La fuerza de sus puños conquistó el amor de su Ama.
Jason Marshall es atrapado junto con su amiga Beverly Henderson por los esclavistas de Gor, y trasladado al temible y salvaje planeta. Allí, una vez separado de Beverly es convertido en esclavo y adiestrado por las más crueles y refinadas mujeres a fin de convertirse en lo más bajo de la Contratierra: un esclavo del placer.
Una refinada aritócrata, Lady Florence, lo adquiere para su uso personal. Adiestrado por el personal de la hermosa mujer libre, Jason se convierte en un formidable luchador, y la propia Lady Florence se debate contra sus instintos de mujer ante tan poderoso luchador.
Pero el sueño de Jason es conseguir la libertad y rescatar a Beverly...
Capítulo 1
El taxi
—¿Puedo hablar contigo, Jason? Ahora mismo —me dijo.
—Por supuesto, Beverly —respondí.
Nos sentamos en una pequeña mesa situada en una de las esquinas del saloncito. Estábamos en un pequeño restaurante de la calle 128. En un minúsculo candelabro ardía una vela. El mantel era blanco y la plata brillaba suavemente a la luz de la llama.
La joven parecía aturdida.
Nunca la había visto en aquel estado de ánimo. Por lo general, daba la impresión de ser muy intelectual, remilgada y fría.
Me miró.
No éramos lo que se dice amigos íntimos, sino simples conocidos, por lo que no conseguía comprender por qué había pedido que me encontrase con ella en aquel restaurante.
—Has sido muy amable viniendo hasta aquí —me dijo.
—Me complace haberlo hecho —respondí.
Beverly Henderson tenía veintidós años y se había licenciado en literatura inglesa en una de las universidades del área de Nueva York. También yo estudiaba en aquella universidad para conseguir el doctorado en historiadores griegos clásicos. Beverly era una joven pequeña, de senos bien formados, hermosos tobillos y de ligeramente sinuosas caderas. No encajaba muy bien con las recias y lisas mujeres que trabajaban en su departamento. Beverly hacía cuanto podía para adaptarse al comportamiento y atuendo de las demás y había adoptado la severa pose que sus superiores parecían esperar de ella, pero estoy seguro que realmente no engañaba a nadie. Era obvio que ella no pertenecía a aquella clase de mujeres. Todo el mundo tenía que darse cuenta de la diferencia. Estaba observándola. Su cabello era muy oscuro, casi negro, y lo peinaba muy estirado sobre la cabeza anudado en un moño que descansaba sobre su nuca. La tez era pálida y los ojos de un color castaño muy oscuro. Su estatura debía ser poco más de metro y medio y pesar alrededor de cuarenta y dos kilos y medio.
Mi nombre es Jason Marshall, tengo el cabello y los ojos de color castaño, tez más bien clara, mido un metro ochenta y dos centímetros y peso aproximadamente ochenta y cinco kilos. En aquel preciso momento tenía veinticinco años.
Estiré la mano para coger la suya.
Había dicho que quería hablar conmigo urgentemente y aunque yo aparentaba serenidad, los latidos de mi corazón eran acelerados. ¿Acaso había descubierto los sentimientos que por ella albergara desde que me di cuenta de su existencia?
La consideraba una de las mujeres más interesantes entre cuantas conocía. Sé que resulta difícil de explicar, puesto que no era solamente muy atractiva, sino que creo se trataba de algo que existía latente en ella y que no conseguía plenamente comprender. Muchas eran las ocasiones en que había soñado con ella desnuda entre mis brazos, a veces con un collar metálico alrededor del cuello. Traté de apartar aquellos pensamientos de mi mente. La había invitado al teatro, a conferencias, a conciertos, incluso a cenar, pero siempre había rechazado mis invitaciones. Pero, al parecer, yo no era el único en recibir tales negativas, puesto que muchos otros hombres habían corrido igual suerte. Sabía que en muy raras ocasiones salía con hombres. La había visto alguna que otra vez acompañada con lo que pudiera considerarse un amigo, pero todos ellos me habían parecido más bien inofensivos, poco peligrosos aunque, tal vez, bastante aburridos. Y de pronto, aquella misma tarde, me había llamado por teléfono para rogarme que me reuniera con ella en el restaurante. No había dado explicación alguna, tan sólo dijo que deseaba hablar conmigo. Me sentía bastante intrigado cuando cogí el metro para ir al restaurante. Por supuesto tomaría un taxi para llevarla a casa.
Cogí su mano.
—No hagas eso —dijo, retirándola apresuradamente.
—Lo siento.
—No me gustan esas cosas —comentó.
—Lo siento —repetí.
Estaba enojado, pero a la vez, más intrigado que nunca.
—No trates de manipularme. Soy una mujer —me dijo con énfasis.
—¿Acaso lo he puesto en duda? —pregunté sonriendo.
—Quiero decir que soy un ser humano. Tengo mente propia. No soy un objeto, un juguete, una marioneta.
—Estoy seguro que tienes mente propia. Si no fuera así, te hallarías en una condición muy precaria.
—Los hombres sólo valoráis a las mujeres por el cuerpo.
—Pues no lo sabía. Lo que acabas de decir parece la opinión de una mujer que tiene dificultades en valorar su propio cuerpo.
—No me gustan los hombres, aunque he de reconocer, que tampoco me gusto a mí misma.
—No comprendo a qué viene esta conversación —comenté.
En tan breve espacio de tiempo, había tocado dos de los más ambiguos temas que defendía. Primero su insistencia de pertenecer al género femenino para simultáneamente, suprimir toda femineidad, exaltando el ideal asexual de la persona. Lo menos que puede hacer una mujer, es ser sincera en lo referente a su femineidad. Aquello parecía un ardid para inhibir, si no era para destruir la propia sexualidad. Era por supuesto, un instrumento útil para las mujeres con ambiciones políticas. En tal caso me parecía algo muy sensato. Ese tipo de mujeres reconocen que la sexualidad y el amor de los seres humanos es un gran obstáculo para conseguir el éxito deseado. El deseo de enamorarse pudiera ser fatal para sus designios. La segunda ambigüedad era la paradójica combinación de hostilidad hacia el hombre, unida a la envidia que sentían hacia su sexo. Resumiendo, este tipo de mujeres odian al hombre, y no obstante, desearían ser hombres. Precisamente odian a los hombres porque no son hombres. Consecuencia natural de todo ello, era que descontentas de sí mismas, sentían hostilidad hacia su propia persona. La solución de tal dificultad es muy sencilla, debe aceptarse lo que uno es. El hombre su masculinidad y la mujer su propia femineidad.
—No existe la diferencia de sexo —dijo ella.
—No estoy tan seguro —respondí.
—Soy igual que tú —insistió.
—No sé por qué razón hemos de liarnos en una discusión sobre el tema. ¿Qué aceptarías como evidencia del error de tu razonamiento?
—Lo único que nos diferencia, son unas pequeñas variaciones anatómicas —respondió.
Aquella conversación empezaba a enojarme. Inicié un gesto como para abandonar la mesa.
—¡Por favor, no te vayas, Jason! —inclinó el cuerpo sobre la mesa y cogió mi mano, para luego con celeridad abandonarla.
Ocupé la silla de nuevo. Apenas nos conocíamos y, sin embargo, había usado mi nombre. Supongo que fui débil, pero sentía curiosidad. Además, era tan hermosa.
—Gracias, Jason.
—¿Por qué quieres hablar conmigo? Antes rara vez estábamos juntos.
—Tenía mis razones.
—Rehusabas hablar conmigo.
—Me asustabas, Jason.
—¿Cómo es eso? —pregunté.
—Había algo en ti, aunque no sé cómo explicarlo. Hay una fuerza o virilidad en ti —me dijo levantando la vista— que resulta ofensiva. ¿Comprendes?
—Lamento haber dicho algo que pudiera alarmarte.
—No era nada que dijeras o hicieras. Era más bien algo que presentía.
—¿Cómo?
—Es algo que tienes distinto a los otros.
—¿Y qué es eso?
—Eres un hombre.
—¡Pero qué tontería! Has de conocer a cientos de hombres.
—No, no como tú.
—¿Y qué temías? ¿Que te mandara a la cocina a hacerme la comida?
—No —respondió sonriendo.
—¿Que te mandara al dormitorio para que te desnudaras? —pregunté.
—Jason, por favor —dijo bajando la cabeza para ocultar su rubor.
—Lo lamento —dije, aunque en mi interior sonreía. Pensaba que podría resultar muy agradable dirigir a la encantadora señorita Henderson al pequeño dormitorio de mi apartamento y despojarla de sus atuendos.
—Quería hablarte por varias razones —dijo.
—Escucho.
—No me interesas. Lo comprendes, ¿verdad?
—De acuerdo.
—Nosotras las mujeres, ya no tememos a los hombres como tú.
—Está bien. Sigue.
Pero no habló, se limitó a bajar la cabeza.
—Miremos el menú —dijo.
—Pensé que querías hablar.
—Tomemos algo ahora.
—Está bien. ¿Te gustaría algún aperitivo?
—Sí —respondió.
Pedí un aperitivo y luego la cena. El camarero era atento, pero no opresivo. Bebimos y comimos en silencio.
—Jason —me dijo mientras sorbíamos el café—, te dije que no comprendía lo que me estaba ocurriendo y es verdad.
—También me dijiste que querías hablar con alguien —comenté.
—Así es.
—Pues habla.
—Pensarás que estoy loca.
—Si me lo permites, te diré que creo que tienes miedo.
Me miró fijamente.
—Hace unos meses empecé a tener unas sensaciones y unos deseos poco normales en mí.
—¿Qué clase de sensaciones? —pregunté.
—Sensaciones que la gente suele calificar como femeninas. Pero es que tengo miedo. Además sufro sueños terribles.
—¿Qué clase de sueños?
—Casi no me atrevo a contárselos a un hombre. ¡Son horrendos!
Callé. No quería empujarla a una situación desagradable.
—He soñado, y más de una vez, que era una esclava, que sólo llevaba encima unos harapos, o incluso que estaba completamente desnuda; tenía un collar metálico alrededor del cuello, me marcaban como a las reses y me veía obligada a complacer a los hombres.
—Comprendo —dije. Mis manos agarraban el borde de la mesa. Estaba aturdido. Tenía los ojos fijos en mi bella compañera. Jamás pensé que pudiera sentir tal lujuria, tan acuciante deseo de poseer a una mujer. No osaba mover un solo dedo.
—Acudí a un psiquiatra, quien me dijo que aquellos sueños o pensamientos eran normales. Luego busqué a una psicóloga.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Algo muy extraño. Cuando expliqué mis sueños, reaccionó como una furia calificándome de pena desvergonzada e impúdica.
—Un proceder muy poco profesional —comenté sonriendo.
—Después pidió excusas y consiguió dominar su ira.
—¿Acudiste de nuevo a ella?
—Unas cuantas veces, pero ya no volvió a comportarse de aquella manera. Acabé por no acudir a las visitas.
—¿Has visitado a otros psiquiatras y psicólogos, tanto masculinos como femeninos?
Ella afirmó con la cabeza.
—Existe una gran variedad de categorías en este campo y muy en especial en la psicología. Si das unas cuantas vueltas, es casi seguro que encontrarás alguien que te dirá lo que tú quieras oír, sea ello lo que sea.
—Lo que deseo oír es la verdad, sea cual sea.
—Pero es posible que la verdad realmente sea lo que menos quieras oír.
—¿Cómo es eso posible? —preguntó.
—Verás. Supongamos que la verdad es que, en tu interior, tienes sentimientos de esclava.
—¡Oh no! —dijo casi gritando. Azorada ante su incontrolada exclamación, bajó el tono de la voz—. No, no puede ser eso. —Luego añadió—: ¡Eres odioso, verdaderamente odioso!
—¿No existe posibilidad alguna de que admitas que en tu interior puedas albergar sentimientos de esclava?
—Tal cosa, por supuesto, es imposible.
—No obstante eres muy bella y muy femenina.
—No creo en la femineidad.
—¿Se lo has dicho a las hormonas que hay en tu hermoso cuerpo?
—Sé que soy femenina. No puedo evitarlo. Simplemente no puedo evitarlo. Has de creerme. Sé que es algo despreciable pero no puedo luchar contra ello. Me siento avergonzada. Quiero ser mujer en el verdadero sentido de la palabra, pero soy demasiado débil, demasiado femenina.
—Creo que no es malo ser uno mismo.
—Además tengo miedo. El verano pasado no me atreví a ir a un crucero por el Caribe.
—¿Tienes miedo al famoso Triángulo de las Bermudas? —pregunté.
—Sí. Tenía miedo de desaparecer. No quiero desaparecer. No quiero ser esclava en cualquiera de los otros planetas.
—Son miles los aviones y los barcos que cruzan el Triángulo de las Bermudas, sin que les ocurra nada.
—Supongo que sí —dijo en tono conciliador. Luego me preguntó—: ¿Has oído hablar del planeta Gor?
—Naturalmente, pero no es más que un mundo de ficción. Por lo que sé, el Triángulo de las Bermudas y Gor nada tienen en común. —Luego, con una sonrisa, añadí—: Si los traficantes de esclavos han decidido llevarte a su país, querida, no esperarán a que te decidas a ir al Caribe.
—¿Crees que Gor existe? —preguntó.
—¡Por supuesto que no! No es más que una novela. Nadie cree en su existencia.
—Pues yo he realizado unas investigaciones y hay muchos datos inexplicables. Creo que algo se está urdiendo. ¿No es acaso posible que los libros de Gor sean utilizados para preparar a la Tierra, ante la inminente revelación de la existencia de la Contratierra?
—¡No seas absurda!
—No creo que John Norman sea el autor de La Saga de Gor.
—¿Por qué no ha de serlo?
—Porque me lo han presentado y he hablado con él. Su estilo de hablar nada tiene que ver con el de los libros.
—Siempre ha dicho que es sólo el editor. Da a entender que es el trabajo de otros escritores, y en especial, de alguien llamado Tarl Cabot.
—Un tal Cabot desapareció hace algún tiempo.
—Norman dice que recibe los manuscritos por mediación de un hombre llamado Harrison Smith, quien probablemente sea el verdadero autor de las novelas.
—Harrison Smith no es el verdadero nombre, puesto que Norman usó un seudónimo para proteger a su amigo. También he hablado con Harrison Smith y dice que recibe los manuscritos, pero que sabe tanto de su origen como cualquiera de nosotros.
—Me parece que estás tomando todo esto demasiado en serio. Estoy seguro que Norman cree que tales manuscritos no son más que una novela.
—Por supuesto. De esto estoy completamente convencida.
—Pues si él, que es el autor o el editor, cree que no son más que ficción, me parece que tú podrías pensar de idéntica manera.
—¿Puedo decirte algo que me ocurrió?
Aquellas palabras me hicieron sentir incómodo, pero contesté sonriendo.
—Naturalmente. ¿Acaso viste un tratante de esclavas de Gor?
—Es posible.
La miré fijamente.
—Creerás que estoy loca.
—Habla, por favor —dije tratando de animarla.
—Posiblemente haya sido una incauta al no ocultar mis pasos al interesarme por el asunto, y no dudo que haya más de una docena de personas que estén al corriente de mis indagaciones. —Continúa.
—Esto podría explicar la llamada telefónica. Un hombre me dijo que fuera a una dirección, si realmente estaba interesada en el Planeta Gor. Ésta es la dirección —dijo abriendo el bolso y sacando una hoja de papel que me entregó. La dirección era en la Calle 55, Eastside.
—¿Fuiste a este sitio? —pregunté. —Sí.
—Fue una estupidez. ¿Qué ocurrió?
—Llamé a la puerta y me dijeron que entrara. El apartamento estaba bien amueblado, y en un sofá, tras una pequeña mesa de café, estaba sentado un hombre recio, de manos grandes y muy viril. «Entre querida. No tenga miedo», me dijo sonriendo, «De momento no corre usted ningún peligro». — ¿Qué ocurrió entonces?
—Me dijo: «Acérquese y quédese ante la mesa». Luego añadió: «Es usted muy bonita. Quizás haya posibilidades». — ¿Qué quería decir con esas palabras? —No lo sé. Empecé a explicarle quién era, pero me interrumpió levantando una mano, asegurando que ya sabía mi nombre. Yo le miraba aterrada. Sobre la mesa había una jarra de vino y una copa que parecía un cáliz. Nunca había visto uno como aquél. Tenía un aspecto tan primitivo. «Tengo entendido que usted sabe algo referente al planeta Gor», dije. Ignoró mi comentario. «Arrodíllese ante la mesa», ordenó. — ¿Lo hiciste? —pregunté. —Me arrodillé —admitió ruborizándose. Envidié el poder que aquel hombre parecía ejercer sobre la bella Beverly Henderson.
—Luego me dijo que vertiera vino en la copa hasta llegar al segundo círculo marcado en su interior. Lo hice y coloqué el cáliz, de nuevo, sobre la mesa. «Ahora desabróchese la blusa», ordenó textualmente.
—Supongo que abandonarías el apartamento hecha una furia.
—Me desabroché la blusa. «Ahora haga lo mismo con los pantalones», ordenó.
—¿Lo hiciste? —pregunté incrédulo.
—Sí. «Quítese la blusa y bájese los pantalones hasta las rodillas, y ahora los panties hasta mostrar el ombligo.»
Apenas podía creer lo que oía.
—¿Conoces el significado de mostrar el ombligo? —me preguntó.
—Creo recordar que en los libros de Gor lo denominan el vientre de la esclava.
—Luego me dijo que cogiera la copa y que la apretara contra mi cuerpo. Lo hice, pero al parecer, estaba demasiado alta, ya que ordenó que la bajara y presionara con más fuerza. Todavía me parece sentir el frío metal contra mi cuerpo. Luego me dijo: «Ahora levante la copa hasta los labios y bésela lentamente, a continuación ofrézcamela con los brazos extendidos y la cabeza inclinada hacia abajo».
—¿Obedeciste? —pregunté.
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé —respondió enojada—. Nunca había visto un hombre como aquél. Una fuerza que ignoraba parecía emanar de su persona. Es difícil de explicar, pero sabía que estaba obligada a obedecerle y sin cometer equivocación alguna.
—Muy interesante —comenté.
—Cuando hubo bebido el vino colocó la copa sobre la mesa diciendo que era imperfecta en mis movimientos, pero que era bonita y quizás pudieran adiestrarme. Luego me dijo que podía vestirme y abandonar la estancia. Me vestí, pero antes de marchar le dije que me llamaba Beverly Henderson. Supongo que lo hice porque deseaba hacer constar mi identidad. Me contestó que ya lo sabía y preguntó si era un nombre que me gustara. Respondí afirmativamente y entonces añadió que disfrutara de él mientras pudiera, ya que acaso no gozara del mismo durante mucho más tiempo.
—¿Qué quería decir con aquellas palabras?
—No lo sé. Le rogué que se explicara, pero se limitó a repetir que debía abandonar el apartamento. Estaba muy enfadada y dije que había ido para recibir información acerca de Gor, pero en lugar de responder a mi requerimiento, se limitó a decir que aquella misma tarde debía haber aprendido mucho referente al planeta. Le dije que no comprendía y respondió que era una lástima que fuera tan estúpida, puesto que eso haría que el precio fuese muy inferior. Quise saber a qué precio se refería, y me respondió sonriendo que ya debía saber que existían hombres que pagarían por mi belleza.
—Continúa.
—Estaba furiosa. Le dije que jamás me habían ofendido de aquella manera y se limitó a sonreír, mientras me aseguraba que a una mujer libre se le permite crear problemas y ser indisciplinada y que siguiera ese proceder mientras me fuera posible. Antes de abandonar la habitación, me informó que siempre disponían de una o dos cápsulas, además de las destinadas al suministro habitual, por si se presentaba alguna mercancía excepcional, y aseguró que yo, con el debido entrenamiento, ejercicio y dieta, podía resultar algo muy excepcional.
—¿Cuándo ocurrió todo eso? —pregunté.
—Hace dos días. ¿Qué opinas?
—Pienso que es una broma de muy mal gusto, incluso algo peligrosa. No se te ocurra nunca acudir de nuevo a tales citas.
—No tengo intención de hacerlo —respondió con un ligero temblor.
—¿Has contado lo que te ocurrió a la policía?
—Sí. Pero al día siguiente. No obstante, aquel hombre no había cometido ningún crimen y yo nada podía probar. Sin embargo, decidieron investigar. Dos agentes me acompañaron a aquella dirección.
—¿Qué explicación dio aquel hombre?
—No hubo explicaciones, porque el apartamento estaba vacío. No había ni muebles ni cortinas, y el portero insistió que llevaba vacío desde hacía una semana. No había razón para que los agentes no creyeran sus palabras. Es posible que le hubieran pagado para que callara y que trabajase para aquel hombre. No lo sé. Los agentes me advirtieron que no les gustaban esa clase de bromas, pero me dejaron ir sin mayores problemas. Ha sido un asunto muy penoso para mí.
—Tiene todo el aspecto de una broma muy elaborada.
—¿Pero por qué ha de hacer alguien una cosa así?
—No lo sé.
—¿Crees que debe preocuparme todo eso?
—No, por supuesto, que no —dije haciendo una seña al camarero.
—Pagaré la parte que me corresponde —dijo ella con celeridad.
—Ya me cuidaré yo de la cuenta.
—No —dijo algo irritada—, no quiero depender de ningún hombre.
—Como quieras —dije.
Al parecer, Beverly Henderson tenía un temperamento muy agresivo. Imaginé que si existiera Gor, el látigo pronto enmendaría su caracter. Al salir nos detuvimos ante el guardarropa para recoger mi abrigo y su capa.
Ató los cordones de su capa y abandonamos el restaurante.
—Pararé un taxi —dije.
En ese instante las luces de un coche se encendieron. Había estado aparcado todo el tiempo aproximadamente a una manzana de distancia.
—¡Eh! —grité levantando la mano al ver que era un taxi.
El coche se paró ante nosotros.
—Te llevaré a casa —ofrecí.
El conductor bajó del taxi y abrió la puerta.
Beverly Henderson y yo nos sentamos uno junto al otro. El taxista dio la vuelta al coche y en un instante estuvo ante el volante. Le dimos nuestras direcciones. Beverly vivía más cerca del restaurante que yo.
Sobre el asiento contra el cual el taxista descansaba la espalda, había una larga ranura que coincidía con otra exactamente igual en el techo del coche. Tenía una anchura aproximada de un centímetro y medio. Arrancó y se introdujo en el tráfico de la calle 128.
—¡Taxista! —dijo Beverly de pronto—. Ha equivocado el camino al girar.
—Lo siento —repuso el hombre.
Extendió una de sus manos hasta colocarla debajo del volante y bajó dos palancas. Oí el movimiento de algo metálico en la puerta que había en mi lado. Casi al mismo tiempo llegó hasta mí el mismo sonido procedente de la puerta que estaba junto a Beverly. Continuó el camino sin intentar variar la dirección.
—Taxista, ha equivocado la dirección —repitió Beverly Henderson.
Él ignoró sus palabras.
—Gire aquí mismo —ordenó al aproximarnos a una esquina, pero el hombre continuó recto sin escucharla.
—¿Es que no me oye? —casi gritó adelantando el cuerpo.
—¡Cállate, esclava! —ordenó el hombre.
—¡Esclava! —gimió.
Me sobresalté. Casi al instante levantó una palanca junto al asiento y un grueso cristal, o escudo, emergió del respaldo del taxista y encajó en la ranura que había en el techo. Se oyó un siseo procedente de nuestras espaldas. Empecé a toser. Un gas incoloro invadía la parte trasera del coche.
—¡Pare el coche inmediatamente! —ordené golpeando sobre el cristal. Era tan grueso que estoy seguro que el hombre no podía oírme.
—¿Qué está ocurriendo? —gimió Beverly.
El coche, ahora, había acelerado la marcha. Súbitamente descubrí que no había manecillas en las puertas y que era imposible bajar las ventanillas.
—¡Pare el coche! —grité a través de la tos.
—¡No puedo respirar! —dijo Beverly a mi lado.
Tampoco era posible abrir las puertas. No podía respirar. Los ojos me escocían. Me incliné sobre las piernas de Beverly, e intenté abrir su puerta, pero fue inútil. Entonces comprendí el significado de aquel sonido metálico. Tenía que haber una especie de cerrojo a cada lado que impedía que las puertas se abrieran. Volví a mi lado y traté de presionar contra la puerta. Soy un hombre fuerte, pero resultó inútil.
La chica lloraba y tosía a la vez.
De nuevo, esta vez con los puños, golpeé sobre el cristal que nos separaba. No cedía.
—¡Taxista, por favor, pare! —gemía ella.
Sentía que mis pulmones iban a estallar. Me quité el abrigo y la chaqueta con el fin de taponar una de las aberturas circulares que se hallaban a nuestras espaldas, y por las que el gas se filtraba en nuestro compartimiento. No conseguí mi propósito, ya que los orificios estaban protegidos por unas rejillas metálicas. El gas continuaba invadiendo nuestra parte del taxi.
Probé de arrancar las rejillas e introducir la chaqueta en los agujeros, pero no lo conseguí.
La chica se echó hacia delante presionando las manos y el rostro al cristal que nos separaba del conductor.
—¡Por favor, taxista, pare! ¡Le pagaré bien! Soy bonita y si quiere dejaré que me bese, pero déjeme salir de aquí. ¡Por favor! —continuaba gimiendo mientras arañaba sobre el cristal.
Yo, por mi parte, volví a golpear el cristal con fuerza, pero aquél no era un cristal corriente. Tampoco lo era la carrocería del coche.
Mis pulmones estaban a punto de estallar. Inhalé profundamente y el aire penetró en ellos. Sentí náuseas. Sabía que las moléculas de aquel gas ya pronto estarían en mi sangre. Sacudí la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
La chica cayó hacia atrás tosiendo. Encogió las piernas hasta colocarlas sobre el asiento. Me miró aterrada.
—¿Qué van a hacer conmigo, Jason?
—No lo sé. No tengo idea de lo que harán.
Todo se oscurecía por minutos a mí alrededor. Recuerdo que miré a Beverly de nuevo. Recuerdo que segundos antes que la niebla me absorbiera, vi su delicado tobillo y pensé que resultaría encantador dentro de un aro de metal. Me pregunté qué harían conmigo. Ya no recuerdo más.
Capítulo 2
Las jeringuillas
Sentí una corriente de aire frío cuando abrieron la puerta del taxi. Empezaba a recobrar el conocimiento. Vi, entre brumas, cómo sacaban a Beverly Henderson del coche y luego dos hombres me arrastraron por los brazos hasta el exterior. Nos hallábamos en lo que parecía un garaje. El suelo era de cemento y sobre él habían colocado a Beverly reposando sobre el estómago. Cuatro bombillas que colgaban del techo iluminaban el local. También a mí me colocaron sobre el estómago y sentí cómo tiraban de mis brazos hasta unir las muñecas con esposas a mi espalda. Desde aquella posición veía a cinco hombres; el taxista, tres hombres de aspecto tosco, dos de ellos con chaqueta y el otro con jersey, y el quinto con traje muy arrugado y corbata mal ajustada a su garganta. Era un hombre alto, recio, de manos grandes y aspecto muy viril.
—Despierta, esclava —ordenó.
Uno de los hombres agarró el cabello de Beverly Henderson con sus dos manos y tiró de él hasta dejarla arrodillada. Despertó dando un grito a causa del dolor.
—¡Usted! —exclamó—. ¡El hombre que estaba en el apartamento!
—No se te ha concedido permiso para hablar.
—No necesito permiso para hablar. ¡Soy una mujer libre y no una esclava!
Gritó cuando el hombre que sujetaba su cabello tiró de él, hasta que la cabeza retrocedió. Sus pequeñas manos trataron de apartar las del hombre, pero fue inútil.
—Sería mejor que te acostumbraras a llamar a los hombres libres «Amo», esclava —dijo el hombre del apartamento.
—No soy una esclava —dijo. Gritó al sentir un nuevo tirón y añadió—: Amo.
El hombre hizo un gesto al que la sujetaba del cabello y éste relajó la tensión, pero no lo soltó. Ella levantó la mirada hacia el hombre recio.
—¿Mejor? —preguntó.
—Sí... Amo.
—Nos hallamos ante un caso muy interesante. Por un lado existe un sentimiento de esclava y por otro, un sentimiento que rechaza este hecho. Es precisamente en ese sentimiento de esclavitud en el que me siento justificado al llamarte esclava. No te rebeles, querida, lo que te digo es la verdad. Eres esclava por naturaleza. Es algo obvio para todo aquel que esté familiarizado con el negocio. Cualquier traficante de esclavas, cualquiera que conozca bien a las mujeres, incluso mujeres que sepan algo de esto, lo aprecian al instante. No debes preocuparte, es algo innato.
—¡No! —exclamó—. ¡No es verdad!
—Tu cultura te ha privado de la satisfacción de realizar tus necesidades de esclava. Descubrirás que hay otras culturas más tolerantes y generosas.
—¡No! —volvió a gritar.
—Colocad a la esclava, de nuevo, sobre el estómago.
El hombre que sujetaba su cabello la empujó y ella paró su caída con las manos. El hombre presionó su cuerpo contra el suelo con uno de sus pies. Vi la marca de su bota en el blanco vestido de Beverly.
—Pon tus manos a los lados de tu cabeza con las palmas sobre el suelo —dijo el hombre del apartamento.
—Sí.
—Sí, ¿qué? —preguntó él.
—Sí, Amo —respondió; luego gimió protestando—: ¡No puede convertirme en esclava!
—La esclavitud no es ningún fenómeno nuevo o desconocido para las mujeres. En la historia hay millones de esclavas. El tuyo no es un caso especial.
Se dirigió hacia una vitrina de metal y sacó un maletín de cuero. Colocó el contenido del maletín sobre una mesa, también de metal, en la que ya había algunos instrumentos. Sacó dos ampollas, algodón y dos jeringuillas.
—No puede hacer una esclava de mí. ¡Soy Beverly Henderson!
—Disfruta de tu nombre mientras puedas. Más adelante llevarás el nombre que complazca a tus amos.
Ahora comprendía las palabras que el hombre le dijera en el apartamento. Por supuesto, una esclava no tenía derecho a nombre propio, estaba obligada a aceptar el que su amo considerara adecuado para ella.
El hombre dejó caer unas gotas del líquido que contenía una de las ampollas en un trozo de algodón.
—Quizás tu amo te permita usar tu nombre. Yo, personalmente, considero que Beverly es un bonito nombre para una esclava.
Al acabar de hablar hizo un gesto al que la había sujetado por el cabello. Éste le rasgó el vestido hasta la cintura por el lado izquierdo, dejando a la vista parte del cuerpo.
El hombre se arrodilló a su lado y frotó su cuerpo con el algodón empapado. Ella se estremeció.
—Está frío, ¿verdad? No es más que alcohol.
—Sí, Amo —susurró.
Dejó el algodón sobre el cuerpo y regresó a la mesa. Con otro trozo de algodón y alcohol esterilizó la segunda ampolla, rompió la envoltura que protegía a la jeringuilla e introduciendo la aguja extrajo un líquido verdoso.
—¿Qué hace? —preguntó la chica que yacía sobre el suelo.
El hombre colocó la ampolla sobre la mesa y se acercó a la mujer. Volvió a arrodillarse a su lado.
—Te preparo para el embarque.
—¿Embarque?
—Por supuesto —dijo quitando el algodón que había dejado sobre el cuerpo.
—¿Hacia dónde?
—¡Qué deliciosamente tonta eres!
—¿Hacia dónde, Amo? —Preguntó—, ¡Oh! —exclamó al entrar la jeringuilla en su cuerpo justo por encima de la cadera izquierda.
Intenté levantarme, pero la bota de uno de los hombres que debía estar a mis espaldas me clavó al suelo.
La chica empezó a llorar. El hombre, después de unos minutos, retiró la aguja. La jeringuilla estaba vacía. Volvió a frotar el área con algodón.
—¿Dónde, Amo? ¿Dónde vamos?
—Pues a Gor. ¿A qué otro sitio podíamos ir?
—Pero Gor no existe.
—Será mejor que no entremos en discusiones inútiles.
—No existe —insistió ella.
—Juzgarás su existencia mucho mejor cuando despiertes encadenada en una mazmorra de Gor.
Se levantó y entregó el algodón y la jeringuilla usada a uno de los hombres que se deshizo de ellos tirándolos a un cajón lleno de desperdicios.
—¡No puede hacer una esclava de mí! ¡No puede! —seguía gimoteando Beverly Henderson.
—Ya lo eres —dijo el hombre bajando la mirada hasta ella.
Ahora sollozaba sin control.
—Descansa, descansa, pequeña esclava —dijo el hombre tratando de consolarla.
—Sí, Amo —dijo ella. No tardó en quedar dormida.
Vi, aterrado, cómo la desnudaban, mientras uno de aquellos hombres sacaba una especie de sarcófago que se abría por uno de sus lados. En el interior había varias correas de cuero. Otro de los hombres amordazó a la joven con una correa de cuero negro. Era una mordaza muy eficaz, que se ajustaba a la nuca mediante dos hebillas. Supuse que no querían correr el riesgo de que se recuperase de los efectos de la droga antes de tiempo. El hombre alto y recio sacó un maletín de cuero rectangular en cuyo interior había unos seis pequeños grilletes de lo que parecía una colección completa de una veintena de objetos similares.
Ahora, amordazada, yacía inconsciente sobre el suelo de cemento.
El hombre alto escribió algo en una pequeña libreta y, a continuación, lanzó una de aquellas esposas al que había amordazado a Beverly.
Era un pequeño grillete que aquel hombre colocó alrededor del tobillo izquierdo de la joven, cerrándolo con un seco sonido metálico. Comprendí que sería imposible desprenderse de él, a no ser que alguien quisiera verdaderamente quitárselo.
—¿H-4642? —preguntó el hombre alto.
—Así es —dijo el otro hombre levantando el tobillo de Beverly e inspeccionando el grillete. El hombre alto cerró la libreta haciendo un gesto al que estaba junto a ella y en un segundo, sin cambiar palabra alguna, desde mi posición en el suelo, observé cómo colocaban a la joven sentada dentro del sarcófago. La tapa quedaba a su izquierda. Primero ajustaron la cabeza. Las correas que servían de mordaza tenían un aro junto a las hebillas y éste se acopló a otro aro colocado en el interior del sarcófago. Luego rodearon su cintura con un ancho cinturón de cuero negro que también pertenecía al envase. Ataron las muñecas de manera que las palmas de las manos quedaran expuestas, y por último ataron los tobillos. Para ello, debido al reducido tamaño del sarcófago, tuvieron que levantar las rodillas.
El hombre alto y recio miró a la joven sonriendo. Sin lugar a duda el precio sería elevado.
Reconozco que no era conecto que yo mirase a la joven, pero me resultaba imposible evitarlo. Me había parecido muy hermosa vestida pero, ahora, desnuda era verdaderamente sensacional. Imaginé el sentimiento de fuerza y poder que un hombre experimentaría al tener una mujer como aquélla a sus pies.
—Cerrad el envase —dijo el hombre alto.
Vi cómo cerraban la tapa ocultando en el interior a Beverly Henderson con tan sólo un grillete numerado alrededor de su tobillo izquierdo. Ahora dos de los hombres se ocupaban de enroscar unos diez tornillos. En la parte superior aprecié dos pequeños agujeros de unos tres centímetros de diámetro para permitir que la joven pudiera respirar. Era totalmente imposible abrir el sarcófago desde su interior.
—¡Llevad el envase al camión! —ordenó el hombre alto.
Dos de los hombres cargaron con el sarcófago y lo sacaron del local. Un tercero les precedió, con toda seguridad para abrir el camión.
Sentí una corriente de aire fresco. Supuse que habrían abierto alguna puerta. Tensé mi cuerpo y el peso de una bota me presionó contra el suelo de nuevo.
—No intentes moverte —ordenó la voz del que había sido nuestro taxista.
La corriente de aire fresco cesó y oí cómo la puerta de otra habitación se cerraba de golpe. El hombre alto y recio giró para mirarme.
—La ha tratado como si fuera una mercancía —le dije con ira.
—Es una mercancía, es una esclava —comentó.
—¿Qué piensa hacer con ella? —pregunté.
—Será transportada a Gor donde la marcarán y venderán como esclava al mejor postor.
—¿Cómo pueden hacer una cosa así?
—Muy sencillo. Es mi negocio. Soy tratante de esclavas.
—¿Pero no siente compasión por esas patéticas criaturas?
—No hay por qué compadecerlas, no son más que esclavas.
Volví a sentir la corriente de aire fresco y unos instantes después cesó. Los tres hombres reaparecieron en el local.
—El envase ya está en el camión con los otros —dijo uno de ellos.
Me sobresalté. Aquellas palabras significaban que había otras chicas que compartían el horrible destino de Beverly Henderson, pero también me percaté de que la atención de aquellos cinco hombres se centraba en mí. Empecé a sudar. Tenía miedo. Ni a ella ni a mí nos habían vendado los ojos y, por consiguiente, no temían ser identificados en el futuro.
—¿Qué... qué piensan hacer conmigo? —pregunté.
El que había sido nuestro taxista empezó a girar a mí alrededor hasta pararse a unos dos metros de mí. Vi que tenía un revólver en la mano. De uno de los bolsillos de su chaqueta extrajo un silenciador que ajustó al arma.
—¿Qué piensan hacer conmigo? —insistí.
—Has visto demasiado y, la verdad, no nos eres útil —dijo el hombre alto.
Traté de levantarme, pero dos de los hombres volvieron a clavarme en el suelo. Por el rabillo del ojo vi cómo se aproximaba a mí con el revólver y sentí el frío del metal sobre la sien.
—No disparen, por favor —gemí.
—¡No mereces ni el precio de una bala! —dijo el hombre alto y recio—. Ponedlo de rodillas y utilizad el cable.
El taxista guardó el revólver. Dos hombres me agarraron por los brazos y me arrodillaron con las manos sujetas a la espalda por esposas. El quinto hombre, el que había abierto la puerta para que sacaran el sarcófago, se colocó a mis espaldas y sentí cómo deslizaba alrededor de mi cuello un cable fino que anudó sobre mi nuca.
—Tengo que recoger el último encargo de la noche —dijo el taxista.
—Nos encontraremos en la autopista —comentó el hombre alto.
El taxista afirmó con la cabeza.
—Hemos de estar en el punto de embarque a las cuatro de la mañana.
—No sale del trabajo hasta las dos, pero la estaré esperando.
—Iremos algo justos de tiempo. De todos modos, podemos inyectarla y envasarla en el camión.
Sentí cómo el cable apretaba mi garganta.
—¡Por favor, no... no me mate! —gemí.
—Será muy rápido —dijo el hombre alto.
—¡No, no me mate! —rogué de nuevo.
—¿Suplicas que te conceda la vida? —preguntó el hombre alto.
—¡Sí! —susurré.
—¿Pero qué podemos hacer contigo?
—¡No me mate... no me mate... por favor! —tartamudeé moviendo ligeramente las rodillas.
El hombre me miró. Me hallaba de rodillas, indefenso, ante él.
—Nosotros no somos tan cobardes —dijo uno de aquellos hombres.
—Es verdad —admitió el hombre alto, pero continuó mirándome—. Me pregunto si existe una posibilidad para un macho, no un hombre, como tú.
—No comprendo —empecé a decir.
—¡Cómo os desprecio! No sois más que unos estúpidos, unos cobardes que os habéis dejado arrebatar las prerrogativas de vuestro sexo. Sois demasiado débiles y miedosos para ser hombres de verdad.
Aquellas palabras me sorprendieron, pues me consideraba muy viril entre los hombres de la Tierra, incluso había sido acusado de ser excesivamente viril. Y, ahora, aquel hombre me hablaba como si desconociera el verdadero significado de la palabra. Estaba anonadado.
—Es un traidor —dijo uno de los hombres que me sujetaba por el brazo—. ¿Cuál es la sentencia?
El hombre alto y recio miró a los demás. Sentía el cable alrededor de mi cuello.
—¿Cuál debería ser la sentencia? —preguntó.
—La muerte —dijo uno de los hombres.
El hombre alto me miró.
—Me pregunto si no existe alguna esperanza para ti.
—Sólo la muerte —dijo otro de los hombres.
—O quizás algo más —musitó el hombre alto.
—No comprendo —dijo aquel que primero había pedido mi muerte.
—Miradle bien. ¿No es un típico hombre de la Tierra?
—Sí, sí —corearon.
—Y, no obstante, sus facciones son simétricas y su cuerpo, aunque algo fofo, es grande.
—Eso es verdad —confirmó uno de los hombres.
—¿Creéis que una mujer podría encontrarlo agradable? —preguntó.
—Es posible.
—Colocadlo boca abajo y atadlo de pies —dijo el hombre alto y recio.
Sentí cómo me quitaban el cable alrededor del cuello y, luego, me tiraron sobre el suelo de cemento. Me quitaron el cinturón y con él ataron mis tobillos. Casi al instante rasgaron la camisa y sentí el frío algodón empapado en alcohol aplicado a mi costado izquierdo y, enseguida, el pinchazo de la aguja penetrando en mi carne.
—¿Qué piensan hacer conmigo? —pregunté aterrado.
—No hables.
Sentí el líquido entrar en mi cuerpo. Al parecer la cantidad que introducían era mayor que la que le habían inyectado a Beverly. El líquido era doloroso. Cuando terminó frotó de nuevo con el algodón.
—¿Qué piensan hacer conmigo? —susurré.
—Te vamos a llevar a Gor con nosotros. Hay un pequeño mercado que posiblemente se interese por ti.
—Gor no existe.
Se levantó y tiró el algodón y la jeringuilla.
—¡Llevadlo al camión! —ordenó.
Dos de los hombres me levantaron del suelo.
—¡Todos estáis locos! —grité—. ¡Gor no existe! ¡Gor no existe! —insistía, mientras me llevaban hacia la puerta.
Entonces perdí el conocimiento.
Capítulo 3
Lady Gina
El dolor me despertó. Grité. Intenté levantarme pero no pude. Sentía como si me sujetaran las muñecas y los tobillos. Había algo pesado alrededor de mi cuello. Me apoyé sobre las manos y las rodillas. Al parecer había enloquecido. No era posible creer lo que veía a mí alrededor. Estaba desnudo y encadenado. El látigo cayó de nuevo sobre mí, y grité antes de desplomarme sobre el estómago. Yacía sobre un suelo de grandes bloques de piedra. Tenía las muñecas encadenadas a una argolla, los tobillos a otra y bajo mi cuerpo no había más que paja húmeda. No había ventanas en aquella habitación y la iluminación, que procedía de una única lámpara colocada en un nicho, era muy tenue. Todo olía a rancio y húmedo. Me pareció que aquella habitación era un sótano muy profundo. Era consciente del pesado collar metálico que rodeaba mi cuello y pensé que debía haber algún pequeño anillo en la parte que quedaba en la nuca, puesto que oía su leve tintineo cada vez que movía la cabeza.
El látigo volvió a caer sobre mí una y otra vez.
—Basta, basta —grité.
Las tiras de cuero cesaron de morder mi carne. Observé que la gravedad era mucho más ligera, por lo que comprendí que no estaba en la Tierra.
Me giré, asustado, para ver a la persona que me azotaba.
Era una mujer de un metro sesenta de altura y de un peso aproximado de sesenta y cuatro kilos. Sostenía el látigo con las dos manos. Jadeaba ligeramente. Era fuerte y musculosa y su figura impresionante. Vestía una chaquetilla y pantalones cortos muy prietos de cuero negro. Su estómago, brazos y piernas, eran extremadamente blancos. Un aro de oro rodeaba su brazo izquierdo. Los ojos y el cabello, que sujetaba con una banda de cuero, también eran muy negros. Un grueso cinturón con una gran hebilla descansaba sobre sus caderas y usaba una especie de sandalias, semejantes a botas, adornadas con tachuelas. Del cinturón pendía un gran llavero, con numerosas llaves, una cadena y, casi a su espalda, un par de esposas.
Intenté girar mi cuerpo ya que estaba completamente desnudo, pero ella levantó el látigo y volvió a azotarme.
—Eres una mujer —gemí con las lágrimas en los ojos, debido al inmenso dolor del azote.
—No me insultes —dijo ella, volviendo a cruzar mi cuerpo con el látigo.
Empezó a girar en derredor de mi cuerpo, parándose a pocos centímetros de la argolla a la que mis manos estaban atadas. De nuevo traté de ocultar mi desnudez, girando sobre mí mismo, pero ella ordenó:
—Arrodíllate ante mí y separa las piernas.
Obedecí avergonzado.
—Las personas libres podemos mirarte cuanto nos plazca.
—¡Hablas inglés! —exclamé.
—Un poco. Hace unos cuatro años mis superiores consideraron conveniente que aprendiera ese idioma. Una cautiva, graduada en lingüística, me enseñó. Cuando hube aprendido lo suficiente se deshicieron de ella.
—¿La mataron? —pregunté.
—No —contestó sonriendo—. Era inteligente y atractiva. La vendieron como esclava. La adquirió un hombre muy fuerte. Estoy segura que le servirá bien.
—¿Tienes aquí a una chica terrestre que se llama Beverly Henderson? —pregunté.
—Los esclavos no tienen nombre a no ser que complazca a su amo dárselo.
—Es muy bonita, de cabellos y ojos oscuros y un poco más de metro y medio de altura.
—¡Oh! Una pequeña belleza.
—Sí.
—Me hubiera gustado adiestrarla.
—¿Dónde puede estar? —pregunté.
—No lo sé. Ella y las otras encapuchadas fueron enviadas a distintos mercados. Pronto aprenderán a ser buenas esclavas. Era una buena remesa. Los amos estarán contentos.
Gemí. Qué sino fatal esperaba a Beverly Henderson y a sus compañeras de esclavitud.
—¿Tienes, acaso, idea de dónde pueden haberla enviado? —insistí.
—No, no me informan del destino de la mercancía.
—¿Por qué me han encadenado? —pregunté levantando mis muñecas.
—Eres más bien estúpido —dijo dando vueltas a mi alrededor—, pero eres bien parecido y podrías resultar atractivo a alguna mujer.
Volvió a pararse ante mí haciendo que me sintiera consciente de las cadenas que sujetaban mis muñecas y tobillos.
Se acercó a mí y con el extremo del látigo golpeó el metal que rodeaba mi cuello.
—Esto es un collar —dijo mientras con la mano izquierda agitaba la pieza unida al collar. Comprendí que era lo que había sospechado, una especie de anilla. Cuando la soltó cayó sobre los huesos de mi columna. Retrocedió unos pasos para mirarme. Jamás mujer alguna me miró de aquella manera tan objetiva.
—Creo que tendremos éxito contigo.
—Libérame —rogué.
Me azotó dos veces con gran perversidad.
Caí sobre las piedras y la paja. Intenté cubrir mi cabeza con los brazos, pero cinco veces más me azotó sin compasión.
—Échate de espaldas —ordenó.
Lo hice. Yacía a sus pies. Ella acarició mi costado con las tiras de cuero de su látigo.
—Sí, creo que tendremos éxito. Y, ahora, arrodíllate de nuevo ante mí con las piernas separadas —ordenó.
Obedecí. Tenía miedo. Levanté los ojos para mirar a mi carcelera. Sus ojos eran capaces de producir terror. Eran crueles, duros y dominantes. Jamás había visto ojos que expresaran una voluntad tan inflexible como los de aquella mujer. Bajé la cabeza puesto que comprendí que su voluntad era superior a la mía. Temblaba al pensar en lo estricta que pudiera ser conmigo.
Sentí la punta de su látigo bajo mi mentón forzándome a levantar la cabeza.
—No tengas miedo, esclavo —dijo en tono cariñoso. —No soy un esclavo.
Retrocedió uno o dos pasos y rió. Se alejó hacia la izquierda. El muro por aquel lado tenía la forma de un amplio arco cónico. El área que, por lógica, hubiera quedado abierto, estaba, no obstante cerrado por gruesos barrotes reforzados cada quince centímetros por barrotes horizontales. En aquella pared, también hecha de barrotes, había una pesada puerta. A través de aquella red, podía distinguir un pasillo de unos dos metros y medio de anchura y otra celda que, al parecer, se hallaba vacía. Mi carcelera se paró, erguida y orgullosa con el látigo en la mano, el llavero, la cadena y las esposas colgando del ancho cinturón. — ¡Pródicus! ¡Gron! —llamó.
Dos hombres excepcionalmente altos y fuertes acudieron a su llamada. Su atuendo era similar al de la mujer, pero no usaban chaquetilla, ni banda para sujetar el cabello. El ancho torso de uno de los hombres estaba cubierto de vello, pero el de su compañero era limpio y suave. Los brazos y los muslos de aquellos dos hombres parecían haber sido hechos de hierro. No tenían látigos. Uno de ellos parecía de origen caucasiano y el otro oriental. El cabello del caucasiano era de color castaño e hirsuto, mientras que el oriental había sido rapado a excepción de lo que parecía un airón sedoso y negro. Entraron en la celda empujando la puerta puesto que, al parecer, la mujer la había dejado tan sólo entornada al entrar, aunque también era posible que no la cerraran debido a estar yo encadenado.
Se dirigió a los hombres con un lenguaje que no comprendía, pero distinguí una palabra: «Eslín».
—¿Qué vais a hacer conmigo? —pregunté aterrado.
Los hombres se acercaban y yo trataba de escapar de las cadenas. Oía la pequeña anilla de metal golpear contra el collar que rodeaba mi cuello. Aquellos hombres me levantaron como si fuera una criatura. Nunca había conocido a nadie con semejante fuerza. Me colocaron sobre el estómago, soltaron los grilletes que sujetaban mis muñecas y echaron mis brazos a mi espalda, y en un abrir y cerrar de ojos, uno de aquellos brutos me había esposado. Luego soltaron mis tobillos y, sujetando cada uno de mis sobacos, me pusieron en pie.
—¿Qué vais a hacer conmigo? —volví a preguntar a la mujer.
No se dignó a responder a mi pregunta. En silencio abrió el camino hacia el corredor seguido por mí que, asido por los brazos, era medio arrastrado por los dos hombres.
—¡No! ¡No! —grité.
Me habían colocado de costado con los tobillos cruzados uno sobre otro y atados. Vi cómo izaban un gran trozo de carne que colgaba de un gancho. Me habían obligado a mirar dentro del pozo y ahora oía el rugido de aquellos animales.
—¡No! —supliqué.
Habían atado una maroma alrededor de mi cintura, pasándola a través de mis esposas, de forma que mis manos encajaban en la parte baja de mi espalda.
—¡No! ¡No! —supliqué de nuevo.
Dos hombres asieron otro gran trozo de carne y lo engancharon a otro garfio. Lo izaron hasta quedar balanceándose en el centro del círculo del pozo. Luego fueron bajándola hasta que llegó a mí el sonido de aquellas bestias alimentándose. Jamás había visto animales como aquéllos. Eran en su mayoría de un marrón oscuro, pero también los había negros, de un tamaño incluso de seis metros y de un peso que oscilaba entre cincuenta y sesenta kilos. Tenían seis patas que terminaban en ganas y doble fila de dientes. La cabeza era triangular, como la de las víboras, pero su largo cuerpo era peludo como el de las ratas. Aquellas bestias se retorcían unas sobre otras. Dos hombres me habían sujetado al borde del pozo para que viera el primer ataque de las fieras al primer trozo de carne que se les sirvió. Llegaron a saltar hasta más de nueve metros para alcanzar el suculento bocado, algunos hincando los dientes y rasgando la carne con sus dos patas traseras. Hasta nosotros subían los ensordecedores, aterradores y agudos aullidos, así como los gruñidos y siseos retadores de los animales.
—¡No! —grité, cuando uno de los dos hombres deslizó un garfio por entre las ligaduras de mis tobillos y empezó a elevarme hasta que quedé colgando, con la cabeza hacia abajo, en el centro del círculo del pozo.
—¡Por favor! ¡No! ¡No! —gemí desesperado.
La mujer, a quien yo consideraba mi carcelera, hizo una señal.
Me izaron más alto y por un sistema de maromas me llevaron hasta el borde del orificio, cuyo fondo estaría a unos veinticuatro metros de profundidad.
Sentía a aquellos animales en la profundidad del pozo, su tamaño, su fétido olor, sus movimientos unos sobre otros. Con un esfuerzo moví la cabeza y pude ver varios de sus peludos cuerpos con la cabeza levantada, los ojos brillantes, sus largas y negras lenguas triangulares, las mandíbulas abiertas y la doble fila de sus dientes. Sentí que las sogas se movían y me introdujeron unos treinta centímetros en el pozo.
Una de aquellas bestias saltó hasta pocos metros de distancia, para luego caer aullando sobre los demás.
Me bajaron otros quince o veinte centímetros. Lloraba de desesperación. El collar había caído sobre mi mentón y la anilla metálica ahora presionaba sobre mi barbilla. Me bajaron otros noventa centímetros y a los pocos instantes otros noventa centímetros. Ahora los animales estaban frenéticos, excepto unos pocos que, en grupo, mordían y rasgaban los trozos de carne que les habían dado.
Las sogas se movieron e inicié un nuevo descenso.
—¡Basta, por favor! —supliqué.
Podía ver a la mujer con el traje de cuero negro asomada al borde del pozo y tras ella a los dos brutos que me habían sacado de la celda.
Ahora lloraba y gemía a unos doce metros del fondo del pozo.
La soga volvió a bajar y yo grité con toda la fuerza de mis pulmones.
Aquellas bestias empezaron a saltar y oía el choque de sus mandíbulas a menos de un metro de mi cabeza. Estaba seguro que de un solo mordisco la arrancarían del cuerpo.
Mis gritos se fundían con los hambrientos rugidos de las fieras. La soga se movió y bajé otros treinta centímetros y, casi al instante otros treinta.
Ahora era yo el que aullaba.
Y fue entonces cuando sentí que mi cuerpo era retirado hacia un lado del pozo, e izado hasta alcanzar el reborde del mismo. Los dos brutos que me sacaron de la celda, ahora sacaron el gancho de entre mis atados tobillos y me liberaron de sus ataduras, así como de la soga que rodeaba mi cintura. Otros dos hombres colocaron un gran trozo de carne en el garfio del cual yo había sido suspendido, y lo bajaron al fondo donde los animales empezaron a morderlo y despedazarlo con desespero.
El oriental tiró de mis manos y con una llave abrió las esposas, me las quitó y las colgó en su cinturón. Supuse que eran suyas.
—Arrodíllate —ordenó mi carcelera.
Obedecí aterrado. Podía oír a los animales en el fondo del pozo desgarrando la carne que les habían echado.
—Con las piernas separadas.
Obedecí nuevamente, aunque todavía temblaba.
—¿Te has enterado ya de que eres un esclavo?
—¡Sí, sí! —respondí con celeridad.
—Sí, ¿qué? —preguntó la mujer vestida de negro.
—¡No lo sé! —exclamé aterrado—. ¡No lo sé!
—Sí, Ama.
—Sí, Ama —repetí.
—Y ahora dime: «Soy un esclavo, Ama».
—Soy un esclavo, Ama.
—Y ahora puedes agachar la cabeza y besarme los pies.
Lo hice. Aquella mujer me llenaba de pavor.
—¿Sabes en qué mundo estás? —preguntó—. Se llama Gor.
—Sí, Ama —respondí. Temblaba y estaba al borde del desmayo. Gor existía, existía realmente.
—Mírame, esclavo.
Levanté mis ojos hacia ella.
—Y en Gor, no eres más que un esclavo.
—Sí, Ama.
—En Gor no se permite la más nimia desobediencia en un siervo. ¿Queda eso bien entendido?
—Sí, Ama.
—Además, un esclavo siempre, en todo momento, ha de ser complaciente. ¿Comprendes?
—Sí, Ama.
—Los animales que has visto se llaman eslines. Sus usos son muchos, pero uno de los más comunes es el de perseguir y destruir a los esclavos. Éstos han sido precisamente entrenados para tal propósito.
—Sí, Ama.
—En Gor, cuando un esclavo resulta desobediente o recalcitrante o, simplemente, poco complaciente, se le echa a los eslines a la hora de comer. Incluso hay veces que se echa a algún que otro esclavo a los eslines por mera diversión. ¿Empiezas a comprender lo que es ser esclavo en Gor?
—Sí, Ama.
—Apoya las manos en el suelo. Es decir, ponte a gatas.
Obedecí.
El hombre con el cabello hirsuto dijo algo a la mujer. Ella rió y negó con la cabeza. Intercambiaron una o dos frases y luego los dos hombres que me habían traído hasta aquel terrible lugar giraron y salieron del aposento.
—Me preguntaba si quería que te llevara a tu celda —dijo colgando el látigo en el cinturón. Se acercó a mí e hizo girar el collar hasta que la anilla quedó a mi espalda—. Le dije que no era necesario —añadió descolgando la cadena que pendía de su cinturón—. Le dije que ya te había domado —terminó, ajustando la cadena a la anilla. Estaba a gatas y encadenado como un animal—. Porque ya has sido domado, ¿verdad? —me preguntó.
—Sí, Ama.
—En tal caso regresemos a tu celda.
—Sí, Ama.
—Arrodíllate aquí —ordenó.
Me arrodillé en el lugar que indicaba. Ella desprendió los grilletes que había colgado del cinturón y los colocó en mis tobillos. Giró hasta colocarse ante mí.
—Coloca tus muñecas aquí —ordenó.
Las puse donde ordenaba y cerró las esposas alrededor de ellas. Me quitó la cadena de hierro de la anilla y volvió a colocarla en su cinto.
Había vuelto al punto de partida. De nuevo estaba arrodillado ante ella, de nuevo grilletes y esposas sujetaban mis tobillos y muñecas. Pero, no obstante, existía una gran diferencia; antes se había arrodillado ante aquella mujer un hombre encadenado pero libre. Ahora, sin embargo, era un hombre encadenado pero esclavo.
Se apartó un poco y me miró con interés.
—Cuando te arrodilles ante una mujer libre, mantén siempre las rodillas separadas, a no ser que ella ordene lo contrario.
—Sí, Ama.
—Así me gusta. Y recuerda, los caprichos de tu Ama es lo único que importa. —Sí, Ama. —Según tengo entendido, eres el primer hombre de la Tierra que han importado como esclavo.
—Fue debido a un accidente. Me interpuse en la senda de los tratantes de esclavas. Por favor, devuélveme a la Tierra.
—¡Silencio, esclavo! —ordenó.
—Sí, Ama.
Empezó a girar a mi alrededor. Cuando estaba a mis espaldas habló.
—Una vez estuve en tu planeta. Oí un sonido metálico apenas perceptible. — ¿Oíste un sonido? —preguntó. —Sí, Ama.
—Es el sonido del látigo cuando se desprende del cinturón. Callé.
—Llegarás a conocerlo bien. Sí —continuó—, hace cosa de un año y medio, al servicio de mis superiores, pasé algunos meses en tu mundo. ¿Temes que te azote? —Sí, Ama.
—Allí aprendí la verdadera naturaleza de los hombres de la Tierra, y aprendí a despreciaros.
Aquel sonido metálico apenas perceptible llegó de nuevo a mis oídos.
—Acabo de colocar, otra vez, el látigo en mi cinturón —dijo, mientras continuaba girando a mí alrededor. Se detuvo donde pudiera verla. El látigo pendía de su cinto. —No pienso azotarte ahora. —Gracias, Ama. — ¿Cómo te llamas? —Jason. Jason Marshall. —Tú no tienes nombre. Eres un esclavo. —Sí, Ama.
—Pero Jason puede servir. Te llamaré Jason. A partir de aquel momento era un esclavo con nombre. Se alejó hasta uno de los lados de la celda. Allí, sobre un estante había dos cuencos hondos, que yo ya había visto antes. Cogió uno de ellos y lo trajo donde yo estaba. Contenía trozos de carne. Sostenía el cuenco con la mano izquierda; con la derecha cogió un pedazo de carne. Bajó los ojos para mirarme.
—La transición a esclavo te resultará más fácil que para un verdadero hombre, pero, no obstante, te resultará algo difícil. La miré desesperado.
—Come, Jason —dijo poniendo el pedazo de carne en mi boca. —Sí, Ama. Colocó el cuenco sobre las piedras del suelo y regresó al estante donde había el otro, el cual trajo adónde me arrodillaba. Lo colocó junto al otro en el suelo de piedra. Ambos estaban a mi alcance. El último cuenco contenía agua.
—Baja la cabeza y bebe. No utilices las manos —ordenó.
Bajé la cabeza y bebí.
—Para —ordenó de nuevo.
Dejé de beber. Ella, con el pie, apartó los cuencos fuera de mi alcance.
—El esclavo depende totalmente del amo o de su ama para comer y beber.
—Sí, Ama.
De nuevo, con el pie, acercó los cuencos.
—Ahora, di «Gracias, Ama».
—Gracias, Ama.
—Baja la cabeza otra vez y bebe.
Aunque estaba aterrado bajé la cabeza y bebí.
—¡Cómo te desprecio y cuánto disfrutaré trabajándote!
Ahora temblaba visiblemente.
—Mírame, Jason.
Levanté la cabeza y la miré.
—¿Quién es más fuerte de los dos?
—Tú, Ama —contesté. Jamás me había enfrentado a nadie con una voluntad tan inflexible como la de ella. Era un ser superior. Ella era el Ama, y yo un simple esclavo.
—¿Te asusto, Jason? —preguntó.
—Sí, Ama.
—No tienes más que complacerme, para que la posibilidad de que sigas viviendo se haga realidad.
—Procuraré complacerte, Ama.
—Estoy segura de que lo intentarás, mi lindo Jason —dijo retrocediendo unos pasos—. Después de todo no soy tan terrible. Incluso puedo ser cariñosa.
La miré sorprendido.
—En este mundo, al igual que en el tuyo, hay recompensas para los esclavos que nos complacen. Digamos, por ejemplo, que en el futuro quizás no sea necesario el encadenarte como a una vil esclava, o tenerte desnudo o encerrado en una apestosa celda. Hay lugares mejor acondicionados en este edificio.
Se alejó hasta la puerta de la celda, la cual había dejado abierta. Al llegar a ella, se paró y giró para mirarme. También yo me giré para mirarla.
—Las recompensas y los castigos son prerrogativas del ama, de acuerdo con el tipo y abundancia de placeres que reciba de su esclavo.
—Comprendo, Ama.
—El que mueras, o continúes vivo, es cosa tuya. Pero tampoco olvides que no soy cruel, que mis recompensas pueden ser muchas, cadenas más ligeras, mejores celdas, ropa, comida más abundante y de mejor calidad. Incluso puedo hacer que disfrutes de una mujer. ¿O acaso vosotros los de la Tierra, desconocéis lo que se puede hacer con ella?
Cruzó la puerta y la cerró con un sonido metálico que reverberó por el corredor y demás celdas vacías. Se quedó tras las rejas, mirándome.
—Sí, Jason, eres muy lindo y realmente creo que darás muy buen resultado.
—¿Quién eres? —osé preguntar.
Me miró desde el otro lado de las rejas. Era una mujer alta y fuerte. Su figura resultaba impresionante.
—Soy Lady Gina, tu entrenadora.
—¿Mi entrenadora?
—Sí.
—No comprendo. ¿Qué clase de entrenamiento?
—¿No lo has adivinado? Entreno a los hombres a complacer a las mujeres.
La miré horrorizado.
Cogió una de las llaves del anillo que colgaba de su cinto y cerró la puerta de mi celda.
—Duerme bien, mi lindo Jason. Mañana empezaremos a impartir tus clases —dijo mientras se alejaba.
Capítulo 4
Lola y Tela
—Pon las manos a la espalda —me dijo.
Aún estaba en la celda, pero me habían quitado las cadenas. Me apresuré a obedecer a Lady Gina, quien desprendiendo las esposas que colgaban de su cinturón, las cerró con soltura y profesionalidad alrededor de mis muñecas. Viendo sus precisos movimientos era imposible dudar que había esposado a muchos hombres. Colocó un ancho cinturón hecho de un tejido suave alrededor de mi cintura y luego pasó una ancha tira de un metro y medio de larga por el delantero del cinturón, que estiró por entre mis piernas hasta ajustaría a la parte de atrás del cinturón.
—Esto no es para satisfacer tu modestia, sino porque las lecciones de la lengua goreana te serán impartidas principalmente por esclavas.
—¿Esclavas, Ama? —pregunté.
—Sí —respondió—. Son malolientes y lujuriosas criaturas que han estado en los brazos de muchos goreanos. Esto las incapacita para una posible libertad. La pasión y la crueldad de algunos de sus amos las ha convertido en pequeñas bestezuelas llenas de sensualidad y desvergüenza que no es más que un insulto para la mujer libre. No quiero que se arrodillen ante ti, y te abracen y te besen.
—No, Ama —dije alarmado.
Ahora desprendió la cadena que pendía de su cinto y la enganchó a la anilla que colgaba en la parte de atrás de mi collar. Aquella mañana, cuando me quitaron las cadenas, había aprovechado la ocasión para cerciorarme de que se trataba de una anilla. Era de hierro de un diámetro de dos centímetros y medio. — ¡Vamos, Jason! —ordenó.
La seguí esposado y encadenado como un perro al que llevan a pasear.
—Ésta es Lola y ésta se llama Tela —dijo Lady Gina señalando a las dos chicas.
Estaba aturdido. Jamás en la Tierra hubiera imaginado que mujeres como aquéllas pudieran existir. Me resultaba difícil respirar, pero era comprensible, ya que era la primera vez que veía esclavas goreanas.
Nuestros ojos se encontraron. También ellas me miraban con cierto interés. Las dos eran increíblemente bellas y sus atuendos muy ligeros y escasos, pero esto es poco decir de ellas. Supongo que si nunca has visto a unas esclavas, resultará casi imposible explicar cómo son, y muy en especial, cuando es la primera vez que posas tus ojos en ellas. Imagínate, si ello te es posible, contemplar a la mujer más hermosa que hayas visto, desnuda ante ti con un collar alrededor del cuello y sabiendo que este collar es tuyo y que ella te pertenece y está obligada a satisfacer tus deseos. Esto acaso te haga comprender algo de lo que se siente al ver a una esclava. Las miré. Sus cuerpos eran gráciles y de una increíble belleza, a pesar de ser sus atuendos poco más que diminutos harapos; pero no era eso, por extraño que parezca, lo que las hacía diferentes a todas las demás mujeres. Lo que realmente las hacía distintas, lo que hacía que su belleza fuese mil veces más devastadora y excitante, era que eran esclavas y que pertenecían a alguien.
Las dos chicas se arrodillaron ante Lady Gina. Habló con ellas en goreano y distinguí la palabra «Kagirus», que llegaría a saber mas tarde significaba hombre-esclavo. También oí mencionar «Jason», que era el nombre que me habían asignado. Cómo envidié a Lady Gina el poder disponer de dos bellezas como aquéllas.
Las dos jóvenes la miraban prestando atención a cada una de sus palabras. Hablaba con rapidez y, al parecer, con gran amplitud de detalles.
Una de las jóvenes, Lola, hizo una pregunta a Lady Gina, que respondió con celeridad para continuar dando instrucciones, fueran éstas cuales fueran.
Lady Gina colocó la mano derecha con la palma hacia arriba y la levantó ligeramente. Las dos jóvenes obedientes al gesto, se pusieron en pie. Se volvieron a mirarme. Ambas tenían el cabello y los ojos oscuros, aunque el de Lola era un poco más oscuro que el de Tela. La gente de Gor, tanto hombres como mujeres, igual que la mayoría de los habitantes de la Tierra, de quienes es probable que procedan, son morenos, aunque se exceptúan los moradores de Torvaldsland y algunas otras zonas nórdicas.
Lola debía medir un metro sesenta, y pesaría cincuenta y cinco kilos; Tela era más pequeña y ligera.
—¿Te gustan las chicas, Jason? —pregunto Lady Gina.
Miré a las dos jóvenes. Un trozo de tela gris anudada sobre la cadera izquierda, dejaba expuesta dicha cadera y muslo. Nada cubría la parte superior de sus cuerpos, a excepción de los collares metálicos en cuya superficie había algo escrito, pero que yo no podía leer. Tampoco usaban calzado alguno.
—Sí, Ama —contesté.
—Te enseñarán nuestro idioma.
—Sí, Ama. Gracias, Ama.
—Cuídate de ellas —dijo Lady Gina.
—¿Ama? —exclamé sin comprender sus palabras. Ahora vi que las dos jóvenes tenían unos látigos de mango corto en sus manos.
—Arrodíllate, Jason —ordenó mi dueña.
Obedecí.
Las dos jóvenes colocaron los látigos ante mi rostro.
—Besa los látigos —ordenó Lady Gina.
Hice lo ordenado por la mujer a quien tanto temía.
—Durante las lecciones, ellas me representarán y tendrás que obedecerlas en todo lo que te manden hacer. Estoy segura que aprenderás rápido y bien.
—Sí, Ama —contesté.
—Mira a las esclavas. ¿Te parecen bonitas? —preguntó Lady Gina.
Eran preciosas con aquella cascada de rizos castaños, los collares metálicos, los hombros y senos desnudos, la pequeña falda que dejaba los muslos, piernas y esbeltos tobillos expuestos.
—Sí, las encuentro muy bellas —respondí.
—¿Te gustaría hacerlas tuyas?
—Sí, Ama.
Lady Gina hizo una señal a las jóvenes y, al momento, las dos empezaron a azotarme con sus pequeños látigos.
Bajé la cabeza. Aquel ataque me había sorprendido. Cuando levanté la vista, confuso y temeroso, mi cuerpo escocía en más de una docena de sitios.
Lady Gina dijo algo a Lola y ésta, inmediatamente colocó las manos en la nuca y echó la cabeza atrás arqueando su cuerpo, a la vez que flexionaba las piernas. Supuse que aquélla era una manera de exhibirse ante los amos para su inspección y placer.
—Tus manos están esposadas, Jason. ¡Qué lástima! ¿Verdad que te gustaría tocarla? —Sí, Ama.
Lady Gina hizo una señal a Tela y ésta, con un grito de ira, me azotó dos veces con el látigo. Entretanto, Lola había recuperado su pose habitual y me miraba impasible.
Miré a Lady Gina con lágrimas en los ojos. — ¡Pobre Jason! —exclamó en tono cariñoso. Pero de nuevo, Lady Gina habló con Lola, la bella esclava se arrancó la falda y se dejó caer sobre los azulejos del suelo. Apartó los tobillos y colocó las manos al costado de su cuerpo con las palmas hacia arriba. Empezó a moverse. Semejaba estar encadenada al suelo y querer escapar. Poco a poco sus movimientos se hicieron más débiles y quedó ante mí, como esperando la suerte que el amo se dignara otorgarle. De pronto aparecieron lágrimas en sus ojos. Estaba inmóvil a excepción de morderse el labio inferior, en un intento de controlarse. Era la esclava que yace a los pies de un hombre.
Inesperadamente, Lady Gina la golpeó brutalmente con su pie, añadiendo unas palabras. La joven cerró los ojos y permaneció inmóvil. Lady Gina habló de nuevo. La joven abrió los ojos y me miró. Arqueó el cuerpo hacia mí, para dejarlo caer otra vez sobre las baldosas, mirándome mientras sus hermosos senos subían y bajaban al compás de la respiración.
Apenas podía creer que una mujer pudiera ser tan hermosa y tentadora. Sentía deseos de gritar de alegría ante tal descubrimiento. Pero lo que ignoraba en aquellos momentos era que Lola y Tela no se encontraban, ni mucho menos, entre las más bellas esclavas de Gor.
—¿Te gustaría tenerla entre tus brazos? —preguntó Lady Gina.
—Por favor, no me azotéis —rogué entre gemidos.
—¡Habla, esclavo! —ordenó Lady Gina.
—No, Ama. No quiero tenerla entre mis brazos.
—Puedo matarte por una mentira. Esclavo —rugió golpeándome con fuerza con uno de sus pies.
—Perdóname, Ama —gemí.
—¿Mentiste? —insistió.
—Sí, Ama —dije—. Mentí, mentí. Perdóname, Ama. Por favor, perdóname.
—O sea, ¿que te gustaría tenerla entre tus brazos?
Miré a la chica simulando estar encadenada al suelo.
—Sí, Ama —admití.
Lady Gina se dirigió a las dos jóvenes. Lola se levantó y volvió a sujetar la pequeña falda sobre sus caderas. Ahora las dos tenían sus látigos en las manos.
—Ahora los azotes serán dobles —dijo Lady Gina—, una por haber sido un esclavo cobarde e ignorante al atreverte a mentir a tu Ama, y otra por haber deseado tener entre tus brazos a una mujer bonita.
A continuación recibí mi doble ración de azotes: veinte latigazos por ración. Una vez concluido el castigo, Lady Gina entregó a Lola la cadena que pendía de la anilla de mi collar. Levanté la cabeza, encogiendo los hombros y el resto del cuerpo. Tenía la espalda y piernas laceradas y sangrientas. Al levantar los ojos vi, por primera vez, una profunda y hermosa marca de dos centímetros y medio aproximadamente, en el muslo izquierdo de Lola. Me produjo un sobresalto. Lola había sido marcada. Aquella marca, sobre la carne de una mujer, resultaba sumamente delicada y hermosa. La marca consistía en una línea vertical y otras hacía la derecha, ligeramente separadas, lo que parecía ser dos pequeñas hojas graciosamente curvadas. Más tarde me enteraría que era la letra inicial de la expresión «Kajira», que significaba esclava en Gor.
Respiraba con dificultad debido a los azotes, y el cuerpo me escocía, pero me era imposible apartar la vista de aquella hermosa letra en el muslo de Lola. Busqué el muslo izquierdo de Tela y descubrí el mismo signo en él. Cualquiera que mirase a las dos jóvenes, sabría que eran esclavas.
Inesperadamente Lola cruzó mi vientre con su látigo, mientras Tela lo hacía sobre mi hombro izquierdo. Grité. Miré a mi ama, desconcertado.
—Has osado mirar sus marcas. Al parecer has olvidado que tú también eres un esclavo, Jason.
Lola agitó la cadena que pendía de la anilla de mi nuca y colocó el látigo bajo mi barbilla presionando hacia arriba. Me levanté. Golpeó mi vientre y la parte baja de mi espalda. Erguí mi cuerpo a pesar del terror que me invadía.
—Mira a las esclavas —ordenó Lady Gina—. Mira sus tobillos, sus piernas, su vientre, la belleza de sus senos, de sus hombros, de sus cuellos, de sus rostros y de su cabello.
—Sí, Ama.
—Mirándolas, cualquier hombre sentiría deseos de poseerlas. ¿Verdad?
—Sí, Ama —contesté.
—¿Verdad que te gustaría poseerlas?
—Sí, Ama —dije encogiendo el cuerpo en espera de los azotes.
A una nueva señal de Lady Gina, Lola dejó caer su látigo sobre mí.
—Estoy confundido, Ama. No sé qué hacer. ¿Por qué me tratáis así?
—No es muy distinto de lo que se hace en la Tierra. Allí, exceptuando a los niños, que con frecuencia son maltratados, los látigos son sociales y orales.
La miré horrorizado.
—Es muy similar al trato que un hombre de tu planeta está expuesto. ¿Te gustaría que te quitara las esposas y te diera una de esas dos chicas para que te divirtieses con ella durante una hora?
—¡No! —grité sinceramente.
—¿Cuál de ellas? ¿Lola? ¿Tela?
—¡No, no, Ama!
—Supongamos que te ordeno que hagas el amor a una de ellas para distraerme.
—No podría hacerlo, Ama.
—Pero hace un rato lo hubieras hecho.
—Sí, Ama.
—¿Y ahora?
—Ahora, no. Ahora, no.
—Te estoy enseñando como se enseña a los hombres de la Tierra. Te estoy enseñando a tener tu sexualidad y a reprimirla. El proceso es muy sencillo. Primero se incita y luego se castiga. No tardará en crearse una asociación psicológica entre la sexualidad y el castigo. Llegarás a considerar tus impulsos sexuales como precusores del dolor físico o mental, con lo cual se producirá un estado de ansiedad que afectará el perfecto funcionamiento del acto sexual. Los castigos infligidos en los niños pronto son olvidados, pero los estados de ansiedad cuya explicación desconocen, con frecuencia, perduran. Estas ansiedades, y las normas que se asocian a ellas, referentes a la supresión e inhibición de la sexualidad han de ser controladas por organismos. Se crearon unos mitos para desorientar al hombre de la mutilación que se inició hace largos años. Ya conoces la naturaleza de tales mitos, de tales superestructuras y mecanismos defensivos. Son muchos y muy variados. Oscilan desde la glorificación de un ridículo celibato hasta los chistes obscenos con los que se pretende convertir la sexualidad en algo mezquino y sucio. Entre estos dos extremos, existe una gran variedad de peligrosas represiones sexuales, mucho más peligrosas, puesto que son más sutiles; puritanismos enmascarados, expresiones retóricas diseñadas para eliminar todo razonamiento y reforzar el conformismo social.
—¿Pero cual es la razón de toda esta locura y crueldad? —pregunté.
—¿Por qué el feo desprecia la belleza? ¿Por qué el débil vilipendia al fuerte?
—No lo sé.
—La virilidad en el hombre está relacionada con la sexualidad. El mejor ataque a la virilidad masculina es tratar de destruir su sexualidad. Los hombres son amos por naturaleza. Si se estudia el principio de la biología, esto resulta obvio. Por consiguiente, el hombre tiene que ser domado, roto, mutilado. Sólo entonces la mujer logrará ocupar un lugar similar o superior.
—¿Por qué odias a los hombres? —pregunté.
—Porque no soy uno de ellos —respondió.
—En tal caso, ¿por qué no llevas tu causa fuera de las celdas?
—No soy tonta —dijo riendo—. ¿Crees que quiero que me marquen? ¿Crees que quiero que me pongan un collar, y que me echen desnuda a los pies de los hombres? No, mi querido Jason, no es eso lo que quiero. Los hombres que hay allá arriba, no son como los hombres de la Tierra, que consideran los argumentos de su propia castración mediante reflexiones absurdas. Los hombres que hay allá arriba, son hombres de Gor.
—¿Los temes?
—Sí, los temo.
Me hubiera gustado ser uno de aquellos hombres.
—Entonces estás intentando que tema mis propios instintos sexuales, que los reprima y, consecuentemente, mi hombría.
—Es el mejor método que conocemos para reducir a un hombre. Si lo conseguimos queda mutilado, no sólo sexualmente, sino también para muchas otras cosas. Cuando el hombre carece de sexualidad, se convierte en un ser tímido y dócil. Es un ser útil a la mujer ambiciosa, que en otro tiempo apenas osaba dirigirse a él.
—¿Pero cuál es la razón de privar al hombre de su sexualidad?
—¿No te parece obvio? Los convierte en esclavos.
—¿Pero puede la biología ser tan perfectamente erradicada? —pregunté.
—No sería posible con tan sencillas técnicas de acondicionamiento. En tu mundo se espera ir más lejos mediante trasplantes, alteraciones químicas, castración de criaturas, inyección de hormonas, control sexual, ingeniería genética y similares. No sería tan difícil, si el poder estuviera en manos de las mujeres, lo cual no es tan absurdo en vuestro tipo de democracia.
—En tal caso, ¿por qué no deseas ir a la Tierra?
—No estoy loca.
—¿No quieres que tan maquiavélicos programas tengan éxito?
—No, porque sería el fin de la raza humana.
—Entonces tus sentimientos superan tu propio egoísmo.
—No puedo evitarlo. Queda en mí un poco de humanidad.
—No creo que la Tierra llegue a dejarse arrastrar por la pesadilla que has descrito.
—Va camino de hacerlo. ¿Es que no puedes ver los signos?
—Los hombres y las mujeres lo evitarán.
—Los terrestres son seres manipulados. Son seres indefensos en la corriente de las fuerzas sociales que se dejan embaucar por consignas y retórica. Serán los primeros en celebrar su propia destrucción. No comprenderán lo que les han hecho hasta que sea demasiado tarde para ponerle remedio.
—Espero que estés equivocada.
—Quizás lo esté. Esperemos que así sea —dijo encogiendo los hombros.
Permanecí callado.
—¡Qué estúpida he sido hablándote! ¡Tú, un esclavo! —estalló llena de ira.
Miró a las dos chicas. No habían comprendido nuestra conversación, ya que no hablaban inglés. Les habló y ellas se apresuraron a alejarme de la presencia de su ama. Lola tiraba de la cadena, mientras Tela, a mis espaldas, iba aguijoneándome con el mango del látigo. No tardaron en iniciarse las lecciones del idioma de Gor.
Procuraba no mirar a las dos jóvenes, pues sabía que de hacerlo sería castigado. Tenía que controlarme y no olvidar que era un esclavo. Luego llegué a la conclusión de que no tenía derecho a admirar su belleza, puesto que ellas no podían evitar el ser esclavas de la misma forma que yo no podía evitar ser un esclavo.
Eran, a pesar de sus harapos, marca y collar, personas y por lo tanto tenía que respetarlas. Yo no tenía derecho a admirar su belleza como los hombres fuertes y agresivos. Esto no significaba debilidad, sino un signo de respeto y comprensión para con ellas. El que controlara el deseo hacia ellas no expresaba cobardía sino fuerza y valor. Ahora era lo suficientemente fuerte como para controlar y dominar mis propios impulsos. Me sorprendía saber que ahora era un ser maravilloso del que podía estar orgulloso. Es posible que la gente de Gor no comprendiera el sacrificio que había realizado, pero estoy seguro que las mujeres de mi planeta me admirarían.
Capítulo 5
Lady Tima
—Sirve, Jason —ordenó Lady Gina.
—Sí, Ama —respondí.
Abandoné la fila de esclavos arrodillados y me aproximé a la mesa con la jarra de vino que Tela me había dado. Detrás de la mesa, arrodillada con las piernas juntas, como si fuera una mujer libre, estaba Lola. Una tira de tejido de rep cubría sus hombros en representación de las galas y velos de las mujeres libres. No lejos de la mesa se sentaba Lady Gina con el látigo listo para castigar cualquier error.
Con pasos ceremoniosos me aproximé a la mesa y me arrodillé ante Lola.
—¿Deseas vino, Ama? —pregunté.
—Sí, esclavo —contestó Lola.
—Estás muy guapo esta noche, Jason —dijo Lady Gina.
—Gracias, Ama.
Ahora vestía una corta túnica de seda blanca con una orla roja y mi cabello, bastante más largo que antes, había sido peinado y anudado con una tira de seda blanca a la altura de la nuca. Habían transcurrido unas cinco o seis semanas y el pesado collar metálico había sido sustituido por otro más ligero, esmaltado en blanco con unos signos amarillos. No podía descifrar los signos, ya que aún no me habían enseñado a escribir, pero me dijeron que significaba: «Devolver a la Casa de Andrónicus para que sea castigado».
Lola me miraba con desprecio. De pronto, llegó hasta mí un pequeño revuelo que se produjo entre los esclavos que se hallaban a mi espalda. No les complacía que el ama me hubiera alabado. Pequeños detalles como éste les llenaban de envidia.
—Hazlo de nuevo, Jason, más suave, más humilde —ordenó Lady Gina.
—¿Deseáis vino, Ama?
—Sí, esclavo —dijo Lola.
—Muy bien. Y, ahora, sirve —ordenó Lady Gina.
Vertí el vino en la copa que había ante Lola, con sumo cuidado.
—Lo haces demasiado rápido, esclavo —dijo Lola.
Miré a Lady Gina, puesto que estaba seguro que su acusación no era cierta.
—Los caprichos del Ama han de ser obedecidos —dijo Lady Gina.
—Perdóname, Ama —dije a Lola.
Lola me miró y sonrió con sorna.
—Baja la túnica hasta la cintura —ordenó.
Obedecí.
—Dale a este esclavo descuidado un latigazo —ordenó Lola a Tela.
Tela cogió uno de los látigos que colgaban en la pared y colocándose a uno de mis costados, azotó mi espalda. Me habían ordenado bajar la túnica para evitar mancharla con mi sangre.
—Perdóname, Ama —supliqué.
Miré a Lola. ¡Con qué altivez se mantenía erguida simulando ser una mujer libre! Se hallaba arrodillada tras la pequeña mesa con su faldita alrededor de las caderas, aquel tejido sobre los hombros y el collar metálico en el cuello. Sus senos eran excitantes, pero había sido muy perversa conmigo durante los entrenamientos. Había hecho que muchas de mis noches fueran dolorosas a causa de sus latigazos. Tela, por el contrario, había sido muy eficiente e impersonal, y aunque siempre me trató con severidad y desprecio, su comportamiento fue el mismo que impartió sobre los demás esclavos a sus órdenes. No comprendía el odio que Lola sentía por mí. No perdía ocasión para humillarme y azotarme. Me había mostrado respetuoso con ella y el trato que yo le dispensaba siempre había sido el que un ser humano merecía. Aunque reconocía que no era solamente a mí a quien maltrataba, su forma de actuar no era popular ni con los esclavos ni con los carceleros. Yo sabía que era un ser humano, pero resultaba difícil verla como una chica y una esclava. Había momentos en que sospechaba que incluso Lady Gina se impacientaba con ella.
—¡Me ha mirado! —exclamó señalándome y rebosando de triunfo.
Era cierto. La había mirado. Resultaba interesante que después de aquellas semanas en las celdas, la comida sencilla y el constante entrenamiento, empezaba a sentir que recuperaba mi sexualidad. Había luchado contra aquella sensación, pero en ocasiones me pareció absurdo continuar luchando y torturándome. ¿De qué servía toda aquella lucha? ¿Qué había de malo en ser hombre?
—¡Veinte latigazos! —gritó Lola a Tela.
Tela miró a Lady Gina.
—Un latigazo servirá —dijo Lady Gina.
Lola palideció.
—Y no olvides Lola —dijo Lady Gina—, que no eres en realidad una mujer libre, y no es adecuado que actúes con tanto orgullo.
—Sí, Ama —dijo Lola incapaz de ocultar el terror que sentía.
Sentí gran satisfacción al ver a esa esclava aterrorizada.
—Ahora puedes administrar el azote —dijo Lady Gina dirigiéndose a Tela.
Tela me azotó y yo hice un gesto de dolor, aunque siendo Tela una mujer, el azote no podía ser muy doloroso. Una mujer no puede castigar eficazmente a un hombre puesto que carece de fuerza suficiente; pero un hombre puede castigar terriblemente a una mujer, si lo desea, aunque ningún hombre que se precie de serlo es capaz de realizarlo.
—Vierte de nuevo el vino en la jarra y sírvelo otra vez —ordenó Lady Gina.
—Sí, Ama.
Un minuto después volvía a llenar la copa que había en la mesa ante Lola.
—Lo estás haciendo muy lento, esclavo —dijo Lola, pero no ordenó a Tela que me azotara.
—Perdóname, Ama —dije con humildad.
Al retirarme, Lola extendió la mano y volcó la copa sobre la mesa.
—¡Mira lo que has hecho, estúpido esclavo! —exclamó como quien no cree lo que ve.
La miré estupefacto.
—¿Acaso no eres un esclavo, Jason? —preguntó Lady Gina.
—Perdona, Ama —rogué apresuradamente a Lola—. Limpiaré la mesa inmediatamente.
—Date prisa y entretanto consideraré cuál será tu castigo —dijo Lola sonriendo ante su triunfo.
Controlando la ira que me invadía, marché hacia uno de los lados de la habitación y dejé la jarra de vino en su sitio. Cogí unos trapos y agua y regresé apresuradamente a la mesa para limpiarla, así como el suelo sobre el cual el vino se había derramado.
Cuando hube limpiado la mesa y el suelo, devolví los trapos y el agua a su rincón y regresé para arrodillarme ante Lola.
—Agacha la cabeza —ordenó.
Bajé la cabeza.
—¿Cuál será tu castigo? ¡Ya lo tengo! Regresa a tu celda y desnúdate y pide que vuelvan a encadenarte. No tendrás ni comida ni manta esta noche y además pedirás al guardián que te dé veinte azotes con... el látigo llamado serpiente —añadió como si se tratara de una última inspiración.
La miré sin poder creer lo que acababa de oír. Muchos eran los hombres que morían a causa de ese látigo. Sostuvo mi mirada con una sonrisa en los labios.
—Cinco serán suficientes —dijo Lady Gina.
—¡Está bien! Que sólo sean cinco —dijo Lola.
—Da las gracias a tu ama y obedece —dijo Lady Gina.
—Gracias, Ama —dije a Lola.
—Y ahora, vete —ordenó Lola.
Me levanté y, enojado, salí corriendo de la sala.
Yacía sobre el suelo de piedra de la celda, desnudo y ensangrentado, con las muñecas y tobillos encadenados. Apenas podía mover el cuerpo, puesto que había sido azotado cinco veces con el látigo llamado de serpiente y manejado por un hombre.
—Jason.
Alguien me llamaba.
Hice un gran esfuerzo para conseguir arrodillarme y mirar hacia la izquierda de la celda. Al otro lado de la reja se hallaba Lady Gina.
—¿Por qué no dijiste que Lola derramó el vino? —preguntó.
—¿Sabes que fue ella quien lo hizo? —pregunté en lugar de contestar.
—Por supuesto. Su pequeña mano, aunque rápida, no lo es tanto como mis ojos. Además, si tú sostenías la garrafa con las dos manos, era imposible que fueras el causante de aquel descuido.
—No quería que la castigaras.
—¡Muy bien! Veo que has aprendido mucho. Querías reservarte el placer de castigarla cuando se presentara una oportunidad. Estás aprendiendo a comportarte como un hombre.
—No la hubiera castigado ni aun teniendo la oportunidad de hacerlo. Soy un terrestre y nosotros no castigamos a una mujer, haga lo que haga.
—¿Entonces, cómo controláis a vuestras mujeres?
—No las controlamos —dije encogiendo los hombros.
—Las mujeres son esclavas por naturaleza y desean que los hombres sean sus amos.
—¿Cómo puedes hablar así, siendo mujer?
—Mírame, Jason. Fíjate en mi tamaño, en mi fuerza y en mi severidad. No soy como las demás mujeres. De hecho soy un hombre cruelmente encajado en el cuerpo de una mujer, por algún truco de la naturaleza. Es algo terriblemente doloroso. Quizá sea ésta la razón por la que odio tanto a los hombres como a las mujeres.
—Ama, estoy seguro que en el fondo de tu ser no odias ni a unos ni a otras.
Me miró desconcertada.
—Pon sumo cuidado cuando te dirijas a mí, o de lo contrario serás azotado e incluso quemado con los hierros —dijo al cabo de un rato.
—Sí, Ama. No obstante creo que eres una mujer de visión amplia y de gran bondad.
—¡Cuidado, esclavo! —dijo. Su tono dejaba traslucir una advertencia.
—Perdóname, Ama.
—Descansa, Jason. Mañana serás admirado por los traficantes de esclavos del mercado de Tima.
—¿Qué es el mercado de Tima? —pregunté.
—Tendrás tiempo de saberlo mañana. Y, ahora, acuéstate.
—Sí, Ama —dije, echándome sobre el suelo.
Permaneció durante unos minutos, mirándome.
—Lola no debía haber intentado crear dificultades entre tú y yo. Esa esclava está olvidando su posición y empiezo a perder mi paciencia con ella. Está caminando sobre una cuerda floja, ya que muestra mucha osadía y pretensiones. La próxima vez que cree algún problema en las celdas, por insignificante que sea, me veré obligada a corregir su comportamiento.
La miré fijamente.
—Aquí no es como en la Tierra, Jason. Castigamos a los esclavos cuando nos contrarían y, en ocasiones, hasta cuando nos complacen.
—Pero, ¿por qué, Ama? —pregunté.
—Muy sencillo, porque son esclavos.
—Sí, Ama.
—Interesante —dijo la mujer—. Y prometedor.
Temblé involuntariamente cuando el frío cuero del látigo, que la mujer sostenía en la mano, acarició mi costado izquierdo aun cuando los filos de sus finas cuchillas se hallaban guardados en el mango.
—Le llamamos «Jason» —dijo Lady Gina desde el fondo de la habitación donde permanecía de pie.
Nos hallábamos en una sala de techo bajo, iluminada por antorchas. Me exhibían desnudo con las manos encadenadas en un aro en el techo, y mis tobillos igualmente encadenados a otro aro en el suelo.
—Es un bonito nombre —dijo la mujer—, pero podremos llamarlo como nos plazca.
—Por supuesto —manifestó Lady Gina.
A mi izquierda había otros veinte esclavos, todos ellos igualmente desnudos y atados. Éramos examinados por cinco mujeres cubiertas con elegantes galas y velos. Eran traficantes de esclavos.
—Abre la boca —ordenó una de las mujeres.
Obedecí. Presionó mi paladar con su pulgar.
Los hermosos vestidos y velos de aquellas mujeres habían sido confeccionados en vaporosas sedas de distintos tonos de azul y amarillo, colores distintivos de los traficantes de esclavos. Cuando la mujer levantó la mano para introducir el pulgar en mi boca, la sutil manga que cubría su brazo cayó hacia atrás descubriendo una muñequera negra con adornos metálicos. Sus ojos eran negros, astutos, capaces de calibrar los pros y los contras, y de por sí crueles. No dudé, ni por un solo instante, que aquella mujer en su celda podía ser tan imponente como Lady Gina, si no lo era incluso más. No osé mirarla a los ojos. Ella, al igual que Lady Gina, conseguía atemorizarme. Sabía que mujeres como aquéllas eran muy estrictas y que no malgastarían contemplaciones con los desdichados que cayeran en su poder. Las manos de la mujer continuaban hurgando en mi boca, abriendo las mandíbulas al máximo, ladeando mi cabeza con el fin de efectuar la inspección con mayor facilidad. Acabó tomando mi mentón entre el pulgar y el índice para examinar los lados de mi cabeza.
—No está mal —dijo retrocediendo un paso—. Levanta la cabeza.
Nos inspeccionaban como si fuéramos ganado.
—Éste tiene buenos muslos —dijo una de las damas examinando a otro de los esclavos.
—¡Entrenadora! —llamó la mujer que me había examinado.
—Aquí estoy —contestó Lady Gina.
—Este esclavo tiene una marca en el brazo izquierdo y en uno de los dientes hay un poco de metal. Sólo he visto estas cosas en hombres del mundo de los esclavos.
—Éste es uno de esos hombres —contestó Lady Gina.
—Al verlo me pregunté si no lo era pero, en el caso de interesarnos, no aumentaremos el precio por el hecho de que sea un terrestre.
—Eso es algo a discutir entre vosotros y mis superiores —contestó Lady Gina.
—Tus superiores son hombres, ¿verdad? —dijo la mujer con sorna.
—Así es —respondió Lady Gina.
—Una mujer como tú podría serme útil.
—Estoy acostumbrada al trabajo que hago aquí.
—Como quieras —dijo la dama. Luego añadió—: Son viriles.
—Creo que sí, aunque en las celdas los hemos tenido reprimidos para facilitar el entrenamiento.
—Es un asunto muy delicado —admitió la mujer que me había examinado.
—Éste sí que está vivo —exclamó una de las damas, retirando su mano del cuerpo de uno de los esclavos.
—¿Por qué no nos divertimos un rato? —dijo la mujer que me había inspeccionado.
—Llama a una de las esclavas.
Lady Gina atravesó la larga habitación de techo bajo y se acercó a la puerta.
—Pródicus, tráenos a Lola.
No tardó Lola en entrar en el salón. Nunca la había visto tan sumisa. Tenía el cabello peinado hacia atrás y recogido con una cinta blanca. La habían bañado y colocado sobre su cuerpo una corta túnica blanca sin mangas. Continuaba descalza y con el collar metálico alrededor de su cuello. Corrió hacia Lady Gina y, arrodillándose ante ella, bajó la cabeza hasta colocar la frente sobre el suelo. Me di cuenta de que Lola apenas podía controlar el pánico que le producía estar en presencia de aquellas mujeres libres. Fue entonces cuando entendí el asco y el odio con que la mujer libre mira a la esclava.
—Una esclava muy linda —dijo una de las mujeres.
Comprendí que la túnica que Lola vestía, era en beneficio de las visitantes. La Casa de Andrónicus, de la que yo era esclavo, no deseaba ofender el pudor de las traficantes de esclavos. Supongo que también Lola desearía ocultar su burda sexualidad ante las damas, quienes celosas de su belleza e indefensa posición ante los hombres, eran capaces de utilizar el látigo sobre ella desahogando así su ira y rencor. Cuando Lola levantó la cabeza, Lady Gina le ordenó postrarse ante la mujer que me había inspeccionado. Lola obedeció la orden con rapidez.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer.
Lola respondió, mirándola con temor.
—Levántate, Lola, y quítate la túnica.
—Sí, Ama —dijo Lola, poniéndose en pie y dejando que la túnica se deslizara hacia el suelo.
—Eres una esclava muy linda, Lola.
—Gracias, Ama.
—Dile lo que tiene que hacer —dijo la mujer a Lady Gina.
—Lola —ordenó la aludida—, empieza desde el otro extremo de la fila y di a cada uno de esos esclavos que él es tu Amo, que le amas y acabas besándolo.
—Sí, Ama —dijo Lola con desespero en la voz, pero se apresuró a ocupar su lugar ante el último esclavo de la fila.
Lady Gina la siguió desprendiendo el látigo de su cinturón, acción que ella no dejó de observar.
—Sé muy sensual, Lola —ordenó con frialdad—. Estoy segura que lo conseguirás.
—Sí, Ama —respondió dirigiendo una mirada temerosa a Lady Gina y a las traficantes de esclavos.
Lola abrazó al esclavo y le miró a los ojos.
—Soy tu esclava, Amo —dijo besándole—. Te amo —añadió besándole otra vez.
—Excelente Lola —dijo Lady Gina.
Dos de las traficantes de esclavos reían, mientras una tercera, con una barra de marcar, anotaba algo sobre un papel que estaba sujeto a una pequeña tabla.
—Continúa —ordenó Lady Gina.
Lola, obediente y temerosa, abrazó al siguiente esclavo.
Sabía que para una esclava era humillante, incluso degradante verse obligada a manosear a un esclavo, pero tener que llamarle Amo era la máxima abyección. La esclava desprecia al esclavo y se considera la única propiedad válida del hombre o mujer libres.
Por fin Lola llegó ante mí. Había lágrimas en sus ojos. Se ahogaba.
—Con éste no, por favor, Ama —suplicó.
—Lola, has interrumpido tu actuación —dijo Lady Gina con tono ligeramente amenazador.
Inmediatamente Lola rodeó mi cuerpo con sus brazos. Inesperadamente me apretó contra su cuerpo mientras frotaba su mejilla sobre mi pecho.
—¡Muy interesante! —exclamó una de las traficantes de esclavos.
—Esa pequeña hija de perra debería ser azotada —dijo otra de ellas.
—Será apropiadamente castigada —murmuró Lady Gina.
Lola apartó su cuerpo del mío, pero yo continuaba sintiéndolo temblar contra el mío. Me miró a través de las lágrimas que empañaban sus negros ojos.
—Continúa, Lola —ordenó Lady Gina.
—¡Con este despreciable esclavo! —exclamó Lola.
—Continúa, Lola —repitió Lady Gina con mayor firmeza.
—Sí, Ama —respondió abrazándose de nuevo a mi cuerpo. Volvió a levantar la cabeza para mirarme.
—¡Mirad a esa depravada! —exclamó una de las mujeres.
—¡Se ha excitado, la muy viciosa! —gritó otra, entusiasmada.
—Soy tu esclava, Amo —susurraba Lola rozando su vientre y los senos sobre mi cuerpo. Era la clase de mujer que ningún terrestre osaría dejar penetrar en sus sueños. La recordé desnuda ante mí sobre el suelo. Era una esclava y tenía que resistirme a su tentación. Sus labios presionaron los míos y el líquido de su boca penetró en la mía. Era el beso de la mujer que se entrega; el beso de la mujer que se siente poseída.
—¡Te quiero! ¡Te quiero, Amo!
—¡Ay! —chilló una de las mujeres.
También yo grité en mi desesperación.
La mujer que había gritado reía ahora a carcajadas.
—Ese, al menos, está vivo —dijo otra de ellas también riendo.
—¿Estás segura que es un terrestre? —preguntó alguien.
—¡El Ama que lo consiga será muy afortunada! —exclamó otra de ellas.
Miré a aquellas mujeres, avergonzado. Reposé mi mirada sobre la que escribía en aquel trozo de papel. También ella me miró y sonrió. Vi como hacía una nueva anotación en su informe.
—No te vistas, Lola. Ve derecha a tu... perrera. Te veré más tarde —dijo Lady Gina dirigiéndose a la esclava.
—Sí, Ama —respondió Lola. Luego mirándome añadió—: Te odio, esclavo.
—Retirémonos a un aposento más cómodo donde hablaremos de negocios —dijo Lady Gina.
Fueron abandonando la sala, excepto una que continuó mirándome. Era la que llevaba el brazalete de cuero negro con incrustaciones metálicas.
—¿No vienes con nosotros, Lady Tima? —preguntó una de las mujeres cuando estaba a punto de cruzar la puerta.
—Sí, ahora mismo —dijo girando y reuniéndose al resto de la comitiva.
Capítulo 6
Me dan una mujer
Me hallaba en mi celda. Estaba sentado sobre un pesado banco de un metro y medio ante una mesa rectangular. Estos muebles los habían traído a mi celda en recompensa a mi comportamiento. Vestía una ligera túnica de esclavo confeccionada en rep, y sobre la paja que me servía de lecho había una manta. La puerta de la celda estaba cenada pero ya no me teman encadenado, Sobre la mesa había un bol con vino de baja calidad, algunos mendrugos de pan y una cazoleta de madera con verduras y trozos de carne.
Comí un pedazo de carne y bebí un poco de vino del descascarillado bol de arcilla. Mis pensamientos estaban en un completo desorden. Hoy me habían elogiado y confiaba en no permanecer mucho más tiempo en las celdas. Pero no tenía idea del lugar en que estaban las celdas, ni en qué ciudad me encontraba. No lo podía preguntar, puesto que ya me habían advertido que la curiosidad en un esclavo no era una virtud.
Me levanté del banco y anduve de un lado a otro de la celda. Agradecí la manta que me habían dado al pasar una de mis manos por las húmedas paredes del recinto. Me acerqué a las rejas que formaban una de las paredes y me así a ellas. No existía posibilidad de evasión. Regresé a la mesa. Era prisionero y esclavo, incluso había un collar metálico alrededor de mi cuello, pero a pesar de todo ello, no me sentía excesivamente desdichado. Admití que deseaba ver aquel mundo al que me habían traído. Estaba seguro de que si obedecía y complacía a mis amos, o amas, mi vida no correría peligro.
¿Por qué no me sentía más desdichado que cuando llegué a Gor? Porque debido a la dieta y al ejercicio a que me habían sometido, disfrutaba de mejor salud y me sentía mucho más fuerte. Además, anhelaba en mi interior iniciar mis andanzas en este nuevo mundo, aunque ello sólo fuera en mi condición de esclavo.
De nuevo me levanté del banco y así una de sus patas levantándolo lentamente por encima de mi cabeza. Esto jamás hubiera podido hacerlo en la Tierra, y por supuesto, no era un hecho debido a la reducida gravedad del planeta, sino a una nueva fuerza recientemente adquirida.
Cogí otro pedazo de carne de la cazuela y miré a la paja y a la manta, pero no sentía deseos de acostarme. Fue precisamente entonces, cuando oí su llanto mientras la arrastraban por el corredor. Abandoné mi asiento de un salto. Vi a Pródicus al otro lado de la reja. Sabía que si lo deseaba podía romperme los brazos y las piernas sin el mayor esfuerzo.
—Colócate al fondo de la celda —ordenó.
Obedecí.
A su izquierda, cruelmente curvada, sujetaba a una chica por el pelo. Sus pequeñas manos estaban unidas a la espalda por pequeñas esposas y una llave, sujeta por un alambre, colgaba de su collar. Supuse que era la llave para abrir las esposas. También de su cuello colgaba un látigo de los empleados por los esclavos.
Pródicus sacó de un llavero la llave de mi celda y abrió la puerta. Entró en la celda arrastrando a la chica, tirándola con gran crueldad ante mí.
—Es tuya esta noche. No la mates ni rompas sus huesos.
—Comprendo.
Sin añadir una palabra más, y sin volverme la espalda, retrocedió hasta salir de la celda, cerró la reja y tras colocar la llave en el llavero se alejó por el corredor hasta desaparecer.
Lola, aún con el látigo alrededor del cuello, me miraba con ojos llenos de terror.
—Amo, por favor, no me hagas daño —suplicó.
Me sobresaltó oír que me llamaba Amo, pero luego recordé que me la habían dado para que fuera mía aquella noche.
—Levántate, Lola.
Tambaleándose consiguió ponerse en pie, aunque el temor la mantenía encorvada, y retrocedió hasta llegar a la reja que nos confinaba a aquella celda similar, por supuesto, a las muchas otras que existían en las profundidades de la Casa de Andrónicus.
Me acerqué a ella lentamente.
Ahora se mantenía erguida contra las barras de la reja con la cabeza vuelta hacia un lado. Comprendí que temía el mirarme cara a cara.
—Lamento haber sido tan mala contigo, Amo —musitó.
—¿Por qué derramaste el vino y luego dijiste que había sido yo? —pregunté.
—Fue una broma.
—No mientas —grité.
—Te odiaba.
—¿Y, ahora, continúas odiándome?
—¡Oh, no, Amo! —se apresuró a decir—. Ahora, te amo y quiero complacerte. Por favor, sé bueno conmigo —suplicó.
Sonreí. Supuse que Lola nunca se había imaginado, cuando me trataba con tanta crueldad o cuando derramó el vino y me condenó a veinte azotes con el látigo de serpiente, que un día estaría ante mí esposada pendiente de mi clemencia.
—Deja que te descargue del peso del látigo que rodea tu cuello —dije extendiendo la mano.
Levantó la cabeza presionándola, así como todo su cuerpo, contra las barras de la reja.
—¿Vas a usarlo? —preguntó.
—No te he oído decir Amo.
—Amo —se apresuró a añadir.
Descolgué el látigo y regresé a la mesa, colocándolo sobre el banco en el que después me senté. Miré a la joven presionada contra las barras.
—Ven y arrodíllate, esclava —ordené.
Vino rauda y se arrodilló ante mí, junto a la mesa.
—¿Vas a azotarme, Amo? —preguntó.
—Silencio.
—Sí, Amo.
Mis emociones eran contradictorias. Por un lado tenía a Lola ante mí, con la que se me había autorizado hacer cuanto quisiera, mientras que por el otro podía vengar todas las humillaciones y dolores pasados sobre su bello cuerpo.
Miré a aquella hermosa mujer, desnuda y esposada, arrodillada ante mí. Eso era lo verdaderamente importante: que estuviera sumisa a mis pies y obligada a obedecerme de forma irremisible ante mi autoridad y poder.
—Amo —susurró.
—¿Qué quieres?
—No he comido desde esta mañana. ¿Puedo comer algo?
Cogí un pedazo de carne y se lo ofrecí.
—Gracias, Amo —dijo cogiendo el pedazo de carne con los dientes.
Durante un rato estuve alimentando a Lola. Dependería de mí para cualquier tipo de comida o bebida, durante las horas que pasara a mi lado y casi me resultaba imposible comprender la sensación que aquel acto desataba en mi interior. Es casi inconcebible analizar y llegar a entender la emoción que el hecho de, materialmente, dar de comer a una mujer pueda crear en un hombre.
Dejé la cazoleta en el suelo y ella, agachando la cabeza, continuó comiendo. Estaba en mi poder. Durante unas horas seria mía. Luchaba entre el placer del poder y el placer de la venganza. Entre la autoridad y la pasión. Pero, por un breve instante, antes de ser capaz de controlar mis sentimientos, sentí lo que realmente significaba la naturaleza del hombre. Había saboreado durante un breve momento el gusto de la dominación.
La joven se enderezó. La cazoleta estaba vacía. La recogí del suelo y la llevé a uno de los rincones de la estancia donde la coloqué en un estante.
—Gracias por darme de comer, Amo.
Cogí alguno de los rizos que caían sobre sus hombros y con ellos limpié su boca. Me sorprendió que Lola sujetara mi mano con los dientes y luego la lamiera y besara.
—¿Vas a azotarme, Amo? —preguntó.
—¡Silencio!
—Sí, Amo.
—Allí hay un cubo lleno de agua —dije señalando un rincón de la habitación—. Ve y bebe. Luego regresa y arrodíllate ante mí.
—Sí, Amo.
Cruzó la celda y arrodillándose ante el cubo, bebió. Entretanto coloqué el vino que no había bebido en el estante. La joven no prestaba atención a estos movimientos puesto que no esperaba que le ofreciera parte de mi vino. Era esclava y ya era suficiente que le hubiese dado de comer y beber. Es más, no la había obligado a arrastrarse sobre el estómago. Yo, por mi parte, quena la mesa despejada. Me senté en el banco. Al cabo de unos momentos se arrodilló ante mí.
Me levanté y caminé lentamente en derredor suyo. Supongo que no debía haberlo hecho, pero era tan increíblemente bella. Estaba tensa, la espalda descansando sobre los talones y las rodillas muy separadas. ¡Tenía que ser algo maravilloso poseer realmente una esclava como aquélla! Había algo en su forma de respirar que no llegaba a comprender. También su cuerpo exhalaba un excitante aroma, que como terrestre no conseguía descifrar. Ahora comprendo que ella estaba intentando controlarse, pero su cuerpo la traicionaba. Tenía a mis pies, sin saberlo, una esclava sedienta de amor.
Posé mis manos sobre sus brazos, sin comprender el temblor que sacudía su cuerpo, y la levanté del suelo.
—Amo —susurro como en un ruego.
Tenía que liberar sus manos de las esposas, cuando éstas habían sido la causa de muchos de mis dolores. Así uno de sus brazos y un tobillo y la elevé en el aire. Quedé gratamente sorprendido ante la facilidad con que había realizado la acción, y más aún al observar la expresión de incredulidad en su rostro.
—Amo, por favor —gimió.
Con brutalidad la lancé sobre la mesa. Allí estaba tensa e inmóvil sobre el estómago. Eché su cabellera hacia delante e hice girar el collar hasta que apareció la pequeña llave colgando del alambre. Desaté el alambre y lo coloqué, con la llave, junto a la cabeza de la joven. Giré de nuevo el collar alrededor de su cuello, hasta que el pequeño cierre volviera a descansar sobre su nuca y mientras lo hacía, observaba el vello que ribeteaba el crecimiento de su cabello. Abrí las esposas y las coloqué, con el alambre y la llave, sobre el banco.
—Ahora tengo las manos libres y podré complacer tus deseos mejor —musitó la joven.
Había colocado sus manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba. Las palmas de la mano de una joven son extremadamente sensibles y eróticas.
—¿Estás intentando llegar a un acuerdo conmigo?
—¡No, Amo, no! ¡Perdóname, Amo! ¡Por favor, Amo perdóname! —gritó desesperada.
—¡Silencio! —ordené.
—Sí, Amo.
Levanté uno de los lados de la mesa y la lancé al suelo. La mesa estaba caída de lado, en medio de la celda, y ahora Lola estaba de rodillas sobre las piedras del suelo con el cabello cubriendo su rostro. Sentí el roce de sus labios besándome mis pies. Jamás soñé tener una mujer, tan bella en mi poder, tratando de aplacar mi ira.
—Lola te ruega que la dejes complacerte, Amo —gemía.
Eché la cabeza hacia atrás y solté una carcajada. El cuerpo de Lola temblaba. Estoy seguro que había oído en alguna otra ocasión aquella risa. La emoción que me invadía era incomprensible y, a la vez, maravillosa. La tenía a mis pies y reconocía más allá de toda discusión que en aquellos instantes ocupaba mi puesto de hombre ante la naturaleza. Riendo, me incliné sobre ella y agarrándole el cabello levanté su cabeza. Tenía los ojos cerrados, pero la expresión de éxtasis de su rostro me sobrecogió.
—¡Sí, Amo! —musitó.
Estuve a punto de tirarla sobre la paja y usarla como esclava cuando recordé que era un hombre de la Tierra. Solté su cabellera y la aparté. Apreté los puños y grité debido a la frustración. Ahí la tenía, sobre el suelo, ante mí. Me miraba alarmada.
—¿Amo? —exclamó, como preguntándose qué había ocurrido.
Clavé las uñas en las palmas de mis manos y mis dientes rechinaron.
Sin que diera mi permiso se acercó y extendió una de las manos como si quisiera tocarme.
—¡No te atrevas a tocarme! —espeté.
Apartó la mano con rapidez.
Me alejé de ella.
—¿Qué he hecho para no complacerte? —preguntó en son de ruego.
—¡Silencio!
—Sí, Amo —susurró.
Me alejé al otro extremo de la celda y extendiendo los brazos hasta apoyar las manos contra el muro bajé la cabeza en mi lucha para dominar mis deseos.
Golpeé el muro con los puños. Tenía que conquistar mis impulsos. Tenía que convertirme en mi propia víctima.
—¿Puedo ofrecerte vino, Amo? —preguntó Lola.
Me aparté del muro, pues ya había conseguido controlar mis deseos. Hice una profunda inspiración.
Sin esperar a que le diera mi permiso Lola fue al estante donde había dejado el bol de arcilla con el vino barato de los esclavos. Se acercó y arrodillándose ante mí con graciosos movimientos miró el borde del envase, lo presionó sobre su vientre y luego, levantándolo lentamente hasta sus labios, lo besó. A continuación, extendiendo los dos brazos y con la cabeza inclinada hacia el suelo me ofreció el bol.
—¿Deseas vino, Amo? —preguntó.
Cogí el cuenco que me ofrecía con las dos manos y bebí, pero no terminé el contenido. Lola me miraba.
—El vino y Lola son tuyos, Amo.
Sabía que había dicho la verdad. Levanté el cuenco de nuevo y bebí otro sorbo girando para dejar el resto sobre la mesa a mis espaldas.
Había bebido como lo hacen los Amos ante sus esclavas.
—Has probado el vino de la Casa de Andrónicus, ahora prueba el vino de Lola.
Fue en aquel preciso instante que comprendí, por vez primera, que la esclava se hallaba estimulada sexualmente. Hasta aquel momento no había llegado a discernir los signos de sus súplicas pero, ahora, todas aquellas manifestaciones, incluso el aroma que de su cuerpo emanaba, me eran obvias.
—¿Le ha gustado a mi Amo el vino? —preguntó.
—Aún no lo he terminado —respondí.
Bajé la cabeza. Sabía que esperaba que la tomara entre mis brazos y la llevara a la paja. La deseaba desesperadamente y no obstante, reconocía que no tenía derecho a tomarla, puesto que era un terrestre y no podía olvidar que era una joven indefensa a quien nadie correría a defender.
Levanté la mirada.
—Hazme tuya —musitó.
Comprendí que en mi interior existía otra razón para no hacerla mía y era mi temor a no defraudarla. Cuando una mujer se ofrece como ella es un reconocimiento a su superioridad, a su hombría. Pero el que teme no puede satisfacer a una mujer. Ante tal situación el hombre siempre puede recurrir a burlarse, a humillarla, a ponerla en ridículo por sus incontrolados deseos. Tales actos sólo nos llevan a la frustración de nuestros propios deseos. Aquel que teme su capacidad de satisfacer a la mujer, que pone en entredicho su poder, su fuerza, su voluntad, es incapaz de hacer plenamente feliz a una mujer, y menos a una esclava.
—Estoy a los pies de mi Amo y espero que me haga suya.
Grité debido a mi frustración. Lola me miraba sorprendida, incapaz de comprender el caos que reinaba en mi interior. De pronto, sin poder controlar mi rabia, la golpeé con el dorso de mi mano izquierda para apartarla de mi camino. Cayó de espaldas. Me horrorizó ver que la había golpeado. Había ocurrido tan rápido, que aún no comprendía con claridad lo ocurrido, pues en realidad mi ira no había sido dirigida hacia ella sino hacia mi persona. Lola era la víctima inocente, aunque también era obvio que era la causa de mi dilema y de mi desdicha. Lo que había hecho era una estupidez. La miré. Había sangre en sus hermosos labios. Esperaba una expresión de horror o de reproche, pero en vez de ello bajó la cabeza y se arrastró hacia mis pies y sentí cómo aquellos bellos y heridos labios los besaban.
—Gracias, Amo. Lamento no haber conseguido complacerte —dijo con una voz que expresaba admiración y placer.
Comprendí que el golpe había sido interpretado como una muestra de mi soberanía sobre ella.
Volví a sentir sus ardientes labios sobre mis pies. —Ya es suficiente.
—Sí, Amo —dijo colocando su mejilla sobre mi pie derecho. También sentía el roce de su cabello sobre mis pies.
Bajé la mirada hasta Lola. También ella me miró y antes de dejarse rodar hasta la paja, volvió a besar mis pies. Ya en la paja sonrió mostrando su felicidad.
—No tendrás que golpearme de nuevo, Amo. Seré dócil, obediente y cariñosa. Tómame, Amo. Sométeme a tu placer.
—¿Es un ruego? —pregunté sin realmente saber la razón de aquella demanda.
—Sí, Amo, es una súplica. — ¿Por qué te trajeron a esta celda? —Querían castigarme —respondió con una sonrisa. Me sentí culpable. Había pegado a aquella pobre criatura que ni tan siquiera comprendía que era un ser humano.
—Lamento haberte pegado. Reconozco que fui muy cruel haciendo tal estupidez.
Ahora me miraba asustada. No era capaz de comprender lo que yo decía. Temblando se arrodilló y bajó la cabeza hasta tocar la paja. Parecía querer empequeñecerse, reducirse a la nada.
—No seas cruel, por favor. Si te he disgustado azótame. No comprendo lo que dices ni lo que quieres de mí. No soy más que una esclava, pero no me tortures de este modo. Átame y azótame. Acaso así aprenda a complacerte.
—Ahora soy yo el que no comprende. —No me tortures —gimió.
—No trato de ser cruel y torturarte. Todo lo contrario, trato de ser cariñoso contigo.
—Átame y azótame —dijo, temblando debido al miedo.
Corrí a la mesa y tomé el cuenco con el vino que yo no había bebido, ofreciéndoselo a ella.
—Tú me serviste el vino y ahora soy yo quien te lo ofrece —dije.
—Sí, Amo —dijo, aunque continuaba temblando.
Podía comprender la vergüenza y la ira de un hombre, pero mis actos le hacían suponer que estaba en presencia de un loco.
Llevé el cuenco a sus labios y ella, obediente, apuró su contenido. Volví a colocar el cuenco sobre la mesa. Regresé junto a la joven y me acurruqué a su lado.
—Perdóname, por favor.
Continuaba temblando.
—¡Perdóname! —grité airado.
—Te perdono, Amo —dijo con premura.
—No era una orden. Lo que quisiera es que me perdonases voluntariamente.
—Sí, Amo. Te perdono porque ésa es mi voluntad —susurró.
—Gracias.
—No me hagas daño —susurró sin mirarme.
—Mírame, Lola.
—No me tortures, Amo.
Levantó la cabeza y fijó sus ojos en los míos. Su mirada me sobresaltó. Estaba realmente asustada.
Mis ojos se posaron en el collar metálico. Mi mirada debió sufrir un cambio porque la chica volvió a temblar. Conseguí controlarme.
—No es necesario que me llames Amo —dije con dulzura.
—Sí, Amo.
—No me llames, Amo —insistí.
—Soy una esclava, Amo —gimió.
—Llámame Jason.
Apartó la mirada aterrada.
—Jason, no me mates, Amo.
—No comprendo. ¿Por qué me dices eso?
—Has despreciado mi belleza, te has negado a hacerme tuya y me has obligado a faltarte al respeto. Ahora puedes castigarme por no ser suficientemente bella, por no haber yacido en tus brazos y por haberte faltado al respeto. ¿Vas a arrojarme a tus pies y golpearme sin compasión?
—¡Claro que no!
Se apartó ligeramente de mí.
—A la Casa de Andrónicus no les gustará si me matas. Soy propiedad de ellos.
—No tengo intención de matarte.
—¿Puedes decirme qué castigo o crueldad me espera?
—No preparo ningún castigo ni crueldad para ti.
—Sé que no eres de Gor. ¿Son todos los hombres de tu mundo como tú?
—Supongo que la mayoría.
—¿Quieres que crea que no preparas una venganza contra mí?
—No temas. No te haré daño. Conmigo estás completamente a salvo.
—¿Por qué no acabas de hacer lo que quieras conmigo? ¿Fui tan cruel contigo como para merecer todas estas torturas?
No sabía cómo tranquilizarla.
—No voy a hacerte daño alguno —aseguré.
Sollozando se arrastró hasta el banco donde había dejado el látigo y cogiéndolo entre sus dientes regresó junto a mí, todavía arrastrándose. Cuando cogí el arma de entre sus pequeños y blancos dientes, suplicó:
—¡Azótame!
Tiré el látigo lejos.
—¡No!
Temblando se postró a mis pies. Me di cuenta que temía lo que pudiera hacer con ella. Sin decir una sola palabra me dirigí a la manta que había sobre la paja, la extendí y señalando el lugar ordené con amabilidad:
—Acuéstate.
Se arrastró hasta echarse sobre la manta. Su cuerpo era muy hermoso resaltando sobre la oscura manta. Rozó el collar con la punta de los dedos. Me miró.
—¿Vas a empezar ahora? Me agaché junto a ella y cogiendo la parte de la manta que quedaba vacía tapé su pequeño y tembloroso cuerpo. —Es tarde y tienes que estar cansada. Duérmete. — ¿No vas a hacerme tuya? — ¡Claro que no! Descansa, pequeña y linda Lola. — ¿No vas a compartir la manta conmigo? —No.
—¿No vas a tratarme como a una esclava? — ¡No! ¡Por supuesto que no! Soy un hombre de la Tierra. Me apoyé en el muro. Lola estaba muy quieta. Ninguno de los dos habló durante largo rato. Luego, después de haber pasado un ahn, la oí gemir y moverse bajo la manta. — ¡Amo! ¡Amo! Corrí a su lado.
A la escasa luz que iluminaba la celda pude ver cómo bajaba la manta hasta sus muslos y, medio sentada y medio yaciendo, me miró. Intentó rodear mi cuello con sus pequeños brazos, pero conseguí asir sus muñecas y apartar sus brazos de mí.
—¡Amo, por favor! —suplicó curvando su pequeño y hermoso cuerpo.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Tómame, Amo, por favor. Tómame como a una esclava. Miré su cuerpo y el collar alrededor de su garganta. —No.
Cesó en su lucha por abrazarme y yo solté sus muñecas. Me puse en pie, pero continué mirándola. Se arrodilló, temblando, sobre la manta.
—No te comprendo. Te he tratado con amabilidad y cortesía, e insistes en comportarte como una esclava. —Soy una esclava, Amo.
—No sé qué hacer contigo. ¿Quieres que te ate y te eche a los urts, para que te coman?
—Por favor, Amo, no hagas eso.
—Era una broma —me apresuré a decir temiendo que tomase mis palabras al pie de la letra.
—Pensé que quizá lo fuera —dijo muy quedamente.
—Hablando de bromas. ¿Qué te parece la forma en que nos hemos burlado de nuestros carceleros?
—¿Cuándo nos hemos burlado de ellos?
—Te trajeron aquí para que yo te castigara y en vez de ello, te he tratado muy amablemente y con mucha cortesía.
—Sí, Amo. Ha sido una broma muy divertida.
Inesperadamente, se colocó sobre el estómago, golpeó la manta con sus pequeños puños y empezó a sollozar histéricamente.
—¿Pero qué te ocurre ahora?
Saltó de la manta y entre ahogos y sollozos corrió hasta la reja, presionando su hermoso cuerpo contra las barras, y extendió los brazos hacia el silencioso y vacío pasillo.
—¡Amos! ¡Amos! —Gemía entre sollozos—. ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí! —Cayó de rodillas y asiendo las barras con sus pequeñas manos, continuó gimiendo.
—No te comprendo. No te he castigado. ¿De qué te quejas?
—¿Sabes cuál era mi castigo? —preguntó gimoteando.
—No.
—El castigo era el encerrarme contigo —dijo continuando con su llanto.
Permanecí junto al muro mientras ella lloraba agarrada a las barras de la verja. Pasado un largo rato quedó dormida en aquella posición.
Yo no pude dormir aquella noche.
Capítulo 7
Hacia el mercado de Tima
—Entra —dijo Pródicus.
Gron, con el torso desnudo, estaba junto a él, sujetando una larga y curvada espada cuya punta descansaba sobre las baldosas.
—Espera —ordenó Lady Gina.
Estaba arrodillado ante la cuadrada caja de hierro en cuyo interior destacaba el brillo del esmalte blanco con que estaba recubierta. La puerta estaba abierta. Me sentía tenso. En dos lados de la caja habían pintado la inicial de la palabra «Kajira». La mayúscula indicaba que la caja estaba destinada a esclavas, aunque su tamaño también denotaba que era apta para hombres.
—Anoche, Jason, te dimos una esclava —dijo mientras soltaba las cuchillas de su látigo—. Sentía curiosidad por ver lo que harías con ella. Me intrigabas. Pensaba que aún existía algo de virilidad en ti —prosiguió azotándome a continuación—. Veo que me equivoqué —dijo, azotándome de nuevo.
Una mueca apareció en mi rostro. Las cuchillas mordían mi espalda. Había lágrimas en mis ojos, pero eran lágrimas de frustración, de humillación, y en mi interior reconocía que era merecedor de aquellos azotes.
—¿Ama, me permites hablar? —pregunté.
—Sí.
—Soy un terrestre y como tal demuestro mi virilidad negándola.
El hombre de mi mundo que así se comporta, es considerado mucho más viril.
—¿Y realmente crees lo que estás diciendo? —preguntó Lady Gina.
—No, Ama —respondí sintiéndome muy desdichado. No lo creía, pero me habían enseñado que éste era el comportamiento correcto de un hombre.
—¿Cómo es posible saber si un hombre es viril, si jamás ha conseguido demostrarlo?
—No lo sé, Ama.
—En tal caso dejemos que aquellos que lo han demostrado decidan si quieren o no negarlo.
Guardé silencio. No sabía en realidad lo que significaba ser un hombre.
Además, temía la virilidad, porque una vez hubiera saboreado la carne, la sangre y la victoria, ¿seria capaz de renunciar a aquel derecho? No obstante sabía que el hombre tenía que renunciar a ser hombre. Permanecí arrodillado y con la cabeza baja.
—Esclavo —dijo Lady Gina con desprecio.
Estaba arrodillado, desnudo y con el collar de la Casa de Andrónicus alrededor de mi garganta. Ante mí estaba la caja de los esclavos abierta, esperándome.
En el borde de la parte superior había dos pares de aros a través de los cuales se insertaban palos para poder transportar la caja. A un lado y detrás de Gron se hallaban cuatro grandes y macizos esclavos porteadores, dos de los cuales sostenían los dos largos palos uno de cuyos extremos descansaba sobre las baldosas del suelo.
—Levanta la cabeza, Jason, esclavo. Mira a tu alrededor.
Hice lo que me ordenaba y vi a Lady Gina y a los demás hombres que había en la habitación.
—¿Cómo te miramos, mi bello esclavo?
—Con desprecio, Ama.
—Así es.
Era verdad. Todos me miraban con desprecio. Incluso los esclavos porteadores.
—Baja la cabeza, esclavo —ordenó Lady Gina.
—Sí, Ama —respondí obedeciendo.
—Eres perfecto para la esclavitud —continuó ella con desdén.
—Sí, Ama.
No sabía por qué estaba tan enojada conmigo. Era como si en el último instante la hubiera desilusionado. ¿Qué era lo que había esperado de mí, que no era más que un esclavo?
De pronto, con un grito de rabia empezó a azotarme con toda su fuerza. Una y otra vez caía el látigo sobre mí. Por fin, debió agotar sus fuerzas. Colocó el látigo en el cinturón y agarrándome por el pelo levantó mi cabeza.
—¿Hay algo de hombría en ti, Jason?
No respondí.
Sonrió.
—Métete en la caja de los esclavos.
—Sí, Ama.
Me arrastré de rodillas hasta introducirme en ella. Apenas cabía en su interior. La puerta se cerró y hasta mí llegó el sonido de los cerrojos. Mi cuerpo se hallaba aprisionado dentro de la estructura de aquel contenedor metálico. A los lados izquierdo y derecho y a la altura de los ojos había unas quince pequeñas perforaciones de un centímetro de diámetro, colocadas en tres hileras de cinco. Oí cómo los dos palos eran deslizados a través de sus respectivos aros.
—Llevadlo al mercado de Tima —ordenó Lady Gina.
—Así se hará, Lady Gina —dijo Pródicus.
Sentí que la caja era levantada y quedaba suspendida en el aire.
Incliné la cabeza y lloré. Era un terrestre y me habían convertido en un esclavo.
—¡Olfatea a la esclava, Amo! —dijo burlona la esclava.
Habían colocado la caja en la que era transportado al mercado de Tima sobre unos adoquines próximos a un pilón en donde los esclavos porteadores eran refrescados. Nos encontrábamos en lo que parecía ser una plaza. Me aparté cuanto me era posible de las perforaciones de la caja, cuando una de las esclavas sacudió su falda de rep marrón junto a ellas, pero a pesar de ello su olor a suciedad y sudor llegó hasta mí.
—¡Huéleme también a mí, Amo! —dijo otra de las esclavas sacudiéndose la falda junto a las perforaciones.
—Apartad vuestros pestilentes y sucios cuerpos de ahí —gritó Pródicus.
Las dos chicas rieron y se alejaron con rapidez, ligeras y alegres, evitando el quedarse demasiado tiempo para no tener que probar el látigo de Pródicus.
—¡Esclavo! ¡Esclavo! —gritó con desasosiego un niño golpeando con furor sus puños sobre la caja.
—¡Esclavo! —gritó aún mas fuerte su compañero, dando porrazos con mayor ímpetu al ataúd donde me hallaba.
El ruido desde el interior era insoportable. Golpearon repetidas veces hasta que por fin, poco tiempo después, se pusieron a correr alejándose hacia otro lugar de aquel mercado.
—Amo —dije a un hombre que pasaba junto a la caja—, por favor, Amo, ¿en qué lugar estoy?
Me escupió a través de las perforaciones y raudo traté apartar en lo posible mi rostro. Después de todo, debía tratarse de un hombre amable, ya que ahora sé que podía haber ordenado que me azotaran. El haberle dirigido la palabra, era cometer un acto de insolencia y más de un esclavo había muerto por cometer actos semejantes.
—¿Eres lindo? —oí que preguntaba una mujer.
Miré a través de las perforaciones.
—No puedo verle bien —dijo otra mujer.
Se trataba de dos mujeres libres que estaban cubiertas por velos y llevaban con ellas sus cestos de compra colgando de sus brazos.
—¿Eres lindo? —insistió la primera.
—No lo sé, Ama —respondí.
La mujer rió.
—¿A qué mercado te llevan? —preguntó la segunda.
—Al mercado de Tima —contesté.
Se miraron y rieron.
—Si es así, apuesto que eres lindo —dijo una de ellas.
—Mi compañero no me dejaría tener una cosa como tú —dijo la otra.
—¿Eres dócil? —preguntó la primera.
—Sí, Ama.
—Es probable que lo sea. El mercado de Tima es famoso por la docilidad de sus esclavos.
—Yo no confío en los Kajiri —dijo la primera—, pueden darte una sorpresa. ¿Puedes imaginarte lo terrible que tiene que ser, si uno de ellos se vuelve contra ti?
—Sí —dijo, la segunda temblando aunque más parecía de placer que de miedo.
—¡Piensa en el peligro! ¡Imagínate lo que puede hacerte!
—Sí —siguió afirmando su compañera.
—Podría tratarte como si fueras poco más que una esclava.
—O como a una esclava —dijo su compañera.
—¡Eso sería horrible! —exclamó la primera.
—Sí —volvió a decir la segunda, temblando de nuevo de placer.
—Pero si el Ama es fuerte, nada tiene que temer, ¿verdad?
—Sólo a uno que sea más fuerte que ella.
—Yo soy más fuerte que cualquier hombre.
—¿Pero y si encuentras a uno que sea tu Amo? —preguntó la segunda.
La primera guardó silencio durante unos momentos.
—Si así fuera, lo amaría y le serviría sin condiciones.
—Hermosas Amas. ¿Podéis decirme en qué lugar estoy?
—¡Silencio, esclavo! —ordenó la primera.
—Sí, Ama.
Se alejaron con sus cestos camino del mercado. La empuñadura del látigo de Pródicus golpeó dos veces sobre el costado de la caja de hierro. Intenté escapar de aquel ensordecedor ruido.
—Cállate, esclavo, si no quieres que te azote.
—Sí, Amo. Perdóname, Amo.
Sentí cómo volvían a levantar la caja de hierro y presioné mi rostro contra las perforaciones para poder ver los llamativos colores de los trajes y las túnicas de las personas del lugar. La plaza estaba llena de gente. También había tenderetes y me era posible oír a los vendedores ofreciendo su mercancía. Hasta mí llegó el olor de las verduras frescas y de la carne asada. Era un día espléndido y el aire era diáfano. Sobre una especie de estrado construido de cemento vi a un hombre vendiendo a esclavas totalmente desnudas. Eran muy bellas con sus collares y cadenas, pero parecían verdaderamente desdichadas. Me acordé de Beverly Henderson. No osaba imaginar cuál había sido su trágico destino en aquel cruel mundo. — ¡Apartaos! ¡Apartaos! ¡Haced paso para la mercancía con destino al mercado de Tima! —gritaba Pródicus.
Capítulo 8
La cámara de preparación
La puerta de la caja para transportar esclavos, que se hallaba a mi espalda, se abrió y caí al suelo. Me asieron por los tobillos y me hicieron girar hasta dejarme tendido sobre el estómago. Ahora me sujetaban cuatro hombres. Pródicus puso la llave en el cierre de mi collar y lo abrió, retirándolo de mi cuello. Casi al instante otro hombre colocó un nuevo collar alrededor de mi garganta cerrándolo de un solo golpe. Ahora lucía el collar de la Casa de Tima. Vi cómo una mujer de aspecto severo vestida de cuero negro, con incrustaciones metálicas, firmaba un papel. Pródicus lo guardó en su túnica y mediante un gesto ordenó a los esclavos porteadores introducir los palos en los aros y llevarse la caja metálica. La comitiva abandonó el recinto precedida por Pródicus.
Entretanto dos hombres me habían levantado del suelo para luego obligarme a permanecer anodinado en el suelo de una gran habitación. Sentí el látigo que empuñaba la mujer bajo mi barbilla de manera que tuviera que levantar la cabeza.
—Bienvenido, esclavo lindo —dijo.
—Gracias, Ama.
—Soy Tima, dueña y señora de todo esto.
—Sí, Ama.
Giró hasta enfrentarse con aquellos hombres fuertes, capaces de mantener a un batallón de esclavos en orden.
—Primero lo azotáis, y luego limpiadlo y peinadlo y lo enviáis a mi cámara.
—Así se hará, Lady Tima —dijo uno de ellos.
Dos de aquellos hombres me levantaron del suelo y medio a rastras y medio tropezando, me alejaron de su presencia.
—Arrodíllate aquí, y cuando nos hayamos ido, haz que se conozca tu presencia —dijo el hombre señalando un lugar ante una pesada puerta de hierro en el oscuro pasillo.
—Sí, Amo —dije con tristeza.
No habían transcurrido más que unos pocos ehns desde mi llegada a la casa de Tima cuando me ataron a una argolla suspendida del techo y me azotaron. Luego me llevaron a una pequeña celda de techo bajo, donde me encerraron. Permanecí en aquel lugar sintiéndome muy desdichado durante más o menos un ahn cuando un hombre vino a traerme una cazuela con agua y un bol con una sopa hecha con harina con la que se acostumbra a alimentar a los esclavos. No tenía apetito, pero me ordenó que comiera y lo hice bajo su vigilancia. Después de un rato aquel hombre consideró que ya había comido lo suficiente y me ordenó que le acompañara. Me condujo a una cámara cálida y húmeda donde había una bañera empotrada en el suelo. Junto a ella había toallas y aceites. Me quitó el collar y ordenó que me introdujera en la bañera. El agua estaba muy caliente, pero no osé protestar, puesto que los amos en Gor tienden a ignorar los gustos de los esclavos. Yo, un esclavo terrestre, no sabía cómo bañarme. El hombre, riendo, me explicó el uso de los aceites. A pesar del temor que sentía, disfruté con el largo proceso del baño goreano que es verdaderamente una experiencia muy agradable. Me perfumé con colonias y aceites aptos para cierto tipo de esclavos y, para terminar, me dieron una túnica de seda blanca.
Abandonamos la cámara y me condujo a través de varios salones hasta llegar a la entrada de un largo y oscuro corredor, protegido por dos guardianes armados con lanzas y espadas. —Continúa andando, esclavo —ordenó el hombre. —Sí, Amo —respondí.
Continué avanzando y los dos guardianes, sin decir una sola palabra nos siguieron. El pasillo era largo, con varias ramificaciones. Anduvimos durante un ehn. Podía sentir la alfombra bajo mis pies desnudos.
—Gira a la izquierda.
Continuamos avanzando. Era consciente del collar y la seda que rozaba mi cuerpo.
—Ahora gira a la derecha —ordenó aquel hombre.
Seguimos aquel camino durante otro ehn.
—Párate.
Estábamos ante una pesada puerta de hierro.
—¿Esperamos? —preguntó uno de los guardianes.
—No será necesario. Es un terrestre —dijo el hombre.
Los guardianes hicieron con la cabeza un signo afirmativo.
El hombre me volvió la espalda y se alejó seguido por los dos guardianes. Ninguno de los tres giró la cabeza.
Llamé con timidez. Casi ni yo mismo oí la llamada. Bajé la cabeza temblando. Miré a lo largo del pasillo. Estaba solo. Me sentía avergonzado porque me habían tratado como a una mujer, pero no obstante tenía razón para actuar de aquella manera, ya que era un terrestre acostumbrado a obedecer.
Nadie había abierto la puerta. Mi corazón empezó a latir con fuerza y esta vez llamé con más ímpetu.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.
—Un... esclavo —tartamudeé.
Abrió la puerta y me miró. En una de sus manos sostenía algunos papeles amarillos.
—Te llamas Jason, ¿verdad?
—Si os place, Ama.
—Así es —respondió mientras continuaba mirándome. No parecía darse cuenta de que me habían dejado solo—. Había olvidado que ordené que te enviaran a mi cámara. Bueno, entra y quítate la túnica. Cierra la puerta y luego arrodíllate junto a mi lecho.
—Sí, Ama.
Vestía sandalias doradas y un atuendo largo color escarlata con un collar muy ornamentado cuyo broche era de plata.
Entré en el aposento y cerré la puerta, tal como me había ordenado hacer. A continuación me quité la túnica, la doblé con cuidado dejándola junto al lecho y me arrodillé a su lado.
Ella estaba ante un escritorio, dándome la espalda prestando toda su atención a los papeles que sostenía en la mano al abrir la puerta. Con la mano derecha sostenía una especie de puntero, con el cual alguna que otra vez marcaba alguno de los papeles.
—Estoy ocupada con los detalles de la venta de mañana.
—Sí, Ama.
Trabajaba con rapidez. De vez en cuando cambiaba un papel por otro. Pasaron algunos ehns. No interrumpía su trabajo porque podía apreciar que era una mujer de negocios con complicadas responsabilidades a las que atender. Me pregunté si mi nombre estaba entre aquellos papeles, pero no osé preguntar, pues ya había aprendido que los kagirus no deben ser curiosos. Si me vendía al día siguiente, ya me enteraría en el momento que ella creyera oportuno o en el instante que colocaran la placa de venta en mi collar.
—Jason, sírveme una copa de vino, pero hazlo como una esclava.
—Sí, Ama —respondí con un toque de amargura.
—Jason, ¿me equivoco al detectar algo de amargura en tus palabras? —preguntó sin girarse.
—No, Ama —admití.
—Eres un terrestre y, por lo tanto, apto para ser tratado como una esclava.
—Sí, Ama.
Encontré el vino y, como hiciera Lola, medio llené la copa, la presioné contra mi abdomen y levantándola hasta los labios la besé. Luego con la cabeza baja extendí los brazos ofreciendo la copa a mi Ama.
—Excelente, Jason —exclamó.
—Gracias, Ama.
Bebió un sorbo mirándome con desprecio por encima del borde de la copa.
—Puedes volver a tu sitio.
—Sí, Ama.
Regresé junto al lecho mientras ella volvía a su trabajo. Creo que olvidó mi presencia en la habitación. Miré el enorme lecho cubierto de pieles y pude observar que había cadenas y anillas en él.
Por fin, cansada, apartó los papeles y el lápiz que usaba para marcar. Se levantó y se giró para mirarme. —Échate sobre el lecho. De espaldas. —Sí, Ama.
Se acercó al lecho y de forma rutinaria encadenó mis tobillos y muñecas.
—¿Te acuerdas de mí, Jason? —preguntó. —Creo que sí, Ama. Eres la tratante de esclavos que me inspeccionó con tanto cuidado, ¿verdad? —Tienes buen ojo para las mujeres, Jason. —Gracias, Ama. — ¿Te asusté, Jason? —Sí, Ama.
—Desprecio a los hombres de caracter débil. Nada dije. — ¿Eres un terrestre? —Sí, Ama.
—Lady Gina me lo dijo en la casa de Andrónicus. También lo dice así, en los papeles.
—Sí, Ama.
—¿Sabes, Jason?, te encuentro interesante —dijo Lady Tima dirigiéndose hacia un mueble y sacando uno de los látigos que allí guardaba.
Sentí que mi cuerpo se poma tenso.
—Cuando te vi por primera vez pensé, por un momento, que tu mirada era la de un hombre. Lo pensé incluso después de que me dijeran que eras un terrestre. Tu mirada me parecía capaz de penetrar los velos que me envolvían y descubrir la belleza y deseos que ocultamos con nuestro ropaje.
Guardé silencio ya que no sabía qué decir. Ella empezó a acariciar mi cuerpo con las puntas del látigo.
—No me azotes, por favor —susurré.
—Más tarde descubrí que no eras un hombre, sino algo terriblemente despreciable, algo peor que el más despreciable de los esclavos.
—Ama, por favor, no me azotes —rogué.
Dejó el látigo sobre el lecho.
—No temas, Jason. No mereces ni el esfuerzo necesario para azotarte.
Se quitó el atuendo que la cubría. Era realmente bella.
—No estarás aquí mucho tiempo, ya que pronto tendré que devolverte a tus cadenas.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —pregunté.
Rió. Se alejó hasta el escritorio y medio llenó la copa de vino. Luego se acercó a mí. Hice un esfuerzo por incorporarme sobre uno de los codos y ella, soportando mi cabeza, llevó la copa a mis labios.
—Bebe, mi lindo Jason. Eso hará que te relajes.
Cuando hube acabado el vino llevó la copa al escritorio y regresó junto al lecho donde permaneció mirándome.
Empezaba a sentir los efectos del vino en mis venas.
—¿Qué vas a hacerme?
—Tratarte como cualquier mujer libre de Gor trata al más despreciable de sus esclavos terrestres.
La miré aterrado.
—Acuéstate, mi lindo Jason —ordenó.
Obedecí. Mi cuerpo se hundió en las pieles que cubrían el lecho. Felina, como un gato, se deslizó a mi costado.
—No consigo comprender qué es lo que piensas hacer conmigo —osé decir.
—Voy a hacerte mío. Voy a pasar un rato divirtiéndome contigo.
La miré horrorizado.
Sonrió y luego introduciendo el mango del látigo entre mis dientes, me hizo suyo.
—¡Pobre! ¡Qué mal te ha tratado el Ama! —dijo la joven. Apenas levanté la cabeza de las losas del suelo sobre el que yacía de costado. La habitación estaba muy oscura. Me encontraba desnudo y mis tobillos habían sido encadenados juntos a una anilla incrustada en el suelo.
—No te muevas —dijo la chica.
—No, Ama.
—No soy Ama. También yo soy una desdichada esclava —dijo la joven mientras colocaba un paño húmedo y fresco sobre mi frente.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hora es? ¿Dónde estoy?
—Anoche te enviaron a la cámara del Ama.
Guardé silencio.
—Estoy segura que te enseñó bien que eres esclavo.
—Sí. Me hizo ver sin lugar a dudas que no era más que un esclavo.
La chica continuó poniendo paños húmedos sobre mi frente.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Está empezando a anochecer. Ayer fuiste enviado a la cámara del Ama.
—¡No es posible! —exclamé.
—Cuando el Ama terminó contigo, ¿no te desencadenó y te hizo comer de un bol que colocó a los pies de su lecho?
—Sí.
Me había obligado a comer de rodillas sin usar las manos.
—¿No te colgó la rúnica del collar y te ordenó que buscaras a los guardianes, pues ellos sabían lo que tenían que hacer contigo?
—Sí, pero no recuerdo haber encontrado a los guardianes.
—La comida estaba drogada.
—¿Dónde estoy?
—En una de las cámaras de preparación de los esclavos que han de ser vendidos.
—Entonces, ¿van a venderme pronto?
—Temo que así sea.
Me incorporé.
—No sabes cuánto lo siento. La experiencia de ser vendido es denigrante.
—¿Te han vendido alguna vez?
—Muchas veces.
—Lo lamento.
—No tiene importancia ya que soy una esclava. ¿Quieres que continúe poniéndote paños en la frente?
—No. Has sido muy buena conmigo.
Oí cómo escurría el paño y el gotear del agua en el cuenco. Luego se levantó para llevarse el trapo y el agua al otro extremo de la estancia. En unos pocos momentos estaba de nuevo a mi lado.
—¿Tienes sed?
—Sí.
Acercó a mis labios una vasija llena de agua de la cual, agradecido, bebí.
—¿Tienes hambre?
—Sí.
Me dio de comer unos pedazos de pan seco que rompía en trocitos con las manos.
—He robado algo de carne para ti —susurró junto a mi oído.
Uno a uno, fue dándome pequeños pedazos de carne hervida.
—No debías haberte arriesgado.
—Come. Tienes que estar fuerte.
—¿Qué te harán, si se enteran que has robado la carne?
—No lo sé. Es posible que me azoten o me corten las manos.
—¿Por qué te has arriesgado a sufrir tan horrible castigo por mí?
—Tú eres Jason, el terrestre, ¿verdad?
—Sí, soy de la Tierra. ¿Pero cómo sabes mi nombre?
—He oído que te llamaban así. ¿Es ése tu nombre?
—Sí es mi nombre, aunque ahora no es más que el nombre de un esclavo. ¿Conoces la Tierra?
—Sí, la conozco —dijo tristemente.
—¿Cómo te llamas?
—Darlene.
—Es el nombre de una terrestre —dije con cierta excitación.
—Así es.
—¿Por qué te han dado este nombre?
—Para que sepan que soy una esclava sexualmente viciosa.
Me habían dicho que en Gor daban nombres terrestres a las esclavas de la más ínfima categoría.
—¡Qué crueles son los hombres de Gor! Lo siento, perdóname —añadí apresuradamente.
—¿Por qué?
—No tenía intención de ofenderte.
—No te comprendo.
—Tú eres de Gor, ¿no es así?
—No —respondió la joven.
—¿Entonces, de dónde eres?
—No soy más que una desdichada terrestre.
Sus palabras me habían anonadado.
—Tu goreano es perfecto.
—El látigo me ha ayudado a pronunciarlo bien.
La compasión que sentía por ella me obligó a guardar silencio.
—En la Tierra mi nombre era Darlene, pero aquí no es más que un nombre que divierte a los Amos.
—Tengo que ver tu rostro —dije tirando de las cadenas.
—Come, Jason. Sólo queda un poco de carne.
Acabé la carne que aquellos delicados dedos introducían en mi boca.
—Tengo que ver tu rostro. ¿No es posible disponer de una luz en este antro?
—Hay una pequeña lámpara, pero temo encenderla.
—¿Por qué?
—Porque me avergonzará que un terrestre me vea tal y como soy ahora.
—¿Por qué?
—Visto el Ta-Teera, o sea el traje de esclava y un collar en el cuello.
—Por favor, Darlene, enciende esa lámpara.
—Si lo hago, procura mirarme como lo haría un hombre de nuestro mundo.
—¡Por supuesto!
Se levantó y cruzó la habitación.
Oí el choque de las piedras y vi algunas chispas. Mi corazón empezó a latir con fuerza cuando una chispa más potente, seguida de oscuridad, me hizo vislumbrar a la joven arrodillada al otro extremo del cuarto. Llevaba la corta túnica de rep marrón que mostraba sus muslos y apenas ocultaba sus senos. También había visto relucir el collar alrededor de su cuello y observé que estaba descalza. Volvieron a brillar las chispas. Ahora vi que su cabello era castaño y corto, aunque abundante. De haber sido yo traficante de esclavas, sin lugar a dudas, la hubiera incluido en mi cargamento. Consiguió obtener una llama entre las pajitas y con una de ellas encendió la lámpara de aceite. Apagó las pajitas y asiendo la lámpara con una mano, vino a arrodillarse a mi lado. Me miró, pero en sus ojos había temor.
¿Cómo podía un hombre con sangre en sus venas mirarla sin sentir un deseo de lujuria?
—¡Por favor! —suplicó agitando la cabeza.
Quería tomarla en mis brazos y hacerla mía. Cómo envidiaba a aquellos bestias de Gor que podían poseer una mujer como aquélla.
—Perdóname —supliqué.
—Me has mirado como el goreano que la mujer reconoce como Amo y al que hay que obedecer.
—¡No! ¡No! ¡No es verdad!
—Quizá sea una suerte para mí que estés encadenado.
—Quizá tengas razón.
—¿Sabes en qué habitación estás?
—Sí, en la cámara de preparación. Me lo has dicho.
—¿Sabes lo que eso quiere decir?
—Que van a venderme —dije con amargura.
—Temo que así sea.
—¿Sabes cuándo me venderán?
—Lo ignoro, ya que no soy confidente de los secretos de los Amos.
—No obstante, supongo que será pronto.
—¿Quieres que te vendan? —preguntó.
—¡No! Por supuesto que no lo deseo.
—Puedo ayudarte a escapar —susurró casi a mi oído.
—¡Cómo! —Exclamé, agitando mis cadenas—. No, es demasiado peligroso.
—He robado la llave de tus cadenas y de tu collar. También he robado ropa para ti, y conozco un pasadizo secreto por el cual puedes escapar.
—¡Es una locura! ¿Cómo es posible que escape un esclavo de Gor?
—¿Quieres intentarlo, Jason? —preguntó. De pronto guardamos silencio y nos miramos alarmados, pues hasta nosotros llegó el sonido de dos hombres acercándose. Dos guardianes gigantescos, desnudo el torso y rapados excepto por una especie de airón en la cima de la cabeza, se pararon frente a la reja de la celda. La reja estaba entornada con el fin de que la esclava pudiera entrar para atenderme y regresar luego a su habitual destino en aquella mansión.
—¿Has dado de comer al esclavo, Darlene? —preguntó el más recio de los dos.
—Sí, Amos —contestó ella sin levantar la cabeza. —Entonces, abandona la celda, esclava. —Sí, Amos.
Los dos hombres giraron y se alejaron pausadamente. La joven levantó la cabeza con rapidez y se volvió para mirarme. Tenía los ojos muy abiertos y le temblaban los labios. —Temo que queda poco tiempo —susurró. Afirmé con la cabeza. — ¿Quieres intentarlo, Jason? —Será muy arriesgado para ti —musité. —Nadie sabe que tengo las llaves. Jamás pensarán que he sido yo quien te liberó —dijo levantando los hombros. — ¿Pero si se enteran?
—No soy más que una esclava. Si me descubren puede que sirva de comida a los eslines.
—No puedo permitir que corras tal riesgo. —No sabrán que fui yo quien te liberó. No se les ocurrirá que me haya atrevido a tal cosa.
—¿Estás segura que no corres riesgo alguno?
—Yo no corro ningún riesgo; eres tú quien lo correrá.
—Abre las cadenas.
Se levantó y corrió hacia uno de los lados de la celda donde había el pequeño montón de pajas para encender la lámpara. Cogió dos llaves que estaban ocultas debajo de ellas. Apreté los puños mientras regresaba y con desespero introducía una de las llaves en la cerradura del grillete que sujetaba mi tobillo izquierdo. Lo abrió. Con la misma llave abrió los otros tres grilletes.
Permanecimos escuchando durante unos segundos. Nadie había en el corredor. Froté mis muñecas.
Sentí cómo introducía otra llave en la cerradura de mi collar.
—No irías muy lejos con ese collar —susurró sonriendo.
—No, supongo que no.
Darlene lo cogió y sin hacer ruido lo colocó hacia un lado de manera que no se viera desde la reja.
—Estoy desnudo. ¿Tienes ropa?
Fue a un rincón de la celda y cogió un paquete atado con una cuerda, cuyo nudo había sido sellado con cera.
—Uno de los guardianes dijo que era ropa. No se dieron cuenta que estaba escuchando. Supongo que lo que decía era verdad. No me atreví a romper el sello, puesto que hasta sólo hace unos momentos, no sabía si te atreverías a escapar.
—¿Qué dice el sello?
—Es el sello de la casa de Andrónicus.
—¿Cuándo llegó a esta casa? —pregunté alarmado.
—Un día antes que te trajeran. ¿Crees que no es ropa?
Rompí el sello y deshice el paquete. Me sobresalté.
—¿No es ropa? —preguntó Darlene, temblándole la voz.
—Es ropa —respondí.
—Entonces, ¿qué ocurre? Incluso aunque sea ropa de esclavo te permitirá llegar hasta la calle.
—¡Mira!
—¡Oh! ¡Cómo podía saberlo! —gimió.
Saqué la ropa del paquete. Era mi propia ropa. La ropa que llevaba la noche en que Beverly Henderson fuera raptada por los traficantes de esclavas de Gor. No sabía lo que había sucedido con mi ropa, ya que cuando desperté estaba desnudo, encadenado y en una celda en la casa de Andrónicus. No podía imaginar cuál podía haber sido el propósito de traer mi ropa a Gor.
—¡Qué crueles son! —exclamó Darlene.
—No te comprendo.
—Enviaron tu ropa para usarla el día de la venta. Supongo que pensaron que seria muy divertido para las compradoras.
—Creo que tienes razón —dije mirándola.
—¿Y ahora qué haremos? Hemos roto el sello —dijo Darlene.
—No nos queda más remedio que seguir el plan trazado.
—Será demasiado peligroso.
—No podemos escoger. Cuando desperté te pregunté qué hora era y dijiste que estaba anocheciendo.
—Sí.
—De eso ya hace tiempo. Por lo tanto, ahora debe ser noche cerrada.
—Sí —respondió con cierto temblor en la voz.
—Es posible que en la oscuridad pueda pasar desapercibido. Al menos hasta conseguir ropa más apropiada.
—Vístete, queda poco tiempo.
—¿Poco tiempo? ¿Para qué?
—Para que los guardianes hagan la ronda.
Saqué la ropa del paquete y empecé a vestirme.
—Estoy listo. ¿Dónde está la salida secreta?
—¿No vas a ponerte esto? —dijo recogiendo la corbata del suelo.
—No creo que sea indispensable —respondí sonriendo.
—Por favor, hace tanto tiempo que no veo a nadie usándola —suplicó.
—Está bien, me la pondré.
Levanté el cuello de la camisa y bajé la vista para mirarla.
—¿Te gustaría ponérmela?
He de confesar que a mí no me hubiera importado tener sus brazos tan cerca mío, llevando a cabo tan hogareña acción.
—No sé cómo se hace el nudo —confesó.
—No importa —dije cogiendo la corbata y anudándola. Luego bajé el cuello y la ajusté lo mejor que pude, ya que no disponía de espejo.
—Qué guapo estás vestido de esta manera.
Sus palabras me complacieron en extremo.
—¡No te han marcado el muslo! —exclamé inesperadamente.
La pierna izquierda carecía de marca. Estoy seguro que debía haberme percatado de aquella anomalía, pero mi cerebro no la había registrado.
—No, no me han marcado ni la pierna izquierda ni la derecha. ¿Te decepciona? —preguntó enojada.
—¡No! —exclamé sorprendido.
—¿Quieres que Darlene lleve la marca de su esclavitud?
—¡No, claro que no!
—¿Te hubiera gustado más verme marcada, Jason?
—¡Oh, no! Es que me sorprendió, ya que todas las esclavas que he visto en Gor están marcadas.
—Pues a mí no me marcaron.
—Ya lo veo.
—En estos momentos hablas como cualquiera de esos brutos goreanos —dijo intentando cubrir los muslos con su diminuta túnica.
—No quise herir tus sentimientos. Lamento mucho haberte enojado.
—¿Has pensado si me marcaron en la parte baja del vientre? Algunas veces es allí donde marcan a las esclavas. ¿Quieres que te enseñe el vientre para cerciorarte?
—¡Por Dios, no hagas tal cosa!
En su ira rasgó la Ta-Teera.
—¡Busca, busca la marca! —gritó.
—¡No! ¡No! ¡Dios mío! ¡Perdóname! ¡Perdóname!
Permaneció unos instantes mirándome.
—Te perdono. No debí enojarme de esa manera. Eres tú, Jason, quien debe perdonarme.
—Nada tengo que perdonar.
—Es que soy muy sensible a que mi belleza, si hay belleza en mí, sea expuesta a todo aquel que quiera mirarme.
—Te comprendo perfectamente y puedo añadir que eres muy hermosa.
—No me marcaron porque los amos creyeron que la marca estropearía la belleza de mis piernas.
No quise discutir, pero encontré el comentario desacertado, puesto que la marca en el muslo femenino lo hacía cien veces más bello y excitante.
—No me pondré la chaqueta —dije para aliviar el silencio.
—Jason, póntela, por favor. Deseo verte con ella.
—Está bien, me la pondré.
—Y ahora el abrigo —dijo con el rostro iluminado por la alegría.
—¡No, no es posible que quieras que me ponga el abrigo!
—¡Oh, Jason!, por favor.
—Como quieras —dije poniéndomelo.
—¡Oh, estás maravilloso! ¡Hace tanto tiempo que no he visto a un hombre guapo y elegante de mi mundo!
—Me siento ridículo. Estas prendas están fuera de lugar en Gor, especialmente comparadas con los sencillos atuendos goreanos.
—¡No! ¡No! ¡Estás perfecto!
—Y ahora acaso sea mejor que me enseñes el camino de esa salida secreta para que intente escapar de este lugar.
—Sí, date prisa —dijo deslizándose por la verja entreabierta.
—No corras. Puede haber algún guardián en el pasillo.
—No. Aún no es la hora para que inicien la ronda, aunque no tardarán mucho en hacerlo. Debemos apresurarnos.
Salí rápido tras la joven. Allí en la celda quedaron el collar y las cadenas. Sentía una gran felicidad por haber abandonado la celda de preparación. El corazón me latía con fuerza mientras seguía a Darlene a través de los mal iluminados pasillos. Ella conocía bien el camino. Inesperadamente llegó a nosotros el sonido de un gong.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Es la señal para que los guardianes inicien la ronda. Debemos apresurarnos.
Sus pasos se hicieron más rápidos. Era una joven muy valiente. Estaba arriesgando su vida por un hombre de su mundo.
Súbitamente se paró ante una puerta. Respiraba con dificultad al mirarme.
—Ésta es la puerta —susurró.
—Has de venir conmigo. No puedo dejarte aquí —dije abrazándola.
—¿Sabes cómo castigan a la esclava que intenta escapar?
—No —dije temiendo conocer la respuesta.
—Lo intenté una vez. Si me cogen esta vez, me cortarán los pies.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
—Apresúrate. Cada minuto que retrases la huida aumenta nuestro peligro.
—Eres la chica más valiente que he conocido.
—¡Date prisa! —susurró.
Agaché la cabeza para besarla, pero apartó la mejilla.
—No olvides que soy terrestre y que nuestra amistad ha sido maravillosa. No intentes destruir este hermoso recuerdo.
A continuación abrió la puerta. Sólo había oscuridad al otro lado. Giró para mirarme. Una tenue sonrisa brillaba en sus labios.
—Te deseo suerte, Jason.
—Y yo a ti.
—¡Date prisa!
—Jamás te olvidaré —susurré al introducirme en la oscuridad.
Alguien sujetó mis brazos a los costados. Una mujer rió a mi espalda.
—Encended las antorchas —ordenó otra mujer.
Reconocí la voz de Lady Tima.
Encendieron las antorchas y me encontré en una especie de escenario semicircular de cara a un anfiteatro. Mis brazos habían sido atenazados a mis costados por los dos gigantescos guardianes que viera antes en mi celda. Se oían risas femeninas, pero no veía bien las gradas, aunque distinguía que las mujeres que allí se sentaban estaban cubiertas con velos y ricos vestidos. Encendieron más antorchas a mi izquierda y derecha, de modo que mi figura estuviera bien iluminada.
Vi a la joven que dijo llamarse Darlene quitarse el collar y entregarlo a un servidor que mostraba un cuchillo en su cinto y quien, a su vez, le entregó un elegante atuendo blanco, que ella ajustó a su cuello con un broche. También le entregó un látigo. Ella soltó las cuchillas y azotó el aire. El sonido fue aterrador.
Miré hacia las gradas. Recordé las palabras de aquel goreano que conocí en la Tierra:
—Creo que conozco un mercado al que pudieras interesar.
Gemí. Sentí el látigo de Lady Tima obligándome a levantar la barbilla. Vestía cuero negro con incrustaciones metálicas y en su cinto había un gran llavero y un cuchillo.
—Bienvenido al mercado de Tima.
La miré desesperado.
Hizo una señal a uno de sus ayudantes y sonó un gong. Era el mismo sonido que oyera antes en el corredor. Ahora ya sabía lo que aquel gong significaba.
—Empecemos —ordenó Lady Tima.
La joven que se había hecho llamar Darlene avanzó y señalándome con el látigo dijo:
—Éste es un terrestre. ¿Quién hace la primera puja?
—Yo ofrezco cuatro tarskos de cobre —dijo una mujer.
Se había iniciado la subasta.
Capítulo 9
El Mercado de Tima
—Cuatro tarskos. ¿Quién da más? —dijo la joven cuyo vestido blanco ocultaba el vergonzoso Ta-Teera que había usado para engañarme.
—¡Cinco! —oí decir.
—Queremos verlo —gritó una voz aguda.
—¡Miradlo! Ahí lo tenéis, ataviado con esas atroces prendas de su mundo —dijo Lady Tima adelantándose y señalándome con el látigo.
Intenté soltarme de las garras de aquellos dos brutos, pero todo fue inútil.
—Observad lo fea e incómoda que es su ropa —prosiguió Lady Tima.
Las mujeres reían. Tenía que reconocer que mi ropa comparada con los sencillos y libres trajes de los goreanos, resultaba rígida, prieta e incómoda.
—¿Tal vestimenta no ofende vuestra vista? —preguntó Lady Tima.
—Que se la quite —gritó una de las damas.
—Imaginaos que incluso hay mujeres en la Tierra que osan ponerse este tipo de prendas. Es su forma de expresar su deseo de ser hombres —dijo Lady Tima riéndose.
—Nuestros hombres las enseñan a ser mujeres —gritó otra de las damas sentada en el anfiteatro.
—Y hay que reconocer que las muy sucias y viciosas aprenden con mucha rapidez —exclamó Lady Tima provocando grandes risas.
De nuevo intenté soltarme, pero fueron esfuerzos inútiles. Habían sido muy crueles al presentarme ante las futuras compradoras vestido como un terrestre. Y que algunas mujeres vistieran ahora aquellas prendas, me parecía una ironía que ponía de manifiesto la confusión que reinaba en mi mundo.
—Un tarsko de plata —gritó una de aquellas mujeres.
—¡Un tarsko de plata! Una cantidad excelente, ya que se trata de la primera puja —dijo la joven vestida de blanco cuya expresión reflejaba una gran satisfacción.
—Un momento —dijo Lady Tima sonriendo. Hizo una señal a uno de aquellos recios ayudantes, el cual avanzó hasta el borde de la plataforma en donde dejó un gran plato de bronce lleno de grandes tacos de madera. A continuación aplicó una antorcha a los tacos, que debían haber sido impregnados con algún tipo de combustible, ya que empezaron a arder al instante. No podía comprender el significado de aquella fuente ni el de los tacos en llamas.
—Ahora estamos listas para despojarle de su ropa.
Hubo gritos de aprobación.
Lady Tima hizo un gesto a los dos hombres que me aprisionaban e inmediatamente dejaron de sujetar mis brazos para agarrarme de las muñecas.
Lady Tima hizo otra señal y el hombre que había traído el plato de bronce rasgó con un cuchillo mi abrigo por la espalda y los brazos, arrancando la prenda de mi cuerpo para echarla al fuego. Hizo lo mismo con mi chaqueta. Miré cómo aquellas prendas eran consumidas por las llamas. Eran objetos que había traído de mi mundo. Los dos guardianes volvieron a atenazar mis brazos.
—¡Más, más, quitadle más prendas! —gritó una de aquellas mujeres.
—Antes de hacerlo, permitidme que agradezca a mis bellas y nobles clientes su cooperación en la broma que hemos jugado al esclavo. ¡Estuvisteis tan calladas! Creía el esclavo que escapaba, ayudado por una terrestre, papel que ha desempeñado la encantadora Lady Tendite —explicó Lady Tima sonriendo y volviendo su mirada hacia la joven con el vestido blanco. Fueron muchas las mujeres que golpearon su hombro izquierdo con la palma de su mano derecha, forma habitual del saludo goreano.
—En vez de hallar su libertad, ahora descubre que se encuentra con que es objeto de una venta. ¡Sois todas maravillosas, y la Casa de Tima os está muy agradecida!
Era una mujer lista. Su público se hallaba en un excelente estado de ánimo... pero yo estaba furioso. Luché desesperadamente por deshacerme de aquellos dos bestias y, para sorpresa mía, casi lo consigo. Creo que también aquellos dos hombres se sorprendieron ya que estuve a punto de derribarlos a pesar de sobrepasarme en estatura. No obstante consiguieron atenazar mis brazos de nuevo. Ahora sabía que uno de aquellos hombres no era capaz de sujetarme. Jamás sospeché ser dueño de semejante fuerza.
Estoy seguro que ninguna de las damas, ni Lady Tima, ni Lady Tendite, habían imaginado que fuera tan fuerte.
—¿Es dócil? —preguntó una de las damas sentada en la segunda grada.
Varias de aquellas mujeres estaban asustadas, y ello me alegró.
—Muchas de vosotras tenéis tharlariones y ellos son más fuertes que él. Acaso también más inteligentes —dijo riendo Lady Tendite.
—Pero nadie quiere un esclavo tonto —comentó una de las damas.
—Lady Tendite bromeaba —interrumpió Lady Tima—. El esclavo es inteligente. La casa de Tima lo garantiza.
—¿Y no es posible que sea demasiado inteligente? —preguntó otra de las mujeres.
—Su mirada no es la de un esclavo —añadió una de sus compañeras.
—Quizá resulte ser un Amo —comentó una voz temerosa.
—¿Nos venderías un Amo para nuestra cámara?
Un murmullo entre pavor y emoción recorrió la sala. ¿Acaso deseaban aquellas mujeres un Amo en sus cámaras? Tenía que haberme equivocado, puesto que de ser así, sabrían que en privado se verían, obligadas a actuar como esclavas.
—¡No, no, no! Es muy inteligente —exclamó Lady Tima riendo.
Parecía divertida, pero podía apreciar que su enojo iba en aumento. Ahora nadie pujaba.
—Su inteligencia es la de un terrestre. Le han educado para anticiparse a los deseos de cualquier mujer y a obedecerlos. Los terrestres hacen siempre lo que la mujer quiere.
—¿Son todos esclavos? ¿No hay ningún Amo entre ellos?
—Es lo que me han dicho. Todos son esclavos de seda.
—¡Mentira! También hay hombres en la Tierra —grité desesperado.
La empuñadura del látigo de Lady Tendite golpeó una de mis mejillas.
—¡Oh, Jason, has hablado sin que te diéramos permiso! —exclamó Lady Tima con sorpresa burlona.
Luché por zafarme de los guardianes, pero ahora me tenían bien sujeto.
—Ése por lo menos no es un esclavo de seda —oí decir a una de las mujeres.
—¡Enviadlo a las canteras!
—¡En las galeras sería muy útil!
—¡Que traigan a otro esclavo!
—¡Esperad! —gritó Lady Tima.
Todas obedecieron.
—¿Puedo realmente creer que os hemos engañado a todas? —preguntó riendo.
Ninguna de las damas osaba romper el silencio. Lady Tima se giró hacia mí.
—Jason, lo has hecho muy bien. Has interpretado tu papel de una manera genial.
Giró de nuevo para mirar a sus clientas.
—Perdonadme, puesto que al parecer la broma no ha tenido el efecto deseado. Pensé que todas sabíais que los terrestres son dóciles esclavos de las mujeres y que al ver al esclavo luchar por escapar, lo cual hizo obedeciendo a una señal mía, comprenderíais que estábamos actuando, pero veo que desconocéis las costumbres terrestres. ¿Verdad que es un actor excelente?
Se volvió para mirarme golpeando su hombro izquierdo como si aplaudiera mi actuación. Algunas de las damas, aunque con timidez, la imitaron.
—¿Es dócil? —osó preguntar una de las damas que ocupaba un asiento en la cuarta grada.
—¡Oh, por supuesto! Yo misma lo he utilizado en mi cámara.
Bajé la cabeza al recordar mi humillante actuación en el lecho de Lady Tima.
Lady Tima se volvió a mí, sonriendo.
Me habló muy bajo. Sólo aquellos que estaban en la tarima podían oírlo.
—Jason, ya te has divertido haciendo ver que eres un hombrecito, pero es hora que recuerdes que no eres más que un esclavo y que en casa de Tima hay muchos eslines que están hambrientos —acabó con tono amenazador.
—¡No! ¡No, Ama! —dije al observar la frialdad de su mirada. Bien que recordaba aquellos terribles animales.
—Mírame a los ojos, Jason —ordenó.
Obedecí. Ella y todos aquellos que fueran Amos podían disponer de mi vida o de mi muerte. Ellos eran el poder; yo no era más que un mero esclavo.
—¿Qué eres, Jason? —preguntó.
—Un esclavo.
—Pues no lo olvides.
—No, Ama.
—Podéis soltarlo. Ya no es preciso que lo sujetéis —dijo a los dos guardianes. Me soltaron y permanecí quieto sobre la plataforma.
—Lindo Jason —dijo Lady Tendite acariciándome la mejilla con la palma de su mano. Luego me quitó la corbata.
Se alejó hasta llegar a la fuente en la que ardían los leños y dejó caer la corbata. Regresó y empezó a desabotonarme la camisa, incluso los botones de la manga.
—No te enojes, Jason. ¿No habrás olvidado a Darlene, la pequeña terrestre? —dijo con gran dulzura.
—Confiaba en ti —susurré amargamente.
—No creí que te engañaría tan fácilmente.
Se colocó a mi espalda, me quitó la camisa y la tiró al fuego. Esta vez, en lugar de venir a mí, se colocó en el borde del estrado.
—Tenemos la oferta de un tarsko de plata por este esclavo. ¿Hay alguna nueva oferta?
Las damas guardaban silencio.
—¡Ánimo! Este es un excelente esclavo de seda. Es cierto que no ha sido totalmente entrenado, pero ¿cuál de vosotras no es capaz de adiestrarlo? Es terrestre y dócil —dijo Lady Tendite.
A pesar de sus palabras nadie efectuó una nueva oferta. Viendo que su público no reaccionaba se volvió a mí.
—Quítate la prenda que cubre tu torso.
La miré.
—Rápido —ordenó.
Me quité la camiseta de algodón por la cabeza y la sostuve en una mano.
Lady Tendite se acercó a mí y extendió la mano. Yo entregué mi camiseta y ella la echó al fuego. Regresó a mi lado hablando a sus clientes.
—Observad la anchura de su pecho y de sus hombros, la esbeltez de su cintura, el hueco de su estómago. —Uno con cinco —dijo una de las damas. —Uno, seis —gritó otra mujer. Lady Tendite se giró hacia mí. —Quítate los zapatos y los calcetines y arrodíllate. —Sí, Ama.
Me arrodillé sobre la rodilla izquierda y empecé a desatarme los cordones del zapato. Lady Tima con su látigo se colocó a mi lado.
—Éste no es un esclavo destinado al trabajo —dijo Lady Tendite—. No es un bruto ni un zafio que sólo sirva para los campos o los establos. Este esclavo es inteligente y es un hombre del planeta Tierra a quien desde la más tierna infancia enseñaron a complacer a la mujer, así pues no temáis, ya que es dulce, cariñoso, compasivo y obediente. Podéis pujar por él con toda tranquilidad.
Me arrodillé sobre la rodilla derecha y proseguí con los cordones de mi otro zapato. Mientras lo hacía, Lady Tima habló:
—Tendite no es experta en la venta de esclavos. La estoy enseñando.
Como no ofrecí comentario alguno, prosiguió:
—¿Habla bien tu idioma?
—Sí, Ama. ¿Cómo es que lo habla tan bien?
—Lo aprendió para entrenar a esclavos terrestres en Casa Andrónicus. Hace uno o dos años, ése era el lenguaje empleado en tales entrenamientos, pero luego se decidió suspender el método. Ahora se habla goreano desde el primer día.
—Pero no estáis plenamente satisfecha de ella —osé comentar.
—¿No crees que es muy hermosa? —preguntó Lady Tima.
—Sí.
—Te aseguro que no perderé dinero con ella, ni aun estando tan mal preparada como lo está ahora. No tardará en ser perfecta.
Me senté sobre la plataforma y me quité los zapatos y los calcetines. Luego me arrodillé como había ordenado Lady Tendite. —Por ti conseguiré por lo menos cuatro tarskos.
Supuse que serían cuatro tarskos de plata, lo cual era un precio muy elevado. Eran muchas las esclavas que se vendían por un tarsko de plata o dos, a pesar de su belleza.
—La última oferta es de un tarsko dieciséis. Nobles compradoras, creo que podríais ser más sensatas al pujar por este precioso ejemplar que llegará a convertirse en vuestra propiedad.
—Conseguiré un mínimo de cuatro tarskos de plata por ti —susurró Lady Tima.
—¿Por qué no suben las apuestas? —pregunté.
—No están seguras de tu docilidad. Te temen.
—Sacad otro esclavo —gritó una de las mujeres.
—Eso, que traigan otro esclavo —corearon otras voces femeninas.
Lady Tendite, desolada, se volvió hacia Lady Tima.
—¿Quieres que cierre la venta? —preguntó.
Sabía que su actuación había sido un fracaso.
—¿Te importa que continúe yo? —pregunto Lady Tima.
—¡Por supuesto que no! —exclamó. Había agradecimiento en su voz.
Inesperadamente Lady Tima hizo restallar el látigo sobre la tarima.
—¡De pie! ¡Desnúdate y arrodíllate con las rodillas separadas! —ordenó.
Sobresaltado y sin saber lo que hacía, me encontré arrodillado ante las compradoras, tal como me habían ordenado.
—Gatea hasta Lady Tendite y pídele que te ponga un collar.
Mientras gateaba hacia Lady Tendite, el látigo chasqueó a mis espaldas.
—Ama, por favor, ponme un collar.
—Quédate así; de rodillas con las manos en el suelo y la cabeza baja.
Trajeron un collar desde el otro lado de la plataforma. Era idéntico al que había usado en la sala de preparación.
Sentí cómo me rodeaba el cuello y oí el cierre al ajustarse. Mientras tanto, Lady Tima tiró mi ropa a las llamas.
Ahora las damas sentadas en las gradas aplaudían. Lady Tima señaló con el látigo los calcetines y zapatos que aún estaban sobre el estrado.
—Cógelos uno a uno con la boca y échalos al fuego —ordenó haciendo restallar el látigo de nuevo.
Estaba llevando a cabo lo ordenado, cuando el ruido ensordecedor de las ofertas de la clientela llegaban a mis oídos. — ¡Dos tarskos! — ¡Tres tarskos! — ¡Tres, diez! — ¡Tres, veinte!
Las ofertas habían ascendido a cuatro, dieciocho cuando terminé de tirar mi zapato derecho al fuego. Me dolían las rodillas y la madera había lastimado la palma de mis manos. El látigo chasqueó de nuevo. — ¡Jason, ven aquí! Gateé hasta llegar a sus pies. — ¡Ponte en pie! Obedecí.
—Aquí tenemos al esclavo. Lo habéis visto desnudo y de rodillas pedir a nuestra encantadora Lady Tendite que le pusiera el collar. ¿Acaso no creéis que lo he preparado bien para la venta?
—¡Seis tarskos!
Hubo aplausos para Lady Tendite. Había un sabor amargo en mi boca. ¡Me había engañado tan fácilmente!
—¡Siete tarskos!
—Muéstrate tal como estabas al representar a la esclava terrestre en la sala de preparación —ordenó Lady Tima a Lady Tendite.
—¡Lady Tima! —exclamó la joven incrédula.
—Sé bien lo que hago —insistió Lady Tima sonriendo.
—Pero es que me sentiré avergonzada vestida con un Ta-Teera ante todas esas damas libres.
—Solamente somos mujeres, el esclavo y nuestros ayudantes, por lo tanto haz lo que te digo.
Lady Tendite parecía indecisa.
—¿Quieres continuar trabajando para mí?
Lady Tendite sonrió. Abrió el vestido blanco y lo apartó dejando que cayera a sus espaldas como una capa sujeta al cuello por el broche de plata. Ofrecía una hermosa visión. Las mujeres sentadas en las gradas parecían estupefactas, luego una a una, empezaron a golpear su hombro izquierdo.
—¡Está preciosa! —exclamaron varias de las damas.
Entonces comprendí cuán inteligente era mi Ama. Aquellas mujeres se estaban identificando con Lady Tendite. Era como si todas ellas se hubieran vestido con aquel desvergonzado Ta-Teera.
—Quítate el vestido y ponte el collar —dijo Lady Tima.
Lady Tendite desprendió el broche y dejó caer el vestido blanco al suelo. Uno de los ayudantes trajo el collar que le había entregado y ella misma se lo colocó alrededor de la garganta.
El público no osaba respirar. De pronto todas se golpearon el hombro izquierdo con ardor. Se habían convertido en esclavas. No sé cuántas de ellas comprendían lo que estaba sucediendo, pero por una u otra razón habían quedado verdaderamente emocionadas. Era maravilloso ver a aquella mujer libre usando un verdadero collar de esclava alrededor de su cuello.
—No puedo evitar expresar mi admiración ante tan insuperable actriz —dijo Lady Tima. Hubo más aplausos.
—Acaricia al esclavo —dijo Lady Tima sonriendo. Lady Tendite se acercó a mí y me miró a los ojos. Su belleza era exquisita. Su busto apresado por el escote del Ta-Teera casi me hizo gritar de placer.
—¡No me toques, por favor! —gemí. — ¡Diez tarskos!
—Puedes quitarte el collar y mostrar al esclavo con tu látigo. Lady Tendite sonrió y se alejó a un extremo del entarimado. Las ofertas continuaban. Cuando Lady Tendite regresó, habían alcanzado la cifra de once, seis. Ordenó que me arrodillara. Obedecí con lágrimas en los ojos.
—Jason, intentabas escapar, ¿verdad? —me preguntó Lady Tima. —Sí, Ama.
—Además, si no recuerdo mal, hablaste sin que te concedieran permiso.
—Sí, Ama —dije casi gritando pues sabía que había de hacerme oír hasta por las damas que ocupaban la última grada.
—Por ello, debes rogarnos que te azotemos.
—Sí, Ama. Por favor, azotadme —dije bajando la cabeza.
Lady Tima hizo una seña a uno de los ayudantes que se colocó a mis espaldas. Oí cómo sacudía el látigo para que las cuchillas quedaran sueltas.
—¡Azótalo! —ordenó Lady Tima.
La subasta continuó mientras me azotaban. Me vendieron por dieciséis tarskos de plata, pero no tenía idea de quién era mi nueva dueña. Sólo recuerdo que dejaron de azotarme y que me sacaron de la plataforma arrastrándome y cubierto de sangre. Recuerdo que volví a oír el sonido del gong y supe que un nuevo esclavo había aparecido ante las compradoras.
Capítulo 10
Lady Florence
—¡Qué lindo está andando junto a tu silla! —dijo la mujer cubierta por un velo reclinándose en el palanquín.
—Puedes apreciar, Lady Melpomene, que su aspecto mejoró tan pronto le puse una túnica de seda y dejé que le creciera el pelo para que le fuera posible sujetarlo con una cinta —comentó Lady Florence.
—También veo que no lo llevas encadenado.
—Pronto descubrí que no era necesario —dijo Lady Florence con una sonrisa.
Mientras las dos mujeres hablaban yo mantenía la vista en el suelo.
—Envidio tu suerte de poseer un esclavo tan dócil —añadió Lady Melpomene.
—Eres muy amable. Creí que te habías enfadado conmigo —dijo Lady Florence con un toque de ironía.
Estaba a su lado sujetando las riendas del tharlarión. Era un animal grande y el estribo llegaba a mi hombro.
—¿Lo has marcado ya? —preguntó Lady Melpomene.
—No, no marco los muslos de mis esclavos.
—¡Qué interesante!
Lady Florence encogió los hombros.
—¿Qué tal se porta en el lecho? —preguntó Lady Melpomene.
—Lo uso cuando me place.
—¡Por supuesto! —exclamó Lady Melpomene.
—Es lamentable que tus recursos sean tan limitados en el presente. De no ser así, quizá hubieras pujado más alto y me lo habrías quitado.
—Mis recursos no han sufrido alteración alguna.
—Pues corren rumores que te hallas al borde de la ruina.
—Tales rumores son maliciosos y sin fundamento —espetó Lady Melpomene.
—Eso es lo que yo creía —dijo Lady Florence con dulzura.
—Lo que sucede es que no me interesaba el esclavo como para ofrecer dieciséis tarskos.
—Lo comprendo.
—¿Vas a pasar muchos días comprando en Ar? —preguntó Lady Melpomene.
—Cuatro días. Dejamos la casa de Vonda hace un mes, para ir a la villa.
La casa de Lady Florence se encontraba a unos cuarenta pasangs al sudeste de Vonda. Ésta es una de las cuatro ciudades de la Confederación Saleriana. Las otras tres ciudades son: Ti, Puerto Olni y Lara. Todas estas ciudades se hallan junto al río Olni, que es tributario del Vosk. Ti es la más lejana en la confluencia de los ríos Olni y Vosk; Puerto Olni se encuentra un poco más abajo. Estas dos ciudades fueron las primeras en unirse para proteger sus barcos de los ataques de los piratas. Algún tiempo más tarde se unieron a ellas Vonda y Lara, que se hallan situadas en la convergencia de los dos ríos. Puede decirse que no hay piratas en el río Olni. Los primeros estatutos de la Confederación se firmaron en la cuenca de los Salerius que se extiende al norte del río Olni, entre Puerto Olni y Vonda, por lo que se denominó Confederación Saleriana. La ciudad más grande y de mayor población es Ti, sede de dicha Confederación. Su Administrador es un hombre llamado Ebullius Gaius Cassius de la casta de los Guerreros, quien a la vez es Administrador de la ciudad. También se conoce la Confederación por el nombre de Las Cuatro Ciudades de Saleria, cuyo nombre indudablemente deriva de la cuenca del Salerius. La ciudad de Lara se considera como un punto de gran estrategia, ya que puede, si lo desea, evitar que los barcos que navegan por el río Olni lleguen a los mercados en las ciudades asentadas en el río Vosk, o que los barcos de estas ciudades bajen a comerciar con las que existen en las riberas del Olni. El transporte por tierra, como ocurre en casi todo el planeta Gor, es difícil, caro y con frecuencia peligroso. Es interesante saber que lo que se inició como una liga para proteger a las embarcaciones, evolucionó lentamente hasta llegar a convertirse en una gran potencia política al este de Gor. Los celos y las rivalidades tienden a separar a las ciudades de Gor, por lo que la unión de las cuatro ciudades de Saleria constituye una sorprendente anomalía en la política goreana. Incluso se rumorea que muchas ciudades del planeta empiezan a mirar con recelo esta unión. Hasta se dice que Ar está prestando una especial atención al creciente desarrollo de la confederación.
—Hemos venido desde mi casa en Venna —continuó Lady Florence en tono jovial.
—Yo también tengo una casa en Venna.
—Ignoraba que el estado de tus finanzas te permitiera conservarla.
Venna es una pequeña ciudad famosa por sus baños y por las carreras de tharlariones.
—¿Vienes con frecuencia a comprar en Ar? —pregunto Lady Melpomene.
—Dos veces al año.
—Yo vengo cuatro.
—¡Qué suerte! —exclamó Lady Florence con dulzura.
—Puedo permitírmelo.
—En tal caso no quiero estorbarte en tus compras.
—No quiero quedarme muchos días en Ar —dijo Lady Melpomene.
—No creo que haya problemas.
—En los baños de Vonda se decía que Ar piensa atacar. Parece ser que hay algún que otro roce entre las tropas al sur de Olni.
—Los hombres siempre buscan pelea. Son unos bárbaros.
—Si se rompen las hostilidades no seria seguro para una mujer de Vonda encontrarse en Ar.
—No creo que llegue la sangre al río.
—Quizá no te importe arriesgarte a llevar un collar metálico, pero yo me marcho esta noche —aseguró Lady Melpomene.
—Nosotros lo haremos mañana por la mañana.
—¡Excelente! Te veré en Venna.
—Quizás —dijo Lady Florence.
—Y quizás me dejes disfrutar un día de tu esclavo —comentó Lady Melpomene.
—Quizás... si pagas el alquiler —dijo Lady Florence con frialdad.
—¿Alquiler?
—Sí, los dieciséis tarskos que no pudiste pagar por él.
—Bueno, te deseo buen viaje —dijo Lady Melpomene.
—Y yo a ti, lo mismo.
Lady Melpomene batió palmas mientras decía a los esclavos que transportasen el palanquín sobre los hombros.
—¡Qué odiosa es esa mujer! ¡Cómo la desprecio! Está arruinada. Si aún tiene la casa en Venna te aseguro que no será por mucho tiempo. ¡Qué osadía hablarme! Lo más probable es que haya venido a Ar para vender la casa de Venna. El palanquín y los esclavos eran alquilados. ¡A mí no me engaña! ¡La odio! ¿Te fijaste con qué zalamería me hablaba? ¡Pues también ella me odia! Nuestras familias han sido enemigas durante muchas generaciones.
—Sí, Ama.
—Incluso se atrevió a pujar en contra mía cuando te compré. ¿Crees que una amiga hace tal cosa?
—No lo sé, Ama.
—¡No, no lo haría! —insistió Lady Florence.
—Sí, Ama.
—¡Y se ha atrevido a pedirme que te prestara para distraerse contigo! Si te presto será a alguna de las mujeres que me complacen.
Es norma de la hospitalidad de Gor ofrecer el uso de los esclavos a los invitados. Lady Florence de Vonda, a quien ahora pertenecía, podía cederme a quien ella deseara. Sin embargo, hasta el momento, me había retenido para su uso exclusivo. Incluso cuando había invitados en su villa al sudoeste de Vonda, me había retenido encerrado en mi celda, supongo por temor a verse obligada a cederme a alguna de sus amigas.
—Vamos por aquí, Jason, quiero comprar agujas para el velo en casa de Publius, y luego iremos a la Avenida del Cilindro Central, para ver las sedas que tiene Philebus en su tienda.
—Sí, Ama —dije encaminándome hacia la calle indicada. Caminaba sujetando las bridas de su tharlarión.
—¡Párate aquí!
—Sí, Ama.
—Te ocuparás de atar el tharlarión en el estacionamiento —ordenó Lady Florence—. Luego regresarás aquí y esperarás hasta que salga de la tienda.
El sol estaba alto. Debía ser mediodía. Habíamos parado ante la tienda de Philebus, especializado en sedas de Turia. La tienda se hallaba en la gran Avenida del Cilindro Central, un paseo que medía unos ciento veinte metros de anchura, en donde se celebraban los desfiles triunfales en Ar.
Un gran número de árboles y fuentes adornaban esta avenida. Estaba contento por haber tenido la oportunidad de contemplarla. Había unas tiendas muy bonitas y los artículos que en ellas se vendían eran extremadamente caros. En las anillas, esperaban una esclava y un esclavo la salida de sus amos.
Lady Florence miró la cadena que había en uno de los lados de su silla de montar.
—¿Quiere mi Ama la cadena para atar a su esclavo? —pregunté.
—No, Jason. Te doy permiso para que bebas en la fuente mientras realizo mis compras.
—Muchas gracias, Ama.
La fuente tenía dos niveles. Una gran pila en la parte superior y una pila más pequeña y casi plana en la inferior, en la cual los esclavos podían beber.
Lady Florence continuaba mirándome pero no me era posible descifrar su expresión.
—Es posible que te guste lo que voy a comprar.
—Estoy seguro que me gustará, Ama —dije sin intención de adularla, ya que en el tiempo que había estado a su lado, había llegado a comprobar que su gusto era exquisito.
Giró y se apresuró a entrar en la tienda.
—No te ha encadenado —dijo el esclavo atado a una de las anillas dirigiéndose a mí.
—No.
—¿Cuánto pagó por ti? —preguntó.
—Dieciséis tarskos.
—No es mucho —dijo el esclavo algo desconcertado.
—De plata —informé.
—¡Embustero! —exclamó.
Alcé los hombros en señal de indiferencia mientras conducía el tharlarión a un espacio soleado y con arena no muy lejos de la tienda de Philebus.
Lo sujeté de manera que pudiese beber de un canal que recogía el agua que rebasaba de una fuente próxima. Las anillas en donde se sujetaba a los tharlariones eran similares a las de los esclavos. La única diferencia es que unas de ellas sólo estaban destinadas para los tharlariones mientras otras eran utilizadas para atar a los esclavos, pero todas ellas tenían como fin primordial el evitar que tanto esclavos como animales pudieran fugarse.
Miré al tharlarión. Estaba tranquilo. Su único movimiento fue un parpadeo para ahuyentar a un insecto. Lady Florence poseía una de las más grandes y hermosas cuadras de tharlariones en Vonda. Regresé a la tienda de Philebus. Al pasar ante el esclavo de seda atado ante la tienda, le miré.
—¡Embustero! —repitió.
En verdad creo que estaba enojado porque era él quien estaba atado y no yo. Me dediqué a admirar aquella hermosa avenida. Me habían dicho que allí se hallaban ubicados los más importantes despachos y agencias de Ar, así como los apartamentos de los altos funcionarios y el domicilio particular del Ubar, un hombre llamado Marlenus.
Apoyé la espalda contra el muro de la tienda. La mayoría de los establecimientos de Gor carecían de escaparates. Muchos de ellos presentaban a la entrada los mostradores y podría decirse que éstos se encontraban casi prácticamente en la calle. Unos postigos o rejas eran su única protección durante la noche. Sin embargo, las tiendas que ofrecían géneros más costosos, como era el caso de Philebus, sólo mostraban una pequeña y estrecha entrada que generalmente conducía a un patio, donde el género podía ser inspeccionado y admirado por los compradores.
Miré a la esclava que había sido encadenada ante la puerta de la tienda de Philebus. Sus pequeñas muñecas habían sido atadas con cordel en cuyo interior parecía haber un alambre. Los nudos se hallaban bajo su muñeca izquierda, lo que hacía casi imposible que pudiera desatarse utilizando los dientes.
También ella me miró.
Usaba una corta túnica de color gris oscuro. Estudié la curva de sus muslos y pantorrillas.
—Soy para hombres libres y no para esclavos como tú.
—¿Te portas bien en sus brazos, esclava? —pregunté.
Apartó su mirada mordiéndose el labio.
Recorrí su cuerpo. No me hubiera disgustado que fuese mía.
—Estoy seguro que te portas bien entre los brazos de tus amos.
Se ruborizó y comprendí que mi diagnóstico había sido correcto. Sonreí. Sollozaba en silencio y el llanto hacía que sus hombros se agitaran. Me levanté y caminé hacia la fuente, donde anodinándome y apoyando las manos en el suelo bebí hasta satisfacer mi sed. Regresé a la tienda y continué esperando a mi Ama. Al oír tambores en el aire, levanté los ojos. Un grupo de unos cuarenta tarns con sus correspondientes jinetes desfilaban batiendo alas al compás de los tambores. La formación parecía demasiado numerosa para ser tan sólo una patrulla.
Mi Ama estaba tardando en abandonar la tienda. Supuse que tendría que transportar un gran número de paquetes hasta su casa.
Vi pasar una Kaila. Es una bestia señorial de largo y sedoso pelo amarillo. Había oído hablar de aquel animal, pero ésta era la primera vez que lo veía. El jinete estaba montado sobre una alta silla de color morado con cuchillas en forma de haz. Llevaba una larga y negra lanza. Una red hecha de eslabones colgaba junto a su yelmo. Supuse que era un tuchuk, o sea que pertenecía al Pueblo del Carro. Su rostro cruzado por varias cicatrices le señalaba como uno de aquellos salvajes jinetes.
—Esclavo —oí llamar a una mujer.
Me arrodillé y bajé la cabeza. Vi las sandalias y los vestidos de una mujer libre ante mí.
—¿Dónde está la tienda de Tabron, el platero? —preguntó.
—Lo ignoro, Ama. No soy de esta ciudad. Perdonadme, Ama.
—¡Bestia ignorante!
—Sí, Ama.
Con un revuelo de sus faldas, se alejó de mi lado.
Me levanté y apoyé la espalda en el muro de la tienda de Philebus de nuevo. Sentía el collar metálico que rodeaba mi cuello. Estaba esmaltado en blanco con un mensaje escrito en diminuta letra cursiva, en color negro. Me habían informado que decía «Soy propiedad de Lady Florence de Vonda». La túnica que mi Ama me había donado era de seda blanca.
Me enderecé al oír una cantinela que semejaba una repetición de números. Apareció ante mí una columna de hombres formada en cuatro filas de cincuenta soldados. Sus túnicas eran de color escarlata con escudos redondos sobre el hombro izquierdo, casquetes escarlata con borlas amarillas cubrían sus cabezas. Los cascos descansaban sobre los escudos y del hombro izquierdo también colgaba una corta espada enfundada. Apoyadas sobre su hombro derecho se veían unas largas lanzas de bronce rematadas por afiladas hojas. Sus pies calzaban sandalias con gruesas suelas y semejaban botas, ya que rebasaban las pantorrillas. El sonido de las pesadas sandalias sobre las piedras de la calzada era regular. Tuve la impresión de que aquellos hombres abandonaban la ciudad, ya que por lo general la infantería en Gor se mueve con equipo ligero al trasladarse de un puesto militar a otro. Estos puestos se hallan instalados en las carreteras principales. No obstante una de las aparentes anomalías de Gor es la excelente calidad de algunas de sus vías de comunicación por las que escasamente transita el público. Inspeccionadas con atención sobre el mapa, se puede apreciar que la mayoría de las rutas se dirigen hacia sus fronteras, por lo que en realidad son carreteras militares. Me pregunté por qué razón las tropas abandonaban la ciudad. Permanecí mirando a los soldados hasta que desaparecieron de mi vista. Dos oficiales a pie habían encabezado a la tropa y otros dos oficiales de menor rango cerraban la marcha. El paso de los soldados había sido perfecto y aunque el desfile no había sido ostentoso, su visión había resultado dramática. Más semejaba el paso de una unidad que el simple traslado de unos hombres.
Acaricié mi collar con inquietud. Recordaba que Lady Melpomene había dicho que abandonaría la ciudad aquella misma noche, ya que la situación entre Ar y la Confederación Saleriana era tensa. Si me identificaban como esclavo de Lady Florence de Vonda y las hostilidades estallaban entre las dos ciudades, mi Ama y su esclavo bien podrían ser vendidos sobre la misma plataforma. Me preguntaba qué aspecto tendría ella con un collar. La había visto desnuda, ya que yo era su esclavo de seda y las mujeres libres de Gor tienen el mismo pudor ante sus esclavos que las mujeres de la Tierra ante su perro.
Miré a la esclava que había sido atada ante la tienda de Philebus. Hacía mucho calor. Me sorprendió ver que me miraba. Ella bajó los ojos pero enderezó la espalda porque sabía que ahora era yo quien la miraba.
—Tengo sed —dijo dirigiéndose a mí.
—¡Arrodíllate! —ordené.
—¡Jamás!
Aparté la vista.
—Estoy arrodillada —musitó la desdichada.
Miré hacia ella. Decía la verdad.
—¡Esclava! —gritó el esclavo de seda encadenado.
No sé cómo ni por qué, pero había estado seguro de que la chica se arrodillaría ante mí. Una sola orden mía había bastado para que obedeciera.
—Tengo mucha sed —repitió.
—Eso a mí no me importa —dije apartando la mirada.
—Tengo mucha sed. Estoy encadenada. Podrías traerme un poco de agua de la fuente.
—Tendrías que pagarme.
El esclavo encadenado dejó escapar un grito de rabia. —Tendrás que pagarme el favor, ¿comprendes? —Comprendo.
Fui a la fuente y haciendo un cuenco con las manos lo llené de agua y lo transporté con cuidado a la esclava, quien arrodillada bebió. Cuando lo hizo, coloqué mis manos a los lados de su cabeza. Me miró asustada.
—Tú no eres un esclavo de seda. Conozco muy bien esas manos —susurró.
—Si yo hubiera estado libre te habría traído el agua sin exigir pago alguno —dijo el esclavo encadenado.
—Conozco a los de tu clase. No habláis de pedir, pero luego no cesáis de exigir. Prefiero al hombre que ordena y toma lo que quiere.
Empujé a la chica hasta la pared y presioné mis labios en su garganta. Ladeó la cabeza.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó.
—Todo y más, si es posible.
—Lo temía —dijo riendo.
Levanté sus brazos y al instante los dejó caer de modo que rodearan mi cuello. Sus labios buscaron los míos.
—¡Tómame... Amo! —murmuró entre dientes.
—Parad, no hagáis eso. Cuando salgan de la tienda lo contaré —dijo el esclavo atado a la anilla.
Había hecho el amor muchas veces con mujeres libres de Gor, pero siempre encadenado u obediente a sus órdenes, pero nunca se me había permitido elegir una mujer, tomarla en mis brazos y convertirla en mi obediente esclava. Hice mía a aquella mujer sin control, casi incrustándola en la pared.
Me separé de la joven y levanté los brazos que rodeaban mi cuello. Temblaba y tenía dificultad en respirar.
—No tienes compasión, Amo —dijo, pero su boca me buscó y repetidas veces besó mi brazo.
Me levanté y la dejé a mis pies. También yo respiraba con dificultad.
—Espera a que salga tu Ama —amenazó el esclavo atado a la anilla.
La joven medio sentada, medio arrodillada, apoyó la cabeza contra la pared. Avergonzada bajó el borde de su túnica.
Miré hacia la calle. A algunos metros de distancia habían parado dos palanquines. Los dos hombres que los ocupaban habían iniciado una conversación. Los habitantes de las grandes ciudades en Gor nunca se apresuran. Tras los dos palanquines, como en muchos otros de los que había visto aquel día, había varias jóvenes encadenadas. Una de ellas me miraba. Era pequeña y sus piernas eran muy bellas. Tenía un collar y su corta falda de seda estaba atada muy alta sobre su cadera izquierda. Estaba encadenada por el cuello, entre dos chicas, en una de las dos recuas de once esclavas cada una de ellas, asidas a una barra a la espalda del palanquín. Todas las chicas tenían las manos esposadas a su espalda.
La emoción me hacía temblar. Jamás hubiera pensado que era tan bella. La joven continuaba mirándome.
Muy despacio, con el corazón latiéndome con fuerza, me encaminé hacia ella.
—¡Regresa! ¡Quédate junto a la pared! —gritó el esclavo que se hallaba sujeto a la anilla.
Me acerqué a la joven. Los dos Amos enfrascados en la conversación no advirtieron mi llegada. Tampoco lo notaron los criados que hablaban entre sí. Me planté ante ella, que con sus ojos llenos de terror dio un paso hacia atrás.
—Nunca pensé que volvería a verte —susurré.
Ella no habló.
Miré a su delicado y blanco cuello ornado por el collar de la esclavitud.
—¡Has violado a esa chica! —dijo al fin.
Me aparté un poco para admirarla. Supongo que no era más bella que las otras esclavas que había visto, pero para mí era la más bella de todas ellas.
—Por favor, no me mires así —musitó.
—¿Te han marcado? —pregunté.
Giró hasta mostrarme su lado izquierdo.
—¡Oh, qué linda es!
La falda había sido anudada muy arriba, supuse que con el fin de exponer la bella marca en su muslo. No podía apartar los ojos de aquella marca. Observé que a pesar de su belleza, para mí, sólo era una kajira corriente.
—¿No te alegra haberme visto? —pregunté. No podía creer que no se alegrase de verme.
—Has violado a esa chica —repitió esta vez enojada.
—No, no la he violado. Sólo me pagaba por el agua que le he dado.
—¡Bestia! —exclamó.
Durante un momento permanecí callado. Era imposible sacarla de aquella recua.
—Estás muy guapa —dije acercándome a ella.
—Sin duda, de hallarme yo en situación similar a la de esa chica, el tratamiento hubiera sido el mismo —comentó echando la cabeza hacia atrás.
Puse mis manos sobre su túnica. Se había medio abierto al andar tras el palanquín y sus manos esposadas no le permitían cerrarla. Me hubiera gustado arrancársela del cuerpo y ella, como mujer, comprendió mi deseo, pero me limité a cerrar la abertura de manera que sus pequeños senos quedaran ocultos.
—Serías capaz de desnudarme y violarme aquí, en medio de la calle. ¿Verdad?
Admito que me hubiera gustado abrazarla, pero no me parecía el momento adecuado para hacerlo.
—¡No! No lo hubiera hecho.
La miré de la cabeza a los pies.
—Tienes muy buen aspecto —dije.
Era verdad. Jamás la había visto tan tranquila, a pesar de estar tan desamparada y pensé que la esclavitud tiende a reducir la tensión en la mujer.
—Tampoco tú estás mal.
—Veo que eres objeto de exhibición —exclamé.
—Sí —dijo sonriendo.
—Si fueras mía, también te exhibiría para que todos vieran mi tesoro.
—¡Bestia! —dijo aunque sonriendo.
—Veo que llevas una cinta blanca en el cabello —dije.
—También tú.
—Pero no soy esclavo de seda blanca.
—La cinta que llevo es para que haga juego con la túnica. En realidad no soy esclava de seda blanca —aclaró ella. Yo era en la Tierra de seda blanca —me dijo.
—No lo sabía.
—No es éste un tema del que se hable públicamente en nuestro planeta.
—Supongo que no. ¿Quién fue el primero que te hizo suya? —pregunté.
—No lo sé. Estaba desnuda y tenía un capuchón que me impedía ver. Me entregaron a los guardianes. Me violaron y pasé de un bruto a otro. Hicieron lo que quisieron conmigo.
—Comprendo —dije con tristeza, aunque envidiaba a todos aquellos brutos el haberla poseído.
—Después de aquello ya estaba preparada para el entrenamiento.
La miré. Era muy hermosa y la habían entrenado para complacer a los hombres. La idea me seducía. Envidiaba a aquel bestia sentado en el palanquín.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí?
Me aparté de ella. Giré y vi a uno de los criados junto al palanquín que con el látigo me indicaba que debía alejarme, luego se volvió hacia sus amigos.
—¿Quién es tu Amo? —pregunté a la chica.
Me miró asustada.
—¡Miedosa! —grité enojado.
—¿Y tú, a quién perteneces? —preguntó la joven rubia que era la última de la recua.
—Mi Ama es Lady Florence de Vonda —respondí.
—¿Perteneces a una mujer?
—Sí.
—¿Eres esclavo de seda? —preguntó la joven.
—Sí.
—Hace tiempo era libre.
—Y ahora sirves bien a los hombres.
—¡Por supuesto!
—¿Quién es tu dueño? —pregunté.
—¡Cuidado! Strabar viene hacia aquí.
—Quédate donde estás —oí ordenar a mis espaldas.
Di media vuelta. El criado con el látigo se había acercado y estaba parado a unos doce pasos de mí.
—¡No te muevas! —ordenó.
Permanecí inmóvil.
—¿Cuál de vosotras ha osado hablar con este esclavo? —preguntó dirigiéndose a las chicas.
Ninguna de ellas contestó.
—Ha sido ésta, ¿verdad? —dijo sonriendo señalando a la joven con la que había hablado.
—Fui yo quien se acercó a ella. Si existe ofensa, es por mi parte. Ella no ha hecho nada.
—¡Osado! —exclamó sonriendo.
—Somos terrestres. Nos conocíamos en la Tierra.
—No tienes permiso para hablar con ella.
—No lo sabía. Lo siento, Amo.
Continuaba mirándome, luego señaló a la chica.
—Es muy linda, ¿verdad?
—Sí, Amo.
—Quédate donde estás —volvió a ordenar.
—Sí, Amo.
Me desconcertaba que me hubiera ordenado permanecer en pie en lugar de arrodillarme. Como era un día caluroso quizá no le apeteciera azotarme. De todos modos no parecía ser un mal chico. Observé que ahora los dos hombres que ocupaban los palanquines se interesaban por mí y esto empezó a inquietarme. Vi cómo los esclavos portadores de los palanquines, avanzaban hacia mí y a un gesto de sus Amos los depositaban en el suelo. Los esclavos no estaban encadenados. Ahora estaban en pie y en libertad. Me convertí en el centro de los dos hombres en los palanquines y en su alrededor formando círculo se encontraban los criados, las esclavas y los esclavos portadores de los palanquines. A este grupo se unieron varios peatones para ver lo que ocurría.
—¿Quién es tu Amo? —preguntó el hombre tras cuyo palanquín se hallaba la joven con quien había hablado.
Me arrodillé. Era obvio que aquel hombre era Amo.
—Lady Florence de Vonda es mi Ama.
Con un gesto ordenó que me levantara. De una pequeña caja sacó un cristal circular con una montura nacarada. Miró a las jóvenes tras el palanquín, fijando el cristal en la joven con quien había hablado.
—¿Conociste a esa chica en tu mundo?
—Sí, Amo.
—Ahora es una esclava.
—Sí, Amo.
La joven retrocedió atemorizada. Agité la cabeza intentando apartar la imagen que por un instante había vislumbrado. Se había convertido en un objeto sobre el cual el hombre podía ejercer su poder y deseo.
Los Amos y los criados rieron, incluso algunos de los esclavos osaron sonreír. La joven lloraba.
—¿Te has dado cuenta? —preguntó el hombre a quien consideraba Amo de la chica a su amigo.
—Sí —respondió el otro.
Me ruboricé. ¡La había ofendido terriblemente! Aunque, después de todo, era una esclava.
—Granus, Turus —dijo el hombre del palanquín al cual estaba atada la chica.
Oí un gruñido tras de mí. Giré con rapidez. El puño golpeó un lado de mi cabeza y luego el costado. Retrocedí tambaleándome e intenté llenar los pulmones de aire. Dos de los esclavos saltaron sobre mí, pateando y cubriéndome de puñetazos todo el cuerpo. Rodé por el suelo y me puse en pie de un salto. Sangraba.
—Granus le dio un buen golpe —comentó alguien.
—Se ha levantado —dijo otro.
—¡Esto va ser interesante!
Me limpié la sangre que corría por mi rostro. Las piernas apenas me sostenían. El hombre del palanquín hizo una señal con el cristal.
El esclavo que me había dado el primer golpe se encaminó hacia mí. Sus puños semejaban mazas.
—Cuando te golpee no te levantes. Los Amos se darán por satisfechos —musitó entre dientes.
Respiré hondo. Se lanzó contra mí e intenté defenderme. Su puño se incrustó en mi estómago haciendo que me doblara, entonces con el puño derecho golpeó el lado izquierdo de mi cara. Perdí pie y resbalé sobre las piedras de la calle. Quedé medio de rodillas, medio echado.
El esclavo se alejó.
—¡Mira! ¡Se ha levantado! —gritó alguien.
Era verdad, pero no me sentía muy seguro.
El esclavo Granus giró para mirarme sorprendido. Los dos esclavos intercambiaron miradas.
—Escapa corriendo —dijo el criado con el látigo que estaba más cerca. Vi que nadie intentaba bloquearme la huida.
—No —grité.
—¡Es una pelea! —gritó alguien entusiasmado.
Otra vez el hombre del palanquín me señaló con el cristal cuyo reborde era de nácar, y otra vez el esclavo se abalanzó sobre mí. Me golpeó dos veces, pero entonces conseguí asirle, de modo que no pudiera alcanzarme de nuevo. Le oí gruñir. Mis brazos le atenazaban. Empecé a curvar su cuerpo hacia atrás. Ahora mi sangre manchaba su túnica.
—¡No! —gimió.
Vi que aquel hombre tenía miedo. Continué curvando su cuerpo. De pronto comprendí lo que podía hacerle.
—Suéltalo —ordenó el hombre del látigo.
Solté al esclavo. No le había roto la columna. Yo no sabía luchar pero acababa de descubrir que tenía una fuerza que no podía controlar. Recordé cómo había podido levantar el banco en casa de Andrónicus.
—¿Eres luchador? —preguntó alguien.
—No —respondí.
El hombre del látigo miró al que estaba en el palanquín.
—Interesante —dijo éste.
—¿Es suficiente? —preguntó el del látigo.
—Sí —respondió el Amo. Comprendí que no quería correr el riesgo de perder un esclavo. Hizo una seña y los esclavos ocuparon su puesto. El hombre del látigo se unió a los demás criados y los dos palanquines con sus respectivos cortejos iniciaron la retirada. Yo quedé de pie en la calle cubierto de sangre y con las piernas no muy firmes.
La multitud empezó a dispersarse.
Enojado, corrí tras el palanquín y sin que me observaran, me coloqué tras la esclava rubia.
La agarré por el cuello. Se sobresaltó.
—No podemos hablar —susurró.
Apreté su cuello con fuerza.
—¿Quién es tu Amo? —pregunté mientras caminaba tras ella.
—Oneander de Ar. Es mercader y tiene negocios en Vonda.
La solté y casi cayendo consiguió seguir a sus compañeras. Volvió la cabeza asustada, pero continuó la marcha.
Seguí a los palanquines a una distancia prudencial. Sabía que tenía que regresar a la tienda de Philebus. Si mi Ama salía de la tienda y no estaba allí se enojaría, pero por inercia continué siguiendo a los palanquines.
La gente me miraba ya que sangraba y la rúnica de seda, además de sucia y ensangrentada, tenía una manga rota. No obstante, nadie me paró o dirigió la palabra, quizá porque les parecía peligroso. Continuaba mirando a aquella pequeña esclava mientras seguía al palanquín. Sonreí. Sabía quién era su dueño. Oneander de Ar. Vi que la esclava rubia volvía la cabeza para comprobar si aún les seguía. Sonrió al verme y yo devolví la sonrisa. Había conseguido que me llamara «Amo».
Vi cómo la comitiva iba desapareciendo en el horizonte y yo pensaba en la hermosa y pequeña esclava. Quizá no fuera tan bella como a mí me parecía, pero era la primera vez que había visto a Beverly Henderson vestida de aquella manera.
Regresé raudo a la tienda de Philebus.
—¡Jason! ¿Dónde has estado? —exclamó Lady Florence al verme. Estaba enojada.
Me arrodillé ante ella y bajé la cabeza.
—Calle abajo, Ama.
—¡Mira cómo vienes! ¿Has estado pegándote con alguien?
Miré al esclavo que estaba atado a la anilla. Sonrió. Había contado lo ocurrido a Lady Florence.
—¡No puedo dejarte solo un instante! Me has hecho esperar. ¿Sabes que hace un cuarto de ahn que terminé las compras?
—No, Ama.
—Se escapó —dijo el esclavo de seda atado a la anilla.
—No, sólo fui calle abajo.
—¿Es verdad que has violado a esta pobre esclava? —inquirió enojada Lady Florence.
—Perdónanos, Ama —rogó la joven que se había arrodillado y temblaba de miedo. —La hice mía —admití. — ¡La hiciste tuya! —exclamó Lady Florence. —Tenía sed, me pidió agua y dije que tenía que pagarme el favor. — ¡Bestia! —Sí, Ama.
—Te han roto la túnica y tienes sangre en todo el cuerpo. ¿Te han hecho daño?
—No, Ama.
Se volvió hacia la esclava.
—¿Te entregaste a él por un poco de agua?
—Sí, Ama —respondió temblando.
—¡Asquerosos esclavos! Sois dignos de los collares que lleváis.
—Fue él quien se acercó a la esclava que estaba en la recua, y luego empezó la pelea —dijo el esclavo de seda atado a la anilla.
—No sé qué hacer contigo, Jason —dijo Lady Florence—. No esperaste a que saliera de la tienda, has abusado de esta desdichada criatura, te acercaste a una esclava que no conoces, te peleaste, tienes la túnica llena de sangre y rota. ¡Es demasiado! Puedes estar seguro que serás castigado tan pronto lleguemos a Venna. —Sí, Ama.
—Serán dos días de cadenas juntas.
El castigo no me hizo ilusión alguna. Cuando te atan con cadenas juntas, significa que las muñecas y los tobillos están tocándose, lo cual hace que al cabo de unas horas tengas fuertes dolores en el cuerpo.
Miré al esclavo de seda y vi que sonreía. De haber podido le hubiera partido la cara.
—Tráeme el tharlarión, Jason —ordenó Lady Florence.
—Sí, Ama.
En pocos momentos estuve de vuelta con el tharlarión. Sentí la cadena deslizarse alrededor de mi cuello. Lady Florence me había encadenado. El otro extremo colgaba del estribo.
—Jason, comprenderás que es necesario.
—Sí, Ama.
—Ayúdame a montar.
Sujeté la sandalia y levanté el pie para que pudiera sentarse en la silla, que recordaba a las que usan las mujeres cuando cazan en la Tierra. Al levantar el pie me había fijado en su tobillo. Como bien sabía era muy hermoso. No obstante jamás había tenido a aquella mujer en mis brazos. Siempre me había atado a su lecho.
—¡Philebus! —llamó.
Un hombre de aspecto benigno apareció a la puerta. Le seguía un criado cargado de paquetes.
Entregué las riendas del tharlarión a Lady Florence.
—Gracias, Jason.
Miré a los ojos de Philebus y me pareció descubrir cierta preocupación en ellos. El criado vino hacia mí y me entregó los paquetes. Me miró con enojo.
—Os deseo suerte, Lady Florence —dijo el dueño de la tienda.
—Yo también os la deseo, Philebus —dijo ella.
Philebus era de Turia, pero hacía años que vivía en Ar.
Lady Florence guió al tharlarión a la calzada e iniciamos el regreso. Yo iba a su lado encadenado y cargado de paquetes.
—Jason, hoy me has puesto en una situación muy violenta.
—Perdonadme, Ama.
—¿Es verdad que abusaste de esa esclava?
—Sí, Ama. — ¡Vergonzoso!
No era fácil leer la expresión de sus ojos y apartó la mirada. — ¿Qué me dices de la esclava de la recua? —No comprendo qué es lo que deseas saber, Ama. — ¿Cómo te atreviste a hablar con ella? —No sabía que no se puede hablar a una esclava cuando forma parte de una recua.
—Tuviste suerte que no te cortaran la lengua.
—Sí, Ama.
—¿La conocías?
—Sí. La conocí en la Tierra. Ahora los dos somos esclavos.
—Jason, nos iremos esta misma noche y no mañana como habíamos planeado.
—¿Por qué, Ama?
—Phílebus me ha aconsejado que abandone la ciudad cuanto antes. Teme que haya problemas entre Ar y la Confederación. No te gustaría que pusieran un collar alrededor de mi cuello, ¿verdad? —dijo sonriendo.
Guardé silencio. — ¿Jason?
—Ama, creo que estarías muy hermosa con un collar. Vi que extendía la mano para asir el látigo, pero cambió de parecer y rió alegremente. — ¡Eres un bestia! —Sí, Ama.
—Saldremos de la ciudad dentro de un ahn por la puerta grande. —Sí, Ama.
Capítulo 11
Abrazo a Lady Florence
—¿Eres tú, Jason? —preguntó sin volverse.
—Sí, Ama —respondí.
Bien sabía que era yo. Estaba en el balcón de baja balaustrada que había en su cámara. Se volvió y entró en la habitación. Me arrodillé. Mi túnica era de seda.
—¿Estoy bonita esta noche? —preguntó girando ante mí. Su vestido era de seda casi diáfana, color escarlata. Una esclava pudiera haber llevado aquel vestido.
—Sí, Ama.
Estaba realmente bonita, incluso hermosa. Medía un metro cincuenta y cinco centímetros de estatura y su cuerpo era esbelto. El rostro ovalado, los ojos azules y el cabello, largo y suelto, era castaño rojizo.
—Incluso hermosa, Ama —añadí.
—Qué complacientes sois los esclavos de seda —dijo riendo de placer.
—Sólo digo la verdad, Ama.
—¿Te gusta el vestido?
—Sí, Ama.
—Pensé que te gustaría. Lo compré en la tienda de Philebus en Ar.
Debía ser cierto, ya que nunca se lo había visto.
—¿Crees que es como los que llevan las esclavas de seda?
—No podría decirlo, Ama —contesté. Rió.
Hacía cinco días que habíamos regresado a Venna. Dos de aquellos días los había pasado en cadenas y aún estaba dolorido. Ésta era la primera noche que había ordenado que acudiera a su cámara. Mi relación con el Ama ahora era muy distinta de la que fuera antes de nuestro viaje a Ar. Aunque me había castigado por mi comportamiento comprendía que no estaba realmente disgustada conmigo. Estaba orgullosa de poseer un esclavo casi imposible de dominar, incluso creo que ello la complacía. No me temía ya que era su esclavo.
En una ocasión, después de nuestro regreso a Venna, le oí hablar de mí con sus amigas.
—¿No le tienes miedo? —preguntó una de ellas. —Sé mantenerlo arrodillado ante mí —contestó riendo. Otro día había cruzado una de las salas donde yo estaba puliendo un gran jarrón de cobre. Dos de sus esclavas charlaban con cestos llenos de ropa lavada sobre sus cabezas.
—Será mejor que mantenga a las chicas lejos de él —le oí decir dirigiéndose a uno de los guardias que rondaba por allí.
Todos rieron puesto que había sido una broma, ya que tocar a una de las esclavas hubiera significado la muerte. No obstante aquella broma me hizo comprender que mi mal comportamiento en Ar no la había disgustado tanto como aparentara. Las chicas con los cestos en la cabeza escaparon riendo. Una de ellas, de piernas cortas, Taphris, ofrecía cierto interés.
—Levántate, Jason —ordenó mi Ama.
Me levanté y me preparé para quitarme la túnica.
—¿Deseas que ocupe mi puesto en el lecho, Ama? —pregunté.
—No.
No podía ver sus ojos, ya que era mucho más alto que ella.
Se alejó de mí y salió al balcón.
Las tres lunas brillaban en el cielo. Podíamos ver las luces de Venna. Los baños aún estaban abiertos. La casa de mi Ama se hallaba situada en la sección de Telluria, la zona residencial más elegante.
—Jason, ven al balcón —dijo sin volverse.
Me uní a ella junto a la balaustrada.
—Soy una mujer muy rica, pero también soy una mujer muy sola. Me siento inquieta y no sé cuál es la razón.
Callé, puesto que sabía que muchas Amas hablaban con sus esclavos de seda sin esperar respuesta.
—Estoy segura que en mí hay deseos que nunca han sido satisfechos. Pero lo curioso es que no sé cuáles son estos deseos. Sólo sé que me siento muy desdichada.
—Lo lamento, Ama.
—Hoy estuve presente en el emparejamiento de los eslines. La hembra trataba de huir, pero el macho la asió por la garganta e inmediatamente se apaciguó y aceptó al macho con entusiasmo. Lo mismo ocurre con los urts y los boskos. Siempre el macho es el Amo. Lo verdaderamente vergonzoso es que a las hembras eso no parece disgustarlas. ¿Por qué es así?
—No lo sé, Ama.
—Hoy también he visto algunas de esas desvergonzadas esclavas, que apenas cubren su desnudez, contentas y felices. ¿Por qué?
—No sabría decirlo, Ama.
—Tampoco yo. Son esclavas y son felices. Yo soy libre y me siento desdichada. No lo comprendo. A nadie le preocupa su felicidad y han de entregarse y hacer felices a los demás. ¿Por qué, entonces, son ellas felices mientras yo no lo soy?
—No lo sé, Ama.
—Tengo amistades que me han aconsejado que acepte a un compañero. Muchos son los jóvenes ricos que desean unirse a mí. Tales uniones son ventajosas puesto que incrementan nuestras haciendas. Sin embargo, hasta ahora los he rechazado a todos. ¿Por qué? Porque he visto a muchos de esos compañeros tener esclavas y creo que es a éstas a las que realmente aman. ¿Por qué desprecian y abandonan a una noble y hermosa dama por una desvergonzada esclava que se arrastra a sus pies rogando que la permitan lavarlos con sus besos?
Pensé que sería preferible callar.
—¡Bestias! ¡Odio a los hombres! Y no obstante me inquietan.
Quiero decir hombres, hombres de verdad, tú no, puesto que no eres más que un esclavo de seda.
Continuó dirigiendo la mirada hacia los jardines.
—Me inspiran curiosidad y me pregunto qué puede sentir una mujer en sus brazos. ¿Sabes, Jason?, nunca he estado en los brazos de un hombre.
Sus palabras no me sorprendieron. La había besado y acariciado muchas veces, pero jamás consintió que la abrazara. Esto quizás fuese una de las grandes frustraciones de la esclavitud. La única mujer en Gor a la que había abrazado y hecho realmente mía era esa pobre esclava ante la tienda de Philebus en Ar, cuyo nombre y Amo desconocía.
Lady Florence se volvió lentamente y dirigió sus ojos hacia mí.
—Abrázame, Jason —ordenó.
Mis brazos rodearon su cuerpo y mis labios buscaron su garganta.
—No —susurró.
El vestido resbaló y quedó en el suelo rodeando sus tobillos. La levanté desnuda y me encaminé hacia su lecho.
—¡Oh! ¡Jason! —exclamó rodeando mi cuello con sus brazos. Besó mi cuello. Sentí cómo su cuerpo se ponía rígido al comprender que había besado el cuerpo de un esclavo. Me paré antes de llegar al lecho. Me miró. Bajó la cabeza y besó mi pecho.
—¡No! ¡No! —gemía.
Continué avanzando hasta colocarla en el lecho. Me senté a su lado. Con suavidad extrema mis brazos la rodearon levantando su torso hasta sentarla. Ahora mis brazos la atenazaban. Intentó librarse de ellos pero no lo consiguió.
—¿Es esto lo que significa ser abrazada por un hombre? —preguntó gimiendo.
—Esto no es más que el principio —susurré.
—Me haces daño, no puedo respirar.
Seguí cerrando el círculo de mis brazos, la eché sobre las pieles y bajé la cabeza para besar su hermosa boca.
—¡Para, esclavo! —ordenó gritando.
La solté y me puse en pie. Se arrodilló sobre las pieles temblando y llorando. Levantó una mano y con un dedo me señaló.
—¡Fuera!
Obedecí.
—¡Haré que te azoten! ¡Haré que te azoten! —gritaba mientras yo salía de su cámara.
Tenía las muñecas encadenadas a una anilla en el techo. Me azotaban con el látigo de serpientes. Todo mi cuerpo vibró al recibir el segundo azote, pero no grité ni gemí. Presenciaban el castigo dos guardianes y Lady Florence. Uno de los guardianes era el encargado de azotarme. Sentí la sangre descender por mi espalda.
—¡Para! —ordenó Lady Florence, y vino a colocarse junto a mi brazo izquierdo. Nos hallábamos en el porche sur de la casa.
—¿Sabes por qué eres azotado, Jason? —preguntó.
—Porque disgusté a mi Ama.
—Pero no lloras ni gimes al recibir los azotes.
Encogí los hombros. Estaba muy enojado.
—He pensado mucho en lo que ocurrió anoche. No pude dormir.
—Lo lamento —dije con un toque de amargura o ironía en la voz.
—¿Estás enfadado, Jason?
Volví a encoger los hombros. La espalda me dolía y sentí deseos de devolver.
—Ahora que lo pienso, no me disgustó el que me tomaras en tus brazos —hablaba tan bajo que los demás no podían oírla.
—Entendí que mi Ama ordenaba que la tomara en mis brazos. Parece ser que no entendí la orden.
—Lo que me disgustó fue tu manera de abrazarme.
—¡Oh!
—Soy una dama y tu abrazo no me dejaba respirar. Podría hacer que te azotaran hasta morir.
—Sí, Ama.
—Reconozco que el roce de tus manos sobre mí no me resultó desagradable.
—Mi Ama debería ser esclava de seda.
—Te das cuenta que estás atado y a merced mía, ¿verdad? —Sí, Ama.
—Puedo hacer que te azoten, que te torturen, que te maten. —Sí, Ama.
—¿Y no obstante te atreves a hablarme de esta manera? —Sí, Ama. — ¡Azotadlo! —gritó.
Se apartó de mi lado y por tres veces cayó el látigo sobre mis espaldas.
—¡Parad!
Aún permanecía en pie, pero tenía que hacer grandes esfuerzos y mis ojos apenas podían ver.
—Es un hombre fuerte, Lady Florence —dijo el que había empuñado el látigo.
Kenneth era un hombre libre de baja estatura pero de gran fuerza. Además de guardián era el jefe de los establos.
—¿Piensas aún que tu Ama debería ser esclava de seda?
—Sí, Ama.
—¡Azotadlo!
Esta vez el látigo cayó sobre mí cinco veces.
—¡Parad! ¿Continúas pensando que tu Ama debería ser esclava de seda?
—Sí, Ama —dije a través de mis apretados dientes.
—¿Por qué?
—Porque es provocativa y hermosa.
—¡Eres un esclavo muy adulador! —exclamó riendo.
Callé.
—Pero soy provocativa y hermosa aun siendo libre.
—Es cierto, Ama, pero la provocación y belleza de la mujer libre no puede compararse a la provocación y belleza de la esclava de seda.
—¡Bestia! —exclamó, aunque creo que sabía que estaba diciendo la verdad.
—¿Hemos de continuar azotándole? —pregunto Kenneth. — ¿Quieres que continuemos azotándote?
—No, Ama.
—Ruega que perdone tu insolencia.
—Ruego que perdonéis mi insolencia —repetí.
—¿Estás dispuesto a obedecer todo lo que ordene y complacerme?
—Sí, Ama.
—Muy bien, te perdono. Cinco latigazos más —añadió dirigiéndose a Kenneth.
La miré.
—Jason, te he perdonado, mas has de comprender que hemos de castigar de una u otra forma tu insolencia.
Cinco nuevos latigazos cruzaron mi espalda.
—Aún está en pie —dijo el guardián que no había utilizado el látigo.
—Es muy fuerte —dijo Lady Florence con orgullo.
—¿Hemos de azotarlo aún más? —preguntó Kenneth.
—No, es suficiente. Cuando lo hayáis soltado podréis retiraros. Os llamaré para que lo llevéis a su celda.
Al cortar la correa que me sujetaba a la anilla del techo, caí de rodillas. Sentía ganas de devolver, pero conseguí mantenerme relativamente erguido. Estaba consciente de la sangre sobre las baldosas y del sudor y sangre que resbalaban por mi cuerpo. Había recibido quince azotes del temido látigo serpiente y sabía que veinte de aquellos latigazos eran capaces de matar a muchos hombres.
Sentí la mano de mi Ama sobre el hombro.
—Eres fuerte, Jason, muy fuerte. Esto me complace, pero debes recordar que soy el Ama.
—Sí, Ama.
—Me gustas, Jason. Incluso consigues agitarme —terminó susurrando.
Las mujeres de Gor no tienen pudor al hablar a sus esclavos de seda puesto que son considerados como animales.
—Algún día, si eres bueno, quizás te deje que me abraces de nuevo.
La brisa era suave y del jardín llegaba a nosotros el olor de las flores.
—Cuando lo hagas será como yo te ordene. No me gusta que tus brazos me aprieten demasiado.
—Sí, Ama.
—¡Kenneth, Barus! —llamó.
Los dos hombres regresaron al instante. Habían esperado la llamada en la casa, pero muy próximos al porche.
—Llevadlo a la celda. Cubrid sus heridas con bálsamos y más tarde dadle de comer. Mañana hará algunos recados para mí y por la noche lo enviaréis a mi cámara.
Mi ama abandonó el porche con gran revuelo de faldas.
—¿Has sido luchador? —preguntó Kenneth mientras me ponía en pie asistido por su ayudante.
—No —respondí.
—No devuelvas hasta que lleguemos a la celda —No, Amo.
Capítulo 12
La venganza de Lady Melpómene
Me hallaba arrodillado en el fresco establecimiento de Turbus Veminius, perfumista de Venna. Esta ciudad posee muchas pequeñas tiendas y establecimientos dedicados a complacer los deseos de los acomodados que patrocinan los baños de la zona.
Yo, un esclavo sin la compañía de una persona libre, estaba obligado a esperar que todos los clientes libres fuesen servidos antes, pero no me importaba porque así me era posible oler los perfumes que allí se confeccionaban tras el mostrador. Allí, ante largos bancos, estaban los aprendices triturando, midiendo y mezclando sus líquidos y ungüentos.
Por norma, uno puede pertenecer a una casta directamente, por nacimiento, pero los jóvenes tienen la obligación de someterse a un aprendizaje antes de poder ejercer su oficio. Las mujeres no ejercen el oficio de su casta a excepción de la medicina, en cuyo caso las mismas son entrenadas al igual que los hombres al objeto de ejercer esta ciencia. No obstante, la mujer no adquiere plenos poderes hasta no haber sido madre por segunda vez. Esto se debe a que la mujer profesional tiende a no reproducirse, con lo cual, al cabo de un tiempo, la casta acabaría por extinguirse.
—Muchas gracias, Lady Teela —dijo Turbus Veminius a una dama mientras ella le entregaba unas monedas a cambio de un diminuto frasco de perfume.
La dama lo guardó con cuidado y abandonó la tienda.
Turbus Veminius se volvió hacia Lady Kita. La expresión de su rostro era agresiva. La dama era pequeña, delicada y de tez morena que cubría con un velo amarillo, color muy común en Bazi.
—¿Para cuándo había de estar el perfume listo, Lady Kita? —preguntó sin intimidarle la presencia de los dos enormes guardianes que permanecían a espaldas de la dama.
—Al decimoquinto ahn —respondió tímidamente.
—Ahora es el decimocuarto ahn —comentó Turbus dirigiendo la mirada al reloj de agua que había al extremo del mostrador.
—Al parecer he llegado antes de hora.
—Es obvio. Regresad a la hora indicada y ni un minuto antes.
—Sí, Turbus, así lo haré.
Lady Kita se apresuró a abandonar la tienda seguida por sus servidores.
Turbus Veminius la siguió con la mirada. Él, como muchos otros perfumistas, peluqueros y fabricantes de cosméticos, trataba a su clientela femenina como si fuesen esclavas. En una ocasión se le oyó decir: «No son más que esclavas». Pero por una razón desconocida las damas seguían volviendo a su tienda. Estaba considerado como uno de los mejores perfumistas de la ciudad y sus precios eran tan elevados que sólo las mujeres más ricas podían acudir a él. Jamás se rebajaba a preparar perfumes destinados a las esclavas.
—¿Estará el perfume de Lady Kita preparado a la hora indicada? —preguntó Turbus a alguien de la trastienda.
—No puedo asegurártelo —contestó una voz.
—No importa. Si no está listo le diré que espere o que vuelva mañana. Ha de ser perfecto.
—Así será, Turbus.
Una sonrisa apareció en mis labios al pensar que ordenaría a una mujer libre a esperar o regresar al día siguiente, sabiendo que ésta obedecería.
Turbus dirigió su atención a otra de sus clientas.
Yo continuaba arrodillado sobre las baldosas, pero no me importaba porque en la calle hacía mucho calor.
Algunos de los perfumes fabricados por Turbus eran exclusivos de ciertas damas, mientras que otros podían ser adquiridos por varias mujeres. Todas las fórmulas eran secretas. Existían establecimientos que confeccionaban perfumes para esclavos y esclavas, ya que en Gor se concede gran importancia a la perfumería destinada a los esclavos. Algunas veces el Amo suele llevar a la esclava a la tienda en donde el perfumista, mediante preguntas, observaciones y estudio de la esclava, crea el perfume adecuado a su personalidad.
Turbus había terminado con la clienta que atendía. Me miró. Bajé la cabeza ya que se trataba de un hombre libre. No me llamó. Debía continuar esperando. Alguien, en la calle, vendía pan. La voz del vendedor llegó a mis oídos. Levanté la cabeza. Turbus no me prestaba atención.
—¿Está listo el perfume de Lady Kita de Bazi? —preguntó mirando al reloj.
—Así es. Sólo espera su aprobación.
Turbus abandonó el mostrador y pasó a la trastienda.
Mientras Turbus Veminius estaba fuera de mi vista, miré a los dos recios hombres, vestidos con túnicas color marrón, que se hallaban a la puerta del establecimiento. No parecían clientes de aquella tienda. Me miraron y luego se alejaron. Los había visto dos veces aquella misma mañana, cuando Lady Florence me envió a hacer otros recados. Pensé que tal vez me espiaban para comprobar si cumplía sus órdenes con exactitud, o si perdía el tiempo mirando a las esclavas que transitaban por la calle. Luego pensé que debía haberme equivocado ya que mi Ama estaba convencida que era un esclavo dócil y obediente, sobre todo después de haber sido azotado por el látigo serpiente.
Turbus regresó al mostrador con un pequeño pomo de perfumes que depositó sobre un mueble colocado a un extremo. Sin duda se trataba del perfume para Lady Kita de Bazi. Miró al reloj. Marcaba el decimoquinto ahn menos cinco ehns. El décimo ahn equivale al mediodía goreano, de manera que las sombras ahora eran alargadas en la calle.
Cambié ligeramente mi posición para vigilarla puerta. Aquellos dos hombres de las túnicas marrón me inquietaban. Vi a algunas esclavas que se apresuraban por llegar a casa, ya que cuando sus Amos regresaran la comida había de estar dispuesta y ellas arrodilladas esperándoles.
Turbus volvió a mirarme y yo bajé de nuevo la cabeza. Si quena ocuparse de mí, ya me llamaría.
Tenía las manos atadas a la espalda, forma habitual de enviar a los esclavos a ejercer recados para sus amos. Una pequeña bolsa pendía de mi cuello en cuyo interior había una nota y algunas monedas.
Turbus Vemínius estaba ordenando los frascos de una vitrina. Cambié de posición. En dos ocasiones durante mi estancia en la tienda había estado solo, pero el dueño no se había dignado atenderme; yo no había protestado ya que no deseaba que me apalearan o me enviasen a casa con una nota para mi Ama diciendo: «Este esclavo ha sido impertinente. Recomiendo veinte azotes». No obstante empezaba a inquietarme pues por la noche tendría que acudir a la cámara de mi Ama y no le complacería demasiado si llegaba tarde a su hogar.
Miré al reloj. Era un poco más del decimoquinto ahn.
—¡Ah! —exclamó Turbus al ver entrar a Lady Kita seguida de sus dos guardianes.
—¿Está listo el perfume?
Turbus le entregó el perfume. Ella levantó el pequeño cierre del pomo y lo llevó a su rostro que estaba cubierto por el velo amarillo. Pude ver cómo éste se pegaba a la nariz y a su boca.
—¿Qué significa esto? Es perfume para una esclava —exclamó horrorizada.
—No lo es, pero sí es cierto que lo parece —repuso Turbus Veminius.
—¿Supongo que no esperas que te pague por este perfume? —Sólo si lo apruebas. Los ojos de la dama parecían centellas. —Me pediste un perfume que apartase a tu compañero de esas sucias esclavas. ¿No es cierto?
—Sí.
—Este perfume le hará recordar lo que ha olvidado. Que eres una mujer.
Lady Kita continuaba furiosa.
—Sin embargo, el perfume en sí, poco hará para mejorar la situación —añadió Turbus.
—No llego a comprender.
—Sospecho que eres muy bonita y si tu compañero te hubiera comprado desnuda y con un collar, con toda seguridad su admiración sería grande.
—¡Turbus! —exclamó la dama apenas dando crédito a las palabras del dueño de la tienda.
—Pero como no eres más que su compañera, has dejado de interesarle.
—Lo que dices es verdad —dijo la dama dispuesta a verter lágrimas.
—Pero puedes mejorar tu situación aprendiendo las artes de las esclavas y practicándolas con diligencia.
—¿Y eso mejoraría mi situación?
—Sí, pero continuarías siendo libre y ninguna mujer libre puede competir con una esclava.
—¿Por qué?
—No podría decirlo. Acaso sea porque la esclava pertenece a su Amo.
—¿Entonces, qué puedo hacer? —pregunto Lady Kita.
—Podrías arriesgarte a la esclavitud. Podrías exponerte a ser capturada paseándote por los puentes altos, o yendo a las tabernas de paga sin protección, o realizando algún viaje peligroso por mar.
—¿Y si me cogen y me convierten en esclava?
—Entonces serías una esclava de verdad y te enseñarían todo lo que ha de saber una esclava.
—¿Pero lo más seguro es que nunca sería adquirida por mi actual compañero?
—Es casi seguro que sea así, pero serás adquirida por un hombre que realmente te desee y esté por ello dispuesto a pagar una elevada suma para hacerte suya.
—Yo entregué una buena dote a mi compañero. Es posible que le interesara más esa suma que mi compañía.
—Me quedaré con el perfume, puesto que es obvio que no lo deseas.
—No, me lo quedaré —dijo la dama levantando la cabeza.
—El precio es elevado. Un disco de oro.
—Lo pagaré —dijo sacando una moneda del pequeño bolso bordado con abalorios.
Inició la marcha, pero regresó junto a Turbus.
—¿Vendes perfumes para esclavas? —preguntó Lady Kita.
—La tienda de Turbus Veminius no vende perfumes para sucias y descaradas esclavas —respondió el dueño del establecimiento con orgullo.
—Perdóname, Turbus.
—Los encontrarás en la tienda de «Los brazaletes metálicos», próxima a la casa de Hassan.
—Gracias, Turbus.
—Y no dejes que te cobre de más. Una botella grande vale aproximadamente un tarsko de cobre.
—De nuevo, gracias. Te deseo suerte —dijo dirigiéndose a la puerta.
—Y yo también a ti, Lady Kita.
Turbus se giró para mirarme.
—Acércate, esclavo, y baja la cabeza.
Me acerqué y agaché la cabeza como había ordenado. Cogió el saquito que colgaba de mi cuello, sacó el contenido y leyó la nota.
—¿Eres Jason, el esclavo de Lady Florence de Vonda?
—Sí, Amo.
—Su perfume está listo desde ayer.
Fue a una de las vitrinas y cogió uno de los pequeños pomos que allí guardaba. Separó cinco monedas de plata y escribió una nota que también introdujo en el saquito que, después de cerrar, volvió a colgar a mi cuello.
—Ten cuidado con el perfume. Es muy caro. ¿Es tu Ama hermosa? —preguntó.
—Sí, Amo.
—¿Sería también hermosa con un collar?
—No soy más que un esclavo —respondí—. ¿Cómo puedo tener yo una opinión acerca de tal pregunta?
Turbus me miró muy serio.
—Sí, Amo. Sería muy hermosa con un collar alrededor de su cuello.
—Eres un chico fuerte. ¿Has estado alguna vez en los establos?
—No, Amo.
—Se está haciendo tarde y tu Ama se preguntará qué es lo que te ha entretenido. Es lamentable que una mujer tan hermosa pierda el tiempo con un esclavo de seda. Debería arrastrarse a los pies de un hombre, un hombre fuerte y poderoso. ¡Corre! ¡Corre esclavo, a casa!
Abandoné la tienda apresuradamente. Ya en la calle tropecé con dos hombres.
—Perdonadme, Amos.
Cada uno de ellos me asió por un brazo.
—Perdonadme, no quería tropezar con vosotros. Golpeadme si queréis, pero dejadme ir a casa.
Vi que eran los dos con túnica marrón que había visto aquella mañana y más tarde en la perfumería.
—Soy Jason, esclavo de Lady Florence de Vonda. Me habéis confundido con otro esclavo. Mirad, mirad mi collar.
Pero los dos hombres continuaban arrastrándome. Mis pies descalzos sangraban por el roce contra las piedras. Me introdujeron en una callejuela. A corta distancia había un carro tirado por un tharlarión. Al llegar junto a él, uno de los hombres me golpeó en las piernas, haciendo que cayera de rodillas, mientras el otro me cubría la cabeza con un saco de esclavos. Aquellos dos hombres eran expertos manejando esclavos. Me levantaron y me arrojaron dentro del carro y me cubrieron con una lona. El carro se puso en marcha. Intenté romper las ligaduras de mis muñecas, pero fue inútil. Permanecí en el suelo del carro, golpeándome contra uno u otro costado debido a la celeridad de sus conductores.
—¡Ah, Jason! —Dijo la mujer—. Estás despierto. Intenté moverme, pero no pude. Cuando el carro llegó a una casa en Venna, me sacaron de él, me quitaron el capuchón de la cabeza y en un patio, asiéndome por la nariz, me obligaron a beber un cuenco de agua en el que habían vertido un polvo rojizo. No tardé en desvanecerme.
Cerré los ojos. La imagen de la mujer había sido borrosa. —Sé que estás despierto —insistió la mujer. Abrí los ojos e intenté mover los brazos sobre un lecho de pieles. — ¿Me reconoces? —preguntó ella.
La había reconocido, pero pensé que sena preferible negarlo. —No, Ama.
—Soy Lady Melpomene de Vonda. —Sí, Ama.
Se acercó al lecho y me miró.
—Tu Ama insinuó en Ar que no podía pagar dieciséis tarskos por ti. La verdad es que no creía que valieses tanto dinero. Eres su esclavo de seda favorito, ¿verdad? —Así lo creo, Ama. — ¿Te quiere?
—En cierto modo me encuentra aceptable. —Ahora estás atado a mi lecho. —Sí, Ama.
—Eres un macho hermoso, esbelto y fuerte. Has recobrado el sentido antes de lo que esperaba. Pero no importa. Puedes mirarme mientras me preparo.
Se sentó ante una pequeña mesa con un espejo y empezó a peinar su largo y negro pelo.
Mientras se arreglaba paseé la mirada por la habitación. Estaba mal cuidada. Las cortinas eran viejas y había grietas en las paredes. Lady Melpomene vestía un largo, casi transparente, atuendo amarillo. No usaba sandalias.
—Lady Melpomene tiene un hermoso cabello —comenté. —Los esclavos de seda sois tan lisonjeros. Observé que mi comentario la complacía. Su cabello era realmente hermoso. Había polvo en el suelo y en la planta de sus pies. Mi Ama me había dicho que había tenido que vender a casi todos sus esclavos. Las dos familias se habían odiado durante siglos. La fortuna de mi Ama había prosperado mientras que la de Lady Melpomene había languidecido.
—¿Me drogaron?
—Sí, con unos polvos de Tassa.
—No tenían sabor, pero el efecto fue rápido.
—Muchos traficantes de esclavos los usan. Una mujer jamás debe beber con un extraño.
Lady Melpomene acabó de peinarse y empezó a aplicar perfumes y pomadas sobre su cuerpo.
—No me gustó la conversación que sostuve con tu Ama en Ar. Insinuó que me hallaba en una situación lamentable, incluso casi arruinada.
—Quizás se basaba en rumores.
—No soy tonta —espetó enojada.
Lady Melpomene se puso en pie, me miró y dejó deslizar su larga túnica amarilla al suelo. Era muy bonita, aunque mi Ama lo era mucho más.
—Y ahora, su adorado esclavo está atado sobre mi lecho.
Guardé silencio. Se acercó y se sentó a mi lado.
—Eres muy lindo.
Continué callado.
—¿Me encuentras atractiva?
—Sí, Ama.
Bajó la cabeza de manera que su cabello acariciara mi rostro.
—¿Te gusta el perfume?
—Sí, Ama.
—Es el de tu Ama. ¿Cuánto costó?
—Cinco tarskos de plata. Se adquirió en la tienda de Veminius, aunque supongo que ya lo sabes.
—Hace tiempo también yo podía gastar cinco tarskos en perfumes.
—¿Entonces es verdad que tienes dificultades con las finanzas?
—Sí, Jason, tengo dificultades. Ya lo saben todos. Cuando nos encontramos en Ar estaba negociando la venta de esta casa. Incluso el palanquín que me transportaba era alquilado.
—Mi Ama sugirió que tal podía ser el caso. —Tuve suerte y vendí la casa. Mañana me iré. — ¿El Ama ha recuperado su fortuna? —Sólo una pequeña parte. La deuda aún es grande. —El Ama tiene una casa en Vonda. Quizás también pueda venderla.
—Puedo vender diez casas y aún no recuperar mi fortuna. Debo dinero en más de doce ciudades.
—¿Qué piensas hacer?
—Mañana con el dinero de la casa recobraré mi antigua posición. Volveré a ser una de las mujeres más ricas de Vonda.
—¿Cómo es posible lograr tal milagro?
—Me han dado el nombre de los tharlariones que ganarán las carreras de mañana.
—¿Es prudente aventurar esa cantidad en las carreras? —pregunté.
—Hago con mi dinero lo que me place.
—Sí, Ama.
—Tengo que hacer algo. Son muchos los que me persiguen, que piden su dinero. Pero no temas, lindo esclavo, Lady Melpomene ganará y volverá a ser rica. Incluso llegaré a arruinar a tu Ama y obligarla a venderte. ¿Te gustaría que te comprara?
—No, Ama.
—¿Por qué? ¿Acaso no soy bonita?
—Eres muy bella, Ama.
—¿Entonces por qué no quieres que te compre?
—Porque soy un hombre.
—No, eres un esclavo de seda. Eres un terrestre y, por consiguiente, apto para ser propiedad de una mujer.
—¿Piensas devolverme a mi Ama?
—Es posible.
Luché por enderezarme sobre el lecho.
—No temas, Jason. Sólo quiero acariciarte.
Intenté incorporarme de nuevo.
—Es inútil, Jason. La habitación acaso no esté muy aseada, pero las cadenas son nuevas.
Dejé escapar un pequeño grito de ira.
—¡Qué tonto eres! —dijo riendo—. Es una suerte que estés atado. Si estuvieras libre no estoy muy segura de cuál sería mi sino. Deja de hacer tonterías u ordeno que te castren —dijo con firmeza.
Quedé inmóvil sobre aquel lecho.
—Ves, así estás mucho mejor.
—¿Qué piensas hacer conmigo?
—¿No eres lo suficiente esclavo como para ignorarlo? ¿Crees que podrás resistir a mis caricias?
—No. Sé que no podré —admití. Ningún hombre, y menos encadenado como yo, podría resistirse a aquella mujer.
—Yo, Lady Melpomene de Vonda, haré mío al esclavo de mi enemiga.
La miré aterrado.
Empezó a acariciarme.
—Esto no es más que el principio.
Aquella noche me usó muchas veces, pero ni tan sólo una vez se dignó a besarme. No quiso manchar sus labios besando el cuerpo de un esclavo.
13
La inspección de los esclavos de establo
Cuando Lady Melpomene terminó de usarme aquella larga noche, me ofreció un bol de agua con aquel color rojizo que delataba los polvos de Tassa. Me había negado a beber, pero sacando una daga me obligó a terminar el contenido hasta la última gota. No tardé en perder el sentido. Al parecer los dos hombres que me llevaron a su casa volvieron a buscarme para proceder a mi traslado. Recobré el conocimiento al sentir que me lanzaban sobre algo duro y conseguí oír el ruido producido por sus pies escapando a toda velocidad. Me habían atado con las rodillas encogidas para meterme posteriormente dentro de un saco.
—¿Qué ocurre aquí? ¡Alto! —gritó un hombre.
Era Kenneth, el jefe de esclavos de mi Ama.
—¿Qué ocurre? —era la voz de mi Ama quien ahora preguntaba.
Alguien trataba de abrir el saco.
—¡Es Jason! —exclamó Kenneth arrastrándome hacia el exterior, asiéndome por uno de los brazos que habían atado a mi espalda. Golpeó un lado de mi cabeza.
—Estás en presencia del Ama.
Me arrodillé. Me habían devuelto desnudo. Estábamos en el porche de su casa en Venna.
—Hay una nota atada en el collar —dijo Kenneth.
Todos los ocupantes de la casa, incluyendo esclavos y esclavas, se habían reunido a nuestro alrededor. Kenneth entregó la nota a mi Ama, quien la leyó, la arrugó con furia y la tiró al suelo. Se volvió a mí y gritó:
—Mandadlo a los establos.
—Sí, Lady Florence —dijo Kenneth.
—¿Y vosotros, no tenéis nada más que hacer que quedaros ahí mirando? —gritó de nuevo mi Ama.
El pequeño grupo se dispersó al instante quedando únicamente Lady Florence, Kenneth y yo solos en el porche.
Kenneth desató mis tobillos. Yo mantenía mi cabeza baja.
—¿Lady Florence...? —inició Kenneth.
—Sí.
—¿Cuando regresemos a Vonda, el esclavo deberá volver a la casa o continuará en los establos?
—Es criado de establos y como tal será utilizado.
—¿En los establos en general, o en los particulares para el cuidado de los tharlariones?
—En los generales.
—¿Sin atenciones especiales?
—Ninguna.
—¡Excelente! —exclamó Kenneth.
Aún furiosa, Lady Florence se alejó a grandes zancadas. Levanté la cabeza. Kenneth sonreía. Por alguna razón parecía complacido.
—¿Amo? —osé decir.
—¿Sí?
—¿Puedo saber qué dice la nota que colgaron en mi collar?
—También yo siento curiosidad —dijo recogiendo la nota del suelo—. «Mi dulce amiga y compatriota, Lady Florence de Vonda» —leyó Kenneth—. «Gracias por el uso de tu encantador esclavo de seda, Jason. He disfrutado mucho con él. Y gracias igualmente por el perfume. Lo usé cuando estaba con tu esclavo. No sabes cuánto agradezco tu generosidad. Te deseo mucha suerte. Melpomene, Lady de Vonda».
Kenneth dejó la nota donde había sido tirada. Me levantó y me condujo medio a rastras hacia los establos. Al llegar a la esquina de la casa me obligó a parar.
—Mira.
Lady Florence había salido al porche y miraba a su alrededor como para cerciorarse de que estaba sola. No nos vio, ya que estábamos a cierta distancia y ocultos por unos arbustos que crecían junto a la esquina de la casa.
—Ante todo, es mujer —dijo Kenneth.
—Sí, Amo.
—No puede soportar la idea de que alguien encuentre esta nota. Por otro lado quizás la quiera para atizar el odio que siente por Lady Melpomene, aunque es difícil que pueda ser mayor —acabó Kenneth riendo.
—Sí, Amo.
—¿Es complaciente sobre las pieles?
—Soy yo, el esclavo de seda, quien había de ser complaciente —respondí sonriendo.
—Por supuesto. Pero me gustaría saber si resultaría una buena visión el contemplarla desnuda y con un collar alrededor del cuello.
Aquella pregunta me sobresaltó.
—¿He de contestar con sinceridad? —pregunté.
—Sí.
—Pues así es. Resultaría una visión maravillosa verla desnuda y con un collar alrededor del cuello.
—Me lo figuraba.
—Si se me permite hablar, me gustaría saber si es cierto el que parecías contento al oír que me destinaban a los establos.
—Lo estoy. Tengo la esperanza de que yo y Barus ganemos algunas monedas a costa tuya.
—¿Puedo saber cómo, Amo?
—¿Sabes luchar? —preguntó.
—No.
—Eres un tipo grande y fuerte y además rápido. Y lo que es más importante, cosa que muchos no llegan a comprender, es que eres inteligente.
—Pero no sé luchar.
—Mete el estómago —ordenó.
Obedecí. Me golpeó con toda su fuerza.
Resistí el golpe sin pestañear.
—¡Excelente!
—Pero continúo sin saber luchar.
—En los establos soy yo quien manda. A partir de ahora me perteneces. ¿Está claro?
—Sí, Amo.
—¿Quieres continuar vivo?
—Sí, Amo.
—Pues en tal caso haz lo que yo te diga.
—Sí, Amo.
—En los establos, además de los esclavos tenemos muchas kajiras, esclavas de establo, y si me place puedo asignar a algunas de ellas para que hagan tu vida más llevadera.
Le miré y sonreí. También él sonrió y encabezó la marcha hacia mi nuevo destino.
—Vamos, esclavo de establo.
—Sí, Amo —dije sonriéndole.
La fila de los esclavos de establo arrodillados en el patio era muy recta. Me habían situado casi al final de ella. El Ama, sin apresurarse, continuaba la inspección, seguida por Kenneth y Barus. Ocasionalmente paraba ante algún esclavo e inquiría sobre sus obligaciones, o bien para algún cambio a efectuar. Muchos esclavos la temían por sus exigencias y la rapidez de su látigo. Además todos sabíamos que ejercía el poder de vida o muerte sobre nosotros. Ahora sólo nos separaban unos pocos esclavos. La noche anterior había llovido y el suelo estaba húmedo. Vestía una falda de color beige cuyo borde distaba unos dieciocho centímetros del suelo y botas de cuero negro. También la blusa y la chaqueta eran beige. Esta clase de atuendo era poco común entre las mujeres libres y puede clasificarse como hábito de trabajo. Nosotros, los esclavos, vestíamos cortas túnicas marrón. El olor de los establos y de los graneros resulta agradable, una vez te has familiarizado con él. A mí, personalmente, aquellos olores junto al de la paja y del cuero, habían conseguido incluso llegar a fascinarme.
Mi Ama no criaba tharlariones de carreras por mero capricho. Éstos son más grandes y ágiles que los que se usan para montar, pero más pequeños que los de tiro o los del ejército. Estos últimos son enormes, algunos pesan más de una tonelada y son guiados por la voz de sus jinetes y los golpes de la lanza.
Y hablando de tharlariones de carreras, me enteré, pues tales historias llegan incluso a los establos, que Lady Melpomene había salido muy mal parada de su arriesgada aventura en las carreras. La información que le habían proporcionado, como suele ocurrir, era errónea y acabó arruinada. Tuvo que huir de Venna en la oscuridad para no caer en manos de sus acreedores. Ahora vivía en una casucha en Vonda amparada por la Piedra del Hogar.
Lady Florence, aunque obviamente informada de los hechos, jamás mencionó el nombre de su enemiga. Quizás la hubiera olvidado.
Mi Ama estaba interrogando exhaustivamente al cuarto esclavo antes de llegar a mí. Fijé mis ojos en los bellos tobillos de mi Ama. Kenneth a su espalda, me sonreía.
Decidí apartar la vista ya que era peligroso que se percatara de mi mirada sobre su cuerpo.
—¿Deseas ser azotado con el látigo serpiente? —preguntó a uno de aquellos infelices que me precedían.
—No, Ama —gimió.
—En tal caso haz tu trabajo bien.
—Sí, Ama —tartamudeó.
Volví a mirar hacia las brillantes botas de mi Ama. Con toda seguridad Taphris, la esclava de piernas cortas, había sido la encargada de hacerlas brillar. Kenneth me miraba frunciendo el ceño. Aparté los ojos de aquellas botas. Al parecer Kenneth no quería que me destrozaran los tharlariones. Ya no llevaba el hermoso collar esmaltado que usara durante mi época de esclavo de seda. Ahora mi collar era de hierro negro con un aro en la nuca. Como a los otros esclavos de establo, me encadenaban durante la noche. Ahora Lady Florence se hallaba a dos esclavos de distancia.
Además de la fila de cuarenta y dos esclavos que mi Ama inspeccionaba, había otra fila de cinco kajiras de establo. Dos de ellas eran rubias y las otras tres morenas. Todas ellas goreanas.
—¡Esclavo! —gritó Kenneth.
El Ama estaba delante mío. Me miraba enojada. Golpeó el látigo sobre la palma de su mano izquierda. Estaba enojada porque no me había percatado de su presencia ante mí. Permanecí anodinado con la mirada hacia delante, mientras me inspeccionaba. Lentamente fui levantando los ojos, evocando los muslos, el vientre y los hermosos senos ocultos bajo el atuendo beige. Sus ojos brillaban de rabia, pero consiguió controlarse. No podía hablar ya que era imposible reconocer que un ínfimo esclavo de establo la estaba admirando como mujer.
—¿Es nuevo este esclavo de establos? —preguntó a Kenneth.
—Sí, Lady Florence, aunque ya lleva unas cinco semanas entre nosotros.
—¿Cómo se llama?
—Jason.
—Me recuerda a alguien.
—Es posible que lo recuerdes. Fue esclavo de seda tuyo.
—¡Ah! —exclamó simulando recordar de pronto—. ¿Eres tú, Jason?
—Sí, Ama.
—Te has convertido en un verdadero bruto.
Callé.
—Tus facciones se han hecho muy vulgares y tienes una cicatriz en la mejilla izquierda.
Nada comenté. La cicatriz era debida a un momento de descuido hacía ya cuatro semanas.
—De vez en cuando he oído a algunos de los esclavos hablando entre sí. ¿Es verdad que eres el campeón de los establos?
Sonreí. Taphris era la encargada de contar al Ama de cuanto sucedía en los establos. Kenneth me lo había dicho.
—Sí, Ama.
—¡Es un verdadero campeón, Lady Florence! —exclamó Kenneth entusiasmado—. Ya ha ganado a los campeones de cinco establos.
—Me aterra la violencia —dijo Lady Florence agitando el látigo.
—Es lógico, Lady Florence. No son más que peleas entre esclavos —comentó Kenneth.
—Tienes razón. No es como si se pegaran hombres de verdad. Después de todo, no son más que animales. ¿Cuando consigue un triunfo se le recompensa?
—Así es. Resulta útil para el entrenamiento.
—¿Cómo se le recompensa?
—Se le da más comida, alguna tarta e incluso un cuenco de vino barato.
—Comprendo.
Dirigió la mirada a las esclavas. Todas habían sido mías en más de una ocasión. Kenneth había sido generoso conmigo. Era frecuente que trajera una de aquellas chicas y la encadenara a mi lado. Mi favorita era una rubia que se llamaba Telitsia.
—¿Y en ocasiones se le recompensa con otras cosas?
—¡Por supuesto! —dijo Kenneth.
—¿Con qué otras cosas?
—Con pequeñas trivialidades. Cosas de escaso valor. Pero si Lady Florence objeta a estas naderías pondremos fin a ellas.
—¿Por qué iba yo a objetar?
—Pensé que...
—Las esclavas son como el vino para estos brutos.
—Por supuesto, Lady Florence.
—Si en cualquier momento pensáis en iniciar una cría de esclavos, seré yo la que me encargue del emparejamiento.
—Por supuesto, Lady Florence —dijo Kenneth.
—Si este esclavo sirve para luchar y luego se divierte con las esclavas del establo, a mí me tiene sin cuidado, pero no permitiré que olvide sus obligaciones.
—Tal cosa no ocurrirá, Lady Florence —dijo el jefe de los esclavos.
Después de mirarme durante unos segundos, pasó al siguiente esclavo. Pronto acabó con la fila.
—¿Desea Lady Florence inspeccionar a las kajiras?
—Sí —dijo mi Ama levantando la cabeza con altivez.
Con paso rápido se aproximó a las jóvenes. — ¿Cual de ellas es la favorita del campeón, del esclavo llamado Jason?
—Ésta. Se llama Telitsia —contestó Kenneth desconcertado, Telitsia miró al Ama con terror. —Véndela —ordenó. Sin decir otra palabra se alejó de nosotros.
Capítulo 14
Taphris
Estaba entrenando. Golpeaba sobre una especie de viga de madera incrustada en el suelo. Este ejercicio tenía dos objetivos. Primero, robustecer los músculos de los hombros, espalda y brazos, y segundo, acelerar el movimiento de los puños de manera que semejen flechas. Un hombre fuerte es capaz de partir la viga en unos pocos ehns, pues cada golpe puede compararse a un martillazo. Golpeé la viga con fuerza y sentí cómo empezaba a resquebrajarse.
Era tan sólo ayer que nuestra Ama había llevado a cabo su inspección. Si no recordaba mal, después de inspeccionarme su interés había decaído concluyendo la inspección apresuradamente. Apenas se había dignado a mirar a las kajiras.
Golpeé una y otra vez sobre la viga. Es de gran importancia mantener el equilibrio, lo cual reduce la oportunidad del rival a distribuir su peso de uno a otro pie, y además proporciona un mayor impacto a cada uno de los golpes. Mis pies raramente se separan más de unos veinte centímetros. Muchas de las peleas entre esclavos ofrecen poco más que un espectáculo sanguinario que las personas libres acuden a ver por mera diversión. Pero Kenneth y Barus, que suelen efectuar apuestas, toman este «deporte» muy en serio. Durante años han dedicado su tiempo e inteligencia a entrenar esclavos para la lucha. Como consecuencia de ello los establos de Lady Florence de Vonda han llegado a ser famosos por estas lides y tanto Kenneth como Barus han podido acumular una pequeña fortuna.
Golpeé de nuevo. Oí la madera rajarse. Una y otra vez golpeé. El techo y las paredes del cobertizo temblaban con los golpes. Estaba seguro que la viga se partiría en pocos ehns. Aceleré los golpes.
Cada cuatro o cinco días encadenaban mis muñecas, cubrían mi cabeza con un capuchón y me metían en un carro con otros esclavos luchadores. Era desencadenado y me quitaban el capuchón en un hoyo poco profundo alrededor del cual se sentaban hombres libres de casta inferior. En el hoyo había otro esclavo luchador. Nos envolvían las manos con tiras de cuero para protegerlas y evitar que se rompieran. Era permitido el dar patadas, pero los golpes que pudieran ser mortales estaban totalmente prohibidos. Nos concedían pequeños períodos de descanso con el fin de alargar la pelea. Luchábamos hasta que uno de los dos no podía continuar haciéndolo. El público gritaba y apostaba.
Perdí las primeras peleas en nuestros establos, pero con el entrenamiento, los consejos y la experiencia en los combates en el hoyo, no tardé mucho en empezar a ganar. Había triunfado en las últimas diecisiete peleas, cinco de las cuales se habían desarrollado fuera de nuestros establos. Me habían clasificado en el grupo de luchadores pesados. Existen hombres pequeños que son excelentes luchadores, pero no pueden competir con luchadores altos y recios aunque su pericia sea similar o incluso superior.
La viga se partió. Eché la cabeza hacia atrás y respiré hondo. Fue entonces cuando me di cuenta de la presencia de la pequeña y rubia esclava.
—¡Telitsia! —exclamé.
Me quitó las tiras de cuero que envolvían mis manos y las llevó a uno de los estantes situados al lado del granero.
—¿Sabe Kenneth que estás aquí?
Me miró. También yo la miré. Temblaba. Bajó la cabeza y se dirigió hacia un cubo lleno de agua que se encontraba en el fondo del granero. Había un cacillo a su lado. Lo llenó y vino a mí. Cogí el cacillo de su mano y bebí. Cuando acabé volvió a colocarlo en su sitio. Regresó con una basta toalla y empezó a secar mi cuerpo. Estábamos solos en el granero. A uno de los lados se hallaban varios compartimientos llenos de paja recién cortada. Ella seguía secando mi cuerpo.
Aparté el cabello que cubría mis ojos.
—¿Sabe Kenneth que estás aquí? —insistí.
—No. El carro vendrá a buscarme. Me llevaran al mercado y me venderán.
—Lo sé.
—No quiero que me vendan —gimió.
—Eres esclava y tus deseos no tienen ninguna importancia.
—Ya lo sé —musitó.
Inesperadamente tiró la toalla al suelo y me miró a través de las lágrimas. Era muy bonita arrodillada ante mí, descalza, con la diminuta túnica marrón, el cabello rubio sobre los hombros y sus ojos azules llenos de lágrimas.
—Telitsia está a tus pies... Amo.
La tomé entre los brazos y me encaminé hacia uno de los compartimientos donde la deposité con mucho cuidado sobre la paja.
—¡Telitsia! ¡Telitsia!
Era la voz de Kenneth.
La barra anunciando el décimo ahn, el mediodía de Gor, había sonado.
—He de escapar —gimió Telitsia.
Acaricié la marca en su muslo y el collar que rodeaba su cuello. Estaba desnuda sobre la paja. Me miraba.
Negué con la cabeza.
—No, Telitsia. Una esclava no puede escapar.
—Ya lo sé —dijo girando la cabeza hacia un lado.
—Telitsia —dijo Kenneth de pie ante el compartimiento.
Nos separamos apresuradamente. Nos arrodillamos con la cabeza inclinada hacia el suelo, como corresponde ante una persona libre.
—¿Dónde has estado? —preguntó Kenneth.
—Aquí, Amo —susurró Telitsia.
—Ponte la túnica. El carro espera.
—Sí, Amo.
—Jason, ¿te dio permiso alguna persona libre para que te diviertas con esta esclava? —preguntó Kenneth muy serio. —No, Amo —dije bajando aún más la cabeza. — ¿Sabes que podríamos matarte por lo que has hecho? —Sí, Amo.
—¿Cómo es la pequeña? —preguntó.
—¡Encantadora!
Telitsia se ruborizó.
Sonreí. Creo que Kenneth no objetaba a que hubiéramos estado juntos, ya que no la había encadenado aquella mañana, precaución usual cuando una esclava ha de ser vendida aquel mismo día. Estoy casi seguro que sabía que la chica me buscaría. Tampoco había organizado su búsqueda, sino que vino directamente al granero a buscarla. En el fondo Kenneth era un buen hombre. Me echó una cuerda de fibra.
—Átala y tráela al carro. —Sí, Amo.
Me acerqué a Telitsia y até sus manos a la espalda.
—Vamos —ordenó Kenneth.
Lo seguí, conduciendo a Telitsia por el extremo de la cuerda.
—Saludos, Kenneth. Veo que traes a la esclava —dijo Borto, el conductor del carro tirado por un tharlarión.
—Saludos Borto. Creo que está lista para la venta.
Borto dejó escapar una carcajada.
—Traigo otra esclava para reemplazarla —dijo señalando a un bulto en un saco de esclavos.
—¡Excelente! Andamos escasos de esclavas de establo. Son útiles para contentar a los esclavos y además ayudan en las pequeñas tareas.
Borto sonrió y entregó a Kenneth una nota. Kenneth la leyó y frunció el entrecejo.
—Comprendo. Colócala en el carro arrodillada —ordenó Kenneth dirigiéndose a mí.
—Sí, Amo.
Telitsia levantó la cabeza y me miró. Tenía las manos atadas a la espalda y había lágrimas en sus ojos. Levantó sus labios hacia los míos. La besé y luego la tomé en mis brazos y la coloqué sobre el carro en la posición que me habían ordenado.
La chica dentro del saco se agitaba nerviosa y enojada.
—Al parecer ignora que no debe moverse —dijo Kenneth.
Borto rió.
—Así parece.
—La nota nada dice referente a que no sea una esclava de establos.
—Supongo que tendrás que enseñarla unas cuantas cosas —dijo Borto.
—Barus —dijo Kenneth.
—Sí —contestó Barus que se hallaba cerca contando unos sacos.
—Trae un collar.
Barus dejó la tabla y el marcador y marchó hacia un pequeño edificio donde se guardaba el equipo de los esclavos.
—Coloca el capuchón —me ordenó Kenneth.
Telitsia sollozó. Cogí el capuchón y se lo coloqué sobre la cabeza, atando las cintas bajo su barbilla. Cuando hube acabado bajé del carro.
Kenneth entregó a Borto la llave del collar de Telitsia. El collar sería devuelto tan pronto la esclava fuera vendida y cambiado por el de su nuevo Amo.
—Saquemos a ésa del saco y veamos cómo es —dijo Kenneth.
Borto desató el saco por los pies.
Barus volvió junto al carro y entregó a Kenneth el collar de hierro que le había pedido.
Borto sacudió el saco un poco dejando que parte de la chica saliera al exterior. Cuando se puso de rodillas vi que tenía piernas bonitas y que la túnica marrón que llevaba era más larga de lo usual. Borto, con un rápido tirón del saco descubrió a la nueva esclava.
—¡Ah! —exclamó Kenneth.
También yo estaba sorprendido, ya que de rodillas, con las manos atadas a la espalda y dos llavecitas colgando de su collar esmaltado estaba Taphris, una de las esclavas personales de Lady Florence.
—Al parecer has caído en desgracia —dijo Kenneth. —Quizás, Amo.
—Échate sobre el estómago con la cabeza justo al borde del carro.
Taphris obedeció aunque contrariada. Kenneth cogió una de las llaves y quitó el collar esmaltado de su cuello colocándolo, junto con la llave, a un lado del carro. Luego colocó el sencillo collar de esclava de establo en su lugar.
—Baja del carro y permanece de pie ante mí.
Tuvo dificultad en sentarse al borde del carro y dejarse resbalar evitando que la túnica descubriera la totalidad de sus piernas. Kenneth la miró.
—Ya no eres una de las esclavas de la casa, ahora perteneces a los establos. Ponte bien erguida ante mí.
—Amo, supongo que has leído la nota que me acompaña —dijo la joven con frialdad.
Kenneth sacó la nota de la túnica donde la había guardado y la releyó, al parecer con sumo cuidado.
La joven levantó la cabeza altiva.
—No veo en ella nada que afecte a tu nuevo estado de esclava de establo.
—¡Amo! —protestó la esclava.
—¿Eres o no eres una esclava de establo?
Taphris me miró.
—Sí, Amo. Mi Ama se enojó conmigo y ahora no soy más que una esclava de establo.
—Así es —dijo Kenneth muy serio, mientras guardaba la nota en su túnica—. Tráeme una esquiladora, Barus.
—¡Amo! —exclamó Taphris.
Barus regresó con una esquiladora y Kenneth la cogió.
—Taphris, tu túnica tiene mangas. Quitémoslas para que te sea posible trabajar con mayor comodidad.
Recortó el borde de la túnica y devolvió la esquiladora a Barus.
—Espera a que el Ama se entere de esto —gritó la joven.
—Y esto es para que los chicos puedan disfrutar con tus pantorrillas —añadió Kenneth.
Taphris retrocedió un paso.
Visiblemente enojado él arrancó unas tiras del borde de su túnica.
—Por favor, Amo, no más —gimió la chica.
—¡Y esto también! —dijo, rasgando el escote y dejando gran parte de sus encantadores senos visibles.
Acabó rasgando el costado izquierdo de su ya extremadamente corta túnica y exponiendo la diminuta kef que confirmaba su condición de esclava. Con un pie golpeó sus piernas obligándola a caer de rodillas ante él.
—Dame la esquiladora, Barus.
—La nota, la nota, Amo —gemía la joven patéticamente.
—Creo que estamos en la época en que hay que cortar el cabello de las esclavas. ¿Verdad, Barus?
—Creo que sí.
El cabello de Taphris era largo y de color negro.
—La nota, la nota —suplicaba la chica.
—No temas esclava, te trataremos de acuerdo con lo que se ha escrito en la nota, pero para todo lo demás, no eres sino una esclava de establo.
Cortó el cabello casi hasta la raíz.
—Átalo y ponlo dentro de un saco.
Barus se alejó con la esquiladora y el cabello hacia el cobertizo donde se guardaban las herramientas, dejando allí la misma y el saco conteniendo el cabello hasta el momento de su venta.
—Ponte de pie, esclava. Y recuerda que ya no eres esclava de una dama, sino una esclava de establos.
La joven temblaba de miedo. Aún tenía las manos encadenadas a su espalda.
Barus regresó después de guardar la esquiladora y el cabello en el cobertizo.
—¡Ah! Hay que admitir que el pelo corto no le queda del todo mal. Será agradable verla por los establos.
—Creo que sí —dijo Kenneth sonriendo.
—Tengo que marcharme —dijo Borto.
Barus se acercó al carro y recogió el collar de metal esmaltado y la segunda llave que colgaba del mismo y con ella abrió las esposas que sujetaban las manos de Taphris.
Borto subió al carro y con un latigazo animó al tharlarión para que iniciara la marcha.
Vi cómo el carro se alejaba llevando a Telitsia al mercado.
Di media vuelta para mirar a Taphris.
—Saca la cadera. Pon los pies así. Mete el estómago. Pon las palmas de la mano sobre los muslos. Levanta la cabeza.
Kenneth estaba enseñándola lo que era una esclava de establos, lugar en donde la hegemonía suprema estaba en poder de los hombres.
—Dóblate por la cintura. Más.
La cabeza de la esclava estaba a la altura de la cadera del hombre. Kenneth se apartó para mirarla. Observé que no le disgustaba tener a Taphris a merced suya.
—Barus, llévala a su celda y explícale cuáles son sus obligaciones.
Barus la agarró por el corto cabello y ella hizo un gesto de dolor. No osaba levantar la cabeza puesto que había sido colocada en posición de marcha para las esclavas. Barus se alejó arrastrando tras sí a Taphris.
Kenneth se volvió hacia mí. —No sabes leer, ¿verdad?
—No, no sé leer goreano.
Por regla general se mantiene a los esclavos analfabetos, ya que de este modo se encuentran más indefensos.
—No creo que la pequeña Taphris haya perdido el favor de su Ama.
—¡Pero la ha enviado a los establos! Y por supuesto sabrá muy bien lo que es ser esclava de establos —dije—, ¿Puedo saber lo que decía la nota que acompañaba a la esclava? —pregunté.
—Indica que no tiene que tener relaciones con los esclavos.
—Muy interesante.
—Que hemos de darle cierta libertad para que realice ciertas observaciones y que una vez por semana hemos de enviarla con uno u otro pretexto a la casa.
—¿Y qué tiene ella que observar aquí, en los establos?
—Los movimientos de uno de los esclavos.
—¿Los míos?
—Sí —afirmó Kenneth sonriendo—. Al parecer el Ama no ha olvidado a su antiguo esclavo de seda.
Guardé silencio.
—Taphris es una espía. Ha sido enviada a los establos para espiarte. Ten cuidado con ella —me aconsejó.
Capítulo 15
Lady Florence espera invitados
Estaba tendido sobre la arena. Había sangre en mi boca. Gruñí. Pataleé. Mi adversario se lanzó sobre mí golpeando con los puños.
El público rugía. Rodé hacia un lado, eludiendo a mi contrincante. Me puse de pie, tambaleante. También él se había levantado. Jadeando traté de apartarlo de mí. Me golpeó en el vientre con la cabeza lanzándome a la pared. De nuevo agachó la cabeza. Uní mis manos y las levanté con fuerza. El golpe le cogió bajo la barbilla haciéndole retroceder con pasos inseguros. Escupí sangre sobre la arena. Volvió a lanzarse contra mí, me asió y me empujó contra el muro.
—¡Lucha! ¡Lucha, Jason! —gritaba alguien.
—¡Kaibar, ya es tuyo! —gritaban otros.
—¡Apártate del muro! —me gritó Kenneth.
Gruñí al recibir un golpe en el estómago y luego otro. Sus puños eran como ruedas de molino.
—¡Apártate del muro! —gritó de nuevo Kenneth.
Pero no era él, el hijo de puta que estaba clavado en aquel muro.
Me agarré a Kaibar intentando respirar. Él trató de apartarse.
—No detengas la pelea —me amonestó el árbitro azotándome con su látigo mientras giraba alrededor nuestro. Se interpuso entre nosotros obligándonos a separarnos. Pero ahora había conseguido situarme en el centro del hoyo. Mi rival y yo nos mirábamos. Los dos estábamos agotados y cubiertos de sangre. Intentó golpearme, pero detuve su golpe. Incluso el conseguir parar un golpe de aquel hombre era un gran esfuerzo. Me dolían los brazos y los hombros. Apenas podía conseguir levantar mis brazos. Kaibar venía hacia mí tambaleándose. Me así a él. En aquel preciso instante oí sonar la barra de metal.
—¡Ven aquí! —gritó Kenneth.
Giré siguiendo el sonido de su voz, y al instante sentí cómo me cogía y me arrastraba hacia un cajón donde me sentó.
Barus, con una esponja, empezó a derramar agua sobre mi cabeza.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Kenneth entusiasmado. No pude decirle lo que pensaba.
Barus me lavaba la sangre y arena del cuerpo con la esponja. —Dame el agua —ordenó Kenneth a Taphris, que se encontraba arrodillada a nuestro lado.
Le pasó una jarra llena de agua con azúcar y vertió un poco en mi boca, obligándome a beber algo del líquido y escupir el resto sobre la arena. Barus empezaba a secar mi cuerpo con una toalla.
Sin fuerzas casi para hacerlo, lo aparté. Tenía la esperanza que el agua y el sudor hicieran resbalar los golpes de mi adversario, si éstos me llegaban de ángulos oblicuos. Obedeció mis indicaciones y se dedicó a secar las correas de cuero que vendaban mis manos.
Sonó la barra de metal.
—Es tuyo. Acaba con él rápido —dijo Kenneth.
Me levantó y empujó hacia el centro del hoyo. Kenneth debía estar loco. ¿Cómo iba yo a ganar a aquella bestia? No obstante él había visto centenares de peleas y su experiencia era valiosa.
Recibí el primer golpe y me tambaleé hacia un lado. Conseguí enderezarme y clavar mi puño en el estómago de Kaibar. Intentó alcanzarme, pero logré esquivar sus brazos y golpear el lado izquierdo de su rostro. Los dos estábamos de pie, tambaleándonos. — ¡Lucha! —ordenó el árbitro. El látigo cayó sobre Kaibar. De pronto sentí que un frío terrible se apoderaba de mí. Debía haber dejado que Barus secara el agua y el sudor de mi cuerpo. Temí que el frío contrajera mis músculos.
—¡Pelead! —gritó el árbitro. El látigo cruzó mi espalda, luego cayó sobre Kaibar, y por último volvió a mí.
Kaibar y yo avanzamos dispuestos a un nuevo ataque.
De pronto tuve la impresión de haberme trasladado al granero donde efectuaba mis entrenamientos y golpeaba una y otra vez sobre la viga. Oía gritos de hombres y mujeres, pero a gran distancia. Tenia que apresurarme. Tenía que partir aquella viga cuanto antes. No quedaba mucho tiempo. Descargué una avalancha de golpes sobre la madera. Sabía que podía romperla y lo conseguiría. Escupí sangre. Sentía el sudor descender por mis piernas arrastrando arena. Reía de una manera terrible. De pronto el poste se derrumbó ante mí.
—¡Para! ¡Para! —gritaba Kenneth corriendo hacia mí. Estaba de pie cubierto de sangre y arena y a mis pies, también cubierto de sangre y arena, yacía el cuerpo de Kaibar.
—¿Ha muerto? —preguntó alguien.
—No, no ha muerto —repuso el árbitro.
Éste y Kenneth me arrastraron al centro del hoyo y levantaron mis brazos en señal de victoria.
Eché la cabeza hacia atrás y respiré hondo. Tenía las manos inflamadas. Cortaron las ensangrentadas tiras de cuero que las protegían.
—Jason, traeré un campeón que te venza —gritó Miles de Vonda.
—Tráelo cuando quieras —respondió Kenneth—. Los establos de Lady Florence estarán prestos para recibirlo.
Kenneth y Barus me arrastraron a través del enfervorizado público que intentaba acariciarme e incluso besarme. Hasta los ojos de algunas damas brillaban tras sus espesos velos. Teníamos que abandonar la sala, pues otra pelea estaba a punto de empezar.
Estábamos ya cerca de la salida que conducía a los establos donde nos preparábamos para los combates cuando Kenneth exclamó:
—¡El Ama!
Levanté la mirada. Ante nosotros de pie junto a la puerta había dos damas cubiertas con espesos velos.
Me arrodillé. Pertenecía a una de aquellas dos damas.
—Enhorabuena, Jason. Ha sido una buena pelea —dijo Lady Florence de Vonda.
—Gracias, Ama —dije aún jadeando.
Aunque llevaba un espeso velo la hubiera reconocido. Los esclavos de seda siempre reconocen el porte de sus Amas. Además, según descubrí en Gor, tenía un buen ojo para las mujeres y me sorprendió reconocer a la dama que acompañaba a mi Ama.
—Kenneth, voy a presentarte a mi amiga. Lady Melpomene de Vonda.
—Encantado, Lady Melpomene —saludó Kenneth haciendo una inclinación de cabeza.
—Jason, ¿quizás recuerdes a Lady Melpomene? —Sí, Ama —dije bajando la cabeza.
—Hemos arreglado nuestras diferencias y ahora somos grandes amigas.
—Me complace oírlo, Ama.
—Sí, Lady Melpomene pasará dos o tres días con nosotros y pronto tendremos la casa llena de invitados. Kenneth, te cuidarás de que los terrenos y los establos estén en condiciones, ¿verdad?
—Por supuesto, Lady Florence —dijo el aludido.
—Y mantendrás a esas sucias esclavas de establo encadenadas en sus celdas, para que su visión no ofenda a mis invitados.
—Se hará como deseas, Lady Florence.
—¡Oh, Kenneth! ¿Cómo va la nueva esclava, Taphris?
—Es una excelente esclava de establos. Al parecer es innato en ella.
—¡Oh! —exclamó Lady Florence sorprendida.
Taphris, que se hallaba a nuestro lado, enrojeció.
—Parece ser que ha roto su túnica y le han cortado el pelo.
Taphris trataba de cubrirse con el escaso material de que disponía. La espía del Ama era ahora un verdadero placer para cualquier hombre que la mirase.
—El Ama ha de reconocer que la túnica es mucho más apta para realizar las arduas labores de los establos, y en cuanto al pelo era tan hermoso que no pude resistir la tentación de cortarlo. Conseguiremos una elevada cantidad por su venta.
—Por supuesto, siempre tienes razón.
Lady Florence no estaba dispuesta a discutir la forma en que Kenneth organizaba los establos.
—Y de nuevo, Jason, mi enhorabuena por la victoria.
—Gracias, Ama.
—Si me lo permites, Lady Florence, me gustaría llevar a Jason al establo para secarlo. No quisiera que se resfriara —dijo Kenneth.
—Espero que cuides con igual cuidado a mis tharlariones —comentó Lady Florence sonriendo.
—Por supuesto —contestó Kenneth devolviendo la sonrisa.
—Jason, puedes besarme los pies. Y ahora los de Lady Melpomene. Se ha convertido en una verdadera bestia, ¿verdad? —dijo dirigiéndose a Kenneth.
Levanté la cabeza.
—Aunque hay que reconocer que la bestia es muy hermosa —añadió mirándome.
—Vamos, Jason —dijo Kenneth levantándome y tirando de mí hacia el corredor.
—Kenneth —llamó Lady Florence.
Kenneth se detuvo y se volvió para mirar a mi Ama.
—¿Será debidamente recompensado?
—Naturalmente. La pelea fue excelente.
—Doble ración y vino, ¿no es así?
—Así es.
—¡Pero sin esclava! —ordenó.
—Es esclavo y luchador. Necesita a una de esas guarras entre sus brazos.
—No tendrá mujer. ¿Ha quedado claro, Kenneth?
—Sí, Lady Florence —contestó el jefe de esclavos obviamente enojado.
Se volvió hacia mí para empujarme. Quería que marchase delante de él. Volví la cabeza y vi a Lady Florence y a Lady Melpomene aún de pie, junto a la puerta que conducía al pasillo. Cedí a la presión que el jefe de esclavos ejercía sobre mi brazo y me dejé llevar al establo donde se encontraban los luchadores.
Estaba desnudo y cubierto de sudor. El calor era casi insoportable en el cobertizo de incubación.
—El Ama parece estar de buen humor —dije.
—Pssss —era Barus, que desnudo hasta la cintura, me avisaba—. Escucha —añadió, pegando la oreja en la cálida arena.
Lo imité. A unos treinta centímetros debajo de la arena se oía una especie de arañar.
—Saldrá pronto —dijo sonriendo y enderezándose—. Taphris, añade algunas teas en el plato donde hay el fuego.
Nos miró. Estaba desnuda. Barus le había obligado a desnudarse al entrar en el cobertizo. Su cuerpo estaba cubierto de sudor y a la luz de las llamas ofrecía un resplandor rojizo.
Teníamos a mano fajas hechas con tela de saco que servirían para secar y envolver a los polluelos. También había una especie de bozales, que se utilizarían para sujetar sus mandíbulas.
—No tengo por qué hacer este trabajo —protestó Taphris.
—Ahora añadirás las teas una a una y con la boca, e irás de un lado a otro a gatas.
—Sí, Amo —dijo con rabia.
Sonreí al ver a la espía del Ama obedeciendo a un hombre libre.
—Es una lástima que el Ama no nos deje usarla, porque lo que realmente necesita es que la violen.
Encogí los hombros. De todos modos lo que Barus había dicho era sin duda alguna la verdad.
—Kenneth también está descontento con ella. No es posible moverse en los establos sin saber que esa pequeña eslín irá a contárselo al Ama. Afirmé con la cabeza.
Permanecimos mirando a Taphris llevar una tea con la boca hasta el borde del plato, cerrar los ojos, dejarla caer y rápidamente retroceder. Abrió los ojos y nos miró. —Continúa, esclava —ordenó Barus. —Sí, Amo.
—Es molesto tener una espía en los establos. Además se cree importante. Cree que aún es una esclava de la casa, cuando la verdad es que no es sino una esclava de establos. Su presencia tampoco es buena para las otras chicas.
Era verdad. Si a ella no la azotaban, ni la encadenaban, ni la desnudaban, ni la violaban como a las otras, sin que existiera una razón evidente, cosa que habrían comprendido en el caso de ser una de las favoritas de los guardianes, pronto llegarían a rebelarse y exigirían privilegios similares. Pero la situación no llegaría a tal extremo, ya que el látigo sería descolgado mucho antes.
—Hemos de hacer algo respecto a Taphris. No creo que sea tan difícil deshacerse de ella. Kenneth ya ha insinuado al Ama que es una excelente esclava de establos y no tardará en preocuparla su presencia aquí, donde estás tú. Al decimoquinto ahn encadenaremos a todas las chicas, menos a Taphris.
—Tengo entendido que los invitados no llegarán hasta que haya oscurecido —dije.
—Eso creemos, pero algunos pueden aparecer antes. Por lo visto, algunos de los invitados son de muy elevada categoría y sensibilidad y el Ama no desea ofenderlos viendo a esas chicas correteando por la propiedad.
—¿Por qué llegan los invitados tan tarde? No es frecuente que los habitantes de Gor viajen de noche —me atreví a comentar.
—No, no lo es. Y menos ahora que hay tensión entre la Confederación y Ar.
—Espero que nada ocurra a los visitantes.
—Son gente rica y pueden pagar a una escolta para que los proteja.
Barus, después del decimocuarto ahn, había estado vigilando el cielo desde una ventana. Aquella misma mañana mientras nos hallábamos en un prado, al sudoeste de la finca clavando estacas para evitar la pérdida de tharlariones que pacían en él, Barus había levantado la cabeza y mirado al cielo.
—¡Mirad! —exclamó señalando a un punto. Habíamos visto a unos ciento veinticinco tarnsmanes desplazándose hacia el sur. Podíamos distinguir el brillo de sus lanzas. El estandarte indicaba que eran tropas de Vonda y, sin embargo, no había tarnsmanes entre sus ejércitos. Aquellos hombres eran mercenarios.
—Es una patrulla —dijo uno de los hombres que estaba a mi lado.
—Es demasiado grande para ser una patrulla.
—He estado trabajando en el valle durante los últimos cuatro días y los he visto cuatro veces. Supongo que regresan a casa al atardecer.
—¿Crees que habrá enfrentamientos? —preguntó uno de los hombres a Barus.
—Ya los ha habido en la frontera.
—¿Crees que esta vez va en serio? —preguntó otro.
—No, creo que no. Hay un grupo en Vonda que quiere que haya guerra entre las dos ciudades, pero el resto de la Confederación no desea conflictos con Ar.
—¿Pero qué desea Marlenus, el Ubar de Ar?
—No le interesa tener problemas con la Confederación. Tiene las manos llenas con Cos y el Valle de Vosk.
—¿Quién es el capitán mercenario que vuela por Vonda? ¿Acaso es Terence de Treve o Ha-Keel, una vez de Ar? —pregunté a Barus.
Había otros muchos capitanes mercenarios, pero estos dos eran los más famosos.
—Vonda no puede permitirse tal lujo. Son demasiado caros. Es un tal Artemidorus.
—¿Artemidorus de Cos? —pregunté.
—Sí.
—De ser así, Vonda juega con fuego —comenté.
—Es posible.
—La elección puede ser potencialmente peligrosa.
—Incluso si Vonda pudiera pagar los servicios de Terence o Ha-Keel, no estoy seguro de que ellos quisieran luchar contra Ar. Terence, por ejemplo, sabe que de hacerlo los tarnsmanes de Ar pronto enviarían una expedición al Voltai.
Sabía que algunos años atrás hubo guerra entre Ar y Treve. Los tarnsmanes de Treve consiguieron hacer retroceder a los de Ar, pero la lucha había sido de las más feroces de aquel planeta y Ar jamás olvidó aquella derrota, ni Treve el coste de la victoria.
—Y en cuanto a Ha-Keel, aunque fue expulsado de la ciudad no creo que desee enfrentarse a ella.
La causa de su destierro fue una mujer y un crimen.
—Comprendo.
—Lo que sí temo, es que no sea casual el que haya tomado cartas en el asunto Artemidorus.
—¿Piensas que más bien sea un deseo por parte de la sección bélica de Vonda de provocar un conflicto de mayor escala entre Cos y Ar, y en el que la Confederación se convertiría en un aliado?
—Eso es lo que creo. Sin embargo insisto en que ninguna de las tres potencias desea una guerra.
—Pero aquellos que la desean podrían forzar la situación.
—Todo es posible. El asunto es delicado.
—Encadénalas —me ordenó Barus.
Habían terminado de coser las fajas y recogían el material confeccionado.
Cuando las chicas terminaron de recoger fui al armario para inspeccionar si todo había sido colocado en su sitio y Barus lo cerró. Recogió las fajas.
—Cuando hayas acabado de encadenar a las chicas vienes al cobertizo.
—Sí, Amo.
Me volví hacia las chicas y ordené:
—En pie.
Taphris miró a Barus.
—A mí no puede encadenarme —dijo.
Pensó durante unos segundos.
—Jason, a ella no la encadenes... de momento.
Si la encadenábamos, ¿cómo iba a espiarme?
—Yo soy una excepción.
—Es posible que así sea —dije—. El resto a vuestras celdas, rápido —añadí.
—Sí, Amo —respondieron todas excepto Taphris. Miré al sol. Estarían encadenadas mucho antes de que sonara el decimoquinto ahn.
Las chicas habían llegado a sus celdas antes que yo. Me esperaban arrodilladas ante las cadenas en posición de esclavas de placer con la cabeza levantada, las manos sobre los muslos y las rodillas separadas.
Encadené a las esclavas, observando que todas se hubieran dejado caer sobre la paja ante mí.
—No te entretengas o se lo diré a mi Ama —dijo Taphris.
Me levanté.
—Estoy segura de que tienes otras obligaciones —añadió.
—Tengo que ir al cobertizo de incubación. Allí hace mucho calor. Será incluso incómodo. Es preferible que no me acompañes.
—Iré contigo.
La miré.
—Muy bien. Sin duda habrá algo que tú puedas hacer allí.
—Yo no soy para el placer de los hombres —me gritó.
Di media vuelta y salí del cobertizo de las celdas de las esclavas. Oía los pies de Taphris siguiéndome.
—Ven, Jason, ven y escucha —dijo Barus.
Me arrodillé a su lado. La arena empezaba a hundirse. Ahora se agitaba. De pronto el pico del tharlarión apareció sobre la cálida arena. Asomó la cabeza. Los ojos parpadearon. La lengua salió y volvió a introducirse en su boca arrastrando arena.
—Las correas para sujetar las mandíbulas.
Cogí uno de aquellos bozales.
Ahora salía una pata de la arena. El polluelo emitió un sonido similar al de una serpiente.
Pasé las correas alrededor de la mandíbula del animal y la cerré. El polluelo tiró de sí mismo y casi salió de la envoltura que lo había protegido debajo de la arena.
—Las fajas, Taphris —gritó Barus.
Barus y yo sacamos al polluelo de la arena. Con uno de mis pies aparté la concha que le había protegido.
—Cuidado con la cola —gritó Barus a Taphris.
Ésta se apartó.
Entre Barus y yo echamos al polluelo sobre la espalda y haciéndolo rodar envolvimos su torso con las fajas. Estas lo protegen del aire del túnel cuando lo llevamos al vivero. Me incliné y con la ayuda de Barus eché el polluelo sobre uno de mis hombros. Giró la cabeza que golpeó contra mi muslo. Pesaba. Calculé que pesaría de catorce a quince kilos. Barus descorrió el cerrojo de la trampilla y la abrió, mientras yo con sumo cuidado, a la luz de los fuegos que iluminaban el cobertizo de incubación, descendí la rampa. Al terminar la rampa, el centro del suelo del túnel se encuentra cubierto con unos tablones que permiten recorrerlo en la oscuridad. Mediante unas cuerdas que penden del techo te indican al rozar con ellas que existe una salida lateral. Estas cuerdas tienen nudos que señalan el lado hacia el cual se halla la salida.
—Jason —llamó Kenneth desde el cobertizo.
—¿Sí, Amo? —pregunté girando aún en la rampa, mientras el polluelo quedaba quieto e intrigado al oír la voz.
—Cuando hayas entregado el polluelo en el vivero regresa al cobertizo porque es probable que nazca algún otro esta noche.
—Sí, Amo.
—Ya descansarás mañana.
Aquello me intrigaba.
—Jason —insistió el jefe de los establos.
—Sí, Amo.
—Mañana noche habrás de ir a la casa.
Cada vez entendía menos lo que estaba ocurriendo.
—Tenías razón al decir que el Ama estaba muy animada. Lo está.
—Me alegra oírlo.
—Está muy excitada por la fiesta de mañana. Se rumorea que prepara algo muy emocionante.
—¿Tengo yo algo que ver con ello?
—Es muy posible.
—¿Sabes de qué se trata?
—No, pero tengo mis sospechas. Y ahora apresúrate porque el polluelo no debe enfriarse.
—Sí, Amo.
—¡Espera, Amo! —gritó Taphris.
Me giré y vi que bajaba por la rampa poniéndose la diminuta túnica.
Inicié mi camino a través del túnel. Oí cómo cerraban la trampilla y el túnel quedó en la más absoluta oscuridad.
—Espera, esclavo —gritó Taphris.
Ignoré su orden. Conocía bien el túnel.
—Espera, esclavo —volvió a ordenar muy enojada.
Oí cómo tropezaba y caía. Luego la oí corriendo tras de mí.
Continué avanzando.
Taphris era una pesadilla para mí. Siempre estaba pisándome los talones. También Kenneth y Barus estaban cansados de ella y mucho les hubiera gustado hacerla desaparecer de los establos.
—Espera, esclavo —volvió a gritar.
Por un momento pensé en dejar el polluelo en el suelo y violar a Taphris en la oscuridad del túnel, pero decidí no hacerlo. No por miedo a mi Ama, sino por el polluelo. No quería que muriera a causa de un resfriado. Había estado velando toda la noche hasta que naciera y en cierto modo me sentía responsable del bicho. Y muy especialmente porque era un animal libre y no un esclavo como yo.
Capítulo 16
La venganza de Lady Florence
—No sé cómo podré agradecértelo, Lady Florence —dijo Lady Melpomene.
—No hay nada que agradecer —dijo Lady Florence—. Las dos tenemos la misma Piedra del Hogar y somos buenas amigas.
—¡Cuánto lamento nuestras antiguas diferencias! —dijo Lady Melpomene asiendo las manos de su amiga.
Lady Florence sonrió tras el ligero velo que cubría su rostro. También Lady Melpomene cubría su rostro con un velo de la misma clase. Eran los adecuados para una cena entre amigos. No obstante sus atuendos eran excesivamente costosos.
Me hallaba tras una cortina, junto a Kenneth. Podíamos ver y oír desde nuestro escondite cuanto ocurría y decían en el hermoso salón de la casa de Lady Florence de Vonda. El salón estaba rodeado de esbeltas columnas y tapices. Habían colocado pequeñas mesas en círculo abierto ante las que se sentaban los invitados. Eran cuatro hombres y dos mujeres, sin contar a la anfitriona y a Lady Melpomene, que había permanecido en la casa durante varios días. El servicio era de oro. Pamela y Bonnie se cuidaban de servir el vino, bellamente ataviadas con túnicas blancas y collares de plata alrededor del cuello. A pesar de sus galas iban descalzas tal como correspondía a las esclavas.
—Cuando los papeles se hayan firmado estaré libre de deudas —dijo Lady Melpomene muy alegre, manoseando unos pliegos que se extendían sobre su mesa.
Hubo aplausos de cortesía entre los comensales e incluso Lady Florence golpeó su hombro izquierdo.
—Y todo se lo debo a mi querida amiga Lady Florence.
Nuevos aplausos, pero en esta ocasión, como iban destinados a la anfitriona, ésta se limitó a inclinar la cabeza.
—Levanto mi copa en honor de Lady Florence —dijo Lady Melpomene.
Todos los invitados corearon el brindis.
Bebieron a excepción de Lady Florence.
—Ciudadanos de Vonda y amigos, a todos os doy las gracias. Y ahora soy yo la que levanta la copa.
Todos levantaron la copa a excepción de Lady Melpomene.
—Brindo en honor de Lady Melpomene de Vonda, cuya belleza es tal que bien merecería adornar su cuello con un collar de esclava.
Los comensales rieron ante tan osado brindis y Lady Melpomene sonrojándose y sonriendo bajó la cabeza.
Me dediqué a observar a los invitados de Lady Florence. Uno, vestido de blanco y oro, era Philebus de Venna, prestamista. Era bien conocido entre los comerciantes de muchas ciudades. Se dedicaba a comprar deudas contraídas deduciendo unos intereses que serian equivalentes a sus honorarios y luego cobraba las deudas. Era muy tenaz y sólo en muy pocas ocasiones se había visto obligado a abandonar el cobro de las operaciones que había asumido como suyas. Desconocía las ocupaciones de los otros dos hombres, de Ar. Se llamaban Tenalión y Ronald, su ayudante. El cuarto hombre era Brandon de Vonda y era el prefecto de la ciudad. Su firma en cualquier documento era de suma importancia. Las dos damas eran Leta y Perimene de Vonda, amigas de Lady Florence y Lady Melpomene. Siendo ciudadanas libres estaban capacitadas para actuar como testigos.
—Lady Melpomene está ricamente engalanada —dije a Kenneth que se hallaba a mi lado.
—Lo que lleva puesto pertenece a Lady Florence, incluso el perfume.
Mientras hablábamos, cinco músicos entraron en el salón y ocuparon asientos a uno de los lados.
En el círculo que formaban las mesas, había una gran losa circular de color escarlata con una argolla de hierro en el centro.
—¿Qué es lo que has preparado para nuestra diversión? —preguntó Lady Melpomene a su amiga.
—Es una sorpresa —contesto ésta.
—¡Estoy ansiosa por verlo!
—Lo llevas con bastante secreto, Florence —rió Lady Leta. No obstante por el tono de su risa parecía como si supiera lo que iba a acontecer.
—Propongo que nos ocupemos de los documentos y luego pasemos a la diversión —sugirió Philebus.
—¡Idea excelente! —exclamó Lady Florence.
—¡Lo mismo digo! —dijo su amiga con entusiasmo.
—Lady Melpomene de Vonda, sobre la mesa hay varios documentos que detallan la extensión de tu deuda. Esos papeles fueron certificados por el Banco de Bemus en Venna y dos ciudadanos de aquella ciudad firmaron como testigos. ¿Reconoces que las sumas detalladas son conectas y que todos los importes que se especifican son deudas contraídas por tu persona?
—Así es —respondió Lady Melpomene.
—Yo, ahora, por el derecho que se me confiere al haberlas adquirido, exijo el pago inmediato de estas deudas.
—Y yo, gracias a mi amiga Lady Florence de Vonda, te informo que el pago será inmediato. Lady Florence ha sido tan amable como para ofrecerse a prestarme la cantidad que cancela mis deudas y... sin cobrarme intereses.
Esta oferta por parte de Lady Florence me parecía increíblemente generosa. Miré a Kenneth. Sonreía.
—Ante los presentes —dijo Lady Melpomene—, firmo este documento de crédito extendido a nombre de Lady Florence por la cantidad total de mil cuatrocientos veinte tarns de oro.
—Y yo, ante los presentes, firmo este documento de pago a nombre de Philebus de Venna a cobrar en el Banco de Reginald en Vonda.
Lady Florence entregó el documento de pago a Lady Melpomene y ésta entregó el documento de préstamo a su anfitriona. Philebus de Venna fue hasta la mesa ocupada por Lady Melpomene y cogió el documento de pago, lo miró y dando su conformidad lo guardó en su monedero. Lady Florence llevó el documento de préstamo al prefecto y luego a Lady Leta y a Lady Perimene. Todos con su firma, y el prefecto con su sello, certificaron el documento.
—Ahora eres mi única acreedora, Lady Florence. Espero que seas compasiva y amable conmigo —dijo Lady Melpomene.
—Te trataré como mereces —aseguro su amiga.
—Brindemos y divirtámonos —dijo Lady Melpomene con alegría, extendiendo la mano para coger su copa.
—No te atrevas a tocar esa copa, desvergonzada —ordenó Lady Florence.
—¡Florence! —exclamó aturdida sin dar crédito a lo que oía.
—¿Has pagado el vino? ¿Puedes acaso pagarlo?
—Pero... ¿qué ocurre? —tartamudeó Lady Melpomene.
Lady Florence cogió la copa y lanzó el contenido sobre el rostro y busto de Lady Melpomene.
—¿Qué haces? —preguntó horrorizada Lady Melpomene.
—¿Qué perfume usas? —le preguntó la anfitriona.
—El tuyo. Lo sabes —contestó Lady Melpomene con frialdad.
—No es mío. Es el que usan mis esclavas para animar a los esclavos de establos.
Esto no era verdad. El Ama no permitía que las esclavas de su casa usaran perfume.
—¿Y de quién es el vestido que llevas? —continuó Lady Florence.
Lady Melpomene se puso en pie.
—No me quedaré aquí para ser insultada —gimió, levantando el borde de su vestido hasta los tobillos y corriendo hacia la puerta. Allí encontró a dos altos y fornidos hombres que le impidieron avanzar.
—¡Durbar! ¡Hesius! —ordenó—. Llevadme a casa.
Reconocí a los dos hombres. Eran los que me habían capturado y luego devuelto a la casa de mi Ama.
Cada uno de aquellos dos hombres asieron un brazo de Lady Melpomene.
—Llevadme a casa —repitió Lady Melpomene.
—Ahora estamos al servicio de Lady Florence —dijo el llamado Durbar.
Arrastraron a la dama hasta que los tres estuvieron en el centro del gran círculo escarlata.
—¿Qué significa todo esto? —inquirió Lady Melpomene.
—¿De quién es la ropa que llevas puesta? —preguntó Lady Florence.
—¡Tuya! ¡Tuya! —gritó Lady Melpomene sollozando.
—Quítatela —ordenó la anfitriona sin compasión.
Los dos hombres soltaron a la mujer y retrocedieron unos pasos.
—Jamás.
—Empieza por las zapatillas —ordenó la anfitriona.
Lady Melpomene retrocedió uno o dos pasos y las zapatillas quedaron en el suelo ante ella. Lady Leta y Lady Perimene rieron.
—Ahora quítate el velo.
—¡Jamás!
—Lo harás o te lo arrancarán —dijo Lady Florence señalando a Durbar y a Hesius.
Lady Melpomene quitó una a una las agujas que sujetaban el velo hasta que éste cayó. Su cabello era largo y negro, como bien recordaba, los pómulos altos, los ojos muy oscuros. Era realmente una mujer muy bella.
—¿Por qué me haces esto? —gimió.
—Y ahora, sin perder un solo instante, quítate la ropa. Si no lo haces será mucho peor.
Temblando, Lady Melpomene obedeció. Quedó desnuda en el centro del círculo escarlata.
—Eso es todo lo que posees, nada, nada en absoluto —dijo Lady Florence sonriendo—. ¿Soy o no soy tu único acreedor? —añadió.
—Sí —susurró Lady Melpomene.
Con altivez Lady Florence levantó el documento de préstamo.
—Exijo el pago inmediato de este documento.
—Sabes que no puedo hacerlo. Lo sabes. Lady Florence se volvió hacia el prefecto de Vonda, quien hizo una anotación en el papel que se hallaba ante él.
—Las fechas de todos los documentos que obran en mi poder han vencido.
—Lo sé. Pero jamás pensé que querrías saldar tu préstamo con tanta celeridad. Has de darme tiempo para poder reunir alguna cantidad.
—No es ésa mi intención.
—¿Acaso pretendes mi ruina total? —pregunto Lady Melpomene.
—Mis intenciones superan a tu total ruina —dijo Lady Florence con dulzura.
—No te comprendo.
—Exijo que se me pague ahora mismo. ¿Puedes o no puedes hacerlo?
—Me has sacado de Vonda para hacerme todo esto —gimió Lady Melpomene.
—Las murallas de Vonda ya no pueden protegerte, puesto que el total de tus deudas se halla, ahora, en manos de un ciudadano de Vonda. ¿Puedes saldar tu deuda?
—¡No! —gimió desesperada.
—Arrodíllate, Lady Melpomene, mujer libre de Vonda —ordenó el prefecto.
—¡No! ¡No, por favor! —sollozó.
—¿Prefieres que se haga aquí o en la plaza pública de Vonda, donde tu vergüenza caerá sobre la Piedra del Hogar? —inquirió el prefecto.
—¡No! —sollozó de nuevo la desdichada.
—Entonces, arrodíllate.
Lady Melpomene se arrodilló temblando.
—Ante los presentes te declaro esclava.
—¡No! ¡No!
Pero la sentencia ya había sido dictada.
—Que le pongan un collar —ordenó el prefecto.
La joven bajó la cabeza. Sollozaba. Por su parte, Lady Florence batía las manos ante su triunfo y el placer que el mismo le deparaba.
También Lady Leta y Lady Perimene golpeaban su hombro izquierdo ante el éxito sobre su eterna enemiga.
—De rodillas y con las manos en el suelo —dijo Tenalión de Ar, quien se había levantado. De una caja que había sobre la mesa sacó un collar con un aro a la espalda y una larga cadena.
—Te presentaré a nuestro amigo Tenalión en una faceta que desconoces. Es tratante de esclavas, como también su ayudante Ronald.
Se oyó el tenue clic al cerrarse el collar alrededor del cuello de la nueva esclava. Encajaba a la perfección. Me había intrigado la presencia de Tenalión de Ar en los alrededores de Vonda.
El traficante de esclavas ajustó un extremo de la cadena al aro que colgaba del collar y el otro al aro que había en el centro del círculo escarlata. Lady Melpomene, ahora una esclava sin nombre, cayó al suelo ocultando su rostro.
—Un látigo —pidió Lady Florence poniéndose en pie.
Pamela se apresuró a buscarlo. Brandon, el prefecto de Vonda, abandonó la mesa con los documentos y acudió a Lady Leta y a Lady Perimene para que firmasen como testigos. Una vez legalizado el documento regresó a su mesa. Pamela volvió con el látigo de esclavas que entregó a su Ama. Ésta lo tomó con ambas manos y giró hacia Brandon. El prefecto selló los documentos y levantando la vista hacia Lady Florence sonrió:
—Los documentos se hallan en perfecto orden.
—He esperado este momento hace años —dijo Lady Florence—. Hemos sido rivales y enemigas toda la vida y te he despreciado por tu orgullo y pretensiones. ¡Ahora estás a merced mía!
La esclava sollozaba sin poder controlarse.
—Te doy por nombre Melpomene —gritó Lady Florence, expresando su triunfo—. Arrodíllate ante el látigo, Melpomene.
Melpomene se arrodilló con las rodillas muy juntas, las muñecas a la espalda, como si estuvieran atadas y la cabeza inclinada hasta tocar el suelo. El arco de su espalda quedaba expuesto en espera del castigo.
Lady Florence, asiendo el látigo con ambas manos, azotó una y otra vez a la esclava con furia salvaje. La joven, llorando, no pudo mantener la posición.
—¡Osas impedir que se realice el castigo! —gritó Lady Florence fuera de sí.
—¡No, no! —gimió la joven.
—No, ¿qué?
—No, Ama.
—Échate sobre el vientre y agarra la argolla que hay en el centro del círculo con las dos manos —dijo Tenalión a la nueva esclava.
La joven obedeció y Lady Florence continuó cruzando su hermosa espalda una y otra vez. Sonreí. Tenalión, que era con toda seguridad un amo muy estricto, no carecía de compasión. Había ayudado a la nueva esclava a soportar su primer castigo. Lady Florence respiraba con dificultad. Cesó de azotar a su enemiga, tratando de este modo de recuperar su aliento.
—¿Pides que continúe azotándote? —pregunto Lady Florence.
—No, Ama —gimió la indefensa esclava.
—¡Pídelo! —ordenó Lady Florence.
—Ruego que me azotéis, Ama —suplicó Melpomene.
—Muy bien —dijo Lady Florence y azotó cinco veces más aquella espalda, después arrojó el látigo al suelo y regresó a la mesa, exhausta. No era una mujer fuerte.
—Arrodíllate, Melpomene —ordenó.
—Sí, Ama.
—Bonnie, da de comer y beber a la esclava.
—Sí, Ama —dijo Bonnie colocando un cuenco con pan duro y otro con agua ante Melpomene.
—Puedes apreciar lo indulgente que es tu Ama que permite que la esclava coma antes que los invitados y ella hayan terminado la cena.
—Sí, Ama —susurró Melpomene.
—¿Quién te da alimentos y agua?
—Tú, Ama.
—Pamela, Bonnie, podéis servir el segundo plato. —Luego, dirigiéndose a los músicos, ordenó—: Podéis empezar a tocar algo para distraernos.
—¿Para qué me han hecho venir? —pregunté a Kenneth.
—Ten paciencia.
La cena siguió su curso, la conversación animada y la música agradable.
Cuando los comensales acabaron con el séptimo plato y la vajilla hubo sida retirada de las mesas, Lady Florence miró hacia la esclava arrodillada.
—Creo que es hora de que hagas algo para distraemos, querida.
La joven levantó los ojos aterrada.
—Pamela —dijo Lady Florence—, trae algunas sedas para que la esclava pueda bailar.
—Pero, Ama —exclamó Pamela con fingida alarma—, ésta es una casa elegante y no tenemos esos atuendos escandalosos y vulgares.
—Pobre Melpomene —dijo el Ama—. En pie, esclava —ordenó con un chasquido de sus dedos.
La esclava se levantó de un salto. Las lágrimas hacían brillar sus ojos.
—Tenalión, querido, ¿te importaría liberar a nuestra encantadora Melpomene de su cadena?
—En absoluto —respondió el aludido, que desde hacía rato estudiaba el cuerpo de su anfitriona bajo su rico ropaje.
Tenalión quitó la cadena que sujetaba a Melpomene y enrollándola regresó a su sitio, donde la guardó en la caja que había sobre la mesa.
—Ama —gimió inesperadamente Melpomene—, no sé bailar.
—¡Qué oigo! —exclamó Lady Florence simulando sorpresa.
—Era una mujer libre y me han puesto esta misma noche el collar. Desconozco por completo los bailes de las esclavas.
—Traedme un látigo —ordenó Lady Florence. Pamela recogió el que había tirado no hacía mucho rato y se lo entregó.
Vi sonreír a Tenalión.
—No sé bailar, Ama —insistió Melpomene—, por favor no me azotéis. Bailaré, bailaré —gimió al ver que Lady Florence abandonaba su asiento.
—Y no olvides, cuando bailes, mostrar tus encantos a los hombres con la desvergüenza que te corresponde.
—Sí, Ama —respondió la joven llorando.
A una señal de Lady Florence, los músicos empezaron a interpretar y la nueva esclava bailó para diversión de los comensales.
Aunque la danza de Melpomene carecía del control y entrenamiento propios de una bailarina, sus movimientos eran atractivos y había cierto deseo de complacer. Los músicos aceleraron el ritmo. —Es una verdadera esclava —rió Lady Lete. —Baila, desvergonzada, baila para los hombres —ordenó Lady Florence.
Sollozando, bailó ofreciendo su cuerpo a Brandon, el prefecto de Vonda, quien rió ante la humillación de la que tan sólo ayer fuera una altiva y atractiva dama libre.
Bailó ante Philebus, el prestamista de Venna. Éste sonreía mientras manoseaba el documento firmado por Lady Florence. El viaje había sido muy satisfactorio. Bailó ante Tenalión y su ayudante con mayor lascivia y dejadez que lo hiciera ante los otros. Eran hombres fuertes y traficantes. Además, Tenalión había cerrado el collar alrededor de su cuello.
Lady Florence se levantó y ordenó a los músicos que cesaran de tocar.
Melpomene se arrodilló con la cabeza baja ante su Ama.
—¿Qué te ha parecido la pequeña bailarina? —preguntó Lady Florence a Tenalión.
—Excelente para ser tan nueva. Es obvio que lleva sangre de esclava en las venas.
—¿Has oído esto, esclava?
—Sí, Ama —respondió Melpomene avergonzada.
—¿Crees que te hemos humillado lo bastante?
—Sí, Ama.
—No. Estás equivocada. No hay humillación para una esclava en bailar ante personas libres. Yo más bien diría que es un privilegio. Pero ahora espero que conseguiré verdaderamente humillarte.
—¡Ama!
—Ahora bailarás para un esclavo.
—Oh, Ama, no me humilles hasta tal punto.
Lady Leta y Lady Perimene palmoteaban de placer, mientras los hombres sonreían.
No hay mayor degradación para una esclava en Gor que bailar para un esclavo.
—¡Kenneth! ¡Jason! —llamó el Ama.
—Precédeme —me dijo Kenneth apartando la cortina.
—Sí, Amo.
Entré en el salón. Vestía la media túnica del esclavo de establo que dejaba el torso desnudo.
Lady Leta y Lady Perimene dejaron de respirar al verme.
—¡Tú! —susurró Melpomene, tapándose la boca con las manos.
Me detuve a pocos centímetros de ella con los brazos cruzados y la miré. Parecía tan pequeña y vulnerable a mis pies, tan blanca y tan suave con su collar, arrodillada sobre la gran losa escarlata.
Miré a los hombres y medimos nuestras miradas, como suelen hacer los hombres. No pestañeé ante ellos, a pesar de ser un esclavo y ellos libres, Brandon y Philebus me miraron con recelo. Estaban seguros que de quererlo hubiera acabado con ellos en cuestión de segundos. Sentí respeto por Tenalión y su ayudante. Eran traficantes de esclavos y sabían controlar a hombres como yo. No me temían, pero comprendieron que tampoco yo les tenía miedo.
—¡Qué cuerpo! —exclamó Lady Leta.
—¿Dónde guardas esta joya, querida? —pregunto Lady Perimene.
—Es luchador, ¿verdad? —inquirió Brandon.
—Tengo entendido que ha participado en algunos encuentros en el hoyo. Se llama Jason. Es uno de los más insignificantes esclavos de mis establos, pero según tengo entendido no carece de atractivos para algunas de las desvergonzadas que allí trabajan. Como es lógico, le tengo prohibido divertirse con las esclavas —dijo Lady Florence con altivez.
—¿Y por qué tales restricciones? —preguntó Tenalión.
—Porque éste es mi capricho —fue la tajante y airada respuesta.
—Comprendo —dijo Tenalión mirando a su anfitriona como si estuviera desnudándola.
—Y es muy posible que esta noche sea condescendiente y le dé una esclava.
Todos rieron.
—Jason —continuó Lady Florence—, voy a presentarte una esclava nueva. La llamo Melpomene.
—Sí, Ama —dije mirando a Melpomene, que temblaba visiblemente.
—¿Te acuerdas de Jason, Melpomene? —preguntó el Ama con dulzura.
—Sí, Ama —susurró la esclava.
—¿Y tú, Jason, crees que ella será un buen bocado para recompensar a un esclavo?
—Sí, Ama —respondí.
—Ve a sus pies, esclava, y bésalos —ordenó Lady Florence.
Melpomene se arrastró hasta mí y sentí sus labios y su lengua en mis pies.
—Pídele que te deje bailar para él —ordenó Lady Florence.
Melpomene levantó la cabeza y me miró a través de sus lágrimas.
—¿Me das permiso para bailar para ti, Amo?
Miré a Lady Florence y luego dije:
—Puedes hacerlo.
Melpomene se puso en pie y retrocedió unos pasos, levantó sus brazos sobre la cabeza manteniendo el dorso y las muñecas de las manos unidas. Las rodillas estaban ligeramente flexionadas. Es una de las más bellas posturas de la bailarina.
Lady Florence apartó la mirada y dedicó su atención a arreglar los pliegues de su vestido y poco después hizo un gesto hacia los músicos para que empezaran a tocar.
Y Melpomene bailó para mí.
—Jason, si no te place dímelo y haré que la azoten.
—Sí, Ama.
Melpomene palideció.
—Ruego que te guste, no lo sé hacer mejor —suplicó.
—No diré que me places, si no es así —aseguré.
Decía la verdad, pues recordé aquella noche en la que me encadenó a su cama.
Gimió. La música aceleraba.
—Jason, ¿te place la esclava? —preguntó Lady Florence.
—La esclava ofrece algún interés —respondí.
De repente los ojos de Melpomene expresaron alegría y asombro; era como si no llegara a comprender lo que ocurría en su interior, y luego se desbordó la pasión.
La música era cada vez más primitiva, más salvaje.
Sonreí. Ahora bailaba ante mí una esclava deseosa de complacer a su amo.
La música cesó de repente y Melpomene cayó de rodillas con la cabeza a mis pies.
—¿Te ha complacido su baile, Jason? —preguntó el Ama.
—Sí, Ama.
—Pamela, trae pieles —ordenó Lady Florence.
—Sí, Ama.
—Tenalión —dijo Lady Florence—, me perdonarás si te pido que encadenes a mi pequeña Melpomene a la argolla.
—No faltaría más —dijo sonriendo. Con la mirada calculaba que las dos mujeres eran aproximadamente de la misma estatura, acaso Lady Florence un par de centímetros más alta.
Melpomene se puso de pie junto a la argolla mientras Pamela extendía las pieles. Tenalión cerró un aro alrededor del tobillo izquierdo de la esclava, enganchó la cadena a él y el otro extremo a la argolla en el centro del círculo escarlata.
—Jason, cuando venciste en los establos de Shandu ordené que no te dieran ninguna esclava porque ya tenía una en mente para ti. Pues ésa es la esclava que tenía para ti.
—Sí, Ama.
Melpomene estaba en pie junto a las pieles.
—A las pieles, esclava —ordené.
Melpomene me miró aterrada. Con el dorso de la mano golpeé su rostro con tal fuerza que cayó sobre las pieles. Levantó la mirada desde donde estaba, medio acostada, medio de rodillas. Había sangre en sus labios.
—Cuando te ordenen a las pieles has de ser rápida —dije.
—Sí, Amo.
Lady Leta y Lady Perimene respiraban con dificultad. Presumí que hubieran deseado ser ellas las que se hallasen sobre las pieles.
—Veo que sabes manejar a las esclavas —dijo Lady Florence. La miré pensando que ella podría llegar a ser una excelente esclava.
—Melpomene, cuando eras una mujer libre y te atreviste a robarme mi esclavo de seda, ¿le besaste?
—No, Ama; era una mujer libre y no hubiera estado bien que mis labios besaran a un esclavo.
—Jason, échate sobre las pieles —ordenó Lady Florence. Obedecí, dejando caer al suelo la media túnica que me cubría. Lady Leta y Lady Perimene se ahogaban de emoción.
—Melpomene, recuerda que ya no eres una mujer libre, sino una esclava. Además, no olvides que Jason ya no es un esclavo de seda, sino de establos. —Sí, Ama.
—Besa su cuerpo, de los pies a la cabeza. —Sí, Ama —dijo Melpomene con un sollozo. Lady Florence batió palmas.
—Pamela, Bonnie, podéis traernos el octavo plato de la cena. —Tu venganza ha sido exquisita —dijo Lady Leta. —Gracias —dijo Lady Florence.
—¿Te la quedarás como esclava personal? Sena divertido —pregunto Lady Leta.
—No. Es demasiado sensual para ser esclava personal.
Melpomene, con la cabeza inclinada hacia el suelo, sonrió.
—¿La enviarás a los establos? —pregunto Lady Perimene.
Lady Florence me miró. Ya había vuelto a envolverme con la media túnica de los esclavos de establo, tras violar a Melpomene.
Sus gritos de gozo al ser violada casi me habían ensordecido.
—No, no la enviaré a los establos.
Sus palabras me desilusionaron. Melpomene seria una maravillosa esclava de establos.
—No, haré que la vendan en Ar. Por esa razón invité a Tenalión esta noche. Hay una jaula esperándola. Tenalión se la puede llevar cuando quiera.
Tenalión se puso en pie y se dirigió hacia la joven: —De rodillas, con las manos en el suelo y la cabeza baja —ordenó.
La joven asumió la postura indicada. La desencadenó de la argolla y enganchó la cadena al aro que pendía del cuello, de manera que pudiera servir de correa.
—¿Crees que será una buena esclava? —preguntó Lady Florence.
—Está inmadura y le falta entrenamiento, pero con el tiempo llegará a ser una esclava maravillosa.
Por la mirada de Tenalión comprendí que éste estaba pensando también que Lady Florence podría llegar a ser una excelente esclava. Me preguntaba si no habría traído dos jaulas en lugar de una.
—Te agradezco la cena y la velada —dijo Brandon—, pero he de reunirme con mis hombres y regresar a la ciudad.
—También yo te doy las gracias por la transacción comercial, la cena y la velada —dijo Philebus, mirando a la joven desnuda—. No pensé ni por un instante cobrar todas las facturas con tal rapidez.
Los dos hombres se retiraron del salón.
Lady Florence miró a la humillada esclava y dirigiéndose a Tenalión exclamó:
—Llévatela, no quiero verla. Métela en la jaula y llévala a Ar. Subástala desnuda.
Tenalión sonrió.
—Es de tu propiedad —dijo—. Es una mercancía y yo no soy subastador de esclavos. Soy traficante de esclavos. No puedo llevármela tan fácilmente de tu casa.
—No tiene valor —dijo Lady Florence—. Te la regalo.
—No. Tiene un valor —insistió Tenalión, observando a la esclava.
—Dame la décima parte de un tarsko de cobre. Es más de lo que vale.
—Soy un hombre honrado y te daré el precio a que se cotizaría la esclava en estos momentos.
—¿Cuál sería su valor? —preguntó Lady Florence con cierta curiosidad.
Tenalión colocó en la palma de su mano un tarsko de plata.
—¡Tanto! —exclamó sorprendida.
—Sí, es muy bella y hay fuego en sus venas. Los hombres pagarán mucho por una esclava como ésta.
Ahora Melpomene era propiedad de Tenalión de Ar.
—No dudo que la marcarás enseguida —dijo Lady Florence. Hablaba con indiferencia pero observé que el asunto le interesaba.
—Será marcada en mi campamento antes de la puesta del sol de pasado mañana.
—Y no permitas que se escape.
—Ningún esclavo escapa de Tenalión de Ar.
—Tu venganza ha sido completa y perfecta —dijo Lady Leta, mientras su mirada se dirigía a Melpomene.
—Sí, pero ¿por qué no me siento satisfecha?
—Yo puedo explicártelo, Lady Florence —dijo Tenalión—, siempre que quieras oírlo.
Ella le miró desconcertada.
—Esclava —dijo Tenalión dirigiéndose a Melpomene.
—Sí, Amo.
—¿Te complace ser esclava?
Hubo una pequeña pausa.
—Sí, Amo, me complace ser esclava —musitó la joven.
—Es por eso por lo que no estás satisfecha.
—No llego a comprender.
—Has liberado la esclava que hay en ella. Conocerá emociones y alegrías que la mujer libre jamás llegará a conocer. La mujer ha nacido para llevar el collar y para amar. Le has puesto el collar y ahora sólo tiene que buscar el amor.
—Buenas noches, Tenalión. Te deseo buen viaje —dijo Lady Florence enojada.
—Y yo también te deseo buenas noches, Lady Florence.
Se volvió hacia la esclava.
—Ve a la parte de atrás de la casa y di al conductor del coche que aguarda que te meta en la jaula.
El tono de su voz era completamente distinto del que empleara al hablar con Lady Florence, ya que esta última era al fin y al cabo, una mujer libre.
Tenalión y Ronald, su ayudante, abandonaron el salón y las dos damas siguieron sus pasos.
Lady Florence, con un gesto, ordenó a los músicos que abandonaran el salón y Pamela y Bonnie se anodinaron en un rincón en espera de asear la habitación.
—He de llevarme al esclavo a los establos. Es muy tarde —dijo Kenneth.
—Sí, claro —comentó Lady Florence distraída.
Di media vuelta para acompañar al jefe de los establos.
—¡Jason! —llamó.
Me volví hacia ella.
—Te portaste muy bien esta noche.
—Gracias, Ama.
Inicié la marcha de nuevo.
—¿Jason?
—Sí, Ama —dije girando la cabeza.
—¡Nada! ¡Nada! —dijo mirándome—. Vete. ¡Vete! —acabó enojada.
—Sí, Ama.
—Podéis limpiar —ordenó a Pamela y a Bonnie, mientras me alejaba.
Giré la cabeza antes de abandonar el salón y vi a las dos esclavas recogiendo la vajilla que había sobre las mesas. El Ama estaba sola al otro lado del salón. Inesperadamente cogió un plato y lo lanzó estrepitosamente hacia el otro extremo. Pamela y Bonnie continuaron recogiendo la vajilla, como si nada hubiese sucedido.
—Vámonos, rápido —dijo Kenneth.
—Sí, Amo.
Capítulo 17
En el túnel
Estaba en la oscuridad del túnel. Me hallaba en el túnel central de aquella red que unía los distintos edificios por debajo de la casa del Ama. Me dolía la espalda. Aquella semana me habían azotado ya dos veces. Anoche, estando ya encadenado en mi celda, había tenido dos visitas. Primero Taphris y después Kenneth.
—¿Comprendes ahora el poder que tengo sobre ti? —me había preguntado Taphris.
—Sí —dije tristemente, yaciendo sobre el estómago.
—Tengo el favor del Ama y puedo hacer que te azoten cuando yo quiera.
—Bien sé que es verdad.
—¿Vendrás a verme en el túnel? —preguntó de nuevo.
—No.
Estaba lejos de mi alcance y al parecer se sentía muy enojada.
—Mañana diré que has cogido a Claudia entre tus brazos y que intentabas darle el beso del amo.
—¿Y volverán a azotarme?
—Por supuesto —dijo ella—. ¿Vendrás a verme en el tunel? —preguntó una vez más. —No.
—¿No sientes curiosidad por mi interés hacia ti? —preguntó.
—¿Y cuál es tu interés? —pregunté a mi vez.
—Llevo un collar alrededor de mi cuello. Soy esclava y debo obedecer, pero quiero ser Ama.
—¿Ama? —pregunté sorprendido.
—Sí. Quiero que seas mi esclavo de seda en el túnel, que hagas lo que yo te mande. Encuentro que tu cuerpo, Jason, no me disgusta.
—Empiezo a comprender.
—Además, eres fuerte y odio esa clase de hombres. Los odio porque en sus brazos las mujeres se sienten esclavas. Será maravilloso dominarte, incluso humillarte. Ven a buscarme en el túnel.
—No.
—Está bien. Espera y verás.
—Vi salir a Taphris del cobertizo —dijo Kenneth cuando vino a mi celda para verme.
—Sí, Amo —contesté intentando arrodillarme, pues no quería que me azotaran de nuevo, por no actuar con el debido respeto.
—No te arrodilles —dijo Kenneth acomodándose en un rincón de la celda.
Conseguí sentarme sobre la paja.
—¿Cómo va tu espalda? —preguntó Kenneth.
—Duele, Barus se esmeró —dije sonriendo.
—No había elección. Taphris estaba delante. ¿Qué quería? —acabó preguntando.
—Quiere que la vaya a ver en el túnel. Quiere que sea su esclavo de seda.
—¡La muy eslín! —Rió Kenneth—. ¿Y tú qué le dijiste?
—Me negué.
—Y mañana hará que te azoten de nuevo.
—Sin duda —dije encogiendo los hombros.
—Esto interfiere con tus entrenamientos y con la disciplina de los establos. Toma, es vino —dijo entregándome un frasco.
—Gracias, Amo.
Bebí y devolví el frasco a Kenneth.
—Ya no soy amo de los establos. Taphris se mete en todo. Ya no tiene suficiente contigo. Los otros luchadores tampoco pueden entrenarse. Todas las chicas la temen porque sus informes no son ciertos. Incluso Barus y yo hemos de ir con cuidado.
Kenneth terminó el vino y guardó el frasco. Se levantó y dijo:
—Su orgullo aumenta día a día, al igual que su osadía e insolencia.
—Está determinada a imponer sus deseos.
—Pero no es más que una esclava. Creo que hemos de hallar la manera de recordar a Taphris lo que es.
Levanté la cabeza y le miré.
—Mañana ve al túnel. Dile que os encontraréis en el túnel central junto al que lleva al almacén número cuatro, al dar el decimoquinto ahn.
—¿Por qué? —pregunté intrigado. —Tengo un plan.
Estaba esperando en la oscuridad del túnel. Poco faltaba para que sonara el decimoquinto ahn. De pronto, a corta distancia, oí el suave roce de unos pies descalzos avanzando sobre los tablones del túnel central.
—¿Jason? —era la voz de Taphris.
Se aproximaba con cuidado. Sentí su mano sobre mi pecho.
Oí cómo se quitaba la túnica y la dejaba caer en el suelo.
—Sabes que pertenezco a Lady Florence —dije.
—Aquí, en los túneles, eres mío.
—No creo que si Lady Florence lo oyera, le gustase —insistí.
—A quién importa lo que piense —dijo Taphris riendo—. La odio. Es muy arrogante. Es ella la que debería ser esclava, no yo. En realidad uno de los placeres de tenerte es que antes fuiste de ella.
—¿Has mentido muchas veces al Ama?
—¡Cientos de veces! La muy estúpida se cree todo lo que le digo. Con el tiempo, aunque llevo un collar, seré prácticamente el Ama de los establos.
—Comprendo.
—Y ahora, esclavo satisface mis deseos —dijo en tono imperioso. Extendí la mano derecha y así su tobillo derecho y con la izquierda su tobillo izquierdo.
—¿Qué haces? —gritó—. ¡Oh!
Había tirado de sus tobillos haciéndola caer. La obligué a girar de modo que quedó tendida sobre el estómago. Me arrodillé sobre su cuerpo y con un cordel que había colgado a un lado de mi túnica, até sus manos a la espalda.
—¿Qué haces, bestia? —gritó.
—Soy yo el que va a disfrutar de la hermosa Taphris.
—Se lo diré al Ama. ¡Oh, no! ¡No! ¡Por favor! ¡No! ¡Oh, oh!
Taphris yacía en mis brazos llorando e intentando besarme. —Ignoraba que existieran sensaciones como éstas —dijo. — ¿Lo olvidarás? —No, jamás, jamás lo olvidaré. Empecé a besar su hombro y garganta. —Soy tu esclava, Amo —dijo rebosando alegría. — ¡Basta! —Gritó el Ama—. ¡Luces! ¡Luces! —siguió gritando. Oí el choque de las piedras en la oscuridad, luego las chispas y por fin la llama.
Taphris gritó aterrada e intentó ocultarse detrás de mí. Kenneth consiguió encender la antorcha y la levantó para que la luz se extendiera. Taphris estaba en el suelo, desnuda con las manos atadas a la espalda, mirando con horror a la rígida figura de su Ama. — ¡Descubiertos! —gritó el Ama. —Perdóname, Ama —gimió Taphris.
—Los esclavos usan con frecuencia los túneles para retozar —comentó Kenneth.
—Perdóname, Ama. ¡Perdóname! —suplicó Taphris arrodillándose y bajando la cabeza hasta los pies de su Ama.
—Debería atravesar tus tobillos con un hierro y colgarte cabeza abajo para que tu propia sangre te bañara.
—¿Has oído lo que he dicho, Ama? —preguntó Taphris.
—Sí. Desde el principio —dijo el Ama con odio.
Taphris, gimiendo, se arrojó al suelo sobre el estómago, suplicando:
—¡Piedad! ¡Piedad!
—¡Véndela! —gritó el Ama a Kenneth.
—En pie, Taphris —dijo el jefe de los esclavos—. Baja la cabeza y colócate en posición de marcha.
—Véndela como chica de cocina —ordenó el Ama.
—Pero ya es esclava de placer —dijo Kenneth sonriendo.
—¿Eres esclava de placer? —preguntó el Ama mirándola fijamente.
—Sí, Ama —respondió Taphris.
—Está bien. Que la vendan desnuda en un mercado de esclavas de placer.
Kenneth metió un pedazo de la túnica que había recogido en la boca de Taphris. No podría hablar hasta que le quitaran aquel tapón.
—Llévatela —ordenó Lady Florence.
Kenneth asió a Taphris por el pelo y empezó a caminar sujetando la antorcha en la otra mano.
Lady Florence me miró y miró a Kenneth que se alejaba por el túnel. Yo permanecí mirándola con los brazos cruzados. De repente giró y salió corriendo tras Kenneth y la luz de la antorcha.
De nuevo me hallaba en la oscuridad del túnel central que corre bajo la casa del Ama, uniendo todas las dependencias.
—Ve al túnel al sonar el decimoquinto ahn —me había dicho Kenneth.
—Sí, Amo —había contestado, aunque intrigado.
El día anterior había acudido a aquel mismo lugar para encontrarme con Taphris.
—¿Puedo preguntar, Amo, por qué he de volver hoy al túnel?
—Tenemos una «esclava nueva» que se reunirá contigo en él.
—¿Pero no se enojará el Ama?
—Ha sido ella quien lo ha ordenado.
—Esto resulta interesante. Hasta ahora el Ama ordenaba que se alejaran las mujeres de mí.
—Pero ahora te manda una.
Y ahora yo me encontraba esperando a esta «nueva esclava» en la oscuridad del túnel.
Oí tenues y rápidos pasos aproximándose. Eran pasos de mujer y utilizaba zapatillas.
—Estoy aquí —dije para orientarla.
—¡Oh! —exclamó parándose a menos de un metro de distancia.
La dejé permanecer unos instantes en el lugar donde se encontraba.
—Arrodíllate.
—¿Arrodillarme?
—¿He de repetir la orden? —pregunté.
—No —dijo arrodillándose—, ya estoy arrodillada.
Había querido oír aquellas palabras salir de sus labios.
—Arrástrate hasta mis pies.
Dudó, pero por fin obedeció.
—Bésamelos —ordené.
Se le cortó la respiración, pero extendió las manos hasta encontrarme y me los besó.
—Levántate.
Coloqué mis manos sobre su cabeza y agarré su cabello. Quería que supiera que podría controlarla con mis manos, si así lo deseaba. Di un paso atrás.
—Échate sobre el suelo mirando hacia el techo.
Me quité la rúnica. Me acosté a su lado acariciando su cuerpo para comprobar que se había colocado en la posición que ordené. Cuando mis manos la acariciaron, dejó escapar un suspiro de placer, levantó los brazos para abrazarme, pero yo los rechacé.
—¿Eres nueva? —pregunté.
—Sí —Busqué su garganta.
—No tienes collar.
—Kenneth no me lo ha puesto aún.
Busqué su muslo izquierdo.
—Tampoco te han marcado. ¿Por qué te han mandado venir al túnel?
—No lo sé.
—Bésame —ordené.
Sentí sus labios cálidos, suaves y húmedos sobre los míos.
—Veo que después de todo, sí sabes para lo que te envió tu Ama al túnel.
—Sí, eso sí lo sé.
—Para que seas mía.
—¡Oh, sí! El Ama me ha enviado para que sea tuya —exclamó embelesada.
—¿Serás mía durante uno o dos ahns?
—Sí.
—Durante este tiempo deberás dirigirte a mí como tu Amo.
—Sí, Amo —susurró suavemente.
Intentó besarme, pero la aparté.
—¿Hace tiempo que te compró el Ama?
—No, soy nueva.
—¿Cómo te llamas?
—El Ama no me ha dado nombre. Pero tú puedes llamarme como quieras.
—No me importa. Es suficiente saber que tengo entre los brazos a una sucia esclava.
Su cuerpo se tensó, pero al instante volvió a relajarse.
—Sí, Amo.
—Bésame, esclava sin nombre.
Sentí los dedos de su mano recorriendo mi hombro.
—¿Crees que soy más hermosa que mi Ama?
—Es probable, puesto que es difícil que una mujer libre pueda competir con una esclava.
—Te parece atractiva el Ama.
—Es muy bella, pero si fuera esclava seria maravillosa.
—Si el Ama y yo fuéramos esclavas, ¿cuál te parecería más hermosa?
—¿Cómo puedo saberlo? Habríais que estar juntas, desnudas y con collar, para que fuese posible apreciar la diferencia.
La tomé entre mis brazos.
—Eres muy fuerte —susurró.
Permanecí inmóvil, pero sentía su cuerpo sobre mi pecho y muslos.
—¿Qué quieres que haga? —pregunté.
—Tómame, tómame como a una esclava.
—Muy bien.
La hice gemir, suplicar y llorar en la oscuridad del túnel.
—No sabía que podía ser así —musitó.
—Calla, esclava.
—Hazlo otra vez, Amo. ¡Por favor!
—Es hora de que regreses con tu Ama. Se preguntará dónde has estado.
—Amo, por favor —suplicó.
—Supongo que no querrás que ella te azote.
—No me azotará.
—¿Cómo lo sabes?
—Estoy segura. ¡Amo, por favor! ¡Por favor!
—Está bien —dije, usándola una vez más.
Luego me levanté y me puse la túnica.
—Ponte de rodillas.
Obedeció.
Extendí la mano y agarré su cabeza. Con la otra mano atrapé unos cuantos cabellos y se los arranqué. — ¿Por qué has hecho eso? —Porque quiero.
Dejé el mechón de cabellos a un lado, en un lugar donde me fuese posible encontrarlo más tarde. —Busca tus cosas y recógelas. —Ya las tengo —dijo al cabo de unos instantes. — ¿Estás de rodillas ante mí? —Sí, Amo. —Bésame los pies. Sentí sus labios sobre mis pies. La cogí por los brazos, la levanté y la hice girar. —Regresa con tu Ama —ordené.
Se alejó corriendo y llorando por el túnel.
Recogí el mechón del suelo y lo guardé en mi túnica. Sonreí en la oscuridad.
Capítulo 18
Lucho contra Krondar
Me quitaron la capucha de cuero de la cabeza. El público gritaba. Barus frotaba mi espalda mientras Kenneth vendaba mis manos con las tiras de cuero. Vi a las esclavas junto a la entrada.
—¡Jason! ¡Jason! —gritaban algunas.
Hubo grandes gritos cuando introdujeron a un peludo, bajo y recio hombre en el hoyo. Intentaba romper las ligaduras que sujetaban sus manos a la espalda.
—¡Krondar! ¡Krondar! —gritaron varios hombres del público.
—No he oído hablar de él —dije a Kenneth—. ¿No es Gort el campeón de los establos de Miles de Vonda?
—Aquí tenemos a Jason el campeón de los establos de Lady Florence de Vonda —gritó el árbitro.
—Parece muy fuerte —dije a Kenneth.
—Sí —contestó sin dejar de envolver mis manos con las tiras de cuero.
—Tiene muchas cicatrices en el cuerpo.
—Es lógico.
No comprendí el comentario. Miré hacia el público y contemplé al orgulloso Miles de Vonda. Sonreía. Recordé que había pretendido la mano de Lady Florence, y siendo tan altivo el rechazo sufrido no pudo sentarle bien. Lady Florence no había acudido a la pelea. Por una razón no muy clara había preferido quedarse en casa.
Cuando le había preguntado a Kenneth si le ocurría algo, fue él quien me preguntó a mí: «¿No lo sabes?». Sonreí.
Miles de Vonda hizo un gesto a uno de los árbitros y éste quitó la capucha a su luchador.
—Éste es Krondar, el nuevo esclavo de Miles de Vonda y el último campeón de sus establos —dijo uno de los árbitros.
Krondar buscó mis ojos. Los suyos eran pequeños y quedaban medio ocultos bajo sus espesas cejas. Su rostro era una masa de cicatrices.
—No es un luchador como nosotros —dije a Kenneth.
—No —dijo sin mirarme—. Es el luchador más famoso de Ar.
—¿Qué le ocurre a su cara?
—Ha luchado con guantes de púas y con cuchillos en Ar.
—Ha debido costarle a Miles una fortuna —dijo Barus mientras frotaba mi espalda.
—¿Pero por qué ha comprado Miles a ese esclavo? ¿Es que el campeonato de los establos locales significa tanto para él?
—Hay mucho más detrás de un mero campeonato —dijo Barus—. A Miles no le gustó que vencieras a su antiguo campeón. También le molestó que los establos de Lady Florence ganaran a los suyos, y es sabido que antes tú eras el esclavo de seda de aquella mujer que cortejó en vano, así que no creo que se vaya a poner a llorar si te ve humillado y aplastado, incluso destrozado por ese bestia.
—Pero no puede estar celoso de mí. Es un hombre libre y yo no soy más que un esclavo.
Kenneth rió.
—No te engañes. Disfrutará por cada golpe que tú recibas. La venganza será dulce cuando te vea a los pies de Krondar. Indirectamente también será una venganza sobre Lady Florence.
—Lo supongo.
—Destrózale la cara, Krondar —gritó Miles a su luchador.
—Sí, Amo.
—Cuando Krondar acabe con él, esa tharlarión hembra no lo querrá más como esclavo de seda —gritó.
El público rió sus palabras.
—Parece un adversario duro de pelar —dije.
Barus rió.
—Es uno de los mejores luchadores de Ar —añadió Kenneth.
—Parece como si fuera capaz de hacerme pedazos —dije sonriendo.
—No digo que no sea imposible —dijo Kenneth acabando de vendar mis manos.
La barra sonó de repente y salté hacia el centro de la arena, pero cuando Krondar embistió contra mí, yo ya no estaba esperándole. Golpeó un lado de su cabeza contra la valla de madera que rodeaba el hoyo.
El público parecía atónito. No hice nada para aprovechar mi ventaja.
—Hay otros luchadores aparte de los que pueda haber en Ar, y espero que te des cuenta de ello —dije a Krondar.
Me miró furioso.
Krondar agachó la cabeza y corrió hacia mí. En aquella posición le fue imposible eludir el golpe que recibió en su mandíbula. Era una suerte para él que no luchásemos con púas porque el golpe le hubiera arrancado la mandíbula inferior. Yo mismo acusé el golpe en el brazo derecho y en el hombro. Se tambaleaba, pero permanecí inmóvil en el hoyo.
—Te lo dije. Hay otros luchadores, incluso en los establos de Vonda.
El público rugía y las esclavas gritaban batiendo palmas.
Enloquecido, Krondar bajó de nuevo la cabeza y se lanzó sobre mí. En esta ocasión no le golpeé. Me limité a dejarlo pasar ante mí, levantando la arena del hoyo. Krondar se paró en seco cuando estuvo a punto de chocar contra las maderas que conformaban el hoyo. Comprendió que no había en mí ni tan siquiera intención de golpearlo.
—Creo que ha llegado el momento en que deberíamos hacer algo más en serio —le dije.
Vi por un momento en los ojos de Krondar el reconocimiento de que aquel esclavo de Vonda pudiera ser un verdadero luchador.
De nuevo se lanzó al ataque, pero yo me aparté ligeramente a la derecha cuando extendió las manos para agarrarme. Le golpeé la mandíbula con el puño izquierdo y empotrando el derecho en pleno rostro rematé mi ataque incrustando mi izquierdo en el estómago. Cuando se agachó debido al dolor, golpeé de nuevo la mandíbula con el puño derecho. Aquellos golpes habían sido rápidos. El público rugía. Krondar sacudió la cabeza y retrocedió. Le seguí, pero sin apresurarme. Súbitamente clavó el pie derecho en la arena y lo alzó echando los granos hacia mi rostro, pero fui demasiado rápido para él. Al levantar el pie daba facilidades a su adversario para provocar su caída. Le golpeé cuatro veces antes de que se estrellara contra las maderas de protección del hoyo.
—Estoy seguro que no se te hubiera ocurrido este estúpido truco en Ar. La próxima vez seré más severo contigo.
Krondar sonrió al limpiarse la sangre del rostro.
—Eres muy rápido.
Fue hacia el centro del hoyo.
—Ven aquí y nos conoceremos mejor.
—¿Acaso crees que temo un cuerpo a cuerpo?
Se lanzó hacia mí y nos agarramos. Gruñía como una fiera tratando de derribarme o de llevarme a la empalizada. Nos balanceamos y jadeamos, pero ninguno de los dos perdía pie.
Krondar resbaló y golpeó la cabeza contra la empalizada. Quedó sentado en el suelo, pero consciente. Había sangre sobre la madera. En aquel momento sonó la barra de metal que puso fin al primer período de la pelea.
Estaba de pie en el centro del hoyo. Me sentía mareado. El cuarto período de la pelea había concluido. Kenneth y Barus corrieron hacia mí. Levantaron mis puños con las correas ensangrentadas en señal de victoria. El público echaba monedas de oro al hoyo. Las esclavas se arrojaban a mis pies y los besaban. Las mujeres y los hombres libres gritaban y golpeaban su hombro izquierdo. Miles de Vonda había abandonado el local. Conseguí abrirme camino hasta donde estaba el cuerpo ensangrentado de Krondar. Le ayudé a ponerse en pie. Nos abrazamos.
—Aún podrás luchar en Ar —le dije.
Le apartaron de mí, echaron una capucha sobre su cabeza y lo encadenaron. Kenneth y Barus me sacaron del hoyo.
—Has estado muy bien —dijo Barus mientras cogía la capucha para colocarla en mi cabeza.
—Quiero una mujer. Quiero una mujer —insistí.
—¡Ya quisiera dártela, puesto que te la mereces! —dijo Kenneth.
—¿El Ama se opondrá?
—Es lo que temo.
—Podría encontrarme en el túnel con la esclava nueva —insistí sonriendo.
—No creo que el Ama lo apruebe.
Oí gritos, pero no eran los usuales.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kenneth.
—Los hombres de Cos, tarnsmanes, han atacado los suburbios de Ar —dijo la voz de un hombre.
—¡Eso significa la guerra! —exclamó otro hombre.
—Además la infantería de Vonda y Ar se han enzarzado en escaramuzas al norte de Venna —añadió el primero.
—Habrá guerra —dijo Barus.
—Esto hará que la Confederación entera se vea envuelta en el conflicto.
—¿Se han confirmado los rumores?
—Al parecer no existe duda alguna.
—En tal caso es la guerra —sentenció Kenneth.
—Ar y Venna están lejos —dijo un hombre.
—Lo cual es una suerte para nosotros —añadió otro.
Barus continuó secándome con la toalla.
A los pocos minutos volvimos a oír los gritos del público en el hoyo.
—Nuestros hombres han terminado. Recojámoslos para meterlos en los canos —ordenó Kenneth.
Sentí la mano de Kenneth sobre el brazo guiándome con los otros luchadores hacia el carro.
—La lucha está lejos. Nada hemos de temer —oí decir a un hombre mientras caminaba.
Durante dos ahns el carro había ido avanzando a lo largo de la carretera en dirección a las tierras de Lady Florence en Vonda. Desconocía la identidad del hombre que nos paró. Podía ser un campesino, un mercader de tharlariones, o incluso un miembro de una patrulla.
—¡Cuidado! Hay grupos de ladrones en los alrededores. Ya han asaltado a uno o dos lugares.
—Gracias, amigo —dijo Kenneth. Luego dirigiéndose a Barus añadió—: Ten los ojos bien abiertos y las llaves a punto.
—¿Crees que tendremos problemas? —preguntó Barus.
—No puedo saberlo.
El cano reanudó la marcha.
Al cabo de un rato Barus habló.
—Mira hacia la derecha.
—Ya lo veo —respondió Kenneth.
—Y hacia allá —volvió a decir Barus.
No comprendía aquella conversación y estoy seguro que mis compañeros tampoco.
—¡Mira al cielo! —exclamó Barus.
—Ya lo he visto.
El carro se detuvo y alguien descendió del mismo. Se oyó el tintineo de llaves y alguien insertó una de ellas en la cerradura de la barra.
—Sal del carro —oí decir a Barus.
Estaban abriendo los candados que sujetaban mis tobillos y segundos después la cerradura que sujetaba la cadena de mis muñecas a la barra trasera del carro.
—Baja —ordenó Barus.
—Date prisa, volverá con muchos más en unos instantes —oí decir a Kenneth.
Barus me empujaba, pero como aún tenía puesta la capucha y las manos encadenadas a la espalda, golpeé la cabeza contra el borde del carro. Conseguí deslizarme por entre las barras de hierro que cerraban la parte de atrás del carro. Para sorpresa mía Kenneth abrió las cadenas que sujetaban mis manos a la espalda.
—Ya viene hacia acá con otros —gritó Kenneth.
—¡Fuera! —gritó Barus a otro de los esclavos.
—Quítate tú mismo la capucha —me ordenó Kenneth.
Lo hice y sentí el aire fresco sobre mi rostro.
—Quítate la capucha —ordenó Kenneth a otro de los esclavos—. Estarán aquí en menos de un ehn —añadió dirigiéndose a Barus.
—¡Fuera! —gritó Barus al último de los esclavos.
Volví la cabeza hacia la derecha. A lo lejos divisé dos columnas de humo y también lo que parecía ser una bandada de pájaros en el cielo.
—¿Qué ocurre? —preguntó uno de los esclavos.
—Tarnsmanes —contestó Kenneth señalando al cielo.
—¿De Ar?
—De Ar o acaso peor.
Miré al cielo. Estaban a sólo unos pasangs de distancia.
—¿Qué creéis que os harán?
No sabíamos qué contestar.
—No sois hermosas esclavas que puedan desear para llevar a su campamento. Así, pues, escapad, desperdigaos.
Inseguros, corrimos en distintas direcciones. Mientras corría miré hacia atrás y vi cómo Kenneth y Barus también se alejaban del carro. No volví a mirar hasta estar bien parapetado tras unos árboles y arbustos que crecían junto a un arroyo. Vi que el carro ardía. En pocos ehns los tarnsmanes giraron para dirigirse de nuevo hacia las columnas de humo. No nos persiguieron. Vi cómo el tharlarión que había arrastrado nuestro carro se liberaba de los arneses y escapaba cojeando. Respiraba con dificultad y el corazón me latía con fuerza. Pasé la punta de los dedos sobre el collar metálico que circundaba mi cuello.
Capítulo 19
Lady Florence es mi prisionera
—¡No! —la oí gritar aterrada corriendo hacia el muro. También oí el rasgar de la ropa.
—Ven aquí, pequeña —gritó el hombre llamándola con la mano izquierda mientras que con la derecha sostenía la espada.
—No, por favor —gimió respirando con dificultad. Con la mano derecha sostenía el vestido que había sido rasgado desde su hombro izquierdo.
El hombre rudo y barbudo sonrió y envainó la espada.
—Ten compasión —suplicó la mujer.
—Te enseñaré la compasión que siente el Amo para con la esclava —dijo soltando una carcajada.
Se acercó a ella y tiró de su ropa rasgándola hasta la cintura.
Otra mujer gritó en el salón. Podía ser Bonnie.
El hombre, riendo, cerró unos brazaletes de esclava alrededor de las muñecas de Lady Florence.
Fue ella la que gritó, cuando así a aquel hombre por el cuello y lo lancé contra la pared. Desconcertado por aquel golpe, empezó a girar, pero antes de que lo consiguiera yo ya estaba sobre él. No tuvo tiempo de desenvainarla espada, ni de asir la daga. Volví a golpear su cabeza, con el yelmo, contra la pared. Le arranqué el yelmo casi rompiéndole el cuello. Lo giré. No podía defenderse. No podía hacer otra cosa sino esperar que lo golpearan. Cayó sin sentido al suelo.
—¡Jason! —exclamó Lady Florence.
La miré. Se ruborizó.
—Me ha puesto brazaletes de esclava —dijo levantando las manos.
—Te sientan bien.
Su rubor se hizo más profundo.
—Libérame —suplicó.
Me agaché y encontré la llave de los brazaletes en la túnica del hombre. Se los quité.
—Qué horrible sensación la de sentir el metal de esclava en el cuerpo —dijo frotando sus muñecas.
—No es una sensación horrible, sino deliciosa —corregí.
—Estoy segura de juzgar mejor que tú —dijo, cogiendo su vestido y sujetándolo ante su cuerpo—. Hay más bestias de ésos por la casa —añadió.
—Ya lo sé. Ésos y otros como ellos han asaltado Dorto y Gondón. — ¿Dónde están los guardias de Vonda? —Si han conseguido escapar, quizás regresen mañana por la noche.
—¡Mañana por la noche! —exclamó desesperada.
—He dicho «quizás».
Callamos, ya que oímos pisadas de hombres en el salón contiguo. También oímos el llanto de una mujer. Permanecimos inmóviles. A través de una rendija de la puerta vimos pasar a dos hombres. Uno de ellos arrastraba a una joven desnuda por el pelo. Era Bonnie.
—Sálvame de esos hombres —gimió Lady Florence.
—¿Por qué?
—Porque harían una esclava de mí.
Qué pequeña e indefensa parecía ahora el Ama, que con tanta arrogancia siempre me había tratado.
—Jason, por favor —volvió a suplicar.
La miraba sin hablar.
—¡Te liberaré! Sí. Te liberaré a ti también.
Corrió sujetándose la ropa con la mano izquierda hacia la mesa junto a su lecho y de un cajón sacó una llave que trajo donde yo estaba.
—Quítame el collar —ordené.
—Jason, por favor.
—Quítamelo —insistí.
Dejó caer la ropa hasta la cintura y me quitó el collar. Se arrodilló para dejar el collar y su llave en el suelo, pero se irguió al instante al comprender que se había arrodillado ante mí. Yo aún tenía los brazaletes de esclava en la mano derecha y la llave guardada en mi túnica.
Sonrió.
—Ahora eres un hombre libre, Jason —susurró.
—Hoy gané a Krondar, el campeón de Miles de Vonda.
—¡Enhorabuena!
—Quiero una mujer —dije mirándola.
—Por supuesto, ya tendrás tiempo para elegir —dijo algo nerviosa.
Tiré los brazaletes sobre las pieles.
—Quítate la ropa y échate sobre las pieles.
—¡No!
—¿Tengo que pegarte?
—¡No! —Se echó sobre las pieles.
Me senté a su lado y cerré los brazaletes alrededor de sus muñecas.
—Puedes escoger la que más te guste.
—Ya lo he hecho. Eres tú.
La que fuera mi Ama jadeaba entre mis brazos.
—¿Sabes lo que has hecho? —preguntó.
—Sí —dije—. ¡Silencio!
Al pie del abierto balcón hablaban unos hombres. El cuerpo de Lady Florence se tensó entre mis brazos. Tenía miedo.
—¿Habéis cogido a las chicas de los establos? —preguntó una voz.
—Aún queda una suelta por ahí —contestó otro.
—¿Y las esclavas de la casa?
—Todas llevan nuestras cadenas.
—Enganchad las cadenas a vuestras sillas —dijo la primera voz—. Hemos de irnos.
—¿Dónde está Orgus? —preguntó alguien.
—Fue tras el Ama de la casa.
—¿Pero dónde está? —volvió a preguntar la primera voz.
—Sin duda disfrutando de su nueva adquisición.
Hubo un coro de risas. Yo sonreí.
—¿Eres de la clase de mujer que uno puede disfrutar? —pregunté a la que tenía entre mis brazos.
—No, no lo soy. Soy una mujer libre. Soy Lady Florence de Vonda.
—Mi encantadora Lady se subestima —aseguré.
Me miró con odio.
—¡Eslín! —Musitó, pero cerró los ojos y se sometió a mi voluntad—. ¡Oh! —gimió de nuevo.
—Por cierto, ¿dónde está la esclava nueva? ¿Ésa que enviaste al túnel?
Me miró asustada.
—La vendí —dijo por fin.
—Era un bocado exquisito.
—¡Bestia! —dijo muy quedo.
La besé.
—¡Orgus! ¡Orgus! —gritó una voz.
Lady Florence gimió entre mis brazos.
—Aún está con ella —rió otro hombre.
—¿Habéis cogido a la que faltaba?
—Sí. Dice llamarse Tuka. He tenido que zarandearla un poco, pero ya está sumisa. La tengo encadenada en mi silla.
—Ve a buscar a Orgus. Hemos de marcharnos.
Sonreí. La mujer entre mis brazos tenía miedo. Lloraba. La sujeté sobre las pieles. Me levanté, fui a un rincón de la habitación y cogí uno de los bancos. La mujer se arrodilló sobre las pieles. El cabello caía sobre su rostro y cuerpo. Tenía las manos encadenadas con los brazaletes de esclava a la espalda.
—¿Qué me has hecho? —gimió.
—¿Hubieras preferido pasear por el jardín?
Me miró furiosa.
—Arrodíllate junto al lecho y baja la cabeza.
—Soy una mujer libre —gritó.
—¿Quieres que te rompa el cuello?
Rauda se arrodilló junto al lecho y bajó la cabeza.
—¡Ah! —Exclamó el hombre entrando en la habitación—. Ahí está desnuda y con los brazaletes.
Recorrió la habitación con los ojos.
—¡Orgus! ¿Qué ha pasado?
—Saludos —dije a su espalda.
Giró. La espada estaba a medio sacar, cuando el banco le golpeó el estómago y el vientre. Se dobló. Levanté el banco y lo partí sobre sus espaldas.
—¿Puedo moverme? —preguntó Lady Florence.
—Sí.
Se puso en pie y miró a su alrededor.
Estaba arrodillado junto a Orgus. Le quité las armas, me puse su túnica y luego las sandalias.
—Eres muy fuerte, Jason —dijo Lady Florence mirando hacia el banco roto.
—Cuando estos dos brutos recobren el sentido, creo que sería poco sensato que nos vieran a su lado —dije colgando la espada a mi costado. No tenía idea del uso de esa arma, pero pensaba que el disfraz serviría para escapar.
—Tan pronto como Orgus y Andar se reúnan con nosotros, quemad la casa —oí decir a alguien en el jardín.
—¿Habéis sacado a las esclavas y todo lo que sea de valor? —preguntó una voz.
—Todo menos el Ama, a quien Orgus le ha estado enseñando sus nuevas obligaciones.
Se oyeron sonoras risotadas.
Me coloqué el yelmo sobre mi cabeza.
—¿Qué haremos?
—Vuélvete.
Abrí los brazaletes y los tiré al suelo junto con la llave.
—Posición de marcha —ordené.
—¡Soy Lady Florence!
La agarré por el pelo y coloqué su cabeza junto a mi cadera. Así llevaba uno de aquellos bestias a Bonnie cuando pasó junto a la puerta.
—Me haces daño —protestó.
—Cállate. Tengo un plan.
—¡Oh! —gimió corriendo a mi lado curvada como una esclava.
Avanzaba rápido por los salones de la casa. Muebles, tapices, asientos, todo había sido arrasado y roto. Salí al exterior y con paso rápido me dirigí al cobertizo donde estaba el vivero de las crías de tharlariones.
—¡Eh, Orgus! Estamos aquí. En el jardín.
Continué avanzando hacia los establos.
—¡Orgus! —gritaban.
Ignoré sus voces.
—Estamos listos para partir.
En aquel instante solté el pelo de Lady Florence y cogiendo su mano empecé a correr con toda mi fuerza hacia el cobertizo.
—¡Tras ellos! —alguien ordenó.
Ahora arrastraba a mi prisionera. Miré hacia atrás y vi a cuatro hombres siguiéndonos.
—Corre —grité a la chica.
Me seguía jadeando y tropezando de vez en cuando.
Alcancé la puerta del cobertizo y la abrí de una patada. Tiré a la chica al suelo y atranqué la puerta. Un momento después oí el golpe de las empuñaduras de las espadas contra la puerta.
Corrí a la trampilla. Alguien rompió una ventana.
—¡Alto! —gritó una voz.
Arrastré a Lady Florence por la rampa que nos llevaba al túnel. A nuestras espaldas los hombres estaban rompiendo la puerta y otro de ellos la madera de la ventana.
—Date prisa, prisionera.
Me detuve. Como había esperado, aquellos hombres no se atrevían a seguirnos a través de la oscuridad. Nosotros conocíamos el túnel, pero ellos no. Además yo estaba armado, puesto que llevaba la espada de Orgus conmigo.
—Traed antorchas —oí gritar a uno de ellos.
Riendo, agarré a Lady Florence por la muñeca.
La levanté y la senté en uno de los lados del túnel. Crucé sus tobillos. Cuando entré en el cobertizo había cogido algunas de las correas que servían de bozal para los polluelos.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó.
—Voy a atarte los tobillos y las manos.
—¡No! ¡No! —gimió.
—¿Por qué no?
—Porque me cogerán.
—Ya lo sé.
—No me dejes aquí.
—Te dejaré porque eres una estúpida.
—No soy estúpida. Incluso soy algo inteligente.
Me puse en pie y empecé a alejarme.
—¡Raptor! —gritó—. No me dejes. Lleva a tu prisionera contigo.
—¿Eres prisionera? —pregunté.
—Sí.
—¿De quién?
—Tuya.
—Muy bien.
Le quité las correas de los tobillos y poniéndola en pie la arrastré detrás de mí.
Corrimos durante unos minutos y de nuevo me detuve.
—¿Por qué te paras?
—¿Recuerdas este sitio?
—Está demasiado oscuro.
—Fue aquí donde encontraste a dos esclavos y, más tarde, me enviaste a la esclava nueva a este lugar.
—Démonos prisa —dijo ella.
—Creo que tendré que enseñar las normas del raptor goreano a mi bella prisionera.
—¡Bestia! —gritó.
La obligué a echarse.
—Estás loco. Están en el túnel. Veo el resplandor de las antorchas —dijo rodeando mi cuello con sus brazos y besándome.
La levanté y tiré de ella en la oscuridad.
—Les oigo correr no muy lejos —gritó uno de los hombres.
Corríamos, pero ya no la cogía por la mano ni la muñeca. La cogía por el pelo y ella mantenía su cabeza a la altura de mi cadera.
Capítulo 20
Me divierto con mi prisionera
—Límpialo —ordené.
—Lo estoy haciendo —respondió enojada.
Estaba de rodillas dándome la espalda. Tenía un rústico cepillo en las manos y un cubo lleno de agua a su lado.
—¿Crees que se han ido? —preguntó.
—Sí. Esos hombres han de huir a toda prisa. No pueden entretenerse en el lugar que han asaltado.
—En tal caso estamos solos y en mi propiedad.
—Mejor decir los restos de tu propiedad. La casa y muchos de los edificios han sido quemados.
Sollozó.
—Acaba tu trabajo.
—Sí, Jason.
La miraba.
—Eres listo, Jason. Pensé que nos cogerían, pero nos hemos salvado.
—No, no, es una locura —había gritado.
La había tirado sobre la arena que se encontraba en el suelo del cobertizo de incubación y había soltado las muñecas que tenía atadas delante, para volver atarlas de nuevo a su espalda y luego, con el otro extremo de la correa, até sus tobillos. La cogí en brazos y la trasladé donde se hallaba el plato en el que se mantenía encendido el fuego.
Eché arena y ceniza sobre ella hasta que sólo le quedaban visibles los ojos, parte de su nariz y la boca.
Oí a los hombres gritar y golpear la tapa de la trampilla que yo ya había bloqueado con los cerrojos.
—¡Abrid! ¡Abrid! —gritaban.
Atravesé el cobertizo corriendo y abrí la puerta. Retrocedí borrando mis huellas hasta el gran plato. Los hombres bajo la trampilla trataban de romper los cerrojos. Miré a Lady Florence y de nuevo vi el terror en sus ojos. Cogí una de las mantas para los tharlariones y la eché sobre ella. Cavé un hueco a su lado y me introduje en él cubriéndome como pude con la arena y las cenizas.
Cuando la trampilla se astilló, eché un extremo de la manta sobre mi cabeza. Mi mano izquierda asió el cabello de la mujer con fuerza. Con la mano derecha sostenía la espada.
Varios hombres entraron en el cobertizo. Los oíamos moverse de un lado a otro.
—Por aquí —dijo uno de ellos, dirigiéndose hacia la salida.
Permanecimos ocultos entre la arena y las cenizas durante largo tiempo. Posiblemente hasta mucho después de que los ladrones hubieran huido. Sin hacer ruido salí del escondite e inspeccioné los alrededores. Los bandidos habían escapado con su botín. Regresé al cobertizo y extraje a Lady Florence del escondite.
Volví a dejarla sola y recorrí edificios y cobertizos recogiendo aquello que pudiera precisar.
—¿Te divierte que esté limpiando tu celda?
—¿Has terminado?
—Sí.
Estaba bellísima allí, de rodillas a la luz de la pequeña lámpara.
—Tira el agua, limpia el cubo y sécalo. Después limpia el cepillo y colócalo todo donde lo encontraste.
La estaba contemplando mientras hacía lo que le había ordenado. A los pocos momentos regresó.
—He hecho todo lo que me has dicho.
—Pon paja limpia en donde está el lecho.
Cuando terminó la paja limpia y fresca llegaba a sus rodillas.
—¿Qué más quieres que haga?
—¡Póntelo! —dije tirándole una prenda.
La cogió y la miró como quien no puede creer lo que está viendo. La había cogido de uno de los almacenes.
—Jamás. Soy una mujer libre.
Cogí uno de los látigos.
—¡No! —gritó pasándose por la cabeza la breve Ta-Teera. Se apartó de mí intentando bajar el borde de su vestido. Me miró y retrocedió asustada.
—¿Por qué me haces esto?
Lady Florence, mi antigua ama, ahora lucía el traje de una esclava de establo.
—¿Te gusta el vestido? —pregunté.
—Por favor, búscame otra prenda.
—¿Por qué? Ya tienes ésta.
Gimió.
—¿Sientes la textura, su significado, en tu cuerpo? Cierra los ojos y presta atención al tejido, a la brevedad de la prenda, a su roce, a lo que hace a la mujer que lo lleva.
—¿Me hubieras azotado si no me lo hubiera puesto?
—Sí. ¿Qué te hace sentir?
—Vulnerable. Indefensa.
Sonreí. Aquél era el verdadero objetivo de la prenda. Enseñar a la que lo usa que es esclava y que expone su belleza para deleite de sus amos.
—¿Qué vas a hacer conmigo? ¡No! ¡No! ¡Eso no! —sollozó.
—Gané muchas peleas por las que no fui recompensado.
—No me pongas un collar, por favor —suplicó.
Retrocedió hasta el fondo de la celda. Avancé hasta estar frente a ella. Coloqué el collar alrededor de su cuello, pero no lo cerré.
—Lamento lo que te hice, pero no me pongas el collar —dijo sollozando.
—¿Te acuerdas de Telitsia?
—Sí, Jason.
—Me gustaba y la vendiste.
—¡No! —gritó cuando cerré el collar.
La arrojé a mis pies. Me incliné y enganché la cadena que pendía de la pared de la celda a la anilla que había en la parte posterior del collar. Me levanté. La tenía a mis pies de rodillas, llorando, agarrada a la cadena que colgaba de su collar. Me miró.
—Vas a proporcionarme todos los placeres que me has negado.
—¿Quieres que me comporte como Telitsia y las otras?
—Exacto.
—No puedo hacerlo. Soy una mujer libre.
Me senté a su lado y la eché sobre la paja.
—¿Quieres que me entregue a ti, como una esclava? —exclamó aterrorizada.
—Sí. Y muchas veces.
—Amo —susurró.
—sí.
—¿Qué hora crees que es? —preguntó.
—Supongo que alrededor del segundo ahn.
La lámpara se había apagado y todo era oscuridad.
—Deja que vuelva a complacerte —suplicó.
—No me opongo —dije abrazándola.
—¡No os mováis! —oí gritar.
Nos separamos.
—No te muevas —ordenó una voz.
Alguien encendió una lámpara. La llama nos iluminó sobre la paja. La esclava gritó y encogió las piernas.
—Muy bonita —dijo uno de aquellos hombres.
Me tensé.
—No te muevas —ordenó otro.
Había cinco hombres a unos tres metros de distancia. Tres de ellos teman ballestas y me apuntaban con sus flechas.
—¿Eres uno de los saqueadores? —preguntó uno.
—No. ¿Y vosotros? —Llama a Miles —dijo una voz.
Uno de los hombres salió del cobertizo. Al hacerlo pude ver por la puerta que aún era de noche. Vi la luz de las lunas de Gor sobre la tierra y el resplandor de las estrellas en el cielo.
—¿No sois ladrones? —pregunté.
—No.
Una figura alta entró en el cobertizo. Le acompañaban cinco hombres, dos de ellos con lámparas.
Supuse que el hombre alto era el llamado Miles. Daba la impresión de ser el jefe del grupo.
—Sólo hay estos dos en la finca —dijo uno de los hombres—. Soltaron los tharlariones que se hallan desperdigados por estos contornos.
—Los asaltantes lo han destrozado todo —dijo otro.
Levantaron las dos lámparas. La luz me hizo parpadear. No podía ver las facciones del hombre alto. En una mano llevaba una espada y en la otra un juego de cadenas de esclava.
—¿Tú, quién eres? —me preguntó.
—Jason.
—¿El esclavo luchador?
—Me han liberado.
El hombre alto miró a la mujer que estaba a mi lado y el collar que rodeaba su cuello.
—¿Es que no sabe que está en presencia de hombres libres?
—¡Esclava! —grité.
Lady Florence se arrodilló en la posición de esclava de casa, pero al ver mi expresión abrió las piernas asumiendo la de esclava de placer.
—Levanta el mentón, Jason —dijo el hombre alto—. Trae esa lámpara aquí —ordenó.
Hice lo que me ordenaba.
—Ya no llevas collar alrededor del cuello.
—El Ama me liberó, incluso antes de que se fueran los ladrones.
—No estoy muy seguro de lo que me dices.
—Es la verdad. ¿Si fuera acaso un esclavo que ha escapado, crees que me hubiera quedado en la finca?
—Tiene razón. Es bien conocido por los alrededores —comentó uno de los hombres.
—Luchaste muy bien, Jason —dijo el hombre alto—, me hiciste perder muchos tarskos de oro.
—¿Eres Miles de Vonda? —pregunté.
—Sí —respondió.
Presentía que aquellos hombres no me eran hostiles. Si tenía cuidado no era necesario que los temiera.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntó la esclava.
—La esclava necesita disciplina —dijo Miles de Vonda.
Me giré hacia ella y la abofeteé, primero con la palma, luego con el reverso. Después la tiré sobre la paja. Me miró aterrada. Había sangre en sus labios.
—Posición —ordené a la esclava.
Balanceándose volvió a arrodillarse con las piernas abiertas.
—¿Por qué estás aquí? —pregunté a Miles.
—Esto no te concierne. ¿Dónde está la que fuera tu Ama?
—No lo sé.
No creía que Miles de Vonda pudiera reconocer en aquella sucia esclava a la que siempre vio ricamente engalanada. — ¿Escapó? —preguntó. —Creo que escapó de los ladrones. — ¿Dónde puede estar ahora?
—Supongo que en Vonda, o en los alrededores ¿Por qué la buscas?
—Hay revueltas en la región y no se respeta la ley.
—Comprendo. ¿Pero por qué buscar a la que fuera mi Ama?
—¿Quién sabe qué puede ocurrirle a una mujer en tales momentos? —preguntó mostrándome las cadenas.
—Comprendo.
—No está aquí —dijo volviéndose a sus hombres—, busquemos por los alrededores, o por los caminos que van a Vonda. —Se volvió para mirarme—. Continúa divirtiéndote con la esclava, te la has ganado.
—Gracias, Miles de Vonda.
Los hombres abandonaron el cobertizo. Me volví a la chica y cogiéndola por la nuca, tapé su boca para que no hablara antes de que los hombres se hubieran alejado. Después de algunos ehns la solté.
—¿Te diste cuenta? Me busca y lleva cadenas.
—Sí —dije sonriendo.
Miles de Vonda había pretendido la mano de la orgullosa Lady Florence, quien lo rechazó. Ahora pensaba que ya que no pudo tenerla como esposa, podría tenerla desnuda, arrodillada y a merced de su látigo.
—Échate sobre la paja, esclava.
Obedeció.
—Me pegaste.
—Ya lo sé.
—Jamás me habían pegado. Que te pegue un hombre produce una sensación extraña.
Se sentó y tiró del collar que rodeaba su cuello.
—¿Creías que podrías quitártelo?
—No —dijo enojada.
Se inclinó hacia delante y rodeó las rodillas con sus brazos.
—Qué estúpido es Miles de Vonda. Me miró y no vio la diferencia entre Lady Florence y una insignificante esclava.
—No había mucha luz y no miró tus muslos en busca de la marca.
—Jason, enciende la linterna, por favor.
Lo hice.
—Jason, mírame, ¿crees que soy esclava?
—Sé que eres libre.
Inesperadamente chasqueé los dedos.
—Posición —ordené.
Enojada, tomó la posición de esclava de casa, pero ante mi mirada abrió las rodillas.
—Échate, esclava —ordené.
—¡Bestia! ¿Qué vas a hacer?
—Soy un buen luchador pero no me han recompensado por muchas peleas.
—¡Bestia! Yo no soy recompensa de nadie. Sonreí. La tomé entre mis brazos. — ¿Qué vas a hacer? —Voy a recoger mi recompensa.
Yacía sobre su estómago.
—¿Por qué me atas las manos a la espalda? —preguntó.
Abrí el collar que rodeaba su cuello y lo tiré con la cadena a un lado.
—Los guardas no tardarán en venir —dijo ladeando la cabeza.
—Lo dudo. Han sido muchas las posesiones asaltadas. No obstante, tarde o temprano llegarán.
Fui a la puerta del cobertizo y la abrí.
Había amanecido y ya despuntaba la luz.
Tenía que darme prisa, pues aunque no creía que los guardas regresaran hasta mucho más tarde, si lo hacían aquel mismo día, no estaba dispuesto a enfrentarme a ellos.
Volví la cabeza y miré a la joven.
—Tengo que irme.
Recogí algo de comida y agua que había encontrado ayer y la espada de Orgus.
—Supongo que no me dejarás atada y desnuda como una esclava, para que me encuentren así los guardas.
—No.
—Busca ropa y tráemela.
—No.
—Bueno. Ya encontraré algo. Como tienes prisa sólo es necesario que me desates.
—No.
—No te comprendo.
—Supongo que habrás observado que no te he atado los tobillos.
Me miró desorientada.
—En pie, Lady Florence —ordené.
—¡No!
Dirigí la mirada hacia el látigo de esclavas. Se levantó rauda. Pensé que sería una encantadora compañera de viaje. Al menos durante parte del camino.
Capítulo 21
Nos dirigimos al sur
—Es una locura que intentes llevarme contigo.
La miré fijamente. Se estremeció.
—Te resultaría difícil retenerme para cobrar un rescate.
—No lo pongo en duda —admití.
—Abandona tal idea.
—Nunca la tuve en mente.
—¡Pues no llego a comprender!
—Busco a una terrestre llamada Beverly Henderson, a quien trajeron a Gor conmigo. Tengo entendido que pertenece a Oneander de Ar.
—Puede haber tenido muchos dueños —dijo Lady Florence con tono indiferente.
Ello era muy posible, puesto que las esclavas cambian de Amo con frecuencia.
—Tengo que buscarla.
—¿Para ponerla a tus pies? —preguntó Lady Florence.
—Estás equivocada. Tengo que quitar el collar de su cuello.
—Todas las terrestres son esclavas por naturaleza. Es como si nacieran con un collar invisible.
La empujé hacia la puerta y en cuestión de segundos cruzamos el prado, dejando atrás las ruinas de varios edificios. El sol quedaba a nuestra izquierda.
—No vamos a Vonda. Nos dirigimos al sur —dijo mirando al cielo.
—Ya lo sé —dije empujándola.
—Estamos en guerra y podría ser que cayéramos en algún campamento de las tropas de Ar.
—No es para mí de gran importancia.
De pronto se paró y se volvió para enfrentarse conmigo.
—¿Por qué me sacas de mis posesiones? ¿Qué tengo yo que ver con tus planes?
—¿No lo has adivinado?
—¿Qué es lo que buscas? —insistió.
—¿Recuerdas a Lady Melpomene?
—¡Por supuesto! No era más que una desvergonzada.
—Personalmente considero que la desvergüenza que pueda haber entre ella y tú, es más o menos la misma.
Lady Florence enrojeció.
—La vendí.
—¿A quién? —pregunté.
—A Tenalión de Ar.
—Creo que su campamento se encuentra a dos días de aquí.
Me miró espantada.
—Esta clase de bromas no tienen gracia.
—Los traficantes de esclavos siguen las rutas de las tropas y no creo que fuera una coincidencia que Tenalión se encontrara muy próximo a Vonda, durante estos últimos días. Incluso es posible que tenga negocios con ambas partes de la contienda. A él acudirán los ladrones, los bandidos, los forajidos, todos ellos con su cargamento femenino. Su campamento será terreno neutral para cualquiera que desee deshacerse del botín o despojos de sus «batallas».
—Tenalión me conoce y no dudará en darme la libertad.
—Si no me equivoco, creo que ya ha especulado con tu potencial como esclava.
—Me conoce —insistió.
—¿Crees que tendría mucha importancia para él cuando, con la objetividad del traficante de esclavas, te suba a la plataforma y te venda al mejor postor?
—No me lleves a Tenalión. Me da miedo.
—Bien puedes tenérselo.
La empujé para que continuara andando en dirección sur.
—¿Hacia dónde vamos? Dime la verdad.
—Al campamento de Tenalión.
—¿Pero, para qué, Jason, para qué?
—Porque sabe muchas cosas que ocurren en Vonda. Por ejemplo: Que son varios los jóvenes ricos que te han pretendido y que tú has rechazado.
—¡Jason!
—Si Tenalión invita a esos jóvenes a una fiesta secreta, estoy seguro que sus apuestas serán sin duda muy altas, a pesar de que no estás aún debidamente entrenada.
—¡Estás loco, si crees que podrás venderme! —gritó.
—Ya lo veremos. ¡Continúa andando! —dije en tono más enérgico.
Inesperadamente cayó de rodillas sobre la hierba.
—Sé que puedes venderme —gimió—. Pero no lo hagas.
—¿Por qué no?
—No soy esclava —sollozó.
—Los hombres de Gor dicen que en toda mujer hay una esclava.
—Llévame otra vez a Vonda y te daré una esclava de verdad para que la vendas.
—¿Crees que podrías encontrar una esclava que fuera como tú?
—Sí, sí —insistió.
—Hubo una que me interesó.
—¿Sí? —preguntó llena de esperanza.
—Una que tuviste la amabilidad de enviarme al túnel.
Palideció.
—Si no recuerdo mal, carecía de nombre. Se referían a ella como «la esclava nueva», y había de ser muy nueva porque no tenía collar, ni había sido marcada. Fue muy agradable el tenerla entre mis brazos.
Lady Florence me miró enojada.
—Era una verdadera esclava, ¿no es así? —pregunté.
—¡Claro que era una esclava!
—¿Crees que podrías conseguírmela?
—No.
—¿Por qué?
—Ya te lo dije. La vendí.
—Pero entonces no me dijiste la verdad.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Las noticias vuelan en los establos. Si hubieras vendido a una esclava nos habríamos enterado de ello al instante.
—Comprendo.
—¿Por qué mentiste?
—Porque tenía celos de ella. Quería que creyeras que ya no la tenía en la casa.
—Pero aún estaba en la casa, ¿no es así?
—Sí.
—¿Qué ocurrió con ella?
—Se la llevarían los bandidos.
—No lo creo. Vi a varias esclavas atadas a las sillas de esos bandidos, pero las conocía a todas ellas.
—En tal caso no sé lo que ocurrió —dijo Lady Florence algo atemorizada.
—Me pregunto si volveré a verla alguna otra vez.
—No puedes saberlo, ya que el túnel se hallaba en la más completa oscuridad y no te era posible verla.
—Sin embargo, creo que la reconocería.
—¿Cómo?
—Por el peso, la altura y porque el tacto de su cuerpo era muy parecido al tuyo. Su muslo tampoco había sido marcado. También su voz me recordaba la tuya.
—¿Qué quieres decir? —preguntó fuera de sí.
—¿Y su cabello? ¿Era también como el tuyo?
—No, era rubia, muy rubia —dijo Lady Florence enderezando la espalda y con una sonrisa en los labios.
Anduve hasta colocarme justo detrás de Lady Florence.
—Tu pelo es hermoso. Es rojizo. Es poco corriente y un cabello como el tuyo se cotizaría bien en el mercado de esclavas.
—Eso es lo que he oído decir. ¡Oh! —exclamó cuando le arranqué un pequeño mechón.
Giré a su alrededor hasta colocarme frente a ella.
—¿Es este cabello tuyo?
—Naturalmente, acabas de arrancármelo ¿Por qué lo has hecho?
—Para identificarte. ¿Por qué mentiste?
—¿Sobre qué?
—Sobre el color del pelo de la esclava.
—No mentí.
—¿Llamarías a este color rubio? —dije mostrando el mechón que acababa de identificar como suyo.
—No, porque es mío.
—¿Es tuyo? ¿Estás segura?
—Por supuesto que es mío. Lo reconozco.
—Muy interesante.
—¿Por qué?
—Porque este mechón que acabas de identificar como tuyo se lo arranqué hace unos días a la «esclava nueva» en el túnel.
—No es verdad. Acabas de arrancármelo.
—No, éste es el que acabo de arrancarte —dije abriendo la mano. El otro lo llevaba oculto en la túnica—. Ves, juntos son idénticos. ¡Bienvenida «esclava nueva»!
La arroje sobre la hierba.
—¿Qué vas a hacerme?
—Violarte, como se viola a una esclava.
—Sólo simulaba ser esclava —dijo sollozando.
—Esa simulación acabará tan pronto lleguemos al campamento de Tenalión. Allí te marcarán y te pondrán el collar, pero ahora iniciaré mi entrenamiento.
—Suéltame —suplicó.
—No —dije besando sus húmedos labios.
En pocos ehns se arrodilló ante mí sobre la hierba con la cabeza a mis pies.
—Esta vez me has tratado como a una esclava.
—Eres una esclava. Sólo faltan los papeles que lo legalicen.
—¡No! ¡No! —gimió.
—Desde ahora hasta que lleguemos al campamento de Tenalión, te comportarás como una esclava. Esto te ayudará en el futuro, incluso es posible que te salve la vida.
—Compadécete de mí, Jason —gimió manteniendo la cabeza baja.
Agarré su cabello y la levanté. La abofeteé dos veces.
—¿Llama la esclava al Amo por su nombre?
—¡No! —dijo llorando.
—No, ¿qué?
—No, Amo.
Solté su cabello.
—Temo que no seré capaz de pasar de mujer libre a esclava.
—No tendrás que hacer esfuerzo alguno —reí.
—¿Por qué?
—Porque eres mujer. En pie, esclava —ordené.
Obedeció.
—Vuélvete.
Cumplió la orden.
—¿Crees que la correa será necesaria? No quiero que me lleves al mercado con la correa alrededor del cuello como la más ínfima de las esclavas.
—Usaré la correa cuando oscurezca.
El uso de la correa tiene muy distintos significados. Puede usarse para humillar a una orgullosa o díscola esclava. Es también frecuente el uso de la correa en las ciudades y en las aglomeraciones para evitar que el esclavo, o esclava, escape, se pierda o sea capturado por desconocidos. Es de suma utilidad en los entrenamientos y a algunas jóvenes las enseñan a jugar con ella, de modo que sirva para alejarse o acercarse al amo, e incluso besarla o morderla.
—Al parecer no piensas darme la oportunidad de escapar.
—No.
—¿Quieres que negociemos mi libertad? —preguntó.
—Empieza a andar —ordené.
—Sí, Amo.
Estábamos echados sobre las hojas entre un grupo de árboles que crecían junto a un hermoso prado. Me hallaba tendido mirando las lunas a través de frondosas ramas. Las estrellas eran muy hermosas destacando en la oscuridad del cielo. Ella se apretaba de modo apasionado contra mi costado. Había vuelto a atar sus manos a la espalda. Había colocado la correa a su cuello con el nudo situado bajo su barbilla y el otro extremo sujeto a un árbol.
—¿Cómo te has atrevido a atarme como si fuera un animal? —preguntó.
—Porque estás preciosa atada como un animal, Lady Florence.
—Si fueras un caballero y yo tan sólo un poco más libre, quizás intentaría recuperar mi libertad con mis pequeños e íntimos servicios. «
—Todos los servicios que tú puedas prestarme ya me pertenecen. Puedo exigirlos en el momento en que me apetezcan.
—Tienes razón. ¿Y pueden éstos conseguir mi libertad?
—No, pero pueden servirte para mejorar tus futuras prácticas.
—Pero no soy esclava.
—Pero te comportarás como si lo fueras.
Me miró enfadada.
—¿Me llevarás mañana al campamento de Tenalión?
—Sí.
—Pero Tenalión me conoce como mujer libre.
—Te verá al instante como una esclava encantadora.
—Por favor, no uses la correa.
—La usaré.
—Mis deseos no significan nada para ti.
—Nada.
Sollozó.
Descansaba entre mis brazos. Acaricié su espalda.
—Serás una buena esclava para tu amo —susurré.
—Estoy atada como un animal y tengo que obedecer. ¡No dejes de acariciarme! —suplicó.
—Eres maravillosa, Lady Florence.
—¡Sí, soy esclava! Lo presentía y lo temía a la vez. Pero ahora temo a aquellos que serán mis futuros amos. Sin embargo, supongo que la esclava innata debe ser encadenada y atada para poder alcanzar su plena realización.
—En el mundo llamado Tierra es común negar la realización de la esclava. Incluso hay leyes que lo prohíben.
—Son leyes muy crueles.
—Gor es cruel en muchas cosas pero su crueldad carece de hipocresía. Es una crueldad sincera y comprensible.
—Me gusta ser esclava, pero a la vez, temo a la esclavitud.
—Y haces bien temiéndola.
—¿Hasta dónde llega el poder del Amo?
—Es infinito.
—Tengo miedo.
Súbitamente se levantó desperdigando hojas y tierra a su alrededor. Corrió hasta que la longitud de la correa la detuvo. Luchó por romper las ligaduras de su muñeca y por desatar la correa. Era como un precioso pájaro tratando de conseguir la libertad. No la consiguió.
—¡No quiero ser esclava! —gritó.
—Esta noche llevarás un collar y serás marcada.
Corrió hasta mis pies, sollozando.
—¡Dame mi libertad! ¡Quiero ser libre! —suplicó.
—Procura ser complaciente con tus amos. No lo olvides. Puede salvarte la vida. Bésame —añadí—. Está amaneciendo y hemos de seguir nuestro camino.
—Sí, Amo.
Capítulo 22
El campamento de Tenalión
—¡Allí! ¡Allí está! —dije señalando las lejanas tiendas amarillas y azules levantadas en el valle entre dos colinas. También veíamos las jaulas, las empalizadas y los carros para el transporte de esclavas.
A última hora de la mañana había preguntado la dirección del campamento a un joven que conducía a dos mujeres atadas a un palo a sus espaldas.
Ahora nos encontrábamos en la cima de una de las colinas, sentados sobre la hierba a la sombra de unos Ka-la-nas, árboles del vino de color amarillo.
—Ahí tienes el campamento de Tenalión.
—Sí. Amo, ¿no me llevas al campamento?
—¿Tanto ansias que te marquen? —pregunté.
—Me marcarán como a cualquier otra chica, ¿verdad?
—Como a cualquier otra chica —confirmé—, pero de momento descansaremos. Aquí hay uvas. Dame algunas.
Me apoyé sobre un codo y vi cómo las recogía una a una con los dientes. Luego se arrodilló a mi lado y también de una en una las fue introduciendo en mi boca.
—Tráeme agua —ordené.
Fue hasta un cercano arroyuelo donde, echándose sobre su estómago llenó su boca de agua. Regresó a mi lado y pasó el agua a la mía. Anodinándose me miró.
—¿No temías que escapara?
—No.
—Supongo que no es posible escapar.
La eché sobre la hierba.
—Estuve observándote cuando cogías uvas y traías agua en tu boca. Lo hiciste bien. Aprendes muy deprisa.
—Me has enseñado mucho en poco tiempo.
—Estamos cerca del campamento ¿No quieres rogarme otra vez por tu libertad?
—No, Amo. Ahora sólo te ruego que me permitas que te complazca.
Algo más tarde aparté mis labios de su cuerpo.
—¿Te he complacido?
—Sí.
Me levanté y colgué la espada de Orgus sobre mi hombro. Ella, de rodillas sobre la hierba, me miraba.
—En pie, Lady Florence. Es hora de ir al campamento.
Me acerqué a la cresta de la colina y vi el campamento, y a un guerrero con lanza que conducía a una mujer. Habían rasgado su ropa, que colgaba de la cintura. Tenía las manos atadas a la espalda y una correa alrededor del cuello.
—Sígueme —ordené a la esclava iniciando la marcha.
—¡Amo!
—¿Qué quieres? —pregunté volviéndome.
—¿No olvidas algo?
—¿Qué?
—La correa.
—¿Quieres que te lleve al campamento con la correa al cuello?
—¿Acaso no soy una esclava? —preguntó.
—Sí. Lo eres —dije sonriendo mientras estiraba la correa que había tenido alrededor de su cuello. Y tirando de ella, que trotaba a mi espalda, iniciamos el descenso hacia el campamento.
Entramos en el campamento de Tenalión. Vimos a algunas esclavas trabajando. Miraron a Lady Florence y la aceptaron como a una igual. Pasamos ante unos guardianes y aprecié su mirada de admiración. Esto me animó, pues eran hombres que trabajaban para traficantes de esclavos y eran expertos en apreciar a una mujer.
Oíamos los golpes del martillo sobre el metal y hasta nosotros llegaba el olor de los fuegos y de la carne quemada. Una chica gritó.
—Tengo miedo —musitó Lady Florence.
Recogí la correa hasta que la tuve a menos de medio metro de distancia.
Vi a dos guerreros, uno de Ar y otro de Cos, en animada conversación. El campamento de Tenalión era realmente terreno neutral. En otro lugar introducían a unas esclavas en un carro. Un hombre arrastraba a una joven al poste de castigo.
—Quería ser complaciente, pero no supe serlo —gemía.
Me había percatado que en el campamento no se practicaba entrenamiento alguno, aunque sí observé, en una de las tiendas, que un hombre enseñaba a una esclava a moverse con la ayuda de una estaca puntiaguda.
—Colócate en la fila —dijo un hombre cuando llegamos a la plataforma donde tenía lugar la selección.
Obedecí colocando a Lady Florence a mi lado.
—Buena pesca —dijo el hombre que estaba delante, señalando a Lady Florence con la cabeza.
—Sí, ofrece algún que otro interés —dije mirando a la pequeña y morena belleza que se encontraba arrodillada a su lado—. La tuya parece estupenda.
—Sí, ofrece algún que otro interés —contestó encogiéndose de hombros.
Lady Florence tiró de la correa.
—¿Puedo arrodillarme, Amo? —preguntó.
—Sí.
Se arrodilló junto a la morenita.
—Tu Amo es muy guapo —dijo ésta.
—También lo es el tuyo —dijo Lady Florence.
—Va a venderme —dijo la morenita.
—A mí también me vende.
—Puedo dar gran placer a los hombres.
—Yo también —dijo Lady Florence con orgullo.
—No lo dudo, porque eres muy bella.
—¡Oh, tú también! —exclamó Lady Florence.
—¡Tú, el que está ahí! —me gritó un hombre acercándose a mí. Tras él, vi a Tenalión desnudo hasta la cintura. También el hombre que se acercaba llevaba el torso descubierto. Era Ronald, el ayudante de Tenalión.
—Soy, Jason, hombre libre.
—Jason —gritó Tenalión desde la plataforma—, tráeme lo que has encontrado.
Avancé hacia la plataforma arrastrando a Lady Florence quien, al subirla, empezó a temblar.
—Así que eres hombre libre ahora, Jason —dijo Tenalión.
—Sí —respondí sin subir a la plataforma.
Tenalión giró hacia la mujer que estaba en el centro de la plataforma.
—Diez tarskos de cobre —dijo dirigiéndose al escriba sentado ante una pequeña mesa sobre la que había toda clase de papeles y una caja con monedas—. Marcadla kajira corriente, ponedle el collar y llevarla al cobertizo número seis.
—Sí, Tenalión —dijo uno de los hombres agarrando a la joven por el pelo y colocándola en posición de marcha.
Ahora Tenalión giró hacia la otra mujer que había en la plataforma.
—¿Qué es lo que tenemos aquí?
—Una hembra que deseo someter a tu consideración.
—¡Ponte erguida! —Ordenó, colocando un dedo bajo la barbilla y obligándola a levantar la cabeza—. ¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Lady Florence de Vonda.
—¿Por qué te han traído a mi campamento?
—Para venderme como esclava.
—¿Qué tal te portas cuando te acaricia un hombre?
—¡Por favor, Amo! —exclamó Lady Florence. Pero las manos de Tenalión ya recorrían su cuerpo.
—Veo que ya has enseñado un poco a la pequeña esclava —dijo Tenalión dirigiéndose a mí.
—Sólo un poco —respondí.
—¿Cuánto quieres por ella?
Nada tenía contra él, pero necesitaba dinero, de modo que decidí pedir una cantidad desmesurada, para rebajar si fuera necesario.
—Cinco tarskos de plata.
—Dale diez —ordenó Tenalión al escriba—. ¿Quieres que te devuelvan la correa?
—No.
Ordenó a uno de sus hombres hacerse cargo de Lady Florence.
—Marcadla kajira corriente y ponedle el collar.
—¿A cuál de los cobertizos la llevamos?
—Encadenadla en mi tienda —ordenó—. Esta noche, Lady Florence, me servirás el vino.
—Sí, Amo —contestó la nueva esclava mirándome con furia, antes de que la arrastrasen fuera de la plataforma por el brazo.
—¿Y qué harás con tanto dinero? —me preguntó Tenalión.
—Buscar a una terrestre que ya conocía en mi mundo.
—¿Es esclava?
—Sí.
—Tu tarea resultará difícil. Son muchas las jóvenes con collar en Gor.
—Se llama Beverly Henderson.
Tenalión sonrió.
—No creo que las dificultades sean muy grandes. Conozco el nombre de su amo. Es Oneander, mercader de Ar, la Gloriosa. Aquí tengo algunas de las chicas de Oneander.
—Quizás esté entre ellas.
—Creo que ninguna es terrestre.
—¿Puedo verlas? ¿Puedo interrogarlas?
—¡No faltaría más!
Fue a la mesa del escriba y miró los papeles, anotando algunos números.
—Todas están en el cobertizo número dos. Págale —ordenó al escriba—. Dame tu látigo —esta vez dirigiéndose a su ayudante—. Continuad vosotros.
Seguí a Tenalión hasta el cobertizo. Un guardián abrió la puerta y Tenalión penetró en su interior haciendo restallar el látigo.
Todas las chicas estaban desnudas.
—217, 218 y 219 —gritó Tenalión—, arrodillaos junto a la pared del fondo mirándome. Rodillas separadas y las manos en la nuca.
Las chicas se apresuraron a obedecerle. Todas tenían un número pintado en rojo sobre el hombro izquierdo y este mismo número aparecía en su collar.
—Éstas son las esclavas de Oneander que se vendieron cerca de Vonda hace unos días.
No reconocí a ninguna de ellas.
—¿Por qué os vendieron? —pregunté a una.
—No lo sabemos —respondió mirando el látigo que Tenalión tenía en la mano.
—Conozco a Oneander —dijo Tenalión—, es comerciante en sal y cueros. Tiene negocios en Vonda. Como puedes suponer en los últimos meses sus negocios han sufrido grandes reveses.
—¿Dónde está Beverly Henderson? —pregunté.
—No la conocemos —respondió la chica.
—Entre nosotras ninguna se llamaba Beverly —dijo otra.
—Es pequeña, morena y muy bella —dije.
—¿Verminia? —se preguntaron entre sí.
—Es terrestre.
—¡Verminia! —exclamó una de ellas.
—Sí, la extranjera —dijo otra.
—La trajeron de un mercado de Vonda.
—Debe ser ella. ¿Dónde está?
—No lo sabemos.
Grité de rabia y Tenalión levantó el látigo.
—No lo sabemos —repitieron las chicas asustadas.
—¿La vendieron con vosotras?
—No, Amo.
—¿Dónde está Oneander? —pregunté.
—No lo sabemos. Por favor no nos azotéis, Amos. No lo sabemos.
—¿Dónde creéis que puede estar?
—Regresaba a Ar. Quizás esté allí.
Miré a Tenalión.
—Es muy probable, pero no lo sé.
—Creo que no sacaremos más de esas chicas.
Tenalión afirmó con la cabeza, se giró y fue a la puerta del cobertizo.
—He de ir a Ar —dije a Tenalión— Creo que la que busco está en esa ciudad.
—Parece probable.
Pero siendo esclava podía haber sido vendida y hallarse en cualquier parte de Gor.
—Regresaremos a Ar en uno o dos meses. Olvídate durante este tiempo de tu esclava. Las cadenas, estén donde estén, se ocuparán de guardártela.
—No te comprendo.
—Jason, eres fuerte. He oído hablar de ti. Sé que venciste a Krondar. Puedo utilizarte, y te advierto que pago bien. Además no tienes sino pedirme la chica que más te guste. Hay muchas donde elegir —acabó sonriendo.
—Tenalión es generoso y agradezco su oferta, pero deseo partir cuanto antes hacia Ar.
—Veo que estás ansioso para tener a esa esclava entre tus brazos. Sonreí. Resultaba absurdo pensar en Beverly Henderson en tales términos.
—He de marcharme.
—Tengo un tarnsman en el campamento. Se llama Andar y es muy avaricioso. Partirá dentro de un rato hacia Ar. Puedes convencerle por un tarsko de plata para que te lleve con él.
—Gracias, Tenalión.
—Estarás en Ar en tres días. Oímos el grito de una mujer a la que marcaban. — ¿Es Lady Florence? —pregunté.
—Aún no. Hay unas cuantas antes que ella. Aquí aprenderá a guardar su turno. No es sino otra esclava. ¿Quieres esperar y ver cómo la marcan?
—No, no es sino una esclava.