muchas veces cómo me estremece cuando camino por las calles de Marrakech con Michael, mi nuevo hijo que hoy, en 2087, cuando finalmente puedo publicar estas líneas, tiene ya seis años. Jakob tampoco lloró ni hubo ninguna efusión sentimental. Por seguridad habíamos convenido no hablar en ningún momento de la despedida y a la falta de palabras se sumó el no saber qué hacer. Nos quedamos los tres mirándonos, a veces prorrumpíamos en una risa nerviosa, escrutando nuestros rostros por última vez en mucho tiempo, probablemente para siempre. Habíamos hablado muchísimo esos días. Gran parte del material de este libro surge de esas conversaciones (que manteníamos por escrito ante la sospecha de que podían estar grabándonos). Los días habían pasado volando. Con mi hijo sentía una inevitable cercanía, pero al mismo tiempo, era ineludible, resultaba imposible una familiaridad que no existía. Nos queríamos pero no nos conocíamos y eso dotaba a nuestra relación de una extraña rigidez; a los afectos, los abrazos y los besos, sucedían conversaciones frías y exploratorias, en las que tratábamos de acumular la mayor información el uno sobre el otro, conscientes de que no había habido tiempo para irse conociendo ni lo habría nunca.
Las piezas del puzle poco a poco se fueron completando. Primero, Jakob y Joshua me explicaron su parte de la historia. Como periodista rigurosa que me seguía considerando, hasta entonces había rechazado los rumores de que los robots más avanzados se estaban convirtiendo en terroristas. El testimonio que me ofrecían mi propio hijo y mi examante y mejor amigo no dejaba lugar a dudas. Me acordé de Michael, el desdichado hermano de Paul, y de aquella tarde en su cuchitril en la que me contó una historia muy parecida a la que resultó ser cierta y cómo pensé que era un chalado patético. Sentí lástima por él entonces y la sentí doblemente cuando murió, poco después de que muriera Paul, tras haber tomado una sobredosis de calmantes. No fui a su funeral de todos modos, incapaz de enfrentarme a la angustia y al sentido de culpabilidad de haberlo abandonado por una extraña lealtad surgida de la pasión que había experimentado hacia su peor enemigo: Jakob Jones. Sí, le puse su nombre a mi hijo, y ese fue mi homenaje.
Aquellos días que pasamos en Marrakech OS X, ellos escondidos tras una puerta secreta, fueron sin lugar a dudas los mejores de mi existencia, los que hacen que continúe con vida, respirando, amando. Cuando miraba a mi hijo, tan bello, tan hermoso, con aquel flequillo tupido, aquellos ojos un poco saltones y los labios carnosos, me preguntaba si habría sido tan guapo de no haber sido manipulado por la ciencia, con un sentimiento de orgullo aplazado por la duda de hasta qué punto me enfrentaba a una máquina o a un ser vivo. Imaginaba todo tipo de argumentos alternativos a mi maltrecha vida si no hubiera sucedido un atentado que ni lo había matado a él ni me mató a mí pero nos dejó a ambos heridos de muerte de por vida, zombis desde entonces incapaces de encontrarle un sentido a nada o ser felices. Nos habíamos convertido en marionetas del destino y nuestro breve encuentro solo corroboraba nuestra interinidad, nuestra desgracia. Nuestra triste condición de peones de una Historia que nadie alcanza nunca a entender ni mucho menos a dominar.
Muchas de sus cualidades no me resultaban ajenas. Su sentido del rigor y la justicia, su lealtad y su humor taciturno me recordaban a mí. Había, sin embargo, una diferencia de fondo, muy profunda. En mi caso, mi tendencia a la austeridad y cierto fanatismo están relacionados con una huida de mí misma, con el hecho de que me doy miedo si no me someto a una disciplina regia y a una represión férrea. Además, no me fío de nadie por puro cinismo y, en parte, cobardía. En el caso de Joshua, su carácter estricto era mucho más instintivo y espontáneo, producto de la nobleza y de cierta ingenuidad. Durante los días, las horas, que compartí con él, pude ver cómo se debatía desde todos los puntos de vista entre su obediencia debida a la corporación y su amor ilimitado por Jakob, al que era evidente que quería con locura por mucho que este no pareciera o no quisiera darse mucha cuenta de hasta dónde llegaba ese afecto. Tenía los ojos entre grises y verdosos de su padre, y sus facciones angulosas recordaban a las mías. Lo escrutaba tratando de reconocer en su rostro las heridas de una ausencia tan dolorosa que tan solo su inesperada presencia conseguía sanar, devolviéndome a cucharadas la cordura que había perdido quizá definitivamente el día que saltó por los aires, un domingo achicharrante en Armani Roma en el que el mundo estalló. Aquellas llamas para mí nunca se habían apagado. Hasta entonces. Durante esos escasos días que se nos concedieron me sentía como si viviera en un rezo, en un mantra, en un universo espiritual en el que la realidad, por fin, consigue cierta trascendencia.
Pero tuvieron que marcharse y no pude verles partir. La tarde anterior, o minutos antes, quién sabe cuándo se marcharon en realidad, estuve en su habitación secreta, apenas unos momentos, sabiéndome ya vigilada constantemente, jugándonos la vida por despedirnos esta vez sí definitivamente. Joshua me dijo que volveríamos a vernos, pero en su rostro, aun hierático y soldadesco, pude advertir una sombra ya no de duda ni de engaño, sino de quien confía en que será la propia muerte la que propicie el reencuentro. Y se marcharon, rumbo a Turquía, con la intención suicida de que Jakob pudiera localizar a su marido y hacer las paces con su conciencia. Aquel día desconocía su destino. No volví a verlos a ninguno de los dos ni tuve más noticias directas de ellos. La siguiente información me llegó meses después, cuando un mensaje anónimo me mandaba las memorias de Walker y me explicaba las circunstancias de su asesinato. Llevaba varios meses escondido en un sótano de Estambul. Ahí lo encontraron y lo acribillaron al instante para no dejar huella de su presencia, porque se suponía que en realidad el actor llevaba casi un año muerto.
Nuevas fuentes, muchos viajes, horas y horas de investigación fueron resolviendo el rompecabezas, pero una de sus aristas permanecía siempre en brumas: Martin Balthazar. Las memorias de Walker apenas mencionaban al famoso terrorista, lo cual era extraño. Reconocía que había sido un guía espiritual importante para él durante sus penosos años de matrimonio con Jakob, durante los que tampoco sintió jamás la vergüenza de ser homosexual, condición de la que acabaría renegando en los últimos meses de su vida cuando ya estaba tan fanatizado como el propio Balthazar. Sin embargo, no daba ningún dato que relacionara su conversión al terrorismo con su figura. Era un paso que explicaba ideológicamente de forma extensa, pero no logísticamente. Todo estaba calculado para no dar ninguna pista a las corporaciones y reclutar nuevos activistas. El día que entrevisté a Jakob Jones en su despacho, instintivamente supe que estaba mintiendo sobre su relación con él. Un cierto grado de ocultamiento era lógico, nadie querría verse relacionado con uno de los hombres más peligrosos y buscados del mundo. No cuando eres un productor de cine importante que para colmo aspira a reventar taquillas. Pero lo que percibí, muy claramente, no era solo esa prudencia, era mucho más, me estaba mintiendo en el sentido más profundo de la palabra. Porque estaba mintiendo, incluso, a una parte de sí mismo, de su forma de concebir el mundo y su lugar en él.
Hablamos de ello alguna vez y a medida que lo fui conociendo y aumentó nuestra confianza mutua me atreví a decírselo con mayor franqueza. Se lo dije o se lo insinué muchas veces: sabía que me estaba engañando, que sabía mucho más sobre Martin Balthazar y sus actividades terroristas de lo que se atrevía a confesar. Jakob siempre rehuía el tema y se ajustaba a su verdad oficial, a su gran pena por ver cómo un amigo se echa a perder. Oscilaba entre un cierto sentimentalismo, con el que parecer sincero, y un rechazo absoluto y sin fisuras de los Guerreros de Marte. Confesaba, como si fuera un pecado venial, que además el tiempo lo estaba volviendo conservador y que, más confesiones espurias, quién lo diría, se sentía más cercano a Paul y a sus tesis aunque preferiría volver a arder en ácido sulfúrico como en aquel capítulo de Planet Y que reconocerlo delante suyo. La conversación algunas veces se alargaba un poco más ante mi incredulidad, pero Jakob nunca me contó la verdad. Lo que nunca he podido saber es si alguna vez se la contó a Joshua. No puedo decir con rotundidad si mi hijo llegó a saber que Jakob, además de haber sido el amor de su vida, fue su asesino. Es algo que probablemente no sabremos nunca.
Tras la muerte de Paul, y la indiscutible fuerza de su testimonio en sus archipopulares memorias, en la editorial insistían en que tenía suficiente material como para terminar mi libro y que se convirtiera en un best seller mundial. Las piezas encajaban: lo que me habían contado Jakob y Joshua, cada uno por su parte, concordaba con lo que había escrito Paul en un manuscrito que durante algunas semanas solo obró en mi poder. El artículo que escribí pocas semanas después de la muerte del actor, en el que revelaba por primera vez con datos, nombres y apellidos la conversión de robots en terroristas y que era, de hecho, un adelanto editorial, adquirió una notoriedad mundial que se convirtió en escándalo interplanetario cuando apareció definitivamente la autobiografía y ya no hubo margen de duda. Se formó una Comisión de la Verdad y el público por fin pudo comenzar a entender el alcance del verdadero peligro terrorista.
La sociedad, sin embargo, no se hizo más cristalina y más clara, como yo pretendía o quizá Paul había soñado, dejando ese legado de palabras, sino más oscura y brutal. La gente comenzó a tener un miedo terrorífico de los robots y sus condiciones de vida empeoraron de forma dramática. Por las noches dormían en campos de concentración, eran sometidos sistemáticamente a controles salvajes y sus casas eran asaltadas de madrugada para buscar explosivos. Aumentó la represión, y aunque al principio disminuyeron los atentados, después regresaron con mayor virulencia. De repente, la gente comenzó a pensar que los Guerreros de Marte estaban por todas partes y el mundo lleva desde entonces, hace ocho años, perpetuamente abocado a una guerra contra las máquinas que jamás cristaliza de forma definitiva. Cuando la situación se calma, siempre hay quien dice que las cosas están mejorando. Pero al cabo de nada se produce una nueva matanza y se vuelve a la casilla de salida.
Para contentar a la editorial y saciar la sed del público, escribí mis memorias de madre atormentada por la muerte de mi hijo en Armani Roma. Hablaba sobre los años en que trabajé, antes y después del atentado, dedicada exclusivamente a recorrer el mundo dispuesta a saberlo todo sobre el mayor, el único, peligro que había conocido la humanidad en sesenta años de insólita prosperidad y paz. Escribí sobre aquellas primeras matanzas y, por qué no, traté de justificar por qué me había entregado de una forma tan vehemente a seguir andando de carnicería en carnicería, a negarme al odio o al rencor y propugnar la paz. Viví una época de reconocimiento. Publiqué algún artículo más sobre los robots terroristas que no aportaba nada nuevo pero era recibido con enorme expectación y me convertí en asidua a debates sobre terrorismo en los que participaba desde mi casa de Marrakech. Además, me había hecho considerablemente rica.
Pero no lograba terminar mi libro porque no quería hacerlo sin despejar la última incógnita que me quedaba, la incógnita sobre hasta qué punto Jakob Jones había formado parte, o había sido cómplice, o incluso conocía las actividades de Paul y él mismo había sido un terrorista. Y en el mundo solo existía una persona capaz de contestar a estas preguntas: Martin Balthazar, el guerrillero intelectual, el fanático de las causas justas. Balthazar, ese hombre que se escondía en las sombras, de cuya propia existencia muchos dudaban, un líder que aparecía y desaparecía intermitentemente con oscuros mensajes destinados a los suyos y que poco a poco estaba sustituyendo a Talim Yures como principal líder de los Guerreros de Marte. Durante años, fue mi obsesión. Su poder, además, crecía. Tal y como estaba previsto, Taksim fue el detonante de una ofensiva aun más cruel que las anteriores que solo se atemperó cuando la Organización Corporativa Mundial decretó el estado de alarma y los robots pasaron a tratarse como esclavos perpetuamente sospechosos de ser unos asesinos. A una relativa calma acompañada de medidas draconianas la sustituyó una nueva ofensiva y así sucesivamente. Mientras escribo estas líneas, el mundo arde, y los terroristas, lejos de estar perdiendo la guerra, siguen con su diabólico ritmo in crescendo.
Con los beneficios del reportaje y mis centenares de apariciones televisivas, me dediqué los tres primeros años a recorrer el mundo, como en los viejos tiempos, persiguiendo a los Guerreros. Ya no lo hacía, como al principio, por morbo y ambición. O, como después de la primera muerte de Joshua, como prueba inhumana de mi capacidad de sobrevivir a lo más espantoso, sino poseída únicamente por la idea de encontrar a Balthazar y poder terminar este libro. Incapaz de aprender de mis errores, en aquellos viajes (que realizaba, eso sí, con todas las comodidades y con un ejército de robots de confianza) me llevaba a mi hijo recién nacido, Michael, que como el anterior estaba condenado a crecer en ciudades donde horas antes habían muerto carbonizadas o asfixiadas miles de personas.
A la dificultad obvia de encontrar a uno de los hombres más buscados del mundo, se añadía otra de capital importancia: la corporación me seguía obligando a cargar con dos guardaespaldas noche y día a los que se sumaban durante mis viajes dos más de los servicios secretos, auténticos Windsors a los que era dificilísimo quitarse de encima (cosa que algunas veces conseguía a base de numerosas trampas y calamidades). Me quejaba y la corporación decía que por motivos de seguridad no podía permitirme andar sin protección, que estaba demasiado expuesta a los terroristas como para no temer por mi vida. Desde luego, corría el riesgo de que me mataran, pero no me cabía ninguna duda de que, en realidad, la corporación solo quería espiarme. Fuera donde fuera, ahí estaban esos Jacksons y esos Windsors de mentones cuadrados y hombros anchos mirándome por el rabillo del ojo, controlando cada gesto, cada palabra. Alguna vez pensaba que algún preso o algún terrorista en activo con el que lograba comunicarme de forma tortuosa iba a ayudarme en su localización, pero la presencia inquisitorial de aquellos robots los asustaba y al final no decían nada.
Cuando pensaba que jamás conocería a Martin Balthazar, o que, quién sabe, en realidad estaba muerto como decía mucha gente, fue él quien finalmente vino hasta mí. Un día estaba en la plaza Jamal Fna, haciendo la compra para mí y para mi hijo. Esto sucedió hace pocas semanas. Los Jacksons me seguían, como siempre, a prudente distancia. Vestidos de forma corriente, pero sin molestarse mucho en disimular cuál era su papel. Balthazar se acercó hasta mí y me dio un abrazo sentidísimo, como si fuera un hermano perdido o un amante reencontrado tras muchas penurias. No reconocí a aquel hombre, su rostro no me expresaba nada porque tampoco se parecía de ningún modo al legendario «guerrillero intelectual» que yo andaba buscando. Era un hombre de casi cincuenta años, rondando mi edad, más bien grueso pero apuesto, con el cabello plateado y los ojos grises. Cualquier parecido con Balthazar era pura coincidencia. Al principio, como es natural, no supe cómo reaccionar.
Los Jacksons, por supuesto, se tiraron encima de nosotros en cuanto vieron que aquel hombre desconocido me abrazaba con tanta efusividad. Dudé un instante, pero supe que debía mentir y les dije que era un novio de juventud, un hallazgo sensacional de gran carga sentimental que de repente había aparecido en medio del gentío. Aunque me espiaban como alimañas, muchas veces no tenían más remedio que apartarse de mi costado cuando así se lo pedía. Al fin y al cabo, oficialmente su misión era protegerme, no controlarme. Solían quedarse a unos cuatro metros de mí, de pie, como si fueran los custodios de la puerta de acceso a mi persona. Jamás les vi aguzar el oído, por lo que siempre sospeché que llevaba micros injertados. En mis encuentros con Jakob y mi hijo, siempre poníamos la música a gran volumen y nos comunicábamos por escrito.
Caminamos hasta un café, Balthazar me cogía del brazo y daba risotadas de alegría interpretando a la perfección el papel que le había adjudicado. En cuanto nos sentamos a una mesa, en una terraza en la que sonaba a toda castaña música pop, lo primero que hizo el terrorista fue injertarme una aguja en el oído, sacarme un chip y sustituirlo por otro en cuestión de milésimas de segundo mientras hacía ver que me susurraba algo con la jovialidad desenfadada y próxima con la que me había saludado.
—Ahí está grabado lo que ellos van a oír. Pero no podemos aguantarlo más de quince minutos. —Su expresión seguía siendo luminosa y feliz aunque decía cosas sombrías. Interpretaba de manera formidable el papel de examante casual al que uno se ha encontrado por la calle, aunque, eso sí, hablaba en voz muy baja.
—¿Quién eres?
—Soy ese al que buscas hace tanto tiempo.
Atónita, me llevó unos segundos comprender que estaba ante Martin Balthazar, el hombre más odiado, temido y perseguido del corporativismo. El ídolo inconfeso de miles de personas, el hombre que nunca ganaba la guerra pero nunca se rendía ni era derrotado. Había hablado con muchos terroristas, algunos indescriptiblemente sanguinarios, pero Balthazar era otra cosa, Balthazar era el brazo ejecutor y la pluma que lo justifica, la máquina sanguinaria capaz de elaborar un texto de doscientas páginas, ampliamente difundido por Internet, en el que explica por qué el hombre blanco merece soportar en sus carnes una masacre como la que cometió durante la III Guerra Mundial, expiar sus culpas y volver al Estado-nación y a un Gobierno poco menos que teocrático en el que los homosexuales no existían, el aborto estaba penado con la muerte, las chicas llegaban vírgenes al matrimonio y se terminaba con la clonación terapéutica, los niños en probetas y el escándalo de las discotecas sin horario de cierre.
—¿Por qué has venido a verme? Estás corriendo un riesgo enorme —le dije, tratando de contener la emoción, cogiéndole tiernamente de la mano como quien entrelaza la suya con la de un antiguo amante al que se quiso mucho y que, de repente, aparece en medio del gentío.
—Vaya donde vaya, mi vida está en peligro, este es mi sino desde hace muchos años. Y de momento parece que sigo vivo.
—¿Por qué has venido a verme? —le pregunté con urgencia, sabiendo que nos faltarían los minutos y que las preguntas serían muchas.
—Sé que llevas años buscándome. Algunas veces has estado más cerca de lo que imaginas, pero por motivos de seguridad el encuentro se iba haciendo imposible. Y yo también quiero hablar contigo.
—¿Por qué motivo?
—Porque quiero que termines tu libro. Quiero que cuentes toda la historia de Jakob y de Paul Walker. Y de paso, supongo, parte de la mía.
Marrakech llevaba años siendo el lugar más bohemio del mundo. En la ciudad no solo florecían homosexuales ricos, la ciudad también estaba llena de artistas y de hipsters atraídos por el sueño de un viejo embrujo. Mi corporación, Apple, había reconstruido los bazares y los tenderetes de la plaza, que ahora regentaban chavales de veinte años y melenas rubias que pasaban las noches fumando porros y componiendo canciones o gorreando en las fastuosas casas de los millonarios maricas que estaban encantados de tenerlos como atrezzo en sus jolgorios. Comenzaba a anochecer y se oía un bullicio ensordecedor que se mezclaba con la música de la terraza y los gemidos de placer de miles de turistas adolescentes, que peregrinan a la ciudad persiguiendo el sueño de un enclave libre y cosmopolita en que todos los placeres no solo están permitidos, sino que son celebrados con entusiasmo como una seña de identidad que solo cobra sentido si se lleva al paroxismo.
Como ideólogo, nadie podrá discutir que Balthazar ha tenido un notable éxito. Incluso quienes execran de sus actos, la inmensa mayoría, muchas veces terminan por citarle, quizá a regañadientes, pero concediéndole implícitamente que se ha convertido en la voz más autorizada y clara de la insurgencia. Balthazar reclama los derechos de las máquinas, impone planes de reproducción masiva de los especímenes de minorías étnicas que se han conservado (moros, negros, etcétera) en guetos cerrados para el estudio de antropólogos y científicos. Con el paso de los años, se ha ido acentuando su cristianismo a ultranza y propugna una especie de capitalismo primitivo formado por miles de pequeñas empresas cuyo poder jamás superara a los Estados tradicionales, principal punto de un programa que reclama con vehemencia la recuperación de las lenguas antiguas y las identidades nacionales. Siempre deja una salida, si las corporaciones se rinden y el sistema cambia, dice, los Guerreros saldremos de las sombras y trabajaremos juntos. Si no, la muerte y la sangre os esperan. El mundo arde.
Pero ahí estaba, Martin Balthazar, el responsable de la muerte de miles y miles de personas, sonriendo como si nada y haciendo a la perfección la pantomima del viejo amante que una se ha encontrado en medio del gentío. Su aspecto como de ejecutivo cuarentón conformista y algo espurio no puede ocultar la lucecita que brilla en sus ojos, la hondura de la mirada de un hombre que no es como los demás y es plenamente consciente de ello. Si algo he aprendido como reportera es que quienes saben que pueden morir en cualquier momento asesinados no son como nosotros, no son ejemplo de nada porque siempre se nos escapan, pertenecen a un limbo que está entre la vida y la muerte, un terreno límpido y amplio que recorren sin asirse a ninguna parte, sintiendo que no pertenecen a ningún lugar más que a esa incertidumbre que los convierte en seres inhumanos, sin conciencia. Para ellos nada importa porque todo depende de un segundo, de un descuido sin importancia o de una traición que ya se daba por asumida. Es posible que Martin tenga planeado exactamente cómo matarme si doy la alarma y con ello, probablemente, salvo la vida de decenas de miles de personas que pronto serán asesinadas por una orden suya.
—La única pieza que aun no he conseguido encajar es hasta qué punto Jakob conocía la existencia de, o incluso participó en, los Guerreros de Marte. Nunca he tenido claro si su decepción con Paul no tuvo nada que ver con sus actividades terroristas, sino con que le hubiera abandonado.
—Jakob siempre fue un tipo curioso... —contestó Martin con una sonrisa, esta vez sincera—. Mentiría si no le dijera que es lo único que he echado de menos de mi antigua vida. Yo quería mucho a Jakob, fue mi única familia. Pero terrorista..., tanto como terrorista... Yo no diría eso. Colaborador necesario, creo que lo habría llamado un juez, y durante poco tiempo.
—Culpable en cualquier caso.
Martin volvió a sonreír:
—Desde luego, eso no es lo mismo.
—Le agradecería que fuera más preciso.
Balthazar hizo como si no me hubiera oído.
—Hablemos de Paul. Usted pensará que es culpa mía.
—Es algo que siempre he dado por hecho, que usted le introdujo en la banda.
—¿Y nunca se le ha ocurrido pensar que quizá fue al revés?
—Sinceramente, no.
Balthazar volvió a sonreír. Me puso nerviosa. Acariciaba mi mano, lo que me resultaba profundamente desagradable. Por brillante que sea, yo siempre he pensado que Martin es sencillamente un terrorista. Lo sigo pensando.
—La suponía a usted mejor informada.
—¿Y Jakob? ¿Jakob sabía quién era su marido?
—No —respondió tajante—. Una de las casualidades más asombrosas de esta historia es que ambos llegaran al mismo lugar por caminos distintos. La diferencia es que Jakob, en un momento dado, se asustó. Al principio, creyó que su apoyo era inocuo, que no tendría consecuencias. Había heredado de su padre el odio hacia el sistema corporativo y hasta cierto punto sentía que tenía que vengar las afrentas realizadas a una familia a la que en realidad no conoció jamás porque sus abuelos murieron mucho antes de que él naciera. Pero se asustó. Después de la matanza de Armani, no quiso saber nada. Además, estaba la cuestión de los robots. Jakob estaba totalmente en contra de que se los considerara personas. Y los Guerreros cambiamos, cambié yo. Vimos a Dios. Lo vimos de verdad, más allá del Vaticano, en la propia Biblia. Por mucho que quisiera a Jakob, y lo sigo queriendo, no podía aceptar su estilo de vida. Su matrimonio con un hombre. En el caso de Paul, tuvimos que cambiarle el programa. Eso sí, antes ya había llegado él solo. Los robots son en muchos aspectos mejores que los humanos, podemos manipularlos científicamente, pueden ser buenos cristianos puros muy fácilmente. En realidad, a partir de mi segunda conversión y definitiva, fue cuando comenzamos a distanciarnos, aunque nunca me traicionó, cosa que durante mucho tiempo sospeché que sería capaz de hacer. Lo vi clandestinamente algunas veces más, y en cada visita dudaba, pero nunca me falló, jamás me engañó aunque yo supiera que desaprobaba lo que yo estaba haciendo. Paul, en cambio, Paul no tenía nada que perder. Se lo habían quitado todo y su sentimiento de venganza era mucho más poderoso porque él mismo había sido la única víctima. Paul era el asesino en potencia perfecto. A quienes odian su vida, no les importa ni morir ni matar.
Balthazar se me quedó mirando a los ojos. Ya no sonreía.
—Me imagino que usted también me odia. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Yo fui el que planificó y organizó la muerte de su hijo. Yo he destrozado su vida y usted tiene todo el derecho del mundo a pensar que soy un cáncer de la humanidad, como piensa la inmensa mayoría. Por eso no le pido que termine el libro para hacerme un favor; después de hacerle esta confesión también sé que no resultará muy persuasiva que lo haga para honrar el nombre de Jakob, donde quiera que esté. Le pido que termine el libro en nombre de la verdad y de la transparencia. Yo sé que usted es una buena periodista. Por eso, por mucho que la corporación la vigile, ellos saben, como usted lo sabe, que su vida en realidad no corre peligro. Sé que no le gustará saberlo, pero que haya informado con rigor sobre nuestros atentados durante tantos años nos ha hecho un favor. Por su culpa, es posible que nos odien más, pero también nos conocen mejor. Termine el libro por amor a su profesión. Y de paso quizá también pueda cerrar para siempre sus heridas, empezar de verdad una nueva vida junto a su nuevo hijo.
—Pero... ¿Jakob? —musité.
—Sé que usted lo ha amado más que nadie. Sé que es difícil asumir que una persona así al mismo tiempo haya sido su verdugo. Pero la vida es complicada, muy complicada, qué le voy a decir yo sobre eso. Usted ha vivido mucho.
Tenía ganas de abofetearlo o de gritar. Se me pasó por la cabeza alertar a los Jacksons, que estaban allí, muy tiesos, como perros de vigilancia, a unos metros de nosotros. Sabía, de todos modos, que sería inútil. Antes de que lo delatara, lo más probable es que Martin me matara y saliera huyendo. Me preguntaba cuántas personas de las que nos rodeaban eran sus cómplices, ese pequeño ejército de vigilancia fantasmagórico que lo acompañaba a todas partes y formaba parte de su leyenda.
—Ahora me tengo que marchar —dijo, un segundo antes de desaparecer como si nunca hubiera existido.
6
La parte de Jakob Jones
(Entrevista realizada en Marrakech OS X a principios de noviembre de 2080)
stábamos los tres, recuerdo que debía de ser el año 63 o algo así. Estábamos en un Coca-Hotel de lujo en los Pirineos. Nevaba muchísimo, probablemente artificial porque nevaba, no sé cómo decirlo, demasiado bien. Todo resultaba tan bucólico que parecía que hubiera una pantalla de cine y no una vista real, como es frecuente en muchos lugares de la ciudad, donde es habitual que las ventanas reflejen lugares falsos con tal verosimilitud que es imposible adivinar dónde estás. Esta es una de las cosas que nunca me han gustado demasiado de la sociedad corporativa, que lo falso está tan bien hecho que a veces tienes la impresión de vivir en un sueño o en un decorado. De todos modos, era un lugar agradable. Mi padre tenía ese rictus un tanto cursi que se le ponía cuando estábamos en sitios elegantes y Angelina me dedicó la sonrisa tétrica de estas ocasiones que tanto fingía alegría para mi padre como una advertencia fulminante para mí de no romper las reglas.
Martin tenía esa expresión un tanto sibilina y el ánimo parlanchín que reservaba para las grandes ocasiones. Se le veía excitado y como loco de contento de cenar con su ídolo, el guerrillero anticorporativista Jacobo Máximo, pues aunque suene a broma este era su apellido real, lo de Jones fue un invento de la corporación cuando comenzaron a trasladar a la gente de manera indiscriminada de una punta a otra del planeta. También una forma de marcarlo con un apellido vulgar y de afearle su pasado como enemigo del sistema. Jacobo estaba convencido de que el fracaso de sus negocios estaba provocado por una mano negra que se empeñaba en que no destacara por su pureza política. Y algo de razón tenía, aunque nadie conspiraba en su contra salvo él mismo, que durante años había arruinado relaciones profesionales debido a su mal carácter y a un extremismo político con el que nadie quería verse asociado. De hecho, las cosas le estaban yendo mejor porque, aunque fuera imposible que lo reconociera, había aprendido a no tocar ciertos temas polémicos o no reivindicar sus hazañas antisistema.
Martin estaba muy parlanchín, como he dicho. Desde que nos sentamos, estuvo mucho rato hablando sin parar de sus logros y sus ideas políticas. Había descubierto una parroquia católica clandestina cerca de su casa y allí había visto la luz. Le repugnaba la jerga «políticamente correcta» de la corporación, uno de los temas más calientes para mi padre, así que ambos estuvieron ampliamente de acuerdo en esto. Por aquella época, Martin opinaba que los robots no merecían ninguna consideración y ambos se estuvieron riendo durante mucho rato de los tics de los Smiths, la estupidez de los Jacksons y el servilismo de los Yellows. Mi hermana y yo asistíamos a su camaradería mudos, contando cada rato que pasaba como una victoria contra la ira de mi padre. Martin hablaba sin parar y complacía a Jacobo Máximo porque se le notaba pendiente de decir siempre la frase correcta, de agradarlo en todo momento. Buscaba su aprobación desesperadamente diciendo las cosas que pensaba que podrían gustarle:
—La destrucción de las identidades nacionales ha sido el gran crimen de la sociedad corporativa. Esta reducción de todos a lo mismo, esta convergencia planetaria por escuchar los mismos cantantes, hablar el mismo idioma, ser todos iguales, es repugnante.
Mi padre, que estaba muy orgulloso de su argentinidad y que tenía dificultades para entender al propio Martin, que solo hablaba inglés, asentía complacido. La copa apenas permanecía segundos vacía, los suficientes como para que se diera cuenta y la volviera a llenar. Las botellas volaban.
—La destrucción de la familia tradicional es el siguiente crimen del corporativismo. Hijos que se fabrican sin enfermedades, incluso engendrados por dos hombres en úteros artificiales, familias desestructuradas donde los niños crecen solos y se idiotizan a costa de relacionarse únicamente con robots. Maricones confesos presiden corporaciones y se machaca a las personas normales, a la inmensa mayoría que solo aspira a vivir decentemente. Y el peor crimen de todos, la política de los dos hijos que castiga a las familias cristianas, marginadas y empobrecidas por una sociedad sin alma.
Mi padre comenzaba a resoplar, ya considerablemente borracho, y sonreía de felicidad. De vez en cuando, nos lanzaba miradas recriminatorias y nos decía, en castellano, «Escuchad, escuchad», para que aprendiéramos de Marty. Mi amigo, mientras, se iba haciendo fuerte y, ante el éxito de su perorata, continuaba impertérrito señalando todos los males y fracasos del corporativismo que pensaba que podían molestar, o triturar, a mi padre: el ascenso de las mujeres a puestos de responsabilidad, los nombres absurdamente pomposos que recibían los trabajos más denigrantes, la invasión de la pornografía en todos los niveles, etcétera. De vez en cuando, Martin iba demasiado lejos y decía cosas que molestaban a mi padre, un preludio inequívoco del terrorista fanático en que se acabaría convirtiendo. Desde el principio, los Guerreros de Marte, y el propio Martin, se enfrentaron a una contradicción que jamás han sabido resolver del todo. A mi padre, el Genocidio en que se acabó convirtiendo la guerra realmente le repugnaba. Desde luego, opinaba que los moros habían sido mentirosos y de poco fiar; los negros, vagos y poco inteligentes; los chinos, sucios y codiciosos, etcétera, pero su odio a la masacre no solo tenía raíces mucho más profundas, la muerte de sus padres, también le espantaba sinceramente que se hubiera matado a tantos seres humanos: guarros, traicioneros o indolentes, pero, al fin y al cabo, hijos de Dios.
Martin, sin embargo, en el fondo de su alma no condenaba la muerte de millones de personas a las que consideraba, al fin y al cabo, infieles. Para él, todo habría tenido un sentido si se hubiera planteado como una cruzada, el triunfo definitivo de los cristianos por encima de todos los demás. Hasta cierto punto, a Martin, como a los terroristas, le habían hecho un favor porque la rigidez religiosa, la pureza cristiana, era esencial y, al fin y al cabo, quienes habían sobrevivido (con la salvedad de los judíos) eran los cristianos. Su discurso, además, de retorno al Estado-nación era radicalmente contrario al multiculturalismo. Para Martin, la modernidad era una pantomima en la que las tradiciones se habían convertido en folclore y las personas habían perdido su identidad. Desde su clandestinidad terrorista, después escribió numerosos panfletos reividicando que los españoles volvieran a bailar sevillanas, los holandeses, a fabricar queso y los estadounidenses a hacer rodeos y barbacoas. Lo que no podía aceptar, de ninguna manera, es que los suyos, los de derechas, perdieran la guerra y que el Genocidio se justificara por defensa propia, por supuesto, pero a la postre debido a las teorías de un maricón que con sus triquiñuelas ecologistas había logrado desterrar a todos aquellos que, como él y mi padre, pensaban que la principal función del ser humano era reproducirse y engendrar cuantos hijos llegaran.
A sus 13 años, Martin, el hijo de unos padres apolíticos de clase media que nunca fueron ni demasiado afectuosos ni demasiado descuidados, se consideraba a sí mismo el heredero de una vieja raza de caballeros a los que había barrido la guerra, pero que regresarían, algún día, victoriosos. Esa era la misma opinión de mi padre, quien disfrutaba en sus fantasías de ese momento al que llegaría cadáver y lo nombrarían santo por sus numerosas hazañas a favor de la verdadera Iglesia. Martin hablaba y hablaba. Ya estábamos en los postres. Mi padre se había bebido dos botellas de vino. Angelina y yo cruzamos una de nuestras miradas, rezando para que ahí se terminara todo: con un aplauso para Martin y nuestro padre contento por haber encontrado un alma gemela en un chico enclenque de 13 años.
Se hizo un silencio. Martin estaba rojo como un semáforo de la excitación y sudaba ampliamente. Sus ojos azules y saltones, sus mechones rubios y su aspecto de campesino sudafricano, potencialmente, eran sospechosos. Entre los odios de Martin, que eran muchos, había uno que no sentía tanto como el padre: el odio a los rubios. Para Jacobo Máximo habían sido los rubios quienes habían hundido el mundo, aquello no había sido más que una masacre contra el mundo hispano, católico y puritano de toda la vida. Entonces, pidió los licores y supimos que aquello era solo el principio.
Se quedó mirando al trasluz su copa. El restaurante estaba mucho más vacío que antes, y de las quince mesas en total solo habría un par ocupadas. Mi padre comenzó a hablar en inglés, de vez en cuando olvidaba alguna palabra y era Angelina quien la traducía. Martin, a lo largo de la noche, había pedido disculpas muchísimas veces por no saber hablar castellano y, en su delirio, había llegado a prometer aprenderlo y utilizarlo todo el rato como nuevo símbolo de lucha política a juego con sus gafas y su indumentaria espartana.
—Eres un chico listo, Martin. Estoy seguro de que vas a llegar muy lejos. —Mirada de soslayo a Angelina y a mí—. ¿Tú dices que vas a continuar la lucha? ¿Qué lucha? Incluso yo me he rendido. Con todos estos señores con los que trabajo digo las mismas tonterías que ellos dicen, no pongo mala cara si me presentan a sus maridos ni a sus repugnantes hijos nacidos en máquinas, como si fueran robots de carne y hueso y no verdaderos hijos de Dios. Obedezco las órdenes de mi jefa, que es una chica de treinta años con las tetas prominentes, y me abstengo de hacerle proposiciones o de tocarle el culo. Me indigno cuando un marido pega a su mujer y trato de tomarme en serio la tontería esa del protocolo de cortesía con los robots que se han inventado los gilipollas de los gobernantes. He terminado vendiéndome, ¿por qué? Porque estaba harto de ser pobre.
Tiene los ojos rojos. Está excitado. No va a haber quien lo pare. Angelina y yo nos miramos, derrotados, deseando que Martin comprenda que cuanto más callado esté, mejor. Las parejas hablan en susurros, no se oye nada, salvo su voz, su marcado acento porteño, más de cuarenta años después de haber pisado por última vez Buenos Aires, la ciudad a la que tiene prohibido regresar. Esa voz ronca y herida, esa voz que tan fácilmente adoptaba un tono burlón y despectivo como resultaba viril y atemorizadora y que muchas mujeres encontraban fascinante.
—¿La lucha? ¿Tú me hablas de la lucha? —Se ganaba tiempo mientras daba sorbos a un ron—. Yo estuve en la lucha. Cuatro años. Marché al frente a los veinte, fíjate, yo era un chaval. Aquello sí que era lucha, ¿vosotros que hacéis? Montáis manifestaciones y regaláis pegatinas. He estado muchas veces en tu parroquia, cuatro salmos, algún comentario sarcástico, de vez en cuando un poco más de intensidad, el cura exige la legalización, tímidos aplausos, aparece la policía y todos para casa. ¡Unos héroes! Esta sociedad corporativa en realidad no sirve ni para defenderse a costa de ser buenista y tonta.
En este momento hace un chasquido con la lengua y en su mirada vidriosa se atisba el resto del desprecio, del asco.
—Aquello sí era una lucha. Eramos varios. Dormíamos en pisos francos, en casas de colaboradores asustados que nos echaban a los dos días, nos refugiábamos durante temporadas en el campo, solos, para que fuera más difícil encontrarnos y pasabas semanas mano sobre mano, mirando las musarañas, sin nadie con quien hablar ni nada que hacer. Sin follar, coño, que es lo que los hombres quieren hacer a los veinte años.
Se queda en silencio.
—Te mentiría si no te dijera que también lo pasamos en grande. —Mi padre se ha olvidado completamente de nosotros y solo le habla a Martin, su posible sucesor—: Eramos unos chavales y también lo vivíamos como una aventura. Y había unos personajes... Estaba el Lucas, que era un amigo del colegio, un chaval rubísimo como tú que estaba obsesionado por poner bombas en todas partes y sembrar el terror sin más. Después, cuando llegaba el momento de poner en marcha sus planes, se echaba atrás y decía que le daba pena matar a gente inocente y que debíamos seguir centrándonos en cuarteles militares (sonríe tiernamente), porque no éramos criminales, éramos valientes. Nos llamaban terroristas. ¿Terroristas? Pandilla de hijos de puta que nos habían robado nuestra religión y nuestras costumbres. Atracamos cuatro bancos con Lucas, cuatro, el tío entraba en los bancos con la metralleta en alto y decía: «¡Somos católicos, no queremos matar a nadie, solo queremos defender a nuestra Iglesia!». Alguna gente aplaudía, en un banco todos eran católicos y nos dieron el dinero entre vítores y hurras. Nos gastábamos el dinero en armas y en putas, perdona la crudeza, pero éramos chavales de veinte años y no podíamos andar por las discotecas ligando como los demás porque o nos mataban o nos metían presos de por vida. Además, nosotros estábamos en contra de que las mujeres decentes se comportaran como guarras y la gente anduviera follando sin ton ni son ni bodas por el medio y para colmo siguiera llamándose cristiana. Era una vergüenza.
Mirada de soslayo entre Angelina y yo, de incomprensión absoluta porque le hemos conocido cien mil mujeres. Se me escapa una risita. Sobre mí se clavan los ojos diabólicos de mi hermana, asustada. Mi padre me mira, hace un chasquido con la lengua, no me considera digno de tener en cuenta porque él solo le está hablando a Martin:
—Venían las putas a la casa y poníamos música. Algunos se drogaban muchísimo porque al fin y al cabo estábamos matando a gente y no era fácil de soportar (mirada de dureza, los ojos fijos en el infinito). Algunas veces salíamos sin más a las calles para acribillar a guardias apostados a la puerta de comisarías. Nos hicimos expertos en aparecer en cualquier esquina y disparar en la nuca a colaboradores del corporativismo. En las mejores ocasiones, poníamos bombas en edificios ministeriales, departments, como los llamaban ellos, y salíamos huyendo asustados mientras la ciudad temblaba. Al principio, mucha gente nos apoyaba. El país se había dividido en trozos y les habían puesto nombres absurdos e insultantes como Movistar-Patagonia o Melià Pampa, pero la mayoría seguían siendo argentinos. Después llegaron los traslados y las purgas, los que no fueron movilizados se rindieron (cara de asco) y comenzamos a perder la batalla de la calle. Nadie quería acogernos. A Lucas lo delató su propia hermana, harta de que la policía siguiera a sus hijos al colegio, y lo mataron como a un perro mientras desayunaba en uno de nuestros pisos francos, a él y a su novia, a la que apenas podía ver más que de vez en cuando porque andaba siempre escondido de su propia sombra. Al cabo de cuatro años nos dimos cuenta de que habíamos perdido. La corporación ofreció una amnistía y salimos como ratas de nuestras madrigueras. Nos estaban matando como a conejos, la ciudad estaba llena de esos robots vigilantes que lo graban todo y que tenían órdenes de disparar en cuanto captaran nuestra presencia. Disparaban a bocajarro y mataban a todos cuantos estuvieran con nosotros, a nuestros padres, a nuestros hermanos y nuestros amigos. Todos los días nos despertábamos contando muertos.
(Silencio).
—Montamos una asamblea. Lo recuerdo como si fuera esta misma mañana. Estábamos los líderes que íbamos quedando. Muchos de ellos se acababan de incorporar a la resistencia y ya ocupaban puestos importantes porque perdíamos cabecillas constantemente. Estábamos en una casa en el campo, a cincuenta kilómetros de Buenos Aires, y nos pasamos todo el fin de semana discutiendo.
Martin hace una intervención. Angelina y yo sentimos el mismo escalofrío. Peligro.
—¿Tú estabas a favor de rendiros? ¿Votaste a favor? —pregunta sin poder disimular que se sentiría decepcionado de ser así.
—Por supuesto que no, Martin. Yo me pasé dos días seguidos tratando de convencer a todo el mundo de que teníamos que llegar hasta el final, que solo terminaríamos cuando no quedara ni uno solo de nosotros vivo. Di grandes discursos, tuve un absoluto protagonismo, porque me acabé convirtiendo en algo así como el portavoz de los insumisos. Ahí, ahí, se escribió la Historia. Yo estuve delante.
—¿Por qué perdisteis?
—Perdimos porque la gente estaba cansada y tenía miedo, Martin. La gente estaba harta. Lo que yo planteaba no era una hipótesis, sino la certeza de un suicidio. O terminábamos entonces o terminarían ellos con nosotros tarde o temprano. Ofrecían el perdón absoluto, una pequeña subvención para empezar una nueva vida en una corporación lejana y firmar un documento en el que jurabas los «principios fundamentales» del corporativismo. (Se queda callado). Al final, lo hicimos todos. Los pocos que quedábamos vivos, claro.
—Fuiste un gran luchador —dice mi amigo, inasequible al desaliento, tan enfervorizado de mi padre, a quien dedicó uno de esos libros que escribió como terrorista años después, o sea que algo de santo sí terminaría siendo.
—¿Un luchador? ¿Dices que fui un luchador? Fui un cobarde, Martin, lo sigo siendo. El hijo de puta al que veo mañana, un tal George, al que le quiero comprar unos terrenos, estuvo en las unidades que mataron a millones de cristianos en África. La corporación le dio una millonada para que se retirara al culo del mundo y no diera la brasa escribiendo unas memorias o mendigando trabajo reivindicando su sacrificio durante la guerra. Personas como él mataron a mis amigos, a mi familia, aunque ahora, cuando lo veo me da pena, porque al pobre lo han tratado como a un perro. Ahora estamos con el cuento del «arrepentimiento y la reparación», todo eso de lamentarse por el Genocidio y que los ejecutivos pongan coronas de flores. Es fantástico esto de que los mismos que lo provocaron ahora se dediquen a pedir disculpas. Ahora que ya tienen lo que querían, cuando es imposible que miles de millones de personas (se le agrandan los ojos), que es algo que jamás nadie pensó que pudiera suceder, resuciten para vengarse, ahora resulta que ha llegado la hora de arrepentirse y pedir perdón. ¿Y qué han hecho? Pues a los pobres diablos como a George lo tienen escondido y lo abocan al alcoholismo para que no dé el coñazo y les recuerde que en realidad se lo deben todo a personas como él.
Resoplido, se termina el ron de un trago y pide que le traigan la botella.
—Os voy a contar una cosa. —Por fin parece que nos tiene en cuenta—. A vosotros también, hijos míos. Para que sepáis la verdad. Para que sepáis qué tipo de hombre fue en realidad vuestro padre. Os voy a contar cómo murieron vuestros abuelos, yo lo vi con mis propios ojos. Fue todo muy rápido. De repente, explotó Houston por los aires y a las pocas horas los americanos lanzan un ataque químico a Irán, Afganistán y Corea del Norte. Pero los muy gilipollas se equivocan porque resulta que los paquistaníes invaden Cachemira y arrojan decenas de bombas atómicas sobre la India matándolos a todos los muy hijos de puta. Los chinos se ponen de su parte y lanzan misiles a Nueva York y Washington que son interceptados. Acto seguido, el presidente de Estados Unidos, Marco Rubio, un buen cristiano, es asesinado. Los progresistas dicen que ha sido un francotirador de ultraderecha asqueado porque un hispano gobierna su país y montan un golpe de Estado. En veinticuatro horas, los izquierdosos le ganan la Guerra Civil a los del Tea Party y se hacen con el control del país. Fijaos, para que veáis lo que son las cosas: el padre de repente tiene una expresión juvenil, luminosa, como un chico ingenuo que siente cierta excitación pueril ante la maldad del mundo, como si hubiera llegado a una conclusión brillante y misteriosa aunque evidente para cualquiera, aunque es incapaz de abandonar ese tono despectivo y resabiado: los demócratas asesinan al presidente republicano que no les gusta y acusan a los otros, encima por racistas, para montar la guerra civil que les interesa. Y en cuanto tienen el poder, ¿qué hacen? Se ponen a matar a todos los pobres de la tierra con aquella ominosa Operación Sacrificio Ilimitado que era simplemente una matanza, un genocidio. Solo se salvaron los negros, los moros, etcétera que ya vivían en Estados Unidos o en Europa y los pocos cientos de miles que escaparon de las bombas en sus países «hostiles», como los llamaban, lo fueran o no lo fueran porque a muchos no les dieron opción.
Recupera su expresión grave y permanece en silencio unos segundos. Fuera, a través de los cristales, nieva sobre los vivos y sobre los muertos, sobre las tumbas de todos aquellos cuya sangre derramada había construido el corporativismo. Martin, acongojado, Angelina y Jakob, asustados, como siempre, pero los dos atentos a una confesión que intuyen definitiva. El padre bebe un vaso de agua, se aclara la garganta, y cuando parecía que había perdido el hilo o que estaba dispuesto a marcharse, prosigue, ceremonioso y sarcástico de nuevo, teatral:
—Y ahí están, los virtuosos de la tolerancia, cuando terminan con su operación siniestra, obligándoles a firmar el maldito documento de los «principios fundamentales del corporativismo» so pena de ser aniquilados. Lo del documento era una farsa porque muchas veces daba igual que lo firmaran o no porque ya estaban sentenciados. El maricón de York había decretado como cifra ideal 1.800 millones de población máxima en la tierra y había que llegar hasta allí como fuera. Todo ello en nombre de la ecología porque para ellos vale más un paisaje que una persona. Después los meten en reservas, les prohíben su religión en nombre de la superpoblación y los derechos humanos y los subvencionan para que se conviertan en unos inútiles sin nada que hacer y se maten ellos solos con alcohol y drogas. Eso sí, si dices negro o moro te señalan porque hay que hablar de ellos «con respeto». Ser de izquierdas es una cosa estupenda.
Jacobo se queda en silencio y clava sus ojos en sus hijos con una extraña mezcla entre repugnancia y tristeza. Jakob está al borde de las lágrimas pero se contiene con todas sus fuerzas. De pronto siente amor por su padre y después de tanto odiarlo, la sensación le resulta extraña y le inquieta.
El ex guerrillero católico continúa hablando, con un tono lúgubre y cavernoso que parece surgir de una catacumba.
—Mientras, los gilipollas de los chinos pensaban que con Estados Unidos atacando a medio mundo podrían cargárselos y les mandan misiles que por supuesto interceptaron. Entonces ya estaba todo cantado. Si los progresistas no hubieran actuado tan rápido y de forma tan cruel, los nuestros no habrían hecho lo mismo y jamás hubiera existido Sacrificio Ilimitado ni nada semejante. Yo tenía 20 años y era un chico apuesto y un buen católico. Tenía una medio novia, hija de una familia amiga de mis padres, y todo el mundo daba por supuesto que nos casaríamos, nosotros también. Nunca supe nada más de ella, no tengo ni idea de si está viva o muerta. Vuestro abuelo era el director de un periódico pequeño pero muy influyente en la derecha que era marcadamente católico. No escribía una sola línea que no pudiera aprobar el Papa.
»De repente, el mundo se convierte en un caos absoluto y los americanos salen con eso de la superpoblación y de un nuevo orden mundial posnacionalista. Yo estaba con mis padres, con vuestros abuelos, todos hororrizados y esperando a ver qué dice el Papa. Y entonces sale ese señor tan viejecito y se pone a decir, mientras todos callan, las únicas cosas decentes que se escucharon aquellos días: que era una carnicería y que urgía una asamblea mundial para terminar de inmediato. Pero los americanos estaban como locos y querían matar a todo el mundo, tenían bombas como para que el mundo explotara diez veces. Los europeos estuvieron dudando el tiempo justo hasta que se les ordenó destruir la India para fulminar a los pakistaníes que habían invadido el país. Los pocos indios que quedaron formaban parte de ese Sacrificio artero que se inventaron los americanos. Los europeos hicieron lo que se les decía en medio de grandes aspavientos y bellos discursos de condolencia. Aquello fue terrible, terrible (parece que va a llorar). El periódico había dejado de imprimirse, nadie quería ir a la redacción. Así que mi padre publicó un largo artículo en la página web llamando a todos los católicos a unirse en contra de los americanos. Estábamos sentenciados.
—Pero, papá, tú, tú ya te habías marchado cuando los mataron.
Sonríe amargamente, apura la copa.
—El artículo se publicó a la semana de la guerra, cuando estaba cantado que la coalición de los americanos iba a ganar de forma apabullante. La explosión del Vaticano provocó pequeñas guerras civiles en todos los países europeos que ganaron, apoyados por los americanos, los «conformistas», como los llamaron, que eran una inmensa mayoría. Vosotros habéis crecido rodeados de chocolatinas y os resulta imposible pensar cómo era aquello. Estábamos en casa y se oían explosiones por todas partes. Todo era muy confuso y en realidad nadie sabía exactamente qué estaba pasando. Sabíamos que los americanos y los europeos estaban invadiendo el país. Al cabo de diez días, comenzaron a llegar noticias de ajusticiamientos de personas que no estuvieran dispuestas a firmar el nuevo statu quo occidental llamado «supervivencia ecológica». Sabíamos que tarde o temprano vendrían a nuestra casa. Desde la bomba en Texas, solo estaba permitido salir una hora al día de casa para hacerse con provisiones. El resto del tiempo vivíamos encerrados. Mi padre estaba indignado, mi madre lloraba.
Carraspea, se moja la garganta, como suele decir, con un trago y prosigue, sin hablarle ya a nadie.
—Los dos le rogamos a mi padre que firmara el statu quo y salvara la vida. Las cosas ya volverían a su sitio. La locura tendría que terminar tarde o temprano. Cuando mi madre no lloraba, lo hacía mi padre, que siempre había considerado al Papa la persona más importante de su vida. Habían cortado Internet y el único canal de televisión retransmitía propaganda de la coalición occidental y laica victoriosa, que poco a poco iba aniquilando un país detrás del otro. Los rubios de todas partes, esos nazis hijos de perra, recuperaron las viejas costumbres y esta vez delegaron en los robots la tarea de aniquilar a millones de personas porque ese no es trabajo de señoritos. Los humanos que estuvimos allí éramos escoria, basura humana.
Martin escucha embelesado. Angelina y yo damos un respingo.
—Finalmente, aparecieron un día: la policía corporativa, como se comenzó a llamar a partir de entonces. De repente, resultaba que los gobiernos occidentales habían acumulado miles de robots soldados que pensaban utilizar en caso de guerra total. Llegó un americano, un rubio de ojos azules, acompañado de tres Jacksons, como se llaman ahora. Entonces eran mucho más primitivos y no sonreían estúpidamente todo el rato. Mi padre estaba desquiciado. Llegaban noticias confusas de que habían matado a varios de sus amigos. Los vecinos cuchicheaban que estaban matando a todos los indígenas. Y entonces llegaron ellos, los rubios, rodeados de robots con metralletas para hacernos firmar un papel en el que renunciábamos a todas nuestras convicciones y jurábamos ser buenos ciudadanos del corporativismo. Todos llorábamos, incluido mi padre. El general americano le soltó un discurso de que era un periodista con mucho talento y que podía seguir ofreciendo grandes servicios a la nación. Nadie estaba en contra del cristianismo, todo lo contrario, abogaban por volver a sus raíces y eso, ¡oh paradoja!, coincidía con modernizarlo. No podemos permitirnos otra masacre como esta, decía el general, los homosexuales son nuestros amigos porque no se reproducen. ¡Bienvenido a la nueva era!
»Le rogamos, le suplicamos que firmara el documento y que no fuera terco porque nos iba a costar la vida. Lloramos incansablemente, pero mi padre se negaba a firmarlo. Al final, se les terminó la paciencia y lo mataron allí mismo los robots, a bocajarro, mientras el general hacía unas llamadas porque eso no son cosas de señoritos. Mi madre y yo nos quedamos helados, con el cadáver de nuestro padre aun caliente, que un robot retiró de nuestra vista porque el corporativismo mata, pero mata limpio. El general volvió y nos preguntó nuestra opinión. Mi madre se negó a firmarlo y también la mataron.
—¿Y tú?
—Yo firmé, Martin, yo firmé. Yo tenía 20 años, estaba enamorado, quería comerme el mundo y no quería morir. Me llevaron preso hasta una instalación militar en algún lugar desconocido del mundo porque me sedaron. Aparecí en el mismo infierno. Durante dos meses, todos los días, drogado, me obligaban a controlar a decenas de robots que fusilaban a chinos sin piedad. Todos los días, durante dos meses, pasaron delante de mis ojos aquellos miles de chinos, mujeres, niños, chavales, hombres, ancianos, de todo había, que antes de morir miraban perplejos al frente. A veces tenía la impresión de que lo habían previsto, de que habían crecido con una convicción mucho más profunda que yo mismo o nadie a quien conociera de que, tarde o temprano, podían matarlos. Vivía en un estado de alucinación constante. Me dedicaba a dar órdenes, cuando los chinos entraban, decía: «Un paso al frente. Colocaos sobre la plataforma». La mayoría se plegaba sin protestar. Si alguno se quejaba, los guardias le pegaban un tiro allí mismo. Una vez dentro de la plataforma, ya no podían moverse. Y entonces, de repente, aparecían los robots y los mataban a todos. Duraba solo unos segundos. Después, un rayo láser los reducía cenizas y a por los siguientes. Calculé que estábamos matando a cinco mil personas por hora, quinientos por tanda. Yo estaba en una cabina, rodeado por todas partes de chinos a los que matábamos por pura rutina. No podía oír sus gritos porque estaba insonorizado, pero sí podía sentir su dignidad y su terror. La corporación me daba muchísimas drogas y, día tras día, aquellos chinos morían como moscas a través de los cristales.
—¿Cómo conseguiste escapar?
—No conseguí escapar. Enfermé y me sustituyeron por otro. Me llevaron a un centro de reposo en el Caribe y allí estuve unos ocho meses con otros apestados como yo, la escoria que había hecho el trabajo sucio del corporativismo, a la que nadie quería ver. Finalmente, me dejaron libre después de firmar cien mil papeles que me comprometían de por vida a no contar nada, etcétera. Un hombre de verdad habría dejado que lo mataran, pero yo firmé.
—¿Y todo lo de la insurgencia? ¿Tus robos de bancos? —pregunta Martin, que no quiere perder a su ídolo.
—Eso vino después —contesta mi padre, con una media sonrisa, con los ojos llorosos—. Y ahora marchaos a vuestra habitación a jugar a vuestros videojuegos o haceros pajas y dejad que me emborrache yo solo. Ya habéis tenido suficiente por hoy.
Y el rencor no hizo más que multiplicarse, que propagarse y florecer en mi corazón aterrorizado y despectivo. Los muertos seguían vivos y los vivos estaban muertos. Todo aquel odio no hizo más que contagiarse y expandirse como una célula cancerígena que se hubiera propagado por todo mi ser y el de quienes me trataban. Toda la rabia y todo el dolor, la tristeza y la venganza lo destruyeron todo. Crímenes que se cometieron y cuyas víctimas jamás conociste, pero que siguen por todas partes como fantasmas que se resisten a marcharse y te recuerdan todo el rato que eres un perdedor o un vendido. El miedo, al final, del cobarde. Del que quiere sobrevivir aun a costa de otros. Paul. Taksim.
TAKSIM
Señor, da a cada uno su muerte propia,
el morir de aquella vida brota,
en donde él tuvo amor sentido y pena.
Pues somos tan solo corteza y hoja.
La gran muerte, que cada uno en sí lleva,
es fruto en torno al que todo gira.
Rainer Maria Rilke,
El libro de horas
1
Jennifer Sinclaire
o primero que pensó de buena mañana, mientras peinaba ese cabello lacio y largo que siempre consideró la parte más hermosa de su cuerpo, fue que esa convención era una idea terrible. Se preguntó cómo podía ser que Albert se dejara engatusar cuando estaba claro, por las bajas a última hora del presidente y del director general, que todo el mundo pensaba lo mismo que ella. Jennifer había nacido en la parte tranquila de Repsol, en el sur de Francia, y había trabajado toda la vida como abogada. Jennifer era una accionista media y se encargaba de asuntos inmobiliarios de poca monta, muchos de ellos no especialmente agradables ni estimulantes, como desahucios o requerimientos de hipotecas, o decididamente menores, como permisos para obras domésticas.
Jennifer, una mujer inteligente de 32 años, rubia, de ojos azules, estaba muy enamorada de su marido, Albert Genner, que también era su proyecto, su obra. Habían discutido durante semanas sobre el asunto, pero Genner, que estaba muy apegado a Morgan, no había dado su brazo a torcer y Jennifer tenía miedo de que sin su consejo lo estropeara todo. Albert trabajaba como ejecutivo de Repsol y había ido escalando posiciones. Se encargó primero de controlar las gasolineras, en franco declive, como el propio petróleo; después, de representar los intereses de Repsol en operaciones de cierta trascendencia, y finalmente de comprar nuevos territorios a corporaciones menos exitosas. No era PM, pero casi. Genner había sido astuto y Jennifer, que era muy rápida entendiendo las motivaciones de cada uno de los actores en la función que estaban representando, la ambición, lo supo guiar en cada paso, en cada decisión, sabiamente.
Los periódicos del día siguiente recordarían que Jennifer había crecido en Big Mac CRC y era una excelente cocinera. También explicarían, citando a su madre, que «nunca fue como las otras niñas. A mi hija le gustaba quedarse en casa leyendo y viendo las noticias. A los ocho años, ya era capaz de tener una conversación sobre corporativismo. A los diez, la avanzaron un curso. Siempre pensamos que llegaría muy lejos». Un amigo de la infancia desvelaría una cualidad suya un tanto peculiar y chocante: «Aunque era tímida, tenía mucha afición por la salsa y la bailaba maravillosamente. También le gustaba el ponche». Y una compañera de la facultad de derecho diría, en la intimidad: «Siempre tan preocupada por conocer a la gente importante, mira dónde la ha llevado».
Pero Jennifer, que soñaba con tener pronto su primer hijo y había dejado de tomar la píldora en secreto, era ambiciosa pero tampoco una suicida y, mientras se peinaba, se maldecía por haber fallado en lo que había sido su especialidad en los últimos doce años: persuadir a Albert. Esperaba tener más suerte en su próximo proyecto: convencerlo para que apostara por vender Turquía cuanto antes, cosa que en su calidad de secretario de Compraventa de territorios no podía hacer por las bravas, aunque sí podía favorecer. Pero Albert se negaba por «motivos éticos» que a Jennifer le traían al pairo. El problema, en resumen, era que solo Halliburton estaba interesada y Genner sospechaba que aquello terminaría con una bomba atómica y un nuevo Genocidio que, decía, le habría pesado como una losa.
Pero Jennifer no se rendía. Su argumento era sencillo: él no tenía la culpa de que a Repsol, tras el sorteo posterior a la guerra, le hubiera caído Turquía en gracia. «Hemos conseguido ganarnos el campo», decía Genner. Sí, pero en Estambul había una guerra de trincheras, bombas todas las semanas, ejecuciones sumarias y era un motivo de vergüenza constante, con una violencia que los periodistas comparaban con el Bagdad posterior a la invasión de Bush hijo. Había que vender cuanto antes y quitarse el problema de encima. Y que cayeran sobre la conciencia de Halliburton las consecuencias, si las había, claro.
Además, para qué tantos remilgos si la nueva política de su querida Morgan, basada en el «dispara primero, no preguntes nunca» era una salvajada, por buenos resultados que estuviera dando. «Ya me dirás la diferencia que hay entre matarlos a todos de golpe o por grupitos», decía ella. Pero Genner se empeñaba en apoyar a Morgan y ahí estaban los dos, haciendo el paripé en un acto que Jennifer pronosticó, en repetidas ocasiones, que terminaría volando por los aires. Como así fue.
2
Brad Anthony
rad llevaba varios días preocupado por su mejor amigo. Sabía que estaba en el bar del Facebook porque se lo habían dicho, pero se invisivilizaba para él. A los 16 años, sentía que perder a su mejor, a su único, amigo era un drama tremendo. Carl, efectivamente, se había enterado de que había estado utilizando su carné vip, que pensaba que había perdido, en una discoteca a la que solo tenían acceso los chicos casi más guapos. Brad no era feo, ni mucho menos, pero tenía unos granos ciertamente poco favorecedores, con los que no podía ni la infalible medicina del corporativismo, que le provocaban terribles complejos. Aunque, en justicia, hay que decir que Brad siempre se sintió feo, entre otras cosas porque siempre tuvo tendencia a desarrollar amistades intensas y de vasallaje con el chico más deseado de su clase, relegándose a una posición secundaria que le atormentaba pero que necesitaba para seguir viviendo.
Su madre y algunas chicas de la discoteca en la que se colaba gracias al carné de su amigo, que tampoco la pisaba mucho porque tenía el carné de otra a la que iban los aun más elegidos, opinaban que era incluso muy mono, pero Brad tampoco se dio por enterado porque, además de su complejo tradicional, llevaba varios meses debatiéndose en la nada de la inexistencia. Su hermana lo tenía mortificado con que estaba pasando la «edad del pavo», cosa que le ponía sumamente nervioso porque estaba convencido de que lo suyo era algo mucho más profundo y atávico. Además, más que como un gallito se sentía como un idiota. En la discoteca lo único que había hecho era pasarse el rato plantado en una esquina, acompañado de su silencioso y taciturno primo, diciéndose cosas como «A la de diez me atrevo a hablar con ella», para luego: «En cuanto suene Kiss Me But Not Kill Me» o, finalmente, «Ahora ya es demasiado tarde».
La pérdida era tremenda. Carl era lo más guay que había visto en su vida, le había enseñado que existían los porros de marihuana, a los que era absolutamente adicto, o le había presentado a la única chica que se había trasegado en la vida, una ex que no le servía ni de refrito. Brad le había correspondido con una devoción sin fisuras y prestándole abundantes cantidades de dinero que Carl jamás recordaba devolver. Y, de repente, estaba absolutamente furibundo con él por un pecado que no consideraba tan grave y que, además, se decía, también era consecuencia del poco respeto que le tenía su amigo, que a veces dejaba que lo acompañara a las discotecas y a veces no, pero nunca se olvidaba de él cuando pasaba apuros. Oscilaba entre la rabia y la autocompasión, entre el odio y la miseria, e incluso su madre, que se había ausentado de la sala vip y lo había dejado allí solo y sintiéndose de nuevo como el hijo de señor importante al que todo el mundo considera un lelo, había movido algunos hilos para que le dieran el dichoso carné.
Brad, un segundo antes de morir, estaba pensando que, bien mirado, lo mejor que podía pasarle era romper con Carl y vivir su vida. Recordó, desconocedor de las gestiones de su madre, que ya nunca podría entrar en esa discoteca en la que nunca había sido capaz de ligar, pero a la que había acabado por acostumbrarse. Con lo cual esa chica a la que atacaría a la de diez o a la que sonara Kiss Me But Not Kill Me ni le mataría ni le besaría ya jamás. Y jamás lo hizo porque Brad murió virgen y con la cara llena de granos.
3
Mark Low
ark había trabajado siempre como activista. Lo suyo eran las buenas causas. Contra la opinión generalizada de su familia y amigos, se diría incluso que delsentido común o apego instintivo a la vida, se había empeñado en seguir viviendo en Estambul aunque fuera pasto de la destrucción. Aunque a Mark, jocosamente, le gustaba decir que el milagro no era que hubiera sobrevivido diez años a los tiroteos, las bombas o los francotiradores, sino al tráfico, porque los estambulíes se empeñaban en sabotear los semáforos, que, por alguna razón inexplicable, odiaban. Mark se dedicaba a atender las necesidades de las familias refugiadas, caldo de cultivo de la resistencia, y se pasaba la vida con turcos bigotudos que desconfiaban de él por su piel lechosa y sus ojos grises. Era gente rústica y enfadada que había sido trasladada a otras partes del mundo pero se empeñaba en volver a Estambul y no incorporarse a la sociedad corporativa como Dios manda.
Vivía cerca de Taksim, en un apartamento compartido con Turgut, que tenía colgados pósteres del Corán y se negaba a hablar en inglés o a comprar productos manufacturados, y una bella turca de ojos verdes y piel tostada de la que Mark estaba secretamente enamorado y que era la causa por la que no se había marchado, ni siquiera en las peores épocas, cuando los muertos en la ciudad comenzaron a superar los quinientos mensuales. A sus 30 años, Mark había conseguido conquistar a Hülya a base de mucho tesón y mucho sacrificio. Durante los primeros tres años, le hizo de paño de lágrimas porque Hülya se peleaba muchísimo con su novio, un primo suyo de mirada felina que tenía ideas anticuadas sobre el papel de la mujer en la sociedad. Aunque este era muy machista, también opinaba que Hülya estaba llamada, por algún motivo, a ocuparse de la casa pero igualmente a ganar dinero, por lo que solía andar holgazaneando por ahí hasta que se unió a la resistencia.
Estambul era una ciudad abarrotada con doce millones de personas. Al principio, los traslados fueron allí más brutales que en otros lugares. Millones de turcos fueron enviados a rincones remotos del mundo, pero, los muy malditos, se las ingeniaban para volver. El país siempre fue un polvorín, pero todo empeoró cuando, en 2070, los Guerreros de Marte comenzaron a perpetrar carnicerías en corporaciones lejanas y los turcos se envalentonaron. La respuesta de Repsol fue demoledora y escuadrones de Jacksons armados hasta los dientes empezaron a recorrer día y noche las calles de Estambul buscando a sospechosos de pertenecer a la insurgencia. Después llegaban los Smiths de la limpieza, borraban las huellas y como si no hubiera pasado nada.
A mediados de los setenta, los escuadrones dejaron de sentirse seguros, porque, además de las bombas y los francotiradores, los niños comenzaron a tirarles piedras y resultó que aquellos robots tan bien dotados eran especialmente sensibles a un buen pedrusco. Fue entonces cuando se estableció un estado de guerra jamás declarado oficialmente en el que todo el mundo se movía sigilosamente y las calles pasaron a estar, salvo cuando se organizaban revueltas espontáneas que podían durar días y hacían que todo ardiera como una pira, prácticamente vacías. Por las noches, en Estambul, solo se oía el ruido de los disparos.
Mark, de todos modos, había llegado a acostumbrarse a vivir en la ciudad. Se negó, en otro acto que sus familiares y amigos declararon como suicida, a vivir dentro de la Zona Violeta, donde estaban confinados los occidentales en teoría propietarios de aquello, y sus allegados no estaban tan equivocados, porque Mark, de una forma u otra, tenía la certeza de que tarde o temprano lo matarían. Sin embargo, ahora que había comenzado a acostarse con Hülya tras haber sido su confidente y su paño de lágrimas, tenía la secreta esperanza de convencerla para que se mudaran a la capital de Repsol a formar una familia. Entre otras cosas, porque ahora que creía que alguien estaba enamorado de él, había comenzado a valorar un poco más su propia vida.
4
Claire Morgan
laire, a sus 68 años, estaba convencida de que, tarde o temprano, ganarían la guerra a los puñeteros turcos. Claire era una ejecutiva de enorme influencia en Repsol, la prensa la llamaba «la reina borrosa» por su capacidad para guiar en las decisiones más importantes de la corporación pero saltarse la foto. Estaba allí, en la ejecutiva central, desde hacía treinta años y nadie imaginaba Repsol sin ella. Comenzó en el departamento de Marketing vendiendo la propia esencia de la corporación. Era brillante a la hora de hacer campañas institucionales que lograran crear una nueva identidad a partir de algo tan abstracto como una marca.
La falta de identificación de los nuevos ciudadanos con su corporación era un problema en casi todas partes. Mucha gente adoptó rápida y sumisamente las nuevas costumbres y ritos sin quejarse, pero les faltaba una cierta «pasión» que los ejecutivos habrían agradecido. El fin de la III Guerra Mundial (14 de mayo) era el día más señalado del calendario anual y se celebraba en todas partes, pero existían otras fechas festivas que costaba que calaran. Desde el asesinato de los católicos, se terminaron las resurrecciones de Cristo o los pentecostales y se dio la bienvenida al «día de la concordia mundial», «día del consumo responsable» o el nacimiento de Shakespeare y Freud. A sumar, las celebraciones locales, relacionadas con la actividad de la empresa («día del refresco» en Coca-Cola o aniversario de la muerte de Steve Jobs en Apple). Se mantuvo la Navidad, más como símbolo supremo de la civilización triunfadora que por su carácter religioso, ya muy erosionado antes de la guerra.
Entre los reacios había escalas. Estaban los que tampoco habían sentido ningún apego por su país anterior y Morgan calificaba como «inconmovibles». También estaban esos que ella llamaba los «románticos», para los que cualquier tiempo pasado fue mejor. De vez en cuando organizaban una función teatral en castellano o en francés o salían a la calle para exigir que se respetaran los antiguos símbolos nacionales como parte del «legado histórico». Los más inquietos exigían un acto de contrición por el Genocidio posterior a la guerra o se apuntaban a campañas para que los negros dejaran de vivir en reservas. Eran latosos, pero solían contentarse con pequeños gestos y Morgan, en el fondo, siempre los consideró inofensivos y hasta cierto punto necesarios porque, argumentaba, «una cierta oposición al sistema lo legitima».
Finalmente, estaban esos accionistas que seguían hablando con sus hijos en italiano o eran católicos en secreto. Los que formaban guetos dentro de las corporaciones e incluso se atrevían a publicar libros en otros idiomas que no fuera el inglés o a celebrar fiestas primitivas. Desde los veinte años, habían sido su obsesión porque en su fuero íntimo los detestaba profundamente. Y Claire había logrado asombrosos avances gracias, en parte, a una iluminadora intuición: muchos no echaban de menos ser sudafricanos o colombianos o incluso franceses en sí; lo que echaban de menos, sencillamente, era un cierto paisaje: una playa, una montaña o un cruce de calles y una plaza. La televisión corporativa repetía machaconamente escenas de las costas y las montañas, de las ciudades y los pueblos, a los que habían sido trasladados penetrando en el subconsciente afectivo y creando, por fin, lo que se daría en llamar «corporativismo».
Su éxito fue tremendo, pero no total y, a los 40 años, Claire decidió que la única forma de ocuparse de los más reacios no era mediante campañas de imagen ni regalando dinero a todos los accionistas el día de la energía (fiesta nacional de Repsol), sino utilizando a la policía. Fue entonces cuando «la reina borrosa», que no se había casado ni tenido hijos, y que ya vivía rodeada decenas de robots guardaespaldas porque Repsol controlaba la zona más peligrosa del mundo, Turquía, fue ascendida al difuso cargo de «Consejera Especial en Corporativismo», lo cual significaba de facto controlar los resortes del poder sucio. Fue Claire, por ejemplo, quien lanzó la idea de aprovechar los cuerpos de bebés muertos que aparecían en los terroríficos atentados de los Guerreros de Marte para crear nuevos seres artificiales que fueran orgánicamente indistinguibles de los verdaderos seres humanos en el programa conocido popularmente como Cuerpos Mutilados que ella llamaba Nueva Humanidad. También fue idea suya sustituir bebés en la cuna por robots para crear una nueva generación de agentes secretos perfectamente integrados e indistinguibles.
En sus diez años en el cargo, en connivencia con Charlie Valance, de la corporación vecina, Claire se había convertido en la bestia parda de los reacios, entre los que destacaban muy especialmente dos especies muy peligrosas: los turcos y los Guerreros de Marte, que se estaban uniendo en una extraña amalgama entre musulmanes, marginados del corporativismo, robots y periodistas. Cada vez más decidida a no morir sin ver terminada su obra, un mundo seguro y felizmente corporativista, se iba decantando por las soluciones brutales y efectivas. Su ley marcial, eufemismo de ejecuciones en cadena, etcétera, de los últimos meses en Estambul había dado resultados extraordinarios.
Y aquel acto, que ella misma intuía que podía ser una muy mala idea, lo había previsto como un autohomenaje. Sin embargo, la cancelación del viaje del presidente y del director general lo deslucía. Claire esperaba que por lo menos hubiera mucho confeti, porque se lo había ganado a pulso, entre otras cosas, porque había traicionado todo lo que creía que debía de ser su vida. Muchas veces pensaba: es curioso cómo una mujer brillante, que una vez realmente ambicionó que todo fuera mejor para todo el mundo, al final haya terminado convirtiéndose en una asesina en masa. Secretamente, soñaba con retirarse pronto y pasar el resto de su vida en una mecedora, en su casa de Ron Habana, llorando por lo que había hecho. Falleció, con el ceño fruncido, a las ocho y cinco de la mañana en Taksim.
5
Faruk Seyfi
aruk, de los Seyfi de toda la vida y media, era un hombre clave en el Estambul ocupado. Era el rostro local de Repsol en la ciudad como alcalde y su trabajo era una curiosa mezcla entre sonreír muchísimo, con esos dientes tan blancos que eran la marca de los ciudadanos del corporativismo, y matar a diestro y siniestro. La familia de Faruk, una de las más ricas de Turquía, se vendió junto al ejército al corporativismo a cambio de mantener unas ciertas prebendas que pasaban por detener su traslado o, cuando menos, dejarlos mantener sus palacios y sus fortunas. Repsol cedió porque los turcos eran los únicos musulmanes en un mundo abrumadoramente dominado por los cristianos y sabía que la plaza era muy dura.
Faruk era un admirador absoluto de los logros del corporativismo. Su familia había multiplicado su riqueza gracias a sus negocios con Repsol y él había heredado el cargo de alcalde de su padre a los 25 años, en 2065, como si fuera la cosa más natural del mundo. Padre e hijo, sin embargo, acabaron distanciándose. El padre había sido tolerante con costumbres como fumar en pipa, el velo que algunas mujeres preferían llevar o mascar tabaco. El hijo no estaba para tantas gaitas. En realidad, Estambul para él era la ciudad de los veranos, cuando se reunía con hijos de millonarios de todas las corporaciones en su palacio para jugar al fútbol de niños o montar orgías de mayores. Porque Faruk había estudiado en Union Suisse y había hecho la carrera universitaria en iPad, carrera que jamás llegó a terminar porque su padre, que estaba muy viejo, le cedió el cargo antes, harto de esperar, ocho años después, a que finalmente la concluyera.
Era un hombre apuesto, que iba con el cabello engominado y se había injertado un hoyuelo en la barbilla que le daba un aire de galán de película antigua. Estaba casado y tenía cuatro hijos, pero entre sus prerrogativas de alcalde y dueño de facto de Estambul, estaba la de beneficiarse a las sospechosas de insurgencia, que en una ciudad como aquella, en realidad, eran casi todas. Claire detestaba a su contacto de Estambul y le repugnaba que fuera tan fácil de comprar. Estaba segura de que él prefería no terminar con la guerra porque su negocio consistía en que esta nunca acabara, pero en las últimas semanas le habían llegado datos que demostraban que Faruk estaba ganando también dinero vendiendo armas a los insurgentes. Entre otras cosas, si no, tampoco se explicaba cómo podía ser que continuara entrando tanto armamento a una ciudad amurallada.
De hecho, Faruk no sabía que ese acto era también su despedida. No porque fuera a volar por los aires, sino porque en la cena de esa noche con Claire y el PM de Seguridad que viajaba de incógnito, iban a mandarlo a unos terrenos de Repsol en el Caribe para que pasara el resto de su vida bebiendo cócteles y jugando al polo. Murió sonriendo.
6
Albert Genner
lbert no había dormido bien por la noche. Jennifer estaba inquieta y podía sentir su inquietud. Albert creía en su mujer a pies juntillas. La conoció a los veinte años, en casa de unos amigos, y le sorprendió la profunda indiferencia de Jennifer por cualquier tema de conversación banal. A ella solo le gustaba hablar de grandes asuntos y estrategias competitivas basadas en conceptos complejos. A Jennifer, básicamente, se dio cuenta enseguida Albert, lo único que le interesaba era el poder. Y tuvo la certeza de inmediato de que por fin había encontrado a una mujer con la que podía compenetrarse porque ese era, exactamente, el único y verdadero interés que Albert había tenido a lo largo de toda su vida y no le cabía ninguna duda de que nunca iba a cambiar.
Consiguió su número y quedaron al cabo de unos días. En aquella primera cita, Albert confirmó su corazonada. Jennifer apenas hablaba y sus palabras eran meramente tácticas, quería saber en qué colegio había estudiado, las notas que había obtenido, su situación familiar y posibles influencias de cuna, para finalmente conocer sus ambiciones. Se le iluminó la cara cuando Albert le dijo que esperaba, desde pequeño, llegar a lo más alto del corporativismo. A partir de esta inquietud, Jennifer le sometió a un interrogatorio aun más detallado y preciso, no tanto para conocer su ideología, que era poca y estaba en sintonía con la ortodoxia, sino para sondear cómo pensaba conseguir su objetivo y con qué apoyos contaba.
A partir de entonces, fueron un equipo. Albert era mucho mejor orador que Jennifer y dominaba a la perfección el arte de la sonrisa, la palmada en la espalda y disimular sus emociones. Jennifer solía permanecer detrás de él, callada y un tanto mustia, sin perder un solo segundo para analizar cada paso que daba su marido. Los más observadores notaban que, de vez en cuando, Jennifer le sugería algo al oído, cosa que hacía con una discreción y una elegancia famosas entre sus conocidos. De hecho, cuando los mataron, Albert estaba escuchando cómo su mujer le decía, con voz muy flojita, que tuviera unas palabras cariñosas con Brad, el hijo del PM de Finanzas, que correteaba por la zona vip sin que hubiera rastro alguno de su padre.
7
Tarik Özbek
los 12 años, el compañero de pupitre de Tarik, Ahmet, que era un niño con aspecto simiesco al que él, un intelectual, detestaba, le robó los apuntes que primorosamente había elaborado clase tras clase, más preocupado, como decía orgulloso el maestro, por aprender que por destacar, como sucedía con otros niños. Tarik, que era muy sentido y se ponía nervioso muy fácilmente (su maestro, que lo adoraba, pensaba que porque su padre lo azotaba en casa), montó un drama espectacular. En su inocencia, había dejado los apuntes guardados en el cajón, sin llave. Y al llegar a clase y disponerse a proseguirlos, se encontró con que ya no estaban. Estambul era el único lugar del mundo en el que los niños continuaban escribiendo a mano.
Sus compañeros de clase nunca olvidarían el disgusto de Tarik, que se paseaba por toda el aula cargando su pena y lamentando su mala suerte, profiriendo lamentos agónicos que a algunos les partieron el alma. Faltaban dos semanas para los exámenes de diciembre y el niño, que era muy pobre y siempre andaba resfriado porque no iba bien abrigado, mezclaba el llanto con los mocos y era realmente un espectáculo ver a aquel devoto del estudio tan desolado. Ahmet, culpable pero sin sentírselo en absoluto, comenzó sin embargo a sentirse incómodo por aquel dolor siniestro que le ponía de los nervios. A punto estuvo de confesarle su crimen para hacerlo callar, pero Tarik, que tampoco era tonto, llevaba toda la mañana sospechando que era el culpable.
Cuando llegó la hora del patio, Tarik hizo acopio de valor y espió dentro de la mochila de Ahmet. Y ahí estaban sus anotaciones, un tanto arrugadas, cosa que lamentó en un principio, pero que luego, relamiéndose, también pensó que le daba la oportunidad de pasarlos a limpio en casa para tener unos apuntes aún más lucidos. Y cuando Ahmet regresó de jugar al fútbol, se encontró con que Tarik ya no lloraba y que, incluso, sonreía. Como Ahmet no era muy inteligente y además su compañero le importaba un bledo, ni sospechó que lo había pillado. Sin embargo, cuando terminaron las clases, tenía una propuesta que hacerle: a cambio de proteger su secreto, Ahmet debería comprometerse a pegarles una paliza a ciertos niños de los últimos bancos que se empeñaban en hacerle la vida imposible porque siempre era el primero en levantar el brazo cuando el profesor preguntaba y nunca olvidaba hacer sus deberes.
Ahmet resultó ser mucho más llorica y miedica de lo que Tarik había imaginado. Por lo visto, sus padres eran muy estrictos en lo que se refiere a cuestiones morales y, si descubrían su crimen, el castigo podía ser terrible. Sin embargo, por la otra parte, los niños que se reían de Tarik resultó que eran, precisamente, aquellos a los que Ahmet más admiraba, así que el dilema que se le planteaba era insondable. Finalmente, Ahmet acabó prefiriendo enemistarse con algunos compañeros que con sus padres y se produjo la pelea, de la que Tarik fue testigo radiante.
Desde entonces, observó en sí mismo, para su propia extrañeza, que si superaba su propensión a la histeria, lo que le quedaba era la frialdad y la falta de rencor. Por eso, no le sorprendió en absoluto que terminara fundando «Turquía sí puede», un movimiento contemporizador con ambas partes que pretendía llegar a la paz haciendo concesiones por los dos lados. Tarik, que era odiado del uno al otro confín de su propio país y que vivía en un palacio protegido como un búnker, se preguntaba, eso sí, si no había llegado demasiado lejos al acudir a aquella convención porque, incluso para un hombre dispuesto a sacar tajada de cualquier contrariedad, la política del último año (en la que la corporación había comenzado a matar a los niños de las piedras) era una barbaridad. Se preguntaba, un segundo antes de morir, si en el discurso que había preparado, muy duro con Repsol, no había llegado demasiado lejos. Al fin y al cabo, vivía como un rey. Y eso también contaba.
8
Valerie Majorall
alerie jamás entendió por qué había llegado a ser comercial de Repsol. Detestaba a la gente y las relaciones públicas. Nunca sintió el menor asomo de espíritu corporativo y en el colegio se reía de iniciativas de Morgan como el «día de las renovables» o el «día del petróleo», que obligaban a los niños a hacer muchos dibujos e interesarse por temas que a nadie le importaban. Siempre deseó, desde muy pequeña, llevar una vida tranquila, casarse con un hombre tranquilo y tener un trabajo tranquilo que le permitiera estar pronto en casa para dedicarse a su marido tranquilo y a sus hijos, que quizá sí estarían obligados a aportar el toque de emoción y nervio a su vida.
Sin embargo, como quien no quiere la cosa, y casi más por curiosidad que por ambición, terminó la carrera de derecho. Y, para su propia sorpresa, entró como becaria en el despacho de Valance, el mítico PM de Seguridad de la corporación vecina y hombre famoso en toda Europa. Enseguida descubrió que su cargo no era complicado. Consistía en acompañarle a todas partes y, en actos simbólicos, sustituirle, como esa misma mañana en la que fue asesinada. Además, a los pocos meses, comenzó un tórrido romance con Valance que duraba ya más de dieciséis años. Ante su desesperación porque no se quedaba embarazada, fue el propio Valance quien le confesó, finalmente, que era un robot. Al principio, sintió un cierto dolor, porque nunca le habían gustado los bebés a la carta para parejas infértiles u homosexuales. Después, se dio cuenta de que con Valance le bastaba. Es más, Valerie comenzó a sentir un gran alivio porque no le gustaba la gente ni muchas de las cosas feas y sucias que esta hacía y creyó que siendo un robot sería mejor que ellos.
Murió a los 36 años tras haber sido una gran bebedora de vino toda su vida.
9
Joshua
enía una curiosa mirada, una forma realmente peculiar de abrir mucho los ojos y una voz grave un tanto caricaturesca, como de locutor radiofónico para eventos de viejecitas, pero pasada por el tamiz de una cierta timidez ronca, como si hablara para sus adentros. Era solemne y cuidadoso. Le gustaban el arte y los artistas, y alguna vez había soñado que si no hubiera muerto por primera vez en 2072, en un atentado de los Guerreros de Marte en Armani Roma, quizá se habríaconvertido en un buen actor o guitarrista. Solía mirar fijamente a la gente a los ojos con una intensidad que algunos juzgaban excesiva y le gustaba prodigarse en gestos de cortesía: siempre fue el primero en arrimar el hombro cuando había que llevar unos bultos o el último en salir por la puerta.
Entre sus defectos, a veces era demasiado taxativo en sus opiniones y le molestaba que le llevaran la contraria. También tenía un humor muy peculiar, entre surrealista y ácido, que no todo el mundo entendía. Finalmente, aunque su carácter reflexivo y profundo no podía juzgarse como una tara, sí saltaba a la vista que a Joshua, algunas veces, le habría venido bien una pizca más de alegría y una pizca menos de solemnidad. Se lo tomaba todo demasiado en serio, pero es posible que, con los años, hubiera ganado en arrojo. Además, nada malo había en su naturaleza reflexiva, tan dada a valorar los matices éticos de todos sus actos. Porque Joshua, mi hijo, al fin y al cabo, era un gran tipo.
El día antes del atentado dejó que Jakob, su novio desde hacía unos meses, del que estaba enamorado, saliera a recorrer Taksim enloquecido porque Taksim, le había dicho Paul, era el lugar en el que le esperaría. Llevaban dos días en Estambul, adonde habían llegado tras numerosas penalidades, y a Joshua le dolió que desde el primer momento el antiguo productor anduviera tan ansioso por encontrarse con su ex. Joshua pasó aquellas horas en medio de una terrible angustia porque, además, sabía o intuía que aquella fuga no podía llegar muy lejos. Si Jakob no era asesinado por Paul, sería la policía intercorporativa, a la que había traicionado, la que lo mataría, solo o acompañado. Tarde o temprano, los encontrarían.
Al segundo día, cuando comenzaba a hacerse de noche en Estambul, pocos minutos antes del toque de queda, apareció Jakob. Estaba serio y taciturno y llevaba una mochila cargada con la que había salido de casa. Habían alquilado una habitación muy grande en el floreciente mercado ilegal de viviendas de la ciudad, la más peligrosa del mundo para una persona normal, pero la más preparada para dos fugitivos como ellos. Jakob dijo que había comprado ropa sencilla porque se habían tenido que deshacer de la maleta en Opel, poco antes de cruzar la frontera, y llevaban dos semanas andando por el mundo como andrajosos. Joshua quiso verla, pero Jakob la escondió en un armario y le dijo, con una sonrisa que le pareció forzada, que estaba impaciente por hacer el amor con él. Y lo hicieron.
Pasó aquella última noche de su vida abrazado a Joshua, preguntándose cómo había llegado a amar tanto a un hombre que hacía tanto ruido mientras dormía. Joshua tenía el cuerpo de una persona sana y fuerte de 22 años y nunca iba a cambiar. A los 2 años Joshua fue recogido por la policía secreta entre los escombros de Armani Roma para participar en un proyecto ultrasecreto que consistía en reclutar a bebés muertos, hacerlos crecer artificialmente y crear una nueva raza de robots que sustituyeran a los Windsors Clase A Plus, que habían resultado un fraude porque muchos se estaban pasando a los Guerreros de Marte. Así que de repente Joshua se vio convertido en un apuesto joven de facciones cuadradas y mentón ancho, de ojos verdosos y nariz chata. Solo sus dientes, muy pequeños y muy juntos, desentonaban en un rostro que, cuando menos Jakob, juzgaba perfecto.
A las seis de la mañana, sin haber dormido aun, mientras su novio roncaba y rascaba los dientes, se levantó a ver qué había en la mochila. Y ahí había explosivos como para matar a más de cien personas. Y en seguida comprendió lo que sucedía. Se acercó a Jakob, le dio un beso en los labios y con lágrimas en los ojos utilizó lo que sabía como agente corporativo de alto nivel para salvarle la vida. Se puso el chip que Paul le había incrustado y le inyectó un somnífero para que durmiera hasta que el atentado fuera un hecho. Con los primeros y tenues rayos de luz de una mañana de diciembre fría y metálica, cruzó Estambul desde las orillas del Bósforo, donde estaba su habitación, pasando por un puente en el que los primeros pescadores tiraban sus cañas, y subió por la colina entre las calles zigzagueantes para llegar a Taksim, el lugar que no le cabía duda que era el objetivo del atentado.
Llegó a la plaza sobre las siete de la mañana tras haber dado una vuelta larguísima que hizo, según era su costumbre, muy serio y reflexivo, en un estado más propenso a la filosofía que a la tristeza. La carpa ya estaba instalada y, aunque las medidas de seguridad eran brutales, apenas había gente a aquella hora de la mañana. Pero Joshua se alegró de ser un robot y de poder hacer lo que hizo. Sabía que si desactivaba del todo la bomba y no explotaba, Paul acabaría encontrando a Jakob enseguida y matándolo. Además, probablemente el atentado no se detendría. Habría otro suicida preparado. Es posible, incluso, que aquel trabajo no lo tuviera que hacer Jakob solo desde un principio. Por eso, había que actuar rápido, evitar que se solapara a una hora convenida a otro mártir o que perteneciera a una cadena de bombas simultáneas. La alarma debía ser creada, la sangre derramada, a primera hora de la mañana para poner a la corporación en alerta.
Rebajó la carga explosiva hasta el mínimo posible y, corriendo a trescientos por hora, sin que nadie tuviera un segundo para detenerle o los francotiradores pudieran abatirlo, se plantó en la sala de la convención de Repsol, donde, haciendo una última mueca, con lágrimas en los ojos, hizo que todo explotara matando a ocho personas, a sumar él mismo. De pronto, de la carpa no quedó más que plástico quemado, y los cuerpos de nueve personas, mutiladas, con sus miembros esparcidos por las esquinas, convirtieron el evento en una carnicería. La cabeza desgajada de Jennifer terminó encima de un lote de folletos informativos que anunciaban «Un día para celebrar el corporativismo» con una extraña mueca, un ojo a la virulé y la lengua azul colgando. Su brazo se quedó pegado al tronco de su marido, en medio de un charco de sangre y cristales.
La cabeza de Genner jamás fue encontrada y se supuso que los restos de masa cerebral que aparecieron aquí y allá le pertenecían. Su mano, sin embargo, quedó clavada al respaldo de la silla donde, hombre nervioso y ansioso que era, la tenía clavada mientras escuchaba a su mujer darle indicaciones. Claire Morgan tuvo un final cruel que regocijó a sus enemigos. Con la explosión, perdió un brazo y un pie (que salieron disparados) y en cuanto abrió los ojos y se vio desmembrada fue como si se acabara de despertar en medio del infierno pero ella no pintara nada. Cuando se dio cuenta de que le faltaban extremidades y que estaba llena de sangre por todas partes, en medio de un caos que los periódicos, siguiendo la tradición, calificarían de dantesco, se dispuso a salir corriendo de la carpa cuando ya se oían las primeras sirenas. Correteó entre cadáveres y sillas destrozadas y, cuando ya veía la salida, Faruk, que aun conservaba un halo de vida y que, según correspondía a su clase, murió impecable y con una flor en el ojal, la cogió del tobillo para que un incendio que se les acercaba la devorara. De su cuerpo solo quedaron las cenizas. Faruk, en cambio, señor hasta el final, incluso tenía buena cara en el sarcófago. Los bomberos lo salvaron en el último segundo de la indignidad de morir feo.
El cuerpo de Valerie también quedó bastante entero, en parte debido a la dureza y resistencia de su naturaleza robótica. Tan bien hecha estaba que a los forenses les llevó un buen rato darse cuenta de que no era exactamente humana. El cuerpo de Brad, el adolescente con granos, sufrió bastante. La explosión le arrancó una oreja que terminó en la otra punta de la plaza y de una de sus piernas no quedó más que un trozo de rodilla. Los servicios de emergencia encontraron su tronco, pegado a una sola pierna y un solo brazo (que voló hasta el techo de la carpa y ahí se quedó como saludando) y su cabeza (sin oreja), desgajada a pocos metros. No puede decirse que Mark Low tuviera mucha suerte, fue el único que se dio cuenta de que aquel chico que había entrado en la sala vip como una bala, sucedió todo muy rápido, era una velocidad jamás vista en un ser humano, iba a inmolarse. Estaba pidiendo un café a un Windsor, pensando en Hülya, en su discurso a favor de un trato humanitario a los refugiados, y cuando iba a dar un sorbo, vio a Joshua escurrirse entre los controles y plantarse delante de él dispuesto a volarlo todo por los aires.
Ya asomaba esa sonrisa suya acostumbrada a lidiar con turcos bigotudos con muy malas pulgas y, cuando se disponía a ir a darle la mano y preguntarle por su asombrosa velocidad, se dio cuenta. Aquella mochila oscura estaba cargada de explosivos y ese chico iba a matarlos a todos. Un segundo antes de que la bomba descuartizara su cuerpo en tantos pedazos que los forenses después harían algún chiste de mal gusto sobre lo pesadita que se estaba haciendo la reconstrucción, se acordó de Hülya, y en el anterior, de lo que llevaban años diciéndoles sus amigos y su familia y cómo había llegado a creer que era inmortal después de tantos años esquivando a la casualidad. Su amigo Tarik, que lo había convencido de participar en aquel acto para que se dejara oír mejor la voz de los oprimidos y con más gracia por su rostro pálido y sus ojos arios, murió tras mucho padecer en un hospital, varias horas después, tras haber perdido una pierna y debatirse en medio de un dolor extremo que devino en coma y deceso.
Entre las ciento cincuenta personas que ya se habían acercado a la convención, hubo más de cien heridos, hombres y mujeres, que vieron desfiguradas sus caras o cómo sus pieles se caían a tiras por el ácido, cuyos ojos se desplazaron a la zona de los labios y cuya oreja se instaló en el cuello. Una raza de monstruos de una bomba nueva que fue el principio de una guerra sin cuartel en la que aun habrán de morir miles de personas y de androides más. Y que, lejos de terminar, sigue incendiando el mundo con atentados por todas partes mientras la policía todo lo registra y todo lo controla. Al escribir estás líneas, en Marrakech OS X, me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que esta ciudad sea pasto de las llamas.
Jakob se despertó con el ruido de la explosión. A los pocos segundos, comenzaron a atronar las hélices de los helicópteros y las sirenas de los coches y las naves policiales. Donde antes había reinado el silencio, ahora el caos ejercía su tiranía. Se acercó corriendo al armario y vio que la mochila no estaba. Gritó el nombre de Joshua en vano y, tras algunos titubeos, no tuvo dudas sobre lo que había sucedido. Le habría gustado saber, aunque pudo intuirlo, que Joshua, cuyo cuerpo fue demasiado hermoso como para merecer la descripción de su despedazamiento, le dedicó su último suspiro.
Y Jakob, por fin, comprendió que amar es lo más difícil, pero es lo único importante.
Agradecimientos
scribir esta novela ha sido una odisea que no hubiera podido completar sin la ayuda de algunas personas a las que quiero dar las gracias de todo corazón. Mi padre es siempre mi principal apoyo y sin su afecto y entusiasmo nada sería posible. Y con él, mi madre y queridos hermanos: Sandra, Margarita y Guillermo. No siempre es fácil, pero así es la vida. Mi tía Soledad Sardá me dio calor y cobijo haciendo gala de una generosidad y bondad que siempre me acompañarán. Mi gratitud también para Pepa Miró, Joaquín Pozo y la pequeña Alicia. Y en el recuerdo siempre estará mi tío, el arquitecto Antonio Miró, con el que tuve la fortuna de convivir en los que fueron casi sus últimos días. Nunca olvidaré su afecto, su inteligencia y su integridad artística.
Tengo la suerte de tener los amigos más leales y cariñosos del mundo. A ellos también va dedicada esta novela, por riguroso orden azaroso: Xoán Martín, Alba Roldán, Irene Esteban, Óscar Menéndez, Julia Atzenweiler, Fernando Tielve (cc, aun forever), Jaime Casas (genio y figura), Amanda de Pablo, Ivy Espinosa, Angela Méndez, Deborah Palomo, Marcos Rebollo (mi amigo del alma), David Bernal (y olé), Fernando Pérez-Langa, Tati San Millán, Jaime Narváez, María Maier, Marc Gili, Belly Hernández, Custodio Pastor (querido como ninguno), Jordi Blanch, Iñaki Ellakuria, Ramón Oriol, Nadia López, Susana Saludes, Yolanda Yolandoski, Sylvia Suárez, Alberto Sestayo, Rosa García Pozo, Gema Saura, Lucía Etxebarría y Josep Rocafort (la pareja del siglo) Jesús Ulled, Carlos Arnoldson (adorado), Max Lemcke, Laura Fernández, Denise Holzer (reverencia), Pedro Aguilera (maestro), María, Enrique González Khun (maestro bis), Ana García Moreno, Adrián de Alfonso, Rosa María García Pozo, Javier Reta, Carlos Reviriego, Diana Zaforteza, Pedro López, Jesús Ulled, Óscar del Pozo, Aline Casagrande, Nuria Azancot (se te echa de menos), Fric López, Nuria Díaz, Silvia Taulés, Sergio Heredia, Carlos Risco, Javi Giner, Javier Hontoria, Silja Götz, Jorge Álvarez y Manuel Bañeres por cierta inspiración. Mucho amor para la insigne Elvira Lindo, por su inesperada generosidad y afecto. Todo mi afecto también para la sensacional Olivia Buendía, cuyo corazón de oro merece un monumento. Y besos para las pequeñas Alejandra Alvárez, Miranda Narváez y Ámbar Cascante, Marc Lemcke y el, o la, mini Visa en camino. El baby boom de mis amigos es lo mejor del mundo. La felicidad renovada.
Escribí gran parte de la novela en Ciudad del Cabo, una ciudad que llegué a sentir mía y a la que espero regresar todas las veces que me sea posible para saludar a mis queridos amigos Carl Alfons y Monique Kronenberg, Wendy Van de Naal, Thabo Lesoro, Maia Matches, Jordi Matas, Xavier Aldekoa y Jaime Velázquez.
Muchas personas me ayudan en mi labor profesional: mi editor y jefazo, Pablo Alvárez, y Gonzalo Albert, de Suma, que es el editor más escrupuloso y fantástico que pueda imaginarse. Blanca Berasátegui, Javier López Rejas y Cristina Jaramillo, de El Cultural, os quiero. Mike Goodridge, de Screen International, y tantos otros que creen en mí y me apoyan. Ellos saben quiénes son. Olvidé mencionar en Dinámica... a Yolanda Muelas y espero arreglar ahora el descuido. Y un beso para Nancy Rodríguez y familia y Alba de Fisiocranio.
Finalmente, esta novela también está dedicada a la memoria de Bella Holzer, a la que siempre recordaré con la ternura y el cariño que me dio en un momento muy complicado de mi vida.
Biografía
Juan Sardá (Barcelona, 1976) estudia periodismo y empieza a publicar en revistas gratuitas juveniles escribiendo sobre música. A principios de 2000 comienza a colaborar con La Vanguardia. Poco después, salta a las páginas de La Luna, suplemento juvenil de El Mundo, al tiempo que escribe para otros medios como Fotogramas o Rockdelux. Tras una temporada en las páginas de cine de On Madrid, suplemento sobre el ocio de la capital que publica el diario El País, regresa a El Mundo para hacerse cargo de las páginas de cine de El Cultural, labor que ha desempeñado los últimos tres años. En 2010 Suma de Letras publicó su primera novela, Dinámica de los cuerpos eléctricos, con un gran éxito de crítica y público.