Juliet Marillier

Espejo Oscuro

Las crónicas de Bridei, nº I

A mis mejores maestros, aquellos que me enseñaron

a pensar por mí misma.

Lista de personajes

Pitnochie

Broichan, jefe druida del rey Drust el Toro.

Bridei, su ahijado, hijo de Maelchon, rey de Gwynedd, y de lady

Anfreda.

Ferat, cocinero.

Mara, ama de llaves.

Donal, un guerrero, profesor de Bridei en deportes y combate.

Erip, un anciano erudito.

Wid, un anciano erudito.

Fidich, granjero.

Uven,

Cínico,

Elpin, Hombres de armas.

Enfret,

Urguist,

Brenna, prima de Cinioch.

Tuala, una hija del bosque.

Perla, un pequeño poni.

Llamarada, un poni más grande.

Nieveardiente, el caballo de Bridei.

Fortuna, el caballo de Donal.

Afín, el caballo de Broichan.

Bruma, un gato.

El Pozo del Cuervo

Talorgen, jefe de clan.

Dreseida, su esposa, prima del rey Drust el Toro.

Gartnait, su hijo mayor.

Ferada, su hija.

Bedo, su segundo hijo.

Uric, su hijo menor.

Cenal, interrogador.

Jefes guerreros

Fokel de los Confines de Galany.

Ged de Abertornie.

Morleo de Aguasluengas.

Umbrig de los caitt.

Caer Pridne (Corte de Fortriu)

Drust hijo de Wdrost (Drust el Toro), rey de Fortriu.

Rhian de Powys, su esposa.

Owain, hermano de Rhian.

Aniel, consejero.

Tharan, consejero.

Eogan, consejero.

Ana de las Islas Luminosas, una rehén real.

Faolan, espía y asesino de Drust.

Garvan, maestro picapedrero de Drust.

Carnach, primo de Drust.

Wredech, primo de Drust.

Breth, primer guardaespaldas de Aniel.

Garth, segundo guardaespaldas de Aniel.

Imbeg, guardaespaldas de Tharan.

Gwrad, guardaespaldas de Carnach.

Corte de Circinn

Drust hijo de Girom (Drust el Verraco), rey de Circinn.

Fergus, consejero.

Bargoit, consejero.

Hermano Suibne, asesor religioso de Drust el Verraco.

Cealtran, un jefe de clan.

Banmerren

Fola, mujer sabia superior.

Kethra, su ayudante principal.

Luthana, profesora de ciencia herbaria.

Derila, profesora de historia.

Morna,

Odha,

Reia,

Deira,

Uist, un druida montaraz.

Sombra, el gato de Fola.

Espuma, la yegua de Uist.

Escotos

Gabhran, rey de Dalriada.

Los Seres Buenos

Telaraña.

Madreselva.

Deidades de los priteni

Prácticas rituales de los priteni

Capítulo 1

El druida se hallaba de pie en la entrada, inmóvil como una figura tallada en la piedra oscura, observando a los jinetes que ascendían por la colina. Había anochecido. El lago de la Serpiente era un débil resplandor al otro lado de la cortina de robles y los grajos volaban para posarse en sus ramas con la última luz del día, graznando en su discordante idioma secreto. Era otoño: ya había pasado el día de la Mesura. Reinaba en la atmósfera un vigorizante frío azul que cortaba la respiración.

Los hombres de armas subieron hasta el terreno llano que había frente a la entrada y fueron desmontando sucesivamente. En un primer momento pareció que no habían traído al niño. El druida se tragó la decepción, la frustración, la ira. Pero entonces Cinioch, que llegó el último, dijo: «Vamos, muchacho, despabílate», y Broichan vio la pequeña figura sentada delante del guerrero, arrebujada en unas envolventes prendas de lana, una figura que los otros movieron rápidamente para bajarla del caballo y conducirla frente al druida para que la inspeccionara.

Era muy pequeño. ¿De verdad ese niño iba a cumplir cinco años, tal como le había dicho Anfreda en la carta donde le notificaba su elección? Seguro que era demasiado pequeño para que lo enviaran allí, a Fortriu, tan lejos de su casa. Seguro que era demasiado pequeño para aprender. El druida volvió a notar que lo invadía la ira y controló su respiración.

- Soy Broichan -dijo bajando la vista-. Bienvenido a Pitnochie.

El niño levantó la mirada y la paseó por el rostro de Broichan, por sus oscuras vestiduras, por el báculo de roble con sus intrincadas marcas, por el cabello oscuro peinado con abundantes trencitas atadas con hilos de colores. Al niño se le estaban cerrando los ojos; estaba medio dormido de pie. Había sido un largo viaje desde Gwynedd, dos cambios de luna de camino.

El druida observó en silencio cómo el niño enderezaba los hombros, alzaba el mentón, respiraba hondo y fruncía el ceño para concentrarse. El chico habló con voz temblorosa pero clara:

- Soy Bridei, hijo de Maelchon. -Otra respiración; se estaba esforzando para que le saliera bien-: Que la…, la Brillante ilumine tu camino. -Su mirada se alzó hacia Broichan, unos ojos azules como el aciano; había miedo en ellos, estaba claro, pero aquel renacuajo no permitía que eso le supusiera un obstáculo. Y, gracias a los dioses, Anfreda le había enseñado a su hijo el idioma de los priteni. Eso le facilitaría enormemente la tarea a Broichan. Al fin y al cabo, tal vez no fuera demasiado pequeño con cuatro años.

- Que el Guardián de las Llamas caliente tu hogar -repuso Broichan, pues aquélla era la respuesta formal adecuada. Escudriñó aquellos pequeños rasgos con más detenimiento. La mandíbula firme era la de Maelchon; lo mismo ocurría con su erguida postura, la férrea voluntad que mantenía aquellos ojos abiertos a pesar de la influencia del sueño y evocaba las palabras memorizadas en medio de la extrañeza de su repentino despertar en un mundo diferente. Los dulces ojos azules, el rizado cabello castaño y el ceño fruncido eran de Anfreda. La sangre de los priteni corría fuerte y pura en aquel niño. La madre había elegido bien. El druida estaba satisfecho.

- Ven -dijo Broichan-. Te mostraré dónde dormirás. Cinioch, Elpin, Urguist, bien hecho. La cena os espera dentro.

En el interior de la casa el niño siguió en silencio a Broichan, que lo condujo por delante de las miradas francamente curiosas de sus sirvientes hacia el salón, ocupado por los dos ancianos, Erip y Wid, y una maraña de grandes sabuesos frente al fuego. Los perros levantaron la cabeza y gruñeron una advertencia. El niño se estremeció pero no emitió ni un solo sonido.

Los ancianos tenían un juego de tablero y unas piezas de hueso sobre la mesa, entre los dos. A Bridei le llamaron la atención las sacerdotisas, los guerreros y los druidas tallados; ninguno de ellos era más grande que el dedo meñique de una persona. Vaciló un momento delante de ellos.

- Bienvenido, muchacho -dijo Erip con una sonrisa desdentada-. ¿Te gustan los juegos?

Un asentimiento con la cabeza.

- En tal caso has venido al lugar adecuado -terció Wid al tiempo que se acariciaba la barba blanca-. Somos los jugadores más destacados en todo Fortriu. Acorralar Cuervos, Batir la Muralla, Avance y Retirada, somos expertos en todos ellos. Te pareces a tu madre, muchacho.

Los ojos azules contemplaron al anciano con mirada inquisitiva.

- Es suficiente -dijo Broichan-. Vamos, ven por aquí. -Tenía que recordarles a Wid y a Erip que la educación del niño iba a estar bajo su control exclusivo.

En aquel momento empezaba la nueva vida de Bridei; el chiquillo debía recorrer el camino sin el peso de saber quién era y en qué tenía que convertirse. Ya habría tiempo de sobra para eso cuando creciera. Disponían de diez años, quince si los dioses les sonreían. En ese espacio de tiempo Broichan tenía que moldear a ese chiquillo para convertirlo en un joven capacitado en todos los sentidos para el importante papel que estaba destinado a desempeñar en el futuro de Fortriu. La educación de Bridei tenía que ser impecable. De hecho, era mejor que hubiera venido pronto. Quince años apenas serían tiempo suficiente.

- Ésta es tu habitación -dijo Broichan, y colocó la vela que llevaba en un estante. Bridei recorrió con la mirada la reducida estancia con su estrecha cama, su arcón para guardar cosas, su pequeña ventana cuadrada con vistas a los susurrantes abedules y a un pedazo de cielo oscuro-. Pareces cansado. Ahora duerme, si quieres. Iniciaremos tu educación por la mañana.

* * *

En Pitnochie la gente siempre andaba atareada. Bridei se convirtió en un experto en evitar a Mara, el ama de llaves de semblante adusto, y al malhumorado cocinero, Ferat, cuando les daban órdenes a gritos a sus desventurados ayudantes o concentraban sus considerables energías en sacudir el polvo de los tapices de la pared o en darle la vuelta a medio añojo en el asador. Incluso los dos ancianos estaban siempre haciendo algo. A menudo discutían, aunque nunca se enojaban. Sencillamente parecía gustarles no estar de acuerdo sobre las cosas.

Bridei también estaba muy ocupado. Las lecciones de Broichan constituían un reto para él, puesto que empezaron con la ciencia de las plantas, árboles y criaturas y pasaron rápidamente a incluir la práctica de las disciplinas personales del silencio y la concentración. Según dijo Broichan, Bridei era unos años menor que los chicos que se marchaban a los nemetones para recibir formación druídica, pero no demasiado joven para iniciarse en una tarea semejante.

Durante un tiempo Bridei reprimió las lágrimas todas las noches mientras estaba tendido en su habitación esperando dormirse. Pero su madre, su padre y sus hermanos mayores no tardaron en desvanecerse de su memoria. Ciertos detalles permanecieron con él: el ancho cinturón de su padre, de cuero oscuro con una hebilla de plata en forma de caballo. Un dulce aroma que asociaba con su madre, de violetas o de alguna otra flor silvestre. Cuando incluso esas cosas se estaban volviendo lejanas en su mente, recordó las palabras de su padre al despedirse: «Obedece en todo a tu padre adoptivo. Obedece, aprende y no llores.»

Las estaciones pasaban y Bridei siguió aquellas instrucciones al pie de la letra. Se sentía satisfecho al ver que, modestamente, estaba cumpliendo con las expectativas de su padre. Erip y Wid, que también contribuían a su educación, le habían hablado sobre el ahijamiento: que ayudaba a las familias a formar alianzas y a hacer más fuertes y más útiles a los jóvenes cuando regresaran a casa. Se preguntó por qué su familia lo había elegido a él para enviarlo fuera y no a uno de sus hermanos, y se lo consultó a Broichan.

- Porque tú eras el más apto -dijo el druida.

- ¿Cuándo me iré a casa?

Broichan volvió sus ojos oscuros e impasibles hacia el chiquillo.

- Esa es una pregunta que sólo los dioses pueden responder, Bridei -contestó-. ¿Estás descontento aquí, en Pitnochie?

- No, mi señor. -Y no lo estaba, pues le gustaban sus lecciones. Era tan sólo que, algunas veces, se preguntaba por qué estaba allí.

- Entonces no vuelvas a hacerme esa pregunta.

El calvo Erip y Wid, con su nariz aguileña, no tardaron en hacerse amigos de Bridei. Los ancianos sabían montones de trucos. Durante el primer invierno Bridei aprendió el juego de las pequeñas figuras talladas. Wid le enseñó a hacer un cuervo, un venado y una liebre de orejas largas con la sombra de sus dedos proyectada sobre la pared mientras una vela ardía detrás. Se estaban riendo de esto cuando Broichan, impasible, creó una imagen en la pared que no podían haber formado unas manos delante de una llama… ¿Qué hombre con tan sólo diez dedos a su disposición puede sacar de la nada un dragón con aliento de fuego, batiendo las alas y persiguiendo a toda una horda de guerreros aterrorizados?

En primavera, cuando se aproximaba el día del Equilibrio, Broichan se fue al bosque para orar y meditar en solitario. Estuvo fuera tres días y, en su ausencia, los ancianos enseñaron a su hijo adoptivo a engullir una taza llena de cerveza de un solo trago. La primera vez que lo intentó, Bridei vomitó sobre las losas y los perros tuvieron que lamer lo que había derramado. El druida regresó con una mirada extraña en los ojos y cierta palidez en el rostro. No dijo nada sobre el tiempo que había estado fuera. Pero pronto descubrió lo que había ocurrido durante su ausencia. La noche siguiente, cuando Bridei fue al salón para cenar, los ancianos no estaban.

El muchacho no era consciente de su soledad. Las palabras de despedida de su padre significaban que debía aceptar lo que se le presentara, tenía que afrontarlo y seguir adelante. Antes tenía una familia, y lo habían enviado lejos. Erip y Wid se habían portado muy bien con él y ahora se habían ido. Aquello debía servir de lección. Broichan decía que de todo se aprendía.

Por regla general, las clases del druida versaban sobre las señales: las que se podían ver, tales como la forma en que las hojas de los abedules pasaban de una cauta hinchazón a un fresco y verde despliegue, del verdeante vigor de pleno verano al seco y crujiente marrón de la época de las heladas; la forma en que se marchitaban, colgaban y caían luego para transformarse en frágiles esqueletos y para perderse en el rico mantillo que cubría el bosque y nutría al árbol padre. La manera en que aguardaban las hojas nuevas, ocultas, durante la época oscura, como un sueño en el fondo de tu mente que no puedes acabar de expresar con palabras. Había otras señales que quedaban atrás, cadenas y enlaces tan grandes e intrincados que Bridei creyó que se haría viejo antes de entenderlos de verdad. Pero intentó captarlos, escuchó con atención y observó a su padre adoptivo con el mismo detenimiento con que un animal joven observa a sus mayores, aprendiendo las grandes lecciones: cazar o morirse de hambre, esconderse o que te atrapen, volar o caerse.

Durante el transcurso de aquel primer año el chiquillo estuvo junto al alto y severo druida en todos y cada uno de los rituales que señalaban el cambio de las estaciones. Primero fue el Umbral, el más secreto de todos, la entrada a la época oscura, la época de descanso, cuando la Diosa Madre proyectaba una sombra alargada sobre la tierra y la hierba se escarchaba, los estanques se helaban y las noches se prolongaban hasta que todos ansiaban ver el sol. En el ritual del Umbral una criatura derramaba su sangre y entregaba su vida allí mismo, delante de ellos, sobre una losa de piedra antigua. Broichan no le pidió a su hijo adoptivo que empuñara el cuchillo, eso lo hizo él. Pero sí le exigió que observara con estoicismo. La sangre del gallo lo salpicó todo. A Bridei no le gustó el sonido que hizo al morir, aun cuando el druida llevó a cabo el acto de manera rápida y limpia. Era necesario; la Diosa Madre así lo requería. Así lo esperaba, por todo el territorio de Fortriu. Después Broichan invitó a los espíritus de los ancestros al banquete. Se les destinó un lugar en la mesa. Si entrecerraba los ojos, Bridei creía que podía verlos, unas sombras pálidas y tenues de guerreros adustos, mujeres esbeltas y un niño silencioso aquí y allí.

Luego vino el Solsticio de Invierno, el día de la Brillante. En aquella ceremonia la presencia de la Diosa Madre todavía era fuerte, pero a partir de entonces su dominio se iría debilitando día a día, a medida que el sol naciente avanzara con lentitud hacia el este. Se colgaron ramitos de celidonia por toda la casa, con lustrosas hojas de acebo y bayas rojas como la sangre; pronto habría nueva vida y aquéllas eran sus primeras promesas. El hecho de que la Brillante se hallara en perfecta plenitud la noche del solsticio era un presagio de que se avecinaba un año particularmente bueno, le explicó Broichan a su discípulo. Si eso ocurría, era un signo certero de la bendición de aquella reluciente diosa sobre los habitantes de la casa y las labores que éstos realizaban. Habría cosechas copiosas y corderos cebados; los árboles se combarían con el peso de sus frutos y las criaturas recién nacidas se desarrollarían estupendamente. Se le ocurrió a Bridei que, aunque Pitnochie tenía avena, ovejas y perales, allí no había ningún bebé, y ningún otro niño aparte de él. Exceptuando a Mara, el ama de llaves, la de Broichan era una casa de hombres.

Después del solsticio venían otras festividades: el Baile de la Doncella, consagrada a la Diosa de las Flores, la de las cosas que crecen; el Equilibrio, el día del equinoccio; el Auge, sobre el que Broichan no le reveló demasiado aparte de decir que en otros lugares, entre otras gentes, significaba algo más, y que Bridei ya se enteraría de los detalles cuando fuera mayor. En el Auge los días eran cálidos, el aroma de las flores flotaba profusamente en la atmósfera, las abejas zumbaban, los pájaros cantaban y Broichan permitía que los guerreros visitaran el poblado situado al sur de Pitnochie, un privilegio que tan sólo se concedía en contadas ocasiones. Bridei nunca había visto el poblado. Broichan dijo que no había ningún motivo para que fuera más allá de la casa y el jardín. Seguía el Solsticio de Verano, cuando el Guardián de las Llamas tenía más fuerza; la fiesta de la cosecha de la Recogida; y la Mesura, cuando la oscuridad y la luz caían de nuevo en perfecto equilibrio antes de que el año se apresurara hacia su final, hacia otro Umbral.

Bridei observaba y aprendía, repasando los rituales en la quietud de su pequeña habitación todas las noches antes de dormir, practicando los movimientos firmes y rítmicos que Broichan empleaba, ensayando el trazado del círculo, los solemnes saludos y despedidas. Al principio se esforzó mucho por las palabras que su padre le dijo al despedirse, porque sabía que era lo que se esperaba de él. Al cabo de no mucho tiempo ya estaba aprendiendo porque en su interior tenía ansias de saber, una fascinación por las cosas misteriosas y poderosas que Broichan podía revelarle. Cuanto más descubría, más quería saber. Los rituales eran un buen ejemplo. No era sólo cuestión de realizar todos los movimientos. Broichan lo había dejado claro desde el principio. Uno debía conocer a los dioses, todo lo que los dioses pueden llegar a conocerse; uno debía amarlos y respetarlos y comprender el verdadero significado de las festividades hasta el punto de que los conocimientos se alojaran en lo más profundo de su ser, fluyeran con la sangre y existieran en cada respiración. Semejante aprendizaje era un proceso que duraba toda la vida; uno nunca dejaba de esforzarse por alcanzar un vínculo más puro entre la carne y el espíritu, entre hombre y dios, entre este y el Otro Mundo. Era un misterio tan maravilloso como terrible, dijo Broichan, y se harían viejos antes de alcanzar su verdadero núcleo.

Donal llegó en primavera, cuando Bridei tenía seis años. Donal era un guerrero con un feroz dibujo azul que le cubría las mejillas y la barbilla y un magnífico diseño de aros entrelazados en torno a los abultados músculos del brazo. Tenía los ojos muy juntos, una mandíbula amedrentadora y una sonrisa que hacía que Bridei se la devolviera sin ni siquiera pensarlo. Salían juntos a cabalgar, el niño montando a Perla, el poni de carácter dulce que Donal había traído para él, y el guerrero en un caballo huesudo de un color extrañamente moteado que se llamaba Fortuna. Para tratarse de un caballo de batalla era una elección inusual, pero también podría no ser tan extraña, dijo Donal; ¿acaso Fortuna no había llevado a su jinete en tres batallas contra los escotos, que eran unos desgraciados mal nacidos de cabello color zanahoria, sin que hombre ni bestia tuvieran ni una sola marca que lo demostrara? Bueno, hubo uno o dos dientes rotos -de Donal- y un pequeño rasguño en la oreja -la de Fortuna-, pero allí estaban, sanos y salvos, disfrutando de una vida magnífica cabalgando por los bosques con el hijo de un druida. Si eso no era tener suerte, ¿qué era entonces?

- Ahijado -lo corrigió Bridei.

- ¿Y eso qué es?

- Broichan no es mi padre. Él me está enseñando. Cuando sea mayor, regresaré a casa. -Bridei no estaba seguro de que fuera así, pero no podía imaginarse qué otra cosa podía tenerle reservada su padre adoptivo.

- ¿Ah, sí? -Era lo que Donal decía siempre. Significaba tal vez sí, tal vez no: una respuesta segura. Era el tipo de respuesta que aseguraría que Donal permaneciera en casa del druida más tiempo que los ancianos.

- Quiero galopar -dijo Bridei, que rozó los flancos de Perla con los talones, y salieron los dos de bajo los robles, cruzando la ladera por encima del lago. A Donal, un hombre alto montando un caballo grande, le resultaba difícil igualar el paso del poni en un terreno como aquél y Bridei fue delante todo el camino y lo condujo a un lugar donde la ladera descendía abruptamente en una maraña de zarzas y brezos. Los robles crecían en el borde de aquella brusca hendedura, pero dentro de sus umbríos confines sólo había árboles más pequeños cuya especie era difícil reconocer puesto que todos crecían torcidos, con formas arrugadas y extrañas. Incluso en un día como aquél, de los más despejados, la neblina flotaba sobre la grieta, y en la atmósfera reinaba una misteriosa quietud que destilaba miedo.

- ¿Qué lugar es éste? -preguntó Donal al llegar junto a Bridei y desmontar con un experto balanceo que lo llevó de la silla al suelo-. Creo que me produce una mala sensación. Mejor será que no nos entretengamos por aquí.

- Hay un sendero -dijo Bridei-. Mira.

No era fácil ver el camino, pues los aferrados zarcillos de los helechos y las dactiladas ramas de los arbustos bajos se extendían para ocultarlo. La niebla no alcanzaba la altura de una persona por encima del camino, que era estrecho y estaba formado de tierra bien apisonada: no era una brecha natural, sino que la habían hecho.

Donal vaciló.

- ¿Has venido por aquí alguna vez, muchacho? -inquirió. Bridei movió la cabeza en señal de negación.

- A mí no me gusta el aspecto que tiene -dijo el guerrero entre dientes al tiempo que hacía una pequeña señal con los dedos-. Si nos metemos por aquí, lo más probable es que nos encontremos en un diminuto claro rodeados de Seres Buenos que se divierten y que por la mañana nos despertemos en un reino desconocido del que nunca podremos regresar a casa.

- ¿Sólo un vistazo rápido? -preguntó Bridei, pues aquello parecía una aventura. El poni se estremeció y agitó las orejas.

- En un sitio como éste no hay vistazos rápidos -replicó Donal en tono severo, y volvió a montar su caballo-. Ésa es una de esas entradas de las que hablan, lo veo claramente; mira esas piedras que hay allí junto a lo alto del sendero. Son una protección, puesta ahí por personas como tú y yo para evitar que otros vayan donde no son bienvenidos. O quizá son una advertencia a los de nuestra especie para que no vayamos por ahí. Venga, muchacho.

Bridei no era un niño testarudo; no se le ocurrió desobedecer. Además, estaba claro que Perla estaba tan ansioso por irse a casa como Donal. Mientras cabalgaban de vuelta a la casa, el valle oculto siguió obsesionando a Bridei, un enigma que exigía ser resuelto.

Había una manera buena y otra mala de hacer preguntas al druida. Bridei no debía plantearlas durante la cena como si tal cosa. Hacerlo así significaba recibir la respuesta de unas cejas arqueadas, una sonrisa enigmática y el silencio. Había algunas preguntas que el chico estaba aprendiendo a no hacer en absoluto: indagaciones sobre su madre, por ejemplo, o sobre el motivo por el que no podía bajar al poblado donde los hombres habían mencionado que había otros chicos de más o menos su misma edad. No habría buenas respuestas para esas preguntas. El momento para hacer preguntas era en el contexto de una lección, y debían presentarse de manera que fueran relevantes en el tema del día.

Por suerte, en aquel punto de la educación de Bridei, Broichan trataba de los hechizos y protecciones de índole doméstica. El muchacho ya había aprendido que había tres tipos de magia. La magia profunda, que era de la tierra y el cielo, del arroyo y la llama, del lento sueño en el corazón de las cosas, ésa era la magia que más tardaba en aprenderse v la más difícil de conocer. La magia alta era la que utilizaban los hechiceros más poderosos y, en ocasiones, los druidas. La magia alta era peligrosa; podía cambiar el curso de las guerras y derrocar reyes. En aquellos días rara vez se veía. Por último estaba la magia doméstica, que era la que habían estado estudiando. Ésta la podía utilizar cualquiera, siempre y cuando se tuviera cuidado. Los pequeños errores podían hacer que saliera mal; uno podía acabar con las cosas del revés, por así decirlo, si no aplicaba el hechizo exactamente de forma correcta. La gente común y corriente, como los habitantes de las casitas de arriba y abajo del lago, la usaban para aplacar o rechazar las presencias maliciosas que salían de los bosques con la luna llena o se aferraban a los botes de pesca del lago en los días de neblina.

El caso de los bebés, por ejemplo. Todo el mundo sabía que un recién nacido no estaba a salvo hasta que no metían una llave en su cuna: ese pequeño talismán aseguraba que los Seres Buenos no se llevarían al pequeño de la casa y dejarían en su lugar una figura diminuta hecha con ramas y hierbas entrelazadas. La llave afianzaba al niño a su casa. También había puertas que tenían que protegerse contra la posible entrada de espíritus entrometidos. Había muchas maneras distintas de hacerlo, enterrando sal de hierbas concretas, por ejemplo, o clavando clavos de hierro en la madera.

Broichan y el chico llevaban varios días trabajando en este tipo de cosas y Bridei ya sabía por qué los enebros crecían junto a la entrada de las casitas de la Cañada y el motivo de los círculos de tiza en las puertas de entrada. Aquéllos eran los encantamientos más básicos, sencillos de preparar pero de efectos poderosos. El bosque albergaba muchas formas de vida. Los lobos acechaban al viajero solitario; un jabalí podía volverse contra un cazador, rajarlo y pisotearlo con los colmillos y las pezuñas. La habilidad y el sentido común se ocuparían de esas amenazas. Los zorros acudían a robar en el gallinero y las águilas a llevarse a los primeros corderos. La vigilancia y una buena administración podían rechazar tales peligros, en su mayor parte. Un granjero siempre sufriría algunas pérdidas; así eran las cosas en la naturaleza, para que tanto los hombres como los animales pudieran sobrevivir. Una cosa eran las criaturas, que no tenían que subestimarse, por supuesto, pero las personas corrientes estaban capacitadas para ocuparse de ellas. Los Seres Buenos eran otra cosa totalmente distinta. Los Seres Buenos. El nombre inducía a error. La gente lo utilizaba, le explicó Broichan a su pupilo, para no ofender.

- Tienen otros nombres, ¿sabes, Bridei? -le dijo con gravedad mientras estaban sentados en un banco de piedra frente a las cenizas de la fogata de la pasada noche. La primera luz del día empezaba a filtrarse en el interior, fría y pura, a través de los cristales de colores de la ventana redonda de la sala del druida. Formaba un dibujo en las losas, rojo, violeta, azul medianoche. Bridei se subió la capa alrededor del cuello y enterró las manos en sus pliegues. No dejaría que el druida viera que temblaba, aunque tenía frío en todas partes-. Nombres que no pronunciaré en voz alta fuera de casa, pues enojar a esa gente es invitar a que te hagan daño. Sus verdaderos nombres son tales como… -el tono de voz de Broichan quedó reducido a un susurro- el Urisk, que habita tras el rocío de la cascada y sigue a los hombres por la noche gritando su soledad; o los Tarans, espíritus de chiquillos que murieron en la cuna; o la Hueste de los Muertos. Hay muchos como éstos, todos distintos, todos peligrosos a su manera particular. Muchos de ellos tienen una apariencia hermosa. Y les damos un nombre hermoso. Eso en sí mismo ya es una protección contra el daño.

Bridei asintió con un movimiento de la cabeza y con la esperanza de que el druida no oyera cómo le castañeteaban los dientes.

- Hay que respetarlos en todo momento -le dijo Broichan con gravedad-. Respetarlos y temerlos; no puedo añadir «fiarse de ellos», porque esa gente no entiende la palabra como nosotros. Nuestros conceptos de lealtad y confianza les resultan incomprensibles. No obstante, una persona sensata conoce la importancia de semejantes seres en el orden de las cosas. Todos dependemos unos de otros, plantas y criaturas, piedras y estrellas, Seres Buenos y género humano por igual. Y ahora -Broichan se puso de pie- levántate, cierra los ojos y enumérame los talismanes que has visto colocados para proteger mi casa contra las entradas no deseadas.

Bridei se levantó. No había habido estudio para eso, ni una visita de inspección, ni preparación alguna: sencillamente la expectación siempre presente de que observaría y aprendería, a cada momento de cada día. Cerró firmemente los ojos y vio en su mente la casa larga y baja de piedra gris, la techumbre de paja y juncos oscurecida por la lluvia y el hielo, las plomadas colgando de sus robustas cuerdas. Se imaginó los márgenes de la vivienda, las plantas que allí crecían, el trazado de los senderos circundantes. Luego las puertas, las aberturas, todas las salas, todos los rincones. Los enumeró para el druida con todos los detalles que pudo: enebro, helechos y romero, un sendero de guijarros blancos formando un círculo, una caja de piedras agujereadas debajo de las escaleras de entrada. Tres clavos en la puerta trasera, un triángulo. Coronas de hojas y pinchos encima de las puertas, una ristra de ajos.

- ¿Y? -preguntó Broichan.

Por un instante la memoria de Bridei vaciló; respiró profundamente y prosiguió:

- La ventana, la especial… es redonda como la luna llena. Esa es la bendición de la Brillante sobre todos nosotros. El cristal de colores es así para que… los Seres Buenos no puedan ver dónde está la entrada.

- ¿Y?

- Y… cosas normales, que no son mágicas. Mara saca cuencos de leche. Ferat pone una hogaza de pan bajo los serbales. Así los Seres Buenos no les harán daño ni a las vacas ni a los caballos.

- ¿Algo más?

Hubo una pausa.

- Uno nunca termina de aprender -dijo Bridei. Era una de las frases favoritas de su padre adoptivo-. Pero esto es todo lo que se me ocurre ahora. Y tengo una pregunta, mi señor.

- Puedes abrir los ojos, hijo -dijo el druida. Bridei parpadeó y vio, aliviado, que su padre adoptivo estaba poniendo leña en el hogar. A Broichan se le daba muy bien encender el fuego; lo único que le hacía falta para conseguir las llamas era una o dos palabras pronunciadas entre dientes y un chasquido de sus largos dedos. Los troncos de pino llamearon, prendieron y empezaron a arder vivamente. El calor se extendió por la estancia, alcanzando los dedos entumecidos de Bridei, la nariz helada, las orejas doloridas.

- Siéntate, muchacho. Plantea tu pregunta.

- ¿Qué significa cuando hay un montoncito de piedras blancas colocadas junto a un sendero? ¿Quiere decir que pases o que no pases?

Ya se le estaban descongelando las manos. Broichan chasqueó los dedos y uno de los hombres de la cocina trajo gachas de avena, leche y una jarra de aguamiel en una bandeja.

- Cómete el desayuno, Bridei -dijo el druida con una mirada ausente en los ojos y el ceño un tanto fruncido-. Dime, ¿Donal te ha llevado por senderos que no deberías haber pisado?

Bridei se sonrojó, con una cucharada de gachas a medio camino de sus labios.

- No, mi señor. Fui yo quien lo llevó. No fuimos por ese sendero, el de las piedras. Donal dijo que era mejor que no lo hiciéramos. Los caballos estaban asustados. Dijo que tenía que preguntarte sobre ello.

- ¿Antes de volver para explorar más, quieres decir? -el tono de Broichan no era enojado.

- No si tú dices que no lo haga, mi señor. ¿Conoces ese lugar?

Broichan se sirvió aguamiel e hizo caso omiso de las gachas. Tomó un sorbo, reflexionó y dejó la taza en la mesa.

- Primero tengo otra pregunta para ti -contestó.

Al parecer la lección no había terminado todavía. Bridei volvió a poner el cuenco de gachas en la bandeja y se quedó sentado sin moverse, esperando.

- No eres poco observador. Tienes buen ojo para las cosas que protegen la casa de los intrusos. Quiero que vuelvas a considerar tu respuesta, y esta vez no contestes la pregunta como un niño recitando algo aprendido, contesta como un druida, usa la cabeza.

Bridei pensó rápida e intensamente. No estaba seguro de cuál era la respuesta que quería Broichan. Quizá la clave estuviera en la propia pregunta.

- No se trata únicamente de los Seres Buenos -dijo, teniendo en cuenta las posibilidades-. Hay otras clases de peligros. Unos peligros contra los que no puedes usar hechizos.

- Continúa -dijo Broichan.

- Donal me enseña a montar -ahora Bridei pensaba en voz alta-, pero también es una especie de guardián. Aquí hay montones de hombres armados. Sé que puedes invocar las brumas y lanzar encantamientos a los árboles para que cambien de sitio. Aquí no viene mucha gente. Y siempre llevas un cuchillo escondido en tus vestiduras. Creo que hay peligro. Tú no sales mucho, aun cuando eres el druida del rey. Erip dice que eres el hombre más inf…, infer… influyente de todo Fortriu.

- ¿Qué significa eso? ¿Influyente?

- Puedes hacer que la gente haga lo que tú quieres -se aventuró a decir Bridei.

- ¡Ja! -El sonido que emitió Broichan fue casi como una risa, pero no tenía nada de alegre. Bridei se quedó callado, preocupado porque su respuesta hubiera contrariado al druida.

- ¡Ojalá fuera cierto! -añadió Broichan, que tomó una cuchara y la hundió con evidente desagrado en las gachas que se estaban enfriando y en cuya superficie se estaba formando una capa grisácea-. ¡Ojalá prevaleciera la sabiduría en esta tierra confusa y sumida en la ignorancia, Bridei! Un druida, por muy influyente que pueda ser, no puede reunir suficiente poder para sanar las dolencias de Fortriu.

Bridei reflexionó sobre ello y se olvidó del desayuno.

- Pero tú puedes hacer fuego, cambiar el tiempo, y sabes muchísimas cosas, hechizos y amuletos, plantas y animales -dijo-. ¿Acaso no eres el hombre más poderoso? ¿Más incluso que los reyes?

Broichan lo miró con unos ojos oscuros y vigilantes como los de un halcón.

- Se te están enfriando las gachas -comentó-. Será mejor que te las termines. Ni el guerrero más audaz opta por cabalgar hacia la batalla con el estómago vacío. Es lo que te diría Donal.

Para entonces Bridei ya se estaba acostumbrando a la manera de hablar de Broichan. Engulló ese revoltijo espeso y se reservó sus pensamientos. Tenía la sospecha de que, a pesar de sus artimañas y rarezas, no era a los Seres Buenos a los que más había que temer. El peligro provenía de otra parte: del mundo de los hombres.

Bridei se terminó el desayuno y salió del salón con su pregunta todavía sin responder. Cuando fue a los establos a la hora señalada, la yegua negra del druida, Afín, estaba esperando, ensillada, junto al pequeño y pulcro Perla y al patilargo Fortuna. Broichan y Donal estaban enzarzados en una conversación, pero ambos se callaron cuando Bridei se acercó.

- Llévanos al lugar del que me hablaste, chico -dijo el druida-. Enséñanos las piedras, la niebla, la entrada. Aproxímate con la debida cautela. Aplica lo que has aprendido. No vayamos dando tumbos por el bosque; tal vez dejes que tu poni haga el trabajo, pero debes ayudarlo en su camino como si anduvieras sobre tus propios pies, sin perder en ningún momento el pulso de la tierra debajo de ti, ni la conciencia de lo que tienes por encima y en torno a ti. Desplázate siempre por el bosque como una parte de él, Bridei, no como un intruso. De esa forma no necesitas hechizos de protección. ¿Montamos?

Era una hermosa mañana. La atmósfera retenía el frío vigorizante del otoño; no faltaba mucho para las primeras heladas. Los caminos estaban cubiertos de una tupida capa de hojas caídas, marrones, doradas, ocres y rojizas amontonadas aquí y allá en grandes pilas, como el tesoro escondido de un dragón. Seguían cayendo cuando la brisa agitaba las ramas, ya un susurro de amarillo, ya una frágil lágrima roja como la sangre. Las patas de los caballos emitían un suave crujido al pasar. Bridei distinguía la nube que formaba el aliento de Perla y la que formaba él, más pequeña. Se alegró de haberse puesto el sombrero de piel de oveja.

Consciente de las instrucciones del druida, Bridei montaba con cuidado, mirando a su alrededor. Había cosas extrañas en aquel bosque, eso ya lo sabía por sus paseos; cosas que creías ver con el rabillo del ojo y que ya no veías cuando las mirabas directamente. Reflejos rojos que no eran hojas; repentinos movimientos susurrantes que no eran pájaros al pasar. Arbustos que crecían allí donde el día anterior no había habido más que rocas cubiertas de musgo; sonidos parecidos a risas o cantos en lugares alejados de las moradas humanas más próximas. Bridei se estremeció. Seres Buenos era un nombre amistoso, un nombre agradable. Lo que Broichan le había contado sobre ellos era otra cosa.

Los jinetes pasaron bajo unos grandes robles y se detuvieron al borde de la súbita hendidura de la ladera. Bridei desmontó. El montoncito de piedras seguía allí. Al otro lado del sendero había entonces un idéntico mojón en miniatura. Entre los dos, el empinado camino, envuelto en su vaporoso manto, se adentraba en las profundidades del valle oculto.

Los otros dos se habían apeado de sus monturas. Donal sostenía las dos riendas. Broichan, con sus ojos de párpados caídos, observaba a Bridei.

- La decisión es tuya, muchacho -dijo el druida-. Interpreta las señales y dinos qué hacer.

- Seguimos adelante -respondió Bridei inmediatamente, y el corazón le dio un vuelco con una mezcla de excitación y temor-. La última vez Perla tenía miedo de ir por aquí. Hoy no tiene miedo, ¿lo veis?

- De todas formas -replicó Broichan- dejaremos los caballos aquí con Donal para que los vigile. La clase de problemas de los que él puede protegernos no van a perseguirnos en un lugar tan misterioso como éste. Por otro lado, en estos bosques hay ciertas fuerzas con un ojo particularmente bueno para la buena carne de caballo, y esta velada cañada parece precisamente el tipo de lugar que sería de su agrado. Tu pequeño Perla estará mucho más seguro aquí, por muy dispuesto que esté a seguirte.

Donal parecía más que contento de quedar fuera de la expedición. Ató flojamente a los caballos y al poni y luego se acomodó contra el sólido tronco de un roble con sus largas extremidades separadas entre las raíces, aparentemente descansando. Era una pose engañosa; la mirada de aquellos ojos entrecerrados, la posición estratégica del cuchillo y la daga que podía agarrar con un rápido movimiento de las manos le eran familiares a Bridei. Donal ya le había dado unas cuantas lecciones que no tenían nada que ver con los caballos.

Mientras caminaba por el empinado sendero detrás del druida, el muchacho tuvo la extraña sensación de que las plantas trepadoras, los aferrados arbustos, las púas, pinchos y espinas se replegaban sobre sí mismos; que el sofocante y enmarañado manto de sotobosque había optado por dejar pasar a los intrusos aquel día en concreto. Se preguntó si sería el resultado de un hechizo lanzado por Broichan, pues sabía que el druida poseía un dominio considerable sobre las fuerzas de la naturaleza. En aquellos momentos no había ningún indicio de magia. Broichan simplemente caminaba colina abajo, sus pies calzados con botas pisaban con cuidado por la escarpada pendiente, llevaba el báculo en una mano mientras que con la otra se levantaba los bajos de sus vestiduras para que no rozaran el suelo. Si estaba lanzando algún hechizo no era por medio de sus manos, ni mediante palabras de ensalmo. La magia ya estaba allí, pensó Bridei.

No estaba seguro de qué esperaba ver: gente pequeña escondiéndose debajo de los hongos, quizás, o unos rostros de dientes largos haciendo muecas y sobresaliendo por entre la maleza, o al Urisk surgiendo de entre la niebla y las sombras, con la mirada triste y lastimera y las manos extendidas. En realidad, lo único que había era el manto vaporoso de un gris azulado y el sendero que se adentraba cada vez más en su cegadora espesura.

Al final el terreno se volvió llano y, como si, en efecto, estuvieran a merced del encantamiento de un druida, la cortina de bruma se retiró y se encontraron justo al borde de un lago oscuro y profundo. Un paso más y sus aguas hubieran engullido tanto al hombre como al chico. Bridei se tambaleó un poco y luego recuperó el equilibrio. Broichan se había quedado muy quieto de repente. A medida que los jirones de niebla se separaban empezaron a revelarse otros mogotes: unas piedras achaparradas recubiertas por una costra de líquenes y colocadas en torno a aquella laguna de montaña como animales agachados para beber de sus fuscas aguas; una enredadera que se emparraba y enroscaba por todas partes, con sus hojas lanceoladas de un color oscuro como gemas y sus flores unos diminutos puntos del blanco más puro. Aparte de eso la tierra estaba desnuda; allí no crecían arbustos ni helechos, no había frondes que suavizaran los márgenes del lago o bordearan las rocas, excepto aquella única y exuberante enramada que se extendía en profusión siguiendo su propio camino caprichoso. La calma era absoluta. Ni un solo pájaro cantaba; ni una sola criatura se agitó en la maleza junto al camino; ni una mosca perturbó el reflejo en la superficie de la oscura laguna. Era como estar en otro mundo, un reino que no hubiera sido tocado por la mano del hombre, que no hubiera sido hollado por pie humano. Era tal el silencio que reinaba que Bridei creyó oír el latido de su propio corazón.

- Esta hondonada se llama el Valle de los Vencidos -la voz de Broichan era un susurro. En aquel lugar tranquilo aquel hilo de voz era tan molesto como un grito-. Te contaré su historia de camino a casa. Mira el agua, Bridei. Ven, ponte aquí.

El chico notó las manos del druida en los hombros. La presencia de Broichan a su espalda, fuerte y sólida, hizo que se sintiera mucho mejor. Bajó la vista para contemplar las aguas oscuras del lago y se encontró con sus propios ojos que le devolvían la mirada. También vio a Broichan, envuelto en su capa negra, alto y adusto, su tez blanca. Y al lado de él… Bridei apretó los ojos y volvió a abrirlos. ¿Había visto aquello de verdad? Un hacha, brillante, mortífera, cortando el aire con un silbido y la mano del druida que se alzaba para cogerla por la hoja, cortante, ensangrentada, y…

- Ten cuidado, chico -dijo Broichan al tiempo que asía a Bridei del hombro con fuerza-. No pierdas de vista lo que es una visión y lo que es la realidad. Respira tal y como te enseñé, lenta y regularmente. Aquí hay mucho que ver, y no todos los ojos perciben las mismas imágenes. De hecho hay mucha gente que sólo ve agua, luz y uno o dos peces. ¿Qué es lo que te ha alarmado de este modo?

Bridei no contestó. Tenía la mirada fija en la superficie del agua porque en aquellos momentos las imágenes bailaban en ella. El lago emitía unos destellos plateados y escarlatas y le mostró una batalla, no toda entera, sino las pequeñas y terribles partes que componían el todo: hombres gritando, hombres atemorizados, hombres intrépidos llenos de coraje que seguían combatiendo con la mandíbula destrozada, los miembros rotos y unos rostros por los que corría el rojo de la sangre. Hombres con sus heridos a la espalda, con sus muertos sobre los hombros, esforzándose para llevarlos a un lugar seguro aun cuando el enemigo seguía avanzando y avanzando en una persecución implacable y vengativa. Un perrito apostado en fiel vigilancia junto al cuerpo ovillado de su amo muerto, con su blanco pelaje manchado con la vida de aquel hombre y los ojos desolados. Una mano cercenada, una cabeza sin cuerpo, joven, feroz, el hijo de alguien, el hermano de alguien. El enemigo avanzaba como una gran ola, gritando su triunfo, tomando todo lo que se encontraba a su paso. Pasaron y Bridei vio el valle limpio de sus despojos humanos, vacío de todo excepto de un dolor tan profundo que nadie podría volver siquiera a caminar por allí. Era un reino de sombra y neblina, una morada de espíritus intranquilos.

Las imágenes perdieron intensidad, se fueron tornando grises, negras y desaparecieron. Sólo quedó el agua. Bridei respiró hondo; se preguntó si había llegado a respirar mientras miraba el lago.

- El Espejo Oscuro -dijo Broichan, que soltó a su hijo adoptivo y se acuclilló junto a una de las erosionadas piedras. Ahora que Bridei pensaba en ello, sí que parecían unos ancianos sabios que velaran junto a aquella laguna de montaña protegida por la niebla. Había siete: los siete druidas-. De vez en cuando me verás haciendo uso de una herramienta semejante, pero no aquí; yo ejerzo con mi viejo artefacto de bronce y obsidiana, y no me aventuro más allá de las paredes de mi casa para utilizarlo. Como has visto, este lugar admite a quien él elige, y rara vez elige a alguien. Se suponía que tenías que ver algo, y fuiste convocado aquí. ¿Puedes decirme qué se te mostró?

Bridei lo miró sorprendido.

- ¿No lo viste tú también?

- Yo vi lo que vi -repuso Broichan-. ¿Es que no me estabas escuchando? Quizá fuera lo mismo y quizá no. Ahora cuéntamelo.

- Una batalla -dijo Bridei temblando. De pronto no quería hablar de todo aquello. Quería estar cabalgando con Donal, y que el sol brillara, y que la idea del pan y el queso de la cena fuera su pensamiento más importante-. Fue horrible. La gente acuchillaba, gritaba, moría por nada. Había sangre por todas partes.

- Ocurrió hace mucho tiempo -dijo Broichan mientras se dirigían nuevamente hacia el camino-. Los nietos de esos guerreros están muertos y enterrados; sus nietas son ancianas. Su sufrimiento se terminó hace mucho.

- Estuvo mal -dijo Bridei.

- ¿Mal, que el valor sea recompensado con la muerte? Es posible, pero ésa ha sido siempre la naturaleza de la guerra. ¿Cómo sabes que los que fueron asesinados eran de tu propio linaje, Bridei? Quizá los que salieron victoriosos eran los nuestros, y los valerosos derrotados nuestros enemigos. ¿Qué dices a eso?

El muchacho no contestó durante un rato. Nunca había visto nada tan horrible ni tan escalofriante como aquellas imágenes de matanza y pérdida, y esperaba no volver a verlo nunca más.

- No debería ocurrir así -dijo al fin-. Estuvo mal. Su jefe tendría que haberlos salvado. Haberlos sacado de allí a tiempo.

- ¿Así es como lo hubieras hecho tú?

- Yo hubiera ideado un buen plan. Los hubiera salvado.

- En una batalla no se trata de salvar a tus hombres. Se trata de ganar. Un jefe ya cuenta con tener bajas. Los guerreros esperan morir cuando les llegue su hora. Es la naturaleza del hombre en guerra consigo mismo. Pero tienes razón, hijo. Puede hacerse mejor, mucho mejor. Y, en efecto, la clave está en la planificación. Ah, por fin hemos llegado arriba. La caminata me ha dejado bastante hambriento; espero que Donal lleve algo de comer.

Donal, un avezado veterano, no les defraudó. Su alforja estaba llena de pan negro, queso salado y manzanas pequeñas, y se detuvieron a comérselo en un altozano desde el que se dominaba el lago de la Serpiente y donde los caballos podían pacer pastos dulces. A pesar de haber dicho que tenía hambre, Broichan comió frugalmente; mostraba moderación en todas las cosas.

- El Valle de los Vencidos -comentó al fin, mirando por encima de las aguas plateadas que tenían debajo hacia las oscuras colinas del otro lado- fue, en otro tiempo, un lugar de tanta maldad que desde entonces ha inspirado tanto reverencia como repugnancia a la gente. Hubo una batalla; pero esto ya lo sabéis.

- Y murieron muchos hombres -terció Bridei, que de repente perdió el apetito por la crujiente manzana ácida que se estaba comiendo.

- Toda una comunidad -dijo Broichan-, padres, hermanos, esposos, hijos, los hombres de muchas aldeas situadas por todo lo largo de la Gran Cañada. Llevaban mucho tiempo combatiendo con dureza; esto sólo fue el final, el último chispazo de un conflicto que había durado de la siembra a la cosecha. Nuestras fuerzas ya estaban derrotadas; el enemigo había tomado las Islas Occidentales y todo el territorio a lo largo de esa costa y avanzaba hacia el este como una plaga. Parecían dispuestos a arrasar el mismo corazón de Fortriu y no quedar satisfechos hasta que no dieran muerte al último de nuestros guerreros. Ya viste el resultado. Nuestros hombres cayeron allí, los últimos. Cuando el enemigo se marchó, otro ejército salió arrastrándose, las viudas, los huérfanos de padre, los ancianos, y reunieron los restos rotos de su gente. Se los llevaron para enterrarlos. Luego se apostó una guardia en ese lugar. Nadie está del todo seguro de quién está de centinela. La gente habla de un perro que aúlla por la noche en el lugar.

- Un lugar lamentable -comentó Donal.

- El Valle de los Vencidos no es únicamente un escenario de muerte y derrota -dijo Broichan-. Conserva la esencia de los hombres de Fortriu que cayeron allí. Cada uno de esos condenados guerreros albergaba en su corazón el amor por su tierra, por su gente y por su fe. No debemos olvidarlo nunca, a pesar de nuestro dolor por su pérdida.

- Mi señor -inquirió Bridei-, ¿qué enemigo era ése? Tenían una mirada extraña. Me asustaron.

Esa vez fue Donal quien respondió con un tono amargo.

- Los escotos, malditos sean, esa raza del otro lado del agua dejada de la mano de los dioses. Aquella invasión ocurrió bajo el mandato de un viejo rey. Ahora los gobierna su nieto, que se llama Gabhran. Rey de Dalriada. ¡Ja! -escupió junto al camino-. No es más que un intruso con ínfulas entrometiéndose allí donde no lo quieren. Ya hay un rey de más por estos lares; no necesitamos que uno de esos habitantes de las ciénagas venga a vivir aquí como si ésta fuera su casa.

Broichan miró al guerrero y Donal se calló.

- No hablemos de reyes -dijo el druida con suavidad-. Ya habrá tiempo para que Bridei estudie estos asuntos, y expertos consejeros que le ayuden a aprender. Pero eso es para el futuro. Apenas ha empezado a arañar la superficie de lo que debe saber.

Bridei consideró aquello mientras terminaban de comer y se abrían camino a través del bosque de vuelta a casa. Tenía una pregunta que hacerle a Broichan, una pregunta que le rondaba a menudo por la cabeza. Su padre adoptivo hablaba de «más adelante», del «futuro», de todas las cosas que él tenía que aprender. Pero Broichan nunca decía el porqué de todo aquello, qué iba a ser de Bridei cuando terminara el aprendizaje. ¿Volvería a Gwynedd, el hogar de la familia que estaba empezando a olvidar? ¿Se convertiría en un druida como Broichan, alto y adusto, concentrado únicamente en los conocimientos? ¿O acaso su padre adoptivo se refería a otra cosa? Quizá iba a ser un guerrero, como aquellos hombres del Espejo Oscuro. Se estremeció al recordarlo. No parecía una pregunta que pudiera plantear, al menos no directamente.

- Dime, Bridei -dijo Broichan, irrumpiendo en sus pensamientos-. ¿Sabes nadar?

Aquello fue totalmente inesperado. Por otro lado, el método de conversación de Broichan siempre estaba lleno de sorpresas. -No, mi señor. Me gustaría aprender.

- Bien. Entonces tendremos que retener los servicios de Donal durante el invierno, para que pueda enseñarte cuando el tiempo sea lo bastante caluroso. Y a remar también. Menos mal que no te caíste en ese lago. Sus aguas son bastante frías y sumamente profundas.

- Sí, mi señor. -No había nada más que decir. Si te caías en el Espejo Oscuro, pensó Bridei, tal vez ahogarte fuera la menor de tus preocupaciones.

- Mientras tanto -dijo el druida al tiempo que se preparaba para volver a montar en su caballo- el invierno permite el estudio de números y códigos, de juegos y música, y creo que Donal puede utilizar el salón para iniciar un entrenamiento bastante especializado que te preparará para ser un poco más autosuficiente. Puede que yo me ausente durante un tiempo. Designaré a los profesores que sean necesarios.

- Sí, mi señor. -Una cosa era segura, pensó Bridei. No tendría tiempo para aburrirse.

Años después, al retrotraer su pensamiento a aquella época, Bridei se preguntaba si Broichan había olvidado que su ahijado todavía no había cumplido los seis años. Se inclinaba a pensar que no. El druida sencillamente lo había evaluado para descubrir la rapidez con la que podía asimilar la información, cuál era su capacidad de aguante, su disposición para obedecer, y luego estableció un programa de aprendizaje que garantizaría que Bridei absorbiera todo lo que pudiera. Tenía los días muy ocupados. Salía a cabalgar con Donal. Pasaba tiempo aprendiendo a luchar con dos cuchillos, o con uno, o con los puños. Practicaba montando y desmontando de lomos de su poni con rapidez y soltura, tal como había visto hacer al guerrero. Por las tardes Broichan lo instruía en la sabiduría druídica, empezando con el sol, la luna y las estrellas, sus pautas y significados, la alineación de las piedras de clan y los más viejos indicadores desperdigados por todo Fortriu. Ahondaron en el estudio de las deidades y espíritus, del ritual y la ceremonia. Tal como había dicho Broichan, de momento apenas habían arañado la superficie. Por las noches Bridei se quedaba dormido con las enseñanzas enmarañándose y retorciéndose en su cabeza y con el cuerpo dolorido de cansancio. Comía como un caballo y crecía a un ritmo acelerado.

Cuando faltaba algún tiempo para el Solsticio de Verano, Broichan se fue para asistir a un consejo del rey. Los territorios de los priteni se dividían en cuatro partes: Fortriu, donde se encontraba Pitnochie, el reino meridional de Circinn y los territorios más alejados de los caitt y las Islas Luminosas. Cuando Bridei preguntó dónde se emplazaba allí Gwynedd, el reino de su padre, Broichan sonrió.

- Gwynedd es otro territorio, Bridei -le dijo-. El pueblo de tu padre no pertenece a los priteni. ¿No recuerdas lo que tardaste en llegar hasta aquí a caballo?

El recuerdo ya se estaba desvaneciendo. Bridei no dijo nada.

- En el consejo habrá representantes de dos reinos -le explicó Broichan-. Nuestros territorios están divididos; fue un día aciago cuando Drust, hijo de Girom, se convirtió al cristianismo y su reino de Circinn se separó de Fortriu. Aquí, en el norte, tenemos la suerte de contar con un rey leal a los antiguos dioses. Drust hijo de Wdrost, conocido como Drust el Toro, ostenta el poder sobre todos los territorios de la Gran Cañada. Cuando me llaman druida del rey, se refieren a Drust el Toro. Es un buen hombre.

Bridei deseaba que Broichan no se fuera. Su padre adoptivo no sonreía mucho; no bromeaba ni jugaba a juegos como habían hecho los ancianos. Pero sabía muchas cosas interesantes y siempre estaba dispuesto a compartirlas. Escuchaba como era debido cuando Bridei quería explicar algo, no como Mara, que siempre estaba demasiado atareada, o Ferat, que con frecuencia parecía no oírlo. Broichan siempre tenía tiempo para Bridei, que, aunque el druida rara vez ofrecía palabras halagadoras, había aprendido a reconocer cierta expresión en los ojos oscuros de su padre adoptivo, una mirada que demostraba que estaba satisfecho. Deseaba que Broichan se quedara en casa.

Llegó el día. Afín estaba ensillado y listo en el patio; cuatro guerreros iban a cabalgar con el druida a modo de escolta. Donal se quedaría en Pitnochie.

- Trabajaré muy duro, mi señor -dijo Bridei cuando Broichan esperaba para montar su caballo.

- ¿Acaso he expresado alguna duda al respecto? -El druida casi sonreía-. Lo harás bien, hijo, lo sé. No descuides las actividades más intelectuales con tu deseo de desarrollar tus habilidades en el combate. Ahora debo marcharme. Adiós, Bridei.

- Buen viaje, mi señor -dijo Donal desde el lugar donde sujetaba la brida de Afín-. Cuidaré del chico.

- Adiós -susurró Bridei, que de repente se sentía bastante extraño. No lloraría; se lo había prometido a su padre. Observó en silencio mientras Broichan, rodeado por su guardia, se alejaba cabalgando bajo los robles desnudos y seguía el camino hacia el borde del lago. Tenían por delante un largo viaje hacia el nordeste para llegar a Caer Pridne, la gran fortaleza de Drust el Toro.

- Bueno -dijo Donal-, ¿qué te parece si hoy utilizamos las espadas? Tengo una pequeña en alguna parte que casi serías capaz de levantar si fuera necesario. ¿Qué me dices?

La lección en el manejo de la espada mantuvo ocupado a Bridei durante algún tiempo, y no hubo espacio en su mente para otra cosa que no fuera la fuerza, el equilibrio y la concentración. No fue hasta media tarde, cuando el cielo se fue oscureciendo y una lluvia menuda empezó a caer en forma de grises cortinas, cuando empezaron a dolerle fuertemente los brazos en tardía protesta por el duro trabajo de la mañana, que Bridei sintió que lo invadía la tristeza. Donal había salido a hacer algo con los guerreros. Mara estaba preocupada por la ropa blanca y la imposibilidad de que se secara. Ferat estaba de un humor de perros que tenía algo que ver con la leña mojada. En la casa no había nadie con quien hablar.

La pequeña habitación de Bridei se hallaba próxima a los aposentos en los que Donal se alojaba con los demás hombres de armas, aunque en la práctica el guerrero solía dormir en el pasillo frente a la puerta del muchacho. Decía que los ronquidos de los demás lo desvelaban. A través de la ventana diminuta de Bridei, por la que a duras penas pasaría una ardilla, se entreveía el brillo plateado del lago entre las ramas de un abedul. A veces el chico podía ver la luna desde su ventana, y entonces dejaba una ofrenda en el alféizar, una piedra blanca, una pluma o un amuleto tejido con hierba. Broichan le había enseñado la importancia de la luna, cómo gobernaba las mareas, no sólo en los océanos, sino en los cuerpos de los hombres, mujeres y criaturas, uniendo su flujo y reflujo a los ciclos de la naturaleza. La Brillante era poderosa; debía ser honrada.

Aquel día no había luna que contemplar, sólo las nubes y la lluvia, que caía como incesantes lágrimas apenadas. Bridei yacía en su cama y miraba por la ventana, un cuadrado pequeño y oscuro en la pared de piedra, gris sobre gris. Sabía lo que diría Broichan: «La autocompasión es una pérdida de tiempo, y el tiempo es precioso. Haz que te sirva de aprendizaje.» Luego el druida hablaría sobre la lluvia, sobre cómo encajaba en el patrón de las estaciones y cómo el elemento del agua era como la luna en sus fluctuaciones. Había una lección que aprender absolutamente en todas las cosas que ocurrían. Incluso cuando la gente se marchaba y te dejaba. Pero en aquel preciso momento Bridei no estaba de humor para aprender. Sin su padre adoptivo nada parecía estar bien en Pitnochie.

Se sentó en la cama con las piernas cruzadas y recitó las enseñanzas para sus adentros hasta que empezaron a cerrársele los párpados. Entonces se levantó y practicó mantener el equilibrio sobre una pierna, con un brazo a la espalda y un ojo cerrado, que era lo que hacían los druidas para meditar. Luego dobló las mantas perfectamente, de manera que las puntas encajaran con precisión, y sacó todo lo que tenía en su arcón para volver a colocarlo de otra forma distinta, más ordenada. Se lustró las botas. Afiló su cuchillo. Todavía no era hora de cenar.

Bridei se quedó de pie junto a la ventana y observó la lluvia al otro lado. Pensó en aquel día y en la expresión de la mirada de Broichan al despedirse. Pensó en el Valle de los Vencidos y en todos aquellos hombres que habían muerto antes de tiempo, y en sus familias con toda una vida de tristeza ante ellos. Se preguntó qué era más difícil: tener que irse o que te dejaran atrás.

Donal estaba extendiendo la abarcadura del entrenamiento de combate de Bridei. Ello implicaba empuñar, blandir y amagar, equilibrio, fuerza y velocidad, y también el apropiado cuidado y mantenimiento de las armas. Bridei aprendió a utilizar el arco y a alcanzar el centro de la diana en nueve de cada diez disparos. Donal empezó a alejar la diana cada vez más y a añadir grados de dificultad, tales como la distracción en el momento de soltar la cuerda o una repentina orden para que cerrara los ojos. Las lecciones nunca resultaban aburridas. Con las cuidadosas instrucciones de limpiar y engrasar las hojas de sus aceros, de recuperar y volver a colocar las plumas en las flechas, de mantener el arco en perfectas condiciones, Bridei llegó a darse cuenta de que Donal, ese hombre irónico de largos miembros, era, a su manera, tan autodisciplinado como el hermético druida.

Por las tardes, cuando en otro momento hubiera pasado el tiempo con Broichan recitando las enseñanzas o estudiando los misterios, ahora dejaban que se las arreglara solo. Habían estado estudiando los elementos. Él hacía todo lo posible para recordar todo lo que su padre adoptivo le había enseñado, no solamente las palabras de las enseñanzas, que a veces sólo comprendía a medias, sino el significado que había detrás de ellas. La luna creciente y menguante gobernaba el agua y era como las mareas del espíritu, fuerte y maleable al mismo tiempo. El agua era tormenta, riada, lluvia para las cosechas; la cálida salinidad de las lágrimas. El agua podía rugir en un gran torrente, en un poderoso salto desde el precipicio hasta el cañón, o permanecer quieta y silenciosa, esperando, como en el Espejo Oscuro. Luego estaba el fuego, poderoso y devorador. El calor del fuego del hogar podía mantener vivo a un hombre; la flagrante virulencia de un fuego sin obstáculos podía matarlo. El regalo especial del Guardián de las Llamas a los hombres era el fuego en el corazón: un coraje que podía arder incluso a un paso de la muerte. El aire frío llevaba la promesa de la nieve y el aroma de los pinos. El aire sostenía el vuelo del águila en las alturas, por encima de los oscuros pliegues de la Gran Cañada. Bridei podía sentir lo que suponía para el águila mirar hacia el territorio de Fortriu en todo su esplendor. Su tierra. Su sitio. La tierra era el latido bajo sus pies, el cuerpo vivo y sabio de donde todo surgía: el venado, el águila, la ardilla, el reluciente salmón y el cuervo de ojos brillantes, el hombre, la mujer y el niño, y los demás, los Seres Buenos. La tierra lo sostenía; la tierra estaba lista para volver a llevárselo cuando su tiempo hubiese terminado. La tierra podía construir una casa o formar un camino; la tierra podía cubrir el largo sueño de un guerrero. Había todo un mundo de significado en las cosas más pequeñas: una ramita carbonizada, un guijarro blanco, una pluma, una gota de lluvia.

Cuando Bridei salía solo había ciertas reglas que debían seguirse. Podía trepar por el Rasguño del Águila, siempre y cuando tuviera cuidado. Podía atravesar el bosque hasta el segundo riachuelo en dirección sur. No se le permitía aproximarse al poblado ni aventurarse a ir a pie a los lugares más agrestes del bosque, donde había encontrado el Valle de los Vencidos. Cuando le preguntó a Donal por qué no podía hacerlo, el guerrero se limitó a decir: «No es seguro.» Bridei aceptó aquella regla porque su profesor siempre demostraba tanto sentido común como amabilidad. Sospechaba que tenía algo que ver con los Seres Buenos. Además, estaban las palabras de despedida de su padre, que nunca olvidaría: «Obedece, aprende.» Deambuló por los caminos, trepó por las rocas y por los árboles, encontró la guarida de un tejón, el nido abandonado de un águila y una cascada helada y afiligranada, frágil y afilada como cuchillo. No encontró ni un alma.

Todo aquello cambió de pronto una tarde en que se dirigía de vuelta a casa tras una expedición de caza. Bueno, quizá no había sido exactamente de caza; llevaba el arco al hombro y su pequeño cuchillo en el cinturón, pero no había tenido intención de utilizar ninguno de los dos. Había matado a un conejo hacía unos cuantos días, pero Donal estaba con él entonces. Para gran alivio de Bridei, su disparo se había llevado a la presa limpiamente; no había habido necesidad de usar el cuchillo. Bridei, un chiquillo que tenía mucho tiempo para pensar, sabía que podía haber sido distinto.

Aquel día se había llevado las armas porque tenía sentido tenerlas, nada más. ¿Acaso Donal y los demás no llevaban siempre un cuchillo pequeñito en la bota? Lo único que él quería hacer era subir hasta el bosque de abedules y sentarse en las piedras junto a la gran cascada, la que llamaban el Velo de la Dama, y esperar a que aparecieran las águilas. Las montañas tenían unos sombreretes de nieve temprana y las aguas del lago reflejaban la pálida pizarra del cielo invernal. Los reclamos de los pájaros eran lastimeros y resonaban en los confines del bosque en forma de preguntas y respuestas quejumbrosas. Quizá fuera el frío lo que les hacía clamar de ese modo; ¿cómo encontrarían comida en invierno, si las bayas se marchitaban en los arbustos de hojas marrones y los pastos dulces estaban alfombrados de nieve? Tal vez sólo aclamaban para crear una música adecuada para aquel lugar magnífico y vacío. El invierno tenía que llegar, al fin y al cabo; las criaturas salvajes lo sabían tan bien como Bridei. El invierno era la hora de irse a dormir de la tierra, la hora de soñar, una preparación para lo que iba a seguir. Aquélla había sido una de las primeras lecciones de Broichan. En una época como aquélla un chico tenía que estar abierto a su imaginación, a las voces que podrían verse sofocadas por el clamor de las estaciones más ajetreadas. De todas las cosas se podía aprender algo, especialmente de los sueños.

El Velo de la Dama no estaba helado; su caída era demasiado pesada, su pared estaba demasiado expuesta para permitir que el hielo se consolidara. Las pozas de su base se hallaban ribeteadas con cristales diminutos y los helechos cubiertos de escarcha. Bridei escaló las rocas hasta lo alto. Permaneció allí de pie un rato contemplando el cielo, pero las águilas no pasaron. Practicó su postura de una sola pierna mientras se preguntaba con qué ojo veía mejor. Al cabo de un rato empezaron a entumecérsele los pies y a dolerle las orejas a pesar de su gorro de piel de oveja, así que recogió su arco y su carcaj y emprendió el camino de vuelta a casa. En un día como aquél se podía confiar en que Ferat tendría preparadas galletas de avena calientes, y Bridei estaba hambriento.

Junto a la cascada y debajo de ella, un afloramiento de granito delimitaba la ladera; en torno a él se amontonaban los acebos, oscuros y de hojas brillantes. Bridei había recorrido quizá un par de zancadas por el camino de la base de las rocas cuando lo oyó: un chasquido, pequeño, insignificante. Se quedó inmóvil. Allí había algo, bajo los árboles, no muy lejos, algo que se había quedado quieto al mismo tiempo que él. Algo que le estaba siguiendo; acechándolo. ¿Un jabalí? ¿Un gato montés? Su corazón empezó a latir con fuerza a modo de advertencia. Sus pies querían echar a correr. Corría deprisa, dado su tamaño; no tardaría mucho en bajar hasta el muro de piedra que bordeaba el campo exterior de Broichan, donde había un guardia. Notó que todo su cuerpo estaba listo para la huida. Su cabeza le dijo que no. ¿Y si era el Urisk? El Urisk no tenía ninguna necesidad de correr. En cuanto te veía, en cuanto te quería, se quedaba contigo como una sombra, sin importar lo rápido que fueras. La única manera de escapar era engañándolo: quedarte tan quieto que no pudiera verte. A Bridei se le daba bien quedarse quieto.

El chasquido de la ramita se convirtió entonces en una pisada que ya no era en absoluto furtiva, y al volver la cabeza vio a un hombre todo vestido de marrón y gris, un hombre al que no era fácil distinguir en medio del bosque invernal. Llevaba la cabeza enfundada en una capucha con agujeros para los ojos y un arco en las manos. Mientras Bridei lo miraba fijamente, el desconocido puso una flecha en la cuerda y se preparó para tensar el arco.

No había tiempo para correr, ni lugar donde esconderse. No gritaría. No suplicaría clemencia, porque era Bridei, hijo de Maelchon, y su padre era un rey. El atacante dio un paso al frente, ajustó la mira y tensó el arco. El chico retrocedió contra la pared de roca, sentía una opresión en el pecho y el corazón le latía con fuerza. Tras él la piedra era rugosa, llena de grietas y resquicios cubiertos con pedazos de musgo suave y húmedo. Parte de la tierra; parte del latido… Cuando los dedos del hombre aferraron la cuerda, Bridei se deslizó hacia atrás entre los pliegues de piedra y se introdujo en la oscura seguridad de una estrecha y diminuta cueva. Apretó el cuerpo contra la parte de atrás intentando que no lo viera, ponerse fuera de su alcance.

Fuera, su atacante estalló en maldiciones, largo y tendido. Bridei aguardó, intentando no olvidarse de respirar. Se le acercó una espada que se introdujo ladeada por la estrecha abertura y que hendió el aire arriba y abajo, intentando llegar, tentando, buscando. El chico retrocedió y apretó el cuerpo contra la piedra, empequeñeciéndose. La espada intentó cortar, clavarse: parecía que el propietario no podía maniobrar con ella en la posición que le convenía, pues el hueco era demasiado estrecho. En aquellos momentos Bridei se preguntó cómo había conseguido meterse allí.

- ¡Ya verá este maldito druida! -dijo una voz entre dientes-. Humo, eso es lo que nos hace falta…

Entonces se oyeron otros sonidos y Bridei supo que el hombre estaba recogiendo ramitas, hojas, helechos, cualquier cosa que ardiera. La mayoría estarían húmedos; aun así, él había visto los fuegos de Broichan, que prendían con tan sólo un chasquido de los dedos, y se movió con cautela en el estrecho espacio para poder ver aunque fuera un atisbo. En efecto, el hombre estaba amontonando ramas en la base de las rocas, sus movimientos eran rápidos y resueltos. No tenía sentido gritar pidiendo ayuda. Si aquel guerrero era hábil con el pedernal, el humo espeso llenaría aquella cueva mucho antes de que cualquier guardia pudiera subir corriendo por la ladera desde los campos. Si no quería morir en aquel agujero o salir para afrontar una muerte certera, tendría que salvarse él mismo.

En el estrecho confinamiento de aquella pequeña grieta en las rocas, colocó una flecha en la cuerda como pudo. Le temblaban las manos y no había espacio para tensar del todo la cuerda. En aquellos instantes el hombre estaba de rodillas, tal vez ya haciendo fuego. Como blanco estaba demasiado bajo. El cuchillo: Bridei podía utilizarlo como había visto hacerlo a Donal y a los demás para divertirse, arrojándolo de manera que girara formando un arco. La verdad era que nunca lo había intentado, pero eso no quería decir que no pudiera hacerlo. Dejó el arco a un lado y alargó la mano buscando la empuñadura del cuchillo. Habría una oportunidad, una buena posibilidad, cuando el hombre hubiera encendido su pequeña fogata y retrocediera para admirarla. Un lanzamiento. Luego se suponía que tendría que dar un salto de alguna manera, con llamas y todo. Quizá las hojas no ardieran. Quizá no diera en el blanco. No; era el hijo de un rey.

Una brizna de humo empezó a alzarse en la entrada de la cueva y por el aire llegó un olor acre a su oscuro interior que hizo que a Bridei le entraran ganas de toser. La brizna de humo se convirtió en una franja, una columna, una pequeña nube y, de repente, se oyó un chasquido. El asesino vestido de gris se puso de pie y se dio la vuelta, con lo cual dejó su espalda expuesta durante un largo momento. Bridei suspiró, sostuvo el arma en equilibrio y la arrojó en el preciso momento en que llegaba a sus oídos el sonido de unos pasos que corrían y el grito de una voz que le resultaba familiar. Mientras el cuchillo daba vueltas, de manera satisfactoria, atravesando la cortina de humo cada vez más densa, una forma se cruzó ante la pequeña grieta a toda velocidad, una figura furiosa y de miembros largos que se lanzó sobre el hombre vestido de gris, con lo cual Bridei los perdió a los dos de vista. El cuchillo había desaparecido. El chico se echó hacia atrás. Las llamas chisporroteaban frente al hueco, unos hombres gritaban y se oyó el entrechocar del metal. Luego le llegó un extraño gorgoteo que terminó en un bronco suspiro. Las llamas empezaron a extinguirse; alguien estaba apagando el fuego con los pies. Alguien decía: «Lo has matado.» La pequeña cueva estaba llena de humo; a Bridei le escocían los ojos, le picaba la nariz y el pecho le palpitaba del esfuerzo por no toser. Cerró los ojos con fuerza y apretó los labios. Mal; le había salido mal. Alguien había muerto. Su cuchillo había matado a alguien. Probablemente a Donal. Éste había acudido a rescatarlo y, en lugar de esperar como debía haber hecho, Bridei había lanzado el cuchillo sin mirar como era lo correcto, sin evaluar los riesgos tal y como su profesor le había enseñado a hacer. Había hecho algo realmente malo y ahora temblaba y lloraba como un bebé; parecía incapaz de parar. Voces en el exterior.

- Está muerto, sin duda. Se ha roto el cuello. Escoria despreciable.

- Hubiera sido mejor hacerlo sufrir; podríamos haberle sacado la verdad, quién lo envió, quién le paga. ¿Por qué has…? ¿Donal?

Entonces se oyó el sonido de algo que se revolvía, como si alguien intentara levantarse y no lo consiguiera. Cada vez se le hacía más difícil no toser. Bridei necesitaba sorberse la nariz, que le goteaba como un río crecido.

- ¿Qué te ha pasado? ¡Estás sangrando como un cerdo ensartado! ¿Ése tipo te ha herido?

- No es nada. Un rasguño. ¡Perseguid a los demás, daos prisa!

Pasos en el sendero, muy numerosos entonces, y el tintineo del metal, y luego el silencio. O casi silencio; Bridei oía una respiración, la suya, que resollaba con las lágrimas, y otra un poco más fatigosa. Donal estaba vivo.

- ¿Bridei? -Fue poco más que un susurro-. ¿Estás por aquí cerca, muchacho? ¡Respóndeme, maldita sea!

La voz de Donal sonaba extraña. Quizá estuviera enfadado. Un guerrero no se habría escondido como un cobarde, ni le habría dado al objetivo equivocado para luego llorar por ello. Bridei era incapaz de moverse, incapaz de hablar.

- ¡Bridei! -Donal intentaba gritar. Entonces el chico vio un atisbo de él, su hombro con el conocido viejo jubón de cuero y la otra mano agarrándolo firmemente mientras la sangre manaba por entre los dedos-. Bridei, chiquillo estúpido, si te has ido y has hecho que te maten voy a…, voy a… -La voz del guerrero se fue apagando; su alumno nunca lo había oído hablar de ese modo, como si la vida se le estuviera escurriendo con más rapidez que la arena a través de un cristal.

Bridei fue avanzando poco a poco, se deslizó entre las rocas hacia fuera, pisó el humeante montón de hojas y ramitas para quedarse de pie, pequeño e inmóvil, al lado de Donal. Trató de no ver la forma del otro hombre que yacía allí cerca con la cabeza torcida de manera extraña. Donal estaba sentado en el suelo; tenía los ojos cerrados y el rostro del color de unas gachas de hacía una semana. Tenía mucha sangre en el hombro derecho y la parte superior del brazo y en la otra mano sostenía flojamente el pequeño cuchillo de Bridei.

- Lo siento -dijo el chico con solemnidad, y dio un resoplido monumental-. Yo quería alcanzar al otro, al que intentaba dispararme.

Donal abrió los ojos de pronto. La boca se le estiró en una sonrisa, se levantó a medias y volvió a dejarse caer con un gruñido.

- ¡Alabada sea la Diosa de las Flores! ¿Dónde estabas, renacuajo…, ahí dentro? ¿Cómo es posible? ¡Por esa grieta no cabe ni un cachorro medio crecido! ¿Cómo ha entrado ahí un muchachote como tú? ¡No me lo puedo creer!

Era cierto. La abertura apenas parecía lo bastante grande para que pudiera meter el hombro por ella, no digamos ya el resto del cuerpo. No era de extrañar que el hombre no hubiese podido alcanzarlo con la espada… Al pensar en aquella hoja cortante y desgarradora, Bridei se sintió extraño de pronto y se sentó bruscamente al lado de Donal.

- Cuéntame -la voz del guerrero había vuelto a cambiar; ahora estaba enojado de verdad, pero Bridei tuvo la sensación de que no era por su culpa-. Cuéntame lo que ha ocurrido aquí, muchacho. Todo, hasta el último detalle, todo lo que viste.

- Estás sangrando -dijo Bridei-. Sé hacer un vendaje. Broichan me enseñó. Voy a hacerlo ahora y luego te lo explicaré mientras volvemos a casa. Habría que ponerte una cataplasma de ajenjo y ruda, y tendrías que beber aguamiel e irte pronto a la cama. Es lo que diría mi padre adoptivo.

Donal lo contempló en silencio.

- Lamento haberte herido -dijo Bridei una vez más, y notó que el labio inferior le temblaba de forma alarmante.

- ¡Ah, sí! -repuso su maestro con la voz extrañamente constreñida de nuevo-. Creo que lo normal es desgarrar una o dos camisas. Tendrán que ser tuyas; yo no me las puedo sacar con este hombro. Pero asegúrate de volver a ponerte la chaqueta enseguida, aquí arriba hace frío. Y empieza de una vez, ¿quieres? Eso de la aguamiel está empezando a sonar muy bien.

Capítulo 2

Donal dijo que había sido un error, que era a Broichan y no a Bridei a quien aquel tipo y sus compañeros intentaban herir. El chico sabía que eso no era cierto. Había visto la expresión en los ojos entrecerrados de aquel hombre, había observado cómo su dedo se tensaba en la cuerda del arco. Broichan tenía enemigos. Un hombre que es amigo de todo el mundo no tiene necesidad de tener a guardias armados con flechas en las puertas. Quizá aquellos atacantes fueran enemigos del druida, pero al que querían matar era a él. El porqué no lo sabía. Su padre era rey, sí, pero Gwynedd era un lugar remoto con sus propios consejos, sus propias guerras, muy distante de los reinos de los priteni. Además, su padre lo había mandado lejos. Si él hubiera tenido especial importancia, seguro que su familia no lo hubiese apartado de su lado. El ataque no tenía sentido.

El hombre al que Donal había matado fue enterrado en una esquina del corral de las ovejas. Los demás, a quienes se había avistado desde los puestos de guardia de Broichan, habían escapado adentrándose en el bosque a pesar de la enérgica persecución de los guerreros del druida. No respondieron de sus actos y su misión y sus orígenes siguieron siendo un misterio. Donal maldecía por el hecho de que aquel tipo lo hubiera obligado a matarlo; hubiera preferido hacerle unos cuantos moretones, atarlo y sacarle la verdad de un modo u otro. Ya era demasiado tarde; el hombre vestido de gris sólo podría contar su historia a los gusanos.

A Bridei ya no le permitieron deambular solo; debía ir acompañado al menos por dos de los guardias y sólo cuando hubiera una verdadera necesidad de hacerlo. Las cabalgatas diarias se redujeron, pues Donal estaba muy ocupado. Eran frecuentes los intercambios de palabras en voz queda, y todos los hombres tenían un aire cauteloso e inquieto. Mara murmuraba entre dientes sobre la tina de lavar. Ferat soltaba maldiciones mientras desplumaba unos gansos y Bridei aprendió palabras nuevas que no repitió. Pasaba mucho tiempo en los establos cepillando a Perla y hablando con él, pues su cuerpo cálido y sus ojos dulces y resignados hacían de él un buen compañero, para tratarse de un caballo. Por las tardes estudiaba. Intentaba no darse cuenta de lo vacía y tranquila que parecía la casa. Intentaba no pensar en lo pequeño que era, en lo poco que en realidad sabía sobre cómo ser fuerte, cómo defenderse. Intentaba no preocuparse por Broichan y por lo mucho que tardaba en volver a casa.

Con la ausencia del druida los habitantes de la casa no observaron el ritual del Umbral, que señalaba la entrada a la época oscura, aunque Fidich sí que mató una oveja aquella mañana, puesto que era necesaria alguna forma de sacrificio. Mara dijo que más allá, siguiendo el lago de la Serpiente, habría un gran montón de troncos de pino, fresno y roble preparado junto a la orilla y listo para ser encendido. A Bridei le hubiera gustado bajar a ver cómo la gente saltaba a través de las llamas, tal como Mara le había contado que hacían. Pero no habría servido de nada molestar a Donal; ¿para qué preguntar cuando ya sabías que la respuesta iba a ser que no? Así pues, lo único que hizo Bridei fue sacar un pequeño cuenco con aguamiel y una bandeja de galletas de avena al peldaño de la puerta de la cocina. Era una señal de respeto; de este modo invitaba a los muertos a compartir los regalos de la casa, a ser bienvenidos aquella noche en la que las barreras se abrían y los mundos confluían. Por la mañana, la aguamiel y las galletas ya no estaban; no quedaban más que unas cuantas migas desperdigadas.

Ya había pasado la noche del Umbral y pronto llegaría el Solsticio Invernal. El consejo del rey debía de haber terminado hacía tiempo, pero no había llegado ninguna noticia de Broichan. Las noches se alargaron. Las lámparas ardían en la cocina y en el salón durante todo el día, iluminando un interior que siempre estaba lleno de humo, pues el fuego ardía constantemente salvo cuando dormían. Mara refunfuñaba sobre el hollín y las reservas de aceite acumuladas, Bridei se acurrucó bajo una manta en su pequeña habitación mientras la luz de las velas parpadeaba en las paredes de piedra e intentó concentrarse en las enseñanzas. Daba la sensación de que su padre adoptivo se había ido para siempre. ¿Cuándo iba a volver a casa Broichan?

Cuando faltaban tres días para el Solsticio de Verano, nevó. La atmósfera lo había estado insinuando desde primera hora de la mañana: aquella quietud, aquella extraña y engañosa sensación de calor, como si el blando manto de nubes aligerara la presión del invierno aun cuando emborronaba el cielo, no dejaban lugar a dudas. Bridei estaba fuera, ayudando a los hombres a trasladar las ovejas de un campo a otro. Los guardias mantenían su larga vigilancia en los límites de las tierras de Broichan; sus figuras robustas y sus rasgos con dibujos azules eran claramente visibles en lo alto desde debajo de los robles desnudos de la linde del bosque. En invierno hacían turnos más cortos; en todo momento había hombres que entraban para tomar carne asada y cerveza con especias y otros que se vestían con varias prendas de ropa, capas de piel, cascos de cuero y botas pesadas, listos para otra batalla con el frío. Ferat estaba tan ocupado que no tenía tiempo para rezongar. Había dos hombres que lo ayudaban, ambos demasiado aterrorizados por el genio del cocinero para hacer otra cosa que no fuera trabajar a toda velocidad y rezar para no cometer errores.

La nieve empezó a caer cuando estaban pasando las últimas ovejas, acosadas por los sobreexcitados perros. La tarea de Bridei consistía en sentarse en la tapia de mampostería junto al hueco de entrada y asegurarse de que separaban a las adecuadas. En las tierras de Broichan, de los trabajos de ganadería se encargaba un hombre llamado Fidich. No había duda de que, en otra época, Fidich había sido un guerrero de cierto renombre, puesto que los dibujos que llevaba en la cara eran casi tan elaborados como los de Donal y también tenía marcas en las manos, ondas y espirales que le iban desde la muñeca hasta las puntas de los dedos. Fidich tenía unos hombros fuertes, una expresión adusta y una pierna derecha que terminaba justo debajo de la rodilla. Caminaba con una muleta de madera de fresno y podía recorrer el difícil terreno de la granja a una velocidad asombrosa. Vivía solo en una cabaña situada en el extremo más alejado de los campos tapiados. Una oveja nunca paría su primer cordero ni un cerdo se aventuraba a salir a una parcela prohibida sin que Fidich lo supiera. La pierna sí que le dificultaba ciertas cosas. Por eso resultaba útil tener a un chico para que se encargara de las portillas.

- ¡Bien, muchacho, ésta es la última! -exclamó Fidich por encima de las voces de tres enormes sabuesos que ladraban a coro, y Bridei tiró de la verja y aseguró el pestillo. Las ovejas del otro lado, las que quedaban relegadas a pasar el invierno refugiadas bajo achaparrados arbustos y a sobrevivir con la poca comida de la que se pudiera prescindir, mostraron una confusión momentánea y luego se alejaron como si no hubiera pasado nada.

Al principio la nieve hizo notar su presencia con copos aislados que descendían con un lento y grácil baile. Mientras los hombres, el niño y los perros se dirigían colina abajo hacia la casa, los copos se convirtieron en suaves ráfagas y arremolinados torbellinos que se posaban de forma dispareja en el barro del camino, endurecido por el hielo. Por encima del lago, la ladera cubierta de árboles estaba desapareciendo tras un manto de nubes bajas. El viento arreció y los pinos respondieron con un gemido. Cuando Bridei y sus compañeros llegaron a la casa, los perros ya llevaban una gélida capa sobre su greñudo pelaje gris y el viento aullaba con ganas. Al volver la vista hacia lo alto de la colina, el chico no pudo distinguir el campo en el que habían estado trabajando, ni las ovejas, ni los guardias dando vueltas más allá. Sólo había blancura.

- Se está preparando un buen vendaval -comentó Fidich-. No me quedaré; tengo que llegar a casa mientras todavía sea capaz de encontrar el camino. Será una noche dura para los muchachos que están de guardia allí arriba.

- Sí -dijo otro hombre-. Sólo un idiota intentaría llegar hasta aquí con semejante ventisca; andaría vagando en círculos, se tumbaría a descansar y ya no volvería a levantarse, supongo. ¿Estás seguro de que no quieres quedarte a tomar un bocado?

- Oh, no, tengo mi propio fuego que encender y mis propias gachas -dijo Fidich, como hacía siempre.

Hacía frío incluso en el salón, delante del fuego. Bridei no tenía prisa para irse a la cama, pues sabía lo helada que estaría su pequeña habitación en una noche como aquélla. Todo el mundo estaba callado. Mara cosía a la luz de la lámpara; Ferat estaba sentado en un banco contemplando su taza de cerveza con aire taciturno. La mayoría de los hombres ya se habían retirado a sus aposentos. Donal estaba en la mesa trabajando en unas cuantas flechas. Dispuesta frente a él había toda una variedad de cuchillos pequeños y otros utensilios, plumas, cordel y trozos de madera. Estaba silbando entre dientes. Bridei se había sentado a su lado, demasiado cansado aquella noche para hacer otra cosa que no fuera observar.

La puerta de la cocina se abrió con estrépito y los sobresaltó a todos. Una bocanada de aire gélido entró arremolinándose en el salón e hizo chisporrotear el fuego. Donal agarró su cuchillo más grande y se levantó de un brinco y los demás guerreros saltaron para bloquear la entrada entre la cocina y el salón. Mara apostó su amplia figura delante de Bridei, impidiéndole con eficacia que viera nada.

- ¿Qué pa…? -fue todo lo que Ferat tuvo tiempo de decir antes de que volviera a oírse el golpe de la puerta al cerrarse de nuevo y los guerreros retrocedieron para dejar paso a dos hombres, uno sostenía al otro. Uno de ellos era Cinioch, que había estado de guardia bajo la nieve junto a la tapia, y el otro, que tenía el rostro lívido, los labios morados e iba lleno de arañazos y moretones tras haber ido campo traviesa precipitadamente en la oscuridad, era Uven, uno de los guerreros que había viajado con Broichan al consejo del rey.

Entonces Bridei tuvo trabajo que hacer. Fue a buscar una de las capas de los percheros que había junto al fuego de la cocina, trajo una taza de cerveza y la puso entre las manos temblorosas de Uven. Mara hizo salir a patadas a la maraña de perros de delante de la chimenea del salón. Donal acercó el banco en tanto que los demás ayudaban al viajero medio congelado a sentarse en él. Uven fue incapaz de hablar durante un rato; los escalofríos le recorrían el cuerpo a modo de espasmos y la taza temblaba con tanta intensidad entre sus manos que la cerveza le salpicó la túnica. Al final consiguió beber, y poco después empezar con las gachas que Ferat le había dado, humeantes y generosamente servidas.

- Bueno -dijo Uven entre dientes. Sus pálidos rasgos iban adquiriendo un toque de color. Levantó la vista hacia Donal-. Mensaje -dijo-. Urgente. Privado.

- Bridei -dijo Donal-, ya es hora de irte a la cama; vete, sé bueno.

- ¿Qué ha ocurrido? -Bridei oyó su voz, que le salió en un hilo, aguda y destemplada. Un buen chico no desobedecía una orden, y él siempre se portaba bien. Pero tenía que saber la verdad-. ¿Es Broichan?

Todos lo miraron en silencio y entonces Uven murmuró:

- El tiempo apremia, Donal.

- Bridei -le dijo Donal, que se puso en cuclillas y lo miró directamente a los ojos-, son asuntos de hombres, y tú todavía no eres un hombre, aunque algún día serás uno magnífico. La mejor manera de ayudar a Broichan es haciendo lo que te pido. Toma tu vela y ve a tu habitación. Cuando haya oído las noticias de Uven, iré a verte y te lo contaré. Te lo prometo.

Se quedó tumbado en la cama, esperando. Las mantas atenuaron la baja temperatura de la pequeña habitación, pero no pudieron evitar el frío que sentía en su interior, más intenso que el invierno, más profundo que un pozo. Broichan estaba muerto. ¿Qué otra explicación podía haber para semejante urgencia, semejante secreto? Donal pensó en protegerlo, en darle la mala noticia con suavidad. Bueno, pues a Donal no le haría falta dar ninguna noticia. Aquello no era más que la siguiente parte de la misma pauta de siempre. Tenías algo, te permitías tomarle cariño y luego desaparecía de repente. Quizá fuera mejor no tomarle cariño a nada. Bridei se preguntaba si el druida habría mirado a los ojos de su asesino, si habría observado el dedo tensándose en la cuerda del arco. Broichan se habría enfrentado a la muerte con calma, pensó. «De todo se aprende», habría dicho. La vela parpadeó con la corriente; por las paredes se deslizaron unas sombras que entonces no eran de ciervos, águilas y liebres, sino de fantasmas, visiones, recuerdos del Otro Mundo. Quizá en aquel preciso momento el druida estaba viajando entre ellos. Bridei no lloraría. Suponía que ahora lo mandarían a otra parte. Lo mandarían a casa, a Gwynedd. Por mucho que lo intentara no podía imaginárselo.

Al cabo de un rato Donal llamó a su puerta, entró silenciosamente y se sentó junto a él en el estrecho camastro. A la luz de la vela los dibujos de su rostro adquirieron una extraña vida propia, se movían y cambiaban como si fueran todavía más manifestaciones del mundo de los espíritus. Bridei esperó las palabras que sabía que llegarían a sus oídos.

- Tu padre adoptivo tiene un pequeño problema -dijo Donal-. Está enfermo y lejos de casa.

- ¿Enfermo? -Bridei sintió que la esperanza renacía en algún lugar de su interior, una llama diminuta que hacía todo lo posible para no volver a apagarse.

- Enfermo de muerte, Bridei; no voy a mentirte. Al parecer alguien quiso hacerle daño con una determinada combinación de hierbas que Broichan se tomó inadvertidamente en un plato de comida o en una bebida. Se está recuperando lo mejor que puede; el mejor médico de un druida es él mismo. Pero no puede quedarse donde está, tenemos que ir a buscarlo para traerlo a casa.

- ¿Tenemos?

La expresión adusta de Donal se suavizó. Le dirigió a Bridei una especie de mirada directa.

- Unos cuantos de los muchachos y yo. Es un largo camino, Bridei; hay que subir hasta la costa, cerca de la corte del rey en Caer Pridne y regresar de nuevo. Es necesario que nos pongamos en marcha antes de que este lugar quede aislado por la nieve.

- Yo podría ayudar -dijo Bridei, que se puso derecho en un esfuerzo por parecer más alto.

- Eso ya lo sé, chico. Y también sé que si te saco de los límites de Pitnochie, aunque sea un solo paso, Broichan me echará a patadas en cuanto se entere. Claro que si tantas ganas tienes de librarte de mí…

- Ojalá no tuvieras que marcharte… -dijo Bridei en un susurro.

- La verdad es -repuso Donal- que hay una cosa que necesito que hagas aquí. No puedo llevarme a Fortuna, y me echa de menos cuando estoy fuera. Necesito que lo cepilles de vez en cuando, que le cuentes un par de chistes, sólo para que esté contento. Me harás un favor si te quedas aquí y te encargas de él. Sé que es difícil.

Bridei movió la cabeza en señal de asentimiento. Las palabras del guerrero supusieron cierto consuelo.

- ¿Y si no vuelves? -no pudo evitar preguntarlo.

- ¿Si no vuelvo? -Donal arqueó las cejas de golpe, asombrado-. ¿Yo, Donal, héroe de tantas batallas que no tienes dedos suficientes en pies y manos para contarlas? ¡Por supuesto que volveré! ¿Qué me estás diciendo, que no crees que sea capaz de hacerlo? -A pesar del tono desafiante de sus palabras, allí, en alguna parte, estaba el sonido de una sonrisa.

Bridei levantó la vista para mirar al guerrero y meneó la cabeza. Al cabo de un momento extendió la mano y Donal se la agarró con firmeza.

- Lo traeremos a casa sin ningún percance, Bridei, te doy mi solemne palabra.

- ¿Donal?

- ¿Sí, muchacho?

- Resulta difícil envenenar a un druida. -Broichan y él habían practicado la identificación de hierbas mediante su aroma, con los ojos muy bien vendados. Su padre adoptivo nunca fallaba.

Donal asintió con aire de gravedad.

- No creas que no lo he pensado.

- ¿Quién pudo hacerlo?

- Es lo que tengo intención de averiguar -contestó Donal-. Pero lo primero es lo primero. Broichan se recuperará mejor aquí, en su casa, contigo a su lado y el resto de nosotros para montar guardia. Voy a dejar la casa en tus manos, Bridei. Tendrás que rezar por tu padre adoptivo. ¿Lo harás?

- Sí -susurró el chico. Se las arregló para no llorar cuando Donal se fue, se las arregló para mirar con los ojos secos y el semblante solemne a su amigo cuando éste emprendió el camino a pie, con la primera luz del día, acompañado por un grupo de cuatro hombres, todos muy bien abrigados y armados. En cuanto a si lloró cuando Donal se hubo ido y él volvió a estar solo en su habitación, eso quedó entre él y las sombras.

Solsticio de Invierno: el lago oscuro como la tinta, los páramos altos de un blanco azulado bajo un cielo que se encapotaba, las ramas de los pinos se combaban sobre manera bajo el peso que soportaban hasta que éste se volvía excesivo, la nieve caía al suelo en forma de pulverulenta avalancha y las ramas llenas de pinocha volvían a saltar como un látigo, fuertes y elásticas. Las ovejas se mantenían juntas, apiñadas para calentarse. El humo del fuego del hogar se alzaba lentamente y formaba una cortina por encima de la casa; los perros, por una vez, eran renuentes a levantarse por la mañana. El abrevadero estaba helado y Fidich rompía la gruesa capa de hielo para que el ganado pudiera beber.

Bridei había ayudado a dar de comer a las ovejas alojadas en el corral. Había hecho una visita a los cerdos en su recinto adyacente.

Había pasado algún tiempo en los establos cepillando a Perla y contándole chistes a Fortuna. Los chistes no eran muy buenos, pero había dado la impresión de que Fortuna quedaba satisfecho con ellos. Aquel día Perla estaba inquieto: quizá notaba que era un momento de cambio. Aquella noche el año volvería a la luz una vez más, por mucho que costara creerlo en un día como aquél.

A pesar de toda su preocupación por Broichan y por los hombres que habían ido a buscarlo, la gente de la casa comprendía la importancia de aquella noche. Los hombres habían traído un pesado tronco de roble que en aquellos momentos se hallaba preparado junto a la chimenea. Bridei, acompañado por dos guardias, había ido a buscar una buena cantidad de ramas de acebo, torzales de hiedra, ramitas de pino e incluso uno o dos trozos de celidonia en la que resplandecían las bayas y las flores, pues se trataba de una hierba de tan misteriosa singularidad como cualquier druida. Con la ayuda de Mara había hecho guirnaldas y ahora había una corona de follaje en todas las puertas. Ferat había rociado el gran tronco con aguamiel y lo había espolvoreado con harina, y Bridei lo había adornado con colgajos de hiedra de hojas brillantes.

Por la noche apagaron el fuego, colocaron el tronco ceremonial en la chimenea y se reunieron frente a ella en medio del frío. Apagaron las lámparas; todo estaba oscuro salvo por una única vela. Con el ceño fruncido por la concentración, Bridei lo hizo lo mejor que pudo con el ritual, aunque no pudo acordarse de todas las palabras. Contó la historia del Solsticio de Invierno, de cómo la diosa meció en sus brazos a un anciano herido durante toda la noche hasta que se convirtió en un niño de cabellos dorados que alzó el vuelo hacia el cielo, el sol reavivado surgió de la oscuridad, de la muerte renació la esperanza. Apagaron la vela. Entonces Fidich produjo una chispa, sopló sobre un puñado de yesca y prendió una candela. Con ella encendieron un trocito de madera chamuscada, lo único que quedaba del tronco del Solsticio Invernal del año anterior. La astilla no tardó en hacer que el fuego ardiera vivamente, lo viejo dando vida a lo nuevo, y el calor se extendió por el salón. Bridei recorrió el círculo al revés para poner fin al ritual y fue hora de relajarse y disfrutar del resto de la noche.

Ferat estaba sonriendo cuando sacó los platos propios de un día de fiesta, la cerveza y la aguamiel, los pasteles de especias y los quesos cuidadosamente almacenados. Mara estaba preparando un cesto para los desafortunados que estaban fuera montando guardia. Uven, que en aquellos momentos ya se había recuperado totalmente de su terrible experiencia, iba ya por su tercera taza de cerveza. El sonido de la cháchara, el olor de la magnífica cocina de Ferat, las sonrisas y las bromas trajeron nueva vida a la casa en un perfecto reflejo del ritual que acababan de celebrar. Pero de pronto Bridei se sintió cansado; tomó unos sorbos de la aguamiel con agua que le habían dado, mordisqueó su pastel y luego, a escondidas, se lo dio a comer al perro que tenía más cerca.

- Buenas noches -dijo sin dirigirse a nadie en particular, pero uno de los hombres estaba contando una historia con la que todos se reían y no lo oyeron.

Tampoco se dio cuenta ninguno de ellos de que se marchaba con sigilo a su habitación, donde se hizo un ovillo con las mantas y, con el animado jolgorio del salón de fondo, se quedó profundamente dormido.

Parecía una conclusión adecuada para un largo y arduo día. Pero la Diosa Madre no había terminado del todo su trabajo de la estación. Antes de abandonar su dominio sobre la tierra tenía reservado un último cambio para Bridei, un cambio maravilloso y difícil a la vez. En aquella noche del Solsticio de Invierno su vida iba a transformarse más profundamente de lo que nadie podía haber imaginado.

* * *

Bridei se despertó sobresaltado y con el corazón latiéndole con fuerza. No recordaba sus sueños, sólo que le había parecido apremiante escapar de ellos. La casa se hallaba en calma. A través del pequeño cuadrado de la ventana asomaba la luna llena y su resplandor blanco azulado transformaba su pequeña habitación común y corriente en un lugar maravilloso, un reino de superficies engañosas y sombras secretas. Silencioso, silencioso hasta el punto de que se hubieran oído los pasos de un ratón en una quietud tan profunda. Y aun así algo lo llamaba, tiraba de su mente, algo urgente, fundamental.

Bridei apartó las mantas, tiritando, se echó la capa corta encima de la ropa de dormir, abrió la puerta haciendo el menor ruido posible y caminó descalzo y de puntillas por el pasillo hasta el salón.

El fuego seguía ardiendo alegremente en la chimenea; el tronco del Solsticio de Invierno duraría siete días. Mara dormía plácidamente en una silla, con la boca ligeramente abierta y bien arropada en el chal que tenía sobre los hombros. Dos de los guerreros, Elpin y Uven, se hallaban despatarrados en unos bancos cerca del fuego y los perros en el suelo, entre ellos. Los canes alzaron la cabeza cuando Bridei pasó sigilosamente y a continuación volvieron a dormirse.

No había nadie en la cocina: Ferat se había retirado a la cama después de arreglar las cosas en sus dominios y dejarlos listos para la mañana. El brillo del fuego siguió a Bridei dentro de la estancia y trazó su sombra en el suelo de piedra delante de él. Al acercarse a la puerta que daba al exterior, la sombra subió por la pared, doblándose en una forma improbable, alta y torcida. El pesado pestillo de hierro estaba corrido, una tarea de la que normalmente se ocupaba Mara después de que el último turno saliera de guardia. Durante el día la puerta no tenía echado el cerrojo, pues la naturaleza de la casa de Broichan implicaba frecuentes idas y venidas.

Una corriente fría entraba con un susurro; Bridei la notaba en los dedos de los pies. Se estremeció de nuevo. Aquello, fuera lo que fuera, eso que lo había despertado y lo había llevado hasta allí en mitad de la noche de invierno, le estaba diciendo que debía salir fuera. Con unos dedos cuidadosos, despacio para no hacer ruido, Bridei descorrió el enorme pestillo. Abrió la pesada puerta de roble a la nieve que lo cubría todo, al silencio de pleno invierno, a la luz azulada de la luna. El paisaje era realmente maravilloso bajo aquel resplandor. Todo estaba bañado por él, teñido de magia. Los oscuros troncos de los robles eran viejos druidas sabios, fuertes y estoicos en medio del frío; los delgados y gráciles abedules eran espíritus del bosque que soñaban con las espléndidas capas de un verde plateado que la primavera les daría para que vistieran su desnudez. El lago relucía en la distancia como un espejo de plata bruñida y le mostraba a la luna una imagen de su propia cara encantadora, remota y sabia.

Hacía un frío gélido. Los dedos de los pies empezaban a entumecérsele. Probablemente se le estaban poniendo azules. Bridei bajó la vista para comprobarlo.

Y allí estaba: aquello que había sido llamado a encontrar. En el escalón, justo al lado de sus pies desnudos, había un pequeño cesto parecido al que Mara utilizaba para guardar las madejas de lana. Pero éste no era uno de esos robustos recipientes hechos de zarzos de sauce. Estaba hecho de toda clase de cosas: plumas, hierbas, frágiles nervaduras, una pequeña ramita con bayas rojas, cortezas, enredaderas y flores que no tenían por qué estar allí en pleno invierno. El cesto estaba forrado con plumón de cisne y tenía un par de asas hechas de juncos trenzados en los que había cosidas unas piedras agujereadas en grupos de tres, de cinco y de siete. El cesto no era obra de un humano. La persona que yacía arropada en él era… muy pequeña. Extremadamente pequeña, y lo más probable era que tuviera mucho frío. Bridei se arrodilló en el peldaño, sin respirar apenas, mientras la luna iluminaba aquel regalo como para mostrarle exactamente lo que le había traído. Aquella persona tan pequeña parecía estar dormida. Llevaba puesto una especie de gorrito blanco ribeteado de piel y estaba tapada hasta la barbilla con una mantita rayada de muchos colores. Su rostro era de un blanco nacarado, un blanco como el de la luna, tan pálido como el pelaje de una liebre de invierno. ¿No se suponía que los bebés eran colorados y feos? Éste tenía unas delicadas pestañas oscuras y una boca rosada de aspecto solemne. Bridei se lo quedó mirando, embelesado. Un hermano. Un hermano pequeño. Ya no estaría solo. Con el corazón latiéndole apresuradamente se puso de pie y alzó la mirada hacia aquella enorme esfera plateada en el cielo oscuro. Sus manos se movieron para hacer la señal de reconocimiento y reverencia; tenía claro que siempre estaría en deuda con ella.

- Gracias -susurró, e hizo una reverencia de la manera que le había enseñado su padre adoptivo-. Cuidaré de él, lo prometo. Lo juro por mi vida.

Alargó las manos para coger el cesto y se detuvo. La personita estaba despierta. Sus ojos, que lo contemplaban con gravedad, eran brillantes como la luna, limpios como las estrellas, sin color y de todos los colores. Eran unos ojos de ensueño, como un pozo profundo, como un relato mágico sin final. Tal vez fueran azules, pero de un azul que no se parecía a ningún otro en el mundo. La personita se movió y una mano que no era más grande que una bellota salió de la manta rayada para alcanzar algo invisible.

- Así -dijo Bridei, que se inclinó para volver a meterle el brazo dentro a la criaturita porque, si él estaba temblando de frío, ¿qué debía de sentir un ser tan pequeño como aquél? La mano diminuta se aferró a su dedo y lo sujetó con fuerza. El corazón del muchacho se movía de forma extraña, como si le estuviera dando tumbos en el pecho-. Aquí estarás a salvo, te lo prometo.

Hasta que no hubo llevado el cesto y a su ocupante adentro y corrido el pestillo de la puerta tras él, Bridei no se dio cuenta de que tendría que pensar deprisa. Aquél era un lugar de orden y disciplina, un lugar donde todo se movía al ritmo que marcaban la vida y el camino de Broichan. Ninguna de las personas que vivían allí, Mara, Ferat, Donal y los demás, hablaban nunca de sus familias. Ni siquiera Fidich, que vivía en una pequeña morada propia, tenía esposa, ni hijos que aprendieran las pautas de la agricultura. La casa de Broichan no era lugar para los niños. A aquel recién nacido no iban a recibirlo con los brazos abiertos. De hecho, iba a ser doblemente inoportuno, pues no había duda de que era un regalo de «ellos», de los Seres Buenos. La luna los había guiado hasta la puerta de Bridei. Y, mientras que a un expósito común y corriente le hubieran proporcionado calor, leche y probablemente se lo hubieran entregado a una pareja sin hijos de alguno de los poblados para que lo criaran, a un hijo del bosque no lo iban a tratar con tanta amabilidad. Bridei había oído las habladurías de la gente; un regalo semejante se consideraba una maldición más que una bendición.

En tales ocasiones resultaba útil haber iniciado una educación druídica. El cesto estaba en el suelo de la cocina, un óvalo oscuro. El rostro del bebé era un círculo de un blanco traslúcido, como si guardara un poco de luz de luna en su interior. Los ojos permanecían abiertos y seguían a Bridei con calma mientras él se movía por allí, buscando. Una llave, necesitaba una llave. Se suponía que aquel amuleto mantendría a salvo a un niño; lo mantendría en casa. Si evitaba que la gente robara un bebé, ¿no haría también que los de la casa quisieran conservarlo? Rezó para que así fuera. Tenía que haber una llave en alguna parte. Tenía que apresurarse; si el bebé empezaba a llorar y alguien se despertaba, volverían a dejar el cesto fuera y su pequeño hermano moriría congelado, tal como había estado a punto de ocurrirle a Uven. Así pues, debía darse prisa, dejar de rebuscar por ahí y utilizar la cabeza, tal como Broichan le habría pedido que hiciera… Bridei se quedó quieto y se concentró. Una llave, había visto una, una llave diminuta con la parte superior un poco ondulada… Sí, el especiero, el preciado cofre de madera de tejo de Ferat, tenía una llave como aquélla y él sabía dónde la escondía el cocinero; estaba justo allí arriba, detrás de la jarra de aceite. La sacó de su gancho y, moviéndose con los pies descalzos y en silencio, metió la mano en un lado del pequeño cesto, entre la manta y el suave y liviano forro. La llave se quedó en el fondo, escondida, secreta. Ahora nadie podría echar al bebé.

Lo que de verdad quería Bridei era volver a su habitación, donde nadie pudiera verlo, y mantener aquel sorprendente regalo a salvo todo el tiempo posible. No podía dejar de mirar esos rasgos diminutos y perfectos, los dedos pequeños como delicados pétalos. Pero en su habitación hacía frío. Además, Bridei comprendía que las criaturas recién nacidas, igual que los corderos prematuros, necesitaban muchos cuidados. Tendría que haber leche caliente. ¿Cómo la conseguirían en pleno invierno? Probablemente serían necesarias toda clase de otras cosas de las que no tenía ni idea. Llevó el cesto al salón y lo depositó en el suelo de piedra cerca de los perros que dormían. Uno de ellos emitió un gruñido suave y quedo y Bridei lo hizo callar.

Metió las manos en el cesto y, con el mismo cuidado que si recogiera huevos, levantó al bebé y lo sacó. Estaba caliente y relajado y no pesaba más que un conejo. Llevaba puesta una especie de capa forrada de piel y debajo un faldón tan finamente tejido, tan parecido al encaje, que el hilo podría haber sido de telarañas o vilano de cardo. El niño tenía sus partes envueltas en un voluminoso y práctico pedazo de tela de lana. Aunque sin lugar a dudas estaba húmedo, Bridei no creía que pudiera hacer mucho al respecto, pues no tenía a mano nada con lo que reemplazarlo. Así pues, sostuvo al bebé en sus brazos, lo meció un poco y los extraños ojos claros lo miraron como si intentara averiguar qué pensar de él. Un mechón de pelo se había escapado de los bordes del gorrito y se rizaba, oscuro como el hollín, sobre la frente pálida.

- No pasa nada -dijo Bridei en voz baja, para que sólo lo oyeran ellos dos-. No te dejaré solo. Te contaré una historia cada noche, jugaré contigo cada día y te mantendré a salvo del Urisk. Te lo prometo.

Quizá los Seres Buenos se habían encargado de que el bebé tuviera la tripa llena de leche antes de dejarlo para que la luna dispusiera de él. En cualquier caso, no fue hasta que el tardío amanecer invernal empezó a mandar su propia luz a través de las grietas y ranuras de la puerta cuando al niño le entró hambre de pronto e inició un estridente berrido que despertó a toda la casa al instante. Los perros empezaron a ladrar, los hombres gruñeron y estiraron sus entumecidos miembros y Mara, con una mano en la cabeza, se puso de pie lentamente y dio dos pasos hacia el lugar donde Bridei, que había salido de su sueño con un sobresalto, se hallaba sentado junto a la chimenea con el bebé berreando en sus brazos. Los ojos astutos de Mara se fijaron en el pequeño y extraño cesto, en el forro de plumón de cisne, en las diminutas vestiduras ribeteadas de piel y luego dirigieron su mirada al propio bebé, que en aquellos momentos se parecía mucho más a cualquier otro recién nacido hambriento pero que todavía se distinguía por los ojos pálidos y claros, las manos delicadas, el rizo de cabello negro como el carbón. Entonces Mara miró fijamente a Bridei. Él sostuvo al bebé con firmeza y le devolvió la mirada. Sería mejor que no intentaran quitarle a su hermanito.

Mara hizo un gesto antiquísimo con los dedos, un signo para conjurar el mal. Tras ella, los hombres hicieron lo mismo.

- ¡Que el Cuervo Negro nos asista! -dijo al tiempo que se agachaba-. ¿Qué has estado haciendo, Bridei? Dámelo, anda.

Él siguió sujetando al bebé con denuedo.

- Vamos, muchacho. Utiliza la cabeza. ¿No te das cuenta de lo que es esta criatura? Piensa en lo que diría tu padre adoptivo. Dámelo, deprisa. Cuanto más tiempo permanezca entre estas cuatro paredes más mal nos acarreará a todos. Y con Broichan a punto de morir y lejos de casa eso es precisamente lo que no nos hace falta.

Elpin alargó las manos para coger al bebé. La expresión de su rostro era la de una persona obligada a tocar algo que resultaba repulsivo o peligroso, como una víbora.

Bridei se alejó poco a poco.

- Sólo quiere leche -dijo por encima del barullo. ¿Quién hubiera podido pensar que un renacuajo como aquél podía armar tanto jaleo? Notaba el llanto que vibraba a través del frágil cuerpo del niño-. ¡Chsss, chsss! No pasa nada -susurró.

- Leche, ¿verdad? -preguntó Mara-. ¿Y dónde crees que vamos a encontrarla en mitad del invierno cuando las vacas y las ovejas están secas como un hueso? -Se quedó de pie con las manos en las caderas, impasible como un enorme perro guardián al que han mandado para echar a un intruso del edificio.

- Lo mejor será que lo vuelvas a sacar fuera enseguida -dijo Elpin-. Dicen que si lo haces, los… los Otros vienen y vuelven a llevarse al niño. Si no tardas demasiado en hacerlo, claro está.

- Afuera hace mucho frío -observó Uven sin convicción-. El bebé es muy pequeño.

- ¿Qué es todo esto? -el ruido había hecho que Ferat se levantara de la cama y en aquel momento entró como si tal cosa, con el pelo alborotado y el aspecto de un hombre al que le doliera muchísimo la cabeza-. ¿De dónde ha salido eso, muchacho? Trae, deja que lo coja… Eso es. -Bajó y alzó los brazos con destreza, le quitó el bebé de las manos a Bridei y se acercó al fuego del hogar para examinarlo con más detenimiento. Parecía saber lo que hacía; tras escudriñar los rasgos rojos y arrugados del niño, se lo apoyó en el hombro, empezó a darle unas palmaditas rítmicas en la espalda y, milagrosamente, los gritos se calmaron y dejaron paso a unos sollozos débiles y quejumbrosos.

- Está hambriento, ya lo creo -dijo Ferat-. Y apesta como un estercolero… Mara, ve a buscar unos trapos limpios, ¿quieres? Atiza el fuego de la cocina por mí, muchacho, necesitamos agua caliente.

Los demás permanecieron en silencio, mirándolo fijamente. Sin duda aquella mañana no era el de siempre.

- ¡Vamos, moveos! -exclamó Ferat en un tono algo más parecido al habitual-. ¡Esta criaturita se está muriendo de hambre! ¿Qué diría Broichan si se enterara de que las fantasías y supersticiones hacen que tratemos a un recién nacido peor de lo que trataríamos a un cordero huérfano? ¡Debería daros vergüenza!

- Todo eso está muy bien -dijo Mara-, pero ¿cómo vamos a alimentarlo? Además, no es lo que Broichan querría. No es esto lo que hay que hacer, y es increíble que lo hayas considerado siquiera…

Bridei se aclaró la garganta.

- Fui yo el que lo metió aquí. Si mi padre adoptivo se enfada, puede enfadarse conmigo. Pero no podéis sacar al niño a la nieve. Se moriría.

- A mí me parece que es una niñita y no un muchachito -dijo Ferat, que seguía dándole palmaditas-. Y con lo videntes que son, Mara tiene razón en lo que dice. ¿Ves lo pálida que está ahora que ha dejado de llorar un rato? Tiene las pestañas largas como una magnífica novilla y la boca pequeña como un capullo de rosa. Parece salida de un cuento; yo lo veo como un regalo estupendo. Mara te dirá si es una niña cuando le cambie esas envolturas.

- ¿Yo? -replicó la mujer enojada, pero colocó al bebé sobre la mesa y lo despojó de los pañales sucios, Ferat tenía razón, era una niña, Bridei no estaba del todo seguro de cómo se sentía al respecto. Tras ser debidamente lavado y envuelto de nuevo en el lienzo que Mara había traído, el bebé permaneció en brazos del ama de llaves mientras Ferat hacía lo que podía con agua caliente y miel, y al cabo de un ratito intentaron que la pequeña succionara la mezcla de un trapo enrollado que mojaban en el cuenco, con lo que se fue tranquilizando. Uven y Elpin se quedaron allí mirando; nadie parecía tener prisa por irse. En la cocina, Ferat había mandado llamar a sus ayudantes y estaba atareado preparando el desayuno y hablando todo el rato.

- Eso no la satisfará durante mucho tiempo -gritó por encima del estrépito de los cacharros-. ¿No dijo Cinioch que tenía una prima que acababa de perder un bebé? La conocéis, se fue a la Isla Negra para casarse, pero a su marido lo mataron cuando ella aún llevaba a su hijo en el vientre. Está en el poblado junto al lago, volvió a casa de su hermana para dar a luz. El bebé no se desarrolló; lo enterraron al cabo de uno o dos días. No recuerdo el nombre de la chica.

- Brenna -dijo Uven-. Una muchachita vergonzosa. Es una triste historia.

- Sí -dijo Mara-, muy triste, ya lo creo. Pero útil. Eso si nos vamos a quedar con ésta. -Puso mala cara y miró al bebé, que en aquellos momentos volvía a mecerse en los brazos de Bridei mientras ella escurría unas cuantas gotas más del agua con miel en su linda boquita. Los ojos la miraban, claros y nítidos.

- ¡Uven! -gritó Ferat-. ¿Dónde está Cinioch esta mañana?

- De guardia nocturna.

- Bien. Entonces desayuna un poco y te acercas hasta allí lo más rápido que puedas. Dile que venga a hablar conmigo antes de hacer cualquier otra cosa. Necesitamos un ama de cría; cuanto más lo dejemos pasar más urgente será. Da la impresión de que Brenna podría tener lo que nos hace falta.

- Tendría que estar loca -comentó Mara entre dientes-. ¿Quién se ofrecería para amamantar a uno de «ellos»? -Pero a Bridei le pareció que sus palabras sólo iban medio en serio, de lo contrario, ¿por qué iba a estar esforzándose tanto para que el bebé chupara y animándolo con movimientos de la cabeza cada vez que tragaba un poco? El pequeño cesto permanecía vacío junto a la chimenea con la llave bien escondida en su entramado de follaje. Lo que Broichan le había dicho era cierto. En algunas ocasiones, la sencilla magia doméstica era la más poderosa de todas.

Aquel día pareció muy largo. Cinioch tomó un bocado a toda prisa para desayunar y se encaminó hacia el lago. Al principio el bebé estuvo tranquilo, pero después se puso a llorar y llorar hasta que ya no le quedaron fuerzas para seguir haciéndolo. No quería el agua con miel. A Bridei le tocó el turno de sostenerlo en brazos y darle palmaditas. A medida que transcurría el día, cada vez parecía pesar más. Con el hiposo llanto de la niña le entraron ganas de llorar a él también, pero no lo hizo.

Cinioch llegó a casa a media tarde con una joven de tez pálida que iba muy abrigada para protegerse del frío exterior. Sus rasgos revelaban que estaba transida de frío, tenía la nariz y los ojos colorados y temblaba bajo las capas de ropa. No obstante, en cuanto divisó al bebé en brazos de Ferat, se quitó la capa y el mantón y avanzó tres pasos para coger a la niña y acercársela al pecho.

- Oh, pobrecita, pobrecita -cantó Brenna suavemente, y el bebé soltó un débil hipido a modo de respuesta-. Me la llevaré a un rincón tranquilo, si me mostráis dónde -añadió la joven-. Esta pequeñita se está muriendo de hambre, pero vamos a remediarlo enseguida. -Y lo hizo; le pidieron a Bridei que se quedara en la cocina y desde allí, mientras las mujeres hacían lo que tenían que hacer junto a la chimenea del salón, oyó que la voz del bebé iba pasando de un débil gemido a un jadeo, un resoplido y una especie de sonido desesperado hasta quedar en un feliz silencio. Soltó el aire dando un enorme suspiro; Ferat, que removía la sopa, movió la cabeza para sí mismo con satisfacción.

- Será mejor que pongamos un trozo de cordero en el asador -dijo el cocinero-. Cuando una mujer da el pecho come como un caballo. Ahora tu pequeña estará estupendamente, muchacho, ya lo verás.

Mientras el corto día llegaba a su fin, dos seres rondaban por el bosque invernal en el exterior de la casa de Broichan.

- Ya está -dijo el primero-. La ha metido dentro y nadie la ha vuelto a sacar. Y ya no se la oye llorar. Tiene una voz muy potente para lo renacuaja que es.

- He ganado la apuesta -dijo el otro-. Te dije que se la quedarían.

- Ha sido cosa de Bridei, sin duda. Para tratarse de un humano, ese niño es más astuto de lo que le correspondería para su edad. Un pequeño hechizo que le enseñó el druida, seguro… De lo contrario los demás nunca se hubieran quedado con ella. Con sólo echarle un vistazo habrán sabido que es de los nuestros. El otro miró al frente.

- En cierto modo lo es y en cierto modo no lo es. Ahora nos hemos eximido de nuestro deber con la Brillante, y aquí se acaba todo.

El primer ser empezó a reírse a carcajadas, con una risa cristalina.

- ¡Lo dudo! Esto es sólo el principio. Los dos tienen un largo camino por delante, largo y difícil. Y nosotros estaremos allí a cada paso. Todos queremos que esto acabe del mismo modo, incluso el druida. Claro que la manera en que ha ocurrido puede que le sorprenda.

- Vamos, regresemos a casa. Ha sido una noche muy larga. Estos humanos me cansan. ¡Pueden llegar a ser tan estúpidos, tan lentos en comprender las cosas!

- La noche más larga -dijo el primer ser en tono de gravedad-. La noche de la luna llena, noche de cambio, el inicio de un largo viaje.

- El viaje de Bridei.

- El suyo y el de ella, y el de todos nosotros. Avanzamos hacia una nueva era, nada menos. Los pies que recorren el camino son pequeños. Esperemos que no flaqueen. Esperemos que no fracasen.

La magia parecía mantenerse. Brenna se instaló en la casa como si perteneciera a aquel lugar. Era muy callada y siempre tenía una mirada triste, lo cual no era sorprendente tratándose de una viuda de tan sólo diecinueve años que acababa de perder a su primogénito. Mara se negó a compartir sus dependencias con ella, declarando que no tenía intención de pasarse media noche despierta cuando el bebé se despertara para comer. De manera que Ferat hizo que sus ayudantes despejaran un pequeño almacén y allí Brenna desempacó sus pertenencias, lastimosamente escasas, y se instaló con aparente gratitud. Por la noche el bebé dormía a su lado, no en su original y extraña cama tejida con la magia del bosque, sino en una magnífica cuna de madera de roble con ramilletes de hojas y bellotas grabados en la cabecera y en las patas. Fidich; el granjero, los había sorprendido a todos una mañana cuando apareció con ella y la ofreció con bastante timidez como su contribución al mantenimiento de la pequeña. Cuando llegó la nueva cuna, Mara había murmurado algo sobre quemar la vieja para sacar de la casa lo que quedara de su influencia antes de que Broichan regresara. Bridei se encargó de hacer desaparecer el cesto mientras Mara estaba ocupada en otro lugar. En aquellos momentos estaba en su propia habitación, a salvo dentro del arcón donde guardaba sus cosas, con la llave oculta y todo.

Ferat no se alegró precisamente el día que necesitó especias y no pudo abrir su pequeño cofre. En un principio echó la culpa de la desaparición de la llave a los muchachos de la cocina y los maldijo a los dos mientras forzaba la caja con un cuchillo para abrirla, con lo que arañó la madera. La visión del contenido, dispuesto en sus pulcros paquetitos exactamente tal y como él lo había dejado, calmó milagrosamente su mal genio. Como cocinero, consideraba la pequeña colección de nuez moscada, canela, cardamomo y excelentes granos de pimienta infinitamente más valiosa que la caja pulida que la contenía. Admitió de mala gana que quizá la desaparición de la llave hubiera sido un accidente de algún tipo; ¿quién se molestaría en robarla y luego dejar intacto el botín? Cuando acabó de hacer su pastel de manzana ya volvía a tararear. Desde la llegada del bebé parecía un hombre nuevo.

- Le hace falta un nombre -había dicho Bridei el segundo día mientras cenaban en la calidez del salón. Brenna se las estaba arreglando para terminarse una generosa ración del guiso especial de Ferat de cordero hervido con pastelillos de masa rellenos mientras acunaba al bebé con un brazo. La pequeña estaba despierta, sus diminutos rasgos calmados, sus ojos claros vigilantes bajo la generosa mata de rizos negros como el hollín. Incluso estando entonces bien alimentada, no había ni un solo trazo rosado en sus mejillas; su tez era pálida como la leche. Desde su llegada el día anterior había llorado muy poco; no era muy sorprendente, pues su principal necesidad era la comida y Brenna la tenía totalmente bajo control. En realidad, ahora que la hermanita de Bridei tenía toda la leche que quería, apenas parecía necesitarlo a él. El muchacho sabía que no debía estar celoso. Se sentó junto a Brenna en el banco; de vez en cuando bajaba la vista hacia la pequeña, que le devolvía la mirada, y sabía que lo reconocía y que comprendía la promesa que le había hecho a la luz de la luna. Quizá en aquellos momentos no lo necesitara realmente, pero cuando lo hiciera, él estaría allí.

- Tendríamos que ponerle nombre -repitió, y mientras hablaba ya tenía uno pensado, uno que iba bien con la palidez de la chiquilla, con su cabello negro como el carbón, con su aspecto de ser muy particular.

- ¡Ja! -dijo Mara-. Ahora se trata de los nombres, ¿no? Yo sólo sé una cosa. No es la clase de criatura a la que le pones el nombre de tu madre o de tu abuela.

- ¿Por qué no? -preguntó Bridei.

- Porque no es de los nuestros -respondió Mara-. Probablemente no nos corresponde a nosotros darle un nombre. Supongo que ya tiene uno, algo extravagante como la gente que la dejó aquí. ¡Que el Cuervo Negro nos proteja! -se apresuró a añadir al tiempo que hacía la señal de conjuro con los dedos.

Brenna no hablaba casi nunca y la mayoría de las veces era para decir por favor y gracias. Tenía una voz suave, casi contrita.

- ¿Qué nombre le pondrías tú, Bridei? -le preguntó.

Él puso un dedo en la blanca mejilla de la pequeña, que agitó sus manitas y su boca se curvó en lo que posiblemente podría haber sido una sonrisa.

- Tuala -dijo con convencimiento-. Es un nombre antiguo, de una historia. Significa princesa de la gente. A Broichan le gustaría.

- No le va a gustar tener a una cría chillona en la casa siendo él una especie de inválido -terció Mara con sequedad-. ¿De modo que princesa, eh? Pobrecita, no va a ser una gran princesa si se queda aquí con nosotros. La princesa de las pocilgas, nada más.

- Es un nombre bonito -susurró Brenna.

- Sí -intervino Uven-. Le queda bien. Déjalo ya, Mara. Sabes que estás tan loca por la chiquitina como el resto de nosotros.

Así pues, la expósita obtuvo su nombre y el número de los habitantes de la casa del druida aumentó en dos. Bridei, al acordarse de que su padre adoptivo había estado cerca de la muerte, se aplicó de verdad en sus estudios una vez más para asegurarse de que Broichan no quedara decepcionado con sus progresos aun cuando le molestara la presencia de las recién llegadas. Era difícil practicar las habilidades de combate sin Donal; en lugar de eso, ayudaba a Fidich en la granja. Por las tardes perfeccionaba la narración de historias. Era una hora en la que la pequeña solía estar despierta y Brenna, que todavía se cansaba fácilmente tras su reciente confinamiento y la muerte de su propio hijo, por norma general se alegraba de dejar a Tuala con Bridei mientras se retiraba a su diminuta habitación para descansar.

Él ya sabía muchos cuentos, porque los relatos eran la base de la sabiduría de un druida al contener una capa de comprensión sobre otra, un símbolo dentro de otro símbolo, un código dentro de otro código. Cada vez que contaba uno parecía significar algo distinto. Bridei no elegía las historias llenas de batallas y sangre para Tuala, ni los cuentos de monstruos y espectros, pérdidas y viejas penas. A ella le contaba relatos divertidos, cuentos tontos, aligerados con historias de hechos heroicos y sueños que se vuelven realidad. Cuando ya no podía recordar más se los inventaba. Tuala era una magnífica oyente. Cada vez hacía mejor lo de quedarse callada y observar con embelesada atención mientras él hablaba. Sus ojos brillantes seguían el movimiento de las manos de Bridei mientras éste ilustraba un acontecimiento dramático; su vocecita contribuía con un gorjeo aquí, con un chillido allí. Cierto, había algunos cuentos que la hacían dormir. Cuando eso ocurría, el muchacho se limitaba a convertir su historia en una canción que entonaba en voz baja mientras mecía la cuna. No estaba seguro de dónde provenía la canción, sólo que no era nada que le hubiese enseñado Broichan.

Li-lo Li-la.

La hilandera viene y va.

Teje una telaraña vaporosa,

digna de envolver a mi princesa hermosa.

Li-la Li-lon.

Pluma de cuervo negra como el carbón.

Penacho de cisne de un blanco nevoso, para

vestir a mi niña de un color lustroso.

Li-lon Li-lul.

Fronda de saúco, tejo y abedul.

Guirnalda entretejida, fresca y bella,

digna de coronar a mi doncella.

Y mientras dormía parecía sonreír.

Trajeron al druida a casa un día en que la atmósfera era nítida y un viento frío azotaba la Cañada desde el nordeste, acosando a los pájaros delante de él. Soplaba contra las espaldas de los viajeros mientras éstos se acercaban por el sendero que bordeaba el oscuro lago y que ascendía serpenteando a través de la engañosa disposición de los robles de la casa de Broichan. Bridei tenía un nudo en el estómago a causa del nerviosismo. Había anhelado que llegara ese día; de hecho, cada noche grababa una marca en la piedra de la pared de su habitación para saber cuántos días faltaban para que Broichan y Donal regresaran por fin a casa. Pero ahora su expectativa se mezclaba con el miedo. ¿Y si su padre adoptivo echaba un vistazo al bebé y decretaba que tenía que irse? En la casa nadie le desobedecía nunca. No es que lo temieran exactamente. Lo que pasaba era que el druida era poderoso y sabio. Lo que pasaba era que él siempre tenía razón.

Aquel día Broichan no tenía un aspecto tan poderoso. Se apoyaba pesadamente en su báculo mientras avanzaba por el sendero con Donal a un lado y un tipo llamado Enfret al otro. El druida parecía haber encogido; no se le veía tan alto ni tan ancho como Bridei lo recordaba. Y estaba pálido, casi tan pálido como Tuala, cuya piel tenía el brillo de los rayos de luna.

Una cosa no había cambiado: los ojos oscuros de Broichan seguían ardiendo con una inteligencia feroz.

- Bienvenido a casa, mi señor -dijo Mara cuando los viajeros llegaron a la puerta abierta. Estaba sonriendo, cosa que no era frecuente.

- Bienvenido, mi señor -repitió Ferat, detrás de ella-. Me alegra ver que te vales por ti mismo. Donal, Enfret -los saludó con la cabeza a los dos. Camino abajo, los demás guerreros venían andando junto a un caballo de carga colmado de bultos-. Sin duda estaréis encantados con una taza de cerveza caliente y algo de comer -añadió el cocinero-. Hace un día muy frío.

Si había un dejo de nerviosismo en el tono de Ferat, no era nada comparado con la paralizante preocupación que se apoderó de Bridei y que le dejó la boca seca allí, al lado de Mara. En aquel momento el bebé estaba en la habitación de Brenna, que le estaba dando de mamar. Rezó para que Tuala no hiciera ningún ruido, todavía no; no mientras su padre adoptivo tuviera un aspecto tan adusto y cansado. No hasta que Bridei hubiera logrado serenarse y pensar en las palabras adecuadas.

- ¡Bridei! -Una enorme sonrisa dividió el rostro de Donal, que avanzó a grandes zancadas para darle unas palmadas en el hombro a su joven amigo con efusividad. Bridei le devolvió la sonrisa y sus tribulaciones se desvanecieron; al menos podía contar con un firme aliado-. Has crecido a un ritmo acelerado, muchacho. ¡Mira qué grande y fuerte se le ve, mi señor!

Broichan bajó la mirada de sus ojos oscuros, su rostro pálido, su cabello peinado en largas trenzas. Sus facciones tenían más arrugas que antes y, como siempre, se hallaban dominadas por una disciplina tal que no había forma de saber lo que le pasaba por la cabeza.

- Bridei -dijo en tono grave-. Me alegra ver que estás bien. Estoy seguro de que has prestado buena atención a tus estudios.

- Sí, mi señor. -Desde la llegada de Tuala, Bridei se había acostumbrado a ser uno de los mayores, parte de una casa centrada en las necesidades y exigencias de alguien más pequeño. Ahora, de repente, volvía a ser un niño-. He hecho todo lo que he podido.

- No esperaba menos de ti. Ahora me retiraré un rato a mis aposentos. Ayúdame, Donal, ¿quieres? No, no necesito nada… -y, con un dejo de irritación que no era propio de él, les hizo señas a Mara y a Ferat para que se apartaran-. Agua, quizá. Estoy seguro de que a los hombres no les vendrán mal vuestras ofertas de sustento; ha sido un largo viaje. ¿Sigue habiendo una guardia adecuada en torno al perímetro? ¿Cuántos hombres tenéis en la tapia del norte?

Ya estaban dentro y Broichan seguía haciendo preguntas mientras avanzaba cojeando hacia sus dependencias privadas, incapaz de ocultar su necesidad de apoyarse en el brazo de Donal.

- Lo comprobaré todo, mi señor -dijo el guerrero en voz baja-. Vamos, ahora estás en casa y debes descansar. Deja estos asuntos para nosotros.

- Descansar, descansar -rezongó el druida con amargura-. En los últimos dos meses no he hecho nada más que descansar. No dispongo de tiempo. Los días pasan y no hay oportunidad de juntar dos ideas. Tiempo suficiente, es lo único que pido, tiempo suficiente… ¡Mal rayo parta a los entrometidos!

Tuala anunció su presencia cuando a ella le convino, tal como hacen los bebés. De repente se oyó el breve estallido de la aguda voz de la pequeña, una protesta que la suave voz de Brenna no tardó en acallar. Poco después Broichan se dirigió al salón, con unas ojeras púrpura como moretones, los nudillos blancos mientras se agarraba al báculo, y se quedó de pie delante de todos ellos sin decir ni una palabra. Más allá, en la pequeña habitación donde estaban el bebé y la nodriza, no se oía nada. En la mesa, Donal y los hombres que lo habían acompañado tenían puesta su propia máscara de asombro. Bridei había estado preparando el terreno para contarles la noticia, y tanto Ferat como Mara habían estado esperando que lo hiciera, pues consideraban que era asunto suyo exclusivamente.

Daba la sensación de que Broichan no iba a formular la pregunta, de modo que Donal lo hizo por él.

- Decidme que lo que acabo de oír no es un niño -logró decir-. ¿Tienes un pequeño secreto sobre el que no nos has hablado, Mara? -Como broma resultó bastante floja. Nadie esbozó siquiera una sonrisa.

La mujer miraba a Bridei, y Ferat también. Se hizo el silencio. Brenna, con la pequeña en brazos, el cabello en mechones en torno a su rostro colorado, pues ella también había estado durmiendo, apareció por el pasillo al cabo de un momento, se detuvo en seco y sus ojos se abrieron como platos al ver al druida frente a ella, alto y adusto.

Bridei se puso en pie.

- Mi señor -dijo con toda la seguridad de la que pudo hacer acopio-, ésta es Brenna. Y Tuala. Iba a contártelo…

- Trae al bebé aquí.

El tono de Broichan fue tal que Brenna, a quien de pronto le había desaparecido el bonito color de sus mejillas, avanzó sin preguntar nada y le brindó el pequeño bulto para que él lo examinara. El druida entrecerró sus ojos oscuros. Desde el chal de lana Tuala agitó una mano como una flor a modo de saludo y emitió un gorjeo que podía significar cualquier cosa. Broichan apretó la boca. Escudriñó al bebé con detenimiento, sin tocarlo.

- Muy bien, Bridei -dijo al fin con un tono desapasionado-. Escucharé tu explicación en privado. Vamos. -Sin más preámbulos, se dio la vuelta y se alejó renqueando. El muchacho se apresuró a seguirle. Tras ellos, nadie dijo una palabra.

La habitación de Broichan no era el confortable dominio destinado a un rico hacendado, aunque en realidad era un hombre de cuantiosos recursos. Su habitación armonizaba con lo que era en realidad: un estudioso, un místico, un filósofo. Su disciplina, su claridad de mente, su pasión por aprender, todo eso se veía en el espacio ordenado y despejado que constituía su santuario privado. La única persona que entraba allí cuando Broichan estaba fuera era Mara. En los estantes de piedra había hileras de tarros, botellas, crisoles y matraces, cada uno en su sitio, todos brillando débilmente a la luz de las velas y al parpadeo del fuego del pequeño hogar (esto era una concesión a su enfermedad, pues el druida siempre había tenido por costumbre soportar el frío). Siempre estaba poniendo a prueba el control de la mente sobre el cuerpo. El camastro estaba hecho con excelentes mantas de lana y sábanas limpias, pero era estrecho y duro: Bridei sabía que las escasas comodidades que había en aquel tranquilo espacio se debían más a Mara que al propio Broichan. Había una mesa de roble y dos bancos. Los manuscritos se guardaban en un armazón de la pared, y los artículos de escritorio, plumas de ganso y tinteros se hallaban dispuestos en su propio estante. Una ristra de ajos colgaba junto a la ventana, que era como una rendija. Aquí y allá pendían manojos de hierbas secas que le daban una fragancia dulce a la atmósfera y las bayas arrugadas que había en un cuenco de latón eran la prueba de que Broichan había intentado, ya, empezar algún trabajo. Puede que al final Mara consiguiera convencerlo de que descansara, pero no sería tarea fácil. La capa del druida estaba pulcramente colgada de una percha; las botas colocadas junto a la chimenea, una al lado de la otra. La habitación estaba inmaculada; no se veía ni una sola mota de polvo en ninguna parte.

Broichan cerró la puerta tras ellos, se dirigió hacia la mesa y apoyó las dos manos en ella. Bridei se quedó allí de pie mirando a su padre adoptivo. Permaneció muy quieto; era una cosa que se le daba bien, incluso cuando su corazón amenazaba con salírsele del pecho debido a la preocupación, como era el caso entonces. Relajó las manos. Hizo que se calmaran sus facciones.

- Déjame que te diga lo que veo aquí. -La enfermedad no había debilitado la voz del druida: sonó profunda y potente como una campana antigua-. Veo a un bebé que no tiene nada que hacer entre las cuatro paredes de ninguna vivienda humana; un bebé que acarrea el peligro en cada parpadeo de sus ojos de vidente. Veo a varios incondicionales de mi casa mirando a esa criatura con expresiones de adoradora indulgencia. Y veo a una joven que sin duda alguna no está aquí porque yo la haya invitado.

- Yo…

Broichan alzó la mano levemente y las palabras de Bridei murieron en su boca.

- No he terminado -terció el druida en tono calmado-. Veo otra cosa: veo a mi hijo adoptivo, un chico que prometió portarse bien mientras yo estaba ausente y hacer lo que yo le había pedido que hiciera. -Sus ojos oscuros como la noche se posaron sobre Bridei a modo de terrible pregunta. Fue mucho más difícil estarse quieto. Fue como si Broichan ya se hubiera decidido. Tuala debía irse al anochecer, debían dejarla sola en el bosque para que se congelara y se muriera de hambre. Lloraría y lloraría y nadie acudiría. Pero no. Bridei apretó las manos con tanta fuerza que las uñas le cortaron las palmas. Concentrarse. Recordar. «De todo se aprende.» Permaneció inmóvil, respirando lentamente tal como le habían enseñado, manteniendo la mirada fija. Y de pronto se dio cuenta de que, en realidad, aquel interrogatorio no tenía nada que ver con Tuala o con los Seres Buenos. Tenía que ver con él. No se trataba de lo que había hecho, sino de por qué lo había hecho. Lo único que tenía que hacer era dar las explicaciones adecuadas, las que cumplieran con la forma de ver el mundo de Broichan. Podía hacerlo. Sólo tenía que permanecer sereno, como hacía su padre adoptivo, y hablar, no como un niño, sino como un druida.

- Mi señor -empezó-, Tuala, el bebé, llegó aquí a media noche el día del solsticio. La luna me despertó con su brillo por mi ventana. Salí y ella estaba allí en el umbral.

El druida frunció el ceño.

- ¿Y dónde estaban los demás miembros de mi casa mientras tú rondabas por ahí de noche?

- Dormidos, mi señor. Fue después del ritual.

- Entiendo. Continúa.

- Yo… Creí que era un regalo, mi señor. Un regalo para… -no «para mí», por mucho que sintiera que era cierto- un regalo para todos nosotros. Una responsabilidad. La Brillante quería que recogiéramos a Tuala, que la mantuviéramos a salvo.

- Bridei -el tono de Broichan era adusto-, no me digas que eres demasiado tonto para reconocer lo que es esa pequeña criatura. Ningún bebé humano ha tenido nunca unos ojos así, una piel tan blanca, ni una expresión tan grave y sabia. No es la hija ilegítima de una chica del lugar; es un miembro de los Seres Buenos.

- Sí, mi señor -repuso el muchacho, que se dio cuenta de que era la primera vez que alguien había planteado la cuestión abiertamente-. Tenía frío. Se hubiera muerto ahí afuera.

Hubo una pausa.

- Un bebé humano no hubiese sobrevivido a la noche, desde luego -admitió Broichan.

- Sí, mi señor. -Bridei se esforzó por imitar el tono sereno y distante del druida-. Sé que Tuala provino de los Seres Buenos. La trajeron aquí a propósito. La Brillante me despertó para que yo la encontrara. Estaba escrito. Tenemos que quedárnosla. -Le tembló un poco la voz pese a sus esfuerzos para que no fuera así-. Tuala es muy buena, mi señor. Apenas llora. Y no tiene otro lugar adonde ir.

- Me imagino que la dejaron en algún cesto, ¿no es así?

- Sí, mi señor.

- ¿Dónde está? -preguntó Broichan cansinamente. Bridei notó un picor detrás de los ojos; apretó los dientes con fuerza.

- Respóndeme. -La voz del druida era como una sentencia de muerte.

- En mi habitación -susurró el chico.

- Ve a buscarlo.

- Sí, mi señor.

Bridei no miró a los demás, no podía hacerlo, mientras se dirigía a sus propios dominios y regresaba con el pequeño cesto bajo el brazo. De todas formas los vio, petrificados como si estuvieran tallados en la piedra y todos mirándole: Donal con su honesta expresión llena de asombro, Enfret y los demás guerreros igualmente sorprendidos, Ferat con preocupación, Mara con adustez y Brenna con su rostro dulce y el bebé en brazos: Tuala, que con tanta rapidez se había convertido en el centro inmóvil en torno al cual giraban todos los demás. Era tan pequeña…

Bridei caminó de vuelta a la habitación de su padre adoptivo sintiendo que los pies le pesaban. Le resultaba difícil controlar los pensamientos que bullían en su cabeza. Tuala no tenía a nadie más, a nadie más que a él. Los demás sólo la querían por el hechizo, y en cuanto Broichan lo deshiciera estarían totalmente dispuestos a echarla. Su propia gente ya no la quería más de lo que su familia parecía quererlo a él…

No había sabido nada de ellos desde que lo mandaron allí. Pero a menos él tenía a su padre adoptivo, a Donal y a los demás. Tenía un hogar. Tuala no tenía nada.

Bridei ya estaba en la puerta. Podía suplicar, por supuesto; podía llorar y rogar como el niño que era. Llorar sería demasiado fácil; entonces notó que le brotaban las lágrimas y bajó la vista al cesto de hojas y hierbas entretejidas que tenía en las manos, las extrañas flores de invierno que seguían estando brillantes y frescas, las piedras de poder cosidas en las asas. ¿Quién podía hacer magia suficiente para superar a un druida? La llave estaba oculta en el fondo, la llave que suponía la única posibilidad de sobrevivir de Tuala. Bridei tragó saliva. Las lágrimas serían una pérdida de tiempo; los ruegos eran la estrategia de un hombre débil. Un druida escucha los argumentos razonados, la lógica, las pruebas.

Broichan estaba de pie junto a la pequeña chimenea. Su expresión no revelaba nada.

- Ponlo encima de la mesa -dijo.

Bridei hizo lo que le ordenaron. El cesto parecía muy pequeño; Tuala había crecido y ya casi no cabía en él.

- ¿Puedo hablar, mi señor? -preguntó.

El silencio de Broichan parecía indicar su consentimiento.

- Espero que no deshagas el hechizo -dijo Bridei esforzándose por parecer confiado aunque le temblaba el labio-. Sé que piensas que hice mal. Siento haberte enojado. Pero no lamento haber metido a Tuala en casa. No lamento haber hecho el hechizo para mantenerla a salvo. Estoy seguro de que era lo correcto. Estoy totalmente seguro.

Broichan suspiró. Alargó una mano hacia la cuna diminuta y trazó la curva de un lado sin llegar a tocarla.

- Bridei -dijo al cabo de unos instantes-, todavía eres muy joven, a pesar de tu forma de hablar. No sabes nada sobre la manera que tienen los hombres de hacer las cosas; nada sobre el sistema de equilibrio de poderes que debemos mantener para evitar que nuestro territorio se suma en el caos, estrategias que están mucho más relacionadas con las insensatas acciones de nuestra propia gente que con las maquinaciones de los Seres Buenos. Más allá de los confines de la Cañada existe un reino del que tú apenas has rozado el margen más remoto. Tu educación apenas ha empezado, muchacho. Y es importante; es tan importante que no podemos permitirnos el lujo de dejar que nada te distraiga. No dispongo de tiempo para estar enfermo; los miembros de mi casa no disponen de tiempo para un bebé, sobre todo para uno que lleva el peso de semejante incertidumbre sobre sus pequeños hombros. Dar refugio al Otro es invitar al peligro, Bridei. Es invitar a lo inesperado.

El chico tragó saliva.

- Un hombre debe aprender a lidiar con las sorpresas, mi señor -logró decir-. Es lo que dice Donal. Es importante en una lucha.

Broichan frunció los labios.

- Los Seres Buenos tienen poderes que son mucho más peligrosos que un repentino rodillazo en la entrepierna o una patada bien dada en el tobillo -observó-. Puede que ahora esta niña parezca dulce e inofensiva. Pero no puedes saber en qué se convertirá cuando crezca. Su influencia podría minar todo aquello por lo que estoy luchando… -se calló, como si hubiera dicho más de lo que era su intención.

- Mi señor -dijo Bridei-. Trabajaré todo lo duro que pueda; aprenderé todo lo que quieras que aprenda. Haré todo lo que desees…

- No sigas -los ojos de Broichan tenían un brillo peligroso-. No hago tratos con niños. Ten cuidado con tus palabras, no sea que se conviertan en una carga para ti cuando ya te hayas olvidado de su solemnidad. ¿Y si te dijera que quiero que quemes este cesto y devuelvas la llave a su propietario? ¿Qué me prometes entonces?

Bridei se sonrojó, no de vergüenza, sino de ira, una furia impotente se enredó con algo aún peor, con la sensación de que verdaderamente había decepcionado a su padre adoptivo, cuya buena opinión lo era todo para él. Casi todo.

- Mantendré mi promesa -dijo y, para su horror, notó que una lágrima le corría por la mejilla-. No sé qué quieres que sea, si un druida, un guerrero o un estudioso. Pero sé que debo aprender. Trabajaré todo lo duro que quieras que trabaje; más duro, si puedo. Mi señor… Quiero que Tuala se quede en Pitnochie. ¿Qué puede haber de malo en eso? La Brillante la trajo aquí.

Se hizo un prolongado silencio. Broichan se había dado la vuelta y miraba el fuego. Tenía la mano apoyada en la pared al lado del hogar. La habitación estaba tranquila. El pequeño cesto seguía en la mesa. Una pluma o dos y un fragmento de hoja marchita habían caído sobre la pulida superficie de roble.

- Podría enseñarle cosas a Tuala -dijo Bridei-. Números, historias, canciones. Podría enseñarle a montar. En mi tiempo libre, claro.

- Claro -repuso Broichan con adustez. Seguía mirando hacia otra parte-. Esto no me gusta, Bridei. No me esperaba un regreso así. -Se dio la vuelta y se movió para sentarse a la mesa, con cuidado, como si fuera un anciano. El muchacho vio la palidez grisácea de su rostro, la forma en que apretaba las manos como para contener el dolor.

- ¿Mi señor?

- Sí, Bridei, ¿qué pasa? Sírveme un poco de agua, ¿quieres?… Gracias, muchacho.

- No vas a morir, ¿verdad? ¿No te habrán…?

Un amago de sonrisa apareció en los labios del druida, pero enseguida se desvaneció.

- Todos morimos, Bridei. Pero no, mis enemigos todavía no han acabado conmigo. Yo también he hecho una promesa; la mía me exige permanecer otros quince años en este mundo, o quizá veinte, y tengo la intención de aprovechar hasta el último minuto del que dispongo. No puedo permitirme tener distracciones. No me aparto de mi camino para buscar problemas en mi hogar, y tampoco espero que lo hagan los que comparten mi casa.

- Yo estaba haciendo lo que la luna me pidió -replicó Bridei-. Dejar entrar un poco de naturaleza. ¿No te acuerdas? Dijiste que todo está unido, la Cañada, las criaturas, las cosas que crecen… Si dañas una parte, todo se debilita. Mantener a Tuala a salvo es bueno. Bueno para todos nosotros.

- Te he enseñado demasiado bien -dijo Broichan entre dientes-. Así pues, la criamos, como a un zorro huérfano, y luego volvemos a soltarla para que cause estragos, ¿no?

- No, mi señor. La criamos y dejamos la puerta abierta.

El druida sorbió el agua que Bridei le había dado. Tenía el ceño fruncido; unos profundos surcos le iban desde la nariz hasta las comisuras de su hermética boca. De improviso, los labios se estiraron y se rió.

- Si hubiera querido educarte para ser un místico, Bridei, te habría mandado a uno de los nemetones [1] para que te criaran, y allí te hubieran hecho aprender sus enseñanzas a fuerza de repetírtelas -comentó-. De todos modos ya hablas como un druida.

Bridei aguardó. Su corazón seguía latiéndole con fuerza, pero en un rincón del mismo parpadeaba la esperanza.

- Dame la llave -dijo Broichan con brusquedad.

No había forma de predecir lo que haría un druida. A Bridei volvió a caérsele el alma a los pies, avanzó, metió la mano en el cesto, sacó la llave y la dejó caer en la palma extendida de su padre adoptivo.

- Ahora coge el cesto.

El muchacho se quedó junto a la chimenea sosteniendo la frágil cuna en sus brazos como si se tratara de la propia Tuala. En algún lugar detrás de sus ojos parecía haber un montón de lágrimas esperando para salir a raudales, para rodar por sus mejillas y demostrar que, en efecto, era un niño incapaz de evitar las acciones de los poderosos, incluso cuando éstos estaban terriblemente equivocados.

- Los hombres no lloran, Bridei -comentó Broichan como si pudiera leerle el pensamiento. Su mano seguía abierta y la pequeña llave descansaba allí-. Al menos sin un buen motivo.

- No, mi señor -susurró el chico. Lo comprendió: no contento con quemar la cuna de Tuala, su herencia, su único lazo con sus parientes, Broichan iba a obligarlo a que lo hiciera él, como castigo por haber estropeado las cosas.

- Hoy me duelen las articulaciones -dijo el druida-. Sube al banco, muchacho. Pon ese cesto en la estantería superior, al lado de las calaveras de rata. Con cuidado. Mara ya va a tener bastante trabajo para mantenerme a mí en un estado de salud más o menos bueno, así que es mejor que no tenga que ocuparse de huesos rotos. Eso es. Ahora baja.

Bridei obedeció. Después de todo no iba a quemarlo. Pero todavía estaba la llave. Cuando miró, los largos dedos de Broichan se cerraron en torno al pedacito de hierro. Luego el druida deslizó la llave en la bolsa que llevaba en el cinturón.

- Muy bien -dijo-. De momento me la quedo, y esto significa que la responsabilidad es mía y que las decisiones son mías. Si en algún momento futuro considero apropiado echar a Tuala, lo haré, Bridei, y tú no te opondrás. No me vas a contrariar con esto. No he vivido tanto como he vivido ni he aprendido lo que he aprendido sin adquirir cierto nivel de habilidad a la hora de anticipar el futuro y de tomar decisiones calculadas. Mi intuición me dice que la niña supone una amenaza para nosotros. Por otro lado, me temo que ya es demasiado tarde para librarse de ella. Puede que de momento la llave y el cesto estén separados. La llave podría devolverse al lugar de donde vino; el cesto podría arrojarse a las llamas. Pero dudo mucho que cualquiera de estas acciones provocara en las personas que están ahí afuera un cambio repentino de actitud hacia la pequeña. No hay duda de que al principio la acogieron por el hechizo que hiciste. Pero si ha permanecido en la casa desde el Solsticio de Invierno, imagino que tu Tuala ha tenido tiempo para lanzar sus propios hechizos. Si la echo me causaría problemas; crearía un lugar de discordia donde es esencial que tengamos un santuario para el aprendizaje. Y para sanar. En esta ocasión mis enemigos fueron listos. Estuvieron a punto de burlarme. No volverá a ocurrir.

- ¿Fue veneno? -preguntó Bridei. A pesar de su incrédula alegría al ver la batalla ganada, no había olvidado que había otra lucha en marcha, una que casi le había costado la vida a Broichan.

- Era algo extremadamente sutil que contenía belladona. Una combinación que el gusto y el olfato a duras penas perciben. Se creía listo. Quizá lo fuera demasiado. No hay muchos que tengan la habilidad y los conocimientos para preparar semejante pócima.

- ¿Sabes quién fue? -musitó Bridei.

- Sé lo suficiente. De ahora en adelante estaré vigilando. Bueno, creo que estaba intentando meditar cuando la voz del bebé rompió mi calma. Tiene unos buenos pulmones. La llave se queda conmigo, Bridei. No lo olvides nunca. El futuro de la pequeña no está en tus manos, sino en las mías.

- Sí, mi señor. Y…

- ¿Qué, muchacho?

- Gracias por dejar que se quede. Mi señor…, me siento muy feliz de que estés de nuevo en casa. Ahora que estás de vuelta en Pitnochie te pondrás bien.

No intentó abrazar a su padre adoptivo ni ofrecer ninguna otra muestra de afecto. Sencillamente uno no hacía esas cosas con Broichan. Bridei tenía la esperanza de que sus palabras, su rostro, le dijeran al druida lo mucho que se alegraba de no haber tenido que desafiarle abiertamente después de todo.

Porque el chico sabía que no hubiera podido arrojar el cesto al fuego; no hubiera podido dejar a Tuala fuera en la nieve. Hubiera peleado por ella con uñas y dientes, como un animal salvaje defendiendo a sus crías. Al hacerlo hubiese ido en contra de todo lo que le había enseñado su padre adoptivo.

- Adelante entonces -fue lo único que dijo Broichan-. Algo me dice que ambos tendréis motivos para lamentar este día. Y de verdad que espero equivocarme.

Capítulo 3

- ¡No puedes alcanzarme! -gritó Tuala mientras Perla pasaba como una exhalación entre los troncos de un gris blanquecino de los abedules como una sombra bailarina.

«Estás en lo cierto», pensó Bridei, guiando su poni tras ella. Llamarada había sido un regalo de Broichan, adquirido en su undécimo cumpleaños. Tuala había reclamado a Perla inmediatamente. Apenas había hecho falta enseñarle a montar. La chiquilla tenía una ligereza de azogue, un sentido de no estar del todo presente que llevaba con ella a todas partes. Apartabas la vista un instante y al volver a mirar te encontrabas con que ya no estaba. Ahora ya todos los que vivían en casa de Broichan estaban acostumbrados a eso. Nadie se preocupaba por si Tuala se perdía o se metía en líos. Era como si tuviera sus propios amuletos de protección, unos que estaban en su interior.

De todos modos, la niña llevaba un disco de luna alrededor del cuello, al igual que Bridei. Broichan había insistido en ello. Aquellos círculos de hueso, en los que había grabados signos que honraban a la Brillante e invocaban su bendición, constituían una solemne prueba de la observancia de los antiguos caminos de los antepasados por parte de los miembros de la casa. Llevar uno era un honor, era compartir la confianza. La gente no se había sorprendido cuando Broichan le dio a Bridei el talismán. Pero el obsequio de este amuleto a Tuala, cuya posición en la casa no estaba tan bien definida, había causado extrañeza en todos. De todas formas, el druida tenía sus propios juegos, juegos sutiles que se escapaban a la comprensión de las personas comunes y corrientes, y sin duda sabía lo que estaba haciendo. Bridei no creía que Tuala necesitara un disco de luna. Para él era obvio que la niña llevaba el poder y la protección de la Brillante en su interior, lo había llevado desde aquella noche de pleno invierno cuando la había encontrado esperándolo en una cuna de plumón de cisne bañada por la luz de la luna. Habían pasado más de seis años desde entonces, pero su piel todavía brillaba con esa extraña palidez traslúcida; sus ojos aún tenían aquella calma solemne y clara. Si algún día la luna tenía una hija, pensaba Bridei, sería igual que Tuala.

- ¡Vamos! -gritó ella desde algún punto más adelantado del camino, bajo la sombra de los abedules llenos de hojas de primavera. Bridei rozó los flancos de Llamarada con los talones y salió en su persecución. La estación ya estaba próxima a su fin, era un día despejado y se dirigían al Rasguño del Águila.

La habilidad natural de Tuala para montar le permitía prescindir de la silla y la brida y se aferraba a su poni como si éste fuera una extensión de su propia persona. Pero Bridei había trabajado duro, obediente a sus promesas. Montaba a Llamarada con pericia y el poni, un hermoso zaino con una mancha blanca en la testuz, era rápido y obediente. Siguieron las sacudidas de la larga cola plateada de Perla, el débil susurro de movimiento, el rostro blanco y el cabello negro de la pequeña jinete zigzagueando por entre los árboles de pálida corteza, subiendo por los senderos moteados, bordeando las piedras cubiertas de musgo y vadeando los riachuelos poco profundos hasta que llegaron al pie de la última y empinada ascensión a lo alto del Rasguño del Águila. Cuando llegaron allí, Perla ya estaba mordisqueando una mata de hierba junto a la sólida pared de roca y a Tuala no se la veía por ninguna parte.

No era necesario atar a los ponis; los dos conocían bien aquel sendero y no se extraviarían. Bridei desmontó y se dirigió hacia arriba. Tuala debía de estar mucho más adelante; trepaba como una ardilla. La parte superior del Rasguño del Águila era un vasto afloramiento de granito, quizá una piedra monumental, quizá muchas; sus grietas y hendiduras, sus lugares secretos, albergaban a multitud de criaturas. En todos los años que hacía que subía allí arriba, sólo había conseguido explorar una pequeña parte. Cada vez que trepaba hasta allí el camino parecía ligeramente distinto. Quizá la roca estaba encantada, como los robles de los alrededores de la casa del druida. Secretos de la tierra que no podían compartirse con los mortales: aquel lugar estaba lleno de ellos.

Le encantaba estar en lo alto del Rasguño del Águila, donde el pasado permanecía hundido en las profundidades de la tierra. El suelo era duro bajo sus pies; la vasta curva de la Gran Cañada se extendía por debajo de él, unas empinadas pendientes envueltas con el manto verde púrpura de los pinos y la más clara bufanda de los abedules, protegiendo el alargado y brillante lago de la Serpiente. En aquel lugar se hallaba en equilibrio entre la tierra y el cielo, sentía el latido de la piedra bajo sus pies y el roce del viento en la cara. Se imaginaba que era un águila.

Aquel día Tuala estaba allí delante de él, dando vueltas por el lugar con los brazos extendidos, canturreando: «Fortrenn, Fotlaid, Fidach, Fib, Circinn, Caitt, Ce… Fortrenn, Fotlaid…» Eran los nombres de los siete hijos de Pridne, el antiguo antepasado de quien descendían los priteni. Las siete casas o tribus llevaban sus nombres. No hacía mucho que Bridei se lo había enseñado; ella se estaba cerciorando de que los recordaba. Había optado por quedarse de pie en la roca más alta, guardando el equilibrio sobre una atalaya, en un espacio no más grande que un cuenco de gachas. Bridei vio su pequeña figura recortada en el pálido cielo de primavera, su cabello negro levantado por la brisa, sus ojos llenos de luz. Tras ella, al otro lado, estaba el largo despeñadero que caía por la abrupta pared meridional del Rasguño del Águila. La gente la llamaba el Salto del Muerto. Menos mal que Tuala no tenía miedo a las alturas. Daba vueltas y vueltas como si quisiera hacer que el mundo girara ante sus ojos.

- Para, Tuala -le dijo Bridei suavemente-. Estás haciendo que me maree. -Subió a las rocas planas que estaban justo debajo de ella.

La niña se detuvo al instante, tal como él sabía que haría; se quedó completamente inmóvil, en perfecto equilibrio, seria y segura. Era Bridei el que sentía la angustia agitándose en su interior, la tambaleante pérdida de equilibrio.

- Además, ¿qué estás haciendo? -le preguntó con estudiada calma-. ¿Intentas volar?

Ella bajó de su pináculo y se sentó a su lado con las piernas cruzadas. Llevaba una túnica larga de sencillo tejido de lana y unos pantalones debajo para montar. Los pantalones habían sido de Bridei; le resultaba difícil imaginar que alguna vez hubiera sido tan pequeño.

- Me gustaría volar -dijo Tuala-. A veces creo que podría hacerlo.

Él estaba sacando la comida que había llevado: unos pedazos gruesos de pan de avena y huevos hervidos con la cáscara. Le pasó el odre de agua a Tuala.

- Si alguna vez lo intentas -dijo-, será mejor que lo hagas desde un banco o un tonel, no desde la cima de una montaña.

Tuala lo miró con solemnidad.

- No me caería -le dijo-. O al menos eso creo.

- Eres una niña, no un pájaro -comentó Bridei.

- A veces sí soy un pájaro. -Movió una manita blanca para meterse el pelo por detrás de la oreja.

- ¿A qué te refieres?

- En sueños. La luna sale y me despierta, y vuelo por el bosque. Todo es plateado; todo está vivo y esperando.

Bridei no contestó. Hacía mucho tiempo que Tuala había llegado a Pitnochie, tanto que a veces olvidaba que era… distinta. Entonces ella decía algo parecido a lo que acababa de decir.

- Desciendo en picado, apreso, como -dijo Tuala distraídamente, y tomó un pedacito de pan-. Planeo, cazo. Luego la luna desciende y vuelve la oscuridad.

- En sueños es diferente. -No era muy buena respuesta, y Bridei lo sabía-. Deberías tener más cuidado. Imagina que te caes y… te rompes una pierna. No podrías montar a Perla en todo el verano. -No iba a contarle que más de un hombre había muerto al caer inesperadamente desde el Rasguño del Águila. Comparada con él, todavía era un bebé-. Prométeme que serás prudente, Tuala.

- Lo prometo.

La respuesta fue inmediata; por desgracia, pensó Bridei, la idea que tenía Tuala de ser prudente era un poco distinta a la suya.

- ¿Tú qué serías? -le preguntó la niña.

- ¿Qué quieres decir?

- Si pudieras ser un pájaro, ¿cuál serías?

- Un águila -contestó él sin pensárselo-. Planearía por toda la Gran Cañada, mirándolo todo desde arriba, observándolo todo, vigilándolo todo. Con ese color de pelo tú tendrías que ser un cuervo.

Tuala dijo que no con la cabeza.

- Un búho -lo corrigió con gravedad.

- Sabes que vomitan bolitas con todos los huesos, garras y picos, ¿no? Todas las colas, los bigotes y…

Ella le dio un empujón, no muy fuerte.

- Estoy comiendo -dijo-. De todos modos, ¿qué me dices de las águilas, que roban corderos recién nacidos? Mara me contó que una vez hasta se llevaron al bebé de alguien.

- Todo forma parte del equilibrio -le explicó Bridei-. Algunos animales mueren para que otros puedan sobrevivir. Mientras se respete esta norma de la naturaleza, todo tiene sentido.

Estuvieron comiendo un rato sin hablar, escuchando en cambio los sonidos de la naturaleza en la Cañada: el reclamo de los pájaros por encima de sus cabezas, en lo alto, el piar y gorjeo de otros en los bosques, el susurro del viento entre los árboles, el murmullo furtivo de algo que se movía en una grieta de la roca. A lo lejos había otro ruido más doméstico, Fidich llamando a los perros y una respuesta en forma de ladridos. El granjero estaba vigilando las ovejas en los páramos altos.

- ¿Sabes una cosa, Tuala? -Bridei le pasó el huevo que había pelado para ella y empezó a pelar otro-. Cuando era pequeño como tú no me permitían subir aquí arriba solo. Broichan no me dejaba.

- Yo no estoy sola -replicó ella-. Te tengo a ti.

- Sí, bueno, entonces yo no te tenía a ti, ni a ningún hermano mayor que cuidara de mí.

Tuala abrió la boca. Bridei sabía que estaba a punto de decirle que podía cuidar de sí misma, muchas gracias.

- Pero no era por eso por lo que no me dejaba venir aquí solo -se apresuró a decir-. En esa época los bosques eran peligrosos. Había enemigos. Una vez intentaron matarme. Y también trataron de matar a Broichan. En aquel entonces no se me permitía salir sin dos guardias.

- ¿Cómo intentaron matarte? -Tuala tenía entonces los ojos muy abiertos y una expresión muy seria en su linda boca.

Bridei empezó a lamentar haber sacado aquel tema.

- Oh, no fue nada del otro mundo -contestó con prudente brusquedad-. Quizá deberíamos volver…

- ¿Con una espada? ¿Con un hechizo? ¿Intentaron que cayeras en una trampa?

- Con una flecha -dijo él.

- ¿Los mataste?

- No. Pero Donal sí. No quiero hablar de ello.

- ¿Por qué querían matarte?

- No lo sé. Nadie me lo explicó. De todos modos, ahora todo está bien. Sucedió hace mucho tiempo. Fuera cual fuera el peligro, ya ha pasado. Solía haber cinco guardias sólo para el muro del lado norte y ahora únicamente hay uno. Y nos permiten salir. De modo que considérate afortunada.

Tuala lo observó con detenimiento.

- Tú eres el afortunado -corrigió-. Si hubieras muerto, yo no estaría aquí.

Bridei se estremeció.

- No fue la suerte la que me salvó aquel día -dijo recordando-. Fue otra cosa.

- ¿Donal?

- Él ayudó, sin duda. Pero hubo algo más. Fue como si la tierra se abriera y dejara que me escondiera: me ofreció refugio. Incluso Donal dijo que fue extraño.

- Te mantiene a salvo -dijo Tuala con su claro hilo de voz-. A salvo en sus manos. A salvo para seguir adelante.

Sus palabras hicieron que a él se le erizara el vello de la nuca. Recogió las cáscaras de huevo en un montón y no dijo nada.

- No pasa nada, Bridei -le dijo Tuala, como si fuera la mayor y él el niño.

Al regresar a casa él llevó los dos ponis a los establos y se ocupó de Llamarada mientras Tuala almohazaba a Perla lo mejor que podía. Tenía que ponerse de puntillas para llegar a la parte superior de la crin del animal; afortunadamente, Perla parecía comprenderlo y bajaba la cabeza amablemente mientras la niña le pasaba el cepillo por los enredos.

- Es una lástima que Perla no pueda hacer lo mismo por ti -comentó Bridei, mirando los mechones de Tuala que se agitaban al viento. Cuando habían salido a dar el paseo llevaba el cabello oscuro pulcramente trenzado a la espalda, pero parecía tener vida propia. La cantidad de cintas que perdía constituía un permanente motivo de bromas.

Tuala alzó las dos manos para apartarse de la cara la rebelde mata de pelo.

- ¿Quieres que te lo sujete? -preguntó Bridei.

Ella se acercó y se colocó delante de él dándole la espalda. Rebuscó en la bolsa que llevaba en el cinturón, sacó un peine pequeño y se lo puso en la mano a Bridei. No hacían falta palabras; aquél era un ritual de hacía tiempo.

- Estate quieta. -Él era habilidoso en esta tarea, pues había practicado con los ponis. Sabía peinarla y desenredarle el cabello sin hacerle daño. En cuanto a la niña, ella se quedaba completamente inmóvil, casi como si estuviera petrificada; para lograr aquella postura él mismo había tenido que esforzarse mediante el control de la respiración, mediante la meditación, mediante la fuerza de voluntad, pero Tuala podía conseguirla sin ni siquiera proponérselo. Los dedos del chico trabajaban habilidosos, tejiendo la larga trenza que le llegaba hasta la cintura.

- ¿Tienes una cinta? -le preguntó con una sonrisa.

Ella movió la cabeza para decir que no con una expresión acongojada.

- La perdí.

- Pues menos mal que yo tengo una. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de galón amarillo, uno de los varios que guardaba para tales ocasiones. Tuala se los dejaba por todas partes. Ató la trenza con un nudo bien apretado que remató con un pequeño lazo en forma de mariposa-. Ya está. Será mejor que procures no despeinarte durante un rato, por si acaso te ve Broichan.

- Sí, Bridei.

Había habido algunos cambios en Pitnochie desde aquella vez en que Broichan acudió a un consejo del rey y estuvo a punto de morir. Seguía viviendo allí una considerable dotación de hombres de armas que patrullaban los límites del lugar y que le proporcionaban escolta al druida cuando viajaba fuera. Pero ahora éstos eran menos numerosos y había otras personas. Brenna se había quedado; su carácter dulce y tranquilidad natural proporcionaban un equilibrio excelente al voluble Ferat y a la adusta Mara. Fidich se convirtió en un visitante habitual de la casa que permanecía con aire incómodo en la cocina y charlaba con quienquiera que tuviera cerca sobre la esquila, el ordeño o la colocación de muros de mampostería. No era en absoluto propio de él, pues el granjero siempre se retiraba a su cabaña cuando terminaba su jornada de trabajo, más contento, al parecer, con su propia compañía. Donal observó, con sequedad, que normalmente las visitas de Fidich incluían una breve charla con Brenna, sólo unas pocas palabras, como la esperanza de que se encontrara bien y el intercambio de las pequeñas noticias diarias.

Brenna había tardado mucho tiempo en perder la triste mirada de sus ojos. Tuala había contribuido a ello; las exigencias que suponían el cuidado de la pequeña habían dejado a la viuda pocas oportunidades para pensar demasiado en sus propios problemas. En los últimos tiempos era cada vez más evidente que las visitas de Fidich tenían el efecto de sacar el color en las mejillas de Brenna. Ambos se mostraban incómodos y tímidos. Con el tiempo quizá llegarían a algo.

Había otra presencia nueva en la casa. Poco después de que Broichan hubiera vuelto, todavía enfermo a causa del envenenamiento, Bridei había entrado en el salón una noche a la hora de la cena y se había encontrado a los dos ancianos, Erip y Wid, instalados en una esquina y rumiando sobre un tablero de juego, tal como estaban la primera noche que había llegado a Pitnochie. Los saludó con asombro.

- ¡Creí que no ibais a volver nunca!

Erip, el calvo regordete, había soltado una risita en el mismo momento en que desplazaba hábilmente un pequeño guerrero por el tablero, cosa que provocó un bufido de fastidio por parte del alto Wid, de barba blanca.

- ¿Quiénes, nosotros? -replicó Erip-. Hace falta algo más que el druida de un rey para mantenernos alejados, muchacho. Hemos estado de viaje, eso es todo. Bueno, no hay duda de que estás creciendo a pasos agigantados. ¿Qué te ha estado dando de comer Ferat, testículos de…? -El anciano se calló, tal vez al darse cuenta de que Mara lo miraba desde el otro extremo de la estancia-. Bueno, da igual. Estamos aquí para ayudar con tu educación, Bridei.

- Ah. -El muchacho se preguntó qué aspectos de su educación se hallaban preparados para tratar, aparte de los juegos de mesa y la bebida.

Los dedos de Wid se quedaron inmóviles sobre una pequeña sacerdotisa de esteatita.

- Erip es experto en geografía -dijo-. Territorios, costas, tribus y jefes de clan. Mi campo es la estrategia: ver en el pensamiento de los hombres, saber lo que quieren antes de que ellos mismos lo sepan. Espero que estés preparado para trabajar duro, Bridei. -Sacó a la sacerdotisa del tablero, la colocó en otro sitio y miró a Erip con las cejas enarcadas y una expresión cuidadosamente anodina.

- ¡Mal rayo parta a los líderes de batalla retirados! -exclamó Erip entre dientes al tiempo que dirigía una prolongada mirada al tablero, luego alzó las manos en un gesto de impotente capitulación-. Siempre van tres pasos por delante.

Erip y Wid se habían instalado como si nunca se hubiesen ido. En aquellos momentos, seis años más tarde, seguían alojándose en el extremo de los aposentos de los hombres y engordando aún más con la cocina de Ferat. Y verdaderamente habían demostrado que tenían mucho más que enseñar aparte de cómo meterse en líos.

A decir verdad Bridei no disfrutaba casi de tiempo libre. Las lecciones empezaban inmediatamente después de desayunar y continuaban hasta que se ponía el sol; eso sin contar las velas nocturnas, que formaban parte de las enseñanzas de Broichan, ni los ocasionales rituales al alba, ni el estudio y preparación que se le exigían en el tiempo que tenía reservado para él. En realidad, «tiempo reservado para él» era poco. Algunas noches, después de cenar, lo único que lograba hacer era contarle el cuento a Tuala a la hora de acostarse antes de quedarse dormido, agotado. Pero nunca dejaba de hacerlo. Los cuentos formaban parte de la promesa que le había hecho hacía mucho tiempo. Bridei sabía lo que era yacer en la cama en medio de la oscuridad, esperando dormirte, sin una historia que te hiciera compañía y te siguiera en tus sueños. Porque él había tenido muchas noches así y se había acostumbrado a ellas. Pero se juró que Tuala nunca tendría que experimentar la sensación de sentirse completamente solo.

Por las mañanas trabajaba con Erip, luego con Wid. A medida que Bridei desarrollaba sus conocimientos sobre el reino de Fortriu, sus montañas y cañadas, sus lagos y arroyos, sus islas y bahías, los dos ancianos le enseñaban juntos cada vez con más frecuencia y sus clases se convertían en acaloradas discusiones a tres bandas, pues ellos animaban las contribuciones del propio Bridei. De Erip aprendió la historia de los priteni, las pautas de la realeza, la naturaleza del prójimo y del enemigo. Las gentes del norte eran descendientes de los siete hijos del primer antepasado, Pridne. De él provenía el nombre de priteni, un nombre que abarcaba a todos los habitantes de Fortriu, a las gentes de Circinn, situada al sur, y, en los lugares recónditos del lejano norte, la tribu salvaje conocida como los caitt. En las islas que se hallaban más allá de aquella costa septentrional vivía un pueblo que se hacía llamar sencillamente los folk. Los folk también tenían sangre priteni y eran poderosos en virtud de su aislamiento, poseían su propio rey y su propio gobierno.

En otro tiempo Fortriu y Circinn habían constituido un solo reino, fuerte y seguro, unido en su adhesión a los antiguos dioses. Eso cambió la última vez que se eligió un monarca, pues los jefes votantes no habían sido capaces de llegar a un acuerdo sobre un candidato. Actualmente el reino estaba dividido y el cristiano Drust hijo de Girom, conocido como el Verraco, gobernaba el reino meridional de Circinn mientras que su propio rey, Drust el Toro, mantenía las viejas tradiciones en Fortriu, cuyo territorio se extendía a lo largo de la Gran Cañada, desde la fortaleza del rey en Caer Pridne al nordeste, hasta la última línea de defensa contra los escotos en el sudoeste. Entre aquellos dos reinos y sus monarcas existía un constante malestar que iba fermentando.

Las lecciones de Wid tenían que ver con los juegos de poder y los consejos, la interpretación de las expresiones y gestos de una persona, las cosas que podían o no podían decirse en cierta compañía. Trataban de la transmisión de mensajes secretos y de aprender a escuchar lo que se tenía cuidado de no mencionar. Resultaba difícil poner a prueba esas habilidades en Pitnochie. Era demasiado fácil imaginar lo que estaba pensando Fidich, por ejemplo, cuando agarraba una jarra de cerveza y fingía no mirar a Brenna, o en qué soñaba Donal mientras limpiaba su espada y silbaba una vieja marcha entre dientes.

- Necesito practicar todo esto -protestó Bridei-. No paramos de hablar de asambleas y consejos reales, pero lo único que veo siempre es esta casa y la granja. ¿Cómo voy a aprender como es debido si me paso la vida aquí encerrado? -No era habitual en él quejarse así; siempre había sido obediente con aquellos a los que respetaba. Había sido una larga mañana de teoría.

- ¿Toda la vida? -preguntó Wid con las cejas arqueadas-. Eres un viejo de… ¿cuántos, doce años apenas? Creo que vas a descubrir que muy pronto habrá oportunidades. Si Broichan no está listo para dejarte viajar, puede que esté preparado para traerte aquí un poco del mundo. Quizá todavía no, pero será pronto. Ten paciencia. Tiene sus motivos.

- ¿Wid? -preguntó Bridei.

- ¿Sí, muchacho?

- Sólo estaba pensando. ¿En qué me convertiré cuando todo esto acabe, cuando mi educación termine? ¿En un erudito? ¿En un consejero? ¿No debería estar aprendiendo cosas sobre mi propia gente en Gwynedd? Supongo que algún día regresaré a la corte de mi padre.

- Tal vez -respondió Wid con una pequeña sonrisa. Ya le habían hecho estas preguntas otras veces, pero nunca de una forma tan directa-. Ya tocaremos más detenidamente el tema de Gwynedd y de Powys, su vecina, y de otras tierras lejanas. Para ti, Fortriu es más importante. Y la educación de una persona no termina nunca. A estas alturas ya deberías saberlo.

- Pero yo no pertenezco a los priteni -señaló Bridei-. No es mi intención ser irrespetuoso. Me encanta aprender las enseñanzas y la historia del norte. Pero…

- Tu madre era de aquí -dijo Wid en voz baja.

- ¡Mi madre! -Bridei se sobresaltó; hacía mucho tiempo que no pensaba en ella-. ¿Era de Fortriu? Entonces puede que yo tenga familia aquí, tíos y tías, primos, tal vez. ¿Por qué Broichan no me lo dijo? ¿Qué sabes de ella?

- Muy poco -repuso Wid, que empezó a ordenar sus pergaminos-. Se llamaba Anfreda. Eso es todo lo que puedo decirte. ¿No te acuerdas?

El chico se quedó callado un momento. Al cabo de un rato dijo:

- Sólo tenía cuatro años cuando vine aquí. La verdad es que no recuerdo a ninguno de mis padres. Quizá un poco a mi padre. A los demás no.

- Broichan podría explicarte más cosas…

- No va a hablarme de ella. No creo que quiera hacerlo.

- Ah, bueno -comentó Wid-, todo a su tiempo. ¿Vamos a cenar algo?

* * *

Después de las lecciones matutinas era el momento de las clases con Donal. Bridei había llegado a manejar bien la espada y el garrote, era eficiente con los cuchillos, hábil para detectar la persecución encubierta y eludirla eficazmente. Había afinado su habilidad con el tiro al arco hasta el punto de que lo único que lo distinguía de Donal era la necesidad de utilizar un arco más pequeño. En el transcurso de un verano de heladas incursiones en las oscuras aguas del lago de la Serpiente, había aprendido a nadar lo suficientemente bien como para poder alcanzar la costa en caso de que estuviera navegando y sufriera algún tipo de percance. Sabía llevar un pequeño bote de remos. En cuanto a Perla, se le quedó pequeño y cambió a Llamarada, aprendió a hacer que su poni saltara obstáculos, a inclinarse a un lado sobre la silla y agarrar un fardo del suelo y a arrojar una lanza contra un blanco mientras corría al galope. Las lecciones de Donal eran buenas; el tiempo pasaba demasiado rápido mientras daba clases con él. Lamentaba no poder practicar el combate con alguien de su tamaño, pero la aldea seguía estando prohibida. Tanto Donal como Broichan decían que todavía no era seguro.

En algunas ocasiones Donal terminaba la clase pronto y quedaba un poco de tiempo hasta la última y más dura parte del aprendizaje diario: la sesión de Bridei con su padre adoptivo. Aquellos ratos de los que disponía de vez en cuando eran preciosos. Tuala lo esperaba inmóvil y en silencio bajo los robles del borde del prado donde Donal y Bridei practicaban el manejo de la espada, o encaramada a un muro de piedra cerca de los establos observando mientras ellos ensayaban maniobras con el cuchillo o el garrote, y cuando él terminaba, lo llevaba a ver unas setas de aspecto curioso que había encontrado, o le explicaba algunos chismes que le había oído a Brenna, o le demostraba que había enseñado a uno de los perros a ir tras una pelota. A veces Bridei le explicaba algo que había aprendido por la mañana: reyes y tribus, batallas y viajes. Entonces, demasiado pronto, llegaba la hora de ir a ver a Broichan. Eran lecciones que Tuala no podía observar. Tenían lugar en los propios aposentos del druida y ella tenía prohibida la entrada.

- A Broichan no le caigo bien -le dijo a Bridei un día en que estaban sentados bajo los robles observando a Fidich que cortaba leña junto a los establos. No era tanto una queja como la simple constatación de un hecho.

- Lo que pasa es que no está acostumbrado a los niños -le explicó él-. No sabe cómo hablar contigo, eso es todo. Irá mejorando a medida que crezcas.

- ¿Y qué me dices de ti?

- ¿A qué te refieres?

- Sí que está acostumbrado a los niños. Tú has estado aquí desde que eras pequeño. Él habla contigo, y te enseña, y te deja entrar en su habitación especial.

- No me dejaba entrar cuando tenía tu edad. Tan sólo tienes que darle tiempo.

Tuala meneó la cabeza en señal de negación.

- No le caigo bien. Por eso no me deja tomar lecciones. Brenna dice que lo único que necesito aprender es a coser y a cocinar. Pero yo quiero aprender lo que tú aprendes: todo sobre el mundo.

Bridei se contuvo de dar la respuesta lógica: «Tú eres una chica.» Aunque estaba claro que era cierto, no parecía ser la contestación adecuada para Tuala. Ni en su fantasía más descabellada la veía cosiendo y cocinando.

- Yo te enseñaré todo lo que pueda -le dijo.

Ella retorció una brizna de hierba entre sus blancas manitas.

- ¿Puedes enseñarme hidromancia?

Bridei notó frío de pronto, aunque no estaba seguro por qué.

- ¿Qué sabes tú de la hidromancia? -le preguntó.

- Sé que Broichan la practica con su espejo de bronce. Sé que las mujeres sabias y los druidas la practican. Puedes ver lo que va a ocurrir. Y lo que ya ha ocurrido. Me gustaría probarlo. Creo que podría hacerlo. -Su voz tenía un dejo extraño.

- ¿Por qué, Tuala? -Bridei creyó poder adivinar cuál sería su respuesta.

Ella inclinó la cabeza; las cortinas de brillante cabello oscuro cayeron hacia delante y ocultaron casi por completo su pequeño rostro.

- Para poder verlos -susurró.

- ¿A quiénes?

- A los que me dejaron aquí. A mi familia. Creo que los vería.

A Bridei le dio un vuelco el corazón.

- Nosotros somos ahora tu familia -le dijo con suavidad.

- Lo eres tú -asintió Tuala, que alzó los ojos y cruzó su triste mirada con la de él-. Pero Broichan no. Él no me quiere aquí.

- ¿Te lo ha dicho él?

- No hace falta que me lo diga. ¿Me enseñarás, Bridei?

- ¿Cómo voy a poder hacerlo? Broichan guarda su espejo especial bajo llave y…, bueno, estoy bastante seguro de que él no querría que lo hiciera. Es una especie de estudio secreto, necesitas muchísima preparación para eso, y puede ser peligroso si lo haces mal. Él podría enseñarte, pero yo no creo que pudiera hacerlo. Sólo lo he intentado un par de veces y no lo hice muy bien. Broichan dijo que no importaba. Son las demás lecciones las más importantes para mí.

Tuala se quedó unos momentos callada. Sus dedos tejían la hierba formando un cesto minúsculo. Entonces dijo:

- Pues la hidromancia es importante para mí. Tendré que aprender yo sola.

Bridei frunció el ceño.

- Ten cuidado. Ya te he dicho que es peligroso, como todas las artes mágicas. De todas formas, no tienes ningún espejo.

- Supongo que podré encontrar uno -replicó, y dejó el diminuto cesto en el suelo, entre las raíces del gran roble-. Vas a llegar tarde a tu clase.

Durante todo el camino hacia la casa notó que ella lo observaba, aunque se había quedado donde estaba, bajo los árboles. En ocasiones se preocupaba por Tuala. Tan pronto se iba por los bosques como una pequeña criatura salvaje como parecía la abuela de alguien. Pero tan sólo tenía seis años. Con suerte al día siguiente la acometería un nuevo interés y se olvidaría de todo eso de ser una vidente.

Broichan lo estaba esperando.

- Has estado corriendo -observó el druida.

Bridei hizo todo lo que pudo para calmar su respiración. No iba a disculparse. De hecho, no había llegado tarde gracias a que había corrido. No quería enzarzarse en una discusión sobre cómo debería pasar su tiempo libre.

- Sí, mi señor -dijo al cabo de un momento, con la voz bastante firme y en absoluto sin aliento.

- Siéntate -le dijo Broichan.

Bridei tomó asiento en el banco frente a su padre adoptivo con toda la anchura de la mesa de roble entre ellos. En la mesa había desperdigadas unas cuantas varas de abedul, todas grabadas con su propia marca particular. El chico se cuidó mucho de no alterar su disposición. Aquello era el trazado de un presagio.

- Dime lo que ves aquí. -La voz del druida era profunda y retumbante, un sonido lleno tanto de misterio como de autoridad. Sus facciones estaban calmadas como siempre, los oscuros ojos de párpados caídos, el cabello trenzado que le caía sobre los hombros. Entonces había unos hilos de color gris en los mechones trenzados.

Bridei estudió las varas de abedul. Había empezado a aprender aquellos signos muy pronto; durante su primer verano en Pitnochie se había familiarizado con sus significados básicos y ahora comprendía que había tantas formas de dar sentido a su sabiduría como estrellas en el cielo. Un intérprete diestro no se limitaba a ir en busca de la determinación de un significado, sino a seleccionar lo que era relevante entre una miríada de significados.

- ¿Buscas respuesta a una pregunta concreta? -le preguntó a Broichan mientras examinaba la posición de las varas, los puntos en los que se cruzaban y cuáles habían caído encima o debajo de las demás. Claro está que la persona que las había arrojado era la más indicada para comprender la pauta de su caída; no había duda de que su padre adoptivo ya había hecho su propia interpretación.

El druida asintió con la cabeza.

- La pregunta que he formulado es compleja. La respuesta, a su vez, tiene muchas ramificaciones. Como tú la verás en términos más sencillos, puede que seas capaz de proporcionar una solución más clara. Es una cuestión sobre líderes y lealtades. Una pregunta profunda sobre el propio Fortriu.

Bridei pensó durante un rato y dejó que los pequeños bastones de abedul entraran y salieran de su enfoque, procurando ver lo que yacía bajo el grabado de líneas y símbolos que marcaba sus pálidas superficies.

- Aquí veo a dos criaturas -dijo-, toro y verraco, ambas con su propio rey detrás. Los enemigos se acercan por el oeste y por el sur, atacándolos a ambos e intentando interponerse entre ellos. Pero hay una de las varas, aquí, que los une a los dos. El águila. Los mantiene unidos, salvando el hueco. Y mira aquí, una medio escondida, debajo. La sombra.

- ¿Y?

- Un movimiento inesperado y caerían muchos: verraco, toro y águila a la vez.

- Dejando sólo la sombra -dijo Broichan en tono grave-. Y, sola, la sombra no puede conseguir nada. Gracias, Bridei; ahora puedes recoger las varas y volver a meterlas en la bolsa y, mientras lo haces, probemos la eficacia de las lecciones de historia de tus profesores. Aquí el simbolismo es evidente. Digamos que refleja los años venideros, los próximos diez años, quizá, o quince. ¿Cómo interpretarías este panorama de toros y verracos?

- El toro debe de ser nuestro propio rey, Drust hijo de Wdrost, pues el toro es el símbolo de su clan; Erip me ha dicho que las piedras que rodean su gran fortaleza están llenas de imágenes como ésa. El verraco es Drust hijo de Girom, monarca de Circinn. Ello significa que las dos tribus que aparecen en el augurio son los dos reinos de los priteni: nosotros, los de Fortriu, que seguimos la verdadera fe de nuestros antepasados, y los habitantes del sur, los cristianos.

- Rodeados de enemigos, todos nosotros -caviló Broichan-. Sí, hasta un niño lo vería. Circinn se esfuerza en defender sus fronteras contra la chusma bárbara del sur. En cuanto a nosotros, nos enfrentamos a una oleada tras otra de escotos empeñados en apoderarse de hasta el último peñasco, cañada, lago y riachuelo que podamos decir que es nuestro. Y aun así somos un pueblo fuerte, Bridei. Un pueblo perdurable. ¿Qué significado das a ese enlace, al águila salvando el hueco de forma tan endeble? Los jefes de los priteni tienen opiniones propias y sus reyes son igualmente testarudos. Unir toro y verraco me parece tan poco probable como enyuntar un par de ciervos salvajes y esperar que trabajen como un tiro.

Las varas de abedul ya estaban guardadas, seguras en su bolsa de cabritilla. Bridei ató el cordón de cuero en torno a ellas y colocó la bolsa en su estante. Más arriba, una cuna diminuta, marchita y descolorida, permanecía aún entre las sombras. Se sentó con la mano en la barbilla, pensando intensamente. Cualquier respuesta dada a Broichan tenía que considerarse bien, si no, era mejor no decir nada.

- Creo -dijo Bridei -que el águila es lo más importante para Fortriu. Sería un buen símbolo para un rey, mejor que un toro o un verraco, aunque éstos son muy fuertes a su manera. El águila vuela por encima de todo: pasa sobre toda la Gran Cañada, y más allá de la Cañada hacia las Islas Occidentales, y vuela hacia el norte por encima de los reinos que gobiernan los dos monarcas; su visión clara le muestra que el territorio no se halla dividido tribu a tribu, sino que es un todo, fuerte e indivisible. O debería serlo. No deseo parecer desleal al rey Drust, por supuesto.

- No -repuso Broichan con suavidad-, y si te hallaras en otra compañía, sé que optarías por no expresar ideas semejantes. No hay duda de que Wid te ha advertido sobre los peligros de que te malinterpreten. Aquí, en Pitnochie, entre amigos de confianza, puedes decir lo que piensas con toda libertad. Y tus sentimientos son admirables, Bridei. Todos desearíamos ver unidos a los priteni tal como estaban antes de que el azote de la nueva religión se extendiera por el sur y envenenara la mente de Drust el Verraco. Ahora tenemos dos reyes, por supuesto, dos reinos y dos creencias. Esto nos ha debilitado enormemente. Todo lo que dices sobre las águilas no altera el hecho de que este cisma ha destrozado nuestra capacidad de resistir incursiones armadas. Los escotos se han instalado como en su casa en el oeste; crían a una nueva generación en las aldeas que habitaban nuestros abuelos y sus botas pisotean nuestro terreno sagrado. Cada vez que realizan un ataque se adentran un poco más. ¿Podríamos soportar otra ofensiva importante? Lo dudo. Viste la sombra de su crueldad en el Valle de los Vencidos, Bridei. No podemos darles la libertad de la Cañada; no podemos permitir una repetición de esa ciega carnicería de hombres buenos, de esa corrupción del centro de nuestro territorio. Por desgracia nuestros propios reyes muestran una marcada renuencia a invitarse el uno al otro a la mesa del consejo. ¿Cómo van a hacerlo? Uno es leal a los antiguos principios de Fortriu; el otro es un traidor a la fe que lleva en la sangre.

- En cuanto al águila -dijo Bridei-, significa más de lo que he dicho. Esos hombres que murieron, los que vi en el Espejo Oscuro aquel día, dijiste que nunca habían dejado de creer en Fortriu incluso sabiendo que iban a morir todos. Creo que eso es lo que significa el águila, y lo que significa la unión en el augurio: la chispa que hay en el interior de cada uno de nosotros y que nos convierte en parte de la tierra. Es lo que obtenemos de nuestros antepasados, lo que les damos a nuestros hijos. Nos hace fuertes incluso cuando estamos perdiendo. Nos convierte en parientes tanto si somos del norte o del sur, sea cual sea la fe que observemos. Quizá si todos recordáramos esto, podríamos mantenernos firmes contra los invasores si éstos volvieran otra vez. Lo cierto es que aquel día en el Valle de los Vencidos no lo comprendí. No era más que un niño.

- Sí, en años -dijo Broichan, que contempló a Bridei con una expresión extraña-. Y lo sigues siendo. Incluso ahora, la mayoría de personas te considerarían un niño.

Bridei notó que se le encendían las mejillas. No dijo nada.

- Tu interpretación del augurio, sin embargo, es la de un hombre -dijo su padre adoptivo-. El escollo, por supuesto, radica en la religión. Si algún día nuestro territorio cae en manos de un invasor, será porque ese alfeñique de Circinn ha abierto sus fronteras a los misioneros que predican la doctrina de la cruz. Si cedemos ante eso, Bridei, quizá merezcamos caer. Si le damos la espalda a la sabiduría de nuestros antepasados, ¿somos dignos de sobrevivir?

- Mi señor, no es posible que creas que nuestra gente haría eso -protestó el muchacho-. ¿Dejar de lado a la Diosa Madre, a la Brillante y a la sabiduría que gobierna toda elección que hacemos en nuestras vidas? Aquí en el norte somos fuertes en nuestra fe. Drust el Toro nunca hará lo que hizo el otro rey ni dejará que su gente abandone las viejas costumbres. Erip dijo incluso que… -se calló.

- ¿Erip dijo incluso que qué?

- Que el rey Drust sigue celebrando el sacrificio en el Umbral. En el Pozo de las Sombras. Dijo que mientras las mujeres sabias bajan a la costa para adorar a la Diosa Madre, el rey realiza una ofrenda al Innominado, el poder más oscuro de todo lo que habita más allá y por debajo del Otro Mundo. Un sacrificio hecho en forma de carne viva.

- Erip dijo eso, ¿eh?

- Lo insinuó. Y Wid le dijo unas cosas que es mejor no decir en voz alta, ni siquiera en compañía de amigos de confianza.

- Tanto Erip como Wid tenían razón. Deberías sacarte todo esto de la cabeza por ahora. Muy pronto tendrás otros asuntos de los que ocuparte. En el Solsticio de Verano vamos a tener visitas.

- Así pues -le dijo Bridei a Tuala al cabo de unos días-, tengo que poner en práctica todo lo que he aprendido. -Era de noche y estaban sentados en un rincón oscuro del salón, tratando de ser discretos para que nadie ordenara a la pequeña que se fuera a la cama-. Absolutamente todo -siguió diciendo-. Estas personas que van a venir son el tipo de gente que te encuentras en la corte: inteligentes, perspicaces y taimadas. A menudo lo que en realidad quieren de ti no es en absoluto lo que dicen. A menudo lo que dicen no es lo que quieren decir. Son gente interesante. Gente que sabe mucho del mundo. Broichan dice que es una oportunidad de poner a prueba lo que Erip, Wid y él me han enseñado.

- Una prueba -dijo Tuala, asintiendo sabiamente con la cabeza-. Una valoración.

Bridei puso mala cara.

- Yo no diría eso. Por lo que sé, son amigos de Broichan. Más bien se trata de una oportunidad.

- Una prueba -repitió ella, que no iba a ceder.

- Bueno, tal vez. Estará bien tener algunas caras nuevas por aquí.

Tuala no respondió. Durante los últimos días había estado cada vez más callada. No había habido excursiones en solitario al bosque para descubrir flores silvestres ocultas, un nido de tordo o unos cuantos hongos moteados. Ahora que Bridei pensaba en ello, desde la noticia de que iban a tener visitantes en Pitnochie, Tuala había pasado la mayor parte del tiempo cerca de la casa o el patio, esperándolo como una pequeña sombra silenciosa.

- ¿Va todo bien? -le preguntó entonces, al darse cuenta de lo absorto que había estado en sus cosas con las expectativas que el anuncio de la llegada de visitantes había despertado en él.

Tuala movió la cabeza en señal de asentimiento, pero no dijo nada. Se rodeaba el cuerpo con los brazos, como para evitar el frío. Sus ojos adoptaron la expresión distante que tenían en ocasiones, como si ocultaran secretos que un chico normal y corriente no podía esperar que compartieran con él.

- ¿Estás segura?

Otro movimiento de la cabeza.

- Si hay algo que te preocupa deberías contármelo -le dijo sin mucha convicción.

- Lo haré, Bridei -su voz sonó muy débil y bastante lejana.

- Estás cansada. Mira las bolsas que tienes en los ojos. ¿Qué te parece una historia y luego te vas a la cama? -Tuala dormía entonces en la diminuta habitación que antes era de Brenna, y que antes de eso había sido un almacén. Con el tiempo Mara había transigido y ahora compartía sus aposentos con Brenna de muy buen grado, otro de los sorprendentes cambios que habían tenido lugar en la pauta de las cosas en Pitnochie desde aquella noche de pleno invierno.

- Sí, por favor. -Tuala se arrimó, se acurrucó contra él y apoyó su oscura cabeza contra la manga de su túnica.

- De acuerdo entonces -dijo el muchacho-. Procura no dormirte antes de que termine.

- No, Bridei. -La vocecita era ya más cálida; no obstante, había algo en la manera en que el brazo de la pequeña rodeó el suyo, como una enredadera aferrándose para agarrarse a su árbol, que le inquietó.

- ¿Qué historia quieres?

- Cómo me encontraste bajo la luz de la luna -susurró ella.

- ¿Otra vez? -Se lo había contado tantas veces que se había convertido en un ritual.

- Ajá.

- Érase una vez un niño… -… llamado Bridei…

- … que pensaba que estaba solo. En realidad su vida no era muy mala; tenía un lugar donde dormir, comida suficiente y estaba recibiendo una educación. Pero le faltaba algo. Bridei no estaba seguro de lo que era.

- Una familia…

- Sí, pero él no lo sabía, no lo supo hasta más adelante. Bridei era un buen chico. Estudiaba, trabajaba duro e intentaba complacer a todo el mundo. Entonces, en la noche del Solsticio de Invierno, todo cambió.

- La luna acudió a su ventana.

- Sí, la Brillante lo despertó y él salió afuera a pesar de que hacía mucho frío…

- … tanto frío que incluso el búho se había escondido…

- … tanto frío que las lágrimas del Urisk se helaron en cuanto brotaron de sus ojos…

tanto frío que los árboles temblaban…

- … tanto frío que a Bridei le empezaron a doler las orejas y la nariz en cuanto sacó la cabeza por la puerta; un frío que podía congelarte los dedos de los pies y hacer que se te cayeran si eras tan tonto como para salir descalzo, que es lo que hizo Bridei. Cuando miró hacia abajo para comprobar si seguía teniendo los dedos en su sitio, vio lo que la luna le había traído.

- Un bebé.

- Eso es. Un extraño bebé, todo arrugado y feo como una manzana vieja…

- ¡No era así!

Bridei esbozó una sonrisa burlona.

- Sólo comprobaba si estabas escuchando como es debido. No, era un bebé muy lindo, era la clase de criaturita que esperarías que la Brillante te dejara como regalo de Solsticio de Invierno. Estaba en una curiosa cuna hecha de todas las cosas del bosque: matas de hierba y nervaduras de hojas… plumas de cuervo, plumas de búho…

- … un torzal de enredadera y un ramito de celidonia… bayas verdes y telarañas…

- … y unas piedras con agujeros, cosidas en unos juncos…

- ¿Bridei?

- ¿Mmm?

- ¿Dónde está ahora la cuna? -No se lo había preguntado nunca.

- La guardaron en algún sitio -le dijo, pues no quería mentirle pero era reacio a contarle toda la verdad. Nunca le había hablado de la llave, ni del hechizo que él había hecho para conseguirle un hogar-. A estas alturas puede que ya esté destrozada; al fin y al cabo han pasado más de seis años.

Tuala asintió con la cabeza.

- Continúa -le dijo.

- Así pues, Bridei cogió el cesto con el bebé y lo llevó adentro.

- Porque hacía demasiado frío fuera en el umbral.

- Muchísimo frío. Mantuvo caliente al bebé hasta que los demás se despertaron, luego vino Brenna y la pequeña criatura tuvo por fin un hogar. Y Bridei ya no estuvo solo.

- Tuvo una familia -dijo ella en medio de un enorme bostezo.

- Sí -asintió Bridei-, y ahora es hora de irse a la cama. Te veré por la mañana. Dulces sueños, Tuala.

Ella se despegó de su brazo y se levantó, frotándose los ojos.

- Vamos -le dijo él-. Te estás durmiendo de pie.

- ¿Y si aquella noche hubiera estado nublado? -preguntó de repente-. No me habrías encontrado.

- Pero no estaba nublado.

- Sí, pero podría haberlo estado.

- En tal caso, quienquiera que te dejara en la puerta no lo habría hecho.

- No les importaba. Hubieran dejado que me congelara, como los pájaros que caen de los árboles en invierno.

- Sí que les importaba -replicó él mirándola fijamente a los ojos. La expresión de la pequeña era alarmantemente sombría; tenía una mirada que no sentaba nada bien al rostro de una chiquilla-. Por eso te entregaron a mí, para que te cuidara. Porque sabían que podían confiar en que lo haría bien. Y parte de mi trabajo es cerciorarme de que duermes lo suficiente. Vamos, te acompañaré.

La noche del Solsticio de Verano habría luna llena. La conjunción era auspiciosa. A medida que se iba aproximando dicha festividad los miembros de la casa de Broichan empezaron otra metamorfosis más. Los invitados que se esperaban eran cuatro: tres hombres y una mujer. Al tratarse de amigos personales del druida no se les podía pedir que se alojaran en comunidad con los guerreros, así que se limpió el granero de paredes de tierra todo lo que se pudo -seguía habiendo ratones- y los hombres llevaron sus camas allí y dejaron sus aposentos para los invitados masculinos. Erip y Wid alegaron que les crujían las articulaciones y la espalda les molestaba y quedaron exentos de trasladarse. Y a Bridei, para su deleite, le asignaron un lugar en un rincón del granero al lado de Donal. Su pequeño cuarto se pondría a disposición de la mujer sabía que había sido invitada y que se llamaba Fola. Aquellos que conocían su reputación cuchicheaban sobre la Temible Fola, pero nunca cuando Broichan podía oírles.

En la cocina, un reino siempre ajetreado, se aceleró aún más el ritmo. Ferat deseaba que las ofrendas de su mesa reflejaran la posición de Broichan como druida de alto rango y hacendado de importancia considerable. Se trajeron truchas del lago para ahumarlas; se sacaron quesos de las cámaras donde se almacenaban; se preparó el mondongo para las morcillas, que se embutió en las tripas y se colgó, y se descuartizó un magnífico novillo, que se saló y se guardó. Se pensó en los pasteles que se harían; la caja de las especias cada vez pesaba menos.

Como parte de los preparativos para la visita, todos los maestros de Bridei le presionaban. Mientras que antes había tenido tiempo casi cada día para dar un paseo, para jugar o para intercambiar novedades, en aquellos momentos no había tiempo para nada que no fuera estudiar, comer y dormir.

Tuala observaba y escuchaba. Se le daba bien pasar desapercibida, mezclarse con las sombras como si de verdad estuviera totalmente en otro sitio. Se quedaba de pie bajo los robles mientras Bridei y Donal luchaban con los garrotes. Las facciones tatuadas de Donal y su gorra de cuero le daban un aspecto feroz, pero Bridei, con el suave cabello castaño sujeto hacia atrás en una disciplinada trenza, sus ojos azules entrecerrados y la mirada penetrante, constituía un verdadero rival para su profesor. Casi logró derribar a Donal con un hábil movimiento del garrote a la altura de las rodillas, pero el guerrero se apartó de un salto en el último minuto y paró la acometida con un contragolpe. Bridei se balanceó sin moverse del sitio, esforzándose por encontrar un punto de equilibrio que enseguida halló. Maestro y alumno se dieron un fuerte apretón de manos, sonriendo. El combate había terminado, pero Tuala no se movió. Aquel día no habría tiempo de hablar con Bridei; mañana no habría tiempo. Ni al día siguiente, ni al otro. Broichan llamaría inmediatamente a su hijo adoptivo y lo mantendría ocupado hasta la hora de la cena. Era a propósito. Era para evitar que ella le dijera a Bridei que se marchaba. No era justo. Broichan debería saber que ella no diría nada; fue él quien se lo había hecho prometer. No había ninguna necesidad de privarla de aquellos pequeños regalos en forma de tiempo. No hacía falta robarle su único tesoro.

No había muchas cosas de las que Tuala tuviera miedo. Amaba a todas las criaturas, incluso a los ratones del granero y a los pequeños y escurridizos insectos de los tejados de paja. No temía a las arañas ni a los murciélagos y sólo sentía una cautela natural por los animales más peligrosos como los lobos, las serpientes o los jabalíes. Pero Broichan la llenaba de un terror que la calaba hasta los huesos, una sensación fría y abrumadora que la dejaba muda e impotente cada vez que el druida la miraba. Tuala no le daba ninguna importancia al hecho de salir sola a hacer largas excursiones por el bosque. Podía trepar al árbol más alto, subir gateando por la más empinada pared de roca; estaba acostumbrada a caminar con sus pies pequeños y seguros por el campo tapiado que daba cobijo al astado toro semental. Los perros eran sus leales amigos y ella era la preferida entre los hombres de armas. Mara la toleraba; Brenna atendía con firme amabilidad sus pequeñas necesidades. Ferat era una fuente fiable de pasteles de miel aunque, como decía el cocinero, con lo que comía Tuala no había ni para mantener vivo a un carrizo.

Broichan era distinto. En realidad no es que hablara mucho con ella. La mayor parte del tiempo actuaba como si la niña no estuviera. Pero Tuala notaba su aversión; sentía que el druida no confiaba en ella. Podía percibir su poder y eso la asustaba más que nada.

Él la había llamado hacía algún tiempo, cuando se empezó a hablar de la llegada de los visitantes. Brenna la había llevado ante él después de volverle a trenzar apresuradamente el cabello alborotado y pasarle un trapo húmedo por el pálido rostro. Era la primera vez que Tuala estaba en los aposentos privados del druida. La habitación estaba repleta de cosas interesantes, pero el golpeteo de su corazón impidió que pudiera mirarlas con atención. Bridei había salido a cabalgar con Donal y pasaría todo el día fuera. Deseaba que él estuviera allí.

Brenna estaba de pie sin decir nada, con las manos a la espalda. Tuala se acercó poco a poco a las faldas de la mujer, fingiendo que era invisible. El druida se hallaba junto a la chimenea, alto, altísimo, con sus vestiduras negras como la noche. Sus ojos eran oscuros como endrinas y tenía la boca apretada, como si estuviera enojado o sufriendo. Tuala había visto a Donal apretar los labios de ese modo, aquella vez en que Fortuna le dio una coz por accidente e hizo que le saliera un bulto como un huevo en la espinilla. Había velas dispuestas por la estancia; hacían que las botellas de los estantes brillaran misteriosamente, revelando a medias sus contenidos, que podrían ser pálidas serpientes, o una pequeña forma arrugada con cara de duende, o una capa tras otra de gordas babosas verdes. Había tarros de loza con tapón, utensilios de hierro y tazas de cerámica. El lugar tenía un olor acre a hierbas. Tuala empezó a contar números mentalmente para contener el terror. Ya podía contar hasta cincuenta: Bridei le había enseñado.

- … familia más abajo en la Cañada? -Broichan había dicho algo, pero Tuala sólo lo había oído a medias.

- Sí, mi señor -respondió Brenna, que parecía un poco nerviosa-. Mi madre y mi tía, que es la madre de Cinioch, viven en la Cresta de los Robles, allí donde el camino se bifurca hacia las Cinco Hermanas.

- Un lugar aislado -comentó Broichan-. Tanto mejor.

Tuala observaba sus manos; los dedos eran largos y huesudos, y en uno de ellos había un anillo de plata con una cabeza de serpiente de ojos verde pálido. Parpadeó al ver a la serpiente y creyó percibir que ésta también parpadeaba.

- ¿Cómo está progresando la niña? -De repente los ojos del druida se posaron sobre Tuala, penetrantes, inquisidores; ella se apretó contra Brenna, pero no había forma de escapar a esa mirada y ella no iba a apartar la vista. Eso sería como ceder. Debía ser valiente, como lo sería Bridei.

- Es una buena chica, mi señor -Brenna no parecía preocupada por la pregunta; apartó un poco de sí a Tuala, hizo que se quedara sola de pie para la inspección-. Es muy tranquila. Nunca da la lata. Todo el mundo le tiene simpatía.

- Mmm -caviló Broichan-. De todos modos, es lo que es. Fácilmente visible; visiblemente distinta. En estos tiempos que corren supone una distracción que no podemos permitirnos.

- ¿Para las visitas, mi señor? -Brenna había alargado el brazo para coger de la mano a Tuala; su cálido tacto era tranquilizador-. Puedo mantenerla alejada mientras los invitados estén aquí. Puede dormir con nosotras, con Mara y conmigo…

Broichan alzó la mano para hacerla callar.

- No son las molestias que puedan sufrir mis invitados lo que me preocupa más. Es el trastorno que pueda representarle a Bridei.

A Tuala la invadió la indignación. Fuera lo que fuera un trastorno, no parecía nada bueno, y ella nunca le haría nada malo a Bridei. Él era su familia.

- Yo no… -empezó a decir, y cerró la boca de golpe al ver la mirada de Broichan.

El druida habló con Brenna como si estuvieran los dos solos en la habitación.

- Abandonarás la casa hasta la luna nueva después del Solsticio de Verano. Te llevarás a la pequeña a hacerle una visita a tu madre. Ferat preparará una cesta con comida, un regalo para tu familia… No es necesario que me lo agradezcas, te lo has ganado. Quiero que la niña esté confinada en los alrededores de la casa de tu madre y que su presencia se mantenga en secreto. No quiero que circulen toda clase de historias de un extremo a otro de la Cañada. Sé que puedo confiar en tu discreción, Brenna. Tengo entendido que se habla de un compromiso matrimonial en un futuro próximo, ¿no?

Brenna se sonrojó.

- Sí, mi señor -murmuró-. Fidich tiene intención de hablar contigo en cuanto todo esto termine, la visita, quiero decir…

- Pues en cierta medida mi aprobación depende de que cumplas con mis instrucciones. Si todo sale como está planeado, te veo bien instalada, con alguna adición a las comodidades de la cabaña de Fidich que, cuanto menos, son un poco escasas. Si no… -dejó la frase sin terminar-. Estoy seguro de que comprendes la necesidad de cautela en este asunto.

- Sí, mi señor -dijo Brenna-. Tanto por el bien de Tuala como por todo lo demás. ¿Cuándo quieres que nos vayamos?

El druida frunció el ceño.

- Por desgracia, Cinioch no quedará libre para escoltaros hasta casi el día de la fiesta, pero en cuanto pueda prescindir de él os marcharéis. Mara está al corriente de mis intenciones a este respecto, lo mismo que Ferat y Donal. De momento la cosa no tiene que ir más allá. ¿Me comprendes?

- Sí, mi señor -respondió Brenna-. Pero…

- ¿Pero qué? Las instrucciones no pueden ser más claras.

- Mi señor, Tuala y Bridei han intimado mucho. Si le cuentas alguna novedad a uno de ellos, no pasa un día sin que el otro se entere.

La boca de Broichan volvió a formar una línea adusta.

- En esta casa existe una prioridad -dijo-, que es la educación de Bridei. Lo que ocurra en el Solsticio de Verano es crítico para su futuro. No puede haber distracciones. Tú te irás, la niña se irá, y cuando ya estéis en camino, informaré al chico de vuestra ausencia. La manera en que afronte el problema será una prueba en sí misma, una prueba de su madurez. No hay que decir nada antes de vuestra partida. ¿Lo has entendido?

- Sí, mi señor -contestó Brenna-. No diré ni una palabra, lo prometo. Pero…

- Ahora puedes irte. -Broichan se volvió bruscamente de espaldas y se quedó mirando la fría chimenea.

- Sí, mi señor. -Tuala notó el alivio en la voz de Brenna; se dirigieron hacia la puerta cogidas de la mano. Su corazón no se había tranquilizado. Lo que había entendido era un error, era todo un error. La iban a mandar a otro lugar y no se le permitía contárselo a Bridei. ¿Cómo podía ser? Siempre se lo contaba todo.

- Deja aquí a la niña.

Sobresaltada por la súbita orden, Brenna le soltó la mano a Tuala y, al cabo de un momento, se inclinó para colocarle un rizo detrás de la oreja y murmurar: «Sé buena.» Luego desapareció rápidamente por la puerta, cerrándola tras ella.

De repente la habitación pareció mucho más grande y mucho más oscura. La alta figura del druida se alzaba imponente ante Tuala como una sombra, como un espectro, como un hechicero maligno de uno de los cuentos de Bridei. Veía a la serpiente mirándola fijamente; su lengua bífida entraba y salía de su boca oscilante. Esperó con las manos detrás de la espalda para que él no las viera temblar. Tras lo que pareció mucho tiempo, Broichan se volvió de nuevo hacia ella y fue a sentarse en el banco cercano. Ahora ella no tenía que inclinar tanto la cabeza hacia atrás para sostener su mirada. La adusta expresión del druida no había cambiado.

- Habla -le dijo-. ¿Has entendido algo de lo que he estado diciendo?

A Tuala se le secó la boca de pronto; se notaba la lengua hinchada y extraña. No fue capaz de decir ni una sola palabra. Y necesitaba urgentemente ir al retrete, pero de ninguna manera podía pedirle permiso a él. Logró asentir con la cabeza.

- Explícamelo.

- Yo…, yo… -Parecía incapaz de hablar. Era como si un hechizo, un encantamiento la hubiera dejado muda en el peor momento posible. Broichan suspiró.

- Que el Cuervo Negro me proteja de los crios -dijo-. Venga, vamos. Te he oído hablar con frecuencia. Sé que puedes hacerlo con sentido común y sé que comprendes bien la situación. Pero deja que te lo exponga de una manera sencilla. Vas a marcharte, y si cumples con mis deseos y haces lo que Brenna te diga, entonces tal vez, y hago hincapié en el tal vez, se te permita regresar a esta casa cuando la visita de verano haya terminado. Oh, veo que lo has entendido; se ve muy claro en tus ojos. Y da la impresión de que te importa. Tú consideras que ésta es tu casa, claro; no hay otra en todo lo largo y ancho de Fortriu donde te hubieran recogido.

- Sí, mi señor. -La voz le salió como un susurro, como el sonido de la brisa en las hojas secas.

- ¿Comprendes la importancia de la educación de Bridei?

Un movimiento de la cabeza.

- No creo que lo hagas, o al menos no del todo. Mi hijo adoptivo no puede permitirse el estorbo de niñas pequeñas que le roben tiempo y le distraigan del camino real y difícil de preparación que tiene ante él. Bridei frecuentará a otras personas, cada vez más a menudo, tanto aquí, en Pitnochie, como en cualquier otra parte. Si en cualquier momento creo que es probable que te interpongas en su camino, me aseguraré de sacarte de mi casa de forma rápida y permanente. ¿Me has entendido?

En aquellos momentos a Tuala le temblaba todo el cuerpo, dominada por algo tan fuerte que apenas podía contenerlo: ira o terror, o quizá ambas cosas.

- Sí -respondió, puesto que si bien no había captado todas las palabras, su significado se le había grabado dolorosamente en el corazón.

- Tú no eres nada para Bridei -dijo Broichan-. Su amabilidad te valió la seguridad durante un tiempo. Nada más.

Tuala respiró profundamente y apretó los puños por detrás de la espalda.

- Bridei es mi familia -su voz sonó muy débil en la gran habitación-. Yo no le miento a mi familia.

Broichan meneó la cabeza con aire de gravedad.

- Esto no es correcto. Si tienes familia, viven ahí afuera, en las profundidades del bosque. Bridei es un chico de buen corazón que se compadeció de ti como lo hubiera hecho de un cordero huérfano. No es pariente tuyo.

- ¡Tampoco es pariente tuyo! -saltó de repente Tuala, pues el dolor la privaba de la cautela.

Broichan aguardó un momento antes de hablar.

- Es mi ahijado -dijo con ecuanimidad-. Se me encomendó por razones de las que no tienes ni la más mínima noción.

Aquello tenía que responderse.

- Y yo fui encomendada a él -susurró Tuala. Sería mejor que Broichan terminara con aquello y la dejara marchar o se avergonzaría a sí misma y le dejaría un charco en el suelo, y entonces sí que pensaría que era una cría.

El druida entrecerró los ojos.

- La luna me dejó aquí -dijo Tuala-. Les mostró el camino cuando me trajeron. La luna despertó a Bridei y le ayudó a encontrarme. La Brillante le encomendó que cuidara de mí. Soy su familia. Lo soy. -Se mordió el labio intentando contener las lágrimas.

- Escúchame, Tuala. -Era la primera vez que Broichan la llamaba por su nombre; ella había empezado a preguntarse si lo habría olvidado-. ¿Comprendes la palabra destino?

Dijo que sí con la cabeza.

- Explícame qué significa.

- Sale en los cuentos -respondió Tuala-. Los que Bridei me explica antes de irme a la cama. El destino son las grandes cosas que suceden.

Batallas y viajes, bodas y reinos. Luchar contra dragones. Hallar tesoros. Descubrir secretos.

Broichan la contempló con gravedad; sus ojos habían perdido un poco su ferocidad al hablar.

- Veo que Bridei se ha aplicado en tu educación -comentó. Sus largas manos estaban entonces entrelazadas sobre su regazo; ella vio que la pequeña serpiente de plata alzaba su plana cabeza y la miraba.

- Me gustaría recibir más educación -se aventuró a decir, animada por el hecho de que por lo visto había conseguido responder a una pregunta de una forma que lo había satisfecho-. Sobre las estrellas y las tribus y todas las cosas que Bridei está aprendiendo. Él no puede enseñármelo todo, está demasiado ocupado.

El druida apretó los labios.

- En tu caso, demasiado aprendizaje sólo puede conducirte a la infelicidad -dijo-. Sea cual sea la vida que te espera, no puede haber lugar en ella para unos conocimientos como éstos. Será mejor que te concentres en las artes domésticas y esperes un buen matrimonio. Eso puede arreglarse cuando llegue el momento.

Tuala se quedó callada. En cierto modo las palabras del druida encerraban un terrible insulto, pero no pudo desentrañar cuál era exactamente. El sentimiento de dolor, sin embargo, era inconfundible.

- Tuala -dijo el druida-, acércate. Siéntate a mi lado. Te preguntas, supongo, por qué hablo del destino. Pequeña, tú ves a Bridei como tu amigo, tu compañero de juegos, a pesar de que en muchos sentidos él es un joven, incluso a sus doce años, y tú una mera criatura. No es malo que un chico sienta compasión por los más débiles. Hasta cierto punto. Es bueno para un muchacho acatar las antiguas costumbres, cumplir de buen grado con lo que considera una petición de la Brillante. Sin embargo, no creas que has permanecido en Pitnochie porque Bridei deseara que la gente de la casa te diera refugio. Estás aquí únicamente porque, de momento, yo he decidido no mandarte a otro lugar. No eres una de nosotros, y nunca podrás serlo. Tu destino recae enteramente en mis manos, Tuala. No lo olvides nunca. En mis planes de futuro la única persona que cuenta es Bridei. Si crees que estás en deuda con él, si quieres que viva su vida de la mejor manera posible, entonces harás exactamente lo que te digo. Bridei tiene un destino. De mí depende asegurar que sea correctamente educado; que nada ni nadie se interponga en el futuro que tiene establecido.

Tuala tragó saliva.

- ¿Entonces por qué sigo aquí? -preguntó con voz ronca, sintiendo que la amargura se alojaba en su garganta y la hacía hablar cuando seguramente el silencio hubiera sido mucho más seguro-. Si soy tan mala para él, ¿por qué dejaste que me quedara?

- No me estás escuchando -repuso Broichan-. Existía una responsabilidad de por medio: la responsabilidad del chico hacia los dioses, y él se dio cuenta. En todas las decisiones como ésta, uno sopesa los argumentos y llega a un equilibrio. No descarto la historia de mi hijo adoptivo sobre cómo llegaste aquí, o la participación de la Brillante. Acepto su convicción de que tiene alguna especie de obligación hacia ti. De hecho, sería peligroso no tener esto en cuenta. Lo único que has de entender es que, si le tienes cariño al chico y quieres que logre todo lo que puede lograr, tendrás que obedecer mis instrucciones. Y mis instrucciones, en esta ocasión, son que te marches con Brenna unos días y que no hables de esto con Bridei. No saques ninguno de estos temas con él. Llegará a comprenderlo del todo a su debido tiempo.

En aquellos momentos la pequeña serpiente se estaba moviendo por la mano de Broichan; él no parecía darse cuenta. La serpiente silbaba, la lengua bífida en miniatura se extendía desde la diminuta boca abierta. Tuala puso la mano abierta al lado de la del druida, mucho más grande, y la serpiente corrió para enroscarse cuidadosamente en su palma mientras la contemplaba con sus ojos verdes. Era pesada para su tamaño y tenía el calor del cuerpo del druida en el suyo. Tuala habría sonreído ante su gracilidad, la independiente perfección de su forma, de no ser por el sentimiento que se alojaba en su corazón como una losa fría.

Broichan miraba la serpiente. Su expresión no denotó sorpresa, pero dijo:

- Simplemente con esto ya se demuestra tu Otredad de forma extraordinariamente clara. Te has criado entre nosotros, te has creído aceptada, sin duda. Pero ésta es la casa de un druida, pequeña. Lo que sucede aquí no es un reflejo de la conducta o las actitudes del mundo de los humanos. Cuando crezcas lo entenderás mejor. Es muy posible que Bridei, inocente como era, no te hiciera ningún favor al recogerte aquella noche. Su acto de compasión te aisló eficazmente de los dos mundos: el reino de tus verdaderos parientes, al otro lado del límite, y el mundo de los mortales al que nunca pertenecerás. En realidad, su deseo de proporcionarte refugio te privó de tener un verdadero hogar.

- ¡Oh, no! -Tuala se levantó de un salto y la pequeña serpiente, sobresaltada, se le enroscó en la muñeca, aferrándose a ella-. ¡Bridei nunca me haría daño! ¡Nunca haría nada malo, no podría!

Broichan la observó. Alargó una mano hacia ella y la serpiente volvió a moverse, se deslizó hacia su dedo, rodeándolo, volviendo a convertirse en un anillo de plata. Los verdes ojos de esmalte miraban sin parpadear la pequeña y temblorosa figura de Tuala.

- Y tú nunca harías nada que le hiciera daño a él -dijo el druida en tono calmado-. No harías nada para interponerte en su camino, ¿verdad, Tuala? Entonces haz lo que te pido. Ahora y en el futuro. Es mejor para Bridei que sea de este modo; mejor para todos nosotros.

Ella se lo quedó mirando en silencio. Durante un breve momento había parecido casi amistoso, una persona con la que ella podía hablar, alguien que tenía cosas interesantes que contarle. Pero entonces, de pronto, volvió a ser el mismo de siempre, y en cierto modo Tuala se sintió engañada. Volvió a sentir miedo, y éste la privó del habla.

- Necesito que me lo prometas -dijo Broichan.

- Sí. -Dio la sensación de que la habían estrujado para sacarle aquella palabra a pesar de sus esfuerzos por retenerla-. Me iré si lo deseas. Y no se lo diré a Bridei.

- Bien. En realidad no tienes alternativa.

- Pero no le mentiré -dijo Tuala, incapaz de contenerse-. No diré mentiras. A Bridei no.

Broichan sonrió débilmente.

- Entonces debes tener muchísimo cuidado con tus palabras -repuso él-. Ya sabes lo que ocurrirá si cometes un error, Tuala. Créeme, yo no poseo el mismo grado de compasión que mi hijo adoptivo. Si veo un enemigo, por muy bello que sea su disfraz, ataco inmediata y efectivamente antes de que mi adversario tenga tiempo de infligir algún daño. Bridei todavía tiene que aprender que es necesario actuar así.

Tuala sintió frío. Broichan parecía estar diciendo que era mala; que no debería ser amiga de Bridei. Eso no era cierto. Era una equivocación tan grande que no comprendía cómo podía ocurrírsele pensar eso a nadie. Bridei era la persona a la que más quería en el mundo. ¿Acaso la Brillante no había mandado allí a Tuala para que fuera su familia? Miró los ojos de párpados caídos de Broichan y un escalofrío recorrió su cuerpo.

- Yo no soy ningún enemigo -susurró.

- Todavía no -replicó él.

Capítulo 4

Aunque sabía que era poco probable, Bridei esperaba que la llegada de los visitantes fuera igual que las que tenían lugar en las viejas historias y que los invitados aparecieran en Pitnochie cabalgando ataviados con lujosas vestiduras, acompañados de hombres de armas, séquito y caballos de carga con sus pertenencias. Pensó en banderas, en armas relucientes, en sedas y magníficas galas.

El caso es que los cuatro invitados llegaron por separado, con días de diferencia, y cada uno de forma distinta. Donal había estado poniendo a prueba las habilidades de Bridei para seguir rastros y lo había tenido cuatro días seguidos en el bosque desde el amanecer hasta la puesta del sol. Cuando los dos regresaron a la casa, con las piernas doloridas de cansancio y los estómagos rugiendo, Tuala no estaba en ninguna parte; estaría durmiendo haría ya rato, sin duda, y se habría perdido la oportunidad de una historia. Probablemente fuera mejor así. Bridei dudaba que pudiera hacer acopio de energía suficiente para contar un cuento, por corto que fuera. Él también se quedaría dormido antes de que la princesa llegara siquiera a ver la rana. Lo único que logró fue tomar un bocado rápido e irse derecho a la cama; se quedó dormido antes de que la cabeza tocara el camastro de paja colocado junto al de Donal en el granero. A la mañana siguiente los invitados empezaron a llegar a Pitnochie.

No fue una aparición a lo grande. Broichan lo hacía todo discretamente, con miras a la protección de su intimidad y a la conservación de sus propios intereses. El primero en llegar fue un hombre de mediana edad de aspecto enjuto y nervudo, con el cabello corto y canoso y un rostro en el que la responsabilidad había trazado muchas arrugas. Sin embargo, sus ojos estaban llenos de vida, la inteligencia los hacía perspicaces. Eran unos ojos grises, igual que su pelo, y también lo eran sus vestiduras de lana; ¡tanto imaginar sedas y pieles! Cabalgaba con un par de asistentes, unos tipos grandes y robustos, y el único equipaje que traía era un par de fardos atados detrás de las sillas de montar de sus guardias. Los tres iban bien armados; con armas caras. Bridei ya sabía lo suficiente para reconocer una buena espada cuando la veía y para apreciar una hoja de hacha bien afilada. Puesto que los dos guardias se alojaron en el granero con los hombres de armas de Broichan, hubo muchas oportunidades para comparar. El noble se llamaba Aniel, y era consejero en la corte del rey Drust. Bridei sabía que no debía hacer demasiadas preguntas, pero era difícil contenerse. ¡Había tantas cosas que quería saber!

Durante la cena se habló de los escotos y de la amenaza en el oeste. Bridei había estudiado aquello muy detalladamente con sus profesores; había hecho mapas en la arena, utilizando piedras y ramas a modo de indicadores, había imaginado los ejércitos desplegándose de un extremo a otro de la Cañada, había aprendido cuál era la naturaleza de sus enemigos y conocía la historia de sus incursiones destructivas. Sin embargo, la imagen de ellos que llevaba grabada en la mente, no le debía mucho a la erudición. Bridei los conocía desde que los vio en el Espejo Oscuro, y sabía que no eran enemigos a los que podía retarse y enfrentarse como se haría con cualesquiera asaltantes locales, sino como la fuerza que trataba de extinguir la chispa que había en el corazón de todo leal hijo de Fortriu. Eran fuertes, crueles y no tenían ningún escrúpulo. Aquel día lejano en el Valle de los Vencidos habían matado a hombres heridos, hombres que huían, habían segado sus vidas sin piedad. Bridei nunca olvidaría el conocimiento que se le había otorgado en aquel lugar.

Tuala estuvo ausente en la cena, y Brenna también. El muchacho lo consideró sin sorprenderse; Broichan sin duda pensaba que la niña era demasiado pequeña para sentarse a la mesa con una compañía como aquélla, y la debía de haber mandado pronto a la cama con Brenna para que la mantuviera en silencio. Era una pena, la verdad. A Tuala le hubiese gustado escuchar, pues Aniel estaba lleno de conocimientos del mundo y la pequeña disfrutaba aprendiendo cosas. Se lo iba a perder, y también se perdería otra vez la historia de antes de acostarse.

Broichan estaba sentado a la cabecera de la mesa. A su derecha estaba Aniel y a su izquierda Bridei, una colocación que constituía todo un reto puesto que significaba que cada vez que el chico levantaba la vista de su plato se topaba de lleno con aquellos astutos ojos grises. Tenía claro que lo estaban evaluando y tuvo la sensación de que iba a ocurrir lo mismo cuatro veces más antes de que concluyera la visita. Los dos guardias de Aniel se hallaban de pie detrás de él y uno de ellos tomaba un bocado de todos los platos antes de que comiera su amo. Menos mal que Ferat estaba ocupado en la cocina; se hubiera ofendido muchísimo. En cuanto a Broichan, se limitó a arquear las cejas ante aquella muestra de desconfianza. Bridei recordó que su padre adoptivo ya había estado a punto de morir envenenado una vez, y en la mesa de un amigo. Había que aceptar que existían riesgos en todas partes.

Los siguientes en la mesa eran Erip y Wid, y a continuación Donal, Uven y el resto de los hombres. Mara había sentido lástima por Ferat y, con expresión impasible, estaba ayudando a traer y llevar bandejas.

- Tuve suerte de llegar aquí a tiempo -decía Aniel-. Mi misión en Circinn era larga y ardua, y no todos los retos los constituían el deplorable estado de los caminos ni los caprichos del tiempo. Éstas son cosas a las que he aprendido a atenerme y a hacer frente. Fue la manera en que me recibieron y la testarudez de mis anfitriones lo que alargó mi estancia allí. Debo decir que no tengo muchas ganas de volver a Caer Pridne. Unos cuantos días en Pitnochie me vendrá muy bien. Espero reponer mis fuerzas antes de transmitirle las malas noticias al rey.

- ¿De modo que Drust el Verraco fue inflexible? -preguntó Wid con la boca llena de pan.

Aniel esbozó una sonrisa irónica.

- Sí, inflexible, pero no gracias a un gran empeño. A ese hombre lo están perjudicando sus consejeros; le envenenan la mente con sus falsos informes y de esta manera se cercioran de que se interponga firmemente en el camino hacia una reconciliación entre nuestra gente. Confía en los consejos de unas ratas. Tal vez en su interior quede todavía una chispa de la verdadera realeza, pero carece de la fortaleza necesaria para alimentarla por sí mismo, por lo que sus consejeros pueden alterar la toma de decisiones como mejor convenga a sus propios fines. No es de extrañar que la fe cristiana haya arraigado tan profundamente en Circinn. La corte es corrupta, el rey vacila, las mujeres sabias que tenía han desaparecido, sus druidas han sido despedidos. Si en ese reino se practican todavía algunos ritos, y tengo motivos para creer que no se han suprimido del todo, deben llevarse a cabo de forma encubierta, secreta.

- Pero al menos sobreviven -dijo Wid, que se sacó un trocito de carne de la barba-. Cuando una sola brasa reluce bajo las cenizas, una brisa adecuada puede avivar el fuego.

- Uno debe asegurarse de que el fuego no se extinga por completo -terció Erip.

- En cuanto a eso -dijo Broichan, que había permanecido callado la mayor parte de la cena-, hay dispuestas ciertas estrategias, que nosotros sepamos. Un hombre vigilando aquí, otro escuchando allí. Gente que puede atravesar un terreno difícil con rapidez y transmitir mensajes con exactitud. A mí me gustaría algo más. Un aliado en la propia casa del Verraco resultaría útil.

- Un espía en la fortaleza de los misioneros cristianos vendría muy bien -se aventuró a comentar Donal-. Para averiguar cómo trabajan, cómo se infiltran y quiénes son sus amigos. He oído que la mayoría de los clérigos vienen de Erin. Me gustaría saber si tienen aliados en Dalriada. De ser así nos aplastarían por ambos lados.

- ¿Y el rey de Circinn no ejercería presión para lograr la paz con los escotos? -preguntó Bridei, incapaz de permanecer ni un minuto más en silencio.

Aniel lo observó.

- Broichan me asegura que comprendes que aquí hablamos libremente de un modo que sería impensable fuera de la casa de un viejo y leal amigo -dijo-. Ojalá pudiera responder a tu pregunta con un inequívoco no, Bridei. Drust el Verraco no ha gobernado Circinn como ésta se merece. Un hombre que abandona la fe de sus antepasados y deja que su gente dé la espalda a todo lo correcto, sencillamente no es de fiar, tanto si es un rey como si no.

- Aun así, desgraciadamente, lo necesitamos -dijo Broichan-. Al menos necesitamos a sus combatientes. Los jefes de clan de Circinn tal vez hayan traicionado sus juramentos al Guardián de las Llamas, pero no han olvidado la importancia de mantener sus dotaciones de guerreros bien entrenados. Deben hacerlo; sus propias fronteras meridionales están muy lejos de ser seguras. Los britanos aquí, los anglos allá; parece ser que todo el mundo quiere un pedazo de nuestra tierra. Para montar toda una ofensiva contra Dalriada, a nuestro rey no solamente le hacen falta las fuerzas del norte, sino también las de Circinn.

- De hecho -dijo Aniel, que cruzó las manos frente a él sobre la mesa-, discutí este delicado asunto con Drust el Verraco, o lo intenté. Veo pocas posibilidades de ponerlo de nuestro lado en estos momentos. El ambiente no era ni mucho menos cordial. Tiene que desplegar un ejército considerable en su frontera meridional, lo admito. De todos modos, yo había albergado la esperanza de que podría estar preparado para empezar a planear el futuro.

- Uno hubiera esperado al menos llegar a un acuerdo para celebrar un concilio conjunto -comentó Broichan.

- Hice lo que pude.

- Eso nadie lo pone en duda, amigo mío -repuso el druida-. El rey te envió porque eras su mayor posibilidad de influenciar a Circinn. El hecho de que ni siquiera tus esfuerzos pudieran conseguir el consentimiento de sus gentes es un signo de lo desesperado de la situación.

- Si los escotos deciden dar algún paso esta estación, o la próxima, nos veremos en apuros para hacer algo más que defender cierta frontera -dijo Donal con amargura-, y puede que no sea la que queremos.

Me gustaría ver una ofensiva bien planificada, no una mera reacción desordenada a lo que nos echen encima. Lo que es indignante es saber que nuestra propia gente no levantará ni un dedo para ayudarnos.

- Todos queremos que los escotos se vayan -observó Aniel-. Hacer retroceder de nuevo a Gabhran y a sus fuerzas al otro lado del mar, hacia Erin, supone un enorme desafío, una meta a la que hay que aspirar. No se logrará rápidamente, al menos con nuestro territorio dividido de forma tan amarga. Quizá expulsar la fe cristiana y recuperar los corazones de la gente de Circinn por el buen camino constituya un reto aún mayor. No creo que sea posible hasta que los territorios de los priteni vuelvan a estar unidos.

Hubo una pausa. A Bridei le pareció que casi podía oír pensar a la gente.

- ¿Mi señor? -se aventuró a decir.

- ¿Sí, muchacho? -La mirada de los ojos grises de Aniel era muy penetrante. Al igual que Broichan, era un hombre con el que uno no podía permitirse el lujo de malgastar las palabras.

- Sólo me preguntaba… si el sur no va a ayudarnos en la lucha contra Dalriada, quizá podríamos buscar otros aliados. Ello nos permitiría al menos…, permitiría al rey…, empezar a planear el futuro.

- ¿En qué aliados estás pensando? Como sin duda te habrán informado tus profesores, hoy en día los amigos de confianza son pocos y están muy distanciados.

- Sí, mi señor. -Bridei había debatido largo y tendido con Erip y Wid sobre aquel tema en particular y no habían llegado lejos-. Está la tribu de las Islas Luminosas, ésos que se hacen llamar simplemente los folk. Son fuertes en combate, o eso he oído, y están emparentados con nuestro pueblo. Se les podría pedir que vinieran. Sé que no siempre hemos sido aliados, pero su cooperación podría asegurarse mediante rehenes. Y… -vaciló.

- Adelante, chico.

- Y están los caitt -dijo Bridei con la esperanza de que el consejero del rey no diera un resoplido de desdén. Aniel enarcó las cejas.

- Sería como intentar controlar un ejército de gatos monteses -comentó-. El nombre antiguo que ostentan es un reflejo exacto de su verdadera naturaleza. ¿Quién en su sano juicio se prestaría voluntario para cruzar esa frontera como emisario? Lo más probable es que lo mandaran de vuelta en varios pedazos, y no iría acompañado de ningún mensaje de agradecimiento.

- De todos modos -dijo Bridei, contento de que Aniel no se hubiese burlado de él-, son de los nuestros, sumidos en las antiguas costumbres del sol y de la luna, y son guerreros, eso lo sabemos. Unos luchadores feroces y esforzados. No parece que nadie esté amenazando sus fronteras. Tanto si son gatos monteses como si no, quizá tengan algo que enseñarnos.

- Es un argumento atractivo -dijo Aniel-. Pero es falso. Es la naturaleza de su territorio lo que mantiene a los caitt a salvo de una invasión. Al lado de los riscos y simas del noroeste, la Gran Cañada parece una apacible pradera.

- Además -intervino Wid-, como ya le he explicado a Bridei, los caitt están tan divididos como nosotros. Como no sufren incursiones con las que afilarse los dientes, hacen la guerra entre ellos, príncipe contra príncipe, jefe contra jefe, tribu contra tribu. Haría falta un líder que fuera una especie de fenómeno para concentrar todo eso en una fuerza de combate coherente. Por desgracia, no contamos con un líder así.

- ¿No podría hacerlo el rey Drust el Toro? -preguntó Bridei. Durante el silencio subsiguiente se dio cuenta de que había hecho una pregunta de más.

- Es tarde -le dijo Broichan a su visitante-, y has realizado un largo viaje. Quizá podríamos hablar en privado frente a una jarra de aguamiel y luego, cuando quieras, podrás retirarte a descansar.

Aniel no le hizo el más mínimo caso.

- ¿Practicas algún juego, Bridei? -le preguntó-. ¿Acorralar Cuervos, quizá, o Batir la Muralla?

- Sí, mi señor.

- Bien. Tenemos tiempo para una partida antes de ir a la cama, si aquí mi anfitrión lo permite. -Los ojos inteligentes se cruzaron un momento con los del druida y éste inclinó la cabeza en señal de consentimiento. Según las reglas de la hospitalidad difícilmente podía hacer otra cosa-. No hay nada como una prueba de ingenio para terminar el día -añadió Aniel al tiempo que se ponía de pie-. Te supondrá una buena práctica enfrentarte a un oponente distinto, uno que te exija. Si lo deseas, claro está.

Por un instante Bridei dudó y se imaginó a Tuala despierta, sola e inquieta, perdiéndose la historia. Últimamente no había sido la de siempre; había algo que la preocupaba, algo que no iba a contarle. Eso inquietaba a Bridei, pues entre ellos no había secretos. Su padre adoptivo lo estaba mirando. Broichan, pensó, lo conocía demasiado bien. Y aquello, en efecto, era una prueba. Durante todo el tiempo que durara aquella visita, cada palabra que pronunciara iba a ser sopesada, cada decisión que tomara evaluada. El porqué no lo sabía. Sólo sabía que era importante, tan importante que no podía permitirse un solo movimiento en falso.

- Será un honor ofrecerte una partida, mi señor. -Bridei fue a buscar el tablero de taracea y lo colocó en una mesa pequeña en tanto que Erip sacaba las piezas de hueso para jugar y Donal y Uven ponían unos taburetes en el sitio. La comida había terminado y los guerreros, de uno en uno o en parejas, se iban retirando, saliendo por la cocina, a su refugio provisional en el granero. Donal se quedó, sentado en el banco junto a la pared, y Broichan se acomodó en las sombras cerca de la chimenea. A una discreta distancia por detrás de Aniel, uno de sus guardias se mantenía vigilante.

La partida fue larga. Mientras se desarrollaba pasando de las primeras incursiones a maniobras más serias que supusieron la pérdida del portaestandarte, el paladín y el sacerdote, a Bridei le quedó claro que, por muy hábilmente que hubiera derrotado a Erip o a Wid en el pasado, y no había duda de que los dos eran expertos estrategas, iba a necesitar mucha más sutileza y astucia para vencer al consejero del rey. A pesar de sus palmas húmedas y, en ocasiones, los fuertes latidos de su corazón, Bridei estaba disfrutando con la lucha. Pero no había podido quitarse de la cabeza el rostro pálido y los ojos ojerosos de Tuala. Le había prometido que estaría allí todas las noches para contarle una historia. Seguro que estaba casi dormida. No iba a quedarse despierta esperando, claro; pasaba de medianoche. Tenía que concentrarse…

- ¡Ah! -exclamó Aniel en voz baja-. Si muevo así, y así…, creo que tu jefe está atrapado. Y ya no tiene a su druida para abrir una vía de escape con su magia.

En aquel punto Bridei tenía a Erip encima de un hombro y a Wid en el otro, susurrándole sugerencias útiles. Broichan no se había movido ni había hablado.

Concentración. La posición parecía desesperada: su druida capturado y la mayoría de sus diminutos hombres de armas abatidos fuera del tablero. Su jefe de clan se quedó orgullosamente solo, su altura era igual al dedo meñique de un hombre y estaba prácticamente rodeado por los guerreros de hueso de Aniel. En los extremos más alejados del tablero las mujeres sabias, tanto las suyas como las del adversario, miraban. Las mujeres sabias eran la personificación de la diosa, la Brillante… La Brillante, que abre caminos, que descubre futuros…

- Una situación insostenible -dijo Aniel-. Es totalmente aceptable admitir la derrota, Bridei. Eres muy hábil jugando y, al fin y al cabo, apenas tienes trece años, o eso me ha dicho Broichan. Supongo que ya pasa de tu hora de irte a la cama.

Aquello era un insulto, si bien expresado con amabilidad. Tenías que dejar que los insultos resbalaran sobre ti. Ésa era una de las lecciones de Donal. Cuando en la batalla un oponente te gritaba cosas como «Hijo de una cerda de vientre flojo» y «Salvaje de cara azul», no podías dejar que eso te distrajera, o antes de que pudieras chasquear los dedos, habría una lanza en tu estómago. Tenías que ignorar los insultos y seguir con lo que estabas haciendo. Lo cual significaba, en el caso de Donal, gritar alguna respuesta como «Pelo de zanahoria que pegas a tu mujer» y ser el primero en meter la lanza.

Así pues, mira el tablero con detenimiento y piensa en las mujeres sabias. Estaba la suya, pequeña y grave con sus vestiduras con capucha de hueso tallado, de un blanco de luna. Allí, casi frente a ella pero no del todo, estaba la de Aniel, idéntica salvo por el color, pues uno de los juegos de piezas tenía un suave matiz, un toque de un terroso marrón dorado sobre el color del hueso original. Erip y Wid se habían quedado completamente callados.

Bridei hizo avanzar a su mujer sabia en el camino de la otra. Erip cogió aire; Wid emitió un leve sonido sibilante.

- Un movimiento expiatorio -observó Aniel-. ¿Estás seguro?

«La Brillante, la que abre caminos.»

- No muevo a menos que esté seguro -repuso Bridei.

- Me duele hacer esto. -Aniel movió su pieza y la hizo avanzar para sacar del tablero a la pequeña sacerdotisa-. A veces da la impresión de que este juego es muy poco respetuoso con los dioses. Esperemos que se lo tomen con buen humor. Hemos terminado, creo.

- No exactamente -dijo Bridei, y alargó la mano para mover una pieza insignificante, un olvidado soldado raso, un cuadro hacia la derecha-. Creo que ahora tu jefe no puede escapar.

Aniel entrecerró los ojos. Erip y Wid se inclinaron para acercarse más. Era cierto. Fuera cual fuera el movimiento que realizara el consejero del rey, sólo habría un resultado posible: el jefe de Bridei sacaría del tablero a la mujer sabia de su contrincante y, en la jugada siguiente, su humilde lancero daría cuenta del jefe de Aniel, ganando así la partida. Bridei tenía la esperanza de que Aniel no se ofendiera, de que Broichan no se molestara. A juzgar por sus sonrisas, Erip y Wid estaban locos de contento.

Las serenas facciones del consejero del rey se trastocaron, y el ceño fruncido se sumó a las muchas arrugas que ya había en su frente. Miró fijamente el tablero, como hace todo auténtico jugador en el momento de la derrota, para asegurarse de que no se le ha pasado por alto de algún modo el único factor que aún podría permitirle el triunfo. Aniel volvió a mirar a Bridei y, al cabo de un momento, empezó a reírse.

- No pongas esa cara de desesperado, chico, no voy a arrancarte la cabeza de un mordisco. Recuerdo que alguna vez me han derrotado, pero nunca un muchacho de tu edad, debo confesarlo. Lo has hecho bien, muy bien. Debo de estar más cansado de lo que pensaba. Dime, ¿qué fue lo que te hizo verlo? Fue una jugada poco habitual; lícita, por supuesto, pero que se escapa del movimiento convencional del juego.

- Erip y Wid me enseñaron a jugar. De ellos aprendí todas las jugadas. -Bridei les dirigió una mirada de reconocimiento a sus ancianos profesores, lo cual era respetuoso y apropiado-. En ocasiones pienso más allá de esas enseñanzas. Lo que quiero decir es que no se trata tan sólo de un juego en un tablero, ¿verdad? Es como el mundo real pero más pequeño: guerreros, líderes y diosas, y las cosas que ocurren en el mundo real pueden proporcionarte estrategias para el juego. O al contrario. Recordé que la Brillante es la que ilumina los caminos y la portadora de obsequios inesperados, y entonces vi la jugada en mi cabeza, eso es todo. Gracias por la partida, mi señor.

- El placer ha sido todo mío -replicó Aniel con soltura-. Volveré a jugar contigo cuando tengas quince años. Si practico cada día, debería ser capaz de derrotarte para entonces. Vamos, amigo mío -dijo al tiempo que se levantaba, dirigiéndose al silencioso Broichan-, hablemos tranquilamente y después a dormir de una vez. Tienes aquí a un muchacho prometedor.

- Sí -dijo Broichan. No había manera de saber si estaba de acuerdo con la valoración de Bridei por parte del consejero o si, sencillamente, coincidía en que era hora de irse a la cama.

Al día siguiente Donal programó la práctica del tiro al arco a primera hora de la mañana y Bridei no tuvo tiempo de ir a buscar a Tuala como era su intención y disculparse por no haberle contado la historia otra vez. La lección de tiro al arco se convirtió en una competición, pues uno de los miembros de la escolta de Aniel tenía mucha reputación con el arco y quería demostrar su valía contra cualquiera que estuviera dispuesto a ello. Al enterarse de lo que estaban haciendo, Ferat les mandó el desayuno en cestos cubiertos: pan de cebada recién hecho, miel en una vasija de barro y lonchas frías del añojo asado de la cena del día anterior. Los sirvientes de la cocina hicieron un segundo viaje para coger cerveza. Nadie podía quejarse de la hospitalidad.

Algunos de los hombres se hallaban ausentes, por supuesto, pues siempre debía mantenerse la guardia en los perímetros de Pitnochie, pero la mayoría estaban allí y tenían ganas de participar. Dispusieron los blancos y dispararon por parejas. Los perdedores fueron eliminados uno a uno. A medida que avanzaba la competición, los blancos eran cada vez más pequeños y más difíciles. La multitud de espectadores iba creciendo cuantos más hombres fallaban la prueba; también se volvió más escandalosa a medida que el entusiasmo iba en aumento. Breth, el guardaespaldas de Aniel, era excepcionalmente diestro. Era un tipo alto, ancho de espaldas, un hombre que estaba en la flor de la vida, y resultaba hermoso mirar cómo se preparaba, tensaba su gran arco de tejo, apuntaba y disparaba; era como ver a una criatura salvaje tomar su presa o a un barco seguir su verdadero rumbo viento en popa. De momento no había fallado ni un solo blanco. Tampoco Donal, ni Enfret, ni Bridei.

Fidich, a quien todo aquello había alejado de sus obligaciones en la granja, disponía los blancos. Erip y Wid se habían atrevido a salir para mirar; los guerreros habían encontrado un par de barriles vacíos para que los eruditos tomaran asiento, pero ambos se levantaban de un salto y daban un grito como todo el mundo cada vez que un disparo alcanzaba su objetivo. Al cabo de un rato tanto Aniel como Broichan, seguidos de cerca por el otro guardaespaldas del consejero, salieron a observar desde lejos. Bridei levantó la vista hacia los robles, hacia el lugar donde estaría sentada Tuala, el lugar donde siempre se sentaba cuando Donal y él estaban trabajando allí en el patio junto a los establos. No estaba, y eso lo preocupó.

- Te toca a ti, Bridei -dijo Enfret.

En aquella ocasión el blanco era una piña de pino colocada encima del muro en el extremo más alejado del campo tapiado del sur, a una distancia de unos trescientos pasos. Menos mal que todas las ovejas se hallaban en los páramos altos para su pastoreo estival.

Bridei colocó una flecha en el arco, lo tensó, entrecerró los ojos para apuntar y soltó la cuerda. Se oyó un zumbido, el leve sonido de un golpe y la piña desapareció de la pared.

- Bien hecho, muchacho -dijo Breth-. Ojalá pudiera decir que soy tu profesor. Claro que tu arco es más pequeño y más fácil de tensar.

- Es un arco más pequeño y menos potente -observó Donal con ecuanimidad-. ¿Acaso tú utilizabas un arma de adulto a su edad?

- No se acuerda -terció Enfret con una sonrisa burlona-. Hace demasiado tiempo.

- La última fase de la competición debería ser sólo para hombres -dijo Breth-. No vine aquí para medirme con niños. Sólo hombres, con armas del mismo tamaño, es lo justo.

- ¿Tienes miedo de que el chico te venza con su arco de niño? -le preguntó Uven-. Vamos, dale una oportunidad al muchacho.

Fidich estaba colocando un nuevo blanco, una brillante cuchara de plata colgada de una cuerda de las ramas más bajas de un roble solitario. El sol se reflejaba en el refulgente metal y su luz le daba en los ojos al arquero. Una creciente brisa hacía que bailara como un fuego fatuo.

Breth fue el primero en disparar y cortó la cuerda, que era el resultado deseado. La cuchara cayó y quedó entre las raíces del roble. Todos aplaudieron, incluso Donal; fue un disparo extraordinariamente hábil. Fidich volvió a atar la cuchara.

El siguiente en disparar fue Enfret, que falló. Su flecha se alojó, temblando, en el tronco del gran árbol. El arquero murmuró entre dientes; no una maldición, por lo que Bridei oyó, sino una disculpa. Uno no se entrometía a la ligera con los poderes de un roble.

Donal fue el siguiente. La flecha hizo girar la cuchara de plata en la cuerda, pero no la soltó.

- Te toca, Bridei -dijo.

El muchacho estaba casi seguro de que podía hacerlo. Luego habría otro blanco, y otro, y en algún momento humillaría a Breth derrotándole, o éste sería el vencedor y él un valiente perdedor cuya juventud anulaba cualquier mácula de fracaso. No era muy justo, la verdad. Dirigió la mirada colina arriba hacia el lugar donde Broichan, pálido en sus negras vestiduras, estaba de pie al lado de Aniel, observando. Bridei pensó que era posible que, en aquella competición en concreto, ganar no fuera lo adecuado. Breth era una visita, un invitado; era un hombre diestro con una reputación que había que tener en cuenta. Perder públicamente, con su compañero guardia y Aniel como testigos, le supondría una profunda vergüenza. ¿Merecía la pena a cambio de una satisfacción momentánea para sí mismo? Además, Breth tenía razón. El arco de Bridei era mucho más fácil de tensar. Por otro lado, mentir no estaba bien, y perder a propósito era un poco como decir mentiras. Tuala sabría cuál era la actuación correcta. Incluso a sus seis años de edad tenía el don de expresar la sencilla verdad en unas pocas palabras bien escogidas. Pero ella no estaba allí. El lugar bajo su árbol favorito estaba completamente vacío.

Bridei tensó el arco. La brisa, para complacerlo, amainó; el blanco estaba prácticamente inmóvil. Todo el mundo se había quedado callado. El chico miró a Donal con la esperanza de que le diera alguna clase de pista. Su profesor de armas movió los labios y esbozó una leve sonrisa. Meneó la cabeza de un modo tan imperceptible que nadie más lo vio. Podía haber significado: «Será mejor que desvíes el disparo», pero igualmente podía haber querido decir: «Es tu problema, no me pidas consejo.» Eso daba igual. Bridei sabía lo que estaba bien. No te ganabas la lealtad de los hombres, no los influenciabas para que ellos también hicieran lo correcto haciéndoles parecer débiles delante de sus amigos. A veces era bueno ganar, pero no era bueno ganar siempre. Tenías que aprender qué competiciones eran vitales y cuáles podían sacrificarse para un bien mayor. Bridei suspiró, la cuchara de plata colgaba como un pedacito de luz de luna entre el oscuro follaje del roble, y soltó la cuerda.

Su flecha golpeó la cuchara con un débil sonido metálico y cayó al suelo bajo el árbol. Volvió a levantarse viento casi de inmediato, con lo que el blanco se tornó casi invisible entre las hojas susurrantes. Sólo se podía distinguir que la cuerda estaba intacta.

- ¡Oh, mala suerte, Bridei! -Ése fue Erip-. ¡Por poco!

Donal, que era perfectamente consciente de las normas de hospitalidad, fue el primero en felicitar a Breth y en sugerir que algunos de los hombres podrían continuar con el tiro al arco, con el manejo de la espada o con la lucha algún otro día. Otros se agruparon en torno al visitante, dándole palmaditas en la espalda y ofreciéndole sus propias palabras de elogio. Breth estaba sonriendo, salvado el orgullo, estrechando una mano aquí, intercambiando una broma allá. Había sido una buena competición. Y el chico lo había hecho extraordinariamente bien, después de todo. Un verdadero pequeño arquero en ciernes. Donal había hecho un buen trabajo con él.

Cuando los demás se hubieron marchado, Bridei y Donal empezaron a recoger flechas y a desmontar los diferentes blancos.

- ¿Bridei? -preguntó Donal.

- ¿Qué?

- ¿Alguna vez dispararías con menos habilidad de la que tu talento te permitiera?

Bridei había tenido tiempo para hallar la respuesta a aquella pregunta, pues sabía que se la iban a hacer antes o después. Donal lo conocía demasiado bien como para haber malinterpretado aquel disparo fallido.

- ¿Alguna vez animarías a un alumno tuyo a que hiciera algo mal? -preguntó él.

- Depende -respondió el guerrero.

- Ésa es también mi respuesta.

- Algún día podría suponer la diferencia entre la vida y la muerte -señaló Donal-. La tuya, no la del otro.

- Si fuera una cuestión de vida o muerte me aseguraría de no fallar -dijo el chico-. Pero si fuera sólo una cuestión de orgullo, lo pondría todo en la balanza. Entonces decidiría qué hacer.

- Yo no podría hacer lo que has hecho tú hoy. No va conmigo -dijo Donal al tiempo que tiraba de una flecha clavada en el suelo y la añadía a las que llevaba.

- No has tenido que hacerlo. Fallaste de todos modos -replicó Bridei con una sonrisa.

Más que sonreír, Donal hizo una mueca.

- Espera a que ese Breth vea lo que puedo hacer con un garrote. No sabrá por dónde le vienen los golpes. Ahora venga, la lección no termina sólo porque haya un consejero del rey en casa. Supongo que esos dos viejos sinvergüenzas estarán tumbados en algún sitio esperándote con una dosis de historia obscura. Vete.

- ¿Donal?

- ¿Qué?

- ¿Has visto a Tuala estos últimos dos días? Hemos estado atareados, ya lo sé, pero no estaba en la cena anoche, ni la noche anterior, y Brenna tampoco. Y esta mañana no ha venido.

- En cuanto a eso -contestó Donal al cabo de un momento-, la muchachita abandonó Pitnochie. Se fue a hacer una visita familiar. Brenna la llevó.

Bridei sintió frío de pronto. El tono de Donal era demasiado despreocupado, su respuesta demasiado insustancial.

- ¿Se fue? -repitió mientras hacía un esfuerzo por encontrar un modo de entenderlo-. ¿Qué visita? ¿Qué familia? La familia de Tuala está aquí. ¿Qué es lo que ha hecho Broichan?

- Tranquilízate, muchacho. Broichan le dio un poco de tiempo libre a Brenna, unos cuantos días para que fuera a ver a su madre en la Cresta de los Robles, eso es todo. Tuala ha ido con ella, y Cinioch como escolta. A estas alturas ya habrán llegado.

- La ha obligado a marcharse. -Bridei se dio cuenta de que tenía los puños apretados; se obligó a relajarlos, pero no podía evitar la ira que iba aumentando en su interior. No era de extrañar que Tuala hubiera estado triste y callada. Con razón había dado la impresión de que estaba guardando un secreto. ¿Con qué la habría amenazado Broichan para hacer que no dijera nada?-. Deberías habérmelo dicho -añadió.

- ¿Y romper la promesa que le hice a tu padre adoptivo? Nos pidió que no te lo mencionáramos, Bridei, hasta que Tuala se hubiera marchado. Te lo habría explicado él mismo, a su debido tiempo, si hubieses esperado a preguntar.

- ¿Por qué? -quiso saber Bridei-. ¿Por qué la mandó allí?

- Para que sus invitados te conocieran sin ninguna distracción. Es importante, Bridei. Tu padre adoptivo quiere que causes una buena impresión. No aprietes los dientes de esa manera, me estás poniendo nervioso.

- Estaba triste. No quería marcharse.

- ¿Eso te lo dijo Tuala?

- No podía, ¿verdad? Supongo que Broichan la amenazó para que guardara silencio. Sólo tiene seis años, Donal. No puede dormir si no le cuentan una historia antes de irse a la cama. Le da miedo la oscuridad.

- Brenna está con ella.

- Y se perderá el Solsticio de Verano. Se perderá el ritual.

Donal torció la boca.

- Quizá era eso precisamente lo que quería Broichan. Déjalo, Bridei. Es una nimiedad. En el trazado de los planes de tu padre adoptivo eso no tiene importancia. ¿Bridei?

Pero el chico ya se encaminaba hacia la casa. Quería una explicación; era lo menos que debía darle su padre adoptivo. ¡Maldito fuera Broichan y sus misteriosos ardides! No se puede tratar a los niños como si fueran un inconveniente que se puede quitar de en medio cuando más conviene. No se les puede hacer marchar, obligándolos a estar solos y asustados. Y, sobre todo, no se les coacciona para que oculten secretos a sus amigos. Así mismo se lo diría a Broichan, y si a su padre adoptivo no le interesaba oír la verdad, mala suerte.

Una furia justificada apartaba de la mente de Bridei todo lo que no fueran las palabras que iba a decir y, al doblar resueltamente una esquina de la casa, se detuvo en seco. Había jinetes frente a la puerta, un grupo de seis hombres que debían de haber llegado por el este, ocultos por los abedules que había entre la casa y el camino que conducía a orillas del lago. Broichan los estaba saludando; Aniel estaba allí cerca, con el guardia a sus espaldas. Los recién llegados eran guerreros y sus rostros estaban decorados con marcas de clan y recuentos de batallas. Iban ataviados con un equipo conveniente y práctico para combatir durante el viaje: gorros de cuero y petos, capas de fieltro y pesadas túnicas, calzas de un uniforme color azul intenso, botas de montar finas y flexibles y guanteletes de protección. Todos iban armados. Había un caballo para llevar la carga, que era ligera. Las monturas de los guerreros eran bajas y fornidas, de ojos brillantes y aspecto fuerte.

Un hombre alto de cabello rizado había desmontado junto a los escalones y estaba hablando con Broichan. Interrumpió su conversación cuando apareció Bridei.

- ¡Ah! Éste es tu ahijado, sin duda. ¡Te saludo, Bridei! Soy Talorgen del Pozo del Cuervo. Es un gran placer conocerte por fin. Yo era amigo de tu madre antes de que se le metiera en la cabeza casarse con Maelchon y marcharse al sur.

Otra vez su madre. Bridei estrechó la mano que le tendía el hombre. Talorgen poseía una sonrisa tan encantadora que no era posible hacer otra cosa más que devolvérsela y darle la bienvenida con auténtica buena voluntad.

- Tengo un hijo de tu edad -siguió diciendo el visitante-. Se llama Gartnait. Va muy bien con el arco y la espada, pero no es tan inteligente como tú, por lo que he oído.

- Lamento que no lo hayas traído contigo, mi señor -dijo Bridei.

- Oh, bueno, en otra ocasión -repuso Talorgen con soltura-. Su madre quería que se quedara en casa, y a veces resulta muy difícil discutir con ella.

- Vamos -dijo Broichan-. Te enseñaré tus aposentos. Tus hombres se alojarán en el granero con los míos. Bridei, ¿quieres acompañarlos a los establos y pedirle a Donal que los instale? -Los oscuros ojos del druida escudriñaron detenidamente el rostro de su hijo adoptivo. Sin duda, pensó Bridei, la furia todavía era patente en la expresión de su cara, aunque la cordialidad de Talorgen había hecho mucho por calmarla. Le sostuvo la mirada hasta que estuvo completamente seguro de que el druida comprendía que estaba enojado, y por qué. Entonces se volvió hacia los hombres de Talorgen y con un gesto indicó el camino hacia los establos y el granero. Lo que tenía que decir tendría que esperar.

Aquel mismo día, al anochecer, llegó el tercer invitado de Broichan. Cuando Bridei pensaba en druidas, normalmente se imaginaba a su padre adoptivo, el único que conocía: un hombre de mente incisiva e inteligencia sobrecogedora, un hombre cuyo poder mundano quedaba equilibrado por una profunda reverencia por los misterios. Había oído hablar de otra clase de druidas, de los que aparecían en las viejas historias. Éste otro era un hombre montaraz que habitaba en los robledales de lo más profundo del bosque, un hombre tan empapado de las enseñanzas, tan en sintonía con la magia, que con frecuencia el mundo exterior lo consideraba completamente loco, como si hubiera traspasado el límite y existiera con un pie en este mundo y un pie en el otro. Uist, a quien el atardecer trajo al umbral de Pitnochie, era un druida de ésos. Llegó montado en una yegua blanca como la leche que se movía con paso delicado y danzarín, sacudiendo su cola sedosa. Uist tenía un alborotado cabello cano no tan bien trenzado como el de Broichan; las trenzas tenían plumas, ramitas y semillas enredadas en ellas, de las que se escapaban unos mechones que se alzaban en torno a su cabeza como una aureola. Desprendía un olor a almizcle, como el de una criatura del bosque. Resultaba difícil describir los rasgos de Uist, los ojos de un color cambiante, el rostro que era una cosa y luego otra, como si constantemente estuviera realizando pequeños ajustes para que nadie recordara el aspecto que tenía. Parecía viejo, pero andaba erguido y relajado, agarrando con una mano un largo báculo de madera de abedul con una piedra pulida engastada en la punta de un gris muy pálido moteada como un huevo en un tono más oscuro, y tres plumas blancas atadas bajo ella con un hilo de plata. Sus vestiduras eran largas y sueltas y se agitaban de forma extraña cuando Uist se movía, como si el tejido tuviera una vida aparte de la que le impartía el cuerpo de aquel a quien vestía. La ropa tenía algún que otro rasgón, como si el druida hubiera pasado entre brezos y zarzas. La yegua, sin embargo, no tenía ni un rasguño en su reluciente pelaje.

Uist no intentó entablar conversación con nadie ni saludar a ningún miembro de la casa aparte de a su anfitrión. Cuando se le ofreció una cama en los aposentos de los hombres con Talorgen y Aniel, dijo que hacía demasiado tiempo que no había dormido bajo otro techo que no fuera un dosel de roble y las estrellas sobre su cabeza. Pasaría las noches en el bosque y toleraría los días en los confines de la casa de Broichan si era estrictamente necesario. Necesitaba tener las manos de la Diosa Madre bajo su espalda y los ojos de la Brillante puestos en él. Si le faltaba eso, al cabo de dos días tendría que marcharse de Pitnochie o se volvería loco.

- Quieres decir más loco de lo que ya estás -comentó Talorgen con una sonrisa, y las pobladas cejas del viejo druida se arrugaron.

A Bridei no le pareció un comentario muy cortés, pero Uist se limitó a decir:

- Oh, bueno, hace años que me separé de tu tipo de sociedad, amigo mío, y no la echo en absoluto de menos. La música, tal vez. Aparte de eso, las cortes de los reyes no tienen ningún atractivo. Vivir en estado salvaje me sienta bien, y conviene a los que me susurran al oído por las noches. No voy a aullarle a la luna, por eso puedes estar tranquilo.

Bridei estaba esperando el momento de estar a solas con Broichan. Pero en cuanto terminaron de cenar, su padre adoptivo y los tres invitados se retiraron a la habitación del druida y cerraron firmemente la puerta tras ellos, por lo cual, enfadado o no, de ninguna manera iba a interrumpir su reunión privada. Más tarde, Talorgen salió, se acomodó junto al fuego y no pasó mucho rato antes de que Donal, Uven y otros dos hombres lo implicaran en un debate sobre los escotos. Aquello hizo que empezaran a cambiar de sitio cuchillos, jarras y cuencos en la mesa para representar una magnífica ofensiva estratégica más allá del extremo occidental de la Gran Cañada y hasta las islas, un avance que se llevaría a los invasores por delante, de vuelta a las tierras de Erin, que era a las que pertenecían aquellos bellacos. Talorgen había combatido recientemente contra algunas de las fuerzas de Gabhran; su territorio del Pozo del Cuervo estaba situado al oeste de Pitnochie y mucho más cerca de los asentamientos enemigos. Poseía información sobre las posiciones actuales de los escotos que Donal desconocía, y el relato de las feroces escaramuzas de sus hombres con sus destacamentos de avanzada dejó a todo el mundo petrificado. Cuando aquello terminó, las lámparas se apagaron y llegó el momento de irse a la cama. Al parecer Bridei había dejado para demasiado tarde lo de ver a solas a su padre adoptivo. Pero al pasar por delante de la habitación de Broichan para ir a buscar su vela antes de salir hacia el granero, el druida abrió la puerta y salió.

- Tenías algo que decirme -dijo. No era una pregunta.

La furia de Bridei no era tan intensa como antes. Talorgen había dicho que podía ir a pasar unos días al Pozo del Cuervo en cuanto Broichan le diera permiso para hacerlo, y la emocionante perspectiva de salir de Pitnochie y practicar sus técnicas de combate con aquel chico, Gartnait, había mejorado su humor en gran medida. Pero no había perdido de vista la injusticia, ni la necesidad de una explicación.

No había nadie más cerca, y Broichan había cerrado la puerta a sus influyentes invitados.

- Has obligado a Tuala a marcharse -dijo Bridei, y aunque utilizó las técnicas que su padre adoptivo le había enseñado para mantener la voz calmada y el cuerpo relajado, al hablar de ello se reavivó su enojo-. Estaba triste, lo noté. Y le prohibiste a la gente que me lo dijeran. No fue justo.

Broichan aguardó en silencio, contemplando a su hijo adoptivo sin apartar la vista.

- Creo que merezco una explicación -dijo Bridei.

El druida no dijo nada. Sus silencios podían llegar a ponerte nervioso, pero durante los largos años de su educación Bridei había aprendido a lidiar con ellos.

- ¿Por qué están aquí estas personas? -inquirió tras decidir que era necesaria una pregunta directa-. ¿Por qué no es apropiado que vean a Tuala? ¿Te avergüenzas de ella?

Broichan cruzó los brazos.

- Estás enojado -observó-. Controla la respiración. Educa tu mirada. Debes aprender a ocultar esta clase de sentimientos, pues en la cámara del consejo hacen un mal servicio.

Bridei pensaba que había controlado bastante bien sus sentimientos. Al menos no estaba gritando ni tirando cosas, como hacía Ferat en ocasiones.

- ¿Vas a responder a mis preguntas? -quiso saber.

- Mis invitados han venido para conocerte. Para observarte y evaluar todo lo que has aprendido hasta ahora. Es de suma importancia que les muestres tus mejores cualidades. Tuala regresará cuando ellos se hayan ido. No es apropiado que la niña esté presente en estos momentos. No pertenece a este lugar.

- Ella forma parte de Pitnochie -replicó Bridei-. Su lugar está conmigo.

Una oleada de algo cruzó por las pálidas facciones de Broichan. El chico no supo qué significaba.

- Había creído que eras casi un hombre, Bridei -dijo el druida-. Esta noche demuestras que todavía eres un niño. Ahora vete a la cama. Esto es un asunto sin importancia y necesitarás de toda tu energía para los días venideros. No discutiremos más sobre este tema. -Con estas palabras abrió la puerta, volvió a entrar en su habitación y la conversación terminó. Esta fue muy poco convincente, pero Bridei sabía que su padre adoptivo ya no le diría nada más al respecto.

Mientras se quedaba dormido rodeado por hombres que roncaban, el muchacho contó una historia mentalmente, en silencio, pensando que así era fiel a su promesa de algún modo, aunque Tuala no pudiera saberlo. «Érase una vez…»

Brenna había dicho:

- No vayas más allá de los acebos. No quiero tener que ir a buscarte por el bosque. Allí arriba hay lobos.

Pero Tuala no podía obedecer. Allí las cosas eran distintas; no estaban bien. La casa era pequeña y estaba llena de humo, y la madre de Brenna le dirigía unas miradas desconfiadas con los ojos entrecerrados. La tía de Brenna era peor todavía. Evitaba por todos los medios cruzar la mirada con Tuala y no dejaba de hacer un signo con los dedos, un signo que quería decir que consideraba que la niña era algo malo, algo perverso. Ni la propia Brenna tenía la vitalidad de siempre. A su madre no le parecía bien Fidich como futuro yerno, por su pierna mala y por el hecho de que trabajara las tierras de otro hombre y no las suyas. La primera noche Brenna había llorado hasta quedarse dormida.

El bosque era lo único que seguía siendo lo mismo. Allí en la Cresta de los Robles, de camino hacia los altos picos llamados las Cinco Hermanas, los árboles abrazaban la cabaña como una envolvente capa. El padre de Brenna se había ganado la vida talando madera y transportando los troncos al otro lado del lago en una barcaza. Había muerto en el bosque, al calcular mal la caída de un fresno que lo mató. A Tuala le pareció que era lo justo, si te ponías a pensar, pero no lo dijo.

Los hermanos de Brenna habían seguido con el oficio de su padre hasta que ambos aprovecharon la oportunidad de vender sus servicios como combatientes para el rey Drust el Toro. A una buena hacha se le podían dar varios usos. Entonces era una casa de mujeres y, en aquellos momentos, un lugar de palabras enojadas y amargura. Cada día, en cuanto se terminaba el exiguo desayuno, Tuala salía disparada afuera y subía al lugar donde las oscuras y espinosas hojas de los acebos formaban una cortina, protegiendo la casa de las zonas más agrestes del bosque. Se sentaba allí un rato, observando hasta que se hacía evidente que Brenna había dejado de vigilarla, y entonces se deslizaba entre los arbustos con cuidado de no rasgarse la falda ni enredarse el pelo con las espinas. Un poco más adelante, ladera arriba, había encontrado un pequeño hueco entre las raíces de un viejo roble, un árbol de forma similar a su favorito en Pitnochie. Cuando se recogió la falda y se acurrucó, vio que tenía el tamaño justo para colocarse allí y se sintió como si formara parte del árbol y el árbol formara parte de ella. Si escuchaba con atención, le parecía oír una especie de latido en su interior, fuerte y profundo; distinguía una voz, un tipo de voz vieja, intensa y lenta que le estaba contando algo sorprendente y sabio. ¿Qué había visto aquel árbol durante todos los años en que había sujetado aquella ladera con sus raíces y dado sombra a las plantas más pequeñas con su noble dosel? ¿A cuántas criaturas había alimentado, a cuántos caminantes había resguardado? Habían tenido lugar muchas historias durante todo el tiempo que llevaba vigilando la Cañada, historias de amantes, de búsquedas y de viajes, relatos de grandes batallas, de victorias gloriosas, de amargas derrotas: el más viejo de los árboles lo albergaba todo en su memoria monumental y le tarareaba la historia a Tuala cuando ésta se sentaba acunada entre sus raíces. A veces, por encima y por detrás de la profunda narración del roble podía distinguir otras voces, agudas, etéreas y burlonas, o débiles, susurrantes y furtivas. Intentaba no escucharlas.

Por la noche volvía a contarse ella misma los relatos del roble con los ahogados sollozos de Brenna de fondo. No era justo. Nada de aquello estaba bien. Pero Tuala sabía que debía ser buena, ocurriera lo que ocurriera. Si no se portaba bien, Broichan no la dejaría volver a casa y quizá tuviera que quedarse allí para siempre, allí donde todo el mundo era infeliz y Bridei no estaba.

Brenna había sido muy firme sobre la necesidad de que nadie las viera. Habían viajado a primera hora de la mañana, sin apenas esperar a que despuntara el alba, y Tuala llevaba puesta una capa con capucha para ocultar su rostro. No era muy habitual que hubiese visitas en la cabaña de la Cresta de los Robles, pues era un lugar apartado. De todas formas, Brenna había sido muy clara:

- Broichan quiere que pases desapercibida. No voy a obligarte a permanecer dentro de casa; eso es pedirle demasiado a una niña de seis años. Pero no debes hablar con desconocidos. Ni una palabra, ¿entendido? Si ves pasar a alguien por el camino, vuelve a entrar inmediatamente, Tuala. Si llamas la atención, tanto tú como yo tendremos problemas.

- De acuerdo, Brenna. -La niña había respondido con convicción, fijándose en las ojeras bajo los ojos enrojecidos de la joven-. Seré buena.

Al tercer día se hallaba en su lugar habitual, agachada entre las raíces del roble con la oreja pegada a la base del tronco, escuchando con los ojos cerrados. La lenta voz del árbol inundaba sus pensamientos. Entonces, de repente, se dio cuenta de que algo había cambiado. Tuala abrió los ojos.

Había alguien más allí sentado como ella, alguien no mayor que ella misma, con unas vestiduras grises, con capucha, una figura silenciosa y enigmática sentada un poco más allá del tronco del árbol, apoyada cómodamente contra un bajo arco de nudosas raíces retorcidas. Fuera quien fuera, había llegado sin hacer ruido. Tuala notó un cosquilleo en la piel de la cabeza. ¿Sería un miembro de los Seres Buenos, uno de esos que la habían dejado en la puerta de Bridei en mitad de la noche? ¿Alguien así contaba como un extraño? Mientras ella miraba fijamente, sin moverse, la figura volvió la cabeza y reveló las facciones de una anciana, pero no era uno de esos rostros surcados de arrugas como el de Wid, sino un semblante pequeño y fuerte con una nariz prominente y aguileña y unos ojos oscuros como brillantes cuentas de obsidiana. Tuala no sabía si se trataba de una mujer humana o de otra cosa. Tenía presente la promesa que le había hecho a Brenna y no dijo nada.

- Buenos días -dijo la desconocida.

Resultaba de muy mala educación responder sólo con el silencio. Tuala saludó con la cabeza.

- Un lugar estupendo para escuchar: has hecho bien al descubrirlo. Y un buen sitio para que un caminante descanse un poco los pies. No te molesta que lo comparta contigo un ratito, ¿verdad?

La niña dijo que no con la cabeza.

- Eres precavida -dijo la desconocida-. Lo comprendo. Deja que me presente. Me llamo Fola. No soy de tu especie; eso te resultará evidente, supongo. Pero aun así no sales corriendo.

A Tuala le dio un vuelco el corazón. «No soy de tu especie…» Eso significaba que era, en efecto, una habitante del bosque, uno de esos taimados seres que te dejaban ver un atisbo de una mano blanca o el revoloteo de un ala, una sombra de una capa de telaraña o un destello de cabello plateado y entonces, cuando intentabas mirar debidamente, se habían esfumado como si nunca hubieran estado allí. Pero no; estaba equivocada. Era ella la que había venido del bosque, ella era la Otra.

Aquella mujer, Fola, provenía del mundo humano y creía que se había tropezado con una niña de los Seres Buenos. Unas palabras de aclaración acudieron a los labios de Tuala: «Vivo con humanos, vivo en casa de un druida», pero las contuvo.

- ¿Hoy no hablas? -le preguntó Fola con calma-. Supongo que me entiendes, a pesar de todo. Tengo un montón de cosas interesantes que contar; forma parte de mi trabajo, enseñar a las jóvenes todo el saber que puedo. El mundo cambia deprisa. Las cosas se olvidan si no las trabajamos.

Tuala volvió a asentir con la cabeza. Había oído un argumento muy parecido de boca de Bridei. Él le había contado que, en el sur, mucha gente ya no practicaba los rituales para honrar a los dioses; que la gente se estaba olvidando de la sabiduría de los antepasados.

- Me imagino que poco sabrás de estos asuntos aquí en el bosque -siguió diciendo Fola, que se abrazó las rodillas con sus blancas y cuidadas manos. La verdad es que era extraordinariamente pequeña para tratarse de una mujer adulta; lo bastante pequeña como para resultar absolutamente tranquilizadora. En Pitnochie, Tuala era mucho más pequeña que todos los demás, incluso más que Bridei-. La historia es valiosísima; el ritual es precioso. Si los perdemos, también perdemos el conocimiento de nuestro propio ser -dijo Fola-. Si perdemos el hilo de la ascendencia, si perdemos los relatos, vamos a la deriva sin identidad. ¿Cuántos años tienes, pequeña? Quizá sea una pregunta tonta; tú no cuentas el tiempo como nosotros.

Tuala alzó una mano, cinco dedos, y el pulgar de la otra mano.

- Ah, seis años. Una edad excelente. Con un oído puedes seguir oyendo la magia de la tierra, el cielo y el océano en su forma verdadera y pura; con el otro puedes empezar a comprender un tipo de conocimientos más formal: lógica, discernimiento, números, lenguaje y signos. O eso es lo que harías si fueras una niña humana y te ofrecieran buenas oportunidades. Las más jóvenes de mis alumnas no son mucho mayores que tú. Veo que esto te interesa; hace que te brillen los ojos. ¿Tienes ganas de aprender?

Tuala movió la cabeza enérgicamente en señal de asentimiento. Tenía las manos firmemente agarradas. Aquello era muy emocionante; se moría de ganas de contárselo a Bridei.

- Si hubiera… -caviló Fola-. Si hubiera lugar entre nosotras para una de tu especie, tú y yo podríamos aprender mucho… Nunca intentaría nada semejante, claro está. No tengas miedo de eso. No hay nada más cruel que separar a una criatura de todo aquello que conoce y ama sólo porque alguien cree que es lo mejor para ella. Todas mis alumnas acuden a mí de buen grado. No puedes aprender a menos que pongas el corazón en ello. Claro que hay gente que dice que educar a una chica es perder el tiempo.

- ¡No lo es! -espetó Tuala, pues el hecho de que Broichan hubiera descartado sus aspiraciones le había dejado una herida abierta en su interior-. ¡Yo quería aprender y podía haberlo hecho, a Erip y a Wid no les hubiera importado, pero él no me dejó! -Cerró la boca de golpe, pero era demasiado tarde. Había roto su promesa. Había hablado con una desconocida.

Hubo algo en aquel discurso que hizo que Fola agudizara la mirada.

- ¿Quién no te dejó? -preguntó con tacto-. Vamos, pequeña, no hay ningún peligro si me lo cuentas. Soy inofensiva.

- Broichan -susurró Tuala.

Hubo otra pausa y luego Fola preguntó:

- ¿Y quién es Broichan? ¿Tu padre?

La niña meneó la cabeza en señal de negación.

- No, es el padre adoptivo de Bridei. Y Bridei recibe educación, se pasa todo el día aprendiendo, pero cuando pregunté si yo podía recibir lecciones, Broichan se enfadó conmigo. Dijo que lo único que me hacía falta saber era cocinar y coser. Pero esas cosas no se me dan bien. No es justo.

- ¿Qué cosas son las que haces bien?

- El combate y los deportes no. Es Bridei el que aprende esas cosas: es el mejor arquero de Pitnochie. Yo soy buena jinete. Bridei me enseñó a montar. Y estoy segura de que podría hacer lo que dices… rituales, historia, números y lenguajes. Lo único que pido es sentarme allí mientras Erip y Wid enseñan a Bridei. Me estaría callada. No interrumpiría para nada. Pero Broichan no me deja. Bridei intenta enseñarme cosas, pero está tan ocupado que no hay tiempo suficiente.

- Interesante -comentó Fola-. ¿Me he equivocado contigo? ¿Sobre lo que eres?

A regañadientes, Tuala dijo que no con la cabeza.

- Pero está claro que no vives aquí en el bosque.

La niña volvió a menear la cabeza y se dio cuenta de que ya había dicho mucho más de lo que era deseable para cualquiera, aparte de para la propia anciana. Tal vez Fola no fuera lo que decía ser en absoluto. Quizá era un enemigo intentando tenderle una trampa. ¿Acaso no habían intentado matar a Bridei una vez hacía mucho tiempo?

- ¿Cómo te llamas, pequeña?

- Tuala. -A esas alturas ya no importaba.

- Un nombre magnífico, digno de una princesa. Creo que ese tal Broichan del que hablas te ha juzgado mal. Los hombres pueden llegar a ser bastante propensos a eso, incluso los más inteligentes. Ahora, dime, si vives en Pitnochie, ¿qué estás haciendo sola a medio camino de las Cinco Hermanas en territorio de lobos?

- Tú también estás sola en territorio de lobos -señaló Tuala.

- Yo soy una persona adulta y responsable de mí misma. Sólo respondo ante los dioses -repuso Fola con calma-. Tú tienes seis años, como tú misma has mencionado, y no eres el duendecillo silvestre que creí al principio sino que eres miembro de la casa de un druida. Dime, ¿te hizo marchar?

Asintió con la cabeza.

- Ah, sí. Lo veo muy claro. Una situación embarazosa. Te recogió, estaba preparado para romper las reglas hasta ese punto, pero no es capaz de hacerlo público. Así son los hombres, ya ves, siempre sujetos a las convenciones.

Allí había un punto que debía corregirse.

- Broichan no me acogió. Fue Bridei. La Brillante le mostró dónde encontrarme.

Fola escuchaba atentamente.

- Bridei -reflexionó-. ¿El niño?

Tuala movió la cabeza en señal de afirmación.

- Es mayor que yo -dijo-, y muy bueno en todo. Broichan dijo que yo me interponía en su destino. Que perturbaba su educación.

- ¿Eso dijo, eh? Bueno, quizá hubiera una pizca de verdad en eso. Así pues, supongo que vas a estar fuera hasta después del Solsticio de Verano, ¿no es así?

- ¿Cómo lo sabes? -la desafió Tuala-. ¿Y cómo sabes que Broichan es un druida?

- Soy una mujer sabia, Tuala. Mi trabajo es saber cosas. Y ahora -dijo al tiempo que se ponía de pie y se sacudía la larga capa gris- debo ponerme en marcha y esperar que los lobos decidan que no están hambrientos. Ah, aquí tengo una cosa que puede que te guste. ¿Dónde está ahora? -Fola llevaba consigo un fardo, un abultado hato sujeto con cuerdas-. Aquí está -dijo la mujer sabia, que metió la mano en un bolsillo lateral y la sacó llena de una cosa peluda, gris e indudablemente viva-. Lo encontré por el camino -explicó-. Yo ya tengo un gato, y a Sombra no le hacen ninguna gracia los usurpadores. Éste creo que puede ser apropiado para ti; parece tener un carácter muy independiente.

Tuala echó un vistazo al pelaje suave de aquella criatura, a su linda nariz rosada, a sus ojos grandes y extraños, y se enamoró al instante. Alargó las manos, tomó al gatito, que no se debatía en absoluto a pesar de su período de confinamiento, y se lo acercó para que se acurrucara contra su pecho. El rabo parecía un cepillo, con un pelo largo y liviano.

- No es un gato de granja sino uno montés, una criatura del bosque -dijo Fola-. Creo que se irá contigo igual que hizo conmigo. Los iguales se reconocen. Ahora debo marcharme; hay un buen trecho hasta Pitnochie.

Tuala, absorta en su maravilloso e inesperado regalo, tardó un momento en reaccionar.

- ¿Pitnochie? ¿Allí te diriges?

Fola asintió con la cabeza y sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa.

- En efecto. Conozco muy bien a tu druida, pero todavía no conozco al muchacho, su ahijado. En cuanto a ti, eres toda una sorpresa. ¿Quieres que lleve algún mensaje?

Había varios. Para Bridei, «Te echo de menos. Añoro tus historias». Para Broichan, «Quiero volver a casa». Ninguno de los dos podía enviarse. Sosteniendo el gatito en equilibrio con una mano, Tuala metió la otra en la bolsa que llevaba en el cinturón y sacó un pedazo de cinta que antes había estado teñida de azul, pero que ya había perdido el color. La trenza ya se le había deshecho y el cabello le colgaba suelto sobre los hombros.

- ¿Podrías darle esto a Bridei? No cuando Broichan esté delante, no le gustaría que mandara mensajes.

- ¿Se lo doy y ya está?

- Y le dices que aquí soy feliz.

- ¿Le mandarías a este amigo un mensaje que es una mentira? -preguntó Fola. De repente parecía más alta y su expresión era adusta, casi tanto como la de Broichan.

Tuala no dijo nada. Apoyado contra su pecho, el gatito le proporcionaba una sensación cálida y reconfortante; su ronroneo le hacía vibrar todo el cuerpo y se metía en el de la niña.

- No eres feliz en absoluto; tu amigo se daría cuenta con sólo echarte un vistazo -dijo Fola-. No quieres estar aquí, quieres estar en casa. No quieres cocinar y coser, quieres ser una erudita. ¿Por qué decir que las cosas son distintas de lo que son?

- No quiero que se preocupe por mí -repuso la niña en tono grave-. Porque yo esté triste no es necesario que lo esté él también. Y… -No, eso se lo reservaría a cualquier precio. No debía contarle su promesa a Broichan, la promesa de cuyo cumplimiento dependía todo su futuro en Pitnochie.

- Muy bien -dijo la mujer sabia, que guardó la cinta y se echó el fardo a la espalda-. Le diré que te he visto, que dices que piensas en él y que tienes muchas ganas de volver a casa. Una solución de compromiso, y honesta. Yo no transmito mensajes que no sean ciertos.

- Gracias -dijo Tuala cuando Fola se inclinó para recoger un báculo que había pasado inadvertido entre las raíces del roble. Se fijó en la manera en que el trozo de sauce crecía para acomodarse en la mano de la mujer sabia-. Gracias por el gato y gracias por el mensaje. Lamento… -se le apagó la voz, no estaba segura de cómo expresar sus pensamientos en palabras.

- ¿Lamentas haber desconfiado de mí? ¿Lamentas haber pensado que no era lo que soy? No te disculpes por ello, Tuala. Un poco de cautela siempre es prudente. Además, yo también me equivoqué en la primera impresión que tuve de ti. Cuida bien de esa criatura. Es poco común y puede que algún día te resulte muy útil. Ahora adiós. Que la Brillante guíe tu camino, pequeña.

- Que la Diosa Madre te sostenga en sus manos -respondió Tuala. Una de las primeras cosas que le había enseñado Bridei fueron las pautas de las antiguas despedidas.

Fola sonrió.

- Espero que volvamos a encontrarnos algún día.

- Yo también -susurró Tuala, consciente de lo poco probable que sería eso mientras su futuro se encontrara en manos de Broichan. El gatito se retorció; ella bajó la mirada y le acarició la cabecita con los dedos, cuando volvió a levantar la vista la mujer sabia había desaparecido como si no hubiera sido más que un sueño.

Desde lo alto, en las ramas del roble, dos pares de ojos habían observado aquel intercambio con sumo interés. Uno de los pares de ojos era luminoso, líquido, y su propietario tenía el cabello plateado, llevaba unas vestiduras de telaraña e indudablemente era del sexo femenino. Los otros ojos eran redondos y castaños, los de un muchacho de mejillas sonrosadas cuya figura iba envuelta en plantas trepadoras llenas de hojas y frondas de helecho. Ninguno de los dos era humano.

- Está creciendo muy deprisa -señaló la chica-. Es fuerte, inteligente y sensata, como era de esperar.

- Este encuentro fue fortuito -comentó el chico-. Se podría utilizar más adelante. Llegará un día en que el miedo que tiene el druida de la influencia de esta niña pesará más que su lealtad hacia la Brillante. Y la mujer sabia quiere a la pequeña. Ve su fuerza y reconoce sus posibilidades.

- Vas demasiado deprisa -dijo la chica echando hacia atrás su cabello reluciente-. Tuala todavía es una cría, Bridei todavía es un niño. Ambos deben ser puestos a prueba con tiempo y con rigor. La vocación que aguarda al muchacho exige la máxima autodisciplina, la más profunda devoción a los dioses y, lo que es aún más importante, la capacidad para tomar sus propias decisiones. La confianza en su propio criterio.

- El papel de Tuala en todo ello será absolutamente igual de difícil -repuso el chico-. No es feliz. Ya la han puesto a prueba, y no hemos sido nosotros.

- ¿Esto? -se mofó la muchacha-. ¿Una pequeña excursión fuera de casa en compañía de una bondadosa niñera? ¡No seas tan blando! Espera a que esta cosita se haga una mujer; entonces la pondremos a prueba de verdad. Bridei debe demostrar que es digno de la confianza de la Brillante; Tuala debe igualarlo en fortaleza. Ambos afrontan una prueba. Han sido elegidos, y la diosa no espera menos.

El chico permaneció un rato en silencio, balanceando las piernas en la alta rama del árbol a la que estaba encaramado. Mucho más abajo, Tuala se había sentado con las piernas cruzadas y el gatito en la rodilla, una figura diminuta entre las nudosas raíces del roble.

- Mmm -murmuró el muchacho-. Llegará un día en que Broichan volverá a hacerla marchar y entonces ya no regresará. En su lecho de muerte el druida derramará lágrimas cálidas por ello.

La chica clavó en él sus ojos pálidos.

- ¿Tan ciego lo consideras?

- Ciego ante este particular. Está totalmente concentrado en Bridei, en la tarea de su preparación.

- Mejor -dijo ella-. No queda mucho tiempo para eso. ¡Vamos! No hace falta que nos quedemos aquí. Tuala volverá al bosque, a los lugares secretos. No puede hacer otra cosa. Los lleva en la sangre, como nosotros. Podemos utilizarlo a nuestro favor. La atracción del parentesco es nuestra clave para demostrar su entereza.

- Tal vez -repuso el muchacho al tiempo que echaba una última mirada hacia abajo. La pequeña figura se encaminaba de nuevo hacia los acebos sosteniendo cuidadosamente a su nuevo tesoro entre los brazos.

- ¡Vamos! -exclamó nuevamente la chica, y con un destello y un chasquido de alas plateadas, los mensajeros de la Brillante se marcharon.

Capítulo 5

- Bueno, por fin estamos reunidos -dijo Broichan. Se hallaban los cinco en su habitación, con el guardaespaldas de Aniel, Breth, al otro lado de la puerta, y el resto de los miembros de la casa más allá, en silencio. Fuera, la luna brillaba en una noche de verano de suaves brisas y pájaros rumorosos; a la Brillante todavía le quedaba un día o dos para alcanzar su plenitud, pero ya estaban prácticamente en el solsticio. Esa noche la atmósfera del sanctasanctórum del druida estaba cargada de conspiración. Habían esperado mucho tiempo para celebrar una reunión como ésa.

- Sí, en efecto. -Aniel estaba sentado a la mesa de roble y tenía ante él un pergamino, una pluma de ganso y un tintero-. Y lo mejor será que aprovechemos esta oportunidad al máximo, porque no hay duda de que a mí, por lo pronto, me vigilan mis adversarios, y sé que lo mismo puede aplicarse a Broichan. Si el más mínimo indicio de nuestra reunión llegara a oídos equivocados, podría peligrar toda la empresa y malgastarse años de esfuerzo. Sigo pensando que hubiera sido mejor haberlo hecho abiertamente mucho antes, quizá en la corte, con el apoyo público del rey Drust.

- Sabemos que eres de esta opinión, Aniel. -Fola estaba de pie delante del fuego y su figura delgada y erguida se recortaba en el fondo de llamas. La mirada fulminante de sus ojos oscuros era la misma que utilizaba con frecuencia con sus alumnas más recalcitrantes y que tenía un efecto devastador-. Si creyeras en tus palabras, no perderías el tiempo volviendo sobre cómo podrían haber sido las cosas, sino que te concentrarías en el presente y en el futuro. Ni Broichan ni tú poseéis el monopolio del riesgo, os lo aseguro. Al fin y al cabo soy la maestra de las hijas de los poderosos. Ahora, cuéntame. No he tenido oportunidad de conocer al muchacho todavía, dado lo tardío de mi llegada. Dame tu veredicto, si es que has llegado a uno. ¿La expresión petulante de Broichan está justificada?

- Fola la Directa -se rió Talorgen-. Por lo que a mí respecta, me gusta lo que he visto del joven Bridei. Ya habla como un adulto, con fluidez y prudencia. Sabe muchas cosas y no tiene miedo de entablar un debate, pero conoce sus limitaciones. Y es extraordinariamente diestro con el arco.

Aniel esbozó una fría sonrisa.

- Sabe cuándo tiene que ganar y cuándo perder -dijo-. Con el tiempo, creo que tendría la capacidad de ganarse los corazones de los hombres. Todavía es joven; la madurez de su actitud es engañosa. Las lecciones de los próximos años deben ser más duras. Las decisiones de su edad adulta supondrán una difícil prueba para él; debe desarrollar su fortaleza para adoptarlas sin flaquear.

Fuera, un pájaro que cazaba emitió un agudo y resonante reclamo mientras pasaba volando por encima del bosque. El fuego chisporroteó y Fola se apartó para dejar que su calor alcanzara a los hombres, pues incluso en aquella noche de verano, la atmósfera en la habitación de Broichan era gélida.

- ¿Uist? -Fola arqueó las cejas a modo de pregunta.

El anciano druida se hallaba de pie junto a la ventana, mirando por la estrecha rendija como si sólo pudiera sobrevivir si alguna parte de él seguía libre del confinamiento de las moradas humanas, de la piedra y los techos de paja y juncos. Al volverse hacia ellos, lo hizo con una mirada distraída y extraviada.

- Es un duro viaje para un buen chico -dijo en voz baja-. Un camino con muchas vueltas y recodos, con cuchillos en la espalda, con falsas amistades y aliados desleales. La sencilla honestidad, la nobleza de intenciones, el ingenio y la compasión le permitirán avanzar cierta distancia. El muchacho conoce los poderes antiguos, los ama y los respeta. Los hombres lo honrarán por ello. Se congregarán para seguirlo. Eso debería complacerte; nos proporciona el resultado que habíamos planeado durante todos estos años. Pero Bridei pagará un precio. Veo que le espera una elección que destrozaría al hombre más fuerte de todo Fortriu. Recuérdalo, pues cuando llegue el momento va a necesitar hasta el último amigo que haya tenido nunca. -Uist se volvió nuevamente hacia la ventana; una lluvia de pequeñas partículas se soltaron de su ropa y cayeron al suelo bien barrido de la habitación.

- Mi hijo adoptivo será lo bastante fuerte como para tomar cualquier decisión. -La voz de Broichan sonó profunda y segura. Uist no replicó.

Al cabo de unos instantes, el jefe Talorgen habló una vez más.

- El Solsticio de Verano será una prueba. Quizá los dioses nos muestren si el chico es digno del futuro que tenemos pensado para él. Cuando llegue el momento, habrá muchos pretendientes al trono. Si estamos seguros de que Bridei es el hombre indicado, debemos planear lo que vendrá después. Ha recibido una educación sólida, eso es evidente en todas sus palabras. Pero ahora el muchacho necesita más oportunidades.

- Su educación está en mis manos. -El tono de Broichan no admitía desafío-. Lo acordamos cuando tomamos la decisión de seguir por este camino. Es a mí a quien corresponde determinar qué oportunidades se le presentan a Bridei y cuándo.

- Talorgen tiene razón en lo que dice -comentó Aniel con la mirada fija en Broichan-. Has mantenido al muchacho oculto aquí tiempo suficiente, y empieza a parecer como si se tratara de una búsqueda personal tuya. Somos un concilio de cinco miembros. Ninguno de nosotros debería perder eso de vista. Compartimos la responsabilidad en esto; compartimos las consecuencias de nuestro plan, ya sean buenas o malas, y, como equipo que somos, contamos con nuestro propio sistema de equilibrio de poderes. El chico debe aprender a pensar por sí mismo. Donal me ha contado que Bridei nunca ha bajado a los poblados, ni ha recorrido el lago, ni ha ido a las casas de otros muchachos de su misma edad y condición. Todo eso le va a hacer falta si tiene que ser un líder para el pueblo. Aquí no estás educando a un druida, amigo mío, sino a un rey.

La palabra quedó flotando en medio del silencio, llena de esperanza y de peligro.

- Además -intervino Fola en tono de suficiencia-, en algún momento será necesario que se le vea en la corte. Si no es ahora, tendrá que ser en los próximos años, sin duda. No hay que esperar mucho para que Drust lo conozca. Ganarse el favor del rey ahora sólo puede aumentar las posibilidades de Bridei más adelante. Hay otros jóvenes con más fuertes lazos de sangre real, Carnach del Recodo del Espino, por lo pronto. No iremos a ninguna parte con un candidato desconocido, por muy apto que sea.

- Vamos -dijo Broichan-, sentémonos y compartamos esta aguamiel. Y dadme vuestra opinión sincera. -Era al consejero del rey a quien observaba, a Aniel, el de los ojos cautos y la expresión comedida-. ¿Cuánto tiempo tenemos? ¿Otros cinco años? ¿Siete?

Aniel se aclaró la garganta.

- Debemos esperar que así sea, como mínimo -dijo-, o este chico, aunque tenga posibilidades, será demasiado joven. La salud del rey es aceptable, ni más ni menos; es propenso a los resfriados invernales y le resulta difícil contener la respiración. Aun así, excluyendo cualquier adversidad, puede que viva otros siete años. O más, si los dioses nos sonríen.

- Todos debemos rogar para que así sea -dijo Fola. Volvió su astuta mirada a Broichan, quien se la sostuvo con sus ojos oscuros e inescrutables-. Drust te necesita en la corte, amigo mío -continuó diciendo la mujer-. Echa de menos tu sabio criterio, tu impecable consejo.

- Tiene a otros para que lo guíen -repuso Broichan resueltamente-. Aniel, entre ellos; ¿quién mejor cualificado que él? Drust puede arreglárselas sin mí.

- Si te tuviera a su lado tendríamos más posibilidades de mantener las facciones bajo control y de realizar un verdadero avance por el frente occidental -observó Aniel-. Él confía en ti; siempre lo ha hecho, pues sabe que tu poder es divino. A mí simplemente me tolera.

- Entonces tienes que esforzarte para cambiar su actitud -esta vez había un dejo de brusquedad en el tono de Broichan, y Aniel apretó la boca-. Juré dedicar quince años de mi vida a esta tarea y emplearé quince años para llevarla a término, o más, si debo hacerlo. Las preocupaciones de Drust son una cosa. Esta noche hablamos del futuro de Fortriu, de la supervivencia misma de nuestro pueblo.

- Excelente retórica -comentó Talorgen-, pero de nada servirá si los escotos se preparan para atacarnos dentro de dos, cuatro o cinco años. ¿Cuánto tiempo podemos esperar a nuestro nuevo rey mientras el viejo se debilita lentamente y nuestros enemigos se acercan? Tu presencia en la corte le infundiría nuevos ánimos a Drust. Tu influencia podría hacer que Circinn se convenciera o se viera acosada y se sentara a la mesa del consejo. Eso supondría un freno visible para aquellos que buscan discretamente desestabilizar el reinado y aprovechar las oportunidades que se les presenten. El chico podría venir a Caer Pridne contigo. Entiendo que hacen falta protectores; ya lo arreglaremos.

- Los protectores no impidieron que el veneno llegara a mis labios la última vez que me aventuré a ir a la corte de Drust el Toro. Los protectores no evitaron que unos asesinos entraran en mis bosques. Ahora mismo tengo preparadas unas disposiciones más efectivas, pero éstos son asuntos trascendentales y el momento es peligroso. El chico es joven; joven e inocente. No sabe nada de las intenciones que tenemos para él; le he ocultado la verdadera identidad de su madre. Se aplicará con más eficacia en aprender si no tiene que llevar sobre sus hombros la pesada carga de nuestras expectativas. No es apropiado exponerlo a los peligros de la corte, creedme.

En aquellos momentos todos lo estaban mirando.

- Lo que yo creo -dijo Aniel en un tono harto significativo- es lo que hasta ahora era increíble: que Broichan, el perfecto indiferente, se las ha arreglado para tomarle cariño a su hijo adoptivo y sencillamente desea retenerlo en casa un poco más de tiempo. Estos pensamientos tan blandos pueden resultar peligrosos, mi querido druida; podrían interponerse en nuestro propósito común, te lo aseguro.

- Vamos, vamos -Uist habló sin darse la vuelta-. No podemos permitirnos el lujo de pelearnos entre nosotros. Fola, sugiere tú un compromiso. Aceptémoslo todos y luego dejemos que los dioses decidan por nosotros de una vez por todas.

Fola entrelazó sus suaves y pequeñas manos frente a ella sobre la mesa.

- Muy bien -dijo-. Se quedará aquí unos cuantos años más, puesto que tienes razón, el muchacho todavía es muy joven. Pero de ahora en adelante permitirás las visitas. Quizá los hijos del mismo Talorgen podrían venir a pasar un verano. Eso no entrañaría peligro, sin duda. Dejarás salir un poco a Bridei con la protección adecuada. Hay que dejar que un niño vea las fiestas de la aldea, que disfrute de un poco de buena música y de buena compañía. ¡Sólo el Cuervo Negro sabe qué clase de vida familiar le has podido dar al chico en esta casa en la que no ha podido tener más compañía que la de unos adustos criados! La madre de Bridei estaría horrorizada. Ya debió de resultarle bastante duro separarse de él, tomar la decisión. Anfreda siempre comprendió la importancia de la fe, el poder de las viejas costumbres para unir a los priteni y conservar la fuerza de nuestro pueblo. Ella nos dio al hijo más adecuado para llevar a cabo la gran tarea que ha de venir: el más sensato, el más fuerte, aquel en el que su propia sangre corría con más pureza. Pero es una madre; debió de sufrir terriblemente al separarse de él. Supongo que pensó que crecería en compañía de otros niños, de lo contrario nunca hubiese dejado que nos lo lleváramos.

Broichan no dijo nada.

- Dentro de uno o dos años lo mandarás a pasar una temporada con Talorgen en el Pozo del Cuervo -prosiguió la mujer sabia-. Para entonces ya será un jovencito y le hará falta pasar un tiempo en la casa de un adalid. Dreseida es pariente de su madre; seguro que se alegra. Para entonces le habrás hablado de su linaje y de su destino. A partir de ahí, Talorgen puede presentarlo en la corte junto con sus propios hijos. De ese modo es menos probable que el chico atraiga la atención de las personas equivocadas. Todavía pasará algún tiempo aquí, por supuesto. No puedes prescindir de las enseñanzas de Erip y Wid. No sé cómo convenciste a esos dos granujas para que salieran de su exilio voluntario, pero no podías haber hecho nada mejor.

Broichan miraba fijamente el fuego como si no la hubiese oído.

- Estás preocupado -dijo Talorgen-. Ármalo con conocimientos y habilidades. Y proporciónale también una buena guardia. Donal es el mejor; viajará con el chico, claro está. Yo proporcionaré a otros, con discreción. Su presencia en Caer Pridne será simplemente como amigo de mi hijo. Creo que podremos evitar llamar demasiado la atención.

- Si supiéramos a qué enemigos temer y a cuáles sólo vigilar, todo esto podría lograrse con mucha más facilidad. Cuando llegue el momento habrá varios candidatos con posibilidades de reinar. Cada uno de ellos tendrá sus partidarios. Todos serán vulnerables.

- Esto es el futuro lejano -dijo Fola-. Queda mucho tiempo para planear las cosas. Bueno, ¿estamos todos de acuerdo?

- Esperemos al solsticio. -Si Broichan había tenido un momento de incertidumbre, ya había pasado; su tono fue autoritario-. Si los dioses hablan, si nos confirman lo que creemos que es cierto, entonces todo se desarrollará como propones.

- ¿Y si no? -Aniel arqueó las cejas a modo de interrogación.

- Si no, lo devolveré con su padre a Gwynedd -contestó Broichan como si tal cosa-. Y ahora retirémonos; volveremos a hablar mañana. Tengo entendido que Talorgen se ha comprometido para un paseo a caballo a primera hora de la mañana. Mi hijo adoptivo lo mantiene ocupado. Buenas noches, amigos míos, que la Brillante guarde vuestros sueños.

Los hombres se despidieron con cortesía uno detrás de otro. Fola, sin embargo, permaneció sentada a la mesa de roble y, al ver la mirada que había en sus ojos, Broichan cerró la puerta en cuanto los demás hubieron salido y volvió para tomar asiento frente a la mujer sabia.

- ¿Y bien? -preguntó-. ¿Te he molestado de algún modo?

La expresión de Fola sugería que se aproximaba un interrogatorio.

- ¿Molestado? No, viejo amigo. Pero has sumado otra sorpresa a la que ya tuve de camino aquí por la Cañada. Esta noche se ha hecho referencia al aislamiento de Bridei, a la falta de compañía que tiene en una casa de hombres y mujeres adultos.

- ¿Y?

- No es cierto, ¿verdad? -dijo la mujer sabia mientras se servía de la jarra de aguamiel y llenaba otra copa para el druida-. En la fortaleza del enigmático y poderoso Broichan, antiguo mago y consejero real, no hay sólo un niño. Hay dos.

En la frente de Broichan apareció una arruga apenas perceptible. No dijo nada.

- ¿Cómo llegó aquí? -le preguntó Fola con más delicadeza-. He oído una historia sobre la luna y el Solsticio de Invierno.

- ¿Quién te lo ha contado? -su tono era glacial.

- Eso no importa. Me debes una respuesta. La educación de Bridei no es únicamente privilegio tuyo, amigo mío, por muy fuerte que sea tu necesidad de controlarlo todo. Es nuestro; es una tarea encomendada por los dioses a nosotros cinco. Los miembros de nuestro concilio no se mienten los unos a los otros.

- Yo no hago eso.

- Tú ocultas la verdad. Es lo mismo. Este asunto podría afectar al futuro del chico. Deberías haberlo dicho antes. Tengo entendido que lleva seis años aquí. Las actitudes de un niño pueden quedar determinadas en un período mucho más corto que ése. ¿Por qué la acogiste? El sentimentalismo nunca ha formado parte de tu carácter; la compasión no es tu cualidad más destacada.

El druida se permitió esbozar una fría sonrisa.

- Tú siempre tan sincera en tus opiniones, Fola.

- No veo necesidad de ocultarlas o suavizarlas contigo. Eres lo bastante fuerte como para escuchar la verdad.

- Dime cómo te enteraste de lo de la otra criatura, de la niña. No se encuentra aquí en estos momentos. No puedes haberla visto.

- ¡No me digas que estás intentando negociar! ¿Pretendes un intercambio de información? -las cejas de Fola se alzaron con fingido horror.

- ¿Cómo iba a atreverme a hacer nada semejante cuando Fola la Temible me clava la mirada con terrible desaprobación? Simplemente era una petición. Los miembros de mi casa están obligados a guardar el secreto sobre esto, al igual que sobre otras muchas cosas. Debo saber quién rompió esa promesa. En Pitnochie no hay lugar para la desobediencia.

- ¿Se aplica también la misma norma para los niños? -preguntó la mujer sabia como sin darle importancia.

- Todo el mundo tiene que obedecer. No hay que quebrantar la disciplina… -Broichan hizo una pausa-. ¿Qué me estás diciendo? ¿Que te encontraste con la niña? ¿Que Tuala habló contigo?

- La misma, con seis años y enfrentándose a la añoranza de su hogar con todas sus considerables fuerzas -dijo la mujer sabia, y cruzó los brazos sobre la mesa frente a ella-. Pasé justo por el lugar donde al parecer la mandaste para que no la viera nadie. Ella no tiene ningún deseo de romper ninguna promesa, Broichan. Guardó silencio denodadamente; me costó bastante trabajo sacarle la historia.

- Será castigada -dijo el druida con ecuanimidad-. Su sitio en mi casa es, como mucho, endeble; puede que sea pequeña, pero comprende que la desobediencia implica un castigo.

- ¿Cuál es? -el tono de Fola no reveló en absoluto sus pensamientos.

- Esta casa no puede albergarla si no sigue las reglas.

- Y la mandarás… ¿adónde?

Broichan puso mala cara.

- Ya viste lo que es, seguro. La historia es cierta: la dejaron en mi umbral el día del Solsticio de Invierno, bajo la luna llena. Bridei se despertó y la metió en casa convencido de que la Brillante le confiaba la criatura a él, a nosotros, que la diosa la había dejado a nuestro cuidado. El chico se ganó a los miembros de la casa con un simple truco de magia doméstica. Cuando regresé de Caer Pridne la pequeña ya era el alma de la casa y no pude echarla.

- Un problema -señaló Fola en voz baja-. Vamos, bébete la aguamiel y no seas tan estirado con todo este asunto. Comprendo tus sentimientos y tus dificultades. No en balde he sido maestra de jovencitas todos estos años. Es evidente que la niña le tiene un profundo cariño a Bridei; sin duda él siente lo mismo por ella, basándose en su convicción de que los espíritus lo han elegido como su protector. El hecho de que lo privaras de la compañía de otros niños ha fortalecido el vínculo entre ellos, no hay duda. Se consideran hermano y hermana; se necesitan, puesto que ambos se han visto privados de una familia.

- Como su padre adoptivo -la voz de Broichan sonó tensa- he hecho cuanto he podido para guiar y apoyar al chico. Tiene los más excelentes profesores y una casa en la que se satisfacen todas sus necesidades diarias.

- Qué triste -observó Fola- que al parecer pienses que eso basta. ¿Por qué hiciste marchar a Tuala? Parece una niña tranquila y educada, que difícilmente te avergonzaría, ni siquiera en compañía de cuatro temibles desconocidos.

- Vamos, venga, esto es un poco falso. Ella es lo que es. Ahí radica el dilema. Debo respetar a los dioses; no tengo intención de desobedecer a la Brillante, si es que la teoría de Bridei es correcta. Le he enseñado a respetar cualquier forma de vida y a considerar a todos los seres como partes entretejidas del mismo todo. De modo que Tuala se quedó. Un asunto sencillo si Bridei fuera mi verdadero hijo y estuviera destinado para un futuro como mago o guerrero. Pero no es mi hijo. Es el hijo de una princesa de los priteni y su destino es guiar a nuestro pueblo como debería hacerlo un verdadero rey. Es el candidato que hemos elegido. ¿Cuál crees que fue el precio que tuvo que pagar Anfreda al prometernos un hijo suyo para este propósito aún antes de abandonar Fortriu para vivir en tierras lejanas? Cada paso del camino de Bridei ha sido planeado; cada curva del recorrido debe ser controlada. Si su futuro no es gobernado por nuestro concilio de los cinco, todo fracasará y nuestra triste patria nunca volverá a reunirse en la verdadera práctica de la antigua fe. Estoy de acuerdo, la pequeña parece inofensiva. Pero es el único elemento impredecible en esta empresa, el único y pequeño factor cuyo control escapa a nuestro poder. Conoces la naturaleza caprichosa de los Seres Buenos. Mal podemos permitirnos que uno de ellos se introduzca en nuestros planes, como un hilo combado y retorcido que serpentea por un tapiz grande y perfecto.

- No obstante -terció Fola en tono cansino-, no puedes mandarla a ningún sitio. ¿Quién la acogería? ¿Cómo ibas a desterrarla sin traicionar la confianza de la Brillante? ¿Cómo podrías expulsarla sin perder para siempre el amor y el respeto de tu hijo adoptivo? No me extraña que frunzas el ceño.

- Presiento el peligro en la pequeña. Es muy poquita cosa, pero tiene algo: una fuerza más allá de lo evidente. Me teme y desconfía de mí, su conducta lo deja bastante claro. Me da la impresión de que, al igual que una cosa salvaje medio domesticada, se limita a aguardar el momento oportuno para volverse a morder la mano que le da de comer. Una criatura así podría minar nuestros planes. Si ejerce una influencia excesiva sobre Bridei, puede tener la capacidad de desviarlo de su camino.

- Quizá es que está aburrida -dijo Fola.

- ¿Aburrida? -la voz del druida denotó absoluto asombro-. Imposible. Aquí nadie tiene tiempo de holgazanear. Fola lo miró.

- Querido -dijo-, siento cierta lástima por Bridei, y más aún por Tuala, pues tus palabras sobre criaturas que muerden me dice que no comprendes lo que es ser niño. ¿Acaso nunca fuiste joven? ¿Te has olvidado de lo que se siente cuando te excluyen, de lo que es estar solo, que te nieguen lo que a otros les dan por derecho? ¿O es que apareciste ya crecido y capaz de enfrentarte de manera competente con cualquier destino que te encontraras en tu camino?

Broichan no respondió.

- No me gustan las negociaciones ni los tratos. -La mujer sabia se bebió la aguamiel que le quedaba-. De todos modos, creo que podría ofrecerte uno que contribuirá en gran medida a resolver tu dilema, así como a disipar mis inquietudes sobre la educación de estos niños.

- Cuéntame.

Fola se puso de pie.

- Todavía no. Primero quiero conocer al muchacho y ver si mi intuición sobre él es correcta. Y esperaré hasta que haya pasado el ritual del solsticio. Eso nos dará las respuestas de los dioses. Entonces volveré a hablar contigo.

- ¿Tienes pensado discutirlo con nuestros compañeros mientras tanto? ¿Buscar sus sabias opiniones sobre el tema de mis deficiencias como padre adoptivo?

Fola esperó unos instantes antes de responder.

- He puesto el dedo en la llaga; perdóname, nunca imaginé que la tuvieras, viejo amigo. De momento dejemos que esto quede entre nosotros dos. En cuanto a las deficiencias, no juzgaré este tema hasta que no haya hablado con Bridei.

La mañana resultó gratificante. Había cabalgado hasta el Rasguño del Águila con Donal, Talorgen y el segundo guardaespaldas de Aniel, que se llamaba Garth, y al regreso habían echado una carrera en la que Bridei y Llamarada se habían desenvuelto de un modo muy respetable. El ganador fue Talorgen, con su fornida yegua de patas fuertes. Luego Erip y Wid le habían dado una clase sobre el uso de los símbolos de clan, durante la cual habían entrado el consejero Aniel y el druida montaraz, que se habían acomodado para escuchar. Ninguno de los dos fue capaz de guardar silencio; hubo teorías y contradicciones en abundancia. Fue una de las mejores clases que había tenido nunca Bridei.

Después de eso se disculpó y subió hasta los robles para sentarse un rato a solas. Parecía lo más correcto, aunque Tuala no estuviera y no fuera a volver hasta después del solsticio. Si se sentaba tranquilamente en el lugar favorito de la pequeña, razonó Bridei, tal vez ella sentiría cercana su presencia aunque estuviera en la Cresta de los Robles, tan lejos Cañada abajo. La magia de los lugares era así. La Diosa Madre mantenía unida toda la tierra; su cuerpo era la tierra, sosteniendo y vinculando la vida que la habitaba. Si se quedaba allí sentado entre las raíces de roble, igual que si fuera la propia Tuala, y pensaba en la manera en que el árbol se extendía hacia abajo, hacia el centro de la tierra, quizá sus pensamientos podrían trasladarse de una parte de la Diosa Madre a otra, desde Pitnochie a un pequeño lugar seguro del bosque donde Tuala también estaba sentada pensando y soñando. «No pasa nada -le dijo-. Pronto volverás a casa.» Con los ojos cerrados, podía ver su carita preocupada, sus grandes y extraños ojos.

- Al parecer no dejo de encontrarme a jovencitos bajo los árboles -dijo una enérgica voz-. No sabría decir lo que significa. Bridei, ¿verdad? Anoche llegué demasiado tarde para saludarte.

El chico se puso en pie de un salto, se sacudió la tierra de la ropa y saludó con un educado gesto de la cabeza a la anciana que tenía ante él.

- Lo siento -dijo-. No te vi llegar. Sí, soy Bridei.

- Y yo soy Fola; te ahorraré el bochorno de tener que preguntármelo. Normalmente se me encuentra en Banmerren, donde dirijo un establecimiento en el que las jóvenes aprenden las costumbres de la diosa en todos sus aspectos. Tengo un mensaje para ti. -Sacó un trozo de cinta bastante gastado, que una vez había sido azul, y se lo puso en la mano.

- ¡Oh! -Lo reconoció al instante; había vuelto a atar esa trenza más veces de las que podía contar-. ¿Pasaste por la Cresta de los Robles de camino hacia aquí?

- Mis asuntos me llevaron a esa parte de la Cañada, sí.

- ¿Tuala está bien?

- Pues claro. ¿Por qué no iba a estarlo?

Eso tenía varias respuestas posibles: «Porque es pequeña, porque no quería marcharse, porque le tiene miedo a Broichan. Porque no puede dormir sin su historia.»

- Es un largo camino -dijo Bridei.

Fola sonrió.

- Te ha educado un hombre con un gran talento para no responder a las preguntas -comentó-. Tu hermana parecía encontrarse bien de salud. Por lo visto te echaba de menos, aunque ella no lo dijo con tantas palabras. Creo que se pondrá muy contenta al regresar a Pitnochie.

Bridei asintió con la cabeza y se metió la cinta en el bolsillo.

- En realidad no es mi hermana -dijo.

- ¿Ah, no?

- No exactamente. Ambos somos hijos adoptivos de Broichan.

Fola sonrió.

- Dudo mucho que Broichan lo vea de este modo -observó.

Bridei no dijo nada. Probablemente se tratara de otra prueba, una más difícil, pues con aquella anciana de nariz afilada y ojos brillantes no había modo de saber cuáles eran las respuestas adecuadas. Una cosa sí era segura, no iba a tolerar ni una sola crítica sobre su padre adoptivo, aun cuando Broichan hubiera hecho marchar a Tuala.

- Tal vez no -dijo con prudencia-. Pero lo somos de todos modos. Mi padre me mandó aquí para que me educaran. A Tuala la envió la mismísima Brillante.

- ¿Para que la educaran?

- Por alguna razón -contestó Bridei-. Y yo intento que aprenda. Ya sabe contar hasta cincuenta, conoce un poco el ritual y muchas historias. Pero no hay mucho tiempo para todo eso.

- Hablaré con Broichan -dijo Fola resueltamente-. Esta situación es ridícula. Debe compartir tus lecciones. Habrá muchas cosas que no comprenderá, pero se empapará de todo lo que pueda.

Su seguridad era admirable. El chico dudaba mucho que la mujer pudiera convencer al druida para que accediera, pero no se lo dijo.

- A Tuala le gustaría.

- Lo sé. Ahora dime una cosa, Bridei. Conozco la historia sobre cómo la encontraste. Sé que tú comprendes su origen, qué es y de dónde vino. No estoy segura de que entiendas lo difícil que puede ser para ella más adelante. Piensa en ello. Piensa en cómo serán las cosas cuando Tuala y tú seáis mayores. Considera el mundo en el que los dos tendréis que vivir. ¿Qué hará ella? ¿Cómo puede ser su vida?

Él no estaba seguro de lo que la mujer sabia quería decir.

- Aquí en Pitnochie todo el mundo la quiere. -Esa parte no era del todo cierta. No se podía asociar la palabra amor con el propio Broichan-. Aquí es feliz. Pertenece a este lugar.

- Tú no vivirás aquí para siempre, Bridei. Un día serás un hombre y seguirás tu propia vocación, harás tus propios viajes. Me da la impresión de que eres el centro del mundo de esa chiquilla. ¿Qué hará ella sin ti? La gente no se fía de los Seres Buenos. Tuala no siempre encontrará amabilidad en el más ancho mundo de los humanos.

- ¿A qué te refieres? -preguntó el chico, desconcertado-. ¿Me estás diciendo tú también que tendría que haberla dejado en la nieve? No voy a escucharlo… -De repente estaba enojado.

- Yo no te estoy diciendo nada -repuso Fola en voz baja-. Tómate mis preguntas como lo que son. En ellas no hay lecciones ni juicios. Lo único que quiero es una respuesta meditada.

Bridei se obligó a respirar siguiendo un ritmo determinado hasta que se le pasó el enfado. Se obligó a mirar a la mujer sabia directamente a los ojos, oscuros y penetrantes.

- Tuala es fuerte -dijo-. Seguirá el camino que ella elija. Su vida puede ser cualquier cosa que ella quiera que sea.

- ¿Y tú?

- ¿Yo? Yo la ayudaré y la protegeré, me aseguraré de que no esté sola. Como un hermano, pero sin serlo.

- Entiendo. ¿Y qué me dices de tu vida? ¿Y si tu camino te lleva lejos y no puedes cumplir con esta responsabilidad para con una hermana pequeña que no lo es?

Bridei frunció el ceño.

- Mi padre adoptivo todavía no me ha dicho lo que tiene pensado para mí. Podría ser que tuviera que irme un tiempo, claro, Talorgen dijo que podía quedarme en el Pozo del Cuervo, pero para entonces Tuala será mayor. Y cuando crezcamos podremos tener nuestra propia casa. Tendrá que estar cerca del bosque; ella necesita tener los árboles cerca.

- La mayor parte del tiempo uno tiende a olvidarse de lo joven que eres, Bridei -dijo Fola, en cuyos labios se dibujó una sonrisa irónica-. Broichan te ha educado para que hables y también para que escuches como un erudito. Sólo de vez en cuando veo al niño que hay debajo y reconozco que todavía eres eso: un niño. Dime, ¿qué es lo que quieres tú? ¿Cuál es el futuro que desearías para ti?

La única manera de responder a eso era diciendo la verdad.

- Volver a unir los reinos de los priteni -dijo sencillamente Bridei-. Volver a hacer que Circinn forme parte de Fortriu. Recuperar la práctica adecuada de la antigua fe, de modo que todos nosotros honremos a los antepasados como deberíamos. Para expulsar a los escotos y traer la paz. Eso es lo que quiero hacer.

- ¿Alguna otra cosa?

Tardó un momento en darse cuenta de que la mujer estaba bromeando. Notó que se sonrojaba.

- Supongo que parece un ideal demasiado elevado; ¿cómo podría aspirar a empezarlo siquiera? Es una tarea para un gran líder. Entiendo por qué te has reído de mí. Pero tú preguntaste y yo te di una respuesta sincera. Estas aspiraciones deberían estar en la cabeza y el corazón de todos los hombres y mujeres de Fortriu. Todos deberíamos esforzarnos por alcanzarlas.

Fola movió la cabeza en señal de asentimiento.

- No me estaba riendo de ti, hijo -repuso-. Aplaudo tu coraje y tus ideales, y ruego para que vivas para conseguirlos. Ahora tengo otra pregunta que hacerte.

Había resultado una conversación difícil. A Bridei le costaba imaginar lo que podría venir a continuación.

- Dime -dijo Fola-, ¿y si Broichan te mandara de vuelta a casa, a Gwynedd?

Bridei fue presa de un repentino horror. ¿Acaso la mujer sabia sabía algo que su padre adoptivo no le había contado?

- Al final no sabes qué decir, después de afrontar expertamente el resto de mi interrogatorio. Me pregunto por qué.

- ¿Te lo ha dicho él? -espetó Bridei a pesar de que no era ésa su intención-. ¿Va a enviarme de vuelta a Gwynedd?

Ella lo contempló, solemne como un búho.

- ¿No quieres ver a tu familia?

Contuvo la primera respuesta, «Mi familia está aquí, mi familia son Broichan, Donal y Tuala».

- Claro -le contestó educadamente.

- No te creo -replicó Fola-. Todas tus palabras están plagadas de cautela, excepto cuando en la conversación se menciona algo que te importa de verdad. Entonces tus facciones cambian, tus ojos se iluminan y dejas de hablar como un anciano prudente o un confuso druida y me muestras un atisbo de ti mismo. Lo que a ti te importa es Fortriu y la Cañada, la Brillante y, por supuesto, la pequeña que la diosa dejó a tu cuidado. Has olvidado Gwynedd. ¿Cuánto tiempo llevas en Pitnochie, siete, ocho años? Dudo que puedas acordarte siquiera del aspecto que tienen tus padres.

Bridei inclinó la cabeza.

- Debe de haber sido una vida solitaria -añadió ella en voz baja.

- Estuvo bien.

- Ya. Pero procuraste que no fuera igual para Tuala. ¿Verdad?

- Broichan es un buen padre adoptivo. El mejor.

- Y tú eres un hijo fiel. Hijo adoptivo. Muy bien, Bridei, te has desenvuelto de forma admirable; Broichan te ha entrenado de forma experta para esta clase de combate. A tu hermanita también se le da bastante bien, a pesar de no ser mucho mayor que un ratón de campo. Sabes que el ritual del solsticio es una especie de prueba, ¿verdad? -de pronto volvió hacia él su intensa mirada.

- Sí -contestó Bridei-. No estoy seguro de qué exactamente. Tendré que hacerlo lo mejor que pueda y espero que los dioses me muestren el camino.

- No tengo ni la más mínima duda de que es lo que harán -dijo la mujer sabia.

Tuala sabía algunas cosas sobre el solsticio. Bridei le había enseñado a observar el sol a medida que se iba aproximando el día del Solsticio de Verano, a comprobar su posición en un punto, por ejemplo, en un árbol o en una piedra, hasta la mañana en que su salida retrocedía para darle un arco más estrecho a su recorrido. Se velaba la salida del sol durante tres días seguidos y cada día tenía su práctica ritual particular. En casa, en Pitnochie, Broichan estaría llevando a cabo las solemnes ceremonias y Bridei lo estaría ayudando. Allí en la Cresta de los Robles apenas se observaba el momento de cambio del año. No lejos de la cabaña había un manantial hasta el que se dirigieron andando, una vez terminado el trabajo de la mañana, las dos mujeres mayores, la joven y la propia Tuala, mientras que el gatito, Bruma, seguía sus pasos por entre la maleza, tan pronto agazapándose como avanzando a todo correr, su rabo como un susurro de color gris entre las onduladas frondas de los helechos. El agua brotaba por entre las piedras y caía a una pequeña poza redonda sobre la cual los saúcos extendían unas ramas largas y delgadas. Cada una de las mujeres anudaba allí un retazo de tela de color -Tuala hubiera hecho lo mismo, pero había vuelto a perder su cinta y no tenía ninguna otra cosa que pudiera usar- y Brenna y la niña hicieron juntas un dibujo con piedras blancas junto al borde del agua. Dedicaron una sencilla oración a la diosa, y hasta eso hicieron con expresión avinagrada y mirada adusta la madre y la tía de Brenna. Tuala nunca había visto unas personas tan tristes, tan enojadas. Había muchas cosas por las que sonreír, incluso sintiéndote solo: la salida del sol, el dibujo que los helechos trazaban en torno a las rocas cubiertas de musgo, el magnífico olor a húmedo del pequeño claro, el susurro de la voz de la diosa…

- ¿Puedo quedarme aquí un poco más? -le preguntó a Brenna-. Sólo un poco. Desde aquí veo la casa; volveré directamente, lo prometo.

Las mujeres mayores ya se estaban encaminando de nuevo hacia la casa por el sendero. Brenna dudó.

- Lo prometo -volvió a decir Tuala, intentando parecer la niña más obediente del mundo.

- De acuerdo -asintió la muchacha. Su rostro se veía más alegre ahora que se acercaba el día en que Cinioch vendría a buscarlas para llevarlas a casa; ya no tenía los ojos enrojecidos y esbozó una lánguida sonrisa-. Has sido una buena chica, Tuala. Ten cuidado; no te mojes la ropa.

- Sí, Brenna.

En realidad, Tuala ya había estado allí varias veces, con la única compañía de Bruma. Desde la mañana en que había descubierto sin querer que, en realidad, lo de la hidromancia era increíblemente fácil y que apenas necesitaba practicar, la charca la había llamado con fuerza y había pasado tanto tiempo allí agachada contemplando sus aguas sombrías como lo había hecho en la cuna de las viejas raíces del roble. La primera vez estaba mirando en el agua por si veía algún pez y, antes de haber tenido oportunidad de comprobar si había alguno, había aparecido la imagen en la superficie, una imagen de árboles, cielo y senderos del bosque que no era un reflejo, pues lo que veía era la colina que se alzaba sobre Pitnochie, y allí, en medio de la pequeña charca, estaban Bridei y su poni Llamarada, cabalgando hacia el Rasguño del Águila. Lo único que tenía que hacer para que la imagen no se desvaneciera era permanecer quieta y respirar rítmicamente. No era en absoluto difícil.

Cuando empezó a visitar el lugar con más frecuencia y a mirar en la poza a horas diferentes en días distintos, Tuala vio algunas imágenes que la preocuparon. Había cosas que no podían ser «ahora», cosas que debían de ser de «hacía tiempo» o que «todavía estaban por venir». Era una lástima que Bridei no estuviera allí; tenía muchas preguntas para las que necesitaba respuestas. ¿Por qué había gente que era tan cruel con los demás? ¿Por qué se peleaban, discutían y se enfadaban cuando eso no resolvía nada? ¿Quiénes eran los guerreros pelirrojos que no dejaba de ver en el agua, con la mirada calmada y fría puesta en la muerte? ¿El joven que había allí, el que tenía unos rizos castaños y una luz en el rostro como una llama de valentía, era realmente una versión adulta del propio Bridei? Y de ser así, ¿por qué nunca se veía a ella misma? ¿Era normal que cuando practicaba la hidromancia sintiera una extraña comezón, como si por todo el pequeño claro donde el manantial brotaba de la tierra hubiera unos observadores silenciosos e invisibles?

Aquel día volvían a estar allí. Tuala podía notarlo: un círculo de miradas fijas en ella, un corro de seres centrados en ella. No podía ver nada aparte de un leve resplandor en la atmósfera, una ligera alteración en la forma en que estaban las cosas. Sus ojos le decían que allí no había nadie. Sin embargo, sabía que no estaba sola. Cuando se arrodilló junto a la charca, bajo el saúco cargado de pequeños retazos de lana, tiras de cuero, trocitos de cinta descoloridos, las ofrendas de los caminantes estación tras estación, pudo notar cómo se arrodillaban a su lado, frente a ella, detrás de ella, siguiendo cada uno de sus movimientos, respirando a su mismo ritmo, como si ellos y ella fueran un solo y mismo ser.

- ¿Quiénes sois? -susurró casi con enojo-. ¿Por qué no os dejáis ver?

Pero no hubo respuesta aparte de un débil sonido parecido al de la brisa entre las hojas, y luego el silencio.

En la imagen del agua era mediodía, mediodía en Pitnochie, pues se veía la casa de Broichan entre los robles engañosos y luego las aguas del lago de la Serpiente que destellaban bajo el sol, protegidas por unas colinas oscuras cubiertas de árboles. Vio a Fidich que subía renqueando por una cuesta bajo los pinos hacia una cima pelada donde se estaba reuniendo la gente. Tuala conocía aquel lugar. Lo llamaban la Colina del Árbol del Alba, pues en ella se alzaba un venerable y añoso roble solitario en cuya frondosa copa se reflejaba la luz del sol naciente. Allí, Broichan y Bridei habrían velado la última noche y las dos anteriores, señalando el lugar por donde el Guardián de las Llamas perforaba el horizonte.

Se estaba formando un círculo sobre las losas que había en la cima; los miembros de la casa de Pitnochie ya se habían congregado allí. Vio a Broichan, alto y solemne con sus vestiduras negras y con una daga ritual en las manos hecha de cuerno y plata. Llevaba puesta una corona de hojas de roble sobre su cabello trenzado. La expresión de su rostro hizo que Tuala se estremeciera.

Había personas a las que conocía y otras a las que no. Estaban Mara, Donal y Ferat, y la mayoría de los hombres de armas. Había otros guerreros a los que no había visto nunca y que tenían el rostro tatuado con símbolos de clan y recuentos de batallas. Había un druida de blancas vestiduras que llevaba un haz de ramas en la mano. También vio a esa anciana, a Fola; ella llevaba un cuenco de bronce lleno de agua que en aquellos momentos colocó en el cuadrante oeste del círculo.

Tuala se movió un poco y se inclinó para acercarse más a la superficie de la poza. Bruma se hallaba agazapado a su lado, con la cola erizada, las patas cuidadosamente metidas bajo el pecho de la niña y los ojos sesgados fijos en la quietud del agua. Quizá tuviera su propia visión felina.

Las imágenes se desarrollaron como un baile solemne: Broichan caminaba al tiempo que trazaba el espacio sagrado con la punta de su daga; en cada cuadrante su voz decía las palabras rituales de reconocimiento y saludo. El círculo se roció con agua y el humo de las ramas que ardían flotaba sobre él, una limpieza elemental. Entonces Tuala vio que la mujer sabia daba un paso al frente desde el norte, el lugar de la tierra. Fola ya no parecía menuda e inofensiva, sino fuerte y poderosa, la personificación de la Diosa Madre. Alzó los brazos y profirió un desafío: «¿Quién eres? ¿Por qué vienes aquí? ¡Cuéntanoslo!» Tuala no oía nada; ningún sonido rompía la calma del pequeño claro. Pero conocía las palabras; Bridei le había transmitido sus conocimientos de forma concienzuda.

Tres hombres avanzaron desde el círculo. Uno era el druida vestido de blanco, un anciano con unos ojos pálidos y penetrantes y una alborotada mata de cabello níveo en el que había enredadas semillas, ramitas y hojas. Entre sus dedos nudosos sostenía una pluma tan blanca como su ropa.

- La luz del sol ilumina la mente -dijo- y aclara el camino. Guardián de las Llamas, que nuestros ojos sólo vean la verdad.

El hombre que habló a continuación era un guerrero, alto, de porte erguido, sus rasgos estaban marcados con los tatuajes azules propios de su oficio. Tenía una mirada perspicaz y su presencia denotaba aplomo. Sostuvo ante él una flecha con las plumas ribeteadas de la gran águila.

- La luz del Solsticio de Verano es la luz de la valentía -el tono resonante de su voz hizo estremecer el aire frío de la cima de la colina-. Guardián de las Llamas, tú nos proporcionas la fuerza para ser hombres. Tu resplandeciente gloria inspira nuestros actos valerosos. Gracias a ti somos verdaderos hijos de Fortriu.

El tercer hombre llevaba un hueso; Tuala no reconoció a qué pertenecía, pero era pálido y largo, parecía de una pierna. El hombre tenía el cabello gris y llevaba unas vestiduras del mismo color; su tez era arrugada y tenía la frente llena de surcos, como si tuviera muchas preocupaciones. Habló con suave dignidad:

- Guardián de las Llamas, con tu calor has alimentado a los priteni desde tiempos inmemoriales, desde una estación anterior a cuando los abuelos de nuestros abuelos recorrieron la Cañada. En tu vida está la nuestra. En tu sabiduría está la nuestra. Rendimos homenaje a tu esplendor.

Después hubo un prolongado silencio. Tuala entendió que en esos momentos todos los hombres y mujeres que se hallaban allí presentes decían la palabra de inspiración secreta en lo profundo de su espíritu, y ella misma lo notó, sintió que su poder le recorría todo el cuerpo como un murmullo. Los observadores ocultos permanecían allí, un círculo de presencias invisibles por todo el manantial. Con el rabillo del ojo Tuala creyó ver manos pálidas, rostros ensombrecidos, atuendos hechos con hojas de sauce de un verde grisáceo y suaves plumas, alas plateadas y largos mechones de cabello de unos inverosímiles tonos de azul. Los ojos de aquellos seres eran un reflejo de los suyos: límpidos e incoloros, pálidos como el hielo. No iba a volver la cabeza para mirar; debía retener la imagen del agua. Porque en aquellos momentos veía a Bridei, que avanzaba desde la base del Árbol del Alba y sostenía una vela encendida frente a él. A Tuala le latió más fuerte el corazón. Se le veía tan serio, tan preocupado, como si pensara que los dioses se molestarían si daba un paso equivocado o cometía un error al pronunciar las palabras. Y tenía aspecto de estar cansado; tenía unas manchas oscuras bajo los ojos. Eso debía de ser por la vigilia de la pasada noche. Broichan siempre hacía permanecer despierto a su hijo adoptivo la víspera del día del Solsticio de Verano. Bridei se mordía el labio a causa del nerviosismo. ¡Qué tonto! ¡Pues claro que no se iba a equivocar! Por supuesto que los dioses no se enfadarían. Estaba en la mano de la Diosa Madre; el Guardián de las Llamas ardía en su interior. La Brillante lo había elegido. Era Bridei, el que siempre lo hacía todo bien.

El muchacho volvió a avanzar, entró en el círculo y empezó a recorrer un camino en espiral desde su extremo hacia el interior mientras la vela ardía constante e intensamente en sus manos. Llevaba la cabellera rizada, castaña como la corteza del roble, peinada pulcramente hacia atrás; en sus ojos se reflejaba el cielo azul del verano, cálido y brillante, y sus pasos eran perfectamente firmes. Llevaba un pequeño retazo de cinta descolorida atado a la muñeca. Tuala se encontró sonriendo; había ansiado tanto estar allí, tomar parte en aquello. Y ahora, en cierto modo, estaba allí; él la llevaba consigo. Esperó que Broichan no se enfadara por lo de la cinta.

Bridei siguió el acaracolado sendero hasta el punto central del círculo, donde entonces se hallaba su padre adoptivo con la mujer sabia a su lado. El chico alzó las manos y sostuvo la vela en alto.

- ¡Ésta es la llama de la esperanza y la promesa de justicia y paz por toda la tierra! -proclamó. No había ni un atisbo de nerviosismo en su tono. A juzgar por el sonido de su voz daba la impresión de que lo tuviera a su lado, cosa que hizo que Tuala se estremeciera, aunque sólo la oía con los oídos de la vidente, a quien le habla el silencio-. ¡Invoco el poder del Guardián de las Llamas y apelo a la fuerza de nuestra madre profunda, la tierra, y a la que trae las mareas, la Brillante! El sol ha triunfado; hoy alcanza su cenit. Su vida nos ha despertado y ha hecho fértil la tierra por la que caminamos. Ahora inicia su larga retirada. Ahora nos llenamos de su luz para iluminar nuestro viaje de hoy en adelante. Que cada uno de nosotros sea como una lámpara ardiendo; que cada uno de nosotros avance henchido con el resplandor de la verdad.

A continuación tenía que haber hablado Broichan, pero antes de que pudiera abrir la boca se oyó un batir de alas y un movimiento en el cielo y aparecieron dos águilas por el este. Formaban una pareja perfecta planeando con las corrientes de aire por encima de la Gran Cañada, tan pronto parecían flotar como batían sus fuertes alas en lentos y poderosos golpes que las llevaban hacia el lugar donde el chico permanecía erguido y orgulloso con la llama de la esperanza en sus manos jóvenes. Broichan no dijo ni una palabra; mientras los pájaros volaban en círculos sobre el peñasco con su danza de antigua simetría, su trama de pluma, hueso y aliento, Tuala vio con profundo asombro que al druida le corrían lágrimas por las mejillas. Tres veces pasaron los alados antes de posarse, los dos en el mismo instante, en las ramas más altas del Árbol del Alba. Plegaron sus grandes alas y se asentaron, como una vigilante presencia. El sol rozó el cabello rizado de Bridei y lo iluminó hasta que su color castaño alcanzó el rojo intenso de las hayas en otoño; los rayos del mediodía bañaban la cima de la colina con la calidez de una bendición.

Entonces, sin mediar palabra, Broichan tomó la vela de manos de su hijo adoptivo y con ella encendió una pequeña hoguera hecha con las ramas que el anciano druida había traído con él. Tuala sabía que en aquel haz irregular estarían representados todos los árboles del bosque: el roble y el fresno, el pino y el saúco, el acebo y el serbal; todos ellos daban un poco de sí mismos para fortalecer la magia encendida aquel día. La corona de roble que Broichan había llevado se fue pasando alrededor del círculo y por unos instantes coronó la cabeza de todos los presentes. Aquél era el momento para que cada uno de ellos, en silencio, renovara una promesa personal a los dioses.

Al final la corona volvió a manos del druida. Broichan la sostuvo en alto un momento y a continuación la arrojó a las llamas. Tuala tragó saliva; ya sabía que era eso lo que venía a continuación, pero aun así la impresionó, pues le parecía tan brutal como la muerte de los sueños.

Pero no lo era. Entonces todos se cogieron de las manos para recitar la antigua plegaria de paz. Las llamas se llevaban sus sueños hacia las alturas, por encima de la Gran Cañada, más arriba que el más alto de los árboles, más arriba que el vuelo de las águilas, más allá de las nubes, hasta los reinos de la Brillante y, de un fuego a otro, hasta el sol que da la vida y cuya supremacía se celebraba en aquella reunión.

Entonces se bendijeron y se compartieron el pan y la aguamiel; primero Fola y Broichan se ofrecieron los alimentos rituales el uno al otro y luego Bridei dividió la hogaza y sirvió del líquido ambarino a todos los presentes. Donal le dio unas palmaditas en el hombro, con lo que le hizo bambolear la jarra de la aguamiel. Erip y Wid sonreían como si hubieran ganado un premio. Al mirar detenidamente el agua de la reflectante charca, Tuala observó que en los rasgos impasibles de Broichan ya no había ni rastro de lágrimas. Quizá se lo había imaginado. Quizá aquello no «era», sino que «podía ser». La hidromancia era un asunto engañoso. De todos modos, vio el orgullo en la mirada del druida cuando éste observaba el avance de su hijo adoptivo en torno al círculo y creyó ver la misma mirada en muchos de los rostros allí presentes, incluido el de la mujer sabia.

- ¡Tuala!

Brenna la estaba llamando. La niña cerró el paso al sonido de su voz y se encorvó aún más sobre el agua. A su lado, Bruma estaba como petrificado, mirando intensamente. En torno a la poza, las presencias invisibles seguían percibiéndose en el mismo margen de visión.

Terminó la fiesta y el círculo se deshizo. La gente recogió sus pertenencias y emprendió la larga caminata colina abajo rumbo a casa. En lo alto del roble solitario, la pareja de águilas no se había movido desde que se había posado allí. Pero entonces, cuando Bridei cruzó el borde de la cima y tomó el sendero que descendía, las dos aves se alzaron en el aire una vez más y, volando de un lado a otro, cruzando y pasando con delicada precisión, le hicieron sombra al chico mientras caminaba. Los árboles crecían más espesos en aquella ladera, se amontonaban en los barrancos, alfombraban las cuestas, se abrían camino por el sendero y por sus márgenes con exuberantes brotes veraniegos de un follaje verde brillante y oscura pinocha, y bajo ellos crecían helechos, doradillas y acebos de hojas crespas y con espinas. No obstante, las águilas son unas aves con muy buena vista, príncipes entre cazadores. Mientras la imagen cambiaba una y otra vez ante ella, Tuala tuvo la impresión de que aquellas criaturas fabulosas formaban una escolta, una guardia para Bridei, proclamando su viaje como si fuera un viejo mago de una historia o un nuevo rey asumiendo el poder. Siguieron volando sobre él mientras el muchacho bajaba por entre los elevados bosques de abedules y penetraba en la intensa oscuridad de los pinos; hicieron notar su presencia bailando sobre él mientras avanzaba bajo los venerables robles y entre los encorvados saúcos que bordeaban el arroyo y el lago. Lo sobrevolaron en círculo una vez más por encima de la casa del druida cuando el chico salió del bosque junto al muro de piedra seca donde los guerreros de Broichan montaban guardia. Entonces, profiriendo un grito que provocó un cosquilleo en la espina dorsal de Tuala, las águilas se alejaron volando hacia el oeste y desaparecieron de la imagen del agua. Vio que Bridei se volvía hacia su padre adoptivo y le decía algo con una sonrisa, pero no pudo oír las palabras.

- ¡Tuala!

Era hora de irse. No quería disgustar a Brenna, que ya tenía bastantes preocupaciones. Se puso de pie y alargó la mano para recoger al gatito. Alrededor de la charca hubo murmullo y agitación, y un sonido parecido a un silbido, sólo que tal vez había palabras en él: «… nuestrosss… una de los nuestrosss…». Entonces, de repente, habían desaparecido.

Aquella noche, mientras yacía despierta en tanto que Brenna dormía profundamente junto a ella, Tuala susurró una historia. Bruma sabía escuchar; su pequeña y cálida presencia en la penumbra de la noche estival hacía que la soledad fuera más fácil de soportar.

- ¿Sabes que los priteni tienen dos reyes distintos, Bruma? Cada uno de ellos tiene un símbolo real diferente, grabado en las piedras de sus enormes y magníficas casas para que todo el mundo sepa quién es cada uno. Está Drust el Toro y Drust el Verraco -los dedos de Tuala acariciaron el suave pelaje del gato; acurrucado entre las finas mantas, el ronroneo de Bruma era tan fuerte que hacía vibrar todo el cuerpo de la niña-. Pero no voy a hablarte de ellos. Voy a hablarte de un rey distinto. Es una historia de ésas que «podrían ser», como las imágenes de la charca. Este rey se llamaba Bridei y su símbolo era el águila…

Era una buena historia, llena de aventuras, valentía y esperanza. Era una historia sobre el destino, y a la niña se le antojaba sumamente fiel al estilo de los cuentos más antiguos y queridos. Lo único que tenía de malo la historia era que, por mucho que Tuala lo intentara, no encontraba su sitio en ella.

Capítulo 6

La verdad es que eran afortunados. Tuala no se olvidaba de recordárselo, estación tras estación, año tras año, mientras observaba cómo Bridei se alejaba cabalgando para visitar de nuevo el Pozo del Cuervo o para pasar otra temporada de retiro en los nemetones con Uist, el druida montaraz, pues aquello también formaba parte de la educación que Broichan había determinado para su hijo adoptivo. Habían pasado más de seis años desde aquella vez en que la habían mandado a la Cresta de los Robles, la época en la que ahora pensaba como en el verano de las águilas. Había visto cómo Bridei pasaba de ser un niño serio de espalda erguida a convertirse en un joven alto y observador, y se había despedido de él tantas veces que hubiera perdido la cuenta de no ser por el talismán que guardaba escondido en su pequeña habitación de la casa del druida en Pitnochie. Era una cuerda doble hecha de unas hebras muy fuertes y sus dos partes estaban entrelazadas de una manera especial. Su historia, la suya y la de Bridei, se hallaba capturada en aquel objeto: había una pequeña desunión de los dos ramales por cada período de separación y un delicado nudo para todas las reuniones maravillosas. En su longitud contenía el patrón de sus vidas, los dos caminos que divergían y volvían a reunirse una vez más y que, a pesar de todas sus divisiones, seguían siendo esencialmente uno y el mismo. Aunque pequeño, era un objeto poderoso; Tuala procuró que nadie lo viera, ni siquiera el propio Bridei. Se había vuelto más cauta con los años, más vigilante aun cuando aumentaron sus privilegios dentro de la casa de Broichan, pues siempre notaba la desconfianza esencial del druida hacia ella. Él nunca había hablado de ello, no desde la primera vez que la había enviado fuera. No hacía falta que lo hiciera. Ella lo percibía en su expresión cerrada, en su tono frío, en la distancia que mantenía entre su persona y aquel regalo de la Brillante que en realidad él nunca había querido.

Sí, eran afortunados. Broichan podía haberla echado para siempre. Podía haberse llevado a Bridei a la corte y quedarse allí. Podía haberle negado el aprendizaje, aparte de lo poco que pudiera asimilar por sí misma. En cambio, milagrosamente, el día en que había vuelto de la Cresta de los Robles se había encontrado dicho camino abierto después de todo. Erip y Wid iban a dejar que asistiera a las lecciones de Bridei, iban a ponerle tareas adecuadas y a asegurarse de que las terminaba. Tuala se había aferrado a aquel inesperado obsequio con entusiasmo, sin preguntar los motivos del asombroso cambio de opinión de Broichan. Bastaba con que esa puerta ya no estuviera cerrada; se aplicó con la misma intensidad que ponía en cada nuevo descubrimiento.

A medida que iba pasando el tiempo, el equilibrio de su vida cambió. Brenna se casó y se fue a vivir a la cabaña de su nuevo esposo. Fidich y ella eran entonces los orgullosos padres de dos niños pequeños, y Brenna estaba ocupada con la granja y la familia. En cuanto a Erip y Wid, no se convirtieron simplemente en los profesores de Tuala en las disciplinas de historia y geografía, reyes y símbolos, tradiciones y leyendas, sino también en unos buenos amigos. Las clases continuaban, de un modo informal, aun cuando Bridei no estaba. Él se movía en un círculo cada vez mayor y estaba ausente desde el Auge al Solsticio del Verano, o desde el Umbral al Baile de la Doncella, la fiesta que anunciaba la llegada de nuevos corderos. La vida hubiese resultado muy triste de no haber sido por la paciencia y amabilidad de los dos ancianos y por las concesiones que hizo Broichan y que les permitían instalarse con su pequeña alumna frente a la chimenea del salón por las mañanas con sus pergaminos y plumas. Con la ausencia de Bridei, Tuala sabía que le faltaba una parte esencial de sí misma, una parte tan fundamental de su existencia como lo eran sus ojos, sus oídos o el corazón que latía en su pecho.

Aquel invierno iba a ser particularmente duro. Bridei iba a marcharse al Pozo del Cuervo para estar con Talorgen y su familia y Tuala sabía, porque lo había visto en el agua, que habría peleas, muertes y dolor. Su visión le había mostrado a Bridei con una expresión que nunca había tenido en su rostro, una mirada que significaba que había visto algo que esperaba no volver a ver nunca, pero que sabía que debía afrontar una y otra vez. Tuala había visto hombres destrozados y sangre en los brezos. Había percibido, con los oídos de la mente, un grito de dolor insoportable, un sonido que daba dentera y te hacía rogar a los dioses para que terminara, enseguida, antes de que uno se volviera loco. Pero no se lo contó a Bridei. Ella comprendía que no se podía confiar en que esas visiones fueran una imagen clara de lo que estaba por venir. Utilizarlas como base para planear tus acciones era correr un riesgo considerable. Bridei ya era un hombre: tenía dieciocho años. Indudablemente se vería enfrentado a batallas y a pérdidas, como les ocurría a todos los hombres, tanto si ella lo había podido conocer por sus visiones como si no. No podía hacer nada para contener el momento en que aquella terrible sombra penetrara en su mirada; sólo estar allí cuando él regresara a casa, escuchar y consolarlo, pues ella era la poseedora de sus miedos más recónditos y la guardiana de sus sueños.

Se despidieron en el Rasguño del Águila. Se había hecho más difícil encontrar un momento para estar juntos a solas ahora que Broichan permitía más visitas en Pitnochie, más idas y venidas. En aquellos momentos se alojaban en la casa Talorgen y su hijo Gartnait, un joven pecoso y desgarbado que enseguida se había hecho amigo íntimo de Bridei, aunque no de Tuala. Gartnait la consideraba una niña, y una niña muy rara, además. Se burlaba de ella por sus silencios, por su solemnidad, por la extraña palidez de su piel y sus grandes ojos de búho. Se lo decía sin mala intención, pero Tuala no sabía cómo reaccionar ante semejantes bromas. Le parecía que aquello no tenía ningún sentido. ¿Acaso servía para otra cosa que no fuera reafirmar lo que más la había incomodado en casa del druida: su diferencia? No quería que la excluyeran. Ella quería encajar. A Erip y Wid no parecía preocuparles lo que era, ni las cosas que hacía sin pensar, como mover a los pequeños reyes y sacerdotisas por el tablero de juego sin tocarlos, o hacer que la luz coloreada que entraba por la ventana redonda se convirtiera en un danzante despliegue de insectos diminutos y brillantes como piedras preciosas que se dispersaban en una lluvia de polvo centelleante. Erip carraspeaba, «¡Ejem, ejem!», Wid se acariciaba la barba blanca, movía la cabeza con expresión sabia y seguían con la siguiente parte de la lección, ya fuera sobre conocimientos herbarios, astronomía o reyes y reinas. En aquellos momentos recordaba los reyes y reinas, sentada con Bridei en las losas de la cima del Rasguño del Águila. Era otoño. Él se marchaba aquel mismo día y el año estaba avanzando hacia su época oscura.

- ¿Bridei?

- ¿Sí? -Estaba contemplando la Cañada hacia el oeste, quizá buscando las águilas, quizá intentando distinguir el camino que conducía al Pozo del Cuervo, hacia donde no tardaría en cabalgar.

- Si te hubieras quedado en Gwynedd, algún día podrías haber sido rey -dijo Tuala.

Él volvió bruscamente su atención hacia ella, con una penetrante mirada de sus brillantes ojos azules.

- No es tan sencillo -repuso.

- Tu padre es el rey de Gwynedd -observó Tuala-. Erip me explicó que allí escogen a sus reyes de un modo totalmente distinto. No los eligen de entre los hijos de las mujeres reales, tal como hacen los priteni, con candidatos que se presentan de cada una de las siete casas. En Gwynedd y Powys uno puede suceder a su padre en el trono. De manera que tú podrías haber sido rey, de haberte quedado allí. Podrías serlo ahora si te fueras a tu casa.

Bridei permaneció un rato en silencio.

- Pitnochie es mi casa -dijo al final-. Es nuestra casa, la tuya y la mía. Antes pensaba que era eso lo que Broichan planeaba: educarme y luego mandarme de vuelta a Gwynedd. Pero aunque así fuera, yo nunca sería rey. No recuerdo a mis hermanos, pero sé que tengo dos, mayores que yo. Ellos tendrían más derecho; han crecido al lado de mi padre. Además, Broichan no me ha mandado de vuelta.

- ¿Y qué es lo que te tiene reservado? -De hecho, Tuala ya sabía la respuesta; las señales le resultaban absolutamente claras y así había sido desde aquel lejano día en el que Bridei había portado la llama del Solsticio de Verano y las águilas habían acudido al lugar. Pero no estaba segura de que él lo supiera, ni siquiera entonces. La estrategia de Broichan era sutil, un enigma que abarcaba un período de muchos años. Tuala se vio obligada a admitir que el druida tenía razón en hacer las cosas de manera encubierta, que hacía bien en ocultar su plan general a cualquiera que pudiera querer desbaratarlo, incluso en retrasar el momento de revelar la verdad al joven en quien tenía depositadas sus esperanzas. Ajeno al peso de las expectativas que llevaba a cuestas, Bridei había recorrido el camino de su juventud con más ligereza y había aprendido con más libertad. Sin la carga que hubiera supuesto para él el hecho de conocer su futuro, había estado mejor protegido contra las maquinaciones de los que querían el poder y la posición para sí mismos, de los que tenían sus propias piezas en juego sobre el tablero.

- Me lo puedo imaginar -dijo Bridei-. Broichan no va a hablarme de mi madre. Pero descubrí que es pariente de lady Dreseida, la esposa de Talorgen. Y lady Dreseida es prima del rey Drust. Dependiendo de la naturaleza exacta del parentesco, eso podría abrir ciertas posibilidades; sería un alumno muy malo si no supiera reconocerlas después de las lecciones de genealogía de Erip y Wid. Pero soy joven y no se me ha puesto a prueba como adalid. Creo que lo más probable es que Broichan quiera que desempeñe un papel similar al que antes fue el suyo, que me convierta en asesor del rey. No como druida, por supuesto, sino más bien como hace Aniel, viajando, negociando, consiguiendo treguas y estableciendo los términos para los acuerdos. Un consejero del rey. Quizá también un guerrero; un hombre tiene que ser muchas cosas.

- Eres un poco joven para ser consejero del rey Drust -comentó Tuala con rotundidad. Bridei se sonrojó y ella lamentó sus palabras al instante, aunque éstas hubieran dicho la verdad.

- Habrá otros reyes después de él. Soy un hombre, Tuala, no un niño. Desempeñaré el papel que me corresponde.

Tuala se contuvo, aunque percibió un mensaje silencioso que le dolió: «Yo soy un hombre y tú todavía eres una cría. No puedes comprenderlo.» Eso no era justo; ella lo comprendía, y lo había comprendido desde que era una niña pequeña que ni siquiera podía mantener su cabello bien sujeto. Y a pesar de su complexión delgada y su corta estatura, ella también era ya una mujer. Iba a cumplir trece años en el Solsticio de Invierno. Ya había tenido la menstruación tres veces y había observado con asombro los demás cambios de su cuerpo, señales que significaban que las mareas de la Brillante fluían en su interior como en las profundidades del océano. Pero esto no podía contárselo a Bridei, claro está. Porque, aunque era el amigo que más quería en el mundo, era un chico, y había cosas que sencillamente no discutías con un chico.

- ¿Tuala?

- ¿Sí?

- Puede que esta vez estemos fuera todo el invierno. En primavera va a haber una campaña contra los escotos para recuperar el territorio de los Confines de Galany, donde se encuentra la Piedra del Mago. Puede que Talorgen nos deje cabalgar a Gartnait y a mí con sus guerreros. -A Bridei le brillaron los ojos; era como si ya lo viera, una visión de estandartes, de armas que relucían bajo la luz del sol, de atronadores cascos de caballos, de gloriosa victoria.

Tuala se estremeció.

- No pongas esa cara -le dijo Bridei-. Algún día tengo que entrar en combate. De no ser por Broichan ya lo hubiera hecho hace años.

- Te echaré de menos. Falta mucho para la primavera.

- Y yo a ti. Volveré a casa en cuanto pueda, te lo prometo. Tendré muchas cosas que contarte.

Tuala hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Eso era indudablemente cierto; Bridei podía hablar con ella como no lo hacía con nadie más, con libertad, desde el corazón, sin establecer barreras. Y, en efecto, tendría mucho que contar, noticias nacidas de las lágrimas y de la furia, del dolor y de la ira.

- ¿Qué pasa, Tuala? ¿Qué es lo que te preocupa? Ya sabes que volveré. Siempre regreso a Pitnochie. -Con el ceño fruncido por la inquietud, se acercó y le pasó el brazo por los hombros. Ella notó una sensación extraña; no era como antes, cuando podía apoyarse en él para que la tranquilizara, cuando ella podía ofrecer un pronto abrazo de consuelo a cambio. Era una sensación incómoda, distinta.

- Nada. -Se soltó y se puso de pie-. ¿Cuándo tienes que irte? Quiero enseñarte una cosa.

- Me queda un poco de tiempo. No mucho. ¿Qué es?

- Pues ven. Está un poco más allá, hacia el oeste. Necesito enseñártelo.

Pero cuando llegaron al lugar, el lugar especial y secreto que había descubierto un día que vagaba sola por el bosque, Bridei detuvo su caballo en sus márgenes pero no desmontó.

- Allí no -dijo con el rostro pálido de pronto-. No es un buen lugar para que vayas, Tuala. No es apropiado. Ahora tenemos que volver a casa.

Ella estaba desconcertada.

- ¿Que no es apropiado? ¿Qué quieres decir con eso? He estado aquí montones de veces. Tengo que venir. Allí es donde veo… -Se le fue apagando la voz cuando la asaltaron los recuerdos de traición, de sangre y muerte.

- ¿Donde ves qué? -Bridei se apeó de su montura. Siguiendo con las pautas habituales, Tuala montaba entonces el antiguo poni de Bridei, Llamarada, mientras que él tenía a Nieveardiente, un caballo firme y fornido, de cola y crin largas y de un gris muy pálido, como una sombra en las colinas invernales. La verdad es que Tuala era una muchacha tan menuda que casi podría haber seguido montando al pequeño y querido Perla, pero Perla había envejecido y parecía satisfecho pasándose los días soñando en los establos o en el prado, viendo el mundo pasar.

- Donde puedo verte a ti -susurró ella, sin mirarle a los ojos-. Así sé dónde estás y qué estás haciendo cuando estás fuera.

Bridei se quedó callado unos instantes. Al cabo de unos momentos, dijo:

- En ese lago hay unas visiones terribles, Tuala. Broichan lo llama el Espejo Oscuro. Sólo fui allí una vez y fue más que suficiente. Una niña de tu edad no debería estar sometida a semejantes influencias. Broichan no querría que fueras allí, y yo tampoco.

- ¿Cuántos años tenías cuando miraste en el Espejo Oscuro?

Él no contestó.

- De todos modos, no se trata solamente de eso. No es únicamente saber dónde estás y si estás a salvo. Hay… otras cosas.

- ¿Qué cosas? -Bridei estaba cada vez más preocupado; Tuala se dio cuenta por la manera en que aferraba la brida de Nieveardiente.

- No te lo puedo explicar aquí. Tenemos que ir hasta allí, al pequeño valle.

- El Valle de los Vencidos. -Le dijo el nombre en tono grave-. Hace mucho tiempo hubo allí una verdadera masacre. Ese lugar está lleno del recuerdo de la muerte.

- Y de la vida. Vamos, Bridei. -Sin esperar a ver si la seguía, se metió por el estrecho sendero entre la fronda de maleza que se pegaba al cuerpo. La niebla del valle se alzó para recibirla. Al cabo de unos momentos oyó los pasos de Bridei tras ella.

Cuando llegaron al borde del lago la niebla se disipó y reveló las formas arqueadas de las oscuras piedras-druida y las guirnaldas entretejidas de la enredadera de flores estrelladas que envolvía las orillas con su exuberancia. La luz era débil, de un tono verdoso, y engañaba a la vista en la extensión de agua que tenían ante ellos, pues tan pronto parecía oscura y honda como brillante y poco profunda, con peces diminutos que se movían rápidamente a poca distancia de la superficie.

Tuala se sentó con las piernas cruzadas en el borde del agua.

- No mires -dijo Bridei-. ¿Por qué no te limitas a tu cuenco de bronce? Puedes hacer este trabajo donde quieras, ¿por qué venir hasta aquí? Esto es… -se calló. Al cabo de un momento Tuala notó que se acomodaba a su lado, sin tocarla, pero lo bastante cerca como para que ella sintiera su calidez, la única cosa humana en el Valle de los Vencidos.

A Tuala siempre le había resultado fácil. Ahora comprendía que para los demás, para el propio Bridei, e incluso para Broichan, que estaba empapado del arte de la magia, el dominio de la videncia se ganaba y se aprendía con esfuerzo; que las habilidades no siempre podían utilizarse fácilmente ni las visiones ser evocadas en cualquier momento. Para ella era completamente distinto y había llegado a darse cuenta, de mala gana, de que aquello tenía que ver con sus orígenes, con lo que era: diferente; una de «ellos». Eso la hacía sentir incómoda, aunque el don en sí mismo era algo que apreciaba. Proporcionaba una ventana al mundo más allá de Pitnochie, más allá de la Gran Cañada, más allá del momento y el lugar presentes. Podía invocar una imagen en una gota de lluvia, en un barril de agua, en una jarra de aguamiel. Pero en ningún otro lugar encontraba la maravilla y el terror que se revelaban en el Espejo Oscuro. Bridei estaba en lo cierto; el valle y su lago oculto albergaban profundos recuerdos, una historia de dolorosa pérdida y de coraje inimaginables. Más que eso, el Espejo Oscuro mostraba lo que estaba por venir o lo que podría suceder. Proporcionaba advertencias, profecías y orientación. Y era un lugar de los Seres Buenos. Allí al fin podría ver a los de su propia especie cara a cara y preguntarles por qué la habían abandonado sin decir nada. Quizá había sido el deseo de la Brillante. Quizá se hubiera tratado simplemente de una mala acción. Si Bridei hubiera estado dormido aquella noche, ella hubiese muerto congelada. Cuanto mayor se hacía, más pensaba en todo aquello.

Aquel día el lago no mostró ninguna batalla. En vez de eso, vieron de nuevo el ritual del Solsticio de Verano, con los miembros de la casa reunidos en la Colina del Árbol del Alba y un niño de cabellos castaños caminando por el sendero en espiral hacia la luz. Pero era un tiempo futuro. El niño era pequeño, no tendría más de seis años. El hombre que presidía la ceremonia no era Broichan sino Bridei; no era un druida de ropajes oscuros, sino un hombre en la flor de su vida, de anchos hombros, alto y apuesto, con unos brillantes ojos azules y una larga trenza de cabello rizado del color de las castañas maduras. La mujer sabia que hablaba con la voz de la Diosa Madre no era Fola, con su nariz aguileña, sino una sacerdotisa más joven, delgada como una vara, de tez pálida, ojos claros y una melena oscura que le caía por la espalda de sus austeras vestiduras grises. Aquellas dos personas cruzaban la mirada una y otra vez; pero cuando terminó el ritual, se compartió la aguamiel y se dividió el pan, la mujer que estaba de pie junto a Bridei era otra, una chica cuya hermosa figura iba cubierta con el magnífico atuendo y la capa ribeteada de piel de una mujer de la nobleza, una joven que llevaba un pequeño aro de flores en su cabello rojizo y una sonrisa en su rostro que sólo era para el hombre bien parecido que inclinaba la cabeza con una amabilidad familiar para oír sus palabras. El niño que había portado la vela se encontraba entonces junto a ellos, una versión en miniatura de su padre. Podían verse algunos rostros familiares: Ferat, Mara, Fidich y Brenna con sus hijos. Donal no estaba, ni Erip, ni tampoco Wid. Tuala no vio a Broichan. Pero se vio a sí misma al terminar el ritual, sola bajo el Árbol del Alba, con el rostro ensombrecido y la mirada afligida. Se vio a sí misma dar la vuelta y volver a adentrarse en silencio bajo el cobijo de los abedules, dejando a la familia de Pitnochie con su feliz celebración.

Las lágrimas le corrían por las mejillas. No formaban parte de la visión, sino que eran del todo reales. Bridei permanecía sentado a su lado, con la mirada fija en el Espejo Oscuro. Tuala no fue capaz de volver a mirar. Cerró los ojos deseando que las imágenes se le fueran de la cabeza. Tuvo que recordarse que aquello no tenía por qué significar «será». Podría tratarse perfectamente de «podría ser», y nada más. Todo era posible. Cualquier sendero podía recorrerse si lo deseabas lo suficiente. Al fin y al cabo ella estaba allí, ¿no? Había crecido en la casa de un druida. Había recibido educación. La habían criado como si fuera una niña humana.

Debía desear con todas sus fuerzas que aquel futuro se alejara; debía pensar en «tendría que ser». Era difícil. Ellos estaban allí, estaba rodeada del rumor de sus ligeros movimientos, del susurro insidioso de sus voces extrañas… «… de los nuestrosss… Una de nosotros… Vuelve con nosotros…» En todos aquellos años nunca se habían dejado ver del todo. Quizá tuvieran motivos para no confiar en ella; quizá no confiaban en nadie. Pero siempre estaban allí, apiñados en torno al lago, listos para sisearle al oído, para rozarle el brazo, la mejilla, para murmurar su propia interpretación de sus visiones. «Vuelve -le instaban entonces sus voces suaves- vuelve con nosotros. Aquí puedes ser una reina…»

- No soy una de vosotros -dijo entre dientes-. Soy una chica normal y corriente y vivo entre los humanos. Soy de carne y hueso. No voy flotando por el bosque murmurando mentiras y jugando malas pasadas.

«Aaah…» Las voces suspiraron. «Él te jugó una mala pasada cuando te acogió. Te engañó para alejarte de tu familia y de tu hogar… Vuelve con nosotros… Te necesitamos… Te querremos…»

- ¿Cómo podría volver? ¡Si ni siquiera os veo! -respondió Tuala con un furioso susurro-. Y no me queréis, eso es otra mentira. Me abandonasteis en la nieve. Pues bien, ahora tengo mi propia vida. ¡No os necesito!

Las voces hicieron un coro de bisbiseos desde una docena de lugares a la vez. «Nos necesitas. Sí, nos necesitas. Por eso vienes a este lugar, una y otra vez, una y otra vez… Nos necesitas…»

Bridei se movió y estiró los brazos; las presencias del bosque desaparecieron de repente, como si en el transcurso de una sola respiración hubieran vuelto a replegarse en la tierra.

- Has llorado -dijo el chico, sorprendido-. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que has visto?

- Estoy bien -dijo Tuala, y se restregó las mejillas-. ¿Qué has visto tú?

La expresión de Bridei era adusta, la mirada seria.

- Para mí sólo hay una imagen en el Espejo Oscuro -contestó al tiempo que se ponía de pie-. No quería venir aquí hoy. Pero creo que es oportuno que se me haya mostrado esa imagen una vez más, puesto que en primavera voy a participar en la batalla contra los escotos. Utilizaré esta experiencia para fortalecer mi determinación. Tenemos que expulsar al enemigo de la Cañada para siempre, se lo debemos a esos valientes que perecieron aquí. Será un acto de venganza puro y definitivo. Me alegro de que me hayas traído a este lugar, Tuala. Pero lamento que tu visión te hiciera llorar. Me preocupa verte triste.

- Estoy bien -repitió ella, aunque no era cierto, y sabía que él lo sabía-. En ocasiones hay cosas tristes en el Espejo Oscuro, pero se nos muestran con un propósito.

- ¿Querías enseñarme algo más? -le preguntó. La amabilidad de su voz y la cortés inclinación de la cabeza hacia ella constituían un recordatorio tan nítido de su reciente visión que los sintió como un golpe.

- No -respondió. Su intención había sido explicarle lo de las inquietantes presencias que la seguían cada vez más, en algún punto entre la sustancia y la sombra. Había sentido la necesidad de expresar con palabras las ansias que tenía por averiguar cosas sobre su verdadera familia, los motivos por los que la habían dejado en el umbral de Broichan y qué podrían significar tales cosas respecto a su futuro. Había sentido la necesidad de contarle el miedo que le acarreaban semejantes indagaciones. ¿Y si descubría su verdadera identidad y se encontraba con que verdaderamente se hallaba fuera de los límites del reino de los humanos? ¿Y si el hecho de saberlo la separaba para siempre de la única persona en el mundo que le importaba? No obstante, ¿cómo podría seguir con su vida sin saberlo?

- ¿Estás segura?

- Sí, estoy segura. Se está haciendo tarde; me imagino que Donal estará preguntándose dónde te has metido. Debemos irnos.

- Tuala.

- ¿Qué?

- Si pasara algo malo me lo dirías, ¿verdad?

- No pasa nada malo.

- Me preocupo por ti -dijo Bridei-. No me gusta dejarte, sobre todo cuando estás así.

- ¿Así cómo?

- Triste. Preocupada. Como aquella vez que Broichan te mandó fuera cuando eras pequeña. -Alargó la mano y le limpió las lágrimas de las mejillas con sus dedos. Con su contacto, ligero como una mariposa, Tuala sintió algo en lo más profundo de su interior, algo maravilloso y alarmante a la vez, algo que no sabía que estaba allí. Cerró los ojos un momento. Tenía que ser fuerte con aquello, no importaba lo mucho que sufriera. Él no tenía más remedio que marcharse; bastaba con que pensara en ella cuando no estaba. Y todavía llevaba una cinta anudada alrededor de la muñeca. Siempre que abandonaba Pitnochie llevaba aquel recuerdo con él.

- Me apena que tengas que volver a marcharte, eso es todo -dijo ella-. Si no estás, tendré que responder a todas las preguntas de Wid y Erip en lugar de sólo a la mitad.

Extendiéndose a lo largo de aquella profunda grieta en la tierra que era la Gran Cañada había cuatro largos lagos, cada uno de ellos unido al siguiente por una estrecha vía fluvial. Era posible hacer todo el camino en bote, desde la costa septentrional, cerca de la fortaleza del rey en Caer Pridne, hasta las islas del oeste, recorriendo los lagos a remo o a vela y transportando las embarcaciones por las orillas de los canales que había entre ellos, puesto que allí la corriente era muy rápida y estaban llenos de rocas. Cada uno de los lagos tenía su nombre particular y su propio carácter único. El lago de la Serpiente se extendía desde el estuario del norte y pasaba junto a la residencia de Broichan bajo los robles. Era profundo y oscuro, y en sus aguas moraban las sombras de antiguas presencias. Los hombres que pescaban allí llevaban amuletos de hierro colgados al cuello y se cuidaban mucho de estar de nuevo en la costa antes del anochecer.

Al sur del lago de la Serpiente se hallaba el más pequeño en la cadena, el lago de la Doncella, que señalaba el inicio de la ascensión hacia Cinco Hermanas. Era una subida empinada pero hermosa. Las cañadas envueltas por la neblina y las corrientes de agua ocultas, las cuestas cubiertas de árboles y los altos peñascos desnudos constituían una magnífica vista para los viajeros. Había lobos; la gente no viajaba hasta allí sola a menos que no les importara nada su propia vida. Algunos podían pasar; a algunos los tocaba la mano de la Brillante o hacían su camino como guerreros elegidos del Guardián de las Llamas, y eso las bestias salvajes lo respetaban, lo notaban en su sangre. También podía suceder que algún ciervo se ofreciera a semejantes viajeros como sustento, o que una manada de lobos aullara un saludo a altas horas de la noche mientras el caminante estaba sentado junto a una pequeña hoguera en medio de la inmensidad de las oscuras montañas. Aquel camino conducía al océano del oeste y a las islas que yacían allí reposando como criaturas marinas, envueltas en una manta de agua brillante en verano, azotadas por vientos y mareas en la estación oscura.

El otro camino, el que iba hacia el sudoeste pasando por el lago de la Doncella, conducía a la amplia extensión del lago del Mago. Éste era un lugar inquietante. En las colinas podía oírse un son de tambores y quizá el eco de un distante estruendo de cuernos, como un fantasmal recordatorio de lo que antaño ocurrió. Esas costas solitarias fueron, sin duda, escenario de una antigua batalla, una lejana victoria o derrota cuyos sonidos de dolor y desafío se habían convertido en parte de la profunda memoria del lago del Mago. Sus aguas habían visto transcurrir las vidas de muchos hombres; las piedras y los árboles eran testigos silenciosos de todo lo ocurrido en ese lugar.

En las pendientes orientales que se alzaban por encima del lago de la Doncella se hallaba el Pozo del Cuervo, hogar del jefe Talorgen, de su esposa Dreseida y de sus cuatro hijos, tres chicos y una chica. La casa albergaba a un considerable número de personas. Talorgen poseía sus propias huestes privadas equipadas con armeros, herreros, personal para atender a los caballos y para dar de comer a un pequeño ejército. Tenía arrendatarios cuyas tierras proporcionaban los víveres que necesitaba, el ganado, el cuero y la madera, y a quienes él, a cambio, ofrecía protección y una profesión para sus hijos más jóvenes como combatientes o aprendices de artesano. Talorgen era sumamente respetado. Su esposa también. Al ser prima del rey Drust por parte de madre, Dreseida podía afirmar, con toda la razón, que por sus venas corría la sangre real de los priteni.

Gracias a su situación descollante en la falda del Reposo del Grajo, desde el Pozo del Cuervo se dominaba todo el lago de la Doncella hasta un valle oculto que había al otro lado. Al sudoeste, más allá de la misteriosa extensión del lago del Mago se encontraba el lago del Rey, grande y amplio, que se abría por fin al mar del oeste. Unas aguas y una costa peligrosas: allí estaban las fortalezas de los escotos. Los intrusos se habían hecho con un espacio a lo largo de toda la costa occidental de Fortriu, desde aquel punto en dirección sur hasta las antiguas fronteras y subiendo al norte hacia el agreste territorio de los caitt, y a pesar de lo mucho que se esforzaron los priteni, Drust el Toro y otros reyes antes que él, no habían podido desprenderse de aquel parásito. En el sur habían hecho algo más que afianzarse en una zona. El sedicioso rey de Dalriada había construido una fortaleza en un lugar llamado Dunadd y había establecido poblados en las cercanías, así como comunidades en las propias islas. Los escotos se habían instalado como si estuvieran en su casa.

La posición del Pozo del Cuervo era perfecta para realizar incursiones secretas en el territorio de Dalriada. También ponía a Talorgen en una situación de alto riesgo de ser espiado, y sus hombres se convertían en blancos para un ataque cada vez que se aventuraban a salir en sus misiones encubiertas. Bridei reconocía que en el Pozo del Cuervo existían peligros de un tipo muy distinto a los que había en Pitnochie. Aquél era el punto desde donde los priteni podían lanzar un ataque y ocasionar verdadero daño. Si las cosas salían tal como esperaban Talorgen y sus compañeros jefes de clan, en verano se recuperaría la Piedra del Mago para Fortriu. Entonces el Guardián de las Llamas cantaría, y la Brillante bailaría de alegría en el cielo por encima de la Cañada. Una victoria como aquélla supondría una gran esperanza.

Ahora que Bridei y Gartnait eran unos jóvenes de dieciocho años, tomaban parte en las patrullas por los límites del Pozo del Cuervo. Por regla general, Donal iba con ellos, o uno de los hombres de élite de Talorgen. Era razonable ir en grupos de tres, de este modo podían moverse encubiertamente por el bosque manteniendo el contacto con señales sutiles como el ululato de un búho o el movimiento de una ardilla entre los matojos. Si ocurría lo peor y herían a uno de ellos, uno podía quedarse con el malherido mientras el otro iba en busca de refuerzos.

Era un día de otoño frío y despejado y el aire gélido te hacía daño en los pulmones. Unas nubecillas aparecían delante de las bocas de Bridei y Gartnait mientras avanzaban en silencio por la linde superior del pinar, aguzando la vista y el oído, atentos a cualquier peligro. Aquel día sólo estaban ellos dos, pues los mayores estaban reunidos en consejo con un jefe de clan recién llegado al Pozo del Cuervo, un hombre cuyo apoyo le hacía falta a Talorgen para ganar. Se requirió la presencia de Donal, así como la del otro hombre que normalmente compartía con ellos sus turnos de guardia. La verdad es que Gartnait y Bridei preferían patrullar juntos sin una tercera persona. Habían trabado amistad rápidamente y también existía una intensa rivalidad entre ellos desde el primer verano que el desgarbado y pecoso Gartnait había pasado en la ordenada casa de Pitnochie. No resultaba fácil decir cuál de los dos se había sentido más incómodo, si Gartnait en medio de aquel mundo de erudición, rituales y magia, o Bridei, el verano siguiente, soportando el ruido, las bromas y las furiosas disputas familiares del Pozo del Cuervo, donde había dos hermanos menores y una hermana con quien competir además de con el propio Gartnait. Dreseida, su madre, era la más difícil de todos con sus duras miradas críticas y sus descargas de preguntas inesperadas. El primer verano que pasó allí Bridei había echado de menos Pitnochie por la seria disciplina de Broichan, por el tranquilo orden de la casa, por el agudo ingenio y humor irreverente de los dos ancianos. A quien más había echado en falta era a Tuala, pues si no estaba allí a su lado, pequeña y circunspecta, con sus vigilantes ojos de búho, él no podía hablar de sus pensamientos más profundos y tenía que dejar que se fueran acumulando en su interior. Aquel verano sus sueños lo habían preocupado.

Ahora ya estaba totalmente acostumbrado al Pozo del Cuervo. Aprendió a reírse de las bromas, aunque nunca llegó a dominar la habilidad para hacerlas. Era consciente de que, de no haber tenido a Gartnait como contrincante mientras ambos crecían de muchachos a hombres, no habría podido adquirir suficiente destreza en el arte de la batalla como para que lo tuvieran en cuenta para la empresa de la primavera siguiente. Entonces los hermanos pequeños de Gartnait los respetaban a los dos. Ferada era otra cosa. Bridei tenía la sensación de que la hermana de Gartnait no confiaba en él más de lo que lo hacía su madre. Las mujeres de la casa de Talorgen eran difíciles de interpretar, tan pronto sonreían y se mostraban corteses como se ofendían súbitamente, planteaban preguntas que él no podía responder o se sumían en un frío silencio. No era de extrañar, pensaba Bridei mientras avanzaba con sigilo junto a los restos de un viejo muro de piedra, agachándose para mantenerse a cubierto, que nunca se le ocurriera nada adecuado para decirles, pues no tenía ninguna práctica. Las únicas mujeres que había en Pitnochie eran Mara, que era más bien un gran perro guardián que otra cosa, y la tímida Brenna. Tuala no contaba; era una niña. Si algún día llegaba a pasar una temporada en Caer Pridne cuando el rey estuviera en palacio, quizá conociera a algunas damas de la corte y aprendiera la manera correcta de comportarse entre ellas. La perspectiva no le resultaba atractiva ni mucho menos.

Un leve silbido: Gartnait iba más adelantado y señalaba peligro. Bridei se quedó inmóvil. Durante unos momentos no se oyó nada más que el viento entre los pinos, el distante reclamo de un pájaro. No veía a su amigo, pero sabía que se hallaba a unos centenares de pasos de distancia bajo la primera hilera de árboles, tan quieto como él. Bridei notó que se le aceleraba el corazón y deseó con todas sus fuerzas que se calmara mientras se quitaba el arco del hombro y colocaba una flecha en la cuerda; cada movimiento, un paso de un ritual, cuidadoso y equilibrado. Bajo aquellos pinos los senderos se volvían oscuros y sombríos enseguida, pues entre los sólidos troncos de los más antiguos habitantes del bosque sus descendientes se erigían en altas y delgadas formas hacia el cielo, buscando su parte de luz. Bajo ellos había muchos sitios en los que ocultarse, afloramientos rocosos, árboles caídos cubiertos de invasora vegetación, plantas más pequeñas acurrucadas en abrigadas grietas o un barranco estrecho que aparecía de repente. Seguir el rastro de un hombre a través de los más elevados confines de aquel bosque suponía toda una prueba; las fuerzas de Talorgen, entre las que se contaba Bridei, se habían entrenado día y noche en terrenos como aquél.

Claro que era posible que lo que Gartnait había divisado fuera un ciervo o un jabalí. En esos días que precedían a la guerra los hombres eran demasiado propensos a sobresaltarse ante unas sombras, a ver un bastón alzado en una cornamenta o una hoja afilada en un colmillo.

Volvió a oírse el silbido, una sola nota, breve y apremiante. Con él tuvo lugar un rápido movimiento colina abajo entre los helechos y se distinguió un color que no formaba parte de los marrones, grises y verdes propios del bosque: la pálida imagen del rostro de un hombre, que desapareció cuando el tipo se agachó tras algún resguardo natural, un arbusto, un árbol caído, un montón de piedras. Había sido rápido. Al cabo de un momento Bridei vio que Gartnait pasaba por su izquierda como una exhalación y desaparecía tras un grupo de pinos más denso.

Habían hablado de eso con bastante frecuencia, lo habían ensayado, o algo parecido, con los hombres mayores y más experimentados, en concreto con Donal. Aquel día estaban los dos solos, y ninguno de los dos poseía verdadera experiencia en combate. Bridei avanzó hacia la derecha, situándose en el flanco opuesto al de Gartnait. Entre los dos harían salir al intruso. Mientras avanzaba poco a poco con el arco en la mano, moviéndose silenciosamente sobre el suelo del bosque cubierto de pinocha, pensó que bien podía ser que aquel individuo los estuviera conduciendo hacia una trampa, claro. Podía haber un grupo esperando para tenderles una emboscada. Debía tener cautela, mantener abierta una ruta de escape y asegurarse de no anunciar su presencia hasta que viera qué se traía entre manos el enemigo. El objetivo era capturar, no matar. Los espías tenían información; debían atrapar vivo a aquél.

Tras varios años de entrenarse juntos, Bridei y Gartnait se habían acostumbrado a reconocer que cada uno superaba al otro en ciertas disciplinas. Gartnait nunca llegaría a alcanzar la habilidad de Bridei con el arco, y Bridei nunca igualaría a su amigo de largas piernas a la hora de correr; tampoco poseía su talento natural para todas las actividades relacionadas con el agua. Para disgusto de Dreseida, a la gente se le había oído comentar que el hijo mayor de Talorgen tenía algún antepasado de la tribu de los seal. Gartnait carecía de la afinidad de Bridei con los animales, de su habilidad para sacar lo mejor del caballo que montaba, del don de embelesar al perro o gato de la casa. Y en el Pozo del Cuervo no había nadie que pudiera caminar por el bosque de un modo tan silencioso como lo hacía él, un talento que, según se oyó comentar a Dreseida con la sequedad que la caracterizaba, sólo podía adquirirse mediante una educación druídica. Era cierto. Las primeras lecciones de Broichan estaban grabadas en lo más profundo de su memoria de estudiante: «Desplázate siempre por el bosque como si formaras parte de él, Bridei, no como un intruso.»

Sus pies no hacían ni un solo ruido, o al menos ninguno que pudiera percibir una persona. Él iba como va una criatura del bosque, precavido pero seguro, y notaba cualquier protuberancia, cualquier hueco, cualquier raíz, hoja o piedra como si sus pies fueran una extensión de lo que tenían debajo. Sus oídos estaban afinados para percibir el más mínimo sonido, sus ojos abiertos para distinguir el más leve indicio que pudiera delatar una presencia foránea, una sensación de algo que no perteneciera a aquel lugar.

Sabía dónde estaba Gartnait; el débil crujido de una bota cautelosa sobre la alfombra de pinocha y el susurro de la respiración revelaban la posición de su amigo. Además, estaban siguiendo una estrategia y ambos sabían qué debían hacer del mismo modo que se sabían las viejas rimas de su niñez, casi por instinto, en algún lugar de su corazón latiente, de su sangre palpitante. Siguieron avanzando con sigilo ladera abajo, uno a cada lado, hasta que estuvieron cerca del lugar donde el enemigo se había echado al suelo.

No les hubiera venido nada mal contar con una tercera persona. En su defecto, estaba claro que debían esperar, pues en aquellos momentos Bridei podía ver que su presa estaba escondida en un hueco entre unas rocas donde un árbol caído, cuyas ramas astilladas se hallaban todavía densamente pobladas de hojas puntiagudas y punzantes, proporcionaba un escondrijo y una barrera naturales. Intentar un ataque contra una posición tan hábil y segura sería una estupidez, tal vez un suicidio. Apostado en un lugar como aquél, hasta un solo hombre podría mantener una defensa efectiva durante algún tiempo, y causar algún daño mientras estaba en ello. Dos o más podrían durar tanto como se lo permitieran sus armas. Si tenían una reserva de flechas o cuchillos arrojadizos tal vez consiguieran eliminar a los dos atacantes. Había elegido un buen lugar para replegarse. Pero no lo bastante bueno; el enemigo se hallaba, en efecto, atrapado en un espacio con una única salida, y si Bridei y Gartnait podían mantener la vigilancia el tiempo suficiente, al final su adversario se dejaría ver. Entonces lo prenderían. A él o a ellos. Bridei esperaba que no fueran más de dos. El éxito de aquella empresa era vital. No se trataba solamente de la captura de un espía, de un golpe contra los condenados escotos. Si les salía bien, tendrían una oportunidad de ser aceptados como hombres entre los hombres, como guerreros que merecían ser incluidos en la élite de Talorgen.

Gartnait estaba a la vista y le indicó por señas que pensaba lo mismo que él. Se apostaron uno en cada lado y ligeramente por encima del hueco, en guardia y con las armas preparadas. Desde allí adentro no les verían. En aquellos momentos los únicos sonidos que se oían en el bosque eran el borboteo de un riachuelo, el suspiro de la brisa entre los árboles y los crujidos de las criaturas por entre la maleza.

A Bridei le resultaba muy fácil permanecer inmóvil y en silencio, pues estaba acostumbrado a las disciplinas de la educación que había recibido. Era más difícil para Gartnait. A medida que transcurría su espera sin que el hombre u hombres ocultos hicieran movimiento ni sonido algunos, Bridei veía que su amigo pasaba el peso de su cuerpo de una a otra pierna, cambiaba la manera de asir el cuchillo, contenía un bostezo. De todos modos, los dos jóvenes guardaron silencio. Cuanto más tiempo pasara, más posibilidades había de que otros entraran en escena antes de que tuviera lugar una confrontación. La aparición de alguno de los hombres de armas cambiaría todo el planteamiento. Habría menos probabilidades de resultar herido o muerto. Por otro lado, perderían la oportunidad de hacerlo solos y demostrar al fin su valía. Sus propios pensamientos le perturbaban, pues sabía que no era digno de llamarse guerrero avezado quien consideraba más importantes las ambiciones personales que la estrategia global. «Que no vengan hasta que hayamos terminado el trabajo.»

Fue el enemigo quien rompió el silencio: se oyó una palabra dicha en un susurro, poco clara pero con un dejo áspero que hizo que Bridei se quedara sin aliento. Aquel tipo hablaba la lengua de Dalriada; se trataba, en efecto, del principal enemigo de su pueblo, y ahora parecía que se había puesto en movimiento.

Gartnait, con el cuchillo preparado, miró hacia él con las cejas arqueadas. «¿Atacamos? ¿Ahora?» Bridei dijo que no con la cabeza: «Todavía no.» Entonces añadió una serie de signos con las manos que esperaba que Gartnait entendería. Los dedos de un lado a otro de la garganta y luego mostrando negación: «Nada de matar.» Señalando a Gartnait, a sí mismo, indicó dónde saltarían sobre su presa. Las muñecas juntas, como si estuvieran atadas: «Los agarramos y los atamos.» No había tiempo para más, pero Gartnait, cuyas pecas resaltaban sobre una repentina palidez, dio a entender con un pequeño movimiento de la cabeza que lo había comprendido.

Debían de estar demasiado cerca para utilizar el arco. Sería un combate cuerpo a cuerpo con cuchillos. A Bridei se le secó la boca y le costó más controlar la respiración. ¿Y si el enemigo no se dejaba reducir fácilmente? Tenían que evitar que la lucha se alargara, pues debían minimizar el daño causado al enemigo para que pudiera darles la información que poseía: con suerte las posiciones de Gabhran, su armamento, sus efectivos, sus planes. Un espía era como un tesoro, y un tesoro había que manejarlo con cuidado, incluso un hombre muy joven que nunca hubiera luchado con un enemigo de verdad. El corazón de Bridei bombeaba con fuerza, la sangre fluía a raudales. Tenía los nervios a flor de piel. Utilizó las técnicas que Broichan le había enseñado, aminorando el ritmo de su respiración, calmando sus pensamientos. Cuando llegara el momento tenía que tener controlados todos estos aspectos, o lo único que llevarían a su vuelta a Talorgen, a Donal y al resto de los influyentes miembros de su casa sería un relato de una oportunidad desperdiciada. ¿Quién los querría entonces como acompañantes en una expedición importante cuando serían un lastre más que una ayuda?

Se oyó una leve tos en el escondite, un sonido casi tan sutil como el de sus propias señales; al cabo de un instante dos hombres salieron al descubierto, se pusieron de pie y echaron a correr por aquel difícil terreno, muy rápido, demasiado rápido. Gartnait salió en su persecución. Bridei se metió el cuchillo en la funda, agarró el arco, colocó una flecha en la cuerda y la soltó en lo que pareció el transcurso de una respiración. Siempre había destacado en aquello. Su primer disparo alcanzó a uno de los individuos en el hombro e hizo que se tambaleara antes de alejarse zigzagueando bajo los pinos; su segundo disparo alcanzó al otro en el muslo. Entonces Bridei echó a correr. Gartnait había derribado a un adversario y forcejeaba con él entre la maleza. Soltaba maldiciones mientras intentaba desarmar a ese hombre y su oponente parecía devolverle los insultos en su propio idioma. Bridei se detuvo. Su presa, el hombre herido en el hombro, había desaparecido como por arte de magia. Con una herida como aquélla no podía correr tanto como para dejar atrás a su perseguidor. Bridei había apuntado con precisión; el disparo debía de haber dejado débil y dolorido a aquel hombre, pero todavía podía ser capaz de utilizar un cuchillo, y sólo se tarda un momento en salir al descubierto y degollar a tu enemigo. Bridei aguantó la respiración, esforzándose por oír algún sonido más allá de los feroces juramentos del prisionero de Gartnait y de los sibilantes apelativos de éste, que estaba claro que en aquellos momentos intentaba atarle los brazos al individuo. Ahuyentó todas esas cosas valiéndose de uno de los trucos de Broichan, aguzó el sentido para percibir el más mínimo hilo de respiración, un aliento áspero, un silbido de agonía; utilizó el olfato como lo haría una criatura cazadora, para localizar el olor del miedo. Y allí estaba el enemigo, no muy lejos bajo los helechos, agachado, esperando. Esperando a que Bridei se acercara un poco más, esperando para caer sobre él…

Un paso adelante, decisivo y audaz. El arco preparado, la flecha perfectamente alineada.

- ¡Levántate! -aulló Bridei-. ¡Las dos manos en la cabeza! ¡Sal donde pueda verte o te atravesaré el corazón con esto!

Silencio. Ni un solo movimiento.

- No dudes de mi puntería -Bridei se esforzó por adoptar un tono autoritario y creyó que tendría éxito-. ¿Quieres probarla? -Y como no hubo respuesta soltó su saeta, rezando para que hubiera calculado bien el disparo; a juzgar por el sonido de aquella respiración, probablemente hubiera menos de dos palmos de margen.

Oyó que la flecha se insertaba en la madera y sintió que lo invadía una oleada de alivio al ver que no había matado al hombre por un cálculo erróneo. Al cabo de un momento el enemigo se levantó, con una mano en la cabeza y el otro brazo flojo e inútil a un lado. El color rojo se filtraba por la túnica a la altura del hombro y descendía por las mangas. Tenía un rostro ceniciento y la mandíbula rígida, puesto que apretaba los dientes de dolor. Su mirada era fría y escrutadora.

- ¡Ven aquí! -le ordenó Bridei con una sacudida de la cabeza, pues no era muy probable que su prisionero entendiera la lengua de los priteni. El escoto obedeció y avanzó hasta situarse a tres pasos de distancia de él, bajo la sombra de los pinos. Miró directamente a los ojos de su captor y acto seguido le escupió a la cara con calculada precisión.

Bridei cogió aire lentamente. No levantó la mano para limpiarse el escupitajo de la mejilla.

- Date la vuelta -le pidió.

El otro enarcó las cejas como para indicar que no lo entendía. Su expresión se había vuelto insulsa y calmada; de hecho, la impresión que daba en aquellos momentos era de que consideraba todo aquello un tanto ridículo. Bridei calculó que era joven, quizá no mucho mayor que él, aunque sus ojos tenían una mirada vieja.

- ¡Vuélvete! -ordenó Bridei con brusquedad al tiempo que hacía un gesto con el cuchillo y cogía la cuerda que llevaba en su pequeño macuto.

El enemigo se volvió de espaldas. Al cabo de un momento, cuando Bridei iba a atarle las muñecas con la cuerda, el hombre movió el pie, le propinó una patada atroz en la espinilla a Bridei y echó su brazo bueno hacia atrás para darle un fuerte golpe en las costillas a su captor. Aquello pilló desprevenido a Bridei que, sin aliento, hizo lo único que podía hacer: arremetió contra el otro, lo agarró del brazo herido y dejó que su propio peso abatiera a su oponente hasta que, tras una dolorosa pelea en la que se retorcieron por el suelo, lo inmovilizó boca arriba, el pecho agitándose con su resuello y el cuchillo de Bridei sujeto con firmeza contra su cuello.

- Inténtalo de nuevo y te romperé el otro brazo -le dijo Bridei con un jadeo-. ¡Gartnait! -A pesar de la desventaja que le suponía su herida, el escoto estaba dispuesto a probar otra artimaña, y otra; lucharía hasta el final. Bridei lo veía en sus ojos, que no albergaban ni el más mínimo asomo de temor.

- Átale las manos, ¿quieres? -le dijo entre dientes a su amigo cuando éste se acercó al trote; por lo visto su oponente ya estaba atado y sometido, pues ya no se oían gritos.

Gartnait se afanó con la cuerda. El prisionero se retorció, intentando con todas sus fuerzas zafarse de Bridei.

- ¡Ya basta, escoria! -Gartnait le propinó un fuerte golpe en el oído y tiró de la cuerda con tanta fuerza que ésta se le clavó brutalmente en las muñecas atadas. Bridei hizo una mueca al imaginarse la oleada de dolor que le subiría por el brazo bacía el hombro dañado. El rostro de aquel hombre ni siquiera tembló.

- ¿El otro tipo puede andar? -le preguntó Bridei a su amigo-. Será mejor que nos pongamos en marcha enseguida. Podría haber más por ahí.

- Le puse una mordaza -dijo Gartnait-. Será mejor que hagamos lo mismo con éste.

- Ya has hecho bastante ruido como para alertar a sus refuerzos, si los hubiera -observó Bridei con sequedad-. Vamos, recoge a tu hombre; yo me ocuparé de éste. Y gracias.

Gartnait sonrió.

- No hay de qué. Sin duda no tardarás en tener la oportunidad de devolverme el favor.

Gartnait llevaba la mejilla manchada de sangre -que no era suya- y en sus ojos había una mirada que Bridei no había visto nunca. No pudo interpretarla, pero hizo que sintiera frío de repente. No se volvió a mirar, pero notó los ojos del prisionero puestos en él. Bridei se ató el extremo de la cuerda a una mano y tiró del tipo como si fuera un perro. Le puso el cuchillo en la espalda al escoto.

- Muévete -le ordenó, y se pusieron en camino hacia el Pozo del Cuervo.

Por detrás de él, Gartnait conducía a su prisionero con bastante más torpeza, pues la herida que éste tenía en la pierna hacía que no pudiera caminar sin apoyo. Bridei aflojó el paso para no adelantarse demasiado y dar la impresión de querer llevarse un mérito excesivo. Habían hecho un buen trabajo; Talorgen tenía que reconocerlo. Donal también quedaría impresionado a su manera tranquila. ¿Por qué entonces seguía sintiéndose inquieto, con los nervios a flor de piel y la mente atormentada por algo que no acababa de estar bien? ¿Acaso había más enemigos que se mantenían ocultos en las concavidades del terreno bajo los pinos, listos para atacar? Seguro que no; ya había pasado el momento ideal para una emboscada así. ¿Sus prisioneros echarían a correr de pronto para escaparse y aquella vez lo conseguirían? Era de suponer que no; al prisionero de Gartnait le fallaban las fuerzas, se le doblaba la pierna y sus rasgos tenían una palidez cadavérica; aquél no iba a correr durante un tiempo. El prisionero de Bridei había cesado en su forcejeo, aunque su mirada no era la de un hombre derrotado. Ese individuo no tenía el cabello rojo, las facciones anchas y la tez clara que caracterizaban a los hombres de Dalriada. Ese joven guerrero, en cambio, tenía un rostro alargado, cabello oscuro, era un hombre de complexión nervuda y musculosa. Casi podía haber sido uno de los suyos de no ser porque su piel no mostraba ninguna evidencia de las agujas y los colores del tatuador. Todos los guerreros avezados de los priteni llevaban sus marcas de batalla con orgullo junto a los signos de su origen, las criaturas y símbolos que indicaban su ascendencia. Después de la campaña de primavera, tanto Bridei como Gartnait tendrían que haberse ganado las primeras condecoraciones de combate. En la piel de aquel hombre no había ningún dibujo semejante y eso, como todo lo demás, lo señalaba como extranjero en aquel lugar.

A pesar de su herida, que no dejaba de sangrar, el cautivo caminaba con determinación, con la mirada fija al frente y los hombros erguidos. Bridei no podía librarse de la sensación de que era él quien estaba siendo evaluado. Si uno crecía teniendo a un druida como maestro, aprendía a observar a los hombres con sutileza, a buscar significado en la respiración, a interpretar hasta el más leve cambio en la mirada. Eran los ojos de ese hombre lo que le resultaba más desconcertante. Eran como los ojos de aquellos asesinos del Espejo Oscuro, las fuerzas que habían arrasado el Valle de los Vencidos mucho tiempo atrás llevándose todo lo que encontraron en su camino. Aquellos ojos carecían tanto de compasión como de esperanza; sólo veían la tarea que tenían delante y sólo conocían la voluntad de llevarla a cabo. Un ejército con una mirada como ésa sería difícil de vencer. Sería casi imposible de dirigir, pensó Bridei con un estremecimiento. Unos hombres como aquéllos lucharían sin tener conciencia de su propia mortalidad. Matarían sin tener conocimiento de la humanidad de su enemigo. Unas fuerzas malignas, sin duda.

Cuando llegaron a los muros de piedra que rodeaban los patios interiores del Pozo del Cuervo, el prisionero de Gartnait se apoyaba pesadamente en el hombro de su captor y parecía estar a punto de perder el sentido. El otro caminaba con la espalda tan erguida como la de un rey y con un mohín altanero en los labios. Donal y Talorgen no tardaron en aparecer, puesto que con la noticia de la captura se había interrumpido el consejo.

Era todo lo que Bridei había esperado. Los hombres se congregaron a su alrededor felicitándolos y, mientras se llevaban a los prisioneros, varias personas comentaron que era probable que se les pudiera sonsacar información fundamental. En los ojos de Talorgen se veía un sorprendido respeto, en los de Donal un orgullo comedido. Sin embargo, durante todo el resto del día y al caer la tarde, Bridei siguió preocupado por la misma incertidumbre. No podía identificar su causa. En ciertos aspectos el hecho de haber sido educado por un hombre como Broichan era una maldición. A Gartnait le habían enseñado a luchar, a comportarse en compañía, a montar. Estaba aprendiendo a supervisar unas propiedades como las de su padre. A Bridei, en cambio, lo habían adiestrado en habilidades más sutiles: cómo mirar y escuchar, cómo esperar y prepararse para las sorpresas, cómo interpretar el talante de una persona y a veces sus pensamientos a partir de un diminuto gesto, un mínimo parpadeo. Le habían enseñado a aprender de todas y cada una de las cosas que se encontrara, las buenas, las malas, las triunfantes y las humillantes. Aquel día los ojos brillantes de Gartnait demostraban el deleite por su éxito; sus mejillas sonrojadas revelaban cómo ansiaba la aprobación de su padre. Bridei recibió las felicitaciones de Talorgen al igual que hizo su amigo y respondió a ellas con una educada inclinación de la cabeza y el comentario de que sin la ayuda de Gartnait habría perdido a su prisionero. Pero lo que Bridei notó y Gartnait no fue un leve dejo de duda en la voz de Talorgen, un pequeño gesto singular con el labio, como si lo que habían hecho, por valiente e ingenioso que fuera, de alguna manera no hubiera sido exactamente lo que aparentaba ser. Y lo que Bridei observó más tarde fue que mientras Cenal, un hombre que parecía una sombra arrepentida y cuyo insólito trabajo consistía en supervisar los interrogatorios de los prisioneros, sí que desapareció durante un considerable período de tiempo después de su llegada, y en tanto que se oían ciertas cosas que sugerían que se estaban empleando los procedimientos habituales, sólo una voz gritaba en la aislada choza situada detrás de la caballeriza y él estaba seguro de que no era la del tipo que había capturado.

Eso tenía fácil explicación, por supuesto. Resultaba valioso separar a los prisioneros y hacer que se enemistaran para lograr sus propósitos. Iban pasando las horas y los sonidos de la cabaña se fueron debilitando hasta convertirse en débiles sollozos y gemidos y al final en silencio, pero el desasosiego de Bridei persistió. ¿Qué podía decir? Uno no se dirigía a un hombre poderoso como Talorgen y le pedía explicaciones, y menos cuando las dudas estaban basadas en poco más que un vago recelo.

Durante la cena Talorgen mencionó que los prisioneros habían muerto durante el interrogatorio y que se les había podido sonsacar alguna información útil a ambos. Sus muertes habían sido un tanto prematuras; por lo que Cenal le había contado, las heridas infligidas por las flechas de Bridei y la subsiguiente hemorragia los habían debilitado mucho y habían reducido su resistencia a la presión.

- Confío en que no se te fuera la mano excesivamente -le dijo Talorgen a su interrogador, que estaba sentado a la mesa de al lado.

- No, mi señor. Soy un profesional. -Una expresión dolida apareció en los modestos rasgos de Cenal. Bridei depositó el cuchillo en la mesa, de pronto había perdido el apetito por el magnífico pedazo de ternera. No hizo ningún comentario; hubiera estado fuera de lugar ofrecer una opinión sobre el asunto. Quizá tendría que haber apresado a esos hombres sin infligirles unas heridas tan graves. Pero en aquellos momentos casi deseaba haberlos matado en el acto. Todo el mundo sabía que cualquier escoto lo bastante estúpido como para dejarse atrapar en territorio de Talorgen era sometido a tortura; era de suponer que los jefes de clan de Gabhran les harían lo mismo a los espías de los priteni si la situación fuera la contraria. Pero la cosa cambiaba cuando tú mismo habías atrapado al hombre, habías luchado con él y lo habías derribado, lo habías llevado atado con una cuerda, le habías mirado a los ojos y habías visto manar la sangre de una herida que tu propia flecha había infligido. Era distinto cuando eras tú el que lo había entregado para que lo torturaran hasta matarlo. Bridei recordó aquellos rasgos, implacables, como esculpidos en piedra. El hombre de cabello oscuro no sólo no había divulgado ningún secreto, sino que había muerto sin emitir un solo sonido, Bridei estaba seguro de ello. Y eso significaba que Talorgen había mentido al decir que ambos prisioneros habían revelado información útil.

Sólo había una persona con la que Bridei podía hablar de ello, y ése era Donal. Tuvo que esperar un poco para tener oportunidad de hacerlo: la cena era una comida larga en la que la familia tomaba asiento a la mesa más elevada y los numerosos habitantes de la casa llenaban las largas mesas del enorme salón en tanto que los muchos hombres de armas que estaban acuartelados en el Pozo del Cuervo preparándose para la campaña de primavera ocupaban los bancos a lo largo de las paredes. Los perros deambulaban por ahí, las antorchas humeaban, fluía la cerveza.

Como mentor y guardaespaldas de Bridei de tantos años, Donal se sentaba en la mesa de la familia. El joven intentó cruzar la mirada con él para indicarle que quería hablar más tarde, pero Donal estaba debatiendo una cuestión estratégica con Talorgen y era lady Dreseida quien parecía tener ganas de hablar con Bridei aquella noche. Se inclinó hacia delante y clavó en él su mirada escrutadora, con el cabello oscuro peinado hacia atrás y fuertemente sujeto mediante una diadema que tenía un fleco de perlas y sus dedos llenos de anillos descansando con cierta elegancia frente a ella sobre la mesa. Sus interrogatorios eran impredecibles e incomodaban profundamente a Bridei, quien se había dado cuenta de que, fueran cuales fueran las respuestas que diera, ella siempre parecía descontenta.

- Bueno, Bridei. Hoy has sido el héroe. Me imagino que Broichan estaría muy orgulloso de ti.

Él abrió la boca para responder, pero Ferada, la hermana de Gartnait, fue más rápida.

- Broichan es un druida, madre -su voz rezumaba desprecio. Era muy parecida a la de Dreseida, al igual que su porte orgullosamente erguido, la majestuosa altivez de la cabeza y su presencia inmaculada, sin un solo cabello fuera de sitio y hasta el último pliegue del vestido en su lugar. Ferada era más joven que Gartnait; sin embargo, uno no podía mirarla sin ver a la formidable mujer en que se convertiría algún día-. Los druidas no se ocupan de gestas de armas ni de hazañas heroicas. Si Broichan estuviera aquí, le preguntaría a Bridei si el hecho de atravesar a dos hombres con sus flechas y luego arrastrarlos a casa para que sufrieran una dolorosa muerte a manos de los matones de mi padre le había enseñado algo. ¿No es así, Bridei?

Se hizo un silencio durante el cual Ferada se dio cuenta de que la charla y las risas de su entorno se habían acallado mientras hablaba, por lo que sus últimas palabras las oyó todo el mundo en la mesa superior, incluido su padre. Un rubor carmesí de vergüenza tiñó sus mejillas.

- Lo que dice Ferada es cierto -Bridei se apresuró a intervenir para llenar aquel silencio incómodo-. A mi padre adoptivo le interesaría ante todo lo que se pudo aprender de la experiencia más que el acontecimiento en sí. No obstante, los druidas sí que se interesan por las gestas de armas; no han pasado muchos años desde que Broichan cabalgaba junto al rey Drust durante sus grandes encuentros con las fuerzas de Dalriada. Forma parte del papel de druida real aconsejar al soberano en asuntos de guerra: lanzar augurios, hacer predicciones, determinar el mejor momento para el avance y la retirada. Ayudar al rey en sus decisiones e invocar la buena voluntad de los dioses.

- Puede que Ferada haya dicho la verdad -observó Talorgen mirando a su hija con el ceño fruncido-, pero me deja consternado que no sea capaz de controlar su lengua lo suficiente como para formular sus comentarios con la adecuada compostura.

Ferada apretó los labios y parpadeó rápidamente.

- De todas formas -intervino su madre-, tu hija merece una respuesta a su pregunta, aunque la haya expresado de manera poco elegante. -Dreseida volvió su mirada penetrante hacia Bridei y arqueó las cejas.

- ¿Qué pregunta? -inquirió Gartnait, perplejo-. Ella no ha preguntado nada.

Talorgen miraba a Bridei, y Donal también.

- Cierto -dijo Bridei con toda la ecuanimidad de la que fue capaz-, pero la pregunta estaba ahí, implícita. La pregunta de Broichan: ¿qué se puede aprender de los acontecimientos del día de hoy?

- ¿Y? -apuntó Gartnait. Estaba claro que él no tenía intención de proponer ninguna respuesta.

- No se aprende tan deprisa. -Bridei sentía un vivo deseo de estar en casa, en Pitnochie, donde el día contaba con suficientes silencios para que la mente contemplara preguntas como aquélla, donde había espacio para oír las voces de los dioses, donde había gente que se sentaba en silencio y le dejaba ocuparse de sus pensamientos a su propio ritmo. Necesitaba a Broichan, echaba de menos a Wid y Erip, añoraba a Tuala y su profunda quietud-. No deseo pronunciarme sobre esto como si me considerara tan sabio como mi padre adoptivo. Éste fue nuestro primer encuentro con el enemigo, el de Gartnait y el mío.

- Y lo habéis hecho bien -terció Talorgen.

- Os habéis desenvuelto con valentía -añadió Donal, pero su tono implicaba una pregunta.

Bridei sabía que debía decir algo más, aunque hubiera preferido haberse reservado sus pensamientos. Tenía que continuar fingiendo que aquello había sido un triunfo irrefutable, al menos por Gartnait. ¡Maldita Ferada! Era una entrometida, y demasiado avispada para su propio bien.

- Me sorprendió descubrir que este enemigo tenía un rostro humano -dijo en voz baja-. Eso me preocupó, pues todo el pasado de nuestro pueblo me insta a sentir animadversión por los escotos hasta el día en que los expulsemos de nuestras costas. Todavía tengo que aprender a manejarme con estas cosas. Lo haré con el tiempo. En el campo de batalla uno no puede permitirse semejantes escrúpulos. Hoy vi valor. Me imagino que Cenal nos dirá que el mismo valor fue manifiesto hasta el final.

Por suerte, Talorgen no pareció considerar inoportuno el discurso de Bridei.

- Quizá sea así -dijo el jefe-, pero no vamos a hacer hincapié en ello, y menos con mujeres y niños presentes. La guerra es un asunto brutal. Vosotros todavía sois jóvenes; esto no es más que un anticipo de lo que está por venir. Creedme, todos nosotros empezamos con las mismas susceptibilidades, pero no pueden durar mucho. Si no las reprimiéramos paralizarían nuestra voluntad. Y ahora hablemos de otros temas. Se avecina un cambio; la operación de primavera será significativa. En cuanto empiecen las hostilidades, el Pozo del Cuervo ya no será un lugar seguro. Dreseida viajará al norte de la Cañada antes del Baile de la Doncella y se llevará a la familia con ella para instalarse bajo la protección de la corte de Drust. -Volvió a mirar a Ferada, que había vuelto a recuperar la compostura y que le devolvió la mirada con un aire claramente desafiante-. Aunque no sirva de otra cosa, te brindará la oportunidad de aprender un poco de comedimiento, hija -dijo Talorgen con buenas maneras.

Era bien sabido que prefería que sus hijos expresaran sus opiniones aunque de vez en cuando los resultados fueran embarazosos. De hecho, se le había oído comentar que si Gartnait demostrara el mismo interés que su hermana en los asuntos de Fortriu tal vez con el tiempo podría llegar a ser algo más que un guerrero competente.

- Te alojarás en casa de las mujeres sabias de Banmerren -continuó diciendo Talorgen-, donde podrás aprovechar la excelente formación general que proporcionan a las chicas de noble linaje. Mi esposa se quedará en la corte con las mujeres de su familia; los chicos también. -A Talorgen no podía haberle pasado inadvertido el tenso silencio tanto por parte de Gartnait como de Bridei; todavía tenía que aclararse qué lugar ocuparían ellos en aquel hábil plan. ¿Acaso aún los consideraban unos niños a quienes mandarían a un lugar seguro en cuanto empezara a suceder algo interesante?

Donal carraspeó.

- Bridei, tengo permiso de Broichan para que formes parte en la acción contra los escotos -dijo-. La idea no le acaba de hacer demasiada gracia, pero sabe que ha llegado el momento; a decir verdad, ya era hora. De hecho va a contribuir con una pequeña fuerza de su propia casa, de modo que vamos a ver a algunos viejos amigos, a Uven y Cinioch entre ellos. Supongo que Talorgen dejará que aquí, Gartnait, cabalgue contigo; hoy habéis demostrado vuestra valía como equipo.

Talorgen sonrió.

- Haremos muy buen uso de vosotros dos. Pero os advierto una cosa: no será como la captura de hoy, un asunto equilibrado de uno contra uno. La guerra es sucia, cruel y peligrosa. Es imposible que un buen hombre no sienta asco por ella. Pero mientras exista en este mundo una escoria malvada como los escotos, es necesaria. Ya hace demasiado tiempo que contaminan nuestras costas y devastan nuestras tierras. La primavera tendría que ser testigo de un cambio, de una nueva esperanza para los priteni y para el rey. Si tomamos los Confines de Galany veremos renacer la esperanza, la esperanza de cosas más grandes que han de venir. Vosotros tomaréis parte en ello.

- No sonrías más, Gartnait -dijo Ferada-, o se te partirá la cara en dos.

Su hermano le dirigió una mueca sin poder ocultar el deleite que le hacía brillar los ojos. En cuanto a Bridei, sus sentimientos eran más encontrados de lo que había previsto. Ser aceptado, por fin, como hombre y guerrero era algo bueno que lo reconfortaba. Sin embargo, después de lo vivido ese día, se preguntaba si entendía en lo más mínimo lo que aquello significaba realmente. Las imágenes del Espejo Oscuro afloraron a la superficie de sus pensamientos, llenas de dolor y confusión, llenas de un terrible valor como el del joven cuya muerte él había provocado en ese día. Pero ese hombre era un espía. Era el enemigo, lo mismo que los guerreros de mirada perdida de antaño que mataban sin pensar. ¿Cómo se podía luchar como era debido cuando te invadían tantas dudas?

- No es justo. -Ése fue el hermano menor de Gartnait, Uric, una explosiva presencia de siete años que en aquellos momentos se levantó de un salto y empezó a aporrear la mesa con tanta furia que las fuentes y los cuchillos bailaron en su sitio-. ¡Nunca seremos lo bastante mayores para ir a la guerra! ¿Quién quiere volver a visitar la corte? Un montón de viejos farfullando por las esquinas, eso es todo, y gente diciéndonos que nos estemos callados.

La mirada de Talorgen se desplazó para contemplar al más pequeño de sus hijos, y en cuanto la posó sobre Uric, éste guardó silencio.

- Es verdad -intervino Bedo, un año mayor y un poquito más sensato-. En Caer Pridne esperan que nos comportemos bien todo el tiempo. Preferiríamos quedarnos en casa donde está la acción, padre. Podríamos ayudar. Hay un montón de cosas distintas que podríamos hacer. Si Gartnait se puede quedar, ¿por qué nosotros no?

- ¡Para lo que nos ibais a servir! -exclamó Gartnait entre dientes al tiempo que le daba un codazo en las costillas a su hermano.

- No tienes ni la menor idea de cómo funciona todo esto, Bedo -el tono de Ferada había recuperado su acostumbrado dejo de calmada superioridad-. Gartnait y Bridei son hombres. Vosotros dos sois niños pequeños. Gartnait y Bridei podrían estar muertos al terminar la primavera. ¿Has pensado en eso? Tendrías que estar contento de ser demasiado pequeño para ir a luchar. No tardará en llegarte el turno. Y si crees que es injusto, intenta ser una chica durante un tiempo.

- No hablemos más sobre injusticias -dijo su madre, que se puso en pie-. Haréis lo que vuestro padre y yo os ordenemos, y se acabó. Y ahora ya ha llegado el momento de que os vayáis a la cama, muchachos. Ferada, tengo unas tareas para ti; dejemos a estos hombres con su charla sobre la guerra.

Mucho más tarde Bridei encontró a Donal solo junto al muro del norte, mirando por encima de la oscura ladera hacia la pálida y sombría cinta que era el lago de la Doncella. No tuvo ninguna duda de que lo había estado esperando; después de tanto tiempo como profesor y alumno, y luego como algo más parecido a amigos, se comprendían bien el uno al otro. Permanecieron un rato en cordial silencio, escuchando los leves sonidos de la noche.

- En cuanto a lo de hoy… -se aventuró a decir Bridei.

- ¿Sí?

- Tal vez me esté imaginando cosas. No podía mencionarlo delante de Talorgen, parece estúpido. Aparentemente fue una buena captura, eran prisioneros útiles. Pero hay algo que no cuadra.

- ¿Ah, sí?

- No puedo hablar por el hombre que capturó Gartnait, pero el que apresé yo no era de esos que se doblegan rápidamente bajo tortura. Y tal vez estuviera sangrando, pero la herida no era tan grave como para matarlo. Apunté con cuidado; siempre lo hago. Entonces, ¿por qué hicieron las cosas de esa manera? ¿Era necesario?

- Dímelo tú -repuso Donal.

- No he dejado de darle vueltas -caviló Bridei. No levantó la voz; todavía había otras personas por allí-. Era un hombre que podía haber resultado útil, lo intuí. Quizá no hubiera hablado, pero hubiese sido de algún valor, quizá como rehén. Hubiera sido mejor curarlo y retenerlo, mantenerlo bajo custodia. Lo que hizo Cenal fue…

- ¿Inhumano? Así son las cosas, Bridei. No hay lugar para los escrúpulos cuando los espías se acercan sigilosamente hasta el mismísimo umbral de tu casa. Esta gente no tiene en cuenta las sutilezas cuando hacen prisioneros a los nuestros. Sus métodos te darían asco.

- Fue algo burdo -dijo Bridei sin inmutarse-. Burdo y sospecho que totalmente infructuoso, diga lo que diga Talorgen. ¿Por qué ir por ese camino? Él no es estúpido ni gratuitamente cruel. Aquí pasa algo que no nos va a contar.

Donal asintió con la cabeza.

- Tal vez. De todos modos, a menos que tengas intención de preguntárselo abiertamente, imagino que no vas a descubrir de qué se trata.

- ¿No creerás -dijo Bridei, expresando su preocupación más profunda- que podía haber estado todo preparado, verdad?

- ¿Qué quieres decir?

- Me refiero a si crees que lo sucedido ha sido planeado de algún modo para que Gartnait y yo tuviéramos la oportunidad de demostrar nuestra valía sin que hubiera un verdadero peligro para nosotros. Una falsa emboscada, hombres haciendo el papel de enemigos, una oportunidad extrañamente conveniente para que los dos los capturáramos sin ayuda. Me molesta que Broichan se preocupe tanto por mi seguridad. Eso estaba muy bien cuando era un niño, en la época en la que parecía que había alguien que quería llegar hasta él haciéndome daño a mí. Pero ahora soy un hombre. ¿No te frustra el hecho de que siempre tengas que estar cerca de mí, tú u otro de los guardias de élite, que todavía tengas que dormir frente a mi puerta y ser mi perro guardián más que mi amigo? Me da la sensación de que, aunque Talorgen me diga que soy un hombre, la protección que mi padre adoptivo ha dispuesto significa que para él sigo siendo un niño al que hay que proteger para que no le pase nada. Quizá mi pequeño triunfo de hoy fue el triunfo de un niño, urdido para mí por mis mayores.

- Yo soy tu amigo, Bridei -la voz de Donal era muy queda.

- Ya lo sé; y no podría esperar tener un amigo mejor. Pero algún día tendrán que permitir que me valga por mí mismo.

- Te diré una cosa -repuso el guerrero-. El cadáver que vi que se llevaban de la casa del dolor de Cenal esta tarde no era falso.

A Bridei volvió a entrarle frío, un frío que se aferró a su corazón como si fuera la mano de un espectro.

- ¿Cadáver? ¿De quién de los dos era?

- Del tipo con el vendaje en la pierna. No sé nada del otro; no me quedé allí para ver cómo lo sacaban. Esos tipos son basura, Bridei. No merecen estar ni bajo la suela de tus botas. No deberías malgastar ni un solo pensamiento más con ellos.

Bridei se quedó callado.

- En cuanto a lo de los niños y los hombres -dijo Donal, que le puso una mano en el hombro a Bridei-, desempeñarás tu papel en la campaña como guerrero entre guerreros; es algo que tienes que afrontar, tú y Gartnait, los dos. Pero Broichan ha hecho bien poniéndote protección. Quizá tendría que haber explicado mejor los motivos. Me parece que es algo que tendrás derecho a exigirle cuando termine la campaña. Ya es hora de que te cuente más cosas. En cuanto a mí, hago lo que me ordenan. Sé que piensas que no es necesaria toda esta vigilancia. Pero es indispensable. Al fin y al cabo eres hijo de un rey.

- Estamos muy lejos de Gwynedd -comentó Bridei.

- Da lo mismo. Cuando termine la primavera puede que cambien las cosas. Mientras tanto tendrás que aguantarme un poco más de tiempo.

Bridei miró al guerrero tatuado; la expresión de Donal era impenetrable bajo la tenue luz.

- No tengo ninguna queja -dijo en voz baja-. Sin ti me resultaría intolerable estar aquí. Eres mi pedacito de casa cuando no estoy en Pitnochie. Me ayudas a que las cosas tengan sentido. Pero cuando cabalgue hacia la batalla quiero estar en la misma situación que los demás, tener las mismas oportunidades y correr los mismos riesgos. No debes dedicarte a protegerme, sino a perseguir al enemigo. No sé qué instrucciones te ha dado Broichan, pero espero que respetarás esto.

- Ah, sí. -Era imposible saber lo que Donal quería decir con eso.

- Hoy ha muerto un hombre por culpa de lo que hice.

- Y morirán más cuando cabalgues hacia la guerra, tanto tuyos como del enemigo. Notarás cómo se retuerce tu cuchillo en el corazón de un hombre. Verás la expresión de su mirada cuando grite llamando a su madre mientras tú lo destripas con tu lanza. La primera vez siempre es la más dura. Pero nunca resulta fácil; nunca. Tienes que recordar lo que han hecho esos asquerosos sinvergüenzas. Mientras estés ahí afuera, lo que has de tener en mente en todo momento es el mal que le han infligido a tu tierra, la violación de nuestras mujeres, el asesinato de nuestros niños, el incendio de nuestras aldeas, la destrucción de nuestros lugares sagrados. Mantén vivos esos pensamientos y tu mano no dudará en empuñar la espada y asestar un golpe por la libertad.

- ¿Y lo de hoy?

- Déjalo atrás. Pregúntate si habrías tenido las mismas dudas de haber visto cómo le cortaban el cuello a Gartnait esta mañana. Hiciste lo correcto. Hiciste lo que un hombre tiene que hacer. Eso es lo único que importa.

A Bridei no dejaban de atormentarle unas palabras que había dicho Ferada y que lo distraían de las importantísimas tareas de preparación para la guerra. «Gartnait y Bridei podrían estar muertos al terminar la primavera.» Él ya lo sabía, por supuesto. Con protectores o sin ellos, era consciente de que se enfrentaría a una posibilidad muy real de caer bajo una lanza escota o de cruzarse en el camino de una flecha disparada con precisión. No era la posibilidad de la muerte lo que tanto le preocupaba. Era la idea de morir sin saber la verdad; de no estar seguro de si el futuro para el que Broichan lo estaba preparando con tanta aplicación era, en efecto, el que él había llegado a imaginar cada vez más. No quería esperar, tal como había dicho Donal, y pedirle respuestas a Broichan en primavera. En primavera podía ser demasiado tarde.

Era una situación delicada. Talorgen era amigo de Broichan, por lo que Bridei no podía abordarlo con una pregunta como aquélla, al menos sin haber tratado primero el tema con su padre adoptivo. Dreseida quizá pudiera darle la información que quería, pero era renuente a dirigirse a ella. Su actitud le incomodaba, puesto que rayaba en la hostilidad sin que él viera ningún buen motivo para ello. Si se lo preguntaba se lo diría, pero no sin otra descarga de difíciles preguntas cuyo propósito no alcanzaría a comprender.

Había otro camino, que fue el que tomó cuando se le presentó la oportunidad. Una mañana, antes de empezar la jornada de trabajo, se fue al jardín de la cocina del Pozo del Cuervo en busca de un poco de soledad. Aquél era un lugar tranquilo, lleno del agradable aroma de las hierbas, con un pequeño estanque en el centro y unos setos bajos muy bien podados que dividían los arriates de plantas culinarias. En el Pozo del Cuervo no había muchos sitios donde uno pudiera estar completamente solo; la meditación era prácticamente imposible. Incluso en aquel pequeño santuario era probable verse interrumpido por Uric o Bedo persiguiendo a un perro o por alguien con un cesto y un cuchillo que fuera a buscar perejil para una empanada.

Aquel día Bridei se sentó un rato en un banco de piedra para intentar ordenar sus pensamientos. La captura, el escoto con su mirada calmada y su aire de superioridad, la batalla que estaba por venir. Broichan y sus planes. Pensó en su familia que se hallaba lejos, en Gwynedd, la familia a la que casi había olvidado. Durante mucho tiempo había dado la impresión de que Broichan lo criaría, lo educaría y lo mandaría de vuelta a Gwynedd para que viviera su vida entre su propia gente. La mayoría de familias nobles enviaban a sus hijos en acogida con este propósito: para ampliar sus horizontes a una temprana edad para que así, más adelante, pudieran contribuir de forma más cabal como consejero, sabio o guerrero. O como hijo de un rey. Bridei imaginaba que para entonces sus dos hermanos ya serían unos avezados combatientes que cabalgarían con orgullo al lado de su padre. Se le ocurrió que podría ser que tuviera más hermanos incluso, hermanos más pequeños de los que no supiera nada. Una hermana, quizá. Era una idea extraña. Ninguna hermana podría estar nunca tan unida a él como Tuala, tanto si había lazos de sangre como si no. Sonrió. Aunque su pequeña salvaje había crecido hasta convertirse en una muchacha de casi trece años, no podía pensar en ella sin recordar aquella noche: la luz de la luna, la nieve, sus pies helados y el momento en que vio el excepcional regalo de la Brillante; el mejor momento de su vida. Nunca dejaría de estar agradecido por ello. En cuanto a su propia familia, parecían más distantes con el transcurso de los años. De todos modos, estaría bien verlos algún día, sobre todo a su padre. Quizá cuando terminara la batalla, Broichan le dejaría viajar. Quizá. A menos que estuviera en lo cierto en cuanto a cuáles eran en realidad los verdaderos planes del druida.

- Buenos días. -Ferada se acercaba por el jardín con un diminuto libro encuadernado en una mano mientras que con la otra se sostenía la falda para que no rozara con la hierba húmeda. Lucía un vestido perfectamente planchado de un tono rojizo parecido al de su cabello, que llevaba recogido formando un complicado nudo de trenzas en la nuca. Un único rizo brillante le colgaba en la sien derecha y acentuaba la palidez de su piel. Bridei se puso de pie.

- No te levantes -dijo Ferada, que fue a sentarse a su lado-. Busco lo mismo que tú, paz y tranquilidad. Uric ha cometido un delito terrible, creo que fue perder una de las piedras de la suerte de Bedo, y ahí dentro es como un campo de batalla. Me gustaría perderme de vista de todo el mundo, sobre todo de mi madre.

Bridei sonrió.

- Lo entiendo muy bien.

Ferada abrió el libro, pero su mirada no se posó en la prolija letra manuscrita que llenaba sus páginas de vitela. Miraba hacia el otro extremo del jardín donde la luz de primera hora de la mañana depositaba su toque dorado sobre las ordenadas hileras de verduras de invierno, los arriates en barbecho con su tierra desnuda y oscura en la que un grupo de pájaros pequeños ya iba en busca de bocados sabrosos.

- Algunas veces me pregunto -dijo ella- si es la sangre real lo que hace que sea así. Es como si nada pudiera ser nunca lo bastante bueno para ella. Ninguno de nosotros puede estar a la altura de lo que en su cabeza ve como la forma en que deberíamos ser. Lo siento -se apresuró a añadir-. No tendría que hablarte de este modo, Bridei, no es justo. Cada uno de nosotros tiene sus propias dificultades; debemos encontrar nuestras propias soluciones.

- Yo siempre estoy dispuesto a escuchar -repuso él-. No juzgo. No me encuentro precisamente en situación de hacerlo, habiendo crecido sin mi familia.

- Gracias. -Era evidente que Ferada no deseaba seguir con el tema.

- ¿Puedo hacerte una pregunta?

- Por supuesto.

- Me gustaría que me explicaras cuál es exactamente el parentesco entre tu madre y la mía. Entre mi madre y el rey Drust.

Ferada se lo quedó mirando.

- ¿Todos estos años de educación y no lo sabes?

Bridei notó que se sonrojaba. Podías confiar en la honestidad de Ferada, pero el tacto no era su fuerte.

- Me parece que esa información se me ocultó deliberadamente. Pero quiero saberlo. Creo que es importante que lo averigüe antes de que partamos hacia el oeste.

- Así, cuando yazcas moribundo en la batalla sabrás que, de no haberte cruzado en el camino de una espada escota, algún día hubieras podido ser rey, ¿no? -observó Ferada mientras lo contemplaba con detenimiento.

Se hizo un breve silencio.

- Algo parecido -respondió Bridei.

- Es sencillo -dijo Ferada-. La madre de mi madre y la madre del rey Drust eran hermanas. Eso significa que mi sangre y la de mis hermanos es de linaje real; por línea materna. Por terrible que sea la perspectiva, estoy obligada a reconocer que mis tres hermanos tendrán derecho a presentarse como pretendientes al trono algún día, cuando Drust el Toro muera. Espero fervientemente que no sea así por muchos años; el rey no es un anciano. No me imagino por nada del mundo a Uric en el trono; al menos Bedo es capaz de pensar un poco cuando lo intenta. En cuanto a Gartnait -se encogió de hombros y volvió los ojos hacia el cielo-, es el que menos posibilidades tiene. Seguro que no lo soportaría. Claro que hay muchas otras posibilidades. Hay muchos hijos de sangre real dispersos por los reinos de los priteni. Bridei aguardó.

- Para mí significa que mi matrimonio será una cuestión delicada, puesto que todos mis hijos serán a su vez posibles pretendientes al trono. No puedo casarme con cualquiera. Tiene que ser con un jefe de clan u otro hombre de alto rango, preferiblemente que pertenezca a los territorios de los priteni. Claro que también puedo aceptar una proposición de fuera de las fronteras siempre y cuando se trate de un rey. Eso es lo que ocurrió con tu madre.

- ¿Entonces conoces su historia?

Ferada sacudió su bien arreglada cabeza.

- Por supuesto. Estos asuntos son de principal importancia para mi madre; habla de ellos con frecuencia. De hecho, me sorprende que no haya aprovechado la oportunidad para explicártelo todo ella misma.

- Tal vez pensó que ya lo sabía. ¿Me lo explicas, Ferada?

- El parentesco de tu madre va más atrás. El vínculo se remonta a la abuela de Drust. Anfreda desciende de la hermana de esa señora.

Él esperó.

- A través de la línea materna, Bridei. Tú también eres un posible candidato al reinado. Ya te lo figurabas, claro.

Él no pudo responder. Imaginárselo era una cosa; enterarse, de repente, de que tales sospechas eran ciertas, hizo que todo le diera vueltas y que el corazón le latiera como un tambor. Se esforzó por calmar su respiración.

- Antes Anfreda estaba muy unida a todos ellos -le contó Ferada-. Eso es lo que me explicó mi madre. Era la preferida de Drust y de su esposa; mi padre la conocía, y también debía de conocerla Broichan, porque en esa época estaba en la corte. Maelchon fue a Caer Pridne a resolver un asunto relativo a unas incursiones en el norte de sus dominios; su enemigo había contratado a soldados de los priteni como mercenarios y quería poner fin a eso. Se quedó un poco más de tiempo del que tenía previsto y cuando volvió a Gwynedd se llevó a una nueva esposa con él. Como ya te he dicho, es del todo aceptable. En ocasiones las mujeres de la realeza contraen matrimonio fuera de las tribus de los priteni. Se considera una buena idea porque fortalece la línea de sangre. De modo que aquí estás tú, y me veo obligada a decir que te considero sólo un poco mejor que Bedo como posible monarca.

- Vaya. -Bridei se sintió un tanto ofendido-. ¿Y eso por qué?

- Tienes demasiado de erudito -respondió ella sin rodeos-. Piensas demasiado. Y eres demasiado bondadoso.

- Entiendo -repuso Bridei.

- A mí me parece -dijo Ferada- que para ser rey hace falta tener una piel muy gruesa y no demasiada imaginación. Y un montón de consejeros muy inteligentes. Drust el Toro tiene todas estas cosas, sin duda.

- Bueno, puede que la elección no tenga que hacerse en años. Y tal como has dicho, podría haber muchos candidatos.

- Siete, si cada una de las casas de Pridne presenta a uno. El rey de Circinn, Drust el Verraco, tratará de incorporar Fortriu a sus propios dominios. Quiere que la totalidad de los dos reinos se convierta al cristianismo, eso es lo que dice mi padre.

Bridei sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, una premonición de un oscuro cambio.

- Los jefes de clan de Fortriu nunca permitirían que eso ocurriera -dijo en tono grave-. El Guardián de las Llamas no lo permitiría.

Ferada lo contemplaba con curiosidad.

- Depende de lo divididos que estemos entre nosotros, ¿no? Ésa debe ser la clave. Un líder, un territorio, una fe. Supongo que ésta es la intención de Circinn. A menos que Fortriu pueda obtener la misma unidad, puede que la próxima vez no conservemos el reinado de nuestro propio reino.

Bridei sonrió.

- Creo que tendrías que ser consejera real, Ferada.

Ella lo sobresaltó cuando se puso de pie de repente y lo miró con mala cara.

- ¡Cómo te atreves a tratarme con condescendencia! -exclamó con brusquedad.

- No era mi intención…

- ¡Basta! No intentes explicarte; eres igual que mi padre… Deja que la conversación llegue a cierto punto y entonces me dirige esa miradita que significa: «Ah, bueno, al fin y al cabo eres una chica, ¿qué importan tus opiniones?»

- De verdad, yo…

- ¡Ni lo intentes, Bridei!

Se la quedó mirando mientras ella se alejaba con la espalda muy recta y la cabeza bien alta.

- Me juzgas mal -dijo en voz baja, pero no había modo de saber si Ferada lo había oído o no.

Capítulo 7

Al principio los cambios fueron tan leves que Tuala apenas los notó. El invierno de su decimotercer cumpleaños fue una estación particularmente dura y los ánimos eran irascibles entre los aislados miembros de la casa de Pitnochie. Cuando Ferat sólo respondía con un gruñido a su saludo matutino, Tuala se lo tomaba como que estaba concentrado en las dificultades que tenía para encender el fuego, debido a las poquísimas existencias de leña seca y al viento que silbaba por la chimenea en un determinado esfuerzo por frustrar sus intentos. Cuando Cinioch no parecía querer hablar con ella después de la cena, daba por sentado que estaba preocupado por el conflicto que se avecinaba, pues Broichan había informado a sus hombres de armas de que en primavera formarían parte de un enfrentamiento contra Dalriada y que eso acarrearía sangre y pérdidas. Mara se mostraba brusca y distante, pero eso era normal. Broichan era el centro de su mundo; tenía poco tiempo para los demás.

El día en que Fidich le prohibió que visitara la cabaña en la que vivía con Brenna y los niños fue cuando Tuala se dio cuenta de que la frialdad de los miembros de la casa era algo más que el mal humor de un crudo invierno. Aquel día notó la sensación de algo mucho más frío, el atisbo de la conciencia de que la habían puesto al otro lado de una barrera y de que nunca le permitirían volver a entrar. El porqué no lo sabía. No había hecho nada para ofender a nadie. Sin embargo, todos habían cambiado.

- Lo siento -susurró Brenna, que alcanzó a Tuala cuando ésta se dirigía de vuelta a casa después de que Fidich le hubiera anunciado que ya no era bienvenida en su pequeña morada-. Se preocupa por los niños, nada más.

- ¿Los niños? ¿Qué quieres decir? -Tuala estaba desconcertada.

- Lo siento -repitió Brenna, con el rostro arrugado en una impotente disculpa. Fidich iba ya de vuelta cojeando por el sendero con su hijo mayor agarrado de la mano y los perros en torno a sus pies-. Sé que no tienes mala intención, es que…

- ¿Es que qué? -Una calma terrible se apoderó de Tuala, una premonición de cosas venideras.

- Son las historias. Los hombres tienen presentes las historias: la esposa-búho, Amna la del mantón blanco y otras parecidas. Tienen miedo, y el miedo alimenta al miedo. He intentado explicárselo a Fidich, es un buen hombre, pero lo tiene metido en la cabeza, todos lo tienen…

- ¿Qué? ¿Qué tiene metido en la cabeza?

Pero Brenna sólo dijo entre dientes:

- Lo lamento, Tuala -y se fue detrás de su esposo.

Cuando la chica regresó a la casa tuvo la impresión de que todos procuraban evitar su mirada, Ferat cortando hierbas atentamente, sus dos ayudantes ocupados con el fuego -las manos de uno de ellos se movieron a su paso para trazar un encantamiento, el signo de protección contra el mal-, Mara doblando la ropa con los labios fruncidos en un gesto de desaprobación y la mirada distante. Broichan estaba en su habitación, como siempre. En ocasiones se aventuraba a salir de ella, pero con Bridei ausente, sus interacciones con los miembros de su casa eran lacónicas y se limitaban a aquello que era esencial para la buena marcha de Pitnochie. Tuala pensó que tal vez, sencillamente estuviera aguardando el regreso de Bridei, igual que ella. El druida rara vez le dirigía la palabra y ella se alegraba, pues el miedo que le provocaba no había disminuido al hacerse mayor. Una mirada de esos ojos oscuros seguía teniendo el poder de dejarla sin habla; con una palabra de crítica podía embargarla, en un instante, una mezcla paralizadora de furia y terror.

La decisión de Fidich obligó a Tuala a evaluar la situación y se dio cuenta de que aquello llevaba algún tiempo ocurriéndole. Se manifestaba de distintas formas: una sutil separación de su lugar en la mesa; el cobertor de magnífica lana que le quitaron de su habitación sin explicación alguna para sustituirlo por algo tan burdo como una manta de caballo; la negativa a dejar que se llevara a Llamarada a dar un paseo, ni siquiera en un día frío y despejado totalmente apropiado y cuando al poni le hacía mucha falta hacer ejercicio. Y luego estaban los súbitos silencios cuando entraba en una habitación, como si los demás hubieran estado hablando de ella en su ausencia, y no de manera favorable.

Consideró todas esas cosas, pero no pudo encontrarles mucho sentido. Si Bridei estuviera allí la gente no se atrevería a ser tan desagradable. Si Bridei estuviera allí, Broichan tendría un aspecto satisfecho, Ferat sonreiría y los hombres de armas volverían a intercambiar relatos de guerra y cuentos maravillosos en torno al fuego por las noches. Bridei hacía que la casa cobrara vida. Deseaba que llegara la primavera, que terminara aquella batalla y él volviera a estar en casa.

Todavía le quedaba algo a lo que podía recurrir a modo de consuelo. Sus lecciones continuaban. Entonces eran más cortas, pues ese invierno Erip estaba enfermo. Tenía una tos persistente que le sacudía el pecho y estaba adelgazando, un fenómeno asombroso en un hombre que siempre se había caracterizado por su sonriente rotundidad. Broichan le había preparado una poción curativa en la que el aroma de la nuez moscada y la miel no lograban ocultar del todo un dejo de algo acre y fuerte, una hierba druídica específica para la enfermedad. Era de esperar que con eso se consiguiera la recuperación del anciano antes del fin del invierno. Erip se sentaba frente a la chimenea del salón con un amplio manto sobre sus entonces frágiles hombros; se negaba a irse a la cama diciendo que eso sería igual que reconocer la derrota y que, si tenía que morir, lo haría enseñando. Wid decía que lo cierto era que moriría discutiendo, y Erip replicaba, en medio de explosivas toses, que prácticamente era lo mismo y que mejor sería que empezaran de una vez.

Las alusiones a la muerte afligían a Tuala. La mirada en los ojos de Wid la preocupaba más aún, pues aunque el anciano barbudo intentaba que su viejo amigo bebiera, o se abrigara para estar más caliente, o intercambiaba sus bromas habituales de una forma más suave, ella veía la inconfundible sombra de la pérdida inminente en sus facciones surcadas de arrugas. Los dos estaban muy unidos. Ella nunca había averiguado la historia de sus vidas, sus orígenes, por qué se habían instalado allí, en casa de Broichan, por qué no parecían tener ningún familiar ni casa propia. ¿Cuál era la base de su enorme caudal de sabiduría? ¿Qué clase de vida habían llevado de jóvenes para forjar una riqueza de conocimientos tan diversa? Erip y Wid nunca hablaban de esas cosas; si les preguntabas, ambos eran expertos en conducir la conversación en torno a líneas más generales. Tuala empezó a dudar que llegara a enterarse alguna vez.

Ese día Bruma se había acomodado en las rodillas de Erip, sus zarpas masajeaban las capas de suave lana que envolvían al hombre y su ronroneo resonaba profundo. Aun tratándose de un gato adulto era una criatura bastante pequeña y su cuerpo de pelaje gris e hirsuto tenía quizá la mitad del tamaño del de un gato de granja normal. Como cazador de ratones, se había ganado su lugar en Pitnochie muchas veces.

Tuala estaba sentada en un banco al lado de Wid. En invierno las lecciones siempre tenían lugar junto a la chimenea; no había ningún otro lugar lo bastante cálido.

- ¿Qué va a ser hoy? -Wid estiró unas largas manos manchadas hacia el fuego; ella oyó el crujido de sus articulaciones. Debía de resultar duro ser anciano en invierno.

- ¿Conoces la historia de Amna la del mantón blanco? -le preguntó Tuala-. La oí mencionar. Y hay otra sobre una esposa-búho. ¿Me las puedes contar? -Intentó adoptar un tono despreocupado, como si sólo sintiera una ligera curiosidad. El modo en que los dos ancianos se volvieron para mirarla, con repentina intensidad, le dijo que la conocían demasiado bien para dejarse engañar tan fácilmente.

Erip carraspeó y se puso en disposición de contar historias.

- Hay veces en las que una niña pide que le cuenten una historia en concreto, que será contada, y luego se da cuenta de que en ella hay una verdad que no quería oír. Estoy seguro de que lo entiendes.

El frío volvió a invadir a Tuala, el gélido aliento de un futuro poco grato.

- Es algo que necesito saber -dijo ella. Gracias a los dioses por aquellos dos ancianos; con ellos, al menos, nunca había necesidad de fingir.

- Entonces empezaré -dijo Erip-, y aquí, mi amigo, terminará. Una vez había un hombre llamado Conn, era cervecero, fabricaba la mejor cerveza en este lado del Lago de la Serpiente y era muy popular entre los lugareños por ello. No bebía más de lo que debía, sólo lo suficiente para asegurarse de que los demás obtuvieran lo mejor que podía producir, y en general se le consideraba una persona sensata y práctica, alguien en quien se podía confiar que no haría ninguna estupidez. -Erip se interrumpió para toser; cada vez le costaba más recuperar el aliento tras aquellos espasmos y le tembló la mano al tomar el vaso de agua que Tuala le ofreció.

- ¿Estás seguro de que quieres continuar? -preguntó ella-. Lo puede contar Wid…

- ¡No digas tonterías! -replicó Erip con una voz que parecía el susurro de los carrizos secos en otoño-. Si dejo de contar historias, más vale que deje de respirar. Bueno, ¿por dónde iba?

- Una persona sensata y práctica.

- Sí, y como era sensato y práctico estaba dispuesto a casarse y a echar raíces; encontró una novia, la hija de un granjero, y él tenía su propia casita y todo parecía de color de rosa. El padre de la chica estaba bien de dinero. Ella acudiría al matrimonio con una bolsa de plata y, por si fuera poco, tres campos propios. Pero ocurrió que una noche Conn salió hasta muy tarde para ir a visitar a unos amigos y volvió andando a casa por un atajo, un sendero diminuto bajo unos carpes que pasaba junto a un bonito riachuelo bordeado de helechos. Había luna llena. Fue un estúpido al ir por ese camino, cualquier anciano podría habérselo dicho. Conn estaba contento, y tal vez eso hizo que se confiara demasiado, pues debería haber conocido las advertencias que existen sobre lugares semejantes. Así pues, anduvo alegremente por el camino y allí, al borde del agua, la vio.

- ¿A Amna? -preguntó Tuala.

- Sí, pero él no sabía quién era. Lo único que vio fue a la criatura más encantadora que podía haber imaginado, una chica pálida como una perla que brillaba bajo la luz de la luna, con un cabello largo como un torrente de suaves sombras y un mantón blanco que era lo único que llevaba para vestir su desnudez. Ella se había llevado la mano a la boca, como sorprendida de que un hombre se hubiese aventurado de noche por ese camino. Una única mirada a la chica bastó para que Conn se olvidara completamente de su novia.

- Siguió a la mujer de mantón blanco caminando junto al riachuelo hacia el bosque. -Wid retomó la historia cuando Erip se recostó en la silla y cerró los ojos-. Lo que ocurrió entre ellos esa noche no es apropiado para que un anciano como yo se lo cuente a una jovencita impresionable como tú, Tuala. Baste decir que después de eso Conn fue un hombre distinto. A la mañana siguiente volvió sin prisas a su casa, y en lugar de ponerse a trabajar como cervecero y a prepararse para la boda, se quedó de pie en su puerta contemplando el bosque y soñando con volver a encontrar a Amna. Permaneció allí día y noche y no fabricó ni una gota de cerveza desde el Baile de la Doncella hasta bien entrado el verano. Cada vez que la Brillante alcanzaba su plenitud él se escabullía bajo los carpes y cuando regresaba por la mañana tenía el rostro pálido y agotado y los ojos llenos de un salvaje deleite rayano en la locura, como si hubiera probado algo de tal singularidad y fascinación que moriría anhelándolo.

- Todos se lo dijeron -siguió Erip-, su madre, su anciano abuelo, su novia deshecha en lágrimas, los ancianos de la aldea. No tenían ninguna duda de que había sido hechizado por una mujer de los Seres Buenos y tenía que romper el hechizo o moriría por su causa. Pero Conn no escuchó a nadie. Cada luna llena él tenía su noche de éxtasis y, en el intervalo, los que lo amaban veían cómo se iba consumiendo por el ansia hasta que no fue más que un títere con ojos de loco del que sólo quedaba piel y huesos. ¿Qué era lo que Amna quería de él? Nadie lo sabía. Hubo otros que alcanzaron a verla allí junto a la laguna, la blancura del manto eclipsada por la finura nacarada de su piel, las profundas sombras de la noche nunca fueron tan oscuras como su hermoso cabello. Otros habían tenido el sentido común de bajar la mirada y pasar de largo. Conn no.

- ¿Qué ocurrió? -preguntó Tuala, pensando en lo estúpidos que eran los hombres por permitir que los atraparan de ese modo; estaba claro que Conn debería haberse dado cuenta de que su vida estaba siendo destruida y sencillamente haberle dicho a Amna que no.

- Es una triste historia -dijo Wid-. Su familia trató de intervenir. Un día de luna llena engañaron a Conn y lo ataron para que no pudiera ir a encontrarse con Amna. Creyeron que de esta forma tal vez podrían romper el hechizo y devolverle el sentido común. Esa noche la gente dijo haber oído los gritos de Amna en el bosque, unos gritos que helaban la sangre. No era la llamada de una joven a su amante ausente, sino los aullidos de un animal salvaje por su presa.

- ¿Y Conn se salvó?

Erip movió la cabeza en señal de negación.

- ¡No puedes entrometerte en los asuntos de los Seres Buenos como si tal cosa! Quizá podría hacerlo una persona como Broichan, pero no unas gentes comunes y corrientes como aquéllas. Conn se pasó la noche maldiciéndolos, forcejeando para intentar librarse de sus ataduras, y después de aquello les prohibió la entrada en su casa. Esperó hasta que la Brillante volvió a estar llena y salió para reunirse con su amada. A la mañana siguiente sus parientes lo encontraron boca abajo en la laguna, muerto. Pensaron que se había ahogado, hasta que le dieron la vuelta. Estaba blanco como la leche, sin una gota de sangre. Tenía las marcas de los dientes de la chica en su cuerpo.

Tuala se estremeció.

- Es una historia horrible. -Horrible y del todo inútil; una historia así no tenía nada que ver con ella-. ¿Y qué me dices de la otra, de la historia de la esposa-búho?

Wid la contempló con expresión grave.

- El argumento es muy similar -dijo-. Un hombre se siente impelido a adentrarse en el bosque, en esta ocasión a causa de lo que parecía un búho blanco, una criatura hermosa y singular. De día se convertía en mujer y aceptó ser su esposa siempre y cuando él respetara su diferencia y no la persiguiera cuando le llegara el momento de cambiar. Una historia más alegre, al menos durante un tiempo. Ella le dio hijas; él no se consumió de deseo, sólo se sentía insatisfecho con lo que tenía y quería el consuelo del calor de su esposa en sus brazos de noche mientras dormía. Empezó a pensar que no era mucho pedir, sin duda. Con el tiempo, su deseo de convertirla en humana, cosa que ella nunca podría ser, lo llevó a seguirla por el bosque bajo la luna llena. Vio el maravilloso momento de su transformación y aquella noche la perdió para siempre. Este hombre no murió como Conn. Vaga por los oscuros senderos bajo los robles, gritándole eternamente a una esposa que nunca regresará con él.

Se hizo el silencio. Tuala no tenía ninguna duda en cuanto a la conexión que existía entre esas historias. No obstante, por mucho que lo intentara, no veía la relación entre ellas y la repentina frialdad que los miembros de la casa le mostraban. Al fin y al cabo, todos sabían que era una niña del bosque, lo habían sabido desde el momento en que había llegado a Pitnochie. Y aun así la habían acogido. Le habían sonreído, le habían contado historias y la habían tratado como a una amiga.

- ¿Qué pasa, muchacha? -la ronca voz de Erip rebosaba amabilidad, y Tuala estuvo a punto de echarse a llorar de pronto.

- Fidich -susurró-. Ferat, y los guerreros… me excluyen. Ya no formo parte de las cosas en Pitnochie. Fidich dijo que no puedo ir a ver a Brenna y a los niños. Y ella me explicó que los hombres están preocupados por estas historias, la de Amna y la de la esposa-búho. Pero eso no tiene sentido. ¿Por qué iban a tenerme miedo ahora si nunca me lo tuvieron? Nunca les he hecho daño a los niños, tendrían que saberlo… -En aquellos momentos sí que lloraba de verdad.

Wid se inclinó hacia ella y le ofreció un pañuelo de lino.

- Haz lo que te hemos enseñado a hacer -le dijo en tono calmado-. Piénsalo detenidamente. Las historias tienen que ver con hombres seducidos por mujeres de los Seres Buenos, hombres arrastrados por un poder tan fuerte que no son capaces de resistirlo, ni siquiera tratándose de individuos conocidos por su gran sentido común, como Conn.

Tuala lo pensó todo lo bien que pudo. No parecía servirle de mucho.

- Pregúntate -dijo Erip, mientras sus dedos acariciaban suavemente al gato- por qué todo el mundo parece haber cambiado. Lo que sí me veo obligado a señalar es que Wid y yo no hemos cambiado; creo que este particular fenómeno no nos aqueja. Pero tu mente debería enfocar las cosas de otra manera. Quizá sea otra cosa lo que ha cambiado.

Tuala se lo quedó mirando un prolongado momento.

- ¿Te refieres a mí? Esto tiene que ver con que estoy creciendo, estoy cambiando, ¿no? Pero… -se quedó callada de nuevo al darse cuenta de que, efectivamente, el anciano se refería a eso.

Ahora que lo pensaba, la frialdad de los miembros de la casa hacia ella se remontaba al tiempo en que su cuerpo había empezado a cambiar, redondeándose en algunas partes, ahuecándose en otras, dotándola de la forma y el ritmo de una mujer. De niña había tenido la sensación de que, a pesar de su diferencia, era aceptable para Pitnochie. La habían tratado con amabilidad, incluso con afecto. Y ahora los que habían sido sus amigos andaban de puntillas a su alrededor como si fuera peligrosa de alguna manera. No era posible que creyeran que, como mujer, era la misma clase de criatura que Amna la del Mantón Blanco.

- Tienes que estar equivocado -dijo con rotundidad-. Amna poseía una belleza de otro mundo, era el tipo de mujer que vuelve locos a los hombres. La clase de mujer que sólo existe en las historias. Nadie podría pensar que yo… -Era ridículo. Le costaba creer que estuvieran manteniendo una conversación semejante.

- Prueba a mirarte en el espejo, muchacha -dijo Wid-. Lo que allí aparece ahora se multiplicará por cien para el próximo invierno, y por mil al siguiente. Los hombres lo han visto y tienen miedo. Las mujeres poseen más sentido común, pero se muestran cautelosas de todos modos. Es triste pero cierto; ahora tienes catorce años y a partir de aquí esta sombra se cernerá sobre tu camino, por mucho que intentes ser una de nosotros.

Tuala se quedó sin saber qué decir. Aquello no podía ser cierto. Ella no era una gran beldad, no tenía ningún interés por los hombres ni por la clase de cosas que hacían los hombres y las mujeres en la intimidad del dormitorio. La idea de que Ferat, Fidich y los demás pensaran en ella de ese modo le hizo sentir náuseas. No quería considerar ni por un momento que ésa pudiera ser la verdad.

- ¿Y qué me dices de vosotros? -preguntó-. Seguís siendo mis amigos. No habéis cambiado. ¿Y qué pasa con Broichan? Él nunca cambia. Ésta no puede ser la explicación.

Erip empezó a toser; en esa ocasión había sangre en la mano con la que se tapaba la boca. El ataque tardó un rato en pasársele. Por fin el anciano se tranquilizó.

- Como ya te he dicho -contestó con un hilo de voz-, quizá seamos demasiado viejos y estas tonterías ya no nos afectan. O quizá lo que pasa es que nos enamoramos de ti cuando apenas eras un renacuajo rebosante de preguntas, y así es como te seguimos viendo: como el pequeño tesoro de Bridei, un singular obsequio del Solsticio de Invierno. En cuanto a Broichan, su visión es muy particular. Sin duda te juzgó en detalle desde el primer momento y continuamente está ponderando las oportunidades y los peligros que representas.

Tuala asintió moviendo la cabeza. Recordaba todas y cada una de las palabras que el druida le había dirigido, hacía mucho tiempo, aquella vez que la mandó lejos. No cabía la menor duda de que la había considerado una amenaza desde el principio.

- ¿Qué puedo hacer? -les preguntó.

Los dos ancianos la miraron sin decir nada, con los ojos llenos de amabilidad y sonriendo a pesar de todo.

- Esperar y tener paciencia -dijo Wid-. Tienes una época muy difícil por delante.

- Prepárate para los cambios -añadió Erip-. Tendrás que ser valiente, Tuala.

- Todo iría bien si Bridei volviera a casa. -Su voz sonó débil; no había sido su intención decirlo en voz alta, pero le salió sin querer.

Wid abrió la boca para hablar; vio que Erip meneaba la cabeza como para silenciar a su amigo y entonces Bruma, cada vez más inquieto, saltó del regazo del anciano y se fue hacia la cocina. Como en respuesta a algún llamamiento, los tres perros se levantaron de su sueño debajo de la mesa y de pronto el salón dejó de estar tranquilo.

- La soledad puede ser muy difícil de soportar -dijo Wid, y se puso de pie-. Un buen amigo es el regalo más precioso del mundo, Tuala. Es una lección que no necesito enseñaros ni a ti ni a Bridei. Y ahora vamos a buscar un poco de sopa para este hombre, ¿te parece? Empieza a parecer un espantapájaros, y eso no podemos tolerarlo. Antes me pareció ver a Ferat con unos huesos de jamón; sin duda el aroma es prometedor.

Pasó el invierno y los días se fueron alargando sensiblemente, pero la Diosa Madre no hacía apenas nada para ceder su implacable dominio sobre el territorio. Las lagunas tenían una capa de hielo; la nieve cubría la casa de Broichan bajo los robles. Los hombres iban refunfuñando mientras se dirigían a hacer la guardia y todo un despliegue de prendas humeaba frente al fuego de la cocina y llenaba la casa de un olor acre. Los perros eran renuentes a aventurarse a salir; Bruma pasaba casi todo el tiempo en el regazo de Erip delante de la chimenea o, más avanzada la estación, hecho un ovillo en su cama, entre sus rodillas dobladas, pues llegó un momento en que el viejo erudito ya no tuvo fuerzas para levantarse de su camastro y decidirse a salir para reunirse con los habitantes de la casa y fingir que no tardaría en mejorar. Lo instalaron en la habitación de Bridei; Wid lo velaba, dándole sorbos de agua o medidos tragos de la última pócima de Broichan, secándole la frente, contándole historias como si fuera un niño enfermo. Mara quemaba hierbas aromáticas cerca de la entrada y se llevaba la ropa de cama manchada. Tuala quería ayudar y se encontró con que le impidieron entrar en la habitación. Mara había asumido el control; entonces era ella quien daba el visto bueno a las idas y venidas de gente y había decretado que demasiadas visitas no harían más que debilitar al anciano. Wid, luchando con su propio dolor y agotamiento, no tenía fuerzas para discutir, pero dejó entrar una o dos veces a Tuala cuando el ama de llaves andaba atareada con otras cosas. Erip tenía entonces unas manos tan frágiles que los dedos parecían ramitas al tacto y su voz era un débil susurro. A Tuala le pareció ver una nueva luz en sus ojos, un brillo que ya parecía estar más allá del mundo mortal y haber entrado en otro lleno de paz y posibilidad. Era como si su mente evocara una gran historia nueva de la que únicamente aguardaba empezar la narración. Ella le sostuvo la mano, se tragó las lágrimas y, cuando Mara regresó, se esfumó como una sombra.

Solicitó con educación que la dejaran entrar, señalando que era amiga de Erip, que él había preguntado por ella, que podía resultar útil.

- No haces falta, Tuala -decía Mara.

- Vete, muchacha -le decía Ferat con un tono bastante amistoso y una mirada que reflejaba algo entre impaciencia y desazón. Al menos él parecía sentirse un poco culpable ante aquella traición contra alguien que había sido una niña querida, una amiga; en cualquier caso, la incomodidad que mostraba ante su presencia era bastante evidente.

Cuando el fin estuvo próximo se vio obligada a suplicarle a Mara.

- Por favor. Es un viejo amigo. Por favor, déjame entrar.

- Erip es amigo de todos nosotros -dijo Mara-. Aquí no te necesitamos. Vete, y llévate contigo a tu criatura -e hizo ademán de empujar a Bruma para sacarlo de la cama, pero el gato clavó zarpas y dientes en los dedos de Mara y lo dejaron allí agazapado entre el montón de cobertores de Erip. El propio Erip estaba ya demasiado débil como para protestar y Wid dormía en una silla, agotado por las prolongadas vigilias. Tuala se retiró en silencio.

Se quedó un rato sentada en su pequeña habitación con la mirada fija en la pared. Aquello estaba mal; tan mal que no parecía poder extraerse de ello ninguna enseñanza en absoluto. ¿Cómo podían prohibirle que estuviera allí? ¿Cómo podían impedirle que se despidiera de Erip? Era una de ellos, se había criado con ellos, la habían acogido en su casa y había sido guiada hacia el conocimiento por el mismo anciano que en aquellos momentos yacía moribundo bajo el techo que los había albergado a ambos. ¡Maldita fuera Amna la del Mantón Blanco! ¡Mal rayo partiera a la esposa-búho! No eran más que tonterías que no tenían nada que ver con ella.

De pronto a Tuala la invadió la necesidad de hacer algo. Agarró su capa de abrigo, embutió los pies en sus pesadas botas y se dirigió hacia el exterior. El frío se aferró dolorosamente a sus pulmones en cuanto salió de la cocina; el aire era como hielo en su piel. Pero tenía que alejarse de allí, lo más lejos que pudiera de Mara, Ferat y Fidich, de Uven y Cinioch, de las miradas desconfiadas de todos los que antes parecían sus amigos. No iba a pedir permiso para sacar a Llamarada; no quería oír otra negativa tajante. Iría andando. Caminaría hasta el Valle de los Vencidos y allí exigiría algunas respuestas.

A medida que había ido creciendo, Tuala había advertido que poseía ciertas habilidades que las demás personas no adquirían fácilmente. Desde su más temprana edad había sido consciente de que dichas habilidades debían mantenerse ocultas, puesto que manifestándolas sólo hubiera conseguido subrayar el hecho de que era diferente, y ella no quería ser diferente, ella quería formar parte de Pitnochie. Erip y Wid conocían algunas de las cosas que podía hacer, y Bridei también, pero no le había hablado a nadie sobre todas sus habilidades y la facilidad con que podía utilizarlas.

Mientras subía penosamente por el sendero y las botas se le hundían en la capa de hojas húmedas en descomposición bajo los robles desnudos, se dijo a sí misma con cierta amargura que tal vez hubiera sido mejor no haber puesto nunca en práctica aquellas artes secretas y haber ignorado que tenía esos poderes. Entonces tal vez hubiera perdido el don. Quizá se le habría olvidado cómo utilizarlo, cómo hacer aparecer imágenes de reinas, dragones y gigantes en un rayo de luz a través del vidrio coloreado; cómo lograr que una ardilla saliera de su escondite y saludarla de un modo que ella entendía en su pequeña mente de criatura; cómo formar, con arbustos, hierba y vainas, una muñeca, un cesto o una cadena que tuvieran no solamente el dibujo de trenzas, ondas y nudos, sino un poder vivo. Podría haber perdido la habilidad de interpretar las señales en el bosque, señales que dejaban los de la otra especie, los Seres Buenos. Entonces no podría haberlos encontrado, por mucho que sintiera el impulso de buscarlos. Los sutiles arañazos en la corteza o en la roca, los pequeños enredos en la hierba y las hojas amontonadas, todo ello eran mensajes y, sin que nadie le hubiera enseñado su significado, Tuala hacía mucho tiempo que los comprendía. Sus autores seguían evitándola. Aquellas sombras divisadas a medias, aquellas voces susurrantes estaban más cerca que nunca. Pero sus mensajes eran para ella, lo sabía. La llamaban; la querían de un modo en que no parecían quererla los humanos. Con ellos tal vez tuviera un hogar. Era un camino de un único sentido; un camino inaccesible. Si entraba en aquel mundo tendría que dejar atrás a Bridei. Era imposible separarse de él. Sería como romperse en dos.

Sumida profundamente en sus pensamientos, Tuala cubrió la larga distancia desde la casa de Broichan al valle oculto casi sin darse cuenta. Ese día la niebla era espesa; apenas distinguía sus propios pies mientras se abría camino por el empinado sendero que descendía hasta la laguna. Daba la impresión de que el vapor se cernía sobre ella como una manta pesada y sofocante. En algún lugar del bosque aullaba un perro, un sonido de pura desolación.

Tuala se agachó en el borde del Espejo Oscuro. Al principio no sintió el frío, pues la briosa caminata la había hecho entrar en calor, pero no tardaron en empezar a arderle y a dolerle la nariz, las orejas, los dedos de las manos y los pies a causa del helor que se le metía en los huesos. Le castañeteaban los dientes. Aquello había sido una estupidez; se hallaba muy lejos de casa y nadie sabía adónde había ido. Aunque no podía decirse que les importara, pensó Tuala. Si no regresaba nunca, probablemente Mara, Ferat y los demás lo agradecerían. No habría una fastidiosa presencia entre ellos; no tendrían cerca a una tentadora del Otro Mundo que pudiera llevarse a sus jóvenes. Era tan estúpido que no podía aceptarlo. ¿Una especie de belleza de otro mundo, ella? ¿Tuala lanzando hechizos para volver locos de deseo a los hombres? Sencillamente se hubiese reído de una teoría tan insensata de no ser por la terrible realidad de lo que parecía suponer para ella. La habría desdeñado completamente de no ser porque Erip y Wid, cuyo sentido común le resultaba evidente, le explicaron que, en efecto, era así como la percibían entonces los miembros de la casa. «Mira en el espejo», le habían dicho. Y así lo hizo, se inclinó sobre las quietas aguas de la laguna y en esa ocasión no buscó visiones ni portentos, sino simplemente su propio reflejo verdadero.

No parecía muy distinta de antes. Tenía el rostro ovalado, las cejas castañas arqueadas, los ojos grandes y claros, tal vez azules si se les tuviera que asignar un color. Su mirada era inquisidora y estaba ojerosa; había llorado por Erip, por Wid, y sólo un poco por sí misma. La nariz era recta, la boca pequeña y delicada, rosada como un capullo de rosa. Era pálida, desde luego. Tuala se vio obligada a admitir que, al menos en ese sentido, sí que se parecía un poco a la Amna de la historia, pues su piel siempre había sido blanca y translúcida, como si la Brillante le diera el brillo de sus rayos de luna. Tenía el cabello negro como el carbón, largo y lustroso a pesar de que descuidaba mucho su cepillado. Eso también la hacía parecida a la mujer de la narración. Pero ella todavía era joven, no hacía mucho tiempo que había sangrado por primera vez y no se atrevió a pensar en lo que Amna le había hecho a su amante bajo la luna llena. Amna había sido una seductora, una mujer de conciencia sensual y pasiones terrenales. ¿Cómo podía pensar alguien que ella, Tuala, tenía el mismo poder que aquella peligrosa criatura de la noche?

Las prácticas prendas que Tuala llevaba para salir de casa, la capa, el manto, la túnica y la falda larga sobre unas fuertes botas ocultaban completamente su figura; la chica que le devolvió la mirada desde el agua oscura podría haber tenido cualquier forma. Sin embargo, en esos momentos, mientras miraba, la imagen cambió y se vio a sí misma, con horror, sin un solo pedazo de tela que la cubriera, allí de pie sin la más mínima vergüenza, con los brazos levantados, unos bonitos pechos redondos expuestos como dos pequeñas lunas gemelas de punta rosada; los contornos curvilíneos de una cintura delicada, las caderas redondeadas, los muslos delgados, todo ello expuesto allí a la vista de cualquiera. Se distinguía incluso el pequeño y nuevo triángulo de vello oscuro entre sus piernas. Horrorizada, Tuala alargó las manos para tapar su cuerpo, aunque allí en el borde del agua ella seguía envuelta en sus capas de lana. En el Espejo Oscuro su imagen desnuda se dio la vuelta, sonrió y le hizo señas, y ella se dio cuenta, acongojada, de que, en efecto, un hombre podría encontrar atractiva a una criatura de perla, ébano y rosa como ésa. Vio su propia inocencia en la visión y el peligro que acarreaba en su naturaleza misma.

- Vete -dijo Tuala entre dientes mientras los ojos se le llenaban de lágrimas de enojo-. ¡No quiero verte! ¡No he venido para esto! -Cerró los ojos con fuerza, deseando relegar su propia imagen al olvido.

- ¿Tienes miedo de enfrentarte a la verdad? -dijo alguien a su izquierda-. No es propio de ti.

Tuala abrió los ojos de golpe. Esa vez no se trataba de una voz sutil y sibilante como las que había oído otras veces en ese secreto pliegue del terreno. Esa voz sonaba real y confiada, sin duda era la voz de una mujer de carne y hueso. Sólo había tenido tiempo de parpadear y ver fugazmente una figura con capa de pie a su lado, lo bastante cerca como para poder tocarla, cuando habló una segunda voz. Tuala se puso de pie de un salto y se volvió hacia el otro lado.

- Además -observó el segundo personaje-, es una visión agradable. No puedes negarlo. Una imagen hermosa. Con sólo echarle un vistazo un hombre estaría ansioso por descubrir si la realidad sería todavía más hermosa.

Fue un joven el que habló. Sus palabras hicieron que a Tuala se le pusiera la carne de gallina; se imaginaba lo que Donal o Bridei, incluso Broichan, tendrían que decir sobre su estupidez al ir hasta allí sola en invierno sin decírselo a nadie. Se quedó muy quieta e intentó respirar lentamente. Se obligó a observar, tal como Bridei le había enseñado. No se trataba de un hombre, no exactamente. No era mucho más alto que ella y su cabello rebelde y desgreñado era de un tono verdoso, musgoso. Aquí y allí sus rizos parecían desviarse para formar zarcillos y hojas, como de hiedra. Tenía unos ojos del mismo color marrón que las ciénagas y redondos como los de un búho. Aunque, definitivamente, no era un hombre, la sonrisa pícara que le dirigió mientras ella lo estudiaba con la mirada le recordó dolorosamente a Erip en sus mejores tiempos.

- Estás temblando -dijo la otra voz y, al darse la vuelta, Tuala sintió el suave peso de una capa colocándose en sus hombros. Era una prenda frágil y poco sólida que parecía estar hecha de vilano de cardo y que sin embargo le proporcionó calor al instante, como si fuera un gato enroscado delante del fuego del hogar. La chica sostuvo su mirada con calma. Era un poco más alta que el hombre joven, si se le podía llamar hombre, y poseía una larga cabellera de un rubio plateado, trenzada y anudada de forma elaborada con hilos brillantes y nervaduras de hojas, telarañas y unas diminutas bayas blancas ensartadas en los cabellos. Llevaba una capa con capucha de color azul grisáceo que se movía en torno a ella como humo de leña. También parecía joven; tenía la tez de un blanco invernal, tan pálida como la de Tuala, y poseía una delgada figura y un porte grácil-. Sientes el frío, lo cual no es sorprendente. Te has criado entre humanos; sus flujos son más cortos y se mueven con más violencia. Tu cuerpo ya está en sintonía con sus pautas. Has venido a nosotros justo a tiempo.

Tuala olvidó de pronto las palabras que se había preparado para una ocasión como ésa. Lo había deseado con todas sus fuerzas, había ensayado las preguntas: «¿Quién soy? ¿Quién me abandonó y por qué?» En aquellos momentos, temerosa de las respuestas, no era capaz de preguntar nada. Al final dijo:

- ¿Por qué ahora? ¿Por qué os mostráis ahora? He estado aquí muchas veces; he visto visiones en el Espejo Oscuro, se han reído de mí otros de vuestra especie que nunca se manifestaban del todo. ¿Qué es lo que ha cambiado? -Mientras hablaba ya tenía la respuesta en su cabeza, la misma que ya le habían dado otros: «Tú has cambiado.»

- Aquéllos con los que te encontraste no eran de nuestra especie -dijo el hombre hoja-. Son de una casta menor; muchos de ellos comparten nuestro bosque. Son seres que no te dejarán ver su verdadera forma. Al menos mientras todavía tengas un pie en un mundo de druidas y héroes, de reyes y consejeros.

- ¿Un pie? -Tuala no pudo evitar preguntar. No creía que fuera miedo lo que sentía, a pesar de la absoluta rareza de esa aparición, sólo asombro de que al fin esos desconocidos hubieran decidido dejarse ver ante ella y una cautela que era producto de su conocimiento de las historias-. Vivo en Pitnochie; pertenezco a la casa de Broichan. Nadie sabe realmente de dónde vengo. Podría ser la hija ilegítima de alguna pobre muchacha. Podría ser una chica humana normal y corriente. -Tendría que preguntárselo directamente. Deseaba poder hacerlo. «¿Sabéis quién soy?». La risa que resonó entonces detuvo sus palabras antes de que las dijera en voz alta. El sonido del alborozo de aquellos seres hizo eco por la pequeña cañada, como el golpeteo de las semillas en la vaina, y su rareza provocó en Tuala un cosquilleo en el cuello.

- ¿Normal y corriente? -se burló la chica-. No te lo crees más que nosotros. Tú eres de los nuestros, una hija del bosque. Tienes magia en cada cabello de tu cabeza, en cada roce de las yemas de los dedos. Dinos por qué has venido hoy aquí, Tuala. Dinos por qué nos buscaste.

El joven se puso en cuclillas; su ropa, al igual que su pelo, parecía una extensión del follaje del bosque, marañas de vegetación verdeante. Desprendía un ligero olor a humus. Dio unas palmaditas en el suelo con sus largos dedos nudosos, invitándola a sentarse; la chica con la capa gris estaba arrodillada al otro lado de Tuala, que se sentó con las piernas cruzadas y todos los sentidos alerta. Si tenía que echar a correr quería estar lista para poder hacerlo al instante. El corazón le latía con fuerza; allí podían ocurrir muchas cosas y debía estar preparada para cualquiera de ellas.

- Vine a buscar respuestas -contestó-. Y las preguntas no son las mismas que os hubiera formulado anteriormente de haber tenido oportunidad. La gente ha cambiado; los que eran mis amigos de pronto me temen, se muestran cautos y extraños. Mis maestros dijeron que eso es porque… porque, como mujer, me consideran peligrosa. -Tragó saliva-. Como Amna la del Mantón Blanco -añadió de mala gana-. Y ahora mi anciano amigo se está muriendo y no me dejan entrar para cogerle la mano y decirle adiós. -No iba a dejar paso a las lágrimas; era importante mantener el control de la situación. No tardaría en tener tiempo de sobra para llorar.

- ¡Amna! -exclamó el hombre hoja-. Las mujeres humanas se inventan historias como ésta para evitar que sus hombres se aparten del buen camino, ¿sabes?

Tuala se lo quedó mirando fijamente. El muchacho tenía unas mejillas morenas y brillantes como castañas maduras.

- ¿Se las inventan? -repitió ella-. ¿Quieres decir que no es más que un cuento imaginario? ¿Y qué me dices de la esposa-búho? ¿Es lo mismo?

- Tal vez sí -respondió él-. Tal vez no.

- Eso no resulta de mucha utilidad -replicó Tuala-. Me hacen falta algunas respuestas. Necesito ser capaz de demostrarle a la gente que no represento ninguna amenaza para ellos. Necesito convencerles de que… -su voz se apagó; aquello era demasiado embarazoso para expresarlo con palabras.

- ¿De que no sientes ningún deseo por un hombre? -La chica se echó la capucha hacia atrás y cruzó las manos en el regazo; llevaba muchos anillos en sus largos dedos, unos intrincados diseños en plata que formaban ramificaciones, con incrustaciones de piedras pálidas-. Eso no tiene importancia, Tuala. El peligro, tal y como ellos lo entienden, es que un hombre pueda desearte a ti. Te evitan porque creen que, a partir de ahora, es peligroso mirar o tocar. Piensan que el hecho de permitir que te acerques demasiado se convierte en una sentencia de muerte. Conocemos tu historia. Bridei te acogió. En aquel entonces era un niño completamente ajeno a lo que eso significaba. El druida se dio cuenta de cómo serían las cosas, pero lo vio demasiado tarde. No puede permitir que te quedes en Pitnochie. Hacerlo acarrearía, en efecto, la muerte: la muerte de su visión. Así lo cree él.

A Tuala se le heló el corazón.

- Pero habéis dicho que lo de Amna era una historia inventada. En cualquier caso, yo no soy así. Me han criado como a una chica humana y viviré mi vida como lo hace una chica normal y corriente. No quiero hacer daño a nadie. -El futuro que deseaba la comprendía a ella misma, a Bridei y a Pitnochie, todo junto; ¿cómo podría soportar otra cosa?

Ninguno de los jóvenes dijo nada. Durante el prolongado silencio Tuala oyó el eco de sus palabras y se dio cuenta de que sonaban muy infantiles, muy simples. Era demasiado tarde para unas soluciones tan sencillas. Ya nunca podría volver a ser una niña.

- Además, ¿cómo sabéis todo esto? -Los desafió al fin, aunque la respuesta a esa pregunta se hallaba ante sus ojos, en las tranquilas aguas del Espejo Oscuro-. ¿Qué tiene que ver esto con vosotros?

La chica del bosque sonrió. Era una sonrisa extraña, en la cual el dolor y la resignación quedaban atenuados por una amabilidad que casi parecía forzada.

- Me sorprendes, Tuala -dijo-. No haces la pregunta que más te preocupa. ¿No es esa pregunta la respuesta a la que acabas de plantear?

Tuala no contestó. Aquellas personas eran de los Otros; se parecían tan poco a ella como las criaturas salvajes. Si eran de su misma especie casi prefería no saberlo.

- Oh, bueno -añadió la chica con un suspiro-, todavía no te has ganado el derecho a semejante respuesta, de modo que no te la podría dar aunque la supiera. Esa verdad es para más adelante, para cuando hayas demostrado que podemos confiar en ti. Llegará un momento en que nos necesitarás tanto que harás cualquier cosa para saberla. En cuanto a nuestra fuente de información, te observamos y observamos a Bridei. Nuestras pautas son más prolongadas que las de los humanos, pero eso no significa que no estemos interesados en los reyes y druidas, en las batallas, las luchas y el gobierno de Fortriu. Se avecinan grandes cambios. Tu amigo está en el centro de todo ello, o lo estará. Suponemos que eres consciente de tal cosa.

Tuala movió la cabeza en señal de afirmación, aunque no respondería con palabras. Incluso siendo niña había entendido la clase de futuro que Broichan había planeado para su hijo adoptivo.

- ¿Qué papel esperas tener tú en unos acontecimientos de semejante magnitud y trascendencia? -dijo el hombre hoja con una franqueza cruel-. Ésa es la pregunta que debes hacerte, pues quizá no falte mucho tiempo para que Pitnochie te sea vedado para siempre.

- Basta -dijo Tuala entre dientes, y se llevó los dedos a los oídos, pero siguió escuchando; al fin y al cabo, había ido allí en busca de respuestas y eso es lo que eran todas esas palabras, por mucho que no fueran las que ella deseaba escuchar.

- Broichan se enfrenta a un dilema -dijo la chica del bosque-. No puede abandonarte sin más. La buena opinión de Bridei significa mucho más para él de lo que nunca demostrará a nadie. El druida del rey tiene un punto débil, que es su afecto por el chico. Además, es totalmente leal a los dioses; no querrá caer en desgracia con la Brillante expulsando a su hija. Por suerte para él, existe una solución. Si yo fuera Broichan y mi mente funcionara como la de un hombre mortal, me alegraría de que hubieras llegado a una edad fértil. Ahora sólo tiene que encontrarte un marido y podrá deshacerse de ti de un modo totalmente respetable, sin ofender a nadie.

- No pongas esa cara de horror -dijo el hombre hoja, y se pasó la lengua larga y verdosa por los labios. A Tuala se le pusieron los pelos de punta al verla-. Es lo normal para las chicas humanas una vez empiezan a tener la menstruación. ¿Acaso no has intentado convencernos de que no eres más que una chica humana? Claro que podría resultar difícil encontrar un pretendiente para una persona como tú. Cualquier hombre que supiera la historia de Amna la del Mantón Blanco sería un estúpido si te aceptara. Pero un atisbo de esta carne delicada, de esta lozana figura menuda, bien podrían convencer a un viudo solitario, un hombre mayor, tal vez. Y Broichan es un hombre de buena posición económica; puede ofrecer una buena dote. Apuesto a que antes del Solsticio de Verano dejarás de estar en sus manos. Eso si no te decantas por la otra opción, la que podemos ofrecerte nosotros.

Tuala tuvo la sensación de que iba a vomitar.

- Bridei no dejará que Broichan haga eso -susurró-. Él lo evitará. El joven volvió a sonreír.

- Bridei está muy ocupado con otros asuntos -dijo, e hizo un gesto hacia el lago, donde las imágenes surgieron en el brillo de un movimiento instantáneo-. Asuntos de vida y muerte cuyo curso influirá no sólo en su propio futuro, sino también en el de Fortriu. Si todo se desarrolla de acuerdo con el plan de Broichan, el destino de Bridei lo llevará lejos de ti. Míralo tú misma.

- No voy a mirar -repuso Tuala, que oyó el temblor de su propia voz-. Vosotros podéis manipular estas imágenes y sólo me mostraréis lo que queréis que vea. No vais a obligarme a mirar.

- ¿Por qué vienes aquí si no es para verlo a él? -le preguntó la chica en voz baja y suave-. ¿Por qué entretenerse en este lugar solitario si no es para estar cerca de él cuando se encuentra lejos? Cuando estas aguas te muestran su rostro no puedes evitar mirarlo.

Tuala agachó la cabeza. Tenían razón: ir allí con aquel frío, recorrer todo el camino y no ver a Bridei cuando sabía que su imagen la aguardaba allí en la superficie del Espejo Oscuro le resultaba, en efecto, imposible. No obstante, se sintió incómoda al inclinarse una vez más sobre la laguna. Poco antes había sido su propia forma desnuda la que había brillado pálida y extraña en el agua y el hecho de buscar una imagen del querido amigo de su niñez en aquella misma superficie tranquila la inquietaba. Había algo que no estaba bien. Ni por un momento creyó que sus compañeros del Otro Mundo no pudieran cambiar y distorsionar el mensaje del Espejo Oscuro para sus propios fines. Aun así, tenía que mirar.

Aparecieron imágenes fugaces que se desvanecieron antes de que le hubiese dado tiempo a asimilarlas: Bridei cabalgando con Gartnait a su lado, ambos forzando a sus caballos en una rivalidad tácita. Eso no sorprendió a Tuala. Había tenido muchas oportunidades de observar al risueño hijo pelirrojo de Talorgen durante los veranos que había pasado en Pitnochie. Detrás de su fachada de payaso Tuala había visto algo más: una ferviente lucha por igualar a Bridei en las hazañas de fuerza y habilidad. Había reconocido la desesperación con la que Gartnait trataba de demostrar su valía delante de su padre y comprendía lo que Bridei no podía comprender: que su jocoso compañero de trato fácil albergaba una intensa ambición en su interior. Para un chico como Gartnait quizá podría parecer que las cosas le resultaban demasiado fáciles a Bridei. Él no sabía nada de las largas temporadas de soledad, las pacientes horas de autodisciplina. No comprendía lo que significaba que te mandaran a otra parte siendo demasiado pequeño para entender por qué.

La imagen cambió y Tuala vio a Bridei luchando con otro hombre, una pelea a vida o muerte con cuchillos. Fue sólo un momento. Después lo vio solo por la noche, mirando a la oscuridad mientras una vela solitaria mostraba sus ojos ojerosos, la pequeña arruga en el entrecejo, la tirantez de su boca apretada.

- Me necesita -susurró Tuala.

Entonces ya no fue de noche sino de día, él estaba sentado en un banco junto a un estanque con peces y había una chica. La muchacha era pelirroja como Gartnait y tenía una nariz delicada, salpicada de favorecedoras pecas. Su manera de vestir la distinguía como a una dama, llevaba el cabello peinado hacia atrás, sujeto por una cinta bordada de la que sólo escapaba un único e ingenioso mechón que le caía sobre una oreja, y el vestido era una prenda de un tenue color como el de la arcilla, ribeteado con los mismos tonos de verde y azul de la cinta del pelo. Llevaba los pies calzados con magnífica cabritilla. La chica estaba sentada al lado de Bridei; tenía un aspecto igual de serio que él y lo escuchaba atentamente mientras hablaba. Él inclinó la cabeza cortésmente y ella dijo unas pocas palabras con el rostro alzado hacia Bridei. Era muy bonita, aunque sus facciones eran angulosas, un tanto parecidas a las de un zorro. Tuala vio en la mirada de Bridei que él la admiraba.

- Muy apropiado -observó el hombre hoja con sequedad cuando la imagen se agrietó y se disipó-. La hija de un amigo de la familia, con lazos reales, sana y presentable en todos los sentidos, y tan sólo uno o dos años menor que él. Primero Bridei debe ir a la batalla, por supuesto; esta primavera debe demostrar su valía en el campo. Pero ya se ve cómo va a desarrollarse todo esto. Ya confía en ella.

- Me necesita. -Tuala estaba temblando a pesar del calor de la extraña capa en que la habían envuelto-. Tiene que volver a casa. -Ninguna chica elegante con lazos reales sabía escuchar como ella, ni sabía cómo arrancarle una sonrisa a aquel rostro serio, ni cómo permanecer a su lado mientras él lidiaba con las grandes preguntas que lo acuciaban y que cada vez serían más apremiantes. No había visión deslumbrante que pudiera convencerla de lo contrario. Lo único que significaba todo aquello era que nadie comprendía el vínculo que existía entre ellos; nadie aparte de ella misma y de Bridei.

- No, Tuala -dijo la chica del bosque-. Él ya está volando fuera de tu alcance; ¿querrías cortarle las alas a un águila?

- Ni siquiera el águila puede volar sin sus periodos de reposo. -Tuala intentó parecer confiada-. Necesita descansar para poder seguir adelante con valor. Para eso me necesita.

- ¿Cómo puedes estar segura de ello? -le preguntó el hombre hoja-. ¿No sería mejor que siguieras tu propio camino y utilizaras tus propias aptitudes? Apenas has empezado a descubrir quién eres.

- Bridei ya no te necesita -la voz de la joven era balsámica como la aguamiel, suave como la de una madre-. Ésta fue una amistad de niñez que os ha servido a ambos. Esos tiempos ya han pasado. Él avanza en su propio viaje. Ya es hora de que tú te detengas a pensar en el tuyo.

- Da la impresión de que temes los planes que Broichan tiene para ti -dijo el joven-. No es necesario que hagas lo que él desea. Elige la otra manera. Por eso acudiste a nosotros. No intentes negarlo siquiera. Sabes que aquí, en el bosque, existe un camino para ti. Nosotros te enseñaremos a encontrarlo. Abriremos la puerta para que puedas cruzar al otro lado.

- Te llevaremos a casa. -Entonces la voz de la muchacha fue como el tañido de un dulce instrumento de otro mundo que resonó por las aguas oscuras. A Tuala se le erizó el cuero cabelludo. Un hechizo, de eso se trataba, de un encantamiento, una trampa; había recelado del hombre hoja, de sus sonrisas maliciosas y sus miradas lascivas, pero la más peligrosa era la otra, la de aspecto hermoso y tono amable. Había sido una estúpida al dejar que aquello llegara tan lejos, al dejar que esa voz suave, que esas visiones provocadoras la afectaran. Sus manos se movieron a tientas para quitarse la prenda de telaraña de los hombros de un tirón. Su cuerpo se tensó, listo para huir. Tan sólo tenía que ponerse de pie y echar a correr, pues ya conocía el camino: tenía que subir por el sendero, seguir por el borde del valle, pasar por debajo de los abedules, los robles y el acebo, regresar a los límites del terreno de Broichan y ponerse a salvo. No la seguirían; no cuando hubiera pasado las piedras blancas que había a la entrada del Valle de los Vencidos. Al menos esperaba que no lo hicieran.

Pero, si huía, ellos sabrían que sus pullas habían dado en el blanco. Sabrían que habían conseguido, como mínimo, asustarla. No les permitiría aquella pequeña victoria, y menos después de que la hubieran herido con sus crueles comentarios. Ellos no eran los únicos que podían tergiversar y alterar las imágenes de un vidente para ilustrar algún punto en concreto. Tuala respiró hondo y volvió a mirar en las aguas del Espejo Oscuro. Se concentró en la Brillante; se imaginó la orbe plateada de la plenitud de la Dama, evocó la imagen de una mujer alta y encantadora que llevaba en sus brazos a un bebé diminuto envuelto en pieles. El agua brilló, se rizó y volvió a quedar en calma. Allí, en su reflectante superficie estaba el niño Bridei, con los piececillos amoratados por el frío bajo el dobladillo de su camisón, de pie en la puerta a medianoche. Bajó la vista al suelo. El espejo no mostró lo que veía, sólo el maravilloso cambio en su rostro, un rostro demasiado serio, demasiado cauteloso para un niño como él, que sin duda tendría que haber estado pensando únicamente en días soleados, juegos y familia. En el agua él se arrodillaba, miraba y de pronto sus ojos se llenaban de luz, su pequeño y triste semblante embargado por la dicha. Se puso de pie nuevamente, levantó la vista y la Brillante lo miró desde arriba y rozó su rostro con un tono plateado sobrenatural. Tuala no oyó lo que decía, pero reconoció el significado en su corazón; era una profunda promesa que había que cumplir, una afirmación de responsabilidad. Bridei se inclinó para recoger lo que tenía a sus pies; sonrió. Entonces había una mirada distinta en sus ojos, una mirada que sólo era para ella. La imagen se desvaneció y desapareció.

De pronto todo quedó muy tranquilo en el Valle de los Vencidos, tan tranquilo que dio la impresión de que el tiempo se había detenido mientras esa imagen habitaba el Espejo Oscuro. Tuala parpadeó, se frotó los ojos y miró a uno y otro lado. Estaba sola. Sus compañeros del Otro Mundo se habían ido con el mismo silencio y discreción con el que habían aparecido. La visión que había elegido los había molestado, de eso no había duda. Ella no acababa de comprenderlo del todo; ¿acaso no eran leales a la Brillante? Quizá fuera su testarudez lo que los había hecho marchar. Quizá habían esperado que les tomaría la mano y se adentraría en el bosque ese mismo día para no regresar nunca al reino de los mortales. Ni siquiera les había preguntado sus nombres.

Empezó a llover y la lluvia fue aumentando de intensidad con una rapidez alarmante hasta convertirse en un aguacero torrencial que le caló la capa, el mantón y la túnica. Se puso la capucha y siguió andando. Sus botas no tardaron en llenarse de barro. Había pasado mucho tiempo deseando que los Seres Buenos se manifestaran y empezaran a proporcionarle respuestas. Ahora, por fin, lo habían hecho, pero se había enterado de muy poca cosa. Quizá hubiera una especie de hogar para ella entre aquella gente. «Abriremos la puerta para que puedas cruzar al otro lado», habían dicho. Le hubiese gustado averiguar el significado de esas palabras, pero sólo si hubiera tenido la garantía de que podría retroceder de nuevo. Y Tuala había oído demasiadas viejas historias para creer que fuera posible semejante posibilidad. Si cruzabas al otro lado, te quedabas allí atrapado para siempre, o pasabas allí un día festejando y bailando y luego regresabas a casa para descubrir que tu familia llevaba cien años muerta. Además, no iba a ir a ningún sitio sin Bridei, y no había duda de que el camino de Bridei se hallaba en el mundo de los asuntos humanos, de los druidas, de los reyes y las batallas. Y por muchas chicas zorro encantadoras que le mostraran, no iba a creer que nadie pudiera llenar el lugar que ella ocupaba en su vida. Ellos dos estaban hechos el uno para el otro, era así de simple.

Ya había oscurecido cuando llegó a casa chorreando, agotada y muerta de frío. Al salir del sendero bajo los robles desnudos, arrebujada en su capa empapada y oyendo el chapoteo de sus botas, vio que los pálidos rostros de los hombres que montaban guardia agrupados en torno a su pequeña hoguera se volvían hacia ella antes de apartar de nuevo la mirada rápidamente.

La puerta de la cocina tenía echado el cerrojo; Tuala hizo lo que pudo para llamar con las manos heladas y doloridas. Pensó en la imagen del lago: un niño, de pie en aquel mismo lugar, que baja la mirada a un bebé abandonado en la nieve en la medianoche del solsticio. Aguardó mientras oleadas de escalofríos sacudían su cuerpo. En esa ocasión no había ningún Bridei para dejarla entrar. Alzó la mano para volver a llamar pero, antes de que pudiera hacerlo, se descorrió el cerrojo y la pesada puerta se abrió a la luz de un farol, al calor del fuego y al adusto semblante de Mara. Tuala entró a trompicones.

- Erip está muy mal -dijo la mujer al tiempo que volvía a colocar el pestillo en su sitio-. Quítate toda esa ropa mojada y tráemela, luego vas a entrar.

- ¿Cómo de mal? -preguntó Tuala sin poder evitar que le castañetearan los dientes. La súbita impresión del calor del fuego le estaba provocando una sensación de debilidad y mareo.

Mara apretó los labios.

- Podría ser una noche muy larga -dijo-. Vamos, ponte ropa seca. Dame esas botas ahora mismo. Vas a dejar un rastro en el suelo que ha limpiado Ferat.

Tuala sacó los pies entumecidos de las botas empapadas, agarró la vela encendida que le dio Mara y corrió hacia su pequeña habitación. Se desnudó, temblando de frío, se frotó con un trapo para secarse razonablemente bien, se puso a toda prisa ropa interior limpia, un vestido de lana y un viejo mantón de Brenna que todavía colgaba de una percha junto a la puerta. Lió sus prendas empapadas y regresó a la cocina. Sintió cierta gratitud hacia Mara; no podía decirse que esa mujer grandota fuera amable, pero al menos era consecuente. Pero Erip… ¿Cómo había podido Tuala permanecer fuera tanto tiempo cuando su anciano amigo se hallaba a las puertas de la muerte?

Mara cogió la ropa que chorreaba sin hacer ningún comentario y empezó a colgarla junto al fuego. Una olla de sopa humeaba en el hogar y en el estante de piedra que Ferat utilizaba para sus preparados se había dispuesto un cuenco lleno de ella, con un trozo de pan negro al lado.

- Cómetela -dijo Mara-. No quiero cargar con el trabajo de cuidarte a ti también si te pones enferma sólo por la descabellada idea de salir corriendo al bosque tú sola. Tómatela, te hará entrar en calor.

- Dijiste que iba a entrar -logró decir Tuala después de haberse comido casi toda la sopa-. ¿Significa eso que las reglas han vuelto a cambiar?

- ¿Las reglas? La única regla que sigo es la del sentido común: un anciano, una habitación pequeña, no hay ninguna necesidad de que haya una bandada de gente allí metida agotándolo. No es gracias a mí que se te pide que entres esta noche, es gracias a él. Él preguntó por ti.

- Lo hubiera hecho antes, él hubiera querido que yo estuviera allí -se sintió obligada a decir Tuala-. Estaba demasiado débil, eso es todo. Ya te lo dije.

Mara le dirigió una mirada, pero no tuvo nada que decir.

En la pequeña habitación de Bridei con su ventana alta y cuadrada, Erip descansaba tumbado en varias almohadas; el hecho de estar apoyado de ese modo lo aliviaba. A pesar de todo, esa noche su respiración le provocaba un ruido áspero y vibrante en el pecho, como si un palo golpeteara sobre unos huesos tocando una espantosa música de muerte. Wid estaba sentado a su lado con sus largas y nudosas manos entrelazadas en el regazo y la expresión calmada mientras la luz de las lámparas que había en la habitación jugaba con su nariz picuda, su barba nívea, sus ojos de párpados caídos. Al pie del camastro se hallaba Broichan, alto y quieto, ataviado con sus largas vestiduras.

Tuala se quedó paralizada en la puerta. Los ojos del druida se clavaron en los suyos, impasibles como siempre.

- Oh… -empezó a decir ella, que no estaba en absoluto segura de si su intención era formular una excusa, una disculpa o un ruego para que le permitieran quedarse allí puesto que su viejo amigo había querido verla.

- Entra. -El tono de Broichan era grave. Le indicó con un gesto un taburete situado al lado de Wid, junto al camastro. Tuala contuvo sus palabras al darse cuenta de pronto de que debía haber sido el druida quien había requerido su presencia allí; él era el único que podía imponer la inmediata conformidad de Mara. Tuala avanzó, se sentó al lado de Erip y tomó la mano del anciano en la suya. No miró a Broichan. Quizá, si mantenía su mirada alejada de él, el druida no sabría lo cobarde que era. Por lo visto no podía estar en su presencia, ni siquiera en esos momentos, sin volver a convertirse en una niña de cinco años muerta de miedo.

Erip estaba diciendo algo en un ronco hilo de voz:

- Afuera… la lluvia -logró decir-. Tonta…

Tuala movió la cabeza en señal de asentimiento y contuvo las repentinas ganas de llorar. No se lloraba en un momento así; uno despedía a un amigo en su viaje con esperanza, con gozo y con amor.

- Sí -repuso en voz baja-, fui a dar un paseo y me sorprendió un aguacero. Tendría que haberme secado bien el pelo, pero quería verte enseguida. Mara dijo que podía entrar. -Siguió sin volverse, aunque sus sentidos le decían que Broichan la observaba atentamente.

- Hemos estado contando unas cuantas historias -dijo Wid-. Cantando unas canciones; recordando viejos tiempos.

Tuala lo miró. Le dio la impresión de que el dolor que había dominado sus facciones en los últimos días había remitido un poco a pesar de la inminente pérdida. Quizá el hecho de compartir las historias les había resultado útil a aquellos dos viejos amigos. Pero no podía imaginar cómo encajaba en todo ello Broichan. Daba la impresión de ser de esa clase de hombres que nunca han tenido amigos.

- ¿Adónde fuiste? -le preguntó con brusquedad, una pregunta tan repentina como el salto que da un gato para atrapar a un ratón entre sus garras.

Tuala se puso a respirar lentamente, tal como le había enseñado Bridei.

- A un lugar del bosque donde puedo…, donde puedo ver imágenes de lo que puede pasar.

- Mírame, Tuala.

Ella se volvió hacia el druida; los ojos oscuros del hombre se clavaron en los suyos. Esa noche Broichan estaba pálido; las arrugas que le iban de la nariz a la boca parecían más profundas.

- ¿Qué clase de imágenes? ¿De quién es el camino que intentas conocer? ¿El tuyo?

No quería explicarle aquello. No quería explicarle nada. El Espejo Oscuro y las verdades que contaba eran algo secreto, privado. Contarlo sería como compartir una confidencia, y Broichan era la última persona en la que confiaría. Era la persona de la que más recelaba. Además, si hablaba sobre lo que había ocurrido ese día quizá se le escapara que no había estado sola allí en la laguna.

- No busco nada en particular -respondió, y oyó el tono tenso y remilgado de su voz y el modo en que éste revelaba que estaba mintiendo-. Sólo miro lo que aparece. -No pudo seguir sosteniendo la mirada del druida; bajó la vista hacia sus manos que se aferraban a la de Erip como a una cuerda de salvamento.

- Di la verdad -dijo Broichan-. Es lo menos que espero de cualquier niño criado en mi casa. Aprendiste esta habilidad de Bridei, ¿no es cierto? Me resulta increíble que no te impartiera un poco de sofisticación para utilizarla.

En ese momento Erip empezó a toser y a esforzarse por respirar y durante un rato ninguno de ellos pudo hacer otra cosa que intentar ayudarlo en lo que parecía una batalla perdida. Su cuerpo se había vuelto demasiado frágil para esa lucha asfixiante, sacudidora y desesperada. Al final los espasmos se calmaron; el anciano volvió a respirar, pero de una manera superficial en la que cada dificultosa inspiración era un doloroso resuello. Había sangre en las sábanas. Estaba intentando decir algo; había vuelto los ojos legañosos llenos de dolor hacia Tuala.

- Bridei… -susurró.

- De hecho -dijo Wid, que alzó la mirada hacia el druida-, lo que Broichan quería preguntarte, Tuala, lo que finalmente te hubiera preguntado a su manera tortuosa y druídica, era si tu excursión de hoy al bosque te ha proporcionado alguna noticia de nuestro chico. A Erip lo entristece que su apreciado alumno no esté en casa; Bridei también se sentirá apenado por no haber podido estar en Pitnochie en un momento como éste. Si has visto cualquier cosa sobre él en el lugar donde practicas la hidromancia, y si quisieras contarlo, eso tranquilizaría considerablemente a Erip. Resulta difícil para ti; lo sabemos.

«No resultaría difícil -pensó Tuala- si no tuviera a ese hombre mirándome con sus ojos llenos de poder y de odio. Con mis viejos amigos podría hablar con mucho gusto.» A pesar de su incomodidad, sabía que debía decir lo que había visto, al menos una parte.

- Lo vi. -Le salió en un susurro; Tuala se aclaró la garganta e intentó que su tono sonara más seguro-. Luchando; cabalgando con Gartnait; hablando con una chica, creo que debía de ser la hermana de Gartnait. Daba la impresión de que eran imágenes del presente; era invierno, y Bridei tenía prácticamente el mismo aspecto que la última vez que nos despedimos.

- ¿Parecía estar bien? ¿Contento? -Fue Broichan quien habló, con un dejo en su voz que antes no estaba allí. A Tuala se le ocurrió que quería la información más por él mismo que por Erip.

- Parecía estar bastante bien. -Evocó la imagen de la que no había hablado, Bridei de noche, acuciado por algún problema serio. Aunque no era su intención, soltó-: Quiere volver a casa.

Se hizo un breve silencio. Entonces Broichan dijo:

- ¿Cómo puedes saberlo?

- Lo vi en su rostro. Tiene… dudas. -Ya había dicho demasiado y, por mucho que Broichan quisiera presionarla, no iba a decir ni una palabra más.

Erip suspiró. El anciano movió los dedos para dar unos golpecitos en los suyos y su tacto era como el de una hoja seca, como una fronda de hierba, suave e insustancial, como si ya hubiera empezado a abandonar su retrato de arcilla para viajar a un reino de espíritu puro.

- Gracias -dijo, y cerró los ojos.

- No puede volver a casa hasta que termine la incursión de Talorgen. -El tono de Broichan no dejaba margen para que se cuestionaran sus palabras-. Y ésta no terminará hasta bien entrado el verano, incluso aunque todo salga conforme está planeado. El muchacho debe encontrar en su interior los recursos que necesita. ¿Qué más viste? Una lucha, has dicho. ¿Una batalla? ¿Una empresa importante?

Tuala lo miró.

- No vi nada de eso -le dijo-. Sólo una lucha entre Bridei y otro hombre. Tenían cuchillos. Sé que él está bien.

- ¿Cómo lo sabes?

- Si le hubiera pasado algo yo lo sabría. No me hace falta mirar en el Espejo Oscuro para eso.

- El Espejo Oscuro -repitió Broichan en voz baja-. De manera que subes hasta el Valle de los Vencidos. ¿Por qué allí? ¿Qué es lo que ves allí que no pueda encontrarse más cerca de casa? ¿Qué secretos? ¿Qué presencias?

- Nada que tú no puedas ver, mi señor, estoy segura. Tus propias habilidades en este arte deben de superar con mucho las mías, ya que a mí no me han instruido. -En realidad, la sorprendió enormemente que la interrogara de ese modo. Al fin y al cabo él era el druida de un rey; sin duda podía invocar visiones mucho más poderosas que las suyas-. Le he dicho a Erip que Bridei parece estar bien y que echa de menos su casa y a sus viejos amigos. Él está contento con esa información; es la verdad. No voy a decir nada más.

Tras estas palabras reinó el silencio, un silencio en el que Tuala esperó que Broichan le ordenara salir de la habitación. Al hacerle frente le había entrado un sudor frío. Pero el druida no dijo nada y, cuando por fin ella se atrevió a mirarlo, sencillamente lo vio allí al pie del camastro, observando a Erip, y su expresión distante revelaba que estaba concentrado en otras cosas muy distintas. En ese momento Tuala recordó algo que había dicho la chica del bosque. «El druida del rey tiene un punto débil, que es su afecto por el chico.» Era posible que las feroces preguntas de Broichan tuvieran menos que ver con sus planes y estrategias, o con su desaprobación con respecto de ella, y mucho más con algo más simple: el amor y la preocupación de un padre por un hijo ausente. Fue una revelación. Cuanto más lo consideraba, más cierto le parecía. Cuanto más cierto le parecía, más posible resultaba ver a Broichan como un hombre y no como una presencia de un poder terrible y sobrecogedor.

- ¿Te hemos hablado alguna vez -empezó a decir Wid- de cuando enseñamos a Bridei a beber cerveza como un hombre?

Tuala sonrió. Se lo había oído contar muchas veces.

- Fue así…

Tras ese relato vino otro, y luego otro. Tuala también contribuyó con algunos propios, cuentos infantiles que Brenna le había narrado, historias de bestias maravillosas y héroes valerosos que Bridei le había transmitido noche tras noche antes de irse a la cama, relatos que probablemente aprendió de aquellos mismos dos ancianos eruditos. Poco antes de amanecer, cuando a Erip ya no le llegaban las historias y tanto Tuala como Wid habían enronquecido de tanto hablar y tenían el rostro gris por el cansancio, Broichan empezó a recitar plegarias. Mantuvo la voz queda y no obstante se oyó fuerte y resonante cuando invocó las bendiciones de la Brillante y del Guardián de las Llamas, y finalmente realizó una solemne petición a la Diosa Madre, guardiana de la gran puerta a través de la cual debía pasar el anciano erudito. Entonces Tuala lloró, pero Wid no, aunque la luz que precedía al alba y que penetraba por la pequeña ventana captó el brillo de las lágrimas no derramadas en sus ojos hundidos. La respiración de Erip se había ido haciendo cada vez más superficial hasta convertirse en un mínimo ascenso y descenso del pecho, en un levísimo temblor de los labios abiertos. Tenía los ojos cerrados. Tuala le sostenía una mano, Wid la otra.

- Un espíritu desprendido, de fuerte generosidad -estaba diciendo Broichan-. Un hombre cuyo viaje ha sido largo; ha hollado muchos caminos y ha encontrado conocimientos en todo lo que le ha acontecido, tanto en la ventura como en la adversidad. Fuerte en las enseñanzas de los antepasados, por mucho que él intentara ocultarlo cuando le convenía. Fiel a las tareas que emprendió en nombre de los dioses. Un buen maestro. Recíbele ahora, por encima de todo, en reconocimiento de todo ello, pues no es frecuente encontrar un profesor como él. No solamente sabe cómo crear a un erudito, sino cómo crear a un hombre. Facilítale el traspaso, pues ha sido una persona querida que también ha querido mucho a su vez, pero su primer amor fue siempre para la verdad. Tómale de la mano; guía sus pasos, Madre de Todos, hacia el refugio del sueño. Deja que descanse un poco bajo tu cuidado y que tenga dulces sueños de su nuevo viaje. En tu nombre, Madre Oscura, pedimos esto para nuestro querido amigo. Y al contar sus historias lo honraremos, y lo recordaremos.

Tanto si se trataba de la solemne oración de un druida del rey como de simple bondad hacia un buen hombre anciano, la Diosa Madre dejó que Erip se marchara con toda la delicadeza que muestra hacia cualquier alma mortal. No hubo un paroxismo final, ningún horrible esfuerzo por respirar; soltó aire con una prolongada exhalación y se quedó inmóvil. Tuala rozó con los labios su mano frágil y se la puso en el pecho; Wid colocó la otra encima. Permanecieron sentados en silencio mientras que fuera los pájaros empezaban a cantar, cotorrear y corear y la luz del alba entraba pálida y clara por la pequeña ventana de Bridei, en cuyo alféizar descansaban los talismanes que había colocado allí antes de partir hacia el Pozo del Cuervo: tres piedras blancas y la pluma leonada de un águila. Tuala se dio cuenta de que al otro lado de la puerta había otras personas que quizá llevaban rato allí de pie: Mara, Ferat, uno de los muchachos de la cocina, Uven y otro hombre de armas.

- Se ha ido -dijo Mara finalmente-. Será mejor que vayáis a desayunar, todos vosotros; Erip no querría que pasarais hambre por su culpa. Siempre disfrutaba mucho con sus comidas. Después lo lavaré y lo prepararé. Brenna puede venir a ayudarme. Aquí hay gente que necesita dormir; el anciano esperará.

Depositaron a Erip para que descansara en un montículo de piedras moldeadas apiladas en lo alto de la colina que se encontraba no muy lejos del lugar del Árbol del Alba. La lluvia amainó el tiempo suficiente para que se concluyera el ritual. Después bebieron cerveza, comieron un pastel de frutas secas y especias de la reserva especial de Ferat e intercambiaron historias del tiempo que Erip pasó en Pitnochie. En reconocimiento a la ocasión, Broichan permaneció en el salón durante toda la tarde, pero participó muy poco, y a Tuala le dio la impresión de que su atenta y silenciosa presencia no sólo la incomodaba a ella, sino a todos los demás.

Tuala había pasado la tarde sentada al lado de Wid y permaneció lo más callada que pudo. Su único intento por participar, cuando volvió a contar una broma que Bridei le había gastado a Erip en una ocasión y cómo se había vengado el anciano erudito, fue recibido con el silencio de unos rostros de expresión perdida, como si ella no tuviera derecho a hablar, como si no tuviera derecho a pretender ser una de las amigas de Erip. Wid se había reído en voz baja y le había dado unas palmaditas en el hombro. Casi pudo notar la frialdad de la desaprobación por parte de los demás.

El día después de los ritos funerarios de Erip llegó un visitante: el mismo viejo druida despeinado que había estado en Pitnochie el verano en que mandaron fuera a Tuala y que de vez en cuando pasaba por la Cañada con misteriosos asuntos propios. Saludó a Broichan a su manera habitual, que demostraba una total indiferencia hacia las sutilezas de la costumbre pero que sin duda era honesta. Visitó el montículo funerario y recitó unas oraciones que nadie acabó de entender. Tuala advirtió entonces que Uist no iba a quedarse en Pitnochie, y Wid tampoco. Wid apareció en el salón con su capa de abrigo y una pequeña cartera a la espalda y Uist, que acababa de regresar de su brioso paseo hasta el mojón de piedras, dijo:

- ¿Estás listo?

Hacía muchísimo frío fuera; una densa niebla se cernía sobre las laderas que se alzaban por encima de Pitnochie y cubría las aguas del lago de la Serpiente, ocultándolas a la vista. Aquí y allí el tronco cubierto de musgo de un gran roble surgía verde e inquietante de entre el vapor blanco grisáceo. No hacía un buen día, ni era una buena estación, para que los ancianos salieran a caminar por el bosque.

- Es hora de marcharse -anunció Wid con calma, y tomó su báculo que descansaba en su lugar de costumbre junto a la chimenea. Miró a Tuala, que estaba junto al fuego. A pesar de toda su sorpresa y consternación, ella leyó en la expresión del anciano la verdad sobre lo que parecía ser una terrible y repentina traición. Vio que si se quedaba allí el dolor lo aplastaría. Para superarlo era necesario iniciar un viaje, igual que había hecho Erip.

- Lamento muchísimo que te vayas -dijo Tuala en voz baja. Había otras personas cerca y no pudo expresar todo lo que sentía. No pudo decir lo cruel que era perder al último amigo que le quedaba-. Ojalá me lo hubieras dicho. Pero lo comprendo. -Logró incluso esbozar una sonrisa mientras se alzaba de puntillas para besar a su viejo amigo en ambas mejillas-. Que la Brillante guíe tu camino.

- Sé valiente, pequeña -dijo Wid-. Que el Guardián de las Llamas caliente tu hogar y tu corazón. Volveremos a encontrarnos, no tengo ninguna duda. Estoy seguro de que serás capaz de demostrar que has sacado provecho de la excelente educación que te dimos el viejo y yo. -Le temblaban los labios.

- Haré que ambos estéis orgullosos de mí, lo prometo -repuso Tuala con la expresión más segura y fuerte que pudo adoptar. Pero mientras los veía marchar, al misterioso Uist con sus vestiduras blancas al frente y la alta figura con barba de su anciano profesor caminando con paso seguro detrás hasta que la niebla los engulló a ambos, sintió el peso gélido del dolor más absoluto en su pecho. Todo el mundo se había ido. Ahora sí que estaba realmente sola.

Capítulo 8

La Piedra del Mago estaba considerada la más impresionante de todas las piedras de clan que delimitaban los antiguos territorios de los priteni. Era más alta que una persona y estaba grabada en ambos lados con ricos y elegantes motivos. En la cara norte se narraba un gran conflicto: en la parte superior, un rey y sus guerreros avanzaban hacia la batalla, el monarca a lomos de un caballo bajo y fornido y sus hombres marchando detrás, con las lanzas en ristre, el fino y fuerte cabello rizado cayendo sobre sus hombros y la mirada fija al frente. En la parte central se representaba una refriega en la que los priteni se enfrentaban a su enemigo; allí, el rey atravesaba el pecho de su adversario con la lanza. En la parte inferior podían verse las cabezas enemigas expuestas sobre unas picas y los cadáveres de los caídos colocados en ordenadas hileras. Junto a ellos, un sabueso devoraba un ganso. Quizá cada uno de los reyes tuviera una de esas criaturas como símbolo de su estirpe.

La cara sur de la gran piedra tenía un motivo menos formal, se trataba de un feliz y desenfrenado tributo a los dioses y toda la superficie estaba llena de pequeños grabados de todas las especies de animales que podían encontrarse en los reinos de los priteni: lobo, ciervo, zorro y tejón, marta y ratón de campo, anguila y salmón, toro, jabalí y carnero, todos ellos repartidos por la cara de la piedra en una maravillosa celebración de la vida. En las caras este y oeste de la Piedra del Mago había unos grandes remolinos de serpientes entrelazadas mientras que aquí y allá aparecían los rostros pequeños y sonrientes de hombres, mujeres o criaturas.

Bridei no la había visto nunca. La Piedra del Mago se encontraba lejos, al oeste, donde el lago del Rey se abría al mar, y en una mala estación los escotos se habían adentrado en el territorio y se habían hecho con el control de la ladera desde la que habían dominado generación tras generación. Fue Broichan el primero que le había descrito la piedra: «Es una verdadera maravilla, Bridei; no se trata únicamente del portentoso arte del grabador, sino que está cargada de la sabiduría de nuestro pueblo y llena del misterio de los antepasados.» Más adelante, Erip le había contado que los extraños y diminutos rostros de los lados eran el toque del propio escultor, su contribución personal al diseño del conjunto; le había dicho que, si uno miraba con suficiente detenimiento, en todas las obras de arte se encontraban pruebas semejantes de la necesidad de romper con las pautas establecidas. Aquello había provocado una acalorada discusión con Wid; Bridei lo recordaba con cariño. Se imaginó a los dos ancianos eruditos en casa, en Pitnochie, dedicando aún sus días a interminables debates filosóficos. Estaba bien que tuvieran a Tuala como alumna ahora que él no estaba; era una muchacha inteligente y mantendría muy ocupados a esos dos viejos bribones. El hecho de pensar en ello, de imaginárselos a los tres delante de la chimenea del salón, explicando relatos, practicando algún juego o discutiendo algún tema de historia, hizo que Bridei se sintiera mejor. Saber que aquel mundo permanecía en Pitnochie aguardando su retorno era como saber que tenía un áncora para mantenerlo a salvo, o como estar seguro de que su espíritu seguiría siendo fuerte aun cuando tuviera que ver cosas impensables y enfrentarse a riesgos incognoscibles.

No era que Bridei tuviera miedo. Le habían enseñado a evaluar todas las situaciones, a sopesar las oportunidades y los peligros, a tomar una decisión y actuar en consecuencia. Las clases que había recibido de Broichan a lo largo de los años habían asegurado que reaccionaría de ese modo fueran cuales fueran los acontecimientos; Talorgen había comentado, cuando Bridei empezó sus ciclos de entrenamiento para la batalla entre los guerreros del Pozo del Cuervo, que en cuanto a conocimientos estratégicos, decisión y juicios sensatos el hijo adoptivo de Broichan tenía poco que aprender. Sin embargo, ningún joven, por prometedor que fuera, sabía de qué era capaz hasta que probaba por primera vez la guerra de verdad. La pequeña escaramuza en la que Bridei y Gartnait habían hecho un prisionero cada uno era una cosa. Una batalla genuina era otro asunto completamente distinto.

Talorgen los había entrenado con dureza. Los dos jóvenes habían llevado a cabo largas expediciones campo traviesa con un tiempo que helaría hasta al más resistente de los hombres; habían pasado hambre, habían sufrido agotamiento, enojo, aburrimiento. Bridei tenía la sensación de que a esas alturas ya debían de estar preparados para la guerra de verdad. De todas formas, sabía que tal vez uno nunca estaba realmente preparado.

El hecho de tener cerca a Donal le resultaba de ayuda. Él hizo todo lo que pudo para hablarle sin rodeos, para preparar a Bridei tanto para lo bueno como para lo malo.

- Recuerda lo que te dije una vez -le dijo Donal cuando estaban solos, aprovechando un momento de paz entre las interminables sesiones de entrenamiento. No tardarían en emprender la marcha a caballo y el ritmo de trabajo era implacable-. La primera vez siempre es la peor. Es cuando piensas en el hombre al que estás matando, en cómo se llama, en si tiene esposa e hijos, si tiene miedo, etcétera. En cualquier caso debes clavarle el cuchillo, porque si no lo haces te matará. Después ya aprenderás a sofocar esa parte de ti, la parte que hace preguntas como «¿Verdaderamente tendría que estar haciendo esto?» No piensas en ellos como hombres iguales a ti, piensas en ellos como enemigos, como malditos escotos que tienen la sangre de tus compatriotas en las manos y puras tinieblas en sus almas. Así pues, piensa que no atacas para matar a un hijo, un marido o un padre, atacas para destruir la pesadilla de Fortriu. No hay otra manera de hacerlo, Bridei. Parece extraño decirlo, pero la mejor forma de combatir no es con el corazón, ni siquiera con el estómago, sino con la cabeza. Fría, limpia, distante. No es un asesinato, sino una justa ejecución.

Bridei acogió sus palabras con silencio.

- Créeme -dijo Donal-, no puedes permitirte el lujo de tener escrúpulos. Por ese motivo nos entrenamos una y otra vez con espadas, lanzas, cuchillos, manos desnudas…, de modo que cuando llega el momento, no dudamos y actuamos. También ayuda a contener el miedo el saber los movimientos tan bien que podrías hacerlos en sueños. No pongas esa cara, Bridei. Tendrás miedo. Todos lo tenemos. Incluso Talorgen.

Bridei lo miró.

- No creo que tú lo tengas -observó-. Donal, vencedor en más batallas de las que puedo contar con los dedos de las manos y los pies, ¿no es eso lo que me dijiste una vez?

El guerrero sonrió.

- Dudo que me lo notaras cuando estoy en el campo de batalla -dijo-. El miedo es bueno si lo utilizas bien. Te mantiene despierto y alerta.

- No creo que vaya a tener miedo -dijo Bridei-. Creo que seré capaz de luchar con valentía.

- Sí. No tengo ninguna duda -dijo Donald-. Pero verás cosas que no te gustarán, cosas que pueden resultar difíciles de aceptar. No existe ninguna manera de preparar a un hombre para la muerte de sus amigos, ni para los actos de ferocidad de esos escotos. Son cosas que pueden permanecer contigo mucho tiempo.

Bridei no hizo la pregunta, simplemente miró a su compañero.

- He aprendido a dejarlas de lado -dijo Donal en voz baja-. A encerrarlas bajo llave dentro de mí, donde están mejor guardadas. En ocasiones regresan. A veces sueño. No muy a menudo. Un guerrero no puede permitírselo si quiere resultar útil.

Bridei consideró, no por primera vez, el hecho de que Donal, un hombre de mediana edad, no tenía esposa ni hijos. Cuando se le preguntaba por tales cuestiones personales, su maestro tenía la costumbre de quedarse callado. Bridei había aprendido a no preguntar.

- Estaré contigo, muchacho -dijo Donal-. No esperes que sea fácil, eso es todo.

- No soy estúpido -contestó Bridei, que notó que se sonrojaba.

- No, yo no he dicho nada semejante. Lo único que digo es que la sabiduría de un druida puede enseñarte muchas cosas, cosas que se escapan a la comprensión de un hombre simple como yo. Pero no puede prepararte para lo que vas a vivir en la batalla, como tampoco puede hacerlo todo el entrenamiento que Talorgen y yo podamos proporcionarte. Sólo quería que lo supieras.

- Ya lo sé -dijo Bridei, pensando en el Espejo Oscuro-. Los dioses me lo han mostrado.

- Ellos te muestran visiones fugaces, imágenes, sombras -comentó Donal-. Pero lo que tú vas a ver es sangre, encarnizamiento, miembros destrozados, cabezas cercenadas, mujeres violadas tiradas en el suelo, allí donde los indeseables las han dejado, niños aplastados, casas incendiadas… Son los olores y los sonidos que lo acompañan todo. Y lo peor es ver cómo tus compañeros se transforman de repente en unos desconocidos. Eso es lo más duro.

La voz de Donal había cambiado; Bridei le dirigió una intensa mirada.

- ¿Qué quieres decir?

Donal se cruzó de brazos. Sus ojos adoptaron una mirada distante.

- Quizá no ocurra -dijo-. Quizá pases por ello protegido por el aliento de los dioses. ¡Ojalá sea así! Bueno, me parece oír que Elpin nos llama; debe de habernos llegado el turno de arrojar las lanzas. ¿Vienes?

Salieron del Pozo del Cuervo en cuanto las yemas de los abedules empezaron a hincharse y avanzaron Cañada abajo en grupos de diez. Dejaron atrás a una pequeña fuerza para que protegiera de los asaltos las propiedades de Talorgen; su familia había viajado hacia el norte, en dirección al lago de la Serpiente, rumbo a la seguridad de la corte.

El ejército de Talorgen contaba con cerca de cien hombres al partir. Por decisión de su adalid, se trataba de un ejército compuesto principalmente de soldados de a pie, aunque llevaban caballos con ellos, ponis de carga para que portaran los pertrechos y unas cuantas monturas que les permitían transmitir mensajes con rapidez cuando el terreno era adecuado. Había habido un debate sobre el tema: si el problema del forraje tenía más peso que la utilidad de los animales en el campo, donde un hombre montado tenía mayor visibilidad, alcance y velocidad. Hubo otra disputa en cuanto al uso de los lagos; las fuerzas y las mercancías podían transportarse rápidamente con una embarcación a vela o una barcaza, ahorrando así largas y tediosas marchas que minaban la energía de los hombres y les empañaban el ánimo. El argumento contrario era que los botes eran claramente visibles para los espías situados en las laderas abiertas por encima de los lagos del Mago y del Rey; si utilizaban el curso del agua, no contarían con el factor sorpresa. Además, llevar las embarcaciones por tierra hasta las corrientes que los enlazaban era igual de agotador que recorrer todo el camino a pie.

Al final se optó por el camino largo y lento, la ruta más encubierta. Los pequeños grupos iban por separado, acampaban cerca unos de otros pero sin mezclarse, borrando sus huellas lo mejor que podían y sin separarse del abrigo natural que les proporcionaban las rocas y los árboles de la orilla del agua. La atmósfera era realmente fría y lluviosa; tras la primera lluvia torrencial la ropa no se acababa de secar y Bridei se acostumbró al olor de las botas húmedas, al de la lana empapada en sudor y al de los cuerpos sucios apiñados. Conseguían la comida por el camino cuando podían para así conservar los víveres que llevaban los ponis.

Se habían puesto en camino poco después de la Fiesta del Equilibrio y el viaje se prolongó hasta que a algunos hombres se les oyó haciendo adustas bromas sobre que no llegarían a su destino hasta el día del Auge. Siempre que era posible, las marchas eran largas, pero la estación no siempre era favorable a sus esfuerzos y hubo ocasiones en que la niebla o la lluvia les obligaron a aminorar el paso y a avanzar con una lentitud exasperante. Tuvieron que detener su avance y permanecer varios días en la ribera meridional del lago del Mago debido a una dolencia que provocaba arcadas y diarrea. Perdieron a dos hombres a causa de ello, y los enterraron con una breve ceremonia antes de seguir adelante. El día se fundía con la noche y la noche con el día; la mayor parte de las comidas se hacían en silencio y los hombres eran como sombras oscuras y abatidas en torno a sus pequeñas fogatas.

Bridei llevaba la cuenta del paso de la estación con unas cuidadas líneas grabadas en una ramita de abedul que portaba en el macuto. Habían sido muchos días de camino, muchas noches de sueño inquieto. Enviaron a una avanzada de exploradores, pero no vieron ni rastro del enemigo. Gartnait refunfuñó diciendo que ojalá pudieran apresurarse, pues sus manos sentían el gusanillo de una garganta escota y no tendría tanto cuidado como la última vez con la seguridad de esos tipos. Donal le dijo que cerrara la boca, y lo hizo. Aquella noche no habían tenido más carne que compartir que la de un par de conejos para todo el grupo y sus estómagos protestaban.

En un punto en el que Bridei calculó que debían de estar aproximándose al puente que señalaba el extremo septentrional del lago del Rey, Talorgen llamó a los grupos para celebrar un consejo. Lo que había partido como una fuerza de casi cien hombres se había incrementado un tanto a su paso por la Gran Cañada. En aquellos momentos había allí otros dos jefes de clan: Morleo de Aguasluengas, alto, enjuto y con barba oscura, y Ged de Abertornie, un hombre extravagante y jovial dado a las prendas tejidas en colores vivos y elaborados dibujos de rayas y cuadros. Cada uno de esos líderes trajo su propio ejército de considerables dimensiones; el de Ged había adoptado la manera de vestir de su jefe, y Donal comentó, a sus espaldas, que los escotos los verían llegar desde mitad de camino del lago del Rey, pues resplandecían como almenaras vestidos de rojo, amarillo y verde.

El consejo fue formal; puede que hubiera varios líderes, pero todos entendieron que aquélla era empresa de Talorgen, realizada en nombre del rey Drust y de todo Fortriu, y que cuando llegara el momento se tendrían que tomar decisiones con rapidez y eficacia, con una única voz. Tras consultar con Ged, Morleo y algunos de sus propios hombres de confianza, Donal entre ellos, Talorgen se dirigió a las fuerzas allí reunidas. Los hombres se habían congregado en un lugar en el que un afloramiento rocoso colgaba por encima de un claro natural. Por allí pasaba un arroyo y el suelo musgoso era como una esponja empapada, pero era el único espacio abierto lo bastante grande como para que todos pudieran ver a su adalid cuando hablara. Bridei se quedó detrás con Gartnait; se preguntó cómo se sentiría si Talorgen fuera su progenitor. Supuso que, como su padre Maelchon era rey, sin duda también se habría dirigido de ese modo a sus tropas en alguna ocasión, exhortándolas a tener valor. Bridei pensó que tal vez le habría gustado verlo. No sabía si Gartnait se sentía orgulloso de su padre; lo único que su amigo parecía tener en la cabeza últimamente era la expectativa de matar escotos.

- Somos un ejército poderoso -estaba diciendo Talorgen-, de corazón audaz y espíritu inquebrantable. Pero ésta no es la clase de batalla en la que podamos cargar en masa, arremeter contra el enemigo y apabullarlo con la mera fuerza de nuestro ataque inicial. Ahora Gabhran de Dalriada ya conoce el terreno. -Hubo un abucheo general de desaprobación cuando se mencionó su nombre-. Su gente se ha establecido por todo lo largo y ancho de lo que antes era nuestro propio territorio.

- ¡Y que volverá a ser nuestro! -gritó alguien lo bastante audaz, y otras voces se alzaron en su apoyo.

- En los Confines de Galany, donde se encuentra la Piedra del Mago, ahora hay un poblado fortificado. Nuestros espías nos dicen que no está muy bien guarnecido. Una guarnición de treinta hombres, quizás; más si se han enterado de nuestra llegada. También hay gente común y corriente, esposas e hijos, artesanos y esclavos.

- Escoria -comentó alguien entre dientes.

- Un ejército de nuestro tamaño podría tomarlo fácilmente. Pero estoy seguro de que sois conscientes de que mantenerlo sometido sería otra cosa distinta. Esa colina y el valle solitario que hay debajo fueron en otro tiempo las tierras de Duchil de Galany, uno de nuestros jefes de clan más valientes. Duchil fue asesinado en la última gran contienda contra los escotos. -Talorgen inclinó brevemente la cabeza-. Los supervivientes de su pueblo fueron expulsados; viven en el exilio. Fokel, hijo de Duchil, cabalgará con nosotros al final, él y sus guerreros.

Un par de hombres recibieron la noticia con una aclamación poco entusiasta; la mayoría guardaron silencio. Bridei pensó que quizá habían oído lo mismo que él sobre Fokel, un hombre cuyo nombre rara vez se mencionaba sin ir acompañado de las palabras loco, salvaje o impredecible.

- Sabemos -siguió diciendo Talorgen- que podemos tomar el poblado y la colina. También sabemos que, en cuanto nuestro ejército salga del bosque para cruzar el puente en la Cascada del Zorro, los centinelas de avanzada enemigos avisarán a sus líderes de nuestra aproximación. El aviso se extenderá por todas sus fortalezas y plazas fuertes y no tardará en llegar a oídos de su rey en Dunadd. La rapidez de su reacción depende de dónde se hallen desplegados ahora mismo sus combatientes; la información que poseemos al respecto ya está un tanto desfasada, creo. Podríamos someter los Confines de Galany durante un cambio de luna a lo sumo. Lo más probable es que las fuerzas de Gabhran nos rodearan mucho antes y nos encontráramos sitiados en lo alto de la colina. Os lo diré sin rodeos, soldados. Se trata de una misión simbólica; un anticipo de lo que les espera a las fuerzas de Dalriada. Entramos, atacamos y nos retiramos. Destruimos su plaza fuerte y tomamos rehenes: el jefe, las mujeres y los niños. Nos retiramos.

En opinión de Bridei, aquello tenía mucho sentido. Precisamente era el modo en que él mismo hubiera dirigido la misión de haber sido el jefe. Erip y Wid le habían enseñado la larga historia de aquella lucha. Los tres habían analizado exhaustivamente las grandes y sangrientas batallas entre Fortriu y Dalriada, los avances heroicos por la Cañada, los hostigados repliegues, las pautas de victoria y derrota. A Bridei le resultaba evidente que un ejército del tamaño del de Talorgen no podía mantener sometido durante mucho tiempo un territorio situado tan al oeste. Sin el refuerzo de los ejércitos de Circinn, Fortriu nunca haría retroceder a los escotos hasta su tierra natal. Aquellos hombres, sin embargo, no habían tenido el beneficio de su educación. Tenían la sangre caliente con el deseo de venganza; todas sus energías se concentraban en matar a los escotos. Resonó un coro de protesta.

- ¿Retirarnos? ¡No nos hemos metido en esto para retirarnos!

- ¿Y dejar que esa escoria se quede con las tierras que han robado? ¡Ni hablar!

- ¡Yo digo que los matemos a todos!

Morleo de Aguasluengas, que estaba al lado de Talorgen, alzó una mano y los gritos pasaron a convertirse en un murmullo enojado.

- Esta operación -dijo en tono grave- es para ellos una señal de que somos audaces, rápidos e inteligentes; de que nuestros efectivos crecen y nuestras alianzas son fuertes. De que no hemos olvidado los males que han infligido a nuestro pueblo. Izamos allí la bandera de Drust el Toro, y junto a ella la del Pozo del Cuervo, la de Aguasluengas y la de Abertornie. -Le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza a Ged-. También izamos las estrellas y la serpiente que son los antiguos símbolos de los propios Confines de Galany.

- Y luego -dijo el vivamente ataviado Ged- celebramos una ceremonia. Quizá la fiesta del Auge, quizá otro ritual. Permanecemos en aquella cima en torno a la Piedra del Mago y la consagramos de nuevo a nuestros dioses: al Guardián de las Llamas y a la Brillante, a la Diosa Madre y a la hermosa doncella Diosa de las Flores. Nos aseguramos de que nuestros cautivos estén presentes para ser testigos de ello. Soltamos a uno o dos para que se lo vayan a contar a Gabhran y a sus secuaces. Entonces nos retiramos. Volveremos con el tiempo. Regresaremos con un ejército más numeroso de lo que nunca hayan imaginado esos escotos.

Los guerreros manifestaron su aprobación a voz en cuello; Ged poseía unas maneras afables y un tono de voz enardecedor, y la sencillez de su discurso les llegó al alma a los soldados. Bridei no gritó con entusiasmo. Él tenía en la cabeza ese ejército, la fuerza que sería lo bastante grande para librar al territorio de la amenaza de Dalriada para siempre; el ejército que nunca podría congregarse hasta que Circinn acudiera en ayuda de Fortriu. Esto no podría conseguirse hasta que el reino dividido de los priteni estuviera unido y trabajara con un único propósito. Se fijó en los ojos brillantes de los soldados, sus expresiones orgullosas y resueltas, y supo que estaban pensando que lo harían el próximo verano o el otro. No pensaban más allá de las deslumbrantes palabras de esperanza. No sabían que la verdadera victoria tardaría mucho tiempo en llegar. En la víspera de la batalla tal vez tenía que ser así.

Avanzaron por la mañana, esta vez en grupos más grandes. Permanecieron con sus propios líderes, los hombres de Talorgen juntos, los de Ged y los de Morleo, si bien uno o dos soldados tenían amigos en los otros grupos y por la noche se compartían las fogatas junto con alguna que otra presa como una oveja entera asada -al granjero ya lo compensarían después- o la afortunada pesca de carnosas truchas. Se contaban historias y se entonaban canciones, siempre en voz baja. El tiempo mejoró; Talorgen decretó dos días de descanso y las ramas bajas de sauces y alisos se engalanaron con prendas de ropa que humeaban bajo el débil calor primaveral.

Ya no se hallaban lejos del puente de la Cascada del Zorro. El grupo principal no iba a avanzar más hasta que Fokel se uniera a ellos con sus hombres. Aquella banda de guerreros exiliados habitaba en las montañas cercanas a Cinco Hermanas. Era una zona sombría y apartada, y por lo que Bridei había oído, aquel adalid y su pequeño grupo de entregados seguidores habían desarrollado un temperamento acorde. Bridei se preguntaba si Fokel se conformaría con una incursión simbólica en el territorio de los antepasados por el que su propio padre había luchado y muerto. Se lo comentó a Donal cuando estaban en cuclillas junto al arroyo intentando quitar la suciedad acumulada en su ropa interior.

- Mejor que no lo digas en voz alta -murmuró Donal-, pues es indudablemente cierto. Creo que hubiera sido mejor que Talorgen hubiera dejado a Fokel fuera de esto. Pero no podía. Es el territorio de Fokel, es su casa. ¿Cómo no iba a decirle Talorgen lo que estaba planeado? Un riesgo calculado. Le ocasionó unas cuantas noches de insomnio. De todos modos, son más hombres y son buenos combatientes.

- La cuestión es: ¿a las órdenes de quién están?

Cada vez estaba más preocupado por la operación. Estaba de acuerdo con el plan de Talorgen; era el único que tenía sentido, dado los efectivos con los que contaban y la posición de su objetivo. Aprobaba la idea de celebrar un ritual en los Confines de Galany, pues en toda gran empresa debe reconocerse y honrarse el papel de los dioses.

Pero en su interior tenía la sensación de que aquello no estaba a la altura de lo requerido. ¿De qué servía aquella victoria simbólica si las banderas de Fortriu serían derribadas en el mismo instante en que las fuerzas de Talorgen se perdieran de vista? ¿De qué servía la feliz celebración del Auge cuando la Piedra del Mago seguiría en territorio enemigo para ser ignorada, injuriada y quizá hasta pintarrajeada? ¿Demostraba eso el debido respeto por los poderes antiguos que constituían la sustancia y el aliento de la tierra? En su interior, Bridei sabía que no era suficiente.

- Claro que -observó Donal al tiempo que retorcía una prenda empapada de un color indeterminado-, si puede, Drust utilizará a los rehenes para obtener concesiones por parte de Gabhran. Si capturas a un jefe de clan de alta cuna, o a un pariente de un hombre así, consigues bastante margen. Talorgen es previsor. Pareces estar muy dudoso, Bridei. ¿Qué mosca te ha picado? ¿Vuelves a tener escrúpulos?

- Sólo estaba pensando. -El joven colgó su ropa interior en una flexible rama de sauce e imaginó que a la puesta de sol no se habría secado del todo y conservaría esa humedad que se pegaba a la piel. Se acomodó en una roca cubierta de musgo y observó a los soldados mientras disfrutaban de aquel inesperado período de descanso: algunos pescaban, otros se dirigían colina arriba con arcos y aljabas, y otros se ocupaban de sus pequeñas tareas domésticas. Muchos estaban envueltos en sus mantas, profundamente dormidos.

- ¿Pensando en qué? -preguntó Donal con aire despreocupado.

Pero Bridei no contestó. En su cabeza se estaba formando un plan, un plan tan descabellado que no podía creer que se le hubiera ocurrido a él. Era una locura, una de esas ideas que surgen de la emoción y no de una consideración equilibrada de riesgos y oportunidades. De todas formas, allí estaba, grandioso, inverosímil, totalmente disparatado: un acto simbólico que resonaría en las historias de Fortriu como una enorme campana de esperanza.

- No -murmuró para sus adentros-. No, me parece que no.

- ¿El qué? -dijo Donal.

- Tú has estado en los Confines de Galany, ¿verdad? -le preguntó Bridei-. ¿A qué distancia se encuentra la colina de la orilla del lago? ¿Puedes dibujarme un mapa, aquí en la tierra?

Tuala se juró a sí misma y a la Brillante que a partir de ese momento sería fuerte. Recordó que Bridei había llegado a esa casa siendo muy pequeño, que él tampoco había tenido amigos ni familia y que se las había arreglado extraordinariamente bien. Incluso se había hecho amigo de Broichan. Cierto que si la educación de Bridei hubiese sido distinta quizá ahora no le resultaría tan difícil sonreír. Pero no había duda de que había sacado el máximo provecho de sus oportunidades y ella tenía que intentar hacer lo mismo, se lo debía.

Con Erip enterrado y Wid ausente se acabaron las lecciones. Mara dejó muy claro que no quería que Tuala ayudara en la casa. La cabaña de Brenna le estaba prohibida y los hombres no hablaban con ella. ¿Qué iba a hacer? Era una locura emprender la caminata hasta el Valle de los Vencidos cuando el invierno seguía aferrado con fuerza a la tierra y todos sus movimientos eran observados furtivamente por uno u otro miembro de la casa, como si de repente tuviera que convertirse en alguna especie de bruja malvada y lanzarles un hechizo.

Había momentos en los que deseaba hacer precisamente eso y se preguntó qué ocurriría si lo intentaba; pero Tuala no lo intentó. Una cosa era ejercitar un poco esos poderes en presencia de amigos de confianza como Erip y Wid, pero emplearlos delante de unas personas que ya la temían sería como acercar una cerilla a la yesca seca.

Practicaba la hidromancia en la relativa intimidad de su propia habitación utilizando un pequeño cuenco de bronce que había encontrado en un almacén. Era una vasija extraña con unas patas que parecían zarpas y unas asas en forma de dragón. Recordando los preceptos de sus maestros, Bridei entre ellos, trataba de aumentar sus habilidades y encontrar nuevas maneras de utilizarlas. ¿Cuál era el propósito de semejantes actividades sino aprender? Así pues, practicaba la invocación de imágenes relacionadas con un tema o asunto concretos, como la realeza o la antigua sabiduría de los símbolos, o la propia Pitnochie: los secretos y recuerdos que residían en lo más profundo de las gruesas paredes de piedra, en los pesados tapices de lana, en las habitaciones oscuras y llenas de humo. El lugar había visto a muchos habitantes, jefes de clan, familias y otros druidas como Broichan, aunque de ésos había pocos. El suyo había sido un camino poco habitual. Había vivido largos años en la corte realizando el papel de consejero real y moviéndose entre negociantes. Después había regresado para residir allí como si fuera más un rico hacendado que un líder espiritual. Las apariencias engañaban; a Tuala no le hacían falta las imágenes del agua para saber que Broichan era ambas cosas y mucho más.

Cuando estaba demasiado tiempo sobre el cuenco de hidromancia, le quedaba el cuello dolorido y la vista cansada. A veces las visiones la entristecían; a veces le revolvían el estómago. No siempre era capaz de discernir qué lección podía aprenderse de ellas. El cuerpo roto y mutilado de un niño; hombres muriendo en su propia sangre, otros incapaces de hacer nada por ellos; un perrito agachado junto a su amo caído…

¿Qué otra cosa decían esas imágenes aparte de que en el mundo había mucha crueldad y pérdida y que el mismo género humano se buscaba sus tragedias? Eso ya lo comprendía; no había necesidad de que el agua le mostrara aquella lección una y otra vez. En ocasiones soñaba las mismas señales y augurios por las noches, cuando el cuenco estaba vacío y encerrado en una caja. Cuando eso ocurría, Tuala lo dejaba durante un tiempo. Era algo sobre lo que Bridei le había advertido una vez, que el abuso de ciertas capacidades mágicas podía conducir a la obsesión y de ahí a la locura. Una gran parte del arte radicaba en saber cuándo parar.

Tuala era consciente de que se estaba cansando. Le costaba dormir y los sueños eran un embrollo de ojos que miraban de hito en hito y de dedos que intentaban aferrarse, de cuchillos en el corazón y cuerdas alrededor del cuello, de gente que se marchaba y nunca regresaba. Con frecuencia no le apetecía comer. En la mesa era como si no existiera, las miradas de la gente pasaban por encima de ella y sus comentarios la excluían. El único que la miraba a los ojos era Broichan, y sus rasgos adustos parecían albergar o una remota desaprobación o una especie de evaluación que todavía la alteraba más, pues su aguda intuición le decía que el druida estaba haciendo planes.

A medida que transcurría la estación los días eran cada vez más despejados y Tuala huyó de la casa para encaminarse al bosque una vez más. Pareció costarle mucho más tiempo llegar al Valle de los Vencidos y las piernas le dolían por la caminata. El frío de principios de primavera le hacía daño en el pecho y cada respiración suponía un esfuerzo. ¡Cómo había cambiado todo!, pensó mientras descansaba apoyada contra el tronco cubierto de musgo de un abedul. ¿Cómo había llegado a estar tan inmersa en el sufrimiento que ni siquiera había podido hacer acopio de la fuerza suficiente para mirar a su alrededor y ver aquello ante lo que ella y Bridei se habían maravillado cuando eran niños? ¡Había tanta belleza allí!: las huellas pequeñas y bien definidas de una criatura en busca de comida, un armiño o una marta; el trazo intrincado de la nervadura de una hoja que seguía aferrándose vanamente a su árbol padre mientras que, poco a poco, el tiempo la despojaba de su sustancia y dejaba únicamente el delicado recuerdo de lo que había sido. Las muchas sombras pálidas de la corteza del sauce; el primer verde valeroso de los brotes de las campanillas en huecos abrigados; el grito de un ave de presa en lo alto y el repentino susurro de un pequeño animal en la hojarasca retirándose para ponerse a cubierto. ¿Acaso había olvidado la magia de todas aquellas cosas cotidianas? ¿Qué le pasaba?

Ese día el valle estaba poco iluminado. La luz del sol de primavera no podía penetrar en sus profundidades; del follaje se desprendían gotas de humedad y el vapor flotaba a poca altura sobre la negrura del lago.

Las formas de los siete druidas encorvados bajo sus capas de liquen; Tuala casi los veía temblar. Un perrito aullaba en algún lugar de su cabeza, un sonido lastimero que se le aferró al corazón y despertó su propio dolor con su triste nota de pérdida.

Tuala se sentó en las losas. Se había dicho a sí misma que ese día no iba a mirar; que simplemente vería si reaparecían sus dos extraños visitantes, en cuyo caso les haría algunas preguntas y luego volvería a casa. Estaba demasiado cansada para afrontar las visiones del Espejo Oscuro; el sentido común le decía que ese día su poder podía abrumarla.

Esperó largo rato. Esperó hasta que le dolió la espalda de estar tanto tiempo sentada sin moverse y hasta que hubo analizado cincuenta veces los motivos por los que no se habían presentado el hombre hoja y la mujer. Tratándose de criaturas del Otro Mundo no acudirían a su llamada, por supuesto. ¿Quién se había creído que era? Quizá los había ofendido la última vez cuando hizo que el Espejo Oscuro sólo mostrara las imágenes que ella quería. Tal vez la habían dejado plantada porque había estado mucho tiempo sin acudir allí. Quizá la estaban castigando; al fin y al cabo no había aceptado lo que le habían ofrecido.

- Vamos, vamos -susurró-. No os pediré demasiado; sólo una o dos respuestas. -Pero pasó el tiempo, por encima de aquella hendidura en la tierra el sol se fue acercando al final de la jornada y Tuala supo que ese día los dos extraños no iban a venir. Ya se había quedado demasiado tiempo allí, tenía que marcharse enseguida o la noche la sorprendería en el bosque.

«Sólo un vistazo rápido -se dijo-, sólo uno, así no habré venido para nada.» Mantendría el control y se detendría al cabo de un rato. Si lo veía, fugazmente, sólo una imagen, la empresa ya habría valido la pena.

Bridei sentado a la mesa, entre hombres; Donal a su izquierda, reconocible al instante por su gran mandíbula, los ojos muy cerca el uno del otro, la suntuosidad de símbolos azules por la piel de su rostro. Vio que Bridei también llevaba las marcas del guerrero, las señales de la madurez recientemente grabadas en la blanca piel de su mejilla derecha, demostrando que había luchado y sobrevivido en el campo de batalla. Gartnait, que estaba sentado al otro lado, lucía un dibujo similar, pero él llevaba además los símbolos de su clan, que a los jóvenes de alta cuna normalmente se les otorgaban al mismo tiempo que las otras señales. En la mejilla izquierda, equilibrando la bordadura del guerrero, el hijo de Talorgen llevaba el sabueso y el escudo del clan de su padre, y encima de eso la media luna y la vara rota del linaje de su madre: la sangre real de los priteni.

Estaban contentos, relajados, Donal bromeaba, Gartnait bebía cerveza y reía e incluso Bridei sonreía al escucharlos, aunque había una sombra en su mirada. En la mesa había otras personas a las que Tuala no reconoció, algunas de ellas llevaban el atuendo de cuero, fieltro y basto tejido de lana del guerrero, otras iban más suntuosamente vestidas con un abrigo de tela teñida de rojo, un cinturón con hebilla de plata, una vincha trenzada. Había comida en la mesa, una pierna de venado de la que no quedaba mucha cosa. Había un fuego. Se trataba de la celebración de una victoria.

Alguien propuso un brindis. Tuala no oía sus voces, pero el clima y el propósito de la reunión eran evidentes. Todos se pusieron en pie. Un hombre alto pronunció unas palabras formales. Alzaron sus copas y bebieron.

Ella notó el dolor un instante antes de verlo; se le hizo un nudo en la garganta y le dio un vuelco el corazón. Entonces, en el agua, Bridei soltó la copa y se llevó las dos manos a la garganta, el rostro se le puso gris de repente, sus ojos tenían la mirada fija, una mirada horrible y grotesca, la boca abierta. Durante unos momentos nadie se dio cuenta; estaban gritando, bebiendo, dejándose llevar por la corriente del jolgorio. Tuala no podía respirar; tenía los puños tan apretados que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos. «Haced algo, rápido, rápido…»

Donal lo vio, se movió rápido como el viento y se abrió paso con sus brazos musculosos, sentó cuidadosamente al doliente en un banco gritando que hicieran sitio, pidiendo ayuda. Gartnait parecía petrificado del susto y se quedó mirando inútilmente. Tuala no podía soportar ver más, pero no podía apartar los ojos de la imagen. Desde algún lugar en la distancia le llegó el sonido de su voz gimoteando como un niño azotado: «No, no, no…»

No es agradable ver morir a un hombre envenenado. Al menos todo ocurrió muy rápido. Vio lo que Donal intentaba hacer, sus honestos rasgos crispados de desesperación: sus esfuerzos para que Bridei vomitara lo que había tomado, los dedos en la garganta, el brebaje con sal vertido en la boca que echaba espuma y que cayó, inútilmente, por encima de la ropa de la víctima hasta el suelo. El intento por levantarlo y hacerle andar se vio frustrado cuando las convulsiones se apoderaron de él, convirtiendo su joven cuerpo en el de un títere horrible que se sacudía. Al final no pudo hacerse nada más que sostenerlo mientras moría, y llorar. Cerrarle los ojos, rozarle la mejilla con una mano áspera, tierna, buscar desesperadamente algo que decir y no encontrar palabras.

Al mismo tiempo que las imágenes se desvanecían y desaparecían, Tuala se arrojó al frío suelo boca abajo, arañando la tierra con las manos. De su interior salió un gemido como el grito de un animal herido, un sonido que no se hubiera creído capaz de emitir. El dolor le desgarró las entrañas y le destrozó el corazón; era más de lo que podía soportar. Sollozó y gritó con furioso abandono. Por encima de la voz de su propio dolor todavía oía el aullido solitario que en ese lugar era casi constante: el lamento de un perrito. Era como si la criatura estuviera sentada a su lado, como si los dos estuvieran llorando la misma pérdida.

Deseó que la tragara la tierra; ¿cómo podía seguir adelante después de semejante visión? No obstante, al cabo de un rato se levantó, sacudida por los sollozos, se limpió como pudo el barro que tenía en la ropa y se sentó con la cabeza apoyada en las manos, obligándose a aplicar el sentido común tal como Erip y Wid le habrían dicho que hiciera. La batalla había concluido, tanto Bridei como Gartnait llevaban sus marcas de guerrero completas: ésa no era una visión del presente, no podría ocurrir hasta bien entrada la primavera, pues un grupo de guerreros como aquél no podía viajar fácilmente por la Cañada y llegar al territorio de los escotos hasta el Equilibrio por lo menos, lo había dicho Wid. Si se ponían en marcha demasiado pronto podían encontrarse con ventiscas, ríos desbordados, nieblas cegadoras o desprendimientos de rocas. Bridei no estaba muerto. Si lo estuviera, ella lo sabría, lo sabría en su interior, al instante. Ese horrible suceso todavía no había llegado a ocurrir. Todavía había tiempo de evitarlo.

Se puso de pie y se sintió mareada. Broichan; debía contarle lo que había visto. Ya había perdido bastante tiempo con sus llantos y gemidos, un tiempo que no podía permitirse el lujo de desperdiciar. Se ató mejor la capa, apretó los dientes y echó a correr.

Desde su posición privilegiada en la alta rama de un árbol, por encima del Valle de los Vencidos, los dos la miraron mientras se alejaba.

- Todavía es joven -observó el chico cubierto de hiedra-. Ésta ha sido una prueba difícil y angustiosa.

- Le espera otra prueba cuando llegue a casa -dijo la mujer-, la que le va a poner Broichan. Con la actuación del druida, nuestro trabajo será demasiado fácil.

- Pero no será fácil para Tuala.

Ella volvió sus ojos llenos de luz hacia él.

- Es necesario. -Su tono era frío-. Hay que ponerlos enteramente a prueba, a los dos. Cada uno de ellos debe demostrar que es igual de fuerte que el otro. Ambos deben hallar el equilibrio entre el deber y la lealtad, el amor y la determinación. ¿Acaso entrarías en batalla sin un arma adecuadamente templada? ¿Construirías una casa con troncos verdes?

- Lo entiendo -repuso el joven-. De todos modos me resulta difícil mantenerme al margen y observar. Es una buena chica. Y al fin y al cabo es de los nuestros.

- ¿Buena? -se burló ella-. ¿De qué sirve eso si elude sus responsabilidades ante el menor contratiempo? Tuala tiene un duro camino por delante. Debemos cerciorarnos de que desarrolla suficiente resistencia para recorrerlo tal como requiere la Brillante.

- ¿Y qué me dices del joven?

- El camino de Bridei ya está trazado. Lo único que tenemos que hacer es seguir observándolo. Llegará un día en que los dioses le preparen una última prueba; puede que participemos en ella. Todavía no. En esta estación se enfrenta a las pruebas de los hombres.

* * *

Tuala no pudo desprenderse de las terribles imágenes durante todo el camino de regreso a casa, cosa que dio alas a sus pies. Llegó justo a la puesta de sol. En la cocina, Ferat y sus ayudantes estaban atareados con un pesado trozo de carne en la espita, pero se volvieron y se la quedaron mirando cuando ella pasó corriendo con el cabello tapándole los ojos y la respiración agitada. Mara estaba colocando platos y cuchillos en la mesa del salón. Cuando Tuala pasó a toda prisa para golpear con fuerza la puerta de la habitación privada de Broichan, el ama de llaves empezó a decir algo con una voz que la desaprobación agudizó, pero la joven no le hizo caso. En su cabeza no había espacio más que para una sola imagen, el terrible y aciago futuro que tenía que cambiar a toda costa. Al ver que Broichan no respondía, abrió la puerta de un empujón y casi se cayó dentro de la estancia.

- Tengo que decirte… Bridei… -jadeó-. Tienes que… -miró hacia el otro extremo de la habitación y se calló de pronto, el pecho agitado a causa de su larga carrera en medio del frío.

Broichan no estaba solo. Se hallaba de pie junto a la pequeña chimenea con una jarra de cerveza en la mano y junto a él había otro hombre, un desconocido de complexión robusta y de aspecto poco agraciado, quizá uno de los terratenientes locales o un jefe menor. El hombre la estaba mirando con curiosidad manifiesta y no poca sorpresa. Tuala se dio cuenta, demasiado tarde, del rastro de barro que habían dejado sus botas sobre el suelo limpio, los cabellos desgreñados en los ojos, la forma en que sus manos se aferraban al manto como garras desesperadas. Probablemente estaba mirando fijamente como una loca. La única reacción de Broichan había sido arquear las cejas un poco. Siempre había poseído un notable autocontrol.

- Lo… lo siento -logró decir al tiempo que le dirigía una breve inclinación de la cabeza al desconocido; fueran cuales fueran las circunstancias siempre se debía saludar correctamente a ese tipo de personas-. Que la luz de la Brillante os asista en esta casa. Siento molestar, pero debo hablar contigo, mi señor -dijo volviendo de nuevo la vista hacia Broichan-, por favor, debo contarte… Se trata de Bridei, corre un terrible peligro…

- Ya basta, Tuala. -La voz del druida era profunda y calmada.

- Pero, yo…

- Basta. -Broichan se dirigió a su invitado-. Lamento la intromisión, Garvan. ¿Me permites unos momentos para ocuparme de esto?

- Por supuesto -respondió el visitante con ecuanimidad y, tras dejar su taza en la mesa, salió de la habitación no sin dirigirle una mirada escrutadora a Tuala al pasar. La puerta se cerró tras él.

- Hazlo bien -dijo Broichan-. Que sea breve, coherente y que valga la pena la interrupción. Tenía la esperanza de que le causarías una mejor impresión a Garvan. Después de esto va a creer que eres tan dócil como una joven loba. Y ahora explícate.

En esos momentos el miedo que le tenía no la afectaba, ni siquiera comprendía del todo sus palabras.

- Vi… en el agua…, vi a Bridei, no ahora, pero pronto, después de la batalla. Estaban celebrando un banquete, alguien había envenenado su bebida y… -No, no podía decirlo. ¿Cómo podía hacer que la peor noticia del mundo fuera breve y coherente? Tenía la sensación de que iba a estallarle el corazón de la angustia. La habitación parecía dar vueltas a su alrededor, las velas se arremolinaban en un baile desenfrenado, los extraños y maravillosos objetos de los estantes se mezclaban y fundían, volviendo a alinearse de un modo grotesco; el mundo estaba mal, no había nada que estuviera donde debía.

- Siéntate. Aquí. -Broichan la condujo hacia un banco, la sentó en él y le dio cerveza. En esos momentos se hallaba arrodillado a su lado con una mirada penetrante e inquisidora en sus ojos oscuros, que se cruzaron con los de Tuala. Había palidecido; tal vez la mirada del druida reflejara la suya-. Cuéntamelo -le dijo.

- Lo mataron -susurró ella, y la copa que tenía en la mano tembló de manera que la cerveza se le derramó en la capa-. Lo vi morir. Donal, Gartnait y los demás no pudieron salvarlo. Él…, él… Fue horrible…

- Bebe -se la quedó mirando mientras ella tomaba un trago-. Y ahora dímelo otra vez. ¿No era una imagen presente? ¿Estás completamente segura?

Tuala asintió con un movimiento de la cabeza.

- Ya te lo dije. Era más adelante, después de la batalla. Gartnait llevaba los tatuajes de clan y de guerrero, Bridei sólo los del recuento de la batalla. Hay tiempo para evitarlo. Tenemos que evitarlo.

- Bebe otra vez. Ahora recupera el aliento. Has venido corriendo desde muy lejos para traerme la noticia.

Tuala notó que se le saltaban las lágrimas. Se sorbió la nariz y se frotó los ojos como una niña pequeña.

- De modo que vuelve a estar en peligro de nuevo -comentó Broichan. Se levantó para tomar asiento a su lado-. Bueno, Tuala, soy consciente de que tu habilidad en este campo debe poco a las clases; es algo natural y, como tal, quizá no sea totalmente fiable, ni mucho menos. Por otro lado, el control que te falta parece compensarlo tu fuerza. Supongo que ya sabes que las visiones del Espejo Oscuro no siempre muestran una imagen precisa de lo que está por venir. No representan la simple verdad.

Ella se lo quedó mirando fijamente.

- Pues claro que lo sé. Si lo que he visto fuera verdad, no podríamos cambiarlo. Bridei moriría de ese modo fueran cuales fueran las acciones que emprendiéramos. La imagen era únicamente la de un futuro posible, y no podemos dejar que ocurra.

- No, desde luego. Por fortuna bastará con unas simples precauciones para evitar que los acontecimientos sigan ese curso en particular. Arreglaré las cosas para ponerlo todo en su sitio, aunque habrá cierto retraso; debo mandar un mensaje al Pozo del Cuervo y es probable que el camino esté aislado por la nieve por encima del lago de la Doncella. Lo que más me preocupa es la amenaza general para la seguridad de Bridei. Si un asesino intenta envenenarlo una vez, lo intentará dos veces. Si el veneno resulta ineficaz, investigará otros medios.

- ¿Quieres decir que lo matarán de todos modos? -la voz de Tuala no fue más que un hilo.

- No -contestó Broichan-. No puedo permitir que eso ocurra. Bridei es necesario. El futuro de los priteni depende de él.

- Lo sé -dijo Tuala, aunque por la mirada del druida se dio cuenta de que en realidad las palabras de aquél no iban dirigidas a ella-. ¿Significa que no entrará en combate? ¿Puede volver a casa? Seguro que aquí estaría a salvo.

- ¿A casa? -Broichan pareció sobresaltarse ante la sugerencia; era como si se hubiera olvidado de ella mientras en su mente se desarrollaba algún gran plan-. ¿Quieres decir aquí, a Pitnochie? No puede hacer eso, al menos antes de que termine el verano. Y debe luchar en primavera; es necesario que demuestre su valía en el campo de batalla. En cuanto a después, creo, por fin, que es hora de que yo vuelva a ocupar mi lugar en el mundo de los asuntos de Estado. Ha sido un largo exilio. Drust volverá a tener a su druida durante un tiempo.

- ¿Durante un tiempo? -inquirió Tuala, que intentaba encontrarle el sentido a todo aquello mientras se tragaba la amargura que contenían las palabras del druida.

- El tiempo que haga falta. -Broichan volvió a mirarla con detenimiento, en esa ocasión con una mirada crítica-. Eso quiere decir que para ti también habrá cambios. No puedes quedarte aquí en Pitnochie cuando yo me haya ido. Los miembros de la casa no lo aceptarán; ya llevan demasiado tiempo refunfuñando. Ahora ve, arréglate, cámbiate de ropa y a ver si puedes causar mejor impresión durante la cena.

Entonces cayó en la cuenta de lo que significaban las palabras del druida, y la invadió el horror.

- No es necesario que pongas esa cara -le dijo Broichan con ecuanimidad-. Garvan es un buen hombre, rico y formal. Se portará bien contigo. Y está dispuesto a llevarte con él, o al menos lo estaba antes de que irrumpieras aquí como un espíritu de los bosques enloquecido. Tienes pocas alternativas, Tuala. Probablemente ésta sea la mejor de todas.

Ella volvió a quedarse sin palabras. El viejo terror, olvidado con la abrumadora necesidad de compartir su desesperada noticia, la embargó de nuevo.

- No te preocupes -dijo él-. Me aseguraré de que a Bridei no le suceda nada. Ahora vete; espero que le demuestres a mi invitado que cuando es necesario puedes ser una dama. Durante la cena puedes participar en la conversación y demostrar tus conocimientos. Creo que a Garvan le resultará interesante. Y dile a Mara que haga algo con tu pelo.

Ya casi estaba en la puerta cuando el druida volvió a hablar.

- ¿Tuala?

Ella se detuvo sin darse la vuelta.

- Hiciste bien en venir a contarme la noticia enseguida.

Por el tono de su voz, Tuala percibió lo difícil que le resultaba al druida decir esas palabras. Asintió con la cabeza y se marchó a toda prisa.

* * *

La cena era una prueba. Tuala tenía claro que estaba siendo expuesta, dispuesta para una inspección como si fuera una vaquilla premiada en el mercado agrícola. A pesar de los evidentes esfuerzos del visitante por disimularlo, conversando educadamente sobre cuestiones generales que no entrañaban ningún riesgo, Tuala vio el interés en su mirada y un reflejo de ello en las actitudes de todos los que se hallaban sentados a la mesa. Esa noche formaban un grupo mucho menos numeroso de lo que era habitual: Broichan y Garvan, ella, Mara y solamente cuatro hombres de armas, todos ellos con largo tiempo de servicio y de edad madura. A los demás los mandaron a comer a la cocina, desde donde sin duda estarían escuchando hasta la última palabra. Probablemente estuvieran contando los días que faltaban para que Garvan, ese hombre fornido de cuello grueso, la subiera a su carreta y se la llevara a su casa, una buena inversión de futuro, una chica joven, sana y, por si fuera poco, educada. Cuanto Tuala más pensaba en ello, sentía que la ira iba desplazando al miedo. ¿Cómo se atrevían a decidir todo su futuro de ese modo? ¿Cómo osaba Broichan tomar semejante decisión sin ni siquiera preguntarle qué le parecía? Y lo que le resultaba más doloroso, ¿cómo podían hacerle algo así mientras Bridei estaba lejos, Cañada abajo, sin saberlo? ¿Acaso no lo entendía nadie?

Garvan hizo todo lo posible por gustarle, Tuala se daba cuenta de ello. No era culpa suya ser una mole de hombre con un rostro que parecía tallado en un nabo o algo así. Le preguntó sobre sus profesores, habló del cambio de estación e incluso sacó de pasada el tema de los símbolos de clan y dio la impresión de estar muy enterado. Hacía todo lo posible por no mirarla. Ella se había puesto una falda y una túnica limpias. Se había peinado y trenzado ella misma el cabello; Broichan había sido un estúpido al pensar que iría a buscar la ayuda de Mara para una tarea tan íntima. Al desenredarlo con el peine le había resultado imposible no acordarse de Bridei cuando él la peinaba y le preguntaba con una sonrisa en la voz qué había hecho esa vez con la cinta. Su ausencia era un dolor constante en su corazón.

Esa noche había vino en la mesa, importado desde Armorica, dijo Broichan, que dejó que se bebiera una copita. Era un brebaje que se subía a la cabeza y le recordó al verano, a épocas pasadas cuando Bridei y ella trepaban al Rasguño del Águila, galopaban a través del bosque con sus caballos e intentaban sacar truchas del lago. Había pasado mucho tiempo desde entonces, todo aquello había terminado; si Broichan se salía con la suya podría ser que estuviera casada antes de que Bridei volviera de nuevo a casa. Sus manos se cerraron y apretó los puños. Algo peligroso empezó a despertar en su interior, como una pequeña lengua de fuego. Parecía tener un susurro en la cabeza. «Demuéstraselo. Hazles frente.» Tuala parpadeó, sobresaltada. Nadie más que ella había oído esa voz, eso estaba claro; a su alrededor seguía fluyendo la conversación. Era raro; hubiera podido jurar que era una voz conocida, una voz del Otro Mundo. La de aquel extraño joven que parecía estar hecho de todas las cosas ramosas y frondosas del bosque, su manera de hablar había sido igual. Pero las palabras habían sonado en su interior, como si surgieran de sus propios pensamientos.

- Podríamos terminar la velada con una o dos historias -sugirió Broichan. Fue de lo más inusitado; la verdad es que se estaba tomando muchas molestias para hacer el papel de buen anfitrión-. ¿Te gustaría ofrecernos alguna, Garvan? El trabajo que realizas no carece de un gran caudal de conocimientos, lo reconozco. ¿Quieres compartir algo de ello con nosotros?

Garvan puso cara de desconcierto.

- Son mis manos las que cuentan las historias por mí -repuso, sonrojándose un poco-. No poseo el don de relatarlas en justas y poderosas palabras, tal como hacéis los de tu condición. Pero estoy seguro de que Tuala ha aprendido muchas historias que vale la pena compartir. Su educación parece ser excepcional. Quizá nos honrará con algo. -La miró casi con timidez. Tal vez, pensó ella, se había contagiado de pronto del mismo mal que los otros hombres, el miedo a que ella lo atrapara con sus misteriosas artimañas. ¡Mal rayo partiera a ese hombre! ¡Mal rayo los partiera a todos! «Demuéstraselo. Cuenta tu historia y demuéstraselo.»

Broichan iba a hablar, tal vez para ofrecer una educada negativa en su nombre.

- Por supuesto -se encontró diciendo Tuala tranquilamente. Casi tenía la sensación de que era otra persona la que hablaba. Sentía una calma glacial y le vino a la mente una nueva historia de forma completa y perfecta, un cuento que revelaría su fuerza y supondría una prueba para el oyente, las dos cosas al mismo tiempo-. Pero primero dime qué oficio ejerces, mi señor. Dijiste que tus manos cuentan las historias por ti. ¿Qué significa eso?

- Soy picapedrero.

- Un poco más que eso, amigo mío -terció Broichan en voz baja-. Es un artesano, un artista de primera categoría, Tuala; los antepasados hablan a través de él.

- Me honras demasiado -dijo Garvan, y bajó la mirada a sus grandes manos llenas de cicatrices, que tenía entrelazadas sin fuerza encima de la mesa frente a él.

- No creo -repuso Broichan-. ¿Acaso tu trabajo no está en la corte del mismísimo rey de Fortriu? No se me ocurre una vocación más estrechamente ligada a todo lo que es sagrado en nuestra tierra que la tuya.

- Salvo la de una mujer sabia o la de un druida -replicó Garvan con una sonrisa-. Espero que sea eso lo que necesitas, Tuala.

- Digamos que esta historia tiene que ver con un picapedrero. -A Tuala le habían enseñado de forma experta a narrar historias de héroes y magia, monstruos y búsquedas. Lo que iba a ofrecerles esa noche sería distinto: no tenía nada que ver con el repertorio de sus queridos y ancianos profesores-. Lo llamaré Nechtan. Pues bien, Nechtan era un hombre solitario y orgulloso. Tenía su oficio, en el que se distinguía. Anteriormente había estado casado, pero su esposa había muerto y sus hijos se habían marchado a luchar por el rey; ni uno solo había mostrado interés en aprender el oficio de su padre. Nechtan trabajaba con su mazo, su cincel y sus manos desnudas durante todo el día, extrayendo los secretos del corazón de la piedra, búhos misteriosos, toros arrogantes y extrañas bestias acuáticas, lanzas y escudos y hombres a caballo cabalgando hacia la batalla. De día el picapedrero estaba absorto en sus sueños, a los que proporcionaba una forma maravillosa y eterna. De noche yacía con los ojos abiertos y desvelado, sintiendo en el centro de su corazón lo profundo de su soledad. De noche los sueños huían y eran reemplazados por un oscuro abismo de desesperación. En aquellos momentos sombríos un anhelo intenso y oscuro acometía a Nechtan, pero no sabía por qué.

»Ocurrió entonces que, en primavera, viajó por la Cañada, pues tenía un encargo del rey y necesitaba visitarlo en la corte para discutir los detalles del mismo. El tiempo era agradable; los días eran frescos y radiantes, los pajarillos andaban atareados por los alisos y los avellanos, las hojas empezaban a desplegarse tímidamente en las ramas desnudas y, debajo, había una alfombra de copos de nieve. Cuando ya estaba oscureciendo demasiado para proseguir el viaje, Nechtan acampó junto a un riachuelo, encendió una pequeña fogata entre unas piedras y se acomodó para dormir, envuelto con la manta. Estaba acostumbrado al frío y no le preocupaba estar en el bosque de noche. Si hubiera podido dormir, lo hubiera hecho. Pero al picapedrero no le resultaba fácil conciliar el sueño. Permaneció despierto, tumbado bajo una luna gibosa y hecho un ovillo para mantener el calor, cuando la pequeña hoguera se desplomó y sólo quedaron las brasas que luego se convirtieron en pulverulenta ceniza que se agitaba con los fríos susurros de la brisa nocturna. Permaneció tumbado y deseó, esperó, ansió algo cuyo nombre no sabía. Fuera lo que fuera, lo necesitaba con cuerpo, corazón y alma; sin ello seguramente se marchitaría como las últimas bayas del serbal que quedaban arrugadas en la rama.

»-¿Hombre? -dijo una vocecilla que llegó a sus oídos. Allí, delante de él, al otro lado de los restos de la hoguera, había una figura encorvada envuelta en una capa de un color gris ceniza, tal vez una anciana, aunque era difícil decirlo.

»-¿Quién eres? -preguntó Nechtan, consciente de la hora, del lugar y del único tipo de gente que uno podría esperar encontrarse a la luz de la luna en un lugar como aquél-. ¿Qué quieres?

»-Te doy una buena chimenea, un buen hogar; mucho mejor que estar aquí solo -dijo aquella persona y, al levantarse, Nechtan vio que, en efecto, era una vieja bruja de nariz aguileña que con un dedo huesudo le hacía señas para que la siguiera.

»-Estoy muy cómodo en este lugar, gracias -repuso él con toda la educación posible, aunque distaba de ser cierto. Pero recordó los cuentos de su niñez y los peligros de obedecer a una llamada semejante. Por otro lado, cada vez hacía más frío y la perspectiva de un buen fuego y un techo sobre su cabeza resultaba muy atrayente.

»-Fuego ardoroso, cama caliente, sueño plácido para una cansada mente -dijo la vieja entre dientes, y empezó a alejarse con un susurro bajo los árboles. Nechtan todavía dudaba; ¿y si la seguía y lo conducía hacia el peligroso reino más allá de los límites? Podría ser que no regresara nunca de allí, y tenía un encargo del rey.

»-Manos suaves, abrazo afectuoso -le llegó la voz de la anciana. Apenas la distinguía ya y ella se iba alejando-. Consuelo del espíritu, lugar de reposo.

»-¡Espera! -gritó Nechtan, que agarró rápidamente el fardo con sus pertenencias y fue tras ella a trompicones por un sendero débilmente iluminado por la luz de la luna.

Tuala hizo una pausa. Sus oyentes se habían quedado en absoluto silencio, Broichan la observaba con expresión grave y Garvan con atención, inclinado hacia delante. Mara frunció los labios y dijo:

- Pues fue un estúpido. Seguro que no regresó nunca a su propio tiempo y lugar.

Los hombres de armas estaban mirando a todas partes menos a la narradora de la historia. Sin embargo, era evidente que estaban absortos en el relato; ninguno de ellos se había movido desde que Tuala había empezado la narración.

- Lo llevó a una cabaña toda cercada con brezos -prosiguió-. Dentro, en efecto, se estaba cómodo y calentito, la sopa se calentaba al fuego y había una jarra de cerveza dispuesta sobre una pequeña mesa torcida, casi como si alguien lo hubiera estado esperando. Sentada junto a la chimenea había otra figura envuelta en un manto. De hecho, ésta iba envuelta y abrigada bajo capas y capas de ropa de lana, de manera que Nechtan no pudo distinguir en absoluto la forma de la persona que había debajo. Lo que sí vio fue un par de manos blancas preciosas, suaves y gráciles; el rostro vuelto hacia él era el de una mujer, y su forma era agradable. Su rasgo más notable era la boca. Era la boca más hermosa, más cautivadora que Nechtan había visto nunca y, siendo picapedrero de oficio, tenía buen ojo para la belleza. Los labios no eran ni demasiado delgados ni demasiado carnosos; eran rojos y dulces como una cereza madura y se curvaban en lo que a él le parecía la forma perfecta para besar. Al mirar esa boca casi se olvidó de dónde estaba y de lo que lo había conducido hasta allí. Pero no del todo.

»-Que la Brillante bendiga tu hogar -dijo él con sólo un ligero temblor en la voz-. La anciana dijo que podía entrar y calentarme. Es muy amable por tu parte.

»La mujer sonrió. En una de las comisuras de su boca se formó un hoyuelo encantador, le brillaron los ojos y sus manos fueron a coger la jarra y la taza para servirle cerveza, pero no pudo estirarse lo suficiente. La vieja bruja, farfullando para sus adentros, se acercó y lo hizo por ella.

»-Lo siento -dijo la mujer más joven-. No puedo andar; mi amiga Anet, que te trajo aquí, tiene que realizar muchas tareas por mí. Toma asiento, por favor, bebe y entra en calor. Después tengo una proposición para ti, o un reto, si quieres. Eres un hombre de criterio, lo leo en tus ojos. Así pues, sabes qué límite has cruzado al venir a visitarme esta noche.

»Nechtan se había detenido con la taza a medio camino de sus labios.

»-No pasa nada si bebes -dijo ella-. Ya te encuentras en nuestro reino, pero no intentaré retenerte aquí contra tu voluntad, ni Anet tampoco. Las decisiones que un hombre toma en mi casa son sus propias decisiones. -Suspiró y, en ese suspiro, Nechtan escuchó un asombroso reflejo de su propio dolor secreto, el vacío del corazón por cuyo desvanecimiento él tanto daría. Se llevó la copa a los labios y bebió al tiempo que la miraba por encima del borde.

»-Nechtan -dijo la mujer en tono reflexivo-, así te llamas. Un creador de cosas magníficas; cosas fuertes, preciosas. ¿Por qué un hombre así, un hombre con un oficio y una posición en la vida, un hombre con casa propia y el favor del rey, tiene tanto dolor en la mirada?

»-No lo sé -respondió él en un susurro, mirándola y pensando que, si no se andaba con cuidado, esas manos blancas y esa boca deliciosa podrían conducirlo a una desesperación aún mayor-. Dime, puesto que al parecer ya conoces mi nombre, ¿cuál es el tuyo, señora?

»Ella sonrió, pero fue una sonrisa cuya tristeza le resultó demasiado familiar.

»-Me llaman de muchas maneras -contestó ella-, como Patituerta, Contrahecha o Media Doncella. No en vano voy vestida así; nadie puede verme como soy bajo mis ropajes, excepto Anet que cuida de mí.

»-Yo te daría un nuevo nombre, si me lo permitieras -se encontró diciendo Nechtan. Le ardieron las mejillas cuando se dio cuenta de su temeridad. ¿Qué iba a pensar la dama de semejante atrevimiento?

»-¿Y cuál sería? -le preguntó ella en voz baja.

»-Ela -respondió Nechtan-. Es un nombre para un cisne, que es la criatura a la que tú me recuerdas, pálida y distante, de una belleza que los humanos no pueden entender. Perdóname, no te conozco, no debería haberte hablado así…

»-Ela -repitió ella, y el nombre quedó flotando en la atmósfera de la pequeña cabaña llena de humo, dulce como una promesa-. Es… aceptable.

»La mujer esperó mientras él se bebía un cuenco de sopa y se calentaba junto al fuego. Después le hizo su proposición. Ela dijo que tenía el poder de quitarle la soledad y de mitigar su dolor secreto. Si quería quedarse con ella, vivir en su cabaña y compartir su cama de noche, ella le garantizaría un sueño tranquilo y unos días en los que era libre de volver a cruzar a su propio mundo y continuar ejerciendo su oficio.

»-Pues entiendo -dijo- que el hecho de renunciar a tu profesión haría que te marchitaras antes de tiempo. Quédate conmigo un año y un día, tendrás un trabajo honesto mientras el sol esté en lo alto y, a la luz de la luna, unas noches de tan dulce satisfacción que no te quedará espacio para el dolor.

»-Pero, señora… Ela… -Nechtan sintió que el calor le subía a las mejillas, el enfrentamiento entre el deseo de su cuerpo y la cautela de su mente- dijiste…, y perdóname…, dijiste que nadie aparte de tu anciana compañera podía ver tu forma tal como es en realidad. ¿Cómo puedes recibir a un hombre en tus brazos y en tu cama si se mantiene esa restricción?

»-Para que esta magia funcione no hace falta que me veas desnuda -le explicó ella en tono grave-, ni que me sostengas contra ti, carne contra carne. No querrías ver lo que hay debajo de las vestiduras que llevo, créeme.

»-¿Entonces cómo…?

»-Confía en mí, picapedrero, y acepta lo que te ofrezco. Dormirás mucho mejor de ese modo.

»Nechtan se quedó callado. Tenía la cabeza llena de preguntas que no podían formularse.

»-No me crees -dijo Ela, y sus largas pestañas cayeron sobre sus ojos claros y luminosos, su encantadora boca se entristeció-. O no confías en mí. Quédate esta noche, sólo esta noche, y te demostraré que es cierto.

Tuala hizo una pausa; el silencio era absoluto en torno a la mesa.

- Decidme -inquirió-, ¿qué creéis que hará Nechtan?

Broichan no sugirió nada. Tuala pensó que tal vez había logrado lo imposible y lo había dejado mudo de sorpresa.

- Nunca tendría que haberse metido en esa situación -dijo Mara claramente-. Era un artesano, una persona de fortuna, ya sabía cómo iban las cosas; fue un estúpido al seguir a la vieja bruja, un estúpido al beber de la taza de la mujer y será más estúpido todavía si acepta la oferta. Al menos tendría que preguntarle a Ela cuáles son las condiciones; qué es lo que ella quiere a cambio. Yo creo que no se quedará, que le agradecerá su cortesía y seguirá adelante con su viaje con toda la rapidez de la que sea capaz. En la vida de un hombre no hay tiempo para dolores secretos y cosas por el estilo. Tendría que hacer lo que hay que hacer y alegrarse por haberlo hecho.

- Pero no puede hacerlo, ¿verdad? -se atrevió a preguntar uno de los hombres de armas.

- Es cierto -dijo otro-. No es así como sigue la historia. Con sólo dirigirle una mirada a una persona como ella, uno ya está perdido para siempre. Probablemente Nechtan se meterá en su cama, le quitará las vestiduras, aunque ella le había dicho que no lo hiciera, y se encontrará con que Ela es un monstruo dispuesta a engullírselo.

- Como artista que es -terció Garvan- sabe que los caminos de los dioses nunca son rectos y evidentes. Al ser alguien que trabaja con piedra, comprende que la belleza existe cuando los sueños se liberan de las formas que los contienen. No tiene más remedio que acceder a lo que la mujer le ofrece; porque tiene la impresión de que podría ser lo que hace tanto tiempo que busca pero que nunca ha encontrado. -Miró de reojo a Tuala con ojos inquisidores.

- Así es -dijo ella, sorprendida de que un hombre como aquél proporcionara semejante respuesta-. Se quedó, y fue exactamente tal y como Ela había prometido. Compartió su cama con él, pero se sobreentendía que él no la abrazaría ni la despojaría de las muchas prendas con las que ocultaba su cuerpo. Y, en efecto, la mujer hizo magia; sus habilidades y su dulzura despertaron en Nechtan un fuego que nunca había sabido que poseía, ni en todos sus años de matrimonio ni en sus ocasionales encuentros con mujeres durante el tiempo que llevaba viudo. La dulce voz de Ela, su oído atento, su amabilidad y ternura tranquilizaron extraordinariamente su espíritu; tenía la sensación de que podía contarle cualquier cosa, que ella lo comprendería. Durante el día regresaba a su mundo mortal y continuaba ejerciendo su oficio. Por la noche se apresuraba a regresar con su Ela y la familiaridad no menguaba sus ansias por lo que ella podía ofrecerle, pues su presencia siempre parecía fresca, siempre nueva, un mundo maravilloso con aún más tesoros por descubrir. No hubo más noches atormentadas por las sombras y la desesperación; ahora todo era una dulce satisfacción y el posterior sueño profundo.

«Transcurrió un año y un día y durante ese tiempo no hubo ni una sola noche que Nechtan no pasara en la cama de su nueva amada, cosa que en ocasiones resultaba difícil para su oficio, pues un picapedrero necesita tener libertad para viajar, para ir allí adonde le lleven sus encargos. Pero él contaba con ayudantes y se las arregló, porque ya no podía soportar dormir sin ella.

«Entonces, cuando había pasado el tiempo fijado por ella, Ela le preguntó a Nechtan qué iba a hacer.

»-Pues veo -dijo- que, aunque somos felices juntos, en tu mirada hay una nueva tristeza. ¿Qué es lo que te preocupa, querido?

Tuala volvió a mirar a su audiencia.

- ¿Qué le responde? -les preguntó.

- Quiere ver cómo es ella -sugirió uno de los guerreros, apartando la mirada-. Le preocupa que Ela siga guardándole un secreto. Ocurre en muchas historias; la curiosidad puede más que la voluntad en las personas, y finalmente todo les sale mal.

- Así es -dijo otro-. Si uno de los…, de los Seres Buenos establece una regla como ésa, no te atrevas a contradecirla. Sólo puede acarrearte dolor. Pero en las historias la gente lo hace continuamente.

- Probablemente le quita las prendas que la cubren mientras ella duerme y echa un vistazo -sugirió Mara-, y después Ela desaparece, ella, la vieja bruja y la acogedora cabaña, y él se queda igual que estaba, presa de estúpidos deseos vehementes por lo que no puede ser.

Tuala aguardó.

- No -intervino Garvan. Parecía estar considerando su respuesta-. No, no creo que suceda eso. A él le gustaría que ella le mostrara su cuerpo, desde luego; el hecho de que no lo haga significa que todavía no confía en él. Pero no es ésa la causa de su inquietud. Él le dice que lo que quiere por encima de todo es poder proporcionarle el mismo placer que ella le ha ofrecido noche tras noche de manera tan generosa, sin buscar nada a cambio excepto su compañía. Él ansia poder sanar sus heridas al igual que ella ha sanado las suyas. Desea que Ela le diga cómo puede hacerlo; desea que le diga qué necesita ella para estar plenamente satisfecha. -Miró a Tuala, vacilante de pronto-. Al menos así es como yo lo contaría, si tuviera tu don para las palabras.

- Una respuesta cuidadosamente elaborada, amigo mío -comentó Broichan, que crispó los labios.

- Parece una respuesta sincera -dijo Tuala sin poder controlar su lengua-. ¿Tienes tú una mejor, mi señor? -Esa noche algo la había vuelto descarada, quizá la voz interior que había evocado de la nada una historia tan inverosímil.

- No -replicó Broichan-. Simplemente me pregunto cómo encontró este hombre el tiempo y la energía para mantener su oficio cuando tenía la cabeza tan llena de sentimientos, preocupaciones y susceptibilidades. Me inclino a coincidir con Mara y digo que tenía que haberse alejado de todo aquello cuando tuvo la oportunidad. Me imagino que la historia llega a una conclusión en la que descubrimos que Ela se hallaba bajo los efectos de alguna clase de hechizo, su picapedrero descubrió el secreto para deshacerlo e hizo que volviera a ser hermosa y a caminar erguida. Historias sencillas para gente sencilla, en las que siempre acaba sucediendo lo mismo.

Tuala tuvo la sensación de que sus ojos y sus palabras cínicas contenían cierto desafío.

- La Brillante no es predecible -dijo-. Puede que sus ciclos sean constantes, pero las mareas que despierta en las mentes y los cuerpos de sus criaturas las gobierna a su antojo. Cuando Ela oyó la respuesta de Nechtan las lágrimas brotaron de sus ojos. Él ansiaba estrecharla en sus brazos y consolarla, pero respetó los límites que ella le había impuesto. Él había pensado desde el principio que era mucho mejor aceptar esa extraña sombra de matrimonio que perder del todo a la que se había convertido en su mejor amiga, en su solaz, en la dicha de su corazón. Así pues, se limitó a extender la mano, a curvarla en torno a la mejilla de la mujer y a rozarle la cara con los labios para quitar con sus besos las señales de su llanto.

»Esa noche, bajo la oscuridad de la luna, ella dejó que la desnudara. Fuera lo que fuera lo que le reveló, no hizo que la casa desapareciera con una bocanada de humo, ni que Ela y la vieja Anet se desvanecieran. No hizo que el picapedrero se marchara. En realidad, aquéllos que vieron a Nechtan en años posteriores comentaron que la satisfacción lo estaba convirtiendo en un soñador. En cuanto a las imágenes de sus tallas, se iban volviendo más extrañas a medida que pasaban las estaciones, el toro, el jabalí y el ganso fueron reemplazados por curiosos animales que no eran ni una cosa ni otra y por unos dibujos tan intrincados que parecían cambiar mientras los mirabas: espirales y laberintos sin principio ni fin. Esta historia es un tanto parecida a esos dibujos. Nechtan llevó a Ela a ver los cisnes del lago de la Doncella. Ella compartió con él sus secretos más profundos. Obtuvieron el uno del otro una gran dicha para toda la vida. Eso es todo lo que sé, o lo que quiero contar.

Por un momento volvió a reinar el silencio, que se rompió con la protesta de uno de los hombres de armas.

- ¿Quieres decir que se termina así? -La indignación que le había provocado la repentina conclusión de la historia parecía haberle hecho olvidar mostrarse receloso con la narradora-. Pero ¿cuál era su secreto? ¿Qué aspecto tenía debajo de sus vestiduras?

- Tal vez hermoso, tal vez repugnante -dijo Tuala-. Ésa no es la cuestión.

- Sin eso la historia no termina debidamente -terció Mara-. Una historia como ésta, una historia complicada, necesita un final. Es necesario explicar cuál es el secreto.

Tuala no hizo ningún comentario. Lo más probable era que ninguno de ellos comprendiera el significado de la historia. El hecho de que no se ajustara a las pautas establecidas para ese tipo de historias los incomodaba.

- No se trata de una historia sobre hechizos ni sobre belleza. -El comentario de Broichan sorprendió a Tuala; no se esperaba que la apoyara de ninguna manera-. Tiene que ver con las decisiones -añadió el druida.

- Cierto -dijo Garvan-. No nos hace falta enterarnos de si Ela era una diosa o un monstruo; la cuestión es que Nechtan demostró que consideraba las necesidades de la mujer iguales que las suyas. Así se ganó su confianza al fin. Y, por supuesto, eso era lo que él necesitaba y quería por encima de todo.

- Es muy posible -dijo Tuala- que debajo de las vestiduras su cuerpo fuera tan hermoso y perfecto como sus manos y su rostro, y que siempre lo hubiera sido. Lo sometió a una prueba y él salió airoso.

- ¿Qué enseñanza se obtiene de esto? -Broichan nunca se olvidaba de lo que era.

Tuala respiró profundamente.

- La enseñanza es que la Brillante espera que sus hijas tengan libertad a la hora de tomar decisiones. Sorprendentemente, Nechtan llegó a comprenderlo y fue recompensado por ello. Yo soy su hija, igual que lo era Ela, y necesito la misma libertad en mis decisiones. Esta noche estoy aquí sentada narrando mi historia porque es lo que se espera de mí; de este modo muestro mi gratitud por la casa y el hogar que se me han proporcionado aquí. Una cosa es tejer historias y otra muy diferente es echarme, venderme cuando me convierto en un inconveniente. -Le tembló la voz, aunque ni ella misma sabía si era de furia o de repentino terror ante su osadía-. Y ahora os doy las buenas noches; no desearía seguir perturbando vuestra reunión. Que la Brillante ilumine vuestros sueños. -Se volvió hacia Garvan-. Diste buenas respuestas -le dijo. Era lo justo; la había sorprendido con la profundidad de su entendimiento. Era una lástima que no tuviera ni el más mínimo deseo de casarse con él.

- Buenas noches, Tuala -le dijo Broichan. No había manera de saber qué pensaba él de todo aquello.

Esa noche combatió con todas sus fuerzas las ganas de dormir porque sabía que sus sueños volverían a traerle la aciaga visión, Bridei cayendo, muriendo, sus queridas facciones sacudidas por un dolor indescriptible. Debía confiar en que Broichan lo evitaría. Él parecía tener la seguridad de poder mandar una advertencia a tiempo. Tenía que creer que así era. Las imágenes del Espejo Oscuro podían cambiarse cuando lo que mostraban todavía tenía que suceder; un hombre o una mujer podían actuar para prevenirlo. Así debía de ser, pues ya habían resultado contradictorias al mostrarle un futuro en el que Bridei se casaba con una mujer pelirroja y engendraba un hijo y otro en el que su prometedora vida era interrumpida con crueldad. Quizá aquellas visiones hablaran de una decisión. De su decisión. Si Bridei tenía que vivir, Tuala debía aceptar que se alejaría de ella. ¿Acaso la diosa le estaba diciendo que tenía que dejarle marchar?

Las lágrimas aguardaban para caer, abundantes detrás de sus ojos. También había algo más, lo mismo que la había conmovido profundamente el día en que se había despedido de Bridei. Cuando él la había tocado aquel día, cuando sus dedos la habían rozado suavemente, había sabido, sin comprenderlo del todo, que lo que había entre ellos había cambiado para siempre. Tuala se incorporó en la cama y se abrazó fuertemente las rodillas en la oscuridad. Garvan era un buen hombre. Parecía amable, cortés, considerado. Y ella no podía casarse con él. Ella había querido a Bridei desde el principio, como a un hermano, un amigo íntimo, un sabio compañero, tan familiar que siempre había parecido formar parte de sí misma. Y ahora lo quería como una chica quiere a su enamorado, como Nechtan quería a Ela, con el corazón palpitante, con el pulso acelerado, con angustia, lágrimas y con la más intensa dicha al saberlo. Eso estaba bien, al fin y al cabo. Había cambiado de verdad y, al hacerlo, su mundo había cambiado con ella.

Capítulo 9

A la mañana siguiente Broichan mandó a buscar a Tuala. Garvan ya se había marchado; la muchacha oyó que Mara le decía a Ferat que la precipitada marcha del picapedrero era, sin duda, una reacción a la historia que había oído la pasada noche y a la mirada en el rostro de la narradora.

- Porque podía verse -dijo Mara en un susurro- ese atractivo que tiene el Otro Mundo, el peligro que conlleva. Nunca me hubiera imaginado que la muchacha supiera una historia semejante. Tendrías que haber visto la mirada de los hombres. Y yo aquí pensando que es tan inocente como debería serlo cualquier doncella de su edad.

Sin embargo, cuando Tuala fue a la habitación de Broichan y se quedó de pie ante él con las manos apretadas detrás de la espalda y el corazón latiéndole con fuerza, no fue para recibir una reprimenda por ahuyentar a su pretendiente, ni un castigo por intentar seducir a los hombres de armas con su historia.

- Garvan pidió permiso para hablar contigo en privado. -Broichan estaba en su lugar habitual, de espaldas a la chimenea. Ese día el fuego no estaba encendido y la estancia estaba llena de pequeñas corrientes de aire que se arremolinaban. El alto cuerpo del druida iba cubierto con unas vestiduras negras; tenía los ojos clavados en Tuala, penetrantes como los de un halcón-. No accedí a su petición; no me pareció apropiado. ¿Se trata de que no quieres casarte con él o de que no quieres contraer matrimonio con nadie?

Tuala tragó saliva.

- Es demasiado pronto -logró decir-. No estoy preparada para el matrimonio.

- Estás en edad de casarte, Tuala -comentó Broichan-. A tu edad la mayoría de las chicas ya están desposadas, sin duda alguna, y con frecuencia son madres antes de un año. Quizá lo único que se requiere son más explicaciones, más seguridad… Podrías hablar con Mara al respecto. Por otro lado, la sorprendente historia que optaste por contarle anoche a mi invitado sugiere… -En esos momentos la actitud del druida mostraba inseguridad. Su mirada se había tornado ausente, como si de algún modo el tema fuera indigno de él.

- Sé lo que significa compartir la cama con un hombre -dijo Tuala sin rodeos-. Uno no crece en una granja sin aprender ciertos hechos básicos. Mi señor, no tengo ningún deseo de casarme con Garvan ni con ningún otro hombre. Si eso te disgusta, lo lamento. Me has proporcionado un hogar aquí y comprendo que estoy en deuda contigo. Sé que no querías acogerme. No he olvidado lo que me dijiste, mucho tiempo atrás, sobre que mi sitio aquí en Pitnochie dependía totalmente de ti. Pero quiero quedarme. Necesito quedarme.

«Necesito estar aquí cuando Bridei regrese a casa.»

- No puedes quedarte -repuso Broichan-. Tu presencia ya no es grata entre mi gente. Este cambio ha ocurrido sin que fuera mi intención. Ahora yo también debo emprender viaje; en realidad debería hacerlo en cuanto me sea posible, por el bien de Bridei. Y tú debes irte.

- ¿Irme adónde? -Tuala apretó los puños por detrás de la espalda, intentando mantener la voz calmada. De momento la furia era más fuerte que el miedo-. ¿Acaso has encontrado otro posible pretendiente?

- No necesito hacerlo. A Garvan le preocupaba que pudieras malinterpretar sus motivos para marcharse tan pronto. Antes de partir me explicó que su oferta sigue en pie, y que depende de ti tomar la decisión a tu ritmo: un año, dos si lo necesitas. Es un hombre extraordinariamente generoso; algunos dirían que su generosidad raya la insensatez. Me pidió que te dijera que no quiere ninguna dote y que no ha prometido nada a cambio de tu mano; eso que dijiste de «venderte» era infundado. Él quería que lo supieras.

- Entiendo.

- Por lo tanto, la decisión aún está por tomar. A mí me dio la impresión, anoche, de que había una especie de vínculo entre Garvan y tú, aunque sólo sea en vuestra aproximación a la hora de interpretar las historias. -Broichan la contempló, con las cejas arqueadas; por lo visto era necesario algún comentario.

- No quiero casarme. -Tuala sintió que el frío le recorría el cuerpo-. No quiero tener que marcharme.

- En cuanto a eso no hay elección. Tanto si deseas considerar la perspectiva de este matrimonio durante algún tiempo en el futuro, como si no, no voy a dejarte en Pitnochie. Sin embargo, existe otra opción, una que se ha vuelto más posible esta mañana con la llegada de un mensajero procedente del Pozo del Cuervo.

- ¿Del Pozo del Cuervo? ¿Y cuál era el mensaje? ¿Bridei se encuentra bien?

- No tiene nada que ver con él -replicó Broichan-, pero podemos suponer, por la falta de noticias en ese sentido, que todo le va bien. El mensajero trajo una petición para que Pitnochie proporcione alojamiento a lady Dreseida y a su familia durante una o dos noches; viajan hacia la corte de Drust, donde permanecerán hasta que pase la época de conflicto. La dama llegará aquí en cuanto el tiempo haga viable su viaje. Cuando su grupo llegue yo ya me habré marchado, pero Mara se encargará de todo.

Lady Dreseida y su familia. La chica zorro. Y Broichan partiendo hacia la corte con precipitación después de tanto tiempo alejado de ella… Debía de estar realmente preocupado por la seguridad de Bridei, no solamente en la batalla y en el período subsiguiente que su visión le había mostrado, sino también en un futuro más lejano. Tuala aguardó a que dijera algo más.

- Esto te proporcionará una escolta perfectamente adecuada -dijo Broichan-. Significa que, si es necesario, podemos seguir el otro camino que se abre ante ti. No era mi opción preferida, y la historia que contaste anoche sólo sirvió para reforzar mis dudas en cuanto a si es un rumbo conveniente para ti o no.

- ¿Qué camino?

- Hace mucho tiempo, la mujer sabia, Fola, ofreció un lugar en su establecimiento de Banmerren para ti cuando alcanzaras cierta edad. Quería que recibieras tu primera educación aquí; lo que Erip y Wid podían proporcionarte era muy superior a la formación ofrecida a la mayoría de las chicas de buena familia. Quizá no te des cuenta de lo privilegiada que has sido en ese sentido.

- Sé la deuda que tengo con ellos.

- Banmerren se encuentra en la costa norte, al otro extremo de la bahía de Caer Pridne -dijo Broichan-. Es un lugar aislado que armoniza con la naturaleza de las clases que en él se imparten. Es a Fola y a sus compañeras profesoras a quienes corresponde descubrir si una joven con tus orígenes puede cumplir con las obligaciones sagradas de una sierva de la Brillante. Una vez te acepten allí, no hay necesidad de que vuelvas a Pitnochie. Y no tienes que casarte, claro. Eso debería complacerte.

Tuala fue presa de una confusión de sentimientos. No tenía palabras.

- No lo he mencionado antes -dijo el druida- porque tengo dudas, serias dudas, en cuanto a la conveniencia de esta opción. Fola es una amiga cuya sabiduría valoro. No obstante, temo que puedas correr el riesgo de… explotación. Tus habilidades y talentos, unidos a tu educación poco corriente, no te granjearán amistades en un entorno como ése. Y existe un peligro que llevas contigo: si tus habilidades no son guiadas con prudencia y severidad, podrías causar estragos.

Bajo la fría sensación de pérdida inminente, Tuala se sintió ultrajada. Las palabras acudieron a sus labios: «Entonces, ¿por qué no me enseñaste? ¿Quién mejor para educarme en los misterios que el druida de un rey?» Las contuvo. Era demasiado tarde para eso.

- Quizá no fuiste consciente del impacto de tu historia de anoche -dijo Broichan-. Creo que no tienes conciencia de muchas cosas, Tuala. Traerte al reino de los mortales no fue sensato ni mucho menos.

- ¿Debo marcharme? ¿No podría quedarme aquí y…? -¿Y qué? ¿Quedarse y andar siempre atravesándose con Mara, quedarse y aterrorizar a todos los hombres de Pitnochie con su mera existencia? A Tuala le vino a la cabeza un recuerdo: una niña pequeña y solitaria confiando en una vieja bruja poco más alta que ella, una niña con una esperanza desesperada en la voz. «Quiero recibir una educación, pero Broichan no me dejará.» Y entonces, el inesperado regalo de las clases de Wid y Erip. Daba la impresión de que los planes a largo plazo de Fola eran equivalentes a los del druida.

- A mi juicio harías mejor casándote con Garvan -le dijo Broichan-. Su protección te aseguraría un hogar en el que siempre serías bien recibida. Su influencia te reportaría respeto y seguridad. Creo que es probable que la misma desconfianza y recelo que te persiguen ahora en Pitnochie seguirán presentes en cualquier otra parte, vayas donde vayas.

- ¿Cuándo llegarán… -a Tuala se le quebró la voz- lady Dreseida y los demás? ¿Cuándo debo marcharme?

Broichan suspiró.

- Se pondrán en camino cuando el tiempo despeje -respondió-. Viajarán en barco, subiendo por los lagos, y habrá hombres que llevarán la embarcación allí donde las vías fluviales no sean navegables. Si ésta es tu elección, será mejor que te encargues de organizar tus cosas sin demora. Mara sabrá lo que hace falta.

- No se parece demasiado a una elección -comentó Tuala, que sentía en el pecho el dolor de una gran amargura-. ¿Ni siquiera puedo esperar al verano?

- Sería una estupidez no aprovechar la guardia de Dreseida como escolta. Su hija también se dirige al centro de Fola; aparte de formar a sacerdotisas, allí las mujeres también proporcionan educación para las hijas de familias nobles. Es muy conveniente. No puedo prescindir de ninguno de mis hombres para que cabalgue contigo y a ninguno de ellos le haría gracia asumir semejante tarea. Por lo que a mí respecta, partiré sin demora, pues la necesidad que tengo de ver a Drust es ya imperiosa. Y yo no voy por los caminos de las personas comunes y corrientes.

Fue mucho antes de lo que ella se esperaba: un largo período de tiempo seco y la llegada por el lago de cuatro embarcaciones que transportaban a lady Dreseida, a su hija pelirroja y a dos chiquillos muy escandalosos, así como a una montaña en miniatura de equipaje y a una cohorte de guardias de expresión adusta. La presencia de lady Dreseida parecía inundar la casa; incluso Mara se encogió ante su mirada escrutadora. Habría sido más fácil si Broichan hubiera estado todavía en Pitnochie. Pero ocurrió que una ya desconsolada Tuala se encerró en sí misma. Respondía a las preguntas con un susurro y enseguida huía para perderse en los bosques cuando pensaba que podía aproximarse otro interrogatorio. A pesar de todos sus gritos y sus carreras, los pequeños Uric y Bedo eran mucho más fáciles de tolerar que las mujeres de la familia de Talorgen. Cuando los chicos hacían preguntas, era con una curiosidad directa e inocente.

- ¿Es cierto que te encontraron debajo de un espino? -preguntó Bedo.

- No. Me dejaron en la puerta. Soy una expósita.

- Eres muy blanca. Más blanca que nadie que haya visto.

- Es que soy así.

- Ferada dice -la voz de Uric descendió unos cuantos grados del grito habitual- que no eres del todo humana. Dice que eres hija de ya sabes quién.

- Soy una persona común y corriente -le respondió Tuala-. Hago las mismas cosas que hacen las chicas normales.

Una pausa.

- Bridei no nos dijo que tenía una hermana. -El tono de Bedo era ligeramente acusador.

- No soy su hermana. Crecimos juntos. Somos amigos. -Una palabra insignificante como «amigos» era deplorablemente inadecuada para explicarlo, pero el niño pareció aceptar la respuesta.

- Mi madre dijo que vas a venir a Caer Pridne con nosotros.

- Así es. Pero no voy a Caer Pridne, sólo a la escuela para mujeres sabias.

- ¿Es eso lo que vas a ser, una mujer sabia?

Una ráfaga de aire frío pasó por encima de Tuala; recordó una visión que la había inquietado muchísimo, ella con unas vestiduras de color gris, una intrusa, mientras Bridei sonreía a su esposa y cogía a su hijito de la mano.

- No lo sé -dijo.

- ¿Sabes hacer magia? ¿Encantamientos y esas cosas?

La respuesta más segura era una rotunda negativa, pero Tuala se encontró con que no pudo mentirles descaradamente.

- Depende de lo que quieras decir con magia -contestó.

- Si quisieras, ¿podrías convertirme en otra cosa, en un tritón o en un sapo?

- No estoy segura -contestó Tuala con despreocupación-. ¿Quieres que lo pruebe?

Una mirada de absoluto terror apareció en la carita de Bedo; se había puesto más blanco que la leche.

- Está bromeando, tonto. -El tono de Uric sugería que no estaba del todo convencido de sus propias palabras.

- Quizá otro día -dijo Tuala.

- ¿Ese gato es tuyo? -Uric miraba a Bruma, que estaba sentado aseándose junto a la pila de leña; era una buena oportunidad para cambiar de tema-. ¿Muerde?

Bedo le susurró algo al oído a su hermano.

- ¿Es eso cierto? -quiso saber Uric-. ¿Es un espíritu?

Bedo, que se sonrojó de pronto, miró hacia otro sitio.

- Al igual que yo -repuso Tuala-, Bruma es perfectamente normal. No le importa que lo acaricien, siempre y cuando lo hagan con suavidad.

¡Oh, Bruma! Otro amigo al que dejaría atrás. Tuala tenía buena memoria. No había olvidado algo que Fola le había dicho cuando fue tan amable y le dio el gatito, lo de que ella también tenía un gato que no toleraba a los intrusos. Bruma estaría mejor allí, en un territorio que ya conocía con un suministro habitual de ratones que cazar. Pero dormir por las noches sin aquel calor reconfortante a su lado que le daba la tranquilidad de que no estaba completamente sola iba a resultar duro, desde luego.

Tenía planeada una tarea para su última noche en Pitnochie, una noche de luna llena. Era algo que tenía que hacer si iba a estar ausente cuando Bridei volviera a casa. Por desgracia a los pequeños los habían alojado en la antigua habitación de Bridei, cada uno con la cabeza en un extremo del estrecho camastro, y eso dificultaba su tarea. No quería llamar la atención de ningún modo. Dreseida la intimidaba; las miradas inquisidoras y los comentarios despectivos de Ferada la inquietaban y la molestaban. La altanería con la que inclinaban la cabeza, los vestidos inmaculados y los peinados perfectamente arreglados que lucían parecían mofarse de su ropa sencilla y su desaliñado aspecto general. De un modo u otro, por más fuerte que se trenzara el pelo, siempre se escapaban algunos mechones que se le rizaban en torno a las orejas o encima de los ojos. Siempre llevaba consigo cintas de repuesto por si acaso. Tal vez los pequeños tuvieran razón; quizá siempre tendría un aire salvaje por mucho que se esforzara en domeñarse. Quizá siempre parecería diferente.

Había un hechizo que esa noche, bajo la mirada de la Brillante, tenía que funcionar. Había planeado entrar sigilosamente en la habitación de Bridei cuando todos durmieran y realizar su ritual como parte de una vela que duraría toda la noche. Pero ahora eso era imposible. De todos modos, razonó Tuala, tras un día de actividad los niños dormían profundamente. Si tenía cuidado, todavía podía llevar a cabo la parte más fundamental.

Aguardó en su habitación, escuchando mientras los miembros de la casa procedían con su secuencia de sonidos nocturnos. Las voces se filtraban desde el salón, donde los guardias de lady Dreseida intercambiaban historias junto al fuego con los hombres que Broichan había dejado para proteger Pitnochie en tanto que los demás partieron para unirse a las fuerzas de combate de Talorgen. La dama y su hija también se hallaban en el salón, pero los niños ya estaban acostados. Tuala había oído sus agudas voces en la habitación de Bridei hacía un rato. En esos momentos estaban en silencio, seguramente casi dormidos. Se oía el ajetreo proveniente de la cocina: los ayudantes de Ferat que fregaban las ollas de la cena y aclaraban las fuentes. La voz quejosa de Ferat acompañaba a ese barullo. Cada vez resultaba más difícil recordar al cocinero como al hombre que una vez había ayudado a una niña pequeña a formar conejos, ranas y hombres diminutos con masa de pan y que le había hecho dar vueltas y más vueltas con sus brazos fuertes hasta que ella gritaba de excitación; el hombre que la había escuchado con orgullo cuando recitó su primer poema aprendido de memoria, y que se había reído de sus bromas infantiles.

Entonces se oyó el crujido de la puerta de los aposentos de los hombres; pasaron unos pies enfundados en botas. No tardaron en oírse ronquidos. Habían tenido un largo día de trabajo. Las visitantes eran muy silenciosas y, como damas que eran, andaban con pies gráciles envueltos en zapatos suaves. En esos momentos se retiraban a su alcoba, la habitación de Mara; durante su estancia allí, el ama de llaves dormía en el cuarto de Broichan. Eso había impresionado a Tuala; semejante perspectiva le resultaba increíblemente alarmante. ¿Acaso el druida no podría manifestarse como un fantasma de sí mismo, todo miradas penetrantes y misteriosas palabras acusadoras? ¿Y si esas cosas que había en los tarros empezaban a moverse durante la noche? El hecho de que Broichan estuviera lejos, en Caer Pridne, no quería decir nada.

La cocina había quedado ya en silencio. Ferat y sus ayudantes habían terminado y se habían retirado a sus propias habitaciones. Los pasos lentos y pesados de Mara se movían por el salón. Se oyó un chirrido: estaba sofocando el fuego y colocando la pantalla frente a la chimenea. Más pasos. Se dirigía a la cocina para comprobar también el otro fuego. Estaría recorriéndolo todo con su mirada escrutadora en busca de señales de desorden: polvo en las losas, un cucharón fuera de sitio o una capa que se hubiera caído de la percha. A continuación se oyó el rechinar del enorme cerrojo al deslizarse en su sitio, atrancando la puerta hasta que los miembros de la guardia nocturna regresaran para su temprano desayuno. Los pasos de Mara retrocedieron, se detuvieron un momento en el salón -¿en qué estaría pensando?, ¿en Broichan, que en esos instantes se hallaba lejos en la corte del rey?- y a continuación se dirigieron, resueltos, a la habitación del druida. La puerta se abrió y se cerró. Reinó el silencio, aparte del ronroneo de Bruma, que sobaba la burda manta junto a las rodillas de Tuala.

Después de eso esperó un poco más. No había peligro de quedarse dormida; la importancia de lo que debía hacerse era demasiado grande. Tuala lo ensayó mentalmente hasta que hubo pasado tiempo suficiente para que todos estuvieran profundamente dormidos, atrapados en sus sueños. Entonces se puso su falda y su túnica preferidas, unas prendas suaves de fina lana blanca con un ribete de galón azul. Antes habían pertenecido a Brenna y le venían un poco grandes, pero eran las primeras prendas de persona mayor que había poseído, un regalo que le habían hecho antes de que Fidich le prohibiera ir a la cabaña, y sabía que Brenna había dedicado un tiempo precioso a coser la falda y a arreglar la túnica para que le quedara mejor. La ropa desprendía un suave olor a lavanda; tiempo atrás Brenna le había enseñado a la pequeña que tenía a su cargo a poner hierbas secas entre las prendas para mantenerlas como recién limpias, y aunque Tuala nunca fue ni mucho menos ordenada en menesteres caseros como el de doblar la ropa, no olvidaba su provisión de hojas aromáticas. Llevar ese aroma con ella la hacía sentirse más cerca del bosque, más cerca del mundo silvestre de las plantas y las criaturas, un mundo mucho más seguro que el de los hombres. No se sujetó el cabello, se lo cepilló y dejó que le cayera suelto por la espalda, una oscura cascada que le llegaba por debajo de la cintura. Se quitó las zapatillas. Los pies descalzos eran más silenciosos. De su cuello colgaba el disco de luna que siempre llevaba, la cálida sensación del hueso blanco contra su piel. Salió de su habitación con sigilo, sin hacer el más mínimo ruido, y se dirigió de puntillas a la puerta del pequeño cuarto de Bridei.

La puerta estaba entornada; quizá los pequeños tenían miedo de la oscuridad y necesitaban que la luz de las lámparas que seguían ardiendo en el pasillo velara sus sueños. Se deslizó por el hueco y entró en la habitación. Los dos dormían. Uric era de los que se acurrucaban; estaba bien envuelto en su manta con las rodillas hacia arriba, abrazándose el pecho y con la cara enterrada en la almohada. Bedo era de los que se despatarraban. Ocupaba su parte de la cama además de la mitad de la de su hermano. Tenía la manta en el suelo; Tuala la recogió y se la puso encima suavemente. El niño no se movió.

A través de la diminuta ventana, la Brillante mandaba un rayo de luz fría; se estaba acercando al trozo de cielo oscuro que se podía divisar por la abertura y Tuala debía tenerlo todo preparado para cuando su forma llena y perfecta quedara allí enmarcada. En el alféizar seguían estando las ofrendas de Bridei; se dio cuenta de que las habían movido. Los niños son unas criaturas curiosas, y esos dos, sin duda, habían examinado la pluma de águila y habían jugado con las piedras blancas. No importaba; el tacto inocente no puede dañar lo sagrado. Tuala volvió a colocar los talismanes tal como los había dejado Bridei y a continuación metió la mano en la pequeña bolsa que había traído y empezó a poner también los suyos, cada uno con sus palabras de poder particulares. Una ramita chamuscada, con un extremo blanco y el otro negro como el carbón:

Gallardo de Fortriu, llama ardiente

el elegido, sol naciente…

Una pluma que, en esa ocasión, no fue el emblema listado del águila, sino un suave y aterciopelado pedacito blanco, quizá del pecho de un níveo búho, una criatura de invierno:

Aliento de esperanza, alas de existencia,

antigua sabiduría, destierra la violencia…

Tuala sacó un pequeño frasco de su bolsa, le quitó el tapón y roció el alféizar con unas gotitas de agua; una, dos, tres veces.

Desenvuelto, entregado, libre, perspicaz,

sé siempre claro y honesto, siempre capaz.

Por último un puñado de tierra, fértil y oscura, recogida del suelo del bosque. La dejó con suavidad junto a los demás símbolos.

Los antiguos te mantienen fuerte y seguro,

sea tu canción pasado y futuro.

Envuelto en un espíritu puro y reluciente,

guía hacia la luz a tu gente.

La Brillante se movía lentamente y su cuidadosa danza la llevaba hacia la ventana, donde quedó enmarcada unos momentos en los viejos bordes de piedra dejando que su luz cayera sobre las ofrendas y, tras ellas, sobre el pálido rostro de Tuala que la contemplaba, susurrando su encantamiento. Ahora venía la parte más importante, la parte que debía decir antes de que se la llevaran de Pitnochie para siempre. La diosa tenía que entender lo crucial que era aquello. Si la propia Tuala no estaba allí cuando volviera Bridei, otra persona tenía que asumir la tarea, la tarea de escuchar y observar; la tarea de quererlo por lo que era y no por aquello en lo que debía convertirse. Si no tenía a nadie que velara por él de ese modo, con el tiempo sus cargas se volverían demasiado pesadas de soportar para cualquiera. Tuala lo sabía en su corazón; no había necesidad de invocar visiones en el agua.

Volvió a meter la mano en la bolsita y sacó el último objeto: el talismán que era el relato inacabado de ella y de Bridei, los períodos que pasaron juntos, los que estuvieron separados, los dichosos reencuentros y las terribles despedidas. Si tuviera el poder de una diosa, pensó Tuala con amargura, sencillamente entrelazaría los dos ramales de la cuerda de manera que se apretaran, se enroscaran, se hendieran el uno en el otro, y los dejaría así, indivisibles para siempre. Pero ella no era un ser sobrenatural. Tal vez fuera una hija del bosque, pero seguramente el poder que poseía no era más que cierta habilidad con la magia doméstica, la que podía hacer cualquiera si se lo proponía, pequeños hechizos de eficacia y peligro limitados. No hubiera podido convertir a un niño en un tritón ni aun en el improbable caso de que hubiera querido. Y no podía proteger a Bridei de un futuro de soledad, perplejidad y decisiones terribles, no si iba a estar separada de él para siempre. Pero la Brillante sí podía hacerlo, y si Tuala era hija de alguien, era de la luna, nacida de las sombras invernales y de la nieve bajo los robles, del hielo centelleando bajo la fría luz y de los abedules de ramas desnudas, austeros bajo el cielo de medianoche. Por lo tanto, en ese momento debía recitarse la más solemne de las plegarias mientras la diosa tenía los ojos puestos en su menuda y pálida hija; mientras la Brillante dirigía su mirada imparcial a través de la pequeña ventana. Tuala empezó a susurrar las palabras al tiempo que se iba enroscando el retorcido cordón en las manos.

- Escúchame, Madre Brillante, oye a tu hija. Apelo a tu poder, a tu amor, a tu reluciente pureza. A través de ti invoco al Guardián de las Llamas, personificación del verdadero coraje, e invoco a la bella Diosa de las Flores, que dirige su dulce mirada a todo lo que vive y respira en la tierra. A través de ti invoco a la Diosa Madre, guardiana de las historias de antaño, poseedora de las canciones de los priteni desde tiempos inmemoriales.

La luna miraba hacia abajo, silenciosa. El único sonido que se oía en la pequeña habitación era el débil rumor de la respiración de los dos niños que dormían.

- No pido nada para mí. Si es tu deseo que abandone este lugar y te sirva como mujer sabia, debo aceptarlo. Tu voluntad está fuera de duda. Necesito ayuda para Bridei. Conoces el camino que le aguarda. En su viaje veo decisiones que volverían loco al más cuerdo, traiciones que lo herirán en lo más profundo, peligros en cada esquina y una soledad que helaría el más cálido de los corazones. Sin mí, ¿quién sabrá de su necesidad de consejo? ¿Cómo podrá dejar que broten sus lágrimas sin mí? Solo, soportará una carga demasiado pesada incluso para el más fuerte de los hombres. No hay ningún líder capaz de llevar semejante carga y seguir adelante. Pero él debe continuar. Y yo debo marcharme. Lo que una vez fue mi hogar ya no lo es.

La Brillante empezaba a apartarse poco a poco de la ventana, intentando proseguir su viaje.

- Así pues, te pido -dijo Tuala al borde de las lágrimas- poder dejar en tus manos su cuidado, Gran Diosa, Madre Brillante, que nos iluminas a todos. Sabes que será rey; conoces su fortaleza. Sabes también que posee lo que algunos llamarían una debilidad, una disposición para comprender la mente y el corazón de su adversario, un espíritu abierto que le hará dudar en el momento en que su brazo empuñe la espada de la justicia. Tómalo en tus manos, Dama Brillante; consuélalo en la oscuridad de la noche cuando el desasosiego le llene el corazón. Acúnalo en tus brazos y dale descanso cuando las dudas ensombrezcan su pensamiento. Te lo pido en nombre de todos los dioses, y en nombre de todo lo sagrado…

Tuala llevaba un cuchillo pequeño en el cinturón; dejó la cuerda, tomó el arma en su mano y la alzó para cortarse un largo y grueso mechón de pelo oscuro, dejándose un trasquilón en la frente. Ya sólo quedaba una parte más por hacer y entonces, si lo había realizado a la perfección, la Brillante le mandaría una señal y ella sabría que, por mucho que su propio dolor yaciera en su pecho como una losa fría, Bridei avanzaría bajo la protección de la diosa. Levantó las manos y tomó aire para el hechizo final.

- ¿Se puede saber qué estás haciendo?

Tuala se dio la vuelta de golpe, con los brazos todavía extendidos al frente. La chica, que había permanecido a sus espaldas, retrocedió con los ojos muy abiertos. El cuchillo le apuntaba directamente al pecho. Tuala tomó aire con vacilación y bajó los brazos.

Ferada cruzó la habitación hasta la cama en dos zancadas, un espíritu vengativo con zapatillas blandas y camisón bordado, el cabello pelirrojo pulcramente trenzado a la espalda.

- ¡Contesta! -dijo entre dientes-. ¿Qué estás haciendo en el dormitorio de mis hermanos? ¿Por qué tienes un cuchillo?

Tuala no parecía capaz de controlar su corazón ni su respiración. La Brillante ya casi se había alejado de la ventana y el ritual todavía no estaba completo. Intentó que la chica zorro se marchara deseándolo con todas sus fuerzas. «Vamos, vete, rápido, para que pueda terminar el ritual y mantener a salvo a Bridei», pero la muchacha pelirroja se mantuvo firme, con los labios apretados y una mirada recelosa y fulminante en sus ojos.

- ¿Y bien? -quiso saber Ferada-. ¡Habla!

- No tenía intención de hacer daño alguno a tus hermanos. -La voz de Tuala fue menos firme de lo que había sido su intención-. Y ésta no es su habitación, es la de Bridei. Ésta es mi casa, no la tuya. Puedo ir donde me plazca.

Los labios de Ferada se curvaron para formar una pequeña sonrisa que no era en absoluto amistosa.

- Es poco probable que estos argumentos infantiles impresionen a mi madre cuando le cuente que te encontré aquí en mitad de la noche con un cuchillo afilado en la mano -dijo-. Si quieres que te incluya en el séquito del viaje a Caer Pridne, y debo decir que la idea no le entusiasma ni mucho menos, tendrás que hacerlo mucho mejor.

La luna se iba perdiendo de vista poco a poco; apenas quedaba tiempo.

- Por favor -se obligó a decir Tuala apretando los dientes-. Por favor, déjame terminar. Puedes mirar; puedes cerciorarte de que no hago nada malo. Esto tiene que hacerse ahora, mientras la luna brille todavía en la ventana. Debe hacerse antes de que me manden lejos de aquí.

Algo en su tono de voz hizo que la expresión de Ferada cambiara, aunque su mirada seguía mostrando recelo. La chica pelirroja se acercó al camastro en el que descansaban sus hermanos pequeños.

- Adelante, entonces -dijo resueltamente.

Resultaba difícil retomar el ritual; difícil calmar el latido del corazón, tragarse las lágrimas, controlar la respiración. Debía concluir el hechizo como era debido o no habría posibilidad de que funcionara. Desde el principio Bridei le había inculcado la importancia de la ceremonia; el inmenso privilegio que suponía que los dioses te concedieran sus ojos y oídos en tan solemnes ocasiones.

- Ofrezco esta prenda de mí misma -dijo Tuala mientras dejaba el largo y brillante mechón de pelo en el alféizar junto a los demás objetos-. El resto lo cederé al fuego, para que el Guardián de las Llamas, custodio de los guerreros, sepa también de mi lealtad de toda la vida. Y ofrezco mi sangre -hizo un rápido corte con el cuchillo en su palma derecha, antes de que pudiera pensárselo demasiado (oyó el grito ahogado de Ferada) y sostuvo la mano en alto para que la sangre cayera del profundo tajo abierto sobre los talismanes de poder colocados bajo la ventana-. De esta forma demuestro mi reverencia por los antiguos, que perdurará mientras la sangre fluya por mis venas, mientras la respiración penetre en mi cuerpo, mientras mis pies recorran los caminos de las mujeres, mientras mi corazón conozca la verdad.

La Brillante ya casi se había ido; lo único que quedaba en el espacio de la ventana era un atisbo de su encantadora figura, aunque su luz podía verse en las frágiles formas de los abedules al otro lado de la casa.

- Tú sabes que es una persona fuerte, sensata y buena -susurró Tuala-. Pero también es humano y lo acosan los temores, lo atormentan las dudas, está expuesto a profundas penas. Sólo pido esto, que si no puedo estar a su lado para ayudarle, te asegures de que no se enfrente a sus días de oscuridad sin un amigo de verdad que ilumine su camino. Te lo pido en reconocimiento del vínculo que creaste entre nosotros, Madre Brillante… -Hubiera dicho muchas más cosas, pero la presencia de Ferada lo hacía imposible. En realidad, el hecho de que alguien la oyera no solamente era inquietante, sino que en cierto modo resultaba peligroso. Tuala volvió a meterse el cuchillo en el cinturón y apretó la bolsa contra su mano herida para contener la sangre. Logró hacer una reverencia formal cuando la luna se deslizó más allá del marco de la ventana y se perdió de vista; entonces las cosas empezaron a desdibujarse ante sus ojos y se sentó bruscamente en el extremo de la cama. Los niños seguían durmiendo tan tranquilos.

- ¡Que los antiguos nos protejan! -exclamó Ferada en voz baja, y se agachó a su lado-. Esto no me lo esperaba, te lo aseguro. Trae, enséñame la mano… Hay que poner ungüento y vendarla…

- No es nada. -Los rasgos angulosos de Ferada iban y venían; Tuala oía un zumbido en la cabeza-. Estoy bien. Ya he terminado. Ahora ya puedes irte.

Ferada enarcó sus bien perfiladas cejas.

- No tienes muy buena cara. Además, no puedo dejarte aquí con Uric y Bedo. Vamos. Iré a buscar unos paños limpios, mi madre tiene algunos…

- ¡No! No despiertes a nadie. No me pasa nada. Me iré a la cama y… -Cuando Tuala se puso de pie la invadió una oleada de mareo y las paredes dieron vueltas a su alrededor. Se tambaleó.

- ¡Niña estúpida! -dijo Ferada-. ¿Dónde está tu habitación?

Llegaron allí fácilmente y se detuvieron en la puerta. Dejar entrar a la chica zorro en la única parte de la casa de Broichan que era toda suya no era algo que Tuala tuviera intención de hacer, ni entonces ni nunca.

- Gracias -dijo con toda la firmeza de la que fue capaz-. Buenas noches.

- No tan deprisa. -Ferada había apartado la basta cortina, que era la única puerta que había en el pequeño espacio que Tuala poseía, y miró hacia el interior-. Tú sola no puedes vendarte bien esa herida. Además, tengo unas cuantas preguntas.

- No te necesito. No quiero que estés aquí. -El dolor de la mano y la turbiedad de la cabeza hicieron que Tuala se mostrara más sincera de lo que requería la cortesía. Además, estaba la conciencia subyacente de que la Brillante no había dado ninguna señal, ninguna muestra de que hubiera oído las plegarias y aceptara la ofrenda. Probablemente la interrupción de la chica zorro había arruinado toda posibilidad de que así fuera. La diosa estaba disgustada y los dejaría a la deriva, separados y sin amigos que los ayudaran.

- Mala suerte -repuso Ferada, que se hizo con un farol que ardía en un estante de piedra cerca de la entrada y lo llevó al interior de la pequeña habitación de Tuala-. ¡Por todos los ancestros! Pensaba que el cuarto de Bridei era pequeño, pero esto debe de ser como dormir en un armario. ¡Qué pintoresco! No frunzas el ceño de esa manera. Sabes muy bien que si decido decirle a mi madre lo que te vi hacer no querrá llevarte a Banmerren. Pero tal vez sea eso lo que quieres. Tal vez no quieres ir. -Las cejas volvieron a enarcarse; los ojos tenían una mirada muy astuta bajo la luz de la lámpara.

- Eso a ti no te importa -replicó Tuala, que al tiempo que hablaba era consciente de que no había manera de ganar una discusión con esa joven tan segura de sí misma. ¿Cuántos años podía tener la chica zorro? ¿Quince, dieciséis? No era mucho mayor que Tuala y sin embargo eran como el día y la noche.

- ¿Conque ésas tenemos, eh? -la desafió Ferada-. ¿Dónde guardas paños o lienzos…? ¿Aquí? -Rebuscó en el arcón donde Tuala guardaba sus cosas-. En realidad tú no quieres ir a la escuela de Fola, aun cuando tendrás la mejor oportunidad que puede tener una chica de escapar de la cama conyugal y de llegar a ser alguien. Tú prefieres apolillarte aquí en los extraños dominios de Broichan esperando que tu hermano regrese por fin a casa. Es increíble. -Mientras hablaba, Ferada encontró unos lienzos, le quitó el cuchillo a una enmudecida Tuala, rasgó una tira de tela que le sirviera y empezó a ocuparse de la herida con dedos hábiles-. ¿Tienes un poco de ungüento? Bien, así…, sólo un poco. Ahora lo vendaré. Supongo que sabes que hay cientos de chicas que matarían por una plaza en Banmerren, ¿no? Fola no acepta a cualquiera.

Tuala estuvo muy tentada de responder: «Te aceptó a ti, ¿no?», pero ese tipo de pullas fáciles no servían de nada. Además, la madre de Ferada era prima del rey. Tuala se había criado con las lecciones de genealogía de Erip y comprendía los privilegios y responsabilidades que conllevaba una relación así.

- Antes de tener que casarme -dijo en voz baja-, es mejor estar en Banmerren; lo prefiero a atarme a un hombre al que no amo.

- ¿Amar, dices? -se burló Ferada-. El amor no tiene nada que ver con el matrimonio. Yo en tu lugar me consideraría afortunada si el cónyuge propuesto tuviera diez dedos en las manos y en los pies y todos los pedazos necesarios entre ellos. Mi madre dice que los hombres se pueden moldear. El amor es para las historias. No tiene nada que ver contigo, ni conmigo, ni con las vidas de la mayoría de jóvenes de Fortriu. Lo mejor que podemos esperar es tener cierto control sobre los caminos que seguimos. Una leve capacidad de elección. -Por un breve momento pareció distinta, como si su aspecto competente y amedrentador albergara a otra chica completamente diferente.

- Yo quería elegir por mí misma -dijo Tuala-. Pero al final todo lo decidió Broichan. -No era del todo cierto; había una alternativa de la que no podía hablar.

- ¿Por quién estabas orando? -preguntó Ferada-. Imagino que por tu hermano, ¿no?

Tuala no contestó.

- Yo diría que no le hace falta tal grado de devoción -dijo Ferada con sequedad-. A mí siempre me ha parecido bastante capaz. Carece de sentido del humor, es un poco soso, quizá, pero tiene mucho dominio sobre sus propios asuntos. En tu lugar, yo dejaría de mimarlo y seguiría con mi propia vida. Sé realista, Tuala. Un sitio en Banmerren es una gran oportunidad para alguien como tú. Lo que quiero decir es que, ¿adónde irías si no?

El hecho de que esas últimas palabras fueran la pura verdad no las hizo menos dolorosas.

- Es curioso -siguió diciendo Ferada-, Bridei nunca habla de ti. Sólo supe que existías porque me lo dijo Gartnait. Creo que podría ser que estuvieras perdiendo el tiempo, de verdad.

Tuala aguardó un poco, obligándose a respirar antes de hablar.

- Ahora me gustaría irme a dormir -dijo con educación-, si no te importa. Gracias por vendarme la mano. Te agradecería que no contaras lo ocurrido a lady Dreseida. -«Si no habló de mí, es porque lo que hay entre nosotros es especial, precioso y no puede compartirse.»

Ferada la miró atentamente con los ojos entrecerrados, como si intentara resolver un acertijo.

- No tardará en saberlo, cuando a los niños se les exija una explicación sobre el revoltijo de pelo y sangre del alféizar.

- No te estoy pidiendo que mientas -repuso Tuala.

- Ya veremos -replicó Ferada-. Esto podría ser muy interesante, ¿sabes? Estoy empezando a pensar que mandarte a Banmerren es un poco como poner a un gatito perdido en una jaula de perros salvajes.

- Los gatitos tienen garras.

- Claro. Como mínimo eso contribuirá a que haya un espectáculo de lo más animado. Creo que es mejor que mi madre sepa lo menos posible. Al menos de momento.

Tuala se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo.

- Está bien, me voy -dijo Ferada-. Todavía hay preguntas que necesitan respuesta. Pero pueden esperar. Buenas noches, Tuala.

- Que la Brillante guarde tus sueños. -Incluso en un momento como aquél debían pronunciarse las palabras de despedida adecuadas.

La cortina se alzó y cayó. Los pasos suaves se perdieron. Tuala se quedó sola de nuevo. Agarró un manto, se lo echó sobre los hombros y notó que las intensas punzadas de la mano se convertían en un dolor terrible que le subía y le bajaba por el brazo; notó que las lágrimas se acumulaban en sus ojos y luego empezaban a caer, cálidas y amargas, por sus mejillas. Bruma seguía durmiendo. Era imposible saber lo que había en su mente de felino. De vez en cuando movía las patas; quizá estuviera soñando con ratas. En cuanto a Tuala, sus pensamientos estaban en ciertas cosas que había dicho la chica zorro, cosas que eran mentiras, horribles e hirientes mentiras. «Él no es "soso". Es la mejor persona del mundo, cuenta historias maravillosas, siempre escucha atentamente. Los dioses lo quieren. Y no lo mimo. Me estoy ocupando de su futuro. Alguien tiene que hacerlo por él, y sólo me tiene a mí.»

Estos pensamientos no parecían mejorar nada; sólo sirvieron para que las lágrimas manaran más rápidamente, demasiado rápidas para enjugarlas. Intentó con todas sus fuerzas no hacer ruido; de ningún modo iba a dejar que la chica zorro o cualquier otra persona oyera que había sido presa del llanto. ¿Y si la Brillante no aceptaba su oferta? ¿Y si Bridei tenía que seguir su camino solo? «No estará solo», le recordó una vocecilla interior. «¿Qué me dices de la visión del Solsticio de Verano en la Colina del Árbol del Alba? Entonces no estaba solo, ¿verdad? ¿Quién crees que era la del cabello rojizo y el vestido elegante? Una esposa digna de un rey, eso era.»

Tuala se tumbó, cerró los ojos con fuerza y se tapó los oídos con las manos. Pero no pudo silenciar la voz de ese modo, la voz insidiosa e íntima del hombre hoja, uno de los suyos, decidido a abrirle la mente a su propia locura. «Era ella, ¿verdad? Muy apropiado. Y si no le importa nada el amor, ¿qué más da si lo considera aburrido? Será rey. Eso es lo único que cuenta.»

Al final Bruma se despertó, o se despertó a medias, subió sigilosamente por la cama, dio tres vueltas y volvió a acomodarse junto al cuello de Tuala. Mucho más tarde, rendida por la tristeza, con la mano vendada metida entre el suave pelaje del gato, Tuala se dejó vencer por el sueño.

Debió de soplar un fuerte viento durante la noche, un viento caprichoso que se arremolinaba en círculos. Cuando Bedo miró por la ventana para ver cómo había amanecido el día, se fijó en que la pluma de águila no estaba. Fue una decepción; había planeado, secretamente, meterla en su equipaje antes de continuar el viaje. Miró por la habitación; no estaba en el suelo, ni en la cama entre las mantas arrugadas. Después de desayunar salió a buscarla fuera, pero no había ni rastro de ella. Lo único que había dejado el viento en el desnudo alféizar de la ventana eran las tres piedras blancas.

A la mañana siguiente reanudaron el viaje hacia Caer Pridne a caballo y se llevaron a la chica bruja con ellos. Su cabello tenía un aspecto extraño; se lo habían cortado toscamente a la altura de las orejas y ahora se parecía al de Bedo, aunque mucho menos bien peinado. La joven era muy callada. La forzada expresión de su boca formaba una fina línea, como si estuviera intentando no llorar. Cuando la casa del druida desapareció tras ellos entre los robles, ella no miró atrás, ni una sola vez.

El mensajero de Broichan había partido antes de que su amo dejara Pitnochie, equipado con un pequeño fardo con víveres, medios adecuados para defenderse y un mensaje para Talorgen en la cabeza. No era un mensaje complejo: sólo tenía dos partes. Primera, el anciano, Erip, había muerto y la noticia debía comunicársele con suavidad al chico. Segunda, a partir de ese momento el chico tenía que tener un catador. No era difícil de recordar.

El mensajero estaba acostumbrado a recorrer el terreno rápidamente, incluso en las condiciones más inclementes. Se esperaba que en un espacio de doce días aproximadamente pudiera alcanzar al ejército que avanzaba. Sabía cómo evitar a los lobos, los calambres y los espías de Dalriada. Sabía cómo seguir adelante con escasa comida y poco sueño.

No pudo competir con la rampa rocosa que se alzaba por encima del lago de la Doncella. Había llovido; estaba cruzando un camino estrecho muy por encima del agua cuando oyó el inconfundible retumbo en lo alto que rápidamente se fue convirtiendo en una estruendosa cacofonía de rocas que se desprendían y rodaban. Se aferró con todas sus fuerzas con el cuerpo pegado a la pendiente, apretando los dientes y rezándole a la Diosa Madre para que todavía no fuera el momento de acogerlo en su seno. El tumulto se aplacó; unas piedras pequeñas rodaron colina abajo, rebotaron una y otra vez y fueron a parar al gigantesco montón de escombros que había mucho más abajo. Finalmente, no era el momento; todavía no. El mensajero parpadeó para quitarse el polvo de los ojos. Respiró profundamente, henchido de alegría por haberse salvado. Le dolía la pierna, bajó la vista para examinar la herida y notó que perdía el color de la cara. Una piedra enorme se había alojado con fuerza contra la pared de roca en la que se había refugiado. Tenía la pierna atrapada hasta el muslo entre la roca y la pared del precipicio. Todo su cuerpo se cubrió de un sudor frío. Con aquella única mirada se había dado cuenta de que la pierna estaba aplastada de tal manera que resultaba irreconocible; no podría volver a caminar nunca.

Pasó un buen rato intentando liberarse empujando la roca con las manos y tratando de romperla con una piedra más pequeña. Todavía llevaba el fardo a la espalda; desafiló el cuchillo raspando la dura superficie, en la que dejó una red de arañazos desesperados. Tenía comida para varios días, agua para tres. Al principio racionó lo que tenía, un sorbo cada vez, pensando en el rescate. Pero no acudió nadie. Cuando se terminó el agua pensó en cortar la pierna con el cuchillo mientras aún le quedaran fuerzas para hacerlo… Pero ¿y entonces qué? Moriría desangrado, arrastrándose por senderos que sólo conocían el tejón y la ardilla, la marta y el escarabajo. Al menos sería más rápido. Pero el cuchillo estaba desafilado y no fue capaz de intentarlo.

Llovió al día siguiente de haber vaciado el pellejo del agua. Lamió la lluvia de la roca que lo inmovilizaba y, aturdido por la fiebre, se asombró de sus ganas de vivir a pesar de todo. Se había olvidado del mensaje. Lo había olvidado todo menos el dolor, el frío y la escalofriante oscuridad de la desesperación. Esa noche vinieron los lobos, que se movieron alrededor de él como los mismísimos mensajeros de la muerte.

Cuando llegó el momento no resultó posible pensar demasiado. Durante una pausa en su marcha, al mirar al otro lado de la solitaria cañada hacia la colina de los Confines de Galany, vieron alzarse el humo, vieron una bandera que ondeaba por encima del poblado y luego vieron que los escotos estaban preparados para recibirlos; por detrás y por debajo de la muralla de estacas puntiagudas, los paseos se hallaban llenos de arqueros. Más allá, en la cima de la colina, incluso a esa distancia, la alta forma de la Piedra del Mago se recortaba contra la línea del horizonte, custodiada por los serbales. Atraía la mirada e imponía determinación en tu interior.

- No son demasiados -dijo Talorgen con los ojos entrecerrados-. Por eso han optado por meterse dentro en vez de salir y enfrentarse a nosotros. Procederemos según lo planeado. ¿Estáis listos? ¿Morleo? ¿Ged? ¿Fokel?

Unos gruñidos de asentimiento. Las tropas de Ged, resplandecientes con sus colores del arco iris, iban a tomar el flanco derecho. Las de Morleo el izquierdo y la fuerza principal se aproximaría directamente a las puertas. Justo detrás de los hombres de Talorgen cabalgaba la pequeña banda de Fokel. Bridei había visto la peligrosa mirada del cabecilla, su aire de energía apenas contenida, como si estuviera en peligro inminente de estallar. El considerable armamento que llevaban todos los adustos seguidores de Fokel no sirvió para aliviar su desasosiego. Esos hombres parecían unos distribuidores de justicia arbitraria del Otro Mundo. Quizá no se molestarían en mirar dónde golpeaban hasta que todo hubiese terminado. Su cercana proximidad no tenía nada de tranquilizador.

Aniel, el consejero del rey, había enviado a sus dos guardias personales para que se unieran a la empresa en nombre de Drust el Toro. En esos momentos, su guardaespaldas Garth avanzó portando el asta con la bandera del rey y otros alzaron los símbolos de todos los jefes de clan allí presentes: Aguasluengas, Abertornie y el Pozo del Cuervo, y la antigua bandera de Galany. Talorgen levantó un puño apretado en el aire y profirió un enorme y sonoro grito: «¡Fortriu!» A Bridei le corrió por las venas una acalorada ráfaga de orgullo, como el contacto del mismísimo Guardián de las Llamas. Alzó su propia voz junto con las de los demás como respuesta: «¡Fortriu!», y los hombres de los priteni avanzaron hacia la batalla.

La aproximación a la aldea se realizó a través de un amplio valle por el que corría un riachuelo que desembocaba en las vastas aguas del lago del Rey. El terreno era cenagoso y las botas se les hundían. Los pocos arbustos y escasos árboles que había pegados a las orillas corriente arriba proporcionaban escasa cobertura. Cuando se acercaron al agua, las puertas del poblado se abrieron y el enemigo salió para hacerles frente. Después de todo no era una defensa desesperada de un reducto mal guarnecido, sino un contraataque bien planeado, ejército contra ejército; alguien les había proporcionado buena información a los escotos y ellos la habían utilizado bien.

- ¿Cuántos? -logró gritarle Bridei a Donal, que lo seguía de cerca con gravedad, lanza en mano.

- Suficientes -respondió Donal-. Lo haremos. Intentarán atraernos para ponernos al alcance de sus arqueros. Talorgen contendrá a los hombres, eso si ese loco de Fokel no carga primero. Si es posible no te alejes, Bridei. Necesito tenerte a la vista.

«Incluso ahora -pensó Bridei-, al borde de la batalla, la mano de Broichan se extiende hacia mí, como si fuera un chiquillo al que hay que proteger. ¿Cuándo me llegará el momento de ser un hombre?»

Entonces, junto a él, ante él, detrás de él, los hombres empezaron a correr y a gritar y el día se convirtió en locura. Los gritos resonaban como toques de trompeta en sus oídos; su corazón, que ya latía aceleradamente, adoptó el ritmo de un fuerte tambor, las piernas lo llevaban hacia el tumulto, el agolpamiento, la cálida oleada de cuerpos y entonces, de repente, empezaron a llover flechas que penetraban en los ojos, el cuello o los hombros de los soldados, había cuerpos en el suelo, la sangre brillaba en una capa o en un casco, en una mano aferrada, en un ojo que miraba fijamente o en un miembro destrozado. No podía detenerse para ayudarles; había que avanzar, avanzar, sus pies lo llevaban hacia delante con la marea de hombres cuyas filas ya habían mermado y tenía la voz ronca de gritar por encima del estruendo. «¡Fortriu! ¡Fortriu!»

Superaron las flechas, se sumieron en la revuelta y las lanzas arrojadizas se utilizaron para clavar y perforar; Donal, con un hombre ensartado como una magnífica trucha, retorcía el asta; Gartnait, al que se podía divisar entre unas figuras que se esforzaban y jadeaban, atravesaba el corazón de un enemigo derribado con una salvaje estocada de su daga. La mirada de su amigo era extraña, exaltada, casi como si estuviera ante la presencia de un dios. Breth, un hombre grandote, buscó el espacio que le proporcionaba un montículo coronado de arbustos bajos y utilizaba su arco con seguridad, con frialdad, para eliminar primero a uno, luego a otro, de entre la caótica maraña de hombres.

«¿No te alejes? -pensó Bridei-. Es una broma.»

Trepó al altozano junto a Breth, preparó su propio arco y empezó a lanzar sus proyectiles con cuidado; el más mínimo error de cálculo y la flecha dirigida a un descomunal guerrero escoto podría atravesarle el pecho a uno de sus propios compañeros.

- Hacia el sur -dijo Breth entre dientes-. Detrás del grupo principal de hombres de Ged, ¿ves? Dale cobertura a Fokel.

Desde allí era posible ver lo que estaba haciendo Fokel y, aunque en el agolpamiento de la batalla todo había parecido arbitrario, la pauta del conflicto de la jornada se reducía a un solo hombre con un cuchillo muy grande que intentaba matarte y a otro con una lanza que acababa de matar a tu compañero. En la lucha todo se vivía segundo a segundo: ataca, respira, sobrevive, sigue adelante. Desde la pequeña elevación Bridei vio que en esos momentos las fuerzas de Talorgen avanzaban con más lentitud; apenas habían pasado el lecho del arroyo, se enfrentaban a un considerable número de escotos y muchos soldados de ambos bandos yacían boca abajo o retorciéndose en el suelo, sus quejidos ahogados por los gritos de exhortación o los insultos, el entrechocar de las espadas, el silbido de las flechas.

Ged y Morleo no lo estaban haciendo mejor. Sus fuerzas, que se hallaban un poco más alejadas de las fortificaciones del poblado, eran las más castigadas por el trabajo de los arqueros. Desde allí abajo ninguno de ellos podía ver a Fokel y a su pequeña banda de combatientes. El cabecilla había llevado a sus hombres río arriba y en esos momentos se abrían camino serpenteando hacia el otro lado, utilizando los arbustos que crecían en las orillas para cubrirse, acercándose aún más al caos que había frente a las puertas.

Siguiendo el ejemplo de Breth, Bridei apuntó y disparó una flecha, y luego otra, intentando alcanzar a los escotos situados en la parte de atrás de la multitud, los que más probablemente constituirían un obstáculo cuando los hombres de Fokel salieran al descubierto y subieran en tropel por la colina hacia la fortificación. Era una locura; era la clase de acción que podía esperarse de Fokel. Lo más seguro era que todo su grupo quedara eliminado antes de alcanzar las posiciones enemigas. Aun así, el hombre cuyo pecho acababa de atravesar la flecha de Bridei no los vería llegar. Tampoco el tipo al que Breth alcanzó en el ojo, ni ese otro, ni aquél…

- Siempre dije que eras un buen arquero en ciernes -comentó Breth entre dientes, apuntando y volviendo a disparar.

- ¿Cuántas flechas te quedan? -le preguntó Bridei.

- Dos. Toma.

Dispararon juntos; cayeron un par de escotos. Entonces hubo que volver a bajar por la colina y adentrarse en la pesadilla. No veía a Donal por ninguna parte; Gartnait también había desaparecido en la refriega. Talorgen, seguido de cerca por Garth, utilizaba su espada con un efecto devastador; se trataba de un líder dispuesto a poner su vida en peligro con las de sus hombres. Las fuerzas de Ged, cuyas túnicas de vivos colores se hallaban salpicadas de sangre, tanto propia como del enemigo, se encontraban al otro lado del riachuelo y avanzaban colina arriba. Y entonces, más allá del hervidero de soldados, pudo verse algo nuevo. Del interior de la empalizada bien construida con estacas afiladas surgió un brillante resplandor, un discordante chisporroteo y las voces de las mujeres que daban gritos de alarma. Los hombres de Fokel habían incendiado el poblado. Su sigilosa aproximación los había llevado a tenerlo al alcance y las flechas incendiarias habían hecho el resto.

Los arqueros situados en los adarves superiores echaron a correr y abandonaron sus puestos; era más urgente apagar el fuego. Los escotos apostados a ras de suelo se mantuvieron firmes con denuedo. Quizá fueran sus esposas o sus hijos los que se encontraban allí donde las llamas prendían ávidamente en el granero, la tenería y los dormitorios, allí donde la gente corría desesperada de un lado a otro en busca de cubos de agua, donde los muchachos demasiado pequeños para luchar les daban a las bombas con sus brazos raquíticos, donde las mujeres utilizaban sacos y mantas para golpear las llamas que todo lo envolvían. Los hombres seguían luchando, con expresión imperturbable, mientras el humo flotaba por el campo de batalla, bañando lanzas y espadas, escudos astillados y banderas empapadas de sangre con una penumbra fantasmagórica de un tono rosado, dorado y gris oscuro.

Bridei no llevaba una lanza arrojadiza; tenía una espada corta, un cuchillo y su arco, que entonces no le servía de nada a menos que pudiera rescatar un nuevo suministro de flechas. Se hizo imposible ver lo que estaba ocurriendo, saber lo que los jefes querían que hicieran. Todo se redujo puramente a avanzar cuesta arriba en una dirección aproximada y conseguir que no te mataran. Era una pequeña batalla desesperada y luego otra, y otra. Bridei utilizó tanto la espada como la daga. Había un joven guerrero, un escoto, que tenía una herida espantosa en el vientre, le colgaban las entrañas y había palidecido de terror. Bridei no había pensado que podría bajar la mano y degollar a un hombre por compasión pero, llegado el momento, lo hizo sin vacilar, mascullando una plegaria dirigida a los dioses en los que creyera ese hombre, fueran los que fueran: «Tomadle la mano.»

Al cabo de un buen rato, un largo rato en el que su cuerpo no hizo más que avanzar blandiendo las armas como tantas veces había hecho durante sus entrenamientos, dando estocadas, esquivando y acuchillando mientras los ojos le escocían por el humo, el sudor y las lágrimas y la garganta le dolía cada vez más a causa de los gritos, se hizo evidente que las cosas habían cambiado. Más adelante, a través de la cortina gris podía distinguirse un brillante brote de fuego, y cerca de él no se hallaban los escotos de los Confines de Galany en implacable orden defensivo, sino los salvajes guerreros de Fokel, todos enseñando los dientes y blandiendo largos cuchillos dentados, que avanzaban hacia el enemigo desde detrás como furias vengativas. Constituían una terrible visión; no menos temible por el hecho de que estuvieran en el bando de Bridei. Los hombres de Fokel lo segaban todo a su paso. Luchaban con una eficiencia salvaje que hacía pensar en el más feroz de los depredadores del bosque, quizá un enorme gato montés cuya mirada se perdía en el momento en que sus mandíbulas se cerraban en torno al cuello de su presa, ajeno a todo lo que no fuera el olor de la sangre.

Bridei se encontró justo al borde de aquel denodado ataque, intercambiando estocadas con un guerrero de Dalriada de hombros anchos, mientras que a su lado Fokel controlaba con violencia a un prisionero retorciéndole el brazo a la espalda y obligándole a arrodillarse frente a él. Fokel colocó el cuchillo delante de los ojos del cautivo. El atacante de Bridei era un hombre de complexión robusta que llevaba un casco de cuero y tenía un cabello tan rojo y despeinado como el fuego que en esos instantes devoraba su casa y a su familia a sus espaldas. Bridei leyó en sus cansadas facciones que ya no le importaba vivir o morir. Aun así continuó luchando con denuedo; siendo más alto y más ancho que él, la única ventaja con la que no contaba era con la agilidad de la juventud.

En el fondo Bridei pensaba en el fuego, en la necesidad de sacar de allí a las mujeres y a los niños enseguida, antes de que fuera demasiado tarde. Talorgen tendría que dar la orden. Debería mandar a algunos hombres allí arriba. Si no lo hacía pronto, todos perecerían y los priteni demostrarían ser igual de bárbaros que su enemigo…

- ¡Ah! -Bridei soltó un grito ahogado cuando el dolor le laceró el muslo; la espada de su oponente le había hecho un corte, haciéndolo sangrar, y él se tambaleó. El escoto volvió a levantar su arma de nuevo, en esa ocasión apuntando al cuello. Bridei no se detuvo a pensar. Se arrojó hacia un lado, se agachó, se dio la vuelta y arremetió con fuerza. Todo acabó antes de que el hombre tuviera tiempo de parpadear. El guerrero cayó hacia delante con una mirada de sorpresa en su rostro y la larga espada de Bridei hundida en su pecho hasta la empuñadura.

Se arrodilló, respirando pesadamente; le dio la vuelta al muerto y le extrajo el arma que brillaba con la sangre. Alargó la mano para limpiarla en la hierba ya manchada y salpicada con toda suerte de restos humanos. En el preciso instante en el que se movió vio que un hombre se alzaba del suelo por detrás de Fokel, que estaba agachado, un hombre que tenía en las manos un garrote de pinchos preparado para abatirse sobre la cabeza del jefe con un impacto aplastante.

Bridei dio un salto. Su cuerpo chocó contra Fokel, ambos se estrellaron contra el suelo con estrépito y quedaron fuera del alcance del arma. El garrote descendió y le propinó un contundente golpe al escoto que Fokel tenía prisionero, el que un momento antes se hallaba frente a la punta de un afilado cuchillo. Dicha arma ya no sería necesaria: el garrote le había destrozado el cráneo al hombre. Bridei estaba despatarrado encima de Fokel, boca abajo en medio de la sangre y el barro del campo de batalla. Respiró hondo, notó que el corazón le latía aceleradamente e intentó calmarlo. Se puso de pie, con todas las articulaciones doloridas, y le tendió una mano a Fokel. A sus espaldas, el escoto que había empuñado el garrote y había matado a uno de los suyos estaba tendido en el suelo con el cuerpo atravesado por nada menos que tres lanzas priteni.

- ¡Que el Cuervo Negro nos ampare! -farfulló Fokel al tiempo que se ponía de pie y recogía la daga que se le había caído-. ¡Joven estúpido! ¿Has perdido del todo el juicio?

Bridei se lo quedó mirando. No se le ocurrió nada que decir. La batalla parecía alejarse de ellos; a través de la espesa humareda podía distinguir a pequeños grupos de hombres que seguían enzarzados en sus propias pesadillas particulares, pero daba la impresión de que había un movimiento general cuesta arriba, hacia el poblado en llamas. Oía la voz profunda de Morleo dando órdenes a gritos y vio la bandera de Fortriu, blanca y con los símbolos reales en azul, sostenida en alto entre una multitud de hombres que lanzaban vítores.

- ¿No viste el cuchillo que tenía en la mano? ¡Te fue de un pelo que no te atravesara el cuello! -dijo Fokel, que se metió el arma en el cinturón y le propinó al escoto caído un simbólico puntapié-. ¿Quién te enseñó a luchar, un lunático?

Bridei sonrió.

- Un hombre llamado Donal. Está tan lejos de ser un lunático como tú.

- ¿Cómo te llamas, muchacho? -Fokel no era un hombre que pudiera parecer amistoso; su rostro era como el de una criatura salvaje, cauteloso y peligroso incluso en momentos de descanso. Aun así, a Bridei le daba la impresión de que, a pesar del tono de sus palabras, el jefe no estaba disgustado.

- Bridei, hijo de Maelchon. Soy el hijo adoptivo de Broichan, el druida del rey.

- ¿Conque Broichan, eh? -Fokel frunció el ceño-. Quizá eso lo explica todo. No ha sido una casualidad, sino un riesgo calculado. Veo que tendré que vigilarte, joven Bridei.

- Mi señor -el muchacho inclinó la cabeza con cortesía.

Fokel lo sobresaltó cuando estalló en carcajadas.

- ¡Unos modales tan encantadores y unos actos tan impetuosos en el campo de batalla! ¡Mira que eres raro! ¿No querrás unirte a los salvajes de Cinco Hermanas, eh, muchacho? No, no te molestes en buscar una respuesta educada, sin duda tu druida tiene otras cosas en mente para ti. Y ahora démonos prisa. Parece que esto ha terminado y quiero estar dentro de esa fortificación antes de que haya demasiados soldados; hay que apagar un fuego y restablecer el orden.

Empezó a subir por la pendiente y echó un vistazo por encima del hombro. Bridei lo siguió al cabo de un momento. Sí que parecía haber terminado todo. Ahora que había concluido empezaba a tener una sensación realmente extraña.

- Te debo un favor, hijo adoptivo del druida -dijo Fokel-. Cuando sea el momento házmelo saber. El jefe de Galany siempre paga sus deudas.

Bridei se sintió inclinado a poner alguna objeción cortés como «No fue nada» o «No es necesario», pero se limitó a asentir con la cabeza y siguió andando. Se trataba de un pacto entre hombres; el hecho de no aceptar sería un insulto.

Bridei descubrió a continuación que lo más duro no era la batalla en sí; ésta era una bruma de acción caótica y frenética, de decisiones tomadas con tanta rapidez que apenas había tiempo para pensar lo que suponían, una vorágine de tiempo, del corazón latiendo con fuerza y de la respiración jadeante, de cuerpos que se debatían entre el sudor frío del terror absoluto y la euforia desbordante que es la otra cara del miedo. Las truculentas escenas permanecían en algún lugar de su cabeza y sin duda volverían intensificadas en sus sueños. Las había visto, en medio de todo aquello, y sencillamente había pasado a lo que venía después.

La parte más difícil vino una vez terminaron los enfrentamientos, cuando el ritmo del corazón aminoró y la respiración se calmó. Entonces la cabeza volvió a su lugar y los ojos empezaron a ver con claridad y a observar con detenimiento. Fue entonces, mientras caminaba entre los restos del poblado en los Confines de Galany, cuando reconoció el verdadero significado de la guerra.

Los hombres de Morleo estaban sofocando el fuego. Habían echado abajo un largo tramo de estacas que ardían y habían derribado las chozas que se apiñaban al otro lado; el agua se transportó en cubos y algunos hombres formaron una línea para pasarlos en tanto que otros golpeaban las llamas o les echaban paladas de tierra para sofocarlas. Aquí y allá había mantas cubriendo formas inmóviles tendidas en la hierba; del extremo de uno de aquellos bultos sobresalía un pie pequeño y desnudo. En esos momentos ya se encontraban allí los hombres de Talorgen; Bridei vio a un joven con el que se había entrenado sentado inclinado hacia delante y con la cabeza entre las manos, sacudido por unos violentos espasmos como los de las fiebres palúdicas. A su lado se hallaba Breth, el guerrero grandote, cuya voz queda constituía un contrapunto a los irreprimibles sollozos del muchacho. Empezó a caer una lluvia fina; el fuego no tardaría en apagarse. Los hombres de Morleo seguían trabajando de forma metódica, con disciplina.

Los guerreros de Ged estaban frente a las puertas acabando con los oponentes que todavía quedaban. Se veía a un grupo de hombres de Talorgen que empezaban a recorrer el campo de batalla buscando a sus heridos. Seguro que ya se habían mandado algunos arriba para evacuar a las mujeres, niños y ancianos, para hacer prisioneros y hacer salir a los últimos focos de resistencia.

Bridei siguió a Fokel. Ambos franquearon las puertas astilladas, hacia el interior de un poblado ensombrecido de forma inquietante por la humareda y cuya atmósfera estaba cargada de partículas de ceniza que se llevaba el viento y de rescoldos encendidos. Parecía haber muchas posibilidades de que prendieran fuegos espontáneos a pesar de la lluvia; aunque algunas de las casas estaban construidas con piedra, muchas de ellas eran simples chozas de barro y cañas, y ya había quedado demostrado con cuanta virulencia podía llegar a arder la fortificación exterior. Los senderos que pasaban por entre las viviendas eran estrechos, de tierra batida; las gallinas cacareaban histéricas por todas partes y los cerdos añadían sus propios quejidos resonantes. Ya no se oía ninguna voz de mujer, ni de niño, sólo los gritos de los hombres de Morleo mientras se ocupaban del fuego y los sonidos más distantes y lúgubres que provenían del otro lado de los muros, donde en ese preciso momento yacían, agonizantes, los esposos, padres, hijos y hermanos de los Confines de Galany. No, aquello no estaba bien. ¿Qué había dicho Donal? No podías permitirte pensar de ese modo. Si empezabas a ver a tu enemigo como una persona de verdad, un hombre como tú, nunca podrías clavarle el cuchillo en el vientre. Y si no podías hacer eso en el acaloramiento de la batalla, perderías. Serías tú quien moriría, y con el tiempo también moriría todo lo que te importaba. Así pues, olvídate de hijos, hermanos y padres. Piensa únicamente en el enemigo. Recuérdate que han robado la Piedra del Mago y que merecen morir.

Bridei logró retener las palabras de Donal en la mente, pero sólo el tiempo que tardó en llegar a una bifurcación en el camino.

- Tú ve por la derecha y yo iré por la izquierda -dijo Fokel-. Busca supervivientes. Todo este lugar podría incendiarse, con Morleo o sin él. Saca a todo el que encuentres por esa puerta mientras aún haya tiempo. Si su jefe sigue vivo, es mío. -Sólo por si acaso quedaba alguna duda sobre lo que quería decir, enseñó los dientes con una mueca feroz y, con un gesto brusco, se pasó los dedos por la garganta. Luego se alejó por el sendero de la izquierda y desapareció en la humareda.

El camino parecía estar desierto. Bridei avanzó con cautela, espada en mano, a sabiendas de que ese tipo de operación debían realizarla dos hombres como mínimo, y si eran cuatro mejor: uno para echar abajo las puertas, otro para cubrirlo mientras lo hacía, dos para esperar, empuñando las armas, por lo que pudiera surgir. Yendo solo no iba a derribar ninguna puerta. En lugar de eso lo que hizo fue aporrearlas una detrás de otra, gritando «¡Salid! ¡Rápido! ¡Fuego!» y dándole las gracias en silencio a su anciano maestro Wid por las pocas palabras que le había transmitido en la lengua de los escotos.

No había señales de vida. Allí donde sólo colgaban unas cortinas raídas sobre unas precarias entradas, se obligó a echarlas a un lado, mirar dentro y recorrer los sombríos interiores con la mirada en busca de niños agachados o mujeres acurrucadas. No encontró a nadie. Siguió andando, preso de un creciente desasosiego que poco tenía que ver con el hecho de estar solo en un lugar donde unos escotos bien armados podrían estar esperándole escondidos y mucho con los instintos de una mente y un cuerpo entrenados por un druida. Allí había algo que iba mal; lo notaba.

Dobló una esquina y se encontró en un espacio abierto, un centro de reunión en torno al cual se amontonaban los modestos edificios. El humo de los incendios lo cubría todo, pero Bridei distinguió un ciruelo que empezaba a florecer y junto a él una cruz hecha de piedra con unos dibujos que parecían serpientes tallados en ella. Más allá oyó unas voces masculinas que reían, hablando en su misma lengua, y vio un movimiento medio envuelto por la cortina de humo. Avanzó, pasó junto a la cruz y se detuvo en seco.

Las mujeres y los niños que se habían escondido en esas pequeñas viviendas deplorables se hallaban entonces allí reunidos, amontonados contra una pared, apretujándose los unos contra los otros para escapar a un semicírculo de armas priteni que los apuntaban. Una joven madre agarraba firmemente en sus brazos a un bebé que berreaba, con el rostro crispado por el miedo y la ira. Una anciana se agachó para abrazar a dos niños que lloraban. Otros permanecían en silencio, lívidos. Bridei se quedó mirando, incrédulo. Los hombres que los habían llevado hasta allí y que ahora los retenían a punta de lanza no eran los guerreros salvajes de Fokel, ésos a los que todos creían capaces de casi cualquier cosa. No eran los variopintos seguidores de Ged ni las fuerzas de Morleo de Aguasluengas, todos los cuales se hallaban atareados con el fuego. Eran guerreros de Talorgen. Y aunque sus armas apuntaban al lastimero puñado de prisioneros, los soldados no los estaban mirando a ellos. No muy lejos de allí había dos guerreros priteni que tenían a una joven inmovilizada contra la pared y un tercero, con el trasero al aire, intentaba torpemente levantarle la larga falda. Delante de él había más hombres que los observaban con una sonrisa burlona.

Bridei fue preso de la indignación; sus dedos se apretaron en la espada y abrió la boca para rugir no sabía qué, una sarta de maldiciones, una orden, algo de lo que no harían caso, puesto que él era joven, desconocido, inexperto. Al cabo de un instante las enseñanzas de Broichan, junto con las de Donal, se hicieron valer y se vio invadido de una fría calma. Avanzó con el arma en la mano.

- ¡Por todo lo sagrado! -dijo, y notó en su voz cierto eco del poder que Broichan invocaba en los grandes rituales, una profundidad que provenía de reinos más allá de lo meramente humano-. ¡En nombre de la Brillante y del juramento que habéis hecho de servir a vuestro rey con coraje y lealtad, dejad a esta mujer inmediatamente! -Se dirigió al soldado medio desnudo a grandes zancadas y levantó la espada-. ¡Basta ya! ¿Ésta es la manera de actuar de un verdadero guerrero del Guardián de las Llamas? Vosotros dos, ¡soltadla!

El hombre retrocedió con las mejillas encendidas, no se sabía si por la vergüenza o por la frustración. Los soldados que sujetaban a la mujer le soltaron los brazos y ella se dejó caer hasta quedar en cuclillas, tapándose la cara con las manos como si eso la hiciera invisible.

- ¿Quién te crees que eres? -lo desafió uno de los hombres que estaba detrás-. ¿Una especie de autoproclamado jefe?

- Son escoria -terció otro-. ¿Para qué otra cosa sirven?

- Es verdad -dijo el primero-. Ha pasado mucho tiempo, chico de druida. Pero me imagino que tú eso no lo sabes. Apenas has dejado de llevar pañales. Deberías mirar y aprender…

- ¡Basta! -la voz de Bridei sonó más baja, pero tenía algo que los silenció-. Sabéis que esto no está bien. Es una burla a la valentía de vuestros compañeros en el campo de batalla; avergüenza a aquellos de los vuestros que han caído. La Brillante vería todo esto con horror; no podéis decir que lucháis en su nombre cuando cometéis actos semejantes.

Extendió una mano hacia la mujer agachada, con intención de ayudarla a levantarse. Ella alzó la cabeza y le escupió con una mirada de odio en sus ojos enrojecidos. Bridei se preguntó cuántos habrían abusado de ella, allí, con sus amigos viéndolo, quizá su madre, o sus hijos, si él no hubiera llegado a tiempo.

- No vais a tocar más a esta gente, las órdenes de Talorgen eran tomar prisioneros, no agredirlos -dijo-. Sois muchos, los suficientes como para escoltar a esta gente hasta el exterior y ponerlos a salvo en terreno abierto. Ahora hacedlo sin causar más daño, y podéis estar seguros de que informaré de esto a vuestro jefe. Si les sucede algo más a estas mujeres, ya sabrá a quien tiene que echarle la culpa.

Entonces se oyó un alboroto detrás de una de las chozas. Al darse la vuelta, Bridei vio salir a un par de hombres que arrastraban a alguien entre ellos. Iban los dos riendo, intercambiando ocurrencias procaces.

El prisionero era una chica de once o doce años, una niña flacucha vestida con una prenda desvaída e informe. Uno de los hombres la sujetaba por su delgado brazo con una fuerza capaz de romperle un hueso; el otro tenía los dedos en su larga cabellera oscura y de ese modo iba tirando de ella. Las volutas de humo ocultaban el rostro de ese hombre; así y todo, su aspecto, su porte y su andar le produjeron a Bridei un escalofrío. Aun sin acabar de entender sus palabras, supo sobre qué bromeaban. La niña tenía la tez tan pálida como el raído ropón que llevaba, la mirada perdida de terror. Un repentino e hiriente recuerdo de Tuala aferró el corazón de Bridei y amenazó con amedrentarlo completamente. ¿Qué era ese mundo en el que había entrado de pronto?

- ¡Soltadla! -exclamó con brusquedad y, acercándose a ellos a grandes zancadas, utilizó la empuñadura de su espada para propinarle un doloroso golpe en el antebrazo al soldado. El hombre aulló y soltó el pelo de la niña. Cuando el otro empezó a protestar, el puño izquierdo de Bridei le alcanzó con fuerza en la mandíbula; era un puñetazo perfeccionado a lo largo de muchas mañanas con Donal. El hombre fue impelido hacia atrás y la prisionera quedó libre de pronto. La muchacha se dio la vuelta rápidamente, todo piernas flacuchas y cabello al viento, y corrió en la dirección por la que habían venido. Bridei se obligó a mirar otra vez y vio que el soldado al que había estado a punto de romperle el brazo, uno de los sinvergüenzas que habían maltratado a la niña, era Gartnait, hijo de Talorgen; Gartnait, su amigo.

No era necesario decir nada; de todos modos, quizá no hubiera podido hacerlo en un momento como ése. Los hombres de Fokel estaban entrando en la plaza. Las mujeres, al verlos, palidecieron más todavía y protegieron a los niños con sus cuerpos. Esos guerreros tenían un aspecto maligno; sus movimientos infundían peligro. Fokel espetó unas órdenes; todos los soldados las obedecieron, tanto los suyos como los de Talorgen. Se hizo avanzar a los cautivos, las armas que los custodiaban se hallaban entonces a una distancia prudencial, pero seguían desenfundadas; se rumoreaba que las mujeres de Dalriada podían luchar con la misma ferocidad que sus hombres. ¿Quién sabía si alguna de ellas no podría decidir escaparse en cualquier momento, o arrebatar un cuchillo e infligirle daño a alguien? Los guerreros se movían y circulaban en medio de la humareda, y otros se unieron a ellos. En esos momentos se hallaba presente el propio Talorgen, que les contaba que el fuego ya casi estaba extinguido, que habían tomado prisionero al jefe de los escotos. Les recordó que no iba a haber ningún saqueo, que no se les iba a hacer ningún daño a quienes no fueran combatientes. Los soldados asintieron con la cabeza, todos; por sus rostros no podía saberse quién era un hombre inocente, quién abusaba de las mujeres, quién era un valeroso guerrero, quién un hombre que pensaba forzar a una niña. A primera vista todos parecían iguales. Sólo los dioses conocían los entresijos de sus corazones.

Esa noche, mientras las fuerzas victoriosas de Talorgen estaban sentadas en torno a sus pequeñas hogueras y su júbilo por la victoria había enmudecido debido al agotamiento, las heridas y la pérdida de tantos de sus compañeros en el campo de batalla, a Bridei lo acometió un vehemente deseo de estar de nuevo en casa, sentado en lo alto del Rasguño del Águila mirando hacia la Gran Cañada con la luz del sol en el rostro y el viento en el pelo y sin oír nada más que los agudos y puros reclamos de los pájaros. Tuala estaría allí, menuda y silenciosa a su lado. Se empaparía de la belleza del lugar, de su agreste libertad y su inhóspito encanto. Y entonces sería capaz de contar su historia y de llorar. Ella escucharía, con una mirada grave y sensata en sus ojos grandes; tendría las palabras adecuadas. Entonces quizá pudiera empezar a ver un modo de pasar por aquello.

- ¿Estás bien, Bridei? -Donal se había acercado en silencio y se había acomodado a su lado, con las piernas cruzadas, mordisqueando un hueso. Resultó que había abundancia de ganado, cerdos y gansos para sacrificar; tras la larga marcha por la Cañada con escasos víveres, aquello fue un festín. Habían espitado todos los barriles que se encontraron en el poblado, pero la alegría era poca. Los cadáveres de sus compañeros caídos yacían bajo mantas, esperando a ser enterrados. Los enemigos estaban amontonados, con ramas y helechos apilados en torno a sus miembros despatarrados. Por la mañana se encendería otro fuego.

Bridei dijo que sí con la cabeza, pues no confiaba en poder hablar.

- No, no lo estás -dijo Donal-. Te costará un poco. Como ya te dije, la primera vez es la peor. Los hombres hablan de ti.

El joven apretó los labios. Gartnait ya lo había abordado, un Gartnait lleno de cuentos sobre un malentendido, sobre la simple captura de una prisionera que él, injustamente, había decidido interpretar como otra cosa. Después, con cierta falta de coherencia, había dicho algo, que era entre un ruego y una amenaza, sobre que no debía contarle a Talorgen su propia versión de los hechos, o nada volvería a ser lo mismo entre ellos. Bridei le había dado la espalda. ¿Qué podía decir? De todas formas, las cosas ya nunca podrían volver a ser lo que eran. El sonido de la voz de su amigo le provocó náuseas. Podía imaginarse entonces lo que los demás soldados dirían de él: el joven advenedizo, haciéndose el prepotente, ¿quién se cree que es, el emisario personal del Guardián de las Llamas? En cuanto a esos primeros comentarios, sobre las mujeres y sobre cuánto había hecho o dejado de hacer, no iba a permitir que le afectaran. Su actitud ante los asuntos de dormitorio era imposible de explicar ni siquiera a sus amigos; unos hombres como aquéllos lo considerarían un idiota. Sólo Donal sabía la verdad, puesto que habían sido necesarias ciertas explicaciones para evitar situaciones incómodas.

El guerrero conocía a muchas mujeres serviciales, una en cada uno de los poblados a ambos lados del lago, y algunas de ellas tenían amigas. Antes que seguir declinando invitaciones, Bridei se había explicado pronto, más o menos en su decimocuarto cumpleaños. Lo recordaba perfectamente. Acababan de regresar de una cabalgada por el bosque por encima de Pitnochie, los dos solos, estaban en los establos ocupándose de Fortuna y de Nieveardiente y no había nadie cerca. Donal le había hecho otra de sus ofertas, que tenía que ver con una excursión al poblado más cercano y con cierta joven generosa y de buen carácter que estaría muy dispuesta a enseñarle a Bridei ciertas habilidades que quizá ya era hora de que empezara a aprender. Fue dicho un tanto tímidamente; había quedado claro que Donal no quería forzar el tema.

- Gracias -recordó haber dicho Bridei en un tono algo formal-. Pero no puedo. Todavía no.

- ¿No puedes? -repitió Donal-. ¿Qué intentas decirme, muchacho?

Bridei había hecho todo lo posible por no ruborizarse de vergüenza, aun cuando se trataba de su amigo de más confianza.

- No lo que tú piensas. No es que sea demasiado joven para ser… capaz. O que no esté interesado en estas actividades.

- ¿Entonces?

- Hice un juramento. Una promesa. Al Guardián de las Llamas. Tiene que ver con… -No había sido posible ser preciso; aquello estaba relacionado con la conjetura, con la suposición, con lo que nadie en la casa estaba bastante preparado para contarle-. Tiene que ver con prepararme para el futuro de la mejor manera que pueda -había dicho, pues era cierto, aunque no fuera toda la verdad-. Me da la impresión de que debo practicar tanto la más profunda lealtad a los dioses como una perfecta autodisciplina. Es decir, todo lo perfecta que pueda conseguir. Hice un voto solemne de que no me acostaría con una mujer hasta el día en que contrajera matrimonio. Que sólo lo haré en el lecho conyugal. Me pareció que mostraba respeto por la Brillante, puesto que todas las mujeres son un reflejo de su pureza, y también por el Guardián de las Llamas, que valora la fuerza y el autocontrol en los hombres. Así pues, ya ves, no puedo ir contigo al poblado.

- Sí, ya veo -había dicho Donal, nada sorprendido al parecer-. ¿Y quién te oyó hacer ese juramento?

- Sólo los dioses.

- Entiendo.

Donal se puso a cepillar de nuevo a Fortuna y ahí se terminó el asunto.

- Dicen que hoy salvaste la vida de al menos un hombre -la voz de su amigo y maestro llevó a Bridei de vuelta al presente-. Dicen que, de no haber sido por ti, Fokel de los Confines de Galany no estaría aquí esta noche para recuperar la tierra por la que murió su padre. Hiciste algo bueno, Bridei. Fuiste muy valiente, hijo. ¿Cómo va esa pierna?

Él bajó la mirada. La herida ya estaba vendada con unos paños, limpia y atendida por el propio médico de Talorgen. Apenas recordaba cómo se la había hecho.

- No recuperará esta tierra -dijo Bridei-. Sólo estaremos aquí un día o dos; luego tenemos que regresar. Será duro para él: venir hasta aquí y tener que volver a abandonar sus tierras.

Donal se lo quedó mirando.

- Celebraremos un ritual -dijo-. Eso estaba decidido. Una victoria simbólica, una nueva consagración a los dioses.

- Me parece que no deberíamos -repuso Bridei-. Ahora no. No después de cómo han ido las cosas aquí. La Brillante sólo puede mirar esto con vergüenza y dolor.

Donal no dio muestras de que sus palabras le sorprendieran, ni le hizo ninguna pregunta.

- De todos modos -comentó- tendríamos que dejar algo. Un símbolo de victoria, un indicio de esperanza. Hayas visto lo que hayas visto, sea lo que sea lo que pienses sobre ello, hoy nuestros soldados combatieron con valor, Bridei, lucharon y murieron, muchos de ellos, en nombre de Fortriu y de Drust el Toro. Y el padre de Fokel luchó y murió, y con él una innumerable cantidad de otras personas la primera vez que los escotos llegaron a los Confines de Galany. No importa lo que sientas, no tendríamos que marcharnos como si el sacrificio de nuestros compañeros fuera motivo de vergüenza.

Hubo un silencio.

- Y al fin y al cabo -prosiguió Donal- tú tienes una solución. Una solución descabellada, pero, claro, Fokel es un tipo descabellado. ¿Vas a plantearla?

Bridei no respondió. En el alterado mundo de esa jornada ya no parecía haber lugar para los planes heroicos, para los gestos pensados para ensalzar el ánimo. En ese mundo la oscuridad caminaba y tenía un rostro humano.

- Bridei. Vamos, cuéntamelo. No es lo que yo pensaba, ¿verdad? No es la batalla, es otra cosa. La que te atormenta. Cuéntame qué es, hijo.

- ¡No soy un niño! -le espetó Bridei-. Si hay un problema, déjame que lo resuelva yo solo, ¿quieres? ¿Qué eres, mi niñera? -Ocultó la cabeza entre las manos y oyó el sonido de su propia voz, cuya petulancia convirtió sus palabras en una mentira.

- Soy tu amigo -la voz de Donal era sosegada; no conllevaba ninguna crítica.

- Los soldados, algunos de ellos -comenzó el chico-, estaban…, me los encontré en el poblado, antes de que los hombres de Fokel llegaran allí. Estaban…, estaban asustando a los prisioneros, amenazándolos, y…

- Será mejor que me lo cuentes todo ahora que has empezado.

- Iban a violar a una mujer. Lo vi. Si no los hubiera detenido, lo habrían hecho. Y… -No, ya era suficiente. Era más que suficiente.

- ¿Quiénes? -preguntó Donal entre dientes-. ¿Los reconociste? ¿Cómo se llamaban?

Bridei tragó saliva. Había reconocido el rostro de algunos de ellos, pero era el de Gartnait el que le llenaba la memoria, su mirada en absoluto avergonzada o arrepentida, sino enojada, resentida, retadora. Su voz, debatiéndose entre falsas excusas y ruegos para que no lo avergonzara delante de su padre.

- Hombres de Talorgen -respondió-. No voy a decir sus nombres. Es demasiado tarde para deshacer el daño, y ahora los prisioneros están a salvo.

Los soldados de Ged habían puesto en custodia a las mujeres y los niños y los retenían bajo vigilancia dentro del poblado hasta que se resolviera la cuestión de los rehenes. El jefe enemigo se hallaba con las tropas de Fokel, con grilletes y collar. A sus hombres se les dio muerte; los que no habían caído en el campo de batalla habían sido sometidos a una ejecución inmediata. Se consideró demasiado arriesgado intentar transportar a un grupo de guerreros cautivos como aquél todo el camino por la Cañada y en ningún momento se había tomado en cuenta la posibilidad de liberarlos.

- Pues deberías hacerlo -replicó Donal en tono grave-. Talorgen esperaría que le dieras los nombres. Ya sabes que no le hace ninguna gracia el incumplimiento de la disciplina, incluso aunque las víctimas hayan sido unas miserables escotas, que no son mejores que sus maridos dejados de la mano de los dioses.

Bridei se quedó callado unos instantes. Daba la impresión de que había una pregunta sin plantear flotando en el aire.

- Podría ser, creo, que Talorgen no quisiera saber estos nombres en concreto -dijo finalmente-. Les dejé claro que contaría toda la historia si los prisioneros sufrían algún daño. Y si es necesario lo haré.

- ¿Ah, sí?

- Sí. Lo dije y lo dije en serio. Pero espero no tener que hacerlo. ¿Donal?

- ¿Sí?

- Hoy me he ganado nuevos enemigos. A esos hombres les molestó lo que hice. Nuestros propios hombres.

- Les hubiera molestado aunque hubiese sido Ged quien lo hubiese hecho, o Morleo, o el mismísimo Talorgen. Esos tipos llevan mucho tiempo sin una mujer, Bridei. Supongo que consideran que desahogar sus pasiones con las prisioneras es, en cierto modo, un premio que se merecen.

- Es una actitud extraña considerar a una mujer simplemente como un objeto que puede tomarse, estar tan abrumado por las ansias del cuerpo que uno deba satisfacerlas incluso a ese precio. Acciones como estas son sin duda el más amargo de los insultos a la Brillante, que encarna a las mujeres en su máxima pureza y sensatez.

Donal lo miró con socarronería.

- No todos tenemos tu disciplina druídica -observó-, ni tu grado de autocontrol. Son unos hombres simples, Bridei. Ven las cosas en blanco y negro. Es mucho más fácil.

- Quizá sea así en la batalla -replicó él al recordar la fría calma que lo había llevado a lo alto de la colina de los Confines de Galany, la secuencia automática de movimientos ofensivos y defensivos que, durante un rato, lo habían convertido en un instrumento de la guerra, efectivo y poco apasionado-. Pero ésa no es manera de vivir la vida. Los hombres que actúan de ese modo lo hacen a pesar de los dioses. Si yo fuera un líder no querría que me siguieran unos hombres así.

- Hoy te obedecieron -replicó Donal-. Dejaron lo que estaban haciendo cuando tú interviniste, así que te obedecieron a pesar de todo.

- Lo hicieron, pero con la mirada llena de resentimiento y con palabras desdeñosas dichas entre dientes.

- Eres joven, eso empeora las cosas. A algunos no les gusta oír la verdad de boca de alguien con menos años, sea quien sea.

Permanecieron sentados un rato más mientras las pequeñas hogueras se extinguían y los soldados se acomodaban para dormir cerca de ellas, pues el agotamiento y el estómago lleno hacían su trabajo. La empresa de esa jornada había supuesto una victoria para los priteni; la noticia se extendería por las tierras de Dalriada, infundiendo el miedo en los corazones del enemigo. A Bridei se le ocurrió pensar que tal vez la guerra siempre fuera así. Quizá hasta la más triunfal, pura y noble de las victorias no dejaba de ser, en algunos sentidos, como una derrota.

Un poco más tarde, cuando Donal se había quedado dormido a su lado, Bridei vio a un hombre que se dirigía pendiente arriba con una antorcha en la mano, dejando atrás el poblado. Se levantó, se envolvió en la capa y lo siguió. El otro iba subiendo con paso seguro, siguiendo el sendero en espiral que llevaba a la cima donde se hallaba la gran piedra flanqueada por sus árboles guardianes. Fue una ascensión rápida, pero la pendiente era lisa, no había rocas grandes ni arbustos en el césped. Cuando Bridei llegó a lo alto del sendero, vio al otro junto a la Piedra del Mago, cuyos intrincados dibujos de conflicto, triunfo y muerte quedaban revelados, con todo su maravilloso entramado, bajo la luz de la tea ardiendo. Casi podrían ser una descripción de los acontecimientos de ese día.

Llamó en voz baja a Fokel, para anunciar su presencia; aproximarse a un hombre como aquél por la espalda y en silencio era prestarte a que te clavaran un cuchillo en las costillas. Bridei se acercó, las botas no hacían ruido sobre la hierba. Se quedaron uno al lado del otro mientras la luz de la antorcha volvía a representar la historia de los antepasados de Fokel, los verdaderos guardianes de los Confines de Galany.

- Temía no llegar a verla nunca de mayor -dijo Fokel con voz extrañamente cohibida-. Que los dioses no me concedieran la oportunidad de contemplarla: la verdad sagrada por la que cayeron mi padre, y mis tíos, y tantos otros de mi familia. Yo era un niño de tres años cuando los escotos tomaron nuestras tierras; demasiado pequeño para comprender qué era lo que habíamos perdido. Toma, coge la antorcha. Muéstrame el otro lado.

Rodearon el monolito en silencio; era imponente, una pieza maciza, más alta que el más alto de los hombres y con casi dos palmos de grosor. Debía de estar alojada en lo profundo de la tierra, cerca del corazón de la Diosa Madre, para haberse afianzado con tanta fuerza al terreno. Contemplaron la profusión de dibujos de la cara sur, criaturas de la tierra y del océano, de los arroyos, laderas y bosques, de los peñascos y cuevas, de los vastos confines del cielo abierto. En esa desatada creación se reproducía la propia imaginación de Bridei, en la que él se hallaba en lo alto de una colina desde la que contemplaba la Cañada con la visión clara del planeo del águila y notaba el latido de Fortriu bajo sus pies. Y aunque no tenía previsto decirlo, aunque los acontecimientos de la jornada todavía lo abrumaban tanto que apenas quedaba espacio para nada más, pronunció las palabras:

- Deberíamos llevárnosla con nosotros.

- ¿Cómo dices? -A juzgar por el tono de voz de Fokel, era evidente que sólo lo había oído a medias; no lo había entendido.

- No podemos dejar la Piedra del mago aquí, eso es admitir la derrota. Sabemos que no podemos mantener sometidos los Confines de Galany con las fuerzas de las que disponemos; sabemos que no es el momento oportuno para hacerlo. Pero podemos llevarnos la piedra allí donde los escotos no puedan tocarla.

- Estás loco, en serio. -Fokel estaba junto a la piedra con la frente apoyada en su forma alta y fría y las manos extendidas, planas sobre su superficie, como si mediante esa proximidad pudiera absorber un poco de su antiguo poder-. Es lo más descabellado que he oído nunca. ¿Qué eres tú, un héroe mítico con la fuerza de cincuenta gigantes? Ya ves el tamaño que tiene esto, lo que pesa. ¿O es que vamos a usar magia druídica? -A pesar de sus palabras, la luz puso de manifiesto un cambio en la mirada de Fokel; en algún lugar de la oscuridad de sus ojos surgió una chispa de emoción, una locura contestataria.

- Eso y otros medios más prácticos -repuso Bridei con calma-. Supondrá mucho trabajo y no tenemos mucho tiempo. Pero contamos con un considerable número de hombres, eso si podemos convencer a Talorgen y a los demás. Y yo sé cómo puede hacerse.

Capítulo 10

- Bueno -dijo Fola-, ya estás aquí, por fin. Mira que eres pequeña, cuesta creer que tengas catorce años, pero Broichan me dice que es así. Bienvenida a Banmerren, hija.

- Gracias, mi señora. -Tuala intentaba con todas sus fuerzas parecer calmada. Había resultado difícil entrar en ese extraño complejo cercado por un muro de piedra con chicas por todas partes que la miraban con asombro, y aún había sido más difícil oír su presencia anunciada por la atemorizante Dreseida, que había sido la primera en entrar en el santuario de Fola: «Hemos traído a esa chica extraña de Pitnochie.» En esos momentos Ferada y su madre ya se habían marchado, las habían acompañado a ver la zona de Banmerren donde se alojaban las hijas de sangre noble, aquellas que no requerían las partes más esotéricas de la educación que allí se ofrecía.

Tuala se hallaba frente a la mujer sabia con sólo otra persona presente, una brusca mujer de mediana edad que había dicho llamarse Kethra. A pesar de su amargura, a Tuala le llamó la atención el sosiego del lugar, la afinada piedra de los edificios, las pequeñas figuras colocadas en hornacinas aquí y allá, todas distintas, todas sorprendentes, las guirnaldas de hierbas que había colgadas, las lámparas curiosamente trabajadas.

- Puedes llamarme Fola. Aquí no somos muy ceremoniosas; todas somos iguales bajo la mirada de la Brillante. ¿Te alegras de estar aquí, Tuala?

Esa difícil pregunta había salido de ninguna parte.

- Estoy agradecida por esta oportunidad, mi señ… Fola. -Era una sensación extraña dirigirse a la mujer sabia de ese modo, como si fuera una amiga de confianza. Tuala era pequeña, pero Fola parecía más magnífica y más imponente de lo que ella recordaba: su cabello, descubierto, resultó ser de un color gris plateado y largo, enroscado formando un denso moño en la parte de atrás de la cabeza; y en torno a su cuello, por encima de las vestiduras de un suave color gris, llevaba un disco de luna sujeto por un engarce de plata parecido a una garra y que pendía de una fina cadena. La mirada de Fola era la misma de siempre, de una intensidad misteriosamente escudriñadora. Tenía una sonrisa afectuosa. Tras ella, en un estante de piedra, había un gato enorme, negro como el azabache, hecho un ovillo; sus orejas jironadas y su semblante lleno de marcas parecían el equivalente a los rasgos tatuados de un guerrero. El animal observó a Tuala con sus ojos amarillos entornados.

- ¿Pero? -inquirió Fola.

Tuala la miró fijamente.

- Trabajaré mucho -dijo- y aprenderé todo lo que pueda. Te lo debo por estar dispuesta a tenerme aquí. Se lo debo a los que me enseñaron anteriormente.

- No estás siendo del todo sincera conmigo, hija -dijo Fola-. Sé que trabajarás duro. Las que no están dispuestas a hacerlo se encuentran con que su estancia en Banmerren es corta. Kethra puede dar fe de ello. -Miró a la otra mujer, que estaba de pie a un lado con los brazos cruzados, y cuyos labios se fruncieron para esbozar algo que no se parecía demasiado a una sonrisa-. Cuéntamelo, Tuala. Si tienes algún tipo de reserva dándote vueltas en la cabeza necesito saberlo. Aquí en Banmerren todas somos siervas de la Brillante. Ella rige todo nuestro ser: cuerpo, corazón, mente y espíritu.

Tuala inclinó la cabeza.

- Yo soy su hija -dijo-. La sirvo en todo. Si su deseo es que me convierta en su sacerdotisa, entonces me aplicaré en dicha labor lo mejor que pueda. Pero no vine aquí por decisión propia. No fue mi verdadera elección. -Las imágenes le vinieron a la cabeza a raudales: Perla en el establo, acariciándole el cuello a Tuala con el hocico sin saber que aquélla sería la última vez; Bruma maullando a modo de protesta tras una puerta cerrada, como si supiera que Tuala iba a abandonarlo; la luna a través de una ventana pequeña y la pluma de águila en el alféizar. Miró a la silenciosa Kethra, que le devolvió la mirada, impasible.

- Ahora puedes dejarnos, Kethra -dijo Fola-. Pídele a Odha una tetera pequeña de su infusión de menta, ¿quieres?, y un poco de miel. Gracias.

Kethra salió rápidamente, con la espalda erguida, mostrando su desaprobación en cada parte de su cuerpo. Fola suspiró.

- Kethra está a cargo de las alumnas más jóvenes -explicó-. Es mi ayudante principal. Y ahora siéntate, Tuala. Has hecho un largo viaje; lady Dreseida me ha contado algunas cosas del mismo. Y puesto que su hija Ferada va a quedarse con nosotras un tiempo, al menos tendrás una cara conocida entre todas las demás.

Tuala logró asentir con un tenso movimiento de la cabeza.

- No obstante -prosiguió Fola-, creo que aparte de los días agotadores por el lago y sobre la silla de montar, hay algo más que pone esa mirada desesperada en tus ojos. Sé que hasta ahora has dicho la verdad. Pero hay algo más, sin duda.

- Se suponía que tenía que ser una elección -espetó Tuala-. Pero fue su decisión, no la mía.

Fola aguardó un momento y luego dijo:

- ¿Su decisión? ¿La de Broichan?

Tuala movió la cabeza con abatimiento en señal de afirmación.

- Venir aquí o casarme con un hombre que tiene la cara como un nabo. Lo siento, no soy justa. Parecía un buen hombre. Pero yo no quería casarme y no quería…

- ¿No querías venir a Banmerren? -le preguntó Fola con suavidad.

- No quería marcharme -repuso Tuala en un susurro-. Que me mandaran lejos de Pitnochie. Broichan no lo entiende. Necesito estar allí.

Llamaron suavemente a la puerta; entró una chica con una pequeña bandeja. Llevaba puestas las vestiduras azules que Tuala había visto que vestían la mayoría de jóvenes de Banmerren. Había muchas de ellas caminando por el jardín, apresurándose por los senderos o atareadas con manuscritos, cuencos o manojos de hierbas. Unas cuantas iban de verde; sólo las mayores, como Kethra y la propia Fola, llevaban el color gris de mujer sabia. La chica dejó la bandeja y se marchó en silencio. El gato se movió, se estiró desperezándose, bajó al suelo de un salto y se acercó con aire despreocupado para investigar lo que había traído la visitante.

- Entiendo. -Fola cogió una pequeña tetera de la bandeja y sirvió una bebida humeante y aromática en dos tazas diminutas, añadió una cucharadita de miel y le pasó una taza a Tuala. Al ver que no había comida disponible, el gato había perdido el interés y se estaba limpiando.

- Yo obedezco a la Brillante -dijo la joven-. La quiero; ¿por qué iba a ir en contra de su voluntad? Pero nunca creí que quisiera que dejara Pitnochie. Si ésta era su intención, que la sirviera como mujer sabia, ¿por qué se aseguró de que fuera Bridei quien me encontrara todos estos años atrás? -Oyó sus palabras, demasiadas palabras, y cerró la boca de golpe.

Fola sorbió su bebida con tranquilidad.

- Digamos que Broichan actuó de forma equivocada -dijo-. Debemos tener en mente que él no tiene fama de cometer desaciertos; sus propósitos pueden parecer poco claros en ocasiones, pero normalmente es porque sus planes trascienden lo que nosotros, los simples mortales, podemos llegar a entender. -Resultaba difícil saber si bromeaba o no-. Pero digamos que la Brillante no quiere que seas su sacerdotisa. En tal caso, ¿qué crees que es lo que tiene pensado para ti?

Tuala permaneció en silencio, con el semblante grave.

- ¿Qué será? -dijo Fola al tiempo que volvía a dejar su taza en la bandeja-. Bébetelo, hija; te dará ánimos. Broichan siempre ha sido muy aficionado a recordarle a la gente que incluso de la experiencia más dura, incluso de la más desesperada de las decepciones, se puede aprender algo. Aquí en Banmerren aprenderás algo, y espero que el resto de nosotras también; nunca habíamos tenido a una hija del bosque entre nosotras. No va a ser fácil para ti. Un reto; no hay duda de que te gustan. Bebe. Luego llamaré otra vez a Kethra para que te enseñe dónde vas a dormir. Puedes descansar hasta la hora de la cena. A partir de entonces tendrás que trabajar duro. No hay duda de que, con el tiempo, la Brillante dará a conocer su propósito.

Tuala siguió los pasos de Kethra a través de un pasillo, un comedor y una sala de estudio, a través de un almacén donde una chica de mirada franca le entregó un montón de ropa plegada: una túnica azul debajo y otras cosas encima. Volvió a pasar por los jardines y se fijó en más chicas que se ocupaban de una parcela para verduras, que apilaban paja con la horca, que ataban las parras que crecían desordenadas; oyó un canto que provenía de algún lugar en el interior, un sonido claro y puro de voces jóvenes alzado como un himno a la doncella Diosa de las Flores. Por una entrada abierta salía un saludable aroma a pan recién hecho.

Todo el complejo de Banmerren se hallaba dentro de un muro; la piedra establecía sus límites e impedía eficazmente el paso del mundo exterior. La única entrada que vio Tuala era aquella por la que había venido, una pesada puerta de hierro con cerrojos. Fuera había un lugar que le habría gustado explorar, un lugar muy distinto de las escarpadas colinas y el envolvente bosque de Pitnochie como una gaviota lo era de un búho: había divisado unas arenas amplias y vacías y tras ellas un mar susurrante. Desde el interior de aquellas paredes no podía verse nada de eso.

Unas cuantas chicas que no llevaban las vestiduras uniformes sino que iban vestidas con magníficas faldas y túnicas de variados colores estaban sentadas en un banco del jardín hablando entre ellas. Se volvieron todas a la vez para mirar a Tuala cuando ella pasó moviendo los pies con rapidez para no perder el ritmo de las enérgicas zancadas de su impaciente guía. Oyó los murmullos, la risa contenida. No entendió lo que decían. Una chica que estaba sentada sola le sonrió, una afectuosa sonrisa en un rostro en el que destacaban unos hermosos ojos grises y una serenidad natural. El cabello de esa muchacha relucía como hilo de oro bajo la luz del sol y le caía por la espalda como una cascada. Llevaba una ropa de un color crema muy pálido con un toque de azul en el cuello y los puños. Tuala la saludó educadamente con la cabeza. En esos momentos no se sentía capaz ni de devolverle una sonrisa.

- Aquí arriba -dijo Kethra. Había dejado perfectamente claro que no tenía tiempo que perder y que no agradecía la petición de hacer de niñera a esa recién llegada en particular. A Tuala le resultó deprimente el parecido de ese recibimiento con sus últimos días en Pitnochie-. Fola dice que tienes que dormir en la torre. Lleva un tiempo vacía. Tal vez sea lo mejor. Las demás no se fiarán de ti. Supongo que eso ya lo sabes. -Subió delante de ella por un empinado tramo de escaleras de piedra y entró en una pequeña estancia cuya puerta se hallaba casi al mismo nivel que la parte superior del muro exterior de Banmerren. Estaba completamente a oscuras. En cuanto entraron cesó de pronto el sonido de unos correteos en un rincón.

- Vas a necesitar una vela -dijo Kethra-. Pídela en la cocina cuando bajes a cenar.

- ¿Cuándo…?

- A la próxima campanada. Ponte la túnica azul. Pasará mucho tiempo antes de que te haga falta la verde. ¿Alguna otra cosa?

Tuala se aclaró la garganta. En la habitación había un armazón de madera con un colchón de paja; no vio ninguna otra ropa de cama. No había chimenea.

- ¿Podría…?

- ¡Habla más alto! -gritó Kethra-. Tengo trabajo que hacer. Supongo que estás acostumbrada a que la gente te atienda y vaya a buscar las cosas por ti. Aquí las cosas no son así. Todas hacemos la parte que nos corresponde, no importa lo que seamos.

- Una manta -dijo Tuala con firmeza, decidiendo que no iba a dejarse intimidar-. Dos, si está permitido; veo que aquí arriba no hay chimenea. Bajaré a buscarlas yo misma, no hace falta que…

- ¿Algo más?

- De momento no -respondió Tuala con educación.

- Tendrás que esperar; ahora mismo el almacén está cerrado y todo el mundo está ocupado. Vuelve a pedirlas después de la cena. Y ahora, si me disculpas, tengo que dar una clase. -Kethra se dio media vuelta y se fue.

Tuala dejó la bolsa encima del camastro y se arrebujó en la capa. Lo cierto era que no le iba a ser posible descansar; allí hacía tanto frío que su aliento formaba una nubecilla delante de la boca. Parecía un lugar un poco extraño para que la hubieran alojado allí sola. Había muchas chicas, y entre las estancias que había visto fugazmente durante su apresurado recorrido contó varias habitaciones alargadas para dormir en las que había unos camastros colocados en filas. Estaba prácticamente segura de haber visto allí chimeneas con turba preparada para arder. Había imaginado que la alojarían con otras chicas y que viviría en comunidad como hacían los hombres de armas en Pitnochie. Quizá ese aislamiento tuviera como propósito destacar aún más su diferencia. En realidad, por lóbrega que fuera la habitación, Tuala se sintió aliviada de estar sola.

Sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. La habitación sí que tenía una especie de ventana, una simple hendidura entre las piedras talladas, sin postigos. Por ella entraba una gélida corriente de aire que traía olor a sal: aquello debía de ser el mar. Los pájaros gritaban su reclamo con unas voces roncas y extrañas, explicando una historia distinta a la del carrizo y el tordo, a la del búho y el cuervo. Aquéllas eran aves pasajeras que cantaban acerca de largos viajes sobre aguas peligrosas. Con el tiempo aprendería a entenderlas.

Volvió a oírse un susurro y un débil chirrido. Estaba claro que tendría que compartir sus aposentos con los ratones. A Bruma le hubiera gustado aquel sitio. Tuala sintió el picor de las lágrimas en los ojos; no dejaría que se derramaran. Bruma tenía un buen hogar, comida en abundancia y gente que sería amable con él ahora que Tuala se había ido. Él se las arreglaría perfectamente bien; sería Tuala la que sufriría más la separación al carecer de su reconfortante presencia en esa cama helada. Iba a resultar muy duro dormir en la torre en invierno. Quizá eso formaba parte de la formación. Tal vez se suponía que tenía que aceptar el frío y no pedir mantas. Al fin y al cabo los druidas lo hacían, pruebas de tierra y fuego, de agua profunda y aire vacío. Se envolvían en pieles de buey y esperaban a tener sueños proféticos. ¿Qué eran unas cuantas noches incómodas comparado con eso?

Un poco de agua limpia hubiera estado bien, para quitarse las manchas que el viaje le había dejado en la cara y las manos. Daba igual. Temblando de frío, Tuala desató la bolsa y empezó a sacar sus escasas pertenencias. Allí había un arcón, una cosa pesada y antigua adornada con telarañas. Las arañas todavía habitaban en sus rendijas y rincones; hizo todo lo posible por no molestarlas, puesto que tenían más derecho por estar allí antes que ella. Mara se había asegurado de que tuviera una muda de ropa interior, dos camisolas, unas medias de abrigo y un camisón. Estaban la falda y la túnica que llevaba puestas cuando contó la historia de Nechtan el picapedrero y de su misteriosa amante, Ela. Había otros dos conjuntos parecidos, de un estilo similar pero con la tela y el corte más sencillos. Sin dejar de temblar, Tuala se quitó el vestido que llevaba para cabalgar, se pasó la túnica azul por la cabeza y se la ató a la cintura con el cinturón a juego que había encontrado en la pequeña pila de ropa que le habían asignado. No había modo de saber cómo le quedaba, pero por lo visto la medida era razonable. Supuso que era la más pequeña que tenían. La mayoría de las otras chicas le habían parecido alarmantemente altas y bien proporcionadas, y aunque quizá tuvieran casi su misma edad, su aspecto era mucho más cercano al de unas mujeres jóvenes. Desde luego, aunque los hombres de Pitnochie la consideraran a causa de las historias que corrían una especie de misteriosa seductora, al lado de esas otras chicas ella seguía siendo una niña.

En cuanto hubo guardado toda la ropa, Tuala sacó los objetos más pequeños que había empacado debajo, donde serían menos visibles a las miradas curiosas como las de los hermanos de Ferada. Su cuchillo especial; su colección de plumas recogidas del suelo del bosque; sus cintas para el pelo, las que pudo encontrar antes de dejar Pitnochie. Ahora ya no las necesitaba. Se había cortado el pelo a la altura de la barbilla, toscamente, con el cuchillo, y había confiado los largos mechones oscuros al fuego del salón de Broichan. La Brillante ya conocía el profundo compromiso de su hija para con los dioses y para con el futuro de Fortriu; con aquel pequeño sacrificio Tuala se lo hizo saber también al Guardián de las Llamas, el defensor y la inspiración de los guerreros. Quedaba por ver si alguno de ellos aceptaba sus ofrendas. En cualquier caso, ella estaba allí, y eso no parecía una buena señal.

Las cintas: verde hierba, azul cielo, rojo sangre, amarillo sol. Cuando era pequeña la gente se las había regalado. Los hombres de armas habían ido a una expedición y por casualidad habían pasado por un mercado. Cada verano Ferat le compraba un par a un hombre que llevaba un fardo con artículos para vender. Brenna encontró unas suyas, viejas, y le había hecho otras nuevas con hilo, aguja y tiras de tela que habían sobrado de otras labores. Esas cintas eran su hogar; eran Bridei trenzándole el pelo cuidadosamente mientras le gastaba una pequeña broma; eran las galletas de avena de Ferat y la ropa blanca limpia de Mara; eran Uven y Cinioch contando historias y Bruma ronroneando, enroscado en las rodillas de Brenna. Esas cintas eran una casa que ya no existía; eran un amor que nunca había sido verdadero. Tuala las guardó en el arcón.

La túnica azul abrigaba más que su propia ropa, pero no lo suficiente para protegerla de la corriente de aire. Fuera, las nubes habían tapado el sol y la brisa soplaba fresca y fuerte desde el mar. ¿Cuándo sonaría la campana de la cena? Podía volver escaleras abajo, claro, e intentar no hacer caso de las miradas francamente curiosas de las otras chicas, ni de sus risas reprimidas y sus cuchicheos. Podía sentarse en la hierba, quizá pasar un rato meditando. Allí estaría más resguardada. Si las chicas la molestaban podía ignorarlas, sencillamente. Tuala hizo una mueca. Se estaba engañando si pensaba que eso era posible. A juzgar por las inadecuadas instrucciones de Kethra, la supervivencia en Banmerren dependía de aprender las normas lo más rápidamente posible y cerciorarse de que las acatabas. Eso era curioso; un lugar como ése debía tener sus códigos de comportamiento, por supuesto, pero la falta de flexibilidad o caer en el descuido eran defectos que Tuala no se hubiera esperado en una escuela dirigida por Fola. Su recuerdo de la mujer sabia, el de aquel día en el bosque, era de alguien que no sólo comprendía las normas sino que sabía cuándo era momento de quebrantarlas.

Las manos de Tuala se entretuvieron en el último objeto de su bolsa: la cuerda retorcida que contaba la historia de ella y de Bridei. Por lo visto, de ahora en adelante los dos ramales del cordón estaban destinados a permanecer separados para siempre. Había sido una estupidez pensar que podría ser de otro modo, creer que debía ser diferente. Tuala enrolló el cordón para formar una bola y lo escondió bajo su camisón doblado. Cerró el arcón y salió fuera. Allí hacía el mismo frío, pero al menos podía ver el cielo. Las mismas nubes que ocultaban el sol sobre Banmerren pasarían con el tiempo sobre el bosque de Pitnochie y situarían sus sombras en movimiento en las profundas aguas del lago de la Serpiente. Tal vez, antes de desaparecer, incluso vieran al ejército de Talorgen marchando por la Cañada para enfrentarse a los feroces guerreros de Dalriada. Podía ser que volvieran a cruzar por delante del sol y que un joven de rizado cabello castaño y ojos de un azul brillante levantara la vista, pensando de pronto en casa. Tal vez.

La estrecha pasarela continuaba al otro lado de su puerta. Si girabas a la derecha, bajabas de nuevo las escaleras y te encontrabas con el sendero que conducía al jardín, siguiendo la base del muro de piedra cubierto de musgo. Si girabas en la otra dirección, la cornisa se prolongaba hasta llegar a un tejado inclinado cubierto con guijarros y desde ahí a otro tramo de muro que se unía a la frontera principal de Banmerren formando un ángulo recto. Cercado por esa barrera crecía un viejo roble cuyas ramas superiores descollaban sobre la mampostería, tenía el tronco nudoso y retorcido y sus raíces formaban un enorme entramado de arcos, vueltas y recovecos, extendiéndose por una amplia zona de terreno antes de su profundo descenso hacia el interior de la tierra. La primavera no estaba muy avanzada; en los extremos de las ramas oscuras sólo se veía la mínima hinchazón de los brotes de hojas nuevas. Los nidos del año anterior todavía estarían colgados en las ramas, señal de que, año tras año, ese gigante nutría las nuevas vidas de muchas especies.

La bóveda que formaba la copa del roble no se extendía hasta el tejado con guijarros. Para poder llegar a ella había que cruzar una sección de pared de unas tres zancadas de largo por tal vez un palmo de ancho. La altura era considerable; una caída desde allí supondría como mínimo algún hueso roto. Tuala se metió el faldón de la túnica en el cinturón, extendió los brazos y empezó a andar hacia el otro lado, sus piececillos firmes sobre la estrecha piedra. Nunca le habían dado miedo las alturas.

Eso estaba mejor. Tras gatear un poco llegó a una horqueta del árbol y a un brazo lo bastante ancho como para alojarla cómodamente con la espalda contra el tronco musgoso, los pies juntos apoyados en una rama y unas vistas del mundo al otro lado de Banmerren que se distinguían claramente por encima del muro exterior. Podía ir trepando hasta lo alto de ese muro si tenía ganas de hacerlo, pues el árbol extendía sus ramas generosamente en todas direcciones, pero probablemente la campana de la cena sonaría cuando estuviera a medio camino y llegaría tarde el primer día. No había necesidad de aventurarse a ir más lejos; el árbol la mantenía segura, sujetaba su cuerpo menudo con el suyo, viejo y fuerte. Si se estaba quieta y abría los oídos del espíritu, con el tiempo, el árbol empezaría a susurrar sus historias.

Alcanzaba a ver una amplia y blanca bahía que se extendía hasta un cabo situado al este. Divisó una fortaleza. Las banderas ondeaban por encima de sus murallas de piedra, unos emblemas azules sobre blanco. Desde su punto más alto sería posible mirar mar adentro, advertir con tiempo la llegada de los asaltantes y apostar guardias en su interior. También había defensas de tierra, montículos y zanjas; si entrecerraba los ojos podía distinguir unas figuras que se movían. Caer Pridne: fortaleza de Drust el Toro, monarca de Fortriu. Estaba muy cerca. Tal vez Dreseida ya se encontrara allí, instalándose en la corte con sus hijos pequeños, poniéndose al día con sus amistades, contenta, sin duda, de que el largo viaje hubiera llegado a su fin. Dreseida no se habría quedado en Banmerren más tiempo que el necesario para ver instalada a su hija, pues allí no podían entrar hombres ni niños, excepto los druidas, y Tuala no se imaginaba a Uric y Bedo esperando con gran paciencia a su madre al otro lado de los muros de piedra.

Caer Pridne. Se contaban extrañas historias sobre aquel lugar. O mejor dicho, Erip y Wid habían dado a entender que había historias demasiado extrañas para ser contadas y luego se habían quedado callados. Había un pozo que tenía la entrada en las profundidades, bajo tierra, un lugar de oscura ceremonia. Eso fue todo lo que sus profesores estuvieron dispuestos a contar.

Que las banderas ondearan significaba que el rey Drust estaba en la fortaleza en tanto que lejos de allí, siguiendo la Gran Cañada, sus guerreros combatían a los escotos. Broichan también estaría en Caer Pridne, instalado nuevamente en su puesto de druida real, un puesto al que había renunciado durante muchos años mientras Bridei crecía y pasaba de niño a hombre. Al parecer, allí adonde iba Bridei, Broichan lo acompañaba como una sombra oscura. Puede que no estuviera al lado de su hijo adoptivo en el campo de batalla, pero estaría preparado y esperando cuando fuera a la corte. Tuala se imaginó, fugazmente, a Bridei como un hombre en su edad madura, con hebras grises en sus rizos castaños, y a un anciano Broichan rondando cerca de él, controlando y manipulando aún a todos los jugadores de su prolongada partida privada. Fola había comentado que sus planes trascendían la comprensión de la mayoría de personas. Tuala cerró su mente a esa visión del futuro, no fuera a ser que cierta mujer pelirroja decidiera hacer su aparición en ella. Los druidas no lo sabían todo. Ni la autodisciplina más exigente ni la más profunda sabiduría permitían que un hombre burlara a los dioses.

Pronto se adaptó a la rutina de comidas, estudio, tareas domésticas y horas de sueño. Tuala descubrió, tras armarse de valor para preguntar, que todas las niñas tenían una almohada y dos mantas, y que como ella estaba en la torre y allí no había chimenea, podía tener tres. Aprendió lo que significaban las campanadas y las obedecía cuando se acordaba. Algunas veces, estando en el árbol o en trance ante un charco de lluvia o un cuenco de agua de lavar, perdía la noción del tiempo y se desplazaba más allá del mundo de la audición normal. Kethra nunca faltaba a su deber de reprenderla por esos fallos.

- ¿Qué quiere decir que no sabías que había sonado la campana? ¿Dónde estabas, inmersa en otro mundo? -Sus palabras eran hirientes; a pesar de que se esforzaba en lo posible para agradar a las demás mujeres de Banmerren, Tuala no podía escapar a sus orígenes. Por muy desapercibida que intentara pasar, su aspecto siempre sería distinto, y ese tipo de comentarios no ayudaban-. La campana se oye desde todos los rincones de la casa y del jardín, Tuala. La próxima vez serás más rápida.

- Sí, Kethra. -Antes pensaba que Mara era demasiado autoritaria, pero, comparada con esa irascible profesora, el ama de llaves de Broichan parecía una mujer amable y razonable.

Resultaba fácil seguir los hábitos diarios. Se levantaban temprano. Las estudiantes se turnaban en todas las tareas domésticas, desde sacar el agua hasta preparar y servir las comidas, desde limpiar los suelos a cortar leña, desde ocuparse de las chimeneas a coser y remendar la ropa. Esas obligaciones se programaban dentro del horario de estudio; las que en un día determinado no tenían asignada ninguna tarea tenían que practicar las habilidades que Kethra o las demás profesoras les habían enseñado: preparar bálsamos y tinturas a base de hierbas, ensayar las palabras y movimientos rituales, interpretar las estrellas y, para las que tenían aptitudes, idiomas, escritura y lectura. Banmerren contaba con una pequeña biblioteca. Además, a las estudiantes más jóvenes de vestiduras azules se las introducía en las artes de la predicción, la adivinación y la profecía. El estudio serio de estos aspectos del oficio era una materia principalmente para las mayores, las que habían alcanzado un cierto nivel tanto de conocimientos como de comprensión. A Tuala le gustaban las mayores. Eran siete solamente, y poseían una calma en la mirada y una amabilidad que le hacían desear ser una de ellas y no una simple principiante que tenía que aguantar a una pandilla de charlatanas que a duras penas distinguían la geografía de la genealogía o la astrología de la aritmética. Acostumbrada a las intensas y, en ocasiones, exaltadas clases de los ancianos eruditos, durante aquellas lecciones Tuala se sumía en el silencio. Su mera presencia ya llamaba la atención, así que no quería ver las cejas enarcadas y las sonrisas irónicas que sabía que suscitarían sus preguntas.

Así pasaron dos lunaciones y llegó el verano. Tuala descubrió que la mejor clase del día era la de historia, para la cual se hallaban presentes las hijas de sangre noble junto con las alumnas que buscaban un lugar como siervas de la Brillante. Nunca pensó que podría alegrarse de la presencia de la chica zorro, pero Ferada, al menos, era sincera cuando se le acercaba; no era una de esas muchachas dadas a cuchichear y a reírse tontamente. Desde sus primeros días en Banmerren, Tuala había visto que Ferada la observaba durante la hora de la cena, cuando las hijas de los nobles se sentaban a su propia mesa para comer y las otras lo hacían en tres largas tablas de madera bajo el escrutinio de sus mayores. Tuala siempre se sentaba sola durante las comidas. Las demás dejaban un espacio en cada lado, como si tuviera algo contagioso. Eso solía significar que no le pasaban el pan hasta que sólo quedaba un simple pedazo; en ocasiones significaba comer muy poco. Tuala, que siempre había comido como un pajarito, se negó a que todo eso la preocupara. De esta forma eliminaba la necesidad de tener que pensar en temas de conversación adecuados. Era evidente que a Ferada sí le preocupaba; la observaba con un fruncimiento del ceño que arrugaba sus elegantes cejas y cruzaba comentarios con la chica que tenía al lado, la del cabello como una cascada dorada y mirada amistosa. Esa chica era interesante. Tuala se había enterado de que se llamaba Ana y de que era una rehén de las islas del norte que tenía que estar bajo la custodia del rey Drust como garantía de que sus parientes no prepararían ningún ataque sobre las costas de Fortriu. Ana había dejado atrás su tierra natal y su familia, aunque no por culpa suya. Llevaba ya cuatro años viviendo entre Banmerren y Caer Pridne, aislada de todo lo que amaba. Y era joven; le llevaba menos de un año a Tuala. Corría la voz de que cada vez que viajaba fuera de los muros circundantes de Banmerren, Ana iba acompañada por un grupo de guardias muy grandes, por si acaso los hombres de su familia decidían que su libertad pesaba más que los riesgos que conllevaba desafiar a Drust el Toro. En la corte iba seguida de cerca por hombres armados. El primo de Ana era el rey de las Islas Luminosas y su posición social era menor que la del monarca de Fortriu. Durante los cuatro años que llevaba siendo rehén no había habido ningún intento por conseguir su liberación. Tuala no se podía imaginar cómo lograba la chica rubia aquella serenidad, aquel aire de profunda calma.

Cuando llegó la hora de historia, una clase compartida, Ferada se sentó a un lado de Tuala y Ana fue a instalarse en el otro, y a partir de entonces las tres se sentaron juntas todas las mañanas. Al menos, durante esa hora, podía fingir que no estaba sola. Esa clase la daba Derila, una de las chicas mayores que vestía de verde, y constituía un grato descanso de las perspicaces preguntas y los comentarios cáusticos de Kethra. Derila era inteligente y hermosa; esperaba que todas las alumnas participaran y reaccionaba muy bien ante los errores. En sus clases no había que guardar silencio.

Ferada también era inteligente. Su mano se alzaba rápidamente para responder a todas las preguntas; si no estaba de acuerdo con una postura la discutía con ingenio y contundencia. Tuala empezó a verla de otra manera.

Ana también tenía talento en esta materia. Aunque era menos dada a la polémica, mantenía su posición en un debate y aprendía con rapidez, pues era de esas alumnas que se levantaban temprano por la mañana para estudiar mientras las demás seguían en la cama. Ana era capaz de hacer magníficas labores de aguja y de recitar el linaje de los reyes de los folk al mismo tiempo sin cometer ningún error en ninguna de las dos cosas. Sabía hacer mapas en una bandeja de arena e identificar qué estrellas significaban un momento afortunado para el nacimiento de un niño y cuáles presagiaban una vida de lucha constante. Sabía cantar y tocar el arpa.

En cuanto a Tuala, aquélla se convirtió en la clase en la que no tenía miedo de hablar. Respondió con cautela a una pregunta, luego a otra, y se le pidió que explicara lo que sabía sobre los símbolos de clan y sobre las distintas formas en que éstos se utilizaban en las piedras grabadas, dependiendo de si uno se encontraba en Circinn o en Fortriu. La explicación llevó bastante tiempo, pues era un tema complejo que había discutido a menudo con Wid y Erip. La clase permaneció en silencio, escuchando, y lo mismo hizo Derila. A partir de ese momento la profesora le pedía con frecuencia alguna aclaración y en ocasiones entablaba una discusión con ella después de clase. No era como en los viejos tiempos en Pitnochie, pero estaba bien.

La hidromancia era todo lo contrario. Las hijas de los nobles no estudiaban esta disciplina; durante esas sesiones se les permitía ir a cabalgar en las monturas que se guardaban en los establos de la granja que había al otro lado de los muros. Los guardias de Ana nunca andaban demasiado lejos; ellos también se alojaban en la granja mientras su protegida se hallaba en Banmerren. Cuando el tiempo era inclemente las hijas de los nobles se sentaban todas juntas a coser y charlar; por regla general, lo que Tuala oía de esas conversaciones tenía que ver con una detallada comparación entre varios jóvenes que conocían.

Tuala y sus compañeras más pequeñas se reunían en una fría habitación bajo la mirada de Kethra y con un cuenco de bronce en la mesa delante de ellas. Kethra explicaba los rudimentos.

- Lo más probable es que no veáis nada más que vuestro propio reflejo… Es completamente normal. Hace falta concentrarse.

Tuala se quedó mirando una mancha de la pared que tenía una forma un tanto parecida a la de un perro pequeño; miró los arañazos de los bancos, las esteras del suelo, las manos juntas de la chica que tenía a su lado.

- Concentrad vuestra voluntad. Ahuyentad las distracciones. Respirad lenta y acompasadamente tal y como os he enseñado…

Odha, con el rostro blanco por la tensión, estaba inclinada sobre el cuenco que otra niña había llenado con el agua de la pesada jarra que había en la mesa. Tuala echó un vistazo a las zapatillas de fieltro de Odha, a la jamba de la puerta, al gato de Fola, Sombra, que estaba sentado en una esquina con el ceño fruncido. Cualquier cosa, cualquier cosa para mantener los ojos alejados de la superficie brillante repleta de secretos. Cualquier cosa para no revelar lo que era capaz de ver en ella.

- Respira, Odha. Despeja la mente…

Una larga espera en silencio. Al final Odha se enderezó con sus menudos rasgos llenos de preocupación.

- No he visto absolutamente nada -dijo, alicaída.

- Esta habilidad es el don de la Brillante -le dijo Kethra, con tono amable-. Habla con ella en tus oraciones y busca su sabiduría; vendrá con el tiempo, cuando ella te considere preparada. Hay aspectos de nuestro oficio, como éste, que no se aprenden en un día, ni en una estación, ni en un año, sino con una severa disciplina y con la rigurosa práctica continuada de nuestra labor. Esto no es ninguna prueba, niña, simplemente un comienzo. ¡Tuala! -su tono de voz había cambiado bruscamente; el hielo había penetrado en él.

Tuala se sobresaltó.

- ¿Sí, Kethra?

- No hay duda de que las esteras del suelo te resultan sumamente fascinantes; quizá en el lugar de donde vienes no se molestan con tantas sutilezas. Es hora de aprender, no de soñar. ¿O tal vez te parece que no tengo nada que enseñarte? ¿Es eso? ¿Que ya eres una experta en todas las materias que imparto?

Se oyó una cascada de risitas que fue rápidamente sofocada cuando la mirada terminante de Kethra recorrió el círculo. Tuala bajó la vista a sus manos. No quería mentir; le daba la sensación de que la Brillante esperaría de ella que dijera toda la verdad en la casa de sus mujeres sabias.

- Creo que no tendría que estar en esta clase -dijo en voz baja.

Entonces no hubo risas, sino una horrorizada inspiración general. La lengua de Kethra era universalmente temida; nadie la desafiaba nunca. Además, como ayudante principal de Fola, tenía fama de ser una fuente de sabiduría. El hecho de que sus clases tuvieran que soportarse más que disfrutarse no cambiaba nada de eso.

- Puede que tengas razón -repuso la mujer con sequedad-. Hay algunas alumnas que nunca logran dominar el arte de la adivinación, para las cuales las imágenes del cuenco de hidromancia quedan veladas para siempre. Nosotras, al menos, esperamos que todo el mundo lo intente. Es a tus mayores a quienes corresponde determinar si tienes aptitudes o no. Se pueden encontrar otras tareas para las que no tienen talento.

- Fregar el suelo -dijo alguien entre dientes.

- Yo no quería decir eso -dijo Tuala desesperada, deseando quedarse callada pero incapaz de contener su lengua bajo la mirada de la mujer sabia, que parecía situarla al nivel de algo que uno hubiera aplastado con la suela de la bota-. Preferiría no hacer esto aquí, en clase… Se hace mejor sola, con las oraciones y un ritual adecuado…

La mirada de Kethra volvió a cambiar; entonces había algo en sus ojos que era realmente preocupante.

- ¿Lo he entendido bien? -Su tono no se correspondía con su mirada; era sedoso-. ¿Intentas decirme cómo tengo que llevar mi clase, tú, una estudiante nueva, una hija del bosque a la que hemos aceptado sólo gracias a la amabilidad de nuestra sacerdotisa superior?

Tuala dijo que no con la cabeza; dentro de su pecho el sufrimiento pugnaba con la ira. Miró a Kethra, procurando también que el agua brillante no se cruzara en su visión.

- No -dijo con el tono de voz más educado que pudo-. Yo no soy ni mujer sabia ni maestra. Pero me han inculcado el amor a los dioses y a la estricta práctica del ritual. He estudiado estas materias desde que era pequeña. Estoy segura de que tú sabes lo que es adecuado para tus alumnas. Lo único que puedo decir es que para mí y para otros miembros de mi casa esta práctica siempre se hace a solas, es un rito compartido únicamente entre el vidente y los espíritus. -Esto no era del todo cierto; ella había mirado en el Espejo Oscuro al lado de Bridei, cada uno buscando sus propias visiones. Pero Bridei formaba parte de ella, y ella de él; era distinto-. Solicito que se me excuse de esta clase; pasaré el tiempo practicando sola. O fregando suelos, si se juzga apropiado.

Kethra se la quedó mirando durante un largo momento. Luego se hizo a un lado y de pronto el cuenco de bronce quedó a plena vista, el agua quieta atrapando la luz de dos altas velas colocadas allí cerca en la mesa. La superficie bailaba con las imágenes y atrajo a Tuala a pesar de que ella no quería. La habitación se volvió muy silenciosa.

- Te toca -dijo Kethra en voz baja-. Dinos lo que ves, pequeña salvaje.

Entonces ya no había posibilidad de elección. El agua la llamaba; la visión la cautivaba y tenía que mirar. Se acercó y el mundo de la profesora y las estudiantes, de las velas parpadeantes, la silenciosa estancia y los muros de piedra se desvaneció a su alrededor cuando el ojo del espíritu la hizo entrar en trance.

Una mujer alta caminaba por el espejo, la personificación de la Brillante, ataviada con vestiduras plateadas y con un rostro tan radiante que Tuala no podía mirarlo, ni podía distinguir sus rasgos o expresión, pero sabía que era incomparablemente hermoso y lleno de dulce compasión. Un búho estaba posado en su hombro, con unos ojos redondos y lustrosos y un plumaje del blanco más puro. En los brazos de la diosa yacía una criatura envuelta en níveas pieles; ella sostenía al bebé con ternura, como si fuera algo precioso. Su imagen se disipó y en su lugar apareció una escena tan extraña que durante un rato Tuala no fue capaz de juntar las partes y encontrarles sentido. Todo era una actividad frenética, hombres talando árboles, transformando sus troncos en lisos leños; hombres trabajando con cuerdas, haciendo una red o unos arreos; hombres cavando hondo la tierra. Hombres junto a la orilla del agua construyendo una gran barcaza. Hombres montando guardia como si esperaran un ataque. A algunos de ellos los conocía: Donal con los trabajadores de las cuerdas; Enfret de guardia; Gartnait, el hermano de Ferada, de pie junto a un muro sin hacer nada, sólo mirar con los labios fruncidos. Luego una visión terrible: un enorme montón de cadáveres que ardían. Tuala se mordió el labio y oyó con los oídos de la vidente el plañido de las mujeres, una desesperada y quejumbrosa despedida. Al parecer la batalla había terminado; Fortriu había triunfado. Pero ¿qué estaban haciendo?

Entonces, por fin, apareció Bridei. Tuala notó que se le llenaban los ojos de lágrimas al verlo. Estaba vivo; seguía a salvo. Se hallaba en una cima, con el cabello al viento. Estaba dando órdenes y los hombres corrían para obedecerlas. ¡Parecía tan alto, tan solemne! ¡Tan hombre!

Más excavaciones; por increíble que pareciera, por lo visto estaban sacando una enorme piedra vertical de su base en la profundidad de la tierra, bajándola con cuerdas que necesitaban de muchos hombres para controlar el peso hasta que el monolito quedó colocado sobre tres troncos preparados a modo de rodillos. Mientras ella contemplaba atónita las imágenes, los hombres transportaron la mole colina abajo. Unos corrían para sacar… troncos de madera de atrás y colocarlos delante mientras que otros cargaban todo el peso de su cuerpo en las cuerdas para disminuir la velocidad del descenso. Bridei estuvo junto a ellos todo el tiempo, exhortándolos, animándolos, cambiando el ángulo de la preciosa carga para que no tuvieran que volver a levantarla, una tarea que sin duda ni un grupo de hombres tan numeroso como aquel podía llevar a cabo. Junto a Bridei había un hombre moreno de aspecto salvaje cuya extraña sonrisa no concordaba con las lágrimas que tenía en los ojos. Los hombres realizaron una larga y extenuante marcha, esforzándose con las cuerdas, tirando luego de ellas sobre terreno llano en tanto que los que corrían seguían sacando y reemplazando los pesados rodillos de madera sin parar. Finalmente llegaron a la orilla del agua y tuvo lugar un complicado traslado con maderas en forma de cuña, largas palancas y cuerdas gruesas, con lo que desplazaron poco a poco la piedra desde una elevada orilla hasta una especie de canasto de red que había en el interior de una barcaza. Tuala se preguntó si no se hundiría el barco sin dejar rastro; si los dioses no castigarían a esos hombres o a Fortriu por lo que parecía un acto de vergonzosa atrocidad, aunque lo que robaban les pertenecía indiscutiblemente. Pero, en medio de un coro de aclamaciones desaforadas -era un milagro que a esos hombres les quedara aliento para proferir algo más que un susurro-, la Piedra del Mago flotó, descansando en su hamaca de cuerda y la embarcación aguantó sobre las agitadas aguas de lo que debía de ser el lago del Rey, en el extremo occidental de la Gran Cañada. Talorgen le dio unas palmadas en el hombro a Bridei a modo de cordial enhorabuena. Donal se encontraba allí cerca, con sus rasgos tatuados transformados por el orgullo. A Gartnait no se le veía.

Bridei estaba sonriendo. Tuala conocía esa leve sonrisa y supo, por la sombra de su mirada, la palidez de su piel y la forma en que los nudillos se le quedaban blancos, que para él esa doble victoria también suponía una especie de derrota, algo que se consideraba un fracaso. Ahora todo había terminado y volverían a casa. Volverían a casa y Bridei tendría necesidad de hablar, necesitaría contarle a alguien sus preocupaciones, qué era lo que le ensombrecía el ánimo, confundía sus pensamientos y le zarandeaba el corazón. No podía hablar con Donal de semejantes secretos, no con completa libertad. No dejaría que Broichan viera sus lágrimas. Bridei iba a necesitarla y ella no estaría allí.

Después no estaba segura de si había deseado que la imagen se desvaneciera o si ésta se había desvanecido sin más. Permaneció largo rato aturdida, fuera del mundo de la vidente pero sin regresar del todo a la realidad presente. Entonces una voz dijo:

- Está llorando.

A continuación habló Kethra con un tono de voz quedo y cauteloso.

- Calla, Reia. Una de las primeras cosas que debes aprender es a no molestar a una persona que está en trance. Hay que darles tiempo para salir, tiempo para que regresen a sí mismas. -Y entonces, tras una espera cuidadosamente calculada-: ¿Tuala?

La muchacha pestañeó; las velas parpadearon, el círculo de rostros se hizo visible, rostros jóvenes que miraban de hito en hito, todos con los ojos muy abiertos de asombro. Se sentía débil, mareada; había pasado tanto tiempo desde la última vez que lo vio, demasiado, y ahora esto…

- Siéntate -dijo Kethra-. Odha, tráele agua. Las demás, dejadle un poco de espacio. Respira lentamente, Tuala.

El gato grande, Sombra, eligió ese momento para acercarse tranquilamente y subir de un salto al banco junto a Tuala; apretó la cabeza contra ella, ronroneando, y ella alargó la mano para rascarle detrás de sus destrozadas orejas. Ese contacto la tranquilizó; la devolvió al mundo cotidiano de un modo en que no lo habían hecho las palabras humanas.

- Bébete esto -le dijo Kethra al tiempo que le ponía una taza de agua entre las manos-. Chicas, hay mucho que aprender de esto. De entrada os demuestra los peligros de experimentar solas sin nadie que os supervise. No lo hagáis. Una experiencia así pone a prueba tanto el cuerpo como la mente. Hasta que no hayáis alcanzado cierto nivel de control debéis tener siempre al lado a alguien observando. -Volvió de nuevo su atención hacia Tuala-. Bueno, decías la verdad. ¿Qué viste? Compártelo con nosotras.

Era inútil protestar; una negativa sólo serviría para atraer más la atención. Kethra no iba a dejar el tema si no obtenía una respuesta.

- Creo que eran imágenes del presente, o de un tiempo reciente. Claro que en ocasiones estas visiones solamente son de lo que podría ser o de lo que pudiera haber sido. No siempre es posible ver lo que crees que te hace falta ver. A veces no hay respuestas. En otras ocasiones las respuestas están ahí, pero ocultas. Vi imágenes fugaces de los hombres del rey Drust en campaña. Ya sabéis que se han dirigido al sur de la Cañada a las órdenes del jefe Talorgen con la esperanza de recuperar el territorio de los Confines de Galany donde se halla la Piedra del Mago.

Su audiencia guardó un completo silencio, esperando más.

- Aquí parecía mostrarse que habían ganado la batalla. Y… estaban moviendo la piedra. Sacándola de la tierra con cuerdas y troncos, llevándola hasta una barcaza para poder traerla flotando de vuelta a nuestras tierras. -No iba a hablar de la Brillante; no mencionaría a Bridei.

Kethra tenía el ceño un poco fruncido.

- ¿Por qué se iba a enviar semejante visión a una niña como tú? -preguntó-. ¿Qué puedes saber tú de estos asuntos?

- ¿Y dices que estaban moviendo la piedra nada menos? -inquirió Reia, asombrada-. ¿No se supone que es más alta que un gigante y tan gruesa como el cuello de un toro? ¿Cómo podían moverla?

Tuala volvió a ver las jóvenes facciones de Bridei, llenas de determinación; sus ojos brillantes en los que la conciencia de los dioses nunca se hallaba muy por debajo de la superficie. «Con el líder adecuado, los hombres pueden lograr lo imposible.»

- Lo hicieron con magia druídica, y con ingenio -dijo ella.

- Es una historia extraña, desde luego -comentó Kethra-. Una historia inverosímil; ¿por qué hacer esto cuando las piedras están colocadas en su lugar como símbolo de la antigua descendencia de nuestro pueblo de los siete hijos de Pridne? Señalan tanto el territorio como la sangre; moverlas parece casi un insulto a los dioses, un acto de mal agüero. ¿Quién decidiría hacer algo así en un momento de victoria en la batalla?

- Puedo comprender los motivos -dijo Tuala-. Sí que parece una acción extraña, una acción que podría provocar un desequilibrio en la estructura de nuestra tierra. Pero ese lugar, los Confines de Galany, ahora se encuentra dentro de los límites de Dalriada. Fortriu lo perdió hace años. Las fuerzas de Talorgen pudieron tomar el poblado pero no podían mantenerlo sometido de forma definitiva; está demasiado aislado de nuestras propias plazas fuertes. Esta campaña nunca tuvo como propósito volver a apoderarse del territorio de los Confines de Galany. Era un ataque simbólico; una advertencia de que habrá más si Dalriada intenta expandirse adentrándose más en la Cañada. Llevarse la piedra de vuelta es un acto de valentía, de inventiva audaz. Difícil, agotador, inspirador. Debió de haber infundido grandes ánimos a nuestros hombres y desconcertado aún más al enemigo. Al menos -se dio cuenta de que había dicho mucho más de lo que quería- así es como yo lo veo.

- ¿Y tú cómo sabes tanto de batallas, territorios y todas esas cosas? -la retó una de las chicas.

- Se lo está inventando -dijo alguien entre dientes tapándose la boca con la mano.

- He tenido unos maestros excelentes -dijo Tuala-. Tuve suerte.

- La suerte es un factor importante -terció Kethra resueltamente-. También resulta una ventaja utilizar con astucia tu propia buena fortuna. Luego está el talento innato. Oigo la campana, chicas. Tendréis comida y bebida en el salón. No corras, Odha, no te estás muriendo de hambre.

La habitación se vació; sólo quedaron Kethra y Tuala sentada en el banco, consciente de que el interrogatorio no había terminado aún.

- Lo siento -dijo Tuala, y lo decía en serio-. Intenté no mirar, pero a veces pasa esto. Las visiones están ahí, esperándome.

Kethra tomó aire y volvió a soltarlo.

- Has aprendido esta habilidad antes de venir a Banmerren, es evidente. ¿Quién te enseñó? ¿Broichan?

De no haber estado tan nerviosa, Tuala se hubiese echado a reír.

- Mis dos ancianos profesores me enseñaron muchas cosas, pero esto no; nunca las artes de druida o mujer sabia. Y Broichan no me enseñó nada en absoluto. -«Excepto a tener miedo»-. No creía que me hiciera falta educación.

- Se diría -Kethra observaba mientras inclinaba el cuenco y volvía a vaciar su contenido en la jarra- que por lo que respecta a la hidromancia, tenía toda la razón. ¿Me estás diciendo que has aprendido por tu cuenta? ¿Que puedes evocar estas visiones sin técnica, sólo mediante la fuerza de voluntad?

- ¡Oh, no! -repuso Tuala, horrorizada-. Las imágenes las mandan los dioses; un hombre o una mujer no pueden invocarlas por sí solos. En ocasiones es posible doblegarlas o darles forma mentalmente. Excluir unas partes y reforzar otras. -Era eso lo que había hecho cuando los Seres Buenos habían intentado llenar su espejo con imágenes que no quería. Entonces había invocado a la Brillante y la diosa se había mostrado en el agua clara-. Creo que si el vidente tiene una necesidad concreta de saber algo, de interpretar un augurio para el futuro, quizá, los dioses forman las imágenes de manera que sirvan de ayuda. Al menos así ha ocurrido en mi caso.

- Ya veo. -Kethra parecía anonadada, perpleja. Sus diestras manos secaron el cuenco con un trapo, cubrieron el aguamanil y se juntaron ante ella cuando se acercó y se quedó de pie junto a Tuala, que se levantó por respeto.

- Tuala -dijo la mujer.

- ¿Sí?

- Creo que es mejor que la clase de hoy no se discuta abiertamente entre las chicas. Si te preguntan sobre lo que ocurrió, dales una respuesta breve y veraz y déjalo ahí. No permitas que te arrastren en discusiones sobre técnica, ni que te tienten a demostrar nada. Son principiantes, y son vulnerables. ¿Lo comprendes?

- Por supuesto. De todos modos no me preguntarán nada. No me hablan.

Se hizo un breve silencio.

- ¿Cometimos un error al alojarte sola? -preguntó Kethra.

- ¡Oh, no! -Tuala sintió que la invadía el horror ante la perspectiva de que la trasladaran a uno de esos dormitorios comunitarios para estar rodeada a todas horas del día y de la noche de chicas que cuchicheaban. La torre era suya, era su lugar, seguro, silencioso; el roble era su refugio, su pedazo de Pitnochie allí en un reino extraño. Quienquiera que hubiese tomado la decisión de instalarla en la torre había dado muestras de sensatez y amabilidad-. Estoy contenta donde estoy. Es perfecto.

- Tal vez -dijo Kethra-. Ahora debes irte. Mañana, en lugar de asistir a esta clase, vas a ir a ver a Fola. Quería un informe de tus progresos y ya es hora. Le diré que te esté esperando. Y ahora apresúrate o te quedarás sin comer.

Tuala casi había salido por la puerta cuando Kethra volvió a decir algo detrás de ella.

- ¿Crees que es cierto? ¿De verdad han traído la Piedra del Mago lago arriba?

- Supongo que lo averiguaremos cuando los hombres de Talorgen regresen a casa -respondió Tuala, viendo la cara de Bridei en su mente y convencida en su interior de que hasta la más mínima parte de su visión era un testimonio fiel y exacto de la forma en que habían sucedido las cosas. Otra imagen penetró en aquel vívido recuerdo: un hombre agarrándose la garganta y muriendo dolorosamente. En la imagen de ese día Bridei todavía no había ganado sus marcas de batalla. Aun así, Broichan había prometido vigilancia: ahora habría un catador y más guardias. De todos modos, estaba deseando saber que Bridei había vuelto a Pitnochie y se hallaba otra vez a salvo.

- Supongo que sí -dijo Kethra-. Si es cierto, podría tratarse de un poderoso augurio de buenos tiempos para los priteni. Muy poderoso. -Su tono de voz cambió-. Bueno, vete ya. Si tú no tienes nada que hacer yo sí.

A la mañana siguiente, cuando las demás se dirigían a clase, Tuala aguardó a la entrada de las habitaciones privadas de Fola. Sombra también estaba fuera, en la puerta; ya lo había visto antes en el jardín, acechando a los pájaros. En ese momento estaba sentado, con las orejas levantadas y moviendo el rabo con irritación, impaciente por que le dejaran entrar. El gato tenía sus rutinas, como todas las mujeres en Banmerren, y no le hacía ninguna gracia que se desbarataran. Pero la puerta de Fola estaba cerrada; se oía su voz en el interior, mesurada y calmada. Tuala se inclinó para acariciar el pelaje de Sombra; varias cicatrices antiguas lo habían dejado áspero y raído. Él la observó con la mirada escéptica de un gato viejo y ronroneó a pesar de que no era ésa su intención.

La puerta se abrió de pronto y la chica que salió tuvo que extender ambas manos para no tropezar con los dos y caer al suelo cubierto de esteras.

- Vaya, lo siento…

Tuala alargó una mano para sujetarla.

La chica se apartó, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida. Tuala la recordaba vagamente de sus primeros días en Banmerren; una muchachita delgada, de expresión seria y muy tranquila. ¿Cómo se llamaba? ¿Morna? ¿Morva? Últimamente no había asistido a ninguna de las clases; ahora que pensaba en ello, hacía mucho tiempo que no veía a la chica sentada a la mesa ni caminando por la hierba con las demás. Quizá había estado enferma. Tenía unos ojos muy extraños. Entonces se dio la vuelta y se desvaneció como una sombra, pero no salió hacia la zona comunitaria, sino que entró hacia el lugar donde estaban situados los aposentos de las mujeres mayores. Hasta que Morna no se hubo marchado, Tuala no se dio cuenta de que no llevaba las vestiduras azules de las chicas más jóvenes, sino unas prendas de un blanco puro.

- Entra, Tuala. -El tono de voz de Fola no daba ningún indicio sobre su estado de ánimo. Sombra había entrado ya y estaba en lo alto del banco junto a la mujer sabia, dando vueltas sobre un almohadón. Tuala se preguntó si el gato se había atrevido alguna vez a sentarse en las rodillas de su dueña. Quizá fuera un acto demasiado indecoroso para ambos.

- Kethra me ha contado lo que ocurrió ayer -siguió diciendo Fola- y me ha hablado de tu propia petición de no practicar la hidromancia con las demás alumnas más jóvenes. La sorprendiste.

- Lo siento… Intenté explicarle…

- Quizá fui injusta tanto contigo como con Kethra. Para mí no ha sido ninguna sorpresa; mi intuición rara vez me falla y la primera vez que nos vimos percibí algo en ti, algo que se concretaría con el tiempo y que sería poderoso y peligroso a la vez. He esperado mucho tiempo para que te unieras a nosotras en Banmerren, esperé mientras tus profesores en Pitnochie te proporcionaban una base que supera con mucho lo que podemos ofrecerte en esta casa de mujeres. Podría haber advertido a Kethra y a las demás de lo que podían esperar. Me pareció mejor dejar que las cosas siguieran su curso durante un tiempo, para ver qué te parecía Banmerren y qué le parecías tú a Banmerren.

Tuala no dijo nada. Esa decisión tenía desagradablemente mucho que ver con los juegos de estrategia de Broichan, unos juegos con piezas humanas. Recordó que Fola y el druida del rey eran viejos amigos.

- ¿Crees que tu visión era una imagen del presente? ¿Un reflejo de la verdad? -Entonces había entusiasmo en el tono de la mujer sabia, el mismo que había oído en la voz de Kethra. A ninguna de las dos se le había escapado la verdadera trascendencia de la visión de Tuala.

- Sé que lo era -respondió.

- ¿Lo sabes? -le preguntó Fola con acritud-. Eso es arrogancia, hija; nosotros no podemos conocer las intenciones de los dioses hasta que los presagios se hacen realidad.

- Lo sé. Lo sé porque en la visión salía Bridei, y sobre él siempre veo la verdad. Excepto cuando se trata del futuro, que puede cambiarse. -Se estremeció; pero de no ser por la rápida acción de Broichan al mandar al mensajero para que llevara la advertencia Cañada abajo, el futuro podría haber sido muy sombrío.

Fola había entrecerrado los ojos.

- Bridei. Por lo que Kethra me ha contado, a ella no le mencionaste nada sobre él. ¿Cuál es su papel en todo esto?

Tuala se mordió el labio, pues de pronto tuvo renuencia a decir nada más, ni siquiera a alguien que siempre le había parecido una amiga.

- No quiero hacerle ningún daño, Tuala -dijo Fola-. Todo lo contrario. Al igual que Broichan, estoy comprometida con el futuro de Bridei. Puedes confiar en mí; ésta es la verdad.

- Dirigía la esforzada tarea de bajar la Piedra del Mago hasta el lago del Rey -explicó Tuala-. Fue idea suya, su visión, su empresa. Todos lo seguían, tanto guerreros como jefes. Despertó la luz de la inspiración ante sus ojos, el toque del Guardián de las Llamas. Creo que los hombres recordarán esta hazaña durante mucho tiempo.

Fola asintió con la cabeza.

- Broichan se alegrará mucho de saberlo. Y el rey también. Son tiempos interesantes, ya lo creo. Tiempos trascendentales.

- ¿Fola?

- Dime, hija.

- He intentado esforzarme desde que llegué aquí. He intentado hacer lo que prometí. Siento haber hecho enfadar a Kethra.

La mujer sabia la contempló en silencio un momento.

- Kethra no está enfadada -dijo-. Quizá un poco molesta consigo misma por no haberse dado cuenta antes de tus aptitudes, pero tú no la has ofendido en ningún sentido. Al igual que yo, aprecia a las alumnas con talento; muy pocas veces las tenemos. Les pedí a todas tus profesoras un informe de progreso. Kethra ha recomendado que des clases particulares en la mayor parte de las ramas del arte que ella enseña, ya sea con ella o conmigo. Derila me dice que tu formación en historia, geografía y política es excepcional; ella preferiría seguir teniéndote en su clase, pues tengo entendido que algunas de las hijas nobles son bastante aptas y que todas os podéis beneficiar de un enérgico debate.

Tuala movió la cabeza en señal de asentimiento.

- Derila se está divirtiendo -comentó Fola con una sonrisa-. Dice que es el mejor grupo de alumnas que ha tenido nunca. ¿Has hecho amistades, Tuala?

- Amistades. -La muchacha a duras penas se imaginaba qué podría significar eso allí, entre aquellas chicas que parecían tan distintas que bien podrían ser de otro mundo-. La verdad es que no. La chica zo… Ferada se sienta a mi lado; Ana se ha portado bien conmigo. Ellas son hijas de jefes de clan; yo soy… lo que soy. No creo que podamos llegar a ser amigas. Y las demás, bueno, me miran, cuchichean y se tapan la boca para reírse. No me importa. Ya pasaba lo mismo en Pitnochie antes de que me fuera.

Algo que había en su voz o en su rostro hizo que Fola se inclinara hacia delante y la escudriñara con detenimiento.

- ¿A qué te refieres, Tuala?

Su voz surgió de forma irregular a pesar de sus esfuerzos por controlarla.

- Mi presencia se volvió poco grata. Broichan nunca me había querido allí. Pero el resto sí. Hasta que empecé a crecer. Entonces me tuvieron miedo. Era una estupidez, pero no pude cambiar nada. Entonces fue cuando Broichan dijo que tenía que marcharme.

- ¿Y qué hay de tu amigo? ¿De Bridei? ¿Él te tiene miedo ahora que eres una mujer?

Tuala se la quedó mirando y la indignación le robó el habla.

- Es una pregunta razonable -dijo Fola con calma-. De hecho es una pregunta apropiada, puesto que se podría pensar que el joven está exactamente en la edad más vulnerable en ese sentido.

- Ha estado fuera -contestó la chica mientras trataba de contener las lágrimas que súbitamente habían acudido a sus ojos-. Y por supuesto que no me tiene miedo. Entre nosotros las cosas no son así…

- ¿Así cómo?

Tuala apretó los labios con fuerza. Aquello no era justo, era cruel. Nadie lo comprendía; nadie aparte de ella y de Bridei. Nadie aparte de la Brillante, que los había reunido en el Solsticio de Invierno hacía mucho tiempo.

- Dejemos esto por ahora, puesto que te aflige -dijo Fola-. Quizá viniste aquí justo a tiempo. En cuanto al otro asunto, modificaremos tus tareas diarias para dar cabida por las mañanas a las clases particulares conmigo en lugar de las clases con Kethra. Continuarás asistiendo a las clases de Derila. Tengo la sensación de que, como erudita innata, vas a sacar provecho de ellas. Las hijas de los nobles regresarán a la corte en cuanto Talorgen llegue a Caer Pridne; si tus visiones son tan exactas como crees, podría ser que no faltara mucho tiempo. Después de eso, puede que Derila se sirva de ti para enseñar a algunas de las otras chicas, si tú estás de acuerdo.

Tuala se la quedó mirando.

- No creo que les haga mucha gracia tenerme como profesora… Me tendrán aún más resentimiento.

Fola arqueó las cejas.

- Como es para servir a la Brillante, lo harás a pesar de ello, ¿no es cierto? -le preguntó.

- Sí, Fola. -«De todo se aprende», decía siempre Broichan. Incluso si te situaban por encima de aquéllos que te consideraban una forma de vida inferior, eternamente diferente, eternamente inaceptable.

- También quiero -añadió la mujer sabia- que hables con Ferada y Ana sobre las alianzas a través del matrimonio, sobre lo que les espera como hijas de jefes de clan y sobre las normas que rigen las decisiones que se toman por ellas.

- Pero…

Fola la silenció con una mirada.

- Sé que ya lo sabes todo al respecto, en teoría. La ascendencia real, la importancia de los vínculos cruzados entre las siete casas, etcétera. Todo esto, puedes creerme, dista mucho de una discusión con chicas de tu propia edad cuyo futuro personal se halla completamente gobernado por dichas normas.

- Si lo deseas. Pero no entiendo por qué.

La mujer sabia miró brevemente a Tuala con detenimiento.

- Es razonable, supongo, que busques una explicación. De algún modo me tranquilizaría pensar que aceptas el hecho de que Banmerren es bueno para ti, de que, en efecto, podemos enseñarte algo de provecho.

- No era mi intención…

Fola levantó una mano.

- Ni tampoco lo has dicho; pero me diste suficientes pistas sobre tu estado de ánimo. Creo que tú te imaginas otro futuro que no es como sacerdotisa de la Brillante ni como erudita y maestra, aunque pareces estar admirablemente dotada para ambos papeles. Hablas a menudo de Pitnochie con un tono de voz y unas palabras que van más allá de la añoranza natural que afecta a todas mis estudiantes nuevas. No hablas mucho de Bridei, pero cuando lo haces me resulta evidente que piensas mucho en él.

Tuala no dijo nada. No sabía adónde quería ir a parar Fola, ni qué relación tenía con lo que le había pedido.

- Es muy importante que te des cuenta de la oportunidad que se te ha ofrecido aquí, Tuala -siguió diciendo Fola en tono grave-. Habla con Ana y Ferada. Considera tus alternativas, que tal vez sean menos de las que crees. Piensa en la vida que llevamos aquí y en lo que significa para nosotras. Puede que habitemos dentro de altos muros, pero la protección que éstos ofrecen nos proporciona una especie de libertad particular, una libertad de la mente y del espíritu que es verdaderamente preciosa. No dudo de tu amor por la Brillante, querida. Sólo quiero que veas las cosas de forma objetiva.

- Sí, Fola. Hablaré con las hijas de los nobles.

- Bien. Ahora puedes irte. Kethra me ha dicho que te gusta la torre. ¿No crees que deberíamos alojarte con las demás? ¿Que quizá de este modo te aceptarían más fácilmente?

- Tal vez. Pero no creo que pudiera soportarlo mucho tiempo. Me gusta ver el cielo. Estoy acostumbrada al silencio, a estar sola.

Fola asintió con la cabeza.

- Y te gustan los árboles -dijo-. Creo recordar haber encontrado a niños debajo de ellos, hace mucho tiempo. Bien, ahora vete. Tengo muchas ganas de trabajar contigo; supongo que ambas aprenderemos algo.

Lo que a la mujer sabia podría haberle parecido un asunto sencillo, en realidad requería cierta valentía. Podía considerarse que el hecho de estar fuera, excluida, conllevaba su propia y extraña especie de orgullo. Acercarse a las hijas de los nobles fuera de la conducta aceptada de una clase de historia suponía buscar la admisión en un círculo al que no pertenecía. Era invitar a la humillación.

Ana y Ferada se habían llevado su ración de pan y queso al jardín. Se sentaron en su lugar habitual, en un banco de piedra bajo un peral con varias de las otras chicas alrededor. Era una bonita escena; casi podían haber sido dos manifestaciones de la doncella Diosa de las Flores: Ferada representando el otoño con su vestido rojizo, su cabello pelirrojo peinado en alto y sus rasgos angulosos atenuados por una capa de pecas sobre el puente de la nariz. Ana era toda primavera, sus mechones rubio ceniza derramándose sobre sus hombros, vestida con la túnica tradicional y la falda recta de la gente de su isla, de una tela de un palidísimo color crema con los ribetes del color de los nomeolvides. En el hombro, sujetando su manto, llevaba un broche de plata labrado con la forma de una bestia marina, parte caballo, parte foca, parte un ser desconocido; era uno de los antiguos símbolos de linaje en las Islas Luminosas. Mientras observaba a las dos chicas y se preguntaba qué podría decirles, Tuala tuvo la sensación de que había algo que las separaba. Tanto si se trataba de su sangre noble, las ventajas de su educación y formación o el toque de la propia diosa, ambas tenían un aspecto encantador, poderoso y -a pesar de todas sus reservas sobre la chica zorro- bueno en cierto modo. Se dio cuenta de que las estaba mirando fijamente.

- Ven a sentarte con nosotras, Tuala -dijo Ana con su voz dulce y melodiosa-. Hoy aprieta mucho el sol; creo que el Guardián de las Llamas debe de estar sonriéndole a Fortriu. -Se hizo a un lado para dejarle espacio en el banco; Ferada se quedó donde estaba, con una expresión levemente divertida. Mientras Tuala se acercaba, todas las demás chicas se levantaron sin decir ni una palabra y se alejaron para que no pudieran oírlas.

- Lo siento -se encontró diciendo Tuala-. No era mi intención…

- ¡Chsss! -dijo Ana-. Siéntate; no les hagas caso, son unas bobas. ¡Ah! -añadió triunfalmente cuando Tuala tomó asiento entre las dos-. ¡Has perdido, Ferada!

Tuala paseó la mirada de la una a la otra, y Ana se ruborizó ligeramente.

- Una apuesta -dijo Ferada-. Cuánto tardarías en reunir el valor suficiente para venir a sentarte con nosotras. Por desgracia no tenemos muchas cosas por las que apostar aquí en Banmerren. Esta noche tengo que lavarle el pelo a Ana, es algo que hacemos la una por la otra mientras estamos aquí.

La chica zorro parecía casi humana. Era sorprendente; hasta el momento había mantenido las distancias, aparte de en la clase de historia.

- He oído que os marcharéis a la corte -se aventuró a decir Tuala-. Cuando regrese tu padre.

Ferada hizo una mueca.

- Es inevitable -dijo-. Estamos aquí un tiempo, encerradas entre unos altos muros, y luego un tiempo allí, mostrándonos educadas con los hombres que nuestras familias consideran adecuados. No sé qué es peor, la verdad.

- Pero estarás deseando ver a tu familia -comentó Tuala, sorprendida-. A tu madre y a tus hermanos pequeños.

La pelirroja arqueó las cejas.

- ¿Tú tendrías prisa por ver a Uric y Bedo si fueran hermanos tuyos? ¿Ranas en la cama, gritos y chillidos cuando intentas estudiar, chistes malos sobre qué hombres te gustan más?

Tuala sonrió aunque no era su intención.

- Creía que eran unos pequeños estupendos -dijo-. Me hacían reír.

- ¿No amenazaste a Bedo con convertirlo en un tritón? Estoy segura de que es lo que me dijo.

- Puede que dijera algo parecido. Pero él sabía que se trataba de una broma.

Ana se rió.

- Sería estupendo tener hermanos pequeños -dijo-. Yo sólo tengo hermanos mucho mayores. Y una hermana. -Se puso seria de pronto-. Ahora tendrá casi once años. Probablemente ya se haya olvidado completamente de mí.

- Los hermanos mayores pueden ser un problema. ¿No estás de acuerdo, Tuala? -dijo Ferada al tiempo que rompía un pedazo de pan y se lo arrojaba a un tordo que esperaba en la hierba.

- No lo sé. No tengo ni hermanos ni hermanas. -Una imagen de la gente del bosque cruzó por su mente, la chica con el cabello de telaraña y pálidas joyas en los dedos, el chico todo cubierto de frutos secos, bayas y enredaderas. Si esas personas eran su familia, no era de extrañar que las chicas de Banmerren la miraran con recelo.

- Sí que tienes -repuso Ferada-. Tienes a Bridei. Un hermano adoptivo.

Se hizo un breve silencio.

- Necesito preguntarte una cosa -dijo Tuala.

- Adelante. -A Ferada se le despertó el interés; apareció un brillo especulativo en su mirada.

- Fola quería que averiguara cosas sobre… sobre lo que se espera de unas jóvenes como vosotras. Con lo de las bodas y las alianzas.

- ¿Por qué tendrías que preguntárnoslo a nosotras? -Ana estaba atónita-. Fola debería oírte en clase de historia. Ya sabes más que todas nosotras juntas.

- No se refiere a eso -dijo Ferada-. Está hablando de las cosas que los ancianos profesores varones no cuentan.

- No querrás decir… -Ana se ruborizó de nuevo y sus mejillas se tiñeron de rosa.

Ferada esbozó una sonrisa torcida y miró de reojo a su amiga.

- Dudo mucho que Fola tenga intención de darnos clases magistrales sobre asuntos de dormitorio -comentó con sequedad-. Más bien se trata de lo que se espera de nosotras y de otras como nosotras. ¿No es así?

Tuala asintió con la cabeza.

- Eso fue lo que dijo. Sé que ambas sois descendientes de sangre real; que lady Dreseida es prima del rey Drust, hija de la hermana de su madre, y que Ana desciende de una rama más distante del linaje real, la que gobierna en las Islas Luminosas. Eso significa que algún día vuestros hijos tendrán derecho a reinar; eso limita con quién podéis casaros.

- Y nos limita en otras decisiones -apuntó Ferada con desánimo-. Alégrate de tener la opción de quedarte en Banmerren, Tuala. Tal vez aquí estés aislada del mundo exterior, pero es muchísimo mejor que ser una yegua de cría de estirpe real. El hecho de que muchas cosas dependan de nosotras puede dar la sensación de que tienes poder, pero no hay verdadero poder en ello. Cuando llega el momento son los hombres quienes toman las decisiones; nosotras no somos más que reproductoras.

- Tampoco estamos tan mal -intervino Ana-. Es una vida privilegiada si la comparamos con el duro trabajo de la esposa de un granjero o con la suerte de una sirvienta.

- ¿Cómo puedes decir eso? -Ferada estaba indignada-. Estás aquí prisionera, metida en la corte de Drust durante años y años y no puedes ir a ninguna parte a menos que estés rodeada de hombres grandes armados con cuchillos. ¿Cuánto hace que no ves a tu familia?

Ana bajó la mirada a sus manos.

- Mucho tiempo. Ellos no vienen aquí. Imagino que mi primo tiene miedo de que en cualquier visita pueda convertirse a su vez en rehén. Mi presencia aquí ha mantenido dóciles a mis familiares. Ha servido para lo que se suponía que tenía que servir.

- Siempre pareces tan calmada -se atrevió a decir Tuala, escogiendo las palabras con mucho cuidado-. Como si no te importara ser prisionera.

- De nada sirve quejarse -repuso Ana-. Al principio estaba triste, triste y asustada. Echaba muchísimo de menos a mi hermana pequeña. Pero el rey y la reina se han portado bien conmigo. Y el hecho de poder pasar un tiempo aquí en Banmerren también ayuda. Me gusta aprender. Me gusta la compañía de otras chicas, la de Ferada en particular.

- Y cuando estás aquí no es necesario que tengas a esos guardias grandotes rondando siempre por ahí cerca -comentó Ferada secamente.

- Ya lo creo, no pueden entrar. Hay veces en que la norma que prohíbe la entrada a este santuario a todos los hombres, excepto a los druidas, es de lo más conveniente.

- Ana -dijo Tuala-, ¿y si tu primo… y si…? -Era demasiado terrible para terminar de decirlo; de hecho, toda la situación parecía absolutamente inimaginable.

- Una pregunta difícil. -Fue Ferada la que respondió; Ana había cruzado las manos en el regazo y sus ojos grises se apagaron de pronto-. ¿Y si su primo decide dejar de ser tan obediente? ¿Y si decide atacar a Drust el Toro o aliarse con un enemigo como los escotos? No me gustaría aventurar una respuesta, salvo para decir que si yo fuera una rehén estaría mucho menos confiada de lo que está Ana.

- No creo que me mataran -dijo ella con un hilo de voz-. Pero supongo que es posible; si no están preparados para cumplir con esa amenaza, poco sentido tiene que me retengan aquí en Fortriu. Sin embargo, es verdad que cuesta creer que llegaran a hacerlo. La reina Rhian se ha portado muy bien conmigo.

- Estarás a salvo siempre y cuando tu primo crea que serían capaces de matarte -dijo Ferada-. Eso hace que sea una suerte que no te visite. Sólo con ver la manera en que te tratan en Caer Pridne se daría cuenta de que el rey sería incapaz de ponerte ni un solo dedo encima.

Tuala no estaba segura de si Ferada creía lo que estaba diciendo o si sólo hablaba para tranquilizar a su amiga.

- Lo siento -dijo-. Es muy difícil para ti. No tendría que haber preguntado.

- Lo he aceptado -repuso Ana-. Nuestra ascendencia nos hace importantes, no sólo como lo que aquí, mi amiga, denomina yeguas de cría de estirpe real, sino también como piezas que han de utilizarse de forma ventajosa en el juego de la estrategia política. Lo aprendí muy pronto. En mi caso puede que mi situación como rehén no se prolongue mucho más. Ya se considera que estoy en edad de casarme y es probable que al rey Drust le resulte más útil desposarme con un jefe peligroso o con un rey insignificante al que desee apaciguar. Entonces imagino que tomará otros rehenes.

- ¿Y cómo puedes estar tan tranquila? -preguntó Ferada-. A veces todo esto me enoja tanto que me pondría a chillar, si a las damas se nos permitiera hacer una cosa tan zafia. Tenemos mucho más que ofrecer, podríamos dar mucho más, pero por culpa del accidente de nuestro nacimiento, no podemos elegir nada libremente.

- ¡Chsss! -advirtió Ana-. Que Kethra no te oiga hablar de accidentes de nacimiento. Suena como un peligroso insulto a los dioses. Debemos aceptar las vidas que ellos nos dan, Ferada. Debemos trabajar dentro del camino que ellos nos asignan.

Ferada hizo una mueca. No parecía convencida.

- Volviendo a tu pregunta, Tuala -dijo-, estamos a punto de regresar a la corte para otra tanda de presentaciones a hombres que nuestras familias consideran futuros candidatos apropiados para nosotras. No hay muchos entre los que escoger. Deben de ser de alta alcurnia, saludables, de buen carácter y practicantes incondicionales de la antigua fe de Fortriu. En otras palabras, tienen que ser dignos en todos los sentidos de ser padres de un futuro monarca. Todavía no he conocido a ninguno del que pudiera soportar su roce, por no hablar de lo que un marido le hace a su esposa. La mayoría me miraron de arriba abajo como si fuera un pedazo de carne. No pueden evitarlo.

- Eso es un poco injusto -dijo Ana con el ceño fruncido-. Entre ellos hay hombres que sí valen la pena.

- ¡Que valen la pena! -Ferada dio un resoplido de risa desdeñosa-. ¿Y quién quiere que valgan la pena? Da igual. Sé que no se puede hacer nada al respecto. Si se pudiera, le diría a mis padres que no quiero a nadie. Viviría mi propia vida como ha hecho Fola.

- Puede resultar una vida muy solitaria -osó decir Tuala.

Ferada la observó con curiosidad.

- Eso es curioso viniendo de ti. ¿No te gusta estar sola? Siempre te estás escabullendo a tu escondrijo de la torre. Tal vez Fola sea como tú. Tal vez le guste estar sola, con la única compañía de sus propios pensamientos.

- Una mujer sabia tiene la compañía de los dioses -dijo Ana-. Eso significa que nunca está sola.

- A veces hablamos con los dioses y ellos no nos responden -comentó Tuala-. Es cuando más sola te sientes. -Pensó en Bridei con una sombra en su mirada y el rostro lívido por la tensión. Las respuestas que él necesitaba no habían podido proporcionárselas ningún hombre ni ningún dios.

- ¿Qué tienes, Tuala? -El tono de voz de Ana denotaba preocupación-. ¿Qué ocurre?

- Nada. -Debía vigilar sus pensamientos con más cuidado si se reflejaban de esta manera en su rostro-. ¿Cuándo tienes que casarte? ¿Falta mucho? Broichan quería que yo… Sólo vine aquí porque…

- ¿Ya tenía a un pretendiente para ti? -preguntó Ferada-. ¿Quién? ¡Dínoslo!

- Un hombre llamado Garvan. Un picapedrero. No quise casarme con él. No quiero casarme con nadie.

- Entonces estás en el lugar adecuado -dijo Ferada.

- Garvan -caviló Ana-. ¿Te refieres al famoso Garvan, el que talló las piedras-toro de Caer Pridne? Debe de ser bastante mayor, sin duda.

- No sé si es famoso. Puede que lo sea; Broichan mencionó que hacía encargos para el rey. Parecía viejo. Unos treinta, quizá.

- Un cantero no sería suficiente para ninguna de nosotras dos -dijo Ferada-, por muy famoso que fuera. Tienen que ser jefes, o sus hijos; en ocasiones reyes de otros territorios. Las mujeres reales se van. Supongo que eso es una forma de escapar. Mira a Bridei.

- ¿Qué pasa con él? -Tuala intentó mostrarse despreocupada.

- Es lo que hizo su madre. Se casó con el rey de Gwynedd, se fue y tuvo sus hijos allí. El linaje real pasa de padres a hijos por aquellos lares. Bridei tiene hermanos mayores, por supuesto. Lo más probable es que uno de ellos suceda al padre. Él es un poco como Ana: separado de su familia por los motivos de otras personas. Él, claro está, es perfectamente adecuado para mí o para Ana. Reúne todos los requisitos. El único inconveniente es que podría ser un candidato a rey; se prefiere que el monarca contraiga matrimonio con alguien que no sea de linaje real para evitar que sus hijos se conviertan en aspirantes al trono en un futuro. Casarse con una mujer de sangre real, aunque se trate de una prima lejana concentraría demasiado poder en una misma familia; estrecharía demasiado la línea de sucesión.

»De todos modos, lo más probable es que Bridei ni siquiera se presente para ser elegido rey cuando llegue el momento. Hay varios candidatos mayores que él, hombres con más experiencia que reúnen los requisitos necesarios, uno o dos de ellos muy respetados. No es probable que tu hermano adoptivo sea un pretendiente al trono, por lo que puede ser considerado como material casadero para nosotras. Me veo obligada a admitir que no es una mala perspectiva. La vida con él podría resultar demasiado solemne, pero al menos no es un zoquete, como son muchos de ellos. Broichan lo educó para amar a los dioses y demostrar unos buenos modales impecables.

- ¿Crees que es demasiado serio? -preguntó Ana-. A algunos hombres les cuesta reír; no es tan malo. Es mejor que un hombre que se ría demasiado y tontamente.

- A Ana le gusta -le susurró Ferada a Tuala con las cejas arqueadas-. Hace dos veranos vio a tu hermano de lejos, cuando Talorgen se llevó a los chicos a la corte. Dijo que era apuesto.

- No dije tal cosa -Ana volvía a sonrojarse-. Ni siquiera lo conozco.

Tuala fue presa de una desesperada necesidad de desviar la conversación hacia un terreno más seguro.

- Tus hermanos también pueden ser candidatos al trono -le dijo a Ferada.

- Sí, bueno -repuso ella con una mueca-. Técnicamente pueden, como hijos de mi madre. Pero Uric y Bedo todavía tienen que crecer mucho, y Gartnait es absolutamente inadecuado. Quiero a mi hermano mayor, pero sencillamente no es capaz de asumir una responsabilidad tan importante como ésa. Carece de los imperativos de un verdadero líder, unas cualidades que, me veo obligada a reconocer, el respetable y bastante aburrido Bridei demuestra cada vez más a medida que se hace mayor. Mi padre nunca consideraría presentar a Gartnait como candidato. En realidad, dicen que Fortriu se enfrentará a una decisión así dentro de dos veranos. Drust está enfermo. Oí que Kethra lo decía. Así pues, mis hermanos pequeños no tienen ninguna posibilidad; cuando Uric y Bedo lleguen a la edad adulta ya habrá un nuevo joven rey en el trono.

- Quizá no sea joven -dijo Ana-. Teniendo en cuenta que cada una de las siete casas de los priteni puede presentar a un candidato, podría haber varios hombres de mediana edad con posibilidades. Algunos de mis propios parientes tendrían derecho por consanguinidad, aunque dudo que anuncien su candidatura si las elecciones se celebran pronto. Es probable que mi propia situación lo impida.

- Cierto -dijo Ferada-. Seguramente los jefes votantes elegirán a alguien que se haya puesto a prueba como adalid; alguien como Carnach, el primo hermano de Drust, que es más bien joven pero poderoso y muy respetado en sus propios territorios. Y leal. Creo que, sin temor a equivocarnos, podemos olvidarnos de que Bridei y mis hermanos participen en semejante competición; si se proponen sus nombres la gente no hará más que reírse. La mayor amenaza proviene de Circinn. Por parte de Drust el Verraco. Ésta será su oportunidad de reclamar la corona de Fortriu para anexionarla a la de Circinn y unir así los dos reinos en la práctica de la fe cristiana.

- ¡Que la Brillante nos proteja de semejante horror! -exclamó Ana entre dientes.

- ¿Crees que es probable que Drust el Verraco pudiera reunir a la gente necesaria para eso? -preguntó Tuala, horrorizada-. ¿Lo apoyarían suficientes jefes votantes?

- Creo que podría lograrlo -repuso Ferada-. Serán tiempos interesantes. Tiempos peligrosos. Ofrécele la posibilidad de semejante poder a un grupo de hombres y puede pasar cualquier cosa -se volvió hacia Ana-. Deberíamos irnos. Hoy hace un día bastante bueno para montar. ¿Por qué no vienes con nosotras, Tuala? Estoy segura de que podríamos sacarte a escondidas de alguna manera. -Se puso de pie con un brillo pícaro en los ojos.

- No, gracias -respondió ella-. Debo…, tengo que…

- No te preocupes -le dijo Ana amablemente-. No debes quebrantar las normas. A veces Ferada se deja llevar, sobre todo cuando ha estado demasiado tiempo aquí encerrada. Como un gato enjaulado. Espero que te hayamos dado las respuestas que querías.

- Sí, yo…

- La cuestión es -intervino Ferada- que en cierto modo lo tienen igual de mal los chicos que nosotras. Los jóvenes de sangre real, los que pueden ser candidatos al trono, también están sometidos a una serie de normas. Sus esposas se eligen con tanto cuidado como nuestros maridos, no por su buena cuna, sino porque una esposa real ha de ser perfecta, irreprochable. Imagínate estar sometida a semejante presión. No serías más que la sombra de tu marido con el único propósito de reflejar la gloria de su papel como personificación humana del Guardián de las Llamas y como símbolo de las aspiraciones de Fortriu. Cualquier cosa que hicieras, por simple que fuera, sería analizada al detalle. No tendrías vida propia en absoluto.

- Si amaras a tu esposo -dijo Ana-, seguramente eso no importaría, ¿no?

- ¡Mira cómo habla ella del amor! -se burló Ferada-. No entiendo cómo consigues mantener vivos unos sueños tan estúpidos ante tanta evidencia de lo contrario. Bueno, vamos a llegar tarde. Que disfrutes de lo que vayas a hacer, Tuala. -Frunció la boca, se dio la vuelta y se alejó, seguida de Ana.

El árbol sostenía a Tuala con sus ramas fuertes y seguras, anclándola al corazón de la tierra. Su copa se extendía fresca y verde bajo el calor del sol. Ana había dicho que el Guardián de las Llamas le sonreía a Fortriu. Era lo menos que podía hacer; habían traído la Piedra del Mago a casa y el reino no tardaría en tener a un nuevo y joven monarca. A pesar de las palabras desdeñosas de Ferada, Tuala sabía cómo serían las cosas. Había una profunda certeza que no dejaba lugar a dudas.

No practicaría la hidromancia. Ya sabía lo que aparecería en el agua para zaherirla y atormentarla. En esta ocasión no sería la chica zorro, Ferada como una mujer adulta ataviada con un elegante vestido, sonriéndole a su marido mientras éste inclinaba la cabeza con unos buenos modales impecables para oír sus palabras. No, sería Ana. A Tuala se le heló el corazón. Un joven que algún día podía ser rey necesitaba una esposa adecuada. Eso no podía cuestionarse; no podría recorrer un camino de tan terrible responsabilidad a menos que su esposa pudiera apoyarlo con todas sus fuerzas. No podría ser completamente aceptado entre los hombres influyentes que lo rodeaban, tanto aliados como posibles adversarios, a menos que su matrimonio fuera del todo aceptable a los ojos de su gente y de los dioses. Tuala ya lo sabía. Sabía que Ferada era una posibilidad, pero casi había podido descartarla porque estaba claro que nunca sería elegida. La Brillante intervendría antes de que Bridei se uniera a una chica que lo consideraba aburrido, pues una mujer así nunca podría amarlo como él necesitaba. Pero Ana; Ana era harina de otro costal. Era joven, hermosa, inteligente, tenía sangre real y además era dulce y amable. Le dolía pensar en ello. A Ana le gustaba Bridei. No había duda de que ella también le gustaba a él. ¿Cómo no iba a gustarle? Era absolutamente perfecta y muy adecuada. Era demasiado fácil imaginarse a Bridei confiando en Ana igual que antes había confiado en ella, contándole sus problemas, intentando resolver sus dilemas, compartiendo con ella todos los aspectos de su lucha para saber qué decisiones eran las correctas. Todo encajaba perfectamente; era como si los dioses lo hubieran querido así.

No iba a llorar. Se tragaría las lágrimas. Si ese matrimonio ayudaba a Bridei, si era lo correcto para el futuro de Fortriu, entonces era bueno. Y el hecho de que su corazón se rompiera por ello era una cuestión insignificante en todo aquel gran despliegue de acontecimientos.

Tuala levantó las rodillas y se las rodeó con los brazos. Sentía un frío interior que contrastaba con la soleada claridad del día. Probablemente no volviera a verlo. Nunca más. Quizá ella se pasaría toda la vida entre los muros de Banmerren o en otra de las casas de las mujeres sabias que había desperdigadas por Fortriu. Si de verdad amaba a la Brillante como siempre había creído, aquélla tendría que ser una vida dichosa, una vida de servicio entregado, de pureza y resistencia. Podría enseñar. Ya tenía oportunidad de hacerlo ahora.

Las lágrimas empezaron a derramarse a pesar de que ella no quería. Una poderosa oleada de sentimiento recorrió su interior, una cruda añoranza de su casa, de los bosques sobre Pitnochie, de esos otros robles, de la chimenea del salón y de los rostros sagaces y bondadosos de Erip y Wid cuando la engatusaban para que se le pasara el mal humor. Añoranza de la amistad de Brenna, del refunfuñar de Ferat y de la sencilla y honesta fortaleza de Donal; de las adustas declaraciones de Mara y del olor a ropa limpia y a galletas de avena horneándose. Quería recuperar ese mundo; quería estar montando a Llamarada por el bosque, con Bridei a su lado a lomos de Nieveardiente, y con todo el día por delante, lleno de nuevas cosas maravillosas por descubrir… Pero sabía que eso ya no era suficiente para ella, al menos en esos momentos. Ya no deseaba que Bridei la quisiera como a una hermana. Ella quería… lo imposible.

«No puedes volver», le dijo una vocecilla en su interior, la misma que le había susurrado el cuento de Nechtan y Ela al oído. Allí en el árbol no había nadie más aparte de la propia Tuala y de un pequeño pájaro o dos. Pero ellos estaban allí con ella, la chica telaraña y el hombre hoja, una parte de sí misma que no podía pasarse por alto, ni siquiera allí en Banmerren, tan lejos de casa. «Ya no hay modo de regresar.»

«A ese mundo no.» Era la otra voz, la de la chica, y Tuala casi creyó ver su grácil y etérea forma entre las ramas, anillos de plata y vestiduras vaporosas, piel traslúcida y cabello reluciente. «Pero nuestro mundo te está esperando; tu mundo, Tuala, el lugar al que perteneces. Debes venir a casa con los tuyos. Aquí no hay lugar para ti. Ni la corte de un rey ni una casa de ritos pueden albergarte durante mucho tiempo. Al igual que los animales del bosque, te irritas con el confinamiento. Antes o después debes emprender el vuelo.»

«Demasiadas lágrimas.» El hombre hoja habló y Tuala notó un roce, como si un dedo sarmentoso se acercara para enjugarle el torrente de su mejilla. Era a la vez tierno y perturbador. «Entre nosotros no tendrás motivos para llorar, pequeña. Estarás rodeada de amor. El búho y el tejón, la nutria y el venado silvestre serán tus amigos. Beberás de la madreselva y danzarás con zapatillas de luz de luna. Pasarás tus días sin miedo ni dolor, y cuando duermas sólo te visitarán sueños agradables. Deja todo esto atrás; no estás hecha para un mundo como éste. Ven a casa, regresa al bosque. Te enseñaremos el camino…»

Trataban de convencerla para que volviera. ¡Lo hacían con tanta ternura!, y sin embargo esa misma gente la había abandonado cuando era un bebé. ¿Obedecían la voluntad de la Brillante?, ¿o simplemente se trataba de un juego cruel, de otra artimaña? A pesar de todas sus dudas, era tanta la amabilidad del tono del hombre hoja que Tuala supo que de haber estado allí entonces, en el Valle de los Vencidos, le hubiera cogido de la mano y hubiese dejado que la llevara bajo los árboles hacia la tierra de la que hablaba, el reino donde la esperaba su verdadera familia y donde todas sus preguntas tendrían respuesta. Pero no estaba allí, estaba en Banmerren, sentada sola en lo alto de un roble, y esas voces no eran reales. Eran algo que provenía de su interior, una manifestación que poco tenía que ver con Ana o Bridei, o con el hecho de que al día siguiente tuviera una clase particular con Fola para la que debería estar preparándose. Se restregó las mejillas con las manos, trepó hasta el muro interior, lo cruzó manteniendo el equilibrio hasta el tejado, con pie firme sobre las estrechas piedras, y regresó a su fría habitación. Se arrodilló en el suelo y cerró los ojos. Respirando lentamente, concentró su pensamiento en la Brillante, poderosa, compasiva y sabia. Si no podía encontrar la verdad en la oración, entonces sí que estaba sola.

Capítulo 11

Le dolía la cabeza como si fuera a partírsele por la mitad. Siguió andando, manteniendo el ritmo, y cada paso era como un martillazo en el cráneo. Árbol, roca y ladera giraban a su alrededor, sus formas distorsionadas por el aturdimiento del dolor. No era nada; debía seguir adelante a pesar de ello, pues al atardecer estarían en casa. Llegarían a Pitnochie y por fin podría desahogarse. Podría compartir la angustia, la culpabilidad, la sinrazón, y quizá entonces se aliviaría un poco aquel tormento que había hecho presa a su cabeza, aquel frío que se aferraba a su corazón.

Donal estaba muerto, y no se había ido como él hubiera deseado, demostrando su valor en la batalla, sino en un acto cruel de asesinato a sangre fría. Había bebido de la copa de otra persona y había muerto en brazos de Bridei mientras las convulsiones sacudían y retorcían su cuerpo. Él no se había creído capaz de odiar a nadie, pero a quienesquiera que hubieran cometido esa acción los odiaba con una furia candente. Si algún día descubría su identidad los castigaría como ellos habían castigado a su amigo fiel. Les rodearía el cuello con las manos y miraría cómo se retorcían de dolor igual que lo había hecho Donal hasta el final, jadeando, sufriendo arcadas, combatiendo contra la muerte como el guerrero que era. Era un buen hombre, un hombre magnífico, valiente y franco. No era Donal quien tenía que haber muerto. Era Bridei.

Había ocurrido el mismo día que Gartnait y él recibieron sus marcas de guerrero en el Pozo del Cuervo, durante el viaje de regreso. En casa de Talorgen había un hombre que sabía grabar los delicados dibujos en la carne de la mejilla y el mentón utilizando unas agujas finas y pigmentos de color; dolió, pero fue un dolor bueno, y Bridei y Gartnait se sentaron juntos mientras les grababan las marcas en la piel, símbolo de su participación en una importante batalla para su rey. Después hablaron tranquilamente de tiempos pasados y recobraron la amistad que casi habían perdido en el poblado de los Confines de Galany, oscurecido por el humo. Gartnait volvió a explicarse de nuevo, con una disculpa; Bridei la aceptó y se reservó sus dudas.

Cuando los tatuajes estuvieron terminados, se celebró un banquete. Aunque la señora del Pozo del Cuervo seguía estando ausente, los miembros de la casa de Talorgen lograron preparar un magnífico festín de carnes asadas, cerveza que corría como el agua e incluso pasteles. Tras la marcha por la Gran Cañada hasta el lago de la Doncella los hombres estaban hambrientos y atacaron la comida con entusiasmo. Fokel de Galany ya no estaba con ellos; suya era la responsabilidad de transportar la Piedra del Mago a un lugar donde pudieran volver a clavarla en la tierra, dentro del territorio de Fortriu y lejos de las codiciosas manos de los escotos. En esos momentos la piedra se encontraba cerca de la cabecera del lago del Rey; los hombres de Fokel tenían que idear un método para transportarla por tierra, un reto que ejercitaría su fuerza y su ingenio al máximo. Había estado muy bien hacer bajar la piedra colina abajo con los troncos, pero las empinadas cuestas y los estrechos caminos de la Cañada requerirían de algo más que inventiva. Se hablaba de convocar a los druidas.

La cerveza circuló copiosamente durante el banquete. Hubo brindis, historias, risas y bromas; las jarras pasaban de mano en mano, las copas se colocaban aquí y allí en la mesa, se derramaban, se apuraban, se compartían y se volvían a llenar. Nadie sabía quién fue el que vertió la cerveza en la copa de Bridei. En cualquier caso, no había tenido suerte. De hecho, el muchacho había bebido muy poco durante toda la velada y sólo había comido lo suficiente para no mostrarse descortés. El tatuaje recién hecho le escocía, le dolía la cabeza y no podía apartar de su mente los pensamientos de la batalla y el período subsiguiente. Las noches que habían acampado bajo los árboles durante el viaje desde el lago del Rey había disfrutado de pocas horas de sueño. La copa de Donal estaba vacía. En lugar de coger una jarra para volver a llenarla, Bridei le había acercado su cerveza, que no había tocado, porque sabía que él no iba a beber más.

- Toma.

Y entonces… Oh, entonces… Bridei cerró los ojos mientras la imagen abrasaba su mente con toda su brutal realidad. Recordaba cada detalle, todos y cada uno de los momentos… No había durado mucho. Era un veneno potente. Intentaron desesperadamente hacer que Donal lo vomitara. Trataron de hacerlo andar, pero su cuerpo no tardó en ser presa de unos espasmos que le arqueaban la espalda y hacían que sus extremidades se sacudieran y que los ojos se le pusieran en blanco de manera disparatada. Emitía unos ruidos espantosos, propios de un animal. No, no había durado mucho; fue un momento terrible e inmundo tras otro, cien, mil momentos de horror, hasta que, finalmente, Donal murió en sus brazos mientras la sangre, el vómito y la inmundicia manchaban sus ropas, el suelo, los bancos y esteras a su alrededor. Su maestro no había conseguido volver a hablar después de agarrarse la garganta y decir con un áspero susurro de angustia: «¡Bridei!» Se había ido sin decir adiós.

Pitnochie. Piensa en Pitnochie, piensa en casa. Al menos esas cosas eran fuertes y seguras: los viejos robles, los susurrantes abedules, la granja con sus campos cercados y la pequeña cabaña de Fidich. La casa, baja y oculta en medio de los árboles que la tapaban. Broichan, severo y prudente, capaz de encontrar la enseñanza en cualquier historia, por cruel y macabra que fuera. Erip y Wid, llenos de la risa y la sabiduría de unas largas vidas bien vividas. Y Tuala… ¡Dioses, cómo necesitaba que Tuala le cogiera la mano, le escuchara y le dijera que todo se arreglaría de nuevo…!

Llegaron a la casa de Broichan antes de la puesta de sol, avanzando colina arriba bajo los robles, un grupo de hombres menos numeroso que el que había combatido en la batalla por los Confines de Galany. La mayoría había regresado a sus hogares, pero Talorgen y su hijo se dirigían a la corte con Ged de Abertornie y un considerable contingente de hombres de armas, incluyendo a los dos guardaespaldas de Aniel, Breth y Garth. Junto a ellos iban los hombres de la propia casa de Broichan que se habían sumado a la lucha: Elpin, Enfret y Cinioch. Urguist no había regresado; lo habían dejado descansando en paz, cubierto de tierra, en las orillas del lago del Rey.

Obedeciendo las órdenes de Talorgen, Breth y Garth se habían pegado a Bridei y lo seguían como había hecho Donal, aunque el joven no quiso dejar que probaran su comida. Le parecía una atrocidad esperar que otro hombre muriera en su lugar, como si de algún modo fuera más valioso que él. Ya había visto a un hombre morir por él.

El recibimiento fue caluroso, pero la casa parecía silenciosa. Enseguida descubrieron que Broichan no se encontraba allí. Para sorpresa y consternación de Bridei, se había marchado a Caer Pridne para volver a asumir sus obligaciones en la corte y había dejado instrucciones para que él siguiera cabalgando hasta allí con Talorgen, pues había llegado el momento de que por fin conociera al rey Drust el Toro. Ferat sonrió de oreja a oreja, admirando las marcas de guerrero de Bridei:

- ¡Ah, mírate ahora; eres todo un hombre!

Mara no fue tan locuaz, pero no pudo reprimir una sonrisa al verlo en casa sano y salvo.

Rápidamente los viajeros comunicaron las malas noticias, antes de que se hicieran demasiadas preguntas. La batalla se había ganado, pero con bajas. Urguist había caído con valor. Y otro viejo amigo no iba a volver a casa. El propio Bridei les contó las nuevas, a sabiendas del daño que les harían. Donal había formado parte de esa casa durante casi tanto tiempo como Bridei; su pérdida era muy dolorosa.

- ¡Ah, pobre muchacho! -se lamentó Mara-. Es una muerte triste para un guerrero. Son tiempos terribles, terribles. Los ancianos también nos han dejado; esta noticia les hubiera afligido mucho.

- ¿Erip y Wid? ¿No están en casa? Tenía la esperanza de verlos… -Algo en la mirada de Mara hizo que Bridei se callara de repente.

- Broichan envió a un mensajero a tu casa, mi señor -dijo mirando a Talorgen-. Ya hace tiempo.

- No llegó tal mensajero -repuso Talorgen-. ¿Qué noticias llevaba?

- Otra muerte. Un terrible resfriado se llevó a la tumba al anciano Erip este invierno. Antes ya no andaba bien del pecho. Lo enterramos en la colina. Y Wid no está. Se marchó con los druidas.

- Querréis instalar a los hombres -dijo Ferat-. Quedaos un par de noches, que descansen los caballos. Dejadme que os acompañe…

- ¿Dónde está Tuala? -preguntó Bridei. Una sensación extraña se había ido apoderando de él al enterarse de cada ausencia, de cada pérdida; era como volver a tener cuatro años y que te lo quitaran todo.

Hubo un breve silencio.

- Se fue -contestó Mara con voz cansina-. Hace tiempo.

Bridei la miró enojado y el ama de llaves se estremeció visiblemente.

- Está en ese lugar del norte, la escuela para mujeres sabias. Banmerren -dijo la mujer-. Surgió la posibilidad de convertirse en sierva de la Brillante, una gran oportunidad para alguien como ella. Viajó hasta allí con la familia de mi señor -miró a Talorgen-. Muy apropiado. Broichan se sintió muy aliviado.

Bridei no se decidía a hablar. De hecho, no estaba seguro de que pudiera articular ni una sola palabra. Su corazón parecía haberse olvidado de cómo latir.

- Gracias por la oferta de hospitalidad. -Talorgen rompió el incómodo silencio-. Estamos muy cansados del viaje; a los hombres no les vendría mal cualquier cosa que podáis darnos de cena y un rincón cálido para dormir. No os molestaremos mucho tiempo. Ged y yo debemos estar de vuelta en Caer Pridne lo antes posible.

- No hay problema -dijo Ferat-. Dadnos un poco de tiempo y os prepararemos una cena digna de un rey. -Y al ver rostros familiares, añadió-: ¡Enfret! ¡Cinioch! ¡Bienvenidos a casa! ¡Elpin, muchacho! ¡Cuéntame las novedades!

A solas en su antigua habitación, Bridei luchó por ejercer el control sobre sí mismo. Era un hombre: tenía dieciocho años, era un probado guerrero y el hijo adoptivo del druida real. Ya no era el niño que había permanecido allí despierto mirando la luna y anhelando historias que desvanecieran las sombras. Ya no era el pequeño que una vez se había escondido en una grieta en las rocas mientras el acero de un asesino intentaba alcanzarle salvajemente. Era Bridei, hijo de Maelchon; había bajado la Piedra del Mago de los Confines de Galany y se había ganado la amistad tanto de guerreros como de jefes de clan. Fokel de Galany le había jurado lealtad para toda la vida; Ged de Abertornie le había regalado una capa tejida con unos llamativos cuadros y rayas de un verde, naranja y rojo escarlata intensos. Morleo lo había invitado a pasar un verano en su casa cerca de Aguasluengas, donde había unas truchas grandes como crías de foca. Era un hombre.

Era un hombre, le dolía la cabeza y tenía los ojos llenos de lágrimas sin derramar. Era un hombre y su mejor amigo había muerto ante sus propios ojos porque él le había ofrecido una bebida. Bridei puso un puño apretado contra la pared junto a la pequeña ventana cuadrada donde todavía había tres piedras blancas como ofrenda a la diosa. Apoyó la frente en la mano y cerró los ojos. ¿Por qué no podía llorar si estaba tras una puerta cerrada y nadie podía verlo? ¿Por qué no podía hablar, ni siquiera con Gartnait, ni siquiera con Talorgen? ¿Por qué la necesitaba tanto que era como si le doliera todo el cuerpo, un vacío enorme que suplicaba ser llenado? ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se había ido Tuala? ¿Cómo pudo hacer una cosa así? Tuala amaba a la Brillante, y la Brillante siempre le había sonreído, eso había quedado claro desde el momento en que la diosa le había mostrado dónde encontrarla aquella fría noche del Solsticio de Invierno. Pero una sacerdotisa, una mujer sabia: eso no se lo esperaba. La lógica le decía que era razonable, e incluso conveniente. Su corazón gritaba que no.

Ya sabía que la gente se marchaba. Se iban para no regresar nunca. Así eran las cosas y aprendías a aceptarlo. Pero Tuala no. Tuala no podía irse; no podía abandonar Pitnochie. No podía dejarlo solo. No estaba bien. Si ella no estaba a su lado, ¿cómo podría llegar a ser lo que querían que fuera, lo que los dioses esperaban que fuera?

Apoyó la frente contra la fría piedra junto a la ventana. No le sirvió de mucho. El dolor punzante era como el discordante son de un tambor; era como el recuerdo de la guerra. Una mujer tratada como un objeto de venganza. Un joven guerrero acurrucado como un niño, temblando. Una criatura aterrorizada. Cadáveres ardiendo, un espantoso gemido, un lamento que surgía de las entrañas mismas de la desesperación. Donal… y Erip muertos, su viejo y querido amigo, su sonriente, pícaro y calvo sabio… Si ese dolor duraba mucho más tiempo, por la espada del Guardián de las Llamas que la cabeza se le iba a romper en dos, seguro. ¿Por qué no podía desahogarse? ¿Qué era lo que contenía aquellas lágrimas?

En el alféizar había un solo cabello atrapado bajo una de las pequeñas piedras blancas. La brisa lo levantó; Bridei lo tomó entre sus dedos y el cabello largo y oscuro se enroscó en su mano como si tuviera vida propia. Era de ella. Había estado allí antes de irse; quizá había pasado allí la noche, despidiéndose. ¿Habría tenido Broichan algo que ver? ¿La habría obligado a marcharse de nuevo, esta vez para siempre? Bridei tocó el recuerdo que todavía llevaba en torno a su muñeca, un pedazo de cinta descolorida y tan gastada que estaba a punto de deshilacharse. «¿Por qué dejaste que ocurriera esto?», le preguntó a la Brillante, aunque su cara todavía no era visible al otro lado de la ventana; apenas había anochecido y en las largas noches de verano su imagen no era más que una pálida sombra en la penumbra del cielo. «¿Por qué te la llevaste lejos de mí?» Y entonces regresó a su mente la imagen del cuerpo retorcido y los rasgos crispados de Donal, que había muerto por su culpa. Bridei se tumbó en el camastro y cerró los ojos. Era necesario seguir adelante. Lo habían adiestrado para aguantar, para enfrentarse a las cosas, para ser fuerte. Debía cabalgar hasta Caer Pridne y allí, por fin, Broichan tendría que darle respuestas: respuestas sobre Tuala y respuestas sobre sí mismo.

- ¿Todavía no se lo has dicho? -preguntó Aniel con sus ojos grises fijos en Broichan y sus elegantes manos con las palmas juntas sobre la mesa delante de él. Estaban sentados en una estancia en Caer Pridne, el salón de una de las viviendas accesorias que se apiñaban dentro de los muros de la fortaleza de Drust, con vistas a la senda marítima que iba desde Fortriu a las Islas Luminosas y más allá. Su encuentro sería breve; aquel concilio llevaba mucho tiempo evitando llamar la atención, por lo que se reunía muy de vez en cuando, discretamente y en un emplazamiento distinto cada vez. El asunto que trataban era secreto y peligroso. Dicho asunto se estaba haciendo cada vez más urgente y se encontraron en cuanto Talorgen llegó a la corte; todavía llevaba puestas las botas de montar. Drust el Toro estaba enfermo. Los murmullos que se pronunciarían en la próxima celebración del Umbral serían los últimos de aquel rey. Tenían menos de un año, quizá sólo una estación, para colocar las piezas en su sitio y realizar su último y fundamental movimiento. Y había habido el intento de asesinato; no era el primero, pero sin duda fue el más audaz.

- Quería que Bridei participara en esta empresa sin el peso de tan elevadas expectativas sobre sus hombros. -El tono de Broichan era calmado como siempre, pero su mirada reflejaba cierta cautela-. Ya es hora de que sepa la verdad, estoy de acuerdo. Pero acaba de llegar, estará agotado tras la cabalgada desde Pitnochie. Mañana hablaré con él. Todavía estará llorando la muerte de su amigo; me imagino que se considera responsable, por ilógico que sea. Él ya lo sabe, por supuesto. Bridei es demasiado inteligente, demasiado astuto para dejar que esta verdad evidente lo eluda mucho tiempo, cuidadosos como hemos sido tanto yo como sus otros profesores para no ser explícitos en el tema de su propio origen y de lo que eso podía significar.

- Hace tiempo que tendrías que haberlo discutido con él -dijo Talorgen-. O dejar que lo hiciera yo. Así Bridei podría haber empezado a prepararse para lo que ahora parece de una inminencia alarmante. No disponemos de mucho tiempo. El chico debe presentarse a Drust en pocos días.

- Mañana por la noche, de hecho -señaló Aniel-. En la cena de celebración; el rey desea felicitarte, amigo, y a los guerreros que te han acompañado hasta la corte. Ya ha oído murmuraciones sobre el joven cuyo audaz ingenio hizo posible que la Piedra del Mago fuera arrebatada de las garras del enemigo. Tiene muchos deseos de conocerlo; la historia devolvió vida a su mirada.

- En tal caso Broichan debe hablar con Bridei sin demora. -Talorgen, ceñudo, tamborileó con los dedos sobre la mesa-. El rey conoce los orígenes del chico; reconoce que es un posible pretendiente. Necesitamos que Bridei esté alerta. Y que mantenga los ojos abiertos; si se puede cometer un asesinato en mi propia mesa en el Pozo del Cuervo, sin duda el peligro puede seguirnos hasta Caer Pridne. Breth y Garth tienen que estar atentos.

- Pero con disimulo. -Fola había permanecido en silencio hasta entonces-. Creo que nos hace falta algo más; no simplemente la capacidad de proteger a nuestro candidato de un cuchillo en la espalda antes de tener siquiera la oportunidad de presentarlo, sino la facultad de cortar de raíz esta amenaza. Según mis cálculos, hay al menos siete hombres que podrían ser propuestos para el reinado cuando llegue el momento. Apuesto a que no hay más que uno entre ellos con tan poco sentido de su propio valor que deba rebajarse a cometer intentos de asesinato. Talorgen ha fracasado en sus esfuerzos por descubrir la identidad del agresor, y menos aún el nombre de la persona que lo contrató. ¿Qué va a impedir que lo siga intentando día y noche desde ahora hasta la primavera, o mientras Drust aguante? Bridei necesita el servicio de guardaespaldas, no se puede negar. También precisa de protección especial. Un investigador con talentos especiales. Un hombre que no sea escrupuloso, que pueda buscar la verdad y que, de ser necesario, use su propio cuchillo sin vacilar.

Aniel le dirigió una fría sonrisa.

- Estás completamente desaprovechada en Banmerren, Fola -dijo.

- Hay un hombre así, por supuesto -dijo Broichan-. Drust tendría que acceder a su liberación para tal propósito. Si tuviera que pedirle semejante favor al rey tendría que contarle la verdad.

Aniel arqueó las cejas.

- ¿Acaso no le cuentas siempre la verdad a tu rey? -preguntó con fingida sorpresa.

Uist soltó una explosiva carcajada desde un rincón. Los demás se sobresaltaron; casi se habían olvidado de la presencia del druida montaraz.

- Hay un tipo concreto de verdad reservado para los reyes -dijo mirándolos detenidamente desde las sombras con sus ojos vivarachos y cambiantes-. Consiste en lo que sus consejeros creen que debería saber. A mi entender, no hará falta que le cuentes nada. Con sólo echarle un vistazo al chico, Drust reconocerá lo que es evidente por su porte, su mirada, su forma de hablar; lo que es manifiesto en la manera en que los hombres le respetan. Es un rey en ciernes; el único candidato para Fortriu. Después de eso Drust te dejará tantos hombres peligrosos con cuchillos como quieras.

- Sólo necesitamos a uno en concreto -repuso Broichan.

- Tenemos que manejar el asunto con cuidado -señaló Talorgen-. Ya sabes lo que ocurrió la última vez que Bridei y ese hombre se encontraron.

- Son hombres. Lo resolverán. En cuanto a Drust y a ese banquete que mencionas, creo que tenemos que hablar en privado con el rey. No nos interesa que en la corte se empiece a chismorrear sobre Bridei y a hacer apuestas sobre sus posibilidades. ¿Por qué crees que he mantenido al chico alejado de todo este mundo durante tanto tiempo? Es la ventaja que tiene; la falta de distracciones estúpidas le ha permitido ser fuerte en el amor a los dioses y puro de valor y de propósito.

- El mundo en el que tiene que vivir es éste -dijo Aniel-. El mundo de la estrategia, de las maquinaciones, de las mentiras y las verdades a medias, de las insinuaciones y las dudas. Un mundo de sombras. En cuanto se lo digas formalmente, debe penetrar en ese reino y seguir manteniéndose fuerte.

- Será lo bastante fuerte -replicó Broichan-. Desde que vino conmigo a Pitnochie, todos los momentos de su vida han sido dirigidos hacia este fin. La materia prima era buena; catorce años de rigurosa preparación la han hecho perfecta. No nos decepcionará.

Fola soltó una tosecilla; los cuatro hombres se volvieron a la vez para mirarla, tranquila y quieta en su asiento, con sus vestiduras de un suave color gris.

- ¿Quieres expresar alguna reserva? -La voz de Broichan tenía entonces un ligero tono brusco.

- Simplemente quiero hacer un comentario. El peso de la expectativa es muy grande para unos hombros tan jóvenes. Yo también confío en las aptitudes de Bridei. Me da la sensación de que camina con el aliento de los dioses a su espalda. Te recuerdo simplemente que, en nuestro afán por congratularnos, no deberíamos olvidar el sacrificio que supone para él el futuro para el que le estamos preparando.

- ¿Sacrificio? -repitió Broichan-. ¿A qué te refieres?

- A que tal vez, de haber tenido posibilidad de elección, él no habría optado por este destino. Que la vida de un rey lo es todo menos fácil. Tal como Uist nos dijo una vez, es un camino solitario; un camino de decisiones imposibles, de presión constante. Bridei lo aceptará; no tengo ni la más mínima duda de que los dioses le susurran al oído, pero no debemos esperar que todo esto lo llene de alegría.

- Dame tu opinión sincera, Broichan -dijo Talorgen-. Y tú también, Aniel. Ambos habéis estado cerca del rey últimamente, habéis tenido una buena oportunidad de evaluar la situación. Para decirlo sin tapujos, ¿cuánto tiempo le queda? Se está hablando del Umbral, más que de tener toda una estación por delante. Si los dioses lo permiten, Drust estará con nosotros para llevar a cabo ese oscuro ritual una vez más; la verdad es que nos resultará extraño ver a otro hombre arrodillarse junto al Pozo de las Sombras. Ahora decidme. ¿Sobrevivirá Drust a otro invierno?

Aniel miró a Broichan, y éste le devolvió una mirada inescrutable.

- Sería casi una bendición que no lo hiciera -repuso Aniel en voz baja-. Oír cómo se esfuerza por respirar el frío aire invernal es como oír el dolor hecho sonido. Si la Diosa Madre es compasiva lo acogerá en su seno hacia el solsticio.

- Entiendo -dijo Talorgen-. Entonces debemos ponernos a trabajar, amigos míos. Cuando las aves de rapiña notan que su presa se debilita se preparan para abatirse con las garras extendidas. Tenemos que proteger tanto al viejo rey como al nuevo. Debemos encargarnos de que otra persona asuma la responsabilidad, al menos en espíritu, que siga ardiendo la llama durante los tiempos de oscuridad.

- Muy poético -observó Uist-, si bien un tanto confuso. Fola, te acompañaré durante el camino de vuelta a Banmerren. Es un largo trecho para una mujer sola. Como protector no es que sea gran cosa, pero aún así, con sólo echarme un vistazo, la gente suele salir corriendo con bastante rapidez, no sea que me dé por convertirlos en gansos o cisnes. En cuanto te devuelva sana y salva a tu fortaleza de mujeres, estoy pensando en irme en dirección a Circinn. Nos hace falta un poco de información de esos pagos. Si lo que dices es cierto y los dioses tienen verdadera intención de quitarnos a Drust en el plazo de una estación o dos, dudo mucho que su tocayo del sur permita que la sucesión vaya como nosotros queremos sin poner alguna objeción. Con suerte, un druida errante que parece un tanto desquiciado podrá pasar inadvertido. Os informaré a su debido tiempo.

- Ten cuidado -le advirtió Aniel-. Puede que creas que las vestiduras de tu oficio te protegen, pero en las tierras de Drust el Verraco no le tienen ningún cariño a la antigua fe. Ni cariño ni respeto. Lo mejor será que visites únicamente los poblados más aislados; procura estar bien alejado de su corte. El rey de Circinn tal vez te trate con cierta cortesía, pero sus consejeros son como comadrejas, astutos y despiadados.

- Vamos, Fola -dijo Uist, que hizo caso omiso de la advertencia-. Una caminata junto al mar les hará bien a nuestros ancianos huesos. Dejemos que estos hombres taimados se las arreglen solos y disfrutemos un rato de la canción de las olas y las gaviotas. A menos que seas demasiado digna como para que te vean en compañía de un viejo loco como yo.

- Creo que puedo soportarlo -dijo Fola al tiempo que se ponía de pie-. Broichan, no has preguntado por tu otro ahijado.

El druida se la quedó mirando sin comprender; estaba claro que la mujer había conseguido la insólita proeza de pillarlo desprevenido.

- Te refieres a Tuala -respondió al cabo de un momento-. ¿Cómo está? -Su tono carecía de inflexión.

- Le va muy bien. Es colaboradora, demuestra unas aptitudes extraordinarias y se aplica con empeño.

- Me complace oírlo. -Broichan habló como si aquello lo aburriera; estaba claro que contestaba sólo por pura cortesía y porque había otras personas presentes.

- También es sumamente desdichada, está completamente sola y siente una desesperada añoranza.

Hubo una pausa.

- Supongo que eso no es raro en tus recién llegadas -observó Broichan-. Estoy seguro de que te ocupas de ello con la misma competencia que con todo lo demás. Tuala tuvo la oportunidad de un buen matrimonio. Como una tonta, optó por dejarla escapar. Teniendo en cuenta lo que es, debería estar de rodillas agradeciéndote tu amabilidad.

- ¿Matrimonio? -caviló Fola-. ¿Ella tendría entonces… doce, trece años?

En esos momentos reinó la tensión en la estancia; Aniel y Talorgen, que estaban cogiendo sus capas y se disponían a marcharse, fingían que la cuestión no les interesaba. Uist escuchaba sin ningún reparo, con unos ojos vivarachos y curiosos como los de un cuervo.

- Los suficientes -replicó Broichan-. Normalmente las chicas ya están casadas a esa edad, ¿no es cierto? ¿Por qué estamos hablando de esto, Fola? Tenemos un acuerdo. La felicidad de la chica, o la falta de ella, nunca fue parte de nuestra empresa. No tiene importancia. Es irrelevante. Y ahora debo irme; si me entretengo más podrían percatarse de mi ausencia. -Pasó junto a ella rápidamente, sus vestiduras ondeando tras él, abrió la puerta de roble de un empujón y se fue.

- Tienes un arte que no posee nadie más en todo Fortriu, Fola -dijo Aniel-. Las únicas veces que he visto perder el control a este hombre ha sido en tu presencia. ¿Quién es esa chica? Broichan nunca mencionó a una segunda ahijada. ¿Tiene alguna importancia o lo dices simplemente para irritarlo?

- Ya oíste lo que dijo. Él es el dueño del plan y, en su opinión, la chica es absolutamente insignificante. ¿Estás listo, Uist? Vamos pues, salgamos por atrás; con tus habilidades y las mías supongo que pasaremos del todo desapercibidos. Adiós, Aniel, Talorgen. No volveré aquí hasta el día del Umbral. Mandadme un mensaje si se me necesita con urgencia antes de entonces. Si no, espero estar bastante ocupada con mis alumnas sin importancia.

* * *

- Tengo una duda -dijo Aniel al jefe del Pozo del Cuervo mientras paseaban por el adarve de Caer Pridne, deteniéndose aquí y allá para mirar hacia el norte por encima del mar como si se les hubiese antojado salir a tomar un poco de aire fresco-. Quiero que me digas si la compartes.

Talorgen aguardó con la mirada fija en el horizonte tras el cual se encontraban las Islas Luminosas, hogar de focas, frailecillos y de un rey cuyos parientes bien podrían tener derecho sobre Fortriu, si es que eran tan audaces como para manifestarlo. Había muchos hijos de sangre real entre los que elegir: quizá demasiados. Y sólo había uno a quien los dioses sonreían.

- Es referente al envenenamiento. Un hombre murió en tu propio salón. Pero el azar quiso que afortunadamente no fuera Bridei. Por lo que cuentas, los únicos hombres allí presentes eran los tuyos, los de Ged y los de Morleo, personas en las que confiamos, hombres por quienes sus jefes han respondido personalmente. Los habitantes de tu propia casa, todos cuidadosamente sondeados. Mis guardaespaldas. Un puñado de compañeros de Broichan que han demostrado su lealtad desde que Bridei era poco más que un bebé. Nadie podría haber puesto en peligro nuestra seguridad; eso fue lo que me dijiste, y no tengo ningún motivo para no creerte. Así pues, ese asesinato fue llevado a cabo por uno o más de los nuestros; en las filas de nuestros hombres de confianza hay un traidor.

- Yo pienso exactamente lo mismo. Ahora que Bridei se ha distinguido en el campo de batalla es de esperar que haya chismes y conjeturas. La gente sabe que es el hijo de Maelchon. Ha pasado mucho tiempo desde que Anfreda contrajo matrimonio con el rey de Gwynedd y se marchó para empezar una nueva vida lejos de Fortriu. Pero habrá quien lo recuerde; dentro de poco todo el mundo en la corte se dará cuenta de que Bridei tiene derecho a presentarse como candidato al trono.

- ¿Me estás diciendo que es casi seguro que este intento de quitarle la vida vaya seguido de otro?

- Lo considero muy probable -repuso Talorgen-, e imagino que Broichan también. Caminamos por un estrecho sendero, amigo mío. Por una parte, hay que asegurarse de que el joven brille. Debe esforzarse para impresionar y convencer a los poderosos de Caer Pridne de que es el mejor candidato para Fortriu. Por otro lado, cuanto más evidentes sean sus virtudes, más se esforzarán nuestros enemigos para anular sus posibilidades. Tenemos que estar atentos.

- ¿Todavía no tienes ni idea de quién perpetró el asesinato que le quitó la vida a Donal?

- En absoluto. He interrogado a todos los hombres presentes, comprobé cinco veces los preparativos, me encargué de que un herbario intentara identificar la sustancia utilizada, y todo ello en vano. Otra cosa que sabemos sobre nuestro adversario: es inteligente.

- Talorgen -el consejero del rey habló entonces en un susurro-. No quiero creerlo, rehúyo tal posibilidad, pero te lo preguntaré. ¿Es posible que, incluso dentro de nuestro pequeño círculo, haya una persona que no es lo que parece ser? ¿Puedo haberme equivocado, después de tanto tiempo, al confiar en aquellos a los que consideré absolutamente fieles a nuestra causa?

Talorgen se quedó unos momentos en silencio.

- Sería un juego peligroso, sin duda -dijo con la mandíbula tensa-. Si semejante traidor quedara al descubierto ya podría empezar a temblar. Hay poderes entre nosotros cinco que abatirían al más fuerte de los hombres. ¿Quién iba a querer tener a Broichan como enemigo? No voy a contemplar esta idea, amigo. Tenemos que rezar; debemos rogarle al Guardián de las Llamas que proteja al chico el tiempo suficiente.

- Y tenemos que conseguir toda la ayuda posible para respaldarlo. Contratar los servicios del asesino del rey sería un buen comienzo.

- Hay una niña -le dijo Fola a su viejo amigo Uist. Atravesaban la larga y pálida playa que describía una curva en torno a la bahía situada entre el promontorio fortificado de Caer Pridne y el boscoso cabo de Banmerren. Había bajado la marea; Uist se había despojado de sus sandalias y clavaba con placer los pies descalzos en la fina arena húmeda. La yegua blanca del druida caminaba tranquilamente junto a ellos, avanzando por su cuenta y sin necesidad de cabestro ni brida. Fola se inclinó a recoger una caracola; su delicado exterior rosáceo estaba roto y revelaba las cavidades que, una sobre otra, formaban una espiral perfecta. Una diminuta y misteriosa criatura de las profundidades que una vez hizo de aquel espacio su alojamiento secreto-. Bueno, una niña no, una jovencita. Según mis cálculos ya está a punto de cumplir catorce años. Me preocupa.

- ¿Se trata de la chica que mencionaste, la que puso una mirada distante y una boca apretada en el rostro de nuestro amigo? Recuerdo que el anciano erudito, Wid, mencionó a un segundo alumno; fue deliberadamente poco claro al respecto. ¿Quién es?

- Supongo que ya no es ningún secreto. Es una criatura de los Seres Buenos; Broichan la ha tenido en su casa desde que era un bebé, desde que Bridei era muy pequeño. Crecieron juntos.

Uist lanzó un débil silbido. Se detuvo en seco y bajó la mirada hacia sus pies, que se hundían en la arena mientras el agua los anegaba y le mojaba los bajos de sus raídas vestiduras blancas.

- Broichan se lo ha tenido muy callado -dijo.

- Creo que tenía la esperanza de que ella se marcharía.

- ¿Y no lo ha hecho? ¿No se ha marchado? Según parece la chica ahora está contigo; eso la aleja convenientemente tanto de Pitnochie como de Caer Pridne. Supongo que el problema fue el cariño entre los dos niños, uno de los cuales no se consideraba adecuado para el otro, ¿no? ¿Y por qué la acogió Broichan? Un hombre tan previsor como él debería haberse dado cuenta de lo peligrosa que era esa opción.

- La acogió porque respeta a los dioses -repuso Fola-. Siempre antepone su voluntad a sus propios deseos, aunque su compromiso con el plan consuma toda su vida. Y también porque Bridei lo quería así. Broichan quiere a ese muchacho como si fuera su propio hijo. El amor… complica nuestros juegos, viejo amigo; se insinúa, desbarata los planes más cuidadosamente preparados y amedrenta al más disciplinado de los corazones. Me gustaría que conocieras a la chica y me dieras tu opinión, no como hombre sino como siervo de la Brillante. Nunca pensé que diría esto, pero me estoy empezando a preguntar si nuestro concilio no corre peligro de perder el norte gracias a la intensa dedicación de Broichan a su causa. No quiero creer que su afán excesivo le impida ver la voluntad de la diosa. Esta niña…, esta jovencita está desesperada por regresar a Pitnochie, aun cuando se da cuenta de que ya no es bienvenida allí. Hay algo que la llama, algo más grande que ella misma. Veo lo que hay en su corazón y a mí me parece inquietantemente real. Cuando vuelve sus extraños ojos hacia mí, veo la mirada de la Brillante.

- Me intrigas -dijo Uist-. Y me alarmas… Como paso por Banmerren, creo que entablaré conversación con esta joven. Será una grata distracción de mi principal propósito en tu escuela. ¿Cómo está progresando la otra chica?

La expresión de Fola se ensombreció.

- Su preparación ha sido concienzuda; Morna estará dispuesta el día del Umbral. Es difícil, como siempre; difícil para todas nosotras.

- Hay preparados que puedes utilizar -dijo Uist con gravedad-. Supongo que ya los conoces. Hierbas que pueden profundizar su trance. Infusiones que purificarán el cuerpo y le permitirán separarse con más efectividad de este mundo y entrar más fácilmente en el otro.

- Conocemos algunos, pero intentamos retrasar su utilización hasta que el momento del rito está más próximo. Depende de cada chica. Algunas son fuertes y siguen adelante sin necesidad de ayudas de ese tipo. Algunas oyen la voz de los dioses y recorren el sendero de muy buen grado. Alterar la mente o el cuerpo con hierbas y pociones demasiado pronto puede reducir la efectividad de tales ayudas en el último momento; eso sería cruel, desde luego. Todavía no he visto a ninguna candidata que diera ese paso final sin tener por lo menos un poco de miedo.

- Bueno, pasaré algún tiempo con tu elegida -dijo Uist-. La aconsejaré en todo lo que pueda. Pero la que de verdad me intriga es la otra chica. Nunca he visto a una niña de los Seres Buenos de carne y hueso. ¿Posee una belleza sobrenatural como las mujeres de las historias?

Fola esbozó una sonrisa burlona.

- Eres demasiado viejo para preguntar esas cosas -dijo-. Tuala es ella misma. No hace falta decir nada más.

Bridei había tenido intención de encararse con su padre adoptivo en cuanto llegara a Caer Pridne y exigirle una buena explicación sobre varios asuntos: la muerte de Donal, la traición de Tuala, su amiga de la infancia, y su decisión de esperar a explicarle la verdad sobre sus planes hasta mucho después de que él ya hubiera reconocido la naturaleza de los mismos. Luego estaba la necesidad de ser vigilado y protegido como un crío vulnerable incluso entonces, cuando ya llevaba sus marcas de guerrero. A Donal lo habían matado por estar a su lado. ¿Quién sería el siguiente? ¿Breth, el de los hombros robustos y buena vista? ¿Garth con su sonrisa aparentemente dulce y el fuerte brazo con el que blandía la espada? Ya era hora de que Broichan empezara a tratarle como al hombre que era, y a confiarle la verdad.

Resultó que el druida del rey se adelantó a las exigencias de su ahijado. Se encontraron en las dependencias de Broichan dentro de los muros de la fortaleza, donde Bridei también se alojaría con sus dos guardaespaldas durante el tiempo que permaneciera en la corte. Estaba agotado tras la cabalgada desde Pitnochie; había esperado a que acomodaran a Nieveardiente en los establos reales, comió algo rápidamente con sus guardias y luego fue a buscar a su padre adoptivo. Breth y Garth estaban desempacando sus cosas en el dormitorio. Bridei encontró a Broichan en una pose habitual, de pie frente a una chimenea fría, al parecer absorto en sus pensamientos. La estancia estaba dispuesta de forma muy parecida a los aposentos privados del druida en Pitnochie: las herramientas de su oficio estaban en los estantes o colgaban de las vigas, sus manuscritos y material de escritorio cuidadosamente guardados. Al fondo de la estancia, un tablón en el suelo con una manta doblada encima parecía ser el acomodo para dormir, un tanto austero, de Broichan. Bridei esperaba que al menos en la otra habitación hubiera colchones de paja; los sueños no lo dejaban dormir bien y el dolor de cabeza no se le acababa de pasar.

- ¿Mi señor?

- Bridei. Bienvenido a casa, hijo.

Entonces le fue posible avanzar a grandes zancadas y darle un rápido y firme abrazo; sentir lo delgado que se había quedado su padre adoptivo bajo las vestiduras negras que ocultaban su cuerpo. Bridei retrocedió y observó unas nuevas arrugas que surcaban el rostro del druida, unas nuevas hebras grises que asomaban entre su oscuro cabello trenzado.

- Estás bien, espero.

- Bastante bien, Bridei. He descubierto que la vida en la corte me complace menos de lo que lo hizo en otro tiempo. No hablaría de este modo ante el rey Drust, por supuesto. Él me necesita; yo le sirvo. Nada menos que lo que requieren los dioses. Pareces cansado. Ha habido pérdidas; lo lamento. Talorgen me contó que el mensajero que mandé no llegó para comunicarte la noticia sobre Erip. También quería… No importa. El anciano falleció plácidamente; al final tuvo una buena muerte. Estaba rodeado de amigos.

- Donal no murió plácidamente. Pereció en mi lugar. Yo mismo le puse la copa en la mano. -Con fuerza de voluntad, Bridei logró evitar que le temblara la voz.

- Siéntate, hijo. Tenemos que hablar. Ya sabes que no es la primera vez que alguien atenta contra tu vida, ni contra la mía. Ahora se trata de un nuevo enemigo, creo, pero los motivos son los mismos. Imagino que no te hace falta preguntarme por qué intentan eliminarte.

Bridei se quedó callado.

- Dímelo.

- ¿No eres tú quien tendría que decírmelo, mi señor?

Broichan suspiró y fue a sentarse frente a Bridei; la mesa de trabajo quedó entre los dos.

- Creo que puedes prescindir del «mi señor», ahora somos dos hombres que se han reunido -dijo en voz baja-. Llámame por mi nombre, si quieres. Y ahora cuéntame. Dicen que eres un héroe: el hombre que ideó y ejecutó el audaz e ingenioso plan para arrebatar la Piedra del Mago al enemigo delante de sus narices. Talorgen también me ha dicho que te has desenvuelto sumamente bien en batalla y que te has comportado con serenidad y madurez durante el período subsiguiente. Por el tono que empleó, me da la impresión de que le gustaría que fueras su propio hijo. Así pues, lo haces mejor de lo que cualquiera hubiese esperado, ganas aliados y amigos y no ofendes a nadie. Tu historia te precede por la Cañada, una leyenda en ciernes. El Guardián de las Llamas te sonríe. Y aun así alguien intenta matarte. ¿Por qué?

- Ya sabes por qué. Porque soy el hijo de mi madre.

- ¡Ah! -Broichan se recostó en su asiento con las manos detrás de la cabeza-. ¿Cuánto tiempo hace que llegaste a esa conclusión?

- Lo sospeché por primera vez hace mucho tiempo. Wid y Erip tenían mucho cuidado de evitar el tema durante esas largas sesiones sobre genealogía. La manera en que eludían la cuestión de mi propia ascendencia me alertó sobre su posible importancia. No recordaba su nombre; para un niño pequeño su madre es simplemente eso, madre. Al final le pregunté a Ferada y me enteré de que, en efecto, mi madre está emparentada con el rey por línea materna. Hay otras personas que tienen un parentesco más cercano, de primos hermanos. Carnach del Recodo del Espino es uno de ellos; lady Dreseida otra. Espero que no perdamos a Drust el Toro demasiado pronto. Pero si eso ocurriera, significa que soy uno de los que podrían presentarse como pretendientes al trono. Me imagino que ése es el motivo por el que se me ha preparado.

- ¿Por qué no me lo preguntaste antes, Bridei?

- Si hubiese estado equivocado, el hecho de sugerirlo hubiera sido de una arrogancia supina. Presuntuoso. No tengo ninguna cualidad especial que me convierta en un pretendiente claro.

Broichan sonrió.

- Salvo que eres a la vez hijo de Maelchon e hijo de la sangre real de los priteni -dijo-. Combina eso con la preparación que te hemos dado y el resultado es un hombre que lo tiene todo para ser un rey en potencia. Tu madre estaría orgullosa de ti.

Hubo algo en su tono de voz que a Bridei le llamó la atención.

- Tú la conocías, ¿verdad? -preguntó.

- Oh, sí.

No se había equivocado, la moderación en la voz, el pequeño cambio en sus impenetrables ojos oscuros.

- Háblame de ella. No la recuerdo en absoluto.

- Anfreda era… excepcional. Sensata, alegre, de cabellos relucientes como una castaña madura y una sonrisa capaz de hacer que el corazón de un hombre dejara de latir. La verdad es que rompió muchos corazones cuando decidió contraer matrimonio con Maelchon y vivir lejos de Fortriu. Él era un hombre formal, pero impulsivo; a mí me parecía… Bueno, eso da igual. Tienes mucho de tu madre, Bridei. Es posible que también de Maelchon; él era un líder.

Bridei no iba a preguntar: «¿Tu corazón fue uno de los que ella rompió al marcharse?» Broichan tenía que estar por encima de esas debilidades humanas.

- Será pronto, ¿verdad? -preguntó en voz baja-. Dicen que el rey está muy enfermo, que quizá no pase del invierno.

- En efecto. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para conseguirlo. Mañana conocerás a Drust; no puedes reivindicar tu derecho hasta que él ya no esté y se inicie el proceso formal, pero a partir de ahora los candidatos empezarán a mostrar sus cartas. Esperamos a una delegación de Circinn, que probablemente sea nuestra amenaza más seria. A los demás intentaremos convencerlos. Algunos pueden comprarse con plata o incentivos; a otros se les puede persuadir por otros medios para que se unan a ti en vez de convertirse en pretendientes rivales. Aparte de ti hay otros dos posibles candidatos de la casa de Fortrenn, el más probable de los cuales es Carnach. Es mucho mejor si el norte sólo propone a un candidato fuerte. Si los jefes de clan de Fortriu están divididos entre ellos hay pocas esperanzas de derrotar a Drust el Verraco, que es probable que cuente con el apoyo de todos los jefes votantes de las regiones meridionales.

- ¿Y qué pasa con las Islas Luminosas?

- Tienen a dos o tres hombres de linaje, pero me imagino que esta vez los folk se quedarán fuera de concurso. Aquí tenemos a una rehén real; tendrán en cuenta su seguridad. Drust demostró una excelente previsión al retener a la chica hace unos cuantos años, cuando acompañaba a sus familiares en una visita. Ya la conocerás; ha regresado a la corte.

- ¿Crees que el asesino de Donal estaba al servicio de Circinn? ¿Que Drust el Verraco quiere extender su influencia tanto sobre Circinn como sobre Fortriu?

Broichan meneó la cabeza.

- Lo segundo que has dicho, desde luego; ningún rey que se precie dejaría pasar la oportunidad, y el Verraco está rodeado de consejeros ambiciosos. Pero ¿un asesinato? Creo que no. Su reivindicación tiene peso suficiente en sí misma sin tener que recurrir a eso, y no te conoce. Dudo que te vea como a un serio rival. De momento.

- ¿Entonces quién…?

- No lo sabemos. Eso significa que debes acceder a mis deseos por lo que se refiere a tu libertad personal, Bridei. Sé que no te gusta, que incluso la presencia de Donal, siendo amigo tuyo, te irritaba algunas veces, pero debes tener cerca de ti a Breth o a Garth en todo momento. Debes hacer uso de un catador. Y también habrá otro hombre. Le he mandado llamar para que te conozca; llegará dentro de poco.

- No necesito otro guardaespaldas.

- Aquellos que se preocupan por ti han acordado que lo tengas.

Bridei abrió la boca para protestar, pero se lo pensó mejor. Había una pregunta urgente que tenía que hacer enseguida, antes de que ese nuevo guardaespaldas viniera a perturbar su privacidad.

- Cuando llegué a Pitnochie, Tuala se había marchado -dijo, y de repente le resultó difícil mirar a Broichan a los ojos por temor a lo que pudiera ver en ellos-. Me dijeron que se había ido a la casa de las mujeres sabias en Banmerren. Que se había marchado para convertirse en una sierva de la Brillante.

Broichan juntó las manos delante de él.

- Es correcto -repuso-. Se la proveyó adecuadamente y fue escoltada para que llegara sin ningún percance.

- Ya la mandaste lejos una vez -dijo Bridei, esforzándose para mantener la voz bajo control-. En otra ocasión ya no la quisiste en Pitnochie porque te hubiera resultado embarazoso. ¿También la echaste esta vez? ¿Hiciste que se marchara?

El druida lo contempló en silencio, con serenidad en sus pálidos rasgos y sus ojos oscuros carentes de emoción.

- No, Bridei -respondió al final-. Fue Tuala la que decidió irse a Banmerren. Fola le ofreció un sitio allí, y ella aceptó la oportunidad. La situación le resulta muy conveniente.

El frío invadió el cuerpo de Bridei. Las palabras de su padre adoptivo tenían el sonido inconfundible de la verdad. Tuala había hecho lo que él nunca habría creído posible. Había cortado el vínculo entre ellos de un modo tan absoluto y repentino como si hubiera muerto.

- Entiendo -dijo con voz disonante.

- Convertirse en sierva de la Brillante es una profesión de mucho mérito -observó Broichan-. Los ancianos eran muy efusivos en sus elogios del talento de la niña como erudita. A pesar de su diferencia, espero que en la escuela de Fola se sentirá como en casa.

Como en casa, pensó Bridei. ¿Cómo iba a estar su casa en otro lugar que no fuera Pitnochie?

- Espero que sí -se obligó a decir, y en ese momento se oyó un leve sonido en la puerta. Broichan miraba por encima de él hacia alguien que estaba allí de pie. Bridei se levantó, se dio la vuelta y por un instante se quedó petrificado. Entonces, se hizo evidente el buen entrenamiento que había recibido de Donal. Agarró el cuchillo y empezó a cruzar la estancia a toda prisa. En el momento que tardó en hacerlo apareció una daga en la mano del otro hombre y una leve sonrisa en su rostro, un rostro que Bridei ya había visto antes y que no había olvidado.

- ¡Deteneos!

Bridei se paró en seco con el cuchillo a dos palmos de la hoja alzada del otro. La mirada divertida del hombre se convirtió en una de irritación y luego de alarma. Broichan no utilizaba la magia muy a menudo; cuando la empleaba, uno recordaba por qué se había convertido en el druida del rey, temido y respetado en todo Fortriu, así como en todo Circinn. Lo único que había hecho era levantar su mano un poco y apuntar a ambos con su dedo, aquel en el que llevaba el anillo plateado en forma de serpiente. Bridei esperó, incapaz de moverse salvo por el rápido latido de su corazón. Fulminó con la mirada al hombre, que se hallaba igualmente inmóvil por el hechizo del druida, y cuyos ojos le devolvieron la mirada con una intensidad hostil.

- Os pido disculpas -dijo Broichan, que no parecía lamentarlo en lo más mínimo-. Antes de que os ataquéis el uno al otro, necesito un poco de tiempo para explicarme. Llegas pronto, Faolan. Mi hijo adoptivo reacciona como debe hacerlo un guerrero al ver a un enemigo en un lugar al que no pertenece. Bridei, en contra de las apariencias, este hombre es uno de los nuestros. Ahora voy a deshacer este hechizo y los dos guardaréis las armas y tomaréis asiento mientras explico todo esto. Sentaos a la mesa uno frente al otro, y mantened la boca cerrada hasta que haya terminado.

Chasqueó los dedos; los dos hombres pudieron volver a moverse. Bridei necesitó de todo su autocontrol para no avanzar de un salto y atacar.

- ¡Este hombre es un espía! -protestó-. ¡Es un escoto! ¡Lo sé, yo mismo lo capturé! Pero… -Se quedó callado. El hombre llamado Faolan había enfundado su cuchillo, había caminado tranquilamente hacia el otro lado y se había sentado a la mesa-. Pensaba que estaba muerto -dijo, dándose cuenta entonces de lo estúpido que sonaba eso y preguntándose si había estado en lo cierto al tener dudas aquel día en el Pozo del Cuervo. Quizá todo había sido planeado para permitir que Gartnait y él lograran su pequeña victoria sin ningún riesgo real. Pero no; una cosa estaba bastante clara-: Es un escoto -repitió-. Lo oí hablar la lengua. Como un nativo. ¿Qué está haciendo aquí? Yo pensaba…

- ¿No has oído lo que he dicho, Bridei?

- Lo siento, mi señor. Broichan.

- Faolan es, en efecto, escoto de nacimiento y educación. Está al servicio del rey Drust y lo ha estado durante varios años. Lo que ocurrió entre vosotros en el Pozo del Cuervo fue un desafortunado incidente. Debes olvidarte de eso, dejarlo atrás. Ahora Faolan trabaja para nosotros. Será tu sombra, te protegerá, irá a buscar a tus enemigos allí adonde Breth y Garth no pueden ir. Tiene un oído en cada puerta, un pie en cada campamento. Teniéndolo a tu lado hay más posibilidades de que permanezcas a salvo. Siempre y cuando hagas lo que él te diga.

Bridei se dio cuenta de que estaba fulminando con la mirada al escoto, que en esos momentos se examinaba las uñas de las manos con una expresión altanera.

- ¿Por qué estaba en el bosque con un hombre al que después Talorgen torturó hasta matarlo? ¿Por qué intentaron escapar de nosotros y hablaban en ese idioma? ¿Por qué me dijeron que estaba muerto?

- Tengo unos conocimientos aceptables de la lengua de los priteni y no carezco de inteligencia -dijo Faolan con las cejas arqueadas-. Creo que podría arreglármelas hablando por mí mismo.

- ¡En tal caso explícate! -le exigió Bridei.

- Regresaba de una misión; tenía que traer a un hombre, un hombre que poseía información. Él pensaba que estábamos reuniendo datos sobre las fuerzas de Talorgen. Mi intención era conducirlo a un punto donde nos pudieran hacer prisioneros. Resultó que ese día estabais vosotros de guardia; pudo haber sido cualquiera.

- ¿Quieres decir que incluso entonces estabas trabajando para Talorgen?

- Para Drust. Talorgen me conoce.

- ¡Pude haberte matado! -Bridei estaba atónito, ofendido, humillado.

- Sobreestimas tus propias habilidades si eso es lo que crees -repuso Faolan, que parecía más bien aburrido con la conversación-. Lo que sí hiciste fue ponerme a la vista de todos más de lo que nos convenía a Talorgen o a mí. Eso redujo mi efectividad en la región del Pozo del Cuervo. Los consejeros de Gabhran creen que soy de los suyos, o que lo era; eso hacía posible que pudiera viajar por Dalriada y tener acceso a los consejos de los escotos. Por desgracia, cuantas más personas conocen mi rostro, incluso entre nuestros propios hombres, menor es mi efectividad como espía. De ahí la decisión de Drust de traerme de vuelta a la corte para que esperara aquí un tiempo. Eso tengo que agradecértelo a ti, y esto también -se arremangó la túnica para mostrar una fea cicatriz que tenía en la parte superior del brazo-. Menos mal que todavía puedo blandir mis armas o te habrías ganado un enemigo peligroso.

- Perdona -dijo Bridei con educación-, pero me parece que ya tengo uno.

- No te guardo ningún rencor -dijo Faolan-. Sólo espero que se me pague regularmente. Pero tienes razón. Me han dicho que tienes un enemigo. Por eso estoy aquí.

Bridei se volvió hacia el druida.

- ¿Por qué me mintió Talorgen? -preguntó-. ¿Por qué me dejó creer que este hombre estaba muerto?

- Debes preguntárselo tú mismo -contestó Broichan-. Imagino que le resultaba conveniente, y a Faolan también, que fueran los menos los que supieran la verdad.

- Pero yo… -Bridei contuvo sus palabras.

- Si te sentiste culpable por ello, fuiste un estúpido -terció Faolan sin rodeos-. Si empiezas a simpatizar con el enemigo has perdido la batalla antes de comenzar a luchar. Con razón me has contratado, mi señor.

- Sí -dijo Broichan-. Tu falta de escrúpulos es tan bien conocida como tus habilidades y discreción. Te necesitamos. Bridei, debes aceptarlo.

- ¿Qué va a hacer?

- Faolan es su propio amo. Se le contrata sabiendo que llevará a cabo la tarea requerida siguiendo sus propias reglas. Se le han explicado los motivos por los que debe protegerte y la probable naturaleza de los que quieren hacerte daño. Él te explicará lo que es necesario hacer.

- ¿Entonces se va a quedar en estos aposentos? ¿Va a seguirme a todas partes, a pesar de que Garth y Breth están haciendo un trabajo muy bueno y a pesar de que ya no soy un niño pequeño que necesita un perro guardián para alejar las sombras?

Broichan hizo girar el anillo plateado en torno a su dedo.

- ¿Calificarías a Donal de simple perro guardián? -le preguntó en voz baja.

Bridei notó que las lágrimas acudían repentinamente a sus ojos de manera alarmante; al parecer el niño pequeño no se hallaba muy lejos a pesar de las marcas de guerrero.

- Donal era mi amigo.

Ni Broichan ni el escoto respondieron. Debió de quedarles claro a ambos, pensó Bridei, que Faolan no podía llegar a ser amigo de nadie en toda su vida.

- Tengo aptitudes -dijo el hombre-. Puedo protegerte. No es necesario que nos caigamos bien.

- Perdóname -repuso Bridei-, pero me pregunto qué credibilidad puedes tener aquí en la corte, un hombre de Dalriada en pleno corazón de Fortriu. Cierto, tu aspecto no sugiere tus orígenes de forma inmediata, pero seguro que la gente debe preguntarse por qué un hombre que va armado como guerrero no lleva en su cara el cómputo de las batallas. Y en cuanto abras la boca el acento te delatará. -Miró a Broichan-. Dices que este hombre puede ir allí adonde Breth y Garth no pueden, que tiene un pie en cada campamento. ¿Cómo puede ser de este modo cuando enseguida se ve que es un escoto?

Faolan le dirigió una débil sonrisa.

- ¡Vaya! -dijo con voz socarrona-. ¿El rey de Fortriu confía en mí y tú no vas a hacerlo? Llevo mucho tiempo ejerciendo mi oficio, Bridei. Soy un experto en todas sus artes, y una de ellas es tener la habilidad de hacerse invisible, de pasar desapercibido en cualquier entorno, ya sea aquí, entre los priteni, o en los salones del rey Gabhran de Dalriada. En cada lugar tengo un nombre distinto y un aspecto diferente que inmediatamente se olvidan. El acento varía; hoy no vi ninguna necesidad de cambiarlo. En cuanto a Caer Pridne, el rey ha dejado claro que estoy aquí bajo su protección, escoto o no. Las personas de su círculo de allegados ya me conocen. Si en cualquier momento llegan visitas incómodas, simplemente me aseguro de que no me vean. ¡Ah!, y una pequeña corrección. No soy un hombre de Dalriada. Trabajo a sueldo. Mi lealtad dura mientras dure la misión.

- Entiendo. -A Bridei no le pareció ni mucho menos tranquilizador. Equivalía a decir que estaba dispuesto a cambiar de bando por una bolsa más llena de plata.

- Y ahora -dijo Faolan-, ¿me llevarás con esos dos guardias tuyos para que pueda hablar con ellos? Tengo que empezar comprobando tus aposentos y haciendo algunos arreglos generales.

- Sígueme -respondió el joven, esforzándose por ser cortés. Era evidente que no tenía elección.

- Bridei -dijo Broichan por detrás de él-. Esto es lo que supone el camino que hemos tomado. Así es para Drust, y así será para ti. Recorre el camino y acepta lo que llegue con él: protectores, consejeros, hombres que te saludan con adulación servil, otros que no dudarán en hundirte un cuchillo en la espalda… Créeme, un hombre como Faolan es un buen compañero en un viaje así. Ha demostrado su valía más de cien veces.

Tuala, pensó Bridei. Tuala, que se había ido para siempre; Tuala encerrada detrás de unos altos muros. Tuala en un lugar que los hombres tenían prohibido pisar. Tuala decidiendo olvidarse de él. De no ser por esa noticia, puede que hubiera reaccionado ante las cosas de una forma controlada y no le hubiese dado al escoto la impresión de ser un niño caprichoso. En tanto que Faolan entraba en los dormitorios a grandes zancadas, y mientras se hacía evidente que Breth y Garth aceptaban sin reparos que a partir de entonces él iba a ser el responsable, Bridei se quedó en la entrada sin decir nada, con los dedos sobre la estrecha cinta que llevaba en torno a la muñeca. Al tocar su familiar suavidad, los extremos deshilachados finalmente cedieron y el corto pedazo de galón cayó en su mano. Quizá era una señal. Aunque ella no hubiese decidido abandonarlo, aunque se hubiese quedado a su lado, ¿qué clase de vida sería ésta para ella, para una niña cuyo ser estaba enteramente en armonía con el roble, el abedul y el serbal, el búho, la nutria y el venado, con el cabrilleo de las aguas del lago de la Serpiente y el alto y solitario pico del Rasguño del Águila? ¿Qué placeres podía tener la vida en la corte para una chica que amaba las historias, los sueños y los silencios? Rodeada de guardias y cortesanos, de asesinos y conspiradores, ¿cuánto tiempo sobreviviría su flor del bosque? Esperar que permaneciera a su lado sabiendo, como imaginaba que ella sabía hacía tiempo, adónde lo conduciría su futuro, era pedirle que se marchitara y muriera en nombre de una promesa hecha entre unos niños. Debía dejarla ir. Debía seguir el camino solo. Eso era lo que los dioses exigían.

Capítulo 12

- Ponte el verde -dijo Dreseida-. Y hazte un peinado menos tirante; no puedes permitirte un aspecto demasiado regio, ningún hombre se atreverá a acercársete.

- ¿Y por qué iba a preocuparme eso? -replicó con brusquedad su hija, que rebuscaba en un pequeño cofre y descartaba una joya tras otra.

- No seas tonta, Ferada. Sabes por qué estás en Caer Pridne. Comprendes la importancia de la reunión de esta noche y, desde luego, de todas las ocasiones semejantes en la corte. Ya tienes dieciséis años; si dejas pasar mucho más tiempo, los posibles candidatos empezarán a dejar de interesarse por ti y preferirán muchachas más jóvenes y lozanas. Quiero que esta noche hables con Bridei.

- Supongo que lo haré, dado que es amigo de Gartnait.

- No seas obtusa. Ya sabes a lo que me refiero. Habla con él, cautívalo, anímalo a que confíe en ti. Broichan está tramando algo y quiero saber qué es.

- Bridei no es estúpido, madre. Adivinará mis intenciones desde el primer momento. Cuando hablaba con él en el Pozo del Cuervo siempre era sobre historia, política u otros temas eruditos. Eso lo haré con mucho gusto. Supondrá un grato cambio respecto a las miradas errantes de los demás y a sus torpes esfuerzos por entablar una conversación inteligente.

- Ferada.

La joven se quedó quieta, sosteniendo un par de pendientes de plata en forma de delfín a medio camino de sus orejas. Había cierto tono de voz que su madre utilizaba de vez en cuando, un tono que exigía una obediencia inmediata.

- ¿Sí, madre? -el corazón le latía con fuerza.

- Harás lo que yo te ordene. Necesito esta información. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

- Sí, madre.

- Habla con él. Con dulzura. Emplea un poco de encanto. Menciona a Broichan. Quiero saber qué van a hacer los dos desde ahora hasta que llegue el invierno: adónde van a viajar, a quién van a ver. Mira a Bridei a los ojos cuando le preguntes.

- Madre, yo…

- No es propio de ti no prestar atención, Ferada. Has de saber que el hecho de no acceder a mis deseos supone no obedecer la voluntad de los dioses. Eso no puede hacer más que limitar mucho tus opciones en el futuro. Se acercan unas elecciones para el trono. Es una oportunidad para ejercer cierta influencia, para tomar parte en la manera en que se desarrolle el futuro. Como mujeres, rara vez se nos presentan oportunidades como ésta. Quiero aprovecharme de estas circunstancias al máximo, y para ello necesito información. Yo no puedo abordar ni a Broichan ni a su ahijado. Necesito que tú actúes por mí. Te estaré observando atentamente, y espero ver progresos.

- Esto es como… ser una mercancía en alquiler -dijo Ferada con amargura, incapaz de contener sus palabras-. Como si yo no tuviera valor por mí misma. Soy tu hija, no una herramienta.

- Eres una mujer -replicó Dreseida con sequedad-. Desempeña bien tu papel desde el principio y te llegará el momento de esgrimir cierto poder. Éste no es más que el primer paso.

- No es mi juego. -A Ferada le temblaba la voz-. Es únicamente el tuyo, y no es precisamente de mi gusto. ¡Ojalá me hubiese quedado en Banmerren!

- Pero harás lo que te digo. Tratar de desafiarme no sería en absoluto sensato. No olvides que la elección de un esposo para ti está únicamente en mis manos. Tu padre accederá a mis deseos. Sé una hija obediente y quizá te permita cierta libertad en ese aspecto.

- Supongo que no es en Bridei en quien has pensado. Nunca te ha gustado mucho.

Dreseida soltó una risa amarga.

- ¿No dijiste una vez que te parecía que no tenía sentido del humor? Vamos a esperar un poco, a aguardar el momento oportuno. En el Solsticio de Invierno Caer Pridne estará llena de jefes de clan. Si te portas bien, tendrás muchos para elegir.

Tuala veía las antorchas que recorrían toda la bahía y que, formando una hilera doble, ardían en la penumbra de la noche estival, señalando el camino que conducía, siguiendo el promontorio, a las puertas de la fortaleza del rey. Había más antorchas colocadas en la triple muralla de la propia Caer Pridne. El bastión de Drust se mecía con la luz como un palacio de una vieja historia. Una celebración; el anciano druida, Uist, había hablado de ella, y Fola lo había confirmado. Sería un banquete de victoria, un reconocimiento de valor y triunfo. Bridei estaría allí. Tuala sabía que había regresado y que se hallaba sano y salvo, pues Uist le había dado la información de motu propio, sin que se lo preguntara. Ella le había dado las gracias por la noticia con una calma absoluta, al menos así lo esperaba. Cada vez estaba más claro que no iba a formar parte del futuro de Bridei, que su amistad no haría otra cosa que frenarlo. Así pues, era mejor fingir que eso no le importaba. Si seguía recordándose lo afortunada que era por estar en Banmerren, lo mucho que servía para una vida de erudición y dedicación a los dioses, quizá terminaría creyéndoselo y todo.

Uist le había dado buenas y malas noticias. Wid se encontraba bien y se había retirado a uno de los nemetones para pasar el tiempo con la oración y la contemplación. Tuala esperaba que no echara demasiado de menos la cocina de Ferat. Cuando Uist le transmitió las malas noticias estuvo a punto de perder el control. Donal estaba muerto; el compañero fiel de Bridei, amigo de todo Pitnochie, incluida ella misma, había sido envenenado en lo que debería haber sido un momento de alegre celebración. Se le hizo un nudo en el estómago al pensarlo. Era su visión hecha realidad, aunque vuelta del revés, la visión horrible que la había hecho atravesar el bosque corriendo como un ciervo asustado y rogarle a Broichan que la ayudara. Un mínimo cambio en la trama de los acontecimientos, el fortuito paso de una copa de cerveza de un hombre a otro, y Bridei había salvado la vida, pero para ello su amigo íntimo había tenido que perder la suya. Tuala sabía cómo se sentiría Bridei: triste, culpable, abrumado por toda aquella carga. ¡Ojalá pudiera estar con él! En esos momentos él estaba en Caer Pridne, al otro lado de la bahía, muy cerca, pero era lo mismo que si se tratara de otro reino. Tanto a Bridei como a cualquier otro hombre excepto a un druida les estaba prohibido ir a visitarla allí. Le había dado las gracias educadamente a Uist por las nuevas y mantuvo una expresión serena.

Eso fue la noche anterior. Ésta era distinto. Se había mantenido lo más atareada posible durante todo el día. Las hijas de los nobles se habían marchado a la corte y Derila había dividido su clase en dos, por lo que entonces Tuala hacía de profesora de las más pequeñas, chicas que tenían casi su misma edad. Era un martirio; a las alumnas les molestaba su ascenso a profesora, su juventud, su tez pálida y sus ojos extraños. Su diferencia. Al mismo tiempo dicha diferencia las fascinaba. Les gustaban las cosas que podía hacer. Con cierta renuencia les había enseñado los trucos de movimiento, los juegos con la luz, las pequeñas transformaciones que llevaba practicando en el bosque, casi sin pensar, desde que era pequeña. Les gustaba que les contara cómo escuchar los pensamientos de una ardilla, un búho o un carrizo; les gustaban las historias que podían oírse en el corazón de un viejo roble. Tuala les enseñaba lo suficiente para mantener su interés. La parte de la lección relativa a la historia se realizaba con entusiasmo mientras esperaban la recompensa de aquellos secretos que decidía compartir. No se sentaban a su lado durante la cena, eso no había cambiado, pero ya no se reían de ella.

En esos instantes, una vez finalizada la larga jornada, se hallaba sentada en el árbol y recorría la costa con la mirada hasta Caer Pridne. Algunas de las antorchas se movían; quizá una procesión recorría serpenteando el largo camino para entrar en majestuosa formación en el espléndido salón de Drust el Toro. Se decía que el diseño de la entrada era imponente. Había piedras grabadas, dieciséis, colocadas por parejas; Erip le había dicho que era uno de los trabajos más magníficos de Fortriu. Cualquier persona que se acercara a la corte de Drust debía franquear aquella monumental puerta, que era sin duda una manifestación de poder. Tuala no podía oír nada; la fortaleza estaba demasiado lejos. Quizá sonarían cuernos, tal vez tambores y cánticos. Seguro que habría narraciones. El traslado de la Piedra del Mago era una historia que no tenía nada que envidiarle a cualquier otra en cuanto a heroísmo e ingenio. Eso también había acontecido realmente; Fola así se lo había contado a todas. Bridei había empezado, al fin, a tener un papel en su propia historia.

Tuala se estremeció. Hasta las noches de verano podían ser frías en Banmerren cuando soplaba el viento del mar. Tenía que ir adentro; era una estupidez estar allí arriba sola después de anochecer. La luna era pálida y fácilmente podía resbalar y caerse desde su elevada posición. Pero quizá no cayera. Quizá volara. De niña siempre había soñado que podía volar.

Dirigió una última y prolongada mirada hacia la fortaleza; observó la llana extensión de tierra mojada cuya superficie brillaba con el reflejo de las antorchas del otro extremo. No estaba muy lejos. Para una niña que había crecido como una salvaje en las colinas que se alzaban por encima de Pitnochie supondría un desahogado paseo. En un día de buen tiempo se podría ir y volver casi sin que nadie se diera cuenta. El único inconveniente era que no había manera de salir, ni para ella ni para ninguna de las que iban vestidas de azul. Las hijas de los nobles tenían libertad para moverse entre la escuela y la corte en ciertas ocasiones y para salir a montar; las demás sólo se aventuraban al exterior cuando debían hacerlo. De vez en cuando se daba algún paseo para recoger hierbas bajo la estricta vigilancia de Luthana, que supervisaba el trabajo del jardín y la destilería. El día del Umbral las mujeres sabias se trasladaban a Caer Pridne para asistir a una ceremonia solemne; Kethra no se había mostrado precisamente comunicativa cuando se le preguntó en qué consistía dicha ceremonia. Un ritual para los hombres, dirigido por el druida real; otro para las mujeres, celebrado al mismo tiempo y dirigido por Fola. Las mayores asistirían a él junto con las que llevaban las vestiduras grises. El resto tendrían que esperar a que hubieran ganado el verde.

A Tuala le hubiese gustado probar su teoría aquella misma noche; lanzarse desde lo alto del muro exterior y ver si caía al suelo, rota, destrozada, o si se elevaba a través de la oscuridad como un búho hasta posarse en las murallas de Caer Pridne, dispuesta a ir a ver el banquete de un rey. En lugar de eso regresó por lo alto del muro a su habitación de la torre. Debía ser fuerte. Tenía que pensar en Bridei y no en ella. Era del todo cierto: era afortunada. Podía ser lo que Fola quería que fuera, simplemente le llevaría tiempo. En Caer Pridne habría otras que escucharían los temores de Bridei, que compartirían sus sueños, que permanecerían a su lado de un modo en que ella nunca podría hacerlo, porque era lo que era. Con el tiempo él aprendería a confiar en esas otras. En Ana, por ejemplo. Bridei iba a ver a Ana en el banquete de esa noche, y a Ferada. Hablaría con ellas, sus ojos azules brillarían con intensidad mientras daba una explicación, sus manos se moverían para ilustrarla; Ana respondería a su manera dulce y grave y Bridei inclinaría la cabeza con cortesía para oírla… Tuala ocultó el rostro en la almohada, cerró los ojos con fuerza y tiró de la manta para taparse la cabeza. Había abandonado el cuenco de hidromancia para que no la atormentara con imágenes semejantes. Pero éstas tenían vida propia. Se abrían camino cruelmente incluso en sus sueños.

- Ha empezado a dudar de lo que antes tenía claro como el agua -observó la presencia de cabello plateado que permanecía en el árbol, sentada en una rama alta, invisible a la especie humana-. Sus ojos tienen una mirada perdida.

- No duda del amor de la Brillante -dijo su compañero-. Seguro que eso la sostendrá en esta época solitaria.

- Puede que ese amor sea lo bastante fuerte. Más fuerte que su apego a Bridei; más fuerte que la voz de su corazón y que la llamada hacia la larga tarea que debe llevar a cabo.

- Es la Brillante la que la llama a dicha tarea; fue la misma diosa quien creó a esta niña -dijo el joven cubierto de enredaderas- y quien nos envió a dejarla en el umbral de Broichan. Si Tuala decide quedarse en Banmerren, irá en contra de las intenciones de nuestra Gran Madre.

- Convertirse en sacerdotisa es un acto de obediencia hacia la voluntad de la diosa. Así debe de parecérselo a todos aquellos que conocen a Tuala en el reino de los humanos, incluido Bridei. ¿Cómo va a saber la chica que la Brillante ha determinado otro camino para ella?

- No tiene muchas opciones, desde luego. No puede trepar al muro y dirigirse a Caer Pridne. Siempre actuará de la manera que crea que es mejor para Bridei. Incluso aunque ello signifique separarse de él.

- Oh, bueno -dijo la chica al tiempo que se pasaba una mano entre los relucientes mechones con despreocupación-, en muchos aspectos sigue siendo una niña, una niña a la que han desterrado de su casa. Creo que deberíamos hacer la prueba más difícil aún.

- ¿Más difícil para quién? -preguntó el chico.

- Para Bridei. Tuala está descorazonada, abatida. Seguramente ahora estará más dispuesta a considerar esa otra alternativa, la alternativa que no se halla simplemente fuera de la casa de las mujeres sabias, sino que deja del todo atrás el reino de los humanos. La tentaremos para que se marche. La persuadiremos hasta que llegue al mismísimo borde. La llamaremos de manera que no tenga más remedio que responder: a través de la sangre que compartimos.

- ¿Y si sigue hasta el final? ¿Y si cruza el límite y se encuentra con que no hay vuelta atrás?

- No lo hará.

El chico cubierto de enredaderas se estremeció.

- Estás muy segura. Piensa que aquí hay mucho que perder. La chica asintió con la cabeza, con una súbita mirada grave en sus ojos luminosos.

- Fortriu debe tener a su verdadero líder -dijo-, el único que puede unir los dos reinos de los priteni en su lealtad a los antiguos dioses y en el debido reconocimiento de las viejas especies del territorio, sobre todo la nuestra. El nuevo orden del sur prolifera rápidamente, hollando con pies pesados los lugares sagrados, desplazando a druidas y mujeres sabias, quemando y rompiendo las casas de las gentes montaraces de los bosques. La diosa necesita a Bridei.

- Y Bridei necesita a Tuala.

- Lo que tengo planeado asegurará que ambos estén listos para lo que les espera.

- Pareces muy segura. Todavía hay que pensar en los caprichos de los humanos; sus poco meditados tejemanejes e insignificantes juegos de poder tienen la capacidad de desbaratar los planes mejor preparados.

- Cierto, Bridei tiene que soportar más pruebas, tanto las del mundo humano como las que los dioses le preparen para cerciorarse de que es digno de su confianza. Yo tengo fe en él. En su espíritu arde la verdadera luz del Guardián de las Llamas. Pero todavía tiene que recorrer un largo camino antes de que todo sea seguro. Hay sombras a su paso, y no todas son cosa nuestra.

Caer Pridne resplandecía de luz. Las antorchas ardían a lo largo de los adarves e iluminaban el magnífico trabajo de las piedras-toro, la criatura grabada con delicadeza en cada una de ellas aunque reproducida con toda su musculosa fuerza. El gran salón de Drust se hallaba en lo alto del promontorio, rodeado por la muralla superior de Caer Pridne. La fortaleza tenía tres niveles y cada uno de ellos contaba con su propio muro protector de piedra surcado de madera. Los montículos triples y las zanjas proporcionaban barreras adicionales contra un ataque. Intramuros trabajaba y vivía toda una comunidad dedicada al mantenimiento de la corte del rey y al sustento de los miembros de su casa. En el lado oeste, entre unos rompeolas de piedra, había un abrigado atracadero para los barcos. Unos escalones conducían a una verja de hierro. En dirección a tierra estaba el camino, una ancha vía de tierra muy bien apisonada que esa noche se hallaba bordeada por las llamas de las teas colocadas en unos altos postes que había a ambos lados. Los hombres entraban marchando a pie o a caballo para ser recibidos por una formidable presencia de guardias frente a las puertas dobles que bloqueaban el paso a la fortaleza amurallada propiamente dicha. Drust era poderoso y cauto a la vez. Lo habían elegido rey en una época de sentimientos exaltados entre los jefes de clan de los priteni, y la asamblea de nobles tenía opiniones muy divididas en cuanto a la sucesión.

El sur, cada vez más influenciado por las enseñanzas cristianas, quería a Drust hijo de Girom, conocido como el Verraco, un hombre que seguía él mismo esta nueva fe y de quien se podía estar seguro de que animaría a los misioneros ansiosos por divulgarla. El norte se había unido para seguir al mucho mayor Drust hijo de Wdrost, empapado de las viejas costumbres y dedicado a la protección de las fronteras de Fortriu. Broichan había apoyado a Drust el Toro; ¿cómo no iba a hacerlo? A su vez, Drust el Verraco había contado con partidarios fuertes y francos. De modo que la asamblea se había escindido. Un voto de calidad, el de la mujer sabia Fola, había sido considerado inválido por los jefes de clan de Circinn, puesto que una participante como ella podría buscar la utilización de la magia pagana para inclinar las mentes de los hombres de acuerdo con su voluntad.

Tras un tiempo de tumulto y caos, se había alcanzado un amargo compromiso. Antes siempre había gobernado los territorios de los priteni un solo rey, desde la Gran Cañada hasta el muro romano en el sur. Un rey menor en las Islas Luminosas había estado sometido al reinado de este monarca. Los caitt, por supuesto, tenían su propia ley. No obstante, los territorios habían formado parte unos de otros; a la hora de la verdad habían trabajado unidos. Después de aquella divisiva asamblea, el territorio de los priteni había quedado escindido en dos reinos, Fortriu, que sería gobernado por Drust el Toro, y el reino meridional de Circinn, regido por Drust el Verraco. El hecho de que ambos habían accedido a ello con toda la intención de reclamar el territorio entero en cuanto el otro muriera era un secreto a voces. No era de extrañar que en esos momentos hubiera tantos guardias en Caer Pridne.

Bridei entró al salón seguido a una prudencial distancia por Breth y Garth. Ahora que se veía obligado a que lo siguieran de esta forma allí adonde se aventurara a ir, se había empezado a dar cuenta de que no eran pocos los hombres que llevaban una presencia protectora similar. Broichan no, él siempre había andado solo. Pero Aniel, el consejero del rey, había adquirido un nuevo guardaespaldas al que podía verse entonces de pie cerca del elegante noble de cabello cano intentando aparentar que no estaba allí. Por el salón había otros con esa misma expresión, hombres que se hallaban en máxima alerta constante, pero que se esforzaban por pasar desapercibidos. Por regla general se trataba de hombres recios que vestían con prendas bastante sencillas y que rondaban por los extremos de las habitaciones. Había otros tipos de protección, claro está; el rey Drust tenía a Broichan. Se podía suponer que la mera presencia del druida real era suficiente para detener a casi todos los atacantes. Todo el mundo sabía que ese tipo de hombres poseía un poder inmenso, que podían invocar a las fuerzas que requerían para que acudieran en su ayuda. Un druida podía apelar al Guardián de las Llamas para que hiciera sudar y arder a una persona hasta que la fiebre la consumiera; podía invocar a la Brillante pidiéndole inundaciones u olas imprevisibles. Nadie osaría desafiar a un hombre así, salvo otro mago.

Sin embargo, fuera lo que fuera lo que la gente decidiera creer, Broichan era mortal y vulnerable. Bridei no había olvidado aquella noche, tiempo atrás, en que llegó la noticia de que su padre adoptivo yacía gravemente enfermo a causa de un veneno. Recordaba su desolación y la amabilidad de Donal. Alguien había sido lo bastante listo como para coger desprevenido al druida real. ¿Acaso se trataba del mismo agresor que había perseguido por el bosque al pequeño Bridei con el arco y la espada? Nadie lo había dicho. Quizá nadie lo supiera, ni siquiera entonces, nadie aparte de los que deseaban el mal al druida y a su ahijado. Cada vez era más evidente que Broichan había dicho la verdad: a partir de ese momento sería siempre así, cada paso sería vigilado, cada día sería vivido con la conciencia de que los enemigos estaban listos para atacar. Si uno de esos adversarios era descubierto y eliminado, sencillamente otro pasaría a ocupar su puesto.

Drust el Toro… Hacía tiempo que Bridei se preguntaba cuál sería su aspecto. Tal vez el rey tuviera una apariencia fuerte y robusta como la criatura que había elegido como símbolo de su poder; quizá fuera majestuoso y radiante, como si llevara la luz del Guardián de las Llamas en su interior. Al fin y al cabo, el rey de Fortriu era, en muchos sentidos, la personificación de este dios; su papel especial en los rituales lo subrayaba. Pensó que tal vez se llevaría una decepción. Quizá Drust fuera un hombrecillo enfermo, una pobre criatura que se aferraba a los últimos retazos de vida y poder. Se decía que tendría suerte si sobrevivía al invierno.

El salón se hallaba atestado de hombres y mujeres, algunos de ellos sentados a las largas mesas, otros aglomerados en los espacios que había entre ellas. La atmósfera hervía de risas y conversaciones. Del fondo llegaba una música que se oía por encima del barullo: una gaita, un tambor, tal vez también un arpa. El lugar estaba muy caliente y olía a carne asada y a especias. Unos troncos ardían en un gran hogar situado a un lado de la estancia, hábilmente ventilado mediante una estructura de piedra que mantenía el salón relativamente despejado de humo. A Bridei le dio la impresión de que el movimiento de la gente por la sala era como un baile, o quizá como un juego, un juego de estrategia muy complicado con varios conjuntos de reglas distintos. Bien preparado de antemano por Broichan, intentó identificar a ciertas personas, hombres influyentes sobre los que le habían advertido. El tipo excepcionalmente alto con la cabellera cobriza que le llegaba hasta los hombros debía de ser Carnach, primo del rey y pretendiente en potencia. Había que vigilarlo. El hombre ancho de espaldas que estaba hablando con Talorgen probablemente fuera Wredech, de la casa de Fidach, otro candidato. Talorgen poseía información sobre él que podría resultar útil; era necesario cultivar su amistad, pero con cautela. ¿Dónde estaban los consejeros del rey?

Bridei miró hacia el extremo más alejado del salón y allí estaba el rey Drust, sentado a una mesa más pequeña colocada transversalmente respecto a las otras y elevada sobre una tarima. Su cabello oscuro y su arreglada barba estaban surcados de mechones grises; sus rasgos se caracterizaban por una nariz prominente y unas cejas densas que ensombrecían sus ojos, unos ojos que escudriñaban la estancia incluso estando él inclinado hacia un lado para escuchar a Broichan, que se hallaba sentado junto a él. Uno no podía formarse un juicio sobre una persona tan rápidamente, por supuesto, pero a Bridei le pareció que había poder en el dedo meñique del rey, autoridad en cada parpadeo de sus ojos. Se notaba en su porte, erguido, regio, relajado pero atento; se notaba en la dura inteligencia de sus ojos oscuros, en la firmeza de su mandíbula, en la economía de gestos. Se notaba en la forma en que Broichan lo escuchaba y en la inclinación de la cabeza del druida. Si de verdad el rey estaba gravemente enfermo, apenas lo demostraba. Había una arruga entre las cejas, una tirantez en la boca que podrían indicar la presencia del dolor contenido a fuerza de voluntad: nada más que eso.

La multitud se movía, pasaba, se agrupaba y reagrupaba. Había mujeres en el salón; tras el largo tiempo de preparación para la guerra y la marcha de ida y vuelta a los Confines de Galany, casi parecía raro verlas. Lady Dreseida, vestida de negro y plata, estaba hablando con un grupo de mujeres elegantemente ataviadas, con el cabello recogido mediante elaboradas estructuras de trenzas y moños. Gartnait estaba con su hermana, Ferada. Ella cruzó la mirada con Bridei y lo saludó con un movimiento de la cabeza, sin sonreír; él le devolvió el sobrio saludo. Era una chica extraña, inteligente e irritable, con una furia interna que la hacía siempre combativa. Los cambios de impresiones con ella eran, por regla general, interesantes, pero rara vez distendidos. Gartnait, aunque resultaba ser muy buena compañía para el deporte o la práctica del combate, tenía una conversación bastante limitada. Ferada podía dialogar sobre casi todos los temas; hablar con ella en el Pozo del Cuervo había supuesto una grata distracción de las interminables jornadas de entrenamiento para la guerra. No obstante, allí él no iba a ir en busca de su compañía. Normalmente la joven daba la impresión de estar burlándose de él de algún modo y de que, en efecto, despreciaba gran parte del mundo que la rodeaba. Eso preocupaba a Bridei, pues él creía que sólo había un mundo en el que vivir, y si éste tenía defectos, uno no debía quejarse sino tomar medidas para cambiarlo.

- La hija de Talorgen. -Aniel, el consejero del rey, se había acercado a Bridei y su guardaespaldas se detuvo a hablar con Breth-. Supongo que ya la conoces. La chica que está a su lado es Ana, la rehén de Drust de las Islas Luminosas, una joven estupenda. Se ha dispuesto que las dos pasen algún tiempo en Banmerren con otras chicas, en concreto Ana lo agradece, pues es una criatura tranquila y elegante. Y sumamente guapa, ¿no crees?

Viniendo del reservado y cauto Aniel, esas palabras resultaban un tanto sorprendentes. Bridei observó con detenimiento el aspecto serio de Ana, su tez de un tono crema y rosado, su cascada de reluciente cabello dorado. Volvió a invadirlo la tristeza; no podía quitarse de la cabeza la imagen de Tuala, dando vueltas y vueltas en lo alto del Rasguño del Águila, sus rizos oscuros agitándose al viento como una bandera. No encontró palabras para responder.

- Asegúrate de hablar con esas jóvenes más tarde -dijo Aniel, impasible-. Es apropiado que lo hagas. Es otro paso que debes dar. ¿Ves a ese tipo delgado y moreno que está a la derecha del rey? Es un hombre peligroso: Tharan, uno de mis compañeros consejeros. Sumamente influyente, y un partidario acérrimo del candidato de la casa de Fortrenn, cuyo derecho al trono es firme. Intentar que Tharan cambie de opinión es una pérdida de tiempo. Al otro lado está Eogan, que también es un consejero, muy unido al rey y con cierta flexibilidad de pensamiento. Si tú mismo lo abordas, podría haber más suerte que si lo hacemos Broichan o yo; no nos admiran en todas partes. La mujer menuda es la esposa de Drust, Rhian de Powys. Ha sido un apoyo excelente para él, pero no es probable que quiera tener una posición cuando él ya no esté. Su hermano, Owain, insignificante. Ahora parece que nos van a sentar; después de la comida el rey llamará a ciertos hombres para que reciban su agradecimiento personal. Tú serás uno de ellos. ¿Estás listo para eso?

- Creo que sí, mi señor.

- Bien. Veo que alguien te ha vestido bien; eso también es importante. Con opulencia, pero sin demasiada ostentación. Con el tiempo desarrollarás tu propio estilo.

Difícilmente podía responder sin ofenderlo. Había sido Faolan quien le había procurado las prendas siguiendo las órdenes de Broichan y se sentía decididamente raro ataviado con ellas después de tantos días y noches de marchar, trepar, comer y dormir con la misma túnica, los mismos pantalones, botas y ropa interior. La suave y magnífica lana, el cinturón con hebilla de plata y la capa que le habían colocado con esmero le resultaban extraños. Se había lavado tanto el cuerpo como el cabello; para ello le habían llevado agua caliente a sus aposentos y un jabón que olía a romero. Después sus rizos castaños se habían secado formando una indomable maraña ensortijada y tuvo que soportar la humillación de permitir que Garth le trenzara pulcramente los mechones a la espalda.

- Es un mundo nuevo para ti -murmuró Aniel-. Aprende rápido; no tienes mucho tiempo. -Acto seguido se marchó; a Bridei le esperaba un lugar en la mesa alta, cerca del rey.

Tomó asiento con la familia de Talorgen, Gartnait a su derecha, Ferada a su izquierda y la inquietante lady Dreseida enfrente. Esa noche el catador era Garth; a Bridei le había resultado imposible negarse a ello. Garth permanecía de pie a sus espaldas, junto a la pared; Breth se hallaba estratégicamente apostado un poco más adelante en la mesa, al parecer disfrutando con sus amigos. No obstante, no bebió cerveza y comió con la atención puesta en sus compañeros invitados, en las entradas al salón, en los rincones oscuros y lo que éstos podrían ocultar. La técnica de Faolan era distinta. Bridei ya se había fijado en él varias veces con anterioridad y siempre se mantenía al margen, siempre estaba escuchando. Se había movido de uno a otro grupo con tanta discreción que la gente apenas había notado su presencia; probablemente se mantenía atento a toda conversación significativa, a la más pequeña conspiración, a todo comentario lanzado en el salón. En esos momentos estaba sentado entre un grupo de hombres que Bridei no conocía y parecía estar comiendo y bebiendo en silencio, mostrándose muy reservado. La chica de los cabellos de oro estaba sentada en la mesa elevada. Tenía sangre real, era pariente del rey vasallo de las Islas Luminosas; era lo apropiado.

- Mi amiga Ana -dijo Ferada con sequedad siguiendo la mirada de Bridei-. Guapa, ¿verdad?

- He oído que es una rehén. Es muy joven; debe de ser incluso más joven que tú, creo. Tiene que ser muy duro para ella.

- Tiene más o menos la misma edad que tu hermana Tuala. Sí, Ana echa de menos a los suyos. Es una dolencia habitual en Banmerren. Pero Ana es una de esas criaturas buenas que saca el mejor provecho posible de todo. Nunca se queja.

Bridei tenía la mano apoyada en la bolsa que llevaba en el cinturón; no la metería dentro para tocar el pequeño objeto que contenía. Quería arrojar la cinta al fuego: un acto de sacrificio al Guardián de las Llamas, una promesa de adhesión al camino que tenía por delante, por muchas pérdidas que éste albergara. En cambio, había guardado la tira de tela, la había mantenido cerca de sí.

- Es una chica de aspecto dulce -dijo Bridei al fijarse en la sonrisa de Ana mientras la chica escuchaba algo que estaba diciendo el consejero Eogan, y en el delicado rubor rosáceo de sus mejillas-. Esta noche tú también estás magnífica, Ferada. Los pendientes te quedan muy bien. -Era lo mínimo que requería la cortesía. Además, aunque lo más probable era que ella se burlara de su comentario, sólo había dicho la verdad. Unas nuevas pecas dispersas por la nariz de Ferada suavizaban sus angulosos rasgos; el peinado que llevaba era distinto de algún modo y la hacía menos formidable.

- Oh, bueno -dijo ella al tiempo que bajaba la vista a su plato-, aquí todas hacemos un esfuerzo; es parte de la gran actuación en la que se convierten nuestras vidas en la corte. -Cortó una tajada de ternera y se la quedó mirando-. Veo que tienes un catador -comentó.

Bridei hizo una mueca.

- Órdenes de Broichan.

- Parece un poco raro. ¿Los catadores no son sólo para los hombres con poder e influencias? Ni siquiera mi padre tiene uno.

- El amigo de Bridei murió -terció Gartnait con la boca llena de carne-. Ya lo sabes, Ferada.

- Si se tratara de mí -dijo ella-, no querría ver a otro amigo muriendo en mi lugar.

Bridei dejó el cuchillo en la mesa, de repente había perdido el apetito.

- Estúpida -dijo Gartnait, que fulminó con la mirada a su hermana.

- ¡Oh, vaya! Lo siento, Bridei -dijo Ferada, desmenuzando el pan con los dedos-. ¿De qué otra cosa podemos hablar?

Él no dijo nada. Se trataba de un juego para el que no poseía ni aptitudes ni inclinación, sobre todo si Dreseida, con sus ojos de águila, escuchaba hasta el último comentario desde el otro lado de la mesa. Por otro lado, se dio cuenta de que sí que había algo sobre lo que quería hablar. Necesitaba hacerle unas cuantas preguntas a Ferada, que acababa de llegar de Banmerren hacía poco. En ese momento no podía sacar el tema, no con Dreseida escuchando y los demás tan cerca. El dolor infligido por el abandono de Tuala era demasiado reciente, demasiado vivo. Lo reconoció como un aspecto en el cual era vulnerable y en el que tendría que tomar sus propias medidas para evitar un ataque.

- Después de una estación o más de marcha -dijo- nos alegramos de dirigir nuestras atenciones a esta magnífica comida y cerveza. Me temo que te vamos a parecer un poco carentes de habilidades sociales.

Ferada se rió brevemente.

- No sería ninguna novedad en lo referente a mi hermano -dijo, y Gartnait le hizo una mueca-. En cambio, tú no puedes utilizar semejante excusa, pues por lo visto no estás comiendo, con catador o sin él. Creo que tal vez la vida en la corte no te siente mejor de lo que Banmerren le sienta a Tuala.

Bridei inspiró profundamente y dejó salir el aire poco a poco. Se concentró en la Brillante, perfecta, calmada, serena. Su educación druídica, con sus técnicas para mantener la serenidad y centrar la atención, le resultaba muy útil en momentos como ése.

- Los cambios siempre resultan difíciles, incluso para un guerrero avezado como tu padre -comentó él en voz baja-. El mundo de sangre y conflicto, de pasar las noches al aire libre y de comer en marcha hacen que todo esto parezca… artificial.

- Pero es el mismo mundo -repuso Ferada, que dejó la copa en la mesa-. En la corte luchan en otra clase de batallas distintas, nada más. Si me dieran a elegir creo que preferiría las noches al aire libre y las comidas en marcha.

Gartnait la miró con el ceño fruncido. Resultaba incómodo estar sentado entre los dos. Bridei no recordaba esa antipatía entre los hermanos del verano que pasó en el Pozo del Cuervo.

- No ibas a durar ni dos días -dijo su amigo-. No comprendes en absoluto lo que significa.

- Yo… -Ferada se levantó a medias, colorada.

- Tu hermana posee unos excelentes conocimientos de estrategia -intervino Bridei rápidamente-. Hemos hablado de estos temas con frecuencia en el Pozo del Cuervo. Ferada no tiene la culpa de que, por ser mujer, no pueda experimentar en primera persona la sangre y la crueldad que existe, el coraje y sacrificio que demuestran los hombres en tiempos de guerra. Estoy seguro de que comprende lo que significa tan bien como cualquier otra joven. Pero tienes razón, Gartnait, no se puede conocer la verdadera naturaleza de la guerra sin participar en ella, donde se manifiesta lo mejor y lo peor de los hombres.

Se hizo un breve silencio allí donde estaban sentados, en tanto que a su alrededor la gente seguía riendo y charlando, los cuchillos raspaban los platos y las jarras tintineaban al golpear contra las copas.

- Sabias palabras, Bridei -dijo Dreseida con adustez-. He oído que ahora se te considera algo parecido a un héroe. Asombroso; en tu primera batalla, además. -Tenía la costumbre de hacer que hasta los cumplidos sonaran como un insulto.

- Fueron muchos los hombres que demostraron coraje, mi señora -repuso él con ecuanimidad-. Algunos de ellos murieron, otros sufrieron graves heridas. Mi papel en la batalla fue pequeño.

- No me refiero a la batalla; es de esperar que todos participarais en ella. Es lo que sucedió después lo que te ha valido la fama: el hombre que robó la Piedra del Mago delante de las narices de los escotos. Extraordinario. Sería muy difícil planear con más ingenio una serie de acontecimientos para mejorar el prestigio y ganarse la confianza de los hombres. Incluso su adulación, si lo que cuenta Gartnait es cierto.

Bridei notó que le ardían las mejillas.

- Si Gartnait dijo eso, exagera. En ese momento parecía lo más adecuado; una oportunidad que valía la pena aprovechar, un acto que los dioses podrían agradecer. Muchos hombres contribuyeron a ello: Fokel de Galany, Ged de Abertornie y también Talorgen. Yo me limité a ofrecer la pericia con la que contaba. Mi educación me permitió dirigir la extracción de la piedra, su traslado hasta el agua y su transporte lago arriba. Eso fue todo.

- La verdad es que fue un «todo» considerable -señaló Ferada con un tono de voz que por una vez carecía de malicia-. Una acción magnífica. Y la idea fue tuya; sin ti no se hubiera llevado a cabo. Eso fue lo que dijo mi padre. -Le dirigió una mirada a su madre y se quedó callada.

- Gracias. Aprendí de la experiencia. Aprendí que hay ocasiones en las que se deben correr riesgos. Y aprendí a valorar el compañerismo. Les estoy agradecido a los dioses por esos regalos. Espero que Fokel consiga transportar la piedra sin ningún percance hasta el lugar en el que se alzará con orgullo una vez más. La próxima vez que nos dirijamos a los Confines de Galany no será para una victoria simbólica, sino para plantar allí nuestra bandera para siempre. Ese territorio es nuestro; será restituido.

Dreseida lo miraba fijamente con los ojos ligeramente entrecerrados. No había duda de que estaba elaborando una de sus desafiantes preguntas.

- ¡Señores! ¡Señoras!

El parloteo se fue extinguiendo. La música se hizo vacilante y acabó apagándose. El que había gritado era uno de los guardias de Drust, un hombre elegido al parecer por su pecho de tonel y su voz estruendosa.

- ¡Silencio por el rey! -bramó.

Drust se puso de pie. Bridei vio que apoyaba una mano en la mesa para sostenerse. No obstante, su voz sonó fuerte y firme.

- Bienvenidos todos -dijo-. Tiendo la mano especialmente a los que acaban de regresar del oeste portando la buena noticia de una victoria contra los escotos de Dalriada. Ofrecemos una plegaria por los hombres que se perdieron en esta noble causa, para su rápido y pacífico viaje hacia el reino del otro lado del velo. Que duerman profundamente en brazos de la Diosa Madre y despierten a un nuevo amanecer de la esperanza. Los honraremos el día de la Mesura.

Inclinó brevemente la cabeza; todos los hombres y mujeres presentes en la estancia hicieron lo mismo. Todo el mundo, claro está, menos Faolan; Bridei vio fugazmente al escoto sentado con los brazos cruzados y la acostumbrada expresión ligeramente divertida de su rostro. ¿Aquel hombre trabajaba para Drust? ¡Por todos los dioses, sí que debía de tener unas aptitudes poco frecuentes para que se le permitiera mostrar semejante desprecio en el propio salón del rey!

- Mantendremos a las esposas y a los hijos de los muertos -siguió diciendo el monarca- y los heridos recibirán las atenciones de mis propios físicos, siempre que sea posible. Este salón tiene el honor de recibir esta noche a dos de los líderes de esta magnífica expedición: Talorgen del Pozo del Cuervo y Ged de Abertornie están con nosotros y recibirán mi agradecimiento personal en forma de obsequio. Espero que, en su momento, Morleo de Aguasluengas y Fokel, hijo de Duchil de Galany y verdadero jefe de esas tierras del oeste, viajen también hasta aquí para recibir mi gratitud. A los guerreros que se aventuraron hacia la batalla al mando de estos excelentes jefes, aplaudo vuestros actos de valor. El Guardián de las Llamas os sonríe; se deleita con las acciones de los hombres valientes y honra los corazones valerosos. La Brillante os mira desde lo alto con amor. Os pido a todos que asistáis al elevado ritual aquí en Caer Pridne, que cada uno de vosotros lleve la corona de los sueños y que continuéis hollando vuestro sendero con la luz de la inspiración divina para que os ilumine el camino.

Los hombres profirieron una gran ovación; los pies golpetearon contra el suelo y los puños en las mesas. Bridei se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Consciente del atento escrutinio de Ferada y, peor aún, del de su madre, controló la respiración y no dejó que cayeran.

- Acércate, Talorgen, amigo mío. Ged, ven a su lado. Que el Cuervo Negro nos proteja, hombre, ¿quién te teje la ropa? Hay más colores ahí que cualquier arco iris que se haya visto nunca. -El comentario fue recibido con risas generalizadas. Ged, que sonreía con buen humor, se echó la capa multicolor por encima del hombro y fue a arrodillarse junto a Talorgen. Uno no se quedaba erguido tan cerca del rey hasta que no se le daba permiso.

Drust se apartó de la mesa. Se quedó mirando a las personas allí reunidas, la alta y oscura figura de Broichan a poca distancia tras él, como una sombra, y Aniel a su lado con un cofre en las manos. Había dos guardias rondando cerca, flanqueando a los hombres arrodillados; un tercero se hallaba detrás de la mesa y había otros en ambos extremos de la tarima. Drust no corría riesgos. Si entonces ya eran necesarias tales precauciones, pensó Bridei, ¿qué ocurriría cuando llegara la delegación de Circinn para reivindicar su derecho? ¿Qué pasaría con los demás aspirantes? El lugar iba a estar plagado de hombres robustos y bien armados que fingirían no estar haciendo nada en particular. Si no fuera un asunto tan serio, resultaría casi cómico. Lamentó no poder contárselo a Tuala.

- Talorgen, Ged, levantaos. Somos viejos amigos. Os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón. Habéis conseguido una poderosa victoria para Fortriu, un logro que perdurará en las canciones y en la historia. Como prueba del amor y gratitud del Guardián de las Llamas y de su orgullo por la batalla que habéis librado por él, te entrego esto, Talorgen -Aniel sacó del pequeño cofre un brazalete de oro enroscado, grueso como una cuerda pesada-, y esto para ti, Ged, para que sujetes esas estrafalarias capas que llevas. -El obsequio era un ornamentado broche de oro. Bridei no distinguía los detalles, pero parecía tener insertados unos óvalos de esmalte de varios colores vivos. Ged sonrió agradecido y se lo prendió inmediatamente en la capa. Por lo visto el poderoso rey poseía un buen y afable sentido del humor.

- Gracias, mi señor rey -dijo Talorgen con una inclinación.

- Nos honras -añadió Ged.

- Tenéis que sentaros a mi mesa -dijo el rey-. Todavía tendremos música e historias. Tengo entendido que hay una nueva canción; tiene que ver con cierto joven y el movimiento de un objeto de grandes dimensiones por un terreno extremadamente difícil. Durante estos últimos dos días y noches mi bardo ha estado sudando la gota gorda. Esta hazaña ha proporcionado inspiración a mi espíritu y deleite a mi corazón. El hombre que la ideó y que os llevó a ejecutarla me es muy querido incluso antes de conocerlo. Adelántate, Bridei, hijo adoptivo de mi propio druida.

A Bridei le dio un vuelco el corazón. Sabía que le esperaba algo así, pero no tan pronto; en su opinión, ser el siguiente en recibir los elogios del rey después de Talorgen y Ged le parecía poco apropiado. Tenía unas palabras preparadas; esperaba poder recordarlas.

Se arrodilló delante del rey y sintió su poder como una presencia cálida casi tangible; en efecto, la determinación del Guardián de las Llamas ardía vivamente en su representante terrenal. Cuando Drust le puso la mano en la cabeza a modo de bendición, Bridei notó que todo su cuerpo se estremecía.

- Puedes levantarte -dijo el rey-. Somos parientes. Te pareces un poco a tu madre, y un poco a tu padre también. A Maelchon lo recuerdo como un hombre tenaz, un hombre de determinación férrea que no toleraba de buen grado a los idiotas. Sin embargo, él carecía de la ventaja de una educación druídica. A él no lo educaron en el amor a nuestros antiguos dioses, ni en la reverencia por las bellas tierras de Fortriu. Tengo un regalo para ti, joven. He oído que Ged te obsequió con una capa. Esta noche no la llevas.

Con el rabillo del ojo Bridei vio fugazmente la mueca burlona de Ged y la sonrisa irónica de Talorgen.

- No, mi señor. -Si hubiese entrado en el salón con esa prenda multicolor en el hombro sin duda alguna hubiera sido el centro de atención.

- No importa -dijo Drust-. Este broche irá igual de bien en una capa sencilla; déjame que te lo prenda.

Mientras la corte allí reunida miraba en completo silencio, el rey cogió un pasador de plata del cofre que Aniel sostenía para él y lo sujetó en la capa de Bridei con sus propias manos. Era una pieza preciosa labrada en forma de pájaro, con las alas extendidas y una piedra de color azul para el ojo. El águila en pleno vuelo: la llama de Fortriu.

- Bien hecho, hijo -le dijo Drust en voz baja-. Estamos orgullosos de tí. He oído que has perdido a un amigo muy querido hace poco. Ven, siéntate a mi lado; puedes contarme esa triste historia y luego el relato de tus proezas. Broichan me asegura que la Piedra del Mago no hubiera podido moverse sin utilizar encantamientos druídicos. Aniel y él han apostado por tu respuesta. Yo no he participado, mi esposa no aprueba estas cosas. -Drust sonrió a la reina, que estaba sentada un poco más abajo en la mesa y a la que le apareció un favorecedor hoyuelo en la comisura de los labios-. Vamos, uníos a nosotros. -Alzó la voz de nuevo, dirigiéndose a la multitud-. ¡Comed, bebed, disfrutad de la música, amigos míos! Y dejad que mi bardo se prepare para cantar.

Después de aquello todo fue mucho más fácil, incluso aunque en realidad el rey hubiera anunciado la identidad de Bridei a todos los hombres y mujeres allí presentes. El hecho de que estuviera emparentado con Drust tenía que hacerse público en algún momento y, por supuesto, no era necesariamente equiparable a un legítimo derecho al trono. Eso dependía de una clase de relación concreta; un aspirante debía ser hijo de una princesa de la estirpe real. Además, Drust había elegido sus palabras con cuidado. En ningún momento había pronunciado el nombre de Anfreda Era posible que, entre los que habían bebido demasiado como para prestar atención y los que carecían de inteligencia o interés para unir todas las piezas, la mayoría de la corte siguiera ignorando la posición de Bridei como pretendiente en potencia. De momento. Después de aquello iba a estar bajo la atenta mirada de todos tanto si le gustaba como si no.

Drust era simpático, inteligente, interesado en escuchar. De todos modos no era posible explicar detalladamente la historia de la muerte de Donal. Sólo había una persona con quien Bridei podría compartirlo, puesto que contarlo todo significaría dejar que quien lo escuchara viera sus lágrimas. Se ciñó estrictamente a los hechos y el rey, con mirada sagaz, pasó rápidamente a plantear preguntas sobre poleas y palancas, barcazas y rodillos. Y a hacer indagaciones sobre cómo un grupo de hombres tan numeroso y dispar, agotados tras una larga marcha y ansiosos por emprender el camino de regreso a casa antes de la llegada de refuerzos de Dalriada, pudieron sin embargo ser congregados para llevar a cabo una extenuante tarea cuya grandiosidad sólo podía igualar su aparente locura.

Para explicarlo como era debido fue necesario utilizar cuchillos, cuencos y copas a modo de ilustración. El rey siguió cada uno de los pasos con vivo interés; cuando Bridei terminó, tanto Broichan como Aniel afirmaron haber ganado la apuesta. Aniel decía que todo podía explicarse mediante la fuerza, la destreza y el equilibrio. Broichan declaraba que sin la intervención del Guardián de las Llamas, para que pudiera levantarse la piedra al principio, y la buena voluntad de la Brillante, que permitió que una cosa tan enorme llegara a flotar, la extracción hubiese resultado imposible. Se recitaron plegarias, sin duda, y se salmodiaron invocaciones mientras los hombres manejaban las cuerdas. Los dioses habían sido favorables a aquel joven y a su descabellado plan; ellos querían que la Piedra del Mago estuviera en manos de los priteni, cuya fe se había mantenido inquebrantable. Así pues, fue restituida.

- Y a Fokel le ha tocado lidiar con la enorme piedra hasta el lago del Mago -caviló Drust con el barbudo mentón apoyado en la mano-. Eso también estuvo muy bien pensado, joven Bridei.

- Parecía sensato dejarla en sus manos, mi señor rey. Su gente lo perdió casi todo cuando los escotos tomaron sus tierras. A Fokel le resultaba difícil alejarse de los Confines de Galany después de pisar por fin el suelo de sus antepasados. Es un líder, puede que tenga fama de impetuoso, pero fue lo bastante prudente como para reconocer que todavía no era el momento de quedarse allí, tan aislados, tan alejados de nuestro reducto más próximo. No obstante, no todos sus hombres son tan prudentes. Sin un fuerte propósito, sin una misión, a Fokel podría haberle resultado difícil obligarlos a marcharse de allí, y si se hubieran quedado, habrían sido masacrados al llegar los refuerzos de Gabhran. El hecho de tener que custodiar la piedra les permitió retirarse y mantener intacto su orgullo. -Bridei se dio cuenta de que, además de Drust, todos los demás hombres de la mesa elevada tenían la mirada fija en él.

- Me imagino que discutiste esta teoría con Talorgen y los demás jefes de clan, ¿no? -preguntó el rey.

Bridei notó que las mejillas se le sonrojaban de forma reveladora, como si fuera un niño al que habían sorprendido mintiendo.

- No exactamente, mi señor rey. Estoy seguro de que ya eran conscientes de ello. Exponerlo públicamente en esos momentos podría haber parecido un insulto a Fokel de Galany. Habría dado la impresión de que yo sabía lo que más le convenía. Fokel es un hombre magnífico; lo respeto.

- Broichan, has educado a un joven poco corriente -comentó Drust al tiempo que volvía a recostarse en su asiento. El tablero de la mesa era un embrollo de cuchillos y tazas, con algún que otro pedazo de hueso aquí y allá representando algún elemento de la historia.

- Gracias, mi señor rey. -Si antes Broichan había quedado por un momento sorprendido, su expresión ya era de nuevo, como siempre, absolutamente indescifrable. Podía ser que se sintiera orgulloso. También podía ser que no sintiera demasiadas cosas.

- Veo que ya has empleado bien a Faolan -dijo el monarca bajando la voz y, mirando a Bridei. El escoto se había cambiado de asiento, se hallaba en el sitio que el joven había dejado libre y parecía estar tratando de entablar conversación con lady Dreseida. Ella tenía una expresión glacial.

- Sí, mi señor.

Hubo algo en el tono de Bridei que llamó la atención del rey.

- No lo juzgues mal, Bridei -dijo Drust-. Es el mejor hombre que puedes esperar para un trabajo como éste. ¿Por qué imaginas que yo he sobrevivido tanto tiempo?

Aniel carraspeó.

- Claro que tengo unos consejeros excelentes -añadió Drust-, y un druida de cualidades excepcionales, aunque decidió abandonarme durante largos años. No te dejes engañar por los modales de Faolan, Bridei. Es un experto.

- Me preocupa -se aventuró a decir Bridei, no sin cierta vacilación- el hecho de que trabaje contra su propia gente. ¿Por qué un escoto iba a optar por espiar para Fortriu? ¿Por qué llevar una vida entre gente a la que parece despreciar? Lo siento, mi señor rey -al cruzar la mirada con Broichan-, hablo con excesiva franqueza. Sé que te ha servido bien.

- Como te servirá a ti mientras lo necesites. No deberías subestimar sus servicios; valen dos veces más que cincuenta broches de plata. No te cuestiones demasiado sus motivos. Y no le preguntes por su pasado. Sea lo que sea lo que haya allí, es mejor dejarlo donde está: enterrado. Ese hombre es un arma, una herramienta, eficiente y letal. Alégrate de contar con él y no le hagas preguntas.

- Sí, mi señor rey.

En esos momentos sirvieron cerveza mulsa y unos pastelillos con miel y especias y la música empezó a sonar de nuevo. La charla se hizo general; Broichan se alejó para entablar conversación con Talorgen y Tharan; el rey llamó a Ged para que se sentara un rato a su lado y Bridei se encontró junto a la chica de cabellos rubios, Ana, que había permanecido completamente callada desde que se había incorporado a la mesa del rey.

- Te pido disculpas -le dijo con cierta incomodidad. Por poco que se pareciera a las mujeres de la familia de Gartnait, pasaría a ponerlo en su lugar con unas cuantas palabras bien escogidas-. En cierto modo ha sido una falta de cortesía. Los hombres tienen la costumbre de suponer que las damas no están interesadas en temas semejantes. Tu amiga Ferada ya me ha enseñado que con frecuencia eso es un error. Soy Bridei, hijo de Maelchon.

- Yo me llamo Ana, de las Islas Luminosas. Mi primo es rey allí.

Bridei asintió con la cabeza.

- Ferada me lo explicó. Debe de resultarte difícil.

- Me he acabado acostumbrando -repuso, jugueteando con el ribete de flecos de su cinturón-. A veces es duro. El rey Drust me permite ciertas libertades.

- Me han dicho que pasas alguna temporada en Banmerren. ¿Recibes allí educación?

Ana sonrió, lo cual transformó un rostro que ya era bonito en uno de un encanto deslumbrante.

- Una educación estupenda -dijo-. Claro que Ferada y yo, así como las demás hijas de sangre noble no estudiamos las actividades más esotéricas, como la hidromancia o la profecía. Nosotras tocamos la ciencia herbaria, que puede resultar útil. No aprendemos toda la ejecución de los rituales, sólo el papel que tendría que realizar en ellos la esposa de un jefe de clan si se la invitara a hacerlo. Tenemos a una profesora de historia y política muy buena. Tu hermana se distingue en esa clase. -Ana estudiaba el rostro de Bridei; sus grandes ojos miraban profundamente los suyos y la expresión de su mirada cambió-. La echas de menos -dijo en voz baja.

Bridei bajó la vista a sus manos. Debía de estar cansado; no tendría que haber bajado la guardia de ese modo. Había aprendido a ocultar sus sentimientos de un maestro en ese arte. Quizá fuera el dolor de cabeza, que se había aliviado con el roce del rey y que ahora volvía, un dolor punzante como un intenso martilleo detrás de los ojos. No dijo nada.

- Le llevaré un mensaje, si deseas mandarle uno -dijo la joven-. No tardaremos en regresar a Banmerren. Creo que a Tuala le gustará tener noticias tuyas. Aunque le va muy bien en los estudios y complace a nuestras profesoras con su inteligencia, creo que se siente muy sola.

Se hizo imposible no preguntar.

- ¿Hablas a menudo con ella? ¿Es amiga tuya?

Ana retorció el cinturón entre sus dedos.

- La verdad es que Tuala no hace amigas. Habla conmigo y con Ferada, a la que ya conocía cuando llegó a Banmerren. Le dieron una pequeña habitación para ella sola, en lo alto de una torre. A mí me pareció raro, como si intentaran mostrar lo distinta que era. Pero creo que Tuala lo prefiere así. Fuera crece un roble y le gusta sentarse en él.

Creo que tal vez sueñe con su hogar. Es una chica poco corriente. Como una pequeña criatura salvaje.

- ¿Se portan bien con ella? -No podía molestar a esa chica con la pregunta que de verdad quería que le respondieran. Sólo la propia Tuala podía explicarle los motivos por los que había decidido entrar en Banmerren y darle la espalda.

Ana empezó a responder y a continuación se calló. El bardo del rey había ido a sentarse en el espacio que había frente a la mesa elevada, con una pequeña arpa apoyada en la rodilla. Había llegado el momento de que el relato épico de la Piedra del Mago fuera narrado en todo su esplendor. Bridei se encontró esperando fervientemente que su nombre se mencionara lo menos posible. En su momento había sido una cosa estupenda que había unido a los hombres y había mantenido su mente ocupada, acallado sus sueños sombríos durante un tiempo. No veía razón alguna para que sus acciones fueran inmortalizadas. Los hombres hacían lo que tenían que hacer; si salía bien, eran los dioses quienes se merecían el agradecimiento.

Para su gran alivio, aunque su nombre, por supuesto, aparecía en el relato, el énfasis estaba puesto en el rey Drust, bajo cuya bandera se había llevado a cabo toda la empresa contra los escotos: Drust, que era la personificación terrena del más heroico de los dioses guerreros, el Guardián de las Llamas. Talorgen salía en la historia, y Ged con sus guerreros irisados. Morleo de Aguasluengas y Fokel de Galany también fueron mencionados. Hubo una prolongada y poética descripción de la propia piedra, con una interpretación de sus grabados.

El bardo del rey poseía una voz potente de tono suave para la declamación; sus largos dedos se deslizaban rápidamente por las cuerdas del arpa, evocando asombro, terror, misterio, patetismo, con la pericia de un avezado profesional y el corazón de un verdadero poeta. Al terminar, la multitud lo aclamó a gritos y luego pidieron más música. Sonaron las gaitas, los tambores empezaron a tocar un alegre ritmo y la gente comenzó a apartar las mesas y se dispuso a bailar.

Ferada se aproximaba seguida de cerca por su madre. Estaba claro que acudían en busca de Ana, que se puso en pie. Debía tomar una decisión; quién sabía cuándo volvería a surgir la oportunidad.

- Toma -le dijo Bridei al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor para asegurarse de que Broichan no estaba mirando y sacaba la cinta raída de su bolsa-. Dale esto, por favor.

Ana lo cogió y se lo metió debajo del cinturón, para que no se viera. Lo miró una vez más, interrogándolo con la mirada.

- Si pudieras no decirle nada a nadie… Supongo que este tipo de comunicación está prohibido -dijo Bridei en voz queda.

- ¿Ningún mensaje? -preguntó Ana.

Ferada se había detenido a hablar con su padre. Dreseida miraba a la multitud, concentrando la atención en el trajín de las parejas que se colocaban formando una hilera doble en el extremo del salón.

- Sólo que respeto su decisión. -El tono fue frío, formal; en ningún caso fue una representación fiel de lo que albergaba su corazón-. Y que espero que sea feliz. No esperaba que la Brillante la llamara de este modo. -Se obligó a detenerse; ya había dicho demasiado.

Ana asintió con un leve movimiento de la cabeza, de repente estuvo allí Ferada para llevarse a bailar a su amiga y el momento terminó.

Mucho más tarde, cuando todos estaban en la cama y una luna creciente del color del oro blanco flotaba a poca altura en el cielo sobre Caer Pridne, Bridei se hallaba de pie en el adarve cerca de los aposentos de Broichan. El punzante dolor de cabeza le había hecho imposible permanecer tumbado simulando dormir; podría ser que por la mañana se viera obligado a pedir al druida alguna poción, aunque sospechaba que ni el más potente de los brebajes de hierbas druídicas resultaría efectivo contra aquel suplicio.

Oyó un sonido casi imperceptible a sus espaldas. Se dio la vuelta de inmediato, con todos los sentidos aguzados y el cuchillo súbitamente en su mano.

- Bien -dijo Faolan, que salió de entre las sombras para situarse bajo la luz de las antorchas-. Creí que te pillaría en las nubes. ¿Tienes por costumbre merodear solo de noche? ¿Dónde están tus guardias?

- Durmiendo. Les dije que descansaran. Breth está junto a la entrada, a menos de cuatro zancadas de aquí. Podría acudir en un momento.

- Tan sólo hace falta un momento para clavarle un cuchillo en el corazón a un hombre -repuso Faolan-. Eres imprudente. No te había tomado por un estúpido.

- Me fastidia pasarme la vida sobresaltándome al ver una sombra. Aprenderé a hacer lo que debo hacer a pesar de ello. Drust es un magnífico ejemplo.

- Ha tenido a expertos protectores. -Faolan avanzó y se quedó al lado de Bridei junto a la pared de piedra de la muralla. En esos momentos había pocas antorchas encendidas; todo estaba silencioso salvo por el murmullo del mar al romper suavemente en las paredes de roca que cobijaban el fondeadero situado más abajo. La luna iluminaba débilmente la playa blanca y el agua negra como la tinta de la bahía-. Y tú también los tendrás. Debes aprender a seguir sus consejos, si quieres vivir tanto como él.

Bridei no podía dejar sin respuesta semejante petulancia.

- Eres joven -dijo-. Seguro que comprendes un poco lo que es que te limiten de esta manera, verse siempre coartado por aquellos que quieren protegerme. Me crió un druida. Estoy acostumbrado a tener momentos de silencio, de soledad. Estoy acostumbrado a pasear por el bosque sin que me molesten. ¿Cómo voy a saber cuál es la voluntad de los dioses si no oigo sus voces? ¿Cómo voy a oírlas si no puedo estar solo en sus grandes lugares agrestes? ¿Cómo voy a ser lo que debo ser sin eso?

- No estoy en absoluto cualificado para hablar de estos asuntos -dijo Faolan- salvo para señalar que otros parecen haberlo conseguido antes. Hay varias personas que expresan un alto grado de confianza hacia ti. Si llegas a ser rey te resultará más fácil hacer tus propias normas. Podrás prescindir de mis servicios; sólo me han contratado para protegerte hasta ese momento. No me importa en lo más mínimo tu necesidad de oír lo que las deidades en las que crees puedan susurrarte al oído. Lo único que me importa es que mi trabajo se haga bien. No espero que desbarates dicha posibilidad corriendo riesgos estúpidos.

Bridei no respondió, la verdad es que no pudo, pues lo inundó una nueva oleada de dolor. Tuvo la sensación de que se le iba a partir la cabeza por la mitad; fue pura fuerza de voluntad que lograra no vomitar a los pies de Faolan.

- ¿Qué te pasa? -El escoto se había acercado más y le estudiaba el rostro con detenimiento-. ¿Estás herido? ¿Demasiada cerveza? No puede ser, apenas has bebido una gota. ¿Te duele algo? ¿Tienes jaqueca?

Bridei notó un intenso escalofrío que le recorrió el cuerpo.

- Es algo habitual -dijo en un susurro-. No duermo mucho. Se me pasará.

- Medicinas. Distracción. Trabajo duro. O una mujer -dijo Faolan al tiempo que contaba las opciones con los dedos-. ¿Cuánto hace que no estás con una mujer? Eso puede arreglarse.

- No. -Bridei deseó con todas sus fuerzas no tener que extenderse en explicaciones al respecto. Faolan era el último hombre que elegiría para confiarle un tema tan personal como su voto de celibato, la promesa que había jurado cumplir hasta el día que tomara una esposa.

- Entonces supongo que nos quedaremos aquí conversando incómodamente hasta que se haga de día -dijo Faolan-. O nos sentaremos, quizá. Puede que los escalones sean más cómodos. Eso es; siéntate aquí. ¿Cuánto tiempo hace que sufres estas jaquecas?

El escoto casi parecía simpático. Claro que ganarse la confianza formaba parte de su trabajo.

- Desde la batalla en los Confines de Galany. Quizá antes.

- ¿Y cuál crees que es la causa? ¿Es posible que se trate también de las secuelas de un veneno? ¿Algo sutil de efecto retardado?

- Lo dudo. Me imagino que lo averiguaríamos muy pronto, Breth o Garth contraerían la misma dolencia.

- No te gusta mostrar debilidad.

Se hizo un silencio.

- Me han preparado para revelar lo menos posible de mí mismo -contestó Bridei-. Supongo que entenderás que puede resultar útil.

- Yo te interpreto sin dificultad -dijo Faolan en voz baja-. No tienes a nadie en quien puedas confiar. Ni siquiera tu druida tiene conocimiento de tus secretos. En ese sentido ya has aprendido lo que supone ser rey.

- ¡Chsss! -siseó Bridei.

- ¿Hablaría de esta manera si pudieran oírnos? Al menos en esto puedes fiarte de mí. No tengo ningún deseo de escuchar tus pensamientos más íntimos, créeme. Lo que me interesa es hacer desaparecer tu dolencia. Tengo la responsabilidad de mantenerte con vida y en condiciones al menos hasta el día del Solsticio de Invierno.

- Entonces déjame solo -pidió Bridei, incapaz de disimular el hastío en su voz.

- Solo con las estrellas -caviló Faolan-. ¿Te curará eso el dolor de cabeza? Me retiraré a las sombras adonde pertenezco, Bridei. No abandones esta parte del adarve, necesito seguir teniéndote a la vista.

- ¿Pretendes pasarte la noche despierto?

- Lo último que debe preocuparte es mi sueño o mi falta de él. Ora, medita, sueña, haz lo que quieras. Pero quédate donde pueda protegerte. En cuanto a lo de los lugares agrestes y las voces de los dioses, quizá también llegarán con el tiempo. Si no, supongo que todo habrá sido inútil.

Capítulo 13

Se habían instalado en su árbol. Mientras el verano daba paso a la fría y vivificante crudeza de principios de otoño, en ocasiones podían distinguirse sus formas entre el verde cobijo de la copa, escurridizas como ardillas, un atisbo de gris telaraña, un remolino de rojo baya y marrón cascajo. Nadie más los veía. Sólo venían por Tuala.

Por la noche, cuando ella se sentaba allí bajo la luna soñando con su hogar, ellos se acomodaban uno a cada lado, la chica extendiendo unas faldas de un plateado grisáceo, el joven perdiéndose entre las sombras y texturas del árbol, tal era la forma de su propio cuerpo, la naturaleza de sus vestiduras de corteza, hojas y ondulada fronda de helechos.

- ¿Tenéis nombre? -les preguntó Tuala una noche, cansada de llamarlos, en su cabeza, simplemente «ella» y «él», chica del bosque y hombre hoja.

- No son nombres como los que utilizan los humanos -dijo ella con una risa cristalina-. A ti te llamaron Tuala. No me parece una buena elección. No se corresponde con tu belleza; tendrían que haberte llamado como el búho blanco, o como las florecillas que se aferran tenazmente a las grietas de los peñascos elevados. Tuala es un nombre para una mujer de posición, para la esposa de un rey.

Tuala no dijo que quizá por eso Bridei lo había elegido. En las cancioncillas de su niñez él la había llamado princesa con frecuencia.

- Sólo lo pregunto para facilitar las cosas, para poder dirigirme a vosotros por vuestro nombre igual que hacéis conmigo.

- Lo más probable es que los humanos nos dieran unos nombres que armonizaran con lo que ellos ven -dijo el joven-. Para mi compañera, Telaraña, Sauce, Vapor. Para mí, Madreselva, quizá.

- Telaraña. Madreselva. Son unos nombres hermosos.

- Servirán -afirmó la chica-. Ahora dinos: ¿qué has aprendido hoy?

- Ahora Kethra asiste a mis clases particulares. Les mostré a ella y a Fola cómo hago que se muevan las cosas sin tocarlas. Kethra quería que hiciera más; sólo lo he utilizado con objetos pequeños, las fichas de un juego de mesa, un cuchillo, un peine que necesitaba alcanzar. Ella preguntó si podía hacerlo con objetos que no veía; si podía manipular el ritmo al que se movían las cosas. Si importaba su tamaño o su peso. Quería que lo probara fuera, con barriles o pedazos de hierro.

- ¿Y lo hiciste?

- Fola dijo que no lo hiciera.

El joven, Madreselva, tenía el ceño fruncido.

- No aprendiste nada. Les entregaste tus secretos.

- Esto no es bueno para ti -dijo Telaraña-. Ya ves por qué esta gente te tiene aquí. Simplemente te están utilizando. Un día moverás barriles para subirlos a una carreta y al día siguiente mandarás una barra de hierro por los aires para aplastarle la cabeza a un hombre o a una mujer. Un día crearás hermosas imágenes de mariposas y flores en un rayo de luz y al siguiente guiarás la luz para que deslumbre a un hombre mientras que otro le atraviesa el corazón con una lanza. Si crees que te trajeron aquí para aprender, es que eres tonta.

- De todo se aprende.

- ¡Ah! Repites la máxima preferida de tu druida. Y supongo que es así; del día de hoy tendrías que aprender que la gente como nosotros es fácilmente explotada por los humanos, si dejamos que se hagan con el control.

- Yo no creo que…

- No -la interrumpió Madreselva-. No lo crees; no como deberías hacerlo. Éste no es lugar para ti. Tus ojos están rodeados de unos círculos oscuros y estás flaca como un pollo medio muerto de hambre.

- Te estás consumiendo por Pitnochie -le dijo Telaraña en voz baja-. Deja que te llevemos a casa.

Tuala no iba a permitir que le saltaran las lágrimas.

- Pitnochie ya no es mi casa -contestó-. Al menos Fola y Kethra me quieren aquí. Puedo hacer algo en la escuela. Puedo servir a la Brillante. Las clases que doy van bien; las chicas empiezan a confiar en mí. En Banmerren puedo tener una vida.

- Tonterías -saltó Madreselva-. Odias estar aquí. Además, no nos referimos a la casa del druida. Allí nadie te quiere. Ven a casa con nosotros. A nosotros no nos azota el dolor ni la soledad. No sentimos el roce de la muerte.

Tuala se estremeció y se arrebujó en su manto. Ana le había pasado un mensaje hacía poco. Bridei le había devuelto la cinta, la prenda que había llevado junto a su piel en todo momento cada día que pasó separado de ella. Las palabras que venían con ella fueron frías y educadas, la clase de palabras que se esperarían de un joven que pronto podría ser monarca de Fortriu. Él respetaba su decisión. Esperaba que fuera feliz. No tenía sentido, salvo para expresar que estaba dispuesto a dejarla marchar sin poner objeciones. Debía tomárselo como una confirmación de que su elección era correcta. Bridei no la necesitaba; encontraría a otra mujer que ocupara su lugar.

La última parte del mensaje era distinta. «No esperaba que la Brillante te llamara de este modo.» Quizá se estuviera engañando, pero esas palabras parecían hablar de infelicidad. ¡Si por lo menos pudiera verlo, hablar con él, mirarlo a los ojos y saber lo que pensaba realmente! Tuala lo deseaba como una mujer hambrienta anhela el pan recién hecho o una sedienta el agua clara: la verdad simple y llana vista en los ojos de un amigo que no sabe mentir. Sólo quería tener una oportunidad de conocer sus sentimientos, así quizá le resultaría más fácil seguir adelante.

- No puedo irme con vosotros -susurró-. Eso supondría dejar demasiadas cosas atrás. No puedo creer que no haya nada para mí en este mundo humano. Incluso aunque no pueda tener… Quiero decir, aunque la vida que se me ha concedido no sea como yo creía que sería. Irme con vosotros, cruzar a un reino tan distinto, a un lugar del que no puedo regresar… sería demasiado definitivo. Como cortar el último hilo que me une a las cosas que amo.

Telaraña volvió a reírse con una aguda carcajada. Era extraordinario que nadie más en Banmerren pareciera oírlo.

- «Que amo» -repitió-. Tienes debilidad por la palabra amor, Tuala. En nuestro mundo hay muchas cosas de las que disfrutar, cosas magníficas, cosas hermosas. Allí te querría todo el mundo; serías en todos los sentidos una princesa, tal como te llamaban hace tantos años. La Brillante ilumina nuestros dos reinos con la misma luz, hermana mía. Pasa al otro lado y seguirás regocijándote en su dulce benevolencia eternamente, viviendo una vida libre por completo de tribulaciones como las que te acosan. No tendrás que preocuparte más por la gente que quiere que demuestres tus trucos y que les reveles tus secretos. No tendrás que volver a ver al que crees que amas acercándose a otra chica, una que tiene el cabello como una cascada de luz de sol. Eso te traerá sin cuidado cuando cruces al otro lado; te preguntarás por qué te preocupaste por ello alguna vez. ¿Sabías que cuando uno de nosotros contrae matrimonio con un humano pierde su inmortalidad? ¿Quién elegiría la muerte antes que la vida eterna?

- No quiero oírlo. Os lo he dicho muchas veces. Me quedaré aquí en Banmerren. La diosa quiere que sea una mujer sabia. Tiene que ser la decisión correcta. -Acongojada, Tuala se dio cuenta de que cuanto más repetía esas palabras, menos inclinada se sentía a creerlas.

- ¿Por qué no haces una prueba? -La voz de Madreselva tenía un tono pícaro; alargó una mano nudosa para tocarle la rodilla a Tuala, que se fue alejando de él por la rama.

- ¡No hagas eso! ¿A qué te refieres con hacer una prueba?

- Él te mandó un mensaje. -En esos momentos Telaraña estaba de pie, la luz de la luna destacaba el perfil de su esbelta figura, sus brazos gráciles estaban estirados por encima de la cabeza y apoyados en una rama más alta, el vestido de fino tejido flotaba en torno a su cuerpo y unos pies pequeños y blancos descansaban con seguridad en su elevada posición-. Mándale uno tú. Si eres desgraciada, díselo. Ponlo a prueba. Si te falla, sabrás que tenías razón en dudar. Luego acepta la verdad y te llevaremos a casa, al bosque. ¿No echas de menos el suave verdor y el silencio?

- Está prohibido -dijo Tuala-. Él se arriesgó al darle la cinta a Ana para que me la trajera; se supone que las que nos preparamos para sacerdotisas no debemos tener ningún contacto con el mundo del otro lado de estos muros. A menos que Fola o Kethra lo autoricen. No debo causarle problemas. Y no puede llevarme a casa. Él tiene que quedarse en Caer Pridne.

- Si cree que no vale la pena arriesgarse por ti -dijo Telaraña con despreocupación-, no responderá. Hazlo de manera sutil. Él te conoce muy bien. Manda algo que los demás no puedan interpretar. Eso sería bastante seguro.

- ¿Por qué me lo sugerís? -No debía fiarse de esos dos; seguían sus propias reglas impenetrables.

- Porque sabemos que no vendrás con nosotros hasta que tu mente quede satisfecha -contestó Madreselva al tiempo que se ponía de pie en la rama junto a Tuala-. Tienes que verlo claro, la verdad cruel, pura y simple: que no eres lo primero en la vida de Bridei, que él seguirá adelante sin ti. En realidad, si cargara contigo no podría cumplir con su destino. ¿Cuándo un rey de Fortriu ha tomado como esposa a un miembro de los Seres Buenos? ¿Y qué otra cosa podrías ser tú si no? ¿Qué mujer podría tolerar tu presencia en su casa, minando la energía de su esposo, distrayéndolo a cada momento? ¡No esperarás que Bridei sacrifique su oportunidad de llegar al trono por ti! Claro que, como es un joven bondadoso, no lo expresará con tanta claridad. Pero tú lo conoces. Comprenderás su mensaje. Es mejor hacerlo y así acabamos todos con este suplicio. Actúa con audacia. El rey Drust tiene otro resfriado; no durará mucho tiempo.

Madreselva y Telaraña no solían entretenerse en despedidas. Habría un último comentario, normalmente dicho con intención de herirla, y desaparecerían como volutas de humo desvaneciéndose entre las hojas iluminadas por la luz de la luna, dejando a Tuala sola con sus pensamientos. Así fue esa noche; se marcharon en un abrir y cerrar de ojos. Y en su cabeza, completo en un instante como si lo hubiese planeado, apareció el mensaje que le decía claramente a Bridei cuándo y dónde encontrarla, pero en unos términos absolutamente crípticos para cualquier otra persona, o al menos eso pensaba ella. Así lo esperaba. Por lo pronto, debía confiar en Ana. En cuanto a esas crueles palabras sobre esposas y reyes, fingiría no haberlas oído. Con el corazón latiéndole con fuerza, Tuala arrancó una sola hoja marchita del roble y regresó a su torre.

Drust enfermó antes de que la estación empezara a oscurecerse en la proximidad del Umbral. Las noches eran frías; los hombres que estaban de guardia temblaban bajo las chaquetas de piel de oveja, las capas ribeteadas con piel y los sombreros de fieltro, y las hogueras no dejaban de arder en las estancias de piedra de Caer Pridne, llenas de corrientes de aire. La tos del rey resonaba por los pasillos como un estertor de muerte, como una emanación del propio Cuervo Negro. Las mejillas de Drust tenían un rosado rubor en un rostro que había perdido el color; la reina Rhian rondaba por la destilería con una permanente expresión ceñuda en sus amables rasgos, pues se había puesto a preparar, con sus propias manos, pócimas que aliviaran el pecho a su marido. Se rumoreaba que lo único que mantenía con vida al rey era la magia de Broichan.

Pero el monarca no era ningún alfeñique. No se había mantenido tanto tiempo en el poder para rendirse en momentos de desafío. Trasladó su centro de operaciones a una pequeña estancia que podía mantenerse bien caliente e hizo que colocaran cazos de agua humeante junto al fuego, un agua en la que flotaban las hojas majadas de plantas curativas, hinojo y ajedrea. Tomó un bebedizo hecho con avellanas machacadas y miel, pero no lograba ocultar que su apetito era cada vez menor. Por toda la habitación había amuletos protectores en abundancia: piedras blancas para la Brillante, colocadas en grupos de tres, cinco y siete; una cadena colgante de hombrecillos tejidos con paja, todos ellos con una guirnalda de hojas de otoño en sus diminutas cabezas y un cinturón de hilo brillante en color escarlata y oro: hijos del Guardián de las Llamas, cuyo calor producía copiosas cosechas. Había una corona de plantas encima de la puerta y una ristra de ajos junto al hogar. A Bridei todo aquello le recordó repentinamente a una época de hacía mucho tiempo cuando Broichan lo había interrogado sobre los artificios protectores en Pitnochie. «No contestes como un niño, contesta como un druida.»

Ahora ya podía responder como un druida. El rey se estaba muriendo. La Diosa Madre bailaba en torno a él con los brazos extendidos; los amuletos no podrían detener su avance. Quizá pudieran retrasarlo durante uno o tal vez dos cambios de luna, no más. La verdad se hallaba en la mirada de Drust y él la afrontaba sin miedo. Sólo quería asegurarse de que su reinado no se sumiría en un caos de rivales, desafíos y juegos de poder en el instante en que él se fuera.

Los nobles se habían abatido sobre Caer Pridne como las moscas que se ciernen en torno a una criatura moribunda aun cuando ésta todavía respira. Drust el Verraco no había llegado, aún no. En su lugar estaban sus dos consejeros principales y un sacerdote cristiano. Era un gesto de insolencia indignante. Caer Pridne todavía no había alojado nunca a un cristiano y no tenía deseo alguno de hacerlo entonces. ¿Quién sería tan estúpido de ofender de ese modo a los dioses con su rey al borde de la muerte? Por desgracia, el hecho de que el hermano Suibne -de origen escoto y por lo tanto doblemente inoportuno- formara parte de una delegación real hacía indispensable no tan sólo que se le ofreciera alojamiento, sino que éste fuera bueno, para dar, además, una impresión de verdadera cortesía. En los rostros había sonrisas forzadas; las voces tenían un dejo de mal disimulado resentimiento. Les asignaron una magnífica estancia para los tres con una antesala privada donde Suibne pudiera practicar sus extravagantes rituales sin que lo viera la gente temerosa de dios. Broichan le dijo a su hijo adoptivo que al que había que vigilar era al consejero principal de Circinn, un hombre llamado Bargoit. Tenía un pico de oro y pocos escrúpulos y, con el paso de los años, había aprendido a manipular a Drust el Verraco a su pleno antojo. Bargoit tenía en un puño al otro, a Fergus. Lo que uno ordenaba, el otro lo respaldaba. Habían llegado pronto. Sólo cabía esperar que no susurraran en demasiados oídos y no causaran demasiado daño. En cuanto al sacerdote, si es que se le podía llamar sacerdote, su presencia era un insulto. Broichan imaginaba que con esto Drust de Circinn había perjudicado su propio derecho al trono del norte. Con sólo echar un vistazo al hermano Suibne, a todos los nobles votantes de Fortriu les vendría a la mente lo que ocurriría si las dos partes del reino formaban filas detrás de Drust el Verraco. Los que fueran leales a los dioses nunca podrían hacer semejante elección.

El tiempo pasaba deprisa. Bridei se encontró con que sus días se llenaron de conversaciones crípticas, de palabras susurradas en los pasillos, de delicadas maniobras con uno u otro hombre influyente. Al principio, siguiendo el consejo de Broichan, se hizo el joven inocente, callado y cortés, de comentarios sencillos y moderados. Pero los demás ya sabían la verdad, por supuesto. Los que la noche que Drust le entregó el broche de águila y su bendición real no se habían dado cuenta de que el hijo adoptivo del druida de Pitnochie era un serio aspirante al trono no habían tardado mucho en descubrirlo. Bridei, a su vez, aprendió a moverse entre ellos, tratando con cada uno según el grado de amenaza que representaba y la probabilidad que existía de que cambiara de opinión en su favor. Aunque había una pequeña parte de él que ansiaba tomar un camino distinto, uno que le llevara de vuelta a Pitnochie y a una tranquila vida de erudición, no se permitía pensar demasiado en ello. Como verdadero hijo de Fortriu no podía rechazar lo que, cada vez más, parecía una llamada de los dioses. Si se convertía en rey quizá por fin pudiera realizar el gran sueño que una vez le confió a Fola. Podría esforzarse para curar el reino dividido de los Priteni. La dificultad de la empresa era desalentadora a la vez que poderosamente atrayente.

La costumbre dictaba que cada una de las siete casas presentara a un único candidato y podría ser que en esa ocasión fueran menos de siete en total; no era probable que las tribus del sur, en particular, presentaran a sus propios aspirantes cuando, de hecho, Drust el Verraco era cacique de todos esos territorios. El linaje real provenía de la casa de Fidach, cuya demarcación central se hallaba en la Gran Cañada, pero como la ascendencia era por línea materna y las princesas de Fidach contraían matrimonio con jefes de clan de todo el reino de los priteni y, en realidad, de más allá de sus fronteras, normalmente podían encontrarse pretendientes válidos de cada una de las siete casas.

Por lo visto, en esta ocasión las Islas Luminosas no entrarían en concurso. Era probable que lo impidieran la presencia de Ana en la corte de Drust y la posibilidad de que otros miembros de aquella familia pudieran ser retenidos del mismo modo. También se rumoreaba que se le había ofrecido una garantía al jefe de clan de esas islas, cuya posición era la de rey vasallo de Drust el Verraco. Se había señalado que a la rehén real se la situaría en una posición ideal para casarse con el nuevo rey, si éste no tenía ya una esposa. Eso mejoraría enormemente la condición de su familia, elevando así a su prima a un nivel cercano al del propio monarca de Fortriu. Como resultado de ello podrían derivarse acuerdos comerciales y otras ventajas. Alguien había sido muy listo.

La casa de Caitt era impredecible. Hubo un momento en que Bridei creyó que se podría llegar a una alianza con esos salvajes del norte; Broichan lo había descartado. Habían pasado varias generaciones desde la última vez que los caitt habían intentado acceder al trono de Fortriu. Nadie esperaba sorpresas en ese sentido. En cuanto al futuro, Bridei tenía sus propios planes. Si se convertía en rey, allí había una posibilidad que al menos debía empezar a explorar.

De los dos parientes más cercanos de Drust, el pelirrojo Carnach era el aspirante más fuerte. Era un hombre competente, de habla educada, que estaba logrando el apoyo de varias personas influyentes, entre ellas Tharan, el consejero del rey. Aniel había dicho que Tharan era peligroso. Había trabajo que hacer en ese aspecto.

Wredech quedó a merced de Talorgen. Al parecer no hizo falta más que una suave presión para convencer a aquel familiar de Drust el Toro de que sería más sensato renunciar a su aspiración en vistas de cierto asunto sobre unas reses que se habían descarriado misteriosamente y de una bolsa con piezas de plata que había cambiado de manos delante de las propias narices de Drust. Si se hacía público su papel en todo eso, cosa que sin duda sucedería si declaraba su interés por reinar, Wredech sería completamente desacreditado ante sus pares. Y perdería el ganado, incluido un semental que ya andaba muy ocupado entre sus vacas. Por otro lado, si se le antojaba declarar su apoyo al candidato que el propio Talorgen favorecía, no se sabría ni una palabra. Y puede que incluso le reportara un pequeño incentivo en forma de algunas otras incorporaciones al cada vez mayor rebaño de Wredech.

Talorgen estaba trabajando en ello; proposiciones como aquéllas no se realizaban de manera abierta, todas al mismo tiempo, sino de forma sutilmente gradual, sirviéndose de los temores y debilidades de cada uno. Bridei no podía hacer nada más que mostrarse simpático y respetuoso con Wredech cuando se encontraban, y evitar los temas del trono y el ganado.

No podía evitar a los consejeros de Circinn, Bargoit y Fergus, y a su sacerdote cristiano. Bargoit practicaba unos juegos desafiantes; era un maestro de las indirectas, de las preguntas con trampa, de las hábiles evasivas y de los ataques inesperados. El esfuerzo por mantener el control de sí mismo y de la situación suponía una dura prueba para Bridei; el dolor de cabeza era más o menos constante y no contribuía a mejorar su concentración. No le pidió ninguna poción a Broichan. El druida estaba muy ocupado pasando días y noches junto al rey Drust, preparando curas, quemando poderosas hierbas, recitando plegarias, quizá también actuando sencillamente como amigo y compañero, pues habían pasado mucho tiempo los dos juntos en la época anterior a la llegada de Bridei a Pitnochie.

En un primer momento el muchacho había pensado que nunca se acostumbraría a sus tres guardias. Increíblemente pronto, en la cargada atmósfera de la abarrotada fortaleza, la presencia constante de uno u otro de los robustos hombres empezó a resultarle tranquilizadora. Si Garth o Breth estaban con él, vigilando por si había problemas, Bridei podía concentrarse en otras cosas, como en un debate con el hermano Suibne sobre la naturaleza de los hombres y los dioses, o en una partida del juego de Acorralar Cuervos con el consejero Tharan, que tenía un ojo de lince, ante una tensa audiencia formada por Aniel y los dos consejeros de Circinn. Sabía que se estaba exponiendo; sus guardias se encargaban de que además no tuviera la necesidad de estar atento a cada momento por si le clavaban un cuchillo en la espalda.

Faolan dejó que Breth y Garth compartieran la responsabilidad de las horas de vigilia entre ellos. Él no se mantuvo ocioso, ni mucho menos; recababa información, indagaba en el pasado de los hombres, hablaba con sirvientes y esclavos y realizaba inspecciones en solitario de los aposentos asignados a los visitantes mientras sus ocupantes estaban atareados en otra parte. Por la noche vigilaba mientras Bridei no conseguía dormir. Resultaba imposible saber si descansaba en algún momento, y cuándo lo hacía. No daba muestras de agotamiento.

Las jóvenes habían regresado a Banmerren hacía un tiempo y estaba previsto que regresaran a la corte en cualquier momento. Bridei pensaba mucho en Tuala. Por la noche permanecía en el adarve contemplando la luna y se la imaginaba con sus vestiduras grises de sacerdotisa, llevando un cuenco de agua para el ritual del Solsticio de Verano o esparciendo pétalos blancos en el Equilibrio. Pensaba en ella mirando en el agua de un cuenco de hidromancia, con sus extraños ojos abiertos a todo un mundo que se escapaba a la comprensión de Bridei. Se la imaginaba riendo, con el cabello enredado por el viento; sus manos conocían íntimamente su cabeza, pues sus dedos habían trenzado y sujetado su cabellera más veces de las que podía contar. Pensó en una promesa que había hecho hacía mucho tiempo y que se había esforzado todo lo posible por cumplir. Ella ya no era una niña que necesitara de sus historias para disipar su miedo a lo desconocido. Tenía la misma edad que Ana; era una mujer joven. Y se había alejado de él. La Brillante la había tocado siendo un bebé y ahora volvía a alargar su mano hacia ella, llamándola para que regresara a casa. ¿Qué manera de servir a los dioses había más pura que siendo druida o mujer sabia? ¿Cómo podía estar molesto con ella por eso? Sin embargo…

- Mañana nos vamos a tomar el día libre -anunció Faolan desde su oscura esquina junto a las escaleras, interrumpiendo sus pensamientos.

- ¿Cómo dices?

- Parece que el tiempo se mantiene seco. No sé tú, pero yo estoy harto de todo esto. Tomaremos un par de caballos, cabalgaremos por la playa, buscaremos uno de esos grandes lugares agrestes que mencionaste y nos agotaremos. Sin reyes, sin consejeros, sin sacerdotes y sin druidas. Un día entero. ¿Qué te parece?

- ¿Sin Breth y sin Garth?

Faolan no sonrió.

- Se merecen un descanso. Me tienes a mí, no los necesitas.

- Entonces estarás de servicio.

- Yo siempre estoy de servicio, Bridei. Pero al menos supondrá un cambio.

Le parecía bien, muy bien. El hecho de escapar de la corte todo un día sería como un maravilloso indulto.

- Se lo he dicho a Broichan -dijo Faolan-. Conseguiré unos cuantos víveres. Estate preparado para salir temprano.

- ¿Sabes?, me resulta imposible creer que esto sea lo que parece, viniendo de ti -le dijo Bridei-. No eres de esa clase de hombres que salen a disfrutar del día cuando hay otros asuntos más urgentes que atender. Si en esta propuesta hay algo más de lo que se ve a primera vista preferiría que me lo dijeras.

Faolan se quedó unos momentos en silencio.

- Puede que lo hagamos más de una vez -dijo el hombre al fin-. Estableceremos unos días para hacer estas salidas. Podría resultar útil.

- ¿Para qué?

- Para atraer un ataque -respondió el escoto con frialdad-. No mañana, sino cuando se sepa dónde se nos podría encontrar ciertos días a ciertas horas.

- Estupendo. Tengo que disfrutar de una cabalgada por las colinas mientras espero que una flecha me atraviese el corazón.

- Pensaba que se suponía que eras el mejor arquero de Fortriu -se burló Faolan-. No dejes que eso te preocupe, Bridei. Sé lo que estoy haciendo. Ahora mismo Caer Pridne está tan lleno de guardias personales de nobles que nadie se atreve a intentar nada. Estarán buscando una oportunidad. Vamos a dársela.

- Entiendo.

- Mañana no va a pasar nada. Mañana puedes escuchar las voces de los dioses para deleite de tu corazón.

- No me vendrá mal salir a montar. Gracias. -En realidad, con asesinos o sin ellos, Bridei reconoció lo mucho que ansiaba la libertad de cruzar bosques y páramos, amplios valles y cañadas, con los ojos y los oídos abiertos a las maravillas de la naturaleza. En Caer Pridne los ojos no veían más que suntuosos atavíos y rostros mentirosos, y los oídos eran agredidos por la cháchara, por susurros maliciosos y cotilleos. No había salido a cabalgar con tan sólo un acompañante desde que Donal…

- ¿Qué pasa?

Maldito Faolan; era demasiado avispado.

- Nada. Ahora intentaré dormir. Buenas noches. Que la Brillante guarde tus sueños.

- Buenas noches, Bridei.

Daba la impresión de que Faolan estaba decidido a agotarlo. Quizá el escoto tenía la esperanza de que la actividad de la jornada les permitiría a ambos disfrutar de un buen sueño nocturno. Pero Bridei había crecido realizando largas expediciones en los bosques que rodeaban Pitnochie. En medio de la naturaleza se encontraba como en casa, estaba adaptado a sus ritmos desde la niñez, y el hecho de verse de nuevo libre en ella lo despertó de un modo en que no podían hacerlo las más tensas maniobras ni los más sutiles juegos de la corte de Drust. Aunque el dolor de cabeza no desapareció, sí que disminuyó. Si bien las dudas seguían acosándolo, el hecho de estar allí bajo un gran pinar, contemplando una amplia marisma donde los pájaros se movían en interminables y fluidas concentraciones de gris, pardo y blanco, alzándose ahora como uno solo en una bandada para revolotear sobre las marismas sometidas a las mareas y descendiendo luego para posarse y buscar comida, era como recuperar un poco el bienestar que siempre había reconfortado su espíritu mientras atravesaba los riscos y las cañadas de Pitnochie, solo o con un compañero de confianza.

Faolan no intentó llenar el gran silencio con cháchara insustancial; su presencia era discreta, eficiente, aceptable. Habían hecho entrar en calor a los caballos y luego los habían hecho galopar por la arena mojada desde Caer Pridne hasta Banmerren. No se trataba de una verdadera competición, pero se habían desafiado el uno al otro de todos modos; Nieveardiente había disfrutado de la oportunidad de ejercitarse un poco después de la inactividad en que le habían mantenido.

En el extremo oeste de la bahía, los muros de la escuela de Fola se alzaban en medio del manto suave del sotobosque y los grupos de pinos a los que el viento daba forma, lo cual convertía aquel cabo no en una fortaleza, sino en un refugio. La verja era de pesado hierro y estaba firmemente cerrada. No era posible ver lo que había tras ella, pues el lugar contaba con un muro protector situado a poca distancia, en el interior, probablemente para impedir las miradas curiosas como la suya. La regla que prohibía a todos los hombres menos a los druidas entrar en aquel reino consagrado a la Brillante era bien conocida. Pensar siquiera en infringirla era ofender a la diosa. El hecho de que un hombre que podría ser un pretendiente al trono contemplara semejante idea era a la vez sacrílego y estúpido. La lealtad de un rey a los dioses debía ser intachable. Bridei lo comprendía perfectamente. No obstante, su corazón latía de forma acelerada con las ansias de abrir una brecha en el muro, de encontrar a Tuala, de saber la verdad.

No veía el roble que Ana había mencionado. No sabía en qué parte de ese lugar cerrado podría haber una pequeña habitación en una torre adecuada para una joven solitaria. Cerca del complejo de la escuela había toda una desordenada colección de edificaciones de labranza, establos, un granero, una vivienda larga y baja. Las ovejas pastaban en los prados cercados; un sendero descendía hacia las marismas de abajo. Bridei podía imaginarse a Tuala allí, agachándose para recoger conchas, con su oscura cabellera suelta, las faldas remangadas y sus piececillos descalzos grabando en la arena unas huellas delicadas como las de una golondrina de mar…

Pasaron de largo, cabalgaron hacia el oeste por las dunas y marismas, cruzando ciénagas y brezales y se detuvieron a mirar por encima de un banco de arena que describía una curva en la boca de una límpida bahía donde esa mañana una enorme bandada de gansos se había arrojado sobre el agua y la costa como si fueran un manto viviente. Las voces de los pájaros llenaban aquel remoto lugar con su extraña música en forma de graznido. Era un recordatorio de que el año casi llegaba a su fin; aquéllos eran unos visitantes de invierno cuyas estancias en Fortriu se prolongaban desde el Umbral al Baile de la Doncella que era cuando salían volando para pasar el verano en otros climas.

- Ya falta menos de un cambio de luna para el ritual -comentó Bridei con la mirada puesta en el movimiento de los gansos, que formaba un maravilloso dibujo en constante cambio.

- ¿Crees que Broichan mantendrá vivo al rey el tiempo suficiente? -preguntó Faolan.

Bridei se estremeció.

- Cada día rezo para que lo haga.

- Dicen que Drust está aguantando con ese propósito. Le fallan los pulmones; respirar es para él una batalla constante. Desea realizar la ceremonia por última vez; pagar sus deudas con el Innominado antes de tener que pasar al otro lado del velo.

- No se habla de estos asuntos en voz alta.

- ¡Ah! Pero yo no soy uno de vosotros.

- Da lo mismo. Si vives entre nosotros y aceptas nuestra plata a cambio de tus servicios, tienes que hacer caso de estas prohibiciones. Se trata de un dios cuyos rituales son oscuros y secretos. El mero hecho de mencionarlos supone un peligro.

Faolan lo miró con curiosidad.

- Supongo que te das cuenta de sobre quién va a recaer la responsabilidad de esta práctica concreta el año próximo y durante muchos años venideros, ¿no?

- Sí. No es algo en lo que piense demasiado. Los dioses nos dirigen ciertos llamamientos de acuerdo con nuestra posición en la sociedad. Si los amamos, como debe hacer cualquier verdadero hijo o hija de Fortriu, obedecemos. No es necesario decir nada más. Por otra parte, todavía no soy rey. En este momento sólo soy uno más entre varios posibles candidatos.

- ¿Sabes lo que conlleva el ritual?

- ¿No me has oído, Faolan?

Se hizo el silencio. Entonces el guardaespaldas se puso de pie y se dirigió hacia los caballos, que estaban amarrados.

- No podemos cabalgar todo el camino hasta tus queridas montañas; hoy no -dijo-. Pero si nos dirigimos tierra adentro desde aquí, encontraremos páramos magníficos, suaves lomas, secretos pliegues del terreno y un río que vadear. ¿Quieres que sigamos adelante?

- ¿Lugares para emboscarse? ¿Refugios para asesinos a sueldo?

- Tal vez. Como ya he dicho, hoy lo hacemos por distracción, y para reconocer el terreno. Esperemos que se mantenga este tiempo sin lluvias para que podamos volver a hacerlo.

Cabalgaron hasta que el sol estuvo en su punto culminante, dando rienda suelta a sus caballos por los páramos, guiándolos con cautela por el pedregoso vado; cuando aquel río estuviera crecido el paso sería verdaderamente peligroso. Al fin llegaron a un lugar de suaves colinas cubiertas de hierba y estrechos valles arbolados. Cruzaron un puente de tablas musgosas sobre el borboteo de un arroyo y recorrieron una cañada que descubrieron que se iba ensanchando hasta unos prados. Más abajo había un bosquecillo de altos árboles por el que se extendían unos olmos y robles oscuros y desnudos con sus últimas vestiduras rojizas de otoño. Bridei le tocó el cuello a Nieveardiente para detenerlo y Faolan frenó a su caballo. Bajo aquellos árboles guardianes había tres mojones redondos, ocultos y abrigados, rodeados cada uno de ellos por un círculo de piedras puestas de pie.

- Es un lugar de la diosa -susurró Bridei mientras desmontaba. Notaba el aliento de la Brillante en todos los rincones del santuario; allí reinaba una quietud que excedía la habitual calma de la naturaleza, una sensación de profunda serenidad y poderosa advertencia-. Al ser hombres no podemos acercarnos más -dijo.

Faolan se apeó de su montura.

- Quizá quieras quedarte un rato de todos modos. Donde nosotros no podemos ir hay otras personas que sí pueden. Retrocedamos un poco, por aquí, por esa subida donde estaremos más a cubierto.

- ¿Qué quieres decir con que otras personas sí pueden?

Faolan ya conducía las dos monturas por detrás de los arbustos; entonces sacó un paquete de su alforja y procedió a acomodarse en una losa. Era un escoto, claro está, y no oía las voces de los viejos dioses de Fortriu. Bridei, aunque sabía que debían marcharse de aquel sitio, un lugar de mujeres, era consciente de que quedaba medio día por delante, que todavía tenían que cabalgar todo el camino de regreso. Además, estaba sumamente hambriento.

- Lo digo en serio -dijo, se sentó al lado del escoto y aceptó un trozo grande de queso y un pedazo de pan de avena-. No debemos acercarnos más; y tendríamos que marcharnos en cuanto acabemos de comer. Me alegro de haberlo visto. Había oído hablar de este lugar. Estas cuevas son muy antiguas, una construcción de los antepasados. Aquí, generaciones de mujeres han llevado a cabo sus misteriosos ritos y han ofrecido plegarias de reverencia a la diosa en su triple forma. Un hombre no debe poner el pie entre los mojones; creo que aunque no lo supiera sería capaz de darme cuenta de ello por el aire que se respira en este lugar.

- Ah, bueno -dijo Faolan sin dejar de masticar-, pero un hombre tiene que comer; seguro que eso no molestará a tu diosa. Nos queda mucho camino. Tengo aguamiel en este frasco… Toma.

Ya estaba muy adentrado el otoño, pero allí en la ladera, por encima de aquel lugar secreto de un círculo dentro de otro, el sol calentaba de tal forma que no dejaba avanzar la estación. Los caballos estaban contentos pastando la hierba. Faolan se hallaba sentado en silencio, la mirada tranquila, el porte relajado. La comida era excelente, la aguamiel de magnífica calidad; Bridei imaginó que provendría de los suministros personales del rey. El dolor de cabeza ya era casi imperceptible. Lo invadía una especie de paz que casi había olvidado, una sensación de profunda satisfacción que sólo ocurría en la calma del exterior y, aun así, en raras ocasiones. Al fin y al cabo él era la más pequeña de las criaturas ante el inmenso y maravilloso tapiz de los seres vivos, que eclipsaba sus propias preocupaciones y que existía en la eternidad, fuerte y seguro. El corazón de los dioses latía en todos los pájaros que volaban rápidamente sobre la pradera, en cada una de las hojas pardas que caían al suelo desde las oscuras ramas del roble, describiendo una espiral en cada una de las gotas de rocío y en cada grano de arena, en los guijarros y las cascadas, en el ancho lago y el alto peñasco. Aquel mismo corazón latía en su interior; allí, en ese lugar sagrado, notaba su ritmo constante que lo unía íntimamente con la vida de la Cañada y del territorio de Fortriu, la tierra en cuyo líder podría convertirse muy pronto. Con la espalda apoyada en el tronco de un olmo, Bridei cerró los ojos. La remisión del dolor de cabeza era una bendición, un regalo. No se había dado cuenta de lo mucho que lo debilitaba hasta entonces, cuando ya casi había desaparecido.

- ¿Bridei?

El tono de voz lo alertó al instante; era una advertencia que hacía el silencio imperativo. Abrió los ojos de golpe. Las sombras se habían movido; el sol había ido avanzando hacia el oeste. Había dormido durante un buen rato. Se le habían acalambrado los miembros; con un gesto de dolor, se puso en cuclillas con dificultad. Faolan atisbaba por entre los arbustos ladera abajo. Se había llevado un dedo a los labios. Al seguir la dirección de su mirada, Bridei vio que ya no estaban solos. Unas cuantas mujeres con capas y capuchas se movían entre las antiguas piedras, agachándose aquí y allí, en tanto que otras, más alejadas, caminaban por las orillas del pequeño riachuelo cercano. Cerró los ojos con fuerza y volvió la cabeza hacia otro lado.

- El ritual ha terminado -murmuró Faolan-. No hay peligro en mirar. Esperé a que terminaran para despertarte. Ahora sólo andan por ahí charlando y recogiendo hierbas.

- Esto no está bien, es irrespetuoso -susurró Bridei-. Espiar a las mujeres… No voy a hacerlo. ¿Por qué me trajiste aquí? No quiero verlo.

Pero en su interior había algo que pedía a gritos ser oído, algo que él se esforzaba por reprimir: «Quizá ella esté aquí, muy cerca… Si no miro ahora se irá y será demasiado tarde…»

- ¿Vas a mentirme? Creo que sí quieres mirar. No sé cuál de esas chicas es la amiga cuya ausencia hizo que contemplaras los muros de Banmerren como si fueran una barrera defensiva que tuviera que ser tomada por asalto, pero creo que me atrevo a aventurar una respuesta. ¿Se trata de una pequeña criatura, poco común, con la piel como la nieve y los cabellos negros como el ala de un cuervo?

Entonces a Bridei le resultó imposible mantener los ojos cerrados, la cabeza vuelta hacia otro lado. Miró y la encontró en un instante, allí abajo junto al agua donde unas cuantas chicas recogían los tallos de una planta que florecía en otoño y los dejaban en unos cestos de junco. Tuala se hallaba a cierta distancia de las demás, se había quitado la capa que la envolvía y la había dejado allí cerca en la ribera. Sostenía una fronda de follaje en su pequeña mano y la miraba fijamente, como si no supiera lo que era, como si hubiera olvidado por completo cuál era su tarea. Los rizos negros como el carbón se habían soltado de su atadura y caían en alocado desorden en torno a sus delicados rasgos… Le habían cortado el cabello, su hermosa cabellera, que ahora era muy corta y apenas le llegaba a los hombros. ¿Quién había podido hacer algo así? Le daba un aspecto distinto, parecía más mayor. Más mayor… Llevaba una falda y una túnica sencillas, azules como su capa y con un cinturón gris. ¿De verdad sólo había pasado un año desde la última vez que la vio? La absoluta sencillez de su ropa sólo servía para poner de manifiesto que ya no era la niña menuda de su último encuentro. Seguía siendo pequeña y delgada, pero su figura había adquirido unas sutiles curvas y unos suaves contornos; era un delicado poema de la juventud de la mujer. Y aun así seguía siendo la misma, con sus labios como un capullo de rosa, sus cejas como alas y la cascada de indomable y sedoso cabello. Se distinguía entre las otras chicas como lo haría un joven búho en medio de una bandada de palomas.

Debió de hacer algún pequeño sonido. Sólo el Cuervo Negro sabía lo que Faolan leía en su rostro. Bridei lo ocultó con sus manos; en esos momentos lo había abandonado todo el entrenamiento de Broichan. ¿Autocontrol? Se sentía como si el corazón se le estuviera partiendo en dos. Era lo único que podía hacer para no salir al descubierto, correr ladera abajo y… ¿Y qué? ¿Aterrorizarlas a todas? ¿Cometer un acto de absoluto sacrilegio, ofender tremendamente a los dioses? ¿Pedirle a Tuala que desaprovechara la vida de paz y propósito que la Brillante le había ofrecido y que lo siguiera a él hacia una existencia de conspiraciones susurradas, guardias constantes y cuchillos en la oscuridad?

- Ahora debemos esperar. -Faolan lo empujó hacia atrás para que se sentara en la hierba mientras él permanecía agachado-. Sería desastroso para tu futuro que nos vieran aquí. Tenemos que esperar a que se hayan marchado. Entonces cabalgaremos y hablaremos. Derramaste lágrimas. Es una criatura cautivadora, eso lo veo claramente. En las historias de mi tierra natal aparecen muchas mujeres como ésa. Son hermosas y peligrosas al mismo tiempo.

Bridei hizo un gráfico gesto indicando la intención de rajarle la garganta al escoto si no se callaba y Faolan, que sonreía, lo complació con su silencio. Debajo de ellos, atisbándolas entre los arbustos, vieron que las mujeres recogían sus herramientas y sus capas y, formando una fila ordenada, emprendían el largo camino de vuelta a casa. Aunque no quería hacerlo, Bridei se movió para volver a mirar, sólo un momento más. Tuala se hallaba al final de la fila, sola, aunque las demás caminaban en parejas. No dejaba de volverse para mirar atrás; alzó una esbelta y blanca mano para apartarse los rizos de la cara, pero éstos volvieron a caer de nuevo en forma de desafiante maraña sobre su frente. Su mirada era sombría como si a ella también la inquietaran sus sueños.

- No te muevas -dijo Faolan en voz queda-. Deja que se vaya. Entiendo lo mucho que ansías hablar con ella; eso explica muchas cosas. Deja que siga a las demás. Actuar ahora sería la ruina.

Tenía razón, pero eso no contribuía a sofocar el dolor de su corazón, un dolor que parecía afectar a todo su ser y que lo instaba a avanzar, ahora, ahora, antes de que ella se perdiera de vista para siempre, porque cómo podía soportar estar tan cerca y no hablarle, no tocarla… Permaneció inmóvil y en silencio mientras Tuala seguía andando junto al riachuelo y se alejaba. Bridei aguardó un poco más mientras al dolor de su corazón se unieron otra vez unas intensas punzadas en algún punto detrás de las sienes. Lo que había sospechado era cierto; aquél era un mal para el que Broichan no tenía cura.

Al final Faolan se levantó y fue a desatar los caballos. Ya no había peligro en iniciar la cabalgada de vuelta a la corte.

Anduvieron un rato sin decir palabra. Fue Bridei quien rompió el silencio.

- ¿Eso formaba parte de tu estrategia calculada? ¿Querías verme llorar para poder informar de mi debilidad a los amos que te pagan? ¿Sabías que esas mujeres iban a estar aquí?

- Sí y no -contestó Faolan-. Me llegó cierta información que indicaba que podría ser que Fola sacara a sus alumnas el primer día en que el tiempo fuera bueno y seco; hay ritos que deben realizarse aquí como preparativo para el Umbral. Y me han dicho que las estudiantes tienen que salir a recoger hierbas silvestres como parte de su preparación. No sabía exactamente el día ni la hora; en eso intervinieron tus dioses. Están jugando a un juego complejo contigo, Bridei.

- ¿Por qué? ¿Qué interés tienes tú en esto? Es mi sufrimiento particular; no hace falta mezclarlo con lo que hacemos en Caer Pridne.

- ¿No? Yo quería descubrir el origen de tu dolencia. Forma parte de mi trabajo, sin duda alguna. Un hombre acosado por jaquecas atroces, un hombre que no puede dormir más que a ratos que siempre están plagados de pesadillas, al final será incapaz de cumplir con el papel que le espera. Me dijiste que no necesitabas a una mujer; que esta clase de desahogo no serviría de nada. Lo que he visto hoy sugiere que te equivocas.

La furia hizo que Bridei apretara los dientes con fuerza. La cabeza le martilleaba como un tambor de guerra.

- No hables así de ella -dijo-. Le quitas valor a todo esto. Ella es mi más vieja y querida amiga; está más cercana a mí de lo que cualquier otra persona podría estarlo. La última vez que la vi era una niña. Ya has visto lo que es ahora: una mujer sabia, una hija de la Brillante, llamada por la mismísima diosa. Tuala no es una cautivadora del bosque enviada para llevarme a la perdición como los duendes de los cuentos. Tampoco es una criatura normal y corriente para hablar de ella de cualquier manera. Ella… -se obligó a callarse. Cuanto más decía, más intenso era el dolor.

- Se crió en casa de Broichan. Es tu hermana.

- No. No es mi hermana; estábamos más unidos que hermano y hermana. Éramos como las dos partes de un único todo: grano y cáscara, pétalo y tallo, gaita y lengüeta, arpa y cuerda. -Bridei esperó una respuesta hiriente, pero no hubo ninguna.

Siguieron cabalgando en silencio hasta que, a lo lejos, pudieron verse de nuevo los muros de Banmerren y más allá, siguiendo la bahía, la forma de la fortaleza del rey que se alzaba imponente. Habían ido por lugares por los que, según dijo Faolan, no era probable que cruzaran ningún camino transitado; el objetivo de esas salidas era atraer a los espías de los hombres influyentes, no llamar la atención de un grupo de mujeres.

- Muy bien -dijo Faolan de pronto, y frenó su montura para detenerla-. ¿Qué quieres hacer?

- No te entiendo.

- Seguro que sí. He aquí el dilema: un hombre que necesita estar en sus mejores condiciones, y pronto, pues el destino de un reino depende de ello. Un hombre con un problema que resolver antes de que pueda volver a estar bien. Un problema que no puede resolverse a menos que quebrante las reglas. Pero no puede quebrantarlas por miedo a ofender a alguien: a su padre adoptivo, al monarca, a los dioses. De modo que te lo vuelvo a preguntar: ¿qué quieres hacer?

- ¿Me estás planteando una elección? ¿Tú, el hombre al que pagan para que evite que caiga en algún peligro? ¿El hombre que sigue todos mis pasos?

- Dame un plan -dijo Faolan-. Una estrategia. Si merece mi aprobación lo haremos.

- Un plan. Un plan para que tú vayas a contárselo directamente a Broichan. Él es quien tiene las piezas de plata. -Bridei se percató del dejo que había en su voz y se sintió avergonzado, pero en ese momento no parecía capaz de hacer nada mejor.

Faolan suspiró.

- Yo soy mi propio dueño, a pesar de todas las piezas de plata. Uno tiene que comer, pero no es necesario que eso lo haga obedecer ciegamente a alguien. Ahora mismo Broichan está particularmente ocupado. El rey requiere toda su atención. Además, por lo que sé de los druidas, no son los mejores expertos en asuntos del corazón. No creo que tengamos que revelarle nada ahora mismo. Para mí es obvio que debes ver a esa joven a solas, hablar con ella, llevártela a la cama si tienes que hacerlo… Aunque pensándolo bien, eso podría acarrear toda clase de complicaciones, por lo que tal vez sea mejor que no lo hagas… En fin, debes solucionar este asunto de una vez por todas. Tienes que vencer ciertos obstáculos. Ella está al otro lado de unos altos muros. Puede que no quiera verte; ¿quién sabe cómo piensa una mujer? Tienes enemigos. Nadie debe saberlo, aparte de mí. Piensa en la manera de hacerlo; hazlo infalible. Entonces dímelo. Ha de ser pronto. No tenemos mucho tiempo.

Bridei se aclaró la garganta. Por un momento se quedó sin palabras. Probablemente eso no fuera más que una parte de otro enrevesado plan.

- No se trata de llevársela a la cama, como tú has dicho tan groseramente -dijo-. Tuala es…, era… una niña; no es apropiado…

- Te estás engañando -replicó Faolan-. Mírame y dime que la viste allí abajo con su piel nacarada y sus ojos soñadores y no sentiste deseo. ¿Qué es lo que quieres? ¿No es tan sencillo como eso, en el fondo?

No hubo respuesta. Lo era y no lo era. Él la necesitaba como los árboles nuevos necesitan la lluvia, como las flores abiertas necesitan el sol. La anhelaba como el salmón anhela su hogar en la charca de lo alto de las montañas. La ansiaba como un niño solitario ansia a su amigo del alma. Y la deseaba como un hombre desea a una mujer. La intensidad de su deseo físico lo horrorizó; hizo que se le acelerara el corazón. Ella no podía ser una amante ocasional ni una cómoda querida; Tuala no. Sólo podía tenerla como su esposa. Y eso era imposible. Aparte de las objeciones que pondrían Broichan, Aniel y los demás, la propia Tuala había hecho que así fuera. La Brillante se la había quitado.

- La amo -dijo sencillamente.

- ¿Quieres decir de manera pura, honorable, noble y ese tipo de cosas?

- Me imagino que se escapa a tu comprensión.

- Sin duda. Sigamos cabalgando; será mejor que aparezcamos en Caer Pridne mientras todavía falte un poco para anochecer. Quiero que nos vean. Tú trabaja en nuestro plan y mañana yo me dedicaré al mío. Si tus dioses te visitan esta noche, pídeles más buen tiempo. No tengo ganas de salir a cabalgar en medio de una tormenta.

Era la mañana del día del Umbral. Faltaban pocos días para que la luna alcanzara su perfecta plenitud, pero el tiempo era húmedo y ventoso; esa noche la cara de la Brillante no se vería sobre Caer Pridne mientras el más oscuro de los rituales tenía lugar bajo tierra en el Pozo de las Sombras. Bridei había dormido poco. Se sentía como un alambre extendido, todas las partes de su cuerpo crispadas, todas las sensaciones amplificadas. En su cabeza bullían pensamientos, ideas y preguntas sin resolver. El más destacado de esos dilemas era el ritual de esa noche. Por los rumores de la corte y los detalles que Wid y Erip le habían explicado a medias, tenía una idea de lo que sucedería en el Pozo de las Sombras. Al pensar en ello se le helaba hasta la médula. Había dioses y dioses. Al Guardián de las Llamas lo amaba incondicionalmente, una deidad de luz, coraje y fuerza que recompensaba a los hombres por su valor y que a cambio no esperaba nada más complicado que la lealtad y el propósito. Veneraba la belleza y sabiduría de la Brillante, respetaba a la Diosa Madre como un niño respeta a un anciano, con amor y temor a la vez. Pero el dios al que los hombres debían honrar esa noche era otra cuestión. Lo que éste exigía era terrorífico, una prueba de suma obediencia en la que la voluntad exigida casi superaba la razón. A decir verdad, Bridei no sabía si sería capaz de mirar y mantener la compostura mientras se desarrollaba la celebración. Debía hacerlo; se trataba de otra prueba. Un hombre que iba a ser rey no podía permitirse el lujo de fallar.

Como familiares más allegados del rey, los demás, Carnach, Wredech, lo habrían experimentado antes. El propio Drust el Verraco lo habría realizado en la época anterior a su conversión al dios cristiano; no era probable que sus consejeros, al haberle dado la espalda a las viejas costumbres, asistieran a la celebración esa noche. Para Bridei aquélla sería la primera vez. Al pasar junto a la puerta de Broichan vio al druida arrodillado a solas, de cara a la pared, una mirada ausente en sus intensos ojos, los brazos extendidos en pose de súplica. La habitación se hallaba prácticamente a oscuras; sólo ardía una vela que proyectaba su sombra sobre las piedras dándole una forma imponente y distorsionada. De repente Bridei recordó el día en que llegó por primera vez a Pitnochie; la impresión que tuvo de su padre adoptivo como una persona inmensamente alta, misteriosa, una presencia llena de un poder contenido.

Se quedó un buen rato de pie en la puerta, mirando. Broichan no abandonó aquella postura de concentración absoluta y máxima disciplina. Al final Bridei siguió andando, con un silencioso Garth a sus espaldas. Buscó a Gartnait con la idea de que lo que necesitaba era simplemente actividad para forzar el cuerpo y alejar los pensamientos sombríos: lucha, tal vez, o un combate con garrotes. Pero su amigo estaba inesperadamente ocupado. Se hallaba sentado con el escriba del rey, trabajando con sus cartas.

- Lo lamento -dijo con una sonrisa compungida y una mirada desacostumbradamente triste-. A mi madre se le ha metido en la cabeza que mis conocimientos tienen ciertas lagunas que deben llenarse; me ha preparado un programa muy estricto. Puede que después tenga un poco de tiempo libre.

- Trataré de encontrarte luego -dijo Bridei mientras se retiraba. Aquello era raro; seguro que lady Dreseida conocía suficientemente bien a su hijo como para darse cuenta de que el escriba estaba perdiendo el tiempo con Gartnait. Algunas personas sencillamente no estaban hechas para ser eruditos. El heredero del Pozo del Cuervo era muy capaz en otras cosas. Era un gran nadador y muy hábil con la espada y el garrote. Era un jinete competente. Nunca captaría la lectura y la escritura, la historia y la filosofía. Bridei sólo tenía que comparar sus propios intentos por compartir con Gartnait algo de lo que él sabía y sus esfuerzos con Tuala. Ella absorbía los conocimientos como si no hubiera nacido para otra cosa; a Gartnait simplemente no le interesaban. Cuando uno se aburre no aprende. Tuvo la impresión de que tanto Gartnait como el escriba iban a pasar unos días largos e infructuosos.

No pudo encontrar a Faolan por ningún sitio. Llovía demasiado como para salir a cabalgar y hacía mucho frío; sólo los guardias asignados fuera en los adarves permanecían a la intemperie. No había ningún lugar razonablemente tranquilo salvo sus propios aposentos, y pasar el día allí era dejar su mente abierta a los pensamientos sobre el ritual que se avecinaba. La silenciosa e inmóvil figura de Broichan en la habitación contigua no haría nada por mantenerlos a raya.

Se dirigieron al salón. Breth ya estaba allí con un grupo de hombres que lanzaban cuchillos contra un blanco de madera, un muñeco que no tenía más que una mirada fija y un cabello hecho con pintura escarlata: un escoto, sin duda. Otros estaban agrupados cerca del hogar. Hombres sentados frente a tableros de juego, mujeres escuchando al bardo del rey que tocaba una lastimera melodía con el arpa, otros estaban enfrascados conversando. Bridei se había convertido en un experto en echar un vistazo a esos grupos e identificar a aquellos con los que debía trabar conversación y aquellos a los que era mejor evitar. Talorgen estaba mirando a los que lanzaban cuchillos, lo mismo hacía Carnach con varios de sus hombres y el consejero Tharan. Aniel no estaba presente; el rey estaba enfermo y necesitaría de algún apoyo que lo fortaleciera para la terrible experiencia de esa noche. No había señales de la reina, ni de su hermano. Pero entre los hombres que estaban cerca de la chimenea hablando en voz baja se encontraban los dos emisarios de Circinn. Bargoit, el de la mirada fría, era el que más hablaba, en tanto que el anciano Fergus escuchaba y asentía con la cabeza. Suibne, el cristiano, sonreía con afabilidad y daba golpecitos con el pie al ritmo del arpa, como si en aquel lugar no hubiera un buen rey muriéndose. Bridei no se permitió enojarse. Debía tratar la situación como una oportunidad; debía obligar a su mente a apartarse de aquel otro asunto que intentaba alejar su pensamiento incluso del ritual. El paquetito estaba a buen resguardo en la bolsa que llevaba en el cinturón. No había habido ningún otro mensaje, nada aparte de lo que Ana le había pasado disimuladamente cuando se cruzaron en el corredor el día que las chicas regresaron de nuevo de Banmerren. Sólo eso: un retazo de tela atado con una cinta de color verde y, dentro, una hoja seca de roble y un guijarro blanco y redondo. Tuala era muy lista. ¿Quién podía interpretar aquello aparte de un druida o una mujer sabia? ¿Quién podría reconocer su significado aparte de un niño criado en una casa como la de Broichan? Le proporcionó instantáneamente el «cuándo» y el «dónde» que necesitaba para decírselo a Faolan.

Bridei había considerado todos los argumentos. Después del día en los antiguos mojones se había jurado que no la buscaría, no podía hacerlo. Ella no lo deseaba, ella había escogido Banmerren. Tuala no iba a mandarle ninguna respuesta. Él no debía dudar de la sabiduría de la Brillante. Si se convertía en rey y Tuala accedía a ser su esposa, la estaría condenando a una vida de infelicidad. En la corte estaría sometida a los cotilleos, a los rumores, tal vez a un odio declarado. Nadie confiaba en los Seres Buenos. ¿Cómo iban a aceptar a una de ellos como reina de Fortriu? Bridei se había repetido una y otra vez esas verdades cada día mientras esperaba con el corazón palpitante el regreso de Ana.

La joven había observado su rostro con cierta curiosidad mientras le deslizaba el paquete en la mano. Bridei se había alejado rápidamente dándole las gracias con un susurro; su corazón había estado comportándose de manera inestable y había notado que se ruborizaba. Fue entonces cuando reconoció lo que había sabido desde el momento en que vio a Tuala junto al arroyo aquella tarde, tan grave y dulce, tan maravillosamente cambiada a la vez que seguía siendo su Tuala de siempre. Tenía que verla a pesar del riesgo. Que lo descubrieran dentro de los muros de Banmerren era malbaratar la posibilidad de ser rey; aventurarse a entrar en la escuela de Fula era insultar a la diosa. Así pues, debía hacer lo que Faolan había sugerido: trazar un plan y asegurarse de que fuera infalible. Tuala le había proporcionado la mitad del plan con su piedra y su hoja, un mensaje tan claro como si estuviera escrito con palabras: «En el roble con la luna llena.» Sólo faltaban cuatro días, muy pronto, muy pronto volvería a verla, y en esa ocasión la tocaría, le diría… No, eso era ir demasiado lejos. Tenía que salir a escondidas de Caer Pridne con Faolan y recorrer el camino hasta Banmerren sin que los vieran, a la luz de la luna. Debía llevarse una cuerda. Tenía que confiar en que Tuala lo estaría esperando, sin importar cuándo llegara. Y no podía permanecer allí mucho tiempo. Pero iría…

En esos momentos no podía pensar en ello. Bargoit había interrumpido su narración y estaba mirando a Bridei con los brazos cruzados y una expresión desafiante. Junto a él, su compañero consejero Fergus había adoptado una postura similar. Si querían debatir con él, no tenía ningún inconveniente. Si deseaba obtener votos suficientes cuando los necesitara, tenía que aprovechar bien cualquier oportunidad.

- Juega a los cuchillos si quieres -le sugirió a Garth.

- Será mejor que me limite a vigilarlos; es demasiado fácil que a alguien le tiemble la mano aquí dentro y que un cuchillo afilado pase de largo el blanco en un momento desafortunado. ¿Piensas hablar con ese amargado de cara larga de Circinn?

- Ése es el plan. Será mejor que no digas nada si vienes conmigo. Al menos debemos fingir cortesía.

- ¿Con un tipo que echa de su casa a las mujeres sabias para instalar en ella a unos condenados extranjeros como ese Suibne?

- Precisamente con ese tipo, Garth. Tanto si nos gusta su compañía como si no, es uno de los nuestros.

- Me mantendré silencioso como una tumba.

- Buen chico.

A continuación tuvo lugar una conversación que abarcó una amplia variedad de temas, aunque en ningún momento se habló sobre el triste hecho de que Drust el Toro se estaba muriendo, o la innegable certeza de que muy pronto Fortriu iba a necesitar un nuevo rey. Empezaron en territorio neutral, hablando de caza y pesca y de las oportunidades que había en la Gran Cañada en comparación con las tierras más llanas cercanas a la corte de Drust el Verraco en el sur. No es que en Circinn no hubiera montañas, aunque nada de lo que allí había podía rivalizar con los altos picos desnudos de Cinco Hermanas o las cumbres coronadas de nieve del oeste. La propia fortaleza de Drust el Verraco se hallaba en lo alto de un antiguo monte, cerca de la colina sagrada que había sido un lugar de peregrinaje desde tiempos ancestrales: la Madre, la llamaban. Las mujeres sabias ya no trepaban por las huesudas faldas de la Madre, ni velaban en su cima el día del Umbral o de Mesura. Los misioneros cristianos habían puesto fin a esos ritos. Las casas de la diosa en Circinn habían sido cerradas y las mujeres sabias desplazadas. Bridei se preguntaba si la gente seguía realizando el viaje en secreto, solos o en pequeños grupos furtivos. Volvió de nuevo su atención hacia el tema que se discutía: la caza que podía encontrarse en las boscosas laderas de aquella región.

- ¿Tú cazas ciervos? -preguntó Bargoit-. Es un buen pasatiempo para un joven.

- A mí me crió un druida -respondió Bridei en voz baja-. He participado en cacerías en el Pozo del Cuervo. Pero mis conocimientos sobre las criaturas salvajes se basan en la comprensión del mundo que compartimos, no en una necesidad de perseguir y matar. En Pitnochie nuestra mesa se aprovisionaba principalmente de los productos de la granja. Y de pescado, por supuesto. Las cañadas ocultas al norte del lago de la Serpiente albergan las mejores truchas que han honrado la mesa de un hombre.

- Me han dicho que en las tierras de Morleo en Aguasluengas abundan los lagos y arroyos -comentó Bargoit-. Tú luchaste con él en los Confines de Galany, ¿no es cierto? ¿Qué opinión te merece?

- Creo que es un líder admirable -contestó Bridei con prudencia; este tema era más complicado-. Franco, flexible, respetado por sus hombres.

- ¿Y Ged?

- Muy querido. Valiente.

- Describes a Morleo como flexible. No se puede llamar así a un hombre que se adhiere totalmente a las viejas costumbres. Todos vosotros estáis viviendo en el pasado. No es de extrañar… -Bargoit pareció pensarse mejor lo que iba a decir a continuación. Su repentina reticencia era algo más que taimada.

- ¿No es de extrañar qué? -Bridei no pudo dejarlo correr. Había otras personas escuchando: Fergus, el compañero consejero de Bargoit y, desde más lejos, el sacerdote cristiano, Tharan, el consejero de Drust el Verraco, y el pelirrojo Carnach, un pretendiente al trono.

- No es de extrañar que vuestra victoria en los Confines de Galany fuera una cosa efímera -respondió Bargoit sin rodeos-. ¿Quién querría llevar a cabo un gesto tan caro sino hombres que siempre miran atrás? Una estación entera malgastada, graves pérdidas sufridas, hogares y granjas abandonados, ¿y para qué? Para hacerse momentáneamente con un objetivo insignificante y trasladar un pedazo de piedra con unos cuantos signos crípticos gravados en ella: animales, la representación de unos cadáveres sin cabeza colocados en fila… No se ganó ningún territorio y se hicieron muy pocos prisioneros útiles. Un jefecillo insignificante, por lo que me han contado. Esa no es manera de llevar una guerra. Con este tipo de estrategia, Fortriu nunca expulsará a los invasores. Antes de que os deis cuenta la Gran Cañada estará infestada de escotos. Os incendiarán las casas, arrasarán vuestras granjas, asesinarán a vuestros hijos y violarán a vuestras esposas.

Era necesario mantener la calma. A no mucha distancia se hallaba Talorgen, que de repente se había puesto blanco y había adoptado una expresión adusta. Bridei se valió de una de las pautas de respiración de Broichan, aflojó los puños y deseó con todas sus fuerzas que el dolor de cabeza quedara en segundo plano.

- Los comentarios como éstos me intrigan -dijo con calma, y fue a sentarse en un banco cerca de Bargoit en lo que esperaba que fuera una postura relajada-. ¿Puedo? Sentémonos; continuemos con nuestra discusión. Breth, ¿quieres pedirle a alguien que traiga cerveza? Bueno -dijo, inclinándose hacia delante para dirigirse a Bargoit-, tal como lo he oído contar, Circinn tiene sus propios problemas fronterizos. El enemigo es distinto, los anglos y otras gentes del sur, una multitud de tribus feroces cuyas incursiones en el interior de vuestros territorios requieren de grandes cantidades de hombres armados apostados de forma más o menos permanente en esos lares. Un alto precio para la corte, o para los jefes de clan que deban mantener esos puestos de avanzada. No quisiera provocar una discusión pueril preguntándote si vosotros, por vuestra parte, os habéis aventurado a penetrar en el sur y habéis intentado reclamar los territorios que le han sido arrebatados a vuestro pueblo. No preguntaré si vuestras victorias son simbólicas o reales. Diré que un hombre sensato no mira su reino pedazo a pedazo, como si creyera poder comprender toda una costa examinando un solo grano de arena, o todo un bosque entero contemplando una hoja solitaria. Acato a los antiguos dioses y soy leal a ellos en todos los sentidos, pues constituyen el corazón latiente de Fortriu. Eso no significa que mire hacia atrás, Bargoit. Mi vista se dirige hacia atrás, hacia delante y hacia todas partes. Mis ojos están abiertos a todas las oportunidades, a todos los retos y a todas las amenazas. Ello no me hace ciego a las manifestaciones del espíritu. Los dos van de la mano; un hombre no puede vivir su vida de forma buena y plena sin el aliento de los dioses a la espalda, sin que le susurren al oído. Nos acusas de vivir en el pasado. Eso no es cierto. Llevamos el pasado con nosotros; bulle en nuestras venas, late en nuestros corazones. Nos fortalece en nuestro viaje hacia el futuro; nos conduce con valor hacia él.

Hubo un corto silencio. El sacerdote, el hermano Suibne, carraspeó como excusándose.

- Hablas bien -dijo el cristiano-. No es de extrañar que los hombres te sigan. De todos modos, estos dioses de los que hablas no son más que sombras. Si os llaman a realizar actos oscuros como el que debe llevarse a cabo esta noche, entonces esas voces que oís son manifestaciones del diablo, susurros de pura maldad. Debéis darles la espalda y caminar hacia la luz. No hay más que un camino verdadero, y no es éste con su cosecha de crueldad y muerte. ¿Cómo puedes…?

- ¡Chsss! -sisearon un círculo de voces horrorizadas, y Suibne se calló, aunque no por mucho tiempo.

- Vuestros dioses os gobiernan mediante el miedo -continuó diciendo-. El camino del único Dios verdadero es un camino de amor, de perdón, de júbilo. Confiad en él y ya no habrá necesidad de aplacar a vuestras deidades oscuras con actos de violencia que os llenan de desazón.

- Aquí eres un invitado. -Fue Tharan, el consejero del rey, quien habló entonces. Él y unos cuantos más se habían acercado durante la alocución de Bridei y ahora el anciano con ojo de lince se dirigió al hermano Suibne en un tono pensado para acallar al más audaz de los hombres-. El rey te ha ofrecido la hospitalidad de su salón, tal como está obligado a hacer, puesto que has viajado con emisarios de Drust el Verraco. Aceptamos tu presencia entre nosotros. Pero ninguno de nosotros permitirá tus flagrantes violaciones de las viejas costumbres, que nos ponen a todos en peligro. Cuando hablas en voz alta sobre el ritual de esta noche y sobre aquel al que éste honra, ofendes al dios y ofendes a cada uno de sus fieles adeptos. Ésta es la ley. Nos imbuimos de ella con la leche materna. No volveré a hablar de esto salvo para decir que al romper el silencio debido te arriesgas a que el castigo del dios caiga no sólo sobre tu persona, sino sobre todos los hombres aquí presentes, ya sean de Circinn o de Fortriu. Espero no tener que decir nada más.

Suibne ni siquiera tuvo la gentileza de ruborizarse o de mascullar una disculpa. Meneó levemente la cabeza y tocó la cruz que llevaba colgada al cuello de un cordón.

- Fortriu está lleno de hombres y éstos están llenos de palabras -observó Bargoit con las cejas enarcadas-. Hombres jóvenes, hombres más viejos y hombres seniles. Todos cantan la misma canción. Ésta es una época de cambio, amigos míos. Los del sur hemos adoptado la nueva fe, nuestra gente la está abrazando cada vez más.

- Esto no es del todo cierto -dijo Carnach, el primo del rey-. Mi propio territorio linda con el norte de Circinn. Las historias que oigo hablan de gente desplazada, de mujeres sabias hostigadas para que abandonen los poblados, hombres de fe despojados y expulsados de sus casas, antiguos lugares de culto arrasados para dar paso a los templos cristianos. Esos relatos no me sugieren una transición pacífica a la nueva fe bajo el liderato de Drust el Verraco. Yo no querría a un hombre así por rey.

Aquello se parecía peligrosamente a una evidente afirmación de lo que en realidad se estaba discutiendo; se parecía demasiado como para que resultara cómodo. Drust el Toro seguía con vida. Esa noche llevaría a cabo el ritual del Umbral, una ceremonia en la que las sombras de los difuntos se hallaban próximas y la mano extendida de la Diosa Madre a un paso de distancia.

- Es un error -señaló Bridei en voz baja- suponer que porque algo es viejo ya no resulta útil. Aprendemos de nuestros mayores. Aprendemos del pasado, ¿de qué otra forma podemos obtener sabiduría? Yo les debo muchísimo a los profesores que estuvieron presentes durante los años de mi niñez, venerables ancianos los dos, y evidentes ejemplos de todo lo que hay de bueno en un hombre: sabiduría, coraje, humor y fe. Las viejas costumbres constituyen el corazón y el espíritu de Fortriu. Si se dejan de lado, te quedas con una cáscara vacía. Si las descartamos convertiremos una tierra viva y alentosa en un cascabillo muerto y carente de significado.

- Tal como ha dicho el joven -le comentó el consejero Fergus a Bargoit-, fue educado por un druida, nada menos que por Broichan. No debería sorprendernos que Bridei se exprese de este modo. Un hombre así piensa con acertijos y responde con preguntas. Su mente sigue unos senderos muy alejados de los de la gente común y corriente como nosotros.

- Bridei sólo expresa nuestras verdades. -Estas palabras provenían de una dirección inesperada: el que hablaba era Tharan, el hombre de rasgos delgados y adustos que Aniel había descrito como peligroso-. Sean cuales sean nuestras diferencias, los verdaderos hombres de Fortriu comparten las mismas lealtades y las mismas aspiraciones. Amamos a los dioses y amamos esta tierra encomendada a nuestro pueblo desde tiempos inmemoriales. No siempre nos amamos unos a otros; los conflictos y las disputas por el poder forman parte de la naturaleza humana. A pesar de todo, al menos aquí, en el norte, tenemos un objetivo común: observar la voluntad de los dioses y echar al invasor de nuestras costas.

- Por lo que he oído, hubo pocas muestras de ello en vuestra reciente empresa -dijo Fergus-. Unos cuantos escotos asesinados, una presencia momentánea en el poblado de los Confines de Galany y una cauta retirada; eso difícilmente puede interpretarse como una erradicación del invasor. En cuanto a los antiguos dioses, seguro que deben de haber llorado de vergüenza al ver la gran piedra arrancada de la tierra y trasladada a pulso por media campiña. ¿No fue eso un insulto a vuestras costumbres ancestrales? Además, tus propias acciones no se ajustan precisamente a tus palabras, Tharan. ¿Dónde estabas tú cuando todo esto ocurría? Calentándote las manos en las chimeneas de Caer Pridne, me imagino.

El grupo de hombres que había junto al hogar ya era entonces mucho más numeroso; aquella discusión había atraído la atención de muchos. Bridei vio una mirada de profunda ofensa e ira creciente en las honestas facciones de Talorgen; observó el temblor en la mejilla de Tharan, señal de que el consejero más peligroso de Fortriu no era inmune a los insultos. El primo del rey, Carnach, tenía una mirada abiertamente fulminante. Bargoit mantuvo su expresión desdeñosa. El sacerdote cristiano se había alejado para ir a escuchar la música.

- Lo que has dicho es injusto, y tú lo sabes -dijo Bridei con rotundidad. No se esperaba saltar así en defensa nada menos que de Tharan. Pero se sintió obligado a hablar. Las palabras de Fergus habían sido injuriosas y no pudo permitir que quedaran sin respuesta-. ¿Acaso tú y tu compañero consejero aquí presente cabalgasteis para luchar contra los anglos dejando a vuestro rey sin consejeros a su lado? Lo dudo mucho. Tharan permanece a la derecha del rey; los consejeros del Toro lo han servido sabiamente durante mucho tiempo. Un buen monarca comprende el valor de semejante apoyo e incluso la amistad. Es cierto que Tharan, Aniel y Eogan no siempre tienen la misma opinión, pero eso sólo sirve para reforzar su papel, permitir que el rey cribe posibilidades y esté abierto a distintas ideas. Nuestros consejeros no van a la guerra; aquí tenemos a jefes de clan como Talorgen para controlar esos empeños, hombres expertos en incursiones y defensas y en el liderazgo diario de los guerreros. Un rey no manda a todos sus efectivos a los puntos más alejados de su reino sin pensar en el mantenimiento de los lugares más cercanos. En cuanto a nuestra operación, valió la pena. Talorgen nos dirigió con honor y determinación. En ningún momento tuvimos intención de reclamar ese territorio, pues no es el momento oportuno para semejante empresa. Lo que queríamos era tantear el terreno para el futuro, meter miedo al enemigo. Matamos a más de un centenar de hombres de Dalriada. Tomamos a un rehén importante que ahora se halla confinado en la fortaleza de Fokel. En cuanto a la Piedra del Mago, ningún hombre cuestiona a los dioses. Queda por ver si su ira caerá sobre nosotros por un acto de sacrilegio, como tú sugieres. Lo único que puedo decirte es que cuando llevamos a cabo esa hazaña a todos nos pareció que el Guardián de las Llamas nos sonreía. Sentimos su amor en el mismo momento en que notamos el calor del sol; su buena voluntad nos sostuvo y nos condujo de nuevo a casa sanos y salvos. El poder de los dioses es inconmensurable; nos eleva por encima de los viles insultos de los que se burlan de nuestros esfuerzos y desprecian a nuestros compañeros que derramaron su sangre en el campo de batalla.

- Todo esto está muy bien -dijo Bargoit, extendiendo las manos en un gesto conciliatorio. En esos momentos estaba rodeado de hombres enojados-. Pero a tus argumentos les falta cierta lógica, joven. Antes hablaste con un estilo poético: granos de arena, hojas solitarias, etcétera. Si tan importante es considerar nuestro territorio como una sola entidad, completa e íntegra, entonces no hay duda de que necesitamos un único gobierno, una corte y un rey. Y también una única fe, ¿no es así? Si esto es lo que piensas realmente, joven Bridei, entonces estoy totalmente de acuerdo contigo. Nosotros, los de Circinn y Fortriu, somos un solo pueblo, aunque de vez en cuando lo olvidemos.

- También lo son los caitt -dijo Bridei en voz baja-. Los incluirías también en este reino unificado, por supuesto.

- ¿Los caitt? -preguntó Fergus entre dientes-. ¿Esos bárbaros?

- De sangre priteni -intervino Talorgen, que se hallaba entonces de pie detrás de Bridei-. Hablas de lógica. Vamos a llevar esto a su inevitable conclusión. Todo sería uno: Fortriu y Circinn, las Islas Luminosas y el territorio de los caitt. Unos reinos dispares pero unidos bajo un solo rey y una sola fe. No creo que eso sea dejarse llevar por la imaginación. En los tiempos de mi padre, Bargoit, y en los del tuyo, era así. Los territorios de los priteni formaban un solo reino. Fue la decisión de Drust hijo de Girom de admitir a los misioneros de la fe cristiana en el sur lo que dividió nuestra tierra natal. ¿Y ahora abogas por volver a su estado anterior? No encontrarás argumentos en contra de ello entre los hombres de Fortriu.

Bargoit esbozó una leve sonrisa.

- Yo no abogo por nada semejante, eres perfectamente consciente de ello. Las viejas costumbres han desaparecido de Circinn y nunca volverán. Hay otra manera, una manera que se abre ante nosotros si Fortriu opta por avanzar en vez de por retroceder.

- Fortriu nunca se volverá en contra de sus antiguos dioses. -Bridei sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, como un frío toque de invierno en los huesos-. Nuestro buen rey vive todavía, y rezamos para que los dioses lo preserven y que nos guíe durante las estaciones venideras. Yo también desearía ver nuestra tierra unida bajo un solo líder. De hecho, creo que es el único modo de poder asegurar nuestras fronteras, tanto en el oeste contra los escotos como en el sur contra los anglos. Creo que es nuestra única opción si queremos seguir siendo fuertes en una época de cambio como ésta. Ese líder no sería un hombre que confiara en sus consejeros más de lo debido. No sería un hombre que desplazara a los druidas y desterrara a las mujeres sabias, porque un verdadero rey nunca escupiría en la cara a los dioses de este modo. Eso es lo que creo. Ese líder sería fuerte y honrado, de fe inquebrantable y dispuesto a sacrificar muchas cosas para llevar adelante a su pueblo con esperanza y determinación. Drust hijo de Wdrost es un hombre así. Lo amamos y lo honramos. Y sigue con vida. Conducir la conversación hacia un futuro más allá de su muerte, tal como has hecho tú aquí, nos ofende a todos y cada uno de nosotros. Pero tú eres su invitado. Así pues, te ofrezco cerveza y sugiero que hablemos de otros asuntos. Si no recuerdo mal, empezamos esto con una discusión sobre pesca. Eso no sólo es un tema respetuoso con nuestro anfitrión, sino mucho más seguro. ¿Has pescado algo grande últimamente?

Los hombres de Fortriu se rieron pese a que no era ésa su intención. Fue un comentario hábil, y rápidamente iniciaron una animada charla sobre el tamaño y la calidad de las truchas que podían encontrarse en los distintos lagos y sobre cuál era el mejor cebo. Bargoit, con los labios apretados, no participó.

- Bien hecho -murmuró Talorgen al oído de Bridei un poco más tarde, cuando se hubieron escapado de la multitud-. Conseguiste unos cuantos objetivos con rapidez, incluyendo al menos uno que me sorprendió. Hiciste que Tharan se mostrara de acuerdo contigo en público. Podríamos actuar al respecto.

Bridei asintió con la cabeza mientras lo invadía un repentino agotamiento. En cierto sentido Talorgen tenía razón, no debía perder de vista lo mucho que podía ganarse y lo mucho que podía perderse en ese tipo de ocasiones. La corte estaba llena de hombres poderosos. Sus voces eran las que contaban en la elección de los candidatos al trono. Ese día, sin embargo, al hablar, mientras intentaba encontrar las palabras y el tono adecuados, Bridei se había olvidado de lo que había en juego. No había pensado en su propio futuro, sólo en la necesidad de explicar a esos hombres lo que pensaba y lo que sentía. Talorgen se equivocaba si creía que su intervención había sido un calculado intento de conseguir apoyo.

- Tharan habló desde el amor por Fortriu -dijo-, y Carnach también. Al menos los hombres del norte están de acuerdo en eso.

- Pero el sur cuenta con firmes y numerosos seguidores -repuso Talorgen-. Circinn mandará a doce jefes a la votación cuando sea el momento. El procedimiento les concede todo un cambio de luna para llegar hasta aquí. A menos que recemos para que haga un tiempo particularmente malo, lo más probable es que llegue a la corte toda una dotación. Tenemos que trabajar sin descanso o Fortriu no podrá presentar un frente común contra ellos. Un único candidato, eso es lo que queremos. Todavía hay que llegar mucho más lejos. Pareces cansado, muchacho.

- Cuando estoy allí entre esos hombres, casi parece fácil -dijo Bridei-, como si los dioses me transmitieran las palabras adecuadas. Después, cuando estoy a solas, recuerdo que no soy más que un hombre solo. Que hay otros pretendientes dignos dispuestos a oponerse a mí. Que, a ojos de los jefes de clan, soy joven y no he demostrado nada, soy un don nadie. Habéis depositado mucha confianza en mí: tú y tus amigos, y Broichan en particular. No quiero fallaros. No quiero fallar a los dioses.

Talorgen lo miró con curiosidad.

- De haber creído que nos fallarías, Bridei, no hubiésemos seguido con esto hasta el final. Da la impresión que ese final podría estar más próximo de lo que imaginamos.

- Sí; he oído que la salud del rey sigue deteriorándose.

- Drust no estará con nosotros mucho más tiempo. Hoy Aniel está a su lado, con la reina. Los dioses son misericordiosos; se asegurarán que nuestro rey lleve a cabo el ritual por última vez, y luego creo que nos abandonará. Va a ser un invierno frío.

Bridei no dijo nada. Pensó en el profundo pozo, más frío que cualquier invierno, y la voz del dios oscuro, llamando.

- Soportará la ceremonia -comentó Talorgen-. Drust tiene una voluntad de hierro. Se resentirá mucho con ella. ¿Estás preparado para el ritual, Bridei?

- Debo estarlo.

Talorgen movió la cabeza en señal de asentimiento.

- Incluso Broichan lo teme. Tiene que hacerse. Forma parte de lo que somos; una oscuridad en nuestro interior que debe reconocerse. Tendrías que descansar. Va a ser una noche larga.

Capítulo 14

El sol no había mostrado su rostro en todo el día. Unas nubes que amenazaban tormenta se extendían de norte a sur, de este a oeste, hinchadas de lluvia. De vez en cuando se dejaban ir y mandaban un diluvio que resonaba sobre la techumbre de Banmerren, un aguacero atronador que caía por los tejados de paja y se perdía en centenares de regueros que serpenteaban por los jardines anegados donde hasta los patos se habían refugiado bajo un arbusto. En el interior del inundado complejo tapiado, el día parecía un anochecer, y cuando por fin el sol se hundió en algún lugar por detrás de las nubes, la noche cayó de pronto, como si el dios secreto estuviera impaciente por recibir lo que le correspondía.

El roble estaba prácticamente desnudo; la lluvia se encharcaba en los huecos que formaban sus raíces expuestas. La luz de la lámpara de aceite de Kethra rozaba los montones de hojas de un color amarillo oro, rojizo y castaño que entonces, con la lluvia, adquirían el tono del fértil humus, como si la tierra les reclamara que nutrieran los nuevos brotes de la próxima estación. La voz de la lluvia ahogaba todo lo demás. Tuala siguió a la mujer mayor por el paseo cubierto hacia el interior del edificio principal, donde el fuego del hogar ardía de forma irregular en la amplia estancia central, como si fuera perfectamente consciente del poder de aquel diluvio. El fuego se apagaría antes de la hora del ritual; era sabido que las presencias que asistían a esa ceremonia rehuían la luz.

La casa estaba tranquila. Cuando la puerta se cerró tras ellas, el estrépito de la lluvia se debilitó, y pasó de ser un estruendo que dañaba los oídos a convertirse en un fragor distante. Esa noche, las chicas, que por norma general agradecían la oportunidad de reunirse y hablar sobre su casa y sus amistades, de compartir una cincuentena de pequeños secretos que se habían estado reservando, estaban más serias que de costumbre.

Antes de anochecer habían visto a Fola salir de Banmerren con la cabeza cubierta con la capucha e inclinada para protegerse de la lluvia, seguida por una procesión de mujeres envueltas en capas que avanzaban con solemnidad por el sendero que conducía a Caer Pridne. Se rumoreaba que a Fola no le gustaba el Umbral. Decían que la mujer sabia prefería llevar a cabo los rituales en los lugares de la diosa: allí dentro, al amparo de los muros, en la playa del otro lado, o en la hondonada de los mojones triples. Pero no en Caer Pridne, un reino de hombres, poder y antigua oscuridad. No le gustaba, decían, esa ceremonia en la que la participación de las mujeres era a la vez un privilegio de lo más excepcional y una vergüenza mayúscula. Pero Fola obedecía a los dioses. Los obedecía a todos, incluso al que no se podía nombrar. Así pues, salió encabezando la marcha de sus mujeres, todas las sacerdotisas excepto Kethra, que se quedaría para vigilar a las chicas más jóvenes, y todas las chicas mayores que vestían de verde, Derila la historiadora y sus iguales. No iba con ella ninguna de las chicas más jóvenes; las que se cubrían con ropas azules todavía no podían aprender la manera en que se llevaba a cabo aquel ritual y, por supuesto, no podían asistir a su ejecución.

Previamente, Odha había hecho frente a Kethra sobre aquel tema.

- ¿Por qué no podemos ir nosotras también? Al fin y al cabo estamos aquí para aprender. Y queremos ver Caer Pridne, las piedras-toro, la corte del rey y todo lo que allí sucede.

La expresión del rostro de Kethra había cambiado, dio la impresión de que todas sus facciones se tensaban.

- Esto pasa de ser una sandez, Odha. Deberías arrodillarte ante la Brillante y darle las gracias desde el fondo de tu corazón por no tener que estar allí esta noche. Ya te llegará el momento. Eso si no te mandamos a casa por mera estupidez antes de que puedas soñar siquiera en ganarte las vestiduras verdes.

- Pero…

- Ni una palabra más.

En esos momentos se hallaban reunidas delante de la chimenea. Nadie decía nada. Escuchaban la lluvia, evitaban mirarse a los ojos y se sumían en sus propios pensamientos. Tuala hubiera preferido pasar la noche de Umbral sola en su torre, manteniendo a Bridei a salvo en su mente mientras éste presenciaba el ritual, deseando con toda su voluntad que tuviera fuerza de espíritu y firme determinación en la más obscura de las pruebas. Pero Kethra la había hecho entrar en la casa. En la torre hacía frío y goteaba agua por el tejado. Tuala tenía que quedarse con las demás; velarían todas juntas.

Las chicas ya estaban familiarizadas con el Umbral, por supuesto. Se solemnizaba en todas las casas de Fortriu, en todos los poblados y en todas las comunidades. Se honraba a la Diosa Madre, se apagaban las luces y se daba la bienvenida a los espíritus de los muertos; unas corrientes de aire frías y arremolinadas señalaban la danza espiral de las sombras por entre los vivos, delante y detrás de ellos, en torno a ellos, entremezclándose, rozando una mejilla o una mano con unos dedos gélidos, una boca temblorosa con unos labios helados. Broichan siempre había sacrificado una criatura al dios, normalmente un pollo o un cordero de otoño. La primera vez que a Tuala se le permitió quedarse levantada para el rito, Bridei le había dicho que se metiera los dedos en los oídos y que cerrara los ojos cuando llegaran a esa parte, pero ella había mirado y luego lamentó haberlo hecho. Después de la ofrenda se oraba, se compartían los alimentos rituales y se encendía una única vela: se recuperaba la esperanza, el camino hacia delante seguía milagrosamente iluminado incluso en unos momentos de oscuridad y muerte. Tuala lo comprendía; lo había hecho incluso siendo aún muy niña. El roble dormía; no había señales de verdor, ni un atisbo de vida excepto por las lentas y profundas historias de su interior, la extraña y maravillosa transformación de las hojas marchitas en suelo fértil que nutría sus brotes ocultos. De esta forma descansaban hombres y mujeres mientras el camino que tenían por delante se formaba de nuevo en algún punto del laberinto secreto de sus sueños.

Así era el Umbral en Pitnochie, en el Pozo del Cuervo y en todo el territorio de Fortriu. En Caer Pridne era distinto. El promontorio sobre el que se había construido la fortaleza del rey albergaba un lugar en las profundidades de la tierra, una oscura grieta consagrada al más antiguo de los dioses, aquel cuyo nombre no podía pronunciarse de tan temido que era entre los priteni. A lo largo de innumerables eras los reyes de Fortriu se habían adentrado en el Pozo de las Sombras en el Umbral para llevar a cabo el ritual que esta deidad exigía. Era necesario; la historia lo había demostrado del modo más cruel. Wid y Erip habían hablado de cierto monarca que no podía sobrellevarlo; bajo su mandato el pozo se había sellado y el camino se había cerrado. Al principio todo pareció seguir igual. Pero luego vinieron las estaciones de oscuridad: tres años sin verano. Una neblina tapó el cielo día sí y día también; el Guardián de las Llamas quedó reducido nada más que a una leve palidez, proporcionando escasa luz y menos calor. La Brillante se retiró tras su halo y no dirigía su mirada sobre aquella tierra desobediente. Las cosechas se malograban antes de alzarse ni un palmo sobre la tierra; el hambre y las enfermedades asolaron Fortriu. La gente pereció por millares y los supervivientes se volvieron medio locos, hambrientos tanto de comida como de luz. Se postraron, desesperados, rogándoles a los dioses que tuvieran compasión. Al cuarto año de oscuridad, la Diosa Madre se llevó al rey al otro lado del velo y los jefes de clan de Fortriu eligieron a un nuevo monarca. Aquel Umbral, los hombres de Caer Pridne se reunieron una vez más junto al Pozo de las Sombras y la ceremonia se desarrolló en su antigua forma. Los veranos regresaron.

Los priteni tardaron mucho tiempo en recuperarse de las estaciones de oscuridad. ¿Cómo pueden los hombres soportar el terror de vivir en una sombra perpetua? Aquello había ocurrido en una época que algunos aún recordaban. Se decía que en el sur, al otro lado del muro romano, el azote duró más todavía, pues la estación oscura había ido seguida de distintas plagas y a los pocos que sobrevivieron a los años de hambruna y enfermedades no les quedaron ni fuerzas ni voluntad para emprender la larga tarea de volver a convertir las tierras baldías en fincas fértiles y pastos saludables.

Tuala sabía que, en general, la ejecución de la ceremonia tendría mucho en común con la versión que Broichan realizaba en casa. Pero sería distinta: al ritual del rey solamente asistían hombres, y su procedimiento exacto era secreto. Las mujeres sabias de Banmerren no bajaban al pozo. Ellas tenían una función concreta, y cuando la habían llevado a cabo, velaban en la costa situada por debajo de la fortaleza hasta el amanecer, lo que iba a resultar especialmente duro aquella noche; la Brillante había envuelto su resplandor, quizá avergonzada por lo que debía hacerse para aplacar al más antiguo de los dioses. Las mujeres regresarían a Banmerren empapadas y muertas de frío. Y tristes. ¿Cómo no iban a estarlo?

Tuala tenía la vista clavada en el fuego. Se preguntaba si de verdad las demás no sabían lo que estaba a punto de ocurrir esa noche o si estaban fingiendo porque la verdad era demasiado difícil de aceptar. Erip y Wip, a lo largo de los años, habían hecho referencias suficientes al rito como para que Tuala se pudiera imaginar lo que no sabía. Morna, la chica de tez pálida y ojos extraños, había salido detrás de Fola, cubierta con la capa y la capucha de color gris, como si ya fuera una sacerdotisa; imposible, Morna era demasiado joven y tan sólo llevaba en Banmerren un año aproximadamente. Ese día Morna caminaba de una manera rara, como si en su mente no estuviera abriéndose paso por un camino embarrado bajo un cielo amenazador, sino pisando algún otro sendero totalmente distinto, uno compartido únicamente con dioses y espíritus.

Siguió avanzando la noche; al fuego le costaba mantenerse encendido. Ninguna de las chicas pidió que la excusaran para retirarse a la comodidad de su cama. Esa noche había demasiados rincones oscuros en los dormitorios, demasiadas sombras con forma extraña. Una a una, las jóvenes se apoyaron en las paredes, pusieron la cabeza en las mesas o se estiraron en los bancos y el sueño las reclamó. Cuando se acercó la hora del ritual, sólo Kethra y Tuala lo supieron, sentadas como estaban una a cada lado de la chimenea.

- ¿Tuala?

- ¿Sí?

- Te he visto practicar la hidromancia; he visto el poder de las imágenes que puedes invocar. ¿Por qué ya no utilizas esta habilidad? Al dispensarte de mis clases pensé que te vería progresar por tu cuenta. Había esperado que Fola y yo podríamos enseñarte a aprovechar tu talento para utilizarlo mejor. Pero no te he visto con un cuenco de hidromancia desde aquella primera vez.

- Creo que podría ser… peligroso. Lo que veo suele llenarme de inquietud.

- El ojo del espíritu no se abre para que la vidente se reconforte, sino para que pueda aprender -dijo Kethra-. Es de esperar que se sienta afectada; después de semejantes visiones hay que aceptar el agotamiento del cuerpo y el espíritu. Tener miedo de utilizar tu talento, sobre todo cuando eres tan hábil en este arte, parece desobediencia, un claro desacato a la voluntad de la diosa. Y tú estás en Banmerren como sierva suya. ¿Acaso una buena hija de Fortriu no obedece a la Brillante en todo?

Tuala no respondió.

- Dime -Kethra se inclinó hacia ella, con los codos apoyados en las rodillas; la luz del fuego dejaba ver sus ojos inquisidores, las pequeñas arrugas en torno a su boca, el cabello fuertemente disciplinado-, ¿puedes invocar lo que deseas encontrar en el agua? ¿Puedes controlar tu don hasta ese extremo? ¿Ahora mismo podrías mirar y ver lo que está pasando en ese lugar oscuro y secreto de Caer Pridne si quisieras?

De repente Tuala sintió mucho frío; era como si estuviera en el borde del Pozo de las Sombras, tambaleándose sobre un cuadrado de agua oscura como la tinta.

- A veces puedo dominarlo -susurró-. A veces la diosa manda otras imágenes. Creo que si mirara un cuenco de hidromancia esta noche sería eso lo que viera. El rey. El pozo. Pero las mujeres tienen prohibido asistir al ritual.

- No asistiríamos -dijo Kethra en voz baja-. Sólo se nos permitiría ver un reflejo de algo parecido a la realidad. ¿Puedes hacer que otra persona participe de tu visión? ¿Puedes compartirla?

- No lo sé. -Tuala estaba temblando. La sugerencia de Kethra la había alarmado; y más alarmante aún fue darse cuenta de que eso era exactamente lo que ella quería hacer; lo necesitaba hacer, para así poder compartir el momento oscuro con Bridei, paso a paso, respiración a respiración.

- Si nos cogemos de la mano -dijo Kethra- y las dos ponemos nuestra voluntad en ello, quizá la diosa nos permita tener la misma visión. Tú posees un gran talento natural. Yo soy experta en este arte y dispongo de métodos para controlarlo. Juntas podríamos hacerlo bien.

Tuala se la quedó mirando fijamente. Kethra era una mujer sabia. Ya debía saber que lo que le proponía estaba prohibido. Sin duda era un poco distinto a asistir en persona al ritual secreto, algo que ninguna mujer podía hacer. Espiar el rito suponía enojar a los dioses, arriesgarse a recibir un terrible castigo. Pero aun así Tuala también quería hacerlo. Su deseo se hacía más fuerte cuanto más pensaba en ello. Bridei estaba allí. Podría verlo en ese mismo momento, enseguida. Podría mantenerlo a salvo en sus pensamientos mientras él soportaba la crudeza de la ceremonia.

- Fola no lo aprobaría -dijo.

- Con el tiempo a Fola se le hubiera ocurrido lo mismo. -La voz de Kethra, aunque queda para no despertar a las alumnas que dormían, era del todo firme-. Tus habilidades la fascinan. Te trajo aquí, imagino, no tanto por lo que podríamos enseñarte, sino por lo que tú podrías transmitirnos. Créeme, si Fola no tuviera que pasar la noche temblando a orillas del mar estaría aquí a nuestro lado mirando en el cuenco. ¿Lo harás? Ya casi debe ser la hora.

Tuala no dijo nada, se limitó a levantarse cuando Kethra lo hizo y fue a buscar un aguamanil con agua mientras la profesora preparaba el cuenco de bronce. El agua se arremolinó y se asentó. Tuala tomó las manos de Kethra por encima de la mesa, estaban situadas cara a cara con el cuenco de hidromancia entre las dos y juntas inclinaron la cabeza sobre la superficie. El fuego casi se había extinguido y la estancia se hallaba prácticamente a oscuras. Ardía una vela; los rostros de las muchachas que dormían eran unos pálidos óvalos en medio de las sombras. Tuala notó que el corazón le latía más despacio y que su respiración se sosegaba. Entonces la diosa la llamó y la sumió en la oscuridad.

Una procesión; la lluvia había remitido, las mujeres sabias se acercaban a Caer Pridne, el cabello plateado de Fola le caía suelto por la espalda. Otra mujer caminaba a su lado. No, no era una mujer, era una chica, una chica de tez lívida y mirada vacía con unos rizos castaños que le llegaban a la cintura y un vestido inmaculado del más blanco lino bajo la capa gris de una mujer sabia. Morna: la que de pronto había desaparecido de las clases y sólo volvió a verse fugazmente como una sombra para esfumarse después, aquella cuyos ojos no parecían ver más que sueños. A su otro lado iba Luthana, la experta en ciencia herbaria, la que pasaba largos días cavando, podando y matándose a trabajar sobre teteras humeantes. Llegaron a las puertas de hierro de Caer Pridne; Tuala vio las piedras-toro a ambos lados del camino, unos formidables bloques en los que la imagen de la criatura aparecía débilmente iluminada por la luz de las antorchas. Tal vez esas bellas representaciones habían sido grabadas por Garvan, el hombre al que no había podido sorprender con una historia de deseo y autocontrol, Garvan, de quien podría ser entonces la esposa de no haber elegido el camino de la Brillante.

Aguardaban en silencio, Morna inmóvil y pálida entre las dos mujeres mayores y las sacerdotisas de Banmerren detrás de ellas por parejas sin las capuchas y con las manos cruzadas sobre el pecho. Fola y Luthana no adoptaron esa pose; cada una de ellas tenía agarrada una de las frágiles muñecas de Morna, como si la chica fuera a alejarse si no la sujetaban de ese modo. Morna miraba fijamente al frente a través de las puertas. Precisamente así, pensó Tuala, miraría una mujer ciega, sin saber si lo que tenía delante era hermoso o lastimero, algo maravilloso o un objeto aterrador. Kethra apretó las manos de Tuala. Ella estaba acostumbrada a buscar sus visiones sola; siempre le había parecido que estaba muy mal hacerlo en compañía de alguien que no fuera Bridei. Cuando los Seres Buenos habían mirado por encima de su hombro en el Espejo Oscuro, había sentido ira y resentimiento. Esa noche agradeció la tranquilidad que le proporcionaba la presencia de Kethra, la cálida realidad de su contacto.

En el agua daba la sensación de que pasaba el tiempo; las nubes se arremolinaban y enturbiaban el cielo oscuro. Empezó a llover, pero las mujeres no se pusieron las capuchas y permanecieron con la cabeza al descubierto. Al final aparecieron unos hombres en el interior de las puertas, una fila de guerreros, de dos en dos, encabezados por tres individuos con vestiduras negras: Broichan en el centro, su oscuro cabello peinado con las múltiples trencitas propias de la profesión de druida y los ojos como dos huecos ensombrecidos en un rostro al que la luz incierta de la velada luna y de las parpadeantes antorchas daban un aspecto cadavérico. A su derecha había un hombre enjuto, de cabello cano, labios apretados y mirada astuta. A la izquierda de Broichan había un hombre más alto, de mirada dura y apariencia adusta. Un par de guardias se colocaron sigilosamente tras los cerrojos de hierro y tiraron de las puertas para abrirlas.

Hubo un intercambio de palabras: Broichan habló, Fola respondió. Una secuencia formal de preguntas y respuestas. Con el oído del espíritu y su conocimiento del ritual, Tuala intuyó su significado.

- ¿A qué habéis venido?

- A arreglar lo que se ha roto. A devolver lo que fue arrebatado. A comprometernos de nuevo.

- ¿Qué ofrecéis?

- Pureza. Obediencia. Sacrificio. La renuncia del propio ser a la esencia del dios.

- ¿Es una ofrenda perfecta?

- Es perfecta -Fola inclinó la cabeza.

- Es íntegra -dijo Luthana, y a continuación soltó la mano de Morna y se alejó caminando hasta el final de la fila. A su vez, todas las mujeres de Banmerren dieron un paso adelante y expresaron su afirmación al druida; al dios oscuro del cual Broichan debía ser el representante esa noche.

- Es pura.

- Está llena de luz.

- Es completa.

- Es de lozana juventud.

- Es obediente.

- Es la adecuada.

Una a una, las mujeres hablaron y se retiraron, hasta que sólo quedó Morna allí de pie, en silencio, inmóvil, con la menuda y erguida Fola a su lado. Entonces ésta se movió para quitar la capa de los estrechos hombros de la muchacha y Morna se quedó frente a los hombres con su vestido del blanco más puro, una figura delgada y frágil a la luz de las antorchas. A pesar de la lluvia y el frío cortante del invierno, permaneció completamente inmóvil.

- Es perfecta -repitió Fola, y fue a situarse frente a Morna. Fola era una mujer pequeña; tuvo que ponerse de puntillas para que su rostro quedara a la altura del de la chica. La mujer sabia besó a Morna en la frente, una despedida formal, y a continuación la soltó y se alejó. Los rasgos de Morna permanecieron impasibles; se dirigía a un mundo distinto.

- Es buena -dijo Broichan, que avanzó y tocó a la chica en el hombro. Sus ojos no parpadearon, no dieron muestras de reconocer ningún cambio. Entonces Morna atravesó las puertas de Caer Pridne, siguiendo los pasos del druida, y éstas volvieron a cerrarse tras ella, dejando fuera a Fola y a sus mujeres sabias.

Tuala respiró agitadamente; sintió, más que vio, que Kethra hacía lo mismo. El agua se rizó y volvió a quedar en calma una vez más.

Las mujeres sabias estaban junto a la costa, el viento arreciaba, se arremolinaba en torno a ellas, les levantaba las capas y daba a sus formas el aspecto de pájaros, murciélagos o criaturas de algún lugar oculto del bosque, manifestaciones del Cuervo Negro que no acababan de ser ni una cosa ni otra. Fola las guiaba para formar un círculo. No hubo ritual; ni hubo saludos, rezos ni ritos de tejidos elementales. Permanecieron allí de pie en silencio, sin tocarse, como piedras paradas en una llanura ensombrecida; como un bosquecillo de árboles pequeños en una cañada oculta. El viento soplaba y levantaba la arena hiriente en torno a ellas; enmarañaba sus largos cabellos, grises, blancos, rojizos, rubios; tiraba de sus ropas y helaba sus cuerpos. El rocío salino siguió a la arena; la lluvia caía sobre ellas, mezclándose con sus lágrimas. Tuala vio que incluso Fola lloraba. No se movieron. Velarían de ese modo hasta el amanecer.

La imagen cambió, se disipó; el agua del cuenco de hidromancia se oscureció y permaneció así durante un rato. El único punto de luz era el reflejo de la vela que luchaba contra las pequeñas corrientes de aire que se arremolinaban por la estancia. Podía oírse débilmente el sonido de la respiración, suave y acompasada, de las chicas que dormían, lo que resultaba reconfortante.

Un brillo pálido en el agua: el vestido blanco de Morna, su rostro más blanco todavía. Aún se mantenía el trance causado por rezos, ayuno, soledad prolongada y dura preparación. Una procesión se abría camino por Caer Pridne, hacia el interior de la fortaleza del rey, ya no se trataba de una simple hilera de guerreros, sino que era una reunión más solemne, aunque había pocas antorchas. Aquel dios amaba la oscuridad; los hombres sólo llevaban luz suficiente para poder ver dónde pisaban. Morna caminaba entre ellos como un espectro ensombrecido por la oscura forma del druida del rey. Describieron un trayecto en espiral siguiendo los adarves y subiendo por los empinados escalones de un nivel a otro. Cuando llegaron a un patio superior los guerreros formaron un gran círculo en aquel espacio, en cuyo centro se situaron la chica vestida de blanco y el druida. Se oyó el grave sonido de un cuerno; Tuala no sabía si aquella nota estaba sólo en su mente o si el crudo viento la había traído por toda la bahía desde la fortaleza del rey hasta la protegida casa de Banmerren. Parecía el lamento de un enorme animal herido que gritara angustiado. Se abrieron las puertas; un grupo de hombres salió del interior de la fortaleza. Todos llevaban ropas oscuras; las expresiones de algunos rostros eran sombrías. Entre ellos había uno que podía reconocerse inmediatamente: el rey, sin duda, aunque no llevaba corona de plata, torques de oro, joyas, ni ningún otro adorno, sino las mismas vestiduras oscuras que envolvían a sus compañeros. Su identidad estaba en su rostro, unas facciones descarnadas y un tono de piel grisáceo, los ojos brillantes por el dolor, una boca que mostraba la severidad de la disciplina. La autoridad resplandecía en sus rasgos a través de una máscara de muerte. La voluntad de Drust era formidable. Dirigió la vista hacia el otro lado del patio, miró a Broichan, que esperaba, y el druida cayó de rodillas. Todos los hombres allí presentes hicieron lo mismo, todas las cabezas se inclinaron como muestra de reconocimiento. Era un momento de absoluto valor; una demostración de verdadera realeza.

A continuación, y durante un rato, el agua sólo mostró imágenes fugaces. Un atisbo de Fola, Derila y Luthana, inmóviles y con aspecto grave, firmes bajo el azote del viento y el frío lacerante de la noche. Los hombres caminaban de nuevo, avanzaron por la cima y bajaron por un pequeño camino secreto. Los guerreros se quedaron atrás, las antorchas se encajaron en los soportes. Sólo unos pocos siguieron adelante mientras el sendero se hundía, haciéndose cada vez más estrecho, descendiendo al corazón de la colina. Tuala veía sus caras, que se iban iluminando por turnos a medida que pasaban junto a la antorcha situada en el extremo de un tramo de escaleras increíblemente empinado que descendía hacia las mismísimas entrañas de la tierra. Ahí estaba el rey, estoico y tenaz, con el dolor reflejado en su semblante. Sus consejeros iban detrás de él. Luego seguía Broichan, cuyo rostro era una máscara, y Morna, con su vestido blanco y sus ojos que miraban sin ver. Quizá no supiera nada, no comprendiera nada; quizá lo supiera todo, lo comprendiera y lo aceptara, viajando entonces por un reino en el que la Brillante aplaudía su bondad y la Diosa Madre extendía sus brazos con una promesa de paz. Había que esperar, desear y rezar para que así fuera.

Otros hombres iban detrás, uno alto con el cabello pelirrojo, y varios más, Talorgen y su hijo entre ellos. Y Bridei. Allí estaba, vestido con una larga túnica oscura, el cabello suelto sobre los hombros y una estrecha cinta verde atada alrededor de la muñeca. Entonces Tuala ya no pudo mirar otra cosa. Deseó con todas sus fuerzas que sus pensamientos llegaran hasta él, que su amor lo rodeara. Le dolía la cabeza; se dio cuenta por el gesto de su boca, por la arruga de su entrecejo, por las manos que se alargaban para rozar los altos márgenes al pasar por el camino situado a un nivel más bajo. Llevaba tiempo sin dormir; tenía unas ojeras púrpura y estaba más delgado. A pesar de todo se mantenía fuerte y erguido y no dejaba vagar su mente, sino que observaba a los demás: al rey, a los consejeros y a Broichan. Sobre todo a Broichan.

El agua del cuenco estaba cambiando. Mientras Tuala miraba, empezaron a formarse unos diminutos cristales en los bordes, helando la superficie, y se alzó un frío que le provocó escalofríos e hizo que le dolieran los oídos y la nariz. Sin embargo, la habitación seguía manteniendo el último calor del fuego; el gato, Sombra, dormitaba en el hogar, bien enroscado sobre sí mismo; las chicas dormían plácidamente, cubiertas tan sólo por sus capas. Era la visión la que retenía el frío. El aliento gélido provenía directamente del lugar secreto del dios: el Pozo de las Sombras.

Bajaron por las escaleras. El camino estaba débilmente iluminado por las velas que se habían encendido con la última antorcha. La luz irregular apenas revelaba las resbaladizas superficies de piedra, un techo abovedado. Al pie de los escalones se abría una cueva cuyo suelo no era de tierra, ni de roca ni de esteras, sino de una repentina agua oscura. Frío; más frío que el toque del hielo en el espino, más frío que el viento cortante que temblaba por los páramos, más frío que el beso de los labios de un hombre muerto. En torno al borde del pozo había una cornisa con la anchura justa para una persona; uno a uno, el rey, los guerreros y los consejeros pasaron a ocupar su lugar allí, rodeando el agua. En el extremo más alejado, en el lado opuesto a la escalera, se colocaron el rey y el druida, y Morna entre ellos dos. La chica brillaba débilmente a la luz de las velas entre aquellos hombres vestidos con ropas tenebrosas, como si fuera una manifestación menor de la mismísima Brillante. El agua era oscura como la tinta; ni la joven del vestido blanco ni la pequeña llama parpadeante se reflejaban en la superficie prohibida.

El corazón de Tuala empezó a latir aceleradamente a pesar de todos sus esfuerzos por mantener la calma. Tenía las manos húmedas de sudor; Kethra se las aferraba tan fuerte que le hacía daño. ¿Dónde estaba Bridei? ¡Ah! Estaba allí, cerca del rey Drust. Broichan había enseñado bien a su hijo adoptivo. A pesar del dolor de cabeza, disimulaba y mantenía una expresión circunspecta. Otros no eran tan hábiles. El hombre alto y pelirrojo tenía aspecto de ir a desmayarse en cualquier momento; muchos de ellos daban muestras de tener frío y se arrebujaban en sus capas o vestiduras. Y había un individuo de mirada dura cuyos rasgos mostraban abiertamente su repugnancia por lo que allí estaba pasando.

Se trataba de un rito sencillo y breve. Tuala comprendía los motivos para que así fuera. La cueva del dios oscuro no era un lugar donde un hombre en su sano juicio quisiera estar mucho tiempo, y tampoco era aquélla una práctica que facilitara los rezos prolongados, los retrasos o la ocasión de cuestionar con demasiado detalle su naturaleza y significado, o de empezar a dudar.

Habló Broichan: palabras rituales acompañadas de gestos, una secuencia de signos que a Tuala le resultaban absolutamente desconocidos. Quizá fuera un encantamiento druídico; al final extendió los brazos, profirió un enorme grito y la oscuridad pareció envolverlo, alzándose desde el agua, surgiendo de la gélida atmósfera, de las antiguas piedras, haciéndolo inmensamente alto, más anciano de lo que se podía contar en años y lleno de un poder ávido e implacable. Tuala apenas podía respirar; los rostros de los hombres mostraban sobresalto, temor, como los de unas criaturas atrapadas esperando el golpe de un cazador. El druida volvió a gritar, un ensalmo en una lengua que Tuala no comprendía. Entonces él agarró a Morna por un hombro y el rey Drust por el otro y ambos cayeron de rodillas, empujando a la chica al suelo entre ellos.

- Recemos para que no vuelva en sí antes de que esto termine -susurró Kethra con la voz trémula de una chiquilla aterrorizada-. Recemos para que la diosa no aparte su mirada al final.

Tuala vio el rostro de Bridei, joven, petrificado, con demasiadas cosas en su mirada; los ojos del rey mostraban el deber que combatía con el dolor. En los adustos rasgos de Broichan había algo demasiado terrible de contemplar, pues en ese momento el dios Innominado habitaba en él y el poder estaba en todos los rincones de su ser: no el poder vivo y vibrante del Guardián de las Llamas, ni el eterno flujo y reflujo de la Brillante, ni siquiera la profunda sabiduría de la Diosa Madre, sino una misteriosa energía que fluía por debajo y más allá de todos ellos, un secreto, algo terrible que hacía que los hombres desviaran la mirada, pero al mismo tiempo se sintieran atraídos, pues los oscuros deseos de esa deidad tenían su pequeño reflejo oculto en lo más profundo de cada uno de ellos.

Morna, entre el rey y el druida, tenía la espalda curvada y el rostro inclinado por encima del agua. Su larga cabellera caía hacia delante, casi tocando la superficie impenetrable. Estaba inmóvil, aquiescente. Tuala aguantó la respiración.

Desde el exterior de la cueva, arriba, en la ladera, el cuerno sonó de nuevo con una quejumbrosa y desgarradora nota de sufrimiento. Invocaba al dios; la ofrenda estaba lista. Entonces, con tanta rapidez como una flecha se clava en el corazón, Broichan le puso la mano en la nuca a Morna y le metió la cabeza en el agua. Al otro lado, Drust hizo lo mismo, pero más débilmente; el hombre enfermo no tenía la fuerza del druida, que esa noche era la fuerza de un dios. A Tuala le dio un vuelco el corazón; unas repentinas lágrimas de miedo le inundaron los ojos. No hubo forcejeo; Morna permaneció arrodillada sin moverse en la estrecha cornisa, sus blancas faldas flotando a su alrededor, su cabello oscuro extendido en las aguas oscuras y el rostro invisible bajo la superficie. La mano de dedos largos del druida agarraba con fuerza su cuello menudo; el rey y él la sujetaban por los brazos, sosteniéndola para que no perdiera el equilibrio mientras ella se ahogaba, moría… Era un acto de perfecta obediencia.

Tuala se había olvidado de respirar; unas motas bailaban ante sus ojos, perdería la visión, quería que se fuera, quería… Kethra tomó aire.

La postura de Broichan se había vuelto incómoda. Tenía la mano en el cabello de Morna, los nudillos blancos. En esos momentos el cuerpo de la muchacha estaba rígido; los dos hombres usaban todas sus fuerzas para que no se moviera. Al rey le sobrevino un acceso de tos; se tapó la boca con la mano, esforzándose por seguir agarrado a la estrecha cornisa. Sólo Broichan sostenía entonces a la chica, que tenía el rostro bajo el agua. Drust apartó los dedos de los labios. Los tenía manchados de sangre. A su lado, Broichan hizo un leve sonido cuando su pie se deslizó por las resbaladizas piedras del borde del pozo. Se oyó un chapoteo; finalmente Morna había notado el frío contacto de la Diosa Madre y estaba luchando con todas sus fuerzas. Agachado a medias en el mismísimo borde del pozo, Broichan dijo algo entre dientes y la mirada de Drust se dirigió, con una apremiante súplica, a aquellos a los que, por parentesco, podía apelar para que lo ayudaran. Tuala vio que el hombre alto y pelirrojo inclinaba la cabeza y no se movía. Un segundo hombre fingió no entender lo que quería el rey.

- Ayudadme -dijo Drust en voz alta, y miró directamente a Bridei.

A Tuala se le heló el corazón; cerró los ojos y casi soltó las manos de Kethra. Pero no lo hizo; esa visión debía ser compartida con todo su horror y grandiosidad; los dioses así lo requerían. Bridei avanzó poco a poco en torno al pozo, pisando con el mismo cuidado que un gato; otros hombres se apretaron contra las paredes de piedra para dejarle pasar. Se arrodilló al lado de Drust, lo agarró por el brazo y lo mantuvo en equilibrio y a salvo mientras el rey alargaba la mano hacia Morna de nuevo. No llevó mucho más; el agua estaba muy fría. No pasó más tiempo del que se tarda en contar dos veces los dedos de las manos y los pies de una persona, no más que el que se tarda en cortar una gavilla de romero o en atar pulcramente una cinta. Quizá un poco más; era necesario asegurarse de que el sacrificio había sido realizado y el dios estaba satisfecho. Entonces sacaron a Morna del agua, blanca y sin vida, el rey se puso de pie con la ayuda de Bridei, hizo una señal de bendición sobre el pálido rostro de la muchacha y le colocó las manos en el pecho.

Uno de los hombres, un individuo alto que había estado situado junto a Bridei en la cornisa, cogió a Morna en brazos, listo para llevársela de la profunda cueva. El druida alzó las manos una vez más, y las mangas de sus vestiduras cayeron dejando al descubierto una hilera tras otra de pequeñas marcas allí tatuadas, no los signos de un guerrero, sino los profundos y sutiles símbolos de la profesión de druida, criatura y hierba, piedra parada y estrella lejana, formando espirales por su piel blanca con palabras escritas aquí y allá con el alfabeto secreto de la hermandad, como filas de diminutos árboles misteriosos. Gritó una vez más, un sonido áspero y grave, y a Tuala le dio la impresión de que aquel grito hacía brillar la cueva, y que en las paredes y el techo alto por encima del Pozo de las Sombras se dejaban ver los grabados, signos del dios tallados allí por los antiguos antepasados, un reflejo de los dibujos que se extendían por la piel del druida, uniéndolo íntimamente con el poder que habitaba allí en el corazón de la tierra, así como en los más oscuros recovecos de los corazones de los hombres. Su grito resonó dolorosamente en la cabeza de Tuala y le transmitió una sensación desagradable. Notó las manos temblorosas de Kethra.

El sonido se fue apagando. Una vez más volvió a formarse la procesión de hombres que avanzaron lenta y cuidadosamente por la cornisa y por las escaleras que los condujeron al aire y a la luz. El hombre grandote llevaba a Morna con facilidad; era una chica delgada y menuda, que había llegado a Banmerren desde el oeste, cuando sus padres murieron en una incursión de los de Dalriada y no quedó nadie más para acogerla. Una chica tranquila que sólo quería complacer a todo el mundo; eso era lo que Tuala recordaba haberles oído decir. Bridei caminaba cerca del rey, sujetándolo firmemente por el codo para que no perdiera el equilibrio. Drust parecía estar muriéndose de cansancio; le brillaban los ojos como si tuviera fiebre y tenía la piel muy tirante sobre los huesos. Aun así, caminaba como un rey, con la espalda recta, la cabeza alta. En cuanto a Bridei, parecía impasible, calmado. Era fuerte; Tuala había temido que no pudiera soportarlo. Los hombres lo miraban y ella vio respeto en sus caras, y también resentimiento. Lo miraban como si fuera el hombre que ellos hubieran deseado ser si tuvieran el valor suficiente. Bridei parecía un dechado de control. Su expresión no dejaba traslucir nada en absoluto, excepto para Tuala. Ella lo conocía mejor que a sí misma. Leyó su mirada y vio la pena que había en sus ojos. Sintió el fuerte dolor punzante como si estuviera en su propia cabeza. Supo que su corazón latía con fuerza, supo que se sentía preso de la culpabilidad y que también sentía repugnancia. Reconoció en ello la presencia del dios oscuro y fue incapaz de ayudar a Bridei a librarse de ella.

- Se ha ido -dijo Kethra con voz extraña, y le soltó las manos a Tuala. Y así era, en el cuenco de bronce no había nada más que un oscuro charco de agua clara. La habitación estaba fría y muy silenciosa. Tuala parpadeó y se enjugó las lágrimas de los ojos; vio que Kethra, frente a ella, se pasaba la mano por las mejillas y oyó que respiraba hondo. De pie en torno a ellas, formando un silencioso círculo, arrebatadas, anonadadas por el poder de su oscura visión, estaban las alumnas más jóvenes, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos bajo sus vestiduras azules. Como chiquillas que se hubieran despertado de pronto de una pesadilla demasiado terrible para contarla, miraban fijamente, enmudecidas, a aquellas que le habían dado forma. En ese momento Tuala fue consciente de la importancia de su desobediencia. Había mirado allí donde no debía; se había inmiscuido allí donde ninguna mujer pertenecía. Al igual que una piedra lanzada en una tranquila charca, un acto como aquél podría provocar unas reacciones de gran alcance. ¿Quién sabía qué castigo se le antojaría infligir a aquel dios oscuro? Y aun así no fue capaz de lamentarlo. Kethra fue la primera que pudo hablar.

- Odha, atiza el fuego. Deira, trae leña del cesto. Las demás, encended algunas velas más. El ritual ha terminado, al menos para nosotras. Esta noche dormiremos aquí, todas juntas delante del fuego. Quitad a ese gato de ahí, está absorbiendo el poco calor que queda. Bueno, necesitaremos pan, miel y una infusión de hierbas que os ayude a descansar. Luego podréis hacer preguntas, si es que tenéis que hacerlas, pero no demasiadas. No sé lo que habéis visto, pero yo sí tengo que deciros una cosa. Las visiones del cuenco de hidromancia aparecen y se forman según la voluntad de la diosa. Si habéis visto imágenes que os han inquietado, puede ser que mirarais cuando no tendrías que haberlo hecho. -Kethra tenía las manos muy apretadas. A Tuala le dio la impresión de que la profesora hablaba sin ser consciente de que las únicas culpables de lo ocurrido eran ellas dos, nadie más. Entonces descubrió en su mirada la demostración de un extraordinario aplomo. Sus ojos tenían la sombra de la sabiduría, y del miedo-. Concentrad vuestras mentes en la obediencia -siguió diciendo Kethra-. Es una lección que todas aprendemos en Banmerren; hasta las más ancianas y sabias de nosotras debemos resignarnos a la voluntad de los dioses.

- Quiero irme a casa. -Aquella voz trémula podría haber venido de cualquiera de ellas; su mensaje estaba claro en todas sus miradas.

- ¿Qué eres -la desafió Kethra en un tono que únicamente sonó enérgico por mera fuerza de voluntad-, una sierva de la Brillante o una llorona? Tuala, llévate a las más pequeñas a la cocina a buscar hierbas soporíferas; si a estas alturas no sabéis cuáles escoger es que Luthana no ha hecho bien su trabajo. Las demás, ¿no comprendéis una orden sencilla? El fuego, Odha. Deira, la leña. Cuando regresen Fola y las demás tendrán frío y estarán cansadas. Ya que por lo visto estamos todas despiertas a una hora en que sólo están levantados los búhos y los erizos, recibámoslas como es debido.

Respiración: profunda, regular, acompasada. Ir contando números, un viejo poema, una cancioncilla para seguir el ritmo. «Li-la, li-lon, pluma de cuervo negra como el carbón…» Habían llegado ya a los aposentos del rey, donde la reina Rhian, serena y sombría, estaba lista para recibir a su agotado esposo. Su hermano, Owain, no había asistido al rito, pues era un hombre de Powys, leal a las prácticas de su propio pueblo, pero en esos momentos estaba allí para tomar a Drust del brazo y conducirlo adentro. La respiración del rey era como el sonido del hielo al quitarlo raspando de una verja, como el susurro de las hojas secas aventadas por el aire otoñal. Se dio la vuelta en el último momento y los saludó a todos con una leve inclinación de la cabeza. Sus ojos, fieros como los de un toro de pelea, impedían cualquier expresión de interés u ofrecimiento de apoyo.

- Ha terminado, una vez más -dijo el rey en un hilo de voz-. Os lo agradezco. -Miró a Bridei-. Es un camino solitario. Todo lo que soy lo entrego a los dioses y a Fortriu. -Sus ojos volvieron a moverse; su mirada encontró la forma regordeta de su esposa, sus rasgos dulces que apenas ocultaban su desesperada preocupación-. He sido un hombre afortunado -dijo Drust en un tono de voz distinto-. Afortunado con mis amigos y con mi familia. La confianza de los dioses es un regalo maravilloso y una carga terrible. Uno no puede soportarlo bien solo. Os deseo a todos buenas noches, aunque no resulta fácil dormir en una noche como ésta. Que la Brillante guarde vuestros sueños.

- Que el Guardián de las Llamas ilumine tu despertar -respondieron muchas voces al unísono: la de Aniel, la de Tharan, la de Broichan, la de Bridei y las de los familiares más allegados del rey, el pelirrojo Carnach y el robusto Wredech, el del magnífico ganado. La puerta se cerró; Drust el Toro desapareció tras ella.

* * *

Bridei había comido poco, pues la jaqueca le robaba el apetito. No obstante, sintió arcadas y vomitó en el pequeño espacio que había detrás de las escaleras en el adarve superior. Su estómago se retorció, se tensó y se agitó hasta que no quedó en él ni una sola gota de bilis y agua. En un momento dado se dio cuenta de que Faolan estaba allí con un trapo húmedo en la mano, sosteniéndole la cabeza y ofreciéndole sorbos de agua que no permanecían en su estómago más tiempo del que tardaba en tragarlos. Al final pareció que se le pasaba y se sentó en las escaleras, temblando convulsivamente bajo la delgada manta que el escoto le había echado sobre los hombros. Un poco más tarde salieron Garth con una humeante infusión de alguna clase y Breth con pan seco que se comieron los otros, pues Bridei no quiso. Los tres permanecieron junto a él, sentados o de pie, durante las horas de oscuridad, hablando muy poco.

En los adarves o abajo en los patios dentro de los terraplenes de tierra, podían verse otros grupos de hombres apiñados en silencio o hablando en voces quedas. Había lámparas desperdigadas por toda la fortaleza; se mantenía una especie de vigilia, se hacía guardia para conjurar las sombras. Ni uno solo de los hombres allí presentes aquella noche tenía valor para enfrentarse a sus sueños. La luz brillaba en el interior de los aposentos del rey y resplandecía a través de las grietas de los postigos. El sonido de la tos de Drust llegaba a todos los oídos, el recuerdo de su coraje se sentía en todos los corazones. En algún lugar, en un rincón tranquilo, un hombre robusto estaría cavando una tumba. Las elegidas no regresaron a Banmerren.

Poco antes de amanecer fue posible moverse, aunque Bridei sentía una extraña debilidad en las piernas y tenía una sensación de mareo. Se puso de pie y miró a sus tres hombres: al observador Breth, que reprimía un bostezo; al afable Garth, con la tez grisácea por el cansancio, y al enjuto y moreno Faolan, cuyo habitual aspecto un tanto divertido había sido reemplazado por otra cosa, por una expresión que Bridei estaba demasiado cansado, mareado y triste para interpretar.

- Gracias -dijo sencillamente-. Ahora me voy a la cama -y se dirigió hacia el interior con la esperanza de que su espalda estuviera tan erguida como había estado la de Drust y sus pasos fueran igual de firmes. Pero no fue a buscar la habitación que compartía con Breth y Garth; le llamó la atención un parpadeo de luz de vela proveniente de las habitaciones privadas de Broichan y caminó sin hacer ruido para detenerse en la puerta abierta.

En un primer momento le dio la impresión de que no había nadie. Allí donde la mañana del Umbral había estado el druida arrodillado en una postura de fuerza y obediencia, el suelo estaba desnudo y no había más que sombras. Una vela ardía en una hornacina. La estrecha y dura cama con su manta bien doblada se hallaba desocupada. Los estantes contaban con su dotación de jarra y botella, saco, cuenco y crisol; los ajos colgaban del techo y había unas cuantas varas de madera desperdigadas sobre la mesa, señal de un anterior augurio. Bridei fue a darse la vuelta para ir en busca de su propia cama hasta que se hiciera de día. No dormiría; de todas formas, si fingía hacerlo, al menos los demás podrían descansar un poco.

Un leve sonido hizo que se detuviera en la puerta. La irregular y susurrante respiración de un hombre que lucha una desesperada batalla consigo mismo. Bridei dio un paso hacia el interior de la habitación. Broichan estaba en el lugar donde una estrecha rendija que hacía de ventana agujereaba la pared de piedra. Tenía las manos en los costados, tan apretadas que los nudillos estaban blancos; no se había quitado las oscuras vestiduras de la ceremonia. Estaba apoyado contra la pared, totalmente inmóvil, con la frente descansando sobre la fría piedra y los ojos cerrados. En su rostro había una mirada que Bridei nunca había visto antes. La máscara se había caído del todo. La culpabilidad, la confusión, el dolor; todo era absolutamente evidente, y en la austera superficie de las mejillas del druida, la luz de la vela revelaba los brillantes trazos de sus lágrimas.

Esa noche otros se habían ocupado de Bridei con cortesía, con comedimiento, con verdadera amistad. Él no podía hacer menos por Broichan. Al igual que todos ellos, había considerado que su padre adoptivo era una criatura de poderosa certeza al que no afectaban las flaquezas de las personas comunes y corrientes y en cuya mente no había más que planes y conspiraciones, conocimientos y magia druídica; había creído que en el corazón de su padre adoptivo no había espacio para otra cosa que no fuera el amor de los dioses. Pero entonces reconoció lo equivocado que había estado. Durante todos aquellos largos años, desde su confusa llegada a Pitnochie, desde el primer momento en que vio la alta y distante figura de aquel que iba a moldear su propio futuro, ni una sola vez había pensado en Broichan como en un hombre. Nunca había pensado lo solitaria que podía llegar a ser una existencia como la suya.

- Estoy aquí -dijo en voz baja al tiempo que entraba en la estancia y cogía la vela para encender una lámpara que había en la mesa, llenando una taza del agua de la jarra.

- Ven, siéntate, bebe. Ya ha terminado todo. -Y no añadió: «De momento. Por esta vez.»

- Menos mal -dijo Fola- que estas jóvenes sólo son unas principiantes en el arte. De haberlo visto todo, como al parecer habéis hecho vosotras dos, tendría en mis manos una revuelta a gran escala, un Banmerren vacío y a la Brillante tremendamente ofendida. ¿En qué estabais pensando? Estos secretos están vedados incluso a las más sabias de entre nosotras; el Pozo de las Sombras no es un lugar que puedan pisar las mujeres. Exponer así a estas niñas… Casi no tengo palabras, Kethra. Como sierva de la diosa, como sacerdotisa con experiencia y dedicación, es impensable que hayas cometido semejante desacierto, incluso aunque Tuala te indujera a ello.

Kethra tenía los labios apretados y los ojos enrojecidos.

- No fue culpa de Tuala -repuso-. Fue idea mía. Yo insistí para que utilizara su don para este fin.

- Debéis compartir la responsabilidad y la culpa por igual -replicó Fola mientras la mirada de sus oscuros ojos paseaba de su escarmentada ayudante a Tuala. Ambas se hallaban de pie ante la mujer sabia en su pequeño sanctasanctórum, encogidas bajo su desaprobación. Fola no daba muestras de que la carga del papel que había desempeñado en el ritual de la pasada noche le hubiera afectado de alguna manera. Tenía la espalda erguida, las facciones serenas. Su mirada, sin embargo, era gélida-. No importa cuál de las dos fue la instigadora y cuál la siguió. No cuenta quién es la profesora y quién la alumna. Las dos poseéis aptitudes e inteligencia. Cada una de vosotras tiene sus propios talentos únicos en este arte. Ambas conocéis las costumbres de la Brillante y estáis abiertas a su voz. Las dos sois culpables. Cada una tiene que vivir con las consecuencias de su error.

- ¿Quieres que abandone Banmerren? -la voz de Kethra era apagada-. Ya no soy digna de enseñar, de pasar mis días al servicio de la diosa.

Fola suspiró. Observándola a través de su propio halo de dolor y confusión, Tuala se fijó en la red de arrugas que surcaban el rostro de la mujer sabia, en la decoloración de la piel alrededor de los ojos, y se dio cuenta de que era ya muy vieja, quizá tanto como el druida Uist, y de que la acosaban sus propias dudas. Dejar a Morna de esa manera en las puertas de la fortaleza, entregarla, esperar a que terminara el período de oscuridad en la costa, siendo consciente de lo que tenía lugar allí, en las entrañas de la tierra, era, en efecto, algo terrible; sólo una mujer absolutamente leal a la voluntad de los dioses lo llevaría a cabo sin dudar y volvería a la normalidad de sus días sin perder el juicio. Las mujeres sagradas eran fuertes, fuertes de un modo sobrecogedor. Tuala dudaba de que ella pudiera llegar a ser tan obediente. No podía evitar su rechazo y repugnancia por lo que se había hecho la pasada noche, aun cuando aceptara su necesidad.

- ¡Tuala!

La voz de Fola irrumpió bruscamente en sus pensamientos.

- ¿Sí, mi señora?

- No me he convertido hoy en una persona distinta sólo porque os hayáis excedido de una forma tan estúpida. Llámame por mi nombre. Ahora eres una de nosotras. ¿O acaso estaba equivocada al respecto? Quizá tendría que tomarme los acontecimientos de anoche como una prueba de que cometí un grave error al aceptarte en Banmerren. Tu don es peligroso. Tienta a la gente a querer saber más cosas de las que están permitidas. Es una herramienta para los ambiciosos, para los que ansían el poder. -Kethra se estremeció bajo la mirada de la mujer sabia-. Sabiendo lo que podías evocar con el cuenco de hidromancia no tendrías que haber accedido a la petición de Kethra.

Tuala estaba realmente arrepentida por lo que había ocurrido, al menos en cierto sentido. Aun así, no fue capaz de expresar la humillante disculpa que por lo visto se esperaba de ella.

- Habla -dijo Fola-. Kethra ha mencionado un castigo adecuado para ella y ha expresado su arrepentimiento. ¿Qué tienes que decir tú?

La joven respiró profundamente.

- Cometimos un error al practicar la hidromancia en la habitación donde dormían las chicas, pero no pensamos en ningún momento que se despertarían. De todas formas, esto no es excusa, lo sé. No deberías echar a Kethra. Es una profesora magnífica. Sus habilidades serán más útiles aquí, reparando el daño causado y asegurándose de que las chicas comprenden lo que vieron y de qué manera se relaciona con la sabiduría de los dioses.

Se hizo un breve silencio.

- No te he pedido que comentes la situación de Kethra -dijo Fola.

- No, mi… No, Fola.

- Pero ibas a decir algo más, creo. Lamentas que las chicas se vieran involucradas; me alivia oír eso, no habría esperado menos de ti. ¿Tu expresión de arrepentimiento va seguida de un «pero»?

Tuala apretó los dientes. Allí debía decirse la verdad, aunque ello significara ser expulsada, aunque ello significara que Bridei viniera a Banmerren en luna llena y ella ya se hubiera marchado. Marchado. ¿Adónde?

- No puedo arrepentirme de la acción en sí -dijo, y oyó que Kethra tomaba aire de pronto-. Siempre he creído que las visiones que la Brillante me revela son las que ella desea que yo vea. Ella me las concede para que sea capaz de hallar mi camino y así pueda guiar a otros. En ocasiones sí que da la impresión de que ciertas imágenes aparecen porque yo lo pido, porque yo quiero que aparezcan, pero no creo que una chica humana sea capaz de evocar visiones que la Brillante prohíbe. La diosa es demasiado poderosa para que la engañen de este modo. Lo que veo en el agua expone el camino que ella establece para mí y para… otras personas que conozco. Anoche también fue así. Me mostró el ritual oscuro porque yo necesitaba conocerlo.

- Me horrorizas, niña. ¿Y qué me dices de Kethra?

Tuala vaciló.

- Supongo que para ella es lo mismo; fue la Brillante quien envió la visión, no yo, ni Kethra. Has hablado de poder, de la mala utilización de los dones. Puede que esto haya sido una especie de lección.

Fola sonrió a pesar de todo.

- ¡No me digas! En tal caso, a mí me parece que Kethra ha aprendido de ella y tú no.

- Kethra y yo somos distintas. La lección que se aprende también es diferente.

- Entiendo. Podría señalarte que, aunque una chica humana tal vez no tenga el poder de invocar imágenes prohibidas a ojos de la vidente, en realidad tú no eres una chica humana. ¿Es posible que estemos tratando con asuntos aún más oscuros de lo que imaginamos?

A Tuala la invadió una extraña sensación, como si aún estando allí dentro de la estancia iluminada por las lámparas estuviera apartada y se encontrara al otro lado de un margen invisible. Era una fría sensación de otredad, de estar completamente sola.

- Fue una visión de la Brillante -susurró-. Lo sé. Ella ha guiado mis pasos desde el día en que me llevó a Pitnochie siendo un bebé. No es ella la que trae la oscuridad, sino aquel que exige a los hombres unos actos como los que se nos mostraron en la visión; actos como ésos romperían el más fuerte de los corazones y harían pedazos la más fuerte de las voluntades.

- Calla, niña. -A Fola le tembló la voz; al fin pudieron verse en sus ojos las secuelas del Umbral-. Nosotras no expresamos estas cosas. Aquellas imágenes no eran para que las vieran las mujeres, sobre todo una joven inocente como tú. ¿Por qué la diosa iba a querer revelarte tan macabros secretos? ¿Con qué propósito?

Tuala enmudeció. Para ella la verdad resultaba obvia; tenía que ver con Bridei, y no iba a decirlo. La Brillante estaba jugando a un juego difícil: le daba a Tuala las herramientas que necesitaba para ayudar al hombre que amaba y luego levantaba un alto muro entre los dos, un muro que no sólo era la barrera de piedra y tierra que protegía a Banmerren, sino una muralla de costumbres y expectativas, de historia y de protocolo, mucho más difícil de destruir. Quizá lo que decía Fola era cierto. ¿Acaso la visión de la noche anterior era algo retorcido y tortuoso, invocado desde el oscuro lugar que se hallaba más allá y por debajo del reino de los dioses?

- Esto requiere cierta reflexión -dijo Fola-. Kethra, tomaré en consideración tu futuro. Lo que ha ocurrido debe alterar tu camino de un modo u otro. De momento permanecerás aquí. Estas niñas necesitan orientación y explicaciones de las personas en las que pueden confiar. Ésta es tu oportunidad para demostrarme que, en efecto, eres digna de confianza. No vuelvas a abusar de ella o saldrás por las puertas de Banmerren para no regresar jamás. Ahora vete.

Kethra hizo una rígida reverencia. Estaba pálida; todo el mundo sabía que había aspirado, esperado incluso, a gobernar Banmerren después de Fola. Ahora tendría suerte si conservaba un lugar allí. Tuala permaneció inmóvil mientras la profesora pasaba junto a ella, con las facciones tensas, y salía de la habitación.

- En cuanto a ti -dijo Fola en un tono ligeramente distinto-, has mostrado cierta comprensión, cierta compasión como, en efecto, también ha hecho Kethra, y doy gracias a la diosa de que ambas sigáis teniendo un poco de su sabiduría interior. Sabes que no estuve presente en el Pozo de las Sombras; en realidad, no tenía ningún deseo de estar allí, ni lo he deseado nunca en todos los largos años que Drust ha llevado a cabo este ritual. El papel que debo desempeñar me pone a prueba. Envidio la fortaleza y la seguridad de Broichan. Tuala, no quiero una explicación de lo que viste. Ya sé lo que buscabas. ¿Lo encontraste?

Ella asintió con la cabeza y no dijo nada.

- Entonces dime -continuó la mujer sabia, con ojo de lince a pesar de su falta de sueño-, ¿qué tenía que ver Bridei en todo esto? No pongas esa cara, muchacha. Tu expresión es transparente; sé lo que piensas. ¿El joven miró horrorizado? ¿Cerró los ojos con fuerza para no verlo? ¿O fue un modelo de control, como su padre adoptivo? Dímelo.

- El rey Drust necesitó ayuda cuando llegó el momento de…, cuando ellos… Broichan no podía hacerlo solo y el rey tosía y le costaba respirar. Drust pidió ayuda a ciertos hombres, supongo que eran sus familiares más cercanos, pues así lo dictan las normas, tal como me explicó Wid… Nadie más puede tocar a la… Ninguna otra persona puede… El único que lo ayudó fue Bridei. -Tuala notó cómo se le suavizaba la voz al pronunciar su nombre, la peligrosa revelación de sus sentimientos secretos.

- Entiendo -dijo Fola, y el peso de su tono convirtió esa palabra en una afirmación de gran importancia, un reconocimiento de cambio trascendental.

- Bridei lo hizo con calma y sin vacilar. Su rostro no dejó traslucir en absoluto sus sentimientos.

- Broichan siempre fue un buen maestro. -Fola suspiró y apoyó la barbilla en las manos-. Estoy agotada, Tuala; tendría que hacer caso del buen consejo de Luthana y descansar un poco. Puedes irte.

- Yo… ¿No se me va a castigar a mí también?

- Quizá soy yo la que merezca un escarmiento por pensar que podría enjaularte aquí -respondió la mujer sabia bajando la voz-. Pero sí, habrá algún tipo de castigo; poner en peligro a las chicas de ese modo fue más que una locura. Ya no te alojarás en la torre. Además, no es un buen sitio en invierno. Traslada tus cosas abajo; dormirás con las chicas más jóvenes en el dormitorio comunal.

Tuala notó que perdía el color de la cara. Ahora no, todavía no; no antes de la luna llena…

- ¡Oh, no, por favor…! -empezó a decir.

- Puedes irte, Tuala. -La voz era muy suave y totalmente implacable-. Traslada tus pertenencias hoy mismo. Y deja que Kethra repare el daño que pueda haberse causado; me atrevería a decir que las alumnas aceptarán sus explicaciones más fácilmente que las de cualquiera de nosotras.

- Yo…

- ¿No me has oído?

En los rasgos de Fola vio una expresión que revelaba la angustia y el agotamiento de los últimos días, la culpabilidad y la responsabilidad de toda una vida de mañanas como ésa, así que Tuala se tragó su protesta y se marchó a toda prisa. No importaban las reglas. No importaban las puertas, los cerrojos y las profesoras vigilantes. Él acudiría con la luna llena y ella lo estaría esperando.

- Explícate -dijo Dreseida bruscamente-. Y hazlo deprisa; tengo que ver a Gartnait en cuanto hayamos terminado. No está progresando como debería.

- No puede, madre. -Ferada estaba en los aposentos de las mujeres de Caer Pridne, mirando los furibundos ojos de su madre, que le recordaban los de una criatura salvaje al acecho, y sintió que ella era la presa elegida-. Sabes que Gartnait no es un erudito. No es capaz de aprender ese tipo de cosas. No entiendo por qué lo obligas a…

- Entonces será mejor que te esfuerces más, Ferada. Necesito que me ayudes con esto. Preciso tu absoluta lealtad. ¿He mencionado que el jefe de clan de la casa de Fib abordó a tu padre con el tema de una alianza? ¿Una alianza mediante el matrimonio? ¿Cómo se llama, Coltran, Celtane?

- Cealtran -dijo Ferada en tono grave, viendo en su mente al corpulento jefe de clan de nariz colorada que había llegado hacía poco a la corte. A Cealtran le temblaba el vientre al andar y tenía unos ojos pequeños y muy hundidos en unos pliegues de pálida carne resbaladiza. Por lo menos tenía cincuenta años. Su madre debía de estar de broma-. Es viejo, madre. Es del sur. Y es cristiano. Padre nunca…

- Como ya te he dejado perfectamente claro, cualquier decisión al respecto será mía. Tu padre me lo ha asegurado. Hay otras posibilidades, por supuesto, siempre que no esperemos demasiado. Ana tiene algunos tíos y no todos están casados. La reina tiene familiares jóvenes en Powys. ¿Y qué me dices de los jefes de clan de los caitt? Existen muchas posibilidades, si bien quedan un poco lejos de casa. Y ahora cuéntame. Ya sabes cómo funciona esto, Ferada. Haz lo que te pido, no hables de ello con nadie, ni con tu padre, ni con tus hermanos, ni con tus amigas, si es que te has dulcificado lo suficiente como para hacer alguna, y podrás escoger en el tema de encontrar un esposo. No pido mucho, hija. Sólo un poco de información. Sólo que hagas un poco de teatro. Para una chica inteligente como tú tendría que resultar fácil.

- Madre, ¿por qué obligas a estudiar a Gartnait? ¿Cuál es tu propósito?

- Si crees que voy a contestarte a eso en voz alta es que eres más estúpida de lo que debería ser cualquier hija mía -repuso Dreseida-. Este lugar está plagado de espías. Uno no está seguro ni en sus aposentos privados. Se acerca una elección. Todavía no, puesto que Drust nos ha sorprendido a todos aferrándose a la vida más tiempo del que cualquiera hubiese creído posible, pero será pronto, muy pronto. Quiero utilizar el poco poder que tengo como mujer para asegurar un resultado satisfactorio. No importa que yo no pueda votar. Los hombres son extraordinariamente dóciles, Ferada. Sólo hay que aprender las técnicas para moldearlos. Y ahora cuéntame, ¿qué has averiguado?

- No mucho. Como ya te he dicho, no tuve muchas oportunidades de hablar con Bridei antes de regresar a Banmerren.

- ¿Qué hay de la chica, de su hermana? ¿Alguna señal, algún mensaje? ¿Habla de Bridei? ¿De Broichan y sus planes?

- No, madre. Tuala es muy reservada; se guarda todos sus pensamientos.

- Necesito más, Ferada. Piensa en Cealtran muriéndose por tomarte de la mano y llevarte a casa para que le calientes la cama. Ese hombre quiere herederos. Montones de ellos.

Ferada se estremeció.

- Tuala sí que mandó un mensaje -dijo la joven en tono grave-. Ana lo cogió.

- ¿Te lo dijo ella? ¿Qué mensaje?

Ferada dijo que no con la cabeza.

- Ana no habló de ello, pero yo lo vi. Al fin y al cabo me pediste que espiara. Tuala le mandó a Bridei un pequeño paquete que contenía una hoja y una piedra. Eso fue todo.

- Y una cinta.

- Supongo que iba atado con una cinta -dijo Ferada, sorprendida-. ¿Cómo lo sabes?

Dreseida apretó los labios al sonreír y le dirigió una dura mirada.

- He aprendido a observar. El joven lleva un lazo alrededor de la muñeca, como la prenda de una dama, pero entre los hombres es bien sabido que Bridei nunca se acerca a las casas de placer, nunca dispensa sus atenciones a una chica; hay quien dice que prefiere a los muchachos, pero Gartnait me ha dicho que tampoco hay muestras de ello. Bridei parece más casto que un monje cristiano. Se diría que eso, en sí, bastaría para que los hombres dudaran de su idoneidad como personificación mundana del Guardián de las Llamas. Uno espera que su rey sea viril. No me imagino cómo puede haber alguien que lo tome en serio como candidato, pero corre la voz de que tiene sus seguidores. Claro que el chico fue criado por Broichan, lo cual explica su rareza en cierta medida. Lleva la cinta. Antes era un viejo retazo, pero ahora se trata de una nueva, de seda de color verde. He visto una cinta como ésa sujetando una larga trenza que pertenece a cierta criatura salvaje que tú conoces. Está claro lo que eso significa. Él no considera a la chica bruja como su hermana, sino como su enamorada. Si quieres resultar de alguna utilidad como informante, tienes que aprender a estar al tanto de los detalles, Ferada.

Ella apretó los labios.

- ¿Qué significa el mensaje? ¿Una hoja, una piedra? ¿Qué clase de hoja?

- ¿Y eso qué importa? De roble, supongo; hay un gran roble en el exterior de la habitación de Tuala en la torre. Se extiende hasta el muro exterior.

- Ah.

- Madre, yo…

- ¿Cómo era la piedra? Me figuro que pequeña. ¿Era negra, blanca, gris? ¿Lisa, rugosa, redonda, alargada?

- Creo que era blanca. Madre, esto no me gusta. ¿Por qué…?

- Vas a hacer lo siguiente. Busca a Bridei. Él habla contigo, lo he visto; le gusta tu vivacidad. Compórtate como una mujer, para variar. Ponte el vestido azul y el broche de plata. Estará atribulado después del Umbral. Si la versión de tu padre sobre lo ocurrido es exacta, esa noche el rey impuso una pesada carga a sus familiares más allegados y por lo visto fue Bridei el que mejor se desenvolvió de los tres. Ya oíste lo que pasó.

Ferada se estremeció.

- Oficialmente no, pero es imposible hacer oídos sordos a los rumores. Ana y yo conocíamos a Morna. Habíamos hablado con ella, habíamos compartido la mesa con ella. Eso ha cambiado mis sentimientos hacia Banmerren, y hacia Fola. Me ha llenado la cabeza de preguntas que no tienen respuesta.

- Pues eso tendría que convertirte en una buena compañera para Bridei. Como protegido de Broichan parece pensar con preguntas.

Encuéntrale; conviértete en alguien que lo escucha. Deja que se exprese abiertamente. Gánate su confianza. Acércate a él todo lo que puedas; utiliza tus habilidades, Ferada. Yo estoy aquí buscando una oportunidad y tú puedes proporcionármela.

- ¿Una oportunidad para qué?

- Más adelante. Todo a su debido tiempo.

- ¿Madre?

- ¿Qué quieres? Date prisa; ya te he dicho que tengo que ocuparme de otros asuntos.

- Tengo la impresión -se aventuró a decir Ferada- de que lo que ocurrió en el Umbral demuestra la fortaleza de Bridei, su coraje, su autodisciplina. Demuestra que puede ser propuesto como un fuerte candidato cuando sea el momento. Hay gente que dice que eso lo señaló como la única opción posible; que puede que ahora Carnach apoye a Bridei en lugar de presentarse él como candidato.

- ¿Qué gente? ¿Quién lo dice? -el tono de voz de Dreseida fue como un bufido.

- Quizá no sea yo quien deba aprender a escuchar -contestó Ferada, y al cabo de un instante la mano llena de anillos de su madre le asestó una fuerte bofetada en la mejilla que le dejó un verdugón ensangrentado. Dreseida contempló a su hija con los ojos entrecerrados. Ferada, con la respiración agitada, no se llevó la mano a la cara para limpiarse la sangre.

- Crees que tu hermano es un idiota -dijo Dreseida-. Podría enseñarte muchas cosas sobre la lealtad. No vuelvas a hablarme de ese modo nunca más. Si piensas que puedo dejar pasar semejante insolencia sin respuesta, está claro que eres incapaz de prever tu futuro. Hazte amiga de Bridei. Sé su confidente. Concretamente, lo que quiero saber son sus movimientos; cualquier empresa que se planee más allá del entorno de Caer Pridne. Actúa pronto, pues se acaba el tiempo. Y será mejor que hagas algo con tu cara o asustarás al joven. Y eso sería de lo más inoportuno para todos nosotros.

Broichan lo había instruido mejor de lo que cualquiera de ellos imaginaba: máscaras y espejos, trucos, hechizos y ocultaciones. Cada día demostraba las sofisticadas habilidades que había aprendido no tan sólo de su padre adoptivo, sino también de la sabiduría de Erip y de Wid, que podía interpretar a un desconocido con una sola mirada. La corte reconocía entonces a Bridei como un hombre sutil y sagaz, inteligente, ingenioso, perfectamente capaz de defenderse en medio de sus peligrosos juegos. Sabían mucho menos sobre sus otras habilidades, las que aprendió durante sus primeros años en Pitnochie, las cosas que sólo un druida podía enseñar.

Faolan no se sentía cómodo con el plan de Bridei para llegar a Banmerren. En su opinión, una capa de ocultación, conseguida mediante el uso de la magia, no constituía una protección infalible. En resumen, no creía que Bridei pudiera conseguirlo y así se lo hizo saber claramente.

- Nos verán en cuanto salgamos por la puerta. ¿Qué intentas hacer, que pierda mi empleo aquí?

- No nos verán. Esto engaña al ojo del observador; sólo un druida podría vernos. Claro que también tomaremos las debidas precauciones, nos pondremos al abrigo de las dunas y los arbustos y mantendremos una cuidadosa vigilancia durante la marcha. Confía en mí.

- Dijeron que estabas loco cuando asumiste la tarea de trasladar la Piedra del Mago -observó Faolan-, y a pesar de ello la gente hizo lo que les pediste. De acuerdo, lo intentaremos. ¿Cómo piensas pasar al otro lado del muro?

- Con una cuerda. Yo la llevaré.

- ¿Y cómo…?

- Confía en mí, Faolan.

- Tendrá que ser rápido. No permitas que nada te distraiga. Hay que entrar, salir y volver a casa antes de que nos vean. Puede que haya expresado un deseo de llamar la atención sobre nuestra cabalgada hacia el oeste, pero no debes ser visto en Banmerren. Como muy bien sabes, los hombres tienen estrictamente prohibida su presencia dentro de esos muros. Si te pillan infringiendo esa regla en concreto, tu candidatura no valdrá ni lo que una brizna de paja. Un rey debe ser puro, perfecto y obediente. No va por ahí a medianoche en busca de mujeres en un lugar al que no tiene por qué acercarse siquiera.

- No iré en busca de mujeres como tú dices tan groseramente -dijo Bridei-. Iré a visitar a una amiga. Y me veo obligado a señalar que, de entrada, fue idea tuya.

Faolan torció los labios en lo que podría haber sido una sonrisa.

- No intentes fingir que no quieres hacerlo -dijo-. La mirada que hay en tus ojos es verdaderamente dolorosa de contemplar. Simplemente no olvides, con los abrazos de la joven, por qué estás allí: para sacártela de la cabeza de una vez por todas.

Abrazos, pensó Bridei; difícilmente se abrazarían, aunque la sola idea de tocar, abrazar y besar había empezado a apoderarse de él durante mucho más tiempo del que se podía permitir. No tan sólo sería incapaz de tomarle la mano, sino que lo más probable fuera que ni siquiera pudiera encontrar las palabras adecuadas cuando por fin la viera cara a cara. Ahora Tuala era una sacerdotisa. Así lo había elegido. Él no tenía nada que ofrecerle aparte de una vida de infelicidad, una vida de confinamiento en el interior de los muros de una fortaleza. Sería como encerrar a una mariposa en una cajita y esperar que estuviera satisfecha. No podía pedirle eso; sería muy egoísta si lo hiciera. No obstante, ella le había mandado el mensaje. Le había mandado la cinta.

Luna llena: las arenas de la bahía de Banmerren brillaban pálidamente bajo la mirada de la diosa, el mar iba y venía bañando la costa, obediente a su llamada. La atmósfera era limpia y fría. Dos hombres se abrieron camino en silencio, parcialmente ocultos bajo los bajos arbustos. Sus movimientos apenas eran visibles gracias al hechizo que había lanzado Bridei, un encantamiento que no funcionaba haciéndolos desaparecer, pues él carecía del poder para lograr tal cosa, pero sí hacía que sus formas se mezclaran con lo que les rodeaba, ya fuera una pared de piedra, la arena pálida o los tallos y ramitas de un marrón verdoso. Nadie los había visto salir furtivamente por la verja del atracadero; daba la impresión de que los guardias no se habían alertado, aunque sin duda habían dejado su rastro en la costa antes de acercarse sigilosamente a las dunas para ponerse a cubierto.

Faolan llevaba dos cuchillos en su cinturón; Bridei llevaba un rollo de cuerda. El corazón le latía de forma extraña, como si hubiera hecho una carrera; por más disciplina druídica que empleara no podía hacerlo ir a un ritmo menos violento. Tal como su mente iba formando palabras que podía decir, iba descartando cada una de las posibilidades. «Espero que estés bien», como un desconocido, formal, sin sentido. «Te quiero.» Prohibido; era la verdad. La peligrosa verdad. Seguro que ella lo sabía sin necesidad de que se lo dijera. «¿Por qué me abandonaste?» Egoísta, caprichoso, una insinuación de que ella debería sentirse culpable por obedecer el mandato de la Brillante. No podía decirle eso. «Ven conmigo, ahora mismo, te necesito…», demostrándole con sus manos, con su boca y con su cuerpo en qué se había convertido esa necesidad, en algo que parecía capaz de devorarlo a menos que ella la satisficiera… Eso sí que debía acallarlo, más que ninguna otra cosa. Aterrorizaría a su amiga del alma, la apartaría de él para siempre. Tenía poco que ofrecerle; si tenía cuidado con sus palabras, con sus actos, al menos podría conservar su amistad, aunque debieran estar separados. Entonces, ¿qué podía decir? ¿Qué quedaba por decir?

Se acercaron a los muros de Banmerren. Bridei ya sabía dónde se encontraba el roble: había completado su plan hasta en su último detalle antes de presentárselo a Faolan. El escoto era una persona que nunca iba improvisando las cosas. Puede que siguiera sus propias reglas, que fuera allí donde otros temían poner los pies, pero calculaba los riesgos con precisión. Sus planes eran impecables, su ejecución perfecta: no era de extrañar que exigiera unos honorarios tan elevados.

En esos momentos se hallaban bajo el lugar preciso. Las desnudas ramas del árbol se veían por encima del muro, fuertes y austeras a la fría luz de la luna llena. Bridei emitió un leve sonido parecido a un silbido, el reclamo de un pájaro nocturno, y esperó. Al cabo de unos instantes llegó la respuesta, el inconfundible ululato de un búho. Ella estaba allí. Él volvió a silbar, sólo para asegurarse, mientras se sacaba la cuerda del hombro y se disponía a lanzarla. La voz del búho sonó entonces más cercana, como si ella se hubiera desplazado por una rama hasta lo alto de la pared.

- ¿Qué es esta chica, medio gato? -dijo Faolan entre dientes-. ¿No te preocupa que se caiga y se rompa el cuello? Eso está muy alto.

Una imagen de Tuala encaramada en la cima del Rasguño del Águila y dando vueltas como una veleta irrumpió de forma clara y nítida en la mente de Bridei y con ella su voz recitando: «Fortrenn, Fortlaid, Fidach, Fib, Circinn, Caitt, Ce.»

- No se caerá. Si quieres preocuparte, hazlo por mí. -Volvió a mirar hacia arriba, pensando que quizá la vería, una forma pálida en lo alto del muro, una nube de cabello oscuro. Hizo un gesto, con la esperanza de que ella lo entendiera y, sujetando un extremo de la cuerda en una mano, lanzó el rollo hacia arriba.

A la muchacha se le escapó la primera vez. Estiró la mano y trató de agarrarla, pero la cuerda volvió a caer al suelo. Bridei la enrolló de nuevo. Faolan escudriñaba la costa, los arbustos, el sendero que había al otro lado.

- Recuerda -susurró-, que sea rápido. No te entretengas con las despedidas.

Bridei volvió a lanzar la cuerda y notó que ésta se enganchaba en lo alto. Entonces vio, débilmente, la menuda figura de Tuala que, agachada, tiraba de ella y la ataba a una fuerte rama. La soga colgaba del roble al suelo, lista para que un hombre de brazos robustos subiera por ella.

- Bueno, adelante -dijo Faolan entre dientes-. Quédate donde puedas oírme; si nos descubren necesito poder sacarte de aquí rápidamente. Si oyes mi señal, no te demores ni un instante. Ya sabes hasta qué punto está en juego tu seguridad. No separes los pies de la pared al subir…

Al cabo de unos momentos Bridei llegó jadeante a lo alto y con ciertas dificultades se encaramó para sentarse a horcajadas en el muro. Era estrecho y no había mucho sitio donde agarrarse; al otro lado, el muro descendía a unos jardines oscuros y, a lo lejos, se veían las piedras grises de una alta vivienda. No ardía ninguna luz, excepto la de la pálida orbe de la Brillante. Tuala había retrocedido hasta una de las ramas del roble. Contempló a Bridei con sus solemnes ojos de búho, su cabello era como una suave sombra en torno a su rostro menudo y su figura le resultó tan dulce y agradable como aquel día junto a los mojones, el día en que se había dado cuenta por primera vez de que era una mujer. Él le devolvió la mirada. Aunque se había convertido en un hábil estratega y un astuto cortesano, en ese momento se quedó sin palabras. Si Tuala pudiera oír el ritmo desenfrenado de su corazón, pensó él, si fuera capaz de sentir las ganas que tenía de llorar, de gritar, de cantar, de estallar de sentimiento, entonces sabría la verdad y no sería necesario decir nada.

- Has venido -dijo ella-. No dispongo de mucho tiempo. No tendría que estar aquí.

- Yo tampoco -repuso Bridei-. Hay un hombre ahí abajo, esperándome. ¿Podemos…? -Se hallaba encaramado de un modo un tanto peligroso, ya que la caída a uno u otro lado podía ser grave. Él nunca había tenido el equilibrio de Tuala.

- No podemos entrar -dijo ella-. Hice algo mal y ahora la habitación de la torre está cerrada. Ven al árbol. Aquí estarás más seguro.

Bridei miró el hueco: no estaba muy lejos, pero estaba oscuro y el suelo se hallaba a mucha distancia. Las ramas del roble no parecían más seguras que la estrecha pared de piedra.

- No tengas miedo, Bridei -dijo Tuala. Su voz clara lo transportó de nuevo a su niñez. Desde que era una chiquilla diminuta decía las cosas con tanta convicción y seguridad que uno no podía evitar creerla-. Ven, cógeme la mano. -Ella se acercó, los pies firmes en una rama y un brazo extendido hacia él.

Bridei alargó la mano, agarró la suya y cruzó al otro lado. La miró; ella le devolvió la mirada fijamente, con unos ojos claros como la luz de la luna, profundos como un lago secreto, bellos como el rocío de una mañana de primavera. Notó su tacto en todas las partes de su cuerpo. El deseo recorrió todo su ser, embriagador y peligroso. Le soltó la mano y fue a sentarse torpemente en una horca del árbol, allí donde una sólida rama se unía al gran tronco.

- He… -empezó a decir él.

- He… -Tuala habló al mismo tiempo.

- Tú primero -dijo Bridei, preguntándose si entre los dos desperdiciarían el momento, si había alguna manera correcta de hacerlo.

- He esperado mucho tiempo para verte -dijo Tuala en voz baja- ahora da la impresión de que no hay palabras. No después del Umbral. No después de lo que te hicieron hacer.

Él se quedó horrorizado.

- ¿Lo sabes?

- Lo vi. Miré en el agua; necesitaba verlo. Fola se enojó, y con razón. Bridei, eso fue… algo terrible. Sombrío y cruel. Fuiste muy fuerte esa noche. No me extraña que el rey parezca agotado.

- Su vida pende de un hilo. Nadie esperaba que sobreviviera tanto tiempo. ¿Tuala?

- ¿Sí?

Deseaba que ella se acercara más; estaba sentada fuera de su alcance apoyada contra una rama del árbol que se alzaba hacia lo alto, con las rodillas dobladas bajo la falda y rodeando el cuerpo con sus brazos. Le había crecido el pelo, ya era lo bastante largo como para poder sujetarlo otra vez con una cinta en la nuca. Unos suaves rizos sueltos enmarcaban su rostro. Bridei observó sus enigmáticas cejas, como alas; la nariz pequeña y perfecta, la dulce boca. Sin tocarla, sus manos parecían saber lo que sentirían al rozar su mejilla pálida, al entretenerse en el delicado cuello, al acariciar las suaves curvas de su cuerpo con pasión y veneración. Su cuerpo le estaba diciendo con completa certeza el placer que sentiría al complacerla…

- ¿Ibas a preguntarme algo? -dijo Tuala.

Bridei forzó su mente para que volviera al momento y lugar presentes.

- Lo sabes, ¿verdad? Entendiste lo que tenían pensado para mí, ¿no?

Ella asintió con la cabeza.

- Lo sé desde que era pequeña.

- Nunca dijiste nada.

- Era mejor para ti que crecieras sin saberlo, que lo descubrieras en tu momento. Es una pesada carga.

Bridei estuvo un rato sin contestar.

- No era consciente de hasta qué punto -dijo al fin- hasta que presencié la ceremonia del Umbral. Hice lo que había que hacer; Drust me necesitaba y yo lo respeto y lo quiero como a mi rey y como al paladín del Guardián de las Llamas en la tierra. Pero no sé si podría llevar a cabo este rito durante todos los largos años de un reinado. Soy obediente a los dioses, como debe serlo un verdadero hijo de Fortriu. Estoy deseando hacer que nuestra tierra y nuestra gente progresen. Pero… creo que no debería presentarme como candidato para el trono, Tuala. Este rito me horroriza, me repugna. Hablo así bajo la mirada de la Brillante y tengo la esperanza de que perdone mis sinceras palabras. Si está establecido que el rey de Fortriu debe realizar este sacrificio para apaciguar al Innominado, entonces tal vez ese rey no debería ser Bridei hijo de Maelchon. Vi cómo la ceremonia afectó a Broichan, a quien yo siempre creí inmune. La vergüenza lo atormentaba, estaba destrozado y envejecido. ¿Es necesario que un hombre soporte algo así? Lo lamento. No vine aquí para preocuparte con esto.

Tuala se estaba mirando las manos.

- ¿No querías compartirlo conmigo? -preguntó.

Bridei percibió el tono prudente, el esfuerzo por mantenerlo neutro, y le entraron ganas de echarse a llorar.

- No es justo -dijo-. Ahora eres una mujer sabia a la que la Brillante ha llamado; vives con la conciencia diaria del amor de la diosa. Lo que menos necesitas es el peso de mis inseguridades.

- Encontrarás a otras personas que las compartan, Bridei -repuso ella en un hilo de voz-. Personas más aceptables. Pero yo siempre seré tu amiga. -Estas palabras fueron para Bridei como un último golpe aplastante; una sentencia de muerte. De pronto la distancia entre los dos era inmensa, profunda, un enorme vacío. Tuala se había separado de él; lo notó en su voz. La Brillante había puesto entre ellos un abismo insalvable.

- Mi amiga -logró decir él-. Eso espero, la verdad; pero ahora que has elegido el camino de la diosa no voy a verte más. Ella te honra con su elección. Serás muy valiosa para Banmerren, estoy seguro. -Que los dioses le ayudaran, parecía tan formal y mojigato como si se estuviera dirigiendo a una conocida lejana. Le empezó a doler la cabeza.

- ¿Bridei?

- ¿Sí?

- Debes ser rey. Debes presentarte. Así es como tiene que ser. Lo he visto, y lo ha visto Broichan. Fola también, creo. Tienes que hacerlo.

- No creo que pueda. -«No sin ti.»

- Sé que lo del Umbral es cruel, terrible. Sé cuán duro ha sido para ti todo lo demás: la batalla, Donal. Has vivido cosas tristes, lamentables. Ojalá hubiera estado contigo para compartirlas. Pero debes seguir adelante con valentía, como has hecho siempre. Todo esto tiene una respuesta, estoy segura, una respuesta aceptable tanto para los hombres como para los dioses. Sé que la encontrarás. Prométemelo, Bridei. Prométeme que seguirás adelante con esto.

Él abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. En esos momentos no podía mirarla. De repente la voz de la muchacha se había llenado de la misma calidez de siempre y sus palabras habían sido vibrantes y retadoras. ¿A qué se refería con eso de que encontraría a otras personas más aceptables? ¿Quién podía ser más aceptable que la propia Tuala? Seguro que sabía lo mucho que la amaba.

- Prométemelo -repitió Tuala, y en ese momento se oyó un silbido proveniente del otro lado del muro: Faolan alertaba a Bridei de que había llegado el momento de marcharse. ¡Tan pronto!

- Te lo prometo -dijo él, y levantó la mirada.

Ella sonrió. Que los dioses lo asistieran, ¿cómo podía estar tan cerca de ella y no rodearla con los brazos, satisfacer sus deseos como un joven estúpido que nada supiera de disciplina druídica? ¿Cómo podía ignorar lo que sentía? Ésa podría ser la última vez que la viera. No tenía que volver a tocarla; eso sería cometer una terrible injusticia con ella. Debía hacer reservar un rincón en su mente para ella y dejarla allí, pura e intacta, a salvo entre unos altos muros; era una sierva de la diosa y no debía sufrir los daños de las oscuras pruebas, los peligrosos juegos de poder de su propio futuro. Hacerlo de otro modo supondría ser absolutamente egoísta.

- Tengo que irme -dijo, y vio que su sonrisa se desvanecía. En un instante, los ojos de Tuala se convirtieron en los de una niña que espera sola en la oscuridad, temerosa de dormir-. Es mejor así -dijo el muchacho, pero su intento por controlar la voz fue deplorablemente infructuoso; sus palabras salieron en un susurro ahogado.

- Si es lo que quieres, Bridei…

- Tengo que irme. Faolan me está esperando. Yo…

- Ten cuidado al trepar hasta allí; cógeme la mano…

- No, puedo arreglármelas…

Allí, en la rama que salvaba el hueco, de alguna manera se hizo imposible no tocarla a pesar de lo mucho que quería alejarse, marcharse antes de que perdiera el control y desbaratara todas las enseñanzas de Broichan. De alguna manera ella se puso a su lado, tomó su mano en la suya y él se detuvo, con la respiración agitada, luchando con todas sus fuerzas contra la oleada de vehemente deseo que recorría su cuerpo, más fuerte que la lógica, más fuerte que el sentido común, más poderosa que la voluntad de la diosa…

- Así no -susurró Bridei-. De esta manera no…

- Bridei.

Tuala se puso de puntillas, manteniendo perfectamente el equilibrio, y alargó una mano con la que le rodeó la mejilla donde las curvas y espirales de sus marcas de guerrero poblaban entonces con valentía su blanca tez. Notó que su dedo se movía suavemente; él vio la mirada en sus ojos, una mirada que se contradecía completamente con la frialdad de su tono anterior. Bridei puso la mano sobre la suya, la sostuvo contra su rostro y entonces, pese a que no era su intención, se llevó su palma a los labios. Oyó la repentina exhalación de Tuala, un eco de lo que había en su propio corazón.

Por debajo de ellos, en las sombras del jardín, brilló una luz. Alguien subía por el sendero con un farol, quizá en busca de algo.

- ¡Rápido! -exclamó Tuala-. ¡Márchate, deprisa! ¡No deben encontrarte aquí!

Se dirigió poco a poco hacia el otro lado. Su mano seguía estando en la de ella; sus dedos parecían incapaces de soltarla. En el último momento se dio la vuelta y Tuala levantó el rostro hacia él con unos ojos brillantes, una boca encantadora y seductora como una rosa de verano, una piel translúcida bajo la luz de la Brillante. Oyó unos pasos que se acercaban por debajo.

- Adiós -dijo él con vacilación, e hizo ademán de darse la vuelta para alejarse. Podía hacerlo; debía hacerlo, por el bien de Tuala.

- Bridei -fue un susurro-. No lo decía en serio, lo de antes. Te he echado muchísimo de menos…

Él notó sus manos a ambos lados de la cara. Ella lo atrajo hacia sí. Al cabo de un momento su boca, algo tímida, algo torpe pero, ¡oh!, tan dulce le besó en los labios. Bridei por un momento creyó morir. Pero el fuego que sentía en su cuerpo le decía que estaba muy vivo, más vivo que nunca. Con una mano se agarró a una rama en busca de apoyo; corría peligro de olvidar que estaba a una altura en la que un solo paso en falso podría significar una muerte repentina. Ella separó los labios; el beso se hizo más profundo y suscitó en él unas sensaciones similares a una tortura que deseó que se prolongara, hasta que se convirtió en algo más, algo que necesitaba tanto que hubiera sido capaz de sacrificar muchas cosas para tenerlo…, pero no la seguridad ni la reputación de Tuala. Debía marcharse. Si lo encontraban allí, ella perdería su lugar en Banmerren y su propio futuro también estaría en peligro. Apartó los labios, oyó el sonido irregular de su respiración y sintió la de ella, que se aferró a su mano con tanta fuerza que le hacía daño:

- La próxima luna llena -susurró Tuala-. Adiós Bridei. Cuídate.

- Tú también -logró decir, y la soltó. Ella esperó, agachada junto a lo alto del muro, mientras él realizaba su descenso; cuando llegó al suelo la cuerda cayó serpenteando tras soltarla Tuala del roble. Bridei levantó la vista, pero ella ya se había marchado. Estaba a solas con la luna, el silencioso Faolan y el estruendoso latido de su corazón.

A los Seres Buenos no les hacía falta hablar en voz alta para comprender lo que pensaba el otro. A la anciana mujer sabia, Luthana, que en esos momentos ordenó a Tuala que bajara de su elevado asiento y la condujo hacia el interior con la lámpara bamboleándose en su mano con indignación, le pareció que en el roble no había nadie más aparte de la alumna desobediente de rostro pálido e indomable cabello oscuro, esa extraña joven que parecía decidida a infringir las normas y a extender las fronteras de sus límites. Pero ellos estaban allí: las criaturas a las que Tuala conocía como Telaraña y Madreselva, la del vestido de telaraña y cabello plateado como cadenas de gotas de rocío, y el joven que parecía reunir en él toda la rica vida del bosque, rama y hoja, musgo trepador y helecho rizado. Se hallaban en cuclillas en una horquilla del roble y hablaban sin necesidad de emitir ni un solo sonido.

- De modo que el viaje sigue adelante por fin. ¿Viste lo que hizo, cómo miraba, tocaba y ofrecía sus labios? Nuestra pálida criaturita se ha convertido en una mujer a pesar de su expresión distante. Temo que se lo pondrá demasiado fácil a Bridei.

- ¿Eso crees? Él no puede elegirla a ella y luchar por el trono. O al menos es lo que piensa. ¿Antepondrá las obligaciones que tiene con su pueblo a los deseos de su corazón? ¿Cómo va a conciliar las dos cosas?

- Debe encontrar la manera de hacerlo. Ésa es la prueba. Debe demostrar que es fiel, no sólo a los hombres y mujeres que gobernará, sino también a los antiguos poderes. A los dioses; él lo sabe. Y a nosotros.

- Eso se le ha olvidado.

- Tal vez. Tenemos que recordárselo. Fortriu lo necesita. No hay nadie más que pueda hacernos avanzar.

- Y él la necesita a ella. Un interrogante. Fortriu nunca la aceptará. ¿Y qué me dices de Broichan?

Madreselva hizo una mueca.

- El druida juega con todos, los mueve por el tablero a su antojo, haciéndolos saltar. El druida no es el único que puede jugar a este juego. Puede que le parezca más complicado de lo que nunca imaginó. Creo que podría encontrarse con que alguien juegue mejor que él.

- ¿Quién?

Madreselva dirigió sus ojos marrones como el barro hacia los de su amiga, claros y enigmáticos.

- Ya veremos -respondió-. Los dioses tienen reservada una prueba final para este joven, una prueba que han ideado ellos mismos. Es para más adelante, para el final. Mientras tanto nos toca a nosotros jugar nuestra parte. Vamos a darles quebraderos de cabeza a los dos.

Telaraña se rió con un breve y agudo tintineo.

- Los humanos me decepcionan. ¡Pueden llegar a ser tan ciegos! Me pregunto cuánto la quiere. ¿La perseguirá hasta un reino en el que ni siquiera la Brillante se atreve a mostrar su rostro? ¿Se mantendrá firme en su desafío ante aquel al que respeta y ama como a un padre?

- Lo sabremos muy pronto -repuso Madreselva encogiéndose de hombros-. A Drust ya no le queda mucho tiempo en este mundo; ya se están preparando, cuchillos en mano. Estúpidos. Este joven brilla entre ellos como una estrella rutilante. Aun así, debe enfrentarse a la última prueba. ¿Crees que ella nos vio?

- Sabía que estábamos observando. -Telaraña se echó hacia atrás su reluciente cabellera-. Creo que eso refrenó sus palabras; hizo lo posible para que no viéramos sus ojos. Pero sus pocos esfuerzos por mostrarse fría traslucían su amor; su patético intento por convencerse de que él estaría mejor con alguna princesa de suaves cabellos mientras la propia Tuala se consumía detrás de los muros de Banmerren. Está mucho más segura que él.

- Por supuesto -asintió Madreselva-. Ella es de los nuestros.

Capítulo 15

El invierno hizo notar su presencia enérgicamente, azotando Caer Pridne con unos vientos fríos y empapándolo con lluvias persistentes. No era posible salir a cabalgar; sólo se aventuraban a ello los que tenían que atender asuntos de la máxima urgencia. Faolan seguía actuando con su frialdad habitual, pero se estaba impacientando. Bridei, que sabía reconocer la más leve alteración en la voz y la actitud de una persona, vio claramente la contrariedad del escoto. Su plan de llevar al enemigo al exterior y forzar un ataque se había visto frustrado por algo tan simple como el tiempo. Merodeaba por los corredores de Caer Pridne; se le podía encontrar escuchando atentamente la cháchara de los esclavos de la cocina, de los trabajadores que arreglaban las goteras de la techumbre, de los niños que jugaban con una pelota durante un breve respiro del aguacero. «Ideando un nuevo plan -pensaba Bridei-. Y mientras tanto alguien, en algún lugar, está conspirando para matarme.»

Él se esforzaba por no apartar su mente de lo que pronto acontecería de forma inevitable. Desde el Umbral el rey Drust había resistido con denuedo durante todo un cambio de luna, pero el final estaba cercano y fue entonces cuando los llamó, uno a uno, a la habitación donde pasaba sus días envuelto en una capa y respirando con dificultad a pesar del cálido fuego y las hierbas curativas. El monarca habló con cada uno de ellos, despidiéndose de una u otra forma: palabras de reconocimiento, orientación para el futuro, una expresión de amistad o gratitud. En algunas ocasiones fue simplemente la mención de que se les avecinaban cambios dispuestos por los dioses que gobernaban sus vidas y la vida del mismísimo Fortriu.

Bridei se maravilló de que, aun con la inminencia de esa pérdida, sus pensamientos se detuvieran tanto en Tuala: en cada movimiento que había hecho, en cada palabra que había pronunciado, en las cosas no expresadas que creyó haber visto en sus ojos. Por encima de todo en su contacto. Lo revivía una y otra vez: sus propios esfuerzos titubeantes por decirle lo que albergaba su corazón, su patética imposibilidad de expresarlo, las palabras que ella había susurrado al final, el hecho de haberse permitido devolverle el beso -¡ah, ese recuerdo, esa dulzura en sus labios!- a sabiendas de que no debía tentarla para que abandonara su santuario, no cuando al otro lado de sus muros había tan poco para ofrecerle. ¿Acaso la diosa no quería a aquella singular y pequeña criatura como si fuera suya? Tuala había dicho: «La próxima luna llena», y él no había podido murmurar «No, no puedo, no debemos». No había sido capaz de rechazarla e iba a acudir, con Faolan o sin él. Era imposible saber en qué quedaría todo aquello. Supondría correr un riesgo terrible. Podría ser que para entonces ya hubiera comenzado el proceso de elección del nuevo rey y todos sus movimientos se hallarían bajo un minucioso escrutinio. Su intuición le decía que no debía acudir a la cita, pero tenía que hacerlo; Tuala le estaría esperando. Tenía que hacerlo; no anhelaba otra cosa. La tenía en su pensamiento día y noche, formaba parte de él hasta el punto de que se preguntaba cómo podría seguir adelante sin ella. Era como una enfermedad que lo carcomía, lo perseguía en su sueño irregular, en sus noches de pesadillas en las que se veía siguiendo sus pasos solo a través del bosque, en medio de la oscuridad, sabiendo que si no la encontraba pronto no volvería a verla jamás. Sabiendo que escapaba de él e intentaba cruzar un margen para dirigirse a un lugar donde no pudiera ir tras ella. Sabiendo que no podía perseguirla, no si quería ser rey; sabiendo que sin ella, a lo sumo, no era más que medio hombre. Deseaba con todas sus fuerzas desterrar esas visiones, pero le resultaba imposible.

Se dijo que todo era culpa suya, que nunca debió ir a Banmerren. Estaba aprendiendo los motivos de la existencia de las normas que impedían al acceso de los hombres al lugar de la diosa. Pero por nada del mundo hubiera cambiado las cosas. De ningún modo se habría perdido aquel encuentro. Y volvería a ir de nuevo. Esta vez le hablaría con franqueza. Le diría las palabras que brotaban de su corazón; le pediría que se fuera con él. Que fuera su esposa. Ahí era donde se había equivocado. No se lo había planteado a ella, no le había dado la oportunidad de elegir. Y Tuala era muy especial; eso lo había comprendido desde el principio. A juzgar por las palabras que le susurró y por su beso, Bridei tenía la impresión de que diría que sí, pero no estaba seguro ni mucho menos. Si decía que no, tendría que aceptarlo y seguir adelante sin ella. No sabía muy bien cómo lograría hacerlo.

Llegó una mañana en que Bridei también fue convocado para ver al rey. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que Drust se había aventurado a salir de su pequeña habitación, a la que había quedado reducido su mundo desde que la enfermedad se había agravado, y Bridei quedó sorprendido ante el aspecto del rey, que no era nada más que huesos que sobresalían en una piel seca como el pergamino. En la estancia hacía un calor desagradable; la reina Rhian tenía el rostro colorado y su hermano, vestido sólo con pantalones y camisa, estaba sudando. Drust temblaba bajo una capa de lana, con una gruesa manta sobre las rodillas. Había un perro agazapado a sus pies, con una mirada preocupada en sus leales ojos.

- Mi señor. -Bridei no dejó que sus facciones traslucieran sus pensamientos; saludó a su monarca con la reverencia formal y el tono cortés requerido en tales ocasiones-. ¿Me has mandado llamar?

- Ven. Siéntate. -Drust ahorraba las energías que le quedaban para ver a todos y cada uno de sus hombres por turnos, para decir lo que debía decirse mientras todavía le quedara voz.

Bridei tomó asiento. En torno a él, la reina y sus ayudantes se movían con la calmada eficiencia de la gente acostumbrada desde hacía tiempo a cuidar a un enfermo. Se cambió la ropa de cama, se vaciaron las vasijas, se avivó el fuego, se prepararon hierbas para una infusión y, sin embargo, lo hacían con tanta discreción que Bridei pensó que parecía que se encontraba a solas con el rey. A Drust le brillaban los ojos; una fiera voluntad ardía en su devastado cuerpo.

- Carnach -dijo el rey-. Habla con él. Ofrécele… posición. Confianza, prestigio.

Bridei asintió con la cabeza.

- Debemos trabajar juntos los dos -repuso-. Hablaré con él. ¿Qué me dices de Tharan?

Drust intentó esbozar una sonrisa que transformó su rostro en una calavera y Bridei reprimió el instinto de hacer un signo de protección con las manos. Aquel día el Cuervo Negro estaba muy próximo; podía notar el batir de sus alas oscuras.

- Es decisión de Carnach -dijo el rey-. Él no depende de nadie. Si Carnach no se presenta, él tampoco lo hará. Si se une a ti, Tharan… no tendrá más alternativa… que hacer lo mismo. Él sabe… que el Umbral…

Bridei vaciló.

- Mi señor…

Dio la impresión de que la mirada de Drust lo atravesaba, fuerte como una espada de hierro.

- Puedes hacerlo -dijo el rey-. Debes hacerlo.

A Bridei le resultó imposible decir lo que necesitaba decir: que él no creía poder hacerlo, año tras año, un invierno tras otro, que el peso de unas muertes semejantes era demasiado grande para poder soportarlo y que dudaba que fuera capaz de llevar a cabo esas ceremonias y seguir cuerdo. Pero decir algo así no tan sólo disgustaría a los dioses, sino que además era un signo de debilidad. Ante el rey moribundo cuyo espíritu centelleaba desde sus ojos enrojecidos, las palabras de Bridei huyeron sin ser expresadas.

- La principal amenaza… en el sur… es Bargoit -susurró Drust, y tomó un sorbo de una taza de agua que su esposa sostuvo para que bebiera-. Asegúrate… más aliados…

Bridei asintió con la cabeza.

- Si Carnach se une a mí, entre los dos podemos acercarnos al número de votos requeridos -dijo-. Aniel está trabajando en ello. Y Broichan también.

- Ah, Broichan… hizo un buen trabajo contigo, hijo… Mi druida… Me ha servido durante mucho tiempo… Su mejor regalo para… Fortriu… eres tú…

El rey se estaba cansando. Su respiración era superficial, dolorosa, a pesar de todo el calor de la habitación, del vapor que se alzaba de las ollas que hervían a fuego lento en el hogar, del calmante aroma de las hierbas.

- Espero demostrar ser digno de tu confianza, mi señor rey. -¡Que la Brillante lo asistiera!, en toda su vida podría ser el rey que era Drust, tan fuerte, tan consciente de sus deberes, tan buen líder para el pueblo.

- Una… cosa -dijo el monarca en un hilo de voz-. Elige bien a tu esposa. Importa… muchísimo… -Drust volvió la mirada de sus ojos demasiado brillantes a Rhian, que se hallaba arrodillada junto al fuego, removiendo algo en un pequeño cazo. La suavidad de su mirada, la sombra de su expresión, la expectativa de una despedida inminente revelaron de forma descarnada que aquel poderoso monarca era, bajo el férreo exterior, un hombre mortal y vulnerable-. No por su sangre -dijo Drust-, ni por su linaje, ni por su riqueza… Encuentra a la que pueda caminar contigo… Es lo más… importante.

- Sí, mi señor -respondió Bridei, que no dijo: «Lo sé. La he encontrado y no sé si podré tenerla a mi lado.»

- Ahora vete -dijo Drust-, hijo del… Guardián de las Llamas…

- Adiós, mi señor rey. Que los dioses te concedan un viaje sin percances. No creo que en Fortriu vuelva a ver a nadie como tú.

- Nada de llantos… No… por mí. Un nuevo rey, un nuevo camino, más brillante, mejor… Vuelo del… águila… Sé fuerte, Bridei.

El joven no pudo decir nada. Hizo una reverencia, y en ese momento Drust fue víctima de un acceso de tos, y tanto Rhian como Owain se apresuraron a ayudarlo a incorporarse en su asiento, a limpiarle la sangre de la cara mientras él se ahogaba y jadeaba entre espasmos. Bridei salió sigilosamente de la pequeña estancia, pasó junto a los guardias y llegó al adarve por donde anduvo durante un largo rato haciendo caso omiso de la lluvia.

Un poco más avanzada la mañana, una delgada figura subió por las escaleras y caminó hacia él con el tonsurado cabello alborotado por el viento del mar. Por lo visto, el hermano Suibne también había pasado un tiempo en los adarves inmerso en sus pensamientos. Bridei le dirigió un forzado saludo cortés. Aunque el sacerdote cristiano representaba unas ideas que él aborrecía, unas enseñanzas que habían llevado a la división de los priteni y a la destrucción de los lugares sagrados del sur, durante el tiempo que Suibne había pasado en Caer Pridne, se había visto obligado a reconocer que era un hombre inteligente y sagaz, y que poseía un sentido del humor irónico y terrenal. Si Suibne no hubiera sido quien era, podrían haberse hecho amigos.

Suibne se acomodó junto a Bridei, con los brazos cruzados sobre el parapeto, mirando al mar. El fuerte viento del norte azotaba las aguas grises transformándolas en un revuelto desorden coronado de blanco.

- Lamento oír las nuevas sobre el rey Drust -dijo el sacerdote en voz baja-. Me han dicho que hoy se está despidiendo. He estado rezando por él.

- ¿A qué dioses? -preguntó Bridei, incapaz de contenerse aun sabiendo que era un comentario descortés.

- Sólo hay un Dios, Bridei. -El sacerdote sonreía; no era la primera vez que discutían sobre ese tema-. Un Dios que tiene mucho que ofrecerte si recurres a él. Veo en tus ojos que estás atribulado, confuso. Imagino que tu mente está atormentada por decisiones difíciles de tomar, dilemas que afrontar, preguntas urgentes que plantear.

- ¿Todo eso se ve en mis ojos? Supones demasiado. Esta mañana me llamaron para que fuera a hablar con el rey. Estoy triste por verlo marchar, eso es todo.

- ¿Y?

Suibne empezaba a parecerse un poco a Broichan, cosa que a Bridei le resultó verdaderamente inquietante.

- Cierto, nos enfrentaremos a una época de cambios, a una época de gran dificultad. Un líder del prestigio de Drust no es fácilmente reemplazable. Me sugieres que busque respuestas en la cruz. No sirve de nada que intentes convertirme a tu fe. Me crié en el amor hacia los antiguos dioses. No hay nada que desee más que ver los territorios de los priteni unidos en la práctica de los antiguos rituales, en la reverencia y la lealtad a la Brillante y al Guardián de las Llamas. Sé que, en el fondo, eres un buen hombre. Pero no puedo estar de acuerdo con tu presencia entre nosotros, ni con tu influencia sobre Circinn. Los tuyos han hecho estragos entre nuestras gentes. Habéis fracturado nuestro reino y debilitado gravemente nuestra capacidad de defender nuestras fronteras.

- Pero si Fortriu adoptara la fe cristiana, tal como está haciendo Circinn en este preciso momento, estaríais reunidos bajo la cruz -señaló Suibne con los ojos brillantes de interés-. La doctrina de Nuestro Señor Jesucristo se basa en el amor, la paz y la tolerancia. Nuestro libro sagrado nos enseña a amar al prójimo. Cuando los hombres se vuelven hacia el verdadero Dios, quedan unidos por el amor. Entonces no hay necesidad de ejércitos ni de fronteras.

- En principio es un sentimiento magnífico -dijo Bridei-. Dime, ¿qué hay de los escotos? La gente de Dalriada sigue tus creencias; una cruz se alza en el centro de su poblado en los Confines de Galany, el poblado que invadimos la pasada primavera. Los escotos tienen fama de ser los luchadores más salvajes con los que se han topado nuestros guerreros. Son crueles; no entienden lo que significa la clemencia. ¿Cómo podemos conciliar eso con una doctrina de amor?

Suibne sonrió.

- Tus preguntas ponen de manifiesto tu formación, Bridei; creo que has recibido una buena enseñanza sobre estos asuntos. Ponte en el lugar del rey Gabhran de Dalriada. A un escoto tu pueblo también le parece salvaje, recalcitrante y peligroso: un obstáculo que se interpone en el camino de una limpia conquista del norte y del establecimiento del mismo reino sobre el que tú mismo hablabas un día: un solo reino, un solo pueblo, una sola fe.

- ¿Bajo el dominio de un invasor? Eso sería una farsa. Una unidad así, si es que puede llamarse unidad, no se conseguiría hasta que todos los hombres y mujeres de Fortriu yacieran muertos en esta buena tierra. ¿Limpia, dices? Sería una victoria empapada de la sangre de los priteni, una paz conseguida mediante la masacre y la destrucción.

Suibne no intentó rebatirlo.

- Con el líder adecuado -dijo- no hace falta que sea así. Si aquí asumiera el trono un rey libre de prejuicios, la paz podría conseguirse mediante la negociación.

- ¿Eso es lo que Drust de Circinn te ordenó que dijeras? ¿O Bargoit?

- Te equivocas. Me limito a señalarte que la tolerancia y la paciencia pueden llevar muy lejos a un hombre, o a su reino. Para hacerlo se necesita el líder adecuado. Un hombre de cualidades excepcionales.

- ¿Hablas de Drust el Verraco?

- Hablo del futuro lejano, de una paz que podría conseguirse si los hombres de gran corazón depusieran las armas y abrieran su espíritu a la luz de Dios.

La expresión del rostro del clérigo desconcertó a Bridei; era casi como la que adoptaba Broichan cuando se sentaba en trance meditativo ante los trazos de un augurio o una vasija de hidromancia. No se le había ocurrido pensar que los cristianos estuvieran sujetos a las visiones del Otro Mundo.

- Yo nunca me volvería en contra de los dioses de mi pueblo -dijo en voz baja.

- ¿Ni siquiera contra el dios que exige un acto de asesinato? -preguntó Suibne.

- No voy a hablar de eso. Está prohibido hacerlo.

- Pero pensarás en ello. Estará en tu mente, estación tras estación, año tras año, desde cada cruel celebración hasta la próxima. Atormentará tu conciencia y ensombrecerá tu espíritu. Cumplir con ese rito no es lealtad, Bridei. Es locura. No puedo creer que un hombre como tú, un hombre que sin duda está destinado a la grandeza, pueda realmente aprobar semejante barbarie.

- ¿Destinado a la grandeza? ¿Así habla de mí el asesor religioso de Drust de Circinn? Bromeas, sin duda.

- Hablo así de hombre a hombre, Bridei. En el fondo, tú eres un hombre de paz. Eso también lo veo en tus ojos. Y eres joven. ¿Quién sabe lo que te depara el futuro?, ¿quién sabe cuál es el futuro de Fortriu? Recemos para que los jefes de clan de los priteni voten con sensatez. Durante la vida de un rey pueden cambiar muchas cosas.

No fue necesario que Bridei buscara a Carnach, él fue quien lo encontró a él y sugirió que fueran a un rincón tranquilo para hablar sin que los molestaran, lo cual no significaba a solas, y menos cuando ambos tenían derecho al trono. Se reunieron en los establos, donde a uno le resultaba muy fácil fingir que le enseñaba a otro un caballo que tal vez éste quisiera comprar; era asombrosa la amplia conversación que podía tener lugar mientras se examinaban unos cascos o una dentadura. Breth permaneció vigilante a poca distancia; el guardia personal de Carnach, un hombre larguirucho y con barba, se quedó apoyado en la compuerta fingiendo despreocupación.

- ¿Has hablado con el rey? -Carnach fue directo; no había tiempo para las sutilezas de la etiqueta de la corte y Bridei agradeció la franqueza del hombre pelirrojo.

- Esta mañana. ¿Y tú?

Carnach movió la cabeza en señal de asentimiento.

- ¿Tienes alguna propuesta que hacerme?

- Sí. Quizá querrás sugerir alguna enmienda; estoy dispuesto a escuchar.

- Adelante, pues -y al observar la mirada que Bridei dirigió al guardia barbudo, añadió-: Gwrad es de confianza, tal y como estoy seguro de que lo es tu hombre, o no lo habrías traído aquí contigo. Dime.

Bridei expuso una serie de condiciones que llevaba un tiempo estudiando con la ayuda de Aniel y teniendo en cuenta la posición de Carnach, sus orígenes y la localización de sus tierras ancestrales justo en la frontera con Circinn. A Carnach se le encomendaría la supervisión de la seguridad fronteriza a lo largo de la considerable longitud del río Espino, que atravesaba el centro mismo del territorio bordeando la gran cordillera que dividía Fortriu, en el noroeste, de Circinn, en el sur y el este. Todos los jefes de clan de esa región responderían ante él y estarían obligados por el rey a proporcionar hombres para la defensa cuando Carnach lo requiriera. Además, sería nombrado consejero personal del monarca, un cargo que le otorgaría un lugar especial en la corte cuando quisiera estar allí. Desempeñaría un papel de fundamental importancia en todas las decisiones futuras en cuanto al modo de actuar contra los invasores, ya fueran escotos, anglos o alguien desconocido. Habría más incentivos: se proveería a la propia fortaleza de Carnach de todas las mejoras que él deseara: muros exteriores de piedra, barreras de tierra, cualquier cosa que Carnach considerara apropiada para su elevada posición. Todo ello sería sufragado por el rey. También existía la posibilidad de un matrimonio, si Carnach así lo deseaba. En la corte había jóvenes de sangre noble, jóvenes muy bellas. Bridei le expuso todo esto con toda la serenidad de la que fue capaz, consciente en todo momento del enorme sacrificio que le estaba pidiendo a su pretendiente rival.

- Entiendo -repuso Carnach con frialdad-. Defensas fronterizas. Quieres que haga el trabajo duro por ti.

- No por mí, sino conmigo. Se trata de eso, de trabajar juntos. La frontera con Circinn es vulnerable. Me asusta la posibilidad de que algún día podamos enfrentarnos a nuestra gente en batalla, pero la llegada de Bargoit y sus lacayos me hicieron ver con absoluta claridad las diferencias entre nosotros. Si nos mantenemos fuertes en dicho margen, resistiremos no sólo sus intentos de hacerse con el poder, sino también el insidioso avance de su nueva fe. Si aseguramos el Espino, con el tiempo podemos concentrar nuestra atención en el oeste. Tengo intención de tener un amplio círculo de consejeros. La elección de algunos de ellos les resultará desconcertante a los cortesanos más ancianos y conservadores. Sería un privilegio contar contigo como miembro destacado de mi círculo de asesores más allegados, Carnach. Cuentas con el respeto del rey Drust y de muchos hombres en cuyas opiniones confío, Aniel y Talorgen entre ellos.

- ¿Y Broichan?

- Él no estaba seguro de si negociarías o no, incluso después del Umbral. Le dije que confiaba en que al menos me escucharías. Reconozco que eres una persona de buen criterio. Sé que amas Fortriu.

- Pero no pude hacerlo… En el Umbral yo…

Bridei no dijo nada.

- Dime -dijo Carnach-, ¿y si te hiciera una contraoferta? ¿Y si te ofrezco unas condiciones similares si retiras tú tu candidatura?

- Puedes hacerlo. Te escucharé; sería una descortesía no hacerlo. Pero no retiraré mi candidatura. Sé que debo presentarme. El Guardián de las Llamas así lo requiere.

Carnach casi sonreía.

- No quiero una esposa. Hay una joven muchacha en casa; en cuanto sepa cuál es el resultado de todo esto, nos casaremos. No es hija de ningún rey, pero yo estoy muy complacido con ella. Dos cosas más: quiero los servicios del picapedrero real durante un verano, para que grabe mis símbolos familiares en la ladera que hay encima de mi casa. Puedo esperar en virtud de la garantía de que podré disponer de él. Garvan estará ocupado durante un año más o menos.

- ¿Y lo otro?

Carnach pareció un poco avergonzado.

- Mi esposa…, mejor dicho, mi futura esposa… Me gustaría estar en situación de hacerle un regalo de bodas especial, y ella tiene pocas joyas y galas propias. ¿Quizá un pequeño suministro de la mejor plata y los servicios de un experto artesano? Ya sé qué diseño quiero, espirales y perros; a ella le gustan mucho los perros. Quizá también algo para mi madre.

- Por supuesto -repuso Bridei-. En cuanto a Garvan, se lo diremos a él. Que decida qué tarea va primero. Aquí habrá trabajo para él, claro está; es decir, siempre y cuando… -se le fue apagando la voz. Tenía una idea para Caer Pridne, y para el futuro, una idea que se había ido formando en su mente desde la noche que vio a Tuala y que tuvo que despedirse con las palabras de su corazón todavía mudas en su interior. Pero en esos momentos no debía hablar de ello. Aún estaba muy lejos de ser rey.

- Sí, ya -dijo Carnach, que lo malinterpretó-. No debemos precipitarnos. Bueno, necesito un poco de tiempo para pensarlo. Tengo que hablar con unas cuantas personas, en particular con Tharan. Creo que puedo prometerte una respuesta esta noche. Tus condiciones parecen bastante razonables. Frunces el ceño, Bridei. Con el tiempo descubrirás que soy digno de confianza y que tomo mis propias decisiones. Al consultar con el consejero del rey sólo muestro una prudencia apropiada. Un hombre no renuncia a la posibilidad de ser rey a la ligera.

- Lo siento -dijo Bridei-. Tómate el tiempo que necesites.

- La arena corre muy deprisa a través del cristal -comentó Carnach con seriedad-. Vi a Drust esta mañana, igual que tú. Si tenemos que llegar a un acuerdo mientras él sigue con vida, creo que tendría que ser antes de que el Guardián de las Llamas descienda otra vez bajo el horizonte. Gwrad te traerá mi respuesta antes de que eso ocurra.

Resultó, pues, que cuando todos los que se alojaban en Caer Pridne se reunieron para la cena de aquella noche, Bridei ya sabía que los candidatos se habían reducido a dos: a él, joven, desconocido e inexperto, y a Drust, hijo de Girom, el rey cristiano de Circinn, que quería gobernar los dos reinos. A menos que hubiera alguna sorpresa, como, por ejemplo, una candidatura por parte de los caitt, así iban a ser las cosas. Carnach había aceptado las condiciones, y habían acordado mantenerlo en secreto hasta la presentación formal de los candidatos para que así la facción de Circinn pudiera seguir pensando que el voto de Fortriu estaba dividido y considerando a su propio candidato como probable ganador. A Wredech lo habían convencido de que era más sensato quedarse con el ganado y caer en un relativo olvido, y estaba fuera de concurso.

Hacía ya muchos días que la reina y su hermano no asistían a la comida nocturna; Drust necesitaba la presencia constante del uno o del otro y se turnaban entre ellos para dejarse caer, rendidos de cansancio, y dormir. Aquella noche también estaban ausentes otras personas. A Broichan, Aniel, Tharan, Eogan y a varios de sus guardias personales no se les vio por ninguna parte. Bargoit se hallaba presente en compañía de Fergus y el hermano Suibne. Los había asombrado a todos en el Pozo de las Sombras; nadie lo había creído capaz de presenciar el rito tras expresar su completa repugnancia por lo que consideraba una práctica bárbara y vergonzosa. Después del Umbral no había hablado demasiado. Bridei tenía su propia opinión al respecto. A Bargoit no se le podía prohibir la entrada al pozo; era el emisario del rey de Circinn y, como tal, podía entrar libremente en los lugares secretos de los hombres de Fortriu. La tradición no decía nada sobre los cristianos. En realidad, nunca había quedado del todo claro si el apoyo que Bargoit había expresado a favor de los cambios dentro del territorio de Drust de Girom correspondía a una decisión personal de tratar de buscar el bautismo cristiano. Bridei estaba preocupado por lo que el hermano Suibne le había dicho anteriormente. Se preguntaba si, en el fondo, un hombre de Fortriu podría llegar a renunciar completamente a los antiguos dioses. Claro que Bargoit era un estratega. No había duda de que, cuando los representantes de Circinn llegaran en masa, el consejero de Drust el Verraco los obsequiaría con una minuciosa descripción de lo que había ocurrido en el Pozo de las Sombras, haciendo especial hincapié en el papel desempeñado por el influyente y peligroso Broichan y su hijo adoptivo, que no era más que un instrumento del druida. Explicaría con todo detalle lo que había visto: sus manos extendidas, manteniendo a la chica bajo el agua. Haría saber que había presenciado nada menos que el asesinato de una persona inocente.

El salón estaba tranquilo. La conversación se había apagado; la gente comía con moderación. El bardo del rey se hallaba sentado con la barbilla apoyada en la mano y miraba fijamente su cerveza mientras el arpa permanecía silenciosa en la funda de cuero a su lado. Cuando volviera a despertar las cuerdas, sería para tocar una elegía.

Bridei vio que Dreseida miraba un tanto ceñuda a Gartnait. Ferada tenía un aspecto pálido y distante, Ana parecía incómoda, pues faltaba tanta gente en la mesa del rey que estaba prácticamente sola. Su amigo hablaba con su padre. Bridei estaba sentado entre Garth y Ged de Abertornie, mientras que Breth se hallaba de pie tras él y hacía de catador. Incluso Ged estaba apagado esa noche; se terminó el pastel de cordero sin apenas mediar palabra. Todos esperaban.

Poco después de que se retiraran las bandejas Broichan entró en la sala. Había algo en su rostro que silenció a todos los allí presentes.

- Nuestro buen rey se ha ido -dijo el druida-. La Diosa Madre se lo ha llevado al otro lado del velo. Un acto de misericordia. Bebed en su memoria, contad historias de sus grandes hazañas, celebrad su coraje. Mañana al atardecer llevaremos a cabo los ritos funerarios.

- Y entonces empezará todo -dijo Ged en voz baja-. Espero que estés preparado, Bridei. Otro cambio de luna y se celebrará la asamblea. Verás cómo Caer Pridne se convierte en un lugar de auténtica locura. Que la Brillante vele por nosotros.

- Debemos intentar por todos los medios mantener la disciplina -susurró Bridei-. Por Drust. Era un rey magnífico, fuerte y digno. Que los dioses le concedan un viaje tranquilo.

- Una cosa es segura -dijo Ged al tiempo que fulminaba con la mirada a Bargoit, en el otro extremo del salón-. Está mejor fuera de todo esto.

Conforme a los deseos del rey y bajo la impasible supervisión de Broichan, construyeron una enorme pira en la costa por debajo de Caer Pridne y mandaron a Drust el Toro a su último viaje mediante el fuego y el agua. La lluvia se contuvo el tiempo suficiente. Más tarde Broichan tiró las varas de abedul para ver cuáles eran los augurios, consultó a la Brillante y declaró que, en vistas de la estación, podía permitirse cierto grado de flexibilidad en cuanto a la fecha de la próxima asamblea dado que podría ser que los jefes votantes de Circinn no recibieran la noticia de la muerte del rey tan pronto como era necesario para que realizaran el difícil viaje invernal hacia el norte en el tiempo habitual, un solo cambio de luna. En esa ocasión, dijo Broichan, concederían un plazo adicional de siete días. La noticia suscitó ciertos murmullos. ¿Por qué no mantener el plazo más corto y asegurarse de que Fortriu tuviera más posibilidades de estar en mayoría? Unas voces más sensatas, la de Aniel entre ellas, acallaron a los que disentían. Restringir el tiempo del viaje suponía darle motivos a Circinn para declarar inválida la elección y abrir la puerta a otro largo período de conflicto. Conceder siete días más sería prudente a la vez que oportuno.

La nueva fecha significaba que los candidatos realizarían sus peticiones formales para reinar en el Solsticio de Invierno, una conjunción auspiciosa. Cada uno de ellos se presentaría ante la corte y expondría sus credenciales. Si alguno de los pretendientes no podía llegar a Caer Pridne a tiempo para dicha exposición, un representante se presentaría en su lugar. Al cabo de siete días se reuniría la asamblea propiamente dicha y tendría lugar la votación. En la última elección había habido doce jefes votantes de Circinn y doce de Fortriu, incluyendo el representante de las Islas Luminosas. Era probable, aunque no seguro, que si todos los que tenían derecho a voto llegaban dentro del período asignado en esa ocasión hubiera el mismo número de electores. De requerirse un voto de calidad, apelarían a Fola, la mujer sabia.

- Esto es inaceptable -dijo Bargoit cuando Broichan anunció ese detalle crucial. Se puso en pie con el ceño muy fruncido y una expresión feroz-. Le da ventaja a Fortriu. Si la mujer sabia tiene derecho a voto, también debería tenerlo el hermano Suibne, aquí presente, como asesor religioso de Drust.

El sacerdote sonrió vagamente y no dijo nada. Su comportamiento sugería un profundo deseo de hallarse en otra parte.

- Además -intervino Fergus, el otro consejero del sur-, todo el mundo sabe que Fola es tu amiga, Broichan. La tienes en el bolsillo. Su voto es tu voto.

Se alzó un murmullo que no presagiaba nada bueno, más o menos centrado en torno a Ged de Abertornie. Habló Aniel con expresión anodina.

- Esto no es correcto -dijo-. Si imaginas que Fola es un títere de otra persona, es que la conoces muy poco. Soy consciente, no obstante, de que esto causó ciertas dificultades en la última elección. Por lo tanto, lo que dices tiene cierta validez.

- Dadles el derecho a voto a ambos -terció Ged-. Al cristiano y a la sacerdotisa. ¿Por qué no?

- En realidad eso no serviría de nada. Seguiría habiendo un empate -repuso Bargoit con irritación.

- ¿Puedo decir algo? -Bridei se puso en pie-. Habláis como si ya se conociera el voto de todo el mundo; como si nuestros jefes de clan no pudieran cambiar sus opiniones. ¿Tan rígidos somos con nuestras costumbres que no nos queda espacio en la mente para el compromiso ni para las nuevas ideas? En tal caso, el proceso formal de presentar a los candidatos siete días antes de la votación no parece tener ningún sentido. ¿Por qué iba a ser necesario entonces saber nada más que el nombre y los orígenes del pretendiente si se vota únicamente con base a semejante partidismo? Tengamos la cortesía de escuchar lo que nos digan los candidatos, lo que creen que pueden ofrecernos. Tal vez no sea necesario ningún voto de calidad. Si lo es, estoy seguro de que podemos confiar en la experiencia de hombres como Broichan y como tú mismo, Bargoit, para tomar la decisión en su momento. -Estas palabras fueron seguidas de un murmullo de voces y un consentimiento a regañadientes. Quedaba por ver si todos acatarían este acuerdo llegado el momento.

Durante los días siguientes Bridei trabajó duro, mandó mensajeros, consultó con sus asesores, hizo planes e intentó aceptar la asombrosa posibilidad de que, antes de la próxima estación, él mismo podría ser la persona más importante en aquel reino de hombres poderosos. Hubo ocasiones en las que la perspectiva le dio miedo: miedo de que pudiera dar un traspié y caerse, fallándole a Broichan, fallándole al rey Drust, fallándole a los dioses. Pero, cada vez más, al rezar, sentía el calor del Guardián de las Llamas en su espíritu y la voz del dios que le susurraba al oído: «Adelante, hijo mío. Sé fuerte.» Y le daba la sensación de que, con cada día que pasaba, se iba desvaneciendo cualquier posibilidad de elección sobre el tema. Un hombre no desobedecía la voluntad de los dioses. No eludía su gran llamada del deber. Si el Guardián de las Llamas consideraba que él era el mejor para la colosal tarea de reunir a los priteni, entonces debía ofrecer a su dios todo lo que tenía. Debía dedicar su vida a esta labor. Quería hacerlo. A pesar de las ansias que tenía de tranquilidad, de espacio y de soledad, la necesidad de llevar a cabo esa empresa ardía en su mente como una llama. Sin embargo, en su corazón la próxima luna llena era la única meta de sus días. La perspectiva de volver a ver a Tuala lo dominaba y le hacía difícil concentrarse como debía en la tarea de buscar el apoyo de ciertas personas y aplacar a otras. La jaqueca seguía atormentándolo; casi se había olvidado de lo que era no tenerla.

No obstante, Bridei trazaba los pasos de este baile de posibilidades, consciente de que el mismísimo futuro de Fortriu y de su gente dependía de la precisión de sus instintos y de la capacidad de otros para atravesar con rapidez y seguridad los altos y desnudos desfiladeros y los profundos y oscuros valles de la Cañada en invierno. Los ríos estarían crecidos; si llegaba la nieve, algunos caminos estarían bloqueados. Sólo podía utilizarse los caballos en las partes más cómodas del viaje, como en el tramo de costa que se extendía entre la desembocadura del lago de la Serpiente y Caer Pridne. Y no había mucho tiempo. Menos mal que Bridei había mandado a sus mensajeros con anticipación. Broichan lo había ayudado en este punto; una adivinación, llevada a cabo con el humo después de ayunar, había predicho el día de la muerte de Drust con una exactitud que reflejaba perfectamente la intención de los dioses.

Bargoit debía de haber hecho algo similar. Quizá el cristiano, Suibne, tenía sus propios métodos para ver lo que estaba por venir. No tardó en hacerse evidente que los doce representantes de Circinn ya habían recorrido una buena distancia desde sus fortalezas del sur en previsión de aquella asamblea. Empezaron a llegar a la corte mucho antes de terminar el plazo asignado, cansados, con frío y llenos de palabras combativas. Los seguidores de Drust el Verraco estaban muy dispuestos a discutir sus argumentos largo y tendido y a voz en grito con los del norte. Suibne empezó a oficiar un servicio religioso diario en la cámara asignada a Bargoit. Broichan no demostraba en público lo mucho que aquello lo ofendía, pero envió a un hombre para que recorriera el pasillo en el que se hallaba la puerta de Bargoit con una vasija llena de agua en la que había siete piedras blancas. De este modo la buena influencia de la Brillante podría evitar que la celebración del rito extranjero contaminara la casa del rey. En ocasiones era el propio Broichan quien se acercaba hasta allí llevando un cuenco de barro cocido, con fuego y hierbas protectoras en polvo que añadían su aroma acre al humo limpiador. Por la noche el druida se arrodillaba durante largo tiempo en sus ensombrecidos aposentos y rezaba en silencio.

Con la luna llena Bridei conjuró el encantamiento que lo protegía de las miradas de los curiosos y abandonó Caer Pridne por la verja del atracadero para dirigirse a Banmerren. Unas densas nubes ocultaban la Brillante; supuso que sólo esperarían a que llegara a la mitad de la bahía antes de soltar un fuerte aguacero torrencial sobre su cabeza. Pensó en Tuala, sola y expuesta en su árbol. No iba a dejarla allí; si ella estaba de acuerdo, la traería de vuelta con él esa misma noche. No debía pasar frío, ni sentirse sola, ni tener miedo. No la dejaría allí sola, sin amigas. La traería de vuelta… Podría alojarse con la familia de Gartnait, seguro que eso sería aceptable… «No, refrena esos pensamientos», se dijo. Estaba adelantando acontecimientos, haciendo suposiciones que no tenía derecho a hacer. Debía ser Tuala quien decidiera.

¡Por todos los dioses! Hacía falta tener ojos de gato para ver algo esa noche. Los truenos resonaban en la distancia, en algún lugar hacia el norte. La atmósfera resultaba irrespirable, un anuncio de tormenta. Su propio corazón albergaba la misma sensación, una mezcla de miedo y asombro, un embriagador conocimiento previo de cambio. No tardaría en verla… No tardaría en preguntarle… No tardaría en saber…

Bridei se escondió tras los arbustos que bordeaban las dunas e hizo una mueca cuando el pie se le deslizó en un repentino hueco; debía andar con más cautela. Los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza lo volvían descuidado; caminaba por la tierra como si fuera un extranjero, un intruso. ¡Qué no daría por estar en casa! ¡Qué no daría por estar en Pitnochie, en la Cañada en verano con sus suaves bóvedas boscosas y sus riachuelos bordeados de helechos, su susurrante vida secreta, sus majestuosos cerros y sus cielos amplios y despejados! Si pudiera estar allí de nuevo con su querida amiga a su lado, su mano en la suya, su cabeza despeinada apoyada en su hombro, el calor de su cuerpo contra el suyo…

Se esforzó en volver su atención a la noche, al sendero, a la distante y umbría forma del lejano cabo donde podían verse los oscuros muros de Banmerren en la penumbra. Le había resultado difícil zafarse de Faolan, pero era esencial: no le podía contar lo que iba a hacer esa noche. Un hombre que creyera que una única visita breve bastaría para resolver aquel asunto no podía concebir su verdadera complejidad. Faolan no podía saber cuántas cosas dependían de la decisión de Tuala. De un modo u otro se las habría ingeniado para que su expedición no tuviera lugar.

Bridei creía haber fingido de forma convincente que esa noche era igual que cualquier otra. Más o menos entre la cena, con la presencia de Garth, y la hora de irse a la cama, cuando normalmente Faolan asumía el papel de custodio de sus noches insomnes, había logrado eludirlos a ambos utilizando con criterio la poca magia que Broichan le había enseñado. De hecho, su habilidad en esas artes era muy pobre comparada con la de su padre adoptivo; el encantamiento de ocultación no duró más de lo que tardó en escaparse y llegar a las dunas, pero eso era lo único que necesitaba en esa ocasión. Sólo un completo idiota andaría rondando por ahí fuera con una tormenta como la que se avecinaba. Un idiota… Quizá lo fuera. ¿Y si Tuala no estaba en el roble? ¿Y si lanzaba la cuerda una y otra vez y ésta volvía a caer, una y otra vez? O, peor aún, podría ser que ella lo escuchara y le respondiera con una educada negativa. Lo había besado. Pero era joven, quizá demasiado joven para comprender lo que su roce había encendido en su interior…

Un rayo ahorquillado hendió el cielo e iluminó la pálida costa, las dunas como montículos nevados, los arbustos azotados por el viento. Volvió a caer la oscuridad a la vez que el trueno restallaba muy cerca, ensordeciéndolo. Al cabo de un momento salieron al descubierto. A Bridei le dio un vuelco el corazón. Fue a agarrar su cuchillo y se dio la vuelta rápidamente en el preciso instante en que unas manos lo aferraban, tres hombres como mínimo, uno detrás de él y uno a cada lado. Sus dedos se deslizaron sobre el cuchillo. El hombre que tenía a su espalda tiraba de él para derribarlo, otro estaba intentando meterle algo en la boca… Bridei arremetió con su cuchillo como un loco, oyó un grito de dolor, notó que el arma caía al tiempo que algo pesado y contundente le golpeaba la muñeca. Brilló una luz blanca y oyó que alguien gritaba, tal vez su propio nombre. Al cabo de un instante notó un golpe vibrante en la parte posterior de la cabeza y el mundo se sumió en la oscuridad.

* * *

La habitación por fin dejó de dar vueltas y pudo verla con claridad: tapices de lana que suavizaban las paredes de piedra, una lámpara sobre un arcón en la esquina, alguien inclinado sobre un estante vertiendo una infusión de una tetera humeante a una taza. Se percibía un acre olor; era uno de los brebajes de Luthana, cargado de hierbas curativas y de gusto amargo. Unas voces llegaron a oídos de Tuala, no eran cercanas sino que provenían de algún lugar en el exterior. La voz de Fola, que se mantenía queda.

- No creo que pueda quedarse aquí. Después de esto no. Si continúa comportándose así nos arriesgamos a perderla de todos modos.

La figura que había junto al estante se dio la vuelta. Era Luthana, taza en mano, con una expresión bondadosa en su anciano rostro. La memoria retornó; Tuala giró la cabeza en la almohada.

- Vamos, niña. Tienes que beber. Has tenido un resfriado terrible; esto te fortalecerá el ánimo y te ayudará a despejar la cabeza. Vamos, Tuala, sé que estás despierta. Incorpórate; deja que te ayude…

No parecía tener sentido beber; no tenía sentido intentarlo. Ya nada tenía sentido. ¿Qué estaba haciendo la Brillante? La iluminadora de senderos había oscurecido el camino ante sus pies, le había arrebatado la única oportunidad que tenía de hacer que el futuro fuera bueno y radiante, como ella siempre había creído que debía ser. Siempre, siempre, incluso en los momentos de desesperación más profunda, cuando la gente de Pitnochie se volvió contra ella, cuando se cortó el pelo y dejó el cuidado de Bridei en manos de la diosa, cuando Broichan la echó, Tuala reconoció que una minúscula y oculta parte de sí misma seguía creyendo en aquel futuro, un futuro en el que ella avanzaba al lado de Bridei, una vida en la que su amor lo haría suficientemente fuerte para la tarea que los dioses le habían encomendado. A pesar de todo, en su fuero interno más secreto, se había aferrado a esa visión. ¿Por qué otro motivo si no la Brillante la había dejado en la mismísima puerta de Bridei y se había cerciorado de que fuera él quien la encontrara? ¿Por qué si no la había permitido que tuviera una educación que no se otorgaba a ninguna otra chica en todo Fortriu? Bridei y ella estaban unidos; unidos en una confianza sagrada y en un amor que había pasado, de una forma maravillosa, de la inocente devoción, de la cómoda familiaridad de la niñez, a ser algo profundo y fuerte, algo tumultuoso, la creciente pasión entre hombre y mujer. Ella había sentido la fuerza de esa pasión al tocarle la mano, cuando sus labios buscaron los de él con un ansia que surgió de su interior como un manantial. Había creído que Bridei sentía lo mismo, a pesar de todo su comedimiento. Había creído que el beso que le dio hablaba por él.

Pero no había regresado. Ella había esperado toda la noche, hasta que Kethra la había encontrado bajo un pálido amanecer, desdichada y empapada, aferrada todavía a las ramas del roble, con los dientes apretados, los ojos cerrados con fuerza y unas lágrimas cálidas mezcladas con la lluvia en sus mejillas. Se había quedado tan entumecida que no pudo moverse; habían tenido que pedir a dos de las alumnas mayores más ágiles que subieran al árbol por una escalera y que bajaran a Tuala hasta el suelo sin ningún percance. Después todo se volvió borroso. Imaginaba que había dormido un rato. No tenía ni idea de dónde estaba; en la zona asignada a las alumnas de Banmerren no había una habitación tan pequeña y privada como aquélla. Daba igual. Ya nada importaba aparte de su sufrimiento. Bridei no había acudido. Por lo visto estaba equivocada. No la amaba; sólo la quería a la manera afectuosa de un hermano o un amigo. Había decidido seguir adelante sin ella. O Broichan lo habría decidido por él. ¿Acaso el druida no lo decidía todo?

- Buena chica -dijo Luthana, que inclinó la taza sobre los labios de Tuala-. Bébetelo todo. Después probaremos con un poco de sopa. No muevas la cabeza de esta manera, vas a hacer que se derrame todo. Debes comer. Casi te perdemos. No te burles de la decisión de la Diosa Madre al dejarte quedar un poco más. Eso es. Muy bien. Ahora puedes descansar. Fola vendrá más tarde, quiere hablar contigo.

- ¿Cuánto…? -A Tuala apenas le salió la voz; se notaba el cuerpo tembloroso, débil, como una prenda de ropa golpeada contra las rocas hasta quedar totalmente lacia-. ¿Cuánto tiempo…?

La mirada de Luthana era sagaz y compasiva.

- Has estado gravemente enferma, Tuala. La verdad es que lo que hiciste fue muy extraño; no entiendo qué es lo que te lleva a comportarte de ese modo tan absurdo e inútil. Harás bien en buscar la sabiduría de la Brillante, en pedirle que te oriente.

Ella cerró los ojos. ¿La Brillante? Lo dudaba mucho. Quizá antes la diosa había iluminado su camino, le había sonreído a su hija con reconocimiento y amor. Ahora había dirigido su fulgurante mirada hacia otro lado. ¿Quién sabía lo que quería?

- Por favor -susurró Tuala cuando la mujer sabia se puso de pie-. ¿Cuánto llevo aquí así?

- Tres días -respondió Luthana-. Con fiebre la mayor parte del tiempo; nos has tenido muy preocupadas. Ahora ya ha pasado lo peor. Si haces un esfuerzo por comer y aplicas tu mente a lo que Fola te diga, dentro de uno o dos días podrás estar fuera de la cama.

- ¿Dónde…?

- Estás en los aposentos de las mujeres sabias, Tuala. Fola pensó que era lo más apropiado. Las chicas más jóvenes ya han sufrido bastantes trastornos este invierno, como muy bien sabes. Aquí podemos vigilarte. Ahora descansa un poco. Verás a Fola más tarde.

«Vigilarte.» En términos generales eso se traducía en «Evitar que vuelvas a hacer algo parecido». Apenas importaba ya si era una especie de prisionera. La verdad es que ya nada le importaba. Sin Bridei nada parecía tener sentido. Sin su amor y sin el amor de la Brillante la vida quedaba reducida a algo tan pequeño e insignificante que a duras penas valía la pena tenerlo. Quizá lo mejor fuera limitarse a quedarse acurrucada allí en esa pequeña habitación, cerrar los ojos y desear con todas sus fuerzas que el mundo desapareciera. Luthana no podía obligarla a comer…

Pasó el tiempo. Los dos Seres Buenos estaban allí con ella en la silenciosa estancia, igual que habían estado en el árbol, comentando y tratando de persuadirla con sus argumentos y sus incitantes y rotundos análisis.

- Tal como me imaginaba. -Era la dulce voz de Telaraña, suave y burlona. La compasión no formaba parte de la naturaleza de los Seres Buenos; aun así, Madreselva y Telaraña habían permanecido cerca de Tuala. Si ella no les importaba, ¿por qué estaban allí?-. Él te desea, o te deseaba cuando vino la otra vez; estaba bastante claro. Pero el deseo de los hombres es efímero. Un momento de embriagadora excitación, unas cuantas dudas y a la siguiente luna llena se van a perseguir a una presa más apropiada. Esa chica, por ejemplo, Ana. No hay duda de que Bridei se dio cuenta de que su manera de proceder era un error y trasladó sus atenciones hacia ella.

Tuala guardó silencio; no tenía energía para protestar. En otro momento le hubiera rebatido sus crueles palabras, pero ahora le parecían muy creíbles.

- Estás triste -dijo Madreselva, que se acomodó en la cama junto a los pies de Tuala. No pesaba más que un gato-. No me sorprende. Creías que te antepondría al trono. Estabas equivocada. Pensaste que aquí tenías una especie de refugio o, al menos, una segunda alternativa. Eso también fue un error; Fola ya no te quiere. Te estás convirtiendo en un problema, en alguien impredecible, un peligro tanto para tus compañeras como para ti misma. De todas formas, Broichan y Bridei deberían saber que decidiste pasar toda una noche fuera bajo la tormenta y que estuviste a punto de morir por ello. El hecho de que Bridei pueda haber decidido que un rey no puede casarse con una mujer de los Seres Buenos no significa que ya no le importes nada. Tu muerte lo disgustaría enormemente. Provocaría un distanciamiento entre él y cierto druida influyente. Fola no quiere ser responsable de algo así. Ni quiere ser responsable de ti, una tarea que tan difícil se ha vuelto.

La echarían de Banmerren, pensó Tuala vagamente. ¿Adónde la mandarían? ¿Adónde podía ir?

- ¡Oh, bueno! -terció Madreselva alegremente-. Al menos está ese hombre, Garvan. ¿No dijo que te aceptaría cuando estuvieras preparada? Parece ser que el momento ha llegado antes de lo que nadie se esperaba. Ahora mismo se encuentra en la corte, a la espera de los encargos que el nuevo rey tendrá para él. Piedras con águilas grabadas, me imagino.

Garvan; el patoso Garvan con sus manos grandes. Ella a su lado, llevando su casa, compartiendo su cama, dando a luz a sus hijos… Eso era impensable. No podía contarse como una posibilidad. Posibilidad… De repente le parecía que no había ninguna. Todo se había reducido a esa habitación, a esa cama, a esas paredes, a ese día…

- ¡Mira esto! -La voz de Telaraña resonó como una clara campanilla-. Alguien ha hecho unas marcas en la pared, raspándola con un cuchillo. ¡Oh, mira! Y aquí hay otra serie de marcas. ¡Qué raro! Es como si hubiera habido una prisionera contando los días.

- Todos los días desde el Baile de la Doncella al Umbral -dijo Madreselva en voz baja-. Todos los días de una vida. Es una celda pequeña y acogedora. Intentan que una chica esté cómoda aquí. De todos modos, Morna debió de sentirse muy sola; sola y asustada. ¿Quién puede estar verdaderamente preparado para una prueba semejante? Estas líneas, tan pulcramente talladas en la piedra, debieron servirle de ayuda. Su propio ritual, metódico y claro, en medio de un mundo que de repente se volvió oscuro e irreal. ¡Cómo debieron de acosarla con sus opiniones mientras la vigilaban, la mimaban, la enseñaban y la preparaban! ¡Hasta qué punto sus visiones atormentaban sus sueños mientras ella permanecía aquí sola con su vela y su pequeño cuchillo grabando una solitaria letanía de días! Me pregunto por qué eligieron este lugar para ti, Tuala. Me pregunto cuáles son sus planes.

- La verdad es que ya no me importa -susurró ella-. Ya nada parece tener importancia.

- Exactamente -repuso Madreselva-. Ahora duerme un poco. Habla con Fola. Volveremos. A diferencia de ti, nosotros tenemos un plan; creo que te parecerá bien. Es bastante mejor que un matrimonio producto de la desesperación, y mucho mejor que quedarte aquí, donde tu presencia nunca será verdaderamente grata. Que tengas dulces sueños.

Se marcharon; Sombra, el gato, que entraba andando despacio por la puerta, se erizó, alarmado, con la cola tiesa. Tuala se quedó tumbada, totalmente despierta, con la vista fija en las pequeñas marcas de la pared, grabadas con desesperación y cuyo orden y pulcritud las hacían aún más patéticas. ¿Qué habría estado pensando Morna mientras las hacía noche tras noche? ¿Qué habrían visto todas las chicas que habían estado allí mientras aguardaban el paso de las solitarias estaciones de preparación para el Umbral? Tantas vidas jóvenes desaparecidas, tanta belleza y vitalidad perdidas en el pozo del dios oscuro, desperdiciadas para alimentar a una deidad a la que nunca podría satisfacerse. ¿Cómo podía continuar todo aquello? ¿Cómo podía Bridei formar parte de una ceremonia así? ¿Cómo podría vivir con una carga tan grande si ella no estaba cerca para ayudarlo?

Sombra se subió a la cama de un salto y aterrizó pesadamente en las piernas de Tuala. Dio tres vueltas y se acomodó junto a sus rodillas, aprisionando las mantas con fuerza. Su presencia era reconfortante; le recordaba a Bruma. Bruma en el bosque, buscando martas, o en la cocina, dejando orgulloso un ratón regordete a los pies de Ferat. Bruma en las rodillas de Erip, calentando el sueño irregular del anciano enfermo. Bruma encerrado, maullando en señal de protesta mientras ella se alejaba cabalgando de Pitnochie por última vez…

Tuala pensó que era necesario escuchar a Fola; ya sabía lo que diría la mujer sabia. Que su comportamiento había sido impropio de una sierva de la diosa, que estaba confusa y debía tomarse un tiempo para considerar su futuro… Tampoco necesitaba escuchar el gran plan de Madreselva y Telaraña; no hacía falta mucha perspicacia para adivinar de qué se trataba. Aun sin conocerlo, estaba decidida. No podía quedarse en esa pequeña habitación con su triste testimonio de vidas malogradas, de estaciones de soledad y desesperación. Banmerren quedaría cerrado para ella, y aunque no fuera así, ya no podía permanecer allí si Bridei se hallaba tan cerca y estaba casado con otra mujer. En Pitnochie no sería bien recibida, así que no podía vivir en casa de Broichan. Y tampoco podía aceptar a Garvan, puesto que nunca podría amarlo, y casarse sin amor era una farsa. Acceder a ello no sería justo ni para él ni para ella. Así pues, daría el paso que nunca se había atrevido a dar, confiaría en su propia gente, en las esquivas criaturas cuya presencia burlona e irritante se había vuelto casi constante durante su estancia en Banmerren. Había un largo camino hasta la Gran Cañada, y era invierno. Daba igual; Telaraña y Madreselva encontrarían una respuesta. Tuala se iba a casa.

- ¿Cuándo sanará? -preguntó Aniel-. ¿Cuándo estará listo?

- Hablas como si sólo te importara la batalla que hay que ganar aquí y el joven te trajera sin cuidado -replicó Talorgen en tono cansado al tiempo que le pasaba una taza de cerveza al consejero y servía una segunda para él. Estaban sentados en la antecámara de los aposentos de Broichan; últimamente se había convertido en un centro de reuniones habitual para algunos hombres-. Se debate entre la vida y la muerte. Será mejor que no le hagas esta pregunta a Broichan.

- He oído que el chico está saliendo adelante -dijo Aniel-. De haber pensado que se estaba muriendo habría sido menos brusco. Uist dice que está luchando para volver, aunque para mí es un misterio cómo pueden determinarlo nuestros druídicos amigos; la última vez que me dejaron entrar el chico parecía sumido en la inconsciencia y daba la impresión de no haber experimentado muchos cambios desde que lo trajeron a casa, salvo que ha adelgazado de forma considerable. Dicen que de vez en cuando se mueve y es posible darle un poco de caldo y media taza de agua. Murmura tonterías, cosas de antiguos recuerdos mezcladas y distorsionadas. Supongo que un druida sabe cómo interpretarlo. Debemos esperar que vuelva con nosotros sin haber perdido el juicio o el entendimiento. Todo el futuro de nuestro reino depende de ese joven.

- No podría estar mejor atendido. Con las hierbas de Broichan y los ensalmos de Uist y la labor de su leal dotación de guardias es imposible que el muchacho no se ponga bien. Bridei inspira una gran confianza; casi podría llamarse amor. Ya posee la chispa de un monarca. Lo único que hace falta es que logren que vuelva a estar en pie antes de la presentación de los pretendientes. Y hacer que siga bien hasta la elección.

- ¡Ah, sí! -dijo Aniel con una sonrisa-. La elección. ¡Como si entonces no fuera a haber ninguna sorpresa! Por taciturno que sea ese Faolan, y a pesar de su cara de pocos amigos, lo aplaudo por sus habilidades. Tiene al bellaco bajo custodia, en secreto; además, hay pruebas sólidas que relacionan al agresor con Drust el Verraco, o al menos con sus asesores. Eso tenemos que agradecérselo a Uist. Su corta estancia en Circinn, unida a su asombrosa memoria, grabó claramente la cara de ese hombre en su cabeza. Claro que la gente de Bargoit ideará una excusa para intentar desacreditar al druida montaraz como testigo cuando lo hagamos público.

- No es difícil. Uist tiene fama de ser un excéntrico, e incluso algunos irían más lejos y dirían que no está en su sano juicio. Sus pensamientos habitan en otro plano distinto al de las personas normales y corrientes; la interpretación más simple de todo esto es llamarlo loco. ¿Quién sino un loco decidiría regresar andando desde Circinn solo cuando ya casi es pleno invierno?

- Eso no importa. La gente sabrá reconocer la verdad. Además, Faolan hará hablar a su prisionero: cómo le pagaron para seguir a Bridei para eliminarlo antes de que se presentaran los candidatos; quién estuvo repartiendo bolsas de plata para que se llevara a cabo semejante acción.

- ¿Dónde está este aspirante a asesino? También debería ser interrogado sobre el intento anterior, cuando un hombre fue envenenado en mi propia mesa.

- No se encuentra aquí en Caer Pridne. Faolan lo tiene a buen recaudo.

- Ese escoto es un tipo ocupado. Tengo entendido que los otros yacen enterrados en algún lugar en las dunas.

- ¿Qué otros? -Aniel arqueó las cejas con fingida sorpresa.

- ¿Y estamos seguros de que Bargoit no sabe nada de lo que tenemos planeado? -caviló Talorgen.

- Bueno, debe de sospechar algo. Al fin y al cabo sus asesinos no regresaron. Y sabe que Bridei sigue vivo; eso a menos que piense que nuestra historia sobre un caso grave de disentería esté pensada para encubrir una búsqueda desesperada de un nuevo candidato. No es probable; sencillamente presentaríamos a Carnach en su lugar. Al menos sería mejor que uno del sur.

- Estaré más contento cuando Bridei abra los ojos y empiece a hablarnos con coherencia -dijo Talorgen-. Estoy tan preocupado como tú, amigo mío. Ya casi tenemos encima el Solsticio de Invierno y Bridei lleva mucho tiempo tumbado y sumido en un aparente sueño, temo que ello pueda afectar tanto a su cuerpo como a su mente. Y no lo queremos débil e incapaz. No queremos que tenga que valerse de un representante; Bridei es nuestro mejor portavoz. Tiene un don con las palabras; sus discursos, aunque son sencillos, levantan la moral de la gente. De todos modos uno de nosotros debe estar preparado para hablar por él.

- Broichan querrá tener ese privilegio -dijo Aniel.

- ¿Broichan? No sería prudente. Tiene muchos enemigos y es muy temido. Lo haría mejor un hombre más directo.

- ¿Tú? -preguntó Aniel irónicamente.

- Lo dudo. Sólo lo haría si no hubiera otra opción más apropiada. Ged, quizá.

Llamaron a la puerta y entró Carnach agachándose bajo el dintel. Era el hombre más alto de Caer Pridne, hacía parecer pequeño incluso a Breth.

- ¿Cómo está? -quiso saber el pelirrojo.

- Más o menos igual. Nos han dicho que está mejorando. Esto va a suponer una ansiosa espera. Estábamos discutiendo el asunto de los representantes.

- Yo lo haré -se ofreció inmediatamente Carnach, que tomó asiento junto a Talorgen y extendió la mano para coger la cerveza-. Creo que tendría cierto impacto. Salgo y, en vez de hacer lo que todos esperan, es decir, anunciar mi candidatura y exponer mis propias cualidades, les digo a los votantes congregados que estoy allí para presentar a Bridei como al futuro rey de Fortriu; Bridei, quien, según los rumores, sólo se encuentra ausente porque su principal rival en la competición intentó hacer que lo asesinaran antes de que pudiera exponer siquiera su intención de presentarse. Eso causaría impresión. Que conste que yo preferiría que Bridei se encontrara lo bastante bien como para ponerse de pie y hablar. Todos queremos eso. ¡Ese maldito Bargoit! Estoy deseando ponerle las manos en el cuello y darle un buen apretón.

- No eres el único, créeme -repuso Aniel-. Pero vamos a acabar con él con palabras, no con violencia. Al planear este intento de asesinato, Drust el Verraco ha decidido su propio destino. Gracias a los dioses por Faolan.

- No sé por qué -dijo Talorgen-, eso me parece de lo más inapropiado. Si a algo tenemos que agradecer la presencia de ese escoto, seguro que no es a la participación de los dioses.

Uist estaba sentado junto al camastro de Bridei, pasándole un paño húmedo por la frente a su paciente mientras estudiaba las superficies y sombras de aquellos inconscientes rasgos en los que no había ni el más ligero rastro de vida. No obstante, Bridei respiraba; daba la impresión de que pasaba una eternidad entre cada suspiro de exhalación, cada dificultosa inhalación, como si el hecho de distanciarse de aquel punto de equilibrio supusiera, cada vez, una tremenda fuerza de voluntad. Quizá fueran los dioses los que motivaban su decisión de vivir. Llevaba muchos días tumbado en ese estado de inconsciencia. Unas oscuras visiones perturbaban los breves momentos en los que parecía luchar por alcanzar la conciencia; las palabras que había pronunciado eran tan incomprensibles que ni siquiera un druida podía entenderlas.

Uist y Broichan no habían sido precisamente honestos al informar a los demás, y eso que eran sus leales amigos. Ni siquiera Aniel o Talorgen sabían hasta qué punto estaban agotados, lo cerca que habían estado de ser presos de la desesperación. Broichan tenía las facciones demacradas de cansancio. Garth dormía entonces en un banco junto a la pared, cubierto con una capa, en tanto que Breth se afanaba calentando agua para bañar al inconsciente. Los guardias de Bridei no dejaban entrar a los sirvientes de Caer Pridne; nadie salvo los miembros del círculo de allegados podía ocuparse de su postrado líder. Al otro lado de la puerta montaba guardia el guardaespaldas de Aniel; los ayudantes personales de Talorgen se hallaban apostados en el adarve del otro lado. Ese día no había señales de Faolan. Tenía muchas cosas de las que ocuparse. De todas formas, el escoto regresaba todas las noches para velar junto a la cama de Bridei, una silenciosa presencia entre ellos, turnándose con los demás para cambiar la ropa de cama, preparar los bebedizos, levantar al paciente y lavar su cuerpo cada vez más delgado; pasando la noche en vela mientras los otros dormían, todos menos los dos druidas, el ojeroso Broichan vestido con ropa oscura y Uist, el de las prendas blancas y holgadas y la aureola de cabello níveo. Los dos ancianos no parecían dormir. Descansaban de pie, meditando, o arrodillados con los brazos extendidos y unos ojos que no veían, escuchando las voces susurrantes de los dioses. Por la mañana, Faolan salía sigilosamente sin mediar palabra.

- Pronto se despertará -dijo entonces Broichan, que se acercó a mirar a su ahijado-. Me pregunto qué los llevó a hacer algo así. Cuando le confié su seguridad a Faolan, no esperaba que el escoto corriera un riesgo semejante. Está muy bien prepararse para atraer un ataque, pero no puedes poner en una situación tan peligrosa al hombre por cuya protección te están pagando. Si no hubieras aparecido báculo en mano, amigo mío, ¿quién sabe si Faolan hubiese podido derribar a dos y capturar al tercero tan limpiamente?

- Una afortunada coincidencia -repuso Uist con una enigmática sonrisa-. ¿Quién hubiera pensado que mi yegua me llevaría a ese lugar precisamente en el momento oportuno? Disfruté mucho con mi pequeño rayo; mi báculo todavía se estremece al recordar el momento en que le puse la mano encima. Incluso Faolan se alarmó. Pero no por mucho tiempo; ese tipo es tan competente como Drust siempre nos dijo que era. Bridei debería conservarlo a su lado.

- Puso a Bridei en un grave peligro al hacerlo salir solo de ese modo, por la noche, y sólo ligeramente armado. Podríamos haberlo perdido.

Hubo algo en el tono de voz de Broichan que hizo que el anciano druida hiciera una pausa. Uist no miró al otro a los ojos y volvió a sonreír.

- A veces me imagino -dijo en voz baja- qué debe sentirse al ser padre de muchos hijos y de muchas hijas. ¡Tantos momentos de terror, tantas pequeñas penas, tantas preocupaciones! Me alegro doblemente de haber abrazado el camino de los dioses y de no haberme casado nunca. No es que no estuviera tentado de hacerlo hace mucho tiempo. Fola era una chica encantadora, tan diminuta y resuelta. Un poco como esa niña que acogiste, ¿cómo se llamaba?

- Tuala. -Una tensa máscara cubrió los rasgos de Broichan, vedando más preguntas. Pero Uist también era un druida.

- ¿Fola no envió a un mensajero hace un tiempo, justo después de que atacaran a Bridei? ¿Qué quería? ¿Has transmitido sus noticias?

- Sabe que mi hijo adoptivo está enfermo. Su mensaje era personal.

- Entiendo. -Uist no preguntó qué clase de noticias personales habían requerido que se mandara a un jinete en un tiempo tan inclemente-. Claro que, como comprenderás, cualquier información que pudiera relacionarse de algún modo con nuestros planes no puede calificarse de personal, por muy privada que a ti te parezca. Si tiene que ver con la chica, con Tuala, bien puede ser que tenga relación con Bridei. Y él es el centro de nuestros planes. No olvides lo que acordamos los cinco; no te olvides de nuestra promesa de absoluta sinceridad.

- Era personal.

Se oyeron unos golpecitos en la puerta. Entró Aniel.

- Hemos tenido visita -dijo-. Tharan y Eogan.

Expresaron su pesar por el hecho de que Bridei siguiera postrado y me dijeron, de un modo un tanto indirecto, que contamos con su apoyo, puesto que Carnach no entrará en concurso. Tharan no lo dijo con tantas palabras, por supuesto. Carnach ha herido el orgullo de su mentor con su decisión. Aun así, lo interpreto como muy sincero. Broichan asintió con la cabeza.

- Bien -dijo-. Puede que deteste a tu compañero consejero, pero sé que podemos confiar en que antepondrá los mejores intereses de Fortriu a cualquier otra consideración. Este horrible atentado contra la vida de Bridei sólo ha servido para unirnos contra el sur. De todos modos todavía no tenemos mayoría. Y cada vez queda menos tiempo.

- Bridei lo tiene controlado. -Para su sorpresa, fue el guardaespaldas, Breth, quien habló desde su sitio junto a la chimenea-. Conseguirá los votos que necesita.

- Espero que tengas razón -replicó Aniel con sequedad-. Ahora mismo Bridei no se encuentra precisamente en situación de controlar nada. Rezo para que los dioses le devuelvan la salud a tiempo, y que podamos confiar en sus próximos planes.

- Va a ser rey -dijo Breth-. Por supuesto que podéis confiar en él.

- De modo -dijo Dreseida, caminando de un lado a otro por el suelo cubierto de esteras de los aposentos de las mujeres- que la chica ha huido de Banmerren. Ha vuelto a su estado salvaje. Supongo que era inevitable que acabara haciéndolo. Nunca podría haberse convertido en un miembro de la hermandad de Fola; fue una idea equivocada desde el principio. Habrá regresado. No pudo evitarlo.

- ¿Regresado? ¿Adónde? -preguntó Ferada.

- Al otro lado, al lugar al que pertenecen los de su especie. Esta noticia no nos resulta de mucha utilidad. Si la chica se ha ido, no podremos utilizarla. Había esperado que su devoción por su hermano adoptivo, y la de él hacia ella, podría ofrecer una oportunidad… ¿Cómo está Bridei? ¿Qué es lo que se cuenta?

Ferada miró fijamente a su madre con expresión sorprendida.

- ¿Por qué iba a saber más que tú, madre? Acabo de regresar de Banmerren. Por lo que sé, Bridei está mejorando, pero todavía se encuentra demasiado enfermo para recibir visitas. Es lo que dijo Ana; intentó ir a verlo y no la dejaron entrar. Si quieres novedades, ¿por qué no le preguntas a mi padre?

- Tu padre se suelta menos que una lapa al hablar de este tema en concreto -dijo Dreseida-. Pero he oído lo suficiente como para desconcertarme. Parece ser que por una vez estabas en lo cierto, hija. Por lo visto, y contra toda lógica, el candidato elegido no es el más obvio, después de todo. La verdad es que tienen intención de proponer a Bridei, eso si se recupera a tiempo. Bridei, un erudito excesivamente comedido con la cabeza en las nubes. El peón de Broichan. ¡Apenas puedo creerlo! La sangre que corre por las venas de ese chico es débil. Su padre es un hombre de Gwynedd, un extranjero, su madre no es más que una prima lejana de Drust el Toro. ¿Cómo puede tener la fortaleza para servir como rey de Fortriu semejante mestizo? Todo es cosa de Broichan. Los druidas tienen demasiado poder. A ese hombre tendrían que haberle puesto freno antes de que su influencia empezara a corromper a otros. Otros que no tendrían que haber sido tan tontos como para dejar que eso ocurriera. Es lamentable. Es mucho más que lamentable.

Dreseida se retorcía las manos mientras caminaba arriba y abajo como una criatura enjaulada.

Ferada se aclaró la garganta con nerviosismo.

- Estoy de acuerdo en que es sorprendente que Carnach haya accedido a apoyar la candidatura de Bridei en vez de presentarse contra él. Pero si lo piensas tiene sentido. Si queremos obtener los votos que hacen falta para derrotar a Drust el Verraco, necesitamos a un único candidato fuerte del norte, no a dos ni a tres. Como has dicho, es cierto que Carnach es la opción más obvia. O lo era. Dicen que ahora Bridei cuenta con un apoyo más generalizado, y el número de los que le apoyan aumenta día a día. Se admira mucho su honestidad, su valentía y su don para hablar con franqueza. Y el rey Drust el Toro aprobó su candidatura. Lo sabe todo el mundo y eso debe contar firmemente a su favor.

La mirada que le dirigió su madre hizo que Ferada tomara aire. Se quedó muy quieta, preguntándose qué pecado había cometido esa vez; qué castigo se le impondría.

- Muy bien, querida -dijo Dreseida con tono de eficiencia, apretando las manos frente a ella. Ferada vio que su madre trataba de calmarse e intentaba con todas sus fuerzas apartar la furia de su mirada. A un desconocido le habría resultado totalmente convincente-. Un ligero cambio de planes. Sólo es cuestión de días antes de que Drust el Verraco llegue y todo esto empiece en serio. En cuanto Bridei se recupere lo suficiente debes buscar la oportunidad de hablar con él en privado. Hoy o mañana como muy tarde.

- Pero, madre, ya sabes lo estrecha que es la vigilancia a su alrededor. Y ahora todavía más, con la elección tan próxima y estando él tan enfermo.

- Deja de parlotear y escúchame. ¡Por todos los dioses, a veces me pregunto por qué la gente te considera inteligente! Tengo un trabajo para ti. Nada de confidencias especiales esta vez, sólo Bridei y tú. Sé dulce, encantadora, sé una chica, si es que eres capaz por una vez. Quiero que le administres… un filtro de amor, suena muy ordinario, pero eso es exactamente lo que es. Buscarás una oportunidad, verás a Bridei a solas y se lo pondrás en la bebida. Asegúrate de que te esté mirando cuando se lo tome.

- ¿Qué? -Aquello fue tan inesperado que la joven creyó haber oído mal.

- Sopésalo, Ferada. Bridei o Cealtran. Un joven saludable a quien toleras bastante bien o un anciano barrigudo de manos repulsivas. Yo ya sé a quién elegiría.

Ferada se quedó sin palabras.

- Podrías ser reina -dijo su madre con voz suave-. ¿Es suficiente poder para ti, hija? Será fácil. Aquí tengo un pequeño anillo, una bagatela, con un ingenioso engaste de bisagra; en su interior pueden esconderse unos cuantos granos de esos polvos y echarlos fácilmente en una taza de agua o de cerveza sin levantar ninguna sospecha. Te dejarán entrar. Ruborízate, sonríe, pestañea. Convence a los guardias de que eres una mujer enamorada. Asegúrate de que estén de guardia Breth o Garth y no ese horrible escoto.

- Pero, madre, esto no tiene ningún sentido. A ti siempre te ha desagradado Bridei; acabas de dar a entender que lo desprecias. Que crees que no tiene voluntad propia. ¿Por qué querrías que tu única hija se casara con un hombre así?

- Contéstame a una pregunta, Ferada -dijo Dreseida en voz muy baja-. ¿Qué te he contado sobre el matrimonio una y otra vez desde que eras niña? ¿Cuál es la única razón para casarse, la única base para elegir un esposo?

- La estrategia -el tono de Ferada estaba lleno de amargura-. Nos casamos para tener poder. Para tener influencia.

- Buena chica. -Dreseida sonrió, cosa que hizo que su hija se estremeciera-. Si, contra todo sentido común, Bridei va a ser rey, entonces debo aceptarlo. Pero sólo si es mi hija la que se convierte en su reina. Resulta que es un pelmazo que se siente más feliz con sus libros y plegarias que con los consejos de los poderosos. Eso no importa. Es un hombre. Se le puede influenciar. Incluso a Broichan se le puede influenciar. De modo que vas a hacer lo que te pido. A menos, claro está, que realmente prefieras a Cealtran.

Ferada tragó saliva, buscando desesperadamente algo que decir. Por extraño que pareciera, en esos momentos el sentimiento que prevalecía en su interior parecía ser el de alivio.

- Sabes que no tengo ningún deseo de casarme, madre. Si debo hacerlo, preferiría no depender de pociones de viejas para atrapar a una pareja. ¿Por qué padre no puede sencillamente preguntarle a Broichan si ha considerado este casamiento? Es totalmente adecuado. De hecho, padre ha insinuado en más de una ocasión que le parece deseable.

- No hay tiempo para eso. -El tono de voz de Dreseida fue frío-. Lo quiero resuelto ahora mismo. Quiero que sea seguro. En cuanto el chico esté lo bastante recuperado como para ver a sus amigos, harás lo que te he dicho. Y no dirás ni una palabra a nadie al respecto. El hecho de que se crea que Bridei te eligió porque te admira y te considera apropiada para ser reina de Fortriu dirá mucho más de ti en un futuro. En ese sentido, lo que dices sobre las pociones de viejas es totalmente exacto.

- En cierto modo -dijo Ferada- todo esto me alegra. Me refiero a tu deseo de que me case con Bridei. Preferiría no hacerlo, ni con él ni con nadie, pero has disipado mis miedos en un punto. Estaba llegando a pensar… Pero ahora me doy cuenta de que era una estupidez. Tú nunca propondrías a Gartnait como aspirante al trono; sería demasiado cruel.

Dreseida se había dado la vuelta mientras su hija hablaba. Ferada no pudo ver el rostro de su madre. Cuando le llegó su voz, ésta se hallaba sometida a un férreo control.

- El anillo está allí, encima de la mesa, junto al candelero. Cógelo. Utilízalo. Créeme, si no sigues adelante con esto, tu vida no valdrá la pena ser vivida. Cuento contigo.

- ¿No podría esperar hasta que Bridei estuviera totalmente recuperado? ¿Quizá hasta después de la elección? No entiendo…

- Ferada -era ese tono de nuevo, ése que hacía que el hielo recorriera la espalda del que escuchaba.

- ¿Sí, madre?

- Lo harás ahora. En el plazo de dos días a ser posible. Si fallas, lo que te espera será mucho peor que el anciano Cealtran, te prometo que…

- Madre -Ferada respiró profundamente, estremeciéndose-, esto es… No parece estar bien…

- ¡Ya basta! -La voz de Dreseida fue como un latigazo, y aunque no hubiera querido hacerlo, Ferada se encogió-. ¡No se te ocurra criticarme! Créeme, el tiempo es de fundamental importancia. Quizá sea la única persona en toda la corte que comprende lo que está en juego. Ahora que Drust no está, soy la que tiene más lazos de sangre: yo y los míos. Alégrate de que te pida esto, Ferada. Y ni se te ocurra desafiarme, pues no hay ninguna duda sobre quién saldría victoriosa en semejante contienda. Ahora vete.

- Lo haré, pero…

- ¡Vete!

- Sí, madre.

Fue un viaje duro y agotador. Tuala había pensado que con Madreselva y Telaraña guiándola sería más rápido. ¿Acaso esas criaturas no podían cambiar de forma a su antojo, deslizarse sobre la tierra invernal, zambullirse en las profundidades de lagos insondables, volar veloces como golondrinas en las corrientes por encima de la Cañada? Y si ella era de los suyos, ¿no podía hacer lo mismo y salvar la distancia entre Banmerren y Pitnochie con la misma facilidad y ligereza con las que había bailado por la pared desde lo alto del tejado hasta el árbol, haciendo caso omiso del peligro? ¿No podía ser como un búho del bosque, un salmón del río, un ciervo, una liebre, una criatura que corriera en libertad? Por lo visto no, al menos de momento.

- Has pasado demasiadas estaciones entre los humanos -dijo Telaraña-. Ya te lo advertimos hace tiempo. Eso te ha debilitado; ablandó tu voluntad y diluyó tu magia. Tras un pequeño período en el reino del otro lado te recuperarás. Mientras tanto, vas a tener que andar. Nosotros cuidaremos de ti.

Pero mientras Tuala mantenía su obstinado avance hacia la Cañada, pasando las noches acurrucada al abrigo de graneros o almiares empapados y comiendo de una hogaza de pan enmohecido, que era lo único con lo que había podido hacerse antes de su huida de Banmerren a medianoche -salió por una diminuta ventana mientras sus cuidadoras estaban orando, subió al árbol y pasó al muro para descender de él en el único y breve momento en que se demostró que, en efecto, era algo más que humana, pues había cerrado los ojos, se había imaginado que era un búho y había saltado-, se dio cuenta de que sus compañeros eran tan esquivos e impredecibles entonces, cuando para ella su ayuda suponía la diferencia entre la vida y la muerte, como cuando vivía momentos menos difíciles. A veces iban a su lado, animándola con palabras amables, con canciones e historias, pero en otras ocasiones se despertaba con las primeras luces del día entumecida, muerta de frío y abatida, y se encontraba completamente sola. Cuando esto ocurría confiaba en sus sentidos para encontrar el camino, y daba gracias por las lecciones de geografía de Erip y sus enseñanzas sobre el sol, la luna y las estrellas. Con esa educación era muy poco probable que alguna vez se perdiera.

Después de la última luna llena había creído que ya nada le importaba. Pero había ciertos asuntos que le preocupaban. Daba la impresión de que la temperatura era cada vez más baja y la nieve que caía de vez en cuando, aunque ligeramente todavía, hacía que un frío intenso se le metiera en los huesos, de modo que nunca dejaba de echar de menos un fuego. Sus botas estaban completamente empapadas y sus pies eran un cúmulo de ampollas. ¿Por qué ni Telaraña ni Madreselva notaban el frío? Cuando regresaron, situándose sigilosamente a su lado en la paja que había detrás de una pocilga, el mejor refugio que había podido encontrar, les hizo esta pregunta y recibió una respuesta habitual.

- Has permanecido demasiado tiempo entre los humanos. Tus flujos corporales han empezado a moverse al mismo ritmo que los de ellos. Cuando estemos en casa te recuperarás rápidamente. Allí ya no hay más calor, ni más frío; allí ya no hay más dolor.

- Pero… puede que ésa no sea la razón -se aventuró a decir Tuala-. Quizá tengo frío, estoy cansada y hambrienta porque no soy una de vosotros. Tal vez sea humana, como Bridei. -Pronunciar su nombre le producía una sensación agridulce: un encantamiento de amor y pérdida.

- ¡Ja! -se burló Madreselva, que se instaló más cómodamente sobre la paja-. ¿Acaso no volaste para liberarte de los muros de Banmerren? Una chica humana se hubiera roto el cuello.

- Entonces quizá sea mitad y mitad, hija de una unión entre una persona de vuestra especie y una persona humana.

- Lo sabríamos -le aseguró Telaraña-. Es poco común. Piensa en tus historias. Considera el caso de Amna la del Mantón Blanco. Ni siquiera se molestó en mantener a ese desdichado de Conn durante más de una noche cada vez, y al final acabó con él. Su debilidad la repugnaba. ¿Qué iba a hacer un ser como ella con una criatura que era medio como él? Seguro que no la dejaría en la puerta de una vivienda de humanos, bien abrigada para protegerse del frío del invierno. Ella detestaba a ese hombre. Él no podía satisfacerla. La última cosa de la que se preocuparía sería de la supervivencia de su hijo.

- Pero dijiste… Madreselva dijo que la de Amna era una historia inventada -protestó Tuala-. ¿Y qué hay de la mujer búho? Ella tenía hijos. Es algo que ocurre. Además, sea lo que sea yo, mis padres no me querían. Si mi lugar está entre vosotros, si mi madre y mi padre pertenecen, en efecto, a los Seres Buenos, ¿por qué no se quedaron conmigo? ¡No, no desaparezcáis, responded a mi pregunta! ¿Por qué no queréis decírmelo? ¿Acaso no merezco saber la verdad ahora que me dirijo con vosotros al otro lado? ¿Y si cruzo ese margen del que habláis y me encuentro con que ni siquiera allí hay alguien que me quiera?

- ¿Es eso lo que crees? -En la voz de Telaraña había penetrado cierta frialdad-. ¿Deseas que te dejemos aquí para que busques tu futuro entre estos humanos que tan injusta y cruelmente te han tratado? ¿Adónde irías?

- No, no es eso lo que quiero -susurró Tuala-. Lo único que quiero saber es quién soy. Y quiero calentarme y secarme. Parece un camino muy largo.

Madreselva la contempló con sus extraños ojos redondos.

- No puedo hacer mucho contra el frío. Si encendemos una hoguera, la gente de las granjas saldrá a ver quién está merodeando por su territorio con el ojo puesto en alguna de sus ovejas bien cebadas. ¿Cuánto tiempo llevamos de camino? ¿Tres días, cuatro?

- Cuatro -respondió Tuala en tono grave-. Y apenas hemos llegado al lago de la Serpiente. Ya casi es luna nueva, y creo que va a nevar.

- Sí -dijo Madreselva-. Una persona a caballo podría recorrer la distancia con mucha más rapidez, claro, con una afortunada conjunción del tiempo y la luz de la luna. Necesitaría una montura de cualidades extraordinarias. Por lo que a nuestra especie se refiere, no viajamos a la ligera. Cada uno sigue su propio camino y va a su ritmo. No podemos transportarte a casa en un abrir y cerrar de ojos, que es lo que dicen que hacen los druidas. Pero ahora podemos movernos con más rapidez. La luna nueva es buena.

- No, no lo es -replicó Tuala-. Significa que no podemos caminar de noche, a menos que queramos tropezar y caer en una ciénaga o en el lago y convertirnos en pasto de las serpientes.

- La luna nueva es el momento adecuado para finalizar nuestro viaje -dijo Telaraña-. Cae en el Solsticio de Invierno, y es una conjunción tan importante como la de aquella noche en la que te encontraron en el umbral de Broichan, una visión de luz y esperanza. Entonces la Brillante revelará su verdadera belleza en toda su radiante intensidad; esta vez, con el cambio de estación, oculta el rostro al mundo de los hombres y a nuestro mundo. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir en una noche así? En Caer Pridne, los candidatos al trono se presentarán y se manifestarán. Tu amigo estará entre ellos; cierta joven noble se hallará cerca, sonriéndole, aplaudiéndole. Y nosotros estaremos en los bosques por encima de Pitnochie, junto al Espejo Oscuro. Ya sólo hará falta dar un paso y te librarás para siempre de esas preocupaciones humanas. En ese reino, todas tus preguntas obtendrán respuesta…

Capítulo 16

- Ferada, creo que te lo estás cosiendo en la falda -dijo Ana con suavidad.

Ferada bajó la vista a su labor, masculló una maldición impropia de una dama y empezó a deshacer una hilera de puntadas torcidas, con la boca apretada. Se hallaban las dos sentadas a la luz de una lámpara, pues el día de invierno era oscuro incluso a tan temprana hora de la tarde y unas nubes densas ocultaban el rostro del Guardián de las Llamas, que, en las proximidades del solsticio, ardía con poca fuerza e intensidad. El bordado de Ana era exquisito: un dibujo de flores diminutas, crema sobre crema, con un estrecho festón de color azul huevo de pato.

- ¿Qué ocurre? -preguntó entonces, al observar el impaciente movimiento de las manos de Ferada mientras sacaba el hilo dando unos tirones que casi rasgaron la tela-. Estás preocupada por algo, es evidente. Pareces exhausta. ¿Todavía estás pensando en el Umbral?

- ¿Cómo no voy a pensar en ello? -el tono de voz de Ferada era adusto-. Después de enterarme no sabía si despreciaba a Fola por dejar que ocurrieran semejantes atrocidades o si la admiraba por su inquebrantable obediencia a los dioses. Sigo sin saberlo. Un ritual como ése sólo puede haber sido concebido por los hombres. ¿Cómo podría aceptarlo cualquier mujer consciente? No puedo creer que la Brillante permitiera que continuara, año tras año. Está muy mal.

- ¡Chsss!

Ana miró a su alrededor con nerviosismo, como si los dioses se hallaran justo a sus espaldas, escuchando. Las dos chicas estaban solas en aquella tranquila estancia de los aposentos de las mujeres, pero en cualquier momento otras podrían unirse a ellas para coser. Entonces había muchas mujeres en Caer Pridne, todas esperando con sus hombres a la presentación de los candidatos, la asamblea, el anuncio de las nuevas estructuras de poder. En los siguientes diez días se decidiría el futuro de muchos. La estación fría proporcionaba mucho tiempo para dedicar a los trabajos artesanales como el bordado, el hilado y el tejido. No obstante, las mujeres mayores mostraban una marcada preferencia por el gran salón, con su amplia chimenea, su música y su abundancia de conversaciones interesantes. En semejantes épocas de cambio, las mujeres eran unas útiles transmisoras de información y podían ejercer una considerable influencia en sus hombres, siempre que tuvieran un oído agudo y unas buenas habilidades persuasivas.

- Quizá lo pienses -prosiguió Ana-, pero no deberías decirlo en voz alta.

- Estoy empezando a preguntarme por qué no. -Ferada arrancó el último pedazo de hilo díscolo y cortó el extremo deshilachado con los dientes-. Estoy empezando a preguntarme si creo en algo, aparte de que los hombres y las mujeres están motivados por la avaricia y las ansias de poder.

- ¡Ferada! -Ana dejó su labor y miró a su amiga alarmada-. Es terrible que digas eso. ¿Qué hay del amor? ¿Qué me dices del deseo de ayudar a los demás? ¿Qué me dices de la mejora de tu pueblo y de tu reino?

Ferada arqueó las cejas.

- Antes creía en todo eso -respondió-. Y me alegro de que tú sigas manteniendo estos ideales. Supongo que te da esperanza, que es algo que te hace falta si tienes que permanecer aquí atrapada como rehén hasta que alguien decida dejarte volver a casa.

- Eres muy cínica -dijo Ana en voz baja-. Y en el fondo no crees en tus propias palabras. Hay muchos hombres y mujeres respetables, personas buenas y generosas. ¿Qué me dices de Bridei?

Las manos de Ferada dieron una sacudida involuntaria y la chica hizo un gesto de dolor al pincharse el dedo con la aguja.

- Vamos -dijo Ana-. Suéltalo.

- Necesito ver a Bridei. Pero no me dejarán visitarlo.

- Yo intenté entrar a verlo, pero, como ya te dije, Aniel no me lo permitió. Una de nosotras tiene que entrar y decírselo.

Ferada se la quedó mirando fijamente.

- Lo de Tuala -prosiguió Ana-. Hay que contarle lo que le ha ocurrido. Querrá saberlo en cuanto esté lo bastante recuperado.

Ferada frunció el ceño y se retorció los dedos.

- ¿No se lo habrá dicho ya Broichan? Fola le mandó un mensajero.

La mirada de Ana era seria.

- Estoy segura de que Broichan sabe que Tuala se escapó. Y siendo su padre adoptivo, debería haber enviado a alguien a buscarla para intentar encontrarla. Pero no creo que le transmita la noticia a Bridei. Tan sólo faltan tres días para la presentación de los candidatos, y Bridei sigue enfermo, o al menos eso es lo que dice todo el mundo. Se disgustaría mucho al saber que Tuala está en paradero desconocido, que se marchó sola en mitad del invierno y que nadie ha podido averiguar adónde fue. Broichan querrá que Bridei esté en sus mejores condiciones para la presentación.

- Pero tú se lo dirías de todos modos… -señaló Ferada.

- ¿Tú no lo harías?

- No lo sé. -Su tono de voz carecía de su seguridad habitual-. Sólo sé que necesito verle y que no sé cómo hacerlo.

Un grupo de mujeres entró en la habitación hablando con voces quedas y agradables: la reina Rhian, pálida pero serena, y tres de sus cortesanas. Todas llevaban sus cestas de labor. Las dos chicas se pusieron de pie e inclinaron la cabeza educadamente.

- No os molestéis, chicas -dijo Rhian, que se acomodó en un banco cerca del fuego de la pequeña chimenea-. Simplemente estamos buscando un lugar tranquilo; el salón está plagado de gente, la mayoría diciendo disparates, o al menos eso es lo que a mí me parece. Tengo información que os interesará. Aniel me ha dicho que Bridei ha mejorado mucho hoy; se ha incorporado y ha mostrado interés por el caldo caliente, ésas fueron sus palabras. Doy gracias a los dioses por ello. Ha sido largo. Nunca vi un caso de disentería que dejara postrado a un hombre saludable durante tanto tiempo. ¿Qué han sido, diez, doce días? Rezo para que Bridei mejore lo suficiente y pueda hablar por sí mismo en la presentación. Hemos sabido que el rey de Circinn se encuentra a tan sólo un día de camino y que presentará su propia candidatura en persona.

Ana miró a Ferada y ésta le devolvió la mirada. A ambas se les había ocurrido la misma idea. Ana hizo un leve movimiento con la cabeza que significaba: «Hazlo tú.»

- Mi señora -se aventuró a decir Ferada-. Estoy segura de que el hecho de que visitaras a Bridei en persona contribuiría enormemente a su recuperación. Él valoraba por encima de todo la buena opinión del rey. Eso lo animaría, creo, si…

Dejó que su voz se fuera apagando en lo que pareció un repentino acceso de timidez infantil. Ana reprimió una sonrisa.

La mirada de la reina Rhian era perspicaz.

- ¿Me lo pides como amiga de la familia? -inquirió.

- Y como amiga personal -añadió Ferada, que se ruborizó sin necesidad de artificio. El hecho de hacer semejante sugerencia a una reina era un tanto más audaz de lo que permitían las sutilezas del comportamiento en la corte.

- Ya veo -dijo Rhian, que paseó su mirada de Ferada a Ana-. Y supongo que os gustaría acompañarme en mi visita.

Ferada bajó la vista a sus manos.

- Eso sería muy grato. Sólo sería un momento; sé que ha estado gravemente enfermo.

- ¿Vendríais las dos? -la reina arqueó las cejas.

- ¡Oh, no! -intervino Ana-. Puede hacerlo Ferada… Quiero decir que basta con que vaya una de nosotras. Yo me conformo con esperar a que Bridei esté lo bastante bien como para volver a salir de su habitación.

- Casi vale la pena intentarlo sólo para ver si soy capaz de abrirme paso a través de ese formidable ejército de protectores que se ha reunido alrededor de él -dijo Rhian-. No sé quiénes intimidan más, si los guardaespaldas o los druidas. Muy bien, Ferada. Quizá mañana, después del desayuno. Mandaré a buscarte. ¿Te parece bien?

- Sí, mi señora. -Ferada hizo todo lo que pudo para parecer una chica locamente enamorada, no dejó de mantener la mirada baja y permaneció con las manos entrelazadas con recato. El anillo que le había dado su madre le pesaba en el dedo, incómodo; el engaste de esmalte verde con su ingeniosa bisagra estaba firmemente cerrado, ocultando su carga de polvos marrones de aspecto inofensivo-. Gracias.

- No hay problema -repuso Rhian-. No entiendo por qué sencillamente no se lo pides a tu padre, que se pasa la mitad del día allí arriba. De todos modos, en los asuntos del corazón, tal vez los padres no sean la mejor fuente de ayuda. Y tal vez haga falta una reina para atravesar la puerta de Broichan. Ya lo veremos.

* * *

- Faolan… Id a buscar a Faolan… ahora… -estaba diciendo Bridei-. Encontradle…

- Túmbate -le ordenó Broichan-. Breth ha ido a buscarle. Nada es tan urgente que no pueda esperar mientras comes, descansas y te tomas un poco de tiempo para recuperarte.

- Debo mandar… un mensaje.

- Bébete esto. -La voz del druida era calmada y profunda. Le pasó el brazo por los hombros a Bridei, para levantarlo y sostenerlo. Sus largos dedos sujetaban una copa que llevó a los labios del enfermo.

El joven tomó un trago y lo escupió explosivamente. Broichan se quedó quieto mientras el líquido salpicaba las mantas.

- ¿Qué haces? -dijo Bridei jadeando-. No puedo… dormir. Debo verla, Faolan.

- Tu guardaespaldas sumará su voz a las nuestras. -Uist se hallaba al pie del camastro, sus ojos claros y cambiantes estudiaban a Bridei mientras él luchaba por librarse de los cobertores que lo envolvían y balanceaba los pies hacia el suelo-. No estás en condiciones de hacer otra cosa que no sea descansar, sobre todo si piensas hacer tu presentación en persona. Queda poco tiempo; comprendo cómo te sientes, pero es por tu propio interés…

- Poco tiempo -dijo Bridei mirando fijamente al anciano druida-. ¿Cómo de poco? ¿Cuánto tiempo llevo… así?

- Desde la última luna llena -respondió Broichan, que volvió a alzar la copa-. Bebe, Bridei. Has tenido un sueño muy agitado. Lo necesitas.

- ¡No! -La copa salió volando cuando el joven levantó la mano con una violencia que los sorprendió a todos-. ¡No! ¡No voy a tomármelo! ¿Cuánto tiempo, cuántos días? ¿Qué me pasa?

- Trece -dijo Uist, observando a su paciente con detenimiento.

- ¿Qué?

- Calla, Bridei -dijo Broichan-. Todavía hay tiempo. Faltan tres días hasta la presentación. Aun así, si para entonces sigues sintiéndote demasiado débil, Carnach ha accedido a representarte…

- ¿Qué me pasa? -Bridei consiguió poner los pies en el suelo, intentó levantarse y volvió a caer en la cama cuando se le doblaron las rodillas.

- ¿No recuerdas nada? -Broichan fue a sentarse en un banco; en la estancia de fuera se oían entonces las voces de unos hombres.

- No desde…, desde la luna llena. -La voz de Bridei se redujo a un susurro. Su mirada era feroz-. ¿Qué…?

- Te atacaron, tal como había predicho Faolan -dijo Broichan con voz tirante-. Fue un plan muy mal concebido, lleno de riesgos. Mandarte solo por la noche a esa costa, con ese tiempo… Pero el escoto, como ya sabemos, no es un hombre que cumpla las reglas. Tampoco es una persona que corra riesgos a menos que esté seguro de tener éxito. Te agredieron tres hombres. Faolan te seguía de cerca. Uno fue capturado, dos resultaron muertos. Tu guardián cargó sobre sus hombros mucha responsabilidad; demasiada, a mi entender. Uist, aquí presente, apareció convenientemente en un momento determinado y contribuyó a la captura. Y lo que aún resultó más afortunado, reconoció al prisionero de Faolan de un encuentro anterior en Circinn. El hombre ha hablado; trabajaba para Bargoit. Este atentado contra tu vida, y suponemos que también otros en el pasado, se realizaron según las órdenes de Drust el Verraco.

- Te darás cuenta de lo que esto significa -dijo Uist-. Tenemos pruebas para desacreditar a tu rival en la candidatura. Si tus votos igualan los suyos, presentaremos el intento de asesinato del que has sido víctima como argumento decisivo. Faolan ha logrado lo que no pudieron conseguir los hombres más poderosos de Fortriu; prácticamente ha asegurado tu victoria.

- Lo cual no hubiese resultado ni mucho menos útil si hubieran matado a Bridei en el ataque -comentó Broichan.

- Trece días -dijo el joven con perplejidad, como si no hubiera oído nada más aparte de eso. «¿Trece días?»

- En efecto -repuso Uist-, has permanecido aquí inconsciente, o semi-inconsciente, todo ese largo tiempo. Recibiste un golpe muy fuerte en la cabeza. Hemos hecho correr la voz de que caíste víctima de la disentería. Eso explicará tu debilidad cuando aparezcas en público. Tus guardias han demostrado ser extremadamente eficaces a la hora de no permitir la entrada…

- Bueno -dijo Bridei, que se levantó finalmente haciendo uso de su fuerza de voluntad. No obstante, tuvo que aferrarse al respaldo de una silla para mantenerse derecho-. Ropa. Quiero salir… He de ver a Faolan…

- No. -La mano de Broichan en su hombro le obligó a volver a la cama; los ojos oscuros del druida tenían una expresión autoritaria-. No deben verte en este estado. No puedes aparecer en público hasta que tu mente recupere la claridad. Has susurrado, llorado, gritado y despotricado mucho durante todo este tiempo de oscuros sueños. Ahora debes descansar. Faolan vendrá; habla con él si crees que es imprescindible. Dale las gracias, pues su imprudente acción en realidad nos ha resultado muy ventajosa. Dale todos los mensajes que quieras. Luego tómate la pócima soporífera y duerme. Tengo la esperanza de que por la mañana te veremos mucho más recuperado.

Era cuestión de esperar. Esperar mientras las imágenes daban vueltas en su cabeza y su cuerpo se resistía a obedecerlo; no tenía fuerzas ni para levantar su propia copa y sus piernas se negaban a sostenerlo durante más de un solo paso antes de volverse como la gelatina. El dolor de cabeza se había convertido en una presencia sorda y latiente más parecida a la ira que al dolor. Tuala… allí en el árbol, esperándole… Debió de esperarlo toda la noche en medio del frío, bajo la lluvia… Habían pasado trece días, trece días enteros y ningún mensaje… Habría pensado… Debía de haber creído…

- Bridei -Faolan estaba allí por fin. Había tardado mucho; ya casi estaba oscuro fuera, el sol se había puesto, casi había pasado otro día, otra oportunidad perdida. Los druidas se hallaban allí cerca, junto a la chimenea, hablando con voz queda. El escoto se quedó en la entrada, con una pesada capa sobre los hombros como si hubiera salido a algún sitio y acabara de llegar. Estaba pálido y su mirada era desacostumbradamente penetrante.

- Ven -susurró Bridei-. Acércate.

Faolan se aproximó a la cama; tomó asiento en un taburete de espaldas a los druidas, protegiendo así a Bridei de sus miradas. Era uno de los talentos que lo hacían tan útil: la habilidad de comprender muchas cosas sin que se las dijeran. Broichan y Uist no podían ver nada. No obstante, los druidas tenían fama de poseer una alarmante agudeza auditiva.

- ¿Broichan? -dijo Bridei.

- ¿Sí?

- Quiero hablar con Faolan… a solas. Uist y tú… podéis salir a tomar un poco de aire fresco… Lleváis mucho tiempo encerrados cuidando al enfermo…

- De ninguna manera… -empezó a decir el druida, y de pronto se quedó callado. Al cabo de un momento salió detrás de Uist a la antecámara y la puerta se cerró tras ellos.

- Asombroso -observó Faolan-. Pensaba que nadie podía decirle qué debía hacer a ese hombre.

- Sólo otro… druida -repuso Bridei-. ¿Por qué… dijeron que fuiste tú? Hablaron de un plan de… ataque. ¿Por qué?

- ¡Ah! Tendría que haberme imaginado que esta sería tu primera pregunta. Parecía… conveniente. ¿Hubieras preferido que dijera la verdad?

- ¿Qué… verdad?

- Que ibas a visitar a cierta joven dama en un lugar prohibido y que omitiste mencionárselo a tus guardias.

- ¿Lo sabías?

- Te vi la vez anterior, no lo olvides: los ojos llenos de estrellas, los pies caminando por el aire, todos los síntomas habituales. Me pareció posible que pudieras ser tan insensato como para volverlo a intentar la siguiente luna llena. No me lo dijiste, claro está; sabías que no te dejaría ir. Yo ya tenía mis sospechas en cuanto al origen de un probable ataque.

- ¿Qué me estás diciendo, Faolan? ¿Que les dijiste dónde encontrarme? ¿Que es gracias a ti que… que no pude…?

- ¿Que no pudiste verla? ¿Tan importante es esa mujer para ti que borra de tu mente cierto asunto relativo al trono de Fortriu? No te habremos juzgado mal, ¿verdad Bridei?

Él dijo que no con la cabeza y lo lamentó inmediatamente, pues la jaqueca cobró vida de nuevo y empezó a martillearle las sienes con persistencia.

- Juzgado mal no…, malinterpretado… ¿Faolan…?

- ¿Qué ocurre?

En medio de su dolor y fatiga, a Bridei le pareció que había una nueva mirada en los ojos del escoto. Nadie podía calificar a ese hombre de blando, sin embargo había entonces una franqueza en su modo de mirar que hablaba de un cambio en cómo eran ahora las cosas entre ellos dos. Bridei tuvo la esperanza de que sus instintos le estuvieran respondiendo bien, enfermo o no.

- Debo mandar un mensaje -dijo-. Ahora, enseguida. Ella habrá esperado… mucho tiempo… No habrá sabido por qué…

Faolan sonrió a pesar de todo.

- ¿Un mensaje a Banmerren? Creo que no. ¿Sabes que faltan menos de tres días para tu presentación y el anuncio de tu candidatura? Puede que hayamos eliminado a tres asesinos, pero no son nuestros únicos enemigos. Este lugar está lleno de hombres poderosos, hombres del sur; mañana se espera la llegada de Drust el Verraco a Caer Pridne. Están todos atentos buscando oportunidades para desacreditar a cualquiera que crean que se opondrá a él. Esto implica a Carnach, puesto que la mayoría siguen pensando que es un candidato, y te implica a ti. Ir a Banmerren es un riesgo demasiado grande.

Bridei intentó agarrar al escoto por la muñeca; sintió su mano débil como la de un niño, no podía asir con fuerza.

- Tengo que hacerlo -dijo-. Prometí…

Faolan frunció el ceño.

- ¿Qué prometiste? -preguntó.

- Que… sería responsable. -La debilidad fluía por su cuerpo como una marea, adormeciéndolo, entorpeciendo su habla, tratando de minar su voluntad-. Que estaría allí… cuando ella…

- Bridei -le dijo Faolan en voz baja-. Esta noche no puedo hacer nada. Si pudieras pensar con claridad, reconocerías que es así. Volveré a hablar contigo por la mañana. Creo que deberías olvidarte de este asunto. Quizá te darás cuenta después de una noche de sueño. Hacer lo contrario no sólo supone arriesgar tu propio futuro, sino poner en peligro a esa chica. Ahora creo que será mejor que Broichan te vuelva a preparar esa poción, y cuando te la dé, tómatela. Has tenido pesadillas. Has hablado en voz alta.

- ¿Qué dije…?

- Casi todo lo que dijiste me resultó demasiado confuso e imposible de interpretar; puede que esos druidas le hayan sacado más sentido. Y sí, había un nombre en concreto que pronunciabas mucho más que otros.

Bridei cerró los ojos.

- La necesito -susurró, maldiciendo su debilidad.

- Calla -dijo Faolan-. Espera a mañana. Has pasado por mucho más de lo que eres consciente. Casi te perdemos. Ahora me iré. Seguro que tus guardianes esperan con impaciencia que les dejes entrar de nuevo.

- Has dicho que me oíste cuando hablaba en mis pesadillas… ¿Estabas… aquí?

- Parece ser que los turnos de noche forman parte de mi trabajo -respondió Faolan con ecuanimidad-. He estado aquí, sí. Menos una noche en la que conduje a mi prisionero a un lugar seguro. Las demás las he compartido, no siempre con la buena voluntad de Broichan. Creo que te quería sólo para él. Será mejor que me vaya, esta capa está chorreando.

- Ponla… junto al fuego. Quédate… sólo un poco… -Bridei se dio cuenta de que ya no podía mantenerse incorporado; se tumbó de nuevo en la almohada mientras la frustración ante su desvalido estado se enfrentaba a un profundo deseo de un sueño tranquilo.

- Arriba los pies -dijo Faolan, y lo arropó bien con las mantas.

- Es curioso… que hagas… de niñera…

- Ya te lo he dicho -el escoto se levantó para quitarse la capa y la colocó sobre el banco junto al fuego-, para eso me pagan: para mantener con vida a idiotas como tú el tiempo suficiente para que consigan lo que se ha dispuesto para ellos. Sólo estoy haciendo mi trabajo.

- No te pagan… para ser… un amigo…

Faolan se quedó completamente callado. Bridei tenía los ojos entrecerrados, pero pudo ver que por el rostro del escoto pasaban rápidamente toda una sorprendente serie de emociones: sorpresa, tristeza, algo extraordinariamente parecido a la humildad y entonces, de pronto, la expresión dura y ausente con la que Faolan tenía costumbre de enmascarar cualquier evidencia de lo que sentía. Se sentó en silencio junto a su cama, con la mirada fija en la pared. Al cabo de un rato los druidas volvieron para preparar sus pociones soporíferas y Bridei bebió y se durmió.

La Brillante había quedado reducida a una mera tajada; se acercaba la noche del solsticio y la luna nueva. Resultaba extraña la manera en que todo estaba cambiando. Tuala ya no estaba hambrienta, ni sedienta, y sin embargo habían pasado varios días desde que se terminaron las últimas migas de la hogaza de pan. Sabía que estaba cansada, y que algo no andaba bien con sus pies, pero ya no podía sacarse las botas para echarles un vistazo. Eso ya no parecía tener importancia. Dañados como estaban, sus pies sencillamente seguían andando por los embarrados senderos del bosque. Tenía las manos en carne viva a causa de los sabañones; las envolvió bajo su empapado manto e hizo caso omiso del dolor. No era en absoluto trascendental. Estaba abandonando aquel mundo. Se marchaba. De hecho, pensaba que tal vez ya tuviera un pie al otro lado del margen, que ya se había adentrado en parte en el reino secreto. No sólo podía pasar sin comer, sino que además había empezado a ver cosas, cosas extrañas que nunca habían sido visibles en el bosque del lago de la Serpiente. Había criaturas en los árboles que la miraban; en cada horqueta, en cada rama, había algo que fijaba unos ojos extraños y luminosos en ella mientras caminaba; entre la húmeda maleza, debajo de cada arbusto, aparecían unos rostros pequeños, de frente arrugada, orejas largas, cabellos puntiagudos, narices afiladas, rostros de todas clases, con unos ojos redondos y brillantes como cuentas, llenos de curiosidad. En cada camino que tomaba algo correteaba delante de ella, algo que podía oír pero no ver. En cada cuesta sentía pasos que la seguían. Unas voces delicadas la llamaban, extrañas e inquietantes en la penumbra del día de invierno. «¡Tuala! ¡Tuala! ¡Ven a casa, hermana!»

A medida que iban bajando siguiendo el lago y se acercaban a Pitnochie se hizo más difícil encontrar refugio. Tuala se vio obligada a escarbar y hacer un hueco en el mantillo de hojas y echarse encima las frondas de helechos que pudo encontrar en un vano intento de protegerse del frío. En cuanto llegara al Espejo Oscuro, una vez hubiera cruzado realmente aquel margen, ya no volvería a tener frío nunca más. Agachada, tiritando bajo un formidable roble, pensó que, aunque sólo fuera para que cesara ese temblor, valía la pena hacerlo.

- Ya no queda mucho. -Madreselva estaba sentado en un tocón, y parecía sentirse muy a gusto en medio del frío del anochecer. La luz de la luna se había vuelto tan tenue que el hombre hoja quedó reducido a una figura imprecisa, negro sobre negro. Eso extrañó a Tuala. Si pertenecía a los Seres Buenos, ¿no debería ser capaz de encontrar el camino de noche, como estaba claro que podían hacer los dos seres que la acompañaban?-. Uno o dos días más -anunció Madreselva-, y todo habrá terminado.

- Me pregunto qué estarán haciendo en Caer Pridne -comentó despreocupadamente Telaraña al tiempo que pasaba sus largos dedos por su cabellera plateada, que mantenía su brillo lustroso incluso en la oscuridad-. ¿No has tenido tentaciones de buscar consejo en el agua, Tuala? ¿Ver lo que está haciendo tu Bridei?

- No.

Era mentira; la verdad es que sí había intentado verlo fugazmente un día que sus compañeros del Otro Mundo estaban ausentes y había encontrado un charco de agua bajo un cielo nublado. Se había agachado junto al borde, esperando las imágenes de la diosa. Había orado, había respirado hondo, había hecho todo lo posible para aclarar su mente y abrir su ojo de vidente. El agua, obstinadamente, había seguido siendo sólo lo que era: un charco que reflejaba unas nubes grises. Ni una sola imagen se había mecido en su superficie, aunque Tuala había permanecido allí hasta que le dolió la espalda y se le acalambraron las piernas. La Brillante le había vuelto la espalda; había abandonado a su hija. Ahora no miraría; si aquella ventana iba a cerrársele para siempre, prefería no saberlo todavía. Si el cuenco de hidromancia ya no iba a revelarle sus secretos nunca más, ya no volvería a mirar en él. Jamás.

- ¿Por qué iba a buscar esas visiones? ¿Acaso no me habéis repetido mil veces que es mejor así? Bridei estará preparándose para presentarse como aspirante al trono. Broichan lo estará ayudando. Eso es todo. ¿No dijisteis que sería en el Solsticio de Invierno?

- Así es. En el solsticio los pretendientes darán un paso adelante y anunciarán su candidatura. En el solsticio tú retrocederás hacia el reino al que perteneces. Un equilibrio satisfactorio; con tu educación sabrás apreciarlo.

- Tengo frío -dijo Tuala, rodeándose el cuerpo con los brazos y apretando los dientes-. Mirad, está nevando.

Efectivamente, una delicada lluvia de copos blancos empezaba a caer poco a poco hasta la tierra por entre las grandes ramas desnudas del roble.

- Dos días más -dijo Telaraña-. No es mucho tiempo. Te veremos en el Espejo Oscuro. -Después de decir esto se fue con la misma rapidez que un parpadeo. Madreselva había desaparecido sin decir nada.

- No… -empezó a decir Tuala débilmente-. No os vayáis. -Se obligó a callarse. Empezó a respirar lentamente; podía hacerlo, podía seguir adelante aunque ellos decidieran abandonarla en los últimos momentos. Ya había estado sola antes. No era ninguna novedad. Simplemente haría avanzar sus pies poco a poco y seguiría andando hasta el final del camino.

Bridei se empeñó en levantarse y vestirse. Se obligó a caminar hasta la antecámara, a sentarse en la mesa que había allí y a saludar a todos los que se acercaban a preguntar por él: Aniel, Talorgen, Carnach acompañado de Tharan, lo cual era un tanto sorprendente. Creyó haberlo hecho de manera aceptable. Al cabo de un rato Breth y Garth llevaron a la gente hacia fuera y luego se quedaron mirando a Bridei mientras él se comía una ración de gachas con miel. Se sentía como un niño consentido, y así se lo hizo saber a los dos.

- Disfrútalo mientras dure -repuso Breth con una amplia sonrisa-. Ahora necesitas cama; uno no se recupera de una enfermedad como la tuya en un abrir y cerrar de ojos. Te ayudaré a volver a la otra habitación…

Garth, que estaba junto a la puerta de salida, carraspeó.

- Vienen más visitas -dijo en voz baja-. Esta vez son damas.

- Ya ha tenido suficientes…

- A éstas no puede decirles que no.

La reina Rhian entró majestuosamente, con la cabeza alta y su figura envuelta en la mejor de las sedas teñida de un suave gris paloma que era a la vez favorecedor y adecuado para el luto. Tras ella iba Ferada, hija de Talorgen, con un vestido azul, un broche de plata en el hombro y el cabello rojizo peinado en alto con una corona de trenzas.

- Veo que estás lo bastante recuperado como para sentarte a la mesa, Bridei -dijo la reina con una sonrisa-. La verdad es que es tranquilizador; a juzgar por lo que han estado diciendo esperaba encontrarte postrado y balbuciendo disparates. No, no te levantes; no estaremos mucho rato. Oh, veo que hemos olvidado nuestro pequeño regalo, Ferada. Estoy segura de que Bridei puede prescindir de uno de sus hombres para que vaya a buscarlo. Garth, en mis aposentos hay una pequeña vasija con buen caldo de pollo; ve y habla con mi doncella, ¿quieres? Ella te lo dará. Lo he hecho yo misma. Por poco apetito que puedas tener, Bridei, te lo beberás con mucho gusto. Es sorprendentemente reconstituyente. ¡Vamos, joven, ve! -Sonrió y Garth obedeció sin mediar palabra.

Rhian tomó asiento frente a Bridei y lo observó detenidamente con sus amables ojos azules. Ferada se quedó de pie detrás de ella, retorciéndose los dedos.

- Un poco de aguamiel, ¿te parece? -La reina le dirigió una mirada a Breth, que desapareció en la cámara interior. Si se le hubiera ocurrido vedar el paso a la reina a los aposentos de Broichan, hubiese sido incapaz de encontrar las palabras para hacerlo bajo semejante arremetida de confiada buena voluntad.

- Y ahora cuéntame, Bridei -dijo Rhian-. ¿De verdad estás mejorando? Tu enfermedad te ha mantenido en cama mucho tiempo. Es una afección poco habitual en un joven sano.

- Estoy mucho mejor, mi señora. Espero que para el Solsticio de Invierno me habré recuperado del todo.

- ¡Ah, sí! El Solsticio de Invierno… No tienes mucho margen de tiempo. Debemos tenerte recuperado para la asamblea, eso es lo que realmente importa. Mi esposo tenía una gran opinión de ti, Bridei. Tienes que hacerlo lo mejor posible, se lo debes a su memoria. No lo olvides. -Quizá brillaran lágrimas en sus ojos, pero era una reina; no dejaría que cayeran.

- Eres muy gentil, mi señora. Fue una triste pérdida. No puedo esperar igualarlo, pero daré lo mejor de mí, te lo prometo. La reina permaneció callada un momento cuando Breth regresó con una jarra pequeña de aguamiel y tres tazas y las depositó en la mesa.

- Estoy segura de que lo harás, hijo. Quizá el aliento de los dioses te inspire. Ésta es una época de grandes cambios, de enormes cambios. Todos nosotros tendremos que ser fuertes. Bueno -Rhian se puso de pie como si de pronto hubiese recordado algo-, necesito hablar con Broichan. ¿Está dentro? -Miró a Breth y luego se dirigió con absoluta seguridad hacia la puerta interior, dio unos golpecitos enérgicos y acto seguido entró. Breth, con una expresión alarmada en su rostro, se apresuró a ir tras ella.

Ferada cogió la jarra de aguamiel y vertió el pálido líquido en dos tazas. Bridei quedó desconcertado por el cambio experimentado en ella. Siempre había parecido una chica con aplomo y segura de sí misma, una seguridad que con frecuencia lo había hecho sentir violento e incómodo. Ese día tenía un aspecto pálido y demacrado; sus manos se movían con torpeza mientras dejaba la jarra y colocaba una taza delante de él. Pero no le dedicaría tiempo a eso; se le había presentado una oportunidad y debía aprovecharla rápidamente antes de que regresaran los demás.

- Ferada. Necesito que lleves un mensaje. Un mensaje a Banmerren. ¿Puedes hacerlo?

Ella lo miró perpleja; casi daba la impresión de que no entendía sus palabras.

- Para Tuala. Es urgente. ¿Lo harás?

Ella seguía sosteniendo su propia taza; le temblaban tanto las manos que la aguamiel se derramó por el borde del recipiente.

- Para Tuala… Sólo quiero que le expliques lo que ha ocurrido. Que he estado enfermo desde la noche de luna llena; que no pude… -¡Por todos los dioses! ¿Qué le pasaba a esa chica? Sin duda no se estaba imaginando su estado de agitación; sus pecas destacaban claramente en un rostro blanco como la nieve y tenía los labios tan apretados que apenas eran una fina línea. Algo iba muy mal. Debía tranquilizarla. Sólo con pensar en la aguamiel se le revolvió el estómago; de todos modos, si tomaba uno o dos sorbos y fingía que no había ningún problema, tal vez ella se relajara y lo escuchara.

Alargó la mano para coger la taza de aguamiel, pero en ese momento, sin saber cómo, la mano de Ferada chocó con la suya y la taza que le había servido se volcó, derramando un río de líquido por el tablero de piedra de la mesa.

- ¡Oh! -exclamó Ferada con un grito ahogado al tiempo que cogía la taza vacía y la ponía derecha de nuevo.

Bridei había evitado lo peor; apartó la jarra del charco de aguamiel. Estaba claro que ninguno de los que estaban en la habitación interior había oído aquella débil conmoción; la voz de la reina, briosa y jovial, se oía al otro lado de la puerta.

- ¿Qué ocurre, Ferada? -le preguntó Bridei al darse cuenta de que la muchacha estaba aún más pálida-. ¿Qué ha pasado? ¿Es Gartnait?

- ¿Cómo? ¿Por qué tendría que tratarse de Gartnait? -le temblaba la voz; con un pañuelo diminuto, intentó en vano frotarse la parte delantera de la falda, donde la aguamiel había oscurecido el azul de la tela de lana para convertirlo en un color gris tormenta-. Bridei, tengo que contarte una cosa. -Su voz quedó reducida a un susurro-. Es sobre Tuala. Se ha escapado.

- ¿Qué?

- Me haces daño, Bridei.

Él se dio cuenta de que estaba de pie y tenía agarrada a Ferada por los hombros con fuerza; ella tenía una mueca de dolor en el rostro.

- Lo siento -dijo él, y la soltó mientras su corazón seguía golpeteando con rapidez e insistencia-. ¿Que se ha escapado? ¿Adónde? ¿Cuándo?

- Poco después de la luna llena. Al cabo de unos días. Nadie sabe a dónde ha ido.

Entonces se quedó frío; más frío que el invierno.

- ¿Qué quieres decir con que nadie lo sabe? ¡Tienen que saberlo!

- No hemos tenido noticias. Sencillamente desapareció una noche. Fola mandó a unos hombres de la granja a buscarla, pero no encontraron ni rastro de ella. Entonces Ana y yo volvimos aquí. No me he enterado de nada más.

A Bridei empezó a darle vueltas la cabeza. ¿Por dónde empezar, qué preguntar, qué hacer? Trece días, había estado inconsciente trece días enteros mientras ella…

- ¿Por qué no me lo dijeron? ¿Por qué nadie me lo dijo? -Tanto tiempo, tan lejos. Debía irse, en ese mismo momento. De inmediato.

- Probablemente sabían lo mucho que te disgustaría -dijo Ferada, e intentó secar el tablero de la mesa con el pañuelo empapado-. Quieren que estés lo mejor posible para la presentación.

- ¡Mal rayo parta a la presentación! Todo este tiempo, sola, en invierno… ¿En qué están pensando? ¿Qué hace aquí Broichan cuando…? Pitnochie, allí es donde habrá ido. Seguro que Broichan podría haberle seguido el rastro, haberla encontrado… Si llega a Pitnochie estará a salvo, y yo puedo ir a buscarla.

- No creo que quiera quedarse allí -comentó Ferada muy seria-. Decía que no la querían; parecía sentirse muy desdichada cuando yo pasé por allí. Si hubiera podido quedarse en casa de Broichan, nunca hubiera optado por irse a Banmerren. ¿No lo sabías?

Las voces de la habitación interior se estaban aproximando a la puerta; la reina volvía.

- Cuéntamelo -dijo Bridei entre dientes-. ¡Rápido!

- Broichan la obligó a elegir. Casarse con un hombre que le había propuesto matrimonio o marcharse con Fola. Ella no quería casarse. Banmerren era el menor de dos males. Ella nunca quiso marcharse de casa, Bridei. Tengo que advertirte… Debes tener cuidado…

- ¿Qué hombre? -las palabras salieron de un frío lugar de su interior, un lugar donde no había espacio para el perdón.

- Garvan, el picapedrero. Tuala dijo que era un buen hombre, pero no podía… Creía que la diosa había elegido por ella. Antes de abandonar Pitnochie se… Ella se…

- ¿Qué? Date prisa.

- Se cortó el pelo y derramó su sangre para hacer un hechizo de protección para ti. No quería marcharse. No quería irse. Pero allí ya no había lugar para ella. Puede que se haya ido a casa, pero no a la de Broichan…

Bridei la miró perplejo. Ferada le devolvió la mirada con unos ojos llenos de sombras.

- ¿Qué vas a hacer? -le preguntó.

- Encontrarla -respondió él-. Encontrarla antes de que sea demasiado tarde. ¿Me encubrirás?

Su capa estaba allí, y un par de botas de Garth en el rincón. Existía una pequeña posibilidad, tal vez la única. Si alguno de ellos era puesto sobre aviso, Breth, Garth, Faolan, Broichan (Broichan, que le había mentido, Broichan, que lo había traicionado), se lo impedirían. Ellos sólo pensaban en la presentación, en la asamblea, en el prolongado plan que entonces por fin se estaba concretando. No pensaban en una chica que estaba fuera en la nieve, que deambulaba sola siendo invierno, sin un solo amigo. Se le retorcieron las tripas.

- Diles que Faolan vino a buscarme, que estamos en conferencia privada y que regresaré aquí alrededor de mediodía.

- ¿Cómo vas a…?

Él no esperó a escuchar sus palabras. El tiempo era precioso; el tiempo era cuestión de vida o muerte. Deseando con todas sus fuerzas que sus miembros recuperaran la fortaleza, agarró las botas, se echó la capa sobre el hombro y salió sigilosamente por la puerta exterior hacia el adarve. Entonces, invocando el hechizo de ocultación, se dirigió a los establos.

* * *

En Banmerren, Fola se hallaba a solas en sus aposentos privados con un cuenco de bronce en la mesa frente a ella. Había estado en trance un largo rato. Las visiones en el agua ya habían desaparecido, pero la mujer sabia mantenía su inmovilidad, buscando en lo más profundo de su interior la voz de la diosa, una luz que le revelara el camino que tenía por delante. La aceptación llegó lentamente y con dolor. Se habían equivocado, tanto ella como Broichan. Habían dejado que la ambición, el orgullo y la confianza en sí mismos nublaran su buen juicio. Habían hecho caso omiso de lo que la Brillante había dejado claro desde el principio: que, en efecto, debía aceptarse lo impensable, que debía admitirse lo imposible o todo fallaría y sus prolongados esfuerzos se verían frustrados en el último momento. Resultaba duro admitirlo; era una lección de humildad. Tan sencillo, tan obvio, y aun así no se habían dado cuenta, ninguno de los dos, ambos dedicados a los dioses, ambos llevando una vida de celibato, de obediencia, de erudición y autodisciplina. Ambos sin amantes ni hijos. Ahora Fola lo sabía con certeza. Quizá en el fondo lo había sabido la primera vez que conoció a Tuala bajo los robles, diminuta, rebosante de sentimientos y luchando para ocultarlos. En cuanto a Broichan, quizá nunca pudiera aceptarlo. Su plan había sido perfecto, todo había sido calculado, hasta el más mínimo detalle se había tenido en cuenta. Había entregado quince años de su vida a la gran causa de la unidad de Fortriu: la creación del rey perfecto, la gestación del líder que llevaría hacia la luz a aquel reino sumido en la ignorancia. Si Broichan no cedía, si Broichan no podía aceptar que su edificio estaba construido sobre unos cimientos imperfectos, todo estaría perdido, sin duda. Si el druida consideraba su propio criterio más certero que el de la diosa, quizá merecían perder.

Fola empezó a despertar su cuerpo, que entonces era como su retrato de arcilla, moviendo los dedos de las manos, de los pies, alterando su respiración, parpadeando, estirándose. Por último hizo una reverencia, con las palmas de las manos juntas, y se movió para devolver el agua del cuenco a la jarra. Entonces llamó a Luthana, buscó la capa que usaba para salir, unas botas resistentes, una capucha ceñida para protegerse del frío y, en compañía únicamente de la herbaria, atravesó las puertas de Banmerren y cruzó las arenas azotadas por el viento en dirección a Caer Pridne.

Una oportunidad. Nieveardiente miraba con impaciencia, listo para salir en cualquier momento, previendo una estupenda cabalgada como aquella de la que Bridei y Faolan habían disfrutado por los páramos hacia el lugar de los tres mojones. Nieveardiente era fuerte y complaciente, pero no aguantaría bien una larga carrera en medio de la oscuridad invernal. También estaba Fortuna, del que Bridei había sido incapaz de separarse, el alto y moteado Fortuna, el caballo más feo de los establos reales… La montura de Donal era esforzada, un caballo de mucha resistencia que sólo había hecho más que mejorar con la edad. Los hombres se habían encargado de que hiciera ejercicio con regularidad y estaba en buenas condiciones. Pero a pesar de sus largas patas no era famoso por su velocidad. Deprisa, deprisa, elige y vete; en cualquier momento alguno de sus guardaespaldas sospecharía e iniciaría una búsqueda. Coge un caballo, cualquiera, y vete… Junto a la compuerta se movió una sombra blanca: la yegua de Uist, Espuma, aquella inquietante criatura de pelaje perfecto y níveo, de crin sedosa, cola como una cascada y ojos extraños, tan astuta como el propio druida montaraz. Miró a Bridei y movió un poco las patas. Parecía decirle: «Vamos, decídete.» Era una yegua rápida e incansable…, no era un animal corriente. Correría sin hacer caso de la nieve o la lluvia, moviéndose sin problemas por los bosques y marismas, manteniendo un ritmo constante durante todo el camino hasta Pitnochie.

Bridei se había forzado a llegar hasta allí, obligando a su cuerpo, poco dispuesto a cooperar. Sin embargo, se sentía sumamente débil; su mente no podía hacer mucho más. Abrió la compuerta. Para subir a lomos de la yegua, tuvo que trepar a un montadero y desde allí a una barandilla; un torpe espectáculo. Bridei se inclinó hacia adelante con las manos en el cuello de Espuma y le susurró al oído: «Llévame a casa.» Tenía la esperanza de que lo comprendería. Iba a necesitar todas las fuerzas que le quedaban para mantenerse en su lomo y seguir respirando; no tendría capacidad para guiarla. No había cogido nada; ni comida, ni agua, ni armas, ni provisiones de ninguna clase. No había tiempo. Debía irse inmediatamente, antes de que lo descubrieran, y esperar que esa extraña criatura pudiera ser más veloz de lo que fueran capaces de serlo sus guardias. En algún lugar de su mente seguía rondando la idea de la elección, de los hombres y mujeres que dependían de él, la cuestión del destino. Pero todo ello había quedado reducido al tamaño de una bellota, de una avellana, desplazado por el peso de su miedo, su furia, su ardiente necesidad de encontrar pronto a su amada, enseguida, antes de que la perdiera para siempre.

- Vamos -susurró y, dando un giro nervioso, grácil como un cisne en pleno vuelo, la yegua lo sacó de Caer Pridne y se dirigió hacia el sudoeste en dirección a la Gran Cañada. Una pálida presencia en la penumbra invernal que se movía con la confianza de una criatura que avanza bajo la protección de unos poderes más antiguos que el tiempo, sin dejar ni una sola marca en el suelo blando tras ella.

Hacía un frío gélido en el adarve, al otro lado de los aposentos de las mujeres. Ferada estaba acurrucada detrás de las escaleras, con la capa encima de la cabeza y firmemente agarrada sobre su pecho, escondiendo el magnífico vestido azul, el hermoso broche de plata, el odiado y pesado anillo de plata y esmalte. Llevaba allí largo rato, sin que nadie la hubiera visto. Notaba un peso en algún punto de su vientre, como una piedra fría; pensó que tal vez fuera miedo. Miedo de la mano rápida de su madre, miedo de su mirada demente. Miedo de lo que le esperaba, a ella y a todos los demás. Le dolían los dedos; se había mordido todas las uñas hasta dejárselas en carne viva y había roído la carne del pulgar hasta que le sangró. Aun así, a pesar de su miedo, había algo más en su corazón, algo bueno y nuevo. No lo había hecho. Quizá fuera realmente un filtro de amor, tal como le había dicho su madre. Quizá. Ferada quería creerlo; deseaba que fuera cierto, por improbable que pareciera. Pero había visto la mirada en el rostro de Dreseida; conocía la fuerza de la mano de su madre, su poder, su ira terrible. ¿Por qué quería hacer que Bridei se enamorara de ella? Dreseida nunca había querido al ahijado de Broichan como marido para su hija, y no quería que fuera rey. Si Bridei se hubiera tomado la aguamiel, Dreseida hubiese convertido a su propia hija en una asesina.

Quizá no fuera cierto. Quizá no era más que su disparatada imaginación. Su madre era una mujer de impecable linaje, de gran inteligencia. Su padre era un hombre honesto, justo, muy admirado; era amigo de Broichan. «Que no sea verdad -pensó Ferada-. Que todo sea una pesadilla.» Pero no podía dejar de pensar en aquella vez en que Donal había muerto en lugar de Bridei, en el comedor de su propia casa en el Pozo del Cuervo. Envenenado. ¿Hubo algún sirviente que, por lealtad o por miedo, estuvo dispuesto a matar siguiendo las órdenes de su señora?

Se estaba haciendo tarde y no podía pasarse todo el día escondida en aquel rincón. Para entonces Bridei ya haría rato que se habría ido. Y su madre querría una explicación. Tendría que decir… la verdad, pensó Ferada tristemente mientras se ponía de pie y se arreglaba la ropa arrugada. A partir de ahora haría eso, y si a la gente no le gustaba, mala suerte. Temblaba convulsivamente. Esas atrevidas declaraciones estaban muy bien allí fuera, sola, sin decirlas en voz alta. Otra cosa muy distinta sería enfrentarse a la mirada penetrante de su madre, a su lengua vilipendiadora, a su mano castigadora. Daba igual; lo haría. Pero primero… Ferada se quitó el anillo con dedos temblorosos y lo sopesó un momento en su palma. Se arrodilló; al pie del muro, entre las piedras, había una profunda hendidura a ambos lados de la cual crecía un musgo espeso. Ferada introdujo el anillo por ella y lo oyó caer para posarse, invisible, en la grieta. A continuación se levantó y se dirigió adentro.

Gartnait y Dreseida se hallaban en la cámara asignada a la familia. Ferada y su madre dormían en los aposentos de las mujeres junto con los niños más pequeños y Talorgen y Gartnait en los de los hombres. Pero como familia noble y emparentada con el rey, disponían de ciertas estancias para su uso exclusivo; aquél era su principal lugar de reunión. Su madre y su hermano se quedaron en silencio cuando ella entró.

- ¡Vaya, vaya! -dijo Dreseida en voz baja-. Me has sorprendido, hija. Parece que tu misión puede haber tenido éxito. No pensé que fueras capaz.

A Ferada se le hizo un nudo en el estómago. Paseó su mirada de Gartnait a su madre.

- ¿Cómo? -dijo-. No entiendo…

- Están haciendo correr el cuento de que Bridei ha empeorado repentinamente. -La voz de Dreseida sonaba calmada, pero sus ojos tenían un excitado regocijo que a Ferada le produjo repugnancia-. A la hora del desayuno está levantado y recibiendo visitas; antes de mediodía vuelve a estar completamente indispuesto, la puerta cerrada y unos guardias de expresión adusta montando guardia fuera. Diría que pronto habrá algún comunicado. Si tu joven amigo ha recibido su última visita de la Diosa Madre, a Broichan le resultará difícil mantenerlo en secreto más allá del Solsticio de Invierno. Necesitarán un nuevo candidato, o Drust el Verraco intervendrá y se hará con todo.

- Pero… -comenzó a decir Ferada; eso no podía ser, era una equivocación, era el renacimiento de la pesadilla-. Yo sólo…

- Fuiste lista, hija, muy lista. Me enteré de lo de la breve visita de la reina. Eso te proporcionó la tapadera perfecta. Rhian es tan noble y recta que nunca recaerían en ella las sospechas de una mala acción. Buen trabajo, querida.

Ferada respiró hondo.

- De modo que no era un filtro de amor -dijo, pensando con rapidez.

Dreseida enarcó las cejas de manera desmesurada; sus labios se crisparon.

- Vamos, querida. ¡No me digas que te lo creíste de verdad!

La joven miró a su hermano. Estaba pálido, con la mandíbula tensa y las manos a la espalda. Sabía exactamente cómo se sentía, igual que se hubiera sentido ella de haber llevado a cabo su misión tal como se lo habían ordenado.

- Es tu mejor amigo -susurró.

- Es un obstáculo -el tono de voz de Gartnait era monótono-. Siempre lo ha sido. -Era como si estuviera repitiendo una lección aprendida de memoria.

- ¿Un obstáculo para qué? Tú nunca serás rey. ¿Qué me dices de Carnach, de Wredech, de los familiares de Ana, de cualquiera de ellos? Padre nunca consideró siquiera…

- ¡Contén tu lengua! -le espetó su madre, y Ferada se calló de golpe, con los ojos fijos en el rostro acongojado de su hermano. Ya tenía que saberlo; seguro que sabía que era imposible. ¿Qué le habría dicho Dreseida para inducirle a creer que podía hacerlo?-. Tu hermano ha estado trabajando duro. Y es mi hijo. Estará preparado.

- Madre -dijo Ferada, sabiendo lo que debía decirles pero incapaz de hacerlo-. ¿Por qué? ¿Tanto odias a Bridei?

La mujer esbozó una macabra sonrisa.

- No es por él. Es por su madre. Anfreda se llevó lo que era mío. Me privó de mi oportunidad; me robó el futuro. Tan insignificante y afectada como era y todos suspiraban por ella como si fuera una perra en celo. Era asqueroso. La perspectiva de que un hijo suyo gobierne Fortriu me da náuseas.

- ¿Se llevó lo que era tuyo? ¿A qué te refieres? ¿A Maelchon?

- Estaba dispuesto a pedirme en matrimonio; así me lo dijo. Hubiera sido reina. Era un hombre poderoso, un verdadero líder. Como esposa suya hubiera disfrutado de una influencia inmensa. Entonces apareció ella dando saltitos, la dulce y pequeña Anfreda, y él no volvió a mirarme.

- Pero te casaste con padre.

- Sí, lo hice -repuso Dreseida con los dientes apretados-. Y tengo a mi hijo, y es mi hijo quien será rey de Fortriu, no el suyo. Ésa es la voluntad de los dioses.

Había algo en su rostro que asustó a Ferada más que cualquier amenaza, más que cualquier golpe.

- Madre, ¿has tenido en cuenta lo que esto supone para Gartnait? -preguntó-. Faltan menos de dos días para las declaraciones. No ha hecho un discurso formal en su vida. No puedes hacerle algo así. Es cruel e injusto.

- Puedo hacerlo -dijo él bruscamente. Su hermana notó la desesperación en su tono de voz, a pesar de todos sus esfuerzos por parecer confiado, y sintió lástima por él.

- Hablaré en nombre de Gartnait en el Solsticio de Invierno -declaró Dreseida con firmeza-. Los representantes están permitidos y yo soy de linaje real. Presentaré su candidatura de manera que ni siquiera Broichan podrá refutarla. Lo único que tiene que hacer Gartnait es presentarse ante la asamblea, dar un discurso preparado y estar presente en la votación. No soy estúpida, hija.

- No, madre. -Ferada vio que su hermano movía los pies, fue a decir algo, se lo pensó mejor y cerró la boca. Iba a tener que decírselo. Había jurado decir la verdad… Sólo quería echar a correr y esconderse, como una chiquilla asustada.

- Madre -se obligó a decir-, no creo que Gartnait quiera realmente ser rey. Y no creo que lo sea.

- ¿Qué tonterías estás diciendo? Por supuesto que quiere…

- Madre. No le di la poción a Bridei. No se está muriendo; ha ido a buscar a Tuala. Ella se escapó de Banmerren hace un tiempo. Yo se lo conté y él se marchó.

Las facciones de Dreseida habían ido cambiando de manera alarmante mientras su hija hablaba. En esos momentos su rostro estaba crispado por una furiosa incredulidad. Su voz sonó con una suavidad sepulcral.

- Repítelo, Ferada, y dime que no es cierto. Cuando hables, recuerda exactamente lo que te expliqué en el pasado sobre las consecuencias de la desobediencia.

- No estoy dispuesta a ser una asesina, ni siquiera por la mejor de las causas. Menos aún por una causa inútil como ésta. Gartnait no sirve para ser rey, hasta una ciega se daría cuenta de ello. Bridei ha regresado a Pitnochie. No estará presente para las declaraciones. Pero, como tú has dicho, eso no tiene por qué importar. Se aceptan representantes. Quizá padre sea el suyo.

Dreseida dio un paso hacia su hija. Echó el brazo hacia atrás, preparándose para asestar un contundente golpe; Ferada contuvo el aliento y se quedó inmóvil, inmutable.

- No, madre. -Gartnait puso las manos en el brazo de Dreseida y la detuvo-. Así no -miró a Ferada-. Será mejor que te vayas. Déjamelo a mí. Y mantén la boca cerrada por el bien de todos. Ya has hecho bastante daño.

Ferada se detuvo un momento en el umbral y entonces, al ver la mirada en los ojos de su madre, se marchó a toda prisa.

En cuanto Ferada se fue y la puerta se hubo cerrado bien tras ella, Dreseida miró a su hijo a los ojos y dijo:

- Tu hermana me ha fallado. Tú eres mi hijo. Ésta es tu oportunidad para demostrar lo que vales. Para demostrarles lo que puedes ser.

Él tragó saliva e irguió los hombros.

- Lo encontraré. Yo lo haré. Haré que os sintáis todos orgullosos de mí.

Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.

- Tendrás que darte prisa; por lo visto te lleva ventaja. Debes irte inmediatamente, y cuando tengas oportunidad, tienes que actuar de forma eficaz y sin ser visto. Tiene que ser perfecto. ¿Comprendes? Nada de esto debe empañar tu nombre.

- Sí, madre. Soy un probado guerrero, no lo olvides. Sé lo que tengo que hacer.

- Entonces vete.

- ¿Y qué pasa con las presentaciones? No estaré…

- Quizá sea mejor que estés ausente; eso me proporcionará una justificación para hablar en tu nombre. Claro que debes regresar a tiempo para la asamblea. Nueve días; es suficiente. Con suerte lo alcanzarás mucho antes de que se acerque a Pitnochie. Ha estado enfermo, eso lo retrasará. Puede que haya otros que también lo persigan. Debes mantenerte alerta.

- Adiós, madre. Lo haré lo mejor que pueda por ti. Te lo prometo. Dreseida suspiró y puso la mano en el hombro de su alto hijo.

- Adiós, Gartnait. Cabalga rápido y sin ningún percance. Que el aliento de los dioses te respalde.

- Que la Brillante vele por ti hasta mi regreso.

Apostados frente a la entrada de los aposentos de Broichan había dos adustos guardias: Gwrad, al que normalmente se le encontraba atendiendo al primo del rey Carnach, y otro hombre cuyo rostro lleno de cicatrices y orejas prominentes lo identificaban como Imbeg, el guardaespaldas de Tharan. Le impidieron el paso a Fola hasta que ella alzó la voz lo suficiente para que Talorgen saliera a ver qué pasaba. Poco después, en la cámara de Broichan, se reunieron otra vez los cinco: un concilio secreto, no tan secreto esa vez, pues el cambio de guardia debía de haber puesto sobre aviso a Caer Pridne de que acontecían sucesos poco habituales.

Fola tomó asiento junto al camastro vacío, entonces despojado de la ropa de cama. Los cuatro hombres permanecieron de pie. El único que parecía estar tranquilo era Uist, una figura blanca sumida en las sombras junto a la chimenea. Aniel tamborileaba con los dedos sobre la mesa; Talorgen andaba de un lado a otro; Broichan, el imperturbable Broichan, retorcía un retazo de cinta verde entre sus largos dedos como si deseara hacerla jirones y su rostro tenía un aspecto cadavérico debido a la tensión.

- ¿Cómo lo supiste? -quiso saber casi antes de que la mujer se hubiese sentado.

- ¿Cómo supe el qué? -Fola mantuvo un tono de voz calmado.

- Que Bridei no estaba. Que se lo han llevado a pesar de todas las garantías que se me dieron de que estos guardias eran expertos, de que no permitirían que lo acechara ningún peligro…

- No puedes culpar a Breth y Garth -intervino Aniel-. Su lealtad siempre ha sido impecable. Además, todavía no sabemos lo que ha ocurrido.

- Nuestros enemigos lo han secuestrado; quizá ya lo hayan matado -a Broichan le tembló la voz-. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Cómo pudieron dejar que ocurriera? ¿No había nadie vigilando?

- Broichan.

Ante el tono de voz de Fola todos guardaron silencio.

- A Bridei no lo han secuestrado. Está cabalgando en dirección a Pitnochie. Ha ido a buscar a Tuala.

Nadie dijo una palabra. Las manos de Broichan se apaciguaron, la cinta quedó colgando entre ellas.

- Lo he visto en el agua. Una visión certera. He venido aquí para advertiros de que otra persona debe presentarse en nombre de Bridei en el Solsticio de Invierno. Para entonces él se hallará lejos de Caer Pridne, en un viaje que ha emprendido solo.

- ¡No! -exclamó Broichan, que se acercó a la mujer a grandes zancadas y clavó en ella sus ojos oscuros. Fola lo miró fijamente-. ¡Es imposible! Bridei está comprometido con esto. Obedece la llamada del Guardián de las Llamas en todo. Él no haría…

- Lo ha hecho. Ya lleva bastante tiempo de camino; la hija de Talorgen le comunicó las noticias sobre Tuala y él se marchó de inmediato.

- ¿Qué noticias? -preguntó Talorgen con el ceño fruncido-. ¿Qué podía saber Ferada?

Fola lo miró.

- Que Tuala se ha escapado -respondió-. ¿No te lo dijeron?

- ¿Estás diciendo que Bridei tiene intención de cabalgar hasta Pitnochie? -inquirió Aniel-. Pero si está muy debilitado por la herida y la enfermedad. A duras penas podía andar, así que hacer un viaje a caballo tan largo y peligroso en esta estación inclemente no le resultará fácil. Irá despacio; se le puede alcanzar, traerlo de vuelta…

- No será fácil seguirle el rastro -dijo Fola mirando a Uist, que le devolvió la mirada con unos ojos brillantes-. Eso si mi visión me proporcionó una verdadera imagen de la yegua que montaba.

- ¿Cuánto tiempo hace que esa chica se marchó? -preguntó Talorgen-. Puedo entender hasta qué punto consternaría eso a Bridei. ¿Se organizó una búsqueda?

La expresión de Fola se volvió muy severa de pronto. Clavó los ojos en Broichan como si fuera un alumno que hubiera cometido una infracción imperdonable.

- Cuéntaselo -dijo-, puesto que parece que esta noticia que hice llegar con tanta urgencia hace casi catorce días no ha pasado más allá de tus propios oídos. Cuéntales que tu hija adoptiva se escapó de Banmerren por la noche y que mi gente buscó y no encontró ni rastro de ella. Diles a dónde crees que fue y por qué. Y explica a tus leales amigos por qué no se te ocurrió comunicárselo a Bridei, con tacto y delicadeza, cuando recuperó el sentido. Podías haberlo tranquilizado asegurándole que habías mandado rápidamente a tus propias partidas de búsqueda, aunque sólo fuera para suavizar el golpe que la noticia podía suponer para él. Vamos, Broichan. Aquí nuestro código es la verdad; somos un concilio de cinco personas, obligadas por la confianza mutua a compartir toda la información pertinente a nuestra causa. Explícaselo.

- La yegua -dijo Broichan como si no la hubiera oído-. Dejaste que se llevara a Espuma. Esto es cosa tuya… -Había vuelto su feroz mirada hacia el druida de cabello blanco; su voz cortaba como una espada-. ¡Esa criatura nunca llevaría a otra persona sin tu consentimiento! ¿Cómo vamos a localizarlo a tiempo si es ella la que lo lleva hasta allí? Me has traicionado… -dio un paso hacia Uist al tiempo que alzaba las manos, quizá para agarrar al anciano por los hombros y sacudirlo, quizá para propinar un castigo más severo, pues el silbido y el chisporroteo de un enojado hechizo pareció adueñarse de la atmósfera que lo rodeaba. Los ojos de Uist estaban llenos de un movimiento arremolinado y engañoso; sus dedos se enroscaron en torno al báculo que estaba apoyado en la pared a su lado y una luz plateada parecía brillar en su extremo, allí donde estaba alojada la piedra en forma de huevo.

- ¡Dejadlo ya los dos! -gritó Fola cansinamente-. Nosotros no peleamos como chiquillos. Esta situación no sólo se ha manejado mal, sino que ha estado equivocada desde el principio. Tuala desempeña un papel importante en ella. No interpreté las señales correctamente hasta ahora, cuando ya casi es demasiado tarde.

- ¿Qué quieres decir? -quiso saber Broichan-. Tuala no forma parte de nuestros planes. Si se ha ido es para bien. No había necesidad de iniciar una búsqueda; no tenía ningún sentido. Ya sabes lo que es. Esos argumentos, un largo viaje, el tiempo, son irrelevantes para alguien de su especie. Habrá regresado con su propia gente. Era inevitable. Es Bridei quien debe preocuparnos, sólo él.

- Uist -dijo Fola-, me imagino que tú has sido consciente de esta pequeña dificultad hace más tiempo que yo; de lo contrario tu yegua no se hubiera puesto a disposición de Bridei. Tal vez mi amigo aquí presente lo comprenderá mejor si se lo explica otro hombre.

- Algo sé sobre la historia de esta chica -dijo Uist, que volvió a colocar el báculo contra la pared-. Que fue depositada en la puerta el día del Solsticio de Invierno bajo la luna llena y que Bridei la encontró. Que fue criada en la casa de un druida y educada por unos sabios, y que luego fue enviada a Banmerren para que completara su educación. La he conocido. Es una criaturita excepcional, sensata, seria, llena de una dulzura natural y poseedora de una belleza que no había tenido el privilegio de ver desde la primera vez que puse los ojos sobre Fola, aquí presente, cuando era una linda joven de dieciséis años.

La mujer soltó un resoplido.

- Sigue -dijo Aniel con irritación-. Necesitamos que Bridei regrese; dinos qué debemos hacer.

- Yo iré a buscarlo -el tono de Broichan fue autoritario-. No es necesario involucrar a nadie más.

- Somos un concilio de cinco personas -intervino Talorgen con gravedad-. No lo olvidemos. Uist, termina lo que estabas diciendo.

- Me pregunté por qué la Brillante había dispuesto un camino tan poco habitual a esa muchacha. Tuala es una buena chica, y quiere a nuestro joven, eso está claro, a pesar de todos sus esfuerzos por ocultar su mirada cuando habla de él.

- ¿Lo quiere? ¿Como una hermana?

- No, Aniel, no como una hermana. Con la apasionada devoción de alguien que con el tiempo se convertirá en amiga íntima, amante y esposa. Con la dedicación de una persona que lo apoyará a lo largo de las pruebas y duras experiencias del reinado. Y él la quiere a ella, ¿acaso no he permanecido despierto durante estas catorce noches en compañía de sus sueños? Bridei necesita a esa chica. Sin ella, nuestro rey perfecto fracasará.

- ¡Esto es un auténtico disparate! -la indignación de Broichan era casi palpable. Los hombres comunes y corrientes se hubieran encogido ante su mirada fulminante. Sus compañeros lo miraron con preocupación. Broichan podía equivocarse. El druida del rey había cometido un error y ahora, a menos que se efectuaran los movimientos adecuados hábilmente y con rapidez, el prolongado juego estaría perdido-. ¡Es una chica de los Seres Buenos! ¡Nunca sería aceptada como reina! ¡Bridei se pondrá en ridículo!

- ¿Acaso no es lo bastante fuerte como para hacer frente a algo así? -preguntó Fola-. ¿Tan mal concepto tienes de tu propia creación que abandonarías el juego por miedo a que cediera bajo la desaprobación de unos cuantos cortesanos estrechos de miras? Bridei es fuerte, Broichan. Y ella también. Creo que juntos avanzarán llenos del amor de los dioses y se convertirán en una poderosa fuerza para variar.

- Debo confesar que parece bastante extraño: una de los Seres Buenos como esposa del rey -caviló Aniel-. No hay duda de que será todo un reto convencer a la corte de que es una idea sensata. Pero confío en tu criterio, Fola. ¿Qué debemos hacer?

- Dejar ir a Bridei -respondió ella-. Dejar que siga su propio viaje, que la encuentre y la traiga de vuelta.

- ¿Es que has perdido completamente el juicio? -gritó Broichan, y su puño descendió sobre la mesa con estrépito-. Bridei está enfermo; tiene la mente confusa. Hemos soportado muchas noches de sueños oscuros; no es de extrañar que ahora haya actuado de un modo tan irracional. ¿Has olvidado qué fue lo que lo postró en la cama? Realizar solo un viaje semejante supone exponerse a un nuevo ataque. Además, ¿cómo va a valerse por sí mismo si está demasiado débil para caminar más de dos pasos sin que le fallen las piernas? Tengo que ir tras él.

- Ni siquiera a ti te resultaría fácil encontrarlo -dijo Uist-. A Espuma sólo se la encuentra cuando ella quiere. Por eso no puede estar confinada en unos establos.

- Entonces iré a Pitnochie y lo esperaré allí. -Broichan había cogido una capa de una percha y de pronto tenía en la mano su báculo, un magnífico trozo de roble oscuro grabado con numerosos pequeños signos y dibujos-. Viajaré con rapidez; no iré por los caminos de los humanos. Haré que el chico entre en razón. Y lo traeré de vuelta a tiempo para la asamblea. Uno de vosotros deberá presentarse en su nombre en el Solsticio de Invierno. El dominio que esta chica ejerce sobre él es más fuerte de lo que yo creía. ¿Quién sabe por qué impredecibles senderos podría conducirlo si no se ponen trabas a su salvaje influencia? ¡Dioses, que las cosas hayan llegado a este punto en el último momento! Parece que tu hija ha tenido que ver en este desastre, Talorgen. Será mejor que le pidas a Ferada que domine su lengua antes de que cause más estragos.

El hombre se puso rígido, sus puños se alzaron.

- Broichan -Fola se puso de pie y se colocó entre los dos-, no debes ir. Bridei estará mejor si dejas que siga su camino él solo. Regresará a tiempo para la asamblea; está entregado al futuro para el cual lo has preparado. ¿No confías en tu propio hijo?

Nadie la corrigió. Al cabo de un momento, Broichan dijo:

- Confío en él. Es en Tuala en quien no confío. Desde el principio me di cuenta de que era mi enemiga. Supe que se entrometería. Mi error fue dejar que permaneciera demasiado tiempo en mi casa, dejar que se ganara su afecto con astucia…

- Hablas como un enamorado celoso -dijo Fola sin rodeos-. Pregúntate por qué lo hiciste, por qué no echaste a la niña de tu casa. ¿Fue porque querías al chico y deseabas que fuera feliz, o porque, en el fondo, reconocías que ésa era la voluntad de la Brillante?

- Mientras perdemos el tiempo en vanas discusiones -replicó Broichan con frialdad- Bridei viaja solo por campos cubiertos de nieve, confuso y enfermo. ¡No voy a consentirlo más!

- ¿Vas a irte a pesar de nuestro consejo?

- Iré, y me cercioraré de que nuestros prolongados esfuerzos no queden desperdiciados. Iré y traeré de vuelta a nuestro futuro rey. -Salió rápidamente de la habitación, su cabello trenzado balanceándose en torno a sus hombros vestidos de negro, la larga capa arremolinándose tras él como una enojada nube tormentosa. Los demás se miraron en un anonadado silencio.

- Al menos tiene razón en una cosa -comentó finalmente Aniel-. Bridei corre el peligro de ser víctima de un nuevo ataque, ya sea casual o planeado. Como mínimo tendríamos que…

- Faolan -terció Talorgen-. Él se encargará de protegerlo mejor de lo que pueda hacerlo nadie dadas las circunstancias. Enviaré a Gwrad a buscarlo. Aunque creas que debemos dejar que haga su viaje solo, Fola, debes estar de acuerdo en que no estaría de más un protector.

- No voy a contradecir el criterio de un guerrero.

- ¿Quién va a presentarse en su nombre en el Solsticio de Invierno? ¿Estamos de acuerdo en que sea Carnach?

Llamaron a la puerta y, para su sorpresa, fue Ferada quien entró, con una expresión contrita y seguida por Gwrad. Todos se la quedaron mirando fijamente. La hija de Talorgen era conocida por su aspecto inmaculado, su elegante atuendo y su excelente comportamiento, un reflejo de su madre. Ahora su cabello estaba alborotado, su rostro tenía una palidez fantasmagórica salvo por los ojos enrojecidos e hinchados. Llevaba la falda manchada y apretaba el manto que le cubría los hombros con unas manos de blancos nudillos. Temblaba como si hubiera pasado largo rato fuera expuesta al frío. Fola emitió una queda exclamación consternada. Talorgen avanzó alarmado hacia ella.

- ¡Ferada! ¿Qué ocurre?

- Padre, tengo que hablar contigo en privado. Hay algo que debo explicarte -dijo Ferada con una voz quebrada por el prolongado llanto.

Capítulo 17

Había nevado más durante la noche. Al llegar a la orilla del lago, mientras pasaba bajo los pinos repletos de pinocha, Tuala oyó el suave sonido que hacía la nieve al caer al suelo cuando las ramas se desprendían de su peso. No sabía cuánto tiempo llevaba andando. Había perdido la cuenta de los días. Sus botas absorbían la humedad de la nieve que caía sobre ellas y la falda se le pegaba, mojada, a las piernas. Su aliento formaba una nubecilla en la gélida atmósfera; le dolían los oídos y le goteaba la nariz. Ya casi había llegado. Aquellos pinos altos, la pendiente cubierta de blanco y la extensión de agua oscura le resultaban familiares; las voces de los pájaros que gritaban en lo alto, más allá de las copas de los árboles, la llamaban para llevarla a casa. A casa… Alguna especie de hogar… sin frío, sin hambre, sin dolor… sin muerte… Resultaba extraño imaginárselo. La inmortalidad: un estado que los hombres anhelaban, un don con el que se soñaba pero que nunca se alcanzaba… Eso era lo que le habían ofrecido los Seres Buenos. Y, sin embargo, en ese momento, no significaba nada para ella. Lo único que quería era una chimenea cálida, unas medias secas y verlo otra vez, sólo una vez más antes del final…

El druida se hallaba de pie en la entrada, mirando colina arriba hacia el nordeste. Hacía ya un buen rato que sabía que Tuala se estaba aproximando, que estaba en los límites de su territorio. Había viajado desde Caer Pridne en varias formas distintas, primero como un veloz perro de caza, luego como una liebre de pelaje blanco y, por último, como un níveo búho, volando por los bosques de Pitnochie hasta su propia puerta, donde transformó las alas en una capa oscura y cambió el aspecto de ave por la forma humana, antes de entrar y darle a Mara semejante susto que a la mujer se le cayó un cuenco de cebollas. Broichan no había visto a Bridei durante su viaje, pero había pasado por encima de Tuala en el camino y se había detenido en una rama para observar su obstinado y lamentable avance. Parecía estar hablando sola, como si el largo y solitario viaje hubiera empezado a hacerle perder el juicio. Debía estar casi en Pitnochie; pronto tendría la casa a la vista. Debía asegurarse de que nunca llegara a ella. Broichan alzó los brazos y cerró los ojos. Respiró profundamente e invocó las palabras de un antiguo hechizo de ilusión.

Cuando estuvo hecho a su satisfacción, regresó adentro, cerró la puerta tras él y echó el cerrojo, aunque todavía era de día. Había hecho lo que debía para proteger a Bridei de la entrometida influencia que intentaba torcer su camino. Había cumplido con su responsabilidad hacia los dioses. No podía permitir que nada ni nadie se interpusiera en el camino del rey perfecto.

* * *

Tuala siguió el camino que doblaba hacia abajo y vio los campos cercados y la cabaña de Fidich, y también los árboles que rodeaban la casa del druida. Las ovejas se apiñaban para guarecerse al abrigo del establo. Las pulcras formas pardas de los patos se agrupaban bajo los arbustos junto al estanque helado. Su hogar… Vio los robles donde había pasado largos ratos sentada, esperando a que Bridei terminara sus lecciones, y el patio donde Donal y él habían ensayado sus intrincadas danzas de guerra. Entonces vio la casa de Broichan, en la que se había sentado junto a la chimenea con los dos ancianos sabios y les había escuchado hablar sobre asuntos misteriosos e interesantes, amenos y solemnes, donde se había acomodado en un banco al lado de Bridei, hacía mucho tiempo, y había escuchado una historia… «Y allí, en la puerta, ¿qué encontró?… Un bebé…» Tuala cerró los ojos; no iba a llorar, hacerlo sería una debilidad, y si iba a cruzar al otro lado, debía hacerlo con valentía y dignidad. Pero la casa… estaba muy cerca… y hacía tanto frío. Los huesos parecían habérsele vuelto de hielo y no podía dejar de temblar… «Te veremos en el Espejo Oscuro», le habían dicho antes de dejarla sola. Tenía que seguir adelante, luego subir la colina y dirigirse hacia el oeste, así se aseguraría de llegar allí antes de que anocheciera. De noche sería imposible encontrar el camino, con la luna a oscuras. No debía perder tiempo. Pero… al otro lado de esa puerta se hallaba el fuego del hogar de Pitnochie, refugio, calor, ropa seca, probablemente sopa caliente y pan recién horneado. El hecho de que no la quisieran apenas parecía tener importancia. Siempre se podía contar con que Mara obraría con sentido común. Tal vez no tuviera una calurosa bienvenida, pero al menos Mara, pensaba ella, se encargaría de que estuviera caliente y seca antes de proseguir su camino. La idea del fuego hizo que temblara de agotamiento. Seguro que una visita rápida no haría ningún daño. No hacía falta que fuera muy larga. Vaciló un momento, a continuación dio la vuelta entre los robles pelados y se dirigió hacia la puerta de la cocina.

No había ni rastro de guardias, ni huellas de sus botas en la blanda nieve. Habían colocado una tranca de hierro en la puerta, una nueva, por la parte de fuera. Tuala alzó una mano débil para llamar y volvió a bajarla. Estaba de pie encima de un montón de nieve acumulada que cubría el umbral donde una vez estuvo ella en una cuna de plumón de cisne. Retrocedió; miró hacia arriba. No se alzaba humo del tejado; en un día de tanto frío como aquél no habían encendido el fuego. Dirigió la mirada por encima de los campos hacia la casa de Fidich y vio que allí tampoco había ninguna nube de humo elevándose por encima del techo de paja; no había señales de vida en los alrededores de la pequeña vivienda. Tuala dio la vuelta a la casa de Broichan y miró hacia los pocos sitios donde se habían hecho aberturas para las ventanas en sus gruesas paredes de piedra y tierra. Todos los postigos estaban cerrados; dentro estaría oscuro como la noche. Puede que ardieran algunas lámparas, pero ¿por qué no había fuego?

La única ventana que estaba sin postigos era la del antiguo dormitorio de Bridei, pero se hallaba demasiado alta para que Tuala pudiera atisbar por ella. Volvió a la puerta y llamó, la necesidad de despertarlos de pronto se hizo apremiante. Era como en uno de esos cuentos, esos que daban miedo, donde, mientras uno duerme, el mundo cambia y se queda completamente vacío salvo por el único solitario que deambula por una repentina pesadilla; o esos en los que una chica penetra en otro reino donde el tiempo avanza más despacio y cuando vuelve a casa los rostros familiares hace mucho tiempo que están muertos. Reinaba una extraña quietud en el lugar, como si todas las cosas estuvieran conteniendo la respiración. Volvió a llamar; no hubo respuesta. Quizá sus esfuerzos habían sido demasiado débiles para que pudieran oírla. Tuala encontró un palo pesado y lo utilizó para descargar un fuerte golpeteo contra los sólidos tablones de roble. Golpeó una, dos, tres veces de forma imperiosa. El sonido resonó en la distancia bajo los árboles cubiertos de nieve y penetró en el silencio de los bosques. No había nadie en casa.

Tuala se acercó al establo. Allí, al menos, había algún signo de vida: las ovejas apretujadas las unas contra las otras para darse calor y un pequeño pájaro que buscaba insectos en un montón de madera podrida. Quizá los hombres estuvieran dentro, atendiendo a los caballos o a otra parte del ganado. Perla debía de seguir allí y también Llamarada… Pero el establo también estaba cerrado, las grandes puertas dobles tenían echado el cerrojo y estaban aseguradas con cadenas; al mirar a través de una rendija de la madera, Tuala no vio ni a un solo hombre o caballo, ni a una oveja, perro o pollo en el vacío espacio del interior. Con el corazón igual de helado que sus miembros temblorosos, se arrebujó aún más en su capa y empezó a alejarse de Pitnochie. Subió por la zona más agreste del bosque, donde a los fuertes y oscuros robles se les unían los abedules de una palidez plateada y los matorrales de pinchudos acebos en los que relucían las bayas de invierno. «No vayas más allá de los acebos, Tuala.» ¿Quién había dicho eso? ¿Acaso volvía a ser una niña para que unos guardianes la frenaran y todos sus movimientos fueran gobernados por la voluntad de Broichan? Ya era una mujer e iba a seguir adelante. Dejaría aquel mundo donde ya no había lugar para ella y viajaría al reino al que siempre había pertenecido realmente… Entonces ya no volvería a tener frío nunca más… ¡Si pudiera verlo sólo una vez más, aunque fuera fugazmente, era lo único que necesitaba!

Aunque Tuala calculó que el sol oculto tan sólo se hallaba en su punto medio cuando ella se abrió camino con cautela por el estrecho sendero que conducía al Valle de los Vencidos, tuvo la impresión de que tardaba mucho tiempo. Sus pies resbalaron en la superficie embarrada, extendió las manos para mantener el equilibrio, intentó agarrarse con precipitación y sintió el hiriente azote de las zarzas en su ya dañada carne. Tontamente, aquello hizo que brotaran las lágrimas que había jurado no derramar. Se sorbió la nariz, se limpió las mejillas con el dorso de la mano y siguió adelante tambaleándose hasta el pie del camino.

El pequeño valle se hallaba desierto. El lago estaba oscuro y tranquilo; las antiguas rocas se erguían en silencio, agachadas bajo sus mantos musgosos. La envolvente enredadera se había extendido mucho desde la última vez que Tuala había visitado aquel lugar y ahora cubría una de las siete piedras-druida con su fronda exuberante y lustrosa. No había ni rastro de Telaraña y Madreselva. No había nadie.

Tuala se dejó caer en el suelo junto al borde del Espejo Oscuro. No le quedaba más remedio que aguardar y esperar que cumplieran su palabra. Le habían dicho que se reunirían con ella allí y la guiarían hacia el otro lado del margen. No le habían dicho cuándo.

Quizá se suponía que tenía que permanecer allí, alerta, en aquel lugar de antigua verdad. ¿No había ansiado tener una visión del hombre al que amaba, una última imagen, para tener algo que llevarse con ella a ese otro mundo? Aunque era poco probable que lo olvidara aun estando en el otro lado. Así pues, era entonces cuando tenía que buscarla. No importaba que la última vez que lo había intentado el don la hubiera abandonado por completo. Siéntate tranquilamente, respira hondo, abre el ojo del espíritu. Y encuéntralo. «Encuéntralo…»

Fue transcurriendo el día. Llegó un momento en que a Tuala ya no le afectaba el frío, ni el cansancio, casi estaba más allá del mundo en el que se hallaba sentada con las piernas cruzadas sobre las rocas, mirando fijamente el agua helada. En la profunda y abrigada grieta que albergaba el lago no había ningún movimiento. Ningún pájaro daba saltitos entre los torzales de enredadera en busca de cualquier alimento que pudiera encontrar en esa estación de escasez, ningún insecto se cernía sobre las aguas oscuras, ningún pececillo nadando rápidamente para ponerse a cubierto rizaba la tranquila superficie. No apareció ninguna imagen, ni una sola. Daba la impresión de que no podía hacer nada más que permanecer allí sentada, respirar y esperar. Permanecer sentada hasta que su espalda se convirtiera en una vara de ardiente dolor, respirando cada vez más superficialmente, pues inspirar aquel aire era como llenarse de hielo los pulmones. Debía esperar hasta que por fin se apiadaran de ella y fueran a buscarla. El sol iba descendiendo cada vez más; el día más corto se aproximaba a su fin y la pequeña cañada se había vuelto umbría y extraña. Tuala dejó caer la cabeza; los párpados se le cerraban, no podía mantenerse despierta…

El color destelló en la superficie del agua con la misma brusquedad que la llamarada de una antorcha. Tuala parpadeó y levantó la cabeza, que le martilleó con aquel pequeño esfuerzo. Clavó la mirada en el lago.

Él estaba de pie en un gran salón, en Caer Pridne, sin duda. Llevaba una ropa suntuosa, muy distinta de la sencilla y práctica indumentaria de su época en Pitnochie. Iba vestido de azul, con una túnica y unos pantalones de lana de magnífico hilado y una suave capa corta por encima, de un color gris oscuro, con ribetes bordados y sujeta con un broche de plata labrada en forma de un águila en pleno vuelo. Llevaba su rizada melena castaña peinada con trenzas que le caían por la espalda. ¡Y sus ojos, ah, tan brillantes, tan llenos de esperanza y coraje, como si fuera el propio Guardián de las Llamas quien mirara por ellos, el mismísimo portador de los sueños de Fortriu! Eran unos ojos más azules que el mar profundo, más azules que el cielo de verano, tan azules como los pétalos de una violeta silvestre. Estaba rodeado de gente y todos parecían estar de un humor exultante, felicitándolo tal vez. Estaba Broichan, con sus rasgos impasibles llenos de un orgullo manifiesto, y también Talorgen, sonriente, y la chica zorro con un aspecto elegante, vestida de verde, y Gartnait con sus traviesos hermanos pequeños. Otras muchas personas se amontonaban a su alrededor, tendiéndole las manos, pronunciando unas palabras que Tuala no oía, pero que reconocía, como: «¡Bien hecho, Bridei! ¡Desde el principio supimos que eras el adecuado! ¡Hoy es un día feliz!»

Vio que se volvía un poco hacia un lado, alargaba la mano y esbozaba una dulce sonrisa. Él era parco en sonrisas; la gente no estaba acostumbrada a verlo sonreír. Al cabo de un momento apareció en la visión Ana la de las Islas Luminosas, con su abundante cabellera pálida como la ceniza y un vestido blanco de seda, su encantador rostro era un sueño de piel sedosa y mejillas sonrosadas, sus serios ojos miraban a Bridei como si fuera el único hombre en el mundo. Él la tomó de la mano; ella dijo una palabra o dos y él le respondió. Tuala vio la mirada de Bridei, que levantó su otra mano y acarició la mejilla de Ana con dedos suaves. No llevaba ningún adorno en la muñeca. El lazo verde ya no estaba.

Cuando la imagen se desvaneció y dejó a Tuala vacía, despojada de todo lo que le importaba, le pareció oír una voz desde lo alto del sendero, al borde del valle.

- ¡Ven! ¡Más arriba! ¡Sígueme!

Todavía debía hacer algo, un último y pequeño ritual. Con los dedos entumecidos, Tuala metió la mano en la bolsa que llevaba en el cinturón y sacó el pequeño talismán de cuerda entrelazada, la historia de su más antigua amistad. Tras una larga separación, los dos ramales habían vuelto a unirse una última vez, enroscándose y aferrándose con maravillosa delicadeza, como si estuvieran destinados a ser uno solo. Luna llena… Y después se separaban de nuevo, cada uno siguiendo su propio camino. Los cordones estaban empezando a deshilacharse y a quedar en nada. Tuala cerró fuertemente el puño en torno al pequeño objeto, apretó los dientes y a continuación lo arrojó al Espejo Oscuro. A pesar de lo poco que pesaba, el talismán se hundió como una piedra, provocando unas ondulaciones que se extendieron por el agua.

- ¡Ven! ¡Sube! -llamó la voz. No supo decir si se trataba del tintineo de la campanilla de Telaraña, del tono más profundo de Madreselva o de una voz totalmente distinta. Se mezclaba con un sonido más extraño, un aullido apesadumbrado y sobrecogedor, que parecía el de un perrito abandonado. Ya lo había oído antes en ese mismo lugar.

Decidió levantarse, pero le costó mucho más tiempo de lo debido. Sus pies obedecieron su orden de avanzar arrastrándose y ascendió con paso lento e irregular por el empinado sendero que salía del valle. Sus manos se aferraban a todo lo que encontraban por el camino; sin la ayuda de los espinosos y desgarradores arbustos ni siquiera hubiera podido mantenerse derecha. Cuando llegó a lo alto, su respiración se había convertido en un doloroso jadeo. La luz empezaba a desvanecerse, incluso allí arriba. No podría seguir adelante mucho más tiempo.

- ¡Vamos! ¡Sígueme! ¡Más arriba! ¡Más arriba!

Entonces parecía haber todo un coro de seres en la penumbra. No podía verlos. El sonido la condujo hacia delante, hacia un nuevo sendero, un camino ascendente que serpenteaba sin cesar entre los árboles, primero un enlodado cenagal, luego un sendero estrecho densamente repleto de un mantillo de hojas en descomposición y, por último, una empinada subida de rocas resbaladizas y cubiertas de musgo. En algún lugar de su mente decía «No puedo», pero las voces eran insistentes, persuasivas; ya casi había llegado el momento en que cesaría aquel dolor… Sólo con que pudiera seguir un poquito más, sólo con que pudiera seguir avanzando un poco, pronto ya no importaría nada de eso…

- ¡Más arriba! ¡Más arriba! ¡Más! ¡Más!

Arrastrándose, gateando, impulsándose, Tuala se fue abriendo camino con desesperación, cada vez más cerca de la cima del Rasguño del Águila, dejando manchas de sangre en las piedras en las que se agarraba y esforzándose por encontrar con los pies un apoyo que apenas sentían.

- Parece extraño decirlo -la criatura conocida como Madreselva se comunicó con su compañera a su propia manera-, pero me da la impresión de que esto es muy… cruel. Casi me siento inducido a sentir lástima por la chica.

Telaraña se rió.

- Es una prueba -dijo-. Es necesario, ¿Qué son todos esos males humanos, un estómago vacío, un pequeño rasguño, una noche sin dormir? No son nada.

- Es una buena chica. Es de nuestra sangre. No veo qué necesidad hay de prolongar su sufrimiento.

Telaraña meneó la cabeza. Unos mechones de brillantes cabellos proyectando un resplandor de luz por la sombría ladera bajo los robles desnudos.

- Esto le hará pensar. Le hará reflexionar. Asegurará que nunca olvide de dónde viene y quién es en realidad.

- Ella no sabe quién es realmente -le recordó Madreselva.

- No. Pero lo sentirá. Cuando sea vieja y sueñe junto al fuego del hogar con su nieto en las rodillas, lo sentirá en lo más profundo de su ser y lo contará en sus historias. Lo llevará en el corazón.

- Eso si antes no muere de frío, o de soledad, o de desesperación.

- ¡Los humanos son tan débiles, tan imperfectos, tan frágiles! Al menos no está lloviendo.

- ¿No podríamos mandarle a un compañero? -inquirió Madreselva-. Con uno pequeño bastaría.

- ¿Qué pasa? ¿Acaso te estás convirtiendo en un hombre, que te pones sentimental en cuanto ves a esa chica experimentar un pequeño inconveniente? -El tono de voz de Telaraña era desdeñoso-. ¿Tú también has caído víctima de los males del amor?

- ¿Amor? Lo dudo. De todos modos, creo que…

- Haz lo que quieras. -Telaraña se encogió de hombros-. Bridei se acerca; no tardará en llegar a Pitnochie, él y la yegua. Una elección inteligente; el anciano camina con un pie en cada mundo y ve toda la verdad. Sólo esa criatura, Espuma, podía haber traído a Bridei hasta aquí a tiempo. Pero el joven ya tiene un compañero, uno que lleva la máscara del amigo para ocultar el rostro de un traidor. Así empieza…

- ¿Empieza? -repitió Madreselva-. Empezó con una niña pequeña, un bebé recién nacido y la fría mirada de la Brillante. ¿Y si el joven fracasa? ¿Y si le sale mal?

Telaraña volvió sus grandes ojos brillantes hacia él.

- Debemos esperar que no sea así -repuso en tono grave-. Un líder como Bridei rara vez se encuentra entre los mortales. Una compañera como Tuala no tiene precio. Si hoy fracasa, creo que Fortriu está perdido.

Bridei sentía la debilidad en todos sus miembros; la herida y el largo tiempo de inconsciencia habían minado profundamente su fortaleza. Eso quedó contrarrestado por la repentina y milagrosa desaparición de la jaqueca, que le dejó la mente más clara de lo que había estado en mucho tiempo. Luego estaba la yegua, Espuma, que demostró ser todo lo que él había esperado. El animal encontró su camino sin que tuviera que guiarla en absoluto, manteniendo su ritmo a pesar del cambiante terreno y sin dar muestras de fatiga en ningún momento. Su único «fallo» era el modo en que se detenía en ocasiones al abrigo de una pared de roca o de un denso pinar; lo hacía de una forma tan brusca que lo derribaba de su lomo, de manera que Bridei se veía obligado a descansar un poco. La yegua no dormía de pie, como habrían hecho Nieveardiente o Fortuna, sino que se tumbaba a su lado y le calentaba el cuerpo con el suyo.

Bridei estaba impaciente. Le parecía que no había tiempo para descansar. Tuala se había marchado de Banmerren hacía mucho, quizá ya estuviera en Pitnochie y siguiera adelante… ¿Hacia dónde? Se estremecía sólo con pensarlo, pues cuanto más consideraba lo que le había dicho Ferada y cuanto más pensaba en la manera en que se había desarrollado todo, menos le costaba creer que Tuala había decidido dejarlo, cruzar el último margen para dirigirse a un lugar donde él no podría seguirla. Le había fallado en luna llena. Ella lo había esperado y él no había acudido. Si Ferada había dicho la verdad, también Pitnochie había rechazado a su pequeña hija del bosque.

Tuala había huido de Banmerren. Nunca había querido ser una sierva de la Brillante… Ella había querido… lo mismo que él, y él, ciego como estaba a todo lo que no fueran sus propias necesidades, no se había dado cuenta. Lo había hecho todo mal y ahora, si no la encontraba pronto, la perdería para siempre.

Se irritaba con cada retraso, consciente al mismo tiempo de la absoluta necesidad de descansar y entrar en calor. Sin Espuma no podría continuar; no podría alcanzar a Tuala a tiempo yendo a pie. A menos que ella esperara en Pitnochie… Pero no creía que lo hiciera. Si lo mejor que Broichan había sido capaz de ofrecerle era el matrimonio con un desconocido o una vida tras unos muros de piedra, no era probable que el druida del rey volviera a recibirla de buen grado en su casa. Bridei apretó los dientes. Broichan prácticamente le había mentido. Decir que ir a Banmerren fue elección de Tuala estaba muy bien. Omitir el hecho de que la única alternativa que se le ofreció había sido casarse con Garvan era una cruel ocultación de la verdad. El druida había dejado que Tuala se escapara, y no le había dicho ni una palabra al respecto. Había desconfiado del regalo del Solsticio de Invierno de la Brillante desde el principio. Se trataba de una traición, simple y llanamente. En un instante su padre adoptivo se había convertido en un extraño para él, en un hombre que no confiaba en él y en quien él ya no podía confiar.

Se habían detenido en dos ocasiones para dormir. Entonces era de día y, a juzgar por la posición del sol, cubierto de nubes, Bridei calculó que ya debía ser bien entrada la tarde. A medida que se iban acercando a Pitnochie, avanzando con cuidado por el empinado sendero que bordeaba el lago, Espuma se fue inquietando cada vez más, moviendo las orejas, volviendo la cabeza y sacudiendo la cola. Bridei era plenamente consciente de que no llevaba armas, ni siquiera un cuchillo pequeño con el que defenderse; se había marchado sin nada. Donal no hubiera aprobado esa imprudencia.

Bridei oyó entonces lo que había alertado a la yegua: el golpeteo de unos cascos tras ellos, un jinete que se aproximaba. En unos segundos pensó en todas las posibilidades: un asesino, otro hombre a sueldo de las personas influyentes de Circinn; el propio Broichan, que quería localizar a su desobediente hijo adoptivo y obligarlo a volver a la corte… No; si Broichan hubiera decidido ir tras él hubiera viajado como lo hace un druida, por senderos que la gente común y corriente no conocía. También podía ser uno de sus guardias, Breth o Garth. O quizá se trataba de Faolan; eso era muchísimo más probable. El escoto tenía que ganarse su sueldo, y para hacerlo debía asegurarse de que su protegido estuviera en Caer Pridne para la asamblea y no andando por ahí en una misión estúpida. Faolan poseía la fuerza y la habilidad suficientes para localizarlo de ese modo, para estar allí en aquel momento, al final. Espuma se detuvo y se dio la vuelta para encararse hacia quienquiera que fuera el que se aproximaba. Bridei hizo acopio de las reservas de energía que le quedaban. Con armas o sin ellas, no caería sin luchar.

El jinete dobló un recodo y quedó a plena vista: un joven de rostro pecoso, alto, pelirrojo. Sus rasgos poco atractivos mostraban una demacrada palidez, signo de su agotamiento. Su caballo tenía los ojos desorbitados y temblaba, como si lo hubieran forzado al límite de su resistencia.

- ¡Gartnait! -exclamó Bridei; su amigo era la última persona que esperaba ver-. ¡En nombre de los dioses! ¿Cómo me alcanzaste?

- Digamos que ahora mismo voy un poco falto de sueño -respondió el muchacho, que frenó su caballo detrás de Bridei-. Cambié de montura en la Granja de las Tres Colinas y volví a hacerlo en el Margen de las Aguas. ¡Vaya una persecución! Esta yegua va a un ritmo endemoniado, ya lo creo. Bridei, pareces exhausto. ¿Qué estabas…?

- ¿Por qué has venido hasta aquí? -Pasaba el tiempo. No quería compañeros; no sabía muy bien adónde lo conduciría el camino en cuanto llegara a Pitnochie-. ¿Por qué me has seguido?

Gartnait puso mala cara.

- Ésta no es manera de saludar a un amigo, Bridei. Estaba preocupado por ti. Un hombre no se levanta de un salto de su lecho de enfermo y sale corriendo para emprender una búsqueda descabellada en mitad del invierno sin dar ninguna explicación a los suyos, ¿sabes? Sobre todo si ese hombre está a punto de presentarse como candidato al trono. ¿En qué estabas pensando?

- Ya debes saberlo -contestó Bridei-. No hay duda de que Ferada lo sabía todo. El trono puede esperar; tengo que encontrar a Tuala. Y el tiempo apremia. Si quieres venir conmigo, ven. Pero no es sólo cuestión de entrar en la casa y recogerla. No estará allí; creo que puede haber ido a un lugar secreto en lo alto del bosque.

- Un lugar secreto -repitió Gartnait mientras Espuma volvía a ponerse en marcha por el sendero y él guiaba a su montura tras ella-. ¿Es peligroso?

- No de la manera que tú quieres decir, supongo. Es un lugar bastante aislado.

- Entonces necesitarás tener a un amigo a tu lado. No te molestes en darme las gracias por haber estado a punto de matarme por alcanzarte.

- Gracias -dijo Bridei un poco tenso; el hecho de estar allí hablando le parecía una pérdida de tiempo y de energía preciosos-. No era necesario.

Había gente en Pitnochie, aunque menos que en los viejos tiempos. Podía distinguirse una pequeña figura a la puerta del granero, con niños y perros en torno a sus pies: Fidich que se inclinaba sobre su muleta inspeccionando unas ovejas. Los guardias cambiaban el turno, una afortunada y oportuna casualidad.

- No te separes de los árboles -le dijo Bridei a Gartnait-. No tengo ni idea de lo que harán si me ven, pero no queda tiempo y debo dirigirme al Espejo Oscuro sin tardanza.

- ¿El Espejo Oscuro? -inquirió Gartnait al tiempo que conducían a sus caballos hacia lo alto por debajo de los pinos, donde no pudieran ser vistos desde la casa o el patio.

- El lugar al que tengo que ir. Un lugar que frecuentan los Seres Buenos. Es una estrecha cañada que en otro tiempo fue testigo de una terrible masacre, hombres de Fortriu abatidos por los escotos. Tuala debe de haber ido allí.

- ¿Por qué? -preguntó Gartnait sin comprender. Su voz sonaba extraña.

- Solía ir al Espejo Oscuro a buscar respuestas cuando estaba preocupada, disgustada, o cuando se sentía sola. Hay un lago oscuro, un lago en el que algunas personas pueden ver visiones… Allí es donde ella iría.

Siguieron cabalgando en silencio, adentrándose en las profundidades del bosque donde la luz del sol tan sólo penetraba débilmente. El follaje estaba húmedo y pegajoso, el suelo se hallaba cubierto de una gruesa capa de hojas en descomposición, de un rico color oscuro, que desprendían un olor acre bajo los cascos de los caballos. Un frío vapor se alzaba entre los árboles y flotaba a poca distancia de sus raíces nudosas, haciendo que sus zarcillos se alzaran para tejer una gélida red en torno a sus troncos. Bajo el dosel de ramas retorcidas, la niebla que cubría las cuestas era tan espesa que Bridei no alcanzaba a ver a más de tres pasos por delante. Al final bajó del lomo de Espuma y avanzó a pie con la mano en el cuello del caballo. Por detrás de él, Gartnait también desmontó.

- Aquí está -dijo Bridei-. Éste es el sendero que conduce al Valle de los Vencidos. -No vio las piedras blancas junto al camino. Daba igual, él seguiría adelante, con Seres Buenos o sin ellos. Quizá Tuala se encontraba allí abajo, no más lejos que a un grito de distancia… Bridei no gritó-. Tendríamos que dejar los caballos aquí -le dijo a Gartnait-. El sendero es demasiado estrecho para ellos. Si vas a venir conmigo, hazlo ahora.

- Bridei…

No esperó a oír lo que su amigo quería decirle y se adentró en el precario y resbaladizo sendero, respirando pesadamente mientras las mangas se le enganchaban en el espinoso follaje que crecía a ambos lados. Algo se había adueñado de él, una nueva y sombría sensación de apremio, como si una voz lo estuviera llamando, una voz que era como un desafío: «¡Sal y pelea con nosotros! ¡Demuestra tu valía! ¡Demuéstranos de qué estás hecho!»

Apretó los dientes y avivó el paso. «Tuala, Tuala…» Ella era lo único que importaba. Sin ella no podía hacer nada. ¿Por qué Broichan no era capaz de entenderlo? ¿Por qué tampoco podía entenderlo Faolan?, ¿por qué nadie lo entendía? Tenía que encontrarla, tenía que detenerla…

Bridei soltó una maldición cuando algo pasó junto a sus pies a toda velocidad y estuvo a punto de hacerlo caer. Era una pequeña furia de pelaje gris que subió como una centella por el sendero proveniente de la cañada del Espejo Oscuro y se alejó adentrándose en el bosque.

- ¡Que el Cuervo Negro nos asista! -exclamó Gartnait-. ¿Qué era eso?

Era Bruma, el gato de Tuala, que huía completamente aterrorizado o que iba en pos de una misión igual de urgente que la suya…

- Deprisa -murmuró Bridei, y bajó como pudo por el sendero hasta el borde del agua.

Al instante quedó claro que Tuala no se encontraba allí. Quizá hubiera estado antes, pero un frío intenso se había apoderado entonces del lugar, que estaba encerrado en un silencio impenetrable. Hacía tanto frío que al corazón le costaba latir y se helaba el aliento. Bridei se detuvo en el borde de las aguas oscuras. ¿Habría estado allí Tuala? Había marcas en la tierra, las huellas de unas botas pequeñas y las de las patas de un gato. ¿Dónde estaba ella? ¿Adónde había ido? Ya casi había anochecido. ¿Cómo iba a encontrarla en medio de la oscuridad de la luna nueva?

- Lo siento -dijo Gartnait a sus espaldas y a continuación sus manos le rodearon el cuello y apretaron con fuerza. Bridei se tambaleó, el corazón le latía a toda velocidad y le costaba respirar. Intentó con todas sus fuerzas zafarse de los dedos que le oprimían la garganta. Faltaba tan poco, estaba tan cerca y ahora… ¡En nombre de los dioses!, ¿qué significaba aquello…? Gartnait tenía ventaja sobre él, era más alto, y ese día, a pesar de la larga cabalgada, también era más fuerte, un torno alrededor de su cuello… No podía respirar, todo oscurecía a su alrededor… Donal, ¿qué haría él?… Bridei arrojó su peso hacia delante e hizo que ambos perdieran el equilibrio. Al cabo de un instante estaba cayendo en las gélidas aguas del Espejo Oscuro y Gartnait, que seguía apretando su cuello para estrangularlo, cayó con él.

Tuvo lugar una lucha encarnizada para sobrevivir. El agua estaba mucho más fría que la de cualquier estanque normal, incluso en la época del solsticio. Helaba la sangre en las venas. Gartnait, que siempre fue mejor nadador, mantenía a Bridei bajo el agua… No había tiempo, no había tiempo… Bridei luchó por todas las cosas que importaban en su vida: por la lealtad de Breth y la amabilidad de Garth, por la extraña y renuente amistad de Faolan, por el fuego del hogar de Pitnochie y las banderas que ondeaban sobre el campo de los confines de Galany por los fuertes y feroces ojos de Drust el Toro y el cuerpo retorcido de un guerrero tatuado, por la disciplina y los muchos años de enseñanza de Broichan, por Tuala, sobre todo por ella… ¡Dioses! Gartnait era fuerte. No se había dado cuenta de lo fuerte que era…

- ¿Por qué? -resopló Bridei cuando las manos de Gartnait se aflojaron un momento en medio de la confusión de la pelea-. ¿Por qué?

No hubo respuesta; sólo vio fugazmente el rostro blanco del que había sido su amigo, su mirada furiosa y perdida, y luego volvió a notar la presión.

- Lo siento -dijo el hijo de Talorgen con un susurro jadeante, y empujó la cabeza de Bridei de nuevo bajo el agua.

Se estaba ahogando. Moriría… Un intenso dolor le invadía los pulmones y en su cabeza se amontonaban visiones embarulladas y distorsionadas… En algún lugar debajo del agua ladraba un perro…

Se hallaba en las profundidades de la tierra, mecido por la oscuridad, hecho un ovillo, como un bebé durmiendo. Por encima de él las raíces de los grandes robles se abrían camino, lenta e inquisitivamente, a través de capas y más capas de tierra, y en torno a los tortuosos senderos que trazaban se deslizaban los caminos menores de una miríada de criaturas diminutas: escarabajos, luciones y larvas serpenteantes. Sus pequeñas excavaciones, sus cuevas, pasadizos y almacenes minúsculos convertían la tierra en un laberinto, en un mundo invisible bajo la boscosa ladera, el campo cubierto de hierba, el páramo poblado de brezo… Estaba enterrado bajo tierra… Estaba atrapado… «¡Tuala!»

- Olvídate de tu cuerpo, confía en tu mente. -La voz de Broichan le llegó fuerte y profunda-. Utiliza lo que has aprendido.

- No pasa nada, Bridei -era la voz clara y suave de Tuala. Le entraron ganas de llorar-. Puedes hacerlo.

Tenía que pensar. Debía pensar en la Diosa Madre, en cuyos brazos yacía y cuyas normas regían las pequeñas historias de cada uno de ellos, tanto del rey de Fortriu como de un niño expósito, tanto del gran águila que planeaba como del más pequeño de los animales excavadores. Ella los contenía a todos; a cada uno le garantizaba cierto tiempo. Ciertas oportunidades, y cuando juzgaba que ya era suficiente, venía el prolongado sueño. Aquél no era su momento. La Diosa Madre, en cuya matriz descansaba entonces, tranquilo y a salvo, caliente… por fin. Sus manos eran fuertes, su alcance amplio, desde las cañadas del oeste hasta las costas junto a la fortaleza del rey, desde las más suaves colinas de Circinn hasta los rocosos picos pelados del noroeste… Todo era una sola cosa, igual y única; su amor existía en todas partes… El gran reino de Fortriu, que ahora lo necesitaba…

«No suplicaré por mi vida -oró Bridei en silencio-. Me pondré en tus manos. Deja que la encuentre. Tengo que seguir adelante; tengo que estar al frente. Yo no hago tratos. No soy tan estúpido como para atreverme a poner a prueba la voluntad de los dioses de este modo. Yo amo. Confío. Déjame seguir adelante en este viaje…»

Sintió el agua en torno a él. Unas extrañas y maravillosas criaturas nadaban por todas partes como resplandecientes bolas de color con miembros atenuados. Peces achaparrados y de ojos desorbitados o alargados, delgados y tachonados con púas amenazadoras. Había un ser parecido a la bestia marina de las islas y un pequeño perro blanco con cola de salmón. Describían círculos alrededor de él en una danza extravagante, deslumbrándole y seduciéndole. No veía a Gartnait. Fuera cual fuera el reino al que había viajado, parecía ser que su amigo no lo había seguido. Pero había alguien más allí. Por encima de él, en la superficie, una chica nadaba. Trataba de mantenerse a flote, pero sus pesadas vestiduras grises la arrastraban hacia el fondo. Veía sus pies pequeños y pálidos pataleando cada vez con más debilidad a medida que el frío y el cansancio minaban su resistencia. Sus brazos se movían sin fuerza bajo el agua, sus ojos le miraban fijamente, su cabello oscuro flotaba en torno a su rostro como frondas de gráciles algas…

«¡No!», gritó Bridei, pero el agua convirtió su grito en burbujas inútiles. Agitó los pies enérgicamente, extendió las manos hacia arriba, ella estaba allí mismo, a dos brazos de distancia por encima de él, podía tocarla, podía salvarla… Uno de sus pies quedó atrapado, no podía moverse… Miró hacia abajo, sus movimientos eran lentos en el agua. Algo lo estaba sujetando, una tira de alga enredada, un trozo de red, un pedazo de cuerda… «¡Tuala!», gritó, y las burbujas se alzaron y estallaron junto al rostro de la chica que se ahogaba. «¡Tuala!»

- Utiliza lo que te hemos enseñado. -Le llegó la voz del calvo y panzudo Erip-. Agua. Mareas. Flujo y reflujo.

Flujo y reflujo. La Brillante. Bridei cerró los ojos, se imaginó la forma llena, redonda y majestuosa de la diosa tal como la había visto una vez en el Solsticio de Invierno, contemplando los tranquilos campos de Pitnochie. Encantadora, buena y sabia. Ella no dejaría que su hija se fuera de ese modo, de una forma tan cruel; no cortaría su camino tan pronto. «La quería cuando era un bebé», dijo él, y las burbujas llevaron sus palabras silenciosas hacia arriba, hacia la luz. «La quería cuando era una niña pequeña. La quería como a mi amiga del alma. La quiero como mujer y la quiero como a tu hija.»

- Mira a tu alrededor… -la voz seca de Wid le susurraba al oído-. Observa, chico, observa.

Peces que pasaban como flechas, algas que se movían empujadas por la corriente, rocas oscuras en el fondo, lodo blando… Allí, junto a su pie, enredado en torno al cierre de su bota, había un cordel, una cuerda, que lo sujetaba… Era eso lo que lo mantenía hundido. Bridei alargó las manos, agarró la cuerda y tiró de ella hasta romperla. Con el pequeño cordel en la mano, pataleó para salir a la superficie. Ahora podría alcanzarla… ¿Dónde estaba? ¿Adónde se la habían llevado? Arriba, en algún lugar, más allá del agua, un perro estaba ladrando…

Cuando salió fuera del agua y notó el calor, vio el resplandor de luz al tiempo que sus pies se movían sobre tierra firme. El perro estaba allí, no tenía cola de pescado, sino cuatro patas, blancas y peludas, y estaba frente a él, vigilándolo. Sus ladridos eran demasiado fuertes para tratarse de un sabueso tan diminuto. Ya lo había visto antes, hacía mucho tiempo, en una visión, montando guardia fielmente junto a un guerrero caído. En torno a ellos se arremolinaba y resplandecía el fuego, que desprendía unas grandes y palpitantes oleadas de calor. Era como si estuvieran en el rugiente centro del mismísimo Guardián de las Llamas. «Tuala.» ¿Adónde había ido? ¿Al interior de aquella masa de ardientes llamaradas? ¿Más allá del espacio y el tiempo, en un viaje que él no podía compartir? No podía ser. No debía ser. Él era Bridei, hijo de Maelchon, educado en la casa de un druida y destinado a ser el líder de Fortriu, y no dejaría que los Seres Buenos se la llevaran. Se llenó de aire los pulmones, lenta y metódicamente, tal como le había enseñado a hacer Broichan. Bajó la vista hacia el perrito, que se quedó en silencio, mirándolo. Entonces, los dos a la vez, dieron un paso adelante y se adentraron en el fuego.

No fue exactamente dolor, más bien fue una sensación de desprendimiento; una capa detrás de otra, piel, carne, venas, músculos, huesos, mente, corazón, todo desapareció, todo se consumió en el blanco calor de la purificación, todo quedó sacrificado a la voluntad del dios… Sólo quedó la esencia, el coraje, el espíritu que yacía en lo más profundo de todo hijo verdadero de Fortriu, de toda hija verdadera, marcándolos para siempre como hijos de la sangre… Era el grano, la semilla, el núcleo que significaba que siempre seguirían adelante. Fueran cuales fueran las pérdidas, el dolor, aquella verdad interior les aseguraba que nunca serían vencidos… «Fortriu», jadeó Bridei mientras la llama lo chamuscaba, y sintió el pulso latiente del fuego como si su pecho fuera un tambor de guerra y los golpes del dios cayeran sobre él con fuerza y rapidez, haciendo sonar una furiosa y desafiante música. «¡Fortriu! ¡Fortriu!»

Tenía la boca abierta, la mandíbula floja. Había ramitas y hojas bajo su rostro. Tenía frío. Sus ropas estaban empapadas y alguien le presionaba los costados con unas manos crueles, un apretón rítmico que le dolía, ¡dioses, cómo dolía! ¿Por qué no paraban?, ¿acaso no sabían que ya estaba muerto, que ya había muerto tres, o quizá cuatro veces? Se le llenó la garganta de un borbotón de líquido repugnante y se atragantó.

- Déjalo ya, Gartnait… Ya has hecho suficiente…

La presión cesó. Un par de manos lo agarraron de los hombros y lo volvieron de lado. Alguien intentaba despojarlo de la ropa mojada. La túnica y la capa que, por lo visto, todavía llevaba.

- ¡Maldita sea, Bridei! -dijo alguien-. ¿No puedes ayudarme un poco? Sácate esto, deprisa, y esto… Si hubiera algunos dioses para los que estuviera preparado a dar crédito, ahora mismo les estaría dando las gracias…

Esa voz tenía un acento gaélico y sin duda no era la de Gartnait. Bridei estaba entonces apoyado en los codos, mirando hacia un cielo que conservaba los últimos trazos de penumbra de la puesta de sol, y un pequeño perro blanco le lamía la cara con mucho entusiasmo. Era un perro de verdad, de carne y hueso. ¿Acaso lo había liberado de su prolongada vela? Cien años de espera…

Intentó sentarse. Le deslizaron una túnica seca por la cabeza. Sentir sus cálidos pliegues sobre su piel fría y mojada fue una delicia. Al cabo de un momento una capa de lana le cayó por encima de los hombros y se arrebujó en ella. ¿Quién hubiera imaginado que una cosa tan simple podía llegar a ser un regalo tan maravilloso? Volvió la cabeza.

- No pongas esa cara -dijo Faolan, que estaba en mangas de camisa-. Hay un hombre muerto.

Bridei miró. Gartnait yacía tumbado de espaldas junto a la orilla del Espejo Oscuro, con su cabellera pelirroja casi metida en el agua y los ojos abiertos a la noche.

- No pude hacer nada por él -dijo-. Ya estaba muerto cuando le saqué del agua. En cuanto a ti, has sido más estúpido de lo que yo creía. En nombre de todo lo sagrado, ¿qué ha ocurrido aquí?

Bridei no respondió. Tenía la mirada fija en la cuerda insignificante que su mano seguía agarrando, un talismán tejido con dos ramales de cordón fuerte, atados y entrelazados de manera intrincada.

- Tuala… -susurró-. ¿Dónde está? ¿La has visto? ¿Está aquí? -Su mirada recorrió las rocas, las orillas, el sendero lleno de maleza; escudriñó la superficie del agua oscura.

- Ni rastro. Sólo vi a tu amigo y al final te vi a ti, cabeceando en medio del lago. Y al perro, que tuvo su papel a la hora de sacarte del agua. ¿Adónde habrá ido ahora? -Faolan miró hacia la creciente oscuridad-. No importa -dijo-. Los caballos no están lejos; tenemos que llevarte a un lugar cálido y resguardado antes de que se vaya del todo la luz. No tengo intención de perder mi bolsa de plata sólo porque se te metió en la cabeza irte a nadar el día del Solsticio de Invierno.

- Tuala -repitió Bridei, mientras sus dedos se movían distraídamente por el cordón que sostenía, anudando, atando y uniendo los extremos sueltos, como si aquel movimiento pudiera ayudarle a pensar-. Tengo que encontrarla… ¿Adónde la han llevado?

- Bridei -le dijo Faolan con un tono sereno y amable, como si le estuviera siguiendo la corriente a un niño caprichoso-. Gartnait está muerto. Tú has estado a punto de ahogarte y te he dado casi toda mi ropa. Ya prácticamente es de noche. Debemos bajar hasta la casa. Ahora. Vamos a buscar los caballos.

El perro ladró desde lo alto del sendero, con un tono agudo y apremiante.

- Debemos salir de aquí. El aire es muy frío. Vamos, Bridei, deprisa. Apóyate en mí.

- Aire -empezó a decir Bridei-. Tierra, agua, fuego y… aire. El aire es la prueba final. Aire, alas, vuelo… El águila… volando. ¡Oh, dioses! -Se puso de pie de un salto, echó a correr hacia el camino y Faolan, maldiciendo, corrió tras él.

* * *

- ¡Más arriba! ¡Más arriba! -exclamaron las voces. La rodeaban por todas partes, estridentes, inevitables-. ¡Sube! ¡Sube! -Estaba tan oscuro que apenas distinguía el camino delante de ella. Le dolían las manos y los pies a duras penas podían sostenerla. Pero entonces había algo que la empujaba a avanzar desde el exterior, una fuerza demasiado poderosa para resistirse. Había llegado el momento de pasar al otro lado. Era hora de dejar atrás las cosas malas.

Siendo niña había escalado el Rasguño del Águila sin pensárselo, ágil como una marta. Ahora era distinto. Sus pies resbalaban; tenía las manos llenas de sangre y no podía agarrarse bien a las rocas; respiraba con mucha dificultad. Tenía los dientes tan apretados que le dolía la mandíbula. ¿Dónde estaban Madreselva y Telaraña? ¿Por qué no estaban con ella si habían prometido ayudarla? No había ni rastro de ellos; sólo las voces, que cantaban, llamaban, gritaban. Resonaban dolorosamente en su cráneo. Arriba, arriba. Un paso tambaleante, una mano débilmente asida, la respiración temblorosa. No había elección; debía seguir subiendo.

Tuala llegó por fin a la losa de la cima del Rasguño del Águila, el lugar en el que dos niños se habían sentado juntos en los días de verano, compartiendo una comida frugal y la silenciosa compañía del otro. Verano… Aquellos días iluminados por el sol, aquella sencilla felicidad parecían entonces un sueño, lejano, distante, que nunca podría alcanzarse de nuevo. Se dejó caer en el suelo, tenía las piernas demasiado débiles para sostenerla.

- ¡Sube! ¡Sube! -gritaron las voces-. ¡Más arriba! ¡Más arriba!

No había ningún otro sitio adonde ir. No podía ir a ninguna parte salvo a la pequeña cúspide rocosa en la que se había parado de niña, dando vueltas y más vueltas al viento mientras que Bridei fingía no tener miedo de que se cayera.

- ¡Arriba! ¡Arriba!

Se obligó a ponerse de pie y subió a la roca más alta. Era muy pequeña; no recordaba que fuera tan pequeña, ni que estuviera tan alta. Bajo ella el Rasguño de Águila caía en picado y se sumía al fondo en una completa oscuridad. En lo alto, los últimos indicios de luz se desprendían de un cielo que tenía el color de las sombras, el color del sueño, el color de los ojos de la Diosa Madre.

- ¡Aaaa…! -suspiraron las voces cuando Tuala se quedó de pie, temblando bajo su capa mojada, envolviéndose el cuerpo con los brazos-. Ahora, éste es el momento… Ven…

Ante ella sólo había el vacío. Apretó los dedos sobre el tejido de la capa; sus pies se movieron vacilantes sobre la húmeda superficie de la roca. A Tuala nunca le habían dado miedo las alturas; en realidad, nunca había entendido ese miedo. Pero en ese momento, de repente, la cabeza empezó a darle vueltas y se le hizo un nudo en el estómago al mirar hacia abajo, hacia un abismo de oscuridad. «Ven…» ¿Qué podían querer decir?

- ¡Hazlo ahora, Tuala! -Ésa era la voz de Telaraña, suave pero insistente, no era una invitación sino una orden-. Sabes que puedes hacerlo. Haz lo mismo que hiciste para nosotros en Banmerren. ¡Cierra los ojos, extiende los brazos y vuela! ¡Vuela hacia nosotros, hermana mía! ¡Olvida el cansancio! ¡Deja atrás el dolor y el pesar! ¡Ahora, Tuala, ahora!

La verdad era que daba lo mismo, pensó Tuala. ¿A quién le importaba si volaba o si caía? Tanto si se convertía en el búho de su imaginación y se elevaba en el cielo nocturno cruzando un margen invisible hacia la tierra más allá de los sueños, como si se caía y quedaba al pie del Rasguño del Águila como una vasija rota, el mundo no cambiaría en absoluto. Bridei seguiría adelante sin ella. Se lo contarían, derramaría algunas lágrimas y luego la olvidaría. Sería rey; tendría una vida demasiado activa para ocuparse de pequeños pesares. Tuala respiró hondo, cerró los ojos apretándolos con fuerza y extendió los brazos.

Algo le rozó los tobillos, algo suave como una pluma pero insistente y real, que le hizo perder el equilibrio. Soltó un grito ahogado y se tambaleó sobre las rocas. Abrió los ojos de golpe; se esforzó para no caerse. Bruma dio un salto sin previo aviso y, al coger al gato en sus brazos, Tuala notó el dolor punzante de las uñas del animal clavadas profundamente en sus manos. De algún modo aquel dolor fue lo peor de todo, como un último golpe, una traición final de aquellos a los que había amado y en los que había confiado. Bruma siguió aferrado a ella; las zarpas se hundieron aún más en su carne. ¡Dioses, cómo dolía…!

- ¡Ahora, Tuala! -gritaron las voces-. ¡Ahora, ahora! ¡Vuela!

Ella no podía moverse. Mientras permanecía allí clavada, con el viento nocturno azotándole la capa, resbalándose en la roca y sintiendo las garras del gato penetrando en sus manos llenas de sabañones, Tuala reconoció la verdad. Estaba el dolor, el pesar, el miedo a caer, el terror a lo desconocido, pero también el fuego del hogar, los banquetes con pan de avena y manzanas crujientes, la risa irónica de los ancianos y Bridei… Su sonrisa, su piel, su beso… Las manos de Tuala se asieron con más fuerza y apretó el suave y cálido cuerpo del gato contra su pecho. Amaba todas esas cosas. El dolor, el miedo, la sabiduría y el júbilo formaban parte de ella, significaban estar vivo. Formaban parte de ser humano. No sabía de dónde venía ni quién era, pero no tenía la menor duda de que pertenecía a este mundo y no al otro.

- ¡Vamos, Tuala, ven! -gritó Telaraña, y Tuala creyó distinguir, en el mismísimo límite de su visión, un atisbo de resplandor sobrenatural, un destello de color brillante. Oyó algunos compases de una música maravillosa capaz de proporcionar consuelo a los espíritus. Le pareció percibir un dulce aroma en el aire, parecía una mezcla de todas las especies de flores primaverales. Le llegaba con la brisa más agradable que nunca había cruzado por los meandros de la Cañada. Todas las cosas buenas se encontraban al otro lado de ese margen… Era una estupidez desperdiciar todo aquello simplemente porque…, sólo porque…

- Ven, Tuala. -El tono de voz más bajo de Madreselva, suave, seductor, con la calidez de una promesa-. Lo único que te hace falta es dar un paso. Sabes que esto es mejor para Bridei, es mejor para los dos… Ven a casa, niña querida…

Tuala cerró los ojos. Bruma… Tendría que volver a dejar a Bruma.

- Bien, bien -murmuró Madreselva-. Cierra los ojos y dame la mano… «¡Tuala!»

El corazón le latía con fuerza; la cabeza le daba vueltas. De pronto las lágrimas cegaron sus ojos.

«¡No me dejes, Tuala! ¡Te amo!»

Su voz sonó distorsionada por el terror, pero ella supo al instante que Bridei estaba cerca. Había ido a buscarla. Tuala volvió la cabeza y escudriñó la oscuridad. El viento se aferraba a su ropa, fuerte y con insistencia. Se tambaleó. Caerse entonces, ahora que se había producido el milagro, sería demasiado cruel…

- Dame la mano. -No era Madreselva, era un desconocido que extendió los brazos hacia ella, la agarró por las dos manos y la ayudó a bajar de la cúspide a la relativa seguridad de la losa. Tenía unas manos cálidas y fuertes; Tuala se aferró a ellas, le temblaba todo el cuerpo. Cuando pudo hablar lo hizo con el tono hiposo e irregular de un niño aterrorizado.

- ¿Bridei? -dijo.

El desconocido se apartó y Bridei se acercó y la estrechó fuertemente entre sus brazos. Tuala notó su corazón latiéndole contra su mejilla, él besó sus cabellos. Bridei respiraba con dificultad, tal vez lloraba; ella notó cómo temblaba. Lo abrazó con todas sus fuerzas; sus sentimientos eran demasiado intensos para describirlos, demasiado confusos para comprenderlos. Lo único que importaba era que estaba viva y que él había ido a buscarla. Ocultó el rostro en su pecho, notó el suave tacto de sus manos en su larga cabellera suelta y lo oyó susurrar en un tono que nunca había usado antes:

- Tuala, Tuala… -Su voz era ronca y queda; parecía una plegaria.

Al cabo de unos instantes el otro hombre carraspeó.

- Bridei -dijo.

Tuala se dio cuenta de que Bridei estaba frío como el hielo y de que el otro hombre no llevaba ni una túnica, ni un jubón, ni una capa que lo protegiera del frío penetrante de la noche del solsticio. Curiosamente, había un perro pequeño sentado a los pies de Bridei.

- Debemos marcharnos -prosiguió el desconocido-. Tu joven dama está en un estado igual de lamentable que el tuyo. Doy gracias a mis patronos por haberme contratado únicamente para protegerte hasta la asamblea, pues la perspectiva de intentar haceros mantener la disciplina a los dos me llena de inquietud. Volvamos a por los caballos enseguida. Necesitamos un fuego y ropa seca. ¿Podrás bajar?

Por lo visto el desconocido se dirigía a ella. Tuala abrió la boca para responder que podría hacerlo, por supuesto, pero cuando trató de poner un pie delante del otro todo empezó a tambalearse y a dar vueltas a su alrededor y fue el brazo de Bridei lo único que evitó que se desplomara. Bruma ya había emprendido el empinado camino de bajada; el perrito blanco permanecía sentado obedientemente con la mirada fija en Bridei. Su pálida figura brillaba en la oscuridad como una tenue almenara.

- Voy a… -empezó a decir Bridei, pero su compañero se le adelantó, levantó a Tuala en sus brazos y avanzó hacia el sendero.

- No vas a hacer nada parecido. Soy yo el que está al mando, al menos hasta que hayamos vuelto a Caer Pridne. Baja hacia los caballos con prudencia y déjame la dama a mí. Ya tendréis tiempo suficiente el uno para el otro cuando estemos en la casa. Vamos, Bridei. Te estás cayendo de agotamiento, a pesar de todos tus esfuerzos por disimularlo. Nadie espera que demuestres la fortaleza del mismísimo Guardián de las Llamas. Todavía no, al menos.

- La casa… -murmuró Tuala mientras la conducían por el escarpado camino-. Allí no hay nadie… Está todo cerrado…

- Ahora sí que hay gente -dijo el hombre-. Un fuego, comida, camas calientes. Déjalo en nuestras manos, mi señora. Te llevaremos a un lugar seguro.

Ella cerró los ojos y se rindió al lujo inimaginable de no tener que decidirlo todo sola. Al pie del sendero aguardaban tres caballos.

Fortuna -dijo ella en voz baja, y sonrió al ver aquel conocido pelaje moteado y la forma angulosa del viejo amigo de Donal.

- Es Fortuna, en efecto -dijo el hombre que la llevaba en brazos. La depositó sobre una yegua blanca, una criatura encantadora que permaneció quieta y mansa, y luego ayudó a montar a Bridei, que rodeó la cintura de Tuala con sus brazos, sosteniéndola firmemente contra él. A continuación Faolan subió a lomos de Fortuna de un salto y cogió al tercer caballo por las riendas.

- ¿Qué hacemos con…? -preguntó entonces mirando a Bridei.

- Por la mañana. Algunos de los hombres pueden venir a buscarlo. Debemos llevar a Tuala a un lugar resguardado, está herida y muerta de frío.

- Sí, es cierto. Y tú casi te ahogas y has recibido un buen golpe en la cabeza. Vamos pues. Avanza con cuidado; ahí debajo de los árboles está tan oscuro como la boca de un lobo.

La criatura que los llevaba a Bridei y a ella parecía tener más afinidad con aquel otro reino, pensó Tuala mientras avanzaban lentamente, con ese mundo cuya música y luz, cuyas maravillas y secretos había visto fugazmente, sólo durante un momento, antes de que el poder de su propio mundo la hubiera arrastrado de vuelta. Mientras cabalgaba, las voces seguían llamándola desde arriba. Pero no parecían enojadas, decepcionadas o acusadoras, como podría haberse esperado, al contrario, estaban entonando una canción de reconocimiento y despedida, una especie de himno en el que no podía oírse nada más que su nombre y el de Bridei, y una muda guirnalda de melodía los rodeaba por todas partes.

Afortunadamente la noche no estaba tan llena de sombras y pudieron encontrar el camino de vuelta a casa. El perrito trotaba silencioso delante de ellos. Su blanca forma cabeceaba y parecía poseer una luz propia que guió a los jinetes por lugares seguros hasta que llegaron a la linde del bosque y vieron las antorchas llameantes más abajo, los vigilantes guardias, el tejado de paja y el humo que se alzaba de la casa de Broichan bajo los robles. No había nieve acumulada en los escalones; no había ninguna tranca de hierro en la puerta. Cuando se acercaban a la entrada, la puerta se abrió y una luz cálida se derramó hacia ellos, acompañada de voces y de los ladridos de excitación de los tres sabuesos de Pitnochie, que salieron del interior. El perrito se mantuvo firme, fiel y desafiante entre el caballo blanco y el peligro. Entonces, cuando Bridei se deslizó de la yegua y alzó los brazos hacia Tuala, una figura oscura apareció en la entrada, iluminada por la luz dorada del fuego del hogar y la acogedora lámpara. Broichan observó en silencio mientras su hijo adoptivo tomaba en brazos a la muchacha y atravesaba con ella el umbral hacia el interior de la casa.

El calor, el ruido y los olores sabrosos marearon a Tuala que, de pronto, fue consciente de su agotamiento, del dolor que sentía por todo el cuerpo, de su apremiante necesidad de beber agua. Todo se movía confusamente a su alrededor; la única certeza eran los brazos de Bridei que la sostenían con seguridad. La llevó hasta el salón y la depositó en un banco con el mismo cuidado que si se tratara de un cargamento de huevos recién puestos. Entonces lo oyó dar una serie de órdenes en tono autoritario. Broichan no había dicho aún ni una palabra.

- Cinioch, lleva a Brenna hasta la cabaña y traed ropa seca para Tuala, aquí no habrá nada de su talla. Mara, necesitamos agua caliente, está helada. Y también nos harán falta algunas cosas para Faolan, aquí presente, que me ha dado prácticamente todo lo que llevaba puesto…

Tuala echó un vistazo a su alrededor y vio que la casa estaba engalanada para la estación. Había coronas colgadas en puertas y ventanas, hojas lustrosas, bayas de color escarlata; junto a la chimenea había un enorme tronco del Solsticio de Invierno, listo para la ceremonia de apagar y reavivar los fuegos de la casa. Un intenso aroma a carne asada y pasteles de frutas llegaba de la cocina. Estaba claro que en la casa y en los patios había habido gente durante todo el día preparándose para el ritual. El establo vacío, los campos desiertos, los postigos cerrados de las ventanas, todo había sido un truco, una visión enviada para alejarla de Pitnochie y llevarla hacia el Espejo Oscuro. ¿Lo habrían hecho Telaraña y Madreselva? ¿Por qué habrían sido tan crueles? A menos que todo hubiera sido un truco: sus palabras persuasivas, el largo y solitario viaje… Quizá había sido una prueba… de lealtad…

- Bridei -dijo Faolan-, déjame a mí, ¿quieres? El que más necesita ropa seca y agua caliente eres tú.

- En efecto. -Broichan habló por fin, y su voz profunda despertó el antiguo terror de Tuala. El druida la despreciaba; quería que se fuera. Nada había cambiado. Ella volvió la cabeza contra el pecho de Bridei, detestando su propia debilidad, y notó que los brazos del muchacho la abrazaban con más fuerza contra su pecho-. No importa lo que haya pasado ahí fuera, mi casa os proporcionará calor y refugio a todos -dijo el druida-. Las mujeres se ocuparán de Tuala. En cuanto a ti, Bridei, emprender este viaje cuando acababas de salir de tu lecho de enfermo no fue el acto de un hombre prudente. No eres el de siempre. Tienes que comer, beber y descansar. Deja las decisiones para los demás, al menos de momento. Ya habrá tiempo suficiente para hablar por la mañana.

Bridei no se movió.

- Lo digo en serio, Bridei. Deja que Mara se lleve a Tuala. Debes descansar y recuperarte.

- Ya no soy un niño -la voz de Bridei sonó fría, controlada; era la voz de un hombre, de un líder. Se hizo un repentino y profundo silencio en la estancia en torno a él. Tuala tenía los ojos cerrados, pero notó que todo el mundo lo observaba-. Tenemos muchas cosas de las que hablar y no voy a esperar a mañana. ¡Mara! Dejo a Tuala a tu cuidado y al de Brenna, de momento. Faolan, quédate tan cerca de ellas como te permita la decencia. No se le va a tocar ni un pelo de la cabeza, ni se va a hacer ni un solo comentario desagradable en su presencia. Sabed, todos vosotros, que dentro de una semana me presentaré como candidato al trono de Fortriu. A partir de este momento, Tuala está bajo mi protección. La trataréis con cortesía, respeto y cariño. Tendríais que estar profundamente avergonzados de que tenga que deciros esto. -Sus brazos se aflojaron suavemente. Se puso de pie, pero retuvo la mano de Tuala entre las suyas. Ella abrió los ojos para encontrarse con un círculo de rostros petrificados de asombro, salvo el de Mara. La mujer ya estaba colocando una pila de ropa doblada junto al fuego para que se calentara y empujaba al montón de perros (que entonces ya eran cuatro) para apartarlos de su camino. El ama de llaves echó un vistazo a la impasible figura de Faolan.

- ¿Y éste quién es? -quiso saber-. En esta casa nunca ha habido lugar para los escotos, y no veo por qué tendría que cambiar eso ahora.

- Faolan es amigo mío -respondió Bridei simplemente-. Se ocupa de mis asuntos. Puedo confiar en él. Y ahora…

Soltó la mano de Tuala y volvió su dulce sonrisa hacia ella para tranquilizarla.

- No tardaré -le susurró.

A continuación cruzó la estancia en dirección a Broichan, lo que le supuso un esfuerzo impresionante. Tuala, que aguantaba la respiración, vio lo mucho que le costaba mantenerse derecho y firme. ¿Lecho de enfermo? ¿Y a qué se había referido antes Faolan con eso del golpe en la cabeza?

- Ven -le dijo Bridei a su padre adoptivo, y entraron los dos en los aposentos privados de Broichan. La puerta se cerró tras ellos.

- Dime -le preguntó Tuala a Faolan mientras que la gente trajinaba en torno a ellos-. ¿Qué le ocurre? ¿Qué ha pasado?

- Primero el baño y después las preguntas -dijo Mara con brusquedad cuando el ruido de los cacharros proveniente de la cocina indicó que Ferat había vuelto para preparar el festín del día del Solsticio de Invierno-. Y no sólo no permitimos que haya escotos mirando cómo se desvisten las mujeres en mi salón, sino que en momentos así ni siquiera permitimos la presencia de hombre alguno. ¡Fuera! Uven, llévate a este hombre a los dormitorios y búscale algo de ropa presentable, parece una rata ahogada. ¿Qué habéis estado haciendo, pescando serpientes en el lago? ¡Venga, vete!

- Ya oíste lo que dijo Bridei. -El tono de Faolan fue desapasionado.

- Sí, lo he oído, y no era necesario. Sé lo que está bien, siempre lo he sabido. Me ofende que el muchacho crea que no puede fiarse de mí.

- Las cosas están cambiando -señaló el escoto-. Vas a tener que acostumbrarte.

- Tal vez no estén cambiando tanto como dices -repuso Mara entre dientes al tiempo que echaba un vistazo a la puerta interior-. Y ahora vete, marchaos todos. No quiero ver a un solo hombre aquí dentro hasta que estemos listas. ¡Que el Cuervo Negro nos asista! ¿Qué has hecho, Tuala? Estás más flaca que un carrizo desplumado, y en cuanto a esas botas… Brenna, ayúdame con esto, ¿quieres? Manda a Cinioch a buscar la ropa. ¡Ferat!, ¿cuándo voy a tener esa agua caliente?

Tuala miró al escoto, que seguía de pie en el centro de la habitación con los brazos cruzados y una expresión inmutable en el rostro.

- No pasa nada -le dijo-. Puedes irte. Aquí estaré bien. Y gracias. Por lo visto eres un buen amigo de Bridei.

Faolan asintió con un movimiento de la cabeza y, sin decir nada, se dio media vuelta y salió de la habitación detrás de Uven.

- No se le pueden enseñar buenos modales a un escoto -refunfuñó Mara-. ¿De dónde ha salido eso? -El perrito blanco se había zafado de los perros más grandes y se hallaba entonces junto a los pies de Tuala, mirando con sus ojos brillantes.

- De muy lejos -respondió la joven al recordar las visiones del Espejo Oscuro, tanto las suyas como las que Bridei había narrado-. De un lugar muy, muy lejano. Creo que Bridei lo ha dispensado de una terrible responsabilidad.

Ferat y sus ayudantes aparecieron con un cuenco grande, no muy hondo, y unos aguamaniles llenos de agua caliente.

- Hay un perro en los bosques que no deja de aullar, noche tras noche. La gente dice que lleva cien años allí -dijo Mara, y miró a la criatura con recelo.

- Ya no creo que aúlle más -contestó Tuala-. Me parece que finalmente ha vuelto a casa.

Capítulo 18

- No preguntaré por qué volviste a mandarla lejos de Pitnochie ni por qué se te ocurrió concertarle un matrimonio mientras yo no estaba en casa -dijo Bridei-. No preguntaré por qué, cuando te enteraste de que se había escapado, no hiciste ningún esfuerzo por buscarla. No hace falta que me expliques por qué no me dijiste que se había perdido, por qué me mentiste. Nunca he entendido tus motivos para desconfiar así de Tuala. Yo tengo muy claro que lleva consigo la bendición de la Brillante, que recorre un sendero de luz y que no puede traernos otra cosa más que el bien. Tú eres el druida del rey. La sabiduría de los dioses reside en lo más profundo de tu corazón y corre con fuerza por tu sangre. ¿Dónde he aprendido yo esos entresijos sino a través de ti? El hecho de que nunca hayas sido capaz de reconocer la verdad sobre Tuala es un misterio para mí. Me has decepcionado, Broichan. Y has despertado en mí dudas que resultan inquietantes. Me pregunto si tal vez no te das cuenta de que ya no soy un niño, de que me he convertido en un hombre. Me pregunto si no reconoces que, con el tiempo, un hombre que quizá sea rey debe aprender a pensar por sí mismo.

- Siéntate, Bridei.

Sería una grosería negarse; además, el sentido común le dijo a Bridei que sus piernas no lo sostendrían mucho más tiempo. Desde el momento en que terminó su última y terrorífica carrera hacia lo alto del Rasguño del Águila y tuvo a Tuala a salvo en sus brazos, se había hecho patente lo mucho que debía el éxito de su viaje a la excepcional Espuma y, en última instancia, a Faolan. Bridei sabía que estaba débil y exhausto. Sin embargo, lo habían adiestrado en el autocontrol, y lo había adiestrado el mejor. Lo que entonces debía afrontar era una contienda, y no tenía ninguna intención de perderla.

- Bueno -empezó Broichan, que tomó asiento frente a él a la mesa y sirvió aguamiel en un par de copas-, espero que me escuches, a pesar de que dices que no buscas explicaciones.

- No quiero ninguna. No puede haber ninguna explicación que tenga sentido para mí. Tuala estaba a nuestro cargo; la diosa nos la confió. Siempre has sabido lo que ella significa para mí. Con tus maquinaciones, tu inacción y tus silencios te encargaste de que Tuala casi se perdiera para siempre. Le causaste una tristeza y un dolor indecibles. Si esperas perdón, vas a quedar decepcionado. Si esperas conformidad, es que eres idiota.

Broichan suspiró.

- Bridei, tenemos siete días hasta la asamblea -dijo-. Tus palabras de antes me dicen que no lo has olvidado, aunque tus acciones impetuosas sugieren que has perdido de vista su importancia. Siete días, Bridei. Es invierno. Drust el Verraco ya estará en Caer Pridne, persuadiendo, engatusando, sobornando, volviendo a los hombres en tu contra, reuniendo apoyos para su causa. Cada día que pasas lejos de la corte la influencia de tu oponente aumenta. La elección no nos esperará. Debemos regresar a Caer Pridne en cuanto podamos. Tienes que estar allí, ser visto y oído, influir en los corazones y las mentes de aquellos a los que todavía se pueda hacer cambiar de idea. Fue una locura venir aquí. Quedarse más de lo debido podría acabar con nuestras esperanzas. Podría acabar con el futuro de Fortriu.

Bridei permaneció en silencio un momento mientras se contemplaba las manos, que estaban relajadas en la mesa frente a él. No tocó la aguamiel.

- Seguro que es una exageración -dijo-. Hay otros buenos candidatos.

- Eso es falso, Bridei. Carnach hablará en tu nombre en la presentación, no en el suyo propio. Mi considerada opinión, así como la de todos los miembros de mi círculo de allegados, es que sólo habrá otro aspirante: Drust el Verraco. Ambos sabemos, todos nosotros sabemos, que eres el candidato elegido por el Guardián de las Llamas. Han sido quince años de preparación; muchos más de planificación. Tu patria te necesita. Tu gente te necesita. Admito que te hace falta descansar un poco, recuperar fuerzas. Un día, dos, no más. Luego tendremos que cabalgar de vuelta a la corte.

Bridei no dijo nada.

Broichan juntó las manos con los dedos hacia arriba; su expresión no cambió.

- Queda la cuestión de Tuala. Lo comprendo. Te doy mi palabra de que se le proporcionará refugio aquí durante el tiempo que sea necesario. En cuanto a su futuro, ahora no es el momento de pensar en él. Hubiera sido mucho mejor que hubiese permanecido en Banmerren, donde había lugar para ella. Su huida nos ha hecho perder un tiempo precioso. No importa, eso puede esperar. Después de la asamblea, cuando seas rey, podemos ocuparnos de ella.

- No tengo intención de perderla de vista -dijo Bridei.

- No puede viajar a la corte con nosotros -el tono de Broichan fue rotundo-. Allí no van a aceptarla en calidad de nada. Es evidente que lleva la sangre de los Seres Buenos. ¿Qué pensarían los votantes de Circinn al respecto? Incluso nuestra propia gente desconfiaría de ella. ¿Por qué crees si no que tuvo que dejar Pitnochie?

- Creo que dicha desconfianza sólo surge si se permite que así sea -Bridei habló lentamente, sopesando cada una de sus palabras-. Tu gente te quiere y te respeta. Hubiera bastado con una o dos palabras tuyas para enterrar esas dudas. Tú, en cambio, la mandaste lejos. La despojaste del único hogar que había conocido. Tus garantías no tienen ningún valor para mí. No voy a volver a Caer Pridne sin Tuala.

Se hizo un breve silencio.

- Lo lamento, Bridei. Comprendo los lazos de niñez que existen entre vosotros. Veo las cualidades de Tuala que parecen admirables: ingenio, delicadeza, lealtad y un encanto físico que podría hacer que un joven olvidara lo que es correcto a la hora de elegir una… compañera. -Broichan pronunció esa última palabra con evidente disgusto-. Déjame ser franco contigo. No sé qué papel ves para ella en la corte. Me doy cuenta de que no es el de una hermana. Tal vez podría arreglarse. Se le podría proporcionar alojamiento, no en el mismo Caer Pridne, abiertamente, sino…

- Ya es suficiente -Bridei mantuvo un tono desapasionado a pesar de la furia que sentía-. Es evidente que no me he explicado con bastante claridad. Mi intención es que Tuala y yo nos casemos. No voy a aceptar a ninguna otra mujer. No es una cuestión para debatir. Mi decisión está tomada.

- ¡Oh, Bridei! -las palabras de Broichan surgieron con un suspiro-. Todavía eres joven. El futuro se extiende ante ti lleno de posibilidades. Ésta, simplemente no es una de ellas, hijo. Un rey de Fortriu no contrae matrimonio con una hija de los Seres Buenos. Una acción así te dejaría expuesto al ridículo durante toda tu vida. Te coartaría, te inutilizaría. Su influencia haría que tu trayectoria resultara peligrosamente impredecible. No podemos permitirlo.

- ¿Podemos? -Bridei respiraba lentamente, manteniendo las manos inmóviles, la expresión serena.

- Tus consejeros. Aunque nunca habla directamente sobre ello, hace tiempo que Talorgen alberga la esperanza de que pudiera hacerse una alianza entre su propia hija y tú. Ferada es muy adecuada: inteligente, con buena presencia, sin aspecto enfermizo, y lleva la sangre real de Fortriu. Además, es la hermana de tu mejor amigo.

- Respeto y admiro a Ferada; siempre lo he hecho. No tengo ninguna intención de casarme con ella. -A Bridei le vino a la mente una visión de Gartnait, su rostro ahogado mirando ciegamente hacia el cielo nocturno, y se estremeció sin querer.

- Aniel sugirió a la rehén real, Ana -prosiguió Broichan-. Es muy hermosa y por lo visto un modelo de amabilidad y cortesía. Sería una elección excelente. Hay otras. Bridei, comprendo que un joven está sometido a fuertes impulsos, a las pasiones del cuerpo que despierta el Guardián de las Llamas. No albergo duda alguna de que ya es hora de que tomes esposa.

- Pero no a Tuala.

- Por supuesto que no. El hecho de que hayas considerado siquiera semejante opción sorprende dada la educación que has recibido.

- Ya veo. ¿Y acaso la decisión de no considerar a Tuala como una joven adecuada para mí no sorprenderá a la Brillante? Fue la diosa la que la dejó a mi cargo un día del Solsticio de Invierno de hace mucho tiempo. ¿O es que para ti esto es un detalle sin importancia?

Hubo una pausa.

- Como ya he dicho, podemos asegurar el bienestar de Tuala -los dedos de Broichan juguetearon con la copa de aguamiel-. No hace falta que te cases con ella para cumplir tu promesa de cuidarla y protegerla siempre.

- Me parece que sí. Creo que la Brillante la trajo a Pitnochie precisamente por este motivo: para que, si me convertía en rey de Fortriu, tuviera a una compañera perfecta a mi lado, alguien que me diera fuerzas para las pruebas y experiencias que comporta ese camino. La diosa envió a Tuala como mi amiga del alma, para que yo no flaqueara ni fracasara en esta gran empresa. La amo y ella me ama. ¿Es demasiado simple para que pueda comprenderlo un druida?

- Bridei, estás sumamente cansado y muy débil todavía, y supongo que no has comido nada desde que saliste de Caer Pridne -dijo Broichan-. Créeme, es mejor que dejemos esta discusión para mañana. O mejor todavía, para después de la asamblea. Las decisiones como ésta no pueden tomarse con prisas. Si no vas a dejar a Tuala aquí, entonces podemos llevarla de vuelta a Banmerren hasta que se decida la cuestión del trono. Es de vital importancia que concentres todas tus energías en la elección. No podemos permitirnos distracciones. Deja este asunto de momento. Fola la mantendrá a salvo hasta que tengamos tiempo de solucionar las cosas…

- No. Este asunto no puede esperar -dijo Bridei-. Esta noche Tuala ha estado a punto de morir porque tú no has sido capaz de comprender, porque creía estar absolutamente sola en este mundo. Fui testigo de tus propios momentos aciagos en el Umbral. Entonces me di cuenta de lo que llega a afectarte el camino que has elegido. Sé lo difícil que resulta. Dime, ¿tanto se ha concentrado tu vida en la disciplina y la lealtad que nunca has sabido lo que es el amor?

- Esto no es amor -replicó Broichan con un tono de voz súbitamente duro como el hierro-, sino la falsa ilusión de un joven. No vas a casarte con Tuala. Como rey, no puedes hacerlo.

Bridei clavó la mirada en los ojos oscuros e impenetrables de su padre adoptivo.

- Entonces me parece que no seré rey -dijo en voz baja.

La mirada de Broichan cambió. Era evidente que ni en sus pesadillas más horribles había previsto esa reacción por parte de Bridei.

- ¿Qué estás diciendo?

- Tuala será mi esposa. No vais a hacerme cambiar de opinión, pues ahora sé que no puedo seguir adelante sin ella. Parece ser que me estás planteando una elección: Tuala o el reino. No voy a renunciar a ella, Broichan. Y si decido que el precio de cumplir con este sueño tuyo de hace quince años sencillamente es demasiado alto para mí, entonces tendrás que encontrar a otro hombre para que sea tu marioneta. No puedo hacerlo sin ella.

- ¡No seas ridículo! ¡Pues claro que puedes hacerlo! -El druida estaba de pie, con el rostro más blanco que la tiza.

- Deja que lo exprese de otra manera -dijo Bridei-. Sin ella no voy a presentarme como candidato. Espero que te haya quedado suficientemente claro. Soy un hombre, Broichan. He crecido y tomo mis propias decisiones. Nunca he perdido de vista el destino para el cual me preparaste. No lo dejaré escapar a la ligera, créeme. Pero lo que he dicho va en serio, hasta la última palabra. Si te niegas a consentir nuestra boda, Tuala y yo nos marcharemos y haremos nuestra propia vida en otra parte, donde no nos alcancen los intolerantes agentes del poder. No hay nada que puedas hacer o decir para hacerme cambiar de opinión.

- No me lo puedo creer…

- Piensa únicamente en lo que le has hecho a Tuala. Fue con tus acciones equivocadas con lo que sembraste la semilla de todas sus desgracias. Mi obediencia perfecta sólo dura hasta que veo aparecer las brechas en los rostros de aquellos a los que creía intachables. No puedo perdonarte lo que le has hecho. No puedo perdonar tus mentiras. Pero no tomo esta decisión para castigarte. Quiero presentarme como candidato al trono, Broichan. He trabajado mucho para eso. Creo que es la voluntad de los dioses; tengo la plena confianza de que soy el mejor para ello. Pero sé que, si resulto elegido rey, no puedo sobrevivir sin ella. Es únicamente por esa razón por lo que me marcharé si tus aliados y tú no apoyáis mi decisión. Ahora haré lo que has sugerido: iré a buscar ropa seca, comida y descansaré. Todavía tiene que celebrarse el ritual del Solsticio de Invierno. Ésta es una estación de despertar, una época en que nace una nueva luz, en la que los días se alargan hasta que el Guardián de las Llamas alcanza su radiante cenit una vez más. Una noche auspiciosa. Tal como has dicho, no queda mucho tiempo para tomar la decisión. Esto es, tu decisión. La mía ya está tomada.

- ¿Qué me estás pidiendo? -preguntó Broichan.

- Tu apoyo en todo. Que no sólo apruebes mi decisión, sino que además muestres a Tuala amistad y cortesía, y te cerciores de que otros hagan lo mismo en la corte. Que no hables mal de ella, que no hagas nada malo contra ella. Que ni una palabra sobre tu verdadera actitud respecto a este asunto llegue a saberse nunca fuera de los confines de esta habitación.

- Y si me niego, tú de verdad…

- Me marcharía de Pitnochie, y de Fortriu, con Tuala a mi lado. No volverías a verme nunca.

- Lo dices en serio.

Bridei se puso de pie.

- Si me convierto en rey, tengo intención de contar con unos cuantos consejeros -dijo-, tú entre ellos. Lo que ha ocurrido aquí no reduce mi gratitud por los años que has dedicado a mi educación, por la sabiduría que has compartido conmigo, por las oportunidades que me has proporcionado. Sin embargo, sí que ha asegurado que nunca esté dispuesto a volver a confiar en ti. Un rey debe escuchar a sus consejeros y luego tomar sus propias decisiones. -Inclinó la cabeza con educación, se dirigió hacia la puerta y abandonó la estancia. Tras él hubo un completo silencio.

Al ritual del Solsticio de Invierno le faltó un poco de su vitalidad habitual. Broichan recitó las plegarias, pero tenía la cabeza en otro sitio. Apagaron el fuego, pero durante muy poco tiempo, era importante mantener el salón caliente ya que tres de los allí presentes sufrían los efectos adversos de una larga exposición al frío del invierno. Cuando la ceremonia llegó al punto en que debían entonarse la pregunta y la respuesta, Broichan miró a Bridei y éste, calmado y sereno, llevó a cabo la parte perfeccionada durante mucho tiempo bajo la exigente supervisión de su padre adoptivo. Al final, cuando todos se pusieron en pie y formaron un círculo para pronunciar las palabras de bendición, Tuala ocupó su sitio al lado de Bridei, su mano en la de él. Faolan miraba con expresión adusta desde un rincón de la estancia.

Luego tuvo lugar el banquete, que fue magnífico, pero ni Bridei ni Tuala pudieron comer mucho. Un poco de sopa y un poco de pan pareció ser más que suficiente, y no tocaron la cerveza ni la aguamiel dispuestas frente a ellos. Hablaron poco; se sentaron uno al lado del otro en el banco en que, siendo niños, se habían acurrucado por las noches contando historias de magia y misterio. Esa noche un nuevo relato se desarrollaba para los dos, un relato que contenía suficientes maravillas y promesas para durar toda una vida. Sólo tenían ojos el uno para el otro.

El tronco del Solsticio de Invierno ardía vivamente. Bruma dormitaba frente a la chimenea, hecho un ovillo, y cerca de él se hallaba tendido el perro blanco, que dormía de lado con las piernas estiradas y la cabeza apoyada en los pies de Bridei, agitando las orejas de vez en cuando. Quizá, en sueños, seguía montando guardia en el valle solitario donde una vez, hacía mucho tiempo, un querido guerrero había caído bajo un hacha de Dalriada.

Los habitantes de la casa se fueron a la cama. Tuala tenía sitio en los aposentos de Mara y Bridei en su antigua habitación, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a moverse y nadie daba ninguna orden. Al final, cuando Mara hubo echado el cerrojo a la puerta y apagado todas las lámparas menos una y se marchó, no sin antes dirigir una mirada harto significativa por encima del hombro, Broichan se levantó y se dirigió en silencio a su habitación.

Cerca del fuego había una gran silla de madera de roble grabada, con un ancho respaldo. Bridei se había movido para acomodarse en ella, con Tuala en sus rodillas. Ella tenía la cabeza apoyada en su hombro y su cuerpo menudo curvado contra el de él. Una cálida manta los cubría a los dos. Bajo ella, era posible que las manos se movieran, acariciaran, crearan una serie de deliciosas sorpresas. Bridei tenía las mejillas un tanto sonrojadas; a Tuala le brillaban los ojos. Quizá era mejor que ambos estuvieran demasiado agotados para desear nada más que aquella delicada exploración de su recién descubierta intimidad. Faolan estaba tumbado boca arriba en un banco junto a la pared más alejada, tapado con una capa. No parecía probable que durmiera. Incluso allí, no dejaría de vigilar al joven pretendiente a rey.

- Tengo que preguntarte una cosa -susurró Bridei-. Pero no es fácil. Si dices que no, no sólo me romperás el corazón, sino que además me harás quedar como un completo idiota delante de toda la casa.

- No diré que no. -Movió la mano suavemente sobre la piel del pecho de Bridei bajo la camisa limpia que le habían dado.

Él tragó saliva.

- Quería preguntártelo antes de que… Iba a preguntarte… ¿Querrás ser mi esposa, Tuala? -El corazón le latía muy deprisa; después de todo lo que habían pasado, era asombroso lo mucho que le aterrorizaba hacerle esa pregunta.

- Claro que sí -respondió ella con voz débil, dulce y precisa; no había cambiado mucho desde que era una niña.

Bridei inclinó la cabeza y la besó. El beso que ella le devolvió era, sin lugar a dudas, el de una mujer. Al cabo de un rato él retiró los labios.

- ¿Comprendes lo que esto significará? -le preguntó-. Si tengo éxito en la elección, te convertirás en reina de Fortriu. Es una vida muy distinta. Solitaria. Difícil.

- Ya lo sé. ¿Qué opina Broichan? ¿Qué te ha dicho? ¿Está de acuerdo?

- Todavía no. Pero lo estará; no tiene otra alternativa. Le dije que retiraría mi candidatura si se negaba a aprobar nuestro matrimonio.

- ¡Oh!

- Tiene que capitular. Sabe que es posible que gane. Tendré mayoría, siempre y cuando Fokel de Galany llegue a Caer Pridne a tiempo. En caso de un empate en votos, se pueden hacer públicas las pruebas que tiene Faolan sobre el atentado de Drust contra mi vida. Eso zanjaría la cuestión.

- ¿Un atentado contra tu vida? ¿Es la herida en la cabeza que mencionó Faolan?

- En luna llena. Me atacaron cuando me dirigía a Banmerren. Lo siento… Lamento mucho no haber podido hacértelo saber…

Ella levantó la mano y le acarició el cabello suavemente, rozándole la cabeza allí donde la herida todavía era evidente.

- No sé cómo pude pensar… -murmuró ella-. Ellos me mostraron visiones: Ana y tú, Ferada y tú… No debería haberles creído…

- ¿Ellos? ¿Quiénes?

Tuala sonrió.

- Tengo que contarte una larga historia. Una historia muy extraña. Creo que tal vez me prepararon una especie de prueba.

Él asintió con la cabeza, y sus dedos se entrelazaron con los sedosos mechones oscuros del cabello de Tuala.

- Mi historia también es difícil de creer. Parece que los dioses nos hayan puesto a prueba a los dos. Gartnait estaba aquí. Vino detrás de mí. Está muerto.

- ¿Muerto? ¿Qué ocurrió?

- La verdadera historia sólo te la puedo contar a ti. Nada más la conocemos Faolan y yo, nadie más. Tengo que encontrar un relato distinto para Talorgen.

Tuala lo miró fijamente y guardó silencio.

- Vino detrás de mí desde Caer Pridne. Yo llevaba la yegua de Uist. Gartnait debió de forzarse hasta el límite. Me alcanzó justo antes de que llegara a Pitnochie. Dijo que había venido para acompañarme, para ayudarme. Cabalgamos hasta el Espejo Oscuro buscándote, y entonces…

- ¿Qué ocurrió? -Tuala sostuvo la mano de Bridei entre las suyas.

- Me rodeó el cuello con las manos e intentó estrangularme. Fue como si se hubiera vuelto loco. Sólo fue capaz de decir que lo sentía. La única manera de tener alguna posibilidad de zafarme de él era obligándolo a meterse en el agua.

- ¿En el Espejo Oscuro? -Tuala tomó aire.

- Fue… un viaje. Una prueba. Cuando volví a recuperar el sentido, me encontré con Faolan, que me sacaba agua de los pulmones, y con Gartnait, que yacía ahogado en la orilla. Faolan nos sacó a los dos del agua. El perro estaba allí, el perro del Espejo Oscuro, sólo que entonces era real. En ese momento no había tiempo para pensar. Fuimos directos a buscarte. En cuanto a los motivos por los que Gartnait actuó de ese modo, eso sigue siendo un misterio.

- ¿Qué le dirás a Talorgen?

Bridei dirigió una mirada hacia el banco en el que Faolan estaba echado.

- Que ocurrió un accidente, que Gartnait intentó salvarme y se ahogó. Al menos, que una vez muerto tenga la buena opinión de su padre.

- Ferada se pondrá muy triste.

- Sí. A pesar de todas sus peleas, Gartnait y ella estaban muy unidos. Ferada me ayudó. De no ser por ella no podría haberme escapado de Caer Pridne.

- ¿Crees que Talorgen, Fola y los demás te apoyarán aunque tengas intención de casarte con una chica que no es… adecuada?

- Tú eres absolutamente adecuada -le dijo Bridei-. Sólo es cuestión de demostrárselo. Y sí, creo que los demás harán lo que yo quiera, a pesar de toda la influencia de Broichan. Si no lo hacen será porque no soy tan buen candidato. En cuanto a los jefes de clan de Fortriu, soy yo quien más se ha esforzado para convencerlos durante esta última estación. Me apoyarán. Por la mañana, si no antes, mi padre adoptivo habrá aceptado que sus motivos son discutibles.

- Teme que mi influencia sobre ti sea mayor que la suya -señaló Tuala-. Hubo una época en la que él y yo casi fuimos aliados. Pero nunca confiará en mí, no importa las veces que le demuestre que puede hacerlo. No formo parte de su plan.

- Su plan ha terminado -repuso Bridei-. Este camino es nuestro, tuyo y mío.

- Él te quiere. No deberías olvidarte de eso.

- No me quiere por lo que soy. Sólo por lo que puedo hacer por él, por Fortriu.

- Te equivocas. Para él eres como un hijo.

- Creo que no.

Se hizo un breve silencio. El perro blanco suspiró y se movió. Tuala sostuvo la mano de Bridei contra su mejilla y la rozó con sus labios.

- ¿Bridei?

- ¿Sí?

- ¿Cuándo nos casaremos?

- ¡Ah! -Él se incorporó un poco y le cubrió mejor los hombros con la manta-. Quería hablarte de ello.

- Pareces preocupado, querido. Cuéntame.

- Es tan sólo que…, bueno, tengo un gran deseo de que nuestra noche de bodas sea… perfecta.

- Espero que lo sea -dijo Tuala.

- No si debemos pasarla aquí donde tú has sido tan infeliz, aquí donde la influencia de Broichan es tan fuerte. Y tampoco en Caer Pridne. Quiero hacer algunos cambios. No sólo para nosotros, sino para el reino. Está relacionado con…

- ¿Con el Umbral?

Él movió la cabeza en señal de asentimiento.

- Si todo va como espero, puede que en cuestión de siete días sea rey. El primer cambio que quiero hacer es instaurar mi corte lejos de Caer Pridne. Construiré una nueva fortaleza, crearé un nuevo centro para los asuntos de Fortriu. Creo que eso será un fuerte símbolo de que se avecinan tiempos mejores. He pensado en un lugar, uno que Ged de Abertornie me describió, situado cerca de la desembocadura del lago de la Serpiente. Allí hay una colina elevada con los restos de una antigua fortificación de piedra y madera. La cima está coronada con grandes árboles y cuenta con una magnífica extensión de terreno abierto en lo alto. Desde esa posición ventajosa es posible ver no sólo el océano, sino también las aguas del lago y las colinas de la Gran Cañada. No creo que debas vivir donde no puedas ver el bosque.

- Ni tú donde no puedas ver el vuelo del águila sobre los grandes lugares agrestes -dijo Tuala en voz baja-. Hay gente a quien no le gustará tu plan. La fortaleza de Caer Pridne ha sido la residencia de los reyes de Fortriu durante muchos años.

- Ha llegado un momento de cambios -dijo Bridei-. Si no estamos preparados para aceptarlo, estamos condenados.

- ¿Cuánto se tardará en construir tu nueva fortaleza?

- No lo sé. Un verano, tal vez dos.

- ¡Eso es mucho tiempo!

Él suspiró y su mano se movió bajo la manta hasta posarse sobre el pequeño pecho de Tuala. El gemido con el que ella respondió le hizo preguntarse si en realidad no estaría siendo increíblemente idiota.

- Sí, querida, es mucho tiempo. Y tengo que hablarte de una promesa que hice… Un juramento al Guardián de las Llamas…

- Te estás ruborizando…

Él dirigió una rápida mirada a Faolan; el escoto tenía los ojos cerrados y se oía un débil ronquido.

- Prometí mantenerme célibe hasta mi boda -dijo avergonzado-. Lo siento, fue…

- Oh. Ya veo. ¿Dos veranos, dices?

- Quizá los constructores puedan trabajar deprisa.

- Esperemos que sí. ¿Dónde viviré hasta entonces? No quiero quedarme aquí en Pitnochie, no sin ti. Y no quiero volver a Banmerren.

- Tampoco podría tolerarlo. Con voto de abstinencia o sin él, quiero tenerte cerca. Al menos podremos mirarnos, hablarnos, tocarnos…

- Creo que será otra prueba más… Quiero serte de la mayor ayuda posible. Pero si estoy en la corte y todavía no estamos casados, me parece que sería fácil que la gente chismorreara. Mi presencia supondría una carga para ti, como siempre creyó Broichan…

- Tengo una solución para eso. Creo que te gustará.

- Tú tienes soluciones para todo.

- No siempre. Hago lo que puedo, que es lo mismo que puede hacer cualquiera, ya sea druida o guerrero, siervo o rey.

- Aguarda un momento, Tuala. -Ana alargó la mano para arreglar un poco el cabello de su amiga que caía sobre la banda trenzada rizándose en torno a sus orejas de un modo favorecedor. La banda estaba teñida de un color azul intenso y hacía juego con la suave falda y la túnica que Tuala llevaba. Eran prendas sencillas y elegantes. También calzaba unos bonitos zapatos de piel de cordero. Era la primera vez que iba sin los vendajes y el ungüento; había insistido en que no pensaba asistir a la elección de un rey con los pies atados con tiras de tela. Las ampollas se estaban curando. El afecto y la amabilidad de la que había sido objeto habían contribuido en gran medida a sanar las otras heridas.

- ¿Listas, chicas? Debemos entrar ahora. -Rhian de Powys, majestuosa con su vestido gris paloma, se quedó mirándolas con una sonrisa en los labios-. Tenéis muy buen aspecto las dos. La espalda recta y la barbilla alzada, Tuala. Nos pondremos una a cada lado de ti. Mira a la gente directamente a los ojos. Eres una futura reina; no tienes rival.

- Gracias, mi señora. Por todo. -El plan de Bridei había resultado milagrosamente bien hasta el momento. La viuda de Drust se había mostrado encantada ante la petición que le hizo el muchacho para que permaneciera en la corte, conservando sus antiguos aposentos, y que actuara como acompañante y mentora de su prometida hasta el momento de su matrimonio. La intuición de Bridei había sido muy acertada. Rhian no estaba ansiosa ni mucho menos de regresar a Powys con su familia, puesto que había forjado fuertes vínculos en la corte durante los años que había pasado en Fortriu. Su hermano también se alegró de quedarse en Caer Pridne. Tuala sospechaba que ambos habían desempeñado un papel mucho más influyente en las decisiones del antiguo rey de lo que nadie creía. El porte dulce y el comportamiento discreto de los dos hermanos era un tanto engañoso; en la tranquilidad de los aposentos de las mujeres, mientras bordaba, Rhian debatía sobre estrategia política con unos conocimientos que suponían un reto incluso para una chica como Tuala criada por eruditos. Por frustrante que pudiera resultar el tiempo de espera, lo cierto era que no iba a ser aburrido. Además, sería muy provechoso para ella pasar esos años bajo la supervisión y la protección de la viuda del rey. Rhian podía enseñarle cómo caminar, cómo vestir, a quién mirar a los ojos y de quién no fiarse. Tuala aprendería los sutiles juegos de la corte, y a cuidar tanto de sí misma como de Bridei. Una educación como aquélla era inestimable, y recibirla de manos de aquella bondadosa y justa mujer era un regalo muy poco común. Además, la protección e influencia de Rhian contribuirían en gran medida a acallar a los que pudieran hacer correr la voz de que un miembro de los Seres Buenos no era una esposa adecuada para un rey. Ana también tendría su papel durante ese tiempo. De momento, nadie había dicho nada al respecto. De momento, Tuala había permanecido principalmente en los aposentos privados de la reina. La primera prueba real era aquella noche.

- ¿Estás lista?

- Sí, mi señora.

Salieron a una sala abarrotada de hombres y mujeres. Había muchas lámparas encendidas. Esa noche las mesas se habían colocado junto a las paredes y se había dejado un espacio abierto frente a la tarima. Mientras ocupaba su lugar entre Rhian y Ana, Tuala buscó con la mirada entre la gente algún rostro conocido. Ahí estaba Ferada, que tenía un aspecto apesadumbrado y exhausto pero que mantenía la cabeza bien alta. Llevaba el cabello cobrizo perfectamente arreglado, al igual que su vestido, bien plisado y sujeto. Junto a ella, uno a cada lado, estaban sus hermanos pequeños. Los indomables Bedo y Uric permanecían quietos y silenciosos esa noche, y Bedo iba cogido de la mano a su hermana. Talorgen estaba detrás de ellos. El jefe del Pozo del Cuervo había envejecido diez años desde la heroica muerte de su hijo mayor, a lo cual siguió la extrañamente repentina marcha de su esposa a una lejana e indeterminada parte del territorio. Se rumoreaba que Dreseida estaba tan abrumada por el dolor que había perdido el juicio. Decían que no regresaría. Aquellos que sabían la verdad, Tuala entre ellos, la mantenían en secreto. Era Talorgen el que había mandado lejos a su esposa. Por lo que había hecho, y por lo que había estado a punto de hacer, Dreseida había sido desterrada de su hogar y de su familia, de su tierra y de sus parientes para siempre. ¡Pobre Ferada! Ella siempre había deseado hacer algo con su vida más allá de las restricciones de un matrimonio estratégico. Ahora su futuro había quedado limitado; debía regresar al Pozo del Cuervo y ocupar el lugar de su madre para llevar la casa de su padre y educar a sus hermanos.

Allí estaba Fola con un grupo de mujeres sabias entre las que se contaba Kethra. Saludaron a Tuala con un gesto de la cabeza y una sonrisa y ella les devolvió el saludo con cierto asombro. Aquello todavía le parecía irreal, sobre todo cuando Bridei no se hallaba cerca.

Estaba Uist con sus ondeantes vestiduras blancas, y junto a él había otro anciano… Tuala reprimió un grito de alegría; fue lo único que pudo hacer para quedarse quieta y no echar a correr por el salón para abrazar al viejo de barba blanca y nariz aguileña que se hallaba al lado del druida montaraz.

- Wid -musitó, y notó que sonreía de un modo impropio de una dama. Su viejo amigo inclinó la cabeza con cortesía en su dirección y luego le guiñó un ojo.

- ¿Esto te complace? -murmuró Rhian.

- ¡Oh, sí! Wid me enseñó todo lo que sé. Bueno, al menos la mitad. Me alegro muchísimo de verlo.

- Se quedará en la corte indefinidamente, o al menos eso me han dicho. Bridei solicitó su presencia. Tu prometido está muy pendiente de tu bienestar; desea que estés rodeada de amigos. Es muy bueno contigo, Tuala.

- Lo sé.

- Mira -susurró Ana-, allí está Drust el Verraco, todo ataviado con el color rojo de Circinn. Y ahí vienen los demás. Bridei parece más serio de lo habitual.

- Sí. Estará preocupado por si algo le sale mal. Sabe que sus palabras serán las adecuadas y que su intervención no defraudará a nadie, pero es su manera de ser.

- Ese hombre te está mirando fijamente. Allí, mira. Garvan, el picapedrero.

Tuala dirigió la vista hacia donde Ana le indicaba y su mirada se encontró con la de Garvan. El hombre sonrió y volvió la cabeza hacia otro lado. La tristeza de sus poco agraciados rasgos era desconcertante. ¡No se habría imaginado de verdad que ella cambiaría de opinión y aceptaría casarse con él! ¡No era posible que realmente tuviera intención de esperar indefinidamente hasta que ella tomara alguna decisión! Los hombres eran unas criaturas extrañas, la verdad. Incluso Bridei, a quien conocía mejor que a sí misma, la había sorprendido con su promesa al Guardián de las Llamas. Dos años enteros. Eso era mucho tiempo. Claro que, si era otro el que se convertía en rey, no habría necesidad de retrasarlo tanto. Tuala no lo creyó probable. ¿Cómo iban a dejar los dioses que Bridei no fuera el elegido?

Los candidatos se dirigieron al centro del salón, Drust el Verraco, resplandeciente con su ropa de lana teñida de color escarlata, Bridei, vestido en el mismo tono de azul que llevaba Tuala y la capa prendida con el águila de plata. Drust era un hombre robusto, fornido y moreno. Con su figura corpulenta y sus ojos pequeños, parecía estar hecho para su sobrenombre. A su lado Bridei parecía menudo y joven, aunque era el más alto de los dos. Ambos iban con sus partidarios: Bridei con Broichan y Aniel, y Drust con los consejeros Bargoit y Fergus y la poco atractiva figura del hermano Suibne.

A una señal de Tharan, que se hallaba de pie en la tarima en el extremo de la sala, la multitud guardó silencio.

- Que se presenten los jefes votantes -dijo el consejero.

Unos cuantos hombres salieron de entre las filas de los allí presentes. Tuala no reconoció a muchos de ellos, pero sí a Talorgen, Ged de Abertornie con su atuendo irisado y Morleo de Aguasluengas. Bridei le había presentado a estos dos últimos; Ged había hecho muchos aspavientos sobre su belleza y su diminuto tamaño y había expresado su intención de metérsela en el bolsillo y llevársela a casa con él a escondidas. A Tuala le había caído bien. Morleo se había mostrado cortés y formal, como si ella ya fuera reina.

- Muy bien -dijo Tharan-. ¿Ya está? ¿Podemos proceder?

- Esto no es todo -dijo Aniel con ecuanimidad-. Como todos sabemos, los grupos del oeste se encuentran de camino hacia aquí y se espera su llegada para esta misma noche. De no ser por el decreto formal de un plazo de siete días para las presentaciones a la asamblea, solicitaríamos que ésta se retrasara un poco más para que ellos pudieran estar presentes. Además, todavía es posible que venga un representante de las Islas Luminosas. El tiempo…

- ¡Empecemos de una vez! -Bargoit parecía haber prescindido de la diplomacia-. ¿Cómo vamos a hacerlo? ¿El sacerdote y la mujer sabia tienen voto?

- Se les va a permitir que participen -dijo Tharan-. No puede suponer ninguna diferencia en el resultado final.

Fola se puso en pie y avanzó hacia el grupo de jefes de clan. Quedó empequeñecida por ellos, por sus vestiduras de colores vivos, sus broches de plata y sus torques de oro que la hacían parecer tan pequeña y discreta como una paloma de las rocas; no obstante, había una fuerza en su porte erguido, en su nariz picuda y en su penetrante mirada que aseguró que quedara un círculo de espacio desocupado a su alrededor.

- Ya oímos las exposiciones de los dos candidatos cuando se presentaron en el Solsticio de Invierno -siguió diciendo Tharan con gravedad-, las de Drust hijo de Girom en persona, y las de Bridei hijo de Maelchon por boca de un representante, Carnach, de la casa de Fortrenn. Ahora les damos a cada uno de ellos la oportunidad de hablar de nuevo. Brevemente. Si los rezagados llegan antes de que se emita el voto final, pueden participar. Si no, me temo que habrán perdido su oportunidad. Oigamos primero al candidato de más edad, Drust.

El Verraco de Circinn habló bien; llevaba muchos años siendo monarca del reino del sur y estaba acostumbrado a dirigirse a su pueblo. Habló de su madurez y experiencia, de que, si la última elección se hubiera llevado a cabo con imparcialidad, ya sería rey tanto de Circinn como de Fortriu, puesto que la subida al trono de Drust el Toro se había basado en un sistema de votación incorrecto. Tuala notó que Rhian se ponía tensa a su lado y vio que apretaba los labios. Rozó su brazo.

- Es mentira -le dijo Tuala-. Pondrá a la gente en su contra. Una jugada rastrera. Ignórala, mi señora.

Rhian la miró y sus labios se curvaron en una sonrisa atribulada.

- ¡Tan joven y ya tan sensata! -comentó.

Tuala observó a Bridei mientras éste aguardaba su turno. Estaba muy pálido y tenía la mandíbula muy apretada. Mantenía las manos relajadas a los costados. Era algo en lo que se había entrenado, en la postura y en la respiración. Junto a él, Broichan tenía aspecto de estar absolutamente igual de nervioso. Los demás parecían más confiados. En esos momentos Bridei estaba rodeado de sus partidarios: el pelirrojo Carnach, el sombrío Aniel, Talorgen, Ged y Morleo. Faolan también estaba allí cerca, adoptando el aspecto del guardaespaldas experimentado y no del todo presente, con la vista puesta no en Bridei, sino en los rincones, en las sombras, en las miradas sutiles y en los movimientos bruscos. Los otros, Breth y Garth, se hallaban apostados estratégicamente detrás y a ambos lados de Tuala y sus compañeras. Bridei no dejaba nada al azar.

Drust terminó su discurso cuando Tharan, por señas, dejó claro que «breve» no tenía más que una interpretación. Había dicho algo sobre la fe cristiana y sobre que abrazarla uniría a todo Fortriu y supondría cambios beneficiosos. Un alarmante número de jefes votantes habían aplaudido esas palabras con entusiasmo. Tuala se mordió el labio. ¿Era posible que Bridei se hubiese equivocado después de una planificación tan minuciosa? Según sus cálculos, si los representantes del oeste no llegaban pronto, Bridei no contaría con sus doce votantes. Se había esperado que el primo de Ana de las Islas Luminosas mandara a un pariente para que votara en nombre de su pueblo. No lo había hecho. Tuala se preguntó qué le ocurriría a Ana si Bridei perdía la corona.

- Ahora habla tú, Bridei -dijo Tharan.

Bridei dirigió la mirada hacia el otro extremo de la estancia; sus ojos se cruzaron con los de Tuala, azules como el cielo estival, brillantes y entusiastas, y sonrió. Ella le dirigió una leve inclinación de la cabeza; sabía que el mensaje de su corazón estaba escrito en su rostro. «Te quiero. Puedes hacerlo.»

- Soy Bridei, hijo de Maelchon. -La joven voz sonó clara y fuerte-. Mi padre es el rey de Gwynedd. Mi madre es lady Anfreda, pariente de nuestro difunto gran rey, Drust hijo de Wdrost, conocido como el Toro. Soy joven. Ofrezco toda una vida al servicio de nuestra querida tierra de Fortriu. Soy un hombre adulto; combatí al lado de nuestros jefes de clan en la batalla de los Confines de Galany y demostré mi valía en el campo de batalla y en la restitución del orgullo herido de Fortriu recuperando la Piedra del Mago. Fui educado por el druida real, Broichan, y soy erudito a la vez que guerrero. Amo a los antiguos dioses de Fortriu, cuyos huesos son la tierra que pisamos, cuyo dulce aliento es el aire que nos da la vida. Guiaré a mi pueblo por sus caminos durante todos los años de mi reinado. Os serviré con lo mejor que pueda ofrecer y con la inspiración del Guardián de las Llamas, la sabiduría de la Brillante y la profunda certeza de la Diosa Madre como guía. Os ofrezco mi juventud, mi sangre, mi coraje y mi energía. Os conduciré hacia un nuevo futuro, un futuro en el que las fronteras de Fortriu volverán a ser seguras y en el que sus gentes volverán a estar unidas. Os lo juro por todo lo que es bueno.

A Tuala le dio la impresión de que una luz brillaba en su rostro al hablar; no sabía si los demás podían verla, pero el absoluto silencio que siguió a sus palabras indicaba que sí. Levantó la mano para enjugarse los ojos.

- Muy bien -dijo Tharan al cabo de unos instantes-. Que empiece la votación. Drust hijo de Girom, ocupa tu sitio a la izquierda. Bridei hijo de Maelchon, a la derecha. Todos los que no sean jefes votantes que abandonen la zona frente a la tarima.

El derecho a voto estaba restringido a un cierto número de jefes de clan de las siete casas de los priteni. Los votantes representaban a las familias más antiguas y a los mayores territorios de cada una de las casas o tribus. Algunas de las casas tenían un solo voto, otras tenían dos o tres. En el lado del salón correspondiente a Bridei estaban Talorgen, Ged y Morleo; también Carnach y Wredech, pues ambos tenían derecho a emitir un voto siempre y cuando no se presentaran ellos mismos a la elección. Fola estaba al lado de Talorgen. Otros hombres habían avanzado. Uist y Wid habían retrocedido. Por regla general se consideraba que los druidas ya tenían suficiente influencia sin que además tuvieran que votar.

En el lado de Drust había doce hombres, tal como todos habían previsto; doce jefes de clan y el hermano Suibne, que permanecía en silencio con su cruz en las manos. En realidad, ahora que Tuala lo miraba bien, se dio cuenta de que el sacerdote no se había movido hacia la izquierda, sino que sus pies calzados en sandalias estaban uno a cada lado de lo que podría considerarse como la línea divisoria de la sala. Más hombres se habían colocado a la derecha; en el lado de Bridei había entonces once personas.

Tharan emitió un fuerte carraspeo por encima del sofocado murmullo de voces excitadas.

- ¿Comprendes las normas de este procedimiento, hermano Suibne? -dijo-. Debes situarte a la derecha o a la izquierda para indicar tu intención. -La voz del consejero había adquirido cierto dejo; puede que anteriormente se hubiera opuesto a Bridei, pero no había ni un solo hombre del norte de Fortriu que hubiera deseado ver al cristiano Drust en el trono con el ponzoñoso Bargoit susurrándole al oído.

- Necesito tiempo para reflexionar -la voz de Suibne era calmada; no obstante, Tuala notó el tono firme, la mirada directa-. Uno debe considerar, al menos brevemente, estos discursos antes de tener que decidirse. Un momento, te lo ruego.

Tuala vio que Fola torcía los labios, divertida, y con una especie de reconocimiento. Otros se mostraron menos pacientes; del bando de Circinn se alzó un murmullo enojado. Ellos ya hacía mucho tiempo que se habían decidido. Era ridículo dejar la decisión para el momento de los discursos finales. Antes de viajar hasta Caer Pridne ellos ya sabían cuál sería su voto; habían esperado que el sacerdote fuera de la misma opinión.

Las puertas se abrieron en la parte trasera del salón; habían entrado los recién llegados. Hubo un barullo de voces.

- Te concederemos un poco más de tiempo -dijo Tharan. La manera en que mantuvo el tono de voz calmado y la expresión imparcial mientras miraba por encima de la multitud hacia la puerta fue encomiable-. Unos momentos para la reflexión. Supongo que, al ser escoto, no estás familiarizado con estas formalidades.

- Como pensador -repuso Suibne-, prefiero tomar mis decisiones sólo tras haber sopesado todos los argumentos. Agradezco tu consideración.

Bargoit avanzó, agarró al sacerdote del brazo y empezó a hablarle furiosamente entre dientes al oído.

- Retrocede, Bargoit -la voz de Tharan sonó entonces fríamente autoritaria-. En esta zona sólo pueden estar los hombres y mujeres votantes. Supongo que este hombre puede pensar por sí mismo. Es de esperar que así sea.

- ¿Votantes, dices? -Una voz poderosa se alzó desde la parte trasera del salón; la multitud se abrió para dejar paso al hombre que avanzaba a grandes zancadas, vestido con la oscura ropa de montar, las botas y la capa de piel para un viaje invernal. Su rostro y su cuerpo tenían toda una red de tatuajes, el complejo recuento de numerosas batallas; sus ojos eran oscuros y feroces, la mandíbula le daba adustez a sus rasgos. Tuala vio que la expresión de Bridei cambiaba, se iluminaba-. Eso me incluye a mí: Fokel, hijo de Duchil, jefe de los Confines de Galany.

- ¡Los Confines de Galany se han perdido! -espetó Bargoit, con una mirada furiosa-. ¿Cómo puedes ser jefe de un territorio que vuelve a estar una vez más en manos de los escotos? -Se dio la vuelta rápidamente para encararse con Tharan, señalando con un dedo acusador-. ¡No debería permitírsele votar! ¡Es un flagrante incumplimiento de las reglas! ¡Esta elección es una farsa!

- Te equivocas. -Era la voz de Broichan, profunda y firme-. La ley le permite votar; Fokel es un jefe en el exilio. El verano pasado se demostró que esos territorios están a nuestro alcance. Este joven que tenéis ante vosotros, nuestro nuevo rey en ciernes, se ha encargado de que el símbolo de la libertad de Galany fuera devuelto intacto a Fortriu. Fue un acto de gran temple y visión de futuro, un acto sin duda bendecido por el mismísimo Guardián de las Llamas. Dentro de poco Fokel volverá a ser el jefe allí. Negarle el voto equivale a decir que nuestro pueblo no tiene futuro en el oeste. Es la declaración de un traidor.

- Es suficiente -intervino Tharan con firmeza-. Fokel, puedes votar, por supuesto. Debo decir que tu oportunidad deja bastante que desear.

Fokel ya se había situado al lado de Talorgen en el lado derecho del salón. Tuala volvió a contar. Sin tener en cuenta al sacerdote cristiano, que seguía solo en el centro, había entonces doce personas en el lado de Drust y doce en el de Bridei, incluida Fola. La sala se había ido abarrotando de gente; por lo visto, a Fokel lo habían acompañado toda su banda de guerreros en aquel viaje a Caer Pridne y hasta el último rincón se hallaba entonces ocupado por unos hombres de aspecto salvaje, con la piel llena de espirales y sombras, mechones de cabello largo y miradas feroces. Iban todos bien armados; llevaban hierro colgando de todas partes. Los ojos de las damas de la corte reflejaban una mezcla de admiración y aprensión.

- ¿Y bien, hermano Suibne?

- Necesito un poco más de tiempo.

- No podemos esperar toda la noche. Es una decisión muy sencilla pero, lamentablemente, parece que recae sobre ti. Toma una determinación, por favor.

- Puede que haya una minucia que se me olvidó mencionar -terció Fokel con indiferencia-. Si no me equivoco, debería votar al menos un jefe de cada una de las siete casas, ¿verdad?

- Es correcto -contestó Tharan-. Puesto que ningún representante de las Islas Luminosas ha hecho el esfuerzo de estar presente, ésta vez han perdido su derecho.

- Pero hay otra casa que no está representada aquí -dijo Fokel rascándose la barbilla.

- Otra… ¡Ah! ¿Te refieres al norte? -Tharan arqueó las cejas-. Los caitt llevan años sin votar. Nunca se han atenido a nuestra ley. No es un requisito… Por otra parte, si no vienen no pueden votar.

- Esta vez sí han venido -dijo Fokel.

Otro hombre salió de entre las sombras, un hombre inmensamente alto con una cabellera negra que le llegaba hasta la cintura y un rostro como un bloque de granito, totalmente cubierto de unas intrincadas marcas a cuyo lado los tatuajes de guerrero de Fortriu parecían garabatos hechos por niños. El hombre llevaba una capa larga con capucha hecha de muchas pieles pequeñas cosidas. Tuala se estremeció al pensar en Bruma, que en esos momentos dormitaba frente al fuego de los aposentos de Rhian. La prenda de aquel hombre estaba ribeteada por lo que parecían ser colas de gato. En torno al cuello llevaba un ornamento de huesos pequeños ensartados en un cuero lleno de nudos. Tenía una mirada peligrosa y unos puños enormes. El hacha que portaba a la espalda, cuya hoja estaba cubierta con signos de la luna y las estrellas, relucía como la plata bruñida bajo la luz de las lámparas.

- Soy Umbrig de los caitt. -Su voz resonó como una trompeta de guerra y su lenguaje era una variante gutural y con acento del idioma de los priteni. Umbrig cruzó los brazos y debajo de la capa se dejaron ver unos anchos aros de plata labrada con ondas y trenzas que rodeaban unos miembros muy musculosos-. Emito mi voto a favor del hombre que honra a los antiguos poderes. De haber sabido que esta corte daría crédito a un aspirante cuyas creencias se burlan de la sabiduría de los antiguos dioses, habría venido siguiendo un camino menos pacífico para prestar mi apoyo a este joven guerrero. Veo en su mirada que su fe es inquebrantable y sus intenciones firmes. El voto de los caitt va para Bridei hijo de Maelchon.

- Urdido por los druidas -terció Bargoit entre dientes-. Planeado, tramado e injusto en todos los sentidos…

En la tarima, Drust el Verraco empezaba a tener aspecto de sentirse muy incómodo. Su ancho rostro casi estaba tan rojo como su túnica. Si la votación terminaba con un empate, era muy probable que por primera vez se aireara en público la cuestión de un chapucero intento de asesinato. Él sabía que ellos lo sabían. Debía ser muy consciente de cómo podrían desarrollarse las cosas y de las probables consecuencias para su propia reputación. Tuala miró a Bridei. Él parecía calmado, aunque todavía estaba más pálido que antes.

- Según mis cálculos, la situación ahora mismo da trece votos a Bridei hijo de Maelchon y doce a Drust -anunció Tharan con una voz cuya firmeza era digna de encomio-. Y todavía queda por emitir un único voto; el tuyo, hermano Suibne. A menos que vaya a haber alguna otra sorpresa -recorrió la sala con la mirada-. ¿No? Pues adelante entonces, hermano, acabemos con esto.

- Por supuesto. -El cristiano cruzó las manos delante de él; la expresión de su rostro era serena-. He considerado los discursos y lo que sé sobre este reino dividido. He pensado en la naturaleza de los dos candidatos, tan distintos en cuanto a fe y creencias, edad y comportamiento, convicciones y prioridades…

- Hermano -intervino Aniel con irritación-, no es necesario que los votantes pronuncien un discurso. Por favor, dinos cuál es tu decisión.

- No puedo hacerlo -repuso Suibne en voz baja-. Soy un hombre de Dios y considero inapropiado que el mío deba ser el voto decisivo en esta competición secular. Y, como escoto, me parece menos adecuado todavía. No me queda más remedio que abstenerme. -El hombrecillo retrocedió hacia la multitud, que había estallado en un coro de estentóreas protestas y ovaciones alborozadas.

- ¡Basta! ¡Basta! -la voz de Tharan apenas se oía. Fue Broichan quien se acercó a la tarima, levantó ambas manos y las mantuvo en alto hasta que el barullo cesó. Le centelleaban los ojos.

- Declaro vencedor a Bridei hijo de Maelchon por trece votos a doce -anunció Tharan con solemnidad-. Y decreto que nuestro nuevo rey será coronado aquí en Caer Pridne dentro de un cambio de luna. Bajo la mirada de los dioses, saludo al nuevo gobernante de Fortriu. Bridei, ¿quieres decir algo?

Tuala apretó los labios; no era momento de derramar lágrimas. Deseó que Bridei mirara a su padre adoptivo. Si lo hacía, si miraba su rostro, nunca volvería a decir que el druida no sabía lo que era el amor. Pero Bridei miraba a la multitud, saludando con la cabeza, dirigiendo una sonrisa a todos y cada uno de los que lo habían apoyado, controlando el ritmo de su respiración para ser capaz de hablar con voz fuerte y calmada por encima del estruendoso latido de su corazón, de la bulliciosa distracción de una mente tan llena de pensamientos. Ella lo conocía demasiado bien.

- Sólo hablaré brevemente; éste es un momento para la celebración, para el festín y la música, para la esperanza y el buen compañerismo. Nuestra gran tarea juntos, la vuestra y la mía, empieza por la mañana. Ya sabéis lo que alberga mi corazón; os doy las gracias y prometo serviros. Ahora sólo tengo dos cosas que decir. Primero, deseo expresar mi respeto hacia un digno oponente, Drust hijo de Girom, y desearle lo mejor. Espero que el futuro sea de cooperación y entendimiento, para que así podamos trabajar juntos a pesar de nuestras diferencias. Sólo de este modo podemos liberar nuestra tierra del azote de los invasores. Drust ha sido rey durante largo tiempo en el sur. Sólo puedo aprender de su experiencia.

Estas palabras fueron recibidas por un silencio sepulcral. Bridei no pareció inmutarse; sus planes eran a largo plazo, y Tuala sabía que él no esperaba la aceptación inmediata del cambio. Era necesario decirlo, pues Drust tenía cara de pocos amigos y Bargoit parecía una serpiente a punto de atacar. Era una situación difícil. Un miembro de la propia Circinn se había vuelto en su contra. Al hacerlo, el hermano Suibne les había ahorrado la vergüenza de que su atentado contra la vida de Bridei saliera a la luz. Tuala se preguntó si el sacerdote tenía conocimiento de ello. En cualquier caso, no le gustaría estar en su lugar esa noche.

- También deseo presentaros a mi futura esposa, la querida compañera de mi niñez: Tuala de Pitnochie. -Bridei miró hacia ella, con los ojos brillantes y las mejillas un poco sonrojadas. Ella irguió la espalda y alzó la barbilla tal como le había enseñado Rhian. Bridei extendió una mano.

- Ve, niña -susurró Rhian-. Ve con la bendición de la diosa.

- Estás preciosa, Tuala -le dijo Ana-. Camina despacio y sonríe.

Pero ella no sonrió. Parecía un momento demasiado solemne para hacerlo. Sencillamente fijó la mirada en la de Bridei y cruzó el salón como si flotara en el aire. Él la tomó de la mano y ella se quedó a su lado, sintiendo un temblor por todo el cuerpo, consciente de la inmensa valentía y la profunda vulnerabilidad de Bridei. Permaneció erguida y firme, mirando a los nobles y a las damas, a los guerreros y a los jefes de clan, a los druidas y a las mujeres sabias de la corte del rey. Inclinó levemente la cabeza. Entonces vio a Wid y sonrió aun sin querer hacerlo.

Un murmullo recorrió el salón una vez la pudieron ver todos. Ya estaba, pensó Tuala; aquél era el comienzo. Los chismes, la desconfianza, el rechazo; tendría que ser fuerte. En esos momentos se oyeron ciertas voces y creyó captar las palabras «Criatura salvaje» y «¿Esposa? ¡Imposible!» y «Una de los Seres Buenos». Bridei no pareció oírlas.

- Quiero dar la bienvenida a Tuala en nombre de todo Caer Pridne. -Era la voz profunda y resonante de Broichan, que había dado un paso adelante, con un férreo control sobre sus rasgos. Levantó una mano pidiendo silencio-. Como algunos de vosotros ya sabréis, Tuala creció en mi propia casa. Es una joven de cualidades excepcionales y adecuada en todos los sentidos para ser vuestra futura reina. Confío en que la recibiréis bien aquí en la corte, donde permanecerá bajo la tutela de la reina Rhian hasta el momento de la boda. Ésta es una estación de grandes cambios para todos nosotros, una época de retos y oportunidades. Debemos estar abiertos a ello; debemos aprender de ello. -Si el druida del rey pronunció aquellas palabras con los dientes apretados, disimuló su renuencia de forma experta. El mensaje no expresado estaba claro. Si habláis en contra de la prometida del rey a causa de su diferencia, os arriesgáis a sufrir la ira de un druida.

De repente la sala quedó en silencio. Entonces Fokel de Galany dio un paso al frente.

- ¡Por la hombría del Guardián de las Llamas! ¡No hay duda de que sabes cómo elegirlas, Bridei! -declaró con una amplia sonrisa que arrugó sus facciones morenas-. ¿Tu joven dama no tendrá alguna hermana? -Estallaron las risas, seguidas inmediatamente de un repiqueteo de platos cuando los sirvientes empezaron a entrar las copas y las jarras, las fuentes y los cuchillos necesarios para el festín. Los hombres se apiñaron en torno a la tarima; de pronto, todo el mundo quería hablar con Bridei.

- No pasa nada -murmuró Tuala-. Quieren que los oigas. Haz lo que debas hacer.

- Quédate conmigo -susurró él agarrándola firmemente de la mano-. Te necesito.

- Estaré aquí -dijo ella-. Siempre estaré aquí.

- Historias dentro de historias -dijo Madreselva a Telaraña-. Sueños dentro de sueños. Sendas abiertas en el camino. Para tratarse de seres con una vida tan corta, los humanos parecen empeñados en hacer que las cosas les resulten lo más complicadas posible. Es una suerte para nosotros y para nuestro empeño que Bridei camine bajo la protección de los dioses y pueda ver con más claridad de la que suelen hacerlo los de su especie.

- Y también que nos hayamos asegurado de que tenga a Tuala a su lado.

- Ya lo creo. Así pues, parece que hemos completado nuestra tarea. Siento cierto abatimiento a pesar del triunfo de esta noche. Las pequeñas vidas de los humanos son, a su manera, absorbentes.

- ¡Oh! Aquí todavía quedan muchas cosas que pueden mantenerte entretenido -dijo Telaraña con una cascada de risas-. Puede que nuestro trabajo haya terminado con los jóvenes reyes de Fortriu, pero hay muchos caminos, muchas posibilidades. Esta noche bajo la mirada hacia Caer Pridne y observo a un hombre que no puede oír más que una simple nota del arpa del bardo sin tener que marcharse del salón. Esa música dulce es como un veneno para sus oídos. Veo a una joven cuyo camino ha quedado interrumpido cruelmente y me pregunto si se pasará la vida tambaleándose en el borde o saltará hacia lo desconocido. Veo a un artesano cuyas manos son capaces de crear magia, una magia que nunca estará a la altura de los sueños que corren por su mente. Veo a un druida de pie, solo, reflexionando sobre cuestiones de amor y deber, enfrentándose a su propia humanidad. Esto todavía no ha terminado, amigo mío. Incluso Bridei y Tuala, fuertes como son, van a necesitarnos otra vez.

- ¡Ah, Tuala! Una criatura singular. A veces lamento que no viniera con nosotros.

- ¿Cómo? ¿Y dejar a Bridei a la deriva? No seas tonto. Olvídate de Tuala; centra tu atención en otra persona. ¿Qué me dices de esa rehén real, una criatura deliciosa de largos cabellos como hilos de oro y una piel fresca y dulce como la fruta madura? Joven, buena, inocente… ¿Qué estragos no podríamos causar con ella? Se podría hacer bailar y bailar a estos hombres hasta que suplicaran parar…

- Vamos -dijo Madreselva-. Nos estamos entreteniendo sin motivo. Por el momento no voy a jugar con los hombres y mujeres de la corte de Bridei. Mi corazón está triste; no tengo ningún deseo de dedicarme a semejantes argucias y entremetimientos.

- Todavía no -dijo Telaraña-. Poco importa. Al fin y al cabo, son humanos. Crearán sus propias complicaciones, bailarán al son de sus propias melodías, realizarán los movimientos de sus propios juegos.

¡Ven! ¡Sígueme!

Y con un susurro de telaraña, el destello de un ala brillante y el brillo de un cabello plateado, se fueron. En el exterior del gran salón, solo en el adarve, Faolan se estremeció y miró hacia el cielo. Algo había pasado; no lo había visto, pero había notado su presencia. Si el escoto hubiera sido un hombre a quien los dioses le hubieran merecido algún crédito, hubiese pronunciado una plegaria, hubiese hecho una señal de protección o hubiera tocado un talismán oculto con los dedos. Pero él sólo confiaba en sí mismo. Era mucho más fácil así. A través de las puertas abiertas, el sonido del arpa lo persiguió hasta la oscuridad y le provocó un picor en los dedos. Clavó la mirada en la noche.

- ¿Faolan?

Era Bridei, que entonces estaba solo y se acercaba por el camino del adarve con paso quedo, con el perrito tras él.

- Casi me sorprendes -dijo Faolan-. Debo de estar perdiendo mi habilidad.

- Quería hablar contigo a solas.

- Pues será mejor que seas rápido. Esta noche todo el mundo quiere un pedacito de ti.

- Me tomaré el tiempo que sea necesario; esto es importante. Me preguntaba si habías pensado en el futuro.

Faolan permaneció unos instantes sin decir nada. Cuando llegó, su respuesta algo tímida.

- Cualquiera que tenga un poco de sentido común difícilmente puede no hacerlo.

- ¿Y has llegado a alguna conclusión?

- Todavía no.

Bridei apoyó los brazos en el parapeto. Era una noche despejada; las estrellas eran unos puntos relucientes de luz en un cielo donde la Brillante pendía durmiendo como una hoz plateada.

- Sabes que me gustaría que te quedaras -dijo en voz baja-. No como guardaespaldas; tengo en mente un papel distinto para ti, uno que te ofrecería nuevos retos, nuevas oportunidades.

- ¿Acaso no estás satisfecho con el trabajo que he realizado? -Faolan no dejó de mirar hacia otro lado.

- Ya debes saber que ése no es el motivo -respondió Bridei-. Te has ganado con creces lo que sea que te pagaran. A mí me parece que tus talentos están un tanto desperdiciados en el sencillo trabajo de mantenerme a salvo.

- ¡Sencillo! Tú me has dado muchos más problemas que Drust en todos los años que le serví. Pero es cierto, soy capaz de desempeñar toda una variedad de funciones distintas y lo he hecho con frecuencia. Traductor, asesino, espía. ¿Qué tienes pensado?

- Supongo -dijo Bridei- que es posible que te llamen para hacer cualquiera de esas cosas a su debido tiempo. Pero yo estaba pensando más bien en un puesto de asesor, consejero, compañero. Si quisieras tenerlo en cuenta.

Faolan estuvo un rato sin responder. Se quedaron uno al lado del otro mirando las estrellas mientras el perro blanco permanecía sentado a los pies de Bridei, atento en medio de la noche.

- Cuando estuviste enfermo dijiste algo sobre que no me pagaban para ser un amigo. Me da la impresión de que lo que buscas es precisamente eso, un amigo. Alguien que ocupe el lugar de Gartnait, o del compañero que tenías antes, el que fue envenenado. Dicen que estabais muy unidos.

Bridei no dijo nada, sólo aguardó.

- No creo que sea el hombre adecuado para un trabajo como ése, Bridei. Una simple tarea que ponga a prueba mis habilidades, con una paga apropiada al terminar, eso sí lo aceptaría de buen grado. No va conmigo ofrecer nada más.

- Entiendo. Me decepcionas, Faolan. Creo que niegas tu propia naturaleza.

- A ti te crió un druida. Buscas complicaciones allí donde no hay ninguna. Yo no deseo apartarme del camino sencillo, eso es todo.

- Lo lamento. Te echaré muchísimo de menos.

Hubo otro silencio que en esa ocasión fue de otro carácter.

- ¿Me estás diciendo que es la única posición que tienes para ofrecerme? -El tono de Faolan fue dolorosamente prudente; hizo que a Bridei le entraran ganas de llorar-. ¿No tienes intención de contratarme como protector personal tuyo y de tu prometida?

- Pensé que aceptarías la otra oferta. No tengo preparada otra alternativa.

- Entiendo.

- ¿Eso sí te lo plantearías? ¿Seguir con la carga de asegurar nuestra seguridad con la simple remuneración en forma de comida, alojamiento y un poco de plata?

- Con «un poco» no lo sé -dijo Faolan con una repentina exhalación-. Exijo unos honorarios elevados.

- Los satisfaré -dijo Bridei.

- Entonces tenemos un trato. -Faolan le tendió la mano; Bridei se la estrechó-. Quiero quedarme. No creí que fuera necesario tener que decírtelo.

- Servicio de guardia. Días largos, noches sin dormir, preocupación constante.

- Eso es lo que hago. Es la clase de trabajo que me conviene. También asumiré las obligaciones adicionales que me llevaban periódicamente a las tierras de Dalriada cuando trabajaba para Drust el Toro. No puedes permitirte el lujo de prescindir de una buena fuente de información.

- No -coincidió Bridei-. Ni de un buen amigo. Con el tiempo descubrirás lo que eso significa. Vamos, entremos y volvamos a enfrentarnos a la gente. No me gusta dejar sola a Tuala demasiado tiempo. Todo esto es nuevo para ella.

Faolan hizo una mueca.

- Da la impresión de que aprende con una rapidez asombrosa, lo mismo que tú. Seréis una pareja formidable.

- Eso espero -dijo Bridei-. Un reino depende de ello.

Nota de la traductora

Según explica la propia autora en sus notas, aunque muchas de las localizaciones de la novela son lugares reales, la mayoría de topónimos que ha utilizado son de su invención. Basándome en ello, he considerado oportuno traducir dichos topónimos (así como los nombres propios de los animales y de los seres fantásticos que aparecen), pues creo que así se logra una mayor coherencia del conjunto en un relato donde los nombres están muy relacionados con la historia, función o características de aquello que describen.

Agradecimientos

La fundación Katharine Susannah Prichard me proporcionó la oportunidad de trabajar intensamente en este libro durante el período que pasé como escritora residente en la histórica casita rural de Katharine en Greenmount, Australia Occidental. La casa alberga un floreciente Centro de Escritores y durante mi estancia allí forjé numerosas amistades nuevas y aprendí muchas cosas.

Tres editoras han hecho un excelente trabajo en el libro para que pudiéramos realizar una versión coherente en lengua inglesa: Brianne Tunnicliffe en Sydney, Stefanie Bierwerth en Londres y Claire Eddy en Nueva York. Les doy las gracias por su profesionalidad y sabias palabras.

Mis dos hijas jugaron una parte importante en el desarrollo de El Espejo Oscuro. Le agradezco a Bronya el maravilloso mapa que refleja los elementos principales de la vida de los priteni: los ciclos de la Brillante y los símbolos de antiguo linaje. Le doy las gracias a Elly por su inestimable consejo en algunas cuestiones de la trama y del desarrollo de los personajes y por su heroico esfuerzo al leer el borrador del manuscrito entero dos veces durante sus últimos meses de embarazo.

Consulté varios libros de referencia para investigar sobre la cultura de los pictos. Al final de este libro puede encontrarse más información sobre el contexto histórico de la novela y una lista de obras de consulta completa en mi página web http://www.julietmarillier.com/

Historia, conjeturas e imaginación

Las crónicas de Bridei son una mezcla de historia conocida, imaginación y conjeturas hechas con cierto fundamento. Los pictos eran un pueblo misterioso, tanto más fascinante por la ausencia de documentos contemporáneos sobre su cultura. Lo que sabemos de ellos procede principalmente de las referencias romanas y de clérigos como Adamnan, que dejó constancia de la historia de la misión de San Columba en el norte de Gran Bretaña. Los pictos fueron una fuerza dominante en esta región durante siglos, hasta que los escotos se establecieron en lo que posteriormente se conoció como Escocia. En aquel momento la muy desarrollada cultura de los pictos desapareció rápidamente, dejando su huella en forma de las piedras con símbolos grabados que tienen los crípticos diseños que también se muestran en las joyas pictas: los trazos en forma de media luna, de V, de doble disco o de Z, el espejo y el peine, la bestia marina. Los historiadores siguen disputándose su significado. Todavía pueden encontrarse restos de fortalezas pictas en lugares como Burghead y Craig Phadraig, que en estas novelas aparecen como Caer Pridne y la Colina Blanca.

Al escribir la historia de Bridei, hijo de Maelchon, que gobernó a los pictos desde el año 554 d.C, tomé varias decisiones. Mi relato se basa en la historia conocida: Bridei, su mentor Broichan, los principales personajes políticos y situaciones en los libros son todos reales. No obstante, como tenemos tan poca información sobre la sociedad de los pictos y gran parte de ella es discutible, me basé en conjeturas bien fundadas para muchos detalles de la historia. La manera en que trato la sucesión por línea materna y la elección de los reyes se incluye en esta categoría. No se trata de un hecho probado históricamente, aunque se basa en pruebas existentes sobre la tradición picta.

He evitado utilizar topónimos derivados tanto del gaélico como del nórdico antiguo (como, por ejemplo, Loch Linnhe o Burghead) puesto que estas dos culturas ejercieron su influencia en la región con posterioridad a la época de Bridei. La lengua de los pictos pertenecía al mismo grupo que el galés y el bretón, pero fue muy poco lo que quedó de ella. Los nombres que he dado a conocidos lugares escoceses son una combinación de nombres descriptivos en inglés (Cresta de los Robles, Lago de la Serpiente) y nombres inventados derivados de componentes pictos/britanos (Caer Pridne, Banmerren). Cuando es apropiado para la historia he utilizado los nombres actuales (la Gran Cañada, Cinco Hermanas, Dunadd).

La religión de los pictos tal y como aparece en estos libros es de mi propia invención, está basada en otras creencias paganas de la época y en el evidente amor y respeto que los pictos tenían por la naturaleza (los símbolos de las piedras representan animales de muchas clases y es probable que éstos formaran parte de las prácticas rituales pictas). Sabemos que entre ellos había druidas o magos: Broichan aparece en la Vida de San Columba de Adomnan como uno de ellos. El pozo de Caer Pridne (Burghead Well) es un lugar real que todavía puede visitarse.

Los Seres Buenos son los antiguos seres feéricos de Escocia, que aparecen en muchos cuentos tradicionales. La magia casera se utilizaba comúnmente para apaciguar a estos taimados visitantes.

La geografía de Las crónicas de Bridei es la de las Tierras Altas de Escocia y aquéllos que estén familiarizados con la región reconocerán la mayoría de lugares de los libros. Sin embargo, me he tomado algunas libertades con las distancias y emplazamientos con el propósito de mejorar la narración.

Puede encontrarse una versión más detallada de estas notas en la página web de la autora en www.julietmarillier.com bajo el enlace Crónicas de Bridei. La página incluye una bibliografía para los lectores que deseen averiguar más cosas sobre los pictos y su cultura.

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13/01/2010