Todo empezó cuando Homer, su querido e indisciplinado perro, rompió un jarrón de inestimable valor para Ran Masterson… y Pandora se ofreció a reemplazarlo. Al parecer, el precio de jarrón era tan elevado que la joven sólo podría pagar el destrozo accediendo a hacerse pasar, durante veinticuatro horas, por la esposa del propietario de Kendrick Hall. Pandora tenía dos opciones, o representaba la comedia, o bien pagaba, y consideraba que hacer de señora de la misión durante un día no podía ser peor que deberle a Ran miles de libras. ¡Lo que no sabía, cuando aceptó, era que compartir la cama de Ran formaba parte del trato!

Jessica Hart

Esposa por un día

Título Original: Part-Time Wife

Capítulo 1

¿Que necesitas qué? La habitación giró alarmantemente alrededor de Pandora mientras miraba a Ran Masterson con incredulidad. Por un momento, hubiera podido jurar que había dicho que necesitaba una esposa.

– Necesito una esposa -repitió él, impacientándose.

Pandora lo miró con recelo. No parecía que estuviera bromeando. Estaba junto a la mesa, con las manos en los bolsillos de los pantalones, un hombre alto, fuerte, exasperado. Pandora nunca lo había visto de otra forma que no fuera exasperado, de modo que no resultaba fácil decir si era su expresión habitual o si aquella irritación se debía a ella, aunque tenía la desagradable intuición de que se trataba de lo último. Había unas misteriosas líneas de la risa en torno a sus ojos y sugerían que él tenía un aspecto completamente distinto al sonreír. Por desgracia, sonreír era lo último en que habría pensado desde que la había conocido. Una rabia asesina describía mejor su expresión de aquel momento.

Entonces, ¿por qué le estaba pidiendo que se casara con él?

Tenía que ser una broma. Pandora sonrió desconcertada mientras se limpiaba las manos con un trapo. No quería irritarlo aún más haciendo caso omiso de su sentido del humor, pero ya era demasiado tarde para lazar una carcajada espontánea.

– No lo dirás en serio, ¿verdad?

– No estoy de humor para bromas -dijo él, tajante.

– Pero… no puede ser que quieras casarte conmigo en serio -balbuceó ella, mientras una expresión de asombro aparecía fugaz en el rostro del Ran.

– ¿Casarme contigo? No creo que pueda llamarse así.

Pandora tuvo la incómoda sensación de que estaba atrapada en un sueño estrafalario. Estaba descalza en el torno, sumergiendo abstraída los cuencos en el engobe, tratando de imaginarse desesperadamente cómo iba a sacar miles de libras de la nada, cuando Ran había entrado en el estudio para decirle que el único modo en que podía resarcir tan terrible deuda era convirtiéndose en su esposa. Empezó a preguntarse si la tensión de aquellos últimos días no había podido con ella. ¿Se había quedado dormida o simplemente estaba alucinando?

Podía sentir el baño de arcilla líquida resbalar por el dorso de su mano y se lo quitó. Si aquello era un sueño, se trataba de uno extremadamente real.

– Pero creía que habías dicho…

– He dicho que necesitaba una esposa -dijo él irritado-. No que quisiera casarme con alguien y menos contigo.

– Lo siento, no tengo la más remota idea de lo que pretendes -confesó ella-. Me dices que quieres que me case contigo y, al momento siguiente, dices que no.

– Escucha, es una cosa sencilla -dijo Ran, obviamente exasperado con su torpeza-. Necesito que finjas que eres mi esposa por una noche, nada más.

– ¡Oh! ¿Eso es todo? -dijo ella sin molestarse en disimular su sarcasmo-. ¡Qué tonta he sido al no imaginármelo enseguida!

Tiró el trapo sobre el torno, echó la silla hacia atrás y lanzó una mirada furiosa hacia aquella figura amenazante.

– ¿Es demasiado pedir que me expliques por qué, o se supone que eso también tendría que resultar obvio?

Ran dejó de caminar de un lado para otro, como si aquel ataque le sorprendiera. Sus cejas oscuras se fruncieron más aún y Pandora se asustó recordando que deberle treinta mil libras a un hombre no la colocaba en posición de mostrarse sarcástica con él. Por un instante tenso, él la miró furibundo, entonces, para su inmenso alivio, Ran dejó escapar el aliento y puso una silla frente a ella.

– Muy bien.

Su voz era impaciente mientras se sentaba y ponía las manos sobre la mesa. Se contempló un momento los dedos, tomándose su tiempo para ordenar sus pensamientos. Pandora lo observaba nerviosa. La única vez que se habían encontrado antes, todo había salido tan horriblemente mal que sólo le recordaba como un hombre con un poder frío y controlado, de glaciales ojos grises y un temperamento formidable. Ahora lo miró, viéndolo como la primera vez.

La chica de la oficina de correos le había contado que él llevaba años trabajando en África. Los efectos del sol eran visibles en su piel morena y curtida y en las arrugas en torno a los ojos. Tenía el pelo castaño oscuro y una expresión reservada que parecía corriente hasta que se reparaba en la determinación de su mandíbula y en la curva misteriosa de su boca.

– Sabes que he heredado Kendrick Hall de mi tío, ¿no?

Ran alzó la mirada de repente y la descubrió observándolo. Sus ojos eran de un gris vigilante y frío. Pandora se sonrojó bajo aquella mirada incisiva en incómoda. Apartó los ojos y asintió.

– He oído que querías venderlo.

Otra información que había recogido sobre su desagradable vecino nuevo en la oficina de correos. Ran dejó escapar una risa breve y carente de humor.

– ¡Ojalá pudiera! Por desgracia, la propiedad está vinculada a mí como único heredero varón de mi tío, lo que significa que tendría que correr con un enorme gasto legal para venderla.

– Entonces, ¿por qué no quieres vivir aquí? Es un sitio encantador.

Pandora pensaba que la mayoría de la gente se alegraría de tener una hermosa mansión antigua en el paisaje virgen de Northumbria.

– Puede que sea encantador, pero no resulta muy conveniente cuando trabajas en África Oriental -dijo él ásperamente.

– ¿Y no podrías trabajar aquí?

No estaba muy segura de por qué tenía que hablar de su trabajo, pero al menos era mejor que discutir sobre la suma astronómica que le debía o sobre la estrafalaria propuesta que le había hecho.

– Imposible. Soy asesor en gestión de suelo para el gobierno de Mandibia, con el encargo especial de organizar un ministerio completamente nuevo para tratar los problemas que la agricultura tiene allí. Mandibia posee el potencial para ser un gran país, están invirtiendo mucho dinero y esperanzas en el nuevo ministerio. Tengo un permiso de dos meses para solucionar mis asuntos aquí, pero, sinceramente, preferiría estar dedicándome a mi trabajo antes que cuidar de una vieja casa que ni siquiera deseo.

Hizo una pausa y la miró ceñudo. Pandora se dio cuenta de que no le costaba trabajo creer que un país pusiera su futuro en manos de un hombre como Ran Masterson. Había un aire de eficacia dura y dinámica en torno a él que era inquietante y tranquilizador al mismo tiempo. Era la clase de hombre que todo el mundo desea tener a su lado, la clase de hombre capaz de resolver cualquier problema, acostumbrado a hacer las cosas a su manera, incapaz de soportar las torpezas. No era la clase de hombre que quisiera tener como enemigo por haber hecho añicos uno de los tesoros de su familia.

Aquel pensamiento la hizo volver al presente con un escalofrío. Seguía sin entender por qué tenía que reparar aquella deuda fingiendo ser su mujer. Contempló abstraída aquella boca dura y firme, y una extraña sensación sacudió su espina dorsal. Todo aquello era absurdo, por supuesto. Absurdo y peligroso, inquietante y alarmante, inexplicablemente fácil de visualizar.

– ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo? -preguntó ella casi sin aliento.

– Ahora llego a eso. Dado que tengo un trabajo importante en África y que no puedo vender Kendrick Hall, he decidido que lo mejor que puedo hacer es convertirlo en una casa de invitados exclusiva. Me han dicho que los turistas extranjeros están dispuestos a pagar por el privilegio de alojarse en una mansión antigua como si fueran invitados particulares. Es más sencillo y menos caro que tratar de organizar un hotel. Una persona me ha puesto en contacto con una agencia americana y las directoras y han venido a echar un vistazo esta mañana.

Ran se detuvo, remiso a continuar.

– ¿Y? -le apremió ella, sin saber muy bien adonde iba a aparar todo aquello.

– Y les ha gustado mucho. La casa necesita unas reformas considerables, naturalmente, pero una vez que haya sido modernizada y redecorada, creen que sería perfecta para sus clientes. Sólo ha habido un problema.

– ¿Cuál? -preguntó Pandora, con el presentimiento que allí era donde ella entraba en la historia.

– Los directores creen que su clientela preferiría que yo tuviera una esposa que hiciera de anfitriona -dijo él, escogiendo sus palabras con cuidado-. Cuando concluya la reforma, planeo contratar un matrimonio que se encargue de atender la casa, cocinar y todo lo demás. Desafortunadamente, Myra y Elaine, las dos directoras, dieron por sentado que yo sería el anfitrión. Por lo visto, la idea es que los clientes se sientan invitados de la familia. Me he dado cuenta de que han estado a punto de rechazarme al enterarse de que no estaba casado, pero habiendo llegado tan lejos, que me cuelguen si estaba dispuesto a rendirme. Entonces, les dije que había habido un malentendido y que sí estaba casado, sólo que mi mujer no estaba en casa en ese momento.

Pandora lo miró con incertidumbre.

– Eso debe haber sonado un poco raro.

– Las convencí de que acabábamos de regresar de África y de que ella había ido a visitar a su familia. Algo bastante razonable. Por desgracia, entonces cometí el error de decir que mi esposa tenía que volver la semana próxima y que era una pena que no pudieran conocerla -dijo él y suspiró exasperado al recordarlo-. Eso le dio ocasión a Elaine para sugerir que volverían cuando regresaran de Edimburgo, que sería una buena oportunidad para volver a ver Kendrick Hall y conocerte a ti.

– ¿A mí?

– Les dije que mi mujer se llamaba Pandora -anunció él, mirándola directamente a los ojos.

Pandora sintió que el corazón se le subía a la garganta.

– ¿Qué diablos te ha hecho darles mi nombre? -preguntó alzando la voz.

Por primera vez, Ran no parecía tan seguro de sí mismo.

– De repente me acordé de ti.

Ran la miró entrecerrando los ojos, como si tratara de rememorar la visión de una muchacha esbelta, con una cara en forma de corazón, unos grandes ojos azul violeta y una cascada de pelo suave y negro que le había asaltado en aquel instante. Un brillo extraño relampagueó un segundo en sus ojos antes de ser sustituido por una mirada de disgusto al constatar la realidad que tenía ante sí. Pandora tenía una mejilla manchada de arcilla, se había recogido el pelo descuidadamente y le caía a mechones sobre la cara. Además, su vieja rebeca beige tenía agujeros en ambas coderas.

– La verdad, no me explico cómo he podido acordarme de ti -dijo él, bajando la vista a sus manos-. Eres la última persona a quien asociaría con la idea de casarme, pero tenía que pensar en alguien deprisa y no se me ocurrió nadie más.

– ¡Encantador! -masculló ella, vagamente ofendida.

No se trataba de que tuviera un deseo especial de caerle bien a su vecino, pero si pretendía que ella se hiciera pasar por su esposa podía haberse mostrado un poco menos desdeñoso.

– De cualquier modo, cuando he tenido tiempo de pensarlo, no me ha parecido una idea tan estúpida. Sólo hace una semana que he llegado y no conozco a nadie en esta parte del país, a la única chica que podía pedírselo se encuentra en los Estados Unidos. Por lo menos tú tienes la ventaja de que también eres nueva aquí, ¿o ya te has echado novio para acabar de fastidiar las cosas?

Su tono dejaba bien claro que no le parecía posible que ningún hombre pudiera interesarse por una alfarera desaliñada con las mangas andrajosas.

Pandora se cerró la rebeca ofensiva en torno al cuerpo en un gesto inconsciente y defensivo. Le gustaba mucho aquella rebeca.

– Todavía no he tenido tiempo de conocer a nadie.

Sin embargo, deseó haber podido admitir que había una cola de amantes destrozados esperándola para poder igualar a aquella chica que se encontraba en América y que él tan casualmente había mencionado.

– Bien, entonces, ¿qué? -dijo él, consultando su reloj, como si aquello diera por zanjada la cuestión-. Puede que para ti sea un poco duro portarte como una esposa normal, sin embargo, sólo serán veinticuatro horas, de modo que no deberías tener problemas.

– ¿No se lo puedes pedir a otra? -refunfuñó ella-. La verdad es que estoy muy ocupada. Faltan menos de tres semanas para la exposición de cerámica.

No quiso disimular una nota de orgullo en su voz pensando que a Ran Masterson no le vendría mal saber que ella era lo bastante buena como para exponer en solitario. Ran no pareció impresionado.

– No te estoy pidiendo que finjas ser mi esposa, Pandora. Te lo exijo.

– ¡No puedes! -protestó ella.

Pandora intentó levantarse, pero él le sujetó la muñeca por encima de la mesa con una mano de acero. Sintió aquello dedos fuertes y cálidos sobre su piel y, aunque él no ejercía fuerza, Pandora se encontró volviendo a sentarse. Ran retiró la mano y ella clavó los ojos donde él la había sujetado. La muñeca le hormigueaba, le escocía como si su contacto la hubiera quemado.

– Además, no tienes de dónde sacar las treinta mil libras que me debes, ¿no? -dijo con voz suave-. ¿O ya has olvidado ese pequeño incidente?

Nada le habría gustado más.

Había sido culpa suya por llevar a Homer sin correa. Celia le había advertido que no lo dejara entrar en los jardines de Kendrick Hall, pero cuando volvían a los establos, Pandora estaba agotada de que la llevara a rastras por las sendas desiertas. Tenía a la vista la puerta de los establos reconvertidos en vivienda, cuando decidió soltar al perro, suponiendo que saldría corriendo para esperar su galleta allí. Por el contrario, había lanzado un ladrido excitado y bajando la nariz al suelo, había echado a correr en sentido contrario, hacia la mansión.

No por primera vez, Pandora deseó que su madrina se sintiera más inclinada por los chihuahuas en vez de por los chuchos grandes y desobedientes que eran la desesperación de la sociedad protectora de animales. Lo había llamado, pero, tal como esperaba, no le prestó la menor atención, de modo que echó a correr tras él resignadamente sin tener la menor sospecha de que su vida iba a cambiar por completo.

Pandora no se preocupó demasiado, no había nadie a quien Homer pudiera molestar. Kendrick Hall estaba vacío desde que el viejo Eustace Masterson muriera y, aunque por la oficina de correos corría el rumor de que lo había heredado un sobrino, todavía no había dado señales de vida.

No fue hasta que abrió la puerta principal que empezó a fallarle la confianza y, cuando oyó los ladridos en el interior de la casa, volvió a lanzarse a la carrera.

– ¡Homer! ¡Ven aquí enseguida!

Se detuvo patinando en el pasillo. Desembocaba en un gran salón, atestado con una colección tan extraordinaria de trastos que Pandora se olvidó de sentirse aliviada de que no hubiera nadie para ver el ridículo de Homer y simplemente se quedó allí con la boca abierta. Los elevados muros de piedra estaban adornados con cornamentas cubiertas de polvo, peces disecados y una triste colección de trofeos de caza que incluía un lúgubre búfalo de agua y un despliegue mareante de armas. Una araña, enorme y sombría, colgaba del techo y toda la estancia estaba llena de muebles de madera, pesados y antiguos, con alguna armadura aquí y allá, un jarrón chino exquisito y una pitón horriblemente real, enroscada en torno a un tronco. En mitad de todo aquello estaba Homer, ladrando furiosamente a un oso disecado de tamaño descomunal.

Pandora trató de recuperarse.

– ¡Homer! -lo llamó con firmeza avanzando hacia él.

Pero el chucho la esquivó y estuvo a punto de chocar con un hombre que acababa de aparecer por una puerta lateral.

– ¡Qué demonios está pasando aquí? -preguntó furioso.

Pandora vio fugazmente unos rasgos morenos y presintió su fuerza y su exasperación mientras trataba de hacerse sin éxito con el díscolo animal.

– Lo siento mucho… -dijo por encima de los ladridos.

Se incorporó y se apartó el pelo de la cara, para encontrarse mirando a un hombre de ojos grises que la miraban furiosos, con una complexión que parecía pedir a gritos horizontes vastos y abiertos. Parecía que hubiera estado conduciendo por un camino de polvo en un Jeep destartalado o montando un caballo, entornando los ojos al sol en vez de hallarse en aquel salón extraño y abigarrado. Pandora tuvo que tragar saliva.

– Lo siento -repitió.

Trató de nuevo de alcanzar a Homer, pero el hombre se le adelantó. Sujetó al perro por el collar y le ordenó que se sentara con una voz imperiosa. Para asombro de Pandora, Homer obedeció.

– ¡Oh, gracias! -dijo en un suspiro y le sonrió aliviada al desconocido.

Pandora poseía una sonrisa particularmente dulce, pero no tuvo ningún efecto sobre aquel hombre.

– ¿Quién eres? -preguntó él sin la menor consideración-. ¿Qué estás haciendo en mi casa?

A pesar de su azoramiento, Pandora lo contempló con renovado interés.

– ¿Tu casa? Entonces debes ser el sobrino de Eustace Masterson.

– Soy Ran, sí -dijo él en un tono irritado y frío-. Ya sé quien soy, sin embargo, todavía no sé quién eres tú.

– Me llamo Pandora Greenwood.

Pensó que debía estrecharle la mano, pero la expresión de Ran distaba de ser amistosa, de modo que optó por cerrarse la rebeca.

– Somos vecinos. Vivo en los antiguos establos, al final de la avenida.

Si a Ran le agradaba conocer a su nueva vecina, lo disimuló perfectamente. Frunció el ceño.

– El abogado me dijo que los dueños de los establos eran una pareja que se llamaba William.

– John y Celia. Celia es mi madrina. A John le han concedido una cátedra como ponente invitado en una universidad de Texas y yo cuido de Homer mientras ellos están fuera.

– No me parece que lo cuides demasiado bien -dijo él en tono mordaz, haciéndola sonrojarse.

– No y lo siento. Se me ha escapado y no he podido alcanzarlo. Por lo general, no lo dejo suelto cerca de la casa.

– Eso espero -dijo él, mirando con disgusto al chucho que sujetaba-. Lo único que me faltaba era un perro corriendo a su antojo por aquí.

– No volverá a suceder -prometió ella en un hilo de voz, mientras retrocedía hacia el pasillo.

– Asegúrate de que no. Ten, ponle la correa antes de que destroce algo.

Pandora se agachó, pero antes de que pudiera sujetarlo, Homer vio al oso que estaba tras ella y rompió a ladrar mientras se lanzaba hacia el animal disecado. Ran lanzó un juramento desagradable.

– ¿Es que no puedes controlar a este perro?

– ¡Homer! -suplicó ella.

Sin embargo, el chucho hizo una finta para evitarla y fue a chocar contra la peana endeble que soportaba el jarrón chino. Los acontecimientos se sucedieron a cámara lenta. El pie osciló de un lado a otro antes de volcar lentamente y el jarrón empezó a caer en una curva elegante. Pandora miraba horrorizada, hasta que obligó a su cuerpo paralizado a entrar en acción, aunque demasiado tarde para atraparlo. Con los brazos extendidos, cayó sobre las rodillas al mismo tiempo que la frágil porcelana se hacía añicos contra el suelo de piedra.

Hubo un momento de silencio y quietud absolutos. Pandora cerró los ojos, no se atrevía a hablar ni a moverse.

– ¿Sabes lo que has hecho?

Las palabras no eran especialmente fuertes, pero el tono fue tan salvaje que Pandora hizo una mueca y abrió los ojos. Ran estaba agachado junto a ella, recogiendo reverentemente los pedazos más grandes. A pesar del bronceado, estaba pálido y los ojos grises llameaban con furia.

– Yo…

– ¿Tú, qué? ¿Lo sientes?

Su voz era como un látigo. Ella asintió miserablemente.

– ¿Tu perro acaba de romper un jarrón que vale treinta mil libras y tú lo sientes?

Ahora fue ella quien se puso pálida.

– ¿Treinta mil…?

– Treinta mil libras -confirmó él con los dientes apretados-. Ayer mismo vino a verlo un anticuario. Iba a venderlo para pagar la restauración de la casa. No creo que me den mucho por él ahora, ¿verdad?

Por supuesto, Pandora se ofreció a pagárselo. Ran la miró de arriba abajo, fijándose en su falda vieja y en la rebeca agujereada y le preguntó desdeñosamente si tenía las treinta mil libras. Pandora se sintió enferma con sólo pensar en aquella enorme suma de dinero. No había manera de que pudiera conseguir ni la décima parte. Apenas se mantenía con lo que ganaba con su cerámica y no quería ni pensar en pedírselo a sus padres. Ya habían sufrido bastante para costearle los estudios en la escuela de arte.

Ran, intuyendo su situación financiera sin dificultad alguna, anunció con brusquedad que se pondría en contacto con los William directamente. Homer era su perro y al menos tenían una casa que vender. Desesperada, Pandora le suplico para que le dejara intentar reunido ella. Le debía mucho a su madrina, ¿cómo iba a agradercérselo endosándole una deuda semejante?

Sí, ¿pero cómo iba a pagarle a Ran Masterson?

Tras cuatro días de agonía, Pandora no se hallaba más cerca en encontrar una solución. Y ahora, en aquella tarde lluviosa de junio, lo tenía sentado delante, esperando que ella convenciera a unas desconocidas de que era su esposa.

– ¿Bien? -dijo con voz despiadada-. ¿Vas a pagarme tu deuda o tengo que avisar a mi abogado para que llame a los William?

Pandora se mordió los labios.

– A ver si lo he entendido bien. Si accedo a convencer a esas americanas de que soy tu mujer, te olvidarás del jarrón, ¿no es eso?

– Exactamente.

– ¿Puedes permitirte renunciar a una cantidad de dinero tan grande? -insistió sabiendo que no era prudente mirarle los dientes al caballo, pero incapaz de superar sus recelos.

Ran se encogió de hombros.

– No sabía lo valioso que era el jarrón hasta que vino el anticuario. Si hubiera podido venderlo, habría resuelto gran parte de los problemas financieros de Kendrick Hall. La casa entera está comida por la humedad y necesita que se la renueve por completo. No quiero utilizar mis ingresos, de modo que la casa tendrá que cuidarse por sí misma y pagar las reparaciones de alguna manera. Gracias a ti y a tu perro, tendré que vender más cuadros de los que esperaba. No me parece que una noche de comedia sea mucho pedir a cambio de eso, ¿tú qué crees? Al fin y al cabo, no te estoy pidiendo que pases el resto de tu vida conmigo. Una taza de té, unas cuantas copas, una cena, y luego todos nos retiraremos a dormir. ¿Qué problema tienes con eso?

– ¡Eso dependerá de a qué cama te retires tú!

– ¡De modo que es eso lo que te preocupa! -dijo Ran, repantigándose en la silla y mirándola cínicamente-. ¿En serio crees que esto es un truco elaborado para llevarte a la cama, Pandora?

– ¡Por supuesto que no! -exclamó ella, sonrojándose.

– Perfecto, porque puedo asegurarte que tengo cosas más importantes en las que pensar antes que en una chica estúpida, desaliñada e irresponsable -la fustigó en un tono iriente que acentuó aún más su rubor-. Por lo que yo sé, puede que tengas un cuerpo delicioso bajo esas ropas tan folclóricas, pero dudo mucho que valga treinta mil libras. Y, francamente, no me interesa averiguarlo.

– Lo único que me interesa es que despegue esta casa de huéspedes de modo que pueda volver a hacer lo que pueda en África. Si eso significa pasar una noche contigo, tendré que hacerlo. Estoy seguro de que los dos preferiríamos no dormir juntos, pero a Myra y Elaine puede parecerles extraño que una pareja tan feliz como nosotros duerma en habitaciones separadas. Y, ya que estamos, convencerlas de que nos envíen a sus clientes significa más para mí que la delicadeza de tus sentimientos.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Pandora, levantándose al fin-. He captado la idea. Pero quiero dejar claro que mi papel de esposa acaba en la puerta del dormitorio.

Ran le lanzó una mirada lánguida y sombría sin levantarse de la silla.

– Entonces, ¿lo harás?

– No veo que me quede otra alternativa, ¿o sí? -respondió ella amargamente-. Sabes perfectamente que jamás podré reunir treinta mil libras y no puedo pedirle a John y a Celia que paguen.

– ¿Por qué no? Después de todo, fue su perro el que rompió el jarrón.

Pandora puso la mano sobre la cabeza de Homer en un gesto protector.

– Sí, pero lo han dejado a mi cargo, ésa era la idea. Quería ver si podía abrirme camino con la cerámica, pero no tenía sitio donde trabajar, de modo que Celia sugirió que me trasladara aquí y usara su estudio mientras ellos están fuera como retribución por cuidar de Homer. Fue ella la primera que despertó mi interés la alfarería, siempre me ha apoyado. Si no hubiera sido por ella nunca habría llegado tan lejos. No podría agradecérselo haciéndola cargar con una deuda tan grande.

– Eso tendrías que haberlo pensado antes de soltar al chucho -dijo Ran sin la menor compasión.

– Y tú tendrías que haber pensado en que podría haber perros sueltos antes de dejar la puerta abierta y un jarrón de treinta mil libras en un equilibrio precario sobre un suelo de piedra.

Había provocado a Pandora para que le replicara y le sostuvo la mirada con ojos desafiantes.

– Creía que me estarías agradecida por dejarte una salida tan sencilla -le recordó él ominosamente.

Pandora se apartó el pelo de la cara, sus ojos violetas brillaron retadores.

– Si a dormir con un perfecto extraño le llamas «salida sencilla»…

Ran se levantó.

– Puedes pagarme las treinta mil libras, si lo prefieres -dijo con indiferencia-. Siempre puedo contratar a una actriz profesional para esto.

Pandora debería haber recordado su primera impresión sobre Ran, la de un hombre que siempre se salía con la suya. Viendo que la había pillado en un farol, le detuvo cuando se dirigía a la puerta.

– ¡No!

Ran se volvió sin soltar el picaporte, las cejas arqueadas.

– Muy bien, lo siento -dijo ella, tragándose el orgullo-. Haré lo que tú quieras.

– Así está mejor. No sé a qué viene tanto jaleo.

– ¡A que es una locura! -dijo ella, gesticulando hacia sus vaqueros deshilachados y la rebeca rota-. Has sido tú quien ha dicho que soy un desastre. Nadie se creerá que soy tu mujer.

– Lo harán si te arreglas un poquito -dijo él, mientras la observaba con ojo crítico y le ponía las manos sobre los hombros-. Eres una chica bonita, ahora que me fijo bien. En realidad, podrías ser guapa si pusieras algo de tu parte.

Pandora sintió que una oleada de calor la consumía. Era agudamente consciente de su mirada, de las manos que él le había puesto en los hombros. Sus manos eran morenas y fuertes y hacían que todo su cuerpo vibrara, como si su contacto se propagara en una onda expansiva que afectaba a sus clavículas, a su espina dorsal, a las rodillas y a los pies. Tragó saliva y contempló su mentón, incapaz de mirarlo a los ojos, temerosa de mirarlo a la boca.

Hasta entonces, Ran había sido un problema, una fuente de desesperación y preocupaciones desesperadas. Ahora, de pronto, era un hombre desconcertantemente atractivo, un hombre con quien tendría que dormir en unos cuantos días.

– Myra y Elaine no pensarán que hay algo raro en que seas mi esposa si te pones un vestido decente para variar.

Insensible a su perturbación, Ran continuó el mismo tono impersonal. Para alivio de Pandora, retiró las manos de sus hombros.

– Debes tener algo más elegante que esto que llevas.

– La verdad es que no -murmuró ella.

Sin embargo, lo que le preocupaba era cómo habían podido aquellas manos abrasarla a través de la rebeca y la camisa.

– Conservo una especie de vestido de noche que me regaló mi madre, pero, aparte de eso, sólo tengo ropa de trabajo. No tiene sentido ponerse elegante cuando te pasas el día trabajando con arcilla.

– No, evidentemente -dijo él, mirando con desdén aquellas ropas-. Bueno, en ese caso, tendremos que comprarte algo cuando nos hagan la fotografía.

Pandora parpadeó.

– ¿Qué fotografía?

– La de nuestra boda. Una foto de estudio enmarcada para conmemorar nuestro enlace que presida el recibidor puede añadir un detalle que corrobore nuestra historia, ¿no te parece?

– Supongo que sí.

Pandora se apartó de él con una normalidad sólo aparente. De pronto, su proximidad le resultaba inquietante. Era obvio que Ran había pensado hasta en los menores detalles.

– ¿Cuando iremos a hacérnosla?

– Mañana, espero. Llamaré al fotógrafo esta tarde y te recogeré por la mañana. Podemos ir a Wickworth juntos y hacerlo todo de una vez.

– Creía que sólo iban a ser veinticuatro horas -objetó ella-. ¿Cuándo voy a cocer mis cacharros?

– Podrás hacerlo por la tarde.

– Escucha, de verdad que no puedo permitirme pasar toda una mañana en Wickworth… -empezó ella, pero Ran levantó una mano.

– ¿Qué era eso que has dicho sobre hacer todo lo que yo quisiera? -le recordó sin rodeos.

Pandora cedió y refunfuñó entre dientes.

– Ya que estamos, será mejor que me digas qué más esperas que haga.

– Tendrás que venir a la casa para que puedas conocerla antes de que ellas lleguen. Y ya que tendrás que estar allí de todas maneras, puedes dedicarte a preparar sus habitaciones y a hacer que la casa tenga el mejor aspecto posible. Ya sabes, cosas como limpiar la plata y poner flores en los jarrones.

Pandora suspiró. Detestaba hacer las tareas de la casa.

– ¿Algo más? -preguntó con gesto torturado.

– Tendrás que preparar una buena cena. Esperan que seas una buena cocinera.

– ¡Pero si no tengo ni idea de cocinar!

Ran dio un paso adelante de modo que se detuvo muy cerca de ella. Pandora se encontró retrocediendo contra el horno, sin tener adonde escapar.

– Entonces tendrás que hacer un gran esfuerzo, ¿no? no pienso perdonar una deuda como ésa por nada. Pandora, vas a convencer a esas americanas de que no sólo eres mi esposa, sino que sus clientes pensarán que no tienes comparación como anfitriona. ¿Entendido?

Pandora asintió a regañadientes, sin embargo, Ran no se apartó.

– Eso significa que vas a tener que poner todo de tu parte para conseguir que la casa esté lo más presentable que sea posible, que vas a cocinar una cena exquisita y que te vas a comportar como una esposa felizmente casada, no como una chica malhumorada que no sabe apreciar su suerte al librarse de pagar una deuda enorme. Si crees que no puedes hacerlo, será mejor que me lo digas ahora mismo y vayas pensando en encontrar treinta mil libras.

Pandora miró aquellos implacables ojos grises, lo ojos de un hombre que hablaba en serio, y tragó saliva.

– Puedo hacerlo -dijo.

Capítulo 2

Sólo era un trabajo. En cualquier caso, eso se decía Pandora. Ran tenía razón. Hacerse pasar por su esposa era un precio pequeño a pagar por haber destrozado semejante herencia familiar. Sólo que, cuando pensaba en él, en pasar la noche juntos, sentía un vértigo, una mezcla turbulenta de alarma y excitación nerviosa.

Por supuesto, era natural que se sintiera nerviosa ante la idea de compartir el dormitorio con un completo desconocido, se repetía una y otra vez. Pero habría preferido que su nerviosismo no estuviera tan enredado con el recuerdo de aquellos dedos en torno a su muñeca, de la calidez de aquellas manos sobre sus hombros. Esa misma noche, mientras estaba tumbada en la cama y Homer roncaba ruidosamente en el suelo a su lado, volvió a repetirse hasta la saciedad las razones que justificaban que fingiera ser la señora de Ran Masterson, diciéndose que era un acuerdo perfectamente decente y que no tenía por qué preocuparse. Pero justo cuando creía haberse convencido, se acordó de aquellos ojos fríos, de la boca helada, de las manos cálidas y ya nada fue decente.

Pandora necesitó mucho tiempo para dormirse. El morro frío de Homer la despertó a la mañana siguiente. Sin abrir los ojos, buscó a tientas el reloj. Eran las nueve menos cinco.

– ¡Oh, Dios! Y él va a pasar a buscarme a las nueve y media -gritó mientras echaba a Homer a un lado sin explicarle quién era él.

Ran la había llamado la noche anterior, tan cortante como siempre, para decirle que estuviera preparada a esa hora.

– Y quizá puedas esforzarte un poco más con tu aspecto -añadió severamente-. No quiero llevar a comer a Annie «la huerfanita».

Pandora se echó agua en la cara y, con el cepillo de dientes en la boca, fue a inspeccionar con aire pesimista su vestuario. Aparte del vestido que su madre había insistido en darle, no tenía absolutamente nada elegante que ponerse. Resignada, pensó que no podía hacer otra cosa. Se puso la falda con dibujos negros, marrones y verdes, y un jersey holgado de color gamuza, lo que fue un poco difícil puesto que todavía llevaba el cepillo de dientes en la boca. Por lo menos, ni la falda ni el jersey tenían agujeros, no que se vieran, claro.

No había tiempo para desayunar. Silbó para llamar a Homer y abrió la puerta. Hacía una hermosa mañana de junio. La lluvia del día anterior había dejado los setos verdes y lustrosos y el sol brillaba sobre sus hojas trémulas. Era un día demasiado bueno para llevar a Homer de la correa cuando iba a tener que pasarse el resto del día encerrado. Pandora le permitió que fuera husmeando delante de ella mientras paseaba lentamente por la senda disfrutando del aire de la mañana. Ni siquiera había muchos tractores por aquellos caminos.

Consultó su reloj, tenían que regresar. No le parecía que Ran Masterson fuera un hombre que tolerara la impuntualidad. Buscó a Homer con la mirada a tiempo de verle desaparecer a través de una cerca meneando el rabo furiosamente. Pandora echó a correr. Por suerte, un olor particularmente desagradable había atraído la atención del perro, por lo que podía seguirle sin dificultad. Con todo, tuvo que atravesar una zanja y vadear el seto, que le llegaba a la cintura, antes de sujetarlo por el collar. A continuación hubo un forcejeo que la dejó jadeante, despeinada y con la mitad del seto encima, pero consiguió volver a arrastrar al chucho a la carretera.

Ya eran las nueve y media, casi. Sujetando la correa con firmeza, Pandora echó a correr. Captando el espíritu del juego, Homer trotó delante de ella, saltando para lamerle la cara mientras ladraba animadamente. El jaleo hizo que Ran saliera del patio del establo y asistiera al espectáculo. Pandora era arrastrada por aquel chucho infame, tenía las mejillas encendidas por el esfuerzo y el pelo lleno de ramitas y hojas.

– Siento llegar tarde -dijo jadeando cuando llegó a su lado.

Homer se empeñó en saludar a Ran como si fuera un viejo amigo, haciendo caso omiso de las evidencias en contra.

– ¡Siéntate! -ordenó Ran, antes de que el perro le pusiera perdido el traje.

Homer bajó las orejas sumisamente y se contentó con olisquearle los tobillos y menear la cola. Ran se volvió a Pandora y la contempló con desagrado.

– ¿Dónde demonios te has metido?

– Tenía que sacar a Homer antes de encerrarlo.

Frente a la compostura de Ran, Pandora se sintió acalorada, molesta y mucho más jadeante que antes. Él parecía reservado, con un traje gris impoluto, camisa blanca y corbata gris. Tendría que haber parecido raro con aquellas ropas formales, pero las llevaba como si fueran parte de él y le daban un aspecto más duro y contenido que nunca.

– Tengo la impresión de que ha sido él quien te ha sacado a ti a pasear -dijo Ran cáusticamente mientras le quitaba unas hojas del hombro-. ¿Hay algún motivo para que te hayas puesto encima la mitad del campo?

Apenas la rozó, sin embargo, Pandora sintió que el hombro le ardía. Aquella hipersensibilidad estúpida hizo que se enfadara y se sacudió impaciente el pelo y el jersey.

– He tenido que sacar a Homer de un seto. Voy a encerrarlo para que podamos irnos.

– ¿Es que no te vas a cambiar?

Pandora lo miró sorprendida.

– ¿Qué quieres decir?

– Creía que te había dicho que te pusieras algo elegante.

– ¡Esto es elegante!

Ran frunció el ceño, irritado.

– ¡Tienes que ser capaz de algo mejor! ¡Ni siquiera tú te casarías con algo que parece un trozo de saco!

– ¡No esperaba casarme cuando vine! De lo contrario, habría traído el vestido blanco y el velo que tengo en el armario preparado por si acaso a alguien se le ocurre hacerme proposiciones.

– Nadie te ha dicho que saques un traje de novia de una chistera, pero debes tener algo mejor para una foto de bodas que ese jersey marrón.

– Pues bien, da la casualidad de que no lo tengo.

Ran suspiró exasperado ante su tono infantil.

– Supongo que tendrás que comprar algo apropiado en Wickworth. No será la capital de la moda del norte, pero seguro que puedes encontrar algo mejor que lo que llevas.

– No veo por qué tiene que importar.

Pandora metió a Homer en la cocina, de la que había retirado previamente todo lo que fuera remotamente masticable, y se llevó una manzana para comer en el coche.

– El fotógrafo puede hacernos una foto que sólo abarque el busto.

– Porque le he dicho al fotógrafo que queríamos una foto de boda y parecería muy raro que yo me presentara con traje mientras que tú vas como si quisieras quitar las malas hierbas del jardín.

– Suena raro, te pongas como te pongas -dijo ella con la boca llena de manzana-. Si queríamos una foto, ¿por qué no nos la hicimos el mismo día de la boda?

– Pudimos casarnos de repente.

Era obvio que Ran se sentía irritado por el cuestionamiento al que Pandora sometía su historia. Los dos cerraron las puertas del coche con más fuerza de la necesaria.

– No me cabe en la cabeza que seas capaz de algo tan romántico -dijo ella, provocativamente.

– Desde luego, no me considero capaz de algo tan estúpido -respondió él, mientras salía marcha atrás del patio-. Pero el fotógrafo no tiene por qué saber que la idea de casarme, por no hablar de una boda precipitada con una mujer tan desastrosa como tú, es prácticamente inconcebible, ¿no?

– ¿Por qué? ¿Qué tienes en contra del matrimonio?

Pandora dio otro mordisco furioso a la manzana y decidió que iba a ignorar aquellos comentarios tan poco halagadores.

– Todo. Otra gente pierde la cabeza por casarse, pero yo pienso evitar esa trampa.

Pandora lo miró de reojo, preguntándose por qué era tan vehementemente contrario al matrimonio. La línea de su mentón y su garganta se recortaba nítida en la luz clara de la mañana. Todo en él era tajante y definido, el ligero ceño de concentración entre sus cejas, la línea arrogante de su nariz, las sorprendentes pestañas negras que bordeaban los ojos claros. Pandora contempló la boca fría e inquietante y, de repente, su estómago desapareció.

Pandora apartó rápidamente los ojos. Era más fácil pensar en lo gruñón y desagradable de su comportamiento que preguntarse por qué se sentía tan extraña siempre que miraba su boca.

– O sea, que la historia es que estábamos tan enamorados que no pudimos esperar a celebrar una boda normal y corriente, ¿no?

– Algo parecido -dijo él con disgusto.

– Si no nos tomamos la molestia entonces, ¿por qué íbamos a preocuparnos ahora por hacernos una foto?

– No sé -dijo él con irritación creciente-. Para mandársela a tu madre que está enferma en Canadá o algo por el estilo.

– ¡Pero mi madre vive en Dorset!

– Mira, me importa un rábano dónde viva tu madre. Y al fotógrafo menos. El sólo tiene que hacernos una foto como si estuviéramos razonablemente enamorados.

– Esperemos que sea creativo -replicó ella con cierta acritud-. Va a sudar tinta haciendo que parezcas un hombre enamorado, nunca he visto a ninguno que diera menos la imagen.

Ran le lanzó una mirada desagradable.

– ¿Qué aspecto quieres que tenga?

– ¿No podrías mostrarte un poco más… amable?

– ¿Te mostrarías amable tú si alguien hubiera hecho pedazos una herencia familiar de un valor incalculable?

– Cualquiera diría que lo tiré al suelo deliberadamente.

Pandora dio el último mordisco a la manzana y dejó el corazón en el cenicero, ganándose una mirada de furia que sí ignoró deliberadamente.

– Si te acuerdas, fue Homer el que rompió el jarrón, no yo. No me explicó por qué no lo atosigaste a él para que hiciera de tu esposa, al menos no tendrías que preocuparte por la ropa que lleva.

– ¡No seas ridícula! -exclamó él. Un músculo palpitó en su mandíbula-. Los dos tendremos que actuar delante del fotógrafo y ayudaría que tú dieras el papel. Tengo una cita con el abogado antes, de modo que podrás ir a comprar algo decente mientras yo hablo resuelvo mis asuntos.

Pandora dejó escapar un suspiro de mártir. Detestaba comprar ropa.

– ¿En qué clase de cosa decente has pensado?

– No soy un experto en moda.

– Pues pensaba lo contrario, ya que no has dejado de meterte con mi ropa -masculló ella.

– Tú cómprate algo apropiado, un conjunto, un vestido. Lo que te comprarías si fueras a casarte de verdad.

Media hora después, Pandora se dio cuenta de que era más fácil decirlo que hacerlo mientras miraba las tiendas de ropa de la calle principal. Wickworth era una ciudad comercial de buen tamaño que no se distinguía por sus tiendas de moda. Ran le había dado un buen fajo de billetes de veinte libras, recalcando que la esperaba en el hotel a las once en punto completamente preparada.

– ¡A la orden! -había dicho ella a sus espaldas.

Pensó que, si podía permitirse el lujo de gastarse tanto dinero en ropa, no debía tener muchas dificultades en comprarse otro jarrón chino.

Ya había recorrido todas las tiendas normales sin éxito, cuando se atrevió a entrar en una boutique de aspecto y precios intimidantes. Desde luego, nunca se le habría ocurrido ni soñar con meterse en aquella clase de tienda, pero se le acababa el tiempo y por nada del mundo quería encontrarse con Ran y decirle que no había podido encontrar «algo apropiado». La vendedora alzó las cejas al ver su aspecto, pero Pandora había decidido que era el momento de pedir ayuda.

– Voy a casarme mañana -dijo haciéndose la ingenua-. Pero no encuentro nada que ponerme.

La cara de la vendedora se iluminó de repente.

– ¿Qué clase de ropa está buscando?

– Mi prometido quiere algo elegante -dijo Pandora, alegrándose de que aquélla no fuera la clase de tienda a la que tuviera que volver a entrar.

Antes de que lograra saber qué estaba ocurriendo, se encontró metida en un probador con una serie de conjuntos cuyos precios tiraban de espaldas. Obviamente, la vendedora había hecho suyo el reto de transformar a Pandora y la obligó a ponerse un modelo tras otro mientras descargaba una andanada interminable de preguntas sobre la clase de boda que iba a ser, adónde iban de luna de miel, y sobre cómo era su prometido.

– Él es muy… enérgico -dijo Pandora, que empezaba a marearse con tanta pregunta.

Actuar con un mínimo de credibilidad era más difícil de lo que ella había imaginado.

– Supongo que será muy atractivo, ¿no? -dijo la vendedora con un suspiro sentimental.

Una imagen de Ran se alzó ante Pandora con tanta claridad que dejó de luchar para embutirse en un vestido. Se dio cuenta de que podía recordarlo con todo detalle, cada plano, cada línea, la fuerza contenida de su cuerpo, las manos cálidas y seguras. Volvió a preguntarse de nuevo si lo que había en torno a sus ojos eran arrugas de la risa. Jamás le había visto sonreír. ¿Qué podía hacer una sonrisa con aquella boca gélida? Algo se estremeció en sus entrañas y Pandora se enderezó repentinamente.

– No está mal -dijo sin comprometerse.

La otra mujer parecía desilusionada, pero entonces contempló a Pandora en el espejo y lanzó una exclamación.

– ¡Ése sí es perfecto para usted! Tenga, pruébese la chaqueta.

Pandora estuvo de acuerdo, parecía otra mujer con aquel traje de chaqueta amarillo crema. Realzaba el color de su piel y la masa negra de sus cabellos.

– Ni siquiera me reconozco.

– ¡Le sienta maravillosamente! -dijo firmemente la vendedora-. ¡Elegante y sofisticada! Lo único que le falta son unos zapatos y un sombrero.

Pandora se dejó convencer con los zapatos, pero se negó en redondo a ceder con el sombrero. Ya había cumplido con la orden de encontrar un atuendo adecuado y Ran no había dicho nada sobre sombreros, ¿no?

– Me llevaré ése de allí -dijo señalando al que había en el escaparate y que había llamado su atención sobre aquella boutique.

Decorado con una cinta extravagante, tenía un ala ancha que se doblaba delante de un ojo. Era tan excesivo que Ran se quedaría estupefacto.

Era perfecto.

Sintiéndose contenta consigo misma, Pandora pagó con la mayor parte del dinero que Ran le había dado y salió de allí dispuesta a cumplir con las instrucciones de la vendedora respecto al lápiz de labios. Si Ran quería verla transformada, ¡transformada la iba a tener!

Ran estaba sentado cómodamente leyendo el periódico en un sillón del vestíbulo del único hotel de cuatro estrellas que había en la ciudad cuando Pandora hizo su entrada a toda prisa, se acababa de dar cuenta de que llegaba diez minutos tarde. Ran bajó el periódico y la contempló de arriba abajo con una mirada intensa y desaprobatoria.

– Llegas tarde.

– Sólo diez minutos.

Pandora pensó que debía haber sido la carrera por la calle principal lo que la había dejado sin aliento. No podía tener nada que ver con la sensación que se apoderaba de ella siempre que lo veía. Ran no hacía nada para llamar la atención, pero había algo en él que lo convertía en el centro de atracción de todo el vestíbulo. Se puso de pie y consulto su reloj.

– Catorce minutos.

– ¡Muy bien! Son catorce minutos. ¿No quieres ver lo que he comprado? -dijo ella, enseñándole las bolsas que llevaba.

– Me gustaría vértelo puesto. Teníamos que estar a las once y media en el fotógrafo.

Pandora estuvo a punto de perder los nervios mientras se cambiaba en el tocador de señoras.

– No podré seguir adelante -murmuró a la extraña que la miraba desde el espejo mientras se pintaba los labios.

La desconocida la miró, bella y orgullosa. Al menos, Ran no podría decir que estaba exactamente igual. Realmente, el sombrero era un tanto excesivo. Con gestos nerviosos, Pandora se alisó la chaqueta y decidió que lo mejor sería que Ran viera el sombrero poco a poco.

Había vuelto a su lectura, esperando evidentemente que ella tardara años en arreglarse y no se dio cuenta de que estaba a su lado.

– Bueno, ¿qué te parece?

Ran bajó el periódico otra vez, alzó la mirada y se quedó helado al ver a la mujer esbelta y sofisticada que estaba junto al sillón con un sombrero absurdo en la mano y una expresión insegura en los ojos violeta.

– ¿No tengo buen aspecto? -preguntó ella, dudando al ver que Ran no contestaba. Quizá pensaba que estaba ridícula…

– Bueno… sí… -Ran pareció darse cuenta de que su voz sonaba rara y se aclaró la garganta-. Estás muy bien.

¿Bien? ¿Eso era todo lo que se le ocurría? Hasta ese momento, Pandora no había querido admitir lo mucho que deseaba impresionarle, lograr que la viera de un modo distinto. Evidentemente, para eso hacía falta algo más que un vestido caro.

«Míralo», pensó. «Está más preocupado en doblar su periódico que en prestarte atención».

Entonces, volvió a mirarla y el corazón de Pandora dio un salto mortal. Los ojos grises no eran alentadores ni la contemplaban en admiración, pero tenían una expresión que la dejó sin aliento. Para disimular su repentina confusión, levantó el sombrero y le lo plantó alegremente en la cabeza.

– Me pareció que lo mejor era acompañar el traje con un sombrero, ¿no crees?

La acostumbrada expresión de espanto que apareció en el rostro de Ran fue casi un alivio.

– ¿No me dirás en serio que has pagado dinero por esa cosa?

– ¿No te gusta? -dijo Pandora con voz candorosa desde algún punto al otro lado del ala.

– ¿No has podido encontrar algo que fuera un poco menos llamativo?

– Estaba segura de que, si me fuera a casar contigo, te habría gustado que tuviera un aspecto memorable.

– Sí, inolvidable es una manera de describir el aspecto que tienes -dijo él con desdén y Pandora tuvo la sensación de que Ran se sentía tan aliviado como ella de que las cosas volvieran a la normalidad-. ¡Completamente ridículo es otra!

Pandora fingió hacer un puchero.

– ¡Pero si lo he comprado especialmente para ti!

– Si crees que voy a andar por las calles de esta ciudad a tu lado, olvídalo.

Pandora se quitó el sombrero de mala gana y acarició el ala.

– Creí que te gustaría.

Su exagerado suspiro de desilusión, sorprendentemente, provocó un brillo de humor en aquellos ojos grises. Ran dejó el periódico sobre la mesa.

– Te refieres a que me molestaría mucho, ¿no? -dijo Ran y. aunque sonrió de verdad, Pandora presintió que había conseguido una gran victoria.

– De verdad, chico, ni si quiera se me había pasado por la cabeza -dijo ella, llevándose una mano al corazón y abriendo mucho los ojos.

– ¡Y yo que había llegado a pensar que te habías transformado por arte de magia! Al fin y al cabo, parece que eres la misma de siempre.

– Me temo que sí -dijo ella, empezando a recoger las bolsas.

– Todavía llevas una etiqueta colgando -dijo él-. Estate quieta.

Pandora se quedó como una estatua mientras él le quitaba el precio del cuello de la chaqueta. Era intensamente consciente de lo cerca que se encontraban, de aquellas manos que le rozaban el cuello bajo el pelo. Sus ojos se encontraron involuntariamente cuando Ran retrocedió y, por un instante, Pandora se olvidó de respirar. Una pausa casi inapreciable y entonces Ran se dio la vuelta.

– Será mejor que nos vayamos -dijo bruscamente.

El ambiente entre ellos era tenso mientras volvieron al coche para dejar las bolsas. Pandora quería decir algo y romper el silencio, pero no se le ocurría nada. Se sentía rara dentro de aquel traje elegante. Incluso sin el sombrero, más de una cabeza se volvía para mirarla al pasar.

Tuvieron que atravesar el mercado para llegar al estudio del fotógrafo. Concentrada en no cruzar la mirada con nadie, Pandora mantuvo la cabeza baja y no se dio cuenta de que Ran se había parado junto a un puesto de flores hasta que él le tocó el brazo.

– Necesitas unas flores.

– ¡Oh!

Pero no pudo continuar, Ran ya había comenzado una discusión enérgica con el florista a resultas de la que Pandora se encontró cargada con un ramo de rosas amarillas. Pandora las rozó con la cara, olió su fragancia y le dedicó una sonrisa tímida a Ran.

– Son preciosas, gracias -dijo mientras veía que una expresión extraña cruzaba por sus ojos-. ¿No sería mejor que llevaras un clavel en el ojal?

– Esto es por cuenta de la casa -dijo el florista, dándole a Pandora un clavel blanco.

Entonces, ella tuvo que sujetar el ramo con una mano para ponerle la flor a Ran. De nuevo, estar tan cerca de él la hizo sentirse abrumadoramente consciente de su fuerza. Hubo de morderse los labios para pasar el tallo de la flor por el agujero. Al final, Ran tuvo que ayudarla y Pandora sintió aquellos dedos hábiles y cálidos sobre los suyos. Poseída por una extraña timidez, sintió que el rubor se apoderaba de sus mejillas y evitó su mirada.

– Van a casarse, ¿verdad? -preguntó el florista que había presenciado la escena con interés.

– Algo parecido -contestó Ran.

El fotógrafo era un hombre alto y delgado con pretensiones artísticas. Lanzó una mirada dudosa al sombrero de Pandora y alcanzó el éxtasis con las rosas y con su estructura ósea mientras les hacía pasar al estudio.

– ¿Quizá le gustaría prepararse? -preguntó haciendo un gesto hacia un tocador equipado con pinceles, pañuelos y una selección de maquillajes, antes de apartarse revoloteando para trastear con las luces.

– ¿Qué quiere decir con eso de «prepararse»? -preguntó ella a Ran-. Ya estoy preparada.

– No del todo -dijo él sacándole otra hoja del pelo, producto de su batalla matutina con el seto-. La mayoría de las novias suele peinarse un poco.

Pandora se dejó caer frente al tocador y se pasó unas cuantas veces el cepillo. Ran chasqueó la lengua y se lo quitó de las manos.

– ¡Ay! -exclamó ella con lágrimas en los ojos-. ¡Cuidado, que duele!

– No te quejes tanto.

Ran dio un paso atrás para considerar su peinado. El pelo envolvía como una nube resplandeciente y oscura su cara en forma de corazón. Se lo arregló sobre los hombros mientras acariciaba su sedosidad con gesto meditabundo.

– ¡Ya está! -dijo al fin, volviendo a ponerle las rosas entre las manos-. Ahora sí pareces la chica de la que podría enamorarme.

Pandora lo miró con los ojos muy abiertos. Los de Ran no eran menos fáciles de leer, pero a la luz de los focos hizo que se quedara sin aliento mientras que su corazón latía fuertemente contra su caja torácica. Ran estaba muy cerca…

– ¿Ya están listos?

El fotógrafo debía haber vuelto preguntándose lo que estaban haciendo. Los dos se separaron con un aire que sólo podía describirse como culpable. Pandora deseó que su respiración dejara de comportarse de aquel modo extraño. Sólo era Ran, un hombre que se había mostrado completamente desagradable con ella desde el primer momento, un hombre que ni siquiera le había sonreído. Ella se encontraba allí únicamente por culpa de Homer. Nada más.

Sin fiarse de su expresión, Pandora se empeñó en llevar el sombrero, para mortificación del fotógrafo que alegó que eso le ocultaría el rostro. Comenzó una discusión que sólo acabó cuando Ran propuso que le hiciera un par de fotos a ella sola con la pamela y luego a los dos sin el sombrero. Aunque la luz de la batalla todavía brillaba en sus ojos y miró desafiante al objetivo, Pandora se sintió más ella misma y pudo acceder al acuerdo.

Estaba claro que el fotógrafo pensaba que aquel engendro de pamela ponía su reputación artística en entredicho y se alivió visiblemente cuando ella se la quitó para que él pudiera colocar a Ran de pie a su lado.

– ¿Quizá quiera ponerle la mano sobre el hombro, no? -sugirió a Ran-. Y usted puede alzar los ojos hacia su esposo, señora Masterson. Eso es, encantador. ¡Quietos!

– Relájate -murmuró Ran sin mover los labios, sintiendo su tensión-. Se supone que tienes que parecer enamorada de mí.

– No es nada fácil -repuso ella, inquieta como siempre por su cercanía.

– Lo será si lo intentas. Tú relájate y piensa en lo que me debes. ¡Y no olvides sonreír!

– Las fotografías, ¿son para alguien en especial o sólo para ustedes?

Para sorpresa de Pandora, el fotógrafo no parecía poner en duda que estuvieran casados.

– Son para la madre de Pandora -dijo Ran.

– Vive en Canadá -añadió ella, pensando que podía embellecer un poco aquella historia-. Está postrada en la cama y no pudo venir para la ceremonia y, como no conoce a Ran, naturalmente, quiere ver cómo es.

Sintió que Ran se quedaba rígido a su lado. Sin embargo, el fotógrafo quedó convencido.

– Ya. Una foto de estudio es mucho más bonita que una instantánea de boda, ¿verdad que sí?

– ¡Oh! La verdad es que no hubo fotos en la ceremonia -dijo ella animadamente, a pesar de la mirada de advertencia de Ran-. Queríamos que fuera algo especial, sólo para nosotros dos, ¿verdad, cariño?

Ran no se dignó contestar a eso.

– ¿No será mejor que hagamos otra? -fue todo lo que dijo con cara de póquer.

En su desesperación por conseguir una foto «interesante», el fotógrafo los colocó en unas posturas increíblemente forzadas. Algunas fueron tan incómodas que Pandora descubrió que le ayudaban a olvidar la proximidad de Ran. Al menos, la incomodidad les unió en su antipatía por el «artista».

– ¿Quiénes se cree que somos? -murmuró Ran, irritado-. ¿El señor y la señora Houdini?

La situación era tan absurda que a Pandora le dio la risa tonta.

– Venga, ahora mírense a los ojos -gritó el fotógrafo.

Obedientemente, Pandora miró a Ran, pero todos sus esfuerzos por parecer una devota esposa la hicieron reír aún más. Aunque trató de resistirse, incluso Ran acabó riendo.

Fue como si de repente se encontrara mirando a un perfecto desconocido. El corazón de Pandora dio un brinco en su pecho cuando vio la sonrisa que arrugaba su cara, marcando las líneas que rodeaban sus ojos, suavizando los ojos grises con un brillo de humor e iluminando su expresión con una claridad súbita. Todo en él era a la vez extraño y raramente familiar, como si siempre hubiera sabido cómo sería al sonreír. ¿Acaso no sabía que sus dientes eran blancos y contrastaban con su tez morena? ¿Que sus mejillas adoptarían aquel gesto? Pandora vio la aspereza casi imperceptible de la barba y los dedos le hormiguearon, casi como si supiera lo que era pasar sus yemas sobre aquel mentón.

– ¡Súper!

El fotógrafo emergió tras la cámara y Pandora se dio cuenta de que se había quedado petrificada sonriendo. Ran miraba al artista, aparentemente inconsciente del efecto abrumador de su propia sonrisa.

– ¿Ya está?

– Sólo una más. ¿Qué tal una bonita foto romántica para su mamá? ¿Un beso, quizá?

La sonrisa desapareció como por ensalmo de los labios de Pandora. No se atrevió a mirar a Ran y dejó que él buscara alguna excusa para evitar aquella situación.

– Buena idea -dijo Ran con calma.

«¿Buena idea?», le preguntó ella con el movimiento de los labios. Ran la miró con una expresión inescrutable.

– ¿A ti no te lo parece, cariño? -preguntó, pagándole en su misma moneda.

– Bueno, yo… no creo que…

Pero Ran hizo que se levantara de la silla y la estrechó contra sí.

– ¿Estamos bien así? -le preguntó al fotógrafo sin apartar sus ojos de ella.

– ¡Perfecto!

Ran le apartó un mechón de pelo de la cara y deslizó la mano, cálida y suave, tras el cuello mientras acariciaba la línea de su mejilla con la yema del pulgar. Contempló un momento su cara hasta que los ojos se centraron en la boca.

Pandora temblaba, dividida entre el miedo a lo que aquel beso pudiera significar y un anhelo profundo y peligroso, sostenida por la trémula promesa de los dedos que le acariciaban la cara y el cuello. El corazón le latía alocadamente, se olvidó de respirar, se olvidó de todo, excepto de Ran y el deseo que la invadía.

Un deseo incandescente que le oscureció los ojos mientras Ran se inclinaba muy despacio sobre ella hasta que sus labios se encontraron. El estudio giró a su alrededor mientras ella jadeaba involuntariamente con el primer contacto electrizante.

¿Cómo podía haber pensado que su boca era fría? Era cálida, ardiente, segura y persuasiva. Ya nada importó, sólo el roce de aquellos labios embriagadores. Se inclinó hacia él, las manos se movieron por propia voluntad hasta sus muñecas, pero en vez de apartarle, se aferró a él con un ansia muda, y el placer del beso se intensificó.

Y entonces, él se estaba apartando mientras le rozaba la garganta con la mano. Por un momento, la miró directamente a los ojos antes de sonreírle cínicamente.

Capítulo 3

A su mamá va a encantarle ésta -dijo el fotógrafo con satisfacción. Al pensar en la reacción que su madre tendría si le enviara una foto besándose con un perfecto desconocido, Pandora tuvo que luchar contra un estallido de risa histérica. Miró a su alrededor, Ran y el fotógrafo estaban hablando, pero nada parecía real. El calor de su boca era real, la firmeza de sus manos, la oleada de placer febril eran reales. Su cuerpo todavía palpitaba con él, los labios aún le abrasaban y, cuando se miró los dedos, fue como si todavía pudiera sentir el vello varonil de sus muñecas, de donde le había sujetado.

De algún modo tuvo que despedirse, porque lo siguiente que supo fue que estaba de pie en la calle, con Ran, parpadeando al sol y abrazándose al ramo de rosas. Una brisa fresca le alborotó el pelo y se lo echó sobre la cara, pero no tenía las manos libres para apartárselo. Ran la miró a la cara, casi oculta tras la nube de pelo negro y suspiró.

– Sólo llevas treinta segundos fuera y ya estás hecha un desastre.

Pandora trató de quitarse los cabellos del rostro.

– Es difícil seguir peinada cuando sopla un huracán -protestó, aunque se daba cuenta de que él se mantenía impecable sin dificultad.

El viento apenas le revolvía el pelo y parecía tan sólido y compuesto como siempre. Todo en él era sólido y definido. Ran era el dueño absoluto de sí mismo, resultaba obvio en la soltura con que se movía, en su modo de hablar, en la manera que tenía de mirar el reloj.

En el modo en que besaba.

Pandora miró fijamente las rosas, alegrándose de que el pelo le ocultara la cara.

– Vamos a comer algo -dijo él.

Ran la llevó a un restaurante pequeño y tranquilo, escondido tras la plaza del mercado. Pandora escapó enseguida al tocador, supuestamente para peinarse, a recobrarse en realidad. Cuando se miró al espejo, sus ojos eran grandes y oscuros tras el pelo enredado, pero, aparte de eso, se asombró al ver lo normal que parecía. Había esperado ver que sus labios todavía estaban rojos y palpitantes por el beso y las mejillas encendidas con la sangre que todavía le hervía en las venas.

Puso las manos bajo el chorro de agua fría y se las llevó a la cara. Era una estupidez reaccionar de aquella manera. Cualquiera pensaría que nunca la habían besado. ¡Pero si ni siquiera había sido un beso de verdad! ¿Cuánto había durado? ¿Treinta segundos?

¿Un minuto entero?

«Una eternidad», dijo una vocecita interior que Pandora acalló firmemente. Tenía cosas mejores que hacer que preocuparse por un beso tonto, por mucho que hubiera durado. Tan sólo era una parte de la farsa que permitiría a Ran dejar Kendrick Hall cuanto antes y volver a África. Cuanto antes mejor, así ella podría volver a su alfarería y olvidarse del ardor de su boca, de lo inesperado de su sonrisa.

Mientras tanto, volvería a la mesa y fingiría que no le había molestado lo más mínimo que la hubiera besado. ¡Si Ran podía comportarse como si no hubiera sucedido nada, ella también!

Pandora se sintió orgullosa de la frialdad con que aceptó el menú. Él se había quitado la chaqueta, la camisa blanca le hacía parecer más duro y bronceado que nunca. Le estudió con disimulo por encima de la carta.

Leía su menú con las cejas ligeramente fruncidas y Pandora aprovechó para contemplar a sus anchas aquella boca fría y excitante.

¿Por qué tenía aquella fijación con su boca? Apartó la mirada bruscamente, pero aquello había bastado para inflamar el recuerdo del beso y la forma de sus labios siguió bailando ante ella, aunque se empeñó en no levantar los ojos del menú. ¿Qué tenía él para provocar aquella sensación de revoloteo en sus entrañas? Sólo había sido un hombre frío, agrio y desagradable con ella, y Pandora no creía que aquello tuviera algo que ver con su físico. Ran no era estrictamente guapo. Había algo duro en él, algo implacable y particular en sus rasgos que convertían la palabra guapo en un calificativo demasiado débil para aplicárselo. Era demasiado frío, demasiado duro, demasiado contenido.

Pandora no acertaba a definir aquello que le hacía tan diferente de los demás. Podía estar relacionado en aquel aire de eficiencia contenida que parecía tan suyo, o la sensación de fuerza oculta que lo destacaba por encima de todos los hombres que había en el restaurante. Después de todo, todos tenían dos ojos, una nariz, una boca… Sólo que ninguno de ellos tenía una boca que convirtiera sus huesos en agua cuando pensaba en ella.

«Se supone que no deberías estar pensando en su boca», se dijo a sí misma desesperada. «Te tenías que comportar como si nada hubiera sucedido, ¿lo recuerdas?»

Trató de concentrarse en el menú, pero sus ojos seguían atisbando subrepticiamente por encima y por los lados de la carta para contemplar sus manos, su pelo, el puente de su nariz.

Ran cerró el menú inesperadamente, levantó los ojos y la descubrió mirándolo. Pandora había olvidado lo penetrantes que podían ser sus ojos y una marea de rubor anegó sus mejillas. Ran arqueó una ceja al ver su expresión.

– ¿Has elegido ya?

– ¿Elegido? -preguntó ella sin comprender.

– Que si has visto algo que te apetezca comer -explicó él con una paciencia exagerada.

– ¡Ah, sí!

Pandora miró desesperadamente el menú, pero las letras continuaban bailando ante ella. ¡Tenía que dominarse!

– Yo… bueno, tomaré pollo.

«Pollo» fue la primera palabra que pudo leer, aunque no tenía la más remota idea de cómo estaba preparado.

– ¿Te encuentras bien, Pandora? -preguntó él, después de entregarle las cartas al camarero.

– Perfectamente.

– Pareces distraída. ¿Es normal en ti?

Pandora jugueteó con la servilleta y deseó que él no fuera tan observador.

– Tengo muchas cosas en que pensar -dijo con la intención de zanjar el tema, pero él no se dio por vencido.

– ¿Qué clase de cosas?

– Bien… la exposición, para empezar. Nunca he hecho una exposición en solitario, de modo que quiero que salga bien. Sólo me quedan dos semanas para acabar de prepararla. En realidad, no me puedo permitir perder todo este tiempo.

– Tampoco puedes comprar un jarrón chino, ¿no, Pandora?

– No -dijo ella, riñéndose por haber esperado un poco de comprensión de Ran Masterson.

– ¿Dónde va a ser la exposición?

– En la galería que hay en la plaza del mercado.

– La has organizado muy deprisa, ¿no? -preguntó él, frunciendo el ceño-. Creía que no llevabas mucho tiempo aquí.

– Unas seis semanas. En un principio, la galería iba a organizar una exposición del trabajo de Celia, ella también es ceramista, pero tuvieron que irse precipitadamente a los Estados Unidos.

«Cuando salí de la escuela de arte no tenía sitio donde trabajar. Durante una temporada, estuve utilizando los talleres de varios amigos y entonces fue cuando Celia sugirió que usara su taller mientras ella y su marido estaban fuera. Era perfecto. Vivir aquí sin tener que pagar un alquiler significa que puedo concentrarme en mi trabajo. Nunca había podido permitírmelo. Cuando Celia me presentó al propietario de la galería y sugirió que yo la sustituyera… Bueno, fue demasiado increíble para ser verdad.

Ran tomó un sorbo de vino y la miró por encima de la copa. Su expresión era inescrutable.

– No arruinarás la exposición por pasar un día haciendo de mi mujer, ¿verdad?

Pandora titubeó. ¿Cómo podía decirle que no se trataba tanto del tiempo sino de la pérdida de concentración y de las horas que pasaba pensando en él?

– No -reconoció de mala gana.

– En ese caso, será mejor que nos inventemos la historia de cómo nos conocimos, por si Myra y Elaine se les ocurre preguntar -dijo él, evidentemente consideraba que la exposición era un problema menor-. ¿Has estado alguna vez en África?

A Pandora, el repentino cambio de tema la pilló desprevenida.

– He estado en Italia.

– Italia no es África, ¿no te parece?

– Bueno, es lo más cerca que he estado -refunfuñó ella, todavía picada por su falta de interés en la exposición-. De acuerdo, Wickworth tampoco es la capital mundial del arte, pero por algo se empieza.

– ¡Hum! -murmuró él, frunciendo el ceño sin levantar la vista de su copa-, ¿Y tu familia? ¿Tampoco ha estado en África nadie de tu familia?

– Papá es vicario, siempre vamos de vacaciones a Escocia. Pero, ¿por qué tenemos que habernos conocido en África, vamos a ver? ¿Por qué no les decimos la verdad?

– ¿Cuál? ¿Que os atrapé a ti y a tu perro destrozando la herencia de mi familia?

Pandora alzó la barbilla.

– Al menos no tendríamos problemas para recordar la historia, tampoco tenemos que especificar cuándo sucedió.

– Por desgracia, Myra y Elaine ya saben que sólo puedo quedarme una semana más en Kendrick Hall. La gente no se casa en cuestión de unos pocos días, ¿a que no?

– Podría haber sido amor a primera vista, ¿qué te parece?

– Podríamos, pero no, ¿eh?

Pandora recordó la primera vez que lo había visto, alto, fuerte e iracundo.

– No, claro que no -dijo sin emoción en la voz.

– De todas maneras, ya les he dicho que has estado en África conmigo. Tendremos que inventarnos algo. ¿Tienes hermanos o hermanas?

– Dos hermanos. Ben todavía está estudiando y Harry acaba de graduarse como ingeniero. Ahora trabaja en Londres.

– Harry nos vendrá bien. Para nosotros estará trabajando en África. Le diremos a Myra y Elaine que nos conocimos cuando fuiste a visitarlo.

– Pero, ¿y si me preguntan cómo es aquello? Jamás he puesto un pie en África.

– Imagino que Myra y Elaine tampoco. Tienes que haber visto documentales en televisión. Lo único que tienes que hacer es dar rodeos y no parece que tengas muchas dificultades para hacer eso.

Pandora lo miró con hostilidad.

– Muy bien, hemos estado viviendo en África y regresamos a Inglaterra cuando supimos que habías heredado Kendrick Hall.

– Y ahora estamos entusiasmados con la idea de transformarlo en una casa para recibir huéspedes americanos -acabó Ran-. La verdad es que no es una trama complicada. ¿Crees que serás capaz de recordarla?

– Estoy convencida de que no será tan fácil como tú imaginas -dijo ella sombríamente-. Seguro que acabarán preguntándome algo de lo que no tenga ni idea, como si te gustan las coles de Bruselas o qué tal te llevas con mi madre.

– No creo probable que te examinen tan exhaustivamente. Si te preguntan algo que no sabes, tendrás que improvisar.

– Bueno, también ayudaría si me contaras algo sobre ti.

Ran pareció impacientarse.

– ¿Qué quieres saber?

¿Qué pensaría si extendía el brazo y le ponía la palma de la mano en la mejilla? ¿Cómo sería saber que, si le sonreía, él le devolvería la sonrisa? ¿Llegaría alguna vez el día en que fuera capaz de olvidar el beso que le había dado?

– ¡Oh! Pues eso, cosas -dijo ella, evitando su mirada-. Cuándo es tu cumpleaños, si tienes más hermanos, si siempre has sido tan malhumorado, esa clase de cosas.

– En absoluto tengo mal humor -dijo Ran, irritado-, Al menos, hasta que vi treinta mil libras destrozarse contra el suelo.

Pandora se atragantó con el vino.

– Tendría que haber imaginado que sería culpa mía.

– Vale, de acuerdo. Hasta que heredé Kendrick Hall -concedió él a regañadientes.

El camarero les sirvió los platos. Pandora tomó el cuchillo y el tenedor, un poco mortificada.

– La mayoría de gente se sentiría feliz de heredar una mansión tan encantadora como ésa.

– ¿Para qué quieres una casa en la que no puedes vivir? Aparte de todo lo demás, es demasiado grande para un hombre solo.

Pandora se concentró en el pollo.

– Quizá algún día tengas familia.

– No -dijo él, tajante hasta rozar la grosería.

Pandora juzgó que era mejor mantener la conversación lejos del tema de la familia. ¿Por qué tenía que importarle tanto que él no quisiera tener mujer e hijos?

– Sigue siendo una casa encantadora para vivir -dijo ella pensando en el caserón que había ido modificándose desde la Edad Media-. Me parece muy romántico, puedes respirar la historia allí.

– Yo sólo respiro humedad -repuso él prosaicamente-. ¿Tienes idea de cuánto va a costar restaurarla?

– ¿No serán treinta mil libras casualmente?

Ran le lanzó una mirada asesina, pero Pandora ya estaba tomando un sorbo de vino con una cara perfectamente inocente.

– Eso solucionaría los problemas principales, pero necesita muchas obras antes de que pueda empezar a admitir gente. Quizá a ti te parezca romántica. En lo que a mí respecta, es una carga demasiado costosa. Además, tampoco significa nada para mí, hasta la semana pasada, jamás había estado en Kendrick Hall.

– ¿Es que tu tío nunca te invitó a pasar unos días?

Pandora estaba sorprendida, pero sorprendió aún más cuando él rió sin humor.

– Para mi difunto tío, mi padre era la oveja negra de la familia. Se negaba a pronunciar su nombre, ni siquiera quiso oír hablar de mí cuando estuve interno en el colegio y durante la universidad.

– Debe haber cambiado de opinión cuando te dejó la casa.

– No tenía más remedio. Está estipulado que la propiedad debe pasar al heredero masculino y Eustace no tenía hijos.

– Tú tampoco quieres tenerlos. ¿Qué pasará entonces?

La expresión de Ran cambió, se hizo completamente opaca.

– Ése no es mi problema.

– ¿Y no tienes más hermanos? -preguntó ella, sintiendo que había cometido una falta de tacto.

– No, soy hijo único.

– ¿Nunca te sentiste solo?

Pandora no concebía la vida sin hermanos con los que jugar y pelearse. Ran se encogió de hombros.

– Yo me crié en Ghana. Cuando era pequeño, jugaba con los niños de allí, de modo que no eché de menos tener hermanos. África es mi hogar, mucho más de lo que Kendrick Hall lo será nunca.

– ¿Has estado casado? -preguntó ella, haciendo acopio de valor.

– ¿A qué viene este interrogatorio? -replicó él, enfadado.

– Hemos quedado en que me ayudaría saber algo sobre ti -dijo ella, enfadándose también-. ¿Cómo voy a fingir que soy tu esposa si no conozco lo más básico? Me ha parecido que saber si has estado casado era algo primordial para una esposa.

– Lo sería si fueras a pasar el resto de tu vida conmigo, pero sólo van a ser veinticuatro horas.

– ¿Por qué eres tan reservado con eso?

– No soy reservado -negó él mientras un músculo palpitaba en su mandíbula-. Y ya que estás tan interesada, te diré que no, nunca he estado casado y me propongo seguir así. Mantengo una relación abierta y sin exigencias con una americana que también vive en Mbuzi, una relación que los dos pretendemos dejar tal y como está. Bien, ¿hay algo más que quieras saber sobre mi vida privada o podemos seguir comiendo?

– ¿Cómo se llama? -insistió ella, sin poder reprimirse.

– Cindy -contestó él con un suspiro.

¿Cindy? ¡Vaya un nombre estúpido! Pandora concentró su agresividad en el pollo. Por supuesto que a Ran le gustaba una chica así. Tenía que ser almibarada, dulce y complaciente con todo lo que él quisiera.

– ¿Cómo es? -dijo, aunque no estaba muy segura de querer saberlo.

– Es inteligente, elegante y extremadamente buena.

Obviamente, Ran la comparaba con Pandora, que no encajaba en ninguna de aquellas categorías.

– Supongo que también será bonita.

– Mucho.

– Ya.

Pandora se arrepentía de haber empezado a preguntar, pero ya era demasiado tarde.

– ¿Cómo la conociste? ¿También se metió su perro en tu casa?

– Si Cindy tuviera un perro, seguro que lo mantendría controlado -dijo él, mirándola con severidad-. La verdad es que trabaja para una de las grandes agencias de ayuda internacional. Es asombrosamente buena en su trabajo.

Pandora clavó con saña los cubiertos en el pollo.

– Si es tan maravillosa, ¿por qué no está aquí contigo?

– Ha ido de permiso a su casa en los Estados Unidos. En cualquier caso, no mantenemos esa clase de relación. Cindy tiene su carrera y sabe que a mí no me interesa el matrimonio. Nos lo pasamos bien cuando estamos juntos, pero ninguno de los dos queremos complicarnos con ataduras ni compromisos.

– Entonces, no podéis estar enamorados -dijo ella, contrariada.

Ran la miró enfadado. Parecía tan contrariado como ella.

– Lo que yo sienta por Cindy no es asunto tuyo -le espetó-. Creía que ibas a preguntarme por mi cumpleaños, no que te propusieras analizar mis relaciones.

– Vale. ¿Cuándo es tu cumpleaños? -dijo ella, jugueteando con la guarnición de su plato.

– El veintisiete de abril -dijo mientras se apresuraba a levantar una mano con expresión sarcástica-. ¡No me lo digas! Soy Leo o Géminis, o algo parecido.

– Tauro, en realidad.

– Estaba seguro de que lo sabrías -dijo él sin molestarse en ocultar su expresión burlona-. A las artistas siempre os gusta esa cháchara, ¿verdad? Supongo que ahora empezarás a analizar mi signo.

Pandora dejó caer ruidosamente el tenedor.

– No lo necesito. Ya sé que no somos compatibles.

Se miraron furiosos. Ran tenía un aspecto imponente y Pandora tomó un sorbo desafiante de su copa. Tenía los ojos de un violeta intenso y la barbilla alzada en un ángulo orgulloso. El silencio tenso se rompió cuando una voz indecisa pronunció su nombre.

– ¿Pandora?

Absorta en el enfrentamiento con Ran, Pandora miró al recién llegado sin comprender. De repente, su frente se aclaró al reconocerlo. El permanecía junto a la mesa y tampoco parecía muy convencido de que se tratara de ella. Era alto y rubio, con un aire cortés y nobiliario.

– Hola, Quentin.

– ¡Eres tú! -exclamó el recién llegado con descarada admiración-. Por un momento lo he dudado. ¡Estás fabulosa!

Con el rabillo del ojo, vio que Ran fruncía el ceño mientras ella le dedicaba una sonrisa tan resplandeciente que Quentin parpadeó.

– Muchas gracias.

A Pandora no le sorprendía que le hubiera costado trabajo reconocerla. La única vez que se habían visto fue cuando Celia la llevó a la galería para presentarles y entonces Pandora llevaba los vaqueros rotos y la camiseta que usaba para trabajar. Quentin no se había mostrado muy feliz, pero la persuasión de Celia y las muestras de sus trabajos habían acabado convenciéndole de que le diera una oportunidad. Ahora la miraba como si el patito feo se hubiera transformado en cisne y, pensando que a Ran no le haría daño comprobar que no sentía en absoluto celos de la perfección de Cindy, Pandora levantó la mejilla para que Quentin la besara.

Algo a lo que él accedió con un placer evidente mientras que Ran observaba la escena con una expresión pétrea.

– ¿Cómo van las cosas? -preguntó el galerista con mucho más interés que el primer día-. ¿Te va a dar tiempo a tenerlo todo listo para la exposición?

– Eso espero. Ahora estoy ocupada con un par de problemillas. Pero no te preocupes, no es nada importante.

Aquel músculo delator en la mandíbula de Ran no dejaba de palpitar.

– ¿Es que no vas a presentarnos, «cariño»? -les interrumpió él con voz áspera.

Pandora sintió ganas de asesinarle. Por nada del mundo quería presentarles, pero ya no tenía otra alternativa.

– Quentin Moss, Ran Masterson -dijo de mala gana-. Quentin es el propietario de la galería que va a presentar mi exposición.

Los dos hombres se dieron la mano sin entusiasmo, mirándose como perros a punto de enzarzarse. Era evidente que Quentin se había dado cuenta del «cariño» y de la subsecuente mirada furibunda de Pandora, porque se volvió hacia ella casi enseguida.

– Tenemos que comer un día juntos -dijo con una voz cálida y acariciante-. Casi no nos hemos visto y le prometí a Celia que cuidaría de ti. ¿Por qué no pasas a verme la semana que viene? Podemos discutir los detalles de la exposición y luego ir a un restaurante pequeño que yo conozco.

– Vas a estar muy ocupada la semana que viene, ¿no es así, Pandora? -intervino Ran con una mirada de advertencia.

Pandora pensó en Cindy.

– Seguro que podré hacer un hueco para ver a Quentin -dijo devolviéndole una mirada empecinada antes de volverse al galerista con una sonrisa-. ¿Qué te parece el lunes?

– Fabuloso -dijo Quentin, inclinándose para besarla otra vez con una mirada de triunfo hacia Ran-. Te estaré esperando.

Pandora le sonrió con todo el encanto de que fue capaz, sin quitarle ojo a la expresión de Ran. Se sentía estimulada. Si hubiera sabido que un vestido podía tener aquel efecto, se lo habría puesto antes. Ran abrió la boca para dar su opinión, pero volvió a cerrarla al ver que el camarero se acercaba para retirar los platos.

La frustración no mejoró su humor.

– Seguro que podré hacer un hueco para ver a Quentin -dijo imitándola despiadadamente en cuanto se alejó el camarero.

Pandora abrió los ojos sorprendida.

– ¿Hay algún problema? -preguntó con voz dulce.

– Puede que tú hayas olvidado las treinta mil libras que me debes, pero yo no -dijo entre dientes-. ¡Se supone que la semana que viene tienes que ser mi esposa!

– ¡Sólo veinticuatro horas! No entiendo qué te puede importar lo que haga el resto de la semana.

– ¿Y qué pasará si las directoras deciden presentarse aquí el lunes? ¿Cómo vas a hacer un hueco para el chico guapo entonces?

– No creo que tenga dificultad para quedar con él cualquier otro día -dijo ella furiosa-. ¿A ti qué te importan mis asuntos? Creía que sólo querías volver junto a tu preciosa Cindy.

– No podré hacerlo si no representas tu papel convincentemente la semana que viene. Y tendrás que hacerlo mucho mejor que hoy si quieres que se crean que eres mi esposa y no una artista zalamera.

– No me había dado cuenta de que había empezado la representación.

– Teniendo en cuenta que llevas un vestido que he comprado yo y que estás en un restaurante que pago yo, creo que podrías haberlo tenido en cuenta, ¿no?

Pandora abrió el menú de postres con un gesto salvaje.

– ¿También calculas lo que te gastas con Cindy o eso no forma parte de vuestra relación abierta?

– No metas a Cindy en esto.

– Lo haré si tú dejas en paz a Quentin.

– ¿Por qué te importa tanto de repente ese tipo? Ni siquiera te habría prestado atención si no llevaras ese traje.

– Eso no puedes saberlo -dijo ella, cerrando el menú con un chasquido-. Sólo porque a ti no te interese, no quiere decir que no le guste a otros.

– No, si lo que más me sorprende es que él pueda interesarte a ti -se burló él-. ¿De verdad te has dejado impresionar por ese larguirucho remilgado? -murmuró él en voz baja cuando el camarero volvió a aparecer-. No querrás postre, ¿o sí?

– Tomaré pastel de trufa, por favor -dijo Pandora, aunque acababa de decidir que no le apetecía nada más.

Dedicó una sonrisa deslumbrante al camarero y esperó a que anotara el café de Ran antes de volver al ataque.

– ¡Y Quentin no es remilgado! Es un hombre de mundo, pero no espero que reconozcas la sofisticación aunque la tengas delante de las narices. También es encantador, culto, considerado, al contrario de cierta gente que no quiero mencionar.

– ¿Cultura y consideración? ¿Es eso lo que le pides a un hombre?

– ¡Desde luego, es mucho más de lo que pide Cindy!

– Cindy tiene demasiado sentido común como para perder el tiempo soñando con la clase de hombre que se te escurre entre los dedos cuando tratas de levantarlo. Ya sé que no me había hecho ilusiones de que tuvieras tanto sentido como ella, pero podías haber demostrado un poco más.

A Pandora le costó trabajo mantener la sonrisa.

– Bueno, los artistas tenemos que apoyarnos entre nosotros, ¿no? Y otra cosa, te agradecería que no me volvieras a llamar cariño.

– Pues yo creo que lo menos que me debes son unos cuantos «cariños» -dijo él, visiblemente irritado.

– Homer sólo rompió un jarrón. Puedes llamarme cariño en Kendrick Hall cuando lleguen las americanas. Es lo único que he aceptado y sobra con eso. Tú volverás a África, pero yo tengo que pasar el resto del año aquí. ¿Cómo voy a explicárselo a Quentin?

– Dile que soy un amante celoso.

El corazón de Pandora acababa de tranquilizarse. La mera idea de que Ran fuera su amante, volvió a desbocarlo otra vez. Se arrepintió de tener una imaginación tan vivida. Ran la estrechaba despacio entre sus brazos y le bajaba la cremallera del traje. Ran le sonreía mientras sus manos acariciaban todo su cuerpo…

– ¿Y qué se supone que tengo que decirle cuando te hayas ido? -preguntó ella con voz aguda.

– Puedes decirle que te he dejado.

– ¡Muchas gracias! ¡Seguro que le impresiona!

– Si de verdad le importas, se alegrará de tenerte para él solo y no hará caso de nada más -dijo él con indiferencia, ante lo que Pandora se sumió en un silencio hosco.

Después de haberse empeñado en tomar postre, tuvo que hacer un esfuerzo para engullir el pastel de chocolate mientras que Ran removía su café de mal humor. Se dijo a sí misma que debía alegrarse de haber descubierto el cerdo egoísta, arrogante e irracional que era en realidad. Era mucho más fácil enfrentarse a él que recordar cómo la había besado y cómo se transformaba su cara cuando sonreía. Deseó poder borrar de su mente aquella imagen de él estrechándola entre sus brazos. La acechaba desde lo más profundo a pesar de todos sus esfuerzos por recordar lo desagradable que era.

Pandora apartó el plato y se arriesgó a mirarlo con la esperanza de que hubiera vuelto a convertirse en un extraño inofensivo. Por supuesto, lo habría sido si hubiera seguido removiendo el café. Las miradas colisionaron antes de que los dos se apresuraran a apartarlas. Sólo había sido un segundo, pero fue suficiente para cambiar la atmósfera de hosco antagonismo por un nuevo silencio tenso que era menos identificable e infinitamente más incómodo.

No, no había nada inofensivo en Ran Masterson.

Volvieron a casa sin romper aquel silencio. Pandora miraba por la ventanilla, convencida de que era más fácil discutir y tratando de no mirar la maestría con que aquellas manos manejaban el volante, las mismas manos que había imaginado recorriendo su cuerpo, quitándole el vestido…

¡Basta! Era el silencio lo que la sacaba de quicio, nada más. Pandora se movió incómoda en su asiento y desesperadamente buscó algo que decir.

– ¿Tengo que hacer algo más antes de que lleguen las americanas? -graznó con una voz que no parecía la suya.

– Puedes ir pensando en lo que vas a hacer de cenar -contestó él sin apartar los ojos de la carretera-. En cuanto tenga noticias suyas, te diré cuándo vienen y te llevaré a comprar todo lo que necesites.

– Puedo ir sola, sé conducir.

– Eres tú la que no deja de repetir lo ocupada que estás. Seguro que acabaremos antes si te acompaño. Por lo menos, no te sentirás tentada a perder el tiempo con una visita a la galería de arte.

– Como tú quieras -dijo ella, cruzando los brazos sobre el pecho.

Ran la dejó en la entrada del establo y ni siquiera se molestó en apagar el motor mientras ella bajaba del coche.

– Dejaré que planees el menú -dijo él cínicamente, antes de seguir por la avenida hacia la mansión.

Pandora se lo quedó mirando llena de resentimiento.

Capítulo 4

Pasaron dos días antes de que lo volviera a ver. Pandora intentó olvidarle dedicándose a su cerámica, pero no le sirvió de nada. El recuerdo de aquel beso estúpido y sin significado la acechaba, listo para tenderle una emboscada justo en el momento en que creía haber tenido éxito en borrar a Ran Masterson de su mente.

Paseando a Homer, preparando el té, cepillándose los dientes… no importaba lo que estuviera haciendo, aquel rostro aparecía repentinamente tras sus párpados y algo ardiente, febril, infinitamente perturbador empezaba a crecer en sus entrañas. Entonces, dejaba lo que estaba haciendo y comenzaba otra cosa, hasta que la casa empezó a llenarse con trabajos inconclusos y ella se enfadó.

No era justo. Sólo había sido un beso. Ni siquiera le caía bien aquel hombre. ¿Por qué no podía quitárselo de la cabeza y concentrarse en su exposición en vez de pensar en lo inquietante que había sido su caricia? Cerró de golpe el armario que estaba abriendo para prepararse una taza de té. Iba a hacer algunos cuencos y a no pensar de ningún modo en Ran Masterson.

Fuera, el sol de la tarde caía oblicuo sobre el chinarro del patio y ella fue descalza al estudio. Dejó la puerta abierta para que entrara el aroma a lavanda y madreselva que Celia había plantado junto a la pared, tomó una bola de arcilla y la puso sobre el torno. Llevaba una camiseta de manga larga y una falda, lo que significaba que tendría que parar para subirse las mangas cada vez que se le bajaran, pero no le importó. El ritmo hipnótico del torno y la suavidad de la arcilla bajo sus dedos mojados era calmante y familiar y gradualmente se relajó, dejando que la forma y el tacto del barro la absorbieran.

Homer había encontrado una de las sandalias que no usaba en la cocina y estaba tumbado a su lado, mordisqueándola. Se sentía feliz de que Pandora hubiera pasado los dos últimos días tratando de vencer su inquietud paseando. Ella ni siquiera se había dado cuenta de que estaba destrozando la sandalia. Canturreaba para sí, perdida en su propio mundo, mientras la arcilla tomaba forma milagrosamente bajo sus manos.

Poco después, había completado una carga para el horno. El sol que entraba por la ventana la envolvía en un aura de luz que relumbraba en su pelo y salpicaba las puntas de sus pestañas de oro. Con el primer golpe en la puerta giró la cabeza. Al ver a Ran se sobresaltó y echó a perder el cuenco al que estaba dando forma. Homer se levantó de un salto de sus siesta y comenzó a ladrar furiosamente para disimular la vergüenza de que le hubieran pillado durmiendo.

El jaleo le dio a Pandora la oportunidad de controlar su corazón desbocado. Justo cuando había logrado convencerse de que aquel beso no tenía la menor importancia después de todo. Ran tenía que llegar y echarlo a perder. Iba vestido con un pantalón caqui y una camisa blanca de manga corta que resaltaba el bronceado de su piel. Pandora podía haberse dicho muchas cosas, pero no había olvidado un solo detalle de él y Ran todavía era capaz de dejarla sin aliento con sólo aparecer en la puerta.

– Hola.

Pandora se levantó, horrorizada por lo chillona que sonaba su propia voz. Ran había calmado a Homer.

– No es gran cosa como perro guardián, ¿eh? -dijo él por todo saludo-. Llevo cinco minutos en la puerta esperando a que uno de los dos se diera cuenta de mi presencia.

– Tendrías que haber dicho algo.

Pandora se había aclarado la garganta y consiguió sonar casi normal.

– Lo he hecho -dijo él con un tono extraño, como si recordara su imagen en vuelta en luz dorada-. Estabas en otro planeta.

Por algún motivo inexplicable, Pandora sintió que una oleada de calor empezaba a invadirla desde la planta de los pies y se dio la vuelta con la excusa de lavarse las manos.

– Estaba concentrada.

Ran no tenía por qué enterarse de cómo perdía el tiempo pensando en él.

– Homer no -dijo él severamente.

Pero entonces echó a perder el efecto agachándose para palmear al chucho en la cabeza. Homer seguía empeñado en mostrar un placer completamente injustificado al verlo.

– ¿Crees que puede valer para algo?

– Homer vale para muchas cosas -dijo ella sin vacilar, saliendo en defensa del perro.

– ¿Ah, sí? ¿Como qué? ¿Invadir la propiedad ajena? ¿Romper las pertenencias de los demás?

Pandora fingió ignorarlo. Mientras se secaba las manos en la falda trataba de pensar en algo que Homer supiera hacer y que impresionara a Ran.

– Le gusta que le tiren palos.

– Sí, pero, ¿los trae?

Pandora alzó la barbilla.

– Muchas veces -mintió desafiante.

– Muy útil -repuso él con expresión sarcástica.

Ran dio unos pasos por el taller como si estuviera inquieto, se detuvo junto al banco de trabajo y levantó una de las piezas terminadas, un gran frutero decorado con un tumulto de plantas tropicales, con monos que asomaban tras las hojas de una palmera y unos loros de colores brillantes.

– ¿Has hecho tú esto? -preguntó sorprendido.

– Es una de las piezas de la exposición -dijo ella, haciendo un gesto hacia el banco.

Estaba atestado de jarras, cuencos, potes, floreros, bandejas y platos. Todos decorados con diseños diferentes y poco usuales, pero el estilo personal de Pandora resultaba evidente en cada uno de los objetos. Ran dio la vuelta al frutero entre sus manos y la miró como si la viera por primera vez.

– Es… original. No me había dado cuenta de que fueras tan buena ceramista -añadió sinceramente.

Pandora se enfureció consigo misma por el estallido de placer que aquello le produjo. Ociosamente, cambió de sitio algunas piezas del banco.

– Gracias -musitó sin mirarlo.

– ¿Cuánto tiempo llevas dedicándote a la cerámica?

Ran dejó el frutero y tomó una jarra de leche que representaba una vaca lúgubre. Sólo estaba a un par de pasos de ella y Pandora se apartó, esperaba que con disimulo, de la perturbadora proximidad de su cuerpo.

– La primera vez que vi a Celia trabajar con el barro fue a los nueve años. Puso una pella de arcilla en el torno y tomó una forma maravillosa entre sus manos y ante mis ojos.

Pandora miró un momento por la ventana con ojos soñadores al recordar aquel momento.

– Yo creí que era… magia. Desde aquel momento, no he querido hacer otra cosa.

Al volver la cabeza descubrió una expresión peculiar en los ojos de Ran. Sin embargo, desapareció tan deprisa que ella pensó que debía haberlo imaginado. Ran dejó la jarra en el banco con cuidado.

– ¿Todo? Yo creía que vosotras las chicas pasabais algún tiempo soñando con matrimonios y tener niños.

Pandora se envaró ante aquel tono desdeñoso. Ran tenía la mala costumbre de inducirla a creer que podía ser amable después de todo, sólo para decir algo más desagradable que nunca.

– No tengo nada en contra de los matrimonios o los niños -dijo ella con toda la frialdad de que fue capaz-, sin embargo, no quiero pensar en eso hasta que no encuentre al hombre adecuado.

– ¿Y qué clase de hombre es ése, Pandora?

Ran se apoyó en el banco y cruzó las piernas por los tobillos. A pesar de lo relajado de su postura, ella presentía que estaba tenso, a punto de saltar. Pandora empezó a ponerse nerviosa.

– No creo que lo sepa hasta que lo encuentre.

– ¡Oh, vamos! -dijo él en un tono deliberadamente provocativo-. ¿Vas a decirme que estás tan absorta con tu cerámica que nunca lo has pensado? Debes tener alguna idea.

– ¡Bueno, desde luego no será como tú! -estalló ella, indignada-. Yo sólo busco alguien que me quiera lo bastante como para no conformarse con una relación abierta.

– ¿Alguien como Quentin Moss?

Ran la miró con desprecio. Ella, que no había vuelto a pensar en Quentin desde que se encontraran en el restaurante y que no habría podido describirle aunque hubiera querido, le devolvió una mirada desafiante.

– Quizá -dijo con los ojos encendidos de indignación.

La expresión de disgusto de Ran se agudizó.

– Yo que tú no pondría muchas esperanzas en él. Me da la impresión de que ese hombre sólo se ama a sí mismo.

– Entre vosotros debéis conoceros.

Pandora recogió la pella y volvió a dejarla en la amasadera. ¡Ahora sí que no podría hacer nada en absoluto!

– Sólo te lo digo por tu bien -dijo él, impasible.

– ¿Querías algo? -dijo ella, tras cerrar la tapa con estrépito.

– He tenido noticias de Myra. Llegarán el martes sobre la hora del té. Eso significa que tendremos que salir de compras el lunes.

– ¿Por qué no podemos comprar el martes por la mañana?

– Porque tú vas a estar muy ocupada haciendo los preparativos -dijo él, volviendo a su habitual e irritante modo de ser-. Tendrás que cancelar la cita con tu amigo el artista.

A Pandora se le había olvidado, pero ahora que Ran se lo recordaba, estaba completamente decidida a ir.

– Tampoco hay que comprar comida como para soportar un asedio. No podemos tardar mucho. Habrá tiempo de sobra para que vaya a ver a Quentin.

– ¿Se supone que yo tendré que esperarte hasta que termines?

Pandora estaba encantada por haber encontrado un modo de chincharle. Le pareció un modo de resarcirse por las largas horas que había perdido tratando de no pensar en él.

– No se me ocurriría causarte tantas molestias -le aseguró con voz dulce-. Puedo ir en mi furgoneta.

– ¡Qué? ¿En esa cafetera oxidada que hay ahí fuera? Seguro que tiene prohibido transitar por una carretera.

– Tiene los papeles en regla -dijo ella, herida.

– Es absurdo que vayamos en dos vehículos. Ya que insistes en ir a comer con ese tipo, te dejaré en la galería. Tengo varias cosas que hacer en la ciudad. Puedo dedicarme a mis negocios y pasar a recogerte luego. Haremos las compras de camino a casa.

– Y así te aseguras de que tendré que acortar mi sobremesa con Quentin -dijo ella con un tono sarcástico desacostumbrado.

El ceño de Ran se hizo más profundo.

– Mira, después del martes, podrás pasar el día y la noche con Quentin por lo que a mí respecta -dijo soezmente-. Sólo me preocupa que la visita de las americanas sea un éxito. Cuando eso acabe, podremos olvidarnos el uno del otro, pero mientras tanto voy a hacer lo que sea necesario para convencerlas de que, no solo tengo una esposa, sino que es una esposa modélica. Lo que me recuerda…

Ran se dio la vuelta y tomó de la mesa un sobre que había dejado al entrar.

– Voy a hacer que enmarquen una de las fotos que nos hicieron. Échales un vistazo.

La actitud desafiante de Pandora se debilitó cuando oyó la mención a las fotos. Le traía demasiados recuerdos que hubiera preferido olvidar. Se sentó a la mesa y abrió el sobre con recelo, como si fuera a explotarle en la cara.

Hubiera dado lo mismo. Las fotos le hicieron revivir el beso maldito y la fiebre que se había apoderado de ella. Allí estaba, desafiante con aquel sombrero incongruente, apoyándose en Ran. Besándolo. Era como si todavía pudiera sentir el hormigueo en los labios, el contacto tentador de sus manos.

Pandora se obligó a apartar los ojos de aquella foto en particular. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, la llevaba grabada a fuego en el cerebro. ¿Por qué tenían que parecer tan naturales, tan hechos el uno para el otro? Las demás fotos eran igualmente inquietantes, en la mayoría, Ran la miraba con ternura mientras que ella exhibía una expresión serena y radiante.

«Parece como si estuviéramos enamorados», pensó ella. El corazón le dio un salto mortal para aterrizar con un golpe siniestro en algún lugar muy profundo de su estómago.

– Son bastante convincentes, ¿eh? -dijo él como si le hubiera leído el pensamiento.

– Sí, bastante. ¿Cuál quieres ampliar?

Ran se inclinó sobre su hombro, poniéndole los nervios a flor de piel, e indicó la primera que el fotógrafo les había tomado, en la que se estaban riendo, y luego la del beso.

– He pensado que una de estas dos.

– Ésta -se apresuró a decir ella, señalando la de las risas.

– Sabía que ibas a decirlo -rezongó él, sacándola del muestrario y metiéndola en un sobre-. Personalmente, creo que el beso es muy impactante. Nadie diría que no estamos enamorados viendo esta foto, ¿verdad?

– ¿Tú crees? Pensaba que la foto en que nos estamos riendo es más natural. El beso está tan logrado que no parece real, nada más.

– ¡Ah, sí? A mí me pareció bastante real -dijo él en un tono divertido e inquietante.

Pandora cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto que se las arregló para que fuera defensivo y contrariado al mismo tiempo.

– ¡Tú sabes a qué me refiero!

– Claro que sé a lo que te refieres -dijo él con sorna mientras iba a la puerta-. Te dejo con tu arte. Acuérdate de tener preparada la lista de la compra para el lunes. No quiero pasarme toda la tarde de un lado para otro del supermercado. ¿Ya has decidido lo que vas a cocinar?

– ¿No podría preparar un plato precocinado? -suplicó ella.

– Imposible. Ellas esperan una buena cena casera y eso es lo que puede decantar definitivamente su opinión a nuestro favor.

– ¡Pero detesto cocinar! -protestó ella-. Nunca consigo que los ingredientes hagan lo que yo quiero. Jamás seré capaz de preparar una cena especial para esa ocasión.

Una expresión impaciente apareció en el rostro de Ran.

– Tiene que ser cuestión de hacer una receta sencilla.

– No hay recetas sencillas. Siempre te dejas algún ingrediente vital, o tienes que utilizar un electrodoméstico que cuesta una fortuna y sólo usas una vez en la vida. Además, ¿por qué tenemos que cocinar siempre las mujeres? ¿Por qué no puedes hacerlo tú? Estoy segura de que eso sí que dejaría impresionadas a las americanas.

– Yo no sé cocinar.

– No hay problema, sólo es cuestión de hacer una receta sencilla -le recordó ella.

– Éste no es momento de luchar por la igualdad entre los sexos. Yo no voy a preparar la cena porque no soy responsable de haber roto un jarrón de treinta mil libras y tú sí. Así de simple. Te recogeré el lunes a las once en punto. Por favor, procura estar lista.

– Por favor, procura estar lista -dijo ella imitándole para Homer una vez se hubo ido.

¿Cómo se las arreglaba para enfurecerla, ponerla nerviosa y dejarla confundida? Suspiró y se dejó caer sobre una silla. Si pudiera ignorarlo, si pudiera olvidar aquel beso…

¡Pero ya había pasado muchas veces por lo mismo durante dos días! Se obligó a volver al torno, pero había perdido la concentración. Era como si la presencia de Ran permaneciera vibrante en el aire del taller, como si las fotografías se negaran a desaparecer de su mente. Había sido raro verse tan relajada y feliz a su lado. Raro, inquietante y, sin embargo, familiar. La verdad es que debía ser mejor actriz de lo que ninguno de los dos había supuesto.

Cuando llegó el lunes, Pandora había conseguido serenarse. Estaba enferma de tanto pensar en Ran Masterson. ¿Cómo podía un hombre al que sólo había visto cuatro veces convertirse en el centro de su vida? Era absolutamente ridículo, pero estaba a punto de terminar. Un día más y Ran se habría salido con la suya. Volvería a África y a su perfecta relación abierta con Cindy y ella no tendría necesidad de volver a verlo.

– Bien -dijo en voz alta a la bañera que Celia había plantado con geranios.

Estaba regándolos mientras esperaba a Ran. Hacía otro día de calor, el chinarro ya estaba caliente bajo sus pies descalzos. Había sacado a Homer muy temprano y lo había encerrado en la cocina para que Ran no pudiera decir que no estaba preparada cuando llegara. Deseó que llegara tarde para poder mostrarse magnánima con él, pero no tuvo tanta suerte. El coche entró en el patio a las once en punto.

Ran sólo tuvo que salir del coche para que a Pandora le diera un vuelco el corazón. Se la quedó mirando. Ella llevaba el vestido amarillo y estaba junto a las flores sujetando la regadera con ambas manos. Su piel resplandecía al sol y el pelo negro delimitaba agudamente los contornos de su cara.

Pandora no supo interpretar su expresión, pero, por algún motivo, dejó la regadera en el suelo con mucho cuidado. Ran llevaba unos vaqueros y una camisa verde oscuro, pero nada podía ocultar la fuerza de su cuerpo ni el tremendo impacto de su presencia. Cuando miró al fondo de aquellos ojos grises, fue como si la tierra hubiera dejado de girar de golpe, dejándola sin aliento y mareada.

Entonces, Ran echó a andar hacia ella y el tiempo volvió a correr con una sacudida. Pandora se sentía extrañamente desequilibrada, como si hubiera perdido pie en la oscuridad.

– ¿Nunca llevas zapatos? -dijo él por todo saludo.

– No, si puedo evitarlo. Siento que he caído en un cepo cuando me los pongo.

– ¿Y también piensas en ir a comer descalza?

– Ojalá pudiera.

Pandora los recogió del banco del patio. Se sentó en él y se sacudió el polvo de los pies. El pelo cayó hacia delante y le ocultó la cara. Cuando se puso uno de aquellos zapatos elegantes que Ran había pagado, alzó los ojos para mirarlo. Él la estaba contemplando como si nunca la hubiera visto y ella sintió que se quedaba sin aire.

– ¿Pasa algo?

– No. Sólo estaba pensando en que te has tomado muchas molestias para estar elegante en tu cita con Quentin.

Pandora se levantó, se sacudió el vestido y se calzó el otro zapato de pie.

– Es un vestido tan bonito que me ha parecido una pena no ponérmelo.

– Sobre todo cuando tuvo un efecto tan especial sobre Quentin la última vez, ¿no?

– No te molestará que me lo haya puesto, ¿verdad? Supongo que es tuyo.

Ran adoptó una expresión cínica.

– No creo que pueda sacarle mucho partido, ¿no te parece?

– Quizá quieras llevárselo a Cindy.

Ran puso una cara extraña, casi como si tratara de recordar quién demonios era Cindy.

– No es su estilo. Creo que lo mejor será que lo conserves como un recuerdo mío.

Un recuerdo. Algo para recordarle en los años futuros. Pandora trató de imaginarse descubriendo el vestido en un armario y recordando vagamente a un hombre que tenía los ojos grises y una boca inflexible. No pudo. Su imagen estaba tan indeleblemente grabada en si cerebro que no podía si quiera concebir que se difuminara.

– Gracias…

Se calló cuando él tomó un mechón de su pelo en la mano. Estaba tan cerca que Pandora casi podía sentir la firmeza de su cuerpo. Le veía respirar, veía el pulso que palpitaba en su garganta.

– ¿Qué… estás haciendo?

¿Era una sonrisa aquel gesto de sus labios? Pandora sintió que su estómago desaparecía. Trató de decir algo intrascendente, pero no pudo. Sólo pudo quedarse inmóvil al sol, muy cerca de él.

Ran enredó el mechón en torno a sus dedos y tiró de ella imperceptiblemente. Por un instante cegador, Pandora estuvo segura de que iba a besarla. Sin embargo, Ran le alisó el cabello y le pasó la yema del pulgar por la mejilla, con la misma suavidad que si hubiera sido una pluma.

– Ya veo que te has peinado para Quentin.

Fue todo lo que dijo, pero había desaparecido el humor de su voz para ser sustituido por un eco de oscuridad.

Pandora no podía decirle que en el único que había pensado aquella mañana al arreglarse había sido él. Le ardía la cara, estaba convencida de que la caricia le había dejado una marca abrasada en la mejilla, la impronta de su dedo. Incapaz de pronunciar palabra, asintió en silencio y dio un paso atrás precipitadamente.

– Será mejor que nos vayamos.

Apenas hablaron en el coche. Ran condujo en silencio y Pandora contempló el paisaje de colinas verdes por la ventanilla. Mantenía las manos fuertemente unidas en su regazo para evitar que se le escaparan y se las llevara a la mejilla que todavía le ardía y palpitaba como una herida reciente.

Se recordó que Ran no tardaría en marcharse y estuvo a punto de desesperar. Lo más probable era que, después del día siguiente, no volviera a verlo nunca. ¿Acaso no se había encargado él de dejar bien claro que cuanto antes acabara su colaboración mejor? Cuando las americanas se hubieran ido, ellos tomarían caminos diferentes y era obvio que eso era lo que él estaba deseando.

«Podremos olvidarnos el uno del otro», ¿acaso no había dicho eso?

Pandora trató de imaginarse olvidándolo, pero era como si intentara imaginar el tamaño del universo, tan imposible de abarcar que le hacía sentirse mareada. Todo era distinto ahora. No se trataba de que ella hubiera cambiado, más bien era como si se hubiera puesto unas gafas y viera las cosas de una manera completamente distinta.

Ran tampoco había cambiado. Seguía siendo arrogante e insensible, incluso absolutamente grosero en ocasiones, pero ella sabía por instinto que jamás conocería otro hombre que se le pudiera comparar. Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que otro le hiciera olvidar a Ran por completo. Ran le había preguntado cómo era su hombre ideal. Cuando trataba de imaginárselo, era su cara la que veía, sus ojos grises, su boca despiadada. Pandora trató de recordar los rostros de otros hombres con los que había salido, pero sólo eran un borrón en su memoria. Ninguno le había hecho sentir lo que Ran, ninguno le había hecho enamorarse de él.

Pandora no sabía cómo podía ser estar enamorada, pero estaba convencida de que no podía tratarse del afecto tibio que sentía por los hombres que había conocido, la mayoría de los cuales se habían convertido en sus amigos sin ninguna dificultad. El verdadero amor no podía ser así. Tenía que ser maravilloso, glorioso, intransigente, el corazón tenía que saltar y los huesos derretirse… igual que le sucedía cuando miraba la boca de Ran. Pandora se quedó de una pieza cuando se dio cuenta del rumbo traicionero que estaban tomando sus pensamientos.

No tenía el más mínimo sentido pensar en enamorarse de Ran Masterson. Aun en el caso de que no mantuviera aquella relación perfectamente abierta con Cindy, no había forma humana de que pudiera sentirse interesado por Pandora. Lo mismo le deba enamorarse del oso disecado que tenía en el salón.

Al rato. Ran la dejó en la misma puerta de la galería.

– Nos reuniremos aquí a las dos en punto -dijo antes de marcharse.

Pandora se quedó en la calle preguntándose por qué se sentía tan abandonada. Era ella quien había insistido en acudir a la cita con el galerista, ¿no? Sin embargo, no podía recordar por qué se había empeñado en ver a Quentin.

Y quería verlo, seguro. Subió resueltamente los escalones. Ya había decidido que no iba a cometer la tontería de enamorarse de Ran, de modo que no tenía sentido desear haberse quedado en silencio a su lado en vez de ir a comer con un hombre atractivo y encantador.

Quentin se mostró encantado de verla, cosa que la halagó. Sin embargo, cuando la besó en ambas mejillas, Pandora sólo sintió la impronta de fuego que Ran había dejado allí. Sonrió y charló animadamente durante la comida y esperaba que Quentin no se diera cuenta de lo lejana que se sentía. Era obvio que él se estaba esforzando por ser aun más encantador que de costumbre, pero a Pandora le costaba trabajo darse cuenta. ¿Por qué tenía la sensación de que nada era real cuando no estaba con Ran? ¿Y por qué no dejaba de mirar el reloj deseando que dieran las dos?

La comida pareció durar siglos. Cuando regresaron a la galería, Ran estaba esperándoles en la calle. Tenía un aspecto sombrío, moreno y formidable. Lanzó una mirada furibunda a Pandora en cuanto la vio doblar la esquina. Ella se apresuró a tomar del brazo a Quentin y a sonreír con todo su encanto. ¿Cómo podía haber desperdiciado una comida con un hombre encantador pensando en alguien que ni siquiera se molestaba en sonreír cuando la veía?

– ¿Estás lista? -preguntó Ran, tras saludar con un gesto de la cabeza a Quentin.

– Casi.

Pandora se volvió al galerista que estaba un poco perplejo ante la súbita aparición de Ran y procedió a darle las gracias como si aquélla hubiera sido la mejor comida de su vida. Vio que Ran se ponía hecho un basilisco y sintió que todos sus sufrimientos quedaban compensados. Le besó con lo que Ran no hubiera dudado en llamar «un beso de artistas».

– Muchas gracias de nuevo, Quentin. Ha sido fabuloso. Tenemos que repetirlo pronto.

– ¿Qué vais a repetir pronto? -preguntó Ran llevándosela, dejando a un Quentin encantado, aunque un tanto estupefacto atrás.

Pandora no lograba explicarse lo que le sucedía. Se había pasado toda la comida deseando estar con Ran, pero, en el momento en que le había puesto los ojos encima, actuaba como si nada en el mundo pudiera arrancarla del lado de Quentin. Decidió que era absurdo haber pensado por un momento que podía enamorarse de Ran. Casi la llevaba a rastras, tenía que correr para mantener su paso.

Confundida por la mezcla de sentimientos que él le provocaba, Pandora buscó refugio en el mal humor. Estuvieron como el perro y el gato hasta llegar al supermercado. Ran insistió en que le diera la lista de la compra sólo para montar en cólera a continuación.

– ¿Por qué no has podido ordenarla un poco? -dijo descubriendo que tenía que volver a la sección de verduras cuando acababan de estar allí.

Pandora le arrebató la lista de las manos.

– ¡Porque no hace falta! No todos estamos tan reprimidos que no podamos leer una lista de la compra sin tener que analizarla.

– No hay nada de reprimido en tratar de ser un poco eficiente. Podría cambiar tu vida. Pareces existir en un estado de caos permanente.

– Bien, prefiero vivir en el caos que con un hombre capaz de organizar la lista de la compra.

– Créeme, no te querría ni regalada -le espetó él mientras se miraban furiosos.

Discutieron todo el camino a casa. Pandora estaba tan enfadada que no se dio cuenta de adónde se dirigían hasta que Ran detuvo el coche en la puerta de Kendrick Hall con un patinazo sobre la grava.

– ¿Se supone que tengo que ir a mi casa andando?

– Tampoco te haría daño -dijo él mirándola con ferocidad-. He pensado que lo más razonable sería dejar las cosas aquí para que no tuvieras que traerlas mañanas. Pero si te parece tan reprimido y eficiente, te llevaré a los establos, no faltaría más. ¿Cómo te iba a dejar que volvieras caminando? ¡Por favor! Si tardarías casi… ¡un minuto!

Pandora salió del coche y cerró de un portazo.

– Supongo que, ya que estoy aquí, podría echarle un vistazo a la cocina.

El salón le pareció tan oscuro y estrafalario como la primera vez. Pandora procuró mantener los ojos apartados de la peana donde había estado el dichoso jarrón. Siguió a Ran por un corredor interminable hasta llegar a una cocina tan descomunal como anticuada con una mesa enorme, un aparador aún mayor, y un panel de campanas para llamar al servicio. Dos fogones de hierro estaban adosados a la chimenea. Pandora los miró horrorizada.

– No esperarás que cocine en eso, ¿verdad?

Por primera vez, un brillo de buen humor destelló en los ojos de Ran.

– Por suerte para todos nosotros, hay una cocina eléctrica, -dijo señalando un aparato moderno que había junto a una nevera vetusta-. Por lo visto, la última cocinera que tuvo mi tío insistió en que la instalara antes de aceptar el empleo.

Pandora abrió un cajón y arrugó la nariz al ver la colección de utensilios.

– No me sorprende. ¿Nunca has pensado en montar un museo con todo esto?

– Si crees que esto es malo, espera a ver el resto del caserón. Ya que estás aquí, será mejor que empiece a enseñártelo. Quizá no nos dé tiempo mañana y no quedaría muy bien que te perdieras en lo que se supone que es tu casa.

Pandora no tardó en descubrir que hablaba en serio. Había muchos escalones y escaleras retorcidas que llevaban a habitaciones escondidas y pasajes que conducían a más corredores. Pandora empezó a sentirse mareada. La casa estaba intacta desde principios de siglo y, aunque poseía el encanto polvoriento de lo antiguo, era obvio que modernizarla iba a costar una verdadera fortuna. Pandora pensó en el jarrón e hizo una mueca. Era la primera vez que se daba cuenta de la carga financiera que Ran había heredado. De repente, hacerse pasar por su esposa durante una noche no le pareció un precio tan alto a pagar por lo que Homer había hecho.

Capítulo 5

Sintiendo una punzada de culpa por el modo desconsiderado en que se había portado, Pandora miró a Ran. Estaba enseñándole los cuadros que colgaban en las paredes del sombrío comedor. Un rayo de luz se filtraba por las ventanas polvorientas y le iluminaba la cara, magnificando los ángulos de su rostro y la curva fría de su boca.

Pandora deseó no haberse dado cuenta. Contempló fijamente los retratos de los rancios antepasados Victorianos, pero sólo veía que la línea de la mandíbula le resultaba muy conocida. La voz de Ran parecía vibrar en su espina dorsal y, cuando él se acercó, Pandora dio un salto como si le hubiera arrojado un cazo de agua hirviendo.

Ran levantó una ceja, pero no dijo nada. Continuó el recorrido por la casa a pesar de los comentarios de Pandora eran cada vez más distraídos. El antagonismo entre ellos se había desvanecido para dar paso a una tensión más fuerte que la tenía temblando de deseo. Era incapaz de mirarlo a los ojos y, si Ran la rozaba al pasar por una puerta o intentaba advertirle de que había un escalón falso, ella daba un respingo.

– Espero que mañana podrás hacerlo mejor -dijo él cáusticamente mientras abría las puertas que daban a la terraza desde uno de los salones.

– ¿A qué te refieres? -dijo ella, mientras pasaba a su lado con cuidado de no tocarle.

– Quiero decir que te comportas como una virgen tímida y no como una esposa enamorada. Es poco probable que las americanas se queden impresionadas con nuestra felicidad si sigues dando saltos cada vez que me acerco a ti.

Pandora sintió que se ruborizaba.

– ¿Cómo querrías que me comportara?

– Sólo tienes que portarte como una esposa normal -dijo él con impaciencia.

– Nuca he estado casada. No sé cómo se comporta una esposa normal.

– ¿Ah, no?

Antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que pasaba, se encontró atrapada contra uno de los leones de piedra que guardaban la escalinata de la terraza y mirando a la cara furibunda de Ran. Su expresión era la de un hombre que había llegado al límite de lo tolerable, pero cuando Pandora abrió mucho los ojos alarmada, la expresión de Ran se convirtió en algo completamente distinto, algo que le puso a Pandora un nudo en la garganta y la convenció de que su corazón había dejado de latir.

Se sintió balanceándose al borde de un precipicio y que sólo las manos de hierro que la sujetaban por los brazos le impedían caer. Él la mantuvo aprisionada contra la piedra que el sol había calentado. Con una lentitud agónica, le soltó los brazos y levantó las manos hasta rodearle el cuello y acariciarle las mejillas con los pulgares.

– ¿En serio que no sabes cómo se comporta una esposa de verdad, Pandora? -preguntó en un susurro.

– Yo…

Confusa entre la alarma, el deseo y la vergüenza, Pandora solo alcanzaba a balbucear. Ran, con unos ojos súbitamente brillantes, bajó la cabeza.

– Se comporta como si le complaciera que su marido hiciera esto…

Entonces capturó sus labios y el precipicio se abrió bajo sus pies. Pandora tuvo que aferrarse a él para no caer al un abismo de emociones hirvientes y peligrosas. El beso fue ferozmente exigente al principio, el beso de un hombre al que habían provocado hasta hacer algo que no quería. Un beso que trataba de enseñar a Pandora una lección, pero, de algún modo, en algún lugar del camino, la intención se perdió y, de repente, se estaban besando con una pasión que les pilló a ambos desprevenidos y disolvió la ira y la tensión en una dulzura enloquecedora.

Pandora sucumbió con un murmullo de protesta testimonial y dejó de aferrarse a su camisa para deslizar las manos alrededor de su cuello y atraerle hacia sí. Apretándose contra la firmeza reconfortante de su cuerpo, supo por instinto que había esperado desesperadamente aquel momento desde que él la había besado en el estudio fotográfico. Había ansiado saber cómo era abrazarle y había adivinado que sería así, un cuerpo firme, duro.

Con una exclamación ahogada, Ran enredó los dedos en su pelo y la besó desde la boca hasta el lóbulo de la oreja, para luego bajar con lentitud deliberada hasta su garganta. Pandora jadeó ante el placer agudo que le proporcionaban sus labios, cálidos y seguros contra la piel. Tenía los ojos cerrados y echó la cabeza hacia atrás mientras se arqueaba contra él, embriagada con su tacto y su sabor.

– Ahora te pareces más a una esposa -murmuró él, mientras volvía a trazar con los labios una senda ardiente sobre ella.

Las palabras le llegaron como a través de una niebla encantada y Pandora tardó en abrir los ojos. Detrás de la cabeza morena de Ran, podía ver el caserón y en un momento de percepción se dio cuenta de que las viejas paredes de piedra eran del mismo tono gris que sus ojos. Casi al mismo tiempo se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se quedó rígida mientras la realidad la azotaba con toda su crudeza.

Ran alzó la cabeza al notar su reacción, sus ojos eran oscuros, inescrutables.

– Ya ves. Sabes perfectamente cómo se comporta una esposa.

Pandora, profundamente avergonzada, se libró de él. Le temblaban las piernas y tenía las pupilas dilatadas. Tragó saliva, abrió la boca para decir algo digno, pero no pudo pronunciar palabra.

– No deberías tener problemas para convencer a Elaine y Myra si consigues estar así mañana -prosiguió él en el mismo tono de aprobación burlón mientras le ponía un mechón extraviado por detrás de la oreja.

Pandora apartó la cabeza.

– Espero poder convencerlas sin esta clase de ayuda.

– Al menos has demostrado que puedes lograrlo si lo intentas. Estaba empezando a dudarlo.

¿Qué era aquello, una demostración? ¿Era eso lo que aquel beso embrujado significaba para él? ¿Cómo podía quedarse ahí, mirándola con frialdad y compostura cuando todo su cuerpo palpitaba con la reacción? Pandora no sabía si quería pegarle o volver a arrojarse a sus brazos y suplicarle que le dijera que él también había sentido aquella dulzura.

Al final, no hizo ninguna de las dos cosas. Al contrario, retrocedió un paso y realizó un tremendo esfuerzo por serenarse.

– Soy mejor actriz de lo que tú crees -declaró.

– ¿De verdad? -preguntó él, entornando los ojos-. ¿Actúas tan bien con Quentin?

– No necesito actuar con Quentin -dijo ella sin apartar la mirada.

– Bien, procura actuar mañana -dijo él rudamente-. ¡Y no olvides que tu actuación tiene que valer treinta mil libras!

– Es poco probable que lo olvide -dijo ella, bajando los escalones con unas piernas que le parecían de lana-.

¿Crees que me habría dignado a besarte si no llega a ser por esas treinta mil libras…?

Para su horror, el intento de parecer desdeñosa se transformó en un balbuceo peligroso. Aterrorizada por la posibilidad de derrumbarse delante de él, echó a correr, bajó la escalinata y corrió hacia el establo antes de que Ran pudiera contestar.

Lo primero que hizo al llegar a la seguridad de la casa fue tirar el ramo de rosas a la basura. Lo segundo fue sentarse en la mesa de la cocina y dar rienda suelta al llanto. Mañana tendría que enfrentarse a él y por nada del mundo estaba dispuesta a que supiera que le había hecho llorar.

Al rato, se puso en pie y se lavó la cara con agua fría hasta que se sintió mejor. Sólo le quedaba que soportar un día. Representaría su papel tal como había prometido, pero, entre escena y escena, le iba a dejar bien claro a Ran Masterson que no podía esperar el momento de perderle de vista para siempre. Iba a mantenerse fría y distante. Ni siquiera pensaría en cómo la había besado.

Bueno, al menos pensaba intentarlo…

La mañana siguiente recogió algunas cosas en un neceser, tomó el cuenco de Homer y lo sujetó con la correa. Entonces echó a andar con calma hacia Kendrick Hall y llamo a la puerta. Oyó que la campana despertaba ecos en el caserón.

– ¡Ah, estás aquí!

Ran abrió la puerta como si la hubiera visto diez minutos antes en las circunstancias más inocentes, en vez de haber asistido a su huida precipitada del día anterior.

– Buenos días.

Pandora se dijo satisfecha que aquél era el tono adecuado, frialdad y corrección. Ran no pareció advertir su nueva imagen glacial. Contemplaba a Homer, que meneaba la cola alegremente.

– ¿No estarás pensando en traer a esta bestia contigo?

– Pues sí. No puedo dejarle solo tanto tiempo, de modo que tendrás que soportarlo. Sólo hay que buscarle un sitio.

– De acuerdo. Pero si rompe algo más, va a acabar tan disecado como el oso.

A pesar de su aire de seguridad, Pandora se alegraba de tener la correa del perro entre las manos. Homer gruñó al ver el oso, pero permitió que le llevaran a la cocina y le dejaran encerrado. Un problema resuelto.

– ¿Dónde pongo mis cosas? -preguntó ella, señalando su neceser-. Quisiera colgar el vestido.

– Te llevaré a mi habitación.

La pose que Pandora había construido con tanto cuidado se tambaleó al pensar en la noche que le esperaba. Se obligó a no darle más vueltas y siguió a Ran escaleras arriba hasta un descansillo amplio.

– Estos son las mejores habitaciones de invitados.

Abrió las puertas y le mostró unos cuartos enormes y soleados, con un papel viejo en las paredes y muebles antiguos.

– He pensado que ofreceremos a Myra y Elaine una habitación para cada una. Hay un baño aquí mismo. Ésta es mi habitación. Los dormitorios están tan juntos que nos pondríamos en evidencia si no durmiéramos juntos.

– Supongo que sí.

Pandora entró en aquella habitación casi con rencor. Ran no había movido un dedo por hacerla más confortable. Podría haber sido el cuarto de cualquier hotel, aunque bastante espartano. No había fotografías en la consola ni cuadros en las paredes. Era sólo una habitación de paso.

Lo mismo que él.

Trató de no mirar la descomunal cama de madera. Sin embargo, era imposible no imaginarse a Ran allí acostado, al alcance de la mano.

Pandora carraspeó. ¿No había decidido mostrarse fría y distante? No iba a molestarse por una minucia como haber imaginado a Ran junto a ella en aquella cama.

– ¿Hay algún sitio donde yo pueda dormir esta noche?

– ¿Qué tiene de malo la cama?

– ¿Es que no duermes tú ahí?

– ¡Pandora! Fíjate el tamaño que tiene. Podríamos dormir los cuatro sin rozarnos. Es más que suficiente para nosotros dos.

– ¡No pienso meterme en la misma cama que tú! -dijo ella alzando la voz muy a su pesar.

– Entonces, ¿qué sugieres?

– Tú puedes dormir en el sofá -dijo ella, señalando el que había en la habitación, una pieza que había conocido mejores días.

Tenía aspecto de ser extremadamente incómodo, pero era mejor que el suelo.

– Podría, pero no entiendo por qué tengo que pasar una noche horrible en esa cosa cuando hay una cama perfectamente disponible. Si tanto te importa, ¿por qué no duermes tú en él?

– Lo haré -dijo ella, desafiante.

No había fuerza humana que pudiera obligarla a dormir en la misma cama que Ran. Podía mostrarse fría y distante, pero no tan fría ni tan distante. Dejó el neceser en el sofá, sacó el vestido de noche gris que su madre le había regalado y lo sacudió.

– ¿Tienes una percha?

Ran sacó una del armario de caoba y se la dio mientras contemplaba ceñudo cómo colgaba el vestido de la puerta.

– ¿Qué ha pasado con el traje amarillo? Espero que no pretendas presentarte a las americanas con esa ropa vieja que llevas.

– Esta ropa vieja es mi vestido favorito.

La verdad era que los verdes y amarillos originales se habían apagado con el tiempo, pero era lo que podía esperarse después de tantos años y la tela era tan suave y cómoda como un viejo amigo.

– No dudo que sea cómodo para cocinar y limpiar, pero no puedes llevarlo cuando lleguen. ¿Por qué no has traído el amarillo para cambiarte luego?

Un ligero rubor cubría sus mejillas y Pandora trató de entretenerse con las arrugas del vestido gris.

– Se ha manchado. Tengo que llevarlo al tinte.

– ¿Cómo se ha manchado? ¿Se te ha caído algo de las manos?

– Pues no, si quieres saberlo, se ha manchado de musgo. Créeme, si hubiera podido hacer algo con él, lo hubiera hecho.

Pandora había descubierto la mancha al quitárselo por la noche, lo que sólo había servido para recordarle la escena de la terraza cuando creía haberla olvidado. Obviamente, Ran no entendía su referencia a la mancha de musgo.

– ¡Maldita sea! Quería que lo llevaras cuando ellas llegaran.

– ¡Haberlo pensado antes de empujarme contra el león de la terraza! -replicó ella con acidez antes de poder dominarse.

– ¡Ah! ¿Cuando estabas practicando tu técnica teatral?

– Es una manera de decirlo, sí.

Ran chasqueó la lengua.

– Pensaba que una actriz consumada como tú sabría cuidar mejor de su vestuario.

Pandora lo miró con disgusto.

– ¿No sería mejor que nos pusiéramos manos a la obra?

– Sí -dijo él con voz cortante-. Será mejor que prepares sus habitaciones antes que nada. Después, puedes ocuparte de que las habitaciones de abajo parezcan acogedoras. Luego sólo te quedará cocinar.

– Creí que me querías para hacerme pasar por tu esposa, no para que fuera tu esclava.

Ran le abrió la puerta en un remedo de cortesía.

– Considérate afortunada de que sólo sea un acuerdo temporal. ¡Ah! Eso me recuerda… -Ran se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó dos anillos-. Pruébatelos a ver si te valen.

– ¿Para qué?

– No seas obtusa, Pandora. Las americanas se darán cuenta de que no llevas anillo. No me acordé a tiempo para que te los pusieras en las fotos, pero, por suerte, no se te ven las manos en la que he escogido.

– ¿Me has comprado anillos para que los lleve una sola noche?

– Por supuesto que no. Los he encontrado en un joyero que había en el estudio.

– Entonces, ¿de quién son? -insistió ella, mirándolos como si fueran a morderla.

– Parecen haber pertenecido a mi abuela, lo que seguramente los convierte en míos ahora.

Pandora no las tenía todas consigo.

– La verdad es que no me gusta la idea de ponerme los anillos de otra mujer.

– ¿Te gusta más la de devolverme treinta mil libras en efectivo?

Pandora no discutió más. Ran le tomó la mano y deslizó un magnífico anillo con un zafiro y diamantes en su dedo anular. El otro era una sencilla banda de oro. Pandora se quedó sin respiración al ver aquella mano morena sujetando la suya y se sonrojó bajo la mirada penetrante de Ran.

– Son muy hermosos -dijo ella, haciendo un esfuerzo.

Ran no le soltó la mano de inmediato, sino que pasó la yema del pulgar distraídamente sobre las gemas.

– Es una suerte que te vayan bien.

Pandora pensó en lo desilusionada que se habría sentido Cenicienta si el Príncipe Encantado hubiera usado aquel tono frío al descubrir que la zapatilla de cristal le venía a la medida. Era muy consciente del tacto de sus manos, cálidas, fuertes y firmes.

– Tendrías que guardarlos hasta que encuentres una mujer a la que quieras dárselos de verdad -dijo ella.

– Quizá. Sin embargo, tendré que conformarme contigo mientras tanto.

– Sólo por esta noche -insistió ella, tratando de mantener la compostura.

– Exacto -dijo él, soltándola-. Sólo por esta noche.

El peso de los anillos era una sensación extraña mientras hacía las camas en las habitaciones de los huéspedes. El brillo de los diamantes no dejaba de distraerla. Ran la había dejado sola y, aunque sabía que debía estar resentida con él, Pandora agradeció tener algo que hacer para evitar que su mente divagara.

Pasó un dedo por la repisa de la chimenea y descubrió que no había polvo. O bien Ran la había limpiado o había contratado a alguien para que lo hiciera. Con todo, el caserón parecía muerto y poco acogedor. Necesitaba algo más que una limpieza a fondo, necesitaba una familia, niños que gritaran y rieran y discutieran. Necesitaba amor.

Lo único que Ran no podía darle.

Pandora pensó que ya que no podía sacarse una familia de la manga, al menos sí podía buscar algunas flores. Encontró unas tijeras de podar y salió a los jardines con Homer. Habían sido abandonados hacía tiempo, pero pudo encontrar campanillas azul pálido, claveles de poeta, reinas de los prados amarillas, margaritas de tallo largo, espigas azul oscuro de salvia, delfinias y un magnífico rosal de rosas rosas con fragantes pétalos de terciopelo.

Ran cruzaba el salón camino al estudio cuando ella llegó cargada con las flores y aquel perro de aspecto absurdo pisándole los talones. Pareció que llevaba con ella todo el calor y el aroma del verano y la oscuridad del salón se disipó a su paso.

Pandora se detuvo en seco al verlo y la calma que había reunido mientras cortaba las flores se evaporó en un instante. Mientras se miraban sin decir palabra desde ambos extremos del salón, incluso el tic tac del reloj pareció detenerse. Entonces, volvió repentinamente a la vida con una sonora campanada. Pandora se sobresaltó como si hubiera sonado un disparo. Sin pensarlo, ambos se sonrieron. Fue un instante de gloria, un hombre y una mujer solos con un perro y un oso disecado y las motas de polvo que flotaban ingrávidas en el haz de luz que entraba por la puerta abierta.

El momento duró lo que el reloj tardó en dar doce sonoras campanadas. Con la última, la magia se desvaneció. La realidad volvió a imponerse con todos sus recuerdos y sus tensiones. El jarrón, la deuda, el beso del día anterior. Pandora se había olvidado de todo aquello, pero ahora lo recordaba y las dos sonrisas murieron al mismo tiempo.

Pandora bajó la vista a las flores, incapaz de enfrentarse a sus ojos.

– Bueno… será mejor que siga con lo mío.

– Sí.

Pero Ran parecía extrañamente inseguro. Pandora se rebeló contra las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos. ¿Qué razón había para llorar? Sin embargo, estaba desolada, como si hubiera tenido un tesoro entre las manos y sintiera que se le escapaba entre los dedos.

Se negó a comportarse como una estúpida y siguió con sus tareas. Cuando acabó de arreglar las flores, casi se había convencido de que no había pasado nada.

Y, en realidad, no había pasado nada. No podía decirse que allí hubiera elementos para hacer un drama. Las flores transformaron las habitaciones y aún le sobraron algunas que no sabía dónde colocar. Se quedó en el descansillo hasta que decidió dejar el último florero en la consola de la habitación de Ran. Era de claveles de poeta, eso le demostraría que no se sentía nerviosa por tener que compartir la habitación con él.

Una hora después, estaba limpiando la mesa del comedor cuando él salió del estudio. Ran se detuvo al verla.

– ¿Cómo va eso? -preguntó en un tono frío.

– Bien.

A Pandora le costaba trabajo creer que fuera el mismo hombre que le había sonreído desde el otro extremo del salón. Se limpió las mejillas con el dorso de la mano.

– Empezaré con la cena en cuanto acabe aquí.

– Perfecto. Voy a ver si puedo encontrar vino en la bodega. Si no, tendré que salir.

– De acuerdo.

Ran desapareció por una puerta y ella reanudó la tarea de sacarle brillo a la mesa. El teléfono sonó en el estudio. Al principio, Pandora no hizo caso hasta que se dio cuenta de que Ran no podía oírlo desde la bodega. No le había enseñado aquella habitación y Pandora abrió la puerta sintiéndose como una intrusa. El teléfono estaba sobre un escritorio macizo, cubierto con archivos y libros de contabilidad. Pandora descolgó con cautela.

– ¿Sí, diga?

– Hey -dijo una voz amistosa con acento americano-. ¿Está Ran, por favor?

– ¿Quién llama? -preguntó Pandora fríamente, aunque de sobra sabía la respuesta.

– Soy Cindy.

Pandora sintió deseos de decirle que Ran no estaba y colgar. Sin embargo, le dijo que esperara un momento y fue a buscarlo.

– Cindy está al teléfono -gritó asomándose a la puerta de la bodega.

– ¿Quieres decirle que espere un momento? -preguntó él tras un ligero titubeo.

Exasperada, Pandora pensó que, además de esclava, ahora tenía que hacer de secretaria. Se negó a analizar el motivo de su enfado y volvió al teléfono.

– Ahora mismo viene -dijo bruscamente.

Pero no tendría que haberse molestado, Ran ya estaba allí.

– Hola, Cindy -le oyó decir mientras salía-. ¿Cómo? ¡Oh! Sólo era la asistenta.

– ¡Desde luego, sólo la asistenta! -exclamó ella, dándose el gusto de cerrar de un sonoro portazo.

Fue a paso de marcha a la cocina y allí pasó dos horas descargando su mal humor contra las ollas y las cacerolas. No era el mejor estado mental para tratar de hacer una cena para recibir a unos invitados especiales. Tras mucho consultar los libros de cocina de Celia, había decidido hacer una mousse de trucha ahumada y un pollo con salsa cuyo nombre sonaba intrigante. Además, su madre le había dado una receta infalible, según ella a prueba de torpes, para preparar una tarta de limón.

Sin embargo, por muy sencillas que las recetas parecieran sobre el papel, resultaron ser todo lo contrario en la práctica. Al final, Pandora optó por dejarlas a un lado e improvisar, demasiado enfadada como para preocuparse por el sabor. ¿Qué le importaba a la asistenta qué sabor tenía la cena? Ella sólo era una criada.

Se preguntó si Cindy ya habría colgado o si, por el contrario, Ran estaría susurrándole dulzuras por teléfono. ¿Le estaba contando lo buena que era la nueva asistenta o sólo se estaban riendo de cómo explotaba a su vecina? O, lo que era peor aún, quizá sólo estuvieran hablando de lo poco que les quedaba para volver a estar juntos.

Absorta en sus pensamientos, Pandora se olvidó de que había dejado la puerta abierta y ni siquiera se preguntó dónde se había metido Homer. Lo supo cuando Ran lo arrastró a la cocina alrededor de las tres de la tarde.

– No tiene mucho sentido ordenar las habitaciones de los huéspedes si luego animas a tu chucho a que se revuelque en las camas -dijo de evidente mal humor.

– ¡Claro, por supuesto también es culpa mía! -rezongó mientras espolvoreaba toneladas de harina sobre la mesa-. Por si no te habías fijado, llevo todo el día trabajando como una esclava para ti. ¡Ni siquiera he tenido tiempo de animarle a que hiciera nada!

– Está claro que nadie le ha dicho nunca que no debe revolcarse en las camas. Lo he encontrado tan campante, con la cabeza apoyada en la almohada. Es obvio que él no comparte tus reparos sobre acostarse en camas extrañas.

– ¡Tampoco comparte mis reparos sobre dormir con extraños! Si tan ansioso estás de tener compañía esta noche, puedes contar con Homer. Estoy segura de que no le importará dormir contigo, no tiene prejuicios raciales.

– ¡Yo no estoy ansioso de que duermas conmigo! -dijo Ran con los dientes apretados-. Sólo me parece que te estás comportando como una estúpida. Puede que no sea una situación normal, pero no veo por qué dos personas adultas no pueden compartir una misma cama sin dar lugar a un melodrama del siglo pasado.

– ¿Me estás diciendo que soy una melodramática? -preguntó ella, dejando el colador de golpe. Fue al aparador para volver a consultar la receta-. ¡Eres tú el que estás de mal humor! ¿Qué te pasa? ¿Acaso no le ha gustado a Cindy que tuvieras una asistenta? Creía que el fundamento de unas relaciones abiertas era que nunca os mentíais.

Ran parecía a punto de estallar.

– ¡Mira quién habló de mentir!

– ¿Quién, yo? -preguntó ella, ofendida y asombrada-. Yo no he estado diciéndole a mi amiguita que la chica que obviamente está sola conmigo en la casa es la asistenta.

– No, pero sí mentiste ayer, ¿verdad?

– A ver, ¿cuándo? -preguntó ella, furiosa.

– Al decirme que sólo estabas actuando cuando te besé -dijo Ran sujetándola del brazo-. Nadie puede actuar tan bien.

Pandora trató de soltarse, pero era inútil.

– Ya te lo dije, soy mejor actriz de lo que tú te figuras.

– No, Pandora, no eres tan buena. ¿Vas a decirme que besas a todo el mundo de esa manera? ¿Eres igual de ardiente, de sensual, cuando Quentin te estrecha entre sus brazos?

– Es diferente cuando te besa el hombre a quien amas -clamó ella, desafiante pero temblando.

Los ojos de Ran relampaguearon.

– ¿En serio? ¿Qué sientes cuando Quentin te besa? -dijo él, sujetándole la barbilla y echándole la cabeza contra la pared-. ¿Es algo así?

Pandora abrió la boca para contestarle, pero ya era demasiado tarde. Ni siquiera supo si iba a decir sí o no, Ran se apoderó de sus labios y la tensión que habían estado acumulando durante todo el día explotó en un torbellino de excitación. En el último momento, Pandora empujó contra su pecho, en un intento inútil de apartar aquel cuerpo fuerte y firme que la apretaba inexorablemente contra la pared. Pero él era demasiado fuerte, demasiado sólido. La cabeza le dio vueltas antes de tener que sujetarse desesperadamente a él como si Ran fuera la única ancla que la unía con la realidad.

Sus labios eran duros y furiosos al principio. Pandora se resistió con todas sus fuerzas a las sensaciones eléctricas que le traspasaban el cuerpo. Pero era como si el beso tuviera vida propia y fuera más fuerte que ninguno de ellos. De una manera imperceptible, cambió y se hizo más profundo, arrastrándoles a unas aguas desconocidas donde la ira y la tensión se ahogaron bajo una marea de deseo y donde Pandora se olvidó de seguir luchando.

Por voluntad propia, las manos abandonaron sus posiciones defensivas contra el pecho de Ran y le abrazaron para estrecharlo contra sí. Pandora estaba ebria con el peso de aquel cuerpo contra el suyo, desesperada por saborear su boca y sus caricias, por volver a sentir aquellos besos en sus cuello.

Ran sintió el cambio de inmediato y la mano que sujetaba la barbilla de Pandora se deslizó hasta su nuca para sostenerla mientras que la otra recorría posesivamente las curvas de su cuerpo y se perdía bajo la falda para explorar la suavidad de sus muslos con unas demandas insistentes, levantándola hacia sí mientras ella arqueaba la espalda y gemía de placer.

Y entonces llamaron a la puerta.

Capítulo 6

El campanazo ensordecedor cayó sobre ellos como un cubo de agua fría. Ran dejó que Pandora mantuviera el equilibrio como pudiera. Homer entró en un frenesí de ladridos y salió disparado hacia la puerta.

– Salvada por la campana -dijo él con voz ahogada-. Deben ser Myra y Elaine.

Pandora se alisó la falda con manos temblorosas.

– ¿No sería mejor que fueras a abrirles?

– Iremos los dos juntos.

Pandora se dio cuenta con rencor de que a él no le costaba ningún esfuerzo recuperar su respiración normal mientras que ella seguía jadeando. Ran le sacudió un poco de harina del pelo.

– ¿No podías haberte arreglado un poco?

– No he tenido tiempo -dijo ella apartándose-. No puedes tener una cocinera, una asistenta y una esposa elegante todas en una.

Ran la miró con ojos críticos. Nadie habría dicho que un momento antes estaba subiéndole la falda, acariciándola con todo su cuerpo, besándola.

– Todavía estás un poco acalorada.

– ¿Y de quién es la culpa ahora?

Pandora trató de arreglarse el pelo, pero le temblaban tanto las manos que sólo consiguió empeorar las cosas. Por encima de sus cabezas, la campana volvió a sonar.

– Tendrá que servir así. Vamos allá. ¿Estás lista?

¿Cómo podía estarlo cuando todavía le palpitaban los labios, cuando su cuerpo todavía hervía con un deseo incontrolable y vergonzoso?

– Perfectamente -mintió.

Ran no le había advertido del contraste cómico que existía entre las dos directivas. Elaine era alta y delgada, con el pelo corto y de punta. Myra era baja y regordeta con el pelo rizado, pero las dos vestían con una elegancia feroz y compartían un vigor y un dinamismo que resultaba abrumador al principio. Incluso sin el efecto perturbador de los besos de Ran, Pandora se habría sentido andrajosa cuando entraron en la casa, disculpándose efusivamente por llegar tan temprano y observándola sin disimular su interés. Estaba claro que eran dos mujeres inteligentes y Pandora comenzó a flaquear, convencida de que no podría engañarlas ni por un momento.

Ran se dio cuenta de la situación con el rabillo del ojo y le pasó un brazo firme por la cintura.

– Ésta es mi mujer, Pandora.

– ¡Oh, es usted tan preciosa como Ran nos dijo! -intervino Myra-. Estamos encantadas de haberla podido conocer.

Pandora pensó que era extremadamente improbable que Ran la hubiera descrito como «preciosa», pero todos esperaban que ella dijera algo.

– Siento no haber estado aquí la primera vez que vinieron. Pero, por favor. Vamos a tutearnos.

Obviamente, Ran se sintió aliviado de que ella cumpliera con su papel porque no tardó en soltarla.

– Es perfectamente comprensible -dijo Elaine en tono amistoso-. ¿Cómo está tu madre?

– Bien -dijo Pandora, sorprendida.

– Teniendo en cuenta el poco tiempo que hace de su operación -se apresuró a añadir Ran-. Le conté a Myra y a Elaine lo ansiosa que estabas por visitarla cuando volvimos de Mandibia.

Sí, era una lástima que no se lo hubiera contado a ella también. Pandora le lanzó una mirada vengativa, pero se las arregló para sonreír a las americanas.

– Eso son buenas noticias -dijo Myra-. Tenías que estar deseando ver tu nueva casa. ¿Es lo que tú esperabas?

Pandora contempló la serpiente disecada.

– Bueno, no del todo.

– ¿Qué os parece si tomamos el té? -interrumpió Ran, haciéndolas pasar al salón que daba a la terraza.

– Nos encantaría, pero somos conscientes de que llegamos antes de lo previsto, de modo que si estabais haciendo algo, por favor, continuar.

Pandora rió para sí al pensar la cara que hubieran puesto si supieran lo que habían estado haciendo. Ran la miró con una chispa de humor en sus ojos grises y Pandora adivinó sin dificultad sus pensamientos.

– No estábamos haciendo nada de importancia -dijo con una sonrisa para las mujeres y una mirada desafiante que Ran aceptó sin protestar.

– ¿Por qué no voy trayendo el té mientras que les enseñas a Myra y Elaine sus habitaciones, «cariño»?

Las dos americanas no parecieron darse cuenta de la nota sarcástica que acompañó a la última palabra. Siguieron a Pandora por la escalera de madera tallada, lanzando exclamaciones ante cualquier detalle.

– Sólo tuvimos tiempo para hacer una visita rápida la primera vez -confesó Myra-. La verdad es que estábamos deseando tener la oportunidad de explorar la casa como es debido. ¡Parece fascinante!

– Yo tampoco la conozco muy bien todavía -dijo Pandora con una sinceridad encomiable-. Estoy segura que a Ran no le importará volver a enseñárosla. No olvidéis recordárselo.

Al fin y al cabo, eran sus invitadas. Que él se encargara de hacerles los honores.

– Ran es un hombre encantador -dijo Elaine con un suspiro.

«Sólo cuando le conviene», pensó Pandora amargamente. Nunca se había molestado en mostrarse encantador con ella, desde luego. Recordó su imagen cuando le había sonreído desde el otro lado del salón. Pero aquello no contaba. La mayor parte del tiempo era un hombre detestable e irritante, todo menos encantador.

– Y es tan evidente lo enamorado que está de ti -apostilló Myra con un deje de envidia.

Pandora tropezó y tuvo que sujetarse a la barandilla para no caer rodando por las escaleras.

– Perdón, ¿cómo has dicho? -preguntó, olvidando que lo más natural era que un marido estuviera palpablemente enamorado de su mujer.

– Por supuesto -dijo Myra sin darle importancia-. Lo supimos enseguida por el modo en que nos habló de ti, ¿verdad, Elaine?

La aludida asintió con entusiasmo.

– Naturalmente, es muy reservado y británico, pero te describió con tanta exactitud que nos dimos cuenta al instante.

– ¿Ah, sí? -dijo Pandora por decir algo, incapaz de elaborar algo más elocuente.

– Y ahora que os hemos visto juntos, es obvio que hacéis una pareja perfecta.

Por lo visto, las americanas no eran tan inteligentes como parecían. Sin embargo, eran tan abiertas y amistosas que Pandora empezó a sentirse un tanto incómoda por tener que engañarlas. Abrió la puerta de la primera habitación.

– Esta habitación es para una de vosotras -dijo con la esperanza de cambiar de tema.

Pero las directivas no se dejaron distraer tan fácilmente.

– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Elaine una vez que hubieron declarado que la habitación era «simplemente perfecta».

Pandora se quedó completamente en blanco.

– ¿Ran y yo?

Desesperada, trató de ganar tiempo para recordar la historia. Tenía algo que ver con Harry…

– ¡En Mandibia! Nos conocimos en África -añadió más tranquila, consciente de la mirada de curiosidad de las otras mujeres-. Mi hermano estaba trabajando allí y conocí a Ran cuando fui a visitarlo.

– ¿Fue un amor a primera vista? -quiso saber Elaine a pesar de su tono tímido.

Pandora recordó la primera vez que le había visto, moreno, formidable y muy, muy enfadado. Sin previo aviso, algo se estremeció en sus entrañas y la dejó sin fuerzas.

– No -contestó como si tratara de convencerse a sí misma-. A Ran no le impresioné en absoluto. Él pensó que yo era muy tonta y a mí me pareció un hombre amargado y profundamente desagradable.

Myra se echó a reír.

– ¡A mí sí me parece amor a primera vista! De todas formas, es obvio que no tardasteis mucho en cambiar de opinión. ¿Os casasteis allí mismo?

Pandora no podía recordar si Ran había dicho algo al respecto.

– La verdad es que fue algo un poco precipitado. Una ceremonia sólo para nosotros dos.

– ¡Qué valientes! -dijo Elaine, admirada-. Por supuesto, supongo que sería más fácil en África, lejos de vuestras familias, pero aún así… Ran debe haberte robado el corazón. ¿Cómo se te declaró?

¡Vaya una manera de hacer preguntas! Pandora empezaba a sentirse acosada.

– Fue algo muy romántico -mintió con todo su aplomo.

– Desde luego. ¡Los dos solos en mitad de África! Casi puedo verlo.

Era más de lo que Pandora podía lograr. Por supuesto, había visto «Memorias de África», pero tenía un recuerdo borroso de la película.

– Sí, Ran me llevó a un safari y nos sentamos bajo las estrellas. Se había esforzado mucho en que fuera algo especial para mí -dijo, ganando confianza-. Teníamos mantel para la mesa, cubertería de plata y copas de cristal.

La idea de que Ran transportara cuidadosamente una vajilla de cristal de un lado a otro de África era tan incongruente que Pandora tuvo que morderse los labios para no echarse a reír.

Myra y Elaine intercambiaron una mirada húmeda.

– ¡Igual que en «Memorias de África»! -dijo Myra con otro suspiro.

– Bien, creo que es mejor que vaya a ver cómo va Ran con el té. Bajad cuando estéis listas.

Pandora fue deprisa a la cocina y encontró a Ran calentando los pasteles.

– ¿Conque no iban a hacer demasiadas preguntas, eh? Acaban de someterme a un interrogatorio que no tiene nada que envidiarle a los de la Gestapo.

– Espero que hayas recordado nuestra historia.

– Bueno, algo parecido. Querían saber si nos enamoramos a primera vista, pero les he contado que te parecí demasiado estúpida como para mirarme siquiera.

– ¡Qué perspicaz!

– Pero es obvio que cambiaste de opinión. Me llevaste de safari para declararte y preparaste una cena bajo las estrellas, con candelabros, cubiertos de plata y vajilla de cristal.

– ¡Qué!

– Y música romántica de fondo. Me ha parecido que era mejor que te lo dijera antes de que te preguntaran cómo te las arreglaste para mantener el champán frío.

– ¡Champán! Si te hubiera llevado a la sabana, habrías tenido que sentarse sobre un tronco y beber el té en un pote de latón.

– Sí, pero se me ha ocurrido que podía mejorar tu imagen si Myra y Elaine pensaban que tienes estilo suficiente como para impresionar a tus clientes.

– No le pasa nada malo a mi imagen. Y si lo hubiera, esa historia no serviría para nada. ¿Qué demonios te ha dado para contarles una historia así?

– Tú mismo dijiste que tendría que improvisar si me preguntaban algo que no supiera -protestó ella, mientras probaba la mermelada con el dedo.

Ran le dio un cachete en la mano.

– Me refería a que improvisaras algo razonable, no que te dejaras llevar por una fantasía. Cualquier idiota se daría cuenta de que es irreal. ¿Qué van a pensar las americanas?

– Creen que eres muy romántico bajo esa reserva típicamente británica tras la que te escudas. No me explico cómo han podido creerme. ¡No has tenido un sólo pensamiento romántico en tu vida!

– Seguramente es más fácil que pensar que me he casado con una mentirosa patológica. ¿Qué más se supone que hice, aparte del imbécil yendo por la sabana con una vajilla de cristal? No se te habrá ocurrido contarles que luché a brazo partido con leones o elefantes, ¿verdad?

– No -dijo ella, herida-. Sólo hicimos el amor apasionada y locamente bajo las estrellas y después me dijiste que jamás permitirías que me apartara de tu lado.

El tono era sarcástico, pero Pandora se arrepintió de aquellas palabras apenas las había pronunciado.

– ¿Ah, sí? -dijo él en tono irónico-. Tuve que beber demasiado champán.

¿Por qué había tenido que mencionar que habían hecho el amor? Si Ran era capaz de hacer que perdiera la cabeza cuando la besaba con furia, ¿cómo sería cuando verdaderamente hiciera el amor bajo las estrellas? Seguramente, Cindy podría decírselo.

– A Myra y Elaine les ha parecido una historia conmovedora -dijo ella, desafiante.

– Bien, en el futuro, procura que tus historias sean menos conmovedoras y más realistas, por favor.

Ran acabó de preparar la bandeja y la llevó al salón. Pandora le siguió con la bandeja de pasteles que había comprado el día anterior. Aun así, aceptó el mérito de haberlos preparado en casa sin sonrojarse.

– Eres una cocinara estupenda, Pandora.

– La verdad es que no -repuso ella-. Mi madre me enseñó a preparar pasteles de pan, pero todavía soy una principiante en la cocina. Naturalmente, seguiré un cursillo para prepararme antes de que lleguen los invitados -añadió en un arranque de inspiración.

Myra asintió satisfecha.

– Me alegro de ver que te has comprometido con el proyecto. Debo decir que es remarcable lo distinta que parece la casa con un toque femenino. Elaine y yo hemos hablando de las flores recién cortadas. ¡Son encantadoras!

– Supongo que estaréis pensando en hacer algunas reformas en la casa, ¿no, Pandora? -preguntó Elaine-. ¿Te has decidido ya por alguna decoración en especial?

– Pandora todavía no se ha organizado lo suficiente como para empezar a pensar en la decoración -intervino Ran.

Pandora, lo miró fijamente antes de volverse hacia Elaine con una amplia sonrisa.

– La verdad es que tengo demasiadas ideas.

– No me habías dicho nada -dijo Ran, fingiendo sorpresa.

– Tampoco he tenido tiempo -dijo Pandora mientras se inclinaba hacia Myra con un gesto de confidencia-. Ya te puedes imaginar, apenas hemos pasado un momento juntos desde que llegamos.

Myra adoptó una expresión comprensiva.

– Siempre hay montones de cosas que hacer cuando te mudas de casa, ¿verdad?

– Sí, tengo la impresión de que no voy a terminar nunca -dijo Pandora con un suspiro de resignación.

– Cuéntanos cómo ves Kendrick Hall en el futuro -dijo Ran con un deje irónico que, sin embargo, despertó el entusiasmo de las americanas.

– Bueno… -Pandora titubeó-. No me gusta que las casas sean demasiado formales. Ante todo, han de ser hogares en vez de meros decorados, un sitio donde los niños puedan corretear sin preocuparse si los cojines quedan desordenados ni si el perro va a tropezar con los muebles y destrozar alguna cerámica de valor incalculable.

– ¡Ah, en eso estoy de acuerdo! -dijo Elaine-. Las casas deben ser hogares, no museos. Algunas de las que visitamos son sitios hermosos, pero fríos. Nuestros clientes prefieren una atmósfera más familiar y por eso nos gusta tanto Kendrick Hall. Espero que no os parezca descortés si decimos que nos encanta su aire excéntrico. Nos parece que tiene un gran potencial -dijo dirigiéndose a Ran-. Supongo que ésa es la razón por la que nos sentimos tan aliviadas al saber que estabas casado. Ya sé que piensas acometer una reforma de envergadura, pero lo que esta casa necesita es alguien que le devuelva la vida. Tiene que parecerte un sitio distinto desde que Pandora está contigo.

Ran miró a su pretendida esposa que se acababa de manchar con mermelada y trataba de recogerla de la falda mientras se desmigajaba encima el pastel que sostenía en una mano. No había prestado atención a la última parte de la charla, pero alzó la cabeza al sentir que él la estaba mirando. Había una expresión extraña en los ojos de Ran. Pandora se sonrojó, viendo que la había vuelto a descubrir en una torpeza.

– Sí -dijo Ran, contestando a Elaine en un tono perplejo-. Desde luego.

– Será un hogar magnífico para una familia -dijo Myra-. Pandora, ¿tienes pensado cuántos niños queréis?

– Seis, por lo menos.

Ran estuvo a punto de atragantarse y se llenó la camisa de migas.

– ¡Qué desastre! -murmuró Pandora ante su mirada asesina.

– Supongo que tendréis que acostumbraros al jaleo si planeáis tener seis niños. Bien lo sé yo que tengo sólo cuatro -dijo Myra.

– A mí me gustan los niños, pero Ran prefiere las chicas, igual que yo -dijo Pandora-. ¿Verdad que sí, cariño?

Ran tenía todo el aspecto de estar aterrorizado ante la idea de enfrentarse a seis pequeñas Pandoras.

– Nunca habrá otra como tú, querida.

– ¿Ésta es la foto de la boda? -dijo Elaine, tomando el marco que había en una mesa junto a ella-. No recuerdo haberla visto en nuestra visita anterior.

– ¿Ah, sí? -dijo Ran-. Me sorprende. Fue una de las cosas que primero saqué de las maletas nada más llegar.

Pandora lo contempló admirada. Era mucho mejor mentiroso que ella. Estaba segura que las americanas no tenían la más mínima sospecha de que la había recogido del buzón aquella misma mañana.

– Es preciosa -dijo Elaine, mirando sus caras sonrientes-. Parecéis verdaderamente felices.

Myra la reclamó y asintió lentamente.

– Algunas parejas nunca consiguen parecer unidas, pero no es vuestro caso.

Pandora no se atrevió a mirar a Ran, pero podía sentir la repugnancia que le provocaba esa idea. Myra seguía con la foto.

– Parece muy reciente. No hace mucho que os habéis casado, ¿verdad?

– A veces me parece que hace unos pocos días -dijo Pandora con un suspiro.

Ran la miró y le enseñó los dientes.

– ¡Y otras parece que fuera una eternidad!

– Así es como debe ser -intervino Elaine en tono sentimental-. Pandora nos ha contado que no os caísteis bien al conoceros.

– No -dijo él bruscamente-. Pensé que era la mujer más exasperante con la que había tenido la mala suerte de tropezarme.

– Les he contado que a mí me ocurrió algo parecido, «cariño». Me pareciste el hombre más pomposo, arrogante e insufrible que había conocido en toda mi vida.

Las americanas se echaron a reír de buen humor.

– Bueno, no se puede decir de este agua no beberé.

Pandora se dio cuenta de que Ran se tragaba una réplica mordaz. En un impulso de malicia, se sentó a su lado y apoyó la cabeza sobre su hombro.

– Desde luego, Ran tuvo que arrepentirse -atacó Pandora-. ¿No es así, cariño?

– Y que lo digas -dijo él entre dientes.

Sin embargo, Ran aprovechó la primera oportunidad para sacar de allí a Pandora junto con la bandeja y discutir con ella a sus anchas.

– ¿A qué demonios estás jugando con esa comedia de la esposa boba? «Desde luego, Ran tuvo que arrepentirse» -dijo imitándola despiadadamente.

Pandora le dio a Homer el último pastel de pan y la bandeja a Ran mientras se chupaba las últimas migajas de los dedos.

– ¿No querías que me portara como una esposa?

– ¿Y no se te ha ocurrido nada mejor que llamarme cariño y mirarme con ojos de cordero degollado?

– Por lo menos lo he intentado. En cambio tú te has comportado como un verdadero déspota.

– No exageres.

– No exagero. El oso del salón habría respondido con más sentimiento que tú. ¡Menudo recién casado!

– No te habías quejado antes.

Pandora se ruborizó. Era injusto que él aprovechara para recordarle el beso precisamente cuando estaba enfadada. No quería revivir aquel deseo, la excitación oscura y peligrosa que despertaba en ella sus labios, aquel cuerpo apretándola contra sí sin piedad.

– Y no me quejo -dijo ella con toda la dignidad que pudo-. Eras tú el que querías convencerlas de que estamos casados, no yo. No tiene sentido que me esfuerce por ser afectuosa cuando tú te exasperas cada vez que me miras.

– Quizá fuera más fácil si tú no me exasperaras. Muy bien -dijo Ran, pasándose una mano por el pelo-. Volveremos a intentarlo esta noche. Si no han recelado nada, puede que lo consigamos. Con un poco de suerte, mañana a estas horas la farsa se habrá terminado. No dudo de que estás tan deseosa como yo de seguir adelante con tu propia vida.

Pandora no estaba tan segura, ni siquiera recordaba que tuviera una vida propia. Le parecía recordar que había sido feliz con Homer y su torno, pero todo parecía lejano y borroso. El mundo sólo cobraba vida cuando Ran estaba cerca. Se preguntó si volvería a verlo en blanco y negro cuando él se fuera. Decidió aferrarse a la idea de la exposición como si fuera un salvavidas.

– Sí -acabó por contestar sin ninguna convicción-. Por supuesto.

Mañana todo acabaría, podría seguir adelante con su vida y jamás volvería a saber de Ran Masterson.

Mientras Ran llevaba a las americanas a ver la casa, Pandora trató de organizar la cena. No tardó en descubrirse añadiéndole una tercera cucharada de sal a las patatas. ¡Aquello tenía que terminar! Sin embargo, cuando Ran apareció de nuevo en la cocina, parecía que hubiera caído una bomba. Pandora había tratado de espesar la salsa del pollo con harina y mantequilla y trataba desesperadamente de disolver los grumos resultantes.

Ran apareció vestido para la cena y, por una vez, su corazón traicionero no dio un vuelco al verlo. Al contrario, dio brincos dentro de su pecho como un gimnasta olímpico, haciendo piruetas descontrolado. Dejó caer la cuchara de madera, que se hundió en la salsa sin que ella se diera cuenta. Ran vestido con ropa cómoda era perturbador, pero con un traje de etiqueta era irresistible. La severidad del blanco y el negro realzaba sus rasgos austeros y le hacía parecer más imponente y atractivo que nunca. Pandora tragó saliva.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él al ver su expresión.

– Nada -graznó ella, mientras procuraba rescatar la cuchara-. No me había dado cuenta de que la cena iba a ser tan formal. Nada más.

– Myra y Elaine están cada vez más entusiasmadas. Si nos lo proponemos, podemos conseguirlo esta misma noche. Quiero decir que procures estar elegante tú también.

– No tengo tiempo. Todavía hay mucho que hacer aquí.

– No importa que la cena se retrase un poco, lo que cuenta es que no te presentes hecha un desastre. Yo trataré de ir ordenando todo por aquí mientras las americanas se cambian. Bueno, eso si puedo.

Pandora recordaba la desilusión que se había llevado en su último cumpleaños cuando su madre le había regalado el vestido gris. Ella había pedido un saco de arcilla. Sin embargo, su madre le había advertido que nunca podía saber cuándo la iban a invitar a una cena formal. Ahora se alegraba de tener aquel vestido.

Era muy sencillo, un escote bajo que dejaba al descubierto los hombros y una falda ligera que caía flotando desde la cintura ceñida. La belleza estaba en la textura de la tela, un gris plateado que le daba lustre a su piel. Pandora se inspeccionó ante el espejo. No le gustaba su aspecto, decidió sin darse cuenta del efecto que causaba la línea de su garganta y sus hombros descubiertos. El vestido combinaba de maravilla con el pelo negro y los ojos violetas, pero ella sólo podía pensar en que nunca estaría a la altura de Cindy.

Trató de recogerse el pelo rebelde y el resultado fue que quedó un tanto torcido. Pandora lo dejó así pensando que le daba un aspecto más sofisticado. No mucho, pero sí un poco.

Los diamantes de su mano izquierda no dejaban de distraerla con su brillo. Pandora contempló los anillos y recordó cómo Ran le había acariciado la mano al ponérselos. Algo se inflamó en sus entrañas y tuvo que apartar la mirada. Se puso los pendientes de perlas de su abuela con manos temblorosas. Aquélla le parecía la noche perfecta para que una chica luciera las joyas de su abuela.

Cuando se miró de nuevo al espejo, le pareció que sus ojos delataban lo vulnerable que se sentía. Estaba hecha un manojo de nervios. Trató de imaginar lo que sucedería si alguna vez Ran volvía a sonreírle con dulzura.

– Ni lo pienses siquiera -dijo ante el espejo.

Se trataba de pagar una deuda y nada más. Iba a bajar las escaleras y a mostrarse encantadora con las invitadas. Después, subiría hasta esa misma habitación, se acostaría a dormir en el sofá y mañana todo habría acabado. Era fácil. Sonrió para sí en el espejo. Pretendía ser una sonrisa de confianza pero sólo demostraba inseguridad.

Bueno, no podía pasarse allí toda la noche. Con la mano en el picaporte, respiró hondo y volvió a repetirse que era sencillo. Abrió la puerta y bajó las escaleras.

Capítulo 7

Pandora titubeó un momento junto a la pitón que se enroscaba en su tronco al pie de las escaleras. La puerta del estudio estaba entreabierta y dentro sonaban voces. Echó a andar resueltamente, sólo para detenerse en el último momento con la excusa de arreglarse el escote. Cuando se dio cuenta de que no podía seguir demorándolo, abrió la puerta.

La luz del atardecer llenaba la habitación de un resplandor dorado. Pandora tuvo que entornar los ojos y detenerse mientras los demás se volvían a mirarla. Por un instante, nadie habló. Pandora se quedó allí, parpadeando como un búho al sol, envuelta en un resplandor áureo, con el pelo desmoronándose y las perlas bailándole en los lóbulos.

– ¿Va todo bien? -preguntó, perpleja ante aquel silencio.

Ran carraspeó.

– Nos estábamos preguntando dónde te habías metido -dijo él con voz ahogada.

– ¡Estás preciosa! -dijo Elaine con admiración-. ¿Verdad que sí. Ran?

Ran miró a Pandora.

– Sí -dijo poniéndole una copa de vino en la mano-. Mucho.

Sus dedos se rozaron, pero ella no quiso mirarlo a los ojos. Ran sólo lo decía para seguir la corriente. Sabía que el pelo se le derrumbaba sobre la cara y que debía tener un aspecto tan desastrado como de costumbre.

– Me encantan tus pendientes -dijo Myra, observándolos de cerca.

Pandora se los tocó de modo que bailaron y refulgieron.

– Eran de mi abuela.

– Es muy bonito ver que las joyas de una abuela todavía se utilizan en vez de dejarlas abandonadas en un cajón -comentó Myra.

Pandora no pudo evitar echar un vistazo fugaz a los anillos que llevaba en la mano.

– Sí, yo pienso lo mismo.

– Son poco corrientes, ¿eh? -dijo Elaine, que también se había acerado a admirarlos-. Tengo que decir, querida, que tienes un estilo muy personal.

Al otro lado del estudio, Pandora vio cómo Ran estaba a punto de atragantarse con su bebida. Nunca le habían dicho una cosa así y se quedó mirándola.

– ¿De verdad?

– ¡Ah, sí! Precisamente lo comentábamos antes. Fíjate en el vestido que llevabas cuando hemos llegado. Parecía cómodo y viejo y, no obstante, es perfecto para una casa como ésta.

– Bueno, supongo que no tiene sentido ir vestida a la última cuando hay un oso disecado en el salón -dijo Pandora sin salir de su asombro.

– ¡Justo! Pero está claro que puedes ser muy elegante cuando quieres. Como ahora, por ejemplo.

– O como la foto que hemos visto de la boda -intervino Myra-. ¡Vaya sombrero! Eso sí que es clase.

– ¿El sombrero?

Pandora se preguntó cómo demonios se habían enterado de que llevaba un sombrero. No salía con él en la foto que Ran había puesto en el salón.

– Sí, éste -dijo Myra, tomando otra fotografía enmarcada de la repisa de la chimenea.

Allí estaba, con la barbilla levantada, el rostro medio oculto por el vuelo de la pamela, arreglándoselas para parecer magnífica y desafiante al mismo tiempo. ¿Por qué tenía Ran una foto suya allí? Claro, era la clase de detalle que sólo podía ocurrírsele a él, pero aún así…

– Es curioso, siempre he pensado que Ran detestaba este sombrero.

– Y es cierto -dijo él-. Pero mientras no estabas aquí, siempre que pensaba en ti, te recordaba llevándolo.

– ¿No os parece que hace demasiado calor aquí? -dijo Pandora, notando que se ruborizaba-. ¿Por qué no sacamos las bebidas fuera?

Ran abrió las puertas y salieron a la terraza. ¡Por supuesto! Tenía que ser el sitio donde la había besado aplastándola contra el león.

– ¡Cómo me gustan estos leones! -exclamó Myra-. ¡Ah! Pensar en el tiempo que llevan aquí, todo lo que habrán visto y oído.

Con el rabillo del ojo, Pandora vio por la expresión de Ran que estaba pensando en la escena de la que habían sido testigos el día anterior. Ran lanzó una mirada intencionada al musgo que cubría el lomo de la estatua.

– A mí me parecen un poco pretenciosos.

– ¡Vaya! Después de haber vivido en África supongo que estarás acostumbrada a ver leones de verdad -comentó Elaine.

– ¡Claro, a cada momento! -improvisó Pandora, ante el evidente enfado de Ran.

– No, no a cada momento -intervino él-. Como ya os habréis dado cuenta, Pandora tiene tendencia a exagerar. La verdad es que vivimos… vivíamos en la capital, y allí tampoco se ven leones deambulando por las calles.

– Pero había cientos de ellos cuando me llevaste de safari para declararte, ¿no?

– Bueno, algunos -repuso él con una mirada de advertencia.

Encantada, Myra juntó las manos.

– ¿No tenías miedo de viajar por la jungla con tantas fieras, Pandora?

– Nunca tengo miedo cuando Ran está a mi lado -respondió ella, convertida en la viva imagen de la inocencia.

– ¡Oh, debe haber sido maravilloso!

– La verdad, ahora que estamos aquí, a veces me parece que ha sido un sueño -dijo Pandora-. Es como si nunca hubiera estado allí en realidad.

Les sonrió a las otras dos mujeres que asintieron comprensivamente. Se dio cuenta de que Ran estaba dividido entre el humor socarrón y la exasperación y, aunque la miró reprobatoriamente, acabó sonriendo. Pandora sintió que había ganado un asalto y le devolvió la sonrisa. A pesar de que no se tocaron, compartieron un instante de complicidad y buen humor.

– La luz es perfecta -dijo Elaine-. Se respira paz en este lugar.

Pandora distaba mucho de sentirse en paz cuando Myra sugirió a su compañera que hiciera una foto de la pareja.

– Quedaríais muy bien junto a león.

– Bueno, la verdad es que tengo que ir a echarle un vistazo a la cena…

– Sólo será un segundo -le prometió Elaine.

– Sé amable y ven aquí, Pandora -dijo Ran con una ironía secreta tras su sonrisa.

Pandora no tuvo más remedio que obligarse a sonreír y acudir junto a él.

– Un poco más juntos -dijo Elaine.

Con una calma absoluta, Ran le pasó un brazo por la cintura y la estrechó contra sí.

– ¿Así?

– Perfecto. Relajaos y sonreír.

Pandora no podía relajarse. Quizá fuera capaz de sonreír, pero en modo alguno podía relajarse. El cuerpo de Ran era una roca tentadora, fuerte, sólido y completamente controlado. Aterrorizada de caer en la tentación, Pandora sonrió decidida a la cámara.

Elaine disparó y la escena llegó a su fin. Ran la soltó de inmediato, no sin antes dejar que la mano se deslizara lánguidamente por su espalda. Pandora no tardó en sentirse desequilibrada sin él.

– Será mejor que vaya a ver lo que está ocurriendo en la cocina -dijo Pandora antes de salir huyendo.

Al cabo, la cena no salió tan mal como Pandora temía. La mousse de pescado no había tomado la textura adecuada, pero lo arregló en la presentación gracias a su vena de artista. En cuanto al pollo, no se parecía lo más mínimo a la receta, pero en cuanto coló la salsa, mejoró su aspecto y resultó sabroso. No obstante, la tarta de limón fue directamente a la basura y Pandora tuvo que arreglar cuatro platos con fruta fresca en su lugar.

En la mesa, Ran se comportó con perfecta urbanidad. Pandora tenía la impresión de que era un hombre que buscaba los horizontes abiertos, que daba lo mejor de sí sin las ataduras de los compromisos y los lazos familiares. Un hombre que jamás había tratado de ocultar que se iría en el momento en que dejara solucionado aquel problema. Se reprochó no acordarse de eso en vez de pasarse las horas buscando aquella sonrisa que le derretía los huesos. Sin embargo, quizá fuera mejor conformarse con eso que pensar en que aquella noche tenía que dormir en la misma habitación que él. ¿Cómo iba a dormir tranquila después de cómo la había besado, después de cómo le había sonreído en el salón? ¿Cómo iba a pegar ojo si recordaba cada vez que la había tocado?

Myra estaba entusiasmada con las vistas campestres que se dominaban desde el caserón.

– ¡Es un paisaje precioso! No teníamos ni idea. La verdad es que ninguna de nosotras habíamos estado en Northumberland. ¡Estamos deseosas de salir a explorar!

– Hoy hemos pasado en coche por Wickworth -dijo Elaine-. Parece justo el sitio que a nuestros clientes les agrada descubrir por sí mismos. Solemos facilitarles una guía de la zona cuando se inscriben. Pensamos que podíamos empezar a dar una vuelta por los alrededores y ver qué podemos encontrar.

– Viajamos tanto que apenas tenemos tiempo para visitar los distintos sitios como se merecen. Sería todo un lujo quedarse en algún sitio para variar -dijo Myra, que parecía una verdadera maestra en falta de tacto-. Me pregunto si no podrías recomendarnos algún sitio bonito donde pudiéramos alojarnos.

Ran y Pandora intercambiaron miradas, pero sabían que sólo había una respuesta.

– Podéis quedaros aquí, no faltaba más -dijo él, haciendo un esfuerzo por disimular su consternación.

– ¡Oh! No quisiéramos molestar.

– Tonterías. Estaremos encantados de teneros aquí, ¿verdad, cariño?

Si Ran había hecho un esfuerzo por disimular, Pandora realizó un acto de heroísmo.

– Naturalmente que sí.

– Sólo hay un problema -siguió Ran-. Pandora va a presentar una exposición dentro de poco, de modo que estará bastante ocupada durante los próximos días.

Y, por supuesto, Pandora tuvo que explicar que se dedicaba a la cerámica y estaba preparando una exposición en la ciudad. La velada acabó cuando Ran sugirió con tacto que dejaran la limpieza para el día siguiente. Las dos americanas continuaron insistiendo.

– Aunque digas que no es nada importante, a nosotras nos encantaría verla, si no te molesta, claro. Sería maravilloso quedarnos unos días aquí. No será ningún problema. Pasaremos el día fuera y también podemos comer por ahí, si con eso te facilitamos las cosas. No tendrás que hacer nada por nosotras.

– Sólo seguir casada -dijo Ran, cuando consiguieron despedirse de ella en el rellano de la escalera.

– Es culpa tuya -le acusó Pandora, irritada ante la idea de mantener aquella comedia otros diez días y olvidando que debían compartir la misma habitación-. ¡Tú las has invitado!

– No tenía otra salida. Las indirectas eran tan evidentes que no habría estado bien ignorarlas.

– ¡Podrías haber pensado en algo!

– ¿Como qué?

– No sé. No te costó mucho trabajo encontrar una esposa cuando la necesitaste.

– Bueno, entonces, ¿por qué no has dicho nada? Yo te hubiera apoyado, pero ya es tarde para evitarlo. Tendremos que soportarlo, sólo serán unos cuantos días.

Con toda calma, Ran se quitó la chaqueta y se sentó en la cama para desatarse los zapatos.

– ¡Serán diez días! ¿Y si luego quieren quedarse más tiempo? Quizá pasen semanas enteras. A este paso, vamos a estar casados para siempre.

– ¿No crees que estas exagerando? Es cierto que tendremos que seguir casados mientras estén aquí, pero tu madre siempre puede sufrir una recaída que te obligue a ir a verla.

– ¡No puedo desaparecer así como así! La exposición también es dentro de diez días y ya tengo demasiadas cosas que hacer.

– Podrás seguir trabajando en tu cerámica durante el día -sugirió él, irritante y razonable-. Se marcharán todos los días después de desayunar, tendrás tiempo de sobra mientras ellas estén recorriendo el país. ¡Deja de preocuparte! Todo esto sólo significa que tendrás que dormir aquí en vez de en los establos.

Pandora se dejó caer pesadamente frente al tocador y empezó a quitarse las horquillas del pelo con gestos nerviosos.

– ¡Claro, nada más! Debo continuar fingiendo que estoy enamorada de ti, compartir el dormitorio con un completo desconocido y tú me dices que no me preocupe.

– Dejaré de ser un desconocido cuando lleves un tiempo durmiendo conmigo -dijo él con un inquietante sentido del humor.

Ran puso los pies encima de la cama y se recostó en la almohada con las manos detrás de la cabeza.

– ¡No tengo intención de dormir contigo!

– La verdad es que no sé por qué te pones así. No voy a tocarte.

– Ésa no fue la impresión que me dio esta tarde.

– No te preocupes, no volverá a suceder -dijo él con sorna-. ¡Palabra de Boy Scout! A menos que tú me lo pidas, claro.

Pandora se quedó inmóvil y lo miró a través del espejo. Se daba cuenta de que se divertía con aquella situación. Parecía relajado, con la camisa abierta, mostrando el vello oscuro de su pecho. Por un momento, Pandora se imaginó cruzando la habitación y dejando que él la estrechara entre sus brazos, suplicándole que volviera a besarla.

Asustada con la nitidez de aquella escena, Pandora se levantó bruscamente.

– Yo que tú no contendría el aliento.

Sin embargo, tenía la boca seca y su voz no era tan firme como le hubiera gustado. Recogió sus cosas y fue al baño antes de que su imaginación acabara de desbocarse.

Cuando regresó, se había puesto uno de los camisones anticuados de su madrina. Daba demasiado calor, pero contaba con la ventaja de un cuello cerrado y unas mangas largas. Pandora se sentía a salvo entre sus amplios pliegues.

– ¡Muy recatada! -comentó él, divertido-. Pero ten cuidado de no ponerte delante de la luz o se volverá trasparente.

Sonrojándose, Pandora se apartó de la luz y rodeó la cama. Ran no se movió.

– ¿No me digas que has cambiado de idea respecto a compartir la cama?

– ¡De ninguna manera! -dijo ella, mientras tomaba una almohada-. Si fueras un caballero, ni siquiera lo sugerirías.

– ¡Deja de hablar como si acabaras de salir de una novela mala, Pandora! Estamos en el siglo veinte, la cama es más que suficiente para nosotros dos y no veo por qué debo pasar una noche incómoda en el sofá sólo porque tú no quieres creer que no babeo por tu cuerpo.

– Perfecto. Si es eso lo que piensas, yo dormiré en el sofá. Fin de la discusión.

Ran alzó los ojos al techo y se movió un poco para que ella pudiera sacar el edredón.

– Vas a estar muy incómoda -le advirtió.

– No tanto como lo estaría en la misma cama que tú.

Pandora volvió al sofá y se acomodó como pudo. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a arrepentirse de la decisión que había tomado. El sofá de cuero era aún más incómodo de lo que Ran le había advertido. Hacía calor, los bultos no la dejaban dormir y, para acabar de empeorar las cosas, empezó a enredarse con los pliegues del camisón.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Ran en la oscuridad-. ¿Es que no puedes estarte quieta?

– Lo que no puedo es ponerme cómoda -dijo ella mientras golpeaba la almohada.

– Si dejaras de hacerte la mártir y te metieras en la cama, no tardarías en estarlo.

– No, muchas gracias -replicó ella con voz helada.

– Bien, en ese caso, ¿quieres hacer el favor de no armar jaleo para que al menos uno de nosotros pueda dormir un poco?

Pandora juró que no iba a moverse. Se quedó mirando al techo, tratando de ignorar el bulto que se le clavaba en el hombro, pero no sirvió para nada. Cuando no pudo soportarlo más, giró con cuidado sobre sí misma, pero el sofá no tardó en crujir como si se hubiera puesto a dar saltos encima. Contuvo el aliento, ningún sonido llegó desde la cama.

Tampoco tardó en descubrir que resbalaba hacia fuera. La única vez que se quedó dormida apareció en el suelo, enredada con el camisón.

Sonó un chasquido y se encendió la luz. Sin decir una palabra. Ran se levantó, la tomó en brazos y la llevó a la cama sin ceremonias.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella casi sin aliento tanto por el contacto con su pecho desnudo como por la caída.

– Estoy tratando de dormir -dijo él, tirándole encima la almohada-. Y ya que ninguno de los dos va a conseguirlo mientras sigas con el concierto de sofá, te sugiero que te tragues tu orgullo y aceptes dormir en la cama. No me importa que duermas encima de la sábana o que hagas una barrera con las almohadas, pero, ¡por Dios! Deja de moverte.

Pandora se quedó rígida mientras él volvía a acostarse y apagaba la luz. Cuando Ran le dio la espalda, empezó a relajarse.

Ran tenía razón. Había espacio de sobra para los dos. No lo tocaba, pero era muy consciente del cuerpo cálido que yacía a pocos centímetros de ella. La luz de la luna caía sobre la cama a través de la ventana abierta. Ran quedaba en la sombra, pero Pandora podía ver el movimiento de sus músculos cuándo se agitaba en el sueño. Se había abrazado a él por instinto cuando la había levantado del suelo. Todavía podía sentir aquellos músculos firmes bajos sus manos.

Deseó quitarse el camisón y quedarse como él, dejando que la brisa de la noche la refrescara. Daba igual, no conseguía apartar de su mente las imágenes de sus besos, de sus caricias salvajes. Habría sido mejor que se hubiera quedado en el sofá. Sabía que iba a suceder esto. A ese paso, no iba a pegar ojo hasta que Myra y Elaine se marcharan.

Sin embargo, poco a poco, el sonido de la respiración regular de Ran empezó a tranquilizar sus nervios alterados y comenzó a dormirse.

La luz del amanecer la despertó. Parpadeó un momento, sintiéndose invadida por una desacostumbrada sensación de bienestar. Sólo entonces se dio cuenta de que había un peso extraño sobre su cuerpo. Al levantar la cabeza descubrió que era el brazo de Ran. Estaba tumbado de cara a ella, la expresión alerta de su rostro relajada durante el sueño.

Era muy temprano. Fuera, sólo los pájaros estaban despiertos, gorjeando y trinando en los árboles. Apoyó su mano en el brazo que descansaba sobre su cuerpo y saboreó la fuerza compacta de aquellos músculos, trazando círculos con la yema del pulgar sobre el vello oscuro que los cubría.

Para Pandora, a mitad de camino entre el sueño y el despertar, era perfectamente natural estar acostada junto a él, sentir su aliento sobre la piel. En algún lugar de su cerebro una voz la apremiaba a levantarse, pero tenía demasiado sueño y estaba demasiado cómoda para hacerle caso, de modo que cerró los ojos y se volvió instintivamente hacia la seguridad que le ofrecía el cuerpo de Ran.

Cuando volvió a despertarse, él había desaparecido. Pandora se desperezo y entonces se sobresaltó al darse cuenta de dónde estaba. Recordó haber caído del sofá y la exasperación de Ran cuando la había recogido del suelo. Recordaba haber sentido su pecho desnudo, el modo en que la había dejado caer sobre la cama, pero…

¿no había sido en el otro lado? ¿Qué estaba haciendo ella en el lado de Ran?

Pandora se sentó y se apartó el pelo de la cara. Extendió las manos sobre la sábana, como si así pudiera averiguar si había pasado toda la noche allí o sólo se había movido cuando Ran se había levantado. Esperaba que fuera lo último. Recordaba vagamente haber dormido junto a él, pero se apresuró a suprimir aquel pensamiento. Tenía que haber sido un sueño. Si se hubiera despertado con un brazo de Ran encima de ella se habría apartado de inmediato. ¿O no?

Le encontró preparando café en la cocina, gruñéndole a Homer que no dejaba de enredarse entre sus piernas. Pandora se sentía avergonzada de volver a verlo, pero nada en su actitud daba a entender que hubieran pasado la noche juntos.

– ¡Menos mal! -dijo él cuando reparó en su presencia-. Ya creía que ibas a pasarte todo el día durmiendo.

– ¡Sólo son las siete y media!

Homer se lanzó a saludarla con entusiasmo y Pandora se agachó para acariciar su cabeza hirsuta. Era demasiado temprano como para empezar a discutir.

– ¿A qué hora te has levantado?

Ran llevaba unos pantalones grises y una camisa blanca de manga corta. Parecía completamente despierto y activo, como si llevara horas de un lado para otro.

– A las seis. Tú estabas inconsciente, de modo que has podido sobrevivir al trauma de tener que compartir la cama conmigo. Desde luego, cuando me he levantado, estabas a tus anchas.

Pandora quería preguntarle si había dormido abrazada a él, pero no tuvo valor. Había una luz inquietante en aquellos ojos grises y quizá fuera mejor no saberlo.

– No puedo decir que me haya sentido a mis anchas al despertarme -dijo ella.

– Para cuando Myra y Elaine se vayan, ya te habrás acostumbrado -dijo él sin mostrar la menor compasión-. Hasta entonces, ¿no crees que podríamos acostarnos con un poco menos de alboroto?

Durante el desayuno, las americanas anunciaron que pensaban ir a Bamburgh y que no volverían hasta la noche.

– Comeremos fuera. Por favor, no te molestes en hacer la cena para nosotras.

– De todas maneras, querrán tomar algo -dijo Pandora, mientras se despedía de ellas-. Tendremos que ir a comprar otra vez.

– Tú ponte a trabajar con el torno -dijo él-. Yo me ocuparé de eso.

Pandora lo miró sorprendida.

– ¿No quieres que prepare cena para esta noche?

– Creía que estabas desesperada por seguir montando tu exposición.

– Sí, bueno. Creí que ibas a recordarme el precio del jarrón si no insistía un poco. Esperaba que los próximos diez días también formaran parte del pago de la deuda.

– Acordamos que me ayudarías a convencer a Myra y Elaine de que eras mi esposa y espero que cumplas con tu parte. Dado que tienes que preparar una exposición, no me parece justo que también tengas que encargarte de cocinar.

– ¡Oh! Muchas gracias. ¿Significa que vas a encargarte tú de la cocina?

– No, Pandora. Una mujer de la ciudad ha estado viniendo tres veces por semana para ayudarme. Le pediré que venga todos los días a hacer la limpieza y preparar de comer. No quería que Myra y Elaine la vieran, pero como ya les hemos habado de tu exposición, espero que lo comprenderán.

– ¿Qué le vas a decir respecto a nosotros?

– La verdad. Es una mujer muy discreta y lo más probable es que no tenga ocasión de cruzarse con nuestras amigas americanas.

– Suena perfecto. ¿No te importa pagarle cuando podrías conseguir que yo hiciera el mismo trabajo gratis?

A Ran la idea la pareció divertida.

– Cualquiera diría que quieres continuar como sirvienta.

– No es eso -dijo ella-. Creo que me siento un poco culpable.

– Pues no te sientas. Nancy es una cocinera excelente y necesita el trabajo. Tú ya has cumplido con tu parte del trato en lo que se refiere a cocinar y yo no deseo que me acusen de haber puesto en peligro la carrera de una futura artista. Además, vas a tener bastante trabajo tratando de parecer una esposa enamorada. O sea que, si te sientes culpable, piensa en eso.

Capítulo 8

El estudio estaba muy silencioso. Pandora se sentó en el taburete y pasó un dedo por el borde del torno. Tenía la sensación de haber estado fuera años y se sentía segura al volver y comprobar que todo seguía tal como lo había dejado.

Incapaz de sosegarse, anduvo por la habitación contemplando las piezas que había terminado, capaz por última vez de contemplarlas con ojo crítico. Decidió que eran buenas, las mejores que había logrado. ¿Por qué no se sentía ilusionada con ellas?

Ran se había llevado a Homer mientras iba a hablar con Nancy.

– Ya es hora de que este perro aprenda un poco de disciplina. Conmigo va a saber lo que significa obedecer.

Quizá fuera su ausencia lo que hacía que el estudio pareciera tan vacío. Pandora suspiró. Un estudio vacío, paz y silencio, sin tener que preocuparse por Homer ni por lo que podía estar haciendo… ¿Qué más podía pedir? Tendría que estar aprovechando el tiempo en vez de pensar sombríamente en un hombre y un perro.

Los cacharros en los anaqueles habían adquirido la textura del cuero, la ideal para darles la vuelta. Uno a uno, Pandora los fue poniendo en el torno y quitándoles la arcilla sobrante con una espátula. Una vez tomó ritmo, fue fácil.

De vez en cuando pensaba en la senda que llevaba de la mansión al pueblo. Ran debía estar recorriéndola con Homer, un hombre controlado y seguro de sí mismo y un perro un poco desgarbado y descoordinado. Pandora sonrió a imaginarlos juntos. Sin embargo, cuando descubrió que llevaba sonriéndole más de una hora a la misma pieza, se apresuró a volver al trabajo. Perdió la noción del tiempo y, cuando Homer entró como una tromba en el taller, se sorprendió al descubrir que era la una y media.

– ¡Hola, chico! -dijo ella, sonriendo al ver sus saludos entusiastas-. ¿Qué has estado haciendo con Ran?

– Distrayéndome sin parar, eso ha hecho -dijo Ran, apareciendo en la puerta.

Pandora estaba sonriendo cuando levantó la vista. Como siempre que lo veía, el corazón le dio un vuelco y la sonrisa tembló imperceptiblemente, sin embargo se las arregló para que su voz sonara firme.

– ¡Ay, Dios! ¿Es que has sido malo?

– ¿Malo? Poseído por el demonio, querrás decir. He tratado de enseñarle algunas órdenes elementales.

Aunque Ran trató de permanecer en actitud severa, acabó sacudiendo la cabeza y agachándose para palmear la barriga del animal.

– ¡Es un caso sin solución!

Pandora contempló cómo las caricias de aquella mano llevaban al perro hasta el éxtasis. Pensó que Homer era un perro con suerte y se apresuró a apartar la vista.

– Espero que no te haya causado demasiadas molestias. ¿Quieres que se quede conmigo?

– No, a menos que te apetezca especialmente y, la verdad, me costaría creerlo. Es peor que tú para destrozar la concentración de cualquiera.

Ran se levantó y fue a traer un plato que había dejado sobre la mesa al entrar.

– Sólo venía a traerte algo de comer. He pensado que, ya que estás trabajando, te gustaría comer un sándwich.

– ¡Oh!

Aunque era ridículo, a Pandora no se le ocurría nada que decir. Aceptó el plato como si contuviera las joyas de la corona, emocionada de que él se hubiera tomado la molestia de llevarle un tentempié.

– Quizá sea mi manera de decir que siento que tengas que seguir fingiéndote mi esposa -dijo en tono hosco-. Ya sé que no te gusta esta situación.

– No es tan mala -murmuró ella, mirando al suelo.

– Tomémosla lo mejor que podamos, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Se hizo el silencio. Una extraña sensación empezó a revolotear en el estómago de Pandora mientras se habría camino hacia fuera. Al final, fue Ran el que lo rompió.

– Bueno, será mejor que te dejemos trabajar. Vamos, Homer.

Homer que había permanecido patas arriba esperando con ilusión que le siguieran rascando la barriga, se puso en pie de un salto y le siguió a la puerta.

– Ran -llamó ella antes de que desapareciera.

– ¿Sí?

– Yo…

¿De qué manera podía decirle cómo se sentía? Ya ni siquiera se conocía a sí misma.

– Gracias por el sándwich.

Fue todo lo que pudo articular, pero Ran le dedicó una de aquellas sonrisas que le derretían los huesos.

– Luego nos vemos -dijo él al salir.

Pandora se lavó las manos y se sentó a comer. El emparedado era de jamón y salsa picante, su preferido.

¿Cómo había podido adivinarlo? Además, Ran se había disculpado por aquella situación.

Pandora se preguntó si de verdad no le gustaba. La respuesta le dejó seca la garganta y abandonó el sándwich en el plato. Se había estado engañando desde el principio. No le molestaba estar con Ran en absoluto, todo lo contrario. Lo quería.

– ¡Ay, Dios mío! -se quejó en voz alta.

¿Cómo había podido enamorarse de Ran Masterson? No tenían absolutamente nada en común. Además, él ya estaba con Cindy. Se iría de Inglaterra en cuanto pudiera. Aquéllas eran tres buenas razones para no cometer la estupidez de enamorarse de él. Pero ya era demasiado tarde, lo había sido desde la primera vez que la había tocado.

¿Qué iba a hacer ahora? No tenía sentido pensar que Ran había cambiado sólo por haberle llevado un sándwich y sonreírle. Ran nunca había mantenido en secreto cuáles eran sus prioridades. Lo mejor que podía hacer era aguantar aquellos diez días como pudiera sin que él llegara a sospechar lo que sentía. No iba a ser fácil, pero podía intentarlo.

Sin querer volver a verlo hasta estar segura de que él no podría leer la verdad en sus ojos, Pandora pasó todo el día en el taller. Trató de convencerse de que aquello no era más que un capricho pasajero y que podría olvidarle en cuanto volviera a África. No obstante, el corazón le decía que no era verdad. Ahí lo tenía, aquello sí era amor. Su mala suerte había querido que tuviera que enamorarse de un hombre que jamás podría corresponderle.

El corazón se le encogió y se llevó las manos a los ojos para contener las lágrimas. ¡Llorar no servía de nada! Y no, no iba a llorar.

Estaba inclinada sobre una tetera con un gesto de concentración feroz, cuando Myra y Elaine la encontraron.

– ¿Aún sigues trabajando? ¡Pero si tienes que estar rendida! Ran nos ha dicho que llevas todo el día metida aquí.

Pandora dejó la tetera y se obligó a sonreír. Si alguna vez había necesitado talento para la interpretación fue entonces.

– He adelantado mucho.

– ¿Podemos ver lo que haces? ¡Pero esto es maravilloso! -dijo Elaine, admirando un plato-. Debe ser estupendo poder vivir en un lugar así y poseer tu talento. Eres muy afortunada.

Pandora sabía que seguiría teniendo el sitio y el talento cuando Ran se marchara, pero se preguntó si le servirían de algo. No obstante, se recordó que, a pesar de todo, seguía teniendo más que la mayoría de la gente.

– Sí, la verdad es que sí.

Se empeñó en mostrarse alegre durante toda la velada. Una o dos veces descubrió a Ran mirándola con curiosidad, pero no dijo nada. Por suerte, Myra y Elaine estaban deseosas de relatar sus experiencias y fueron ellas quienes llevaron el peso de la conversación. La peor parte fue irse a la cama. Era la primera vez que Ran y ella se quedaban solos aquella noche. Pandora sabía que si él la rozaba, las defensas que había levantado con tanto esfuerzo se convertirían en polvo.

Sin embargo, con un aire de hombre de negocios, Ran le dio la espalda en cuanto se metieron en la cama. Tendría que haberse sentido agradecida, pero su evidente falta de interés le destrozó el corazón. Contempló su espalda en la oscuridad aunque ardía en deseos de extender la mano y tocarlo, de que se diera la vuelta, sonriera y la tomara entre sus brazos. No obstante, ella también se giró de espaldas para que no se diera cuenta si empezaba a llorar.

Al día siguiente, Pandora se refugió en la seguridad de su taller. Estaba revisando las piezas terminadas cuando oyó la puerta de un coche en el patio y unos pasos que se aproximaban. Pensó que era Ran que volvía a llevarle la comida.

Pero no se trataba de él, sino de Quentin. Pandora tuvo que tragarse su frustración para poder saludarle.

– Se me ha ocurrido pasarme por aquí para ver cómo marcha esto -dijo él, besándola con demasiado ardor en ambas mejillas-. ¿Qué tal estás?

Recordando cómo le había animado deliberadamente para provocar a Ran, Pandora se sintió avergonzada.

– Bien.

Durante un rato, Quentin contempló sus trabajos.

– Eres una chica lista. ¡Son unas piezas fantásticas! ¿Qué te parece si me llevo a la galería las que estén acabadas? Así iremos adelantando trabajo.

Entre los dos cargaron varias bandejas en el coche. Sin embargo, Quentin rechazó todos sus intentos de darle las gracias.

– Cualquier cosa que pueda hacer por ti es un placer, Pandora -dijo acercándose más a ella-. Lo sabes, ¿no es así?

El corazón de Pandora se le cayó a los pies.

– Eres muy amable -dijo con voz débil.

– No quiero tu gratitud -afirmó él, mientras le tomaba las manos y la miraba a los ojos-. Fue maravilloso comer contigo el otro día. ¿Cuándo vamos a repetirlo?

Pandora se echó la culpa por haber coqueteado con él delante de Ran. Iba atener que decirle que había sido un tremendo error.

– Quentin, yo…

– ¿Interrumpo algo?

La voz fue como el restallido de un látigo de acero. Pandora se apresuró a apartar las manos de las de Quentin y se ruborizó. Ran estaba en la puerta del patio y los miraba con una expresión asesina. Tenía un plato de emparedados en la mano, pero estaba claro que hubiera preferido que fuera una espada para poder atravesar a Quentin allí mismo.

El galerista también se enfadó.

– En realidad, sosteníamos una conversación privada.

– Sí, demasiado privada me parecía a mí.

– No veo por qué tiene que ser asunto tuyo -empezó Quentin y entonces, dio un paso atrás al ver la amenaza en los ojos de Ran.

– Lo es cuando sostienes una conversación privada con mi esposa.

– ¡Tu esposa! -exclamó Quentin, volviéndose hacia ella-. Yo creí que estabas soltera.

– Yo…

– Pandora y yo hemos tenido algunos problemas -dijo Ran en un tono gélido-. Vino aquí para comenzar los trámites del divorcio, pero hemos decidido hacer las paces, ¿no? -dijo mirando a Pandora, quien empezaba a sentirse acosada.

– Algo parecido -confirmó ella.

– Comprendo -dijo Quentin rígidamente-. En ese caso, siento haber mal interpretado la situación.

– Ha sido culpa mía -dijo ella avergonzada mientras Ran la miraba furioso-. ¿Va a… afectar este incidente a la exposición?

– Por supuesto que no. La exposición va a ser un éxito.

Quentin lanzó una mirada de disgusto a Ran y se volvió hacia ella. Era evidente que pensaba que aún había esperanzas. Con un marido tan violento como aquél, ella podía cambiar de opinión en cualquier momento.

– Si hay algo que pueda hacer por ti, lo que sea, ya sabes dónde encontrarme.

– Gracias.

Pandora se sentía terriblemente mal, pero estaba deseando que Quentin se fuera antes de que la situación se hiciera peligrosa.

– Llevaré el resto de las piezas en cuanto pueda.

– Te estaré esperando -dijo Quentin provocativamente-. Eres un hombre afortunado -le dijo a Ran por la ventanilla del coche.

– Lo sé -respondió él fríamente.

Ran puso un brazo posesivo al rededor de Pandora mientras que el galerista salía del patio. En cuanto se perdió de vista, Pandora se apartó de él.

– ¡No tenías derecho a decirle a Quentin que estamos casados!

– Alguna vez tenía que enterarse. Myra y Elaine van a asistir a la exposición. ¿Quién sabe con quién pueden hablar allí? No voy a dejar que todo se vaya al traste en el último minuto sólo por tu relación con Quentin. A propósito, ¿qué quería? ¿O prefieres que lo adivine?

– Ha venido para hablar de la exposición -dijo ella apretando los dientes.

– ¿No me digas? ¿Y para eso tenía que tomarte de las manos? Siento haber interrumpido vuestra pequeña conferencia, pero puedes consolarte con esto.

Le puso en las manos el plato de emparedados y, sin más, giró sobre sus talones y se alejó a paso vivo.

Después de aquello, no volvió a llevarle la comida. Los cuatro días que siguieron fueron tensos y deprimentes. Ran y Pandora se comunicaban con monosílabos cuando estaban solos, pero sonreían encantadores cuando las americanas estaban presentes.

Pandora procuraba pasar todo el tiempo que podía en el taller. Estaba furiosa consigo misma por haberse enamorado de un hombre así. Ran no la quería para él, pero tampoco estaba dispuesto a que ella tratara de rehacer su vida. Era como el perro del hortelano.

Ni siquiera tenía hambre, pero se había impuesto la obligación de volver todos los días a Kendrick Hall y prepararse un sándwich en la cocina sólo para que Ran viera que no había perdido el apetito. El quinto día, Pan dora estaba cruzando el salón, cuando sonó el teléfono en el estudio. Nancy le había dicho que Ran había salido, de modo que contestó aun a sabiendas de que era Cindy.

No se equivocó.

– Me temo que ha salido -contestó con frialdad cuando Cindy preguntó por él-, ¿Quieres dejar un mensaje?

– No, no importa -dijo la americana con una voz alarmantemente cálida y amistosa-. Sólo dile que he llamado y que me llame en cuanto tenga un momento. Ya sabe el número.

Pandora ya se lo imaginaba. No había ningún problema entre Ran y Cindy y ya era hora de que aceptara que su futuro estaba junto a la chica americana y no junto a ella. Escribió un mensaje en el bloc de notas.

Cindy ha llamado a las once y cuarto. Que, por favor, la llames. Yo voy a llevar el resto de mis piezas a la galería, de modo que estaré fuera toda la tarde.

¡Muy bien! Eso le enseñaría lo poco que le importaba.

Quentin se mostró entusiasmado con sus últimas obras. Pandora pasó la tarde con él, poniendo etiquetas y precios y tratando de no pensar ni en Ran ni en Cindy. Tardó más de lo que había previsto y volvió a Kendrick Hall a las siete. El caserón estaba en silencio, ni siquiera Homer dio señales de vida, lo que era muy raro.

Perpleja, subió a ducharse y se puso una falda india y una camisa blanca. Pandora bajó al estudio, inundado de la luz dorada del atardecer. Levantó la foto que Ran había dejado allí a propósito para que la vieran las americanas y contempló su cara sonriente con el corazón encogido. Sí, parecían muy felices, pero todo era una ilusión.

– De modo que ya has vuelto.

La voz de Ran la sobresaltó tanto que dejó caer el marco sobre la mesa. Pandora se apresuró a ponerlo de pie.

– ¿Qué has estado haciendo con Quentin todo este tiempo?

– Poniendo etiquetas y precios para la exposición -contestó ella, sonrojándose.

– ¿Nada más? -preguntó como si alguien estuviera arrancándole aquellas palabras del cuerpo.

– No, nada más. ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó ella, sintiendo la tensión que vibraba en el aire.

– Elaine llamó hace una hora. Por lo visto han encontrado un restaurante que les apetecía visitar y llegarán más tarde de lo acostumbrado. También creen que es una cuestión de tacto dejar que pasemos un rato a solas.

– ¡Oh! -el rubor de Pandora se hizo más intenso-. ¿Creen que tenemos problemas?

– Por supuesto que sí -dijo él, irritado-. No son estúpidas. Saben que no nos hablamos cuando ellas no están aquí.

– ¿Y qué vamos a hacer?

– Podemos empezar por cenar juntos y hacer justamente eso, hablar.

Nancy les había dejado pollo frío y ensalada. Cenaron en la cocina sin tener que ponerse de acuerdo, quizá con la esperanza de que una atmósfera menos formal favoreciera la conversación. Los dos lo intentaron, pero cada vez que empezaban a hablar, se encontraban surcando aguas peligrosas que les llevaba a Cindy o a Quentin o a las veces que él la había besado y las palabras acababan muriendo en silencio.

Pandora pensó que aquello no tenía remedio. ¿Cómo podía hablar cuando lo único que deseaba era sentarse en su regazo, echarle los brazos al cuello y fingir que aquello no era más que una horrible pesadilla, que él no iba a dejarla nunca?

Acabaron conversando sobre la erosión del suelo, que parecía ser el único tema que no tenía connotaciones peligrosas. Al final de la comida, Ran sugirió que salieran a la terraza.

Fuera había una luz suave de color lavanda. Pandora se sentó en los escalones y acunó la taza de café entre las manos. El cielo estaba oscuro y brumoso, pero el aire todavía era fragante. Ran se sentó en silencio a su lado, a una distancia cautelosa en la que no pudieran rozarse ni por casualidad.

La tentación de hacerlo era tan intensa que Pandora apretó la taza entre las manos y se obligó a recordar a Cindy. Decidió que era una estupidez evitar la cuestión y que lo mejor sería airearla cuanto antes.

– ¿Has visto el mensaje de Cindy?

– Sí, la he llamado al llegar.

Había una nota tensa en la voz de Ran. Pandora lo miró, pero su expresión se perdía en aquella semioscuridad.

– ¿Va a venir aquí? -se obligó a preguntar ella.

– No lo sé.

Ran hizo una pausa tan larga que Pandora pensó que no quería hablar. Al cabo, continuó, escogiendo las palabras con cuidado.

– Acaba de terminar su contrato. Cuando yo me fui, ella había vuelto de permiso a los Estados Unidos. Llevábamos juntos un tiempo y Cindy pensó que era una buena oportunidad para darnos «un respiro», tal como lo llama ella. Ninguno de los dos quería casarse, siempre hemos dejado claro que mantendríamos nuestra independencia, pero parecía que había llegado el momento de tomar caminos separados y ver si queríamos seguir juntos o no. Cindy no tiene problemas para encontrar otro trabajo fuera de Mandibia, pero tampoco tiene prisa, por ahora. Estamos viendo cómo se desarrollan los acontecimientos.

La camisa blanca de Pandora era un borrón claro en la oscuridad. Para ella era inconcebible que alguien no quisiera estar con Ran.

– ¿Volverás a África aunque ella decida quedarse en los Estados Unidos?

– Por supuesto -dijo él, al parecer sorprendido-. Tengo un trabajo que hacer y, además… África es un sitio muy especial. Lo echaría de menos si no regreso.

– ¿Y no crees que también echarías de menos Inglaterra?

Ran se volvió a mirarla. Sus ojos oscuros brillaban en la penumbra. Había un aroma a flores procedente de los parterres del jardín.

– Estoy empezando a pensar que sí -respondió él.

Otra vez se quedaron en silencio. Sin embargo, la incomodidad había desaparecido, dejando en su lugar una clase de tensión distinta que les rodeaba insidiosamente. Pandora dejó su taza y el sonido de la porcelana contra la piedra pareció despertar ecos en la noche.

– ¿Por qué significa tanto para ti África?

– Es un lugar grande. El cielo es enorme y el horizonte no se acaba nunca. Las cosas tienen una escala mayor allí, el paisaje, las emociones, los problemas, todo. Los colores son más brillantes, los olores más intensos, la luz más cegadora y las calles siempre están llenas de gente, música y bullicio. A ti te encantaría.

– Yo no puedo imaginarme siquiera yendo a un lugar así -dijo Pandora-. Para ti es distinto. Tú creciste allí.

– En África Occidental. Mi padre era médico. Fue a dirigir una clínica en un sitio perdido cuando yo tenía cuatro años. Ni siquiera recuerdo cómo era la vida antes de ir a África. No volví a Inglaterra hasta que me internaron en un colegio y me opuse con todas mis fuerzas. Estaba acostumbrado a corretear libremente, de modo que ya puedes imaginarte lo traumático que fue.

– A mí me parece una infancia muy romántica -dijo ella con envidia, acordándose de su rancia educación inglesa.

– Yo no la describiría así -objetó él con una nota amarga en la voz.

– ¿Por qué? ¿No fuiste feliz?

– ¡Oh! Yo sí, pero mi padre no. Mi madre se fue cuando yo tenía cinco años y él nunca logró sobreponerse.

– ¿Que tu madre os dejó? ¿Cómo pudo hacer una cosa así?

– Pues fácilmente, supongo. Para ella, tener un hijo sólo significaba un medio de conseguir un fin. Cuando conoció a mi padre, le consideraban un buen partido, un Masterson de Kendrick Hall y todo eso. Por lo visto, ella era una chica preciosa y mi padre se enamoró de pies a cabeza. Ella se imaginaba a sí misma viviendo como una reina en esta mansión, pero no tuvo en cuenta la conciencia social de mi padre.

Ran se inclinó hacia delante y apoyó los brazos sobre las rodillas.

Mi padre amaba Kendrick Hall, pero era consciente del privilegio que supone crecer en un lugar así y estaba decidido a ejercer sus capacidades donde más necesarias fueran. En cuanto yo tuve edad suficiente, aceptó el puesto de una clínica perdida en la selva de Ghana.

Mi madre estaba horrorizada. Estaba segura de que una mujer y un hijo pondrían fin a lo que ella llamaba las «ideas caritativas de mi padre» y, de repente, se vio arrastrada al África más oscura donde la dejaron sola con un niño mientras mi padre se dedicaba a su trabajo. Si hubiera sido otra clase de mujer, se habría puesto a trabajar con él, pero sólo sabía quejarse del calor, las moscas y el aburrimiento. Ella deseaba dar grandes fiestas y que la gente viniera a pasar el fin de semana a Kendrick Hall. Cuando se dio cuenta de que no iba a tener esa clase de vida con mi padre, nos abandonó. Yo sólo tenía cinco años.

A Pandora se le partió el corazón al pensar en aquel niño perplejo.

– Me cuesta trabajo creer que te abandonara sin más.

– No era una mujer maternal. Sólo me había tenido para mantener a mi padre lastrado aquí y evidentemente no le funcionó. Yo sólo hubiera sido un recordatorio permanente de su fracaso.

– Lo siento -dijo Pandora.

– Bueno, al mirar hacia atrás, creo que hizo bien en irse en vez de malgastar su vida quejándose. Pero aquello destrozó a mi padre. Fue mi primera lección sobre lo destructivo que puede ser el matrimonio. Desde entonces, he visto muchas parejas encadenadas a la frustración y al abatimiento, igual que mis padres. Hace tiempo que decidí no cometer el mismo error.

Pandora quería gritarle que no tenía por qué ser así, pero sabía que no querría escucharla. El abandono de su madre le había dejado unas heridas más profundas de lo que él mismo se atrevía a admitir.

– ¿Tu padre nunca trató de convencerla para que volviera?

– Le escribió, pero ella nunca contestó. Creo que acabó en Australia, pero no antes de venir aquí y contarle a Eustace lo cruel que había sido mi padre. Mi tío no creía en el divorcio, pero le escribió una carta a mi padre. No sé qué decía porque mi padre la quemó. Nunca volvieron a dirigirse la palabra. Eso volvió a romperle el corazón. Nunca se había llevado de maravilla con Eustace, pero amaba Kendrick Hall.

– Solía sentarse en la galena las noches de calor y me contaba historias de su infancia aquí. Para mí, África siempre ha sido mi hogar, pero el de mi padre estaba aquí, a pesar de que no volvió a verlo nunca. Cuando supe que había heredado Kendrick Hall, sólo sentí amargura. Mi padre murió seis meses antes que Eustace.

Se quedaron en silencio. A Pandora no le parecía extraño que Ran fuera tan contrario al matrimonio.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Ran.

– Bueno, en lo diferente que fue mi infancia, yo crecí en una familia feliz. Nunca tuvimos dinero ni fuimos a ningún sitio emocionante, pero eso tampoco importaba cuando éramos niños. Nos lo pasábamos estupendamente cuando no estábamos peleándonos.

Ran sonrió.

– ¿Se parecen a ti tus hermanos?

– Son ellos quienes cuidan de mamá. Ella siempre ha sido inteligente y práctica, mientras que papá era un soñador sin remedio. Yo me parezco más a él.

– Eso me parece a mí.

– Es curioso. Eran completamente distintos y, sin embargo, hacían una pareja perfecta. En fin, dicen que los extremos se atraen, ¿no?

Pandora se dio cuenta demasiado tarde de lo que había dicho y trató de corregirse.

– Bueno… no siempre.

Ran la estaba mirando.

– Yo siempre he creído que ésa era una teoría más bien dudosa, pero me parece que estoy empezando a cambiar de opinión.

Pandora volvió la cabeza y se quedaron mirando en la oscuridad. Despacio, Ran le apartó el pelo de la cara y le puso la mano en la curva de la nuca de modo que pudiera acariciarle la mejilla con el pulgar. La tensión furibunda de los últimos días cayó en el olvido, el futuro era algo demasiado remoto como para pensar en él. Lo único que importaba era el azul profundo de la noche, la mano que le acariciaba la cabeza y el cuerpo que tenía junto a ella.

Instintivamente, Pandora se inclinó hacia él… en el preciso momento en que un claxon sonó frente a la casa y unos neumáticos hendieron la grava. Homer dio comienzo a una de sus ruidosas bienvenidas.

Myra y Elaine habían vuelto.

Capítulo 9

– !Ya sólo nos quedan dos días! -dijo Myra a Pandora durante el desayuno-. Tan sólo hoy y mañana, y luego tu exposición. Nos lo hemos pasado en grande, pero después vamos a tener que marcharnos. Ya nos hemos quedado demasiado tiempo.

– En absoluto -dijo Ran-. Pero si os tenéis que ir, os despediremos como es debido y celebraremos vuestro último día en esta casa.

Pandora pensó que sólo a él se le ocurriría celebrar que las dos americanas se iban, pero trató de mostrar su mejor sonrisa.

– Eso, vamos a hacer algo todos juntos -sugirió-. El viernes tengo que estar temprano en la galería, pero podemos ir de excursión al río mañana. Si el tiempo sigue bueno, es un lugar estupendo.

Myra y Elaine se declararon encantadas con la idea y salieron para hacer una visita al Muro de Adriano. Pandora recogió la mesa y Ran desapareció en el estudio a atender una llamada de Mandibia. Pandora no lo sintió en absoluto.

¡Había faltado tan poco para que se besaran la noche anterior! El bocinazo de las americanas les había hecho separarse, Ran había ido a recibirles inmediatamente. Era imposible saber si estaba resentido por aquella interrupción o no. Después, en la cama, se mostró curiosamente reacio a tocarla. Pandora empezó a preguntarse si no habría imaginado su mano en la nuca y la caricia de su pulgar en la mejilla. Avergonzada, frustrada, horriblemente insegura, volvió a retirarse tras una fachada de corrección y frialdad.

Ya no tenía nada más que hacer para preparar la exposición y Pandora se sentía desorientada. Se llevó a Homer a un paseo largo, fue en la furgoneta a Wickworth a hacer algunas compras para la excursión del día siguiente y echó una mano a Nancy en la cocina, pero nada de eso la distrajo. «¡Sólo dos días más!», las palabras de Myra resonaban en su cerebro. En dos días todo habría acabado, esta vez para siempre. Myra y Elaine volverían a los Estados Unidos, Ran a África y ella… Bueno, ella a su cerámica.

Ran pareció pasarse todo el día al teléfono. Pandora podía oír su voz tensa solucionando lo que tenía todo el aspecto de ser un problema particularmente espinoso siempre que pasaba por el salón. Era un recordatorio de lo diferente que era la vida de Ran de la suya. Durante unas pocas semanas, sus vidas habían convergido, pero dentro de dos días tomarían rumbos opuestos y nunca más volverían a encontrarse.

Aquello la llenaba de desesperación. Si dos días era todo lo que le quedaba para estar con Ran, tenía que aprovecharlos al máximo. Aquella noche, acostada junto a él, recordó lo que le había dicho la primera vez que compartieron la habitación, que no iba a tocarla a menos que ella se lo pidiera. Pandora se preguntó si era capaz. Se dio la vuelta y contempló su espalda mientras ensayaba lo que iba a decir. Quizá lo único que necesitaba era extender la mano y acariciarle el costado. Aquella espalda le parecía tentadora y prohibitiva a la vez. Deseaba que Ran se diera la vuelta, que le demostrara que él tampoco dormía, pero permaneció inmóvil y Pandora acabó perdiendo el valor. Con un suspiro, volvió a darse la vuelta para mirar por la ventana y preguntarse si no lamentaría amargamente aquella cobardía en años venideros.

Salieron hacia el río a las once del día siguiente. El calor estaba haciendo fraguar una tormenta al otro lado de las montañas, pero, por el momento, el cielo estaba azul y despejado. Extendieron las mantas bajo un roble, junto a un río idílico. No muy lejos, unas vacas pastaban entre la hierba alta. Homer enderezó las orejas, pero Ran le dijo una sola palabra, «no».

Pasaron la tarde calurosa tumbados indolentemente sobre las mantas bebiendo champán. Myra propuso dar un paseo. Homer pareció volver a la vida con aquella palabra mágica. Al final, sólo fueron las dos americanas y el perro, dejando a Ran, Pandora y las vacas solos.

Ran cerró los ojos tumbado sobre una manta y entrelazó las manos tras la cabeza.

– Estas dos tienen más energía de la que les conviene.

– Pero son simpáticas, ¿verdad? -dijo Pandora, que estaba sentada abrazándose las rodillas-. Creo que voy a echarlas de menos cuando se vayan.

Sin embargo, no se atrevió a decirle a Ran cuánto iba a echarlo de menos a él.

– Desde luego, Kendrick Hall parecerá mucho más silencioso sin ellas -dijo él sin abrir los ojos.

Pandora se tumbó a su lado, sin tocarlo, conformándose con estar cerca de él. Si volvía la cabeza, podía contemplar los rasgos de su cara y su cuerpo musculoso. Lo conocía tan bien que ya no podía imaginar un tiempo en que supiera de memoria los ángulos de su nariz y su mandíbula, el gesto frío de la boca, el calor de las manos y la fuerza tranquila y serena de su cuerpo. ¿Cómo iba a poder decirle adiós y salir para siempre de su vida?

Pandora también cerró los ojos. Se negaba a pensar más allá del aquí y ahora. Se concentró en la calurosa tarde de verano, el soplo de la brisa, en el murmullo de la corriente y empezó a relajarse.

Algo le hacía cosquillas en la nariz y la animaba a salir del sueño. Pandora refunfuñó y le dio un manotazo, pero el cosquilleo persistió y ella acabó abriendo los párpados perezosamente. Ran estaba apoyado sobre un brazo junto a ella y le hacía cosquillas con una brizna de hierba. Sus ojos eran cálidos y particularmente intensos.

– Debo haberme dormido -dijo ella, aunque sin hacer el menor esfuerzo por moverse, atrapada en la excitación de aquellos ojos.

– Has hecho algo más que dar una cabezada, llevas profundamente dormida más de una hora -dijo él con una sonrisa que penetró a través de su piel y se transformó en un resplandor ardiente en sus entrañas.

– ¿No han vuelto Myra y Elaine?

– No, pero puedo oírlas. Llegarán en cualquier momento.

Era extraño el modo en que mantenían una conversación con las palabras y otra completamente distinta con las miradas. Ran tiró la hoja de hierba a un lado y se inclinó sobre ella con el pretexto de quitarle una ramita del pelo. Sin embargo, no retiró la mano y siguió acariciando lentamente sus cabellos.

Pandora no podría haberse movido por mucho que lo hubiera intentado. El aire que les separaba se cargaba de tensión por momentos, acortando la distancia entre ellos con una fuerza irresistible. Ran por fin iba a besarla. En cualquier momento iba a sentir su cuerpo encima y sus labios serían ardientes, seguros y posesivos. Pandora no tenía la menor intención de resistirse. ¿Por qué iba a hacerlo cuando era inevitable y perfecto?

Pandora le puso las manos en los hombros mientras sonreía. La cara de Ran cambió.

– Pandora, ¿recuerdas que…?

Nunca escuchó el resto de la pregunta. Un morro peludo se interpuso entre ellos y una lengua húmeda le lamió la cara con afecto desbordado.

– ¡Homer! -exclamó ella, riendo sólo a medias-. ¡Basta!

Ran sujetó al perro para que ella se sentara. Pandora hubiera podido llorar de frustración.

– Siempre tan oportuno, nuestro querido Homer -dijo Ran.

Homer se sentó con la lengua colgando a un lado de la boca, con un aspecto tan satisfecho de sí mismo que Pandora tuvo que echarse a reír. Un segundo después, el chucho había vuelto a saltar para dar la bienvenida a Myra y Elaine que volvían bordeando una curva del río.

– Quizá no haya estado tan mal que Homer nos interrumpiera justo en ese momento -dijo Ran, mientras ayudaba a Pandora a levantarse.

Pero no le soltó la mano y siguió mirándola a los ojos. Ella le devolvió la mirada risueña y luego echó un vistazo a las dos mujeres que se acercaban.

– Quizá -dijo a regañadientes mientras Ran le apretaba la mano.

– Sentimos haber tardado tanto -dijo Myra, jadeando cuando llegó junto a ellos abanicándose con un sombrero-. ¿Os habéis aburrido mucho esperándonos?

Ran soltó la mano de Pandora.

– No, no nos hemos aburrido en absoluto. ¿Verdad, Pandora?

– No -dijo ella en un hilo de voz.

– Hemos pensado que será mejor volver. Puede empezar a llover en cualquier momento -sugirió Elaine, señalando el cielo.

Aún no había terminado de hablar, cuando oyeron el rodar de los truenos. Una masa de nubes negras amenazaba con ocultar el sol. Despertando de la burbuja de ensueño en la que habían estado hasta entonces, pusieron las mantas en manos de las americanas, recogieron la cesta de la comida y echaron a correr. Las primeras gotas les alcanzaron cuando llegaban al bosque, pero estaban calados hasta los huesos cuando consiguieron refugiarse en la casa.

– No podría haber sido una verdadera excursión inglesa si no hubiera llovido -les aseguró Pandora sin aliento.

La cena de aquella noche fue un acontecimiento alegre. Todos reían cuando llegó la hora de retirarse. Después, Pandora ni siquiera pudo recordar qué les había hecho tanta gracia, ni porqué Ran y ella abrieron la puerta de su habitación doblados en dos, pero todo acabó en cuanto se miraron a los ojos.

Algo nuevo y peligroso brotó a la vida entre los dos. Ran dejó de apoyarse en ella, pero no se apartó. Por un momento, se miraron sin fingir y se enfrentaron a la verdad que ya no podían seguir negando.

– Quería besarte cuando estábamos en el río -dijo él con una voz profunda que Pandora sintió vibrar en todo su cuerpo.

– Lo sé -dijo ella en un susurro.

– ¿Te hubiera importado?

– No.

Ran le apartó el pelo de la cara.

– Iba a preguntarte si te acordabas de lo que te prometí.

– Me dijiste que no me tocarías a menos que yo te lo pidiera.

– ¡Te acuerdas! -dijo él con ojos risueños-. Me gustaría besarte ahora, pero no lo haré si no me lo pides.

La anticipación estaba desgarrando el cuerpo de Pandora. Despacio, sin sonreír, empezó a desabrocharle los botones de la camisa uno a uno. Ran no dijo nada, pero se quedó inmóvil hasta que ella le sacó la camisa del pantalón, la abrió y extendió las manos lujuriosamente sobre el vello en forma de uve que desaparecía en la cintura.

– Pandora… -le advirtió él con un gemido.

– Ran, por favor, ¿quieres besarme?

Ran inclinó la cabeza hasta rozarle los labios.

– Ahora vamos a ver si te gusta que te hagan esperar -murmuró él, cambiando de idea en el último segundo.

En cambio, la besó en el lóbulo de la oreja, en la piel suave del hueco de la mandíbula, en la garganta, y Pandora arqueó la espalda con un murmullo que era mitad protesta y mitad placer mientras él descargaba una lluvia de besos sobre su cuello.

Los dedos de Ran, mucho más firmes y seguros que los de ella, la despojaron de la camisa rápidamente. Entonces, se inclinó para continuar con aquel devastador chaparrón de besos a lo largo de los brazos, sobre sus senos en los que las manos abrían unas sendas que los labios seguían.

– ¡Ran!

Ardiendo de deseo, Pandora gritó su nombre y enredó los dedos en su pelo hasta que le sintió sonreír contra sus pechos.

– ¿Y bien? -preguntó él junto a su garganta.

Pandora dejó que sus manos le acariciaban mientras se levantaba.

– Bésame -susurró.

Pandora seguía con la espalda apoyada contra la puerta, los ojos oscuros y dilatados por el deseo.

– Bésame, por favor. Bésame como querías besarme en el río.

– Yo te enseñaré cómo quería besarte.

Ran la tomó en brazos y la llevó a la cama. En otra ocasión, la había dejado caer de cualquier manera, exasperado. Ahora, sin embargo, la depositó suavemente, como si fuera algo precioso.

– Tenías el pelo revuelto, así -dijo él mientras se lo extendía sobre la almohada-. Y entonces, has abierto los ojos y me has sonreído… y yo he sentido deseos de hacer esto…

Se inclinó sobre ella igual que antes e igual que antes, Pandora le puso las manos en los hombros, aunque esta vez Homer no se interpuso entre ellos. No hubo voces que se acercaran, nada que les impidiera unirse en un beso de inexplicable ternura. Pandora se entregó con un murmullo de alivio, dejando que sus manos vagaran sobre la firmeza de aquellos hombros, deleitada al sentir los músculos tensos.

El beso se prolongo hasta que los dos se intoxicaron de placer, acariciándose, saboreándose y riéndose ante su fuerza inesperada.

– Ahora ya sabes cómo iba a besarte si ese chucho tuyo no hubiera metido el morro donde no le llamaban -dijo Ran con voz un tanto trémula-. Y no ha estado mal, porque dudo que hubiera podido detenerme cuando nuestras invitadas llegaran. Nos habríamos mojado mucho más aún.

– ¿Y qué hubieras hecho? -preguntó ella con picardía.

– Te habría arrancado la ropa a jirones y luego me habría desnudado yo. Entonces, me habría tumbado a la sombra del árbol a tu lado, así.

Ran bajó el cuerpo de modo que apenas se rozaba con ella. Pandora se echó a temblar al sentir su firmeza en la piel, su calor y su erección. Le pasó la mano por un brazo.

– Es una suerte que Homer apareciera en el momento preciso.

– A mí no me ha parecido una suerte -dijo él con vehemencia.

– ¿Y ahora? ¿Qué tienes ganas de hacer?

– Esto.

Ran volvió a besarla en la boca. La piel de Pandora era nívea a la luz de la luna, pero ella se sentía arder por dentro. Las manos de Ran la exploraban hábiles y posesivas, hurgando en su centro aterciopelado y avivando su urgencia. Ella se disolvía bajo sus caricias, se ahogaba en la delicia indescriptible de sus labios. Todo desapareció excepto aquel palpito de necesidad y ella gritó su nombre suplicante, temerosa de que la oleada imparable de deseo salvaje la arrastrara a un territorio desconocido.

Y entonces ya no tuvo miedo porque Ran estaba con ella, dentro de ella, sujetándola con firmeza mientras el torbellino de sensaciones amenazaba con devorarla.

– ¡Pandora!

La voz no parecía la de Ran. Pandora le acarició desesperadamente, deseando tenerle más hondo, queriendo tenerle entero. Era la única realidad de un mundo que se había convertido en puro deseo, nunca había imaginado que fuera posible sentir aquello.

Entonces, el ritmo cambió y el torbellino se transformó en una única y desesperada necesidad que les unió para lanzarles al mismo tiempo a una explosión gloriosa de alivio que sorprendió a Pandora completamente desprevenida. Apabullada, fuera de sí, sólo pudo aferrarse a él con todas sus fuerzas durante aquel momento eterno y sin tiempo en que el universo se detuvo.

Poco a poco, muy despacio, recobró los sentidos a través de la euforia. Ran yacía inerme encima de ella, el rostro apretado contra su cuello, respirando entrecortadamente. Pandora se había olvidado de respirar. Tomó aire cautelosamente y comenzó a aflojar la presión de los dedos que le había hundido en los hombros.

Ran se movió bajo sus besos. La besó en la garganta y se dejó caer a un lado arrastrando a Pandora de modo que acabaron cara a cara. Le apartó el pelo del rostro y le besó los ojos, la boca, las manos.

– Ahora sí me siento afortunado -dijo él.

– Yo también -dijo Pandora con lágrimas de felicidad-. Muy afortunada.

Ran la abrazó y la acarició como si quisiera convencerla de que él era real. No necesitaron palabras. Pandora apoyó la cabeza sobre su pecho y escuchó los latidos de su corazón. Se sentía a salvo y mimada, llena de maravilla por el éxtasis sin límites que habían experimentado juntos.

La maravilla persistía cuando Ran la despertó con sus besos a la mañana siguiente. Pandora se desperezó somnolienta bajo aquellas manos acariciantes y posesivas.

– ¿Ya es hora de levantarse?

– No -dijo él mientras le besaba los hombros-. Pero puedes volver a dormirte si quieres.

Pandora sonrió radiante de felicidad. Arqueó el cuerpo y le rodeó el cuello con sus brazos.

– ¿Y si no me da la gana?

Ran levantó la cabeza y la miró a los ojos con una sonrisa por respuesta.

– Estoy seguro de que ya se me ocurrirá algo para pasar el tiempo.

Para Pandora el día pasó en una neblina de felicidad donde no existían los conceptos de pasado y futuro, le bastaba con mirarlo y recordar las caricias, los gloriosos jadeos.

A las cinco bajó las escaleras llevando el vestido amarillo que había llegado del tinte. Aquella mañana, había pasado un par de horas ayudando a Quentin con los últimos detalles de la exposición. Habían quedado en que ella se adelantaría y luego iría Ran con Myra y Elaine. En otras circunstancias, Pandora hubiera sido un manojo de nervios ante su primera exposición, pero aquel día sólo podía pensar en las maravillas sobrecogedoras de la noche anterior y las que le quedaban por descubrir aquella noche.

Antes de marcharse, quiso pasar por el estudio para despedirse de Ran. Estaba a punto de entrar cuando sonó el teléfono. Ran debía esperar aquella llamada porque sólo dejó que sonara dos veces. Oyó que decía el nombre de Cindy y se detuvo ante la puerta entornada.

– Que estás… ¿dónde? ¿Cuándo has llegado? ¿De modo que has decidido aceptar el trabajo? Ya, comprendo. Me alegro de que hayas venido. He estado pensando mucho en ti y tenemos que hablar. Tienes razón, no podemos discutir esto por teléfono.

Durante un rato, Pandora sólo le oyó asentir de vez en cuando.

– Mañana será un poco difícil. ¿Por qué no pasado mañana, cuando me haya librado de mis invitadas? Entonces estaremos solos y podremos hablar con tranquilidad.

Pandora no esperó a oír más. Llegó sin saber cómo a la furgoneta y la puso en marcha. Era evidente que Cindy había decidido volver a África y recuperar a Ran y él sólo esperaba librarse de sus invitadas, lo que la incluía a ella, para poder verla a solas.

Pandora estaba tan destrozada que ni siquiera podía llorar. No se trataba de que él le hubiera ocultado su relación con Cindy. Quizá la noche anterior le hubiera hecho el amor a Pandora, pero nunca le había dicho que la amaba. Iba a hacer lo que siempre había dicho que haría, volver a África y a Cindy. Y eso era todo.

Nunca supo cómo llegó a Wickworth. De algún modo se las arregló para sacar la cabeza del mar de miseria que la ahogaba y entrar en la galería con una sonrisa en los labios. La exposición resultó un éxito tremendo, todo el mundo se lo dijo. Las etiquetas rojas de «vendido» parecían una epidemia de sarampión. Quentin había invitado a todos los peces gordos de la ciudad y atestaban la galería bebiendo vino blanco y hablando a gritos por encima del barullo.

Ran llegó con las americanas. Parecía preocupado, pero sonrió al ver a Pandora y se abrió paso hasta ella entre la multitud.

– Ni siquiera he podido desearte buena suerte.

– Ya, estabas muy ocupado hablando por teléfono -dijo ella, haciendo un esfuerzo sobre humano por aparentar normalidad.

– Podrías haberte asomado un momento -dijo él, mirándola con el ceño fruncido-. ¿Qué te pasa?

– Nada -dijo ella secamente-. Sólo que hay demasiada gente aquí. Disculpa, tengo que hablar con Quentin -dijo ella, desesperada por irse antes de echarse a llorar.

El resto de la noche, Pandora sintió los ojos de Ran sobre ella mientras que intentaba charlar y sonreír. Gracias a Myra y a Elaine, los presentes no tardaron en enterarse de que Ran y ella estaban casados. Les llovieron invitaciones a cenar que tuvieron que rechazar con excusas vagas. Fue la noche más larga en la vida de Pandora. Permaneció al lado de Quentin obstinadamente. La sonrisa de Ran empezó a parecer tan artificial como la suya, pero no hizo el menor esfuerzo por acercarse y explicarle lo de Cindy. Al cabo, la gente empezó a marcharse, pero aquello todavía no había terminado.

– A Myra y a mí nos gustaría invitaros a ti y a tu marido a cenar -dijo Elaine-. Es una manera de agradeceros todo lo que habéis hecho por nosotras y, por supuesto, celebrar el éxito que has tenido.

Pandora no creía que hubiera nada que celebrar, pero prefería hacer cualquier cosa antes que volver a casa y encontrase a solas con él.

– Sois muy amables, pero si vamos a celebrarlo, ¿os importaría que nos acompañara Quentin? Si no hubiera sido por él no habría habido exposición y se ha portado maravillosamente. Ha sido él quien más me ha apoyado durante estas últimas semanas.

Pandora vio que Ran apretaba los dientes y se apresuró a apartar la mirada.

– Pues claro que no nos importa -dijo Myra-. Que venga. Haremos una fiesta.

Pandora llegó a pensar que aquella cena no terminaría nunca, todos estaban encantados con su éxito y no dejaban de repetirle a Ran que debía sentirse orgulloso de ella. Sin embargo, no parecía estarlo. Tenía un aspecto sombrío y reservado, pero hacía verdaderos esfuerzos por comportarse con normalidad.

Al menos, no tuvo que ir con los demás a casa.

– Necesito llevarme la furgoneta -le dijo a Myra cuando salieron del restaurante-. Elaine y tu volved con Ran, yo os seguiré. Estoy segura de que Quentin me acompañará al aparcamiento, ¿verdad, Quentin?

– Por supuesto.

Pandora le tomó del brazo y se atrevió a mirar a Ran a los ojos por primera vez en toda la noche.

– Luego nos veremos.

Condujo tan despacio como pudo, con la esperanza de que Ran se cansara de esperarla y se fuera a dormir. Pero estaba esperándola levantado, completamente vestido y con una cara poco halagüeña.

– Ya veo que al fin has podido separarte de Quentin -dijo sin rodeos en cuanto ella cerró la puerta de la habitación-. Debes sentirte muy orgullosa de ti misma. Dos seducciones y una exposición coronadas por el éxito en sólo dos días.

– Sí, la exposición ha ido mejor de lo que yo esperaba -respondió ella, ignorando la primera parte del comentario-. Sin embargo, creo que ha sido un error que tú asistieras.

– ¿Por qué? Mi presencia no te ha impedido engatusar a Quentin Moss, que era lo que tú pretendías desde el principio.

El tono era tan salvaje que Pandora se mordió los labios para no llorar y mantener un tono de voz frío.

– La verdad es que estaba pensando en todas esas invitaciones a cenar. ¿Cómo vas a explicarles a esas personas que no soy tu esposa? Fue idea tuya. Yo sólo estuve de acuerdo en fingir hasta que Myra y Elaine se fueran, lo que sucederá mañana. Al fin y al cabo, es tu problema, voy a volver a los establos en cuanto se hayan ido.

– ¡Espero que te lleves ese maldito perro!

– Naturalmente -dijo ella, asombrada ante su propia calma-. Creo que ya he pagado con creces el daño que hizo.

– No me había fijado en que llevaras la cuenta.

– No, de eso ya te has encargado tú.

– ¿Vas a decirme ahora que hice mal? -preguntó él entre dientes.

– No.

– ¿Quieres decir que estás dispuesta a fingir que todo va bien?

Pandora empezó a cepillarse el pelo. Era él quien había decidido mantener en secreto la llegada de Cindy. De acuerdo, pero que no esperara que ella cometiera la estupidez de decirle que todo si mundo se había derrumbado al escuchar la conversación que habían mantenido por teléfono.

– No -dijo ella-. Bien, dime. ¿Qué piensas hacer cuando empiecen a llegar invitaciones a nombre del señor y la señora Masterson?

– No tengo por qué dar explicaciones a nadie -dijo él con una expresión indescifrable que parecía esculpida en granito-. Ahora que Myra y Elaine han accedido a mandar sus clientes a Kendrick Hall, podrán entrar los albañiles y yo me iré a África en cuanto empiecen con la reforma.

– Me parece muy bien para ti, pero, ¿qué hay de mí? Soy yo la que tiene que quedarse aquí. ¿Qué pasará cuando me encuentre a todas esas personas en Wickworth?

– Diles que me has dejado por Quentin. Y si quieres hacer el papel de víctima, diles que te he abandonado y que has vuelto a los establos porque Kendrick Hall tenía demasiados recuerdos para ti.

Pandora se preguntó si Ran pensaba de verdad que los recuerdos se dejaban atrás tan fácilmente. Pasara lo que pasara, Ran ya formaba parte de ella. Tendría que aprender a vivir con el recuerdo de su cara, de su sonrisa, de su cuerpo excitante.

– ¿Y mientras? Porque supongo que tú no te irás de inmediato.

Era su última oportunidad para hablarle de Cindy, pero Ran se negó a hacerlo. Al contrario, tomó una almohada de la cama.

– Mientras, te sugiero que te mantengas apartada de Wickworth. No será por mucho tiempo -dijo mirándola amargamente-. Hoy puedes quedarte con la cama para ti sola. Seré yo quien duerma en el sofá.

Capítulo 10

Pandora se quedó mirando cómo el coche de Myra y Elaine se alejaba, se detenía un momento junto a las puertas de piedra del jardín y, con un bocinazo, desaparecía de vista.

Todo el rato había estado sujetando a Homer para que no echara a correr tras ellas. Ahora se agachó, le puso la correa y se la dio a Ran.

– ¿Me haces el favor de sujetarlo mientras voy a recoger mis cosas?

Ya había hecho las maletas y lo único que tenía que hacer era pasar por la cocina y recoger el cuenco de Homer. Cuando volvió a salir de la casa, Ran estaba acariciándole las orejas, pero dejó de hacerlo en cuanto oyó sus pasos sobre la grava y se puso en pie. Contempló el neceser que llevaba en una mano y el cuenco en la otra.

– ¿De modo que te vas?

– Creo que ya he pagado mi deuda, no te debo nada más, ¿verdad? -dijo Pandora, manteniendo la voz deliberadamente dura y la voz helada.

– No, no me debes nada.

Pandora dejó las maletas en el suelo, se puso el cuenco debajo del brazo, se quitó los anillos que le había dado y se los entregó.

– Será mejor que los guardes bien. Nunca se sabe cuándo puedes volver a necesitar una esposa.

De mala gana, Ran extendió la mano abierta y ella se los dejó caer en la palma sin rozarle siquiera.

– Adiós -dijo ella en el mismo tono que había estado ensayando durante toda la noche, frío, impersonal, desentendido.

Ran cerró los dedos convulsivamente sobre los anillos. Tenía una expresión airada y rígida y el ceño fruncido mientras la miraba, como si no pudiera creer lo que ella estaba diciendo. Por un momento, Pandora creyó que iba a protestar, pero se limitó a decir adiós con voz impersonal y le dio la correa de Homer.

Furiosa consigo misma por haberse permitido aquel último momento de esperanza, Pandora se dio la vuelta sin más palabras. ¿De verdad había creído que él iba a pedirle que se quedara cuando su querida Cindy llegaba al día siguiente? Recogió sus cosas y echó a andar hacia la senda que llevaba a los establos. Homer presentía que algo iba mal, no dejaba de gemir y de tironear de la correa, volviéndose constantemente a mirar a Ran.

– Vamos, Homer -le suplicó ella al borde del llanto.

No pudo permitirse derramar una sola lágrima hasta que no llegara a casa de Celia, pero en cuanto se cerró la puerta de la cocina, se derrumbó sobre la mesa y ocultó el rostro entre los brazos. Apenado por sus sollozos inconsolables, Homer metió el morro bajo sus brazos y puso las patas delanteras en su regazo para poder lamerla y reconfortarla.

– ¡Ay, Homer! ¿Qué voy a hacer ahora?

Tras una noche de insomnio, se obligó a ir al taller a la mañana siguiente. Ahora era todo lo que le quedaba, sería mejor que se pusiera manos a la obra. Antes había sido feliz sin Ran y pretendía volver a serlo.

Algún día.

Algún día aquel dolor desaparecería y ella podría volver a sonreír. Algún día, pero aún no.

Pandora amasó la arcilla sin conmiseración mientras las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas. Al final de la tarde no había sido capaz de hacer otra cosa que mirar cómo el torno giraba sin fin. Se sentía tan vacía e inútil como la vida sin Ran. Pensó que debería estar lloviendo para que todo se adaptara a su estado de ánimo. Sin embargo, el atardecer dorado se derramaba sobre el patio, haciéndole recordar la tarde en que se había tumbado junto al río con él.

Se levantó de repente para evitar aquellos recuerdos. ¡Tenía que dejar de llorar de aquella manera! Pandora se sentó en el patio, cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared, decidida a borrar todo de su mente, excepto el zumbido de las abejas y el calor del sol sobre su piel.

Funcionó… o casi. Su cuerpo esbelto se relajó en aquella atmósfera tranquila, pero en cuanto bajaba la guardia, la imagen de Ran surgía en su mente. No quería verlo. Abrió los ojos justo a tiempo de ver cómo Homer abría la verja con el morro.

– ¡Homer, vuelve aquí!

Pero ya era demasiado tarde. El chucho trotaba hacia el caserón que había aprendido a identificar con su hogar. Pandora recogió la correa y lo siguió con la esperanza de que se entretuviera con algún olor antes de llegar a la mansión, pero mientras corría vio que Homer ya había encontrado al hombre que buscaba.

Ran estaba cerrando la puerta de su coche. Una rubia alta estaba a su lado sobre la grava. Pareció sorprenderse con la aparición de un perro grande y desaliñado que saludó extasiado a Ran como si hiciera años que no lo veía.

Pandora se detuvo en seco, pero ya la habían visto. Respiró profundamente y se armó de valor para ir a su encuentro. Tarde o temprano tendría que volver a enfrentarse con Ran, cuanto antes, mejor. Ran tenía al perro bajo control para cuando llegó junto a ellos. Parecía cansado y tenso y había una expresión extraña en su boca.

– Lo siento -murmuró Pandora, haciendo un esfuerzo para no arrojarse a sus brazos-. Se ha escapado antes de que pudiera detenerlo.

Ran asintió. Se contemplaron un momento y después, los dos apartaron la mirada. Cindy los observaba con curiosidad. Dándose cuenta de aquella mirada, Ran las presentó.

– Ésta es Pandora Greenwood -dijo sin expresión alguna en la cara.

– Hola, yo soy Cindy -dijo la rubia, sonriéndole amistosamente-. ¿Vives por aquí cerca?

– En los establos -respondió Pandora, haciendo un esfuerzo.

Cindy tenía un aspecto inmejorable y, cuando volvió a sonreír, exhibió unos dientes perfectos y blancos.

– ¿De verdad? -dijo Cindy con interés-. No me dijiste que tenías vecinos, Ran. Creía que estabas en mitad de ninguna parte y solo. ¿Es tu perro? -preguntó a Pandora mientras contemplaba a Homer con una aire divertido.

– Sí.

A Pandora le costaba trabajo hablar, parecía que la boca no le funcionaba correctamente. Era muy consciente de lo cerca que Ran se mantenía de Cindy. Era obvio que no la había considerado digna de mencionársela y los últimos jirones de orgullo que le quedaban se perdieron en el viento.

– Es muy simpático -dijo Cindy, acariciándole la cabeza a Homer-. ¡Vaya un sitio estupendo para tener un perro! No me imaginaba que fuera tan hermoso. Debe ser genial vivir aquí.

Lo había sido hasta ayer.

– Sí -repitió Pandora.

Se agachó para ponerle la correa al perro.

– Que disfrutes de tu visita. Trataré de mantener a Homer fuera de tu camino -dijo mirando a Ran al hombro, no se atrevía a hacerlo a los ojos.

Aquella noche. Pandora se acostó completamente vestida. Se quedó mirando al techo mientras abrazaba a Homer contra sí. Ran hubiera dicho que no debía dejar que se subiera a las camas.

Ran… Siempre que pensaba en él sentía el dolor de su ausencia. Deseó no haber conocido a Cindy. Saber de su existencia había sido bastante malo, pero verla en persona sólo había servido para convencerla de que su amor por Ran no tenía esperanzas. Si sólo no hubiera sido tan buena persona. Si ella no hubiera sido tan horriblemente inapropiada para él, quizá… Pero no, Ran tenía razón. Era una chica buena, brillante y confiada. Exactamente la clase de mujer que necesitaba a su lado en África.

Pandora se torturó imaginando a Ran y a Cindy juntos. Cindy se portaba con él de una manera tan natural que, aunque no lo hubiera sabido, habría adivinado que eran amantes. ¿Estarían haciendo el amor en aquel momento? ¿Ocuparían la misma cama en la que ella había conocido el éxtasis? El dolor fue tan agudo que Pandora tuvo que morderse los labios con fuerza para no volver a romper en sollozos.

Por la mañana había tomado una decisión. No podía quedarse cerca de Ran sabiendo que Cindy estaba con él. Ya era hora de que aceptara que ella no había sido sino un medio para lograr un objetivo. Recogió su maleta, metió a Homer en la furgoneta y cerró los establos. No tenía la menor idea de dónde iba, sólo sabía que tenía que alejarse de él.

Primero fue a Wickworth. Quentin le había dado la oportunidad de hacer su primera exposición y todavía tenía la galería llena con sus piezas. Se consideraba obligada a decirle que se marchaba. Aparcó la furgoneta. Al atravesar el mercado pasó junto al puesto de flores donde Ran le había comprado las rosas hacía una eternidad.

Un coche conocido se acercó mientras Pandora esperaba junto con otra gente para cruzar un semáforo. Se apresuró a ocultarse tras una mujer voluminosa que se estaba quejando de las varices. Ran y Cindy pasaron riendo, parecían felices y ninguno se dio cuenta de que Pandora los miraba desde la acera con el corazón destrozado.

– Me voy de aquí -le dijo a Quentin sin rodeos.

El galerista estaba colocando un cuadro en un caballete, pero lo dejó en cuanto vio la cara que tenía Pandora.

– ¿Cómo que te vas? ¿Qué demonios ha sucedido?

– Necesito alejarme de aquí durante una temporada.

– ¿Has tenido una pelea con Ran?

Incluso la mera mención de su nombre bastaba para que ella hiciera una mueca de dolor. Asintió en silencio y Quentin pareció preocuparse.

– No puedo decir que le tenga mucho aprecio, pero deberías tratar de arreglar las cosas con él. Al fin y al cabo, es tu marido.

– ¡No es mi marido! -dijo ella desafiante-. Siento haberte mentido, Quentin, pero sólo se trataba de una comedia.

– Ran no estaba fingiendo cuando me pilló tomándote de las manos. Nadie puede fingir esa mirada asesina.

– Sólo lo hacíamos para convencer a Myra y Elaine de que estábamos casados, pero no es verdad.

La voz de Pandora se quebró y trató de llevarse la mano a la boca para evitar que temblara, pero era demasiado tarde.

– Vamos -dijo Quentin abrazándola y animándola a llorar-. ¿Y qué pasa si no estabais casados de verdad? Cualquier tonto se daría cuenta de lo enamorados que estáis…

– ¡Ran no me quiere! -sollozó ella-. Estaba deseando librarse de mí para que su amiguita pudiera venir y ahora parecen muy felices juntos…

– Venga, venga -dijo el galerista con determinación-. Todo el mundo puede verte por el escaparate. Ven a la trastienda. Te prepararé una taza de té y podremos hablar.

A Quentin le llevó algún tiempo desentrañar aquella historia. Al cabo, sonrió pesaroso y le dijo a Pandora que estaba loca si de verdad pensaba irse.

– Créeme, me gustaría pensar que tengo alguna posibilidad contigo, pero no me gusta engañarme. No sé lo que esa tal Cindy estará haciendo aquí, sin embargo, por mucho que tú digas, a mí no me parece que Ran esté enamorado de ella. Sigo pensando que deberías hablar con él.

– No, tengo que marcharme.

– ¿Dónde piensas estar?

– No estoy segura. Quizá vaya a casa de mis padres -dijo mientras se preguntaba lo que iban a pensar cuando la vieran volver-. No sé. Te llamaré por teléfono.

– Hazlo -dijo él con una testarudez bienintencionada-. Aparte de todo, han estado preguntando mucho por ti desde la exposición. Es probable que te hagan varios encargos. Vuelve pronto -dijo despidiéndola en la puerta.

Sus padres le dieron la bienvenida en casa sin hacerle preguntas. Pandora les dijo que necesitaba un descanso y su madre, después de mirarla a la cara, evitó preguntarle qué había pasado. Al menos, Homer era feliz. Se hizo amigo instantáneamente del Labrador de sus padres y los dos perros pasaban el tiempo alborotando en el jardín trasero. Pandora hubiera deseado adaptarse con la misma facilidad. A veces, el dolor por la ausencia de Ran era tan fuerte que le costaba trabajo respirar.

Pasaron los días y nada era más fácil. Pandora se preguntó si iba a ser a sí para el resto de su vida. El cuarto día estaba sentada en la cocina, contemplándose la mano izquierda y pensando en lo vacía que estaba sin los anillos de Ran. Se había acostumbrado al peso del metal y al brillo de las piedras. Su madre puso una tetera sobre la mesa y sirvió dos tazas.

– No me has contado casi nada de la exposición -dijo con tacto-. ¿No dices que ha sido un éxito?

– Sí, lo fue -dijo Pandora, tratando por un momento de parecer entusiasmada sin conseguirlo-. Lo vendí casi todo. Quentin estaba encantado.

– ¿Quentin es el propietario de la galería? ¿Cómo es?

– Es un hombre muy amable, mucho más de lo que yo pensaba al principio. Y buena persona, también.

Su madre la contempló con preocupación.

– ¿De modo que no es el hombre por el que te estás destrozando el corazón?

La taza claqueteó en el plato mientras que Pandora trataba de dejarla en la mesa. Tendría que haber imaginado que no podía engañar a su madre. Siempre había sido capaz de leer su corazón, lo mismo que Ran. De repente, le vio mirándola con su gesto característico de exasperación. Volvió hacia su madre unos ojos violetas angustiados.

– No -dijo desesperadamente-. No es Quentin.

Pero antes de que pudiera hablarle de Ran, Homer salió a toda prisa de debajo de la mesa y corrió hacia la puerta en compañía del Labrador, ladrando excitados.

– Será mejor que vaya a ver quién es -dijo su madre, dejándola sola en la cocina.

Absorta en sus recuerdos agridulces, no prestó atención al jaleo que había en la entrada. Homer estaba muy excitado por algo. Pandora no se imaginó quién podía ser el visitante hasta que una voz familiar le ordenó silencio. Se quedó petrificada, con la taza a medio camino de los labios.

– ¡Siéntate, Homer!

Homer obedeció gimiendo. El Labrador siguió ladrando celoso hasta que su madre le impuso silencio. Hubo un murmullo de voces y entonces se abrió la puerta de la cocina.

– ¿Es éste el hombre que estabas esperando? -preguntó su madre, apareciendo delante de Ran que la miraba con ansiedad.

Pandora se puso de pie. La expresión de su cara le dijo a su madre todo lo que necesitaba saber.

– Sí, parece que sí.

Hizo pasar a Ran y se retiró sin hacer ruido. Ran y Pandora se miraron en silencio. Homer iba de uno a otro, deseando participar en los acontecimientos. Fue Ran quien habló primero.

– Me ha costado cuatro días dar contigo -dijo con una voz que ella apenas reconoció-. ¿Por qué te fuiste de esa manera? Ni siquiera te despediste de mí.

– No podía.

– Pero tenías que imaginarte cómo iba a sentirme cuando supe que te habías ido.

Ran no se había movido de la puerta, como si estuviera dispuesto a marcharse en cualquier momento.

– Creí que eso te gustaría.

– ¿Que me gustaría? -repitió él sin poder creer lo que estaba oyendo-. ¿Acabo de pasar cuatro días en el infierno y tú me dices que creías que me gustaría?

Desconcertada, Pandora hizo un gesto de desesperación.

– Eras muy feliz con Cindy.

– No he sido feliz desde el día en que se celebró aquella maldita exposición. Fue como si te hubieras retirado tras un muro invisible que yo no podía traspasar. Pandora, acababa de descubrir lo que era la verdadera felicidad y tú la borraste de un solo golpe.

– Pero parecías ser muy feliz con Cindy. Os vi en Wickworth. Vosotros no os disteis cuenta, pero os vi pasar en coche. Ibais riéndoos. Pensé que os habíais reconciliado.

Disgustado con que nadie le hiciera caso, Homer se tumbó en el suelo. Ran todavía no se había movido de la puerta.

– Nos reconciliamos en cierto sentido. Llegamos a la conclusión de que habíamos evitado cometer el mayor error de nuestras vidas. Si yo no hubiera heredado Kendrick Hall y ella no hubiera vuelto a casa, jamás habríamos sabido lo que es el amor verdadero. Cindy ha conocido al hombre de su vida en los Estados Unidos. Y yo te he encontrado a ti.

– ¿A mí? -dijo ella en un susurro.

– Sí, a ti. La mujer más irritante con la que me he tropezado. Jamás había imaginado que acabaría enamorándome de una mujer como tú, Pandora. Pero, desde el momento en que salí del estudio y te vi en el salón, estuve perdido.

Pandora abrió unos ojos como platos.

– ¿Estás enamorado de mí?

Ran fue hacia ella y le tomó las manos.

– Desesperadamente. Me resistí, te lo juro. Me empeñé en recordarme el matrimonio de mis padres y que hoy en día es mucho más razonable mantenerse soltero y sin ataduras como la relación que había tenido con Cindy, pero no funcionó. Cada vez que me mirabas con esos hermosos ojos, cada vez que me sonreías, me enamoraba más y más de ti.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -dijo ella, buscando el apoyo de aquellas manos fuertes.

– No estoy acostumbrado a enamorarme. Para mí era un terreno peligroso y antes quería estar seguro de que quería atravesarlo. Sabía que si me enamoraba de ti, no bastaría con una relación abierta. Lo supe en el momento en que te vi con Quentin, tenía ganas de darle un puñetazo sólo porque tú le habías sonreído. Me volvías loco y yo siempre he sido dueño de mis actos hasta que tú pusiste mi mundo patas arriba.

– Con Quentin sólo trataba de ponerte celoso.

– ¡Pues lo lograste! Cuando Elaine me pidió que le presentara a mi esposa, vi tu imagen tan claramente que casi no podía creerlo. Sólo nos habíamos visto una vez y no en las mejores circunstancias. Desde luego, yo había decidido no casarme nunca y no me explicaba por qué no podía dejar de pensar en ti. Sabía que sólo estabas conmigo porque te había chantajeado y, entonces, me di cuenta de que me había puesto a mí mismo en una posición imposible. Tenía miedo de haberme atado y también de perderte.

– ¿Por eso estabas tan enfadado? -dijo Pandora sin poder evitar una sonrisa-. Creía que sólo me encontrabas exasperante.

– Era el deseo de besarte y el saber que no podía aprovecharme lo que me exasperaba. Después de aquella vez en la cocina, supe que tenía que comprometerme a no hacerlo a menos que tú me lo pidieras.

– Pero yo te lo pedí -dijo ella con los ojos rebosantes de alegría.

– Sí, me lo pediste.

La sonrisa de Pandora se adueñó de sus labios.

– ¿Volverías a besarme si te lo pidiera?

– Sí -dijo él, contagiándose-. ¡Ah, sí! Claro que te besaría.

– Entonces, ¿por qué no lo haces? Creo que no puedo soportarlo más.

Ran la estrechó tiernamente contra sí.

– Pandora. Pandora, te quiero.

– Y yo a ti.

Entonces se unieron en un beso desesperado que liberó todas las frustraciones que habían acumulado en aquellos últimos días de agonía. Pandora le clavó los dedos en la espalda mientras se apretaba contra él y lo besaba frenéticamente.

– ¿Te imaginas lo duro que era mentirte noche tras noche, sabiendo que estabas a mi lado y que no podía tocarte? -preguntó él.

– Lo sé. ¡Vaya si lo sé! Yo te deseaba tanto que no sabía qué hacer conmigo misma.

– ¿Por qué tardaste tanto en pedirme que te besara?

– Tenía que estar segura de que me deseabas…

– Pero, aquella noche, tuviste que darte cuenta de que estaba enamorado de ti.

– Esperaba que sí. Yo iba a confesarte mis sentimientos cuando las invitadas se fueran y la exposición hubiera terminado. Pero oí la conversación que tuviste con Cindy por teléfono -admitió Pandora, avergonzada-. Te oí preguntarle que si había decidido aceptar el trabajo y creí que aquello significaba que volvía a Mandibia para trabajar contigo.

– ¡De modo que fue eso! -Ran se sentó en un sillón y la acomodó sobre su regazo-. El trabajo al que se refería es en los Estados Unidos, pero me llamó para decirme que necesitaba hablar conmigo. Cuando Cindy llegó, me dijo que le había parecido un poco raro por teléfono y que temía que estuviera celoso. Por eso decidió venir a hablar conmigo en persona y decirme que había decidido casarse con Bob.

– Pero tú dijiste que habías pensado mucho en ella últimamente, que necesitabas verla.

– Es verdad. Sentía que debía decirle lo que me pasaba contigo. Nos hemos alegrado mucho al ver que los dos hemos encontrado algo que ni siquiera sabíamos que estábamos buscando. ¿Por qué no me dijiste que habías escuchado esa conversación?

– Esperé a que tú me dijeras que Cindy iba a venir, pero no lo hiciste.

– Porque me daba cuenta de que algo andaba mal y no quería empeorar las cosas. Tendría que haber insistido en que me contaras lo que te pasaba aquella noche, pero estaba tan herido y celoso de Quentin que llegué a pensar que la noche anterior no había significado nada para ti. Tengo muchas cosas que decir sobre el matrimonio. Estoy comprometido contigo, me quieras o no. Es irónico que me haya dado cuenta de que la libertad no significa nada sin ti y justo cuando te iba a proponer que te casaras conmigo, tú desapareces.

– No soportaba el dolor de verte con Cindy.

– Cindy está bien, pero no puede compararse contigo. No consigue que me distraiga, no ilumina mi vida. Puede que sea sensata e inteligente, pero no la quiero a ella, sino a ti.

Se besaron. La desesperación se había apaciguado y la ternura ganó terreno en sus besos. Pandora creyó que iba a disolverse de pura felicidad.

– ¿Como me has encontrado? -preguntó al cabo de un rato.

– Acabé diciéndole a Cindy lo que sentía por ti y me dijo que debía confesarte mis sentimientos cuanto antes. Después, fui a llevarla a la estación de Wickworth y dimos un paseo. Cuando pasamos delante de la galería te vi en brazos de Quentin por el escaparate -dijo estrechándola contra su pecho-. No sabía que un hombre podía sentirse así. Fue como si se hubieran apagado las luces dentro de mi cerebro. Sólo quería matar a Quentin, desesperado ante lo oscura y vacía que podía ser la vida sin ti. En cuanto dejé a Cindy en el tren, fui a la galería. Tuve una conversación con Quentin, aunque había ido allí con intención de matarlo. Me dijo que era un estúpido, que era obvio que tú estabas locamente enamorada de mí, aunque yo no me lo mereciera.

– ¿Y lo creíste?

– Bueno sí, con el tiempo, cuando conseguí calmarme un poco. Consiguió que me sintiera mejor contándome que tú estabas tan destrozada como yo, pero que sólo sabía que quizás volverías a casa de tus padres. Por lo visto, ni siquiera te molestarte en darle una dirección, de modo que tuve que localizar a los William. Conseguí su número de Estados Unidos gracias al abogado de la propiedad, pero ellos estaban fuera y tuve las manos atadas hasta que los localicé en su casa. Por suerte, sabían la dirección de tus padres, de lo contrario no sé lo que hubiera hecho.

– Deben haberse sorprendido mucho cuando los llamaste. No se te ocurriría contarles el incidente de Homer y el jarrón, ¿verdad?

– No. sólo les dije que Homer nos había unido. Me pareció una manera más delicada de expresarlo. También les conté que quería casarme contigo y llevarte a África y que si no les importaba que tus padres cuidaran del perro. ¿Tú crees que les molestará?

– Homer ya se siente como en casa y mi madre es mucho más estricta con él de lo que yo seré nunca.

Pandora se lo quedó mirando y, de repente, su sonrisa desapareció.

– Ran, ¿de verdad quieres casarte conmigo?

– De verdad. Me había acostumbrado tanto a la idea en Kendrick Hall que a veces olvidaba que no estamos casados. Fue lo primero que pensé cuando me devolviste los anillos y sentí como si me hubieras dado un golpe en el corazón.

Ran se metió la mano en el bolsillo y sacó el anillo de diamantes.

– ¿Quieres aceptarlo ahora y llevarlo para siempre?

– Sí -dijo ella, mientras él se lo ponía.

Pandora tuvo la sensación de que nunca habría debido salir de su dedo y volvió a besarlo.

– Nos casaremos lo antes posible -dijo él-. Y en cuanto comiencen las reformas, nos iremos a África. Quizá incluso te lleve a la selva.

– Muy bien, pero sólo si puedo ponerme mi sombrero en la boda -bromeó ella.

– ¡Jamás me casaría contigo si te pusieras otra cosa!

Pandora dejó escapar un suspiro de felicidad.

– ¿No te parece bonito que no tengamos que fingir nunca más? Todo lo que inventamos para convencer a Myra y Elaine se ha hecho realidad.

– ¿Ah, sí? -dijo él con una sonrisa que fundió los huesos de Pandora-. ¿Y qué me dices de esos seis niños que pensábamos tener?

Pandora le dio un beso riendo.

– Puede que eso tarde un poquito más, pero estoy segura de que podremos conseguirlo.

Jessica Hart

***