Jessica Hart
Cita sorpresa
CAPÍTULO 1
Finn McBride levantó la mirada, irritado, cuando Kate llamó a la puerta de su despacho.
– ¿Qué hora es?
Ella miró su reloj.
– Las… diez menos cuarto.
– ¿Y a qué hora se supone que debes llegar a la oficina?
– A las nueve.
Kate tenía la cara colorada, pero no de vergüenza, sino porque había ido corriendo desde el metro a la oficina. Una mirada rápida al espejo del ascensor le confirmó sus peores miedos: su pelo, normalmente una masa de incontrolables rizos castaños, había enloquecido con el viento.
No era una buena forma de empezar el día, no. Comparada con Finn, estaba en desventaja. Con el serio traje de chaqueta y la camisa blanca, su nuevo jefe siempre le había parecido un estirado. Tenía una expresión severa, los ojos grises y unas cejas oscuras que solía tener levantadas en un gesto de desaprobación cada vez que se dirigía a ella.
– Sé que llego tarde y lo siento mucho -empezó a decir Kate, sin aliento por culpa de la carrera. Después se lanzó a explicar que había tenido que ayudar a una ancianita extranjera perdida en el metro.
– No podía dejarla allí sola, así que la llevé hasta la estación de Paddington.
– Paddington no está de camino a la oficina, ¿verdad?
– Pues no exactamente… -contestó Kate.
– Yo diría que está justo en dirección opuesta -remarcó Finn.
– Pues yo no diría tanto, pero…
– Así que venías para acá y te diste la vuelta, aunque sabías perfectamente que no llegarías a tiempo a trabajar.
– No podía dejar a la ancianita allí -protestó ella-. La pobre estaba perdida. Como no hablaba bien nuestro idioma, nadie la entendía y los del metro no le hacían ni caso. Y yo me pregunto: ¿cómo se sentiría un londinense si estuviera perdido en el Amazonas y…?
– Mira, Kate, a mí lo único que me importa es que esta empresa funcione -la interrumpió Finn-. Y no es fácil con una secretaria que aparece a la hora que le da la gana. Alison llega diez minutos antes de las nueve todos los días y siempre puedo contar con ella.
Sí, sí, podía contar con ella. Pero no había contado con que se rompería una pierna mientras esquiaba, pensó Kate, aunque no lo dijo en voz alta. Estaba harta de oír hablar de Alison, la perfecta ayudante ejecutiva: discreta, eficiente, vestida de forma elegante y que tecleaba a la velocidad de la luz. Y seguramente también podría leer los pensamientos de Finn McBride, pensó, recordando el día que su jefe se puso a gritar porque no encontraba un archivo. El escritorio de Alison, por supuesto, siempre estaba inmaculado..
Lo único sorprendente era que Alison se hubiera roto una pierna, dejándolo a su merced durante ocho semanas.
Y no era fácil. Dos secretarias temporales se habían marchado deshechas en lágrimas, incapaces de seguir su ritmo, y a Kate la sorprendía haber durado tanto. Llevaba allí tres semanas y, por la expresión de Finn, aquella podría ser la última.
No la sorprendía que las otras hubieran abandonado. Finn McBride siempre estaba de mal humor y sus sarcasmos no tenían final. Si no hubiera estado desesperada, también ella se marcharía.
– Ya te he dicho que lo siento. Aunque no tendría que disculparme por ser solidaria -murmuró, incapaz de encontrar la humildad que, sin duda, a Alison le daba tan buenos resultados.
Finn la miró de arriba abajo con sus fríos ojos grises, observando los rizos enloquecidos y la camisa mal abrochada.
– Pago a mi personal por hacer su trabajo. Tú, por otro lado, pareces creer que debo pagarte por aparecer cuando te da la gana y distraer al resto de las secretarias con tus cosas.
Kate contuvo una exclamación. Había hecho lo posible por conocer al resto del personal, pero sin mucho éxito. No parecían gustarles los cotilleos y, en las raras ocasiones en las que pudo entablar conversación, Finn estaba encerrado en su despacho.
Debía de tener rayos X. en los ojos si la había visto hablar con alguien.
– Yo no distraigo a nadie -protestó, indignada.
– A mí me parece que sí. Siempre estás por los pasillos, cotorreando.
– Eso se llama interacción social -replicó Kate-. Es algo que hacen los seres humanos, aunque tú no sabes nada del tema, claro. En esta oficina, es como trabajar con robots -siguió, olvidando por un momento cuánto necesitaba aquel trabajo. Tengo suerte si me das los buenos días y a veces debo traducirlo porque parece un gruñido.
Finn arrugó el ceño, un gesto muy habitual en él.
– Alison nunca se ha quejado.
– A lo mejor a ella le gusta que la traten como a un mueble, pero a mí no. Y no estaría mal que mostrases un poquito de interés por tus empleados de vez en cuando.
Finn McBride la miró, sorprendido.
¿Nunca se lo habría dicho nadie?, se preguntó Kate.
– No tengo tiempo para charlar con mis empleados.
– No se necesita mucho tiempo para ser amable. Sólo tienes que decir algo como: «¿qué tal va, todo?». O «espero que pases un buen fin de semana». No es tan difícil. Y cuando te hayas acostumbrado, podrías probar con frases más complicadas, como: «gracias por tu colaboración».
– No creo que tenga que pronunciar esa frase cuando hable contigo -replicó Finn-. Y, francamente, no veo por qué tengo que hacerlo. En caso de que no te hayas dado cuenta, yo soy el jefe. Y si no puedes soportar cómo te trato dímelo y hablaré con el departamento de personal para que busquen otra secretaria.
Kate se mordió los labios. No podía perder aquel empleo. La agencia de trabajo temporal no encontraba gran cosa para ella, y si metía la pata posiblemente la dejarían de lado para siempre.
– Puedo soportarlo. Pero no me gusta.
– No tiene que gustarte, tienes que aguantarlo y en paz. Y ahora, a trabajar. Ya hemos perdido mucho tiempo -dijo él entonces.
Kate apenas tuvo tiempo de quitarse el abrigo antes de que Finn McBride empezase a dictarle cartas a una velocidad de vértigo sin ofrecerle siquiera un café. Había salido de casa con prisas y, como tuvo que acompañar a la ancianita hasta Paddington, no tuvo tiempo de tomar un mísero café. Y la necesidad de cafeína la ponía de mal humor.
Por eso, cuando sonó el teléfono dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Por fin!
Sujetando su dolorida muñeca para que Finn se diera cuenta de que debía ir más despacio, Kate lo estudió por el rabillo del ojo. Estaba escuchando lo que le decían al otro lado del hilo, gruñendo como muestra de asentimiento de vez en cuando y dibujando distraídamente cuadraditos negros en el cuaderno.
Ese tipo de cosas revelaba mucho sobre una persona. ¿Qué significaban los cuadraditos negros?, se preguntó Kate. Seguramente que era una persona reprimida. Eso pegaba mucho con su aire reservado.
Aunque no con su fiera energía. O,con su boca, la verdad. Tenía una boca de pecado.
Kate apartó la mirada y se concentró en una fotografía que había sobre el escritorio, el único toque personal en aquel austero despacho. Era la foto de una mujer preciosa de pelo oscuro y fabulosos ojos azules, con una niña preciosa en brazos…
Debía de ser la mujer de Finn, pensó, maravillándose de que su jefe hubiera tenido el buen humor de pedirle a alguien que se casara con él. Le resultaba difícil imaginarlo sonriendo, besando o incluso sosteniendo un niño en brazos… haciendo el amor era sencillamente imposible.
Qué pensamiento tan raro, se dijo. Entonces notó que los fríos ojos grises de Finn McBride estaban clavados en ella. Había dejado de hablar por teléfono mientras estaba distraída con sus cosas y la miraba con exasperada resignación.
– ¿Estás despierta?
– Sí -contestó Kate, tomando el cuaderno de nuevo.
– Léeme el último párrafo.
«Por favor… qué hombre más insoportable». Pero aquél no era el mejor día para enseñarle buenas maneras. Su brusquedad la ponía nerviosa y cuando por fin la dejó ir, Kate se vengó con el ordenador, tecleando furiosamente hasta que sonó el teléfono.
– ¿Sí? -contestó, demasiado enojada como para molestarse en dar los buenos días.
– Soy Phoebe.
– Ah, hola Phoebe.
– ¿Qué te pasa? Pareces enfadada.
– Es mi jefe -suspiró Kate-. Es un grosero y un desagradable. Tú creías que trabajar para Celia era horrible, pero te lo digo de verdad, este hombre es un ogro.
– Mientras no sea un canalla, como tu último jefe…
Kate arrugó la nariz al recordar la ignominiosa despedida de su último empleo, donde su jefe no se había molestado en escuchar su versión de la historia porque Seb entró primero en el despacho. Seb, por supuesto, era un ejecutivo, y ella sólo una secretaria y, por supuesto, en absoluto indispensable.
– No, éste no es un canalla, pero eso no significa que sea fácil trabajar para él.
– ¿Es guapo? -preguntó Phoebe.
– Mucho -contestó Kate-. Serio y tal, pero guapo. Supongo. Si te gustan los tipos tiesos para quienes el trabajo es lo único en la vida… y sé que no te gustan.
– No, Gib no es tieso -rió Phoebe entonces.
Kate sonrió también y, al hacerlo, se sintió un poquito mejor. La transformación de Phoebe desde que se casó con Gib unos meses antes era extraordinaria y compensaba su infausta vida amorosa desde que Seb la dejó plantada. Ya ni siquiera le silbaban por la calle.
– Llamo para recordarte la cena de esta noche -estaba diciendo su amiga-. Vas a venir, ¿no?
– Claro que sí -contestó Kate.
– ¿Qué? -preguntó Phoebe al notar cierta vacilación.
– Pues… es que Bella me dio a entender que querías presentarme a otro amigo. Y ya sabes que no me gustan las citas a ciegas.
– ¡No debería habértelo contado! Se lo dije porque la invité a ella también, pero resulta que se va a bailar con Will. Josh vendrá a cenar de todas formas, así que no es exactamente una cita a ciegas.
– ¿Por qué no me lo habías dicho?
– Porque quería que te portases de forma natural y si te decía que iba a presentarte a alguien…
– Ya -murmuró Kate, poco convencida-. ¿Qué le has dicho de mí?
– Que trabajas como secretaria ejecutiva… ¡y podrías hacerlo si de verdad te pusieras a ello! -suspiró Phoebe-. Él tiene una asesoría o algo parecido, así que no he querido contarle que estás trabajando como secretaria temporal. Pero además de eso sólo le he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
– ¡Ah, la verdad! -exclamó Kate, irónica-. ¿Y cuál es la verdad?
– Que eres una chica encantadora, divertida y guapa… y básicamente maravillosa -rió su amiga. Quizá debería pedirle a Phoebe que hiciera un poco de Relaciones Públicas con Finn McBride, pensó Kate. Entonces se dio cuenta de que también ella estaba haciendo garabatos en el cuaderno.
Al menos no hacía cuadraditos negros, pensó. Había garabateado un atardecer tropical, con una palmera y un par de líneas onduladas que, supuestamente, eran las olas del mar golpeando contra la playa. ¿Qué decía eso sobre su personalidad?
Probablemente que era una fantasiosa, de modo que podía ahorrarse el dinero del psicoanalista. Kate ya sabía que era demasiado romántica. La gente llevaba años diciéndole que debía poner los pies en el suelo, que debía dejar de tener la cabeza en las nubes y hacer las cosas que a ella no le salían de forma natural.
Controlando un suspiro, Kate añadió un montón de cocos a la palmera.
– ¿Y no se preguntará por qué, siendo tan maravillosa, necesito que mis amigas me organicen citas a ciegas? ¿Por qué los hombres no caen rendidos a mis pies?
– No lo sé. ¿Por qué no caen rendidos a tus pies?
Ésa era una de las cosas que le gustaban de Phoebe: que creía de verdad en sus amigas.
Kate dejó el bolígrafo y se apoyó en el respaldo de la silla.
Quizá aquello era una señal para que dejase de soñar que Seb iba a convertirse milagrosamente en otra persona; una señal para que pusiera los pies en la tierra de una vez por todas.
– ¿Cómo es ese hombre?
– No lo conozco -admitió Phoebe-. Es un amigo de Gib.
– ¿Cuántos años tiene? -Cuarenta o cuarenta y dos, creo.
– Estupendo. A punto de tener una crisis personal -suspiró Kate, con un cinismo poco habitual en ella.
– Ya ha tenido su crisis -dijo Phoebe entonces-. Es viudo. Su esposa murió hace unos años y tiene una niña pequeña.
– Ah, qué horror -musitó Kate, sintiéndose culpable por el frívolo comentario-. Pobrecillo.
– Gib me ha dicho que adoraba a su mujer, pero han pasado seis años desde el accidente. Por lo visto, no le gusta salir por ahí y como tú siempre te quejas de que no es fácil conocer hombres, Gib ha sugerido que organizásemos una cena. Puede que te guste.
– No sé si yo estoy preparada para ser la madrastra de nadie -suspiró Kate-. No sé nada de niños.
– ¡Tonterías! Eres muy buena con los animales, con los ancianos… los niños son más o menos lo mismo. Necesitan que alguien cuide de ellos y tú eres la persona más indicada.
– Pero es que yo no quiero salir con alguien triste, con problemas… yo quiero un tío lleno de vida, guapo, elegante.
Como Seb.
– De eso nada. Tú quieres un hombre bueno. -Kate dejó escapar un largo suspiro.
– ¿No puedo salir con un hombre bueno que a la vez sea sexy, guapo y lleno de vida?
– No, porque ya me he casado yo con él -rió Phoebe-. Oye mira, este hombre lo ha pasado mal, así que debes ser simpática.
– Ya, bueno. ¿Cómo se llama, por cierto? -en ese momento se abrió la puerta del despacho de Finn-. Uf, aquí está el ogro. Se supone que no puedo usar el teléfono de la oficina para llamadas personales. Te llamo más tarde.
Finn McBride la miró con el ceño fruncido, como era su costumbre.
– ¿Con quién hablabas?
Kate no pensaba decirle la verdad y, aunque podría haber inventado un cliente, tenía una gran vena creativa y, por principio, se negaba a elegir la opción más simple. De modo que se lanzó a contarle una historia sobre un contable ficticio que había conocido a Alison mientras esquiaban. Acababa de llegar de Singapur, se había enterado del accidente y quería saber dónde podía enviarle una tarjeta.
– Le he dicho que puede enviarla a la oficina y que nosotros la enviaremos a su casa -terminó Kate, después de adornar la historia con tantos detalles que casi acabó por creérsela ella misma.
La expresión de Finn era de total indignación.
– Ojalá no te hubiera preguntado… ¡Acabas de hacerme perder un cuarto de hora!
– Oye, que aquí tampoco hacemos operaciones a corazón abierto -protestó Kate-. No creo que quince minutos sean tan importantes.
– En ese caso, supongo que no te importará quedarte a trabajar una hora más esta tarde -dijo él entonces-. Tenemos un proyecto muy importante entre manos y quiero enviarlo por fax a Estados Unidos antes de mañana.
– Lo siento, no puedo. He quedado.
– ¿No puedes llamar para decir que llegarás un poco tarde?
Kate se habría ofrecido a hacerlo por cualquier otra persona, pero Finn McBride le caía cada día peor. Su jefe no hacía ningún esfuerzo por ser amable con ella.
– A mi novio no le haría ninguna gracia -replicó, tan tranquila.
– ¿Tienes novio?
Finn pareció tan sorprendido que a Kate le sentó fatal. No sólo era un antipático sino que la creía incapaz de atraer a un hombre.
– Pues sí -contestó, decidida a convencerlo de que, aunque podría no ser una perfecta secretaria ejecutiva, era una mujer que volvía locos a los hombres-. De hecho, esta noche piensa llevarme a un sitio muy especial. Y tengo la impresión de que va a pedirme que me case con él.
– ¿Ah, sí? -murmuró Finn, sin disimular su incredulidad.
Qué grosero, pensó Kate, indignada. Evidentemente, no la veía como la clase de chica que podía enamorar a un hombre y menos casarse con él.
– Pues sí -replicó, fulminándolo con sus ojos castaños-. Por eso hago trabajos temporales. Desde que conocí a…
Kate buscó un nombre y recordó el del novio de su amiga Bella. El novio de la mejor amiga normalmente era intocable, pero a Bella no le importaría prestárselo un rato.
– Will… desde que conocí a Will, me di cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro. Es analista financiero -sonrió Kate-. Así que no quiero un puesto permanente porque a él podrían enviarlo a Nueva York o a Tokio en cualquier momento. Por supuesto, él me dice: «Cariño, no tienes por qué trabajar todos los días», pero a mí me parece importante ser independiente económicamente, ¿no crees?
– Si vives con un analista financiero, no creo que tu sueldo como secretaria temporal signifique gran cosa -murmuró Finn, sin poder disimular una sonrisita irónica.
– Es una cuestión de principios -replicó ella, encantada con la idea de vivir una vida de lujos.
– Pues podrías convertir en una cuestión de principios lo de llegar a tu hora por las mañanas -dijo entonces su jefe-. Ése sería un buen cambio.
Una pena que la vida real no se le diera tan bien como las historias inventadas, pensaba Kate mientras iba en el autobús. Sería estupendo llegar a casa y que hubiese un hombre esperándola, un hombre forrado de dinero que estuviera loco por ella y que le dijese: «No tienes por qué soportar a tipos como Finn McBride».
Kate dejó escapar un suspiro mientras limpiaba el cristal con la manga. Había mucha gente corriendo por Piccadilly para resguardarse de la lluvia y todos parecían saber a dónde iban. ¿Por qué ella era la única que parecía ir saltando de un charco a otro?
Treinta y dos años… ¿y qué tenía? Ni trabajo fijo, ni casa propia, ni novio. Lo único que había conseguido en los últimos años era engordar cinco kilos. Ni siquiera las dietas le funcionaban. Para ella comer era lo único que aliviaba el dolor de haber perdido a Seb y su trabajo antes de Navidad. Un golpe terrible.
Fortificada por Bella y Phoebe… y cuatro copas de champán, Kate había decidido que todo cambiaría antes de Año Nuevo. Iba a poner su vida en orden. Conseguiría un trabajo mejor y un novio mejor, se juró a sí misma. Perdería los cinco kilos y empezaría a ir al gimnasio.
Pero todas esas cosas parecían más fáciles con una copa de champán en la mano. Había llegado febrero y sus resoluciones para el nuevo año seguían sin cumplirse ni remotamente.
Al menos debería haber encontrado un buen trabajo, pero el mercado no parecía estar para muchos trotes. Y los trabajos temporales no pagaban lo suficiente como para que una pusiera su vida en orden. Kate estaba a punto de aceptar un trabajo de camarera cuando Alison se rompió una pierna.
Al día siguiente, se prometió a sí misma, compraría el periódico para buscar un buen trabajo, iría al gimnasio y se haría una ensalada con cero calorías.
El día siguiente sería el primero de su nueva vida.
Cuando llegó a su apartamento, Bella estaba comiendo tostadas en la cocina, con el pelo lleno de rulos. Desde que Phoebe se casó, Bella, Kate y su antipático gato compartían casa.
Gato, ése era su nombre, estaba esperando al lado de la nevera y Kate sabía que no podría sentarse antes de darle la comida porque era más que capaz de destrozarle los tobillos a arañazos. De modo que sacó una latita de la carísima comida para felinos y llenó su plato antes de quitarse el abrigo.
– Pensé que ibas a salir -le dijo a Bella, mirando las tostadas con envidia.
Su amiga podía comer todo lo que le diese la gana sin engordar un solo kilo. «Metabolismo», solía decir cada vez que otras chicas, menos afortunadas, se quejaban. Además, era muy guapa; una rubia de ojos azules con piernas kilométricas que siempre estaba alegre. Lo peor de Bella, y Kate y Phoebe estaban de acuerdo, era que no se la podía odiar.
– Sí, voy a salir, pero Will piensa llevarme a un restaurante carísimo de esos modernos donde seguro que las porciones son minúsculas, así que he pensado tomar algo antes. Además, tengo hambre.
Afortunada Bella, que iba a salir con el guapísimo Will, mientras ella tenía que conocer a un pobre viudo. Kate dejó escapar un suspiro. Qué típico. Sin pensar, puso un trozo de pan en el tostador.
– Lo lamentarás -le advirtió su amiga, con la boca llena-. Gib suele cocinar para un regimiento. Además, ¿no estabas a régimen?
– No tiene sentido estar a régimen cuando tienes que ir a cenar -replicó Kate, quitándose el abrigo-. Además, tenemos que comernos todo lo que hay en la nevera antes de volver a llenarla con cosas sanas.
Contarle que había tomado prestado a Will fue una buena excusa para tomar una tostada con mantequilla sin que su amiga se metiera con ella.
– No iba a decirle a Finn McBride que tengo una cita a ciegas con un viudo.
– ¿Un viudo?
– Pues sí, un viudo con una niña pequeña. No creo que vaya a ser una cena precisamente divertida -lijo Kate, suspirando.
– A lo mejor es muy guapo -sonrió Bella.
Iba a llegar tardísimo. Para variar. La puntualidad era otra de las resoluciones de fin de año que no parecían ir como esperaba.
– Perdón, perdón, perdón -se disculpó Kate cuando por fin llegó a casa de Phoebe a las diez-. Sé que llego tarde, pero por favor no te enfades conmigo. Es que ha sido uno de esos días…
– Siempre es uno de esos días para ti, Kate -suspiró su amiga, intentando ponerse seria.
– Lo sé, lo sé, pero estoy intentando mejorar -le aseguró Kate con su mejor sonrisa. Entonces bajó la voz-. ¿Ha llegado ya? ¿Cómo es?
– Un poco estirado… no, reservado sería la palabra. Pero es muy agradable y tiene una sonrisa preciosa. Además, a mí me parece muy atractivo.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Un viudo atractivo. A lo mejor su suerte estaba cambiando.
– ¿Tiene bigote?
– No.
– ¿Tiene barriga?
– ¡No! Entra de una vez.
Respirando profundamente, Kate se alisó la falda del vestido y siguió a su amiga hasta el salón.
– Aquí está Kate -anunció Phoebe.
Pero Kate se había quedado paralizada al ver al hombre que estaba de pie frente a la chimenea, charlando con Gib y Josh. Se había vuelto y estaba segura de que su expresión de horror era un reflejo de la suya.
Finn McBride.
– ¡Kate! -exclamó Gib, abrazándola-. ¡Tarde como siempre!
– Ya me ha regañado Phoebe -murmuró ella, rezando para haber visto mal, para que cuando levantase la mirada el hombre que estaba a su lado fuese un extraño que se parecía a Finn; un hombre a quien le gustaba el aspecto agitanado y desaprobaba seriamente la puntualidad. O las dos cosas.
Pero no. Kate descubrió que no había duda. Allí estaba Finn McBride, como si se hubiera convertido en piedra.
Claramente aturdido por tener una cita a ciegas con su secretaria.
Mortificada, Kate consideró sus opciones: no haber nacido nunca era la primera; que se la tragase la tierra, la segunda.
¿Podría hacer como que se desmayaba? Probablemente no, pensó. Ella no era de las que se desmayaban.
De modo que no le quedaba más remedio que enfrentarse con él.
CAPÍTULO 2
– Hola
Kate miró a Finn a los ojos, como retándolo a decir que la conocía. Y él le devolvió una mirada glacial de sus ojos grises.
– Kate, te presento a Finn McBride -dijo Gib-. Le hemos contado todo sobre ti.
Genial, pensó ella. De modo que Finn sabía lo triste que era su vida.
– Kate Savage -se presentó, sin mirarlo a los ojos. A pesar de su evidente desgana, Finn apretó su mano con fuerza, mucha más de la que ella había esperado.
– Estás siendo muy formal, Kate. Al menos no tengo que presentarte a Josh -sonrió Gib-. Josh prácticamente vive con ella -le explicó a Finn.
– ¿Ah, sí?
– Kate comparte casa con una amiga mía -explicó Josh. Evidentemente, Phoebe le había dicho que su presencia allí era necesaria para que no fuese obvio que aquello era una cita a ciegas, aunque su presencia no podía engañar a Finn McBride-. ¿Cómo estás, Kate? Hace tiempo que no te veía.
– Estoy bien.
Además de querer morirse, claro. Phoebe le dio una copa de vino.
– Finn estaba contándonos sus desgraciadas experiencias con las secretarias temporales. Y hemos pensado que tú podrías darle un par de consejos.
Ah, claro, Gib y Phoebe la habían convertido en una secretaria ejecutiva. Genial. Como si no se sintiera suficientemente humillada.
– No creo que sea tan difícil encontrar una buena secretaria. ¿Qué pasa con la que tienes?
– Que nunca llega a su hora -dijo Finn, mirando el reloj de la chimenea con expresión irónica. Sin duda, él habría llegado a las nueve en punto, antes de que sus anfitriones lo tuvieran todo listo.
– No se puede contar con ella para nada.
No se podía contar con ella, ¿eh?
Kate tomó un sorbo de vino, con expresión desafiante.
– A lo mejor trabajar contigo no la motiva lo suficiente. ¿Por qué será?
Finn se encogió de hombros.
– ¿Por pereza? Además, parece que es un poco mentirosilla.
Kate se puso como un tomate. Supuestamente, debía de estar cenando con un tal Will, que era analista financiero y estaba a punto de pedir su mano.
Sin duda, Gib y Phoebe le habrían hablado de su desastrosa relación con Seb y, aunque no fuera así, había quedado como una idiota. Si hubiera un analista financiero esperándola en casa, sus amigos no tendrían que prepararle citas a ciegas.
Kate dejó escapar un suspiro. Vaya desastre.
– Háblale de tu jefe -intervino Phoebe-. Por lo visto, es un ogro.
Genial. Aquello iba de mal en peor.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué? -preguntó Finn.
«Bueno, de perdidos al río». Podría aprovechar la oportunidad para decirle un par de cosas.
– Es antipático y desagradable. No da los buenos días y en cuanto a «por favor» y «gracias»… jamás. -Él apretó los dientes.
– A lo mejor tiene mucho que hacer.
– Tener cosas que hacer no es excusa para ser desagradable -dijo Kate, mirándolo a los ojos.
– Y no le deja hacer llamadas personales -intervino Phoebe, siempre al rescate-. Kate tiene que colgar cuando él aparece. Cuando estamos en medio de una conversación, de repente suelta: «Ló llamaremos más tarde» o «le diré que ha llamado». Eso significa que hablaremos después. Es un asco. Tú dejas que tu secretaria use el teléfono para hacer llamadas personales, ¿verdad?
– Pues no, la verdad es que no -contestó Finn. Kate se encogió de hombros.
Evidentemente, jamás podría volver a hacer una llamada… aunque seguramente tampoco podría volver a la oficina. En el mundo de las humillaciones, que le preparasen a alguien una cita a ciegas con su jefe debía de andar por los números superiores. Desde luego, era la situación más incómoda en la que se había encontrado nunca y tenía mucho con qué comparar. A veces le parecía que se pasaba la vida yendo de un episodio mortificante a otro.
– Que los empleados puedan usar el teléfono e Internet para asuntos personales sube la moral -dijo entonces, decidida a cantarle las cuarenta-. Si trataras a tus empleados como si fueran seres humanos, seguramente aumentaría la productividad.
– En mi empresa no hay un problema de productividad -replicó Finn. Y aquella vez su enfado no pasó desapercibido para los demás-. Existe una diferencia entre usar el teléfono para algo importante o tirarse dos horas hablando con una amiga.
– ¿Tu secretaria no hace bien su trabajo?
– Hace más bien lo que quiere.
– Quizá deberías trabajar para Finn -sugirió Gib; en un intento tan descarado de acercarlos que prácticamente era como si los hubiera metido en la cama-. A lo mejor te llevas mejor con él que con tu jefe.
– ¡Qué buena idea! -sonrió Kate-. ¿Tienes algún puesto libre en este momento?
– Es muy posible que el puesto de secretaria quede libre de inmediato -contestó él-. Pero supongo que no te interesará… ya que tú eres una secretaria ejecutiva. Gib y Phoebe estaban diciéndome que prácticamente diriges la empresa en la que trabajas. No creo que yo pudiera ofrecerte algo tan interesante.
Kate se puso colorada.
– No, bueno… la verdad es que ahora mismo estoy pensando dedicarme a otra cosa.
– ¿Ah, sí? -preguntaron Gib, Phoebe y Josh a la vez.
– Pues sí -contestó ella. Seguramente no sería mala idea. Tenía la ligera impresión de que no iba durar mucho en el mundo secretarial-. Estoy harta de que me traten como si fuera un gusano, así que he pensado hacer algo diferente.
– ¿Por ejemplo? -preguntó Finn, con una ceja levantada.
La normalmente fértil imaginación de Kate se quedó en blanco justo cuando más la necesitaba.
– Es una gran cocinera -dijo Phoebe que, evidentemente, seguía creyendo que había dado en la diana al presentarle a Finn McBride.
Sólo entonces recordó que Finn era viudo. Phoebe le había dicho que la cita era con un hombre viudo, de modo que… Entonces se dio cuenta de que aquella chica tan guapa de la fotografía estaba muerta. Qué horror. Era lógico que Finn fuese un hombre tan sombrío.
Kate se sintió culpable por haber dicho esas cosas de él, pero ¿cómo iba a saber que su brusquedad escondía un corazón roto?
Los otros, ajenos a la verdad, seguían promocionándola.
– Kate es una gran comunicadora -estaba diciendo Gib. Era la clase de frase que sólo decía alguien que había pasado mucho tiempo en Estados Unidos-. Se lleva fenomenal con la gente.
– No sólo con la gente -intervino Josh-. También es muy buena con los animales. ¿Te acuerdas de aquel perro en el bar, Phoebe?
– Ah, sí -sonrió su amiga, fingiendo un escalofrío.
– A veces me despierto con sudores fríos recordándolo -siguió Josh-. Kate se enfrentó con un skin head cubierto de tatuajes que estaba pegando a su perro. Le dijo que la gente como él no debía tener animales y se llevó al perro mientras los demás nos quedábamos boquiabiertos.
Finn la miró, sorprendido. -¿Qué fue del perro?
– Era un alsaciano al que yo no me habría acercado ni muerto, pero con Kate era como un cachorro. Por cierto, ¿qué fue de él? -preguntó Josh.
– Vive en casa de mis padres. Y ahora está gordo como una vaca.
– ¿Tú crees que el perro quería separarse de su dueño? -preguntó Finn.
– Me imagino que sí. A nadie le gusta que le peguen -contestó Kate-. Además, alguien tenía que hacer algo.
De repente, todos se quedaron en silencio.
– Un consejo -dijo entonces Gib-. Kate parece encantadora, pero no se te ocurra maltratar a un animal si ella está cerca o te meterás en un buen lío. Tiene muy mal genio cuando se trata de los animales.
– Intentaré acordarme.
– Lo que Kate necesita -ahora era Phoebe quien hablaba- es una casa en el campo donde pueda tener pollos, perros y todo tipo de animales abandonados.
– De eso nada -objetó ella.
Una casa en el campo no estaría mal, pero eso de «lo que necesita Kate» sonaba a solterona que buscaba marido. Ella no estaba buscando marido desesperadamente… y menos un marido como Finn McBride.
– En realidad, yo soy una chica de ciudad. Aún no estoy preparada para hacer mermeladas. Yo estaba pensando en un trabajo de Relaciones Públicas… -Kate no pudo terminar la frase porque todos, incluido Finn, se echaron a reír.
– ¿Qué os hace tanta gracia?
– Cariño, no eres suficientemente dura como para meterte en el mundo de las Relaciones Públicas. Tú siempre estás con el más débil -sonrió Phoebe-. Eso es como decir que quieres ser neurocirujana.
Después de eso, se pusieron a discutir sobre qué trabajo le iría bien. Así, sin contar con ella. Josh sugirió que podría ser exterminadora de ratas.
– Se llevaría todas las ratas a casa y las pondría en una camita.
Kate apretó los dientes. Finn la estaba mirando con una sonrisa irónica en los labios. Seguramente era una de esas personas que asociaba tener buen corazón con ser un idiota.
Y no le habría importado si los otros tres no estuvieran tan decididos a convertirla en una excelente ama de casa. ¿No se daban cuenta de que él no parecía impresionado? Y las cosas empeoraron durante la cena, cuando Phoebe, sin ninguna sutileza, empezó a hablar sobre la hija de Finn.
– ¿Cómo se llama?
– Alex -contestó él, con desgana.
Lógico. También su jefe se había dado cuenta de la descarada publicidad y no podía estar pasándolo mejor que ella.
– Tiene nueve años -añadió. Evidentemente iban a sacarle la información de una u otra manera…
– Debe de ser difícil para ti criarla solo -dijo Phoebe.
Finn se encogió de hombros.
– Alex tenía dos años cuando Isabel murió y hemos tenido varias niñeras, pero Alex nunca se encariñó con ninguna. Desde que va al colegio nos arreglamos con una señora que va a casa todos los días. Recoge a la niña en el colegio, limpia la casa y nos hace la cena.
Lo había dicho sin emoción, como si su hija fuera sólo otro problema logístico. Era por Alex por quien Kate sentía pena; la pobre niña… Nunca había llamado al despacho ni la había visto por allí, de modo que seguramente tendría prohibido molestar a su ocupado papá. Habiendo crecido con cuatro hermanos, Kate imaginaba que la vida de aquella niña debía de ser muy solitaria. No podía ser muy divertido crecer con la compañía de un ama de llaves y alguien como Finn McBride.
Y si era siempre tan aburrido como aquella noche, menos. Con la excusa de que tenía que conducir apenas bebió y, aunque no le podía poner pegas a un comportamiento responsable, al menos podría aparentar que lo estaba pasando bien.
Seguramente estaría aterrorizado ante la idea de que Kate se le tirase encima para obligarlo a casarse con ella. Era comprensible, después de cómo sus amigos estaban «vendiéndola», pero no tenía nada de qué preocuparse. Salir con él era lo último que se le ocurriría hacer en la vida. No estaba tan desesperada. Finn, sentado a su lado, no disimulaba su desaprobación mientras Kate reía, bebía demasiado vino o hablaba de sus amigos y sus fiestas, dejando claro que no estaba en el mercado para un viudo.
Por supuesto, cuanto más serio se ponía, más tenía ella que compensar.
Phoebe y Gib se habían molestado en organizar aquella cena y, al menos, alguien debía aparentar que lo estaba pasando bien.
Además, podría haber pedido un taxi para volver a casa y recoger su coche al día siguiente pero eso, por supuesto, jamás se le ocurriría al estirado Finn McBride.
Naturalmente, él también participaba en la conversación, pero dejando claro que, consideraba a Kate demasiado boba. Y eso la ponía nerviosa. Y cuanto más nerviosa estaba, más bebía y más alto hablaba. A las doce, Finn miró su reloj.
– Debo irme -dijo, levantándose.
– Yo creo que tú también deberías irte, Kate -sonrió Gib-. O mañana, llegarás tarde a trabajar.
– No me hables de eso -murmuró ella, cerrando los ojos. Un error, porque cuando los abrió la habitación estaba dando vueltas.
– ¿Podrías llevarla a casa, Finn? -preguntó Phoebe-. En su estado, no debería ir sola.
– ¿Qué estado? Me encuentro perfectamente -protestó Kate, levantándose con más o menos estabilidad-. Estoy genial.
– Estás divina -asintió Phoebe-. Pero es hora de irse. Finn va a llevarte a casa.
– ¿Por qué no me lleva Josh?
– Porque no he traído el coche y vivo en dirección contraria.
– No me importa llevarte -dijo Finn entonces, suspirando al ver que Phoebe y su marido la ayudaban a ponerse el abrigo como si fuera una niña.
Kate les dio las gracias por la cena, aunque tenía la desagradable impresión de que las palabras le habían salido más bien ininteligibles. Desgraciadamente estaba lloviendo y, al bajar la escalera del portal, dio un tropezón. Finn tuvo que sujetarla para que no acabase de bruces en el suelo.
– ¡Cuidado!
– Es que el suelo está resbaladizo -se excusó Kate.
– Eres tú la que está resbaladiza -murmuró él, abriendo la puerta del coche con innecesaria galantería.
Harta de ser tratada como una niña, Kate se cruzó de brazos, prácticamente haciendo un mohín con los labios. Pero no dijo nada.
El coche estaba limpísimo. Nada de papeles, nada de colillas en el cenicero, ni siquiera un juguete olvidado en el asiento. Era increíble que aquel hombre tuviera una hija pequeña, pensó. ¿Qué clase de disciplina tendría que soportar la pobre Alex?
Medio mareada, se inclinó para encender la radio y buscó una emisora de música rock, pero él la apagó bruscamente.
– Ponte el cinturón.
– ¡Sí, señor! -exclamó Kate.
Finn puso el brazo sobre el asiento mientras daba marcha atrás y ella, nerviosa, fingió estar buscando algo en su bolso para que no pensara que estaba acercándose invitadoramente a su mano.
La proximidad de Finn McBride en un sitio tan pequeño, con la lluvia golpeando los cristales, era abrumadora. Las lucecitas del salpicadero iluminaban su cara, destacando los pómulos altos y el gesto severo de su boca.
Iba conduciendo muy concentrado y Kate lo miraba de reojo, más impresionada de lo que hubiera querido admitir. Era tan atractivo así, conduciendo…
Ridículo, se regañó a sí misma. Seguía siendo Finn McBride. Además de ser su jefe era un hombre desagradable y antipático. No le gustaba en absoluto. Entonces, ¿por qué se fijaba en su boca, en sus manos…?
– ¿Adónde voy?
– ¿Qué?
– Gib me ha pedido que te lleve a casa. Y supongo que sabes dónde vives, ¿no?
– Ah, sí -murmuró ella, demasiado nerviosa como para replicar con un sarcasmo.
Kate le indicó qué calles debía tomar mientras el limpiaparabrisas se movía rítmicamente. El único sonido dentro del coche.
– ¿Por qué no le has dicho a mis amigos que nos conocíamos? -le preguntó cuando el silencio empezó a ser demasiado opresivo.
– Probablemente por la misma razón que tú. Pensé que la situación sería aún más incómoda.
No dijo nada más.
Cualquier otro hombre habría hecho preguntas, habría intentado ser amable, pero evidentemente Finn no estaba de humor para charlar.
– Vivo en esta calle. Puedes dejarme aquí si quieres.
– ¿En qué número vives? -Pasado el semáforo. Como siempre, no había un solo espacio vacío en la calle, de modo que Finn tuvo que detener el coche en segunda fila.
– Gracias por traerme. Espero no haberte desviado mucho de tu camino.
Un golpe de aire helado hizo que se detuviera un momento al abrir la puerta
– Jo, qué noche más horrible.
– Espera un momento -murmuró Finn, mientras buscaba un paraguas en el asiento trasero-. Te acompaño al portal.
– No hace falta…
– ¡Venga, sal de una vez! -la interrumpió él, con cara de pocos amigos-. Cuanto antes lo hagas, antes llegaré a casa.
– Es ese portal de ahí -dijo Kate, levantando el pie derecho, que había metido en un charco.
– ¿Por qué no te has puesto unos zapatos más normales?
– Si hubiera sabido que iba a una expedición polar me habría puesto botas -respondió ella, irritada-. Además, estos zapatos son muy normales.
– Ya, bueno…
Estaban muy cerca uno del otro mientras se dirigían al portal. Y él era tan alto, tan fuerte, que ella sintió la tentación de abrazarlo.
Claro que a Finn le habría dado un ataque. O quizá no, quizá la habría besado bajo el paraguas… Kate tragó saliva. ¿Qué tonterías estaba pensando?
Se puso tan nerviosa que cuando iba a meter la llave en la cerradura se le cayó al suelo.
– Trae, abriré yo -dijo Finn, quitándole la llave.
– Gracias. Y gracias otra vez por traerme.
Ése era el pie para que él dijese «ha sido un placer».
– Hasta mañana -dijo, sin embargo.
«Pues muy bien, si vas a ponerte así no te invito a entran».
– ¿Quieres que vaya mañana a la oficina?
– Para eso te pago, ¿no?
– Pero, ¿no dices que soy un desastre?
– No eres precisamente un éxito como secretaria. Pero eres lo único que hay en este momento. Tenemos un contrato importante que resolver esta semana… como sabrías si hubieras estado prestando atención, y no puedo perder el tiempo explicándoselo todo a otra secretaria. Mejor me quedo contigo.
– Vaya hombre, gracias por el voto de confianza.
– Tampoco tú has disimulado cuánto te desagrada trabajar para mí -replicó él-. La cuestión es que tú no puedes permitirte el lujo de perder este trabajo y yo no tengo tiempo de buscar otra secretaria.
– ¿Estás diciendo que ninguno de los dos tiene otra salida? -preguntó Kate.
– Precisamente. Así que será mejor que intentemos llevarnos lo mejor posible -suspiró Finn-. Y sugiero que bebas un poco de agua antes de irte a la cama. Mañana tenemos mucho que hacer, así que no llegues tarde.
Kate abrió un ojo y alargó la mano para tomar el despertador. Y entonces lanzó lo que debería haber sido un grito, pero que le salió más bien como un gemido ahogado. Al incorporarse notó un dolor agudo, como un cuchillo de carnicero clavándose en su cabeza.
La muerte habría sido preferible a aquel horrible dolor.
Por no hablar de lo que diría Finn si llegaba tarde otra vez.
Si no se duchaba y tenía suerte con el metro, a lo mejor llegaba sólo cinco minutos tarde…
Como pudo, se levantó de la cama, se vistió y se dejó aplastar por cientos de personas en el vagón del metro. Se sujetó a la barra con una mano mientras el tren iba dando brincos sobre los raíles sin ninguna consideración por su estómago.
Para empeorar la situación, empezaba a recordar fragmentos de la noche anterior. No se acordaba de mucho, pero sí tenía la horrible sensación de haber hecho el más completo ridículo.
Recordaba la expresión de Finn al ver que su cita era su secretaria. El limpiaparabrisas moviéndose rítmicamente mientras ella se fijaba inexplicablemente en su boca y en sus manos. Cuando estaban juntos bajo el paraguas, a punto de echarse en sus brazos…
Debía de estar completamente borracha.
¿Le había tirado los tejos?, se preguntó, aterrada. No, no podía ser. Se acordaría.
Lo que sí recordaba era que él la había regañado por llevar tacones y que no hizo un solo comentario sobre su precioso vestido. Todo el mundo se fijaba en su escote con aquel vestido rojo, pero Finn no. Ni la había mirado.
Kate llegó a la oficina sólo un minuto tarde. Finn, por supuesto, ya estaba sentado frente a su escritorio y la miró por encima de las gafas cuando entró, agarrándose al quicio de la puerta.
– Tienes un aspecto horrible.
– Me encuentro fatal -replicó ella-. Tengo una resaca horrorosa.
– Supongo que no esperarás comprensión por mi parte.
– No, no creo que hoy vaya a haber ningún milagro -suspiró Kate, olvidando que su trabajo estaba en juego. Finn debía de estar pensando precisamente eso porque sus ojos se oscurecieron.
– Espero que vengas dispuesta a trabajar -le advirtió-. Hoy tenemos mucho que hacer.
– Voy a tomar un café a ver si se me pasa.
– Tienes cinco minutos -dijo Finn, volviendo a concentrarse en un informe.
Kate consiguió llegar hasta la máquina de café, haciendo una mueca de dolor. ¿Por qué había tanto ruido en aquella oficina?
A lo mejor Alison tenía paracetamol, pensó. Cualquier chica normal tendría una aspirina en su cajón, pero ella no. Seguramente Alison nunca había tenido resaca. Seguramente nunca se ponía nerviosa ni bebía demasiado.
El café la hizo sentirse peor. Gimiendo, se dejó caer en la silla y enterró la cabeza entre las manos.
Era horrible. Estaba a punto de morir allí, en la oficina de Finn McBride. Y él tendría que sacar sus restos. Aunque, conociéndolo, se lo encargaría a la próxima secretaria temporal. «Líbrese de esos restos», le diría. «Y luego venga a mi despacho, que tengo que dictarle una carta».
– No bebiste agua antes de irte a la cama, ¿verdad? -oyó entonces la voz de su exasperante jefe.
– No -murmuró Kate.
– Estás deshidratada. Toma, te he traído un té y un par de aspirinas.
Ella levantó la cabeza, incrédula.
– Gracias.
Cinco minutos después empezó a pensar que iba a sobrevivir después de todo. Finn estaba apoyado en la esquina del escritorio, con el ceño arrugado. Siempre tenía el ceño arrugado. ¿Sería así con todo el mundo o sólo con ella?, se preguntó. La idea de que sólo fuera así con ella era muy deprimente. En realidad, llegar a trabajar con resaca no era la mejor forma de conseguir una sonrisa, pero podría haber algo en ella que le gustase, ¿no?
CAPÍTULO 3
– ¿Te encuentras mejor? -preguntó él, sin ninguna simpatía.
– Un poco -contestó Kate.
– Bueno -Finn tiró una carpeta sobre su mesa-. ¿Por qué demonios bebes tanto si luego te encuentras tan mal por la mañana?
– No suelo beber.
– ¿Ah, no?
– ¡Anoche estaba intentando pasarlo bien, ya que tú evidentemente no ibas a hacerlo!
– ¿Por qué fuiste a la cena si no pensabas hacer un esfuerzo?
– Fui porque Gib me lo pidió. Me dijo que Phoebe tenía una amiga a la que me gustaría conocer -contestó él-. Yo esperaba una chica agradable, sencilla, no a alguien con un escote vertiginoso y tacones de aguja que estaba decidida a bebérselo todo.
Ajá, de modo que se había fijado en el escote, notó Kate con perversa satisfacción.
– Pues a mí me dijeron que tú eras muy agradable. Vamos, que no te conocen en absoluto. ¡No pienso dejar que me organicen más citas a ciegas!
Finn se cruzó de brazos.
– Estoy completamente de acuerdo.
– ¡Pues es la primera vez!
– Si estás lo suficientemente recuperada como para discutir, estás bien para trabajar -dijo él entonces-. Supongo que los dos estamos de acuerdo en que lo de anoche fue… incómodo. Francamente, prefiero no saber nada de tu vida privada y no me gusta mezclar la mía con el trabajo. Pero como te dije anoche… aunque no creo que lo recuerdes, no me puedo permitir el lujo de enseñar a una secretaria nueva, así que sugiero que olvidemos lo que pasó. Y ayudaría mucho que tú llegases a tu hora y en condiciones para trabajar de vez en cuando. ¡Eso sí sería un cambio!
Kate se sujetó la dolorida cabeza con una mano. Ojalá pudiera decirle dónde podía meterse su trabajo. Recordaba vagamente haberle dicho a todo el mundo que iba a cambiar de profesión…
Cualquier día se le ocurriría algo, pero mientras tanto tenía que comer y aquel trabajo horroroso era su única forma de pagar las facturas. Ella nunca había sido ahorradora. Además, le había prestado dinero a Seb y no tenía nada en el banco. De modo que, por el momento, tendría que quedarse con Finn McBride.
– Alison volverá dentro de unas semanas -dijo él entonces.
– ¿Qué significa eso, que no vas a tener que aguantarme mucho tiempo?
A pesar de todo, le dolió que Finn quisiera librarse de ella lo antes posible.
– Tenía la impresión de que el sentimiento era mutuo.
– Y lo es.
– ¿Quieres marcharte ahora mismo?
– No -contestó Kate, arrinconada-. Quiero quedarme. No tengo elección.
– Pues estamos los dos en el mismo barco. ¡Pero si de verdad quieres seguir trabajando aquí, sugiero que vayas a lavarte la cara y empieces a trabajar!
Tres horas más tarde, Kate estaba desesperada. Había copiado cientos de cartas y Finn, que no tenía ninguna misericordia por su resaca, le encargó un informe antes de salir a comer con un cliente.
– Quiero ese informe en mi mesa para cuando vuelva -le dijo, a modo de despedida.
Kate soltó todos los papeles sobre su escritorio. ¿De verdad iba a seguir trabajando con aquel monstruo?
Habría podido jurar que estaba disfrutando de su desgracia. Estaba segura de que muchas de aquellas cartas podrían haber esperado y de que sólo lo hacía para castigarla. Era increíble pensar que, durante un momento y debido al vino, la noche anterior lo encontró vagamente atractivo.
Necesitaba otro café, se dijo.
A pesar de que a Finn no le gustaba nada que sus empleados charlasen en la oficina, sabía que la máquina de café era un centro de reunión. Por supuesto, era posible que aquellas dos mujeres del departamento administrativo estuvieran hablando de trabajo, pero lo dudaba. Porque se callaron en cuanto se acercó.
– Estoy desesperada -sonrió Kate, echando una moneda.
– ¿Y eso?
– Tengo resaca. No pienso beber nunca más en toda mi vida.
Sus contertulias eran Elaine y Sue. Siempre habían sido amables aunque frías con ella, pero notó que se animaban al oír lo de la resaca.
– ¿Qué tal te va con Finn? -le preguntó una de ellas… ¿Sue?
– No creo que pueda llegar nunca a la altura de Alison -suspiró Kate-. ¿Es tan perfecta como dice Finn?
Sue y Elaine se lo pensaron un momento.
– Es muy eficiente -dijo Elaine, aunque no parecía muy entusiasmada.
– Finn confía mucho en ella.
– ¡Pues debe de ser una santa para aguantar a ese hombre!
No debería haber dicho eso. Las dos mujeres se miraron, sorprendidas.
– Es muy simpático -murmuró Elaine.
– Es el mejor jefe que he tenido nunca. La mayoría de los empleados llevan aquí años y años. En otras empresas, la gente se marcha a la primera de cambio, pero aquí no. Finn espera que uno trabaje, pero siempre hace comentarios halagadores y eso es importante.
– Te trata como a un ser humano.
Kate las miró, perpleja.
– Por supuesto, Alison siente devoción por él -elijo Sue-. Entre tú y yo -añadió en voz baja-, creo que espera ser algo más que su secretaria.
– ¿Ah, sí? -murmuró Kate, sorprendida e incomprensiblemente irritada-. ¿De verdad?
– Pero Finn no ha superado la muerte de su esposa y no creo que piense casarse de nuevo -dijo Elaine.
– Isabel era una persona encantadora. Era muy especial -afirmó Sue.
– Entonces Finn era diferente. La adoraba y ella lo adoraba a él. Su muerte fue una verdadera tragedia.
– ¿Qué pasó? -preguntó Kate.
– Chocó contra un conductor que iba bebido… y la pobre nunca salió del coma. Finn tuvo que tomar la decisión de desconectarla de la máquina, fíjate qué horror.
Sue dejó escapar un suspiro.
– Te puedes imaginar lo duro que fue eso para él. Además, tenía a Alex… ella también iba en el coche, aunque afortunadamente salió ilesa.
– La pobre niña no dejaba de llorar llamando a su madre.
Kate se había llevado una mano al corazón. -Qué pena.
– Desde entonces, Finn ha cambiado. Cuando Isabel murió se encerró en sí mismo. Lo único que le importa verdaderamente es su hija y no deja que nadie se acerque. Ha seguido llevando la empresa, pero yo creo que es más por los empleados que por otra cosa.
– Todos esperamos que vuelva a casarse -dijo Sue-. El pobre merece ser feliz otra vez y Alex necesita una madre, así que a lo mejor Alison tiene una oportunidad… Es un poco fría, pero yo la encuentro muy atractiva, ¿no te parece, Elaine?
– Sí, y además es muy elegante.
– Y debe de conocerlo bien después de trabajar con él durante tantos años. Yo creo que sería una buena esposa para Finn.
Kate no estaba tan segura de que Alison pudiera ser una buena esposa para Finn McBride. Él era frío, serio, eficiente… lo que necesitaba era ternura y risas.
Aunque eso no tenía nada que ver con ella, claro. Sin embargo, no podía dejar de pensar en la tragedia. Lo imaginaba al lado de su esposa en el hospital, con el respirador artificial insuflando aire a sus pulmones… rezando para que abriese los ojos, intentando explicarle a su hija por qué mamá no iba a volver…
– Ahora entiendo que me mirase con esa cara de horror cuando pedí la última copa -le dijo a Bella por la tarde-. Me siento fatal. El pobre ha tenido que vivir un drama terrible.
– No lo hagas -dijo su amiga.
– ¿Que no haga qué?
– No te metas en eso.
– No me estoy metiendo en nada -se defendió Kate-. Es que me da mucha pena.
Bella dejó escapar un suspiro.
– Kate, tú sabes cómo eres. Si algo o alguien te da pena lo pones todo patas arriba para ayudarlo. Pero a veces no puedes hacerlo. También te daba pena Seb y mira lo que pasó.
– Esto es diferente. Finn no está intentando utilizarme. Él no me ha contado la historia de su mujer, han sido otros. A lo mejor ni siquiera quiere que lo sepa.
– Sólo quiero que no te pase lo de siempre: alguien te da pena, quieres ayudarlo… y te enamoras -insistió Bella-. Debes admitir que ese es tu patrón de comportamiento y esta vez puedes acabar con el corazón roto. Sería mucho peor que Seb. Nunca podrías compararte con su perfecta esposa, Kate. Sólo serías la segundona.
– ¡Por favor, Bella! Cualquiera diría que voy a casarme con él. Sólo estoy diciendo que ahora entiendo que sea tan cerrado.
– Bueno, tú ten cuidado. No te gustaba cuando lo creías felizmente casado y sigue siendo el mismo hombre. Ser viudo no es excusa para tener tan mal genio ¿no te parece? Dices que han pasado seis años desde que murió su mujer y yo creo que es tiempo suficiente para superarlo. No dejes que se aproveche de ti, ¿de acuerdo?
Kate no dijo nada porque empezaba la serie Urgencias, su favorita, pero después pensó en lo que Bella le había dicho. Su amiga podía parecer la típica rubia tonta a veces, pero en lo que se refería a relaciones sentimentales, tenía la cabeza sobre los hombros.
Por supuesto, era una tontería sugerir que ella podría enamorarse de Finn McBride. Lo que sí podía hacer era comprenderlo… y hacerle la vida más fácil. Sería amable, discreta y eficiente. Si lo que ella podía aportar era un ambiente de trabajo agradable, lo haría. Eso no tenía nada que ver con enamorarse de él. Sin embargo, cambiar el ambiente de trabajo es taba muy bien en teoría, pero en la práctica resultaba más difícil.
Kate lo intentó. Harta de oír hablar sobre la inmaculada Alison, hizo un esfuerzo para vestir mejor. Nunca estaría cómoda con un traje de chaqueta y su pelo jamás podría ser domado, pero al menos estaba dispuesta a intentarlo. Cuando Finn le daba una de sus contestaciones, se mordía la lengua. Seguía trabajando y esperaba que se diese cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo. Incluso había practicado un discurso para cuando le diera las gracias por su trabajo.
¡Menuda pérdida de tiempo! En lugar de estar agradecido, Finn parecía sospechar de su nueva actitud.
– ¿Qué te pasa? -le espetó un día.
– Nada -contestó ella.
– Me pone nervioso que seas tan amable. ¿Y por qué vistes así? ¿Tienes una entrevista de trabajo?
– No. Estoy intentando tener un aspecto más profesional. Pensé que lo aprobarías.
Finn la miró, irónico. Se le había soltado la coleta y los rizos estaban por todas partes, como siempre. Su único traje de chaqueta era de un gris aburridísimo y la camisa blanca estaba arrugada. Era difícil creer que aquel traje salía del mismo armario donde estaba el vestido rojo que se había puesto para la cena.
– No te va bien ese aspecto… tan serio.
«A algunos no hay forma de agradarles», pensó Kate, resignada.
Y como Finn no la entendía, decidió volver a portarse como antes, especialmente después de una charla muy interesante con Phoebe. Kate le contó, porque no se lo había contado antes, que Finn era su jefe y descubrió que él se lo había contado a Gib al día siguiente.
– ¿Dijo algo de mí? -le preguntó a su amiga.
– Creo que se quedó muy sorprendido por tu vestido. No creo que lleves esos escotes a la oficina, ¿no?
– Claro que no. ¿Qué esperaba, que fuese a cenar con un traje de chaqueta?
Qué hombre. Siempre se estaba quejando de algo.
– Le dijo a Gib que yo no era su tipo -le contó a Bella aquella tarde-. Así que no pienso seguir siendo amable con él. Además, no agradece mis esfuerzos.
No pensaba ser amable, pero estaba decidida a demostrarle que Alison no era la única que podía ser profesional. Cada mañana, intentaba estar en su escritorio antes de que él llegase a la oficina. Eso significaba levantarse al amanecer, por supuesto, pero valía la pena sólo para ver su cara de desconcierto.
Llevaba una semana siendo puntual cuando, una mañana, salió del metro subiéndose el cuello del abrigo. Había empezado a llover y se detuvo un momento para abrir el paraguas. Normalmente no se habría molestado, pero la lluvia descontrolaba su pelo aún más de lo normal y estaba decidida a no parecer una leona.
Entonces miró su reloj. Tenía tiempo de comprar un café antes de ir a la oficina. El de la máquina era vomitivo.Aceptando con una sonrisa el «bella, bella», del camarero italiano, Kate tomó el recipiente de plástico y se dio la vuelta.
Abrir el paraguas con una sola mano no era tarea fácil, pero después de algunos intentos lo consiguió. Hacía mucho viento y tuvo que sujetarlo frente a su cara, pero sólo había una manzana hasta la oficina y tenía la pretensión de llegar seca.
Sin embargo, al dar el primer paso, oyó un gemido, resbaló y cayó de trasero sobre un montón de bolsas de basura.
– ¿Se ha hecho daño? -le preguntó una voz masculina.
– No, no, estoy bien. Gracias.
El buen samaritano desapareció y Kate se levantó, furiosa. Se le había caído el café en la falda, tenía las manos sucias, se le habían roto las medias y el paraguas y el pelo… en fin, aquel día podía olvidarse del aspecto profesional.
Cuando miró alrededor vio que las bolsas de basura estaban rotas y, en medio de cáscaras de naranja y mondas de patata, había un perrillo de ojazos enormes.
– Pobrecillo, ¿te he pisado? -murmuró, alargando la mano para acariciarlo. El pobre estaba temblando y no llevaba collar-. Pero si eres un cachorro…
En realidad, no era el perro más bonito del mundo. Un observador desapasionado incluso habría dicho que era una cosa de pelo marrón con las patas muy cortas, pero Kate sólo se fijó en que se le notaban las costillas.
– No pasa nada, cariño. Te vienes conmigo -murmuró. No podía dejarlo allí. Lo mataría un coche o se moriría de hambre.
Había un mercado cerca de la salida del metro y, con el paraguas roto en una mano y el perro en la otra, Kate entró a comprar pan, leche y un periódico… en caso de accidentes. Más tarde se preocuparía del collar. Por allí no había tiendas de animales. Para entonces, estaba tan mojada y tan sucia como el perro y eran las nueve y media.
Y ella quería llegar temprano…
En fin, no lo pudo evitar. Sin hacer caso a la expresión horrorizada de la recepcionista, Kate subió al ascensor con su preciosa carga en los brazos. Sentía los latidos del corazón del perrillo y el suyo propio se aceleró al pensar en su encuentro con Finn, pero le daba igual.
Kate abrió la puerta del despacho, respiró profundamente antes de entrar… y se quedó muerta al ver a alguien delante de su ordenador. Por un segundo pensó que la habían reemplazado, pero enseguida se dio cuenta de que a esa persona le faltaban unos cuantos años de colegio antes de entrar en el mercado laboral.
La niña dejó de teclear y se quedó mirándola con expresión seria. Llevaba gafas y tenía un aspecto reservado… y un aire de seguridad aterrador en una niña tan pequeña.
– ¿Quién eres?
– Yo soy Kate. ¿Y tú?
Aunque sabía quién era. Habría reconocido la expresión estirada de Finn en cualquier parte.
– Soy Alex. Mi papá está enfadado contigo.
– Ya me lo imaginaba -suspiró Kate, dejando al perrillo en el suelo.
– Ha dicho una palabrota.
– ¿Dónde está?
– Ha ido a buscar alguien que me cuide y alguien que haga tu trabajo hasta que tú te dignes a aparecer. ¿Qué significa «dignes»?
– Tu padre ha debido de pensar que llegaba tarde a propósito -suspiró Kate, quitándose el abrigo. Debería ir a buscar a Finn y explicarle lo que había pasado, pero el perrito estaba temblando y era más importante ocuparse de él.
– ¿Por qué estás tan sucia? -preguntó la niña.
– Me caí encima de un montón de bolsas de basura.
– Qué asco -Alex hizo una mueca-. Hueles un poco mal.
Kate se olió la blusa y descubrió el irrepetible aroma de Eau de basure. Genial. Lo que le faltaba.
– ¿El perro es tuyo? -Ahora sí.
– ¿Cómo se llama?
– No lo sé. ¿Qué nombre crees que debería ponerle? -preguntó Kate, esperando un Toby o algo parecido.
– ¿Es chico o chica?
Buena pregunta. Kate miró donde tenía que mirar.
– Chico.
Alex parecía fascinada por el perro, aunque no se acercaba mucho.
– ¿Qué tal Derek?
– ¿Derek?
– ¿No te parece un nombre bonito?
– Es un nombre precioso… Derek, me gusta. ¡Derek! -exclamó Kate, chascando los dedos.
El animalillo se sentó torpemente y Alex sonrió por primera vez. La sonrisa transformaba sus serios rasgos por completo y Kate se preguntó si ejercería el mismo efecto en su padre. No lo sabía porque jamás lo había visto sonreír.
Aunque estaba segura de que aquél no iba ser buen día para sonrisas.
– Hola, Derek -sonrió Alex.
– Deja que te huela antes de acariciarlo.
– Es muy mono.
– No sé si tu padre pensará lo mismo.
Acababa de decir esa frase cuando Finn entró en el despacho con expresión feroz.
– ¡Ah, aquí estás! Cuánto me alegro de que hayas venido.
– Siento haber llegado tarde…
– Pero bueno… ¿te has visto? ¿Qué demonios has hecho?
– ¡Por favor, no grites!
La advertencia no llegó a tiempo. Asustado por el vozarrón de Finn, el perrillo se había orinado en la alfombra.
– ¡Mira lo que has hecho! -lo acusó Kate, sacando el periódico para secar la mancha-. No pasa nada, cariño -murmuró, acariciando al asustado animal-. No voy a dejar que este señor tan malo vuelva a gritarte.
– ¿Qué es eso? -exclamó Finn.
– Eso se llama Derek contestó ella.
– Pero bueno…
– Se llama así, papá -dijo Alex.
– ¿Derek?
– Se lo puso Alex -murmuró Kate-. Le pega, ¿verdad?
Finn no le hizo ni caso. De hecho, parecía estar contando hasta diez.
– Kate -dijo por fin-, ¿qué está haciendo ese perro aquí?
– Lo encontré cuando venía a trabajar.
– Pues ya puedes librarte de él. éste no es sitio para un perro.
– Tampoco es sitio para una niña. -Finn apretó los labios.
– Mi ama de llaves está cuidando de su madre y hoy no hay colegio. No podía dejarla sola en casa.
– Y yo no podía dejar a Derek en la calle -replicó Kate-. Podría haberlo atropellado un coche.
– Kate, esto es una oficina, no un albergue para animales abandonados. ¡Pensé que estabas intentando ser más profesional!
– Hay cosas más importantes que ser profesional -dijo ella, tomando al perro en brazos.
– ¿Adónde vas? ¡Aún no he terminado!
– Voy a secarlo y a darle un poco de leche. Cuando vuelva, podrás seguir regañándome todo lo que quieras…
– ¿Puedo ayudarte? -preguntó Alex.
– Claro. Tú puedes sujetar a Derek mientras yo lo seco.
– Un momento… -empezó a decir Finn, incapaz de creer que había perdido el control de la situación. Alex levantó los ojos al cielo, como una adolescente irritada.
– Papá, no pasa nada.
Después de eso fueron al cuarto de baño, dejando a Finn McBride perplejo.
– No creo que hoy vaya a ganar el premio a la secretaria mejor vestida -suspiró Kate.
– No te pareces a Alison -comentó Alex.
– Eso me dice tu padre casi todos los días.
– A mí no me gusta Alison -lijo Alex entonces-. Me habla como a una niña pequeña. Y es muy cursi con mi padre.
– ¿En serio?
– Sí, le habla así con una voz…
– ¿Y tu padre también se pone cursi con ella? -preguntó Kate sin poder evitarlo.
La niña se encogió de hombros.
– No lo sé. Espero que no. Yo no quiero una madrastra. Rosa es un poco rollo, pero la prefiero a ella antes que a Alison.
– ¿Quién es Rosa?
– El ama de llaves.
Pobre Alison, pensó Kate. No le gustaría estar en su pellejo.
Diez minutos después, Derek estaba debajo de su escritorio, tumbado sobre el periódico.
– Es más rico… -murmuró Alex-. Ojalá pudiera quedármelo. ¿Tú crees que mi padre me dejará?
Kate pensó que la respuesta era «no», pero mejor que se lo dijera Finn personalmente.
– Tendrás que preguntárselo a él. Y yo que tú esperaría a que estuviese de mejor humor.
Finn apareció entonces con la misma expresión sombría de antes.
– Alex, puedes ir a sentarte en recepción si quieres. Sé que te gusta hablar con la recepcionista.
– Sólo cuando Alison está aquí -contestó la niña-. Ademas, Kate me ha dicho que puedo cuidar de Derek.
– Sí, bueno… yo tengo que hablar con Kate un momento.
– No la molestaré -insistió Alex-. Yo cuidaré de Derek y así ella podrá trabajar. No te importa, ¿verdad, Kate?
– Claro que no.
– No es a Kate a quien debe importarle -intervino Finn, impaciente-. Ven a mi despacho… si has terminado de convertir mi oficina en un albergue para perros abandonados, claro.
– Voy, voy -murmuró ella, sabiendo lo que la esperaba.
– ¿Te importaría explicarme qué demonios está pasando aquí? -le espetó Finn en cuanto cerró la puerta.
Kate se preguntó si debía quedarse de pie con las manos a la espalda, como si estuviera hablando con el director del instituto. Pero decidió sentarse.
– No pasa nada. No quería llegar tarde, pero ya has visto a ese pobre perrito… alguien debió de aburrirse de él y lo abandonó. Es que no entiendo cómo la gente puede ser tan cruel…
– Kate, no me interesa -la interrumpió Finn-. Tengo una empresa que dirigir, por si no te has dado cuenta. Hemos perdido media mañana con ese perro…
– Alex está muy contenta cuidando de Derek, así que yo creo que ha sido providencial -lo interrumpió ella, tomando el cuaderno-. Bueno, podemos empezar cuando quieras.
CAPÍTULO 4
– Papá? -Alex esperó hasta que Finn le dio una larga lista de órdenes a Kate. Estaba sentada en el suelo, con la cabeza del perrito en su regazo.
– ¿Estás bien ahí?
La niña asintió vigorosamente.
– Me dijiste que si era buena podíamos ir a comer
– Sí -asintió Finn, suspicaz.
– Pues no quiero ir a comer a ningún sitio. Quiero que me lleves a una tienda para comprarle una correa a Derek.
– Alex, no quiero que te encariñes con ese perro.
– Por favor, papá. Me lo prometiste.
– Yo estaba pensando en llevarte a una pizzería -suspiró Finn, mirando a Kate como si todo fuera culpa suya-. Yo creo que debe ser Kate quien se encargue del perro, hija. Después de todo, fue ella quien lo rescató.
– Kate no tiene tiempo de ir a comer -dijo Alex. Era cierto. Finn le había encargado tanto trabajo que no tenía tiempo para comer y menos para ir a una tienda de animales.
– No importa. Buscaré una cuerda o algo -suspiró Kate, con cara de mártir-. Salid a comer y no os preocupéis por mí.
Finn levantó una ceja.
– Sí, claro, eso dará una imagen estupenda de la empresa. Mi secretaria saliendo del despacho con un perro sujeto de una cuerda.
– Me marcharé cuando se haya ido todo el mundo.
– Papá, por favor, llévame a una tienda de animales -insistió Alex-. He sido buena ¿verdad Kate? Y el otro día dijiste que todo el mundo debería cumplir sus promesas.
Kate disimuló una sonrisa. Evidentemente, Alex no necesitaba consejos para manejar a su padre.
– No sé dónde vamos a encontrar una tienda de animales en el centro de Londres -suspiró Finn.
– En todos los grandes almacenes hay tiendas de animales -dijo Kate.
Su jefe, por supuesto, la fulminó con la mirada. Cuando él y su hija salieron a comer, el perrillo se acercó a Kate. No era muy guapo, pero sus confiados ojos castaños le romperían el corazón a cualquiera. No debería encariñarse demasiado con él porque entonces tendría que quedárselo hasta que encontrase un dueño, pero lo tomó en brazos, incapaz de resistirse.
A la porra la profesionalidad, pensó. Podía seguir escribiendo en el ordenador y acariciando a Derek al mismo tiempo.
Finn y Alex volvieron a las tres y media, cargados de comida para perros, juguetes, un collar, una correa…
– Éste es el collar -dijo la niña, orgullosa.
Kate soltó una carcajada. Era de terciopelo rojo, con brillantitos, la clase de capricho que cuesta un dineral.
– Lo eligió tu padre, seguro.
Entonces, por el rabillo del ojo, vio que Finn casi sonreía. Casi.
– Lo he pagado con mi propio dinero -estaba diciendo la niña.
– Ejem…
– Bueno, yo pagué el collar, pero mi padre ha pagado el resto -admitió Alex entonces.
– No te preocupes, Finn. Te devolveré el dinero -dijo Kate, sintiéndose culpable.
– No hace falta. Prefiero olvidarme del asunto lo antes posible. A la hora de comer me gusta comer, no pasarme dos horas en una tienda de animales, chantajeado por una niña de nueve años.
– Gracias de todas formas -insistió ella, poniéndole el collar-. Mira qué guapo estás, Derek. -También hemos comido pizza dijo Alex.
– Ah, qué suerte. Ya me imaginaba yo que tu padre no te dejaría con el estómago vacío.
– Te hemos traído un bocadillo. Mi papá dijo que tenías que comer algo.
Un bocadillo de queso, beicon y aguacate. Su favorito. ¿Cómo lo había sabido?
Kate lo miró y notó… algo, como si… en fin, no podría definirlo. Algo raro. Como si fuera humano.
– Gracias -murmuró, con voz entrecortada.
– No quiero que te desmayes de hambre. Aún tenemos mucho que hacer esta tarde -dijo él, apartando la mirada.
Kate casi se emocionó. Pero no debía hacerlo. «No lo hagas, Kate», le había dicho Bella.
– El informe está casi listo.
– ¿Y las cartas? -Terminadas y enviadas.
– Veo que has estado trabajando -murmuró Finn, sin mirarla.
Vaya, por fin se daba cuenta.
Alex se pasó la tarde jugando con Derek y, a las cinco, niña y perro estaban agotados.
– Yo creo que deberías llevarla a casa -le dijo a su jefe, esperando que le soltase un «no es asunto tuyo» o algo parecido.
– Ah, es verdad. No me había dado cuenta de que era tan tarde. Sí, será mejor que la lleve a casa.
– Yo me quedaré un rato para terminar unas cuantas cosas. Como he llegado. tarde…
– Gracias -murmuró Finn, poniéndose la chaqueta.
– De nada. Y perdona por lo del perro.
– ¿Qué vas a hacer con él?
– He pensado llevarlo a casa de mis padres, pero están de vacaciones, así que me lo quedaré hasta que vuelvan -contestó Kate, pensativa-. Pero claro, tendré que dejarlo solo todo el día… a menos que pueda traerlo a la oficina. No dará ningún problema. Ya has visto qué tranquilo es.
En ese momento Derek se puso a ladrar como un locuelo.
– Normalmente.
Finn dejó escapar un suspiro.
– Me parece que el problema va a ser Alex. No quiere separarse de él.
Así fue. Cuando le dijo que Kate iba a llevárselo, la niña hizo un mohín.
– Pero ya se ha acostumbrado a mí…
– Tú sabes que yo lo cuidaré bien, ¿no? -sonrió Kate.
– Pero si no me lo llevo a casa no volveré a verlo, y quiero quedármelo. Por favor, papá. Tú sabes que siempre he querido tener un perro.
Finn se pasó una mano por el pelo.
– Alex, tú sabes que no puedes cuidar de un perro. Estás en el colegio casi todo el día…
– A Rosa no le importará cuidar de él hasta que yo vuelva.
– Rosa no está aquí, así que no podemos preguntárselo.
El mohín de Alex empezaba a ser preocupante.
– Pero, ¿qué va a ser de él?
Con paciencia, Finn le explicó que Kate cuidaría de. Derek hasta que volvieran sus padres.
– ¿Y no podría quedármelo yo hasta entonces? -insistió la niña.
– Pero hay que sacarlo a pasear…
– ¿Y cómo va a sacarlo Kate a pasear? Ella tiene que estar en la oficina.
Finn apretó los dientes. No sabía qué hacer.
– Kate lo traerá con ella a la oficina -dijo por fin, sucumbiendo a lo inevitable.
– ¿Por qué no lo traes tú, papá? Tienes coche. Yo lo sacaré por la mañana y luego tú te lo traes y jugamos con él por la noche.
Finn miró a Kate, desesperado. Estaba claro que, en su opinión, el perro era suyo, de modo que debía echarle una mano.
Y Kate estaba dispuesta a echársela.
– Alex ha tenido una idea estupenda. Puede quedarse con vosotros, tú lo traes a la oficina, yo lo saco por la tarde y así nos repartimos el trabajo.
– ¡Sí, por favor!
– ¿Y qué pasará cuando vuelva Alison? -preguntó Finn. intentando disimular sus deseos de estrangularla-. A lo mejor no le apetece sacar a un perro a pasear.
– Para entonces Rosa ya habrá vuelto a casa -dijo Alex.
Kate tuvo que disimular una risita. Finn McBride estaba arrinconado.
– La has educado de maravilla. No creo que haya muchas niñas de nueve años que sepan discutir tan bien. Deberías estar orgulloso.
– En este preciso momento yo no diría eso -suspiró Finn-. Bueno, de acuerdo. Pero…
Alex se echó en sus brazos con un grito de alegría.
– Gracias, papá, gracias, gracias.
Contagiado por la emoción, Derek se puso a ladrar y Kate soltó una carcajada.
Le gustaba ver a Finn abrazando a su hija. Incluso se sintió un poquito excluida, lo cual era ridículo. Ella no quería que Finn McBride la abrazase de esa forma, ni que la incluyese en la unidad familiar. Ella era una chica de ciudad que no buscaba marido.
– Pero con una condición -dijo Finn entonces-. No puedes encariñarte con él, Alex. Tú tienes colegio, yo tengo trabajo y no es parte de las obligaciones de Rosa cuidar de un perro. Puedes llevártelo a casa hasta que vuelvan los padres de Kate. Ése es el trato, ¿de acuerdo?.
Kate prácticamente podía ver el cerebro de la niña estrujándose para ver si podía sacarle a su padre un trato más beneficioso.
Kate sospechó que la familia McBride acabaría teniendo un perro llamado Derek le gustase a Finn o no.
En realidad, todo había salido bien. Sus padres habrían aceptado a Derek, pero no quería imponerles más obligaciones y ella no podía quedárselo. Además, estaba segura de que sería más feliz con Alex.
– Espero que Alison no vuelva nunca -dijo la niña en voz baja.
Y Kate se quedó desconcertada al darse cuenta de que tampoco ella quería que volviese.
A la mañana siguiente fue Finn quien llegó tarde a la oficina… con Derek saltando y mordiendo la correa. Kate miró inocentemente su reloj.
– ¡No digas una palabra!
– No iba a decir nada.
– Tú y tu perro me estáis arruinando la vida -dijo Finn soltando al animal, que se lanzó sobre su salvadora de inmediato.
Como había tenido que mandar el traje a la tintorería después de su encuentro con la basura, Kate llevaba una falda larga de estampado étnico y un jersey de cuello alto ajustado que, por alguna razón, era más turbador que el vestido que llevó a la cena. O eso le pareció a Finn.
Aquel día no se había hecho una coleta y el pelo rizado caía sobre sus hombros en cascada. Era un poco hippy, pero muy cálida, sobre todo con el perrillo en brazos.
– Ese perro es un monstruo.
– ¿Un monstruo? Pero si es un cielo -protestó Kate.
– ¿Lo has sacado a pasear alguna vez? No tiene ni idea de lo que es una correa. Y si lo sueltas sale pitando y no vuelve cuando lo llamas.
– Es que el pobre…
– El pobre ha hecho que llegásemos tarde al colegio. Y encima se ha comido mis mejores zapatos -la interrumpió Finn.
– Es un cachorro -lo defendió Kate-. Debes tener cuidado y no dejar las cosas fuera del armario.
– No es un cachorro, es un perro adulto e incontrolable.
– Tonterías -dijo ella, besando la cabecita del animal-. Sólo necesita un poco de entrenamiento, ¿verdad que sí, precioso? En unos días sabrá sentarse y volver cuando le llaman.
Finn suspiró, irritado.
– Pues quédatelo tú si tanto te gusta. Y entrénalo para que aprenda a hacer el desayuno. ¡Qué mañanita! Rosa no está y mi casa es un desastre.
– ¿Cuándo vuelve? -preguntó Kate.
– Espero que lo antes posible. Ya estoy harto de comer platos congelados.
– ¿No podrías contratar a alguien hasta que vuelva?
– Alex odia los cambios. Ni siquiera le gusta que tengamos ama de llaves. Tolera a Rosa, pero nada más.
– Ya me imagino que educar solo a Alex no te resultará fácil.
Finn carraspeó, como si acabara de notar que estaba contando cosas demasiado personales.
– Sí, bueno, será mejor que empecemos a trabajar. ¿Algún mensaje?
– El señor Osborne. ¿Quieres que lo llame?
– ¿Qué quería?
Kate consultó su cuaderno.
– Que vayas a verlo esta tarde para clasificar algo antes de tomar una decisión.
Finn soltó una palabrota en voz baja.
– ¿Qué ocurre?
– No puedo perder ese contrato, pero le prometí a Alex que iría a buscarla al colegio… con Derek. Como es viernes, quiere enseñarle el perro a sus compañeros -suspiró él, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón.
– Yo haría lo mismo -sonrió Kate.
– Siempre ha sido una niña solitaria, pero… esta mañana, por primera vez, ha mostrado interés en los otros niños. Me temo que le ha contado a todo el mundo lo del perro y si no aparezco…
– ¿Por qué no voy yo? -lo interrumpió Kate.
– ¿Lo harías? -preguntó Finn, sorprendido.
Kate no sabía de dónde había salido aquella impulsiva oferta. No podía estar preocupada por él… ¿no?
– No me importaría. Además, en parte es culpa mía. Si no hubiera traído el perro a la oficina, no estarías metido en este lío.
– Puede que no vuelva de la reunión hasta las siete.
– No importa. Me quedaré con Alex hasta que vuelvas a casa.
– ¿Estás segura? Es viernes, Kate. ¿No tienes ningún plan?
– Nada especial. Además, puedo salir más tarde -contestó ella, mirando unos papeles.
– ¿No tienes una cita con tu analista financiero?
– ¿Qué? Ah -Kate se puso como un tomate-. No, ésa es la ventaja de tener un novio de mentira -dijo entonces, levantando la barbilla-. Nunca te da problemas. En realidad, es perfecto.
– Ya veo -murmuró Finn, desconcertado-. Bueno, si de verdad no te importa ir a buscar a Alex, te lo agradecería muchísimo. Llamaré por teléfono al colegio y pediré un taxi para que te sea más cómodo.
¿Por qué se había ofrecido?, se preguntó Kate. Bella diría que se estaba involucrando en la vida de su jefe, pero no era así. Sólo estaba ayudándolo en un momento de crisis. Haría lo mismo por cualquiera.
No tenía nada que ver con el calorcito que sentía por dentro al recordar su expresión agradecida. Porque eso no sería profesional, ¿no?
Esperar en las puertas del colegio con otras madres y niñeras fue una experiencia muy rara. La miraban de reojo, como si fuese una impostora, y parecían preguntarse qué estaba haciendo allí. ¿Cómo sería ser una madre de verdad y no una figurante? ¿Cómo sería estar esperando a una hija para llevarla a casa?
Kate nunca había pensado en tener niños. Incluso cuando se creía enamorada de Seb no pensó en el asunto porque sabía que él no querría saber nada. Seb era un frívolo. Necesitaba demasiada atención y en su vida no había sitio para un niño. Él no podría ser un padre responsable como Finn, por ejemplo.
Cuando los niños empezaron a salir en tromba al patio, Kate vio a Alex mirando por todas partes. Y también observó que, al no ver a su padre, casi se ponía a llorar.
– ¡Alex! -gritó, abriéndose paso.
Al verla, el rostro de la niña se iluminó.
– Hola, Kate.
– Tu padre siente mucho no haber podido venir, pero me ha enviado a mí… con Derek. No te importa, ¿verdad?
– ¡Derek está aquí! -gritó Alex, poniéndose en cuclillas para acariciar al perro. A su alrededor se formó un círculo de caritas curiosas.
– Es mi perro -explicó, orgullosa.
Derek hizo su papel a la perfección, saludando a cada niño con entusiasmo y, en general, portándose de una forma tan encantadora que era imposible no quererlo. Evidentemente, Alex McBride estaba ganando muchos puntos en aquel patio y se marchó, feliz, sujetando la correa de Derek y despidiéndose como si fuera la reina de Inglaterra.
La oficina de Finn McBride era un sitio moderno y funcional, pero vivía en una casa victoriana cerca de Wimbledon, con un enorme jardín. Ideal para un perro, de hecho.
El interior había sido decorado por un profesional, pero daba una sensación fría. Era una casa, no un hogar, y Kate se preguntó si sería así desde la muerte de Isabel.
– Yo quería que Derek durmiese en mi habitación, pero mi padre ha dicho que tiene que dormir en la cocina -dijo Alex, señalando una cestita de mimbre.
– Seguramente es mejor que duerma aquí -sonrió Kate.
Y seguramente aquello le había costado otra pelea, pensó.
– Sí, bueno…
Podríamos ir a dar un paseo. Y luego a comprar algo para la cena.
– ¿Sabes cocinar? -preguntó la niña, extrañada.
– No mucho, lo normal. ¿Qué te gusta comer?
Alex se quedó fascinada cuando descubrió que Kate sabía hacer su plato favorito: macarrones con queso.
– ¿Sabes hacer tartas?
– Creo que sí. Pero sólo si son fáciles.
– Rosa no sabe hacerlas, pero a mi padre le gustan las de chocolate.
Chocolate, ¿eh? De modo que tenía una debilidad… era goloso. Aunque no le pegaba nada.
– Bueno, ya veremos qué puedo hacer.
Cuando Finn volvió a casa encontró a su hija, a su secretaria temporal y al perro en la cocina. Estaban tan ocupadas que no lo oyeron llegar y se quedó en el quicio de la puerta, observando. Normalmente Alex se iba a su habitación para hacer los deberes, pero aquel día estaba ayudando a Kate a hacer la cena. Y las dos tenían la cara llena de harina.
En realidad, su casa nunca le había parecido más agradable, más hogareña. Kate llevaba puesto el mandil de Rosa y, al retirarse un rizo de la frente, se manchó de chocolate.
– Menudo perro guardián -dijo entonces, el sarcasmo disimulando una alegría muy particular.
Al oír su voz, Kate y Alex se volvieron. Derek empezó a ladrar y a mover la cola para darle la bienvenida.
– Está contento de verte, papá -rió Alex.
Kate siguió batiendo unos huevos. No tenía porqué ponerse nerviosa. Sólo era Finn. Finn con sus ojos fríos y su austera presencia. No había razón para que su corazón se acelerase.
– Hola.
Por el rabillo del ojo vio que se quitaba la chaqueta y se aflojaba la corbata.
– Qué bien huele.
– Kate está haciendo macarrones con queso. Y tengo que tomar una ensalada, pero luego hay tarta de chocolate. La hemos hecho para ti.
– ¿Ah, sí?
Kate se puso como un tomate y siguió batiendo los huevos como si le fuera la vida en ello.
– Alex me dijo que te gustaba el chocolate.
– Y me gusta.
– Espero que no te importe que haga la cena. Ya que estaba aquí…
– ¿Importarme? Te lo agradezco muchísimo.
Parecía menos serio y formidable que nunca, como si la rigidez hubiera desaparecido. Era lógico; al fin y al cabo estaba en su casa.
Pero ese nuevo Finn la ponía muy nerviosa.
– La cena estará lista enseguida -murmuró-. Y limpiaré la cocina antes de marcharme.
– Pero te quedarás a cenar con nosotros, ¿verdad?
– ¡Tienes que quedarte! -exclamó Alex.
Kate se lo pensó. En parte quería quedarse, pero…
«No lo hagas», le había dicho Bella.
– Es que…
– Dijiste que no tenías planes esta noche -le recordó Finn.
– No, pero…
– Pediré un taxi para que te lleve a casa después de cenar -insistió él-. Por favor, quédate.
¿Qué podía decir?
– De acuerdo -suspiró Kate, encantada a su pesar-. Gracias.
Y entonces Finn sonrió. Una sonrisa de verdad. Dirigida a ella.
– Soy yo quien debería darte las gracias.
Le temblaban las manos mientras se quitaba el mandil. Nunca lo había visto sonreír de verdad. Y la sonrisa iluminaba sus ojos, suavizando el gesto adusto. Además, cuando sonreía le salían unas arruguitas… pero eso no justificaba que le temblasen las rodillas.
Kate tuvo que enfrentarse con la verdad. Estaba haciendo justo lo que Bella le había pedido que no hiciese. Finn McBride le daba pena desde que descubrió su triste historia y estaba empezando a sentirse atraída por él. Lo cual era absurdo.
Estaba harta de enamorarse de hombres inalcanzables y Finn era el más inalcanzable de todos. No sólo era un hombre viudo que había estado muy enamorado de su esposa, sino que además era su jefe. Sentirse atraída por él cuando tenía que verlo todos los días era un error gravísimo.
Alison volvería a trabajar en poco tiempo y entonces, ¿qué sería de ella? Debería salir por ahí para conocer a alguien, no estar en una cocina con el mandil puesto, histérica porque Finn le había sonreído.
Lo había ayudado aquel día, pero no pensaba involucrarse más. Cenaría con ellos, pensó, y después se marcharía y ni siquiera volvería a pensar en Finn McBride.
CAPÍTULO 5
Cuando Alex se fue a la cama, Finn sugirió que tomasen un café en el salón.
– Es una habitación muy agradable -murmuró Kate.
Antes de inclinarse para encender la chimenea, Finn cerró las cortinas y encendido una lamparita. Todo demasiado hogareño, pensó ella.
La luz de la lámpara y las llamas de la chimenea daban un ambiente íntimo a la habitación… y Kate estaba cada vez más nerviosa. Sólo tenía a Derek como carabina y, a pesar de sus esfuerzos por mantener viva la conversación, la tensión era evidente.
Era culpa de Finn, decidió. Aquella noche parecía diferente. Era la primera vez que lo veía sin traje de chaqueta. Se había cambiado antes de cenar y, con un pantalón de sport y una camisa de cuadros, parecía más joven, menos serio. Y Kate no podía dejar de mirarlo de reojo.
Después de encender el fuego, Finn se sentó en el sofá y miró alrededor como si viera la habitación por primera vez.
– No la usamos a menudo. Es demasiado grande. Normalmente, voy a mi estudio después de cenar.
– Supongo que a veces te sientes solo.
Pero enseguida se arrepintió. ¿Por qué había dicho eso?
– Ya estoy acostumbrado.
Kate carraspeó.
– ¿La echas mucho de menos?
– ¿A Isabel? -Finn se quedó mirando las llamas de la chimenea-. Al principio fue terrible, pero ahora… a veces creo que he aceptado su muerte y otras la echo tanto de menos que me duele el alma. Y en cuanto a Alex… me da rabia que no haya podido crecer con su madre.
– Lo siento -murmuró ella, sin saber qué decir.
– ¿Sabes lo que pasó?
– Sí, me lo contaron en la oficina. -Finn asintió con la cabeza, pensativo.
– Estuvo en coma durante una semana. Yo no podía hacer nada, sólo estar a su lado, darle la mano y decirle cuánto la quería. Según los médicos, no podía oírme.
– A lo mejor podía sentir tu mano -aventuró Kate, para consolarlo.
– Eso es lo que me decía a mí mismo. Le prometí que cuidaría de Alex, pero empiezo a preguntarme si puedo cumplir esa promesa. Es muy duro criar solo a una niña… Alex a veces se pone difícil y es entonces cuando echo de menos a Isabel. Ella era tan tranquila, tan pausada… siempre sabía qué tenía que hacer.
– Pero Alex parece una niña feliz.
– Gracias a ti.
– ¿A mí?
– Nunca la había visto tan contenta y es por culpa de ese perro -sonrió Finn acariciando al animal, que estaba tumbado a sus pies-. Mi hija no hace amigos con facilidad. Es una niña muy reservada. Y muy posesiva conmigo.
– Supongo que es normal.
– Seguramente -suspiró él-. No le gusta que tengamos ama de llaves. Le gustaría que viviéramos los dos solos. La verdad, incluso he pensado vender la empresa y quedarme en casa, pero ¿qué sería de mis empleados? Algunos llevan más de diez años trabajando para mí… ¿y qué haría yo? Alex está muchas horas en el colegio y, además, no puedo estar sin hacer nada.
– Claro, entiendo -murmuró Kate.
– La otra opción es casarme, claro. Alex se está haciendo mayor y… pero no me parece justo casarme sólo para que sea más fácil educar a mi hija.
Parecía tan cansado que Kate tuvo que controlar el impulso de abrazarlo.
Ésa no era la mejor forma de no involucrarse.
– ¿Por eso fuiste a cenar a casa de Phoebe y Gib? ¿Estabas buscando una posible madrastra para Alex?
– En parte -admitió Finn-. Tengo que conocer gente y pensé que si conocía a alguien interesante las cosas cambiarían, pero…
– Era yo -sonrió Kate.
– Sí, eras tú.
Se quedaron en silencio durante unos segundos que a Kate le parecieron una eternidad. Era un silencio cargado de implicaciones. Que ella no era la clase de madrastra que estaba buscando para su hija, que no era lo que esperaba…
– ¿Qué estabas haciendo tú allí? -preguntó Finn.
– Phoebe es una de mis mejores amigas.
– ¿Sabías que yo estaría en esa cena?
– No, sabía que habían invitado a un amigo para presentármelo. Pero no sabía que eras tú.
– No lo entiendo -dijo él entonces.
– ¿Qué no entiendes?
– Eres una chica muy guapa. Eres inteligente, divertida… cuando quieres, y evidentemente tienes muchos amigos. ¿Por qué una chica como tú necesita citas a ciegas?
Kate se encogió de hombros.
– No es tan fácil como crees, especialmente cuando has pasado de los treinta. A esa edad todos los hombres interesantes están ya comprometidos y una acaba haciendo el ridículo con los que están disponibles.
– ¿Y qué pasa con Will, el analista financiero?
– Que es el novio de Bella, no el mío. Lo dije para impresionarte. Aunque no ha funcionado, evidentemente.
– No sé… me convenciste durante unas horas -dijo Finn-. Si no era Will, ¿quién era?
– Se llamaba Seb -suspiró Kate, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá-. Yo estaba loca por él… Era un ejecutivo en la empresa en la que yo trabajaba. Era guapísimo y tenía una reputación terrible… pero, por supuesto, ése era parte de su atractivo. Cuando se fijó en mí, no me lo podía creer.
– ¿Y qué pasó?
– A Bella y a Phoebe nunca les gustó, pero a mí me encantaba. Tenía un carisma, un atractivo difícil de explicar… Pensé que lo único que necesitaba era el amor de una mujer y que yo sería capaz de cambiárlo, pero me equivoqué -Kate sonrió con cierta amargura-. Hice el idiota.
– Todos cometemos errores -murmuró Finn.
– La mayoría de la gente aprende de esos errores, pero yo no. Teníamos lo que en las revistas llaman «una relación destructiva». Esperaba durante horas al lado del teléfono, me obsesioné por completo… y Seb lo sabía. Sólo aparecía cuando le daba la gana y yo estaba tan contenta de verlo que no me atrevía a echarle en cara… en fin, que se aprovechó de mí. Me pedía dinero, que le hiciera la colada…
– ¿En serio?
– Sí, le hacía la colada, cocinaba para sus amigos… Ahora me acuerdo y me pongo mala, pero entonces me parecía la única forma de estar con él.
Debía de parecerle absolutamente patética. Finn seguramente despreciaría un comportamiento tan humillante, pero era difícil saber lo que estaba pensando.
– ¿Y cómo conseguiste cortar con él?
– Una tarde fui a su despacho y lo encontré gritándole a una de las señoras de la limpieza. Fue horrible… era un auténtico monstruo y la pobre mujer estaba asustadísima. Intenté hacerlo entrar en razón, pero entonces me empezó a gritar a mí y acabé diciéndole que iba a denunciarlo por maltratar al personal.
– ¿Y qué pasó?
– Me dijo que no me molestase. Que iba a hablar con los jefes para decir que yo lo había molestado. Me dijo: «¿A quién piensas que van a creer, a una secretaria temporal o a un ejecutivo?». Y eso es exactamente lo que hizo. Y me despidieron.
– ¿No pudiste hacer nada? -preguntó Finn.
– El problema es que todo el mundo sabía que yo estaba loca por él y le resultó fácil hacerles creer que yo prácticamente lo estaba acosando -suspiró Kate.
– Qué horror.
– De todas formas, ya no quería trabajar allí. No quería ni ver a Seb. El problema es que no quisieron darme buenas referencias, así que ahora me resulta difícil encontrar un buen puesto. Por eso tuve que apuntarme a una agencia de trabajo temporal. Y por eso tengo que quedarme contigo, hasta que vuelva Alison. Y esperar que tú des buenas referencias mías.
Era cierto. Si Finn no le daba buenas referencias ni siquiera la querrían en la agencia.
– ¿Por eso has ido a buscar a Alex al colegio?
– No, qué va. Además, hacer macarrones con queso no es una habilidad profesional muy solicitada. Sólo espero que admires mi puntualidad y mi nueva dedicación al trabajo.
– Ya veo -murmuró él.
– A partir de ahora no pienso mezclar mi vida profesional y mi vida personal. Por eso acepté la cita a ciegas en casa de Phoebe. No estoy buscando una relación seria, sólo alguien para pasarlo bien.
– Pero me conociste a mí -dijo Finn.
Algo en su tono de voz hizo que Kate levantase la cabeza. Él la miraba con su típica expresión indescifrable, pero sus ojos la atraparon. No estaba segura de cuánto tiempo permanecieron así, mirándose en silencio, con el crepitar de la chimenea como única compañía. Fue Finn quien apartó la mirada y Kate tuvo que concentrarse para recordar de qué estaban hablando…
– Ah, sí, de que quería pasarlo bien y no estaba en el mercado para buscar marido.
– Sí, bueno, fue una sorpresa… no es muy divertido encontrarte con tu jefe en una cita a ciegas.
– No -murmuró él mirando el fuego-. Supongo que no.
Resultó fácil convencer a Finn de que ella sólo quería pasarlo bien, pero en la práctica…
No tenía problemas para salir de fiesta porque Bella estaba todo el día en la calle, pero ya no era tan divertido como antes.
Kate se desesperaba, preguntándose cómo estarían Finn y Alex. No era asunto suyo, se recordaba a sí misma continuamente, pero no podía dejar de pensar en ellos. Supuestamente, debía de estar pasándolo bien y conociendo a gente interesante. Un viudo y su hija de nueve años no eran parte del plan.
Pero cada vez que estaba en la barra de un bar, escuchando cómo el bobo de turno le hablaba de su coche o su ascenso en el trabajo, recordaba la casa de Wimbledon. Pensaba en Alex y en Derek, pero sobre todo pensaba en Finn. Pensaba en cómo su rostro se iluminaba cuando sonreía, en lo diferente que era con una simple camisa de cuadros… y cada vez que pensaba en él se le encogía el corazón.
En la oficina era todavía peor. Cada vez que entraba en su despacho se ponía de los nervios y cada vez que él se acercaba le temblaban las manos y se le caía el bolígrafo o el café.
Alison volvería en tres semanas y Kate no sabía si estaba deseando marcharse o temía ese momento. A veces intentaba imaginarse a sí misma trabajando para otra persona, en una oficina diferente, pero era incapaz. No tendría que pasear a un perro a la hora de la comida, no vería a Finn McBride…
No vería a Finn.
Desde que cenaron juntos la relación había cambiado. Finn seguía siendo serio, pero más amable y Kate casi deseaba que volviera a ser antipático. Las cosas eran más fáciles entonces.
El viernes estaba tomando una carta al dictado, pero se distrajo mirando sus manos, sus ojos…
– ¿Te pasa algo? -preguntó él.
– No, no, estoy bien -murmuró Kate. Horror, ya no podía hablar con él sin ruborizarse como una damisela-. Es que estoy cansada. Anoche me acosté tarde… salí con mi amiga Bella y ya sabes cómo son estas cosas… se te olvida mirar el reloj.
Quería parecer la típica loquilla que bailaba hasta las tantas de la mañana sin preocuparse por nada más. Una chica cuyo objetivo nunca sería un hombre viudo con una hija de nueve años.
– Ya le dije a Alex que tú salías mucho, pero le prometí preguntarte de todas formas.
– ¿Preguntarme qué?
– Ella te cree una autoridad en asuntos caninos y quiere que le enseñes a entrenar a Derek. Por lo visto, dijiste que le darías algunos consejos -dijo Finn, como si todo aquello fuera culpa suya.
Le había prometido a Alex ayudarla a entrenar a Derek, era verdad. Pero ése no era el problema. El problema era cuánto deseaba ir a la casa de Wimbledon.
– Le dije que tendrías cosas que hacer -insistió Finn al ver que vacilaba.
– No… puedo ir una tarde, no pasa nada. Podríamos ir a pasear por el parque.
¿Por qué había dicho eso? ¿Por qué?
– Alex estará encantada.
«¿Y tú?», le hubiera gustado preguntar. «¿Tú también estás encantado?».
– ¿El domingo te viene bien?
– Estupendamente. Iremos a buscarte a las cuatro. ¿Te parece?
A pesar de que fue regañándose a sí misma hasta que llegó a casa, Kate estaba deseando que llegara el domingo. El sábado por la noche fue a una discoteca con Bella, pero le resultó insoportable y se marchó en cuanto pudo, rezando para que su amiga no notase nada raro.
No tuvo suerte.
– ¿Qué te pasa, Kate? -le preguntó el domingo por la mañana.
– Nada -contestó ella.
– Pensé que Toby sería tu tipo. Es muy amigo de Will.
– Sí, era agradable -murmuró Kate, que estaba limpiando la cocina.
– ¿Y por qué te ha dado ahora por la limpieza? -preguntó Bella, suspicaz.
– Por nada. Es que esto está hecho un asco.
– Siempre está así y nunca antes te había preocupado. ¿Es que va a venir alguien?
– Finn y su hija vendrán a buscarme a las cuatro -contestó Kate, sin mirarla.
– ¿Tu jefe? ¿El hombre con el que no tenías intención de involucrarte?
– Sí.
– Explícamelo. Que venga a buscarte a casa un domingo, con su hija… ¿no es involucrarte con él?
– Vamos al parque a pasear con Derek, el perrito que encontré abandonado.
– Ya -dijo Bella, incrédula.
– Es verdad. Sólo voy porque me siento responsable. Al fin y al cabo, yo lo encontré.
– ¿Qué le digo a Toby si pregunta por ti?
– Que me llame. Estoy deseando salir con él.
– Sí, seguro. Por eso estás limpiando la cocina. ¿Qué vas a ponerte?
Oh, cielos. ¿Qué iba a ponerse? Kate entró en su habitación para mirar en el armario… Desde luego, algún día tenía que colgar la ropa.
No quería estar hecha un asco, pero tampoco quería dar la impresión de que se había arreglado. Decidió entonces ponerse unos vaqueros. Le quedaban un poco estrechos, pero se tumbó en la cama para ponérselos, como hacían las modelos de los anuncios. Y eligió un jersey rojo que era su favorito. Aunque Finn no iba a ver lo que llevaba bajo el abrigo.
A menos que lo invitase a tomar café. Y unas tortitas calientes no estarían mal después de dar un paseo por el parque…
Kate entró galopando en la cocina para comprobar si había harina y azúcar.
– ¿Tenemos sirope de caramelo?
– ¿Para qué lo quieres? -preguntó Bella.
– Para hacer tortitas.
– ¿Tortitas? Qué mal te veo. Está en el armario, encima de la cocina.
Kate estuvo toda la mañana organizando cosas y volviendo loca a Bella mientras intentaba dejar la casa como un jaspe.
– Ojalá llegue el Finn ese de una vez -suspiró su amiga.
Para cuando sonó el timbre, Kate estaba completamente de los nervios. Era peor que su primera cita, a los dieciséis años. Estirándose el jersey, se pasó una mano por el pelo y respiró profundamente antes de abrir.
Finn estaba detrás de Alex y su corazón dio un vuelco al verlo. En otras circunstancias, además de abrazar a la niña, le hubiera dado a él un beso en la mejilla, pero sólo de pensarlo se le hacía un nudo en el estómago.
Alex se sentó en el asiento trasero, con Derek, sin dejar de parlotear. Afortunadamente, porque Kate no podía hilar dos frases con sentido. Además, estaba demasiado pendiente de la mano de Finn en el cambio de marchas…
Fue un alivio salir del coche y concentrarse en el perro.
– Es listo, ¿verdad, papá?
– Lo suficiente como para saber que debe aprender a sentarse si quiere tener un plato de comida -contestó Finn, resignado.
Después de enseñarle a sentarse y a volver cuando se lo llamaba, fueron a dar un paseo por el parque.
Hacía frío y el viento movía el pelo de Kate mientras Alex corría con Derek delante de ellos. Finn caminaba a su lado, con las manos en los boli chaquetón, el pelo alborotado por el viento.
De vez en cuando Alex volvía, con la carita roja y los ojos brillantes.
– ¡Ojalá pudiéramos venir todas las semanas!
– Nunca te había gustado pasear -observó Finn.
– Ahora que tengo perro es diferente. Me alegro tanto de que trabajes con mi padre, Kate… ¿Verdad que tú también te alegras, papá?
Ella estaba apartándose el pelo de la cara. El ejercicio había hecho que también estuviese un poquito colorada, pensó.
– Desde luego, ha cambiado mi vida.
Kate no sabía cómo tomarse eso. ¿Le había cambiado la vida para bien o para mal? ¿O sería sólo una broma?
– ¿Cuándo vuelve Rosa? -preguntó, para cambiar de tema.
– No lo sabemos. Su madre sigue muy enferma, por lo visto. Por el momento, Alex y yo nos arreglamos como podemos.
– Es mucho mejor sin un ama de llaves -intervino la niña.
– No pensarás lo mismo cuando llegue tu tía Stella -suspiró Finn-. Se quedará horrorizada cuando vea que nadie cuida de ti.
– Tú cuidas de mí, tonto -replicó Alex, tomando su mano.
– Tu tía dirá que no es suficiente. Y es verdad.
– ¿Quién es Stella? -preguntó Kate.
– Es la hermana de mi papá. Y es muy mandona.
– Vive en Canadá -le explicó Finn-. Y viene a Londres una vez al año para comprobar que estamos bien. Tiene buen corazón, pero a veces es un poco… dominante.
– Mandona -corrigió Alex.
– Un poco autoritaria -insistió Finn, sin hacer caso de la niña, que seguía diciendo «mandona» en voz baja-. Stella decidió hace unos años que mi hija necesitaba una madrastra y cada vez que viene a Londres me prepara una lista de mujeres que ella cree adecuadas para mí.
– Y siempre son horribles -intervino Alex-. ¿Verdad, papá?
– Digamos que mi hermana no tiene las mismas ideas que yo sobre qué clase de madre necesita mi hija. Sé que lo hace con buena intención, pero me gustaría que dejase de organizar mi vida.
Kate se sintió intrigada.
– No me puedo imaginar a nadie intentando organizarte la vida.
– No conoces a mi hermana. La verdad es que Alex y yo tememos sus visitas.
– ¿Sabes lo que deberíamos hacer, papá?
– ¿Qué?
– Deberíamos decirle que ya tienes novia, así la tía Stella no podría hacer nada -dijo Alex entonces.
– No creo que sea tan fácil engañarla -sonrió Finn-. Insistiría en conocer a la novia y tendríamos que buscar una, ¿no te parece?
– Podríamos pedírselo a Kate.
– ¿Pedirme qué?
– Que seas la novia de mi papá, de mentira -contestó Alex dando saltitos-. Podríais decirle que vais a casaros. ¡Así nos dejaría en paz de una vez!
– No hables así de tu tía, Alex -la regañó Finn. Después de eso, se quedaron los tres en silencio. Debía de ser una broma, pensó Kate. No podía ni imaginar que Finn se lo tomara en serio.
– No creo que sea buena idea -dijo él entonces, como si hubiera leído sus pensamientos.
– ¿Por qué no? A Kate no le importaría, ¿verdad que no, Kate? -preguntó Alex con su expresión más inocente.
Kate emitió una especie de gruñido porque no sabía qué decir.
– Podría ser divertido -insistió la niña-. Imagínate la cara de tía Stella cuando le dijeras que ya has encontrado novia, papá. Yo creo que sería genial.
– Ya está bien, Alex.
– ¿Por qué no? Lo pasaríamos bien en lugar de tener que soportar a esas señoras horribles que nos presenta.
– ¡He dicho que ya está bien!
Alex se quedó callada y luego se dedicó a tirarle palitos a Derek.
– Lo siento, Kate -se disculpó Finn.
– ¿Tan mal lo pasáis cuando viene tu hermana?
– Fatal. Sé que lo hace porque la preocupa Alex, pero se pone muy pesada. Es una mujer con mucho carácter.
– Ya me imagino. Si es hermana tuya…
– Alex y ella se pelean mucho. Mi hermana no tiene mucho tacto con los niños. Siempre ha sido así.
Kate intentó imaginar una versión femenina de Finn McBride y sintió un escalofrío.
– ¿No puedes convencerla de que Alex y tú sois felices estando solos?
– Lo he intentado -suspiró él-. Pero no hay manera. La verdad es que le debo mucho. Stella se quedó con nosotros cuando murió Isabel y… no sé qué habría hecho sin ella. Vive en Canadá y tiene su propia familia, pero está empeñada en que vuelva a casarme.
– Entiendo.
– He intentado convencerla de que algún día conoceré a alguien, pero ella insiste en venir todos los años para presentarme a un montón de divorciadas. Y la verdad es que me resulta imposible pasarlo bien porque Alex no quiere saber nada del asunto. Mi hija no quiere que vuelva a casarme.
CAPÍTULO 6
– A veces la gente se pone muy pesada intentando cuidar de uno -sonrió Kate-. Cuando salía con Seb, Bella y Phoebe no dejaban de decirme que era insoportable, que era un canalla… Yo sabía que tenían razón, pero no valió de nada. Las verdades duelen y a veces no gusta oírlas.
Habían aminorado el paso sin darse cuenta hasta que Finn se detuvo del todo, mirándola con una curiosa expresión en sus ojos grises.
– A mí me pasa lo mismo con mi hermana.
El cielo se había cubierto de nubes pero, por un momento, el sol se abrió paso como en una pintura bíblica. Para Kate era como si estuvieran solos bajo un intenso halo de luz, aislados del mundo. Su corazón latía con fuerza… pero entonces el sol volvió a esconderse entre las nubes y se sintió absurdamente desorientada, con el corazón en un puño. Finn se aclaró la garganta, mirando el reloj.
– Creo que deberíamos marcharnos.
Kate se alegró de que Alex no dejase de charlotear en el coche. Se sentía rara. Tenía como un temblor interior y no podía dejar de mirar a Finn mientras iba conduciendo. Debía conservar la calma, se dijo. Sólo la había mirado a los ojos un momento. Cualquiera diría que la había tumbado sobre la hierba para hacerle el amor apasionadamente…
¿Por qué pensaba eso? La imagen era tan clara que Kate contuvo el aliento. Y tuvo que mirar por la ventanilla para apartar la imagen de Finn McBride tumbándola en la hierba, besándola, acariciándola por todas partes… Pero esa imagen se resistía a desaparecer; era tan real, tan vívida que temió tenerla grabada en la cara.
Finn encontró aparcamiento al lado de su portal, algo milagroso.
– ¿Queréis tomar un café? -se oyó preguntar a sí misma. Le había salido la voz muy fina, entrecortada-. Puedo hacer tortitas.
– ¿Derek puede subir también? -preguntó Alex.
– Claro.
Derek obtuvo una bienvenida más fría por parte del gato de Kate que, cómodamente tumbado en el sofá, se sintió ultrajado al notar una nariz fría en la tripa. Irritado, le lanzó un zarpazo antes de salir corriendo.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Alex, mientras el pobre Derek daba marcha atrás.
– Lo llamamos Gato. También lo encontré en la calle, como a Derek, pero siempre ha sido muy antipático. Si no le pones la comida, te araña. Phoebe me prohibió que le pusiera nombre para que no me encariñase con él, pero no encontré a nadie que lo quisiera y… en fin, ya ves.
– De todas formas no se habría marchado -intervino Bella-. Nunca encontrará otra tonta como Kate. Si quieres pasarte la vida sin hacer nada y dejándote mimar, Kate Savage es tu chica. Estoy segura de que todos los animales de Londres se han pasado el rumor, por eso aparecen en su camino.
– Bella, no te pases -dijo Kate, con una mirada de advertencia.
– Cuéntame más cosas -dijo Alex, sin embargo-. ¿Habéis tenido perros?
– Perros, gatos, loros… de todo -suspiró Bella, que se lanzó a contar historias cada vez más exageradas sobre el buen corazón de Kate y su capacidad para emocionarse con cualquier ser abandonado.
Afortunadamente, Bella podía ser muy divertida. Alex se partía de risa e incluso Finn sonrió un par de veces.
Mortificada, Kate fue a la cocina para hacer tortitas, sintiendo la mirada de Finn McBride clavada en su espalda. Seguramente se estaba preguntando qué clase de idiota era su secretaria temporal.
– Se lo está inventado todo -dijo cinco minutos después, volviendo con una bandeja.
– ¡De eso nada! -protestó Bella.
– Estás exagerando. ¿Por qué no cuentas alguna historia que muestre lo inteligente y sofisticada que soy?
– Porque no conozco ninguna.
– Muy graciosa -murmuró Kate.
– Pero sí puedo contar historias sobre lo buena cocinera que eres -ofreció su amiga entonces, como una ramita de olivo.
– Eso ya lo sabemos -dijo Finn.
Kate inmediatamente empezó a tartamudear diciendo que no, que en realidad hacía poca cosa, que sabía hacer alguna receta, bla, bla, bla. ¿Una historia que mostrase lo inteligente y sofisticada que era? Ja.
Bella miró de uno a otro, especulativa. Evidentemente, se estaba dando cuenta de que Finn la ponía nerviosa. Exageradamente nerviosa.
– Esta casa es muy bonita -dijo Alex entonces-. Ojalá la nuestra fuera así.
Finn miró alrededor: dos sofás, una mesita de centro, una bolsa llena de botellas para reciclar, revistas por todas partes, un frasco de laca de uñas sobre la repisa…
– Hay que poner mucho empeño para tener la casa tan desordenada -intentó bromear Kate-. No creo que tu padre pudiera hacerlo.
Finn soltó una carcajada y ella se emocionó. Se había reído. Se había reído con una broma suya.
– Evidentemente, tú tienes años de experiencia -comentó, sin darse cuenta de que el corazón de Kate estaba a punto de saltar al plato de las tortitas. También me gusta practicar en la oficina.
– Desde luego.
Una hora más tarde, Kate bajó al portal a despedirlos.
– Hasta mañana -le había dicho Finn simplemente.
¿Qué esperaba? ¿Que la tomase en brazos, que le diera un beso en los labios? Haría falta algo más que una carcajada para que olvidase que era el jefe y ella la secretaria… temporal.
– Hasta mañana -se había despedido Kate.
– No es muy decidido, ¿no? -sonrió Bella.
– Es reservado.
– Nunca he conocido a nadie tan serio.
Kate se sintió decepcionada. Más que decepcionada, dolida. O más bien, como si le hubieran clavado un cuchillo en el corazón.
No quería que Bella le dijera eso. Quería que le dijese: «He visto que te miraba mucho». O que, por su forma de hablar, era evidente que estaba enamorado de ella. Si hubiera algo, su perceptiva amiga se habría dado cuenta. Pero no era así.
– Me da igual. Sólo es mi jefe. Un jefe temporal, además.
El problema era que Bella era tan perceptiva con los demás como con ella.
– Claro -murmuró, levantándose-. No te preocupes, Kate. Siempre te quedará el chocolate.
– Despacho de Finn McBride -suspiró Kate, al teléfono, el martes por la mañana.
– Hola, soy Alison.
– Ah, hola. ¿Qué tal la pierna?
– Mucho mejor, gracias. ¿Cómo va todo? -preguntó la ayudante ejecutiva de Finn McBride con tono condescendiente.
– Bien, creo. ¿Quieres hablar con Finn?
– Por favor.
A Alison no parecía gustarle que lo llamase Finn, en lugar de señor McBride. A lo mejor había que ser su ayudante personal durante cinco años antes de tutearlo.
– Enseguida te paso.
Finn salió de su despacho cinco minutos después.
– Acabo de hablar con Alison -dijo, innecesariamente.
– Ya -murmuró Kate. Seguro que, al hablar con ella, había recordado lo que era tener una secretaria eficiente-y profesional. Al contrario que su sustituta.
– Por lo visto, vuelve a la oficina el próximo lunes.
– ¿El lunes? -repitió Kate.
«El lunes es demasiado pronto», le hubiese gustado gritar.
Finn se aclaró la garganta.
– Le he dicho que no tiene que volver si no está recuperada del todo, pero insiste en que ya se encuentra perfectamente.
– Ya veo -murmuró Kate. ¿Qué otra cosa podía decir?
– Pensé… que ibas a quedarte un poco más.
Después se quedaron en silencio, como si ninguno de los dos supiera qué decir.
– Bueno, al fin y al cabo es una buena noticia -dijo Kate por fin.
– Sí -murmuró él. Pero no parecía convencido-. Tendrás la oficina organizada otra vez. Nada de perros abandonados…
– No.
– Será mejor que empiece a ordenar un poco todo esto -dijo Kate entonces, mirando la montaña de papeles y carpetas. Tres días no eran mucho tiempo-. ¿Crees que debo llamar a la agencia?
– ¿Qué agencia? -preguntó Finn, que estaba mirando por la ventana, con las manos en los bolsillos.
– La agencia de trabajo temporal. Puede que me encuentren otro sitio para el lunes.
– Ah. Sí, sí… será mejor que lo hagas.
De modo que ésa era la despedida. Menos mal que no había pasado nada, pensó Kate, mientras volvía a casa en el autobús. Siempre supo que no tenía sentido enamorarse de Finn McBride. No quería pasarse la vida siendo una segundona detrás de la bella e irreemplazable Isabel. Había decidido eso después de una intensa terapia de chocolate el domingo por la noche. Quería pasarlo bien.
Pero eso fue más fácil de creer después de tomarse el gintonic que Bella le preparó. Mucho más fácil que en aquel momento. Porque después del viernes no volvería a ver a Finn.
Los últimos tres días fueron horribles. Finn estaba tan taciturno que Kate casi se alegró de marcharse. Al menos no tendría que soportar aquel ambiente tan tenso.
– Será mejor que dejemos solucionado todo lo posible antes de que vuelva Alison -le dijo el último día.
Ya, claro. No quería que su preciosa Alison tuviera demasiado trabajo, ¿verdad? Kate se puso furiosa. Ella no era Alison, pero llevaba seis semanas allí y, además de hacer su trabajo, sacaba a Derek a pasear todos los días. No lo habría matado darle las gracias.
– ¿Eso es todo? -preguntó, atónita.
– Una cosa más -dijo Finn entonces-. Siéntate, por favor.
Kate abrió el cuaderno con aire resignado.
– ¿Sí?
– No hace falta que tomes notas. Sólo iba a preguntarte si habías encontrado otro trabajo.
– Ah. No, aún no.
– ¿Y qué te parecería hacer algo diferente? -preguntó Finn entonces.
– ¿Cómo?
– El día de la cena en casa de Gib y Phoebe dijiste que te apetecía hacer algo diferente, ¿te acuerdas?
– Sí, bueno…
– ¿Lo decías en serio?
– Pues no sé. ¿Se te ha ocurrido algo? -preguntó Kate.
– Sí, ama de llaves.
Kate soltó una carcajada. -No lo dirás en serio.
– ¿Por qué no?
– Ya sabes que soy muy desordenada. Y ya viste mi casa el otro día. Yo soy la última persona que querrías como ama de llaves.
– Lo importante es que a Alex le gustas mucho -dijo Finn entonces, sin mirarla-. Y no le gusta mucha gente, la verdad. Lo que necesito es alguien que vaya a buscarla al colegio, que haga la cena… y podrías cuidar de Derek. Todos sabemos que nunca vas a llevarlo a casa de tus padres. Alex me mataría.
– ¿Y Rosa? -preguntó Kate.
– Llamó anoche por teléfono. Por lo visto, tiene que seguir atendiendo a su madre, que está muy grave. Le he dicho que contrataré a un ama de llaves temporal, por si pudiera volver en un par de meses… pero no creo que vuelva, francamente.
– Entonces, ¿sería un puesto de trabajo permanente?
– En realidad, no. Alex no quiere que nadie viva con nosotros, así que sería sólo durante un tiempo… hasta que podamos manejarnos solos. Pero ahora con el perro es más complicado.
– ¿Y por qué me lo pides precisamente a mí? -Finn se metió las manos en los bolsillos.
– Porque mi hermana llega dentro de un par de semanas y tú no tienes trabajo.
– Ah, Stella. La mandona. Ya, claro.
– Si no tengo a nadie que se ocupe de la casa montará un número… sólo serían unas semanas, un mes como máximo. Te pagaría más de lo que ganas ahora.
Kate hacía garabatos en el cuaderno mientras se pensaba la oferta. En realidad, trabajaba como secretaria porque nunca se le había ocurrido hacer otra cosa.
Phoebe y Bella eran mucho más serias sobre su trabajo, pero en lo más profundo de su corazón Kate tenía la fantasía infantil de vivir en el campo, en una casita donde pudiera hacer mermelada, con rosas y un enorme jardín donde habría perros y gatos abandonados. Ser ama de llaves no era precisamente su sueño, pero sí mejor que quedarse en casa todo el día sin hacer nada.
Cuanto más lo pensaba más le gustaba la idea. El dinero le iría bien y tener un trabajo era mejor que estar esperando que la llamasen de la agencia. Además, así podría ahorrar algo.
Y le tenía mucho cariño a Alex y a Derek. El hecho de que fuera a pasar más tiempo con Finn era sólo un accidente y no tenía nada que ver con los nervios que le agarrotaban el estómago.
– ¿Viviría en tu casa?
– Preferiblemente -contestó él.
– Tendría que hablar con Bella. Es mi compañera de piso y…
– Yo pagaría tu parte del alquiler -la interrumpió Finn.
– No, prefiero seguir pagándolo yo. El piso es de Phoebe y la hipoteca ya está pagada, así que el alquiler es muy bajo. Lo que me preocupa es el gato.
– ¿El gato? -repitió él, incrédulo.
– Tendría que pedirle a Bella que cuidase de él y ya la ha mordido varias veces. A menos que pudiera llevarlo conmigo…
– No -la interrumpió Finn-. Ya tengo bastantes problemas con Derek. Seguro que a Bella no le importa dar de comer a tu gato. Además, no vas a quedarte en casa para siempre. Stella suele pasar un par de semanas con nosotros y luego se va de viaje con sus amigas. Cuando vuelve a Londres sólo está unos días más antes de volver a Canadá, así que hablamos de un mes como máximo.
Ah, un mes. Pues no había más que hablar. Menos mal que no se había enamorado de él.
Kate mordió el bolígrafo. Finn estaba siendo práctico y ella debería serlo también.
¿De verdad quería ser ama de llaves? Sería un cambio, se dijo a sí misma. Y podría ser divertido. Ganaría más dinero y no era un trabajo para siempre. Y no tendría que decirle adiós a las cinco de la tarde. Durante un mes.
– Muy bien -dijo por fin.
– ¿Aceptas?
– Sí -contestó Kate, con su expresión más profesional-. ¿Cuándo me quieres… digo, cuándo quieres que empiece?
Estupendo. Sí, estaba siendo muy profesional. Afortunadamente, Finn no pareció darse cuenta del error freudiano.
– Podríamos discutir los detalles durante la cena. ¿Estás libre esta noche?
– Sí -sonrió Kate, sacrificando la oportunidad de conocer a amigos de Will. Ligar con un montón de ejecutivos no podía compararse con una cena con Finn McBride, aunque sólo fuera para hablar de sus obligaciones como ama de llaves.
– Muy bien. ¿Té importa reservar mesa?
– ¿En qué restaurante? -preguntó Kate. En fin, no era muy romántico reservar ella misma, pero se recordó que no era una cita sino… una cena de trabajo.
– Elige tú -dijo Finn, volviéndose hacia la ventana.
Pues muy bien. ¿Y si reservaba en el Dorchester, el restaurante más caro de Londres?
– Que sea un restaurante agradable -dijo cuando Kate estaba abriendo la puerta del despacho-. Quiero preguntarte una cosa.
– ¿Que quiere preguntarte algo? -exclamó Bella cuando Kate se lo contó-. ¿Y no te ha dicho qué?
– Supongo que tendrá que ver con el trabajo.
– ¡Por favor! No se invita a cenar a una chica para hablar de la aspiradora. A lo mejor te va a decir que le gustas.
– No lo creo -suspiró Kate. No quería admitir que ella había pensado lo mismo, por supuesto-. Podría haberlo hecho en el despacho, sin gastarse dinero.
– Ah, pero es que hasta ahora trabajabas para él -insistió Bella-. Yo creo que es el tipo de hombre que no aprueba las aventuras en la oficina. Pero podría sentir una secreta pasión por ti y ha decidido hablarte de ello… en el restaurante:
Kate no le hizo ni caso, pero mientras se arreglaba tenía el estómago encogido. Había reservado mesa en un restaurante italiano cerca de su casa, aunque estaba segura de que no podría probar bocado.
¿Qué era aquello, una cena de trabajo o una cita? Aunque estaba segura de que no era una cita, no quería ponerse el traje de chaqueta y, al fin, se decidió por un vestidito de flores, un cárdigan bordado y sus zapatos favoritos. No eran muy apropiados para un día de lluvia, pero eran los mejores que tenía.
– Estás muy guapa -sonrió Bella-. No pareces un ama de llaves.
Kate perdió valor. Quizá era un atuendo inapropiado.
– ¿Crees que debería cambiarme?
– ¿Qué quieres ponerte, un vestido gris, zapatos planos y un cinturón lleno de llaves? -bromeó suamiga-. ¡No te cambies, estás estupenda! Finn no podrá quitarte las manos de encima.
Pero Bella se equivocó. Finn McBride parecía muy capaz de guardarse las manitas para sí mismo. Lo único que le dijo era que estaba «diferente». Un cumplido muy halagador, desde luego.
Y tampoco pareció impresionado por el restaurante. Pues peor para él, pensó Kate. Debería estarle agradecido por no reservar en el Dorchester.
– ¿Es aquí? -preguntó, al ver los manteles de cuadros.
– Soy una cita barata -intentó sonreír Kate-. Aunque esto no es una cita, claro.
Desgraciadamente, los camareros no captaron el mensaje y los llevaron a la mesa más apartada, como si fueran una pareja de novios.
– Es una chica muy guapa -dijo el maitre, decidido a fomentar lo que él creía un apasionado romance.
– Sí. Muy guapa. ¿Puede traernos la carta, por favor? -murmuró Finn.
Kate estaba colorada como un tomate.
– Lo siento. Normalmente no son tan… amables.
– A lo mejor es que normalmente no estás tan guapa como hoy.
Ella abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar.¡Milagro! Le había dicho que estaba guapa.
Finn se puso a leer la carta de vinos, como si estuviera solo. ¿Cómo podía decirle que estaba guapa y después olvidarse de ella por completo? A lo mejor lo había dicho por decir. O para que el camarero los dejase en paz. Kate intento concentrase en la carta, pero las letras bailaban ante sus ojos.
¿De verdad pensaba que era guapa? ¿Tendría Bella razón?
Kate tuvo que hacer un esfuerzo para que Finn no notase el temblor de su mano mientras sujetaba el tenedor.
¿No quería decirle algo? ¿Para qué se había molestado en invitarla a cenar si no quería hablar con ella?
– ¿Cuándo quieres que empiece a trabajar? -preguntó, para romper el silencio.
– En cuanto puedas. Hoy he dejado a Alex en casa de una vecina, pero la verdad es que no me gusta hacerlo.
– Podría empezar este fin de semana.
– Estupendo. Si te parece bien, iré a buscarte el domingo por la mañana.
Parecía distraído, como si estuviera pensando en otra cosa.
– ¿Cuándo llega tu hermana?
– Dentro de dos semanas.
– Ah, estupendo. Pondré flores en su habitación, un jabón aromático… incluso haré una cena especial. Esas cosas se me dan bien. Cuando era pequeña siempre había invitados en casa -sonrió Kate.
– Yo no he tenido invitados desde que Isabel murió. Stella es la única persona que duerme en casa…
– ¿Era eso de lo que querías hablarme?
– Pues no… no era eso.
– ¿Qué era entonces?
– No sé cómo empezar… -dijo Finn, aclarándose la garganta. Kate nunca lo había visto nervioso, pero parecía estarlo.
– Dímelo.
– No sé cómo vas a tomártelo.
– No lo sabré hasta que me lo digas.
– Es que Stella llamó el otro día y… ya te conté que siempre insiste en presentarme amigas suyas.
– Sí, me acuerdo.
– Pues Alex le dijo que no tenía que molestarse en buscarme novia porque ya la tenía. Y que voy a casarme.
– Ah, ya veo.
– Podría haberle dicho que mi hija estaba de broma, pero… no lo hice. Bueno… supongo que pensé que quizá podría ser buena idea -siguió Finn, cada vez más nervioso-. Al menos Stella me dejaría en paz durante unos meses… Pero entonces me pidió detalles. Me preguntó el nombre de mi novia, a qué se dedicaba…
– ¿Y qué le dijiste? -preguntó Kate. Finn la miró a los ojos.
– Le dije que eras tú.
CAPÍTULO 7
Debería haberlo esperado, pero no. La había pillado por sorpresa. Kate se quedó mirando el plato, sin saber qué decir, sorprendida por el absurdo deseo de que aquello fuese verdad. Deseaba ser su novia, que Finn la amase, que quisiera casarse con ella…
Se sentía rara. Era como si se hubiera quedado sin oxígeno de repente.
– ¿Te importaría hacerte pasar por mi novia? -le preguntó Finn.
«Hacerte pasar». Esas dos palabras eran la clave. Sus sueños no iban a hacerse realidad. Finn estaba dejando claro que no hablaban de algo real.
– Sé que es una petición extraña, pero significaría mucho para Alex. Y para mí -dijo él entonces-. Por supuesto, todo sería una farsa. No espero que… que lo veas como algo de verdad. Sólo sería un trabajo.
– ¿Un trabajo? -repitió Kate.
– No te pediría que hicieras eso gratis. Te pagaré un extra… por hacerte pasar por mi novia.
Hablaba con toda formalidad, como si estuvieran discutiendo un trabajo de secretaria. Y dejando claro que aquello sólo era un acuerdo comercial.
– ¿Y qué tendría que hacer? -preguntó ella, intentando contener los nervios.
– Hacerle creer a mi hermana que tú y yo…
– ¿Estamos enamorados?
– Eso es -suspiró Finn.
– En el instituto se me daba bien el teatro. Siempre quise un papel protagonista, pero sólo me daban papeles secundarios, así que ésta podría ser mi gran oportunidad -intentó bromear Kate.
– Entonces, ¿te lo pensarás? -preguntó él, incrédulo.
– ¿Por qué no?
Lo que no podía hacer era dejar que Finn descubriese que empezaba a estar interesada por él. Si lo supiera, no le habría pedido que se hiciera pasar por su novia, seguro. Tenía que convencerlo de que todo era un juego para ella.
– Será más divertido que trabajar de secretaria. De hecho, a mí me parece dinero fácil.
– Cuando conozcas a mi hermana no pensarás eso. No es tonta y nos vigilará, te lo aseguro. Si queremos dar la impresión de estar comprometidos tendremos que… en fin, tratarnos de una forma más cariñosa. «Tratarnos de forma cariñosa».
– ¿Quieres decir que tendremos que besarnos?
– Ocasionalmente, sí -murmuró él, avergonzado-. ¿Qué te parece?
¿Qué le parecía? Kate se imaginó a sí misma echándole los brazos al cuello. Se imaginó apretándose contra su pecho, recibiendo la caricia de esos labios firmes… y una ola de deseo la invadió, dejándola sin respiración.
– Si mi hermano me dice que va a casarse, yo querría saber hasta el último detalle.
Finn sonrió.
– Bueno, me preguntó cómo eras.
– ¿Y qué le dijiste?
Él la miró con una expresión indescifrable de las suyas.
– Que eras simpática, divertida, cariñosa y que a Alex le gustabas mucho. Es la verdad, ¿no?
¿Era la verdad? ¿Que a Alex le caía bien o que pensaba todas esas cosas de ella?
Tampoco era una declaración de amor, ¿no? Kate movió la pasta distraídamente. Le hubiera gustado que la describiese como una mujer preciosa, deseable, irresistible. ¿Por qué no se le había ocurrido ninguno de esos adjetivos?
Pero sabía por qué. Porque no pensaba que lo fuera. Porque no la quería. Tendría que acostumbrarse a la idea, se dijo. Kate soltó el tenedor, suspirando.
– ¿Tu hermana no te preguntó por qué habías cambiado de opinión sobre el matrimonio?
– Le dije que lo entendería cuando te conociese.
Sus ojos se encontraron entonces y pasó algo. Algo que aceleró el corazón de Kate, pero que terminó en un segundo.
– ¿Qué habrías hecho si te hubiera dicho que no?
– No estoy seguro -admitió Finn-. La verdad es que confiaba en que dijeras que sí. Pero si hubieras dicho que no, le contaría a mi hermana que me habías dejado por otro.
– ¡Yo no haría eso! -protestó Kate.
– No, quizá no -murmuró él, su expresión, como siempre, indescifrable.
– También podrías haber inventado una crisis familiar.
– Haría falta algo más que una crisis para detener a mi hermana. Te buscaría por toda Inglaterra.
– Bueno, además, no he dicho que no.
– Tendremos que inventar alguna razón de peso para cortar cuando se marche… porque si no, comprará el billete de avión para la boda. Y tendremos suerte si no nos obliga a casarnos mientras está aquí -sonrió Finn-. No, no te preocupes. Lo decía de broma -añadió al ver la expresión de Kate.
– No, claro. Y no queremos que eso pase, ¿verdad?
– No. No queremos.
– ¿Seguro que es buena idea, Kate? -Bella y Phoebe la estaban interrogando.
– Ganar dinero siempre es buena idea, ¿no? -replicó ella, desafiante.
– Sí, pero hay maneras más fáciles de ganar dinero que fingirte enamorada de tu jefe.
– No sé yo…
No quería decirles que el asunto iba a ser mucho más complicado. Iba a tener que aparentar estar enamorada de su jefe mientras fingía no estarlo. Pero mejor no decir nada. No quería que Bella le soltara el consabido: «Ya te lo advertí».
– Es mejor que trabajar en una oficina -insistió Kate-. Y Finn va a pagarme más por… en fin, por el teatro. Además, Alex me cae muy bien y Derek no tendrá que quedarse solo durante el día.
– Ah, bueno, claro, mientras el perro esté contento… -rió Bella.
– De verdad, no pasa nada. No sé por qué os ponéis así. Sólo es un trabajo.
– ¿Es un trabajo acostarte con tu jefe?
– Nadie va a acostarse con nadie -replicó Kate-. Dormiré sola.
Phoebe la miró, sorprendida.
– ¿Y su hermana va a creer que estáis prometidos y dormís separados?
– Bueno, podemos decir que no nos parece apropiado… por Alex.
Bella puso cara de desorientada.
– A ver… me he perdido. ¿En qué siglo estamos?
– Da igual. Compartiremos habitación los días que Stella esté en Londres. ¿Y qué pasa?
– No queremos que acabes con el corazón roto, cariño -suspiró Phoebe.
– No voy a hacer ninguna tontería.
Era demasiado tarde, en realidad. Aunque no pensaba confesárselo a sus amigas.
– Finn sigue enamorado de Isabel. Y aunque no fuera así, somos completamente diferentes. Él es mucho mayor, tiene más experiencia, su vida es muy diferente de la mía…
Todo cierto. Pero lo amaba de todas formas. Lo amaba. No podía engañarse a sí misma.
Kate miró a sus amigas, preguntándose cómo no se daban cuenta de que se sentía diferente. Enamorarse de Finn había puesto su vida patas arriba. Y le daba igual arriesgarse a terminar con el corazón roto si tenía la oportunidad de pasar algún tiempo con él.
– No tengo por qué encariñarme ni con él, ni con la niña ni con el perro -siguió mintiendo-. Pero la verdad es que ahora mismo tampoco tengo nada más. Es eso o quedarme en casa esperando que suene el teléfono. Francamente, prefiero ganar dinero por vivir cómodamente en una casa en Wimbledon.
Phoebe no parecía muy convencida.
– Es muy fácil dejarse llevar en situaciones así. Y yo lo sé muy bien.
– Sí, desde luego. Tú eres la última que debería dar consejos. Mira lo que pasó con Gib y vuestro falso compromiso -rió Bella.
– Fine no es como Gib. Y sólo digo que debes tener cuidado. Nada más.
Demasiado tarde, pensó Kate. Lo único que podía hacer era disfrutar del tiempo que tuviera para estar con Finn.
– Ésta es tu habitación dijo Alex-. La he arreglado para ti.
Kate miró alrededor, emocionada.
– Es preciosa -sonrió, mirando las flores-. ¿Las has puesto tú misma?
– Papá hizo tu cama, pero yo hice todo lo demás. Kate imaginó a Finn cambiando las sábanas…
– Ha sido un detalle. Pero podría haberlas cambiado yo misma.
– ¿Quieres ver mi cuarto?
Quizá sería lo mejor, se dijo Kate, sonriendo al ver que la niña había limpiado la habitación en su honor. Había un corcho sobre la cama con un montón de fotografías: de Alex, de su madre, de Finn. En la mayoría de ellas estaba con Isabel, sonriendo. Y a Kate se le encogió el corazón al pensar que nunca lo había visto tan feliz. Que quizá nunca lo vería tan feliz.
– Es mi madre -dijo Alex-. Era preciosa, ¿verdad?
– Desde luego que sí. ¿Te acuerdas mucho de ella?
– No mucho, pero mi padre me habla de ella. Y ha guardado cosas suyas… mira -dijo la niña, inclinándose para sacar una caja de debajo de la cama.
Kate se sentó y fue tomando lo que ella le daba: una barra de labios, un frasco de perfume, un pañuelo de seda, un libro de poesía medieval, un diario, un par de pendientes, un patuco…
– Era mío -dijo Alex.
A Kate se le hizo un nudo en la garganta. A Finn debió de rompérsele el corazón mientras metía todas esas cosa en la caja para que su hija recordara a Isabel.
– Éste era su anillo de compromiso -dijo la niña, sacando un joyero-. Mi padre dice que me lo dejó a mí, para que pueda ponérmelo cuando sea mayor. Estas piedras azules se llaman zafiros. Mi papá se lo compró porque le recordaban al color de sus ojos.
– Es un anillo precioso -murmuró Kate, intentando controlar la emoción.
Cuando levantó la cabeza, Finn estaba mirándolas muy serio desde la puerta.
– Le estoy enseñando la caja de mamá -dijo Alex.
– Ya veo -murmuró él-. Si os apetece bajar a la cocina…
Kate se sentía fatal, como si la hubieran pillado cotilleando en sus recuerdos, e intentó pedirle disculpas mientras la niña guardaba la caja.
– No, no, me alegro de que Alex hable de Isabel. Creo que es la primera vez que le enseña esas cosas a alguien. A veces es difícil hablar con ella y si tú consigues que hable…
– Es una cría encantadora.
– La verdad, desde que apareciste tú está mucho más alegre.
Como para probarlo, Alex apareció saltando por la escalera.
– Papá, he pensado una cosa… Kate debería tener un anillo si va a ser tu prometida, ¿no?
– No, no hay necesidad -dijo ella, mostrando sus anillos-. Podemos decir que es uno de éstos.
Finn tomó su mano para inspeccionarlos. Pero no parecía muy impresionado.
– No creo que ninguno de estos anillos convenza a mi hermana. Dame ése -dijo, señalando el que llevaba en el dedo anular.
– ¿Para qué? -murmuró Kate, nerviosa. El calor de su mano parecía haberse traspasado a su corazón.
– Para llevarlo a la joyería. Así sabré el tamaño.
– De verdad, no hace falta…
– Tú no conoces a mi hermana. Sabría que hay gato encerrado si viera ese anillo barato… ¿Qué? ¿Qué he dicho? -preguntó Finn al ver su expresión.
– Este anillo me lo regaló Seb.
En ese momento Kate se dio cuenta de que, como el anillo, el supuesto cariño de Seb no valía nada. Y que no le importaba nada.
– No lo perderé.
– Da igual. La verdad, no creo que vuelva a ponérmelo. Bueno, será mejor hacer la cena.
Finn quería pedir comida china por teléfono, pero Kate estaba decidida a probar que era una magnífica ama de llaves.
– Será mejor que me gane el sueldo.
No había mucho en la nevera, pero sí lo suficiente como para hacer un plato de pasta. No era nada, pero Finn y Alex se lo agradecieron como si hubiera hecho algo digno de la guía Michelin.
– Creo que en esta casa no se come muy bien. Y eso tiene que cambiar.
A las nueve, Alex empezó a cerrar los ojos.
– Hora de irse a la cama, jovencita -dijo Finn-. Mañana tienes que ir al colegio.
Después de comprobar que se había lavado los dientes y conseguir que, por fin, apagara la luz, Finn y Kate bajaron a la cocina. Solos. Con Derek.
Por acuerdo tácito se quedaron allí, en lugar de ir al saloncito. Pero Kate sólo podía pensar en echarle los brazos al cuello y besarlo hasta que pudiera borrar su gesto de cansancio.
– Espero que todo esto no te incomode. La situación, quiero decir.
– Claro que no -sonrió Kate, como si no la turbase en absoluto estar a solas con él. De noche. En su casa.
Finn miró alrededor.
– Un trabajo como éste no puede ser muy divertido para una chica como tú.
– Eso depende de qué clase de chica creas que soy.
Él consideró el asunto un momento.
– Una chica a quien le gusta pasarlo bien. Tienes muchos amigos y supongo que encontrarás aburrido estar todo el día en casa.
– Será más divertido que ir a la oficina. Además, me gusta cocinar y arreglar el jardín. Y tengo que sacar a Derek, jugar con Alex cuando vuelva del colegio… en fin, no creo que me aburra.
– Estoy seguro de que podrías encontrar un trabajo mucho mejor.
– No me apetece buscar un trabajo mejor. La verdad, no tengo muchas ambiciones profesionales.
– ¿No?
– Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero lo que siempre he querido es encontrar a alguien especial. Tener hijos y una casa que pudiera convertir en un hogar. No es mucho pedir, ¿verdad?
La expresión de Finn era, como siempre, indescifrable.
– No.
– Phoebe y Bella creen que me aburriría, pero me encantaría hacer mermelada, tener rosales, ir a buscar a mis hijos al colegio… por eso me llevé una desilusión con Seb. Yo creía que iba a tener todo eso con él. Fue una tontería, por supuesto -siguió Kate, mirando la taza de café para no mirar a Finn-. Seb no estaba interesado en tener hijos y mucho menos en sentar la cabeza. Y me dolió tanto descubrir qué clase de persona era… Yo tenía muchos sueños.
– Es duro despedirse de los sueños -asintió él.
– ¿Así era tu vida con Isabel? ¿Como un sueño?
– Ahora me parece un sueño. Supongo que no pudo ser tan perfecto, pero ya sabes que la memoria hace esos trucos… Sólo recuerdo lo especial que era estar con ella.
– Has tenido suerte… bueno, perdona, seguramente no crees haberla tenido -dijo Kate entonces, avergonzada.
– Entiendo lo que quieres decir. Y sí, la verdad es que tuve suerte. Mucha gente nunca encuentra lo que tuvimos Isabel y yo. A veces ni yo mismo lo creo. Y, según la estadística, es muy improbable que vuelva a encontrarlo. Eso es lo que duele; haber sido tan feliz y saber que no podré volver a serlo.
Aquella noche Kate no pudo dormir pensando en la expresión de Finn mientras hablaba de su mujer. Era horrible sentir envidia de una persona muerta, pero no podía dejar de pensar en Isabel y en cuánto la había querido su marido.
«Eso es lo que duele, haber sido tan feliz y saber que no podré volver a serlo».
Era absurdo soñar que ella pudiera ser su segunda oportunidad. Las estadísticas decían que era imposible, ¿no?
Kate cerró los ojos, angustiada. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué se enamoraba siempre de hombres imposibles?
Aquel trabajo era una oportunidad de estar con él, pero empezó a preguntarse si no hubiera sido mejor decirle adiós.
Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso. Si no podía hacerlo feliz, al menos podía intentar que durante aquel mes su vida fuera lo más agradable posible. Y si fingirse su prometida delante de Stella le quitaba un problema de encima, mejor.
Le resultó raro no ir a la oficina al día siguiente, pero se le pasó el día volando. Llevó a Alex al colegio, paseó con Derek, limpió la casa, hizo la compra… y de repente ya eran las cinco. Tenía que ir a buscar a la niña al colegio.
Cuando Finn volvió aquella tarde, estaban las dos en la cocina. Kate haciendo la cena y Alex, los deberes. Finn se inclinó para besar a su hija y luego la miró a ella. ¿Qué iba a hacer, besarla? No, era una tontería.
– ¿Qué tal el día? -preguntó Kate. Y después hizo una mueca. Por favor… sólo le faltaba darle las zapatillas.
– Bien. Mucho trabajo.
– ¿Qué tal está Alison?
– Está bien.
– Entonces, ¿no me has echado de menos?
– La verdad es que sí.
El corazón de Kate dio un vuelco.
– ¿De verdad? -preguntó, volviéndose con el cucharón en la mano.
– De verdad.
La había echado de menos. No lo decía por decir, la había de menos. Muy bien, era una pequeña fracción de lo que sintió por Isabel, pero al menos no le era por completo indiferente.
Entonces sonó el teléfono y, nerviosa, estuvo a punto de dejar caer el cucharón.
– Hola, tía Stella -dijo Alex, la más rápida en descolgar-. Sí, está aquí… está hablando con Kate.
Alex sonrió mientras le pasaba el teléfono a su padre. Kate, sin dejar de cocinar, lo oyó asentir y decir mucho: «Sí». Evidentemente, su hermana llevaba la voz cantante.
– No, no puedes hablar con ella ahora. No quiero que la interrogues por teléfono… no, no vamos a casarnos mientras tú estás en Londres. No tenemos ninguna prisa. Kate vive aquí ahora y estamos muy contentos…
Unos segundos después colgó, suspirando.
– ¡Mi hermana! En fin, ya sabe que estamos comprometidos. Espero que no te eches atrás.
– No voy a echarme atrás.
– Menos mal -dijo él, acercándose-. Dame la mano. No, la otra.
Ella tuvo que disimular un escalofrío cuando Finn tomó su mano para ponerle un anillo.
– ¿Qué te parece?
Casi parecía nervioso esperando su respuesta. Pero no podía ser.
Era un anillo antiguo, con un topacio rodeado de perlitas montado sobre una banda de oro.
– Es precioso -murmuró Kate, sorprendida. Alex parecía menos impresionada.
– Tendría que haber sido un anillo de diamantes, papá.
– A Kate no le pegan los diamantes -replicó Finn-. Son demasiado fríos.
Ella se mordió los labios, tan nerviosa que no sabía qué hacer para que no le temblase la mano.
– Debe de haberte costado carísimo.
– Valdrá la pena si mi hermana me deja en paz. ¿Te gusta de verdad?
– Me encanta -contestó Kate.
– Podría comprarte uno de diamantes… si quieres.
– No, no quiero diamantes. Éste es perfecto.
CAPÍTULO 8
Pero Alex se negaba a abandonar.
– Sería mejor un anillo de diamantes. Cuando la tía Stella vea esa cosa tan vieja no se creerá que estás enamorado de Kate.
Kate miró su anillo. ¿Esa cosa vieja?
Finn miró a su hija, exasperado.
– Tendremos que hacérselo creer.
– ¿Cómo?
– Pues… le diré que estoy enamorado de ella.
– No creo que eso sea suficiente -replicó Alex-. Ya sabes cómo es.
– Ya se me ocurrirá algo. Bueno, vamos a poner la mesa.
– Tendrás que besarla -insistió la niña.
– Posiblemente.
Kate se dedicó a pelar patatas para no tener que mirar a nadie.
– ¿La has besado alguna vez? -siguió Alex.
– Eso no es asunto tuyo -replicó su padre.
– Es que a lo mejor necesitas practicar.
– Pues no vamos a practicar ahora. Vamos a cenar y si sigues poniéndote tan pesada, te irás a la cama.
Mientras cenaban, Alex era la única que parecía relajada. Kate no dejaba de pensar en la posibilidad de besar a Finn. Y no le importaría nada practicar. «Por favor, por favor, que me bese».
Mientras Finn llevaba a la niña a su habitación, ella se quedó limpiando la cocina. Pero cuando volvió, por supuesto, no volvió a mencionar el tema del beso. Simplemente la ayudó a limpiar sin acercarse siquiera.
Frustrada, Kate pensó en sacar el tema. Le daba vergüenza, pero el silencio era tan incómodo… además, los dos eran adultos, se dijo. ¿Por qué no podía hablar de ello? Era precisamente de lo que deberían hablar si querían engañar a Stella.
– He estado pensando en lo que ha dicho Alex.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Finn, mientras colocaba los vasos en el armario-. Es increíble lo que habla esa niña. No para.
– Sobre la visita de tu hermana.
– Ah.
– Alex ha sugerido que practicásemos lo del beso -se atrevió a decir Kate.
– ¿Y tú qué piensas? -preguntó él, sin poder disimular una sonrisa.
– Creo que deberíamos hacerlo. Esta farsa no valdrá de nada si tu hermana se da cuenta de que no nos hemos tocado nunca.
– Sí, supongo que tienes razón -admitió Finn, con desgana.
Kate apretó los labios. Genial. Parecía una tarea desagradable para él.
– No será fácil para ninguno de los dos -dijo, enfadada con él y consigo misma-. Creo que sería más fácil que nos besáramos por primera vez… a solas.
Finn cerró el armario y se cruzó de brazos.
– Entonces, ¿quieres que te bese?
«Sí».
– No quiero que me beses -mintió Kate-. Sólo sugiero que sería más sensato hacerlo por primera vez sin público. Para practicar, como dice tu hija.
– Muy bien. ¿Lo hacemos ahora?
– ¿Ahora? -a Kate empezaron a temblarle las piernas:
– ¿Por qué no? ¡Estupendo! ¿no?
– Muy bien.
Finn se acercó y le quitó los platos de, la mano. -¿Lo hacemos?
Kate tenía un nudo en la garganta, de modo que se limitó a asentir con la cabeza. Finn la tomó por la cintura y ella levantó la cara, pero se dieron un golpe en la nariz.
– Menos mal que vamos a practicar -murmuró, intentando reírse, aunque le salió más bien un graznido.
– ¿Lo intentamos otra vez?
– Sí.
Finn la miró a los ojos. Encerrada en su mirada gris, Kate se quedó quieta mientras él tomaba su cara entre las manos.
Aquella vez les salió bien. Tan bien que sintió como si el suelo cediera bajo sus pies. Temblando, se sujetó a sus brazos. Finn volvió a besarla y… y entonces todo fue un poco confuso.
Kate no sabía muy bien lo que había pasado, pero los brazos de Finn rodeaban su cintura y ella le había echado los suyos al cuello. Siempre le pareció que el trazo de sus labios, aunque erótico, era un poco frío… pero cuando la besaba, sus labios eran cálidos, calientes. Ardientes.
La caricia era tan intensa que casi le daba miedo. No quería apartarse pero temía que, de no hacerlo, Finn se daría cuenta de lo que sentía por él. Quizá intuyó su confusión o quizá también él estaba sorprendido, porque levantó la cara. Se miraron a los ojos un momento y entonces dio un paso atrás.
Kate tuvo que sujetarse a la mesa. Estaba desorientada y su corazón latía como si quisiera salirse de su pecho.
– Bueno… -empezó a decir él.
– Eso… ha estado mejor -consiguió decir ella.
La expresión en el rostro de Finn era suficiente para devolverla a la tierra. Lo único que podían hacer era tratar el tema como si no fuera nada importante. Evidentemente, a Finn McBride el beso no lo había afectado en absoluto.
– Sí, supongo que sí.
– Al menos sabemos que podemos hacerlo.
– Sí.
¿Qué debía hacer?, se preguntó Kate. ¿Decirle que no volvería a pasar? ¿Que había tenido novios que besaban mejor?
– Tengo que escribir algunas cartas -dijo él entonces como si nunca la hubiera besado, como si nunca la hubiera envuelto en sus brazos-. Estaré en mi estudio si necesitas algo.
Kate lo observó salir de la cocina, aún desorientada y trémula de deseo. Quizá debería llamar a la puerta del estudio y decirle: «Necesito que subamos a la habitación para hacer el amor durante toda la noche».
Pero no lo haría, por supuesto. No podía necesitarlo de esa forma.
Pensar en la expresión de Finn después de besarla le encogía el corazón. El beso había sido un error. Aunque no se lo pareció mientras lo estaban haciendo.
Pero Finn claramente no había sentido nada. Cuando por fin conseguían hablar como si fueran viejos amigos, ese beso lo había estropeado todo. Seguro que no iba a salir de su estudio para hablar del asunto. Seguro que él no había leído revistas en las que se decía que la base de una relación era la comunicación.
Aunque ellos no tenían una relación, tuvo que recordarse Kate a sí misma. Ella tenía un trabajo y él una hermana a la que quería engañar. Pero esas no eran bases sólidas para una relación.
Sin embargo, seguía esperando que ocurriera el milagro, que Finn saliera de su estudio, que le dijese: «Quiero que repitamos el beso». Pero no.
Los días pasaban y a veces quería creer que lo había olvidado. Pero entonces él volvía de la oficina y Kate recordaba el beso con detalle, como si acabara de dárselo. Sin embargo, Finn parecía distante, avergonzado. Y eso la molestaba. Y la ponía de mal humor.
– ¿Qué te pasa? -Le preguntó una noche
– Nada.
– Por favor, no me hagas adivinar -suspiró Finn-. He tenido un día muy difícil y no me apetece jugar. ¿Por qué no me dices qué te pasa?
Ah, sí, como que iba a contárselo. «Pues mira, Finn, resulta que estoy desesperadamente enamorada de ti y esto es un poco frustrante. Sé que no te gusto nada, pero ¿te importaría llevarme a la cama y hacerme el amor?».
Kate estuvo tentada de decirlo para provocar alguna expresión, un grito, algo, pero no estaba loca. De modo que decidió aplastar las patatas para el puré como si quisiera matarlas.
– No me pasa nada. Sólo estoy haciendo mi trabajo.
Finn se aflojó la corbata.
– Tu trabajo no incluye que te portes como una esposa enfadada.
– No, es verdad -asintió Kate-. Incluye hacerte la cena y cuidar de tu hija. No tengo tiempo para portarme como una esposa y menos como una esposa enfadada.
Él suspiró de nuevo.
– Si quieres tomarte un día libre, puedes decirlo con toda tranquilidad.
– Mira, no estoy de humor -replicó ella-. ¿Hay alguna cláusula en mi contrato en la que dice que debo ser Mary Poppins todo el tiempo?
– Si estás de mal humor, sería bueno que te tomases la noche libre.
– Ya es un poco tarde. Además, voy a salir mañana.
– ¿Ah, sí? ¿Con quién? -preguntó Finn entonces.
– Contigo. Vamos a tomar una copa con la vecina.
– ¿Qué vecina?
– Laura. Ha vuelto de viaje y quería invitarte a una copa.
Laura era una alegre divorciada con un brillo depredador en los ojos, o eso le pareció a Kate cuando llamó a la puerta para invitarlos a tomar una copa. Bueno, en realidad quería invitar a Finn. Y no le hizo ninguna gracia encontrarla en casa. Y mucha menos cuando vio el anillo de compromiso.
– Le habrás dicho que tengo cosas que hacer.
– Pues no, le he dicho que iríamos los dos.
– ¿Porqué?
– Porque, aunque pareces haberlo olvidado, tú y yo estarlos prometidos a todos los efectos.
– ¡Estamos fingiendo estar prometidos!
Kate se puse colorada.
– Ya sabes lo que quiero decir.
– Y sólo cuando Stella llegue a Londres -siguió Finn, enfadado-. No hay por qué involucrar a los vecinos en esta historia.
– No he involucrado a nadie. Laura ha venido para invitarte a una copa, aunque sin duda tenía en mente una cita íntima, y sería muy raro que no fuera yo siendo tu prometida. ¿No te parece?
– ¿Y cómo sabe que eres mi prometida?
– Porque ha visto el anillo. Las mujeres nos fijamos en esas cosas.
– Podrías haber dicho que estabas prometida con otro.
– Ah, vaya, hombre. Perdona. Es que se me da mal la telepatía y no sé a quién debo contárselo y a quién no. ¿Por qué te preocupa tanto que Laura nos crea prometidos? -le espetó Kate.
Finn se estaba sirviendo un whisky.
– El problema es que he estado evitando a esa mujer desde que descubrió que yo era viudo. Siempre le he dado a entender que no estaba preparado para otra relación.
– Bueno, pues dile que cambiaste de opinión al conocerme.
– Genial. Y cuanto tú te vayas tendré que decirle que hemos roto el compromiso, ¿no? Y entonces pensará que estoy disponible.
– Mira, ¿sabes una cosa? Vas a tener que aprender a decir que no, en lugar de esconderte. Y no creo que te sea tan difícil. ¡Decir que no es tu especialidad!
Finn la miró, sorprendido.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Que no es fácil acercarse a ti -contestó ella, poniéndose el guante del horno-. Esa Laura debe de ser muy valiente si se atreve a insistir contigo. La mayoría de las mujeres te tendrían pánico.
– Yo diría que a ti no te doy pánico -replicó Finn.
– Porque me hago la dura. Ya te dije que se me daba bien actuar.
– Pues debes de ser mejor de lo que yo pensaba.
Se estaban mirando a los ojos y, Kate estaba segura, los dos pensaban en el beso. Era tan vívido
– Creo que podríamos intentarlo -contestó, aclarándose la garganta-. Sólo sería parte del trabajo. No significa nada.
– Claro -murmuró Finn.
– Cerraré los ojos y pensaré en el dinero extra.
– Sí, ya veo que no vas a tomártelo en serio -dijo él entonces, muy serio.
¿Qué había dicho? ¿Habría metido la pata? Pensaba que se alegraría al ver que no se lo tomaba en serio. No quería comprometerlo. Kate dejó escapar un suspiro. No sabía si ponerse a gritar o decirle que lo que ella quería era abrazarlo, besarlo, estar con él para siempre…
Apartando la mirada para no complicar las cosas, Kate se inclinó para meter la bandeja en el horno. -Es posible.
– ¿De verdad le has dicho que iríamos a tomar una copa mañana?
– De verdad. Pero cuando Laura descubrió que estábamos «prometidos», dijo que invitaría a otros vecinos. Puede que hasta lo pasemos bien.
Él emitió una especie de gruñido.
– Hablar de cosas que no me importan con gente que no me interesa va a ser divertidísimo.
– Por favor… puede que conozcas a alguien interesante.
– ¿Y Alex?
Kate levantó los ojos al cielo.
– Sólo vamos a casa de la vecina durante un par de horas. Alex podría venir con nosotros… o puedo decirle a Bella que se pase por aquí. Seguro que no le importaría. Además, ya le he dicho que sí y ahora no podemos echarnos atrás -dijo Kate, harta de la discusión-. Intenta llegar un poco antes mañana, Finn. Hemos quedado a las seis.
– Qué guapa te has puesto -Bella estaba jugando a las cartas con Alex cuando Kate apareció en la cocina con una falda recta y un top de encaje negro-. Los hombres se pegarán por estar contigo.
Kate se subió el escote.
– ¿No crees que es un poco exagerado?
– ¿Por qué? Si lo tienes, enséñalo.
– Ojalá hubiera traído más ropa. Laura es muy elegante…
– Yo creo que estás preciosa -dijo Alex-. ¿Verdad que sí, papá?
Kate se volvió. No lo había visto hasta entonces, pero estaba muy guapo con un traje oscuro y una corbata de colores.
– Está bien -dijo él.
– Señor McBride, por favor, hará que me ruborice con tantos halagos -replicó ella, irónica.
Finn dejó escapar un suspiro.
– Estás guapísima… elegante, sofisticada… ¿qué más tengo que decir?
– Delgada -dijo Kate.
– Sexy -sugirió Bella. Finn miró su escote.
– Y sexy -añadió. Después, miró su reloj-. Bueno, si has terminado de suplicar halagos, podríamos irnos. Cuanto antes lleguemos, antes podremos marcharnos.
– Es la alegría de la fiesta, ¿eh? -rió Bella.
– Deja de quejarte, lo pasaremos bien -sonrió Kate, tomándolo del brazo-. Piensa en esto como un ensayo para cuando venga Stella. ¡Y al menos intenta sonreír!
Como sospechaba, al saber que estaba prometido Laura olvidó su idea de la cita íntima e invitó a varios vecinos. Las mujeres iban elegantísimas, muy finas con vestidos de diseño, y Kate se dio cuenta de que el top de encaje era un error. Al lado de ellas, parecía… una descarada. Sin embargo, a los maridos pareció gustarles mucho. Como era demasiado tarde para cambiarse, Kate optó por pasarlo bien, o aparentar que lo estaba pasando bien, y la expresión de Finn se hizo cada vez más sombría.
– ¿Ya estáis aquí? -exclamó Bella cuando volvieron, una hora más tarde-. No os esperaba tan pronto. ¿Qué tal ha ido?
– Genial -contestó Finn-. Kate ha conseguido destrozar mi reputación y romper varios matrimonios en menos de una hora.
– No sé de qué estás hablando -replicó ella.
– Claro que lo sabes. Has estado exhibiéndote. A Laura no la sorprenderá que rompa el compromiso después de verte coquetear con todos los vecinos. ¡Pero si prácticamente te has sentado en las rodillas de Tom Anderson!
Kate lo miró, perpleja.
– ¡Eso no es verdad! Además, te has pasado el rato en una esquina y no has hecho ningún esfuerzo por hablar con nadie. Se te ha notado mucho…
– Lo que se ha notado es lo transparente que es esa blusa -la interrumpió Finn.
– A ver, niños, por favor -intervino Bella-. Yo creo que deberíais ensayar esto del compromiso antes de que Stella llegue a Londres. Porque, veréis, cuando dos personas se comprometen… es porque están enamorados y quieren pasar el resto de su vida juntos. Y no porque les guste pelearse en las fiestas. Eso suele pasar después de casarse.
– Mi hermana nunca se creerá que estamos prometidos si Kate sigue portándose como esta noche.
– Pero bueno… ¿cómo me he portado? -exclamó ella, furiosa-. Sencillamente, me gusta que la gente me aprecie y eso no pasa cuando estoy contigo.
– Phoebe y yo hemos pensado que estaría bien dar una fiesta cuando llegue Stella -intervino Bella de nuevo-. Si estuvierais prometidos de verdad, sería lo más lógico, ¿no? Podrían venir Josh, Gib, en fin… unos cuantos amigos. Si tu hermana ve que los amigos os tratan como prometidos no tendrá ninguna duda. Aunque Kate y tú estéis como el perro y el gato.
– Es posible -admitió Finn-. Pero no hace falta que te molestes. Todo este asunto ya está resultando demasiado complicado.
– No te preocupes por eso. Cualquier excusa es buena para hacer una fiesta. ¿Qué te parece, Kate?
– Yo creo que es una idea estupenda. Llamaré a Phoebe mañana para buscar una fecha.
Stella llegaba el martes y Kate se pasó todo el lunes limpiando la casa de arriba abajo. Después, puso flores en la habitación de invitados y cerró la puerta para que Derek no se subiera a la cama.
Ultimamente le había dado por hacerlo, sobre todo después de rebozarse bien en el barro del jardín, y Finn montó en cólera cuando lo hizo en su cama.
Kate había planeado una cena especial para esa noche y estaba haciendo mousse de chocolate cuando Finn bajó a la cocina después de darle las buenas noches a Alex.
– ¿Lo tienes todo controlado?
– Creo que sí -dijo ella.
Después de la desastrosa fiesta en casa de Laura se limitaban a ser amables el uno con el otro, pero no habían vuelto a hablar con normalidad.
– Tengo que terminar este postre para mañana. Pero la habitación de Stella ya está preparada y voy a meter una botella de champán en la nevera.
Finn levantó una ceja.
– ¿Champán?
– Para celebrar nuestro compromiso. No has visto a tu hermana en un año y hemos de celebrar que vamos a casarnos. Hay que tomar champán.
– Si tú lo dices…
– No vale de nada hacer todo esto si no lo hacemos como es debido.
– Tienes razón -murmuró él, metiendo un dedo en el bol de chocolate. Oye, esto está muy rico.
– Gracias. ¿Crees que todo saldrá bien?
– Si no perdemos los nervios, supongo que sí. Pero Stella es muy astuta, así que no debemos bajar la guardia. Cualquier detalle podría delatarnos. De hecho…
– ¿Qué?
Finn no contestó inmediatamente. Nervioso, se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
– No sé cómo pedirte esto, Kate -dijo por fin-. Pero… verás… ¿te importaría dormir conmigo mientras Stella esté aquí? Sólo compartiríamos la habitación, claro. Nada más.
Por supuesto. No iban a hacer el amor, pensó Kate, echando azúcar en el bol. Creo que mi hermana se sorprendería si no durmiéramos juntos.
Ella asintió. No debía tomárselo en serio. Sólo estaba haciendo un papel
– Claro.
– ¿Estás de acuerdo?
– Lo mejor es que hagamos las cosas bien. Además, estoy segura de que tú no… bueno, ya sabes, que no hay ningún peligro.
– Claro que no -sonrió él.
– Podríamos empezar esta noche, si te parece -sugirió Kate-. Así será más natural cuando Stella llegue mañana.
Por supuesto, todo parecía muy fácil en la cocina, pero cuando llegó el momento… Al menos había llevado un camisón, pensó. Kate se desnudó en su cuarto y pasó las manos por el delicado satén. Iba a entrar en la habitación de Finn, iba a tumbarse en su cama… Y estaba nerviosísima.
Cubriéndose con un albornoz, suspiró profundamente y llamó a la puerta.
Finn la estaba esperando de pie, con un pijama arrugado. Y parecía muy incómodo. Seguramente no solía dormir con pijama y lo había sacado de algún cajón.
– Yo dormiré en el suelo.
– Pero eso no serviría de nada, ¿no? -murmuró ella, sin mirarlo-. Además, la cama es muy grande. Hay sitio para los dos. Y supongo que no intentarás propasarte.
Finn levantó los ojos al cielo.
– Claro que no.
– ¿En qué lado duermes?
– A la derecha -contestó él.
Kate se quitó el albornoz y se metió en la cama con aparente tranquilidad. Su profesora de interpretación estaría orgullosa de ella. Lo estaba haciendo como si aquello fuera lo más normal del mundo. Finn apagó la luz y se tumbó a su lado.
– Buenas noches.
– Buenas noches.
Ya estaba. No había pasado nada. Finn McBride estaba tumbado a su lado y no pasaba nada. ¿Qué iba a pasar? Kate se mantuvo tensa, quizá esperando… pero no, unos minutos después sólo podía oír la rítmica respiración de su compañero de cama.
Y poco a poco fue relajándose. Cuando le quedó claro que estaba dormido, se felicitó a sí misma. No pasaba nada. No iba a pasar nada en absoluto. Eso era lo que quería, ¿no?
CAPÍTULO 9
Aún no había amanecido cuando Kate se despertó, con un brazo sobre su cintura. Un brazo fuerte, masculino que la apretaba contra el cuerpo de un hombre.
Finn. Debió de haberse dado la vuelta durante el sueño, pensó. Podía sentir su aliento en la nunca y eso era suficiente para hacerla estremecer.
Ya no podía volver a dormirse. Era muy tarde. Demasiado tarde. Incluso con los ojos cerrados, notaba cada milímetro de su propio cuerpo, quemando bajo el brazo de Finn. Le gustaba tanto estar así… Ojalá pudiera volverse para tocarlo, para despertarlo con sus besos… Podría volverse. Podría besarlo. Podría aparentar que estaba dormida.
Una vez que la idea se asentó en su cabeza, era imposible pensar en otra cosa. Sería una bobada y podría morirse de vergüenza, pensó. Debía mantener las distancias… y darse la vuelta para besarlo era una locura.
Pero le gustaría tanto…
Siempre podía parar, se dijo Kate. No tenía que ir tan lejos. Ni siquiera tenía que despertarlo. Sólo quena saber cómo era estar entre sus brazos; quería saber si Finn sonreiría al notar sus labios.
No era pedir demasiado, ¿no?
Kate se movió un poco, pero Finn seguía respirando rítmicamente, ajeno a su turbación. ¿Cómo podía estar durmiendo cuando ella estaba temblando de deseo? ¿No podía intuir cómo lo deseaba?
Podía estar tumbada toda la noche, sin moverse, o podía ver qué pasaba si tomaba la iniciativa. Respirando profundamente, dejó escapar un leve suspiro y se dio la vuelta. Pero Finn, sin despertarse, se tumbó de espaldas y apartó el brazo.
Qué típico. Kate lo miró, frustrada. Incluso en sueños parecía dispuesto a resistirse. «Bueno, ya veremos», pensó ella. Finn era mucho más alto que ella de pie, pero tumbados armonizaban a la perfección. Entonces puso un brazo sobre el torso masculino y apoyó la cabeza en su cuello, respirando el olor de su piel. Y él seguía dormido.,,
«Déjalo ya», se dijo Kate. Pero no podía.
Sin pensar, acercó los labios a su cuello y después, suavemente, fue subiendo hasta su cara. Sus manos también parecían tener voluntad propia porque empezaron a meterse bajo la chaqueta del pijama…
Estaba jugando con fuego y lo sabía, pero le daba igual. Iba a desabrochar el primero botón del pijama cuando notó que la respiración de Finn se detenía.
Lo había despertado.
Nerviosa, levantó la cara y vio el brillo de sus ojos en la oscuridad. Ya no podía aparentar que estaba dormida. Seguramente lamentaría aquello por la mañana… o toda la vida, pero en aquel momento no quería pensar.
Finn se quedó inmóvil, parpadeando, intentando despertarse del todo. Y se quedó mirándola en silencio durante unos segundos. Entonces levantó la mano y empezó a acariciar su pelo.
Cuando sus labios se encontraron por fin, el sueño desapareció. Se besaron fervorosamente, una y otra vez, como para compensar el tiempo perdido. La mano de Finn se deslizaba insistentemente por el camisón de satén, buscando el bajo; y cuando lo encontró tiró hacia arriba y acarició sus muslos, la curva de sus caderas…
Al sentir la mano del hombre en su piel desnuda, Kate emitió un gemido. Intentó desabrochar el pijama, pero le temblaban tanto las manos que, al final, Finn se lo quitó de un tirón y se colocó abruptamente encima. Kate enredó los brazos alrededor de su cuello, apretándolo, disfrutando del roce de su espalda desnuda…
La asustaba que Finn se diera cuenta de lo que estaban haciendo. Pero quería abandonarse completamente al roce de sus manos, al calor de sus labios, al peso de su cuerpo, que la enardecía.
Hicieron el amor sin hablar, con un ritmo antiguo e instintivo que los dejó sin aliento a los dos. El placer se hacía casi insoportable y cuando por fin terminó, Kate se quedó jadeando con la cabeza del hombre sobre su pecho.
Unos segundos después, Finn se apartó, mascullando algo que Alex habría identificado como una palabrota.
– Lo siento. No quería que pasara esto -murmuró.
– Ha sido culpa mía -dijo ella, intentando parecer contrita. Debería sentirse culpable, pero no era así. Llevaba semanas deseando hacer el amor con Finn y no se sentía en absoluto culpable. Todo lo contrario:
– Estaba medio dormida -aquello no era del todo verdad, pero estaba demasiado encantada consigo misma como para preocuparse de detalles-. Supongo que me he dejado llevar un poquito.
– Creo que los dos nos hemos dejado llevar -murmuró él, burlón.
Kate se apoyó en el codo para poder mirarlo bien. -¿Lo lamentas?
– No. Y no puedo decir que no supiera lo que estaba haciendo, pero ha sido muy irresponsable por parte de los dos. ¿Y si te quedas embarazada?
– No lo creo. Sigo tomando la píldora.
Seguía sintiéndose asombrosamente bien, relajada y feliz. Y era una sensación que no quería perder. Sabía que Finn estaba a punto de decir: «Esto no debe volver a pasan», y no estaba segura de poder soportarlo.
– Mira, no le hemos hecho daño a nadie. Creo que los dos necesitábamos un poco de consuelo y lo hemos encontrado. ¿Qué hay de malo en eso?
No quería alarmarlo demostrándole sus sentimientos.
– No significa nada para ninguno de los dos, pero ésa no es razón para que no lo pasemos bien. Sólo estaré aquí durante unas semanas y ya que compartimos habitación… a menos que tú no quieras, claro.
– Yo diría que puedo resignarme -sonrió Finn. Kate tardó un segundo en darse cuenta de que estaba bromeando.
– Sólo es algo temporal. Sólo mientras tu hermana esté aquí.
– Claro.
– No pasa nada.
– No -dijo él.
– Ninguno de los dos quiere mantener una relación.
– Ya.
Silencio.
Kate lo estudió, incómoda, sin saber qué decir. ¿Estaba lamentando lo que habían hecho? En la oscuridad, su expresión era más indescifrable que nunca.
Lo importante era que no la había apartado, razonó. Habría más noches como aquella. No podía pedir más. Sería demasiado egoísta pedir que la amase.
Por el momento, decidió Kate, haría lo que habían acordado. Por el momento era suficiente, pensó, deseando abrazarlo de nuevo.
– De todas formas, siento haberte despertado.
Finn le pasó un brazo por la cintura y ella tuvo que disimular un suspiro de placer.
– ¿Lo sientes mucho? -Kate sonrió.
– ¿Quieres que te demuestre cuánto lo siento?
El sonido de unas ruedas en la gravilla del camino hizo que Derek se pusiera a ladrar furiosamente, tomándose muy en serio su papel de perro guardián.
Kate se pasó una mano por el pelo, en un vano intento de controlar los incontrolables rizos. Estaba muy nerviosa porque iba a conocer a Stella. Finn y Alex habían ido a buscarla al aeropuerto, de modo que había llegado el momento.
Por la mañana, Finn no dijo nada de la noche anterior y se comportó como se comportaba siempre, con austera amabilidad, quejándose por el estado de la cocina y peleándose con Alex, que quería recibir a su tía con unos vaqueros manchados de pintura y un jersey roto.
Kate casi se preguntaba si todo habría sido un sueño… pero seguía estremecida por la experiencia. Nerviosa, la conversación durante el desayuno había sido medio incoherente, a juzgar por las miradas de Alex.
Pero tenía que enfrentarse a la temible Stella. Aunque no sería un problema fingirse enamorada de Finn.
A primera vista, Stella McBride tenía poco en común con su hermano. Era unos años mayor y bastante más bajita. Vestía de forma elegante y llevaba el pelo corto, pero tenía los mismos ojos grises.
– ¡No te puedes imaginar cuánto me alegra que Finn haya encontrado a alguien! -fue el cálido saludo de Stella, que la abrazó en el porche-. Pero no me había dicho lo guapa que eres.
¿No le había dicho que era guapa? ¿Qué le habría contado a su hermana exactamente? ¿Que era mona, pero no podía compararse con Isabel?
Finn estaba sacando una enorme maleta del coche.
– No es guapa.
– Stella-y Kate lo miraron, sorprendidas.
– Vaya, muchas gracias. No sé si lo sabes, pero a veces hay sinceridades que duelen -murmuró Kate, dolida.
– Es más que guapa. Es preciosa -dijo Finn entonces-. Y no te lo dije porque pensé que lo verías por ti misma.
– Ah, muy típico de mi hermano. Dice algo que te saca de quicio y luego lo arregla para que no te enfades con él -sonrió Stella.
Alex estaba deseando presentarle a Derek, que arañaba la puerta para que lo dejasen salir, pero su tía no pareció impresionada.
– ¿Qué clase de perro es?
– Uno muy maleducado -contestó Finn.
– ¡No es maleducado! -exclamó Alex-. Es muy inteligente y está perfectamente entrenado, ¿verdad, Kate?
– Bueno, perfectamente… -sonrió ella, recordando las veces que tenía que perseguirlo por la casa para que soltase sus zapatillas.
Stella miraba a Derek con cara de asco. No dijo que era el perro más feo que había visto en su vida, pero como si lo hubiera dicho.
– ¿De dónde lo habéis sacado?
– Es culpa de Kate. Se cayó encima de un montón de basura… y allí estaba Derek. Y con su cara de cachorro abandonado me está costando una fortuna en comida y visitas al veterinario.
– Papá…
– Es una broma, tonta.
Alex le echó los brazos al cuello y Stella sonrió, encantada.
– Parece que las cosas han cambiado mucho por aquí. Incluso la casa ha cambiado. Es mucho más… agradable.
– Finn piensa que está hecha un desastre -sonrió Kate.
– La culpa también es de mi prometida -dijo él.
– Pues yo creo que ha mejorado mucho -afirmó Stella.
– ¿Lo ves? Alex, tú eres testigo -rió Kate.
Stella estaba deseando quedarse a solas con ella y rechazó la oferta de Finn de acompañarla a la habitación.
– Kate, ven tú conmigo.
– Sí, claro.
Cuando llegaron arriba miró alrededor, encantada.
– Está todo muy bonito. Gracias.
– Finn me ha dicho todo lo que hiciste por él desde que su mujer murió.
– Sí, bueno, fue un momento horroroso -suspiró Stella-. Hice lo que pude, pero Finn era inconsolable. Bueno, ya sabes lo testarudo que es… no dejaba que nadie lo ayudase y me rompía el corazón… llegué a pensar que nunca volvería a verlo feliz.
– Quería mucho a Isabel.
Kate pronunció el nombre de Isabel a propósito. Tenía que recordar que lo que había pasado por la noche no cambiaba nada y que, por muchas historias que le contasen a su hermana, su sitio en aquella casa era sólo temporal.
– Llevo años diciendo que Alex necesita una figura femenina y fíjate lo alegre que está. Nunca la había visto así de contenta. Y Finn dice que todo es gracias a ti. Lo que no sabe, porque los hombres no se enteran de nada, es que es él quien ha cambiado. Tú has conseguido que baje la guardia, que sea feliz. Incluso has conseguido meter un perro en casa… ¡pero si a mi hermano ni siquiera le gustan los perros!
– Yo creo que Derek le gusta más de lo que quiere admitir.
– Pues eso. No lo había visto tan feliz en muchos años y todo es gracias a ti -dijo Stella entonces, con lágrimas en los ojos-. Finn no me lo dirá nunca, ya sabes cómo es, pero me he dado cuenta de que está muy enamorado.
¿Ah, sí? ¿No decía Finn que su hermana era tan perceptiva?
Finn McBride no la quería, pero sí estaba más relajado. Si era o no feliz… Kate no se atrevía a preguntárselo.
Durante aquellos días apenas tuvieron tiempo para estar solos y cuando se encerraban en el dormitorio no decían mucho. Lo habían dicho todo durante la primera noche.
Para los dos, todo era un poco irreal. Kate tenía que recordarse a sí misma que aquello era sólo una aventura. No quería estropear la felicidad de aquellas noches pensando en el futuro. Ya habría tiempo para volver a pisar el suelo cuando Stella volviese a Canadá.
Eso era lo que se decía a sí misma, pero cada día estaba más enamorada de Finn. A veces lo miraba cuando estaba conduciendo, o cuando se ponía las gafas para leer el periódico… y se quedaba sin aire.
Stella era una invitada muy exigente, pero a Kate le caía bien. Era sincera y un poco brusca a veces, pero quería mucho a Finn y a Alex. Y era una persona llena de entusiasmo. Cuando le dijo que su amiga Phoebe había organizado una fiesta de compromiso, Stella se mostró encantada.
– Qué buena idea. Se os ve muy enamorados, pero no hacéis ningún plan -dijo durante la cena-. ¿Habéis escogido ya fecha para la boda?
Finn miró a Kate. -No tenemos prisa.
– Pero tampoco hay razón para esperar. Los dos sois mayorcitos y estáis viviendo juntos. ¿Por qué no os casáis de una vez?
– Eso es entre Kate y yo -contestó Finn, irritado.
– Claro, pero deberíais pensar en los demás. Tenéis que avisar con tiempo para que Geoff y los niños puedan venir a Londres. Y los padres de Kate también tendrán que hacer planes…
– Ahora mismo están de vacaciones -la interrumpió Kate-. Y aún no les he hablado de Finn.
– Pues yo no entiendo por qué tanto secreto -se quejó Stella-. Menos mal que tu amiga va a dar una fiesta de compromiso. Si fuera por vosotros no la haríais.
– Stella, ¿quieres dejar de organizarnos la vida? -protestó su hermano-. Kate y yo somos muy felices.
– Sí, pero tenéis que pensar en Alex.
– Alex está muy contenta con la situación. ¿Verdad que sí, cariño?
– Sí -contestó la niña-. Pero me gustaría que os casarais. Así Kate se quedaría para siempre y podría cuidar de Derek.
– Tu hija tiene más sentido común que tú, Finn. No es que la prioridad sea el perro, pero tiene razón. Si no tienes cuidado, perderás a tu novia. No querrás que te pase eso, ¿no?
Finn miró a Kate, que parecía incómoda. Llevaba uno de esos tops suyos tan alegres, el pelo rizado como siempre, y los brillantes.
– No -dijo entonces-. No quiero eso.
– Yo no pienso irme a ninguna parte -bromeó ella-. Esta casa es muy bonita y Derek un amor. Y supongo que Finn y Alex tampoco están mal. ¿Por qué no iba a quedarme para siempre?
– ¿Lo prometes? -preguntó Alex. Kate se aclaró la garganta.
– Lo prometo -contestó, deseando que fuera verdad.
– Va a ser una fiesta muy elegante -le dijo Phoebe por teléfono al día siguiente.
– Bella me dijo que sólo era una cena.
– Sí, pero hemos decidido que sea una cena elegante. Al fin y al cabo, Finn y tú os conocisteis aquí.
– ¡Nos conocimos en el trabajo!
– No, no, en el trabajo conociste a Finn McBride, tu jefe. En mi casa conociste a Finn.
– Phoebe, tú sabes que Finn y yo no estamos prometidos de verdad, ¿no? La fiesta sólo es para convencer a su hermana.
– Claro que lo sé. Pero esa no es razón para hacer las cosas mal.
– Bueno, pero no te pases.
– ¿Pasarme yo?
– Mira, Stella se ha creído lo del compromiso, pero no es tonta. No quiero que sospeche…
– Tranquila, lo pasaremos muy bien -la animó Phoebe.
Kate no estaba tan segura. Quería mucho a sus amigas y sabía que lo hacían con la mejor intención, pero estaba nerviosa. Phoebe y Bella la conocían muy bien. Tan bien que enseguida comprenderían que estaba enamorada de Finn. Y esperaba que no la delatasen.
– Ojalá no tuviéramos que ir -dijo, suspirando, mientras buscaba sus pendientes favoritos encima de la cómoda.
En el espejo vio a Finn poniéndose la camisa. La intimidad de vestirse juntos le resultaba emocionante.
– Yo también preferiría quedarme en casa, pero Stella está deseando conocer a todo el mundo. Seguramente buscará aliados en su campaña para que nos casemos lo antes posible.
– Todo se está complicando, ¿verdad?
– Es culpa mía -suspiró él-. Conociendo a mi hermana, no estará contenta hasta que sepa en qué iglesia nos casamos, cuántos invitados vendrán a la boda y qué flores vamos a elegir. De verdad… a veces desearía que no hubiéramos empezado este juego.
– ¿En serio? -preguntó Kate.
Finn se quedó mirándola a los ojos. No.
Para Kate fue como si el mundo hubiera dejado de girar. Sin decir nada, Finn se acercó y le puso las manos sobre los hombros.
– No me puedo imaginar lo que haría sin ti. Antes, cada vez que venía mi hermana me sentía incómodo, pero está vez todo está saliendo bien y es gracias a ti. Stella dice que eres maravillosa.
– Ella también es estupenda.
– Nunca te he dado las gracias por todo lo que estás haciendo. Y no me refiero sólo a… fingirte mi prometida. La casa está preciosa, cocinas de maravilla y mi hija… en fin, nunca la había visto tan feliz.
– ¿Y tú?
– Yo también soy feliz.
Kate enredó los brazos alrededor de su cuello y Finn la besó suavemente en los labios. Era la primera vez que la besaba por iniciativa propia… cuando no estaban a oscuras.
– ¡Chicos! -gritó Stella, llamando a la puerta-. Daos prisa, ha llegado el taxi. Y ya he llevado a Alex a casa de la vecina.
Cuando Finn la soltó, Kate apenas podía tenerse en pie. Bajó la escalera con las piernas temblorosas y le dio al taxista la dirección de Phoebe como si estuviera en las nubes.
– ¡Kate, estás preciosa! -exclamó Gib al verla.
– Mírala, tiene un brillo especial en los ojos -dijo otra de sus amigas.
– Debe de ser el amor.
Kate apenas oía los cumplidos. No podía concentrarse en nada que no fuera Finn. No podía pensar en otra cosa que en cerrar la puerta del dormitorio, dejar que él le quitase el vestido, que la tumbase en la cama…
– ¡Kate, despierta! -Bella estaba moviendo una mano delante de su cara.
– ¿Eh?
– Estamos a punto de abrir una botella de champán y podrías hacer un esfuerzo para aparentar que estás en el mismo planeta, guapa.
Kate miró alrededor. -Ah, perdona.
– Quiero proponer un brindis -dijo Gib entonces-. Por Finn y Kate. Queremos desearos la mayor felicidad porque los dos la merecéis más que nadie.
– ¡Por Finn y Kate! -repitieron los invitados.
Kate no sabía qué decir. Pero Finn estaba sonriendo y ella sonrió también.
– Os estamos muy agradecidos -dijo él entonces, tomándola por la cintura-. ¿Verdad, Kate?
– Sí -contestó ella-. Sí, claro.
Pero no estaba pensando en eso, estaba pensando en cuánto lo amaba y cuánto deseaba que la abrazase, que la besase…
Como si hubiera leído sus pensamientos, Finn la besó en los labios y Kate se olvidó de sus amigos, de Stella y de todo.
– Creo que eso responde a todas las preguntas -sonrió Gib.
– Sí, pero ¿cuándo es la boda? -insistió Stella.
– Ah, es verdad. ¿Cuándo os casáis? -preguntó Bella.
Finn no apartó los ojos de Kate.
– Pronto -contestó-. Muy pronto.
CAPÍTULO 10
Phoebe y Bella habían pasado varios días planeando la cena. Además, se habían esforzado tanto para decorar la casa y obligar a todo el mundo a ponerse elegante que Kate se sentía desesperadamente culpable. No habrían podido hacer más si Finn y ella estuvieran prometidos de verdad. De hecho, Kate empezaba a creer que sus amigas no se habían enterado de que estaban fingiendo. El novio de Bella, Will, estaba allí, y Josh había llevado a su última conquista, además de otros amigos comunes, de modo que la fiesta estaba muy animada. Kate hubiera querido pasarlo bien, pero no podía. Le costaba mucho concentrarse en la conversación y sólo podía pensar en volver a casa. Hizo un esfuerzo para reírse de las bromas de Josh, pero con Finn sentado a su lado le resultaba imposible.
Quería abrazarlo, besarlo, obligarlo a que la sacara de allí para hacer el amor como hacían cada noche… Desgraciadamente, Phoebe aprovechó que había ido a la cocina para acorralarla.
– Así que ésas tenemos -dijo, sacándola de su ensimismamiento.
– ¿A qué te refieres?
– Estás enamorada de Finn, ¿verdad?
– ¿Por qué dices eso? -preguntó Kate, haciéndose la tonta.
– Es evidente. Pero si ni siquiera miras a nadie más…
– Lo siento. De verdad te agradezco todas las molestias, Phoebe, pero…
– Pero Finn es la única persona que te importa ahora mismo, ¿no? -sonrió su amiga.
– Bueno, estoy un poco enamorada de él…
– ¿Un poco?
– No, mucho -suspiró Kate.
– ¿Y él? A mí me parece que también está muy colgado contigo.
– No, no lo creo. Es un buen actor. Además, no le he dicho lo que siento y no pienso decírselo. En cuanto Stella se marche me iré de su casa y ahí se acabará todo. Es sólo algo temporal.
– ¿Y eso es suficiente para ti?
– Va a tener que serlo -suspiró ella.
La preocupó mucho la conversación. Phoebe la conocía mejor que nadie, pero si ella se había dado cuenta de que estaba enamorada… debía tener cuidado.
Sería horrible que Finn lo adivinase. Lo último que deseaba era que le dijera que nunca podría amar a nadie como había amado a Isabel. Ella no quería compararse con su difunta esposa.
Kate decidió que lo mejor sería mantener las distancias, pero era difícil no responder cuando la buscaba en la oscuridad o aparentar que no se alegraba al verlo en casa cada tarde. No podía ser reservada, no estaba en su naturaleza.
Y fue más difícil cuando Stella se marchó de Londres para visitar a unas amigas.
Kate se alarmó al descubrir lo agradable que era estar los tres en la casa, con Derek. Eran como una familia. A veces tenía que recordarse a sí misma que aquello terminaría pronto, que no iba a durar.
La partida de Stella significaba que podían dejar de aparentar, pero Alex seguía tratándola de la misma forma… y Finn también. De hecho, ni siquiera se les ocurrió que debería volver a su habitación.
– Ya conoces a mi hermana. Cuando vuelva, seguro que insiste en buscar una fecha para la boda -le comentó él un día.
– Pues habrá que inventar una.
– Eso es -sonrió Finn, besándola en el cuello. Cada noche era más bonito. Ya tendría tiempo de estar sola cuando Stella volviese a Canadá, pensaba Kate. Además, deseaba tanto abrazarlo, sentirlo a su lado… guardaría esos recuerdos para siempre, como una ardillita guardaba nueces para el invierno.
Un día, con Alex en el colegio y Finn en la oficina, decidió hacer limpieza general. Al fin y al cabo, le pagaban por ser ama de llaves… aunque ella se tomase ciertas libertades.
Pasó la aspiradora, descolgó las cortinas para lavarlas y abrillantó el suelo con cera. Y entonces llegó al dormitorio de Finn. Cada lado de la cama reflejaba sus diferentes personalidades. Mientras sobre la mesilla de Finn sólo había un despertador, una lamparita y varias monedas que se había sacado del bolsillo por la noche, en la mesilla de Kate había una barra de labios, un libro, un frasco de perfume, un collar, un reloj, un peine, revistas… en fin, que a duras penas se veía la mesilla.
¿De dónde había salido todo aquello? Era como si sus cosas quisieran apoderarse de la habitación. Cuando estaba limpiando la mesilla de Finn, decidió guardar las monedas en el cajón y, al abrirlo, vio una fotografía boca abajo.
Kate la levantó, sabiendo de quién era. Isabel. Era lógico que Finn tuviese una fotografía de su mujer cerca de la cama. Sería lo primero que viera al despertarse y lo último al acostarse. Pero se le rompió el corazón al descubrir cuánto la echaba de menos. Sujetando la fotografía, Kate se dejó caer sobre la cama. Finn debió de meterla en el cajón después de la primera noche… incapaz de ver el rostro de Isabel cuando había otra mujer ocupando su sitio. El contraste hubiera sido demasiado doloroso.
Cuando iba a guardar la fotografía, vio que había un papel en el cajón. Parecía una carta… y la curiosidad pudo más que ella. Pero sólo se atrevió a echar un vistazo. Las palabras «mi amor para siempre» aparecieron ante sus ojos.
Mi amor para siempre.
Kate guardó la carta, colocó la fotografía encima y volvió a cerrar el cajón.
Había llegado la hora de poner los pies en la tierra. Finn nunca la amaría como había amado a su mujer. Era absurdo enterrar la cabeza en la arena.
Ese descubrimiento le había roto el corazón y, aunque intentó disimular, Finn notó algo raro por la noche.
– ¿Qué te pasa?
– Nada, estoy bien -contestó ella. En la cama se apretó contra él, sin saber cómo iba a decirle adiós, pero sabiendo que tendría que hacerlo.
Stella volvió de lo que ella llamaba su «tour por Inglaterra» unos días más tarde e inmediatamente notó el cambio en Kate.
– ¿Qué ocurre? ¿Habéis tenido una pelea?
– No, claro que no.
– Sé que mi hermano puede ser difícil a veces, pero ahora es tan feliz… y Alex también. Me daríais un disgusto terrible si pasara algo.
– No, de verdad, no pasa nada -mintió ella.
Al día siguiente fueron todos al aeropuerto. Kate lamentaba decirle adiós y no sólo porque su partida significaba también decirle adiós a Finn y a Alex.
Cuando estaban despidiéndose, Stella le dio un abrazo, emocionada.
– Muchísimas gracias por todo. Finn, cuida de ella. Kate es justo lo que necesitas. Alex, encárgate de que tu padre no haga ninguna tontería.
– Lo haré, tía Stella.
– Prometedme que seré la primera en saber la fecha de la boda -fueron sus últimas palabras, antes de desaparecer en el control de pasaportes.
– No sé cómo voy a decirle que no habrá boda -suspiró Finn, mientras volvían al coche-. Nunca me perdonará.
– A lo mejor no tienes que decírselo -intervino Alex.
– ¿Qué quieres decir?
– Que podríais casaros.
– Alex, la única razón por la que Kate y yo hemos hecho esa… pantomima es porque tú no quieres una madrastra.
– Pero no me importaría que Kate lo fuera -dijo la niña.
Kate y Finn se detuvieron en medio de la terminal, sorprendidos. Ella no se atrevía a mirarlo. No quería ver el rechazo en sus ojos.
– Yo creo que te aburrirías de mí -dijo, apretando la mano de Alex.
– No, no me aburriría -dijo la niña.
– Sería muy estricta. Tendrías que irte a la cama a las ocho y nada de televisión durante la semana. Eso no te gustaría, ¿verdad?
– No -admitió Alex-. Pero sería mejor que decirte adiós.
– Muy bien, ya es suficiente -dijo Finn entonces-. Kate nos ha hecho un favor, pero tiene su propia vida.
– Pero…
– No quiero oír nada más -la interrumpió su padre. Volvieron a casa en silencio y, cuando llegaron, Finn dijo tener mucho trabajo. Alex subió a su habitación, con Derek.
Kate no sabía qué hacer, pero al menos podría evitarle a Finn una conversación incómoda. De modo que sacó sus cosas del dormitorio y cambió las sábanas. Así podrían aparentar que no había pasado nada.
– Te has llevado tus cosas -dijo él después de darle las buenas noches a Alex.
– Sí, he pensado que sería lo mejor.
– ¿Lo mejor?
– Habíamos acordado que dormiríamos juntos sólo mientras Stella estuviera aquí -le recordó Kate.
– Ya lo sé, pero… sí, tienes razón. No hay razón para seguir como antes.
– No.
Se quedaron en silencio, incómodos, sin saber qué decir.
– Sólo era una cosa temporal.
– Sí, es verdad.
Otra pausa.
– Será mejor que empiece a buscar otro trabajo -dijo Kate.
– ¿Dónde vas a buscar? -preguntó él.
– No lo sé. Pero supongo que podría volver a ser secretaria.
– No te gustaría quedarte, ¿verdad? -preguntó Finn entonces.
A ella le dio un vuelco el corazón.
– Pensé que querías arreglártelas sin un ama de llaves.
– Ésa era la idea, pero… Rosa no puede volver y la verdad es que… he estado pensando en lo que ha dicho mi hermana. Alex necesita tener una mujer a su lado y te quiere mucho. Quiere que te quedes, Kate. Me ha suplicado que te lo pida.
– Ya -murmuró ella.
– ¿Te lo pensarías?
– No lo sé. No creo que pueda ser ama de llaves para siempre.
– No como ama de llaves sino… como mi mujer -dijo Finn entonces, sin mirarla.
– ¿Cómo?
– Verás, no sé cómo decirlo… pero estoy pidiéndote que te cases conmigo.
Kate abrió la boca y volvió a cerrarla. -Pero… ¿por qué?'
– Me parece lo más sensato. Para empezar, resolvería el problema de quién cuida de Derek.
– Ah, ya, claro. Ésa es una razón estupenda -dijo ella, irónica.
– No, en serio. Alex te quiere mucho. Nunca había querido ni oír hablar de una madrastra, pero tú… tú eres diferente.
– ¿Y tú qué piensas?
– Nos hemos llevado muy bien durante estas semanas, ¿no?
Kate pensó en las largas y deliciosas noches, en despertarse con un beso suyo, en volverse y poder tocarlo…
– Sí, es verdad.
– Y no tendrías que volver a buscar trabajo. Aunque, por supuesto, si quieres trabajar puedes hacerlo, pero un día me dijiste que no tenías grandes ambiciones profesionales, ¿verdad?
– Sí, así es -murmuró Kate.
– Puede que no sea nada romántico, pero hay peores razones para casarse con alguien que la seguridad y… el consuelo.
Cierto, pensó ella, pero siempre había imaginado que se casaría por amor.
– ¿Y qué pasa con Isabel?
– Yo creo que ella lo entendería. Isabel querría lo mejor para Alex y yo también.
De modo que ni siquiera iba a aparentar que se casaba con ella por amor. Quizá era mejor así. No lo hubiese creído de otra forma.
Qué curioso, pensó. Uno podía soñar con algo durante años, pero cuando llegaba de verdad nunca era como en los sueños.
«Cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad», se recordó a sí misma. Unos minutos antes soñaba con esa petición de matrimonio y, de repente…
– ¿Puedo pensármelo unos días? -preguntó.
– Sí, claro -contestó Finn, que parecía tan desconcertado como ella-. No quiero que te sientas incómoda, quiero que seas feliz.
Lo único que la haría feliz en aquel momento sería que Finn la tomase entre sus brazos y le pidiera que se quedase por él, no por Alex ni por Derek, sino por él.
Pero sería mejor dejar de soñar.
– Me voy a la cama. Ha sido un día muy largo.
– Kate…
– ¿Sí?
– Yo… empezó a decir Finn, nervioso-.
– No, nada.
– ¿Casarte con él? -exclamó Bella al día siguiente. Estaban en su bar favorito, donde Kate había pedido una conferencia urgente-. No te lo estarás pensando, ¿verdad?
– Pues… la verdad es que sí.
En realidad, no podía dejar de pensar en ello. Día y noche.
– Ya sé que no es el matrimonio con el que había soñado toda mi vida, pero no todo el mundo tiene la suerte de Phoebe. Hay otras cosas además del amor.
– ¿Por ejemplo?
– Respeto, afecto, seguridad…
– El matrimonio es compromiso, Kate -dijo Phoebe-. Pero lo más importante del matrimonio es el amor. Y sólo serías feliz si Finn te quisiera.
– Vaya, y tú eres la que me lo presentó.
– Pensé que podríais enamoraros. Pero eso es imposible hasta que Finn se despida de Isabel. No la olvidará, pero tiene que seguir adelante… y no sé si está preparado para eso. No puedes casarte sin amor, Kate.
Sería mejor que vivir toda su vida sin Finn, pensó ella. Llevaba noches sin dormir dándole vueltas al asunto… pero no estaba segura del todo.
– Tú te mereces lo mejor -dijo Bella.
Sus amigas hicieron lo posible para evitar que cometiese un error, pero cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que casarse con Finn era la mejor decisión. Él no la quería por el momento, pero los años harían nacer el afecto. Y si venían hijos… eso los uniría mucho más.
Finn la estaba esperando cuando llegó a casa.
– He estado pensando en lo que me dijiste.
– ¿Y?
– Y… -Kate abrió la boca para decirle que sí cuando, de repente, se dio cuenta de que no podía hacerlo. No podía vivir con él sin decirle que estaba enamorada. Sería una tortura insoportable-. Iba a decirte que sí, pero no sería justo para ninguno de los dos -dijo entonces, quitándose el anillo.
– Alex se llevará una gran desilusión -murmuró él, sin mirarla.
No dijo nada más y Kate supo que no se había equivocado.
Pero Alex no sólo se llevó una desilusión. Se quedó desolada al día siguiente, cuando le dijo que iba a marcharse.
– ¡Me prometiste que te quedarías para siempre! -gritó la niña.
– Habíamos quedado en que sería mientras la tía Stella estuviese aquí… -intentó convencerla su padre.
– ¡Me prometió que se quedaría! -gritó Alex, corriendo a su habitación.
– ¿Quieres que suba a hablar con ella? -preguntó Kate, angustiada.
– No, déjala. Ya lo entenderá. Sólo espero que no le haga la vida imposible a la nueva ama de llaves -suspiró Finn-. Es más que capaz.
La nueva empleada, Megan, llegó dos días más tarde y Alex fue amabilísima con ella. De hecho, era como si Kate no existiera. Apenas le dirigía la palabra.
Cuando Finn le preguntó si quería despedirse, la niña negó con la cabeza… pero en el último minuto salió corriendo al jardín y se abrazó a Kate.
– Adiós -le dijo con voz entrecortada. Y después, sin mirarla, volvió corriendo a la casa.
Los ojos de Kate se llenaron de lágrimas. No había imaginado que le dolería tanto decirle adiós a aquella cría.
– Te echará de menos -dijo Finn.
– Yo también la echaré de menos.
– Podrías venir alguna vez. Para ver si estamos cuidando bien de Derek…
– Quizá -murmuró ella, tan triste que no podía hablar.
¿Por qué, por qué había decidido marcharse? Debería haberse quedado, debería haber aceptado su oferta de matrimonio.
Hicieron el viaje en silencio. Finn subió la maleta al portal y Kate se quedó esperando en el descansillo. Siempre le había gustado su casa, pero en aquel momento le parecía fría y solitaria. Como lo sería su vida a partir de entonces.
No quería ni pensar en decirle adiós…
– Bueno, me marcho -dijo Finn. Pero no se movió. Por una vez, parecía tan perdido como ella.
– Sí. Alex estará esperándote.
Lo miraba como si quisiera guardar en su memoria aquel rostro, aquellos ojos… quizá no volvería a verlo nunca, pensó, asustada.
– Gracias por todo dijo Finn, inclinándose para besarla en la mejilla.
Kate cerró los ojos, sintiendo que su corazón se rompía en pedazos.
– Adiós.
Se miraron durante unos segundos que le parecieron una eternidad. Finn se volvió entonces bajó los escalones. Después, subió al coche y desapareció de su vida para siempre.
Lo único bueno de la depresión era que una perdía el apetito. Durante aquellos días Kate perdió casi cinco kilos, pero era demasiado infeliz como para apreciar que la ropa empezaba a quedarle ancha. Aún no había encontrado trabajo, pero el dinero no era un problema porque Finn le dio un cheque muy generoso. Sin embargo, estar en casa sin hacer nada era agobiante.
Demasiado tiempo para recordar. Demasiado tiempo para lamentarse.
Todas las razones por las que dijo que no a ese matrimonio daban vueltas en su cabeza. Sabía que había hecho bien, pero no podía dejar de pensar en la casa de Wimbledon, en Finn entrando en la cocina a las seis, en Alex haciendo los deberes con Derek a sus pies…
La imagen era tan vívida que le partía el corazón. Nunca había llorado tanto en toda su vida y tenía los ojos hinchados.
– Kate, ¿qué vamos a hacer contigo? -suspiró Bella un día.
– No lo sé. Ya no sé qué hacer.
– Le he pedido a Phoebe que venga. Ya sabes que es muy buena en momentos de crisis… -en ese momento sonó el timbre-. Ah, debe de ser ella.
Kate no se molestó en levantar la cabeza. Quería mucho a sus amigas, pero en aquel momento nadie podía consolarla.
– ¿Kate?
Esa no era la voz de Phoebe. Había sonado como la voz de Finn. Debía de estar imaginando cosas…
– ¡Kate! -repitió la voz.
Kate levantó la cabeza lentamente. Finn estaba frente a ella, mirándola con sus ojos grises. No podía ser… pero era él. Nadie más tenía esa expresión seria ni esos labios que la derretían…
– ¿No me oyes?
«Cariño, no puedo vivir sin ti».
– Sí, pero pensé que no eras tú -murmuró Kate, como en sueños.
– ¿Estás bien?
Ella se secó las lágrimas, avergonzada. ¿Por qué tenía que ir a verla precisamente en aquel momento? ¡Tanto soñar con volver a verlo y, como siempre, Finn McBride no se atenía al guión!
– Lo siento, pero aún no he perfeccionado el arte de llorar como una señorita educada.
– ¿Por qué lloras? -preguntó él.
– ¿Tú qué crees?
– ¿Por Seb?
– ¿Seb? No, claro que no. Qué tontería.
– Me dijiste que habías estado enamorada de él. Y como no has querido casarte conmigo…
– No estaba llorando por Seb -lo interrumpió Kate, irritada.
– ¿Entonces?
– ¿Qué estás haciendo aquí, Finn?
– Quería verte -contestó él-. Te echamos de menos. Alex llora todas las noches, el perro está triste y yo… yo te añoro mucho más que nadie.
El corazón de Kate empezó a hacer un baile muy aparatoso.
– ¿De verdad?
– De verdad. Mi hermana me advirtió que no hiciese tonterías… y las he hecho -suspiró Finn-. No te dije lo que sentía por ti.
– ¿Por qué no? -preguntó Kate, sin atreverse a respirar.
– Pensé que… me creerías demasiado viejo, demasiado aburrido para ti. Tú eres tan moderna, tan divertida… pensé que un tipo como Seb sería más de tu gusto. No sé, yo… no podía soportar la idea de que te fueras y por eso te ofrecí casarte conmigo como si fuera un trato comercial. Pero no era verdad. He sido, un imbécil. Y por eso estoy aquí.
– Finn…
– No te he dicho cuánto te quiero. No te he dicho lo vacía qué está la casa sin ti. Lo vacía que está mi vida sin ti -dijo Finn entonces, tomando su mano-. Puedo cuidar de Alex, puedo pasear al perro, pero lo que no puedo hacer es vivir sin ti, Kate. Quiero despertarme cada mañana contigo, quiero volver a casa y encontrarte. No te he dicho nunca cuánto te necesito…
– ¿Ya no piensas en Isabel? -preguntó ella, con un hilo de voz.
– Quise mucho a mi mujer, pero ya le he dicho adiós. No esperaba volver a enamorarme, la verdad. Pensé que ya no tendría otra oportunidad y entonces apareciste tú y me pusiste la vida patas arriba. Te quiero, Kate. Te quiero a ti y solo a ti. ¿Quieres casarte…?
– Sí -contestó ella, sin dejarlo terminar.
Después de eso no tuvieron que hablar más. Finn la sentó en sus rodillas y la besó con tanta pasión que Kate temió marearse de felicidad.
Habrían estado así durante horas si el gato no hubiese decidido que estaba harto del asunto. Y, para demostrarlo, le dio un zarpazo a Finn.
– ¡Ay! ¿Por qué ha hecho eso?
– Porque necesita atención.
– No me digas que vas a llevártelo a casa…
– Me temo que sí. No puedo pedirle a Bella que se lo quede. Pero no te preocupes, es un gato muy bueno.
– Sí, ya veo -rió Finn, abrazándola de nuevo-. Tu hermana se pondrá muy contenta cuando le digamos que ya hay fecha para la boda.
– No lo creas. Cuando nos hayamos casado empezará a decir que Alex necesita un hermanito.
Ella soltó una carcajada.
– No me importaría nada. ¿Y a ti?
– Cualquier cosa para que mi hermana me deje en paz -sonrió Finn.
– Cualquier cosa -rió Kate.
Jessica Hart