El diario codificado de Benjamin Franklin. Un mapa oculto. Un evangelio legendario. Estas son las primeras piezas de un antiguo puzle que podría destruir los mismísimos cimientos del cristianismo.

En una ocasión, Joseph Koster desenterró uno de los secretos más celosamente guardados de la Iglesia... y aquello estuvo a punto de costarle la vida. Ahora, en compañía de la hermosa ingeniera Savita Sajan, Koster debe descodificar el diario de Franklin antes de que caiga en las manos de aquellos que están dispuestos a todo para destruirlo. Pero en un mundo de sociedades secretas, antiguas conspiraciones y acertijos masónicos, encontrar el trofeo es una cosa, y sobrevivir otra, pues la llave que abre la puerta del cielo... puede abrir la del infierno.

Título Original: The God Machine

©2009, J. G. Sandom

©2012, La Factoría de Ideas

Traductor: Juan José Llanos Collado

ISBN: 9788490180754

Generado con: QualityEbook v0.50, Notepad++

Quisiera darles las gracias a las siguientes personas: Kate Miciak, por haberme apoyado decididamente; David Hale Smith, por sus gestiones; sir Edward Dashwood, licenciado en Teología, por sus opiniones sobre las cavernas del Fuego Infernal; Christy Thompson, por facilitarme el acceso al salón de los Carpinteros, y Jim Cicalise, por la entusiasta visita guiada; Brigid Jennings y Terry Jung, del Servicio de Parques Nacionales, por sus juicios sobre Thomas Edison, y Shermaine McKelvin, por su conferencia sobre el patrimonio de Glenmont; Jonathan Korsen, de la catedral de San Juan el Divino, por la visita; mis lectores: el doctor Matthew Snow, Marcia Zand y Sylvana Joseph, por escucharme atentamente y ofrecerme sus sabios consejos; Vanessa, Carl, Alexander y Benjamin, por alentar cariñosamente mis locuras, y mi hija Olivia, mi propia máquina de Dios, que renueva mi fe todos los días.

J. G. Sandom

Verano de 2008

Hopewell

Para Judas, el incomprendido.

Año 33 después de Cristo

El Minya, Egipto

Antes incluso de que Abraham y el muchacho se cobijasen en una caverna en las inmediaciones de El Minya, el anciano sabía que se estaba muriendo. Una hoja romana le había atravesado el estómago y la hemorragia estaba empeorando. Habían viajado hacia el sur en camello durante tres noches, siguiendo el curso del Nilo y durmiendo durante el día, ocultos bajo los papiros y las frondosas palmeras como los escorpiones. Pero, aunque habían dado esquinazo a sus perseguidores, la muerte acechaba entre las sombras de las cavernas de Kararra. Y estaba harta de esperar.

Los romanos habían sabido exactamente cómo atacarlos y cuándo. Era una triste verdad de aquella época. Al principio Abraham y el muchacho se habían sentido a salvo en el Alto Egipto, alejados de los conflictos de Judea. Pero incluso allí, cuando los grupos cristianos más ortodoxos acusaban la presión de las alas gnósticas, vendían a sus rivales a los romanos. Seius Strabo, el prefecto de Egipto, estaba encantado de ponerle el broche de oro a su carrera adjudicándose las ejecuciones y se vanagloriaba del número de cristianos muertos en sus informes semanales a Roma.

Abraham exhaló un suspiro. Aunque apenas había cumplido cincuenta años, sentía en el pecho todo el peso de la historia de la locura y la avaricia humana. Le costaba respirar. Tironeó del tocado judaico, se desató la capa con capucha y la cabellera gris se derramó sobre sus estrechos hombros. Hacía frío. Siempre hacía frío en aquel país. La estación había sido larga y húmeda, ahíta de lluvia y langostas. Llena de bestias extrañas. Y una noche la luna se había teñido completamente de escarlata. Era tiempo de portentos. El anciano sonrió. Un buen momento para ponerse en marcha.

Era un cristiano cainita de creencias y devociones profundas y no temía al más allá. Se había reconciliado hacía mucho tiempo con la muerte definitiva del cuerpo. Pero tenía una última misión, y solo le quedaba una oportunidad para cumplirla.

El anciano se dio la vuelta, sumergiéndose en una caldera de dolor. Rechinó las mandíbulas y sintió que le brotaba el sudor en la frente. Sopló una brisa nocturna procedente del desierto que apremiaba las tinieblas de la caverna. Suspirando de nuevo, Abraham se incorporó apoyándose en el codo para acercarse a la hoguera.

—¿David? —exclamó con tono áspero—. David, ¿estás ahí? Ven a la luz.

¿Dónde estaba su nieto? Abraham escrutó las sombras que bailaban en la caverna, pero las cataratas le habían tendido un velo sobre los ojos. No veía nada.

Al instante, el espigado David se arrodilló a su lado. El anciano alargó la mano. Para tocarle la cara. Para asegurarse.

O quizá solo fuera para sentirlo. Sus dedos, semejantes a garras, se doblaron sobre la mejilla y el delicado hoyuelo del mentón de su nieto.

—Tengo un secreto, un secreto terrible —susurró—. Lo he guardado desde hace mucho tiempo. Demasiado tiempo, a decir verdad. Perdóname, David, pues ahora estoy cansado. No puedo seguir guardándolo. Pero tú, David, lo puedes conservar escribiéndolo en misnaico y griego, tal como te he enseñado. Las logoi. Las palabras. Antes de que se conviertan en polvo entre las ondulaciones del desierto, en las arenas, junto con el resto del hombre que de mí queda. —Se palpó el estómago y trató de reírse. A continuación se puso serio de repente. Aferró a su nieto, retorciéndole la carne y los músculos del antebrazo—. Las palabras de un hombre al que conocí cuando era niño. Un hombre llamado Judas Iscariote.

»Toma nota de sus palabras —insistió—. Y después ocúltaselas al mundo. Ocúltaselas al sanedrín y a los romanos, a todos, David, excepto a aquellos que crean en la palabra. Y ahora tráeme el códice. Hay una cosa que debo escribir de mi puño y letra, tal y como me la transmitieron a mí.

El muchacho obedeció. El anciano escogió una pluma, la sumergió en una calabaza de tinta negra y trazó un diseño de finas líneas, rectángulos y círculos, en un baile de proporciones exquisitas.

Cuando hubo concluido sintió que el inefable peso de la memoria se filtraba a través de sus articulaciones y sus ligamentos, rezumando desde las yemas de sus dedos. Se tendió bocarriba.

—Judas era un hombre muy devoto y siempre fue bueno conmigo, siempre —le explicó Abraham a su nieto—. Para que nadie lo olvide. Y el compañero más íntimo de su maestro, digan lo que digan. Jesús fue a Judas y le dijo: «Aléjate de los demás y te descubriré los misterios del reino. Es posible que lo alcances, pero tendrás que sufrir mucho».

El anciano se estremeció, rememorando aquella visión... ¿o acaso no había sido más que un sueño? Había visto a Judas al pie de aquel precipicio, mientras descendían los demás discípulos, que lo rodeaban, con aquellas piedras en las manos. Aquellas piedras. Se habían congregado a su alrededor como lobos. ¡Un vil asesinato! Le arrancaron la piel de la cara a tiras.

—«Las próximas generaciones te maldecirán», le advirtió Jesús, «y reinarás sobre ellas... las sobrepasarás a todas. Pues sacrificarás al hombre que viste mi cuerpo para que yo cumpla las profecías».

»Judas le dijo: «Por favor, no me pidas que te traicione, mi señor».

»Y Jesús le contestó: «Levanta la vista y mira esa nube, la luz que brilla dentro de ella y las estrellas que la rodean. La estrella que indica el camino es tu estrella, Judas».

1492

Milán

Da Vinci tuvo una visión en las primeras horas de la mañana. Al otro lado de la ventana todavía era de noche. Tan solo serpenteaban esporádicos carros de bueyes y apenas algunos juerguistas extraviados perturbaban los apacibles ritmos de la ciudad antes del amanecer. Da Vinci se incorporó en el catre, se volvió hacia el escritorio y exhaló un suspiro. No tenía elección. Cuando se le presentaba una visión de aquella forma era inútil que tratara de aventurarse de nuevo en el sueño.

Encendió una lámpara con una cerilla; se puso en pie, se desperezó y se rascó la luenga barba gris. Se sirvió una copa del vino que había sobrado de la cena, que aún estaba amontonada en un plato de estaño en las inmediaciones: media pechuga de faisán, un tanto rancia, una especie de salchicha de cerdo y una rebanada rota de pan de centeno. Bebió otro sorbo de vino y fingió que no se había dado cuenta de que la carne estaba estropeada.

Casi instintivamente, alargó la mano hacia el cuaderno más cercano, que estaba abierto en la imagen de El hombre de Vitrubio, el círculo dentro del cuadrado, encima de los estudios de Cecilia Gallerani, la amante del duque, junto al boceto a carboncillo de Il cavallo, la estatua ecuestre que había diseñado en honor del padre del duque, justo al lado de los dibujos de la calculadora mecánica de engranajes...

¡Il cavallo! En cualquier momento el duque Ludovico Sforza entraría en tromba y querría que le enseñase la obra maestra que le había encargado hacía semanas. Da Vinci torció el gesto y bebió otro sorbo de vino. Semanas o ¿meses? Como si fuera tan sencillo producir estatuas y retratos uno detrás de otro. Como si fuera un fabricante de salchichas, el carnicero oficial del ducado.

Da Vinci abrió el cuaderno sobre el escritorio. En la página en blanco opuesta a El hombre de Vitrubio. No había tiempo que perder. No quería que se le escapara aquel diseño. Y siempre podía arrancar el dibujo del cuaderno más adelante y encontrar un escondite apropiado.

Alargó la mano hacia un zurrón de piel cercano y sacó otra ilustración. Se trataba de una copia de una copia, emborronada y arrugada, pero era lo único que tenía para trabajar. Y había tardado mucho tiempo en encontrarla, casi dieciséis años, por no hablar de la pequeña fortuna que le había pedido el librero de Oriente Medio. Contrariamente a la mitología popular que él mismo había inventado, Leonardo no era el hijo ilegítimo de una campesina de Vinci llamada Caterina, que había abandonado a su esposo y su hijo en la miseria para fugarse con otro hombre de una aldea vecina. Lo cierto era que su madre había sido una esclava de Constantinopla. Y aún tenía contactos en el mundo árabe.

Da Vinci admiró el diseño de finas líneas, los rectángulos y los cuadrados, los círculos que bailaban en proporciones exquisitas.

Pasó la página en blanco opuesta a El hombre de Vitrubio. El pergamino era tan fino que se entreveía el dibujo que había debajo. Entonces añadió una maraña propia de finas líneas, círculos y rectángulos, elaborando y ampliando el diseño.

Era casi mediodía cuando el duque Ludovico Sforza se puso a aporrear la puerta. El sonido era tan alarmante que arrancó a Da Vinci del trance en el que había estado sumido durante toda la mañana. Sintió que este se desprendía como una segunda piel, un capullo gastado, los vestigios de una encarnación distinta que aún colgaban de los omoplatos, las yemas de los dedos y el cabello. Se estremeció y miró a su alrededor, pero por mucho que se esforzara no lograba acordarse de cómo había llegado a esa habitación.

—¡Leonardo! Sé que estás ahí dentro. Te estoy oyendo. ¡Abre la puerta ahora mismo!

Da Vinci fue corriendo a la puerta y la abrió de golpe.

El duque Ludovico Sforza estaba echando chispas en el pasillo. Sus ojos brillantes y negros como el carbón parecían insondables. El cabello oscuro le enmarcaba el rostro. No era de extrañar que lo llamasen Il moro, «el Moro».

—Mientras yo sea tu mecenas, esta es mi casa —farfulló el duque, entrando a grandes zancadas y observando con suspicacia todos los objetos de la estancia. Llevaba una casaca de un púrpura iridiscente muy intenso, como el de las alas de una mariposa, y Leonardo se dijo que debía recordar aquel color—. Todas estas puertas son mías —prosiguió el duque— y puedo abrirlas y cerrarlas a mi antojo. Y pienso hacerlo.

—Desde luego que lo haréis. —Da Vinci se inclinó hacia delante en una suerte de reverencia.

—¿Dónde está la obra maestra de mi padre?

—Me gustaría que dejarais de referiros a ella de esa forma, duque.

Ludovico Sforza, regente y duque de Milán, hijo del gran condotiero Francesco, hizo un ademán con la mano izquierda y declaró:

—Si quieres que el mundo crea en ti, Leonardo, primero has de creer en ti mismo. —Merodeó durante un momento junto al escritorio de Da Vinci.

No, no es una mariposa, pensó este. Más bien una polilla.

Sforza tironeó de los estudios de su amante, Cecilia Gallerani, los sacó y los examinó brevemente uno detrás de otro.

—¿Esto es todo? ¿Esto es lo único que has hecho? Hace semanas que vi estas obras. ¿Qué pasa con la obra maestra de mi padre? Il cavallo, Leonardo. El caballo de bronce de siete metros y medio de altura que, como afirmabas en aquella carta, cubrirá de gloria imperecedera y honores eternos la auspiciosa memoria del príncipe, mi padre, y la ilustre casa de Sforza. —Los ojos del duque se posaron entonces sobre el cuaderno de Da Vinci, el boceto del hombre vitrubiano y el insólito dibujo que había al otro lado—. ¿Qué es esto? ¿Otro estudio? ¿Tal vez otro encargo? ¿Algo de Florencia?

Da Vinci le arrebató el cuaderno de las manos.

—Para otro momento, duque. Otra vida, a decir verdad. —Sonrió y lo guardó a buen recaudo—. No es digno de vuestra atención. Pero habéis tenido suerte.

—No seas condescendiente conmigo, Leonardo. Estoy harto de esperar. Ya basta de estudios, ejercicios, plazos alentadores y retrasos cansinos, demoras y excusas...

—Pues hoy es el día en el que empezaré... —prosiguió Da Vinci. Y sintió que el conocimiento descendía sobre él como un peso imponderable— la obra maestra de vuestro padre.

1738

Filadelfia

El trueno despertó a Benjamin Franklin. Había estado paseando con Franky por un manzanar, el que se hallaba tras la casa del obispo White. Y ambos habían estado dando patadas a las manzanas sobre la tierra húmeda que descendía hasta Dock Creek, la cala del puerto. Franklin le había dado a una de ellas una patada extraordinariamente fuerte y se había vuelto hacia su hijo con una gran sonrisa en la cara, como para decirle: «¿Lo ves? ¿Ves qué lejos?». Pero Franky ya no estaba allí. El restallido del trueno inundó la ciudad como una ola en la playa y Franklin se encontró solo, en camisón, tendido en la cama, empapado en sudor y despidiendo el hedor del miedo.

Alguien estaba llamando a una puerta, aunque no era la suya, sino la de abajo. Franklin lo oía. Se trataba sin duda de la puerta de la calle, que daba a la calle Market. Entonces los golpes se interrumpieron y alguien se detuvo ante la puerta de su dormitorio, en el pasillo, en el mismísimo rellano, gimiendo y merodeando delante de la puerta.

—¿Señor Franklin? —murmuró Peter con tono quejumbroso.

Franklin se levantó de la cama y se puso las gafas. Su ropa estaba dispuesta con puntilloso cuidado obedeciendo a un sistema demostrado que relacionaba los movimientos de las articulaciones con las prendas, de modo que se vistió deprisa y con gran eficiencia. Franklin tenía treinta y dos años. Aún conservaba buena parte del físico musculoso que había obtenido mediante su pasión por la natación cuando era un muchacho impulsado por una energía nerviosa y dinámica, aunque el vegetarianismo no había superado la prueba del tiempo y se le estaba ablandando el abdomen.

Desde que el año anterior lo nombrasen director general de correos, Franklin comía en contadas ocasiones en la casa que alquilaba en la calle Market. Amaba a Deborah (a su manera, desde luego), pero sus frugales estofados, que elaboraba con escasos ingredientes y con los que sin duda confiaba en impresionarlo, eran extraordinariamente inexpresivos, insípidos. En una palabra: aburridos.

Por mucho que aquello lo mortificase, aunque era propenso a la moderación, Franklin no podía evitarlo, sencillamente. Le encantaba la buena mesa. Aunque su hijo bastardo William debería haber sido un recordatorio constante del precio de sus desenfrenadas pasiones, Franklin intentaba hacer caso omiso de la certidumbre de que algún día aquellos prodigiosos apetitos regresarían para atormentarlo, sin duda cuando fuese muy viejo.

De resultas de ello había adoptado la costumbre de cenar en la ciudad casi todas las noches, en casas de amigos, socios o conocidos, recibiendo las atenciones de los comerciantes, realizando visitas oficiales a provincias extranjeras como dignatario o haciendo negocios como director general de correos.

Se estaba quedando calvo, lo que no le preocupaba demasiado, hasta se vanagloriaba de aquella calvicie y con frecuencia se negaba a ponerse peluca en las ocasiones señaladas. ¡Pero perder también la figura!

Todo se está yendo al infierno, pensó, todo se viene abajo. Desde lo de Franky.

—¿Señor Franklin? —repitió Peter.

—Sí, ya voy —gruñó Franklin—. ¿Quién ha venido a una hora tan intempestiva?

—El viejo judío —contestó Peter.

¿En mitad de la noche y con un tiempo tan desapacible? Era demasiado tarde para jugar a las cartas y demasiado temprano para entablar discusiones filosóficas. A menos que... Franklin abrió la puerta.

—¿Está solo?

—No, señor Franklin —dijo Peter. El maduro esclavo atisbaba nerviosamente el pasillo, como si estuviera buscando una respuesta—. Lo acompaña un caballero —añadió, sin dejar de apartar la mirada—. Un extranjero.

Franklin asió los hombros de Peter y le dio la vuelta, como si se dispusiera a atacarlo. A continuación soltó una carcajada, lo esquivó y bajó corriendo las escaleras.

Simon Nathan, el rabino mayor de Filadelfia, se encontraba en el pórtico que daba a la calle Market. Franklin observó que junto a él había un desconocido, un hombre oscuro con una capa oscura con capucha. Ambos estaban acurrucados bajo la lluvia como un par de perros de caza.

—Pasad, pasad —exclamó.

—Perdona que te molestemos a estas horas, Benjamin —se disculpó el rabino mientras franqueaba la puerta—, pero desde que tú... —Sacudió el sombrero—. Desde que nosotros... —Observó la lluvia que iba inundando el suelo.

—¿Lo habéis encontrado? —quiso saber Franklin.

El rabino sonrió. Era un anciano con ojos castaño oscuro con los ribetes de años de esforzados servicios.

—Sí, lo hemos encontrado.

—¿Dónde?

—En El Cairo.

Como si hiciera un truco de magia, el desconocido metió la mano bajo la capa y extrajo un códice encuadernado en piel, una gruesa carpeta de papel de canela.

—Este es mi amigo Haym Solomon —anunció el rabino—. Ha llegado de España en barco esta misma noche. Salió de El Cairo en camello y atravesó el Sáhara a pie.

Franklin miró en derredor del vestíbulo.

—Peter —exclamó—. Calienta un poco de coñac para nuestros invitados. ¿Peter? Están calados hasta los huesos. ¡Peter! ¿Dónde se habrá metido? Estaba pisándome los talones.

—No, no queremos coñac, gracias, Benjamin —repuso el rabino—. No podemos quedarnos. Pero quería entregarte esto en persona en cuanto llegase a mí. —El rabino tomó el códice de manos de Solomon para dárselo a Franklin—. La verdad es que no quería guardarlo en el templo.

Franklin contempló el libro que tenía entre las manos. No podía creerlo. Después de tanto tiempo. Ahuecó las manos alrededor del lomo de piel. Sentía que la antigüedad del códice se filtraba a través de las yemas de sus dedos.

—¿Estás seguro de que este es el evangelio que queríamos?

El rabino se manoseó los tirabuzones.

—Es el que estabas buscando —contestó con un suspiro—. Pero me temo que no es lo que querías, Benjamin. Escúchame. Te lo digo como amigo. Hay una razón para que haya estado escondido del mundo durante mil setecientos años. No te traerá nada bueno. Provocará las iras de tus enemigos. Se alzarán para atacarte.

El rabino se puso el sombrero.

—Olvídalo, Bennie. Franky está muerto. —Sin decir otra palabra, asió el brazo de su acompañante y juntos atravesaron la puerta y se internaron calle abajo hasta desvanecerse en la lluvia torrencial.

Franklin estrechó el códice entre sus brazos y cerró la puerta con llave. Luego cogió la lámpara que Peter había dejado en el vestíbulo y subió de nuevo las escaleras. Deborah continuaba durmiendo en sus aposentos. La casa estaba sumida en un silencio absoluto.

El estudio de Franklin se encontraba al fondo de la casa. Se trataba de una estancia pequeña, cubierta de libros y salpicada de inventos medio construidos. Había mapas y retratos colgados en las paredes, pero aquella noche no les prestó atención. Abrió el códice con un suspiro. Se componía de cientos de quebradizas páginas de papiro polvoriento; la mayoría de los márgenes se habían resquebrajado como si fueran de pizarra.

Y allí estaba. En la primera página. Allí mismo. ¡En el mismísimo frontispicio! El diseño de líneas, rectángulos y círculos, rectángulos y cuadrados, en un baile de exquisitas proporciones.

¡Después de tanto tiempo, las leyendas eran ciertas!

Franklin se reclinó en la silla y se rió. Alargó la mano hacia la botellita de ron medicinal que guardaba en el escritorio. Se sirvió un traguito en una sencilla copa de hojalata. Luego se levantó para dirigirse a la pared que había al otro lado del escritorio. Hacia el cuadro. Hacia Franky.

Su hijo seguía sonriendo. Lleno de alegría. Aunque la viruela lo hubiese matado hacía dos años, cuando contaba cuatro.

—Tendrías que haber visto la patada que le di a aquella manzana, Franky. Fue hasta Dock Creek —dijo Franklin—. Cuando llegue el momento tendremos que hacer algo al respecto, desde luego. Una puntada a tiempo... Los criados perezosos de todo el barrio tiran la fruta de nuestras despensas en Dock Creek. Por no hablar de las tenerías de Harmony Lane. Algún día estallará un brote de cólera. Ya lo verás.

Un relámpago iluminó brevemente la habitación. Al rato, el estruendo del trueno.

Franklin alzó la copa.

—Ya falta poco, Franky. —Brindó hacia el cuadro—. Como te había prometido. Estaré allí, a tu lado, y volveré a mecerte en mis brazos hasta que te quedes dormido.

Filadelfia

Tom Moody estaba trabajando al fondo del sótano, arrodillado sobre una lona de plástico, cuando atisbó una esquina de la caja en la pared. Estaba escondida en una pequeña oquedad, justo al lado de una vigueta. Estaba hecha de madera. Moody aplicó la paleta alrededor de los bordes y la tierra densa y compacta, atrapada desde hacía doscientos años, se resquebrajó hasta desmoronarse. Extrajo la caja del orificio.

Al fulgor de la linterna de trabajo, apenas distinguía una serie de grabados en la parte de arriba, rugosos y cubiertos de tierra: una pirámide y un cuadrado masones, una especie de sello. Había un pasador en uno de los lados. Moody se puso la caja en el regazo, corrió el pasador y levantó la tapa. Dentro había una especie de libro, posiblemente un cuaderno o un diario. Depositó la caja en el suelo y se quitó los guantes de trabajo. Abrió la tapa del cuaderno y le dio un vuelco el corazón cuando reparó en la firma: «B. Franklin».

La cuestión era que Tom Moody ni siquiera debería haber ido a trabajar ese día. La noche anterior se había quedado hasta las tantas en un tugurio tailandés de Bainbridge, en Center City, en una cita a ciegas con una chica a la que había conocido en internet. Después de la última serie de fracasos, Moody no esperaba gran cosa. Pero la cita había salido a pedir de boca. La chica se llamaba Miranda. Tenía una cabellera castaña ondulada y una buena delantera y cuando la vio en el restaurante con aquellos leotardos, inclinándose con la cadera hacia afuera y la mano en la barra, sonriéndole al llamarla por su nombre, supo que había tenido suerte. Y además era católica. Habían cenado pad thai y té verde, habían ido a bailar y todo había encajado inexplicablemente, de aquella manera extraordinaria en la que encajaban las cosas. Por lo menos a veces. Se había despertado junto a ella al amanecer, todavía emocionado. Su teléfono móvil estaba sonando. Era Tony, su colega del sindicato. Resultaba que había una obra independiente en Franklin Court. Por si le interesaba.

Alto y lleno de músculos, con los ojos del color del té, la cabeza afeitada y reluciente y un pendiente en la nariz, Tom Moody encontró un billete de diez dólares en la parada del autobús cuando iba hacia allá. Estaba allí tirado. Se agachó, esperando a medias que saliera volando o que lo retirase un hilo invisible, pero no se movió, de modo que lo cogió y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta de cuero.

Para cuando llegó a Franklin Court ya había comprado dos entradas para el sorteo de lotería de Powerball de aquella noche.

El trabajo era bastante sencillo. El Parque Histórico Nacional de la Independencia había autorizado ciertas obras de ingeniería debajo de Franklin Court, en la antigua casa imprenta de Benjamin Franklin, en la calle Market. Con el transcurso de los siglos los edificios que rodeaban a Franklin Court se habían desplazado. Las recientes excavaciones habían puesto de manifiesto estructuras de apoyo defectuosas al lado del nuevo museo. Tendrían que acceder a través del sótano de la vieja casa, excavar y apuntalar las vigas maestras.

Moody pasó las páginas del diario con la mano y decidió que no era más que un disparate. Las frases estaban agrupadas en tercetos, pero las letras no estaban conectadas entre sí para formar palabras. Parecían desordenadas, un galimatías. Entonces reparó en algunas palabras que reconocía: «El evangelio de Judas». Y al lado del consabido alfabeto inglés, dos lenguas extranjeras. Griego, conjeturó Moody (la había visto antes en restaurantes griegos), y una escritura desconocida.

—He encontrado una cosa —anunció Moody, al tiempo que depositaba la caja sobre el escritorio de Ian Wilson.

Achaparrado y grueso, con el escaso cabello peinado sobre el cráneo a modo de cortinilla, Wilson era el contratista jefe de la obra en el parque y el responsable de las relaciones con los oficiales del servicio del parque de la Independencia. Solía trabajar en Rittenhouse Square, pero había instalado temporalmente su despacho en la confluencia de la Tercera con Chestnut. Era un espacio espartano: un escritorio con una silla, un ordenador personal, un archivador de segunda mano y una cafetera.

Wilson llevaba un impermeable ligero marrón con el nombre del equipo infantil de béisbol al que patrocinaba (Los Truenos) impreso en la pechera y una camisa azul abotonada. Levantó la mirada de sus papeles.

—¿De qué se trata? —Fulminó con la mirada la caja cubierta de tierra que había encima del escritorio.

—Estaba en la pared norte —explicó Moody—. Justo debajo de la vigueta del sótano. Supongo que era una especie de escondite. Adelante. Ábrala.

Wilson frunció el ceño. Alargó la mano, descorrió el pasador y abrió la caja.

—¿Un libro? —Miró a Moody.

—Un diario —señaló este—. O una agenda. Y mire la primera página.

Wilson obedeció. Se quedó sin aliento al ver la firma. La florida hélice doble horizontal bajo la flemática caligrafía era inconfundible. «B. Franklin». Pasó algunas páginas con cuidado.

—Está escrito en algún idioma extranjero —añadió Moody—. No lo reconozco.

—No —repuso Wilson—. No es un idioma. Yo diría que se trata de un código.

—He encontrado una frase —replicó Moody, sintiéndose desalentado de repente. Era como si mediante aquella sencilla observación Wilson se hubiera atribuido sin ceremonias el mérito de aquel extraordinario descubrimiento—. Mire, aquí está —continuó. Le dio la vuelta al escritorio, se inclinó sobre la superficie y empezó a pasar las páginas.

Wilson lo apartó de un empujón.

—Todavía tienes las manos sucias. Enséñamelo.

—Siga pasando. Más —insistió Moody—. Más. Ahí. Ahí está. ¿Lo ve? Abajo a la derecha.

—El evangelio de Judas —musitó Wilson—. En griego y en hebreo. ¡El evangelio de Judas! —Silbó—. Es un texto gnóstico. Los gnósticos eran una primitiva secta cristiana que la Iglesia organizada consideraba herética.

—¿Eso es lo que son esas letras? No se parecen al judío que yo conozco.

—Hebreo.

—Eso —asintió Moody—. A eso me refería. —Aquello no estaba saliendo como lo había visualizado, como lo había proyectado, se dijo. Eso era lo que había dicho Miranda la noche anterior en el restaurante tailandés. Se había inclinado hacia él en la barra, de repente, antes de que se hubieran sentado, se había inclinado con aquella caballera castaña ondulada y le había explicado que las cosas solo pasaban cuando uno las había visualizado antes y estaba en armonía, en sintonía con las leyes de la atracción. O algo por el estilo—. Oiga, señor Wilson. ¿Cree que habrá una recompensa...? Ya sabe, por descubrir la caja —preguntó—. No es que intente aprovecharme. Solo me lo estaba preguntando.

—Lo dudo —contestó Wilson—. Es un Parque Nacional. Pertenece a los federales. Al pueblo, Moody —añadió con una carcajada—. A ti y a mí.

—¿Qué piensa hacer, dárselo a Thompson? —Larry Thompson era el conservador del parque de la Independencia. Moody lo había conocido hacía tres años en otro proyecto.

Wilson cerró el diario, puso la tapa en su sitio y se llevó la caja hacia el pecho.

—Bien mirado, es posible que haya una recompensa —dijo—. Puedo averiguarlo si quieres. No me sorprendería lo más mínimo. Si juegas bien tus cartas este trabajito provisional podría convertirse en algo permanente. Nunca se sabe, Moody. Y tienes razón, claro... Larry Thompson tiene que verlo. Ahora mismo.

Wilson se levantó y se sacó la cartera de los pantalones caqui. Estaba atiborrada de papeles, al extremo de una cadena.

—¿Me haces un favor? —Abrió la cartera y extrajo un tique—. Pásate por el garaje de la Iglesia de Cristo y recoge mi coche. Es un Continental negro. Está en el tercer piso. Tengo que hacer una llamada antes de irme. Luego puedes irte a comer temprano. —Sacó un billete de cien dólares—. Yo invito. —Había un amuleto en la cadena junto a la cartera, un pequeño cuadrado masónico—. Mientras tanto, hasta que sepa lo que opina Thompson, lo mejor es que te olvides de esta caja. De todas formas, lo más probable es que no sea auténtica. Y no querrás echar a perder ahora la ocasión de obtener una recompensa, ¿verdad?

Moody recogió el tique de Wilson y seguidamente el billete de cien dólares. La rueda de la vida acababa de girar. Estaba en armonía, en sintonía. ¿Qué debía visualizar a continuación?

1731

Filadelfia

Benjamin Franklin estaba sentado ante una mesa junto a la puerta de la taberna de la Cuba, observando a los paseantes de media tarde y esperando a Henry Price. Situada en el muelle en la esquina de la calle Water y Tun Alley, aquella cervecería de tres pisos había sido construida en 1685 por Samuel Carpenter, de cuya aparente falta de imaginación daba fe el hecho de que no se le hubiera ocurrido un nombre más interesante que «cuba», una palabra antigua que designaba a las barricas y los barriles. Franklin bebió otro sorbo de cerveza aguada y eructó. Carpenter la debería haber llamado la taberna Marrón, por el color de la ropa de los clientes, o sencillamente la taberna del Estiércol.1 Después de todo, el cercano río despedía efluvios nauseabundos sobre el establecimiento durante aquellos cálidos días de verano. Entonces divisó a Price calle abajo. Lo acompañaban dos caballeros. Franklin se puso en pie, apuró la cerveza y se enjugó los labios con el dorso de la mano. Era el momento, se dijo. Al fin había llegado el gran día.

Henry Price era un hombre delgado que tenía facciones de hurón, refulgentes ojos castaños salpicados de motitas verdes y una negra cabellera lisa. Llevaba una sencilla levita oscura y un tricornio de copa baja desprovisto de adornos que no desvelaba a qué se dedicaba. Nacido en Londres en 1697, Price había ingresado en la Libertad de la Compañía de Sastres Comerciales por Patrimonio el 1 de julio de 1719, aunque poco después, en 1723, había emigrado a la ciudad portuaria de Boston. El año anterior, según había sabido Franklin, Price había abierto un establecimiento propio en la confluencia de Water y State, y las cosas le iban bastante bien. Y lo que era más importante, aunque aún no contaba con el reconocimiento oficial del vizconde Montagu, el gran maestro de la gran logia de los Modernos de Londres, Price desempeñaba las funciones de gran maestro provincial de los masones de las colonias y había accedido, después de cierta insistencia, a revelarle los misterios del oficio a Franklin, que tenía veinticinco años.

Price entró en la taberna. Franklin se irguió para saludarlo y se dio cuenta de que el gran maestro llevaba una caja bajo el brazo izquierdo.

—Hermano Price —exclamó—. ¿Ha tenido buen viaje? —Franklin examinó a los otros dos hombres. Uno de ellos era achaparrado y más bien grueso y llevaba una peluca de mala calidad. El otro era alto y tenía los dientes podridos.

Franklin y Price intercambiaron un breve apretón de manos.

—Ha sido una travesía apacible —contestó Price. A continuación se volvió hacia sus amigos—. Unos compañeros de viaje de Boston —anunció—. Robert Tomlinson. —El gordo realizó una leve reverencia—. Y Thomas Oxnard —añadió Price, con una inclinación de cabeza.

El hombre alto de los dientes podridos asintió casi imperceptiblemente.

—Se está labrando una gran reputación, señor Franklin. Algunos dicen que dentro de poco se convertirá en el director general de correos.

Franklin sintió que se sonrojaba. Apenas había abrigado otras ambiciones durante al menos el último año, aunque jamás había pensado que fueran tan evidentes en el norte, incluso en Boston. Se disponía a contestarle cuando Price lo interrumpió diciendo:

—¿Está lista la habitación?

—Así es —contestó Franklin—. Síganme.

Se abrieron paso entre los clientes hasta el fondo de la taberna de la Cuba. Franklin llamó a una puerta al final de un largo pasillo y un hombrecillo calvo con la nariz torcida la abrió y se asomó a través de la rendija. Asintió en dirección a Franklin y los dejó pasar.

La estancia era pequeña, apenas daba cabida a una mesa de comedor y cuatro sillas. Había una ventana que daba a Tun Alley, pero Franklin observó que la habían tapado con cortinas. Solo el brillo de una vela sobre la mesa desvelaba los rostros de los presentes.

—Este es el propietario de la Cuba, David Carpenter —anunció Franklin.

—Conozco a su padre —dijo Price—. ¿Cómo está Sam?

David Carpenter se mostró radiante.

—Bien, bien —contestó con cierto exceso de celo—. Le manda recuerdos, hermano Price. Y permítame añadir que tiene muy buen aspecto.

Franklin sonrió para sus adentros. Carpenter no era tonto. Sabía que, si las cosas salían bien, dentro de poco se celebrarían más rituales en la Cuba, lo que atraería a nuevos clientes.

—Oxnard y Tomlinson instalarán el templo —dijo Price—. Quédate conmigo, Ben; yo te vestiré.

Carpenter, Oxnard y Tomlinson abandonaron subrepticiamente la habitación a través de una puerta lateral. Cuando se hubieron marchado, Price se dio la vuelta y depositó en la mesa la caja que llevaba. Levantó la tapa y Franklin dio un paso hacia delante. Allí estaba. Franklin apenas podía contenerse. ¡El delantal de masón! Y debajo de este, un libro.

Price alargó la mano hacia la caja y extrajo los dos objetos.

—Practica —le aconsejó, hincando el dedo en la cubierta del libro.

Franklin cogió el volumen, abrió la cubierta y hojeó las páginas.

—Lo he señalado —comentó Price, y apuntó a una cinta alargada que sobresalía del volumen.

Franklin pasó las páginas, observando brevemente las curiosas ilustraciones y diagramas que había en ellas. Casi había llegado a la página en cuestión cuando sus ojos se posaron sobre un símbolo que reconocía. Se trataba de la letra griega fi. Y debajo de esta había una imagen del arca de la Alianza, con haces luminosos semejantes a relámpagos a ambos lados que traspasaban a los enemigos de Israel que se congregaban en los alrededores. Reparó en otro extraño diagrama que había a un lado, inmediatamente debajo de las palabras: «El evangelio de Judas».

—¿Qué es esto? —dijo Franklin, indicando la página.

Price lo examinó, frunció los labios y contestó:

—Más atrás, Ben. Por la cinta.

Franklin siguió contemplando la página. No lograba apartar la mirada de aquel insólito diagrama, los círculos y los cuadrados. El diseño era fascinante. Levantó la vista del volumen con esfuerzo, con una expresión de impotencia pintada en el rostro.

Price sonrió.

—Lo sé. Es el diseño. La máquina de Dios, Ben. Aunque todavía está incompleta.

—¿La qué?

Price meneó la cabeza.

—Más atrás, por la cinta. Apártate de ella, Ben. O echarás a perder toda tu vida por un sueño.

—¿Qué es la máquina de Dios?

—Hablaremos de eso más adelante, si estás dispuesto. Pero primero, ¿has aprendido todas las frases?

Franklin suspiró. Retrocedió hasta la página del volumen que señalaba la cinta. Observó el texto durante un instante, asintió y dijo:

—Estoy preparado, hermano Price. He estado practicando.

—Muy bien. —Price cogió el delantal, lo extendió y la tela descendió sinuosamente hasta la superficie de la mesa como si fuera un mantel. Franklin contempló las intrincadas costuras.

En el delantal había un diseño de cuadros en blanco y negro que representaba la planta del templo de Salomón: el bien y el mal. Estaba delimitado mediante cuatro columnas: al fondo se hallaban las columnas de Boaz; al frente, las dos columnas de Enoch. Cada una de ellas estaba coronada por un globo. Al fondo del diseño de cuadros se elevaba un altar con una brújula y un cuadrado. Y encima de este, las estrellas de seis puntas de las artes liberales, las siete, el ojo omnisciente del gran arquitecto y un arcoíris, el gran arco del cielo. Todo ello estaba bordeado por una cinta roja, blanca y azul.

—Es precioso —murmuró Franklin, y aspiró una bocanada de aire—. Es... —Pero no pudo terminar. Seguía pensando en el diagrama del libro. Le parecía que se le había quedado grabado, como el recuerdo del sol en la retina después de cerrar los ojos.

—Lo hicieron en Oriente. ¿Sabes interpretar estos emblemas? —Price señaló una serie de símbolos bordados en el conjunto.

Franklin titubeó. A continuación, se sacó unas gafas de oro del bolsillo de la pechera.

—Mis ojos —se quejó—. Estoy medio ciego con esta luz. Igual que mi padre. Dentro de poco se me caerá el pelo, ya lo verá. —Se colocó las gafas en el puente de la nariz y bajó la vista—. El borde es sencillo —continuó—. El rojo es el color de la masonería de Arco Real, de la valentía y el fuego. El blanco representa la pureza. Y el azul es el color de la masonería simbólica, la logia azul, la fe y la eternidad.

Price señaló la figura de una caja con dos cuadrados en los bordes superiores.

—El cuadragésimo séptimo problema de Euclides. Aunque en realidad es un teorema, no un problema —apostilló Franklin.

Price suspiró. Le indicó una serie de ilustraciones diversas, una detrás de otra.

—La línea de plomo nos aconseja que caminemos erguidos por la vida...

—Y ante Dios —replicó Price.

—Y ante Dios. La paleta extiende el cemento de la buena voluntad entre los hombres. El pentagrama representa los cinco puntos de la fraternidad, con la letra g en el medio, que se refiere a la geometría...

—Y a Dios.2

Franklin siguió con la mirada el dedo de Price, que dio golpecitos en el delantal.

—La colmena es el emblema del trabajo. El cuadrado y la brújula son las grandes luces de la masonería.

—Muy bien —aplaudió Price—. ¿Y la espada en el corazón?

—Quiere decir que la justicia nos alcanza enseguida y que nuestros actos, aunque a veces estén ocultos a nuestros hermanos, nunca son invisibles al ojo que todo lo ve.

El dedo de Price se detuvo. Franklin miró el delantal. El gran maestro estaba señalando un diminuto féretro negro en la base del diseño de cuadros.

—¿Y esto?

—Es la muerte —contestó Franklin, encogiéndose de hombros—. Lo que todos hemos de afrontar.

—Algunos antes que otros —añadió Price. Se puso el brazo derecho sobre el vientre, con la palma hacia abajo. Poco a poco, al tiempo que emitía un tenue sonido desde el fondo de la garganta, se pasó el pulgar sobre el abdomen, como si estuviera cortándose el estómago. A continuación, dejó caer la mano derecha al lado del cuerpo—. Los que no saben guardar secretos.

Franklin asintió. La intención de Price era obvia. Observó al sastre de Boston mientras este recogía el delantal.

—Da un paso hacia delante —ordenó.

Franklin obedeció. El gran maestro le puso el delantal y se lo ató.

—Ha llegado la hora —prosiguió Price, que retrocedió y admiró su obra.

Entraron juntos en la cámara principal, que estaba dispuesta exactamente como la imagen del delantal, con un altar al fondo y el suelo de cuadros blancos y negros. En la superficie del altar, a la luz de las velas, Franklin observó una brújula y un cuadrado, así como una Biblia. Tomlinson se había sentado en una silla a la izquierda, en el rincón del este, y Oxnard y Carpenter, los grandes custodios, al sur y el oeste. Price condujo a Franklin hasta el altar. Entonces Franklin se arrodilló.

—Ahora presento la mano derecha como muestra de amistad y amor fraternal —continuó Price— y te investiré con el apretón de manos y la palabra. Como no has recibido instrucción, el que ha respondido por ti hasta ahora volverá a hacerlo en este momento.

Carpenter dio un paso hacia delante, colocándose junto a Franklin.

—Hermano diácono mayor —dijo Price.

Carpenter se puso firmes bruscamente.

—Excelentísimo maestro.

—Yo soy el que ayuda.

—Y yo el que esconde.

—¿Qué es lo que escondes? —replicó Price.

—Todos los secretos de los masones de la orden a la que se refiere esta muestra. —Carpenter tomó la mano derecha de Price y le apretó el primer nudillo con el dedo gordo.

—¿Qué es esto? —Price apretó el primer nudillo de la mano de Carpenter con el dedo gordo.

—El apretón de manos de un discípulo iniciado.

—¿Tiene nombre?

—Sí.

—¿Vas a decírmelo?

—Yo no lo he recibido de esa forma, ni tampoco pienso decirlo.

—¿Cómo lo harás?

—Lo deletrearé o lo partiré en dos.

—Deletréalo y empieza.

—Empieza tú.

—Empieza tú.

—A.

—Be.

—O.

—Zeta.

Seguidamente, Price se volvió hacia Franklin.

—Boaz, hermano mío —explicó—, es el nombre de este apretón de manos, que siempre debe realizarse de la forma acostumbrada, deletreándolo o partiéndolo en dos. Al deletrearlo siempre se empieza con la «a».

Franklin asintió. Estaba tratando de concentrarse. Estaba intentado acordarse de todos aquellos momentos. Pero solo pensaba en aquella extraña ilustración del libro que le había mostrado Price. La máquina de Dios. Y el evangelio de Judas, se dijo. Y se preguntó a cuántos rituales tendría que someterse antes de volver a ver aquel volumen.

Nueva York

Corría un apacible día de junio, apenas había un puñado de nubes en el cielo azul intenso y Nick Robinson se planteaba comerse un bocadillo en el parque de Union Square o volver a trabajar durante el almuerzo cuando Robert Macalister entró como una exhalación. Robinson se inclinó sobre el escritorio Luis XV y oprimió el botón del intercomunicador.

—Ha recibido un paquete, señor —dijo Macalister.

Robinson percibió una nota de urgencia en su voz. Robert había trabajado para la familia desde que él tenía memoria.

—Ilústrame.

—Creo que debería verlo en persona, señor.

—De acuerdo. Pasa, Robert.

Alto y de hombros anchos, con el cabello negro un poco canoso, los ojos grises y las facciones aguileñas, Nick Robinson se reclinó en la silla y escrutó el despacho. Siendo el presidente de la modesta editorial Compass Press,3 la última de las grandes independientes, uno habría esperado que la estancia estuviera atestada de libros. En cambio, el despacho estaba decorado como una sala de estar, con elegantes sofás de satén y sillones de sublimes tonalidades azules sobre una alfombra persa de seda, con paisajes de Winslow Homer, una escultura de bronce de Frederic Remington y una escena del río Hudson obra de Durand.

Robinson formaba parte de ese insólito colectivo de empresarios que trabajan por diversión. Cuando era joven había hecho fortuna como agente de bienes de consumo, se había retirado a los treinta años y, a continuación, había sorprendido a todo el mundo adquiriendo una editorial venida a menos llamada Compass Press, que se encontraba al borde de la desaparición, y rescatándola mediante una sucesión de superventas. Todo aquello ya habría sido bastante malo aunque Robinson no hubiera sido el único heredero de una de las mayores fortunas familiares de América: ferrocarriles por parte de padre y acero por parte de madre. Si había alguien que no necesitara más dinero, era Nick Robinson.

Llamaron a la puerta del despacho y esta se abrió. Alto y desgarbado, con una mata de pelo negro y unos escalofriantes ojos azules, Robert Macalister entró en la estancia. Llevaba entre las manos una caja de zapatillas deportivas Puma. «Karmaloops azul cobalto», indicaba la etiqueta.

Macalister depositó delicadamente la caja sobre el escritorio de Robinson.

—Viene de Filadelfia. Lo manda un comandante caballero del templo llamado Wilson —anunció mientras levantaba la tapa.

Robinson se asomó sobre el borde de la caja. Dentro, sobre un lecho de envoltorio de burbujas transparente, había un libro encuadernado a mano con piel de vaca curtida. Del siglo XVIII, supuso Robinson. Alargó la mano hacia un cajón del escritorio y sacó un par de guantes de látex que restallaron ruidosamente alrededor de sus muñecas cuando se los puso. Luego extrajo el pequeño volumen de piel y abrió la cubierta con cuidado.

Hasta entonces había habido momentos semejantes, reflexionó Robinson, en los que todo había cambiado de una forma repentina e inequívoca. La graduación en el instituto y en la universidad. El millón número cien. La noche que había pedido la mano de Theresa. El nacimiento de Sean. Pero nada en su vida lo había preparado para la visión de aquella firma. Parecía tan ajena y familiar al mismo tiempo. Estaba convencido de que estaba teniendo visiones hasta que puso el libro más cerca. La floritura en forma de doble hélice. La curvatura de las letras. El peso y la textura del papel. El tacto del frontispicio y la encuadernación. Todos aquellos detalles lo abrumaron de repente y sintió que el corazón se le desbocaba.

—Lo has encontrado —musitó al fin.

—Eso parece, señor Robinson. Pero por desgracia está codificado, tal como nos temíamos, señor. He hecho todo lo que he podido... —se excusó Macalister, mientras sus palabras se apagaban.

Robinson hojeó el libro. El texto estaba en inglés, pero las palabras carecían de sentido y estaban arracimadas en largas series de tres.

—Pero ¿podemos estar seguros? —repuso Robinson—. Podría tratarse de sus deudas de juego, de sus aventuras sexuales o...

Macalister alargó la mano sobre el escritorio de Robinson y pasó las páginas una tras otra. Al cabo de un instante se detuvo y señaló el diario.

Robinson escrutó brevemente el texto. En esta ocasión tampoco encontró sentido alguno a las letras hasta que sus ojos se posaron en la última secuencia de la duodécima línea. El evangelio de Judas. Y a continuación, inmediatamente debajo, las mismas palabras en hebreo y griego. Pero Robinson sabía que no era un hebreo cualquiera. Era hebreo misnaico. De antes de la traducción copta. ¡Qué antiguo! Sintió que un escalofrío le recorría la columna. El evangelio de Judas. La máquina de Dios.

Robinson cerró el libro. Acarició la cubierta por última vez y devolvió el diario a la caja de zapatos.

—Llévaselo a Karl, de restauración —ordenó—. Llama a Savita y dile que espere compañía. ¿Cómo marchan los planes para la fiesta?

—La señora Robinson acaba de llamar. Ha dicho que irán casi todos.

—Bien, bien. Añade otro nombre a la lista. —Robinson se volvió y miró por la ventana.

Había gente paseando por la plaza. Jugando al frisbee. Comiendo. Besándose. Completamente ajena, se dijo.

—¿De quién se trata, señor?

—De Joseph Koster —contestó Robinson. La mecha ha prendido. Ya chisporrotea en esa caja de zapatillas deportivas azules Karmaloop. Está encendida y ellos no se dan cuenta.

Robinson se volvió hacia el escritorio. Se quitó los guantes de látex blancos y los arrojó sin ceremonias a la papelera que se encontraba a sus pies.

—Gracias, Robert.

En cuanto Macalister abandonó la estancia, Robinson alargó la mano hacia un cajón inferior a la derecha del escritorio y extrajo una pequeña bolsa de deporte de lona. Bajó la cremallera. La cartuchera y la pistola estaban ocultas en el fondo, relucientes y negras como una víbora. Robinson sacó la Glock 19 y cargó una bala en la cámara.

Pobre diablo, pensó. Pero si alguien podía descifrar el código de Franklin, era Koster.

1736

Pennsbury Estate

Condado de Bucks, Pensilvania

Thomas Penn estaba paseando por la pradera de la mansión Pennsbury, en la hacienda de su padre en el condado de Bucks. Penn era un hombre corpulento, con cabeza en forma de huevo, ojillos de ratón y manos blancas y delicadas que temblaban como un par de mariposas de la col cuando hablaba. Llevaba una larga peluca blanca como la nieve y una levita de terciopelo azul con un chaleco dorado debajo. Estaba hablando con el padre de la Iglesia presbiteriana Jedediah Andrews cuando, de pronto, se dio la vuelta y señaló dos construcciones anexas al otro lado del jardín.

—Eso es lo que mi padre llamaba el Horno y la Fragua —explicó—. Es donde los cocineros preparan los asados y los pasteles de carne. También hay una lavandería y una destilería al otro lado. Pero como verá necesitan desesperadamente unas reparaciones. Julianna y yo ya no nos aventuramos demasiado en Pennsbury. Y eso —señaló otra colección de dependencias exteriores— es el taller del carpintero, el depósito de hielo, la oficina de la plantación, donde mi mayordomo dirige los trabajos de la mansión, el ahumadero y el cobertizo.

—Muy bonito —contestó el padre Jedediah Andrews—. Muy bonito. —Abarcó con el brazo las numerosas hileras de flores y hierbas, lavanda y bálsamo de limón, hierbabuena y albahaca, dedalera rosa y aguileña de color crema. Andrews era un hombre achaparrado, un tanto cargado de espaldas, con la nariz larga y afilada y gafas de oro. Llevaba un andrajoso tricornio negro sobre una aceitosa peluca gris que daba la impresión de que le habían moldeado alrededor de su cabeza con cera de vela derretida. Su levita era tan larga que se arrastraba por los senderos de gravilla del jardín mientras renqueaba de un lado a otro, ayudándose de un viejo bastón de nogal. Una invitación a la casa del terrateniente, el amo de toda Pensilvania, era algo sumamente codiciado, y Andrews obraba en consecuencia.

—Eso es lo que pensaba mi padre —asintió Penn—. Pero yo me inclino a deshacerme de este sitio. ¿Quién puede soportar un viaje en barca de cinco horas desde la ciudad? Está demasiado lejos, sencillamente. Y los mosquitos, la humedad... —Se detuvo y meneó la cabeza, volviéndose hacia la mansión de dos pisos—. A mi padre le encantaba y el pueblo de Pensilvania lo amaba, pero su generosidad de cuáquero dejó la economía de la casa Penn en un estado de... ¿Cómo se dice? Desarreglo. Dejémoslo en eso. Si a alguno de sus parroquianos le interesa la finca, no dude en decírmelo.

—Sobre la cuestión de Hemphill —dijo Andrews—. Esas iglesias y esos predicadores marginales son peligrosos, señor. Soliviantan a los elementos más viles de entre los nuevos inmigrantes. Ya es bastante malo que estemos rodeados de paganos. Y ahora ese Jonathan Edwards con el congregacionismo evangélico. ¡Vaya un Gran Despertar! Hablar en lenguas desconocidas y...

Penn suspiró.

—¿Qué ha pasado con Hemphill?

Samuel Hemphill era un joven predicador irlandés que se había establecido en Filadelfia en 1734 como adjunto de la Iglesia presbiteriana. En aquella época se había producido un notable resurgimiento religioso, un ferviente evangelismo conocido como el Gran Despertar, que atizaban predicadores como Jonathan Edwards. Hemphill, a quien le interesaba más la moral que las doctrinas calvinistas, también estaba empezando a arrastrar a grandes multitudes. Pero la ausencia de dogma en sus sermones no le hacía del agrado de los padres de la Iglesia, como Andrews. Hemphill había sido llevado ante el sínodo acusado de herejía. Entonces, un campeón inesperado había acudido en su ayuda, defendiendo su libertad para predicar: Benjamin Franklin.

Penn creía que en el fondo había pocas cosas más alejadas de la teología de Franklin que los sermones «terroríficos» de Jonathan Edwards y los demás protestantes tradicionalistas que estaban instigando a sus congregaciones para obtener conversiones convulsas. Mientras que Edwards y los adeptos del Gran Despertar se proponían que los colonos entrasen de nuevo en contacto con la espiritualidad del puritanismo, Franklin afirmaba que quería llevar a América a una era de supuesta ilustración, exaltando el racionalismo y la razón sobre la fe, la determinación y los méritos personales sobre las distinciones de clase y la tolerancia, las buenas obras y los deberes ciudadanos sobre el dogma. Conceptos peligrosos para la monarquía. Y para las Iglesias establecidas. Hemphill era doctrinalmente puro insistiendo en que la salvación solo podía obtenerse mediante la gracia. Pero también estaba profundamente comprometido con obras de caridad. Sin duda era aquella manifestación práctica de su fe lo que le gustaba a Franklin, dedujo Penn. Parecía que aquel odioso impresor estaba detrás de todas las obras caritativas, todos los clubes y desde luego todas las maniobras para recaudar fondos de la ciudad. ¡Y ahora hablaba de inaugurar un hospital para atender gratuitamente a la chusma común!

—Mire lo que escribe —dijo Andrews, sacándose un periódico de la levita—. Se trata de una conversación entre dos presbiterianos locales, el señor S, que es el propio Franklin, y el señor T. Se están lamentando de que los predicadores modernos hablen demasiado de las buenas obras. El señor T pregunta: «¿Acaso la fe, antes que la virtud, no es el camino a la salvación?». Y el señor S contesta: «Un hereje virtuoso se salvará antes que un cristiano malvado». Es intolerable.

—Lo que lo mueve no es una fe de cuño reciente, se lo aseguro. Me han asegurado que ha llegado a un acuerdo con ese predicador. Teniendo en cuenta la popularidad de Hemphill, el permiso para publicar sus sermones le procurará sin duda una bonita suma. Franklin no es tonto.

—Me temo, señor, que Franklin también se está burlando de usted —repuso Andrews—. Por ese asunto con el jefe Lappawinsoe.

—¿Qué está diciendo? —Thomas Penn se detuvo en seco.

—Bueno, eso es lo que me han dicho. Se comenta que el tratado que usted esgrime ante los indios lenape no está... —Se interrumpió, frunciendo los labios—. No está completamente ratificado, por expresarlo de alguna manera y que, sin embargo, el jefe Lappanwinsoe lo está cumpliendo. Honorablemente. Como un hereje virtuoso.

Thomas Penn montó en cólera. Al igual que otros administradores coloniales, afirmaba que se hallaba en posesión de una escritura que se remontaba a la década de los ochenta del siglo XVI, en la que los indios lenape-delaware habían prometido venderle una porción de tierra desde la confluencia de los ríos Lehigh y Delaware hasta «la distancia que un hombre recorre caminando hacia el oeste en un día y medio».

En el mejor de los casos, el documento era un tratado que no estaba firmado ni ratificado; en el peor, se trataba de una franca falsificación. En realidad, los agentes inmobiliarios de Penn ya habían vendido inmensas franjas de terreno en el valle del Lehigh. Tenía que expulsar a los indios de aquellas tierras antes de que se produjera un auténtico asentamiento.

Como Lappawinsoe y otros jefes de los lenape creían que el tratado era auténtico y suponían que ningún hombre podía recorrer más de unos sesenta y cinco kilómetros a través del desierto en un día y medio, habían accedido a cumplirlo.

—Me remito a la escritura —replicó Penn—. Es legal y vinculante. Como decía mi padre: «Antes muerto que dar mi brazo a torcer, pues mi conciencia no le pertenece a ningún hombre mortal». Además —añadió con una sonrisa—, tengo planes para los lenape. El que me preocupa es Franklin. ¿Cómo reaccionó cuando censuraron a Sam Hemphill? Porque lo hicieron, ¿no es cierto?

—Hemphill fue censurado de forma unánime. Y suspendido —repuso Andrews—. Y como protesta Franklin se desvinculó de la iglesia.

—Nunca fue asiduo a la iglesia —se burló Penn—. Dicen que ha tomado votos de masón.

—La Gazette ya no publica sátiras sobre ese insidioso culto. Ni tacha sus rituales y secretos de pantomimas.

—Estoy seguro de que esos ataques contribuyeron en gran medida a que ingresara. De hecho, según me han dicho otros miembros del oficio, está buscando el evangelio de Judas.

—¿El evangelio de Judas? ¡Ese texto gnóstico! Pero ¿por qué?

—Dicen que conoce una versión escrita en la época de los doce. Supongo que comprenderá lo que eso significaría para su iglesia. Si lo encuentra.

—Para todos los cristianos, señor. ¡Una herejía!

—Sus provocaciones se están haciendo insoportables. —Agitó una mano blanca al lado de la cabeza. Se había hecho tarde y los insectos se estaban congregando—. Como los mosquitos de Pennsbury. Vayamos dentro.

Abandonaron los jardines de la cocina y entraron en la casa principal. Penn trataba de hacer caso omiso de la imagen de Edwards, que lo seguía cojeando. Si su padre, el cuáquero, hubiera vivido para verlo codeándose con ese... Thomas Penn frunció el ceño... ese sapo presbiteriano. Pero no podía permitirse tantos remilgos. Tenía que aliarse con todos los que se opusieran a ese odioso impresor. Franklin se estaba volviendo cada vez más peligroso. Publicaba constantemente burlas anónimas contra los terratenientes, afirmando que estaban convirtiendo a los residentes en Pensilvania en «arrendatarios y vasallos».

Pensilvania era una colonia propietaria, siempre lo había sido. En 1681, Carlos II había otorgado una concesión a William Penn, el padre de Thomas, como pago de una deuda, y los terratenientes de la familia Penn, entre quienes Thomas era el señor feudal, no solo ejercían el poder político absoluto sobre la colonia sino que también poseían casi todas las tierras. Pero si bien la mayoría de las colonias habían sido propiedades privadas al principio, en la década de 1730 la mayoría de ellas se habían convertido en colonias reales, sometiéndose directamente al rey y a sus ministros. Solo quedaban Pensilvania, Maryland y Delaware.

A Thomas Penn le horrorizaba que la corona se hiciese de nuevo con la colonia. Apenas estaba empezando a sacar provecho de sus enormes posesiones. Franklin, por otra parte, era un acérrimo defensor de que Pensilvania se convirtiera en una colonia real. Y el robusto impresor hablaba de la creación de una unión de Estados, como la de las tribus de la nación delaware, que tuviera representación en el Parlamento. ¿Qué sería lo próximo? Aquellas ideas iban dirigidas contra el corazón del sistema. Penn temía que, a menos que les pusieran freno, lo que empezara como una confederación de colonias, un pacto inocente, degenerase en la revolución y el caos.

Mientras tanto, la Asamblea estaba en manos de los cuáqueros, que tenían inclinaciones políticas pacifistas y estaban furiosos con Penn porque se había casado con Julianna, que era anglicana, y se había apartado de la fe.

Pensilvania se enfrentaba a dos grandes problemas: establecer buenas relaciones con los indios y proteger la colonia frente a los franceses. Era crucial que contasen con aliados fuertes durante las recurrentes guerras con los franceses.

La política de la colonia era una demostración del equilibrio precario entre la necesidad de ofrecerle protección al pueblo por una parte y los intereses de los poderosos (los terratenientes y la Asamblea) por otra. Mantener a los indios como aliados era costoso, pues hacían falta enormes sumas de dinero en concepto de regalos. Pero así como los cuáqueros se oponían ideológicamente a los gastos militares, los Penn (que intervenían mediante gobernadores lacayos) se oponían a todo lo que les costase dinero o sometiese a impuestos a sus ingentes posesiones. Tenían que encontrar compradores para sus tierras, algo que lograban cediendo derechos a la Asamblea y garantizándoles que los indios carecían de potestad sobre ellas.

—Ya sabe lo que le pasó a ese muchacho de Daniel Rees —añadió Penn—. Un ritual masón. Franklin dijo que había sido una gamberrada. Lo quemaron vivo en un cuenco de coñac ardiente. El periódico de Bradford acusó a Franklin de haber instigado a los confusos torturadores.

—Vi el artículo en el Mercury. Terrible —admitió Andrews. Los dos hombres habían llegado a la puerta trasera de la mansión. Penn la abrió y salieron del porche y entraron en el saloncito del fondo.

El padre de Thomas había construido aquella mansión georgiana obedeciendo a los principios de la elegancia y la comodidad. Edificada con ladrillo rojo local, la mansión había sido más que sobradamente grande para el ilustre William Penn, su esposa y sus hijos, además de media docena de criados. Había un espacioso salón en el centro que hacía las veces de sala de espera entre los aposentos del gobernador y el salón de la familia. En el segundo piso había tres dormitorios y una habitación de juegos.

Penn condujo a Andrews al mejor de los salones, una acogedora estancia con paneles de madera con adornos blancos y una amplia chimenea encendida que enmarcaban unos relucientes azulejos de color mostaza.

—Un destino terrible —prosiguió Penn—. Que le prendieran fuego de esa forma.

—Que Dios lo tenga en su gloria.

—Me pregunto si lo apagaron los bomberos. —Penn emitió una tenue carcajada. Era una broma de mal gusto. Franklin y el club Junto habían fundado el primer cuerpo de bomberos voluntario de las colonias. Y la primera biblioteca de préstamos. Estaba llenando al pueblo de sueños. Sueños peligrosos—. Sería una pena que le pasara algo a Franklin —observó Penn.

Andrews alzó la vista. Se quitó el tricornio y se alisó la grasienta peluca gris.

—Dios no lo quiera.

—Eso, Dios.

—Por otra parte —añadió Andrews—, Filadelfia es una ciudad peligrosa. Ya era bastante mala cuando yo era niño, con apenas dos mil habitantes. ¿Cuántos tendrá ahora? ¿Doce mil? ¿Quince mil? Hoy en día —meneó la cabeza— todo es posible y estoy seguro de que, en efecto, pasa de todo. Con tantos nuevos inmigrantes.

—Sí, si ocurre una desgracia semejante, no conviene que la relacionen con nosotros.

—No, claro que no.

—No —repitió Penn—. Tengo algo haciéndose en el Horno y la Fragua que no puede interrumpirse. —Le indicó a Andrews que tomara asiento al lado del fuego—. ¿Quiere un poco de coñac, padre? ¿O una copita de Madeira?

Andrews apoyó el bastón en la pared, junto a la chimenea, se sentó y estiró las piernas.

—Lo acompañaré encantado.

Penn sonrió y sirvió dos copas de coñac. Las cogió y le ofreció una a Andrews, que olisqueó el borde de la copa.

—No —continuó Penn—. Hemos de incrementar nuestras fuerzas. Y necesitamos algo indirecto. Por eso he decidido pactar con los católicos.

—Creía que estaba intentando librarse de ellos. Sobre todo desde que fundaron esa capilla hace tres años.

—Los cuáqueros de la asamblea pensaban de otra forma. Defienden su derecho a la libertad de culto, de modo que he accedido a desistir de mis objeciones.

Andrews se rió. Bebió un buen sorbo de coñac.

—Por un precio, sin duda.

—Vaya, padre, me sorprende usted. —Sonrió y alzó la copa—. Por el rey.

Andrews se puso en pie dificultosamente. Alzó el coñac.

—El rey.

Apuraron las copas y Thomas Penn se dispuso a rellenarlas.

—Ya sabrá que mi padre, William, era jacobita.

—Era del dominio público.

—Era partidario del rey Jacobo. Aún conservo algunos amigos católicos, y últimamente me han tomado más aprecio, debido a mi nueva postura moderada. Estoy seguro de que los católicos tienen fanáticos más que suficientes que harían lo que fuera para probar su devoción.

—Sus caballeros son famosos —admitió Andrews, mientras volvía a sentarse—. Aunque seguro que también son caros.

Penn se dirigió a la chimenea.

—Ya le he dicho que tengo planes para Lappawinsoe y todos los lenape-delaware. La suerte financiera de la familia Penn cambiará dentro de poco. Nos libraremos de Franklin y sus secuaces realistas expandiendo considerablemente nuestras posesiones. Y mediante esta expansión se debilitará la presencia de estas nuevas sectas religiosas y el flujo de nuevos inmigrantes se alejará de Filadelfia.

—¿Qué clase de planes?

Penn levantó la copa de coñac para calentarla junto a la hoguera.

—El tratado con los lenape establece la distancia que se puede recorrer a través del desierto en un día y medio. ¿Cuánto cree que es?

—Cincuenta kilómetros. Puede que más.

—¿Ha oído hablar de Edward Marshall, Solomon Jennings y James Yeates?

—¿Yeates? Es un vagabundo chiflado.

—Pero también es un excelente caminante. —Penn sonrió—. La ruta ya se ha anunciado. Mañana, en compañía de algunos jóvenes observadores indios, los tres saldrán del castaño que hay en la esquina del campo donde la carretera de Pennsville pasa por Durham.

—¿Cerca de la iglesia de Wrightstown? ¿En la frontera norte de Markham?

—Exacto. Mi buen amigo Logan, el secretario provincial, que en este momento se encuentra en el Horno y la Fragua, les ha prometido cinco libras y doscientas hectáreas a cada uno. Tomarán la vieja carretera de Durham, dejando atrás Red Hill al poco tiempo, y comerán en casa de Wilson, el comerciante, antes de cruzar el Lehigh un kilómetro y medio debajo de Belén. Franquearán las montañas Azules tomando el paso de Smith, a tiempo de dormir en la ladera norte de la montaña. Después, al alba, tomarán el viejo sendero indio que discurre desde los territorios de caza de los susquehanna hasta el río Delaware, en las inmediaciones de Bristol. Es la misma ruta que hacían los indios cuando visitaban a mi padre aquí, en Pennsbury.

—Ya sabe lo que dirán los paganos: que deberían haber remontado el río Delaware, que sus hombres se dieron demasiada prisa, o que fueron corriendo, que no se detuvieron de tanto en tanto para cazar, fumar ni comer...

—Que los indios digan lo que quieran. No tiene importancia. Cuando lo sometan al consejo, la tierra será mía.

—¿Cuánta distancia recorrerán, según sus estimaciones?

—Unos ciento diez kilómetros. Eso es lo que consiguieron la primera vez.

—¿La primera vez?

—Sí, hicieron un recorrido de prueba cuando anunciamos la ruta.

—¡Ciento diez kilómetros!

—Yo diría que más de cuatrocientas mil hectáreas. Puede que quinientas mil. Una superficie del tamaño de Rhode Island.

El padre Andrews se puso de nuevo en pie trabajosamente. Alzó la copa.

—Enhorabuena, señor. Quinientas mil hectáreas —musitó—. Una fortuna.

—Más que suficiente para deshacernos de los que se interpongan en nuestro camino. Incluyendo a ese molesto impresor. —Penn apuró el coñac y se enjugó la boca con un pañuelo que se sacó de la manga. A continuación sonrió y miró a Andrews—. Sobornaremos a Franklin o lo enterraremos.

Point O’Woods

Isla de Fuego, Nueva York

Joseph Koster había sido invitado varias veces a la casa de verano de Nick Robinson en Point O’Woods a lo largo de los años, había asistido a unas cuantas soirées del Soho de Nick, pero a juzgar por los famosos que deambulaban por la cubierta del ferri de las cinco y media de Bay Shore, Long Island, aquella noche iba a ser distinta. Koster reconoció a políticos locales, entre los que se contaba el nuevo gobernador de Nueva York, actores de cine y estrellas de Broadway, celebridades del mundo de la empresa y personalidades de los telediarios. Había modelos y aspirantes a estrellas de rock, pianistas y pintores, y por supuesto escritores, como el autor de la nueva biografía superventas del presidente Alder. Y todos llevaban la misma bolsa de kevlar azul marino con el emblema de Compass Press en uno de los lados. La bolsa formaba parte de la invitación, al igual que las toallas de playa y el protector solar.

La recepción de los Robinson se celebraba todos los años el primer viernes de junio. Aunque hubiera un eclipse de sol, la luna estuviera fraccionada en fases y las estrellas se cayeran del firmamento, año tras año, contra viento y marea, se podía poner el reloj en hora con la fiesta de los Robinson.

Joseph Koster contempló el Sound, la lejana línea que señalaba la costa de la isla de Fuego. Koster era un hombre de aspecto más bien ordinario, de cuarenta y tantos años, con el cabello rubio arenoso, los ojos de color azul pálido y la nariz fina. Llevaba un abrigo largo de cachemira, de color azul medianoche, con una bochornosa quemadura abajo a la derecha, una americana de verano, pantalones grises y mocasines. Se había vuelto hacia estribor, contemplando el faro del extremo oeste del Parque Nacional de Isla de Fuego, al este del Parque Estatal Robert Moses, mientras este parpadeaba y giraba. Parpadeaba y giraba de nuevo, ahuyentando a los marineros. Robert Moses. Robert Moses. ¡Mírame! Las manos de Koster tamborileaban en la barandilla como si se tratara de un piano de concierto. Sus largos dedos bailaban mientras contaba.

El faro era obra del constructor neoyorquino más famoso de mediados del siglo XX, el hombre que había transformado las costas, había construido carreteras en el cielo y había convertido barrios trepidantes en ciudades fantasma con un simple ademán de la mano. Koster había estudiado los principios urbanísticos de Moses en la escuela de arquitectura. Sus decisiones, que favorecían las autopistas frente al transporte público, habían auspiciado la aparición de los modernos barrios residenciales de Long Island, influido en toda una generación de ingenieros y planificadores urbanísticos. Y mientras rediseñaba la ciudad en previsión de la era de las autopistas, Moses había desplazado a cientos de miles de neoyorquinos, contribuyendo de este modo a la ruina de Coney Island, el declive del transporte público, la marcha de los Dodgers de Brooklyn...

Mírame, mírame, parpadeaba el faro.

Koster no estaba de buen humor. Había estado trabajando en un nuevo proyecto, una torre en Newark, y todo había ido como la seda hasta que, de repente y sin venir a cuento, le habían arrebatado sin ceremonias el proyecto. Aquella misma tarde. Un conflicto con el cliente, le había explicado el socio más antiguo. Una divergencia de visión. Koster se rió para sus adentros. Bueno, al menos no habían cerrado el grifo del todo; simplemente habían requerido una supervisión distinta. Koster se inclinó sobre la barandilla y escrutó las aguas que se separaban ante la proa.

—Tómese unas vacaciones —le había aconsejado el socio—. Ha pasado demasiado tiempo, Joseph. —Y entonces le había hecho aquella última advertencia—. Lo toma o lo deja.

Si se caía desde donde estaba, se preguntó Koster, ¿lo engullirían las corrientes y se ahogaría? ¿O acaso su cuerpo se estamparía contra la hélice del ferri, que lo haría trizas? Estaba haciendo algunos cálculos mentales, relacionando la velocidad actual con la dirección, cuando sonó la sirena, arrancándolo de sus ensoñaciones. Ahí estaba. El muelle de la isla de Fuego se presentaba al fin ante sus ojos.

La urbanización en la que veraneaban los Robinson era exclusiva incluso para los estándares de Long Island. Fundada en 1894, Point O’Woods era la playa más antigua de la isla de Fuego y en opinión de algunos también era la más hermosa. Una asamblea chautauqua4 la había fundado a modo de retiro religioso en el que se celebraban debates sobre cuestiones culturales y políticas, conferencias sobre idiomas, cocina y fotografía y seminarios sobre el desarrollo físico y espiritual. El principio más destacado de todos los que la guiaban era la importancia de la familia. Aunque había otras urbanizaciones que se consideraban «orientadas hacia las familias», Point O’Woods lo había convertido en una norma. Allí no podía vivir nadie a menos que tuviera hijos. Los compradores potenciales debían contar con la recomendación de, como mínimo, dos miembros de la comunidad y someterse a una interminable batería de entrevistas antes de que los presentaran como «invitados» en la urbanización. Solo después de que hubieran alquilado una residencia durante un mínimo de un año se convertían en candidatos a comprarla. Aquel cuidadoso proceso de selección, así como el hincapié en la descendencia, contribuían a explicar que hubiera tantas familias residentes de tercera, cuarta y hasta quinta generación. Nick Robinson era un habitante de Point O’Woods de quinta generación.

El ferri atracó al fin y los pasajeros recogieron las bolsas azul marino con el logotipo de Compass Press y desembarcaron. Enseguida se formó una fila de invitados que recorrió el sendero que discurría junto al modesto centro comercial de la urbanización: una tienda de alimentación, una tienda de caramelos y una oficina de correos. Pero ninguna licorería, observó Koster. A pesar de los constantes ataques de la primera división de Manhattan, Point O’Woods conservaba el encanto del viejo mundo de una pequeña urbanización costera.

Los pasajeros desfilaron sendero arriba, atravesando las sucesivas pasarelas elevadas que franqueaban las dunas. La mayoría de los invitados se hospedaba en la casa club, una espaciosa estructura de tablillas con canchas de tenis y un balneario en una desangelada extensión. Solo unos pocos, como Koster, se alojaban en la casa de los Robinson. Bueno, estrictamente hablando, se dijo Koster, Robinson no era el verdadero dueño de la finca. Las familias disponían de arriendos de noventa y nueve años. Koster subió fatigosamente la colina, sorteó un círculo de pinos y la casa se presentó al fin ante sus ojos.

La «choza» de los Robinson consistía en un enorme bloque de tres pisos y tejas grises con ocho habitaciones, un solario y un amplio mirador en el tejado. La estructura descansaba sobre un promontorio que dominaba el océano, al otro lado de Point O’Woods, apenas a unos cientos de metros del bosque Hundido. El camino que llevaba a la playa se terminaba ante un cobertizo para barcas y desembocaba en un extenso malecón de madera que descollaba sobre la bahía.

Koster subió los escalones. Al igual que el mirador del tejado, el porche rodeaba toda la circunferencia de la casa. Geranios rojo sangre y jacintos del color de la lavanda se balanceaban desde las macetas suspendidas de los detalles grabados a mano de los arcos. La brisa llevaba desde la playa el sonido de las risas de los niños. Koster advirtió que alguien estaba haciendo una barbacoa en alguna parte. Dejó la bolsa de viaje en el porche y suspiró. A pesar de la escena bucólica, la descompresión del trayecto en barco y los embriagadores aromas del verano, sentía una opresión imperturbable en el fondo del corazón. Apenas había extendido los dedos hacia la aldaba, que era una especie de sirena, cuando la puerta de la calle se abrió de par en par. Era Theresa, la esposa de Robinson.

Theresa sonrió y abrió la puerta de pantalla.

—Te he visto subiendo por el camino. Me alegro de que hayas venido, Joseph. Nick se muere de ganas de verte. Venga, déjame ayudarte con eso.

La señora Robinson asió la bolsa de viaje y la metió en el vestíbulo. Era una mujer hermosa, siempre lo había sido, con chispeantes ojos castaños, cabellera castaña y una presencia imponente aunque en absoluto engreída. Llevaba una blusa de algodón blanca, unos pantalones deportivos negros ajustados y mocasines también negros. Sus actitudes humildes contradecían el hecho de que, al igual que Nick, había crecido en una asombrosa opulencia, siendo la única descendiente de Bill y Anne Huntington, de los Huntington de Texas: petróleo y gas. Se había educado en Europa, como Koster, había estudiado Arte e Historia del Arte, y hasta había escrito un libro sobre Da Vinci.

—Tienes buen aspecto, Joseph —comentó, echándose hacia atrás para observarlo—. Has ganado peso. Antes estabas demasiado delgado. ¿Ya no tienes sueños?

—Solo de vez en cuando.

Theresa Robinson sonrió.

—Es un placer descubrir que aún quedan algunas constantes en el universo. Eres un mal mentiroso, Joseph, y siempre lo serás.

Koster se disponía a farfullar una réplica cuando Macalister, el secretario de Nick, apareció en el pasillo al otro extremo del vestíbulo.

—Señor Koster —dijo—. El señor Robinson lo está esperando.

Theresa le dio a Koster una palmadita en el brazo.

—Haré que te lleven la bolsa a la habitación. Vete. A lo mejor te apetece refrescarte antes de reunirte con los invitados en el club.

—¿Los invitados? Entonces, ¿qué es lo que soy yo?

Theresa sonrió.

—Bueno, Joseph. Tú no cuentas. —Se dio la vuelta y se alejó apresuradamente por el pasillo, dejando un rastro de palabras—. Eres prácticamente de la familia.

Point O’Woods

Isla de Fuego, Nueva York

Robert Macalister condujo a Koster escaleras arriba, a lo largo del pasillo angosto y alargado salpicado de fotografías de regatas que conducía al estudio de Robinson. Antaño había sido un dormitorio de invitados, pero Robinson lo había transformado en despacho y galería. Había cuadros apilados contra la pared del fondo, algunos de artistas codiciados y otros de desconocidos. Koster se preguntó si Robinson habría instalado un buen sistema de seguridad para mantener a raya a los intrusos. Aquella colección valía una pequeña fortuna.

Había tres ventanas salientes que daban a la playa y al Atlántico gris pedernal, que se desplegaba más allá de esta, así como un escritorio de madera de cerezo, fabricado por el bisabuelo del propio Nick Robinson, junto a la ventana del centro con la superficie llena de libros. No se veía al anfitrión por ninguna parte. Koster inspeccionó la habitación, observando a Macalister con suspicacia.

—¿Dónde está Nick? —le preguntó.

—El señor Robinson vendrá enseguida.

Koster se detuvo tras el escritorio de Robinson. Los paneles y los cajones tenían incrustaciones de madreperla. Nick había puesto en la superficie una esterilla de cuero verde con papel secante malva. Había una pluma y un tintero en uno de los extremos, así como un abrecartas de malaquita y un libro encuadernado en piel.

—¿Qué es lo que pasa, Macalister? —dijo Koster. Sentía la atenta mirada del secretario.

—¿A qué se refiere, señor?

—¿Por qué me mira así?

—Estoy esperando al señor Robinson.

—No se fía mucho de mí, ¿verdad?

Macalister sonrió.

—No se trata de eso, señor —empezó a protestar.

Koster no supo qué contestarle. Se volvió de nuevo hacia el escritorio y se fijó en el libro encuadernado en piel curtida. Estaba abierto. El texto estaba escrito en inglés, pero las palabras no tenían ningún sentido. Las líneas estaban amontonadas en largas series de tres. La puerta se cerró violentamente.

Koster alzó la vista. Macalister había desaparecido. Había algo raro, algo siniestro en ese hombre, se dijo. Siempre seguía los pasos de Nick, dondequiera que este fuese.

Koster observó de nuevo el volumen. Pasó el dedo sobre las letras de la página, aunque no entendió nada hasta que llegó al final de la duodécima línea. Entonces leyó las palabras «El evangelio de Judas». Y justo debajo la misma frase en hebreo y griego.

Durante un momento, Koster se encontró de nuevo en el corazón de la catedral de Chartres. Sostenía un cáliz de oro entre las manos y había una mujer tendida sobre el costado a sus pies con un agujero sanguinolento de gran tamaño en la cabeza.

—¡Joseph!

Koster alzó la vista con un respingo.

Era Nick Robinson.

—¿Cómo demonios estás? —lo saludó mientras atravesaba el despacho y lo estrechaba en un abrazo de oso.

Koster forcejeó para desasirse.

—Muy bien, Nick. Supongo. ¿Qué tal tú?

—Estás hecho una mierda.

—Gracias —dijo Koster. Miró a su amigo. Con un metro noventa y cinco de estatura, Robinson resultaba imponente. Koster apenas medía uno sesenta. Y Robinson aún conservaba los hombros que había esculpido en la escuela preparatoria como primer remero del equipo más rápido de la escuela—. Ahora sé por qué me he molestado en venir. Porque siempre sabes qué decir. —Sus dedos empezaron a bailar sobre las perneras de los pantalones, como si estuviera tocando el piano.

—¿Un día largo en MacKenzie y Voight? —preguntó Nick.

—Podría decirse que sí.

—Adelante. Cuéntamelo. ¿Qué ocurre, Joseph? ¿Cuál es el problema?

—¿Por qué siempre piensas que hay un problema?

—Lo sé, sencillamente.

, pensó Koster. Parecía que Robinson siempre presentía cuando algo le preocupaba. Y no solo a él, sino a cualquiera de sus amigos. Era uno de sus dones.

—Ya lo estás haciendo —observó Robinson, señalando. Estaba mirándole los dedos, que bailoteaban nerviosamente.

—¿Haciendo qué?

—Estás contando otra vez. Lo del ábaco. Pensaba que estabas tomando medicinas para eso.

—No hay soluciones farmacológicas que traten directamente los principales síntomas del síndrome de Asperger.

—Está claro que no. ¿Qué es lo que era, los postigos de las ventanas? ¿El número de metros cuadrados de las paredes, dividido por los ángulos de los planos de los murales?

Koster se metió las manos en los bolsillos. No contestó.

—¿Qué ha pasado? —insistió Robinson—. Escúpelo.

Koster le explicó lo que había sucedido en la oficina aquella mañana.

Nick escuchó con paciencia y se encogió de hombros.

—Bueno, la empresa no ha perdido dinero, así que ¿qué más da? De todas formas, ya era hora de que te tomaras unos días libres. ¿Cuántos días de vacaciones has acumulado?

Koster dio la vuelta al escritorio.

—No lo sé. Unas diecisiete semanas.

Robinson se rió.

—¡Diecisiete semanas!

—Me gusta mi trabajo. Me gusta estar ocupado.

—Estás usando el trabajo como si fuera una droga, Joseph. Un remedio para distraerte. Como la hierba. Como contar.

—Y tú te pareces a mi madre.

—Me alegro. Tiene sentido común. —Nick Robinson se puso serio de repente. Cruzó los brazos y anunció—: Tengo que pedirte un favor.

Koster se quedó petrificado.

—¿Un qué?

—Una adivinanza. Un acertijo —dijo Robinson—. Quiero que lo resuelvas. Yo no puedo. Créeme que lo he intentado. Pero tengo fe en que tú podrás hacerlo.

A lo largo de los casi cuarenta años desde que se habían conocido Koster no recordaba que Nick Robinson le hubiera pedido ningún favor. Sencillamente no formaba parte de su carácter. En incontables ocasiones le había dicho: «Tengo un trabajo para ti...», «una misión...», «un regalo...» o «una recomendación». Pero un favor, jamás.

—Y según parece ahora tienes tiempo para solucionarlo —añadió Robinson.

—Gracias por recordármelo. ¿De qué favor se trata?

Robinson alargó la mano sobre el escritorio y le mostró la cubierta del volumen curtido.

Koster observó el libro. Atisbó la firma y adivinó el significado de inmediato.

—¿Be de Ben? —preguntó—. ¿De Benjamin Franklin?

Robinson asintió.

—Es su diario personal. Pero está escrito siguiendo un código. No tengo la menor idea de lo que significa. Así que se me ocurrió que tú podrías averiguarlo.

Koster tomó el libro. Había secuencias de palabras ininteligibles, sin puntuación alguna. Excepto aquella frase en inglés, hebreo y griego.

—¿El evangelio de Judas? —dijo.

—Es un texto cristiano primitivo.

—Ya sé lo que es, Nick. Un códice gnóstico. Como el que buscaba en Francia, debajo de la catedral de Chartres. Como el evangelio de Tomás.

—Pero mucho más incendiario, Joseph. Según este antiguo texto, Jesús le pidió a Judas que lo traicionase. Este libro explica que, a pesar de sus protestas, Judas acabó accediendo para que Cristo cumpliera las profecías. En lugar de ser un archivillano, Judas se presenta como el confidente y compañero más íntimo de Cristo. Un auténtico antihéroe. Y tampoco se ahorcó. El evangelio sugiere que Judas fue asesinado, como represalia por la traición que había cometido. Asesinado por los propios apóstoles. ¿Te lo imaginas? Sin esa traición, no habría habido crucifixión. Y sin la crucifixión no habría habido resurrección. No habría habido cristianismo, Joseph.

—¿Pero no existen ya copias del evangelio de Judas? Seguro que sí, si sabes lo que dice. —Koster le devolvió el libro a Robinson.

—Ediciones mucho más recientes —admitió este—. En los años setenta descubrieron un códice gnóstico en el dialecto copto sahídico, cerca de El Minya, en Egipto. Un coleccionista lo trajo a Estados Unidos, donde languideció en una caja fuerte durante unos dieciséis años, aquí en Long Island, hasta que una tratante de antigüedades llamada Frieda Nussberger-Tchacos lo adquirió en la primavera de 2000. Después de dos intentos infructuosos de revenderlo, se asustó porque se estaba deteriorando rápidamente y cedió el códice a la fundación Mecenas del Arte Antiguo de Basel, para que lo restaurasen y lo tradujeran.

»Eso fue en febrero de 2001. El análisis de carbono sitúa el códice de Tchacos entre el siglo III y el IV después de Cristo. —Robinson puso de nuevo el diario sobre el escritorio. Le dio unas suaves palmaditas—. Pero el descubrimiento —continuó— de una versión del evangelio de Judas en hebreo misnaico, escrito presumiblemente apenas unas décadas después de la crucifixión de Cristo, debilitaría notablemente la interpretación actual de la Biblia. Después de todo, sería mucho más antiguo que el códice de Tchacos, y por lo tanto más preciso desde el punto de vista histórico.

—Más fiel a las enseñanzas de Cristo, quieres decir.

—Así es. Y no obstante los antiguos padres de la Iglesia lo consideraron herético. ¿Qué adversario puede tener la Iglesia cristiana más poderoso que el propio Jesucristo? Si sus enseñanzas eran gnósticas...

—Por eso mismo yo buscaba el evangelio de Tomás —lo interrumpió Koster—. Y mira cómo acabé.

—Eso era distinto. No estaba escondido aquí mismo, en Estados Unidos, como este evangelio de Judas. Y no le pertenecía a Ben Franklin.

—¿Qué tiene que ver Franklin con esto?

—No estoy seguro. En eso consiste el misterio.

Robinson se dirigió a la ventana saliente del centro. Se estaban formando unas nubes oscuras sobre el océano. Los marineros regresaban a puerto.

—Franklin era masón —prosiguió—. Como George Washington y muchos de los padres fundadores. Según la tradición masónica, Franklin logró hacerse de algún modo con una versión especialmente antigua del evangelio de Judas. Y eso no es todo. Según las leyendas, en la versión de Franklin también había una curiosa ilustración. Llamémosla esquema número uno. Los historiadores masónicos han documentado la existencia de otros dos esquemas semejantes, el esquema número dos, supuestamente diseñado por Leonardo da Vinci, y el número tres, obra del propio Franklin. Y todos están relacionados de algún modo.

—¿De qué modo?

—No lo sabemos.

—¿Qué son esas ilustraciones?

—Tampoco lo sabemos. Curiosidades masónicas.

—Parece que no sabes gran cosa.

Robinson se rió entre dientes.

—Tienes razón. Por eso necesito que me ayudes. Es un código, Joseph. Creado por el propio Franklin. ¿No era uno de tus héroes de la infancia?

—¿Te acuerdas de eso?

—Claro que sí.

—Eso fue hace treinta años.

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, Joseph. Considéralo el destino.

—¿El destino?

—¿De veras crees que se trata de una simple coincidencia? Apareces triste y deprimido porque tienes problemas en el trabajo y te encuentras con un desafío para distraerte de todo eso, aunque solo sea durante un rato. El universo vibra a una frecuencia concreta. Y ahora dispones de mucho tiempo. Descifrar el diario de Franklin puede contribuir a desvelar el evangelio de Judas. ¿Te imaginas la sensación editorial?

—Como si te hiciera falta otro éxito, Nick.

—No estoy hablando de mí. Estoy hablando de ti, Joseph. De lo que tú necesitas. ¿Qué es lo que has hecho durante los últimos quince años? ¿Quién murió en ese sótano de Francia?

—Me he labrado una carrera —espetó Koster a modo de respuesta.

—Pero eres desgraciado. Tienes que sobreponerte a lo sucedido. Mariane se ha ido. Ya es hora de que lo superes. Es hora de subirse de nuevo al caballo.

—Para ti es fácil decirlo. Tú nunca has perdido a alguien a quien amabas.

—Sí que lo he hecho. —Robinson se volvió de nuevo hacia las ventanas—. Perdí a alguien que me importaba muchísimo. Hace mucho tiempo. Cuando era joven y estúpido. Pero lo superé, Joseph. Conocí a Theresa y todo cambió.

—No lo sabía.

—Aún mantengo algunos secretos. Considéralo un aviso.

Koster suspiró.

—¿Qué es lo que quieres que haga, Nick?

Robinson regresó al escritorio y cogió el volumen.

—Llévate el diario y estúdialo. A ver si puedes interpretarlo, descifrar el código. Así que no encontraste el evangelio de Tomás en Francia. ¿Y qué? A lo mejor puedes cambiar eso. A lo mejor a cambio consigues descubrir el evangelio de Judas. Cambia el final esta vez. Descifra el diario de Franklin, Joseph. Eso es lo único que te pido. Ayúdame a averiguar dónde está. Yo me encargaré del resto. Ya te he comprado un billete en el vuelo de mañana por la mañana a la costa.

—¿A la costa?

—A San Francisco. Allí tengo una amiga que puede ayudarte. Se llama Savita Sajan.

—¿De Cimbian, el fabricante de chips?

—Esa misma. Savita ha trabajado en este campo. Y confío en ella.

—No sé, Nick...

—Mira, piénsalo. Podemos seguir hablando mañana, antes de que te vayas al aeropuerto. Ahora los dos tenemos que prepararnos para la cena. —Miró por la ventana—. Parece que va a llover. Espero que aguante hasta después del postre.

—¿Tú crees? —repuso Koster—. Está muy lejos.

Un relámpago estalló en el horizonte lejano.

Koster percibió que Robinson se detenía a su lado.

—Toma —dijo, entregándole el libro tras propinarle un codazo.

Koster contempló el volumen, el delicado lomo de piel.

—De acuerdo, Nick. Lo haré por ti. Me lo pensaré.

Point O’Woods

Isla de Fuego, Nueva York

Koster volvió a la habitación de invitados, deshizo la maleta y escogió una camisa de algodón. Se trataba del mismo dormitorio confortable en el que siempre se hospedaba, con una cama con dosel con encaje blanco cosido a mano. Las paredes estaban festoneadas con cuadros de paisajes, entre los que se contaba una onírica representación de Venecia en un rincón. De pronto, Koster cayó en la cuenta de que era un Monet auténtico. Lo había visto muchas veces y lo había admirado, pero jamás se le había ocurrido que se trataba de la obra de un maestro, teniendo en cuenta que lo habían colocado en un rincón como si fuera una ocurrencia de última hora.

Aquello era propio de Nick Robinson. ¿Para qué hablar, excepto en murmullos? Cuando Koster había cumplido trece años, mientras sus padres estaban de gira en el extranjero, había encontrado un ordenador Lisa delante de la puerta, sin una tarjeta siquiera. Nick. El padre de Nick le había ayudado a bordar la entrevista en el MIT. Nick había colaborado para que se hiciese con el puesto en McKenzie & Voight. Le había presentado a Priscilla, aunque aquello no había durado. Y luego a Becky, la consultora de IT. Koster, por otra parte, no había sido un amigo excelente, aunque a su manera lo había intentado. Pero en raras ocasiones tendía puentes o se tomaba la molestia de hacer planes. De modo que Nick Robinson se había encargado de llamarlo periódicamente, cada dos o tres semanas, invitándolo a fiestas, exposiciones o aperturas.

Koster tenía algunos amigos en el trabajo. Pero todos estaban casados y Koster se encontraba incómodo siendo el tercero en discordia en todas las ocasiones. Los arquitectos solteros eran mucho más jóvenes que él. Koster pertenecía a algunos clubes de matemáticas en los que había desarrollado relaciones fuertes. Por desgracia, su mejor amigo vivía en Moscú. Jugaban al ajedrez vía Skype una vez a la semana. Había otro que daba clases en la Universidad de Míchigan en Ann Arbor.

Koster se cepilló los dientes en el cuarto de baño y se aseó mientras se miraba atentamente la cara, tratando de acordarse del hombre del espejo.

Robinson estaba en lo cierto. Necesitaba un descanso. Por mucho que dijera que le encantaba su trabajo, en los últimos tiempos se había estancado. Se habían agotado los destellos de clarividencia que tanto amaba, en los que el plan entero se aclaraba de repente. Presa del pánico, a medida que la pasión se disolvía como una píldora en sus entrañas, se aferraba a los detalles más nimios de los proyectos, hasta el punto de que los ingenieros siempre se quejaban de que hacía todo su trabajo. No podía abstraerse de los diseños. Por si alguien había pasado algo por alto. No hasta que hubiera acabado, hasta el enésimo detalle, toda la instalación eléctrica, todas las especificaciones.

—Sal —lo había instado Nick una noche, mientras compartían una comida rápida en el Village—. Encuentra a una chica y acuéstate con ella. Estás demasiado tenso. —Y Koster lo había intentado. Había salido con varias mujeres a lo largo de la última década, más o menos. Una directora de banco. Una representante de ventas. Y Becky, la consultora de IT. Lo había intentado. En una ocasión, durante nada menos que siete meses. Pero había abordado aquellas aventuras con la misma atención puntillosa que dedicaba a sus proyectos profesionales. Se perdían en los detalles. Se deshacían, como un hermoso lazo, mientras Koster forcejeaba con el nudo.

Koster se puso la camisa y una americana y fue al vestíbulo, donde lo esperaban Nick y Theresa. Su hijo Sean se reuniría con ellos en el club. Robinson llevaba una impecable prenda de cachemira gris marengo sobre una arrugada camisa blanca y Theresa un vestido de colores con los hombros al aire, un muumuu5 de aire retro de los años cincuenta.

Se dirigieron a la casa club. La mayoría de los invitados se habían congregado en la cubierta, bebiendo champán, sosteniendo cócteles, engullendo tostaditas triangulares de cangrejo y gambas, hamachi y sevruga. Koster no tardó en encontrarse solo en un rincón, observando a la concurrencia.

Una modelo estaba hablando de representantes con una amiga. Las comisiones la estaban matando. Su agente era un monstruo chupasangre. Un empresario de internet estaba discutiendo sobre arte con un comentarista de la radio. El nuevo gobernador de Nueva York charlaba ociosamente con el productor de un reality show televisivo llamado sencillamente Venganza. Y Nick y Theresa revoloteaban como ruiseñores de una persona a la siguiente, dejando una estela de risas a su paso.

Cuando se sentaron a la mesa, Koster estaba muriéndose de hambre. Ya había calculado, con cierto grado de certidumbre, el valor en efectivo de las joyas que ostentaban los invitados: unos 12,3 millones de dólares, unos cuantos cientos de miles arriba o abajo. Había contado todas las hebras, las cadenas y las piedras preciosas y semipreciosas, empleando una variable estándar para el tamaño medio del quilate y un sencillo algoritmo matemático. A continuación había calculado el número de cabellos que tenían en la cabeza los invitados de pelo castaño, aunque no cesaban de aparecer y desaparecer de su vista, de modo que le costaba llevar la cuenta, a pesar del baile de los dedos en el borde de la copa de vino.

El aire nocturno había refrescado cuando la fiesta se trasladó al comedor principal. Koster tomó asiento en una mesa junto a una joven estrella de cine llamada Roberta Hachette, una rubia con un acento indescifrable y un busto misterioso. Al principio parecía que las cosas iban bien. Charlaron cordialmente durante el salmón escalfado con salsa holandesa. Hasta que ella descubrió a qué se dedicaba y se aburrió de repente. Cuando sirvieron el pollo, encontró mucho más fascinante al hombre que se hallaba al otro lado del centro de mesa, que tenía cierto interés en el desarrollo de los medios de comunicación, era una especie de inversor. De modo que Koster alternó con la viuda de Point O’Woods, que estaba a su izquierda, pero esta se lamentaba amargamente de la chusma que se veía en Manhattan en los últimos tiempos.

—Despeinados —repetía sin cesar—. ¿Sabía que su peinado puede determinar su futuro?

Koster asintió y contestó:

—Cinco millones.

—¿Perdone? —Ella miró por encima de las gafas.

—El número aproximado de cabellos que se ven en las cabezas de esta habitación desde donde estamos sentados. Sin contar al servicio.

Esperaron en silencio a que sirvieran el postre. Al cabo de un rato, mientras algunos invitados deambulaban de un lado a otro, estirando las piernas o visitando a amigos en las mesas vecinas, Koster se excusó para dirigirse a las puertas correderas. Ya había algunos invitados fumando en la cubierta. Se oían sus voces amortiguadas. Se dieron la vuelta para mirarlo y después se volvieron de nuevo hacia el mar, charlando, afanosos, mientras el dorso de las olas rompía contra el muelle. Su peinado, reflexionó.

Koster bajó subrepticiamente las escaleras del fondo hasta la playa. El sonido de la música y las risas se desvaneció paulatinamente, abrumado por el pulso de las olas y las pisadas apagadas de sus mocasines al hundirse en la arena. Caminó sin cesar y luego echó a correr, hasta que las luces de la casa club no fueron más que un mortecino fulgor doliente, hasta que el viento le abrió la americana y la camisa y la marea le heló los pies. Se detuvo al borde del malecón. El muelle se proyectaba en las tinieblas desde la playa, adentrándose en el mar insondable. Koster metió la mano en la chaqueta y sacó una pitillera. El porro estaba perfectamente liado. Se lo puso entre los labios. La punta refulgió espasmódicamente dentro de sus manos ahuecadas cuando lo encendió con el mechero. Inhaló el humo, contuvo la respiración y exhaló.

¿Quién murió en ese sótano de Francia? Koster se rió. Le dio otra calada al porro y sintió que algo se le desgarraba en las entrañas. ¿Quién murió? A veces él también se lo preguntaba. Tal vez Nick estuviera en lo cierto.

La lluvia le azotaba la cara. Koster alzó la vista en el momento preciso en el que el firmamento estallaba en luces. Un relámpago resquebrajó los cielos. ¿Quién murió en ese sótano? Había andado sonámbulo por la vida desde hacía más de una década. Desde lo de Francia. Desde la muerte de Mariane. Solo la muerte de su hijo le había dejado estigmas tan profundos.

Koster llegó al final del muelle y contempló el mar. Se avecinaba una tormenta. Grandes cortinas de agua se precipitaban desde los cielos. Los relámpagos hendían la bóveda celeste. Se dijo que sería una locura involucrarse de nuevo en uno de los planes de Nick Robinson. Y no obstante la idea le resultaba extrañamente seductora. Le debía mucho a Nick. Pero no se trataba de lealtad, ni de la idea de desenterrar el evangelio de Judas, un texto antiquísimo de tremenda importancia religiosa. Ni de que antaño le hubiera pertenecido a Benjamin Franklin, aunque eso influía. No, pensó Koster, mientras contemplaba el agua que espejeaba y bullía a sus pies. En lugar de huir, deseaba desesperadamente sumergirse de nuevo en el caos. ¿Acaso estaba simplemente aburrido? ¿O seguía culpándose por el asesinato de Mariane? Koster miró al cielo, dejando que las gotas de lluvia resbalaran sobre su rostro como si fueran lágrimas. ¡Mariane! Arrojó lo que quedaba del porro a las olas.

Despertar. Vivir, durante un instante, como si la vida importase de nuevo. Sentir que realmente le importaba algo.

Koster se metió las manos en los bolsillos. A continuación se dio la vuelta y recorrió de nuevo el muelle en dirección a la playa.

Los Ángeles

Desde ese ángulo, Michael Rose se encontraba en una posición perfecta para mirarse el pene mientras lo introducía en la prostituta negra que estaba a cuatro patas en la cama delante de él. Michael, un hombre fornido de treinta y tantos años, con el cabello rubio y ralo, gruesos labios rojos y ojos azules transparentes, la montó repetidamente, cuidándose de que no se cayera el espejo que se hallaba en precario equilibrio en la espalda de la muchacha.

—«Andaos con cuidado para que nadie os engañe» —declamó mientras tomaba el billete enrollado que había depositado en el cristal. Un franklin. Un billete de cien—. «Pues muchos acudirán en mi nombre... Os hablarán de guerras y rumores de guerras... Las naciones y los reinos se levantarán los unos contra los otros.» —Se metió el billete enrollado en la nariz. A continuación, con cuidado para que el pene no se resbalara fuera de la chica, esnifó una raya—. «Habrá hambrunas y terremotos en muchos lugares». —Se estremeció, le dio un empellón y eyaculó con un gemido—. «El sol se oscurecerá y la luna no dará luz...» ¡Di amén! —Y le dio un cachete en el culo.

—¡Amén! —obedeció la joven, con el rostro apretado contra las sábanas.

—«Las estrellas caerán del cielo y los cuerpos celestiales temblarán.» ¡Di amén!

—¡Amén!

Michael abandonó el cuerpo de la muchacha y se desplomó sobre la cama. Esnifó los restos de droga que se habían alojado en la aleta de la nariz. Observó a la chica mientras esta alargaba la mano hacia el espejo, lo depositaba delante de ella y esnifaba una raya.

—Y bien —le preguntó Michael—, ¿por qué hemos de estudiar el fin de los tiempos?

La muchacha tenía apenas dieciocho años, probablemente menos, se convenció. Se hacía llamar Blue, tal vez debido al maquillaje que llevaba. Tenía la piel reluciente de sudor y Michael se dio cuenta de que llevaba una tachuela en la nariz. Se había recogido el pelo en trenzas adheridas al cráneo.

—Para conocer a Jesús —respondió ella—. Para prepararnos. Y...

—¿Y qué? —replicó él.

—Porque cuando llegue nos traerá una recompensa.

—Así es, Blue. Estoy muy orgulloso de ti. —Alargó la mano hacia la mesilla de noche que había junto a la cama y cogió una cartera de piel de cocodrilo—. Los apóstoles conocían un gran secreto, un secreto divino. Cuando el rey Jesús vuelva nos traerá una recompensa en función de la vida que hayamos vivido. Así que toma —añadió—, será mejor que cojas esto. —Le entregó otro billete de cien dólares. Después se dio la vuelta para levantarse de la cama. Inclinó la cabeza hacia un lado, estirando el cuello hasta que este emitió un audible chasquido. Se dirigió a la ventana.

Desde aquel elevado punto estratégico en las colinas de Hollywood, más allá de la piscina y las canchas de tenis, más allá de la cabaña y el invernadero, divisaba toda la extensión de la superficie contaminada de Los Ángeles. Parecía que la autopista estaba congestionada. Si no se marchaba enseguida llegaría tarde al sermón. Y eso, reflexionó con un suspiro, no le sentaría bien a papá. Entonces sonrió. En fin. No tenía tiempo para ducharse.

El Palacio de Oraciones había sido antaño el hospital Madre de los Ángeles, que ocupaba unas cuatro hectáreas, situado a unos tres kilómetros al oeste de Los Ángeles y otros tantos de Hollywood. Se trataba de una instalación de más de cien mil metros cuadrados, con más de mil habitaciones en nueve edificios en el campus del Consejo Mundial de Iglesias (CMI). Una media de dos millones y medio de conductores a la semana veían el impresionante edificio de catorce pisos que albergaba el Palacio de las Oraciones.

El padre de Michael, el insigne Thaddeus Rose, había comprado aquella finca hacía tres años. Rose padre había sido el primer pastor de la Iglesia Mundial de Cristo de Fénix, con sede en Arizona, la iglesia que más había crecido en la historia de Estados Unidos. Con una asistencia media de más de quince mil personas a la semana, la megaiglesia de Fénix había celebrado acontecimientos al aire libre ante más de veinticinco mil fieles y desde el domingo de Ramos hasta el domingo de Pascua la congregación ascendía a más de ciento cincuenta mil. Además, Rose había sido el responsable de la creación del programa de radio El corazón de la familia, así como del Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia, un lobby con sede en Washington, quizá la organización de la derecha cristiana más poderosa del país. Como recompensa por aquel considerable éxito, la sección del sur de California del CMI le había sugerido que fundara el Palacio de las Oraciones en Los Ángeles. Y al cabo de apenas tres años ya contaba con más de doce mil parroquianos, humillando a aquella monstruosa megaiglesia de Crystal, en el condado de Orange.

Pero todo ese éxito, se dijo Michael mientras entraba en el aparcamiento conduciendo un Infiniti gris perla, toda la gloria del padre, los elogios y las lisonjas, el dinero y la fama, era suyo, lo había obtenido con el sudor de la frente del hijo. Hasta el momento, Thaddeus ni siquiera sabía navegar por internet. Era Michael quien había expandido el programa de radio. Era Michael quien había producido la primera emisión televisiva del CMI, que ahora estaba disponible en más del noventa por ciento de los hogares norteamericanos, así como en más de veintiséis naciones extranjeras; aunque Thaddeus lo presentara. Era Michael quien había abogado por la creación de una página web. Había concebido una exitosa campaña de correos electrónicos, la compra de palabras clave y los sistemas que daban soporte a los más de cuatrocientos ministerios de asistencia. Era Michael quien se había relacionado con el Comité Nacional Republicano mediante los Consejos de Política de El Corazón de la Familia y quien había trabajado con tanto ahínco para el partido republicano durante la última campaña presidencial. Y no obstante, por mucho que lo intentara, hiciera lo que hiciera, Michael siempre era Thaddeus júnior. El hijo.

Michael oprimió el botón de la llave del coche y el Infiniti emitió un pitido.

El seguidor.

Se llevó la llave a la cara y se olió la mano. Sus dedos todavía olían a Blue.

Los Ángeles

Cuando Michael Rose subió al fin al escenario se había hecho tarde. Se había visto obligado a enfrentar a una hueste de suplicantes y peticionarios desde el aparcamiento hasta los camerinos, que le hacían apremiantes preguntas acerca de seminarios en línea y la optimización de los motores de búsqueda, telemaratones, exenciones de impuestos y audiencias. Su bella esposa Judy y Thaddeus ya se habían adelantado hasta el podio. La afluencia era excelente. Más de diez mil adolescentes, preadolescentes y veinteañeros colmaban el local. Una de las jóvenes llevaba un vestido rosa y blanco con lazos azules. Apenas tenía dieciocho años, calculó Michael. En ese momento se encendió el foco.

—¿Por qué estudiamos el fin de los tiempos? —entonó Michael. El auditorio se sumió en la penumbra. Una pantalla gigante, que habían instalado detrás del estrado, se iluminó bruscamente cuando la primera de las tres cámaras enfocó a la figura que descendía del escenario—. ¿Cuáles son los cuatro pilares que sustentan esta asamblea?

La muchedumbre murmuró y algunas voces exclamaron:

—¡La salvación a través de Cristo!

—Amén. ¿Y qué más? —preguntó Michael.

—¡La sanación divina!

—La expiación dispone la liberación de la enfermedad —repuso Michael.

—¡El bautismo en el espíritu santo!

—Sí, todos los creyentes tienen derecho a recibir el bautismo en el espíritu santo y deben esperar y buscar la promesa del padre. ¿Y cuál es último pilar, hermanos y hermanas?

—¡La segunda venida! —chilló alguien.

Michael se volvió hacia aquella voz.

—Así es —asintió—. La segunda venida. —Resonó una muralla de timbales. Sonaron los vientos. Las palabras «Por qué estudiamos el fin de los tiempos» aparecieron en la gigantesca pantalla, superpuestas sobre el rostro arrebolado de Michael—. Es necesario que estudiemos el fin de los tiempos por tres motivos: primero, para conocer a Jesús; segundo, porque la Biblia nos dice que hemos de estar preparados para su venida, y tercero, porque cuando Jesús regrese nos traerá una recompensa, tal como anunciaron los apóstoles. Casi todas las epístolas del Nuevo Testamento anticipan una era futura. Y requieren una obediencia absoluta en nuestra forma de vida, pues de ella dependen el juicio y las bendiciones que recibamos en el futuro. Yo os digo que ese dichoso y terrible día del Señor —continuó mientras las luces del escenario se atenuaban y el foco se apagaba—, que la Biblia nos asegura que sacudirá el mundo entero, todo el planeta, está cerca... probablemente más de lo que creéis.

En ese punto pareció que el auditorio estallaba en llamas. En el aire detonaron fuegos artificiales. Las pantallas gigantes instaladas detrás del escenario cobraron vida, emitiendo erupciones volcánicas, inundaciones y terremotos, mostrando infiernos de fuego. Los asientos del auditorio vibraron y rebotaron y una portentosa exhalación de instrumentos de viento saturó el aire. Después se interrumpió. Un foco se encendió sobre una figura que se encontraba al otro lado del escenario, una joven vestida de blanco. Estaba de rodillas, rezando, bañada en la luz opalescente. Otro foco iluminó a Michael.

—Pero se está produciendo un cambio en el mundo —prosiguió—, sobre todo entre los jóvenes como vosotros. —Las imágenes catastróficas dieron paso a un primer plano de la joven de blanco, fundido delicadamente con el rostro del propio Michael—. Dios os está instando a buscar algo más que libros de autoayuda en eBay. Yo os pregunto: ¿podría ser que el espíritu santo estuviera instigando un movimiento de oración que lucha por un renacimiento a escala planetaria?

»Se han escrito muchas cosas sobre la primera generación de cristianos, que según parece estaban convencidos de que el señor regresaría durante su vida. —Representaciones de los santos y los apóstoles refulgieron a sus espaldas—. Entonces sucedió algo. —Una imagen del templo de Jerusalén llenó la pantalla y desapareció con un fogonazo, reducido a escombros—. Jerusalén fue destruida en el año 70 después de Cristo tras una fallida revuelta judía, y con ella el templo. Piedra sobre piedra, tal como había anunciado Jesús. Más adelante, en el año 135, después de otra rebelión, Jerusalén fue borrada de la faz de la Tierra. El reino de Israel dejó de existir. Y muchos líderes de la Iglesia empezaron a referirse al fin del mundo como algo que sucedería en el futuro. El futuro lejano. No sabían cómo interpretar los pasajes bíblicos que hablaban de Israel, una nación que ya no existía. Hasta 1948. Y el renacimiento de Israel como nación. Y el regreso de Jerusalén a manos israelíes al cabo de algunos años. El regreso de los judíos a la tierra que les habían prometido es una señal de un cambio en las estaciones. Presagia una serie de portentos y sucesos que culminará en el advenimiento de una terrible época de renovación.

»Jesús enumeró los signos que anunciarán que se avecina el fin de los tiempos en el comienzo de los dolores —dijo Michael—. «Os hablarán de guerras y rumores de guerras... Las naciones y los reinos se levantarán los unos contra los otros... Habrá hambrunas y terremotos en muchos lugares... El sol se oscurecerá y la luna no dará luz...» ¡Decid amén!

La muchedumbre respondió al unísono:

—¡Amén!

—¿Por qué estos acontecimientos serán tan trascendentales y tan intensos? —la interpeló Michael—. La respuesta no es que Dios sea severo, sino que el estado de la Tierra será tan acuciante que no habrá ninguna alternativa posible. ¿Estará sucediendo ahora? ¿Se avecina el fin de los tiempos?

Las tres pantallas a sus espaldas se encendieron de repente, mostrando escenas de inundaciones y devastación.

—En 2005 el huracán Katrina anegó el ochenta por ciento de Nueva Orleans y una metrópoli del primer mundo se transformó al instante en una catástrofe tercermundista. Pero aunque los medios de comunicación liberales, como la revista Time, se burlaron de la explicación de que el huracán había sido el juicio de Dios a aquella ciudad pecaminosa, para los creyentes no hay discusión posible. Al contrario que los ataques terroristas del 11 de septiembre, en los que muchos buscaron a tientas respuestas sobre el origen del problema, en esta ocasión la respuesta estaba clara. Solo Dios controla las monumentales fuerzas de la naturaleza. Como dijo Jeremías, Dios está enfrentado con las naciones por culpa del pecado.

Michael se dirigió al borde del escenario y alzó los brazos.

—Yo os digo, hermanos y hermanas, que Katrina no fue solo un juicio a Nueva Orleans. Fue un juicio a todos los que abrazaban la oscuridad y el pecado. Los cataclismos de los últimos años, ataques terroristas, tsunamis y huracanes, no son sino heraldos de acontecimientos terribles que aún han de producirse, el preludio del fin definitivo de los tiempos.

»La Biblia se refiere a la gran «novia» de Cristo, que aglutina a todos los creyentes en una sola congregación sagrada. Por el contrario, el Apocalipsis describe a una monstruosa figura llamada la Babilonia Misteriosa, una mujer «engalanada con perlas y escarlata, con adornos de oro». No se trata de una mujer de verdad, claro, sino de un símbolo de una religión global. Personifica el espíritu de nuestra era: la complacencia, el egoísmo y la gratificación. ¿Hay alguno entre nosotros que no sienta la tentación de estas nuevas religiones mundiales que hablan de la salvación mediante el descubrimiento de uno mismo? Pero yo os digo que la Babilona Misteriosa anunciará la gran tribulación, en la que perecerán billones de personas.

La pantalla mostró un mapa del mundo. Pequeños iconos que representaban a sus habitantes ilustraban las poblaciones. En un instante, los iconos empezaron a desintegrarse y el número de víctimas se desplegó en una caja a la derecha.

—Combinando los números que se describen en los capítulos seis y nueve del Apocalipsis, así como en el capítulo trece de Zacarías, se deduce que se llevará a la mitad de la población mundial. Aniquilada. Exterminada.

Las grandes pantallas se apagaron. Solo se veía el rostro ceniciento de Michael.

—¿Es posible que esto suceda? No, ¿cómo sucederá? —Se volvió hacia la muchedumbre fascinada—. Empezará con el diablo. —Una imagen estilizada de Satanás apareció en la pantalla del centro. Un murmullo brotó del público—. El plan de Satanás consiste en dos grandes estrategias: destruir a los beneficiarios de las profecías de Dios, los cristianos y los judíos, y coronar a su agente como rey del mundo.

»Para muchos —continuó Michael— el anticristo no es más que una fábula, una creación de los teóricos de las conspiraciones bíblicas. Pero el estudio del anticristo nos preparará para enfrentarnos a su fulgurante ascenso al poder, pues su dominio formará parte del fin de los tiempos. Se especula mucho sobre este futuro líder del mundo. Algunos creen que vive en nuestros días. Sean cuales sean sus orígenes, cuando entre en escena causará un tremendo impacto a escala internacional. Daniel dice del anticristo que «firmará un pacto con muchos». Israel será una de las numerosas naciones que participarán en ese pacto, que tendrá la apariencia de un tratado de paz. Las engañarán para que hagan un trato con el anticristo. Dicho tratado impulsará una confianza de la que nacerá una nueva religión mundial, la religión de la Babilonia Misteriosa, y el anticristo iniciará su ascenso al poder. Instigará esta nueva religión mundial, beneficiándose del entramado de conexiones y de la prosperidad económica. Y mientras tanto, entre bambalinas, estará aumentando sus recursos y sus fuerzas, firmando los acuerdos clandestinos y los tratos indirectos que finalmente habrán de llevarlo al poder.

»Cuando el anticristo haya creado esta religión comenzará el asesinato en masa de los cristianos y los judíos. Seducirá a las naciones del mundo con falsos portentos y riquezas. Diez reyes le entregarán todas las potestades del gobierno a uno de ellos, el anticristo, que conquistará la ciudad de Babilonia, se apoderará de sus recursos religiosos y económicos y fundará un imperio de diez naciones que será la auténtica potencia internacional. ¿Dónde se encuentra Babilonia?

Michael señaló a sus espaldas y una pantalla cobró vida súbitamente. Apareció un mapa de Oriente Medio. Babilonia estaba señalada con una estrellita roja. Y sobre ella se leía el nombre de una nación: Iraq.

—Así es —afirmó Michael—. En Iraq. Cuando Satanás llegue a la Tierra, el anticristo y sus aliados destruirán la ciudad de Babilonia. Y lo que es peor, el anticristo se establecerá como el único Dios verdadero y pondrá una imagen de sí mismo en la más sagrada de las sagradas. Los que estén dispuestos a adorarlo recibirán una marca que les permitirá participar en la economía global. Los que se nieguen a someterse serán brutalmente asesinados. Pero, mientras tanto, un suceso aún más dramático tendrá lugar en la sala del trono del Cielo. Dios le entregará a Jesús un manuscrito, la «escritura» de la Tierra, y esto será una ocasión tan trascendental que los ángeles de la sala del trono se pondrán a cantar. Una nueva canción.

El auditorio se llenó de repente con una nota límpida. Un foco iluminó a un niño disfrazado de ángel. A medida que el foco se ampliaba revelaba a otros coristas cantando. Enseguida toda la sala se estremeció con un sonido glorioso, un brillante tapiz de voces sincrónicas.

—Cuando Jesús abra el manuscrito romperá siete sellos, allanando de esta forma el camino para su regreso a la Tierra. —Una enorme mano apareció en la pantalla del centro, sosteniendo un pergamino de color crema—. Cuando se rompa el primer sello, el anticristo exigirá que todo el mundo lo adore como Dios. —Un poderoso rugido, como el restallido de un trueno, inundó la cámara. Aparecieron imágenes en las dos pantallas laterales. La imagen burbujeó y se inflamó, como si la película se hubiera salido de los engranajes, atascando el proyector. La escena fue pasto de las llamas y se contrajo, revelando estampas bélicas debajo.

»Al principio esta ejecución no será sangrienta, pero enseguida dará paso a una guerra mundial. Cuando Jesús rompa el segundo sello, la falsa paz en la Tierra se hará añicos. —Resonó otro trueno—. Cuando Jesús rompa el tercer sello, la guerra mundial desencadenada por el anticristo provocará una hambruna de proporciones globales. —Las pantallas mostraron filas interminables de personas deambulando por las autopistas y esperando una limosna ante perolas de sopa. Resonaron más truenos—. Cuando Jesús rompa el cuarto sello, un cuarto de toda la población de la Tierra morirá a manos de la espada, el hambre, las enfermedades o las bestias salvajes. Cuando Jesús rompa el quinto sello, los que han martirizado a los santos sufrirán el tormento que merecen y la muerte —continuó Michael. A sus espaldas aparecieron crudas fotografías en blanco y negro de campos de exterminio, con altas pilas de cadáveres—. Cuando se rompa el sexto sello se desatarán unas tremendas perturbaciones cósmicas; el cielo se replegará como un pergamino y toda la masa de la Tierra se desplazará. Y cuando Jesús rompa el séptimo y último sello estallará el sonido de las trompetas.

Todas las pantallas quedaron en penumbra al instante. Las luces se fueron apagando hasta que la sala se sumió en una oscuridad absoluta. Entonces el auditorio volvió a llenarse con el fragor de los vientos; primero uno, después otro, hasta que resonaron siete. En esta ocasión el sonido era tan estruendoso que resultaba incómodo. Se encendieron una serie de luces estroboscópicas entre una espesa niebla de hielo seco. Las trompetas se interrumpieron sin previo aviso y se desencadenó un frío embate de silencio. El único sonido era el rumor de los asientos vibratorios que se estremecieron de nuevo, al principio imperceptiblemente y después cada vez más deprisa. Michael oyó los gritos de algunos adolescentes.

—Los juicios que acompañarán a las trompetas serán como las grandes plagas de Egipto que Moisés arrojó contra el faraón. Las cuatro primeras destruirán las provisiones de los adoradores del anticristo, mientras que las tres últimas, las lamentaciones, les afectarán directamente. —Las pantallas se encendieron repentinamente, mostrando criaturas horribles, como murciélagos salidos del infierno, descendiendo sobre otras figuras—. Y se valdrán de demonios para torturarlos y matarlos.

Se iluminaron tres focos sobre Michael, Judy y Thaddeus. Estos miraron al techo cuando el coro empezó a cantar de nuevo.

—Con el sonido de la última trompeta el cielo estallará en un gran júbilo y proclamará: «Los reinos de este mundo se han convertido en los reinos de nuestro señor y su Cristo». Será el momento del regreso del gran rey. Pero antes de descender, Jesús reunirá en el cielo a los santos, a los verdaderos creyentes, en el éxtasis.

Judy se desvaneció sin más. En un minuto estaba y al siguiente se había ido. El foco que la iluminaba fue estrechándose hasta desvanecerse. Thaddeus fue el siguiente. Y después Michael. Los tres desaparecieron del escenario como por arte de magia. Una vibrante profusión de campanas hinchió la cámara antes de extinguirse.

—A medida que los creyentes se «eleven» en el aire —dijo Michael, todavía invisible— se transformarán «en un abrir y cerrar de ojos» en lo que Pablo llama sus «cuerpos espirituales».

Un holograma de Michael Rose flotó sobre el público. Despedía una extraña luz interior.

—Cuando Jesús regrese, algunos se lamentarán. Muchos habrán aceptado la marca de la bestia y ahora tendrán que hacer frente a las consecuencias. Y otros, engañados por el anticristo, creerán que Jesús es Satanás y que quiere destruir el mundo. Muchos reyes y líderes mundiales, que hasta ahora se habían resistido al anticristo, cambiarán de bando y se unirán a él para enfrentarse a la creciente amenaza salida de Bosra. Los seducirán los demonios, instigados por el anticristo. Conducirán sus ejércitos al punto de encuentro, al monte Megido y el valle de Josafat, para destruir Jerusalén. Jesús derramará los grandes cuencos de la ira y el terremoto más poderoso de la historia sacudirá la Tierra. Las montañas se desplomarán. Las aguas estruendosas anegarán la Tierra.

El auditorio estalló en gritos cuando unos aerosoles instalados en el respaldo de los asientos vibratorios sumieron al público en una fría niebla. Se oyeron gritos y alaridos de pánico. Entonces la pantalla del centro pareció resquebrajarse. Un fulgor blanco brotó del fondo de la cámara, traspasando el escenario. Las luces estroboscópicas parpadearon frenéticamente. Las máquinas de hielo seco siguieron bombeando. El coro brotó del escenario. Estaban cantando el Mesías de Händel. La figura de Jesús apareció en la pantalla a lomos de un gigantesco caballo blanco, rodeado por una hueste celestial. Y Michael ascendió desde el suelo, ataviado con una larga túnica blanca como la nieve, en medio del público. Señaló a sus espaldas.

—Entonces, Jesús cabalgará hacia la batalla. ¡Aleluya! —exclamó—. Vestido de blanco, a caballo, en compañía de los ejércitos celestiales. —Michael recorrió el pasillo entre el público—. Al final de la batalla, el anticristo será capturado y arrojado vivo al «lago de azufre y fuego ardiente». —Michael se interrumpió para tomar aliento. La figura de Jesús y su caballo se desvanecieron paulatinamente en la pantalla, dando paso a un juego de luces tenues, azules y rosas, dorados y púrpuras, mientras el coro llegaba al crescendo.

»Todas estas cosas que os he contado —prosiguió Michael— son la palabra. Todas se cumplirán. Están anunciadas desde hace miles de años. Están escritas. Pero vosotros —dijo, señalando a las ansiosas caras jóvenes que lo rodeaban—, aún tenéis elección. Podéis seguir viviendo como hasta ahora, ajenos a las consecuencias, sintiéndoos inmortales e invencibles. O podéis humillaros ante Dios y prepararos para el fin de los tiempos. Y solo hay una forma de prepararse. Y esa, hermanos y hermanas, es la oración.

Michael se había colocado delante del público, a escasos metros del escenario. Allí estaba ella. La veía con el vestido rosa y blanco con lacitos azules.

—Tenemos que rasgarnos los corazones, no las vestiduras —declaró Michael—. Y eso significa que hemos de pagar el precio interno y emocional de volvernos completamente hacia Jesús; el fingimiento externo no importa. Todos vosotros. Cuando sufráis una crisis. Cuando os sintáis pobres de espíritu. Cuando sepáis que no hay soluciones terrenales para vuestros problemas, que no quedan libros de autoayuda para guiaros ni secretos humanos para salvaros. Yo os digo que este es el mejor sitio de la Tierra, un auténtico don de Dios, este valle de vacío espiritual. Porque nadie permite que Dios lo rescate a menos que comprenda que necesita que lo rescaten.

Se puso de rodillas.

—Ahora rezad conmigo —continuó. Bajó la cabeza y se quedó mirando al suelo fijamente—. Y preparaos. —A continuación alargó la mano y asió la mano de la joven del vestido rosa y blanco. La bajó al suelo hasta que se arrodilló a su lado. Ella estaba radiante de alegría. Su pecho desarrollado estaba henchido. La tela estaba húmeda a causa del aerosol del séptimo cuenco. Bajo ella se veía el contorno de sus pechos. Michael sintió sus deditos en los suyos. La joven estaba apretándole la mano. Lo aferraba como si le fuera la vida en ello. El cabello largo le ocultaba el rostro. Comprendió que estaba rezando con todas sus fuerzas. Estaba rezando mientras él la miraba a los ojos. Estaban cerrados, apretados como almendras. Esperó hasta que al final pasó. Ella se retiró el cabello de la cara, detrás de una oreja, abrió los ojos y lo miró breve y disimuladamente a la cara. Entonces, cuando se dio cuenta de que él la estaba mirando fijamente, se sonrojó y apartó enseguida la mirada.

Michael sonrió. Aquella noche Judy iba a llevarse a los niños a casa de la abuela. Él había reservado algún tiempo en la oficina para encargarse de ciertos asuntos. Un par de horas. Quizá menos. Pero más que suficiente para ofrecerle una guía a través del valle del vacío espiritual.

Filadelfia

El padre Patrick O’Toole estaba sentado en un oscuro confesionario de Santa Juana de Arco, en Atlantic y Frankford, en el norte de Filadelfia, a la espera del siguiente confesante, mientras pensaba en Abby Lindsborg, la directora adjunta del Ministerio de Jóvenes Adultos. La asistencia a la iglesia estaba menguando y O’Toole estaba planteándose celebrar un festival de música de bandas juveniles con el fin de atraer a nuevos miembros. A Abby le había encantado la idea.

«Vaya, menuda idea», había comentado inclinando la cabeza hacia un lado, con esa hermosa sonrisa que tenía, el cabello castaño de duendecillo y sus gafitas. Y él había experimentado de nuevo aquella maldita sensación, aquel bienestar, aquella inoportuna turbación que, hiciera lo que hiciera, parecía que nunca acababa de disiparse. «Vaya, menuda idea», había dicho, y después le había sonreído.

Menuda idea, reflexionó el sacerdote.

Si quería recaudar el dinero suficiente tendría que darse prisa. Las cosas iban mal en la parroquia. Parecía que cada dos días cerraba otra iglesia de la diócesis.

Se abrió la pantalla del confesionario. Un joven alto y calvo con la cabeza pequeña apareció en el marco, oculto apenas por la delgada pantalla de nailon. Llevaba un pendiente en la nariz.

—Perdóneme, padre, porque he pecado —empezó—. Han pasado... tres semanas desde mi última confesión.

—Adelante —dijo O’Toole.

—Estos son mis pecados. He sido infiel a mi nueva novia, Miranda. No sé cómo pasó. Estaba en una fiesta. Estaba tranquilamente, a mi bola, cuando vino una vieja amiga y...

Todo había sido un desastre desde 1998, pensaba O’Toole, cuando el National Catholic Reporter reveló que el antiguo cardenal de la diócesis, Anthony Bevilacqua, había destinado cinco millones de dólares a la renovación de su mansión, una villa en la costa y otras propiedades personales. Los parroquianos se indignaron tanto que se echaron a las calles con pancartas que representaban a Bevilacqua como Darth Vader. O’Toole se estremeció al recordar las airadas confrontaciones, las maldiciones y las burlas estridentes. Después habían traído a un nuevo arzobispo, de Los Ángeles, precisamente, y lo habían nombrado cardenal.

—Y supongo que no me di cuenta y me olvidé de tirar el condón, y ella lo vio.

—¿Algo más? —preguntó O’Toole, esforzándose por prestarle atención.

—El otro día encontré una cosa y me parece que la he robado.

—Continúa.

—Un libro viejo en la obra que estoy haciendo en la calle Market. Se lo entregué a Wilson, el jefe de la obra, y dijo que iba a dárselo a Larry Thompson, el conservador. Del parque de la Independencia. Trabaja para el Servicio de Parques Nacionales. Pero lo he visto esta mañana y me ha dicho que Wilson no le ha dado nada. Me parece que piensa venderlo. No me parece justo, padre.

—¿Qué libro es ese? —dijo el sacerdote.

—Es una especie de diario. Pensábamos que a lo mejor era de Ben Franklin. Wilson y yo. Tiene su firma y todo. Le aseguro que parecía auténtico. Y había algo raro escrito dentro, una especie de código...

En realidad, pensó O’Toole, probablemente el cardenal Justin Rinaldi estaba haciendo todo lo posible. Parecía que tenía buen corazón. Al menos lo estaba intentando. ¿Y qué otra cosa podía hacer para contrarrestar las fuerzas sísmicas de los escándalos financieros y sexuales que actualmente salpicaban a la Iglesia católica y romana de Norteamérica?

Hacía poco tiempo, dos antiguos fiscales, que habían colaborado en la investigación judicial de los abusos sexuales del clero, le habían mandado una carta al cardenal Rinaldi acusando a la archidiócesis de Filadelfia de no haber abordado seriamente el problema. Por toda la ciudad se decía «Sodomizado y violado»,6 en referencia a dos de los sacerdotes acusados, Brugger y Bolesta. Entretanto, las parroquias locales languidecían. Y con ellas, la estancada carrera de O’Toole.

—El evangelio de Judas.

—¿Qué es lo que has dicho?

—El evangelio de Judas.

—¿Qué le pasa?

—Eso era lo que estaba escrito en el diario. Las únicas palabras que leí que tenían sentido. Y al lado estaban las mismas palabras en hebreo y griego. El resto estaba en código.

—¿En hebreo? ¿Estás seguro?

El padre O’Toole se incorporó en el oscuro confesionario y se inclinó un poco más hacia la pantalla.

—Es lo que dijo Wilson. ¿Por qué?

—Podría decirnos cuántos años tiene. ¿Y estás seguro de que se trataba del diario de Ben Franklin?

—Parecía su firma, desde luego. Lo he comprobado en internet. Además, el evangelio de Judas es una especie de texto herético.

—¿Por qué iba a hablar Franklin del evangelio de Judas?

—No lo sé. —El joven se encogió de hombros.

—Franklin era masón. ¿Y en hebreo? Eso significaría que... —El padre Patrick O’Toole sintió que la oscuridad descendía sobre él—. ¿Qué más? —quiso saber.

—Le he mentido a mi amigo Tony. Le dije que iba a salir el jueves, pero cuando al fin llegó el jueves, no me apetecía...

Me siento viejo, pensó O’Toole. Le parecía que habían absorbido el aire del minúsculo confesionario. No podía soportarlo. Se estaba ahogando en las tinieblas.

El joven siguió farfullando acerca de sus insignificantes pecados. Cuando al fin terminó, O’Toole lo absolvió y lo despachó con una docena de avemarías y dos docenas de padrenuestros. Con el pulso acelerado, el sacerdote cerró el panel que ocultaba la pantalla y salió a la nave por la puerta lateral, dirigiéndose a toda prisa al fondo de la iglesia, dejando atrás los bancos del coro. Apenas pasaban de las ocho de la mañana. Si se daba prisa podía llamar por teléfono al obispo antes de que este fuera a la misa de mañana.

O’Toole se detuvo en seco. No, el obispo no, se dijo. Era un asunto para el cardenal en persona. Si estaba en lo cierto, si de alguna forma Franklin se había apoderado de un texto gnóstico, y si el padre Patrick O’Toole era el que lo revelaba, sería imposible que el obispo denegase la propuesta de las bandas juveniles. Este año. Otra vez. Una repentina visión de Abby Lindsborg inundó sus pensamientos. La directora adjunta del Ministerio de Jóvenes Adultos estaba sentada en el borde del escritorio del despacho de la iglesia, delante de él. Llevaba una blusa de seda en tono marfil y se estaba inclinando hacia él, con el botón del cuello desabrochado...

¿En qué estaba pensando? O’Toole se detuvo ante el altar, junto a las velas votivas rojas, y alargó la mano. Las llamas le lamieron la piel. Quemaban. ¡Quemaban! Apartó bruscamente los dedos.

Con la Iglesia dando tumbos de escándalo en escándalo, con crecientes divisiones entre el norte y el sur, con las antaño fieles congregaciones trasladándose a las nuevas iglesias evangelistas, con el papa cada vez más enfermo, con el aumento de los gastos y la disminución de los diezmos... después de dos mil años, aquella noticia sobre el evangelio de Judas no podía haberse desvelado en peor momento.

Roma, Italia

El arzobispo Damian Lacey estaba sentado en el despacho de la calle de la Posta, ante la plaza de San Pedro de Roma, repasando la selección definitiva de hojas de cálculo que acabarían en el informe anual del Istituto per le Opere di Religione (IOR), conocido comúnmente como el banco del Vaticano. Se trataba de una cámara espaciosa con un techo de seis metros de altura y paneles con escenas bíblicas en las paredes. El arca de la Alianza. La torre de Babel. La expulsión del jardín del Edén. El arzobispo trataba de mantenerse ocupado. Ya había examinado aquellos documentos varias veces. Lacey era un contable adjunto, el responsable de escrutar el informe definitivo. Pero aquella mañana había recibido noticias sobre el deterioro de la salud del papa y las informaciones de sus fuentes no eran buenas. Se había puesto en marcha un poderoso movimiento para elegir a un pontífice del tercer mundo con el fin de reflejar la pujanza de la creciente población católica en el sur. El candidato de Lacey, un adusto cardenal alemán de Stuttgart, le iba a la zaga. Y ni siquiera habían recibido aún las votaciones de Latinoamérica.

Lacey apretó el botón de «Enviar» y se puso en pie. Se dirigió a las ventanas que daban a la calle Salita del Giardino. Un haz de sol de junio atravesó los cristales, iluminando su rostro a medida que se acercaba, pero sus rasgos no se aclararon. Era un hombre oscuro, de ascendencia irlandesa; un irlandés moreno. En los cócteles le gustaba decir que el ascenso de Dublín a Roma había sido una especie de vuelta a casa mediterránea. Después de todo, se creía comúnmente que los morenos irlandeses eran descendientes de los náufragos de la Armada Invencible de Felipe II, que el viento había desviado durante la invasión española de Inglaterra en 1588. Arrojados contra las abruptas costas de Irlanda, se habían casado con las mujeres locales, añadiendo aquella veta olivácea al acervo genético, así como la ferviente creencia en el catolicismo. Achaparrado y grueso, con los ojos de color esmeralda y una cabeza que parecía demasiado grande para sus hombros, Lacey contempló la calle. Allí estaba el Mercedes negro. Es hora de irse, pensó. Su trabajo nocturno lo esperaba.

El chófer recorrió a toda prisa la calle de Porta Angelica, atravesando la plaza de San Pedro, que estaba atestada de turistas, y el Borgo Santo Spirito en dirección al río. Había un atasco en la calle de los Penitenzieri. El Mercedes negro serpenteó entre los vehículos, tratando de abrirse paso, hasta que enfiló la Lungotevere como una exhalación. A la izquierda, el río despedía destellos a la luz vespertina como una franja de cobre caliente, y Lacey pensó en Dublín, la ciudad en la que se había criado, su hogar. Hacía años que no iba, pero lo cierto era que no la echaba de menos. Ahora solo estaba en paz en Roma. La Ciudad Eterna. Cuántos milenios, se preguntó, habría discurrido el Tíber a lo largo de aquel camino, a través de aquel valle.

El Mercedes cruzó el río por el puente Palatino y dobló apresuradamente el parque de Sant’Alessio. Entonces apareció ante sus ojos el circo Massimo, un extenso campo detrás de la colina Palatina, la pista de carreras de carros en la que antaño doscientos mil espectadores habían aplaudido a los pilotos. Y más allá de este se hallaba el Foro, el templo de Cástor y Pólux, con aquellas raquíticas columnas blancas.

Dentro de algunas semanas, tal vez días, el papa polaco habría muerto y habrían designado a un nuevo pontífice para sucederlo. Y mientras el Occidente cristiano hacía frente a los ataques sin precedentes del Oriente islámico, se libraban afanosas disputas entre el norte y el sur, entre las iglesias establecidas y conservadoras de Europa y Norteamérica y las confesiones que habían proliferado en el hemisferio sur, con sus liturgias locales y sus extremistas posturas políticas.

Lacey observó las tres columnas que quedaban en pie de la casa de las Vestales, que antaño había sido la sede de las vírgenes que mantenían encendida la llama sagrada en el contiguo templo de Vesta. Y justo encima del borde, en lo alto de las columnas, se hallaba el arco de Tito, construido en el año 81 después de Cristo en conmemoración de las victorias militares de Tito y Vespasiano contra Jerusalén y la destrucción del templo.

La ciudad saqueada había languidecido en ruinas durante sesenta años, hasta el segundo levantamiento de Bar Kojba, cuando los judíos se dispersaron por los confines de la Tierra. Palestina había caído ante los persas, solo para que los cristianos volvieran a conquistarla en el año 629 y la perdieran de nuevo en el 638. De mano en mano, como un peón en una eterna disputa entre Oriente y Occidente, musulmanes y cristianos. Hasta 1099, cuando los cruzados cristianos liberaron Jerusalén. Y así había florecido durante cien años, bajo la protección de los caballeros guerreros, hasta que Salah ad-Din, sultán de Egipto y Siria, volvió a capturarla y la convirtió nuevamente en un centro sagrado islámico. De mano en mano. De mano en mano. No cambiaba nada.

El Mercedes negro surcó la calle de Santa Sabina, remontando las laderas de la colina Aventina hasta la plaza de los Cavalieri di Malta. Había dos niños jugando al fútbol en la calle. El sedán se detuvo y el arzobispo Lacey se apeó ante las enormes puertas cerradas del priorato. Un gato negro con las zarpas blancas se paseaba en silencio.

Lacey estaba al tanto de que casi todas las guías turísticas recomendaban echar un vistazo a través de la cerradura para atisbar la cúpula de la basílica de San Pedro perfectamente enmarcada, y extrañamente cercana a pesar de la gran distancia, como si la polución de la metrópoli hiciera las veces de lente. Pero Lacey no se molestó en mirarla. Ya la había visto antes. Sabía lo que habitaba dentro de ella. Era la sede de la Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta, comúnmente conocida como los caballeros hospitalarios. Los caballeros de Malta.

Fundada en Jerusalén en 1080 por san Gerard, la orden nació originalmente para proporcionar atención y alivio a los pobres peregrinos que llegaban a Tierra Santa. Más adelante, tras la conquista de Jerusalén, el grupo se convirtió en una orden militar católica y sus funciones se diversificaron, proporcionando una escolta armada a los peregrinos en ruta. Aquellas escoltas acabaron convirtiéndose en un numeroso contingente y junto con los caballeros templarios, que se habían formado en 1119, la orden maduró, transformándose en uno de los grupos cristianos más poderosos de la región. La túnica negra con la cruz blanca se convirtió enseguida en un símbolo poderoso y temible en la mente de los musulmanes.

A mediados del siglo XII la orden estaba claramente dividida entre hermanos militares y los que trabajaban con los enfermos. Asimismo disfrutaba de asombrosos privilegios. Los caballeros no estaban sometidos a ninguna autoridad excepto la del papa y no estaban obligados a pagar el diezmo. Con el tiempo, el creciente poderío del islam acabó expulsando a los caballeros de sus baluartes tradicionales. Tras la caída del reino de Jerusalén se establecieron en la isla de Rodas.

En 1312, los caballeros templarios se disolvieron y buena parte de sus propiedades pasaron a manos de los hospitalarios, conocidos en ese momento como los caballeros de Rodas, la orden se vio obligada a convertirse en un contingente más militarizado y enfrentarse con más frecuencia a los temidos piratas bárbaros. En el siglo XV hicieron frente a dos invasiones, una del sultán de Egipto y otra del sultán otomano Mehmed II, tras la caída de Constantinopla. Más adelante, en 1522, cuatrocientas naves a las órdenes del sultán Suleimán transportaron a la isla a doscientos mil hombres, que se enfrentaron a un contingente de apenas siete mil caballeros a las órdenes del gran maestre Phillipe Villiers de L’Isle-Afam. El asedio duró seis meses brutales. Al final, permitieron que los supervivientes se fueran de Rodas y la orden, lo poco que quedaba de ella, se retiró a Sicilia.

Después de siete largos años de trasladarse de un sitio a otro, los caballeros se establecieron definitivamente en la isla de Malta, cuando el santo emperador romano, el rey Carlos I de España, les otorgó Malta, Gozo y Trípoli como feudo permanente a cambio del impuesto anual de un halcón de Malta.

En 1565 Suleimán reunió nuevamente a una numerosa fuerza invasora para expulsarlos. Pero los otomanos fueron derrotados. En el punto álgido, el ejército turco contaba con unos cuarenta mil hombres, de los que apenas quince mil regresaron a Constantinopla, mientras que seiscientos caballeros se quedaron custodiando las murallas.

Tras la victoria cristiana sobre la flota otomana en la decisiva batalla de Lepanto, continuaron atacando a las naves piratas y musulmanas y la base de los caballeros se convirtió en un centro del tráfico de esclavos. Hacían falta un millar de esclavos para tripular las galeras de la orden. Los esclavos perecían en gran número para mayor gloria de Dios.

Los caballeros prosperaron durante doscientos años, pero debido al auge del protestantismo la orden perdió apoyos en Europa y su influencia menguó paulatinamente. En Francia estalló la revolución en 1789 y de la noche a la mañana se agotó una considerable fuente de ingresos. Napoleón capturó el baluarte mediterráneo de Malta durante su expedición a Egipto. La orden continuó existiendo, aunque terriblemente mermada. Algunas naciones les ofrecieron cobijo y el zar de Rusia acogió a un gran número de caballeros en San Petersburgo. Pero a principios de la década de 1800 la orden se había visto gravemente debilitada a causa de la pérdida de sus prioratos. Su suerte no cambió hasta que el papa León XIII designó a un nuevo gran maestre. Con el tiempo, los caballeros establecieron una nueva sede en Roma, en la cumbre de la colina Aventina.

El arzobispo Lacey se dirigió a las puertas y tironeó de la cadena. En alguna parte, en las profundidades del otro lado, sonó una campana. La Orden Militar Soberana de Malta (o OMSM) era única desde el punto de vista legal, político e histórico. Lacey sabía que al otro lado de aquellas puertas había otro Estado soberano dentro de las fronteras de Italia, al igual que San Marino y la Ciudad del Vaticano. Lo presidían el actual príncipe y gran maestre, fra Andrew Bertini, que desempeñaba las funciones de jefe de Estado, y los diez altos oficiales del Consejo Soberano y la Sección General. La OMSM tenía derecho a regirse según sus propias leyes y a intercambiar embajadores con otras naciones. De hecho, los caballeros mantenían relaciones diplomáticas con casi ochenta países. La orden emitía sus propios pasaportes (Lacey llevaba uno) y tenía un emblema propio, la cruz de Malta. Y era un observador permanente en la Asamblea General de la ONU.

Las puertas se abrieron. Una mujer de mediana edad vestida de negro bloqueaba la entrada. El arzobispo le dijo algunas palabras, le estrechó la mano de una forma especial y ella le indicó que pasara. Con un solo paso, Lacey salió de Italia y se adentró en los elegantes jardines de la Orden Militar Soberana de Malta. Recorrió un pasillo de árboles impecables que dirigían la mirada hacia una vista perfectamente enmarcada de la cúpula de la basílica de San Pedro. A la izquierda se extendían arbustos podados que habían dispuesto con puntilloso cuidado de manera que creasen diseños simétricos en forma de pasarelas entre ellos. Cuando entró en el patio contempló la vista de la ciudad. Sabía que en el pasado el territorio del gran magisterio había sido mucho más extenso. Pero a medida que se habían modificado las funciones de la orden y Roma se había expandido los caballeros habían reducido su presencia y ahora compartían la cumbre de la colina con otras comunidades religiosas.

Hoy, que el mundo supiera, las actividades de la orden eran sobre todo caritativas, como las misiones médicas y de servicios sociales en el este y el oeste de Europa, América del Norte y Latinoamérica, así como en toda África, Oriente Medio y Asia. Regentaban hospitales, clínicas, residencias de ancianos y enfermos terminales, talleres para discapacitados y centros de rehabilitación, reinserción y acogida a refugiados. El grupo había tenido más de diez mil miembros, más de setenta mil voluntarios permanentes, un millón de donantes regulares y nueve mil empleados. En total, la orden ayudaba a más de quince millones de personas en todo el mundo, con contribuciones que se estimaban en setecientos millones de dólares. Ese era el trabajo nocturno del arzobispo. Además del trabajo en el banco del Vaticano, Lacey era el encargado de gestionar las finanzas de la orden. Y, por supuesto, también tenía otros deberes. Deberes como el que estaba a punto de cumplir.

Roma

Se decía que si se retiraban todos los adornos de tela, la iglesia Magistral de la Orden Soberana de Malta sería la única iglesia realmente blanca del mundo, decorada enteramente por dentro y por fuera con estuco de yeso blanco, sin mármoles de ninguna clase.

A medida que Lacey se acercaba a la entrada principal, reparó en una serie de embellecimientos sepulcrales de yeso, cráneos y antorchas cabeza abajo, motivos florales y animales. La fachada tomaba prestados elementos de diseño de numerosos estilos anteriores y presentaba el motivo recurrente de la serpiente. Lacey estudió aquellos intrincados grabados. La serpiente representaba tres cosas: los orígenes romanos de aquella zona, puesto que antaño la colina se había conocido como la colina de las Serpientes; la función hospitalaria de la orden, pues la serpiente era el símbolo de la medicina, como ilustraba el sello de Hipócrates; y el símbolo cristiano de la muerte... y la resurrección. Qué apropiado, pensó Lacey, mientras franqueaba la puerta.

La luz pareció intensificarse a su alrededor. Se reflejaba en aquellas paredes blancas como la nieve. La iglesia estaba desierta. Lacey enfiló el pasillo, inspeccionando los bancos mientras pasaba. Al verse delante del altar, se inclinó y oprimió una figura grabada en relieve en la piedra. El altar se deslizó quejumbrosamente hacia un lado, descubriendo una angosta escalera de piedra debajo. Lacey bajó corriendo los escalones mientras el altar se ponía de nuevo en su sitio.

Siguió descendiendo. Una bombilla alumbraba el angosto pasadizo. Al cabo de unos instantes atravesó una puerta al pie de los escalones que daba a una cámara estrecha y alargada que asimismo estaba enlucida con estuco blanco como la nieve. En el centro de la misma se alzaba un gigantesco sarcófago hecho de bianco de Carrara.

Lacey se dirigió al sarcófago de mármol. Este también ostentaba intrincados grabados que representaban escenas del Antiguo Testamento, sobre todo del Génesis. Reconoció a Eva alargando la mano hacia una manzana mientras la serpiente se enroscaba en el árbol. El arzobispo oprimió la manzana con el dedo gordo de la mano derecha y la tapa del cofre de piedra se abrió con un chasquido, emitiendo un sonido sibilante. Lacey la empujó y la cubierta se deslizó hacia un lado. Debajo se encendieron luces que revelaron una serie de cajas de treinta por sesenta centímetros, todas con una bien ajustada tapa de cristal.

Lacey se quedó sin respiración. Había estado allí en incontables ocasiones, pero la visión de aquellos códices no dejaba de sobrecogerle. Algunos tenían casi dos mil años.

Se inclinó hacia delante y escrutó las páginas de un texto iluminado. Se trataba de una versión renacentista de los apócrifos, desde el primer libro de Adán y Eva. «Y Dios le ordenó que habitase en una caverna en una roca, la caverna de los tesoros bajo el jardín», rezaba un pasaje en latín.

La mirada del arzobispo se dirigió al pie del pasaje, como si un movimiento del propio pergamino la hubiese atraído hacia aquella maraña de líneas, aquella extraña y compleja serie de rectángulos, círculos y cuadrados. Pero el pergamino estaba desgarrado y el dibujo partido en dos.

Lacey exhaló un suspiro. Alargó la mano hacia una de las paredes del sarcófago de mármol y extrajo un archivo de un estrecho compartimento. Lo abrió y sacó una fotografía. Se trataba de un primer plano de Savita Sajan. Llevaba pantalones de montar y estaba al lado de un semental negro, contemplando el cielo azul añil.

¿Será ella?, se preguntó Lacey. ¿Será la última de la línea?

Tenían que encontrar el evangelio de Judas. Era la clave de la máquina de Dios. Pero había que hacerlo con mucho cuidado, sin incidentes. Faltaban pocos días para la elección del papa y no podían permitirse un nuevo escándalo. Lo que significaba que necesitaban la cobertura y el apoyo del Gobierno norteamericano y todos sus dispositivos de seguridad, la policía y la Agencia de Seguridad Nacional. Y aquello no iba a ser fácil.

Lacey suspiró de nuevo y devolvió la fotografía al archivo. La administración actual no tenía en mucha estima a la Iglesia católica debido a cierto asunto durante las últimas elecciones presidenciales, lo que significaba que Lacey tendría que forjar una alianza con el gallito evangelista de Thaddeus Rose, por mucho que aquello le desagradara. No había manera de evitarlo. Era necesario.

El arzobispo consultó su reloj. Es hora de irse, pensó. La hermana María Morena Díaz estaría esperándolo arriba, en los jardines.

El arzobispo Lacey conocía a la hermana María desde hacía tres años y medio. Le había llamado la atención después de que se hubiera visto implicada en un desafortunado robo con asesinato en Tuquerres, Colombia. María, a la que las pandillas habían dejado huérfana siendo niña, había sobrevivido ejerciendo la prostitución durante la adolescencia y más adelante, tras una dramática conversión, se había convertido en hermana franciscana de María Inmaculada. Pero la desgracia le había seguido los pasos, pues una noche, después de vísperas, se había topado con dos ladrones decididos a robar ciertas reliquias que se exhibían en la iglesia contigua al convento.

Al igual que muchas monjas de los peores barrios de la ciudad que los continuaban frecuentando durante sus labores cotidianas, la hermana María llevaba una pistola. Una Taurus. Una imitación brasileña barata del revólver Smith & Wesson. Cuando los ladrones hicieron caso omiso de sus súplicas de que se fueran, desenfundó la pistola y la empuñó. Uno de los ladrones, un hombre corpulento con una barba poblada, se había arrojado contra ella, pensando que aquella monja joven y hermosa no tendría cojones7 para dispararle, solo para sentir que le volaban limpiamente la oreja izquierda. El otro ladrón se rindió al poco tiempo, pero juró que volvería. Y así fue. A los cuatro meses irrumpió en el convento y violó repetidamente a la joven monja en su celda hasta que, de un modo que esta nunca le había explicado satisfactoriamente a la priora ni al obispo, lo desarmó y le pegó un tiro en la cabeza.

La hermana María cayó en desgracia tras el asesinato, pero la historia llegó a oídos de Lacey de ese modo indirecto en el que a veces se transmiten las cosas, pasando de un informante a otro y de este al siguiente, como el canto de los gallos, y Lacey le había ofrecido a la joven monja colombiana una elección: quedarse con las hermanas franciscanas de María Inmaculada, donde se convertiría en una paria, volver a las calles o unirse a la orden de las damas de Malta, las colaboradoras de los caballeros. Insistió en que tenía habilidades que podía poner al servicio de la orden.

La hermana María echó una ojeada por encima del hombro, como si hubiera presentido la presencia de Lacey, mientras este se dirigía al patio de piedra. Era una mujer hermosa. El tradicional hábito de cuerpo entero azul marino y la túnica gris apenas contenían sus formas femeninas. Aunque mediaba la treintena, sus insondables ojos oscuros, la naricilla respingona, las facciones redondas y la corta estatura (apenas medía un metro y medio) le conferían un aspecto considerablemente más joven. Hasta que uno la miraba a los ojos.

El arzobispo alargó la mano al acercarse a ella y la hermana María se inclinó para besarle el anillo.

—¿Has tenido buen viaje? —le preguntó Lacey en español.

—Como siempre —contestó ella.

El arzobispo exhaló un suspiro. Decir que la hermana María era lacónica era quedarse corto. Era una monja de pocas palabras, pero lo que le importaba a Lacey eran sus actos. Estaba acostumbrado a aquel ritual. Solo había que tirarle de la lengua.

—¿Y cómo estaba nuestro amigo el obispo Muñoz?

—Excelencia, ¿acaso cree que necesito confesarme? —La hermana María se dirigió al borde del patio y bajó la vista. Una tenue sonrisa jugueteó en sus labios, enmarcados por el ribete almidonado de la toca.

—Hija mía, yo siempre estoy disponible para ti.

—De eso estoy segura —repuso la monja. Y entonces el relato afloró poco a poco. La hermana María se había reunido con el obispo brasileño en Sao Paulo, donde el prelado había favorecido la propagación de la teología de la liberación, sobre todo entre los desposeídos de la ciudad. Para el obispo Muñoz, Cristo había sido una figura política que había defendido los derechos de los pobres frente a la élite financiera y política. Muñoz había auspiciado poderosas alianzas con el Gobierno socialista. Era un hombre muy solicitado. Y a pesar de su aparente reluctancia, a pesar de sus falsas protestas, de algún modo la hermana María había conseguido seducirlo una noche en su celda del convento. Tal vez Muñoz fuera un hombre solicitado, pero era un hombre al fin y al cabo. María lo había desnudado poco a poco, le había cogido el miembro con la mano y lo había masajeado hasta que se había puesto erecto. Después lo había tendido sobre la cama y se había postrado de rodillas a sus pies.

—No me hacen falta los detalles escabrosos —objetó Lacey.

—Sí que le hacen falta —replicó ella—. Entonces me lo metí en la boca y me lo trabajé tal como me enseñaron en las calles de Tuquerres. Y cuando al fin se corrió y saboreé la sal de aquella comunión líquida me levanté, le di un abrazo y le apreté la cara contra mis pechos. Y mientras lo besaba le rodeé el cuello con las cuentas negras de mi rosario. Este que llevo puesto. Hasta que el último aliento se escapó de su pecho. Hasta que la lengua que había estado explorando mi boca hacía apenas unos instantes se asomó entre sus labios como una fruta podrida. ¿Era eso lo que quería, excelencia? ¿Era eso lo que quería oír?

Lacey miró a la mujercita que estaba a su lado. Estaba radiante a la luz de aquella cálida tarde romana. Le estaba sonriendo.

—Dominus noster Jesus Christus te absolvat —dijo Lacey—. Et ego auctoritate ipsius te absolvo ab omni vinculo excommunicationis et interdicti in quantum possum et tu indiges. —Hizo la señal de la cruz—. Deinde, ego te absolvo a peccatis tuis in nomine patris, et filii, et spiritus sancti. Amen.

La hermana María se rió.

—Me absuelve de la excomunión y el interdicto, en la medida de sus capacidades. Créame, excelencia, hará falta mucho más que su mano para redimirme. —A continuación contempló la ciudad a sus pies, el circo Massimo y el Foro que había más allá de este—. ¿Por qué me ha hecho venir? No era solo para que le contara lo de Muñoz, por mucho que le gusten mis historias. Estoy segura de que ya se había enterado de su fallecimiento.

Lacey asintió.

—¿Sabes por qué me gusta esta ciudad? —le preguntó mientras seguía su mirada—. ¿Por qué me siento como en casa en ella?

La hermana María no dijo nada.

—No es porque Roma sea el centro del mundo. Me temo que ese glorioso pasado hace mucho que se extinguió. Los carros han dejado de correr —añadió, señalando hacia abajo—. Y tampoco es porque Roma sea el centro de la Iglesia católica. Puede que el papa viva aquí, pero el equilibrio de poder está cambiando. No —continuó—. Es porque Roma está en el centro del tiempo. Aquí uno puede sentir la verdadera falta de significado de la dimensión temporal. Aquí uno puede entender que cada acción, así como el agente que la realiza, no son más que un eslabón en la larga cadena de la fe.

La monja guardó silencio.

—Han encontrado algo —prosiguió Lacey—. En Filadelfia, la ciudad del amor fraternal. Algo que puede asestar un tremendo golpe a la Iglesia. Tal vez un golpe insuperable en esta época de enfrentamientos con Suleimán. Quiero que lo recuperes. Es una tarea que requiere tus habilidades especiales.

—¿Todas ellas? —quiso saber la monja.

—Las que hagan falta, hija mía. Y que la pasión de nuestro señor Jesucristo y las virtudes de la santa virgen María y de todos los santos te perdonen los pecados y te concedan la gracia y la recompensa de la vida eterna, sean cuales sean las buenas obras que realices o las maldades que hagas.

1739

Filadelfia

Cuando entraron por la puerta principal de la casa, Deborah fue la primera que reparó en el cofre volcado en el vestíbulo y el reloj de pared derribado. Profirió un grito y Franklin la sostuvo cuando dio un paso hacia atrás.

—¡Nos han robado! —exclamó ella. A continuación, recorrió a toda prisa el pasillo en dirección a la cocina y las escasas piezas de plata que ocultaba en la despensa.

Los Franklin acababan de asistir a un sermón de George Whitefield, el predicador más entusiástico que habían visto desde Sam Hemphill, y Franklin no estaba de humor para desalentarse pensando en hurtos y malas intenciones. El fogoso sermón del joven ministro inglés lo había conmovido sinceramente. Pero lo que lo había enardecido no habían sido los ministerios espirituales de Whitefield ni los consejos prácticos que este les había dado sobre el servicio a los pobres, sino el fabuloso tamaño de la concurrencia.

Durante todo el camino de vuelta Franklin había estado contando mentalmente sus beneficios, sumando a cada paso que daba los porcentajes que le correspondían por la publicación de los sermones del ministro. Estaba pensando en ingresos, no en gastos. Y ahora esto. Un miedo inesperado le oprimió las entrañas y se volvió hacia la puerta del sótano. ¡El evangelio!

Franklin bajó corriendo los escalones que llevaban a la bodega hasta el escondrijo oculto en el suelo y la caja. Se puso de rodillas y escarbó en la tierra con las manos. Allí estaba. Alargó la mano hacia la caja. El evangelio de Judas. Arrancó la tapa. Aún estaba a salvo e intacto. Franklin exhaló un suspiro de alivio.

Franky, pensó. No te preocupes, ya voy.

Acarició el volumen, lo metió de nuevo en la caja y la introdujo en el agujero. Ya no faltaba mucho. Estaba trabajando en ello y estaba haciendo auténticos progresos. Y al cabo de una década, si no aflojaba el paso, habría obtenido los fondos que necesitaba para retirarse y el tiempo para dedicárselo a la investigación.

Pero ¿quién habrá hecho una cosa semejante?, reflexionó. ¿Quién habría irrumpido así en su casa?

Franklin volvió a poner la tierra con las manos desnudas y la estaba aplastando cuando oyó el grito de Deborah.

Se puso en pie de un brinco. Antes de que supiera siquiera cómo había llegado hasta allí, había subido la escalera y se hallaba en el último escalón. Dobló la esquina a toda prisa y corrió hacia la cocina cuando oyó que Deborah gritaba de nuevo. Pero no se la veía por ninguna parte. La cocina y la despensa estaban desiertas.

—¿Dónde estás? —exclamó. Dio una vuelta completa—. ¡Deborah!

—Aquí. En mi habitación.

¡Arriba! Franklin masculló una maldición, atravesó el vestíbulo como una exhalación, subió las escaleras y recorrió el pasillo que llevaba al dormitorio de su esposa. Deborah se hallaba al otro lado de la cama. Estaba blanca como una vela en el mar. Entonces lo señaló directamente.

—Ahí —empezó—. Estaba ahí mismo, donde estás tú ahora. Que Dios me ayude. Hace solo un momento.

Franklin giró en redondo y miró pasillo abajo. Estaba desierto. Entonces, al otro lado del rellano, atisbó una cara, aunque distorsionada y retorcida, más bien nublada, con una nariz larga y afilada, ojos negros como ala de cuervo y cejas negras. En el espejo. El espejo de la gran lente cóncava. El desconocido estaba justo a la derecha. ¡En el estudio!

Franklin se lanzó por el pasillo como un toro. Al detenerse ante la puerta sentía que la sangre le martilleaba en las sienes. ¡El desconocido había desaparecido! El estudio estaba desierto, lo habían registrado pero estaba desierto, sin duda. Solo se movían las cortinas. Entonces reparó en la ventana y los dos travesaños de madera que señalaban la parte de arriba de una escalera.

Franklin fue corriendo a la ventana. El hombre estaba a medio camino del suelo. Se estaba escapando. Era un hombre alto, con el cabello largo recogido con una cinta reluciente y un largo hábito negro.

Cuando llegó al suelo, el desconocido asió los dos lados de la escalera y la retiró. La escalera se balanceó en precario equilibrio, señalando el cielo, y se desplomó sobre el paseo, junto al herbario de Deborah. El desconocido alzó la vista. Estaba sonriendo. Aquellos ojos negros, las cejas negras y la mandíbula larga y afilada. Aquella barba negra desaliñada. Entonces lo saludó con la mano, se dio la vuelta riéndose y había recorrido medio patio de atrás antes de que a Franklin se le hubiera ocurrido siquiera gritar. Pero entonces ya era demasiado tarde. El desconocido se había esfumado tras el antiguo excusado y se había escabullido saltando la cerca del vecino.

Franklin salió del estudio y regresó al dormitorio de Deborah. Su esposa estaba sentada en la cama, con las manos en el regazo. Estaba llorando.

—Hala, hala —canturreó—. Ya se ha ido. —Se sentó junto a ella y le dio palmaditas en la espalda, como solía hacerle a Franky. Hacía mucho tiempo. Cuando su hijo tenía hipo—. No te preocupes.

—¿Quién... era?

—No lo conozco. Pero tengo mis sospechas.

—Seguro que era un lacayo de Bradford. O quizá un ladrón que buscaba objetos de plata.

—Ninguna de las dos cosas, señora Franklin —contestó—. Aunque me sorprendería mucho que Bradford no estuviera involucrado de alguna forma. No duerme bien desde que Spotswood le ordenó al sistema que me llevara los papeles. Al menos ahora que soy el director general ya no tengo que sobornar a sus cocheros.

—La culpa fue suya —repuso Deborah—. Era un contable descuidado. No se merecía ese puesto.

—Es posible, pero que yo se lo quitara... —Franklin se rió—. Qué afrenta. Su mayor rival.

Andrew Bradford era el otro impresor destacado de Filadelfia. Bradford tenía unos antecedentes intachables y el Mercury estaba de parte de la familia Penn y sus insidiosos gobernadores. Pero la Gazette de Pensilvania de Franklin, que decididamente era de clase media, apoyaba a la asamblea electa. Hacía apenas unos años, el diario de Franklin se había mostrado partidario de la reelección de Andrew Hamilton como representante en la asamblea. Franklin había llamado a Hamilton «el amigo de los pobres», mientras que el Mercury de Bradford lo había vituperado. En una ocasión, Hamilton había ayudado a Franklin a arrebatarle a Bradford ciertos contratos de impresión gubernamentales y cuando lo reelegieron nombró a Franklin funcionario de la asamblea. De modo que cuando el coronel Spotswood, el director general de las colonias, descubrió que las cuentas de Bradford no estaban claras le ofreció el puesto a Franklin a instancias de Hamilton. Ahora Franklin estaba considerando fundar la primera revista de las colonias para expandir su imperio editorial y no le cabía ninguna duda de que Bradford reaccionaría con otra oferta. Pero por qué iba a enviar a alguien para que asaltara su casa y le robara... ¿el qué?

Había muchas cosas tiradas, como si el desconocido hubiera estado buscando algo en concreto, pero parecía que no faltaba nada. Al menos a primera vista. ¿Lo habrían espantado antes de que se aventurase en la bodega?

No, pensó Franklin. No había sido Andrew Bradford, sino los amos que sostenían su correa. Había sido la familia Penn; en concreto, Thomas Penn. Y quizá también el otro perro, el padre de la Iglesia presbiteriana, Jedediah Andrews.

Franklin exhaló un suspiro. Pero ¿de qué servía que Deborah se preocupara? Ya tenía que soportar bastantes cosas.

—¿Por qué no te desvistes y te preparas para acostarte? —le sugirió Franklin, al tiempo que se levantaba.

—Debería ayudarte... —empezó a decir Deborah.

—No, descansa. No te preocupes, habrá que hacer muchas cosas mañana por la mañana. —Le puso una mano en el hombro—. A lo mejor vengo a hacerte una visita dentro de un rato. Intenta dormir.

Franklin cerró delicadamente la puerta a sus espaldas y se dirigió al rellano sin esperar una respuesta de su esposa. El hombre al pie de la escalera. Con los ojos oscuros y las cejas oscuras. Con aquella barba negra desordenada y el hábito.

Franklin se asomó al estudio. Todo estaba hecho un desastre. Hasta habían arrancado los cuadros de las paredes, habían desmontado sus inventos y habían abierto los cajones del escritorio y los habían arrojado al suelo. Se abrió paso cuidadosamente entre los escombros de su vida. Un hábito de clérigo, pensó.

Franklin ya se había enemistado con el padre de la Iglesia Andrews al apoyar a Sam Hemphill, el joven predicador irlandés. Ahora además había llegado a un acuerdo con el evangelista inglés Whitefield para la publicación de sus sermones. Pero no apoyaba a Whitefield solamente por cuestiones comerciales. Era porque, al igual que Hamilton, Whitefield era un populista, de modo que Franklin seguía desdeñando a la élite política y religiosa. Había que frustrar sus planes y mantenerlos a raya. Desde la engañosa «compra de la caminata» de Penn, los indios resentidos se habían arrimado a los franceses, que, según la red de agentes postales de Franklin, estaban construyendo fuertes de un extremo a otro del río Ohio, desde Luisiana hasta Canadá. Franklin creía que los colonos debían reafirmar su alianza con los indios antes de que los corsarios españoles y franceses atacaran a los pueblos del Delaware. Desamparados por el Gobierno, para defenderse mutuamente y proteger a sus esposas, sus hijos y sus propiedades, debían formar una alianza con poderes para reclutar a una milicia. Pero los cuáqueros no estaban dispuestos a financiarla debido a sus inclinaciones pacifistas y los Penn se resistían enérgicamente a que les cobraran impuestos por sus tierras.

Frustrado, a Franklin se le había ocurrido recientemente la idea de fundar una lotería para abastecer a cien compañías con cañones y pertrechos, aunque sin duda la idea de que una asociación privada de tenderos asumiera el derecho del Gobierno a formar y administrar un contingente militar resultaría demasiado radical. Los terratenientes no lo permitirían nunca. Movidos por la codicia y el resentimiento hacia la asamblea, vacilarían y retrasarían el debate hasta que hubiera pasado la ocasión de defenderse y Filadelfia hubiese ardido hasta los cimientos.

Franklin empezó a recoger los objetos desperdigados por el suelo del estudio. Apiló los papeles sueltos encima del escritorio. Amontonó los fragmentos de una botella hecha añicos y puso derechos el tintero y las plumas. Quién iba a salvar a los colonos, se preguntó mientras ordenaba sus posesiones, sino la gente corriente, los comerciantes, los tenderos y los granjeros. En aquel momento eran como los filamentos de lino que aún no habían formado una hebra: débiles e inconexos. Pero la unión les daría fuerza. Y suponía que ese era el motivo de que su casa y su estudio estuvieran en ruinas. El poderoso concepto que abrigaba. Si no podían contar con el apoyo de los ricos y poderosos terratenientes ante la amenaza de los franceses o los indios, los colonos debían hacer frente al desafío sin ellos. Sin los Penn. Sin el concurso de los gobernadores británicos. Sin el apoyo de la corona.

La cooperación entre las colonias no era sencilla, pero con el tiempo tendría que producirse. Después de todo, si las seis naciones de los iroqueses habían logrado una unión semejante, también se hallaba al alcance de una docena de colonias inglesas, sobre todo ante una necesidad tan apremiante. Para obtener dicha unión era preciso fundar un congreso nacional compuesto de representantes de cada Estado, en función de la población y la riqueza de cada uno de ellos. El rey podría designar al presidente general. El Gobierno general se encargaría de cuestiones tales como la defensa de la nación y la expansión hacia el oeste, mientras que cada una de las diversas colonias obedecería sus propias leyes y su propia constitución. Ese era el siguiente paso lógico..., pero las asambleas coloniales se resistirían porque aquello les arrebataba demasiadas prerrogativas y Londres trataría de debilitarlo por temor a que las colonias se unieran demasiado. Franklin temía que en definitiva la corona prefería que las colonias estuvieran divididas y se enfrentaran entre ellas, desempeñando su papel como fuente de materias primas, y que Gran Bretaña siguiera manufacturando mercancías y productos para exportarlos de nuevo a las colonias.

Penn sujetaba la correa. Había tratado de destruir o menoscabar a Franklin varias veces, pero siempre lo había hecho mediante agentes, a través de terceras partes, de forma indirecta. Cabía esperar que escogiera de nuevo la misma táctica. Jedediah Andrews estaba detrás del desconocido personaje alto de ojos oscuros y cejas negras. Franklin se encontraba seguro de ello. El hombre del hábito de clérigo.

Recogió el retrato de Franky. El lienzo permanecía intacto, aunque el marco se había astillado en la caída. Volvió a colgarlo en la pared. A continuación retrocedió un paso y miró a su hijo, con aquella sonrisa y aquellos ojitos lastimeros. Pero ¿qué tendrá todo esto que ver con el evangelio de Judas?, se preguntó Franklin. A menos que Penn se hubiera valido del evangelio como cebo. Meneó la cabeza. ¿Quién se arriesgaría a allanar la casa y desvalijarla por un antiguo texto gnóstico como ese?

Siguió limpiando el estudio. Cuando recogió todos los documentos, colgó de nuevo los cuadros en las paredes y montó lo mejor posible los inventos desmantelados; se había hecho tarde. El sol de junio se había puesto hacía mucho tiempo. Franklin encendió una lámpara, franqueó la puerta y se disponía a volverse hacia el dormitorio cuando reparó de nuevo en el espejo en el que había atisbado por primera vez el rostro del desconocido. Se detuvo y alzó la lámpara. Algo iba mal. Parecía que el espejo estaba rayado. Pasó una mano por el cristal. No, no estaba rayado. Tenía una capa de tiza blanca y jabón seco. Con forma de cruz. De cruz maltesa.

Con un estremecimiento, Franklin borró aquella silueta del cristal con la manga. De modo que los rumores que le había confiado el rabino eran ciertos. Andrews y Penn había hecho un pacto con los papistas. De ahora en adelante tendría que inventar un código nuevo y redactar los diarios de modo que nadie pudiera leerlos. Aquel símbolo, aquella cruz, era el símbolo de los caballeros, los hospitalarios de Malta. Andaban detrás de las logoi de Cristo. Hacía mucho tiempo, en una tierra muy lejana, habían extraviado sus palabras junto con el esquema de Judas. Ahora, casi dos mil años después, habían venido a reclamarlo.

Narberth, Pensilvania

Ian Wilson estaba viendo Los Simpson con su hijo Trevor y su hija Kathleen en su casita de Narberth cuando se fue la luz. Era uno de esos episodios tan violentos en los que aparecían Rasca y Pica y Wilson estaba pensando que quizá debiera de apagar la televisión, o al menos cambiar de canal, cuando la televisión se apagó sola. Como si fuera telequinético.

—Mierda —masculló Kathleen. Era una niña larguirucha de trece años con el cabello castaño recogido con una banda elástica con lunares rosas.

—Mierda bubónica —añadió Trevor—. Me encanta ese episodio. —Trevor había cumplido los diez y había heredado las facciones redondas de su padre. Aunque tenía el pelo rapado se había puesto fijador para hacerse una especie de cresta falsa. Llevaba una camiseta azul de dinosaurios.

—Cuidado con esa lengua —le advirtió Wilson.

Se levantó del sillón y se dirigió a tientas a la cocina. Estaba seguro de que había una linterna en el armario junto al fuego; podía visualizarla. Se disponía a abrir la puerta cuando se encendió una luz delante de sus ojos. Al principio pensó que se trataba de Trevor.

—Apaga eso —dijo ásperamente, protegiéndose del destello con la mano—. Por Dios, que me estás dando en los ojos. —Entonces se percató de que era alguien más corpulento, alguien que llevaba un pasamontañas y una parka. Alguien que llevaba una pistola—. Qué demonios... —tartamudeó.

Entonces le asestaron un golpe.

Cuando Wilson recobró el sentido estaba atado a una de las sillas del comedor. Kathleen y Trevor estaban maniatados a corta distancia, a derecha e izquierda. A su alrededor había media docena de hombres con pasamontañas y pantalones vaqueros empuñando fusiles automáticos M16. Todos ellos llevaban gafas de visión nocturna. Las luces seguían apagadas. Wilson apenas discernía las figuras en la penumbra.

—¿Qué es lo que quieren de nosotros? —les preguntó.

Los hombres no le contestaron y siguieron esperando. Entonces se encendió una luz cálida al pie de las escaleras. Wilson oyó que alguien se acercaba, el repiqueteo de unos zapatos de suela dura. La luz se extendió hasta que se materializó una figura. Al principio Wilson no dio crédito a lo que estaba viendo. Era una monja joven, con la toca y el hábito tradicionales. Llevaba una vela y el fulgor broncíneo de la llama le inflamaba el rostro de labios gruesos y naricilla respingona. Parecía que iba a vísperas, recorriendo el largo pasillo de un convento de Veracruz o Cancún; tenía aspecto de mexicana. Se miraba los pies, apartando recatadamente la mirada. Entonces se dio cuenta de que estaba moviendo los labios, musitando una oración. La monja alzó la vista y Wilson reparó en sus ojos, que eran negros como el espacio exterior, como un túnel infinito, y aparentemente estaban llenos de lágrimas. Comprendió que estaban vacíos. Muertos.

—¿Y su esposa, señor Wilson? —le preguntó ella—. ¿Todavía no ha vuelto a casa?

—Llegará en cualquier momento —se sorprendió contestando—. Ha ido a comprar la cena. —Se había propuesto mentir. Se había propuesto decir algo muy distinto.

La monja sonrió. Tenía una sonrisa agradable y contagiosa, con grandes dientes blancos y perfectos que relucían contra la piel morena. Wilson sintió un estremecimiento.

—En ese caso tendremos que esperarla —repuso ella.

—¿Esperarla para qué? ¿Quiénes son ustedes? —preguntó—. ¿Qué es lo que quieren de nosotros? ¿Dinero? No tengo dinero. —Sus palabras se apagaron. Estaba claro que no buscaban dinero, se dijo. Habían venido en busca de algo bien distinto.

La monja se acercó un paso y Wilson se echó instintivamente hacia atrás. Ella sonrió y miró a Kathleen.

—¿Cuántos años tienes, niña? —le preguntó.

Kathleen, aterrorizada, alzó la vista. Wilson forcejeó con sus ataduras pero estas no cedieron. Los nudos estaban demasiado apretados.

—Trece.

—Como santa Inés —comentó la monja—. ¿Sabías que en el año 300 el prefecto Sempronio le pidió a Inés que se casara con su hijo, pero como ella era cristiana se negó en redondo? Así que Sempronio la condenó a muerte. Según las leyes romanas, estaba prohibido ejecutar a las vírgenes. Impertérrito, Sempronio ordenó que la violaran, aunque dicen que el himen de la muchacha se preservó milagrosamente. A continuación se la llevaron para quemarla en la hoguera, pero el manojo de leña no prendió, de modo que el oficial que estaba al mando de las tropas le cortó la cabeza. —La monja puso una mano en el hombro izquierdo de Kathleen—. Con una espada. —Acarició su cuello joven y esbelto—. A veces —murmuró— hay que hacer sacrificios terribles por el bien de la Iglesia. —Se detuvo un instante, con la mirada perdida en el espacio y después añadió—: Sus huesos se conservan en la basílica de Santa Inés Extramuros, en Roma, y su cráneo en otra basílica de la plaza Navona. Es una visita interesante.

Wilson no podía soportarlo más.

—¿Qué demonios quiere de nosotros? ¿Quiénes son ustedes?

La monja se acercó a Wilson.

—Hace unos días un obrero de la construcción llamado Tom Moody le llevó un diario que había desenterrado en la obra de la calle Market... en Franklin Court.

—No sé de qué está hablando.

La monja asintió bruscamente en dirección a uno de los hombres con pasamontañas. Este se adelantó para situarse detrás de Kathleen y sin previo aviso le puso una mordaza de goma negra en la boca. Luego sacó un rollo de cinta aislante.

—Espere un momento —intervino Wilson—. No meta a mis hijos en esto. Ellos no saben nada.

El hombre envolvió la cabeza de Kathleen con cinta aislante, tapándole los ojos, la nariz y los labios, sujetándole la mordaza en la boca. Solo entonces la desató. Seguidamente, levantó a la niña por el pelo.

—Por favor —insistió Wilson—, se lo suplico. Suéltela. Ella no sabe nada.

Al principio Kathleen se resistió, pero el hombre del pasamontañas le propinó una bofetada en la mejilla y se quedó quieta. El hombre la cogió de la banda elástica con lunares rosas y se la llevó a rastras fuera de su vista. Wilson se debatió para ver lo que pasaba, pero como estaba atado a la silla no podía darse la vuelta.

—Le he dicho que ella no sabe nada —imploró—. Suéltenla o no los ayudaré a encontrar lo que están buscando.

La monja cogió a Wilson por la barbilla.

—Sí que lo hará, señor Wilson —le dijo—. Tengo fe en usted. ¿Dónde está el diario?

—¿Qué diario?

La monja asintió de nuevo y a pesar de la mordaza y la cinta que la enmascaraban, Kathleen profirió un grito.

—Deténgase. Por favor, deténgase —suplicó Wilson.

—El diario de Franklin —repitió la monja.

Wilson oyó el sonido de algo desgarrándose. Kathleen chilló. Era un sonido tenue y siniestro. Kathleen gritó de nuevo.

—Yo no lo tengo —dijo Wilson.

—Está mintiendo.

—Lo mandé a Nueva York.

—¿A quién?

—A Robinson. Nick Robinson.

La monja levantó una mano.

—¿Y la copia que hizo?

—¿Qué copia? No hice copias. No tengo ninguna copia.

—Alguien lo bastante ambicioso para mandarle el diario a Robinson no se habría desprendido del botín. Sí que hizo una copia. Una sola negativa habría sido más creíble.

La monja guardó silencio de repente y ahuecó la palma de la mano alrededor de la oreja, claramente delineada bajo la toca.

—Tenemos compañía —les dijo a sus secuaces.

Los enmascarados se ocultaron. La monja se desvaneció en la cocina, apagando la vela. La estancia se sumió de nuevo en las tinieblas. Al cabo de unos segundos una llave hurgó en la cerradura, se oyó el chasquido de los pestillos y se abrió la puerta de la casa. Una mano buscó a tientas el interruptor de la luz, lo encendió y lo apagó, pero la habitación siguió a oscuras. Una figura se adentró en el pasillo. Era la esposa de Wilson. Llevaba dos abultadas bolsas marrones de supermercado en los brazos.

—¡Corre, Nancy! —exclamó Wilson—. Vete de aquí. ¡Ahora mismo! —Un destello de luz blanca explotó. En su cabeza. Luego lo asaltó el dolor. Y después no sintió nada en absoluto.

Narberth, Pensilvania

Esta vez, cuando Wilson despertó le dolía la cabeza y sentía que la sangre le resbalaba por la nuca. Estaba asombrosamente fría. Nancy estaba a pocos pasos de distancia, al lado de Trevor. La monja se encontraba detrás de ella. La estaba estrangulando con las cuentas del rosario. La estaba asfixiando. Y Nancy intentaba levantar las manos para tirar de los deditos de la monja, de la toca, del hábito. Pero no llegaba. Wilson se debatió con sus ligaduras y tiró de la silla. La monja continuó apretando y apretando hasta que la mujer que conocía desde hacía diecisiete años, que había alumbrado a sus dos hijos y que había dormido en su cama todas las noches de su matrimonio estaba tan inerte e irreconocible como una desconocida en el asiento trasero de un coche accidentado que resbala en la autopista por la noche.

—Nancy —gimió Wilson, pero la palabra parecía haber perdido todo su significado.

La monja se desprendió de su presa y su esposa resbaló al suelo. Se desplomó hacia delante, sin vida, aterrizando a escasos centímetros del pie izquierdo de Trevor.

—¿Dónde está la copia, señor Wilson? —insistió la monja.

Trevor se puso a gritar. La monja le propinó una bofetada. El niño se calló un instante y luego estalló de nuevo. Ella le rodeó el cuello con las cuentas del rosario y apretó hasta que puso fin a sus alaridos.

—Estoy perdiendo la paciencia —le advirtió—. Y enseguida sus hijos estarán fríos. Igual que su madre. La copia, señor Wilson.

Con un temblor desesperado, Wilson señaló el sofá con la barbilla.

—En los muelles. Debajo del cojín de la derecha.

La monja soltó a Trevor. Uno de los enmascarados se dirigió al sofá y retiró los cojines del asiento, donde encontró un bolígrafo, dos monedas, un pequeño dinosaurio de plástico... y una hendidura en la tapicería verde oscuro. Metió la mano y extrajo un pequeño fajo de papeles que estaban prendidos en una esquina mediante un clip.

—Ya lo ve —dijo la monja mientras recogía la vela. El hombre le entregó los papeles y ella los examinó atentamente. Después sonrió—. Podríamos haber evitado todas estas incomodidades, señor Wilson. ¿A que se siente una deliciosa liberación al entregarse a la confesión?

—Ya tiene lo que venía a buscar —repuso Wilson—. Ahora váyase. Deje en paz a mis hijos.

La monja frunció el ceño y meneó la cabeza.

—Ojalá fuera tan sencillo, señor Wilson. Pero le doy mi palabra de que rezaré por usted y su familia. Y nunca olvidaré lo que ha hecho.

La monja se dirigió a la ventana que había detrás de la televisión y levantó la vela hasta que la llama tocó la base de las cortinas, que estallaron en llamas al cabo de unos segundos. El fuego lamió las paredes. Los hombres de los pasamontañas retrocedieron.

—No puede dejarnos así —suplicó Wilson—. ¿Qué clase de monstruo es usted?

Los secuaces ataron a Kathleen de nuevo a la silla. Wilson vio a su hija. Tenía la cara ensangrentada y la blusa desgarrada. Y Trevor seguía gimiendo al lado de ella. Las llamas se hinchieron y rugieron. Las cortinas habían caído al suelo y la alfombra se estaba fundiendo. Entonces prendieron el televisor y la mesa en la que este descansaba. E inmediatamente, la estantería de la pared del fondo. Un detector de humo empezó a aullar. No, no era un detector de humo. Era él.

La monja se detuvo en el pasillo. Los hombres de los pasamontañas se habían ido. Wilson apenas veía a través del humo.

—Considérelo una especie de ensayo, señor Wilson —dijo ella—. Un preludio de la condenación eterna.

Wilson forcejeó pero las ligaduras no cedieron. Tironeó de las cuerdas hasta que le sangraron las muñecas. Se debatió, hinchando el pecho, pero no consiguió soltarse. Trevor fue el primero que sucumbió ante el fuego. Wilson observó mientras las llamas devoraban los pantalones caquis de su hijo, la camiseta de dinosaurio, el cabello y la piel. Después fue el turno de Nancy, que explotó en una gran bola de fuego con un destello. Las llamas bailaron sobre la alfombra, despidiendo un fulgor azul químico. Le lamieron los pies. Le subieron por los pantalones. Wilson percibió el aroma de su propia carne burbujeante. Sintió que se le asaba la piel. Mientras gritaba, las llamas le formaron ampollas en el cielo de la boca. El dolor era inconcebible. Todos los nervios de su cuerpo chisporroteaban. Tironeó de las ligaduras. Se resistió y forcejeó, pero no podía hacer nada... mas que morir.

Aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no temeré mal alguno, pensó. Pero en el fondo, mientras descendía hacia la oscuridad, sabía que eso también era mentira.

San Francisco

—El cinturón, señor Koster. —La hermosa asistente de vuelo asiática le señaló la cintura—. Aterrizaremos en San Francisco dentro de unos minutos.

Joseph Koster dejó encima del mullido asiento contiguo el volumen encuadernado en piel que había estado leyendo y se puso el cinturón. Había pasado el vuelo estudiando atentamente el diario de Franklin y no se había dado cuenta de que se encendía la lucecita roja de la mampara de nogal tallado. La asistente de vuelo se llevó la bandeja de higos verdes y yogur y la botella de cristal y volvió a la cocina.

Cuando Robinson le dijo que le había reservado un vuelo a la costa a la mañana siguiente Koster no había caído en la cuenta de que volaría en el Citation X del propio Robinson, el reactor privado más rápido del mercado, con una velocidad máxima de más de 950 kilómetros por hora. Había supuesto que tomaría un avión de línea hasta que el chófer enfiló la carretera secundaria del aeropuerto siguiendo la indicación «Aviación General» y allí estaba: aerodinámico y despiadado, estacionado al borde de la pista alquitranada.

El X era el avión más lujoso que Koster había visto jamás y, sin embargo, a pesar de los confortables asientos y los accesorios impecables, le había resultado prácticamente imposible quedarse quieto durante el vuelo. La cabina medía casi siete metros de largo y disponía de espacio suficiente para que se estirasen cómodamente hasta ocho personas, pero aparte de la asistente de vuelo y los dos pilotos, él era el único pasajero. Todo aquello le parecía, bueno... demasiado para una sola persona.

Koster temía que Robinson hubiera cometido una terrible equivocación al confiar en él. A pesar de sus habilidades matemáticas, no había logrado hacer ningún progreso descifrando el diario de Franklin. Había empezado, como siempre, con un sencillo cifrado de sustitución, poniendo letras auténticas (o texto llano) en lugar de los caracteres cambiados (o texto cifrado).

Uno de los cifrados de sustitución más sencillos era el cifrado César, cuyo nombre se debía a sus orígenes romanos. Para llevarlo a cabo había que escribir dos alfabetos o secuencias numéricas una encima de la otra. La secuencia de abajo se desplazaba uno o más caracteres a la derecha o a la izquierda, valiéndose del texto cifrado para representar el texto llano de la línea de arriba.

Texto llano

Texto cifrado

Normalmente Koster trataba de transcribir los mensajes cifrados basándose en otros textos cifrados o en el propio texto llano. A continuación, contaba los diferentes caracteres o combinaciones del texto cifrado para determinar la frecuencia de uso. Buscaba patrones, series y combinaciones comunes. Finalmente sustituía los caracteres del texto cifrado por posibles equivalentes en el texto llano, en función de las características específicas de la lengua.

Por ejemplo, aunque en inglés había un total de veintiséis letras, nueve de ellas (E, T, A, O, N, I, R, S y H) constituyen el setenta por ciento del texto común. «EN» es la combinación de dos letras que se emplea con más frecuencia, seguida de «RE», «ER» y «NT». La letra A suele encontrarse al principio de las palabras o en penúltima posición. La letra I suele ser la antepenúltima. Y las vocales, que constituyen el cuarenta por ciento del texto común, suelen estar separadas por consonantes.

Koster había trabajado en el diario durante todo el vuelo desde Nueva York pero no había obtenido ningún resultado. Miró por la ventanilla mientras el avión descendía lentamente entre las nubes. Entonces se abrió una abertura y divisó una extensa franja verde de terreno y un lago, tal vez el lago Tahoe, antes de que se desvanecieran de nuevo y por algún motivo se acordó de Suiza y de la primera vez que había volado a Lausana, dirigiéndose a la École Polytechnique Fédérale.

Se había hecho arquitecto a instancias de su madre, que lo consideraba un descanso tras el fracaso de su carrera matemática, una sustitución del trabajo que había interrumpido en la conjetura de Goldbach.

Koster era originario de Nueva York, el único hijo del concertista de oboe Peter Koster y la maestra de física de secundaria Katrina Östergard. Había destacado en matemáticas desde su más tierna infancia. A los doce años, el joven Koster había publicado su primer ensayo, que versaba sobre la teoría de grupo, haciendo hincapié en la topología algebraica, y poco después se había visto arrastrado de conferencia en conferencia. A los quince años había ingresado en el MIT, donde había sucumbido a la fascinación de la conjetura de Goldbach, uno de los problemas sin resolver más antiguos de la teoría de los números. Dicha conjetura afirmaba que todos los números enteros pares mayores que dos pueden obtenerse mediante la suma de dos números primos. Koster había pasado dos años desarrollando un teorema basado en consideraciones estadísticas, concentrándose en la distribución probabilística de los números primos. Su trabajo había aparecido en la portada de las publicaciones académicas. Se había convertido en una pequeña celebridad internacional y había intervenido en conferencias universitarias y simposios matemáticos desde Bangkok hasta Berlín. Incluso había sido nominado a la prestigiosa medalla Fields, que solo se concedía una vez cada cuatro años a unos pocos matemáticos en los congresos internacionales de la Unión Internacional de Matemáticos. A los veinte años, Koster estaba en su mejor momento.

Pero el argumento heurístico que había postulado no era riguroso. Aunque asintóticamente era válido para c = 3, al final no lograba obtener una verdadera prueba. Aquella noche en el congreso de Niza se había quedado sentado con un flamante frac nuevo delante del Mediterráneo francés mientras las olas se estrellaban en la orilla, escuchando, mientras anunciaban primero un nombre y después otro... sin que ninguno fuera el suyo.

Para valores pequeños de n, la conjetura de Goldbach podía verificarse directamente. Desde aquel día en la Costa Azul había realizado una búsqueda computerizada distribuida que había confirmado la conjetura hasta n = 4 × 1.017. La búsqueda continuaba. Cada día que pasaba, con cada ciclo de la red distribuida, estaba más seguro. Pero no lograba demostrarlo.

Antes de cumplir los treinta, antes de hacerse profesor de matemáticas, Koster se había matriculado en arquitectura en la École Polytechnique Fédérale de Suiza. Lo cierto era que se preguntaba quién habría sufrido más a causa de la debacle de su carrera matemática: su madre o él. Katrina solía acompañarlo a las giras de conferencias, deleitándose con el esplendor de su genio. Y después, cuando al fin se vino abajo, se desembarazó de él por las buenas. Como había hecho siempre. A menos que discutieran de matemáticas o de ciencias, ella hacía caso omiso de sus palabras, como si no existiera. Y su padre siempre estaba tocando o encerrado en el estudio, ensayando.

Las cosas le habían ido bastante bien en la Universidad de Lausana y, después de unos cuantos años de prácticas en diversas empresas arquitectónicas de toda Europa, había encontrado trabajo (gracias a la inestimable ayuda de Nick Robinson) en MacKenzie & Voight, Nueva York-París-Dubái. Se había establecido en la sede de Manhattan y había ascendido en el escalafón corporativo con extraordinaria facilidad. Empezó con proyectos pequeños (auditorios escolares, salas de conferencias, etcétera) y enseguida se encontró renovando fincas extensas o colaborando en el desarrollo de grandes pabellones corporativos. Se casó con Priscilla, aunque aquello no duró mucho. Y durante un periodo lento, a primeros de los noventa, se tomó un descanso. A petición de Nick Robinson, fue a Francia para escribir un libro sobre las catedrales de Notre Dame. Participó en la búsqueda del evangelio de Tomás, que supuestamente estaba oculto debajo de la catedral de Chartres. Conoció a Marianne. Y la perdió.

Las nubes se abrieron sobre la ladera oeste de Sierra Nevada, que se deslizaba hacia el océano. Había que pagar un precio por el amor a las matemáticas, comprendió Koster. Los números eran una adicción para él, con sus propias exigencias y sacrificios, así como una estética, una lógica y una verdad propias. Algunas veces te contestaban, te abandonaban y te hacían partícipe de sus inescrutables patrones. Y otras... Koster miró el volumen que tenía al lado... sencillamente no lo hacían.

San Francisco

El Citation X se inclinó y tomó tierra rápidamente, antes de que Koster hubiera tenido ocasión de prepararse siquiera. Al cabo de unos instantes estaban recorriendo la pista en taxi hasta detenerse frente a la terminal. Robinson le había dicho que Sajan se reuniría con él en la ciudad. Pero mientras Koster bajaba por las escaleras de la cabina, la asistente de vuelo le tiró de la manga y le advirtió de que había habido un cambio de itinerario. Sajan se había quedado en su rancho de Morgan Hill. Le había mandado un avión Cimbian, pues era un vuelo de veinte minutos hacia el sur, pero por desgracia se había retrasado un poco.

Koster acabó en la terminal de Aviación General, donde trató de instalarse confortablemente en la sala de espera. Tras media hora lo abordó un hombrecillo indio que llevaba un uniforme azul marino con el logo de Cimbian en el bolsillo de la pechera. Se llamaba Ravindra. Le dijo que era el piloto encargado de llevarlo a Mineta, el aeropuerto internacional de San Francisco. Koster salió de la terminal detrás de él y se dirigieron a otro avión privado, un Hawker 400XP, que también ostentaba el logo de Cimbian: azul y oro brillante; la ce era mucho más grande que las demás letras, de tal manera que daba la impresión de que amplificaba el nombre.

—Creía que la señorita Sajan iba a reunirse conmigo en la ciudad —comentó Koster mientras subían los escalones del avión.

—Problemas mecánicos —replicó el piloto—. Por eso he llegado tarde.

El Hawker era un poco más pequeño que el Citation X, pero no menos lujoso. Koster se puso el cinturón en uno de los asientos de cremoso color blanco. Los paneles laterales eran de tela en lugar de nogal, observó. Solo había siete asientos de pasajeros y un poco menos de espacio encima. En cuanto despegaron, el copiloto volvió y le entregó una tableta LCD y un pequeño alfiler de corbata metálico con el logo de Cimbian.

—¿Para qué es esto? —quiso saber Koster.

—Solo tiene que introducir sus preferencias. Cuando haya acabado, los datos se transferirán al alfiler por Bluetooth. La señorita Sajan tiene una casa inteligente.

Koster observó la tableta. Había una retahíla de preguntas sobre sus preferencias de temperatura, colores, música, arte y comida, así como una serie que comparaba las texturas físicas. Lo encontró todo fascinante. Cuando acabó dio un golpecito en la tableta y los datos se transfirieron al alfiler de corbata, que se puso en la americana.

El vuelo acabó en unos minutos. El avión tomó tierra y Koster se instaló en una limusina negra que lo llevó a Morgan Hill, al pie de la montaña El Toro, a veinte kilómetros de San José, en el sur del valle de Santa Clara. Fue un hermoso paseo. Pasaron ante huertos y viñedos y atractivas zonas residenciales en las inmediaciones de Silicon Valley, donde se encontraba la sede de Cimbian. Las montañas de Santa Cruz delimitaban el valle al oeste y la cordillera del Diablo al este. Grandes casas de arquitectura mayoritariamente española salpicaban las laderas de las colinas.

Después de abandonar la autopista, la carretera acometió el ascenso de El Toro, donde Koster se encontró rodeado de granjas de caballos. El conductor tomó un camino de tierra flanqueado por imponentes eucaliptos. Llegaron ante una puerta con una garita y la limusina fue reduciendo su velocidad. Al cabo de un instante entraron en la finca.

El sendero de gravilla medía al menos ochocientos metros y serpenteaba a través de pastos y prados, frente a construcciones anejas y establos, entre largos trechos de cercas que llegaban hasta la propia hacienda. La distribución de la finca parecía en perfecta armonía con el terreno de la colina. La casa principal descansaba en lo alto de una colina; tenía tres pisos y estaba hecha de cedro, tenía un largo porche de madera y una chimenea de piedra que parecía construida con piedra caliza de algún río cercano. Contaba con cabañas para invitados en la ladera de la colina del fondo, delimitadas por sendos olivares verdes. Al otro lado había un establo, un corral de gran tamaño y algo que parecía una especie de capilla.

Flora, el ama de llaves, una simpática mexicana, salió al encuentro de Koster en la puerta del rancho. Le dijo que la señora doña8 Sajan estaba en los jardines. Mientras ella lo acompañaba a su habitación, Koster descubrió al fin el propósito del alfiler de corbata que se había puesto en la chaqueta. Cuando cruzó la puerta el ventilador zumbó suavemente, las luces se atenuaron un poco y una sonata de Mozart surgió de altavoces invisibles. Dejó la pequeña maleta y la bolsa del ordenador encima de la cama y entonces observó que los cuadros de lejanas montañas azules se oscurecían de repente. Resultaba que no eran cuadros después de todo, sino imágenes de plasma gaseoso. Al instante los reemplazaron paisajes impresionistas, dibujos de Escher y las expresiones abstractas de Rothko.

La estancia estaba elegantemente decorada con sencillos muebles de madera blanqueada, un escritorio de diseño danés contemporáneo, paredes recubiertas con amplios paneles de cedro y ventanas que iban del suelo al techo con vistas a El Toro y que parecían tintarse automáticamente cuando les daba el sol. Koster deshizo la maleta y se instaló. Cuando terminó de asearse en el lavabo de piedra del cuarto de baño salió al pasillo y buscó a Flora, el ama de llaves, pero no la vio por ninguna parte, de modo que se dirigió a la puerta para dar un paseo por los jardines.

Koster deambuló buscando a Sajan durante diez minutos y estaba a punto de desistir cuando reparó nuevamente en la capilla que había al otro lado del granero. Se trataba de un modesto edificio de madera con ventanas ojivales azules. Había una sencilla cruz de madera en el dintel. Atravesó el patio y comprobó la puerta. No estaba cerrada con llave. La abrió cautelosamente. Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad del interior. La capilla era minúscula, con apenas ocho bancos, cuatro a cada lado del pasillo. Había un pequeño rosetón con un diseño abstracto en la pared, encima del altar. Al fondo había una mujer que oraba de rodillas, cerca del pasillo. En cuanto advirtió que la puerta se abría a sus espaldas, alzó la vista.

Savita Sajan era una mujer menuda de treinta y tantos años con grandes ojos almendrados, negro sobre negro. Sus facciones eran delicadas. Tenía labios gruesos de color ciruela y dientes impecables, sorprendentemente blancos en contraste con la brillante tez morena del sur de la India, donde había nacido, y una lustrosa cabellera negra que se derramaba con abandono sobre los hombros estrechos. Koster observó que llevaba pantalones vaqueros azules, una camiseta negra, botas de vaquero y un sencillo amuleto de oro en una cadena alrededor del cuello. Le costaba creer que estuviese mirando a la fundadora de Cimbian, una de las empresas fabricantes de chips Telco más prósperas de Silicon Valley y creadora del chip C4, que estaba presente en casi el cincuenta por ciento de todos los teléfonos móviles del mundo. Pero al final comprendió que lo que llevaba puesto era irrelevante. Sus movimientos tenían algo hipnótico. Daba la impresión de que se deslizaba por el pasillo, de que flotaba delante de él, con la mano extendida y aquella sonrisa..., era luminosa.

—Hola —dijo Koster.

Ella siguió sonriéndole.

—Ah, lo siento —añadió Koster, cogiéndole la mano para estrechársela—. Me llamo Joseph Koster.

—Bienvenido —contestó ella—. Soy Savita Sajan. —Sus palabras tenían un tono cantarín con cierto acento impreciso.

—No pretendía molestarla...

—Pues lo ha hecho. ¿Para qué negarlo? Hemos empezado con mal pie.

—¿Cómo dice?

Sajan arrugó la nariz y lo examinó atentamente. Ante aquella mirada, Koster se sintió repentinamente vulnerable, como una obra en una exposición, un escarabajo o una mariposa clavada en el fondo de una vitrina de cristal. Ella inclinó la cabeza hacia un lado y se rió.

—No se preocupe, señor Koster. Ya había terminado. ¿No viene? —Se dirigió a la entrada.

Cuando salieron, tomaron un sendero que llevaba al establo. El sol era dolorosamente brillante tras la penumbra de la capilla.

—Espero que haya tenido buen viaje —dijo Sajan mientras caminaban—. Lamento no haber llegado a tiempo a San Francisco. Tengo una casa cerca de California y Powell, cerca del club Universitario. Me parece que le gustaría. Está cerca de muchos buenos restaurantes.

—No hay problema —respondió Koster, alegrándose de algún modo ante aquella simpática disculpa—. Esto es precioso.

Y ella sonrió de nuevo. Sajan entró en el establo y fue hacia un magnífico caballo árabe de un color negro intenso que se encontraba en la última cuadra. Le dio palmaditas en las quijadas y le tiró del hocico. El caballo puso los ojos en blanco, relinchó y mordisqueó un poco de heno que tenía delante de los cascos.

—Dígame, señor Koster. ¿Cómo se conocieron usted y Nick?

—Nos conocimos hace muchos años, en el colegio. En Nueva York. En la escuela primaria de Friends, en el Village. A los dos nos interesaban las matemáticas. Claro que él también era un poco rarito: era el mejor orador de la escuela, el campeón de ajedrez, el número uno en remo y el encargado del discurso de la graduación... Ya conoce a Nick. Fuimos a algunas clases juntos en Columbia. Luego yo me fui a Boston para matricularme en el MIT. Pero nos hemos mantenido en contacto a lo largo de los años. Es fácil seguirles la pista a los Robinson, porque siempre están saliendo en los periódicos. Tengo la sensación de que a Nick le gusta rodearse de unos cuantos mortales para que le recuerden cómo son las cosas para el resto del mundo.

Sajan inclinó la cabeza hacia un lado.

—Ese no es el Nick al que yo conozco —repuso—. Él es mucho más que un apellido.

—Estaba bromeando —dijo Koster, tratando de sonreír.

—No. No lo estaba.

Koster exhaló un suspiro.

—¿Y usted? —le preguntó. Sus dedos se pusieron a bailar en las perneras del pantalón—. ¿Cómo conoció a Nick?

Sajan sacó un dulce del bolsillo de los vaqueros y se lo ofreció al semental árabe, que le acarició el pecho con el hocico. Ella lo apartó.

—Estaba terminando mi tesis en Princeton —explicó— cuando me retrasé con otro proyecto, un artículo que estaba escribiendo para una revista científica divulgativa. No creo que siga existiendo. Sea como fuere, Nick lo leyó. Debía de haberse quedado atrapado en la consulta del dentista entre empastes, porque no era tan bueno. Por el motivo que fuera, se puso en contacto conmigo a través del editor de la revista.

—¿De qué trataba?

—A lo mejor le parece un poco raro. Algunos consideran mis pasatiempos... excéntricos. Proponía la teoría de que el arca de la Alianza estaba diseñada como una especie de condensador. Ya sabe que soy ingeniero eléctrico. Pues bien, las especificaciones sobre su construcción están definidas en la Biblia. Creo que la diseñaron para que acumulara y almacenara una carga eléctrica estática mientras los israelitas la llevaban a través del desierto. Por eso circulan leyendas de que el rayo abatía a los enemigos de Israel cuando se acercaban demasiado al arca.

Koster sonrió.

—No es tan descabellado como parece —insistió Sajan—. El diseño del arca, la posición de los querubines a ambos lados, los materiales... Todas esas cosas servían para capturar y preservar la electricidad. La carga se acumulaba en las superficies internas y cuando era lo bastante fuerte salvaba la distancia entre las alas de los querubines y descargaba... una corona, un destello en la punta de las alas. Otros creen que el arca era una especie de dispositivo de comunicaciones mediante el que los israelitas hablaban directamente con Dios. Como dice el Éxodo en el capítulo 25: «Me reuniré contigo entre los dos querubines, en el arca del Testimonio, y te transmitiré las órdenes para los hijos de Israel». En fin, a Nick le pareció interesante.

—Sí, es propio de él. Le encantan esas cosas. —Koster alargó la mano, haciendo ademán de acariciarle la quijada izquierda al caballo, pero este se volvió como si fuera a mordérsela y Koster apartó los dedos.

Sajan se rió. Era una risa delicada, no desagradable.

—Tenga cuidado, señor Koster. Pi muerde.

—¿Pi?

—El caballo.

¿Qué le pasaba? Estaba comportándose como un idiota.

—¿Sabe? Eso me recuerda que...

—¿Toca el piano?

—¿Cómo dice? —Koster se echó un paso hacia atrás—. Pues sí. La verdad es que sí. ¿Por qué?

—Sus manos. Parecía que estaba practicando escalas con los dedos.

—Es un hábito nervioso. Una especie de tic, supongo.

—¿Qué sabe sobre el evangelio de Judas y los gnósticos? —lo interrogó Sajan, cambiando abruptamente de tema—. Nick me ha dicho que hace años participó en la búsqueda del evangelio de Tomás. ¿Cómo le fue?

—Estaba trabajando en un libro sobre las catedrales francesas de Notre Dame cuando descubrí la leyenda de que quizá hubiera una versión primitiva del evangelio de Tomás escondida debajo de la catedral de Chartres. Pero yo no fui el único. Puede que recuerde que hace unos cuantos años el director del mayor banco privado de Italia, un tipo llamado Pontevecchio, apareció ahorcado bajo el puente Blackfriars de Londres.

—En los años noventa. Recuerdo los artículos de los periódicos.

—Resulta que se había valido del banco del Vaticano como conducto financiero para realizar inversiones ilegales en el extranjero. Fue un escándalo tremendo. El director del banco del Vaticano en aquella época era primo mío, precisamente; el arzobispo Grabowski. Según parece, antes de que Pontevecchio se colgara, trató de hacerse con una copia del evangelio de Tomás como una especie de moneda de cambio para que la Iglesia pagara sus deudas. Finalmente encontré pistas que me indicaron el paradero del evangelio. Pistas matemáticas, ocultas en los laberintos de las catedrales. Mi primo, el arzobispo Grabowski, con la ayuda de un gánster llamado Scarcella, apareció en la catedral cuando nos disponíamos a desenterrar el evangelio. Me ayudaba un policía inglés llamado Nigel Lyman y un guía turístico local llamado Guy. Este tenía una hermana. Se llamaba Mariane. En fin, en resumidas cuentas, no recuperamos el evangelio. Y Scarcella y Mariane... Ella fue asesinada.

Morgan Hill, California

Koster sentía la atenta mirada de Sajan. No dejaba de mirarlo de aquella forma tan penetrante, con aquellos ojos insondables. Se dio la vuelta y observó al caballo. Pi, pensó. ¿Por qué le sonaba tanto ese nombre? Y se preguntó si aquellas absurdas preguntas acabarían ocupando el lugar de los recuerdos que no dejaban de atormentarlo. Se volvió hacia Sajan. Ella no había dejado de mirarlo.

—¿Era amiga suya? —dijo.

—Se podría decir que sí. —En alguna parte, en los abismos que se abrían bajo sus pies, unas placas tectónicas rechinaron unas contra otras, frotándose como las ancas de las yeguas.

Al cabo de un instante, Sajan le preguntó:

—¿Y qué es lo que sabe de los gnósticos, señor Koster?

—Llámeme Joseph, por favor.

—Según Nick —continuó ella—, son los autores del evangelio de Tomás, el que estaba buscando en Francia, y de este otro, el que Franklin menciona en el diario... el evangelio de Judas.

—Cuando estaba en Francia —dijo Koster—, conocí a la condesa Irene Chantal de Rochambaud. Era miembro de la grande loge féminine, una logia masónica de mujeres que tiene afinidades especiales con el gnosticismo. Ella me contó algunas cosas sobre ellos. Tiene gracia —añadió—, pero usted me recuerda un poco a ella. Pero solo un poco. La condesa era una anciana de setenta y tantos años y cojeaba, aunque era imponente, desde luego.

—Estoy segura de ello. —Sajan sonrió—. Es usted un don Juan, ¿eh, señor Koster?

—¿Cómo dice?

—No todos los días me dice un hombre que le recuerdo a una vieja coja.

—Yo no quería decir eso —protestó Koster.

—Por favor, señor Koster, continúe. Los gnósticos. Es fascinante.

Koster se disponía a decir algo cuando, de pronto, cayó en la cuenta. A la condesa le habría encantado aquella mujer tan descarada. Eran exactamente iguales. Como dos gotas de agua.

—Según la condesa, los gnósticos no eran un pueblo, sino un movimiento religioso. No creían en los tres niveles de la jerarquía tradicional de la Iglesia: obispos, sacerdotes y diáconos. No eran partidarios del poder centralizado. Por el contrario, nombraban a los sacerdotes entre los propios miembros del grupo, sorteaban quién leía las Escrituras y a los obispos para que ofrecieran el sacramento. Y cada semana se trataba de alguien distinto. Muy democrático. Hasta las mujeres participaban. Pero el auténtico motivo de que los tacharan de herejes fue que creían que poseían gnosis, una especie de autoconocimiento místico secreto, lo que significaba que no les hacía falta la Iglesia, la organización. Cuanta más gnosis tenías, más cerca estabas de tu propia naturaleza humana, más cerca te hallabas de Dios. Por eso la Iglesia centralizada de Roma se sintió tan amenazada. Para ellos, Pedro y los demás apóstoles eran las únicas autoridades reales, no una verdad misteriosa que residía dentro de ellos. Al final casi todos los evangelios gnósticos se perdieron o los destruyeron. Muchos gnósticos fueron asesinados por sus creencias. Las comunidades se disgregaron. La Iglesia estaba decidida a destruirlos.

—¿Cuál es la raíz, el origen de su filosofía? —quiso saber Sajan—. A mí me parece casi oriental.

—Según la condesa —prosiguió Koster—, muchos elementos del sistema de creencias gnóstico eran babilonios o caldeos. Los gnósticos florecieron en una época en la que se estaban abriendo las rutas comerciales entre el mundo grecorromano y el Lejano Oriente. Ella aseguraba que existía una línea de conocimiento que se extendía desde los babilonios hasta los hebreos y más allá de estos. Decía que se trataba de un sistema numérico. En la antigua Babilonia —se explicó—, la astronomía era el ámbito de los magi, los sacerdotes, que creían que los números se derivaban de los planetas y que las estrellas obedecían a un orden divino. Debido a las siete estrellas de las Pléyades, por ejemplo, se consideraba que el número siete traía buena suerte. De la misma forma, el cuarenta, que se correspondía con el número de días de la estación de las lluvias en la que las Pléyades desaparecían, se convirtió en un número que simbolizaba el sufrimiento y la pérdida, las privaciones.

»Ya sabe, como la cuaresma o el número de días que Cristo pasó en el desierto —dijo Koster—. Y cuando combinaron este sistema con las teorías numerológicas de Pitágoras, causaron una impresión duradera en la numerología de Occidente.

A continuación, le aclaró que todos los masones de la Edad Media estaban familiarizados con aquellos sistemas. Los conocían debido al énfasis medieval en Pitágoras y los neoplatónicos y porque los masones tenían un interés particular en los números. En la Edad Media los masones eran itinerantes. Se trasladaban de un proyecto al siguiente. Pero había forajidos en todas partes, de modo que aprendieron a no llevar dinero consigo y confiar en que otros masones les proporcionasen cobijo y comida. Lo que había empezado como una manera de protegerse con el tiempo acabó convirtiéndose en una forma de salvaguardar secretos comerciales de gran importancia. Enseguida nació una hermandad. Los masones solo transmitían sus conocimientos a otros masones. Y cuando los cruzados trajeron nuevos conocimientos numéricos de Levante, los masones los absorbieron y los transmitieron rápidamente.

—La línea de la tradición —concluyó Koster— iba desde la hermandad de magianos de Babilonia, pasando por los gnósticos y los maniqueos, los paulicianos y los cátaros, hasta los templarios y los masones que vemos en nuestros días. Ya sabrá que Nick es masón.

Sajan se mostró sobresaltada. Le dedicó una sonrisa y contestó:

—Sabía que Nick estaba implicado de alguna forma, pero pensaba que se trataba en gran medida de algo social. Ya sabe. Que era bueno para los negocios y esas cosas. Una herramienta de networking.

—Es bastante cauto en ese aspecto, pero sé que se lo toma muy en serio. Francamente, no me sorprendería que sus intereses personales influyeran en la búsqueda del evangelio de Judas. Me da la impresión de que para él no se trata solamente de una oportunidad para hacer negocio, de un golpe de efecto editorial.

—Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Ben Franklin?

—A lo largo de los años, la hermandad de masones se interesó en los aspectos más metafísicos del oficio. Desarrollaron rituales y emblemas. A medida que se involucraban nuevos miembros de la clase media nació una nueva clase de masones, los masones especulativos, en oposición a los masones operativos, los viajeros, que trabajaban con sus manos. Con el tiempo la hermandad atrajo a algunos miembros muy poderosos. George Washington era un masón especulativo. Y Ben Franklin también.

—Ah, ya veo —dijo Sajan—. Me preguntaba qué estaría haciendo con una copia del evangelio de Judas. Sin embargo, yo... ¿Ha tenido suerte con la traducción?

Koster meneó la cabeza.

—Me temo que no. Es impenetrable.

—A lo mejor puedo echarle una mano —repuso ella—. Venga. Sígame.

Sin esperar una respuesta, Sajan se dio la vuelta y se fue. Koster tuvo que apretar el paso para mantenerse a su ritmo. Tenía una energía increíble. Siguieron el sendero en dirección a la casa.

—Lo que no entiendo —dijo Koster— es que la fundadora de una empresa internacional como Cimbian tenga tiempo para entretenerse con este misterio.

—Nick pensó que podría ayudarlo. Y ahora estoy prácticamente jubilada. Solo voy a la oficina cuando me apetece. Cuando me llamó... Bueno, ya sabe cómo es Nick. Es difícil decirle que no. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

Entraron en la casa por una puerta lateral. Koster observó que los cuadros de las paredes cambiaban y se alteraban a ambos lados mientras recorrían el pasillo.

—Oiga, usted no lleva un alfiler de corbata —comentó burlonamente.

Sajan se dio la vuelta para mirarlo por encima del hombro.

—Me lo quité hace años, poco después de construir esta casa —contestó. A continuación sonrió. Parecía un tanto avergonzada—. ¿Sabe?, tiene gracia. He ganado una fortuna desarrollando tecnologías, específicamente circuitos inalámbricos. Pero cada vez que me ponía ese maldito alfiler me sentía atrapada por la última selección de programa. Una persona es más que un conjunto de preferencias, por decirlo de alguna forma, señor Koster.

—Dios mío, eso espero —contestó él con vehemencia, y ella se rió.

—Pero a mis invitados les divierte.

Tenía la risa fácil.

—Llámeme Joseph —repitió él.

—Quería enseñarle una cosa. Cuando me dijeron que venía —dijo ella— me puse a documentarme un poco sobre Benjamin Franklin. Encontré una referencia en una carta que escribió a madame Helvétius, una noble a la que cortejaba cuando vivía en Passy, en Francia, alrededor de 1779. Describe un diario codificado que madame Helvétius solo había visto en una ocasión, accidentalmente, cuando Franklin se hospedaba en su finca. Puede que se trate del mismo código del diario que le cedió Nick.

Entraron en el salón, que era amplio y luminoso, con grandes ventanas que daban al valle. Un impresionante techo catedralicio se abría camino hacia los cielos, sustentado mediante grandes vigas de madera. Había un par de confortables sofás rellenos, una mecedora cubierta con una manta mexicana a rayas y un escritorio de madera al lado de las ventanas. Koster reparó en una carta manuscrita impresa que había en la superficie. Sajan la cogió.

—Esto es lo que dice Franklin en la carta: «Acerca del diario que visteis y el código en el que está escrito no puedo deciros nada excepto lo que ya sabéis y esto...». —Le entregó la impresión a Koster.

Tras el pasaje había una serie de símbolos, semejantes a cajas con puntos dentro, y uves mayúsculas orientadas en todas las direcciones. Entonces cayó de pronto en la cuenta.

—El cifrado masónico —exclamó.

—¿El qué?

—Utiliza un par de diagramas de tres en raya y dos equis para representar las letras del alfabeto. ¿Tiene una hoja de papel? Se lo enseñaré. En la Edad Media los masones lo usaban para pasarse mensajes en secreto.

Sajan abrió un cajón y sacó una libreta. Koster puso la carta en el escritorio y anotó la secuencia.

—Las letras estaban encriptadas —explicó— basándose en la forma de los puntos y las líneas que se intersecaban. —Rellenó la matriz—. El nombre «Sajan» estaría encriptado de esta forma —continuó.

Sajan señaló la carta que Franklin le había escrito a madame Helvétius.

—Eso es —contestó—. Es lo mismo. Entonces, ¿qué es lo que dice la carta de Franklin?

Koster escrutó la línea de figuras de la carta. Poco a poco descodificó el mensaje y lo escribió de nuevo en la libreta.

«En el tres por tres residen las sumas de doce, en todas las direcciones, del ocho al cero.»—No tiene sentido —comentó Koster, después de leerlo en voz alta—. ¿El tres por tres? ¿Las sumas de doce?

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. El tres es el número de la trinidad y por lo tanto de Dios. Y el doce se compone de la trinidad y el cuatro, que puede referirse a los cuatro puntos de la brújula y los cuatro elementos, que simbolizan el mundo material. Según el historiador de arte Émile Mâle, cuando se multiplican tres por cuatro se insufla el espíritu en la materia, se proclaman las verdades de la fe ante el mundo. No fue un accidente que hubiera doce apóstoles. Lo había prescrito esta ciencia numerológica. El dos también era un número omnipresente en la arquitectura del medievo. Se encuentra en todas las catedrales francesas de Notre Dame.

—El tres por tres. A lo mejor se trata de otro tres en raya.

—No creo. El código del diario es distinto. Se compone de letras, no de símbolos.

—Bueno, ¿qué sabemos ahora de Franklin? Además de que era uno de los padres fundadores y todo eso.

—A los diecisiete años se escapó de Boston y del hermano despótico con el que trabajaba de aprendiz. Fue a Filadelfia, donde fundó una serie de imprentas y editoriales de gran éxito. Fundó la primera biblioteca pública y el primer cuerpo de bomberos. Trabajó con la Asamblea contra la familia Penn. Descubrió la electricidad. Fue el único hombre que firmó todos nuestros documentos fundacionales: la Declaración de Independencia, el tratado con Francia, el acuerdo con Gran Bretaña y la Constitución...

—No, no. Quiero decir, ¿qué aficiones tenía?

—¿Aficiones?

—Sí, aficiones.

—De joven fue un gran nadador. Un auténtico atleta. Aunque muchos creen que era calvo y gordo, con lentes bifocales... que también son un invento suyo, por cierto.

—¿Y de mayor?

—¿Aficiones? No sé. Le gustaba jugar a las cartas. Le gustaba hacer experimentos científicos. Y sin duda le gustaban las mujeres, incluso cuando estaba casado. Pero pasaba casi todo el tiempo trabajando. Antes de instalarse en Europa como embajador de las colonias, Franklin pasaba horas y horas en la Asamblea, escuchando las disputas de los cuáqueros con los terratenientes y sus gobernadores títeres. De hecho, se aburría tanto que se inventaba jueguecitos para entretenerse.

—¿Qué clase de juegos?

—Juegos matemáticos. Puzles. Ya sabe. Inventó unas cosas a las que llamaba cuadrados mágicos. Eran...

—¿Eran qué?

Koster se abalanzó sobre la libreta.

—Tres por tres —repitió—. Me había olvidado de los cuadrados mágicos. Yo también los hacía cuando era niño.

—¿Qué es un cuadrado mágico?

—Mire —dijo, mientras trazaba otro diagrama en la libreta. Primero dibujó dos líneas que iban en una dirección y después otras dos que iban en la dirección opuesta, creando de este modo nueve cajas dentro de un cuadrado más grande.

—Un día, para mantenerse despierto en la Asamblea, Franklin dibujo una caja como esta. La rellenó con una colección aleatoria de números. —Koster hizo lo mismo.

—Entonces Franklin se percató —prosiguió— de que los números de la primera fila sumaban quince. Y de que los números de la primera columna también sumaban quince. Así que se preguntó si podría diseñar un cuadrado en el que los números de todas las filas y todas las columnas sumaran quince, incluso en diagonal. «En todas las direcciones», como dice en la carta a madame Helvétius.

Koster borró los números de la caja que había dibujado y los sustituyó por otros nuevos.

—Al cabo de un rato descubrió la forma de hacerlo; el patrón. Lo llamó «cuadrado mágico». Mire.

Koster alzó la vista entusiasmado.

—El diario que me dio Nick. Las líneas estaban agrupadas en largas series de tres.

Sajan contorneó el escritorio y miró por encima del hombro de Koster, que percibió el perfume que se había puesto. Era mundano pero al mismo tiempo delicado, como un suspiro de jazmín a medianoche. Luego se desvaneció.

—Pero la carta de Franklin —repuso ella—, la que le mandó a madame Helvétius... Decía «las sumas de doce», no de quince.

—Ya lo sé —respondió Koster—, pero si se toma el doce como total, el patrón sigue siendo el mismo. La transposición de números es idéntica. Solo hay que empezar con el cero. «Del ocho al cero.» Mire. —Y dibujó un nuevo cuadrado.

—Si relacionamos los bloques de números con las letras del diario de Ben Franklin basándonos en la misma transposición las líneas deberían empezar a cobrar sentido. ¿Nick le mandó una copia?

—Dijo que le daba miedo hacer copias.

—¿Miedo? ¿Miedo de qué?

—¿Quién sabe? De la competencia, tal vez. De otros editores.

—Pues yo tengo el original —dijo Koster—. Voy a traerlo.

Volvió al dormitorio de invitados y sacó el diario de Franklin de la bolsa del ordenador, que estaba debajo de la cama. Una vez más la música, las luces y la temperatura fueron cambiando a medida que atravesaba la casa. Cambiaba hasta la longitud del pelo de la alfombra; las hebras de nailon se deslizaban bajo sus pies como gusanos sintéticos. Al salir de la habitación titubeó un instante en el umbral. Entonces, con un suspiro, se quitó el pequeño alfiler metálico de la chaqueta y lo arrojó encima de la cama.

Morgan Hill, California

Cuando Koster volvió al salón, Sajan estaba pidiéndole a Flora que les preparase una comida ligera. El ama de llaves se fue apresuradamente y Sajan tomó asiento delante del escritorio, esperando a que Koster la acompañara. Cuando este se aproximó, cuando vio la silueta de ella recortándose contra el panorama del valle, sintió un estremecimiento. Pero eso era absurdo, por supuesto. Era simple entusiasmo, se dijo, por haber descifrado la carta a madame Helvétius. Lo que lo estimulaba era el código masónico. Y nada más.

Depositó el diario en el escritorio y Sajan se inclinó para leerlo. Koster la observó mientras los ojos de ella escrutaban las líneas, mientras pasaba las páginas una detrás de otra. Estudió las yemas de sus dedos finos y morenos. Y percibió de nuevo el mismo perfume.

—En largas series de tres —exclamó ella—. Como usted dijo.

—Excepto esta referencia al evangelio de Judas. —Le mostró la página.

—No, espere. Empiece desde el principio. Use la transposición del cuadrado mágico.

Koster retrocedió hasta el frontispicio del volumen y estudió la primera página. Bloqueó mentalmente las nueve primeras letras y se puso a barajarlas. La que estaba arriba en el centro, donde empezaba la secuencia, la trasladó a la caja de abajo a la derecha. Trabajó de este modo durante un minuto, siguiendo la transposición definida y anotando la transcripción en una libreta. «I... H... A.» Cada vez que traducía una letra se entusiasmaba más. Estaban empezando a formar palabras. Y las palabras, frases. Se reclinó en el asiento y leyó lo que tenía.

—«Me han obligado a romper el mapa en tres partes y ocultarlas...» —Koster miró a Sajan, que estaba radiante.

—Funciona —dijo, inclinándose de repente para estamparle un beso en la mejilla.

Koster enrojeció y se echó hacia atrás.

—Yo... Gracias a usted, supongo. Es la que me ha recordado los cuadrados mágicos de Franklin.

Flora reapareció súbitamente con unos bocadillos.

—¿Quieren que ponga la mesa? —les preguntó.

—No, comeremos aquí —contestaron ambos al unísono. Después se miraron y se rieron. Flora dejó los bocadillos encima del escritorio.

Koster le dio un mordisco al bocadillo de beicon, lechuga y tomate (una de sus preferencias definidas de antemano) y se puso de nuevo manos a la obra. Tomó el siguiente bloque de nueve letras y le aplicó la misma transposición. Poco a poco afloraron las palabras. Trabajó de aquella forma durante horas, hasta media tarde. Eran casi las cinco cuando se levantó para estirarse.

—¿Qué es lo que tenemos hasta ahora? —le preguntó Sajan, que había aparecido de nuevo a su lado. Debía de haberse alejado un momento sin que Koster se diera cuenta.

—Es un poco retorcido, pero si no me equivoco Franklin está hablando del evangelio de Judas. Dicen que ayudará a «abrir una puerta» a una verdad trascendente. A veces se refiere a ella como «el corazón de la máquina de Dios». No estoy seguro. No está claro. Pero de lo que estoy seguro es de que un agente de un grupo llamado los caballeros de Malta asaltó su casa de Filadelfia.

—¡Los caballeros de Malta! ¿Está seguro?

—Eso es lo que dice. Se trata de una orden católica que se remonta a la época de las Cruzadas. En el siglo XII. Creo que ahora son una especie de organización de beneficencia. Ya sabe, dirigen hospitales, asilos para ciegos y esas cosas.

—Ya sé quiénes son —repuso Sajan—. Sirvieron como tropas de asalto de la Iglesia católica durante cientos de años. Eran soldados.

—Bueno, eso era antes.

Sajan no contestó. Luego le preguntó:

—¿Qué más dice?

—Revela que, según parece, Franklin creó algo que llamaba «mapa», pero que como temía que lo descubrieran los caballeros de Malta, a los que le habían echado encima la derecha religiosa de la época y la familia Penn, lo dividió en tres fragmentos y los escondió.

—¿Dónde?

—Según lo que he traducido hasta ahora, los escondites de los tres fragmentos son «mis tres hogares», en alguna parte de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, donde Franklin vivió durante su carrera. El diario no los identifica específicamente, pero dice cómo encontrar el primer fragmento del mapa.

—¿Cómo?

—Hay una referencia a Pierre-Charles L’Enfant, que era masón y diseñó el centro del Gobierno de Washington D. C. en 1791. Según el diario de Franklin, hay ciertos símbolos masones engastados en el plano de Washington D. C. que revelan la ubicación del primer fragmento del mapa.

—¿Y ese mapa, adónde conduce?

—Supongo que al escondite del evangelio de Judas. No está claro. Pero ¿qué otra cosa podría ser? Dice que los caballeros buscaban la copia del evangelio de Judas que estaba en manos de Franklin. Que andaban detrás de él. Debió de esconderlo en alguna parte y después dibujó el mapa. Y en ese punto es donde la cosa se pone realmente extraña. Si ya sabía dónde estaba el evangelio, ¿para qué necesitaba un mapa? Dice: «Para los que están dispuestos a seguir y difundir lo que hemos empezado Abraham de El Minya, Leonardo da Vinci y yo». Como si tuviera miedo de que le sucediera algo.

—¿Quién es Abraham de El Minya? —quiso saber Sajan—. ¿Y qué tiene que ver Leonardo da Vinci con todo esto?

—No tengo ni idea. Según Nick, en la versión del evangelio de Judas que tenía Franklin había una curiosa ilustración, que Nick denominó «esquema número uno». También dijo que los historiadores masónicos han documentado la presencia de otros dos esquemas similares: el esquema número dos, que supuestamente es obra de Leonardo da Vinci, y el número tres, obra del propio Franklin. Y todos están conectados de alguna forma.

—¿Qué son esos esquemas?

—Nick no lo sabía. Los llamó «curiosidades masónicas».

Sajan se inclinó sobre el escritorio y descolgó el teléfono. Después pulsó un código de tres dígitos y dijo:

—Ravindra, soy Savita. Necesitamos el Hawker de inmediato. Vamos a Washington D. C.

—¿Esta noche? —la interrumpió Koster.

—Podemos dormir en el avión. Es bastante confortable. No se preocupe, no ronco. La verdad, señor Koster, es que no puedo quedarme aquí sentada sabiendo lo que tenemos que buscar. ¿Y usted? —A continuación, se volvió de nuevo hacia el teléfono—. ¿Qué? ¿Ahora? Muy bien.

—¿Qué es lo que pasa?

—No lo sé. Ravindra viene hacia aquí.

Al cabo de unos minutos el pequeño piloto indio apareció en la puerta y entró en la sala con aire sumiso.

—No lo entiendo —dijo—. Señor Koster —añadió, haciendo un asentimiento.

—Capitán —contestó Koster.

—Acababa de pasar una inspección hace dos semanas —continuó el piloto, dirigiéndose a Sajan—. La aviónica estaba bien.

—Y estás seguro de que se trata de algo intencionado —dijo Sajan.

—Teniendo en cuenta los desperfectos, no creo que haya sido un accidente. Supongo que es posible. Pero muy improbable.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Koster.

Sajan se volvió hacia él, encogiéndose de hombros.

—Tendremos que ir en coche al aeropuerto mañana y tomar un avión de línea a Washington D. C.

—¿Qué le ha pasado a su avión?

—Nada serio. Una avería de la aviónica. Tampoco es tan catastrófico. Un simple retraso. —E inmediatamente sonrió, añadiendo—: Parece que se quedará a pasar la noche después de todo, señor Koster. Supongo que debería empezar a llamarle Joseph.

Los Ángeles

El arzobispo Damian Lacey estaba en una sala de conferencias, en el centro del complejo del Consejo Mundial de Iglesias de Los Ángeles. Mientas bebía una segunda taza de café malo, estudiaba el retrato de Thaddeus Rose colgado en la pared. El pastor Rose tenía un aire imponente, con una sonrisa amplia y generosa, brillantes ojos azules y una coronilla calva, bien formada y reluciente que el artista había representado con extraordinario aplomo. Estaba sentado en un banco de madera bajo, apoyándose en una pared de un tenue tono dorado, con un pequeño crucifijo de madera colgado a un lado. Llevaba una sencilla camisa blanca y pantalones holgados grises. Lacey bebió otro sorbo de café y suspiró. Rose parecía el entrenador de baloncesto de una universidad de renombre como Notre Dame o Loyola. A juzgar por su expresión, se habría dicho que conocía la respuesta a la pregunta que empezaba a formarse en sus labios. No tenía precio. No le extrañaba que de la nada la voz de El Corazón de la Familia se hubiera convertido en el líder evangelista más poderoso de Norteamérica.

El arzobispo consultó su reloj. Eran casi las tres en punto. La cita con Thaddeus Rose estaba prevista para las dos. Lacey había volado desde Roma haciendo escala en Nueva York y aquel presentador de tertulias protestante ni siquiera se molestaba en recibirlo puntualmente. Pero el viaje era necesario, decidió. No era momento para antiguas rencillas.

Contempló de nuevo el retrato. Lacey había sabido de la existencia de Thaddeus Rose a mediados de los años setenta, cuando aquel predicador de Arizona había dado el salto a las ondas con un programa de radio llamado El corazón de la familia. Se anunciaba como un simple programa de llamadas en el que se impartían consejos caseros de orientación bíblica sobre cuestiones familiares. Los colaboradores contestaban a las cartas y las llamadas telefónicas de los oyentes sobre un amplio abanico de cuestiones, desde maridos infieles hasta jóvenes colocados. Recibía más de diez mil cartas al mes; un comienzo impresionante. Lo más curioso de todo era que Thaddeus solo hablaba de política en contadas ocasiones. Y aquello era precisamente lo que daba peso a sus diatribas políticas. Interrumpía la programación acostumbrada, los programas sobre la angustia o el embarazo en la adolescencia, para hacer comentarios sobre medidas legislativas extraordinarias a las que sencillamente debía referirse, y como aquellos desbarres eran tan infrecuentes, de algún modo resultaban más creíbles. En poco tiempo las cartas sobrepasaron la cifra de los tres millones.

En 1983 había fundado el Consejo de Investigación de El corazón de la Familia, un grupo de presión con sede en Washington que fue dando palos de ciego hasta que seis años después Barry Glazier se unió a la organización y le imprimió un tremendo impulso, poniendo en práctica las mismas habilidades que había perfeccionado a las órdenes de Reagan. Cuando la abandonó para presentarse a las elecciones presidenciales en el año 2000 el presupuesto del Consejo se había inflado hasta los diez millones, ocupando el lugar de la Coalición Cristiana como el grupo de interés especial de la derecha cristiana más destacado de Norteamérica. Y aquello no había sido más que el principio.

En lo referente a los políticos, Thaddeus Rose aplicaba una estrategia de todo o nada. En lugar de apoyar a varios candidatos, como Ralph Reed de la Coalición Cristiana, Rose seleccionaba un blanco como si fuera un misil. Había aprendido la lección de la caída en desgracia de Reed después de haber mostrado su apoyo al moderado Dole. Rose se situó en el extremo opuesto. Anunció que Reed no había sido efectivo en cuestiones tan fundamentales como el aborto y amenazó con abandonar el partido republicano a menos que los candidatos que este designara siguieran la senda evangelista.

Poco después, Rose fundó una serie de organizaciones estatales llamadas Consejos de Política de El Corazón de la Familia, que se afanaban en la elección de los candidatos republicanos, entre los que se contaba el presidente Alder. Finalmente habían ganado Ohio por apenas doscientos mil votos. Votos evangelistas. Habían llevado a Alder a lo más alto. El Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia invirtió más de dos millones de dólares en aquellas elecciones, asegurándose de este modo en las urnas la enmienda a la Constitución contra el matrimonio homosexual. Rose llamaba al matrimonio homosexual «el día D».

El Consejo de Política Nacional se celebró en Fénix en 1998 y en D. C. al cabo de unos meses. El grupo designó equipos de defensa de los valores en el seno del congreso con el propósito de impulsar cuestiones fundamentales para los evangelistas. Pero ahora que se avecinaban otras elecciones presidenciales el Consejo estaba fracturado. La mayoría opinaba que los candidatos republicanos más destacados no defendían sus intereses lo suficiente. Algunos proponían que cerrasen filas alrededor de Michael Huckabee, un antiguo gobernador conservador, mientras que otros se preguntaban si realmente tenía posibilidades. Algunos respaldaban a Mitt Romney, aunque era mormón y antaño había sido un liberal social. Si elegían a Rudy Giuliani o a John McCain los evangelistas no ganarían. Era un momento delicado, incierto y caprichoso. En 2006, un veinticinco por ciento del electorado había sido evangelista, pero ahora los demócratas habían conseguido librarse de muchos de ellos. Había sido ese maldito voto de valores contra los republicanos tras los sórdidos casos de corrupción, los escándalos de Mark Foley y Tom DeLay.

Si los republicanos querían instalarse de nuevo en la Casa Blanca necesitaban desesperadamente el voto evangelista. Pero este estaba hecho jirones, desarticulado a causa de las disputas internas. Rose era el único que podía reconciliarlo. Rose, que contaba con una base de datos de millones de oyentes leales, con sus Consejos de Política de El Corazón de la Familia, era el único que podía impedir que se diera un atrevido giro a la izquierda. Lo último que necesitaban ahora era una distracción sísmica, algo que fragmentase aún más a la comunidad cristiana.

La puerta del despacho se abrió bruscamente y un hombre robusto con el cabello rubio y ralo entró en tromba en la sala. Era Michael Rose, el hijo y lugarteniente de Thaddeus, que se dirigió al arzobispo a grandes pasos.

—Excelencia —exclamó—. Es un placer conocerlo al fin. ¿Ha tenido buen viaje?

Se estrecharon la mano.

—Sin incidencias —contestó Lacey—. ¿Su padre está...?

—Mi padre está fuera de la ciudad. En un retiro. Me temo que no volverá hasta dentro de unos días. Pero cuando recibimos su mensaje me autorizó a tomar decisiones mientras estaba ausente. Esta es una ocasión histórica, excelencia. Nuestras dos Iglesias reuniéndose de esta forma. Podría decirse que esto es un pequeño Camp David.

—Así es. No se ofenda, pastor Rose, pero las cosas que tengo que discutir con su padre son de una naturaleza extremadamente delicada.

Michael miró al arzobispo desde arriba, sonrió débilmente y se rascó la cara.

—Qué interesante —dijo al fin, con tono glacial— que esté persiguiendo al mismo hombre que antaño fue decisivo en la caída del arzobispo Grabowski.

Lacey dio un paso atrás.

—¿Cómo dice?

—Trabaja para el banco del Vaticano, ¿verdad? Y ese Joseph Koster fue personalmente responsable de la desgracia política de su antiguo jefe, Grabowski. Algunos lo considerarían un conflicto de intereses o en el mejor de los casos una... distracción personal.

Lacey sonrió. Quizá Michael Rose fuera un maniaco estrafalario, reflexionó el arzobispo, pero no era tonto.

—Mis sentimientos personales son irrelevantes —replicó con tono sereno—. Estoy absolutamente cualificado para representar a mi Iglesia en este asunto.

—Y yo también —contestó Michael con firmeza. Luego sonrió—. Sugiero que no dejemos que nada se interponga en el trazado de una estrategia uniforme por el bien de nuestras dos Iglesias. Cuando recibimos su mensaje sobre el evangelio de Judas supe al instante que era de la mayor importancia, algo de lo que debía encargarme personalmente. Debemos encontrar el evangelio de Judas. Y detener a Koster y a Robinson. La alegación de que Judas fuera asesinado es más que preocupante, pues ¿quiénes serían los principales sospechosos, sino los propios apóstoles? Pero la idea de que Cristo manipulase a Judas para que este lo traicionara es más que incendiaria. Sembraría dudas sobre la legitimidad de los evangelios sinópticos y sobre la propia Biblia.

—Me alegro de que estemos en sintonía —dijo Lacey— en cuanto a la trascendencia del evangelio. Le aseguro, pastor Rose, que si fracasamos las Iglesias católica y protestante, de hecho, el propio cristianismo y todo lo que este representa, sufrirán un daño irreparable. Puede que sean derrotadas por confesiones extranjeras.

—O algo peor —apostilló Michael—. Por algún nuevo híbrido gnóstico, alguna blasfemia. —Sin más, sacó una fotografía de la chaqueta de espiguilla y se la dio a Lacey—. ¿Sabe quién es?

Habían tomado aquella fotografía en una ocasión de gala, pues la mujer que aparecía en ella llevaba un vestido de noche escarlata, brazaletes indios de oro y una larga sarta de relucientes perlas.

—Sí, claro —contestó Lacey—. Savita Sajan.

—La Babilonia Misteriosa. El capítulo diecisiete del Apocalipsis lo dice bien claro: «Engalanada con perlas y escarlata, con adornos de oro». Es posible que el descubrimiento y la publicación de este evangelio anuncien una nueva clase de cristianismo, un cristianismo gnóstico, basado en la gnosis, el autoconocimiento. Una nueva religión mundial.

—¿No lo dirá en serio? —exclamó Lacey—. No es más que una fotografía. Podría haberse puesto cualquier cosa para la ocasión.

—En efecto, pero lo no hizo. ¿Acaso le parece una coincidencia que esté trabajando con Koster y Robinson?

El arzobispo aspiró una honda bocanada de aire. Debía ser cauteloso para no comprometerse en discusiones sobre dogmas y diferencias ecuménicas. Había demasiado en juego.

—Aunque estoy completamente de acuerdo en que tenemos que unificar nuestros esfuerzos, pastor Rose, yo no me tomo la Biblia tan al pie de la letra. Hace tiempo la Iglesia católica creía que Lucas, Mateo y el resto de los apóstoles eran los auténticos autores de los evangelios del Nuevo Testamento. Pero en 1964 la Comisión Bíblica Pontificia definió oficialmente tres estadios básicos a través de los cuales hemos recibido las enseñanzas de Jesús. El primero lo representan las obras y las palabras textuales de Cristo. El segundo es el de la Iglesia apostólica, en el que los apóstoles dieron testimonio de la visión de Cristo. Y los evangelistas dejaron constancia del tercero «de una forma adecuada para el objetivo específico que se había marcado cada uno de ellos». Esas son las palabras exactas que empleó la Comisión y que implican que la «verdad evangélica» no reside en una interpretación tan ingenua y literal de la Biblia.

—¡Ingenua! —farfulló Michael.

—Lo que quiero decir —continuó apresuradamente Lacey— es que los evangelios sinópticos fueron escritos «bajo la influencia» de Lucas y Mateo en algún momento de los cien primeros años después de la crucifixión de Cristo. Lo sabemos gracias a pruebas físicas como la datación de carbono y una técnica de análisis denominada «crítica de la forma», que estudia los temas y las formas literarias de los manuscritos primitivos. Uno de esos temas o gattung consiste en el uso de los proverbios. Las logoi gattung, por ejemplo, son extremadamente primitivas y se remontan a las logoi sophon de los judíos. Mucho antes de que nadie escribiera nada, diversos bloques de estos proverbios se transmitieron de generación en generación. Finalmente se pusieron en un marco narrativo, como las Bienaventuranzas en el contexto del sermón de la Montaña y la Llanura. Lo que tenemos en los evangelios sinópticos no es una tradición del primer estadio ni del segundo, sino del tercero: las obras y las palabras de Cristo, sí... pero teñidas por la experiencia pascual de la Iglesia primitiva y preservadas por la gracia del espíritu santo después de varias décadas de apostolado.

—Las trompetas están sonando, excelencia, aunque usted no las oiga.

Lacey torció el gesto. Qué desagradable era colaborar con ese sapo evangelista. Michael Rose tenía pinta de yonqui, con aquella forma de rascarse la cara, sus maneras estrafalarias y sus tics nerviosos. Lacey pensó en la hermana María y la chusma que esta había reclutado en Estados Unidos, los mercenarios cubanos que había puesto a su servicio en Florida Santiago Fernández, el primer senador cubano de Estados Unidos, que era un miembro de los caballeros. ¿A qué se veía obligada a recurrir la organización? Los caballeros habían protegido a la Iglesia desde hacía incontables generaciones como tropas de asalto de la reacción católica. Primero en las guerras contra los sarracenos, después contra los herejes protestantes y el imperio del mal de la Unión Soviética. Y ahora de nuevo contra el islam.

—No discutamos —dijo Lacey—. La referencia del diario de Franklin está escrita en hebreo misnaico. Si el evangelio de Judas es tan antiguo como parece, puede que sea el conjunto de logoi más antiguo que jamás se haya descubierto. Piénselo, pastor Rose. Las mismísimas palabras de Cristo. ¡Piense en lo que significaría que hubiera una colección históricamente válida de sus declaraciones! Y luego piense en lo que sucedería si resultara que esas declaraciones son gnósticas. ¿Se imagina los titulares? «¡Se descubre que Cristo era un hereje!» Sería la anarquía, el caos. El Nuevo Testamento ya no se consideraría la palabra de Dios, sino un conjunto de verdades entre muchas. ¿Quién podría hacerle más daño al cristianismo que el propio Jesús? Debemos impedirlo. Fragmentaría la base de su público y sumiría en el caos a la derecha cristiana. Haría que se reagruparan nuestros enemigos de Oriente y se envalentonaran los extremistas islámicos. Nos guste o no, a los dos nos interesa descubrir el evangelio de Judas, aunque solo sea para que no se publique prematuramente, antes de que los expertos puedan... estudiarlo.

—Creo que puedo encargarme del algodón de azúcar. Usted ocúpese de la tarta. Francamente, me sorprende que se haya molestado en pedirnos ayuda —dijo Michael. Y a continuación añadió—: Pero, teniendo en cuenta la mala salud del papa y sus débiles contactos en Washington, supongo que tiene sentido. En este momento no puede permitirse otro escándalo, ¿verdad? Ahora que su candidato está perdiendo fuelle. Necesita la cobertura aérea que solo podemos ofrecerle nosotros mientras los suyos buscan el evangelio. Nos necesita, arzobispo.

—Nos necesitamos mutuamente, pastor Rose. Cristo nos necesita. —Lacey hizo una pausa. ¿Debía hablarle de Turing y Boole, de los esquemas de El Minya y Da Vinci? ¿Debía decirle lo que estaba en juego realmente? No, decidió. ¿Por qué iba a enseñar sus cartas cuando tal vez no fuera necesario hacerlo?—. Tenemos más afinidades que diferencias —prosiguió el arzobispo. Le puso una mano en el hombro y la retiró de inmediato. Había algo... algo frío y viperino en Michael Rose. No, algo vacuo, vacío. Le recordó a la hermana María. Ambos daban la impresión de emanar la misma sensación de vacío—. Nuestros intereses están inexorablemente entrelazados —continuó a trompicones—. Sugiero que unamos nuestros recursos. No está claro lo que sabe Robinson. Pero ya he tomado medidas para recuperar el evangelio.

—Sus infernales agentes de Malta, supongo.

—Por todos los medios necesarios. —El arzobispo consultó su reloj—. En realidad —continuó—, puede que ya se haya solucionado una parte de nuestro problema.

Morgan Hill, California

Koster no podía hacer otra cosa que observar mientras el hombre corpulento se acercaba a Mariane y le arrebataba la pistola de la mano.

—Tonta —masculló al tiempo que la golpeaba. En la mejilla. Con la culata de la pistola. Ella se desplomó al suelo—. Así es como se hacen las cosas —añadió. La alzó tirándole del pelo. Le apresó la cabeza en una especie de abrazo repugnante, le puso el cañón en la sien y el disparo resonó como un trueno.

Por un momento le pareció que Mariane se mantenía en pie. Luego se le deshicieron las cuerdas de las piernas y se vino abajo, desplomándose como una marioneta y revelando un floreciente orificio en la cabeza, con un borde recién tallado de tiernos pétalos rosas de cerebro. Mientras ella rodaba hacia el otro lado Koster le vio la cara, pero sus facciones resultaban borrosas, imprecisas.

Koster se hincó en el suelo de rodillas. Le levantó la cabeza y le apartó frenéticamente el cabello de la cara y al hacerlo se dio cuenta por primera vez... de que no era Mariane. Le limpió la sangre de la piel con los dedos, descubriendo los rasgos que había debajo. La nariz delicada. La curva de los labios. La mirada vacua y nublada de unos ojos almendrados. La mujer que tenía el agujero en la cabeza era Savita Sajan.

Koster despertó.

Estuvo petrificado durante largo rato, aunque trató de moverse. Habían vuelto a asaltarlo los terrores nocturnos. Koster trataba de no resistirse a ellos. De hecho, se aferraba al miedo tal como un náufrago se aferra a la borda de un bote salvavidas. Al final era lo único que le quedaba. La culpa era el único camino que desembocaba en sus recuerdos. Pero en aquella ocasión el sueño había sido distinto. La que estaba sosteniendo entre sus brazos no era Mariane, sino Savita Sajan.

Koster respiraba fuerte y acompasadamente, estremeciéndose. Entonces fue cuando sintió la presencia de otra persona en la habitación. Alzó la vista. Había una figura en la puerta.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Sajan. Llevaba un camisón de satén blanco debajo de una ligera bata dorada y se había recogido el pelo en un moño. Se reclinó contra el marco de la puerta, tirándose distraídamente del cinturón que le rodeaba la cintura.

Koster, aturdido, se incorporó en la cama. Por un momento había olvidado completamente dónde estaba.

—Estoy bien —contestó. Pero no lo estaba. En cuanto aquellas palabras salieron de sus labios, sintió que el recuerdo del sueño empezaba a desvanecerse y sumirse en la nada, como una moneda en un pozo de los deseos.

—He oído gritos —repuso ella—. ¿Ha sido una pesadilla?

—Supongo que sí. —Fue lo único que pudo decir.

Sajan terminó de atarse el cinturón. Tenía tenues círculos debajo de los ojos. Parecía pequeña y un tanto indefensa con aquella bata de color azafrán pálido.

—De todas formas, ya es hora de levantarse —dijo, encogiéndose de hombros—. El vuelo es a las diez. Tienes una hora para prepararte antes de que Sam nos lleve a San Francisco. —Empezaba a marcharse cuando se dio la vuelta y añadió—: Flora está preparando el desayuno, así que te sugiero que al menos finjas que tienes hambre.

Koster se dio una ducha, se afeitó y se puso unos Levi’s negros, una camisa blanca y la americana. A continuación hizo la maleta apresuradamente, dejando para el final el diario de Franklin, que embaló con un envoltorio acolchado y volvió a introducir en la bolsa del ordenador.

Se reunió con Sajan para desayunar en un rincón del comedor contiguo a la cocina. La arrolladora Flora les sirvió huevos fritos con chorizo, así como tortillas caseras, alubias pintas y arroz blanco, asegurándoles que una comida tan abundante era absolutamente necesaria antes de un viaje. Sobre todo si era en avión.

—Ay, Dios mío9 —se lamentó, poniendo los ojos en blanco. Estaba claro que le desagradaba la idea de volar.

Samuel, el chófer, un haitiano negro, alto y desgarbado, metió el equipaje en la limusina y se fueron entre una nube de humo blanco, recorriendo el largo sendero entre los árboles. Al principio, a Koster le costó relajarse. Sajan le relató la historia del valle y él trataba de prestarle atención, aunque sus pensamientos no cesaban de volver a la pesadilla. Había tenido sueños similares desde hacía al menos quince años, pero habían pasado semanas, quizá meses desde el último. Koster contempló los viñedos y los huertos, tratando de sobreponerse a la sensación ominosa que parecía aflorar de alguna parte de sí mismo. Contó las viñas mientras pasaban, tratando de calcular el número de uvas por hectárea cuadrada, en un intento de calmarse.

Mientras se dirigían al norte, Sajan reanudó el interrogatorio acerca del diario. ¿Por qué había buscado Franklin el evangelio de Judas? ¿Por qué era tan importante para él? Sajan siempre había creído que a Franklin no le interesaba la religión organizada; era deísta, pero no frecuentaba la iglesia. Quería saber entonces por qué se había tomado tantas molestias para ocultarlo y trazar un mapa.

Koster hizo lo posible por contestarle.

—No lo sé —admitió—. El diario no aclara ese punto. Y todavía no lo he terminado de traducir. —Reparó en un minibar instalado en el asiento de atrás de la limusina y se sirvió una soda—. ¿Quieres una? —le preguntó.

—No, gracias. Pero sírvete —contestó ella.

Koster se sirvió un ginger-ale en una copa de balón.

—Habla mucho de su hijo Franky —dijo mientras añadía un poco de hielo—. Murió de viruela cuando era niño. Era casi como si Franklin creyera que si encontraba el evangelio lo recuperaría. Parece que por algún motivo se sentía culpable por la muerte del chico. Como si hubiera sido el responsable.

—A lo mejor usaba el evangelio de Judas como instrumento para mantener a raya a sus enemigos religiosos y políticos. Has dicho que menciona al padre de la Iglesia, Andrews.

—Y a Tom Penn. Sí, es cierto. La antipatía que les profesaba a los terratenientes está bien documentada. Fue varias veces a Inglaterra, donde trató activamente de que Pensilvania se convirtiera en una colonia real. Y los Penn se valieron de su considerable influencia para aislarlo políticamente. El Consejo Privado no hizo nada para cambiar la Carta ni para arrebatarles sus posesiones a los terratenientes. Más adelante, cuando los británicos aplicaron la Ley del Timbre, los colonos escogieron a Franklin para que hiciera un alegato ante el Parlamento con el fin de rechazarla. En una sola tarde se convirtió en el portavoz más poderoso de la causa norteamericana. Gracias a ese testimonio derogaron aquella ley, aunque para entonces ya era demasiado tarde. Los colonos recordaban el destino del general Braddock después de que los británicos le encomendaran que los defendiera de los indios y los franceses. Sufrió una derrota aplastante y el joven coronel George Washington perdió dos caballos cuando le atravesaron la ropa con cuatro balas mientras escapaba en el último minuto. —Koster se reclinó en el confortable asiento de piel—. Nuestro mundo sería muy diferente si en lugar de moverse hacia la izquierda se hubiera movido a la derecha. —Bebió otro sorbo de soda.

—Sabes mucho de historia americana —comentó Sajan.

Koster se encogió de hombros.

—He estado estudiando desde que Nick me enseñó el diario. Y Franklin era uno de mis héroes de la infancia. Sus experimentos científicos. La insaciable curiosidad de su mente. Si queremos descifrar el diario de Franklin tendremos que comprender lo que le estaba pasando en el momento de escribirlo.

Sajan sonrió. Iba a decir algo pero comenzó a reír.

—¿Qué pasa? —quiso saber Koster—. ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

—Es que... no sé. Normalmente soy yo la que habla por los codos. —Le tocó el dorso de la mano con la suya—. Es refrescante, eso es todo. En general, todo el mundo cree que la empollona soy yo.

—¿Me estás llamando empollón? ¿Una ingeniera en electricidad graduada en Columbia y Princeton?

—Soy mañosa, eso es todo.

—Pues para ser mañosa has fundado una de las empresas fabricantes de chips más prósperas del mundo.

—Tengo algunos socios que son muy astutos. En fin, lo que me estabas contando. Después de la derrota de Braddock...

—El caso —dijo Koster, tratando de retomar el hilo— es que después de la derrota de Braddock los colonos comprendieron que no podían confiar en que la corona los protegiera. Pero Franklin seguía creyendo que era posible suscribir un compromiso con Gran Bretaña si lograba arrebatarles la colonia a los Penn. Hubo muchos que no fueron tan indulgentes. La Ley del Timbre desencadenó un dramático cambio en el paisaje de la colonia a medida que saltó a la palestra una nueva generación de líderes. El joven Patrick Henry se levantó en el Congreso de los Diputados de Virginia y condenó los impuestos sin representación. Enseguida encontró un aliado en Jefferson. En Boston, los Hijos de la Libertad asaltaron la casa del recaudador de impuestos de Massachusetts; hombres como John Hancock y Sam Adams, que poco después participaron en el motín del Té. Los casacas rojas los arrestaron la noche del 18 de abril de 1775, justificando la famosa cabalgada de Paul Revere a través de las calles. Cuando los casacas rojas llegaron a Lexington había setenta milicianos americanos esperándolos. Hubo ocho muertos en apenas unos minutos. Por supuesto, hubo más de doscientos cincuenta muertos y heridos durante la jornada de retirada hacia Boston.

—No vuelvas a andarte por las ramas, Joseph. ¿Dónde estaba Franklin mientras tanto?

—Con sangre en las calles, era casi inevitable que estallara una revolución —continuó Koster—. Franklin volvió de Europa y se convirtió en miembro del Congreso. Se instaló en una casa en la calle Market, donde Deborah había vivido sola durante una década. Su hija Sally se encargaba de las labores de la casa. Lo nombraron director general de Correos de Norteamérica y presidente del Comité de Defensa de Pensilvania. De hecho, cuando el Congreso ordenó que depusieran a todos los Gobiernos reales de las colonias, Franklin apoyó la moción, pese a que William, su hijo bastardo, era el gobernador de Nueva Jersey y fue arrestado por efecto de aquella resolución. Hasta lo nombraron miembro del comité encargado de elaborar un documento que explicara la decisión de los colonos de independizarse de Gran Bretaña.

—¿La Declaración de Independencia? —dijo Sajan.

Koster asintió.

—Thomas Jefferson era el presidente del comité. Redactó el primer borrador él solo en una habitación del segundo piso de una casita de la calle Market, a una manzana de distancia de la casa del propio Franklin. Pero este sugirió algunas enmiendas bastante reveladoras.

—¿Como cuáles? —quiso saber Sajan.

—En el famoso preámbulo, Jefferson había escrito: «Afirmamos que las siguientes verdades son sagradas e indiscutibles». Franklin lo cambió por: «Afirmamos que las siguientes verdades son evidentes». Aunque Jefferson era partidario de pensadores como John Locke, la mente matemática de Franklin lo llevó al determinismo científico de Newton y su amigo David Hume. Para Hume, el gran filósofo escocés, había una diferencia entre las llamadas verdades sintéticas, que describían cuestiones de hecho, como que tú eres más joven que yo y que esta es la carretera de San José, y las verdades analíticas, que son evidentes para la razón, como que los ángulos de un triángulo suman ciento ochenta grados. El uso de la palabra «sagradas» por parte de Jefferson implicaba que la igualdad de los hombres era una afirmación religiosa, atribuida a alguna deidad...

—Mientras que la expresión de Franklin la convirtió en una cuestión de pensamiento racional —intervino Sajan.

—Exacto. Franklin llevaba el sello de la Ilustración, el concepto de que los hombres no estaban condenados a llevar una vida definida de antemano por su clase o su linaje. Se oponía al sistema feudal europeo. Considerando sus humildes orígenes, no tiene nada de extraño que abrazara los valores de las llamadas clases medias. Las restricciones del pecado original... el sometimiento en función del rango hereditario... todos los representantes de los poderes tradicionales, desde los líderes de la Iglesia hasta los terratenientes, eran anatema para él. Es comprensible que se hiciera masón.

—¿Por qué lo dices?

—Porque la masonería es una meritocracia. Cuando ingresa en ella, cualquiera que se aplique lo suficiente puede ascender en el escalafón. Los miembros proceden de todo el mundo, son de todos los credos y colores. Según la condesa de Rochambaud, lo único que comparten todos los masones es la creencia fundamental en un dios; son deístas, igual que Franklin, pero no les importa demasiado el nombre que este reciba. Los budistas pueden ser masones. Y también los musulmanes. En algunas logias se usa tanto el Corán como la Biblia. Pero muchos masones abrigan simpatías especiales hacia los gnósticos, no solo porque comparten la misma herencia, sino porque tienen puntos de vista afines. Los gnósticos no creían en los sistemas jerárquicos. La experiencia religiosa no necesitaba de la aprobación ni de los diáconos ni los sacerdotes, cardenales o papas. Era una búsqueda interior, del mismo modo que los valores de la Ilustración se basaban en los merecimientos de los individuos, como la suerte, la valentía, la virtud, las habilidades y la inteligencia, y no solo en el linaje familiar.

Era una búsqueda interior, se repitió Koster para sus adentros. Nada estaba predefinido ni determinado. Bebió otro sorbo de soda. A continuación añadió:

—Irónicamente, el diario de Franklin apenas se refiere a los acontecimientos históricos en los que intervino. En los pasajes que he traducido hasta el momento se concentra más bien en sus experimentos científicos, y no deja de referirse una y otra vez al misterioso esquema de El Minya, presumiblemente tomado del evangelio de Judas, y al que dibujó Da Vinci. Hasta habla de uno que creó él mismo. Pero qué fue lo que creó exactamente, y por qué, no...

Entonces, cuando estaba acabando la frase, Koster reparó en la furgoneta negra que se acercaba y viraba hacia ellos. Apenas tuvo tiempo para reaccionar cuando se dio cuenta de que no tenía intención de detenerse. Chocaron y la limusina se estremeció. El contenido de la copa de Koster se le derramó en el pecho. Empezaba a decir algo cuando la furgoneta volvió a embestirlos.

Morgan Hill, California

Sam pisó el freno a fondo. La copa salió disparada de la mano de Koster, dando vueltas hacia la partición de plexiglás que separaba al chófer de la sección de los pasajeros, como si fuera a cámara lenta, y se hizo añicos cuando la furgoneta arremetió de nuevo. El coche perdió el control. Samuel dio un volantazo y la limusina patinó. La parte trasera del vehículo se estrelló contra los guardarraíles y el coche salió despedido de nuevo hacia la autopista.

Koster chocó contra Sajan. Los cinturones de ambos se enredaron mientras la limusina rugía. Estaban fuera de control. El coche empezó de nuevo a dar vueltas y la autopista, los campos, las distantes colinas y los demás coches desfilaron vertiginosamente ante ellos. Koster sujetó inconscientemente del pecho a Sajan, tratando de que no saliera despedida hacia delante.

La limusina siguió girando, estrellándose de nuevo contra los guardarraíles. Resonó el terrible sonido del metal al desgarrarse mientras saltaban chispas delante de la ventanilla, seguido de un estallido cuando se inflaron los airbags. Sajan gritó. Koster también. Se quedó sin aliento cuando lo envolvieron los airbags. Los guardarraíles se abrieron y la limusina dio la impresión de quedarse un instante suspendida en el aire antes de precipitarse fuera de la autopista, descendiendo en picado por el terraplén.

Se estrellaron contra el suelo con una escalofriante sacudida. La limusina se precipitó hacia delante, surcando la tierra y los desechos con el morro al abalanzarse colina abajo. Derribaron una cerca de alambre de espino y después otra. El coche siguió adelante.

Koster vislumbró brevemente a Sajan cuando los airbags empezaron a desinflarse. Parecía extrañamente serena, con una especie de media sonrisa en los labios. El coche se topó con un bache en el terreno y botó, abriéndose paso a través de una acequia de aguas residuales, y siguió rápidamente hacia delante. Había un camión que transportaba verduras traqueteando delante de ellos en una carretera secundaria, completamente ajeno a los acontecimientos. Y un monovolumen que se estaba incorporando desde el otro lado.

La limusina frenó y Koster y Sajan se vieron empujados hacia delante, a pesar de la opresión de los airbags. Koster oyó que se le desgarraba algo en el hombro. La limusina rebasó como una exhalación la línea del carril de incorporación, a escasos centímetros del monovolumen, y patinó cuando el camión la rozó con la punta del parachoques. Después se enderezó milagrosamente y disminuyó la velocidad. El camión y el monovolumen se detuvieron en el arcén del carril de incorporación cuando la limusina se detuvo al fin con una sacudida. Los conductores se apearon, vociferando.

Koster miró a Sajan.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella no contestó. Estaba intentando zafarse del airbag.

En ese preciso momento, Sam abrió la puerta. Tenía una herida ensangrentada en la frente, encima del ojo derecho, pero por lo demás parecía ileso.

—Señorita Sajan —dijo, ayudándola a salir—. ¿Está herida?

Sajan se bajó del coche. El conductor del camión de verduras fue corriendo hacia ellos a través del arcén del carril de incorporación. Parecía aterrorizado, lo que extrañó a Koster. Sentía que el corazón le martilleaba en el pecho. Pero por extraño que pareciera ya no estaba asustado. Al contrario, se sentía completamente sosegado, aunque reconocía que se encontraba aturdido. Debe de ser la adrenalina, pensó. Habían escapado con vida por los pelos, pero se sentía como si acabara de bajarse de una atracción de feria.

El camionero se acercó a ellos, resoplando y jadeando. Era achaparrado y calvo y llevaba un impermeable azul claro y pantalones vaqueros.

—Lo he visto todo —farfulló entrecortadamente—. Salió de Bailey, yo la vi. La furgoneta negra. Subió por la rampa. Cuando estaban cerca del complejo deportivo del condado. Se puso a adelantarlos. Entonces viró de repente. Por las buenas. No lo entiendo. Les ha dado de lleno. ¿Se le habría pinchado una rueda o algo así? Me parece que ni siquiera ha frenado.

—Solo ha sido un accidente de coche —le aseguró Sajan. Su rostro era imperturbable, una roca inexpresiva. Luego sonrió—. Vamos a perder el vuelo. ¿Podría llevarnos al aeropuerto?

—¿Seguro que estás bien? —le preguntó Koster.

Sajan examinó la frente de Sam. La piel no se había desgarrado, aunque parecía quemada a causa de los gases calientes que inflaban los airbags.

—Ese tío debía de estar chiflado —insistió el camionero.

—Si es que era un tío —repuso Samuel.

Sajan retrocedió un paso.

—¿Qué significa eso? —le preguntó.

—Probablemente pensará que estoy loco —contestó él—, pero la persona que estaba al volante de la furgoneta... —Se volvió hacia la autopista—. Habría jurado que parecía una monja.

Washington, D. C.

Al caer la noche, Koster y Sajan llegaron a Washington D. C., donde los recibió el chófer de un sedán con el que recorrieron la ribera del Potomac y cruzaron el río hasta Georgetown. Sajan había hecho una reserva en el hotel Cuatro Estaciones de la avenida de Pensilvania. Se registraron y Koster pidió un mapa de la ciudad, que el conserje le entregó con una sonrisa pletórica. El nombre de Sajan debía de haber accionado algún resorte en la base de datos.

La suite júnior de Koster tenía una impresionante vista de Georgetown, con sus bloques de piedra arenisca y sus casas de ladrillo cuadradas. Aquel tapiz de piedra, salpicado de patios con jardines, le recordaba a Greenwich Village. La espaciosa suite era sin duda más lujosa de lo que estaba acostumbrado, pero como Robinson estaba pagando las facturas, Koster no se había opuesto a ella. Después de la experiencia de aquella mañana en California estaba deseando echarse en la cama.

Cuando acabó de deshacer la maleta oyó que llamaban a la puerta. Era Sajan. Se había puesto unos pantalones negros y un jersey de cuello alto de color gris marengo.

—Cuidado con los indios que traigan... —le advirtió, levantando la botella de vino que llevaba en la mano. Después entró en la habitación—. A lo mejor prefieres enfriarlo un poco —añadió, dejándose caer en el sofá y poniendo los pies encima de la mesita de café—. Es un rioja traicionero.

Koster se dirigió a la barra del rincón.

—¿Qué tal es tu habitación? —le preguntó.

—Es igual que la tuya. Son idénticas. Escucha —dijo—, estoy hecha polvo después de lo de esta mañana y un vuelo tan largo. ¿Por qué no comemos algo ligero en tu suite mientras trabajamos? ¿Una ensalada o algo así?

Koster asintió. Llamó al servicio de habitaciones y pidieron alcachofas frías con salsa de alcaparras y limón y una ensalada césar para dos. Ante el agrado de Koster, Sajan les sugirió que añadieran anchoas.

Koster observó a Sajan mientras esta forcejeaba con una cubitera para el vino. Se había quitado los sencillos zapatos planos negros que llevaba y estaba sentada con las piernas cruzadas debajo del cuerpo. Parecía inquieta y cansada; aunque seguía sonriendo, la sonrisa parecía ficticia y forzada. Una sonrisa de fotografía.

—¿Has dormido algo en el avión? —le preguntó ella—. ¿Cómo tienes el hombro?

Koster fue al dormitorio para coger el diario de Franklin.

—No he podido dormir —contestó a través de la puerta—. Estaba demasiado tenso. Pero ya tengo el hombro mejor, gracias —añadió mientras volvía a la habitación.

—Siento haberme quedado dormida —se disculpó ella—. Siempre me pasa lo mismo. En cuanto el avión despega me quedo tiesa. Debe de ser por el zumbido de los motores.

—Me sorprende que quisieras volar a pesar de todo. —Koster depositó el diario y el mapa de la ciudad encima de la mesita de café.

Sajan meneó la cabeza.

—Tenía que hacerlo —dijo.

—¿Que tenías que hacerlo? ¿Por qué? Habíamos sufrido un accidente de coche.

—Nick cuenta con nosotros.

Koster sonrió.

—Ah, ya veo. —¿Cuánto conocerá a Nick?, se preguntó. Le había asegurado que solo eran buenos amigos, pero ¿hasta qué punto?

—Bueno, ¿has hecho algún progreso? —le preguntó ella, señalando el diario.

Koster escrutó a Sajan un instante y a continuación cogió el diario.

—Como ya te he dicho, L’Enfant era masón. Según Franklin, cuando L’Enfant diseñó el centro del gobierno de Washington D. C., en 1791, no solo trazó calles, carreteras y edificios, sino que además incorporó un patrón de símbolos masónicos ocultos en el trazado de la ciudad, una especie de circuito semieléctrico cargado de propiedades místicas, diseñado —concluyó, mirando el diario— para «influir en las potencias políticas, económicas y militares de la tierra».

—¿Qué clase de símbolos?

—El pentagrama, por ejemplo —dijo Koster. Se inclinó y abrió el mapa, sujetando uno de los bordes con el diario de Franklin y el otro con un montoncito de revistas. El mapa representaba el centro de Washington, con el área comercial en el centro—. Empieza en la esquina superior izquierda de la figura —dijo—. Aquí, en el Círculo Dupont. Baja hasta el Círculo Scott. —Recorrió la avenida de Massachusetts con el dedo—. Luego se dirige hacia Logan. Estos tres círculos forman las puntas superiores del pentagrama. El Círculo Washington forma la punta izquierda. La plaza Mount Vernon señala la punta derecha. Y la quinta y última punta, la base del pentagrama, está aquí mismo... —Hincó el dedo en el mapa—. En la Casa Blanca.

—Sí, ya lo veo. El pentagrama apunta hacia abajo. ¿Eso no es un símbolo satánico?

—Algunos cristianos fundamentalistas creen que los masones realmente adoraban al diablo. A los dioses babilónicos y todas esas cosas. En la doctrina ocultista, las cuatro puntas superiores representan los cuatro elementos: la tierra, el fuego, el agua y el aire.

—Y en la doctrina satánica esta figura se llama cabeza de cabra y la quinta punta de la base del pentagrama representa a Satán —añadió Sajan, inclinándose sobre el mapa—. ¿La posición de la Casa Blanca al pie del pentagrama significa que Satán tiene influencia sobre la Casa Blanca?

—Eso es lo que los enemigos de los masones han afirmado durante años. También señalan otras pruebas. Observa los tres círculos superiores del mapa. Cada uno de ellos tiene seis calles que llegan desde todos los ángulos. Seis, seis, seis. Para ellos el objetivo satánico de la masonería consiste en la creación de un nuevo orden global y una nueva religión mundial, a lo que Franklin se refiere en el diario. Estoy seguro de que a causa de esas ideas se enemistó con la Iglesia. Pero lo cierto es que no es ningún secreto el motivo por el cual el arquitecto masón L’Enfant decidió emplear círculos. El círculo es la más importante de todas las unidades del simbolismo místico y casi siempre que se utiliza representa el espíritu o las fuerzas espirituales. Además es un símbolo del ojo que todo lo ve, como en el dólar. —Koster extrajo la cartera de la chaqueta y sacó un crujiente billete de dólar—. Es el mismo icono del gran sello, diseñado por uno de los comités de Franklin, el ojo suspendido encima la pirámide. —Se lo mostró a Sajan.

—Ya lo había visto. Pero ¿qué significa?

—La historia más antigua que se conoce del ojo que todo lo ve se remonta a Babilonia. Lo adoraban como el ojo del sol, el ojo de Baal. Para los masones, es el ojo omnisciente del gran arquitecto. Los iluminados, una sociedad secreta que influyó considerablemente en la masonería, adoptaron como sello una pirámide inconclusa de trece escalones en la que falta la piedra superior. Encima de ella hay un triángulo del que emanan rayos solares, que parece que va a descender para completar la estructura. Según el diario de Franklin, la pirámide inconclusa de trece escalones representa la obra encargada a los masones. El simbolismo sugiere que a los masones les han encomendado la tarea de construir un novus ordo seclorum, como declara el sello, un «nuevo orden de los siglos» bajo la atenta mirada del priorato de Sión. Por supuesto, la pirámide no es más que un triángulo.

—Espera un momento —dijo Sajan—. Vuelve a mirar los triángulos que forma el pentagrama. Cuatro o cinco de ellos tienen un círculo encima.

—Que representa el ojo que todo lo ve —asintió Koster.

—Pero ¿por qué escogió un cuadrado como punto de anclaje del pentagrama? Ahí, a la derecha. ¿Por qué no un círculo?

—L’Enfant tenía un problema con el triángulo de la derecha. Para solucionarlo puso el Círculo Thomas en una de las aristas, dándole de este modo al triángulo un ojo que todo lo ve. El pentagrama estaba colocado de tal manera que la punta del sur, la punta espiritual, como has observado antes, se hallara precisamente sobre el centro de la Casa Blanca.

Koster sacó un bolígrafo de la chaqueta y trazó dos líneas en el mapa.

—¿Lo ves? La Casa Blanca es el punto exacto en el que confluyen dos líneas: la avenida de Connecticut, que sale del Círculo Dupont, y la avenida de Vermont, que sale del Círculo Logan. Ahora vuelve a mirar el pentagrama. Observarás que el Círculo Scott está situado exactamente en el centro del diagrama. Lo curioso es que cuando continúas hacia el norte por la Dieciséis te encuentras con el Templo de Trigésimo Tercer Grado del Consejo Supremo. Es la sede norteamericana de la masonería, situada exactamente trece manzanas al norte de la Casa Blanca. Cuéntalas tú misma, empezando por la primera manzana al norte de la plaza Lafayette.

—En Isaías, capítulo catorce, Satán juraba: «Ascenderé a los cielos; elevaré mi trono sobre las estrellas de Dios y me sentaré en el monte de la asamblea al norte». Espiritualmente —prosiguió Sajan—, eso significaría que la Casa Blanca está controlada por el Templo del Consejo Supremo.

—No es tan descabellado como parece. Ha habido muchos presidentes norteamericanos masones y todos ellos le juraron obediencia al gran maestro. El más famoso es George Washington, pero seguramente el más influyente fue Franklin D. Roosevelt, que sirvió a la causa del gobierno global más que nadie en la historia norteamericana. En total, ha habido dieciséis presidentes masones, entre ellos Ronald Reagan.

—Me parece raro que L’Enfant escogiera como ancla un cuadrado, la plaza Mount Vernon, cuando todos los demás eran círculos. ¿Por qué lo haría?

—No estoy seguro —admitió Koster—. El símbolo del cuadrado se compone de dos líneas verticales y otras dos horizontales. De acuerdo con algunos libros de simbolismo místico, las líneas verticales suelen representar el espíritu. Esta fuerza espiritual puede desplazarse desde el cielo hasta la tierra o viceversa, o incluso desde el cielo hasta el infierno. Las líneas horizontales simbolizan la materia y el movimiento de oeste a este. Además, describen el movimiento en el tiempo. Eso es importante si tenemos en cuenta que algunas personas creen que los masones están decididos a llevar a Estados Unidos hacia un nuevo orden global. Como el cuadrado combina lo vertical y lo horizontal, se convierte en un símbolo del reino material entrecruzado con el espíritu y el tiempo. En ese sentido, Estados Unidos son el reino físico, que se mueve en el tiempo hacia el nuevo orden deseado. Además, la plaza Mount Vernon es la punta este del pentagrama. En términos místicos, el este es la dirección desde la que se reciben consejos y conocimientos espirituales.

De repente llamaron a la puerta. Sajan alzó la vista con aire de preocupación. Al cabo de un instante se relajó visiblemente, sonrió y dijo:

—El servicio de habitaciones. —Y así era.

El camarero solo tardó unos minutos en poner la mesa del comedor, con un mantel de lino almidonado y un jarrón con rosas rojas, flores de cera y estátices. Cuando se fue, Koster descorchó el vino, que estaba deliciosamente frío. Se sentaron y empezaron a comer. Koster observó a Sajan mientras esta retiraba una tras otra las hojas de la alcachofa, mojándolas en la salsa antes de desgarrar la carne con los dientes.

—Mañana tendremos que reunir algunos instrumentos —dijo Koster—. Este mapa no es demasiado preciso y tengo que hacer varias lecturas exactas de la posición de los círculos. El número de grados de los ángulos y esas cosas.

Sajan siguió comiendo.

—Ya he tomado nota de que algunos números aparecen con cierta frecuencia, como el tres, el cinco, el siete y el nueve, entre otros, pero ignoro lo que significan. No estamos más cerca de descubrir el paradero de la primera parte del mapa que cuando empezamos.

Sajan siguió sin contestarle. Había dado cuenta de las hojas de la alcachofa y estaba extrayendo el corazón. Koster la observó mientras lo trinchaba con la punta del cuchillo.

—Según el diario —continuó—, además del pentagrama, L’Enfant introdujo en el trazado de la ciudad una brújula, una escuadra y una regla: los tres símbolos más destacados de la masonería. Y de algún modo, el primer fragmento del mapa de Franklin está relacionado con esas referencias físicas: las puntas del pentagrama, los tres símbolos de la masonería y la relación que se establece entre ellos en distancias y grados. Pero no estoy seguro...

—Joseph —dijo Sajan, alzando la vista—, vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? Estoy agotada. Supongo que el accidente de esta mañana me ha afectado más de lo que creía. —Se interrumpió un instante y añadió—: Estás volviendo a hacer eso con la mano. —Señaló el mantel.

Koster estaba tamborileando con los dedos en el borde de la mesa como si fuera el teclado de un piano de concierto. En cuanto se percató de que Sajan lo estaba mirando se detuvo.

—¿Por qué haces eso? —le preguntó.

—Ya te he dicho que es un tic. Un hábito nervioso.

—Parece que estás tocando el piano. ¿Es eso? ¿Estás practicando escalas?

Koster bajó la vista.

—No —dijo.

—Entonces, ¿qué es lo que estás haciendo?

—Contar.

—¿Contar qué?

—Todo. En este caso, las hebras del mantel.

—¿Del mantel?

Koster asintió sin alzar la vista.

—¿Cuántas hay?

—Doscientas veinticinco mil, a razón de setenta y cinco hebras por cada diez centímetros cuadrados, en una tela de tres metros cuadrados. Tengo una forma leve de síndrome de Asperger —dijo—. Es un desorden que pertenece al espectro del autismo.

—¡Ay, lo siento! Y yo que me estaba riendo de ti. Lo siento mucho. ¿Desde cuándo lo tienes?

—Desde que tengo memoria. Aunque me lo han diagnosticado hace poco. Mis padres pensaban que era simplemente... raro.

—¿Cómo son?

—¿Quiénes, mis padres? Mi madre sigue vivita y coleando; ahora vive en Nuevo México. Enseñaba física en el instituto cuando yo era niño. Era lo que se dice estricta. Aunque hubo una época en que le encantó ser la esposa de un concertista de oboe, con todos esos trajes de noche y todas esas veladas en la orquesta sinfónica. Mi padre murió hace unos tres años. Tres años en Navidad. Casi nunca estaba en casa. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Eso depende.

—¿Cómo es que sabes tanto de la Biblia? Creía que habías nacido en Mumbai.

—Así es —contestó ella—. Pero mis padres eran cristianos, no hindúes. Mi padre trabajaba para una gran empresa farmacéutica y nos mudamos a Inglaterra cuando yo solo tenía tres años. Me crié en un pueblecito cerca de Londres. Luego, cuando tenía trece años, lo trasladaron a Estados Unidos y nos establecimos en Nueva Jersey. Así acabé en Princeton.

—¿Así que tu padre también era un científico?

—Químico —dijo Sajan, sirviéndose un platito de ensalada—. ¿Quieres un poco? —Le sirvió otro plato—. Después de la escuela de posgrado me fui una temporada a Europa, donde conocí a mi marido y...

—¡Tu marido! —Koster se disponía a coger la ensalada cuando Sajan dijo aquello y se quedó petrificado en el aire—. No sabía que estabas casada.

—Durante una temporada —repuso ella con un halo enigmático—. ¿Y tú?

—¿Qué significa eso?

—¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y tantos —dijo Koster. ¿Por qué se había puesto él a la defensiva? Ella siempre le hacía lo mismo.

—Eso es bastante impreciso para un matemático.

—Y sí, una vez. Hace bastante. Estoy divorciado.

—¿Hijos?

—Un niño.

—Ay, qué bonito. ¿Cuántos años tiene?

Koster sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Por mucho tiempo que hubiera pasado, la herida le seguía pareciendo reciente.

—Está muerto. Murió cuando era niño. En la cuna. Ahora lo llaman síndrome de muerte súbita infantil. Nadie sabe realmente por qué pasa.

Por un momento Sajan no habló. Se quedó sentada con aquella sonrisa quebradiza en el rostro. Después murmuró:

—Lo siento.

—No tiene importancia.

Ella puso la servilleta de nuevo en la mesa.

—Sí, sí que la tiene. Para ti, por lo menos. ¿Qué te ha pasado, Joseph? ¿Fue tu esposa o la chica francesa? ¿Tu madre, tu hijo?

Koster no supo qué contestar. Miró los platos que había en la mesa. Estudió las hojas arrancadas de la alcachofa. ¿Quién murió en el suelo de ese sótano?

—No sé a qué te refieres —replicó.

Sajan quiso cogerle la mano por encima de la mesa pero Koster la retiró.

—Supongo que se hace tarde —dijo ella con un suspiro, poniéndose en pie—. Y mañana tenemos que madrugar.

Koster siguió a Sajan hasta la puerta. Cuando ella se dio la vuelta para despedirse se inclinó hacia él, diciendo:

—Los dos nos parecemos un poco a Franklin. Los dos tenemos a nuestros Frankys. Quería que lo supieras.

—¿Cómo dices? —Koster sintió la tibieza de su cuerpo junto a él. Observó el movimiento de sus labios. La oyó, pero no supo cómo interpretar sus palabras.

—Yo también tenía un hijo, Joseph. Hace mucho tiempo. Igual que tú. No eres el único.

—¿Qué pasó?

—Ese día le tocaba a mi marido Jean-Claude llevarlo al colegio. Yo estaba en una conferencia en Mónaco. Se llamaba Maurice... nuestro hijo. Tenía cuatro años. Tenía unos ojos azules preciosos y el pelo negro y suavísimo. Aquella mañana estaba lloviendo. Lo recuerdo. Dijeron que el coche debió de patinar. Murieron al instante.

Por un momento Koster se sintió abrumado por el recuerdo del percance de aquella mañana. Volvió a sentir que el coche estaba dando vueltas. Oyó el chasquido de la cerca de alambre de espino. Solo ha sido un accidente de coche, había dicho ella. Miró a Sajan, embargado por una nueva sensación de extrañeza. Ella había insistido en que siguieran adelante hacia el aeropuerto. Sin vacilar.

—Después de eso me trasladé a Estados Unidos —concluyó ella con un encogimiento de hombros—. Para que lo sepas. —Luego se inclinó para darle un beso, uno solo, en la mejilla.

Koster no se lo esperaba y se echó atrás instintivamente.

—Yo... —empezó, pero ella le puso una mano en los labios.

—No lo digas —susurró—. Las cosas son como son. Y estoy segura de que están en un sitio mucho mejor, aunque a ti te parezca una tontería. —Le apretó suavemente la mano y abrió la puerta.

—Me gustaría tener tanta fe como tú —le dijo Koster.

—No, eso no es cierto. La verdad es que no. Si tuvieras fe no podrías adorar a tus demonios.

Aquella noche, Sajan se arrodilló en el suelo de la suite tratando de rezar en la aureola luminosa que despedían las velas. Estaba rodeada de pequeños cuencos de aceite de pino, naranja, lima y junípero.

—Creo en un gran Dios invisible, el padre desconocido, el eón de los eones —susurró—, que con su providencia creó al padre, la madre y el hijo...

Pero, por mucho que lo intentaba, Sajan no lograba abstraerse del recuerdo de los sucesos de aquella mañana, la forma en la que el coche se había salido de la carretera para precipitarse por el terraplén. Pensaba en las facciones de Koster y en aquellos discursos tan peculiares, como si la estuviese mirando desde detrás de su inteligencia. Cuenta, pensó. Ve números en todas las cosas. Y trató de imaginárselo cuando era un niño extraordinariamente precoz, un prodigio matemático al que Katrina, su madre, había seguido a incontables conferencias, alimentándose de su fama. Hasta que había flaqueado.

Sajan se llevó las manos a la cara. ¡Concéntrate!, se reprendió. ¿Qué es lo que estás haciendo?

Rezó y rezó, pero no dejaba de ver su cara, su cabello rubio arenoso y sus ojos pálidos. Seguía llorando a su hijo, igual que ella. Y también a Mariane. Estaba tan herido, tan roto, que deseaba protegerlo, decirle la verdad. Pero no podía. Por su propio bien. ¡No podía!

—Dios todopoderoso —rezó—, cuyo escabel es el altísimo firmamento, gran gobernante del cielo y de todos los poderes que lo habitan, escucha las oraciones de tu sierva que deposita su confianza en ti...

Sajan meneó la cabeza. ¿Qué es lo que me pasa? Tenía que dejar de preocuparse por Joseph Koster. Tenía otras inquietudes más acuciantes. Alargó la mano hacia el relicario que llevaba colgado del cuello. El evangelio de Judas, eso era lo importante. Revelar al mundo las logoi del eón.

—Ave Sofía —declamó—, llena eres de luz, el Cristo es contigo, bendita tú eres entre los eones, y bendito es el liberador de tu luz, Jesús. Santa Sofía, madre de todos los dioses, reza por la luz de tus hijos, ahora y en la hora de nuestra muerte.

Washington D. C.

A la mañana siguiente, Koster y Sajan desayunaron juntos en el comedor principal. Mientras ella se hacía con otro sedán, Koster elaboró una breve lista de artículos esenciales. Al cabo de veinte minutos apareció el chófer, un taciturno ruso llamado Petrov, con la cabeza en forma de bala y una nariz que le habían roto más de una vez.

A bordo del sedán negro fueron a una serie de tiendas de electrónica situadas a escasas manzanas del hotel. Koster escogió una cámara digital Canon ELPH y una radio y localizador personal GPS de Garmin Rino. Además eligió un láser de medición, algunos lapiceros de memoria y más pilas, por si acaso. Encontrar el software geográfico adecuado les llevó más tiempo. Después se pusieron en marcha.

Fueron a Dupont y después a Scott y Logan. En cada círculo, Koster le pedía a Petrov que se detuviera mientras realizaba lecturas exactas con el localizador.

—¿Para qué tantas molestias? —le preguntó Sajan—. Si ya tienes el trazado de la ciudad en el software, ¿para qué tomas tus propias medidas?

—Estoy programando el Garmin para que mida todos los puntos de ruta. Así podremos calcular los grados exactos de los ángulos de todos los triángulos del pentagrama. Luego puedo verificarlos superponiendo la figura en el mapa con el ordenador. —Pero la verdad, pensó Koster, era que simplemente se sentía mejor obteniendo sus propios datos, sin fiarse de los cálculos que había hecho otra persona.

Comprobaron las tres primeras puntas del pentagrama en unos cuarenta minutos. Cuando estaban estacionados en la plaza Mount Vernon, mientras Koster establecía otro punto de ruta, Petrov le tiró de la manga.

—Me parece que tienen compañía —le advirtió el ruso.

—¿Qué quieres decir? —dijo Sajan.

Petrov señaló con la barbilla. Había una furgoneta negra y reluciente aparcada al otro lado de la avenida. En cuanto Koster reparó en ella la furgoneta se incorporó al tráfico.

—¿De qué estás hablando? —preguntó.

—De nada —dijo Petrov.

Después de unos minutos habían cruzado Washington y la Casa Blanca se materializó ante sus ojos. Cuando se bajó del coche, Koster se maravilló ante aquella magnífica estructura y recordó el punto del pentagrama en el que se hallaba. Jamás volvería a pensar en la Casa Blanca simplemente como la sede de la presidencia. La estructura y la posición del edificio habían adoptado un significado completamente novedoso. Mientras tomaba las medidas le preocupaba que hubiera cámaras ocultas. Después volvió corriendo al automóvil y le dijo a Petrov que se dirigiese al Capitolio.

—¿Por qué al Capitolio? —quiso saber Sajan.

Koster levantó la tapa del ordenador.

—Los tres símbolos más sagrados de la masonería son la brújula, la escuadra y la regla. En la época de Franklin las brújulas de los profesionales tenían un círculo encima. Ahora mira el Capitolio. ¿Te das cuenta de que está diseñado en forma de círculo?

—¿Crees que el Capitolio es la parte de arriba de la brújula?

—Tiene que serlo. Y la línea que discurre desde la Casa Blanca hasta el Capitolio es uno de los brazos de la brújula. Ahora mismo estamos conduciendo sobre ella. La avenida de Pensilvania.

Miraron por las ventanillas. La Casa Blanca se empequeñecía a sus espaldas. Más adelante, el Capitolio se acercaba poco a poco, una imponente cúpula que despedía un fulgor blanco a la luz de las primeras horas de la mañana. A lo largo de toda la avenida, las cuadrillas de obreros empezaban a prepararse para los festejos del cuatro de julio, para los que solo quedaban dos días. La ciudad estaría impracticable enseguida.

Sajan se giró de nuevo hacia el ordenador.

—Si Pensilvania es uno de los brazos de la brújula y el Capitolio es la parte de arriba, entonces... —Pasó la mano sobre el mapa—. La avenida de Maryland tiene que ser el otro brazo. Pero no llega hasta el final.

—Es verdad. Pero si la sigues a lo largo de la antigua vía férrea del sur, pasando por la Cuenca Tidal...

—Sí, ya lo veo —lo interrumpió Sajan—. Hasta el monumento a Jefferson. Esa es la punta del otro brazo de la brújula.

—Y si esa es la brújula, la escuadra tiene que cruzarla. En la mayoría de las representaciones pictóricas están la una encima de la otra, señalando en direcciones opuestas, con el ángulo de la escuadra colocado directamente en la línea que corta los brazos de la brújula. —Se valió del paquete de software para trazar líneas sobre las avenidas de Luisiana y Washington, extendiéndolas mucho más allá de la sugerencia de las calles en el mapa. Cuando acabó vieron claramente la forma de la escuadra.

—¿Y la regla? —preguntó Sajan.

—El diario de Franklin sugiere que empieza en el Capitolio. Traza una línea desde este hasta que cruce la línea perpendicular que va de norte a sur desde la Casa Blanca. Ahí está. —Señaló el mapa en la pantalla—. En el monumento a Washington. Incluso puedes alargar la línea desde el Capitolio hacia el oeste hasta el monumento a Lincoln.

—Y si vas hacia el norte, dejando atrás la Casa Blanca —repuso Sajan con entusiasmo—, la línea recorre la calle Dieciséis...

—Directamente hasta el Templo de Trigésimo Tercer Grado del Consejo Supremo —terminó Koster por ella—. Trece manzanas al norte de la Casa Blanca.

—Todo encaja, Joseph. ¿Qué hacemos ahora?

—Tenemos que dirigirnos al este para señalar los brazos de la escuadra y luego doblar hacia los Memoriales de Jefferson y Lincoln. Terminaremos en el monumento a Washington. Así daremos con los puntos de ruta.

Tardaron casi una hora y media en llegar a cada uno de los puntos del mapa. Cuanta más distancia recorrían, más convencido estaba Koster de las cifras. Los símbolos masónicos se correspondían exactamente con el trazado de la ciudad. Sajan estaba en lo cierto. Todo encajaba. No podía ser una simple coincidencia.

Era mediodía cuando llegaron al monumento de Washington. A la derecha, el obelisco reflejaba los rayos del sol cuando doblaron por la avenida de la Constitución y aflojaron el paso hasta detenerse en el aparcamiento. Aunque era un día laborable, el aparcamiento estaba atestado. Pretov se quedó en el coche mientras ellos atravesaban el campo en dirección a la torre. Alrededor del memorial había un círculo de banderas que representaban a los estados de la Unión. Todas restallaban en la brisa, vibrantes y coloridas contra el granito puro del obelisco y el límpido cielo azul. Docenas de turistas se congregaban alrededor del monumento, tomando fotografías y contemplando la cúspide. Koster cogió un panfleto que alguien había tirado en la hierba.

—«La primera piedra se puso en 1848» —leyó. Miró a Sajan—. Mucho después de la muerte de Ben Franklin. Y sin embargo —prosiguió, mirando de nuevo al texto—, aquí dice que aunque el arquitecto había decidido que la torre midiera seiscientos pies de altura, se quedó en quinientos cincuenta y cinco para que se mantuvieran las proporciones egipcias, una altura de diez veces la base. Para construirla emplearon treinta y seis bloques de granito. El número treinta y seis se obtiene de multiplicar tres por doce. La cúspide pesaba exactamente tres mil trescientas libras. Tiene ocho ventanas que en total suman treinta y nueve pies cuadrados; tres por trece. Qué raro —añadió—. Ya sé que la construyeron mucho después de la época de Franklin, pero todos estos números y dimensiones son extremadamente significativos en la numerología masónica. Hasta dice que treinta y cinco de las piedras conmemorativas, a trescientos treinta pies de altura, fueron donadas por logias masónicas de todo el mundo. Eso son siete veces cinco. Llevo todo el día viendo estos números una y otra vez: treinta y nueve, setenta y cinco. —Koster se protegió los ojos con el panfleto mientras contemplaba el obelisco—. Vamos a subir.

Se encaminaron a la entrada del otro lado del obelisco. Había diversos grupos de turistas languideciendo delante de ella. Había alemanes y japoneses, franceses y australianos, pero sobre todo americanos. Por el Cuatro de Julio, sin duda, pensó Koster. Había familias con niños pequeños, un grupo de veteranos que lucían medallas de la segunda guerra mundial, una monja y un tropel de alumnos de la escuela primaria.

Koster tuvo que detenerse para que inspeccionasen la bolsa del ordenador aunque ya había pasado a través del detector de metales. Nadie estaba dispuesto a correr ningún riesgo después del 11 de Septiembre.

Las paredes del vestíbulo estaban recubiertas con gruesos paneles de cristal que protegían las superficies de piedra. En un rincón había una estatua de madera de George Washington que, a causa de los años, brillaba tanto que parecía hecha de caramelo. Sostenía un bastón en una mano y descansaba la otra en la chaqueta, encima de una columna. Sobre las puertas había una gran efigie dorada con la cabeza sobre unas ramas y la enorme y florida firma debajo.

Se dirigieron al ascensor. Un bullicioso grupo de escolares salió en tromba y ellos se apretaron dentro con un puñado de turistas belgas. ¿O acaso eran holandeses? Koster no estaba seguro. Le pareció que tardaban un siglo en llegar al nivel del observatorio. El ascensor daba a una estrecha salita, más bien un pasillo, que discurría alrededor del hueco, circunscribiendo el obelisco.

A aquella altura las paredes parecían tan finas como el papel de fumar, aunque Koster sabía que eran de granito macizo. Además, formaban un arco en lo alto, de modo que Koster y Sajan tuvieron que agacharse para no golpearse la cabeza mientras recorrían el pasillo en fila india. Al cabo de un momento doblaron un recodo y se detuvieron ante una de las ventanas rectangulares.

La Casa Blanca estaba debajo, a gran distancia. Desde aquella altura parecía minúscula, como un juguete. Koster contempló la ciudad que se extendía hacia el norte. Parecía que no acababa nunca. Se volvió hacia Sajan.

—¿Sabes una cosa? Si alargas hacia el este la línea que sale del monumento de Washington hasta el monumento a Lincoln, la regla se convierte en una te invertida. Uno de los brazos señala hacia el Templo del Consejo Supremo y los otros dos hacia el edificio del Capitolio y el monumento a Lincoln.

—¿Eso es importante?

—A lo mejor. En la simbología masónica esto se conoce como la triple tau. Tau es la decimonovena letra del alfabeto griego, que equivale a trescientos en el sistema numérico griego. A veces se emplea la te minúscula como símbolo de la proporción áurea, aunque la mayoría de la gente utiliza la fi. La triple tau es también uno de los principales símbolos de la masonería de Arco Real. Y tiene una equivalencia específica en inglés, aunque no recuerdo la cifra. Espera un momento. —Sacó el ordenador y lo puso encima de la repisa de la ventana—. Voy a averiguarlo.

Había otros turistas intentando ver más allá de la pantalla. Murmuraron, carraspearon y chasquearon la lengua, pero Koster estaba demasiado absorto para echarse atrás. Tras un minuto, la concurrencia empezó a disolverse y enseguida se encontraron solos en el pasillo.

Koster introdujo la expresión. Como siempre, empezó con un simple cifrado de sustitución. Nada. Después se puso a contar las letras y... Se detuvo. Espera un momento, pensó. Estaba usando el inglés. ¿Y si las palabras estaban en hebreo o en griego? Empezó de nuevo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sajan.

Koster no alzó la vista. Seguramente el hebreo era lo más probable, decidió. Podría tratarse del «atbash».

—¿Qué ha sido qué? —replicó.

—Ese ruido —insistió Sajan—. Esos golpes.

Koster no había oído nada.

—No lo sé... —Entonces lo oyó. Parecían puertas cerrándose.

—Iré a ver —dijo Sajan.

Koster se volvió de nuevo hacia la pantalla. El atbash consistía en una simple sustitución de las letras del alefato hebreo. Funcionaba sustituyendo álef, la primera, por tau, que era la última; beth, la segunda letra, por shin, la penúltima; y así sucesivamente. En suma, invirtiendo el alfabeto.

Entretanto, Sajan se internó en el pasillo, que ahora se hallaba extrañamente desierto, aunque hasta entonces había estado atestado de turistas. Koster alzó la vista mientras Sajan se alejaba cada vez más hasta detenerse al final del pasillo.

—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó.

—Hay algo atascado en el ascensor. Parece un periódico. —La perdió de vista.

Si se usaban las consonantes hebreas, consideró Koster, la triple tau se descodificaba como las palabras: «Soy lo que soy». Esperó y observó, pero Sajan no reapareció al fondo del pasillo.

—¡Savita! —exclamó. Entonces se dio cuenta de que era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila—. Savita, ¿dónde estás?

—Un periódico obstruye las puertas del ascensor —contestó esta—. Un momento. Voy a sacarlo.

La triple tau significaba clavis ad theosaurum, «la llave de un tesoro», o theca ubi res pretiosa deponitur, «el lugar en el que se oculta algo precioso». O acaso representa la proporción áurea, pensó. Y entonces cayó en la cuenta.

—Savita —vociferó de nuevo.

—Espera un momento —dijo esta—. Me parece que hay alguien más...

—Savita, vuelve aquí. ¡Ahora mismo! —De manera fortuita lo asaltó una sensación siniestra y ominosa. Unos dedos fríos le estrujaron el corazón. Apartó el ordenador—. ¡Savita! —Se internó corriendo en el pasillo, haciéndose a un lado para no estrellarse contra las paredes—. ¡Savita! —chilló, y de pronto ella reapareció al otro lado del recodo. Lo miró con una expresión de sorpresa.

—¿Qué te pasa? —dijo—. ¿Qué es lo que ocurre?

—Ven aquí. —Le indicó que se adelantara.

Sajan recorrió el pasillo.

—¿Ya lo has descifrado? —le preguntó.

Koster la miró atentamente y se disponía a cogerla de la mano cuando desistió.

—No estoy seguro —contestó. Se sentía tonto, avergonzado—. Me parece que sí. —¿Qué le había dado? No podía explicarlo. De repente había sentido el poderoso impulso de protegerla. Se dirigió despacio hacia la ventana.

—¿Y bien? —insistió ella.

—A veces se usa la tau como símbolo de la proporción áurea, una figura mística que se encuentra en el diseño de las catedrales francesas de Notre Dame, las que construyeron los masones. —Volvió la pantalla del ordenador hacia ella—. También se encuentra en Monticello, la casa que construyó Jefferson. En fin, cuando contrastamos dicha proporción con los números que hemos estado investigando, los ángulos de los triángulos del pentagrama, así como los símbolos masónicos de la brújula, la escuadra y la regla, obtenemos la misma serie de números: tres veces trece, o treinta y nueve, y setenta y cinco. Pero también se asocian con otros números: cincuenta y seis, cincuenta y dos y noventa y cinco; y luego ocho, cincuenta y seis. No lo entiendo.

—Déjame ver —sugirió Sajan, acercándose a la pantalla. Allí estaban. Los mismos números, una y otra vez: treinta y nueve, cincuenta y seis, cincuenta y dos y noventa y cinco; setenta y cinco, ocho, cincuenta y seis. No cesaban de repetirse. Entonces soltó una carcajada—. Dame el Garmin —le dijo.

—¿Para qué? —repuso Koster, aunque se lo entregó.

Ella empezó a introducir números.

—Una de las ventajas de pertenecer al mundillo de los chips de telecomunicaciones. Te obsesionas con estas cosas. La red invisible que nos rodea. La matriz electrónica. El GPS, Joseph. Prácticamente todos los teléfonos móviles que se fabrican hoy en día están equipados con una especie de sistema de geolocalización, aunque solo sea para casos de emergencia. Los números... son coordenadas, Joseph. Grados, minutos y segundos. Y fracciones de segundo. Observa los números.

Koster miró fijamente la pantalla. Sajan estaba en lo cierto. Se sintió como un idiota. Había recordado el atbash. Había encontrado las formas de los símbolos masónicos en las calles de Washington. Había establecido conexiones entre la tau y la fi. Pero había pasado por alto el más obvio de los símbolos: la interpretación directa de los números. A veces, como decía Freud, un puro no era más que un puro...10 y un número no era más que una simple coordenada.

—Latitud y longitud —asintió con tono inexpresivo.

Sajan sonrió y miró el Garmin. Al introducir las coordenadas, el sistema había abierto un pequeño mapa en la pantalla.

—La ciudad del amor fraternal —dijo—. Donde todo empezó. Filadelfia, Joseph. En un sitio llamado Carpenter’s Hall.

Washington D. C.

La hermana María los había estado siguiendo durante toda la mañana. Había llegado en avión la noche anterior, apenas unas horas después de que ellos aterrizaran. Y aunque se había hospedado en otro hotel, a la mañana siguiente les había seguido el rastro desde el Cuatro Estaciones y lo había mantenido a intervalos durante casi todo el día. Excepto cuando la descubrieron en la plaza Mount Vernon.

Entonces había pedido otro coche con el teléfono móvil Nokia y había recogido un Ford gris en el monumento a Jefferson, justo antes de que sus objetivos doblaran hacia el norte en la avenida de la Constitución y se dirigiesen hacia el monumento a Washington.

La hermana María había continuado a pie desde entonces. Había observado a la pareja mientras entraban en el obelisco y miraban embobados las curiosidades para turistas, tomando notas. Al cabo de unos minutos se habían desvanecido en el ascensor cromado. Entonces compró un ejemplar del Washington Post de aquella mañana.

Los siguió hasta la cumbre de la torre blanca. Y después esperó, aguardando el momento oportuno en el nivel del observatorio, apartando a los turistas. Nadie hacía preguntas a una monja. El hábito largo y la toca le conferían una autoridad natural. Esperó al borde del pasillo, con el periódico bajo el brazo, hasta que todos los turistas, los niños que iban revoloteando de un lado a otro y los ancianos con sombreros militares volvieron al ascensor. Y entonces miró el reloj.

Casi había llegado el momento.

El cubano con el uniforme del Servicio de Parques Nacionales estaría ahora acercándose al obelisco. Lo vio todo mentalmente. Estaba entrando en el vestíbulo. Miró el reloj. Solo unos segundos más. Seis. Cinco. Cuatro. Estaba delante del ascensor.

La hermana María observó las luces del panel. El ascensor estaba subiendo de nuevo, dirigiéndose al nivel del observatorio. Llegó en unos segundos. Vacío. Exactamente como había planeado.

La monja introdujo rápidamente el periódico en la abertura que mediaba entre el hueco y la cabina, bloqueando la puerta, y observó mientras esta empezaba a cerrarse, se topaba con el periódico y se abría de nuevo. Entonces dio un paso hacia atrás, esperó y aguzó el oído.

Pasos. Alguien se estaba acercando. Se quitó las cuentas del rosario.

Lenta y metódicamente, la monja se enrolló las cuentas en los puños. Tensó la cuerda. Y se quedó petrificada al percibir una repentina vibración entre los pliegues del hábito.

El teléfono móvil.

La hermana María titubeó. Se echó hacia atrás y desenrolló las cuentas. A continuación sacó el teléfono. Era un mensaje de texto. Del arzobispo Lacey.

«Detente», decía. «A ver qué es lo que encuentran.» Eso era todo.

La monja se guardó de nuevo el teléfono entre los pliegues del hábito. El ascensor se abrió y volvió a cerrarse ruidosamente. La hermana María inclinó la cabeza hacia un lado. Los pasos se hicieron más audibles. Sajan se encontraba a pocos metros de distancia.

La monja se dio la vuelta. Se planteó meterse de nuevo en el ascensor cuando reparó en otro pasillo al otro lado de las puertas, que se dirigía hacia el lado sur del obelisco. Sin pensarlo, cruzó corriendo delante del ascensor, dobló el recodo y apretó la espalda contra la pared.

—¿Qué es lo que pasa? —vociferó Koster.

—Hay algo atascado en el ascensor. Parece un periódico.

La hermana María oía los pasos de Savita Sajan mientras esta doblaba el recodo y se acercaba a la puerta del ascensor, a pocos metros de distancia.

Se enrolló las cuentas del rosario en los puños.

—¡Savita! —exclamó Koster—. Savita, ¿dónde estás? —Parecía que sus palabras reverberaban en el pasillo.

—Un periódico obstruye las puertas del ascensor. Un momento. Voy a sacarlo.

—Savita.

—Espera un momento —contestó esta—. Me parece que hay alguien más...

La hermana María se adelantó un paso hacia el borde del recodo y levantó las manos, tratando de calibrar la altura correcta, tratando de imaginar el cuello y el pelo, el destello de las cuentas del rosario y la expresión de horror en el rostro de la joven india.

—Savita, vuelve aquí. ¡Ahora mismo!

El mundo se detuvo un instante. La hermana María casi sentía a Sajan al otro lado del recodo y olía el aroma de su perfume. Entonces, sin previo aviso, el ascensor se cerró con estruendo. La monja escuchó atentamente mientras Sajan se alejaba.

—¡Savita! —oyó que exclamaba de nuevo Koster.

La hermana María se desenrolló las cuentas del rosario de los puños. Se lo había apretado tanto que la cuerda le había dejado marcas en la piel. Se frotó distraídamente los dedos mientras el chisporroteo del miedo y de la excitación se disipaba poco a poco. Pero no estaba decepcionada.

Sabía que al final, a pesar de aquella interrupción, ambos caerían ante su rosario. En el dintel de la puerta no había sangre suficiente para mantenerla a raya.11

1752

Filadelfia

Franklin alzó la vista, contempló las henchidas nubes negras que se habían formado en el cielo y con un sobresalto se dio cuenta de que, sin saberlo siquiera, estaba rezando para que lloviera. No solía rezar por nada. ¿De qué servía, después de todo? Dios tenía asuntos más apremiantes que escuchar las lamentaciones de los hombres.

Se apretó más firmemente la capa y se caló el sombrero. A pocos metros de distancia estaba William, su hijo bastardo, jugando con una cometa de seda escarlata que sostenía en la mano. Aunque acababa de cumplir veintiún años, el joven correteaba de un lado a otro como si fuera un niño. A lo largo de los años Franklin había tratado de congeniar con él, pero había comprobado con amargura que aparentemente ambos tenían un carácter similar. Tal vez William le recordaba demasiado a los rasgos que menos le gustaban de sí mismo. William era igual que su madre. Se distraía fácilmente. Le gustaban demasiado las comodidades de la vida, estaba obsesionado con las cosas materiales y siempre tenía presente la opinión de los demás. Franklin no lo entendía. El chico no tenía su curiosidad intelectual ni su efervescente determinación de triunfar.

En una ocasión, hacía muchos años, William había encontrado a su padre trabajando hasta tarde en la imprenta y le había preguntado con aire despreocupado:

—¿Lo haces por dinero? Eso es lo que dice todo el mundo.

Franklin, con las manos manchadas de tinta, se quedó mirando al chico, que entonces era un adolescente, y lo abrumó un repentino desagrado, aunque trató de suprimirlo.

—La riqueza no tiene nada de malo, William —había contestado, mirándolo por encima de las gafas—, pero lo que importa es lo que obtienes con ella. Libertad para estudiar y aprender. El tiempo y los medios necesarios para satisfacer las necesidades de tu familia y la comunidad en la que vives. En este mundo, que suele moverse por el prestigio y el rango inmerecidos, la riqueza es lo que nos hace iguales en el campo de juego, William. Eso es todo. Al final lo que importa es lo que haces con tu talento. El mundo pide progreso a gritos. Debes encontrar una necesidad, un problema práctico que requiera tu atención, y resolverlo. Y si te esfuerzas lo suficiente y eres diligente te harás rico. «Acostarse temprano y levantarse temprano hace a un hombre rico...»

—Ay, por el amor de Dios, padre, deja de citarme El almanaque del pobre Richard12 —El chico puso los ojos en blanco—. He escuchado tus aforismos tantas veces que me ponen la carne de gallina.

Franklin miró a su hijo. , pensó. Eso es exactamente lo que habría dicho tu madre.

Un relámpago hendió el cielo. Le contestó al instante el restallido del trueno. Franklin contempló la distante mancha de la ciudad al otro lado del campo abierto, más allá de la cerca de piedra y los árboles. La tormenta se estaba acercando desde el sur. Sobre los tejados de Filadelfia ya descargaba una gran tromba de agua. Divisó el campanario a medio construir de la Iglesia de Cristo, que estaba envuelto en rayos de luz brillante, como un portento celestial. Después las nubes se cerraron.

Franklin se volvió hacia su hijo.

—Prepárate —le advirtió a William—. Ya viene.

Miró al cielo y le vino a la memoria la tarde, hacía casi una década, en la que había conocido al doctor Archibald Spencer, el artista ambulante escocés, mientras este explicaba las teorías de la luz de Newton y realizaba trucos eléctricos, creando cargas estáticas frotando un tubo de cristal. Franklin había observado la actuación del médico con creciente entusiasmo mientras Spencer arrancaba repetidamente lluvias de chispas del cristal. En ese momento supo que al fin había encontrado lo que había buscado con tanto ahínco, el latido del corazón de la máquina de Dios.

Al cabo de algunos años, en 1747, había recibido el tubo para generar electricidad estática que le había mandado Peter Collinson, el agente de la Compañía de la Biblioteca de Franklin en Londres, y había trabajado durante incontables horas, ideando numerosos experimentos. Finalmente había descubierto que en realidad cuando se frotaba el cristal con un paño la electricidad no se creaba, sino que se acumulaba. Y lo que era aún más extraordinario, que una carga podía pasar de una persona A a otra B y el fluido eléctrico regresaba si estas se tocaban. Hasta entonces, muchos habían sostenido que en la electricidad intervenían dos tipos de fluidos, el vítreo y el resinoso, y que cada uno de ellos operaba de manera independiente. Pero Franklin creía que cuando se generaba una carga positiva siempre se producía una carga negativa equivalente, mediante alguna misteriosa conservación. Aquello lo había llevado a descubrir el notable valor de las puntas. Electrificó una bolita de hierro. Seguidamente, balanceó un corcho al lado y descubrió con sobresalto que la carga de la bola de hierro repelía a la cuerda y el corcho. A continuación, cuando acercó la punta de un atizador a la bola, la carga se disipó. Al parecer, las puntas atraían al fluido eléctrico.

Una noche había invitado a unos amigos a una cena eléctrica en las orillas del Delaware. Habían disfrutado de una comida abundante y muy divertida. Habían despachado a un pavo conectándolo a una serie de botellas de Leyden y valiéndose de una clavija eléctrica lo habían asado ante una hoguera encendida con una botella electrificada mientras que con copas electrificadas brindaban por los científicos eléctricos más famosos del continente. La noche había sido un tremendo éxito, aunque habían tardado más de lo previsto en cocinar el pavo y al caer la noche había estallado una tormenta. Durante el trayecto de regreso a la calle Market, en el carruaje, Franklin había contemplado la lluvia que bañaba la campiña. Entonces, cuando coloreaba el firmamento un relámpago semejante a las raíces de un refulgente árbol blanco, se le había ocurrido la idea del pararrayos. El fluido eléctrico se veía atraído hacia las puntas.

Los devastadores efectos del rayo habían fascinado a los humanos desde hacía milenios. Lo consideraban un fenómeno sobrenatural, una expresión de Dios, o de los dioses (en función de la parte del mundo en la que hubieran nacido). Pero aunque las campanas de las iglesias repicaban en todo el mundo cristiano para ahuyentar a las fuerzas del rayo, surtían poco efecto. El rayo no dejaba de caer en los campanarios de las iglesias, quemando muchas de ellas hasta los cimientos, y cientos de campaneros y rectores perecían en las colonias todos los años.

Era cierto que Newton y otros científicos habían especulado acerca de la aparente conexión que existía entre el rayo y la electricidad, pero hasta Franklin ninguno de ellos había concebido jamás una forma práctica de demostrarlo. Franklin creía que si se apostaba a un hombre en una garita de centinela con una larga barra metálica en lo alto durante una tormenta eléctrica y se conectaba dicha barra a un alambre aislado con cera que el sujeto sostuviera en la mano, era posible arrancarles chispas a las nubes, robar el fuego del cielo, al igual que Prometeo, como Franklin había hecho con el tubo. En 1750 le había explicado aquellas teorías a Collinson, que a su vez había presentado las cartas de Franklin ante la Royal Society de Londres. Dichas cartas fueron publicadas en el Gentleman Magazine de Londres y traducidas al francés. De hecho, habían causado tanta sensación que el rey Luis había ordenado que se realizara una prueba de campo para probar aquella teoría.

Entretanto, Franklin había seguido adelante con sus planes para efectuar un experimento. Había estado esperando a que acabaran de construir el campanario de la Iglesia de Cristo para aprovecharse de aquel punto estratégico, pero luego había decidido probar algo diferente.

Desde la infancia, a Franklin le había encantado volar cometas. De hecho, nunca había considerado que las cometas fueran juguetes. Poseían una elegancia y aerodinámica que lo colmaban de asombro, y el hecho de que él pudiera controlar algo que parecía burlarse de las leyes de la gravedad lo llenaba de júbilo. Hasta había usado una cometa en una ocasión, cuando era joven, mientras nadaba, para impulsarse hasta la otra orilla de un pequeño lago cerca de Boston. Impaciente por probar sus teorías, Franklin había reclutado a su reacio hijo William y se había escabullido hasta el campo en el que ahora se encontraban.

Franklin miró al muchacho. William sostenía una cometa de la que sobresalía un alambre afilado.

—Prepárate —le advirtió a su hijo—. La tormenta se está acercando. La cuerda. —Alargó la mano.

El muchacho le entregó la cuerda, que estaba enrollada en una estaca, como una colmena en la rama de un árbol. Franklin desenrolló varios metros de cuerda, dejando que esta cayera al suelo, y se dio una palmadita en la llave que llevaba en el bolsillo.

—Pues adelante. Echa a correr.

Con el ceño fruncido, William se puso a andar y después a trotar por el campo. Estaba de cara al viento y, mientras corría, el sombrero le salió volando de la cabeza. Titubeó.

—Sigue corriendo —vociferó Franklin—. Suéltala.

William dejó que la cuerda de la cometa resbalara entre sus dedos. La cometa se estremecía y daba vueltas. William la apretó con más fuerza y la cometa surcó el aire. Abrió de nuevo los dedos y la cometa resbaló poco a poco a sus espaldas, elevándose más y más. William se dio la vuelta hacia ella, soltó la cuerda y la cometa salió disparada hacia los cielos.

Franklin la observó mientras ascendía temblorosamente. Al cabo de un instante experimentó una brusca sacudida cuando la cuerda se tensó alrededor de la estaca que tenía en la mano. La cometa seguía subiendo, acercándose cada vez más a las nubes negras cenicientas.

William había recuperado el sombrero y se apartó hacia un lado, sin dejar de aferrar el ala con una mano, con la capa restallando.

Franklin se había acercado al extremo de la cuerda. Sostuvo la estaca con una mano y se metió la otra en el bolsillo, sacando la llave; esta estaba conectada a una pequeña aguja metálica que hundió justo encima de la cuerda hasta que la llave se balanceó a escasos centímetros de distancia. Se mantuvo firme mientras la cometa se elevaba describiendo espirales. Entonces surgió un rayo de la nada. A decir verdad, le dio la impresión de que brotaba del suelo en lugar de descender de los cielos. La cuerda, empapada por la lluvia, pareció tensarse. Franklin alargó la mano libre y tocó la llave con los nudillos. Sintió una pequeña descarga. La llave generó una nueva carga. La chispa azulada se intensificó ante los ojos de Franklin. Parecía que saltaba de la llave a cámara lenta y atravesaba el aire, salvando el espacio hasta la yema de sus dedos. Le recorrió la mano, el brazo y el pecho, hasta el núcleo de su ser. Y se rió.

Qué fácil es, pensó.

Desde hacía más años de los que le gustaba recordar, había languidecido delante de un escritorio hasta altas horas de la noche; se quedaba sentado mirando fijamente aquella ilustración con un lapicero en la mano. Había algo en ella, algo... como si hubiera visto antes ese esquema.

Pero era como cuando intentaba acordarse de la cara de Franky, antaño tan familiar que se había vuelto prácticamente invisible. Por mucho que lo intentara, no podía representársela; las finas líneas de los ojos y la curva de los labios. El esquema era lo mismo. Había desaparecido. Se había desvanecido por las buenas.

Hasta ahora. Franklin apartó la mano de la llave. Ahora estaba claro como el agua. Sí que es fácil.

Cuando todo es un símbolo, todo está igual de lejos... o de cerca. Era como hallarse en un mapa, una carta tan precisa que no había forma de distinguirla del lugar que representaba.

—Padre. Padre, ¿te encuentras bien?

Franklin miró a William, pero ya no estaba allí. Estaba a su lado, tirándole de la chaqueta.

—¿Franky?

William frunció el ceño.

—No, soy yo. William. —Soltó la manga de Franklin—. Tu otro hijo.

La vista de Franklin se aclaró. Sonrió al joven y declaró:

—Ha funcionado.

William retrocedió un paso y se cruzó de brazos.

—Es estupendo, padre. Otro éxito para ti.

—Lo consideraré un éxito cuando hayamos evitado que se quemen unas cuantas iglesias. —Señaló las botellas de Leyden amontonadas en las inmediaciones—. Ahora veamos si podemos almacenar una parte de este fluido eléctrico. Te apuesto lo que quieras a que es la misma carga que creo con el tubo de cristal en casa. —Se disponía a darse la vuelta cuando se interrumpió de repente y se volvió hacia su hijo—. No se lo digas a nadie, William. A nadie. Quiero que lo jures solemnemente.

—Creía que pensabas patentar estas puntas... no como el horno. ¿Cómo vas a venderlas si nadie sabe que existen?

—Júralo, William.

—Pero ¿por qué, padre? Dímelo. No lo entiendo.

—Prefiero que no se enteren ciertas personas. Al menos durante un tiempo.

—No sueles ser tan modesto con tus descubrimientos científicos. Podrían darte una Copley13 en Inglaterra.

—No lo hago por eso. Aunque salvar del peligro al cuerpo de bomberos sea una empresa honorable. Por última vez, júralo.

—De acuerdo, lo prometo —dijo William. Destelló un relámpago y el cielo pareció abrirse de repente. La lluvia descargó torrencialmente a su alrededor—. Es para él, ¿verdad? —añadió William.

—¿Para quién? —replicó Franklin, aunque ya conocía la respuesta. Fue entonces cuando se acordó de lo que le había sucedido a Prometeo después de robar el secreto del fuego del cielo. Zeus lo había encadenado a la ladera de un precipicio, donde todos los días un águila le arrancaba el hígado, que volvía a crecerle de nuevo cada mañana. ¿Será ese el siniestro precio de la inmortalidad?

William contempló los cielos, con su rostro joven empapado y lúgubre.

—Tu «obsesión». Eso es lo que ella dice cuando no estás delante. Y tus experimentos de medianoche. Esos misteriosos dibujos que estudias en tu despacho por las noches. —Señaló la cometa escarlata, que revoloteaba recortándose contra las nubes negras—. El mundo debería saberlo.

Franklin miró a su hijo y lo asaltó una tremenda pesadumbre. Lo que alimentaba la convicción del joven William no eran la ambición ni la avaricia. Eran los celos. Franky estaba muerto desde hacía más de quince años, pero su espíritu no se había desvanecido y continuaba atormentando a su hermano mayor... igual que a él.

—Ojalá el mundo estuviera preparado —dijo—. La verdad es que no lo he hecho por este mundo. —Franklin se dio la vuelta, arrastrando la cuerda de la cometa detrás de él—. Lo he hecho —añadió— por el otro.

Filadelfia

Koster y Sajan cogieron un avión a Filadelfia a la mañana siguiente y fueron directamente al hotel Cuatro Estaciones. Sajan llamó a la oficina y después se tomó un café en la suite de Koster mientras este verificaba las coordenadas que habían descubierto en Washington. Por algún motivo, aunque las había repasado repetidamente, parecía que no eran exactas. Cuando contrastaba aquellos números con un mapa más preciso en el ordenador comprobaba que las coordenadas distaban algunos metros de Carpenter’s Hall. Pero eso, comprendió Koster, se debía probablemente a que los instrumentos del siglo XVIII eran menos precisos. La noche anterior en D.C. se había documentado durante varias horas acerca de la historia y la construcción del edificio. Estaba listo, le dijo a Sajan, mientras guardaba el diario de Franklin en la caja fuerte del armario. A continuación empaquetaron el equipo (el ordenador de Koster, el Garmin y la cámara, una linterna y una libreta de dibujo) y bajaron las escaleras hasta el vestíbulo.

Las calles estaban atestadas a causa del puente. El portero llamó a un taxi y rodearon la plaza, doblando hacia el este en Vine. Filadelfia se hallaba en medio de un proceso de embellecimiento. Los trabajadores municipales patrullaban todas las vías públicas, festoneando las farolas con banderas y coloridos banderines y pendones. Docenas de «milicianos» ataviados con auténticos trajes de época se congregaban en las esquinas de las calles, preparándose para ensayar una osada representación de la batalla de Germantown. Había policías suplementarios para asegurarse de que los asistentes no se pasaran de la raya. Koster y Sajan doblaron a la derecha en la Octava y a la izquierda en Chestnut. Independence Hall apareció ante sus ojos más adelante, con la imponente aguja puntiaguda. La estructura, que al principio había albergado el Parlamento de Pensilvania, se terminó en 1756, le explicó Koster a Sajan, y había sido la sede del Gobierno de Pensilvania hasta 1799. Allí, en la sala de la Asamblea, el Segundo Congreso Continental había adoptado la Declaración de la Independencia. Allí, la Convención Constitucional Federal había concebido la Constitución. Y allí, concluyó, la gran logia de Pensilvania había usado la sala oeste del segundo piso como templo desde 1800 hasta 1802.

Pasaron ante el Segundo Banco Nacional.

—Está en la siguiente manzana —dijo Koster, y el taxista se detuvo.

Cuando se apearon del taxi, Koster observó una abertura en el muro en el lado sur de la calle, que enmarcaban dos gruesas columnas de ladrillo y una puerta de hierro forjado. La puerta estaba abierta. En la calle nacía un camino de más de cien metros de largo de ladrillo rojo y guijarros que flanqueaban edificios de dos pisos elaborados en ladrillo y un pequeño patio bordeado de árboles. Al otro extremo del callejón se hallaba Carpenter’s Hall. Sajan y Koster recorrieron el camino, pasando ante el Nuevo Museo Militar, instalado en uno de los edificios de ladrillo colindantes.

Carpenter’s Hall era una amplia y baja construcción cruciforme georgiana de ladrillo oscuro, con adornos y postigos blancos y un frontispicio clásico en forma de triángulo. En lo alto de una modesta cúpula de madera había una bola dorada y una veleta. De la fachada sobresalían tres astas encima de la entrada, en las que ondeaban banderas de época.

Atravesaron el pequeño patio y dieron la vuelta al edificio, recorriendo un estrecho sendero de ladrillo que llevaba a la parte trasera de la finca. El edificio tenía diez metros de fondo y los brazos de las alas cruciformes sumaban otros tres metros en cada lado. Koster se detuvo un momento y extrajo el Garmin. Mientras rodeaban la estructura, se interrumpía y daba vueltas constantemente, mirando la pantalla. Era difícil obtener una lectura precisa. Ciertamente, era posible que hubiese errado por algunos metros.

—Te pareces un poco a Spock con un tricodificador. ¿Por qué no entramos? —le preguntó Sajan.

Koster meneó la cabeza.

—Las coordenadas dicen que está aquí mismo. —Señaló el pavimento de ladrillo del sur del edificio. Una cerca de madera delimitaba la finca a escasos metros de distancia. Al otro lado de esta, Koster divisó una franja de hierba que llevaba hasta Dock Creek y unos jardines y casas adosadas de época al final de la manzana.

Koster exhaló un suspiro. Observó el edificio: las tres ventanas palatinas del segundo piso; la cenefa de madera, no de ladrillo, que separaba los dos pisos; y la puerta trasera con el frontispicio con detalles dóricos. Sajan estaba en lo cierto, pensó. Resulta una pérdida de tiempo.

Regresaron a la fachada. Había una pequeña garita de madera a un lado del patio y algunas placas elevadas ante las que se detuvieron.

—La Compañía de Carpinteros lo construyó en 1770 —dijo Koster—. Aquí dice que la Compañía era el gremio de profesionales más antiguo de América. Robert Smith fue uno de los arquitectos más destacados de la época. No solo diseñó Carpenter’s Hall, sino también el campanario de la Iglesia de Cristo y muchos otros edificios de renombre, entre ellos la casa de Ben Franklin en la calle Market. Lo que no dice es que Smith también era masón, como Franklin y Washington. El Hall albergó el Primer Congreso Continental en 1774 y fue la sede de la Compañía de la Biblioteca de Franklin. —Contempló el edificio, protegiéndose los ojos del sol con la mano—. Forma parte del Parque Histórico Nacional de la Independencia. Pero al contrario que muchos monumentos, tanto los dueños como los gestores son privados. Ayer llamé a McKenzie y Voight. Mi bufete tiene contactos en Filadelfia, miembros de la Compañía de Carpinteros. Tenemos permiso para meter las narices donde nos dé la gana. Dentro de lo razonable, claro.

—Bien pensado —celebró Sajan.

Koster señaló las paredes.

—¿Has visto que los ladrillos negros, que se llaman «remates», se giran en los extremos, conectando series de ladrillos que de otra forma podrían separarse en las junturas del mortero? Parece que los cimientos son igualmente robustos, porque consisten en bloques de piedra desiguales adheridos con mortero, lo que se conoce como «cimientos de escombro».

—Fascinante —comentó Sajan—. ¿Podemos entrar ya?

Koster la miró, frunciendo los labios.

—Solo era una sugerencia —añadió ella con tono sumiso.

A ambos lados de la entrada había pilastras blancas y encima un dintel con una claraboya y un frontispicio triangular que recordaba al que se hallaba en lo alto del edificio. Cuando franquearon la puerta, Koster reparó en una escalera a la derecha que conducía al segundo piso, bloqueada mediante una pequeña cancela metálica, y una puerta que llevaba al sótano. A continuación entraron en el salón propiamente dicho. Era enorme, con un reluciente suelo de piedra de baldosas blancas y negras con forma de diamante. Al fondo había un puesto donde se vendían postales y libros.

Las paredes estaban coronadas con una moldura blanca. La luz brillante se derramaba a través de las numerosas ventanas, dando a la espaciosa cámara una sensación luminosa. El plan de Smith era directo y simple: un edificio cuadrado de dos pisos y cinco metros cuadrados con aberturas de tres metros en las esquinas.

En aquella época no había soportes de acero, le explicó Koster a Sajan, de modo que el peso de Carpenter’s Hall se sustentaba sobre todo en las paredes exteriores, que parecían al menos de un metro de grosor. Estudiaron las chimeneas de mármol blanco y negro situadas a ambos lados de la estancia. Encima de cada repisa había una bandera dentro de un marco acristalado adornado con las palabras «Ondeada en 1788», con el emblema de la Compañía de Carpinteros. Era evidente que se habían hecho numerosas ampliaciones en el edificio desde la primera construcción. Hasta el hermoso suelo de baldosas era posterior en casi cien años, observó Koster, después de la guerra civil, obra de la misma empresa británica que abastecía de baldosas al Capitolio. Los únicos artículos de la época eran ocho sillas Windsor verdes que habían usado los miembros del Primer Congreso Continental.

Volvieron a la escalera. Aunque estaba bloqueada por una puerta metálica baja, Koster la saltó fácilmente y empezó a subir por ella.

—Un momento. Usted, ese de ahí.

Un hombrecillo negro corpulento, calvo y con bigote fue corriendo hacia ellos. Llevaba un polo azul lavanda con el distintivo de la Compañía de Carpinteros: tres brújulas y una escuadra.

—¿Adónde se cree que va?

La placa decía: «Redding, Arnold».

—Arriba. A la biblioteca —contestó Koster.

—No se puede subir.

—Alguien de mi despacho llamó ayer. Me han dado permiso. Si comprueba los archivos, estoy seguro de que encontrará mi nombre. Koster. Joseph Koster.

El guardia enarcó una ceja.

—Esto no es ningún club, señor. Y esta noche no hay ninguna lista de invitados.

—Compruebe los archivos. Solo vamos a estar arriba un momento.

—Ya le he dicho que nadie me ha dicho nada de ningún Joseph Koster.

—Mire —insistió Koster, irguiéndose en toda su estatura. Trataba de darse un aire atrevido e imponente y lo miró con expresión imperiosa—. Señor Arnold...

—Me llamo Redding.

—Señor Redding. Alguien llamó ayer.

—Sí, ya me lo ha dicho. Y yo le he dicho que nadie va a ninguna parte sin permiso.

—Me llamo Savita Sajan. —Sajan se interpuso entre los dos hombres—. No queremos causarle ningún problema, señor Redding. Lo que mi amigo está...

—¿Savita Sajan? —El guardia le ofreció la mano—. Vaya, ¿por qué no lo ha dicho antes? Claro. El jefe ha recibido su mensaje. Es un verdadero placer conocerla. He leído todo sobre usted en People.

—Odio esas fotos. Creo que me hacen gorda. ¿No le parece?

El guardia se rió entre dientes y se dio una palmadita en la barriga.

—¿Lo dice en serio? —Sacó un llavero y abrió la puerta al pie de las escaleras—. Dígame si puedo hacer algo más por usted, señorita Sajan. —A continuación le guiñó el ojo a Koster, se dio la vuelta y se alejó contoneándose.

Koster se quedó petrificado, mirándola.

—¿Qué? —dijo Sajan.

—Anoche llamaste a Nick, ¿verdad?

Ella se quedó donde estaba, sonriendo.

—¿Verdad? —insistió Koster.

—Necesitábamos permiso para inspeccionar este sitio. No sabía que ibas llamar a McKenzie y Voight. No es para tanto.

—Antes, cuando te dije que había tomado medidas, no me has dicho nada.

—He aprendido hace mucho tiempo que cuando una forma parte de un equipo es importante que todo el mundo sienta que está... causando un impacto, contribuyendo.

—Sobre todo los hombres.

Sajan se rió.

—Sí. Sobre todo los hombres.

La visión de aquella risa lo desarmó por completo. Se había propuesto contestarle explicándole el valor de la honestidad, pero de pronto se sintió mezquino. ¿Qué más daba que Sajan hubiera llamado a Nick sin decírselo? Después de todo, eran amigos. Koster contó el número de peldaños de las escaleras y lo multiplicó por noventa grados.

—¿Te imaginas a Franklin subiendo estas escaleras con las manos cargadas de libros? —dijo Sajan—. Yo me lo imaginaba gordo y viejo. Enfermo de gota.

—Y de piedras en el riñón —añadió Koster—. De hecho, cuando se celebró el Segundo Congreso Continental, sufría tanto que tuvieron que traerlo en una silla de manos.

En lo alto de las escaleras había estanterías acristaladas que recubrían las paredes. El segundo piso de Carpenter’s Hall estaba dividido en dos habitaciones principales, al este y el oeste, y diversas cámaras más pequeñas al sur, que ocupaba el conserje. En la época de Franklin, la habitación del este albergaba la Compañía de la Biblioteca, y era donde se reunía el Consejo de Administración en las reuniones quincenales. La habitación del oeste, en cambio, había sido antaño un hermoso apartamento, aunque estaba atestado de instrumentos e invenciones de Franklin, tales como telescopios, bombas de aire y aparatos eléctricos. En la actualidad, habían instalado una réplica de la sala de juntas y la biblioteca originales en el ala oeste.

Comparado con el espacioso salón de abajo, la sala de juntas de la biblioteca parecía íntima y acogedora. Allí también hasta el último centímetro cuadrado de las paredes estaba cubierto de estanterías. En el centro de la estancia había una enorme mesa de madera que a todas luces no era de la época.

—Franklin alquiló el segundo piso para la Compañía de la Biblioteca —explicó Koster—. En aquella época los libros eran muy difíciles de conseguir y extremadamente caros. Demasiado para la mayoría de los coleccionistas privados. De modo que fundó la Compañía de la Biblioteca. Allí también era donde se reunía con Bonvouloir, un agente secreto francés. La gente no suele considerar a Franklin una especie de espía.

—Parece más bien un Smiley que un Bond —comentó Sajan con una carcajada—. Ben Franklin... un espía. Quién lo hubiera dicho...

Filadelfia

Koster deambuló por la sala de juntas, estudiando los libros de los estantes.

—Cuando la guerra en las colonias era inminente —le dijo a Sajan—, el rey Luis y su gabinete creyeron que se les presentaba una ocasión extraordinaria para debilitar a sus tradicionales enemigos de Gran Bretaña. Pero el conde de Vergennes, que era el ministro de exteriores, les recomendó que obtuvieran información de primera mano antes de actuar. De modo que el embajador francés en la Corte de San Jacobo, un tipo llamado Guines, sugirió un candidato: Julien-Alexandre Achard de Bonvouloir.

Koster se apartó de las estanterías y miró a Sajan.

—Guines lo describió como un oficial retirado del selecto Regiment du Cap, un caballero que había vuelto recientemente de Norteamérica. Pero lo cierto —dijo Koster— era que Bonvouloir no había sido más que un voluntario en el regimiento. Era la oveja negra de una familia de la baja nobleza. Tenía veintiséis años y poca educación, estaba físicamente discapacitado y se había pasado casi toda la vida despilfarrando la fortuna de la familia. Vergennes le advirtió a Bonvouloir que si lo capturaban y lo descubrían, Francia no acudiría en su ayuda.

—Un agente encubierto —comentó Sajan.

—Exacto. Le ordenaron que no llevara instrucciones escritas ni se presentara como embajador oficial. Considerando las luces y las sombras de su pasado, Bonvouloir accedió. —Koster se dirigió al lado sur de la estancia y miró el campo a través de la ventana.

—¿Cómo fue recibido en América?

—En otoño de 1775 el Segundo Congreso Continental comprendió que la derrota era inevitable a menos que obtuvieran armas y suministros del extranjero. Francia, el rival de Gran Bretaña, parecía la opción más lógica. El Congreso designó a un Comité de Correspondencia Secreta, del que Ben Franklin formaba parte. Más adelante recibió el nombre de Comité de Asuntos Exteriores, y como tal se convirtió en el antecedente del actual Departamento de Estado. —Koster hizo una pausa y meneó la cabeza—. Pero aquella era una época turbulenta. Como ya te había dicho, Franklin estaba aquejado de piedras en el riñón, y aunque lograran hacerse con nuevas armas y municiones parecía inevitable que la guerra fuese larga. Además, Deborah, la mujer de Franklin, había muerto en febrero del año anterior, mientras él estaba en Inglaterra. «En nuestras reuniones nocturnas», escribió Bonvouloir en un informe dirigido a Vergennes, «cada uno de nosotros tomaba una ruta distinta hasta el punto de encuentro señalado». En realidad, el informe de Bonvouloir a Vergennes es la única prueba de aquellas reuniones, ya que, por razones obvias, nadie tomaba notas. No olvidemos que lo que estaban haciendo los colonos era un acto de traición, pura y simplemente. Las colonias se habían sublevado, pero todavía no estaban en guerra. La independencia no se declararía hasta julio del año siguiente. Franklin estaba convencido de que Bonvouloir era un agente de Francia, pero este había recibido instrucciones de no confirmárselo. Que Jay y Franklin supieran, podría haber sido un doble agente.

Koster se puso detrás del amplio escritorio victoriano que había al otro extremo de la sala de juntas, coronado con un florero con brotes de lilas blancas, y se inclinó para olerlas. Eran deliciosamente dulces, aunque ya empezaban a marchitarse.

Franklin era un masón experto en códigos y reuniones clandestinas y estaba adiestrado para guardar secretos, prosiguió Koster, de modo que se trataba de un buen candidato para liderar aquella empresa. A pesar de los grandes riesgos que corrían y de los sufrimientos personales de Franklin, los miembros del Comité de Correspondencia Secreta celebraron tres largas reuniones de madrugada entre el 18 y el 27 de diciembre.

—Aquí mismo. En este piso —afirmó Koster—. Poco después, Bonvouloir regresó a Francia con una entusiasta evaluación. «Allí todos son soldados», afirmó. «Las tropas están bien vestidas, bien pagadas y bien armadas. Tienen más de cincuenta mil soldados regulares y un número aún mayor de voluntarios... La independencia es segura.»

—¿Era cierto?

—En absoluto. —Koster siguió dando vueltas por la habitación—. Pero el informe de Bonvouloir convenció a los franceses. El rey Luis le dio su aprobación a Vergennes para que este fundara una empresa, Rodrique Hortalez et Compagnie, para abastecer a los americanos de municiones o dinero para comprarlas. Les prometieron un millón de livres y dijeron que convencerían a los españoles para que les dieran otro.

—Eso era una fortuna en aquella época. ¿De veras lo hicieron?

—Franklin había sido periodista toda la vida —respondió Koster—. Era un maestro de la propaganda. Gracias a la información que le había facilitado a Bonvouloir, los franceses emprendieron una fabulosa campaña de construcción de barcos y aportaron más de doscientas naves de guerra a la causa. En 1778, cuando Franklin confirmó una alianza formal, los franceses apoyaron abiertamente a las colonias. Algunos historiadores estiman que el noventa por ciento de la pólvora que dispararon las tropas americanas durante la guerra procedía de Francia. ¡El noventa por ciento! Más adelante, en septiembre de 1783, Franklin firmó el tratado de París junto con John Jay y John Adams, que otorgaba la independencia absoluta a las colonias. Por supuesto, las cosas no fueron tan bien para los franceses. El apoyo financiero a la guerra americana mermó el tesoro francés, que ya estaba endeudado. La bancarrota de la nación implosionó en 1789. Luis y María Antonieta fueron decapitados tres años después.

—El genio de la democracia había salido de la botella —observó Sajan.

—En efecto. Ya no había vuelta atrás. Los ideales de la Ilustración, que se reflejaban en la masonería; el ascenso de las clases medias, tanto en Norteamérica como en Francia; lo que empezó aquí, en este piso, durante aquellas tres noches de susurros entre Franklin y Bonvouloir, cambió el mundo.

Koster señaló la habitación.

—Franklin conocía este sitio a la perfección. Cuando no estaba en la imprenta pasaba horas en esta biblioteca. Y conocía bien al arquitecto. Si realmente ocultó el primer fragmento del mapa aquí, podría estar en cualquier parte. Pero tengo la sensación...

—¿De qué?

—De que no lo encontraremos aquí, en la superficie. Han cambiado demasiadas cosas a lo largo de los años. —Se dirigió a las escaleras.

Sajan lo siguió y bajaron los escalones lentamente. Mientras caminaban, Sajan se puso a silbar y Koster tuvo que detenerse y reírse al reconocer la melodía: Secret Agent Man.

—Te han dado un número —cantaba— y te han quitado las piedras del riñón.14 —Y no tenía mala voz.

Al pie de las escaleras, Koster se dirigió a la puerta que llevaba al sótano. Había un hombre en el puesto instalado al otro lado del salón, pero parecía que no los estaba mirando. Estaba ayudando a una turista española a escoger una postal. Y no se veía a Redding, el guarda, por ninguna parte. Koster abrió la puerta.

—En el siglo XVIII no había herramientas eléctricas —comentó mientras encendía la luz y descendía por las empinadas escaleras de madera—. Usaron picos y palas para excavar el sótano. —Sajan fue tras él.

Aunque el sótano era tan espacioso como el salón de la primera planta, daba la impresión de que estaba atestado debido a la altura del techo. Koster se vio obligado a agacharse ligeramente para entrar. Había una lavadora y una secadora al pie de las escaleras, delante de una puerta que daba a los jardines de la parte de atrás. Asimismo habían construido un cuarto de baño en el flanco sur del sótano. Koster reparó en una especie de espacio enrejado lleno de archivos a la izquierda. Debajo del muro norte, hacia el este, habían construido dos cámaras acorazadas en las que antaño se habían guardado oro y plata, cuando el edificio hacía las veces de banco. La estancia estaba alumbrada por una hilera de bombillas de sesenta vatios suspendidas de las vigas. En un rincón había amontonadas herramientas de trabajo, así como unas cuantas latas de pintura, trapos, una escalera y aparentemente muebles cubiertos con lonas.

Koster señaló al techo.

—Esas dos vigas sustentan la primera planta. Cada una de ellas mide doce metros de largo y está cortada toscamente con una azuela. Parece que en aquella época no había sierras que fueran lo bastante grandes. Están talladas en pino blanco del este, que es difícil de conseguir en nuestros días. Para obtener el máximo apoyo posible, los leños estaban invertidos. —Señaló los extremos del edificio—. ¿Lo ves? La base de esa está en el extremo oeste del sótano y el extremo cortado de la otra está orientado hacia el este. Por eso los carpinteros tuvieron que cortar a medida cada una de las viguetas para que encajaran en los maderos. —Koster recorrió el suelo de ladrillos del sótano—. No te he contado la historia de Bonvouloir como anécdota histórica —añadió— ni porque tenga el síndrome de Asperger.

—No había pensado que...

—Franklin escogió este sitio para celebrar aquellas reuniones por una razón —la interrumpió Koster—. Podrían haberse reunido en cualquier parte. En la casa de un amigo. En la taberna de la Cuba. Pero Franklin escogió Carpenter’s Hall porque se sentía seguro en ella. Por mucho que se acalorasen en las discusiones, nadie los molestaría. Lo sabía. Por experiencia.

—¿A qué te refieres? —quiso saber Sajan.

Koster no contestó. Se dirigió al muro sur y se volvió hacia la izquierda. Mientras caminaba, iba pasando la mano por una de las vigas del techo.

—Observa cómo continúan las crucetas. Todas miden lo mismo. Excepto estas de aquí. Parece que se detienen en el muro.

—A lo mejor las cortaron demasiado —sugirió Sajan.

Koster frunció el ceño y meneó la cabeza.

—Eso no tiene sentido —replicó. Sacó de nuevo el Garmin de la bolsa—. Mira —dijo, señalando—. Según las coordenadas que descubrimos en Washington, lo que estamos buscando debería estar justo al otro lado del muro. —Puso los instrumentos en el suelo al lado de la bolsa. Seguidamente pasó la palma de la mano por la pared—. ¿Ves la forma del arco? Observa con atención. Estos ladrillos son distintos. No solo el color, sino el tacto. Estos fueron añadidos mucho después. Aquí antes había una puerta.

—¿Estás seguro?

—Solo hay una forma de confirmarlo. —Koster fue al rincón, examinó las herramientas de trabajo y cogió un pico y un puñado de trapos.

—¿Qué estás haciendo? No puedes ponerte a cavar aquí. Nos van a oír.

—Tal vez. —Koster envolvió la punta del pico con los trapos. A continuación lo blandió por encima del hombro y lo descargó contra la pared de ladrillos. Estos se estremecieron pero se mantuvieron firmes. Koster volvió a golpearlos. Le pareció que algunos ladrillos se combaban. Se puso a cuatro patas. Se había abierto un pequeño orificio en la base del muro. Koster alargó la mano hacia la abertura. ¡Su brazo la atravesó completamente! Se asomó al interior. Había algo dentro, estaba seguro de ello. Una especie de habitación. Pero estaba oscura y no veía más que unos centímetros. Apartó más ladrillos con la punta del pico, ensanchando la abertura—. Pásame la linterna —le dijo a Sajan—. Y la cámara digital. Están en mi bolsa.

Sajan lo obedeció. Koster introdujo de nuevo la mano en el agujero, encendió la linterna y el haz hendió las tinieblas del otro lado. Comprendió que, en efecto, se trataba de una habitación que se continuaba hasta cierta distancia. Se metió la cámara en el bolsillo y se arrastró a través de la abertura. El haz de la linterna se posó sobre los intrincados azulejos blancos y negros del suelo y luego sobre un estrado situado en el otro extremo.

—¿Qué es? —dijo Sajan, que lo estaba siguiendo.

—Un templo masón. Ya había visto algo parecido. Debajo de la catedral de Chartres —dijo Koster. Recorrió la estancia con la linterna. Se dio cuenta de que el estrado era un altar. Encima había una brújula y una escuadra. Pero ¿dónde estará el texto sagrado?, se preguntó. Por un momento había esperado descubrir el evangelio de Judas sobre la superficie.

—Pero ¿por qué iban a construir un templo aquí? —quiso saber Sajan.

—La gran logia de Pensilvania trasladaba su sede de un edificio a otro. La taberna de la Cuba. Independence Hall. ¿Por qué no este? Está aislado y es privado, pero en el meollo de las cosas. Y estando la biblioteca arriba, seguro que resultaba conveniente.

Koster dio la vuelta al estrado y se detuvo. ¿Qué era aquello? Parecía una grieta en la piedra caliza. La alumbró con la linterna. Parecía que la fisura descendía por un lado, a escasos centímetros del borde del altar. Y luego también en horizontal.

—Toma, sujeta esto un momento. —Le entregó la linterna—. Apunta aquí.

Koster pasó las uñas a lo largo de la línea. Era una grieta. ¡Y se movía! Koster empujó y la superficie cedió silenciosamente, apartándose hacia un lado. Había abierto una especie de gabinete oculto en la misma piedra.

—¿Un relicario? —exclamó Sajan, acercándose.

—Puede que antaño guardara objetos sagrados, como la brújula y la escuadra. Y también documentos.

—Como el evangelio de Judas.

—Es posible. Pero está vacío. —Entonces reparó en algo que se encontraba al fondo—. Espera un momento —dijo—. Alumbra dentro.

Koster metió la mano en la abertura y buscó a tientas. El interior del gabinete se hallaba cubierto de mugre y se preguntó cuántos siglos habrían transcurrido desde la última vez que alguien estuviera donde estaban ellos, en ese mismo punto. ¿Habría sido el propio Franklin? Era como meter la mano en el río de la historia. Por un momento Koster creyó que había sentido un movimiento. Se retiró instintivamente, cuando sus dedos tocaron un objeto en el interior. Parecía un pequeño fajo de papel o tela del tamaño de un pañuelo.

—¿Qué es? —dijo Sajan.

Koster lo depositó con cuidado sobre el altar, al lado de la brújula y la escuadra. Sajan se acercó un paso, dirigiendo el haz de la linterna hacia el objeto. Era vitela o piel de oveja. Pero demasiado grueso para tratarse de papel, pensó Koster. Y lo habían doblado varias veces. De modo que asió cuidadosamente los bordes, disponiéndose a separarlos, y lo desplegó poco a poco, un rectángulo tras otro. Se le aceleró el puso al darse cuenta de lo que podía tener entre manos. El mapa de Franklin. O al menos el primer fragmento del mismo. Estiró la piel de oveja con la mano.

Se trataba de un mapa, en efecto, pero no se parecía a ninguno que hubiera visto antes. Aunque la superficie estaba cubierta de curiosas ilustraciones y dibujos, no daban la impresión de corresponderse con ninguna masa de tierra conocida. Quizá se debiera a que no estaba completo. Se percató de que tal vez fueran necesarios los dos fragmentos restantes para ver realmente lo que era.

—¿Lo reconoces? —preguntó—. Más bien parece un esquema que un mapa.

—O un fragmento. Mira el borde. —Sajan señaló.

—Está roto.

—Y mira eso, la escritura. Es el mismo código masónico que hemos visto en la carta de Franklin a madame Helvétius.

Koster sacó apresuradamente la cámara digital y tomó algunas fotos del mapa. Durante unos segundos se produjo una explosión de luz en la estancia. Luego extrajo la libreta y empezó a traducir el texto. Poco a poco la frase afloró a la superficie: «Eran veintidós en la época de Dashwood». La leyó en voz alta.

Sajan meneó la cabeza.

—¿Quién es Dashwood? —preguntó.

—El único Dashwood que conozco es sir Francis. Era el director general de Correos de Gran Bretaña y fue canciller de Hacienda durante una temporada. El homólogo de Franklin. Eran amigos cuando Franklin vivía en Gran Bretaña. Sea como fuere, Dashwood fundó una sociedad secreta. Algunos dicen que era básicamente un club de bebedores. Desde luego no fomentaba la moderación, como muchos otros grupos masónicos de aquella época. Se autodenominaban la Hermandad de San Francisco de Wycombe. De West Wycombe, en Buckinghamshire, donde Dashwood tenía una finca. Pero la mayoría de la gente los conoce como los Frailes del Fuego Infernal.

—¿En Inglaterra? —preguntó Sajan—. «Mis tres hogares.» ¿No era eso lo que Franklin escribió en el diario? Ahí es donde encontraremos el siguiente fragmento del mapa, Joseph.

Koster se volvió hacia Sajan y le sacó una foto. Por un momento el destello del flas la sorprendió en medio de una sonrisa. Pero cuando miró la imagen de la cámara Sajan no estaba sonriendo en absoluto. Estaba mirando fijamente a algo que había detrás de Koster.

1761

Londres, Inglaterra

Franklin estaba volviendo a casa después de pasar una noche en la ciudad, tras la coronación del rey en la abadía de Westminster. Había esperado durante años, pero al fin se había celebrado, como él sabía que acabaría sucediendo.

Había sido una velada espléndida. El soberano había hecho su entrada en Westminster ante el toque de trompetas, con la túnica roja de Estado, y había tomado asiento en la silla de Estado. El arzobispo de Canterbury, el lord chambelán, el lord canciller y el conde mariscal se habían situado en los cuatro rincones de la abadía. Volviéndose sucesivamente hacia cada uno de estos rincones, el arzobispo había exigido que reconocieran al soberano con las palabras: «Señores, les presento a Jorge III, su rey incuestionable».

El monarca se había arrodillado para que el arzobispo le tomara juramento. Parecía una flamante moneda de oro nueva, recién acuñada, con una casaca de damasco de oro y calzones dorados, medias blancas, zapatos blancos con hebillas doradas y tacones de rojo cereza. La capa de terciopelo azul estaba forrada de armiño blanco con ribetes de oro sobre un jubón forrado y ribeteado asimismo con armiño que se había ceñido con un grueso cinturón de plata del que colgaba una espada.

Lo cierto era que Franklin no se habría percatado de aquellos detalles de costura si no hubiera sido porque estaba sentado al lado de un tal señor Edward B. Ravenscroft, de Ede y Ravenscroft, merceros de la Corona. Había sido el año más atareado de la historia, había confesado el comerciante con una sonrisa de comadreja. La compañía había vestido a nada menos que dieciséis duques y cuarenta y seis condes y, si tenían en cuenta las restantes categorías de la aristocracia, Ede y Ravenscroft habían servido a más de cien nobles. Una cifra asombrosa. Los sastres de Ravenscroft habían pasado horas interminables en los talleres de la calle Holywell, trabajando sin descanso durante toda la noche para asegurarse de que todas aquellas túnicas estuvieran listas a tiempo para aquella ocasión tan importante.

Ravenscroft señaló a diversos asistentes a la ceremonia. Las túnicas de los nobles estaban hechas de terciopelo rojo de cuerpo entero, explicó, con una capa de armiño. Las hileras de manchas de piel de foca en la capa indicaban el rango del noble en cuestión. Pero la categoría de las mujeres, continuó, no se indicaban mediante las manchas de piel de foca, sino mediante la extensión de las colas y la anchura de los ribetes. La cola de las duquesas medía dos metros; la de las marquesas, un metro y medio; la de las condesas, uno y cuarto; la de las vizcondesas, un metro; y la de las baronesas y las señoras, poco menos de un metro...

Franklin, que era un defensor acérrimo de las clases medias, se había escabullido temprano de aquella ceremonia para dar esquinazo al gregario Ravenscroft y se había reunido con su superior, sir Francis Dashwood, canciller de Hacienda, director general de Correos de Gran Bretaña... y fundador de los Frailes del Fuego Infernal.

Los dos hombres habían pasado las siguientes horas en unos apartamentos locales que sir Francis se había procurado especialmente para aquella ocasión. El sitio se hallaba atestado de mujeres de mala reputación, algunas de las cuales Franklin había conocido anteriormente en las cuevas de la hacienda de sir Francis en West Wycombe. Pero, sinceramente, Franklin no se encontraba de humor.

Estaba sentado con una joven prostituta en las rodillas cuando observó con absoluta sorpresa que no experimentaba ninguna reacción. Ninguna en absoluto. Quizá fuera, reflexionó, debido a lo que le había sucedido recientemente a William, su hijo bastardo.

De modo que se despidió y rehusó la oferta de sir Francis cuando este le ofreció un carruaje. Prefería caminar, le aseguró a lord Le Despencer. Necesitaba que le diera un poco el aire.

Y así lo había hecho. Estaba aturdido y rebosante de jerez. Recorrió la carretera de Westminster Bridge hasta el punto en el que cruzaba el Támesis. A lo largo del río florecían diversas empresas relacionadas con la navegación: azúcar refinado, caucho y jabón; productos químicos, pintura y tabaco. Sus emanaciones impregnaban el aire de la primera hora de la noche. Franklin se detuvo un instante en el puente y contempló el Támesis. Solo unas pocas embarcaciones permanecían amarradas en la ribera norte del río. La mayoría de las naves anclaban en el centro de la corriente, de un lado a otro, de modo que se veían obligadas a descargar con barcas. Todos los productos importados se llevaban a la Casa de Aduanas, donde se recaudaban más de la mitad de los impuestos del reino todos los años. Unas cien naves entraban y salían de los muelles todos los días. A Franklin le encantaba mirarlas cuando llegaban con sus barcazas, sus balandros y sus barcas, tratando de superar la corriente entre un diluvio de gritos y maldiciones. Los carboneros y los estibadores sudaban y cantaban mientras desembarcaban a los mineros que un día tras otro llevaban a Londres montañas de carbón procedentes del norte de Inglaterra. Parecía que un amasijo de aparejos festoneaba el cielo. Había naves ancladas en dos hileras hasta donde alcanzaba la vista, y las barcas y los esquifes serpenteaban entre ellas, tratando de dejar su carga en la orilla antes de que se hiciera totalmente de noche. Llevaban azúcar y ron, tabaco, cacao y café de las Américas. Llevaban aceite de palma y marfil de África. Y se iban cargadas con cajas de metales de Birmingham y productos de algodón de Manchester. Como su flamante traje nuevo de terciopelo azul.

Hubo una época, cuando era niño, en la que habría dado cualquier cosa por hacerse marinero y viajar por todo el mundo, libre y sin ataduras. Pero su padre le había sugerido que aprendiese otro oficio. Y la marea lo había dejado atrás.

Franklin exhaló un suspiro. Cruzó el puente y se dirigió al Parlamento. Mientras caminaba contempló Westminster Hall. El edificio se remontaba a la época de Eduardo el Confesor. La estructura, que antaño se había empleado como tribunal de justicia, había albergado diversos juicios notables a lo largo de los años, entre ellos el de sir William Wallace, el de los instigadores de la Conspiración de la Pólvora de 1606 y el del rey Carlos I en 1649.

Franklin apretó el paso en el terraplén. Quizá algún día él también acabara en aquel tribunal. Las cosas no marchaban bien.

Había vuelto a Londres en 1757, cuando tenía cincuenta y un años, casi treinta y cinco después de la primera visita que había realizado como aprendiz de impresor, siendo un adolescente. Al principio pensaba quedarse cinco meses, pero estos se habían convertido en casi cinco años. Había encontrado alojamiento en la calle Craven, entre la calle Strand y el río, cerca de los ministerios de Whitehall. La casera era una viuda prudente llamada Margaret Stevenson, que tenía una disposición agradable y una hija de dieciocho años llamada Mary, conocida como Polly, que se había convertido en una especie de hija adoptiva para Franklin, la homóloga de Sally, su verdadera hija.

Con setecientos cincuenta mil habitantes, Londres era la ciudad más grande de Europa y la segunda del mundo después de Pekín, que tenía novecientos mil. Por el contrario, Filadelfia, la más grande de América, solo tenía veintitrés mil residentes. En Londres Franklin había recibido enseguida el patrocinio de la élite intelectual y literaria. Collinson, el comerciante con el que se había intercambiado cartas sobre cuestiones eléctricas hacía unos cuantos años, lo había presentado ante la Royal Society, de la que recientemente lo habían hecho miembro, el primero norteamericano.

Franklin se pasaba casi todos los días en las cafeterías (en Londres había más de quinientas) en compañía de escritores, periodistas e intelectuales. Sus colegas de la Royal Society solían reunirse en la cafetería griega del Strand, en las inmediaciones de la calle Craven. Lo cierto era que, aunque se relacionara con sir Francis Dashwood, que era conservador, Franklin prefería rodearse de intelectuales sin título y artistas o mercaderes y artesanos. Bueno, generalmente, por lo menos. Franklin se acordó del tedioso Ravenscroft y lo recorrió un escalofrío.

Básicamente, tenía poco que hacer. En el verano de 1757 había intentado colaborar con el destacado terrateniente Thomas Penn y su hermano Richard. Pero por mucho que se comprometiera, Franklin no estaba dispuesto a aceptar que los terratenientes reclamaran la exención de todos los impuestos. Equiparaba la Asamblea de Pensilvania con el Parlamento de Gran Bretaña y afirmaba que la primera había recibido los mismos poderes legislativos a través de la Carta Real testada al gran William Penn, el padre de Thomas. Los terratenientes no estaban de acuerdo, por supuesto. Pero hasta el otoño de 1758 no habían contestado formalmente a sus numerosas quejas. Habían ignorado a Franklin, ordenándole a su abogado que se dirigiera directamente a la Asamblea de Pensilvania y le mandase a Franklin una copia de la carta. En ella afirmaban que las instrucciones de sus gobernadores eran inviolables y que la Carta Real «otorga facultades legislativas a los terratenientes». En otras palabras, que la Asamblea no tenía ninguna autoridad efectiva. Sus miembros podían dar «consejo y aprobación». Nada más.

A modo de protesta, Franklin había escrito un anónimo al Chronicle de Londres, una de sus estratagemas típicas, arremetiendo contra las acciones de los Penn, a los que había tachado de contrarios a los intereses de Gran Bretaña. Pero nadie lo había escuchado.

Lo cierto era que había fracasado como diplomático. Había permitido que las animadversiones personales que profesaba a los terratenientes interfiriesen con su misión. En vano había intentado repetidamente arrebatarles Pensilvania a los Penn para convertirla en una colonia de la Corona, pues el Consejo Privado de Londres, a través de todos sus fallos, jamás había mostrado interés alguno en modificar la carta para despojar de sus poderes a los terratenientes.

Franklin, desafiante, no había vuelto a casa, sino que había empezado a abrigar la idea de trasladar a su familia a Inglaterra. Realizó varios viajes. En Norteamérica al fin estaba terminando la guerra franco-india; Gran Bretaña y las colonias se habían apoderado de Canadá, así como de buena parte de las islas azucareras caribeñas que antaño habían pertenecido a Francia y España. Pero en Europa seguía librándose la guerra de los Siete Años entre Inglaterra y Francia. De modo que había ido a Escocia, donde había conocido al economista Adam Smith y al filósofo David Hume, con quienes había entablado amistad. A continuación se había aventurado hasta Holanda y Flandes.

En realidad, admitió Franklin para sus adentros, no solo había ido al extranjero para sobreponerse a sus fracasos como diplomático, sino también a sus fracasos como padre. William, su hijo bastardo, había seguido sus pasos y había tenido un hijo ilegítimo, William Temple Franklin, conocido simplemente como Temple. La madre del chico, como la del propio William, era una mujer de la calle. Pero en lugar de aceptar la paternidad, como había hecho Franklin, en lugar de casarse cuanto antes y llevarse el muchacho a casa, William lo había mandado en secreto con una familia de adopción para que esta lo criase. Al parecer William había heredado los peores defectos de Franklin y ninguna de sus virtudes.

De modo que Franklin había viajado, tratando de distraerse. Y ahora que volvía de la coronación del monarca estaba afligido por otra mala noticia. Aquella misma mañana había recibido una carta de los Países Bajos. Su amigo Pieter van Musschenbroek, el inventor de las botellas de Leyden, había muerto en misteriosas circunstancias durante un experimento no mencionado. Franklin le había hecho una visita en el continente recientemente, hacía apenas unas semanas, y pese a que tenía casi setenta años, lo había encontrado completamente sano, lúcido y activo. Le había enviado una misiva sobre la investigación de los fluidos eléctricos que estaba llevando a cabo y el matemático holandés le había contestado con una notable claridad. La muerte de Musschenbroek era una pérdida terrible y ciertamente inesperada.

Al dirigirse a la calle Craven se internó en una callejuela cerca de Hungerford Lane, donde se topó con una pareja de señoritas. Franklin se echó hacia atrás para dejarlas pasar. Una de ellas llevaba una mantilla cortesana de damasco escarlata de corte bajo con una elaborada cola. Tenía los ojos castaños, grandes y redondos, y una sonrisa maliciosa. Franklin se inclinó cuando pasaron.

—Buenas noches, señoritas —dijo con una sonrisa.

La chica del vestido rojo soltó una risita y entonces Franklin sintió una mano firme en el hombro.

Alguien le dio la vuelta. Franklin blandió el bastón cuando una figura salió de las sombras.

Y se quedó petrificado.

¡Aquel hombre! Con los ojos oscuros y las cejas oscuras. Con la barba negra y rala, que ahora tenía franjas grises, y la nariz larga. Aquella levita. El hábito de un clérigo.

Habían pasado más de treinta años, pero seguía teniendo el mismo aspecto. Franklin bajó el bastón.

—¿Tú? —dijo en un susurro, mientras la punta de una hoja lo pinchaba en el cuello.

Filadelfia

—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? —dijo Koster. Se dio la vuelta, tratando de atisbar algún movimiento en las sombras que lo rodeaban. Pero el templo subterráneo estaba desierto, silencioso como una tumba.

Sajan dio un paso hacia él.

—Me ha parecido oír algo —dijo—. Ahí. ¿Lo escuchas?

Entonces Koster oyó voces. Una de ellas era la de Redding.

—Acceso restringido —declaró el guardia—. No puede bajar ahí.

—¿Por qué no? —replicó otro hombre—. Si han bajado otras personas. —Tenía un leve acento.

—Acceso restringido —insistió el guardia. Una puerta se cerró violentamente. Y luego nada.

Koster miró a Sajan, que le devolvió la mirada, abriendo los ojos como platos. Esperaron un momento más. Finalmente, Koster dijo con tono suave:

—Es hora de irse.

Ella asintió. Se dirigieron al agujero del muro y al cabo de unos instantes habían vuelto al sótano.

Tardaron alrededor de diez minutos en colocar de nuevo los ladrillos en la pared. Por suerte, no habían roto ninguno con la punta del pico. Cuando acabaron, a menos que alguien lo estuviera buscando expresamente, era casi imposible precisar el punto por el que habían pasado al otro lado.

Koster guardó en la mochila, junto con la cámara digital y la linterna, el fragmento del mapa que habían encontrado. Dejó las herramientas donde estaban y subieron las escaleras. Redding, el guardia de la Compañía de Carpinteros, estaba al otro lado del salón, al lado del puesto de regalos. Sajan fue a darle las gracias.

—No tiene importancia, no tiene importancia —insistió él.

Quizá fuera porque habían pasado mucho tiempo bajo tierra, pero cuando franquearon la puerta del edificio la luz del sol les resultaba insoportable y el azul del cielo prácticamente ajeno. Habían bajado la mitad de los escalones cuando Koster reparó en un hombre que había en el patio.

Había algo en él, pensó. Le resultaba extrañamente familiar. Y entonces le vino a la memoria. Apartó a Sajan hacia un lado.

—No mires ahora, pero ese hombre que está justo detrás de nosotros. ¡No te des la vuelta! —Koster sacó la cámara digital de la mochila y tomó algunas fotografías de la fachada del edificio—. Juraría que lo he visto antes, en D. C.

Sajan lo miró con el ceño fruncido un momento, confusa. Entonces, con aire despreocupado, se dirigió al sendero de ladrillos que daba la vuelta al edificio. Koster fue tras ella. Mientras caminaban echó la vista atrás un instante. El desconocido también se estaba moviendo. Iba directamente hacia ellos. Koster apuntó hacia el patio con la cámara. El hombre se detuvo y volvió la cabeza. Deliberadamente, Koster hizo una fotografía, pero la cara del hombre se perdió entre las sombras.

Koster se guardó de nuevo la cámara en el bolsillo, asió la mano de Sajan y la condujo con apariencia despreocupada hacia la esquina de la casa. En cuanto perdieron de vista el patio, apretó el paso.

—Vamos —la apremió, y ambos salieron corriendo por el angosto sendero de ladrillos. Cuando llegaron a la parte de atrás del edificio, del follaje cercano surgió otro hombre. Llevaba el mismo impermeable azul marino y los pantalones chinos impecables que el tipo de delante. Hasta el corte de pelo militar era idéntico. Koster miró por encima del hombro. El primer hombre había doblado la esquina tras ellos.

Apretó la mano de Sajan y se desviaron abruptamente hacia la derecha, en paralelo al edificio, hacia una abertura en la cerca de la parte de atrás. El hombre que había salido del follaje fue corriendo tras ellos. Koster apretó el paso. Estaban corriendo cuando llegaron a la cerca. Sajan se escabulló fácilmente a través de la abertura. Koster volvió la vista atrás. Los dos hombres se habían reunido, uno a cada lado de la cerca. Ahora solo estaban a unos metros de distancia.

Koster fue corriendo detrás de Sajan. El camino atravesaba un amplio prado hasta unos jardines y una hilera de casas de ladrillo que se alzaban al final de la manzana.

—Los jardines —señaló Sajan, mirando por encima del hombro. Los dos hombres estaban atravesando el patio. Enseguida caerían sobre ellos.

Koster estaba resollando cuando llegaron al antiguo camino de guijarros que atravesaba el prado. Por un momento consideró seguir ese camino, pero supo instintivamente que si trataban de desviarse en cualquier dirección, uno de los perseguidores se desviaría para interceptarlos. De modo que continuaron hacia el sur, recorriendo la pasarela que llevaba a los jardines de la calle Walnut, delimitados por un muro de ladrillos de escasa altura.

Al cabo de unos instantes atravesaron la puerta del muro. A la derecha había un gran seto de acebo de, al menos, tres metros de altura y un mirador semioculto. Al otro lado Koster divisó un jardín colonial, consistente en cuatro cuadrantes, cada uno de ellos afianzado mediante árboles. Y más allá estaba la calle. Koster la veía más adelante, al otro lado del muro de ladrillos. Los coches surcaban Chestnut a toda velocidad. ¡Casi habían llegado! Salieron corriendo sendero arriba cuando Sajan se detuvo inexplicablemente.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

Entonces él también reparó en la figura que estaba a un lado. Allí mismo, a la sombra de un árbol. Koster tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que no lo engañaban sus ojos. Era una monja. Una monja joven con un largo hábito azul marino, túnica gris y toca. Tiró de la mano de Sajan, pero esta parecía clavada en el sitio.

—Venga —insistió, tratando de llevársela. La puerta de la calle se abría delante de ellos. Y solo era una monja, después de todo—. Vamos —insistió.

Koster se dirigió a la calle, confiando en que Sajan lo siguiera rápidamente, cuando alzó la vista y vio la cara de la monja. Le estaba sonriendo. Salió a la luz y distinguió al fin sus facciones. Con los ojos castaños y la piel morena, su rostro era perturbadoramente hermoso. No, no solo hermoso. De alguna manera resultaba erótico, sensual... y despiadado. Entonces le vino a la memoria lo que había dicho el chófer de Sajan después del accidente que habían sufrido de camino al aeropuerto: «Pensará que estoy loco, pero la persona que estaba al volante de la furgoneta... parecía una monja».

Lo asaltó un pánico insensato como una ráfaga de aire frío. La monja fue hacia él. No lograba apartar la mirada de ella. Se sentía como una rata hipnotizada ante la danza de una cobra. La monja estaba recorriendo el sendero a grandes pasos, pero Koster no podía moverse. Cuando se puso a correr, la visión le resultaba tan extrañamente incongruente, tan irreal, que prácticamente se le había echado encima antes de que despertara de aquella fantasía.

La monja dio un salto y lo embistió de lleno en el pecho con los pies. Koster sintió que se desplomaba dando vueltas. La bolsa del ordenador se le resbaló del hombro, alejándose a la manera de un cangrejo. Se dio la vuelta para incorporarse y se puso en pie de un brinco, resollando. Se había quedado sin aliento. No vio a la monja por ninguna parte. Entonces oyó un sonido semejante al vuelo de un insecto.

Algo relució delante de su cara y se le enrolló alrededor del cuello.

Cuando levantó las manos para quitárselo sintió todo el peso de la monja en las espaldas. Koster se tambaleó y cayó de rodillas. No podía respirar. Por mucho que lo intentaba, aunque sus dedos tironeaban de la cuerda que le rodeaba el cuello, no lograba quitársela.

1761

Londres, Inglaterra

El caballero aferró a Franklin, poniéndole el cuchillo en la garganta. Franklin, aunque era más corpulento, estaba indefenso en manos del hombre oscuro. El bastón se le resbaló de la mano.

—El evangelio de Judas —dijo el caballero—. ¿Dónde está?

Forcejearon unos instantes. Franklin trataba de desasirse, pero cada vez que hacía un movimiento el caballero aplicaba más presión con la hoja, hundiéndosela en la piel. Empezó a sangrar por el cuello.

—En un lugar seguro —contestó Franklin. Y se rió.

—Yo no le veo ninguna gracia al aprieto en el que se encuentra —repuso el caballero.

—Claro que no —asintió Franklin—. El problema de confiarse en el plano físico es que este tiene límites muy estrechos. Los músculos fallan. Los tendones se tensan. Los huesos se vuelven frágiles con los años. Pero la mente... —Sus palabras se apagaron—. La mente no conoce límites.

—¿De qué demonios está hablando?

—¿Quién te ha enviado? —quiso saber Franklin—. ¿Han sido los Penn?

El caballero se rió.

—Me manda el papa Clemente en persona. ¿Acaso cree que no sabemos lo que dice Voltaire? En una carta dirigida a Helvétius que acabamos de interceptar escribe: «Cuando hayamos destruido a los jesuitas lo tendremos fácil con los infâmes». Ahora yo diría que no será tan sencillo. —El caballero lo pinchó en el cuello—. ¿Dónde está el evangelio?

—Soy un embajador en la Corte de San Jacobo. Tengo amigos poderosos.

—Cada día menos, señor Franklin. Se han hartado de usted. Y de sus intromisiones. Ya no es bienvenido en Inglaterra. Hasta lord Le Despencer ha dejado de protegerlo.

Franklin sintió que la hoja le cortaba la garganta.

—¡No, espera! —exclamó—. He dejado instrucciones específicas. Si me matan, mis editores publicarán el evangelio de Judas y revelarán las logoi al mundo entero. Suéltame. Deja que me marche. ¡Deja que me marche! —ordenó.

El tono de Franklin era tan estridente que el caballero se echó atrás y bajó la hoja. Volvió a blandirla al momento.

Franklin se colocó la peluca.

—Esto me provocará un ataque de gota, ya lo verás. —Se agachó para recoger el bastón—. Díselo a tus amos —añadió—. Es mi última propuesta. Si vuestros agentes vuelven a atacarme a mí o a cualquiera de mi familia, si muero en circunstancias misteriosas, si caigo en un accidente, ante la daga de un borracho en la coronación del rey o en cualquier otro evento, mis socios publicarán el evangelio de Judas.

»Pero... —continuó, quitándose las gafas, que limpió cuidadosamente con un pañuelo que se sacó de la manga— si dejáis de perseguirme, si me dejáis en paz, os juro que nunca revelaré lo que dice. Mantendré las logoi en secreto. —Se puso de nuevo las lentes bifocales en la nariz. Luego sonrió—. Me las llevaré a la tumba.

—Van Musschenbroek también se mostró confiado hasta el final —replicó el caballero—. Todos hacéis lo mismo.

Franklin titubeó.

—¿Van Musschenbroek? ¿Qué tiene que ver con el evangelio?

—Lo incluiste en tus planes cuando le mandaste aquella carta. Sabemos lo de la máquina de Dios. Sabemos qué es lo que hace. Pero jamás la construirás.

Franklin miró fijamente al hombre de la barba negra y rala.

—Mi propuesta es justa —repuso—. Comunícasela a tus amos. —Luego se dio la vuelta—. Y no quiero volverte a ver nunca.

Filadelfia

Koster sentía que el mundo se estaba cerrando sobre él. Vio que uno de los hombres se abalanzaba contra Sajan. Ella se quedó quieta un momento, como si lo estuviera esperando, y entonces, en el último segundo, se dio la vuelta, le aferró la mano y se la retorció, y el atacante se elevó en el aire para dar una voltereta más allá de la cadera de Sajan y se estrelló contra el imponente seto de acebo, llevado por el ímpetu de la embestida. Antes de que hubiera tenido ocasión de levantarse, Sajan se puso encima de él y le dio un pisotón en la rodilla mientras trataba de incorporarse. Se escuchó un desagradable chasquido quebradizo, seguido de un grito.

Koster tironeó de la cuerda que le rodeaba el cuello, tratando de zafarse de ella, pero el peso de la monja en su espalda lo mantenía clavado sobre las rodillas. Sus dedos forcejeaban con la cuerda y con un objeto que estaba adherido a esta. Era una especie de crucifijo. ¡Lo estaba estrangulando con las cuentas de un rosario!

La monja echó mano al crucifijo, lo cogió entre los dedos y el cuerpo de Cristo cayó al suelo, revelando la corta hoja plateada que había debajo. Se la puso delante de la cara. Koster la veía, aunque se le estaba nublando la vista. Entonces soltó la cuerda y le agarró la mano. La visión de la hoja a escasos centímetros de su ojo lo había llenado de un terror insondable. La adrenalina le bombeaba en las venas.

Koster observó impotente mientras el segundo hombre arremetía contra Sajan. Describieron círculos el uno alrededor de la otra. El atacante tenía un cuchillo en la mano y una sonrisa en la cara. Era joven, de veintitantos años, tenía los ojos castaños y un fino bigotito. De pronto se arrojó contra ella. Sajan se apartó de nuevo hacia un lado y la hoja hendió el aire. El atacante bajó la mano, apuntándole al rostro con la punta, pero ella la interceptó fácilmente entre los antebrazos. A continuación, le aferró la muñeca con la diestra, se la retorció hacia abajo y el joven dio una vuelta, maldiciendo y tratando de estirar el codo. El cuchillo salió despedido de sus dedos. Desequilibrado, trató de darle un puñetazo en la cara. Lo siguiente sucedió demasiado deprisa para verlo claramente. Sajan abrió la palma de la mano izquierda y le asestó un golpe en la cara. La cabeza del atacante se echó bruscamente hacia atrás y le brotó sangre de la nariz. Después ella se volvió sobre la cadera, puso la mano en forma de punta y lo golpeó con gran velocidad y precisión en el seno de la yugular. El hombre se derrumbó ante ella, aferrándose la garganta. Sajan le rodeó los tobillos con el pie derecho y lo empujó con fuerza contra el suelo. Mientras el asaltante se desplomaba, Sajan descargó la punta del codo directamente sobre su nuca. Luego se giró y miró a Koster.

Este seguía teniendo la hoja de la monja delante del ojo. Por mucho que lo intentaba, aunque hiciese acopio de todas sus fuerzas, no lograba apartarla. No dejaba de acercarse. Sentía que sus brazos se debilitaban, que le pesaban. No podía respirar. De repente todo se oscureció, como si una nube hubiera cubierto el sol. Se acabó, comprendió Koster, preguntándose qué sentiría cuando el cuchillo le atravesara el ojo. ¿Tendría terminaciones nerviosas? ¿Sentiría el frío acero mientras este seccionaba la membrana? Sin previo aviso, la hoja plateada se desvaneció y desapareció la presión en el cuello. Se esfumó de súbito. Koster escupió, tosió y se derrumbó hacia delante, resollando. A continuación alzó la vista.

La monja se estaba acercando a Sajan. Esta se mantenía firme, esperando, adoptando una especie de postura de combate, adelantando el pie izquierdo y echando el derecho hacia atrás. Entonces la monja se detuvo bruscamente y miró por encima del hombro. Al principio Koster pensó que lo estaba mirando. Luego se dio cuenta de que estaba mirando algo que estaba detrás de él.

Koster se puso en pie trabajosamente. Había una docena de figuras ataviadas con disfraces de milicianos caminando por la acera, al otro lado de la cerca de piedra. Más soldados de fin de semana para la batalla de Germantown. Koster hizo aspavientos y trató de gritar, pero no brotó ningún sonido.

—Eh —dijo con voz ronca—. Aquí. —Fue apenas un susurro.

Los hombres se dieron la vuelta para mirarlo y le devolvieron el saludo.

Koster miró por encima del hombro. La monja y los dos perseguidores se estaban alejando. Uno de ellos cojeaba visiblemente. El otro llevaba la bolsa del ordenador de Koster. Sajan estaba apartada, observando al trío que se retiraba.

—Eh —exclamó alguien—. ¿Se encuentran bien?

Era uno de los milicianos. Llevaba una larga casaca de color azul oscuro con forro escarlata, chaleco blanco, pantalones y tricornio.

Koster asintió.

—Bien —consiguió articular. Y entonces, como si hubieran accionado un interruptor, sintió dolor. Un dolor terrible, como si le hubieran rodeado el cuello con un collar de fuego.

—Estamos bien —asintió Sajan, que de pronto se hallaba a su lado—. Lo estás, ¿no? —Le tomó la mano.

Los milicianos se alejaron, sonrientes.

—La bolsa del ordenador... —dijo Koster con voz ronca.

—Sí, lo sé. Se lo han llevado todo. Junto con el primer fragmento del mapa.

Koster metió la mano en la chaqueta.

—Todo no. —Sacó la cámara digital. Luego tosió de repente, se dobló por la cintura y escupió—. Y he dejado el diario de Franklin en el hotel.

—Entonces todavía estamos en el juego.

Koster alzó la vista. Sajan le había puesto una mano en el hombro y le estaba sonriendo.

—¿Crees que esto es un juego? —protestó, enjugándose la boca—. ¿Y quiénes eran esos tíos?

Sajan miró a través del prado en dirección a Carpenter’s Hall. La monja y los dos hombres se habían desvanecido.

—No lo sé. Supongo que eran ladrones.

—¡Ladrones! ¿Me estás tomando el pelo? ¿Desde cuándo la gente se disfraza de monja para robar un ordenador portátil? —Se frotó el cuello—. Esto ya me había pasado antes, ¿sabes?

—¿El qué? ¿Que te robara una monja?

—Que me estrangularan —replicó Koster—. En Amiens, en Francia. —De pronto estalló en carcajadas. Quizá se debiera a tanta excitación. Quizá fuera simplemente la adrenalina que fluía frenéticamente por sus venas. Pero, a pesar del ardiente dolor del cuello, Koster no podía dejar de reírse—. ¿Has visto el salto que ha dado para pegarme una patada? ¡Joder! Si ni siquiera puedes fiarte de una monja en este mundo... Gracias a Dios que no fui a un colegio católico o ahora tendría un verdadero trauma. ¡Y tú! ¿Qué ha sido todo eso? —Agitó las manos en el aire—. Ese rollo de Jackie Chan.

—Fui a clases de artes marciales durante años cuando era niña. Mi padre creía que las mujeres tenían que saber defenderse.

Koster meneó la cabeza, haciendo una mueca.

—Pues me has salvado el culo. ¿Has visto el puto cuchillo que había en el crucifijo? ¿Qué clase de chiflada esconde un cuchillo en un crucifijo? No, no me lo digas... Los editores de la competencia. —Se rió. Entonces la euforia lo abandonó y se quedó donde estaba, frotándose el cuello.

Al cabo de un momento, después de que el silencio se hiciera insoportable, Sajan suspiró.

—Los caballeros de Malta. Los mismos que antaño andaban detrás del mapa de Franklin. Detrás del evangelio de Judas, Joseph. Igual que nosotros.

Koster contempló el jardín colonial, los lirios floridos y los árboles frutales.

—Yo no —contestó—. Yo estaba haciéndole un favor a Nick. Igual que tú, ¿no? Pero ahora que ha pasado esto... No pensarás continuar, ¿verdad?

—¿Continuar?

—Buscando el evangelio de Judas.

—¿Por qué seguiste buscando el evangelio de Tomás después de que te atacaran en Amiens?

Koster se disponía a contestarle, pero se interrumpió y meneó la cabeza.

—No lo sé —admitió—. Para resolver el acertijo, supongo. Para desentrañar el laberinto. Pero eso era otra cosa. Yo no sabía a qué me estaba enfrentando. No realmente. —Hizo una pausa, tratando de encontrar un motivo—. Además, me ayudaba un policía. Nigel Lyman.

—Entonces deberías llamarlo —dijo Sajan—. Cuando aterricemos en Inglaterra. Tenemos que encontrar el segundo fragmento del mapa, Joseph.

—Estás como una cabra —exclamó Koster—. Déjame decirte una cosa. La última vez que me pasó algo parecido no acabó bien. Vi a la mujer que amaba con un agujero en la cabeza.

—¿Qué estás diciendo, Joseph?

—Ya sabes lo que quiero decir.

—Sí, ya sé lo que quieres decir. Y me halaga que te preocupes por mí. Pero ya soy mayorcita. Sé cuidarme sola. Acabas de verlo.

—¿Por qué haces esto?

Sajan guardó silencio, contemplando los jardines.

—Contéstame, Savita. ¿Y si realmente encontramos el evangelio? ¿Qué pasará entonces? ¿Y si realmente debilita a la Biblia y a la Iglesia? ¿Y si debilita el cristianismo? A mí no me importa demasiado, no te creas, pero sé que a ti sí.

—Si el evangelio de Judas revela las auténticas palabras de Cristo, aunque sean gnósticas, es necesario que salgan a la superficie. Es necesario que se escuchen. Y... —Flaqueó y al cabo de un momento añadió—: Mira, si quieres venir, ven. Si no... dame la cámara. —Alargó la mano.

Koster se quedó donde estaba.

—La cámara, Joseph.

Al cabo de un instante Koster se metió la mano en el bolsillo y se la dio.

—Gracias —dijo ella suavemente.

—Eso es lo que dices ahora. Pero más adelante —refunfuñó—, cuando te haya cortado la garganta una monja católica chiflada, a lo mejor ves las cosas de otra forma.

Sajan enfiló el sendero que llevaba a la puerta que daba a la calle Chestnut.

—No pienso acompañarte —exclamó Koster—. Estás sola, ¿me oyes? Si quieres suicidarte es asunto tuyo.

Sajan siguió caminando.

—Estoy de vacaciones —vociferó Koster—. No me pidas que vaya a rescatarte. No pienso ir a Inglaterra. Ya basta. He tenido suficiente. Se acabó. —Suspiró. Se frotó el cuello—. No pienso ir a Inglaterra —repitió, mientras la seguía.

Sajan ni siquiera se dio la vuelta.

Washington D. C.

Michael Rose presidía la mesa de la sala de conferencias en las oficinas del Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia, chasqueando la punta del bolígrafo. A su lado, contemplando a través de la ventana el museo Nacional de Arte Norteamericano, que se encontraba al otro lado de la calle, temblaba el arzobispo Lacey. El prelado católico acababa de referirle el nuevo fracaso de los caballeros en Carpenter’s Hall. Había sido un completo desastre. Rose chasqueó el bolígrafo. Y ahora Michael se veía obligado a llamar a la caballería. Chasqueaba el bolígrafo sin cesar y se arrancó una tira de piel muerta de la oreja.

—¿A qué hora dijo Linkletter que vendría? —le preguntó el arzobispo.

Michael consultó el Rolex. El vicepresidente llegaba tarde. Como siempre.

—En cualquier momento, excelencia. —De algún modo había encontrado la medida exacta de ironía para condensarla en ese apelativo. Era como si en realidad estuviera diciendo: «Estúpido incompetente. Anacronismo papista».

Lo cierto era que el vicepresidente los había invitado a su despacho del ala oeste, pero Michael había rehusado cortésmente. Últimamente, la Casa Blanca era el sitio menos idóneo para reunirse, debido al descrédito de la guerra en Iraq y los diversos escándalos del partido: el despido de los fiscales, el ascenso en el banco Mundial, Mark Foley, Tom DeLay y Larry Craig. La lista era interminable. Ahora que se avecinaban las primarias, lo último que necesitaban los republicanos era perder el voto de la derecha cristiana, pensaba Michael, aunque de hecho lo estaban consiguiendo.

Michael se había reunido varias veces con Robert Linkletter. Habían ido de cacería en el sur de Texas y habían jugado juntos al póquer en Nevada. Aquella noche en Nevada... Michael sonrió. Antes de que Linkletter fuera nombrado vicepresidente.

Le gustaba la postura pragmática del vicepresidente a la hora de hacer las cosas. Linkletter era un auténtico hombre de acción, aunque le faltara tacto y no fuera mucho a la iglesia. En el fondo, no era creyente. Pero el vicepresidente sí, y eso era lo único que importaba.

En ese preciso instante se abrió la puerta de la sala de conferencias y entró el vicepresidente Linkletter. Era un hombre robusto, con rasgos afilados. Llevaba un oscuro traje de oficina de raya diplomática, gafas de montura de oro y una brillante corbata escarlata con aves de caza de seda bordadas, observó Michael. El vicepresidente se volvió hacia su acompañante y le dijo que lo esperase en el pasillo. Luego cerró la puerta y se dirigió directamente a la cabecera de la mesa.

—Pastor Rose —comenzó con tono sonoro. Michael se puso en pie para saludarlo y se estrecharon la mano—. ¿Cómo está tu padre? —le preguntó el vicepresidente—. Esperaba verlo...

—Sigue en el retiro —lo interrumpió Michael—. Un viaje espiritual.

Linkletter se volvió hacia el arzobispo.

—Excelencia. —Asintió, pero no estrechó la mano del prelado. Por el contrario, se dirigió a una mesita y se sirvió un gran vaso de agua. Exprimió un limón antes de darse la vuelta y decir—: Bien, ¿qué puedo hacer por ti, Michael? —Se dejó caer en una silla.

Michael no tardó mucho en ponerlo al día. El vicepresidente Linkletter ya conocía buena parte de la historia. Cuando acabó, el vicepresidente se encaró con el arzobispo Lacey.

—¿Y los de Filadelfia eran empleados suyos?

—Venían muy recomendados, señor vicepresidente.

—¿Por quién?

—Por el senador Fernández. De Florida.

—Santiago Fernández es un imbécil. Nos viene bien para embolsarnos el voto cubano el día de las elecciones, pero es imbécil.

—Le suplico que... —empezó Lacey.

—Suplique todo lo que quiera —repuso con tono gélido el vicepresidente, que se volvió hacia Rose, haciendo caso omiso del arzobispo.

Linkletter se estaba mostrando especialmente grosero aquella mañana, observó Michael. Era evidente que el vicepresidente no había olvidado la tibia postura que había adoptado la Iglesia católica durante las últimas elecciones presidenciales. Les habían instado a que excomulgasen al contendiente demócrata por su postura sobre el aborto, pero después de que la prensa les hubiera apretado las tuercas se habían achantado de repente.

—¿Qué es lo que quieres que haga, Michael? ¿Arrestarlos? ¿Por qué? No han hecho nada.

—Son una amenaza para la seguridad nacional, Bob.

—¿Cómo es eso?

—Piensa en lo que sucederá si encuentran lo que están buscando y se publica ese evangelio. Si se pone en tela de juicio la Biblia, ¿qué será de la Iglesia? Ya conoces las encuestas. El ochenta y tres por ciento de los evangelistas cree en la Biblia al pie de la letra. Y el sesenta por ciento de todos los cristianos cree que los hechos que se refieren en el libro del Apocalipsis acabarán sucediendo. Puede que dentro de poco. En el caso de los cristianos renacidos, los fundamentalistas y los evangelistas, el porcentaje asciende al setenta y siete por ciento. El setenta y uno por ciento de todos los evangelistas cree que el mundo acabará con la batalla del Armagedón y entre el cuarenta y dos y el cuarenta y seis por ciento de todos los americanos afirma, al igual que el presidente Alder, que ha «renacido». No podemos permitirnos el caos que provocaría en Occidente el descubrimiento de un evangelio de Judas históricamente preciso. Sería como si nos quitaran la alfombra moral de debajo de los pies. Ya hay muchos ateos y perdidos en manos de las últimas religiones mundiales.

—Gracias a la guerra en Iraq, Abu Ghraib y Haditha —intervino el arzobispo—, Estados Unidos han perdido autoridad moral a los ojos de la mayoría de las naciones. Y ahora, con todos esos escándalos éticos en Washington...

Linkletter se dio la vuelta en la silla y miró fijamente a Lacey con ojos de lagarto, como una salamandra a punto de saltar.

—Y lo dice un hombre cuya organización se identifica con los abusos infantiles. No me dé sermones sobre autoridad moral, excelencia. Mírese la viga en el ojo.

Michael sonrió. Uno de los escándalos que estaban causando mayores estragos en Washington estaba relacionado con los miles de millones de dólares que habían desaparecido durante la reconstrucción de Iraq y que, en buena parte, había administrado la empresa que Linkletter había presidido antes de llegar a Washington. No le extrañaba que se mostrara susceptible.

—Caballeros, no discutamos —dijo—. Está en juego la existencia del cristianismo. Estamos hablando del desmoronamiento de la Iglesia de Cristo. Y con este, del ascenso proporcional del islam. Del fundamentalismo islámico. Del yijadismo. Pues ¿qué otra cosa llenará el vacío espiritual? O algo mucho peor, una nueva Babilonia Misteriosa basada en la masonería gnóstica. Piensen que nuestros adversarios islamistas se envalentonarán cuando vean que implosiona el corazón de nuestra religión. ¿Eso es lo que quieren? ¿Eso es lo que quiere el presidente? —Y ahora, el golpe de gracia, pensó Michael—. Por no hablar del efecto que tendrá en los mercados mundiales y los precios del petróleo.

Linkletter hizo un mohín.

—Acuérdate de lo de Ohio, Bob. ¿Qué habría pasado si mi padre y yo no hubiéramos cumplido? Alder jamás habría ocupado la Casa Blanca. Tú lo sabes y yo también. Y dentro de poco se celebrarán nuevas elecciones. —Rose hizo una pausa para que sus palabras surtieran el efecto deseado—. Se avecina el fin de los tiempos, Bob. Las profecías. El Apocalipsis. Olvida por un momento lo que significaría una victoria demócrata para el legado del presidente. Olvida el daño que sufrirá la reputación internacional de nuestra nación si volvemos a casa arrastrándonos, lamiéndonos las heridas, a la espera de la siguiente carnicería terrorista. Deja a un lado todo eso. Te digo que Iraq es el escenario de algo mucho más grande. Algo mucho más importante, Bob.

—El presidente está al corriente de lo que dices —repuso el vicepresidente—, y aunque no puede hacerlo públicamente, te apoya. Y cree en las... profecías. —Se humedeció los labios.

Eso era lo que él decía, comprendió Michael. Lo había visto antes, en la mesa de póquer.

—Él también cree que estamos al borde del fin de los tiempos —añadió el vicepresidente.

Aunque tú no, pensó Michael. Estúpido arrogante.

—Y quiere asegurarse de que nada desestabilice a la comunidad cristiana antes de las próximas elecciones presidenciales. La guerra en Iraq significa mucho más que lo que el público sospecha.

—Exacto —asintió Michael, con una sonrisa.

—Pero ¿qué es lo que quieres que haga, Michael? Puedo hacer que los detenga el FBI, pero Sajan es una ejecutiva famosa. La prensa se volverá loca. Por no hablar del efecto que tendría en nuestras relaciones con la India. Aunque con lo que está pasando últimamente en Pakistán, seguramente podríamos emitirlo hasta en las noticias de las seis. Después de todo, es una mujer de color. Un tribunal del FISA15 podría retenerlos durante un tiempo. Si fuera necesario, podríamos obtener un fallo extraordinario.

Michael se inclinó hacia delante, descansando las puntas de los codos sobre la mesa.

—En este momento nos vendría bien un poco de apoyo en la vigilancia —dijo—. Nada más. Creo que deberíamos ver adónde nos llevan. Ya que, ¿para qué vamos a cavar si pueden hacerlo ellos? Luego, cuando hayan encontrado lo que andan buscando, simplemente se lo quitaremos. Su excelencia me ha asegurado que su gente no volverá a fracasar. Por supuesto, si lo hacen...

Washington D. C.

Veinte minutos más tarde, Rose y Lacey salieron a la calle G. Hacía mucho que se había marchado el séquito del vicepresidente. Michael estaba complacido con el resultado de la reunión. Había ido al cuarto de baño inmediatamente después para celebrarlo y ahora se sentía especialmente optimista. Lo de Filadelfia no había sido más que un contratiempo, un bache en la carretera. Se arreglaría enseguida. Y entonces le presentaría aquella victoria a su padre. Y Thaddeus tendría que reconocer al fin que le había llegado la hora de retirarse, la hora de adoptar un papel más discreto. El de consejero, tal vez. Al fin tendría que decir algo, en lugar de contestarle solamente con aquella mirada fría y vidriosa.

Michael se detuvo bruscamente.

—Ah, ahí está —dijo Lacey. El arzobispo saludó con la mano derecha—. Hermana María. Aquí.

La joven monja lo miró desde debajo de la toca y Michael Rose sintió que aquellos ojos penetraban hasta los abismos de su alma. Fue como una violación espiritual. Una violación extrasensorial. Ella bajó la mirada al acercarse, a la manera de una suplicante, y se detuvo a su lado. A continuación alzó nuevamente la cabeza y sonrió, y Michael sintió que una descarga de placer en estado puro le recorría las ingles.

Ay, Dios mío, pensó Michael. Es exquisita. Pero no era la piel morena como el cacao, ni la deliciosa curva de aquellos labios lo que lo excitaba. Sentía que los pozos de sus ojos lo habían absorbido y que se había ahogado en aquel vacío.

—Tenga cuidado, Michael —le advirtió el arzobispo—. Pica.

La hermana María se miró los pies.

—Tengo noticias —empezó.

—¿De qué se trata, hija mía? —contestó Lacey.

—Koster y Sajan han salido del país esta mañana. He reservado una plaza en el próximo vuelo a Londres.

West Wycombe, Inglaterra

El Jaguar XK Cupé negro iba ronroneando por una sinuosa carretera comarcal, tomando velozmente las curvas en dirección a West Wycombe, Buckinghamshire. En el interior del vehículo, Koster comprobó de nuevo el cinturón de seguridad. Se sentía incómodo sentándose en el otro lado del coche. No le parecía natural. Además, le dolía el cuello cada vez que el Jaguar doblaba un recodo.

—¿Por qué no levantas un poco el pie del acelerador? —sugirió, aferrándose las rodillas con las manos—. No puedo creer que me hayas convencido para que te acompañara.

Sajan sonrió. Llevaba gafas oscuras y una bufanda Hermès decorada con conchas azules y blancas.

—Por favor —contestó—. No habría podido mantenerte apartado aunque lo hubiese intentado. —Y se rió. Cogió el mapa que tenía en el regazo y se puso a estudiarlo, volviendo la vista a la carretera cada pocos segundos.

—Déjame a mí —se ofreció Koster, arrebatándole el mapa—. Deberíamos llegar a la abadía de Medmenhan dentro de poco. —Se encontraban entre Henley y Marlow, siguiendo el curso de un hermoso trecho del Támesis. Entonces se toparon de repente con ella—. Ahí está la abadía, justo después de esa señal. Ahí arriba, a la izquierda. —Koster la señaló.

Sajan se detuvo en el arcén. Koster se apeó un instante pero por mucho que lo intentara no veía bien el edificio. La abadía se hallaba en la misma orilla del río y los muros eran demasiado altos, de modo que regresó al coche.

—Podemos cruzar el río y retroceder para verla bien —propuso Sajan, mientras Koster se sentaba de nuevo junto a ella y daba un portazo.

—¿Para qué molestarse? Lo que nos interesa son las cavernas.

—¿Estás seguro?

Koster bajó la ventanilla. El río rebosaba de vida salvaje. Se veían somormujos en el agua, chapoteando junto a los juncos, y cometas que volaban en lo alto.

—Según lo que he leído, la abadía fue fundada en 1145, pero sir Francis Dashwood compró la finca a mediados del siglo XVIII y empezó a usarla como club privado para sus amigos. Por supuesto, no se hacían llamar Fuego Infernal. Se referían a sí mismos como la Orden o la Hermandad de los Frailes de San Francisco de Wycombe. Su historia no está documentada; se compone sobre todo de relatos hostiles de la época, uno de los cuales es claramente ficticio, y de los indicios que se han hallado en poemas y cartas, como el poema de Whitehead que encontré en Google y que cita el primer fragmento del mapa. «Eran veintidós en la época de Dashwood». Whitehead era el secretario y tesorero. En aquella época había muchas sociedades decadentes, pero la del Fuego Infernal era única. Sus rituales incluían elementos de un insólito renacimiento pagano, que combinaba la decadencia priápica con los misterios eleusinos.

—¿Decadencia priápica?

—Ritos de fertilidad. Orgías. Pero lo más importante es que los miembros de la hermandad pertenecían a la élite gobernante. Dashwood era tremendamente rico. Pero al contrario que muchos de sus camaradas, era el hijo de un empresario de clase media que se había casado con una aristócrata, de modo que defendía los valores de la burguesía ascendente.

—No me extraña que se hiciera amigo de Franklin —comentó Sajan—. Estaban cortados por el mismo patrón.

—Y además era el director general de Correos, de modo que era el jefe de Franklin en Gran Bretaña.

Sajan contempló los altos muros de la abadía a través de la ventanilla.

—¿Seguro que no quieres entrar?

Koster meneó la cabeza.

—Los informes son contradictorios —contestó—. Algunos afirman que la primera sede de la orden del Fuego Infernal era una habitación de la casa de Dashwood en West Wycombe, decorada como un templo masónico, y que después se trasladó a las cavernas que había excavado en los jardines. Según algunos relatos, Dashwood compró la abadía de Medmenhan en 1751 o 1752 y la convirtió en la base de operaciones de la sociedad. Otros aseguran que fue al revés, que la sociedad empezó en la abadía y se instaló en las cavernas tras un incendio. No está claro. Pero en todo caso, según la leyenda, celebraba misas negras y contrataba a prostitutas que se disfrazaban de monjas.

—Eso también explica el interés de Franklin. ¿No se relacionaba con mujeres «de mala reputación»?

—Algunos creen que William era hijo de una prostituta. Pero nadie está seguro. Según parece, en un momento dado, entre los miembros de la sociedad estaban el príncipe de Gales, el hijo del arzobispo de Canterbury, el primer ministro, los condes de Bute y Sandwich, John Wilkes y el propio Franklin. Wilkes era un diputado radical del Parlamento, el alcalde de Londres y el representante británico de los Hijos de la Libertad, un grupo que participó activamente en ciertos sucesos importantes que desembocaron en la revolución americana, aunque sigue siendo un misterio el papel exacto que desempeñaron. Como ya te he dicho, en la hermandad no había archivos escritos. El secretario y tesorero Whitehead quemó los documentos que había conservado justo antes de morir.

Koster miró por encima del hombro. La carretera estaba despejada al fin.

—Vayamos a West Wycombe —dijo—. Lo que buscamos, si es que todavía existe, debería estar allí... en las cavernas. Al menos, así es como yo interpreto el poema de Whitehead. Además, le he pedido a Lyman que se reúna allí con nosotros.

West Wycombe, Inglaterra

Apenas había un corto trecho desde Henley hasta Marlow y seguidamente High Wycombe. Koster elaboró algunos detalles mientras el Jaguar devoraba la carretera. Actualmente se desconocían las actividades de los Frailes del Fuego Infernal, le explicó a Sajan, aunque aparentemente en casi todas sus ceremonias se burlaban del cristianismo en general y del papa en particular y había una buena dosis de connotaciones sexuales. Wilkes afirmaba que se trataba de misterios eleusinos, pero ¿quién sabía? A pesar de las leyendas populares, añadió, ninguna de las fuentes más fidedignas mencionaba que realmente adorasen al diablo. Desde luego, los lugareños de la época no habían observado nada siniestro, aparte de que periódicamente llegaban mujeres y licores.

—Parece la caverna de Hugh Hefner combinada con los Skull and Bones16 —comentó frívolamente Sajan.

Fueron de pueblo en pueblo y enseguida salieron volando de High Wycombe en dirección a West Wycombe. Cada vez que enfilaban un tramo despejado de la carretera, Sajan aceleraba sin inmutarse hasta unas velocidades escalofriantes. Adelantó rápidamente a un camión, se incorporó de nuevo al carril y finalmente aflojó el paso.

—¿Qué es eso? —dijo, inclinándose hacia delante, señalando un edificio situado en una colina, justo delante.

—El mausoleo de Dashwood, supongo —contestó Koster.

Se trataba de una gigantesca estructura de granito cubierta de hiedra, semejante a un pequeño coliseo. Con sus pórticos y arcos clásicos parecía más una fortaleza que una tumba. Cada esquina de la estructura estaba coronada con una serie de enormes urnas de piedra.

Recorrieron un trecho de carretera cuando otra cosa les llamó la atención. Era la iglesia de San Lorenzo, que relucía en el fulgor matutino. Koster revisó el mapa para asegurarse. Se trataba de una fortificación de la Edad de Hierro que Dashwood había edificado entre las laderas de West Wycombe Camp sobre las ruinas de una antigua torre normanda. Lo curioso era que la iglesia se encontraba exactamente a trescientos pies del llamado templo Interior, la caverna más profunda del sistema. Allí, según la leyenda, los «monjes locos» habían celebrado sus misteriosos rituales.

Cuando doblaron un recodo de la carretera, al pie de una colina, Koster vio una señal que indicaba las cavernas. Sajan aflojó considerablemente el paso.

Ante ellos se elevaba una estructura neogótica, un arco, mejor dicho, que se replegaba hasta una colina, al otro lado de una negra reja de hierro forjado de tres metros de altura. Los muros de los edificios parecían en ruinas, como si se hubieran quemado mucho tiempo atrás en una terrible conflagración. Entonces Koster comprendió que seguramente habían diseñado toda aquella estructura de forma que pareciese ruinosa. Los edificios estaban dispuestos en forma de uve, con una amplia puerta en la base, donde se abrían las cavernas. Había unos cuantos coches estacionados en uno de los lados. En uno de los brazos de la uve había una tetería y en el otro algo que parecía una tienda. Sajan y Koster se apearon del Jaguar y atravesaron el patio en dirección a la tienda. Se asomaron al escaparate; los estantes estaban atestados de baratijas y curiosidades de plástico: espadas, linternas y murciélagos. Sobre todo basura barata de Halloween. Dentro había unos cuantos turistas. Sajan y Koster se dirigieron a la pequeña cafetería.

En cuanto Koster abrió la puerta lo asaltaron los dulces aromas del café recién hecho y las tostadas con mantequilla. Había mesas con manteles de plástico desperdigadas y una especie de barra junto a la cocina. Nigel Lyman estaba sentado ante ella con una taza en la mano, charlando con una joven de cabello castaño que llevaba una falda corta de cuadros escoceses. Lyman vio a Koster en cuanto entró y se puso en pie.

Koster observó a Lyman mientras este se acercaba sonriendo y lo saludaba con la mano. El antiguo inspector tenía buen aspecto, decidió. Tal vez hubiera engordado unos cuantos kilos, pero aún parecía ágil y en buena forma. Seguía caminando con el aire sombrío y resuelto de antaño, como si estuviera impulsándose hacia el futuro. Le habían salido canas en las sienes y el cabello le raleaba un poco en la coronilla, pero aparte de eso se habría dicho que seguía siendo el mismo de hacía quince años. Koster, sintiéndose repentinamente viejo y decrépito, alargó la mano.

Lyman la ignoró, le asió los hombros y lo zarandeó.

—¡Joseph! —exclamó con una amplia sonrisa—. Por Dios, cuánto me alegro de verte. Cuando me llamaste... —Lo zarandeó de nuevo, le pasó un brazo por los hombros y se los estrechó.

—Tienes buen aspecto —consiguió decir Koster—. No has cambiado nada. Te odio.

Lyman se rió. Era agradable verlo reírse. En Francia, hacía quince años, no se había reído mucho. Y ahora, por extraño que fuera, Koster también se rió. La risa salió de la nada. No la esperaba. Había temido que la visión de su viejo amigo le trajera de nuevo oscuros recuerdos. La última vez que se habían visto estaban delante de la catedral de Chartres, observando mientras depositaban el cuerpo de Mariane en la parte trasera de una ambulancia.

—Y esta debe de ser Savita Sajan —añadió Lyman, apartándose al fin.

—Ay, lo siento —dijo Koster. Los presentó y se estrecharon la mano.

Por un momento, ninguno dijo nada. Después Lyman se dio la vuelta y señaló las mesas.

—¿Qué os parece una buena taza de té? —continuó.

La camarera se acercó y todos pidieron té y bocadillos. Lyman confesó que estaba muerto de hambre. En cuanto la chica se retiró, Lyman se inclinó hacia Koster y la sonrisa desapareció de su rostro.

—Bueno, Joseph, dime, ¿cuál es el problema? ¿Qué es lo que pasa?

West Wycombe, Inglaterra

—¿Y dices que el que te encargó esta misión fue Robinson? —preguntó Lyman, dirigiéndose a Koster. El detective británico había escuchado pacientemente mientras el americano le informaba de todos los detalles.

—Sí, ya te lo he dicho. Alguien le había mandado el diario de Ben Franklin. El codificado.

—¿Y eso no te parece sospechoso?

—¿Qué quieres decir?

—Robinson fue el que te mandó a Francia hace tantos años, ¿no es cierto? Para que trabajaras en ese libro sobre las catedrales de Chartres.

—¿Y qué?

—Tienes que admitir que resulta un poco extraño. ¿Confías en él?

—Por supuesto que confío en él. Somos amigos desde hace treinta y cinco años.

—¿Dónde está ahora ese diario? —insistió Lyman.

—En una caja fuerte. En nuestro hotel de Londres.

Sajan levantó la mano. Al rato, la chica de la minifalda de cuadros escoceses volvió con los bocadillos. Esperaron a que pusiera la mesa y regresara a la cocina antes de continuar la discusión.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó Sajan a Lyman—. Lo de Nick.

—Fui policía durante casi cuarenta años —replicó Lyman, mientras miraba los bocadillos. Cogió uno y lo inspeccionó atentamente antes de llevárselo a la boca—. No creo en las coincidencias. —Le dio un buen mordisco—. No creo que fuera sincero contigo... tu editor. Creo que estaba involucrado desde el principio.

Koster había perdido el apetito de repente.

—Si eso era lo que pensabas, ¿por qué no me dijiste nada? ¿Por qué me lo dices ahora, después de tantos años?

—No es la clase de cosas que se escriben en la posdata de una felicitación navideña —repuso Lyman—. No somos exactamente los mejores amigos del mundo, Joseph. Tú me mandaste aquellas botas de pesca... que sigo utilizando, por cierto. Pero tal como has dicho, Nick y tú... sois amigos desde la infancia. ¿Quién era yo para ponerlo en tela de juicio? No soy más que un policía al que conociste durante unas vacaciones. Y aún diría más, ahora soy un policía jubilado.

—Sí, enhorabuena por eso —dijo Koster. Las yemas de sus dedos se pusieron a tamborilear en la superficie de la mesa.

Lyman sonrió.

—Ahora tampoco te habría dicho nada, pero me parece que te ha arrastrado a otra de sus aventuras. El evangelio de Tomás. El evangelio de Judas. No me fastidies. —Le dio otro mordisco al bocadillo—. No estoy para estos trotes. Me he jubilado. Regento una tienda de aparejos de pesca en las afueras de Winchester. —Miró a Sajan—. ¿Y tú qué interés tienes en todo esto, si no te importa que te lo pregunte?

—Yo diría que no te importa lo más mínimo. De hecho, probablemente lo echabas de menos. —Sajan le brindó una sonrisa deslumbrante—. Este arte tuyo del interrogatorio. Soy amiga de Nick —contestó.

—Eso pensaba.

—De acuerdo, déjame hacerte una pregunta —prosiguió Sajan.

Lyman siguió masticando el bocadillo, imperturbable.

—¿Crees que le echó el guante al evangelio de Tomás?

Lyman sonrió, tragó el bocado y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—¿Quién, Robinson? Sí que lo creo. No lo encontramos debajo de Chartres, pero el cemento en el que estábamos excavando se encontraba sospechosamente fresco. Creo que alguien llegó antes que nosotros. Y si fue así, te apuesto lo que quieras a que le mandaron a Robinson el hallazgo.

Sajan no contestó, sino que siguió removiendo el té con la cuchara.

—Pero no estás seguro —lo espoleó Koster.

Lyman meneó la cabeza.

—No, no lo estoy. No es más que una sospecha.

—Eso pensaba yo. —Koster se reclinó en la silla con una expresión petulante en el rostro—. De todas formas, eso ahora es una pérdida de tiempo. Agua pasada. Te he pedido que vengas para que me ayudes a buscar el segundo fragmento del mapa de Franklin.

—Si es que existe —repuso Lyman—. Estas cavernas son muy antiguas. Las han visitado miles de personas. ¿Qué te hace pensar que encontrarás algo que no haya descubierto nadie antes?

Koster sonrió. Se metió la mano en la chaqueta, sacó una hoja de papel y la depositó encima de la mesa, delante de ellos. Se trataba de una copia del primer fragmento del mapa, una impresión de la cámara digital.

—Que yo sé dónde buscarlo —contestó—. El verso que desciframos del primer fragmento del mapa era obra de Whitehead, el secretario tesorero de la sociedad. La estrofa completa dice: «Da veinte pasos y descansa un rato, / luego coge un pico y encuentra el pasadizo / en el que antaño seduje a mi amada. / Eran veintidós en la época de Dashwood, / tal vez para ocultar esta celda divina / en la que reposa mi amada en un sublime descanso».

—¿Qué significa eso? —preguntó Lyman, frunciendo el ceño.

—¿No te has dado cuenta de que la iglesia de San Lorenzo está construida encima del sistema de cavernas? El techo es una copia de las ruinas del templo del Sol de Palmira. Dashwood no solo estaba influido por los antiguos misterios, sino también por los antiguos cultos solares. Eso me dio que pensar. En la biblioteca de Dashwood había algunos libros sobre la cábala. En la tradición cabalística el número veintidós está relacionado con el número de senderos que discurren entre las diversas esferas de emanación divina del árbol de la vida. El poema se refiere a un pasadizo secreto que según los rumores está cerca del número veintidós. La celda en la que duerme un ser amado es como la tumba de Venus en la literatura rosacruz. Estoy seguro de que Dashwood conocía esa historia.

—¿Los rosacruces? —dijo Lyman—. He oído hablar de ellos. Era una especie de grupo masón, ¿no?

—No exactamente, aunque desde luego influyeron en algunos rituales y ritos escoceses.

—La orden fue fundada en el año 46 —intervino Sajan—, cuando Marcos, el discípulo de Jesús, convirtió a un gnóstico alejandrino llamado Ormus y a seis de sus seguidores. El rosacrucismo era una especie de fusión del cristianismo gnóstico primitivo y los misterios egipcios. Las escuelas de misterio del Antiguo Egipto se remontan al siglo XV antes de Cristo, durante el reinado del faraón egipcio Tutmosis III. Uno de los alumnos más famosos fue el faraón Akenatón, al que se conoce sobre todo porque creó uno de los primeros sistemas de creencias monoteístas del mundo.

—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Koster, mirándola con aire de perplejidad.

—No eres el único que se ha documentado —contestó Sajan. Parecía sinceramente azorada—. Ayer me conecté un rato en el hotel.

—Pues has acertado. Y algunos creen que también existe una conexión islámica. Según el Fama Fraternitatis, en 1614, cuando tenía dieciséis años, Rosenkreuz, del que la orden recibe el nombre, emprendió una peregrinación a Marruecos, Egipto y Arabia, donde se puso en contacto con místicos orientales que le revelaron la «ciencia de la armonía universal». Dantinne cree que es posible que Rosenkreuz descubriera sus secretos entre los Hermanos de la Pureza, una sociedad de filósofos originaria de Basra, Iraq. Su doctrina estaba arraigada en el estudio de los antiguos filósofos griegos, aunque con el paso de los siglos se volvió más neopitagórica. Acabaron adoptando la tradición pitagórica de visualizar los objetos y las ideas en términos de sus valores numéricos.

—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con el mapa de Ben Franklin? —insistió Lyman.

—No lo sé bien. Seguro que Franklin, como era masón, conocía estas leyendas —dijo Koster—. Las raíces de la sabiduría numerológica de los masones se encuentran en la tradición pitagórica. Supongo que ya lo descubriremos más adelante.

Lyman le hizo una seña a la camarera, que acudió con la cuenta y una bolsita de plástico. Lyman y Koster se dieron palmaditas en los bolsillos mientras Sajan dejaba quince libras encima de la mesa. A continuación, Lyman se volvió hacia la camarera y le dijo:

—Recuerda, Victoria. Que no entre nadie mientras estamos aquí. Y no te preocupes por la cola.

La chica de la falda de cuadros escoceses sonrió. Koster observó que tenía un amplio hueco entre los incisivos.

—No se preocupe —contestó, guiñándole el ojo—. Yo me encargo. Hay un cerrojo en la puerta y yo tengo la única llave. Buena suerte, inspector jefe.

Salieron de la tetería y atravesaron de nuevo el patio en dirección a la entrada de las cavernas. Durante el trayecto Koster le propinó un codazo a Lyman en el costado izquierdo.

—¡Inspector jefe! Creía que te habías jubilado.

Lyman se rió.

—Te juro que no le he dicho nada. Solo le he contado unas cuantas historias de los viejos tiempos. Ella adivinó lo demás.

—Seguro.

—Cuando eres policía, lo eres para siempre. A veces la gente se da cuenta. Además, pensé que nos hacía falta un poco de intimidad. Tomad. —Se detuvo un instante junto a la puerta de las cavernas y sacó tres linternas de la bolsita de plástico que llevaba—. Las necesitaremos.

West Wycombe, Inglaterra

La entrada de las cavernas se hallaba al pie del falso arco gótico. Franquearon una puerta que daba a una pequeña antecámara.

—Estos túneles no son naturales —dijo Koster mientras abría la imponente puerta de madera. El pasadizo parecía tallado en granito—. A medida que desciendes —añadió— te das cuenta de que se trata de una mina de caliza. —Señaló las paredes y el techo, donde el granito había sido sustituido por una desgastada pátina blanca—. Sir Francis amplió considerablemente el sistema desde 1748 hasta 1752 para dar trabajo a los aldeanos desempleados después de que hubieran perdido una cosecha. —Se detuvo delante de una placa instalada en el muro que ilustraba la ubicación de las diversas cavernas del sistema—. En lugar de excavar una cantera, Dashwood decidió excavar una serie de túneles y cavernas. Como podéis ver. —Señaló la placa.

En total había once grandes cavernas. A la derecha, más adelante, había una especie de sala de herramientas. Al menos, eso era lo que indicaba la placa. Seguidamente el túnel doblaba bruscamente a la izquierda. Inmediatamente después estaban la caverna de Whitehead y el Círculo lord Sandwich; a continuación se sucedían la caverna de Franklin, de la que se bifurcaba la caverna de los Niños, y el salón de Banquetes. Por último, el túnel atravesaba el misterioso Triángulo y la caverna de los Mineros y cruzaba el llamado río Estigia, desembocando al fin en el templo Interior.

Mientras examinaban la placa los recibieron inesperadamente las palabras incorpóreas del último sir Francis.

—Bienvenidos —retumbó— a las cavernas del Fuego Infernal... —Al parecer las cavernas estaban equipadas con una grabadora multipistas conectada a una serie de altavoces instalados en diversos puntos del sistema. No hacían falta guías, pensó Koster.

Se internaron en el túnel alumbrándose con las linternas. Apenas había unas pocas luces, sobre todo rojas, generalmente instaladas en el techo. Observaron a su paso los rostros blancos tallados en las paredes de caliza. Koster sacó la cámara digital y tomó algunas fotografías. Algunos de los grabados parecían realmente antiguos, mientras que otros podrían haberlos hecho el día anterior. La obra de unos turistas, reflexionó Koster, que anhelaban la inmortalidad.

El túnel continuaba desovillándose; cada una de las ramas y cavidades estaba atestada de burdos muñecos de cera de tamaño real de Francis o Whitehead. Las figuras parecían salir de la nada. La caverna de Franklin no era ninguna excepción. Decepcionados, comprobaron que estaba desierta, a excepción de una tosca figura de cera amarillenta del diplomático americano ataviado con una ridícula peluca. Cuando más descendían, más estúpido se sentía Koster.

El túnel se bifurcaba bruscamente, reencontrándose y cambiando de dirección sin motivo aparente. Koster sacó algunas fotos. A continuación entraron en el salón de Banquetes, una espaciosa caverna esférica y mohosa con estatuas clásicas cubiertas de musgo instaladas en nichos que rodeaban toda la circunferencia. Pero, aparte de algunas placas en el muro, la cámara estaba básicamente vacía.

Justo antes del final del sistema se toparon con el Estigia, un río subterráneo natural que discurría a través de la red. Estaba modelado con falsas estalagmitas y estalactitas que daban la impresión de haberse importado de otra parte; desde luego, no eran naturales. Aparentemente, en la época de Franklin, los Frailes se habían visto obligados a cruzar el río en barca. Tras eso, se emprendió la construcción de un puente.

Cuando Koster alumbró con la linterna la misteriosa corriente, algunas monedas le devolvieron el brillo. Al cabo de unos instantes accedieron al templo Interior.

Un tropel de maniquíes salió de nuevo al encuentro del grupo. A un lado estaba sir Francis, que llevaba un turbante y sostenía la copa en ademán de brindar. Estaba junto a una mesilla redonda, rodeado de monigotes de mujeres y caballeros con trajes de época. A un lado había un mono disecado con unos escalofriantes ojos de cristal. El altavoz chisporroteó de nuevo. Era Dashwood, brindando por el diablo. Ante la mención del nombre de Satán, hubo un tremendo restallido de truenos y una explosión de luz. El efecto resultaba chabacano en el mejor de los casos.

El altavoz prosiguió con tono monótono:

—¿Quién sabe qué misteriosas ceremonias se celebraban en esta cámara? —entonó sir Francis. Se quedaron esperando a que concluyera la voz en off. Entonces Sajan se volvió hacia Koster y dijo:

—Y ahora ¿qué?

Koster se encogió de hombros. Se sentía completamente desalentado.

—Volvamos. No he visto nada que sugiriese veintidós. He contado el número de pasos, el grado de los recodos del túnel, el... todo lo habido y por haber. Nada.

—Excepto el número que estaba grabado en el muro —comentó Lyman.

—¿Qué? ¿Qué número? —exclamó Koster.

Lyman señaló con el dedo gordo por encima del hombro.

—Ahí detrás. ¿No lo has visto?

—Lo tenías justo delante —añadió Sajan.

Koster puso los ojos en blanco.

—Debo de haberme distraído con un murciélago de plástico.

Emprendieron el camino de vuelta a través del túnel.

—Estaba justo antes de la caverna de Franklin —explicó Lyman, horadando las tinieblas con los haces de la linterna, mientras cruzaban de nuevo el Estigia.

Poco a poco, una caverna tras otra, volvieron sobre sus pasos. De pronto, Lyman se detuvo y señaló el muro. Allí estaba: el número romano XXII grabado en la roca del muro. Y ahora que lo veía Koster no entendía cómo había podido pasarlo por alto. Era tan visiblemente obvio. Aunque, por otra parte, no había esperado una indicación tan literal.

Mientras Koster examinaba la pared, Lyman regresó a la sala de herramientas. Al cabo de un rato volvió con un pico y una pala.

Koster pasó la mano sobre los números. Estaban tallados con gran precisión. Pero por mucho que lo intentaba no acertaba a vislumbrar ninguna grieta en la superficie circundante. No los habían grabado en un azulejo para después ponerlos encima.

—Supongo que la mejor manera de empezar... —dijo, echándose hacia atrás. Pero no acabó la frase.

La punta de acero del pico se hundió profundamente en los números. Lyman la extrajo a la fuerza; un grueso bloque de roca se estrelló contra el suelo.

—O también podemos hacer eso —añadió Koster, mientras Lyman asestaba otro golpe con la piqueta. Picó sin descanso, ahora con la ayuda de Koster, mientras Sajan los alumbraba con la linterna. El muro era asombrosamente blando. La roca se resquebrajaba con cada golpe. Al poco tiempo había excavado un agujero de medio metro de ancho y al menos treinta centímetros de hondo. Entonces Lyman dio contra algo duro. Todos lo oyeron al mismo tiempo. La punta del pico pareció rebotar en la superficie. Sajan alumbró con la linterna el interior de la angosta abertura. Parecía que dentro había una especie de recipiente de piedra. Koster metió la mano y lo desencajó despacio, con mucho cuidado. Se trataba de una caja de piedra. La depositó en el suelo y los tres se arrodillaron alrededor de ella.

West Wycombe, Inglaterra

La caja medía unos quince centímetros de largo y diez de ancho. Estaba decorada con una pirámide que coronaba un ojo omnisciente, tan brillante como el sol. Sajan retiró con cuidado la tapa. No había bisagras, de modo que sencillamente se deslizaba como la tapa de un diminuto sarcófago. Y dentro había una pequeña lámina de pergamino. Sajan la sacó pero Koster ya se había dado cuenta de lo que era. El segundo fragmento del mapa. Se parecía mucho al primero. Sajan lo desdobló cuidadosamente.

—¿Es el mapa? —preguntó Lyman.

Koster asintió. Una vez más, se asemejaba más a un esquema que a un mapa, con el mismo diseño reconocible de círculos y cuadrados dentro de un laberinto de finas líneas. Koster lo identificó de inmediato. Y Sajan también.

—Me pregunto —reflexionó esta— si el mapa y los esquemas que Franklin menciona en el diario estarán relacionados de alguna forma... con los de Abraham de El Minya y Da Vinci. Ya sabes, no dejo de pensar... —Hizo una pausa—. Esto me recuerda algo.

Koster le arrebató el fragmento del mapa. En este los márgenes también estaban resquebrajados, como si hubieran arrancado la página mucho tiempo atrás.

—El diario de Franklin decía que fue a París, a la casa del marqués D’Artois. Según parece, estaba buscando algo. Un dibujo que había encontrado en el reverso de un cuadro de Leonardo da Vinci. Un estudio de Cecilia Gallerani. Pero francamente, me parecía una historia descabellada. Y además —continuó—, ¿qué tienen que ver esos esquemas con el evangelio de Judas? No lo entiendo. Están relacionados, pero ¿cómo?

—Y mira —añadió Sajan, señalando hacia abajo—. Más códigos masónicos. Igual que en el primer fragmento. ¿Qué es lo que dicen?

Koster lo examinó atentamente. Tardó un minuto en traducir el texto. Entonces dijo:

—Es una serie de letras: LUCDIXDIXHUIT. —Se volvió hacia Sajan—. Está en francés. «Luc» es Lucas.

—Lucas 10, 18. De la Biblia —dijo Sajan.

—No conozco la...

—«Jésus leur dit» —declamó Sajan—: «“Je voyais Satan tomber du ciel comme un éclair». Lo que significa: «Y Jesús les dijo: “Vi a Satanás caer del cielo como un rayo”».

—Sí que conoces la Biblia —comentó Lyman—. Pero ¿qué significa eso?

—No tengo ni idea.

—¿Y por qué está en francés? —añadió Lyman—. La primera pista estaba en inglés.

—Porque esta pista se refiere al tercer fragmento del mapa —dijo Koster—. El que está escondido en Passy.

—Eso tiene sentido —admitió Sajan—. La cuestión es, ¿dónde?

Koster se encogió de hombros.

—Ya lo averiguaremos. Mientras tanto... —Cogió la cámara digital y se la dio a Lyman—. Toma —dijo, sosteniendo el segundo fragmento del mapa delante de él—. Saca una foto.

Lyman obedeció. Después de que hubieran vuelto a meter la caja ahora vacía en el muro y hubieran rellenado la abertura, recogieron las herramientas y se internaron de nuevo en el pasillo dirigiéndose hacia la puerta de las cavernas. Habían recorrido casi veinte metros cuando Lyman se detuvo. Levantó la mano pero no dijo nada. Venía alguien. Koster oyó el repiqueteo de pasos que reverberaban en el túnel. Y entonces los sonidos se interrumpieron.

Lyman apagó la linterna. Koster y Sajan hicieron lo propio. El túnel quedó sumido en la oscuridad, con la excepción del mortecino fulgor rojo de la bombilla del techo.

Lyman les indicó que siguieran adelante, de modo que caminaron lentamente a través de la penumbra. Al cabo de un momento llegaron a un recodo en el túnel. Había algo o alguien más adelante. Koster distinguió una tenue silueta, pero no acertaba a precisar si se trataba de una persona o un maniquí. Trató de acordarse de lo que había visto al adentrarse en las cavernas. Entonces Lyman encendió la linterna y la luz refulgió en las tinieblas.

Koster exhaló temblorosamente un suspiro de alivio. Era un maniquí, un hombre con traje de época. Lord Sandwich, tal vez. Se disponían a internarse de nuevo en el túnel cuando Koster reparó en otra figura: un maniquí que llevaba una máscara. En ese momento el maniquí se movió, Lyman profirió una maldición y Koster vislumbró el rostro de una mujer detrás de la figura. Un puño helado le estrujó el corazón. Llevaba un hábito y una toca. La monja levantó la mano, como si estuviera dando una bendición, y las luces del techo se apagaron.

Lyman apagó la linterna y el túnel se oscureció de repente. Salieron corriendo por el pasillo, alejándose de la entrada. Durante la huida, Koster oyó una detonación sofocada y sintió el impacto sordo de las balas al hundirse en el muro a sus espaldas. Les estaban disparando. ¡Intentaban matarlos!

Descendieron corriendo por el pasillo. Cuando llegaron a un recodo en el túnel, Lyman se detuvo abruptamente y Koster estuvo a punto de estrellarse contra él.

—Sigue corriendo —lo apremió el detective británico, y disparó de improviso. Los ecos de la detonación de la pistola rebotaron en el túnel. Lyman siguió disparando una y otra vez. El sonido era tan ensordecedor que Koster tuvo que sostenerse contra el muro opuesto—. ¡Venga, diablos, venga! —chilló Lyman.

Koster sentía que se le habían hecho añicos los tímpanos. El pitido no cesaba. Se internó en el pasillo, apoyándose en las paredes con una mano. Sajan iba corriendo al lado. Oía su respiración entrecortada y el sonido de sus pasos mientras descendían rápidamente por el pasillo. Corrieron y corrieron y entonces, de repente, Sajan desapareció. En un minuto estaba y al siguiente... nada. No había nadie a su lado. Se había esfumado. El túnel debía de haberse bifurcado, se dijo Koster. Se detuvo dando tumbos, tratando de aguzar el oído. Lyman había dejado de abrir fuego, pero cada pocos segundos Koster distinguía a duras penas las tenues detonaciones de armas de pequeño calibre. Los disparos eran apenas audibles. Luego se hicieron más estruendosos. Koster levantó la linterna, apuntando a sus espaldas. Lo invadió el deseo desesperado de encenderla de nuevo, pero era consciente de que la luz delataría su posición. De modo que esperó, resollando y confiando en distinguir los sonidos de Sajan más adelante. Pero no oía nada más que el chisporroteo del tiroteo, que se acercaba cada vez más.

No puedo quedarme aquí escondido, pensó. Sajan estaba en apuros. Koster esperó unos segundos y se internó de nuevo en el pasadizo, sin apartar una mano del muro. ¿Qué ha sido eso? Algo se había movido, estaba seguro de ello. Allí mismo, más adelante. Alargó la mano en las tinieblas y tocó... ¡la ropa de alguien! Echó la cabeza hacia atrás instintivamente. No pasó nada. De modo que alargó la mano de nuevo. Sintió la tela de un traje y después cera en la yema de los dedos. No era más que un muñeco. Koster aspiró una temblorosa bocanada de aire. Debía de haber rodeado la caverna de Franklin por un pasillo exterior y después haber vuelto a la caverna. Se disponía a continuar cuando oyó de nuevo aquel sonido. Levantó la linterna. Su dedo se posó en el botón que estaba demasiado asustado para apretar. Pasos. Ahora los oía claramente. Venía alguien.

—¿Savita? —susurró. Apretó la espalda contra el muro—. Savita, ¿eres tú?

Pero nadie contestó. Los pasos se acercaron. Koster salió y encendió la linterna.

Delante de él había un hombre con gafas de visión nocturna y un pasamontañas que se había quedado paralizado ante el haz de la linterna. Llevaba una pistola. Koster se dio la vuelta y salió corriendo, pero no fue lo bastante rápido.

El hombre del pasamontañas fue corriendo tras él y lo apresó por los hombros para darle la vuelta. A continuación alzó el arma. El túnel explotó en un estallido de luz blanca. Después todo se desvaneció.

West Wycombe, Inglaterra

Koster recobró el conocimiento en el suelo de la caverna. Estaba solo en las tinieblas. El hombre de las gafas y el pasamontañas se había marchado.

Se llevó una mano a la cabeza de mala gana. El dolor era insoportable. Koster se mordió el labio, resollando. Tenía un chichón del tamaño de un huevo en la parte de atrás del cráneo. Cuando se frotó los dedos comprobó que estaban pegajosos a causa de la sangre. Aturdido, aspiró una bocanada de aire y se puso en pie trabajosamente. Sintió que le explotaba la cabeza cuando la sangre bombeó hasta la herida. Entonces oyó la tenue detonación de unos disparos.

¡Savita! Koster se hincó de rodillas y buscó frenéticamente a tientas la linterna. Se arrastró de un lado a otro pero no consiguió encontrarla. Había desaparecido. ¡Desaparecido! Koster titubeó. Se metió la mano en la chaqueta, inspeccionando un bolsillo tras otro, aunque de alguna manera sabía que era en vano. El segundo fragmento del mapa. También había desaparecido. Pero ¿qué esperaba? Tenía suerte de estar vivo. Entonces se acordó de la cámara. Se la había dado a Lyman, y si este estaba bien... Koster se levantó. Lo asaltó una inesperada y violenta oleada de ira.

Fue corriendo a través de las tinieblas, siguiendo el sonido de los disparos, con una mano en el muro. El pasillo se doblaba a la derecha. Más adelante distinguía el contorno de una puerta. La caverna de Franklin. Koster aflojó el paso y se dirigió lentamente hacia la abertura. Dentro había luces encendidas.

Sajan estaba al fondo de la caverna, junto a la boca de un túnel, empuñando una pistola con una mano y una linterna con la otra. Koster fue corriendo hacia ella. Sajan se dio la vuelta, blandiendo la pistola.

—Soy yo —exclamó Koster—. No dispares. —Levantó las manos—. Gracias a Dios que estás bien.

Sajan se llevó un dedo a los labios, se volvió de nuevo hacia el túnel y le indicó que la siguiera.

—¿Dónde está Lyman? —susurró Koster—. ¿Está bien?

Sajan asintió.

—Ha vuelto para intentar encender las...

Las luces se encendieron bruscamente.

—Las luces —concluyó. Sonrió—. Supongo que ha encontrado el interruptor.

—¿Qué está pasando?

—Ha atrapado a un hombre en la caverna de los Niños. Parece que los demás se han ido. Se han retirado hace unos diez o quince minutos. Pensábamos que te habíamos perdido. —De pronto alargó una mano y le puso los dedos en el brazo—. No vuelvas a hacerme eso.

—¿Hacerte el qué?

—Desaparecer y dejarme así.

—Creía que estabas... —Se tocó la parte de atrás de la cabeza y torció el gesto—. No tenía muchas opciones.

—Ay, pobrecito —suspiró Sajan—. ¿Te duele?

—Solo cuando estoy consciente.

En ese preciso momento oyeron algo detrás de ellos y se volvieron hacia la entrada de la caverna. Lyman apareció en la boca del túnel. Sajan bajó la pistola.

—Joseph, me alegro de que estés bien —exclamó Lyman—. No te había visto en el pasadizo y creía... Bueno, creía que... —Fue hacia ellos.

—Estoy bien. ¿Los has ahuyentado?

Lyman asintió.

—Excepto a este. Pero hicieron una parada en la tetería de camino a las cavernas.

—¿Qué quieres decir?

—Me temo que la camarera está muerta. Estrangulada. —Koster resopló—. ¿Qué se propone nuestro amigo?

—No te preocupes —contestó Sajan con tono sombrío—. No va a ir a ninguna parte. Cuando llegue la policía...

—No va a venir nadie —la atajó Lyman.

—¿Qué? ¿Cómo que no va a venir nadie?

—No he llamado a la policía.

—¿Por qué no? —le preguntó Koster.

—Dame la pistola —le dijo Lyman a Sajan, alargando la mano.

Ella frunció el ceño y se la entregó.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a entrar.

—Si está atrapado, ¿no deberíamos esperar a que salga? —aventuró Koster.

Pero Lyman ya se había internado en las profundas sombras del pasillo, encendiendo la linterna. Sajan y Koster fueron tras él. Lyman se dirigió sigilosamente al borde de la puerta y vociferó:

—¡Ríndete, tío! Estás atrapado. Esta es la única salida.

Por un momento no oyeron nada. Después alguien se rió. Era una carcajada quebradiza y falsa.

—¿Eso crees? —preguntó la voz.

Lyman hincó una rodilla en el suelo y levantó el arma.

Hubo un imperceptible chasquido, como el sonido de una rama al romperse. Koster sintió que le daba un vuelco el corazón. El desconocido saldría en tromba de la caverna en cualquier momento. Estaba seguro de ello. A continuación se produjo una detonación débil y casi inaudible, como el disparo de una pistola de aire, y Lyman se arrojó al suelo dando vueltas, apuntando con la pistola al interior de la caverna.

West Wycombe, Inglaterra

Un silencio helado y mortífero salió al encuentro de Nigel Lyman, que se puso en pie.

Había un hombre con pasamontañas y gafas de visión nocturna hecho un ovillo en la base del muro, cerca de la entrada. Lyman le iluminó la cara con la linterna. El desconocido tenía una pistola en una mano y un agujero limpio en la sien.

Lyman le arrebató la pistola de la mano de una patada, le arrancó las gafas de visión nocturna y le quitó el pasamontañas.

Sajan resopló al acercarse al muerto.

—¿Te suena de algo? —le preguntó Lyman.

El hombre llevaba un bigote bien recortado y el pelo rapado.

—Es uno de los hombres que vimos en Carpenter’s Hall. Los que nos atacaron.

Lyman se dispuso a registrarlo.

—¿Por qué estaría tan desesperado como para quitarse la vida antes que permitir que lo capturasen? —reflexionó—. ¿Solo por ese evangelio de Judas?

Lyman titubeó al darle la vuelta al cuerpo. Luego introdujo la mano en la chaqueta del desconocido y extrajo un sobre.

—Alumbra esto —dijo.

—¿Qué es? —quiso saber Koster.

—Está dirigido a un tipo llamado Robert Macalister, de Nueva York.

—¡Es el secretario de Nick Robinson! —exclamó Koster.

Lyman abrió el sobre y extrajo varias hojas de papel.

—Es una carta.

—Está claro que es una carta.

—Es de un tipo llamado Von Neumann a otro llamado Turing. Alan Turing. —Lyman apartó la mirada de la carta—. Espera un momento. He oído hablar de ese tipo. ¿Alan Turing no fue el que descifró el código alemán Enigma durante la segunda guerra mundial? Era una especie de matemático, ¿no?

—Déjame ver eso —intervino Koster. Lyman le dio la carta.

—Turing es famoso —dijo Sajan—. Inventó el primer ordenador de verdad, al que llamaron la máquina de Turing. Murió en circunstancias bastante sospechosas, la verdad, después de haberse comido una manzana envenenada en su laboratorio de las afueras de Londres. Algunos creen que fue un suicidio. Se había visto implicado en un escándalo. Otros creen que no fue más que un desgraciado accidente.

—Sí, es Turing, en efecto —asintió Koster—. Y Von Neumann.

—¿Quién es Von Neumann? —quiso saber Lyman.

—John von Neumann. Un matemático húngaro. Fue a Princeton en los años treinta y trabajó en la bomba atómica.

—Y también en informática —añadió Sajan—. Veía paralelismos entre la evolución de los ordenadores y la evolución de la mente humana.

—Están hablando de Boole —dijo Koster, alzando la vista—. Turing y Von Neumann.

—¿George Boole? —preguntó Sajan.

Koster asintió.

Lyman se puso en pie.

—Perdonad que no sea historiador y matemático, pero ¿quién es Boole?

—Unos cien años antes de que se inventaran los ordenadores un inglés llamado George Boole experimentó un «destello de clarividencia psicológica» que lo persuadió de que todos los procesos mentales humanos podían formularse en términos matemáticos.

—Como esos neopitagóricos.

—Más o menos, supongo —asintió Koster—. Nunca lo había visto así. Sea como fuere, Boole estaba estudiando para ordenarse sacerdote de la Iglesia anglicana cuando empezó a tener dudas sobre la verdad literal de la Biblia. También era un acérrimo defensor de la tolerancia y la libertad religiosa.

—Igual que Franklin —observó Sajan.

—Aunque Boole vivió un siglo más tarde. Acabó dedicándose a la docencia en el Queen’s College de Irlanda, donde desarrolló la síntesis matemática de la cognición humana, que se publicó en torno a 1850. Es la base de toda la lógica booleana.

—Ah, espera —dijo Lyman—. He oído hablar de eso. Es para los ordenadores, ¿no?

Koster asintió.

—Este académico victoriano autodidacta se adelantó un siglo a su tiempo desarrollando una metodología de toma de decisiones perfecta para las máquinas digitales. —Sacudió las páginas que tenía en la mano—. En esta carta hay referencias a dos de las fórmulas de Boole: la famosa x=x², que solo es cierta para dos números, el cero y el uno, los números binarios, y la prueba de que Dios existe de verdad.

—¿Hay una prueba de eso? —exclamó Lyman, echándose a reír.

—Es x (1-y) (1-z) + y (1-x) (1-z) + z (1-x) (1-y) = 1 —contestó Koster con tono serio—. En todo caso, la carta también afirma que Von Neumann, mientras estudiaba unos antiguos documentos de Boole, descubrió que el profesor de Queen’s College había sufrido ese supuesto «destello de clarividencia psicológica» mientras trabajaba en una fórmula en la que intervenía fi.

—¿Fi? —repitió Sajan—. ¿Como la triple tau de Washington?

Koster asintió.

—Esperad un momento —intervino Lyman—. He vuelto a perderme.

—La triple tau —explicó Koster—. Es algo que hemos descubierto en el trazado de las calles de Washington. Tau es la decimonovena letra del alfabeto griego. A veces se emplea la te minúscula como símbolo de la proporción áurea, aunque la mayoría de la gente usa la fi, que es la vigésimo primera letra del alfabeto griego. También se utiliza como constante matemática, igual que pi. Vale 1,618, más o menos. —Sus dedos bailaban sobre las perneras del pantalón—. En matemáticas se sabe que dos cantidades mantienen la «proporción áurea» si la proporción entre la suma de ambas y la mayor es la misma que la proporción entre ellas.

—Olvida lo que te he preguntado —refunfuñó Lyman.

—Lo has visto en el arte —insistió Sajan—. El medio áureo. La proporción áurea. Muchos artistas del Renacimiento...

—Como Da Vinci —la interrumpió Koster, con creciente entusiasmo.

—Sí, como Da Vinci. Proporcionaban sus obras para aproximarse a la proporción áurea, creyendo que resultaba estéticamente agradable.

—Dime una cosa —dijo Lyman—. ¿Qué tienen que ver ese tal Boole, Alan Turing y tus disparates con el evangelio de Judas y Ben Franklin?

Koster meneó la cabeza.

—No tengo ni idea.

—¿Y no te parece que es terriblemente sospechoso que un hombre como este —señaló el cadáver que se hallaba a sus pies— vaya a la guerra con esa carta?

—Dudo que pensara que iban a capturarlo.

—Puede que no —admitió Lyman—. Pero de todas formas, ¿qué te parece? —Miró a Sajan, que guardaba silencio.

—¿Savita? —dijo Koster—. ¡Savita!

Sajan miró a Koster.

—Lo siento —dijo—. Estaba pensando.

—¿En qué?

—En Boole. Siempre me ha maravillado. Me parece una aberración extraordinaria. ¿Cómo es posible que desarrollase algo tan importante para la informática un siglo antes de que esa álgebra pudiera usarse siquiera? No tiene sentido.

Lyman exhaló un suspiro.

—Mira, comprobaré la conexión Turing si quieres y averiguaré si ha desaparecido alguno de sus documentos. Extraoficialmente. Entretanto, me parece que deberíais marcharos. A París. Y encontrar el tercer fragmento del mapa.

—¿Qué pasa con este? —preguntó Sajan, señalando el cadáver.

—Yo me encargo de él. Los que me preocupáis sois vosotros dos. —Se interrumpió un momento antes de volverse hacia Koster—. No lo sabes, ¿verdad?

—¿De qué estás hablando?

—Estás en la lista de vigilancia de la Interpol. Te están siguiendo los pasos. Y no me refiero solo a los caballeros y esa monja amiga vuestra. Me refiero a la policía.

—¿La policía? Pero ¿por qué? Yo no he hecho nada. —Koster miró de nuevo hacia el túnel que nacía en la caverna, casi esperando que la policía se materializase.

—Eres sospechoso de terrorismo —contestó Lyman—. Las órdenes vienen directamente de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana. Lo que significa que la Iglesia se ha aliado con el Gobierno. No puedo seguir ayudándote, Joseph.

—¿Es que no lo entiendes? —exclamó Sajan—. Díselo tú, Lyman, ya que lo sabes todo.

—Me temo que os estaban siguiendo —dijo Lyman.

—¿La policía?

—Es una forma de decirlo. —Lyman buscó en la chaqueta y sacó la cámara digital de Koster—. Yo.

1767

París

Franklin se aburría. Se hallaba en un círculo de hombres en la mansión del marqués D’Artois, en la calle Pérignon del séptimo arrondissement. Acababan de dar cuenta de una opípara cena de ostras, faisán y pato, además de un pudin apetitoso pero traicionero, y se habían reunido en la sala de juegos, donde estaban esperando a las damas.

Ataviado con una peluca y un traje de terciopelo azul de Manchester, Franklin estaba contándole al marqués el viaje desde Londres hasta París, que había sido un completo desastre. En compañía del doctor John Pringle, se había visto obligado a soportar un abyecto recorrido en carruaje desde la costa. Malhumorado y cansado por el viaje, Franklin había entablado interminables disputas con los posaderos durante el trayecto.

El marqués se reía entre dientes, compadeciéndolo. Pero sin duda, observó, desde que había llegado a París, desde el couvert con el rey Luis XVI y la reina María, las cosas habían mejorado. Había recibido honores de hombre ilustre en todos sitios, sobre todo por parte de aquella curiosa especie de experimentadores eléctricos llamados franklinistas, que se arracimaban alrededor de la leyenda norteamericana cada vez que hacía una aparición en público.

Otro noble francés se unió a ellos. Era una especie de conde, ¿o acaso se trataba de un barón? Franklin no lo recordaba. Seguía pensando en la deliciosa nueva esposa del anfitrión, la marquesa D’Artois, Estelle de Dinard, con la que había flirteado con cierto descaro durante la cena.

—¿Y qué le ha parecido la corte de Versalles? —le preguntó el barón o conde, que tenía un lunar falso en forma de conejo en la mejilla.

—Exquisita —repuso Franklin—. No tenemos nada comparable en las colonias. —Sonrió. El palacio era magnífico, en efecto, aunque se encontraba en mal estado, con paredes de ladrillo ruinosas y unas cuantas ventanas rotas—. Y París —añadió, cambiando de tema—. Las calles están limpísimas.

—Las barren todos los días —señaló el marqués D’Artois.

—Me han dicho que purifican el suministro de agua filtrándolo mediante cisternas de arena. Muy ingenioso. Tengo que admitir que París es mucho más limpio que Londres. —Franklin dirigió otra mirada a la puerta de la sala de juegos. ¿Dónde estarán las damas?, se preguntó. Si tenía que soportar a aquellos caballeros durante otros diez minutos acabaría volviéndose loco.

—La marquesa me ha dicho que es usted un experto en arte —comentó el marqués D’Artois.

Franklin se puso tenso y se volvió hacia el anfitrión.

—Yo no diría tanto, señor. Pero es cierto: me gusta lo que me gusta.

—Eso parece —repuso el marqués con tono sarcástico—. Me han dicho que ha demostrado mucho interés en mi nueva adquisición.

—¿A qué se refiere, señor?

—Pues al retrato de Cecilia Gallerani, la amante del duque de Milán. Mi Da Vinci. Algunos la llaman La belle ferronière.

Franklin sonrió.

—Dicen que la palabra «belle» no acierta a describirla.

—Sabrá usted, desde luego, que no se trata de la obra maestra original. El auténtico retrato está pintado sobre madera. El mío no es más que un estudio primitivo realizado sobre tela.

Franklin sintió que le daba un vuelco el corazón.

—¿No me diga? —contestó con tono cauteloso—. ¿Y a quién se lo ha comprado, si perdona mi atrevimiento?

—Al conde de Saint-Germain —respondió el marqués—. ¿Lo conoce?

—Me han hablado de sus hazañas.

—El conde es un caballero extraordinario, sin duda —intervino el hombre del lunar en la mejilla—. Habla varios idiomas, entre ellos el árabe, el sánscrito y el chino. Según parece vivió una temporada en la corte del sah, donde según dicen estudió alquimia.

—Es un violinista sensacional —interrumpió el marqués—. Y también un pintor con notables habilidades. He oído que mezcla madreperla con los pigmentos para obtener ese lustre que se observa en las piedras preciosas de sus lienzos.

—Es masón —intervino otro hombre— y ambidextro. He visto que componía un poema con una mano mientras escribía música con la otra. Y recuerda sucesos de la Antigüedad como si los hubiera vivido en primera persona. Mi esposa está convencida de que nació en Caldea hace varios siglos. Ahora está en Rusia...

—No, en Alemania —lo corrigió el marqués—. Se fue de Rusia después de colaborar en la subida al trono de Catalina la Grande. Me han referido sus hazañas en sus apartamentos del Royal Chateau de Chambord, en Turena, que le otorgó el monarca después de que volviera de la India con el general Clive.

Franklin se echó un paso hacia atrás.

—Sí, estoy al corriente de sus hazañas —comentó con aire misterioso. Lo cierto era que mantenía correspondencia con el conde de Saint-Germain desde hacía años. Con la ayuda del duque de Choiseul, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores francés, el hermano Saint-Germain había sido decisivo en la falsificación del pacto de familia de 1761, un tratado entre los Borbones franceses y españoles que había allanado el camino para el Tratado de París, que habían firmado Gran Bretaña, Francia y España y había puesto fin a la guerra de los Siete Años. Miró al marqués D’Artois con una sonrisa. Si supieras cuánto conozco a tu amigo, reflexionó. Pero estaba obligado a seguirle la corriente—. Me estaba hablando —añadió— de su nuevo cuadro.

El marqués se volvió hacia la puerta. Al parecer las damas ya estaban listas y esperaban a los caballeros en el salón. El marqués hizo una indicación a los invitados y estos salieron en fila de la sala de juegos.

Por fin, pensó Franklin. Atisbó a la señora D’Artois en el centro del salón recubierto de paneles. Llevaba un espléndido vestido de noche rosa adornado con diamantes y perlas y se había recogido la peluca en un voluminoso montículo de bucles. Estaba arrebatadora. En cuanto entró en la sala fue directamente hacia ella. La rodeaban por todas partes admiradores y aduladores, sobre todo damas jóvenes que agitaban abanicos. Franklin la abordó desde uno de los lados.

—¿Ya ha olvidado su promesa? —dijo, y las damas exhalaron un audible suspiro.

—¿De qué se trataba, monsieur Franklin? —repuso la marquesa.

Franklin se tiró de la peluca, que empezaba a resbalarse un poco por la sien.

—Vaya, estoy desolado, señora D’Artois. ¿No se acuerda? Durante la cena me prometió enseñarme el... —Titubeó. Contempló a las jóvenes damas que lo rodeaban—. El...

—El Da Vinci —terminó la marquesa.

—Sí —asintió Franklin, haciendo una levísima reverencia—. Eso también.

Las damas se echaron a reír. La marquesa cogió a Franklin del brazo y se lo llevó.

—Retirémonos enseguida —le dijo en privado—, antes de que arruine lo que queda de mi dudosa reputación. —Entonces se detuvo y señaló, y Franklin miró a la pared.

Allí estaba. Apenas daba crédito a sus ojos. La mujer del retrato miraba hacia un lado con una expresión enérgica y vivaz. El luminoso cabello de color henna estaba peinado con la raya en medio, recogido por encima de las orejas y atado detrás de la cabeza. La dama estaba detrás de un pequeño antepecho y la luz modelaba sus facciones. El nombre del cuadro, La belle ferronière, se debía a la banda que llevaba, una joya prendida en la frente con una cadena.

—Algunos dicen que es Lucrecia Crivelli, la otra amante del duque —le explicó la marquesa—. Y en efecto, el cuadro terminado es completamente distinto. El conde de Saint-Germain cree que Da Vinci modificó el cuadro cuando el duque dirigió sus atenciones a la Crivelli. Pero mire la cara —añadió—. ¿No se parece a la mujer que había pintado años atrás, la que sostenía el armiño?

—No la he visto nunca —admitió Franklin.

—Yo sí. El año pasado en Milán. Aunque, por supuesto, en este hay una puerta al fondo.

Franklin no lograba apartar la mirada del cuadro. ¿En qué estaría pensando aquella belleza renacentista? Con sus ojos mirando hacia un lado de aquella forma, había algo taimado, algo retorcido en sus pensamientos, a pesar de aquella desnuda expresión de inocencia. Y aquella puerta. El fondo estaba tan oscuro que el portal era prácticamente invisible. Al menos con aquella luz. No había duda al respecto. Era ese. Saint-Germain estaba en lo cierto.

Franklin se dio la vuelta y observó a Estelle de Dinard. Tendría que ser atrevido si quería llevar a término aquel drama. Sin previo aviso, se inclinó sobre la marquesa hasta que su rostro estuvo a escasos centímetros del suyo.

—¡Embajador! —exclamó ella, echándose hacia atrás.

—Es que estaba preguntándome... —dijo Franklin, al tiempo que miraba hacia un lado. Sí. Las damas de honor los estaban observando.

—¿Qué es lo que se estaba preguntando, embajador? Yo diría que está demasiado seguro de algunas cosas.

—Cómo consiguen las damas de París ponerse colorete con tanta precisión —contestó.

La marquesa sonrió. Estaba claro que sentía un tremendo alivio.

—Se hace un agujero de siete centímetros en un trocito de papel —explicó— y se pone en la mejilla de tal manera que la parte de arriba esté justo debajo del ojo. Después se frota. Cuando se retira el papel, lo único que queda es...

—La perfección —dijo Franklin, echándose a reír.

París

Koster estaba en el balcón, contemplando a las golondrinas que devoraban a los insectos del Sena. Era una mañana soleada y calurosa, casi demasiado. Las riberas ya estaban atestadas de ociosos que trataban de refrescarse gracias a la brisa del río. Notre Dame resplandecía en la isla de la Cité, al otro lado del puente de Saint-Louis. Desde aquella posición, Koster disfrutaba de una vista perfecta de la parte posterior del coro, los jardines y los contrafuertes colgantes que descollaban de los flancos de la iglesia gótica como las patas de una araña gigantesca. Suspiró y se frotó el punto del cráneo en el que había recibido el golpe en las cavernas de West Wycombe. La hinchazón había disminuido, pero le seguía doliendo. Y el cuello también. A continuación se volvió hacia el muelle de Orleans y observó a una pareja de adolescentes que estaban tomando el sol en toples en la orilla. A escasos metros había un padre y un hijo que a todas luces estaban pescando con cañas. Y más allá de estos una mujer vestida de negro hacía taichí. Todo parece extraordinariamente normal, pensó. No era más que otra mañana en París.

El viaje desde Londres había sido corto pero penoso. Aunque le habían encargado que no perdiese de vista a la pareja, Lyman había apremiado a Koster y Sajan a que se marchasen inmediatamente de Gran Bretaña. Al parecer los estaban vigilando, pero no tenían órdenes de detenerlos. Les advirtió que les concedería tres horas, por los viejos tiempos, antes de dar parte de su ausencia. Entretanto trataría de limpiar la basura de West Wycombe.

Koster había instado a Sajan a que ambos cogiesen un vuelo de regreso a Estados Unidos. Estaba harto de que le disparasen, dijo. Estaba cansado de que trataran de estrangularlo y le dieran golpes en la cabeza. Por alguna razón, no le sentaba bien. Pero Sajan insistió en que fueran a París. Estaban demasiado cerca de la conclusión del viaje para desistir de la búsqueda.

—¿A quién le importa? —repuso Koster—. ¿De qué sirve el evangelio si estamos muertos?

Pero Sajan se había mostrado inflexible. Solo estarían a salvo completando el mapa de Franklin y encontrando el evangelio de Judas. Ese era el único seguro que tenían. Sin el evangelio eran vulnerables. Pero con él, afirmó, podían mantener a raya a sus enemigos, tal como había hecho Franklin.

Koster había accedido de mala gana. Era consciente del efecto que había surtido en Sajan la escaramuza en las cavernas. Desde que embarcaran en el Eurostar en la estación londinense de Waterloo se había mostrado distante y preocupada. En una ocasión la había sorprendido sola entre dos vagones cuando regresaba de comprar unos bocadillos. Estaba rezando, con la cabeza inclinada y moviendo los labios en silencio. Cuando Koster le había preguntado por quién estaba rezando, ella había alzado la vista sorprendida y le había contestado:

—Por la camarera y el hombre de las cavernas.

—¡El hombre de las cavernas! Pero si intentó matarnos —había protestado.

—Precisamente por eso.

El tren había llegado a la Gare du Nord en el décimo arrondissement a altas horas de la noche. El trayecto había durado menos de tres horas de principio a fin; era más rápido que los vuelos regulares. Sajan quería evitar los taxis, de modo que habían tomado el metro hasta las cercanías de la isla Saint-Louis. Una amiga les había ofrecido un apartamento de dos habitaciones junto al muelle de Orleans.

Durante el viaje en metro Koster le había preguntado a Sajan si le parecía prudente. ¿Se fiaba de su amiga Emily? Sajan había sonreído y le había contestado:

—Le confiaría mi vida. Lo que yo te pregunto es: ¿podemos fiarnos de Nigel Lyman?

Emily los estaba esperando cuando llegaron al apartamento de la isla Saint-Louis. Era una rubia menuda que llevaba un vestido rosa con flores estampadas y sandalias blancas. Sajan le dijo que se conocían desde hacía años. Habían pertenecido al mismo club cuando Sajan vivía en Europa. Emily les enseñó el apartamento y le entregó las llaves a Sajan.

—Ten cuidado —le advirtió, dándole dos besos en las mejillas, y luego se volvió hacia Koster, añadiendo—: Y cuida de mi amiga. —Koster había asentido, pero ella se había marchado antes de que hubiera tenido ocasión siquiera de darle las gracias.

Deshicieron las maletas y Sajan desapareció en el cuarto de baño para asearse. Koster preparó café mientras ella se daba un baño. Entonces reparó en el PC del escritorio del salón. Emily trabajaba para una especie de revista de arte y tenía varias impresoras y escáneres debajo del escritorio, así como una red inalámbrica. Koster se sirvió una taza de café y tomó asiento. Al cabo de un minuto se había conectado.

—Tenías razón —afirmó mientras escrutaba diversos sitios web.

—¿Sobre qué? —contestó Sajan, apareciendo en la puerta del dormitorio; llevaba una bata y se estaba secando el pelo con una toalla.

—Sobre George Boole. Según parece influyó en un científico llamado Shannon.

—¿Claude Shannon? Es el tipo que resolvió el problema del diseño de circuitos binarios.

—¿Qué problema? —quiso saber Koster.

—Cómo diseñar matrices de conmutadores magnéticos o repetidores de tal manera que pudieran encenderse y apagarse para introducir números binarios. Hoy en día, diseñar arquitectura informática es una tarea repetitiva que hacen mejor los ordenadores, pero entonces no los había. Las ecuaciones de Boole para las operaciones de «y», «o» y «no» redujeron la toma de decisiones a un conjunto de dualidades: sí o no, verdadero o falso.

—Cero y uno —comentó Koster.

—Exacto. —Dejó de secarse el pelo un momento—. Según dicen, después de leer un tratado de lógica booleana, Shannon comprendió que aquellas parejas también podían representarse mediante la dualidad de los conmutadores: encendido y apagado. En otras palabras, que alguien ya había realizado la formidable tarea de diseñar circuitos de lógica binaria. Cien años antes. ¡Boole!

—Pero ¿qué tienen que ver Shannon y Boole con Ben Franklin y el evangelio de Judas? ¿Y por qué le mandaron esa carta a Macalister? Nunca me he fiado de ese tío.

—No lo sé. Es un misterio.

Koster miró por encima del monitor.

—Será mejor que te vistas si queremos llegar a Passy esta mañana —comentó.

Mientras Sajan se preparaba, Koster había salido al balcón que dominaba el río y la gran catedral. Al cabo de unos minutos, Sajan reapareció a su lado.

—¿Disfrutando de las vistas de la ciudad? —le preguntó. Estaba tomando un gran cuenco de café con leche, contemplando pensativamente a las jóvenes que tomaban el sol en toples abajo.

—¿Sabías que César derrotó a los parisii en el 52 antes de Cristo en la isla de la Cité? —contestó Koster—. O, mejor dicho, su lugarteniente. Aquí fue donde el conde Eudes, que más adelante se convertiría en el rey de los francos occidentales, derrotó a los vikingos. Durante las invasiones bárbaras, los habitantes de Lutecia, nombre romano de la futura París, instigados por la joven santa Genoveva, se refugiaron en sus orillas. Entonces Clovis, rey de los francos, estableció la capital en la isla, que fue el centro de la religión y la justicia durante toda la Edad Media. En este punto, que era sagrado desde la época de los romanos, el obispo Maurice de Sully empezó a construir la catedral en 1163 y...

—Lo estás haciendo otra vez —lo interrumpió Sajan.

—¿Haciendo el qué? —replicó Koster, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos. Sajan llevaba una falda azul larga y vaporosa y una blusa de algodón blanco con flores bordadas. A través de los agujeritos bordados en la tela veía la piel morena, el relicario de oro y la cadena.

—No tiene importancia —continuó Sajan, contemplando el río, y añadió—: ¿Notre Dame es tu catedral favorita?

—Supongo que si se combinara la mampostería de Amiens con la cristalería de Chartres, el resultado sería prácticamente perfecto —contestó Koster—. Me acuerdo de la primera vez que vi la catedral de Amiens. Mis padres y yo habíamos tomado el tren de Londres a Roma y nos detuvimos a pasar el día. Entonces no tendría más de once o doce años. Me acuerdo de que íbamos en taxi por las calles de la ciudad cuando más adelante aparecieron las agujas de la catedral. En aquella época las matemáticas eran una especie de religión para mí. Me parecía que los números pertenecían a un mundo distinto, un lugar secreto al que yo podía ir a jugar, invisible y ajeno a todos los demás. Cuando me bajé del taxi, cuando vi la catedral delante de mí, el pórtico y el tímpano, el rosetón y las torres, fue como si ese mundo secreto hubiese cobrado vida. Es difícil describirlo. Recuerdo que fui corriendo a tocar las paredes. Crucé la puerta de entrada y contemplé los arcos del techo, el triforio y el claristorio. Era... perfecto. —Se volvió y la miró—. ¿Y la tuya? ¿Cuál es tu catedral favorita?

—Me gusta la catedral de San Juan el Divino de Nueva York.

—¿La de Harlem? ¿Lo dices en serio? —Koster torció el gesto—. Pero si ni siquiera está terminada. Le falta el transepto. Y tiene una parte románica y otra gótica; es un extraño diseño híbrido. Las puertas están bien, supongo, pero las cristaleras son toscas. A grandes rasgos.

—Tiene muchos defectos, igual que nosotros, Joseph. Puede que oficialmente sea una iglesia episcopaliana —dijo Sajan—, pero acoge a todos los credos. Hay vasijas sintoístas y un par de menorás al lado del altar. Y cada una de las capillas absidales está dedicada a un grupo mayoritario de inmigrantes, la extraña miscelánea que creó la ciudad. Puede que desde fuera parezca que no está terminada. Puede que tenga la piel desgarrada. Puede que no sea bonita, ni perfecta. Pero lo que importa es el corazón. No la mampostería ni las cristaleras.

Koster contempló el paso del río, que fluía hacia el mar, y contestó con un suspiro:

—Me parece que deberíamos ir a Passy.

1767

París

Eran alrededor de las tres de la mañana cuando Franklin volvió al fin a la calle Pérignon. Había contratado un carruaje para que lo llevase y le había ordenado al cochero que lo dejase a dos calles de distancia para que nadie lo viera. Luego fue andando el resto del camino hasta la mansión del marqués D’Artois.

Se había tomado muchas molestias para no importunar a su compañero de viaje, el buen doctor Pringle, que compartía sus apartamentos parisinos. Franklin se rió entre dientes. Pringle siempre le decía que no bebiera demasiado, profiriendo terribles amenazas sobre la gota y otras enfermedades semejantes. Si el médico despertaba y descubría la ausencia de Franklin supondría que había salido a dar un paseo para hacer la digestión, tal como él le había aconsejado.

Franklin se detuvo ante la gran casa del marqués. Aunque no había luna, la calle estaba bien iluminada, aunque prácticamente desierta. Esperó a que pasara una pareja de viandantes y se encaramó con cierto esfuerzo a la cerca que delimitaba los jardines. Se adentró sigilosamente en las sombras de los matorrales y se dirigió a una ventana. Puso las manos en el cristal, contuvo la respiración y empujó. La ventana se abrió. Gracias a Dios, pensó. Había abierto el cerrojo anteriormente, durante los festejos de aquella noche, y por suerte nadie se había dado cuenta de ello.

Franklin tardó algunos minutos en abrirse paso a través de la ventana y cuando al fin entró estaba sin aliento. La sala estaba en penumbra. Franklin sacó una caja de cerillas y una vela, encendió el pabilo y el salón se estremeció delante de sus ojos, débilmente iluminado por aquella llama solitaria. Se dirigió furtivamente a la pared donde se hallaba colgado el cuadro. Cecilia Gallerani lo contemplaba con aquellos dolientes ojos castaños, como si hubiera llegado tarde a la cita y se hubiera cansado de esperarlo. Y entonces cayó en la cuenta de repente: Da Vinci había pintado aquel retrato en 1492, el mismo año en el que Colón había descubierto América. Franklin sonrió. Qué irónico. Retiró el óleo de la pared. En realidad era mucho más liviano de lo que parecía. De alguna manera, el fondo oscuro y la postura severa de la modelo hacían que pareciera mucho más macizo.

Franklin llevó el retrato a una mesita, donde lo apoyó contra el busto marmóreo de un aristócrata, y puso la vela detrás del cuadro, que adoptó un tinte rosado, como si Cecilia se hubiera ruborizado. Se inclinó hacia el óleo, colocándose las gafas, y lo examinó atentamente. Ahí estaba. Tal como esperaba. Detrás de la puerta del fondo. Acercó un poquito más la llama a la parte de atrás del óleo. Y apareció, después de todo. Como el boceto del evangelio de Judas. El mismo diseño de círculos y rectángulos. La misma maraña de finas líneas. Y no obstante diferente...

Franklin extrajo de la chaqueta una botellita de tinta, una pluma y una hoja de papel cuadrada. Con mucho cuidado y precisión, empezó a abocetar el diseño. Tardó unos cuantos minutos en copiarlo completamente. Cuando casi había terminado lo sobresaltó un ruido brusco en el pasillo y se quedó petrificado.

Por un momento creyó que se trataba de pasos, antes de que el ruido se desvaneciera, para su inmenso alivio. Con el corazón palpitando violentamente, se apresuró a terminar el esquema. Solo le quedaban unas pocas líneas, algunos círculos y... Ahí estaba de nuevo el ruido.

Franklin se metió en el bolsillo el papel, la pluma y el tintero. Cogió el retrato y estuvo a punto de tirar la vela al suelo en el proceso. A continuación fue corriendo a la pared.

Venía alguien. Ahora oía claramente los pasos. Franklin colgó de nuevo el óleo en la pared. Una aureola luminosa apareció cerca de la puerta. El cuadro estaba torcido. Franklin le dio un golpecito para colocarlo y se dio la vuelta en el momento preciso en el que el marqués D’Artois entraba en la sala, seguido de un criado que llevaba una vela.

—¿Eres un fantasma o eres real? —dijo el marqués, acercándose a través de las sombras. Franklin reparó entonces en el trabuco que llevaba en la mano derecha. Tenía la culata de marfil chapada y el cañón de bronce. Y le estaba apuntando al corazón.

Por un momento no dijo nada. Se quedó donde estaba, boquiabierto, como si de alguna forma se le hubieran atragantado las palabras. No le salía ninguna. Entonces se rió entre dientes y dio un paso hacia delante.

—Mi señor —dijo entrecortadamente. Se quitó la peluca como si fuera un sombrero y volvió a ponérsela—. Qué agradable sorpresa.

—La sorpresa es mía, señor —contestó el marqués D’Artois—. ¿Qué está haciendo en mi casa?

—Esperaba a otra persona —se rió nuevamente Franklin. Se apoyó en la pared con una mano, se acercó otro paso y señaló a sus espaldas, a la ventana—. ¿Sabe que tiene que podar los setos?

—Está usted borracho, señor mío.

—Sin la menor duda.

—¿A quién estaba esperando... a estas horas... en mi casa?

—Tendrá que atarme a unos caballos para que me arranquen los brazos y las piernas si quiere que le diga cómo se llama ella. —Franklin se llevó un dedo a los labios—. Shhh —farfulló sonoramente—. O tal vez debería decir que antes se caerán las estrellas del firmamento. —Se rió. Luego hizo aspavientos, añadiendo—: Ay, por amor de Dios, dispáreme o aparte esa cosa.

—¿No estará sugiriendo que Estelle...?

—Shhh —repitió Franklin, interrumpiéndolo—. Ni una palabra. Después de todo, soy un caballero.

El marqués no bajó el arma. Pero al cabo de un momento sus labios se arquearon en una sonrisa.

—Vaya, señor, me halaga usted —dijo, entre risas.

—¿Ah, sí? —tartamudeó Franklin.

—Por supuesto, monsieur Franklin —contestó el marqués—. Soy francés.

Había escapado por los pelos. Franklin se demoró durante más o menos una hora, compartiendo con el marqués un aperitivo de pera y algunas historias sórdidas que habría preferido que no le contara. Al parecer la marquesa era mucho menos modesta de lo que aparentaba, al igual que la amante del duque de Milán en el cuadro. Finalmente Franklin había encontrado una excusa para marcharse. El marqués tenía una jugosa historia sobre el americano lujurioso, unas ingeniosas ocurrencias que compartiría con sus amigos. Y Franklin tenía el boceto en el bolsillo.

Casi había amanecido cuando volvió a sus apartamentos. El doctor Pringle seguía roncando en su habitación. Franklin fue inmediatamente a sus aposentos, donde encendió una lámpara y se puso a rebuscar en su equipaje. Al cabo de unos instantes encontró lo que andaba buscando. Estaba envuelto en unos pliegues de tela encerada. Desenvolvió el volumen con cuidado.

Habían pasado casi treinta años desde la aciaga noche tormentosa en la que Simon Nathan, el rabino mayor de Filadelfia, había llamado a su puerta. Treinta años y todavía se le erizaba el vello de la nuca cuando veía el evangelio de Judas.

Depositó delicadamente el códice encima de la cama y lo abrió. Luego sacó el dibujo que había copiado aquella misma noche, lo contrastó con el frontispicio, poniéndolo junto al esquema original. Las líneas y los círculos coincidían. Se fundían. Hasta entonces le había parecido que eran estructuras divergentes, completas pero independientes, pero ahora estaba claro que eran singulares. Una sola. De un fragmento.

Franklin contempló a través de la ventana los tejados de París, que sonrosaban los primeros rubores del alba. Por fin, se dijo, suspirando. Se le estaba acabando el tiempo. Si no se apresuraba, dentro de poco no le haría falta la máquina de Dios.

París

Koster y Sajan se dirigieron a Montparnasse sin apenas intercambiar una sola palabra. Sajan insistía en detenerse abruptamente a cada rato. Se demoraban un instante, se agachaban en un callejón o una callejuela o volvían sobre sus pasos. Cuando Sajan se aseguró al fin de que nadie los estaba siguiendo saltaron a un vagón de metro en la estación de Montparnasse y fueron hacia el oeste en el Seis hacia el decimosexto arrondissement.

Durante el trayecto, Koster le explicó que, en el siglo XVIII, Passy había sido una modesta aldea a las afueras de París. Los diplomáticos americanos solían establecerse en ella o en la cercana Auetuil, que también se hallaba a corta distancia de París y en la ruta de Versalles. Cuando Franklin llegó a París en 1777, a los setenta y un años, le ofreció alojamiento Le Ray de Chaumont, un comerciante internacional que había hecho fortuna comerciando con las Indias Orientales y abastecía de pólvora a las colonias. De Chaumont era el propietario del lujoso hotel de Valentinois. De hecho, era tan opulento (tenía un jardín de siete hectáreas que dominaba París y el Sena) que algunos lo llamaban château. Franklin, que al principio no había pagado hospedaje alguno, se instaló al principio en un pabellón independiente llamado Basse Cour. Allí vivió y trabajó con los restantes miembros de la embajada norteamericana en Francia: Arthur Lee, Silas Deane y más adelante, John Adams y John Jay. Allí también realizó experimentos sobre la electricidad. En otro edificio instaló una pequeña imprenta.

Koster le advirtió a Sajan que Franklin había sido asombrosamente famoso durante todo el tiempo que había permanecido en Francia. Ya era notorio en París gracias a las visitas que había realizado en 1767 y 1769 y tenía excelentes contactos con la inteligencia francesa, sobre todo con los masones. Hasta había recibido las felicitaciones personales del rey Luis por sus experimentos eléctricos. De hecho, en el trayecto de Nantes a París, en 1776, la muchedumbre flanqueaba las carreteras para aclamarlo. John Adams estaba tan asombrado ante la admiración que le profesaban los franceses que escribió: «Cuando hablaban de él, se habría dicho que creían que iba a restaurar la Edad de Oro».

El vagón de metro frenó cuando se aproximaron a la estación de Passy.

—Gracias a Franklin y sus negociaciones con Bonvouloir —concluyó Koster—, Francia no solo proporcionó armas, municiones y tropas a los colonos, sino que también les otorgó el reconocimiento diplomático que contribuyó a la liberación de América. Cuando la noticia de la muerte de Franklin llegó a París en 1790 se caldearon tanto los ánimos que, en medio de la revolución francesa, la Asamblea Nacional suspendió la sesión hasta el día siguiente. Un año después le pusieron su nombre a una calle. ¡Hasta el gran Thomas Jefferson dijo que suceder a Ben Franklin como embajador en Francia era una lección de humildad!

El tren se detuvo y Koster y Sajan desembarcaron y subieron las escaleras que llevaban a la calle. Pero cuando ascendieron por los últimos escalones hasta el espacio abierto, Koster se dio cuenta de que no quedaba nada de aquella época. En los siglos transcurridos desde que Franklin viviese allí la ciudad había crecido alrededor de Passy. Lo único que quedaba era una placa en una casa en la esquina de las calles Raynouard y Singer que mencionaba que Franklin había vivido en ese lugar, pero el edificio original había desaparecido hacía mucho.

Koster se dio cuenta de que Sajan se sentía terriblemente decepcionada.

—Espera un momento —dijo—. ¿Te acuerdas del código que había en el segundo fragmento del mapa?

—¿Qué le pasa?

Señaló al hotel de Valentinois, una enorme estructura de piedra de seis pisos de altura construida a principios del siglo XIX, con confortables balcones de hierro forjado.

—Ese es el sitio donde Franklin instaló el primer pararrayos de Francia. Puede que el edificio sea relativamente nuevo —añadió—, pero ¿habrán cambiado el pararrayos? ¿No habrían tratado de conservarlo, en la medida de lo posible, como curiosidad histórica? Ayer traté de leer un poco sobre eso en internet. Que yo sepa, no lo han trasladado a ninguna otra parte.

Koster se adelantó hacia la puerta.

—Vamos —la apremió—. No pasa nada por mirar.

Un portero les franqueó el paso al edificio, que ahora era una residencia privada, pero la familia estaba fuera de vacaciones durante el verano. Sajan le dio veinte euros y al poco tiempo estaban subiendo los últimos escalones que daban al tejado. El portero, un inmigrante argelino llamado Jamal, aseguró que no sabía nada de ningún pararrayos de Ben Franklin ni de nadie. Insistió en que era nuevo. Atravesaron la puerta del tejado, desde donde se disfrutaba de una impresionante vista de la ciudad, con el río luminoso al sur y al este, la torre Eiffel al nordeste, junto a los jardines de los Campos de Marte y, a lo lejos, la forma imprecisa de Notre Dame. Entre las dos torres de la catedral, cerca del flanco oriental del hotel de Valentinois, se alzaba el pararrayos. Koster sintió que le daba un vuelco el corazón al detenerse a su lado. No cabía duda de que era muy antiguo, pero ¿sería el que andaban buscando?

El pararrayos estaba montado sobre una pequeña base de granito que Koster rodeó con cautela. Faltaba un amplio bloque de piedra de uno de los lados, como si hubiera sufrido daños durante el transporte hasta ese nuevo emplazamiento. En el lado que daba a la calle, habían tallado algo en el granito que parecían figuras de animales.

—Ven aquí —le dijo Koster a Sajan, que seguía hablando con el portero junto a la puerta—. ¿Cómo era esa cita de la Biblia?

Sajan le dijo a Jamal que esperase un momento y fue hacia Koster.

—«Vi a Satanás caer del cielo como un rayo» —dijo.

—No, entera. Todo el pasaje.

Sajan suspiró.

—«Os he dado autoridad para aplastar a las serpientes y los escorpiones y derrotar a todas las huestes del enemigo; nada podrá haceros daño» —declamó—. «Pero no os alegréis de que los espíritus se sometan a vosotros, sino de que vuestros nombres estén escritos en el cielo.»

Koster tomó a Sajan de la mano y la condujo a la parte de atrás del pararrayos, el lado que daba al antepecho. Allí, grabada en la piedra, había la forma inconfundible de un escorpión. Y rodeándolo por completo, una serpiente que se mordía la cola con la boca. A lo largo del borde exterior discurría una serie de estrellas, doce en total. Y en lo alto de las estrellas las iniciales «BF».

—¿Ben Franklin? —dijo suavemente.

—«Escritos en el cielo» —repitió ella.

Koster se arrodilló junto a la base del pararrayos. La pértiga metálica sobresalía del centro de una losa de granito macizo que a su vez descansaba sobre la piedra grabada. En uno de los lados de la base cuadrada, opuesto a los grabados, Koster reparó en una grieta en el granito. No, dos grietas. Era como si hubieran insertado posteriormente un pequeño azulejo en el bloque. Tiró de los bordes. El azulejo no se movió. Por mucho que lo intentaba, estaba firmemente sujeto. Koster consideró brevemente pedirle herramientas al portero, pero luego cambió de idea. Era inútil que se involucrase.

—Savita —dijo—. Intenta encontrar una especie de palanca o botón.

Sajan recorrió los diversos grabados con la mano, oprimió todas las estrellas, tiró de la serpiente y las iniciales. Y cuando tocó la punta del aguijón en la cola del escorpión, Koster profirió un grito.

—Ahí —exclamó con tomo apremiante—. Aprieta otra vez.

Ella obedeció y el azulejo se desprendió en las manos de Koster, que se asomó a la abertura. Había algo dentro del hueco: una bolsita de piel semejante a un monedero. La abrió con cuidado con la punta del bolígrafo. Sajan se arrodilló junto a él.

—Tiene que ser esto —murmuró con voz temblorosa.

Y lo era. Koster lo supo en cuanto extrajo el objeto del monedero. El tercer fragmento del mapa. Lo desdobló cuidadosamente, convenciéndose más a cada pliegue del pergamino. El último fragmento, con su propia serie de círculos, cuadrados y finas líneas. Ahora lo único que restaba era unir las tres preciosas partes.

El portero se acercó a ellos. Koster se metió apresuradamente el mapa en la chaqueta y colocó de nuevo el pequeño azulejo, ocultándole sus movimientos con el cuerpo. A continuación se puso en pie y cogió a Sajan de la mano.

—Pues vaya —le dijo a Jamal—. Este no es.

El portero se encogió de hombros y se volvió hacia la puerta. Al cabo de unos minutos habían vuelto a la calle.

Nueva York

—La puja comenzará en diez millones de dólares —anunció el cadavérico subastador de ojos grises y perlados. Jack Baker se había encaramado a una tarima a la cabeza de la sala. El principio se estaba retrasando, pensó sombríamente, mientras se debatía con el micrófono de corbata. Aunque esperaban un aforo completo para ese lote, la concurrencia era nada menos que espectacular. No salía un Da Vinci al mercado todos los días, aunque no se tratara de una obra maestra.

La primera fila del auditorio estaba reservada para la prensa. La mayoría de los medios de comunicación generalistas habían mandado a alguien para cubrir la subasta. Tras ellos, Baker escrutó a la acostumbrada colección de compradores. Algunos, como la señora Spencer de Palm Beach y Nueva York, disfrutaban de veras de aquellos procedimientos formales. Pero eran una especie en extinción. Casi todos los compradores eran simples representantes de otros coleccionistas. Generalmente los opulentos mecenas de las artes preferían mantener en secreto sus portafolios por diversas razones, desde el deseo de intimidad a la preocupación por los robos. Había tres representantes en un lado de la sala, con la oreja pegada al teléfono. Solo ellos conocían el nombre de sus anónimos superiores.

—Hoy terminamos —prosiguió Baker— con el lote número ciento dos. Está en la página número cuatro de sus programas. Ofrecido por los herederos de Edison, este exquisito estudio de Leonardo da Vinci fue pintado al óleo en Milán alrededor de 1492. Antecedente de la que a veces se conoce como La belle ferronière, este notable cuadro es supuestamente un retrato de Cecilia Gallerani, la amante de Ludovico Sforza, duque de Milán y mecenas de Da Vinci en aquella época. En realidad, el nombre de La belle ferronière se aplica a dos retratos renacentistas. El primero de ellos, que según se cree representa a Lucrecia Crivelli, otra de las amantes del duque, se encuentra actualmente en el Louvre. A veces también se conoce como Retrato de una dama desconocida. El segundo, que se supone que es de Cecilia Gallerani, suele denominarse Dama con armiño. Lo curioso es que mientras algunos argumentan que es posible que el Retrato de una dama desconocida parisino, pintado sobre madera, no sea un Da Vinci, no cabe duda de que este estudio anterior al óleo es auténtico. Y lo que quizá sea aún más curioso es que parece que el sujeto del cuadro es Cecilia Gallerani, tal como aparece en la Dama con armiño. Observen la puerta que hay al fondo, detrás de ella. Está tapada en el retrato final sobre madera.

Jack Baker hizo un leve ademán con la mano y se abrieron las cortinas a sus espaldas. En la pared apareció un retrato iluminado por focos. La sala se sumió en el silencio.

Baker decidió que había sido una suerte que cada uno de los postores de aquella jornada hubiera estudiado el óleo durante una vista previa, pues las luces eran espectrales y la sala de exhibiciones estaba atestada. Debían de haber asistido al menos doscientas personas. Y las habían examinado a todas para asegurarse de que podían pagar lo que ofrecieran. A veces parecía que, en el calor de una subasta, se desbocaban hasta las mentes más brillantes. Baker reprimió una sonrisa. La última vez que había presidido la subasta de un Da Vinci, Bill Gates había pagado más de treinta millones de dólares por un cuaderno de bocetos. Estaba impaciente por empezar.

Arrancó la subasta y como de costumbre los postores más humildes empezaron a construir la base. Se trataba de las personas que en realidad no tenían intención de hacerse con el cuadro, sino que simplemente anhelaban el derecho a jactarse de haber pujado por un Leonardo da Vinci. Gestores de fondos. Aristócratas viudas del Upper East Side. Un jeque kuwaití. Al cabo de unos minutos la puja había ascendido a más de catorce millones. Entonces asomaron los verdaderos contendientes.

Había tres. El señor Chin, que siempre se sentaba al fondo, a pocos metros de la puerta, representaba a un coleccionista de Hong Kong, que según los rumores era un promotor inmobiliario pero realmente era un oficial del Gobierno continental al que le gustaban los muchachos jóvenes.

La segunda, sentada a la derecha, cerca del frente, representaba a un banco austriaco. Se llamaba B. Muller. Nadie sabía lo que significaba la B. De hecho, nadie se había atrevido a preguntárselo jamás. La señorita Muller tenía el porte y la constitución de una saltadora de pértiga, con un ojo azul ligeramente bizco. Vestía un traje cruzado a rayas de color gris marengo y parecía que llevaba hombreras, pero no era así. Baker lo había comprobado. Y siempre traía un sombrero, en esta ocasión con una pluma de becada.

Y el tercer postor, bueno... Era anónimo, una simple voz al teléfono. Su agente era un sereno y joven profesional llamado Timothy Yeats, que se había formado durante años en Christie’s, en Londres. Se rumoreaba que Yeats boxeaba los fines de semana. Sin duda tenía la constitución adecuada. Era ágil y esbelto y levantaba la pala como si fuera un campeón de ping-pong.

Un fruncimiento de los labios. Un tirón del lóbulo de la oreja. Un breve movimiento de la pala. La gente hacía toda clase de señales. Pero al final, pensó Baker, todos tenían dos cosas en común. Todos querían comprar algo. Nadie iba allí para quedarse sentado en el banquillo. Todos querían comprar algo y hacerlo suyo. Y todos tenían dinero en abundancia.

Quince. Quince doscientos. Quince doscientos cincuenta. La escoria desistió. Chin subió hasta dieciséis millones de dólares y se produjo una pausa elocuente y prolongada. Los espectadores miraban en derredor de la sala, tratando de vislumbrar otro movimiento de la pala. Dieciséis quinientos para B. Muller, con una inclinación del sombrero. Dieciséis seiscientos para el hombre del teléfono. Dieciséis seiscientos cincuenta, intervino el señor Chin. Dieciséis seiscientos setenta y cinco. Y así sucesivamente, nivelándose poco a poco la curva. La sinfonía se estaba convirtiendo en música de cámara. Seguidamente se convirtió en un dueto. El señor Chin había llegado al punto muerto, aquella extraña y con frecuencia caprichosa línea que marcaba el límite de la avaricia. Baker lo equiparaba a la distancia que está dispuesto a recorrer un depredador para abatir a un antílope. En algún momento el consumo de calorías se hacía excesivo y dejaba de correr. Chin se había detenido.

En unos instantes Baker supo que se había acabado. Por primera vez desde hacía más de un año observó las señales que indicaban el debilitamiento de B. Muller. Primero se reclinaba en la silla, aunque generalmente estaba erguida como el asta de una bandera. Luego empezaba a abanicarse con el programa. Y por último se quitaba el sombrero con una floritura. Era como una banderita de tregua. Ahora lo ondeó un momento y contempló el retrato con los ojos vidriosos.

—Vendido al postor anónimo con el número de teléfono tres, por dieciocho coma dos millones —anunció Baker. Se sentía acalorado y eufórico. Dieciocho millones doscientos mil dólares. Era su récord personal con un retrato. Baker se volvió y miró el óleo y la forma en la que Cecilia Gallerani miraba hacia un lado. Y habría jurado que le guiñaba el ojo.

París

El trayecto en metro de regreso a la isla Saint-Louis fue interminable. Koster y Sajan apenas hablaron. Ahora que se habían apoderado de los tres fragmentos ambos presentían que se estaban acercando a la conclusión de aquella búsqueda.

En cuanto llegaron al apartamento, Koster sacó el pergamino y lo depositó en el escáner de Emily. Tardó unos minutos en hacer una buena copia digital. Cuando estuvo satisfecho importó los dos fragmentos restantes de la cámara. Por fortuna, Emily tenía Photoshop. Koster creó tres capas y las puso una encima de otra. Sajan estaba detrás de él, mirándolo por encima del hombro mientras trabajaba.

En cuanto las imágenes quedaron superpuestas Sajan profirió una exclamación. Koster sabía por qué. Un conjunto de finas líneas, que hasta entonces habían parecido independientes, se fundieron con perfecta precisión: un círculo atravesado por una línea vertical.

—La fi —anunció Koster. Siguió el contorno con la yema del dedo: f. Y el resto de los elementos, los círculos y rectángulos, los cuadrados y aquella telaraña de líneas, aunque fueran dispares, habían confluido de repente. Todas formaban parte de un superesquema. Pero, por mucho que lo intentaba, Koster no había logrado interpretarlo aún. Miró fijamente la imagen. Se concentró. Después se dejó llevar, tratando de captar una frecuencia. Pero nada.

Al principio él había esperado que el mapa fuera realmente eso, un mapa que indicara una auténtica localización geográfica. Más adelante, después de que encontrasen los dos primeros fragmentos en Filadelfia y West Wycombe, había confiado en que el diagrama fuera una suerte de acertijo matemático que quizá revelase unas coordenadas geográficas, pero tampoco. En todo caso, si lo era, no sabía interpretarlo. Parecía un laberinto, y Koster estaba atrapado en sus confines.

Se levantó del escritorio, giró sobre los talones y se fue.

—¿Adónde vas? —dijo Sajan—. ¿Qué te pasa?

—Voy a traer el diario. Volvemos a la casilla de salida. —Señaló el monitor con el dedo gordo—. No sé lo que significa esa cosa. Si es un mapa, no sé cómo leerlo. Ni siquiera parece un mapa. Parece más bien una especie de diagrama eléctrico, como el diseño de una especie de máquina. —Desapareció en el dormitorio y regresó con el diario.

—¿Una máquina para hacer qué? —le preguntó Sajan.

—No lo sé. Tú eres la ingeniera en electricidad. Esperaba que tú lo supieras.

Sajan iba a decir algo, pero se interrumpió y se mordió el labio. A continuación, se encogió de hombros y miró de nuevo la pantalla.

—¿Y si no hemos entendido bien todo esto? —sugirió Koster, sentándose delante del escritorio—. ¿Y si no se trata de un mapa, al menos de uno tradicional? —Abrió el diario—. Mira —añadió, señalando—. «En el alma de la máquina de Dios se encuentra el evangelio. Uno en tres.» Esas son las palabras exactas que usa Franklin. Las había interpretado simbólicamente... había supuesto que el evangelio de Judas sirve como una especie de puerta a Dios y la trinidad. Pero ¿y si no lo fuera? ¿Y si fuera el plano de una auténtica máquina, una máquina eléctrica? Y aquí —pasó a otra sección del diario—, cuando realiza el famoso experimento con la cometa, vuelve a mencionarlo: «Ahora, por fin, estoy un paso más cerca de la máquina de Dios». Yo pensaba que estaba jugando a Prometeo. Franklin recibió muchas críticas de la Iglesia cuando inventó el pararrayos. Lo acusaron de interferir en fenómenos que consideraban acciones de la divinidad cósmica.

—¿Y la fi? —Sajan se asomó al monitor—. ¿Cómo encaja?

Koster meneó la cabeza.

—No lo sé. Franklin solo menciona la fi en una ocasión y la referencia es más bien enigmática. Dice que el conde de Saint-Germain afirmaba que conocía el secreto de «la armonía de fi». Ignoro lo que significa eso. Pero hemos visto la fi en todas partes. Los masones la consideraban un reflejo del arquitecto divino. Por eso la usaron tanto en la construcción de las catedrales de Notre Dame. Y antes, en la pirámide de Guiza, el templo de Salomón y el Partenón. Estaba en la triple tau. La usé para descodificar las coordenadas del templo en Carpenter’s Hall. Pero la fi no se encuentra solamente en los objetos creados por el hombre, sino que también está omnipresente en la naturaleza: en la curva de las conchas, la forma del ADN humano y hasta en la espiral de nuestra galaxia.

—Y es lo que estaba estudiando George Boole cuando tuvo aquella epifanía —añadió Sajan— y se le encendió una bombilla que dio como resultado la lógica booleana. —Titubeó—. Espera un momento —musitó de repente—. ¡La bombilla! —Dio rápidamente la vuelta al escritorio y se volvió hacia Koster, riéndose, y dijo—: Ahora me acuerdo.

—¿De qué te acuerdas?

—¿Recuerdas que te dije que había algo que me sonaba? ¿Qué me resultaba un poco familiar?

—¿Y qué?

—Ya había oído hablar de la armonía de fi. Aunque se llamaba frecuencia de fi.

—¿Dónde?

—En uno de los cuadernos de Edison.

—¿Thomas Edison? ¿El inventor? ¿Qué decía sobre ella?

—No me acuerdo bien. Fue hace mucho tiempo, cuando estaba escribiendo un artículo en Princeton. Y Edison, por si no lo sabías, también era masón. Vivía en Menlo Park, Nueva Jersey. Y después en West Orange. No está lejos de la casa que tenían mis padres cuando nos mudamos a Estados Unidos. Yo fui al instituto Edison, que estaba cerca.

—¿Pero qué tiene Edison...? —No pudo acabar la frase—. Creía que esto era un mapa que llevaba al evangelio de Judas. Ahora ni siquiera estoy seguro de lo que estamos buscando... Una especie de máquina, un mecanismo eléctrico. —Koster señaló la pantalla del PC—. Primero, Abraham de El Minya. Después Leonardo da Vinci. Luego Ben Franklin. Y ahora Thomas Edison.

—Y Turing y Boole.

—Pero ¿qué tienen en común todos ellos? Nada de esto tiene sentido. Todos vivieron con cientos de años de diferencia, en distintas partes del mundo.

Sajan se apartó un paso del escritorio.

—Me vuelvo a Estados Unidos —anunció—. Quedarse aquí no sirve de nada. Y creo que deberías darme el último fragmento del mapa. Ya has hecho suficiente, ¿no te parece? ¿Por qué vas a seguir arriesgándote?

—¿Estás loca? —Koster dobló el pergamino y se lo metió en la chaqueta—. Ya te lo he dicho. Yo soy el que lleva el mapa. ¿Por qué ibas a ser tú el blanco?

—Soy capaz de defenderme, probablemente mejor que...

—No se te ocurra decirlo.

—Sabes que es cierto, Joseph. Lo que pasa es que eres un machista.

—No me importa. El mapa se queda conmigo. —Guardó de nuevo el esquema combinado en la cámara y borró el archivo del PC de Emily—. ¿Adónde piensas ir? —le preguntó—. ¿Vas a volver a la costa?

—A West Orange —repuso ella—. Donde vivió Edison.

—¿Y la Agencia de Seguridad Nacional?

—Les han ordenado que nos vigilen, no que nos detengan. Por lo menos eso fue lo que dijo Lyman. Y además, ¿qué otra elección tenemos? Aquí no podemos quedarnos. No sé qué más hacer, Joseph —concluyó, meneando la cabeza—. ¿Tienes alguna idea mejor?

Koster miró el monitor. Luego se encogió de hombros.

—¿Qué te parece una cena?

Nueva York

Cuando al fin depositaron la caja en el apartamento del arzobispo, Michael Rose no estaba nada contento. No le llegaba la camisa al cuerpo, se sentía como una fruta madura. Estaba en el balcón, contemplando el East River, mientras los tres hombres enfundados en monos verdes desembalaban el retrato que había dentro.

El arzobispo Lacey estaba demasiado impaciente y demasiado nervioso para dejar que los operarios hicieran su trabajo. Estaba junto a la caja, sosteniendo una generosa copa de escocés.

—¿Seguro que no quiere una copa? —lo interrogó de nuevo el arzobispo.

Michael se dio la vuelta, tirándose de la piel de la barbilla.

—No, gracias —dijo—. No bebo. —El retrato había costado mucho más de lo que habían previsto. Si las cosas no salían bien, el arzobispo tendría que dar muchas explicaciones. Y Michael también. Aunque su padre no querría escucharlas.

—No, claro que no —comentó Lacey.

—¿Qué significa eso? —Michael atravesó la puerta corredera del salón.

El arzobispo alzó la vista, alarmado.

—Nada. Nada de nada. ¿Qué le parece un batido entonces?

—Vuelvo enseguida. —Michael se dirigió al cuarto de baño.

Estaba al final del pasillo, cerca de la entrada. Michael cerró la puerta a sus espaldas y echó el cerrojo. A continuación comprobó el cerrojo de nuevo. Tengo un aspecto horrible, pensó al darse la vuelta y mirarse la cara en el espejo. Se inclinó hacia el cristal, examinó el cabello rubio ralo y se estiró las bolsas de los ojos. Parecía hinchado y abotargado y por un momento creyó que se le estaba derritiendo la piel de la cara, que se le resbalaba del cráneo, con pelo y todo, como si fuera un muñeco de cera que se hubiera quedado al sol.

Michael cogió una toalla de mano y limpió la encimera. Cuando se aseguró de que estaba seca extrajo un vial de la chaqueta, lo abrió y derramó un montoncito de cocaína. A continuación sacó la cartera y se hizo una raya con una tarjeta de crédito. Luego enrolló un billete de veinte dólares, se inclinó hacia delante y la esnifó.

Le pareció que la parte de atrás del cráneo se desprendía hacia el espacio. Se inclinó hacia delante y puso las manos en la encimera. El dolor de la nariz era intenso. Le daba la impresión de que se devanaba a través de las fosas nasales como una especie de insecto que se arrastraba por su cabeza y le pellizcaba los nervios con las mandíbulas. Luego aquella sensación dio paso a una oleada de placer en estado puro, un tsunami de estallidos sinápticos. Abrió los ojos. La piel se aposentó poco a poco sobre el marco del rostro. Michael suspiró y miró fijamente el reflejo de sus ojos azules transparentes. Tenía una gotita de sangre en la punta de la nariz. Era una lágrima. De su corazón. Michael la observó mientras ganaba impulso, mientras se henchía y caía, aplastándose contra la cuenca del lavabo.

Michael contempló la gota de sangre mientras esta serpenteaba hacia el desagüe. Luego se agachó para quitarse el zapato y el calcetín del pie derecho. Se humedeció el dedo índice de la mano derecha en la sangre del lavabo y se restregó el lóbulo de la oreja derecha, el dedo gordo de la mano derecha y por último el dedo gordo del pie. Cuando hubo terminado se miró de nuevo en el espejo. Después se hincó de rodillas.

—Padre —dijo—, perdóname, por favor. —Rompió a llorar, al principio en silencio, después exhalando grandes sollozos sofocados. Arañó el costado de la bañera y apoyó la cara en la cerámica, que era sólida y fría. Luego se dio la vuelta con un gemido. Fue corriendo a la taza y apenas tuvo tiempo de asomarse sobre el borde del asiento antes de vomitar. Parecía que el flujo era interminable. Tosió y sufrió arcadas; escupió en la taza. Por último se enjugó los labios húmedos con el dorso de la mano.

—¿Michael? Michael, ¿se encuentra bien?

Rose tiró de la cadena, arrancó unas cuantas hojas de papel higiénico y se limpió la cara. Luego se puso en pie y volvió a ponerse el calcetín y el zapato.

—Estoy bien —contestó, mientras se colocaba la corbata—. ¿Ya han acabado? —Abrió la puerta.

El arzobispo Lacey estaba justo al otro lado, en el pasillo, con aire preocupado.

—Hace un momento —dijo—. Lo estaba esperando.

El cuadro estaba desembalado, descansando contra la parte de atrás del sofá, entre los restos del material de embalaje. A Michael se le formó un nudo en la garganta al verlo. La chica del retrato... Parecía que lo estaba mirando directamente. Todo el dolor y las preocupaciones que había sufrido en el cuarto de baño se disiparon de repente. Sabía que aquella misteriosa hermosura y lo que había oculto detrás de ella eran lo único que podía redimirlo.

El arzobispo Lacey cogió el retrato, lo llevó al escritorio del rincón y lo puso en alto para que la lámpara de lectura lo atravesara.

Michael se unió a él. Se inclinó sobre el escritorio y estudió la pintura, las acertadas pinceladas y el sombrío fondo negro.

—Acerque más la luz —dijo.

Lacey obedeció. Y entonces, como si fuera una especie de truco de salón, las líneas se hicieron visibles. Ese horrible patrón. Ese insidioso diseño. Allí mismo, en la puerta pintada, perdida entre las sombras. Un escalofrío recorrió la columna de Rose como una cucaracha.

—¿Está ahí? —lo interrogó Lacey—. Por amor de Dios, Rose, ¡dígamelo! ¿Ve algo?

Michael se irguió.

—Nuestro informante decía la verdad —contestó.

—¡En ese caso tenemos los tres fragmentos! El mapa está completo. ¿Sabe lo que significa eso?

Michael observó el retrato de Cecilia Gallerani, aquella sonrisa maliciosa. Ella lo sabía. Lo sabía todo.

—Significa que Koster y Sajan son prescindibles.

El arzobispo se rió.

—Eso también. Pero hay más. Me temo que no le he contado todo. Acerca de esos esquemas. Y el evangelio de Judas. Corrobora los peores temores de nuestro espía.

—¿A qué se refiere?

—Es una historia que le costará creer, aunque la Iglesia católica la ha seguido desde la época de los doce. Me temo que hay en juego mucho más de lo que se imagina. Será mejor que se siente.

París

Sajan se decantó por un pequeño bistrot cerca del puente de Saint-Louis. Al principio Koster insistió en que buscaran algo más elegante. Después de todo, no iba a París con demasiada frecuencia. Pero a Sajan la inquietaba que se alejaran demasiado. Y además, le dijo, en París era difícil que te sirvieran una mala comida.

Koster pidió raya y pommes frites y Sajan cuscús de cordero. Cenaron en la terraza, bajo una amplia sombrilla azul y blanca, y observaron el devenir del mundo. El camarero volvió con una botella de Beaujolais-Villages. Era fresco y brillante, con sabores maduros y suaves de fresas machacadas. Habían consumido media botella antes de que les sirvieran la comida.

Cuanto más bebía Koster, menos pensaba en el mapa. Y francamente, lo prefería. Estaba harto de pensar en ello. Creía que ahora que habían encontrado y combinado los tres fragmentos el problema estaría resuelto. Que al fin sabrían dónde se hallaba el evangelio de Judas. Era frustrante. Y Sajan estaba en lo cierto. Cuando más lo pensaba, más convencido se encontraba. Si querían permanecer a salvo tendrían que dar con el evangelio de Judas. Era el único seguro contra sus perseguidores.

Koster bebía sorbos de vino y observaba a Sajan mientras esta daba cuenta del cuscús con cordero. Separaba la carne de los huesos con precisión, como si fuera un cirujano. Daba mordiscos delicados. Se notaba que se había criado en Europa por la forma de usar el cuchillo y el tenedor. No se los cambiaba de mano en ningún momento. Igual que él. Y se dijo que tenían muchas cosas en común, a pesar de las diferencias más palpables. Ambos se habían criado en el extranjero, trasladándose de un sitio a otro con sus familias, y aquello les había inculcado el amor por la seguridad de los números y el rigor y la abstracción de la ciencia. Ninguno de ellos tenía un antiguo patio de colegio al que regresar. Ni un antiguo barrio. Era demasiado difícil entablar relaciones duraderas al vuelo. Pero los números tenían una exactitud exquisita. Los números manifestaban su permanencia en su misma abstracción. Eran mejores que los amigos; eran leales y sinceros.

Koster observó a Sajan mientras esta bebía otro sorbo de vino y se enjugaba los labios con la servilleta. Entonces apartó la mirada de la curva de sus cejas y el color de sus ojos almendrados y le dio otro bocado al pescado, que estaba salado pero al tiempo era tierno y dulce, asado a la parrilla a la perfección. Daba la impresión de derretirse en la boca. Pero hiciera lo que hiciera no lograba abstraerse de la certeza que burbujeaba en lo profundo de su ser, por mucho que tratara de suprimirla. ¿Por qué si no había insistido en quedarse el mapa? No era solo el orgullo masculino. Se estaba enamorando de Savita. Ya. Lo había admitido. Al menos para sus adentros. Era cierto. Se estaba enamorando de aquella mujer tan extraordinaria. Y aquella idea, en lugar de embargarlo de una sensación extática, lo aterrorizaba.

¿Estaba conservando el mapa para protegerla? ¿O era porque si se lo entregaba ella ya no tendría motivos para quedarse?

—Me parece que ya sé por qué Franklin estaba tan obsesionado con Franky. —Sajan se reclinó en la silla—. Fantasmas, Joseph. Cosas del pasado que nos siguen atormentando. Tú y yo somos iguales.

—Yo estaba pensando lo mismo.

—Los dos hemos perdido a nuestros hijos. Y a las personas a las que amábamos. Seres queridos. Eran una parte importante de nuestras vidas y de pronto desaparecieron. Pero los sigues sintiendo, ¿verdad, Joseph? Como extremidades fantasmales. Siguen formando parte de ti. No sé lo que estoy diciendo. —Se rió—. Debe de ser el vino. No suelo beber tanto.

—No pasa nada.

—¿Ah, no? —Ella lo miró atentamente—. En fin, me parece que ya sé por qué Franklin se sentía así. Me estaba volviendo loca, así que investigué esa parte de la historia. Cuando era joven y vivía en Boston, su hermano James, con el que Franklin trabajaba de aprendiz, entabló una acalorada discusión con los padres de la ciudad sobre la importancia de la vacuna de la viruela. James acababa de fundar el primer periódico de las colonias, el Courant, y andaba buscando una forma de emprenderla con las autoridades establecidas. Por desgracia, escogió el bando equivocado.

—¿Estaba en contra de la vacuna de la viruela?

—En 1677 un brote había acabado con el doce por ciento de la población de Boston. En 1702, después de haber perdido a tres hijos, un tipo llamado Cotton Mather empezó a estudiar la enfermedad. Uno de sus esclavos había recibido la vacuna en África y le enseñó la cicatriz. Otros esclavos corroboraron aquel procedimiento. Ninguno había enfermado jamás. James Franklin, deseoso de vender periódicos, atizó el debate burlándose de aquella práctica. Como en muchas otras cosas, Benjamin no estaba de acuerdo con él, y no menciona nada al respecto en su autobiografía, lo que sugiere que se avergonzaba de la postura de su hermano. Pero no dijo nada y dispuso la impresión que desencadenó aquella controversia. Con el paso de los años se convirtió en un entusiasta defensor y amigo de Mather. Justo antes de que naciera Franky, Franklin escribió un editorial en la Gazette a favor de las vacunas, publicando estadísticas favorables. La verdad es que tenía intención de vacunar a Franky. Pero se retrasó.

—¿Por qué?

—El chico había estado enfermo de gripe. Franklin tenía miedo. Le preocupaba que el procedimiento tuviera efectos adversos. Al poco tiempo Franky contrajo la viruela y murió.

—Y Franklin se culpaba por ello.

—Seguro. Habla de él constantemente en el diario. «Dentro de poco», dice. «Estaré contigo dentro de poco». Quería muchísimo a Franky. Y nunca estuvo tan unido a William, su hijo bastardo, ni a su hija Sally. Es como si se hubiera aislado de esos sentimientos.

Koster apartó el plato del borde de la mesa y tomó otro sorbo de vino. Luego apuró la copa entera.

—Más adelante —continuó Sajan—, cuando Franklin estaba viviendo en Londres y su hermana Jane le escribió para darle una buena noticia sobre sus nietos, él contestó: «Esto me trae a la memoria a mi hijo Franky; aunque hace treinta y seis años que ha muerto, rara vez he conocido a alguien que tuviera las mismas cualidades, y sigo suspirando cuando pienso en él». ¡Esto después de treinta y seis años! Irónicamente, ya se había referido a la muerte de los niños, tras la defunción del hijo de un vecino. «¡Qué singulares articulaciones y bisagras se mueven de un lado a otro en nuestras extremidades!», había escrito. «¡Qué inconcebible diversidad de nervios, venas, arterias, fibras y pequeñas partes invisibles hay en todos los miembros!» Y se preguntaba cómo era posible que «un Dios bueno y misericordioso produjera millares de máquinas tan exquisitas sin darles otro fin que descansar en las oscuras cámaras de la tumba».

—¿Has aprendido de memoria esos pasajes? ¿Por qué me cuentas todo esto?

Sajan apartó la mirada y dijo:

—¿Cómo murió tu hijo?

—Ya te lo he dicho. Murió en la cuna.

Ella asintió.

—¿Y cuáles eran las posibilidades de que eso ocurriera?

Koster miró las espinas del pescado desperdigadas por el plato.

—Veinte mil a una —contestó—. Estadísticamente hablando, no debería haber pasado.

—Pero pasó. Y Mariane también murió. —Sajan levantó la mano para llamar al camarero—. ¿Sabes lo que decía? Me refiero a Franklin. Cuando pensaba en la muerte de su hijo.

Koster observó al camarero que se acercaba y puso un billete sobre la mesa. Meneó la cabeza.

—«Cuando la naturaleza nos dio lágrimas, nos dio permiso para llorar» —Sajan le dio una tarjeta de crédito al camarero. A continuación esbozó una sonrisa forzada y dijo—: Ya es hora, ¿verdad, Joseph?

París

Aquella noche Koster no lograba conciliar el sueño y en un momento dado salió al balcón en pijama y contempló la ciudad. Habría dado lo que fuera por un porro, un cigarrillo o una botella de escocés. Pero tenía que conformarse con una copita de brandy de cocina que había birlado de las escasas provisiones de Emily. Una vez más, Koster se sintió un tanto traicionado. Después de todo, ella era francesa.

Observó la cara posterior de la catedral de Notre Dame, que refulgía rapsódicamente en la isla contigua, y por primera vez desde hacía años, rezó. Rezó por Zane, su hijo muerto. Y por Mariane. Las palabras parecían aflorar de algún lugar inexplorado de su interior. Rezó por Savita, por la camarera y por el hombre de las cavernas. Y rezó por sí mismo.

Se inclinó sobre el borde del balcón, contemplando el reflejo de la luna en el río. Y pensó en Ben Franklin, que echaba de menos a su hijo. Franklin no había rezado por Franky. De hecho Koster recordaba que en una ocasión Franklin había declarado: «Me parece terriblemente presuntuoso suponer que la perfección suprema se preocupa lo más mínimo por algo tan insignificante como el hombre». Para Franklin, el «padre infinito» estaba muy por encima de nuestras oraciones y alabanzas. Entonces le vino a la memoria la pregunta que le había hecho Savita: «Ya es hora, ¿verdad, Joseph?». Y aunque lo embargaba una tristeza inconsolable, aunque se encontraba sofocado bajo un océano de lágrimas, Koster comprobó sin sorpresa que era incapaz de llorar. Ni una sola lágrima. Ni una.

Al cabo de otra media hora volvió silenciosamente a la cama y dio vueltas hasta que al fin logró dormirse. Y volvió a soñar con su hijo.

Koster se vio volviendo al apartamento aquella noche. Vio a Priscilla sola, sentada en el sofá, leyendo una de sus revistas de alta costura. El niño estaba durmiendo en su habitación. Koster recorrió sigilosamente el pasillo y atravesó la puerta. Llovía. El agua resbalaba torrencialmente por las ventanas como si el cristal fuera líquido.

Zane estaba acostado en la cuna sin moverse. Estaba tendido con sus bracitos regordetes y las piernas que se le salían del pijama. Qué singulares articulaciones y bisagras, pensó Koster, se mueven de un lado a otro en nuestras extremidades. Pero aquellas extremidades no se movían ni volverían a hacerlo nunca. Ahora se daba cuenta de ello. Se inclinó sobre la cuna y lo supo al instante. Zane lo miró con sus vidriosos ojos negros, con aquella expresión de reproche, y le dijo: «Por fin has vuelto a casa, padre. Has vuelto a casa. Pero llegas tarde y ya estoy muerto».

Koster se despertó. Sentía que le estaban estrujando el corazón en un torno. Abrió los ojos. Había alguien allí. Lo sentía. Había alguien al fondo de la habitación, al lado de la puerta.

Oyó el chirrido de una tabla al acercarse el intruso. Koster quería mirar, pero tenía miedo de moverse, como si estuviera a salvo por el hecho de no moverse. De modo que se quedó tumbado esperando mientras el desconocido se acercaba. Un paso. Y otro. Y otro más. Y entonces se materializó la figura. Se acercaba centímetro a centímetro y se detuvo un momento, alargando la mano hacia la silla que estaba junto al cabecero de la cama.

Una mano apareció delante de la cara de Koster, a escasos centímetros de distancia. Koster la agarró.

Forcejearon durante un momento y se cayeron de la cama, dando vueltas hasta el suelo. La habitación estaba demasiado oscura para distinguir una cara. Rodaron el uno encima del otro. Koster empujó al desconocido en un vano intento de desasirse. Pero cada vez que trataba de apartarse el desconocido se acercaba más.

—¡Savita! —exclamó—. ¡Savita, ayúdame!

Entonces ella se rió, se inclinó y le dio un beso.

Era Sajan. Koster detectó al fin el aroma de su perfume. Lo estaba besando en la boca, los ojos y las mejillas. Sentía sus pechos apretándose contra el suyo. Cerró los dedos alrededor de su cabello, la atrajo hacia sí y la besó como si estuviera en el fondo del océano y ella tuviera la última bocanada de aire en la boca.

—Savita —murmuró.

—Shh —contestó ella, tirándole de la cinturilla del pijama—. No digas nada.

—Savita —repitió Koster—. Esto no es correcto. ¿Estás segura...?

Ella volvió a besarlo, se puso a horcajadas encima de Koster, se quitó la blusa y la arrojó a un lado. Sus pechos desbordaron el sostén y Koster alargó las manos hacia ellos. Ella gimió y le mordió en el cuello. Luego volvió a desplomarse encima de él, se levantó la falda y empezó a acariciarlo por dentro del pijama.

—Savita —dijo Koster, y entonces sonó el teléfono. Otra vez, y otra—. Savita —insistió—. Es mi teléfono. —Y otra.

Con un suspiro, ella se apartó y se quedó tendida sin moverse.

Koster se puso a cuatro patas y buscó a tientas el teléfono móvil, que todavía estaba en la chaqueta, en la silla junto al cabecero de la cama. Lo sacó y lo abrió.

—¿Joseph? ¿Eres tú? —Era Lyman.

Koster se encaramó a la cama y encendió la luz. Al instante Sajan gimió y se cubrió los ojos con el antebrazo. Luego alargó la mano para recoger la blusa.

—¿Qué pasa, Nigel? Es tarde.

—¿Estáis los dos bien?

—Estamos bien, Nigel. ¿Qué ocurre?

—Acabo de volver de Londres. Alguien ha dado parte de un robo en el archivo de Turing en el King’s College de Cambridge. Es donde se conserva la mayor parte de la correspondencia de Turing. Y hay más.

Koster observó impotente mientras Sajan se levantaba y se abotonaba la blusa.

—¿Qué más? —preguntó Koster.

—He husmeado un poco y he desenterrado algunos documentos antiguos sobre Turing. El pobre diablo se comió una manzana envenenada con arsénico mientras estaba trabajando en el laboratorio. Parece que uno de los inspectores que asignaron al caso creía que no había muerto accidentalmente, como se especulaba en aquella época. Creía que lo habían envenenado intencionadamente. Y lo que es más, su principal sospechoso era un monseñor italiano llamado Cavelli. Parece que el monseñor la había tomado con Turing por su supuesto comportamiento desviado. Según parece, Turing era gay. Pero como no había suficientes pruebas de juego sucio, el monseñor Cavelli quedó en libertad. Poco después volvió a Roma, donde desapareció. ¿A que no adivinas dónde?

—Me rindo. ¿Dónde?

—En ese Estado dentro de otro Estado que está en lo alto de la colina Aventina. Monseñor Cavelli era un miembro de la Orden Militar Soberana de Malta. Un caballero.

Sajan había acabado de vestirse y estaba al lado de la puerta.

—No te vayas —le pidió Koster.

—¿Qué has dicho? —respondió Lyman.

—Tú no. Estaba hablando con Savita.

—¿Está contigo en este momento?

—Sí, ¿quieres hablar con ella?

—No —dijo Lyman. A continuación hizo una pausa—. Escucha, Joseph. ¿La conoces bien?

Koster le hizo una seña a Sajan pero esta no quiso acercarse más.

—Lo suficiente.

—Ten cuidado, Joseph. Es amiga de Robinson. No te fíes de nadie.

—¿Eso te incluye a ti también? Me parece que ya sabes lo que siento por... ya sabes.

—Salta a la vista, Joseph —se rió Lyman—. Excepto quizá para ti mismo. No, de verdad, me alegro por ti. No me malinterpretes —continuó—. A mí también me cae bien. Ese es el problema.

Sajan abrió la puerta y alzó una mano para despedirse de Koster.

—Oye, tengo que colgar —le dijo este a Lyman—. Gracias por las noticias. Y por tu ayuda.

—Recuérdalo, Joseph. No te fíes de nadie.

Koster colgó y arrojó el teléfono sobre la silla que estaba junto al cabecero.

—Savita... —empezó a decir, dando un paso hacia delante.

Pero cuando llegó junto a ella y se inclinó para besarla, Sajan se apartó.

—Lo siento —dijo—. Era Lyman.

—Me lo imaginaba —contestó ella.

—¿Quieres saber lo que me ha dicho?

Sajan meneó la cabeza.

—La verdad es que no. Seguro que puede esperar a mañana. —Empezó a cruzar la puerta—. A veces me gustaría no haber inventado nunca ese chip —dijo, observando el teléfono móvil que estaba encima de la silla—. Nada de eso sirve para que estemos más unidos. La verdad es que no. Al final lo único que hace es separarnos.

—Mira, lo siento —dijo Koster—. Supongo que no estoy preparado.

—¿Preparado para qué? ¿Para volver a importarle una mierda a alguien? Si Dios ya te ha perdonado por lo que has hecho, Joseph, sea lo que sea, ¿quién eres tú para llevarle la contraria?

Levantó la mano, le acarició la mejilla derecha y se fue.

Koster volvió a la cama, se sentó y se llevó las manos a la cara. Con un suspiro, miró hacia la puerta. Entonces reparó en algo que estaba tirado en el suelo. Parpadeaba y relucía; lo llamaba.

Se levantó para recogerlo. Se trataba del relicario y el brazalete dorado de Sajan. Debía de habérsele caído mientras rodaban por el suelo. Koster se volvió hacia la puerta y estaba a punto de llamarla cuando algo se lo impidió. Observó el relicario, que era de oro y bastante sencillo, en forma de lágrima, y apretó el pasador del lado.

Dentro había una fotografía de un hombre y un niño. Sin duda era Jean-Claude, el marido de Savita, pensó Koster. Le resultaba extrañamente familiar, al igual que Maurice, el bebé, con aquellas mejillas redondas y sonrosadas y aquellos ojos oscuros y entrañables. Entonces reparó en la inscripción que había al otro lado del relicario. Era pequeña pero legible y decía: «De Irene». Y seguidamente las iniciales: «GLF».

Koster dejó que el relicario se balanceara libremente al extremo de la cadena, reluciendo y despidiendo destellos bajo la luz. GLF, pensó. GLF. Y entonces cayó en la cuenta, como si le hubieran propinado una bofetada en la cara. La grande loge féminine. La misma logia masónica femenina a la que había pertenecido la condesa de Rochambaud, la mujer que lo había ayudado a buscar el evangelio de Tomás en Francia hacía años. Y entonces cayó la siguiente ficha de dominó. Sajan era masona. Por supuesto. Ahora estaba claro. Igual que Nick Robinson, su «viejo amigo». Todas esas veces, se dijo Koster. Todas esas veces que le había echado discursos sobre las tradiciones masónicas, la historia de los números y el gnosticismo... ella debía de haber estado riéndose para sus adentros. Ella las conocía mejor que Koster, pero se había quedado sentada escuchándolo y dándole ánimos.

Koster se enrolló la cadena de oro en el puño y la apretó con fuerza en la mano.

Qué tonto había sido. Qué idiota. Clic, clic, mientras caían las fichas de dominó.

Y no era solo la misma logia. «Irene». Era el mismo nombre. No podía tratarse de una coincidencia. La condesa Irene Chantal de Rochambaud. El relicario era suyo, de la condesa en persona. Las dos pertenecían a la misma logia y estaba claro que se conocían. O se habían conocido, pues la condesa estaba muerta.

Koster volvió a la cama. Savita lo estaba utilizando; eso resultaba obvio. Pero ¿por qué? ¿Con qué fin? ¿Para hacerse con el evangelio de Judas? ¿O acaso había en juego algo más importante?

Koster lanzó el relicario y la cadena en la silla que había junto a la cama y entonces cayó la última ficha de dominó. Aunque lo estuviera utilizando, comprendió que la verdad era que no le importaba. Alguien lo necesitaba.

Por primera vez desde hacía años, volvía a tener un propósito.

Los Ángeles

En las profundidades del subsótano del Palacio de las Oraciones la gran máquina ronroneaba y despedía destellos intermitentes. Michael Rose observó al último de los técnicos con uniforme blanco esterilizado mientras abandonaba la cámara. La puerta resolló y despidió un chasquido, sellándose. Por fin, pensó Michael. Lacey y él estaban al fin solos.

Michael dio un paso hacia delante y pasó la mano por un lado del portal. Sintió una débil carga eléctrica a través de las yemas de los dedos.

—No puedo creer que me haya convencido para construir esta... esta abominación.

—No es más que un experimento —repuso el arzobispo—. Y los sujetos animales no han sufrido ningún daño. —Lacey se le acercó. El arzobispo llevaba una sotana que le confería un aspecto aún más extraño en aquel entorno de alta tecnología; era un anacronismo. Las gotas de sudor le perlaban la frente.

—Yo no soy un mono, excelencia —rezongó Michael—. Ni un evolucionista. Es posible que estemos cumpliendo la peor de las profecías. «Y entonces Miguel, el gran príncipe que vela por los hijos de vuestro pueblo —citó—, se alzará. Y habrá una época de tribulaciones como no se ha visto desde el nacimiento de las naciones y vuestro pueblo, todos los que están anotados en el libro, será rescatado.» ¿Usted está en el libro, Damian?

—Solo el todopoderoso lo sabe. —Damian Lacey sonrió—. No soy uno de sus acólitos quinceañeros, Michael. No me cite las Escrituras. —A continuación señaló el dispositivo ronroneante—. Y no me diga que no está tan entusiasmado como yo —añadió—. Después de dos mil años... Es algo abrumador. Considere por un momento lo que significaría para su iglesia tener este aparato en su arsenal. Considere lo que su padre podría hacer con él.

—¡Mi padre! —Rose se rió—. Querrá decir el nuevo pontífice —replicó.

—¿Está listo?

Michael asintió y se dirigió a la puerta. Miró a Lacey, que se hallaba a escasos metros de distancia, junto a la consola.

El arzobispo oprimió un botón y el marco del portal empezó a brillar. Al principio fue casi imperceptible. Parecía la llama azulada de un fogón. La máquina emitió un estruendo rítmico, semejante al golpeteo de unos tambores o al sonido de un contrabajo de gran tamaño al pellizcar repetidamente las cuerdas. El ritmo se aceleró. Luego cambió la frecuencia. La luz azulada del portal se extendió poco a poco de un extremo a otro de la puerta. El sonido se hizo cada vez más agudo, hasta hacerse inaudible. Michael se demoró junto a la abertura y miró al arzobispo. Luego se volvió y dijo:

—Deséeme suerte. —Y le ofreció la mano.

Lacey movió el dial de la consola. La luz azul de la puerta pareció intensificarse aún más. Emitió un brillo verde azulado, después violeta y por último aguamarina.

—Deséeme suerte —repitió Rose. Seguía ofreciéndole la mano.

El arzobispo se la estrechó.

—Buena suerte... —empezó. Entonces advirtió que la otra mano de Michael salía disparada del costado. Lacey se echó un paso hacia atrás, pero Rose le aferraba firmemente el antebrazo y no lo soltaba—. Déjeme —chilló Lacey, tratando de desasirse.

—«Bienaventurado sea el hombre que me escuche... esperando delante de mi puerta.»

—¡Estábamos de acuerdo, Michael! Usted es más joven y fuerte... —Lacey forcejeó con fuerzas renovadas, forcejeando con los brazos del joven, como un animal desesperado atrapado en una trampa.

—Y usted más puro de corazón —contestó Michael—. A pesar de sus transgresiones. Créame. —Retorció la presa. El cabello rubio ralo revoloteó sobre el cráneo cuando se echó hacia atrás.

El arzobispo perdió el equilibrio.

—Maldito seas —exclamó mientras se precipitaba hacia el portal—. ¡Te veré en el infierno, Michael Rose! —Y entonces cayó.

Hubo un estallido de luz blanca.

Michael sonrió y contestó:

—Póngase a la cola.

En cuanto el arzobispo franqueó el portal por un lado salió por el otro. Pero lo que volvió no era Lacey. Era algo inhumano.

Tenía cabeza y tronco, y algo parecido a brazos, pero le faltaban las piernas. La criatura se desplomó sobre el suelo y Michael dio un salto hacia atrás. Unos cuajarones de ardiente materia roja salieron despedidos del cuerpo y chapotearon sobre la pechera y el rostro de Michael. Quemaban como lava ardiente, como ácido. La criatura exhaló un gemido. Michael, boquiabierto, observó su rostro. Se veían todas las venas y las arterias que bombeaban frenéticamente en la coronilla.

—¿Excelencia? —dijo Michael. La bilis le burbujeaba en la garganta.

La criatura se incorporó sobre uno de sus brazos semejantes a aletas, como para indicarle que se acercase. Michael se inclinó un poco, a pesar de la repugnancia que le inspiraba.

El arzobispo abrió la boca, que era una abertura roja desdentada y desencajada como una serpiente. Miraba fijamente al techo con sus ojos negros desprovistos de párpados. Estaba retorciéndose de agonía y su piel emanaba vapor.

—¿Qué pasa? —lo apremió Michael—. ¿Qué es lo que ha visto?

En los labios del arzobispo se formó una palabra. Michael se inclinó aún más.

—¿Qué es lo que ha visto? —insistió.

Lacey se incorporó sobre un muñón.

—Todo —contestó. Luego tosió y se dio la vuelta. Sus ojos parecieron derretirse en las cuencas al tiempo que un chorro caliente de vómito le salía disparado de la boca.

Michael dio un salto hacia atrás, mascullando una maldición. Observó los restos de Damian Lacey, que se estremecían y temblaban, la cabeza y el tronco que se deshinchaban, emitiendo un siseo, bajo una columna de volutas de vapor. Lo acometió una arcada y retrocedió dando tumbos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaban llamando a la puerta.

Rose giró en redondo. Los golpes continuaron. ¡Estaban tratando de abrirse paso a través de la puerta! Buscó desesperadamente otra salida, aunque sabía que no había ninguna. Estaba atrapado... ¡en las entrañas de su propia iglesia! Sin pararse a pensarlo dos veces, Michael fue corriendo hacia la puerta, que se abrió bruscamente cuando oprimió el botón verde.

Era la hermana María. Y ocultos tras ella, sus sicarios. Los técnicos se habían refugiado al fondo del pasillo, con el rostro ceniciento y los ojos muy abiertos a causa del terror.

—Oh, gracias a los cielos —exclamó Michael—. Ha habido un terrible accidente.

La hermana María se adelantó. Michael advirtió que contenía el aliento al observar el charco gelatinoso de carne chamuscada que había cerca del portal.

—Esperad ahí —ordenó secamente. Los caballeros se retiraron de inmediato.

Michael retrocedió hasta el fondo de la estancia mientras la hermana María cerraba la puerta de acero a sus espaldas.

—Se lo había advertido —tartamudeó—. Pero él insistió en construir esta cosa. —Se agazapó, tembloroso, detrás de un banquito de trabajo mientras la monja se acercaba a la maquinaria ronroneante—. Se lo dije —prosiguió. Luego sus palabras se apagaron. Michael se mordió los gruesos labios, suspiró y miró al suelo—. Era un auténtico caballero de Malta —añadió—. Al final, a pesar de mis recelos, el arzobispo insistió en entrar el primero.

La hermana María se arrodilló cerca del portal. La máquina seguía rugiendo junto a ella pero el brillo azulado de la puerta se había disipado. Se había agotado. La monja se santiguó. A continuación se puso en pie, se dio la vuelta y miró a Michael, que tenía el rostro de un cadáver.

—Era un hombre valiente, un verdadero héroe —afirmó este—. Pero este aparato —continuó—. Esto no es una máquina de Dios. Se lo digo yo, hermana María, es una puerta al infierno. ¿Quién era Judas, el que le transmitió estos conocimientos a Abraham? A menos que crea en las herejías, era el villano más despreciable e insidioso de la historia. ¿Dónde habría acabado entonces? ¿Dónde se encontraría ahora, más que en el infierno?

A medida que la hermana María se acercaba, a Michael le resultaba casi imposible apartar los ojos de las cuentas del rosario que llevaba alrededor del cuello.

—Nos hallamos al principio de la gran tribulación. Y es posible que esta —continuó, señalando al portal que había tras ella— sea la mismísima puerta por la que Satán entrará en la tierra. Tal como anuncian las profecías. El desleal nos ha traicionado. Hay que destruirla. Hasta el último vestigio de este mecanismo infernal. Y a todos los que sepan que existe. Sobre todo a Joseph Koster y Savita Sajan.

La monja se detuvo a escasos centímetros de Michael y lo miró con aquellos ojos, tan inexpresivos como los de una muñeca.

—Era como un padre para mí —murmuró.

Enmarcada por la toca y el velo, su cara parecía brillar en la luz áspera del laboratorio. Luego alargó poco a poco la mano hacia Michael.

Este se echó hacia atrás instintivamente, pero no tenía ningún sitio adonde ir. Estaba atrapado, contra la pared, literalmente. Se puso rígido cuando ella le puso la mano en el hombro. Aquellos ojos, aquella naricilla redonda. Aquellos labios inyectados en sangre. Era tan carnal, tan naturalmente sexual, ¡y sin embargo aquellas facciones estaban enmarcadas por una toca! Se sentía como el compañero de una viuda negra atrapado en la telaraña: no sentía el deseo abrumador de retirarse ni de apartarse de su destino. Hasta lo recibía de buen grado. Estaba cansado de postergarlo.

La hermana María lo atrajo hacia ella, tirándole de la cabeza hacia la suya y apretándole las mejillas con ambas manos, y lo besó de lleno en los labios. Parecía que lo estaba absorbiendo. Sus labios se ablandaron. Le chupó el labio. Se quedó donde estaba, sin apenas moverse, con el rostro impasible apretado contra el de Michael. Luego lo soltó.

—No podemos destruir algo que no hemos encontrado —dijo sin aliento—. Ha dicho hasta el último vestigio. Es posible que Koster y Sajan todavía nos sean útiles. Que vengan a nosotros, Michael.

Este observó por primera vez la curva de los labios de la monja. Sus ojos de tiburón, sus maneras imperturbables, la escarcha que irradiaba su mirada; ninguna de aquellas cosas le inspiraba una sensación más ominosa que la de la escalofriante curva de aquella sonrisa. Se inclinó para besarla, solo para taparle los labios, y le metió la lengua profundamente en la garganta.

Ella lo mordió y añadió:

—Los estaremos esperando.

West Orange, Nueva Jersey

La mañana había sido larga y fatigosa, húmeda e insoportablemente calurosa, y Koster estaba malhumorado cuando llegaron a la finca de Edison en Glenmont. Habían aterrizado en el JFK la tarde anterior sin incidentes y habían pasado la noche en el loft de Koster en el Village. Después, tras un breve desayuno, habían tomado prestado el coche de un amigo y se habían dirigido al oeste a través del túnel de Lincoln en dirección a West Orange, Nueva Jersey.

Ninguno de ellos había hablado mucho durante el trayecto hasta Glenmont. Habían tomado precauciones especiales para asegurarse de que nadie los siguiera. Sajan había hablado sobre Edison, que había obtenido la fama como inventor y empresario, pero Koster apenas había contestado, y después de un rato ella había guardado silencio. Koster no sabía que decirle. Seguía recordando el relicario en el suelo del apartamento de París y albergaba la esperanza de que, de un modo u otro, Sajan confesara voluntariamente que pertenecía a la GLF, sin que él la apremiara. Pero aunque la había tanteado haciéndole toda clase de preguntas, muchas de ellas especiadas con oportunidades para hacerlo, ella no había mordido el anzuelo. Sorteaba el tema sin revelarle nada.

La finca de Glenmont estaba en Llewellyn Park, la primera urbanización privada ajardinada de Norteamérica, y al principio no se percataron de la salida. Al final tuvieron que detenerse en una gasolinera para pedir indicaciones. Cuando franquearon las puertas de entrada del parque y preguntaron en el invernadero que había cerca del aparcamiento de visitantes se había hecho tarde y uno de los guardabosques los informó de que la señora Bettendorf, directora de archivos del Patrimonio Histórico Nacional de Edison, y Maggie, su ayudante, se habían visto obligadas a atender otro compromiso. Pero podían reunirse con ellas a mediodía, si aquella hora les venía bien, les aseguró el guardabosques, en los laboratorios Edison de la calle Main, colina abajo. De modo que Koster y Sajan habían optado por hacer una visita a la casa.

Se trataba de una enorme estructura roja de madera, ladrillo y piedra, construida al estilo de la reina Ana, tan en boga a finales del siglo XIX. Edison había comprado aquella casa y cinco hectáreas por 125.000 dólares en 1886 para regalársela a Mina Miller, su nueva esposa. La primera, Mary Stillwell, había muerto dos años atrás. Edison, que ya era conocido como «el mago de Menlo Park», tenía treinta y nueve años cuando se instalaron en Glenmont. Mina apenas tenía veinte. Por desgracia para la joven esposa, cuando Edison terminó los laboratorios de la calle Main, se veían poco; el inventor pasaba casi todos los días en el banco de trabajo.

Sajan y Koster recorrieron el sendero que llevaba a la casa. Los bosques estaban llenos de grandes robles, abetos orientales, cornejos macho y hayas rojas. El sol se abría paso entre el follaje. Al cabo de unos minutos subieron las escaleras delanteras de la casa bajo una arcada de piedra cubierta; un añadido subsiguiente a la casa, reflexionó Koster. Una guía del Servicio de Parques Nacionales, una gruesa afroamericana de corta estatura y veintitantos años, los estaba esperando ante la puerta. Se llamaba Chavon. La visita, anunció con tono inexpresivo, duraba media hora.

En cuanto entraron en la casa, Koster reparó en una serie de pequeñas cristaleras en el vestíbulo recubierto de paneles.

—¿Qué son? —preguntó.

Chavon ni siquiera alzó la vista.

—Los cuatro elementos —contestó—. La tierra, el agua, el fuego y el aire. —A continuación se dirigió a la sala de música.

Con todo, la casa le resultaba extrañamente confortable, a pesar del mobiliario de época, las pieles de animales y los paneles oscuros. Al parecer, con el paso de los años Mina Edison había permitido que realizaran diversos cambios en la residencia. Habían vuelto a pintar y amueblar algunas habitaciones y habían ampliado considerablemente otras, como el solárium y el salón de la segunda planta, donde entraron a continuación. Sobresalía de uno de los lados de la casa como la proa de un barco, proporcionándole a Mina una vista despejada de las grandes pajareras de cobre del jardín. Una serie de bombillas descendían del techo a intervalos regulares alrededor de todo el perímetro de la estancia.

—¿Son los casquillos originales? —quiso saber Sajan.

—Ajá —contestó Chavon—. Las bombillas no, claro. La mayoría de la gente cree que Edison inventó la bombilla. Pero no es cierto. La idea tenía al menos cincuenta años en aquella época. Pero Edison mejoró la tecnología para que fuera segura y asequible. Y además inventó y construyó la red eléctrica, los circuitos y las dinamos, las centrales eléctricas, todas las máquinas necesarias para que la luz fluyera.

»Los Edison recibían a muchos invitados distinguidos —continuó—. El presidente Edgar Hoover. El rey de Siam. Helen Keller y Orville Wright. Y por supuesto también estaban los socios y los amigos de Edison, como Henry Ford y Harvey Firestone... —prosiguió con tono monótono mientras pasaban de una habitación a la siguiente. Cuando cruzaban el comedor hacia «la sala de fumadores», Koster se sobresaltó al ver el fresco del techo.

—¿Qué son esas figuras? ¿Ángeles? —quiso saber.

Chavon miró el techo.

—La ciencia y la música: Urania y Euterpe. Las musas. ¿Ve el arpa? Según parece, Thomas Edison quería que pintasen a la Ciencia con rayos en lugar de un libro, pero Mina lo consideraba vulgar. Demasiado ostentoso —concluyó.

Koster miró furtivamente a Sajan.

—El rayo y la música —repitió—. La armonía.

Pero Sajan no contestó. Estaba estudiando la estancia: los paneles de madera clara, coronados por el papel de pared verde oscuro, el canapé en forma de medialuna al pie de la reluciente ventana saliente y la chimenea de mármol verde malaquita, así como el sofá y los sillones de terciopelo con bordados dorados. La sala también exhibía una de las invenciones de Edison, semejante a un fonógrafo cilíndrico sobre una pequeña base de madera y un proyector cinetoscópico.

Dedicaron el resto de la visita a los aposentos de los criados, asomándose por último a los dormitorios de la última planta. No llegaron muy lejos, pues el paso estaba cerrado mediante postes y cuerdas de terciopelo verde. No hubo más sorpresas, aunque Koster observó que en sus últimos años Edison había pasado mucho tiempo en el salón de la segunda planta. Al hacerse viejo le costaba cada vez más bajar hasta los laboratorios de la calle Main. El salón estaba recubierto de paneles y tachonado de librerías y presentaba dos grandes escritorios de madera al fondo; uno era para el propio Thomas, que leía y trabajaba en sus cuadernos, y el otro para Mina, con tres teléfonos distintos. Había un tablero de parchís cerca de la puerta con el que los Edison jugaban con sus hijos.

Cuando acabó la visita, Chavon los dejó de nuevo en el pórtico delantero. Como aún era temprano, Koster y Sajan decidieron dar un paseo por los jardines, a pesar del calor sofocante. Sajan llevaba una falda corta azul oscuro, una blusa de algodón azul y un bolso monedero. Koster se había decidido por unos pantalones caquis, una americana y una camiseta de color gris marengo.

Rodearon la mansión, contemplando las enormes chimeneas de ladrillo que parecían brotar de la estructura en todas partes, algunas de ellas hasta una altura ridícula. Al acercarse a una celosía al fondo del jardín Sajan reparó en dos lápidas dispuestas en la hierba. El lugar de descanso eterno de Edison, pensó Koster. Al lado de Mina. Examinaron las lápidas. En la de Mina había una cruz, reflejo de su devota educación metodista; su padre había sido uno de los fundadores de un retiro educativo religioso en el lago neoyorquino de Chautauqua, semejante a Point O’Woods. Pero en la de Edison habían tallado una concha, circundada por una corona, con algo que parecía un molusco dentro.

—¿Qué es eso? —preguntó Koster.

—Una concha —dijo Sajan, encogiéndose de hombros.

Koster frunció el ceño.

—Eso ya lo veo. Pero ¿por qué iba a poner una concha en su lápida?

—No lo sé.

—A menos —continuó— que se trate de la mónada. —Koster se dio la vuelta y miró fijamente a Sajan, pero esta no dijo nada—. Es un símbolo del oficio, de la masonería. Aparece ya en la filosofía de Pitágoras. «Mónada» era el término que usaban los pitagóricos para referirse a Dios, la unidad. —Sajan siguió mirando la lápida—. En aritmética el cero, el círculo, es la nada, pero cuando se suma a otros números, se convierte en el todo. Sin él, no podríamos pasar de nueve. Esta potencia del círculo —señaló la concha— es el primer número del cosmos, el que encierra todos los números y las posibilidades, así como la luz del sol contiene todos los colores en el blanco. Según Diógenes, de la mónada deriva la díada; de la díada, todos los números; de los números, los puntos; a continuación vienen las líneas y los objetos de dos y tres dimensiones; y todo ello culmina en los cuatro elementos: la tierra, el agua, el fuego y el aire, con los que se crea el resto del mundo. Al igual que las cristaleras que hemos visto en el vestíbulo. Edison era masón, como tú dijiste, igual que Franklin. La mónada también es el nombre que se utiliza para describir a Dios en muchas tradiciones gnósticas. —Se detuvo un momento, tamborileando en las perneras de los pantalones, esperando a que Sajan contestara, pero ella siguió sin moverse ni hablar—. Estoy seguro de que has oído hablar de esto.

—¿Por qué iba a saberlo? —repuso ella.

—Antes parecía que sabías mucho sobre los gnósticos.

—Lo mismo que cualquiera al que le interese el cristianismo.

Koster exhaló un suspiro. No daba su brazo a torcer, por mucho que lo intentara. Miró el reloj.

—Es casi mediodía —dijo—. Será mejor que bajemos si queremos llegar a tiempo a la reunión con Bettendorf.

West Orange, Nueva Jersey

La planta Edison de la calle Main estaba en restauración y habían restringido el acceso a los visitantes, pero Sajan había llamado de antemano y había concertado aquella reunión con la señora Elizabeth Bettendorf, conservadora de los archivos Edison. El despacho de Bettendorf se hallaba en la segunda planta de lo que antaño había sido el laboratorio de física de Edison y ahora albergaba salas de exposiciones y los despachos del Servicio de Parques Nacionales. Bettendorf era una mujer robusta con una papada bonachona y el cabello gris y corto, vestida con unos pantalones negros y una blusa azul hierro. Se puso en pie en cuanto Maggie, la ayudante, los hizo pasar al despacho.

—Disculpen lo de antes —empezó, contorneando con cautela el extremo del escritorio. Se estrecharon la mano.

—Nos perdimos —explicó Sajan con una sonrisa—. Ya sabe cómo son los hombres. No pueden pedir indicaciones.

Bettendorf les señaló un par de sillas al lado del escritorio.

—Siéntense, por favor —insistió con tono cálido—. ¿Qué puedo hacer por ustedes? —Emitió una tosecilla. Y luego otra—. No recibimos a visitantes tan distinguidos todos los días —añadió, tosiendo de nuevo.

Maggie, la ayudante, una joven morena y espigada con gafas, tomó asiento en un sofá al fondo de la estancia y exhaló un suspiro.

Koster comprendió que la tos era una especie de tic nervioso. Como el síndrome de Tourette. Cuando la conservadora tosía ponía los ojos en blanco, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado.

—Nos estábamos preguntando —dijo Sajan, inclinándose hacia delante— si podríamos hacerle algunas preguntas sobre los cuadernos de Edison. Hemos estado investigando y todo el mundo nos ha dicho que si queremos averiguar cualquier cosa sobre lo que dijo Edison, sobre todo en sus cuadernos, tenemos que hablar con usted. La mayoría la considera la máxima autoridad.

Una tos.

—Pues no sé qué decirle —repuso Bettendorf. Se sonrojó modestamente, aunque era evidente que se sentía complacida—. Si puedo ayudarlos... —añadió, y sus palabras se apagaron.

—¿En alguno de los cuadernos de Edison se menciona algo llamado armonía fi?

—¿Fi? No que yo recuerde. Ah, espere. Sí —dijo. Otra tos—. Ahora que lo pienso. —Se inclinó sobre el escritorio y se puso a teclear—. Actualmente muchos de los cuadernos están en línea, gracias a nuestros socios de Rutgers. Puede consultarlos usted misma. —Otra tos, y otra.

—Ya lo hemos hecho —repuso Koster—. Pero no hemos descubierto ninguna referencia.

—Aquí está. Se refiere a una máquina que intentó construir, basada en... no, espere. Dice que se trata de una frecuencia... la frecuencia fi. —Otra tos.

—Me pregunto por qué no lo habremos encontrado.

—Utiliza el símbolo y el motor de búsqueda no lo reconoce. Pero yo me acordaba de la referencia. Sí, aquí está. «He de seguir trabajando en la máquina D de BF o jamás conseguiré crear la frecuencia fi. Si no por mí, por mi pequeño ayudante de laboratorio.» Me temo que eso es todo.

—«La máquina D de BF» —repitió Sajan, mirando a Koster.

Bettendorf tosió de nuevo.

—¿Y el evangelio de Judas? —le preguntó Sajan.

—¿El qué?

—¿O Benjamin Franklin? —añadió Koster.

—¿El hombre o el instituto? Edison ganó el premio de ingeniería del instituto Franklin en 1915. Pero una referencia a Ben Franklin, el hombre... Me parece que no. Aunque es posible que me equivoque, claro. Edison escribió varios cuadernos de tapa blanda al principio de su carrera, antes de los cuadernos de tapa dura de tamaño estándar. Estaban en sus laboratorios y con frecuencia consignaban el trabajo de varios investigadores, haciendo las veces de registros permanentes. Además de los recortes de periódico, los enormes archivos de correspondencia, las láminas de tipografía y las solicitudes de patentes... La lista es interminable. En total son más de cinco millones de páginas. Solo está disponible en línea una fracción del inventario.

—¿Edison inventó algo que tuviera un propósito más metafísico?

—La verdad es que no lo entiendo, señor Koster —contestó Bettendorf—. Metafísico... ¿en qué sentido?

—Tal vez un dispositivo de comunicación —aventuró Koster—. No lo sé. Cualquier cosa.

—En una entrevista a Scientific American, en 1920, le explicó al reportero B. F. Forbes que estaba trabajando en una máquina con la que lograría establecer contacto con los espíritus de los muertos. Pero al cabo de unos años admitió que se lo había inventado todo. Y no hay ninguna referencia a un mecanismo semejante en los archivos. Lo sé. La he buscado. ¿Se refería a eso?

Koster se encogió de hombros.

—Es posible —contestó.

—¿Y códigos, señora Bettendorf? —intervino Sajan.

Bettendorf emitió una tos.

—Códigos. —Tosió dos veces. Los ojos le bailaban en la cabeza.

—Sí. ¿Alguno de los cuadernos contiene referencias escritas en código? Algo que aún no haya logrado traducir.

—Me temo que no. Sí que empleaba muchas abreviaturas, pero eran anotaciones científicas estándar. No había nada codificado. Por lo menos, que yo sepa.

—«Mi pequeño ayudante de laboratorio» —dijo Maggie de repente. Todos se volvieron hacia la ayudante de la conservadora, que estaba mirando fijamente a Bettendorf—. ¿Theodore?

—¿Quién es Theodore? —quiso saber Koster.

—Uno de los hijos de Edison —dijo la conservadora—. Tenía tres.

—De niño —aclaró Maggie— llamaban a Theodore el «pequeño ayudante de laboratorio», porque le encantaba la ciencia. Theodore realizó muchos experimentos en Glenmont. Su padre escribió en una ocasión: «Theodore es un buen chico, pero su fuerte son las matemáticas. Me asusta un poco que ese Einstein le llene la cabeza de pájaros y no quiera trabajar conmigo». Pero sí que lo hizo, por supuesto.

Les explicó que Theodore Edison había nacido en Glenmont el 10 de julio de 1898; entonces Edison tenía más de cincuenta años. Curiosamente, Theodore fue el único miembro de la familia que se graduó en la universidad. Luego trabajó con su padre, empezando como ayudante de laboratorio, y con el tiempo ascendió hasta convertirse en el director técnico de investigación e ingeniería de Thomas A. Edison, Inc. Le concedieron más de ochenta patentes en total. Murió en noviembre de 1992.

—¿Lo que encontramos en el escondrijo no estaba escrito en una especie de código? —le preguntó Maggie a la conservadora—. ¿Se acuerda?

—¿Lo que estaba en la chimenea?

—¿Qué escondrijo? —preguntó Koster, sobresaltado.

—Estábamos haciendo unas obras de remodelación en uno de los dormitorios de la tercera planta de la casa —contestó Maggie—. La habitación de Theodore. Creo que es posible que también lo mencionara en una de sus memorias. Sea como fuere —prosiguió—, encontramos una especie de compartimento secreto detrás de un ladrillo en uno de los lados de la chimenea. Supongo que Theodore lo usaba para guardar sus posesiones más preciadas. Estaba lleno de toda clase de cosas: cromos de béisbol, un reloj, una partitura que había escrito... Y lo más extraño de todo, una libreta llena de puntuaciones de parchís. Una libreta de tapa blanda, como las que usaba su padre. En la parte de atrás hay varias páginas que nunca hemos descifrado. Están escritas en una especie de código. Y a juzgar por la caligrafía, las hizo su padre, Thomas. Reconocería esos garabatos en cualquier parte.

—¿Podemos verla? —A Koster le dio un vuelco el corazón.

—Por supuesto —dijo la conservadora, levantándose del escritorio—. Pero tendrán que ir andando a la cámara acorazada. Y me temo que yo no puedo acompañarlos. —Tosió una vez, y luego otra—. Hoy tengo muchas reuniones. Maggie se encargará de todo lo que necesiten. Ha sido un verdadero placer, señorita Sajan, señor Koster.

Se despidieron de la conservadora y Maggie los condujo desde el laboratorio de física hasta el patio. El laboratorio principal, una gigantesca estructura de ladrillo con amplias chimeneas, se encontraba a la derecha. Ante ellos, en tres hileras separadas, estaban el laboratorio de química, el almacén de productos químicos y el taller de diseños y por último, el laboratorio metalúrgico. Maggie los iba señalando a medida que pasaban. A la derecha se hallaba la cámara acorazada, al lado de un extraño edificio negro al que llamaban María Negra, el primer estudio cinematográfico del mundo, cerca de la torre de agua. Maggie les explicó que había adoptado el sobrenombre de los furgones policiales, a los que también llamaban María Negra, porque eran pequeños y nada confortables y tenían el color negro de la tela asfáltica.

—Pero Edison lo llamaba «la perrera» —añadió.

Subieron las escaleras de la cámara y atravesaron el vestíbulo a grandes pasos, dirigiéndose al ascensor del fondo del pasillo. Las cámaras acorazadas principales se encontraban a grandes profundidades bajo tierra. Cuando llegaron a la cámara de visionado, Maggie les explicó el procedimiento.

Solo podían examinar los documentos de uno en uno. No podían tomar fotografías. Si debían hacer una copia, les rogaba encarecidamente que la hicieran con lapicero. En ningún momento podían subrayar ni destacar los documentos de ninguna manera. La lista era interminable.

Era casi la una en punto cuando se sentaron en la sala de visionado de temperatura controlada, ante un largo escritorio de vinilo, y observaron con aprensión a Maggie mientras esta regresaba con una voluminosa caja de plástico entre las manos.

La depositó suavemente en la mesa y se echó hacia atrás.

—Me temo que tengo que quedarme mientras examinan las reliquias.

—Por supuesto —asintió Sajan con una sonrisa. Maggie se sentó en el extremo de la mesa.

Koster ya había abierto la caja y fue directamente a por la libretita marrón, haciendo caso omiso del reloj, los cromos de béisbol y los restantes objetos que había dentro. Abrió la tapa con mucho cuidado y pasó las páginas. Era tal como Maggie les había dicho. Las primeras páginas amarillentas estaban llenas de puntuaciones de diversos juegos de naipes y de mesa, sobre todo de parchís. Parecía que Thomas Edison no se dejaba ganar por sus hijos, por lo menos con demasiada frecuencia. Luego había varias páginas en blanco. Sajan se acercó. Koster continuó pasando las páginas y una franja de letras salió de la nada: tres líneas de letras, después una línea en blanco, y luego otras tres líneas de letras.

Koster se quedó sentado sin moverse. Era el código de Ben Franklin. El que se basaba en los cuadrados mágicos.

Koster miró a Sajan, que le dedicó una breve sonrisa. Había páginas y más páginas codificadas. Koster fue a la parte trasera de la libreta. Había varias páginas dobladas y encoladas al lomo. Las desplegó cuidadosamente y Sajan contuvo la respiración. Otro esquema. Otro fragmento del mapa, o lo que fuera. Semejante al de Franklin, pero distinto. Estaba claro que se trataba de una extensión, con una maraña parecida de círculos y cuadrados. Koster volvió a las páginas codificadas. Luego se volvió hacia Sajan y la ayudante de la conservadora.

—Esto me llevará unos minutos —dijo.

West Orange, Nueva Jersey

Al final Koster tardó más de una hora en traducir las páginas. Sajan se sentó con Maggie, charlando acerca de Edison y el trabajo para el Servicio de Parques Nacionales. Cuando Koster hubo acabado de copiar en su cuaderno el texto y el esquema de Edison (con lapicero) volvió a meter la libreta de Theodore en la caja de plástico transparente. Esperó a que Maggie recogiera los materiales y saliera de la sala de visionado antes de volverse hacia Savita, que permanecía a su lado. Ella apenas podía contenerse.

—¿Qué es lo que dice? —le preguntó, echando mano al cuaderno.

Koster se lo quitó y empezó a leer:

—«El serbio loco ha venido a visitarme esta tarde y me ha enseñado una extraña ilustración...»

—¿«El serbio loco»?

—Se refiere a Nikola Tesla. Según parece Tesla trabajó para Edison durante una temporada.

—Ya sé quién es Tesla —repuso Sajan—. El que inventó la radio.

—Yo creía que había sido Marconi.

—Pues no, fue Tesla. ¿Qué más dice?

—La libreta de Theodore asegura que Tesla le enseñó a Edison un esquema basado en un dibujo que habían desarrollado Benjamin Franklin y otros antes que él. Dice que Tesla había realizado una ilustración propia, un cuarto esquema, extendiendo el diagrama del evangelio de Judas, Da Vinci y Franklin. La ilustración se le había presentado en un sueño. Tesla creía que se trataba de una plantilla para una especie de dispositivo eléctrico que generaba algo que llamaba la frecuencia fi, que, textualmente, «abriría una puerta y te pondría en contacto directo con la mónada».

—¿La mónada o demiurgo?

—¿Qué es eso? —le preguntó Koster.

—Una puerta hacia Dios —susurró ella.

—Eso es lo que dice. Pero Edison se lo arrebató a Tesla, argumentando que en aquella época Tesla trabajaba para él.

—¿Edison se lo robó?

—Se apropió de ello. ¿Qué fue lo que hizo Tesla exactamente, Savita? Me suena el nombre, pero... ¿Algo de sistemas eléctricos inalámbricos o algo por el estilo?

—Era un inventor serbio —explicó ella—, un genio eléctrico que antaño había trabajado para Edison en el continente y después vino a América. Cuando Tesla le propuso una manera de aumentar la eficacia de las dinamos de corriente directa, Edison le dijo: «Te daré cincuenta mil dólares... si lo consigues». Pero al cabo de un año, cuando Tesla tuvo éxito al fin, Edison se burló: «Tesla, no entiendes el sentido del humor de los norteamericanos». Lo engañó y se negó a pagarle.

»Lo cierto era que estaban destinados a ser rivales desde el principio. Edison había dedicado todas sus energías y el dinero de sus inversores a la corriente directa, mientras que Tesla había concebido un sistema de corriente alterna. Y personalmente los dos hombres eran muy distintos.

—¿Cómo?

—Edison era un hombre desgarbado, torpe y cargado de espaldas al que no le importaban lo más mínimo las apariencias. Tesla, en cambio, era puntilloso hasta rayar en la obsesión, como Howard Hughes. A Edison no le caía bien porque era un sabiondo ilustrado. Además, Tesla era un tanto petimetre y le gustaba mezclarse con la flor y nata de la sociedad neoyorquina. Hasta sus posturas científicas eran distintas. Tesla comentó en una ocasión que si Edison tuviera que encontrar una aguja en un pajar examinaría hasta la última brizna de paja, siguiendo un elaborado proceso de eliminación, aunque un poco de teoría y cálculo le ahorrasen el noventa por ciento del trabajo. Una famosa cita de Edison afirma: «No he fracasado. Solo he encontrado diez mil formas que no funcionan».

—¿Qué fue de Tesla después de que se enemistaran?

—Durante la depresión de 1886 no encontraba trabajo. Edison lo había puesto en una lista negra. Durante una temporada fue obrero en una de las cuadrillas callejeras de Nueva York, donde apenas ganaba lo suficiente para sobrevivir. Después de eso Westinghouse, que había inventado el freno de aire para los ferrocarriles, empezó a invertir en plantas eléctricas basadas en la corriente alterna. La patente de Tesla del motor de corriente alterna era justo lo que necesitaba y enseguida contrató al científico serbio como asesor a cambio de un generoso salario. Edison montó en cólera y diseñó una campaña de difamación; encargaba a sus agentes que secuestraran perros y gatos callejeros y los electrocutaba empleando la corriente alterna. Quería demostrarle al público lo peligrosa que era. Pero al final, hiciera lo que hiciera Edison, el sistema de corriente alterna de Tesla era superior.

Koster miró de nuevo la libreta, pasó una página y dijo:

—Según parece, Tesla le dijo a Edison que examinara de nuevo el efecto Edison. Este afirma que aparentemente dicho efecto, textualmente, «había impresionado a algunos miembros de la hermandad de cabezones del mundo savánico». —Koster hizo una pausa y enarcó una ceja—. ¿Qué es el efecto Edison?

Sajan le explicó que durante sus experimentos con bombillas, Edison había observado que, además de la corriente eléctrica que fluía a través del filamento, había otra carga que se transmitía a través del vacío, una corriente de electrones que se desprendían de la placa. El efecto Edison, como acabó conociéndose, no tenía aplicaciones comerciales aparentes, de modo que Edison acabó abandonándolo.

—Por supuesto —concluyó ella—, más adelante los pioneros de la radio, como Tesla, Deforest y Fleming, descubrieron que si se insertaban unos alambres adicionales en un tubo de vacío realizaba tres funciones útiles: amplificaba las señales, las rectificaba, convirtiendo la corriente alterna en corriente directa, y pasaba de encendido a apagado. Ese triodo convirtió la radio en una realidad.

—Que inventó Tesla, no Marconi —intervino Koster, tratando de mantenerse a la altura.

—Eso fue lo que dictaminó el Tribunal Supremo, ocho meses después de su muerte. Pobre Tesla. Pero los tubos de vacío no eran fiables ni baratos. Ese problema no se resolvió hasta William Shockley.

—¿Cómo?

—El estado sólido —repuso Sajan—. El transistor.

Koster la miró inexpresivamente.

Ella exhaló un suspiro.

—¿Por qué los electrones fluyen tan fácilmente a través del cobre y no del cristal? ¿Y qué es lo que tiene la silicona que hace que se encuentre en el término medio entre ambos? La respuesta se basa en la arquitectura del átomo. Niels Bohr, el físico danés, determinó que los electrones no orbitaban en todas partes. Bohr definió con precisión la distancia del núcleo a la que debía hallarse la órbita y el número de electrones que podía haber en ella en un momento determinado.

—Empiezas a hablar como mi madre, la profesora de física —comentó Koster.

—Basándose en esta teoría —continuó Sajan— se pueden distinguir los elementos que son buenos conductores. Los materiales como la plata, el cobre y el oro son los mejores, porque tienen un solo electrón en la órbita externa. Los mejores aislantes tienen ocho. Los semiconductores como la silicona tienen cuatro. Se encuentran en el medio. Y si se contaminan los semiconductores con impurezas como el arsénico o el boro se puede modificar su conductividad y su resistencia.

¿Me pareceré a ella cuando hablo de arquitectura?, se preguntó Koster. Ahora no le extrañaba que Sajan siempre le dijera que no se fuese por las ramas. Pero no se atrevía a interrumpir aquel soliloquio. Parecía que Sajan estaba experimentando una especie de subidón de adrenalina bosquejando los principios subyacentes de la industria en la que trabajaba. De modo que Koster se mordió el labio, asintiendo en los momentos apropiados.

—Cuando una tira semiconductora —prosiguió ella— se conecta a una fuente de energía, como una batería, por ejemplo, los electrones fluyen fácilmente del lado negativo al positivo. Pero en el sentido opuesto no. El instrumento que permite que la corriente se transmita en un solo sentido se llama rectificador.

—Como el rectificador de tubo de vacío de Fleming —aventuró Koster.

Sajan asintió.

—Exacto. William Shockley y otros investigadores desarrollaron un triodo semiconductor haciendo un bocadillo con tres regiones diferentes, análogas a los tres electrodos del triodo del tubo de vacío de Deforest. En otras palabras, todos los componentes eléctricos corrientes, como los diodos, los transistores, etcétera, pueden ser de silicona, si antes se la contamina con las impurezas apropiadas. Por supuesto, conectar todos estos componentes fue extremadamente engorroso. Hasta que en los años cincuenta Jack Kilby y otros científicos observaron que era posible realizar todas las funciones de un circuito con un solo componente, una lámina monolítica de silicona pura.

Koster no lo soportaba más.

—Mira —dijo—, no soy ingeniero eléctrico. ¿No puedes ir al grano? ¿Qué tiene que ver esto con el esquema de Edison?

—Querrás decir el esquema de Tesla.

—Lo que tú digas.

—¿Sabes? —comentó Sajan con una sonrisa—, a lo largo de mi carrera, cuando he solicitado algunas patentes, me ha extrañado encontrar el nombre de Tesla muchas veces, como si de alguna manera se hubiera adelantado a todos esos avances. Sus patentes 723.188 y 725.605 de 1903, por ejemplo, contienen los principios básicos del elemento del circuito del ADN, que se basa en la lógica booleana; más de medio siglo antes de que Shockley lo concibiera. En 1917 anticipó los rasgos principales del radar moderno, veinte años antes de que Emil Girardeau construyera e instalara los primeros sistemas de radares. Hasta inventó un llamado «rayo de la muerte» basándose en el rayo de partículas cargadas.

—¡Savita! —exclamó Koster—. ¿Lo estás haciendo a propósito? ¿Te estás riendo de mi...? Ya sabes, ¿de mi enfermedad?

—A mí no me parece que tengas el síndrome de Asperger ni que estés enfermo, Joseph —repuso ella—. Me parece que sencillamente empleas tus conocimientos, toda la información insignificante que tienes en la cabeza, como si fuera un escudo, para protegerte del momento. Como eso de contar.

—Responde a la pregunta, Savita —insistió Koster—. ¿Qué tiene que ver esto con el esquema de Tesla?

—Construir un circuito es como construir una frase. Hay ciertos componentes ordinarios: resistencias, condensadores, diodos y transistores. —Sajan le arrebató el cuaderno a Koster, abriéndolo por el esquema de Tesla. A continuación, sin previo aviso, lo arrancó de la libreta.

—¿Qué estás haciendo? —se estremeció Koster.

Sajan alargó la otra mano.

—¿Dónde está? —dijo.

—¿Dónde está qué?

—La impresión del archivo de los tres primeros esquemas, la que guardaste en la cámara. En París, ¿te acuerdas?

—¿Qué impresión?

—No me mientas, Joseph. Estoy segura de que hiciste una.

Koster enarcó una ceja. Luego metió la mano en la chaqueta, como si se dispusiera a desenfundar una pistola, y extrajo una hoja de papel doblada que Sajan le quitó de la mano de inmediato. La desdobló y la extendió sobre la mesa. Al cabo de un momento puso la hoja de papel que había arrancado del cuaderno de Koster, la página en la que estaba el esquema de Tesla, al lado de la otra y las juntó. Encajaban a la perfección.

—Tenías razón, Joseph. En París, quiero decir. Cuando se juntan todos los fragmentos, lo que se obtiene no es un mapa. Es un plano de una especie de circuito eléctrico. Un microchip, Joseph, en el corazón de una máquina más grande.

—¿Un microchip, basado en algo que tiene dos mil años de antigüedad? ¿Cómo es eso posible?

—No lo sé.

—¿Y cómo supieron Da Vinci y Franklin lo que tenían que añadir a la primera ilustración, la que estaba en el evangelio de Judas? Y Tesla. No tiene sentido. ¿Cómo obtuvieron esa misteriosa información, Savita? ¿De dónde la sacaron...? ¿De un sueño? ¿Del cielo?

—No lo sé, Joseph. Pero estos círculos y cuadrados —dijo ella, señalando el dibujo—, estos rectángulos y este patrón de líneas, representan componentes eléctricos. Series de condensadores y diodos, resistencias y transistores.

—¿No es un mapa que conduce al evangelio de Judas?

Sajan meneó la cabeza.

—El mapa está en el chip; ¿es que no lo entiendes? No creo que el evangelio de Judas sea realmente importante. Lo que digo es que si lo encontramos y resulta que es tan antiguo como creemos, es posible que el códice de Franklin cambie nuestra visión de la Biblia. Y también del cristianismo. Pero creo que para Franklin el descubrimiento del códice no era más que un medio para hacerse con el esquema de El Minya. El primer fragmento del mapa. Y después de eso, el fragmento de Da Vinci. Eso era lo que quería decir Franklin cuando afirmó que la máquina de Dios, la armonía fi, abría una puerta.

—Pero eso tampoco tiene sentido. ¡Una puerta directa a Dios! ¿Y cómo iban a haber diseñado semejante circuito...?

—Chip.

—¿En la época de Franklin o de Edison? Para realizar una hazaña como esa habrían hecho falta conocimientos de ingeniería eléctrica que no se tenían en el siglo XVIII, ni a principios del siglo XX, ¡ni mucho menos hace miles de años!

—Ya lo sé. Es tan descabellado como pensar que el arca de la Alianza era un condensador gigante. Pero acuérdate de que el laboratorio de Edison anticipó el desarrollo del circuito de estado sólido —observó Sajan—. Así como el sistema de lógica de George Boole anticipaba las premisas de la arquitectura informática un siglo antes de que fuera necesario. Ya sé que parece muy extraño. Pero hay demasiadas coincidencias para que se trate de una casualidad. —Le devolvió el cuaderno—. Es como si los hubiera guiado una mano divina. No me extraña que los caballeros trataran de matarnos en Filadelfia y también en Inglaterra. ¿Te imaginas que todo el mundo tuviera acceso a semejante dispositivo? ¿Harían falta pastores o sacerdotes, o Iglesia, ya puestos? Si tuviéramos un enlace directo con Dios en el salón de casa, no. La herejía protestante parecería un pecado venial en comparación. Por eso quieren destruirlo.

—O controlarlo.

—¿Qué es lo que dice Edison que hace la máquina de Dios? —preguntó ella.

—Genera la frecuencia fi, que abre una puerta...

—No. Me refiero a cómo funciona.

Koster cogió el cuaderno y examinó la traducción.

—No dice mucho. Afirma que Tesla creía que de algún modo la frecuencia fi «derrumbaría los muros de la catedral atómica y arrancaría los arbotantes de la materia, transmutando los fermiones en bosones y devolviéndonos al pléroma», sea lo que sea eso.

Savan se puso rígida en la silla.

—Pero eso es imposible —dijo—. Por definición.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es imposible?

—Edison está hablando del principio de exclusión de Pauli. ¿Recuerdas que te he hablado de Niels Bohr, el físico danés que trazó el mapa de la arquitectura del átomo? En 1924, un físico austriaco llamado Wolfgang Pauli definió un principio que explicaba por qué un cuerpo ocupa un espacio determinado de una manera exclusiva y no permite que lo atraviese otro cuerpo. Según Pauli, dos fermiones idénticos no pueden ocupar el mismo estado cuántico simultáneamente. Los fermiones son partículas con una revolución semientera, al igual que los protones y los electrones. Dos electrones no pueden hallarse en la misma órbita alrededor del núcleo. Son exclusivos. Esto explica la solidez de la materia, que los objetos materiales choquen en lugar de atravesarse y que podamos estar sobre la tierra sin hundirnos. Los bosones, por otra parte, son supuestas partículas portadoras de fuerza, como los fotones y la luz. Se distinguen de los fermiones, las partículas de la materia, porque tienen una revolución entera.

—¿De modo que convertir los fermiones en bosones sería como convertir la materia ordinaria en luz?

—Por decirlo de alguna forma. Pero como ya te he dicho, eso es imposible. Invalidar el principio de exclusión de Pauli sería como invalidar la existencia de la propia materia, del plano físico. Aunque eso fuera técnicamente factible, somos seres corpóreos, de manera que si tratásemos de atravesar una puerta acabaríamos aplastados, implosionaríamos en una especie de singularidad. —Meneó la cabeza—. No, eso es imposible. Este mapa no lleva a ninguna parte. La búsqueda de Franklin. Y también la de Tesla. Parece que todo fue en vano. —Arrojó de nuevo la impresión sobre la mesa.

—¿Qué estás diciendo?

—Que la máquina de Dios no puede funcionar, Joseph. —Sajan se levantó, cogió el bolso, se lo metió debajo de un brazo y se dirigió de nuevo hacia la puerta.

—¿Savita? —dijo Koster.

Sajan miró por encima del hombro.

Koster alargó la mano.

—En ese caso supongo que ya no necesitarás el esquema de Tesla.

—Ay, lo siento —dijo ella. Arrojó sobre la mesa la página arrugada del cuaderno y este se desplegó como una rosa.

Nueva York

Sajan apenas dijo nada mientras Koster se abría paso entre el tráfico de la hora punta de regreso a Nueva York. Parecía que nunca llegaba el momento de enfrentarse a ella. Koster no sabía por dónde empezar.

Cuando llegaron se apearon del coche y se dirigieron al centro a pie, en dirección al loft. Sajan insistió en que tomaran un camino tortuoso. Aunque no habían visto a nadie siguiéndolos desde que habían vuelto de Europa, ella aseguraba que no podían estar seguros. No dejaba de mirar hacia atrás mientras recorrían la avenida. Volvieron varias veces sobre sus pasos y se detuvieron delante de los escaparates. En total tardaron más de cuarenta minutos en llegar a la calle Once, aunque deberían haber sido diez.

Sajan se metió en la ducha mientras Koster repasaba las notas que había tomado en los laboratorios Edison. Escaneó el esquema de Tesla y lo conectó mediante Photoshop a los otros tres fragmentos.

Ahora que los cuatro fragmentos estaban unidos la imagen resultante tenía el aspecto de una perfecta figura de seis caras. Pero por el motivo que fuera seguía pareciéndole incompleta, aunque no acertaba a discernir el motivo. Koster no era diseñador ni ingeniero eléctrico. Guardó la imagen en la cámara, que seguidamente se metió en el bolsillo, y borró el archivo del PC.

Sajan se puso un sencillo vestido negro y cenaron en un modesto restaurante italiano en Minetta. Como antes, apenas le dirigió la palabra durante la cena. Picoteó la pasta y la ensalada de radicchio mientras charlaba sobre asuntos triviales: los negocios y el futuro de Cimbian; la vida en el oeste, y el hecho de ser una americana de ascendencia india. Hablaba de todo menos del evangelio de Judas y la máquina de Dios. De hecho, cambiaba de tema cada vez que Koster mencionaba el esquema. Y bebía. Quizá porque no había comido mucho ese día, el gin-tonic se le subió directamente a la cabeza. Cuando Koster terminó el café expreso doble, ella ya estaba arrastrando las palabras.

Cuando al fin salieron había empezado a llover y se habían amontonado negros cúmulos sobre MacDougal. Koster sacó un periódico de una papelera cercana, se lo pusieron en la cabeza y corrieron bajo el chaparrón hasta Washington Square. Entonces, sin previo aviso, Sajan se detuvo bruscamente y lo metió debajo de una marquesina.

—Mira detrás de mí —dijo, acercándose.

Koster miró por encima del hombro de Sajan, pero no reparó en nada extraño. Había unas cuantas personas corriendo de un lado a otro, como ellos, tratando de cobijarse del aguacero.

—El hombre del sombrero —insistió ella.

Y entonces lo vio. Estaba al otro lado de la calle, al final de la manzana, dándole la espalda mientras miraba el escaparate de una carnicería o una pastelería.

—¿Quién se detiene bajo la lluvia a mirar unas chuletas de cerdo? —se preguntó Sajan—. Además, estoy segura de que lo he visto antes, con el mismo impermeable y el mismo sombrero, cuando íbamos al restaurante.

Asió la mano de Koster y lo llevó calle abajo en dirección al parque. Cuando llegaron a la esquina de MacDougal con la Cuarta, Sajan echó a correr como alma que llevara el diablo, arrastrando a Koster tras ella. Los relámpagos refulgían en el firmamento. Era una de esas tormentas de finales de verano, llenas de aire tropical. Acabaría en unos minutos, supuso Koster. Pero la lluvia seguía descargando violentamente y el periódico acabó empapado y hecho pedazos al poco rato, de modo que lo tiró.

Sajan saltaba sobre los charcos de agua de lluvia. Luego se dio la vuelta de repente y miró detrás de Koster.

—Todavía nos sigue.

Pasaron corriendo delante de la fuente, rodearon el arco de Washington y enfilaron la Quinta como una exhalación. Al cabo de unos instantes atravesaron Washington Mews. Alguien había dejado abierta la puerta de la calle privada y fueron corriendo ante los ladrillos bajo la lluvia. Koster señaló una emparrada de hiedra que sobresalía de la fachada del edificio de ladrillo más cercano y se metieron tras ella.

Parecía una calle perdida, fuera del tiempo. A principios del siglo XIX, las familias acaudaladas habían construido casas en el lado norte de Washington Square y el sur de la Octava, desde la Quinta hasta University Place. Entre ellas, los residentes establecieron una callejuela privada, donde edificaron establos de dos pisos, los Washington Mews. Pero desde 1910 los automóviles estaban sustituyendo a los caballos, de modo que recubrieron los establos con estuco ligero y azulejos decorativos y se los alquilaron a los artistas que se trasladaban al Village.

Koster reflexionó sobre todo esto mientras apretaba la espalda contra la pared del edificio, tratando de mantenerse oculto. Edward Hopper17 había fallecido en aquella calle. Y había 1.486 azulejos en la pared.

Observó a Sajan, que estaba mirando fijamente la Quinta Avenida. La lluvia le resbalaba por la cara y sentía que temblaba como un pajarillo. El vestidito negro estaba empapado; ni siquiera se había molestado en ponerse un impermeable. Tenía el pelo lacio sobre los hombros.

Ella lo miró mientras estallaba un relámpago, al que siguieron inmediatamente el rugido del trueno y sus ecos. La tormenta estalló justo encima de ellos. Sajan lo miró y sus labios se separaron. Llevaba pendientes de esmeralda en las orejas, advirtió Koster. Estaba intentando acordarse de otros detalles de los Washington Mews, curiosidades arquitectónicas, cuando vio al hombre del sombrero, que se aproximaba desde la Quinta, a escasos metros de distancia, junto a la puerta.

Sajan lo examinaba con detenimiento. En sus oscuros ojos relucían las gotas de lluvia... ¿o acaso eran lágrimas? No acertaba a distinguirlo. Ya no le importaba. No le importaba nada. Ninguno de sus secretos. La certidumbre de que ella lo estaba utilizando. El hecho de que fuera una mentirosa. Nada de eso le importaba. No en ese momento, mientras le ponía las manos en la cara y acercaba la suya hasta sentir el calor de su respiración en los labios.

Ella no había dejado de estremecerse. Estaba temblando entre sus manos. Y Koster la besó. Le rodeó la cintura y los hombros con los brazos y la atrajo hacia su pecho. Se metió en la boca el labio inferior de Sajan, lo mordió con ternura y todo lo que lo había protegido y lo había mantenido con los pies en la tierra se deshizo de repente. La besó frenéticamente, liberándose de la mente consciente, de los recuerdos y los temores.

—Joseph —susurró Sajan sin aliento, desasiéndose—. Joseph, tengo que contarte una cosa.

Koster miró furtivamente hacia la avenida. El hombre del sombrero y el impermeable había desaparecido. Había pasado de largo sin verlos. O tal vez había asumido que eran amantes.

Koster se echó hacia atrás y observó el diminuto rostro de Sajan, los ojos oscuros, los negros churretes de rímel y los labios rojos. A pesar de la apariencia descuidada, le parecía más hermosa que nunca.

—Shh —dijo suavemente, poniéndole un dedo en los labios—. No te preocupes. Lo sé.

Sajan parecía perpleja.

—¿Ah, sí?

Koster sacó el relicario de la americana y lo balanceó delante de ella.

—¿Lo tenías tú? Claro que sí —contestó ella. Alargó la mano para cogerlo—. Me lo estaba preguntando. Lo busqué por toda mi habitación... y por la tuya. Pensé que a lo mejor lo había perdido en el avión.

—GLF —dijo Koster—. De Irene.

Sajan volvió a ponerse el relicario alrededor del cuello.

—Puedo explicártelo —empezó—, pero no aquí. —Se volvió hacia la avenida—. Ha pasado de largo. Vamos. Volvamos a tu casa.

Nueva York

El loft de Koster ocupaba por entero uno de los pisos del edificio y el ascensor daba directamente al vestíbulo. Se quitaron los zapatos y Koster sirvió un poco de coñac mientras Sajan iba al cuarto de baño para secarse. Volvió con una toalla enrollada en el pelo; se había quitado el vestido mojado y se había envuelto con la bata de felpa de Koster, que le ofreció una copa.

—No me hace falta más —repuso ella con una sonrisa, pero la aceptó de todas formas—. ¿No vas a cambiarte? Vas a pillar un resfriado.

—Estoy bien —contestó Koster. Se sentaron en el sofá del salón, sosteniendo las copas. El loft consistía en una estancia larga y cavernosa dividida mediante una serie de cortinas de algodón. Solo el dormitorio principal y los dos cuartos de baño estaban cerrados por paredes auténticas. Koster había dejado el resto abierto, aumentando significativamente la impresión que causaba. Antaño había sido una fábrica. El mobiliario era escaso y las paredes de ladrillo estaban prácticamente desnudas.

Koster la observó en silencio mientras Sajan bebía sorbos de coñac. La bata le quedaba tan grande que tenía un aspecto ridículo. Se apreciaba la curva de los pechos en la parte de arriba, donde se cerraba la tela. De pronto ella se dio la vuelta y lo miró, manoseando el relicario con la mano derecha.

—Conocí a Irene a través de Nick —le explicó con tono suave—. El padre de Nick era amigo suyo. Se conocieron durante la segunda guerra mundial. Ella fue la que me introdujo en el oficio. Nos hicimos amigas durante la época que pasé en Europa, como ya sabes. Buenas amigas. La verdad es que me trataba como a una hija. —Sajan titubeó—. Yo la quería. La admiraba. Supongo que era natural que acabara solicitando el ingreso en la gran logia. Siempre me había interesado especialmente el gnosticismo. En mi adolescencia era un poco rebelde, aunque no te lo creas, y me atraían los gnósticos. Y la masonería... El atractivo de los números, de la transmisión de conocimientos secretos... Me parecía algo muy razonable. Siempre me había sentido un poco fuera de lugar: era una india en un mundo de blancos y además era una mujer, aunque fuera más lista que la mayoría de los hombres que me rodeaban. Las cosas no siempre me resultaron fáciles. —Entonces se rió—. Tú ya me entiendes.

—Supongo que sí.

—En fin, ciertos rituales de la GLF están basados en los evangelios gnósticos. Forman parte de una tradición milenaria anterior a los caballeros templarios, los cátaros y los maniqueos. Se remonta hasta el nacimiento del cristianismo, cuando este absorbió la influencia de las filosofías orientales, como por ejemplo las tradiciones del budismo y el hinduismo. En muchos sistemas gnósticos, las diversas emanaciones de Dios, al que también se le denomina mónada, el uno, reciben el nombre de eones. Estos eones suelen manifestarse en parejas de hombres y mujeres que se conocen como syzygies. Los eones constituyen la pléroma, la supuesta región de la luz.

—La pléroma. Eso es lo que mencionaba Edison en el cuaderno de Theodore. Tesla decía que la máquina de Dios facilitaría el retorno a la pléroma.

—Exacto —asintió Sajan—. Dos de los eones más famosos eran Jesús y Sofía, que significa «sabiduría» en griego. Según la tradición gnóstica, Sofía quería crear algo aparte de la pléroma y alumbró al demiurgo sin el consentimiento divino. Lo envolvió en una nube y le hizo un trono en los cielos. El demiurgo, como estaba aislado y no había conocido a su madre, llegó a la conclusión de que era el único ser que existía, de modo que se concentró en la creación. Como había heredado algunos de los poderes de su madre, una parte de la esencia de ella quedó encerrada en las formas materiales de la humanidad, en nosotros, así como nosotros quedamos atrapados en el universo material. El objetivo de los gnósticos es avivar esa chispa divina para que se produzca el regreso a la pléroma.

Sajan bebió otro sorbo de coñac.

—Como el demiurgo no pertenecía a la pléroma, del uno emanaron dos eones salvadores, Cristo y el espíritu santo, para salvar al hombre del demiurgo. Cristo adoptó la forma de un humano, Jesús, para enseñarle al hombre a alcanzar la gnosis; es decir, a regresar a la pléroma. —Sajan hizo una pausa—. Ahora ya sabes por qué me entusiasmé tanto ante la ocasión de encontrar el evangelio de Judas cuando Nick me habló de ello.

—¿Cuándo te diste cuenta de que no se trataba del evangelio? ¿De que se trataba del esquema, del mapa de Franklin?

—Lo había sospechado desde el principio. Desde que encontramos el primer fragmento debajo de Carpenter’s Hall. Después, cuando vi el segundo fragmento en West Wycombe, lo supe. Estaba claro que no era un simple mapa. Era un plano de una especie de circuito. Un dispositivo eléctrico.

—¿Diseñado para devolverte a la pléroma?

—Eso encaja con la tradición. Pero como ya te he dicho, es imposible que la máquina de Dios funcione.

—¿Y Nick Robinson? ¿Dónde encaja? ¿Qué relación tenéis exactamente?

Ella sonrió.

—¿Estás celoso, Joseph? No hace falta que lo estés.

—No estoy celoso, es que...

—Éramos amantes.

—Lo sabía. —Koster se puso en pie de un brinco—. Lo supe desde que nos conocimos. —Empezó a pasearse de un lado a otro—. ¡Qué tonto he sido, qué idiota!

—Eso fue hace mucho tiempo, Joseph. Ya te lo he dicho. Nos presentaron cuando yo todavía estaba en la escuela de posgrado. Intimamos, pero la cosa no funcionó.

—¿Por qué no?

—No lo sé. Me parece que a su familia no le gustaba que yo fuera india. A lo mejor eso no es demasiado justo. La verdad es que no lo sé. —Bebió otro sorbo de coñac y luego lo apuró con una rápida sacudida de la muñeca—. La verdad es que no amaba a Nick. Amaba al hombre en el que quería convertirse. Amaba su ambición y su determinación. Y su cerebro. Pero... no lo sé. Faltaba algo. Él me presentó a la condesa Irene. Yo me trasladé a Europa, donde conocí a su hijo. Jean-Claude era todo lo que no era Nick Robinson.

Koster dejó de pasearse.

—¿Jean-Claude? ¿Tu marido? Quieres decir que... —Y entonces cayó en la cuenta de repente.

Ella asintió.

—Mi marido era el hijo de la condesa de Rochambaud.

Koster rememoró el día en el que había conocido a la condesa en el museo Rodin, hacía tantos años. En ese momento ella estaba empujando un cochecito de bebé. Pero ella le había dicho que el niño era de su hija.

—¿Tu hijo nació en Argelia?

—Sí, así es —dijo Sajan, sorprendida—. ¿Cómo lo sabes?

—Porque lo conocí —contestó Koster—. Cuando conocí a la condesa en París. Lo tuve en mis brazos. —Se miró las manos. Luego las bajó, avergonzado—. Pero pensaba que la hija de la condesa se llamaba Louise.

—Así era como me llamaba ella, era un apodo que usaba de vez en cuando. Era su manera de burlarse de mi nombre indio. Savita significa «sol» o «dios del sol» en sánscrito, como el rey Luis, el rey Sol.

—Pero ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué lo guardaste en secreto?

—Nick creía que era mejor así. Cuando consiguió el diario de Franklin con aquella referencia al evangelio de Judas, pensó que la Iglesia no descansaría hasta encontrar el códice. Con los caballeros siguiéndonos el rastro, ambos pensamos que cuanto menos supieras, más seguro estarías. En retrospectiva, supongo que parece un poco tonto.

—Y que yo no les diría nada si me capturaban y hablaba, ¿verdad? —añadió Koster—. Algo que sin duda acabaría haciendo, porque soy un idiota pusilánime. —Siguió paseándose, agitando la copa en la mano—. Nigel Lyman trató de advertírmelo. Me dijo que Nick y la condesa estaban relacionados de alguna forma, pero yo no quise escucharlo.

—Fueron buenos amigos durante muchos años, masones del trigésimo tercer grado. Pero algo sucedió entre ellos. Discutieron, creo que por el evangelio de Tomás. —Sajan empezó a decir algo antes de interrumpirse—. Ninguno de los dos me explicó nada al respecto. Y jamás volvieron a dirigirse la palabra después de aquello. Yo me fui de Europa poco después de la muerte de Jean-Claude y Maurice. Irene falleció dos años después de un ataque al corazón, un 19 de diciembre, cuando tenía casi noventa y tres años. En ese momento yo estaba en Asia en viaje de negocios. No llegué a tiempo al responso. La verdad es que no quería asistir. Ya había tenido mi ración de funerales franceses.

Alargó la copa.

—¿Queda más? —preguntó con una risita débil.

Koster cogió la copa y se dirigió a la barra para rellenarla. Mientras tanto, Sajan se quitó la toalla del pelo húmedo y la puso sobre el respaldo de una silla. Koster llenó las dos copas, volvió y le entregó una.

—No te culpo por no confiar en mí —dijo ella suavemente.

Cuando Koster se sentó junto a ella, no pudo evitar observar la oscura línea del escote.

—Pero no soy yo la que debería preocuparte.

—¿A qué te refieres? ¿A quién? —dijo Koster, irguiéndose.

—Llamé a Nick desde Inglaterra y le hablé de la carta de Von Neumann a Turing, la que encontramos en el hombre de West Wycombe, que estaba dirigida a Macalister. Nick no sabía nada de eso. Me parece que es posible que Macalister esté trabajando por cuenta propia. —Bebió otro sorbo de coñac.

—O para otra persona —añadió Koster.

—Todo esto... —Ella meneó la cabeza—. Ya no sé qué creer. Ya no sé qué pensar. Siento mucho haberte metido en esto, Joseph. Nick y yo pensamos que podíamos aprovecharnos de tus conocimientos y de alguna manera mantenerte apartado de la refriega al mismo tiempo. Pero nos equivocamos. Yo me equivoqué. Y lo siento muchísimo. Debería haber sido sincera contigo desde el principio. Podrían haberte matado. ¿Podrás perdonarme?

Koster alargó la mano para tocarla pero Sajan se puso en pie de un brinco.

—Me parece que debería marcharme, Joseph.

—¿Qué? ¿Marcharte adónde? —Estaba desconcertado.

—Adonde sea. Lejos de ti. Las cosas van a empeorar. Lo presiento. No quiero que sigas involucrado en esto.

Koster se rió.

—Pero si ya estoy involucrado —contestó—. Ya es demasiado tarde.

Sajan se apretó el cinturón de la bata de felpa.

—No, no lo es. Por favor, no digas eso. —Se dirigía al fondo del loft cuando Koster se levantó, le asió la muñeca y la atrajo hacia él.

—¿Es que no lo entiendes? —exclamó—. Te amo, Savita. —Ella forcejeó pero Koster la estrechó entre sus brazos—. Te amo. ¿Me oyes? No puedo evitarlo.

—Amor —repitió ella, y miró a las ventanas. Gruesos chorros de agua corrían por los cristales—. Tú juegas al amor, Joseph. Te gusta estar enamorado. Pero no te gusta amar, Joseph. Y lo que es peor, no soportas que te amen.

—Eso no es cierto.

—¿Ah, no? La única forma en la que has mantenido viva a Mariane todos estos años es convirtiendo tu culpa en un fetiche. Pero eso te está matando, Joseph.

Koster sintió que aquellas palabras le atravesaban el corazón. ¿Quién murió en ese sótano?, se preguntó de nuevo.

—¿Puedes amar, Joseph? ¿Has...?

Koster le arrancó las palabras de los labios con un beso. Le rodeó la cabeza con las manos, le asió el cabello y la atrajo hacia él. Luego bajó la mano, metió las manos dentro de la bata y esta cayó al suelo, descubriendo la curva de sus pechos, las oscuras areolas y la curva de las nalgas y las caderas. Ella se resistió un momento pero Koster no la soltó. Empezó a decir algo y él la empujó. Cayó en el sofá, tropezando con el borde.

—Cállate —dijo Koster—. Cállate y bésame.

Nueva York

Cuando lo despertó el restallido de un trueno, Koster alargó inconscientemente la mano buscando a Savita. Estaba tendido en la cama, pero solo. Se incorporó y encendió la luz. Savita se había ido.

Koster miró en derredor. Era un dormitorio confortable, con cortinas de terciopelo azul y una cama trineo de un metro cincuenta con sábanas blancas. El edredón estaba tirado en el suelo y lo asaltó el recuerdo de Savita arrodillada al lado de la cama. Le parecía que habían hecho el amor durante horas, por todo el loft, trasladándose poco a poco desde el salón hasta la cocina y finalmente al dormitorio, donde ahora se encontraba. Se había quedado dormido entre sus brazos, escuchando el sonido de sus latidos. Se había quedado dormido, completamente desfallecido, sintiéndose más seguro y más feliz de lo que se había sentido desde hacía años.

—¿Savita? —dijo. Pero nadie contestó.

Koster salió de la cama. Por un momento lo acometió un pánico irracional. ¡La cámara digital! Buscó a tientas la chaqueta. Entonces le vino a la memoria que la había dejado en el suelo del salón. ¡El mapa de Franklin y el esquema de Tesla!

Koster abrió el buró y se puso un par de calzoncillos limpios. Se detuvo un instante junto a la puerta. Ahí. ¿Qué era aquello? Había algo o alguien moviéndose en el loft. Koster abrió la puerta. Parecía que estaba cantando con tono monótono. Pero no era la radio. Recorrió el pasillo que llevaba a la cocina y el cuarto de baño de señoras. Dobló la esquina y se detuvo.

Savita estaba de rodillas en la alfombra del salón. Llevaba bragas y sostén y una de las camisas blancas de Koster. Había apartado el sofá y los sillones y había retirado la mesita de café. Había velas encendidas en todas partes, en cada uno de los puntos cardinales. Estaba diciendo algo pero Koster no acertaba a distinguir las palabras. ¿Con quién está hablando?, se preguntó.

Entró despacio en el comedor, dejando atrás la larga encimera de granito de la cocina. Ahora veía claramente a Sajan, aunque una cortina de algodón bloqueaba aquella sección del loft. Estaba arrodillada en el suelo, escribiendo algo en una voluminosa libreta.

—¿Savita? —dijo Koster, pero ella no levantó la vista. Parecía completamente ajena a su presencia. Koster separó las cortinas y entró en el salón—. ¿Savita? ¿Te encuentras bien?

Koster advirtió que los esquemas estaban impresos justo delante de la libreta. Savita los estudiaba atentamente. Parecía que sus ojos brillaban a la luz de las velas, negro sobre negro.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Koster, con el alma en los pies. ¿Acaso quiso robarle los esquemas mientras dormía, antes de que se enfriara el contacto de su piel?, se preguntó. La cámara digital estaba conectada al PC del escritorio.

—Tú también lo sentiste —contestó ella bruscamente, alzando la vista. Tenía los ojos vidriosos y las pupilas dilatadas. Al otro lado de la ventana que había detrás de ella se iluminó un destello blanco cuando un relámpago estalló sobre la calle Once—. Falta algo —añadió, señalando hacia abajo. El nimbo luminoso de las velas que había tras ella le rodeaba el rostro. Parecía que sus ojos despedían un extraño brillo verde azulado.

Entonces comprendió lo que estaba haciendo. No estaba copiando el mapa. Lo estaba ampliando. Estaba aportando su propia contribución. Koster la observó mientras ella garabateaba un círculo, un rectángulo y unas cuantas líneas en uno de los lados.

—Pauli considera en términos generales la carcasa del electrón como una barrera y un punto de demarcación —explicó—. Pero los fermiones son un trampolín.

—¿Qué? —Koster se arrodilló en la alfombra delante de ella, que siguió dibujando.

—El movimiento de los modelos de los electrones produce órbitas armoniosas —prosiguió Sajan—. Pero no solemos verlo en macromanifestaciones. De hecho, la decadencia de las órbitas, al igual que la de los planetas, y los cambios en la estructura de los átomos, la decadencia del carbono, sugieren que las relaciones estáticas y las reglas claramente definidas no suelen aplicarse en la práctica. El principio de exclusión ignora la tendencia natural hacia la elasticidad y las grandes cantidades de espacio que hay dentro de los átomos; el núcleo es como una mosca en el corazón de la catedral de San Juan el Divino. —Siguió garabateando y añadiendo nuevos atributos al esquema existente y entrelazó los cuatro fragmentos.

—Savita —insistió Koster—. ¡Savita, mírame!

—Thomas Kuhn afirmaba que los cambios paradigmáticos no solo se producen mediante la naturaleza incremental de los descubrimientos científicos, sino gracias al sentido común puro y duro. En el mundo de Alicia en el país de las Maravillas de la física subatómica, el espacio no es la única consideración. También lo es el tiempo. Y en el continuo espacio-tiempo, ¿quién dice que solo un electrón puede ocupar la misma banda? Ese no-espacio es la puerta a la mónada. El pulso del corazón de la máquina de Dios es fi. —Miró a Koster—. Joseph —dijo. Sus ojos parecieron enfocarlo un instante y luego se pusieron en blanco.

—¡Savita! —Koster la aferró con ambas manos, pero en cuanto le tocó la piel experimentó una terrible descarga, una sacudida de electricidad estática que lo levantó del suelo y lo arrojó hacia el sofá.

Todas las velas chisporrotearon y se apagaron al mismo tiempo. Solo las farolas de la calle arrojaban una gélida penumbra sobre la estancia.

—¡Savita! —gritó Koster, mientras se arrastraba de nuevo junto a ella. Ahora estaba temblando. El corazón se le había desbocado dentro del pecho.

Sajan se había acurrucado en posición fetal. Koster le puso una mano en la mejilla. Estaba sudando, pero tenía la piel fría. Koster le acarició el pelo con ternura y la atrajo hacia él diciendo:

—Savita. Savita, dime algo, por favor.

Aún respiraba, aunque dificultosa y débilmente. Koster la estiró y la envolvió estrechamente con la camisa. Luego se inclinó hacia ella y puso su oreja sobre el pecho de la mujer. Ni siquiera distinguía sus latidos. Sajan se estremeció y Koster la cubrió con su propio cuerpo, tratando desesperadamente de que le subiera la temperatura.

—Savita, vuelve conmigo, nena —susurró. Los ojos de Sajan parpadearon brevemente. Sin pensarlo, Koster se inclinó para besarla. Sus labios se movieron; exhaló un gemido y lo apartó, arqueando la espalda mientras aspiraba una honda bocanada de aire. Luego empezó a toser.

Koster se puso de rodillas, sosteniéndole la cabeza en el regazo.

—¿Estás bien? ¿Savita?

Los ojos de Sajan se abrieron.

—¿Joseph? —Trató de incorporarse pero Koster la sujetó.

—No intentes moverte —dijo—. Me parece que te has desmayado. Estabas en una especie de trance.

—¿De trance? —Sajan le apartó la mano y se incorporó trabajosamente.

—¿Qué es lo que recuerdas?

—Me acuerdo de que estábamos haciendo el amor.

—Aparte de eso.

—Me gusta ese recuerdo.

—Y después, ¿qué?

—Me acuerdo de que estaba en la cama, observándote mientras te quedabas dormido a mi lado. Luego yo también me quedé dormida.

—¿Nada más?

—No —contestó ella—. Solo el sonido de los truenos fuera. —Se atrajo las rodillas hacia el pecho.

—¿Y esto? —insistió Koster, acercándole la libreta.

Sajan observó el intrincado dibujo.

—¿Qué es eso? —preguntó. Miró atentamente la libreta y pasó la mano sobre la línea de componentes. Parecía fascinada.

—¿No te acuerdas? Lo has dibujado tú.

—¿Ah, sí?

—¿Me estás tomando el pelo? ¿De verdad que no te acuerdas?

Sajan sacudió la cabeza.

—No lo había visto nunca. —Sus ojos seguían clavados en el diagrama—. Pero de alguna manera —añadió— parece que tiene sentido.

Koster cogió la libreta, arrancó la página y cogió las impresiones de los restantes esquemas.

—¿Puedes andar?

—Claro que puedo andar. ¿Por qué? ¿Adónde vamos?

Koster miró las ventanas. Amanecería enseguida. La tormenta se estaba desplazando hacia el este, adentrándose en Brooklyn.

—A ver a tu antiguo amante —dijo. Luego se rió—. Mi mejor amigo.

Washington D.C.

Tal vez porque estaba cerca de la Casa Blanca y el vicepresidente Linkletter llegaba tarde a una reunión decidieron reunirse en el hotel Hay-Adams, en la plaza Lafayette. Diseñado en los años veinte como hotel residencial, conservaba el aire de una mansión privada, con más de ciento cincuenta habitaciones, veinte suites y las asombrosas vistas al parque Lafayette, la iglesia de San Juan y la Casa Blanca.

Y era uno de los escasos lugares públicos que habían conservado un pasadizo que discurría bajo el Jardín Sur hasta la Casa Blanca.

El vicepresidente se hallaba en el balcón de la suite Federal, desde donde el monumento a Washington, que descollaba al otro lado de la cúpula de la Casa Blanca, semejaba un dedo índice blanco y gigantesco. Las cosas no iban bien. Ahora que los demócratas habían reconquistado el Senado las aguas estaban revueltas. El presidente debía enfrentarse a un nuevo escándalo todos los días. Iraq era un absoluto pozo negro y además estaba aquella nueva molestia. Aquella crisis evangelista. Linkletter añoraba las abiertas praderas del sur de Texas, el frescor de las mañanas y el vasto panorama de ceniza18 y álamos, arbustos y mesquite.

Sonó el timbre y el vicepresidente sintió un estremecimiento. Michael Rose tenía algo detestable. Aparte de sus drogadicciones. Aparte de su afición a las chicas menores de edad. Y aparte de la nauseabunda hipocresía que señalaban ambas debilidades. Se trataba de algo físicamente palpable. Y no obstante sutil, como la ausencia de olor. Una especie de... transparencia. El timbre sonó de nuevo.

Linkletter esperó a que abriera la puerta Bobby, el guardaespaldas del servicio secreto. Cuando oyó la voz de Michael se volvió sobre los talones, atravesó las puertas francesas del balcón y entró de nuevo.

Era una suite lujosa, con un comedor espacioso, dos baños completos y aquella espectacular panorámica de la plaza Lafayette. Las sillas del salón no tenían brazos y eran seductoramente redondas. Estaban acabadas en verde, el color del dinero, al igual que las cortinas de seda, la alfombra y las pantallas de las lámparas. Era como vivir en la copa de un árbol.

Rose estaba plantado al lado de la puerta mientras Bobby lo examinaba de arriba abajo con un detector de metales portátil. Bobby medía un metro noventa y cinco y tenía hombros de jugador de fútbol americano profesional; en comparación, Michael parecía blando y cargado de espaldas. A Linkletter le recordaba a un miembro de la juventud nazi adulto y decadente, con aquellos labios de color rojo cereza, aquellos ojos azules desvaídos y aquella cortinilla de cabello pálido.

—Llegas tarde. Y yo no dispongo de mucho tiempo —añadió el vicepresidente—. ¿Qué demonios es tan urgente como para sacarme a rastras del despacho?

—Quiero que arrestes a Joseph Koster y Savita Sajan.

Linkletter frunció el ceño.

—Ya te lo había advertido. Te lo había dicho, pero no... —dijo, meneando la cabeza—. Querías esperar para ver adónde te llevaban. Bueno, ¿adónde te han llevado? Contéstame, Michael. Al montón de mierda de perro más espeso. —Empezó a pasearse de un lado a otro—. ¿Y tu espía? ¿Qué le ha pasado?

—Nuestro informante se ha visto comprometido. Ahora lo vigilan con demasiada atención.

Linkletter se detuvo.

—Como si el fiscal del Estado no tuviera bastantes preocupaciones. —Movió la cabeza como una gallina—. ¡Dios todopoderoso! Alder se va a volver loco. —Giró sobre los talones—. ¿Arrestarlos? ¿Bajo qué acusaciones? A juzgar por lo que me han contando, los que están matando gente son tus sicarios. ¿Qué le ha pasado a Lacey exactamente? —El vicepresidente se derrumbó en el mullido sofá—. ¿Y por qué Thaddeus no contesta a mis llamadas?

Ante aquellas palabras, Michael Rose dejó al fin de juguetear nerviosamente y fulminó a Linkletter con la mirada.

El vicepresidente cruzó las piernas.

—¿Qué pasa? —dijo.

Sin previo aviso, Michael dio un paso hacia delante, cerniéndose sobre Linkletter con un aire tan amenazante que Bobby se acercó corriendo hacia ellos desde el lateral. Era como si hubiera anticipado aquel movimiento. El agente del servicio secreto se adelantó con la mano extendida.

—Aléjese, pastor Rose —le advirtió con tono tenso.

Michael se apartó del sofá y contempló a Linkletter, que ahora estaba sentado sin moverse.

—No te calientes —le aconsejó el vicepresidente.

—Esto es un asunto de seguridad nacional y no solo espiritual —insistió Michael—. Han ido a la finca de Edison.

—Eso he leído.

—Han encontrado otro fragmento del mapa.

—Eso parece.

—Acuérdate de Ohio, David.

Linkletter sonrió. Se había preparado para eso. El presidente Alder y él habían explorado ese territorio. Lo cierto era que aunque Alder le estaba agradecido al Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia por la ayuda que este le había prestado durante las últimas elecciones presidenciales, aunque el presidente suscribía la confesión evangelista de Michael, Linkletter y él recelaban cada vez más del joven Rose. Se estaba volviendo errático e impredecible. Se rascaba como un yonqui. Y entretanto, el viejo pastor Thaddeus no había devuelto ninguna de las llamadas de Linkletter. El presidente Alder en persona pensaba telefonearlo. A lo mejor Thaddeus también estaba distanciándose de su hijo. Michael parecía un hombre desesperado, dispuesto a hacer lo que fuera para obtener lo que deseaba. El partido republicano necesitaba el voto de la derecha cristiana, pero ¿podía dárselo Michael? ¿Se habría escindido el árbol de los Rose?

—El presidente no va a volver a presentarse —concluyó el vicepresidente—. Y yo tampoco. Gracias a Dios. Ese viejo señuelo necesita una nueva capa de pintura.

—¿Te has olvidado de la partida?19

—El partido demócrata volverá a autodestruirse. Que Hillary y Obama se inflen a hostias. Aún falta mucho tiempo para las elecciones y...

—Me refería a la partida de Nevada.

Linkletter se quedó petrificado. Michael Rose levantó una mano y señaló a la ventana.

—¿Ves lo cerca que estamos de la Casa Blanca? Qué posición tan ventajosa. Se rumorea que el Hay-Adams es el hotel que tiene más micrófonos de la ciudad. —Hizo un ademán con la mano derecha como si fuera un mago de Las Vegas—. Aquí no pasa nada que no esté observando o escuchando alguien. Que sea de Arizona no quiere decir que sea un palurdo.

Michael se sentó delante de Linkletter, acercó la silla, se inclinó hacia delante, entrelazando los dedos, y susurró:

—¿Es que no creías que la Iglesia Mundial de Cristo y el Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia tomarían al menos las mismas medidas de seguridad que este hotel viejo y desvencijado? —Se movió hacia Linkletter. El vicepresidente se adelantó hasta el borde del sofá, hasta que sus cabezas estuvieron a punto de tocarse—. La noche de la partida de póquer —continuó Michael—. ¿Cómo se llamaba ese chico? Kevin. Sí, eso. Tú ya me entiendes. Dame lo que quiero... Un trato justo. Llama a los Seals, a los Rángers, a quien sea. La CIA. La Agencia de Seguridad Nacional. Hacienda. No me importa. Siempre y cuando descubramos lo que pasó en Glenmont. Dónde está el evangelio de Judas y qué ha pasado con la máquina de Dios. ¿Nos entendemos?

Linkletter se reclinó en el sofá, se tiró de la punta de la mandíbula y dijo:

—Deberíamos volver a ir de caza juntos. Me gusta cómo disparas. —Su voz era tan fría como un claro arroyo de montaña.

—Siempre y cuando no se ponga detrás de mí, señor vicepresidente.

Nueva York

El ascensor se elevó con rapidez por el hueco estrecho y negro hacia las oficinas de Compass Press. Mientras ascendían, Koster rememoró los años en los que había sido amigo de Nick y todos los momentos que habían compartido, sus secretos y sus sueños. Innumerables comidas y madrugadas, innumerables fiestas. Y todos los favores que Nick le había hecho sin pensárselo dos veces.

Aquello no iba a ser fácil.

Koster miró la bolsa de plástico blanca que estaba a sus pies. Luego se dio la vuelta y miró a Sajan.

Parecía pequeña, indefensa y cansada con ese traje marrón ceñido. Koster sentía que le faltaba el resuello. Estaba participando en un juego peligroso. Ya no confiaba mucho en ella, aunque hubiera confesado. Pero la amaba. Y aunque en el fondo sabía que debía conservar la fe en ella, tenía que confirmar que no lo estaba utilizando de nuevo. Necesitaba una prueba, una auténtica evidencia. No le bastaba una simple conjetura.

¿Cuánto habría intimado con Nick Robinson? ¿Y qué relación mantenían actualmente? ¿Habría sido todo una trampa, o amaba sinceramente a Koster? Tenía que asegurarse y la única forma de hacerlo era enfrentarse a Robinson y obligarlo a revelar sus auténticos colores... delante de Savita.

Koster se volvió hacia las puertas cuando sonó el timbre y llegaron al duodécimo piso.

El vestíbulo de la editorial Compass Press era sobrecogedoramente espacioso. Las paredes estaban cubiertas de librerías acristaladas. Koster calculó que habría aproximadamente 3.456 títulos: veinticuatro librerías, con doce estantes cada una, y una media de doce títulos en cada estante. Luces indirectas iluminaban la estancia. En el techo, desaparecía como un sacacorchos una voluptuosa escalera de caracol de pizarra italiana artesanal y acero sueco con un total de sesenta y seis escalones. La ventana en forma de travesaño del fondo del vestíbulo medía quince centímetros de ancho.

¿Cómo sabré todas estas cosas con tanta exactitud?, se preguntó. La empresa de McKenzie & Voight había declinado la oferta de renovación. Pero desde que había tocado a Sajan en el loft, mientras ella estaba en trance, de alguna manera Koster se había sentido... diferente. Más despierto. Sus sentidos estaban avivados, agudizados. Era como si el síndrome de Asperger se hubiera intensificado de alguna forma.

La ventana daba a Union Square, a las copas de los árboles del parque y la perrera. En el centro de la estancia había un escritorio redondo de acero escariado y latón de color cerveza. El ayudante de Robinson, Macalister, estaba de pie, junto a él.

—Vaya, vaya —dijo Koster—. Qué sorpresa.

—El señor Robinson lo está esperando.

—¿Sí? Claro que sí. Lo sabía.

Macalister observó la bolsa blanca que Koster llevaba en la mano con una media sonrisa en los labios. Miraba tan intensamente que parecía un búho.

Koster hizo un ademán imperioso con el brazo derecho y Macalister se volvió en silencio y los precedió por la escalera de piedra.

El despacho de Robinson se hallaba al final del pasillo. Macalister se detuvo un momento para cachearlos, pasándoles cuidadosamente las manos por el cuerpo, deteniéndose especialmente en la bolsa de plástico blanca. Cuando se aseguró de que iban desarmados llamó a la puerta una vez antes de abrirla. Nick estaba sentado detrás del escritorio. En cuanto vio a Koster y Sajan se puso en pie de un brinco.

—¡Joseph! —exclamó. Atravesó la amplia estancia con dos grandes pasos para abrazarlos.

Koster trató de desasirse pero se sentía empequeñecido entre los brazos de Nick.

—Y Savita —continuó Robinson, echándose hacia atrás—. Tienes buen aspecto. Me alegro mucho de veros.

—¿Ah, sí? —intervino Koster.

Robinson ignoró aquella pregunta.

—¿Os apetece un café? ¿Expreso? ¿Té? —Miró a Sajan y luego a Koster.

—No, gracias. Ni zumo de frutas, ni yogur ni higos verdes.

—¿Cómo dices? —Robinson señaló dos sillas—. ¿Queréis sentaros entonces? —dijo. Recorrió de nuevo el borde del escritorio.

Sajan se dispuso a sentarse pero Koster se quedó al lado de la puerta.

—Lo que tengo que decirte te lo diré solo a ti. —Miró intencionadamente a Macalister.

Robinson exhaló un suspiro, miró a su ayudante y asintió.

—Como quieras. Robert no se ofende, ¿verdad, Robert? —Se sentó ante el escritorio.

—Ni lo más mínimo. —Macalister enarcó una ceja negra; era tan negra sobre aquellos glaciales ojos azules que resultaba escalofriante. A continuación se dio la vuelta y salió por la puerta.

Cuando estuvieron a solas, Koster se acercó al escritorio de Robinson. Pero no tomó asiento.

—¿Desde cuándo lo sabes? —indagó.

—¿Saber el qué, Joseph?

—Lo de la máquina de Dios, Nick. Lo del mapa de Franklin. No se trataba del evangelio de Judas, ¿verdad? Querías el esquema de El Minya. El evangelio no era más que el queso de la ratonera.

—Eso no es cierto. Claro que me importa el evangelio de Judas. Si es tan antiguo como parece, es posible que...

—Cállate, Nick.

—¿Qué has dicho? —Robinson se irguió. La sonrisa pareció congelarse en su rostro.

—He dicho «Cállate». —A continuación se interrumpió—. No, no lo he hecho. He dicho «Cállate, Nick».

—¿Se puede saber qué te pasa, Joseph?

—Creía que éramos amigos. Creía que estábamos en el mismo bando, en el mismo equipo. ¿Por qué no has sido sincero conmigo?

—Me parece que ya conoces la respuesta.

—No confías en mí, ¿verdad? ¿Es eso? Ni siquiera después de tantos años. —Koster cogió la bolsa de plástico que estaba a sus pies y la depositó con mucho cuidado encima del escritorio.

—¿Qué es eso?

—El diario de Franklin. No lo quiero. Quédatelo. Ya no quiero formar parte de esta búsqueda.

Robinson apartó la bolsa de plástico a un lado.

—No es cuestión de confianza, Joseph. No se trata de ti y de mí. Se trata de algo mucho más grande y muchísimo más importante. Esto incumbe a toda la humanidad. La verdad —añadió— es que no quería que te hicieran daño.

—Admítelo, Nick. Lo sabías desde el principio. Lo de la máquina de Dios. Lo del mapa de Franklin. Y dijiste que los esquemas eran... ¿Cómo era? Curiosidades masónicas. —Koster se rió.

—Sí, lo sabía. ¿Te sientes mejor ahora?

—Es un principio. —Koster se sentó al fin. Se inclinó hacia delante y prosiguió—: Deberías habérmelo dicho, Nick. Tu papel en la masonería. El señor trigésimo tercer grado y todas esas cosas. Tu relación con Savita. Sí, lo sé. Y tu amiga, la condesa Irene. La GLF. Lo sé todo sobre eso.

Robinson se volvió hacia Sajan.

—Pues sí que nos hemos puesto personales.

Koster se irguió de un brinco y se inclinó sobre el escritorio de Robinson.

—Ten cuidado, Nick.

Robinson sonrió y se reclinó en la silla.

—¿O qué? No te pega hacerte el duro, Joseph. No eres convincente, la verdad.

—O nunca conseguirás el último fragmento del mapa.

Robinson se puso rígido.

—¿Había un fragmento de Edison?

—Un esquema de Tesla —dijo Sajan.

Era la primera vez que intervenía desde que habían entrado en la habitación y Koster se sintió reconfortado por sus palabras. Al fin había dicho algo. ¡Y en su defensa!

—Sí, el esquema de Tesla. Y la carta de Von Neumann a Turing sobre Boole —añadió—. Tus sicarios la robaron, ¿verdad? Pero los caballeros se la llevaron. Savita dijo que le habías asegurado que no sabías nada de eso. ¿Por qué negaste que lo supieras? ¿Por qué mentiste?

Robinson miró a Sajan.

—Yo... tenía mis razones.

—¿Qué razones?

—Joseph, ¿estás seguro de que quieres saber lo que está en juego realmente?

—Déjate de juegos, Nick.

—No he hablado más en serio en toda mi vida. —Robinson se levantó, se abotonó la chaqueta de cachemira gris y se puso la corbata recta—. No. No puedo decírtelo, Joseph. Lo siento.

Koster rodeó rápidamente el escritorio con un movimiento fluido y agarró la pechera de la camisa de Robinson, que se balanceó un instante de puntillas y se derrumbó de nuevo en la silla.

—¿Por qué cojones no?

Nick contempló los dedos que le asían la camisa.

—Pero si quieres —continuó con una sonrisa de Buda— puedo enseñártelo.

Nueva York

Bajaron en el ascensor privado hasta el garaje del sótano y subieron a un Suburban de color beis, desvencijado y salpicado de barro, con las ventanas tintadas y restos de adhesivos en la puerta del maletero. Macalister se puso al volante. Nick ocupó el asiento del copiloto y Koster y Sajan se sentaron en el asiento de atrás.

Se dirigieron al oeste por la calle Catorce y doblaron hacia el norte en la Octava avenida. Cuando se aseguró de que no los estaban siguiendo, Robinson se dio la vuelta en el asiento.

—Por vuestra propia protección —dijo, sacando un par de antifaces de dormir negros.

Se puso de rodillas y le puso uno a Sajan y el otro a Koster. Pero no tenía importancia. Continuaron dirigiéndose hacia el norte todo el tiempo, a excepción de algunas bifurcaciones que sin duda tenían el fin de confundirlos, razonó Koster. Lo sabía por la temperatura del sol en la cara. Recorrieron noventa y ocho manzanas de aquella forma y cuando el coche se detuvo se encontraban en alguna parte de Harlem.

Robinson les quitó los antifaces. Estaban en un aparcamiento subterráneo; un garaje privado tan atestado de piezas de recambio, neumáticos y herramientas que apenas quedaba espacio para un vehículo. Un banco de trabajo ocupaba la mitad del espacio. Se apretaron contra el Suburban y subieron por unos escalones hasta la casa.

No, no era una casa, observó Koster. Era un templo. Había símbolos masónicos por toda la madera y los suelos. Pero estaba sucio, destartalado y polvoriento. Y desierto. No había ni un alma en ninguna parte. Había tablas sueltas tiradas por doquier. Observó un caballete de carpintero en una habitación. Sábanas blancas polvorientas cubrían misteriosos bultos. Había un gran agujero en la pared del salón. Los puntales asomaban como costillas rotas. El edificio parecía abandonado, como si no hubiese estado habitado desde hacía años. A excepción de los detectores de movimiento, observó Koster. Y las cámaras. En todos los rincones, prácticamente ocultas por trechos arrancados de papel de pared. Los detectores y las cámaras eran nuevos. De alta tecnología. E inmaculados.

Robinson y Macalister los guiaron a través de la mansión; atravesaron el vestíbulo y recorrieron el pasillo hasta la escalera, que se estremecía y temblaba bajo sus pies. A medio camino se había desprendido un fragmento de escalón; Koster vio el piso debajo de ellos, entre sus pies.

Nick dobló un recodo en lo alto de las escaleras. Enfilaron un largo y estrecho pasillo hasta un dormitorio. Aquella habitación también estaba en ruinas. En un rincón se había desmoronado el armazón metálico oxidado de una cama. Habían arrancado del suelo de un extremo a otro la polvorienta moqueta de color verde claro. Antaño había habido un cuadro de gran tamaño en la pared, pero lo único que quedaba era la forma de su recuerdo, el rectángulo de papel de pared verde con relieve que había protegido. El sol había blanqueado el resto, recalentándolo durante años.

—Por aquí —les indicó Robinson, al tiempo que entraba en el armario. Macalister y Sajan lo siguieron. Koster cerraba la retaguardia. Estaban apretados. El armario estaba oscuro. Robinson empujó el fondo, algo que Koster no acertaba a ver claramente. Se oyó un perceptible chasquido y los estantes del fondo del armario cedieron de improviso. La pared giró hacia un lado—. Seguidme —dijo Nick. Y a continuación se desvaneció.

Lo siguieron al pasadizo. Los ojos de Koster precisaron unos instantes para acostumbrarse a la penumbra. Entonces advirtió un tenue brillo en la base del pasillo. A sus pies. Algo fosforescente, se dijo. Entonces la puerta se cerró de golpe a sus espaldas con estruendo.

Koster dio un brinco.

Ahora estaban atrapados. Sajan y él se buscaron a tientas, alargando la mano en las tinieblas.

—No os alarméis —oyeron que decía Robinson. Al cabo de un momento se encendió una luz al fondo del pasillo. Se abrió otra puerta y Robinson volvió a desvanecerse. Desapareció de repente. Se movía como una pantera.

Koster miró más allá de Sajan, por encima de los hombros de Macalister, y vio un rayo de luz blanca que descendía desde el techo. Un foco que iluminaba una vitrina acristalada que semejaba una tarima o un podio. Dentro había un manuscrito. Entraron en la sala y entonces Koster se dio cuenta de que había docenas de vitrinas que formaban largas hileras, todas ellas alumbradas con focos brillantes. El resto de la estancia sin ventanas se hallaba sumida en la penumbra. Parecía un museo. O más bien un mausoleo, se dijo Koster. Un escalofrío le recorrió la columna.

—Tenía doce años cuando me hablaron del evangelio de Judas y el esquema de El Minya —dijo Robinson—. La máquina de Dios. No era más que un niño.

Koster se dirigió a la vitrina más cercana, que contenía una especie de códice, una versión del evangelio de Judas. De la Edad Media, pensó, con aquella efusiva escritura negra y aquellas letras coloridas, con la encuadernación en azules y hoja de pan de oro. Del siglo XIII.

—Vi un boceto rudimentario en un libro que pertenecía a mi padre —continuó Robinson—. Él también era un maestro masón. Y no lo olvidé nunca. —Titubeó un momento—. Igual que Franklin. —Koster veía su silueta pero no acertaba a distinguir sus facciones. Macalister se estaba moviendo entre las sombras, detrás de Nick—. Me atormentaba —confesó este—. Se me había quedado dentro. Y yo no dejaba de hacerme preguntas. Me preguntaba —dijo, adentrándose en la luz— por qué nos habrían transmitido un secreto como ese. A qué se debían esos misteriosos conocimientos. A lo largo de los siglos. De los milenios. Primero fue Abraham, que era contemporáneo de Judas. Judas le enseñó a dibujar el esquema mucho antes de que lo transcribiera. Y Da Vinci, que ocultó el fragmento detrás del retrato de Cecilia Gallerani, la amante del duque Sforza. ¿Para quién lo escondió? Y después Benjamin Franklin. Y Nikola Tesla. Y podría añadir que todos hombres del oficio. Todos ellos eslabones de la cadena. ¿Para quién? —repitió. Luego sonrió—. Lo escondieron para nosotros.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Koster—. ¿Y por qué nos has traído?

—Tómate un minuto. Mira a tu alrededor —le aconsejó Robinson. Hizo un ademán con el brazo—. He tardado treinta y dos años en amasar esta colección.

Koster fue de una tarima a la siguiente. Cada una de ellas contenía un códice distinto, versiones diferentes de la misma cosa: el evangelio de Judas. No, comprendió Koster. También había otros evangelios, como el libro secreto de Jacobo. Aquí, las Epifanías. Y allá, el evangelio de María.

—Puede que algunos me consideren obsesivo —admitió Robinson, y soltó una carcajada—. Pero cuando me propongo encontrar una obra...

Todos eran gnósticos, observó Koster, y algunos notablemente antiguos. Entonces lo vio. En la última fila del todo.

—Suelo encontrarla.

Koster puso las manos sobre el cristal, con el aire atrapado en los pulmones. El evangelio de Tomás. El manuscrito que había estado buscando en Francia hacía quince años. El que había buscado excavando con las manos desnudas debajo de la catedral de Chartres. La causa por la que Mariane había muerto. No podía creerlo. Alzó la vista.

Nick Robinson estaba mirándolo atentamente.

—Como puedes ver —concluyó con aire triunfante.

Sajan fue corriendo al lado de Koster, lo apartó y observó la vitrina.

—Sí que lo tenías —susurró. Y emitió una débil carcajada que cortaba como una esquirla de cristal—. Me mentiste, Nick. Me dijiste que no lo habías recibido. Por eso la condesa y tú... —Sacudió la cabeza—. Le prometiste a la condesa que lo publicarías, que revelarías la verdad al mundo. Pero no tenías intención de hacerlo, ¿verdad, Nick? Le mentiste. Lo escondiste. En esta tumba.

—No podía permitirme una confrontación con la Iglesia en aquel momento. Y sabía que, mientras tuviera el evangelio de Tomás, la Iglesia me dejaría seguir buscando tranquilamente el esquema de El Minya, el mapa y la máquina de Dios. Al igual que Franklin cuando lo atacó un desconocido en Londres, tal como reconocía en el diario. Sé lo que le prometí a Irene —dijo Nick—. Y lo dije en serio. Pero no era el momento adecuado. Entonces no. Y tampoco era tu momento.

—¿Mi momento?

Nick se rió.

—Todos nos hemos visto atraídos hasta aquí por una razón —dijo Robinson—. Todo esto tenía que pasar.

—Yo no soy hindú —repuso Sajan—. ¿O es que todavía te repele mi color? No hay nada predestinado, Nick.

—Entonces ¿cómo explicas el mapa de Franklin? ¿Acaso escogió Abraham? ¿O Da Vinci?

Sajan titubeó.

Robinson empezó a describir un círculo alrededor de la estancia, entrando y saliendo de los focos.

—Todas estas piezas, estos fragmentos —dijo—, forman parte de un puzle de dos mil años de antigüedad. Algunos están en griego. Otros en hebreo misnaico y en arameo. Y buena parte de ellos son mucho más antiguos que el Nussberger-Tchacos. Le he dedicado prácticamente toda mi vida, pero la colección está casi completa. —Se interrumpió al final de la fila y miró la tarima que tenía delante. Estaba vacía—. Solo me queda un códice. Solo falta uno.

—El evangelio de Judas de Franklin —dijo Koster.

Nick asintió.

—Faltaba hasta que descubrieron el diario en Filadelfia. Entonces tú, Joseph, viniste al rescate. Sabía que lo harías. Y también Savita. Los dos amigos más viejos y queridos que tengo en el mundo.

—Déjate de rollos, Nick. Nos has utilizado.

—Es posible. Pero tú también me has utilizado a lo largo de los años. Una mano lava a la otra. Eso no significa que no te quiera. ¿Quién te ha cuidado, Joseph? ¿Quién se ha ocupado de ti toda la vida? Yo te encontré un empleo cuando lo necesitabas. Te he levantado siempre que te has caído...

—Dime una cosa, Nick. ¿Lo sabías incluso entonces? —lo interrumpió Sajan.

—¿De qué estás hablando?

—Cuando nos conociste. La india inteligente a la que le interesaban las historias bíblicas; una cristiana devota que curiosamente tenía el título de ingeniería eléctrica... antes de que la convirtieras en otra gnóstica masona. Y Joseph, con sus habilidades matemáticas, obstinado y perspicaz, de confianza. ¿Pensabas en nosotros incluso entonces?

Robinson sonrió.

—Os admiraba. Creía que los dos teníais un cerebro interesante. Y sí, lo reconozco. Incluso entonces sabía que era probable que esto sucediera algún día. Que formaríais parte de esta búsqueda. Creía que era, bueno... inevitable. ¿Por qué si no te habías interpuesto en mi camino?

—¿Tu camino? Me pediste que te hiciera un favor —protestó Koster—. ¿No te acuerdas? Me pediste que te ayudara.

—Lo has hecho —dijo abruptamente Sajan.

Koster advirtió que le temblaba la voz.

—¿El qué? ¿Qué es lo que ha hecho? —quiso saber Koster.

Robinson se dirigió al fondo de la cámara. Debió de tirar de una palanca o apretar un botón oculto porque la pared se abrió de repente y apareció una puerta. Robinson les indicó que se adelantaran y atravesó la abertura. Macalister fue tras él.

—¿Qué es lo que ha hecho? —repitió Koster.

Pero nadie le contestó.

Siguieron a Robinson y Macalister a través de varios trechos de una escalera sinuosa y empinada. Cuando llegaron al sótano, Robinson titubeó un momento delante de una puerta de acero, esperando a que Koster y Sajan se acercaran. Luego miró a la cámara que sobresalía del muro. Hizo un gesto y la puerta de acero se abrió, revelando un pasillo largo y estrecho.

—Prepárate, Joseph —dijo, al tiempo que daba un paso hacia delante—. No se conoce a Dios todos los días.

Nueva York

La puerta del extremo del pasillo daba paso a una antecámara acristalada que dominaba una estancia esterilizada mucho más espaciosa debajo. Unos hombres ataviados con monos blancos se afanaban de un lado a otro, ocupándose de diversas máquinas. Al fondo de la sala había un pequeño banco de ordenadores brillantes, conectado a una especie de emparrada eléctrica, semejante a un arco o una puerta. Encima de esta había unos artilugios similares a campanas hechas de cristal verde esmeralda, cada una de las cuales estaba conectada mediante un alambre a una maraña de cables que se desplegaban por el suelo. Un hombre que llevaba una carpeta se volvió hacia la antecámara. Era difícil distinguir sus rasgos a través de la máscara. Robinson lo saludó y el hombre del traje esterilizado le devolvió el saludo.

—A veces, cuando estoy en esta habitación —les confió Robinson—, me siento como si tuviera en la mano la cuerda de la cometa de Ben Franklin. Como si la sostuviera. —Sonrió—. Podéis sentirla —dijo—. Elevándose a través de las nubes. La marca de cada uno. Cada círculo, triángulo y cuadrado. Desde Abraham hasta Da Vinci y luego Franklin. —Se dio la vuelta y miró a Sajan—. Lo único que me hace falta es el esquema de Tesla para completar el chip fi y crear la armonía. —Alargó la mano—. Y no tenemos mucho tiempo. Michael Rose ya ha construido una máquina de Dios.

Sajan se echó un paso hacia atrás.

—Michael Rose... ¿El predicador evangelista? ¿Qué tiene que ver con esto? Eso es imposible. ¿Y tú cómo lo sabes?

—¿Qué crees que le pasó al arzobispo Lacey?

Sajan meneó la cabeza.

—Estás jugando conmigo, Nick. No sé de qué estás hablando. Estás intentando confundirme.

—El esquema de Tesla. —Robinson miró a Koster—. ¿Dónde está?

—Me parece que es hora de irnos. ¿No te parece? —le dijo Koster a Savita.

—No vais a ir a ninguna parte.

—¿Qué es lo que has dicho? —Koster se adelantó un paso hacia Robinson.

Macalister se acercó desde un lado.

—¿Quieres decir que vas a retenernos aquí a la fuerza? ¿Contra nuestra voluntad? —añadió Koster, y miró a Sajan. Ella estaba contemplando la habitación esterilizada de debajo.

Al fin había pronunciado aquellas palabras. Pero ahora que había acabado, ahora que al fin lo había hecho, de alguna manera aquella frase parecía insincera y falsa. Y ella ni siquiera estaba prestándole atención.

—Ya hemos visto lo que querías enseñarnos, Nick —continuó Koster—. La has construido. La máquina de Dios. Enhorabuena. Lo has conseguido. —Sonrió tensamente—. Pero la máquina de Dios no puede funcionar. No sin el esquema de Tesla.

—¿Qué es lo que quieres, Joseph?

Koster se dirigió a la ventana que dominaba la habitación esterilizada. Observó los movimientos de los técnicos que realizaban sus tareas. Luego aspiró una honda bocanada de aire y dijo:

—No quiero nada de ti, Nick. Nunca más. —Se dio la vuelta despacio, enfrentándose por fin a Robinson—. ¿Me has oído? Solo quiero librarme de ti. Es lo que queremos los dos. Vámonos.

El rostro de Robinson se nubló. Le hizo una seña a Macalister.

—Regístralo —le ordenó.

—Ya lo he hecho. No está armado —repuso Macalister.

—Pues vuelve a registrarlo.

Macalister empezó a cachearlo. Le quitó la cartera y las llaves, algunas monedas y el fajo de impresiones, que arrojó sobre una mesa cercana.

Robinson cogió las impresiones y las separó con sus uñas bien cuidadas. Había seis. Y todas eran prácticamente idénticas.

—¿Cuál es? —le preguntó a Koster.

Este sonrió.

—¿Tenemos un trato, Nick?

—¿Acaso crees que los caballeros de Malta dejarán que te marches por las buenas? Le han puesto precio a tu cabeza. Hay órdenes de busca y captura...

—Eso es lo que les pasa a los mentirosos —lo interrumpió Koster—. Con el tiempo dejas de creer lo que te cuentan. Ya sabemos que nos están vigilando, Nick. Pero eso es todo. De lo contrario nos habrían detenido en el aeropuerto Kennedy.

—Vuestro estatus ha cambiado. Os han... ascendido.

—Dime una cosa, ¿quieres? Para mi edificación personal. ¿Fuiste tú el responsable de que me retirasen de aquel proyecto de Newark? ¿En McKenzie y Voight?

—Necesitabas un descanso, Joseph.

—Eso pensaba yo. Y el encargo del condominio. Hace años, antes de que fuese a Francia. Antes de que te dijera «sí» a lo del libro y la búsqueda del evangelio de Tomás y de que Mariane muriese.

Robinson le alargó las impresiones.

—¿Cuál es? —insistió—. ¿Cuál de ellas contiene el último fragmento del mapa? Es la última, ¿verdad?

—Contéstame, Nick.

—Sí —respondió este. La palabra descendió hasta el suelo como una hoja—. Y volvería a hacerlo. Todo. —Robinson dio un paso hacia delante—. No tienes ni idea de los sacrificios que he hecho. He renunciado a cosas que amaba... —Se volvió hacia Sajan y titubeó un instante—. Que sigo amando, porque he tenido que hacerlo. Porque mis sentimientos personales eran insignificantes en el gran designio de las cosas. Se interponían en el camino de la búsqueda.

—En el gran designio de las cosas —repitió Koster—. Pues yo no vivo en el gran designio de las cosas. Vivo en el pequeño designio de Koster. Y resulta que en mi mundo, aunque te parezca extraño, el amor está en el primer puesto de la lista.

Robinson se rió. Hizo un ademán hacia la sala esterilizada de abajo.

—¿Dejarías pasar la ocasión de resolver la mayor conjetura del mundo? ¿La prueba definitiva? Yo creo que no. —Meneó la cabeza lentamente—. Joseph Koster no. Nos han transmitido una línea de conocimientos. Desde hace más de dos mil años, la máquina de Dios ha estado acechando en la mente de los grandes hombres. Cada uno de ellos ha añadido un fragmento, uno detrás de otro. Ahora se ha completado la línea. ¿Es que no te das cuenta? Dios quiere que la construyamos. Quiere que abramos esa puerta y hablemos con él. Nos ha dado los planos.

—Esto no está bien —intervino Sajan—. No está bien. No puedes hacer eso, Nick. No se lo des, Joseph.

—Es tu destino, Joseph —continuó Robinson—. Dios te ha otorgado esas habilidades matemáticas, hasta el síndrome de Asperger, por una razón. Te ha escogido para que sigas esta búsqueda. Es tu destino.

Koster meneó la cabeza.

—Para ti las personas no son personas, ¿verdad, Nick? No son más que piezas de ajedrez, cosas que puedes mover sobre el tablero, esperando el momento oportuno, hasta que puedes aprovecharte de sus habilidades naturales. En el gran designio de las cosas —añadió con una carcajada—. Debería haberlo sabido.

Miró las impresiones que sostenía Robinson y señaló una de ellas.

—Es esa, Nick. Saluda a Dios de mi parte.

Koster se volvió hacia la puerta. Macalister le bloqueó el paso un momento. Koster esperó. El tiempo se detuvo. Entonces Robinson hizo un asentimiento y Macalister se apartó.

Koster alargó la mano hacia la de Sajan.

—Robert —dijo Robinson—. No te olvides de bajar la ventanilla de Joseph cuando volváis al centro. Será la última bocanada de aire fresco que disfrutará hasta que llegue a la bahía de Guantánamo.

Nueva York

En el Suburban salpicado de barro reinaba un silencio escalofriante mientras se dirigían al sur, atravesando el Upper West Side. Koster y Sajan estaban reclinados en el asiento trasero, con aquellos estúpidos antifaces para dormir en la cara. En un momento dado Koster sintió que el coche se desviaba hacia la derecha. Giró y seguidamente se enderezó, y supuso que ahora iban al oeste, en dirección al río.

¿Qué tendrá planeado Macalister para nosotros?, se preguntó Koster. Sería muy sencillo detenerse en el arcén, cerca de un muelle o de un malecón, pegarles un par de tiros y arrojarlos a las turbias profundidades del Hudson como si fueran basura.

El Suburban se detuvo. Koster esperó.

Pero Macalister no se apeó del asiento. Se quedó sentado sin moverse, con el motor en punto muerto. Finalmente Koster no pudo soportarlo más, se inclinó hacia delante y dijo:

—No me guardarás rencor, Macalister, ¿verdad? Por lo de antes. Cuando te pedí que salieras del despacho de Nick. ¿Verdad?

Macalister guardaba silencio. Koster exhaló un suspiro.

—¿Es el tráfico? ¿Eso es lo que pasa?

Macalister habló por fin.

—Mi familia ha servido a los Robinson desde hace tres generaciones. Lo llevamos en la sangre. Son un clan honorable, digno de elogio y devoción. —Hizo una pausa—. Y el amo Nick siempre ha sido un buen amigo tuyo. Desde que erais niños. Aunque yo nunca lo he entendido. Me parece que le das lástima, a juzgar por cómo te protege. Como si fuera un hermano mayor y más fuerte. Pero tú... —Parecía que las palabras se le habían atascado en la garganta, como si estuvieran recubiertas de cardos—. No sabes lo que significa la lealtad. Has dilapidado su confianza y su amistad. Aparece una ramera y todo se va al infierno.

—Mira, Macalister —dijo Koster, llevándose la mano hacia la venda.

—Si te la quitas te mato.

Koster titubeó antes de bajar los brazos.

—Debería mataros a los dos de todas formas. Por haberle roto el corazón. Aquí mismo, con mis propias manos. Pero él me ha ordenado que no lo haga. Yo lo veía venir, pero él no quiso creerme. No podía hacerlo. Confiaba en ti.

Koster no contestó. ¿De qué habría servido?

Macalister les quitó las vendas.

—Debería mataros —dijo—, pero no lo haré. Me educaron para que fuera un hombre de palabra, no como otros —añadió con tono sombrío.

El Suburban se puso en marcha. Ascendieron por una rampa y se deslizaron hacia el sur por la avenida, siguiendo el curso del río. Al cabo de treinta minutos se hallaban de nuevo en el corazón del Village.

Macalister los dejó en Union Square. Aparcó y se apearon. No dijo una sola palabra. Ni siquiera los miró mientras se incorporaba de nuevo al tráfico.

Se dirigieron al centro a pie. Parecía que nadie los estaba siguiendo; Sajan lo comprobó varias veces. Pasaron ante el edificio de Koster, entre Broadway y University, y después dieron la vuelta, entrando furtivamente en el vestíbulo en el último momento.

—Hay que detenerlo —dijo Sajan en cuanto entraron en el ascensor. Eran las primeras palabras que había dicho desde que abandonaran el templo de Harlem.

Koster no contestó y esperó hasta que se encontraron a solas en el loft. El ascensor se perdió de vista en dirección al vestíbulo. Koster siguió la luz con la mirada a través de la ventanilla de plexiglás de la puerta mientras desaparecía y buscó el interruptor a tientas.

—¿Lo sabías? —preguntó al fin, mientras se encendían las luces del techo.

Savita se dirigió a la cocina.

—¿Si sabía qué? —replicó. Sacó una botella de agua con gas del frigorífico.

Koster no contestó. La siguió hasta la cocina y se sentó en la encimera. Disfrutaba observándola, sobre todo cuando hacía cosas tan triviales. El giro de una muñeca. El contoneo de las caderas. El fruncimiento de los labios cuando estaba concentrada en algo.

—Siempre había sospechado que tenía el evangelio de Tomás —dijo Sajan, mientras ponía hielo en el vaso, que bulló y siseó—. Si te refieres a eso. —A continuación se dio la vuelta para mirarlo—. Irene me dijo que se lo había mandado, pero Nick estaba empeñado en negarlo. Ella quería que publicase las logoi y Nick le prometió que lo haría. —Bebió un sorbo del vaso—. Al principio la condesa se negó a aceptarlo. La logia emitió una protesta. Se montó un buen escándalo. Pero después de la muerte de Jean-Claude... y de Maurice... Me parece que sus muertes la afectaron más que a mí. ¿Está mal que lo reconozca?

Koster meneó la cabeza pero no dijo nada.

—Sea como fuere, creí a Nick cuando me dijo que quería encontrar el evangelio de Judas. Supongo que quería creerlo. Pero cuando vi el mapa de Franklin, todos los fragmentos... lo supe. No quería el evangelio de Judas, sino el esquema de El Minya. No podemos permitir que construya la máquina de Dios. No podemos, Joseph.

—Yo tengo el último fragmento —dijo Koster—. Y solo tú y yo sabemos que existe.

—¿Te refieres al que dibujé yo? ¿Dónde está?

Koster se dio un golpecito en la sien.

—A buen recaudo.

—¿Lo recuerdas? Pero si había docenas de componentes extra. ¿Cómo es posible que lo recuerdes?

—No me preguntes cómo, pero así es.

Sajan se cruzó de brazos.

—Además —continuó ella—, ni siquiera sabes si ese dibujo significa algo. Yo no soy Franklin, ni Tesla. ¡Ni Da Vinci, por el amor de Dios!

—No, no lo eres. Eres Savita Sajan. Gnóstica y masona, y la elección más lógica al final de una larga línea de conocimientos. Por no decir la mujer que amo.

Ella bebió otro sorbo de agua con gas. Su rostro era impasible. Luego se inclinó hacia delante y dijo:

—¿Decías en serio lo de antes? ¿Lo de que estaba en el primer puesto de la lista?

—Sí. Me importa un comino el evangelio de Judas. Y la máquina de Dios. Si eso significa perderte a ti.

Ella escrutó sus ojos y asintió.

—Bien. Ven conmigo. —Dejó la copa en la encimera y salió al pasillo; a continuación entró en el dormitorio, fue al armario y volvió con una maleta.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Koster.

Ella arrojó la maleta encima de la cama.

—Quiero que cojas el autobús de Teterboro. Allí te reunirás con Ravindra. Le daré instrucciones para que te lleve a Belice. Tengo dinero escondido por todo el mundo. Podremos estar juntos —dijo—. Tú y yo. A salvo, Joseph. —Abrió la cómoda y empezó a sacar ropa.

—¿Y tú? —quiso saber Koster.

—Yo me reuniré contigo en el cayo Ambergris dentro de un par de días.

—¿Dentro de un par de días? ¿Quieres que me vaya? —Koster le asió firmemente la muñeca.

—Suéltame.

—Si quieres que me vaya, Savita, dímelo. Ya soy mayorcito. Puedo soportarlo.

—Ay, Dios, Joseph. —Suspiró y se desasió—. Qué tonto eres. ¿Por eso les has dicho todas esas cosas?

—¿Qué cosas?

—Al pobre Nick.

—¿El pobre Nick? Ahora empiezas a parecerte a Macalister.

Sajan se apartó de la cama y se dirigió la ventana. Miró la callejuela de abajo. Alguien había plantado una palmera en una franja de luz.

—No soy una de esas chicas a las que les gusta que los hombres se peleen por ellas. Por lo menos en la vida real... Bueno, eso no es del todo cierto. Después de todo soy gnóstica, no santa. —Meneó la cabeza—. ¿Me estás poniendo a prueba? ¿Qué tal lo he hecho, Joseph? ¿Ya estás convencido?

—¿De qué estás hablando?

—¿O pensabas que tenías que vencer a Nick para convertirte en él? A lo mejor lo disfrutaste, sencillamente.

—Nick se lo merecía. Nos ha mentido desde el principio. Ya lo oíste. Lo admitió. Nos ha estado utilizando.

—Tienes mucho que aprender sobre el amor, Joseph. —Sajan lo fulminó con la mirada—. Nick solo está haciendo lo que cree que es correcto. Igual que todos. Todos somos prisioneros de nuestras convicciones.

—Ah, ya lo entiendo. El fin justifica los medios, ¿no es eso? Seré un remilgado, pero no estoy a favor del secuestro. Ni del asesinato. Tenemos suerte de haber salido de ese sitio. Si no le hubiera dado el esquema de Tesla... ¡Ah, olvídalo! —Se metió en el armario y volvió con la maleta de ella. La arrojó encima de la cama—. Recoge tus cosas. Nos vamos. Los dos.

—Es demasiado tarde para eso. Por lo menos para mí. Aún me quedan cosas por hacer...

—O haces la maleta o te meto dentro de ella —gruñó Koster. Y lo dijo en serio.

Cuando acabaron de hacer las maletas las arrastraron hasta la puerta del loft. Koster llamó al ascensor.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Sajan.

—No lo sé. Lejos de aquí. Belice suena bien. Tengo un amigo en Ann Arbor. Y otro en Moscú. Tengo amigos por todo el mundo.

—Tú... tienes amigos... por todo el mundo.

—¿Por qué pareces tan incrédula?

—¿Cuándo fue la última vez que los viste?

—Los veo una vez a la semana por Skype.

—No. Quiero decir en persona.

—Bueno —repuso Koster. El ascensor ascendió quejumbrosamente por el hueco. La rendija se iluminó—. La verdad es que nunca los he conocido... en persona. Son de mi club de matemáticas. Pero es posible que ahora eso sea una auténtica ventaja.

Entonces se oyó el estruendo de cristales rotos. Koster se volvió a tiempo de ver a tres hombres con casco atravesando las ventanas y rodando por el suelo.

Una bomba de humo estalló a sus pies. Koster aferró la mano de Sajan. La puerta del ascensor se abrió al fin. Koster saltó hacia delante... y se detuvo.

El ascensor. Estaba ocupado. Repleto de policías.

Nueva York

Algunas personas se jactan de mostrarse valientes frente al enemigo cuando hacen frente a obstáculos insuperables. Otros relatan ataques desesperados o fugas emocionantes. Pero son pocos los que han tenido el gusto de sostenerles la mirada a los agentes de policía neoyorquinos cuando les han dicho que arresten a otra célula terrorista. En la mente de los neoyorquinos no hay muchos recuerdos grabados a fuego con tanto horror como el del 11 de septiembre. Sobre todo en la de los neoyorquinos uniformados.

A Koster le vino todo esto a la mente mientras lo arrojaban al suelo del loft, le apretaban la cara contra los azulejos y le retorcían los brazos detrás de la espalda. Apenas podía ver. El aire estaba cargado de humo y le quemaban los ojos. Luego lo esposaron y lo pusieron violentamente en pie. Tosió mientras lo registraban en busca de armas. Estaba a punto de vomitar.

A pocos metros de distancia, vio a través de las cortinas que estaban arrastrando a Sajan. Se la llevaban al fondo del loft. En dirección a los dormitorios.

—Oigan, esperen un momento... —protestó Koster. Las palabras apenas habían salido de sus labios cuando sintió un impacto en los riñones que le arrancó el aire del pecho. Koster se dobló por la cintura y empezaba a desplomarse cuando en el último momento alguien lo sostuvo y le dio la vuelta.

Se trataba de un hombre fornido de ojos verdes con un mechón de cabello negro saliendo de debajo del casco y la máscara antigás. Un sargento, observó Koster. Y empuñaba una porra.

—¿Adónde se la llevan? —quiso saber Koster.

—No ha aprendido la lección, ¿verdad? —contestó el sargento, y sin previo aviso le asestó un golpe con todas sus fuerzas en la boca del estómago con la punta de la porra.

Koster se dobló por la cintura y sufrió una arcada, pero apenas brotó de sus labios un hilillo de saliva. Escupió y volvió la cabeza. El humo estaba empezando a despejarse y observó que algunos hombres se habían arracimado alrededor del ordenador. Uno de ellos se había sentado ante el escritorio y estaba tecleando.

—Queda arrestado —anunció el sargento.

—¿De qué se me acusa? —Mientras se incorporaba, resollando, Koster se dio cuenta de que las esposas le impedían protegerse con los codos. El estómago y el esternón quedaban completamente vulnerables. No vio a Sajan por ninguna parte.

—De violar el Acta de Patriotismo.20

—Estará de broma, ¿no?

—Tiene derecho a guardar silencio. Tiene derecho a un abogado... —El sargento lo golpeaba con la punta de la porra cada vez que terminaba una frase. Otro policía salió de entre el humo.

—Sargento, lo llaman ahí detrás —empezó.

El sargento alzó la vista.

—¿Quién lo dice? —le espetó.

El visor y la máscara antigás del hombre hacían que fuera imposible verle la cara.

—Agente especial Webster. Agencia de Seguridad Nacional. Mire, sargento, su capitán está muy cabreado por algo. Yo solo le estoy pasando el mensaje. Si quiere me llevo al prisionero.

El grueso sargento entrecerró los ojos y le hizo una seña a otro policía.

—Oye, Peterson —vociferó—. Llévate a este tío al vestíbulo.

Webster se encogió de hombros. Peterson se acercó y los dos escoltaron a Koster hasta el ascensor. El humo había impregnado el hueco y el estrecho espacio apestaba a productos químicos. Koster apenas podía moverse, apretado entre los dos corpulentos policías.

—Oye, Peterson —dijo Webster mientras se cerraba la puerta.

—¿Oye, qué?

—¿Habías visto uno de estos?

Peterson bajó la mirada. El agente especial Webster sostenía algo en la mano; Koster no podía ver de qué se trataba. Entonces se oyó una pequeña detonación.

La cabeza de Peterson salió despedida contra la pared del ascensor. Le salían dos cables rojos del cuello. El agente se retorció, estremeciéndose como un pez fuera del agua, antes de derrumbarse. Cuando cayó, los cables rojos se tensaron y Koster reparó al fin en la pistola eléctrica que Webster empuñaba con la mano derecha.

—¿Qué demonios...? —empezó.

Webster lo golpeó de improviso en la tráquea con el canto de la mano. Koster se quedó sin aliento y se dobló hacia delante. Webster lo arrojó contra la puerta del ascensor y sonó un fuerte crac cuando su cara chocó contra el panel. Luego no hubo nada más que dolor.

Cuando Koster abrió al fin los ojos, Webster estaba girando una llave en un panel cercano. Allí mismo. Al lado de la cara de Koster, que lo veía todo como si se encontrara al final de un largo túnel. Emborronado por las lágrimas. Alzó la vista. Apenas acertaba a distinguir la cuenta de los pisos que descendían en la pantalla digital. Tres. Dos. Uno. Pero el ascensor siguió bajando. No se detuvo en el vestíbulo.

Koster trató de levantarse. Apoyó un hombro en la pared, pero Webster lo empujó y cayó de nuevo al suelo. Después el ascensor se detuvo y la puerta se abrió.

Sintió que lo levantaban por el cuello de la camisa. El agente especial Webster lo arrojó a través de la puerta como si fuera una bolsa de ropa sucia. Entonces Koster se percató de que estaban en el sótano. Y de que estaban solos.

Se arrastró a cuatro patas, devanándose los sesos. ¿Dónde estaba Sajan? ¿Le estarían haciendo daño? Trató desesperadamente de escapar. Pero el agente especial le dio alcance. Volvió a levantarlo por el cuello de la camisa y Koster se preparó para recibir otro violento puñetazo en los riñones. Pero no hubo ninguno. Webster estaba detrás de él sin moverse.

Al cabo de unos segundos Koster se giró.

La silueta del agente especial se recortaba contra la luz del ascensor. Con aquella armadura negra apenas parecía humano.

—Ahora estamos en paz —anunció Webster. Luego levantó las manos y se quitó la máscara antigás y el casco.

Era Macalister.

Nueva York

Sajan despertó en algo que parecía un sótano en construcción. Se sentía insegura y aturdida. Le dolía la cabeza. Y estaba atada a una silla.

Lo último que recordaba era que los policías la habían llevado a rastras al dormitorio del loft de Koster en el Village y le habían apretado un trapo contra la cara. Y entonces todo se había oscurecido. Pero estaba claro que aquello no era ninguna celda.

Volvió la cabeza y miró a su alrededor. Al fondo del sótano había una secadora y una lavadora de color pardusco; más púrpura que rojo. A un lado había varias hileras de sillas de plástico verde apiladas. Más allá de estas había una mesa de ping-pong plegada, unas cuantas cajas de cartón marrones y una librería medio pintada. A la izquierda había una escalera con escalones de madera de color beis y desde el techo oscilaban algunos casquillos de bombillas fluorescentes. Observó que una de ellas estaba estropeada; no dejaba de apagarse y encenderse constantemente, chisporroteando y siseando.

Sajan comprobó las ligaduras. Era inútil. Le habían atado las manos con una especie de cinta adhesiva. No había forma de liberarse.

Entonces oyó los pasos. El sonido procedía de las escaleras de la izquierda. Sajan se inclinó hacia delante para ver, forcejeando con sus ataduras.

En los escalones aparecieron un zapato y un tobillo, seguidos de una pantorrilla, otro zapato y el oscuro ribete de una falda o una túnica. Sajan sintió que el corazón se le detenía momentáneamente cuando ante sus ojos aparecieron las cuentas del rosario.

¡La monja de Carpenter’s Hall! Y detrás de ella estaba Michael Rose, el hijo del telepredicador.

La monja golpeaba el suelo de cemento con la punta del zapato como si estuviera comprobando el grosor del hielo de un pantano. A lo mejor creía que estaba mojado. Que todavía era conductor. Sajan se estremeció.

La hermana María se adelantó con una sonrisa en los labios.

—Está despierta —empezó—. La estábamos esperando.

Sajan tironeó de las ligaduras.

—¿Dónde estoy? Desátenme.

Michael Rose describió un círculo alrededor del perímetro del sótano. Se detuvo un instante junto a una caja de cartón cuadrada, se inclinó hacia delante y la arrastró por el suelo gris de cemento hacia Sajan. Al principio esta pensó que iba a sentarse, pero Rose extrajo de su chaqueta un pequeño dispositivo electrónico, una grabadora digital, y la depositó encima de la caja.

—¿Qué están haciendo? —dijo Sajan—. Suéltenme.

La monja se acercó un paso hacia ella. Levantó la mano con una terrible despreocupación y se quitó las cuentas del rosario.

—¡Espere! —exclamó Sajan, debatiéndose. Trató de echar la silla hacia atrás, pero parecía que estaba clavada al suelo—. He dicho que me suelten.

La monja balanceó las cuentas entre las manos. De pronto alargó la mano, asió el crucifijo y lo sostuvo entre los dedos. El cuerpo de Cristo se desprendió de la cruz, revelando la pequeña hoja de acero que había debajo.

—¿Dónde esconde Nick Robinson la máquina de Dios? —preguntó suavemente.

Sajan, petrificada, contempló la hoja, que relucía cuando la bombilla fluorescente parpadeaba en el techo. Encendiéndose y apagándose. Encendiéndose y apagándose. Emitiendo un siseo semejante al de una lámpara matainsectos.

—No lo sé —contestó—. Nos vendaron los ojos. Me parece que estaba en alguna parte del Upper West Side.

—¿Dónde? —La monja se acercó otro paso.

—Ya le he dicho que no lo sé. A lo mejor en Harlem.

—¿Está terminada? —Esta vez era Rose quien había hablado. Su voz parecía un tanto inestable, como si las palabras de la frase estuvieran a punto de saltar como una serie de cepos.

—Le faltaba el esquema de Tesla.

—¿Se refiere a esto? —La hermana María sacó una fotografía de los pliegues del hábito y la expuso a la luz.

Sajan contempló la fotografía. Parecía el esquema de Tesla, desde luego. Reconoció una batería de cuadrados en un lado y el patrón de líneas en el otro. Conectores.

—Supongo que sí —admitió—. ¿Dónde lo ha conseguido?

La monja tosió. Luego tosió otra vez, y otra, inclinando la cabeza hacia un lado.

Sajan se estremeció ante aquella tosca imitación. No quería ni imaginar lo que le habría pasado a Bettendorf, la conservadora de los laboratorios Edison.

—¿Es el último fragmento? —quiso saber Rose, desviándose bruscamente y mirándola con su rostro blanco y pastoso, los labios rojos y la cortinilla de cabello rubio.

Sajan titubeó.

—Sí, el esquema de Tesla. Desátenme. He dicho que me desaten. Suéltenme.

La sonrisa de la monja se ensanchó. Se adelantó otro paso hacia ella. Sus dedos jugueteaban con la hoja que tenía en la mano.

—Está mintiendo.

—He dicho que me suelten.

La hermana María le rodeó los estrechos hombros con el brazo como si fuera una serpiente. Blandió la hoja que salía de la columna cortada de Cristo al lado de su cara.

—El esquema de Tesla no es el último fragmento —añadió la monja.

Sajan se quedó petrificada.

—¿Qué es lo que ha dicho? ¿Por qué piensa eso?

Rose miró a Sajan.

—El mapa está incompleto. Los cuatro fragmentos no funcionan. Hay otro esquema. ¿Dónde está?

—Suéltenme —ordenó Sajan. Se le quebró la voz al final. Sintió que las lágrimas le quemaban los ojos mientras la siniestra verdad descendía sobre ella. Nick había dicho la verdad. Habían conseguido construir una máquina, igual que Robinson. Era como un mal sueño, una pesadilla. No parecía real—. Suéltenme, por favor, se lo suplico. ¡Por favor!

La hoja no dejaba de acercarse, y aunque Sajan se retorcía y se debatía violentamente, aunque intentaba con todas sus fuerzas soltarse, la monja le había apresado la cabeza con el brazo. No tenía escapatoria, excepto en el interminable abismo de su propio grito.

Nueva York

Al final fue Rose quien le entregó a Robinson la llave de la victoria. Esa fue la maravillosa ironía. Pero como había dicho Tsun Tzu en una ocasión: «El estratega victorioso solo libra una batalla después de haber obtenido la victoria». Y a Robinson no le gustaba perder.

Era demasiado tarde para la lealtad y las aguas revueltas de la amistad. Era demasiado tarde para el misterio de los números. Pero Robinson se dio cuenta de que había algo por lo que Koster estaba dispuesto a luchar, algo hermoso y puro. Y no se trataba de Sajan, por muy hermosa e inteligente que esta fuera, sino de la idea de Sajan. La idea de que el amor todavía era posible, incluso para alguien como él.

Llamaron a la puerta de la sala de conferencias. Robinson se puso en pie y se dio una palmada en el bolsillo. Al cabo de un momento la puerta se abrió. Allí tenía a Koster. Macalister estaba a su lado, sombrío y silencioso.

Robinson rodeó la mesa. Era una sala de conferencias pequeña y sin ventanas, en la que apenas había espacio para el escritorio y media docena de sillas. Pero estaba en las entrañas del templo de Harlem. Al otro lado de sesenta centímetros de cemento y acero.

—Entra, Joseph, por favor. ¿Cómo estás? —dijo—. ¿Te han herido en el rescate? Siéntate, por favor.

Koster fulminó a Macalister con la mirada.

—Nada grave —dijo—. Pero yo no lo llamaría un rescate. ¿De qué forma me has ayudado exactamente? No puedo esconderme en este sótano eternamente.

—No será necesario, créeme. Siempre que hagas lo que yo te diga. Hace mucho tiempo que somos amigos, Joseph. Mucho tiempo. No dejaré que nadie te haga daño.

—No empieces, Nick. No pienso ayudarte. —Koster tomó asiento en la cabecera de la mesa.

La sonrisa de Robinson se desvaneció. Al cabo de un instante retiró una silla y se sentó al lado de Koster. Se inclinó hacia él y dijo:

—¿Dónde está?

—¿Dónde está qué?

—No soy idiota, Joseph. El último fragmento. El último trozo del mapa. Y no me digas que se trata del esquema de Tesla.

—No sé de qué estás hablando.

—Cuando incorporé el fragmento que me diste, el del cuaderno de Edison, la máquina de Dios siguió sin funcionar.

—Vaya, qué raro. A lo mejor Dios no estaba en casa.

Robinson se puso rígido. Macalister dio un paso hacia delante.

—Tus tácticas de la Gestapo no me asustan —dijo Koster.

—Te sorprenderías —repuso Macalister.

Robinson meneó la cabeza.

—Preferiría que me ayudaras porque crees que estás haciendo lo correcto —le dijo a Koster—. No quiero lastimarte, Joseph —añadió—. Te quiero. Pero me has puesto en una tesitura muy delicada.

—¡Tu tesitura! —se rió Koster—. Preferiría ser la araña antes que la mosca cualquier día de la semana.

—¿Ah sí? Pero si eso es exactamente lo que estoy diciendo, Joseph. Durante demasiado tiempo te has conformado con ser la mosca. Atrapado en una tela de araña de autocompasión. «Ayúdame, ayúdame» —se burló, levantando las manos—. ¿Quién te animaba a que te levantaras, a que siguieras adelante? Estabas moribundo, Joseph. Eras un hombre hueco. Odiabas tu trabajo. No superabas la muerte de Mariane. Y ahora lo has hecho. Gracias a esta búsqueda. —Robinson se rió entre dientes—. Tómatelo con todas las reservas que quieras, amigo mío, pero estoy muy orgulloso de ti.

—Harías lo que fuera y dirías lo que fuera para echarle el guante a la máquina de Dios, ¿verdad? ¿Qué será lo siguiente? ¿La majestad de los números? ¿La conjetura más antigua del mundo? —Koster se inclinó hacia delante, puso las manos sobre la mesa y dijo—: ¿Por qué murió Mariane, Nick? Si no me hubieras arrastrado a aquella búsqueda aún estaría viva. Está muerta por tu culpa. Lo único que me importa es liberar a Savita. Me has arrebatado a una mujer. No me arrebatarás a otra.

Robinson suspiró.

—Todo lo contrario —replicó—. Yo diría que eres tú el que me ha arrebatado a Savita.

Koster se irguió y apretó los puños.

—Renunciaste a ella hace años.

—No quería hacerlo. Yo la amaba... la sigo amando. Pero fue un sacrificio necesario. Mis sentimientos personales carecían de importancia. Ella debía desempeñar un papel distinto en esta búsqueda.

Koster se rió con amargura.

—Y yo que siempre te había admirado. Eres idiota, Nick. Puede que haya tardado cuarenta años, pero he acabado descubriendo algunas cosas. Como por ejemplo esta curiosa ecuación: cuando tienes una ocasión de amar, la que sea, es mejor que la aproveches. Es mejor que no la dejes pasar. Porque puede que no vuelvas a tenerla. —Meneó la cabeza—. Puede que los números sean perfectos, a su manera, sin duda, hermosos y sinceros, pero no te calientan los pies por las noches.

Robinson miró a Macalister. Entonces, como si acabara de ocurrírsele, metió la mano en el bolsillo y sacó la grabadora. Sin decir una palabra, la depositó encima de la mesa, delante de él.

—¿Qué es eso? —preguntó Koster. La grabadora era tan pequeña que parecía un insecto.

Robinson dio una palmadita sobre ella y la voz de un hombre dijo:

«Savita Sajan. Ya la conoce. ¿Significa algo para usted?»

«¿Quién es?» La voz grabada de Robinson sonaba enlatada y monótona.

«Escuche atentamente», continuó el hombre. «Si quiere volver a ver a Savita con vida entréguenos el último fragmento del mapa. El que dibujó ella. Sabemos que lo tiene Koster. Y Koster está con usted.»

Koster se incorporó en la silla.

Hubo una pausa. Luego una voz lastimera reverberó:

«¿Qué están haciendo? Suéltenme. ¡Espere! He dicho que me suelten.»

Koster dio un respingo. Era Sajan.

Otra mujer tomó la palabra. Tenía acento latinoamericano.

«¿Dónde esconde Nick Robinson la máquina de Dios?»

«No lo sé. Nos vendaron los ojos. Me parece que estaba en alguna parte del Upper West Side.»

«¿Dónde?»

«Ya le he dicho que no lo sé. A lo mejor en Harlem.»

«¿Es el último fragmento?», quiso saber el hombre.

«Sí, el esquema de Tesla. Desátenme. He dicho que me desaten. Suéltenme.»

«Está mintiendo.»

«He dicho que me suelten.»

«El esquema de Tesla no es el último fragmento.»

«¿Qué es lo que ha dicho? ¿Por qué piensa eso?»

«El mapa está incompleto. Los cuatro fragmentos no funcionan. Hay otro esquema. ¿Dónde está?»

«Suéltenme», exigió Savita. «Suéltenme, por favor, se lo suplico. ¡Por favor!»

Hubo un alarido insondable y escalofriante. Y luego silencio.

Koster apoyó la cabeza entre las manos.

«Señor Robinson», continuó la grabación. «Ya sabe lo que quiero. El último fragmento del mapa. El fragmento de Sajan. Un cambio justo. Podemos reunirnos en el faro de Little Red, al pie del puente de George Washington. Digamos mañana a las diez de la mañana.»

«Váyase a la mierda.»

Koster alzó la vista. Robinson sonreía mientras escuchaba atentamente su propia voz en la grabadora.

«Es un farol», estaba diciendo. «Mátela si quiere. Joseph no tiene ningún esquema. Él no sabe de qué está usted hablando.»

Robinson alargó la mano y apagó la grabadora.

—¿Verdad? —le preguntó.

Koster suspiró y se arrellanó en la silla.

—Eran Michael Rose y su socia —dijo Robinson—. Me parece que ya has conocido a la hermana María. Parece que su jefe, el arzobispo Lacey, de los caballeros, sufrió un desgraciado accidente mientras intentaba entrar en una máquina de Dios que estaba... —Buscó la palabra adecuada—. Incompleta.

—Vale —dijo Koster—. Vale, Nick, tú ganas. Te daré el último fragmento del mapa.

—¿Dónde está?

—Lo he memorizado.

—Eso es imposible.

—¿Lo quieres o no?

Robinson frunció el ceño.

—Si es una especie de truco...

—No es ningún truco, Nick. Sajan lo dibujó. Y yo lo memoricé. Es así de sencillo. Solo te pongo una condición. Si quieres el mapa tendrás que ayudarme a rescatar a Savita. Tendrás que estar presente cuando hagamos el intercambio. Pero no será en el faro de Little Red. Está demasiado lejos. Tiene que ser un sitio más céntrico, más público. Como... como la catedral de San Juan el Divino. No está demasiado lejos de aquí. ¿Y bien, Nick? ¿Quieres ayudarme? No puedo hacerlo solo.

—No, supongo que no —admitió Robinson—. Te atraparían en cuestión de minutos, en cuanto salieras de este sitio. ¿Y qué pasaría entonces? Seamos sinceros, Joseph: antes o después te arrancarían el esquema y Savita seguiría siendo su prisionera.

—Has pensado en todo, ¿verdad, Nick? El peón se come a la torre.

—La sala esterilizada está lista y esperando. Mis técnicos están a tu disposición. Solo tenemos hasta mañana por la mañana, así que será mejor que te des prisa.

Koster titubeó.

—Creía que solo querías el fragmento.

—Tengo que asegurarme de que es auténtico. Lo tomas o lo dejas. Me ayudarás a completar la máquina de Dios. Si lo haces, yo te ayudaré a entregarles el último fragmento a cambio de Savita. ¿Trato hecho?

—¿Qué te impide cambiar de opinión sobre ayudarme cuando haya completado el chip?

Robinson sonrió.

—Vas a tener que confiar en mí, Joseph.

—Eso no es un gran consuelo. Por otra parte —añadió Koster, arqueando los labios—, no sabrás lo buena que es mi memoria hasta que hayas atravesado ese portal. ¿Qué le pasó al arzobispo Lacey exactamente?

—No me has entendido —objetó Robinson—. A lo mejor no me he explicado bien. Por mucho que haya soñado con este momento, desde que era niño, serás tú quien tenga el privilegio de ser el primero que cruce la máquina de Dios, Joseph.

Nueva York

Mediaba la tarde cuando el vicepresidente Linkletter encontró al fin un hueco en su agenda para charlar con el delegado del Vaticano. Se trataba de una visita imprevista y Linkletter no estaba de humor para mostrarse flexible. Cuando el delegado se presentó al fin ante la puerta, acompañado por Sally, la secretaria del vicepresidente, Linkletter descubrió con sobresalto que no era más que un insignificante monseñor jesuita.

—Puedo concederle dos minutos, monseñor Poggioli —dijo sin levantarse.

El monseñor era un hombre delgado con el pelo negro rapado, los hombros cargados y unas gafas que daban la impresión de magnificar sus relucientes ojos negros. Se quitó el sombrero negro de ala ancha y contestó con tono complaciente:

—Tiempo más que suficiente, señor vicepresidente.

—¿Tiempo suficiente para qué? —Linkletter había confiado en marcharse del despacho a una hora decente para variar. Aún no había acabado de atar el último lote de sanguijuelas devoradoras de huevos antes del siguiente viaje de pesca a Alaska. El vicepresidente señaló una silla y el monseñor tomó asiento.

—Como bien sabe —dijo Poggioli—, la elección de un nuevo papa es inminente. Me temo que la salud del pontífice es mucho peor de lo que hemos admitido ante la prensa. En suma, Juan Pablo II se está muriendo. El santo padre no pasará de esta semana.

—¿Y?

—El cardenal alemán está repasando su candidatura. Estoy seguro de que sabe lo que le ha pasado al arzobispo Lacey.

—Apenas lo conocía. Me han dicho que murió en una especie de accidente industrial.

El monseñor esbozó una tenue sonrisa.

—Sí, algo así. Un... desgraciado accidente, que Dios tenga piedad de su alma. El caso es que el cardenal tiene la impresión de que... ¿Cómo lo diría? De que las cosas se les han escapado de las manos. Cree que esta operación se ha vuelto demasiado onerosa.

—Por no mencionar lo embarazoso que sería que se hiciera pública la conexión del cardenal con Lacey.

—Es un momento delicado, sin duda —asintió Poggioli—. El arzobispo Lacey se ganó algunos enemigos en el sur con el paso de los años.

—Votos que su candidato necesita para convertirse en papa, supongo. Le queda un minuto, monseñor.

—El cardenal quiere suspender la operación y cerrar el programa.

—¿Por qué no se lo dice a la hermana María?

—Ha habido cierta resistencia en el campo —admitió Poggioli—. Y Michael Rose... es un hombre con el que cuesta razonar.

Linkletter esbozó una débil sonrisa.

—Ya lo entiendo —contestó, y se rió—. No es fácil parar las cosas —dijo— después de que se hayan puesto en movimiento. —Dio una vuelta en la silla de piel—. No puedo prometerle nada. Y me temo que se le ha acabado el tiempo. —El vicepresidente se levantó.

Pero monseñor Poggioli continuó sentado. Linkletter fulminó con la mirada al hombrecillo, tratando de hacerle un agujero en la frente.

—Tenemos entendido —continuó el monseñor— que Michael Rose está al corriente de cierta información delicada que le afecta a usted de lleno.

Habló tan suavemente que Linkletter tuvo que inclinarse sobre el escritorio para oírlo.

—¿Cómo dice?

—Por favor. No fue ninguna casualidad que J. Edgar Hoover se decantase por los agentes que habían estudiado con los jesuitas. No pasa casi nada sin que nosotros nos enteremos. —Hizo un ademán con la mano izquierda y sus dedos pequeños y delgados se cerraron a la manera de un abanico.

—Dicen que G. Gordon Liddy estudió con los jesuitas. Pero no le sirvió de mucho.

El monseñor miró a Linkletter y sus ojos centellearon a la luz de media tarde. Luego movió la cabeza y se desvanecieron cuando las lentes de las gafas reflejaron el brillo del sol.

—No hace falta que se preocupe por lo que sabe Michael Rose, señor vicepresidente.

Linkletter rodeó el escritorio.

—No sé de qué está hablando. Se le ha acabado el tiempo, monseñor —se burló.

Poggioli se levantó con un movimiento fluido.

—Sí, en efecto —contestó, mirando su reloj—. Sin embargo, le aconsejo que mande a un hombre a hablar con su padre.

—¿Su padre? ¿Qué tiene que decir Thaddeus Rose sobre esto? He intentado llamarlo, pero sigue en una especie de retiro religioso.

El monseñor Poggioli se puso de nuevo el sombrero negro. Cuando se dio la vuelta para marcharse concluyó:

—Encuéntrelo, señor vicepresidente. Él le dará las respuestas que está buscando.

1778

París

La tormenta descendió sobre la ciudad como un sudario. Franklin estaba sentado en el asiento del carruaje, brincando dolorosamente sobre los deteriorados muelles mientras la calesa recorría el sinuoso camino de regreso a Passy. Miró por la ventanilla, a través del cristal que salpicaba la lluvia, tratando de hacer caso omiso del extraño hormigueo en los dedos de los pies que anunciaba otro inminente ataque de gota. A lo lejos, los relámpagos iluminaban el cielo negro como la tinta que se estremecía y temblaba. Si el cochero no se apresuraba, pensó Franklin, acabaría perdiéndose la última ocasión de la temporada. Y después de más de cincuenta años estaba harto de esperar.

Franklin se puso una vieja manta encima de las piernas. Acababa de salir de la logia de las Nueve Hermanas, donde había asistido al responso en honor del venerable Voltaire, y soplaba una corriente especialmente fría en el salón. Y lo que era todavía peor, muchos de los amigos del famoso filósofo, entre los que se contaban Condorcet y Diderot, no habían asistido a la ceremonia, dispensando excusas patéticas. Diderot había afirmado en una ocasión: «El hombre no será libre hasta que hayamos ahorcado al último rey con las tripas del último cura». Pero lo cierto era que no había asistido porque estaba demasiado asustado.

Le resultaba extraño imaginarse a Voltaire muerto. El escritor, ensayista y filósofo se había convertido en semejante símbolo de la Ilustración francesa, semejante fuerza de la escena intelectual parisina, que le había parecido, bueno... inmortal. De ingenio legendario y ardiente defensor de las libertades civiles, la libertad de culto y el derecho de todos los ciudadanos a disfrutar de un juicio justo, Voltaire había sido un auténtico reformista social que con frecuencia había criticado los dogmas eclesiásticos en sus obras. Por ello, el rey y la Iglesia se habían convertido en poderosos enemigos suyos y de la logia de las Nueve Hermanas, a la que pertenecían Franklin y Voltaire. Lo cierto era que Franklin solo había coincidido con el famoso escritor en dos ocasiones: la primera en febrero del año anterior, en la casa de Voltaire, y la segunda dos meses después, en una visita ceremonial a la Académie Royale. Ambas habían sido tediosas y sumamente ceremoniosas. La muchedumbre que rodeaba a Franklin y Voltaire los había instado a abrazarse a la manera de los franceses, dándose un beso en cada mejilla, y el acto se había equiparado a Solón abrazando a Sófocles, tan grande era la reputación de ambos.

Franklin sonrió irónicamente mientras miraba por la ventanilla. Pero aunque la mente fuera grande, reflexionó, y el intelecto extraordinario, por mucha que fuera la influencia o la fama, ninguna de aquellas cosas era capaz de derrotar al tiempo. Con el tiempo todo se convertía en pasto de los gusanos. Se estrechó las piernas con la manta y rememoró la ceremonia.

El salón de la logia estaba cubierto de crepé negro y alumbrado solo con velas temblorosas. Había habido canciones, prolijos discursos y polémicos poemas que atacaban al clero y a la Iglesia. La sobrina de Voltaire había presentado un busto de su tío, obra de Houdon; una imagen lograda sin peluca con una sonrisa irónica y perturbadora. Habían encendido la llama sagrada y descubierto un retrato de Voltaire trascendente, saliendo de la tumba antes las diosas de la verdad y la benevolencia. Franklin se había despojado de la corona masónica y la había depositado al pie del cuadro. A continuación se habían retirado a un interminable banquete, donde habían dedicado el primer brindis al propio Franklin, que tenía «el trueno cautivo a sus pies», y a la recién nacida nación norteamericana. Pero Franklin había abandonado la logia temprano. Sabía que se avecinaba una tormenta y no se le ocurría mejor homenaje a Voltaire y la edad de la Razón que volver y terminar el experimento.

Había sido casi inevitable que Franklin y Voltaire se conocieran y se unieran a la misma logia. Al contrario que la mayoría de las logias norteamericanas, la masonería francesa había evolucionado hasta convertirse en algo más que un simple club social para empresarios. Claude-Adrien Helvétius, un filósofo librepensador y uno de los cincuenta granjeros generales de Francia, había concebido la creación de una superlogia con sede en París como reducto de los pensadores y artistas más celebrados de la nación. Cuando él murió, su viuda, la imparable señora Helvétius, había puesto en práctica aquella visión y había fundado la empresa. Así había nacido la logia de las Nueve Hermanas.

Franklin exhaló un suspiro. Quizá hubiesen dedicado la logia a las nueve musas, pero para él la señora Helvétius era la décima. Limpió el vaho de la ventanilla con la mano. Siempre le sucedía lo mismo cuando pensaba en Anne-Catherine Helvétius. Había pasado muchas tardes en la finca de la viuda en Auteuil. Aunque ella tenía sesenta años y Franklin setenta y dos, sus encantadores modales y su naturaleza de espíritu libre lo habían cautivado. En su salón no existía ninguna de las pretensiones y la formalidad que se encontraban en la mayoría de las casas nobles francesas. Se rodeaba de una cohorte de artistas bohemios y animales, un séquito risueño y burlón de intelecto irreverente.

—En su compañía —le había confiado Franklin en una ocasión—, no solo estamos complacidos con usted, sino complacidos los unos con los otros y con nosotros mismos. —Franklin se había propuesto pedirle matrimonio, aunque no demasiado en serio, y ya había compuesto una bagatela titulada Los campos Elíseos en la que iba al cielo y hablaba de la unión de Deborah, su esposa muerta, y Claude-Adrien, el difunto esposo de Anne-Catherine, que se habían desposado en el cielo. Pero en lugar de entregársela en persona, lo que habría resultado terriblemente serio, Franklin se proponía publicarla en la prensa. Después de todo, reflexionó, era más prudente hacer el payaso en público que el tonto en privado.

Aún faltaba otra hora para que el carruaje arribase a la finca de Passy. Cuando llegaron a la Basse Cour, la tormenta estaba arreciando con tanta violencia que a Franklin le preocupaba que pasara de largo antes de que hubiera tenido ocasión de prepararse. Salió trabajosamente del carruaje y fue corriendo a la casa bajo la lluvia.

Era tarde. Hacía mucho que los criados y los miembros de la embajada americana se habían acostado. La Basse Cour estaba silenciosa como una tumba. Franklin se quitó el sombrero y el abrigo mojados, sacudió el agua de lluvia y los extendió sobre una silla en el vestíbulo. A continuación encendió una vela, la levantó por encima de su cabeza y recorrió el pasillo hasta el taller que había al fondo de la casa. Antaño aquella habitación había hecho las veces de granero; era espaciosa y apartada y estaba construida con grandes bloques de piedra. Franklin cerró la puerta con llave a sus espaldas y bajó las escaleras hasta el corazón del taller. Había una lámpara sobre una mesa al pie de los escalones. La encendió con la vela y la estancia se llenó de repente de un brillo intenso y alegre.

Allí estaba. Franklin depositó la lámpara encima de la mesa. Contempló la máquina que descansaba al otro extremo de la estancia. Lo llamaba. Lo esperaba. Parecía que pronunciaba su nombre.

Franklin se dirigió a una cadena que colgaba del muro, tiró de ella y un panel descendió del techo, revelando a través de una abertura los elementos en el firmamento. La lluvia fluía a través de la claraboya sobre una enorme lona gris que la conducía a una bajante en el fondo del taller.

Estalló el relámpago, seguido del trueno. Franklin fue corriendo a una primitiva consola y accionó diversos interruptores. Comprobó las conexiones de las botellas de Leyden que estaban en fila junto a las paredes. Todo estaba listo. Contempló el cielo. Estalló un relámpago y Franklin contó: uno, dos, tres. Entonces el trueno envolvió la noche. Franklin retiró la tela que cubría una sección de la máquina. Parecía el arco de una emparrada, de madera y metal, rodeado de cables tan tenaces como parras. El relámpago estalló de nuevo. Uno, dos... y a continuación el trueno. Prepárate, pensó. Es el momento. Se dirigió al portal. Empezaba a observarse un brillo azulado en la abertura. Franklin se humedeció los labios. Se le había desbocado el corazón. ¿Y si me he equivocado?, consideró. Tal vez se uniera a Voltaire antes de lo previsto. De un modo u otro.

Estalló el relámpago. Uno... y de nuevo el trueno. La casa entera parecía estremecerse. Franklin accionó el último interruptor de la consola y aspiró una temblorosa bocanada de aire. El brillo azulado de la puerta se había extendido de un lado a otro. La carga estaba casi completa. Esperó y miró hacia arriba. El cielo negro estaba lleno de nubes. Esperó. Y entonces, sin venir a cuento, uno de los aforismos de El pobre Richard se abrió camino a través de su consciencia: «Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos». Franklin se rió. El relámpago estalló en las alturas, el brillo azulado se volvió blanco y sin pensarlo dos veces Franklin atravesó el portal.

Nueva York

La máquina de Dios ronroneaba al fondo de la sala esterilizada. Robinson, que estaba delante de la consola, ajustó los instrumentos y ante los ojos de Koster se encendió una luz zafírea que se extendió lentamente por el borde del portal, como una lengua de fuego.

—¿Estás listo? —le preguntó Robinson.

Koster no contestó. Estaba observando el portal. La luz azul continuó hinchándose y extendiéndose. Enseguida cubriría todo el marco, desmoronando las paredes de la catedral atómica, transmutando los fermiones en bosones y convirtiendo la materia sólida en luz.

—¿Estás listo?

Koster despertó de aquella ensoñación y se dirigió al emparrado eléctrico, donde contempló las campanillas de cristal y la maraña de alambres y cables que sobresalían de lo alto de la entrada. La luz palpitaba, pasando del azul turquesa al brillante azul eléctrico. El fragor de la máquina dio paso al estruendo de los pistones. El ritmo se incrementó. Luego cambió la frecuencia, ascendiendo por la escala. El sonido se hizo más estridente.

Koster dio otro paso hacia la abertura. Y después otro. A medida que se acercaba, pensaba en Franklin. Se imaginaba al anciano solo ante su propia máquina de Dios, mientras la tormenta eléctrica arreciaba en el firmamento. Franklin anhelaba desesperadamente franquear aquella puerta. A pesar de todos sus logros y sus prometeicas contribuciones, anhelaba aquel momento. Para volver a ver a Franky. Koster se preguntó si acaso volvería a ver a su hijo Zane. Y a Mariane. ¿Vería de veras a Dios, significara lo que significara eso? ¿Obtendría clarividencia, idearía un plan infalible para rescatar a Savita?

La luz azul se extendió rápidamente. El zumbido se atenuó a medida que la frecuencia se hacía inaudible.

¿O acabaría como el arzobispo Lacey? Uno de los técnicos había difundido aquel rumor, basado supuestamente en el relato de un desertor atemorizado. Afirmaba que Lacey se había convertido en un charco de materia viscosa después de trasponer el portal. Desde entonces habían añadido el esquema de Tesla y el fragmento de Savita.

Pero ¿y si Savita no era una auténtica mensajera? ¿Y si Koster había malinterpretado el diseño? ¿O si aún quedaban otros esquemas ahí fuera, algunos que aún no habían imaginado siquiera, ni mucho menos reproducido?

—Ya casi está —añadió Robinson. Giró el dial de la consola y la luz azul envolvió el portal de un lado a otro.

Koster sintió que la carga estática del aire le erizaba el vello de la nuca. Cerró los ojos y pensó en Savita. Savita Sajan. El color de sus ojos almendrados. La forma de sus manos. El calor de sus labios. La fragancia de su cabello. Savita.

—Prepárate.

Era la única forma de asegurarse de que volvería a verla. Tenía que franquear aquella puerta. No importaba nada más. Ninguna de sus preguntas, sus cualificaciones ni sus miedos. La amaba. Eso era todo. O conseguía rescatarla o moriría en el intento. No había alternativa.

—¡Vamos! ¡Ahora!

Koster atravesó el portal.

1778

París

Por un instante Franklin creyó que veía algo, una luz terrible. Luego se encontró al otro lado de la puerta. Se volvió hacia el portal. La luz azulada se había desvanecido. No había pasado nada, absolutamente nada.

Franklin guardó silencio unos instantes, aterrorizado. Y entonces, de repente, prorrumpió en carcajadas. Se rió sin cesar, doblándose por la cintura, hasta que lo acometió la tos. El trueno cautivo, desde luego, se dijo. Pero la maldita máquina no funciona. En el cielo estalló un relámpago. Franklin se irguió y miró hacia arriba. Pero ¿y si se trata de una conexión defectuosa?, se preguntó. Tal vez aún tuviera una oportunidad.

Franklin examinó atentamente la maquinaria, el cableado, el portal y las líneas que comunicaban con las botellas de Leyden. Dedicó unos minutos a retirar e inspeccionar el alma de la máquina de Dios. Todo parecía en orden. Y sin embargo el artilugio no funcionaba. Tal vez fuera la fuente de alimentación, pensó, aferrándose a todos los motivos, todas las hipótesis posibles, como un hombre que se ahoga se aferra al mástil en un mar embravecido. ¿Se trataba de la fuente?, se preguntó, ¿o de que la potencia no era suficiente?

Franklin subió corriendo las escaleras y atravesó la puerta del taller. Recorrió el pasillo como una exhalación y salió por la puerta delantera, donde se detuvo. La lluvia azotaba el firmamento. El corazón de la tormenta estaba sobre él. Fue corriendo a la casa principal por el largo sendero de gravilla; tardó unos cuantos minutos y estaba empapado cuando entró en tromba por la puerta lateral. Entonces encendió una vela y subió furtivamente las escaleras del tejado. Le Ray de Chaumont y su familia estaban durmiendo en sus camas, al otro lado de la mansión. Franklin irrumpió a través de la puerta que conducía a las buhardillas y la vela se apagó de inmediato. Pero no le importaba. Cada pocos segundos veía claramente el tejado cuando los relámpagos chisporroteaban en lo alto. Corrió bajo la lluvia. Estaba helada. Le parecía que se le congelaba en la cara. Las lentes se le nublaron de inmediato y cuando llegó al pararrayos no veía prácticamente nada.

Franklin se arrodilló y pasó las manos por la base del pararrayos, buscando a tientas las conexiones. Tal vez el viento hubiese desprendido las líneas. Tal vez el fluido eléctrico no las hubiera atravesado. Las buscó a tientas, consciente del peligro que corría si caía un rayo mientras ponía las manos desnudas sobre el alambre. Pero todo fue en vano. Allí no había nada defectuoso. Las conexiones estaban bien. Era el alma de la máquina de Dios lo que había fallado.

Desfallecido, Franklin se levantó y se apartó del pararrayos. Miró al firmamento, a la lluvia que arreciaba por todas partes, como rejones de agua que le atravesaban directamente el cerebro. Abrió la boca y sintió que se le llenaba de lluvia. Hizo gárgaras y escupió, observando desesperadamente el tejado mojado. Entonces reparó en una pequeña barra de hierro que había abandonado algún obrero y se agachó para cogerla. Era pesada, maciza y maravillosamente real. Franklin volvió a la base del pararrayos y lo golpeó con todas sus fuerzas. Una esquirla de piedra de gran tamaño salió despedida hacia las tinieblas. Franklin aporreó repetidamente la base y con un terrible gemido arrojó el pararrayos desde el tejado. Cayó de rodillas. Se había acabado. La máquina no funcionaba. No funcionaría nunca. Todo había sido una mentira.

Se quedó arrodillado, tratando de respirar acompasadamente, de que le bajara el pulso. La fría lluvia le mojaba el cuello y le corría por la espalda. Franklin estaba empapado hasta los huesos. Empezó a temblar. Un rayo destelló a lo lejos. La tormenta se alejaba. Todo había acabado. Se levantó. Le flaquearon las rodillas y por primera vez desde hacía años Franklin se sintió tan viejo como era realmente. Desconsolado, contempló la tormenta que se retiraba poco a poco hacia el oeste, consumiendo los pastos y los bosques de Passy. Solo entonces se volvió hacia la ciudad. París resplandecía en el este como una gran tela de araña luminosa. Había algunos puntos brillantes, algunos indicios de actividad humana, pero también mucha oscuridad. Igual que en su vida, pensó con amargura.

Había tenido sus breves momentos de gloria, sin duda. Franklin no se engañaba acerca de eso. Había viajado por todo el mundo y había visto más cosas que muchos otros en cinco vidas. Las contribuciones que había realizado al nacimiento de su nación pasarían a la historia. Su trabajo en la Declaración de Independencia. La influencia que había ejercido sobre los franceses, desde la primera y fatídica reunión con Bonvouloir en Carpenter’s Hall hasta el Tratado de Alianza con Francia, que se había firmado ese mismo año, cuando los ministros del rey supieron de la victoria norteamericana en Saratoga. La guerra había llegado a un punto muerto, pero Franklin sabía que solo era cuestión de tiempo que los incipientes Estados Unidos prevalecieran. Estaba seguro de ello, a pesar de los escépticos que abundaban a su alrededor. Lo sentía en los huesos. Era como el aroma de una buena historia periodística.

Franklin consideró el imperio editorial que había fundado de la nada (de hecho, cuando era un desmañado fugitivo) hasta convertirse en el impresor más poderoso del Estado, algunos afirmaban que de todas las colonias. Y siendo director general de Correos había aplicado el sistema de distribución más eficaz de la época al desarrollo del contenido editorial, la Gazette y sus almanaques. Había fundado la primera biblioteca y el primer cuerpo de bomberos de la nación. Había descubierto la corriente del golfo y había intuido que la luz del sol ahorraba tiempo. Había ideado incontables inventos, desde el horno hasta la armónica de cristal y el pararrayos. Y no obstante, reflexionó, al final de su existencia, lo que lo obsesionaba no eran aquellos logros, aquellos puntos brillantes. Era toda la oscuridad que había mediado entre ellos.

Franklin había tratado de llevar una vida recta. Ya cuando era joven había trazado complejos planes de perfección moral con los que se había propuesto impulsar su propio desarrollo. Había enumerado trece virtudes capitales, desde la templanza hasta la industria y la modestia. Qué típico, se dijo, que hubiera documentado sus objetivos a la manera de la hipótesis de un experimento científico, como si la bondad y la virtud pudieran abarcarse con palabras. Siempre le habían gustado las listas, como las máximas de El almanaque del pobre Richard. Aquella puntillosidad indicaba una mente lógica. Por supuesto, los almanaques también suponían una considerable fuente de ingresos para los impresores, todavía más que la Biblia, puesto que había que comprar uno nuevo todos los años. Gracias a los almanaques, así como a sus otras empresas editoriales, había podido retirarse a los cuarenta y dos años, obteniendo el tiempo que necesitaba para concentrarse en sus lecturas y sus experimentos. Pero no siempre había triunfado en sus empresas morales. Había hecho cosas que seguían llenándolo de una insondable culpa. Y no obstante, con el paso de los años había aprendido que a veces las virtudes que en América se ensalzaban con un abandono tan descuidado no hallaban eco en el continente. En América se consideraba pecaminoso estar ocioso, mientras que en Francia lo contrario era vulgar. John Adams, que acababa de llegar a París como embajador en la corte francesa, aún no había apreciado aquella curiosa paradoja. Adams creía que la vida de Franklin en Passy era una escena de disipación descontrolada.

Franklin descansó la mano en la balaustrada mojada por la lluvia que dominaba la plaza. Ahora tenía frío. Hacía mucho frío. Pero la tempestad había pasado de largo; la tormenta se había agotado al fin. Albergaba muchos remordimientos, reflexionó Franklin, de los cuales haberse casado con Deborah no era precisamente el menor. Aunque el matrimonio había sido un éxito desde casi todos los puntos de vista, siempre había sido más bien una solución económica; había estado muchos años en el extranjero y había tenido muchas familias adoptivas. Al final estas eran más seguras. Entonces le vino a la mente otro dicho del Pobre Richard: «Que todos te conozcan, pero que ninguno te conozca bien: los hombres que ven los bajíos pueden vadearlos libremente».

Siempre había sido así, reflexionó. Siempre se había sentido un poco distante, como si el intelecto lo apartase del mundo. Incluso ahora, después de tantos años, incluso con la señora Helvétius, se había retirado detrás del ingenio para lidiar con aquellas nuevas emociones. Franklin suspiró. Nunca había sido capaz de intimar demasiado con Deborah, ni con William, ni siquiera con Sally. Aunque la mayoría de las cartas de la francesa empezaban: «Cher papa», las de su hija decían invariablemente: «Querido y honorable señor». Nunca había tratado a Sally como a una hija. De hecho, siempre la había apartado, exhortándola a que hiciera o fuera otra cosa. Otra persona. Meneó la cabeza con tristeza. La verdad era que siempre se había sentido más cómodo y más allegado a sus familias sucedáneas de Inglaterra y Francia. Desde lo de Franky.

Franklin se apartó del borde de la barandilla. Contempló al firmamento y de improviso rompió a llorar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas como agua de lluvia. Sollozó y el lastimero sonido ascendió como una cometa en manos del viento.

Al final le había pasado lo mismo con Franky, comprendió. Nunca había superado la muerte prematura de su hijo. No del todo. En lugar de valerse de rituales religiosos para dejar atrás la muerte del niño había dedicado más de la mitad de su vida a aquella empresa despiadada, encadenado al muro mientras el águila le devoraba el hígado. Miró la Basse Cour, donde todavía se encontraba la máquina malograda. Aquella única obsesión era la que había mantenido a Franky vivo para él. Y ahora que había terminado, después de tantas décadas, ahora que el mapa había resultado infructuoso, Franklin comprendió que había estado buscando una quimera. Sonrió con amargura. Tal vez se tratara de eso.

Contempló la ciudad. «Apártate de ella», le había aconsejado en una ocasión el hermano Price, aquel día lejano en la taberna de la Cuba. «Apártate de ella o echarás a perder toda tu vida por un sueño.» Price había estado en lo cierto, pensó Franklin, y se descubrió riendo ante aquella maravillosa ironía, a pesar del gran agujero que tenía en el corazón.

Alguna mente del futuro, se dijo, tendría que proseguir aquella búsqueda en alguna época lejana. Él había terminado con la máquina de Dios. Se dio la vuelta y atravesó de nuevo la puerta en dirección a las escaleras.

Y además, ya no faltaba mucho. Dentro de poco vería a Franky a la antigua usanza... en la tumba.

Nueva York

Hubo un deslumbrante fogonazo de luz blanca y Koster apareció al otro lado del portal. Le parecía que no había tardado más que un instante. En un segundo había entrado y al siguiente había atravesado la puerta. Robinson desconectó la máquina.

Koster se quedó quieto. El marco del portal lo ocultaba y Robinson se vio obligado a contornear apresuradamente el dispositivo para verle claramente la cara. Koster estaba mirando fijamente el suelo de la sala esterilizada.

—Joseph —exclamó Robinson—, ¿te encuentras bien?

Al principio Koster no contestó. Luego alzó la cabeza poco a poco y miró a Robinson con una expresión tan intensa que este retrocedió un paso.

—¿Joseph? —repitió. Robinson cogió la mano de Koster y de inmediato salió despedido hacia atrás por una carga eléctrica que le recorrió todo el cuerpo, desplomándose en el suelo. Le parecía que el corazón se le había detenido un instante y trató de respirar.

Koster le ofreció la mano pero Robinson hizo caso omiso de ella, alejándose a cuatro patas.

—¿Ha pasado algo? —exigió—. Solo has desaparecido un momento.

Koster bajó la mirada. Tenía una tenue sonrisa en los labios. Pero no respondió.

—Contéstame, maldita sea. ¿Ha funcionado? ¿Qué es lo que has visto? —Robinson hablaba con tono estridente.

Koster se encogió de hombros.

—Más de lo que quería. —Cerró los ojos y añadió—: Todo.

—Dios. ¿Has visto a Dios? —Robinson se levantó.

—Todo.

—¿Qué demonios significa «todo»?

—¿Qué puedo decirte, Nick? No tengo palabras. Es como describirle los colores a un ciego. —Se rió suavemente—. Ahora puedo demostrar la conjetura de Goldbach. Pero cuando sabes hacer una cosa, ¿de qué te sirve?

Robinson se dirigió a la consola.

—Yo también voy a entrar.

—No te lo recomiendo.

Robinson se detuvo en seco.

—¿Por qué no?

—Porque vas a entrar por los motivos equivocados, Nick. Acuérdate de lo que le pasó al arzobispo Lacey.

Robinson titubeó. Miró la consola y a continuación se volvió de nuevo a Koster.

—¿Qué es lo que has visto, Joseph?

—He visto a Savita —dijo Koster—. Necesita ayuda, Nick. Tenemos que darle a Rose lo que quiere. El último fragmento del mapa. Si no lo hacemos, la matará.

—¿Qué más has visto, Joseph?

—Han aprobado el festival de música de bandas juveniles del padre Patrick O’Toole. Y Tom Moody ha ganado la lotería. Ahora mismo está pescando en Florida.

—¿De qué estás hablando?

—Sé dónde está escondido el evangelio de Judas.

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

—En la finca Glenmont. Tesla lo encontró debajo de Carpenter’s Hall, pero Edison se lo arrebató. Y otra cosa... Ah, sí. He visto que estás planeando traicionarme.

Robinson se puso rígido.

—¿De qué demonios estás hablando?

—No tienes intención de ayudarme, ¿verdad? —dijo Koster—. Nunca la has tenido.

Robinson metió la mano en la chaqueta y empuñó una pistola Glock 19, encañonando a Koster con ella.

—Apártate de la máquina de Dios.

—Esto no tenía que pasar —dijo Koster.

—Apártate.

—Podría destruir el chip fi ahora mismo, delante de ti.

Los ojos de Robinson se dirigieron rápidamente a la consola; esta se hallaba a escasos metros de distancia, pero Koster estaba más cerca.

Koster miró la hilera de ordenadores que había al fondo de la estancia.

—Pero el diseño se encuentra a buen recaudo en el sistema —prosiguió—. Podrías crear un chip nuevo en cuestión de unas horas.

Robinson empezó a dirigirse poco a poco al fondo de la cámara.

—Podría intentar destruir los ordenadores —añadió Koster—. Pero cuando llegara te habrías echado encima de mí. Y eres más grande y más fuerte que yo. Siempre lo has sido, Nick. Y tienes una pistola.

Robinson titubeó.

—Así que solo puedo hacer una cosa —concluyó Koster—. Voy a ir a rescatar a Savita. Yo solo, si es necesario. Y solo puedes detenerme de una forma. Matándome, Nick. ¿Estás dispuesto a hacer eso? —Miró la pistola que empuñaba su amigo—. ¿Estás dispuesto a matarme, a pegarme un tiro en el cerebro? Porque eso es lo que tendrás que hacer. ¿Tanto te importa la máquina de Dios, Nick? Y después, cuando todo haya terminado, cuando atravieses esa puerta, ¿qué le dirás a Dios?

Robinson miró el portal.

—¿De veras confías en que Michael Rose te entregará a Savita por las buenas? Aunque le des el fragmento.

Koster no contestó.

—¿O que antes esperará para asegurarse de que la máquina de Dios funciona? ¿Y qué pasa contigo, Joseph? ¿De veras crees que Rose te dejará marchar por las buenas? Llevas el último fragmento del mapa en la cabeza.

—Tendré que correr ese riesgo —repuso Koster—. ¿Estás conmigo? ¿Me ayudarás, Nick?

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué poner en peligro nuestras vidas para salvarla a ella? No la conoces bien, Joseph. Crees que la conoces, pero no es cierto.

—Lo primero, porque es lo correcto —respondió Koster—. Lo segundo, porque somos amigos. Lo tercero, porque me prometiste que me ayudarías. —A continuación se rió—. Y lo cuarto, porque si no lo haces, si no cumples nuestro trato, Nick, me aseguraré de que el último fragmento esté en todos los blogs de internet mañana a la hora de comer. Junto con un mapa de este templo y un inventario completo de tu colección personal de evangelios.

El rostro de Robinson se ensombreció.

—Eres como Franklin cuando amenazó con publicar el evangelio de Judas. La torre se come al rey —dijo con amargura—. Y yo que pensaba que no eras un buen empresario.

—Hemos programado superordenadores para que nos ganen al ajedrez —replicó Koster—, pero no podemos programarlos para que nos ganen al póquer.

Se adelantó un paso hacia Robinson, hasta que la pistola estuvo a escasos centímetros, apuntándole al estómago.

—Dispárame o ayúdame, Nick. Pero apártate de mi camino.

Nueva York

Había un pavo real blanco en el jardín contiguo a la catedral, observó Koster mientras enfilaba la avenida Amsterdam. Primero había visto la estatua instalada en el corazón del parque. Se trataba de la llamada fuente de la Paz, con las fuerzas del bien, que encarnaba la figura del arcángel Miguel, triunfando sobre Satanás, cuya cabeza decapitada oscilaba a un lado. No hay nada como una buena decapitación en nombre de la paz, reflexionó Koster. Entonces reparó en el pavo blanco, que estaba tan quieto que al principio lo había tomado por una especie de escultura. Jamás había visto a un pavo real blanco. Normalmente eran el mismísimo símbolo del color, el espectro entero, y no ese monocromo lunar. Entonces el pájaro, con sus espectrales plumas blancas, se volvió a mirarlo, y le vino a la memoria Chartres, aquella tarde tan lejana en la que había entrado en otra catedral, acompañado por la mujer que amaba.

Mariane nunca salió. Por lo menos, viva.

Koster alzó la vista hacia la catedral de San Juan el Divino. Hacía quince años que no ponía el pie en una iglesia. Ahora se arrepentía de haber escogido ese lugar. Aspiró una honda bocanada de aire y subió las escaleras.

Al acercarse al pórtico de piedra, Koster se demoró examinando las esculturas. El portal del Paraíso presentaba a san Juan asistiendo a la transfiguración de Jesús. Había esculturas tradicionales de figuras bíblicas, así como diseños contemporáneos: un bebé que surgía de una vagina de granito y una celosía de partículas en relieves subatómicos. Habían tallado aquellas figuras a finales de la década de los ochenta. Los santos y los apóstoles estaban coloreados con colores pastel difuminados, verdes claros, púrpuras y ocres. Las catedrales medievales de Francia habían hecho gala de los mismos colores de tebeo en el siglo XIII, pero se habían desvanecido con el paso de los años. Le resultaba extraño contemplar ahora esas estatuas en flor.

—Joseph —dijo Robinson.

Koster se dio la vuelta. Nick Robinson y Robert Macalister lo estaban esperando junto a la puerta.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —le preguntó Nick.

—Estoy seguro —contestó Koster. Se dio una palmadita en la chaqueta, palpado el crujiente borde del sobre—. Pero gracias por preguntar —añadió—. Y por venir. No podría haberlo hecho sin ti. A ti también, Robert.

—Dame las gracias cuando hayamos salido de aquí de una pieza —rezongó Robinson—. Todavía pienso cobrarme el turno en la máquina de Dios. Y esta vez te agradecería un poco de ayuda. ¿Te acuerdas de la dirección del piso franco, por si acaso...?

—La Cuarta con la avenida B. La capilla cerca del parque de la plaza Tompkins.

Koster sorteó las dobles puertas de bronce con bajorrelieves de escenas bíblicas, obra de Barbedienne, el mismo que había diseñado la estatua de la Libertad. Pero aquellas puertas solo se abrían tres veces al año, en ocasiones especiales, de modo que se vio obligado a dirigirse a la entrada secundaria. Estaba a punto de escabullirse a través de la puerta cuando un adolescente con una abultada mochila le propinó un codazo para que se apartara. Un turista, pensó. El chico tenía el pelo largo y barba. Bueno, más bien sombra de barba. Y tenía los ojos del mismo color que Koster, un azul pálido reflexivo.

Mientras el adolescente pasaba corriendo delante de Robinson, Koster comprendió de repente que Zane habría tenido la misma edad si hubiera vivido. Y por un momento se preguntó si Franklin habría tenido una visión semejante de su hijo. ¿Lo habría buscado en las facciones de los desconocidos?

Un tumulto de adolescentes confluyó en la puerta. Koster se dio cuenta de que era una especie de salida, una excursión escolar; había un autobús amarillo chillón estacionado junto al bordillo. Koster entró tras ellos, mientras Robinson y Macalister le pisaban los talones.

El lado oeste de la catedral todavía se hallaba en construcción y las puertas daban a un largo pasillo de madera contrachapada completamente aislado y construido desde los andamios que discurría de un lado a otro de la nave. Sus pisadas reverberaban mientras avanzaban desde el pórtico hasta el corazón de la iglesia, aunque la propia catedral aún estaba oculta a sus ojos. Solo estaban descubiertas las piedras del suelo.

El pasillo se hallaba atestado. Además de los chicos del autobús había parejas, familias y ancianas solteras, blancos y negros, asiáticos y latinos. Harlem había cambiado desde que Koster asistiera a Columbia, que estaba al final de la calle. Ahora había edificios con portero en la 112. En ese momento, el eco de las pisadas dio paso a un estruendoso toque de trompetas. Pero no se trataba de una campaña melódica, sino del profundo gorgoteo de los dungchen, los cuernos tibetanos de tres metros. Koster dobló una esquina y la iglesia apareció ante su vista.

Se trataba de una curiosa amalgama de alto gótico con un presbiterio neorrománico que reflejaba la circunstancia de que dos firmas diferentes de arquitectos habían recibido el encargo de construir la catedral. Los arquitectos originales habían sido George Heins y C. G. Lafarge, que se habían impuesto sobre ochenta competidores con un diseño neorrománico-bizantino. Pusieron la primera piedra en 1892 y tardaron casi veinte años en terminar el coro y el cruce de la cúpula abovedada cuando, debido a la muerte de Heins, seleccionaron a un nuevo arquitecto, Ralph Adams Cram, a quien le apasionaba el neogótico que había insistido en un estilo gótico francés para el edificio.

Los primeros servicios se habían celebrado en la nave el día antes del ataque contra Pearl Harbor, el 6 de diciembre de 1941, y la construcción se interrumpió cuando los Estados Unidos entraron en guerra. Las obras no se reanudaron hasta 1979, aunque para entonces ya no era tan sencillo dar con canteros hábiles. Para proseguir las obras importaron obreros desde Europa. En diciembre de 2001 la construcción se había interrumpido de nuevo de resultas de un incendio que había asolado el transepto.

Hasta ese día solo habían completado dos tercios de la catedral. Igual que nosotros, pensó Koster. ¿No era eso lo que había dicho Savita? Aquella era su catedral favorita, le había confesado en la isla Saint-Louis, mientras contemplaban las almenas de Notre Dame desplegándose al alba. «Puede que desde fuera parezca que no está terminada», había dicho. «Puede que tenga la piel desgarrada. Puede que no sea bonita, ni perfecta. Pero lo que importa es el corazón.»

Los cuernos resonaron de nuevo. Koster se volvió hacia el presbiterio, más allá de las hileras interminables de parroquianos sentados. Detrás del púlpito, en lo alto de las escaleras, había una pareja de monjes tibetanos ataviados con túnicas de color azafrán, sentados detrás de los dungchen. La catedral estaba abarrotada. El servicio religioso empezaría enseguida. Koster vio a los adolescentes dando vueltas de un lado a otro, tratando de encontrar un asiento.

Se volvió hacia la entrada. La nave medía más de ciento ochenta metros de largo, como dos campos de fútbol, pero los andamios le bloqueaban la visión. Sobre él, el cruce de la bóveda de cincuenta metros era tan alto que podría haber albergado a la estatua de la Libertad. Aunque estuviera incompleta, San Juan el Divino seguía siendo la catedral anglicana más grande del mundo.

—No me gusta la pinta que tiene ese triforio. —Macalister señaló la hueca galería de arcos que discurrían a ambos lados de la catedral, justo debajo del claristorio. En algunos puntos los andamios ensombrecían los arcos—. Ahí se podría esconder un ejército —añadió intranquilo—. Esto me da mala espina.

Robinson se rió.

—Dices eso antes de todas las misiones.

—¿Habéis hecho esto antes? —quiso saber Koster.

—No exactamente —dijo Robinson—. Pero el negocio de las antigüedades puede ser bastante peligroso. ¿Te acuerdas de Myanmar, Robert?

—Todavía estoy intentando olvidarlo.

Koster reparó en un imponente púlpito de granito con profusos grabados que se elevaba a la izquierda. En el coro también había bancos de roble tallados. Más allá, en el santuario, divisó dos grandes vasijas sintoístas de color verde pálido y una pareja de ménoras gigantescas. Luego estaba el altar. Los bancos del coro ya estaban llenos de coristas vestidos con túnicas rojas y blancas.

—Está ahí detrás, en dirección al ábside —dijo Macalister.

Recorrieron el ala de la iglesia y subieron las escaleras en dirección al deambulatorio. Las capillas absidales aparecieron al instante ante sus ojos. Al igual que las vasijas sintoístas y las ménoras, las siete capillas que irradiaban del deambulatorio, conocidas como las capillas de las Lenguas, reflejaban el poderoso mensaje interreligioso de San Juan el Divino: cada una de ellas estaba dedicada a uno de los siete grupos étnicos neoyorquinos mayoritarios que habían participado en la construcción de la catedral: escandinavos, alemanes, ingleses, asiáticos, franceses, italianos e hispanos.

Robinson se detuvo cuando estaban acercándose a la capilla de San Martín de Tours. Koster sabía que aquella capilla estaba dedicada al pueblo de Francia y recibía el nombre del soldado romano que se había detenido para socorrer a un mendigo desnudo que estaba tendido en el arcén en las inmediaciones del pueblo de Amiens. Martín se había cortado la capa con la espada y le había dado la mitad al mendigo. Aquella noche, en una visión, había visto a Jesús abrigándose con la media capa que le había dado y le había oído decirle a los ángeles: «Este es Martín, el soldado romano que no ha recibido el bautismo. Pero me ha vestido». Más adelante, Martín fue bautizado y nombrado obispo de Tours y con el tiempo fue canonizado.

Koster recordó aquello mientras dejaba atrás la puerta y la capilla se presentaba al fin ante sus ojos. Por algún motivo no lograba quitarse de la cabeza la imagen del mendigo. Entonces vio a la hermana María y a Michael Rose. Y a Sajan de pie entre ellos.

Aunque recordaba perfecta y dolorosamente sus últimos encuentros, Koster no albergaba ningún resentimiento hacia la hermana María. La observó con un asombroso desapasionamiento. Era como si ella fuera una ecuación en el margen de una pizarra que lo desconcentraba. Al igual que Michael Rose. La atención de Koster estaba clavada en Sajan, que tenía un aspecto demacrado y atemorizado y una mancha de sangre seca en la mejilla.

La hermana María se adelantó, empujando a Sajan delante de ella. Rose intervino desde un lado. Juntos se dirigieron lentamente hacia Koster y se detuvieron cuando estaban a apenas dos metros de distancia.

Koster sacó el sobre de la chaqueta.

—¿Es ese? —le preguntó Rose.

—Es este —contestó Koster. No podía apartar los ojos de Sajan. Pero ella no le devolvía la mirada. Era evidente que estaba aterrorizada. Observó que le temblaban los labios. Y la sangre en la cara... Le habían hecho un corte allí mismo, en la mejilla, justo debajo del ojo derecho.

—¿El último fragmento? —insistió Rose.

—El último fragmento —asintió Koster—. ¿Te han hecho daño, Savita?

—¿Cómo está tan seguro?

Koster esperaba aquella pregunta.

—Porque si no lo fuera me habría convertido en un charco de materia gelatinosa, como el difunto Damien Lacey.

—¿Ha probado la máquina de Dios? ¿Ha abierto la puerta?

Koster asintió.

Michael entrecerró los ojos con suspicacia. La monja le tiró de la manga y le dijo algo que Koster no acertó a oír. Rose alzó la vista con una sonrisa y dijo:

—La hermana María se resiste a despedirse de Sajan hasta que nos ofrezca una prueba que nos lo demuestre.

—Habíamos hecho un trato. —Nick Robinson salió de entre las sombras—. ¿Quiere el esquema o no? —Macalister se plantó a sus espaldas.

—Tu padre te está esperando —dijo Koster.

—¿Qué? ¿Qué es lo que ha dicho? —Michael Rose se puso tenso, de puntillas.

—¿Cómo crees que se siente, Michael? ¿Crees que está orgulloso de ti, que está orgulloso de las cosas que has hecho? ¿De todo lo que te propones hacer? Claro que últimamente no habláis mucho, ¿verdad?

Rose fulminó a Koster con una mirada envenenada.

—Es un farol —se burló—. Usted no conoce a mi padre. Y además, siempre está de retiro. Sigue sin tener pruebas de que el último fragmento sea auténtico.

—Supongo que tendrás que confiar en mí.

—Ese era el trato —insistió Robinson—. Y un trato es un trato.

Rose titubeó momentáneamente y después asintió. Entonces la hermana María se adelantó, alargando la mano con una expresión completamente impasible; sus facciones eran una tabla rasa. Koster le entregó el sobre. Sin mirar dentro siquiera, la monja se dio la vuelta y regresó con Rose.

—Ahora es vuestro turno —les dijo Koster—. Entregadnos a Savita.

—Me temo —repuso Michael Rose mientras recogía el sobre— que su palabra no es suficiente.

—En ese caso —dijo Koster—, cogedme a mí.

Sajan alzó la vista por primera vez.

—No lo hagas —exclamó.

—Soy el único que conoce el esquema. Me necesita.

—Si te vas con ellos —le advirtió Robinson— no volverás nunca.

Rose se rió entre dientes.

—¿Está dispuesto a ocupar el lugar de la Babilonia Misteriosa?

—Prueba el último esquema —lo desafió Koster, adelantándose un paso—. Si tu máquina de Dios no funciona, siempre puedes deshacerte de mí más adelante. Suéltala. Ella ya no te sirve de nada.

—¿Daría su vida por esta mujer? ¡Qué delicioso! Qué irónico que en la búsqueda del evangelio de Judas nos ayude una traidora tan exquisita.

—Ya tienes lo que has venido a buscar —insistió Koster—. Suéltala.

—No tiene ni idea, ¿verdad? —continuó Rose—. Supongo que ella no se ha molestado en decírselo. La que lo traicionó fue su novia. Venga. Dígaselo. —Empujó a Sajan hacia delante, pero esta se negó a alzar la vista—. Ella sospechaba desde el principio lo que significaban esos esquemas. En Inglaterra. Y cuando se dio cuenta de que el mapa no llevaba al evangelio de Judas y de que probablemente Robinson también lo sabía, cuando se dio cuenta de lo que era la máquina de Dios realmente, ¿qué fue lo que hizo? Traicionarlo. Así es. ¿Cree que aquella noche en París iba a acostarse con usted? Iba a llevarse los archivos que guardaba en el teléfono. No quería que Robinson construyera una máquina de Dios. Y cuando el arzobispo Lacey se puso en contacto con ella siguiendo mis instrucciones nos ayudó encantada. Créame, no tuvimos que convencerla demasiado. ¿Cómo cree que le seguíamos el rastro en Europa? ¿Quién cree que nos dijo que el esquema de Da Vinci estaba detrás del retrato de Cecilia Gallerani? Yo le prometí que destruiría todos los fragmentos del mapa y con ellos la máquina de Dios. Para siempre. Y lo haré... a su debido tiempo.

Koster observó a Sajan, que miraba fijamente al suelo, con el rostro tan blanco como el pavo del jardín, y a continuación se volvió hacia Robinson.

—¿Tú lo sabías?

—Lo sospechaba —admitió Robinson.

—¿Cómo que lo sospechabas?

—La carta dirigida a Turing. Savita te dijo que yo no sabía nada de eso, pero te mintió. —Robinson meneó la cabeza—. Yo autoricé el robo, Joseph. Los que la robaron fueron mis hombres. Se disponían a mandarle la carta a Macalister cuando los caballeros le echaron el guante. Savita estaba desesperada. Ya habías descubierto que te había ocultado que era masona y miembro de la GLF. Así que trató de confundirte confesando algo que ya habías descubierto y convenciéndote de que Macalister era una especie de espía. Intenté advertírtelo.

—No, no lo hiciste —le espetó Koster—. Confiabas en que te consiguiera el tercer fragmento del mapa porque amaba a Savita. Si me hubieras dicho la verdad tal vez no habría completado la máquina de Dios. —Koster se volvió hacia Sajan—. ¿Es verdad?

Savita eludió su mirada.

—¿Es verdad? Dímelo, Savita. Solo quiero oírlo de tus labios.

—Ya sabes que sí —contestó ella. Al fin alzó la vista. Las lágrimas relucían en sus ojos—. Lo siento, Joseph. No quería hacerte daño. Escucha a tu corazón. Ya sabes por qué lo hice. Tenía que hacerlo.

—Todos somos prisioneros de nuestras convicciones. ¿No fue eso lo que me dijiste? —Koster se rió con amargura—. Pues yo también lo soy. Esto no cambia nada. —Se volvió para encararse con Rose—. No tienes intención de destruir la máquina de Dios, ¿verdad? ¿Verdad?

Rose no contestó.

—Te ha seducido —añadió Koster—. Igual que a Da Vinci, que a Franklin. Igual que a Nick. —Se volvió hacia la hermana María—. ¿Es esto lo que quieres?

—El hombre no ha inventado nunca una tecnología que no acabara explotando... con el tiempo —asintió la monja—. Y si alguien va a construir esa máquina prefiero que sea mi Iglesia.

—Lo dices como si esto fuera una carrera armamentística.

—Es que estamos librando una guerra —intervino Rose—, aunque no lo crea. Contra un mundo de falsas confesiones. Es el conflicto definitivo, por el triunfo definitivo... la salvación del hombre.

—Pero la máquina de Dios es una pista falsa —protestó Koster—. Ese deseo es obra de algo mucho más importante que tú. Algo oscuro. ¿No te das cuenta? Es como... como una droga, Michael.

Rose se puso visiblemente rígido.

—Muy bien —dijo. Su voz se había helado—. Ya que se ha ofrecido a entregarse a cambio de la Babilonia Misteriosa, no puedo más que suponer, que aunque ella lo ha traicionado, usted sigue queriéndola. El amor es ciego, después de todo. —Se rió con amargura y miró a la hermana María—. Cuando me asegure de que la máquina de Dios funciona es posible que te deje marchar.

—Eso no formaba parte del trato —objetó Robinson.

Macalister dio un paso hacia la hermana María y se detuvo.

—Haremos un trato nuevo —prosiguió Rose—. ¿No es eso lo que hacen ustedes los empresarios? Aunque me temo que esta vez no está en posición de regatear. Algo me dice que lo más prudente es que nos quedemos con su amante, señor Koster, por si acaso. Aún es posible que sienta la tentación de modificar el mapa. De cambiar el chip... —Rose se volvió hacia la entrada. De pronto se había quedado mudo de asombro.

Koster se volvió. Había un joven sacerdote con sotana negra y alzacuello blanco delante de la puerta de la capilla.

—Lo siento —dijo—. Pero tendrán que marcharse. Está a punto de empezar el servicio.

A medida que aquellas palabras abandonaban sus labios, Koster observó que Macalister avanzaba hacia la monja y estaba a punto de echársele encima cuando se detuvo bruscamente, mirándose la pechera de la camisa. Seguidamente se arañó el pecho con los dedos y se tambaleó.

Robinson alargó instintivamente las manos para sostenerlo cuando se le abrió un agujero en el antebrazo y salió despedido hacia atrás, dando vueltas en dirección a la entrada. Sajan profirió un grito y el joven sacerdote se unió a ella al contemplar horrorizado la sangre que manaba de la herida de Robinson. Miró a Macalister y se volvió hacia la hermana María, que empuñaba una pistola rematada por un silenciador.

Por un instante se miraron los unos a los otros. La monja vaciló visiblemente. Y entonces el sacerdote salió corriendo por el deambulatorio.

La hermana María fue tras él a toda prisa. Koster trató de impedir que saliera de la capilla, pero ella lo apartó de un empujón. Mientras él retrocedía, Michael Rose fue corriendo hacia la puerta, pero no dobló a la izquierda detrás de la monja, sino que se desvió a la derecha, internándose en el deambulatorio.

En alguna parte resonaron de nuevo los cuernos.

Sajan estaba arrodillada al lado de Robinson, haciéndole un torniquete con el cinturón. Robinson estaba inconsciente, aunque la hemorragia estaba remitiendo. Koster observó con impotencia a Rose mientras este desaparecía en el deambulatorio.

—Se escapan.

—Nick vivirá —contestó Sajan—. Pero Macalister está muerto. —A continuación se levantó y fue corriendo tras la monja. Koster quiso seguirla pero ella alargó una mano—. No. Ve a por Rose —ordenó—. Tiene el último fragmento. Yo me encargo de la monja.

Sin esperar una respuesta, Sajan salió corriendo por la galería, en pos de la hermana María. Koster se dio la vuelta y fue tras Rose.

Sajan rodeó el deambulatorio. La monja estaba a punto de dar alcance al sacerdote cuando este dobló a la derecha a través de una apertura en el muro y se precipitó hacia unas escaleras que llevaban al coro. Sajan profirió una exclamación de advertencia cuando la hermana María blandió la pistola, apuntó y disparó.

La bala acertó en el hombro al sacerdote, que se tambaleó pero siguió subiendo las escaleras. La monja disparó de nuevo, pero la bala se estrelló contra la pared a escasos centímetros de su cabeza, arrancando esquirlas de piedra. El sacerdote siguió subiendo los escalones. Casi había llegado al último cuando la monja disparó por tercera vez. En esta ocasión la bala le acertó en la espalda. El sacerdote echó los brazos al cielo mientras entraba en el coro. La sangre le brotó del pecho. Alguien gritó y otra persona lo secundó. El alarido se propagó, pasando de unos labios a otros, un sonido tan preñado de horror y miedo que parecía absorber todo el aire de la iglesia.

Sajan recorrió el deambulatorio a la carrera, le asestó un golpe en la espalda a la monja y la rodeó con la mano para arrebatarle la pistola. La hermana María salió despedida. Y la pistola también. La monja se estrelló contra el muro con un terrible golpe sordo, pero cuando Sajan se abalanzaba hacia ella para golpearla de nuevo había rodado por el suelo y estaba subiendo a gatas los escalones del coro.

Aquel espacio se llenó de un terrible estruendo, pisadas enloquecidas y los alaridos estridentes y aterrorizados de cientos de personas que abandonaban apresuradamente sus asientos en dirección a las salidas.

Mientras Sajan recorría los escalones del coro en persecución de la monja, Koster estaba dando la vuelta al deambulatorio, y vio a Michael Rose justo delante. Parecía que le faltaba el resuello o estaba cansado, pues de pronto se tambaleó y aflojó el paso. Solo entonces, cuando el transepto apareció ante sus ojos, Koster se dio cuenta de la razón. El pasaje estaba atestado de gente que corría y se daba empujones, gritando de terror como bestias en un matadero.

Michael Rose titubeó, deteniéndose y mirando en derredor. Pero cuando se percató de que Koster estaba detrás de él se arrojó contra la muchedumbre que forcejeaba en un torbellino de codos y rodillas. Rose se vio empujado hacia un lado y cayó al suelo, derribado por el muchacho de la mochila. Koster observó que se trataba del mismo chico que había visto en la puerta. Rose trató de ponerse en pie, pero la turba aterrorizada era implacable. El pastor desapareció unos instantes en un remolino de piernas y reapareció con la cara salpicada de sangre. Se arrastró hacia la seguridad de una pared, lejos de la masa de parroquianos frenéticos.

La única alternativa era volver al deambulatorio. Rose se irguió trabajosamente y se dirigió hacia Koster, acercándose cada vez más hasta que, de pronto, saltó hacia un lado, metiéndose por otra hendidura en el muro que conducía al coro. Koster fue tras él.

Cuando Rose subió el último escalón del coro se detuvo un instante. Parecía aturdido y confuso. La escaramuza con la muchedumbre debía de haberlo afectado, se dijo Koster, y subió corriendo las escaleras detrás de él. Casi le había dado alcance cuando Rose se dio la vuelta y le asestó una violenta patada. Koster interceptó el golpe con el brazo y se arrojó sobre el pastor, derribándolo.

La mayoría de los bancos estaban desiertos. Solo quedaban algunos coristas atónitos o quejumbrosos. Los dos monjes budistas estaban acurrucados alrededor del cuerpo del sacerdote que se había desplomado cerca del altar.

En un lado del coro, Sajan y la hermana María estaban librando un cruento combate. Al otro, Koster se precipitaba contra Rose.

Saltó sobre él y ambos dieron vueltas y más vueltas, al tiempo que hacían aspavientos y trataban de golpearse mutuamente. Aunque Michael Rose era mucho más fornido y pesado, Koster consiguió inmovilizarlo y le dio puñetazos en la cara, aquellas facciones flácidas, pastosas y blancas, aquellos ojos azules y aquellos labios rojos que la sangre había teñido de escarlata.

Rose gritó y miró más allá de Koster, a los arcos en lo alto.

—¡Dispara! ¡Dispárale ya!

Koster golpeó de nuevo a Rose y echó una ojeada hacia el techo. Allí, inclinada sobre el antepecho, en el triforio del norte, había una figura ataviada con un pasamontañas y una especie de uniforme. Y estaba apuntándoles con el arma.

El tiempo pareció detenerse. Koster esperó con los ojos cerrados pero no se produjo ningún disparo.

—¡Dispara! —chilló Michael—. ¡Dispara! ¡Que dispares, coño!

La figura se irguió y se echó al hombro el rifle de alta precisión. A continuación, se giró y se escabulló entre las sombras.

Koster se levantó. Rose le tiró de los tobillos, tratando desesperadamente de derribarlo de nuevo sobre las baldosas, pero Koster le asestó una patada en la cara con todas sus fuerzas.

Michael salió despedido hacia atrás. La sangre describió arcos mientras rodaba hacia los bancos del coro.

Sajan y la monja se habían enzarzado en un mortífero abrazo. La hermana María había inmovilizado a Sajan sobre los bancos del coro y le rodeaba el cuello con las manos.

Koster separó a las dos mujeres, asió la mano de Sajan y ambos salieron corriendo hacia la abertura en el muro y saltaron escaleras abajo. Koster se dirigió hacia el transepto, pero los parroquianos fugitivos habían bloqueado las salidas.

No tenían escapatoria, comprendió Koster. ¡Estaban atrapados en el deambulatorio! Entonces divisó una puerta en la pared a pocos metros de distancia.

—¡Por aquí! —exclamó.

Avanzaron de la mano por el deambulatorio y Koster abrió la puerta de un empujón. Pero esta no daba a una salida, como esperaba, sino a una angosta escalera de piedra que se internaba en las sombras.

Koster buscó a tientas un interruptor, pero no había ninguno. La escalera de caracol se sumía en las tinieblas hasta perderse de vista. En dirección al sótano, sin duda. Miró hacia arriba. Parecía que las escaleras ascendían hacia el lejano triforio y el claristorio.

—Vamos —la apremió Koster.

—No veo nada —rezongó Sajan.

—Entonces ella tampoco.

Siguieron y Koster se tropezó casi al momento. Las escaleras eran muy empinadas y estaban construidas con una piedra resbaladiza. Y no veía nada. Debían abrirse paso a tientas, un paso tras otro. La escalera parecía no tener fin, describiendo un arco hacia la torre.

—¿Adónde vais? —dijo una voz a sus espaldas. Era la hermana María—. No podéis esconderos en ningún sitio.

Apretaron el paso y siguieron subiendo las escaleras.

—Koster la lleva21 —exclamó la monja, más abajo—. Estoy harta de este juego. No hay ningún sitio adonde ir. Deteneos y enfrentaos a mí.

Koster subía las escaleras dando saltos, remontando los escalones de dos en dos. Sajan iba detrás. De pronto divisaron una luz en la escalera. ¡Había una abertura más adelante! Una especie de puerta. Subieron más y más hasta que Koster comprendió que se estaban acercando a la galería. Habían llegado al triforio. Koster escaló a toda velocidad por las escaleras. Casi habían llegado cuando oyó el grito de Sajan.

Koster se asomó a la escalera. El rostro de la hermana María había salido de la penumbra. Aquella sonrisa. Y aquella mano, que empuñaba esa pequeña hoja de acero y estaba aferrando el talón de Sajan.

—Ayúdame —exclamó esta, intentando desasirse.

Koster tiró de ella y la arrastró los últimos escalones, a través de la puerta, hasta desplomarse en el suelo de la galería.

La monja, implacable, siguió trepando, persiguiéndolos como un cangrejo. Seguía empuñando el cuchillo unido al rosario que llevaba alrededor del cuello. Sajan trató de escabullirse a cuatro patas. Koster alargó la mano para protegerla cuando la hermana María atravesó de repente la entrada, saltando por el aire con la hoja en la mano, y sintió que le atravesaba la diestra. Gritó y retiró la mano, pero el cuchillo no se desprendió; estaba clavado a los tablones del suelo.

La hermana María se arrastró hacia delante, sonriendo, al tiempo que retorcía los tendones y el cartílago de la mano como si fueran espaguetis. Koster gritó. Entonces ella extrajo la hoja. Mientras se debatía tratando de liberarse, Koster oyó el sonido del rosario, semejante al que habría emitido un insecto, rodeándole el cuello. Sintió que las cuentas se tensaban y que la cuerda le pellizcaba la piel. Trató de gritar pero el sonido quedó sofocado en su garganta.

—Quita tus putas manos de mi hombre —vociferó Sajan. Hubo un golpe terrible y después otro.

Koster se desplomó hacia delante. La presión del cuello había desaparecido súbitamente. Se incorporó con esfuerzo.

Sajan estaba de pie junto a la hermana María, agarrándole la cabeza y golpeándola contra la jamba de la puerta. Luego cayó al suelo de repente.

La hermana María había conseguido aferrarle uno de los tobillos.

Sajan gritó y trató de desasirse. Entonces gritó de nuevo y Koster se dio cuenta del motivo. La monja había metido la punta del dedo gordo en el corte que le había hecho en el talón y estaba tirando del tendón como si se tratara de la cuerda de un contrabajo.

Koster se puso en pie de un brinco, se adelantó y le propinó una patada a la hermana María, que salió despedida por la puerta y se precipitó escaleras abajo hasta perderse de vista.

Sin detenerse, Koster asió la mano de Sajan y ambos huyeron. La arcada del triforio iba de un extremo a otro de la nave, de este a oeste. Atravesaron una puerta por la que se accedía a un pasillo oscuro y estrecho que flanqueaban en un lado paneles de madera tallada y en el otro, grandes bloques de piedra. A gran distancia divisaron el coro y la nave a través de la celosía y salieron corriendo bajo una tenue luz moteada, y casi habían llegado al final del pasillo cuando se dieron cuenta de que el paso estaba bloqueado más adelante por un montón de leña. Una vez más, atrapados. Sin escapatoria.

Se dieron la vuelta para retroceder, pero entonces la monja reapareció al otro extremo del pasillo y se arrojó sobre ellos. Savita estaba delante de Koster y este observaba impotente el enfrentamiento entre las dos mujeres. El pasillo era demasiado estrecho y apretado para rodearla y atacar a la monja.

Sajan estaba usando los codos, meneándolos incesantemente de arriba abajo y de un lado a otro, y acertó a la monja en la barbilla. La hermana María salió despedida contra los paneles. Pero era implacable y siguió dispensando puñetazos. Uno de los golpes impactó en la mejilla de Sajan, que estuvo a punto de caerse entre los paneles. Se enfrentaron y se arañaron, pero como estaban confinadas en el angosto triforio ninguna de las dos atacaba con demasiado ímpetu.

Al fin Koster atisbó una ocasión cuando Sajan se apartó a un lado; entonces alargó la mano y golpeó a la monja, pero al hacerlo dejó el flanco izquierdo al descubierto y ella le propinó una patada en la entrepierna.

Koster se dobló de dolor y al caer de rodillas se lastimó la cabeza al chocar contra los paneles. Exhaló un gemido, se puso en pie y estaba dando un paso hacia la hermana María cuando esta le propinó otra patada. Pero en esta ocasión Koster estaba preparado y la interceptó, solo para sentir el puño derecho de ella en la cara. Se tambaleó hacia atrás.

En ese momento Sajan consiguió deslizarse detrás de la hermana María, asió la toca azul y le tiró de la cabeza hacia atrás, dejándole la garganta al descubierto, y tironeó de las cuentas del rosario que llevaba alrededor del cuello. Sajan apretó la presa.

—Y esto es por cortarme la cara —masculló, arrojando a la monja hacia delante.

La cabeza de la hermana María atravesó los oscuros paneles de madera, haciendo astillas la intrincada celosía. Koster saltó por encima de la monja y asió la mano de Sajan. Ambos oyeron el sonido de los paneles al desprenderse y se volvieron justo a tiempo de verlos derrumbarse, separándose de la galería y surcando el aire hasta estrellarse contra el suelo de la nave con un terrible estallido. La luz inundó la galería.

Pero la monja no había caído. De alguna manera había logrado apartarse del borde y ahora estaba haciéndoles frente.

La hermana María tenía un considerable tajo sanguinolento que iba desde encima del ojo derecho hasta la punta de la mandíbula. La toca se le había desprendido y tenía la cabeza descubierta. Pero la monja no tenía el exuberante cabello castaño que Koster esperaba, sino que estaba prácticamente calva, a excepción de algunos ralos mechones grises que descendían hasta los hombros.

Koster se dio la vuelta con un gemido y empujó a Sajan hacia delante. Recorrieron el pasadizo a trompicones. Casi habían llegado a la puerta que conducía a la escalera cuando Koster sintió que algo le cortaba la mano. Se tambaleó y se dio la vuelta, apoyando una mano en los paneles, tratando desesperadamente de no caerse. Cuando se giró hacia la monja la hoja le atravesó de nuevo la piel con tanta facilidad y destreza, justo debajo de las costillas, en esa parte carnosa, que al principio no supo de qué se trataba. El dolor era insoportable.

—Espera aquí —dijo suavemente la monja, y Koster sintió su dulce aliento en la cara—. Volveré a por ti después. —Entonces, sorprendentemente, lo soltó.

Koster se derrumbó.

Sajan estaba delante del sol. Puso los ojos como platos al observar la hoja ensangrentada en la diestra de la hermana María.

—Había hojas en la carretera —dijo la monja—, pero no resbalaba tanto. Esa no fue la causa del accidente.

El rostro de Sajan se puso ceniciento. No había paneles cerca de la puerta de la escalera y la balaustrada de piedra maciza había sido sustituida por una vieja barandilla metálica.

—¿Qué es lo que has dicho? —Sajan miró la puerta. Por un momento Koster pensó que iba a darse la vuelta y salir corriendo hacia la escalera. La verdad era que rezaba por que lo hiciera. Pero no fue así. Sajan se quedó petrificada, encarándose con la hermana María.

—Me acuerdo del niño pequeño que estaba en la ventana —prosiguió la monja—. ¿Cómo se llamaba? Marc, o Maurice. Sí, Maurice. Un nombre muy poderoso para una persona que se hizo pedazos de esa forma, cuando el coche se estrelló contra la zanja. Murió al instante.

—Maurice —repitió Sajan, retrocediendo otro paso hacia la barandilla.

—Pero el hombre —continuó la monja—, tu marido, Jean-Claude, tardó mucho tiempo en morir. Varios minutos. Sufrió.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque estaba observando. Las muertes que parecen más inocentes son de hecho las más elegantes.

—Estás mintiendo.

—¿Ah sí? El arzobispo Lacey deseaba silenciar a la vieja condesa. Sus constantes intentos de publicar el evangelio de Tomás y difundir mentiras gnósticas estaban empezando a convertirse en una molestia. Pero no quería que se transformara en una mártir. De modo que le sugerí la solución perfecta. Le dije que podía acabar con la condesa de otra forma. A través de su hijo. Tu marido. Maurice fue un giro inesperado de los acontecimientos. Un plus, por decirlo de alguna manera.

La hoja plateada surcó el aire, errando por poco la mejilla de Sajan.

Esta aferró la muñeca de la monja y se la retorció con un poderoso movimiento. La monja gritó y soltó el crucifijo.

Koster observó impotente el combate entre las dos mujeres, que se arañaban mutuamente.

Entonces le pareció que la hermana María se tropezaba con el hábito.

Sajan la golpeó una y dos veces en la cara.

La cabeza de la monja salió despedida hacia atrás y la hermana María se aferró a la barandilla.

—Que Dios me perdone. —Sajan se arrojó contra ella, juntando los dedos a modo de lanza, y golpeó a la monja justo debajo de la barbilla, en la hendidura de la yugular.

La hermana María salió volando hacia atrás. Se escuchó el sonido del metal al romperse. La barandilla estaba empezando a ceder. La monja trató de asirse al aire, pero no había nada a lo que agarrarse y se tambaleó al borde del precipicio.

Sajan alargó la mano, tal vez cambiando de opinión, como para coger los dedos extendidos de la monja. Pero su mano se cerró sobre las cuentas del rosario de la hermana María, que resbaló hacia atrás, haciendo aspavientos, y el rosario se rompió al caerse ella. Dio una voltereta hacia atrás, atravesando el haz de un foco, se retorció y se dio la vuelta. Luego su cuerpo se estrelló contra el suelo del deambulatorio con un audible chasquido.

Sajan seguía aferrando el rosario y siguió con la mirada las cuentas mientras resbalaban del hilo, una tras otra, caían a través del aire y llovían sobre el cuerpo destrozado.

Koster se puso en pie a duras penas, respirando entrecortadamente, y fue hacia ella. A lo lejos se escuchaba el estridente alarido de las sirenas que se acercaban.

—Vamos —la apremió—. Tenemos que salir de aquí.

—¿Y Nick?

—Ya ha ido al piso franco.

—¿Cómo lo sabes?

Koster meneó la cabeza, estremeciéndose de dolor.

—No sé cómo lo sé. Pero lo sé. ¿No confías en mí?

Sajan tenía lágrimas en los ojos. Miró al cuerpo tendido sobre las losas de abajo.

—Sí, confío en ti. La cuestión es...

Koster le sostuvo la mano, se la apretó y contestó:

—Con mi vida.

Nueva York

Tardaron más de cuarenta minutos en llegar al centro en taxi y era casi mediodía cuando al fin llegaron a la capilla de la Avenida B. Al principio les costó encontrarla, pues la capilla estaba en un apartamento de la calle Cuarta. Irónicamente, formaba parte de un comedor de beneficencia que regentaban los Pequeños Hermanos de Jesús, una orden francesa que había fundado en los páramos del norte de África un monje llamado Charles de Foucauld.

—Es una orden católica —observó Koster, apartándose de la placa de la pared.

—Una capilla católica es el último sitio donde nos buscarán. Nick ha sido astuto escogiendo este sitio. Además —añadió Sajan—, conozco a los Petits Frères. Tienen un retiro cerca de Tamanrasset, en Argelia. Son una agrupación honrada, puede que la más cristiana de todas las órdenes católicas. No tenemos nada que temer de ellos.

Llamaron al timbre y entraron en el edificio. Mientras atravesaban el vestíbulo un joven de ojos azules con el pelo negro rapado salió de un despacho para recibirlos.

—¿En qué puedo serviros? —les preguntó cortésmente—. La cocina está cerrada. Es pronto para la cena.

Debían de tener un aspecto horrible.

—¿La capilla? —quiso saber Koster—. ¿Está por ahí? —Señaló hacia el fondo del pasillo.

El joven observó la camiseta salpicada de sangre con la que se había vendado el estómago.

—¿Necesita que lo lleve a un hospital? —Hablaba con acento francés.

—No —respondió Koster, mirando al suelo. El taxista que los trasladó al centro le había preguntado lo mismo—. Nada de hospitales. Solo queremos rezar.

El joven se encogió de hombros y señaló por encima del hombro y Koster y Sajan siguieron adelante.

La capilla había sido antaño el salón de un estrecho apartamento ferroviario. Era una estancia diminuta, con apenas espacio para un puñado de bancos y un pequeño altar al fondo. Había una sencilla cruz de madera colgada de un clavo en la pared y un par de ventanas que daban a la calle Cuarta; los visillos filtraban la luz del sol.

Había un hombre sentado en el rincón con el rostro oculto entre las sombras.

—Lo has conseguido —dijo Koster, atravesando rápidamente la estancia y poniéndole la mano en el hombro. Robinson no se movió—. ¿Nick?

—He visto morir a Macalister. —Robinson se dio la vuelta—. He visto cómo exhalaba su último aliento.

—Sí, lo sé —asintió Koster.

—Y han saqueado el templo de Harlem. Deben de habernos encontrado por vía satélite. Han quemado el templo hasta los cimientos. Todos los evangelios... la máquina de Dios... Tantos años...

Robinson se puso en pie tambaleándose. Fue entonces cuando Koster reparó en su brazo. El cinturón que Sajan le había aplicado en la catedral estaba bien apretado alrededor del bíceps, pero de la herida seguía manando sangre.

—Todo ha desaparecido... gracias a ti —concluyó Nick, volviéndose hacia Sajan.

La mujer cruzó la capilla y las sombras de los visillos le salpicaron la cara.

—Ya sabes por qué lo hice, Nick. Nos mentiste. Nos hiciste creer que andabas detrás del evangelio de Judas, pero lo único que querías era la máquina de Dios. Lamento que Macalister haya muerto. Y lamento que hayan quemado todos esos evangelios. Pero no intentes convertirme en tu... tu...

—Judas.

—Iba a decir «chivo expiatorio».

—Nos has traicionado —dijo Robinson. Sacó la Glock—. Y has quebrantado el código de los masones. Ya sabes lo que eso significa.

—Sí, inspector general.

—Baja esa pistola —intervino Koster.

—Apártate de mi camino, Joseph. Ella les entregó el mapa. Todos los fragmentos que te había robado con besos y mentiras. ¿Cómo te hace sentir eso? Les dio la máquina de Dios.

—Se la diste tú —repuso Koster—. Si no hubieras empezado esto ellos nunca habrían descubierto nada.

—He dicho que te apartes de mi camino.

—No lo hice por dinero ni por gloria, ni porque me hubiesen torturado. —Sajan sacudió la cabeza. Koster observó que tenía lágrimas en los ojos a pesar de aquella expresión desafiante—. Lo hice porque la máquina de Dios... no debería haberse construido nunca. Y creí a Michael Rose cuando me juró que iba a destruirla. Lo creí. Tenía que hacerlo. Puede que te lleve hasta Dios, pero... siguiendo un camino falso. ¿Qué es la religión sin la fe, Nick? ¿De qué sirve?

Robinson apuntó a Sajan con la Glock y Koster se arrojó hacia la pistola. Robinson y él se estrellaron contra el suelo, derribando los bancos.

Sajan gritó.

Koster aferró el cañón con las dos manos mientras ambos daban vueltas. Después Robinson consiguió ponerse encima de él, sentándose de lleno encima del estómago y el pecho de Koster, que sintió que se le abrían los cortes del vientre.

Forcejearon un instante. El cañón de la pistola descendía poco a poco. Koster hizo un esfuerzo, apretó con más fuerza y empujó con un resoplido. Ahora el arma estaba a escasos centímetros de su cara. Entonces Robinson se tambaleó. Koster tiró de la pistola con las últimas fuerzas que le restaban y se la arrebató de las manos.

—Se acabó, Nick. —La pistola temblaba en las manos de Koster—. Nadie va a matar a nadie. Se acabaron los asesinatos.

—¿Que es lo que se ha acabado? No se ha acabado nada, Joseph. Aún quedan otros evangelios ahí fuera. Otras pistas de la máquina de Dios.

—Savita tiene razón, Nick. La máquina de Dios es un callejón sin salida.

Robinson alzó la vista sorprendido.

—Creía que habías dicho que funcionaba. Creía que habías dicho que viste a Dios.

—¿Es que no lo entiendes? —Koster arrojó la pistola al fondo de la capilla—. Hemos convertido a la tecnología en nuestro dios. Adoramos a las televisiones de pantalla plana. Los teléfonos móviles y los sistemas inalámbricos no son solo símbolos de estatus social; se han convertido en fetiches. Nos hemos conectado al mundo a través de internet, pero hemos dejado de jugar en el patio. Estamos destruyendo el planeta solo para mantener toda esta basura. Creamos emisiones de carbono y generamos residuos nucleares solo para alimentar el entramado que sostiene nuestra adicción eléctrica. La tecnología no es intrínsecamente mala, pero ¿acaso tiene que costarnos nuestra humanidad y la vida del planeta en el que vivimos? ¿Tiene que sustituir incluso al plano espiritual? Savita tenía razón, Nick. No hacen falta máquinas ni artilugios para tocar a Dios, así como no hacen falta catedrales para rezar, en lugar de sitios como este. —Señaló la capilla con un ademán.

»No te mentí cuando te dije que había visto lo que había visto. Lo vi... todo. Es cierto que Judas era el confidente de Jesucristo y su mejor amigo, tal como revelaba el evangelio de Judas. Judas accedió conscientemente a que lo vilipendiaran durante más de dos mil años como sublime muestra de amor a su maestro. Dios sabía que Judas era el vehículo perfecto para transmitir el primer fragmento del mapa. El esquema de El Minya. ¿Quién mejor que Judas para alzarse de la tumba con esos conocimientos? ¿Quién tenía un incentivo más apremiante? Dios sabía que entenderíamos que Judas nos había revelado la máquina de Dios porque deseaba exculparse y contar la verdadera historia de su papel en la crucifixión de Cristo.

»A lo largo de toda la falla geológica de la masonería a través de la historia —continuó—, Dios nos ha transmitido estos conocimientos secretos de fragmento en fragmento. A Abraham, Da Vinci y Franklin; a Turing y Boole; a Tesla y Edison. Y ahora a Savita. Esperando.

—¿Esperando a qué? —Robinson se puso en pie trabajosamente.

—A que nuestra tecnología avanzara lo suficiente para rivalizar con su presencia en nuestras vidas.

—No lo entiendo.

—Teníamos que ser capaces de diseñar la máquina de Dios para saber que no la necesitábamos —explicó Sajan—. ¿Es eso?

Koster asintió.

—Entonces las acciones de Nick formaban parte del plan. Era esencial que completara la máquina de Dios.

—Esa es la paradoja —asintió Koster—. Como el pecado y el libre albedrío. Dios nos dio una elección. Esperó a que la humanidad hubiese evolucionado hasta un punto en el que la tecnología se hubiera convertido en una deidad, una diosa en sí misma, como el demiurgo. Y entonces nos entregó el último fragmento del mapa. Solo cuando hubiéramos construido la máquina descubriríamos lo que significaba realmente.

—¿Y qué es lo que significa realmente? —Robinson parecía desconcertado.

Koster sonrió.

—La máquina de Dios definitiva es el cerebro humano que nos ha dado Dios. Cuando está en sintonía con la frecuencia fi, mediante el ritual de la oración, el cerebro nos proporciona un acceso directo a Dios. La chispa sagrada está dentro de nosotros, dentro de cada uno de nosotros, tal como proclamaban los gnósticos. No hacen falta intermediarios, ya sean seres humanos, como los sacerdotes o las máquinas. Yo no lo había entendido. Hasta que te conocí. —Se volvió hacia Sajan—. Todo lo que dije de Nick en su despacho fue para ponerte a prueba, para asegurarme de que me amabas. Debería haber aceptado tus sentimientos de buena fe. —Koster titubeó—. El amor no es una prueba matemática. Solo después de que me hubieras traicionado comprendí que nada de eso importaba. Te amaba hicieras lo que hicieras. Así de sencillo. Del mismo modo, no hace falta una máquina para conectarse a Dios, para abrir esa puerta. Solo hay que creer.

—Entonces —dijo Sajan—, lo que estás diciendo es que tu amor por mí fue lo que te convirtió...

—Igual que puede convertir a cualquiera...

—En una máquina de Dios.

—Sin pilas —añadió Koster con una suave carcajada.

—Tu amor por mí —repitió Sajan—. Aclaremos eso. —Y le brindó una sonrisa radiante.

—Yo no le veo la gracia. —Robinson estaba sentado en uno de los bancos con la cabeza entre las manos—. Aunque lo que dices sea cierto, todos los evangelios han sido destruidos. El diario de Franklin... Documentos de valor incalculable... Macalister está muerto... Y por si lo has olvidado, nos están buscando todos los policías de la ciudad.

—No creo que tengamos que preocuparnos más por Rose —repuso Koster—. Por eso el francotirador se fue de la catedral. Y sin Rose, el Gobierno no tiene motivos para proseguir la cacería. Al contrario, estoy seguro de que estarán encantados de esconder todo esto bajo la alfombra. Si saliera a la luz sería otro terrible bochorno para la administración Alder. Sobre todo para el vicepresidente Linkletter.

—¿A qué te refieres? ¿De qué estás hablando?

—Vi al pastor Thaddeus Rose cuando atravesé la máquina de Dios. Si no se habla con su hijo Michael es por una buena razón. Se halla en un retiro, desde luego. Permanente. Está encerrado detrás de un muro, envuelto en plástico, en el sótano de la mansión de Michael en Hollywood Hills. Está muerto desde hace más de una semana. Parece que sorprendió a Michael con una parroquiana adolescente en su despacho y las cosas se les fueron de las manos.

—¿Quieres decir que somos libres para irnos andando tranquilamente? —le preguntó Sajan—. ¿Que nadie nos persigue? ¡Eso es imposible!

Koster sonrió.

—Podemos irnos andando... o mejor dicho cojeando. Pero yo no diría que somos libres exactamente.

—¿Qué significa eso?

—He visto cosas —les explicó Koster—. Algunas eran maravillosas. —Se interrumpió, buscando torpemente las palabras—. He visto a mi hijo Zane. Y también a Mariane. Me tocaron con sus manos y todo el dolor y la culpa que he llevado en el corazón durante todos estos años se desvaneció por las buenas. Desapareció de repente. Como el síndrome de Asperger. He visto a Maurice y Jean-Claude. Estaban felices, Savita. He visto a Franklin y Franky. Y también había cosas... —Meneó la cabeza—. Cosas terribles. He visto cosas que no olvidaré jamás. La máquina de Dios no era el único artilugio que construyó Franklin.

Koster se inclinó delicadamente hacia Sajan y le besó en el corte de la mejilla.

—He visto cosas sobre ti —murmuró.

—¿Qué clase de cosas?

—¿Te suena un bikini de lunares rojos, el día que cumpliste veintiséis años?

Sajan le dio un empujón.

—¡Eso no es justo! —empezó. Luego lo rodeó con los brazos y lo atrajo hacia ella. Lo besó y dijo—: ¿Sabes que ese bikini todavía me vale?

Cuando despertó, Franklin estaba recorriendo el sendero que desembocaba en Dock Creek. Era una mañana de otoño sobrecogedoramente hermosa. El aire era fresco y tonificante y el cielo de un azul cerúleo. Los árboles frutales, los arces y los robles que festoneaban el sendero eran de escarlata y oro y el hedor que siempre emanaba de Dock Creek estaba notablemente ausente, sobrepasado por el aroma del humo de la madera y las hojas ardiendo.

Franky lo estaba esperando en el puente. Llevaba unos pantalones de color azul medianoche y la camisa de rojo pálido que le había confeccionado Deborah... la de los puños y el cuello de color hueso.

Ante la visión de su hijo, Franklin sintió una oleada de placer tan honda que tuvo que detenerse un instante para recuperar el aliento.

Franky se rió entre dientes, lo saludó con la mano y fue corriendo por el sendero hacia su padre. Corrió y corrió y le dio una patada a una manzana que salió volando por el aire, dando vueltas hasta detenerse a escasos metros de Franklin.

Franklin miró fijamente la fruta; era perfectamente redonda, como una pelota o una bala de cañón, como el mismísimo globo terráqueo. Dando vueltas. Corrió y le dio una patada, pero falló. Resbaló sobre unas hojas que el rocío había humedecido y se cayó de culo en el sendero. Pero curiosamente la caída no le hizo daño. Contempló el cielo entre las ramas de los árboles, la suave luz del sol, y se dio cuenta de que el dolor de la gota y las piedras en el riñón se había desvanecido.

Franky se acercó, tapando el sol, miró a su padre y sonrió. Luego le ofreció una mano.

Franklin alargó la suya para cogerla y se vio los dedos por primera vez. Eran fuertes y tersos y no estaban cubiertos de manchas.

Cuando sus manos se unieron, los dedos de Franky resultaban pequeños y pálidos en comparación con los suyos. Franky se echó hacia atrás para ayudarlo a levantarse, pero era demasiado liviano y Franklin volvió a desplomarse, y Franky se cayó encima de él.

Rodaron sobre las hojas. Franklin abrazaba el esbelto cuerpo de su hijo, temeroso de soltarlo, temeroso de renunciar a la fragancia de su piel y la tibieza de su mejilla en la cara.

—¿Eres tú?

El chico volvió a reírse, se tendió bocarriba junto a él y contempló las blancas nubes de algodón.

—¿Estoy soñando? —le preguntó Franklin—. Si es así, no quiero que me despiertes.

—No, padre —contestó el niño—. No estás soñando. —Franky se volvió y miró a su padre—. Estás en casa.

FIN

Notas a